The Great Will/El gran legado: Pre-textos y comienzos literarios en América Latina y el Caribe
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THE GREAT WILL/EL GRAN LEGADO Pre-textos y comienzos literarios en América Latina y el Caribe Florencia Bonfiglio

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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 62

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Patricia Saldarriaga (Middlebury College) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)

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THE GREAT WILL/ EL GRAN LEGADO Pre-textos y comienzos literarios en América Latina y el Caribe Florencia Bonfiglio

I Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert

Nexos y Diferencias

Iberoamericana • Vervuert • 2020

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

© Iberoamericana, 2020 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2020 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-121-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-044-5 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-045-2 (e-book) Depósito legal: M-12780-2020 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Diseño de interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Obra ganadora del I Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert

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l día 15 de noviembre de 2019, el jurado presidido por Esperanza López-Parada (Universidad Complutense de Madrid), como coordinadora del premio, e integrado por Evangelina Soltero (Universidad Complutense de Madrid); Pura Fernández (Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid); Peter Birle (Instituto Ibero-Americano de Berlín); Susanne Zepp (Asociación Alemana de Hispanistas, AAH/DHV); Gloria Chicote (Asociación Internacional de Hispanistas, AIH); y Ernesto Pérez Zúñiga (Instituto Cervantes), concedió el I Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert a The Great Will/El gran legado. Pre-textos y comienzos literarios en América Latina y el Caribe, de Florencia Bonfiglio. Participaron en las deliberaciones, asimismo, con voz, pero sin voto, Ruth Vervuert y Beatrice Vervuert, directoras de la Editorial Iberoamericana Vervuert, y Anne Wigger, de la misma editorial, como secretaria de actas.

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A Hernán, Celina y Victoria, mi reliance

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Agradecimientos

Este ensayo, cuya extensa versión previa constituyó mi tesis doctoral, defendida en el año 2012 en la Universidad de Buenos Aires, se originó en la lectura de Inglaterra. Una fábula de Leopoldo Brizuela, amigo y compañero de Letras en la Universidad Nacional de La Plata en los años 90. Aunque mi aproximación a Inglaterra es desarrollada al final, la novela fue la puerta de entrada a la larga cadena textual que el ensayo recorre, y guió la perspectiva general de lectura desde un principio. Mientras el manuscrito final era redactado en mayo del 2019, Leopoldo dejó injustamente este mundo, aunque seguramente para encontrarse con sus tres amadas brujas en otra tempestad. A su memoria va dedicado este libro, y de allí su título, como reconocimiento por los diálogos compartidos, los datos y materiales facilitados y su generosidad inmensa. Sus ocurrencias geniales, y especialmente su humor, se van a extrañar siempre. Agradezco a los miembros del jurado y a la editorial Iberoamericana Vervuert por el otorgamiento del Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert que permitió la publicación de este libro y por la cuidada edición del manuscrito. Asimismo, aprovecho para agradecer al Servicio de Intercambio Académico Alemán (DAAD) y al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) por el otorgamiento de sendas becas doctorales que apoyaron, en su momento, el desarrollo de la investigación previa a esta versión.

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Mi tesis doctoral, a su vez, no hubiera sido posible sin el acompañamiento de mi director, Enrique Foffani. A él le agradezco su guía constante durante mis años de formación como docente y como investigadora. Ha sido para mí, como tantas veces bromeé, un verdadero ‘padre doctoral’: mi Doktorvater, tal la denominación en alemán. También debo agradecer a los colegas de la red Katatay de la que formo parte, y de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, por los intercambios en diversas instancias a lo largo del tiempo, particularmente, a Francisco Aiello por sus lecturas y a demás amigos y amigas que me han acercado bibliografía o contribuido de alguna forma con la investigación: Maximiliano Linares, Mariela Blanco, Bernardo Massoia, Alejo López, Alejandra Mailhe, Adriana González Mateos, Julia Gramberg, Victoria Rodrigues, Guillermo Siles, Enzo Gazzaniga, Cecilia Gargiulo, Melina Gardella, Lorena De Paola, Nair Mazzenzio, Evelyn Hafter, Cecilia Dellagiovanna, Natalia Corbellini, Verónica Delgado, Teresa Basile. A Julia Tamasi, por lograr que el manuscrito llegara a Madrid. A mis padres, por el amor por los libros. Y, por supuesto, a Hernán, por leerme y por estar siempre.

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Índice

Introducción........................................................................... 19 Apropiaciones y religaciones: La tempestad en la literatura latinoamericana y caribeña................................................. 19 Algunos principios de la literatura latinoamericana: La tempestad como pre-texto..................................................... 24 Parte I. Comienzos hispanoamericanos en el fin del siglo xix 1. Paul Groussac y la angustia de las influencias en el Río de la Plata................................................................................

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1.1. Cómo comenzar en zaga de tantos otros: Paul Groussac y La tempestad.............................................................. 39 1.2. Los principios de una literatura latinoamericana: Rubén Darío ante el arbitrio de Groussac..................... 50 1.3. Ojos imperiales Del Plata al Niágara: el viaje argentino-latino de Paul Groussac................................ 70 1.4. Groussac y el 98: “Por España”, por Francia y contra los advenedizos de la historia........................................ 84 2. La tempestad modernista (Darío y Rodó): un pre-texto para la religación latinoamericana...............................................

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2.1. “El triunfo de Calibán” y las redes del Modernismo...... 99 2.2. En torno de Prosas profanas: la crítica americanista de José Enrique Rodó....................................................... 124

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2.3. Las afiliaciones de Ariel: una lección a la juventud de América....................................................................... 151 2.4. El magisterio latinoamericanista: Ruben Darío responde a Rodó.......................................................... 192 Intermedio. Travesías antillanas 3. Tempestades en el Caribe anglófono y francófono: ¿cómo comenzar?........................................................................... 207 3.1. Apropiaciones de Shakespeare en el Caribe inglés: Los placeres de George Lamming........................................ 207 3.2. La tempestad bajo el signo de la apofrades...................... 224 3.3. Una reescritura, varios pre-textos: los nuevos comienzos de Aimé Césaire.......................................... 229 3.4. Descolonización y religación en Una tempestad............. 239 Parte II. Los nuevos comienzos latinoamericanos: de los 60/70 al nuevo fin de siglo 4. Calibán y la Revolución cubana: límites y fronteras del latinoamericanismo............................................................. 261 4.1. Religaciones y redes del latinoamericanismo: Fernández Retamar en la revista Casa de las Américas.... 261 4.2. Lecturas y relecturas desde el latinoamericanismo revolucionario.............................................................. 280 4.3. Calibán en la trama de nuestra América (y en el drama intelectual de la Revolución)............................. 295 5. Calibán, Ariel y los grandes legados: entre la derrota y la resistencia............................................................................ 327 5.1. Calibán revisitado o los retornos de Ariel: los nuevos comienzos de Fernández Retamar................................ 327 5.2. De la utopía a la intemperie: “El destierro de Calibán” de Iván de la Nuez....................................................... 359 5.3. Hugo Achugar y el balbuceo teórico latinoamericano: Ariel y Calibán en la memoria local.............................. 377

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5.4. Shakespeare en Patagonia: Inglaterra, una fábula de Leopoldo Brizuela........................................................ 394 6. La (re)escritura como encadenamiento: a modo de conclusión........................................................................... 415 Bibliografía.............................................................................. 425 Índice onomástico................................................................... 451

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Miranda: O, wonder! How many goodly creatures are there here! How beauteous mankind is! O brave new world, That has such people in’t! Prospero: ’Tis new to thee. (William Shakespeare, The Tempest, act 5, scene 1)

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Introducción

Apropiaciones y religaciones: La tempestad en la literatura latinoamericana y caribeña La tempestad no es un drama para ser leído o visto o estudiado, sino para ser poseído. (Northrop Frye, introducción a The Tempest, 1959)

Si en la historia literaria comenzar, como piensa Edward Said en Beginnings (1975), es producir diferencia, La tempestad (1611) de Shakespeare constituye, sin duda, un texto de comienzos para la literatura latinoamericana y caribeña. Su recepción, desde fines del siglo xix en Hispanoamérica y desde mediados del siglo xx en el Caribe, ha suscitado múltiples asimilaciones críticas, variados desvíos creativos. Su trama, oponiendo la legitimidad de los orígenes —las leyes de la filiación— a aquella de los tiempos seculares —hechos de afiliaciones y alianzas estratégicas—, se brinda a los apoderamientos, pues, aunque toda reescritura, como toda interpretación, constituye una apropiación, en el caso de La tempestad, según han destacado Hulme y Sherman, la aplicación del término es por demás oportuna: el drama propicia robos y usurpaciones (2000: xiii). Y, si bien todo texto —como todo legado— está sometido a la voluntad (will) de sus herederos, en este drama de Will (apodo del Bardo), quizá sea el conflicto

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de la apropiación, figurado de modo magistral a través del personaje ilegítimo de Calibán, el que invite a deliberadas reescrituras en contextos culturales como los latinoamericanos y caribeños. En estos, la urgencia por comenzar —en el sentido de inaugurar un nuevo orden de sentido respecto de toda escritura previa— ha sido proporcional a la dominación cultural sufrida bajo aquellas otras literaturas que, como argumenta Said, se han pensado más desarrolladas por haber comenzado con anterioridad. * Estimulados por la trascendencia de ciertos textos fundamentales como Une Tempête (1969), del martiniqués Aimé Césaire, o Calibán (1971), del cubano Roberto Fernández Retamar, varios estudiosos en las últimas décadas han abordado las apropiaciones latinoamericanas y caribeñas de Calibán, lo cual confirma el persistente interés en la figura shakespeariana.1 La recurrencia del personaje en la historia literaria y cultural ha llevado incluso a algunos a proponer una nueva disciplina: la calibanología (Lie y D’haen 1997: i), o, en el caso particular de Latinoamérica y el Caribe, a sugerir, como lo hace José Saldívar, la existencia de una escuela de Calibán: “un grupo de escritores, académicos y profesores de literatura comprometidos que trabajan bajo una influencia política común, un grupo cuyas diferentes comunidades nacionales (imaginadas) y simbologías se enlazan por su derivación

1 Desde la publicación de “Las metamorfosis de Calibán” de Emir Rodríguez Monegal (1978) y “Caribbean and African Appropiations of The Tempest” (1987), de Rob Nixon, se destacan los siguientes libros: Shakespeare’s Caliban. A Cultural History (1991), de Alden Vaughan y Virginia Mason Vaughan, con un capítulo dedicado a las reescrituras del “Tercer Mundo” —Latinoamérica, el Caribe y África—; Caliban, editado por Harold Bloom para su colección Grandes Personajes Literarios (Chelsea House, 1992); Constellation Caliban: Figurations of a Character (1997), compilado por Nadia Lie y Theo D’haen; y The Tempest and Its Travels (2000), a cargo de los ya citados Hulme y Sherman, que también aborda las apropiaciones latinoamericanas y caribeñas. Un temprano estudio comparativo es el ofrecido por Roger Toumson en Trois Calibans (1981), abocado a la intertextualidad entre La tempestad de Shakespeare, el drama filosófico Caliban (1878), del francés Ernest Renan, y Una tempestad (1969), de Césaire.

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de una lectura común y explosiva del último (pastoral y tragicómico) drama de Shakespeare, La tempestad ” (1991: 123).2 Saldívar dedica un capítulo de su The Dialectics of Our America (1991) a las reescrituras del barbadense George Lamming, del martiniqués Césaire y del cubano Fernández Retamar, leídas, junto con otros textos chicanos y afroestadounidenses de los años 70 y 80, como obras poscoloniales, de resistencia calibánica. Deudora, en líneas generales, de la perspectiva del propio Fernández Retamar en su ensayo Calibán, donde las figuras de La tempestad devienen conceptos-metáforas de “Nuestra América” —según la fórmula antiimperialista de José Martí—, la crítica, en efecto, ha aportado interpretaciones en clave identitaria, según las cuales los personajes resultan símbolos, alegorías, sinécdoques de identidades nacionales o continentales. Para confirmar la fortaleza de la apropiación cubana, la caracterización de Calibán como el colonizado, de Próspero como el colonizador y de Ariel como el intelectual bajo los efectos de la condición colonial (la cual llevara a Fernández Retamar, por su parte, a leer de forma desviada el ensayo Ariel de José Enrique Rodó) ha sido suscripta por la mayoría de los estudios dedicados a las reescrituras latinoamericanas y caribeñas del drama. En las últimas décadas, con el impulso de referencias más bien marginales de intelectuales prestigiosos como Gayatri Chakravorty Spivak (1991) y Edward Said (1996), y desde paradigmas poscolonialistas, feministas y subalternos, no solo los acercamientos a las figuraciones modernistas elaboradas en el Río de la Plata a fines del siglo xix (de Paul Groussac a Rubén Darío y José Enrique Rodó) han estado mediados por el misreading anticolonialista de Fernández Retamar, sino que el conjunto de las apropiaciones latinoamericanas y caribeñas ha sido comprendido en dos grandes bloques: reescrituras coloniales y anticoloniales de La tempestad. Tal ha sido, también, la perspectiva de Carlos Jáuregui en su ensayo Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina (2005), el cual aborda las figuraciones

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De aquí en adelante, excepto cuando cito de versiones en español ya existentes, las traducciones me pertenecen.

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de Calibán en tanto articulaciones del caníbal, un tropo central al archivo colonial de metáforas identitarias, como ya Peter Hulme, en el capítulo “Prospero and Caliban”, de Colonial Encounters (1986), argumentara. Hulme, además, reafirmaba allí un cambio de paradigma en los estudios shakespearianos. Las interpretaciones poscoloniales de La tempestad habían sido inauguradas en 1976 con el capital ensayo de Stephen Greenblatt “Learning to Curse”, desde el llamado nuevo historicismo, una tendencia que, al subrayar la importancia del archivo colonial en Shakespeare, se intersectaría con estudios como los de Hulme y con las reescrituras del “Tercer Mundo” para dominar la disciplina, recibiendo reacciones como las de Harold Bloom. (Bloom, como sabemos, no se cansó de lamentar el advenimiento de “la era de Calibán” (1992: 1), cuestionando tanto las lecturas poscoloniales de La tempestad como las feministas, todas ellas motivadas por lo que de modo provocador denominó “la Escuela del Resentimiento”). A excepción de cierto interés en el problema de la traducción cultural y la reescritura, manifiesto en la “Constelación Calibán”, de Lie y D’haen (1997), y en Hulme (2000) —quien señala en Los placeres del exilio de Lamming el cuestionamiento a la recepción hegemónica de La tempestad y la legitimidad de la versión antillana—, la crítica ha soslayado mayormente el fenómeno particular de la apropiación de Shakespeare:3 la ansiedad de influencias que genera continuas lecturas impropias, la recurrente revisión de un mismo texto del canon occidental como acto voluntario llevado a cabo en diversas regiones/ naciones y lenguas, y, en especial, el carácter religador de La tempestad en su funcionamiento autónomo periférico. Al inicio del siglo xxi existen aún, por un lado, aquellos críticos atentos a la representatividad de las figuraciones latinoamericanas y caribeñas —la presunta identidad regional hipostasiada en un sujeto arielista, relevado por un más democrático, aunque siempre falaz, Calibán—, quienes observan la caducidad de los “personajes conceptua-

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Chantal Zabus explora la cuestión en la introducción a su Tempests after Shakespeare (2002), pero luego (al igual que Jonathan Goldberg en Tempest in the Caribbean (2004)) se concentra en el problema identitario.

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les” (en la formulación de Fernández Retamar) y, en sintonía con el feminismo, los estudios culturales y subalternos, la crisis de la figura androcéntrica de Calibán como modelo emancipatorio. En “Adiós a Calibán” (1993), de hecho, el propio Fernández Retamar revisaba ya su homogeneizador “concepto-metáfora” de Calibán, una figura que, para críticos como Jáuregui, entre otros, devino demodé en medio de la desilusión de la izquierda, el antiesencialismo posmoderno, las críticas del feminismo y la fractura de las metanarrativas luego de la caída del Muro de Berlín. Por otro lado, sin embargo, las tempestades latinoamericanas y caribeñas (una serie ciertamente amplia —y heterogénea—, en parte historiada por los sucesivos ensayos de Fernández Retamar) continuaron promoviendo discusiones y debates, no solo en torno de la cuestión identitaria (regional o continental, étnica o racial, sexual o genérica), sino también respecto de variados fenómenos: por supuesto, el imperialismo, la modernidad, la modernización, pero también la posmodernidad, el neocolonialismo, la globalización, el neoliberalismo, el poscomunismo, las nuevas izquierdas, como veremos, hacia el final de nuestro recorrido, en los persistentes retornos de La tempestad del último cambio de siglo: en los ensayos del propio Fernández Retamar, en aquellos del también cubano Iván de la Nuez (1997, 1998, 1999), en aquellos del uruguayo Hugo Achugar (2000, 2004) y en la originalísima novela Inglaterra (1999), del argentino Leopoldo Brizuela. Desde la singular vinculación de las figuraciones hispanoamericanas de Paul Groussac, Rubén Darío y José Enrique Rodó de fines del xix con las reescrituras anticoloniales caribeñas por parte de Fernández Retamar, cada escritor que se ha apropiado creativamente de La tempestad ha sido, en efecto, consciente de su contribución a una cadena textual que se extiende desde el Río de la Plata hasta el Caribe y Norteamérica. Si algo manifiesta la revisión sistemática de las figuras a través del tiempo es el potencial de sus asimilaciones transatlánticas, en un proceso de creciente autonomización en el cual el desvío del modelo y la religación con las apropiaciones previas (el establecimiento de redes intelectuales, las afiliaciones con ciertas tradiciones) se vuelven deliberados. Desde tal perspectiva, puede pensarse que el problema de la identidad deviene uno de los núcleos de resemanti-

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zación (entre otros) en el proceso de asimilación de los modelos metropolitanos. En este encuentro —o litigio—, la configuración de un imaginario propio y la meditación sobre los comienzos resultan cada vez más autoconscientes y, por lo tanto, pertinentes para observar la posible articulación de la literatura latinoamericana con los procesos caribeños, cuyos modos de funcionamiento y mecanismos de legitimación y elaboración de los imaginarios sociales han sido —no por azar— objeto de una reflexión afín y convergente, como veremos, por parte de los mismos creadores literarios.

Algunos principios de la literatura latinoamericana: La tempestad como pre-texto Existe consenso en la teoría y la crítica latinoamericanas respecto de la asimilación y el desvío de los modelos foráneos como marcas características de las literaturas de la región. En un libro clave para la historiografía literaria, La literatura latinoamericana como proceso —resultado del encuentro de latinoamericanistas en Campinas (Brasil), en 1983—, los investigadores proponían el abandono de la categoría de influencia (que dominaba el modo de conceptualizar las relaciones literarias reduciéndolas a las de modelo-copia) para favorecer la noción abiertamente ideológica de “formas de apropiación que un continente de formación económica dependiente genera en su recepción de las literaturas metropolitanas” (Pizarro 1985: 57, énfasis mío). Lo crucial, en literaturas nacidas en condiciones de dependencia, resultaba ser la deformación, la carnavalización de los modelos, los sentidos impropios, los cuales venían siendo teorizados, entre otros, por Roberto Schwarz (“Las ideas fuera de lugar”, 1973) bajo la noción de descentramiento. Para el comparatismo latinoamericano, la aproximación intertextual desembocaba en la observación de la “asimilación creadora de elementos”, la “antropofagia cultural” (Pizarro 1985: 59), operaciones que subrayaban, claro está, su afán descolonizador. De modo similar, también Ángel Rama, en Transculturación narrativa en América Latina (1982), des-

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tacaba la misma apropiación de Fernando Ortiz del término acculturation en su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), ya que su remplazo por transculturación traducía, según el uruguayo, “un perspectivismo latinoamericano, incluso en lo que puede tener de incorrecta interpretación”, al revelar la “resistencia a considerar la cultura propia, tradicional, que recibe el impacto externo que habrá de modificarla, como una entidad meramente pasiva, inferior, destinada a las mayores pérdidas, sin ninguna clase de respuesta creadora” (Rama 1987: 33). Hipótesis como las de Rama, en efecto, eran deudoras menos de los modelos comparatistas metropolitanos de esos años que de una tradición crítica propia, la cual desde el inicio afirmaba el perspectivismo latinoamericano: la lectura del Modernismo de fines de siglo xix como el primer movimiento hispanoamericano que alcanza su “independencia involuntaria” a partir de una apropiación creativa de los modelos centrales había sido establecida por los maestros de la generación de Rama: Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. Es muy probable que el mexicano, a su vez, elaborara su noción de equivocación fecunda4 a la luz de la reflexión de Paul Valéry sobre el “malentendido creador”. En su “Discurso” para el congreso del Pen Club (1925) —del que Reyes participó—, Valéry se refería a la dificultad de captar, aun superando las barreras lingüísticas, el sentido profundo de las obras extranjeras, para luego afirmar la fecundidad del fenómeno cuando [el] malentendido creador actúa, y se convierte en un engendrar ilimitado de valores imprevistos […]. Nuestro Shakespeare no es el de los ingleses; e incluso el Shakespeare de Voltaire no es el de Victor Hugo… Hay veinte Shakespeare en el mundo que multiplican al Shakespeare inicial, que desarrollan tesoros de gloria inesperados. (Valéry 1998: 133)

4 En la Introducción a su Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932), Federico de Onís cita la siguiente afirmación de Reyes: “esa misteriosa desviación, esa equivocación fecunda que se produce en la poesía de un pueblo cuando recibe y traduce el caudal de una sensibilidad extranjera” (1961 [1934]: xiv).

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En años posteriores, ni Robert Escarpit, con su noción de trahison créatrice (1958), ni Harold Bloom, con su creative misreading (1973), explicitarán su deuda con el malentendu créateur de Valéry —a diferencia, cabe destacar, de Said en Beginnings—, aunque las semejanzas en la terminología que utilizan son harto llamativas. (El modo en que Valéry describe el “gran efecto” que puede causar una obra, la imagen de una fuerza sobrehumana, desmesurada, que cae sobre el lector, encuentra eco en la apropiación de Bloom del clinamen de Lucrecio como el necesario desvío que efectúa el poeta para no ser ahogado por la influencia). Pero, más allá de las similitudes, las cuales podrían radicar en ideas convergentes sobre la creación literaria (que afirmarían, de paso, una base universal como aproximación a las literaturas comparadas), es interesante observar que solo el mexicano Reyes deja asentado el aspecto desigual del encuentro entre literaturas extranjeras, al relacionar el desvío o “equivocación fecunda” con la recepción de lo francés por parte de “hijos de Francia brotados en América” (los modernistas), que, aunque declaren su filiación, son muy diferentes, a pesar suyo, de sus padres.5 Esta relación hace visible un principio establecido en los propios comienzos del latinoamericanismo: la postulación de una diferencia que, transformada en marca de originalidad, permita superar el secular complejo de inferioridad frente a los modelos externos. Así, también el brasileño Silviano Santiago, en “El entrelugar del discurso latinoamericano” (1971), leerá a partir de Valéry el “canibalismo” de los escritores latinoamericanos, en una tradición que en su caso tenía un claro antecedente en la Antropofagia paulista de los años 20. La cita de Valéry, “Nada hay más original, nada más intrínseco a sí que alimentarse de los otros. Es necesario, sin embargo, digerirlos. El león está hecho de carnero asimilado” en Santiago (2000: 70),

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Dice Reyes: “lo cierto es que aquellos hijos de Francia brotados en América son muy diferentes de sus padres, acaso muchas veces a pesar suyo, aun cuando ellos mismos declaren la filiación. Este fenómeno de independencia involuntaria es lo más interesante que encuentro en el modernismo americano […]” (cit. en Onís 1961 [1934]: xiv).

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hacía de Borges —otro periférico discípulo de Valéry— un modelo ejemplar de escritor latinoamericano, devorador de libros cuyas lecturas “no son nunca inocentes” (2000: 73). (Años más tarde, cuando Umberto Eco, también siguiendo ideas de Valéry, defina en Lector in fabula (1979) los “usos libres” que pueden hacerse de una obra, también pensará en Borges). Críticos literarios y escritores han coincidido en la definición del modo de operación central de la escritura latinoamericana. Y, no por azar, su emblema ha resultado ser, para muchos, el caníbal de Shakespeare: de modo significativo, el mismo año en que Fernández Retamar se apropia del “grito extraordinario” que Calibán dirige a Próspero (“Me enseñaste el lenguaje, y de ello obtengo / El saber maldecir. ¡La roja plaga / Caiga sobre ti, por habérmelo enseñado!”), Santiago afirma sobre el escritor latinoamericano: “Es necesario que aprenda primero a hablar la lengua de la metrópoli para inmediatamente combatirla mejor” (2000 [1971]: 72). El mecanismo teorizado por la metrópolis —asimilación/malentendido/traición/desvío del modelo— se propone como un legado propio y descolonizador, explicitado con ironía desfachatada en los Modernismos, en el francés rubendariano —“Qui pourrais-je imiter pour être original?”—, y en el inglés de Oswald de Andrade —“Tupí or not tupí, that is que question”—, una lección cuya fecundidad puede constatarse en las apropiaciones creativas que latinoamericanos y caribeños han efectuado precisamente de La tempestad. La operatoria asimilativa y transculturadora de modelos deviene, así, una forma de autorización para el escritor y una marca de independencia. Frente al curioso pero efectivo desinterés de los modelos teóricos centrales (autoridades como Valéry, Escarpit, Bloom) por los efectos ideológicos de los malentendidos generados en relaciones desiguales, los latinoamericanos y caribeños acentúan la autonomía del funcionamiento de sus sistemas literarios. En el Caribe, las nociones de asimilación, apropiación, criollización, transculturación y mestizaje han ocupado la reflexión de los mismos escritores que han reescrito a Calibán desde una perspectiva descolonizadora: Aimé Césaire, George Lamming, Kamau Brathwaite, Fernández Retamar. En relación con las apropiaciones de La tempestad esto resulta insoslaya-

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ble, pues los escritores pugnan por autorizar sus voces en contextos en que prevalecen paradigmas intelectuales y lecturas ajenas, y sus reescrituras manifiestan un impulso coincidente —podríamos decir, según la fórmula de Said en Beginnings: similar voluntad de comenzar, acción que autoriza—, con diversidad de intenciones y métodos. A principios de los 60 del siglo pasado, en el contexto de descolonización de las Antillas inglesas, el barbadense George Lamming se apropiaba de modo explícito de La tempestad para rechazar en Los placeres del exilio la hegemonía de los modelos británicos. Hacia el final de la década, su compatriota Kamau Brathwaite daría voz poética a un Calibán dotado de un lenguaje descolonizador, mientras en las Antillas francesas el padre de la Negritud, Aimé Césaire, ofrecería una reescritura crítica del drama shakespeariano, recusando el monopolio europeo sobre los cánones clásicos y su ideología colonial. Poco después, identificado con el anticolonialismo de esos nuevos Calibanes, Fernández Retamar defendería el perspectivismo de Nuestra América al rebelarse contra quienes —por diversas circunstancias (en Calibán, ante las acusaciones de estalinización de Cuba)— consideraban a los latinoamericanos “eco desfigurado de lo que sucede en otra parte” (2006 [1971]: 11). Desde entonces, y de forma ejemplar en los sucesivos retornos de Fernández Retamar a Calibán, las asimilaciones creadoras de La tempestad dejan ver no solo la “influencia política común” que enfatiza Saldívar, sino también una voluntad de religación entre los escritores: la lectura mutua (explícita o implícita), afiliaciones simbólicas, el tramado de redes intelectuales. Inscriptas deliberadamente en una tradición intra-/interregional, las apropiaciones devienen estrategias de integración cultural: la reescritura se piensa —máxime en contextos donde el aislamiento se vive como condición del escritor— a la manera de una intervención colectiva, en relación con proyectos supraindividuales: desde el Modernismo antiimperialista en el fin de siglo xix, pasando por la Negritud césairiana, los movimientos de descolonización en el Caribe anglófono y la Revolución cubana, hasta las utopías aparentemente perdidas luego de 1989. En este sentido, y continuando las propuestas de críticos como Ángel Rama y Antonio Cândido en La literatura latinoamericana como proceso, es que cabe pensar la literatura latinoamericana y ca-

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ribeña como un tramado de interrelaciones y “modos de religación de aspectos culturales” entre áreas distantes con un funcionamiento similar (Zanetti 2004: 24), en que los escritores construyen vínculos simbólicos además de materiales. Si se consideran las apropiaciones de La tempestad en tanto huellas textuales de lazos efectivos que sus creadores tienden para fortalecer formaciones transnacionales, tanto la literatura caribeña como la latinoamericana devienen un proceso expandido por escritores, críticos e intelectuales a través del tramado simbólico de los tropos shakespearianos. En efecto, a partir del ensayo Ariel (1900) de Rodó, el cual constituyó un claro fenómeno coaligante en Hispanoamérica, se ha sucedido una larga cadena de apropiaciones de La tempestad que ha respondido cada vez menos a Shakespeare y cada vez más a las tra(d)iciones internas. Algo similar ocurrirá en la literatura caribeña —desde los comienzos de George Lamming en 1960—,6 y será el Calibán de Fernández Retamar el que, afiliándose con ambas tradiciones, religará las tempestades caribeñas con las figuraciones anteriores del Modernismo. Aun cuando los escritores antillanos descentren otros modelos metropolitanos (por ejemplo, la Psychologie de la colonisation de O. Mannoni, como lo hace Césaire en la senda de Frantz Fanon), estableciendo afiliaciones diversas (la Negritud en especial), el perspectivismo local y la actitud religadora devienen la continuidad del desvío, un factor determinante para leer las apropiaciones a lo largo del siglo dentro de un mismo impulso descolonizador. No por azar, la lectura más integradora de Fernández Retamar se gesta —evocando los comienzos modernistas— en un nuevo momento de aglutinamiento supranacional, en torno del gran polo religador

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No solo los mismos escritores retornarán a sus figuraciones de modo recurrente: Lamming, en su novela Water with Berries (1971) y el también barbadense Kamau Brathwaite en gran parte de su obra, que aquí apenas es mencionada dada la necesidad de un recorte y porque nuestro recorrido se detiene en los desvíos más representativos. Muchos otros antillanos, como Derek Walcott o Édouard Glissant, se apropiarán de las figuras en línea con Lamming, Brathwaite y Césaire; desde perspectivas feministas lo harán también Michelle Cliff, Sylvia Wynter y Maryse Condé.

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que constituyó La Habana al calor de la Revolución cubana, y cuando el latinoamericanismo se ha propuesto decididamente nuevos comienzos: la vinculación de Hispanoamérica con el resto del Caribe en otras lenguas. Desde entonces, La tempestad se asumió de modo cada vez más deliberado como pre-texto para debatir no solo la representación identitaria, sino una serie de problemas entre los que se destacan el de la autonomía y el compromiso del escritor y el papel social de la literatura —incluso, en los últimos años, el funcionamiento y las fronteras de la literatura latinoamericana y sus relaciones con la “literatura mundial”, como veremos, hacia el final, en los ensayos de Hugo Achugar—. Mientras las utopías del latinoamericanismo parecen no haber quedado en pie, la recurrencia de las figuras shakespearianas no hace más que constatar su carácter coaligante, reactivando la potencia del imaginario, articulando resistencias y estableciendo afiliaciones y desvíos.

Claves para comenzar Antes de emprender nuestro recorrido por tres instancias cardinales en relación con las apropiaciones de La tempestad en América Latina y el Caribe, cabe precisar el sentido de ciertas palabras clave para la lectura integradora que propongo. Entre estas, cobra particular relevancia la noción de religación, que constituye un aporte de la crítica latinoamericana desde los planteos de Ángel Rama y Antonio Cândido en La literatura latinoamericana como proceso (1985) y el posterior estudio de Susana Zanetti de los “fenómenos de religación” durante el período 1880-1916. Allí la autora analiza “los lazos efectivos condensados de muy diversos modos a lo largo de la historia, más allá de las fronteras nacionales y de sus propios centros, atendiendo a un entramado que privilegia ciertas metrópolis, determinados textos y figuras, que operan como parámetros globalizantes, como agentes de integración” (1994: 492). El enfoque continúa la propuesta de Cândido de analizar “coalescencias” y “momentos de aglutinamiento” supranacionales derivados de condiciones comunicantes como el contacto personal, la correspondencia

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o la presencia de escritores en ciertas metrópolis: polos de religación externos —Madrid, París, Nueva York— o internos —Buenos Aires, México, La Habana—, la función de revistas y editoriales, congresos y coloquios, e incluso el impacto de las revoluciones (la mexicana, la cubana) o proyectos colectivos como el que nucleara a los propios investigadores en Campinas (Pizarro 1985: 64 y ss.). En la misma senda, y con una inquietud similar por una crítica integradora de las producciones latinoamericanas y caribeñas, la cubana Margarita Mateo Palmer (1990) ha destacado a su vez la importancia de indagar, en los textos, homologías, analogías, paralelismos y filiaciones que incluyen la influencia de las traducciones, las referencias literarias que los autores realizan (alusiones, polémicas, imitaciones, parodias) y las interpretaciones mutuas que realizan. Como se deduce de este panorama, la religación despunta como una noción cercana a la de red intelectual que en las últimas décadas ha sido crecientemente aplicada a la historia cultural y a la historia de las ideas, aunque su productividad para la crítica literaria deviene, a mi juicio, proporcional a su distinción respecto de la categoría más sociológica de red.7 Al respecto, la introducción de Claudio Maíz y Álvaro Fernández Bravo al libro colectivo Episodios en la formación de redes culturales en América Latina (2009) ensaya una aproximación teórica cuando reconoce un antecedente de la noción de red cultural en aquella de religación, pero no alcanza luego a diferenciar de modo preciso ambos conceptos. No obstante, cabe retener su idea de que la religación “alude al resto material dejado por las redes, su huella en la letra escrita que son los nudos donde los vínculos literarios quedan impresos” (2009: 38). Particularmente útil, en el mismo volumen, es el aporte de Claudia Gilman, quien especifica que la red refiere a los agrupamientos y

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El chileno Eduardo Devés Valdés (El pensamiento latinoamericano en el siglo xx, 2000-2004) concibe la red como un circuito intelectual donde el pensamiento debe entenderse como fruto de la discusión y circulación de ideas y donde surgen movimientos, tendencias y posiciones solidarias respecto de ciertos temas (por ejemplo, los arielismos “de derecha” y “de izquierda”).

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“estructuras de sociabilidad” de los intelectuales. Siguiendo a Zygmunt Bauman, Gilman subraya que la categoría del intelectual se declina necesariamente en plural porque supone siempre algún tipo de asociación, que es deliberada; de allí la conformación de grupos donde se desarrolla la sociabilidad intelectual (favorecida por espacios como los cafés, los salones, las revistas, pero también el mercado literario, el partido político, la bohemia), aunque el intercambio no requiera de un contacto directo. La red refiere entonces a la retícula de ese campo intermedio entre la familia y la comunidad de pertenencia cívica (Agulhon) —lo que probablemente Raymond Williams llamaría formación—8 “donde se tejen lugares alrededor de determinadas estructuras de sociabilidad, que el lenguaje corriente ha confirmado con el nombre de ‘redes’” (Gilman 2009: 164-165). El objeto de estudio de Gilman, a su vez, sirve de ejemplo para establecer las necesarias distinciones entre religación y red (y formación). La autora analiza las rivalidades entre los uruguayos Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, quienes, comenzando su carrera en torno a una misma formación —el semanario Marcha—, terminaron construyendo sistemas opuestos: Rama, lo que podríamos denominar la red latinoamericanista de izquierda, cercana a Cuba (considerada la tendencia hegemónica del latinoamericanismo), y Rodríguez Monegal, una red tramada por fuera de esta, sobre todo, a través de la revista Mundo Nuevo (1966-1968) y el contacto con la academia norteamericana. Estas cuestiones, que serán tratadas en el capítulo sobre el Calibán de Fernández Retamar, señalan que puede efectuarse la religación a través de redes diferentes y hasta en conflicto, pero mancomunadas en la creación de un espacio imaginativo común y una tradición cultural compartida. Bajo las disputas sobre la tradición misma (el

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Williams define las formaciones como organizaciones grupales e independientes, formas laxas de asociación (en este sentido, diferentes de las instituciones más formales) que no implican una verdadera afiliación, pero sí “relaciones sociales inmediatas” (1982: 61, énfasis mío). Dentro de estas, distingue las formaciones paranacionales o internacionales, con marcado desarrollo durante el siglo xx, sobre todo, a partir de las vanguardias y de la instauración de un mercado mundial efectivo en algunos sectores del arte, la música y la literatura (1982: 77-78).

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sentido, las afiliaciones, las funciones) de la literatura latinoamericana, tanto en la producción crítica de Rama y de Rodríguez Monegal como en los debates generados por sus redes, yace un mismo afán latinoamericanista (e internacionalista) que, rechazando todo provincianismo, atiende a la condición transnacional del sistema, atravesado por migraciones y exilios. Es esa perspectiva la que define la religación que también puede observarse a través de una lectura integrada de los textos que aquí abordaré (y de las redes que impulsan o en que se inscriben), de manera no solo sincrónica, sino fundamentalmente diacrónica. De allí que mi recorrido no se pretenda como un relevamiento exhaustivo de las apropiaciones de La tempestad en Latinoamérica y el Caribe, sino como una vía selectiva para analizar los fenómenos de religación en su diacronía. Así, pues, será fundamental la puesta en diálogo con otros textos que hagan visible la lectura mutua, explícita o implícita, que los escritores realizan entre sí (su voluntad de vinculación), ya que, retomando la advertencia de Bloom, el estudio de las influencias no se reduce al rastreo de fuentes ni a la historia de las ideas, sino que comprende también las trayectorias y las biografías intelectuales de los escritores. En este sentido, las propuestas de Said de atender a la carrera (Beginnings, 1975) y la afiliación de los escritores y de recrear las redes afiliativas (El mundo, el texto y el crítico, 1983) se vuelven centrales, en tanto hacen visibles las conexiones entre texto, autor, sociedad y cultura (entendida como campo de luchas); y especialmente relevante es la idea de Said de reconstruir históricamente el problema de los comienzos. Se trata nuevamente de la autorización del texto, ya que, como Said plantea, las posibilidades y circunstancias de la producción textual obtienen su autoridad precisamente en virtud de la afiliación, “esa red implícita de asociaciones peculiarmente culturales entre, por una parte, formas, afirmaciones y otras elaboraciones estéticas y, por otra, instituciones, agencias, clases sociales y fuerzas sociales amorfas” (2004 [1983]: 238). Esto conlleva atender a las particularidades del texto literario y a las relaciones establecidas entre las biografías intelectuales y la carrera de los escritores del modo en que la entiende Said, como “el propio curso de la escritura” creado por el autor junto con su

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obra (2004: 227), que implican la autolegitimación y la construcción de una figura de escritor. En este marco, en Sobre los principios. Los intelectuales caribeños y la tradición (2006), Arcadio Díaz Quiñones amplía el potencial de la categoría de beginnings al incorporar, junto con la noción de comienzos, su traducción por principios, comprendiendo normas y reglas (con connotaciones éticas) y fundamentos. Díaz Quiñones llama la atención, además, sobre aquellos procedimientos de la escritura moderna relacionados con los comienzos como el uso del íncipit, de las genealogías, cronologías y periodizaciones (2006: 40-46), los cuales sirven a la invención de una tradición, según la conocida fórmula de Hobsbawm (Hobsbawm y Ranger 1983). Si la religación se sostiene en las afiliaciones (o redes afiliativas), es decir, en la alineación con ciertos valores y sistemas de creencias, en posturas ideológicas construidas a través y a partir de los textos, deberá entenderse también como parte del proceso de una tradición selectiva que entraña la negociación de significados culturales y las luchas por lo hegemónico. Siguiendo a Williams, se intentará leer en las apropiaciones de La tempestad no solo los aspectos residuales o dominantes manifiestos, sino aquellas estructuras de sentimiento9 que han sido a menudo desestimadas en las lecturas estrechamente identitarias de las obras y que están constituidas por “lazos particulares, énfasis particulares y supresiones, y en lo que suelen ser sus formas más reconocidas, puntos de partida y conclusiones particulares” (1977: 134). Está claro que el esquema tripartito de afiliación de Said debe mucho a la propuesta también tripartita de Williams de pensar lo hegemónico a partir de la interrelación entre lo emergente, lo dominante y lo residual. Según Said, ante la filiación fallida se pasa a una nueva forma de relación —el sistema de la afiliación—, pero “el objetivo

9 Con tal categoría Williams intenta apresar la experiencia social en su estado embrionario, los “significados y valores activamente vividos y sentidos”, aún no articulados y característicos de los cambios epocales. El término sentimiento le sirve a Williams para enfatizar su distinción de categorías más formales y sistemáticas, como cosmovisión o ideología (1977: 132).

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deliberadamente explícito de utilizar ese nuevo orden para reinstaurar los vestigios del tipo de autoridad que en el pasado estaba asociada al orden filiativo” es la tercera parte del modelo, “la autoridad reestablecida” (Said 2004: 34). No obstante, aquí Said recupera la idea de Williams de que, por dominante que sea el sistema cultural, “no puede agotar toda la experiencia social, la cual, por tanto, siempre deja sitio potencialmente para acciones o intenciones alternativas que todavía no están articuladas como institución social o siquiera como proyecto” (cit. en Said 2004: 47, énfasis mío). Y este argumento, que defiende la operatividad de una categoría de mediación como la de estructura de sentimiento, le sirve a Said para afirmar, pese al peligro del autoritarismo y la ortodoxia, los usos positivos de la afiliación (2004: 46). Como veremos en este estudio, a las afiliaciones simbólicamente establecidas a través de las apropiaciones de La tempestad, donde la religación es leída como el resto material dejado por las redes, se suman las acciones o intenciones deliberadas de sus escritores por inscribirlas, e inscribirse, en circuitos de intercambio transnacionales, que suelen desarrollarse como sistemas de afiliación alternativos a los dominantes. La noción de religación, desde esta perspectiva, engloba tanto las redes simbólicas como las tejidas socialmente a través de vínculos efectivos y concretos. La religación, en efecto, resulta equiparable a la afiliación o red afiliativa de Said. El hallazgo del concepto por parte del comparatismo latinoamericano, sin embargo, radica en que connota especialmente los usos positivos de la afiliación. En la religación pervive la etimología de re-ligar y se activan los mitos de la escritura: la religación como una tentativa reparadora del orden social.

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1.1. Cómo comenzar en zaga de tantos otros: Paul Groussac y La tempestad Los precursores nos inundan, y nuestra imaginación puede morir ahogada allí; pero no puede haber ningún tipo de vida imaginativa si esta inundación es evitada completamente. (Harold Bloom, La angustia de las influencias, 1973)

Desde el principio de los tiempos, ningún poeta ha hablado una lengua libre de la forja de sus precursores. De allí que un poema pueda ser pensado, según la ya clásica definición de Harold Bloom, como la interpretación errónea de un poema padre, como un acto de voluntarioso revisionismo que todo escritor declaradamente moderno vive con variados niveles de ansiedad o angustia. Para Bloom, solo existe una diferencia de grado entre las malas interpretaciones de la crítica

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y aquellas de la poesía: “toda crítica es poesía en prosa” (1991: 110111), una afirmación que recuerda la definición de Enrique Anderson Imbert del ensayo como un “poetizar en prosa en ejercicio pleno de la inteligencia y la fantasía del escritor” (1981 [1946]: 303-304). Si se piensa al escritor como un lector que escribe, la diferencia en el grado de desvío entre un crítico y un poeta radica, según Bloom, en la actitud diversa adoptada frente a la lectura: “El poeta que existe en cada lector no experimenta la misma disyunción hacia lo que lee que siente necesariamente el crítico que existe en cada lector. Lo que le da placer al crítico que hay en un lector puede causarle angustia al poeta que hay en él” (1991: 35) —la misma angustia, podemos agregar, que puede causarle al ensayista que también hay en él—. Siguiendo las ideas de Bloom, si el mero lector puede desatender esa angustia, el crítico fuerte, aquel que se quiere ensayista, no podrá no sentirse por momentos asediado por las influencias. Cabe suponer también que el caso extremo de ansiedad para un crítico se le plantee ante una obra canónica, consagrada ya por precursores cuyas lecturas no parecen dejar resquicios a la imaginación. Escribir sobre La tempestad de Shakespeare, en este sentido, resultaba ya en el siglo xix un desafío. El francés Paul Groussac, nacido en Toulouse en 1848 y quien a finales de siglo era reconocido en el Río de la Plata como un crítico fuerte, asume la tarea en 1900,1 no sin dejar entrever su ansiedad al constatar que quienes se habían ocupado del gran bardo inglés eran “los poetas, los filósofos a par que artistas del verso y de la prosa, desde Lessing y Goethe hasta Taine y Renan” (1904 [1900]: 265). Groussac, desde su llegada a Buenos Aires en 1866 —sin diplomas, ni profesión, ni conocimiento del español y con una carta de recomendación inservible—, había desempeñado variadas actividades en el interior del país (desde trabajador rural en San Antonio de Areco hasta docente en Tucumán) antes de imponerse como “articula-

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El texto “La ‘Tempestad’” fue publicado como una de sus “Notas semanales” para el periódico porteño El País (fundado por su amigo, el político Carlos Pellegrini) el 28 de enero de 1900. Groussac lo incluyó luego en la “Primera Serie” de El viaje intelectual. Impresiones de naturaleza y arte (1904: 263-276).

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dor cultural” o “estratega intelectual” en los 80 (Bruno 2005, 2006). Aprovechando su condición de francés culto en el contexto de la Argentina más europeizante, se había ubicado en los circuitos privilegiados de las élites porteñas y provincianas desde su “bautismo intelectual” en 1871 con la publicación (en la Revista Argentina, dirigida por sus amigos José Manuel Estrada y Pedro Goyena) de un ensayo sobre Espronceda, el cual, según Nicolás Avellaneda, “era la aplicación entre nosotros de los procedimientos de la crítica moderna” (cit. en Páez de la Torre 2005: 35). Como ha precisado Verónica Delgado, Groussac construía y fomentaba su perfil tanto de crítico literario experto como de estratega cultural, dos conceptos que la autora toma de Terry Eagleton: el primero, exponente de una competencia especializada, y el segundo, abarcador de funciones más amplias como las de comentarista, informador, mediador, intérprete y popularizador, cuyo deber es “consolidar y reflejar la opinión pública, al mismo tiempo que conducir la discusión general frente a su público” (2010: 26). En Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América Latina (1880-1915), Beatriz Colombi también ha destacado la incidencia de Groussac en la constitución de disciplinas modernas como la crítica literaria y la historiografía y en el perfil de la cultura nacional, al igual que sus estrategias “para consolidar la norma cultural francesa como garantía de esa ‘empresa civilizadora’ que se propuso en su destino rioplatense” (2004b: 71-72). La centralidad de Groussac en la cultura letrada de la época fue en particular favorecida por su cargo como director de la Biblioteca Nacional (que desempeñó desde 1885 hasta su muerte en 1929), una función que precisamente legitimaba su imagen de guardián y organizador de tesoros literarios. Cuando el francés decide, entonces, ofrecer su crítica de La tempestad afirmando que viene “en zaga de tantos otros, a referiros ingenuamente ‘cómo me ha ido’ en la isla encantada de Calibán y Próspero” (1904 [1900]: 263, énfasis mío), adopta una falsa postura humilde que se puede desentrañar a lo largo del ensayo y que se manifiesta, de hecho, en casi toda su obra. La falsa modestia, sin embargo, podría también indicar una verdadera angustia de influencias y deberse así a la posición siempre bivalente de

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Groussac: crítico fuerte en la francófila cultura literaria porteña, pero módico en relación con sus pares franceses de la metrópolis. Como expresaba Borges en 1929 en su necrológica de Groussac, este “hubiera sido un escritor imperceptible” en Europa o en Norteamérica (1974: 234). En este sentido, si, teniendo en mente la tradición europea, Groussac debe reconocer su nimio aporte a la crítica de La tempestad, por otro lado, en un contexto cultural que declaraba lleno de carencias y donde, por lo tanto, no le costaba despejarse un espacio, su lectura se justificaba como trabajo de especialista. Así, Groussac comienza afirmando que Shakespeare es un autor difícil y que, especialmente para los lectores extranjeros, son muchas veces necesarias las “muletas de los escoliastas”, a la vez que reconoce, en definitiva, que lo verdaderamente bello y original es “lo que menos requiere explicación”; “los minuciosos glosadores de la letra” se quedan “mudos y lelos ante el espíritu” (1904 [1900]: 265). En un caso como el de Shakespeare, quien hasta hoy seguiría siendo el “inventor de lo humano” (Bloom) y quien señalaba para Groussac “el límite superior del arte humano”, no había “otra actitud posible que la admiración inteligente”, una idea que el francés repite por lo menos tres veces en el ensayo. Entonces, ¿qué emprende Groussac en su crítica de La tempestad? En primer lugar, afirma: “Sólo un artista siente plenamente a otro artista de su familia. Él sabe que es tiempo perdido el intentar traducirle o comentarle a la menuda” (1904 [1900]: 265). Declarándose artista, Groussac encubre con astucia su carencia de imaginación y justifica su intervención en otras actividades que terminan siendo las del escolio. Luego de comentar muy brevemente el argumento, “lo tedioso del drama”, el francés comienza a desplegar sus conocimientos especializados de filólogo e historiador: aclara, por ejemplo, que Shakespeare y Cervantes no murieron, como se suele repetir, en la misma fecha (existe “en realidad una diferencia de diez días: los ingleses no adoptaron la reforma gregoriana hasta 1752” (1904 [1900]: 267)); e, incapaz de responder a sus propias preguntas por el significado de las palabras finales de Próspero, hace un repaso biográfico por los últimos días de Shakespeare hasta abordar lo que considera crucial: el descubrimiento de las fuentes del drama, la ascendencia legítima que ni siquiera un grande

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como William Hazlitt ha podido establecer en los seis volúmenes en que coleccionara los materiales originales “employed by Shakespeare” (1904 [1900]: 269). “Acerca del origen literario, del núcleo primitivo, nada se ha descubierto”, afirma Groussac, visiblemente aliviado, eufórico de haber encontrado un resquicio, aunque lo apoque bajo la obligada modestia: Dada la posición del problema, no dejaría de ser curioso que la solución correcta, inútilmente buscada por los críticos profesionales y universitarios europeos, fuese encontrada por un simple aficionado de Sud América… Voy a someter a los estudiosos, para que la examinen y discutan, la conjetura de que la idea fundamental de la Tempestad procede del Cíclope, de Eurípides. (Groussac 1904 [1900]: 269)

De aquí en adelante, Groussac intentará probar su hipótesis sobre las verdaderas fuentes del drama. Los pasajes no dejan lugar a dudas de que Borges encontraría en el francés al precursor de los personajes escoliastas de sus ficciones. Esto implica algo más que lo señalado por Renzi, el personaje de Piglia en Respiración artificial (1980), respecto de “Pierre Ménard, autor del Quijote” (1939) como parodia del Groussac de Une énigme littéraire. Le ‘Don Quichotte’ d’Avellaneda (1903), ensayo en el cual el francés proponía una nueva hipótesis sobre la identidad del autor del falso Quijote que sería oportunamente refutada por Menéndez Pelayo.2 El hecho de que, más allá de este incidente bochornoso,3 pueda encontrarse en Groussac un precursor de varios personajes de Borges confirma el éxito de su construcción de una imagen de crítico especialista, cuya obsesión por las fuentes y las

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Para Menéndez Pelayo, resultaba claro que Groussac en esta obra no probaba ni resolvía nada, solo se había ensañado con variados eruditos españoles intentando ridiculizarlos, movido por “la musa de la hispanofobia, tan grata a los criollos entre quienes el Sr. Groussac vive” (cit. en Bruno 2005: 102). 3 En Respiración artificial, se resume la “chambonada” del “pedante y fraudulento” Groussac del siguiente modo: “un libro donde demuestra, con una lógica mortífera, que el autor del Quijote apócrifo es un hombre que ha muerto antes de la publicación del Quijote verdadero” (Piglia 2001: 117).

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ascendencias legítimas de los textos lo llevó a invalidar, como destaca Horacio González, “el poder del apócrifo”: Que Groussac no cree en el poder del apócrifo, lo demuestra su reserva frente al sabido corrimiento verificado en la célebre citación de Sarmiento, aquella frase de Volnay, las ideas no se matan, que fue “americanizada” por Sarmiento otorgándosela a Fortoul. La palabra americanización, que es expresión groussaquiana, tiene aquí un aire mordaz. Groussac no cree en ese traslado. Al gracioso (o deliberado) descuido en la cita, no lo ve como un rasgo de “desvío creativo” sino de precariedad en el viaje de los conocimientos. (2007: 63)

Que a Groussac no le satisfacen las americanizaciones se revela también en su reticencia a admitir una ascendencia caribeña en La tempestad —algo que el cubano Roberto Fernández Retamar, por cierto, enfatizará en su Calibán de 1971, privilegiándola por sobre otros orígenes americanos, como los patagónicos—.4 La posible fuente americana de la isla creada por Shakespeare es socarronamente negada por Groussac: “Por el mero hecho de mencionarse una vez en la pieza las islas Bermudas, no ha faltado un comentador que coloque allí el naufragio del buque ¡que volvía de Túnez a Nápoles! No es solo entre los cervantistas donde hace estragos lo que podría llamarse (salvo el barbarismo): furor scholiasticus” (1904 [1900]: 270). Groussac, también dominado por ese furor (el cual, en los estudios cervantinos, lo dejaría tan mal parado), se empeña en favorecer la fuente euripidiana de La tempestad, no solo por la referencia geográfica del trayecto hecho por el buque, sino también por otros posibles paralelos (“Calibán es Polifemo, Próspero es Ulises, Miranda puede proceder de la Galatea de Teócrito…”) y, ante todo, por la presencia en ambas obras del “retruécano sobre Nadie (Nobody)” —aunque después agregará que

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Entre las variadas fuentes posibles de La tempestad, la crítica shakespeariana ha destacado, además del famoso ensayo “Des Cannibales”, de Montaigne, o los llamados “Bermuda Pamphlets”, la crónica del italiano Antonio Pigafetta, Relazione del primo viaggio intorno al mondo (Venecia, 1536), donde, en la imaginación del cronista, los “patagones” invocan al dios Settaboth: Setebos en La tempestad.

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“alrededor de este núcleo central, se han depositado otras reminiscencias que flotaban en la memoria del poeta: cuentos, viajes, relaciones escritas u orales del heroico Raleigh…” (1904 [1900]: 271)—. Asentado esto, no encontraba Groussac mucho más que agregar. Sin imaginar otras lecturas, otros símbolos que habilitarían los personajes shakespearianos a lo largo del siglo xx, decretaba: “Todo está dicho acerca de la novedad y belleza de los caracteres protagónicos”; más que tipos literarios, Miranda, Próspero, Ariel, Calibán, han revestido la forma aérea y luminosa de símbolos. Después de individualizar al mismo poeta, su “mágico prodigioso” ha venido representando a la ciencia vencedora del grosero materialismo. Calibán ha sido la barbarie elemental, la bestia humana recién desprendida del limo nativo; Ariel, la fantasía poética; Miranda, la Psiquis romántica: el alma de ilusión y candor, tan inocente y pura, que no alcanza a empañar su cristal la sombra de la curiosidad. Más tarde, el simbolismo se ha sutilizado aún, perdiendo su apariencia irisada para tornarse una entidad abstracta, una metáfora. Y así, para Renan, nuestro Platón contemporáneo, Calibán y Próspero han representado los signos de la democracia en pugna con la aristocracia; la lucha eterna y desigual entre la muchedumbre y el grupo selecto y superior; la sórdida protesta del apetito y del instinto contra los ideales de la conciencia y del espíritu. (1904 [1900]: 272)

Groussac, de hecho, se afiliaba con la apropiación de La tempestad de su maestro Ernest Renan en sus Drames Philosophiques: Caliban. Suite de La Tempête (1878) y L’eau de Jouvence. Suite de Caliban (1880), donde la obra de Shakespeare era completamente reescrita en clave sociopolítica de acuerdo con la visión de Renan sobre la democracia y la Comuna de París, pero con base también en su anticlericalismo extremo y su crítica del positivismo. En sus Dramas filosóficos, Renan defendía el avance de la ciencia, pero mostraba un escepticismo total de que esta fuera suficiente para ordenar el caos social y la falta de soluciones políticas, morales y filosóficas. En Caliban, su secuela de La tempestad, Renan imaginaba a los personajes de Shakespeare de vuelta en Milán, en un contexto revolucionario en que el esclavo Calibán se transformaba en líder de la “canalla popular” menos por virtudes propias que por la irresponsabilidad e incompetencia de la nobleza y

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del mismo Próspero, quien, absorto en sus experimentos, se replegaba en su gabinete. Lejos de los pronósticos humanitarios de Comte, Renan representaba en Próspero el peligro de la ciencia transformada en religión y al servicio de una aristocracia gobernante mediante el terror. A través de las opiniones del personaje del Prior de los Cartujos, se expresaba la visión de Renan de que “toda civilización es la obra de la aristocracia”: Es la aristocracia la que ha creado el lenguaje gramatical (¡cuántos palazos han sido necesarios para que fuera obligatoria la gramática!), las leyes, la moral, la razón. Es ella la que ha disciplinado a las razas inferiores, ya sea sometiéndolas a los tratamientos más duros, o aterrorizándolas con creencias supersticiosas. Las razas inferiores, como el negro emancipado, muestran primero una monstruosa ingratitud hacia sus civilizadores. (Renan 1949 [1878]: 99)

Calibán, la masa bruta, ingrata y vengativa, era sin embargo “susceptible de progresar”. Para Renan, el triunfo de la democracia era en cualquier caso menos perjudicial a la Razón (al cultivo de la ciencia y del arte) que el retorno de la Iglesia. Su convicción liberal y laica, a la par que su defensa de la aristocracia, era aclarada dos años más tarde en el prefacio “Al lector” de L’eau de Jouvence. Suite de Caliban, en el cual Renan explicaba su decisión de mantener a Calibán en el poder, ya que Próspero, “la razón superior, privada momentáneamente de su autoridad sobre las partes inferiores de la humanidad”, no podía (en un contexto estrechamente positivista) sino renunciar a su posibilidad de acción mediante viejas armas: “Amo a Próspero, pero de ningún modo a quienes lo restablecerían en el trono. Calibán, mejorado por el poder, me place más. […] Calibán, en el fondo, nos brinda más servicios de lo que lo haría Próspero restaurado por los jesuitas y los zuavos pontificios” (1949 [1880]: 110). Los Dramas de Renan formaban parte del abundante corpus doctrinal europeo que reaccionaba tanto al positivismo como al avance de la democracia y las muchedumbres urbanas y que, como bien definiera el uruguayo Ángel Rama en Las máscaras democráticas del modernismo (1985), expresaba la alarma intelectual frente a lo que se vivía

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como una subversión de valores. Tal alarma, por supuesto, se expandía también en América Latina, que a fines del siglo xix se incorporaba al sistema del capitalismo mundial y sufría un rápido proceso de modernización y democratización en el cual “no sólo los intereses económicos estaban en juego, sino también los culturales, pues esta arremetida afectaba el principio mismo de la propiedad, se tratara de tierras o de conocimientos” (Rama 1985a: 15-16). Esto, en los Dramas de Renan, era particularmente subrayado a través del sutil desvío que el francés efectuaba del Calibán de Shakespeare, ya que el personaje del inglés instaba a quemar los libros de Próspero como mera estrategia de liberación (porque sin ellos el Mago no podría dominar genio alguno), mientras que Renan convierte a Calibán en un particular enemigo de los libros, del latín y de la letra misma, poniendo el foco en la oposición pueblo (democracia) versus cultura letrada: Esos libros infernales, ¡ah! los odio; han sido los instrumentos de mi esclavitud. Hay que tomarlos, quemarlos. Otro podría servirse de ellos. ¡Guerra a los libros! Son los peores enemigos del pueblo. Aquellos que los poseen tienen poderes sobre sus semejantes. El hombre que sabe latín domina a los demás. ¡Abajo el latín! (Renan 1949 [1878]: 56)

Groussac se mostraba, en efecto, como aquellos intelectuales formados, al igual que Renan, en las tradiciones aristocráticas de la cultura. Esto resultaba evidente en su lectura de Calibán como la bestial e inculta democracia, donde, aun de un modo más reaccionario, observaba que “a las obras maravillosas de su amo, Calibán prefiere la botella de vino de Stéphano” (1904 [1900]: 266), encubriendo el conflicto clasista, anotado por Renan, y convirtiendo el odio a la alta cultura por parte del esclavo en una natural inclinación (un signo de inferioridad) de la democracia. Pero hay algo más notable en el viaje groussaquiano de La tempestad a Hispanoamérica, algo que desvía a Groussac de Renan a través de aquel mecanismo revisionista que Bloom denomina tésera y que consiste en leer al precursor de un modo más osado, conservando sus términos, pero yendo aún más lejos de lo que este hubiera ido: Groussac aplica, extensivamente, la metáfora de Calibán al público lector mismo y, efectuando una especie de mise

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en abîme del personaje, lo utiliza para condenar la recepción popular de que gozara La tempestad en sus comienzos, la cual lee como una profanación de la alta cultura. La trama, para Groussac “tediosa”, era lo único interesante para el grueso público de Blackfriars, que daba de barato la poesía más nueva y la filosofía más profunda, siempre que su story-teller le sirviera una accidentada fábula. En estas condiciones, y para ese auditorio de mercaderes y marineros, es como ha escrito el pobre gran poeta. Esa atmósfera de taberna respiraron al nacer las más heroicas o suaves creaciones de su fantasía; y la purísima Miranda murmuró sus primeras y virginales confidencias ante una plebe de teatro, ebria como Stéphano y ruda como Calibán. (Groussac 1904 [1900]: 267)

La ansiedad del francés por preservar la recepción aristocrática (su apropiación) de Shakespeare de la democratización en curso lo coloca como un verdadero guardián de las bellas letras en aquel momento en que se sacudían las bases, aún persistentes, de las viejas ciudades letradas. La primera observación de Groussac en su texto de 1900, su comienzo, es elocuente: “Mis recientes apuntes sobre el ensueño [se refiere a la anterior de sus “Notas” para El País] traían una alusión a la Tempestad de Shakespeare; ha sido un buen pretexto para leer de nuevo la inmortal comedia, en mi modesto ejemplar yanquee de 50 céntimos” (1904 [1900]: 263). El comentario anticipa, obviamente, el juicio posterior de Groussac sobre las excelentes ediciones escolares de Harper: prácticas porque son de bolsillo, bien impresas, formato con márgenes amplias que incitan a “garabatear escolios”, notas en el apéndice para no obstruir el texto; lo único que encuentra criticable son las ilustraciones. Pero agrega Groussac: “estos reparos míos son melindres propios del viejo mundo y que no tienen alcance en el nuevo. Mucha agua ha de correr por el Hudson —o el Plata— antes de que sientan los neomundanos todos, desde el arquitecto y el escritor hasta la modistilla, que suele pecarse contra el gusto, no por lo que falta, sino por lo que sobra” (1904 [1900]: 264). Groussac repetía, en efecto, sus consabidos dictados sobre la cultura americana, que comprendía, como la cita deja en claro, tanto la cultura del Norte como la latinoamericana. Además de asociar democracia con mal gusto y exceso, el

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francés contraponía, ya desde su libro de viajes Del Plata al Niágara (1897) —que recogía sus escritos de 1893, algunos publicados en la prensa—, el modelo del Viejo Mundo al de los “neomundanos todos”. Su juicio sobre la cultura americana afiliaba a Groussac con aquella tradición francesa de ensayistas que, como apuntara Rodríguez Monegal, “han dedicado buena parte de sus energías a criticar a los Estados Unidos” (1980: 439), y uno de cuyos hitos fuera De la démocratie en Amérique, de Tocqueville (1835-1840). En el caso de Groussac, el acento estaba puesto en la amenaza que significaba para la alta cultura europea tanto el avance de la democracia como la emergencia de una nación competidora por la hegemonía cultural, una preocupación que definía la aplicación metonímica de Calibán al modelo yanqui, deforme y monstruoso, pero especialmente por su tamaño: en sus escritos de 1893 sobre Chicago, la asociación del mal gusto con lo gigantesco era explicitada desde el principio: “Estamos como Gulliver en el reino de Brobdingnag” (1925 [1897]: 337). Groussac afirmaba hallar a los norteamericanos “impermeables a todo lo que sea gusto y verdadera civilización. Sus diarios, sus piezas de teatro, sus conversaciones, sus adornos, sus joyas, sus procesiones, sus comidas: todo es mammoth” (1925 [1897]: 345). Dejaba entrever, sin embargo, la ansiedad respecto de la existencia de una belleza diferente, no europea: Chicago tenía su belleza propia, y esta, incluso, era “en cierto modo superior, por su ruda y descomunal primitividad, a las imitaciones europeas de las metrópolis del Este”. Al igual que las ediciones de Harper, el mamut, después de todo (y esto lo afirmaba antes de 1898, cuando la fuerza de los Estados Unidos se hiciera evidente), tenía algo de hermoso: El espectáculo prolongado de la fuerza inconsciente y brutal alcanza a cierta hermosura “calibanesca”. La inmensidad de los corrales, el vaivén de los trenes, del elevated y de los carros de tranvía que pasan eternamente rellenos de pueblo; las atrevidas construcciones que rebosan afanada muchedumbre, los inmensos buildings comerciales… (Groussac 1925 [1897]: 345)

La crítica, por lo general, ha leído el uso de Groussac del símbolo de Calibán a partir de la oposición Estados Unidos-América Latina, presente, como veremos más adelante, en las apropiaciones de Rubén

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Darío y José Enrique Rodó posteriores al 98.5 Rodríguez Monegal, por ejemplo, aclara que el modelo metafórico de la oposición Estados Unidos-América Latina no es lo central en Groussac, sino más bien lo latino (1980: 440). De hecho, al observar la defensa del latinismo en Groussac y en modernistas como Darío o Rodó, se ha soslayado mayormente que el juicio del francés sobre lo americano (la “americanización” que señala Horacio González) no solo implica diferentes apropiaciones de las figuras shakespearianas, sino, sobre todo, visiones opuestas de lo latino-americano. Del Plata al Niágara, en el Plata o en el Hudson, Groussac encuentra excesos e inmensidades que, amenazantes para su modelo de cultura —y de apropiación de cultura—, desautoriza. Cuando escribe su texto sobre La tempestad en 1900, el francés no alude, quizá por humildad, a sus apropiaciones anteriores calibanescas en Del Plata al Niágara ni a su discurso “Por España” de 1898, pero tampoco toma nota de los usos latinoamericanos de Darío o de Rodó.6

1.2.  Los principios de una literatura latinoamericana: Rubén Darío ante el arbitrio de Groussac [Próspero] descubro que mi cénit se halla dominado por la estrella más propicia, cuya influencia debo utilizar con cuidado si no quiero ver abatida para siempre mi fortuna. (William Shakespeare, La tempestad, 1611)

El modo en que Groussac lee a Rubén Darío es ejemplar de su angustia de influencias, así como de las tensiones generadas en el fin de siglo his-

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En el próximo capítulo veremos que fue en verdad Darío, y no Groussac, quien proveyó al público la primera asimilación latinoamericana de Calibán en su necrológica de “Augusto de Armas”, publicada en septiembre de 1893 en La Nación (luego incluida en 1896 en Los raros). Según consigna Real de Azúa, La Nación publicó un adelanto de Ariel el 1 de enero de 1900 con el título “El sentimiento de lo hermoso”. Una vez publicado como folleto un mes más tarde, Rodó lo envió, con dedicatoria, a una gran cantidad de figuras argentinas, entre ellas, a Groussac (1977b: 27).

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panoamericano, ese momento que Rama denomina cultura democratizada para indicar que, si bien no se trata de una plena cultura democrática, varios aspectos relacionados, como la ampliación de las bases sociales de la modernización, la incorporación de jóvenes autodidactas y la adaptación de miembros de la cultura ilustrada a una cultura internacionalista e innovadora, visibilizaron el proceso de autonomización literaria. En su tarea como director de la revista La Biblioteca (1896-1898), Groussac se colocaba como el gran modernizador de las letras latinoamericanas, aunque la publicación —que, en efecto, constituyó una plataforma renovadora y hospitalaria al Modernismo liderado por Darío— no hubiera podido “extender su influencia a toda América Latina”, según reconocería el propio francés en el último número de 1898 (cit. en Delgado 2010: 41). El cierre de la revista —subvencionada por el Congreso de la Nación— a causa de la censura evidenció, como ha destacado Delgado, las limitaciones de la voluntad autonómica del francés en un medio que todavía no hacía viable la completa profesionalización del escritor. Amén del patrocinio estatal y de la función civilizatoria que ligaba La Biblioteca con el Estado, la exigencia de criterios especializados, de juicios intelectuales no contaminados por cuestiones políticas y de una organización mercantil hacía presente un nuevo tipo de autoridad social, un sujeto literario como condición de autonomía (Delgado 2010: 28). En los términos de Julio Ramos en su ya clásico Desencuentros de la modernidad en América Latina (1989), sería esta autorización estética no solo un signo de modernidad, sino que también explicaría la apertura de Groussac a las nuevas corrientes y la posibilidad de relativizar —según lo hace Delgado— la caracterización de Groussac como un guardián del circuito letrado de Buenos Aires, esa “biblioteca o recinto, administrado culturalmente por el General Mitre, el periódico La Nación y por [el mismo] Paul Groussac” (Contardi 1994: 9). Sin embargo, si la lectura de Los raros de Darío en noviembre de 1896 —con la cual Groussac inaugura el Boletín Bibliográfico— es claro índice, como observa Delgado, del interés del francés por los jóvenes escritores y de su función como crítico moderno, esta también testimonia el ingreso de Darío en la biblioteca como una irrupción fuertemente alteradora; en efecto, “desde la llegada de Darío a Buenos Aires, en 1893, la palabra dariana inunda un campo de lectura

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recientemente inaugurado en Argentina alrededor de la prensa diaria y las revistas literarias” (Contardi 1994: 8). La inundación significaba, lisa y llanamente, que Groussac encontraba en el nicaragüense una competencia no solo como crítico especializado, sino también como estratega cultural, y es esa ansiedad de influencias (respecto de un precursor más joven que él) la que lo convierte en guardián de los tesoros más preciados —la literatura francesa, la cultura latina— ante recién llegados como Darío. La nota sobre Los raros comienza así: El autor de esta hagiografía literaria es un joven poeta centroamericano que llegó a Buenos Aires, hace tres años, Riche de ses seuls yeux tranquilles como canta el Gaspard Hauser de Verlaine, trayéndonos, viâ Panamá, la buena nueva del “decadentismo” francés. Pero si la iniciación no ha venido por itinerario muy directo, justo es celebrar la conciencia del iniciador. (Groussac 1896: 474).

La descripción de Darío no resultaba tan diferente de la que pudiera haber hecho el reseñista de sí mismo —aunque él, claro, había arribado a Buenos Aires con casi treinta años de adelanto—. Groussac, como el legendario Gaspar Hauser que Verlaine hacía cantar en su poema, también había llegado “rico de sus solos ojos tranquilos”, sin ningún tipo de capital social, huérfano de credenciales y linajes y teniendo que afirmar una autoridad intelectual para conquistar un espacio entre “los hombres de las grandes ciudades”.7 Groussac, quien había emigrado a la Argentina apenas provisto de una carta de recomendación, propiciaba incluso mejor que Darío la comparación con “el huérfano de Europa”.8 Sin embargo, y especialmente como director de La Bibliote7 8

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Los primeros versos de “Gaspar Hauser chante” (Sagesse, 1881) rezan así: “Je suis venu, calme orphelin/ Riche de mes seuls yeux tranquilles, / Vers les hommes des grandes villes: / Ils ne m’ont pas trouvé malin”. La historia de Kaspar Hauser fue un verdadero enigma que atrajo la atención de los europeos. El adolescente fue encontrado en las calles de Núremberg en 1828, sin poder hablar, con aspecto salvaje y una carta dirigida a un militar, donde estaba escrito su nombre. Luego se descubrió que había crecido en completo aislamiento, se especuló sobre su posible pertenencia a una casa real, pero su origen nunca fue develado.

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ca, el francés había ganado un lugar de prestigio por su tarea de modernización, y, si se trataba de seguir los ejemplos de revistas como la paradigmática Revue de Deux Mondes, nadie mejor que él podía garantizar el viaje de las ideas de Francia a América. Una sola, pero fundamental diferencia, existía pues entre Groussac y Darío, y esta radicaba en el grado de legitimidad del viaje intelectual: Darío, como “centroamericano”, era un importador desautorizado. Tampoco había hecho el viaje directamente, sino viâ Panamá, una expresión desdeñosa que —en un francés aún dolido por la pérdida del Canal en manos de los estadounidenses— seguramente se originaba en el desprecio por el “yanquismo democrático”. Y, en efecto, es posible establecer asociaciones entre la empresa dariana y los excesos “calibanescos” en la crítica de Groussac, en particular respecto de aquellos “melindres propios del viejo mundo y que no tienen alcance en el nuevo” (como afirmaría en su nota sobre La tempestad), pues Los raros también pecaba no por lo que le faltaba, sino por lo que le sobraba.9 Groussac, como los lectores sabían, no discutía “el talento revestido de modestia” de Darío. El problema residía en su “presente despilfarro”, su tentativa era “triplemente vana y estéril: en sí misma, por la lengua en que se formula, por el público al que se dirige” (1896: 474). El francés ofrecía un breve relato imaginario sobre lo que consideraba un verdadero extravío: Vagaba, pues, el señor Darío por esas libres veredas del arte, cuando por mala fortuna vínole a las manos un tomo de Verlaine, probablemente el más peligroso, el más exquisito: Sagesse. Mordió en esa fruta prohibida que, por cierto, tiene en su parte buena el sabor delicioso y único de esos pocos granos de uva que se conservan sanos, en medio de un racimo podrido. El filtro operó plenamente, en quien no tenía la inmunidad relativa de la raza ni la vacuna de la crítica; y sucedió que, perdiendo a su influjo el cla-

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La idea del “exceso” americano era central para Groussac. La reiteraría en la Segunda Serie de El viaje intelectual: “Lo que más escasea en ‘tierras calientes’ no es el talento, sino el gusto. Ahora bien, (creo que ya dije esto alguna vez, pero, dado el poco efecto de la advertencia, no huelga su repetición): se peca contra el gusto, no por lo que falta, sino por lo que sobra” (1920: xiv).

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The Great Will/El gran legado ro discernimiento artístico, el “sugestionado” llegase a absorber con igual fruición las mejores y las peores elaboraciones del Barrio Latino. Un crítico naturalista evocaría, con este motivo, símiles ingratos: v. gr.: la imagen de esos dipsómanos cuya embriaguez, comenzada con el vino generoso y fino, remata en el petróleo de la lámpara. (Groussac 1896: 475, énfasis mío)

El mismo Groussac que, como un crítico naturalista, evocaría símiles más ingratos en su texto sobre La tempestad (toda la inculta democracia como un Calibán emborrachado del vino de Stéphano, el público de Shakespeare ebrio como Stéphano, rudo como Calibán) percibe, empero, el quid de la cuestión: Darío, ansioso de influencias, puesto que carece de la “inmunidad de la raza”, se ha dejado inundar por los decadentes. Pero, si la inmunidad se refería a la posesión de defensas generadas por la pertenencia a una tradición, era indudable que Darío seguía la lección de Martí. Precisamente en el texto que el nicaragüense publicaba sobre el cubano en Los raros (la necrológica escrita para La Nación el año anterior) afirmaba: “somos muy pobres… tan pobres, que nuestros espíritus, si no viniese el alimento extranjero, se morirían de hambre” (1952: 193). Martí, precursor de Darío en la difusión de raros como Walt Whitman, había traducido para La Nación las enseñanzas de Oscar Wilde en Nueva York, probablemente calibrando su provecho para los hispanoamericanos, hijos también “de pueblo nuevo”: decía Oscar Wilde a los norteamericanos: “Vosotros, tal vez, hijos de pueblo nuevo, podréis lograr aquí lo que a nosotros nos cuesta tanta labor lograr allá en Bretaña. Vuestra carencia de viejas instituciones sea bendita, porque es una carencia de trabas. No tenéis tradiciones que os aten ni convenciones seculares e hipócritas con que os den los críticos en rostro. No os han pisoteado generaciones hambrientas. No estáis obligados a imitar perpetuamente un tipo de belleza cuyos elementos ya han muerto. De vosotros puede surgir el esplendor de una nueva imaginación y la maravilla de alguna nueva libertad” (Martí 1964 [1882]: 366)

Wilde, claramente, era el vocero de la angustia de influencias en el Viejo Mundo. Al contrario de Shakespeare, situado, según Bloom, en “la era de los gigantes de antes del diluvio”, Wilde pertenecía a la era

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post-Ilustración, en que la angustia se había convertido en un asunto central para la conciencia poética (1991: 19). Bloom aclara, sin embargo, que habría grandes negadores de la angustia-como-influencia: Nietzsche, heredero de Goethe en su extrañamente optimista negativa a considerar el pasado poético como un obstáculo para las nuevas creaciones. Goethe absorbió a sus precursores con un entusiasmo que excluía toda angustia. Nietzsche les debe a Goethe y a Schopenhauer tanto como Emerson a Wordsworth y a Coleridge, pero ni él ni Emerson se sienten oscurecidos por la sombra de sus precursores. Las “influencias” para Nietzsche significan vitalización. (1991: 62)

En su traducción al español, es en estos casos que correspondería calificar a los negadores de la angustia como, de hecho, ansiosos de influencias.10 Lo que Bloom no advierte, sin embargo, es que fue precisamente Goethe, paradigma de quienes no sintieron la angustia, quien alentó el advenimiento de una literatura mundial pensada como Gemeingut (Eckermann 1987: 198): patrimonio común sujeto a intercambios que son consecuencia de un internacionalismo cada vez mayor del comercio, de la economía, de la técnica y de los medios de comunicación. Era este el sentido que le darían luego al concepto de Weltliteratur Marx y Engels en el Manifiesto comunista (1872) y que acentuaría el movimiento expansivo de la modernidad y la urgencia de considerar los diálogos de la literatura y la cultura dentro de un mundo económico en el cual surgen transacciones, pérdidas y ganancias. También lo vislumbraba Martí en su “Prólogo al Poema al Niágara”, donde destacaba que las ideas no crecían en una mente sola, sino por el comercio de todas (1975b: 227).

10 Anxiety puede ser traducido como ‘angustia’ o ‘ansiedad’, es decir, que, en ciertos casos, la traducción por ‘angustia’ desdibuja el sentido de ‘ansia o deseo vehemente’, otra de sus acepciones. La versión de Bloom citada aquí traduce anxiety por angustia, probablemente por la carga negativa que le da Bloom al sentimiento de las influencias post-Ilustración. Existe una versión española del libro que lo titula La ansiedad de la influencia (Madrid: Trotta, 2009).

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En el contexto latinoamericano de dependencia de una tradición metropolitana, Martí recomienda la asimilación de otros modelos: “conocer diversas literaturas es el medio mejor de liberarse de la tiranía de alguna de ellas”. Al comienzo de su crónica sobre Wilde, el cubano explicita el programa: “parece que las fronteras de nuestro espíritu son las de nuestro lenguaje. ¿Por qué han de ser fruta casi vedada las literaturas extranjeras, […] fuerza sincera y espíritu actual que falta en la moderna literatura española? (1964 [1882]: 361). Darío, quien considera a Martí un padre de la juventud hispanoamericana —“quizá el primero de sus maestros”, afirma en Los raros (1952: 195)—, autoriza entonces su literatura en la asimilación voraz de frutas vedadas como lo eran, para Groussac, las producciones de Verlaine. Contra la influencia que ahoga, Groussac prescribe, pues, la vacuna de la crítica. Espantado de la dipsomanía dariana que desemboca en la apropiación indiscriminada de fuentes (“altas individualidades como Leconte de Lisle, Ibsen, Poe y el mismo Verlaine, respiran el mismo incienso y se codean con los Bloy, d’Esparbès, la histérica Rachilde y otros ratés aún más innominados”), el francés califica Los raros de “reunión intérlope”11 (1896: 475), un adjetivo que ilustra su figuración como árbitro del comercio intelectual, como guardián, también, de los cánones coloniales. Darío “desordena el campo, invierte las jerarquías, por eso Groussac le asigna operaciones de lo seudo, de lo falso, paradigma que, hábilmente diseminado, se condensa en la palabra más injuriosa de la reseña: ‘raté’” (Colombi 2004a: 79). Y, una vez más, lo raté es identificado con el exceso y la ostentación: “Para sobresalir entre la muchedumbre, al gigante le basta erguirse; los enanos han menester abigarrarse y prodigar los gestos estrepitosos”, dice Groussac (1896: 475). Esto se reflejaba asimismo en la edición de Los raros, cuya manufactura el francés entendía, en sintonía con su apreciación de los volúmenes Harper, como pecados “neomundanos” contra el gusto:

11 El galicismo, derivado del inglés interlope, califica el comercio ilegal, fraudulento, de una nación en las colonias de otra o la usurpación de privilegios concedidos a una compañía para las colonias.

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Por eso ostentan la originalidad ausente de la idea, en las tapas de sus delgados libritos, procurando efectos de iluminación y tipografía, a manera de los cigarreros y perfumistas, y que bastarían a caracterizar lo frívolo e infantil de la pretendida evolución. –A este propósito, séame lícito reprochar al señor Darío las pequeñas “rarezas” tipográficas de su volumen, indignas de su inteligencia. Aquel rebuscamiento en el tipo y la carátula es tanto más displicente, cuanto que contrasta con el abandono real de la impresión: abundan las incorrecciones, las citas cojas, —hasta del caro Verlaine—, las erratas chocantes, sobre todo en francés. Créame el distinguido escritor: lo raro de un libro americano no es estar impreso en bastardilla, sino traer un texto irreprochable. Bien sé que los folletos del cenáculo, la Revue Blanche, la Plume y el Mercure incurren en estas niñerías —pero siquiera vienen atenuadas por el escrúpulo de la corrección literal… (1896: 475-476)

Groussac debía legitimar sus funciones arbitrales en el Río del Plata. Consciente de que Los raros colocaba a Darío como un iniciador, según concedía al principio de la reseña, validaba entonces su lectura en cuanto corrección de excesos resultantes de un viaje no realizado “por itinerario muy directo”. Pero ¿cómo negar que la empresa dariana venía a competir con la suya propia? Darío abogaba por la autonomía y la independencia intelectual, y la edición de Los raros era índice de su proyección como escritor profesional, con manejo de un estilo y una marca: el “librito” intentaba ingresar a un mercado (aunque fuera este incipiente) con una originalidad que lo distinguía de otras manufacturas. En una Argentina atenta a la moda, Darío había traducido antes que Groussac las novedades no solo francesas, sino de varias latitudes, y había respondido a una demanda claramente mayor que la de La Biblioteca: la de los lectores continentales de La Nación, donde habían aparecido la mayoría de sus “raros”, y donde incluso había aprendido el manejo del estilo a través de las crónicas teatrales de Groussac.12 12 Hacia el fin de siglo, el diario La Nación, que también se modernizaba, jugó, como se sabe, un papel clave en la renovación estética hispanoamericana. Remito, para este punto, al imprescindible capítulo IV de Desencuentros de la modernidad en América Latina (1989), de Julio Ramos. También Gabriela Mogillansky ha trabajado la relación de los modernistas, y de Darío especialmente,

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No debe olvidarse que, como prólogo de Los raros, Darío reeditaba “Nuestros propósitos”, el programa delineado junto con Ricardo Jaimes Freyre en el primer número de la Revista de América (1894). Darío, quien en su Autobiografía (1912) reconocería que la revista había tenido corta vida por cuestión de fondos, aprovechaba la publicación de Los raros para relanzar su campaña modernizadora entre la “juventud de América Latina”. Agotado en quince días y promocionado (al igual que Prosas profanas) por el diario La Nación, Los raros se mostraba ciertamente más capacitado que la ilustrada empresa de Groussac para extender su influencia. Era, sin duda, la sospecha de que Darío se estuviera constituyendo como un mejor iniciador la que llevaba a Groussac a defender la amplitud de su propio “campo visual”, no habiendo dejado nunca pasar “una innovación artística, desde Wagner hasta Ruskin y Moréas, una tentativa científica […], procurando entenderlas sin prevención hostil”; por ello había seguido con igual interés “el nuevo ensayo de renovación literaria” y, en esto, de nuevo, Groussac subrayaba su ventaja de origen: “no era en mí esfuerzo grande, habiendo sido del gremio en mis mocedades y guardando el recuerdo de los antiguos fervores” (1896: 476). ¿Cómo explicar, entonces, que Darío se hubiera adelantado? Una vez reconocidas las dotes interpretativas del nicaragüense (ha llegado a imitarlos en castellano “con desesperante perfección”), no le queda a Groussac más que la corrección gramatical o métrica, o su especialidad mayor: la distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo de acuerdo con la angustia de influencias del Viejo Mundo. Así, para Groussac, nada puede alcanzar una originalidad: “Verlaine es un parnasiano convertido, cuyos pocos versos realmente admirables […] están vaciados en el molde de Hugo o Banville: podrían ser de un Coppée más ingenuo y angustiado […]. Lo propio diríamos de con el periodismo. Participar en La Nación implicaba una renta considerable y la posibilidad de una circulación mayor; el diario llegaba a las redacciones de los principales periódicos de América Latina y de España (2004: 101). Las crónicas de Los raros salían, pues, “del espacio de la gran producción cultural —el periódico— para pasar al del libro de la vanguardia artística”, preservando la aristocracia intelectual sin perder de vista un alcance más masivo (Colombi 2004a: 77).

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Vielé-Griffin […]. El mismo Moréas, en sus remedos shaksperianos, no levanta el laborioso vuelo sino en algunas baladas de estilo y giro popular […]” (1896: 477). Imposible no reconocer que todas esas tentativas enriquecían la poesía francesa con “el sentido del vago misterio y del indeciso matiz, que sugiere, con su balbuceo casi inarticulado, impresiones más intensas y profundas que el verbo preciso” (Groussac 1896: 478), algo innegable para todo aquel que se declarara al tanto de las nuevas corrientes embanderadas por Darío. Asimismo, Groussac debía admitir que el esfuerzo por transformar el ritmo poético era laudable, pero los jóvenes franceses carecían de “ideas exactas acerca de la rítmica” e ignoraban “el tecnicismo de las versificaciones extranjeras” (1896: 478), por lo que sus adaptaciones eran combinaciones confusas, erróneas, malogradas. Groussac juzgaba como especialista, él mismo se había preocupado de métrica y de traducción, y de allí su condena de la imitación mediocre del decadentismo francés en la literatura española, “que no ha sufrido las diez evoluciones anteriores de la francesa, y vive poco menos que de imitaciones y reflejos” (1896: 478). Menos aconsejable aún era, pues, “la imitación del neo-bizantinismo europeo” en el arte nuevo americano. Groussac desautorizaba los principios de Darío: la conquista de originalidad a partir de la imitación de lo extranjero; la poesía americana tenía que “arrancar de las entrañas populares, para no tornarse la remedada cavatina de un histrión”; debía ajustarse, en la visión de Groussac, al reparto colonial: ser “la expresión viva y potente de un mundo virgen”; así de original era la poesía de Whitman, como si la literatura americana, libre de tradiciones, surgiera por generación espontánea: El arte americano será original —o no será. ¿Piensa el señor Darío que su literatura alcanzará dicha virtud con ser el eco servil de rapsodias parisienses, y tomar por divisa la pregunta ingenua de un personaje de Coppée: “Qui pourrais-je imiter pour être original?” (Groussac 1896: 480)

Lo más llamativo de la nota de Groussac sobre Los raros es que la obra apenas es comentada. El texto resulta una justificación de las razones por las cuales sería innecesaria una iniciación en las novedades

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presentadas por Darío al público hispanoamericano. El nicaragüense, en efecto, demostraba en Los raros su inmensa capacidad como traductor, y la traducción devenía un aspecto central para la renovación literaria. A diferencia de Groussac, atento a funciones civilizatorias y nacionalistas, Darío respondía a la lógica propia de la esfera del arte en proceso de modernización. El cosmopolitismo era una estrategia clave para el ingreso en un mercado ampliado: Los raros no adoptaba una actitud colonial imitativa (el tan mentado galicismo), sino que aprovechaba los intercambios abiertos por el nuevo marco socioeconómico.13 Mientras Darío aplicaba él mismo la traducción a mansalva, incurriendo en incorrecciones y citas cojas, y celebraba en Los raros la existencia de traductores como Domingo Estrada, “el brillante traductor de Poe” (1952: 124), Groussac sentenciaba que la primera ley de la traducción en verso es “que no se debe intentar” (cit. en Delgado 2010: 104). Sin duda, la apertura del Modernismo al comercio intelectual, a la traducción y a la “desfloración” de las ideas reconocida por Martí en el citado “Prólogo al Poema del Niágara” había conducido a la revitalización de la lengua que el mismo estilo de Martí acusara, valorado ya en 1887 por Domingo Faustino Sarmiento, quien precisamente le había pedido a Groussac, en una carta publicada en La Nación, que tradujera a Martí al francés: “haga conocer esta elocuencia sudamericana (siendo Martí cubano, póngase ‘elocuencia hispanoamericana’), áspera, capitosa, relampagueadora…” (cit. en Martínez Estrada 2001: 367). En Los raros, Darío se acercaba en cierto modo a la demanda que Groussac no había atendido: colocaba la elocuencia hispanoamericana de Martí al mismo nivel que la de europeos y norteamericanos en el camino hacia la modernización.

13 Al respecto, vale la pena recordar aquí la idea de Gutiérrez Girardot en Modernismo de que los contrastes y las asimilaciones entre literaturas metropolitanas y periféricas solo son posibles cuando las situaciones sociales son semejantes: sin el aburguesamiento de la sociedad occidental en su conjunto, “la recepción de la literatura francesa en el mundo de lengua española y más tarde de otras literaturas como la escandinava o la rusa, sólo hubiera sido una curiosidad o una casualidad extravagante y en todo caso no hubiera suscitado la articulación de expresiones literarias autónomas como los modernismos” (2004a [1983]: 50).

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El 27 de noviembre de 1896, dos días después de la reproducción de la reseña de Los raros en La Nación (en el espacio del editorial), Darío aprovecharía su derecho a réplica para explicitar su programa autonómico desde el título de su nota: “Los colores del estandarte” eran, por supuesto, los de la patria del arte. De paso, la ocasión le permitía al nicaragüense reafirmar las bases de su estética sin contradecir su defensa del acratismo ni su renuencia a ocupar un rol de guía, lo cual era manifiesto en las contemporáneas “Palabras liminares” de Prosas profanas (1896). La estrategia, en efecto, sería repetida en otras oportunidades. Vale la pena recordar, por ejemplo, las “Dilucidaciones” de El canto errante de 1907, donde Darío vuelve a autodefinirse como “el ser menos pedagógico de la tierra” y recuerda, además, su respuesta a Groussac entre las únicas tres veces que las críticas le merecieran una contestación (“por la categoría de sus representantes, y porque mi natural orgullo juvenil, ¡entonces! recibiera también flores de los sagitarios. Por lo demás, ellos se llamaban Max Nordau, Paul Groussac, Leopoldo Alas” (Darío 1985: 302). Pocos textos más ilustrativos del uso sostenido de la retorsión que “Los colores del estandarte”. Darío devuelve uno por uno los argumentos contra Groussac y termina incluyéndolo entre los mismísimos raros. Amparado bajo la modestia que se le adjudicaba, y asumiendo de modo suspicaz un papel de aprendiz, el “centroamericano” demuestra su capacidad para superar al árbitro. Si se piensa en las estructuras básicas de relación entre maestros y discípulos propuestas por George Steiner en Lecciones de los maestros, Darío invierte la imagen de Groussac como “pedagogo destructor de almas” y deja en evidencia a un maestro subordinado, aunque su estrategia sugiera un intercambio generoso por el cual Groussac debía aprender de su discípulo.14

14 Steiner diseña un triple paradigma de relaciones maestros-discípulos: la primera estructura es la de maestros que destruyen a sus discípulos; la segunda, la de discípulos que tergiversan, traicionan y destruyen a sus maestros; y la tercera es la relación óptima de intercambio: “el eros de la mutua confianza e incluso amor” en que “el Maestro aprende de su discípulo cuando le enseña” (2004: 11-12).

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Darío comienza aclarando que es por el alto respeto que le tiene al francés por lo que se ve obligado a contradecir sus juicios, y se manifiesta “relativamente feliz”: “No es su fama de fácil y blandílocuo. A sus espaldas murmura temeroso o iracundo el rebaño de heridos y amenazados”. Cual niño que exagera fortalezas ante el escarnio, Darío afirma haber encontrado “miel en la boca del león, ¡y del león vivo!”. Y si el (en verdad erróneo) “viâ Panamá” de Groussac había insinuado el carácter advenedizo de su viaje intelectual, Darío le otorga una literalidad que coloca a maestro y discípulo en un plano de igualdad, aunque la operación se encubre bajo una actitud aduladora: Yo conocí al Sr. Groussac en Panamá, cuando él iba a la exposición de Chicago y yo venía a Buenos Aires, vía París. Ya era el santo de mi devoción, destinado a ocupar un puesto en mis futuras hagiografías literarias. Le visité con la emoción de Heine delante de Goethe. Le dije que venía a Buenos Aires, de cónsul, pero sobre todo, lleno de sueños de arte. Él movió la cabeza de modo que yo traduje: “¡En qué berenjenales se va Vd. a meter!” (1896: 120)

Y luego, el punto central de la retorsión: la “confesión” de Darío (innecesaria si Groussac “más adentro hubiese podido penetrar”) de que su éxito se debía, precisamente, a la novedad del galicismo mental, y que este era, no una copia de Verlaine y los decadentes, sino nada más y nada menos que la imitación del propio estilo de Groussac: “Señor, cuando yo publiqué en Chile mi Azul… los decadentes apenas comenzaban a emplumar en Francia. Sagesse de Verlaine era desconocido. Los maestros que me han conducido al “galicismo mental” de que habla D. Juan Valera, son, algunos poetas parnasianos, para el verso, y usted, para la prosa.” Sí, Groussac con sus críticas teatrales de La Nación, en la primera temporada de Sarah Bernhardt, fue quien me enseñó a escribir, mal o bien, como hoy escribo (Darío 1896: 120)

No solo Groussac pasaba a ser un modernista avant la lettre (y hasta un involuntario raro); Darío, además, borraba la distinción entre original francés y copia, desdecía la supuesta legitimidad del origen y

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avalaba la imitación como vía de renovación y creación de un estilo propio: “Cuando leía a Groussac no sabía que fuera un francés que escribiese en castellano, pero él me enseñó a pensar en francés: después, mi alma gozosa y joven conquistó la ciudadanía de Galia” (1896: 120121). Se trataba, entonces, de autorizar el estilo en la eficacia de la afiliación, en la amplitud intelectual y la observación sagaz: “Al penetrar en ciertos secretos de armonía, de matiz, de sugestión que hay en la lengua de Francia, fue mi pensamiento descubrirlos en español, o aplicarlos”; el español podía ser un instrumento tan dúctil como el francés, ambos idiomas, construidos con el mismo material, habilitaban “idénticos artífices”. El mecanismo extraterritorial y traductor alentado por Darío (pensar en francés y escribir en castellano) era en tal sentido iniciador no solo del “actual movimiento literario americano”, sino también del “renacimiento mental de España”, una España “amurallada de tradición, cercada y erizada de españolismo” (1896: 121). Darío, gentilmente, reconocía a Groussac como su maestro, pero el francés, defensor de orígenes puros y viajes directos, había sido ciego a los beneficios de las influencias: El Azul… es un libro parnasiano y, por lo tanto, francés. En él aparecen, por primera vez en nuestra lengua, el “cuento” parisiense, la adjetivación francesa, el giro galo injertado en el párrafo clásico castellano, la chuchería de Goncourt, la câlinerie erótica de Mendès, el escogimiento verbal de Heredia y hasta su poquito de Coppée. Qui pourrais-je imiter pour être original? me decía yo. Pues a todos. A cada cual le aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los elementos que constituirían después un medio de manifestación individual. Y el caso es que resulté original. (Darío 1896: 121, énfasis mío)

Tan eficaz era la fórmula que Valera había celebrado el “alambique” de su cerebro y hasta el francés Péladan había imitado uno de sus poemas. Respecto de “los llamados decadentes”, Darío era categórico: nada de dipsomanía, sino destilación interesada y digestión: “Elegí los que me gustaron para el alambique […]. Y del racimo de uvas del barrio Latino, comía la fruta fresca, probaba la pasada, y como en el

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verso del cabalístico Mallarmé, soplaba el pellejo de la uva vacía y a través de él veía el sol” (1896: 121). Posiblemente para responder a los reproches en torno de las presuntas incorrecciones de Los raros, Darío se muestra como el discípulo que más ha aprendido de la campaña groussaquiana en pos de la especialización. Ambos eran, por cierto, escritores autodidactas que se diferenciaban tanto de los anteriores letrados como de los jóvenes que, con el proceso de democratización, se formaban en diarios y revistas con cierta improvisación: “¡Ah, jóvenes que os llamáis decadentes porque mimáis uno o dos gestos de algún poeta raro y exquisito, para ser decadente como los verdaderos decadentes de Francia, hay que saber mucho, que estudiar mucho, que volar mucho!” (Darío 1896: 122). Darío demuestra, además, su mayor amplitud como estratega cultural, intérprete y popularizador de la modernidad literaria. Su posición ventajosa se evidenciaba en su rápida adaptación al incipiente mercado, mientras Groussac se ubicaba en los espacios oficiales de la cultura. La diferencia podía relacionarse con aquella señalada por Darío entre los proyectos de las nuevas revistas francesas sobre cuyas “niñerías” Groussac había ironizado y los poco audaces de publicaciones institucionalizadas como la Revue de Deux Mondes, modelo de La Biblioteca. Porque no se trataba de la preferencia por tal o cual cenáculo o estética literaria, como Groussac pensaba, sino de diferentes concepciones sobre la escritura moderna. El valor de los raros era el de haber abrazado una actitud subjetiva respecto de la creación, aquel ultraindividualismo anárquico que, según Ángel Rama, era norma de la economía liberal y bandera de emancipación del Modernismo (1985b: 13-14). Para Darío, además, el cosmopolitismo reflejado en una apertura respecto de la Weltliteratur era el mérito mayor de los “decadentes”: habían sido ellos los difusores de “grandes almas geniales: Ibsen, Nietzsche, Max Stirner, y sobre todo el soberano Wagner y el prodigioso Poe”, y, entre ellos, “anónimos o desconocidos, han traducido y comentado, editado y propagado” (Darío 1896: 122). Darío resultaba tan buen intérprete de la sensibilidad moderna que hasta se permitía advertir a su crítico que él también la compartía: “Carne de Taine tiene el señor Groussac; pero hay en su alma

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un ruiseñor que canta de cuando en cuando cosas que no se oyen en la montaña de Taine. Yo me precio de conocer bien al director de La Biblioteca, mi maestro y mi autor” (1896: 122). Desde una actitud respetuosa, aunque cargada de ironías, sarcasmo y humor,15 Darío corregía a Groussac también en la cuestión del ritmo y, por último, en su apreciación sobre Walt Whitman, pues la virtud de este rarísimo americano no consistía en ser la expresión original de un mundo virgen, anterior a las influencias, sino en su versolibrismo y en que “rompió con todo y se remontó al versículo hebreo”. Coherente con sus “Palabras liminares” de Prosas profanas, Darío consideraba la posibilidad de una moderna poesía hispanoamericana solo a través del contacto con el cosmopolitismo democrático: “Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman” (1985: 180). Hacia el final de “Los colores del estandarte”, afirmaba, pues, que los jóvenes estaban preparando el camino para la venida de “nuestro Walt Whitman indígena, lleno de mundo, saturado de universo, como el del Norte, cantado tan bellamente por ‘nuestro’ Martí” (1896: 123, énfasis mío). Que en “Los colores del estandarte” Darío se preocupaba por autorizar la literatura hispanoamericana no en los temas (siguiendo la lógica de reparto colonial) ni en la imitación acrítica, sino en la apropiación creadora y subjetiva, quedaba explicitado en la siguiente consigna: Sé tú mismo: ésa es la regla. Si soy verleniano no puedo ser moreista, o mallarmista, pues son maneras distintas. Se conocen, eso sí, los instrumentos diversos, y uno hace su melodía cantando su propia lengua […]. Hugo oyó a Chenier, Leconte de Lisle oyó a Hugo. Régnier oyó a Leconte de Lisle. Cada uno es cada uno; colina o cordillera.

15 Era así, de hecho, como Darío mejor copiaba a Groussac. Para Rama, la marca de Groussac, muy nítida en su primer período, estaba en “los elementos de independencia crítica, de provocación en el juicio, y, sobre todo, de subjetivación de las opiniones, haciéndolas descansar en la afirmación de la personalidad del autor” (1985b: 92).

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The Great Will/El gran legado En esas pruebas del arte caen los superficiales y los flacos. (Darío 1896: 123)

Frente al maestro severo, Darío se posiciona como un discípulo inteligente que le imparte variadas lecciones —y la afirmación de que los ‘originales’ europeos, como el caro Hugo, también imitan, no es menor—. Sin embargo, Groussac se muestra reticente a aceptar que la literatura (latino- o norte-) americana sea capaz de superar la angustia de las influencias, y más reacio aun a admitir un intercambio fructífero con su discípulo. Así, cuando el francés emprende la crítica de Prosas profanas en la entrega de enero de 1897 de La Biblioteca, anticipa que, si dice algo bueno, es meramente “para variar” y porque considera que sus reservas no han sido bien comprendidas. Insinuando que esto último, lejos de radicar en sus propias ambigüedades, se debe al hecho de estar “en regiones donde amanece cuatro horas más tarde que en París” (1897: 156), Groussac termina por reconocer que, en realidad, la decadencia es general: los espectáculos de la misma Europa le son insoportables. Si Darío se plegaba a las máscaras democráticas del modernismo, Groussac se lamenta con un “All the world’s a stage!”: [E]n este momento de descomposición social, todo, desde la política y la justicia hasta la vida privada y la misma religión, se exterioriza por medio de la prensa en la forma teatral. Ha reaparecido en formas agudas el conocido síntoma de las decadencias imperiales: el endiosamiento de la cortesana y del histrión. Y ello, lo repito, bastaría a consolarme de no vivir allá… (1897: 157)

Criticando a Sarah Bernhardt, quien motivara los comentarios teatrales que —prensa mediante— habían convertido a Groussac en un maestro para Darío, el francés cuestiona la inautenticidad generada por la democracia. Ocultando que él mismo era, después de todo, un self-made man, un inmigrante bajo una máscara aristocrática (que hábilmente había pasado de ovejero en San Antonio de Areco a director de la Biblioteca Nacional a fuerza de autopromoción en círculos snobs) y negando también que su permanencia en Argentina

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se debía menos a las condiciones del medio que a su comprobación de que en París hubiera pasado desapercibido,16 Groussac se declara resignado “a envejecer lejos del foco de toda civilización, en estas tierras nuevas, por ahora condenadas a reflejarla con más o menos fidelidad” (1897: 157). Cercana a su reseña anterior, la nota sobre Prosas profanas se preocupa más por validar su visión negativa de la literatura americana y refrendar su juicio sobre Darío que de la obra en sí. Groussac no da el brazo a torcer y se apresura por aclarar que es el talento real del poeta, que lo distingue de las corrientes modernas con las que él no simpatiza, lo más meritorio. La teoría de Darío es, para Groussac, definitivamente falsa (1897: 158). Y es respecto de este punto, que no es otro que el problema de la originalidad, que Groussac se empeña en refutar a Darío, defendiendo una teoría darwinista del “genio” que condena a los americanos a ser copias pasivas y defectuosas (aunque esta teoría irremediablemente lo conduzca, también a él, a padecer la angustia de las influencias). Vale la pena citar in extenso su proposición: Es, pues, necesario partir del postulado que, así en el norte como en el sud, durante un período todavía indefinido, cuanto se intente en el dominio del arte es y será imitación. Por lo demás, hay muy poca originalidad en el mundo: el genio es una cristalización del espíritu tan misteriosa y rara como la del carbono puro […] el diamante del espíritu, a diferencia del otro, no se ha encontrado hasta la fecha en los terrenos de aluvión. […] Siendo así que el genio es la fuerza en la originalidad, toda

16 Como señala Bruno, Groussac se preocupó sistemáticamente por obtener visibilidad en el mundo cultural, sobre todo, una vez que entendió que “era más factible convertirse en un ‘intelectual francés’ o en un ‘letrado europeo’ en la Argentina que serlo en la misma Francia”. El relato de su visita a Victor Hugo es emblema de su desilusión: Groussac es presentado como “Monsieur Grousset”, “establecido en el Brasil”, y de allí saca una moraleja: ha llegado demasiado tarde al santuario de la gloria (2005: 41). A Argentina, en cambio, habría llegado demasiado temprano. “Renán quejoso de su gloria a trasmano”, lo llamó Borges en su necrológica (1974: 234). Los últimos versos de “Gaspar Hauser chante”, de Verlaine, parecen evocar, una vez más, la autofiguración de Groussac: “Suis-je né trop tôt ou trop tard ? / Qu’est-ce que je fais en ce monde?”.

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El francés no explica cómo Whitman habría escapado al “debilitamiento” de la hibridación, ni se retracta respecto de su apreciación de Darío como mero imitador. Solo parece querer retirar “el reproche de imitación europea”, en tanto este sería un abuso: la América colonizada “no debe pretender por ahora a la originalidad intelectual.” Pero, de aquí en adelante, es Groussac quien se mete en un berenjenal. Dice, por un lado, que la tentativa dariana “no difiere esencialmente, no digamos de la de Echeverría o Gutiérrez, románticos de segunda o tercer mano, sino de la de todos los yanquees, desde Cooper, reflejo de Walter Scott, hasta Emerson, luna de Carlyle”; difiere —lo que es peor— en que es provisionalmente estéril por ser del todo exótica, sin “elementos asimilables y útiles para su desarrollo ulterior”. A renglón seguido, no obstante, pareciendo recordar sus anteriores concesiones —y el libro que había convocado su escritura— debe aclarar: Y eso mismo no es del todo exacto. En la fina labor de esas Prosas, profanas o místicas, se cumple un esfuerzo que no será de pura pérdida, como no lo es el de los decadentes franceses; me refiero al assouplissement de los ritmos y al enriquecimiento evidente de la lengua poética. (Groussac 1897: 158)

¿Esterilidad o eficacia? ¿Hibridaciones débiles o enriquecimientos evidentes? Groussac trastabilla y estima mejor, como filólogo que posee la historia de las influencias, abordar el problema de las ascendencias legítimas. Hay que distinguir, dice, las “maneras”: la de Darío es fundamentalmente la de los clásicos, “imita a los franceses como imitaron a los griegos Catulo y Chénier”. Pero afirma encontrar, en “Era un aire suave”, “más que imitación directa”, “vagas y múltiples reminiscencias”: de Verlaine, Moréas, Hugo, hasta que confiesa lo arriesgadas que resultan las aseveraciones en “un escritor tan complejo y esparcido como el señor Darío”: “pasa tanta gente por su camino que

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las huellas se confunden y, como decimos los arrieros: el rastro está ‘borrado’” (1897: 159). Groussac se alivia visiblemente cuando logra identificar una fuente, aunque esta pudiera ser un plagio intencional: “¿Fue acaso en el Norte o en el Mediodía?” es “de metro idéntico y giro parecido” a “una joya casi ignorada de Paul Guigou” (1897: 159). Si Darío concibe la originalidad, como propone Said sobre la escritura moderna, como “una especie de capacidad para el juego de las combinaciones” (2004 [1983]: 191) y en esa capacidad asienta los principios de la literatura latinoamericana (era probablemente la única salida para la “América colonizada”), Groussac, por el contrario, insiste en que el procedimiento de imitación deliberada resulta inconducente. Sin embargo —y aquí radica lo más interesante de su lectura de Darío—, eso mismo no es del todo exacto, porque, como afirma luego, [p]ara ser completo y justo, hay que saborear la pieza misma con sus mil detalles de estilo: la cincelada orfebrería de las palabras, nombres, verbos y adjetivos de elección, que se engastan en la trama del verso como gemas en filigrana; el perpetuo hallazgo —¡tan nuevo en castellano!— de las imágenes y ritmos evocadores de la sensación, en que se funden ciertamente elementos extraños, pero con armonía tan sabia y feliz que constituye al cabo una inspiración. (Groussac 1897: 160, énfasis mío)

Pero ¿qué sería entonces lo original sino lo “nuevo en castellano”? Ante el temor de ser inundado por el perpetuo hallazgo y la inspiración, Groussac se aplica la vacuna de la crítica y escribe que el de Darío es “arte de más conciencia que emoción como el mosaico”, reconociendo su valor: “hubo maestros mosaístas, y aún los de Bizancio dejaron obras dignas de eterna admiración!”.17 Aunque, de nuevo, la admiración pro-

17 Curiosamente, el tipo de misreading que Bloom denomina tésera (‘completamiento y antítesis’), aunque toma la palabra no del arte del mosaico, donde todavía se usa, sino de los antiguos cultos secretos (en los que significa ‘contraseña’), se refiere al uso de fragmentos que, unidos a otros, permitirían la reconstrucción (1991: 23). Groussac, al comparar a Darío con los mosaístas, parece comprender el procedimiento de quien no oculta las influencias, sino que las deja a la vista, autorizándose en la apropiación creativa.

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duce su antídoto: “pues la mayor parte de sus Prosas profanas —agrega— no difieren exteriormente de las formas ya conocidas en castellano —sino por lo acabado de la cinceladura y, sobre todo, por el licor exótico e inquietante que en ellas nos sirve” (Groussac 1897: 160). Groussac, crítico fuerte, pero escritor siempre frustrado —como al menos se autofiguró repetidamente, por falsa modestia o verdadera ansiedad—, concluye rescatando a Darío, aunque condene sus principios. Las últimas observaciones son elocuentes de su modo de administrar influencias: Por mi parte, en dosis prudente la bebida no me perturba ni disgusta; pero comprendo que otros estómagos no la soporten: esta doble forma de la tolerancia es un privilegio del espíritu crítico. Por lo demás, yo soy un griego de Focea, amante de la luz y bebedor de vino; de ningún modo un fumador de opio “poderoso y sutil”: pero mi cabaña tiene galería abierta hacia los cuatro vientos y está construida ante un vasto horizonte, sobre un promontorio que domina el mar. (Groussac 1897: 160)

Quizá considerando que, por la inmunidad relativa de la raza, solo él poseía espíritu crítico en los terrenos de aluvión, Groussac juzga imprescindible distinguir, una vez más, entre los finos bebedores de vino, con amplitud de dominio, y los neomundanos todos, dipsómanos como Darío, ebrios como Calibán.

1.3. Ojos imperiales Del Plata al Niágara: el viaje argentino-latino de Groussac ¿qué podría ser más platónico (en un sentido despectivo) que considerar a la literatura como una copia, la experiencia como un original y la historia como una línea que avanza desde el origen hasta el presente? Una vez que se revela este tipo de linealidad como la teología que realmente es, se hace posible una realidad secular para la escritura. (Edward Said, El mundo, el texto y el crítico, 1983)

“Lanzar una astilla más a la corriente que pasa… ¿Para qué? ¿Para quién?”, se pregunta Groussac en el prefacio a Del Plata al Niágara

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(1897). Consciente de que “el elenco de la biblioteca literaria indispensable es reducido”, el francés, para quien las influencias son pesadas, se siente obligado a justificar la publicación de su obra en libro, sobre todo, en este caso, puesto que muchas de sus notas de viaje ya han conocido la luz en La Nación, La Biblioteca y Le Courrier de la Plata (1925 [1897]: xiv). El impulso conservador y bibliófilo parece ser razón insuficiente en el contexto de la “vulgarización” del periódico y la masividad de ciertos libritos, como los ejemplares yanquis de 50 céntimos de La tempestad. Para Groussac, como para muchos de los gentlemen escritores del 80, el periódico epitomizaba el avance de la democratización —ergo: de la mediocridad— en el ámbito de las letras. Aunque el fenómeno de la modernización de la prensa despertaba asimismo la queja de los jóvenes, quienes veían en la especialización promovida por el nuevo periodismo ‘noticiario’ un ataque a la autoridad literaria, el trabajo en la prensa les posibilitaba, como bien expusiera Julio Ramos, no solo vías de subsistencia, consagración y difusión, sino una experimentación formal, ya entonces reconocida por Darío como un aprendizaje del estilo (1989: 106). Mientras que Darío volverá a afirmar en su Autobiografía (1912) que fue en La Nación donde encontró a sus “maestros de prosa”, Groussac, Santiago Estrada, Martí (“[…] en uno y otro existía espíritu de Francia. Pero de un modo decidido, Groussac fue para mí el verdadero conductor intelectual” (1950: I, 60)), el francés, por el contrario, jamás reconoció los beneficios de la prensa, aunque esta también fue para él un medio de ingreso y de fama en Argentina. La postura de Groussac era coherente con la reacción antiigualitaria (en su caso, renaniana) ante el avance de la democracia, una postura liberal conservadora que encontraba especial acogida en La Biblioteca, no solo, como veremos, en las páginas que se incluirán luego en Del Plata al Niágara, sino también en otras que han sido analizadas por Delgado (2010) en su estudio de la revista. Como precisa la autora, las visiones negativas sobre la democracia, que coincidían con aquellas de la élite del 80, habían estado presentes desde el primer número de La Biblioteca en la pluma de Miguel Cané. En consonancia con “El lamento de Cané”, agudamente estudiado por Oscar Terán (2000), el de Groussac apelaba a imágenes afines, como la del

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igualitarismo identificado con la barbarie de Atila y los hunos, bajo la cual sucumbía la civilización latina. Más significativa, sin duda, era la comparación del igualitarismo con la misma prensa: La forma de su instrumento omnipotente tiene toda la belleza de un símbolo: es un laminador, la máquina que aplasta para mejor informar, y realiza el ideal de la igualdad por el perfecto achatamiento. De esos cilindros de acero se escapa en hojas sueltas, toma su vuelo a las aceras polvorientas o fangosas, la biblia de los nuevos tiempos que nadie se ocupará de encuadernar. (cit. en Delgado 2010: 69)18

La opinión elitista de Groussac sustentaba uno de los objetivos centrales de La Biblioteca, el de crear un público especializado en los productos de la alta cultura, aquella impresa en libro (Delgado 2010: 71). Ahora bien, ¿cómo justificar el rescate de la prensa de artículos propios que nadie parece interesado en encuadernar? El libro sería plebiscitado en un mercado, por reducido que este fuera. Y, sin ir más lejos, el aclamado tomo de Los raros era el resultado de artículos que, por el contrario, Ángel de Estrada y Miguel Escalada se habían preocupado por rescatar de La Nación (a ellos Darío les dedicaba el libro). Pero Groussac no confía en su autoridad literaria y se justifica, como en otras ocasiones, en una función práctica, pedagógica, extendida a toda América, del Plata al Niágara: He esperado que esta obra sería útil en su fondo y en su forma, en sus tendencias honradas y sus anhelos artísticos, no solo para la tierra a que estoy adherido por todas mis raíces adventicias —las únicas vivas ya— y cuyo mayor bien necesito perseguir, hasta por egoísmo bien entendido, sino también para esas otras comarcas americanas, que se han sentido y se sentirán lastimadas por mi franqueza, y juzgarán que la mentira halagüeña, no la verdad amarga, era el digno pago de la pasajera hospitalidad. (Groussac 1925 [1897]: xv)

18 El artículo se publicó en el mismo número que la crítica de Prosas profanas, en enero de 1897.

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Que la publicación de Del Plata al Niágara estaba tensionada entre el anhelo artístico y las demandas heterónomas era en verdad una consecuencia del mismo origen de las notas, escritas durante el recorrido realizado desde Chile (pasando por Lima, Colón, Belice, Panamá y México) a Estados Unidos, con el fin último de participar junto con la delegación argentina en la Exposición Universal de Chicago en 1893. El diario La Nación, a su vez, le había confiado su corresponsalía; se trataba de actos de gran importancia, ya que se celebraba (con un año de atraso) el IV centenario del ‘descubrimiento’ de América. Es un dato sabido, sin embargo, que la llamada World’s Columbian Exposition no se proponía ni festejos hispanistas ni reivindicaciones continentales: los primeros se habían realizado en la propia España el año anterior (Darío había participado como delegado por Nicaragua) y las segundas se diluían bajo el principal motivo de la feria, que era, como advierte Beatriz Colombi, celebrar la civilización norteamericana y convalidar el nuevo liderazgo mundial de Estados Unidos (2004b: 84).19 En un momento de álgida competencia interimperialista en que las principales potencias intentaban universalizar el ideal del progreso y, en nombre de una misión civilizatoria, justificar la expansión neocolonial, las muestras ejercían sobre las multitudes una importante función pedagógica. Servían a los chovinismos analizados por Perry Anderson, los cuales, nutridos del darwinismo social, dominaban los discursos de los estados industriales de corte expansionista. Para Anderson, no hubo pocos reflejos del chovinismo de las grandes potencias —o de los países aspirantes a serlo— fuera del centro del sistema: el gobierno de Roca en Argentina (o el Porfiriato en México) también aplicaba a las relaciones entre los pueblos la ley del más fuerte y predicaba “la hostilidad directa hacia otras naciones o pueblos” (2002: 11). El libro de Groussac estaba dedicado nada menos que a Carlos Pellegrini, uno de los principales personajes de la Argentina del 80, pero el francés, quien en sus proclamas de independencia intentaba

19 Se intentaba, de hecho, obviar a España, acentuando el origen italiano de Colón, caro a la importante población italoestadounidense del país.

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diferenciar su actividad del impuro mundo de la política, aclaraba que no respondía a un encargo oficial; iba dedicado, pues, no al entonces presidente, sino al “fiel amigo de la juventud y de la madurez”. No obstante, desde la misma dedicatoria, y de continuo en el prefacio, Groussac solo parece encontrar valor al uso que de su libro puedan hacer sus selectos amigos de la dirigencia argentina. Atento, como expresara David Viñas, a “la mirada benévola pero vigilante de sus lectores del Círculo de Armas” (1998: 112), el comienzo de Groussac era la Argentina, que precisamente faltaba en el bosquejo “como falta en un cuadro el punto de vista. […] A este país, y sólo a él, converge la perspectiva: mis observaciones más exteriores tomarían otro giro si las redactase para europeos” (1925 [1897]: xvi). La escritura del libro ciertamente acusaba el subjetivismo de la hora, Groussac insistía en que eran impresiones personales, no había adoptado un plan metódico ni rehuido “la poesía y la sonrisa”. Se incorporaba incluso en el apéndice un texto ficcional, “Le Juif errant”, en francés, una “fantasía” motivada por su visita al Congreso de las Religiones en Chicago, donde podía observarse la influencia de Renan en la crítica tanto a las religiones dogmáticas como al positivismo estrecho, carente de ideales para ordenar el caos social.20 No obstante los pasajes poéticos, espiritualistas, renanianos, el viajero legitimaba su libro no en sus valores estéticos, sino en sus funciones civilizatorias: Del panorama que se desarrollaba ante mi vista asombrada o entristecida; de las faltas y extravíos hispanoamericanos; del estéril desgobierno

20 Esta era precisamente la visión de Renan en sus Dramas filosóficos, la cual explicaba, como he señalado en el primer apartado, que L’eau de Jouvence. Suite de Caliban (1880) mantuviera en el poder a Calibán y no a Próspero, quien, encerrado en su gabinete, traicionaba los verdaderos fines de la ciencia; Ariel, símbolo del ideal desinteresado, era resucitado y puesto al servicio de Calibán, como Renan afirmaba en el prefacio: “Creo siempre que la razón, es decir, la ciencia, logrará nuevamente crear la fuerza, es decir, el gobierno, en la humanidad. Pero, por el momento, lo que lograríamos restaurar, sería la negación misma de la ciencia y de la razón. […] Conservemos a Calibán; tratemos de encontrar un medio de enterrar honorablemente a Próspero y de unir a Ariel a la vida, de modo tal de que no sea más tentado, por motivos fútiles, de morir a cada paso…” (1949 [1880]: 111).

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o del funesto despotismo; del ejemplo yanqui, tan lleno de enseñanza en su enérgico desarrollo material como en el exceso utilitario y egoísta que fatalmente paralizará su crecimiento —lo espero, al menos—; del estudio de los grupos sociales como del espectáculo de la naturaleza, he procurado extraer un estímulo o una advertencia para la política, la educación, el arte, —las realidades y los ideales argentinos. Y he deseado que este libro fuera bueno para que pudiera ser eficaz. (1925 [1897]: xvi)

Groussac cumplía con sus funciones civiles como delegado ‘argentino’ en una exposición de grandeza norteamericana en un momento en que la Argentina y los Estados Unidos eran vistos como posibles competidores por la hegemonía continental. Nativo de una de las naciones más civilizadas del orbe, el francés era un sujeto autorizado para dictaminar qué naciones estaban bien posicionadas en la carrera hacia el progreso. Y era su impresión, afortunadamente para los argentinos, que el país de adopción resultaba promisorio: entre todos aquellos pueblos que, como anticipa en el prefacio, solo pueden constituir “depósitos en reserva para el período futuro, cuando el planeta, ya frías sus zonas templadas, reconcentre hacia el ecuador la fecundidad y la vida”, solo hay dos —la Argentina y los Estados Unidos— “que escapan a la ley fatal del clima y de la raza; éstos tienen en perspectiva un porvenir divisable de progreso y grandeza. Sólo para con uno de ellos tengo que llenar una misión y cumplir un deber” (1925 [1897]: xxiii). Groussac explicitaba sus comienzos, del Plata al Niágara (en ese orden), mediante un método comparativo desinteresado en las “comarcas americanas” que figuraban entre Sur y Norte y privilegiando las opiniones positivas sobre la tierra a la que estaba adherido por raíces adventicias, pero también dejaba en claro que sus principios eran europeos y su origen francés —y sabemos que Groussac no creía en las afiliaciones—. Por lo tanto, era imperativo recordar el verdadero abismo existente “entre remolcadores y remolcados, entre pueblos productores y pueblos consumidores de civilización”: No ser más que civilizado es un estado pasivo y precario que debe ser transitorio: lo único que vale e importa es vivir, en parte al menos, de la

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The Great Will/El gran legado propia substancia e irradiar luz original, siquiera sea débil o trémula. Al paso que se va conquistando el planeta, se dilatan más y más los territorios de la colonización y adaptación europea, que se tornan mercados útiles o debouchés de la vieja productora exuberante. Son países civilizados —por ella— que fácilmente llegan a poseer, en cambio de su suelo virgen, todos los instrumentos de la civilización, desde el buque traficante hasta el libro iniciador, en un todo iguales a los de allá: la única diferencia, más profunda aun para el libro que para el buque, está en que los civilizados compran lo que los civilizadores elaboran… (1925 [1897]: xxiii)

Algo semejante a su dictamen del prefacio opinaba Groussac en “Sur le Chili”, las páginas en francés que, publicadas previamente en Le Courrier de la Plata, aparecían en el apéndice: “De México al estrecho de Magallanes, aquello que llamamos progreso, civilización nacional, es la absorción y la digestión más o menos perfecta de la civilización y del progreso europeos”. Para Groussac, amén de que pudiera criticarse la calidad inferior de la masa emigrante (entre la que no se incluía), era indiscutible que les meilleurs conducteurs et débitants, es decir, los mejores conductores y fabricantes de civilización occidental eran los europeos (1925 [1897]: 464). De allí que ya en Chile estableciera su preferencia por la Argentina frente a la rudeza chilena, que atribuía, naturalmente, al fondo de barbarie nativa, y de allí también su autoridad en la Argentina europeizada y francófila del momento. La posición privilegiada de Groussac como proveedor directo de civilización se traduce arteramente en el prefacio en una supuesta captatio benevolentiae: “Si [el autor] no escribe mejor en español no es por soberbia francesa sino porque no sabe más…” (1925 [1897]: xix). Apenas posterior a la aparición de su crítica sobre Prosas profanas y cuando el galicismo de Darío todavía era tema de debate, el estilo ‘afrancesado’ de Groussac es, por natural filiación, su modo de legitimación.21 Hacía falta desautorizar, pues, a quienes podían competir

21 En el prefacio a la Primera Serie de El viaje intelectual, Groussac explicitaría de nuevo este punto: su prosa “francesa” era resultado “a la verdad, poco meritorio en quien, para conseguirlo, sólo necesitaba permanecer fiel a la índole hereditaria de la ‘raza’” (1904: xii).

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con él en la provisión de mercancías literarias, imitadores perfectos como Darío. Si este, como buen discípulo, había reconocido el magisterio de Groussac, el francés, por el contrario, intentaba silenciar todo posible influjo dariano. Resulta ciertamente llamativo que la extensa lección de estilo que Groussac imparte en el prefacio de Del Plata al Niágara no solo concuerde palmo a palmo con las enseñanzas del nicaragüense (aunque insista, por ejemplo, en la superioridad de la lengua francesa sobre el español), sino que además niegue los logros darianos en la tarea de renovación, que en sus bibliográficas había terminado por admitir. Groussac expresa la necesidad de adecuar el castellano clásico, que “carece de matices, mejor dicho, de nuances”, al arte contemporáneo, donde “reina el matiz” y se tiende “al fino análisis, a la sutileza, al cromatismo” (1925 [1897]: xx), para luego explayarse: [C]onsidero atendible cualquier esfuerzo encaminado al propósito de alcanzar un estilo literario más sobrio y preciso que nuestro campaneo verbal, a par que más esbelto y ceñido al objeto que la anticuada notación española. Tal empresa, sin duda, era superior a mis fuerzas, —acaso a las de cualquier escritor aislado. Para renovar el estilo (no tanto en su letra, cuanto en su espíritu), sin rebajarle al nivel de una jerga cosmopolita, fuera necesario poseer por igual —además del talento robusto unido al más delicado sentimiento del arte— el verbo extranjero en su más sutil esencia y el castellano o nacional en toda su plenitud. Es un caso de incompatibilidad, casi un círculo vicioso. Con todo, la tentativa no habrá sido estéril si, entre los jóvenes argentinos que se preparan a substituirnos, hay quien recoja siquiera la indicación… (1925 [1897]: xxi)

Sin duda, la “indicación” era de procedencia dariana, pero, además, lo que Groussac postulaba como incompatibilidad no era tal, y el mismo estilo groussaquiano era una muestra de ello. A diferencia, sin embargo, del desfachatado Darío, Groussac no confiaba en sus fuerzas individuales, y de allí su prédica al futuro, que desestimaba todo intento presente como pura imitación: ¿Hasta cuándo seremos los ciudadanos de Mimópolis y los parásitos de la labor europea? Cortar de un sablazo heroico ese cordón umbilical

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Dirigiéndose a una “juventud argentina” a la que debía inocular “por la autoridad y el ejemplo, hábitos de trabajo obstinado y sincero ¡aunque estos se dedicaran al aprendizaje del guaraní!” (1925 [1897]; xxi-xxii), Groussac silenciaba la importancia efectiva de Darío y desautorizaba en general la inteligencia centroamericana, ya que, asimismo, creía mostrar “cómo el grupo inerte o violento de muchas nacionalidades hispanoamericanas parece condenado a vegetar indefinidamente en ese estado subalterno. Acaso las regiones tropicales no sean por ahora asimilables y sí sólo explotables para la civilización europea” (1925 [1897]: xxiii). Ni Miguel Cané, con iguales dosis de liberalismo conservador y latinismo racista, había sido en su libro En viaje (1884) tan despreciativo. En el capítulo IX de Del Plata al Niágara, al enjuiciar las “Democracias latinoamericanas”, Groussac solo salvaba de la condena a las únicas naciones que no han pactado con el indígena, que lo han barrido al desierto donde se extingue lentamente, son las extremas del continente. Aquéllos, con instrumentos y resultados todavía muy desiguales, han asumido o asumirán la hegemonía —repitamos lo que es bueno repetir— de su respectivo grupo continental, realizando a despecho del anticuado criollismo lugareño el trasplante de la civilización europea en América (1925 [1897]: 215)

Que la hegemonía presente o futura de los países del Norte y del Sur sobre las que en aquella época eran consideradas “republiquetas”22 no implicaba de ningún modo originalidad en el plano de la cultura

22 Precisamente Darío, en El Viaje a Nicaragua (1909), reaccionaría frente a la “falta de justicia cuando en el Río de la Plata, pongo por caso, se llama a aquellos países las ‘republiquetas’, con el mismo tono con que los ingleses llaman a todo el continente hispanoparlante South America…” (1950: III, 1082).

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era un dictamen que sería constantemente repetido por Groussac en su libro. Ya lo había asentado en el prefacio: los países civilizados se diferenciaban de los civilizadores, sobre todo, respecto del libro iniciador, elaborado en Europa. Mientras Martí, en “Nuestra América” (1891), autorizaba un comienzo desviado del libro importado, Groussac nunca proponía una solución al problema de cómo alcanzar la originalidad, pues, como creía, no existía una cultura local de la cual esta pudiera surgir. Tampoco resolvía la dicotomía afrancesamiento/ americanización. Según vimos en su recepción de Darío, y como bien advierte Horacio González, Groussac no parecía imaginar ningún modelo adecuado y dejaba sin enunciar “cómo se ejercería la facultad de autoafirmación de los textos, [si] no fuese el ejercicio de la mera literalidad o legitimidad del enunciado cultural que Groussac reclamaba” (2007: 64). Así, aunque necesariamente debía atenuar su desprecio por la ‘Mimópolis’ argentina, consideraba tanto los Estados Unidos como el conjunto de los países latinoamericanos copias informes y deformes, falsas e inferiores, de un único original europeo: el modelo por él representado. Si, según George Steiner, en su variación alegórica de La tempestad Renan se veía “como Próspero educando a la nación” (2004: 96), Groussac, en Del Plata al Niágara, se autofiguraba como un maestro severo de todas las “democracias americanas”. Ni siquiera admitía la queja o la protesta, que había tenido que soportar en Chile: el chivateo araucano contra los juicios tranquilos de un observador únicamente preocupado de la verdad, para quien, por precepto de lengua y educación, la exactitud es la condición misma de la justicia —justice, justesse— y que no hizo el sacrificio de abandonar por un año su hogar, sino con el fin de instruirse y extraer para todos algún provecho de sus comparaciones… (Groussac 1925 [1897]: 201)

Pero poco provecho podían hallar los latinoamericanos en sus lecciones. En México, Groussac ironizaba sobre la importancia de “la ‘décima musa’, sor Juana Inés de la Cruz, algo de ella se me alcanza seguramente; pero han sido tantas las ‘décimas musas’, antes y después de la lesbiana Safo…”. Esto se lo había dicho nada menos que al di-

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rector de la Biblioteca Nacional, y se asombraba de las pocas ideas comunes que podían tener “dos hombres ‘ilustrados’, como se dice, que hablan la misma lengua y ejercen exteriormente la misma profesión. Por centésima vez, en México, experimento la sensación de la enorme distancia que nos separa de este país. Nos ignoramos mutuamente, cual si viviéramos en planetas distintos” (1925 [1897]: 202-203). Los prejuicios de Groussac tampoco contribuían a revertir el desinterés por las comarcas americanas. Ciertamente muy lejos del Martí de “Nuestra América”, quien llamaba al conocimiento mutuo condenando el odio de razas porque no hay razas, y cercano a Sarmiento (aunque opuesto, en su latinismo antiamericanista, a la admiración del argentino por Estados Unidos), Groussac dividía los pueblos en bárbaros y civilizados y atribuía la “vegetabilidad” del Perú no a la pasada guerra con Chile ni a la falta de vida política que él mismo señalaba, tampoco al tradicionalismo colonialista y español, sino a que Lima había dejado que se mezclasen y cruzasen en sus haciendas y montañas todas las razas inferiores, produciendo variedades más inferiores aún: los negros africanos después de los indígenas, los chinos asiáticos por sobre los zambos, mulatos, mestizos prietos y claros, cuarterones y sacalaguas de todo matiz. (Groussac 1925 [1897]: 92)

El presente de las democracias latinoamericanas era, pues, triste y sombrío. Y, aunque ejerciendo su ‘independencia’ Groussac criticaba incluso a la dirigencia argentina, señalaba que, en la disputa por la hegemonía americana y con la división que establecería el istmo de Panamá, las naciones meridionales se contraerían y la Argentina tendría un “histórico destino” que cumplir. Bajo el influjo del idealismo (patriótico) renaniano, Groussac se permitía insertar un extenso canto a la Argentina (y a su propia estirpe), que así comenzaba: ¡Nave del porvenir! ¡Cara nave argentina, que llevarás en tu cubierta algunos seres de mi nombre, algunas gotas de mi sangre francesa: Dios te conduzca y te mantenga orientada hacia esa patria mía de la belleza risueña, de la nobleza generosa y fina, de la ciencia unida al arte como el fruto a la flor! Poco importaría que no te corrigieras de tu ligereza, de tu imprudencia, de tu prodigalidad, que son también defectos nuestros, si supieras

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envolverlas en una virtud, un entusiasmo artístico, un culto intelectual. Sin un símbolo y una fe que flote eternamente sobre las aguas como la brújula primitiva, de nada te valdrían tus cargamentos de riquezas, que vendrían a ser acaso una presa o una tentación… (1925 [1897]: 205)

La filiación de Groussac y la competencia interimperialista con el modelo anglosajón eran las que explicaban también su esperanza en una Argentina amante de París y afrancesada como la oligarquía porteña. Tal perspectiva argentino-francófila constituía el nosotros de Del Plata al Niágara, explicitado en el siguiente comentario racista sobre la insolencia de las clases populares, como el “odioso negro” en los Estados Unidos, que “no quiere entender, salvo en caso de propina, más que su slang gangueado con el acento del terruño y cortado por elipsis y fórmulas locales: imaginaos a nuestros cocheros parisienses o a nuestros aldeanos de provincia, dirigiéndose a nosotros en su argot callejero o rural…” (1925 [1897]: 230, énfasis mío). Como señala Colombi, a medida que Groussac se aproxima a la Exposición, se comporta “como un ‘agente francés’ en busca de evidencias domésticas o públicas para sostener el ‘discurso latino’” (2004b: 83). Incluso se podría inferir, sostiene la autora, “que el discurso calibanesco que aquí se precipita —su retórica de la confrontación, sus argumentos ignorantes de cualquier medida en la afrenta— nace como respuesta a la explosión nacionalista norteamericana de 1893” (2004b: 84-85). “Los yanquis conquistarán el mundo”, reconoce, con angustia, Groussac, y de allí su afirmación constante de que “no existe vulgo más vulgar que el de los Estados Unidos” (1925 [1897]: 287). Por eso, cuando lo llevan a la exhibición de un mamut restaurado y de proporciones descomunales, para ellos “el símbolo yanqui de la magnificencia, de la grandeza, de la belleza natural y artística”, Groussac dice juzgar oportuna la metáfora de “mammoth”, pues explicaría bien “el carácter genérico de esta civilización, no más excesiva y gigantesca que incompleta y provisional”, con lo que transforma la magnificencia y la grandeza positivas en cualidades relacionales, siempre negativas en comparación con una forma ‘original’. Frente al modelo, los deformes: “esos cíclopes”, dice Groussac desde que pisa “los umbrales del Tío Sam”, y, de hecho, lo ciclópeo, y hasta la calificación “mamut”,

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se encontraba ya en las crónicas norteamericanas de Martí, por ejemplo, en sus descripciones del puente de Brooklyn.23 Si para Martí lo que era monstruoso y gigante era el peligro político que significaban los Estados Unidos, para Groussac, como afirma Colombi, “el gigantismo se relaciona con el escaso o nulo valor estético que encuentra […] la magnitud se relaciona con lo informe y lo grotesco […] también con lo bárbaro o salvaje, por eso encontrará la sistematización de todas estas constantes en la imagen de Calibán” (2004b: 86). Pero que la torpeza estética y el carácter epigonal de los norteamericanos sean asociados con el gigantismo o lo monstruoso apunta también —y esto es lo central— a la ansiedad de Groussac ante la puesta en crisis de la hegemonía latina en todos los órdenes, pero especialmente en el cultural. La alarma, además, es expresada desde un latinismo aristocrático: el modelo asusta menos por sus tan mentados materialismo, utilitarismo y mercantilismo que por su carácter igualitario. Para Groussac “la democracia igualadora en el orden intelectual produce la uniforme mediocridad”; “en las bellas artes son imitadores dóciles, meritorios algunos, desgraciados los más, todos subalternos” (1925 [1897]: 323). Del Plata al Niágara adopta las visiones de la época sobre los Estados Unidos, incluso la dicotomía espíritu/materia o la oposición entre el espíritu puritano, sanamente colonizador, y el espíritu cartaginés, ya presente en Martí. Pero, mientras el cubano comenzaba a articular a partir de allí una crítica al capitalismo neocolonialista de Estados Unidos, Groussac, como Renan y sus seguidores porteños, asociaba el materialismo indefectiblemente con el triunfo de la democracia, con lo vulgar y lo falso: “la lucha entre la democracia vulgarizadora y la verdadera civilización se resolverá por la alternativa de Hamlet: ser o no ser plebeyos, —tal es la cuestión” (1925 [1897]: 259). Que a Groussac lo que más lo espantaba del modelo era el igualitarismo (y no el materialismo) se patentizaba en su definitiva preferencia por “el

23 Cabe señalar que, precisamente en “El puente de Brooklyn”, Martí incurre en apreciaciones racistas (y orientalistas respecto de los chinos), que demuestran cuán hondo el racialismo había calado entre los latinoamericanos.

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rush materialista del Oeste” (1925 [1897]: 434): Chicago, o Porcópolis, la ciudad industrial y mammoth representativa de los Estados Unidos, había ya desplazado a las ciudades del Este, y Groussac ironizaba sobre su abigarramiento de estilos y su gusto “bárbaramente infantil”, propio de advenedizos. Allí, en efecto, el “ojo único del cíclope” no realizaría nunca el ideal de belleza (1925 [1897]: 341). Pero las ciudades “doctas” (las más europeizadas) del Este —históricamente metonímicas de la alta cultura estadounidense— irritaban a Groussac, quien sancionaba su ilegitimidad a cada paso: Washington (como la argentina ciudad de La Plata) tenía un “carácter pomposamente artificial” (1925 [1897]: 351); su Capitolio no era sino “una imitación mammoth de San Pedro de Roma” (1925 [1897]: 369). Por si no quedaba claro, el francés lo reiteraba: “Los mismos ferrocarriles y telégrafos surcan la Europa, el Asia y la América, pero la creación artística permanece incrustada donde ha nacido, y en su propio manantial circunscrito es donde hay que beber la inspiración” (1925 [1897]: 321). Apoyado en concepciones deterministas y especialmente raciales, Groussac encuentra diferencias irreductibles entre los europeos y el resto de los mortales. La noción positivista de medio, además, lo obliga a reafirmar paradójicamente su teoría del genio: los ilustres Emerson y Poe, entre tanta subalternidad, son “el aborto del genio ‘virtual’, fuera de su medio propicio” (1925 [1897]: 430). Para salir de la huella imitativa, otros han dado “un brusco tirón hacia el monte tupido, y la originalidad yanqui revienta en el enorme balbuceo de Walt Whitman (the true laurate of Democracy!) o el clownismo humorístico de Mark Twain” (1925 [1897]: 432). Una vez más, Groussac declara imposible la originalidad a partir de la copia: la hibridez de Nueva York, “París para chicagoenses”, le horroriza. A punto de partir hacia Europa, y plenamente saturado de esa “amalgama por partes iguales de América y Europa”, sentencia: el primer elemento, es mejor observarlo allá donde se encuentra en estado nativo; el segundo, sólo podré saborearlo, sin adulteración ni contraste, en esa Europa materna que siento está llamando, hace ya tantos días, a su envejecido hijo pródigo. ¡Basta ya de contar las copias infinitas de un falso original que nunca me ha gustado plenamente! (1925 [1897]: 452-453).

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Groussac no se percataba, sin embargo, de que su discurso ‘calibanesco’ sobre los ‘falsos originales’ lo conducía a una irresoluble angustia de influencias, la cual implicaba fundar su propia escritura híbrida en las ya viejas y debilitadas raíces latinas o en la casi imposible genialidad. El platonismo negativo de Groussac, o la consideración de la literatura como una copia, la experiencia como un original y la historia como una progresión lineal (Said 2004 [1983]: 191), es especialmente elocuente en su relato de la visita al Niágara, última excursión de su viaje y verdadera prueba de escritor, en tanto se trataba de uno de los paisajes más transitados por la literatura decimonónica. Groussac, como buen romántico, intenta “un desvío desacralizador: la visita nocturna”, de modo de “finalizar con el tono alto de una autenticidad recuperada luego de tanta profanación democrática” (Colombi 2004b: 88-89), pero esto no obsta a que el sentimiento de incompetencia se haga notorio. Mientras que por la misma época Darío confiesa que su impresión del Niágara es “menor de lo que hubiera podido imaginar” (1950: I, 101) y hace posible, como plantea Said, una realidad secular para la escritura, Groussac no logra desentenderse del problema: espera que su visita no se parezca a un extracto de la guía oficial, evoca a Chateaubriand y a José María Heredia, intenta superar la poco sorprendente experiencia de día y, finalmente, pasa una hora “superterrestre, cruzada de visiones fantásticas y terrores innominados”; la escena parece desplegarse solo para él pero, de tan “singular y original” (1925 [1897]: 436), se le vuelve incomunicable.

1.4. Groussac y el 98: “Por España”, por Francia y contra los advenedizos de la historia El escritor escribe para una comunidad a la vez doméstica y total: las dos caras de un paraíso, y lo asedia el peligro del silencio y la incomunicación: su verdadero infierno. (Liliana Weinberg, El ensayo, entre el paraíso y el infierno, 2001)

Aun si en Del Plata al Niágara Groussac situaba el paraíso de la comunicación en la recepción de un nosotros franco-argentino coaligado

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en el latinismo, las razones de su rechazo al yanquismo democrático entrañaban el desprecio por la comunidad doméstica, aquella de los excesos calibanescos, la de los neomundanos todos. Como destaca David Viñas, “Estados Unidos y la Argentina se presentan como ‘democracias del continente americano’; y él, a cada paso, prefiere apelar a Francia” (1998: 104), una Francia que es, como vimos, la antiigualitaria de Renan. Cuando en 1898 su revista La Biblioteca, a raíz de una polémica con el representante diplomático de Argentina en Chile, deja de recibir apoyo oficial, Groussac se lamenta, en una carta a Miguel Cané, de la clase pudiente, egoísta e indolente y de las democracias de bastardos, enemigas del espíritu y de la aristocracia: “Algo ha muerto con Renan y Taine, que no ha de resucitar” (cit. en Terán 2004: 81). En el mismo número de abril-mayo de 1898 en que se anuncia “La desaparición de La Biblioteca”, se incluye “Por España. Discursos pronunciados en el teatro Victoria el 2 de mayo de 1898”, donde se transcriben las intervenciones de Roque Sáenz Peña y del mismo Groussac en el acto organizado por el Club Español de Buenos Aires con motivo del Desastre: la pérdida de las últimas colonias españolas a manos de los Estados Unidos.24 El evento, en el cual había participado también el italiano José Tarnassi, se proyectaba simbólicamente como una protesta ‘latina’ de apoyo a la causa española, con representación de Italia, Francia y Argentina —respectivamente, madre, hermana e hija de España en el imaginario patriótico de la época—. Allí, en defensa de la “civilización latina”, Groussac encontraba un buen motivo para reflotar su apropiación de la figura ‘calibanesca’ y cargar contra el yanquismo democrático en un discurso que reiteraría el ataque al igualitarismo “ateo de todo ideal, que invade el mundo”, “un enemigo más formidable y temible que las hordas bárbaras” (1898: 237). En efecto, la intervención de Estados Unidos en Cuba venía a reactivar las ideas expresadas en el libro de viajes publicado el año anterior

24 Groussac incluyó su discurso en el posterior El viaje intelectual. (Primera Serie) (1904).

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—el propio francés lo señalaba—, pero “con una trabazón e intensidad beligerante nueva” (Real de Azúa 1977b: 27). La beligerancia, sin embargo —que, como veremos, era poco auténtica—, respondía menos a la reacción de un intelectual ante la política imperialista de Estados Unidos que al conservadurismo reaccionario del propio Groussac y a su defensa chovinista del orbe latino. Se debe recordar que, por entonces, otro acontecimiento, en la Francia de Groussac, perfilaba la emergencia de la figura del intelectual y despertaba también la inquietud de los hispanoamericanos. A principios de año, el caso Dreyfus había desatado la protesta, desde el ámbito del arte, a las injusticias del Estado y la posibilidad de una intervención social que no ponía en riesgo la autonomía de los escritores. El 13 de enero de 1898, Émile Zola había publicado “J’accuse!” en la primera plana del diario L’Aurore: una carta abierta al presidente de Francia que denunciaba la falsedad del proceso contra el capitán judío Alfred Dreyfus. El alegato “Yo acuso”, leído más allá de las fronteras de Europa, le valió a Zola la condena a la cárcel y el exilio, pero consolidó su renombre internacional y la figura del escritor comprometido. Apenas tres meses más tarde, en marzo de 1898, dos periódicos montevideanos, La Tribuna Popular y La Razón, reproducen el texto liminar que el uruguayo José Enrique Rodó, elegido por la Asociación de Estudiantes de Montevideo, escribe para el álbum de firmas que, en adhesión al “Manifiesto de los intelectuales” franceses, se le remitiría a Zola como muestra de solidaridad. Como bien apunta Belén Castro “este hecho ilustra no sólo la sincronización de la incipiente intelectualidad uruguaya con un proceso como el francés, sino también la identificación de Rodó con sus congéneres de esa dilatada ‘patria intelectual’” (2000: 28). En contextos nacionales donde la inviabilidad de una completa profesionalización obligaba a los escritores a cumplir funciones en el Estado o en la prensa, el afán de pertenecer una ‘patria intelectual’ y de integrarse a un sistema literario ampliado, transnacional, era motivado por la búsqueda de independencia y autonomía literarias. El latinismo tan mentado de los modernistas, promovido explícitamente por el galicismo mental de Darío, era en verdad una afiliación heterodoxa, diferente del latinismo oficial que representaba Groussac en el

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Río de la Plata, algo que el caso Dreyfus volvía más evidente a través del apoyo a Zola y de la alineación con una Francia contestataria de la política estatal. El latinismo de Groussac, por el contrario, era nacionalista y conservador. Horacio González lo describe en relación con el caso Dreyfus del siguiente modo: Nada de jacobinismo, nada tampoco de dreyfusismo […] a Groussac se le ocurre hablar en nombre del orgullo nacional francés, absteniéndose de actuar. Predicando la no intervención intelectual en ese caso, en verdad una crasa prescindencia, haciendo que apenas se horrorice de que “desde la hora en que nació y tomó cuerpo la sospecha de un error posible, que entrañara en el sacrificio de un inocente, nuestra alma colectiva no ha conocido el reposo”. A tal cuestión plañidera la llama “psicología del caso Dreyfus”, refiriéndose sin duda a lo que vendría a ser el carácter del ethos francés, aceptado en su fondo candoroso, humanitario, íntegro. Pero al afirmar que el asunto Dreyfus no podía horadar un destino colectivo, en vez de percibir que brotaba de ese interior dispar y dramático de una conciencia nacional escindida, se alejaba de espíritus perspicaces tan conservadores como él —de ese Renán admirado e incluso del vituperado Edmond de Goncourt— que sin embargo miraban a Francia más bifurcada y trágica que lo que permitiría esa conciencia de emigrado receloso, obstinadamente conservador (2007: 47-48).

Igual de conservador era su discurso “Por España”. La caracterización de Groussac como un “legitimista” resulta aquí plenamente acertada, ya no solo en el sentido de su rechazo del apócrifo, sino también respecto de la historia nacional de Francia y, en general, de las monarquías imperiales. Ante los sucesos del 98, a Groussac no le preocupa la situación de Cuba ni la amenaza que su intervención significa para Latinoamérica, ni tampoco, en verdad, la derrota de España. Aquello que le inquieta es el avance del yanquismo democrático y, sobre todo, la pérdida de hegemonía de Francia y del orbe latino, como se desprende de uno de los pasajes más citados: Desde la guerra de Secesión y la invasión brutal del Oeste, se ha desprendido el espíritu yanqui del cuerpo informe y “calibanesco” —y el viejo mundo ha contemplado con inquietud y terror la novísima civili-

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Que la protesta de Groussac era poco sentida respecto de la situación hispano-americana se confirma, además, años después, en su recuerdo de la velada del Teatro Victoria, en una carta enviada a Sáenz Peña (incorporada a Los que pasaban): “aquel valiente Sursum corda por España, en la patética noche del Victoria, donde me cupo la honra de acompañar su inflamada protesta con un poco de música…” (2001 [1919]: 298). Efectivamente, el francés había comenzado su discurso de 1898 diciendo que la comisión organizadora se había equivocado al convocarlo, ya que no era él orador “en grado alguno”; se comparaba con el “músico de marras, que ignoraba si sabría tocar el violín ‘porque nunca había probado…’” (1898: 227). Metáfora musical y falsa humildad mediante, Groussac había expresado una vez más el deseo de autorizarse en el dominio autonómico del arte, extrañado ante inflamadas protestas; sin embargo, al evocar su ‘música’ como acompañamiento de la intervención oficial —una figuración que coincidía con su colocación en el campo intelectual argentino—, parecía ser consciente del carácter ancilar de su discurso. Sin el afán de reclamar por la situación hispanoamericana ni de reivindicar la causa de España, Groussac se mostraba como buen latinista, especialista en la historia, el arte y la literatura españolas. Así, luego de una breve protesta por la “agresión bárbara” de Estados Unidos —en línea con la intervención precedente de Sáenz Peña— y después de la condena a actos semejantes cometidos entre las naciones europeas, incluyendo la invasión napoleónica a España en 1808 (a la cual no podía no aludir, pues también había acontecido un 2 de

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mayo), el francés continuaría su discurso con una conmemoración más afín a su tarea historiográfica, evocando el recibimiento de Colón por los Reyes Católicos a su regreso de América. El retorno del genovés el día 20 de abril de 1493, como aclara, correspondía “exactamente al 2 de mayo de nuestro calendario moderno” (1898: 228), una casualidad que Groussac, legitimista, aprovechará para justificar la secular tutela de España sobre Cuba. La alusión a la isla antillana es explícita, al igual que la defensa de la conquista: ese día glorioso en que los Reyes recibían “al navegante genovés que volvía de Cuba y les traía el Nuevo Mundo” era un “Dos de Mayo sin sombras ni amarguras, cuyo esplendor alumbra a todos como el sol, pues merece conmemorar eternamente, no sólo la grandeza española en el principio de su apogeo, sino el triunfo histórico de la raza latina”. Lo que seguía era característico del Groussac historiador: la estilización del discurso, en este caso en su relato del recibimiento de Colón en “el antiguo palacio de los condes de Barcelona” (1898: 228). Groussac, en sus prédicas por la especialización intelectual, no solo abogaba por una moderna crítica literaria, también promovía la modernización de la historiografía y la aplicación de los principios del método histórico. No obstante, ante el positivismo y el cientificismo en auge, defendía el estilo artístico, siguiendo el modelo idealista de De los héroes de Carlyle y del Romanticismo francés —Thierry, Michelet— (Bruno 2005: 117). David Lagmánovich, quien considera que las mejores páginas históricas de Groussac son aquellas en las que resplandece la recreación artística, caracteriza al francés como uno de los mejores ensayistas del 80 precisamente por su concepción del estilo, receptivo a “la nueva sensibilidad por su frecuentación asidua de gran parte de las lecturas francesas que operaron sobre la incipiente mentalidad modernista” (1981: 75). Aunque, como ya observamos, Groussac no reconocía influjos modernistas en su escritura en español, en el largo relato ‘histórico’ sobre Colón son notorias las huellas darianas en la adaptación al castellano de los más novedosos recursos de la poesía europea: desde el Parnaso y el Simbolismo hasta el Prerrafaelismo y, sobre todo, las transposiciones de arte de Gautier. El discurso presenta un relato intercalado: una écfrasis de la (hoy desaparecida) pintura de Ricardo Balaca (1844-1880) Colón recibido por los

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Reyes Católicos al regreso de su primer viaje a América, convertida por Groussac en un cuento modernista: “En el atrio ojival pavimentado de mármol, que la pintura de Balaca ha revivido, bajo el alto dosel de púrpura en que leones y castillos cuartelaban el escudo de los reinos unidos, los soberanos, sentados en su trono, esperaban al viajero predestinado. […] Era una tarde primaveral, serena y tibia; se acercaban ya al palacio rumores de aclamaciones y músicas lejanas” (1898: 229230). La descripción de Isabel ofrecida por Groussac —sin la gracia ni la levedad dariana— parece un calco de las figuras femeninas de Prosas profanas: esbelta, rubia, delicada, con su frescura pálida de joven abadesa patricia, su adorable boca infantil y sus rasgados ojos azules de hada bondadosa, —como inconsciente de la corona que ceñía su cabello de oro sobre la toca de blanco lino monacal […] bella con su sola belleza de lirio heráldico, y, numen protector de presentidas glorias, resplandeciendo con las ausentes joyas que habían sufragado la aventurada expedición… (1898: 229)

El relato se llena de “pajes vestidos de seda y terciopelo”, cortesanos, “ricos hombres de Castilla y Aragón”, introduce el exotismo americano —“seis indios casi desnudos, ataviados de plumas vistosas, collares y ajorcas de oro; […] aves extrañas, alimañas y plantas nunca vistas”— y hace entrar a Colón. Sin embargo, en el momento en que Isabel, “cual otra reina de Cartago”, le pide que relate su experiencia, Groussac termina el cuento con un abrupto ‘final feliz’: “Tal es, señores, el magno suceso que cumple hoy su aniversario cuatro veces secular”: la entrega de “los venerables títulos de posesión de la riquísima ‘perla de las Antillas’, ¡de esta misma Cuba, precisamente, que esos advenedizos de la historia se atreven a disputaros por la violencia!” (1898: 230-231, énfasis mío). Frente a ellos, España tenía su lugar indiscutido en la historia, emblematizado para Groussac en sus conquistas artísticas, científicas y literarias desde el siglo xvi hasta su “irresistible descenso”, que coincidía con el glorioso Siglo de Oro. “Por España” es un discurso por la civilización europea, una condena de los advenedizos que ponen en peligro la hegemonía del Viejo

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Mundo. El francés ya lo había dicho en otra parte: “He mostrado la inferioridad incurable de esas improvisaciones ciclópeas, la uniforme fealdad de esas enormes adaptaciones, el tedio profundo que despide ese comfort advenedizo, la nulidad de un pensamiento sin vuelo ni originalidad…” (1898: 238). También en Del Plata al Niágara se había referido al “descubrimiento” de América, justificando la violencia de los españoles en la maldad connatural al hombre y ocultando asimismo las atrocidades de Francia en sus colonias: “Aquellos horrores no son imputables tan sólo al carácter español. Toda la Edad Media ha sido feroz: homo homini lupus” (1925 [1897]: 193). Groussac, de hecho, no condenaba la conquista, sino el catolicismo: España había sido “protagonista del drama europeo en su ‘acto’ menos humano y civilizador: la propaganda a sangre y fuego del catolicismo” (1925 [1897]: 194). Tampoco encubría siquiera los móviles económicos, el interés por “las minas opulentas que, durante siglos, iban a derramar sobre Europa los metales preciosos, trastornando las leyes económicas de las naciones” (1898: 231). Groussac incluso defendía a España por haber iniciado la colonización de América: “conquistando imperios y poblando desiertos, impregnando de savia humana la tierra inculta, modelándola con mano ruda, a su imagen y semejanza, por la espada y por la cruz” (1898: 232). Y los argumentos eran aprovechados para refutar la teoría de la decadencia latina que pondría fin a la posibilidad de una descendencia: “No mueren sino los pueblos que han sido infecundos […] nuestros hijos verán otras auroras, y la cadena de las generaciones se alargará interminablemente” (1898: 232). Sin embargo, como sabemos, el nosotros de Groussac establecía diferencias insalvables con los descendientes latinos en América (y con su público doméstico), según se leía en Del Plata al Niágara, en un pasaje publicado previamente en La Biblioteca: Nosotros, nobles o plebeyos, tenemos mil años de radicación a la gleba nacional. Mi nombre me dice que soy un galo antiguo […]. Por el lado paterno, mis vástagos vienen a ser injertos americanos. Serán, lo espero, buenos hijos de su país; pero no pueden ser argentinos como yo francés: con la plena adaptación hereditaria de los gustos y aptitudes, con todas las células sensitivas y pensantes de la dualidad cerebral, —con

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The Great Will/El gran legado toda el alma y el corazón de veinte generaciones encadenadas. (1925 [1897]: 188)

Si Groussac llegaba a condenar a sus propios hijos a la incompletud sensitiva y pensante, no debiera sorprendernos su desdén por todos los habitantes del Nuevo Mundo que no tuvieran una gota de sangre latina. En Del Plata al Niágara el racismo de Groussac (quien se declaraba abiertamente antisemita) era aberrante: en Lima, ante la “bastardía étnica” generada por la mezcla indígena y africana, sumada a la presencia de los chinos que invadían “como una lepra”, encomiaba la solución alcanzada en California, donde la asimilación no era un peligro nacional porque los chinos, como los judíos modernos, vivían aislados en guetos (1925 [1897]: 100). Tampoco se salvaban del desprecio quienes Groussac denominaba irónicamente como sus “compatriotas” franceses de las colonias antillanas: en Belice, obligado a embarcar en un “buque negrero” con “un centenar de negros jamaiqueños” destinados a Guatemala, afirmaba: “Si a la aptitud colonizadora y al prestigio autoritario juntase el pueblo inglés el sentimiento generoso y humano del latino, acaso lograría hacer hombres con estos negros jamaiqueños, quienes, por otra parte, son en todo sentido superiores a nuestros ‘compatriotas’ de la Martinica y la Guadalupe” (1925 [1897]: 143). En su paso por Panamá, donde comprobaba que, en quiebra la compañía de Lesseps, yanquis y judíos se lucraban donde la empresa francesa se había arruinado, hablaba de las pérdidas humanas en la construcción del canal, compadeciéndose solo de los buenos trabajadores franceses, catalogados empero como gente de baja categoría. El problema era, para Groussac, que la obra no había sido dirigida por un espíritu patriótico como el de Michel Chevalier (1806-1879), quien era, como sabemos, el portavoz del panlatinismo, expresión del chovinismo imperialista francés que veía su hegemonía en peligro por el avance de los anglosajones. Para Groussac, la democracia yanqui era brutal precisamente porque barría con las jerarquías. Si no era posible el ideal homogeneizador de su latinismo —el modelo europeo cuyas versiones degradadas eran el indio, “prueba malograda de un buen original” y el negro, “su caricatura” (1925 [1897]: 134)—, Groussac prefería guetos o soluciones finales:

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No soy “esclavista”, pero no puedo dejar de repetir que el negro liberto y ciudadano es la mancha (negra, naturalmente) de la victoria republicana y el rescate oneroso de la guerra de Secesión. La república de Liberia —significando la devolución de estos africanos a su África— era un pensamiento genial. Pero no quieren volver a su tierra; y los “lynchamientos” con que se procura convencerlos son argumentos de poca eficacia. (1925 [1897]: 256)

Groussac convalidaba así la pesada carga del hombre blanco, civilizador del mundo, algo que muchos de los colonizados lectores locales también suscribían. La dirigencia del 80 ya había hecho desaparecer a los indígenas y los sustituía con europeos, y la acción era, como vimos, celebrada por el francés. Pero si existían diferencias entre Groussac y la élite del 80, por lo menos con el mismo Sáenz Peña, estas radicaban en la visión antiamericanista del primero y en sus ojos abiertamente imperiales, ya que Groussac, considerando tanto a los Estados Unidos como a los países latinoamericanos “advenedizos” sin raíces históricas ni tradiciones (pueblos híbridos e inferiores), terminaba por legitimar la tutela europea sobre América. En su discurso, reiteraba las claves de Del Plata al Niágara, aunque silenciando, por obvias causas, la crítica a la herencia española: defensa de la civilización latina —cuyo centro estaba en Francia—, alerta frente a los Estados Unidos —competidores por la hegemonía mundial— y desprecio por los países latinoamericanos. Groussac no dejaba de admirar la defensa del derecho internacional que había hecho Sáenz Peña en su discurso,25 pero leía su famoso lema de Washington “América para la humanidad” (en reacción al artero “América para los americanos” de la doctrina Monroe) de forma errónea, como una habilitación para la acción tutelar de Europa sobre América. En su biografía de Sáenz Peña lo comentaría del modo siguiente:

25 El discurso de Sáenz Peña (publicado también en El Correo Español) puede leerse, como afirma Colombi, “a la luz de los preceptos sostenidos en la Conferencia Internacional Americana de Washington en 1889-1890, cuando había presidido la representación argentina liderando —para satisfacción de José Martí— la oposición a la propuesta del Secretario de Estado James G. Blaine, el principal portavoz en esos años de la doctrina del ‘Destino manifiesto’” (2004b: 96).

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The Great Will/El gran legado el delegado argentino opuso una generosa declaración, patriótica al par que humanitaria, restituyendo a la materna Europa su influencia civilizadora, su legítima tutela intelectual; e insinuando, por fin, bajo un cuadro imponente del porvenir argentino, la saludable advertencia de que, al sur de México, existen otros países que Guatemala y Honduras. (Groussac 2001 [1919]: 295)

En su discurso del 98, Sáenz Peña, por el contrario, recuperaba el verdadero sentido de su frase remontándose a Bolívar y al Congreso de Panamá (1826), que “consagraba la doctrina de la no intervención, pero no contra la Europa, sino contra toda potencia extranjera” (1898: 221). Groussac se desviaba, pues, de la perspectiva latinoamericanista, descolonizadora y antiimperialista de Sáenz Peña, quien lo había antecedido en la palabra declarando que Cuba “ha debido ser libre” (1898: 214) y protestando, antes que “Por España”, por los países hispanoamericanos. Solo al final de su discurso, Sáenz Peña expresaba alguna fraternidad con la ex colonizadora —que servía, nutrida de la retórica latinista de la época, para restaurar los vínculos rotos con las independencias— y, aun así, la simpatía era motivada por el respeto (después de todo la velada era organizada por el Club Español) y la necesidad de una defensa conjunta ante el nuevo enemigo. Declaraba el argentino: “Comparto vuestros anhelos y vuestras incertidumbres, y los comparto como hijo de una nación latinoamericana que presiente para el porvenir idénticos peligros a los que pesan sobre la madre patria” (1898: 226). Si en su discurso, además, Sáenz Peña reivindicaba la causa de los “insurrectos” cubanos y la libertad de Cuba, para Groussac, en cambio, la “perla antillana” era inmadura para la independencia. Martí, a cuyo “proyecto utópico” Groussac había opuesto argumentos cuando su encuentro en Estados Unidos, era para el francés un “espíritu ardiente e iluso” (1898: 238); Cuba —ardiente y tropical, solo explotable según la tipología groussaquiana— era condenada a ser una provincia de España, como lo eran de modo incuestionado las Antillas francesas respecto de Francia, a pesar de la inmensa distancia ultramarina: “Cuba, que envía a las cortes 13 senadores y 30 diputados, no es propiamente una colonia; es una provincia del reino, un pedazo solidario e inarrancable del suelo español, tan

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íntimamente articulado a la patria como las Baleares y las Canarias” (Groussac 1898: 239). Mientras Saénz Peña —más cercano a quienes, como Martí, bregaban por la marcha unida de los hispanoamericanos contra el “gigante de siete leguas”—, cerraba su intervención del Victoria alentando a las “Naciones nuevas, sin tradición remota, pero con horizontes despejados y grandes” (1898: 226); Groussac terminaba apostando a las armas españolas, aunque era claro que solo les auspiciaba “sucumbir con gloria, legando una esperanza a esta América imprevisora, un remordimiento a esa Europa aletargada…” (1898: 240). Una vez más, juzgaba y aleccionaba ante fracasos asumidos con resignación. En cierta forma, la aceptación del triunfo del yanquismo confirmaba, como sugiere David Viñas, la estirpe aristocrática de Groussac, quien, al igual que los gentlemen argentinos, quería perder y ser ratificado con la derrota (1998: 107). En su caso, esto resultaba mucho más cierto, ya que no depositaba esperanza alguna en el siglo xx que comenzaba.

A modo de balance Hace ya dos décadas, y ante el nuevo cambio de siglo, la crisis de los principios territoriales de los legados nacionalistas y latinoamericanistas sugería al puertorriqueño Julio Ramos el interés por explorar ese “hábeas ‘latinoamericano’ alternativo de difícil ubicación”, constituido por el trabajo de figuras extranjeras como Paul Groussac (o Flora Tristán), cuya acción fue clave en los campos nacionales (2000: 198). Según el crítico, la asunción de este corpus fronterizo y de la porosidad de las categorías territoriales, lejos de clausurar o diluir el proyecto latinoamericanista, posibilitaría nuevas respuestas a nuevas contradicciones. La propuesta era, en efecto, repensar el antagonismo entre lo global y lo local, que, al menos desde el fundacional “Nuestra América” de Martí y, sobre todo, luego de 1898 y del Ariel de Rodó, vertebrara el latinoamericanismo vernáculo, el cual “se autoriza mediante la defensa —a veces abstracta y reificada— de lo local y su resistencia a fuerzas extranjeras en diversas instancias de globalización”

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(Ramos 2000: 190). Paradójicamente, según Ramos, en un espacio inevitablemente cruzado por intercambios y migraciones tanto de ideas como de gentes, el discurso cultural (y la “identidad latinoamericana”) se opone a la arriesgada apertura del campo (tanto de estudios como de identidades): “ubicado en las fronteras, el sujeto latinoamericanista aconseja cautela ante el contacto, precaución ante las mezclas y las hibridaciones que parecerían ser constitutivas de la producción (y promiscuidad) de los discursos mismos” (2000: 188). Sin embargo, la lección Groussac, como puede verse a través de su producción y su tarea de organización del campo cultural argentino del fin de siglo, solo por su reverso puede auspiciar una apertura de las fronteras. Groussac negaba su propia hibridez y las virtudes de la mezcla, los contactos y las afiliaciones. El latinoamericanismo vernáculo, representado en ese otro escritor huésped en Buenos Aires, Rubén Darío, tuvo precisamente que cuestionar la autoridad y la lógica de la ‘ascendencia legítima’ de Groussac para validar su discurso ‘neomundano’. No por azar, los modernistas rescataron de Groussac no su actitud legitimista, que inhabilitaba a la literatura latinoamericana, sino su legado más híbrido y desterritorializado: su estilo, un español ‘afrancesado’ y erudito cargado de citas en latín pero también provisto de inconfesas marcas de renovación. A su vez, lo más repudiable de ese primer latinoamericanismo modernista, su exacerbado eurocentrismo elitista y racista, que sería tan cuestionado desde los años 20, era la herencia colonial de la civilización latina que Groussac representaba y cuyos principios defendía en el Río de la Plata. El nosotros que Groussac emplaza frente a ellos (por momentos el otro del nosotros), los americanos, se funda en el discurso identitario más homogeneizador y antidemocrático, construido sobre la más pura genealogía latina. Sus demarcaciones son tan rígidas que terminan por excluir al sujeto latinoamericano mismo, un sujeto negado también en la asimilación groussaquiana de las figuras de La tempestad y que emergerá, por el contrario, en las apropiaciones modernistas de Darío y Rodó. Paula Bruno, en su biografía intelectual de Groussac, reconoce la admisión fragmentaria de su obra y arriesga que su origen francés puede haber obstaculizado su ingreso en el panteón de la cultura

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argentina. Darío, por el contrario, veía la extranjería de Groussac como una ganancia. Quizá haya que relacionar los límites del legado groussaquiano con su conocida actitud severa y arrogante; como afirma Bruno, el francés no reconocía a sus interlocutores como pares ni era “un maestro predispuesto a formar discípulos en la práctica” (2005: 160). Es probable que hayan sido la prosa de Groussac (admirada por Darío tanto como por Borges y Alfonso Reyes), el cultivo de un estilo propio y su prédica por la especialización y la profesionalización literarias —Groussac fue incluso el redactor del proyecto de la primera ley de propiedad intelectual argentina— sus mayores legados. El modelo de autoridad que distinguió a Groussac, sin embargo, sería crecientemente cuestionado, así como su visión condenatoria de la “inteligencia latinoamericana”. Su uso renaniano de La tempestad de Shakespeare y los desvíos que su discurso anticalibanesco promovió a lo largo del siglo xx se vuelven representativos de su incomprensión respecto de la tradición latinoamericana entonces en formación. En La tempestad, no por azar, se encontraba el drama que le interesaba a Groussac: la tensión entre dos modelos de poder. El primero, el de la filiación, era el de Próspero, legitimado en el nacimiento, el matrimonio y la descendencia y considerado emanación natural de una posición social. El segundo, el de la afiliación, resultaba de la conspiración (Antonio), de alianzas, coaliciones y estrategias, prosaicas y seculares, a las que se plegaba también Calibán por obvia necesidad. Paul Groussac, aunque construyó su autoridad en el Río de la Plata por el segundo modelo de poder, se legitimó en el primero y se imaginó, paradójicamente, como un Próspero desterrado de su isla, condenado a vivir entre Calibanes neomundanos.

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2.1. “El triunfo de Calibán” y las redes del Modernismo La literatura está llena del acervo de los comienzos a pesar de la tiranía de comenzar in medias res, convención que carga al comienzo con la pretensión de que no lo es. (Edward Said, Beginnings, 1975)

Cuando Rubén Darío, el 20 de mayo de 1898, comienza su crónica “El triunfo de Calibán”1 exclamando: “No, no puedo, no quiero estar 1

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Apareció en el periódico porteño El Tiempo y fue reproducida con el encabezado “Rubén Darío combatiente” en El Cojo Ilustrado de Caracas, el 1 de octubre de 1898. Fue luego recogida en los Escritos inéditos de Rubén Darío por E. K.

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de parte de esos búfalos de dientes de plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los Bárbaros”, comienza in medias res en más sentidos que el estrictamente retórico. En primer lugar, lo hace respecto de sí mismo, porque, como luego afirma, ya ha visto a esos yankees en sus abrumadoras ciudades de hierro y piedra y las horas que entre ellos he vivido las he pasado con una vaga angustia. Parecíame sentir la opresión de una montaña, sentía respirar en un país de cíclopes, comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas de mastodontes. Colorados, pesados, groseros, van por sus calles empujándose y rozándose animalmente, a la caza del dollar. El ideal de esos calibanes está circunscrito a la bolsa y a la fábrica. Comen, comen, calculan, beben whisky y hacen millones. Cantan ¡Home, sweet home! y su hogar es una cuenta corriente, un banjo, un negro y una pipa. (Darío 1938b [1898]: 160)

Quienes habían leído Los raros (1896) ya habían encontrado allí la mención a los calibanes, así como las críticas al materialismo y al utilitarismo contrarios al ideal: en su semblanza del cubano “Augusto de Armas”, publicada anteriormente como necrológica en La Nación el 4 de septiembre de 1893, Darío mencionaba, entre los escritores extranjeros que intentaban conquistar París, a “Stuart Merrill, que sólo puede ser yankee porque, como Poe, nació en ese país que Péladan tiene razón en llamar de Calibanes. […] como Poe, brota de una tierra férrea, en un medio de materialidad y de cifra, y es un verdadero mirlo blanco” (1952: 123, énfasis mío). En aquella oportunidad, Darío se afiliaba, como vemos, con el uso francés del personaje shakespeariano mediado no por Renan, sino por el excéntrico Sâr Joséphin Péladan (1858-1918).2 Y esta era, entonces, la primera apropiación hispano-

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Mapes en 1938 (edición que sigo aquí), e incluida en El modernismo visto por los modernistas, de Gullón (1980), y, al cumplirse cien años de su publicación, en un número especial de la Revista Iberoamericana (1998), con notas y un artículo de Carlos Jáuregui. La crítica no ha dado hasta ahora con la fuente de donde Darío extraía la cita de Péladan.

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americana de Calibán, aunque resultaba apenas anterior en un mes a la “hermosura calibanesca” de Chicago acuñada por Paul Groussac.3 Darío seguía, pues, la lectura de un raro: el novelista Péladan, uno de los portavoces del simbolismo, practicante del ocultismo y fundador de la orden Rose-Croix, quien, vaticinando el triunfo del materialismo y del mercantilismo, preconizaba una resacralización del arte y de la vida en la línea baudelairiana. Baudelaire, a su vez, desde mediados de siglo propagaba una visión crítica de la democracia estadounidense y sus tendencias utilitarias, hostiles al genio artístico que exaltaba en Poe, de quien fue el primer traductor e introductor en Francia. En “Edgar Poe, sa vie et ses oeuvres”, escribía: “los Estados Unidos no fueron para Poe sino una vasta prisión […] su vida interior, espiritual, de poeta o hasta de borracho, no era sino un esfuerzo perpetuo por escapar a la influencia de esa atmósfera antipática” (1852: 4). Los Estados Unidos eran para Baudelaire, como lo eran para tantos franceses del xix, incluido Groussac, un pueblo gigantesco e infantil, “naturalmente celoso del viejo continente” (1852: 5). Darío, en sintonía con el sacerdocio del arte e interesado en condenar, menos el infantilismo o los “celos” del país neomundano que su materialismo hostil al espíritu, asimilaba todas esas lecturas francesas (imbuidas de antidemocratismo) en su semblanza de “Edgar Allan Poe”, originalmente publicada en la porteña Revista Nacional de Vega Belgrano, en enero de 1894. El nicaragüense, quien evidentemente venía leyendo las crónicas de viaje de Groussac en la prensa, tomaba de allí prestado el epíteto de cíclopes, presente en los relatos anteriores a los de Chicago. En el texto, tan deudor de la nota sobre Poe de Baudelaire, Darío nuevamente atribuía a Péladan el uso de la figura de Calibán: “Esos cíclopes…”, dice Groussac; “esos feroces calibanes…” escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sãr al llamar así a estos hombres de la Amé-

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La redacción de “Chicago: la ciudad y la exposición”, el capítulo XV de Del Plata al Niágara (1897) donde aparece la cita, está fechada en octubre de 1893. Se estima que su publicación en la prensa porteña pudo haber sido durante ese mes o los siguientes.

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rica del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte. (1952: 20)

Las atribuciones respectivas a Groussac y a Péladan llevan a suponer que Darío no conocía entonces el uso groussaquiano de la figura de Shakespeare, aunque evidentemente tenía presente su neologismo de Chicago: “prodigiosa Porcópolis”.4 No obstante, han sido varios los críticos que, en el rastreo de las influencias —y yendo retrospectivamente del Ariel de Rodó a los usos menos rotundos de Darío y Groussac—, han dado al franco-argentino la paternidad de la figura en el Río de la Plata. Aunque quizá no interese establecer el primer ‘original’ hispanoamericano, sino las funciones de las apropiaciones en este momento de fundación del latinoamericanismo, vale la pena apuntar que en De sobremesa, la novela póstuma del (¿primer?) dandi latinoamericano José Asunción Silva, escrita entre 1887 y 1896 —antes de la publicación de Los raros y posiblemente con el conocimiento de las mediaciones francesas decimonónicas de La tempestad—, el médico recomienda a José Fernández que abandone su sueño de regreso a la patria con la siguiente pregunta retórica: “¿Francamente, no cree usted más cómodo y más práctico vivir dirigiendo una fábrica en Inglaterra que ir a hacer ese papel de Próspero de Shakespeare con que usted sueña, en un país de calibanes?” (1993 [1925]: 41). Allí los personajes sirven, respectivamente, a la figuración del artista en

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La expresión aparece en el capítulo XVIII de Del Plata al Niágara (Groussac 1925 [1897]: 299).

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la sociedad burguesa industrial —hostil al ‘sueño’— y, también, a la representación del primitivo medio latinoamericano. Como bien postula Jáuregui, “la apropiación de The Tempest es generacional, modernista” (2005: 482), lo que no significa que deban desatenderse sus diversas inflexiones, ni la sagaz observación de Ángel Rama sobre el Modernismo como un arte en movimiento donde, prevaleciendo el tono filial por sobre la ruptura, se acumulan, combinándose de diversas maneras, las incorporaciones externas y las sucesivas inventivas respuestas internas (1985a: 61-62). El caso de Darío es ejemplar porque, como afirma Rama, fue cambiando a la par de lecturas y descubrimientos y, sobre todo, porque legitimó su arte en el aprendizaje de los otros y en lo que Gutiérrez Girardot denomina la asimilación crítica (1989: 22). En la semblanza de Poe, donde Darío reelaboraba otros elementos y figuras del drama de Shakespeare además del personaje de Calibán (y en ese tipo de apropiación se acercaba a la propuesta de Renan),5 el monstruo no era esclavizado ni martirizado por nadie, sino que se multiplicaba sin freno, pero todavía no era marcada la oposición entre una raza anglosajona y otra latina; Calibán, ante todo, simboliza

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Me refiero al hecho de recuperar varios personajes (no únicamente Calibán) y no, por supuesto, a la voluntad de escribir una secuela del drama. Por otro lado, Darío no debía haber leído en ese entonces los Dramas de Renán (caso contrario, probablemente los hubiera citado), aunque podía estar al tanto de su apropiación, la cual era cercana a la de Péladan en el contexto de las reacciones a la Comuna de París, amén de no estar dirigida a la democracia estadounidense. Darío expresa su conocimiento de los Dramas y su distancia con el antidemocratismo renaniano en una crónica de 1903, “Las fiestas de Renan”, enviada desde París a La Nación: “[…] la democracia tuvo en él a un terrible enemigo, y más de una vez manifestó su desprecio por las ruindades de la plebe. ¿No existe en él la idea de la superhumanidad, dado que el progreso no ha todavía realizado la ambición generosa de una humanidad perfecta? Próspero reconoce en el diálogo con Hilarius que ‘el mundo está gobernado casi todo por la brutalidad’. […] Yo, por mí, confieso que he encontrado en Renan un Nietzsche avant la lettre, morigerado y con razón… El famoso Anticristo alemán se contiene en la filosofía del francés. Con la diferencia de que el ‘buen tirano’ es preferible al aplastante superhombre y el banco de la meditación a la camisa de fuerza” (Darío 1977: 189).

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para Darío el utilitarismo contrario al idealismo de Ariel y los raros: “Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario” (1952: 22, énfasis mío). Poe y Ariel devienen sucedáneos de los cisnes darianos, representantes del sacerdocio del arte y, lejos de todo elitismo reaccionario, son figuraciones mediante las cuales los escritores se diferenciaban de otras funciones intelectuales que para la época se profesionalizaban. Pero, además, en Los raros Darío se afiliaba con José Martí y, así, su visión de los Estados Unidos no era únicamente elaboración de lecturas francesas; como decía en “Los colores del estandarte”, a cada cual le aprendía lo que le agradaba. En “Edgar Allan Poe”, donde el nicaragüense narra su paso por Nueva York, su estilo adopta por momentos la acumulación característica de la sintaxis martiana e incluso los adjetivos con los que Martí bestializaba a los Estados Unidos (“New York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque”). Allí también Darío reedita figuras de “El Puente de Brooklyn” (“la uña enorme del puente”) y, sobre todo, el antiimperialismo de Martí, desde el momento en que saluda oximorónicamente a la “gigantesca Madona de la Libertad”: “A tí, prolífica, enorme, dominadora”. Termina así por preferir París a New York y “la canción de amor, de poesía y de juventud” al “soliloquio de cifras” (1952: 18). Cuando en “El triunfo de Calibán” Darío viene, pues, a protestar como “todo digno hombre que algo conserve de la leche de la Loba” (1938b: 160), recomienza lo ya comenzado en Los raros y Prosas profanas, donde se asumía que el centro del latinismo se ubicaba en París. Lo cual no significaba, como vimos, una adhesión semejante a la ‘oficialista’ de Groussac, tan visible en Del Plata al Niágara y tan determinante de su visión negativa de Latinoamérica: carga pesada para Darío. El latinismo dariano era más bien el de un periférico que reconocía la tiranía de los modelos de autoridad. En el texto sobre “Augusto de Armas” en la primera edición de Los raros, y donde se refería al “mirlo blanco” de Poe en país de Calibanes, el cubano era retratado por Darío como uno de los representantes de la unidad y la

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fuerza “del alma latina, cuyo centro y foco es hoy la luminosa Francia”, pero quien, sin embargo, luego de conquistar allí un reconocimiento, devenía una “víctima”, un desterrado no muy distinto del exiliado de Poe en los Estados Unidos: Pero el soñador, ¿no sabía, acaso, que París, que es la cumbre, y el canto, y el lauro, y el triunfo de la aurora, es también el maelstrom y la gehena? ¿No sabía que, semejante a la reina ardiente y cruel de la historia, da a gozar de su belleza a sus amantes y en seguida los hace arrojar en la sombra y en la muerte? (1952: 124)

Si Groussac —otro nostálgico de la gloria de París— no podía articular una visión tal del centro y foco del latinismo, Darío, por el contrario, ya intuía bien (antes incluso de que París se volviera “centro de la neurosis” y “foco de todo surmenage” en su “Epístola a la señora de Leopoldo Lugones”) que, en tanto americano, no bastaba con afiliarse a lo latino, ni tampoco era posible sustraerse a su lógica desigual o pretender rebatirla. Para los modernistas, herederos colonizados, la civilización era de raíz europea, por eso era difícil discutir los diagnósticos pesimistas del continente que ofrecía Groussac en su libro de viajes —cuyos anticipos Darío leyó durante la redacción de Los raros— y por eso también era más fácil coaligarse con el francés contra los Estados Unidos. La mirada antiyanqui de Groussac era, en efecto, apropiada por el nicaragüense. Pero Darío, quien en su necrológica de Martí comenzaba por lamentar la terrible pérdida que significaba su muerte para América, declaraba su preferencia por la visión martiana de los Estados Unidos antes que la de cualquiera de los franceses, incluyendo Groussac: “Los Estados Unidos de Bourget deleitan y divierten; los Estados Unidos de Groussac hacen pensar; los Estados Unidos de Martí son estupendo y encantador diorama que casi se diría aumenta el color de la visión real” (1952: 197). Darío había aprovechado, por supuesto, las “inundaciones de tinta” de Martí en La Nación, donde con “magia incomparable” sus Estados Unidos resultaban mejores que los originales; se religaba explícitamente con su “montaña de imágenes” y su latinoamericanismo y recordaba las prevenciones del maestro cuando, con motivo de la Conferencia Panamericana de 1890, “ha-

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blaba sobre los peligros del yanquee, de los ojos cuidadosos que debía tener la América Latina respecto a la Hermana mayor; y del fondo de aquella frase que una boca argentina opuso a la frase de Monroe”, reconociendo también el legado de Sáenz Peña (1952: 197-198). Darío, pues, en 1898, comenzaba in medias res primero respecto de sus posiciones: sus lectores conocían ya su raro latinismo, su americanismo y sus visiones sobre los Estados Unidos utilitarios, materialistas y dominadores; pero el nuevo comienzo desplazaba a los anteriores: los yanquis eran ahora “enemigos”, “aborrecedores de la sangre latina”, y Darío condensaba en su “No, no puedo, no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de plata” la postura de un nosotros que aunaba en un frente común al antiimperialista Martí y a los franceses, raros como Péladan y Baudelaire u oficialistas como Groussac. Y esto lo hacía explícitamente, desde el título a través del símbolo de Calibán y luego usando los mismos términos con que sus precursores retrataran a los Estados Unidos. Los primeros párrafos, con sus ciudades de hierro, cíclopes y mastodontes, hacían guiños por doquier, porque eran esas imágenes las que servían para fortalecer simbólicamente la coalición latina frente a ellos, los bárbaros. Ahora Darío, para acercarse a los juicios de Groussac, silenciaba incluso su admiración por Whitman y lo transformaba en mero profeta del modelo yanqui, mientras refrendaba la apreciación groussaquiana de Emerson, “luna de Carlyle”, extraída de su reseña de Prosas profanas. Respecto de Poe, no podía ser para los latinos sino un mártir incomprendido. Los yanquis, para Darío, eran —como proponía Groussac— incapaces o excesivos: Enemigos de toda idealidad, son en su progreso apoplético, perpetuos espejos de aumento; pero su Emerson bien calificado está como luna de Carlyle; su Whitman con sus versículos a hacha, es un profeta demócrata, al uso del Tío Sam; y su Poe, su gran Poe, pobre cisne borracho de pena y de alcohol, fue el mártir de su sueño en un país en donde jamás será comprendido. (1938b [1898]: 160)

Tan abiertamente seguía Darío a Groussac que citaba de Del Plata al Niágara la metáfora swiftiana (“Estamos como Gulliver en el reino de Brobdingnag”) y en una breve enumeración caótica ampliaba la signifi-

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cación del gigantismo: “En efecto, estamos allí en el país de Brobdingnag: tienen el Niágara, el puente de Brooklyn, la estatua de la Libertad, los cubos de veinte pisos, el cañón de dinamita, Vanderbilt, Gould,6 sus diarios y sus patas” (1938b [1898]: 160). El nicaragüense evidenciaba una lectura detenida de Groussac, pero direccionaba sus juicios negativos sobre América y los “neomundanos todos” solo al país del Norte. Los angloamericanos, sentencia ahora Darío, “Miman al inglés —but English you know?— como el parvenu al caballero de distinción gentilicia” y [n]os miran, desde la torre de sus hombros, a los que no nos ingurgitamos de bifes y no decimos all right, como a seres inferiores. París es el guignol de esos enormes niños salvajes. Allá van a divertirse y a dejar los cheques; pues entre ellos, la alegría misma es dura y la hembra, aunque bellísima, de goma elástica. (1938b [1898]: 160)

Darío protesta con tanto fervor que cierra la primera parte de su crónica desentendiéndose del riesgo que significa apropiarse de todos los juicios de Groussac, suscribiendo incluso su crítica al carácter imitador de los norteamericanos: “En el arte, en la ciencia, todo lo imitan y lo contrahacen, los estupendos gorilas colorados. Mas todas las rachas de los siglos no podrán pulir la enorme Bestia. No, no puedo estar de parte de ellos, no puedo estar por el triunfo de Calibán” (1938b [1898]: 161). Sin abandonar la amenidad que caracterizaba sus contribuciones en la prensa, en su crónica Darío adopta una postura colérica inédita, emblematizada en ese “No, no puedo”, pura negatividad repetida con énfasis al final de la primera parte, precursora sin duda del rotundo (y vanguardista) verso monosílabo de su poema antiyanqui “A Roosevelt” en Cantos de vida y esperanza (1905): “No”. Ahora en un sentido plenamente co(n)textual, ese “No, no puedo…”, que en verdad determinaba importantes desvíos, era un comienzo in medias res en cuanto se hacía eco de la protesta oficial ‘latina’ con motivo de la derrota de España. Darío iniciaba la segunda parte de su crónica reco6

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Como apunta Jáuregui (1998), Jay Gould (magnate de ferrocarriles y el especulador que causó el Black Friday en 1869) era uno de los estadounidenses agriamente criticados por Martí.

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nociéndose como el cronista, para el diario porteño El Tiempo, de los discursos del Teatro Victoria del 2 de mayo pronunciados por Sáenz Peña, Groussac y Tarnassi en representación de Argentina, Francia e Italia (hija, hermana y madre de España en el imaginario de la época y en la recepción dariana): “Por eso mi alma se llenó de alegría la otra noche, cuando tres hombres representativos de nuestra raza fueron a protestar en una fiesta solemne y simpática, por la agresión del yankee contra la hidalga y hoy agobiada España” (1938b [1898]: 161). Lo que motiva el nuevo curso de la escritura dariana es, por supuesto, el Desastre, hondamente significante para todo hispanoamericano y a partir del cual se constata que “no hay torre de marfil que resista a ciertos golpes del destino histórico”, como afirma Salinas en su señero estudio sobre Darío (1948: 217). El año 1898, según vimos en el capítulo anterior, exponía asimismo la emergencia de los intelectuales en Francia con el caso Dreyfus y, al igual que la derrota de España, el famoso “J’accuse!” de Zola, publicado en París a principios de año, obtenía una casi inmediata recepción entre los jóvenes hispanoamericanos que se adherían al “Manifiesto de los intelectuales”. Como el “Yo acuso” de Zola, el categórico “No, no puedo” de Darío también colocaba al comienzo, enfáticamente, la fuerza de la voluntad individual, la radical resistencia del escritor —devenido intelectual— frente a los poderes hegemónicos. Sin duda, esta crónica “raramente elocuente”, como la calificara Anderson Imbert (1967: 105), resultó llamativa a quienes la reprodujeron en El Cojo Ilustrado de Caracas, en octubre de 1898, con el encabezado “Rubén Darío, combatiente”. El nuevo Darío, distinto de aquel que en las “Palabras liminares” de Prosas profanas (1896) se reía del viento que soplaba afuera y del mal que pasaba, permitía imaginar un modelo de intelectual moderno, diferente del representado por Groussac (y la élite del 80) en su atención a las muchedumbres. El mismo espacio heterogéneo de la crónica, esa “gama intermedia entre la mera información y el artículo doctrinario o editorial”, como señala Rama, proveía un modo oblicuo por el cual los poetas ingresaban en el mercado: podían hacerlo, ahora, como intelectuales (1985b: 67-68). Darío, además, transformaba la protesta en “El triunfo de Calibán” en una forma de intervención transnacional del movimiento modernista que lideraba.

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Como veremos enseguida, su nuevo comienzo establecía una religación simbólica latinoamericana que podía fortalecer los nexos de un circuito intelectual ampliado, en particular con la “hoy agobiada España”. Miguel Dalmaroni, en Una república de las letras, ha atribuido la especial autonomía de Darío respecto del Estado y de la política y su vínculo con el mercado a su condición de extranjero o errante: “Su ciudadanía excéntrica le provee un locus de enunciación flotante que sus congéneres argentinos no tienen” (2006: 43). Quizá habría que atribuir la independencia conquistada por Darío menos a su condición de extranjero (cualidad que compartía, de hecho, con Groussac) que a su adaptación a las leyes desiguales de la República de las Letras, cuyo centro era la Francia de Groussac. Según esas leyes, Groussac podía subsistir en Argentina acercándose a la dirigencia francófila del momento, podía prescindir, pues, del mercado. Darío, en cambio, como nicaragüense (y no obstante su prestigio desde Azul… y desde Chile), debía someterse a la lógica de la oferta y la demanda en Buenos Aires y ganar su locus de enunciación. Fue Darío quien descubrió que solo un posicionamiento flotante, latinoamericano y cosmopolita como el de Martí, le aseguraba una recepción más amplia y, por lo tanto, una mayor autonomía. Han sido varios los críticos que han leído los textos modernistas en continuidad con aquellos de Groussac. Así, la apropiación de Darío de las figuras shakespearianas y también el posterior Ariel de Rodó han sido asociados con la visión latinista del francés, no solo con la hispano-latina de su discurso del 98, sino también con la perspectiva más abiertamente franco-latina desplegada en Del Plata al Niágara.7 Posi-

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Jáuregui, por ejemplo, asocia la crónica dariana con la visión latina (elitista y racista) de Groussac y sostiene que los “alegatos contra Calibán” en Groussac, Darío y Rodó son equiparables (2005: 500). Por su parte, Colombi acierta en señalar que el latinismo entró en “un campo discursivo de disputas y contaminaciones con otras formaciones identitarias o metáforas culturales en el novecientos” (2004b: 72), pero luego considera que la versión groussaquiana del mismo es la que decanta en las formaciones continentalistas del 98, sin percibir que se trata, como veremos, de diversas afiliaciones que habilitan (o no) la autorización de un discurso latinoamericano (véase 2004b: 96 y ss.).

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blemente incida en estas lecturas globales la relevancia que, en efecto, adquiere en todos los textos la figura aglutinante de los otros: ellos, los Estados Unidos, concebidos como contrarios al nosotros latino. Ante “El triunfo de Calibán”, sin embargo, Darío convierte el latinismo antiamericanista de Groussac en una amplia protesta hispanoamericana que intenta además establecer nuevos vínculos con la intelectualidad española. Estos son ciertamente novedosos, ya que Darío incorpora la figura revolucionaria de Martí fraternizando, antes que con la política española o el forzado hispanismo de Groussac, con la visión antiimperialista de Sáenz Peña, quien “habló conmovido en esta noche de España” y, como recuerda también Darío con orgullo, con ocasión del Congreso Panamericano “opuso al slang fanfarrón de Monroe una alta fórmula de grandeza continental; y demostró en su propia casa al piel roja que hay quienes velan en nuestras repúblicas por la asechanza de la boca del bárbaro” (1938b [1898]: 161). La adhesión a la postura latinoamericanista del político argentino, que en la crónica es asimilada a la de Martí, indica la clara discontinuidad del discurso del nicaragüense con la ideología conservadora (y legitimista) de Groussac. Sáenz Peña, escribe Darío, repitió lo que siempre ha sustentado, sus ideas sobre el peligro que entrañan esas mandíbulas de boa todavía abiertas tras la tragada de Tejas; la codicia del anglosajón, el apetito yankee demostrado, la infamia política del gobierno del Norte; lo útil, lo necesario que es para las nacionalidades españolas de América estar a la expectativa de un estiramiento del constrictor. Sólo una alma ha sido tan previsora sobre este concepto, tan previsora y persistente como la de Sáenz Peña: y esa fue —¡curiosa ironía del tiempo!— la del padre de Cuba libre, la de José Martí. Martí no cesó nunca de predicar a las naciones de su sangre que tuviesen cuidado con aquellos hombres de rapiña, que no mirasen en esos acercamientos y cosas panamericanas, sino la añagaza y la trampa de los comerciantes de la yankería. ¿Qué diría hoy el cubano al ver que so calor de ayuda para la ansiada Perla, el monstruo se la traga con ostra y todo? (1938b [1898]: 161)

El alineamiento con el antiimperialismo de Martí y de Sáenz Peña en esta crónica, el cual ha sido poco calibrado por la crítica, revela ciertamente a un Darío comprometido con la política continental, un

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Darío combatiente que, habiendo adquirido prestigio como escritor, lo aprovecha para autorizar su protesta ante un acontecimiento fatal para los latinoamericanos. Este Darío, que anticipa al de Cantos de vida y esperanza (1905), marca también su distancia respecto de una figura como la de Groussac, quien —Darío bien percibe— se mantenía ajeno a los modos más modernos de intervención intelectual. En “El triunfo de Calibán”, pues, Darío no podía sino celebrar la tímida pero generosa protesta de Groussac “en nombre de Francia”: Un reconfortante espectáculo el ver a ese hombre eminente y solitario, salir de su gruta de libros, del aislamiento estudioso, en que vive, para protestar también por la injusticia y el material triunfo de la fuerza. No es orador el maestro, pero su lectura concurrió y entusiasmó, sobre todo al elemento intelectual de la concurrencia. Su discurso, de un alto decoro literario como todo lo suyo, era el arte vigoroso y noble ayudando a la justicia. Y [ha] de oírse decir: “¿Qué? ¿Es éste el hombre que devora vivas a las gentes? ¿éste es el descuartizador? ¿es éste el condestable de la crueldad?” (1938b [1898]: 161)

Darío, quien al comienzo se apropiaba de las metáforas antiyanquis y calibanescas de Groussac contra los Estados Unidos, asignaba al franco-argentino la actitud del Próspero shakespeariano encerrado en “su gruta de libros”, quizá también la de un Próspero ya renaniano, recluido en su gabinete ante el triunfo de la democracia. Resultaba claro que la lectura del francés, dirigida “al elemento intelectual de la concurrencia”, era muy diferente para Darío de la verdadera intervención pública de Sáenz Peña, a quien dirigía los mayores elogios. El de Groussac, en línea con Del Plata al Niágara, era al fin de cuentas un discurso por Francia: Los que habéis leído su última obra, concentrada, metálica, maciza, en que juzga al yankee, su cultura adventicia, su civilización, sus instintos, sus tendencias y su peligro, no os sorprenderíais al escucharle en esa hora en que habló después de oírse la Marsellesa. Sí, Francia debía de estar de parte de España. La vibrante alondra gala no podía sino maldecir el hacha que ataca una de las más ilustres cepas de la viña latina. Y al grito de Groussac emocionado: “¡Viva España con honra!” nunca brotó mejor

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de pechos españoles esta única respuesta: “¡Viva Francia!”. (Darío 1938b [1898]: 161)

Así, luego de comentar muy brevemente el discurso del italiano Tarnassi, Darío dejaba asentada su visión del acontecimiento y postulaba la necesidad de reformular los vínculos con España; proponía la “Unión latina”, que incluía a la ex Madre Patria, para hacer frente al panamericanismo de Washington, aliado estratégicamente a Inglaterra de cara a los nuevos intereses: ¿No veis como el inglés se regocija con el triunfo del norteamericano, guardando en la caja del Banco de Inglaterra, los antiguos rencores, el recuerdo de las bregas pasadas? ¿No veis como el yankee, demócrata y plebeyo, lanza sus tres hurras y canta el God save the Queen, cuando pasa cercano un barco que lleve al viento la bandera del inglés? Y piensan juntos: “El día llegará en que, los EE. UU. e Inglaterra sean dueños del mundo”. De tal manera la raza nuestra debiera unirse, como se une en alma y corazón, en instantes atribulados; somos la raza sentimental, pero hemos sido también dueños de la fuerza: el sol no nos ha abandonado y el renacimiento es propio de nuestro árbol secular. (1938b [1898]: 162)

Efectivamente, como Carlos Jáuregui (1998, 2005) y muchos otros críticos han señalado, el latinismo de Darío, al igual que el de Rodó y el Modernismo en general, no era fruto de un análisis agudo del imperialismo o del neocolonialismo. Respecto del fenómeno estadounidense y su panamericanismo, no hay duda de que fue Martí quien “opuso el relato de emancipación más moderno y contundente entre los hispanoamericanos en el fin de siglo” (Colombi 2004b: 50). Pero las inculpaciones al Modernismo por sus autorrepresentaciones identitarias (a pesar del acopio de revisionismo crítico sobre este punto) son aún frecuentes, y el mismo Jáuregui las reitera cuando afirma que “el discurso elitista de la crisis finisecular no pensó la época fuera del antipragmático y aristocrático manifiesto de la latinidad” (2005: 499). Los modernistas acudían, sostiene Jáuregui, “a una idea racista, de factura francesa y paradójicamente diseñada en el proceso de constitución del botín americano que se disputaban potencias como

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Inglaterra, Francia y los Estados Unidos” (2005: 500). Es cierto, como explica el crítico, que el panlatinismo, cuyo principal portavoz fue el tan admirado por Groussac Michel Chevalier, estaba ligado desde la segunda mitad del siglo xix a los intereses de la política exterior de Francia, que quería colocarse al frente de los países latinos y hacer contrapeso a las naciones anglosajonas. Pero esta lectura, que se remonta a los orígenes imperialistas del concepto de América Latina siguiendo el estudio pionero de John Phelan (1968), soslaya el hecho fundamental, oportunamente destacado por Esther Aillón (2004), de que la difusión del nombre América Latina en el París de mediados del xix se debió tanto a la política expansionista francesa como a los intelectuales latinoamericanos que allí residían, respondiendo a intereses no coincidentes: en el caso de los latinoamericanos, gravitaba una preocupación identitaria por nombrar una región que había logrado relativa independencia en el contexto mundial; era, como puntualiza Aillón, una “estrategia de reconocimiento frente a las naciones europeas y en oposición a Norteamérica” (2004: 72), que servía además para desvincularse simbólicamente de España. Es igualmente cierto que, sobre todo después del fracaso de la intervención en México, París se consagró como la capital cultural faro de las élites de la región: los latinoamericanos encontraron allí el modelo civilizador, central en la conformación de los estados nacionales, pero pocos modernistas estuvieron más alejados de posiciones nacionalistas estrechas que Darío y Rodó. La “patria intelectual” que era Francia en el fin de siglo está claramente atravesada por sus visiones cosmopolitas, americanistas, periféricas, como vimos en el caso de Darío. Y estas, al igual que el aristocratismo y el elitismo tan mentados, respondían mayormente a estrategias de autorización para alcanzar reconocimiento y dar valor a discursos cuya función era puesta en entredicho. Bien aprendían los modernistas la lección utilitaria del nuevo sistema económico o, en términos de Max Weber, la racionalidad de los fines del capitalismo: además de la demanda de una función en la sociedad burguesa (así fuera la de conservar el ‘aura’ perdida en el proceso de secularización), el mercado en expansión exigía de los productos latinoamericanos una identidad propia, una marca, un estilo. Para los modernistas, para Darío, sobre todo, fueron sin duda el

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latinismo y la apropiación consciente de lo francés un necesario subterfugio cosmopolita para diferenciarse del anquilosado modelo español y descolonizar la lengua literaria. Luego, con el Desastre y bajo un clima dreyfusiano, la protesta latina conformaba una vía de religación para los jóvenes hispanoamericanos que intentaban ampliar las redes del Modernismo y restituir lazos intelectuales con los españoles. Ante “El triunfo de Calibán”, Darío no solo se sumaba genuinamente, como latinoamericano, a la protesta del Teatro Victoria, sino que aportaba una mirada esperanzadora a las naciones que Groussac condenaba a “vegetar indefinidamente” en su estado subalterno. El nicaragüense, proveniente del trópico, y quien en las “Palabras liminares” de Prosas profanas se preguntaba si, amén de sus manos de marqués, tendría “alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano”, lejos de suscribir el determinismo positivista de la raza y el clima que para la época explicaba los males de la región, alertaba sobre las acciones concretas de la política expansionista estadounidense sobre la “selva propia”: Desde Méjico hasta la Tierra del Fuego hay un inmenso continente en donde la antigua semilla se fecunda, y prepara en la savia vital, la futura grandeza de nuestra raza: de Europa, del universo, nos llega un vasto soplo cosmopolita que ayudará a vigorizar la selva propia. Mas he ahí que del Norte, parten tentáculos de ferrocarriles, brazos de hierro, bocas absorbentes. Esas pobres repúblicas de la América Central ya no será con el bucanero Walker con quien tendrán que luchar, sino con los canalizadores yankees de Nicaragua; Méjico está ojo atento, y siente todavía el dolor de la mutilación; Colombia tiene su istmo trufado de hulla y fierro norteamericano; Venezuela se deja fascinar por la doctrina de Monroe y lo sucedido en la pasada emergencia con Inglaterra, sin fijarse en que con doctrina de Monroe y todo, los yankees permitieron que los soldados de la reina Victoria ocupasen el puerto nicaragüense de Corinto; en el Perú hay manifestaciones simpáticas por el triunfo de los Estados Unidos; y el Brasil, penoso es observarlo, ha demostrado más que visible interés en juegos de daca y toma con el Uncle Sam. (1938b [1898]: 162)

La visión antiimperialista desplegada por Darío con los sucesos del 98 defendía la soberanía, además de la inteligencia, latinoameri-

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cana. El cronista tomaba de Groussac sus metáforas del mamut y lo gigantesco, pero las leía martianamente como figuraciones del peligro político de los Estados Unidos: Pero hay quienes me digan: “¿No ve usted que son los más fuertes? ¿No sabe usted que por ley fatal hemos de perecer tragados o aplastados por el coloso? ¿No reconoce usted su superioridad?” Sí, ¿cómo no voy a ver el monte que forma el lomo del mamut? Pero ante Darwin y Spencer no voy a poner la cabeza sobre la piedra para que me aplaste el cráneo la gran Bestia. Behemot es gigantesco; pero no he de sacrificarme por mi propia voluntad bajo sus patas, y si me logra atrapar, al menos mi lengua ha de concluir de dar su maldición última, con el último aliento de vida. (1938b [1898]: 162)

A Jáuregui le resulta paradójico que Darío no encuentre un ícono en Calibán, quien en La tempestad maldice a Próspero (el usurpador), ni se reconozca en el monstruo colonizado, lo cual atribuye a “las pobres herramientas del humanismo burgués para entender su tiempo allende el espiritualismo antipragmático” (2005: 504). El análisis critica a Darío desde la perspectiva anacrónica de las apropiaciones caribeñas de La tempestad de los años 60, desentendiéndose del sistema simbólico modernista y dariano, según cuyas leyes un poeta, por más raro que fuera, difícilmente se autofiguraría como un monstruo con aspecto de cíclope. Por lo demás, hacia el final de “El triunfo de Calibán”, Darío explicita la función religadora de su protesta y de la “hoy agobiada España” en el imaginario modernista: Y yo que he sido partidario de Cuba libre, siquier fuese por acompañar en su sueño a tanto soñador y en su heroísmo a tanto mártir, soy amigo de España en el instante en que la miro agredida por un enemigo brutal, que lleva como enseña la violencia, la fuerza y la injusticia. “Y usted ¿no ha atacado siempre a España?” Jamás. España no es el fanático curial, ni el pedantón, ni el dómine infeliz, desdeñoso de la América que no conoce; la España que yo defiendo se llama Hidalguía, Ideal, Nobleza; se llama Cervantes, Quevedo, Góngora, Gracián, Velázquez; se

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llama el Cid, Loyola, Isabel; se llama la Hija de Roma, la Hermana de Francia, la Madre de América. (1938b: 162)

La defensa de España por parte de Darío constituye para Jáuregui “un alegato contra Cuba y la herencia política de Martí”, y sus lamentos, “golpes de pecho” poco creíbles (2005: 502). Sin embargo, la misma inclusión del cubano en el contexto de una reivindicación de España y su encomio frente al decadente imperio podía generar en la Península cierto malestar, sobre todo, puesto que, por la negativa y mediante un diálogo imaginario, Darío no dejaba de calificar a España con términos similares a los que había usado tantas veces Martí: fanático curial, pedantón, dómine infeliz, desdeñoso de la América que no conoce. Jáuregui afirma, no obstante, que Darío “hacía causa común con la política exterior española” (2005: 503), lo cual, en primer lugar, parece ser desmentido por el hecho de que “El triunfo de Calibán”, al ser reproducido en Madrid, y como relata el propio nicaragüense en una crónica posterior, fue “mutilado”.8 Por otro lado, la idea de que Darío se alineaba con España soslaya no solo que el poeta era fuertemente crítico de la ‘Madre Patria’ (y de allí la pregunta que el interlocutor imaginario le hacía en la misma crónica), sino también que, en esa coyuntura (y amén de que el cronista no defendiera tan vehementemente la libertad de Cuba), las simpatías de los hispanoamericanos como Darío no podían no estar con España en el rechazo de la política exterior estadounidense, sobre todo, ahora que la pérdida del poco poder que conservaba la Monarquía sobre Latinoamérica era un hecho consumado, y especialmente cuando el mismo Darío empezaba a disfrutar de capital simbólico en la Península. En “El crepúsculo de España”, una crónica escrita también con motivo de la Derrota y publicada en noviembre de 1898 en el nuevo órgano modernista El Mercurio de América, aclara Darío su posición (en suma, pragmática): 8

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En “La Joven Literatura” (3 de marzo de 1899), incluida luego en España contemporánea, dice Darío, en el contexto de sus comentarios sobre la censura sufrida por el madrileño El País, que “El triunfo de Calibán” fue curiosamente “mutilado, en El País” (republicano y de oposición) “y dado intacto en La época” (de tendencia monárquica y conservadora) (1950: III, 110).

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Mis simpatías han estado de parte de esa ilustre monarquía empobrecida y caída; mis antipatías, de parte de esa democracia rubicunda, que abusa de su cuerpo apoplético y de su ciclópeo apetito. España no tiene ya en América un palmo de tierra, y poco ha faltado para que no contase entre las naciones americanas de su sangre y de su lengua, con una sola voz amiga. (1938c [1898]: 163)

Darío incluso se reconocía autorizado para dar consejos a los españoles, y estos implicaban nada menos que el reconocimiento del legado modernista y cosmopolita que él mismo, a punto de partir a España como corresponsal de La Nación, encarnaba: “los que hoy son la esperanza de España, deben asentarse sobre las viejas piedras del edificio caído, y sobre él comenzar la reconstrucción, poniendo la idea nacional en contacto con el soplo universal; manteniendo el espíritu español, pero creciendo a la luz del mundo” (1938c [1898]: 163). El nicaragüense simbolizaba las nuevas relaciones con los españoles a través del modelo filiativo y rechazando cualquier autorretrato teratológico: [P]arece que para poder estar de acuerdo con la civilización, para no ofender a la Becerra positivista, para ser un hombre del tiempo, es preciso alegrarse del sacrificio, y puesto que España nos dió la vida, hacer como ciertos distinguidos antropófagos: comérnosla, por vieja y por inútil… No, yo no como España; y cuando miro al yanquee despedazándola, tengo el mal gusto de no regocijarme. (1938c [1898]: 163)

La figura de España como vieja e inútil era elocuente. Perdida la hegemonía, la unión con la ‘progenitora’ hacía la fuerza, y el accionar de Estados Unidos en Cuba confirmaba más que nunca los temores siempre expresados por Darío de que el país del Norte resultara más peligroso para Latinoamérica que cualquiera de las demás potencias imperiales. Por eso había cerrado “El triunfo de Calibán” estableciendo con claridad quién era el verdadero monstruo de esta historia, la cual Darío compendiaba al público apropiándose de los materiales más populares y reelaborando La tempestad shakespeariana con la retórica de los cuentos de hadas, incluyendo sus antítesis didácticas y moralizantes. Si Calibán era, pues, la bestia yanqui, tan contraria

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al arte como al derecho internacional, la figura del cronista-poeta Rubén Darío, opuesto a la mercantilización y prostitución del deseo, simbolizaba su aura latina en el personaje femenino de Miranda, la doncella que resistía a la seducción del ogro disfrazado de rey poderoso: “¡Miranda preferirá siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las montañas de piedras, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que mi alma latina se prostituya a Calibán!” (1938b [1898]: 162). El “airy spirit”, el alado Ariel de Shakespeare, en este contexto, y como ya se establecía en la crónica de Poe, era una metáfora del ideal, del arte puro y noble, una figura afín a las aves admiradas por Darío, tanto al “mirlo blanco” de Poe como a sus aristocráticos cisnes. Sin duda, la oposición Ariel-Calibán acudía a la vieja dicotomía espíritu-materia, presente en la retórica espiritualista del latinismo y del hispanismo de la que Darío se servía para aunar simbólicamente a los latinoamericanos y también para fortalecer los vínculos con la intelectualidad española, con la cual los modernistas establecían contactos cada vez más estrechos. Para ello, como vimos, el poeta explotaba, asimismo, una visión idealista de España, rastreable en el posterior Ariel de Rodó y que se cruzaba con la ideología conservadora del hispanismo peninsular.9 Aun antes de la pérdida de las últimas colonias, y frente a la dificultad de recuperar poderío político, este discurso identificaba una gran familia hispánica en una esfera amplia y “espiritual”, que no ocultaba, sin embargo, pretensiones de intercambio comercial (Núñez 2007:

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Remito a César Núñez (2007) para más detalles sobre el modo en que la representación idealista de Darío (y de Rodó) convergía con el discurso del hispanismo. No comparto totalmente, empero, las conclusiones que Núñez extrae de su análisis de los tropos identitarios, cuando sostiene que los Cantos de vida y esperanza, por ejemplo, suscriben la ideología conservadora del aparato peninsular o que el verso de “Los cisnes” “Soy un hijo de América, soy un nieto de España…” metaforizaría la estructura de relaciones tutelares (2007: 142-143), en otros discursos expresada a través de la invocación a la ‘juventud’ de América. Como veremos a propósito de Ariel, las figuras de la juventud y de la vejez, tanto como las parentales y filiales, proyectan significaciones diversas que deben analizarse con mayor rigor.

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148). A través de la unión de la Madre con sus hijas por raza, religión e idioma y la reivindicación de sus glorias pasadas, el discurso hispanista intentaba mantener a Hispanoamérica bajo dominio y contrarrestar su, por aquel entonces, poca importancia internacional. Pero Darío, ya desde sus irreverentes “Palabras liminares” de Prosas profanas, se burlaba de la pretendida tutela de España y recurría a la trama familiar para dramatizar explícitamente las nuevas relaciones con la tradición literaria. En la nueva estructura afiliativa, el canon español, como abuelo del poeta, se mostraba como un viejo chocho y desactualizado, que desconocía los nuevos comienzos establecidos por el nieto americano: El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: “Éste —me dice— es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega, éste Garcilaso, éste Quintana”. Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: “¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo…!” (Y en mi interior: ¡Verlaine…!) Luego, al despedirme: “—Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida de París”. (Darío 1985 [1896]: 180)

Después del 98, Darío acudiría crecientemente a la retórica filiativa del hispanismo para reforzar los lazos de unión, que eran promovidos por el aparato español, sobre todo, desde las celebraciones del IV Centenario del Descubrimiento en 1892, un evento que había contribuido al intercambio entre escritores y al temprano conocimiento de Darío (delegado por su país) en la Península. Juan Valera, una de las figuras más destacadas de la religación hispano-americana, era, como apunta Núñez, el director del órgano oficial del evento, la revista ilustrada El Centenario. Tomo prestada la cita del editorial del primer número, que abogaba por poner por cima de la discrepancia política de los diversos Estados, un sentimiento de familia y una común aspiración que en esfera más amplia nos identifiquen. Todo lo cual puede y debe tener un fin práctico inmediato, ya por el desarrollo de nuestro comercio material, que abra de nuevo

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antiguos mercados, hoy más llenos de gente, y desvele y aguijonee al aletargado genio de la industria española; ya por el trato y convivencia mental, que venga a hacerse más frecuente entre España y América, y que, conservando y aun consolidando la unidad de nuestra acción científica y literaria, le den vigor ubérrimo… (cit. en Núñez 2007: 148)

El propio Valera explicitaba, como se ve, el “fin práctico inmediato” de las relaciones “ya por el desarrollo de nuestro comercio material”, ya por “el trato y convivencia mental” que, —por más ropajes de desinterés—, también implicaban el comercio material. Ahora, ante una España cada vez más vieja e inútil, también Darío entendía que la unidad solo podía generar beneficios, pero su hispanoamericanismo, en el cual los latinoamericanos se recolocaban estratégicamente, implicaba el abandono de la posición dominante de España. A fines del mismo 1898, Darío era enviado por La Nación a testimoniar las consecuencias del Desastre y afirmaba: “De nuevo en marcha, y hacia el país maternal que el alma americana —americano-española— ha de saludar siempre con respeto, ha de querer con cariño hondo. Porque si ya no es la última poderosa, la dominadora imperial, amarla el doble; y si está herida, tender a ella mucho más” (1950: III, 17). En sus crónicas de viaje, que conformarían luego España contemporánea (1901), Darío ciertamente divulga “la flexión del hispanoamericanismo, deslinde fundador de un hispanismo moderno” (Colombi 2004b: 99) y hace visibles sus esfuerzos por religar a la intelectualidad española con la latinoamericana, aprovechando su prestigio para tender redes que pudieran fortalecer el comercio intelectual. Ya “En el Mar”, Darío deja en claro que se siente en casa propia porque va “a España en una nave latina”, pero se apropia de la cita de Del Plata al Niágara de Groussac que pregonaba supremacías nacionales (“¡Nave del porvenir, cara nave argentina…!”) para perfilar un latinismo moderno, cosmopolita, democrático y poliglósico, porque el cronista se muestra sumamente interesado por la tercera clase del barco, incluso por un “asesino italiano” que, de ocurrir un infortunio, tiene “igual derecho que cualquiera de nosotros para salvar su existencia. Es la lógica del marino y es hermosa”. Su nave es una “máquina social en miniatura” en la que Darío celebra la lógica de la afiliación:

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Una reducción de la gran capital del Plata podría observarse, un Buenos Aires para escaparate: banqueros, comerciantes, artistas, periodistas, médicos, abogados, cómicos y bailarinas; y en todos la misma representación que en la vida ciudadana; los círculos, las afinidades electivas, las simpatías y una poliglosia que os obliga a entraros por todas las lenguas vivas, así corráis el riesgo de matarlas. […] estamos alrededor de una mesa un argentino, un italiano, un suizo, un venezolano, un belga, un francés, un centroamericano, un oriental, un español…; no hay duda de que venimos de Buenos Aires. Y se habla del centro inmenso que ya queda allá lejos, y no puedo dejar de recordar el apóstrofe admirable: “¡Nave del porvenir, cara nave argentina…!”. (1950: III, 18)

Una vez en Madrid, el 4 de enero de 1899, a pocos días de que en París se firmara “el tratado humillante en que la mandíbula del yanqui quedó por el momento satisfecha después del bocado estupendo” (1950: III, 41) y luego de asombrarse de la poca resonancia que tuvo allí la caída de España, Darío comprueba que la única esperanza de cambio puede venir “de fuera y que entra por la ventana que se han atrevido a abrir en el castillo feudal unos pocos valerosos” de las nuevas generaciones (1950: III, 46). El patetismo de la decadencia intelectual española en la descripción ofrecida por Darío roza ciertamente lo cómico: He buscado en el horizonte español las cimas que dejara no hace mucho tiempo, en todas las manifestaciones del alma nacional; Cánovas, muerto; Ruiz Zorrilla, muerto; Castelar, desilusionado y enfermo; Valera, ciego; Campoamor, mudo; Menéndez Pelayo… No está, por cierto, España para literaturas, amputada, doliente, vencida… (1950: III, 42)

En relación con este panorama, Darío se reconoce en una posición de privilegio: “por obra de nuestro cosmopolitismo, y, digámoslo, por la audacia de los que hemos perseverado, se ha logrado en el pensamiento de América una transformación que ha producido, entre mucha broza, verdaderos oros finos, y la senda está abierta” (1950: III, 45). La metáfora de los oros finos llama la atención en un texto que líneas más abajo preconiza el intercambio comercial entre España y Argentina:

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la Sociedad Rural de Buenos Aires podría hacer el ensayo, enviando en limitadas cantidades la carne conservada […] España enviaría sus lienzos, sus sederías, sus demás productos que allí tendrían colocación; no habría en ningún viaje el inconveniente del falso flete. […] Tales formas de relación entre España y América serán seguramente más provechosas, duraderas y fundamentales que las mutuas zalemas pasadas de un iberoamericanismo de miembros correspondientes de la Academia, de ministros que taquinan la musa, de poetas que “piden” la lira. (1950: III, 48-49)

La contigüidad entre productos pecuarios y literarios es sugestiva. Aun más, la recomendación de Darío de dejar atrás la zalamería diplomática y lo que esta implicaba en el ámbito ya no agrícola-ganadero, sino específicamente literario: regencia de miembros de la Academia, ministros que —galicismo mediante— le toman el pelo a la musa, poetas por encargo… No hay duda de que, cuando Darío piensa en los beneficios del comercio hispano-argentino —así, por ejemplo, el pueblo español “comería carne sana y nutritiva” (1950: III, 48)—, también tiene en mente los verdaderos oros finos que su generación estaba produciendo: la metáfora minera solo encubría la voluntad del nicaragüense de invertir la lógica del intercambio comercial y colocar en la España que ya no estaba para literaturas los productos manufacturados por los jóvenes latinoamericanos. Los miembros de la familia podían devenir, pues, buenos socios. El problema era que apenas se notaba una mínima tendencia a conocer lo “americano nuestro”, y Darío se lamentaba de la indiferencia de los españoles (con excepción de unos pocos, como Valera y Castelar): “la Legación Argentina se ha cansado de enviar las mejores y más serias producciones de nuestra vida mental, de las cuales no se ha hecho jamás el menor juicio. Cierto es que, fuera de lo que se produce en España […] todo es desconocido” (1950: III, 51). La culpa, de nuevo, era de España: Gloríanse los ingleses de los triunfos conseguidos por la República norteamericana […]; España no se ha tomado hasta hoy el trabajo de tomar en cuenta nuestros adelantos, nuestras conquistas, que a otras naciones extranjeras han atraído atención cuidadosa y de ellas sacado provecho. (1950: III, 50)

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Jáuregui no solo considera que la visión de Darío era afín a España, sino incluso que en “El triunfo de Calibán” se podían rastrear los intereses de la oligarquía argentina en la incorporación, por ejemplo, de la figura de Sáenz Peña. Este tipo de lecturas simplistas (como aquellas que condenan el “Canto a la Argentina” de 1910) desatienden los espacios de enunciación heterogéneos del Modernismo, que no eran los de la política estatal o las instituciones oficiales —que se apropiarían del hispanismo para los festejos nacionalistas del Centenario en 1910—. Darío escribía la mayoría de sus crónicas para La Nación: era un asalariado periodístico que debía responder a las demandas informativas (también ideológicas) de la oligarquía argentina. Esto explica bien, sobre todo, en las crónicas de España contemporánea (dedicada a Emilio Mitre, director del diario) y especialmente en aquella enviada al llegar a Madrid, la inclusión del consejo comercial agrícola-ganadero en un texto que reflexiona sobre lo que obviamente interesaba más a Darío: la situación intelectual, cultural y artística en España. El latino- o hispano-americanismo promovido por Darío en estos años era —antes que propaganda de dudosas políticas identitarias basadas en ideologías raciales— defensa de los intereses culturales y voluntad de crear un circuito más amplio de lectores, redes intelectuales que hicieran viable el ejercicio de las letras en Latinoamérica. Por otro lado, Real de Azúa ha señalado que lo hispano o lo latino, al igual que lo indígena en el Modernismo, por lo general no pasaba de ser un trasfondo decorativo “sin mucha mayor función que justificar el orgullo de lo diferencial”; la búsqueda de identidad de los modernistas fue, como precisa el crítico, elogiable aunque descaminada, en tanto también dignificaba con buena conciencia “el latente blanquismo de los niveles altos latinoamericanos” (1977a: 48). Pero fue quizá esa condenable invocación a la raza (concepto que, no por azar, comenzó a ser reemplazado por el de espíritu, más cercano al de cultura) la que aunaba a los modernistas en fines concretos. En principio, porque la defensa de la identidad hispano-/latino-americana discutía los extendidos diagnósticos pesimistas sobre el continente, tanto los positivistas en torno de la incapacidad de lo mestizo (o lo híbrido enjuiciado, como vimos, por Groussac) como los que hacia el fin de siglo presagiaban en Europa el triunfo de lo sajón o lo eslavo y la de-

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cadencia latina, que en nuestra región se confirmaba en cierto modo con el desenlace del 98. La defensa latina ante el triunfo de Calibán ofrecía además un anclaje histórico y geopolítico al imaginario crecientemente integrador del Modernismo y otorgaba mayor visibilidad a un movimiento colectivo regional, revirtiendo seculares complejos de inferioridad. Asimismo, ante el incipiente reconocimiento del valor de los latinoamericanos, la inflexión identitaria y religadora del Modernismo permitía nuevas relaciones con España, distintas de los hispanismos anteriores (y posteriores), pues sintonizaba a Hispanoamérica con las modernas corrientes literarias y la ola espiritualista europea. Los consejos darianos, oportunos al ansia de renovación de los propios españoles derrotados, y su defensa del ideal hispano, así como sus posteriores Cantos de vida y esperanza (1905) y también el Ariel (1900) de Rodó, servirían para fortalecer los niveles más materiales del intercambio para que la literatura latinoamericana también deviniera, como la carne argentina, un producto sano y nutritivo, eventualmente exportable.

2.2. En torno de Prosas profanas: la crítica americanista de José Enrique Rodó Como es frecuente en estos debates generacionales, los jóvenes asumieron la acusación como bandera y se jactaron de su tarea imitativa. (Ángel Rama, Las máscaras democráticas del modernismo, 1985)

La autorización de la escritura modernista en la asimilación de modelos y en el uso creativo de las fuentes no solo implicaba la asunción de una actitud moderna, basada en relaciones no jerárquicas con la tradición. En su prólogo a las Obras póstumas de Manuel Gutiérrez Nájera (1896), Justo Sierra contraponía la actitud selectiva de los más jóvenes al servilismo imitativo de los mayores y afirmaba: “sí, ha habido evolución y para ello la asimilación ha sido necesaria; imitar, sin escoger, casi sin conocer, primero; imitar escogiendo, reproducir el modelo,

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después, esto es lo que se llama asimilarse un elemento literario o artístico, esto hemos hecho” (cit. en Rama 1985a: 47). La “evolución” tenía que ver con una mayor emancipación respecto de las herencias coloniales, la cual era un objetivo central que aunaba los proyectos “imitativos” de los jóvenes en una búsqueda ansiosa de originalidad. Se trataba de autorizar estas literaturas surgidas en condiciones de dependencia en la apropiación de los modelos externos, defendiendo un cosmopolitismo crítico como índice de descolonización respecto de las literaturas metropolitanas. De hecho, en los programas de las revistas literarias que en el fin de siglo iban promoviendo la religación interna bajo consignas americanistas e independentistas, la relación con los mayores solía ser respetuosa y conciliadora. Por ejemplo, en “Nuestros propósitos”, afirmaban Darío y Jaimes Freyre que la Revista de América (1894) habría de “mantener, al propio tiempo que el pensamiento de la innovación, el respeto a las tradiciones y la jerarquía de los maestros” (cit. en Barcia 1968: 48). En esta dirección, el programa del joven montevideano José Enrique Rodó como fundador, junto con Víctor Pérez Petit y los hermanos Martínez Vigil, y principal redactor de la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales (1895-1897) no solo estrecha los lazos hispanoamericanos, auspiciando también una mayor confluencia con la intelectualidad española, sino que otorga a la moderna escritura latinoamericana una tradición propia con la cual asegurar la asimilación crítica de modelos. Rodó encuentra en la cultura rioplatense los principios de un americanismo literario: tanto la organización de un canon propio y una historiografía acorde con el objeto como la definición de premisas teóricas para su ejercicio y los inicios de una crítica literaria. No obstante la atención de Rodó a la producción contemporánea española, sus artículos para la revista (veintiuno en total) evidencian dos preocupaciones básicas de su tarea crítica: los alcances del Modernismo y la definición de un americanismo. Ya en su escrito del número inicial dedicado al español Federico Balart en marzo de 1895, asienta el uruguayo sus principios: el auspicio de nuevos poetas a la vez que la distancia con cierta poesía “modernísima” y la necesaria adaptación de lo foráneo a la tradición local:

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cuando las influencias de una revolución literaria atraviesan las fronteras del pueblo donde esa revolución ha tenido origen y se insinúan en la vida intelectual de otro pueblo, el movimiento a que en este último dan lugar evoca casi siempre, en los anales de la literatura propia, el precedente con que mejor pueda la nueva tendencia vincularse para imprimir en ella, en cuanto sea posible, el sello nacional. (Rodó 1957: 740)

Era, pues, relacionándose con elementos de la poesía de Góngora como el parnasianismo francés, que motivaba “las novedades métricas de [Salvador] Rueda, como en América las de Darío”, podía apropiarse en España. De todos modos, la obra de Balart era loable precisamente porque era ajena a ese moderno culto excesivo de la forma, aunque su carácter intimista y elegíaco tampoco fuera del agrado de Rodó, quien afirmaba su inclinación por “la poesía que es acción, la que, orgullosa de los timbres de su antigua tradición civilizatoria, aspira a representar en la vida de las sociedades humanas una fuerza fecunda y efectiva…” (1957: 740). El uruguayo, sin embargo, declaraba su afinidad, en el “ocaso de siglo tan lleno de incertidumbres morales”, con la “nueva e inesperada tendencia de reacción espiritual o idealista”, como podía observarse en la última novela de Galdós o en la crítica de Leopoldo Alas (1957: 743). Ya sus siguientes artículos, de marzo y abril de 1895, iban dirigidos a señalar el rumbo que la literatura latinoamericana debía seguir: el de una originalidad fundada sobre la propia tradición. En “Juan María Gutiérrez. (Introducción a un estudio sobre literatura colonial)”, Rodó no solo exploraba los orígenes de la actividad literaria en América, sino que hallaba su precursor: Gutiérrez era el iniciador por antonomasia, con él nacía la crítica literaria, una función del pensamiento casi sin precedentes en el Río de la Plata. Vinculada su labor con la de la prensa, que precisamente del lado oriental comenzaba con el periódico El Iniciador en 1838, Gutiérrez encarna el ideal conciliatorio de la crítica americanista de Rodó: la veneración por la tradición y el legado de los mayores y “la más alta cualidad de la crítica”, la libertad de criterio. Su virtud era la de franquear “los horizontes de su inteligencia a lo que el poeta llama ‘los cuatro vientos del espíritu’”, puesto que

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en la aleación del alma del crítico grande y generoso es indispensable elemento una porción de aquella sustancia etérea, vaga, dotada de infinita elasticidad, sensible y dócil a la presión de todos los resortes humanos, fácilmente adaptable a las más opuestas manifestaciones del pensar y el sentir, que veía el gran estético de la Enciclopedia en el alma multiforme del cómico. (Rodó 1957: 747)

Esa flexibilidad era la que explicaba la tarea de rescate por parte de Gutiérrez de páginas desconocidas o desdeñadas de la historia colonial, valorando “todo aquello que significase un rasgo de espontaneidad o atrevimiento de la inteligencia americana” (1957: 748). La fórmula de inteligencia americana implicaba el amplio concepto de Rodó de “El americanismo literario”, definido bajo ese título, en su primer artículo (de una serie de tres) en julio de 1895. Rodó se distanciaba allí de la generalizada y “limitada acepción” del americanismo como reducción a temas o leyendas nativas. Si bien el carácter nacional podía reivindicarse a través del recurso a la naturaleza, las costumbres y las tradiciones, su exageración podía llevar a los extremos del “regionalismo infecundo y receloso que sólo da de sí una originalidad obtenida al precio de incomunicaciones e intolerancias”. Rodó exponía con claridad su concepción del americanismo: En la expresión de las ideas y los sentimientos que flotan en el ambiente de una época y determinan la orientación de la marcha de una sociedad humana; en el vestigio dejado por una tendencia, un culto, una afección, una preocupación cualquiera del espíritu colectivo, en las páginas de una obra literaria, y aun en las inspiraciones del género más íntimo e individual, cuando, sobre la manifestación de la genialidad del poeta se impone la de la índole afectiva de su pueblo o su raza, el reflejo del alma de los suyos, puede buscarse no menos que en las formas anteriores la impresión de ese sello característico. —Por otra parte, no es tanto la forzada limitación a ciertos temas y géneros, como la presencia de un espíritu autónomo, de una cultura definida, y el poder de asimilación que convierte en propia sustancia cuanto la mente adquiere, la base que puede reputarse más firme de la verdadera originalidad literaria. (1957: 768, énfasis mío)

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El uruguayo entendía que la obra de Gutiérrez era iniciadora de ese espíritu americanista, el cual observaba en la generación del 37 en su conjunto y especialmente en el bien llamado El Iniciador, cuyo proemio había sido escrito por el uruguayo Andrés Lamas, como reseñaba Rodó en sus tres entregas de 1896: “‘El Iniciador’ de 1838. Andrés Lamas-Miguel Cané”.10 Allí volvía Rodó a alabar las dotes críticas de Gutiérrez, su sens de nuances y su “insaciable curiosidad” (1957: 830), que, junto con su americanismo, se reflejaba también en los Estudios biográficos y críticos sobre algunos poetas sudamericanos anteriores al siglo xix (1865), donde valoraba figuras señeras como sor Juana —en el fin de siglo, como vimos, aún desdeñada por Groussac—. Dicho esto, tampoco Rodó podía hallar en la generación de Gutiérrez mucho más, pues “la idea de la emancipación se confundía, para los que la propagaban, con la idea y los ejemplos del romanticismo”. En “El americanismo literario”, Rodó postulaba una consigna básica que no había sido de hecho vehiculizada por la generación del 37, importadora de nacionalismos románticos, pero que convertía en tradición americana: Una cultura naciente sólo puede vigorizarse a condición de franquear la atmósfera que la circunda a los “cuatro vientos del espíritu”. La manifestación de independencia que puede reclamársele es el criterio propio que discierna, de lo que conviene adquirir en el modelo, lo que hay de falso e inoportuno en la imitación. (1957: 768)

La cuestión, contemporáneamente en debate a raíz del supuesto galicismo mental de Darío y el exceso de afrancesamiento de sus seguidores, resultaba, obviamente, una preocupación modernista. Mientras los hispanoamericanos atendían a todo lo valioso que pudiera

10 La admiración de Rodó por la generación del 37 era parte de la herencia familiar. Su padre, el catalán José Rodó y Janer, comerciante y perteneciente a la burguesía culta, se había vinculado con los emigrados argentinos. Tenía en su biblioteca sus obras y las colecciones de El Comercio del Plata y El Iniciador, junto con clásicos como Dante, Quevedo, Cervantes y Santa Teresa (véase Rodríguez Monegal (1957a: 19-21)).

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proceder de ultrapuertos, los españoles, cuyos criterios de consagración empezaban a discutirse, eran reacios a aceptar los beneficios del cosmopolitismo moderno. Jacinto Benavente, en un artículo de 1902 sobre “Ibsen” publicado en la madrileña Revista Ibérica, se preguntaba por qué se iba a buscar en literaturas extrañas y casi desconocidas, como la noruega y la rusa, no sé decir si una literatura joven y vigorosa que fecunde la nuestra envejecida, si estudio interesante de pueblos y literaturas, casi ignorados, o capricho de extravagancias y novelerías. A este último propósito me atengo; y hoy por hoy, juzgo que, sólo de ocasión y por antojo de estómago estragado, figuran en la cocina literaria europea el caviar noruego y la ensalada rusa… (cit. en Gullón 1980: 486-487)

Son, obviamente, más conocidas las prevenciones de Unamuno y Valera respecto de las galomanías darianas, pero lo que interesa destacar es que tales posiciones entrañaban formas de autorización de la literatura latinoamericana, si no colonialistas, por lo menos deudoras del nacionalismo romántico. Al igual que Groussac —quien, como vimos, aconsejaba buscar la originalidad en la materia nativa—, Unamuno, al expedirse “Sobre la literatura hispanoamericana” en su primera colaboración con La Nación (mayo de 1899), recomendaba a los hispanoamericanos cultivar los “temas de su huerto” y que le hablasen del gaucho, del estanciero y del colono, “de todo, en fin, lo que constituye la vida americana, y no de delicuescencias traducidas del francés…” (1961: 77). Rodó, por su parte, intentaba aunar posturas en su ideal de americanismo, teorizando una asimilación crítica de las modernas corrientes pero a la vez reivindicativa de los legados nativos. Encontraba un modelo en el espíritu conciliador de Juan María Gutiérrez, quien había conjugado el novedoso romanticismo de Echeverría con antiguos modelos literarios como el clasicismo (1957: 746). El empeño de Rodó en fortalecer las redes de la ‘inteligencia latinoamericana’ explicaba su propio espíritu conciliador; mientras el uruguayo escribía sus artículos sobre la generación del 37, auspiciaba toda empresa de integración: en abril de 1896, por ejemplo, saludaba a la Revista Literaria

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de Buenos Aires y le dirigía una carta a su director, Manuel Ugarte, donde subrayaba la importante función de revistas y periódicos “por la unidad de América”, anticipando ya su concepción de la “Magna Patria”, que luego convertiría en propaganda por la unión política hispanoamericana.11 Rodó señalaba, asimismo, la ventaja que tenían los porteños “por el centro en que escriben” y recordaba, una vez más, la labor de Gutiérrez en pos de “la unificación intelectual de los pueblos del Nuevo Mundo” (1957: 811). Rodó estimaba tanto al argentino que para El mirador de Próspero (1913) refundiría bajo un solo título, “Juan María Gutiérrez y su época”, todos los artículos dedicados a la literatura rioplatense, reconociendo además el impulso adquirido por Montevideo gracias a la acción intelectual de los allí exiliados. Al mismo tiempo, el crítico celebraba en la revista todo lo que proveniente de España pudiera coadyuvar a su ideal americanista, por ejemplo, en su artículo “Menéndez Pelayo y nuestros poetas” (febrero de 1896), el último tomo de la Antología de líricos americanos realizada por el español. Rodó se atrevía a criticarle algunos aspectos, pero agradecía la obra “de positiva significación para el afianzamiento de la amistad de nuestros pueblos con la metrópoli”, la cual podía recuperar “gran parte del influjo perdido” (1957: 809). Aunque declaraba su respeto por el liderazgo peninsular, Rodó llevaba el agua hispana para su propio molino de vientos renovadores, estimando que el intercambio y las correspondencias intelectuales eran “vínculos más fuertes, más seguros, que los que pueden originarse de la organización oficial 11 El ideal de unión continental, constitutivo del americanismo político de Rodó, sería proclamado, sobre todo, a partir de 1910, con las celebraciones del Centenario y sus posteriores ensayos sobre Bolívar y Montalvo, publicados en El mirador de Próspero (1913). Estos, en la estela de De los héroes (1841) de Carlyle y de los Hombres representativos (1850) de Emerson, encierran una teoría de lo heroico que en América se distinguiría como acción por la unión americana; en “Montalvo”, a su vez, lo heroico es directamente proporcional a las dramáticas condiciones del escritor en América: “sólo a dura costa, y con ayuda de amigos, pudo dar a luz las entregas de El Cosmopolita. […] para las altas cosas del espíritu, toda esta América española ha sido, en escala mayor, soledad de villorrio, como la del rincón aquel donde Montalvo compuso la más difícil de sus obras, ¡sin trato con semejantes y sin libros! …” (1957: 590).

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y artificiosa de las instituciones que velen en cada zona de la vasta unidad castellana, a modo de vestales, por la integridad, o la inmovilidad, de la lengua” (1957: 810). Rodó señalaba la importancia de la comunicación transatlántica del modo en que era auspiciada por Menéndez Pelayo, Castelar y Valera, mientras contemporáneamente enviaba su producción a otros españoles como Rafael Altamira y Leopoldo Alas, a quien había dedicado un estudio en la Revista Nacional: “La crítica de ‘Clarín’” (abril y mayo de 1895). Allí insistía en la “ansiedad de cosas nuevas que flota” (1957: 758), anticipando el tema de “El que vendrá”, su ensayo de junio de 1896 que integraría la primera parte de su serie “La vida nueva”. Rodó, al recibir de Alas una respuesta generosa, aprovechó para enviarle una segunda carta con otros ensayos, para los cuales pedía benevolencia desde una posición discipular, mientras expresaba sus deseos de estrechar lazos con los españoles:12 En el ambiente ingrato para todas las manifestaciones desinteresadas de la labor intelectual, de estas democracias inquietas y mercantilizadas, una palabra de aliento que venga de quienes significan y valen lo que Ud. decide a menudo la constancia de una vocación combatida por la ausencia de estímulos y esperanzas. (1957: 1261)

A su vez, en La Saeta de Barcelona (febrero de 1897), Clarín acordaría con el ideal de unión entre españoles e hispanoamericanos, “que

12 Rodó se aplicó desde un principio a una verdadera política de religación cultural y de autopromoción de sus escritos, enviando sus textos a los principales escritores de España y América. Rodríguez Monegal ordena su Correspondencia (Obras Completas) en tres series, insertas en un estudio de las relaciones con sus corresponsales, de acuerdo con tres etapas: la de sus inicios (hasta 1900), “la de su fama y proselitismo americanista intenso” (1900-1910) y “la de su creciente indiferencia” (hasta su muerte en 1917). En el primer grupo se incluyen comunicaciones con escritores ya establecidos (como Leopoldo Alas), frente a quienes la actitud de Rodó es de una “justificable sumisión” (1957b: 1259). En verdad, el respeto por la opinión de los españoles y el intento de conciliación con estos, a veces extremo, puede observarse también en su correspondencia con coetáneos como Unamuno.

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podría preparar lazos políticos y económicos futuros”; pero promocionaría la obra crítica de Rodó nada menos que por su distancia “de esas pestes pegajosas que tantos y tantos escritores jóvenes americanos llevan de París a su tierra”, porque el uruguayo reconocía, según Clarín, “que el jugo de las letras hispanoamericanas debe tomarse de la tradición española” (cit. en Rodó 1957: 737). El artículo fue reproducido en la Revista Nacional, ya que la firma de Alas sin duda era una marca de legitimación (tres años más tarde, su ensayo sobre Ariel, publicado en El Imparcial de Madrid e incorporado como prólogo a la segunda edición de 1900, consagraría definitivamente a Rodó como autor). No obstante, allí Clarín efectuaba una evidente lectura errónea de Rodó cuando lo afiliaba únicamente con la tradición española. En su respuesta, el uruguayo aclara su posición, auspiciosa de una religación con España pero abierta a los influjos cosmopolitas (cuidadosamente asimilados), y perfila su concepto de modernismo, el cual intenta encauzar en lo que venía definiendo desde 1895 en su revista como una fuerza civilizadora y fecunda, la conciliación del “didacticismo” de los poetas y la independencia del arte, “la libertad, que Heine proclamó irresponsable, de su genio y de su inspiración” (1957: 800-801). El borrador de la carta de Rodó a Clarín está fechado en junio de 1897: [L]os que vemos en la inquietud contemporánea, en la actual renovación de las ideas y los espíritus algo más, mucho más, que ese prurito enteramente pueril de retorcer la frase y de jugar con las palabras a que parece querer limitarse gran parte de nuestro decadentismo americano, tenemos interés en difundir un concepto completamente distinto del modernismo como manifestación de anhelos, necesidades y oportunidades de nuestro tiempo, muy superiores a la diversión candorosa de los que se satisfacen con los logogrifos del decadentismo gongórico y las ingenuidades del decadentismo azul. (1957: 1261-1262)

A pesar del talante concertador de Rodó, en su respuesta de agosto de 1897 Alas vuelve a mostrarse como un árbitro difícil de convencer, manifestando haber encontrado en los últimos números de la revista “demasiado azul, y excesiva intervención de esos señoritos que Ud. llama, con gracioso eufemismo, candorosos…” (cit. en Rodó 1957:

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1262). Por el mismo mes, Rodó publica “Un poeta de Caracas”, sobre el venezolano Andrés Mata, donde se distancia otra vez del candoroso azul y se evidencia ya su gran admiración por Darío. Rodó pide a la poesía hispanoamericana “solidaridad y relación con las palpitantes oportunidades de la vida y los altos intereses de la realidad”, pero ahora asocia el valorado dictum de Heine con la libertad de Darío: A Rubén Darío le está permitido emanciparse de la obligación humana de la lucha, refugiarse en el Oriente o en Grecia, madrigalizar con los abates galantes […]. Una individualidad literaria poderosa tiene, como el verdadero poeta según Heine, el atributo regio de la irresponsabilidad. —Sobre los imitadores debe caer el castigo. (Rodó 1957: 847)

Cuando Rodó le escribe a Alas en septiembre, no claudica en sus posturas cada vez más consolidadas: primero, insiste en su afán religador, agradeciendo sus palabras sobre la Revista y mostrándose satisfecho por “haber contribuido un poco a dar a conocer las aspiraciones y las tendencias de la nueva generación americana y haber llevado su grano de arena a la grande obra de la unidad y fraternidad de los pueblos de habla española”. Luego, para tranquilizar a Clarín, vuelve a asentar su desvío del azul, pero sin abdicar de la búsqueda de renovación: le envía, además, su propia producción modernista, el primer opúsculo de La vida nueva, con el “anhelo de encauzar al modernismo americano dentro de tendencias ajenas a las perversas del decadentismo azul… o candoroso según Ud. y yo hemos convenido en llamarle, valiéndonos, como Ud. dice, de un eufemismo” (1957: 1262). Rodó se reafirma así como un crítico conciliador, pero, ante todo, como un crítico fuerte que no se deja ahogar por los juicios autorizados. Su noción de modernismo continuaba, por un lado, la aptitud asimilativa de Darío cuando, en lugar de denominar el movimiento según alguna de las estéticas europeas, recurrió al “término de uso más generalizado […] para abarcar los múltiples aspectos de la renovación en curso: modernismo” (Rama 1985a: 63). Por otro lado, los opúsculos de La vida nueva eran concebidos como un verdadero clinamen (Bloom), puesto que un movimiento de desvío correctivo del azul era necesario para habilitar el propio curso de su escritura.

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El “Propósito” de la colección reeditaba las ideas estéticas de Rodó y su modelo de crítico literario, cuya amplitud y elasticidad evocaban “el alma multiforme del cómico” y quien debía aspirar a “la ciudadanía de la ciudad ideal que imaginaron en Weimar los dos geniales colaboradores de Las horas y a la que debía llegarse por la armonía de todos los entusiasmos y la reconciliación de todas las inteligencias” (Rodó 1957: 145-146). En las afiliaciones con Goethe y Schiller, amén de la manifiesta actitud occidentalista de Rodó, llama la atención el interés del uruguayo por el espíritu asociativo y el diseño utópico de una ciudad solo hecha de Weltliteratur y de aquellas máscaras democráticas tan bien analizadas por Ángel Rama (1985a), disponibles para novedosas y personalísimas figuraciones autorales (el crítico como cómico). El primer opúsculo de La vida nueva, publicado en 1897, está integrado por dos ensayos publicados el año anterior en la Revista Nacional: “El que vendrá” y “La novela nueva”. Ambos están signados por la experiencia de la modernidad democrática y las nuevas pautas de producción; en ambos Rodó se pliega a los principios del modernismo, aquellos tres rasgos con que Federico de Onís caracterizara la época: el subjetivismo, el afán de libertad y la voluntad de innovación (cfr. Rama 1985a: 27). Pero es, sobre todo, en “El que vendrá”, el ensayo que consagra a Rodó como crítico y fino maestro del estilo, donde pueden leerse los síntomas del proceso de secularización que Gutiérrez Girardot (1983) estima decisivo para comprender el período. En el texto, una “conciencia acongojada” describe un paisaje condicionado por la crisis de los absolutos y la ausencia de modelos literarios luego del primado del Positivismo. En sintonía con el Gotterdämmerung que recorre Europa, Rodó afirma: “La vida literaria, como culto y celebración de un mismo ideal, como fuerza de relación y de amor entre las inteligencias, se nos figura a veces próxima a extinguirse” (1957: 146). La inquietud no es otra que la ya expresada por Martí en 1882 en su “Prólogo” al “Poema al Niágara”. Escribe Rodó: Ya no se profesa el culto de una misma Ley y la ambición de una gloria que ha de ser compartida, sino la fe del temperamento propio y la teoría de la propia genialidad. Ya no se aspira a edificar el majestuoso alcázar donde una generación de hombres instalará su pensamiento, sino la

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tienda donde dormir el sueño de una noche, en tanto aparecen los obreros que han de levantar el templo cuyos muros verán llegar el porvenir […]. Los cenáculos, como legiones sin armas, se disuelven; los maestros, como los dioses, se van… (1957: 149)

El mismo ensayo acusa recibo del imperio del individualismo y de la búsqueda de un estilo personal y constituye una de aquellas “pequeñas obras fúlgidas” a las que Martí se refiriera en el “Prólogo”. Genéricamente difusa entre la descripción, el relato histórico y la profecía, la prosa poemática de Rodó es crítica de artista: como tal, más apta para expresar el sentimiento idealista del “‘yo’ proscripto —dice Rodó— por los que no quisieron ver ‘sino lo que está del lado de fuera de los ojos’” (1957: 147). Como señala Arturo Ardao, en el contexto general de rechazo al racionalismo cientificista difundido desde Europa, la primera manifestación uruguaya de la renovación antipositivista fue precisamente la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, la cual se abría a los representantes del espiritualismo —Verlaine, Mallarmé, Ibsen, Nietzsche, Tolstoy, D’Annunzio— y donde Rodó se destacaba como el “más joven y lúcido de los redactores” (1950: 259). En “El que vendrá”, el uruguayo ofrecía una historiografía estetizada de todas las tendencias europeas: luego de la “última gran protesta” naturalista, el impasible Arte por el Arte y el Parnaso de Gautier habían dejado un legado semejante a una ciudad “toda de mármol y de bronce, toda de raros estilos y de encantadoras opulencias, pero en la que sólo habitan sombras heladas y donde no se escucha jamás, ni en forma de clamor, ni en forma de plegaria, ni en forma de lamento, la palpitación y grito de la vida”. Luego habían aparecido “multitud de profetas” simbolistas, decadentistas, blasfemos, todos ellos eran hoy seres aislados, como los héroes de Ibsen (Rodó 1957: 148). Ante esta crisis —figurada con imágenes muy cercanas a las de Martí en “Amor de ciudad grande”—, el prosista advierte una “ansiedad de algo más grande, más humano, más puro”, hasta convertir su crítica literaria en sermón, con la fe en el que vendrá, y adoptando la misma máscara del profeta que lo anuncia: “Y se aquietarán bajo tus pies las olas de nuestras tempestades…” (Rodó 1957: 150). Índice del fenómeno de racionalización de la vida que, como bien ha explicado Gutiérrez Girardot en Modernismo, consistió en la des-

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miraculización del mundo (Weber) con la consiguiente resacralización de elementos profanos, el espiritualismo mesiánico del ensayo de Rodó adquiere tonos evangélicos cuanto más se acerca el final: Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido. […] y cuando dejamos pasar sin séquito al maestro que nos ha dirigido su exhortación sin que ella moviese una onda obediente en nuestro espíritu, es para luego preguntarnos en vano, con Bourget: “¿Quién ha de pronunciar la palabra de porvenir y de fecundo trabajo que necesitamos para dar comienzo a nuestra obra?”. (Rodó 1957: 150)

Ante el individualismo reinante, Rodó proponía rehabilitar la acción heroica que admiraba en la generación del 37. Ángel Rama ha distinguido allí una vocación política, una función ideologizante, abastecida en los modelos de los maîtres penseurs franceses (Renan, Guyau, Bourget), que, al declinar la religión, laicizaron su mensaje sustituyendo a los sacerdotes en la conducción espiritual. Según Rama, los ideólogos como Rodó potenciaban de esta forma la “larga tradición redentorista del letrado americano” (1995: 90). No obstante la presencia residual de esta tradición, la de Rodó era una respuesta literaria que ya no se identificaba con los discursos del poder. Que “El que vendrá” constituía una solución simbólica a los efectos de la secularización que ponía en entredicho la función de los poetas, una opción estética emergente (y una máscara) entre otras, puede verificarse en la recepción que hizo del opúsculo el también modernista Julio Herrera y Reissig, quien se burló de la “ingenuidad” de Rodó en dar a entender “que la Humanidad desalentada espera su salvación de un poeta o de un novelador”. Lo raro no era la esperanza en nuevos conductores laicos, sino el pensar que, antes que filósofos o sociólogos, los “iluminados” del siglo xx serían los literatos, “que adormecerán con su nephente milagroso las desventuras humanas”.13 13 El texto de Herrera y Reissig pertenecía al inédito Parentesco del hombre con el suelo y no fue conocido por Rodó (véase Rodó 1957: 144-145).

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En “La novela nueva”, a su vez, Rodó aprovechaba una polémica de Carlos Reyles con Valera para manifestar su espíritu renovador, el cual, en el opúsculo siguiente dedicado a Prosas profanas, definitivamente llamará “modernista”. Aunque Rodó repite sus objeciones al modernismo ‘superficial’, prevalece su reedición de los ideales cosmopolitas y modernos de su americanismo: “las fronteras del mapa no son las de la geografía del espíritu, […] la patria intelectual no es el terruño” (1957: 152). El modelo es nuevamente el de la ciudad ideal de Goethe y Schiller, y Rodó se autoriza en el sincretismo de un arte dinámico: “las sucesivas transformaciones literarias no se desmienten: se esclarecen, se amplían; no se destruyen ni anulan: se completan” (1957: 154). El ars combinatoria de Rodó, y su capacidad de digestión de las ideas filosóficas y literarias que jalonaran el xix, tiene ciertamente demasiado en común con la alquimia poética de Darío. Rodó también es un ansioso de influencias, como su tan admirado Goethe, quien consideraba, nos recuerda Bloom, que “sólo haciendo que las riquezas de los demás se vuelvan nuestras podemos darle algo grande al mundo” (1991: 64). De allí que para Rodó el estancamiento de la literatura española fuera visible en la lírica y no, como creía Reyles, en la novela, que sí adoptaba “rumbos nuevos”. En Latinoamérica, a su vez, encuentra Rodó que el “americanismo estrecho” del “hijo fiel de nuestra América” debe ser superado por el “ciudadano de la cultura universal […] el discípulo de Renan o de Spencer, el espectador de Ibsen, el lector de Huysmans y Bourget”. Entre los nuevos maestros, como se ve, los españoles brillan por su ausencia. Rodó responde implícitamente a quienes aconsejan el jugo de la tradición hispana y aclara que todo propósito de autonomía literaria debe atender a la “vinculación fundamental […] con el de los pueblos a quienes pertenece el derecho de la iniciación y de la dirección, por la fuerza y la originalidad del pensamiento”. Un principio, sin duda, solo concebible en literaturas dependientes, pero que entonces deviene un comienzo de descolonización. Esto resulta obvio para Rodó, quien hacia el final define lo que debe ser la ‘joven’ literatura latinoamericana anticipando la importancia dada a la noción de juventud en Ariel, su tercer opúsculo de La vida nueva. Rodó acuerda con la idea de que tanto América como

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su literatura son jóvenes, pero no por eso necesitan de esos “guardas” que, atribuyendo a la juventud un “candor primitivo”, la apartan de lo que consideran malas influencias de la literatura extranjera. Contra “cierta idea de la acepción intelectual de la juventud, y la idea, vulgar también, de la salud literaria” (1957: 158), Rodó perfila su ideal de americanismo y cuestiona a quienes, como Max Nordau, predican la sencillez “frente a la voz de nuestras íntimas contradicciones”. El uruguayo, sin duda atraído por Los raros de Darío, declara: “nuestra sinceridad revelará en nosotros, más que cosas sencillas, cosas raras. […] Generaciones complejas por la composición de una idealidad indefinible, por la intensidad de la vida intelectual, darán de sí naturalmente un arte complejo” (1957: 158). ¿Por qué, entonces, cuando Rodó se aproxima al arte ciertamente complejo de Darío, funda ese comienzo (uno de los comienzos de la crítica latinoamericana más recordados): “No es el poeta de América”? El ensayo “Rubén Darío. Su personalidad literaria. Su última obra”, publicado como segundo opúsculo de La vida nueva en 1899, consagró definitivamente a Rodó como crítico y a Darío como poeta. Ninguna de estas consagraciones se debió, por supuesto, a esa ambigua evaluación del inicio. Lo central era que el uruguayo no solo establecía, a partir de ese principio, la fortaleza efectiva de Darío como poeta, sino también la suya propia como crítico y su futuro curso como escritor. Rodó, además, consolidaba el Modernismo, porque ahora este era asumido y rectificado en “concepciones más altas”, sin duda más oportunas en el contexto pos-98. En uno de los pasajes más citados, declaraba: Yo soy un modernista también; yo pertenezco con toda mi alma a la gran reacción que da carácter y sentido a la evolución del pensamiento en las postrimerías de este siglo; a la reacción que, partiendo del naturalismo literario y del positivismo filosófico, los conduce, sin desvirtuarlos en lo que tienen de fecundos, a disolverse en concepciones más altas. Y no hay duda de que la obra de Rubén Darío responde, como una de tantas manifestaciones, a ese sentido superior; es en el arte una de las formas personales de nuestro anárquico idealismo contemporáneo; aunque no lo sea —porque no tiene intensidad para ser nada serio— la obra frívola

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y fugaz de los que le imitan, el vano producir de la mayor parte de la juventud que hoy juega infantilmente en América al juego literario de los colores. (1957: 187)

Muchas han sido las lecturas que interpretaron la opinión de Rodó sobre lo que en el opúsculo denomina el “antiamericanismo involuntario” de Darío como un pedido romántico de color local,14 pero de ningún modo Rodó contradecía sus anteriores ideas sobre “americanismos estrechos”; comenzaba aclarando que se hacía eco de una conversación en la cual las palabras tenían “un sentido de reproche”. Por el contrario, él no consideraba el antiamericanismo como “una condición de inferioridad literaria”, sino como una consecuencia de la situación intelectual de Hispanoamérica, aún carente de posibilidades para un arte “en verdad libre y autónomo”. Agregaba: Pero así como me parecería insensato tratar de suplirlo con la mezquina originalidad que se obtiene al precio de la intolerancia y la incomunicación, creo pueril que nos obstinemos en fingir contentos de opulencia donde sólo puede vivirse intelectualmente de prestado. Confesémoslo: nuestra América actual es, para el Arte, un suelo bien poco generoso. Para obtener poesía, de las formas cada vez más vagas e inexpresivas de su sociabilidad, es ineficaz el reflejo; será necesaria la refracción en un cerebro de iluminado, la refracción en el cerebro de Walt Whitman. (1957: 165)

Rodó, de hecho, disculpaba a Darío por no ser “el poeta de América” y traducía sus ideas: era Darío quien, en las “Palabras liminares” de Prosas profanas, descreía de la existencia de una poesía moderna americana, exceptuando la del “demócrata” Whitman, la cual tampoco era juzgada según los parámetros de un estrecho americanismo. Para Darío, si había poesía en nuestra América, esta se encontraba “en Palenke

14 Entre la larga serie de recepciones equívocas, baste mencionar como ejemplo la temprana del dominicano García Godoy en su Americanismo literario (1917), que creía concordar con Rodó al afirmar que Darío no era el poeta de América, dadas sus “modalidades exóticas que no se compadecen con formas muy características de la vida regional americana” (1917: 88, énfasis mío).

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y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro” (1985: 180). Rodó, por su parte, afirmaba que solo quedaban dos motivos de inspiración: “nuestra Naturaleza soberbia, y las originalidades que se refugian, progresivamente estrechadas, en la vida de los campos” (1957: 165). Así como Darío, al final de “Los colores del estandarte”, expresaba su anhelo por “nuestro Walt Whitman indígena, lleno de mundo, saturado de universo” (1938a [1896]: 123), Rodó esperaba a “El que vendrá” y en el opúsculo sobre Prosas profanas aconsejaba a los poetas que renunciaran a un “verdadero sello de americanismo original”. Sin duda, Rodó reconocía la dificultad de los comienzos en condiciones de dependencia, el casi irresoluble problema de “vivir intelectualmente de prestado” y aspirar a la originalidad, pero también la tensión entre la integración a un circuito internacional, que requería ser modernos, y la necesidad de responder a las demandas del propio, y precario, entorno. La solución del problema, pues, podía postergarse. Ni siquiera, para Rodó, valía la pena atender a “cierta impresión de americanismo en los accesorios”: “aun en los accesorios dudo que nos pertenezca colectivamente el sutil y delicado artista de que hablo” (1957: 165). Darío demostraba cierta “originalidad” del modo en que esta había sido postulada por Rodó en “El americanismo literario”: un espíritu autónomo, poder de asimilación, pero no el “sello característico” de una cultura definida, porque esta, para Rodó, aún no existía. Ángel Rama, sagaz crítico de Darío, al abordar el problema del americanismo ofrece en Las máscaras democráticas del modernismo una lectura desacertada del opúsculo, además de injusta en demasía con Rodó, a quien describe como un “visible provinciano”, encandilado por la ‘Ciudad Luz’ (1985a: 185). En su afán de salvar el Modernismo dariano de las inculpaciones de la ortodoxia marxista (como las del cubano Juan Marinello), Rama arremete contra la recepción de Rodó porque entiende que allí se encuentra el principio de todas las condenas posteriores. Esto, que si fuera cierto confirmaría la fuerza de Rodó como crítico, no lo es en los términos en que lo plantea Rama. Según Rama, el pensamiento colonizado de Rodó lo llevó a asumir de modo acrítico las teorías positivistas de Buckle (sus concepciones sobre la determinación del clima) y de Taine (quien amplió los factores a raza,

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medio y momento). A partir de tales proposiciones, que relegaban a la periferia a ser proveedora de exotismos, como bien apunta Rama, “no solo el arte de Rubén Darío habría de resultar inubicable e incomprensible, sino toda la literatura de la América tropical”, y también la de Rodó (1985a: 176-177). En línea con Zum Felde en su Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura (1930), Rama desatiende, así, las obvias diferencias que Rodó —al contrario, por ejemplo, de Groussac— establece con los nacionalismos y criollismos y con quienes predicaban —como vimos— sencilleces primitivas. (Por otra parte, su posterior Proteísmo resulta una rotunda negación de cualquier tipo de determinismo). En las “Palabras liminares”, el propio Darío había afirmado que, aun si hubiera en él alguna gota de sangre africana o indígena, no valía la pena su rastreo: en sus Prosas solo se hallarían “princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles” (1985: 180). En su opúsculo sobre Darío, pues, Rodó descarta de plano los métodos de Buckle y Taine: Ignoro si algún espíritu zahorí podría descubrir, en tal o cual composición de Rubén Darío, una nota fugaz, un instantáneo reflejo, un sordo rumor, por los que se reconociera en el poeta al americano de las cálidas latitudes, y aún al sucesor de los misteriosos artistas de Utlatán y Palenke; como, en sentir de Taine, se reconoce —comprobándose la persistencia del antiguo fondo de una raza— al nieto de Néstor y de Ulises en los teólogos disputadores del bajo Imperio. Por mi parte, renuncio a tan aventurados motivos de investigación, y me limito a reiterar mi creencia de que, ni para el mismo Taine, ni para Buckle, sería un hallazgo feliz el de tal personalidad en ambiente semejante. (1957: 165, énfasis mío)

Darío, evidentemente, no era el poeta de América que las burguesías literarias esperaban. Su poesía, empero, era para Rodó un hallazgo sumamente feliz: “Habíamos tenido en América poetas buenos, y poetas inspirados, y poetas vigorosos; pero no habíamos tenido en América un gran poeta exquisito”. Fascinado con ese nuevo haber que ubicaba a la poesía hispanoamericana en un puesto de avanzada, Rodó afirma que Darío no solo no se parecía en nada a las ante-

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riores explosiones salvajes del pensamiento americano; tampoco era fruto fácil de hallar “dentro de la moderna literatura española, el de la exquisitez literaria; entendiendo por tal la selección y la delicadeza que se obtienen a favor de un procedimiento refinado y consciente” (1957: 166). Si Groussac, como vimos, en su lectura de Prosas condenaba al arte americano, tanto del Norte como del Sur, a la nulidad, puesto que el “carbono puro” o verdadero “genio” aún no se había encontrado en los “terrenos de aluvión” (1897: 158), Rodó, por el contrario, hablaba de la “organización de poeta” que había nacido, “como nace, de la cristalización del carbono puro, la piedra incomparable” (1957: 168). No se trataba tampoco de la aparición de un genio: “los románticos —dice Rodó— pusieron excesivamente en boga entre nosotros las abstracciones de cierta psicología estética que atribuía demasiada realidad al mito del ‘numen’. Se creía con una candorosa buena fe en la inspiración que desciende…” (1957: 166). La poesía de Darío era meritoria precisamente porque evidenciaba erudición y trabajo; por eso también se distinguía del “juego de los colores” de sus imitadores. Rodó se encontraba tentado de imitar él mismo a Darío: “Tocar así la obra del poeta, para describirla, como un cuadro, con arreglo a un procedimiento en que intervenga cierta actividad refleja de la imaginación, ¿es un procedimiento legítimo de crítica?” (1957: 172). El uruguayo ya había afirmado en un artículo previo en la Revista Nacional (“Sobre un libro de versos”, 1896) que la crítica era el “homenaje tributado a la superioridad jerárquica de los que crean sobre los que analizan” (1957: 814), lo cual no implicaba que esta no fuera un género artístico que también debía lidiar con la insuficiencia de la palabra. Para el “juez literario”, el tormento de traducir en vocablos ciertos matices y delicadezas podía ser aun mayor. Por eso, en sus “Notas sobre crítica” de 1896 citaba a Clarín: “La crítica debiera auxiliarse a veces de la música” (1957: 803). Ahora, copiando el estilo de las Prosas, esa música lo auxiliaba. Y, cuando ello no bastaba, la sentencia de Rodó resultaba liberadora: “A las veces, transcribir es una manera de juzgar” (1957: 183). Sin complejos, el crítico se mimetizaba entonces con el estilo dariano; como puntualizara hace tiempo el editor de sus Obras completas, Rodó hacía “espejear, con una prosa crítica que refleja la

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écriture artiste de los simbolistas, la poesía de Darío” (Rodríguez Monegal 1980: 434). Rodríguez Monegal acierta al afirmar que, habiendo estado Rodó en su iniciación más cercano a la tradición española y a la ensayística hispanoamericana, Prosas profanas lo hechizó. Desde el comienzo del opúsculo Rodó se muestra concordante con “la personalidad literaria” de Darío, aunque esto no lo lleva a anular la suya propia. Por otra parte, Prosas profanas lo obligaba a reelaborar sus ideas sobre el Modernismo, porque el poeta de 1896 superaba para Rodó al de Azul y, así, a la “revolución” de la prosa, se sumaba la revolución de la lírica (1957: 170). Ya en sus “Notas sobre crítica” se había referido Rodó a la rectificación como uno de los mejores índices de la elasticidad necesaria al crítico. Por eso, quien antes defendía la autonomía del arte sin abdicar de la lucha y la acción, ahora, en vista de la obra originalísima de Darío, afirmaba de modo rotundo que “poesía que lucha no puede ser poesía que cincela” (Rodó 1957: 166). En relación con las “visiones imposibles” del cosmopolitismo dariano, las “dos patrias” del poeta (la Francia del xviii, la Hélade clásica) constituían maravillas, y Rodó se adjudicaba la virtud “literariamente cardinal” de la amplitud: “Soy un dócil secuaz para acompañar en sus peregrinaciones a los poetas, adondequiera que nos llame la irresponsable voluntariedad de su albedrío; mi temperamento de Simbad literario es un gran curioso de sensaciones…” (1957: 171). Rodó no creía en la “pureza de la imitación auténtica”, sino en el poder sugeridor de esos dioramas que proveía la historia universal (vale decir, la historiografía burguesa europea): “Los mitos clásicos ¿no son hoy mismo objeto de una tenaz evocación que puebla de imágenes y símbolos el fondo poético de la decadencia europea?” (1957: 179). Rodó claramente asumía el universalismo que, según Rama, acarreaba la tarea exegética del Modernismo sobre los textos occidentales y compartía muy voluntariamente el código simbolista. De allí su encomio al “‘clasicismo modernista’ de Rubén” y a su reelaboración del cisne, puesto que del sentido clásico de fenecimiento rescataba “el emblema de la claridad que nace”. Siendo la poesía revolucionaria de Darío un “tamizamiento de la luz”, solo podía ser anunciada, como acordaba Rodó, “por la presencia heráldica de un cisne”, la más aristocrática de

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las aves: “por su ‘saudoso’ ensimismamiento […] por su asociación inseparable, en la ficción humana, con las cosas más delicadas de la tradición y con las ensoñaciones más hermosas del mito…” (1957: 174). Aunque en el opúsculo es evidente la fascinación con las operaciones darianas, Rama considera que Rodó, con sus matrices románticas, no solo cuestionaba el enmascaramiento de Darío, sino que tampoco veía el suyo propio, igualmente legítimo (1985a: 178), pero lo cierto es que Rodó se plegaba a las ensoñaciones del poeta y justificaba su tamizamiento de lo real. Acertaba al describir a Darío en un “alcázar interior”, “protegido por la soledad frente a la vida mercantil y tumultuosa de nuestras sociedades” (Rodó 1957: 165-166). Las “Palabras liminares” de Prosas profanas enfatizaban su apartamiento irónico (literalmente parentético) del mundo: “(A través de los fuegos divinos de las vidrieras historiadas, me río del viento que sopla afuera, del mal que pasa)”. Esa escisión entre arte y vida manifestaba no obstante una actitud casi cínica, ciertamente ajena a la moralidad heroica de Rodó. De allí, pues, su antiamericanismo involuntario, que, más allá de la elección de sus asuntos, radicaba en su “organización” como poeta, oportunamente analizada por Rodó en el opúsculo. Caracterizaba a Darío el “personalismo nada expansivo de su poesía, su manifiesta aversión a las ideas e instituciones circundantes” (Rodó 1957: 166). “No cabe imaginar —escribe Rodó— una individualidad literaria más ajena que ésta a todo sentimiento de solidaridad social y a todo interés por lo que pasa en torno suyo”. Alguna vez su musa había tenido “la debilidad de cantar combates y victorias”, pero su medio natural no era sino “un palacio de príncipes espirituales y conversadores” (1957: 167). La actitud, por lo demás, era lógica consecuencia del rechazo a la vida mercantil y tumultuosa de nuestras sociedades. Rodó recordaba las “Palabras liminares”, cuando el poeta se resignaba a tocar su flauta para los “habitantes de su reino interior”, y agregaba: En el individualismo soberbio de este poeta —aunque prive a su poesía de la amplitud humana y generosa que realza a la de los que cantan con vocación y majestad de hierofantes— hay un fondo legítimo que ningún alma dotada de “entendimiento de hermosura” será osada a ne-

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gar. Cierto: la Belleza soñada es, de todas las cosas del mundo, la que mejor justifica los individualismos huraños y rebeldes. (1957: 169)

Harold Bloom señala que el problema de las influencias no se reduce al de las fuentes ni a la transmisión de ideas e imágenes, que pertenecen en todo caso a la historia. Se trata más bien de la actitud de un poeta, “su Palabra, su identidad imaginativa, todo su ser, tienen que ser únicos para él, y tienen que seguir siendo únicos, o el poeta, como poeta, perece…” (1991: 85). Darío, en este sentido, era un poeta fuerte, todo lo poeta que podía ser un mortal, por eso no valía la pena rastrear “ascendencias” (aunque Rodó las apuntaba con mayor amplitud que Groussac), sino señalar su individualidad. El poemario era “casi optimista”; así, por ejemplo, el Verlaine que aparecía no era el de “la ciencia del dolor y el arrepentimiento”; tampoco se tomaba “un solo pomo de la farmacia tóxica de Baudelaire” (1957: 170). La inclinación “entre epicúrea y platónica, a lo Renacimiento florentino” de Darío podía, según Rodó, no ser encomiable como modelo, podía no corresponderse con su propia identidad imaginativa, pero era “perfectamente tolerable como signo de una elegida individualidad” (1957: 168). De allí lo involuntario de su “antiamericanismo”, resultado de un voluntario amaneramiento, de ese “amaneramiento voulu de selección y de mesura”: Nunca el áspero grito de la pasión devoradora e intensa se abre paso a través de este artista poéticamente calculador, del que se diría que tiene el cerebro macerado en aromas y el corazón vestido de piel de Suecia. También sobre la expresión del sentimiento personal triunfa la preocupación suprema del arte, que subyuga a ese sentimiento y lo limita; y se prefiere —antes que los arrebatados ímpetus de la pasión, antes que las actitudes trágicas, antes que los movimientos que desordenan en la línea la esbelta y pura limpidez—, los mórbidos e indolentes escorzos, las serenidades ideales, las languideces pensativas, todo lo que hace que la túnica del actor pueda caer constantemente, sobre su cuerpo flexible, en pliegues llenos de gracia. (Rodó 1957: 168)

Rama sostiene que es la pasiva aceptación de las tesis europeas y sus lógicas de reparto la que lleva a Rodó a considerar antiamericana

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la poesía de Darío. Rodó no registraría siquiera “los numerosos poemas de tema americano (aunque urbano, no rural) de Prosas profanas” (1985a: 178). El antiamericanismo, empero, no se refería para Rodó a los asuntos, sino a que Darío no veía “sino ciertos delicados aspectos del mundo material” (1957: 168). Por otro lado, Rodó comentaba esas dos composiciones en que Darío intentaba “ser amable con el ambiente de la ciudad en que su figura literaria ha adquirido rasgos dominadores y definitivos”. El problema de la “Canción de carnaval” y “Del campo”, para Rodó, era que allí no se salía “sino a medias” del ambiente general del libro: “la escenografía de París” (1957: 174). Rodó, en efecto, iba al punto. Al igual que Rama observa en Ariel la trasmutación idealizada del medio, de la ciudad de Montevideo (1985a: 177-178), Rodó encuentra en Prosas una “ciudad soñada” donde, amén de sus patios andaluces, sus zonas clásicas y hasta sus toques bonaerenses, reina la “Apariencia divinizada” (1957: 67). Por eso el crítico nota cierta disconveniencia al resaltar “sobre el fondo, aún sin expresión ni color, de nuestra americana Cosmópolis, toda hecha de prosa. Sahumerio de boudoir que aspira a diluirse en una bocanada de fábrica; polvo de oro parisiense sobre el neoyorkismo porteño” (1957: 175).15 Rama cree que la disconveniencia que nota Rodó se debe a su rechazo por cierto coloquialismo, pero este no distingue más que fineza y erudición en la lengua dariana.16 Es cierto que Rodó no fue lo sufi-

15 Al referirse a la prosa del neoyorquismo porteño, Rodó no pensaba, como curiosamente propone Rama, en la “prosa apoética” naturalista o costumbrista, sino en la prosa/lo prosaico de la vida, su aspecto utilitario y materialista. En Modernismo, Gutiérrez Girardot especifica que Hegel, en su Estética, llamó prosa del mundo al estado en el que el individuo es al mismo tiempo medio y fin de otros individuos; en sus Lecciones sobre filosofía del derecho se corresponde a lo que allí llama la “sociedad burguesa” (2004a [1983]: 44-45). 16 Rama sostiene que los poemas que Rodó censura presentan una “fluidez del habla como sólo Martí había osado” y que el uruguayo los rechazaría por ese sabor popular (1985a: 184). Tanto celebra Rama a Darío, y tanto lo contrapone con Rodó, que desatiende la razón que él mismo da a sus censuras, que es la “trivialidad” de las piezas, lo cual era (y es), sin duda, una lectura válida de algunos poemas de Prosas profanas.

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cientemente sagaz para notar que era en la lengua, en esas sonoridades que lo fascinaban, en el trabajo con los modos expresivos locales, donde radicaba el americanismo de Darío, como bien destaca Rama (1985a: 174). Tampoco contaba Rodó con la categoría de mediación adorniana para evaluar con justeza la evasión torremarfilista. Por eso estimaba que Darío no podía responder al ideal del “americanismo literario” como expresión de las ideas y los sentimientos que flotan en el ambiente de una época. Pero, sobre todo, porque Rodó entendía que la poesía dariana no era expresión de lo colectivo. Su noción del antiamericanismo, en efecto, lograba interpretar al poeta. Darío declaraba que su canto nada tenía que ver con la “gritería” de las ocas; Rodó afirmaba: “No será nunca un poeta popular”. Y agregaba: “Él lo sabe, y me figuro que no le inquieta gran cosa. Dada su manera, el papel de representante de multitudes debe repugnarle tanto como al poeta de las Flores del mal, que […] se jactaba de no ser lo suficientemente bête para merecer el sufragio de las mayorías” (1957: 169). Allí era entonces donde Rodó necesitaba desviarse, no del modernismo, sino de la personalidad literaria de Darío, que se empequeñecía en el contenido humano, manifestando su “disconveniencia” con la prosa del mundo y su falta de oportunidad. Era compartido por Rodó el “santo horror a la tiranía de los más, al pensamiento vestido de librea de uniforme”; estaba de acuerdo con que “el arte y la multitud están hechos de distinta sustancia”, pero era otra su política de la escritura. El antiamericanismo cuestionado conformaba, de hecho, su versión de la crítica francesa al artepurismo como una poesía antisocial: el “sibaritismo de corazón” de Darío, dice Rodó, “haría rugir a Edmundo Schérer, cuyas invectivas para Gautier acabo de dejar de las manos” (1957: 171). Era, pues, su “incorregible inclinación al arte que combate y que piensa” (1957: 175) y su deseo de una poesía para las mayorías lo que llevaba a Rodó a reapropiarse del símbolo de Calibán: “El arte es cosa leve y Calibán tiene las manos toscas y duras. Pero se le puede abominar en el arte y amarle cristianamente en la realidad. Rubén Darío no le ama ni en la realidad ni en el arte” (1957: 169, énfasis mío). Quizá Rodó hubiera leído, además de las elaboraciones francesas del personaje (incluyendo la de Groussac), “El triunfo de Calibán”

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del 98. Pero aquí, sin duda, tenía presente la figuración que Darío ofrecía en Los raros, en que Calibán representaba los principios materialistas y utilitarios de la sociedad burguesa, la plenitud del proceso de racionalización o lo que Hannah Arendt llamaría “el triunfo del animal laborans” (cf. Gutiérrez Girardot 2004a [1983]: 52). Ante la secularización de la vida, Rodó, como muchos otros artistas y escritores finiseculares, anhelaba una nueva religatio. El crítico afirmaba no creer a Darío “incapaz de predicar la buena nueva”, pero, “para hacerle maestro de la verdad, sería necesario prepararle una decoración renovada de los más bellos pasajes del Genezareth de idilio, de Renan; vestir al apóstol con túnica de oro y de seda; ungir de nardo su cabeza y sus hombros…” (1957: 167). Era el modelo de conducción espiritual que el propio uruguayo pondría a funcionar en Ariel, conjugando, en el magisterio de Próspero, los dos ideales más altos de la historia: la caridad (la moral de Jesús) y la elegancia griega (la belleza y el optimismo de Prosas profanas), en un sincretismo cristiano-pagano típico del fin de siglo. Era por la irresponsabilidad con respecto a Calibán, por la falta de interés en las cosmópolis locales atraídas por el yanquismo, que Rodó se distanciaba de la opción dariana. Pero allí encontraba el uruguayo buenos comienzos, y en las apropiaciones simbólicas de Darío, en Calibán y en sus alados cisnes, pre-textos para su americanismo: “De mis conversaciones con el poeta —escribe Rodó— he obtenido la confirmación de que su pensamiento está mucho más fielmente en mí que en casi todos los que le invocan…” (1957: 187). Rodó también era un modernista, seguía el ejemplo de asimilación creativa de Darío y, como él, declaraba su pertenencia hispanoamericana, sosteniendo también por entonces una tenaz labor de intercambio y propaganda intelectual. El opúsculo sobre Darío, en este sentido, no solo contribuía al prestigio del poeta o del propio crítico, estaba dirigido además a fortalecer la “inteligencia americana”. Rodó firmaba el ensayo en 1899, en tiempos difíciles, como vimos, para la raza latina y especialmente para España, a donde Darío marchaba: “Encontrará un gran silencio y un dolorido estupor […]. Llegue allí el poeta llevando buenos anuncios para el florecer del espíritu en el habla común, que es el arca santa de la raza” (1957:

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187).17 Darío podía ser allí “El que vendrá” y Rodó cerraba su escrito explicitando su deseo de que la fortaleza del poeta fructificara en mayores solidaridades. Para ello, y puesto que España sufría una crisis de filiación con el letargo de sus generaciones, era necesario dirigirse a la juventud, Darío debía asumir allí su magisterio: [D]estáquese en la sombra la vencedora figura del Arquero; hable a la juventud, a aquella juventud incierta y aterida, cuya primavera no da flores tras el invierno de los maestros que se van, y enciéndala en nuevos amores y nuevos entusiasmos. —Acaso, en el seno de esa juventud que duerme, su llamado pueda ser el signo de una renovación; acaso pueda ser saludada, en el reino de aquella agostada poesía, su presencia, como la de los príncipes que en el cuento oriental traen de remotos países la fuente que da oro, el pájaro que habla y el árbol que canta. (Rodó 1957: 187)

Rodó perfilaba en el opúsculo una literatura de fondo social revestida de túnicas feéricas. Belén Castro encuentra allí, en efecto, un dualismo entre dos formas de crítica: “la del intelectual que juzga inoportuna la extraña exquisitez en un medio rudo e imperfecto, y la del crítico impresionista y ‘artista’ que viaja sugestionado por los espacios

17 Rodó, a diferencia de Darío, no defendía la autonomía del español americano, pero tampoco el casticismo. Al respecto, tiene razón Rama en señalar su pensamiento lingüístico colonizado (1985a: 179-182), puesto que Rodó sostenía que el español era incapaz de lograr lo que sí observaba en la lengua francesa —lugar común del imperialismo cultural francés del xix, en el Río de la Plata esgrimido por Groussac—. Por entonces, Darío, con un espíritu más independentista, declaraba: “Los glóbulos de sangre que llevamos, la lengua, los vínculos que nos unen a los españoles no pueden realizar la fusión. Somos otros. Aun en lo intelectual, aun en la especialidad de la literatura, el sablazo de San Martín desencuadernó un poco el diccionario, rompió un poco la gramática” (La Nación, 21-2-1899). Parecía responderle Unamuno, el vasco defensor del castellano, en la sección “De literatura hispanoamericana” que inauguraba en enero de 1901 en La Lectura (donde reseñaba, entre otros, Ariel) al afirmar que la lengua “es la sangre del espíritu del pueblo” en que está escrita esa literatura que la une a España (1961: 96). Unamuno no se cansaba de repetir que Darío escribía en castellano y que no había en América un español americano, sino, en todo caso, un español arcaico.

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inventados por el poeta y los recrea, olvidando el apostolado social” (2000: 35). Pero podría asimismo pensarse, con Bloom y Said, en el problema de las influencias y de los comienzos: Rodó admira como crítico, pero se desvía para comenzar como escritor. Sería, de hecho, el propio Rodó quien teorizara la cuestión en unos papeles póstumos. En “La facultad específica del crítico” comienza afirmando que esta no es distinta “del poder de creación” (1957: 940): “El crítico, que es quien, por su superioridad de ver, tiene para su uso el más precioso ejemplar de cada obra maestra, concurre a que se rectifique y mejore el ejemplar que lee cada uno de los otros”. Tanto el crítico como el poeta pasan el límite de su ser “para participar de lo íntimo y personal del ser ajeno, ya sea éste real o imaginario” (1957: 942), de allí “la duplicidad del crítico”, ya que, si la simpatía por la personalidad del autor comentado dominara totalmente, se aniquilaría todo impulso de originalidad y libre examen. “El crítico de sensibilidad simpática —piensa Rodó— es por excelencia el homo duplex, el más fiel ejemplo genérico de escisión o doble faz de la personalidad” (1957: 943). Con lucidez que acusa el impacto de la secularización sobre el yo, Rodó señala, además, que la escisión del crítico es común a todos, solo consiste en la expresión superior de esa honda y elemental energía de la vida que tiende a propagar, por imitación natural o espontánea, de uno a otro ser, ya formas y movimientos, ya emociones e ideas; y este impulso comunicativo, en su manifestación psicológica, no implica necesariamente la unidad absoluta de un estado de alma en que el afecto compartido domine única y despóticamente. (1957: 943)

De este modo puede también llegarse a experimentar, dice Rodó, “un contrario impulso de repulsión y desvío”. Allí está el germen de la crítica, y la necesaria conciliación de simpatía y libertad alcanza en esta su manifestación perfecta. Rodó llega a elaborar tres categorías de lectores: en el nivel más bajo, el lector “incapaz de abnegación imaginaria; condenado, por la fatal inercia de su ‘yo’, a no considerar la obra ajena sino del punto de vista de una vana generalización del alma propia”; una segunda clase la constituyen quienes, cual sonám-

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bulos “para con el hipnotizador que, desde las páginas del libro, les impone su voluntad subyugadora y su sensibilidad fascinante”, abdican de toda capacidad de respuesta e independencia de juicio;18 y, por último, el lector con verdadero espíritu crítico, capaz de duplicarse psicológicamente durante la lectura (1957: 944). Ese espíritu, sin duda, había asistido a Rodó en su lectura de Prosas profanas.

2.3. Las afiliaciones de Ariel: una lección a la juventud de América No hay una sola Ilíada ni un solo Hamlet; hay tantas Ilíadas y tantos Hamlets cuantos son los íntimos espejos que, distintos en matiz y pulimento, ocupan el fondo de las almas. Cada ejemplar de un libro equivale, desde que adquiere dueño y lector, a una variante singular e única. (José Enrique Rodó, “La facultad específica del crítico”)

Cada escritura es, para Said, la interpretación de otra escritura; un texto adquiere autoridad cuando sus enmiendas, adiciones y ediciones se vuelven actos intencionales que desplazan composiciones anteriores (1985 [1975]: 217). También Rodó, abandonando la idea de los orígenes, entendía el texto como el comienzo de una serie de sustituciones. En su lectura de la literatura europea en “Juan María Gutiérrez y su época” (1913), afirmaría, por ejemplo, que la obra Shakespeare había reverdecido con el sabor del terruño gracias al nacionalismo romántico (1957: 697). Podía haber, pues, tantos Shakespeare como lectores de su obra, lo cual entrañaba una concepción moderna del arte tanto como el deseo de una apertura de los cánones europeos. En el mismo ensayo, Rodó sostenía que los pueblos latinoamericanos, “que vivían en su niñez”, no habían podido seguir del mismo modo la revolución espiritual 18 La reflexión de Rodó no solo se anticipa a las teorizaciones sobre el problema de las influencias, además, su tipología de lectores-críticos es asimilable a las estructuras de relación maestros-discípulos propuestas por George Steiner en Lecciones de los maestros, comentadas en el capítulo anterior (cfr. nota al pie 15).

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del Romanticismo europeo, pero habían tomado de allí el principio de libertad y la democratización del lenguaje literario (1957: 698). Si el fin del siglo xix francés había dado, con Renan, una versión antidemocrática de La tempestad, ¿por qué no podía un escritor uruguayo agregar un comienzo más, que además completara, combinándolos, los anteriores comienzos? Si, como pensaba Rodó, en toda lectura había cooperación, “un germen de actividad y originalidad creadora” (1957: 940), su apropiación de La tempestad podía incluso rectificar sus antecedentes hispanoamericanos; podía, además, fortalecer un sistema autónomo de lecturas en diálogo crítico con la literatura metropolitana, lo cual fue una efectiva conquista del Modernismo. Como destaca Rama, fue el Modernismo el que gestó un sistema literario coherente, con un repertorio de temas, formas, medios expresivos, vocabularios, inflexiones lingüísticas, con la existencia real de un público consumidor vinculado a los creadores, con un conjunto de escritores que atienden las necesidades de ese público y que por lo tanto manejan los grandes problemas literarios y socioculturales. (1985b: 11)

La apropiación de Rodó de las figuras shakespearianas reelaboradas anteriormente por Renan y Fouillée en Francia y por Groussac y Darío en el Río de la Plata permitía no solo actualizar la literatura latinoamericana explorando “grandes problemas literarios y socioculturales”, sino también profundizar una comunicación regional. Recurrir nuevamente a Calibán y reeditar Ariel significaba autorizar las asimilaciones de los contemporáneos y tender lazos con ellos, hacer visibles las afiliaciones a partir de ideas, formas y vocabularios comunes. En Ariel, sintonizando con la capacidad modernista de crear nuevas mitologías culturales —algo que Rodó había valorado en Darío—, el uruguayo construye un código decididamente latinoamericano, basado, como apunta Rodríguez Monegal, en el moderno lenguaje simbolista (1980: 440). El texto, dedicado “A la juventud de América”, asume a conciencia el perspectivismo latinoamericano. Ariel es la apropiación decantada de los desvíos transatlánticos de Shakespeare; propone, y promueve, una religación intelectual.

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La crítica ha destacado, sin embargo, el hecho de que Rodó, en Ariel, no reconozca sus antecedentes latinoamericanos, mientras cita una cantidad de figuras autorizadas, desde Renan y Fouillée, en relación con los usos de las figuras shakespearianas, a Comte, Taine, Goethe, Schiller, Nietzsche, Carlyle, Emerson, Tocqueville, Spencer, Baudelaire y Bourget, entre muchos otros. Puede especularse, al respecto, que Rodó no estimara necesario explicitar sus afiliaciones con Darío, Groussac y aquellos otros hispanoamericanos que habían escrito sobre los problemas reelaborados por Ariel. En primer lugar, debe considerarse que el opúsculo integraba la colección La vida nueva y, así, entraba en abierto diálogo con Darío y el Modernismo. Estaba allí, como vimos, la mención a la postura del poeta respecto de Calibán, y era claro que Rodó contaba también con las apropiaciones darianas de Los raros. Por otro lado, no se tienen pruebas fehacientes de la lectura por parte del uruguayo de “El triunfo de Calibán”, aunque la adscripción de Darío a un latinismo hispanoamericanista desde el 98 era obviamente compartida por Rodó, quien al final de su opúsculo, como vimos, le auguraba éxitos en su viaje a España. Rodó, además, por esa época estaba en contacto con Darío, con quien intercambiaba correspondencia desde 1897. Susana Zanetti se ha referido a la importancia de estas vinculaciones interpersonales como una “religación casi silenciosa” que aprovechaba la modernización de las comunicaciones (1994: 499). Como consigna Rodríguez Monegal en su edición de la correspondencia de Rodó, al recibir Darío el primer opúsculo de La vida nueva, le había enviado la siguiente respuesta: “comenzamos una Vida Nueva en nuestra América; su labor es una de tantas manifestaciones de ese hecho” (cit. en Rodó 1957: 1291).19 Después de una visita de Rodó a Darío en Buenos Aires, el primero comunicaba por carta al segundo su proyecto de reunir en una edición montevideana lo mejor de su obra en prosa (Azul…) y en verso (Prosas profanas). La empresa no llegó nunca a término,

19 Rodríguez Monegal juzga negativa la expresión de Darío “una de tantas”. El poeta, sin embargo, cerraba su carta diciendo: “Crea, señor y querido compañero, en mi verdadera simpatía” (cfr. Rodó 1957: 1291).

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pero lo que interesa destacar es la voluntad de Rodó de promocionar la obra del nicaragüense en un volumen, como escribía, “tanto más oportuno cuanto que su partida para España le daría ocasión de divulgar en la Península esa condensación de usted mismo” (1957: 1292). En la misma carta Rodó le hacía saber que había concluido el estudio sobre su “personalidad literaria”, el cual, como se lee en una nota al pie al final del mismo, era proyectado, a pedido de sus “amigos de Buenos Aires” (nucleados en torno a El Mercurio de América) como un primer acercamiento a su obra, que incluiría luego un análisis de Azul y Los raros (1957: 187).20 Además de los lazos epistolares, El Mercurio de América de Díaz Romero era, como órgano del Modernismo, un fuerte punto de enlace entre los escritores, al igual que muchas otras revistas hispanoamericanas durante esta época. Como ha señalado Zanetti en su estudio de la religación, siendo la circulación del libro escasa, las revistas lograban una integración efectiva, asumiendo una perspectiva de unión también con España, especialmente desde el Desastre. En 1898, El Mercurio había publicado “El crepúsculo de España” de Darío. Por todo lo anterior, Rodó podía prescindir de citar al nicaragüense en Ariel, ya que muchos, y sobre todo el mismo Darío, establecerían las implícitas conexiones con su obra. Aunque Rodó no citaba tampoco a Paul Groussac como antecedente de Ariel, es muy probable que hubiera leído Del Plata al Niágara y su discurso “Por España” de 1898, el cual fue reproducido en dos partes (el 5 y 6 de mayo) en La Razón, el mismo periódico que, en el mes de marzo —como vimos en el capítulo 1— comunicara el apoyo de Rodó y los estudiantes uruguayos a Zola con motivo del caso Dreyfus. En cualquier caso, como Carlos Real de Azúa señaló hace tiempo (1955, 1977b), Rodó, en su tercer opúsculo, retomaba los lugares comunes de la época presentes en los escritos porteños. Al ambiente intelectual bonaerense, marcado por la generación del 80, el Ateneo

20 Esto tampoco se llevó a cabo, aunque era comunicado por Rodó a Luis Berisso (secretario de Darío) en otra carta (1957: 1292-1293). Allí Rodó consignaba el envío de su opúsculo sobre el nicaragüense, algunos de cuyos fragmentos aparecieron en El Mercurio de América.

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y el Modernismo, pertenecía Rodó. Sin duda, con sus alusiones, en la sexta y última parte de Ariel, a Buenos Aires como Sidón, Tiro y Cartago (capitales del imperio de Fenicia), Rodó proponía que su opúsculo se leyera en sistema con las denuncias a la “era cartaginesa”, al mercantilismo y al utilitarismo identificados además con lo “aluvial”, como podía leerse en Groussac, Cané o Lucio Vicente López.21 La aportación doctrinal argentina era notoria, sobre todo, en el quinto apartado sobre los Estados Unidos, en la referencia, por ejemplo, a su vulgaridad (a la que solo resistían Boston y Filadelfia) y al “palladium” de la tradición washingtoniana, presente en una oración rectoral de 1890 de L. V. López que para Rodó merecía “eterno recuerdo”, como escribiera en 1895 en la Revista Nacional (1957: 763). Partiendo de un análisis temprano del crítico Gómez Haedo, Real de Azúa afirma que Rodó seguía Del Plata al Niágara en sus ejemplos y sus juicios sobre Emerson, Channing y Poe, sobre el Oeste y Chicago, sobre la tradición cultural del Este; en la noción de una civilización incompleta, privada de una verdadera educación superior, y hasta en la idea de la “hermosura calibanesca” que, pese a todo, emanaba del conjunto. La diferencia estaba en los cambios de tono (el tono cáustico e incisivo del francés era remplazado por una invariable mesura) y en el hecho de que Ariel abandonaba “el énfasis políticamente regresi-

21 La metáfora de la “era cartaginesa”, que circulaba desde Sarmiento, era frecuente en el fin de siglo. Remito al excelente análisis de Oscar Terán (2000) de “El lamento de Cané” —similar al de otras figuras del 80— sobre el trasfondo de la crisis financiera de 1890, la cual fue leída desde una retícula eticista. En Cané están presentes las dicotomías que se encuentran en Ariel (idealidad/materialidad, calidad/cantidad, dinero/moral, negocio/ocio) y un helenismo deudor de la visión alemana de Winckelman, la defensa de la belleza clásica y la representación de la polis griega como modelo de armonía social, por oposición a la fragmentación de la modernidad. También Cané, como Rodó, seguía el ideal de educación estética de Schiller. Como señala Terán, ante el avance de la modernización democrática, el esquema que adaptó Cané, al igual que Groussac, fue el de una república aristocrática, de corte renaniano. En un contexto en que las masas eran inmigrantes, el antidemocratismo se cruzaba con la xenofobia y los letrados recurrían a las figuras del “aluvión”, la “ola inmigratoria”, la “marea” (2000: 40 y ss.).

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vo y abiertamente racista de la visión de Groussac”. También, según Real de Azúa, del discurso “Por España” habría tomado Rodó las ideas sobre Franklin y sobre la aspiración estadounidense a reemplazar a Europa en el liderazgo del mundo, algo que, en verdad, era otro lugar común de la época. Además, estaba la nota social y económica del pasaje sobre la realidad plutocrática, que le debía más a las crónicas de Martí —probablemente leídas por Rodó en La Nación— que a los planteos argentinos (Real de Azúa 1977b: 26-27). De cualquier manera, esa versión de los Estados Unidos era también la que Darío sostenía y con la cual se afiliaba en Los raros. Rodó, en esta línea, incluso se adscribía a la visión del nicaragüense del “yanquismo” porteño en su opúsculo sobre Prosas profanas. En Ariel, varios pasajes evocan las imágenes darianas de las cosmópolis del Norte y del Sur. En el apartado sobre los Estados Unidos, la voz de Próspero parece imprimirse sobre el comienzo del “Edgar Allan Poe” de Darío (donde precisamente se elaboraban los símbolos de Calibán y Ariel), cuando su steamer se aproxima a la Estatua de la Libertad. Dice Próspero en Ariel: es difícil que cuando el extranjero divisa de alta mar su gigantesco símbolo: la Libertad de Bartholdi, que yergue triunfalmente su antorcha sobre el puerto de Nueva York, se despierte en su ánimo la emoción profunda y religiosa con que el viajero antiguo debía ver surgir, en las noches diáfanas del África, el toque luminoso que la lanza de oro de la Atenea de la Acrópolis dejaba notar a la distancia en la pureza del ambiente sereno. (Rodó 1957: 236)

Real de Azúa ha destacado la maestría de Rodó en el manejo de las ideas ajenas (sus “cambios de tono”), como cuando se desvía de los juicios antidemocráticos de Renan. En el pasaje citado, el típico estilo contrastivo (y conciliador) de Rodó podía aunar la imaginación de Darío en Manhattan con la de Renan en la Acrópolis, sin duda, de su célebre “Prière sur l’Acropole” (1883). En el apartado sexto de Ariel, sobre las condiciones de la vida en “nuestra América latina”, también acudía al “milagro griego” admirado por Renan como contraejemplo de esas ciudades que crecían solo en el aspecto material: “La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en

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la historia de la Humanidad el hueco de una mano si se la compara con el espacio que va desde la Acrópolis al Pireo” (Rodó 1957: 238). Si Darío en Los raros se había referido a ese “gran Buenos Aires que, con los ojos fijos en los Estados Unidos, al llegar a igualar a Nueva York, podrá levantar un gigantesco Sarmiento de bronce, como la libertad de Bartholdi, la frente vuelta hacia el país de los ferrocarriles” (1952: 212), Rodó, enmascarado en Próspero y borrando topónimos, continuaría su acusación a esa “gran ciudad” que, por entonces, sufría un radical proceso de modernización edilicia y reformas urbanísticas: Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se enguirnalde con los jardines de Semíramis. (Rodó 1957: 238)

Solo unos párrafos más adelante, Próspero alude directamente a Buenos Aires cuando alerta ante la posibilidad de que devengan “fenicias” esas ciudades “que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento; que llevaron la iniciativa de una inmortal Revolución” (1957: 239). Porque Rodó, en Ariel, como Darío en su poesía, estetizaba el medio local. Rama, quien lee a Rodó menos modernista de lo que fue, considera que este, cuando criticaba a Darío el “amaneramiento voulu”, echaba de menos “la efusión egotista del romántico” (1985b: 105). El amaneramiento, sin embargo, también afectaba a Rodó, aunque a fuerza de americanismo en su caso resultara involuntario. Ese amaneramiento que dominó al Modernismo rioplatense no era —como bien advierte Rama— una despersonalización al modo parnasiano; tampoco significaba desatención por la realidad, sino una doble operación de escamoteo y transmutación de “toda experiencia concreta, realmente sentida y vivida, en un universo poético impecable, donde se disimula la sensación de lo inmediato por obra de la melodía y de la suntuosidad lexicográfica” (Rama 1985b: 106).

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Quizá fuera el amaneramiento involuntario, que patentizaba la distancia entre arte y vida, la razón por la cual los nombres de los contemporáneos del Río de la Plata tampoco ingresaban a Ariel (fueran estos franceses como Groussac o nicaragüenses como Darío). Respecto de la figura excepcional, solitaria y rebelde de Poe, por ejemplo, Rodó retomaba sin duda la caracterización de Los raros, pero prefería autorizarse en Baudelaire. La religación, en ese punto, también era casi silenciosa. No obstante su rechazo del artepurismo y su intención de “amar a Calibán” tanto en la realidad como en el arte, la literatura de Rodó, como la de Darío, ocultaba la existencia común, probablemente a causa de cierto complejo de inferioridad propio del colonizado, que entraña “la vergüenza de la propia vida, indigna de ingresar con pie llano en la literatura por ser cosa cotidiana, id est, cosa inferior” (Rama 1985b: 111). Rodó, en su opúsculo sobre Prosas profanas, discutía con un crítico de El Mercurio de América la comparación generalizada entre Darío y Verlaine y notaba que el nicaragüense era un artista enteramente dueño de sí, en quien estaba ausente esa “dualidad extrañísima” que caracterizaba al francés. Verlaine era, para Rodó, un verdadero modelo, cuya poesía tenía “el aspecto de un cielo límpido, transparente y azul, por donde se arrebata de súbito una nube formidablemente tempestuosa, para volver muy luego el azul y la serenidad” (1957: 183). Sin duda, era esa dualidad la que podría resolver, según Rodó, las tensiones entre arte y vida, del mismo modo en que, para el crítico o el ser humano en general, la dualidad (luego el proteísmo) podría salvar la contradicción entre el yo y el mundo. Rama considera, siguiendo aquí de cerca a Rodó, que el Darío “de la primera época” efectivamente se separaba de sus maestros europeos cuando no permitía el ingreso “de las pequeñas miserias y los sucesos concretos, inconfesables casi, que alimentan la poesía verlainiana” (1985b: 111). La obra de Rodó señala un camino semejante porque solo hacia el final o en sus escritos privados deja entrever un yo inestable y porque desde el comienzo transmuta lo real, con el fin —agudamente percibido por Rama— de integrarse a los universales arquetípicos (reelaborados por París), “como ambiciona con secreto rencor todo el modernismo” (1985b: 112).

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Si, ante la distancia asumida entre arte y vida, Darío adoptaba prontamente poses y disfraces, amparándose en la ironía del dandi, Rodó padece los enmascaramientos. Es marcada la contradicción “entre la experiencia angustiosa del hombre Rodó y el optimismo que refleja el escritor Rodó” (Rodríguez Monegal 1957a: 38). Se sabe por diversos biógrafos que el uruguayo sufría crisis espirituales, que era un ser retraído y solitario, que al dar clase no miraba a sus alumnos y que prefería, a las charlas de café, el encierro en la biblioteca del Ateneo de Montevideo. “Dejaré mi personalidad en mis correspondencias”, decía en una carta a su amigo Juan Francisco Piquet (1957: 1279). En un papel inédito, Rodó escribía, bajo faz romántica, sobre el imperativo de acallar debilidades. En su organización literaria, la dualidad siempre era sustituida por la mesura, la conciliación de los opuestos y el deber del optimismo: Tenemos que hacer como los marinos: perdidos sobre el mar, animarnos unos a otros en medio de la tempestad deshecha […]. Cuántas veces, en momentos de desesperación o de duda, no me ha ocurrido pensar: ¡No! ¡Esa confianza y esa fe que prediqué no son mías! Pero braceando para dominar la ola negra, sofoqué para los demás el grito de mi cobardía hasta encaramarme otra vez sobre la roca, y allí, de nuevo, lanzar el grito de triunfo y el saludo al sol, irguiéndome en toda mi talla para que los otros náufragos que luchan me viesen. (cit. en Rodríguez Monegal 1957a: 38-39)

Ahora bien, ¿con qué autoridad predicar el optimismo ante la tempestad deshecha? Los comienzos de Rodó como escritor, quien, cuando publicó Ariel, tenía 28 años y apenas algún prestigio como crítico, eran tanto más difíciles cuanto inmensos eran su ideal americanista y su afán de situarse al nivel de los intelectuales europeos. Esa motivación, su modernismo, es la que mejor explica su desatención por los nombres americanos, y también españoles, y la sobreabundancia de firmas de la modernísima Europa. No por azar, al concluir el discurso del maestro en Ariel, se enuncia “Así habló Próspero”, un claro eco del nietzscheano “Así habló Zaratustra”, una “transposición americana de un Zaratustra más benigno”, como anotara tempranamente Ventura

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García Calderón (Benedetti 1966: 100). Como Ottmar Ette sugiere, para cumplir el proyecto de una literatura moderna latinoamericana, Ariel debe ser la antípoda de ese modelo germano; el “Así habló Próspero” visibiliza “la oscilación entre admiración y aborrecimiento, entre mimetización y transformación del ‘monstruoso’ Nietzsche” (1994: 227). Si la continuidad con el alemán era la inclinación a la “moderna literatura de ideas” que Rodó consideraba ausente en el Modernismo,22 la ruptura con este radicaba en su explícita aversión al antiigualitarismo (Rodó 1957: 225). Por ello mismo, Rodó se separaba también de las actitudes reaccionarias de Renan. Pero, de nuevo, ¿cómo autorizar su “moderna literatura de ideas” ante semejantes titanes? (Recordemos, con Said, que el problema de los comienzos es mayor cuando un dominio intelectual se estima menos “desarrollado” por haber comenzado con posterioridad (1985: 381)). Ariel, en efecto, era un vistoso repensamiento de ideas ya pensadas, que promovía la labor de yuxtaposición y taracea de elementos ajenos (Real de Azúa 1977b: 28), pero, aun así, Rodó no se dejaba ahogar por las influencias y se desmarcaba tanto del modernismo superficial como de ciertas voces del canon europeo contemporáneo que dominaban en el Río de la Plata. Al cuestionar la postura ideológica de Renan, Rodó se desviaba necesariamente también de las actitudes regresivas de Groussac o de Cané, quienes veían la modernización democrática como una amenaza a la tradicional ciudad letrada. No se trataba de meros ‘cambios de tono’: en este punto, el uruguayo prefería asociarse con Darío y los jóvenes modernistas, que, si bien recusaban el costado burgués y utilitario de la modernización, reconocían los beneficios de las cosmópolis materialistas. Próspero lo enuncia de modo claro en la última parte del discurso: “La gran ciudad es, sin duda, un organismo necesario de la alta cultura” (1957: 238). Como

22 En una carta de 1901 donde Rodó comenta a Unamuno que leyó su “alocución a los estudiantes españoles”, expresa su gusto por ese “género de sermones laicos en que se habla a la juventud” y recurre a la fórmula usada en Ariel al declarar su afición por la literatura de ideas, expresión que prefiere a la de docente o trascendental (1957: 1308).

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sabemos, Darío llegó a fascinarse (también a desilusionarse) con cosmópolis modernas como Buenos Aires. Rodó, con inquietudes semejantes, siempre añoró vivir y publicar en el extranjero:23 “No quiero permanecer estacionario en este ambiente enervador”, decía a Piquet en la misma carta donde anunciaba que dejaría su personalidad en las correspondencias (1957: 1279). Rodó viajó finalmente a Europa como escritor profesional, como corresponsal de la masiva revista porteña Caras y Caretas. (Trágicamente, pronto moriría, solo y en un hotel de Palermo, sin llegar a conocer París). Cuando se tiene en cuenta la condición ‘provinciana’ que Rama enfatiza en Rodó, su juventud y formación autodidacta, casi sin salir de Montevideo, y, sobre todo, el hecho de que Ariel emprendía un discurso sobre las condiciones de toda América, en diálogo con la tradición occidental desde sus inicios griegos, el comienzo de Rodó se vuelve casi tan audaz como el de Sarmiento en Facundo. Ese libro, para Rodó, era uno de sus modelos: en la Revista Nacional había admirado cómo allí, en “la descripción del duelo de la ‘Civilización y la Barbarie’”, encontraba la época su más dramática y real condensación (1957: 842). En Ariel, sin duda, pensaba Rodó condensar el duelo ahora debatido en el seno de las ciudades en proceso de modernización, las cuales, por la acción precisamente sarmientina, eran afectadas por una barbarie identificada, paradójicamente, con los vicios del progreso. En la última parte de Ariel, Próspero oponía ciudades ideales para el desarrollo intelectual a las urbes de Estados Unidos descriptas en textos contemporáneos y, simulando experiencia, sentenciaba: “Una sociedad definitivamente organizada que limite su idea de la civilización a acumular abundantes elementos de prosperidad, y su idea de la justicia a distri-

23 Esto se refleja, no sin patetismo, en su correspondencia. En marzo de 1904, por citar un ejemplo, se lamenta Rodó en carta a Unamuno del ambiente desesperanzador y nada propicio a la labor intelectual y menciona su proyecto de publicar lo que sería Motivos de Proteo en Madrid o Barcelona y de “oxigenar el alma” con una larga estadía en Europa (1957: 1317-1318). Como apunta Rodríguez Monegal, desde 1903 Rodó estaba decidido a partir, pero su situación económica se lo impedía.

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buirlos equitativamente entre los asociados, no hará de las ciudades donde habite nada que sea distinto, por esencia, del hormiguero o la colmena” (1957: 238). En verdad, Rodó debía prescindir de analizar la civilización del Norte de cerca: había un fin concreto, una intención —en los términos de Said, “la conexión entre la visión idiosincrática y la preocupación comunal” (1985: 13)—, y esta no era la de impugnar a los Estados Unidos sin más, sino la de encontrar una antípoda de su modelo para tornar más accesible el discurso sobre las democracias latinoamericanas. Según escribía Rodó en un suelto (anónimo) para el periódico uruguayo El Día, previo a la aparición de Ariel, el objetivo era, antes que enjuiciar la influencia de los Estados Unidos en América Latina, “exponer la necesidad de mantener en la vida de los pueblos, y especialmente de los americanos, un ideal que les impida materializarse y caer en brazos de un materialismo corruptor” (1957: 194-195). Real de Azúa, al comparar las ideas sobre los Estados Unidos en Ariel con las de Groussac (podríamos agregar las de Cané, Martí, Darío o tantos otros que hicieron el viaje), destaca la diferencia de valor entre la visión directa del francés y la libresca y arbitral de Rodó (1955: 22). En este sentido, si pensamos en la fórmula de Said, la voluntad de Rodó de comenzar orientaba no solo la intención (la necesidad práctica), sino también el método (la teoría). El uruguayo, como Darío, era un negador de la angustia de influencias que defendía los métodos librescos siempre y cuando se fundaran en la asimilación crítica. Se cree, asimismo, que la guerra hispano-estadounidense también condicionó el método y (relativamente) la intención de Ariel. El Desastre había afectado fuertemente a Rodó. Su primer biógrafo, Víctor Pérez Petit, recordó las reacciones de ambos: querían la libertad de Cuba, aún bajo el yugo de España, no obstante “la actuación gloriosa de los Martí y los Maceo”, pero ¿[q]ué tenía que ver esa nación extraña en la contienda de los pueblos de otra raza? ¿Qué tenía que inmiscuirse en algo que para nosotros era un “asunto de familia”? En esa lucha estábamos por España. Cuba libre, sí; pero no por el favor o el interés de Norteamérica. Era un poco com-

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plicado, como se ve, este modo de raciocinar; pero, era así: en nosotros predominaba el sentimiento. (cit. en Rodó 1957: 192)

El sentimiento invade el discurso mesurado de Próspero, que solo tangencialmente se refiere a la contienda cuando afirma, por ejemplo, que la grandeza “titánica” de Estados Unidos “se impone aún a los más prevenidos por las enormes proporciones de su carácter o por las violencias recientes de su historia”. A renglón seguido, Próspero parece obligado a abandonar su estilo ampuloso para afirmar rotundamente el tan citado “aunque no les amo, les admiro” (1957: 230). Pero la intención del uruguayo no era escribir un panfleto ni protestar como ya lo habían hecho en Buenos Aires los oradores del Victoria o Darío en “El triunfo de Calibán”. Como explica Pérez Petit, Rodó quería discutir “con mucha verdad, sin ningún odio, con la frialdad de un Tácito” (cit. en Rodó 1957: 192) y, sin duda, desarrollar ese ideal de “americanismo literario” que venía definiendo desde la Revista Nacional. El americanismo voluntario de Ariel implicaba atender más ampliamente los reclamos de la realidad local frente al utilitarismo, que Rodó consideraba el producto más alarmante de las emergentes democracias latinoamericanas. ¿Cómo podía autorizar Rodó ese, su comienzo, que no era el de los juegos infantiles del Modernismo? En un principio, cuando la obra compartía un núcleo común con lo que conformaría Motivos de Proteo (1909), se sabe que Rodó pensaba en una forma epistolar, en un título del tipo Cartas a…, bajo el influjo de las Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) de Schiller. Luego, según consigna Real de Azúa (1976b), consideró una forma dialogada, probablemente como artificio para acortar la distancia entre letra y voz, autor y lector, en la estela de los Diálogos filosóficos de Renan —en la tradición, a su vez, de los de Platón—. Habrían sido los sucesos del 98 los que precipitaron la forma de un discurso monologal, aunque pervive allí el impulso dialógico en el diseño ficcional y en el constante uso de ese vosotros dirigido a los interlocutores. En cualquier caso, ante la dificultad del comienzo que se le imponía a quien no era ni Schiller ni Renan, ni tenía en el Río de la Plata el prestigio de un Groussac o de un Darío, era imprescindible el recurso a una ficción que ocultara su condición desautorizada. El monólogo

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magisterial debía ser acompañado de una introducción y un cierre que no dieran lugar a la acusación de pedantería. La conciencia del método era tal que ni siquiera el uruguayo se atrevía a hacer de su Próspero un directo sucesor del de Shakespeare (o Renan), sino que este era el apodo que le daban al “viejo y venerado maestro” por estar acompañado no del verdadero Ariel, sino de una estatua de bronce que lo representaba (Rodó 1957: 202).24 Imposible, como se ve, prescindir de copias y sucedáneos para autorizar un discurso en pie de igualdad con la “moderna literatura de ideas”, aunque ese era el propósito de Rodó, el de reivindicar el perspectivismo latinoamericano, porque la puesta en escena escamoteaba la ‘inferior’ realidad (apenas mencionaba libros, discípulos, una sala de estudio) pero el libro estaba dedicado “A la juventud de América”. En un momento en que era Europa y no la propia región la que colmaba la atención local, Rodó venía a proponer una comunicación íntima, intraamericana, como si la figuración de un intercambio cara a cara —la última de una serie de lecciones que el maestro llama “nuestros coloquios de amigos” (1957: 203)— pudiera sublimar la precariedad de los contactos reales. El mismo opúsculo intentaba llenar ese vacío, el de la falta de intercambio oral y también escrito. Es sintomático que, en las escenas de lectura de las novelas de la época, la gran mayoría de los libros fueran europeos, lo cual confirma la dificultad de autorización del texto latinoamericano. Para el caso de un ensayo que ni siquiera constituía una verdadera obra sociológica o un libro de viajes, sino una escritura de artista, amén de sus afanes civilizatorios, la falta de lectores se presentaba como un obstáculo señero —el infierno de la no comunicación, como diría Liliana Weinberg (2001)—. Ariel, a través de su diseño ‘dialógico’, imaginaba ya a sus lectores, religaba simbólicamente a los jóvenes hispanoamericanos. Si 24 Rama cree, por el contrario, que Rodó no era consciente del enmascaramiento, según el cual “el profesor de literatura montevideano se trasmuta en el viejo Próspero que a la sombra del busto de Ariel imparte una lección magistral manejando el ‘vosotros’ ceremonial que solo existía en la literatura pero que no pertenecía a los hábitos lingüísticos de los hablantes montevideanos ni del mismo Rodó” (1985a: 178).

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la forma epistolar apelaba a un género de lo individual, el discurso de Ariel se proyectaba a lo colectivo. No solo a su forma convocante, sino también a las acciones incansables de autopromoción por parte de Rodó, debe atribuirse la repercusión que tuvo Ariel desde un principio. Inmediatamente después de publicado el opúsculo, Rodó emprendió una actividad de difusión “literalmente apostólica”, enviándolo por correo a todas partes de Hispanoamérica y España (Real de Azúa 1976a: xx). Los “fieles compañeros de Próspero”, como se llama a los libros en Ariel, eran para el uruguayo —y para todo espíritu modernista— medios para fortalecer las redes intelectuales hispanoamericanas. (La lectura de la correspondencia de Rodó es, una vez más, sumamente elocuente al respecto).25 Es probable que, al diseñar el espacio ficcional de Ariel, Rodó concibiera la eficacia del ‘sermón’ de Próspero sobre sus lectores como aquella que había tenido la generación del 37 en Montevideo. En sus artículos sobre El Iniciador, Rodó adjudicaba la influencia del magisterio de Florencio Varela al “adoctrinamiento íntimo y verbal”, a su palabra ecuánime, justa y serena (1957: 820-821). A su vez, al revisar sus escritos para El Mirador de Próspero (1913), Rodó figura El Iniciador a través de Ariel: el periódico “representa para esa juventud como la última jornada del aprendizaje, como el último día del aula. Después de él, las ideas literarias y sociales que, nuevas y débiles aún, le habían inspirado, se levantan con rápido vuelo a dirigir la actividad espiritual de la época…” (1957: 683). En 1910, Pedro Henríquez Ureña, en su conferencia sobre Rodó en el Ateneo de la Juventud de México, se refiere a Rodó como “el primero, quizá, que entre nosotros influye con solo la palabra escrita” (1952: 119), hecho per se meritorio, dado que la labor intelectual y el libro eran difícilmente eficaces en Hispanoamérica. El dominicano lo atribuía entonces a que había menos hombres de pensamiento que de acción, sin percatarse de que la carencia era más bien de lectores y de un mer-

25 Fue como parte de la propaganda de Ariel que, por ejemplo, Rodó se vinculó con Unamuno, aprovechando que anteriormente Darío le había enviado el opúsculo sobre sus Prosas (Rodó 1957: 1300).

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cado ampliado. Aún eran los escritores quienes arbitraban la edición y promoción de sus obras y, de hecho, no bastaron los “apostólicos” envíos de Rodó para convertir Ariel en uno de los éxitos continentales del período. Eran necesarias editoriales de difusión transnacional y Rodó, como tantos otros, recurrió a “las grandes editoriales de alcance euroamericano, es decir, dotadas de una adecuada red de distribución en todo el continente”: en el caso de Ariel, fue, primeramente y desde 1908, el sello valenciano de Sempere (Real de Azúa 1976a: xx). Esto explica también la voluntad de los hispanoamericanos de reforzar los lazos con la Península: en 1926, el opúsculo tenía ya 18 ediciones españolas.26 Las afiliaciones de Ariel resultaban, por cierto, estratégicas para insertarse en España. Si lo tempestuoso signaba la época finisecular y los sucesos internacionales decretaban el naufragio de la civilización latina, Ariel venía precisamente a colmar el ansia de regeneración tanto de hispanoamericanos como de españoles. La palabra, muy en boga por entonces, fungía como antídoto contra la decadencia, ese sentimiento que le venía al fin de siglo del Romanticismo y que en 1892 Max Nordau calificara lisa y llanamente de Entartung —‘degeneración’—. Rodó no creía en esos excesos del pensamiento científico que declaraban a todo espíritu ‘raro’ de enfermo, como dejaba en claro en el opúsculo sobre Prosas profanas, pero, a nivel colectivo, el darwinismo social y las teorías de la herencia y de la decadencia racial afectaban particularmente al orbe latino, sobre todo, a Hispanoamérica —el continente enfermo, según el venezolano César Zumeta— desde que el 98 corroborara el triunfo del más fuerte. En la V parte de Ariel, dedicada a Estados Unidos, dice Próspero de la “poderosa federación”: “La admiración por su grandeza y por su fuerza es un sentimiento que avanza a grandes pasos en el espíritu de nuestros hombres dirigentes, y aún más quizá, en el de las muchedumbres, fascinables por la impresión de la victoria” (1957: 227). Frente a

26 En 1909, Ariel contaba a su vez con ocho ediciones en centros hispanoamericanos: cuatro en Montevideo, dos en México, una en Santo Domingo y otra en La Habana (Zanetti 1994: 518).

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la actitud resignada de los intelectuales de la región, Rodó asumía de modo militante la reivindicación de Hispanoamérica. Para ello, no bastaban las protestas finamente eróticas de Darío, quien en “El triunfo de Calibán” declaraba que Miranda, su alma latina, siempre preferiría a Ariel y jamás se prostituiría al monstruo del Norte. Eran necesarias las pasiones fuertes de los jóvenes, la salida del “alcázar interior”. En Ariel, Rodó no solo se apropiaba del discurso científico para apuntalar su latinidad estética,27 también ponía a funcionar un sistema de símbolos dirigido a suscitar un americanismo voluntario. El arranque del vuelo en la estatua de Ariel no era sino el reverso metafórico de la decadencia: el comienzo del discurso de Próspero (esencial para entender el propio de Rodó) se refería precisamente a ciertos pesimismos que trocaban en un optimismo paradójico, pues “muy lejos de suponer la renuncia y la condenación de la existencia, ellos propagan, con su descontento de lo actual, la necesidad de renovarla”. También allí prevenía Próspero de aquellos que se constituían “en avizores vigías del destino de América” queriendo sofocar “cualquiera resonancia del humano dolor, cualquier eco venido de literaturas extrañas, que, por triste o insano, ponga en peligro la fragilidad de su optimismo” (1957: 207). Un nuevo símbolo, además, surgía del nombre del mago shakespeariano, pues próspero, en nuestra lengua, auspiciaba un porvenir promisorio, una riqueza espiritual: “Quizá en su enseñanza

27 Ariel hace un uso pedagógico y retórico de la terminología científica para avalar su esteticismo. Remito al análisis de Van Delden (1997) del discurso darwiniano en el ensayo, según el cual Rodó se apropia de modo desviado de este, ya que se trata de una selección espiritual y nunca natural. Por otra parte, Jaime Concha ha observado cómo Rodó, en pos de armonizar positivismo e idealismo, método literario y preocupación sociológica, asimila, también creativamente (y con el fin de avalar un “espiritualismo” latino), concepciones newtonianas (toda una terminología físico-mecánica que eclosiona en el apartado sobre Estados Unidos). Lo central es, como explica, el modo en que puede ejercerse la acción artística e intelectual: cómo imprimir dirección y trayectoria a las fuerzas morales y estéticas (1991: 40). Junto con la pertinencia de estas lecturas, me interesa destacar la capacidad receptiva de Rodó, que hasta incluye textos científicos.

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y su carácter había, para el nombre, una razón y un sentido más profundos”, afirma el narrador en la introducción ficcional del opúsculo (Rodó 1957: 202). Rodó corregía la actitud egoísta que había cuestionado en Darío desde el inicio. Si, como vimos, el arte dariano era para unos pocos iniciados, su texto, en cambio, explicaba didácticamente sus símbolos y figuras. Las mitologías modernistas debían ser propaganda de ideas, y Rodó se inspiraba, sin duda, en las idées-force de su admirado Fouillée. Su doctrina, muy influyente en la época, respondía a los intentos espiritualistas y antipositivistas (antideterministas) por restituir el ideal en el seno de lo real, afirmando la fuerza de lo humano en lo histórico (cfr. Real de Azúa 1950: 29). En el capítulo III de Ariel, donde, siguiendo a Schiller, Próspero defiende la compatibilidad de estética y moral, afirma la ventaja de lo bello para el “genio de la propaganda” y la universalidad de la difusión: “Las ideas adquieren alas potentes y veloces, no en el helado seno de la abstracción, sino en el luminoso y cálido ambiente de la forma” (Rodó 1957: 217). Ya en la Revista Nacional Rodó había sostenido la eficacia del poder simbólico, modelando incluso una simbología espacial, estableciendo correspondencias, en sus “Notas sobre crítica”, con los estilos que analizaba; así, por ejemplo, si la crítica de Taine era metaforizada en un laboratorio y la de Menéndez Pelayo en una inmensa biblioteca, “la crítica de Boileau podría simbolizarse en un aula de muros austeros y sombríos donde una palabra de entonación dura y dogmática impone la autoridad de un magisterio altanero” (1957: 802). No eran improvisados, pues, los enmascaramientos y las figuraciones en Ariel. La crítica ha ofrecido excelentes análisis del cuento narrado por Próspero en la segunda parte de su discurso, la historia del rey patriarcal que el mismo maestro pedagógicamente introduce como “el símbolo de lo que debe ser nuestra alma” (1957: 211). González Echevarría, en La voz de los maestros (2001), y Ottmar Ette (2000) abordaron el cuento desde una perspectiva espacial, clave —según los autores— en relación con la estructura general y el diseño ficcional de Ariel. González Echevarría afirma que, como representación del ser, “este edificio, mitad palacio y mitad madriguera, es uno de los

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más sorprendentes paisajes interiores de la escritura de Rodó y de la literatura latinoamericana en general” (2001: 50). El crítico deconstruye el cuento en función de una hipótesis sugestiva según la cual la retórica magisterial de Ariel resulta fundante de la moderna tradición ensayística latinoamericana, ya que pone a funcionar uno de los mitos básicos de la literatura de la región: la figura del maestro. Esta, como explica, está históricamente determinada por el lugar central ocupado por la educación en la ideología liberal sobre la que se fundaron las naciones latinoamericanas. Ariel es un caso paradigmático, ya que las figuras dominantes en esta tradición se manifiestan en todo el esplendor de sus relaciones contradictorias, y es precisamente el poder seductor de su estructura tropológica lo que mantiene, un siglo después, su vigencia (2001: 41, 44). Teniendo en cuenta el proceso de autoconstitución ficcional del ensayo,28 González Echevarría subraya, especialmente en relación con el cuento del rey, las contradicciones que se establecen entre el género que en apariencia asume Ariel (los diálogos platónicos —Próspero es Sócrates rodeado de sus discípulos—) y su ejecución concreta; entre el sentido de lo que Próspero propone (elevación, su voz como la misma verdad, la tríada de aire, espíritu y voz en contraste con la de cuerpo, piedra y utilitarismo) y la imagen de la interioridad que proyecta: aquí “la violencia irrumpe en la serena superficie del Ariel, anticipando, en su propio autodesmantelamiento, las críticas más radicales a las que Rodó ha sido sometido” (2001: 45). El cuento simbólico haría visibles las paradojas, ya que, en primer lugar, por más “magnánimo y hospitalario”, el rey remite a la figura del poder, y su voz regia “intenta inscribirse, sellarse, esculpirse, troquelarse sobre sus oyentes”; el edificio del rey, a su vez, traiciona la estrategia ficcional del recurso a la voz, ya que, evocando el peso y el espesor de la piedra, representa una

28 Ariel recurre de modo ejemplar, como condición de posibilidad de su persuasión, a ficciones, a lo que González Echevarría denomina “mitologías de la escritura”. Estas, al utilizar un lenguaje altamente figurado, terminan representando “una fábula fundacional alternativa en la que el núcleo aparentemente doctrinal de un texto es subvertido, como en una suerte de pesadilla edípica” (2001: 35).

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postura defensiva, una exclusión: el intercambio dialógico deja de ser tal para convertirse en recinto (2001: 51-52).29 No obstante lo atractiva que resulta la lectura deconstructiva de González Echevarría, esta desatiende, empero, una cuestión fundamental, la cual radica en el carácter intertextual que Ariel establece con Darío y el Modernismo y que explica, de hecho, el comienzo de Rodó. El crítico afirma desconocer la fuente de la historia del rey, si es que existe, pero apunta a los Siete castillos del alma de Santa Teresa, de probables fuentes arábigas, que se correspondería con la localización del relato en el “Oriente indeterminado e ingenuo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos” y la referencia al alcázar (Rodó 1957: 211), aunque a la vez reconoce un sincretismo de estilos, ya que existe un segundo recinto aislado del “alcázar ruidoso”, donde se encontraría la representación amurallada del ser. Por su parte, Ottmar Ette, siguiendo a González Echevarría y afirmando que el cuento funciona como mise en abyme del texto total, sostiene que también en el relato de la “novia enajenada” de la primera parte habría una intertextualidad con Santa Teresa (cfr. 2000: 83-84). Ette, no obstante, considerando el contexto de producción de Ariel, el proceso de secularización y la situación del arte en el fin de siglo, destaca los posibles

29 El crítico ofrece un análisis minucioso de aquellas imágenes que cancelan la comunicación dialógica propuesta por el marco ficcional, pero también deconstruye las mismas imágenes del marco, por ejemplo, la voz que al final persiste en los estudiantes como “vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido…”. Según los análisis ya apuntados (nota al pie 27) de Van Delden (1997) y Concha (1991), estas pueden también relacionarse con la apropiación de Rodó del cientificismo con el fin de autorizar su discurso estético. Van Delden comenta el análisis de González Echevarría y propone que las imágenes de la violencia no deberían ser leídas únicamente en relación con la comunicación, sino también con la preocupación del período por el problema de la evolución y por la visión darwiniana de la selección como proceso violento (1997: 157). Concha, por su parte, sobre el pasaje final que alude a la vibración entre las estrellas y la masa, donde lee “la comunicación de las ideas”, encuentra una fuerza suave, luminosa, en que se manifiesta la influencia intelectual: “en esta nueva modulación del progresismo liberal, sensibilidad platónica y universo newtoniano se ensamblan inextricablemente” (1991: 42).

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vínculos del cuento con “El rey burgués” de Darío, puesto que en ambos el espacio de la literatura se encuentra amenazado (2000: 87), y apunta a la confrontación poetológica que establece Rodó con Darío (cotextual, dado el opúsculo en La vida nueva), advirtiendo además que el primero no regresa a ningún romanticismo cuando propone una literatura de ideas y retoma elementos ya tratados con ironía por Darío (2000: 88). Sin embargo, pese a que el mismo discurso de Próspero indica el modo en que el cuento debe ser leído, nadie ha subrayado su relación, antes que con los cuentos de Azul, con Prosas profanas. Se trata de algo más que la vinculación percibida por Ette: Rodó quiere que el cuento se lea en sistema con su lectura de la organización literaria dariana y como una revisión correctiva de la última poesía del poemario de Darío, “El reino interior”. En el opúsculo sobre el poeta, admiraba Rodó la originalidad de esta “composición simbólica”: “Joven cautiva, el alma del poeta mira pasar, desde su castillo carnal […] una procesión de vírgenes, que son las siete Virtudes, y un grupo de mancebos, que son los siete Pecados. Y el Alma, que los sigue desde su soledad, queda pensativa…”. Luego de una retahíla de elogios que mostraban al crítico completamente hechizado, Rodó agregaba sobre su “íntima significación”: “creo que lo dicho antes sobre la naturaleza literaria de Rubén Darío me excusa de reconocer la propiedad de este admirable símbolo del alma del poeta, igualmente sensible a los halagos de la Virtud y a los halagos del Pecado, cuando uno y otro se revisten del fascinante poder de la apariencia…” (1957: 184). La simbología dariana resultaba clara en “El reino interior”, cuyo epígrafe, de Poe, rezaba así: “… with Psychis, my soul”. Era allí, en efecto, donde el yo lírico daba voz a su alma, en un ambiente feérico como el de los cuentos azules y orientales: “Mi alma frágil se asoma a la ventana obscura / de la torre terrible en que ha treinta años sueña […] ‘¡Yo soy la prisionera que sonríe y que canta!’ / Y las manos liliales agita, como infanta / real en los balcones del palacio paterno” (Darío 1985: 225). En Ariel, no solo Próspero introducía el cuento aludiendo al símbolo del alma, sino que, al finalizarlo, afirmaba: “Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior” (1957: 212, énfasis mío). ¿Cuántos guiños más eran necesarios para indicar la afiliación con Darío, tanto

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como su desvío del poeta? Según el significado de su cuento simbólico, el alma no debía apartarse de la ventana como la eterna “Bella durmiente” del poema; en su reino, esta se masculiniza, el palacio es una hospitalaria “casa del pueblo”, un alcázar con “francas ventanas” salpicadas por olas y vientos del exterior. Solo “dentro, muy dentro, aislada del alcázar ruidoso” está la sala del rey, disposición que representa simbólicamente la dualidad que Rodó consideraba esencial mantener entre yo y mundo y que la literatura debía señalar como ejemplo de integridad. El egoísmo era solo aparente y el repliegue en el recinto, transitorio: “en él soñaba, en él se libertaba de la realidad […] en él se desplegaban sobre su noble frente las alas desplegadas de Psiquis” (1957: 212). Rodó rectifica el encierro artepurista de Darío, a quien en el opúsculo había descripto en su “alcázar interior”, “amorosamente protegido por la soledad frente a la vida mercantil y tumultuosa de nuestras sociedades”. En su relato, únicamente “en la última Thule del alma”, el rey hospitalario se permite el repliegue. Para mayor claridad, Próspero resumía el mensaje al final: “Abierto con una saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca” (Rodó 1957: 212). Próspero proponía nuevamente conciliar los opuestos y, una vez asentada la personalidad artística ideal para su americanismo, fijaba un modelo de comportamiento social: era necesario, también, rectificar la contraposición clásica entre ocio y actividad económica: “Vinculada exclusivamente a esa alta y aristocrática idea del reposo su concepción de la dignidad de la vida, el espíritu clásico encuentra su corrección en nuestra moderna creencia en la dignidad del trabajo útil; y entrambas atenciones del alma pueden componer, en la existencia individual, un ritmo…” (Rodó 1957: 212). Luego venía un nuevo relato ilustrativo, el del esclavo Cleanto, que simbolizaba la doble actividad necesaria: en las treguas del trabajo, la meditación. Ya antes del cuento simbólico, Próspero definía la esclavitud como la mutilación del espíritu por la tiranía de un objetivo único e interesado y alertaba contra esa tendencia que observaba en “millones de almas civilizadas y cultas, a quienes la influencia de la educación o la costumbre reduce al automatismo

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de una actividad, en definitiva, material”. Próspero aleccionaba: “Aun dentro de la esclavitud material, hay la posibilidad de salvar la libertad interior: la de la razón y el sentimiento” (1957: 210). En el siguiente apartado del discurso, donde, siguiendo a Schiller, el maestro plantea la necesaria conciliación de estética y moral, belleza y bondad, arte y utilidad, se intentan resolver las contradicciones de la modernidad que afectan, para Rodó, primeramente el lugar del arte, pues es el sentimiento de lo bello el que “más fácilmente marchita la aridez de la vida limitada a la invariable descripción del círculo vulgar, convirtiéndole en el atributo de una minoría que lo custodia” (1957: 213). Rodó, pese a las acusaciones de elitismo recibidas, aspira a un arte para las mayorías —a Darío, precisamente, le pedía que fuera “un poeta popular”—. En esto, el uruguayo sigue muy de cerca a Schiller, quien en las Cartas a la educación estética del hombre (1795) anhelaba que esta, privilegio de unos pocos, se extendiera a toda la sociedad. La postura cívica de Schiller se derivaba, sin duda, de su pionera reflexión sobre la reificación producida por el capitalismo y la penetración de una economía dineraria que, sobrevalorando y autonomizando las funciones racionales, terminaba por reprimir aquellas actividades no utilitarias, sensoriales, del hombre.30 Rodó, en Ariel, suscribía el alerta schilleriano ante la fragmentación de la subjetividad. Grínor Rojo se ha referido a la intención del uruguayo, que convierte a Ariel, a su vez, en la primera acusación latinoamericana a la modernidad capitalista, no tanto en lo que atañe a sus efectos “sobre la existencia material de 30 Fredric Jameson ha señalado que Friedrich Schiller y Adam Smith fueron los primeros teorizadores de la división del trabajo ocurrida dentro de la psique, por la cual las funciones racionales, cuantificadoras, se vuelven dominantes. Así, un nuevo modo de desarrollo desigual se perpetúa en que los avances técnicos de las primeras (por ejemplo, reproducción y desarrollo de mentalidades científicas) acarrean el subdesarrollo sistemático de poderes mentales arcaicos (la represión de lo estético observada en los Estados Unidos industrializados y de los sentidos y la libido en general en los países anglosajones). Remito a Jameson para más detalles de cómo esta fragmentación, desencadenando la autonomización de los sentidos, fue precondición de la emergencia de géneros como el paisaje y estilos como el impresionismo (podríamos agregar el Simbolismo y, por supuesto, el Modernismo; cfr. 2002: 216-218).

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los seres humanos, lo que no dejó de interesarle también —aquí Rojo remite a “Del trabajo obrero en el Uruguay”—, como a sus consecuencias nocivas en lo que toca a la sanidad de los espíritus” (2003: 25).31 En la senda schilleriana, Próspero justifica el arte en motivos externos, puesto que, si el amor y la admiración de la belleza, como esgrime, no tienen valor por sí mismos, “sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos estéticos como un alto interés de todos” (1957: 213). Signado por la retracción de la estética en la modernidad, Ariel, como tantos otros textos modernistas, constituía también una reflexión sobre el papel del artista en la sociedad burguesa, que revelaba la desconfianza de Rodó en algún tipo de solución. Próspero deja entrever su desazón ante el imperio de la utilidad: Para un espíritu en que exista el amor instintivo de lo bello, hay, sin duda, cierto género de mortificación en resignarse a defenderle por medio de una serie de argumentos que se funden en otra razón, en otro principio que el irresponsable y desinteresado amor de la belleza […]. Infortunadamente, este motivo superior pierde su imperio sobre un inmenso número de hombres, a quienes es necesario enseñar el debido respeto a ese amor del cual no participan… […]. Para que la mayoría de los hombres no se sientan inclinados a expulsar a las golondrinas de la casa […] es necesario argumentarles, no con la gracia monástica del ave ni su leyenda de virtud, sino con que la permanencia de sus nidos no es en manera alguna inconciliable con la seguridad de los tejados. (Rodó 1957: 217)

31 Véase, para este tema, el excelente análisis de Rojo, quien por empezar aclara que es del neokantismo schilleriano (y no del neokantismo krausista, como sostuvieron otros) que proviene el eje filosófico de Ariel. Rojo suscribe la lectura de Habermas de Schiller en El discurso filosófico de la modernidad y destaca en este, como en Rodó, la crítica estética que efectúa de la modernidad, anticipando las visiones de la escuela de Frankfurt (2003: 26). Para Habermas, Schiller se sirve de Kant y esboza “una utopía estética que atribuye al arte un papel revolucionariosocial. Se supone que el arte llega a ser efectivo sustituyendo a la religión como poder unificador, porque se entiende que es una ‘forma de comunicación’ que entra en las relaciones intersubjetivas entre personas” (cit. en Rojo 2003: 14).

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La figura de las golondrinas era tomada de Pitágoras, pero el complejo simbólico de Rodó se afiliaba con el modernismo de Darío: se correspondía, por ejemplo, con su visión de Poe como cisne solitario, quien en Ariel es “fauna expulsada de su verdadero medio”, y podía evocar al artista de “El rey burgués”, cumpliendo funciones para no ser desalojado como rara avis. Psiquis en equilibrio con el mundo utilitario y materialista, figura alada pero humana en la imaginación esperanzada de Rodó, Ariel es símbolo del ideal del arte, pero de un arte comprometido, actuando sobre la vida y elevándola. En el capítulo sobre Estados Unidos, afirma Próspero que el oro acumulado por el mercantilismo italiano pagó los gastos del Renacimiento, para postular luego: “La obra del positivismo norteamericano servirá a la causa de Ariel, en último término” (Rodó 1957: 236). La crítica de Ariel de las últimas décadas, al abordar el uso de los símbolos shakespearianos atendiendo a la condición de Calibán como el monstruo colonizado por Próspero en La tempestad, ha destacado en Rodó una visión clasista, elitista, colonialista y subalternizante (Jáuregui 1998, 2005; Moraña 2000).32 Rodó apenas menciona a Calibán en Ariel, pero, cuando lo hace, se desvía de la apropiación antidemocrática de Renan, es decir, de su lectura en clave política y clasista, la cual era suscripta por Groussac cuando relacionaba la democracia con los Estados Unidos. En Ariel el esclavo shakespeariano funge como símbolo del sometimiento al utilitarismo; lejos está su Calibán de representar al subalterno o a las clases populares sin más: Calibán es la tendencia hegemónica observada en la “enorme multitud cosmopolita”, pero también en las mayorías “civilizadas y cultas” fascinadas con el materialismo, pauta de alarma

32 Afirma Moraña, en una lectura apresurada, y más atenta a la teoría del subalterno que a Rodó, que este sigue la versión aristocrática de Renan y que, aunque suprime el cuerpo de Calibán, su fantasma “recorre el texto”; Calibán es la amenaza a la ciudad letrada y a sus proyectos hegemónicos de modernidad, que serían defendidos por Rodó (2000: 106-107). Como ya he comentado, esta lectura es suscripta por Jáuregui, quien lee las apropiaciones de Darío y Rodó en continuidad con la de Groussac, en cuanto versiones reaccionarias.

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en relación con la masificación urbana y sus efectos sobre la subjetividad. Próspero no condena de hecho el afán material per se, sino que exalta a los Estados Unidos por sus conquistas positivas: “Sin la conquista de cierto bienestar material es imposible, en las sociedades humanas, el reino del espíritu”, algo que, según el mismo Próspero, hasta era admitido por “el aristocrático idealismo de Renán” (Rodó 1957: 236). Tampoco Rodó identifica verdaderamente a los Estados Unidos con Calibán. Una vez que Próspero refuta la condena de la democracia por los vicios del utilitarismo y el positivismo, critica el argumento de Renan de que la idealidad fuera opuesta al espíritu democrático y afirma: “Según él, siendo la democracia la entronización de Calibán, Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo” (1957: 219). Como observara oportunamente Gordon Brotherston (1967), Rodó prefería a la versión de los personajes shakespearianos de Renan en Caliban. Suite de La Tempête (1878) la que ofrecía Fouillée en la crítica que había hecho al pesimismo y al elitismo del drama en L’idée moderne du droit en Allemagne, en Angleterre et en France (también de 1878) —una crítica en línea con su censura de Renan ante los sucesos de la Comuna—. Fouillée, pensando más en símbolos que en personajes concretos, proponía que Ariel se esparciera por la humanidad y transfigurara al pueblo mismo, al tiempo que Calibán podría tomar conciencia del espíritu que habitaba en él y “devenir” Ariel (Brotherston 1967: 8). Rodó no cita a Fouillée en el contexto de su propio juicio del Calibán renaniano (aunque en otros pasajes se refiere a L’idée moderne du droit). No obstante, la visión del francés era afín al espíritu conciliador del uruguayo, quien también sugiere que Ariel y Calibán son dos tendencias en pugna en el individuo y en la sociedad. Desde el inicio, Rodó efectúa de hecho una lectura errónea de Shakespeare cuando afirma que Ariel representa, en el simbolismo de La tempestad, “la parte noble y alada del espíritu […] el término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de torpeza, con el cincel perseverante de la vida” (1957: 202-203). El vocabulario provenía del darwinismo social, pero Rodó desviaba la interpretación racialista en boga a una culturalista y axiológica.

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La intención de Rodó, aunque sus herramientas teóricas fueran bastante pobres, era la de ‘rectificar’ las ideas sobre la democracia33 y, para ello, no temía diferenciarse de algunas autoridades. Próspero advierte: “La crítica de la realidad democrática adquiere formas severas en la generación de Taine y Renan” (1957: 222). Por su antiigualitarismo también cuestiona el maestro a Comte, Baudelaire, Ibsen y, especialmente, al “reaccionario” Nietzsche. Y aunque considera necesario defender las jerarquías espirituales y el heroísmo, se pregunta si solo es válido el de Carlyle y no el de Emerson, quien, como vimos, resultaba para Groussac una mala copia del escocés, pero que no solo era un gran negador de la angustia de influencias (léase, si no, su lectura de Shakespeare en Hombres representativos), sino también un gran defensor del heroísmo del hombre común. Sin duda, cuando Próspero propone fortalecer con las demostraciones científicas “el espíritu de la democracia”, revelando “cuánto es el valor natural del esfuerzo colectivo; cuál la grandeza de la obra de los pequeños; cuán inmensa la parte de acción reservada al colaborador anónimo y oscuro” —como el nummulite y el briozoo— y responde al darwinismo social con el heroísmo no “individual”, sino “de las muchedumbres” (1957: 225), se apropia también de los planteos igualitarios de Emerson en Hombres representativos (1850). El heroísmo emersoniano cuestionaba precisamente la idea de los “grandes hombres” de Carlyle: “¿Se trata de una casta? ¿Se trata del destino? […] Todos son a su turno maestros y discípulos”; la ley era, para Emerson, la de la rotación y la movilidad social: todos podían ser héroes (Emerson 1999: 240). Estos temas adquirían “un interés vivísimo” para quienes, como Próspero, amaban “por convencimiento, la obra de la Revolución” y “por instinto, la posibilidad de una noble y selecta vida espiritual” (Rodó 1957: 219). 33 El capítulo IV, que trata sobre la democracia (el más controvertido y el más caduco, pese a las buenas intenciones de Rodó), era, por lo que expresaba en una carta al español Luis Ruiz Contreras, el que más le interesaba: “No concibo cómo, a pesar de los muchos que en España y América se han ocupado y siguen ocupándose de mi pobre libro, esa parte sea precisamente la que menos atención ha obtenido…” (Rodó 1957: 1326).

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Con todo, por más que las aptitudes asimilativas del joven Rodó le fueran suficientes para emprender Ariel, no era fácil predicar el optimismo frente a las democracias hispanoamericanas, condenar el materialismo y el utilitarismo no solo de las clases en ascenso, sino también de las dirigentes, llenar de autoestima a la ‘raza latina’ en aparente decadencia, afirmar el heroísmo colectivo (o, mínimamente, de los artistas), rectificar, así, el Modernismo, interpelar, en fin, a la juventud y devenir, de paso, el prosista de América. ¿Con qué autoridad un joven crítico hablaba a otros jóvenes de ese modo, sin duda, pretencioso? González Echevarría considera que, cuando a través del marco ficcional Rodó oculta uno de los dispositivos retóricos del ensayo, el de “la misma autoridad del escritor cuya firma acompaña al texto”, abandona estratégicamente una postura autoritaria para restaurar un efecto dialógico, aunque el “mudo” lector de Ariel se encuentre siempre en statu pupillari (2001: 46-47). Lo cierto, empero, es que Rodó no consideraba tener la “autoridad del escritor” ni una firma a la altura de un ensayo como Ariel. De hecho, algunas críticas iniciales apuntaron a su pedantería o, a la inversa, defendieron sus capacidades argumentando que no era un libro esperable de un ‘literato’.34 La mayor evidencia de que la ficción era un método para comenzar se encuentra, no por azar, allí donde el crítico se permitía ‘dejar’ su personalidad: en la correspondencia. En carta dirigida al filósofo

34 En su reseña del “pesado” Ariel para El Mercurio de América, Monteavaro sostenía que Rodó había tenido “un sueño de escolar recién iniciado en las fiestas de la inteligencia” (1900: 337); no se necesitaban, para Monteavaro, esas “epístolas de moral, ni apóstoles de Arte y Vida” (1900: 344-345). En la misma revista, Víctor Pérez Petit defendía luego a su amigo: “Rodó no tenía la obligación ni la tiene como literato que es, de poseer conocimientos tan definidos y concretos sobre ciertas cuestiones de sociología, de derecho público y constitucional, de filosofía y política. Y, sin embargo, al entrar a estudiar desde el punto de vista artístico, la idea democrática que representa el pueblo de los Estados Unidos, lo hace con todo el conocimiento, con toda la clarividencia, con toda la penetración de un Tocqueville…” (1900: 441). Como señala Real de Azúa, fueron pocos los juicios consistentes de Ariel en un principio (excepciones fueron los de Leopoldo Alas —constituyó el prólogo a la segunda edición— o el posterior de Henríquez Ureña) (1977b: 29).

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cubano Enrique José Varona en mayo de 1900, Rodó describía Ariel como un “libro de propaganda, de combate y de ideas” y, al explicar que quería proponer “a la juventud de América Latina, una ‘profesión de fe’ que ella pueda hacer suya”, manifestaba su conciencia de su falta de autorización como escritor: ¿Merece ser Ariel una bandera para la juventud intelectual americana? Tal es mi duda que me siento inclinado a resolver negativamente, teniendo en cuenta que no basta la bondad de las ideas para el prestigio de una obra escrita, cuando le falta la autoridad de un nombre esclarecido y el encanto avasallador de la forma. Por eso anhelo que otros tomen a su cargo la propaganda que yo sólo me he atrevido a iniciar, y sería grande mi satisfacción si usted hablase a la juventud en el sentido en que yo he osado hablarle. (1957: 1266)35

Rodó reconocía que sus ideas debían vehiculizarse en una voz mayor, capaz de evocar la de esos modelos franceses tan prestigiosos en el Río de la Plata. La figura de Próspero era una especie de maître à penser latinoamericano que, rodeado de discípulos, auspiciaba simbólicamente los comienzos de los jóvenes. Rodó, quien, como manifestaba en la carta, admiraba enormemente a Varona, encontraba en él su modelo de maestro: “Usted puede ser, en realidad, el Próspero de mi libro. Los discípulos nos agrupamos en derredor de usted para escucharle como los discípulos de Próspero” (1957: 1266). Ciertamente, para el uruguayo estaba muda en ese entonces la juventud de América y era imperioso sacarla de su statu pupillari. La dedicatoria del libro, aspecto clave de Ariel, era firmada por el también joven Rodó. Dirigirse a la juventud de América cumplía con el amplio objetivo americanista del uruguayo, porque la fórmula interpelaba tanto a los

35 En la carta que Rodó envía a Unamuno junto con Ariel también manifiesta similares inseguridades: “si no pareciera una aspiración presuntuosa, agregaría que he ambicionado iniciar, con mi modesto libro, cierto movimiento de ideas en el seno de aquella juventud…”. Luego expresaba su deseo de legitimación, especialmente entre los españoles: “daría a mi propaganda una sanción invalorable” (1957: 1300).

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jóvenes de América como a la cualidad joven del mundo americano. Ardao se refería hace ya tiempo a la importancia de este llamado a la definición y el cultivo de la propia personalidad, tanto de los individuos como de América en tanto “entidad histórica y cultural” (1970: 25). La reivindicación de Rodó de la juventud de los pueblos americanos no revertía, de hecho, la lógica hegeliana eurocéntrica, su división entre pueblos viejos, con historia, y pueblos jóvenes, carentes de ella, pero era, al menos, un comienzo afirmar que juventud no equivalía a infantilismo e implicaba el rechazo de los determinismos, de clima o raza. Como apunta Real de Azúa, esta última era por entonces una noción confusa que oscilaba desde lo histórico-cultural hasta lo biológico (1950: 35), pero, cuando Rodó apelaba a la raza latina en Ariel, lo hacía en términos histórico-culturalistas, con un claro objetivo de integración supranacional.36 Al uruguayo le inquietaba el fatalismo de las teorías positivistas. En 1909, en carta a Alcides Arguedas le respondía, en relación con Pueblo enfermo, que los males que señalaba tenían que considerarse transitorios: “Usted titula su libro Pueblo enfermo. Yo lo titularía: Pueblo niño. Es concepto más amplio y justo […], en cierto modo, incluye al otro, porque la primera infancia tiene enfermedades propias y peculiares, cuyo más eficaz remedio radica en la propia fuerza de la vida, nueva y pujante, para saltar sobre los obstáculos que se le oponen” (1957: 1344).37

36 Real de Azúa (1977a) sostiene que por entonces no existían explanaciones solventes sobre la condición latinoamericana, que se dio recién articulada después de 1930. El americanismo del modernismo hizo algún aporte, pero no fue mucho más allá del debate entre la infancia y la enfermedad. Rodó, sin duda, intentaba superar las teorías pesimistas sobre el continente. Como piensa Real de Azúa en “El problema de la valoración de Rodó” (1967), fue injusto endilgarle al uruguayo la paternidad de las visiones racialistas de principios de siglo. 37 La carta fue incorporada como prólogo a la edición definitiva de Pueblo enfermo (1937). En el Archivo Rodó se encuentra un borrador en el que el uruguayo vuelve a predicar el programa de Ariel: “Nuestra América triunfará de las enfermedades de su infancia y será grande y fuerte […]. El pesimismo es un optimismo paradójico y de eficacísima acción, cuando tiene un alcance relativo y provisional…” (1957: 1345).

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En Ariel, la apelación a la juventud de América afirma su potencial histórico. En la primera parte del discurso, donde Próspero imparte su mensaje clave, postula: “La juventud, que así significa en el alma de los individuos y la de las generaciones luz, amor, energía, existe y lo significa también en el proceso evolutivo de las sociedades” (1957: 204). América, dice Próspero, necesita grandemente de su juventud. Esa juventud, que en lo social implica una reacción tanto a la condena hegeliana a ser pueblos sin voz propia en la historia como a la supuesta decadencia de la raza latina, se corresponde, en el plano del arte, con una defensa de las nuevas generaciones hispanoamericanas. No es inocente el recurso al ejemplo de Grecia, que desde Winckelmann era un topos occidentalista, o al de las comunidades cristianas primitivas tomado de Renan. A Rodó lo que más le interesa de esos modelos es cómo la juventud se hizo atributo del pueblo. Próspero narra lo que el sacerdote egipcio dijo a Solón para reivindicar precisamente a los ‘pueblos niños’ en tanto precursores de fuerzas históricas y culturales. El egipcio dijo, “compadeciendo a los griegos por su volubilidad bulliciosa: ‘¡No sois sino unos niños!’ […] Pero de aquel divino juego de niños […] nacieron el arte, la filosofía, el pensamiento libre, la curiosidad de la investigación, la conciencia de la dignidad humana…”. Frente a Grecia, Egipto representa la senectud, una “estéril noción del orden” (1957: 205). Es sugestivo que, en la figuración de la relación intelectual entre América y España, Rodó acuda en su correspondencia a tropos semejantes, aunque dejando ver cierta desesperanza. En su intercambio con Unamuno, se queja de la falta de estímulos, duda de las potencialidades de América, a lo que Unamuno responde: “¡Qué exacto lo que me dice de que España es anciana y América infantil! Hay que trabajar” (cit. en Rodó 1957: 1307). Ariel estaba dirigido precisamente a transformar el infantilismo en juventud; para ello, los vínculos con España resultaban esenciales, pero Rodó no suscribía la idea hispanista de la tutela intelectual cuando calificaba a España de anciana, sino que se afiliaba con las visiones de Darío en sus crónicas del 98: una España, como vimos, vieja y atrasada para imponer modelos. Por otro lado, desde sus artículos en la Revista Nacional, Rodó predicaba contra el infantilismo hispanoamericano, de allí que en “Un poeta de Caracas” (1897) simbolizara al “arte de iniciación” americano “en aquel niño pensativo del Tentanda via, de Hugo

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—pensador precoz” y no jugando “al juego literario de los colores” (1957: 847). El poema “Tentanda via est” (Les voix intérieures, 1837), de Victor Hugo, en que el niño es descripto como un pájaro blanco, soñando ya con combates futuros, fue, quizá, un modelo del Ismaelillo (1882) de Martí. Posiblemente, a su vez, el “desnudo guerrero de alas de ave” del cubano haya sido un modelo del Ariel rodoniano, sobre todo, porque Martí —deudor (vía Emerson) de la larga tradición que a partir de Rousseau, Blake y Herder ha idealizado el mundo infantil para oponerlo a la decadencia de la sociedad burguesa— no se dejó llevar por el antiintelectualismo intrínseco a la sacralización del niño.38 Como bien ha destacado Julia Gramberg, el lúdico Ismaelillo que revitaliza al padre asténico no escapa a pautas ético-morales (2013: 200), de allí que opere como una figura redentora secular. Cuando Próspero, entonces, invocando el espíritu de Ariel, anhela instalar en los discípulos una “esperanza mesiánica” y afirma que hablar a la juventud es “un género de oratoria sagrada”, se pliega al espiritualismo finisecular que profetizaba la llegada de nuevos salvadores, aunque estos pasaban a ser los mismos interlocutores: el ideal rodoniano de “El que vendrá” de su primer opúsculo se transfiere a la juventud y, así, a quienes lo leen en el presente. Rodó recoge, por un lado, el americanismo heroico que reivindicaba en la tradición hispanoamericana (sin duda en Martí, a quien pensó dedicarle un ensayo), pero potencia en especial la significación que venía adquiriendo la noción de juventud desde el Romanticismo. Ha sido abundantemente señalada por la crítica la deuda del discurso de Próspero con el “sermón laico” y el “discours aux jeunes gens”, género profuso en el medio académico francés desde mediados del ochocientos y que venía siendo adoptado en Amé38 Esta sacralización, como George Boas observa en The Cult of Childhood, se relaciona con una tendencia antiintelectualista de larga data, fundada en ejemplos de un estado humano feliz provisto de una sabiduría donde no dominaría la razón: el niño, el inconsciente y también —sin que Boas repare en la matriz patriarcal, etnocéntrica, del pensamiento moderno— la mujer, el “hombre primitivo” (cfr. 1966: 20).

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rica.39 Ya Clarín, en su ensayo de Los lunes de El Imparcial, luego incorporado como prólogo a la segunda edición de Ariel, destacaba: “no es una novela ni un libro didáctico; es de ese género intermedio que con tan buen éxito cultivan los franceses, y que en España es casi desconocido” (1948 [1900]: 14). El mismo Rodó señalaba a Unamuno su gusto por los “sermones laicos en que se habla a la juventud” (1957: 1308) y valoraba en particular una “oración rectoral” de L. V. López, como ya fue apuntado. Real de Azúa ha precisado que Ariel, sin embargo, “quiso ser una especie de derivado intimista de esa clase de alocuciones”: mientras Próspero se refería al último de los coloquios de amigos, Rodó “pretendió la frecuentación habitual y solitaria de un lector de devoción siempre acrecentada”, quizá según el modelo de la literatura de consejo europea, preferentemente francesa (1976a: xi-xii). En efecto, Ariel fue al inicio identificado como un “breviario laico”, un “evangelio” para la juventud de América. (Similar identificación pretenderá Motivos de Proteo, aunque aquí Rodó, ya autorizado, se dirigirá sin máscaras al lector). Si la ley del género era el optimismo, Ariel explicitaba su función para la juventud desde el comienzo, en que Próspero, al referirse a cierta crítica sobre la literatura europea contemporánea, llamaba la atención hacia esos “estados del alma de la juventud”, desde “los héroes, enfermos, pero a menudo viriles y siempre intensos de pasión de los románticos” hasta “los enervados de voluntad y corazón” como Des Esseintes de À rebours. Avizoraba, empero, en las nuevas producciones, un “renacimiento de animación y de esperanza en la psicología de la juventud”, y así interpelaba a sus discípulos: ¿Madurará en la realidad esa esperanza? Vosotros, los que vais a pasar, como el obrero en marcha a los talleres que le esperan, bajo el pórtico

39 Las oraciones rectorales de colación de grados “solían ser juicios sobre el rumbo societal, sobre los deberes de la ‘intelligentsia’ nacional, o sobre el estado de ánimo juvenil”; en América se contaba con el “Discurso de instalación de la Universidad de Chile” (1843), de Andrés Bello, y con The American Scholar, de Emerson (1837) (Real de Azúa 1976a: ix-x).

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del nuevo siglo, ¿reflejaréis quizá sobre el arte que os estudie imágenes más luminosas y triunfales que las que han quedado de nosotros? (Rodó 1957: 206)

En un análisis de la influencia de las letras francesas en Ariel, el crítico Le Gonidec se asombra de cómo Rodó retiene aquellas que evidencian la desmoralización del fin de siglo y señala que el optimismo asumido era, por cierto, infrecuente en el clima social uruguayo: “nadie en su entorno predisponía a los jóvenes del país al entusiasmo” (1971: 33). Esto parece confirmarlo el hecho de que Vaz Ferreira, en Moral para intelectuales (1909) —la publicación, sin duda influida por el éxito de Ariel, de sus clases en Montevideo—, proponía como lecturas a Montaigne, Renan, Guyau, Nietzsche y el mismo Ariel, pero también Del Plata al Niágara, de Groussac, libro claramente incapaz de generar aquella autoestima que el propio Vaz Ferreira demandaba para contrarrestar el complejo de inferioridad latinoamericano. Sin embargo, aun atendiendo al juvenilismo tan mentado de Ariel, la crítica ha colocado el foco en la figura paternalista y anacrónica del maestro o letrado. González Echevarría, quien analiza el poder crítico de las mitologías latinoamericanas y atribuye la centralidad del mito del maestro en Rodó al mismo género del ensayo, surgido bajo la tutela de la pedagogía, desatiende el peso concomitante del mito de la juventud, el cual, en efecto, otorga una nueva significación al ‘tema’ central de la educación. Además de lo apuntado sobre los comienzos enmascarados de Rodó y la importancia de la dedicatoria a la juventud, debe recordarse que, aunque el discurso es proferido por Próspero, hay un personaje más cuya voz cierra el libro, y este es “el más joven de los discípulos”: Enjolrás habla tras un “prolongado silencio”, precisamente después de haber abandonado al maestro —como escribe George Steiner, un maestro válido permanece solo: “Ahora, dejadme”, ordenaba Zaratustra a sus discípulos (2004: 102)—. Por otra parte, siguiendo el modelo schilleriano, la enseñanza fundamental de Próspero es opuesta a una pedagogía homogeneizadora y racionalizadora. Se trata de una paideia modernista, si se piensa en la definición que Rodó ofrecía del movimiento en su opúsculo anterior: “nuestro anárquico idealismo contemporáneo”. La lección cardinal

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de Próspero, impartida al principio del primer apartado de Ariel, es tener un programa propio, formulado en la intimidad del espíritu: una especie de moral acrática, antidogmática e individual. Ariel establece, de hecho, una nueva relación entre maestro y discípulos al proponer una educación para la autonomía y el cultivo de un espíritu crítico. En 1902, confesaba Rodó a Unamuno su afición al estudio de la educación, “en que tengo de antiguo algunas opiniones o prejuicios irreverentes, y aún anárquicos…” (1957: 1312), y en otra carta, a su amigo Piquet, preconizaba “la escuela del mundo”, frente a la cual “los pedantismos y formulismos universitarios no valen un comino. El hombre debe habituarse a aprender por sí mismo y no atenerse a lo que le enseñen en el ambiente cerrado y triste de las aulas” (1957: 1278). En Motivos de Proteo, Rodó sistematizará su defensa del antidogmatismo y del autodidactismo que caracterizó su propia formación y la de tantos jóvenes que por entonces intentaban ingresar en el mundo de las letras o se inclinaban al anarquismo, que en efecto alarmaba a los mayores del Río de la Plata. Ángel Rama, quien solo encuentra en Rodó la figura del letrado, aborda los mitos sociales urbanos que emergen con el proceso de modernización (el doctor, la maestra —relacionados con el uso de la letra—) para advertir que, a diferencia de lo que ocurre en Norteamérica, en América Latina los mitos opositores del poder no se abastecen en fuerzas individuales, sino colectivas, lo cual da cuenta de una percepción aguda del poder institucional y de “una subrepticia desconfianza acerca de las capacidades individuales para oponérsele” (1995: 65).40 Por su parte, Real de Azúa, cuando aborda el culto modernista de los héroes, el reclamo de “hombres nuevos” contra las tradicionales oligarquías, considera que se colocaba la esperanza “en la excelsitud y en la acción personal —no en fuerzas, grupos, clases o equipos” (1977a: 46). Con todo, los modernistas despertaron o removieron

40 Rama agrega que los mitos de campesinos, obreros y estudiantes que poblaron los discursos de la izquierda, sobre todo estudiantil, “son visiblemente urbanos y letrados, descendientes del pensamiento europeo también, sin equivalente en la sociedad norteamericana” (1995: 65).

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latencias, “capaces de fertilizar compuestos ideológicos posteriores, de la índole de los radicalismos mesocráticos posteriores a 1915 y aun a 1940”. Aquí el crítico incluye el juvenilismo, junto con los rasgos de compasión y protesta social, el rechazo de los valores burgueses y el latinoamericanismo y antiimperialismo, que cobrarían luego mayor contundencia (1977a: 53-54). Es evidente que la noción de una juventud heroica en Ariel señala un desplazamiento (no sin tensiones) del individualismo liberal a los movimientos colectivos posteriores. Podría verse aquí, con Raymond Williams, una estructura de sentimiento, una preemergencia activa, no del todo articulada, percibida como vivencia privada e idiosincrática (1977: 132). Esta experiencia social en proceso (que implica una nueva relación entre maestros y discípulos) no puede entenderse sin las transformaciones puestas en marcha por la Revolución francesa y profundizadas a lo largo del xix. La juventud como fuerza autónoma, diferenciada de la infancia e intrínsecamente superior a la vejez, fue uno de los efectos del trastocamiento profundo de las jerarquías del Antiguo Régimen. Como grupo social definido, la juventud surgió con el desarrollo del Estado moderno, la industrialización, la especialización del trabajo y el establecimiento de leyes laborales, que tuvieron que diferenciar la niñez de otras etapas preadultas y productivas.41 En el campo del arte, la noción de juventud cobró relevancia con el Romanticismo, cuando los jóvenes se convirtieron en “representantes del progreso”: nunca antes la juventud había triunfado solo porque era joven (Hauser 1998, 2: 211). En el fin de siglo, sin embargo, con la creciente democratización y modernización, la juventud comenzó a adquirir mayor presencia en el espacio público, con funciones más rebeldes y osadas. En su paso por San Francisco, Paul Groussac, quien también en el Río de la Plata descreía de los jóvenes, daba cuenta del fenómeno:

41 A su vez, el concepto moderno de adolescencia comienza con Rousseau (Émile, 1762), pero como construcción social es un fenómeno básicamente norteamericano. Remito a Souto Kustrín (2007) para más detalles sobre la estandarización de la experiencia del adolescente en relación con los cambios provocados por la modernización y la industrialización.

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¡La juventud! Tal es la palabra sonora y mágica que aquí parece resonar en todos los ecos y desprenderse de todos los actos colectivos, de todas las actitudes y empresas de la atrevida población: la juventud arrojada y azarosa, rebosante en esperanzas e ilusiones, con el orgullo insolente de su breve pasado y la fe imprudente en su ilimitado porvenir. (1925 [1897]: 247)

Quizá tales prevenciones respecto de su potencialidad fueron las que llevaron a Rodó a dedicar Ariel precisamente a la juventud de (nuestra) América. En el contexto finisecular de reacciones ante el proceso de secularización, el juvenilismo de Ariel, como sagazmente apunta Gutiérrez Girardot, elevaba al estudiante “a juez y motor de la historia”; tenía, pues, consecuencias políticas: “la juventud ya no era sólo la esperanza de una natural renovación de las sociedades, […] sino una fuerza histórica renovadora y creadora del motor y la meta de la historia: la Utopía” (2004b: 87). Esa significación establecida por Ariel es notable cuando se la compara con el ideologema romántico de la juventud como aparecía, por ejemplo, en Juvenilia (1884), de Miguel Cané, autobiografía nostálgica del orden familiar y elitista, que convalidaba la subordinación de los jóvenes al mandato patriarcal y nacional. Oscar Terán ha señalado las similitudes que se establecen entre Ariel y “La enseñanza clásica”, un discurso de colación que Cané diera a los jóvenes en 1901, pero allí, sin embargo, el argentino no defendía el cultivo del “reino interior”, sino el de un “huerto cerrado” y nacionalista (cfr. Terán 2004: 70). Jaime Concha, aunque considera que la noción de juventud se presta a “los peores juegos del idealismo rodoniano”, advierte que Rodó, al introducir la fe en la juventud, abre su experiencia, exteriorizándola: “en jerga hegeliana la desubstancializa, transformándola de en sí en algo devenido y para sí” (1991: 33-34). De hecho, Rodó cita a Renan, pero transforma su noción de juventud al subrayar no su dimensión de conocimiento, sino los efectos de su acción. Dice Próspero: [D]ebéis empezar por reconocer un primer objeto de fe, en vosotros mismos. La juventud que vivís es una fuerza de cuya aplicación sois los obreros y un tesoro de cuya inversión sois responsables. Amad ese tesoro y

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esa fuerza, haced que el altivo sentimiento de su posesión permanezca ardiente y eficaz en vosotros. Yo os digo, con Renan: “La juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso, que es la Vida”. (Rodó 1957: 203-204, énfasis mío)

Las asociaciones figurales del mito de la juventud en Ariel, además, han sido en gran parte desatendidas. Concha, por ejemplo, destaca la equivalencia explícita que Próspero establece entre los jóvenes-descubridores y los “conquistadores” de América, pero no la conexión entre jóvenes y obreros. Unos párrafos más adelante, cuando Próspero pregunte a sus discípulos si madurará en ellos la esperanza, se establece, como citamos anteriormente, la misma asociación: “Vosotros, los que vais a pasar, como el obrero en marcha a los talleres que le esperan” (1957: 206). Ariel, espíritu secular, guía de la juventud, se transforma en un símbolo político, una unidad de acción que equipara intelectuales con proletarios, refrendando la intención conciliatoria de Rodó respecto de las ideas sobre la democracia. Según el optimismo (ingenuo) del maestro, postulado en la parte II del discurso, existe entre sus jóvenes interlocutores y los obreros apenas una diferencia de vocaciones. Asimismo, Próspero responderá al ideal renaniano de “una oligarquía omnipotente de hombres sabios” con una frase de Bourget: la democracia y la ciencia son “las dos ‘obreras’ de nuestros destinos futuros” (1957: 223). Aquí nuevamente puede advertirse una estructura del sentir, la copresencia de tendencias propia de los artefactos culturales y el modo en que, como señala Williams en Keywords, ciertas palabras clave —aristocracia, democracia, juventud, obreros— desplazan sus sentidos hegemónicos, volviéndose “las huellas de un conflicto entre los elementos dominantes, los emergentes y los arcaicos” (Sarlo 2000: 315).42

42 En 1909, en su discurso de inauguración del Círculo de la Prensa (El mirador de Próspero), Rodó no solo afirma la importancia de los gremios, sino que, cuando otorga la categoría de obrero (y hasta proletario) al trabajador intelectual, al escritor y al periodista, vuelve a operar sobre la significación dada en Ariel a la aristocracia: “Cuando todos los títulos aristocráticos fundados en superioridades

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En este sentido, el neologismo nordomanía acuñado por Próspero también deviene una palabra clave en Ariel, no solo por su contribución al antiimperialismo latinoamericano iniciado por Martí y continuado por Darío en “El triunfo de Calibán”, sino por su ruptura con “un modelo de imitación acrítica calcado sobre las sombras del desarrollo norteamericano” (Terán 1986: 96). Para Próspero, un mismo espíritu crítico, activo y alerta debía aplicarse a la literatura o a cualquier aspecto de la vida: “La admiración y la creencia son ya modos pasivos de imitación para el psicólogo. Se imita a aquel en cuya superioridad o prestigio se cree”. Ante la colonización cultural —un desastre peor que la derrota política de España—, Próspero advierte: “Es así como la visión de una América deslatinizada por propia voluntad, sin la extorsión de la conquista, y regenerada luego a imagen y semejanza del arquetipo del Norte, flota ya sobre los sueños de muchos sinceros interesados por nuestro porvenir”. Próspero admite “inspiraciones, luces, enseñanzas, en el ejemplo de los fuertes”, pero “en sociabilidad, como en literatura, como en arte, la imitación inconsulta no hará nunca sino deformar las líneas del modelo”. Nordomanía equivale a abdicación servil, mientras que “el cuidado de la independencia interior —la de la personalidad, la del criterio— es una principalísima forma del respeto propio” (Rodó 1957: 227-228). Si, como se derivaba de la lección, Hispanoamérica carecía aún de un sello definido y de una índole autonómica, porque, efectivamente, no podía prescindir de los modelos externos, ‘los americanos latinos’ tenían, sin embargo, una herencia y una tradición que mantener:

ficticias y caducas hayan volado en polvo vano, sólo quedará entre los hombres un título de superioridad, o de igualdad aristocrática, y ese título será el de obrero…” (1957: 632). Valga señalar que el interés de Rodó por la cuestión obrera se manifiesta en su tarea legislativa, en su escrito “Del trabajo obrero en el Uruguay” (también recogido en El mirador de Próspero) con motivo del proyecto de ley de reducción del trabajo de 1906. La ley de ocho horas (pionera en el mundo) fue aprobada en 1915. No obstante su mesura ante lo que llama el “dogmatismo socialista”, Rodó defiende los derechos de los trabajadores y no mantiene una postura liberal-conservadora, como han sugerido sus detractores a lo largo del siglo xx.

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El cosmopolitismo, que hemos de acatar como una irresistible necesidad de nuestra formación, no excluye, ni ese sentimiento de fidelidad a lo pasado, ni la fuerza directriz y plasmante con que debe el genio de la raza imponerse en la refundición de los elementos que constituirán al americano definitivo del futuro. (Rodó 1957: 228)

Solo después de esta enseñanza (en la parte V), Próspero imparte su última lección, que se vuelve una especie de rito de pasaje secularizado, una paideia necesaria para la salida a la gran ciudad. El maestro no aspira a que sus discípulos devengan sabios aristocráticos como el Próspero de Renan ni que sean atraídos por el “carpe diem horaciano”, ese hedonismo buscado en El agua de Juventud, continuación de Caliban. Por entonces emergían en la Francia dreyfusard los modernos intelectuales, menos esquivos al contacto con las multitudes, y el Próspero de Rodó predica la conducta ejemplificada con la parábola del rey hospitalario. La urbe moderna amenaza la integridad del individuo, pero la vida en la gran ciudad es irrenunciable. Próspero evoca un pasaje de Maud (1855), de Tennyson, donde el héroe del poema se sueña muerto y sepultado bajo el pavimento de una calle de Londres: “El clamor confuso de la calle, propagándose en sorda vibración hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo sueño de paz. El peso de la multitud indiferente gravita a toda hora sobre la triste prisión de aquel espíritu” (1957: 239). Ante el peligro de la anulación del yo en la masa, Próspero convoca a la acción inspirada en Ariel: Su fuerza incontrastable tiene por impulso todo el movimiento ascendente de la vida. Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscrito por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el “eterno estercolero de Job”, Ariel resurge inmortalmente, Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. (1957: 242)

Hay aún un último legado, porque sin fe, sin una religión secular, son insuficientes la razón y el sentimiento. Próspero relata haber

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encontrado en un museo, “en la leyenda de una vieja moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la palidez decrépita del oro”: “¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron, cuántas generosas empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se desvanecieron, al chocar las miradas con la palabra alentadora, impresa, como un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de mano en mano?” (Rodó 1957: 243). González Echevarría encuentra en el gráfico grito, y en la idea posterior de Próspero de que la imagen “troquele” los corazones de los discípulos, un ejemplo más de la violencia del discurso de Ariel. Concha, por su parte, afirma que la moneda simboliza el tesoro conservado y no la inversión productiva (1991: 43). Ambas interpretaciones, como tantas otras, son válidas. Pero Próspero propone, además, que la imagen de esa moneda en circulación acompañe la tarea futura de los discípulos, anhelando, quizá, que compita con la lógica del interés y de las relaciones abstractas que instituye el dinero. Próspero espera que la acción de los jóvenes, en otras palabras, sea un medio de religación americana, que Ariel, “afirmado primero en el baluarte de vuestra vida interior”, se lance desde allí “a la conquista de las almas”: Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración. (Rodó 1957: 243)

Concluida la lección de heroísmo latinoamericanista, los discípulos abandonan la sala y es el más joven, a quien llaman Enjolrás “por su ensimismamiento reflexivo” —como dice el narrador sin citar Los miserables de Hugo—, quien concluye Ariel: “Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira al cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y obscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador” (Rodó 1957: 244). Como sostiene Concha, con la fórmula de la juventud dirigiendo con su

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fuerza a las masas y esta imagen final, resulta bien representado el proyecto de ilustración de una élite urbana y “el destino de gran parte de la intelectualidad latinoamericana: arar en el aire” (1991: 43). No obstante, también la figura revolucionaria de la juventud, haciendo circular la Esperanza y proponiendo nuevas y seculares afiliaciones del contacto con la muchedumbre, introduce posibles fecundidades: “las razas pensadoras —dice Próspero en la parte final— revelan, en la capacidad de sus cráneos, ese empuje del obrero interior” (1957: 239, énfasis mío). En la imagen última celestial, Rodó provee una representación simbólica tradicional de la influencia, en sus orígenes entendida como la recepción de un fluido etéreo que cae de las estrellas, un poder que afecta el carácter y el destino (cfr. Bloom 1991: 37) —así aparece ya en boca del Próspero de Shakespeare—. Si, en Rodó, la lección de Próspero es evitar el ahogo de la personalidad colectiva por la recepción pasiva de los influjos externos, el numen religador de Ariel, sembrado en la muchedumbre, simboliza la fuerza correctiva necesaria para conquistar la autonomía.

2.4. El magisterio latinoamericanista: Rubén Darío responde a Rodó El genio más grande es el más endeudado. El poeta no es un hombre ligero de cascos que dice lo primero que se le ocurre y que como lo dice todo acaba por decir algo bueno, sino un corazón al unísono con su época y su país. (R. W. Emerson, Hombres representativos, 1850)

Ha sido compartida por la crítica la percepción de un cambio en la actitud de Rubén Darío a partir de Cantos de vida y esperanza (1905). Para Rodríguez Monegal, por ejemplo, significa el abandono de ciertas ideas anarquistas que, una vez establecido el éxito del poeta con Prosas profanas, pueden archivarse: en el prefacio de Cantos, Darío se reconoce, pues, como guía de un movimiento (1980: 431-432). La voluntad de transmisión del nuevo poemario aviva las tensiones

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del Modernismo, quizá emblematizadas en dos modelos de maestros: el de Verlaine, a quien en Los raros Darío imaginaba rodeado de sus alumnos, “lírico Sócrates de un tiempo imposible” (1952: 46), y el de Victor Hugo, conductor de muchedumbres —y padre del rodoniano Enjolrás—. ¿Prefiere Darío el segundo modelo cuando en 1905, al comienzo de sus Cantos, recomienza sobre su escritura pasada “con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo”? Si, como propone Said, un escritor debe afrontar constantemente oposiciones en su carrera, en el sentido de exigencias prácticas y elecciones entre alternativas que se vuelven condiciones técnico-éticas (vimos en Rodó las huellas de estas decisiones), en la literatura modernista las alternativas aparecen expuestas en muchos casos abiertamente a partir del texto interamericano. Rodó, de hecho, define sus comienzos, no ya (solo) a partir de los modelos metropolitanos, sino en relación con sus antepasados del 37 y la obra de Darío. Mientras los desvíos respecto de los modelos externos resultan cada vez más abiertos, las afiliaciones internas se intensifican. Ya no se puede prescindir de la obra hispanoamericana, por escasa que esta sea, para ser original. Hay en el Modernismo, por primera vez, un interés mayor por la propia tradición, un asumido aprendizaje de los otros americanos, una autorización, por consiguiente, local. Rodó encuentra iniciadores en Montalvo, Sarmiento, Echeverría y Gutiérrez (estos últimos, para Groussac, románticos de segunda o tercera mano) y hace guiños en Ariel a los textos rioplatenses; Darío se reconoce como hijo de Martí, hermano de Casal y Augusto de Armas y aprendiz de Groussac y Santiago Estrada. Existen ya raros latinoamericanos. Rodó dedica su libro a la juventud de América y en 1904 sugiere en carta a Max Henríquez Ureña que podría dedicarse la publicación cubana de Ariel a la memoria de Martí (1957: 1359). Darío despliega sus afiliaciones por doquier, pero la dedicatoria a Rodó del poema liminar de Cantos de vida y esperanza no solo profundiza los lazos de la familia latinoamericana, sino que está estrechamente vinculada con su nuevo comienzo, puesto que “Yo soy aquel” es, precisamente, el resultado de la renovación de su estilo. Este es para el autor, como propone Said, el lenguaje de su carrera, su firma extendida; y, cuando el escritor toma conciencia de su idio-

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lecto y ya puede citarse, “referir a sí mismo, ser él mismo de modos que se han vuelto habituales para él por la obra que ya ha hecho”, debe enfrentar el conflicto entre la fidelidad a su manera y el deseo de descubrir nuevas formulaciones (1985: 254-255). Es indudable que el opúsculo de Rodó sobre Prosas profanas había contribuido a la toma de conciencia del conflicto; la dedicatoria a Rodó registra, pues, la alternativa que el poeta ha enfrentado entre innovación y repetición. “Yo soy aquel” es descripto por Sylvia Molloy como un “poema de umbral” y, efectivamente, en respuesta a Rodó (1988: 30). Para Arturo Marasso, por su parte, Darío ofrece allí su confesión y su arte poética, su testamento literario (s/f: 179). ¿Qué sería este testamento sino el legado que el maestro por fin transmite? Si Darío no era un poeta popular, pero tampoco resultaba a los ojos de Rodó incapaz de “predicar la buena nueva”, un curso novedoso se impone, y deja su huella en el prefacio: “Yo no soy un poeta para las muchedumbres. Pero sé que indefectiblemente tengo que ir a ellas” (Darío 1985: 243). El poema liminar es, sin duda, una respuesta a Rodó, pero no en tanto “corrección de la lectura que ha hecho de Prosas profanas el dómine uruguayo”, como sostiene Molloy (1988: 32), sino en tanto reafirmación de una estética que se renueva asimilando los pedidos que Rodó hacía a Darío en 1899. Los poemas de Cantos, como se sabe, fueron compuestos en su mayoría a partir de ese año, el de su viaje a España. En su acercamiento a las relaciones establecidas entre los escritores desde el opúsculo de Rodó sobre Prosas, Molloy no señala —como tampoco lo hacen otros anteriormente— sus mutuos desvíos creativos, sino continuos reparos o abiertas hostilidades, las cuales radicarían en la ausencia de la firma de Rodó (y su posterior enojo) cuando el opúsculo fue incorporado en 1901 a la segunda edición (en París) de Prosas profanas. Sean cuales fueren las causas de la ausencia de firma (Darío lo atribuyó a un desliz de los editores, estos luego lo refutaron), es absurdo pensar que el poeta, quien para entonces no necesitaba espaldarazos, habría elegido como entrada al volumen un juicio que no aprobaba. Anderson Imbert, uno de los pocos críticos que analizaron con acierto el opúsculo, incluso destacó oportunamente su

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relación con el agregado, en la segunda edición de Prosas, de “algunas poesías que anunciaban un arte más preocupado” (1967: 93).43 Si ya en la Revista de América Darío y Jaimes Freyre apelaban a una juventud hispanoamericana unida por los mismos ideales, luego del 98, y, sobre todo, a partir del llamado de Ariel, Darío convocaría cada vez más al trabajo colectivo y a la salida temporaria del reino interior. Para algunos críticos, fue el antiimperialismo lo que determinó la resonancia de Rodó; para Rama, fue su alegato contra el utilitarismo y el materialismo (1985a: 132), pero lo central era el modo en que Ariel había articulado la categoría de juventud con ideales colectivos de reforma, respondiendo a las demandas de autoestima de las nuevas generaciones, tanto latinoamericanas como españolas. Confluían allí el modernismo, el americanismo y un latinismo que auspiciaba la regeneración de España. Y fue, en efecto, sorprendente cómo a partir de Ariel los textos y órganos modernistas se llenaron de invocaciones a la juventud como motor de cambio y apelaron de modo creciente al ideal latinoamericanista, acompañados o no de posiciones antiimperialistas. En el caso de Darío, no es casual que su magisterio comience a profundizarse en sus crónicas de España contemporánea: Rodó le aconsejaba al final de su opúsculo que aprovechara el viaje para asumir el rol de guía de la juventud. En “El Modernismo”, Darío imparte abiertamente sus lecciones modernizadoras y arremete contra el “españolismo” que impide “la influencia de todo soplo cosmopolita, como asimismo la expansión individual, la libertad, digámoslo con la palabra consagrada, el anarquismo en el arte, base de lo que constituye la evolución moderna o modernista” (1950: III, 300-301, énfasis mío). Hasta en la definición del modernismo parecía tener presente Darío el concepto rodoniano más filosófico del movimiento (“nuestro anárquico idealismo contemporáneo”). En 1912, en el retrato que realizó del

43 Esto no invalida el hecho de que puedan haber existido traspiés en las relaciones entre los escritores. Los que han señalado las distancias a partir del incidente del prólogo sin firma comentan que Darío se disculpó arguyendo que esta era innecesaria por lo inconfundible del estilo de Rodó.

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uruguayo para la serie “Cabezas” de su Mundial Magazine, el propio Darío relacionaría su magisterio en España con Rodó, declarándolo “profeta” por “la última parte” de su opúsculo sobre Prosas profanas (1950: II, 963). También Justo Sierra, en su “Prólogo” a Peregrinaciones (1901) —contemporáneo de la nueva edición de Prosas—, había suscripto las ideas de Rodó respecto del “empequeñecimiento humano” de la poesía dariana, pero concedía a Darío, sin embargo, su americanismo, aportando un postulado de larga herencia en la literatura latinoamericana: el americanismo de Darío radicaba en la tendencia al cosmopolitismo, lo cual, de hecho, consolidaba la defensa de la asimilación foránea y, así, los intentos de autorización de la escritura latinoamericana tanto de Darío como de Rodó.44 Rodó no se había equivocado en la descripción de la personalidad dariana, sino en su definición conceptual: Darío era americano, panamericano, y de todas partes, decía Sierra al poeta, “por la facilidad con que repercute en vuestra lira policorde la música de toda la lira humana y la convertís en música vuestra…” (1968 [1901] 144-145). Sierra ofrecía una de las mejores definiciones de Darío como poeta fuerte, en términos similares a los que utilizaría Harold Bloom, aunque la angustia devenía en él ansiedad de influencias extranjeras. Y a ello daba el nombre de americanismo.45 La singularidad del nicara-

44 Como he venido desarrollando, la autorización de la escritura en el cosmopolitismo era una propuesta renovadora de los modernistas, entendida como una vía para alcanzar autonomía respecto de España. Si Valera o Unamuno, o también Alas, podían eventualmente encontrar legítimo el cosmopolitismo (aunque no siempre el afrancesamiento), la tendencia general de los españoles era defender el españolismo y la de muchos hispanoamericanos, el americanismo en cuanto criollismo. 45 En su genealogía del problema del americanismo en Darío, Rama juzga que fue Sanín Cano quien abordó el quid de la cuestión, pues consideró tanto la lengua y la sintaxis como los mensajes ideológicos, desentendiéndose, como luego Federico de Onís, del afrancesamiento superficial. Más allá de determinar dónde radicaría el americanismo en Darío (o en Rodó), me interesa destacar que durante el Modernismo no se llegó a esas definiciones más específicas sobre el lenguaje o los mensajes, sino que se debatió la cuestión entre el afrancesamiento

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güense, escribe Sierra, radica en que, “profundamente sugerido por toda la poesía francesa de la última generación, ha sabido robustecerse con la asimilación y ser original, como se debe ser, no empeñándose en decir lo que otros no han dicho nunca, sino esforzándose en ser una personalidad cada vez de mayor relieve” (1968 [1901]: 140). No obstante, estaba claro para el mexicano que la fuga cosmopolita no debía revertir en evasión de la humanidad. José Miguel Oviedo, quien en su estudio del ensayo hispanoamericano focaliza las diferencias entre Darío y Rodó, al referirse a las dos ‘caras’ del Modernismo, una decadente y otra americanista o mundonovista, fundada en la nueva conciencia continental, arriesga que quizá “Rodó descubrió antes que Darío esta segunda fase —contribuyendo así a los cambios dramáticos evidentes en el segundo libro de poesía de Darío”. Para Oviedo, este descubrimiento “es tal vez uno de sus méritos significativos, así como la razón primordial del impacto arrasador e inmediato de Ariel en el continente” (2006: 374-375). En efecto, tanto Cantos como Ariel expresaron un estado de ánimo perfectamente sincronizado entre autor y lector, gestado en los dos opúsculos anteriores de La vida nueva a través de la espera de un maestro que guiara a la juventud. En Cantos, sin embargo, Darío volvía a repetir que no era un poeta para las muchedumbres (aunque acudiera a ellas). Por su ideología estética quizá pensara, como Bloom, que los poemas surgen menos como respuesta al tiempo presente que a otros poemas y que la dialéctica se establecía no entre el arte y la sociedad, sino entre el arte y el arte (cfr. Bloom 1991: 112). Por eso, respondiendo a los pedidos de Rodó (o Justo Sierra), Darío podía renovarse sin negarse totalmente, atender al medio social de un modo oblicuo, siempre fundado en la “apariencia divinizada”, como dijera el uruguayo. No por azar, Darío figurará la simultánea innovación y permanencia de su estilo a través

y el americanismo romántico de los temas, lo cual desencadenó la defensa del cosmopolitismo y la autorización en la asimilación creativa de lo foráneo. Es ello lo que establece Sierra con claridad en 1901, como luego De Onís en su Antología de la poesía española e hispanoamericana (1934).

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de ese símbolo poderoso de su individualidad que Rodó celebrara: el cisne, el cual ciertamente adopta el tono reflexivo y el idealismo del alado Ariel —su optimismo—, pero también las desesperanzas que Rodó no acallaba del todo y que en Cantos se relacionarán tanto con el avance del imperialismo estadounidense como con la llegada de lo autumnal. En el mismo prefacio de Cantos, Darío enseña por partida doble: anticipa una poesía más comprometida y pone de manifiesto, para quienes no fueran iniciados, la nueva significación de su símbolo: Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal. Y si encontráis versos a un presidente, es porque son un clamor continental. Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable); de todas maneras, mi protesta queda escrita sobre las alas de los inmaculados cisnes, tan ilustres como Júpiter (1985: 244).

Como sostiene Enrique Foffani, al vincular la protesta con los cisnes para asumir el carácter contestatario de la poesía, Darío vuelve explícito lo que estaba ya in nuce en el interior de su poética. Esta, en efecto, se reafirma en los Cantos, pues los cisnes son los únicos mediadores que todavía, por su origen, siguen conectando a través de la esperanza el mundo de los dioses y el mundo de los hombres, el mundo de la Belleza, sublime y poético, y el mundo de la Utilidad, filisteo y prosaico. La protesta de los cisnes es el gran vuelco: la poesía protesta, la poesía por fin sale a la calle, puede ir a la feria, recorrer el barrio, las grandes ciudades. Pero —y ésta es la lección Rubén Darío— no debe dejar de ser poesía, no debe perder el terreno ganado con la autonomía del arte. (Foffani 2007: 43)

Así, pues, en “Los cisnes, I’, dedicado al joven Juan Ramón Jiménez, ante las graves interrogaciones (“¿Seremos entregados a los bárbaros fieros? / ¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”), los cisnes —en plural, como los jóvenes de Ariel— se transforman en dadores de la Esperanza, presente en el título del poemario mismo y en varios poemas, una esperanza que circula aquí también contra la nordomanía generalizada.

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La poesía de Cantos asume un yo que se lega, aunque nunca bajo una máscara magisterial. Si, como afirma Steiner, es muda la mejor enseñanza (la etimología de dicere revela su carácter ostensible, en latín ‘mostrar’ y posteriormente ‘mostrar diciendo’ (2004: 13)), el comienzo dariano “Yo soy aquel que ayer no más decía” enseña con su ejemplo al decir la experiencia del poeta, quien en las primeras estrofas narra la historia de un voraz autodidactismo encadenando sus asimilaciones culturales sin establecer jerarquías: “y muy siglo diez y ocho y muy antiguo / y muy moderno; audaz, cosmopolita; / con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, / y una sed de ilusiones infinita” (1985: 244). Allí también el poeta transmite su enseñanza más profunda: la unión de arte y cristianismo como caminos hacia la vida, la luz y la verdad, demostrando a Rodó su capacidad para predicar “la buena nueva”: “el Arte puro como Cristo exclama: / Ego sum lux et veritas e vita!” (Darío 1985: 246). Devenido apóstol de una belleza aunada schillerianamente —como en Ariel— con la moral, el yo lírico de Cantos se viste, como aconsejara Rodó, con el “Genezareth de idilio, de Renan”. En “Canto de esperanza” incluso aguardará “el retorno del Cristo”, en sintonía con las ansias de ‘El que vendrá’ y las búsquedas finiseculares de redención. Darío, en la “Cabeza” dedicada a Rodó en Mundial Magazine, destacaría su carácter de iniciador en América Latina: Rodó era ensayista, un Emerson latino, “el pensador de nuestros nuevos tiempos” (1950: II, 962). Asimismo, el uruguayo, en su necrológica de Darío para la revista Nosotros, habría de reconocer su grandeza en alcanzar desde el comienzo esa “armonía dichosa entre el momento en que se llega y el género de obra de que se es capaz”. Emersonianamente, Rodó se aparta de las teorías del genio y subraya en Darío su adecuación “a la oportunidad del tiempo y del lugar” (1957: 998-999). Es indudable que el mayor logro de ambos consistió en encontrar los modos oportunos para el desarrollo de la literatura latinoamericana. Julio Ramos (1989) corrigió con justeza la adjudicación de Rama de la categoría de letrado a escritores como Rodó, sin por ello negar la función ideologizante de su escritura. Esta función, visible desde los comienzos del uruguayo, y que signa especialmente los de Darío posteriores al 98, adopta, no por azar, una modulación pedagógica y

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latinoamericanista, incluso, como vimos, hispanista. Los modernistas cumplen una función formativa que no se identifica con la tradición ilustrada ni, menos aún, con la educación científica y racionalizadora del Positivismo. Como reacción a esta última, el arielismo será “la defensa de lo estético en la educación” (Ramos 1989: 59), aunque el mismo Ariel resulte en verdad esquivo a las funcionalidades posteriores de la ciudad letrada, porque, primero, su modelo de formación se basa en un concepto de aprendizaje autónomo, antidogmático y autodidacta y porque, segundo, responde a la necesidad de profesionalización de los escritores. La tendencia educativa del Modernismo está, en efecto, dirigida a desarrollar la actividad estética, cuyo campo de acción es cada vez más reducido, dada la modernización desigual de la literatura: el magisterio latinoamericanista radica en la intención correlativa de los escritores de accionar en un sistema cultural más extendido —responde a sus demandas, que pueden coincidir con las del Estado—.46 No se trataba de una tarea fácil en el contexto de un mercado literario apenas incipiente en las principales capitales de Latinoamérica. He comentado ya los esfuerzos que hizo Rodó para la propaganda de Ariel desde un principio, pues casi lo único que había cambiado hacia el fin de siglo respecto de la situación de los hispanoamericanos en la Weltliteratur era su relación con la intelectualidad española: los modernistas comprobaban la conveniencia de la hispanofilia para su desarrollo como escritores: Darío dedicará El canto errante “a los nuevos poetas de las Españas”.

46 Dalmaroni (2006), complejizando el análisis de Ramos (1989), ha propuesto que la figura del “escritor autónomo” en este período no se opone diametralmente a la del que cumple funciones político-estatales, de hecho, ambas pudieron darse en simultáneo dada la modernización desigual de la literatura, que genera situaciones en que el Estado coopta a los intelectuales sin otra vía para la modernización o estos autorizan su función en la educación ciudadana. Dalmaroni destaca un aspecto importante de esta generación: la educación se dirigía no sólo a las masas sino también a las clases superiores entregadas al materialismo, al mercantilismo, al sentimiento oligárquico; de allí que Ariel resultara tan convocante.

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Pese a sus sentidos ataques antiimperialistas a Calibán, Darío admiraba, como vimos, la inteligencia de los anglosajones, quienes extraían provecho mutuo de las relaciones poscoloniales. Su más sesuda postura respecto de los Estados Unidos, a la vez que su diálogo con Rodó, se evidencia cuando, ya publicado Ariel, y como cronista de la Exposición Internacional de París en 1900, va a ver “en qué consiste la superioridad de los anglosajones” y reconoce abiertamente sus logros intelectuales, científicos y artísticos: “Entre esos millones de Calibanes nacen los más maravillosos Arieles” (1950: III, 426). En “La invasión de los bárbaros del Norte”, otra crónica enviada desde París un año más tarde, donde considera que la superioridad de los anglosajones es ya indiscutible, se alegra de que tantos observadores, como Sarmiento o Groussac, hubieran señalado los ejemplos dignos de imitación, así como los defectos de los Estados Unidos: “Sin sus peligros y exageraciones, bien venga la influencia del alma norteamericana”. Lo interesante de esta crónica es que además aclara, a raíz de ciertos planteos nacionalistas, su visión de la cuestión: “Pero ¿existe, o no existe un alma nacional? Los yanquis tienen esa alma; y son cosmopolitas. Son cosmopolitas para afuera. Hay que ser nacionalista para adentro; y cosmopolita para afuera…” (1977: 125). El nacionalismo en cuanto defensa de la soberanía: esa lógica había que imitar. Darío, en sus protestas del 98, había quizá pecado de simplismo. En 1903, en La caravana pasa, vuelve a apelar a una identidad latina como contrapeso a las dominaciones extranjeras, desde el imperialismo yanqui hasta el creciente avance alemán, encontrando todavía lugar para la esperanza ‘arielista’: “Tenemos a la vista el ejemplo de los Estados Unidos. El país de Calibán busca también las alas de Ariel” (1950: III, 833). Que, en el fondo, todas estas apropiaciones shakespearianas eran una estrategia de religación simbólica, una construcción cultural que Darío percibía como tal, parecía dejarlo en claro años más tarde en “Films habaneros” (1912), una crónica escrita precisamente en Cuba, la dominada por el monstruo: “pienso que en el país de Calibán han dejado su influencia señalados e importantes Arieles. Ellos, los yanquis, los terribles anglosajones son tenidos por nosotros, los llamados latinos, por hombres ajenos a las bellezas del arte” (1968: 166). Un año después, en “La producción intelectual latinoamericana”, el ni-

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caragüense especificaría los fines redituables que debían tener las comunidades imaginadas: eran necesarias “para tener este vasto mercado con el cual llegaríamos a tener las tiradas de autores norteamericanos” (1968: 348). La propaganda hispanoamericanista de Darío era ciertamente motivada por su firme voluntad de crear un circuito de literatura latinoamericana, y el poeta se enorgullecía de su actividad en ese sentido: “mi viaje hacia la América del Sur, a Chile primero y a la República Argentina después, promovió un mutuo conocimiento entre las juventudes intelectuales correspondientes”; así, “el intercambio de cartas y de libros se inició, y produjo el mutuo conocimiento siquiera entre las ‘élites’ renovadoras, valientes y curiosas” (1968: 344-345). El interés mayor, claro está, era que las producciones locales compitieran en pie de igualdad con la literatura peninsular en un mercado común en español, un objetivo que se evidenciaba en la labor de respaldo mutuo emprendida por la mayoría de los modernistas como críticos en la prensa masiva o en sus propias revistas de menor circulación, o como prologuistas de los libros de sus coetáneos. Se volvía clave, además, el envío de obras, sobre todo —como en el caso ejemplar de Ariel— entre los latinoamericanos y los españoles. Porque la creencia en “la lectura eurocentrista como la verdadera y consagratoria” (Rama 1995: 49) no era, después de todo, infundada, y los modernistas conocían las consecuencias prácticas de esa lectura: solo se habían vendido 60 ejemplares de Ariel hasta que Leopoldo Alas lo consagró, transformándolo en “uno de los primeros, auténticos éxitos de una literatura latinoamericana que comenzaba a cobrar conciencia de su unidad” (Real de Azúa 1976a: xx). Esta unidad era favorecida no solo por la religación simbólica desplegada a través de Prósperos, Calibanes y Arieles —mitologías ya propiamente latinoamericanas—, sino también por el proyecto compartido de expandir las redes intelectuales en Latinoamérica.

Coda Discípulo del magisterio modernista, Pedro Henríquez Ureña establece en “El descontento y la promesa” —conferencia que integra-

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ría sus Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1928)—, los límites y los logros del Modernismo: “toma sus ejemplos en Europa, pero piensa en América”. Encuentra ya en 1926 quienes “se irritan contra sus mayores y ofrecen trabajar seriamente en busca de nuestra expresión genuina”, pero está claro que el cosmopolitismo y los contactos transnacionales son irrenunciables, y eso se lo deben los jóvenes al Modernismo: “No sólo sería ilusorio el aislamiento —la red de las comunicaciones lo impide—, sino que tenemos derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental” (Henríquez Ureña 1978: 41-42). La lección modernista, apropiada también por Borges, como se sabe, en su conferencia “El escritor argentino y la tradición” (1951), fue precisada por Federico de Onís en la “Introducción” a su Antología de la poesía española e hispanoamericana (1934) a partir de la noción de Alfonso Reyes de “independencia involuntaria”. Fue involuntaria (como para Rodó lo era el antiamericanismo de Darío) porque, de hecho, los modernistas, en su búsqueda de originalidad, querían parecerse a los franceses, pero, como sostiene De Onís, en lugar del afrancesamiento de las letras se produjo la liberación de la influencia francesa dominante hasta el fin de siglo xix y se entró de lleno en el conocimiento, no sólo de las grandes literaturas europeas inglesa, alemana e italiana —que ciertamente no eran antes ni podían ser totalmente desconocidas—, sino de otras literaturas como la rusa, la escandinava, la norteamericana, las orientales y antiguas, las medievales y primitivas, que, por lo mismo de ser remotas y extrañas por motivos diversos, atrajeron en todo el mundo a los hombres que empezaron a reaccionar contra el siglo xix y la civilización normal europea… (1961 [1934]: xv)

En las apropiaciones modernistas de las figuras de La tempestad prevalecían, efectivamente, las lecturas francesas de Renan, Fouillée, Péladan o Groussac, pero, así como Darío las asimiló pensando en Martí o en Poe, Rodó lo hizo a partir del mismo Darío y de varios otros textos rioplatenses, mientras corregía el elitismo de las versiones francesas a través de Schiller o Emerson y oponía su Próspero al Zaratustra de Nietzsche. No se trataba, pues, de una mera copia de temas

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cosmopolitas, sino de pre-textos simbólicos a partir de los cuales crear mitologías latinoamericanas. Como afirma Rama, “estuvo el modernismo al servicio de los pueblos en la medida en que comprendió la necesidad de apropiarse del instrumental, las formas y los recursos literarios de la literatura creada al calor del universo económico europeo y fracasó en la medida en que su deslumbramiento ante la nueva manufactura le condenó, y sólo parcialmente, muy parcialmente, a la actitud servil imitativa” (1985b: 124-125). En su defensa del cosmopolitismo, los modernistas autorizaron a la literatura latinoamericana en la asimilación creativa de las influencias, abriéndola a las originalidades del siglo xx. Rama corrige la visión de Federico de Onís del modernismo como forma hispánica de la disolución del arte occidental del xix y apunta al carácter de coronación del movimiento, ya que su impulso modernizador enciende la renovación que se venía gestando y recupera “la tradición propia de la lengua y aun el proyecto romántico que no había logrado expandirse íntegramente” (1985a: 66). Habría que agregar que, en muchos aspectos ideológicos y más allá de sus limitaciones, el Modernismo, o “nuevo romanticismo”, como lo llama el uruguayo, enfrentándose en el 98 con los primeros signos de los nacionalismos expansionistas que eclosionarían en 1914 y pondrían definitivamente fin al siglo xix, dio comienzo también a formas afiliativas y sentimientos de pertenencia de muy larga herencia en el imaginario latinoamericano.

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Tempestades en el Caribe anglófono y francófono: ¿cómo comenzar?

3.1. Apropiaciones de Shakespeare en el Caribe inglés: Los placeres de George Lamming Discutiendo a los clásicos, se había preparado el camino para discutir a los reyes. (José Enrique Rodó, “El Iniciador”, 1896)

La búsqueda de autonomía que signó los comienzos literarios en las Antillas francesas e inglesas implicó el simultáneo reconocimiento de su imposibilidad bajo el yugo (neo)colonial. Para el barbadense George Lamming (1927-), quien desde su infancia había sido testigo de la agitación revolucionaria iniciada a mediados de los años 30 en las Antillas anglófonas,1 1

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Este despertar político fue el germen de los movimientos independentistas posteriores (Barbados obtendría su independencia en 1966). El período está refleja-

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no había posibilidad de una independencia literaria sin una ruptura total —política, económica, cultural y de conciencia— con el colonialismo: en este caso, el poder real inglés. Lamming es, sin duda, el intelectual antillano que más reflexionó sobre el problema de los comienzos en condiciones de dependencia y quien con incomparable agudeza exploró por primera vez, desde su experiencia como escritor colonial, el lazo inextricable entre cultura e imperialismo. Los placeres del exilio, su colección de ensayos publicada en 1960, cuando aún Barbados se encontraba en el camino hacia su independencia, se abocaba a discutir el poder de los libros con la intención explícita de discutir a los reyes y romper el “cetro de la autoridad”, que para el uruguayo Rodó era, según la cita del epígrafe, el nudo central del debate entre antiguos y modernos (1957: 823). Apropiarse de La tempestad de Shakespeare le permitía a Lamming patentizar la intención política de su querella con la autoridad intelectual de la cultura inglesa. Para sus fines descolonizadores, un antillano, a quien la educación imperial había impuesto desde su infancia todo un “tabernáculo de nombres difuntos que ahora vivían en la más elevada cumbre mundial de la expresión literaria”, podía discutir, quizá, con cualquiera de los muertos que integraban el “antiguo mausoleo de logro histórico” —Shakespeare, Wordsworth, Jane Austen o George Eliot— (Lamming 2007 [1960]: 52), pero Shakespeare era para los ingleses el símbolo por antonomasia del prestigio literario, no solo un referente de identidad nacional, una industria y un producto exportable, sino el capital cultural por el cual se medía el grado de “anglización” de los coloniales —un síntoma, pues, de la mimicry analizada por Homi Bhabha: la relación pasiva, repetitiva de la cultura dominante por los colonizados— (cfr. Nixon 1987: 560). Ser anglizado es no ser inglés o, como escribe Bhabha, ser casi inglés, pero no tanto: “almost the same but not quite (/white)”. La deconstrucción de la ambivalencia del discurso colonial (que encubre su desautorización de los “no blancos”) habilita, sin embargo, una potencial “contraapelación insurgente”. Para Bhabha, lo que emerge

do en la primera novela de Lamming In the Castle of My Skin (1953), que enfoca su vida temprana sobre el trasfondo de las revueltas de 1937 en Barbados.

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entre la mimesis y el mimetismo (mimicry) es precisamente “una escritura, un modo de representación que marginaliza la monumentalidad de la historia, simplemente se burla de su poder como modelo, ese poder que supuestamente lo hace imitable” (1984: 128). Imitar a Shakespeare y, antes que re-presentar, repetir de manera deliberada (hacer explícito lo inapropiado de comenzar lo ya comenzado) se vuelve para los anglizados como Lamming una estrategia de visibilización. Además, La tempestad tenía para el barbadense, como precisaba en su “Introducción” a Los placeres del exilio, una importancia mayor, porque el ensayista encontraba allí el mejor paralelo del “drama entre la religión y la Ley” que observaba en Haití cuando las ceremonias vudú eran perseguidas por la policía (2007 [1960]: 15). Son conocidas las diatribas de Harold Bloom contra los antillanos que, al reivindicar a Calibán, convirtieron a Próspero en un “colonialista rapaz”. El crítico afirma que La tempestad es la obra de Próspero y no de Ariel —como creyeran los románticos— ni de Calibán —como lo hicieran los poscolonialistas—. De modo paradójico (o reaccionario), el gran teorizador de misreadings se refiere a las nuevas interpretaciones de La tempestad como a lecturas no erróneas, sino malas: tan malas (so bad) “que pocos aprehenden las ricas ironías de Próspero”. Antes que una relación colonial, para Bloom, el mago establece con Calibán una relación filial (2008: xi-xiii). Lamming, precisamente, toca el quid de la cuestión: se dirige al drama de Shakespeare al haber sufrido en carne propia, en el castillo de su piel, la perversidad de las relaciones coloniales disfrazadas de lazos filiales. Se podría decir que su ópera prima y autobiográfica de 1953, In the Castle of My Skin, novelizaba el drama de un pueblo alienado de sí mismo por su dependencia a una madre patria que hasta había apodado a Barbados como su Little England. Como explicaría Lamming en una introducción posterior a la novela, la experiencia colonial de su generación no había sido violenta: “ni tortura, ni campo de concentración, ni misteriosa desaparición de nativos hostiles […]. Era un terror mental; un ejercicio diario en la auto-mutilación” (2005 [1983]: xxxix). Para Bloom, Próspero es un personaje “acosado por el tiempo”. Lamming, de hecho, no lee otra cosa cuando en Los placeres del exilio afirma que “El Tiempo, la Magia, y el Hombre son la trinidad inse-

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parable de La Tempestad” (2007 [1960]: 30). El drama, para ambos, coloca en primer plano el poder de los libros contra el tiempo y la relación entre la autoridad del mago y su poder político. La autoridad es para Bloom la cuestión más misteriosa de la obra, porque no se trata de un poder legal, aun cuando el mago es el legítimo duque de Milán; Próspero “busca una autoridad espiritual secularizada, y finalmente logra algo parecido, aunque a un precio humano considerable” (2001: 665); “parece perder autoridad espiritual a medida que vuelve a ganar el poder político. Romper su bastón, tirar al agua su libro constituyen disminuciones de la personalidad […] el arte abandonado era tan poderoso que la política es absurda por comparación” (Bloom 2001: 679). En efecto, el drama shakespeariano, como ha apuntado Roger Toumson, ponía en imágenes el proceso de secularización iniciado en el Renacimiento: la desacralización de la función real, simbólica de la declinación del pensamiento teológico y de la separación entre la ciencia y la religión, propia del momento histórico, del “deseo de historia” que caracteriza la época de Shakespeare (1981: 537-538). Para Lamming, el vaciamiento de Próspero, el límite del arte que ve Bloom expresado en el despojamiento de su magia al final del drama (leída como la despedida del propio Shakespeare), no puede, sin embargo, no estar atado al drama del colonialismo que la época iniciaba. El poder espiritual-secular de Próspero, que se revela en La tempestad fatalmente provisorio, es el privilegio que se arroga frente a Calibán. De hecho, la visión del Tiempo, para Lamming, tiene que ver con ese momento en que el Hombre, con su Magia, se creyó autorizado para colonizar a otros hombres: Es el océano que hizo a Próspero consciente del Ahora; es el privilegio sobrenatural de su magia lo que lo hizo sentir que podía subir al cielo. Pero era el Hombre, la condición, lo que lo devolvió a su sentido de decoro: el Hombre en forma de Miranda, su propia creación, la medida de su ineficacia probable, el Hombre en el terrible atavío de Caliban: su esclavo, su largo y apenas llevadero purgatorio. Porque Caliban es Hombre y algo distinto a Hombre. Caliban es su converso, colonizado por la lengua y excluido por la lengua. Es precisamente este don de la lengua, este intento de transformación lo que ha provocado el placer y la paradoja

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del exilio de Caliban. Exiliado de sus dioses, exiliado de su naturaleza, ¡exiliado de su propio nombre! Pero Próspero teme a Caliban. Lo teme porque sabe que su encuentro con Caliban es, en gran medida, su encuentro consigo mismo. (2007 [1960]: 30)

El mismo Bloom sostiene que, así como la autoridad es el tema central de La tempestad (el cual aparece desde el comienzo con la imagen del barco, una metáfora común en la época para tratar cuestiones de gobernabilidad y dominio), en la isla, que puede verse ya desierta, ya paradisíaca, “la perspectiva lo gobierna todo” (2001: 668). En Los placeres del exilio, Lamming convierte precisamente la perspectiva en el método de su apropiación del drama: “es mi intención hacer uso de La tempestad como forma de presentar un estado de sentimiento que es patrimonio del escritor exiliado y colonial del Caribe británico”; y anticipa “la acusación evidente de blasfemia”, pero es esta, en efecto, en la perspectiva del esclavo con el que se identifica, “un privilegio del Caliban excluido” (2007 [1960]: 15). Porque como años más tarde argumentaría el martiniqués Édouard Glissant —atraído, él también, por Calibán—, Shakespeare, al elaborar el problema de la legitimidad en La tempestad, no solo había inaugurado la modernidad, sino que había instalado una jerarquía: “Calibán-naturaleza se opone desde abajo a Próspero-cultura. […] la legitimidad de Próspero está vinculada a su superioridad y se convierte en legitimidad de Occidente” (2005 [1981]: 188-189). Shakespeare había validado, así, el dominio de los pueblos de la escritura y una literatura “sacralizada en el absoluto del signo escrito” (2005: 190). Desinteresado, empero, por someter al propio Shakespeare a un proceso, en Los placeres del exilio Lamming se autorizaba en su blasfemia y en su visión particular: “Una forma de ver”, como titulaba uno de los ensayos del libro. Y, aunque en ningún momento mencionaba la lectura de Octave Mannoni, cuya Psychologie de la colonisation (1950) —con la cual, como veremos, debaten tanto Frantz Fanon como Aimé Césaire— se había traducido con el título significativamente antepuesto de Prospero and Caliban. The Psychology of Colonization (1956), Lamming parecía responderle cuando desechaba la idea de un conflicto inconsciente en el propio Shakespeare:

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No puedo leer La tempestad sin recordar la aventura de esos viajes narrados por Hakluyt y, cuando recuerdo los viajes y el período específico de la historia de África, veo La tempestad ante el trasfondo del experimento inglés de colonización. Tomando en cuenta el alcance de la curiosidad de Shakespeare y el hecho de que estos temas se debatían febrilmente en la Inglaterra de su tiempo, sin duda debieron haber estado presentes en su mente. De hecho, deben haber sido parte de la materia consciente de su pensamiento. Y es la capacidad de Shakespeare para la experiencia lo que me lleva a sentir que La tempestad también profetiza un futuro político que es nuestro presente. Además, las circunstancias de mi vida, como descendiente colonial y exiliado de Caliban en el siglo xx, constituye un ejemplo de esa profecía. (2007 [1960]: 21-22)

A Lamming no le preocupa la lectura “correcta” del drama, sino autorizar con su ejemplo —“Prueba y ejemplo” se titula otro de los ensayos— su apropiación de La tempestad. En la “Introducción” explicita el método y la intención de sus comienzos descolonizadores: De nada valdrá decir que me equivoco en los paralelos que me he propuesto interpretar, porque responderé que mi error, vivido y sentido por millones de hombres como yo, demuestra el valor positivo del error. Es el valor que es necesario aprender. Mi tema es la migración del escritor antillano, colonial y exiliado, de su reino natal, en un tiempo habitado por Caliban, a la isla tempestuosa de Próspero y su lengua. Esta obra es un informe sobre la forma de ver de un hombre. (2007 [1960]: 22)

La intención de Lamming es dar valor a su experiencia errónea, extraer los placeres del exilio, un exilio que es, en verdad, colectivo. Como propone Said, una intención es la conexión entre la visión idiosincrática y la preocupación comunal: en sus ensayos, el barbadense extiende su identificación con Calibán no solo al grupo de escritores emigrados, sino también a los jóvenes que, en la isla, ya no tendrán que temer “estar solos”; porque los antillanos en Londres son, en efecto, “productos de una situación nueva —nueva en el sentido histórico del tiempo— […] un ejemplo de una fuerza nueva en el mundo mo-

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derno” (2007 [1960]: 45). Lamming, cuya voluntad es que su blasfemia sea representativa de la desalienación colectiva que impulsa en su ensayo, hace de su desvío de Shakespeare —de su comienzo como producción de diferencia— una operación ampliada. Acudiendo a una nueva interpretación de La tempestad, traza un espacio imaginario que involucra, además, a los variados representantes de Próspero en la metrópolis: desde el elitista Instituto de Artes Contemporáneas de Londres hasta quienes dieron inicio a la escalada de violencia contra negros antillanos en Notting Hill en 1958. El barbadense no explicita sus deudas con Fanon ni Césaire respecto de la dialéctica del amo y del esclavo, pero se apropia de sus respectivos “discursos sobre el colonialismo” y de las lecturas sartreanas de la Negritud cuando afirma que la colonización es un proceso recíproco y que ha llegado el momento en que “los amos deben aprender a leer el significado contenido en las firmas de sus antiguos esclavos. Puede que haya más asesinatos, pero Caliban llegó para quedarse” (2007 [1960]: 109). Refutando quizá el análisis psicológico de Mannoni respecto de la violencia de Calibán ante la “amenaza del abandono” del “padre” blanco, Lamming aclara que el esclavo “no es un hijo”, sino un proyecto organizado con fines de explotación y que “Caliban planea el asesinato de Próspero, no por odio y por temor”, sino por su sentido de la traición, porque ha sido esclavizado. Mannoni ya había señalado que, en la relación establecida entre blancos y malgaches, los dones de Próspero no eran “puros”, sino interesados, y Lamming advierte: “El don es un contrato del que no se permite la retirada a ninguno de los dos participantes”: Todo esto Próspero lo sabe… y yo también. Porque soy descendiente directo de esclavos, demasiado cerca de la empresa misma para creer que sus ecos han pasado con el reinado de la emancipación. Además, soy descendiente directo de Próspero, rindiendo culto en el mismo templo de empeño, usando su legado de la lengua, no para maldecir nuestro encuentro, sino para llevarlo más allá, recordando a los descendientes de ambas partes que lo hecho, hecho está, y que sólo puede verse como un terreno desde el cual otros dones, o el mismo don dotado de significados distintos, puede crecer hacia un futuro que se coloniza mediante nuestros actos en este momento, pero que debe siempre permanecer abierto. (2007 [1960]: 31-32)

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Ahora bien, que Lamming elija el desvío de Shakespeare y la forma del ensayo como método para sus comienzos implica que se estima autorizado para la blasfemia: reconoce su valor como escritor colonial y su poder como intelectual, máxime cuando se dirige al lector-colonizador para anticiparle lo siguiente: “Este libro se basa en la experiencia, y se pretende como introducción a un diálogo entre usted y yo. […] Usted es el otro, según su forma de verme en relación con usted mismo” (2007 [1960]: 19). El género del ensayo, que coloca el acento en el propio proceso de conocimiento, la perspectiva personal y el juicio del ensayista cuya firma hace responsable de las palabras a un sujeto público, implica el reconocimiento de que su autor, como escribe Liliana Weinberg, “no es un descastado, un paria ni un recién llegado al sistema literario: ocupa ya un lugar estratégico” (2001: 23). Los placeres del exilio es, además, un gran ensayo autobiográfico, y, aunque muchos ven allí una colección de textos de variados géneros —autobiografía, crónica, relato de viajes, crítica literaria, ficción—, el libro está cuidadosamente estructurado por paralelismos y analogías que el ensayista establece desde su experiencia particular (de vida, de creación, de lectura, de viajes) como escritor negro y angloantillano en Londres y en otros puntos como Haití, África y los Estados Unidos. Es el género autobiográfico el que subsume a todos los demás a través de la tematización del problema de la autorización y la representatividad del escritor y su búsqueda de una “comunidad” de historia y de sentido —característica central, según Weinberg, del ensayo hispanoamericano (2001: 86)—. Al igual que en este, Lamming se ve obligado a hacer de su nombre, y de su lucha con ese nombre, que lo liga a una procedencia geográfica y social desventajosa, uno de los puntos nodales del ensayo (cfr. Weinberg 2001: 40 y ss.). Lamming habla como joven antillano que intenta convertir el exilio en privilegio: si el dilema del escritor es “ansiar la nutrición de un suelo que, como ciudadano ordinario, no puede soportar” (“tengo treinta y dos años pero ya siento que no doy más —como escritor— en lo que respecta al Caribe británico”), tendrá que esperar un futuro más promisorio mientras admite que “el placer y la paradoja de mi propio exilio es que pertenezco donde quiera que estoy” (2007 [1960]: 88).

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Es el exilio el que ha autorizado a Lamming a publicar un ensayo autobiográfico en la metrópolis (la escritura autobiográfica responde, como se sabe, a la conciencia del autor de su papel como tal, como iniciador de alguna empresa). Esa legitimidad de la que goza Lamming se sostiene no solo en el prestigio que ha obtenido a través de su obra ya publicada —la sucesión de novelas In the Castle of My Skin (1953), The Emigrants (1954), Of Age and Innocence (1958) y Season of Adventure (publicada en 1960, al igual que Los placeres del exilio)—, sino también en su participación en un fenómeno mayor que él mismo aborda en su ensayo. Precisamente en el capítulo titulado “La ocasión para hablar”, Lamming analiza “el tercer suceso importante de nuestra historia” después del descubrimiento de América, la abolición de la esclavitud y la llegada del Oriente (India y China) al Caribe en el siglo xix, el “descubrimiento de la novela por los antillanos como forma de investigar y proyectar las experiencias interiores de la comunidad antillana” (2007 [1960]: 67-68). Para Lamming, la novedad histórica de la escritura de antillanos sobre la realidad antillana es que esta, al adoptar la forma de la novela que en Inglaterra tenía dos siglos de existencia, cristalizó “sin tradición autóctona que tomar”: “La formación de todos estos escritores está en la cultura occidental, y sobre todo en la cultura inglesa, más o menos de clase media. Pero la enjundia de sus libros, los motivos y direcciones generales, son campesinos” (2007 [1960]: 69). El barbadense se subleva contra todos aquellos críticos que se han concentrado en “lo que la novela antillana ha traído a la literatura inglesa”, en lugar de explorar la contribución de los novelistas antillanos a la lectura en inglés: “Porque la lengua en que están escritos estos libros es la inglesa —la que, debo repetir, es una lengua antillana— y a pesar de la poca familiaridad con sus ritmos, sigue siendo accesible a quienes leen en inglés en cualquier parte del mundo” (2007 [1960]: 78). Para Lamming, esa contribución está ligada a que son novelas campesinas, diferentes de las novelas británicas contemporáneas. Sus juicios, en efecto, se corresponden con aquello que no deja de resaltar y que ha descubierto en la metrópolis, “el sentimiento heredado de diferencia”, privilegio del colonizador y fuente de desasosiego (2007 [1960]: 128), que debe transformarse en beneficio propio. Había que comenzar por

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diferencia no solo temática, sino de expresión, porque, como se sabe, las novelas a las que se refiere Lamming aprovechaban la lengua popular, el dialecto antillano. Y, ciertamente, había surgido un verdadero boom de novelas del Caribe anglófono: las escritas por el círculo de amigos mencionados por Lamming en los ensayos —Roger Mais, Sam Selvon, Victor Reid, Edgar Mittelholzer—, quienes son “para el nuevo escritor colonial de las Antillas británicas precisamente lo que Fielding y Smollet y los novelistas ingleses tempranos serían para los lectores de su propia generación” (2007 [1960]: 69). En este sentido, Lamming se ubicaba entre estos promotores de una tradición angloantillana en un lugar prominente, ya que In the Castle of My Skin había ganado en 1957 el codiciado premio británico Somerset Maugham de Literatura. En Los placeres del exilio, el barbadense podía ya reenviar a su propia obra no solo comentándola, sino aplicando la figura del título (tomada de un verso de Derek Walcott) a diversos de sus juicios. Su autoridad como novelista contaba con un importante reconocimiento, tanto en Inglaterra como en el extranjero. Sin duda, el prestigio alcanzado en el exterior debía mucho al hecho de que esta primera novela, publicada cuando Lamming tenía 26 años, había sido lanzada casi en simultáneo en Londres por Michael Joseph y en Nueva York por McGraw-Hill, con una introducción del famoso escritor afroamericano Richard Wright. Este espaldarazo haría que la novela, por ejemplo, fuera reseñada en The Crisis, la revista fundada por el líder panafricanista W. E. B. Du Bois y una plataforma central del “mundo negro” que había alentado la emergencia del Harlem Renaissance, incluido uno de los iniciadores de la literatura del Caribe inglés: el jamaiquino Claude McKay. In the Castle of My Skin, de Lamming, también sería reseñada por The Journal of Negro Education, la revista de la Universidad de Howard, institución líder de los afroamericanos que había contado con la colaboración de destacados angloantillanos como los trinitarios George Padmore y Eric Williams —este último se convertiría, junto con el también trinitario C. L. R. James, en uno de los padres intelectuales de Lamming—. En 1954, mientras In the Castle of My Skin se reeditaba con la introducción de Wright y seguía su difusión en los Estados Unidos, se publicaba The Emigrants, la segunda novela de Lamming, en Londres, para ser a su vez lanzada

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desde Nueva York (nuevamente por McGraw Hill) y poco después traducida al alemán como Mit dem Golfstrom (1956) por Janheinz Jahn, traductor y amigo de Aimé Césaire y gran promotor de la Negritud. Wright, en su introducción, señalaba el paralelo de la novela del barbadense con su propia historia sureña retratada en Black Boy (1945), la cual, en efecto, había sido un modelo para Lamming (Kent 1973: 97). Además, el espíritu religador de Wright, quien exhortaba a fortalecer las redes intelectuales entre la diáspora africana y la alianza con los angloantillanos, lo volvía una figura clave para Lamming, tanto por su propaganda política como por su importante papel dentro del campo literario extendido del internacionalismo negro. El apoyo de Wright le facilitaría al barbadense el acceso al otro polo religador externo de las Antillas: la metrópolis parisina, y así, una difusión más amplia. El estadounidense, desde 1946 exiliado en París, había profundizado las relaciones intelectuales del “mundo negro”: integraba, junto a sus amigos Sartre, Camus y Gide, el comité asesor de la revista Présence Africaine, mientras Les Temps Modernes, de Sartre y de Beauvoir, se enriquecía con su obra, traducida y publicada desde su primer número de 1945. En 1954, Les Temps Modernes hacía espacio a Lamming al reproducir parte de Les îles fortunées, la traducción al francés de In the Castle of My Skin. (La traducción de la novela entera, realizada por intermedio de Sartre y de Beauvoir, se publicó ese mismo año en la colección de Maurice Nadeau, Les Lettres Nouvelles). A partir del reconocimiento que alcanzaba su obra, en 1955 el barbadense obtenía una beca Guggenheim, que aprovecharía para viajar por los Estados Unidos, el Caribe y África, y en 1956 sería invitado a participar en el Primer Congreso Internacional de Escritores y Artistas Negros en París, un evento clave para la religación intelectual antillana. En su intervención, Lamming se apropiaba de la filosofía existencialista y del compromiso sartreano y manifestaba una clara asimilación de las ideas de Fanon en Piel negra, máscaras blancas (1952) sobre la conciencia alienada del negro y su relación con la lengua.2 Porque,

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La conferencia se publicó en Présence Africaine (junio-noviembre de 1956) y en el Caribbean Quarterly de Jamaica en 1958. En Los placeres del exilio, Lamming

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en efecto, Lamming había acudido a la forma de la novela con objetivos descolonizadores bastante precisos y reelaboraba todo aquello que lo diferenciara de la escritura británica a la vez que le permitiera hacerse un lugar dentro del campo literario auspicioso a los colonizados. La escritura existencialista francesa a la que también se había afiliado Wright servía, pues, al desvío. Como el barbadense recordaría en entrevistas, él nunca había sentido atracción por la novela inglesa y, desde su llegada a Londres, leía vorazmente a los franceses: Malraux, Sartre, De Beauvoir, Camus. Lamming era, sin duda, el más existencialista de los novelistas caribeños. En su caso, el interés tenía que ver con el modo de exploración (fenomenológico) de la conciencia del negro, al igual que para Fanon en Piel negra, máscaras blancas. Y, en este sentido, la segunda novela de Lamming, The Emigrants (1954), donde ficcionalizaba la situación de los antillanos en Londres a partir de su propia experiencia como exiliado, se asemejaba a la escritura de Wright, tanto como a la de James Baldwin. En Los placeres del exilio, Lamming afirmaba que Baldwin era “uno de los mejores escritores —blancos o negros— en el escenario estadounidense” y, aunque le criticaba cierta mirada “bochornosa” hacia África que resultaba de un sentimiento de inferioridad frente a los monumentos de la civilización europea (atribuible al peso de la Filosofía de la historia hegeliana), Baldwin, como estadounidense negro y novelista “que toma del legado espiritual de la civilización de Europa occidental”, formulaba bien el problema del escritor antillano, porque también este “tenía que hacer suyo el inglés, porque el inglés es el único instrumento con que se inició en la lectura y el aprendizaje” (2007 [1960]: 58). Aunque sus propias obras estaban lejos de ser meras novelas “autóctonas”, en Los placeres del exilio Lamming se preocupaba por destacar el carácter campesino de la novelística antillana, la cual por primera vez respondía a las necesidades locales, pero continuamente

aborda el problema de la alienación del negro con ideas similares a las elaboradas por Fanon en relación con la dialéctica del reconocimiento: al igual que en Francia, los afroantillanos en Inglaterra reconocen, pero no son reconocidos, son solo objetos para el Otro.

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se develaba la paradoja (antes que el placer) del exilio, pues, dada la inexistencia de lectores en la isla natal, el antillano “escribe siempre para el lector extranjero” (Lamming 2007 [1960]: 76-77), una triste constatación que se manifiesta de manera reiterada en el ensayo. Por otro lado, Lamming ha descubierto la importancia de romper con la lógica unidireccional de los contactos imperiales para alcanzar una mayor comunicación no solo con todo el espacio antillano con el que siempre se identificó, sino con lectores en cualquier parte del mundo que hicieran viable la actividad literaria. El mayor deseo de estos escritores sería, por supuesto “funcionar en su propio país”, que sus obras se considerasen “exportaciones culturales de su país al mundo más allá de las Antillas” (2007 [1960]: 75), pero, si bien había un movimiento en esa dirección, Lamming estaba publicando sus libros desde Londres (o Nueva York). Allí, cual Calibán, debía aprovechar entonces las armas del Imperio, hasta que pudiera contarse con un sistema literario con base en las Antillas. Era por la carencia de posibilidades de reconocimiento, publicación y difusión que estos escritores habían decidido emigrar a Inglaterra, con una visión, sin embargo, aún contaminada de los “mitos”, como reconocía Lamming, sobre la superioridad cultural de la Madre Patria. Precisamente, en Los placeres del exilio, luego de la “Introducción” donde establece las claves de lectura de sus ensayos, Lamming se detiene a analizar la situación de los escritores “exiliados” en Londres. Y el libro se cierra, no por azar, con una especie de balance sobre el problema de la escritura antillana, que parte de la propia autobiografía de Lamming sobre sus últimos diez años, lo que fue su carrera desde el “Viaje a una expectativa” (como titula el último ensayo), que compartió en barco con Selvon en 1950, hasta el momento de escritura: también es la década en que el autor de las Antillas inglesas adquirió reconocimiento como escritor, primero fuera de su propia sociedad y luego en ella. Este orden de aceptación era lógico, ya que un producto autóctono de cualquier tipo debe siempre alcanzar sanción imperial antes de que se le reciba de regreso en su propio suelo. (Lamming 2007 [1960]: 345)

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Lamming puede, a esta altura, deconstruir con agudeza esas “ideas” coloniales que, en un principio, como reconoce, permanecían incuestionadas y aprovechar “la ocasión para hablar” para desmantelar la “forma heredada y acrítica de ver”. Los ensayos vuelven una y otra vez sobre la importancia de tomar “nuestra mayor arma”, que es para Lamming la educación de los jóvenes, y desmontar las ideas que encubren la ideología racista y colonial de los ingleses que se “repite” de modo inconsciente en los colonizados (2007 [1960]: 130). El mismo Lamming había creído, por ejemplo, que la aceptación en Inglaterra era un signo de prestigio mayor que la de cualquier otro lugar, porque la educación colonial había impuesto que “la negociación cultural era estrictamente entre Inglaterra y los indígenas”, y toda la literatura que Inglaterra exportaba a las Antillas era unívocamente inglesa (2007 [1960]: 51). Así, la balcanización cultural antillana y la demonización de Haití y de África eran producto de la educación colonial, lo que, de hecho, ya había desarticulado Aimé Césaire al grito de la Négritude desde los años 30 —y Lamming incluía epígrafes y citas del Cahier d’un retour au pays natal, porque el martiniqués, como afirmaba, era una voz autorizada, “tal vez el mayor de todos los poetas caribeños” (2007 [1960]: 87)—. Pero además, Inglaterra había fomentado otro mito, el de la falta de nivel cultural de los Estados Unidos (era un mito, como vimos, de factura europea, extendido entre los latinoamericanos desde el siglo xix). Aunque Lamming, como todo intelectual antillano, sabía que allí existía otro enemigo imperial y racista, destacaba el beneficio de las afiliaciones con aquellos que compartían los mismos intereses y hasta la misma lengua: no los Estados Unidos de “las políticas colonizadoras disfrazadas de libertad y autodefensa”, sino los que comenzaron “como una alternativa al Próspero viejo y privilegiado, demasiado viejo y privilegiado para prestar atención a las necesidades de sus propios Calibanes autóctonos” (2007 [1960]: 251). La vinculación con Norteamérica implicaba no solo la posibilidad de profesionalización del escritor, sino también la vía para profundizar la descolonización intelectual. En un principio, cuando se había enterado de que In the Castle of My Skin iba a ser lanzada en los Estados Unidos, Lamming había festejado que podría alcanzar “al menos la tercera parte del pú-

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blico que compraba a Richard Wright”, porque era solo en el dinero en lo que pensaba. Luego se había percatado de que su desinterés “por lo que pensaran en los Estados Unidos” era también producto del mito. Y, si la primera novela de Lamming era un Bilgungsroman campesino, Los placeres del exilio pasaba a ser un gran ensayo de aprendizaje en la descolonización mental del escritor. El gran mito que había aplastado a los angloantillanos era el de “la supremacía británica en lo tocante al gusto y al juicio, hecho que solo puede tener significado y peso mediante un recorte calculado de todo lo no inglés. Lo primero que se recorta es el propio colonial” (2007 [1960]: 51). En efecto, para hacerse visibles a la mirada inglesa, los antillanos habían tenido que acentuar su desvío de los modelos, demostrar originalidad —destacar su diferencia—, porque, como explicaba Lamming, no habían tenido iniciadores, una mínima tradición local que, aún con esfuerzos, se hubiera consagrado in situ y autorizado a los escritores antillanos como tales. La situación cultural en las West Indies era similar a la de las colonias francesas: no había impulsos para la creación, apenas si existían medios donde publicar.3 De allí que,

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Uno de los pocos medios era la revista Bim de Barbados, fundada en 1942 —en medio de una situación extrema de aislamiento producto de la guerra— por Frank Collymore, maestro y mentor de Lamming. En Los placeres del exilio Lamming destacaba también lo que significó, en tal contexto, el programa radial de la BBC Caribbean Voices para los emigrados y para quienes permanecían en las islas. Producido desde 1943 por el irlandés Henry Swanzy, el programa dedicaba todos los domingos media hora de aire a la literatura de las “West Indies”. Fue clave como plataforma de lanzamiento del propio Lamming, entre muchos otros como Kamau Brathwaite, V. S. Naipaul y Derek Walcott. Según los paralelos de Lamming en su ensayo, la lógica del programa conservaba, sin embargo, algo de la magia de Próspero: “Desde Barbados, Trinidad, Jamaica y otras islas se enviaban poemas y cuentos a Inglaterra y desde un estudio londinense, situado en la calle Oxford, se preparaba el programa de una discusión seria que duraría toda la noche. […] no era solo la política del azúcar lo que se organizaba desde Londres. Era también la lengua. […] un ejemplo perfecto del contrato colonial según operaba en el departamento de cultura al por mayor. Y si el antillano, que era su blanco, comprendía la indignidad de su papel, podemos suponer con certeza que a Londres, el lanzador, debía entusiasmarle el privilegio extraordinario de ser el organizador de esos dones” (2007 [1960]: 115).

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dada la ausencia de casas editoriales (y de un público lector), la novela surgiera en el exterior y como producto británico de la migración angloantillana. En Los placeres del exilio, Lamming se preocupaba, empero, por construir una tradición y consolidaba a C. L. R. James como uno de sus fundadores. (James, a la sazón, era el primer escritor negro que había publicado una novela en Londres: Minty Alley, en 1936). El barbadense no solo le dedicaba a James Los placeres del exilio, sino que intentaba con su propio libro, y su firma ya autorizada, revertir el desconocimiento de The Black Jacobins, el capital ensayo de James sobre la Revolución haitiana, que, luego de su aparición en Nueva York en 1938, no había vuelto a editarse. Lamming se afiliaba con su postura anticolonialista y caribeñista al extender la identificación de Calibán tanto a la figura de Toussaint Louverture como al mismo James, cuyo libro era “un capítulo glorioso” en el rebautismo de la lengua iniciado por Toussaint. Así comenzaba: El Caribe completo es nuestro horizonte, porque el propio Caliban, al igual que la isla que heredó, es a un tiempo un paisaje y una situación humana. Podemos pasar de isla en isla sin cambiar el significado del Lenguaje de La Tempestad. La emperatriz Josefina, hija de un plantador de la Martinica, puede ser de nuevo Miranda, y aunque el altar se erigiera en Francia y no en Milán, aunque el derecho divino de la realeza hubiera sido asaltado por la muchedumbre, el legado del derecho absoluto de Próspero seguiría vivo. (Lamming 2007 [1960]: 195-196)

El afán de religación era explícito: Lamming titulaba el ensayo “Caliban pone en orden la historia”, con lo cual aludía tanto a Toussaint como a su historiador, “vecino de la isla de Toussaint, un corazón y un deseo por entero dentro de la tradición del propio Toussaint” (2007 [1960]: 247). Insertaba, además, como epígrafes, una nueva cita del Cahier de Césaire y un poema entero de Wordsworth, “A Toussaint L’Ouverture”, porque, en su diseño de una tradición, Lamming asumía, como James, una perspectiva tanto regional como cosmopolita, afirmando el derecho a la tradición occidental. Era, sin duda, tanto para James como para Lamming, la visión de T. S. Eliot en “Tradition and the Individual Talent” (1919). Lo curioso es que, en sus aprecia-

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ciones sobre la literatura antillana, Lamming aún se preocupaba por acentuar su desvío de esos “muertos” del panteón inglés como Jane Austen o el mismo Wordsworth. Respecto de la novela caribeña, esta partía, como decía, del siglo xix estadounidense: Melville, Whitman y Mark Twain (2007 [1960]: 55). (Solo con el correr del tiempo Lamming llegaría a reclamar el legado “musical” de la misma Austen y hasta la versión inglesa de la Biblia del Rey James, cfr. Waters 1999). La asunción de una mirada integradora del Caribe, tanto como la profundización de la descolonización intelectual a través de un cosmopolitismo que, una vez legitimado Lamming como escritor antillano, dejaba de renegar de Occidente —aunque nunca de Próspero—, había sido, de hecho, la postura de James desde sus inicios en Trinidad (desde su proyecto en The Beacon (1931-1933), una revista con una visión pancaribeña y cosmopolita que también rehuía de la unívoca influencia inglesa). Asimismo, la deconstrucción de la idea de los Estados Unidos en Los placeres del exilio era, sin duda, una enseñanza de James. Lamming dedicaba el siguiente ensayo, “Ismael en casa”, a explorar el tema partiendo nuevamente de James, pero ahora de su estudio de 1953 sobre Melville, porque James, como advertía Lamming, conocía a Tackeray de memoria y a la vez había escrito “la historia de la resurrección de Caliban” (2007 [1960]: 249); y, aunque Lamming no compartía por completo la lectura que el trinitario ofrecía de Moby Dick, se afiliaba con su reclamo del legado de todas las naciones y lo consagraba como “un Colón caribeño a la inversa”. Así, pues, el barbadense declaraba estar contra los Estados Unidos imperialistas que perseguían a James, pero “a favor de Whitman y a favor de Melville y a favor de Mark Twain” (2007 [1960]: 252-253). Su propio En el castillo de mi piel había incluido un epígrafe de Whitman y en Los placeres del exilio Lamming se afirmaba ya en la asimilación creativa. En una entrevista posterior, explicitaría su concepción al respecto: “Leer, en cierta forma, es como comer: los alimentos entran y pasan cosas en el metabolismo de las cuales uno no es consciente”. La influencia más consciente, en ese sentido, había sido Conrad: “Nunca he olvidado los ecos que la escritura de Conrad me produjo” (en Kent 1973: 97). Había en Los placeres del exilio otras influencias que explicaban el afán crecientemente religador de la obra de Lamming: el paso por Tri-

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nidad (donde vivió cuatro años antes de emigrar a Londres) le había abierto un sentido caribeño de la historia a través de las enseñanzas de Eric Williams, otro discípulo de James cuya dimensión regional lo había introducido en el conocimiento de figuras señeras como Césaire y el cubano Nicolás Guillén (cfr. Laird 1989). La mirada integradora de Lamming, presente ya en su primera novela y, de modo más explícito, en The Emigrants, se acentuaba aún más en sus siguientes obras y, en particular, en Los placeres del exilio, puesto que durante 1955 y 1956, para aprovechar su beca Guggenheim (privilegio sobre el que ironizaba en los ensayos), el barbadense había viajado a los Estados Unidos y pasado estadías en África y en varios países caribeños. Y, desde entonces, Haití resultaba un núcleo simbólico determinante. Luego de su descubrimiento de “la ceremonia haitiana de las Almas”, tanto esta como el espacio ficcional de San Cristóbal devenían poderosas figuras integradoras en su escritura, al igual que el uso alegórico de La tempestad. Los tres recursos serían desplegados, primero, en el ensayo y, luego, en su novela de 1971 Water with Berries.

3.2. La tempestad bajo el signo de la apofrades San Cristóbal —escenario de las novelas de Lamming y clara asimilación del modelo de Yoknapatawpha de Faulkner— es el mito de origen al inicio de Los placeres del exilio. El ensayo “Al principio” es una fábula secular, creada ex profeso para conectar simbólicamente a las Antillas y sentar sus comienzos descolonizadores. San Cristóbal representa a cualquiera de “las islas de la Tempestad colonizadas por la lengua de la sabiduría, en un tiempo absoluta, de Próspero”; son “las islas de las cuales las voces de los descendientes de Caliban han huido con su canción”. Asumido Calibán como símbolo del colonizado, el tema de su libro era —como Lamming precisaba—, “la migración del escritor del Caribe al refugio dudoso de una cultura metropolitana” (2007 [1960]: 43). “In the Beginning” es la primera aplicación del principio de la analogía que constituye el método de Lamming en Los placeres del exilio. El barbadense, de hecho, transforma su escritura en una “ceremonia de las almas”. Los placeres del exilio comienza con la cita de Joyce “La

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historia es una pesadilla de la que intento despertar” y las siguientes palabras: En la república de Haití —un rincón de la cuna caribeña— una religión autóctona en ocasiones obliga a la Ley oficial a negociar con los campesinos que han conservado su deseo racial, e histórico, de adorar a sus dioses originales. No tenemos que compartir su fe para ver la importancia universal de algunos temas implícitos en la ceremonia de las Almas que presencié hace cuatro años en las afueras de Puerto Príncipe. […] el esquema, el estilo consciente de intención, es bien sencillo. En nuestros tiempos es incluso familiar. Este drama entre la religión y la Ley es importante para mis fines, porque indica paralelos con la obra de William Shakespeare, La tempestad […]. (2007 [1960]: 15)

La analogía (el paralelismo, la repetición) es, como se sabe, el principio constructivo dominante en La tempestad de Shakespeare. Lamming se apropia de este principio en sus ensayos y, en efecto, lo lleva al extremo: al presente de enunciación, a todas sus lecturas, recuerdos, leyendas, relatos y juicios como escritor en la “isla de Próspero” y en los diversos sitios que ha recorrido. El libro, como mencioné, incluye relatos de viaje por África y los Estados Unidos, y Lamming establece paralelos para resaltar similitudes y también diferencias, porque la suya es la perspectiva de un Calibán antillano y colonizado por el imperialismo inglés. A su vez, su comienzo —literal y metafórico— está en Haití (es ese, quizá, uno de los placeres que extrae de su exilio). La ceremonia de las almas se convierte en una clave de interpretación y una suerte de puesta en abismo de su propia escritura; Lamming adopta el papel de Calibán frente a la ley de Próspero y lee el “drama entre la religión y la Ley” que observa en Haití (el vudú perseguido por la policía) tanto en La tempestad como en el momento histórico de enunciación de sus ensayos, consciente de la nueva fase que África y el Caribe transitan. Lamming no necesita compartir con los campesinos haitianos su “fe” para legitimarla ni para utilizar su ejemplo, que obliga a la ley oficial a negociar. Su comienzo, en efecto, es diferente del drama shakespeariano tanto como de la ceremonia haitiana. Como postula Said,

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“la analogía no es correspondencia exacta, sino una similitud entre unidades […] que el escritor debe ensamblar”, es una nueva estructura de sentido producida no como habla original, sino como escritura (1985 [1975]: 67). El ensayista profana el rito vudú (se apropia de su esquema) para someter la misma Historia a un proceso. En la ceremonia, como explica, los campesinos se aprestan a escuchar de primera mano los secretos de los muertos para saldar cuentas con el pasado: “los Muertos tienen que hablar para entrar en la eternidad que será su Futuro permanente y final. Los vivos exigen conocer si hay necesidad de perdonar, de redimir; deben saber si, en realidad, puede haber alguna guía que los ayude a reformar su condición presente” (2007 [1960]: 16). Es un rito fundamental, como enfatiza Lamming, para afrontar el futuro de los vivos y de los muertos y es un rito perseguido por la policía: la ley que otorga privilegios a Próspero y acusa a los campesinos. A partir de allí, Lamming reclamará sus derechos, someterá a juicio a Próspero y al mismo drama shakespeariano y se concederá privilegios. El vocabulario jurídico será llevado al paroxismo, pues el ensayo, como La tempestad, pone en primer plano el problema de la autoridad y de la legitimidad. En el escenario ficcional diseñado, Lamming se apropia de la ley como privilegio de su imaginación: [S]e ve a sí mismo como Caliban mientras aduce que no es el Caliban que Próspero tenía en mente. Este testigo reclama un privilegio doble. Se cree de alguna manera descendiente de Próspero. Sabe que es descendiente directo de Caliban. Afirma ser el testigo principal del proceso, pero sus pruebas sólo serán válidas si los demás pueden aceptar el contexto en que las ofrecerá […]. Dice: soy el testigo principal de la fiscalía, pero también desempeñaré la función de Fiscal. Defenderé a mi acusado a la luz de mis propias pruebas. Me reservo el derecho de escoger mi propio Jurado al que interpretaré mis propias pruebas puesto que las conozco más de cerca que cualquier otro ser viviente. (2007 [1960]: 18)

El proceso, como asimismo la ceremonia de las almas, no permitirá “que el cadáver, por muerto que esté, quede en libertad” (Lamming 2007 [1960]: 19). “Nos hemos visto antes”, escribe el ensayista, y a partir de allí Los placeres del exilio deviene una verdadera apofrades

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—“el retorno de los muertos”, una de las seis variantes de misreadings de Bloom— para que La tempestad deje de repetirse del mismo modo, ya que, según el posterior análisis del drama, el epílogo de Shakespeare “nos recuerda que el viaje no ha terminado” —el final siempre nos regresa al comienzo— (Lamming 2007 [1960]: 162). Lamming convocará a vivos y muertos (a muertos vivos) a saldar cuentas con los colonizados y desplegará analogías en todo su libro. Los ejemplos son innumerables, y en la mayoría de los casos el autor los hace explícitos al recurrir a las figuras de La tempestad: habrá Prósperos con varias caras y, de la misma manera que él mismo, C. L. R. James y Toussaint serán identificados con Calibán, “el antillano asesinado en Notting Hill es parte eterna del Caliban que escribe quien, al menos, advirtió a Próspero que su privilegio de propiedad absoluta ha terminado” (2007 [1960]: 109). Al comentar el drama en particular, Lamming lleva las analogías a sus últimas consecuencias y apela a intertextos históricos para que la yuxtaposición de relatos hable por sí sola. Citando escritos sobre la expoliación sufrida por los africanos desde el trasbordo, destaca que las torturas infligidas por Próspero a Calibán son similares a las practicadas a los esclavos en Haití. Lamming utiliza Los jacobinos negros de James para su desvío: Calibán es víctima de tortura, pero “el espíritu de libertad nunca lo abandona” (2007 [1960]: 170), y no lo hace porque el esclavo “no ha perdido su sentido de arraigo original”, herencia de su madre Sycorax. Como Lamming anticipaba al comienzo, el Tiempo, la Magia y el Hombre son la “trinidad inseparable” de La tempestad, pero es sin duda su análisis del “Hombre” el que mejor explica el título de su ensayo “Un monstruo, una niña, un esclavo”.4 El monstruo, aquí, es Próspero, y su monstruosidad, proporcional a su desprecio por Calibán y Miranda como personas. El esclavo, como destaca Lamming, está fuera

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He seguido la traducción de Ortega Sastrique de The Pleasures of Exile (Casa de las Américas), excepto aquí, en que child es traducido como niño, pero refiere a Miranda. Por otra parte, vale aclarar que Ortega Sastrique escribe Caliban (según he citado de su traducción), mientras aquí opto por Calibán (con tilde), pues así se ha popularizado el nombre en español.

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de la órbita de lo humano, no porque Próspero lo ubique allí, sino porque existe cierta ley original incluso más allá de él; una ley (como es evidente, patriarcal y racista) según la cual Calibán no es persona, no ve. Miranda, por su parte, quien sí ve, no percibe: es pura “Inocencia”. Y será por su curiosidad, “lógica esencial del drama”, que su padre deberá ofrecer su lección en “historia familiar”. Lamming, aquí, prefigura el modo en que se apropiará de La tempestad en Water with Berries: la novela es la continuación ficcional de este desvío que consiste en la lectura de los silencios de Próspero. Su reescritura será, pues, una ceremonia de las almas en que los muertos volverán para desmantelar sus mentiras respecto de la historia previa. En efecto, el análisis sagaz del barbadense llama la atención sobre el hecho de que Miranda “no tiene recuerdo alguno de su madre”, “¿Vive? ¿O murió en el traidor golpe de estado que condujo al exilio a Próspero?” (2007 [1960]: 175). Siguiendo de cerca los intercambios filiales (y cínicos) de La tempestad, tanto se deja invadir Lamming por el drama (literalmente las citas) del precursor que, como en la apofrades, el muerto parece inundarlo. Pero su misreading logra, por el contrario, endeudar a Shakespeare con su propia interpretación y, así, lo que Bloom define como el triunfo de haber colocado al precursor de tal manera, dentro de la propia obra, que ciertos pasajes de su obra parecen ser no presagios del advenimiento posterior, sino más bien pasajes endeudados con el texto posterior y, por lo tanto, inferiores ante el esplendor mayor. Los muertos poderosos retornan, es verdad; pero retornan con nuestros colores y hablando en nuestras voces… (1991: 165)

Ciertamente, es difícil no leer La tempestad después del desvío de Lamming sin acordar que Próspero evade u oscurece el pasado, convirtiendo los orígenes “en un arma de chantaje”. Más difícil, aún, luego de este texto fundador, desligarse del paralelo entre Próspero y el colonizador o Calibán y el esclavo negro, quien —como aclara el barbadense en la “Introducción”—, “se hace idéntico al indio caribeño que se alimenta de carne humana” (2007 [1960]: 21). La lectura de Lamming se cierra con el arrepentimiento de Calibán por haber creído que los dones de Próspero eran genuinos: “Cuando

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viniste por vez primera, me acariciaste, me respetaste. Me diste agua con fresas; me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que ilumina el día y la noche. Y entonces te amé…”. Los dones interesados de Próspero —water with berries— no terminarán, en efecto, con el final de La tempestad, en que reyes y bufones se harán al mar. Ese había sido solo el comienzo de múltiples relaciones que, de ese mar —el Tiempo, la historia caribeña—, muchos otros escritores habrían de expurgar.

3.3. Una reescritura, varios pre-textos: los nuevos comienzos de Aimé Césaire Cuanto mayor la ansiedad, más la escritura se parecerá a la citación, más se pensará a sí misma, en algunos casos se autoproclamará, como reescritura. (Edward Said, Beginnings, 1975)

Una tempestad, la adaptación para un teatro negro de La tempestad de Shakespeare realizada por Aimé Césaire a fines de los años 605 del pasado siglo no se explica solo en el contexto de su incursión en el drama, signada por la búsqueda de una literatura más comprometida y con mayor alcance popular. Es cierto que el poeta martiniqués siempre anudó sus (re)comienzos como dramaturgo con el clima de descolonización y la urgencia de un lenguaje menos hermético, pero, si bien sus tres obras teatrales publicadas a lo largo de los 60, concebidas como un tríptico sobre el drama de los negros en el mundo moderno, estaban dirigidas a crear “una toma de conciencia en la gente, sobre todo en pueblos donde no se lee” (cit. en Hale 1978: 425), su reescritura específica de La tempestad, autoproclamada como tal, se 5 “Une Tempête”, d’après La tempête de Shakespeare: adaptation pour un théâtre nègre fue publicada en 1968 en la revista Présence Africaine y en 1969, con algunas modificaciones, por Éditions du Seuil. En lo que sigue, las traducciones de la obra me pertenecen, aunque tengo en cuenta la versión de Carmen Kurtz (Barcelona: Barral Ed., 1971).

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originaba en esa mayor ansiedad a la que alude Said en la cita del epígrafe, una ansiedad por, en su caso, re-comenzar un clásico occidental, como ya lo habían hecho tantos metropolitanos cuyas apropiaciones, en efecto, desautorizaban otros comienzos. Sin ir más lejos, en la tradición francesa el Caliban (1878) de Ernest Renan, a través del personaje del Prior de los Cartujos (la moral de la fábula), celebraba el disciplinamiento y el sometimiento por parte de la aristocracia de “las razas inferiores, como el negro emancipado”, condenando además la “monstruosa ingratitud” de este hacia sus “civilizadores” (1949: 99). Se encontraba también, aunque es improbable que Césaire lo conociera, el Caliban parle (1928) de Jean Guéhenno, quien, proveniente de la izquierda agrupada en torno a Romain Rolland y acusando el impacto de la Revolución rusa y la Primera Guerra, impugnaba la lectura clasista de Renan desde una mirada antiburguesa en defensa de Calibán.6 Más importante aún, dada su mayor cercanía con Césaire (su autor había sido profesor en el liceo Schœlcher de Martinica), en 1950 había aparecido la primera lectura colonialista de La tempestad en la mencionada Psychologie de la colonisation de Octave Mannoni, quien —pese a sus declaradas intenciones progresistas— justificaba el colonialismo en un “complejo de dependencia” del colonizado. Con tales antecedentes, Césaire emprende, pues, su reescritura del drama. Por un lado, el recurso al mismo género dramático habilitaba Una (nueva) tempestad, ya que, como se sabe, la propia historia del teatro enseña que las mejores adaptaciones son aquellas que más se desvían de los originales en función de nuevos contextos; es en el teatro, según Claudio Guillén, donde surgen las grandes traiciones creadoras (2005: 322). Por otro lado, era a instancias de Jean-Marie Serreau, uno de los pioneros del teatro revolucionario y brechtiano en Francia y quien venía poniendo en escena las anteriores obras de Césaire que integraban su tríptico —La Tragédie du Roi Christophe (1963), Une

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Para una buena síntesis de la figura de Guéhenno en el contexto de la izquierda parisina de los años 20 y 30, y, en particular, su diálogo con Renan en Caliban parle (1928) y Caliban et Prospero, suivi d’autres essais (1969), remito al aporte de Koenraad Geldof en Constellation Caliban, de Lie y D’haen (1997).

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saison au Congo (1966)—, que el martiniqués efectuaba su adaptación. En este sentido, su apropiación de Shakespeare era resultado de su “negritud” siempre desafiante del canon occidental, a la vez que producto de su carrera como escritor negro en la Metrópolis, un dato, por cierto, clave para abordar sus grandes traiciones creadoras en Una tempestad. Césaire siempre afirmó la lección Senghor, a quien conociera como estudiante en París: “Lo importante es asimilar y no ser asimilado” (Kesteloot 1973: 240). Fue, no obstante, una vez que hubo adquirido el suficiente capital simbólico para desarmar la autoridad de los modelos (ya legitimada su propia escritura ‘francesa’ en el desvío africano), que explicitó la productividad del mimetismo: la ineludible adaptación para un teatro negro. Aunque Césaire se dirigía solo a un teatro negro, su Tempestad se despejaba un espacio en el canon ‘universal’ por la negación explícita de la angustia de influencias, un mecanismo autolegitimador que, como hemos visto, toda literatura periférica transita una vez que ha alcanzado cierta seguridad. Luego de sus inicios con L’Étudiant Noir (1935) en París y de su seminal Cahier d’un retour au pays natal (1939), Césaire permaneció en la Martinica e intentó, a través de su revista Tropiques, fomentar el desarrollo de la cultura afroantillana, a contracorriente de la asimilación7 y de la situación de aislamiento sufrida en las colonias durante la Segunda Guerra. En tal contexto, el azaroso encuentro de André Breton con su poesía —emblema del hasard objectif teorizado por el propio líder del Surrealismo— sería definitorio.8 Desde la libera-

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Base ideológica de la política colonial francesa desde el siglo xix, la asimilación implica la expansión de la cultura y las costumbres francesas a las colonias, así como la adopción de los derechos y las obligaciones de la ciudadanía francesa. Como se sabe, Breton se topó con el primer número de Tropiques cuando, huyendo de la ocupación nazi al exilio en Nueva York, y desembarcado junto con André Masson y el cubano Wifredo Lam en Fort-de-France, entró a la mercería de la hermana de René Ménil (uno de los colaboradores de Césaire) en busca de un lazo para su hija. Deslumbrado por la poesía de Césaire allí publicada, fue luego conducido al encuentro con el martiniqués. La anécdota es relatada en el famoso ensayo de Breton sobre Césaire, publicado originalmente como “Martinique charmeuse de serpents. Un grand poète noir” en Tropiques en 1944.

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ción, y con el comienzo de la descolonización, la oportunidad de la obra de Césaire, facilitada por su consagración como “un gran poeta negro”, en palabras de Breton, contó con el apoyo metropolitano. La presencia de Césaire en París como diputado por la Martinica desde 1946 contribuyó también a su mayor visibilidad como intelectual. En esos años Césaire participa en cantidad de encuentros de escritores comprometidos, mientras el mismísimo Jean-Paul Sartre lo reconoce como el más revolucionario “Orfeo negro” en su prólogo a la Anthologie de la nouvelle poésie nègre et malgache de langue française de Senghor (1948). Asegurado en el compromiso sartreano, colocado por Aragon entre los más grandes poetas políticos de la época y mientras su obra se difunde fuera del espacio francófono, Césaire produce sus discursos más estridentes, donde ataca a la burguesía francesa y la Iglesia y compara el colonialismo con el nazismo. Se afilia, en efecto, con las Reflexiones sobre la cuestión judía (1946) de Sartre, llevando el planteo a sus últimas consecuencias, señalando que tampoco el nazismo practicado por Francia en las colonias ha incomodado a sus más ilustres pensadores. Entre sus intervenciones se destaca, por supuesto, su Discurso sobre el colonialismo (1950), el cual, desde su publicación en Présence Africaine en 1955, se convirtió en un clásico de la literatura anticolonialista. Allí Césaire denuncia la violencia ejercida en las colonias y la represión de los movimientos nacionalistas de la Unión Francesa: “Se puede matar en Indochina, torturar en Madagascar, encarcelar en África negra, hacer estragos en las Antillas. Los colonizados saben de ahora en adelante que tienen una ventaja sobre los colonialistas. Saben que sus ‘amos’ mienten. Que, por lo tanto, sus amos son débiles” (2008: 314). Sus argumentos anticipan los que, años después, pondrá en boca de Calibán en Una tempestad. Efectivamente, será en la figura del amo shakespeariano, en el Próspero armado de libros, donde Césaire compendiará la “principal mentira” de los europeos: la supuesta conjunción de “colonización y civilización” (2008: 314). Al igual que el rebelde Calibán, en su Discurso Césaire se dedica a impugnar todas aquellas voces que ahogan los comienzos de los colonizados aspirando “no a la igualdad, sino a la dominación”. La declaración —advierte Césaire— no es de Hitler, sino de Renan:

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¿Quién está hablando? Me da vergüenza decirlo: es el humanista occidental, el filósofo “idealista”. Que se llame Renan es una casualidad. Que la cita salga de un libro titulado: La Reforma intelectual y moral, que se haya escrito en Francia, después de una guerra que Francia había deseado que fuera la del derecho contra la fuerza, eso dice mucho sobre las costumbres burguesas. (2008: 317)

El Discurso se plaga de citas autorizadas de europeos que, con Renan —paradigma del “humanista” colonizador—, rumian el “vómito de Hitler”. En tal contexto, cobraba especial atención el libro de Octave Mannoni sobre los malgaches. Césaire no mencionaba su título, pero se trataba de su Psychologie de la colonisation (1950). Quizá, a los ojos de Césaire, el pasado de Mannoni en la Martinica volvía más grave su operación, pues, aplicando un psicoanálisis “aderezado con existencialismo”, sostenía que “hay por el mundo grupos de hombres que sufren, no sabemos cómo, de un complejo de dependencia, que estos grupos están psicológicamente hechos para ser dependientes; que necesitan la dependencia, que la solicitan, que la reclaman…” (2008: 337). Mannoni actualizaba la vieja “cantaleta” de que “los Negros son niños grandes” y agregaba, por supuesto, la “famosa carga del hombre blanco” y la “ingratitud monstruosa” del colonizado (Césaire 2008: 338-339). Césaire no se detenía en la lectura de La tempestad ofrecida por Mannoni, de la cual se desviaría oportunamente en su propia adaptación, pero dejaba asentado su repudio a todas las ideas del libro. En su Psychologie de la colonisation (producto de sus ‘investigaciones’ en Madagascar), Mannoni se presentaba de hecho como un progresista antirracista, pero —no obstante considerar el fenómeno de la expansión económica— afirmaba que la colonización existía porque había mentes psicológicamente preparadas para esta, complejos no resueltos: en el caso del colonizador, su “complejo de Próspero”, especialmente tratado en el capítulo “Crusoe y Próspero”: un impulso de dominio que, oculto en la Metrópolis, el europeo liberaba en las colonias. A su vez, analizaba el “complejo de dependencia” del colonizado: este, sublimado en el europeo con el reclamo de igualdad o superioridad, no era reprimido en el malgache, ya que sus creen-

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cias (culto de los ancestros, respeto de la autoridad paterna) eran incompatibles con la autonomía y la asunción de responsabilidad personal —es decir, el reclamo de independencia—. Por eso el malgache aceptaba la colonización y, según Mannoni, sufría un complejo de inferioridad solo cuando los lazos de dependencia eran amenazados. El problema era de raíz psicológico: “la inequidad social no es necesariamente la causa de un complejo de inferioridad” (1956: 62). Así, Mannoni sugería practicar métodos de asimilación y educación más adecuados, ya que a los colonizados se les negaba la igualdad. Con supuestas buenas intenciones, el francés atribuía la violencia y la “hostilidad” de los malgaches (interpretada por otros como ingratitud) a la amenaza del abandono causada por una asimilación “incompleta”. (Como Césaire bien sentencia en su Discurso, las mismas sublevaciones de los malgaches desmentían a Mannoni de plano (2008: 340)). En línea con Césaire, Frantz Fanon, su discípulo en el liceo Schœlcher, se dedica poco después —y con mejores armas: las del psicoanálisis— a refutar a Mannoni en su capital Peau noire, masques blancs (1952). Fanon, quien desde el epígrafe (una cita del Discurso sobre el colonialismo) se afilia con Césaire —aunque lo lee críticamente—, no solo rechaza la psicología de la colonización de Mannoni; traza, además, las bases para la posterior adaptación de Césaire, asentando, así, los principios de una tradición local que comienza a contar con un corpus compartido de lecturas centrado en la problemática antillana. Es particularmente en el capítulo 4, “Sobre el pretendido complejo de dependencia del colonizado”, donde Fanon completa las ideas de Césaire en el Discurso. Fanon se pregunta por qué Mannoni quiere hacer del complejo de inferioridad algo preexistente a la colonización y establece otro principio: “una sociedad es racista o no lo es” (1973: 69). La estructura de África del Sur, de Europa y de Francia, a diferencia de lo que pretende Mannoni, es racista, la violencia no es independiente del proceso económico ni el racismo colonial difiere de otros racismos. Fanon incluso cita a Césaire de memoria: nos parece estar oyendo a Césaire: “Cuando pongo la radio y oigo que en América hay linchamiento de negros, digo que nos han mentido: Hitler

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no ha muerto; cuando pongo la radio y me entero que se insulta, desprecia y pogromiza a los judíos, digo que nos han mentido: Hitler no ha muerto; y si, otra vez, pongo mi radio y oigo que en África del Sur se ha instituido y legalizado el trabajo forzado, digo que, verdaderamente, nos han mentido: Hitler no ha muerto”. (1973: 74)

Fanon afina su crítica asimilando, también, las Reflexiones sobre la cuestión judía (1946) de Sartre: así como el antisemita hace al judío, el racista crea al inferiorizado. Al emprender su análisis del “complejo de Próspero” con el cual Mannoni designaba “‘la figura del paternalismo colonial’ y ‘el retrato del racista en el cual la muchacha ha sido objeto de un intento de violación (imaginario) por parte de un ser inferior’”, Fanon acuerda con la idea de que Próspero, en La tempestad, adopta ante Calibán una actitud “muy conocida por los americanos del Sur”: “¿No dicen que los negros están al acecho de la ocasión para lanzarse sobre la mujer blanca?” (1973: 88), pero niega que se trate de conflictos ‘universales’ irresueltos. Como escribe más adelante discutiendo a Jung, el inconsciente colectivo no es universal, sino cultural y adquirido: “El inconsciente colectivo de Europa es racista”. Y agrega: la Martinica “es un país europeo por su inconsciente colectivo” (1973: 157). De allí el sentimiento de inferioridad de los negros, la negrofobia en los mitos sexuales sobre los negros y, también, las acusaciones de violación de mujeres blancas por los negros. En consecuencia, Fanon desmiente la idea de que el colonizador ansíe la huida a “un mundo sin hombres”. Por el contrario, los europeos van a las colonias con el fin de “enriquecerse en poco tiempo” (1973: 89). Fanon no intenta una lectura correctiva de la versión que Mannoni ofrece de La tempestad ni adopta las metáforas de Próspero o Calibán. En este sentido, será Césaire quien complete a su discípulo. Porque, de modo casi escandaloso, la apropiación del psicoanalista francés9 efectuaba una fundamental y no inocente lectura errónea 9

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Vale aclarar que el análisis de Mannoni de la relación de dependencia colonizador-colonizado es ejemplificado también con la novela de Daniel Defoe: como propone en el capítulo “Crusoe y Próspero”, eran estos personajes quienes mejor expresaban el “complejo de Próspero”. Para sostener la preexistencia del comple-

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que Césaire —asimilando a su vez el aporte de Fanon— dejará a la vista en Una tempestad: Mannoni, para demostrar que el odio de Calibán hacia Próspero era producto del resentimiento ante “la amenaza de abandono”, truncaba a Shakespeare y silenciaba a Calibán. Cito el extenso pasaje del intercambio entre Próspero y Calibán del Acto I (escena II) de La tempestad, clave para observar la traición de Mannoni y la reescritura posterior de Césaire: Calibán: Debo comer. Esta isla es mía, por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando viniste por vez primera, me acariciaste, me respetaste. Me diste agua con fresas; me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que ilumina el día y la noche. Y entonces te amé, y te hice conocer todas las cualidades de la isla, los frescos manantiales, las cisternas salinas, los lugares yermos y los fértiles. ¡Maldito sea por haberlo hecho! ¡Que todos los hechizos de Sycorax, sapos, escarabajos y murciélagos caigan sobre tí! ¡Porque soy yo el único súbdito que tienes, que fui rey primero! ¡Y me confinas, a esta dura roca, mientras me deprivas del resto de la isla! Próspero: ¡Oh tú, esclavo mentiroso, a quien pueden mover los látigos, no la bondad! Te di, a pesar de la porquería que eres, trato humano, y te albergué en mi propia cueva, hasta que intentaste violar el honor de mi hija. Calibán: ¡Jo, jo! ¡de haber podido! Me lo impediste. De lo contrario, habría poblado la isla de Calibanes. Próspero: ¡Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen sentimiento, siendo capaz de realizar todo el mal! Tuve piedad de ti. Me esforcé por hacerte hablar, te enseñé a toda hora una cosa u otra. Cuando tú, salvaje, no sabías siquiera tu propio significado, sino que balbucías como un bruto; doté tus intenciones de palabras para que te hicieras entender. Pero en tu raza vil, aunque aprendiste, había lo que las naturalezas buenas

jo a la situación colonial, Mannoni aplica una lectura psicoanalítica a los autores de las obras, quienes habrían extraído el material directamente de sus propios deseos inconscientes. Para Mannoni, cuya extensa lectura de La tempestad lo lleva a denominar la patología de dominio con el mismo nombre del mago shakespeariano, el drama revela la capacidad de sublimación de la vocación colonial en el propio Shakespeare, quien debía albergar “un extraño y potente deseo de poder sobre los hombres, así sea por prestigio…” (1956: 108).

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no admitirían. ¡Por eso fuiste justamente confinado a esta roca, aunque habrías merecido más que una prisión! Calibán: ¡Me enseñaste el lenguaje, y el provecho que obtuve, es que sé maldecir! ¡Que la roja peste caiga sobre ti, por haberme enseñado tu lenguaje! (1988: 1172-1173)10

Mannoni cita las palabras de Calibán en dos ocasiones y, en ambas, comienza censurando el principio: la demanda material de Calibán y su protesta por haber sido despojado de la isla, de la cual era rey. En efecto, el Calibán de Shakespeare no solo enfatizaba su total autonomía antes de la llegada de Próspero, sino también, lejos de lamentar el posible abandono de este, se arrepentía de haber caído, por ingenuidad, bajo su dominio. En su primer misreading, y con supuesta buena fe, Mannoni justifica a Calibán afirmando que, al contrario de lo que Próspero cree, es pasible de educación: La verdadera razón es ofrecida por el propio Calibán: … Cuando viniste por vez primera, me acariciaste, me respetaste… Y entonces te amé… —y luego me abandonaste antes de que tuviera tiempo para convertirme en tu igual… En otras palabras: me enseñaste a ser dependiente, y fui feliz; después me traicionaste y me hundiste en la inferioridad. Es efectivamente en tal tipo de situación donde debe buscarse el origen del odio feroz demostrado a veces por los nativos “evolucionados”; en ellos el proceso de civilización se ha interrumpido y ha quedado incompleto. (Mannoni 1956: 76-77)

Más adelante, en su siguiente ‘glosa’ de Shakespeare, Mannoni vuelve a silenciar descaradamente el reclamo de independencia de Calibán e insiste en que Próspero tiene sobre él la absoluta autoridad del padre. Obligado a sustraer la afirmación del esclavo de que era antes su propio rey (una figura que su misma psicología lee como símbolo de la autoridad paterna), Mannoni interviene en medio de la cita:

10 Dado que este pasaje es de fácil acceso en su versión original, he optado por ofrecer mi propia traducción en prosa, para evitar restricciones en función del análisis.

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Calibán no se queja de ser explotado; se queja más bien de ser traicionado […]: dice, explícitamente, … Cuando viniste por vez primera, me acariciaste, me respetaste. Me diste agua con fresas; me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que ilumina el día y la noche. Y entonces te amé, Pero ahora … me confinas, a esta dura roca, mientras me deprivas del resto de la isla. Calibán ha sido presa del resentimiento que sucede a la ruptura de la dependencia. Próspero intenta justificarse: ¿no intentó Calibán violar el honor de su hija? Después de tal ofensa, ¿qué esperanza queda? […] Próspero podría haber mantenido a Calibán a una prudente distancia o podría haber continuado civilizándolo y educándolo. Pero el argumento: trataste de violar a Miranda, ergo cortarás la leña, pertenece a un modo de pensamiento irracional. […] Es primordialmente una justificación del odio basada en la culpabilidad sexual, y está en las raíces del racialismo colonial. (1956: 106, énfasis mío)

Luego explicaba Mannoni que las acusaciones de violación en situaciones coloniales eran también producto del “inconsciente” (un inconsciente blanco, aclararía Fanon, y patriarcal, deberíamos agregar). El metropolitano, además, al calificar de “irracional” la orden de Próspero a Calibán de cortar leña, se desentendía de aquellos ideologemas denunciados por Césaire en su Discurso, según los cuales los negros solo podían ser “una raza de trabajadores de la tierra” bajo la tutela de amos europeos. Por eso, sin duda, la apropiación de Mannoni se volvería para Césaire uno de los principales motivos de ansiedad, junto con el previo Caliban de Renan, cuyas afirmaciones racistas eran concordantes con aquellas extraídas por Césaire de La reforma intelectual y moral. Por cierto, ante tales expresiones también se rebelaba el diputado Césaire en la Asamblea. Durante un debate de 1950 (el mismo año de su Discurso), mientras Césaire condena el imperialismo estadounidense tanto como la política francesa en las Antillas, es atacado por “desagradecimiento” a la patria. Maurice Bayrou le lanza: “Fue muy dichoso para Usted que les enseñáramos a leer”, a lo que Césaire responde: “No fue Usted, Sr. Bayrou, quien me enseñó a leer. Si aprendí a leer, fue gracias a los sacrificios de millares y millares de martiniqueses que se han desangrado para que sus hijos tuvieran

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instrucción y pudieran un día defenderlos” (cit. en Hale 1978: 322). El incidente deja una marca visible en su obra posterior: un diálogo similar inserta Césaire en Una temporada en el Congo (1966), el cual anticipa, a su vez, el de Próspero y Calibán en Una tempestad.

3.4. Descolonización y religación en Una tempestad Si bien el impulso inicial de la reescritura de Césaire es el pedido de Jean-Marie Serreau de realizar una adaptación del drama, es indudable que el martiniqués encuentra allí un pretexto bien oportuno para reafirmar su desvío de las influencias coloniales. Césaire niega todo complejo de inferioridad; él viene en zaga de otros y no se arroga tampoco el monopolio del drama: la suya es “Una tempestad”, un nuevo comienzo, sin embargo, necesario, adaptado para un teatro negro. Como destaca Arnold, en Una tempestad “el problema de la originalidad está íntimamente ligado a aquel de la adaptación” (1978: 236). El martiniqués, autorizándose deliberadamente en la asimilación creativa, escribe en su lista de personajes: “Los de Shakespeare”, aclarando “Dos precisiones suplementarias: Ariel, esclavo, étnicamente un mulato; Calibán, esclavo negro” y “Una adición: Eshú, Diosdiablo negro” (1976: 314). Césaire explicará que, en efecto, cuando terminó de escribir el drama “a su modo” (como acordara con Serreau) poco había quedado de Shakespeare, por eso lo había titulado “púdicamente” Una tempestad (Beloux 1969: 31). Y lo cierto es que no quedaba demasiado del original, pues la mayor ansiedad de Césaire había sido negar la lectura psicoanalítica de Mannoni tanto como la clasista-racista de Renan. Respecto del desvío de Mannoni, Césaire comenzaba con la siguiente indicación: “Atmósfera de psicodrama. Los actores entran unos después de otros y cada uno elige una máscara de acuerdo con su conveniencia” (1976: 314). Si bien adoptaba así la técnica brechtiana del uso de máscaras como “efecto de distanciamiento” —práctica frecuente en el teatro revolucionario de posguerra—, en Una tempestad se trataba de máscaras elegidas no al azar, sino por conveniencia. Más allá de que la técnica, rompiendo con la ilusión dramática, resultaba acorde con los fines ‘terapéuticos’ del

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psicodrama y el propósito educativo del teatro que Césaire ensayaba, en la dirección posterior del “meneur du jeu” la parodia a la psicología de Mannoni resultaba bastante explícita:11 Vamos, señores, sírvanse… A cada cual su personaje y a cada personaje su máscara. ¿Tú, Próspero? ¿Por qué no? ¡Hay voluntades de poder que se ignoran! ¿Tú, Calibán? Toma, toma, ¡es revelador! ¡Tú, Ariel! No veo allí ningún inconveniente. ¿Y Estéfano? ¿Y Trínculo? ¿No hay aficionados? ¡Sí, en buena hora! Todo es necesario para hacer un mundo… (Césaire 1976: 315)

Están también Miranda y Fernando, los “malvados” Antonio y Alonso, tanto como ese personaje principal que el “director”, usurpando el papel autoral de Shakespeare/ Próspero, escoge: “la Tempestad”. Pero Césaire, de hecho, no respeta tampoco los dramatis personae del original según ha anticipado, ya que sustrae a Francisco y Adrián y, además del “meneur du jeu” y las “voces” que acompañan a Calibán en el tercer acto, en el primero inserta, en el relato de Próspero, una visión retrospectiva del “Frater” (un artificio retórico)12 que repone el proceso que la Santa Inquisición iniciara contra el ex duque de Milán por sus descubrimientos geográficos. Como Próspero explica a Miranda, habían sido desterrados por orden de la Iglesia, pero había sido su hermano Antonio, en complot con Alonso, rey de Nápoles, quien lo había denunciado al conocer que “había situado con precisión estas tierras que desde hace siglos son prometidas a la búsqueda del hombre, y que comenzaba mis preparativos para tomar posesión de ellas” (Césaire 1976: 322). Valga recordar que era en el Caliban 11 Varios críticos han analizado la influencia de las técnicas brechtianas en Césaire (quien reconoció su importancia), relacionada con su incursión en un teatro político que, reduciendo la respuesta emocional del espectador, lo indujera a la toma de conciencia y la acción. Véase, por ejemplo, Sleibe-Rahe (2004), quien, sin embargo, afirma que las máscaras son elegidas “al azar”, sin considerar la intertextualidad con Mannoni. 12 El “Frater” no tiene verdadera consistencia como personaje. Respecto de las “voces” que acompañan a Calibán, resultan añadidos, ya que en Shakespeare los “espíritus” presentados en el elenco sirven a Próspero (Toumson 1981: 317 y ss.).

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de Renan donde, dado su anticlericalismo, se introducía un ataque al Santo Oficio que perseguía a Próspero en cuanto científico, lo cual servía para subrayar la postura retrógrada de la Iglesia ante el proceso de secularización, cuyo avance era para Renan beneficioso al progreso. Césaire, sin embargo, transforma al Próspero “desinteresado” e “idealista” de Renan en un geógrafo imperialista tan repudiable como la Iglesia. Empieza por adjudicar el motivo de su destronamiento a sus intereses de conquista, con lo cual el “sabio” pasa a ser, como Alonso y Antonio, un agente más del capitalismo europeo. Así, si, por un lado, Césaire continúa tanto a Mannoni como a Renan colocando el foco de atención sobre Próspero y Calibán como los dos personajes principales de La tempestad y reduce las demás intrigas para dar prioridad al psicodrama desarrollado entre estos (de allí la condensación de los cinco actos de Shakespeare en tres),13 por otro lado, se aparta claramente de la caracterización que los metropolitanos, incluyendo Shakespeare, ofrecían de los personajes. El mismo Césaire explicaba en una entrevista su desvío: La Tempestad es presentada como una ascesis, Próspero es el hombre que, por su sabiduría, alcanza una cumbre, es el hombre del perdón. […] Cuando leí la pieza, me impresionó la brutalidad de Próspero, su arrogancia, su altanería […]. Calibán es infinitamente más simpático. Próspero es un terrible dominador, que llega a una isla y la conquista, reduce al otro a la esclavitud y no demuestra sino rudeza para con él, con golpes, insultos, etc. Es un bruto espantoso. Y me ha parecido extremadamente típico de la mentalidad europea. Conquista la isla e inmediatamente establece relaciones de amo a esclavo. Por otra parte, es exactamente lo que ha pasado. […] Es sin duda una pieza sobre la colonización, y así la tomé. Simplemente la he desmitificado. (Beloux 1969: 31)

13 Remito a Toumson, quien ofrece en Trois Calibans un exhaustivo análisis estructural y comparativo de La tempestad de Shakespeare, el Caliban de Renan y la obra de Césaire. El crítico destaca que Césaire respeta el principio de analogía dominante en La tempestad y las correspondencias entre las intrigas (la intriga difractada en sub-intrigas), aunque cambia el orden de prioridad de los conflictos: hace prevalecer aquel entre Próspero, Calibán y Ariel (la relación amo-esclavo) y otorga mayor peso a Calibán (1981: 55-57 y 346-355).

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En efecto, Una tempestad reescribe a Próspero, desde el comienzo, como un colonizador consciente con móviles únicamente materiales; es él, pues, el mentiroso y el “ingrato”: Calibán: ¡Así es! Al principio el señor me engatusaba: ¡Mi querido Calibán de aquí, mi pequeño Calibán de allá! Claro. ¿Qué hubieras hecho sin mí en esta región desconocida? ¡Ingrato! Te enseñé los árboles, los frutos, los pájaros, las estaciones, y ahora no te importo un carajo… ¡Calibán el bruto! ¡Calibán el esclavo! […] Calibán: ¿Miento, quizá? ¿No es cierto que me echaste de tu casa para alojarme en una gruta infecta? ¡Vamos, el gueto! (Césaire 1976: 326-327)

Césaire reedita desde el inicio la contigüidad nazismo-colonialismo establecida en su Discurso, como también se apropia de la crítica de Fanon de la teoría hegeliana del amo y el esclavo en Piel negra, máscaras blancas. Según Fanon, en la relación amo blanco-esclavo negro no hay reciprocidad posible de la dependencia, ya que el amo se burla de la conciencia del esclavo, cuyo reconocimiento no reclama. El amo blanco solo reclama del negro su trabajo, y, a su vez, el esclavo negro, lejos de perderse en el objeto y hallar en el trabajo la fuente de liberación, se vuelve hacia el amo porque quiere imitarlo, abandonando el objeto. Era esa relación particular, para Fanon, la que explicaba que especialmente los negros franceses (más inseguros que los estadounidenses de ser “una conciencia en sí-para-sí” para los blancos) buscaran continuamente la oposición, la resistencia (1973: 182-183). Una tempestad asimilaba estas ideas proyectando en Calibán una conciencia liberada y se apropiaba también del análisis de Fanon de los mitos sexuales resultantes de la negrofobia. El Calibán de Césaire, ante la acusación de Próspero de haber intentado violar a Miranda, ridiculiza al amo y se muestra, como deseaba Fanon, lo suficientemente seguro de sí mismo para abandonar el comportamiento reaccional y pasar a la acción: “¡Violar! ¡Violar! Dime, cerdo, me atribuyes tus ideas libidinosas. Para que sepas, no me importa tu hija, ni tu gruta, por otra parte” (1976: 327). Césaire se afilia además con los discursos emancipatorios de Fanon: la primera exclamación de Calibán es “¡Uhuru!”: ‘libertad’ en suajili, una palabra de larga herencia entre los esclavos de

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África oriental y de gran popularidad desde fines de los años 50 en los movimientos de liberación. Y, en efecto, después de recibir más órdenes y amenazas de Próspero, Calibán explicita un primer gesto de emancipación: Calibán: Pues bien, he decidido que no seré más Calibán. Próspero: ¿Qué es esta tontería? No comprendo. Calibán: Si quieres, te digo que de ahora en adelante no responderé más al nombre de Calibán. Próspero: ¿A qué viene esto? Calibán: Es que Calibán no es mi nombre. Así de simple. Próspero: ¡Es el mío, quizá! Calibán: Es el mote con que tu odio me ha ridiculizado y que con cada llamado me insultas. Próspero: ¡Mierda! ¡Nos ponemos susceptibles! A ver, propón… ¡De algún modo tengo que llamarte! ¿Cómo, entonces? Caníbal te iría bien, pero estoy seguro de que no te gustará. Veamos, ¡Aníbal! ¡Ese te va bien! ¿Por qué no? ¡Los nombres históricos gustan a todos! Calibán: Llámame X. Será mejor. Como quien diría el hombre sin nombre. Más exactamente, el hombre a quien le han robado el nombre. Hablas de historia. Bien, eso es historia, ¡y bien famosa! ¡Cada vez que me llames, recordaré el hecho fundamental de que me robaste todo, hasta mi identidad! ¡Uhuru! (1976: 327-328)

Césaire incluye varias alusiones a los movimientos afroestadounidenses. Como tercera pieza de un tríptico en el que aborda de modo global las dificultades de los procesos de descolonización (la independencia de Haití en La tragedia del Rey Christophe; la del Congo en Una temporada en el Congo), el drama enfoca alegóricamente los orígenes y el desarrollo del colonialismo, el problema del racismo y, en particular, las luchas contemporáneas por los derechos civiles de los afrodescendientes en Estados Unidos que encuentran eco en las Antillas. Malcolm X, cuya X reemplazaba el apellido del amo blanco por un símbolo del verdadero pero desconocido nombre africano, había sido asesinado en 1965 y el Black Power tenía gran impacto en el Caribe, en particular en el área anglófona. Como explicaba en 1968, antes de recibir la propuesta de Serreau, Césaire se proponía dramatizar “el

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despertar de los negros americanos, el Black Power, ese movimiento extraordinario, que calienta los veranos” (cfr. Hale 1978: 456). De allí que en Una tempestad Calibán y Ariel pasaran a representar, según el propio Césaire, las dos posibles vías de liberación: ante la dominación de Próspero, “está Martin Luther King y Malcolm X y las Panteras Negras. Simplificando, Calibán sería la violencia, Ariel representaría la tendencia no-violenta” (Beloux 1969: 31). Mientras el discurso de Calibán alude al Black Power y a las vías extremistas de los Black Panthers herederos de Fanon y Malcolm X, el de Ariel, el otro esclavo a quien Próspero (tanto en Shakespeare como en Césaire) promete la libertad a cambio de colaboración, representa el modelo más moderado de Luther King. En el diálogo central que mantienen los personajes en el Acto II, Césaire pone en boca de Ariel, quien —a diferencia del airy spirit shakespeariano— entabla una amistad con Calibán y lo alerta ante los planes de Próspero, la expresión de que ambos son “hermanos” en el sufrimiento y la esperanza. El intercambio dramatiza, no sin humor, las dos vías de liberación: Ariel: Pobre Calibán, vas a tu perdición. Sabes bien que no eres el más fuerte, que no serás nunca el más fuerte. ¿Para qué tu lucha? Calibán: ¿Y tú? ¿Para qué te sirvieron tu obediencia, tu paciencia de Tío Tom, y todo tu servilismo? Ya ves, el hombre se vuelve cada día más exigente y más despótico. Ariel: Pero sin embargo ya he obtenido un primer resultado, me ha prometido la libertad. A su tiempo, sin duda, pero es la primera vez que me la promete. Calibán: ¡Espera sentado! Te prometerá mil veces y te traicionará otras tantas. En cualquier caso, el mañana no me interesa. Lo que quiero es [grita] “Freedom now!” […] Ariel: No creo en la violencia. […] Es a Próspero a quien hay que cambiar. Turbar su serenidad hasta que reconozca por fin la existencia de su propia injusticia y le ponga fin. Calibán: ¡Ah! ¡Ja! ¡Hazme reír! ¡La conciencia de Próspero! Próspero es un viejo rufián que no tiene conciencia. […]

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Ariel: Me desesperas. Muchas veces he tenido el sueño exaltante de que un día, Próspero, tú y yo, emprenderíamos, hermanos asociados, la construcción de un mundo maravilloso… (1976: 336-337)

Más allá de la afiliación de Calibán con los movimientos estadounidenses, su “uhuru”, tanto como sus posteriores cantos de trabajo en honor a Shango, el dios yoruba del trueno, proyectan una integración simbólica más amplia con los africanos y con todos aquellos que Césaire llama los negros de la “diáspora”. Con una notable economía de medios, y sin atender a posibles inconsistencias históricas o geográficas, Césaire explota el fuerte carácter simbólico del original shakespeariano —cuyo escenario puede aludir a cualquier espacio de conquista— en función de una religación con todos los condenados de la tierra. Para ello, resulta clave el recurso a la intertextualidad, la cita, la alusión, la mención. La crítica ha señalado las intertextualidades de la escritura césairiana en general y de su teatro en particular, así como las influencias en este del drama shakespeariano, de la tragedia griega clásica (leída a partir de El origen de la tragedia de Nietzsche) y del teatro de Paul Claudel, legados que el propio Césaire reconoció.14 En efecto, ya desde sus comienzos, y en su Cuaderno de un retorno al país natal, Césaire se apropió de la ‘gran tradición’ francesa tanto como de los precursores de su Negritud. Lo que no ha sido suficientemente destacado, sin embargo, es que, al cabo de los años, con la consagración de su obra y su autorización como intelectual, las afiliaciones tanto como los desvíos comienzan a dejarse más a la vista —en este sentido, el Discurso sobre el colonialismo se construye sobre una intertextualidad explícita dirigida a combatir abiertamente algunos modelos centrales—. En Una tempestad, la reescritura de Shakespeare en cuanto obra cumbre del canon europeo sirve claramente a Césaire para reeditar su antiasimilacionismo del comienzo y precisar que su Negritud es, antes que un rechazo regresivo de la tradición occidental, una postura crítica

14 Vale señalar que la tragedia griega fue profusamente apropiada por el teatro europeo de vanguardia en el que Césaire se inscribió.

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necesaria para apropiarse de esa tradición cuestionando el monopolio europeo sobre la escritura. No solo el rodeo al África, sino también la asimilación creativa de la literatura ‘universal’ es un derecho del escritor antillano. Césaire aprovecha todas las versiones disponibles, pero también legitima la propia —aunque mínima— tradición: la obra de Fanon y su propia Negritud, que consolida desde una perspectiva revolucionada. En su reinscripción del pasaje de Shakespeare reescrito a su vez por Mannoni, Césaire incluso hace guiños a su temprana reivindicación del negro “cómico y feo” en el episodio del tranvía del Cuaderno de un retorno al país natal, donde la expresión constituía una apropiación desviada de “El Albatros” de Baudelaire. Ahora, es Calibán quien responde a la burla: Próspero: ¡Siempre tan gracioso, mono feo! ¡Cómo se puede ser tan feo! [si laid] Calibán: Tú me encuentras feo [laid], ¡pero yo a ti no te encuentro nada lindo! ¡Con esa nariz ganchuda pareces un buitre viejo! (Se ríe). ¡Un buitre viejo y con el cuello pelado! Próspero: Ya que manejas tan bien la invectiva, podrías por lo menos bendecirme por haberte enseñado a hablar. ¡Un bárbaro! ¡Una bestia bruta que eduqué, formé, que saqué de la animalidad que le cuelga por todas partes! Calibán: En primer lugar eso no es verdad. No me enseñaste absolutamente nada. Salvo, por supuesto, a chapurrear tu lenguaje para comprender tus órdenes: cortar leña, lavar platos, pescar, plantar verduras, solo porque eres demasiado holgazán para hacerlo tú mismo. En cuanto a tu ciencia, ¿me la enseñaste? No, ¡bien que te la guardaste! Tu ciencia, esa te la guardas, egoísta, para ti solo, encerrada en los gruesos libros que tienes ahí. Próspero: ¿Qué serías sin mí? Calibán: ¿Sin ti? ¡Pues simplemente el rey! ¡El rey de la isla! El rey de mi isla, que me pertenece por Sycorax, mi madre. (1976: 325-326)

Una tempestad reafirma la vocación de descolonización intelectual de Césaire mientras se suma a la producción de un teatro con su propio color: “perfectamente situado, geográficamente, humanamente, casi podría decir étnicamente” (Leiner 1993: 139). El énfasis sobre las referencias americanas presentes en el drama de Shakespeare explicita el lugar de enunciación desde el cual Calibán se proyecta

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en alianza con todos los condenados de la tierra. En el Acto 2, Césaire reescribe el discurso utópico de Gonzalo, quien en La tempestad vehiculiza el mito renacentista del buen salvaje en la isla paradisíaca (una conjunción de Tomás Moro y Montaigne), mostrándolo preocupado por encontrar “guano”. La crítica se dirige, luego, a la explotación de la isla como espacio recreativo para el turismo internacional. Dice Gonzalo: “Que sigan siendo lo que son: salvajes, buenos salvajes, libres, sin complejos ni complicaciones. Algo así como una reserva de eterna juventud donde periódicamente vendríamos a refrescar nuestras almas envejecidas y citadinas” (1976: 339). Simultáneamente, el discurso establece una relación intertextual culta con L’Eau de jouvence de Renan, la continuación de Caliban —donde Próspero, el científico idealista (y anticlerical), persigue el “agua de juventud” como fórmula de eutanasia—, y alude a la vez a las explotaciones neocoloniales del estilo Club Méditerranée, que datan de los años 50. La reescritura anticolonialista se evidencia, de hecho, en todos los niveles de la obra. Césaire amplía las pistas presentes en Shakespeare, donde Trínculo y Esteban ya ansían llevar al “indio” a la corte de Nápoles, y los coloca en la posición social más baja de una escala de poder en que todos los europeos son explotadores: “¡Mira, un indio!” —exclama Trínculo— “¿Muerto o vivo? […] Si vivo, lo hago prisionero y le llevo a Europa, y allí, palabra, ¡hago fortuna! Lo vendo a un feriante. ¡No! Yo mismo lo exhibo en las ferias” (1976: 352-353). Además, Césaire les otorga una conciencia política ausente del original: “¿A ti te gustaban esos Reyes, esos Duques, toda esa nobleza? Yo los servía, porque hay que ganarse el vino. Pero nunca, tú me entiendes, me los tragué. Trínculo, amigo, ¡soy un viejo republicano!” (1976: 356). Acto seguido, los ‘proletarios’ oyen a Calibán —la “voz del pueblo”—, y comienzan a disputarse mezquinamente el futuro reinado de la isla. Cuando el indígena les proponga aliarse contra Próspero, irán al combate cantando “La Liberté ohé! La Liberté!”. Como en Shakespeare, la alianza fracasa. Y será la intromisión del obsceno Eshú —el Dios yoruba de las encrucijadas— en la mascarada organizada por Próspero, la disrupción que anticipe el final. El amo, débil ante el espíritu africano que interrumpe el armonioso baile de

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diosas de la antigüedad clásica, comienza allí a perder su poderío, su magia “anti-Natura”, como la llama Calibán. El esclavo, por el contrario, armado del espíritu guerrero de Shango, de la astucia de Eshú y del poder de la selva —esas voces que cantan “Kingué / Kingué / Vonvon / Maloto / Vloum‑voum!”—, ha perdido el temor del amo, porque Calibán posee la herencia de Sycorax, a quien revindica, en efecto, desde su primer diálogo con Próspero: “¡Sycorax mi madre! / ¡Serpiente! Lluvia Relámpagos / Y te reencuentro en todas partes… (Césaire 1976: 326). En su conferencia para el Segundo Congreso de Escritores y Artistas Negros (1959), luego incorporada a Los condenados de la tierra (1961), Fanon instaba a los intelectuales a la lucha por la independencia —la mejor expresión cultural de una nación— y preconizaba una literatura nacional, a la par que reconocía que la Negritud había sido fundamental para alcanzar el “equilibro psicoafectivo” del pueblo. La sumersión en la cultura africana y las alianzas ‘negras’ eran un momento importante, aunque superable, en la vía hacia la liberación, cuando el colonizado pasara definitivamente a la violencia contra el orden colonial (2007: 192 y ss.). En Una tempestad, el deseo de Calibán de “vomitar” a Próspero podía leerse, en efecto, del modo en que el ideario de Fanon era recogido, por ejemplo, por Sartre en su prólogo de Los condenados de la tierra: “esa violencia irreprimible […] no es una absurda tempestad ni la insurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose” (2007: 20): Calibán: […] Vomitarte. ¡A vos, tus pompas, tus obras! ¡Tu toxina blanca! Próspero: Como programa, es bastante negativo… Calibán: No caes, digo que eres vomitable, y eso es muy positivo. Próspero: Decididamente, es el mundo al revés. Habrase visto: ¡Calibán dialéctico! Pero, después de todo, Calibán, te aprecio… Vamos, hagamos las paces… ¡Hemos vivido juntos diez años y trabajado diez años codo a codo! ¡Diez años, eso cuenta! ¡Hemos terminado siendo compatriotas! Calibán: No es la paz lo que me interesa, lo sabes bien. Es ser libre. ¡Libre, me entiendes! […]

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Eres un gran ilusionista, la mentira es lo tuyo. Y me has mentido de tal manera, mentido sobre el mundo, mentido sobre mí mismo, que has terminado por imponerme una imagen de mí mismo. Un sub-desarrollado, como dices, un incapaz, así es como hiciste que me viera, y esa imagen, ¡la odio! Y es falsa. Pero ahora, ¡te conozco, viejo cáncer, y también me conozco! (Césaire 1976: 374-375)

La crítica césairiana ha contextualizado extensamente el tríptico de Césaire (y la adaptación teatral de Et les chiens se taisaient de 1956) con el proceso de descolonización, los procesos independentistas en África y las Antillas y el impacto de la Revolución cubana. En tal marco, la adaptación de La tempestad, que patentiza la relación de amo y esclavo y, según las apropiaciones francesas previas, la de burgués-proletario tanto como la de colonizador-colonizado, resulta ciertamente oportuna a la escritura militante de Césaire. Esta señala, en efecto, nuevos comienzos a partir de los cuales el martiniqués pone sus armas milagrosas al servicio de un teatro comprometido, expresado en un lenguaje claro y directo. El mismo Césaire se referiría a su vuelco a la dramaturgia como una nueva “salida” [départ] a través del teatro como el medio más adecuado para hacer ver y hacer pensar y como un género de lo colectivo (Leiner 1993: 141-142). Si en Una tempestad Césaire buscaba popularizar la lucha de los afroestadounidenses era porque el movimiento, como observaba, tenía una influencia en la anglófona Trinidad tanto como “sobre el comportamiento de los jóvenes martiniqueses” (Kesteloot 1973: 234). En este sentido, los nuevos comienzos de Césaire tenían que ver, asimismo, con la adopción de un discurso político y cultural crecientemente nacionalista, como puede observarse, por ejemplo, en el prólogo que escribió para el libro de Daniel Guérin Les Antilles decolonisés de 1956. Ese año, en efecto, hubo un cambio profundo en la carrera política de Césaire. Precisamente a “diez años” (como decía Próspero a Calibán)15 de la departamentalización, que admite como un fraca15 La afirmación de Próspero a Calibán de que eran “compatriotas” desde hacía diez años era otro desvío deliberado del original. En La tempestad Próspero relata a Miranda que llegaron a la isla doce años atrás.

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so, Césaire renuncia al Partido Comunista, ya que, como acusa en su “Carta a Maurice Thorez” (secretario general del PCF), este mantiene una postura asimilacionista y colonialista y no responde a las necesidades del pueblo martiniqués.16 En su “Carta”, Césaire acusa al PCF de sumergir a las Antillas “en una especie de gueto insular”, de “aislarla de los demás países antillanos cuya experiencia podría serle a la vez instructiva y fructífera (pues tienen los mismos problemas que nosotros y porque su evolución democrática es impetuosa)”, pero también de apartarla del África, “la madre de nuestra cultura y nuestra civilización antillana”, “cuya evolución se perfila de ahora en adelante a contrapelo de la nuestra” (2006: 83). Allí también precisa Césaire que hay “aliados” que el lugar, el momento y la naturaleza de las cosas imponen. Por ello, antes que la alianza exclusiva y abstracta con el proletariado francés, están esas “otras alianzas necesarias y naturales, legítimas y fecundantes” (2006: 84). A partir de esos años, Césaire comienza a reclamar por la autonomía —aunque no la independencia— de la Martinica, especialmente desde la fundación en 1958 de su propio Partido Progresista Martiniqués, y a hablar de literatura y cultura nacional —como también lo hacía Fanon—, aunque no desde una perspectiva estrechamente contenidista, sino en el sentido de un compromiso con la libertad tanto estética como política. Lo nacional vendría, en efecto, por añadidura.17 Ciertamente, en sus dramas, Césaire partía de la historia antillana o africana, pero le otorgaba una dimensión mítico-simbólica: el suyo no

16 De hecho, la denuncia del colonialismo y el eurocentrismo del PCF signa la relación de Césaire con el marxismo y el comunismo desde un principio, como puede verse en “Conscience raciale et révolution sociale” (1935), su texto para el tercer número de su revista estudiantil L’Étudiant noir (Césaire 2010). 17 Estas ideas se reflejan en su famoso debate con René Depestre en 1955, quien para Césaire caía en un “asimilacionismo detestable” bajo las directivas de la estética comunista. (Véase “Sur la poésie nationale”, Présence Africaine, nouvelle série, n.° 4. Depestre respondía a Césaire en el mismo número, reconociendo sus errores en la conceptualización de una estética apropiada, cuya síntesis debía ser la asimilación crítica como alianza de la tradición y la invención; cfr. Hale 1978: 353-358).

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era un teatro histórico, sino ‘universal’, impulsado por “el gran mito de la libertad” (Leiner 1993: 141). En La tempestad, este mito, tanto como el de la naturaleza (la madre tierra) o el del amo y el esclavo, eran actualizados y situados a través de guiños y alusiones al espacio y la historia americana y antillana. Césaire ubicaba su negritud en una atmósfera créole acorde con su preocupación nacionalista: Estéfano, al encontrar a Calibán, exclamaba: “Un Zindien!” (indio en créole), y la expresión, para no pasar desapercibida, era repetida doce veces (1976: 353-354). El personaje de Calibán pasaba a ser, pues, una alegoría del origen multiétnico de las Antillas históricamente explotadas: mezcla de nativo amerindio, esclavo africano y coolie (asiático). A su vez, la canción de trabajo de Calibán —“Ouendé, Oundé, Oundé Macaya…”— era uno de los cantos folclóricos recogidos por Lafcadio Hearn en Louisiana (Arnold 1978: 243), es decir, parte del acervo de la diáspora africana en América. Más allá, sin embargo, del carácter universal que para Césaire el mito otorgaba a su teatro, la figura rebelde de Calibán o aquella del amo blanco estaban históricamente determinadas. En tanto mitos sociales derivados de la fuerza opresiva de las instituciones coloniales eran similares, pues, a aquellas figuras analizadas por críticos como González Echevarría o Ángel Rama en la literatura latinoamericana, comentadas aquí en relación con las apropiaciones modernistas de La tempestad.18 En el teatro de Césaire, el mito del rebelde portador

18 González Echevarría analiza, además de la figura del maestro y del dictador, otros mitos claramente presentes en el imaginario caribeño (y en la obra de Césaire): la tierra “como fuente de sentido y autoridad”, junto al mito correlativo del exilio: un alejamiento que dotaría al individuo de una visión más auténtica (2001: 3132). Rama, como vimos en la primera parte, apunta en La ciudad letrada ciertas figuras resultantes del impacto modernizador en Latinoamérica: mitos de ascenso —el doctor, la maestra—, relacionados con el uso de la letra y la incorporación a la res pública, y mitos derivados de la opresión del poder, como el rebelde y el santo, propios de las clases bajas. A su vez, destaca la diferencia entre estos y aquellos que emergen en Norteamérica —el pionero, el periodista o el abogado que vence a los poderosos— y que manifiestan un mayor esfuerzo democratizador (1995: 63-65). Vale preguntarse, empero, si los mitos derivados de la opresión del poder no encuentran paralelo en el imaginario del sur de los Estados Unidos.

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de la resistencia al orden injusto de la sociedad compensaba simbólicamente la ausencia de fuerzas de liberación en las Antillas francesas, mientras las promovía de modo voluntarista —de allí la tragicidad de los héroes césairianos y el final de su fábula trágico-cómica en Una tempestad—. El mismo Césaire que en Tropiques sostenía que la figura mítico-popular del Compadre Conejo —símbolo de la astucia individual— era índice de que en la Martinica “Las soluciones individuales reemplazan a las soluciones de masa. Las soluciones de artimaña reemplazan a las soluciones de fuerza” (1994: 10), expresaría más tarde —siguiendo a Georges Sorel— su conciencia del poder del mito como “catalizador de las aspiraciones de un pueblo y prefigurador del porvenir, precisamente porque susceptible de movilizar la energía emocional de la colectividad” (1979: 187). Para Césaire, había sido el mito de la libertad el que había conducido a la abolición de la esclavitud; luego, en un segundo período de la historia martiniquesa, el mito de la justicia social y de la igualdad (de la ciudadanía francesa) se había encarnado en la departamentalización. En 1979, Césaire observaba un tercer mito como negación del anterior: el de la nación; y cabía a los intelectuales comprometerse “para el advenimiento, con intervención de la virtud activa del mito, de esa adecuación de la Martinica de la idea con la de las realidades” (1979: 189). En Una tempestad, la elaboración de Césaire de los personajes de Próspero, Calibán y Ariel estaba motivada tanto por su voluntad de ofrecer a la Martinica un mito nacional a partir de la dialéctica del amo y el esclavo como por las inadecuaciones que percibía entre su idea y la realidad martiniquesa. Para Césaire, el problema no era la contradicción “entre el escritor y el político”, sino “la diferencia entre lo que se sueña y lo que se hace”: la independencia, según expresaba a Kesteloot, no se hacía individualmente (1973: 230). Por cierto, es el drama de Calibán: ¿quiénes son sus aliados? El esclavo negro, después del fracaso de su alianza con los proletarios Trínculo y Esteban, permanece solo: “Más vale la muerte que la humillación y la injusticia”, declara Calibán (Césaire 1976: 337). Mientras tanto, el mulato Ariel, el “intelectual” según lo llama Próspero, ha obtenido su libertad, aunque esta es, como el amo deja ver, un mero ‘liberalismo’ ajeno al com-

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promiso, porque, de hecho, Ariel ya ha actuado contra su voluntad ejecutando órdenes opuestas a su moral. Su función como “intelectual libre” será, según imagina, la de levantar “en el corazón de los más olvidadizos esclavos Nostalgia de libertad”, lo que, traducido a las palabras irónicas de Próspero, resulta: “Un programa muy inquietante” (Césaire 1976: 371). La centralidad del problema clasista en la pieza, advertida oportunamente por Thomas Hale (1973), adquiere aquí relevancia. Dadas las tensiones inherentes al sistema jerárquico racial de la sociedad martiniquesa, la lucha de clases es también la de los conflictos entre negros, mulatos y békés (blancos criollos). En clave alegórica antillana, el Calibán que actúa bajo la influencia del Black Power es el campesino negro, mientras el mulato Ariel, “ejecutor de los grandes pensamientos del amo” en palabras de Calibán (1976: 335), es un aliado de los békés. La estrategia intertextual de Césaire también alude al colonialismo de esa clase en el diálogo entre Sebastián y Antonio, quien se refiere al complot contra Próspero como el momento de “sacudir el cocotero” (1976: 344). La expresión hace referencia al libro de viajes Secouons le cocotier (1966), del controvertido escritor, periodista y explorador francés Jean Raspail, cuya mirada degradante de las Antillas francesas había generado escándalo, pues, como señala Toumson, para hacer el elogio de los békés y métros, Raspail desplegaba un repugnante desprecio hacia los autóctonos negros o de color. Césaire, pues, le devolvía la crítica, y la sátira alcanzaba también a la aristocracia criolla (Toumson 1981: 422). Según el planteo de Césaire, no era un dato menor que la alianza de Calibán con los bufones fuera un fracaso. Esta solo se revela funcional a la hegemonía colonial, ya que, como destaca Hale, es después de los primeros signos de revuelta del ‘proletariado’ de la isla que el amo se decide a poner fin a sus diferencias con los miembros de su clase (su hermano y el rey de Nápoles) para asegurar el porvenir de la aristocracia (1973: 26). Allí también es cuando Próspero concede a Ariel su ‘libertad’. De este modo, lo que la revuelta fallida pone de manifiesto es que la lucha de los proletarios, atravesados por el prejuicio racial, no necesariamente coincide con la liberación de la opresión colonial. La traición de aquellos cuya alianza con el buen salvaje se revela farsesca

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alude de modo obvio a la ruptura de Césaire con el Partido Comunista francés. En verdad, la crítica puede leerse en el contexto mayor de las tensiones entre comunistas y coloniales. Como se sabe, fue especialmente luego de la conferencia de Bandung (1955), con su política de no-alineación, que el ‘Tercer Mundo’ acentuó su independencia del comunismo, porque, como bien destacaba Sartre en su prefacio a Los condenados de la tierra, la izquierda metropolitana no estaba a la altura de las circunstancias, se oponía a la opresión, pero pensaba que los “guerrilleros” debían tener límites (2007: 19). En Una tempestad, sin embargo, Calibán no adopta la vía criminal de la violencia fanoniana: cuando encuentra la oportunidad de asesinar a Próspero, no lo hace. En efecto, Césaire parece optar por un proceso más largo y por una lucha que no es sino verbal, pues el lenguaje que el amo le ha enseñado al esclavo es, en cuanto herramienta para maldecir, el punto en que ambas conciencias se encuentran mutuamente implicadas y, así, el arma de visibilización de Calibán y la vía para la liberación de su conciencia. El triunfo es el del reconocimiento recíproco de amo y esclavo; como el mismo Césaire afirma: “Es el carácter indisoluble de esa unión lo que conforma el drama” (cit. en Hale 1978: 465). Ya en el Discurso sobre el colonialismo Césaire planteaba que la relación colonial cosificaba tanto al colonizador como al colonizado. Próspero, quien termina admitiendo su odio a Calibán, pues “por primera vez” este le ha hecho dudar de sí mismo, decide no volver a Milán y permanecer en la colonia: “Bien, mi viejo Calibán, sólo quedamos nosotros dos en la isla, tú y yo, ¡Tú y yo! ¡Tú-yo! ¡Tú-yo!”. La última escena lo muestra, significativamente, en la penumbra, envejecido y cansado, con ademanes “automáticos y raquíticos” y un “lenguaje pobre y estereotipado” (1976: 378). El mayor desvío de Una tempestad, en este sentido, es la reversión del motivo de la reconciliación y del orden recobrado en Shakespeare: aquí no hay vuelta posible a la situación primigenia. Calibán no recupera la isla que el amo le arrebató, Próspero no vuelve a Milán. Al igual que en La tempestad, Próspero pierde su autoridad, pero no por el despojamiento de su ‘magia’ (a la que el personaje césairiano nunca renuncia), sino —y esto es lo central— por el debilitamiento de su poder colonial. Así, pues, la supresión del epílogo presente

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en Shakespeare, donde Próspero abandona sus poderes para señalar el carácter ilusorio del drama (y del propio teatro shakespeariano), también fue una adaptación necesaria al planteo anticolonialista, ya que la tempestad (real) antillana no tiene fin.19 Calibán, la alegoría del ser martiniqués, cuyo canto “¡LA LIBERTÉ OHE LA LIBERTÉ!” se escucha “a lo lejos”, tiene la última palabra, pero no es sino una voz solitaria cuyo efectivo triunfo parece lejano. Porque lo cierto es que Césaire no logra proyectar aliados nacionales para su Calibán más allá de sus afiliaciones simbólicas con los rebeldes de África o de América. En cierta forma, esa religación ‘negra’ es un nuevo détour estratégico, pero no basta para alcanzar la independencia en las Antillas, donde, al final, Calibán grita en francés su liberté. Fanon, en Los condenados de la tierra, instaba precisamente a trascender ese panafricanismo generalizador. Atravesado por tal dilema, Césaire insistirá sobre la necesidad de solidaridades en función de una conciencia martiniquesa fundada sobre el particularismo antillano y se lamentará de la falta de relaciones oficiales, excepto, claro, las personales, generalmente mediadas por la metrópolis (1973: 217-218). Era al fin y al cabo en su obra donde Césaire había logrado escapar del insularismo y de la lógica asimilacionista y centralista del sistema colonial francés. Como admitía, resultaba un lugar común: “se pone en la literatura lo que no se logra poner en la vida” (Kesteloot 1973: 230). En Una tempestad elaboraba, precisamente, su mitología personal: Me he construido una geografía imaginaria. Estoy en el cruce de dos tradiciones: americanas por la geografía, africana por la historia, y los mitos de los continentes interfieren en mis poemas. […] El tema de la isla es en mí una constante. La isla, por sus dimensiones reducidas frente a lo continental, posee un costado paradisíaco al mismo tiempo que es el símbolo del desamparo […]. Mi angustia, creo haberla resumido en este verso: “Toda isla llama, toda isla es viuda” [“Toute île appelle, toute île est veuve”]. (Sieger 1961)

19 Césaire, sin embargo, mantiene la ruptura de la ilusión teatral con el artificio del “meneur du jeu” (director/maestro de ceremonias) al principio del drama, aunque este tenga otra función.

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En este sentido, el carácter religador de Una tempestad y la operación de reescritura servían no solo para explicitar sus fines descolonizadores, sino también para acentuar una mirada antillana y, así, contribuir a consolidar un sistema literario con su propio color y sus propias afiliaciones. Era una negritud renovada, más cercana a la posterior antillanité de Glissant (quien fue, sin duda, el asimilador más creativo del legado césairiano). Ignoro si Césaire, para su adaptación, había leído The Pleasures of Exile de Lamming, pero sin duda estaba al tanto de esta apropiación, la cual ya había sido vinculada, además, con la versión previa de Mannoni en Psychologie de la colonisation. Janheinz Jahn, el traductor de Césaire (y también de Lamming) en Alemania —junto con la crítica belga Lilyan Kesteloot, una pieza fundamental en la ‘invención’ y difusión de la Negritud— había comentado los ensayos de Lamming en el apartado “Calibán y Próspero” que iniciaba el capítulo “La poesía de la negritud” de su Geschichte der neoafrikanischen Literatur. Eine Einführung de 1966 (cuya traducción al francés, de 1969, fue Manuel de littérature néo-africaine du xvie siècle à nos jours: de l’Afrique à l’Amérique).20 Allí, siguiendo a Lamming, y centrándose en el problema del lenguaje, Jahn aplicaba la figura de Calibán a los mismos escritores de la Negritud y definía a esta como la revuelta exitosa en que Calibán salía de la prisión de Próspero, manejando la lengua impuesta en función de sus propias necesidades (1966: 218 y ss.). Césaire era, según esta lectura, un Calibán ejemplar por su apropiación creativa del francés, y la figura del esclavo se volvía sumamente convocante para afianzar solidaridades antillanas. En Una tempestad, la idea de la liberación de la lengua de Próspero resulta, por cierto, central al conflicto entre amo y esclavo. Es a partir de que Calibán reconoce la falsedad de la imagen impuesta por el amo y vehiculizada en su lengua que comienza su desalienación. En

20 El libro, traducido al inglés como A History of Neo-African Literature: Writing in Two Continents (London: Faber & Faber, 1968) fue una obra clave, a su vez, en la mediación de la Negritud en los espacios anglófonos. En español se tradujo como Las literaturas neoafricanas (Madrid, Guadarrama, 1971).

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Tempestades en el Caribe anglófono y francófono

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este punto, la obra de Césaire claramente se religa con Lamming y, obviamente, con el Fanon de Piel negra, máscaras blancas, quien en el capítulo “El Negro y su lenguaje” abordaba el problema de la lengua y “del mundo implicado y expresado por esta lengua” (1973: 15). En el drama césairiano, la maldición de Calibán como “vómito” de las premisas y los valores —el modelo de autoridad— de la lengua de Próspero rubrica el final del monolingüismo imperial. De allí que el amo, en la última escena, termine hablando un lenguaje “pobre y estereotipado”, mientras la lengua de Calibán, llena de gritos y asaltos verbales, se oye cantando la libertad. Toumson, por su parte, destaca la presencia de la voz lírica de Césaire tanto en la palabra de Ariel como en la de Calibán, pues en ambas observa su característico “psiquismo ascensional y el sistema de imágenes obsesivas que configuran la verticalidad de la revuelta” (1981: 439). En Calibán, sin embargo, hay una inflexión más agresiva, un fuego ausente del discurso de Ariel. Si el “dialéctico” Calibán pone en duda la conciencia de Próspero mediante su uso de la lengua, la gratuidad es lo que caracteriza, en cambio, el “canto” de Ariel. El mismo amo se ríe de la vacuidad de sus palabras; al concederle la libertad, le lanza con ironía: “Dime, ¡no vas a incendiarme el mundo con tu música!” (Césaire 1976: 371). Pero, significativamente, Ariel resulta, después de Calibán, el personaje más simpático del drama: “Lo he obedecido —le dice a Próspero—, pero, por qué negarlo, con la muerte en el corazón. Daba pena ver zozobrar esa gran nave llena de vida”, a lo que Próspero le responde: “Vamos, ¡tu crisis! ¡Siempre lo mismo con los intelectuales! …” (1976: 323-324). En la figura de Ariel, a quien Césaire adjudica esa piedad candorosa que en La tempestad caracteriza a Miranda, puede verse la otra cara del rebelde con el que el escritor se identificó en sus obras. Mientras por entonces Césaire es testigo de las independencias africanas, la Revolución cubana y la autonomía alcanzada por las Antillas inglesas —autonomía que sigue demandando para la Martinica—, su autofiguración ambigua en Una tempestad, tensionada entre el intelectual Ariel y el revolucionario Calibán, deja ver su propia angustia ante la proclamación de una “Libertad” solo imaginada “a lo lejos”. “¿Qué tienen en común —se pregunta Césaire— todos estos héroes, se trate del Rebelde, se trate de Christophe en el poder, se trate

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de Lumumba vencido? El sentimiento de la soledad. Están solos, solos afrontan su destino” (Leiner 1993: 141). Para Raphaël Confiant, quien en todo su Aimé Césaire: une traversée paradoxale du siècle se muestra como un discípulo impiadoso con el maestro, el culto a los héroes haitianos o africanos, que releva un mecanismo compensatorio, se vincula con el pensamiento anti- o ante-créole de Césaire, incapaz de creer en el hombre común y la realidad local, y con “la hipertrofia del ego” que lo caracterizó: la negación del “nosotros” martiniqués (2006: 102). En Una tempestad, sin embargo, Calibán se aleja del tipo del héroe mesiánico, y el mismo carácter cómico del drama lo distancia de la visión trágica de protagonistas anteriores, aunque, como destaca Confiant, el final genere “duda, escepticismo y desaliento en el espectador más distraído” y, así, emerja el pesimismo típico del drama césairiano (2006: 175). El de Césaire —escribe Confiant— es “un Calibán hastiado y desesperado que quiere hacer saltar toda la isla a golpes de barril de polvo” (2006: 184). De modo significativo, en su sentida “Carta de un hombre de treinta años a Aimé Césaire”, originalmente publicada en 1982 en la revista Antilla, Confiant cuestionaba al padre intelectual su ceguera y desprecio frente a los movimientos juveniles independentistas de los que formaba parte, apropiándose de la imagen hastiada, desesperada y violenta de su Calibán: Tenga cuidado con nuestra cólera y nuestra desesperanza pues, como Calibán, exclamaremos: “El día que crea todo perdido, déjame robar algunos barriles de tu pólvora infernal, y esta isla, mi bien, mi obra, la verás saltar por los aires desde lo alto del empíreo en donde gustas planear, con, así lo espero, Próspero y yo entre los cascajos” (2006: 335).

A pesar de las paradojas de Césaire (que no dejan de asomar en Una tempestad), los jóvenes créoles heredaron del maestro un discurso de revuelta cuya reapropiación —en una Martinica (aún hoy) bajo el dominio de Francia— sigue siendo válida. Quizá, en este sentido, la mayor paradoja del autor haya sido la de haber legado simultáneamente una ley de asimilación política que no hizo sino rubricar la dependencia colonial y una ley de asimilación creativa gracias a la cual la literatura francocaribeña conquistó su autonomía.

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4.1. Religaciones y redes del latinoamericanismo: Fernández Retamar en la revista Casa de las Américas El país se encuentra en manos del nuevo equipo, pero, en realidad, hay que recomenzar todo, reformular todo. (Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, 1961)

“Yo soy aquel que ayer no más decía”, reza el acápite que el cubano Roberto Fernández Retamar inserta en “Aquellas poesías” (19551958), compiladas en Versos (1999) y escritas con anterioridad al advenimiento de la Revolución, figurando las tensiones que afectaron su obra, una de las escrituras más fieles al régimen castrista a lo largo de los años. Si, por un lado, la cita anuda al poeta con la línea artepurista del canon hispanoamericano, por el otro, esta reedita el problema de

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la autonomía y de las conflictivas relaciones entre el intelectual y la sociedad: aquel que Rubén Darío (en respuesta al más ‘comprometido’ Rodó) intentara resolver en Cantos de vida y esperanza (1905), como vimos en la primera parte. La intertextualidad con el verso dariano materializa a su vez el peso que la tradición y los fundantes textos modernistas tuvieron en los debates intelectuales de aquellos años, en los cuales Fernández Retamar intervino desde una posición clave: la dirección, desde 1965, de la revista Casa de las Américas, órgano de la institución homónima fundada en 1960.1 Por entonces, en efecto, todo debía reformularse y recomenzarse. Se enfatizaban las rupturas con el pasado y, como en toda revolución, los nuevos principios: aquellos comienzos con connotaciones éticas, nuevas normas y reglas que, cual leyes —como escribe el puertorriqueño Díaz Quiñones (2006)—, exigen obediencia. Por supuesto, ante la imposibilidad de los orígenes puros, se acudió a herencias y antepasados disponibles: Fidel Castro, como sabemos, autorizó la Revolución en José Martí (“autor intelectual” del asalto al Moncada), reactualizando el doble mito legado por el imaginario de frustración republicana: el de la “Revolución Inconclusa” y el del “Regreso del Mesías martiano” (Rojas 2006: 51-68). En correspondencia con este discurso, Fernández Retamar coadyuvó en el emplazamiento de Martí como la figura más importante de la tradición latinoamericana, reactivando, a su vez, el mito del maestro, que, como vimos, abasteció al imaginario literario de la región desde sus comienzos nacionales (cfr. González Echevarría 2001). A partir de esta época clave de los 60/70,2 en que la Revolución cubana jugó un papel determinante en los propios reco-

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La Casa de las Américas fue presidida por su fundadora, Haydée Santamaría, hasta su suicidio, en julio de 1980. Luego asumió el cargo el pintor Mariano Rodríguez, hasta su retiro en 1986. Hasta su reciente muerte en julio de 2019, Fernández Retamar presidió la institución, además de dirigir su revista (desde el año 2010 junto con Jorge Fornet). Sigo aquí a Gilman, quien considera los años 60/70 como “una entidad temporal y conceptual”, una época “con un espesor histórico propio”, con su inicio en 1959 y su fin en el primer lustro de los 70, marcado por la caída de Allende en 1973, hito en la instauración de dictaduras en el Cono Sur (2003: 36).

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mienzos de la literatura latinoamericana —en su refuncionalización y en la creación de una “nueva paideia” para los intelectuales (Gilman 2003: 28)—, será Martí, pues, y no Darío ni Rodó, quien encabezará la jerarquía de maestros. La revisión del Modernismo como momento inaugural de un sistema literario hispanoamericano, que trajo aparejada una redefinición de los discursos sobre la literatura de la región, determinará también, en el caso específico de Fernández Retamar, su apropiación anticolonial de La tempestad de Shakespeare. Su Caliban (1971), como veremos, estuvo guiado por su relectura del canon y su interés por explicitar los límites y fronteras del latinoamericanismo revolucionario. En los primeros años de la Revolución, la labor de Fernández Retamar, nacido en 1930 y quizá “el escritor más propiamente letrado de la generación del 50 en Cuba”,3 estuvo en perfecta sintonía con las nuevas exigencias revolucionarias y con las instituciones y figuras intelectuales más influyentes de y en Latinoamérica. La primera mutación que Rafael Rojas observa en su trayectoria, de Orígenes a la Revolución (1950-1962) o “de una concepción letrada de la cultura a otra socialista y realista, propia de un intelectual orgánico del nuevo régimen” (2006: 282), resultaba, en verdad, un tránsito frecuente en

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Insertado en la tradición de Orígenes, donde había obtenido un temprano reconocimiento, Fernández Retamar fue tal vez, como sugiere Rojas, el único de su generación que se perfilaba como discípulo de Cintio Vitier. Afiliado a la mejor tradición poética hispánica (Garcilaso, Quevedo, Martí, Casal, Darío, Machado, Vallejo, Eliseo Diego), a los 20 años había publicado Elegía como un himno. A Rubén Martínez Villena (1950) y en 1952 había obtenido el Premio Nacional de Poesía por Patrias. Doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad de la Habana en 1954 y publicada su tesis, La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953), con el auspicio de Lezama Lima, había escrito, además, Idea de la estilística (1958) y completado su formación filológica y lingüística con estancias en La Sorbona, la Universidad de Londres, El Colegio de México (allí publicó Alabanzas, conversaciones, 1955), Yale y Columbia (1957-1958). A su perfil de crítico hispanista imbuido del New Criticism y del comparatismo de René Wellek, se sumaba el característico cosmopolitismo del escritor latinoamericano, afirmado en sus viajes. Véanse, entre otros, Rojas (2006: 283-285) y González Echevarría (1978a).

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la época. El uruguayo Ángel Rama, por ejemplo, sufrió una ‘mutación’ semejante, dejando atrás al anterior “escritor de ficciones y al del paladar hispánico y francés”, como ha señalado Pablo Rocca, y abrazando lo americano —cambio reflejado, a su vez, en la página literaria de Marcha por él dirigida desde 1959— (2006: 119-120). Primaba la idea de una inminente transformación del orden mundial que interpelaba a los intelectuales, “ya fuera como sus voceros o como parte inseparable de la propia energía revolucionaria” (Gilman 2003: 37). Esa misma energía había alimentado, como vimos, los nuevos comienzos de Aimé Césaire como dramaturgo, la requisitoria de George Lamming a la cultura inglesa y su apelación a los jóvenes en Los placeres del exilio (1960) y el radical anticolonialismo del también barbadense Kamau Brathwaite, nacido, al igual que Fernández Retamar, en 1930, y quien, en línea con Lamming, Fanon y la negritud césairiana, afirmaría en su poema “Caliban” (Islands, 1969) la esperanza en la Revolución, que pondría fin a “esta muerte de hijos, de cantos, de sol” (“this death / of sons, of songs, of sunshine”) y a la expoliación capitalista que parecía destinada a repetirse indefinidamente en las islas (1973: 191). El mandato del compromiso convertía a los escritores progresistas —tanto en las periferias como en las metrópolis— en activistas culturales que, dado el internacionalismo dominante en las izquierdas, intentaban desplegar sus acciones por sobre fronteras lingüísticas y nacionales. En medio de un clima mundial agitado por los movimientos de descolonización, la guerra de Vietnam, las luchas por los derechos civiles en Estados Unidos, levantamientos y rebeliones juveniles en diversos puntos de Occidente, la Revolución cubana impulsaba a la más cercana intelectualidad latinoamericana a recomenzar y, así, a revisar sus fundamentos. Ahora que Sartre, además, abrazaba la causa cubana en Europa (como antes lo hiciera con los movimientos africanos), su influencia —ya sobresaliente desde los años 50— se acentuaba sobre los latinoamericanos, determinando la conversión de los escritores en intelectuales, nota dominante, como bien observa Gilman, de las letras del período. Bajo la guía de Sartre, a mediados de los 60 el Frente Único de apoyo a Cuba era una sólida trama integrada tanto por reconocidas figuras de Europa y Estados Unidos (Régis Debray, Wright

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Mills, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras) como por escritores clave de la región como Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz y Carlos Fuentes, quienes adquirían mayor visibilidad con el boom de la narrativa latinoamericana —un fenómeno, a su vez, atizado por el interés internacional suscitado por la Revolución pero facilitado en especial por la religación intelectual que se establecía, pues las relaciones de amistad generaban fenómenos de consagración horizontal y de difusión a nivel continental— (cfr. Gilman 2003: 265). Como había ocurrido con el Modernismo —pero ahora con mejores bases materiales para la comunicación—, era este un nuevo momento de aglutinamiento: intelectuales, escritores, artistas y críticos con renovadas perspectivas latinoamericanistas y antiimperialistas se nucleaban en torno de revistas e instituciones, reeditando la utopía de la Patria Grande de los maestros: Martí, Rodó, Darío y Henríquez Ureña. Se configuraba, “tal vez con la misma fuerza e igual voluntarismo que durante el período de la emancipación o el torbellino modernista, una idea (o la necesidad de una idea) de América Latina”: esta aunaba cultura y política mientras conformaba un espacio de pertenencia transnacional (Gilman 2003: 27). En tal contexto, tanto la institución Casa de las Américas como su revista conformaron núcleos religadores de la cultura de la región, con el agregado de que este centro revolucionario conectaba ahora no solo a los latinoamericanos entre sí y a estos con los cubanos, sino también a los propios antillanos dentro del área, superando las barreras del idioma. Era esa, sin duda, la gran novedad del latinoamericanismo habanero, dado que la superación de los marcos nacionales era un componente central del legado hispanoamericano (no necesariamente reñido con algunos de sus nacionalismos) y en particular del ideario antiimperialista. La Casa de las Américas, en verdad, profundizaba los contactos siempre buscados para revertir la histórica incomunicación del área, asumida como uno de los obstáculos mayores para una verdadera institucionalización de una literatura y un arte regionales. El programa de la Casa, y de su revista —en un momento en que las publicaciones político-culturales constituían plataformas clave de intervención—, venía a sumar fuerzas y a confluir, de hecho, con la vocación latinoamericanista y antiimperialista de importantes órga-

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nos como la uruguaya Marcha, fundada en 1939 por Carlos Quijano y cuya sección literaria, como apunté, era dirigida desde 1959 por Ángel Rama. Existía entonces una efectiva comunidad de intereses en torno de ciertos núcleos dadores de sentido como la misma Revolución, la ideología antiimperialista y el lenguaje marxista que sirvieron, como destaca María Eugenia Mudrovcic, “no sólo para unificar el campo semántico de la época sino también para hacer creer que Latinoamérica había logrado acceder a la codiciada unificación política de su vasto espacio cultural” (1997: 84). Mientras La Habana se convirtió en “la capital aglutinante, sede real y en otros casos simbólica, de muchos de los encuentros que hicieron resonar el ‘toque de reunión’ que nucleó con fuerza a los escritores-intelectuales” (Gilman 2003: 89), la revista Casa tejió una sólida trama de vínculos a través de lo que Gilman define como un “sistema de préstamos y ecos con otras revistas del continente”, en particular, Marcha, “La cultura en México” (suplemento del semanario Siempre!) y las argentinas El Escarabajo de Oro (y su continuación El Grillo de Papel) y La Rosa Blindada (2003: 82). La apuesta de Casa no solo implicó una integración simbólica latinoamericana y caribeña más amplia, se concretó además en contactos personales y en la constitución de una “familia intelectual”: lazos casi filiales que depararían acusaciones de “amiguismo y mafia” —como veremos a propósito del Calibán (1971) de Fernández Retamar— y también efectivas inclusiones y exclusiones cuando se intentó institucionalizar la comunidad (reuniones y congresos mediante) en un sentido gremial y político (cfr. Gilman 2003: 103-104). Como bien apunta Quintero Herencia en Fulguración del espacio. Letras e imaginario institucional de la Revolución Cubana (19601971), a través de su mismo nombre, Casa de las Américas reactivaba el viejo topos occidental —aglutinante y totalizador— de la casa y se proyectaba como metonimia del continente (2002: 79-80). Muchos intelectuales y escritores —el haitiano René Depestre (clave en las conexiones con el área francófona), el salvadoreño Roque Dalton, el argentino Ezequiel Martínez Estrada, el uruguayo Mario Benedetti— respondieron, en efecto, al toque de reunión instalándose en La Habana. Mientras el viaje a Cuba devino una suerte de rito iniciático, la Casa invitó a múltiples encuentros, muchos de

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estos relacionados con la constitución de jurados para sus premios o con sus correspondientes entregas. Construyendo nuevas sociabilidades revolucionarias sobre la base del latinoamericanismo del xix, Casa “cifró sus tonos, sus nosotros, sus ellos y, simultáneamente, reveló su maquinaria de leer y organizar textos” (Quintero Herencia 2002: 84). En tal proceso de fuertes afiliaciones, pero también de tensiones, en torno de la definición del nuevo latinoamericanismo, la figura y las intervenciones de Fernández Retamar fueron decisivas. El cubano fue “uno de los colaboradores más cercanos de Haydée Santamaría en su misión de atraer hacia las posiciones de la izquierda revolucionaria a la mayor cantidad posible de intelectuales latinoamericanos” (Rojas 2006: 301). Aun antes de asumir la dirección de la revista en 1965,4 venía manifestando su aptitud religadora a través de variados vínculos con escritores, artistas e intelectuales latinoamericanos y antillanos, lazos que dejarán su huella en sus ‘coloquios’ poéticos y sus ‘cartaspoemas’, como la “Carta a Roque Dalton”, y en sus abundantes dedicatorias, a su vez correspondidas —“Habanera”, de Benedetti, es un ejemplo paradigmático—.

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Fernández Retamar sustituyó a Antón Arrufat, sobre cuya salida existen diversas versiones, como la de Cabrera Infante, para quien el motivo habría sido la publicación en el n.° 27 de Casa (1964) de un poema “de tema sodomita, maracas y maricas” de José Triana (luego exiliado en Francia), lo cual se correspondería con la acusación hecha a Arrufat en 1968 (en el contexto de las polémicas que más adelante comentaré) desde Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas: “Llegó al colmo cuando dio a conocer el poema ‘Envío’ de José Triana, cuyo contenido era la inversión sexual descrita en sus detalles más groseros. Antón salió de la revista…”. Para Cabrera Infante, Retamar habría aprovechado el incidente para alzarse en el cargo (cfr. Quintero Herencia 2002: 447 y 486). Sin llegar a tal extremo, su asunción probablemente tuvo que ver con la radicalización de la política cultural y la búsqueda de más fieles representantes del régimen, con un perfil decididamente revolucionario. Retamar ya había ocupado el cargo de secretario coordinador de la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, presidida por Nicolás Guillén) y había sido el mismo año vicepresidente, junto con Carpentier, del Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas.

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Ya en 1960 Fernández Retamar conocía a Carlos Quijano en París —un encuentro emblemático, pues entonces, como señala Gilman, el ya sexagenario director de Marcha “pasaba algo así como una antorcha olímpica al joven profesor cubano que muy pronto habría de convertirse en uno de los voceros principales de la familia intelectual” (2003: 105)—. También entonces, en París, comenzaba su amistad con el martiniqués Édouard Glissant, una relación que, como el propio Retamar advertiría, profundizó su mirada integradora del Caribe (cfr. 2007: 42). En los años siguientes, en perfecta coincidencia con el resto de esta ‘familia’ cada vez más extendida, el cubano entabló contactos ‘tercermundistas’ en los múltiples coloquios y encuentros que se llevaron a cabo, sobre todo en La Habana. Luego de su asunción como director de Casa, el comité de redacción, ya integrado, entre otros, por Julio Cortázar y Ángel Rama, se transformó en un “comité de colaboración”, que incorporaría progresivamente nuevas figuras: Depestre, Dalton, Vargas Llosa y Benedetti, entre otros. La perspectiva revolucionaria y las afiliaciones latinoamericanas y caribeñas eran explicitadas en las variadas acciones del nuevo director, desde la nota insertada en el ya preparado n.° 30 (mayo-junio de 1965) sobre el Congreso del Columbianum de Génova y el editorial que anunciaba el cambio en la dirección hasta la organización de los materiales para el n.° 31: según su propio recuerdo, además de la traducción de un ensayo sobre estrategia revolucionaria en América Latina, “cuyo original en francés me había dado a conocer Régis Debray”, y un editorial “sobre (contra) la invasión estadunidense a la República Dominicana”, una reseña (“Fanon y la América Latina”) de la edición cubana, impulsada por el Che Guevara, de Los condenados de la tierra y “poemas que, a solicitud mía, me había enviado desde la India Octavio Paz” (Fernández Retamar 2010: 5). Hasta el final de los 60, cuando quedaron al descubierto las primeras rupturas internas, la revista corporizó la vocación dialógica de la Casa. Fernández Retamar estableció incluso nuevas secciones, como “Al pie de la letra”, con el propósito de anunciar y saludar revistas afines y comunicar novedades de la vida cultural de la región (premios, homenajes, polémicas, etc.). Contra todo aislamiento impuesto, Casa cumplía con los objetivos de la política internacional de la Revolu-

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ción, como destaca Quintero Herencia (2002: 102), pero especialmente con los fines religadores de quienes integraban lo que Gilman denomina la red latinoamericana hegemónica del momento —sin duda, uno de los datos más impactantes del período—, en la cual la uruguaya Marcha y, en particular, Ángel Rama —“el gran tejedor” de esa red— ocupaban una posición clave (Gilman 2009: 179). (No por azar, cuando, dos décadas más tarde, los principales investigadores de la región se reunieran en Brasil para diseñar una historia integrada de la literatura latinoamericana, el mismo concepto de religación sería aplicado a la tarea de Casa de las Américas al calor de la Revolución; Rama, además, enfatizaría la importancia de La Habana como “polo de religación” interno donde él mismo había accedido, a través de su contacto con Depestre, a un mayor conocimiento de la literatura haitiana —mientras Depestre, en Cuba, aprehendía la literatura hispanoamericana—). En un contexto caracterizado por la abundancia de proyectos colectivos y unificadores, Casa se colocaba al frente de la labor emprendida conjuntamente con publicaciones como Marcha, difundiendo y conectando textos y autores y ampliando el canon del latinoamericanismo. Como bien expresa Quintero Herencia, “ligar textos” se convirtió en la tarea definitoria de la revista (2002: 272), de allí las secciones y artículos dedicados a las letras de diversos países y algunos números monográficos verdaderamente pioneros que delinearon los contornos del nuevo corpus. Existía ya el emblemático n.° 26 (octubre-noviembre de 1964), organizado por Rama sobre la “nueva novela latinoamericana” (con su famoso “Diez problemas para el novelista latinoamericano”), el cual evidenciaba la euforia sentida ante un fenómeno consagratorio internacional que reconocía la madurez alcanzada por la narrativa local: la superación de la época de las imitaciones y el acceso a una perspectiva propia, menos atenta a los patrones europeos. Con Retamar en la dirección, la revista lanzaría otras entregas paradigmáticas como el n.° 36-37 de 1966, dedicado a “África en América”, con textos de —entre otros— Fernando Ortiz, Guillén, Roumain, Bastide, Depestre, Fanon y Césaire (fragmentos del Discurso sobre el Colonialismo y Una temporada en el Congo) y afroestadounidenses como Du Bois y Malcolm X. La revista decla-

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raba allí su aspiración a ser “voz de la América Latina” y “vínculo entre los países que llaman del tercer mundo” a partir de nuevas afiliaciones: con los países extramericanos tenemos contactos estrechos que miran a la semejanza de las osamentas económicas y sociales, y a veces a la directa filiación humana. Esto ocurre, concretamente, en el caso del África negra y la América Latina, especialmente esa zona que (como se ratifica en este mismo número) algunos autores, por similitud con el término “Indoamérica”, han dado en llamar “Afroamérica”. Si algún reparo puede hacerse a estas denominaciones, es que ellas hacen pensar en dos entidades autónomas: de un lado lo indio o lo africano, de otro lo “americano”; cuando en realidad esto último es precisamente la fusión, en condiciones distintas a las que eran habituales, de lo europeo, lo indio y lo negroafricano. Por lo cual lo americano (o si se quiere, y olvidándonos de la presuntuosa etimología: lo latinoamericano) incluye ya todas esas herencias. (1966: 3)

Acorde con las solidaridades tercermundistas de la hora, la revista emplazaba el nuevo latinoamericanismo mientras emprendía una revisión del canon desde una perspectiva revolucionaria, una tarea compleja en algunos casos, como en el de la valoración del Modernismo y los legados artepuristas, pues, aunque la política cultural de la Revolución encontraba un consenso mayoritario en torno de sus líneas fundamentales (rechazo del realismo socialista y exploración de un realismo ‘crítico’, defensa de las tradiciones vanguardistas, alejamiento de telurismos o folclorismos en favor de asimilaciones cosmopolitas, afán de modernización cultural y politización), comenzaba a primar el antiintelectualismo y la doxa partidista que desembocaría en el tristemente célebre caso Padilla —y, como veremos, en las páginas más severas del Calibán de Fernández Retamar—. Pero durante los primeros años de la Casa, aún bajo un ideal de compromiso no sectario en relación con la noción emergente del intelectual revolucionario, existía una efectiva comunidad de ideas, especialmente respecto de la tradición y los principios descolonizadores fundantes del latinoamericanismo. En términos estéticos, la red hege-

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mónica convergía con el campo literario de la isla en el repudio de las preceptivas soviéticas y en la apropiación creativa de la misma estética marxista. Esta posición, además, era legitimada nada menos que por el Che Guevara en “El socialismo y el hombre en Cuba”, uno de los textos cruciales del período tanto por su planteo como por su factura y su modo de circulación. Como se sabe, el ensayo constituía una carta abierta (género privilegiado por la sociabilidad revolucionaria; cfr. Quintero Herencia 2002: 214), dirigida a Carlos Quijano y publicada primero en Marcha el 12 de marzo de 1965 y un mes más tarde (el 15 de abril) en La Habana, en la revista Verde Olivo de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. El mensaje de Guevara, que acallaba todo temor de falta de libertad estética que hubiera podido persistir luego de las famosas “Palabras a los intelectuales” (1961) de Fidel Castro,5 autorizaba la experimentación y condenaba las interpretaciones estrechas de la estética realista. La vehiculización del texto, desde África y a través de Marcha, resultaba, además, sumamente oportuna: el semanario se distinguía por su línea tercerista y democrática, de apoyo crítico a la Revolución y contra toda clase de imperialismo (estadounidense o soviético), y —especialmente en términos literarios— defendía la autonomía respecto de cualquier exigencia política, una tarea desempeñada enérgicamente por Rama. Si las “Palabras” de Fidel de 1961 —“dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”— podían no haber dejado enteramente conformes a varios de quienes integraban la red, como al pro-

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El discurso de Castro —considerado el primer documento de la política cultural de la Revolución— cerró el Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas, luego de los debates generados por la censura del film PM, de Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante, y la clausura de Lunes de Revolución (suplemento literario del periódico Revolución), patrocinador del film y dirigido por Guillermo Cabrera Infante, hermano de Sabá. Según la mirada retrospectiva de Ambrosio Fornet, las disputas formaban parte de las luchas en el campo intelectual por “el control de ciertas zonas de influencia”; por entonces no había duda de que la batalla era ganada por la intelectualidad afiliada al Partido Socialista Popular y de que Carlos Franqui, director de Revolución, y Guillermo Cabrera Infante “eran anticomunistas viscerales” (2007: 7).

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pio Rama y a escritores como Cortázar, ya que, en la definición de lo que constituía un texto “contrarrevolucionario”, el discurso había sido en suma ambiguo,6 sería Fernández Retamar quien, con la legitimación del Che, explicitara en uno de los ensayos clave del período, “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba” (publicado primero en México en los Cuadernos Americanos y luego en Casa, a principios de 1967), el acuerdo de “la gran mayoría de los artistas” en rechazar, contra el sectarismo de algunos “funcionarios”, el realismo socialista, y en asimilar las “conquistas de la vanguardia”, volviendo a interpretar el discurso de Castro como una habilitación a la libertad estética, sin más limitaciones que “la propaganda contrarrevolucionaria” (1967: 12-13). Hacer “un arte de vanguardia en un país subdesarrollado en revolución” implicaba, pues, tomar de la herencia “irrenunciable” de la vanguardia todo lo que fuera “utilizable, asimilable” (1967: 15). Ante los problemas del subdesarrollo, y en el “proceso de conversión en intelectuales de la revolución”, el mandato de renovación cultural se volvía imperativo: “no se trata de posar de primitivo, de pintarrajearse de salvaje, sino de asumir conscientemente la verdadera condición de nuestra historia”. En este sentido, Retamar se afiliaba con el legado de los maestros de la ensayística latinoamericana, incluyendo el Ariel de Rodó: Es como si se nos hubieran hecho transparentes problemas considerados en libros como Radiografía de la pampa, de Ezequiel Martínez Estrada, o El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. ¿Y por qué no en el ya lejano Ariel de Rodó? Con los instrumentos a su alcance, el uruguayo se planteaba problemas que siguen conmoviéndonos. Sólo

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Por ello, quizá, el discurso había tranquilizado a la mayoría. Manejando una concepción dualista entre forma y contenido, Castro declaraba la libertad formal y la obligación de un “contenido” revolucionario, mientras estratégicamente adjudicaba la duda respecto de lo que sería un contenido contrarrevolucionario a la debilidad de los intelectuales, con lo cual se merodeaba la tautología sin explicitar el “afuera” (homologado con el “contra” en “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”): el contenido era la Revolución, porque se estaba dentro de ella (cfr. Quintero Herencia 2002: 355 y ss.).

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que ahora sabemos en qué consiste el “secreto” de nuestra América y los vínculos que la unen entre sí, los cuales no están sustentados en sentimentalismos ni en actitudes idealistas, sino en visibles razones estructurales, que destacaría, por ejemplo, Mariátegui. En el Primer Congreso de escritores y artistas de Cuba, […] dijo Alejo Carpentier que nos hacía falta un Rodó que supiera economía. Cuando yo se lo comentaba a Martínez Estrada, él me dijo: “Ya existió. Fue Martí”. (1967: 14)

Como en otros escritos contemporáneos, y como lo haría años después en Calibán, Retamar destacaba la lucidez de Martí en ver la trampa de la fórmula sarmientina “civilización contra barbarie” y en comprender las razones estructurales: la común pertenencia al “tercer mundo” de los pueblos de nuestra América. Pero ciertos “sentimentalismos”, por otra parte, debían influir en la recuperación del ‘lejano Rodó’. No era este, como resultaría claro en Calibán, el Rodó de Emir Rodríguez Monegal —su exégeta supremo, editor de sus Obras completas (1957) para Aguilar—, sino el del amigo de Cuba Mario Benedetti, quien venía de ofrecer en Genio y figura de José Enrique Rodó (1966), como decía Retamar en nota al pie, “un enfoque moderno” con “páginas antiintervencionistas casi desconocidas del autor…” (1967: 14). Era, pues, con el Rodó comprometido y antiyanqui de uno de los últimos títulos publicados por Eudeba antes de la intervención del “gorila Onganía”, según la reseña de “Al pie de la letra”, con quien la Casa se afiliaba. Una de las virtudes del libro de Benedetti era precisamente demostrar “cómo no fue el autor de Ariel, según se ha pretendido, un ciego para el fenómeno imperialista” dando a la luz una página “no recogida hasta ahora en ninguna edición de sus Obras completas” (1967: 143-144). Por entonces, Retamar no solo reorganizaba en Casa el canon hispanoamericano según afinidades electivas que coincidían con las de la red hegemónica de intelectuales, también se permitía sentar posiciones respecto de “la necesidad de una vanguardia estética”, alertando contra la posible “bifurcación entre una cultura oficial convencional y una cultura real de vanguardia, pero marginada”. Para Retamar solo podía ser útil la adhesión crítica de un inte-

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lectual revolucionario (1967: 18). En la presentación del número donde aparecía “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba” (Desde la Revolución. Veinte autores escriben), se confirmaba que la Casa abrigaba plurales posiciones, no solo en su “comité de colaboración”, con miembros como Cortázar o Rama —férreos defensores de las especificidades literarias—, sino en el mismo discurso del director, que declaraba: “Tiene razón Julio Cortázar cuando dice ‘que escribir para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente acerca de la revolución misma’” (1967: 2). Los límites, por lo menos según se manifestaban públicamente (desde Casa, en particular en la sección “Al pie de la letra”), eran entonces la colaboración con las políticas culturales del imperialismo estadounidense (y/o la aceptación de sus beneficios) y aun la involuntaria funcionalidad con estas, como habían evidenciado, respectivamente, el episodio en torno de Mundo Nuevo (1966-1968), la publicación parisina dirigida por el uruguayo Rodríguez Monegal, y la “Carta abierta a Pablo Neruda” en repudio a la participación del chileno en el último congreso del PEN Club, celebrado en Nueva York (julio de 1966). En el primer caso, el acompañamiento de la red latinoamericana hegemónica fue amplio y especialmente sustentado desde Marcha por Rama, quien mantenía con Rodríguez Monegal una enemistad que provenía de los tiempos en que ambos eran discípulos de Quijano y que se había profundizado desde 1959, cuando Rama suplantó a Rodríguez Monegal como responsable de la sección “Literarias”. Las divergencias entre los uruguayos, en efecto, se patentizaban en las redes intelectuales que ambos contribuían a fortalecer: Rama, alineado con Cuba y estableciendo una densa trama de vínculos con la intelectualidad latinoamericana de izquierda; Rodríguez Monegal, de posición liberal y antirrevolucionaria, construyendo un circuito en contacto con instituciones y figuras europeas y norteamericanas. Ambos munidos de una cultura literaria latinoamericanista y cosmopolita semejante y provenientes de una común formación en términos williamsianos —Marcha, con sus intelectuales críticos y sus ideales arielistas,

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democráticos—,7 se disputaban, como señala Pablo Rocca, el monopolio de la crítica en Uruguay y la orientación de la pujante producción latinoamericana (2006: 124). Quizá también en las efectivas polémicas que mantuvieron8 influyeran componentes extraliterarios y hasta extraideológicos, aquellos sentimientos o “sentimentalismos” (amistades y odios, simpatías y desavenencias) que, según Gilman, son determinantes en la configuración de redes intelectuales (2009: 166). En este caso, además, parece haber jugado un papel el eros inherente a las relaciones de transmisión exploradas por George Steiner en Lecciones de los maestros, específicamente, la rivalidad entre discípulos, la ansiedad por devenir el favorito del maestro, pues “no hay conventículo, taller, seminario universitario ni equipo de investigación en el cual no existan esta aspiración y los celos que engendra” (2004: 43). En relación con el magisterio de Quijano, cuando la Revolución había convocado al compromiso, había sido Rama quien, por sus elecciones estéticas y políticas, se había convertido en el mejor “hermeneuta” de la hora (Rocca 2006: 125). En 1965, mientras desde París Rodríguez Monegal se proponía disputar a Casa la actualización del estado de la producción continental —y la propiedad del boom—,9 Rama, desde Marcha y en línea con 7

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En su juventud, Quijano había participado en el centro de estudiantes “Ariel” y hasta dirigido una revista con ese nombre. Como sostienen Caetano y Garcé, los intelectuales “críticos” (“Generación del 45”, en la denominación de Monegal) reclamaban, frente a la política “materialista” y luego del “golpe bueno” del 42, una política “principista” y “arielista”, sustentada en ideales democráticos. Marcha canalizó la crítica al “Uruguay oficial” y un tercerismo signado por su rechazo a los partidos tradicionales. La Revolución cubana fue su “sueño dorado” hasta el ulterior alineamiento con la URSS, el cual provocó crisis y reacciones disímiles: la más importante, el debilitamiento del tercerismo y el fortalecimiento de posiciones marxistas. Quijano, empero, procuró conciliar socialismo y libertad política, criticando el modelo soviético y reclamando un socialismo con democracia (cfr. 2004: 342 y ss.). Por ejemplo, en una conversación radial entre Rama, Rodríguez Monegal y Carlos Real de Azúa, publicada en la Revista Nacional a fines de 1959, habían discrepado respecto de la valoración de Borges y su obra (cfr. Rocca 2006: 118 y ss.; Gilman 2009: 168 y ss.). Como argumenta Mudrovcic, lo que se disputaba era, en el fondo, la imposición de dos modelos excluyentes de intelectual latinoamericano (Mundo Nuevo,

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el tono denuncialista crecientemente asumido por Casa de las Américas, desenmascaraba la ‘guerra fría’ que, a través de Mundo Nuevo, el imperialismo libraría en el terreno cultural. Tanto la reproducción en Casa de los artículos en que Rama revelaba la conexión entre Mundo Nuevo y el anticomunista Congreso para la Libertad de la Cultura (y su filiación con la antecesora Cuadernos por la Libertad de la Cultura) como la publicación en red del enfrentamiento epistolar entre Fernández Retamar y Rodríguez Monegal (además de otros abordajes del episodio) en revistas del continente eran prueba del consenso alcanzado entonces por la intelectualidad de izquierda, que ya venía manifestando su repudio a la actividad ‘cipaya’ de Monegal. En abril de 1966, el New York Times confirmó el financiamiento de la CIA, a través del mencionado Congreso, a instituciones como el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales (ILARI), patrocinador de Mundo Nuevo. De allí que, a partir de entonces, Casa denunciara abiertamente a Rodríguez Monegal, apoyada por su aliada Marcha a través de Rama y Benedetti (ambos ex compañeros de Monegal en el semanario) y por el resto de la comunidad ‘revolucionaria’.10 Lo hacía, también, a través de la “Carta abierta a Pablo Neruda”, aparecida el 31 de julio de 1966 en el periódico Granma (órgano oficial del Partido Comunista de Cuba) y reproducida en Marcha días más tarde y en Casa en la entrega de septiembre-octubre. Redactada, entre otros, por el propio Retamar y ‘firmada’ por escritores y artistas cubanos, la “Carta” era clara expresión de la radicalización política y la polarización de la comunidad latinoamericanista

de hecho, habla de “escritor”): frente al intelectual comprometido y militante (“mezcla de Martí y el Che, de héroe popular y maestro de juventudes”), Mundo Nuevo proyecta una imagen de escritor “superestrella”: moderno, cosmopolita, exitoso (marca registrada del boom); este era bien representado por Carlos Fuentes y se complementaba con algunos rasgos de la figura de Severo Sarduy, asociados con el prestigio del grupo Tel Quel (1997: 60 y ss.). 10 El episodio es tratado por los autores que he venido citando, dedicados a la cultura del período: Quintero Herencia, Gilman, Rocca y Mudrovcic. También Política y polémica en América Latina. Las revistas Casa de las Américas y Mundo Nuevo (2010), de Morejón Arnaiz, es una referencia obligada.

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que se alentaba desde La Habana. La acusación, en efecto, no se dirigía únicamente a Neruda por su participación en el Congreso del PEN Club y su posterior visita a Perú, o a Rodríguez Monegal por sus conexiones con la CIA, sino también a Carlos Fuentes, dada su colaboración con otro “órgano de propaganda imperialista”: Life en Español (1966: 132). Aunque la “Carta” apelaba a actitudes que aunaban a la intelectualidad de izquierda, como el repudio a la política cultural de las fundaciones norteamericanas o de instituciones aliadas con el imperialismo (en este sentido, Sartre, quien rechazara una invitación a los Estados Unidos además del premio Nobel, era un modelo a seguir), los límites que demarcaba complicaban el funcionamiento de la red. Al Congreso habían asistido amigos de la Casa, como el mismo Fuentes y Vargas Llosa, y simpatizantes como Guimarães Rosa y Parra. Por un lado, Casa aún mantenía un tono de diálogo y un discurso religador que, apelando a la tradición antiimperialista latinoamericana, resultaba sumamente aglutinante; la “Carta a Neruda”, por ejemplo, advertía que la maniobra era “una nueva manera de comprar esa materia prima del continente que es el intelectual” para luego preguntar: “¿Está eso en la línea de Martí y Mariátegui, Mella y Ponce, Vallejo y Neruda?” (1966: 133). De allí que, dada la fuerza del discurso anticolonialista, el malestar generado en Neruda (el desprecio que saldría a luz más tarde contra el “sargento” Retamar)11 fuera entonces suavizado, como quedaría claro a través de nuevas cartas y comunicados. Por otro lado, en el comentado número Desde la Revolución de 1967, Ambrosio Fornet volvía a atacar a la revista de Monegal y a Fuentes y el establecimiento de los contornos del latinoamericanismo ‘legítimo’ no resultaba ya nada sencillo. Mundo Nuevo era una propuesta de modernidad estética de calidad, que también recurría a un dis-

11 Así lo llamó Neruda en Confieso que he vivido (1974), donde además dio su versión del episodio, manifestando un inmenso desprecio hacia el cubano (cfr. 2005: 441). Neruda atacó también a Retamar en Incitación al Nixonicidio, y alabanza de la revolución chilena (1973): “y contra retamares y gusanos” reza un verso de “Cuba, siempre”.

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curso integrador amplio e internacionalista, con objetivos propios de la tradición latinoamericana. Si bien la convocatoria de La Habana, ahora transformada en un polo interno de religación continental, atraía a la mayoría de quienes comprendían la nueva coyuntura revolucionaria, Mundo Nuevo apelaba a una figura de intelectual crítico aún vigente y desde un centro que todavía irradiaba luces sobre el imaginario del escritor latinoamericano: París. Según se enunciaba en su editorial: Al diálogo realmente internacional que tiene a París como centro, Mundo Nuevo aspira aportar un acento latinoamericano. Por eso, esta nueva revista quiere constituirse en lugar de encuentro de quienes componen, hoy, el concierto de una cultura viva y proyectada hacia el futuro, una cultura sin fronteras, libre de dogmas y fanáticas servidumbres. (Rodríguez Monegal 1966)12

De allí que, entre sus colaboradores, la revista contara tanto con ‘disidentes’ de la Revolución (Sarduy, Cabrera Infante) como con adeptos al proceso cubano, cuyo compromiso podía ser desde entonces cuestionado. Cortázar, por ejemplo, pensaba publicar en Mundo Nuevo su aproximación a Paradiso de Lezama Lima (incluida luego en La vuelta al día en ochenta mundos, 1967), hasta que Retamar lo persuadió de que lo hiciera en la revista cubana Unión. El argentino, fiel a la Revolución, se negó a colaborar con Rodríguez Monegal, pero nunca dejó de defender su posicionamiento desde París ni de reconocer las bondades de vivir en ese centro cultural. Allí, el programa modernizador y cohesionador de Mundo Nuevo resultaba ciertamente

12 Rama era consciente, en efecto, del alto poder de atracción de Mundo Nuevo; en 1966, comparaba en carta a Retamar sus posibilidades conjuntas de acción con las del “imperialismo norteamericano”: “Soy un activista, como sabes muy bien. Desde aquí hago todo lo que puedo. La revista de la Casa comienza a circular en librerías, los concursos de la Casa tienen en Marcha un portavoz efectivo, he montado una editorial (Arca) para movilizar a los escritores en una acción cultural militante, pero todo eso no es suficiente. […] Se necesita lo que hace el imperialismo: una revista en París, reuniones periódicas de escritores, acción militante en todas las causas, organismos supranacionales…” (cit. en Fernández Retamar 1997: 299-300).

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convocante. Antes del endurecimiento de la política cultural cubana que afectara las redes intelectuales de la región, tanto Rodríguez Monegal como Rama (desde Marcha) y Fernández Retamar (desde Casa de las Américas) compartían, de hecho, un mismo propósito dirigido a fortalecer (al calor del boom) el sistema literario latinoamericano, a través de una mayor institucionalización y nuevos vínculos que ampliaran su alcance.13 Sería ese impulso religador el que —emblematizando los largos sesenta— quedaría proyectado en Cien años de soledad, de García Márquez (1967), cuya consagración internacional, para Gilman, confirmó la fortaleza del campo intelectual constituido desde 1959 (2003: 101). En un artículo de 1969 titulado precisamente “Intercomunicación y nueva literatura”,14 Retamar caracterizó a ese libro en que los personajes se cruzan “con otros de Carpentier, de Cortázar, de Fuentes: y así su estilo” como una “novela-suma”, indicativa del trabajo articulado y coherente que los novelistas venían realizando en el sentido de una tradición: “Lo que Martí dijo en 1893 de los modernistas hispanoamericanos puede decirse hoy de estos novelistas: ‘Es como una familia en América’” (1995: 203). La autoconciencia de realizar una tarea colectiva de descolonización literaria era compartida también por Cortázar, quien, desde París y en relación con Rayuela (1963), escribía a Retamar en 1964: desde luego que lo que hayas podido encontrar de bueno en el libro me hace muy feliz; pero creo que en el fondo lo que más me ha estremecido

13 Aplico aquí al funcionamiento de las redes intelectuales del momento —como en parte lo hace Gilman (2009)—, el argumento de Rocca, quien en Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil: Dos caras de un proyecto latinoamericano encuentra en los uruguayos “la paradoja de un dúo que trabajaba dividido con propósitos convergentes, aunque en direcciones distintas” y que tuvo en Brasil un objeto y un objetivo común, el de incluir la literatura brasileña como parte de la “totalidad unitaria” de América Latina (2006: 6-7). También para Retamar ese proyecto fue primordial; Casa, de hecho, superó los objetivos religadores del latinoamericanismo al extender su alcance al universo literario y artístico caribeño en otras lenguas. 14 Fue incluido en el volumen América Latina en su literatura (1972), que enseguida comentaré. Cito aquí de la primera edición completa de Para una teoría de la literatura hispanoamericana (1995).

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es esa maravillosa frase, esa pregunta que resume tantas frustraciones y tantas esperanzas: “¿De modo que se puede escribir así por uno de nosotros?”. Créeme, no tiene ninguna importancia que haya sido yo el que escribiera así, quizá por primera vez. Lo único que importa es que estemos llegando a un tiempo americano en el que se pueda empezar a escribir así (o de otro modo, pero así, es decir con todo lo que tú connotas al subrayar la palabra). (cit. en Fernández Retamar 1993: 68)

En la misma carta, comentando una conversación con Miguel Ángel Asturias, Cortázar dejaba constancia de la euforia generalizada de los escritores ante “la presencia, por primera vez, de un público lector que distinguía a sus propios autores en vez de relegarlos y dejarse llevar por la manía de las traducciones y el snobismo del escritor europeo o yanqui de moda” (cit. en Fernández Retamar 1993: 68). En contraste con la época anterior, existía ciertamente, como destacaba Retamar en su ensayo, una intercomunicación mayor —entre los escritores y también entre los críticos—, que contribuía al interés del público por la ‘nueva literatura’, la cual alcanzaba tirajes nunca antes vistos y premios prestigiosos como el Nobel de 1967 a Asturias. Era ese proyecto de difusión y consagración, que implicaba una actualización y revisión del canon latinoamericano con criterios estéticamente modernos, el que se impulsaba desde Casa de las Américas tanto como desde las demás revistas en red y, también, desde Mundo Nuevo. Por un tiempo, sin embargo, fue la Casa de Fernández Retamar (con la Marcha de Rama) la que definió el nuevo latinoamericanismo.

4.2. Lecturas y relecturas desde el latinoamericanismo revolucionario Un momento emblemático de las convergencias alcanzadas por la red latinoamericana hegemónica fue el inicio de 1967, cuando desde La Habana se convocó a establecer simultáneamente las tareas urgentes del intelectual “revolucionario” y una perspectiva renovada sobre el modernismo al cumplirse el centenario del nacimiento de Rubén Darío (las efemérides, en Latinoamérica y en España, se habían iniciado

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en 1966 con el cincuentenario de su muerte). Mientras, de un lado del Atlántico, Mundo Nuevo convocaba a Sarduy y Tomás Segovia a dialogar sobre el poeta desde una visión personal —“Nuestro Rubén Darío”—, del otro lado, en la Casa, se preparaba el mencionado número Desde la Revolución y se reunía por primera vez el comité de colaboradores para emitir su primera declaración (publicada en marzoabril y reproducida en Marcha y Siempre!) contra las nuevas avanzadas del imperialismo15 y para celebrar el “Encuentro con Rubén Darío”. Significativamente, la correspondiente entrega de Casa dedicada al nicaragüense (mayo-junio de 1967) coincidiría con el lanzamiento del primero de los Cuadernos de Marcha en Montevideo (mayo de 1967) dedicado a Rodó con motivo del cincuentenario de su fallecimiento. Ambos homenajes ‘modernistas’ expresaban la confluencia de visiones sobre el canon hispanoamericano y una misma perspectiva social de la historia literaria, aunque alejada de interpretaciones marxistas ortodoxas. El propio Retamar posteriormente recordaría el evento como un desafío para la Casa de las Américas, dadas las lecturas del modernismo de algunos comunistas cubanos como Juan Marinello, para quien Darío era “el vehículo deslumbrante de una evasión repudiable, el brillante minero de una grieta desnutridora” (cit. en Fernández Retamar 1995: 301). Casa (y el socialismo latinoamericano) debía tomar posición y, una vez más, gracias a “la comprensión y la audacia” de Santamaría, se había convocado a un “Encuentro” luego del cual hasta el propio Marinello se rectificaba (1995: 302). La nueva valoración de Darío, tanto como la recolocación de Rodó y de Martí en el canon modernista, tenían que ver, en efecto, con las lecturas impulsadas en aquellos años por los diversos integrantes de la red hegemónica. Según lo expondría Fernández Retamar en “Modernismo, noventiocho, subdesarrollo” —su intervención en el III 15 También se convocaba a la unidad de los escritores latinoamericanos de izquierda y al intercambio con intelectuales africanos y asiáticos. En gran medida, como evocaría Retamar, el Congreso Cultural celebrado un año más tarde (enero de 1968) sería el resultado de esa convocatoria ‘tercermundista’. En carta a Santamaría, Rama, quien finalmente no pudo asistir, expresaba que se sentía “algo padre de ese Congreso” (cit. en Fernández Retamar 1997: 302).

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Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, celebrado en México en 1968—,16 se asumía el amplio concepto de modernismo propuesto en los años 30 por el español Federico de Onís, el cual se distinguía de la vieja acepción para designar la literatura de una época tanto en Latinoamérica como en España. Liberada de las acusaciones de frivolidad, la noción permitía incorporar a ‘pensadores’ como Martí y Unamuno, ambos con “conciencia del subdesarrollo” y partícipes de un movimiento común que sería profundamente afectado por el 98. En Hispanoamérica, empero, era Martí, en el plano literario e ideológico (además del cronológico), el mayor de los modernistas, en cuanto iniciador del antiimperialismo que, con el Ariel de Rodó y el Darío de la “Oda a Roosevelt”, había pasado de “ser posición de un hombre para serlo de un equipo, al que sin embargo le faltan los conocimientos económicos, sociológicos, políticos de Martí” (1995: 153). Así, pues, la interpretación cubana del canon fundador coincidía con la que también se impulsaba desde Marcha con motivo del homenaje a Rodó, cuyas voces, afines a la Revolución —Roberto Ibáñez, Real de Azúa y filósofos como Arturo Ardao y Leopoldo Zea—, destacaban el americanismo y el antiimperialismo del precursor. En verdad, como bien refería Real de Azúa en “El problema de la valoración de Rodó”, la generación uruguaya del 45 había abordado con justeza, especialmente desde el cincuentenario de Ariel, la obra de Rodó. Estaban, entre otros, los aportes de Ardao y de Rodríguez Monegal como editor de sus Obras completas, y ya en 1953 el propio Real de Azúa había clarificado en Marcha varias cuestiones respecto de la recepción de Rodó al comentar el libro de Luis Alberto Sánchez ¿Tuvimos maestros en Nuestra América? Balance y liquidación del Novecientos (1941). La diferencia más notoria con las ‘relecturas’ previas parecía ser, pues, el nuevo contexto regional (el clima latinoamericanista y revolucionario) y la ausencia de Rodríguez Monegal entre los colaboradores del Cuaderno.

16 El texto fue incorporado a una nueva edición de Ensayo de otro mundo en 1969 y luego a Para una teoría de la literatura hispanoamericana.

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En lo esencial, la postura de Real de Azúa no distaba de aquella compartida en los 50 con Rodríguez Monegal, cuando ambos, en Marcha o en Número, leían a Rodó y al Modernismo con sumo rigor y contra todo dogmatismo que pudiera deparar acusaciones apresuradas o celebraciones superficiales. Ahora, Real de Azúa volvía a distinguir el arielismo de Ariel y destacaba que, en cualquier caso, el primero no constituía una ideología. Injustas, pues, eran las condenas a Rodó “de tipo social, marxista o no (y aun aprista hace décadas)” como la de Sánchez, que le endilgaban tendencias reaccionarias y hasta racistas (Real de Azúa 1967: 77). Evidenciando su posición tercerista, Real de Azúa defendía también a Ariel de los reproches provenientes del pensamiento “modernizador”, “desde el viejo positivismo economista, plutocrático y yanquizante” que cuestionaba el idealismo rodoniano por su inefectividad o, incluso, su “carácter contraproducente” (1967: 76). Asimismo, alertaba contra la apropiación de la “partitura antiestadounidense” de Ariel, que seguía “inspirando devociones pese a su sustancial arcaísmo y a lo peligroso que resulta ver tan borrosamente a nuestro adversario” (1967: 77). Pero, en definitiva, y ante la obligación de actualizar a Rodó, el crítico se afiliaba con el latinoamericanismo de Casa: dado el avance imperialista y la creciente presencia de Estados Unidos, el planteo de Ariel era sumamente válido. Su vigencia se sostenía en otros aspectos, como la histórica tensión entre tradición y modernización, que resultaban tópicos frecuentes en el pensamiento de la época (imbuido de la teoría de la dependencia), presentes asimismo en el discurso latinoamericanista de figuras ahora en la otra vereda como Rodríguez Monegal. También este, en efecto, podía acordar con la idea de que el eclecticismo y la avidez inquisitiva de Rodó se correspondían con la condición marginal y colonial latinoamericana “respecto a las grandes metrópolis culturales, emisoras de ideas, creadoras de estilos y de prestigios” y de que su sincretismo había sido respuesta ante “la presión importadora canalizada al consumo que toda sociedad subdesarrollada soporta” (Real de Azúa 1967: 78).17 En el único

17 Real de Azúa, como consigné en el capítulo sobre Rodó, consideraba al ensayista un “cuidadoso repensador de ideas ya pensadas”, característica que relacionaba,

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punto en que la perspectiva de los Cuadernos de Marcha se singularizaba era respecto de las afiliaciones presentes, pues para Real de Azúa la pertenencia de Rodó a la línea fundacional de la inteligencia americana que abogaba por la unidad de América lo colocaba junto a Fidel Castro, y en tal linaje “ya tendría bastante la lección de Próspero para poder rescatarse” (1967: 78). (Por el contrario, era la explicitación de posicionamientos políticos lo que Monegal evitaba). Este tramado simbólico —la construcción de una tradición que anudaba no solo a Martí, sino también a Rodó y a Darío con el presente revolucionario— se correspondía, en efecto, con inclusiones y exclusiones concretas en las relaciones intelectuales. En el mismo 1967, en el Segundo Congreso Latinoamericano de Escritores en México, Benedetti mediatizaba la decisión de los cubanos de no participar en la creación de la Comunidad Latinoamericana de Escritores: debían existir afinidades ideológicas —se argumentaba—; una comunidad no podía nuclear a escritores de izquierda y escritores proimperialistas. El poder de acción de los “abstencionistas” (y la red en torno de La Habana) quedaba demostrado luego, como refiere Gilman, en el proyecto de preámbulo elaborado por los uruguayos de Marcha (Rama, Ibáñez, Onetti) y otros escritores como Rulfo y Arguedas, que establecían como condición el apoyo a la revolución latinoamericana y la lucha contra las oligarquías locales y el imperialismo estadounidense (2003: 135-137). Apenas unos meses más tarde, la muerte del Che ensombrecía el triunfalismo revolucionario y alimentaba los discursos antiintelectualistas, en tensión con aquellos de Vargas Llosa o Cortázar que aún defendían la autonomía y el heroísmo del escritor, lo cual revelaba la difícil “situación del intelectual latinoamericano”, como se tituló el n.° 45 de Casa de fines de 1967, en que el editorial colocaba a Castro y a Guevara como los verdaderos intelectuales. Con un pro-

además, con su vocación pedagógica. De allí que, para la historia de las ideas, mayor interés revistiera, antes que el pensamiento de Rodó, el estudio de su “refracción” en Latinoamérica y el análisis del “valor de influencia” del ideal arielista (1967: 74-75).

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yecto de revolución continental en peligro y una compleja situación interna,18 la política cultural cubana se radicalizaba y Casa afinaba su discurso defensivo. Lourdes Casal señala que, desde entonces, por ejemplo, se seleccionaron jurados ‘militantes’ para los concursos de la institución, favoreciendo a latinoamericanos que permanecieran en sus países y no residieran en Europa (cfr. 1971: 8). 1968, el “Año del guerrillero heroico”, fue un momento culminante de aglutinamiento para el latinoamericanismo revolucionario, cuyo efecto adverso, el endurecimiento ideológico, anticipó la posterior “ruptura de los lazos de familia” —fórmula con la que Gilman sintetiza los efectos del caso Padilla (2003: 65)—. En el mes de enero, mientras Casa preparaba su homenaje al Che, se celebraba el Congreso Cultural de La Habana con la presencia de casi medio millar de participantes. Reuniendo a la plana mayor de escritores y artistas del ‘Tercer Mundo’, el Congreso fue un hito en el establecimiento de solidaridades intercaribeñas y, a su vez, entre el Caribe y Latinoamérica. Constituyó, sin duda, un potente símbolo de religación cultural: allí, entre muchos otros, se congregaban latinoamericanos de la talla de Cortázar, Benedetti y Arguedas, escritores del Caribe anglófono como Lamming o C. L. R. James y el ‘padre’ de la Negritud francófona Aimé Césaire, quien mantenía además un encuentro personal con Castro. Acorde con el discurso de clausura del Comandante, quien demandaba a los intelectuales una posición más combativa, Casa de las Américas alentaba la integración de Hispanoamérica y las Antillas contra el imperialismo y el colonialismo, incorporando las problemáticas de las áreas francófonas y anglófonas y expandiendo, así, las fronteras del latinoamericanismo —un objetivo que ya el número dedicado a “África en América” había explicitado—. Mientras en julio de 1968, del otro lado del océano, Rodríguez Monegal ponía fin a su proyecto ‘independiente’ de Mundo Nuevo, confirmando la

18 En 1968, en medio del creciente bloqueo y problemas económicos, Cuba apoyaba la invasión de la URSS a Checoslovaquia y se alineaba con el frente prosoviético, interrumpiéndose así el proceso de construcción de un socialismo autónomo.

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fortaleza de sus adversarios,19 la revista habanera se enriquecía a través de nuevas afiliaciones: en el n.° 48 publicaba el ensayo de C. L. R. James “Poder Negro” y en el 49 las entrevistas que Césaire había mantenido con Sonia Aratán y René Depestre en oportunidad de su visita al Congreso; al año siguiente, a su vez, las Poesías del martiniqués eran traducidas por el chileno Enrique Lihn y prologadas por Depestre para la Colección de Literatura Latinoamericana de Casa de la Américas, donde el haitiano también presentaba Así habló el tío, de su compatriota Jean Price-Mars, al público hispanoparlante. La Casa, a través de su revista, su serie de “Cuadernos” y su colección de literatura latinoamericana —una denominación que el propio Retamar, según vimos, resemantizaba para abarcar otros componentes identitarios—, continuaba así los impulsos, iniciados con las vanguardias, de integración de lo afro(caribeño/americano) en la cultura de la región. En el plano específicamente literario, contribuía a asentar similares objetivos de desarrollo de un nuevo sistema (latino)americano, cuya constitución se relacionaba con el interés puesto sobre la región desde 1959 y la correspondiente difusión del binomio “Latinoamérica y el Caribe” por parte de organismos internacionales. La voluntad de religación, y la fe revolucionaria, aunaba a latinoamericanos y caribeños, especialmente a activistas culturales del área anglófona como Lamming o Brathwaite. Ya en 1963 James había agregado un apéndice a su clásico The Black Jacobins (1938) con el título “From Toussaint L’Ouverture to Fidel Castro”, donde asumía una nueva perspectiva integradora del Caribe, destacando la importancia de la Revolución para el desarrollo de una identidad antillana autó-

19 Rodríguez Monegal, no obstante, renuncia a la dirección lamentando la “militarización de la cultura” y negando toda conexión con la CIA (aunque da por sentado el vínculo con el ILARI y el patrocinio de la Fundación Ford). Asegura, además, haber trabajado “sin ninguna clase de interferencia” y agradece la colaboración de “muchos de los principales escritores latinoamericanos y españoles que, desafiando las cóleras simétricas de nuestros Escilas y Caribdis, creyeron en la posibilidad de una revista de diálogo” (1968). Luego de su renuncia, la revista se trasladó al Buenos Aires del Onganiato y asumió una posición abiertamente anticomunista y anticastrista (véase Mudrovcic 1997: 72 y ss.).

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noma. La gesta cubana, para la mayoría de los intelectuales, evocaba aquella de Haití en el xix y alimentaba esperanzas de emancipación. El libro de James era reeditado ese año en Francia y en Cuba, como se comentaba en la sección “Al Pie de la Letra” del n.° 49 de Casa, donde aparecía la entrevista a Césaire. Allí el martiniqués expresaba su admiración por esa “especie de marxismo tropical” adaptado a la situación cubana, que respondía a su consabida preocupación respecto de la “particularización” de modelos universales (foráneos) —el marxismo/ comunismo, tanto como el surrealismo— (Aratán y Depestre 1968: 131-132). Paradójicamente, Cuba empezaba a ser entonces sospechosa de sufrir un proceso de ‘sovietización’, pero el pensamiento descolonizador había calado entre los intelectuales, quienes confiaban en el modelo cubano de asimilación creativa: un “marxismo martiano” en la fórmula de Cintio Vitier. Mientras desde fines de 1968 la Casa se sobreponía a los conflictos con la dirigencia asumiendo un discurso antiintelectualista que terminaría “por dar la victoria a las posiciones de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y sus instituciones culturales” (Gilman 2003: 228), Fernández Retamar continuaba proyectando el consenso. Por un lado, la línea editorial de la revista evitó los enfrentamientos y, con cierto margen de acción, defendió sus criterios. Lo hizo, en particular, en el contexto de las críticas de la dirigencia a los premios literarios de ese año, los debates de la UNEAC por la premiación de Antón Arrufat en teatro y Heberto Padilla en poesía, acusaciones que terminaban alcanzando a Norberto Fuentes, premiado por Casa en el rubro cuento. Como se sabe, aquí tuvieron origen los conflictos que desencadenarían el caso Padilla.20 El poeta, junto con Arrufat (y Cabrera Infante),

20 Como Gilman apunta, Arrufat, Padilla y Fuentes venían siendo criticados públicamente. En octubre de 1968, empero, Santamaría defendía por televisión la política de los premios de la institución, definiendo la calidad como parámetro excluyente. Respecto de Padilla, debe recordarse que antes de que la dirección de la UNEAC cuestionara la resolución del jurado y consintiera en publicar su poemario Fuera del juego (y Los siete contra Tebas de Arrufat) con un prólogo en desacuerdo, este había mantenido una polémica en El Caimán Barbudo en la cual atacaba la novela Pasión de Urbino, de Lisandro Otero (vicepresidente del

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era el blanco de los ataques que, desde Verde Olivo (órgano de las Fuerzas Armadas), eran firmados por Leopoldo Ávila, pseudónimo atribuido a Luis Pavón, director de la publicación y quien luego presidiera el Consejo Nacional de Cultura durante el “Quinquenio Gris”. Los artículos de Ávila dejaban en evidencia la creciente ortodoxia. En mayo de 1969, en una mesa redonda sobre “el intelectual y la sociedad” (luego publicada en Casa y, como libro, en México) en la que participaron Retamar, Fornet, Desnoes, Depestre, el uruguayo Carlos María Gutiérrez y el salvadoreño Dalton, se rechazaba la autonomía del campo literario, reafirmándose el antiintelectualismo y la subordinación a la dirigencia política. La situación era conflictiva: Padilla, por ejemplo, era un amigo de la Casa; galardonado por la institución en 1961, venía de traducir para la editorial el poemario de Depestre Un arcoíris para el occidente cristiano, premiado en 1967. Ese año, el propio Retamar le había dedicado uno de sus poemas de Buena suerte viviendo y en “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba” lo consideraba un creador “de vanguardia” (1967: 16). Si, por un lado, Retamar adoptaba una posición cada vez más radical respecto de la definición del intelectual revolucionario —noción que casi devenía un oxímoron (Gilman 2003)—, por otro lado, esa posición era aún compartida por el latinoamericanismo hegemónico (respaldada por las nuevas declaraciones de Sartre),21 además de magistralmente proyectada en algunas de las poesías del cubano, como en “Le preguntaron por los persas”, donde la protesta por la “compra” de los intelectuales evocaba la emotiva fórmula de Darío en sus Cantos: Sabemos que no sólo nosotros, estos pocos rodeados de un agua enorme y una gloria aún más enorme,

Consejo Nacional de Cultura) y defendía Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, enemigo ya declarado de la Revolución (Gilman 2003: 209 y ss., Mudrovcic 1997: 100 y ss.). 21 Luego del Mayo francés, Sartre reformuló su noción del compromiso, entendido como acto y no palabra, perdiendo fuerza la pretensión de autonomía del intelectual crítico (cfr. Gilman 2003: 168 y ss.).

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Sino tantos millones de hombres, no hablaremos ese idioma que no es el nuestro, que no puede ser el nuestro. (Fernández Retamar 1999: 101)

El plural de Retamar apelaba a un nosotros fuertemente arraigado en el imaginario y a una genealogía que se remontaba siempre a los padres del modernismo, estableciendo afiliaciones caras a la intelectualidad latinoamericanista. A estas se refería de seguro Rama cuando, en una carta de 1966 al cubano, celebraba la “coincidencia espontánea en asuntos de arte o de política, así estemos separados por mares y continentes” (cit. en Fernández Retamar 1997: 299).22 De allí que “Ud. tenía razón Tallet: somos hombres de transición” (Buena suerte viviendo) deviniera uno de los textos clave —y de mayor circulación— del período. Documentando “la culpa del letrado” (Rojas 2006: 291) y emplazando el “mito de la transición” (Gilman 2003: 150 y ss.) en diálogo con “El socialismo y el hombre en Cuba” de Guevara, el poema daba voz a una generación entera que, pese a su papel secundario y su colocación ambigua, era autorizada a recomenzar: Y, desde luego, no queremos (y bien sabemos que no recibiremos) piedad ni perdón ni conmiseración, Quizá ni siquiera comprensión, de los hombres mejores que vendrán luego, que deben venir luego: la historia no es para eso, Sino para vivirla cada quien del todo, sin resquicios si es posible […]. Y porque también nosotros hemos sido la historia, y también hemos construido alegría, hermosura y verdad,

22 Posiblemente Rama fuera incluso quien inspirara las afiliaciones con Darío, dadas sus constantes sugerencias a Retamar: “‘Por favor, haz una editorial sobre la Dominicana, político y fuerte, para señalar que se cumple el vaticinio, ‘¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?’ […] mis rabiosas críticas internas se han ido al diablo. Viva la revolución. Patria o muerte. Venceremos’” (Fernández Retamar 1997: 297).

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y hemos asistido a la luz, como hoy formamos parte del presente. Y porque después de todo, compañeros, quién sabe Si sólo los muertos no son hombres de transición. (Fernández Retamar 1999: 107)23

Por entonces, solo en textos privados se expresaban los disensos de la Casa —Rama evocaría, en su Diario, aquella ocasión en que Retamar demandaba silencio, en que “nadie podía contestar, así fuera sosegada y criteriosamente, a una mítica instancia, que era el poder” (2001: 132)—. Mientras tanto, el cubano se dedicaba a aquellas tareas que más aunaban a la red y daban forma a lo que luego se reconocería como “la sensibilidad sesentista”, abonada por elementos que, como destaca Devés Valdés, eran formulados en la región por figuras como Fanon o el brasileño Paulo Freire: el pensamiento marxista y anticolonialista, la pedagogía liberacionista, la exaltación de la militancia, el compromiso político y los movimientos populares, el utopismo y el romanticismo asociados a la convicción en la perfectibilidad humana, la esperanza puesta sobre lo juvenil y lo estudiantil y hasta la vocación sacrificial, todos ellos emblematizados, precisamente, en la Revolución cubana (cfr. 2003: 136-137).

23 El poema, como lo confirma el posterior “Para un diálogo inconcluso sobre ‘El socialismo y el hombre en Cuba’” (2004), donde Retamar incluye una carta hasta entonces inédita dirigida al Che, discutía sutilmente con el texto de Guevara. Mientras este reprocha a los intelectuales su “pecado original”, el no ser “auténticamente revolucionarios”, y apuesta a los jóvenes, Retamar exculpa a los escritores y artistas de su generación, no menos integrados al proceso de “transición” al socialismo. Las discrepancias con el Che, en el poema casi imperceptibles, pues Retamar acepta la tesis de la ‘transición’, son explícitas en la carta, donde el escritor defiende extensamente a quienes, lejos de ser “olmos estériles”, luchan por el socialismo cuando “podrían recluirse en sus casas sólo para escribir ficción o pintar”. Autorizándose en Fanon, Retamar justifica las contradicciones existentes, de hecho, en todos los cubanos: “Frantz Fanon, quien además de gran teórico de nuestros pueblos era psiquiatra, y que usted conoce quizá mejor que nadie en Cuba, escribió: ‘El conflicto no es sino el resultado de la evolución dinámica de la personalidad’” (2004a: 187-188).

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La contribución de Retamar al discurso ensayístico que extrapolaba el problema del desarrollo y la dependencia al terreno ideológico y cultural (y, sobre todo, literario) era explícita en intervenciones como la mencionada “Modernismo, noventiocho, subdesarrollo”. En este sentido, si bien las ideas del cubano eran primariamente deudoras del antiimperialismo latinoamericano, actualizado en el dependentismo que nutría las reflexiones de críticos reconocidos como el brasileño Antonio Cândido, estas ideas convergían con las que circulaban por el Caribe, en el área anglófona difundidas desde el New World Group, cercano a Lamming y al Caribbean Artists Movement, impulsado por Kamau Brathwaite. Eran, en efecto, planteos nacionalistas, latinoamericanistas y, ahora, ‘caribeñistas’, en reacción al histórico imperialismo y al colonialismo, cada vez más agudamente indagados por las ciencias sociales y económicas, que sustentaban estudios pioneros como From Columbus to Castro. The History of the Caribbean (1492-1969), de Eric Williams. El propio Retamar llamaría la atención sobre el hecho de que esta obra no solo apareció el mismo año (1970) que la del dominicano Juan Bosch, De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial; también ofreció una similar perspectiva, integradora del Caribe y tributaria de la Revolución; ambos títulos, a su vez, eran posiblemente deudores del mencionado epílogo de James a la segunda edición de The Black Jacobins: “From Toussaint L’Ouverture to Fidel Castro” (2007: 41). Significativamente, también Retamar ofrecía en 1969 su versión teleológica de la Revolución en “Cuba hasta Fidel”, una conferencia originalmente dictada en francés en las Semanas Cubanas de Grenoble y luego publicada en la revista Bohemia. Quien en 1955, continuando la tradicional paideia del intelectual periférico, había viajado a París a estudiar lingüística con el profesor Martinet y luego, en 1960 y como consejero cultural de Cuba, comenzara allí su amistad con Aníbal Quijano y Édouard Glissant, se dedicaba ahora, a diez años de la Revolución, a ser su portavoz en Francia. No sin reeditar, en tanto “colonizado descolonizado” (2004a: 78), el cosmopolitismo de la tradición letrada, Retamar difundía allí una idea del “ser cubano” que se nutría tanto del ideario antiimperialista como del anticolonialismo francófono de Césaire y Fanon, a través de un discurso religador que

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ya entonces devenía la marca distintiva de su ensayística. Reivindicaba allí, por primera vez, la figura del caribe/caníbal como símbolo de identidad y resistencia, registrando la genealogía del término y su uso en La tempestad: Así como de los espartanos sabemos lo que los atenienses nos contaron —y no al revés—, conocemos la versión europea de los caribes, pero no la versión caribe de los europeos. La filología nos recuerda que de la deformación española de la voz caribe se formó la palabra caníbal. En 1580, Montaigne publicará su memorable ensayo “De los caníbales”, lleno de intuiciones prerroussonianas; pero ya en 1611, el anagrama de esta palabra dará, en La tempestad, de Shakespeare, Caliban, “esclavo salvaje y deforme”, genio del mal. Así, como caníbales, como antropófagos, como encarnaciones del mal van a entrar en la historia europea los más valientes de los habitantes de nuestras islas, los que más tenaz resistencia opusieron al invasor. (2004a: 79-80)

Retamar se refería en su breve historia a los esclavos africanos, sustitutos del indio exterminado, y, en la senda martiana, divulgaba el mestizaje y el sincretismo cultural, “principio fundamental de la nación” desde la Revolución. Una vez más, Martí era entronizado como antecedente de Fidel Castro y como “el pensador más original de la América Latina y el Caribe, el primer hombre en adquirir conciencia de la existencia y naturaleza de lo que hoy se llama tercer mundo, y en asumir desde él una consecuente actitud antimperialista” (2004a: 80). 1898, pues, marcaba, de acuerdo con la tesis de Lenin en El imperialismo, fase superior del capitalismo, el comienzo del “imperialismo de nuestros días”: el neocolonialismo de Estados Unidos que se combatía desde 1959. Según la teleología revolucionaria, Fidel había recomenzado la gesta iniciada por Martí, poniendo fin a la Cuba hambrienta, prostituida, superficial: “Van a volver a flamear el ideario martiano, la lucha en las ciudades y en los campos, las guerrillas, las barbas mambisas. Y va a comenzar un nuevo —y definitivo— proceso independista americano, que en Fidel y el Che tendrá figuras equivalentes a Bolívar” (2004a: 100). Este discurso historiográfico latinoamericanista que Retamar hacía converger con el anticolonialismo caribeño era aplicado contemporá-

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neamente, como he observado, a la literatura de la región. También aquí registraba un fenómeno de recomienzos y lo sintetizaba a través del título ya comentado “Intercomunicación y nueva literatura”, su contribución al volumen América Latina en su literatura (1972), coordinado por el argentino César Fernández Moreno (responsable de la oficina de Cultura para América Latina y el Caribe de la UNESCO en La Habana). Tal volumen, el primero de la importante serie “América Latina y su cultura”, al igual que el organizado posteriormente por el cubano Moreno Fraginals, África en América Latina (1977) —donde participaran, entre otros, Brathwaite y Depestre—, testimoniaba el accionar conjunto, en red, de investigadores y escritores latinoamericanos y caribeños en vistas a la organización de un corpus translingüístico y transnacional que incluía el Brasil y el Caribe en otras lenguas. Bajo el lema de la “unidad en la diversidad”, formulado por el mexicano José Luis Martínez, y con colaboradores como el anglojamaiquino G. R. Coulthard —pionero en el estudio comparado de las literaturas caribeñas e hispanoamericanas—, constituyó un intento de rearmado de la tradición continental y, a la vez, un registro de los avatares del latinoamericanismo: el libro quedó, como advierte Gilman, atravesado por el debate literario, en el cual Cuba tenía la última palabra (2003: 19-20). La contribución del peruano José Miguel Oviedo, significativamente titulada “Una discusión permanente”, reseñaba, en efecto, los sucesos desencadenados luego del asesinato del Che: A los diez años de la revolución un abismo se había abierto entre las posiciones antes homogéneas de los escritores nucleados alrededor de Cuba. Se habían formado dos especies de grupos; Cortázar y Vargas Llosa, por un lado, como representantes de los intelectuales que brindaban un apoyo crítico y no militante a la revolución, y Benedetti, Depestre y Dalton, principalmente, como paradigmas del intelectual con experiencia interna de la revolución, activos dentro de organismos culturales o del partido… (1990 [1972]: 439)

Según Oviedo, el que la vida literaria y artística girara en torno de Cuba, “centro creador y emisor de una cultura revolucionaria y socialista” cada vez más radicalizada, devenía un “reto (cuando no un rasero

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y una disyuntiva) para la inteligencia latinoamericana” (1990 [1972]: 438). La intervención, sin duda, acusaba el reciente quiebre de las relaciones tramadas desde La Habana. Al mismo tiempo, empero, el volumen —proyectado durante los años de mayor intercomunicación— era índice de una producción unificada y con un mismo objetivo religador: allí se manifestaba tanto el latinoamericanismo hasta entonces afiliado a Casa de las Américas (Benedetti, Portuondo) como el disidente (Rodríguez Monegal, Sarduy). De hecho, los artículos remitían a una biblioteca actualizada tanto por Casa como por Mundo Nuevo. La contribución de Retamar sintetizaba precisamente el espíritu de la edición, ofreciendo el panorama de una tradición reclamada por todos, pues la nueva literatura continuaba el legado de los mayores — románticos, modernistas y vanguardistas—. La emancipación literaria, e incluso la capacidad de “influir sobre la propia Europa”, se alcanzaba nuevamente por la vía de los contactos y la asimilación creativa: “aprovechan, lo que las novelísticas de otras culturas han producido […] pero existe ya […] una continuidad, una tradición interna comparable a la que desde hace décadas había alcanzado la poesía” (1995: 203). Como en anteriores intervenciones, Retamar salvaba al Modernismo de la crítica marxista y reivindicaba el primer movimiento que había dado comienzo a una literatura en los términos propuestos por Antonio Cândido como “un sistema de obras ligadas por denominadores comunes, que permiten reconocer las notas dominantes de una fase…” (1995: 209). En este sentido, en la “etapa Martí-Rodó”, resultaba particularmente meritorio el difundido Ariel, mientras la ‘evasión’ de Prosas profanas era minimizada para sumar afiliaciones: Rodó podía decir que Darío no era “el poeta de América”, pero era absurdo limitar el modernismo “a ese libro de un poeta veinteañero”. Con el mismo fervor americanista de sus maestros, Retamar celebraba al “primer conjunto de escritores” que, cumpliendo el proyecto autonómico Bello-Gutiérrez, “lograron dar voz propia al Continente, y conocieron esa intercomunicación que algunos pretenden atribuir sólo a la ahora nueva literatura” (1995: 197-198). Entre la celebración de la unanimidad que despuntaba del texto de Retamar y su publicación en 1972 habían mediado, sin embargo, no solo el caso Padilla y la consecuente “ruptura de los lazos de familia”,

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sino también su propio ensayo “Calibán”, publicado en Casa el año anterior. Si, leídas en el nuevo contexto —el Quinquenio Gris y el comienzo del fin de la euforia latinoamericanista—, las palabras podían carecer de actualidad, su intención, sin embargo, seguía en pie. Como veremos, el mismo “Calibán” había intentado sostener un discurso cohesivo en medio de la tempestad.

4.3. Calibán en la trama de nuestra América (y en el drama intelectual de la Revolución) Calibán. Caníbal. Shakespeare nos aportó esta palabra, nuestros escritores la reinventaron. (Édouard Glissant, El discurso antillano, 1981)

Término apropiado por el discurso antillano, usado ya en sus diversas lenguas por sus principales escritores y propuesto como nombre del mestizaje de nuestra América, Calibán ingresa al Glosario del libro de Glissant en 1981.24 Era su amigo Fernández Retamar quien, con firme vocación religadora, había alentado en su ensayo de 1971 la utilización colectiva del monstruo shakespeariano como símbolo identitario.25 Mediante el despliegue de su saber letrado, allí Retamar exponía —al igual que en “Cuba hasta Fidel”— el juego anagramático

24 Como en el caso de la traducción utilizada de Los placeres del exilio, aquí transcribo “Caliban” (sin tilde) solo en el caso de las citas textuales de Fernández Retamar. Fue recién en la compilación Todo Caliban (1998) que el autor modificó el criterio previo —el uso popularizado en español con el acento agudo Calibán, que, como bien explica, resulta un galicismo, siendo anagrama del francés cannibale—. Aquí, sin embargo, prefiero continuar utilizando el erróneo Calibán, pues es, de hecho, un ejemplo más de los procesos de apropiación analizados. El gesto de Retamar, por otra parte, reafirma su autoconciencia del papel descolonizador de las reescrituras, pues considera “bien paradójico que un texto que se quiere anticolonialista empiece por no serlo en el título mismo” (2006: 180). 25 El texto apareció en Casa de las Américas en el n.° 68, septiembre-octubre de 1971, y fue publicado ese mismo año como libro en México, por la editorial Diógenes, que realizó una reedición en 1974.

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Calibán-Caníbal y las fuentes caribeñas de La tempestad para luego, asimilando el planteo de Martínez Estrada en “El Nuevo Mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba” (aparecido en Casa en 1965), justificar su reapropiación americanista: Que La tempestad alude a América, que su isla es la mitificación de una de nuestras islas, no ofrece a estas alturas duda alguna. Astrana Marín [traductor de las Obras completas para Aguilar], quien menciona el “ambiente claramente indiano (americano) de la isla”, recuerda alguno de los viajes reales, por este continente, que inspiraron a Shakespeare, e incluso le proporcionaron, con ligeras variantes, los nombres de no pocos de sus personajes: Miranda, Sebastián, Alonso, Gonzalo, Setebos. Más importante que ello es saber que Caliban es nuestro caribe. (2006: 20-21)

Diez años más tarde, en efecto, el nombre circulaba en varios textos de la región, demostrando su poder aglutinante y la capacidad de convocatoria de su difusor, quien, como anticipé, anudaba su asimilación de la figura shakespeariana con las apropiaciones de sus colegas antillanos. El mismo año de 1969, “de manera harto significativa” —escribe Fernández Retamar—, Calibán había sido “asumido con orgullo como nuestro símbolo por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe”; con independencia uno de otro, habían aparecido Una tempestad, de Césaire, el poema “Caliban”, de Brathwaite, y el propio ensayo de Retamar “Cuba hasta Fidel”, “en que se habla de nuestra identificación con Caliban” (2006: 30). En 1971, pues, el cubano explicitaba un programa cuyos fines unificadores de varias tradiciones (y en diversas lenguas) lo obligaban a una relectura de las apropiaciones hispanoamericanas de La tempestad. Según su tantas veces citada formulación: Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban. Esto es algo que vemos con particular nitidez los mestizos que habitamos estas mismas islas donde vivió Caliban: Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, esclavizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para maldecir, para desear que caiga sobre él la “roja plaga”?

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No conozco otra metáfora más acertada de nuestra situación cultural, de nuestra realidad. (2006: 31-32)

La metáfora cumplía, en efecto, con el afán integrador del cubano. Publicado en un contexto de ruptura de vínculos, Calibán contrarrestaba el trazado de los nuevos límites ideológicos que se imponían desde La Habana con el emplazamiento de símbolos que reactivaban las mitologías del latinoamericanismo. Si desde la perspectiva de la literatura hispanoamericana se trataba, en verdad, de una tarea de recomienzos que la Revolución había motivado, en lo que concernía al área antillana, la articulación de una tradición encontraba en Retamar a un verdadero estratega cultural que lograba estrechar solidaridades anticolonialistas. La ensayística de Fernández Retamar, además, ponía a funcionar —como pocas— esos procedimientos clave que caracterizan la preocupación moderna por los comienzos, a saber: genealogías, cronologías, periodizaciones (Díaz Quiñones 2006: 40-46). Calibán, en este sentido, era ejemplar de la vocación del cubano por establecer nuevos principios, “seleccionar” tradiciones, en los términos de Raymond Williams, o “inventarlas”, como propusiera Hobsbawm. El texto desplegaba sobrados mecanismos constituyentes, además del emblemático “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban”. Para sus más informados y cercanos lectores latinoamericanos, sin embargo, el comienzo propiamente dicho se disimulaba bajo la ‘respuesta’ aparentemente obvia y colectivamente consensuada a “Una pregunta” (subtítulo inicial del ensayo) que, dramatizando un espacio de libre diálogo, apartaba las sospechas de autoritarismo que el caso Padilla venía de desencadenar. Caliban comienza así: Un periodista europeo, de izquierda por más señas, me ha preguntado hace unos días: “¿Existe una cultura latinoamericana?” Conversábamos, como es natural, sobre la reciente polémica en torno de Cuba, que acabó por enfrentar, por una parte, a algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista; y por otra, a la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan

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las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político. (Fernández Retamar 2006: 11, énfasis mío)

Retamar no se encarga de explicar la “reciente polémica” que, naturalizada en la conversación evocada, es silenciada. Así, pues, comienza con una efectiva censura: un escenario monológico de disputa entre dos grupos antagónicos (“algunos intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo), con visible nostalgia colonialista” y “la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político”), dos frentes que se replican en el dúo “periodista europeo” y el propio Retamar. Adoptando un nosotros inclusivo en oposición a un ellos= los colonizadores extranjeros, y apelando al inteligible discurso antiimperialista de la tradición latinoamericana, la evocación del supuesto ‘intercambio’ continúa: La pregunta me pareció revelar una de las raíces de la polémica, y podría enunciarse también de esta otra manera: “¿Existen ustedes?” Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial, ya que se sospecha que no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte. Esa otra parte son, por supuesto, las metrópolis, los centros colonizadores, cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud. Ambas cosas, con el auxilio de intermediarios locales de variado pelaje. (2006: 11)

El ensayo, como bien señala Quintero Herencia, devino un episodio clave en el endurecimiento ideológico y el cierre del imaginario de diálogo de la Revolución (2000: 65). Mientras Retamar desviaba la verdadera raíz de la polémica al problema histórico del colonialismo (un núcleo de sentido fuertemente coaligante), clausuraba, en efecto, la situación ficcional del inicio y el discurso de los ‘otros’. Estos eran, visiblemente, quienes habían integrado el frente de apoyo externo a Cuba hasta que la detención de Heberto Padilla (y su esposa Belkis) el 20 de marzo de 1971 motivara la “Carta abierta” a Fidel Castro, la posterior “autocrítica” del poeta en la UNEAC, el famoso “Discurso

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de clausura” de Castro en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura y una nueva “Carta abierta” que establecía la ruptura definitiva del frente. Retamar, por cierto, fijaba un nuevo límite a través del antagonismo ‘nosotros, los latinoamericanos anticolonialistas’ contra los ‘burgueses europeos’ en el seno del amplio bloque hasta entonces integrado por la intelligentsia de izquierda, tanto europea como latinoamericana (y latinoamericanista). De hecho, la primera carta dirigida a Castro el 9 de abril —publicada, como la segunda, en Le Monde y ampliamente difundida por la prensa occidental— había sido redactada por Goytisolo y Cortázar y refrendada por 54 firmantes (entre ellos, Sartre) que, ante el arresto de Padilla, inquirían sobre su situación con el temor de que se hubiera iniciado un proceso de sectarismo. Y si bien luego de la respuesta de Cuba a través de Prensa Latina, consistente del inverosímil arrepentimiento público de Padilla en la UNEAC el 27 de abril (un día después de su liberación), algunos ‘amigos’ de la Casa, como el mismo Cortázar y Carlos Barral, se abstenían de participar de la segunda carta (del 20 de mayo), en esta se incluían varios ‘latinoamericanos anticolonialistas’. Era evidente, pues, que la Casa había radicalizado su discurso, acatando los nuevos lineamientos establecidos en la “Declaración” del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, realizado entre el 23 y el 30 abril (en simultáneo con la liberación y autocrítica de Padilla). Allí se asentaba la nueva ortodoxia que, entre otras rigideces, negaba de plano la aptitud revolucionaria de los “intelectuales realmente existentes” y criticaba la actuación de las instituciones culturales. Pero había sido el “Discurso de clausura” de Castro el que marcaba un antes y un después, especialmente respecto de los vínculos entre el campo intelectual cubano y sus hasta entonces aliados externos. Si para la cultura de la isla se daba inicio al Quinquenio Gris —como luego se lo denominó—, para la Casa de las Américas finalizaba su período más fecundo en términos de relaciones intelectuales y afiliaciones latinoamericanistas. Ya en enero de 1971, cuando, luego del fracaso de la zafra de los diez millones, se había acrecentado el antiintelectualismo, el comité de colaboración de Casa emitía su tercera declaración, anunciando su sustitución por una amplia lista de colaboradores, dada la diversidad de criterios de sus miembros (Vargas Llosa y Cortázar, además, pedían

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entonces el apoyo a la creación de una nueva revista parisina: Libre). Tras el episodio de Padilla, con el cual la Casa se involucró de lleno, el comité terminó por disolverse. Que su normal funcionamiento había sido profundamente afectado quedaba demostrado en el atípico número siguiente, publicado con dos meses de retraso en una doble entrega n.° 65-66 (marzo-junio de 1971) que incluía (entre otros anuncios, como el de las condiciones ‘revolucionarias’ de los jurados de los concursos) la “Declaración” del Primer Congreso, el “Discurso de clausura” de Castro y un excepcional “Suplemento. El caso Padilla”, con su “Intervención” en la UNEAC. En el número siguiente de julio-agosto, además, la revista respondía a lo que consideraba una campaña calumniosa contra Cuba haciendo públicas las “Posiciones” en defensa de la Revolución de, entre otros, Benedetti, Rodolfo Walsh y Gonzalo Rojas; las cartas entre Santamaría y Vargas Llosa, que había renunciado escandalosamente al comité; y varios mensajes de intelectuales, entre ellos, la memorable “Policrítica en la hora de los chacales”, de Cortázar, quien, al poetizar su discurso, adoptó una estrategia hábil, similar a la de García Márquez, como bien advierte Gilman (2003: 259).26 Dada la violenta declaración de guerra del “Discurso de clausura” de Fidel Castro y sus descalificaciones a quienes hasta entonces habían integrado el Frente Único, todos se veían obligados a expedirse públicamente, multiplicándose las tomas de partido (en muchos casos colectivas) y las difusiones en red. Mientras hacia fines de mayo Padilla enviaba una carta a sus defensores acusándolos de atacar a Cuba, un grupo importante de latinoamericanos rompía definitivamente con la Revolución, en nombre de un ideal de intelectual crítico: Vargas Llosa, Fuentes, Revueltas, Paz, Marta Traba, Ángel Rama… (Otros —Conti, Viñas—

26 Para Retamar, el alejamiento de Cortázar, quien junto con el poema envió una carta privada a Santamaría, fue “el caso más doloroso” (1997: 307). Por la época Cortázar se involucró en variadas polémicas (con Arguedas, por ejemplo), intentando por lo general conciliar posturas, de modo similar a García Márquez, aunque este siempre se mantuvo fiel a la Revolución. Cuando el caso Padilla, su nombre se incluyó en la primera carta, pero, al no haberla firmado, desmintió su adhesión y eludió un posicionamiento.

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intentaban evadir el régimen de oposición, objetivo por demás difícil) (cfr. Gilman 2003: 247-249). En tal clima de desencuentros, el Calibán de Fernández Retamar optaba por radicalizar el discurso anticolonialista y antiimperialista en concordancia con el “Discurso” de Castro, pero trasladando el “debate” al terreno literario en la forma de unos “apuntes sobre la cultura en Nuestra América”. El ensayo apareció en el n.° 68, de septiembreoctubre de 1971, Sobre Cultura y Revolución en la América Latina, el cual se abría nada menos que con “Nuestra América”, de Martí, e incluía contribuciones de Mariátegui (“Arte, revolución y decadencia”), Portuondo y Benedetti, entre otros. El contexto discursivo era, en efecto, elocuente. En Montevideo se había lanzado en mayo el n.° 49 de los Cuadernos de Marcha sobre “Cuba. Nueva política cultural. El caso Padilla”, donde, no obstante recogerse variadas opiniones, Rama manifestaba sus discrepancias, con consecuencias trágicas —de las cuales Retamar era entonces consciente— para la red afiliativa —intelectual y afectiva— establecida con la Casa.27 La siguiente entrega de los Cuadernos de Marcha, el n.° 50, de

27 En “Ángel Rama y la Casa de las Américas”, Retamar aclararía que el desacuerdo era ya manifiesto en la “dramática” carta que Rama le enviara en abril desde Puerto Rico, según la cual compartía con “los intelectuales de toda América Latina” la preocupación tanto por el encarcelamiento de “Heberto y Belkis” como por su efecto catastrófico: “Tú sabes muy bien que no pertenezco a los que se dicen integrantes del mandarinismo intelectual ni me gusta ser el fiscal de los dirigentes revolucionarios, posiciones casi ridículas en nuestro tiempo; […]. Pero en este caso la detención de un escritor —cuya obra ha sido objeto de una crítica tan pedestre y deformante como pasó con su libro y que separado de todo cargo de responsabilidad difícilmente podría perjudicar a nadie— se presenta como un hecho sin justificación que aviva las naturales inquietudes de quienes no hace tanto, apenas dos años, vieron en Checoslovaquia destruir a decenas de escritores y encarcelarlos…”. Rama le pedía a Retamar información y terminaba expresando su deseo “de que la revolución cubana siga siendo nuestro punto de confluencia, nuestra esperanza, nuestro orgullo”. Pero luego de la carta tenía lugar lo que en los años 90 Retamar calificaría como la “lamentable” autocrítica de Padilla, “mera caricatura de los últimos discursos pronunciados por las víctimas de los espantosos procesos de Moscú de los años 30, lo que no todos percibimos en aquel momento…”, que provocaba el alejamiento de Rama (1997: 305-306).

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junio, había sido un nuevo “Homenaje” a Rodó en el centenario de su nacimiento, donde colaboraban (entre otros) Ibáñez, Real de Azúa y Arturo Ardao, con su “Del Calibán de Renan al Calibán de Rodó”. Así, por lo tanto, en su “Calibán” Retamar se sumaba al mismo objetivo de los uruguayos en su relectura latinoamericanista de la tradición, pues, pese a su sutil desvío de Rodó a través de la reescritura de Calibán como símbolo de nuestra América, su valoración del ensayista era convergente con la de aquellos amigos de Marcha que rescataban el mensaje antiimperialista de Ariel o que —mejor aun— desmentían su aristocratismo subrayando su paideia americanista como precursora de la política cultural de la Revolución. Benedetti, en su Genio y figura de José Enrique Rodó (1966), había ofrecido ejemplarmente esa lectura teleológica de Ariel, acorde con la matriz iluminista de la pedagogía revolucionaria y distante de interpretaciones marxistas estrechas como la de Luis Alberto Sánchez en los años 40. Retamar no remitía a “Del Calibán de Renan al Calibán de Rodó” de Ardao (sí, empero, a Rodó. Su americanismo, publicado en la Biblioteca de Marcha el año anterior), aunque quizá ya lo hubiese leído.28 Citaba continuamente, en cambio, a Benedetti, mientras atacaba la perspectiva crítica de Rodríguez Monegal, el siempre enemigo de Rama. Todos ellos, de hecho, eran continuadores del espíritu religador y americanista de Rodó, pero Ariel se convertía ahora en un pre-texto para demarcar nuevamente las fronteras del latinoamericanismo revolucionario. Si Marcha había registrado la “Nueva política cultural” en Cuba, Retamar respondía, desde Casa, a través de nuevos símbolos afiliativos: no Ariel, sino Calibán, un Calibán leído a partir del discurso anticolonialista antillano y de “Nuestra América” de Martí y, así, como lectura correctiva de la tesis sarmientina de “civilización/barbarie”. Una versión revolucionaria del canon con la cual los intelectuales latinoamericanos podían volver a coincidir, puesto que se religaba con otras tradiciones antiimperialistas y actualizaba el imaginario al tercermundismo de la hora. A Retamar no le interesaba comentar las innumerables lecturas de La tempestad, como aclaraba, sino destacar “algunas interpretaciones”.

28 La referencia a ese texto aparecerá en sus siguientes retornos a Calibán.

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Su comienzo era el Caliban de Renan, antecedente de las versiones hispanoamericanas post-98 de Groussac y Rodó, y, en la propia Francia, de Caliban parle (1928), de Jean Guéhenno, quien ofrecía por primera vez “una versión simpática del personaje”, aunque resultara más aguda la aproximación (también deudora de Renan) del marxista argentino Aníbal Ponce en su ensayo “Ariel o la agonía de una obstinada ilusión”. Luego pasaba a la “nueva consideración del problema” a partir de la Segunda Guerra Mundial y los procesos de descolonización: la interpretación de Mannoni, objeto de crítica de Fanon; la de George Lamming, “(al parecer) el primer escritor de nuestro mundo en asumir nuestra identificación con Calibán” (1971: 130);29 la del inglés John Wain, que en 1964 leía en Calibán al colonizado. Por último, la asunción definitiva del símbolo en Aimé Césaire, Kamau Brathwaite y su propia obra. De acuerdo con la versión de 1971 del ensayo, Retamar había elaborado este panorama, que en posteriores reescrituras será revisado —rectificándose incluso algunas opiniones— a partir de diversas fuentes: en el caso de Rodó (y Groussac), sin duda la información provista en la edición de Obras completas de Rodríguez Monegal, mientras que citaba a Mannoni a través de Piel negra, máscaras blancas de Fanon y accedía a Lamming, curiosamente, mediante la identificación Calibán/Negritud ofrecida por el alemán Janheinz Jahn en uno de sus estudios, a cuya traducción en inglés (Neoafrican literature, 1968) remitía. En cualquier caso, y pese a que no pudiera ofrecer una lectura más justa de Los placeres del exilio (como lo haría años después) ni registrara entonces las apropiaciones de Darío (en Los raros o “El triunfo de Calibán”), era evidente su vocación por reformular el latinoamericanismo antiimperialista desde el discurso anticolonialista caribeño y perspectivas marxistas/tercermundistas. Fernández Retamar criticaba, por empezar, el “elitismo aristocratizante y prefascista” de Renan a partir de la “requisitoria” de

29 En posteriores versiones, especificará su pertenencia: “El primer escritor latinoamericano y caribeño” (2006: 29). Cito aquí de la versión de 1971 de Casa solo cuando esta difiere de las reediciones del ensayo.

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Césaire en su Discours sur le colonialisme —oportunamente reproducido en Casa— (2006: 22). Según bien señalaba, el Caliban de Renan debía menos a Shakespeare que a la Comuna de París; y aunque (por evidente falta de conocimiento) el cubano no subrayaba que su odio al pueblo, “unido a un odio mayor aún a los habitantes de las colonias”, era enfáticamente continuado por Groussac,30 advertía sobre la diversa apropiación de las figuras en nuestra América. Lo que interesaba era, de nuevo, cómo el 98, la “visible presencia del imperialismo norteamericano” que anunciara Martí y explicara la obra “de un Darío o un Rodó”, había nucleado a la “intelligentsia hispanoamericana”. No obstante lo extraño que resultaba que el símbolo de Calibán —“donde Renán supo descubrir con acierto al pueblo, si bien para injuriarlo”— se hubiese aplicado a los Estados Unidos, y pese a los “desenfoques”, la reacción era “un claro rechazo del peligro yanqui”, así, pues: una actitud en línea con líderes como Bolívar o Martí (Fernández Retamar 2006: 24-25). De allí que Rodó, amén de las objetables identificaciones ‘occidentalistas’ del famoso Ariel, fuese finalmente rescatado. Según la lectura correctiva de Retamar: La identificación Calibán-Estados Unidos que propuso Groussac y divulgó Rodó estuvo seguramente desacertada. Abordando el desacierto por un costado, comentó José Vasconcelos: “Si los yanquis fueran no más Calibán, no representarían mayor peligro”. Pero esto, desde luego, tiene escasa importancia al lado del hecho relevante de haber señalado claramente dicho peligro. Como observó con acierto Benedetti, “quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo”. (2006: 26)

30 Retamar comentaba así el “Discurso” del Teatro Victoria: “Groussac siente que ‘nuestra’ civilización (entendiendo por tal, visiblemente, a la del ‘Viejo Mundo’, de la que nosotros los latinoamericanos vendríamos curiosamente a formar parte) está amenazada por el yanqui ‘calibanesco’. Es bastante poco probable que por esa época escritores argelinos y vietnamitas, pateados por el colonialismo francés, estuvieran dispuestos a suscribir la primera parte de tal criterio” (2006: 25).

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El error, según Retamar, también radicaba en el desvío de Rodó de la lectura clasista de Calibán, que llevaba al cubano a elogiar, por el contrario, “la apreciación positiva” Calibán/pueblo ofrecida por Guéhenno, una lectura de la izquierda francesa cercana a la del argentino Aníbal Ponce en su libro Humanismo burgués y humanismo proletario, el cual había sido editado en 1962 por la Imprenta Nacional de Cuba y prologado por su amigo Juan Marinello. Era esta interpretación la que resultaba ciertamente oportuna en el contexto de la “nueva política cultural” de la Casa, pues, pese a los encubrimientos del ensayo, el caso Padilla y la radicalización del antiintelectualismo eran, sin duda, los disparadores inmediatos de Calibán. A través del planteo de Ponce, cuyo libro (según intuía Michael Löwy) posiblemente hubiera influido sobre el Che, Retamar legitimaba su propia lectura ‘marxista-leninista’ de La tempestad. Ponce, rescatado entonces por el ala más ortodoxa del campo intelectual cubano, abordaba la educación bajo el comunismo y el modo en que el “humanismo proletario” relevaría al “humanismo burgués”, el cual desarrollaba históricamente “de Erasmo a Romain Rolland”, título con que el libro había aparecido en Buenos Aires luego de su publicación original en México en 1938 (cuando el autor murió allí en un accidente). Era particularmente en “Ariel o la agonía de una obstinada ilusión”, la apropiación de Ponce de La tempestad, donde se evidenciaba, luego de su viaje a la URSS (1935), el fuerte obrerismo y antiintelectualismo característico del tercer período de la Internacional Comunista (la etapa de “clase contra clase” y la desconfianza de las desviaciones ‘pequeño burguesas’ de los intelectuales). La tempestad, como observaba Marinello en el prólogo, le servía a Ponce para mostrar la evolución del humanismo burgués al humanismo marxista que había afectado la trayectoria de un intelectual como Rolland, discípulo de Renan hasta abrazar el comunismo. Y, en efecto, su figuración de Ariel estaba estrechamente ligada a la interpretación de ese “largo proceso” que el mismo Rolland, como aclaraba Ponce, había llamado “la agonía de ‘una obstinada ilusión’”, cuando, luego de defender el egoísta culto del espíritu propio de las élites intelectuales, había descubierto, tras la guerra y la Revolución rusa, que ya no podía “llevar con orgullo

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‘la túnica de gasas’” (1962: 96, 98). Así, pues, luego de algunos comentarios críticos sobre La tempestad (especialmente provenientes de la tradición francesa) y de reponer sus claves americanas (siguiendo a Astrana Marín), Ponce encontraba en los personajes una representación perfecta de la sociedad burguesa, lectura con la cual Retamar, en Calibán, resueltamente se afiliaba, en particular por su caracterización de Calibán y Ariel. Así lo reseñaba: Al comentar La tempestad, dice Ponce “en aquellos cuatro seres ya está toda la época: Próspero es el tirano ilustrado que el Renacimiento ama; Miranda, su linaje; Caliban, las masas sufridas (Ponce citará luego a Renán, pero no a Guéhenno); Ariel, el genio del aire, sin ataduras con la vida”. Ponce hace ver el carácter equívoco con que es presentado Caliban, carácter que revela “alguna enorme injusticia de parte de un dueño”, y en Ariel ve al inte­lectual, atado de modo “menos pesado y rudo que el de Caliban, pero al servicio también” de Próspero. El análisis que realiza de la concepción del intelectual (“mezcla de esclavo y mercenario”) acuñada por el huma­nismo renacentista, concepción que “enseñó como nadie a desinteresar­se de la acción y a aceptar el orden constituido”, y es por ello hasta hoy, en los países burgueses, “el ideal educativo de las clases gobernantes” constituye uno de los más agudos ensayos que en nuestra América se hayan escrito sobre el tema. (Fernández Retamar 2006: 27)

Pese a la obvia oportunidad del desenmascaramiento del ‘humanismo’ burgués, el problema era, para Retamar, que el examen de Ponce “aunque hecho por un latinoamericano, se realiza todavía tomando en consideración exclusivamente al mundo europeo” (2006: 28). Ponce, por cierto, comentaba incluso aquel pasaje clave (que lo convencía de la “enorme injusticia” de Próspero) en que Calibán denunciaba al amo por haberlo esclavizado y despojado de su isla, pero no ofrecía una lectura antiimperialista, esa “nueva considera­ción del problema” que, como destacaba el cubano, otros escritores ofrecerían luego de “la emergencia de los países coloniales” (2006: 28). También debía incidir en la crítica de Retamar el hecho de que Ponce no hacía ninguna referencia al Ariel de Rodó, lo cual, en un rioplatense que había participado en el movimiento (‘arielista’) de la Reforma

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Universitaria, solo podía explicarse por la obviedad del antecedente o como consecuencia de una actitud europeizante. Más bien parecía lo segundo, pues Ponce refutaba el Caliban de Renan a partir de Rolland (y probablemente Guéhenno) sin aludir a la apropiación del más cercano uruguayo. En efecto, el libro de Ponce, extremadamente actualizado en lecturas marxistas mediadas por vía francesa (el argentino había realizado su tercer y último viaje a Francia en 1935, luego de visitar Rusia), confirmaba el histórico peso de las influencias europeas sobre la intelectualidad latinoamericana. También Ariel, como vimos, pecaba de sujeción a autoridades francesas, pero Fernández Retamar terminaba favoreciendo el diálogo con Rodó y la justificación de sus carencias (“desenfoques” aceptables, como decía, dada “la peculiar situación de la América latina”) por sobre la afiliación sin más con la lectura de Ponce. Es posible que considerara ese “marxismo sin nación”, en la formulación de Oscar Terán (1986) —el interés de Ponce por los proletarios rusos antes que por los propios condenados de la tierra y por París antes que México—,31 un error más grave que la matriz ‘burguesa’ o ‘latina’ de Rodó a fines del xix, sobre todo, porque Rodó había dado voz, con Martí, al latinoamericanismo antiimperialista, siempre más acertado (y apropiado) que el antiimperialismo antifascista copiado de Europa. De allí que la genealogía de “nuestra cultura”, es decir, “la cultura de Calibán”, fuera trazada por Retamar: De Túpac Amaru, Tiradentes, Toussaint-Louverture, Simón Bolívar, el cura Hidalgo, José Artigas, Bernardo O’Higgins, Benito Juárez, Antonio Maceo y José Martí, a Emiliano Zapata, Augusto César Sandino, Julio Antonio Mella, Pedro Albizu Campos, Lázaro Cárdenas, Fidel Castro, Ernesto Che Guevara; del Inca Garcilaso de la Vega, el Alejaidinho, la música popular antillana, José Hernández, Eugenio María de Hostos, Manuel González Prada, Rubén Darío (sí, a pesar de todo), Baldomero

31 En el “Prólogo”, Marinello citaba aquellas palabras de Ponce a su hermana donde expresaba que, amén de su gratitud hacia México, donde se radicó, seguía “suspirando por París” (1962: 9).

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Lillo y Horacio Quiroga, al muralismo mexicano, Héctor Villalobos, César Vallejo, José Carlos Mariátegui, Ezequiel Martínez Estrada, Carlos Gardel, Pablo Neruda, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Aimé Césaire, José María Arguedas, Violeta Parra y Frantz Fanon. (1971: 132, énfasis mío)

Mientras Darío era incluido en esta tradición a pesar de todo, respecto de Rodó afirmaba Retamar a renglón seguido: “si es cierto que equivocó los símbolos, como se ha dicho, no es menos cierto que supo señalar con claridad al enemigo mayor que nuestra cultura tenía en su tiempo —y en el nuestro—, y ello es enormemente más importante. […] sigue conservando cierta dosis de vigencia y aun de virulencia” (2006: 33). Retamar concordaba así con Benedetti, para quien la visión de Rodó, pese a sus limitaciones, “fue en su momento la primera plataforma de lanzamiento para otros planteos posteriores, menos ingenuos, mejor informados, más previsores…” (2006: 33). Como prueba de esto, Rodó era luego reconocido como un maestro del sector más ortodoxo de la intelectualidad cubana: su influencia había sido capital en Julio Antonio Mella, uno de los fundadores del primer Partido Comunista de Cuba y del Instituto Politécnico Ariel de La Habana. Lo interesante es que, además, Retamar citaba un texto de Mella en que este arremetía “contra falsos valores intelectuales de su tiempo” y parafraseaba el siguiente lema de Rodó: Intelectual es el trabajador del pensamiento. ¡El trabajador!, o sea, el único hombre que a juicio de Rodó merece la vida, […] aquel que empuña la pluma para combatir las iniquidades, como otros empuñan el arado para fecundar la tierra, o la espada para libertar a los pueblos, o los puñales para ajusticiar a los tiranos. (Mella, cit. en Fernández Retamar 2006: 34)

La cita era asaz significativa en el radicalizado contexto antiintelectualista del momento, cuando, bajo la idea de que solo se contribuía a la revolución mediante la lucha armada, un “estado de sospecha” había invadido a la familia intelectual latinoamericana (Gilman 2003:

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163).32 También Ponce en los años 30 había defendido la escritura como el “acto” mediante el cual se ejercía el compromiso (1962: 78). Pero la remisión a Rodó explicitaba más claramente la intención del ensayo, pues, así como la tradición ‘calibánica’, en tanto sistema afiliativo, consistía de una comunidad de valores y legados hasta entonces consensuados, la vinculación particular con el Modernismo (incluyendo a Darío) como antecedente del marxismo latinoamericano permitía evacuar sospechas de sectarismo y reafirmar aquellos consensos. Porque, como agregaba, el Ariel había servido al “primer marxista-leninista orgánico de Cuba”, pero también, “en nuestros días”, existían los intentos “enemigos” de desarmar el “planteo antiyanqui de Rodó”; era, de hecho, el caso de Emir Rodríguez Monegal, para quien Ariel, además de “materiales de meditación filosófica o sociológica, también contiene páginas de carácter polémico sobre problemas políticos de la hora. Y ha sido precisamente esta condición secundaria pero innegable la que determinó su popularidad inmediata y su difusión. (Fernández Retamar 2006: 34-35)

Se trataba, en verdad, de una cuestión de énfasis: el antiimperialismo que para Retamar era “esencial”, para Monegal era “secundario”. El cubano recordaba que Rodó había concebido Ariel “a raíz de la intervención norteamericana en Cuba en 1898, como una respuesta al hecho”, pero Monegal, en las Obras completas, escribía que en el texto definitivo “sólo se encuentran dos alusiones directas al hecho

32 Este estado era emotivamente expresado en una carta a Retamar de Rodolfo Walsh, quien, habiendo manifestado su fidelidad a la Revolución ante el caso Padilla, escribía en 1972: “Este cambio doloroso es sin embargo extraordinario. Para algunos, la vida está ahora llena de sentido, aunque la literatura no pueda existir. El silencio de los intelectuales, el desplome del boom literario, el fin de los salones, es el más formidable testimonio de que aun aquellos que no se animan a participar de la revolución popular en marcha —lenta marcha—, no pueden ya ser cómplices de la cultura opresora, ni aceptar sin culpa el privilegio, ni desentenderse del sufrimiento y las luchas del pueblo, que como siempre está revelando ser el principal protagonista de toda historia…” (Fernández Retamar 1993: 223).

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histórico que fue su primer motor […] ambas alusiones permiten advertir cómo ha trascendido Rodó la circunstancia histórica inicial para plantarse de lleno en el problema esencial: la proclamada decadencia de la raza latina” (cit. en Fernández Retamar 2006: 35). Para Retamar esto no era sino el intento de “un servidor del imperialismo como Rodríguez Monegal, aquejado de la ‘nordomanía’ que en 1900 denunció Rodó” por “emascular” burdamente Ariel, lo cual, además, comprobaba la virulencia de su planteo. Por el contrario, era “su enfrentamiento gallardo a los Estados Unidos y la defensa de nuestros valores” lo que volvía para Retamar actual a Rodó; de allí, pues, el título de su propio ensayo: Calibán, como “un homenaje al gran uruguayo, cuyo centenario se celebra este año. El que el homenaje lo contradiga en no pocos puntos no es raro” (Fernández Retamar 2006: 36). En efecto, el clinamen de Retamar era una asimilación creativa que volvía a autorizar a Rodó, quien resultaba así integrado a los recomienzos revolucionarios y a una genealogía que, como toda operación selectiva, entrañaba también silenciamientos y exclusiones. Esta “tradición calibánica”, que, con el tiempo, como veremos, sería cuestionada por su ortodoxia y sus cegueras machistas y subalternizantes (admitidas por el autor a través de una expansión creciente de la lista original),33 implicaba un distanciamiento de quienes habían pertenecido hasta entonces a la Casa, pues, estrictamente, según la nómina

33 Para cuando llegamos a la última versión en Todo Caliban, se han añadido las siguientes figuras (intercaladas, en las diversas revisiones, entre aquellas de 1971): José de San Martín, Juana de Azurduy, Máximo Gómez, Eloy Alfaro, Amy y Marcus Garvey, Haydée Santamaría, Carlos Fonseca o Rigoberta Menchú, sor Juana Inés de la Cruz, Simón Rodríguez, Félix Varela, Francisco Bilbao, Manuel Ugarte, Joaquín García Monge, Gabriela Mistral, Oswald y Mário de Andrade, Tarsila do Amaral, Cándido Portinari, Frida Kahlo, Manuel Álvarez Bravo, Miguel Ángel Asturias, El Indio Fernández, Oscar Niemeyer, Luis Cardoza y Aragón, Edna Manley, João Guimarães Rosa, Jacques Roumain, Wifredo Lam, José Lezama Lima, C. L. R. James, Juan Rulfo, Roberto Matta, Augusto Roa Bastos, Darcy Ribeiro, Rosario Castellanos, Aquiles Nazoa, Ernesto Cardenal, Gabriel García Márquez, Tomás Gutiérrez Alea, Rodolfo Walsh, George Lamming, Kamau Brathwaite, Roque Dalton, Guillermo Bonfil, Glauber Rocha, Leo Brouwer (2006: 32).

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de Retamar, de todos aquellos amigos, unos pocos como Neruda y Arguedas representaban la cultura de nuestra América. En el caso de otros históricos rivales (como Monegal), las injurias podían, por el contrario, proyectar nuevas coincidencias. Era incuestionable, a su vez, el acuerdo en torno de Martí, “redescubierto y revalorado” gracias a la Revolución. Por eso Fernández Retamar le dedicaba extensas páginas, y porque aún otros se obstinaban en desconocerlo. Martí era, en efecto, quien mejor respondía a esa “otra pregunta” del periodista europeo sobre la relación que guardaba “Borges con los incas” (2006: 41), la cual constituía el nuevo disparador de los “apuntes” de Retamar sobre la cultura en nuestra América. En las secciones “Otra vez Martí” y “Vida verdadera de un dilema falso”, donde la “tesis de Próspero” —la dicotomía civilización/barbarie— era deconstruida martianamente, la reflexión preparaba la denuncia de los ‘descendientes’ de Sarmiento en el presente “Del Mundo libre” —la sección siguiente—. Borges era allí, para Retamar, “un típico escritor colonial, […] cuyo acto de escritura —como él sabe bien, pues es de una endiablada inteligencia— se parece más a un acto de lectura” (2006: 58); y, sobre todo, era quien, con una abierta postura de derecha, había firmado “en favor de los invasores de Girón”, pedido la pena de muerte para Debray y dedicado un libro a Nixon (2006: 59). ¿Qué intelectual progresista podía no acordar con el juicio de Retamar, quien, de hecho, no dejaba de admirar al argentino por sus méritos literarios? En torno de Borges ya se habían enfrentado hacía años Rama y Rodríguez Monegal, amigo y exégeta del argentino. Y era indudable que una de las intenciones del ensayo era atacar a todas esas figuras de la “anti-América” hasta entonces cuestionadas unánimemente por la intelectualidad de izquierda, desde el liberal y proyanqui Sarmiento a Rodríguez Monegal. Pero también Retamar apuntaba contra quienes, como Fuentes, venían de declarar su distanciamiento con la Revolución. El mexicano, cuyo libro sobre La nueva novela hispanoamericana recibía una crítica injuriosa, era, según Fernández Retamar, una de las más destacadas figuras entre los nuevos escritores latinoamericanos que se han propuesto elaborar, en el orden cultural, una platafor-

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ma contrarrevolucionaria que en apariencia vaya más allá de las burdas simplificaciones propias del programa Cita con Cuba, de La Voz de los Estados Unidos de América. Esos escritores contaron ya con un órgano adecuado: la revista Mundo Nuevo, financiada por la CIA, cuyo basamento ideológico está resumido en el mentado librito de Fuentes de una manera que difícilmente hubieran podido realizar la pesantez profesoral de Emir Rodríguez Monegal o el mariposeo neobarthesiano de Severo Sarduy —los otros dos “críticos” de la revista. (2006: 69-70)

Como agregaba, Mundo Nuevo, que también reuniera a Cabrera Infante y Juan Goytisolo, sería “relevada” por la revista Libre, con un equipo similar. A ese “mundo libre” (“la fusión de ambos títulos” era explícita) Calibán dedicaba sus más severas líneas. El autor no aclaraba, en verdad, que Goytisolo había sido uno de los redactores de la carta a Fidel, ni que Sarduy y Cabrera Infante eran rebeldes exiliados, ni que en el proyecto de la parisina Libre estaban involucrados amigos de la Revolución como Juan Gelman y Paco Urondo e incluso quienes integraran el comité de Casa, como Rama, Cortázar y Vargas Llosa. Significativamente, en Calibán, tal como Rodríguez Monegal había observado respecto de Ariel, no había sino dos alusiones directas al hecho histórico que había sido su primer motor: es decir, el caso Padilla. Este devenía una especie de 98 intelectual en la figuración de Retamar; nuevamente: un incidente que enfrentaba un ellos —el colonizador extranjero— a un nosotros —“la plana mayor de los escritores y artistas latinoamericanos que rechazan las formas abiertas o veladas de coloniaje cultural y político”—. Pero ¿cómo se nucleaba ahora la intelligentsia hispanoamericana cuando muchos que integraban esa plana mayor pasaban a ser expulsados por el propio Castro? En su análisis de Calibán, Quintero Herencia observa la eficacia con que el ensayo emplaza ese escenario donde yacen supuestas las espacializaciones morales de la Revolución, en un contexto en que las palabras del líder se han convertido en la única autoridad y en que los intelectuales debían demostrar una perfecta coincidencia con estas (2000: 65). El nuevo escenario establecido por Castro en su “Discurso” al cierre del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura reclamaba una adhesión total a la Revolución, clausurando, como se

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sabe, ese espacio intermedio (espacio para la conversión) que hasta entonces había albergado a quienes sin ser genuinamente revolucionarios tampoco eran contrarrevolucionarios, según el famoso “dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada” de las “Palabras a los intelectuales”. Como Castro advertía, por el contrario, ahora tendrían cabida “únicamente los revolucionarios”, “sin contemplación de ninguna clase ni vacilaciones, ni medias tintas, ni paños calientes”. Además, allí declaraba el cierre definitivo de la entrada a aquellos “pseudoizquierdistas descarados” que habían acusado la censura (1971: 27). En Calibán, Retamar efectivamente diseñaba un espacio simbólico acorde con la radicalización del discurso de Castro. Si se recuerdan las nociones de González Echevarría sobre la ensayística hispanoamericana (comentadas en torno del Ariel de Rodó), también el texto de Retamar, como parte del proceso de autoconstitución ficcional que caracteriza al ensayo, elaboraba una “mitología de la escritura”, armando un espectáculo en que la persuasión dependía del rol adoptado —el maestro que devela las ‘claves’ de la cultura— y de su espacio de representación (2001: 38-39). Era en la escena inicial de “diálogo” con el periodista europeo donde, en coincidencia con el espacio ideológico revolucionario, Retamar vertebraba esa ficción, partiendo precisamente de su relectura de La tempestad. El ensayista asumía allí la máscara de Calibán enfrentado al Próspero imperialista, el colonizador extranjero, desde una isla que —como vimos— era luego identificada con Cuba. A aquellos que, dado ‘nuestro’ particular mestizaje, preguntaban por nuestra existencia, tomándonos por “aprendices”, “borradores” o “desvaídas copias de europeos”, Retamar respondía desde la perspectiva de un colectivo latinoamericano y caribeño, asumiendo el problema de la dependencia lingüística y cultural: Ahora mismo, que estamos discutiendo con esos colonizadores, ¿de qué otra manera puedo hacerlo sino en una de sus lenguas, que es ya también nuestra lengua, y con tantos de sus instrumentos conceptuales, que también son ya nuestros instrumentos conceptuales? No es otro el grito extraordinario que leímos en una obra del que acaso sea el más extraordinario escritor de ficción que haya existido. En La Tempestad, […] de William Shakespeare, el deforme Caliban, a quien Próspero robara su

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isla, esclavizara y enseñara el lenguaje, lo increpa: “Me enseñaron su lengua, y de ello obtuve / El saber maldecir. ¡La roja plaga / Caiga en ustedes, por esa enseñanza!”. (2006: 15)

El modelo de increpación, por cierto, provenía del “Discurso” de Castro, verdadera diatriba que resonaba en los oídos de Retamar. Sin embargo, por el reverso del endurecimiento ideológico que caracteriza al ensayo —aspecto que la crítica enfatiza y que es innegable— se intentaba, empero, una recomposición de vínculos intelectuales mediante la apelación a tópicos, motivos y principios del discurso latinoamericanista consolidado en los años anteriores. Pues si bien Calibán, especialmente a través de la denuncia de figuras como Fuentes y Borges, extremaba el ataque a la noción de escritor profesional, al boom y al mismo prestigio alcanzado por la literatura latinoamericana —algo que, en verdad, no podía ser compartido sin más—, Retamar se las ingeniaba para adaptar su ‘panfleto’ al diapasón de la crítica latinoamericanista. Así, repudiaba a Fuentes por su “visión de nuestra literatura, de nuestra cultura”, coincidente con aquella de Rodríguez Monegal y Sarduy, quienes daban preponderancia a especulaciones estructuralistas y al papel del lenguaje por sobre los marcos sociales y la historia (Fernández Retamar 2006: 67). (De hecho, como se desprende de las líneas que Rama dirigirá a Retamar al reestablecerse sus relaciones a principios de los años 80, tampoco él, que había pasado al ‘bando’ de enemigos, avalaba la producción de Fuentes).34 Nadia Lie acierta en señalar que el caso Padilla es abordado en el texto marginalmente, como un problema en esencia cultural que legitima su tratamiento en la forma de una meditación sobre la identidad

34 Escribía Rama: “concluí un comentario sobre el último libro de Fuentes (que después de tantos años de disgusto con su producción, me reconfortó) y me puse a pensar que quizás, en este tiempo de restablecimiento del diálogo, fuera ‘fructuoso y oportuno’ que apareciera en tu revista. […] y aunque cada uno mantendrá sus posiciones quizá convenga resguardar coincidencias valederas en la agitada historia que vivimos”. La nota, con el sugestivo título “Agua quemada, de Fuentes, el retorno a casa”, apareció en Casa en 1982 (Fernández Retamar 1997: 311).

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latinoamericana, “única oportunidad para hacer del caso Padilla un sujeto de discusión sin generar la sospecha de ser él mismo [Retamar] pequeño burgués” (1997: 256). Era el propio Castro quien en su “Discurso de clausura” desmerecía la gravedad del asunto, calificándolo de mera “chismografía intelectual” de liberales burgueses. Poniendo en funcionamiento lo que Rojas agudamente denomina “el choteo desde el poder” (2006: 277), Castro, por cierto, había cerrado el caso desautorizando a esos intelectuales que creían que los problemas de este país pueden ser los problemas de dos o tres ovejas descarriadas que puedan tener algunos problemas con la Revolución, porque “no les dan el derecho” a seguir sembrando el veneno, la insidia y la intriga en la Revolución. […] ¿Por qué tengo que referirme a esas basuras? ¿Por qué tenemos que elevar a la categoría de problemas de este país problemas que no son problemas para este país? (1971: 26)

En Calibán, en efecto, Retamar solo aludía al caso en el contexto de su crítica a Fuentes, luego de ejemplificar su actitud “de derecha” con un diálogo de La muerte de Artemio Cruz, una elección que no parecía azarosa, pues el secretario de Artemio (marxista en su juventud) se apellidaba precisamente Padilla. Como escribía Retamar, Fuentes integraba “la llamada mafia mexicana” que le había retirado crecientemente su apoyo a la Revolución luego de su adscripción marxista-leninista, “hasta que en estos meses, aprovechando la alharaca desatada en torno al mes de prisión de un escritor cubano, rompió estrepitosamente con Cuba” (2006: 61). Retamar deslegitimaba todo reclamo proveniente de esa ‘mafia’, para luego preguntar: “¿Por qué debemos estar dando explicaciones sobre los problemas que afrontamos al construir el socialismo, a esos supuestos amigos, quienes, por su parte, se las arreglan con su conciencia permaneciendo integrados a sociedades explotadoras […]?” (2006: 79). En línea con Castro, quien desviaba el problema de la censura y detención de Padilla al problema mayor del subdesarrollo cubano, Retamar eludía el tratamiento de la “alharaca” y llevaba la discusión al terreno de la crítica literaria: Fuentes, con su “ideología enajenante y enajenada”, aplicaba “esquemas derivados de

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otras literaturas (de países capitalistas), reducidas hoy a especulaciones lingüísticas” (2006: 64-65). De la misma manera, y desde el principio del ensayo, Retamar —como vimos— había desviado la raíz de la “polémica” a los problemas históricos del colonialismo cultural. Partiendo de la pregunta del periodista europeo, cuya negación de la cultura latinoamericana sugería “una de las raíces” de esa polémica, el cubano había respondido a los “intelectuales burgueses europeos (o aspirantes a serlo)” con una reflexión sobre la identidad latinoamericana y su especificidad mestiza. Ciertamente, como propone Lie, traduciendo la discusión a términos culturales y literarios, Retamar acataba el “Discurso” del líder (el cual era incluso citado en el texto); y lo hacía en varios sentidos, porque, así como Castro había decretado una innegociable ruptura con aquellos “señores liberales burgueses” que se hacían pasar por amigos revolucionarios, y para los que no ahorraba injurias, Retamar le declaraba la guerra a ex amigos de la Casa como Fuentes. Y, además, porque aplicaba la misma estrategia que Castro para refutar las acusaciones de “estalinismo”, atribuyendo estas a la tendencia colonialista de trasladar mecánicamente esquemas foráneos. Si Castro había expresado su rechazo a “elevar a la categoría de problemas de este país problemas que no son problemas para este país”,35 Retamar comenzaba ingeniosamente argumentando que la “polémica” radicaba, al fin y al cabo, en la sospecha de que “no seríamos sino eco desfigurado de lo que sucede en otra parte” (2006: 11). Pero, además, Retamar defendía la “violencia” del discurso de Castro (la cual, efectivamente, confirmaba el temor de que se estuvieran repitiendo los “errores” rusos) como una respuesta original, tan específica como la identidad mestiza negada por los colonizadores y que sus “apuntes” reivindicaban:

35 Como señala Rojas, ese era, de hecho, un argumento que se había usado en contra de Padilla, cuya disidencia era considerada una actitud ‘importada’ del estalinismo. Y, efectivamente, en su autocrítica, Padilla “reconocía” ese comportamiento (2006: 268-269).

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Últimamente, no han faltado tampoco los que han atribuido a deformaciones de nuestra Revolución —Caliban, no lo olvidemos, es visto como deforme por el ojo hostil— la violencia volcánica de algunos discursos de Fidel, como el que pronunciara en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. El que algunos de esos sobresaltados hubieran hecho el elogio de Fanon […] y ahora atribuyan a deformación o a influencia foránea una actitud que está en la raíz misma de nuestro ser histórico, puede ser prueba de varias cosas. Entre ellas, de total incoherencia. También de desconocimiento —cuando no de desprecio— de nuestras realidades concretas, tanto en el presente como en el pasado. Lo cual, por cierto, no los autoriza para tener mucho que ver con nuestro porvenir. (Fernández Retamar 2006: 77)

Estas declaraciones que —asimilando incluso la “violencia volcánica” del líder a unos apuntes (con su elocuente sentido armado) sobre Shakespeare y la identidad cultural— cumplían con los nuevos dictados de la Revolución, satisfacían paralelamente la intención religadora nunca abandonada por Retamar, ni siquiera en las instancias de mayor radicalización. Por cierto, convertir el caso Padilla en una discusión sobre la identidad cultural era también una vía para restablecer aquello que un amigo como Rama había valorado hasta entonces: esa “coincidencia espontánea en asuntos de arte o de política” que, como vimos, celebrara el uruguayo en una de sus cartas. Incluso días antes de la detención de Padilla, Rama escribía al cubano: De veras extraño no verte, hamacándote en la mecedora […], fumando ávidamente tu cigarro, disfrutándolo, y extraño no conversar contigo polémicamente hasta conseguir que sonrías, porque la amistad está primero y Ángel es un amigo, para luego encontrarnos en ese fervor común que tenemos para algo que será nuevo y verdadero… (Fernández Retamar 1997: 304, énfasis mío)

Por ello, Retamar apelaba una vez más a esos tópicos que gravitaban en el pensamiento contemporáneo de la región, asimilando ideas de las ciencias sociales y económicas respecto del desarrollo y la dependencia. Calibán se inscribía así en la ensayística que, de modo novedoso, como observa Devés Valdés, hacía converger los discursos del

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cepalismo y el dependentismo (en su versión latinoamericana) con el New World Group (en su versión caribeña), dando cauce a la denuncia de la dependencia cultural característica de la época (2003: 211). Retamar, además, no solo volvía sobre cuestiones clave como la relación modelo-copia (metrópolis-colonias) o imitación versus originalidad, sino que, mediante el trazado de figuras y genealogías culturales, integraba la tradición latinoamericana con la caribeña. Una operación emblemática en este sentido era, por supuesto, la construcción del símbolo de Calibán, deudora de discursos liberacionistas como el de la Negritud de Césaire, apropiados desde el “nuestroamericanismo” martiano: Al proponer a Calibán como nuestro símbolo, me doy cuenta de que tampoco es enteramente nuestro, también es una elaboración extraña, aunque esta vez lo sea a partir de nuestras concretas realidades. Pero, ¿cómo eludir enteramente esta extrañeza? La palabra más venerada en Cuba —mambí— nos fue impuesta peyorativamente por nuestros enemigos, cuando la guerra de independencia, y todavía no hemos descifrado del todo su sentido. Parece que tiene una evidente raíz africana, e implicaba, en boca de los colonialistas españoles, la idea de que todos los independentistas equivalían a los negros esclavos —emancipados por la propia guerra de independencia—, quienes, por supuesto, constituían el grueso del ejército libertador. Los independentistas, blancos y negros, hicieron suyo con honor lo que el colonialismo quiso que fuera una injuria. Es la dialéctica de Calibán. Nos llaman mambí, nos llaman negro para ofendernos; pero nosotros reclamamos como un timbre de gloria el honor de considerarnos descendientes de mambí, descendientes de negro alzado, cimarrón, independentista; y nunca descendientes de esclavista. (2006: 36)

La autoridad de Césaire y su “Discurso sobre el colonialismo” es notoria en el ensayo —en su retórica, e incluso de modo explícito— y casi tan determinante como la de Martí o Fidel Castro. Como apunta Fernández Retamar, del mismo modo en que Calibán es el nombre impuesto por el colonizador, y no su verdadero nombre, que nos es desconocido (otra vez, la X de los negros), tampoco nosotros —en palabras del propio Fidel— “tenemos siquiera un nombre […] que

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si latinoamericanos, que si iberoamericanos, que si indoamericanos. Para los imperialistas no somos más que pueblos despreciados y despreciables…” (2006: 37). En línea con el discurso oficial, y como en tantos otros textos dedicados a Martí, Fernández Retamar elogiaba la perspectiva ‘calibánica’ precursora del héroe cubano, opuesta a la de Sarmiento, “el implacable ideólogo de una burguesía argentina que intenta trasladar los esquemas de burguesías metropolitanas, concretamente la norteamericana, a su país” (2006: 56). Martí en “Nuestra América” había negado de modo ejemplar las tesis sarmientinas (el famoso “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”) y articulado un discurso antirracista y anticolonialista de avanzada. (Retamar debía ocultar aquí, por supuesto, las contradicciones con otros textos martianos).36 Sin duda, la revisión del panteón liberal decimonónico a partir de Martí y el incipiente discurso descolonizador del Modernismo, radicalizado con las vanguardias, constituía una tarea historiográfica de recomienzos.37 Ahora, con la perspectiva del dependentismo, sumada al anticolonialismo de un Césaire, un Fanon o el mismo Fidel, Sarmiento era caracterizado en el ensayo como un implantador de “fórmulas foráneas” (2006: 57), precursor de Fuentes, quien acusaba “la pedantería y el provincialismo típicos del colonial que quiere hacer ver al metropolitano que él también puede hombrearse con los grandes temas a la moda allá, al mismo tiempo que espera deslumbrar a sus compatriotas…” (2006: 66). Tales descalificaciones, con ecos del Comandante, daban voz a esa “nueva cultura revolucionaria” continuadora de Martí, Mella y Vallejo y tantos otros, una cultura forjada en

36 En “Curazao”, por ejemplo, Martí encontraba una “raza degenerada, raza enferma, hablando rápidamente, con la exuberante fluidez del trópico, una lengua innoble y singular, mezcla incorrecta y bochornosa de castellano y neerlandés, una lengua que está entera en su nombre: papiamento” (1975c: 130). 37 Vale la pena recordar que junto con “Calibán” se publicaba el ensayo “Arte, revolución y decadencia” de Mariátegui, cuya defensa de la vanguardia servía para afirmar el papel revolucionario de la tradición latinoamericana contra las sospechas provenientes de posiciones marxistas ortodoxas. En textos posteriores Fernández Retamar desarrollaría este punto.

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verdad por la comunidad latinoamericana de izquierda en su conjunto, la cual aún podía esperanzarse con la unidad bajo el socialismo y con “El porvenir empezado” en Cuba, como se titulaba la anteúltima sección del ensayo. Allí, el compendio de la historia de Calibán servía al doble fin buscado por el autor: la convalidación de la Revolución y la recomposición del latinoamericanismo hegemónico. Retamar proponía una extensa lista de fechas que jalonaban el advenimiento de la “cultura de Calibán”, desde los “combates de indígenas y revueltas de esclavos negros”, pasando por los movimientos revolucionarios del siglo xix y, por supuesto, la guerra de Cuba contra España (“que Martí previó también como una acción contra el naciente imperialismo yanqui”), hasta algunos hitos más cercanos como el peronismo en Argentina o la Revolución boliviana y, finalmente, ya con la Revolución cubana, “en 1961, Girón: primera derrota militar del imperialismo yanqui en América y proclamación del carácter marxista-leninista de nuestra Revolución; en 1967, caída del Che Guevara al frente de un naciente ejército latinoamericano en Bolivia; en 1970, llegada al gobierno, en Chile, del socialista Salvador Allende” (1971: 146-147). Frente al colectivo calibánico, figuras como Fuentes pasaban a representar la “cultura de la anti-América”. El mexicano —Retamar denunciaba— había trasladado a cuestiones literarias su “plataforma política raigalmente reaccionaria” y hacia al final de su “librito” predecía, además, lo siguiente: “Quizás el triste futuro inmediato de América latina sea el populismo fascista, la dictadura de estirpe peronista capaz de realizar algunas reformas a cambio de la supresión del impulso revolucionario y de la libertad pública” (2006: 68-69); una profecía, como se ve, francamente opuesta a la sensibilidad sesentista a la que Fernández Retamar aún podía apelar. Y lo hacía, de hecho, a través de esas “confesiones autobiográficas” mediante las cuales compartía su propia conversión en intelectual revolucionario, pues incluso él, en su pasado ‘humanista burgués’, había leído con apasionamiento el Facundo: “los interlocutores no se llamaban entonces Próspero y Calibán, sino Civilización y Barbarie”: Encuentro en los márgenes de mi viejo ejemplar mis entusiasmos, mis rechazos al “tirano de la República Argentina” que había exclamado:

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“¡Traidores a la causa americana!” También encuentro, unas páginas adelante, este comentario: “Es curioso cómo se piensa en Perón”. Fue muchos años más tarde, concretamente después del triunfo de la Revolución cubana en 1959 (cuando empezamos a vivir y a leer el mundo de otra manera), que comprendí que yo no había estado del lado mejor en aquel libro, por otra parte notable. (2006: 47)

Por lo demás, tal como se derivaba de la ficción vertebradora de Calibán, las figuraciones elaboradas por Retamar terminaban por perturbar su papel (su autoridad) en el ensayo y, así, su propia radicalización revolucionaria. ¿Era en verdad Fernández Retamar quien, identificándose con Calibán, asumía su discurso de la maldición? Tanto en “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, donde el ensayista aludía a “los violentos o pedagógicos discursos de Fidel” (1967: 15), como en Calibán, la “violencia volcánica” era adjudicada de modo singular a la voz de Castro. Más allá del acatamiento del “Discurso” del líder en el ensayo, la mitología desplegada por Retamar desestabiliza su poder persuasivo y, con este, la ortodoxia antiintelectualista oficial. Es Ariel, en efecto, quien viene a perturbar la oposición binaria planteada desde el principio entre Próspero y Calibán. Ciertamente, una vez asumido Calibán como “nuestro símbolo”, Fernández Retamar podría haber dejado a Ariel librado a su suerte. Sin embargo, este retorna una y otra vez como figura del intelectual, en un papel complementario y no antagónico al de Calibán: No hay verdadera polaridad Ariel-Caliban: ambos son siervos en manos de Próspero, el hechicero extranjero. Sólo que Caliban es el rudo e inconquistable dueño de la isla, mientras que Ariel, criatura aérea, aunque hijo también de la isla, es en ella, como vieron Ponce y Césaire, el intelectual. (2006: 37)

Ya al comentar Une Tempête de Césaire, Retamar se detenía, además, en una cita que dejaba ver la conflictiva estructura de sentimiento instalada en su diseño aparentemente simple del drama: No deja de ser curiosa la observación de Próspero cuando Ariel regresa lleno de escrúpulos, después de haber desencadenado, siguiendo las ór-

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denes de aquél, pero contra su propia consciencia, la tempestad con que se inicia la obra: “¡Vamos!”, le dice Próspero, “¡Tu crisis! ¡Siempre es lo mismo con los intelectuales!”. (2006: 31, énfasis mío)

Esa curiosidad que suscita Ariel al actuar contra su propia consciencia coloca en el centro del drama la disconformidad de los intelectuales, estén estos al servicio de Próspero, como en el ejemplo, o en alianza con Calibán. La referencia a las posibles crisis de Ariel sugiere una tensión difícilmente concordante con el mandato de adhesión total dictaminado en el “Discurso” de Castro. El conflicto se hará patente en uno de los pasajes clave del ensayo, en la última sección, significativamente titulada “¿Y Ariel, ahora?”: Ariel, en el gran mito shakespeareano que he seguido en estas notas, es, como se ha dicho, el intelectual de la misma isla que Caliban: puede optar entre servir a Próspero —es el caso de los intelectuales de la antiAmérica—, con el que aparentemente se entiende de maravillas, pero de quien no pasa de ser un temeroso esclavo, o unirse a Caliban en su lucha por la verdadera libertad. Podría decirse, en lenguaje gramsciano, que pienso sobre todo en intelectuales “tradicionales”, de los que, incluso en el período de la transición, el proletariado necesita asimilarse el mayor número posible, mientras va generando sus propios intelectuales orgánicos. (2006: 75)

La mitología de Calibán instala, al sesgo de la reflexión sobre la identidad cultural, el problema de los intelectuales “tradicionales” bajo la Revolución. No se trataba, a decir verdad, de la doble ruptura que estos debían realizar: con la clase de origen y con la cultura metropolitana que les había enseñado “el lenguaje, el aparato conceptual y técnico”. (Ciertamente Retamar proporcionaba un poderoso (y aglutinante) mito descolonizador al postular que ese lenguaje “en la terminología shakespereana” serviría “para maldecir a Próspero”) (2006: 76). El quid de la cuestión radicaba en que Ariel ahora, para sobrevivir, debía reclamar un lugar y autorizar su posición subalterna, pues no habría, según el “Discurso” de Castro, “contemplación de ninguna clase, ni vacilaciones, ni medias tintas, ni paños calientes” (1971: 27). No obstante la defensa por parte de Retamar de la coherencia man-

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tenida por la doctrina oficial desde las “Palabras a los intelectuales”, era evidente que había habido un cambio en la política cultural y que tanto los “intelectuales de transición” como los supuestos “amigos” extranjeros pasaban ahora a ser sospechados y prescindibles. Pese al ocultamiento de las tensiones generadas por el cierre de esa zona intermedia y del escamoteo del caso Padilla, era precisamente en la sección dedicada a “Ariel” donde Fernández Retamar volvía a postular la originalidad de la Revolución —en la fórmula de Mariátegui: creación heroica y no calco y copia— y a demandar que sus “aciertos y errores” no se extrapolaran generalizando “alguna concreta coyuntura histórica” (2006: 80). Sus palabras justificaban, además, esa concreta coyuntura en la necesidad de construcción de la nueva cultura socialista. Pero era significativo que el autor reclamara luego una revisión de “El socialismo y el hombre en Cuba” de Guevara (1965) para apuntar ambiguamente: “olvidan cómo previó con pasmosa claridad algunos problemas de nuestra vida artística en términos que, al ser retomados por plumas menos prestigiosas que la suya, producirían objeciones que no se atrevieron a hacerle al propio Che” (2006: 84). Esos “problemas” podían referir a la falta de comprensión de las necesidades artísticas del “hombre nuevo” y también a los peligros derivados de “la abolición del individuo en aras del Estado”, acusación al socialismo que daba raíz al texto de Guevara. Pues así como este reprochaba a los intelectuales y artistas su “pecado original”, el no ser auténticamente revolucionarios, también reconocía que el Estado a veces se equivocaba, especialmente si en el terreno artístico fomentaba la creación de “asalariados dóciles al pensamiento oficial […], ejerciendo una libertad entre comillas”. Sin explicitar qué debía revisarse de ese texto fundamental, Retamar concluía con otras palabras del Che, dirigidas a los profesores de la Universidad de las Villas en 1959: “hay que pintarse de negro, de mulato, de obrero y de campesino; hay que bajar al pueblo…”. Traducido a la mitología del ensayo: “el Che le propuso a la ‘universidad europea’ como hubiera dicho Martí, que cediera ante la ‘universidad americana’; le propuso a Ariel, con su propio ejemplo luminoso y aéreo si los ha habido, que pidiera a Caliban el privilegio de un puesto en sus filas revueltas y gloriosas” (2006: 85). La lección sugería la

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única salida posible luego del cierre ideológico declarado en 1971: la colocación de una máscara calibanesca para asumir una voz —secundaria— en el nuevo espacio militarizado de la Revolución. Era, de un modo más libre, en la poesía de Fernández Retamar donde se expresaba la crisis de los intelectuales. “Explico al lector por qué al cabo no concluí aquel poema sobre la comuna” transmitía, en efecto, el drama compartido por esa generación que había tenido que “aprender toda la historia otra vez”: “Lecturas de nuevo, o por primera vez, de Marx, de Lenin, de los libros / Que iba a comprar por las tardes a la librería comunista Le Globe, y de los nuevos que Maspero / Empezaba a publicar…”. Los versos del “poema-ensayo sobre la Comuna”, “sobre nuestra Comuna” y “sobre la manera en que se comportan ciertos escritores cuando el pueblo asalta el cielo” —explicaba el yo lírico— habían sido fechados “el 19 de marzo de 1971” (1999: 148), y continuaban así: Si dios existe, desesperó Nietzsche, ¿por qué yo no soy dios? Y Bloy: la única tristeza aquí abajo es no ser santos. Lo que se traducía en aquellos días: si Fidel, el Che, Camilo, Raúl, Almeida existen, ¿Por qué yo no soy uno de ellos? Y también: no es fácil ser contemporáneo de héroes. (Siempre he querido escribir un poema a partir de este verso, y no he podido ir más allá de este endecasílabo. Ahora lo dejo aquí.) A lo que, unos años después, responderá un amigo (quien sin duda sintió lo mismo) Que no hay que tener el complejo de la Sierra Maestra, que hay lugar para todos en la historia, Siempre que le entregues todo el fuego de que dispongas, toda la luz, toda la sangre. (1999: 147)

Padilla había sido encarcelado el 20 de marzo. El poema, a su vez, había sido interrumpido por una “reunión” luego de la cual “ya no tenía más versos”. Luego arrancaría la propia historia y hasta “el asunto del poema”: “las previsibles cartas, los previsibles improperios, / Torpezas, incomprensiones, cobardías, arrogancias…”. Ambigüedades mediante, los nuevos versos, fechados el 10 de septiembre de 1971,

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aludían al caso y, así, los “ciertos textos más recientes” que el poeta pedía al lector que relacionara con las “observaciones del querido Adamov” sobre la Comuna se referían a los surgidos luego de la “detención” (de Padilla y de los mismos versos): cartas, discursos y aun el mismo Calibán. Aunque pudiera “parecer una burda trampa”, Esos textos no fueron escritos para ejemplificar las líneas de Adamov, Fueron escritos porque parece que también la historia tiene sus leyes de gravedad, Sus piedras que caen con la ignorancia de las piedras. Lo lamento incluso por mi poema trunco. Estas líneas no pueden completarlo. Me consuelo pensando que también la vida toda es una circunstancia, aunque algo mayor… (1999: 150)38

Alejado del tono denuncialista del intelectual revolucionario en Calibán, el yo lírico de estos versos lamentaba que, en determinadas circunstancias, hasta los poemas eternos podían ser barridos “como una hoja de periódico”; no había, en tales circunstancias, lugar para todos en la historia.

38 Precisamente estos versos darían título al libro en que aparecieron, en Buenos Aires: Circunstancia de poesía (Crisis, 1974).

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5.1. Calibán revisitado o los retornos de Ariel: los nuevos comienzos de Fernández Retamar Creo que todo lo sabemos entre todos, como alguien (¿Alfonso Reyes?) le oyó decir a un sabio campesino analfabeto; y que además todo lo hacemos entre todos, aunque a uno solo (en este caso volandero, a mí) le corresponda cargar con sus manquedades y correr sus propios riesgos. (Roberto Fernández Retamar, “Prólogo”, Para una teoría de la literatura hispanoamericana, 1995)

Dos décadas después de Calibán, el panorama literario latinoamericano es definitivamente otro. Aun así, Fernández Retamar sigue creyendo en las creaciones colectivas. Posible estrategia para aminorar errores individuales, la creencia le sirve ahora, paradójicamente, para

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anudarse con Borges, quien encabezaba su temprano Fervor de Buenos Aires afirmando: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”. Las palabras, que en Borges reenvían al groussaquiano topos de la modestia, en el caso de Retamar apelan nostálgicamente a esa sensibilidad comunitaria que, entre tantas otras cosas, se ha ido junto con los largos sesenta. Debilitada también, como contrapartida, la ortodoxia revolucionaria que dominara su ensayo de 1971, Fernández Retamar puede ahora dedicarle a Borges títulos y homenajes.1 Puede incluso remedar su estilo en una revisión de su “Calibán” que se abastece, a su vez, de concepciones esteticistas, lezamianas, origenistas: ¿Y qué es Caliban sino una imagen, una imagen que forjó el deslumbrante poeta Shakespeare, y otro poeta, a mucha distancia (espacial, temporal y de la otra), presentó de manera distinta, pero rindiéndole homenaje al Bardo que volvió a soñar el mundo? Si esa segunda imagen ha logrado hacer ver algunas cosas (el vocablo idea es en su origen, como se sabe bien, contemplación o visión), es porque tal es el destino de toda imagen, con independencia de cualquier pretensión didáctica. Un compatriota y amigo de José Lezama Lima, a quien se debe uno de los más encarnizados acercamientos a la imago, creo que no necesita insistir mucho en este punto. (2006: 118-119)

Con estas palabras, publicadas en 1991 bajo el título “Calibán en esta hora de nuestra América” en el n.° 185 de Casa de las Américas, Retamar inaugura un Encuentro de Investigadores del Caribe en México y participa en la Cátedra de la América Latina y el Caribe de la Universidad de La Habana. No es la primera vez que retorna a “Calibán”. Desde 1971, casi sin interrupciones, la imago había circu-

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Además de editar y prologar Páginas escogidas de Borges en Casa de las Américas en 1988, Fernández Retamar titula una antología de textos propios Fervor de la Argentina (1993). En varios escritos (no solo en sus revisiones de Calibán), remitirá a Borges. En 1999 participó en un encuentro en Buenos Aires con motivo del centenario del argentino con el texto “Como yo amé a mi Borges”, publicado en la revista Hispamérica.

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lado por diversos canales latinoamericanos y caribeños, “con independencia de cualquier pretensión didáctica” que el autor pudiera haber albergado en un principio. Como el propio Fernández Retamar había confesado en 1986 en su “Calibán revisitado”2 (cuyo comienzo, a su vez, lo afiliaba con Swift y, así, con la tradición anglosajona cara a Borges), el ensayo de 1971, “arrancado de su contexto”, se le había vuelto incluso a él “irreconocible”. En 1986, pues, la revisita se convertía en unas sucintas memorias de “Los sesenta sin excusas”. No desadvertidamente, se había eclipsado la época que diera su tónica al ensayo; para Fernández Retamar, aquel había sido “un momento hermoso en que en muchos países la vida intelectual estuvo, al menos en considerable medida, hegemonizada por la izquierda” (2006: 101-102). En el campo cultural latinoamericano había sido notoria, en efecto, la retracción de los intelectuales. Además de las rupturas internas que habían impactado en la escritura del ensayo, el Quinquenio Gris (1971-1976) en Cuba y la serie de regímenes dictatoriales implantados en Latinoamérica habían afectado el debate regional, incidiendo en el mismo destino de Calibán. De allí que, luego de algunas recepciones discutidoras del texto en los 70, este pasara a ser mayormente comentado desde el latinoamericanismo situado en la academia metropolitana (en especial, Estados Unidos) de modo aséptico. (En el Cono Sur, por ejemplo, Calibán se publicó en Buenos Aires en 1973 y en 1974 se reprodujo “La Vuelta de Calibán” —el prólogo de Retamar a la edición italiana— en la revista Crisis, de Eduardo Galeano, donde la figura se mostraba más armada que nunca. Luego desaparecería, junto con los mismos escenarios revolucionarios). En el Caribe francófono y anglófono, por el contrario, donde el ritmo de la política más bien invertía el histórico exilio (real o meta-

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Se publicó en Casa de las Américas (n.° 157) y en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Según consigna Fernández Retamar, fue originalmente escrito para acompañar selecciones de ensayos del autor en diversos países (2006: 100).

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fórico) de sus intelectuales,3 la imago de Calibán, especie de guiño o contraseña entre quienes se oponían a los cánones coloniales, encontraba una amplia recepción a lo largo de los 70, especialmente en la obra de autores importantes como Kamau Brathwaite, quien retornaría una y otra vez a las figuras de La tempestad. Las confluencias intercaribeñas eran propiciadas desde Cuba y, en particular, desde Casa de las Américas, reforzadas también por otros factores, como la aparición de instituciones, publicaciones y eventos como el Carifesta, celebrado por primera vez en Guyana (1972), luego en Jamaica (1976), en La Habana en 1979 y en Barbados en 1981. Ese año, Calibán aparecía entre las figuras de El discurso antillano de Édouard Glissant, y en uno de los estudios auspiciados por la UNESCO: Cultura y sociedad en América Latina y el Caribe. Allí era René Depestre quien acudía a la comparación entre “los juegos creativos de Ariel y los grandes trabajos creadores de Calibán” para diferenciar el “negrismo” de la literatura “de reivindicación negra”, remitiendo tanto a Une tempête de Césaire como al texto de Retamar, que ya en 1973, con el título Caliban cannibale, había sido traducido al francés por Maspero (1981: 107). Depestre, quien entonces rompería con la Revolución y se instalaría en Francia, continuaba el afán integrador del cubano (autorizado en Martí) para unir en un listado a escritores ‘americanistas’ y ‘negristas’, incluso a estadounidenses como Langston Hughes que elevaban “la voz popular, sabia y apasionada del Calibán americano” (1981: 112). Asimismo, en “Saludo y despedida a la negritud”, su contribución al volumen África en América Latina (1977) de Moreno Fraginals, Depestre se había afiliado con Retamar al observar en Latinoamérica y las Antillas “una homología histórica en nuestros modos calibanescos de

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Especialmente en el Caribe anglófono incidieron los accesos a las independencias y los movimientos como el Black Power, además de los impulsos integracionistas del Caricom, alimentados por los gobiernos de Barbados, Trinidad, Guyana y Jamaica. A su vez, fueron cruciales las relaciones diplomáticas establecidas entre los gobiernos socialistas de Guyana y Jamaica y el régimen cubano. El mismo Retamar, en “Calibán en esta hora de nuestra América” (1991), se refiere al cambio sufrido luego, desde el ascenso de Reagan (1981) con su política conservadora “altamente agresiva para nuestros países” (2006: 119-120).

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soñar, sentir, divertirnos, pensar, actuar, obrar” (1987: 349). Además de apropiarse de las figuras shakespearianas al reflexionar sobre la Negritud, teniendo en mente sin duda el planteo de Césaire, el haitiano compartía la propuesta de Retamar en oposición a aquella de Rodó, en cuyo americanismo, más inclinado al “aéreo esteticismo de Ariel que hacia la sólida realidad del Calibán-pueblo”, los afrodescendientes no podían reconocerse. También en la jerarquización de la tradición seguía Depestre a Retamar, pues era Martí quien se ubicaba en la cúspide, “entre los seis nombres centrales [Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó]” (1987: 351). Y era indudable que el “Calibán” de Retamar había establecido nuevos principios, desde una perspectiva resueltamente social y anticolonialista, en alianza con los países vecinos históricamente aislados por el imperialismo. En los espacios anglófonos, el Calibán de Retamar alcanzaba asimismo circulación, siendo accesible desde 1974 en inglés, traducido para la Massachusetts Review por el académico ‘nuyorriqueño’ Roberto Márquez, luego fundador de Caliban. A Journal of New World Thought and Writing, cuyo título era una explícita declaración de afiliaciones. En 1975 aparecía el importante número de Casa dedicado a “Las Antillas de lengua inglesa”, luego de que Fernández Retamar visitara Jamaica y Barbados y recibiera a su vez en La Habana a algunos de sus escritores: Rex Nettleford, Brathwaite, el guyanés A. J. Seymour. En el número se incluía la carta enviada a Retamar por Seymour, confirmando los objetivos comunes de integración que eran enunciados por el propio Retamar (y el mismo Fidel Castro) en la “Presentación”. Las coincidencias eran precisamente reflejadas (y promovidas) a través de lo que Glissant denominaba en El discurso antillano la “reinvención” de Calibán, pues en los años 80, la ‘reescritura’ de Fernández Retamar había sido reapropiada por quienes, a su vez, habían inspirado al cubano: Brathwaite acusaba recibo de la tradición latinoamericana de apropiaciones en un texto historiográfico de 1977 (“Caliban, Ariel and Unprospero in the Conflict of Creolization: A Study of the Slave Revolt in Jamaica in 1831-32”) y se afiliaba crecientemente con la perspectiva religadora de Retamar. Por entonces había compartido el Carifesta de Kingston con el cubano y publicado sus poesías en Savacou, la revista jamaiquina del Caribbean Artists Movement por

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él dirigida; mientras tanto, su Black + Blues (con un nuevo poema dedicado a “Calibán”) era premiado y publicado en español en Casa. En 1979, a su vez, Brathwaite presentaba su capital ensayo “Historia de la Voz” en el Carifesta de La Habana. Lamming, por su parte, cuya novela En el castillo de mi piel aparecía en la Colección Literatura Latinoamericana de la Casa4 (el mismo año en que se creaba el Centro de Estudios del Caribe), agregaría en 1984 una “Introducción” a Los placeres del exilio en la cual reafirmaría una genealogía ‘calibánica’ (de Toussaint a Fidel Castro) acorde con el epílogo de C. L. R. James a la segunda edición de The Black Jacobins: El Caribe siguió siendo, para Europa y los Estados Unidos, una frontera imperial hasta que, como rayo salido del cielo, Fidel Castro y la Revolución Cubana reordenaron nuestra historia y llamaron la atención sobre el hecho evidente y difícil de que aquí vivían personas. La Revolución Cubana fue una respuesta del Caribe a esa amenaza imperial que concibió Próspero como una misión civilizadora… (Lamming 2007: 24)

En 1981, la gravitación de las figuras shakespearianas en el discurso antillano era no solo constatada por Glissant, sino también confirmada por estudios comparativos pioneros como Trois Calibans, del guadalupeño Roger Toumson. Este obtenía el Premio Casa de las Américas ese año, habiendo ya la institución incorporado a las literaturas anglófonas, francófonas y creolófonas a sus concursos. En 1981, además, se lanzaba Anales del Caribe, órgano plurilingüe del Centro de Estudios del Caribe cuyo consejo asesor estaría integrado, entre otros, por Lamming, Brathwaite y Toumson. El ensayo premiado de este último abordaba Une tempête en relación con La tempestad de Shakespeare y el Caliban de Renan, pero no dejaba de comentar la apropiación de Fernández Retamar y, por esta vía, las asimilaciones hispanoamericanas previas. Como se ve, a través 4

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La colección pasaría a denominarse Literatura Latinoamericana y Caribeña en el 2007, cuando se incorporó la traducción de Los placeres del exilio de Lamming, con un prólogo de Fernández Retamar.

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de diversas publicaciones y con el impulso de nuevas instituciones culturales —y de acciones concretas y amistades impulsadas desde la Casa—, creadores e investigadores establecían intercambios cada vez más ricos, evidenciados en la misma circulación de los símbolos shakespearianos. Por el contrario, en el campo intelectual latinoamericano, como anticipé, las redes afiliativas se debilitaban. El propio Fernández Retamar, en su retorno a “Calibán” en 1991, explicaba cómo había cambiado el mundo desde que él mismo proclamara, en el ensayo, el “advenimiento” de la cultura de Calibán con aquella última fecha: el inicio del gobierno de Allende. Luego de su derrocamiento, en 1973, se habían instalado dictaduras en casi todo el Cono Sur; en Uruguay, de hecho, unos meses antes. Esto había significado, como recordaría en su texto sobre Ángel Rama, la desaparición “del inolvidable semanario Marcha, esencial en la vida de Rama y de varias generaciones latinoamericanas, la prisión, la tortura y la muerte para muchísimos compañeros, y el exilio para otros, como el propio Ángel, que no pudo regresar a su patria” (1997: 309-310). Desde los años 70, en efecto, se bifurcaban cada vez más las situaciones del intelectual latinoamericano. Para Rama, residente desde 1972 en Venezuela, Fernández Retamar se transformaba en “el funcionario”, lo cual, según escribía en septiembre de 1974 en su Diario, lo desalentaba profundamente: “Un funcionario más, dirá el lector objetivo. Ocurre que yo conozco al ‘otro’; yo puedo repetir el verso juanramoniano ‘yo que sé que fuiste’, y por eso la imagen que él nos ofrece me resulta alucinante, como todo disfraz grotesco de pintarrajeada máscara, sobre un rostro que fue bello y luminoso…” (2001: 44). Lo grave era que Retamar, en su papel de diplomático de salón, simulaba que nada había pasado en la cultura cubana. Así, en lugar de una “defensa beligerante, de acción esclarecedora y proselitista acerca de la vía que tomó la literatura y el arte en Cuba”, Rama encontraba un “vacío teórico” (2001: 45). El cubano, de modo lamentable, se hacía “portavoz, no de una teoría cultural que escamotea, sino de una estrategia diplomática en el período de distensión” (2001: 46).

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A partir de entonces, y hasta principios de los 80, cuando se restablecieron tímidamente las relaciones entre ambos intelectuales,5 la “militarización” de la cultura cubana afectó las propias actividades de Fernández Retamar. La percepción de Rama de un cierto “renacimiento”, como escribía en su Diario, “después de una década de ahogo cultural” (2001: 130), coincidiría en líneas generales con la visión retrospectiva, aunque bastante posterior y aun oficialista (sin duda habilitada por el proceso “de rectificación de errores” iniciado en 1986) del propio Retamar y de otros cubanos como Ambrosio Fornet, inventor de la fórmula “Quinquenio Gris” y quien llegó a admitir que, para muchos, este había devenido un “Decenio Negro”.6 Para Fornet se habían ‘salvado’, en cierta medida, “los que pertenecían a instituciones autónomas encabezadas por figuras prestigiosas”, como la Casa de las Américas (2007: 11). Pero la mera ausencia de Rama como colaborador durante todos esos años en que la política cultural cubana fortalecía nexos con la Europa del Este (“siguiendo

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La amistad se reanudó en 1980, a partir del encuentro en un congreso en Venecia, y cuando Rama estaba instalándose en Estados Unidos. Como se ve en las cartas que le envió a Retamar, los tiempos eran otros, tanto como las condiciones de movilidad y su posicionamiento. Al ser invitado poco después a un encuentro de intelectuales en La Habana, al que no podía asistir por problemas con su visado, le respondía: “No podré estar con ustedes y realmente lo lamento. Aunque he llegado al descreimiento total en materia de congresos y declaraciones que me rehúso drásticamente a firmar, me es muy gratificante un encuentro con los amigos, ese pequeño calor de la vida que el exilio ha retaceado” (cit. en Fernández Retamar 1997: 311). Rama, en efecto, no se ahorró mordacidades ni críticas en la descripción de la situación en su Diario. Los escritores cubanos en 1980 simplemente recuperaban “el derecho a hablar de las cosas de su oficio, en vez de verse obligados a repetir las monsergas de los oficialitos imbuidos de presuntas normas culturales revolucionarias como pasó en los setenta…” (2001: 132). Para la versión ‘oficial’ más actual, véase, de Fornet, “El Quinquenio Gris: revisitando el término” (2007), originalmente una conferencia dictada en la Casa de las Américas (publicada en Casa). Más allá del empeño en justificar los excesos o aminorar los efectos negativos del (también llamado) Pavonato, Fornet admite el error de haber obturado por tanto tiempo la discusión sobre el período. Él mismo había utilizado la fórmula Quinquenio Gris por escrito recién en 1987, en un texto publicado en Casa “en discretas notas al pie” (2007: 14).

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tendencias de cuya peligrosidad ya había alertado el Che”, como diría el propio Retamar, 1997: 309) contradice el juicio de Fornet. Según Fernández Retamar, la institución (cuya revista le dedicaría a Rama un número de homenaje en 1993), “durante un largo e innecesario período” se había perdido “la cercanía de nuestro mayor crítico literario, un animador cultural que parecía una fuerza de la naturaleza, una criatura de excepción” (1997: 312). Porque, además, como bien percibiera Rama, la Casa había sido afectada por un vacío teórico, aunque Fernández Retamar, personalmente, se dedicara a pensar una teoría de la literatura hispanoamericana. Roxana Patiño (2006), al abordar la emergencia de lo que denomina un “nuevo proyecto crítico”, es decir, el desarrollo, entre mediados de los 70 y mediados de los 80, de un discurso sobre la literatura latinoamericana que respondió al doble horizonte de modernización y politización, señala la importancia, en general, del cambio cultural impulsado por la Revolución —con sus afanes de liberación de esquemas “colonizados”— y, en particular, el aporte de Fernández Retamar. Si bien se trató de una tarea llevada a cabo por un número importante de críticos que publicaron su producción en diversas revistas académicas latinoamericanas y de Estados Unidos,7 el libro de Retamar, Para

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Para Patiño, conformó el último intento más o menos orgánico de construcción colectiva de una teoría, una crítica y una historiografía literarias latinoamericanas. Entre los tantos críticos que menciona, se encuentran Antonio Cândido, Rafael Gutiérrez Girardot, Noé Jitrik, Alejandro Losada, Nelson Osorio, Carlos Rincón y quienes, a su vez, dirigieron las revistas donde la nueva producción se fue publicando: la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana (1973), dirigida por el peruano Cornejo Polar; la venezolana Escritura (1975), dirigida por Rama; Texto Crítico (México, 1975), de Jorge Ruffinelli; la bonaerense Punto de Vista (1978), dirigida por Sarlo; en Estados Unidos: Hispamérica (1972), dirigida por Saúl Sosnowski; Dispositio (1976), por Walter Mignolo, e Ideologies and Literatures (1977), por Hernán Vidal. La lista, como aclara Patiño, podría incluir a las revistas que, desde el ámbito académico, por ejemplo, la Revista Iberoamericana, o desde el campo cultural, como Casa de las Américas, “venían sosteniendo, desde diversas posturas —cierto eclecticismo teórico, la primera, y un fuerte contenido sociohistórico, la segunda— la construcción de un discurso crítico para la literatura latinoamericana” (2006: 3).

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una teoría de la literatura hispanoamericana, publicado por Casa de las Américas en 1975, fue para Patiño emblemático: su título era “una suerte de desafío lanzado con el registro utópico y prospectivo que la época privilegiaba” y su objetivo “construir una tradición aun en los proyectos más modernizadores”. Recogiendo variados textos (artículos, prólogos, conferencias) fijaba una “línea de familia”: Martí como crítico (“La crítica de Martí”) y José Antonio Portuondo (“Lecciones de Portuondo”) como el pensador que prosigue la línea del marxismo latinoamericano inaugurado por Mariátegui y que rebrota, renovado, luego de la Revolución (Patiño 2006: 4). En verdad, solo dos trabajos se abocaban a la reflexión teórica, y estos ya habían aparecido en Casa: el que daba título al libro, “Para una teoría de la literatura hispanoamericana” (originalmente presentado en un coloquio celebrado en Francia en 1972, publicado en el n.° 80 de 1973) y “Algunos problemas teóricos de la literatura hispanoamericana” (publicado el mismo 1975 en el n.° 89 y en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana). Ambos textos, como advierte Patiño, en su pretensión de generar un universo teórico específico, reflejaban la coincidencia alcanzada en la reflexión latinoamericana desde los 60 y esa “flexión fundacional” que también distinguiría a aquellos otros trabajos que marcaron la culminación del proyecto ‘colectivo’, los compilados por Ana Pizarro en los 80: La literatura latinoamericana como proceso (1985) y Hacia una historia de la literatura latinoamericana (1987).8 Patiño atribuye la “prioridad” de Fernández Retamar en algunos planteamientos a su vinculación con el proyecto revolucionario y a su urgencia por expandirlo a “todas las prácticas culturales” (2006: 4). Habría que destacar, empero, que esta reflexión teórico-crítica ‘pionera’ se forjó en red en los años previos, aunque luego Retamar la sistematizara y actualizara con nuevas lecturas (especialmente aquellas del comparatismo europeo de Este y Oeste). Ya he mencionado, en este sentido, la importancia del volumen organizado por Fernández

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He comentado este aporte en la “Introducción”, al fundamentar mi propio enfoque en este estudio.

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Moreno, América Latina en su literatura, publicado en 1972. Lo que Rama lamentaba en su Diario era efectivamente cierto, puesto que, no obstante la publicación del libro de Retamar en 1975, por entonces se agrisaba el impulso teórico-crítico del intelectual cubano. Las ideas capitales que se desarrollaban en Para una teoría de la literatura hispanoamericana, que habían nutrido la producción de Retamar de fines de los 60 y principios de los 70 —incluyendo Calibán— pasarían a servir (marcadamente hasta mediados de los 80) a discursos culturales legitimadores de la Revolución. En algunos casos, sin embargo, como en su contribución al libro de Fernández Moreno (el ya comentado “Intercomunicación y nueva literatura”), estas ideas serían productivamente aplicadas a enfoques historiográficos valiosos, dado el empeño nunca abandonado por Retamar en religar sistemas culturales, en particular, el Caribe y Latinoamérica —afán que, como vimos, había guiado también su asimilación de “Calibán”—. A “Calibán” remitía, por cierto, en “Algunos problemas teóricos de la literatura hispanoamericana”, cuando afirmaba la urgente necesidad de descolonizar parámetros axiológicos, pues “en el campo de la valoración”, como había declarado (también en 1971) Benedetti, “seguimos siendo epígonos de lo europeo”. El reclamo —Fernández Retamar agregaba— era expresado por diversos autores, y por él mismo en trabajos previos (1995: 90). Para Retamar, poner en circulación nuestros “nombres centrales y libros de lectura indispensables”, según el consejo de Henríquez Ureña, era una tarea de “política cultural” (1995: 129-130). La difusión de una biblioteca latinoamericana, labor colectiva y a futuro, era ya emprendida, de hecho, por la Casa, y Rama fundaba la Biblioteca Ayacucho en Caracas en 1974. Fernández Retamar volvía, en este texto, a consensuar criterios: contra la “crítica de voluntad ahistórica” y la “utilización tendenciosa de una zona de la reciente narrativa latinoamericana”, llamada con el “desagradable y extraliterario término de boom”, un abordaje socio-histórico acorde con las especificidades latinoamericanas (1995: 131). En este artículo Retamar desarrollaba, además, otra de las ideas rectoras del latinoamericanismo: aquella según la cual la literatura de la región, que contribuía a la descolonización expresando problemas y valores propios, asimilaba críticamente variadas herencias (1995: 88).

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Esto, de nuevo, no solo era bien formulado por Benedetti, sino particularmente enfocado por Antonio Cândido en “Literatura y subdesarrollo”, su contribución al volumen de Fernández Moreno. El propio Retamar había también abordado el problema de la dependencia en “Modernismo, 98, subdesarrollo” (1969) y en “Sobre la vanguardia en la literatura hispanoamericana” (1973), ambos incorporados a Para una teoría… Ahora, además, él mismo asimilaba ideas de Cândido, mientras agregaba al “instrumental científico idóneo” —el materialismo dialéctico e histórico, el “análisis concreto de la situación concreta” según Lenin (1995: 94-95)— la preocupación por los efectos del colonialismo cultural, de un modo similar a los planteos, como vimos, de intelectuales del Caribe anglófono y francófono. El problema —Retamar denunciaba— eran los muchos escritores e investigadores “colonizados sin remedio” para quienes “una obra producida en su órbita inmediata […] sólo merece su interés si previamente ha conocido la sanción metropolitana…” (1995: 103). Aunque el tono discutidor evocara los discursos anticolonialistas de los más cercanos antillanos o latinoamericanos, Retamar refería a una importante cantidad de investigadores de los países del Este, como también lo hacía en “Para una teoría de la literatura hispanoamericana”, manifestando su acercamiento a la literatura soviética. Aun así, el mandato de abandonar esquemas foráneos y el reclamo por una teoría y crítica específicas de la literatura hispanoamericana explicitaba un proyecto consensuado: el general desideratum en torno a la unidad y especificidad de la literatura latinoamericana (Patiño 2006: 6). Los dos textos fundamentales del libro planteaban, en efecto, algunos principios teóricos: rasgos distintivos, especialmente en términos genéricos. En “Algunos problemas…”, sirviéndose de nociones del formalismo ruso y del Círculo de Praga, de la idea de Reyes de la “literatura como servicio o ancilar” (El deslinde, 1944) y de la observación de Portuondo respecto de la preocupación social de la literatura hispanoamericana,9 Retamar destacaba la predominancia de “obras

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Se trataba, también en este caso, del aporte de Portuondo al volumen de Fernández Moreno.

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híbridas […] nacidas allí donde la literariedad se amulata con otras funciones” para argumentar que era incluso “amulatada” y “ancilar” la línea central de la literatura latinoamericana (1995: 109). Esos géneros híbridos —crónicas, discursos, diarios, testimonios—, resultantes de funciones extraliterarias que la literatura asumía en Hispanoamérica, y que analizaba también en sus “Apuntes sobre Revolución y literatura en Cuba”, le servían, de paso, para reafirmar la importancia de la obra de Martí. El otro texto clave del libro, “Para una teoría de la literatura hispanoamericana”, formulaba, asimismo, fundamentos de la crítica latinoamericana de esos años, como el cuestionamiento de supuestos parámetros ‘universales’ que no eran sino la generalización de esquemas metropolitanos.10 Así, y puesto que no había “un mundo uno” (la existencia del Tercer Mundo, según la acuñación de Alfred Sauvy, lo desmentía), no había tampoco una teoría universal ni, de hecho, una literatura “mundial” (1995: 78-79) —aquella Weltliteratur soñada por Goethe y analizada por Marx y Engels que volvería a ocupar, como veremos, un lugar en los debates sobre el comparatismo con el nuevo fin de siglo—. “Frente a esa seudouniversalidad, tenemos que proclamar —decía Retamar— la simple y necesaria verdad de que una teoría de la literatura es la teoría de una literatura” (1995: 82). El señalamiento de diferencias, además, no significaba “ignorar los vínculos que conservamos con la llamada tradición occidental, que es también nuestra tradición” (1995: 87) —mientras en Calibán, recordemos, había criticado a Borges por su “Creo que nuestra tradición es Europa”—. Retamar repetía aquí principios historiográficos centrales, por ejemplo, sobre el Modernismo como asimilador de “elementos de diversas literaturas extranjeras” e iniciador del período

10 En esta dirección, al registrar los “intentos de teoría de la literatura” en Hispanoamérica (que no eran, pues, teorías de la literatura hispanoamericana) como los de Reyes y Portuondo, llamaba la atención sobre la necesidad de no limitarse a formas “del tratado o curso sistemático o metódico”; siguiendo la idea de Gaos sobre el pensamiento español e hispanoamericano, podía encontrarse teoría literaria también en textos de escritores como Martí, Darío, Vallejo, Martínez Estrada, Borges o Paz (1995: 76-77).

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“cosmopolita” que Mariátegui había pospuesto a la época de las vanguardias (1995: 82). Por otro lado, sin embargo, despuntaba la tendencia más predominante en el resto del libro: acorde con la ortodoxia del Quinquenio Gris, el entronizamiento de figuras marxistas de la tradición (Mariátegui, Vallejo, Neruda, Guillén), la reivindicación del proyecto socialista y de la Revolución —que preparaba la unidad latinoamericana (y la de su literatura)— y la monumentalización de Martí. Porque, si tanto Martí como Portuondo eran celebrados por sus lecciones propicias al desarrollo de un pensamiento latinoamericano —en el caso de Portuondo, “su asimilación crítica, desde una perspectiva nuestra, de conceptos y métodos novedosos entonces” (1995: 59), y, en el de Martí, su mandato de un arte propio conjugado con “la voraz asimilación del mundo” (1995: 42)—, también sus enseñanzas servían a la doctrina oficial. Así, pues, Portuondo, quizá el más relevante estudioso marxista luego de Mariátegui, consagraba su obra a Martí, y Martí, como correspondía a un dirigente revolucionario y como Retamar reafirmaba al inicio del libro, anticipaba al Che al considerar la acción revolucionaria “la forma más alta de la creación humana” (1995: 49). Hasta iniciado el “período de rectificación de errores”, Retamar continuaría, en efecto, intentando conciliar el ejercicio de una crítica politizada y modernizada con la labor acrítica de legitimación de la política cultural oficial. En este sentido, su obra se diferenció claramente de aquella ejercida por la mayoría de los latinoamericanistas de orientación sociohistórica (Rincón, Osorio, Cornejo Polar, Rama) —un aspecto clave que Patiño soslaya—. Coincidió, empero, con el latinoamericanismo de esos años cuando Retamar se dedicó a la tarea que mejor supo hacer siempre desde la Casa: religar los horizontes literarios caribeños con los latinoamericanos. Lo hizo, por ejemplo, en su exposición en el VIII Congreso de la Asociación de Literatura Comparada de 1976: “La contribución de la literatura de la América Latina a la literatura universal en el siglo xx” (ese año publicada en la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana e incorporada a la segunda edición de Para una teoría…), donde incluía referencias al Caribe francófono y anglófono y a la literatura brasileña, mientras radicalizaba ciertas nociones del Modernismo (denostando,

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por ejemplo, el “énfasis patético” de Ariel en los valores latinos) (1995: 216, 219). Allí, las recurrentes nóminas de autores y obras (incluyendo las “ancilares e híbridas”), aun sujetas a las arbitrariedades de toda selección, indudablemente contribuían a difundir nombres poco conocidos y a continuar ampliando las fronteras del canon regional. Ahora, a través de la Introducción a la literatura brasileña de Cândido (publicada en La Habana en 1971), incorporaba la Antropofagia, cuya práctica caníbal de “devoración de valores europeos”, junto con la similar operación del negrismo y del indigenismo en el panorama vanguardista, sería antecedente de un extenso corpus de obras que en los 60, en diversas lenguas, manifestaba “la asimilación creadora de una vasta y contradictoria herencia” (1996: 228). Por entonces, además, Retamar expresaba en una encuesta de Jorge Ruffinelli (publicada en 1977 en Texto Crítico) que, más allá de los modelos a seguir, lo fundamental para la crítica era ejercer el criterio, asimilar lo que le haga falta del mundo entero (Valéry decía que el león estaba hecho de cordero asimilado), y arribar a conclusiones propias, genuinas, originales: originales no por ser distintas o raras, sino por ser fieles a aquello que las ha originado. En este sentido, la fuerza de una crítica latinoamericana se pone de manifiesto al ser capaz no sólo de enjuiciar nuestras cosas, sino también las cosas del resto del mundo (1995: 139).

Era ese, sin duda, el núcleo de sentido de su “Calibán”, que en 1971 lo coaligaba con las ideas descolonizadoras del pensamiento latinoamericano y caribeño —como apunté en la “Introducción”, ese mismo año también Silviano Santiago acudía a la frase de Valéry en “El entrelugar del discurso latinoamericano”—. A partir de allí, en varios textos Retamar valoraría la capacidad asimiladora y la toma de conciencia del Modernismo del carácter subdesarrollado de América Latina, confluyendo con críticos como Rama o Cândido. Ahora bien, su insistencia en jerarquizar a Martí y volverlo antecedente del Che o Fidel —su emplazamiento del mito Martí— se volvía una práctica totalmente ajena a aquellos mismos críticos. Esa organicidad con el poder sería, en efecto, objeto de teorización de Rama en La ciudad

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letrada y la razón por la cual la ensayística de Retamar, por muchos años, careció precisamente de análisis críticos específicos de situaciones concretas. Si bien ensayos como “Nuestra América y Occidente” (1975), “Contra la leyenda negra” (1976) y “Algunos usos de civilización y barbarie” (1976-1977) actualizaron perspectivas del planteo anticolonial de Calibán, asimilando ideas como las de Walter Rodney en How Europe Underdeveloped Africa (1972) desde una perspectiva deconstructiva de falsos “universales” (las nociones de civilización y barbarie, humanismo, cultura), el ejercicio teórico se vio entorpecido por su carácter ancilar del dogma estatal, ese marxismo martiano que acomodaba la obra de Martí a la teleología revolucionaria.11 Esa doble intencionalidad de los ensayos se volvía ahora más sutil que en Calibán, cuya factura, entre la diatriba extrema y la reflexión cultural, lo hacía más pasible de descontextualización. Paradójicamente, como Fernández Retamar lamentaba de Ariel (el cual consideraba en primer término una reacción al 98), muchos leyeron su Calibán no como una respuesta al hecho, es decir, el caso Padilla y la situación de los intelectuales, sino como una meditación sobre la identidad latinoamericana que podía ser estrechamente interpretada. 11 Especialmente en “Nuestra América y Occidente”, Retamar volvía a evaluar el Modernismo en función del destino revolucionario y a entronizar a Martí, ahora por oposición a Rodó, “ideólogo burgués nacionalista” (1979: 157). Se podría especular, al respecto, que la crítica de Rama sobre el Modernismo y su defensa adorniana, tantas veces acalorada, de la ‘negatividad’ de la poesía de Darío debatía no solo con el marxismo estrecho de un Marinello, sino también con la generalizada sacralización de Martí desde la Revolución, incluyendo las lecturas de Retamar. La distancia de Rama de Cuba durante esos años se tradujo en el abismo que separa los panegíricos cubanos de su aproximación a la ideología en la obra de Martí. Cabe advertir que fue precisamente “Indagación de la ideología en la poesía. (Los dípticos seriados de Versos Sencillos)” (Revista Iberoamericana, 1980) el primer texto que Rama remitió a Retamar al reanudarse sus relaciones. En la última carta que Rama le envió, al comentar su “Martí en el eje de la modernización poética: Whitman, Lautréamont, Rimbaud” (1983), decía (en compartido código patriarcal): “efectivamente en ese cuadrángulo […] es donde cobra sentido su invención. Todas las demás disquisiciones, que si los españoles, que si Darío, son asuntos de señoritas, así hayan sido tan machos como Marinello…” (Fernández Retamar 1997: 311).

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En una entrevista de 1977 con González Echevarría para Diacritics, Retamar sostenía que había que leer Calibán como un panfleto (género que, a su vez, era reivindicado) y recordar su escritura “en unos pocos días, en medio de una disputa internacional y una serie de errores” (1978b: 83). De allí que sus posteriores ensayos hubieran tratado de atender a las críticas que Calibán había generado, por ejemplo (en “Contra la leyenda negra”), aclarando que su postura no era “anti-española sino anticolonialista”, ni nacionalista en oposición a “la cultura universal” (González Echevarría 1978b: 84). Para González Echevarría, quien por entonces manifestaba gran simpatía por su compatriota, el ensayo podía leerse, dado su “nivel autobiográfico de conversión”, como una novela de la Revolución (1978a: 82); lo cual, en efecto, se correspondía con la intención de Retamar de recuperar a través de sus reflexiones “culturales”, según vimos, un campo compartido de experiencias generacionales. Pero era evidente que el ensayo, empero, no había logrado ni restaurar sensibilidades ni reanimar debates. Uno de los acusados en el panfleto lo había incluso convertido en objeto de una “Respuesta” académica desde Yale: Rodríguez Monegal venía de publicar en la misma Diacritics “The Metamorphoses of Caliban” (1977).12 Y allí, en efecto, el uruguayo ofrecía una aproximación en principio imparcial del texto, señalando que era un “panfleto” probablemente proyectado como una puesta al día de Ariel, en el centenario de Rodó. Desde esa perspectiva, Calibán resultaba una deslectura de Ariel que, acentuando su intención antiimperialista, poco aportaba. En su “respuesta”, pues, en lugar de explicitar la polémica originaria, Rodríguez Monegal volvía a aclarar cuestiones sobre la postura de Rodó respecto de Estados Unidos y a rastrear su apropiación de las figuras shakespearianas. Terminaba ofreciendo un sucinto panorama crítico de las “metamorfosis” de La Tempestad, sin duda más certero que el recorrido panfletario de Retamar, pues precisaba los diversos planteos de los autores y sus usos

12 A su vez, Monegal remitía al artículo “Caliban: The New Latin-American Protagonist of The Tempest” (1976), de Marta E. Sánchez, en la misma Diacritics, uno de cuyos editores era González Echevarría.

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políticos. Finalmente, criticaba la apropiación de Calibán como símbolo identitario de nuestra América: por su ligazón con el mandato del Che de “pintarse” de negro o mulato y “bajar” al pueblo, la propuesta de Retamar rezumaba inautenticidad, racismo y aristocratismo. En su lugar, el uruguayo rescataba al “Caníbal” del Modernismo brasileño —uno de sus intereses críticos—. El “antropófago” era más representativo de una verdadera cultura iconoclasta y descolonizadora: ya en 1928 el Manifiesto de Oswald de Andrade establecía que la cultura se basaba en la asimilación y que una revolución genuina implicaba una liberación en todos los planos, incluyendo el religioso, el mental, el erótico —tiro por elevación a la Revolución cubana—. (Y aquí Monegal, además, recuperaba a Bajtín vía Sarduy) (1977: 82-83). La versión en español del artículo de Monegal, publicada al año siguiente en Vuelta, la revista de Octavio Paz, adquiría tonos más querellantes, con añadidos como “Debido a las lagunas de su formación sobre asuntos latinoamericanos, las observaciones de Fernández Retamar sobre Rodó en su Calibán son inútiles”; su trabajo se sumaba, “en el cementerio de la falsa ensayística latinoamericana”, al “adefesio” de Luis Alberto Sánchez (1978: 25). Pero con excepción de este brote polémico, Calibán había perdido su función panfletaria y desde entonces, especialmente desde el latinoamericanismo situado en la academia estadounidense, pasaba a ser leído como un ensayo cultural. En el mejor de los casos, suscitaría comentarios valiosos, como el de González Echevarría en su “Introducción” a Fernández Retamar para Diacritics. Más allá de su poco valor “desde el punto de vista del contenido”, para González Echevarría eran “su puesta en escena, su forma autobiográfica y las circunstancias en las que fue escrito” las que hacían del ensayo una pieza importante en la historia de la literatura latinoamericana (1978a: 74). Por el contrario, la desatención a estos aspectos y la focalización en el “contenido” determinarían su recepción mayoritaria en los años siguientes. A esta contribuyó nuevamente Rodríguez Monegal cuando, al comentar Ariel en un artículo de 1980 (Revista Iberoamericana), volvió a atacar a Retamar por su reivindicación del “pobre esclavo” como “el mejor símbolo de América Latina” y su “actitud patrocinante hacia el mestizaje americano” (1980: 442). Hubo también, en

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esta línea, acercamientos a las apropiaciones latinoamericanas y caribeñas en bloque —como he apuntado en la “Introducción”—, especialmente desde las academias metropolitanas, que solo explorarían la reivindicación de la figura de Calibán como el ‘rebelde colonizado’ en el contexto de la recepción de La tempestad —deparando, a su vez, críticas desde diversos ángulos, incluyendo las respuestas conservadoras de Bloom en los 90—. Desde una perspectiva deconstructivista, sería nuevamente González Echevarría quien en The Voice of the Masters (1985) incluyera a Calibán en la misma tradición ensayística a la que pertenecía Ariel, demandando una lectura atenta a la construcción de la autoridad literaria, aunque sin detenerse en el texto. También en Calibán, pues, la voz de la autoridad y del poder asumía la máscara del maestro que develaba las ‘claves’ de la identidad cultural, de acuerdo con la característica operación figural del ensayo que González Echevarría relacionaba con el importante papel de la pedagogía desde la fundación de las naciones latinoamericanas. (En el caso de Retamar, era palmaria la conexión establecida entre su figura como ensayista y sus funciones en instituciones de poder). También en 1985, desde el feminismo, Gayatri Chakravorty Spivak, en una lectura apresurada (y marginal) del ensayo, cuestionaba la identificación del autor con “Calibán” en el sentido del nativo/subalterno, en cuanto operación letrada que entrañaba “el riesgo de borrar al ‘nativo’ y proponerse como ‘el verdadero Calibán’, olvidando que es un nombre en una obra, un vacío inaccesible circunscripto por un texto interpretable” (1991: 800). Contemporáneamente, desde el campo de la historia política y la filosofía latinoamericanas, otros autores como Richard Morse (1982) o Leopoldo Zea (1988) aprovecharían las nuevas interpretaciones de las figuras shakespearianas, actualizando el poder religador de los símbolos en la tradición intelectual latinoamericana.13 En la misma

13 Zea se había ocupado ya en su temprano ensayo “Las dos Américas” (Cuadernos Americanos, 1944) del planteo de Ariel, retomando la dicotomía rodoniana materialismo-espiritualismo. En los 80, sin embargo, comienza una reflexión desde problemáticas afines a las planteadas por Retamar (desarrollo y subde-

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dirección, y atendiendo a las lecturas que enjuiciaban su autoritarismo y agresividad, en “Caliban revisitado” (1986) Fernández Retamar se dedicaba a justificar su “panfleto” en su contexto originario, no solo evocando los largos sesenta, sino también la discusión en torno de Mundo Nuevo, el caso Padilla y la ruptura del frente de apoyo a Cuba. Si bien su versión distaba de la del propio Padilla y su esposa, ya exiliados —según Retamar, Padilla había hecho su “autocrítica” por propia voluntad— y no obstante su postura aún defensiva, era evidente la voluntad de liberarse de (y disculparse por) los exabruptos que habían coronado el quiebre de tantas relaciones. Demandando que no se traicionara el ensayo desgajándolo de “una coyuntura concreta llena de pasión y, por nuestra parte, de indignación ante el paternalismo, la acusación a la ligera contra Cuba, y hasta las grotescas ‘vergüenza’ y ‘cólera’ de quienes habían decidido proclamarse, […] fiscales de la revolución”, Retamar explicaba que, sin embargo, no habían sido “sólo aquellas escaramuzas” las que originaran el texto: Desde mucho antes, acuciado por el gran desafío intelectual que nos lanzaba la revolución que vivíamos (y vivimos), había venido acercándome a temas que de alguna manera anunciaban el texto de 1971. […] En

sarrollo, civilización y barbarie, etc.), como puede verse en “Filosofía desde la marginación y la barbarie”, publicado en Casa de las Américas en 1983. Es en Discurso desde la marginación y la barbarie (1988) donde Zea reflexiona sobre la dialéctica Próspero/Calibán, civilizado/bárbaro, colonizador/colonizado, concentrándose en el aspecto del lenguaje como logos (cercano, pues, al planteo de Lamming en Los placeres del exilio). Zea sigue aquí, en verdad, ideas de Richard Morse, cuyo El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo (1982) debe su título a “El mirador de Próspero” de Rodó pero asume ya las nuevas interpretaciones de las figuras (ahora los Estados Unidos son Próspero). En su libro, dice Zea (explicando así su propio título), Calibán deberá apropiar el logos del colonizador al horizonte de sus significaciones, “Naturalmente tendrá que balbucir, barbarizar el lenguaje con el que ha sido dominado, para hacer de él el instrumento de su propia liberación y el punto de partida de la afirmación de una humanidad que no tiene porqué ser discutida ni, menos aún, disminuida. Maldecir es decir mal el lenguaje y la cultura impuestas en relación con los intereses del que se las impuso, pero ahora tendrá que ser en relación consigo mismo, en relación con los propios e ineludibles intereses del replicante” (1988: 34-35).

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general, se trataba de una reinterpretación de nuestro mundo, a la luz exigente de la Revolución. (2006: 111-112)

Esa “luz exigente” era la que había dictado, además de los ensayos que mencionaba (como “Para leer al Che”), las líneas de “Explico al lector por qué al cabo no concluí aquel poema sobre la comuna”, donde Retamar, como vimos, dejaba ver el malestar de los poetas y la situación conflictiva de los intelectuales. Ahora, pasado el fuerte antiintelectualismo del decenio negro, muertos ya escritores y críticos amigos y enemigos (Rama, Cortázar, Rodríguez Monegal), Retamar no se desdecía de su discurso revolucionario antiimperialista —de hecho, atacaba in extenso a Vargas Llosa “(ahora bien alejado de la izquierda)”—, pero distinguía valores estéticos y literarios de posturas políticas y podía afirmar que Fuentes (con quien nunca recompondría relaciones) era “uno de los más importantes narradores latinoamericanos”. Podía asimismo reconocer en Borges a Calibán, concordando con la idea del mexicano Jorge Alberto Manrique, temprano crítico de su ‘panfleto’, porque, en efecto, en la misma descripción que había hecho de Borges en 1971, formulada como un ataque a su eurocentrismo, era posible leer la aptitud ‘calibánica’ del escritor colonizado para asimilar modelos de influencia. De lo que Fernández Retamar claramente se desdecía —mientras en Cuba se iniciaba el “proceso de rectificación de errores”— era del dogmatismo de los años 70, cuando la doctrina del líder había devenido la autoridad discursiva de su propio Calibán. Si en 1971, a pesar de su intento por elevarse como la voz magisterial, era la palabra de Castro la que había dictado el discurso calibanesco —con sus nóminas útiles a la doxa oficial—, ahora Retamar reestablecía su autoridad literaria, reconstruyendo esos mitos y genealogías que en un momento habían aunado a los intelectuales: La tempestad no ha amainado. Pero en tierra firme se ven erguirse los náufragos de La tempestad, Crusoe y Gulliver, a los que esperan no sólo Próspero, Ariel y Caliban, Don Quijote, Viernes y Fausto, sino también Sofía y Oliveira, el Coronel Aureliano Buendía y, a mitad de camino

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entre la historia y el sueño, Marx y Lenin, Bolívar y Martí, Sandino y el Che Guevara. (2006: 116)

Rafael Rojas observa aún una “voluntad de poder” en esta nueva galería de legitimación donde “los personajes de la historia se mezclan con arquetipos literarios y figuras de la ficción”, y el intento persistente de “representar —disolviendo sus diferencias internas— a toda la cultura latinoamericana” (2000: 29-30). Más interesante es advertir que la operación de Retamar volvía a apelar a afiliaciones sesentistas y a un imaginario afín a la cultura de izquierda, aceptando, además, la idea de naufragio. No parecía solo tratarse de una derrota generacional, sino del reconocimiento de errores personales: Retamar justificaba los “cabos sueltos” en “la forma como tuvo que ser escrito Caliban, en unos cuantos días, casi sin dormir ni comer, mientras me sentía acorralado por algunos de los hombres que más había apreciado” (2006: 115). En varios sentidos, su “Caliban revisitado” mantenía, quince años más tarde, las inflexiones panfletarias y autobiográficas del primer Calibán. No obstante, con el auge del deconstructivismo, del poscolonialismo, del feminismo y del boom del subalterno, el problema de su recepción se expandiría en los 90. Quizá por eso, en “Adiós a Caliban”, la “Posdata” a una edición japonesa del ensayo luego publicada en Casa (n.° 191) en 1993, Retamar decidía despedirse “del atormentado, tempestuoso y querido muchacho” que, asumido por él como un “concepto-metáfora” (Spivak) o como un “personaje conceptual” (Deleuze y Guattari), lo había casi despojado de su “magro ser”, convirtiéndose en su Próspero (2006: 86-87). Porque si, por un lado, el ensayo, con sus innumerables ediciones, comentarios y traducciones, lo había integrado a una “vasta familia mundial”, como bien celebraba, por el otro, le había deparado lecturas contrarias a sus intenciones. En los retornos de los 90, pues, el cubano se preocuparía por atender a ambas derivas: como en toda su trayectoria y como en tantos textos contemporáneos (en especial su prólogo a la nueva edición de Para una teoría de la literatura hispanoamericana de 1995), afirmando viejos y nuevos vínculos intelectuales, anudando lecturas y fortaleciendo afiliaciones. Así agradecía, entre muchos otros, al mexicano

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Abelardo Villegas por esa edición conjunta de “clásicos americanos”: Ariel, de Rodó, y su Calibán, el cual acaso no existiría sin aquel hermano mayor del que lo separan setenta y un años, no pocas ideas y la tersa prosa del gran uruguayo, y al que lo une lo demás, y en primer lugar el amor a nuestra América, a la verdad, al arte, al espíritu, hoy tan acorralados; a Leopoldo Zea, que en su magistral vejez acogió y propagó tesis del trabajo; a Jorge Alberto Manrique, Marta E. Sánchez, Rob Nixon y José David Saldívar… (2006: 88).

Por otro lado, Retamar aprovechaba las “observaciones” que estos últimos críticos le hicieran (Sánchez había señalado ya en 1976 el racismo implícito en “Calibán”; Nixon, su machismo) para rectificar algunos puntos y, a la vez, continuar el debate intelectual. En este sentido, asumía positivamente (de modo predecible) la sugerencia de Saldívar de la existencia de una “escuela de Calibán” (1991), iniciada por él mismo, Lamming y Césaire (en el “Prólogo” a Todo Caliban del 2000 se hará eco también de la idea de Lie y D’haen (1997) de la aparición de la “Calibanología”), y anunciaba el agregado de mujeres a su listado, que, en un principio, solo incluía a Violeta Parra. En verdad, la nómina se ampliaba mucho más (“lo que siempre es motivo de discusiones”) y Retamar confesaba que, de no haber sido por lo incoherente que hubiera resultado con el planteo inicial, hubiera añadido a Borges. Además, integraba en nota al pie las apropiaciones desde el feminismo que hicieran de su “Calibán” Sara Castro-Klarén y Beatriz González-Stephan (2006: 88-89). Retamar no solo se mostraba actualizado, sino que recomponía redes intelectuales, acorde con la “liberalización” de la política cultural que Casa de las Américas y su revista comenzaban a evidenciar desde la “Rectificación”, como bien ha analizado Lie (2006), a través de la puesta al día del discurso teórico (posestructuralismo, feminismo, poscolonialismo, posmodernismo), colaboraciones de nuevos críticos como el mismo Saldívar, González Echevarría o John Beverley, y traducciones de Said, Hulme o Pratt. Muchos de los nuevos vínculos que Casa comenzó a aprovechar, especialmente con académicos de universidades norteamericanas, provenían, en efecto, del interés que Calibán había generado. En “Adiós a

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Calibán”, Retamar agradecía no solo a Fredric Jameson entre quienes habían prologado, reeditado o comentado su ensayo,14 sino también a quienes habían organizado un Simposio Internacional Calibán en Italia, incluyendo al uruguayo Jorge Ruffinelli, quien publicara en 1992 los materiales en Nuevo Texto Crítico. En la revista de Stanford aparecía también, al año siguiente, “Calibán quinientos años más tarde”, la exposición de Retamar en la Universidad de Nueva York, incorporada luego a Todo Caliban. Como en tantas otras oportunidades, el cubano volvía a disculparse del sectarismo de su Calibán inicial, pidiendo que las personas allí nombradas se considerasen “aleatorias”, incluso Rodríguez Monegal: hasta ese nombre era también de él: “en cierta forma discuto conmigo, con el que fui, con el que me hicieron; excuse pues el lector la irritación, o entiéndala como un autocastigo, o como un momento hacia otra serenidad” (2006: 99). En el intento por acentuar el carácter religador de Calibán, Fernández Retamar incluso corregía el texto original, por ejemplo, haciéndole “justicia” a The Pleasures of Exile, obra “necesaria para nosotros los caribeños, y no sólo para los caribeños”. En la misma dirección integraba a la cultura calibánica a C. L. R. James y Marcus Garvey, y también a Francisco Bilbao, a quien había descubierto recién en 1972: “¡Y con tanta ignorancia —agregaba— me creía digno de hablar en nombre de Caliban! Decididamente, nos habían enseñado (pretenden seguir enseñándonos) el mundo de cabeza. Me he pasado más de la mitad de mi vida intentando contribuir a ponerlo sobre sus pies” (2006: 91). En efecto, la tarea de recomienzos y reacomodamientos era uno de sus fuertes, y aunque Retamar no podía cambiar ciertas opiniones coyunturales, fundamentaba aquel ensayo en “puntos de vista que se remiten en primerísimo lugar a Martí, mi maestro absoluto, y también a Bolívar, a Ortiz, a Mariátegui, a Martínez Estrada, a Fanon, al Che, a muchos otros (por ejemplo, aunque no siempre se note, a mi entrañable Haydée Santamaría)” (2006: 91). Como se ve, Retamar se apartaba ahora del punto de vista

14 El prólogo de Jameson a Caliban and Other Essays, traducido al español, se incorporó a la edición de Todo Caliban (2004).

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de Fidel Castro, una ausencia notoria en las definitivas revisiones de Calibán. Rojas, quien, como apunté en el capítulo anterior, advertía una primera ‘mutación’ en la carrera intelectual de Fernández Retamar con el advenimiento de la Revolución, observa en esta etapa un nuevo tránsito, de lo que denomina el “anticolonialismo armado” de los 60 al “nacionalismo poscomunista” en que “recupera, aunque cautelosamente, el rol del letrado, profundizando su funcionalidad orgánica bajo el poder e insertándose en el circuito académico de los estudios latinoamericanos en Estados Unidos” (2006: 282). Ya Horacio Machín había sostenido un argumento similar, precisamente en el libro que el latinoamericanismo del Norte (en este caso, la Universidad de Pittsburgh) le dedicó al cubano en el año 2000: Roberto Fernández Retamar y los estudios latinoamericanos. Mientras para Rojas, luego de la caída del Muro, Retamar retorna a su posición prerrevolucionaria, esteticista y cercana a Orígenes, abandonando la violencia anticolonial de sus textos anteriores, Machín ve en el cubano una renovación intelectual que, si bien no es explícita, se evidencia a través de lo que denomina “sus estrategias cosmopolitas en la academia americana” (2000: 165). Circulando por las redes de los estudios anglosajones, Retamar adoptaría una figura de intelectual poscolonial, posmoderno y hasta diaspórico y, gracias al interés de académicos como Spivak o Beverley en “Calibán”, se convertiría “ya no en un clásico del pensamiento hispanoamericano, sino en un autor canónico de los estudios culturales latinoamericanos en Estados Unidos” (Rojas 2006: 307). Ahora bien, amén del viraje desde mediados de los 80 y del retorno a una concepción de autonomía —manifiesta en el título de su compilación de ensayos del 2000: La poesía, reino autónomo—, tanto en la escritura como en las actividades institucionales de Fernández Retamar pervive un compromiso latinoamericanista que, lejos del ‘repliegue’ característico del prerrevolucionario grupo Orígenes o la despolitización posmoderna que implicarían las funciones académicas en Estados Unidos, es asumido como continuidad de la resistencia de los 60/70. Es, aún, una postura marxista martiana, si bien actualizada con nuevas corrientes teóricas y ajustada a un contexto en que el letrado, en efecto, ha perdido su potencial discursivo, sus utopías revolu-

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cionarias y, en el camino, varias amistades entrañables (testimonios de ese nuevo panorama son, sin duda, sus poemas de Aquí (1989-1994) “Mi hija mayor va a Buenos Aires” y “Con Haroldo Conti para que como Haydee nunca se muera”).15 Como afirmaría en los efectivos retornos, los temas que habían originado el ensayo seguían preocupándolo, al igual que la posible consideración de que su Calibán llevaba “agua al molino de cierta concepción, que me es completamente ajena e inaceptable, del mestizaje: el cual en el texto es considerado sobre todo en sentido cultural más que étnico” (2006: 91-92). Así, pues, Retamar asimilaba las lecturas desde el feminismo, el poscolonialismo y los estudios culturales y corregía la “figura” atendiendo a la diferencia “tanto étnica como sexual”, aggiornando su antirracismo martiano con las nociones de “transculturación”16 e “hibridez” y, a la vez, alertando del “peligro de todas esas nociones…” (2006: 99). Las rectificaciones se orientaban, en efecto, a integrar a Calibán en las nuevas tramas discursivas, pero menos en cuanto estrategia profesional, como sugiere Machín, que por afán colectivista, legado de los largos sesenta. Luego de la caída del Muro, dada la nueva ‘situación del intelectual latinoamericano’ —y caribeño—, las redes se extendían indefectiblemente hacia el Norte, y la Revolución ya no enjuiciaba a quienes allí se dirigían. Así, pues, su “Calibán quinientos años más tarde” fue expuesto por Fernández Retamar en 1992 en una mesa redonda compartida con Serge Gruzinski y Kamau Brathwaite en Nueva York. El texto fue luego presentado en diversas universidades de Estados Unidos, así como en Buenos Aires, Xalapa, Veracruz, Madrid y Florencia. Mientras en esta serie de retornos Retamar volvía sobre aquellos temas fundantes

15 Los versos finales rezan: “Porque quién va a creer que Haroldo Conti va a morirse / o que va a morirse nuestra Haydée de aquel pistoletazo que empezó hace añales un 26 / Mientras haya necesidad de la belleza necesidad de la justicia / Necesidad” (1999: 238). Santamaría, como se sabe, se suicidó un 26 de julio de 1980 (aniversario del asalto al Moncada), en el contexto del éxodo del Mariel. 16 La incorporación de la noción de Fernando Ortiz se relacionaba sin duda con la “Rectificación”, al igual que la progresiva identificación con Orígenes y el rescate de Lezama Lima.

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del latinoamericanismo de los 60 —colonialismo, imperialismo, capitalismo, desarrollo, dependencia, metrópolis/periferias, civilización/ barbarie (el Quinto Centenario, por cierto, propiciaba esas revisiones)—, defendía nuevamente su uso metafórico (y cada vez más religador) de Calibán. Retamar acusaba recibo de teorías y terminologías en boga (por ejemplo, el binomio Norte-Sur), pero seguía sosteniendo un discurso marxista reacio a los posts, atento a las “falsedades de Próspero” que ahora disfrazaban el neocolonialismo de postcolonialismo, “confundiendo rasgos políticos más bien superficiales con profundas y decisivas estructuras socioeconómicas” (2006: 170-171). Por un lado, en sus revisitas, Fernández Retamar se desprendió crecientemente de la autoidentificación con Calibán y borró sus inflexiones étnicas, genéricas y hasta culturales para terminar metaforizando cierta ‘existencia’ representativa de los “pobres” o “condenados” de la tierra, según se adoptara la expresión martiana o fanoniana. En respuesta a Spivak, sin embargo, reivindicó la figura como “poderoso concepto-metáfora”, “en forma alguna solamente ‘un nombre en una pieza’”. Seguían existiendo Próspero y Calibán: “subdesarrollantes” y “subdesarrollados” que vivían tanto en lo que ahora se denominaba el Sur como en el Norte, cada vez más inundado de migrantes (2006: 147). Por otro lado, el cubano se preocupó por aclarar (sin duda, asimilando las ideas de Zea o Lamming) que hablaba desde y no sobre Calibán, como una posición genuina desde la cual ver y decir: Tal genuinidad de la mirada, para mencionar un ejemplo de otra importante zona del mundo, explica el hecho de que no haya escritor más inglés que aquel cuyas historias ocurren no sólo en su pequeño país sino también en Verona, en Venecia, en Roma, en Dinamarca, en Atenas, en Troya, en Alejandría, en las tierras azotadas por el ciclón del Mediterráneo americano, en bosques hechizados, en pesadillas inducidas por el ansia de poder, en el corazón, en la locura, en ninguna parte, en todas. (2006: 148)

Asumiendo el dilema de la representación del subalterno, y sin el complejo intrínseco al mito de la transición que había alimentado las figuraciones shakespearianas en su primer Calibán, Retamar comenzó

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en estos años no solo a adoptar un discurso de modulaciones esteticistas, (borgesianamente) cosmopolitas, sino también a autoidentificarse con Ariel. Era “particularmente el problema del rol de los intelectuales en el proceso de descolonización y liberación nacional” lo que el ensayista había abordado en “Calibán”, como explicaba en una entrevista, y este, desde su perspectiva, se había agudizado (Diana y Beverley 1995: 423-424). Desde esa posición asumidamente letrada, y recuperando la noción de autonomía que se había clausurado en los 60, Retamar seguiría denunciando “la ideología de Próspero”: “Más que nunca hoy, cuando proclaman la muerte de las ideologías (y de paso de muchas otras cosas: de la utopía a la historia, de los sujetos a los grandes relatos legitimadores, del hombre al superhombre, de la modernidad a la totalidad, del autor al arte, y por supuesto del socialismo)” (2006: 154). A aquellos “domesticados Arieles cibernéticos” (Lyotard, por ejemplo) que consideraban demodé palabras como imperialismo, Fernández Retamar les respondía que este solo había muerto “en el papel (y ahora, renacido, se llama globalización, neoliberalismo, mercado salvaje, debilitación del Estado en los países pobres, transnacionalización, privatización, nuevo orden mundial… y hasta democracia y derechos humanos, que es llevar el sarcasmo un poco lejos)” (2006: 164-165). Volviendo a hacer uso de esa terminología que él mismo (y luego Rodney) propusiera, acusaba a los países aún subdesarrollantes y al FMI que “está devastando de nuevo las tierras de Calibán” (2006: 159). En esta línea, Fernández Retamar aprovechó el potencial de su planteo original, bien recibido por críticos culturales (pos)marxistas como Fredric Jameson y Edward Said, para reconstruir redes intelectuales, aunque estas afiliaciones, como contrapartida, contribuyeran a la proliferación de papers que, en muchos casos, no se precavieron de los “riesgos de las metáforas” ya apuntados en 1997 por Cornejo Polar. (La reflexión del peruano, por cierto, no solo comienza tomando prestada la idea de Fernández Retamar, también sirve para explicar los avatares de “Calibán” y su recepción desde los 90). Por entonces, las tempestades caribeñas eran convertidas por la crítica en ese “extraño artefacto totalmente hecho en inglés —precisamente— en el idioma

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de la hegemonía que habla para sí de lo marginal, subalterno, poscolonial” (Cornejo Polar 1997: 344). Consciente de estos usos, Fernández Retamar manifiesta su visión crítica de las teorías post, que, al igual que los neos y los antis de antaño, debían ser cuidadosamente asimiladas. No se trataba de rechazar el posmodernismo en cuanto teoría metropolitana, sino de tener en cuenta que la categoría post “sólo puede ser entendida y evaluada conociendo cuándo y de dónde proviene” (Diana y Beverley 1995: 424425). Retamar mantenía así distancia con la noción de poscolonialismo, pero se afiliaba con la postura intelectual de Said y distinguía el posmodernismo de un Francis Fukuyama de aquel de Jameson. Casa había publicado (incluso tempranamente) su ensayo “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío” en 1986 y Jameson, a su vez, diría en su “Prefacio” a Caliban and Other Essays (1989) que Calibán resultaba un “equivalente latinoamericano” del posterior Orientalismo de Said (2004: 13). Retamar no debía coincidir con la otra idea allí esgrimida, respecto de Cuba como una nación poscolonial, lo que habilitaría luego el apresurado comentario de Said en Cultura e imperialismo (1993) sobre Calibán, donde la serie de apropiaciones latinoamericanas y caribeñas de La tempestad perdía sus especificidades y donde aparecían incluso datos erróneos. Pero lo cierto era que entre estas lecturas metropolitanas existían afinidades electivas que Fernández Retamar luego volvía a aprovechar publicando en Casa (n.° 200, 1995) la traducción del apartado de Said que afiliaba a su Calibán con la “cultura de la resistencia”. Varios críticos observan en estas recepciones desde el Norte una reedición del histórico consumo de la literatura latinoamericana como materia prima de exportación, en línea con el alerta de Cornejo Polar. Precisamente desde esa perspectiva Iván de la Nuez, uno de los jóvenes de la “diáspora” cubana localizada en España en los años 90, volverá a apropiarse críticamente de las figuras shakespearianas para proponer, como veremos en el próximo apartado, una fuga de los arquetipos identitarios convertidos en mercancía posmoderna. Quintero Herencia, por su parte, incluso advierte sobre los tonos celebratorios de Jameson respecto del ensayo de Fernández Retamar y del proceso revolucionario cubano y su creencia ingenua, o anacrónica, en la ciudad

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de La Habana como “capital alternativa” de las Américas y el Caribe (2002: 78). Ahora bien, aunque la perspectiva de Jameson (a la sazón, previa a la caída del Muro) resultaba sin duda excesivamente condescendiente tanto con Fernández Retamar como con la Revolución, no era desacertada su idea de que Caliban and Other Essays podía leerse “como una larga pero múltiple meditación sobre el problema del propio internacionalismo…” (2004: 14). Porque no solo La Habana y, en particular, la Casa de las Américas habían, efectivamente, conformado un polo de religación en la región —como aún pensara Rama pasada la euforia revolucionaria—, sino que era el afán por mantener —o recuperar— esa suerte de Internacional de intelectuales la mayor continuidad que existía entre Calibán y los nuevos contextos, intención que, a su vez, afiliaba a Jameson con Retamar. Para el estadounidense, la misma traducción de Calibán podía servir para “aguijonear” a sus colegas, que habían perdido su función como intelectuales, y también para reforzar la “solidaridad cultural” con América Latina, especialmente con Cuba (2004: 11-12). En línea con Retamar, Jameson demandaba asimismo una nueva concepción de literatura comparada o mundial que hiciera frente al imperialismo cultural, “un nuevo internacionalismo” sustentado en “redes críticas por medio de las cuales los intelectuales de un país adquieren información sobre los problemas y debates intelectuales de otro” (2004: 16-17). Esa preocupación seguiría reflejándose en el caso de Fernández Retamar a través de su persistente afiliación con escrituras descolonizadoras, aun de modo retrospectivo: así, en 1999, en “Calibán ante la Antropofagia”, el cubano articularía su caníbal con el antropófago brasileño, según decía, a pedido de un colega, pero reconociendo las temprana recepción de Rodríguez Monegal y reforzando, con Haroldo de Campos, los sentidos de asimilación crítica de las figuras.17 Eran, precisamente, los principios fundantes de la literatura latinoamericana

17 El ensayo fue publicado en una entrega, “Antropofagia hoy”, de Nuevo Texto Crítico (n.° 23-24) e incorporado a la edición ampliada de Todo Caliban del 2000.

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los que estaban representados tanto por el caníbal como por su Calibán, y Retamar aclaraba que solo por desconocimiento había omitido este antecedente en 1971 (2006: 188). Lo interesante era que, ahora, Retamar se afiliaba con Oswald de Andrade por su “aliento” de poeta, mientras subrayaba que solo durante la etapa comunista del brasileño “la Antropofagia durmió en él (o casi), para reaparecer después con rostro alterado”, citando la confesión de Oswald de que luego de su salida del PC había sentido “una libre y excelente recuperación intelectual” (2006: 186). Quizá teniendo en mente esa reaparición del antropófago, el cubano concluía que ambas figuras tenían vigencia (2006: 193). De hecho, habían sido reapropiadas por su amigo Darcy Ribeiro en Utopia selvagem. Saudades da inocência perdida. Uma fábula (1980), y el antropólogo, además de incorporar allí a un “Calibã”, había escrito el prefacio a la versión brasileña de Calibã e outros ensaios en 1988. Mientras en la Cuba poscomunista Retamar también se recuperaba intelectualmente, su Calibán reaparecía con rostro alterado. En el año 2002, con motivo del homenaje que recibiera en la Feria del Libro de Guadalajara, el cubano no solo se anudaba con Orígenes y recordaba a dos poetas fallecidos, entre los que se encontraba Heberto Padilla, sino que se autofiguraba en un andrógino Ariel, volviendo a las fuentes shakespearianas y, así, reubicando a Calibán en el reino autónomo de la poesía: Cuando escribía Caliban, que fue como un rapto, […] me encerré en un cuarto, casi ni dormía ni comía, como cuando se escribe poesía. Una de mis hijas, Teresa que está aquí, en aquel momento tenía una gran predilección por Shakespeare, […] me preguntó, qué estás haciendo papá. Yo traté de sintetizarle sobre qué estaba escribiendo, aunque yo mismo no lo sabía, porque aquello crecía y crecía, y no sabía adónde iba a parar. […] me dio en el pecho y me dijo, ‘pero cómo puedes hacerle eso a Shakespeare, él es Ariel’, y yo le dije, sí, mi hija y yo también. (Fernández Retamar, cit. en Hernández-Lorenzo 2002)

Estos retornos románticos de Ariel no excluían los de los “espectros de Marx” que, como celebraba Retamar desde su “Prólogo”

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a la nueva edición de Para una teoría… (1995), eran reivindicados por Jacques Derrida. Porque tampoco el franco-argelino cejaba en la búsqueda de una nueva Internacional contra la intelectualidad de derecha que declaraba la caducidad de los grandes relatos. Tales eran, en definitiva, las “Alternativas de Ariel”, según reafirmaba Retamar en un texto donde, comenzado ya el siglo xxi,18 seguía discutiendo con quienes consideraban utópicos los proyectos autónomos en nuestra América. Adoptando la figura shakespeariana como “metáfora del intelectual, según más de un autor ha propuesto”, el texto estaba dedicado In memoriam Edward Said, quien había seguido hablando de imperialismo “cuando no era de buen tono en los predios académicos el uso del término […] ni la consideración de la cultura a la luz de las depredaciones de aquél…” (Fernández Retamar 2004b: 42). En defensa de la propia tradición y de quienes continuaban el espíritu creativo de los 60 (en una genealogía que se remontaba a la Reforma Universitaria), Retamar volvía aquí a afiliarse con una larga lista de intelectuales, escritores, sociólogos del Sur y del Norte que mantenían un discurso de izquierda en contra del imperialismo cultural: Pierre Bourdieu, quien denunciaba “la nueva Vulgata planetaria” procedente de las universidades estadounidenses, o Abril Trigo, quien (retomando el legado de Marcha) defendía los estudios culturales latinoamericanos, en ningún modo subsidiarios “de unos supuestos cultural studies universales y en inglés”. La alternativa, pues, de Ariel era esa tradición internacionalista ahora también reivindicada por Bourdieu, “un nuevo internacionalismo” de intelectuales que, según la entusiasta visión del cubano, era celebrado asimismo por Pascale Casanova en La República mundial de las Letras: una “Internacional desnacionalizada de los creadores” que el propio Retamar seguía proyectando en sus textos, en una evidente continuidad consigo mismo y con su Calibán.

18 Conformó la intervención de Retamar en un Foro de la Unesco celebrado en París en diciembre de 2003 y se publicó en la revista Casa al año siguiente.

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5.2. De la utopía a la intemperie: “El destierro de Calibán” de Iván de la Nuez Calibán no puede vivir sin rebeldía, aunque sea contra sus propios padres. Es capaz de elegir un camino diferente y eludir lo que le está pactado como destino en La tempestad, en el círculo vicioso de una isla que se consume a sí misma, sin salida, en las querellas entre la rebeldía, el poder y la alta cultura. (Iván de la Nuez, “De la tempestad a la intemperie. Travesías cubanas en el poscomunismo”, 1999)

En 1991, en el contexto de la crisis económica desencadenada con el colapso de la URSS, eufemísticamente llamado, como se sabe, “período especial en tiempos de paz”, el joven Iván de la Nuez aprovecha su primer viaje a un país capitalista —México— para desertar, “según la nomenclatura migratoria cubana” (Ponte 2008: 26). Nacido en 1964 en La Habana, es uno de los hijos de la Revolución en los que el Che depositara sus esperanzas, pero, lejos de acercarse al ideal del hombre nuevo, ya era visto por la dirigencia como un posible disidente, aunque hasta entonces solo constataba la imposibilidad de proseguir libremente sus proyectos. Graduado en la Facultad de Historia, Filosofía e Historia del Arte de la Universidad de La Habana, integró, pues, lo que sería conocido como “la diáspora de los 90” y se asentó finalmente en Barcelona. Esa experiencia generacional o grupal, en efecto, es el eje desde el cual el cubano se apropia de las figuras de La tempestad en “El destierro de Calibán. Diáspora de la cultura cubana de los 90 en Europa”.19 El ensayo fue publicado en 1997 en el n.° 4-5 de la revista madrileña Encuentro de la cultura cubana, dirigida

19 Según consigna el autor en su blog (http://www.ivandelanuez.org/), fue publicado originalmente en Memoria de un viaje. Artistas cubanos en Europa (Valencia, 1996) y tuvo sus “prolegómenos” en otros dos textos previos publicados en México y Madrid. El ensayo es recogido en la compilación Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: Invasiones artísticas en las fronteras políticas. 1989-2009 (Barcelona, Debate, 2010), donde De la Nuez dedica un capítulo a cada uno de los 20 años del período; “El destierro de Calibán” constituye el capítulo correspondiente a 1991.

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por Jesús Díaz, un espacio proyectado como núcleo integrador de la producción en el exilio y en la isla.20 Si bien desde ese punto de vista autobiográfico el ensayo reedita ciertas claves de Los placeres del exilio (1960), de George Lamming, se distingue de este en varios sentidos. De la Nuez, en primer lugar, no ansía una nación, sino que de esta escapa. Como expresara Fredric Jameson en 1989 (aún con ánimo elogioso), en Cuba los seres humanos estaban “desde el inicio condenados a la política…” (2004: 11); para De la Nuez, en esa condición radica precisamente el malestar, y el deseo de fuga, de la cultura cubana: no se trata solamente de una fuga desde una realidad económica precaria (como suele decir el régimen cubano), ni de una disidencia exclusivamente política (como acostumbra a decir la jerarquía oficial del exilio). Se trata, ante todo, de un fenómeno de orden cultural bastante elocuente. Es la fuga de lo que Adorno localizó como “la vida dañada”, el continuo escape de un tiempo saturado, confiscado por la política (tanto en la isla como en las plazas del exilio) que demanda continuamente a los sujetos cubanos una definición ante el proyecto como una definición, también, ante la muerte. (Pensemos en el “Morir por la Patria es vivir”, del himno nacional cubano, o los slogans que han acompañado a su modernidad: desde Independencia o Muerte hasta Patria o Muerte, o Socialismo o Muerte). (1997: 142)

El propio destierro es, en efecto, tanto el tema del ensayo como la fuente de donde extraer los placeres. Como apunta De la Nuez en nota al pie, la reflexión sobre la diáspora cubana constituyó incluso su proyecto de investigación “Absolut Island” en 1996, cuando obtuvo una beca de la Rockefeller Foundation. También Lamming, como vimos, tematizaba las propias condiciones de inteligibilidad, ese problema que, según Weinberg, enfrenta el ensayo cuando a la colonialidad se le suma la situación 20 En el editorial del n.° 4-5, donde Díaz celebra el primer año de Encuentro y explicita ese propósito integrador, anuncia la incorporación de De la Nuez a la redacción. (Cabe recordar que Díaz era quien había ocupado la dirección de El Caimán Barbudo cuando se publicó el polémico artículo de Padilla en 1967, que provocó su destitución y la de todo su equipo; cfr. nota 20 en el capítulo anterior).

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de la migración o el exilio (2001: 51). Ahora bien, mientras Lamming en los 60 firma sus ensayos con un nombre adquirido como autor (como novelista negro), De la Nuez hace de su propia condición de “Calibán desterrado” o poscomunista en el paisaje global (subtítulo de su posterior El mapa de sal) su vía de autorización como ensayista. Ha ganado, sin duda, cierto prestigio en Barcelona (es curador y crítico de arte), pero cuenta, además, con una tradición cubana y latinoamericana que lo respalda. De hecho, no solo ingresará rápidamente en el periodismo cultural, sino que también será publicado por importantes editoriales españolas.21 En este sentido, su posición claramente difiere de la de Lamming frente a un texto como La tempestad y se revela ya en su primer ensayo dedicado a “Calibán”, aunque también pueda observarse en los textos que luego retornan a las figuras shakespearianas. (Una marcada característica de De la Nuez es la de expandir núcleos previos, “ensayar es ensanchar” —dirá en una entrevista con Antonio José Ponte— (2008), aunque no aluda allí al riesgo, cierto, de repetirse).22 Al exi-

21 Antes de salir de Cuba, la Editorial de Ciencias Sociales de La Habana publicó su libro La democracia cristiana en la historia de Chile (1989). Ya en el exilio, además de varios títulos en editoriales más pequeñas, publicó El mapa de sal en Grijalbo-Mondadori (2001), Fantasía Roja y el citado Inundaciones en Debate (2006, 2010), El comunista manifiesto en Galaxia Gutenberg (2013) y las antologías: Paisajes después del Muro en Península (1999) y Cuba y el día después, en Grijalbo-Mondadori (2002). 22 En El mapa de sal (2001), De la Nuez explicita su propósito de continuar la fuga de La balsa perpetua (1998). El texto reproduce pasajes de sus ensayos previos y retoma “El destierro de Calibán”, pero aborda también la inundación post-Berlín: la “occidentalización” del mundo tanto como los efectos de la caída del Muro en Occidente. A su vez, Fantasía roja. Los intelectuales de izquierdas y la revolución cubana (2006) es presentado como una continuación de los libros anteriores. Allí, además de retornar incluso a las figuras de La tempestad, De la Nuez ofrece lecturas agudas del “discurso utópico” de la Revolución y sus “mitologías” según la izquierda occidental (desde el emblemático Sartre). La perspectiva sigue siendo la que aquí analizo a partir de sus primeros ensayos: la de un cubano de izquierda tan crítico de la Revolución como de la sociedad capitalista en la que se encuentra, y especialmente crítico de la fetichización de Latinoamérica, de Cuba y la Revolución, la cual lo lleva a cuestionar incluso a músicos contemporáneos como Sting o David Byrne, cuyo ‘altermundismo’ es sarcásticamente puesto en duda (2001: 96).

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liado cubano, en verdad, no le interesa el texto ‘original’; su querella se entabla con “La tempestad” de la tradición latinoamericana. Pero, curiosamente, o de manera reveladora, el Calibán de De la Nuez, a pesar del gesto parricida, debe más a sus padres de lo que a primera vista parece. Cree desviarse de los precursores y modula, a fin de cuentas, un discurso semejante, aunque a partir de un nuevo punto de partida —o de fuga—. Por un lado, De la Nuez reconoce el peso de la tradición latinoamericana y observa que incluso ‘afuera’, la “idea de un Calibán al que sólo le queda ‘maldecir en lengua ajena’” resulta “rentable”: La fuerza de este paradigma es tan poderosa, que incluso muchos intelectuales cubanos que salen al exilio lo renuevan continuamente. No importa que algunos de éstos hayan sido, en La Habana, francófilos, posmodernos, urbanos, “descontextualizados”. No importa, siquiera, que desbarren políticamente del régimen de La Habana. A la hora de establecer la compra-venta de identidades “exóticamente correctas” que impone la Europa posmoderna, nuestros artistas y escritores asumen el token y regresan al arquetipo del cual reniegan ideológicamente, pero cuya rentabilidad cultural no deja lugar a dudas. (1997: 138)

A su vez, en relación con el propio campo intelectual cubano y latinoamericano, el arquetipo de Calibán es un buen pretexto para seguir discutiendo. (Y, en cualquier caso, De la Nuez se dirige a una diversidad de lectores). La tempestad ha alcanzado un funcionamiento autónomo periférico, sus propios códigos e interpretaciones: es aún un texto de comienzos, particularmente en función de la propia tradición. El escritor latinoamericano, además, no necesita ya autorizar sus apropiaciones o abducciones, que a fines de los años 80, con las teorías sobre la posmodernidad, son operaciones legitimadas y hasta celebradas por el ‘centro’, como el mismo De la Nuez reflexiona a partir de lecturas críticas como las de Nelly Richard. De la Nuez es consciente de que, al apropiarse de modo rebelde de los arquetipos latinoamericanos, debe tomar una nueva dirección. Su ensayo, de modo significativo, acude ahora a Shakespeare para legitimar su desvío de las tempestades latinoamericanas. El epígrafe, de La

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tempestad, constituye una habilitación para seguir un curso propio y más que apropiado a las nuevas circunstancias, donde la figura central es la de la fuga transatlántica (aunque De la Nuez no huya por el mar, su horizonte es, también, el de la crisis de los balseros): “¡Y ahora, viento, sopla, hasta que revientes, visto que tenemos sitio para maniobrar! (La tempestad, Acto Primero, Shakespeare)” (De la Nuez 1997: 137). La invocación shakespeariana, ciertamente cara a De la Nuez, auspicia también su comienzo en el libro publicado al año siguiente, La balsa perpetua. Soledad y conexiones de la cultura cubana (1998), donde otra vez el ensayista parte de La tempestad inglesa para fugarse de sus reinscripciones latinoamericanas. Pero ya en “El destierro de Calibán”, con el fin de evitar la trampa de la estetización del bárbaro —típica de “lo que Lyotard ha llamado una moralidad posmoderna: aquella en la que podemos acudir a contemplar nuestras peores catástrofes en un museo”—, el cubano hace explícito su método, avalado por el mismo Shakespeare: La idea, aquí, es utilizar otro recurso shakespereano —el envés de la trama— y perseguir ese momento en el que Calibán, percatado de la inutilidad de su lucha, opta por abandonar la ínsula y atraviesa el océano para explorar, sobrevivir, dejando algún rastro en el mar. Ese rastro —que, como toda huella acuática, es casi inexistente— es el que me interesa pensar, porque reniega del arquetipo, a la larga fatalista y colonizado, de un bárbaro que hace de su rebeldía una condición más que una estrategia. (1997: 138-139)

El desvío de De la Nuez en relación con ‘el arquetipo’ es presentado de modo tan natural que resulta totalmente desvergonzado: muy lejos de Lamming, quien con sumo cuidado leía entre líneas los diálogos shakespearianos; lejos también de Fernández Retamar, que autorizaba su Calibán en las fuentes del drama e inventariaba reescrituras previas; más lejos aún del francófilo Rodó, quien atendía incluso a las mediaciones parisinas de Shakespeare. De la Nuez discute únicamente con el canon latinoamericano, pero lo hace casi de oídas, según aquello que las figuras shakespearianas han pasado a representar para él. No conoce (ni de segunda mano) la versión de Lamming (la cual,

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dicho sea de paso, será traducida por Casa de las Américas y prologada por Fernández Retamar en el 2007). El Calibán de Retamar es su supuesto antecedente, pero está claro que no lo ha leído —por lo menos, no últimamente—; sus referencias bibliográficas son, además, incorrectas.23 No solo las menciones al ensayo parecen provenir solamente de un texto de Antonio Benítez Rojo (como apunta en nota al pie, “Carnaval, Caos e insularidad”, que De la Nuez recogió para su antología Cuba: La isla posible de 1995), sino que su apropiación, en tanto lectura correctiva de sus precursores, demuestra un acercamiento tan poco riguroso como el de aquellos papers cuestionados por los mismos años desde el latinoamericanismo. De la Nuez parte, en apariencia, de la fórmula integradora de Retamar: “Por el influjo de la revolución cubana —recuerda—, Calibán llegó a convertirse en un prototipo caribeño, compuesto en tres lenguas por escritores tan diversos como Roberto Fernández Retamar, Edward Brathwhite (sic) o Aimé Cesaire” (1997: 138), pero luego funde con esta interpretación su misreading de las figuras: “el sujeto histórico cubano ha aparecido, identificado con Calibán, paradigma de la barbarie y rebelde ejemplar, siempre necesitado de optar y renegar entre el pragmatismo norteamericano (Próspero), o Ariel, el espiritual maestro que representa a la alta cultura europea” (1997: 137). ¿Se trata de una deformación creadora o de una lectura errónea involuntaria y hasta despreocupada? Parecería ser lo segundo, lo cual constataría la idea de Said en Beginnings de que tanto el mero azar como la ignorancia juegan un papel en lo que Valéry denominó los

23 De la Nuez consigna en nota al pie que el ensayo “aunque se publicó como libro en 1971 (Calibán y otros ensayos) data de 1969”, sin duda por una rápida lectura de Calibán, donde Retamar se refiere al germen de su ensayo en “Cuba hasta Fidel”, de 1969. De la Nuez no parece conocer las publicaciones originales de 1971 ni tampoco el libro al que refiere, que es una compilación posterior. En La balsa perpetua (1998) remite nuevamente a “Calibán y otros ensayos, Paris, Maspero, 1971, ed. bilingüe”, confundiendo la fecha original con las antologías posteriores y la traducción al francés (por Maspero, pero de 1973 y con otro título). También existen imprecisiones respecto de la edición de Jameson en Estados Unidos.

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“logros derivados” (1985: 15). Porque, en cualquier caso, De la Nuez se desvía de los pre-textos, cumpliendo con su objetivo fundamental que es, en definitiva, el de reflexionar sobre la situación de artistas y escritores cubanos —por derivación: latinoamericanos— diaspóricos en los 90. El ensayista encuentra en el rebelde Calibán una figura de la comercialización y el consumo de la cultura de la ‘periferia’ por los ‘centros’ (¿quizá retorne aquí también a La tempestad shakespeariana, donde Trínculo y Esteban especulan con exhibir al monstruo en Europa?): El propio arte cubano ha persistido en acentuar la barbarie implícita de su cultura y en identificarse con Calibán, el isleño a quien Próspero arrebatara su isla e impusiera su lengua. Desde que Roberto Fernández Retamar lo echara a andar en 1969, y lo reciclara sucesivamente hasta 1991 —curiosamente, el año en que comienza la llamada diáspora—, median 32 años de una cultura que ha mirado con avidez a Europa o Estados Unidos para reconstituir sus arquetipos, emprender sus proyectos y componer las armaduras para su viaje por la modernidad. (1997: 138)

Al año siguiente, en La balsa perpetua, De la Nuez ensancha su lectura de “El destierro de Calibán” inundando su texto de metáforas marítimas y navegantes. El libro, además, reproduce ilustraciones del pintor cubano-estadounidense Luis Cruz Azaceta, cuya balsas inspiran el título de De la Nuez y, como él mismo desarrolla en la última “costa”/capítulo, emblematizan “El éxodo como poética” —la poética del ensayo—.24 El autor termina afiliando a Calibán con el balsero de Azaceta y amplificando la idea ya planteada de enfrentar el dominio de la historia desde la conciencia espacial con la “transgresión del te-

24 Como el autor explica en el “Aviso a las embarcaciones mayores”, el libro consta de seis “costas” que “siguen la estela del ensayo” y son sucedidas por “travesías”, definidas como “testimonios o apuntes de los temas narrados”, “navegaciones frágiles sin una identidad apresable”. Los seis capítulos exploran “el multiculturalismo, la posmodernidad en las sociedades periféricas, los efectos insulares de la globalización, la persistencia de la izquierda latinoamericana, el regreso del canon occidental, la mirada de Europa, el exilio” (1998: 17).

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rritorio” (1998: 163). Es evidente que el texto es una reflexión sobre el fenómeno de la globalización que en los 90 ocupa a los ‘intelectuales’ (si es que aún pueden llamarse así, como de hecho él lo hace) y que su aproximación a las figuras shakespearianas deviene, antes que una lectura crítica del uso del mito Calibán, una nueva apropiación desde la perspectiva particular de la diáspora cubana.25 Su versión reniega del arquetipo y, al desterrarlo, no deja de reescribirlo. La intención parece responder a la inquietud generada por el hecho comentado en el ensayo previo: Cuba se ha convertido en “uno de los países con mayor proporción de exiliados —entre el 15 y el 20% de la población— y, también, con mayor proporción de artistas e intelectuales en el destierro” (1997: 139); el milenio, pues, se clausura con la “sospecha” (o esperanza) de que “al quebrar el férreo contorno de la frontera insular se desestabiliza la dictadura de la historia sobre la geografía. Y se desestabiliza cualquier otra dictadura, desde el Estado autoritario de la isla hasta el poder oligárquico del exilio” (1997: 140). En la “tercera costa” de La balsa perpetua, “La tempestad”, De la Nuez retorna a la causa del destierro de Calibán, que adjudica a ese persistente tironeo entre dos grandes modelos: Próspero y Ariel. En el primer apartado, “¿Democrates alter?”,26 donde afirma que “Shakespeare está en la raíz del discurso cultural de la izquierda latinoamericana” y que los personajes de La tempestad —emblemas, “opciones de identidad”— se han vuelto “pilares irrecusables de un discurso binario

25 Respecto del término diáspora, De la Nuez defiende su uso, si bien admite que surge “como un maquillaje a otra palabra que al Estado cubano le disgusta en extremo: exilio”. Pero es su “raíz insular” lo que le interesa, y las preguntas en torno de “la nación, la modernidad y la territorialidad cubanas”, así como las relaciones con el drama judío —y el planteo de Adorno de si es posible su estetización— (1997: 140-141). 26 Ese mismo título, que alude al texto de Juan Ginés de Sepúlveda, fue el de un artículo de De la Nuez publicado en Casa de las Américas (n.° 182) en 1991: “¿Democrates Alter? (Acerca del medio milenio y los quinientos años que vendrán)”. El ensayo, según el autor, dio origen a “Globalización de Macondo” en Inundaciones (2010). A su vez, “La globalización de Macondo” es el título del apartado inicial de la “primera costa”, “Calibán ante la aldea global”, en La balsa perpetua, que enseguida comentaré.

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e invariable: nosotros-los otros; colonización-independencia; centroperiferia; norte-sur” (1998: 77), relaciona el problema con la mirada de la intelectualidad metropolitana hacia la periferia, la cual privilegia las versiones bárbaras de la cultura latinoamericana. Ejemplos de ello serían los casos Sartre-Fanon o Jameson respecto del Calibán de Fernández Retamar. Existiría, para De la Nuez, un “match FranciaEstados Unidos por la autoridad cultural en los lindes de la cultura occidental” (1998: 77). Ya en “El destierro de Calibán”, el ensayista había comenzado recordando la idea de Sartre en su paradigmático Huracán sobre el azúcar (La Habana, 1960) de que el “afrancesamiento” de los intelectuales cubanos devenía una ventaja, pues los alejaba del modelo norteamericano; así, según De la Nuez, Sartre daba en la clave de las controversias de la cultura latinoamericana: “La batalla intelectual que se ha dado a partir de esta dualidad: entre Próspero y Ariel, entre el pragmatismo y la espiritualidad, entre la cultura de masas y la ‘alta cultura’, entre el surrealismo y el pop, entre el kitsch europeo del gusto oligárquico de los 30 y el kitsch americano de la cultura de clase media en los 50” (1997: 137). La dependencia (bipolar) a esos centros hegemónicos no parecía haber cambiado y, como De la Nuez lamentaba, muchos de los latinoamericanos que aparecían en los textos occidentales no lo hacían “tanto para ver legitimadas sus específicas batallas sino para participar tangencialmente en los debates culturales de los centros: de un mundo occidental en el que ser marxista, maoísta, trotskista o ‘tercermundista’ se ha convertido, cada vez más, en una opción cultural, una moda de la nueva era, pero no en un problema de vida o muerte” (1998: 78). Más allá de lo confuso que resulta que De la Nuez, en fuga de esas opciones necrofílicas, parezca cuestionar que la adscripción al marxismo o el tercermundismo ya no se considere “un problema de vida o muerte”, su crítica no solo toca las cuerdas de los antagónicos discursos anticolonialistas de los 60/70 —como, por ejemplo, las denuncias de Fernández Retamar en el mismo Calibán—, sino que también admite la búsqueda de legitimación de las “específicas batallas” en los textos occidentales, una idea que, por lo menos a partir de los ejemplos que aporta (Los condenados de la tierra de Fanon —prologado por Sartre—, el Calibán de Retamar —por Jameson—), no es sostenible.

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En cualquier caso, la propuesta de De la Nuez de una superación de los discursos bipolares es el quid de la cuestión, pues allí radicaría el malestar cubano/latinoamericano. Para el ensayista, el discurso dicotómico forma parte de una larga genealogía que va de Bolívar a Rodó, pasando por “Nuestra América” de Martí. Más allá del acercamiento tan poco riguroso a la literatura latinoamericana (comete el error flagrante de datar el Ariel en 1906 y de afirmar que Rodó “rechazaba […] la democracia formal” (1998: 79)), resulta claro que el objetivo es distinguir en la tradición de la izquierda latinoamericana esa línea del pensamiento binario —maniqueísta— del cual es necesaria una fuga. Como De la Nuez afirma, en los años 60/70 se refuerzan las oposiciones polares con la teoría de la dependencia, la teología de la liberación y, en el ámbito de la cultura, “el paradigma de Calibán”. Así, aquello que en primer término parecería curioso —que “autores tan radicales como Fernández Retamar o Mario Benedetti asumieran y defendieran a Rodó, cuyas tesis culturales hoy nos parecerían aristocráticas”— luego se muestra coherente con el emplazamiento de una “identidad por oposición” al enemigo externo, pues Rodó, como la izquierda, era “antinorteamericano y antipragmático” (1998: 79-80). Es de ese “templo sagrado de la Gran Identidad” unificado (y petrificado) por el común “colonizador” de lo que, para De la Nuez, hay que escapar, pero desde la misma izquierda y sin el engaño de creer en “el fin de la historia”, aunque —a la vez— se deba desestabilizar la “dictadura de la historia sobre la geografía”, como de hecho lo está haciendo, entre otros fenómenos del fin de milenio, la misma diáspora cubana (1998: 149). (Es, en definitiva, el drama de Cuba, la teología del discurso nacional, uno de los nudos de su reflexión, que será desarrollada en la “quinta costa: la isla del día después”). Para el cubano, las oposiciones dicotómicas han predominado, en verdad, desde la Conquista. Son tendencias de continuidad o ruptura con el colonizador que se relacionan respectivamente con lo que el autor denomina “actos de someter” y “actos de emanciparse” y que se remontan a la controversia entre Ginés de Sepúlveda —de allí el título “Democrates alter”— y Bartolomé de las Casas. En el apartado siguiente de “La tempestad”, “El efecto del émbolo: represión interna y apertura hacia afuera”, el cubano resume el problema: la izquierda

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ha hablado de emancipaciones “hacia afuera” y olvidado “las liberaciones de orden interno, específicas y locales” (1998: 85). De la Nuez, en efecto, no ceja en la búsqueda de emancipación, pero advierte que allí donde predominaban las ideologías hoy prevalecen “otras formas comunicativas y discursivas: otras formas culturales, el arte, las costumbres, las parcialidades y los submundos” (1998: 86). También en “El destierro de Calibán”, luego de la fuga de los grandes relatos —“La Revolución, La República, La Patria, El Exilio o La Causa”— se abría la “transterritorialidad” y la posibilidad de un arte “como una geografía para circunnavegar, para entender ese asunto delicado que es el de saber estar en el planeta” (1997: 140). Pero, de nuevo, De la Nuez diferencia esta (su) deriva de aquella opción “no imaginada” por Clausewitz: la continuación de la política no por la guerra, sino por la estética. En el último apartado de “La tempestad”, titulado “Salvando los muebles ante el naufragio”, el cubano critica ese tercermundismo “de salón, de bienales y de congresos”, esa “estética de una fracción de la izquierda occidental embelesada con la representación, conservadora en política y poscolonialista en términos culturales” (1997: 87). La crítica, en efecto, parece reeditar —otra vez, sin duda involuntariamente— el discurso ‘calibánico’ de Retamar (¿no evoca la actitud frente al “periodista europeo, de izquierda por más señas”?). Aquí, sin embargo, De la Nuez reflexiona sobre el problema particular que se le plantea a los Calibanes del exilio con esa “izquierda que goza por igual del mainstream neoyorkino y del compromiso revolucionario, y que canaliza sus contradicciones con estas democracias de la tecnocracia a partir de la defensa a ultranza de sus enemigos (Cuba, Vietnam, Nicaragua)”. Como denuncia, el problema aparece “cuando un tipo de intelectual […] critica ‘desde dentro’ a los regímenes de esos países”: en lugar de prestar oídos, esa izquierda reserva “el lado estrecho” de “sus múltiples salones, con sus múltiples medios y sus múltiples caviares” a estos “independientes” “que arriban al otro lado de la frontera para contar, sin compromisos pactados, su experiencia al otro lado de la utopía” (1998: 87-88). La misma “patética” izquierda que, como se queja De la Nuez, margina al Calibán diaspórico es aquella que, no habiendo podido evitar el naufragio, solo se dedica a “salvar los muebles” (1998: 88).

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Siguiendo aquí una figura adoptada por García Márquez, quien celebrara La utopía desarmada de Carlos Castañeda como una propuesta “para sobrevivir al naufragio aunque se pierdan los muebles”, De la Nuez cierra el capítulo sobre “La tempestad” con un reto a la izquierda latinoamericana: “reconocer que un día, cuando se deshizo del pragmatismo, arrojó también la democracia y la diferencia” (1998: 88). Era ese, de hecho, el punto abordado ya en la “segunda costa: la orilla cubana de la posmodernidad”, porque De la Nuez, “hijo de la utopía”, pertenecía a aquella generación que había intentado “la reforma democrática del socialismo cubano” (1998: 58). Y aquí el ensayista no ocultaba la lógica desesperanza de quien teme que el destierro se prolongue indefinidamente: “Se trata de conocer si la cultura cubana arribará, por vía institucional, a una síntesis democrática que contenga a la pluralidad conflictiva de sus elementos; o si cada uno de éstos armará su propia legión para hacerla navegar hasta su disolución infinita”, como la crisis de los balseros parecía anticipar (1998: 64). Según constata De la Nuez, sin embargo, y pese a que ni la modernidad ni la posmodernidad se divisan en el horizonte cubano, parece haber un consuelo, pues la segunda “ha actuado como una palanca de subversión para que la copia logre burlar el original”. El cubano expande el punto: Hay en sus mecanismos varias posibilidades para demostrar —como sugiere Nelly Richard— la crisis del original y la revancha de la copia. La Albión de América —como llamaban a Cuba en el siglo xviii— acostumbraba a revertir los originales y adjudicarse, en tanto copia, todo tipo de revanchas. (1998: 64)

De modo paradójico —pero otra vez involuntario—, De la Nuez termina asumiendo el discurso de sus precursores. Aunque desde su perspectiva estas nuevas apropiaciones debieran distinguirse de las opciones del Calibán confrontativo, la misma idea de la revancha no escapa al discurso de la maldición. El tema, en efecto, es uno de los objetos que más interesan a De la Nuez, pues la “primera costa” de La balsa perpetua, “Calibán ante la aldea global” —y su correspondiente “travesía”— es precisamente la que expande el ensayo anterior sobre “El

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destierro de Calibán”. El primer apartado, “La globalización de Macondo”, al abordar la situación de la cultura latinoamericana en los años 80, cuando “retomó el antiguo llamado de Calibán” y “lo hizo retumbar en ferias propias y ajenas”, describe el panorama del siguiente modo: [L]os últimos años han deparado a la cultura latinoamericana una inserción de gran magnitud en la cultura occidental (a la cual, por otra parte, pertenece de una manera muy singular); si bien ahora las claves no partieron de la reproducción, como ocurrió en la cultura oligárquica de los 30. Ni de los mecanismos tan socorridos de confrontación, como sucedió con la izquierda cultural que se hizo dominante en los años 60 y 70. Correspondió ahora a la apropiación jugar su baza más fuerte para dialogar o enfrentarse, según el caso, con menos prejuicios a la cultura occidental. (1998: 21)

Es evidente que aquí De la Nuez sigue las ideas de Richard, quien en su conocido ensayo “Latinoamérica y la postmodernidad: la crisis de los originales y la revancha de la copia”, una vez establecida la relación modelo/copia como clave interpretativa de la cultura latinoamericana, se refería a su lógica reproductora, cuestionada e “invertida” por el discurso anticolonialista que culpaba al modelo de falso y adulterador de la originalidad local (1989: 53-54). Pero también la propia Richard, al abordar lo que consideraba la “novedad” de los años 80 — el problema de que los “centros”, con la posmodernidad, revalorizaran las copias— afirmaba que eran los latinoamericanos quienes estaban mejor preparados para la “cultura de la resignificación”, “ya que desde siempre se educaron en la tradición de lo falso y de lo postizo: en la renuncia obligada a la sacralidad de los originales y en la costumbre burlona del pastiche cultural” (1989: 54-55). En efecto, más allá del grado de precisión de su planteo (en lugar de explicitar que la reproducción y su respectiva condena constituían una tensión histórica, parecía sugerir una sucesión cronológica), Richard observaba que esa “cultura de la imitación”, aun invalidada “por el discurso latinoamericano de lo ‘propio’”, ahora encontraba estímulos para perfeccionar la agilidad táctica del gesto de “apropiación”: gesto consistente en la reconversión de lo ajeno a través de una manipulación de códigos que, por

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un lado, cuestiona lo impuesto al desviar su prescriptividad de origen y que, por otro, readecua los préstamos a la funcionalidad local de un nuevo diseño crítico. (1989: 55)

De la Nuez, sin embargo, simplificaba el esquema de Richard y adjudicaba, como vimos, a la izquierda cultural “dominante en los años 60 y 70” in toto el discurso anticolonialista en defensa de lo propio, quizá verdaderamente creyendo que en esa “confrontación” con ellos no habían existido también apropiaciones, quizá tomando demasiado en serio (en verdad leyendo erróneamente) al “Calibán” de Retamar que maldecía al colonizador. (¿Piensa realmente De la Nuez que la intelectualidad latinoamericana/cubana de entonces tenía más “prejuicios” que ahora respecto de la cultura occidental?). En cualquier caso, como he venido observando en este estudio, está claro que críticos como Richard, de esa misma izquierda cultural al igual que Retamar o Ángel Rama, y también liberales como Rodríguez Monegal podían remontarse a los modernismos y las vanguardias para datar allí la asunción de mecanismos creativamente apropiadores de lo extranjero. Pero, además, De la Nuez parecía olvidar la funcionalidad local de la apropiación (a la que Richard sí atendía) cuando terminaba equiparando, y condenando por igual, la recepción de “Calibán”/la cultura latinoamericana por los ‘centros’ y su circulación interna nacional/latinoamericana. De la Nuez compartía la advertencia de Richard de que esa celebración posmodernista del margen y lo descentrado quizá fuera “un mero subterfugio retórico” mientras el ‘centro’ pervivía “como base de operaciones y puesto de control del discurso internacional” (Richard 1989: 58). En La balsa perpetua, el cubano observa que ante la “desilusión de Próspero sobre sí mismo” el Calibán multicultural “gestualiza” en extremo para satisfacerlo (De la Nuez 1998: 21). Paradójicamente, al denunciar la comercialización colonial de Latinoamérica, De la Nuez reedita un tópico rector del discurso antiimperialista y confrontativo; e incluso va más lejos, porque al condenar a quienes son funcionales a ellos por su respuesta solícita a la demanda de “experiencias periféricas” se refiere a quienes hoy “continúan” los modelos de la izquierda cultural, con ejemplos como “la intervención en el surrealismo de Frida Kahlo, Wifredo Lam o Alejo Carpentier, y el boom de la novela”,

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cuyas performances tradujeran “a los centros de moda occidental en qué consistía el mundo ‘mágico’, ‘maravilloso’ o ‘aguerrido’ de América Latina, capacitados también para resumir esa cultura de Occidente en el interior de la cultura latinoamericana” (1998: 22). Las acusaciones retrospectivas no por más radicales eran novedosas: el debate sobre el boom, como sabemos, fue una reacción casi simultánea con la comercialización de la novela. Lo que sí resultaba novedoso era la propuesta de De la Nuez de escapar de esos modelos canonizados, lo cual estaba en sintonía con el rechazo del boom por la llamada generación del Crack mexicana y por los chilenos de McOndo, bien recepcionados entonces en España. En cierta forma, el destierro de Calibán formaba parte del mismo espíritu generacional, la experiencia de aquellos que, en busca de un espacio en el mercado globalizado, se enfrentaban a la demanda de color y sabor locales. En “El destierro de Calibán”, título, a su vez, del segundo apartado del capítulo inicial de La balsa perpetua (el citado “Calibán ante la aldea global”), De la Nuez profundiza el planteo del ensayo anterior alertando, particularmente, sobre el peligro para la cultura cubana, que, así como puede ser usada por Jameson en su “querella con los posmodernos y lo que este escritor entiende como la ‘base económica’ de esta estética: el neoliberalismo”, es fácilmente apropiable para el toque “new age, exótico y ‘étnico’, que tanto se lleva en estos tiempos” (1998: 25). En los apartados siguientes, “A la globalización por el destierro” y “‘Aquí, escapando’. Durar es otra cosa”, De la Nuez reproduce los puntos del ensayo del año anterior, sugiriendo en cierta forma el apremio que le provoca su situación como creador-inmigrante en la Europa de fines del siglo xx (sometido, como sabemos, a las leyes de oferta y demanda de las multinacionales). La cultura cubana, dice, no es “aquella que está producida exclusivamente en la isla […]. Se ha perdido el centro. Y no sólo el centro de la cultura producida en la isla, sino también el centro por excelencia dentro del exilio. Las cosas ya no se reducen a La Habana o Miami” (1997: 139). En su caso, por supuesto, la opción había sido Europa —según su planteo, el polo del espiritualismo—. Justamente por eso, De la Nuez enfatiza su perspectiva crítica. El título de la “primera travesía” de La balsa perpetua (y la deriva de “Calibán ante la aldea global”) era índice de

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su ironía: “¡Europa!” “¡Europa!”, porque De la Nuez se preocupa una y otra vez por distinguir su inserción de aquella del colonizado. Así pues, diferencia también el concepto de sincretismo, propuesto por el multiculturalismo y el postmodernismo light, de “las invasiones abruptas de los márgenes [que] apuntan al mestizaje”, el cual “opta por los cuerpos” (1998: 37). Al cubano no le inquieta, como se ve, la apelación al mestizaje (tan cuestionada a raíz del mismo “Calibán” de Retamar) porque paradójicamente, como he venido subrayando, él mismo sostiene el legado anticolonialista de los 60/70: Desde los paradigmas sincréticos, se mantiene el juego mediante el cual Occidente aparece como un original hermoso cuya imagen es deforme. El mestizaje lanza una piedra a ese espejo y astilla el narcisismo con el que suelen mirarse las culturas centrales. La ruptura de ese juego especular, la fragmentación contundente de esos reflejos, ha permitido a Cuba y a otras periferias una cumplida venganza, decretada por algunos autores del sur —desde la India hasta Chile, desde Geeta Kapur hasta Nelly Richard—. (1998: 38)

Al exacerbar la reacción a lo que denomina “colonialismo de terciopelo”, De la Nuez condena incluso a aquellas estrellas de rock que “se ocupan de las tribus indígenas, de la Amazonia o de las Madres de Plaza de Mayo”, prácticas que revitalizan “la cultura occidental y, por supuesto, sus mercados” (1998: 38), y se pregunta qué ganan con ellas las culturas del margen. Pero su análisis parece estar, en verdad, más atento al consumo metropolitano que a las “funcionalidades locales” de que hablaba Richard, y es que De la Nuez habla ahora desde ese Occidente xenofóbico que “duda de los cuerpos” (1998: 39) y desde un locus de enunciación ciertamente problemático, en permanente fuga, pero que no escapa al archivo antiimperialista en que se ha formado. Por un lado, De la Nuez rehúye los modelos antagónicos y los arquetipos autoritarios que han sido producidos y reproducidos por la cultura cubana. Se trata, como propone, de huir de la tram(p)a del nacionalismo, “salir del hogar a la intemperie, de la isla al mundo, de la aldea al ancho mar” (1997: 143). No puede, sin embargo, no reaccionar contra la discriminación y los motes de “sudacas”, ni dejar de

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anhelar “una cultura de la resistencia”, una alternativa “tanto a la dominación histórica de la modernidad occidental como a su engendro más importante y principal valedor en los paisajes latinoamericanos: el caudillismo criollo-oligárquico” (1998: 39). De la Nuez rehúye los grandes relatos, pero es, al fin y al cabo, un hijo de la Utopía. Así, pues, incluso sus afiliaciones alternativas evocan el espíritu colectivista e internacionalista de la izquierda sesentista.27 Como él mismo sugiere, “la transterritorialidad de la cultura cubana no es nueva”, pero ha crecido especialmente con la llamada diáspora de los artistas cubanos en los 90, quienes “se asoman a la aldea global y consiguen lo que no hicieron las guerrillas de los 60, años en los cuales la revolución parecía universal”. La mayor experiencia de globalización de los cubanos está —arroja De la Nuez— en estas formas de éxodo que “paradójicamente, consuman (y consumen) el espíritu inicial de la Revolución” (1997: 139). Esta apuesta, de hecho, es la que da cierre al ensayo de 1997 y también a La balsa perpetua: el escapar como un nuevo comienzo, una “reinvención” del país y del destierro, de “la política, el arte, o el orden del mundo […] desde las mayores dificultades, pero con la libertad de tener —como advertía Shakespeare en La tempestad— ‘sitio para maniobrar’” (1997: 144). La fuga, al fin y al cabo, también se carga de tintes utópicos, pues De la Nuez se afilia con las ideas de Peter Sloterdijk de En el mismo barco (1994) (título cuya traducción literal sirve al continuum metafórico) y piensa “los territorios elegidos después de Patria y otras pertenencias” como “una posibilidad fundadora de nuestra época, pues ‘estas islas sociales o balsas’ volverán a ser ‘lugares de naci-

27 Es interesante que también en su introducción a Paisajes después del Muro: disidencias en el poscomunismo, diez años después de la caída del Muro de Berlín (1999), donde De la Nuez compila ensayos de variados ‘intelectuales’ de izquierda (entre ellos, el mismo Jameson que se apropiaba del Calibán de Retamar) y donde en su texto “De la tempestad a la intemperie. Travesías cubanas en el poscomunismo” vuelve a expandir las ideas aquí comentadas, propone el libro como una búsqueda colectiva de una “salida alternativa” (1999: 13) y suscribe la idea del catalán Josep Ramoneda de una “especie de ‘internacional de sensibilidades’” (1999: 16). (Ramoneda, en su contribución, explora las posibilidades de “opciones asociativas” a partir de la idea de Kojève de una agrupación de naciones latinas).

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miento de características psicoculturales que un día producirán efectos mundiales’” (1997: 144). Al articular un llamado del tipo “diaspóricos del mundo, uníos”, De la Nuez imagina que esos cubanos “en el envés de la trama del Calibán insular, navegarán como argonautas de otro sistema cultural, cubano y posnacional, insular y transterritorial, cuyo arte consistiría en activar la fuga como un modo diferente de vivir y reproducir la cultura, la sociedad y los propios hombres…” (1997: 144). Sin esperanzas de que sus ensayos fueran más que tablas de salvación, balsas “para navegar y escapar entre las costas del Atlántico” (1998: 17), el cubano seguirá, empero, autofigurándose en un “Calibán de la Nuez”, “Calibán fuera de la isla” —como se lee en El mapa de sal (2001: 97-98)—, y, así, reescribiendo los grandes legados. Es esa, sin duda, la contribución de De la Nuez al encuentro de la cultura cubana, aquello que otro integrante de la diáspora de los 90, el crítico Rafael Rojas, llama en Tumbas sin sosiego la “integración simbólica de un campo intelectual fragmentado” (2006: 358). Rojas piensa allí en las prácticas de los narradores de la isla y de la diáspora, pero se trata de una política de la escritura también aplicable a la ensayística de Iván de la Nuez. Rojas, sin embargo, en la apropiación que realiza De la Nuez del Calibán de Fernández Retamar no ve sino rupturas, porque, en primer lugar, considera que “el bárbaro letrado, el utopista armado” de Retamar “tiene cada vez menos posibilidades de generación de sentido para la cultura y la política y cada vez más resonancia, como noticia arqueológica, en las principales cátedras de estudios latinoamericanos en Estados Unidos” (2006: 283).28 Para Rojas, además, lo más atractivo de Calibán sigue siendo su “erudito despliegue” de la arqueología simbólica de los emblemas shakespearianos, es decir, su porción “más letrada”, preludio a la zona prioritaria del ensayo, “la ideológica y política”, donde se encuentran “frases del más burdo marxismo, mezcla-

28 Como apunté en el apartado anterior, Rojas plantea de hecho que el “desarme” del Calibán de Retamar desde mediados de los 80 fue oportunista y funcional a su circulación “en medio de la corrección política del mundo poscomunista que ha sucedido a la Guerra Fría” (2006: 306).

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das con otras más o menos ofensivas, antiletradas y, por momentos, racistas y homofóbicas” (2006: 304-305). Lo significativo, sin embargo, es que De la Nuez poco rescata de la arqueología simbólica de Calibán mientras retorna, como vimos, a varios núcleos del pensamiento anticolonialista, antiimperialista y revolucionario. Porque De la Nuez, a diferencia de Rojas, sí atiende a los fenómenos correlativos al auge del posmodernismo: el efectivo avance del Imperio y del modelo capitalista y neoliberal. Este paisaje después del Muro explica, en efecto, no solo los retornos de Calibán en el propio Retamar y en otros caribeños como Lamming o Brathwaite, sino también la apropiación diaspórica de De la Nuez y los textos que comentaré en los últimos apartados. Más allá de sus mutaciones y sus desarmes, el Calibán en fuga no deja de proyectarse como un mestizo rebelde ni de ser, verdaderamente, un letrado. De la Nuez no abandona el potencial simbólico del utopista y convierte a su “Calibán desterrado” en una suerte de manifiesto posmoderno: el Comunista Manifiesto, con la ironía de su siguiente título (2013), en la mejor tradición del choteo cubano. La política de la escritura de De la Nuez, fuertemente religadora, se despliega ya en el subtítulo de La balsa perpetua: “Soledad y conexiones de la cultura cubana”; y también a través de ese imaginario marítimo (insílico y exílico) típicamente antillano: la misma balsa “como un inmenso Eleggua, el dios yoruba de los caminos, capaz de emprender y propiciar a la vez un buen viaje” (De la Nuez 2001: 28).

5.3. Hugo Achugar y el balbuceo teórico latinoamericano: Ariel y Calibán en la memoria local Las huellas de numerosos pies forman un camino en el bosque; mucho más si ya no se trata de huellas sino de creaciones artísticas que se encadenan y suceden. (Ángel Rama, “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, 1964)

“¿El triunfo de Calibán ha acabado con el intelectual?”. La pregunta que se formulaba Hugo Achugar (1944-) en el último fin de siglo/

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fin de milenio reúne varias coordenadas que la vuelven sutilmente compleja, más, al menos, de lo que permitía imaginar el contexto de enunciación: su participación en el dosier “Del centenario de Ariel”, organizado por Casa de las Américas en el primer trimestre de 2001. Una vez más, allí, la Casa retornaba a uno de los textos canónicos del latinoamericanismo, ahora a través de un crítico heredero de los legados de Marcha que venía participando de las actividades de la institución desde el inicio de su ‘liberalización’ en los 80. En su ensayo “¿Quién es Enjolras? Ariel atrapado entre Victor Hugo y Star Trek”, el crítico uruguayo proponía una lectura de Ariel como “el discurso de una derrota”, esto es, como un discurso que “intenta defender valores locales y propios frente a la derrota militar y la amenaza cultural” (2004: 88).29 Motivado por esta suerte de nuevo “balance y liquidación del 900”, Achugar explicaba que su idea inicial era realizar una lectura en función de la guerra hispanoamericana del 98 y del debate del campo intelectual uruguayo de finales del siglo xx como una forma de dar cuenta del debate teórico en relación con la posmodernidad, el poscolonialismo, los estudios subalternos y el latinoamericanismo contemporáneo, así como de discutir la labor del intelectual en el presente fin de siglo. (2004: 81)

La situación contemporánea del intelectual —la cual, en este caso, lo había llevado a descartar títulos más académicos para proponer uno en que Ariel cohabitaba con Star Trek— deviene, para Achugar, un punto central en su escritura. Poeta, ensayista y narrador, el uruguayo venía desarrollando una labor como docente e investigador y una producción crítica sostenidas en su país desde fines de los años 80, cuando, restituida la democracia, pudo regresar de Venezuela y reorganizar su trabajo en Montevideo. Desde entonces, Achugar tuvo una activa participación en la rearticulación del espacio público uruguayo, organizando coloquios y encuentros con intelectuales y críticos del

29 El ensayo fue luego reeditado en Planetas sin boca. Escritos efímeros sobre arte, cultura y literatura, de donde extraigo de aquí en adelante las citas.

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país y del extranjero (algunos de los cuales fueron luego editados en volúmenes colectivos, como Cultura(s) y nación en el Uruguay de fin de siglo, de 1991, o Identidad uruguaya: ¿mito, crisis o afirmación?, editado con Gerardo Caetano en 1992), que le permitieron ir desmenuzando algunos de los temas que lo ocuparían en sus ulteriores ensayos: La balsa de la Medusa (1992), La biblioteca en ruinas (1994) y Planetas sin boca (2004).30 Como bien sostiene Teresa Basile (2006), en los ensayos de Achugar puede percibirse la profunda dislocación que ejerció la dictadura y un ordenamiento de los textos y temas afectados por una doble fisura: por un lado, aquella que concierne a los imaginarios complacientes con los que se confortaba la sociedad uruguaya; por el otro, una fractura en los marcos interpretativos que, aun vinculados a problemas de orden local o continental, responden a la nueva configuración post (posmodernismo, posestructuralismo, etc.) del mundo globalizado. En los títulos que he citado pueden leerse las metáforas que organizan el campo semántico vehicular del crítico: significativamente, al igual que en los ensayos diaspóricos del cubano De la Nuez comentados en el apartado anterior, la balsa trama los topoi del naufragio del pasado y la incertidumbre de la deriva sin puerto; mientras que la biblioteca en ruinas evoca la cancelación de ciertos saberes —tradicionales, letrados, ilustrados— representativos de la modernidad en América Latina. Ahora, en cambio, en la errante situación del intelectual ante el nuevo fin de siglo, la legitimidad de ese archivo parece haberse desplomado. Entonces, “¿cómo leer entre las ruinas de una biblioteca?” (Achugar 1994: 17). Por su parte, y tal vez como respuesta a los interrogantes de sus ensayos previos, los planetas sin boca figuran, como escribe Achugar, a los “raros” (Darío) que “carecen de discurso” o producen un discurso 30 Aunque aglutinan algunos de sus textos más importantes, ni su producción ni su preocupación intelectual se reducen a esos títulos (descontando, obviamente, su labor narrativa y poética hasta la fecha). Entre otros, cabe mencionar Poesía y sociedad. Uruguay, 1880-1911 (publicado en 1985 como resultado de su tesis doctoral, obtenida en 1980 en la Universidad de Pittsburgh) y el libro colectivo La fundación por la palabra. Letra y Nación en América Latina en el siglo xix (1998).

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“carente de valor”, pero que por ello mismo se vuelve “nuestro orgullo”, “nuestro capital cultural” (2004: 16). Es, precisamente, en este último imaginario y en ese nosotros que lo sustenta donde emerge un programa crítico que recobrará, de manera estratégica, la tradición latinoamericanista de Calibán (y sus otros), en un arco que va, como veremos, desde Rodó hasta Fernández Retamar y que, por lo tanto, implicará también una reapropiación de la figura de Ariel. En la reflexión de Achugar en torno de un “Ariel atrapado entre Victor Hugo y Star Trek”, lo que un siglo antes había sido una respuesta contra la “nordomanía” era ahora interpretado como resistencia local “en tiempos de globalización económico-financiera y mundialización de la cultura (Renato Ortiz) o en épocas de internet y de norteamericanización de una parte del mundo (Appadurai)” (2004: 87). Enjolras, a quien se inquiere en el título, es el personaje que, según vimos en el capítulo dedicado a Ariel, proviene de Los miserables de Victor Hugo: un probable “Saint Just” —como cita Achugar de la presentación del propio Hugo—, un joven representante de la democracia y “la lógica de la Revolución” (2004: 90). En el cierre de Ariel, como he apuntado, Enjolras asume la posición del iluminado revolucionario, aquel que condensa el discurso de Próspero en cuanto guía espiritual ante el avance de la cultura materialista impuesta por la nordomanía. En todo caso, la elección de ese personaje, sugiere Achugar, indica que la respuesta cultural y culturalista del Ariel de Rodó aspiraba a constituirse como una apuesta a futuro, no reducible a una formulación meramente reactiva. Enjolras, el intelectual como hombre de acción, encarnaba ese símbolo. Tal figura, como advertía Jorge Ruffinelli al publicar en 1992 los materiales del Simposio Calibán dedicado a Fernández Retamar, había dominado las interpelaciones al sujeto social latinoamericano hasta 1971, cuando el cubano la invertía perspicazmente, pues, mientras el sujeto rodoniano miraba “hacia un futuro eurocéntrico” (“occidental, blanco, masculino, la homogeneidad era su característica”), el de Retamar asumía una “condición mestiza” y diversificada (Ruffinelli 1992: 301). No obstante, desde una mirada que para el propio Fernández Retamar había conducido a una interpretación estrechamente identitaria de Calibán, la agudeza de su inversión se mostraría al poco

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tiempo insuficiente, como sostenía Ruffinelli, en el contexto de la cultura posmoderna, especialmente ante “la fragmentación de las falsas totalidades” y legitimada la cultura popular “ante la hegemonía ya trizada de la cultura letrada” (1992: 301); también insuficiente, por supuesto, dados los rotundos cambios acaecidos luego de la debacle política e intelectual de los setenta. En definitiva, para una u otra visión —aunque el cubano persistiera en su proyecto de religación latinoamericano-caribeña—, lo que haría improbable el predicamento de esa inversión no sería otra cosa que la coetánea evidencia del desmoronamiento de las (supuestas) autonomías, tanto formales como sociales, que habían caracterizado hasta entonces el pensamiento de la modernidad. Es decir, aquello que teóricos (pos)marxistas como Marshall Berman en All That Is Solid Melts Into Air (1982) o Fredric Jameson en su Postmodernism, or the Cultural Logic of Late Capitalism (1991) señalarían como lo propio del nuevo horizonte post: la desintegración de la esfera cultural, inoculada por la industria del capitalismo globalizado. Bajo ese nuevo horizonte, los símbolos y significados de Calibán empezaban también (para algunos) a desintegrarse. Y lo harían (también para algunos), definitivamente, cuando al derrumbe de la utopía revolucionaria se anexaran el flagelo de las dictaduras en el Cono Sur, la nueva composición geopolítica de la economía mundial (que con la caída del Muro impondría su fisonomía global, o imperial, según la descripción de Hardt y Negri) y los paradigmas posmodernistas de la cultura, que volverían inoperantes viejos esquemas de la semiosis social, según lo expresaban, desde distintos ángulos, varias relecturas del texto de Fernández Retamar. Se trataba, también, del definitivo eclipse de aquella época de militancia de los intelectuales de izquierda que, como resume Gilman, constituyó “el canto de cisne de la cultura letrada en América Latina y en el mundo” (2003: 52). Si esa época podía pensarse como una crisis de hegemonía en el sentido gramsciano (muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo), su final había coincidido con la “recomposición del viejo modo de dominación hegemónica” y, así, con “la clausura de un futuro que podía ser posible, […] cuando ese futuro fue llamado utopía” (2003: 56).

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Lo que se volvía cada vez más evidente y al mismo tiempo ineludible en la reflexión latinoamericana pasados los 70 era el desplome de los valores y, por ende, de las funciones antaño pertenecientes al mundo intelectual —o, al menos, a una figura del letrado o del intelectual, el orgánico o tradicional—. De modo que la pregunta que realizaba Hugo Achugar en el umbral del fin del siglo xx —si “el triunfo de Calibán” había liquidado al intelectual— se hacía cargo de esas secuelas y transponía a su lectura de Rodó los intereses del presente: ¿tiene alguna función el intelectual, debería tenerla? Preguntas, claro, que se venían formulando al calor de una reflexión o clima de época (desde Foucault a Spivak, de Jameson y Said a Fernández Retamar, Beatriz Sarlo y tantos más) y que no solo remitían, en consecuencia, a discusiones o necesidades del ámbito local, latinoamericano o caribeño. No obstante, si hay complejidad en la pregunta del crítico uruguayo —quien, además, en otro texto manifestaría su conciencia de que “el valor no es pronunciable fuera de un lenguaje cultural” (2007: 61)—, la hay por su nada casual referencia a la tradición intelectual latinoamericana. No por el hecho de volver a Calibán, sino por el de redoblar la incógnita con una serie de interpelaciones complementarias: “¿De cuál Calibán estamos hablando? ¿Del Calibán de Rodó o del de Fernández Retamar?” (2004: 88). Esa diferencia es central en el sistema de pensamiento del uruguayo, quien, como veremos, extraería del Calibán de Retamar su fructífera idea del “balbuceo teórico”, destinando, en cambio, al de Rodó —o al de Darío, ya que la fórmula “el triunfo de Calibán” reenviaba a su crónica— a una estratégica posibilidad de archivo, por ende, de testimonio.31 El archivo calibanesco reaparece en un par de ensayos clave de Achugar y, especialmente, en “Sobre el ‘balbuceo teórico’ latinoamericano, a propósito de Roberto Fernández Retamar”, su contribución

31 Achugar dirá, de forma insistente, que el Ariel de Rodó puede ser leído de distintas maneras, como un discurso elitista frente a la tradición amenazada, sí, pero también como una respuesta a la primera irrupción de la globalización. Para el crítico el problema no es Ariel, sino el arielismo como sinónimo de discurso antidemocrático y elitista.

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al volumen colectivo dedicado al cubano en el año 2000 por el Instituto de Literatura Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh. Este ensayo y el consagrado a Ariel —parcialmente corregidos— son recopilados luego en Planetas sin boca, donde reasumen su carácter cardinal en la medida en que urden aquellos aspectos teórico-críticos fundamentales en que se asienta el libro. A dichos ensayos cabría enlazar el texto “Weltliteratur o cosmopolitismo, globalización, ‘literatura mundial’ y otras metáforas problemáticas”, que figura asimismo en Planetas sin boca, y el anexo “Apuntes sobre la ‘literatura mundial’, o acerca de la imposible universalidad de la ‘literatura universal’” (2006), una reedición ampliada que incorpora al debate los argumentos de Pascale Casanova en La República mundial de las Letras (1999). En ellos, Achugar explora y sostiene algunas conjeturas (para usar la fórmula de Franco Moretti) hilvanadas en hipótesis de sus textos previos, particularmente aquellas que refieren a los valores (universales o no) de la lengua, la cultura, la literatura, la puja entre discursos mayores y menores (que cobra la forma también de un enfrentamiento entre América Latina y el discurso hegemónico de lo que Achugar llama “Commonwealth teórico”) y la situacionalidad de los discursos y de sus receptores. De hecho, situacionalidad y filiación (lo que Said llamaría afiliación) son dos nociones que entroncan en los planteos ensayísticos del uruguayo la preocupación por el archivo y el lugar (la función) de la memoria: desde dónde se habla y escribe y para quién o frente a quién. Si, por un lado, el archivo americano puede retrotraerse hasta Colón, Montaigne y la serie de cronistas o expedicionarios que elaboraron las visiones del continente (y sus habitantes) que serían utilizadas para caracterizar después a los latinoamericanos; por el otro, la memoria se convierte en una lucha por las interpretaciones, significaciones, resignificaciones u ocultamientos de ese archivo que llega hasta el presente, de tal modo que Achugar podrá vincular la discriminación social y ciudadana ejercida por la dictadura en Uruguay con la practicada por los conquistadores y aun con la hegemonía actual de determinadas lenguas (2000: 91). Ese tipo de continuidades, elaboradas desde las contingencias de un presente que parece seguir siendo el de la derrota, exhibe para el crítico (o a la crítica, en general) la necesidad de elabo-

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rar estrategias que escapen a “la voz del dómine”, a la lógica axiomática de los valores únicos, supremos, irrefutables. Por eso mismo, el trazado de filiaciones le permite a Achugar deslindar un lugar desde donde intervenir sin predicar, afincarse en un archivo con el cual poder restituir valores sui generis, localizados, decantados de cualquier conato de supremacía o generalización, bajo la convicción de que “la relación entre pasado y presente es una relación entre pasado y futuro” (2000: 91) y de que la o las memorias se construyen eludiendo el autoritarismo en todas sus formas (políticas y teóricas). Ese tramado de filiaciones, arquitectura experiencial e imaginaria que se eleva siempre y necesariamente desde las “historias locales” (idea que Achugar toma prestada de Walter Mignolo y extiende a su biografía intelectual) es, también, un modo de autorización, pero un modo de autorización que, en el caso de Achugar (a diferencia de otras figuras, como la de su compatriota Ángel Rama o la del mismo Fernández Retamar), busca asentarse en los márgenes, las periferias (asumiendo como tal la propia “discursividad latinoamericana”), esos “espacios inciertos” con los que abre Planetas sin boca y que cimientan, desde su propia inestabilidad (“poética de lo efímero”, dice Achugar), un modo particular de decir, un estilo atravesado por el conflicto en torno a la interpretación (en tanto interpretar siempre es un uso del poder) que lo vuelve, por eso mismo, un despliegue de constante interrogación.32 En este sentido, no debe sorprender su apropiación de Calibán (desde este punto de vista, o de fuga, cercana a la de De la Nuez), en tanto cifra allí el lugar de emergencia de un discurso subalterno, inarticulado (¿incierto?), menor. El comienzo del archivo calibanesco de Achugar (su comienzo ensayístico) se sitúa en la famosa escena de La tempestad de Shakespeare en que Calibán increpa a Próspero devolviéndole su “mal”, la lengua aprendida y mal hablada (“The red plague rid you / For learning me

32 Estilo, por cierto, que responde a las urgencias y problemas del fin de siglo y, sobre todo, al flagelo de la dictadura: “Entre las ruinas de lo que fue y lo que todavía no es, sólo hay lugar para las preguntas”, dirá Achugar en La biblioteca en ruinas (1994: 19).

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your language”, Acto I, Escena 2). Allí el crítico no solo emplaza de modo simbólico la dicotomía discurso mayor/discurso menor, sino que prevé y asigna posibles formas de resolución. En “Sobre el ‘balbuceo teórico’ latinoamericano…”, la operación se vuelve ostensible: sin duda asimilando la lectura que en los 80 hiciera Leopoldo Zea de las figuras shakespearianas, Achugar escribe: “Calibán no puede hablar correctamente el idioma de los conquistadores aunque sí pueda maldecir, no puede elaborar un discurso mayor y sólo puede ‘maldecir/ decir mal’; es decir, elaborar un discurso de resistencia, un discurso menor” (2000: 98).33 En esa escena emblemática (sobre todo, a partir de la postulación retamariana: “Nuestro símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Calibán”), no solo se trama un posible comienzo para el discurso crítico latinoamericano, sino también, en los términos de Achugar, un “balance” necesario o recomienzo, un sopesar las posibilidades de esa alegoría desde la actualidad, porque, de hecho, para el crítico, “el escenario de la lengua que diseñó The Tempest se ha prolongado hasta el presente” y representa un “pasado sin resolver” (2000: 99); por ende, aún mantiene una carga simbólica a la que no es posible desatender. Esa prolongación, entonces, y no los usos circunstanciales y circunstanciados que se hicieron a lo largo de la historia, es lo que para Achugar otorga a ese comienzo (a esa escena) la actualidad de su significado. (Achugar, además, conoce bien la tradición, pues ya en “¿Quién es Enjolras? …” citaba variados antecedentes —Rodó, Ponce, Mannoni, Retamar, Zea y hasta Richard Morse y José Saldívar—). Allí es donde se juegan, para el crítico, los alcances simbólicos y materiales de la escena, puesto que en esa actualidad radican las razones de su emblema: el enfrentamiento entre discursos mayores y discursos menores, ahora, el discurso hegemónico del “Commonwealth teórico” (y del

33 Como apunté en el primer apartado de este capítulo (cfr. nota al pie 13), en su Discurso desde la marginación y la barbarie (1988) Zea reflexionaba extensamente sobre la dialéctica Próspero/Calibán, concentrándose en el aspecto del lenguaje como logos (en este sentido, con argumentos similares a los de Lamming en Los placeres del exilio).

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neoliberalismo político-económico) y el discurso o los discursos de las lenguas otras, marginales o periféricas (o el lugar de la resistencia, política, económica, literaria, cultural y estética). Así, pues, Achugar se distancia de aquellas otras lecturas de los años 90 que dirimen esa herencia con un pretendido gesto superador, ‘liquidaciones’ como las de Ruffinelli, quien sostenía que el baúl de Shakespeare estaba exhausto y que era preciso buscar otros símbolos en que fundar un nuevo imaginario (1992: 301). Claro que la actualidad del problema requiere, necesariamente, hurgar en el archivo para contrastar los argumentos, de allí que el planteo de Achugar suponga afiliaciones (a veces explícitas, otras no tanto) que le devuelven a ese significado su historia. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de saber si el discurso menor de Calibán (su “mal/decir”) puede funcionar como una respuesta (teórica, crítica, política) al discurso hegemónico de Próspero. Según quién y, sobre todo, desde dónde (se) hable, tal como se deduce de esa misma escena, el balbuceo de Calibán es algo más que un uso incorrecto del idioma impuesto. Esa localización de la controversia no es, sin embargo, geocultural (como dirá Achugar) o no lo es meramente, sino que también implica un locus de enunciación específico, en este caso teórico o, si se prefiere, crítico-teórico, que del ‘lado’ de Próspero (y de las propuestas vinculadas a esa tradición) es el de la pretendida universalidad de sus valores, es decir, el hecho de que para Próspero babbling (balbucear) se catalogue (se valorice) desde la estructura de su propio discurso (lo que Achugar, amparado en estas reflexiones, cuando discuta con Pascale Casanova respecto del “meridiano de Greenwich”, llamará “un a priori estético”).34 Eso era, precisamente, lo que surgía de propuestas anteriores como la del español José Gaos, quien, siguiendo la tradición francesa o germana de la filología occidental, sugería que en Hispanoamérica la parte más valiosa del pensamiento se hallaba en el ensayo, el artículo o

34 Como bien apunta Basile, el latinoamericano “no es quien balbucea, la condición de balbuceo se la otorga la distribución que el centro hace de los saberes en el espacio global y jerarquizante” (2006: 215).

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la digresión y no, como en otros países u otras lenguas (obviamente, centrales), en el discurso sistémico o teórico. Observa Achugar: La respuesta de Calibán a Próspero implica la reivindicación de su discurso, implica su derecho a balbucear no en tanto un discurso inválido o incoherente sino como su propio, válido, estructurado discurso. ¿Qué es lo que se establece: una diferencia o el uso prospereano de la diferencia como descalificación? Posiblemente ambas: diferencia y descalificación. Para Fernández Retamar, la actividad teórica en América Latina es diferente. Para Gaos, la actividad teórica en América Latina es diferente y merecedora de descalificación. (2000: 100)

Ahora bien, subyace en esta discusión el planteo de una formulación teórica propia (o incluso apropiada, en sus dos sentidos: como el gesto de adueñarse de la lengua del otro, según la escena shakespeariana, y como la adecuación discursiva al archivo, pero, sobre todo, a la memoria, de la historia o las historias locales) que lo llevará a Achugar a indagar en las posibilidades de una discursividad latinoamericana sin caer en las viejas trampas de la homogeneización ni ceder a los impulsos totalizadores que subsumen las diferencias, ocluyendo la cultura de los otros (mulatos, indígenas, mujeres, etc.). Desde esa perspectiva, la pregunta por el discurso teórico propio se deslizará sugestivamente hacia la pregunta por el discurso apropiado: “¿Es posible plantearse el ‘balbuceo teórico’ como una descripción del discurso teórico latinoamericano? O, incluso, ¿como el discurso teórico no euro-norteamericano o más aun, como el discurso no Commonwealth teórico? ¿Es el ‘balbuceo teórico’ una categoría de análisis válida, pertinente y productiva?” (2000: 104). Si ninguna de estas preguntas encuentra su respuesta categórica en los ensayos de Achugar, lo cierto es que la primera parece despejarse más claramente en la medida en que el uruguayo pone en cuestión —radicalizando la crítica de Fernández Retamar de los falsos universalismos en Para una teoría de la literatura hispanoamericana— los relatos unificadores que tratan de fijar una caracterización del discurso latinoamericano (en vía de ello, se preguntará: ¿Cuántos latinoamericanismos hay? (2000: 110)). Al mismo tiempo, al

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pensar el “balbuceo teórico”, parafraseando a Deleuze y Guattari, como un “uso menor” de la teoría; al pensar en la pertinencia y en la productividad de ese uso que, por ser tal, no es parte del discurso mayor (euronorteamericano, o del llamado “Commonwealth teórico”), Achugar parecería postular la conveniencia o eficacia del balbuceo teórico como un modo estratégico de resistencia, incluso como una forma de contestación al discurso hegemónico, dominante y autoritario.35 En este sentido, el modo autocrítico de la escritura de Achugar se alinea coherente y consecuentemente con la propuesta de un discurso menor, es decir, con la postulación de un uso estratégico del saber a fin de evitar los esquemas esencialistas, las afirmaciones contundentes y el trazado de límites inequívocos, dando lugar, en cambio, a los interrogantes, las derivas o la multiplicidad de significados. Es una forma de escritura (y de intervención) que en La balsa de la Medusa había definido como “ensayo libérrimo”, es decir, una forma de argumentar que se aleja de la sistematicidad científica o globalizante propia de los estudios académicos (entendiendo la academia como una extensión del discurso dominante, tal como lo eran las de la lengua en el siglo xix). Por otra parte, lo que en su colaboración al volumen dedicado a Fernández Retamar aparecía, si se quiere, sugerido, en su revisión para Planetas sin boca se formula ya como una suerte de poética del

35 Ahora bien, en la medida en que Achugar alinea su idea del balbuceo teórico a propuestas provenientes del centro, es decir, en la medida en que su noción del ensayo como balbuceo (o viceversa, en el sentido discursivo) se corresponde con teorizaciones como las de Deleuze y Guattari en Kafka. Para una literatura menor, o aun con la más consagrada de Theodor Adorno (“El ensayo como forma”), su argumento acerca de la resistencia de un discurso menor (en este caso, el latinoamericano) frente a otro mayor se vuelve por lo menos contradictorio. Es cierto que el crítico es consciente de esa contradicción y que suele tematizarla como problema (por ejemplo, cuando sostiene que no hay un solo discurso mayor, dominante y totalitario, sino que hay varios, con sus respectivos márgenes, e incluso periferias dentro de las periferias), pero también lo es que en ningún caso la prosa de Achugar logra efectivamente (o se preocupa por) desarticularla.

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ensayo, la de los “espacios inciertos”. Y será allí, además, donde Achugar retome aquella primera pregunta (si es posible el balbuceo teórico como un discurso latinoamericano) y la resuelva de modo positivo al sostener “la idea de reivindicar el fragmento, de proclamar con orgullo que lo mío —y en cierto modo, una antigua y fuerte tradición del pensamiento crítico latinoamericano letrado, y no sólo letrado— es un ‘balbuceo’, que balbucear no es una carencia sino una afirmación” (2004: 23). En términos metafóricos, Calibanes y Prósperos pasarán a representar los discursos latinoamericanistas de América Latina y del Norte (Academia yanqui o Commonwealth teórico) en una puja por la distribución de la palabra, la interpretación, la imposición o no de las agendas culturales. “¿No será que, al decir de Retamar —se preguntaba Achugar en “Sobre el balbuceo teórico”—, lo único que merece ‘verdadero respeto (son) los autores anticolonialistas difundidos desde las metrópolis’ […]?” (2000: 104). En ese ensayo, además, dedicaba un extenso párrafo al “proyecto crítico latinoamericano” en el que Fernández Retamar había jugado un papel crucial, sin tampoco adoptar una mirada condescendiente ni meramente nostálgica. Esa tarea colectiva, que incluía, entre otras labores desde múltiples centros, aquellas impulsadas desde la Casa de las Américas, daba cuenta para Achugar si no de un “proyecto” digitado —la idea de proyecto podría sugerir una suerte de “conspiración” o de “estrategia” que nunca existió—, de una suerte de convergencia de esfuerzos no necesariamente idénticos ni tampoco homogéneos. De hecho, el planteo de Fernández Retamar encontró resistencias en muchos de los críticos activos en ese momento, algunos de los cuales (Rama, Milani) entendían que la propuesta de Para una teoría… corría el riesgo de proponer un “ameghinismo crítico”. (2000: 105)

Si en ese ensayo Achugar se preguntaba en qué medida la propuesta de Fernández Retamar había constituido la “fundamentación teórica del ‘balbuceo teórico’ de Calibán” (2000: 106), por la vía afiliativa con esa tradición, el Calibán cubano sería aún una figura (posible) del intelectual: el babbling como la producción asistémica de resistencia frente al discurso prosperiano.

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Ese posicionamiento en términos de escritura, el ensayo como balbuceo, y la memoria del archivo calibanesco que lo nutre, se verá puesto a prueba en términos argumentales frente a los postulados globalizantes del “Commonwealth teórico” (poscolonialismo, posmodernismo, etc.) y particularmente en algunos ensayos referidos a una de sus últimas manifestaciones: el campo de las literaturas comparadas. En “Weltliteratur o cosmopolitismo, globalización, ‘literatura mundial’ y otras metáforas problemáticas” se aborda el problema que será revisitado y levemente ampliado en “Apuntes sobre la ‘literatura mundial’, o acerca de la imposible universalidad de la ‘literatura universal’”, el ensayo con el que Achugar participó del volumen colectivo editado por Ignacio M. Sánchez Prado, América Latina en la literatura mundial (2006). Me referiré a este último, pues, como anticipé, en él Achugar incorpora los argumentos de Casanova en La República mundial de las Letras, que habían quedado fuera en la versión anterior. Sin embargo, cabe citar un párrafo introductorio del texto primigenio, dado su carácter religante con la propuesta de Fernández Retamar y el claro matiz programático del mismo: [E]ste trabajo podría o debería ser entendido como formando parte de lo que, en otra ocasión he llamado el “balbuceo teórico”, una categoría que como he argumentado no es peyorativa. Por el contrario, puede ser considerada como una forma de resistencia que intenta confrontar o problematizar teorizaciones originadas en el Commonwealth y que se presentan a sí mismas como universales. (Achugar 2004: 53)

Y, si bien en la última versión no hay referencia al balbuceo teórico, no deja de ser sintomático que principie su reescritura con las preguntas que se hacía Fernández Retamar en Para una teoría de la literatura hispanoamericana: “¿existe ya esa literatura universal, esa literatura mundial, no como agregado mecánico, sino como una realidad sistemática?” (Achugar 2006: 197). Si no sobre la “existencia” de esa literatura universal, al menos sobre su posibilidad como objeto es que versará la discusión inaugurada por Franco Moretti en la New Left Review (“Conjectures on World Literature”, 2000), a la que se sumarán Christopher Prendergast, Pascale Casanova y otros teóricos

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de las literaturas comparadas preocupados por definir los alcances de la disciplina. (El libro compilado por Sánchez Prado, además de un buen compendio de las posturas, es una suerte de intervención latinoamericana en el debate). Achugar aprovechará la tradición latinoamericana de esa discusión para mostrar las fallas o debilidades de las posturas universalistas, es decir, la tradición del subalterno (el colonizado) que le permite observar que el problema “radica o está en desde dónde y desde quién se establece la valoración o la universalidad de un texto o de una obra artística”, algo que Pascale Casanova pretendía haber contemplado al señalar la desigualdad operante de la república mundial de las letras. “Pero el ‘desde dónde’ y el ‘desde quién’ —responderá Achugar— no sólo tiene una ubicación económica, cultural y geográfica como plantea Casanova, sino también estética” (2006: 201-202). Es ese a priori estético, entonces, el que organiza los juicios de valor enmascarados con supuestas condiciones mundiales de un proceso de universalización. Desde su posición periférica, marginal, orgullosa de su balbuceo, el crítico uruguayo (periferia de la propia Sudamérica, como observa en Planetas sin boca) deconstruye uno a uno los argumentos del centro (core en la prosa de Moretti): los a priori estéticos, historicistas, teoréticos, la ilusión de una universalidad imposible, los falsos pretextos para el ropaje disciplinario del Norte; y postula la diferencia: en “Finalmente, pensando desde América Latina”, el último apartado (ausente de la versión anterior), escribe: “Sin embargo, la doble o múltiple articulación de eso que llamamos ‘América Latina’ o ‘América Latina y el Caribe’ a nivel regional, nacional e internacional o supranacional implica un ‘área de estudios comparados’ —como señalara hace más de veinte años Ana Pizarro— que no se rige con las mismas categorías de los estudios de la literatura comparada a nivel europeo” (2006: 209, énfasis mío). Aquí, podría traducirse, en América Latina y el Caribe, los problemas son otros. Esa capacidad de diferenciación, también de localización, proviene, en parte, de las historias locales (biográficas, nacionales), pero fundamentalmente del archivo y la memoria latinoamericanos con los que el crítico arma su ensayística. Por eso las preguntas alrededor de Calibán reorganizan las lecturas posibles en el fin de siglo:

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“¿De cuál Calibán estamos hablando? ¿Del Calibán de Rodó o del de Fernández Retamar?”. Si del primero, parece decir Achugar, entonces es probable que el triunfo de Calibán haya acabado con el intelectual (“es un modo válido de leer a Rodó”, escribirá). Si del segundo, queda claro que el intelectual ha sido transformado: no es ya el espiritualista pedagogo de las masas —el intelectual tradicional—, tampoco el reformista utópico o revolucionario —el intelectual orgánico—, sino el intelectual marginal, minoritario, conspirador de la resistencia.36 Ahora bien, las reflexiones balbuceantes de Achugar, que se esfuerzan por dejar abierta la interpretación, por situar cada lectura, por no ceder al congelamiento de sentidos, no dejan de señalar que existe también otro modo válido de leer a Rodó: el que elige él mismo, viendo en Ariel no un mero elitismo conservador, sino una respuesta de proyección continental al primer síntoma de la globalización capitalista. Como vimos al comienzo, en “¿Quién es Enjolras? …” Achugar lee el Ariel de Rodó como un “discurso de la derrota”, es decir, como un primer discurso de resistencia ante el avance de la cultura otra (reflejado en el famoso verso dariano: “¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?”), en fin, como un discurso del vencido ante la crisis del 98: El discurso de una cultura que junto con la derrota militar confirma la amenaza ideológica bajo el primer nombre de la globalización que fue el de la “nordomanía”. Es ese discurso del vencido y del amenazado lo que atrae en su momento a muchos. Ariel intenta devolver —o preservar— el orgullo a quien acaba de ser derrotado. Un discurso que intenta defender los valores locales y propios frente a la derrota militar y la amenaza cultural. (2004: 84)

La lectura de Achugar convierte al Ariel y, por ende, a Rodó, en una expresión primigenia de lo que varias décadas después, vía Retamar, será el discurso calibanesco: la asunción del babbling como la 36 Valga apuntar que, más allá de su autofiguración como un intelectual balbuceante, el uruguayo ocupó desde el año 2008 hasta el 2015 el cargo de director nacional de Cultura, designado por el Frente Amplio.

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propia lengua, la asunción de la voz propia. En ese sentido, si el balbuceo es una forma del discurso latinoamericano, lo es en tanto fidelidad al registro de la memoria (o sea, de la historia), pues en ella —y por ella— la voz puede ser recuperada en sus tonos, modalidades, silenciamientos o circunstancias. Lo que significa que la lectura de Ariel debe ser situada, colocada, en el contexto de su propia modulación, de su emergencia, aquello que Skinner (1969) denominaba sus “condiciones semánticas de producción”. De allí que, para Achugar, el de Rodó pueda ser interpretado también como un discurso de resistencia antiimperialista: “un discurso de la derrota, pero también como una de las primeras respuestas frente a lo que hoy podríamos denominar la primera irrupción de la globalización”; y agregará, anticipándose a las quejas: “Una respuesta elitista, pero de todos modos una respuesta” (2004: 89). La lectura afiliativa de Achugar traza así, pues, una continuidad entre Ariel (Rodó) y Calibán (Retamar) que le permite al intelectual crítico latinoamericano del nuevo fin de siglo asumir su balbuceo como un uso estratégico del discurso. Como si fuera una carrera de postas, se ha pasado de la protesta al improperio y de este a la resistencia. Además, como Gilman ha observado, si “los intelectuales existen en la medida en que los vincule algún tipo de ideal asociativo” (2003: 81), Achugar sigue apostando a las resistencias colectivas, plurales y democráticas, aun si en el nuevo fin de siglo sudamericano, signado por el trauma de las dictaduras, el discurso de Calibán ya no parece tener certezas ni otras réplicas más allá de su propio, estratégico e insistente balbuceo: “La única respuesta que se me ocurre —dice Achugar— es la guerra contra el olvido, la lucha por la memoria” (2004: 93). Desde ese lugar, la lectura de Ariel que realiza Achugar se empeña en religar ese discurso del vencido al de la resistencia posdictatorial del nuevo fin de siglo: “La memoria local frente al imperialismo de la memoria globalizada” (2004: 93). Para ello, el discurso de Calibán debe asumir la retórica del débil, las tretas de la discursividad asistémica que, para el Otro (el dómine prosperiano), no es más que un balbuceo. En ese balbucear, por contrapartida, Achugar encuentra una lógica singular para el trabajo crítico: minar el discurso del Otro

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con la incorrección de su propia lengua. ¿Un modo de la resistencia o de la derrota?

5.4. Shakespeare en Patagonia: Inglaterra, una fábula de Leopoldo Brizuela God save the Queen Por ser una de las más fuertes y poderosas tierras de poesía; Por ser la madre de Shakespeare; […] En los mares, tu bandera es conocida de todas las espumas y de todos los vientos, a punto de que la tempestad ha podido pedir carta de ciudadanía inglesa; Por tu fuerza, oh Inglaterra […]. Por tus pastores que dicen los salmos y tus padres de familia que en las horas tranquilas leen en alta voz el poeta favorito junto a la chimenea; Por tus princesas incomparables y tu nobleza secular; Por San Jorge, vencedor del Dragón; por el espíritu del gran Will… (Rubén Darío, Autobiografía, 1912) Un véritable enchantement. (Paul Groussac, “La Terre du Feu”, 1914)

Primera escena: Rubén Darío dicta a un “inglés criollo” amigo los versos del primer epígrafe, un “poemita” en prosa garabateado en un restaurante porteño, a fines del siglo xix, con motivo del aniversario de la reina Victoria. El poema es más extenso, pero las líneas citadas alcanzan para confirmar las intuiciones de Joseph Conrad o George Lamming de que “la empresa del imperio depende de la idea de tener un imperio”, como resumiera Said en Cultura e imperialismo (1996: 46). En el caso de Inglaterra, la idea y los mitos de la Madre Patria eran, como se ve, de circulación “universal”, también fuertemente arraigados en la cosmopolita ciudad portuaria de Buenos Aires. Darío, más allá de su probable ingesta de alcohol, también encontraba razones para que Dios salvara a la reina y a Inglaterra en el siguiente

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hecho fundamental, como poetizaba en aquella velada: “Porque sobre el hervor de tus trabajadores, el tráfago de tus marinos y la labor incógnita de tus mineros, tienes artistas que te visten de sedas de amor, de oros de gloria, de perlas líricas” (1950: I, 114). Segunda escena: Paul Groussac viaja a “la Tierra del Fuego”, camino de Chile, en los primeros meses de 1914. Está por desencadenarse la Gran Guerra, punto culminante del imperialismo expansionista que daría fin a la supuestamente pacífica y bella época que en Latinoamérica fuera expresada por el Modernismo. Para el agudo historiador Eric Hobsbawm, comenzaría entonces el breve pero convulsionado siglo xx; para muchos latinoamericanos se había iniciado en 1898. El barco es un conglomerado de gente de diversas procedencias, entre familias anglochilenas y turistas y profesores de La Plata. Groussac, admirado por el paisaje “feérico” del canal del Beagle y por la cantidad de nombres franceses que las expediciones de su país han otorgado a la región austral, se lamenta de no pasar por las îles Malouines, antaño pertenecientes a la nación gala y ahora llamadas Falkland. Las actividades y opiniones de Groussac en el extremo Sur condensan la situación local e internacional: se cruza en Punta Arenas con empresarios millonarios de variadas nacionalidades y misioneros salesianos; recuerda las andanzas del ingeniero rumano, buscador de oro, Julio Popper, a quien conociera en el Instituto Geográfico de Buenos Aires en 1893; se compadece de los infortunios del anglicano Allen Gardiner (muerto allí de hambre en 1851); encuentra novelas de Loti en la cabina del comandante; celebra el avance del Gobierno argentino en Ushuaia; entrevista al anarquista ruso y “joven terrorista” Radowiski, asesino del coronel Falcón y encarcelado en el penal; desprecia todo lo alemán y todo lo germanizado; es saludado por una india ona, última sobreviviente de una familia refugiada en la estancia de los pioneros Bridges en Puerto Harberton, quien le gruñe un aparente “morning”. Condena la rapacidad, pero defiende la colonización. Invoca la civilización y legitima el exterminio de indios fueguinos. Groussac, además, escribe su relato en francés (originalmente se publicó en esa versión). Así lo inserta en la Segunda Serie de El viaje intelectual. Después de todo, “para la mayoría del público americano, la lectura del texto francés lejos de ser molesta” puede deleitar como “un hors-d’oeuvre” (1920: 237-257).

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Es difícil saber si las dos escenas evocadas han formado parte de las fuentes usadas por Leopoldo Brizuela en Inglaterra. Una fábula (1999), donde el imaginario patagónico se cruza con la historia inglesa y, por lo tanto, con la razón imperial y occidental —y viceversa: donde la historia patagónica se cruza con el imaginario inglés (y su razón imperial y occidental)—. Podrían, sin duda, contar entre sus intertextos, dada la voraz asimilación, en la novela, de ficciones, crónicas y legados fundantes de la idea de Inglaterra y de los mitos imperiales, que son también los que las colonias (y neocolonias) han producido y replicado. En cuanto territorios superpuestos, historias entrecruzadas (como formulara Said del Imperio y sus territorios de ultramar), las correspondencias entre cultura e imperialismo pueden encontrarse en una variedad de textos históricos y ficcionales occidentales, latinoamericanos, caribeños. Y, precisamente, el motivo de las correspondencias es el principio constructivo de la novela de Brizuela —un Leitmotiv que, junto con el de la pérdida de la comprensión y la búsqueda de los personajes del nombre de su destino, constituye el contenido de la forma: la misma ideología de la obra—. Correspondencias múltiples, entre lo real y lo imaginario, entre la historia y la ficción, entre el pasado y el presente, entre la isla de Inglaterra y la de Tierra del Fuego: los dos territorios que ocupan la mayor parte de la fábula y que están conectados por la increíble travesía de la troupe The Great Will, la cual, originada en la legendaria compañía teatral de los Caballeros de la Rosa, cruza su destino con el de William Shakespeare en el mítico crossroad of Exe, el cruce de caminos que intersectará historias y derivas —otra figura de religaciones—. En lo que resulta una apropiación totalmente liberada de los históricos complejos de inferioridad de la literatura latinoamericana, Brizuela reescribe no solo la trama de La tempestad, sino también los entretelones del drama y sus fabuladas representaciones, además de la biografía de Shakespeare y la historia de la misma Inglaterra. Como dirá el propio autor en una entrevista: “Lo que muestro no es en verdad Inglaterra pero hay tantos libros sobre la imagen que los otros tienen de América que ¿por qué no podemos hacer uno con la Inglaterra que tenemos inventada?” (Pérez 1999: 5). Para tal fin, a su perspectiva, ya impregnada del antiimperialismo característico de

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la tradición latinoamericana, se ha sumado sin duda el aporte documentado de lecturas materialistas de la cultura inglesa como las que pueden encontrarse en El campo y la ciudad, de Raymond Williams, o en estudios poscoloniales como el mismo Cultura e imperialismo, de Said, u Ojos imperiales, de Mary-Louise Pratt. También, muy probablemente, además de absorber la ‘influencia’ de la propia narrativa inglesa (Conrad, en especial), la novela de Brizuela explore la idea central de Ways of Seeing, de John Berger (1977),37 dado el profuso uso de imágenes que aluden al intento por escapar a la cárcel del lenguaje (el logos imperial) y a la búsqueda de capturar de modo simbólico lo que no es reducible a términos racionales (el recurso a la poesía que, a su vez, es tematizado a través del motivo de las correspondencias). Dice Berger en Modos de ver: las palabras son una reducción de la imagen, un intento de capturar a través del lenguaje la esencia de algo que inevitablemente eludirá tal intento. Lo visual también actúa de un modo particular para situar al espectador, tanto a través de la perspectiva de la imagen en cuestión y a través del contexto cultural e histórico de la imagen. (1977: 16)

Asimismo, la historia de Inglaterra, en la trama novelesca abordada a través de la trayectoria de la compañía teatral, primero altamente popular y bajo el mecenazgo de Sir Walter Raleigh y, luego de la muerte de la reina y del propio Shakespeare, exiliada de Inglaterra con el ascenso del puritanismo, representará aquello que Foucault describe como la cesura: ese quiebre en que la locura es confinada, apropiada por la razón clásica. En la novela, en que la compañía parte al exilio en el barco legado por Raleigh con el nombre de Almighty Word —la Palabra Todopoderosa—, este pasará de ser una especie de ‘nave de los

37 En la entrevista que le realizó Jorge Ruffinelli (Nuevo Texto Critico), Brizuela manifestó su interés “por la narrativa inglesa de todas las épocas y la italiana del siglo xx. Excepciones a la que siempre vuelvo: Emily Dickinson, Isak Dinesen, Joaquim Maria Machado de Assis, Djuna Barnes, Marina Tsvietáieva, Mário de Andrade, Idea Vilariño, etc. Me han marcado mucho los ensayos de Italo Calvino, John Berger…” (Ruffinelli 2008: 77).

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locos’ a sufrir el silenciamiento y el olvido: “nuestro barco ya no nos pareció la embajada itinerante de un país maravilloso, sino la isla a la deriva en que cumplíamos el destierro de un país que ya no existía más […] la obra de Shakespeare hablaba un lenguaje, en fin, que ya nadie podía comprender”, dirá Sir Gielgud, el viejo régisseur (Brizuela 1999: 46-47). Porque, progresivamente, ese “afán de lucro” que hacía que Londres reemplazara “teatros y tabernas con las siniestras siluetas de bancos y prisiones” y avanzara “por sobre la campiña con las humeantes fauces de sus fábricas adonde millones de campesinos hambrientos concurrían diariamente a desaparecer” (Brizuela 1999: 44) se extendía al resto de Europa y —para colmo de males—, al desencadenarse la Revolución francesa, y cuando la troupe estaba en Marsella entreviendo “la posibilidad de un risorgimento, al comprobar cómo el pueblo raso luchaba por la comprensión”, la “Palabra Todopoderosa” debió huir de Francia, pues alguien había denunciado que el nombre de Sir Gielgud no era “de fantasía” (Brizuela 1999: 48). Peripecia tras peripecia, luego del suicidio del Conde heredero del legado shakespeariano, la Compañía pasará a ser comandada por su descendiente Lord Axel, un joven homosexual que, dada la decadencia de la sociedad burguesa que “aprecia tan sólo el dinero”, anhela al menos que el teatro del Bardo permanezca “en la memoria como incesante manantial de resistencia” (1999: 62). Pero será defraudado por su pareja, el vil ruso Alexei, quien al observar que “el circo era el espectáculo más próspero de estos tiempos modernos” (1999: 73), trama la fusión de la compañía con una troupe italiana de saltimbanquis, malabaristas y animales. La compañía sufrirá un cisma interno, de hecho ya anticipado por la enemistad histórica entre dos bandos: el de quienes —nucleados en torno de Sir Gielgud— creen que Shakespeare es un dios y que sus actores deben seguir siendo sus “tozudos profetas” y el de aquellos que, “capitaneados por el primerísimo actor Herr Soerensen”, sostienen que el legado no es “sino sólo palabras, divinas palabras, sí, but nothing but words” que “cambian a lo largo de los siglos […] como cambian los hombres y los pueblos” (1999: 47). Antes de morir, sifilítico y desahuciado, Lord Axel, sin embargo, logrará encontrar a quien trasmitir el mensaje de “resistencia” y de “comprensión”: a la hija del Pastor Tarrant —uno de

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quienes “hacia 1850 encabezaran una rebelión en el seno de la Iglesia de la Palabra denunciando la complicidad de los más altos jerarcas con los crímenes del imperialismo”—, una joven inexperimentada, pero cuya gran voluntad permitirá mantener vivo el gran legado (the great will). La Hija, quien “a nada se sentía más atada que a aquellas ‘pobres víctimas de la sociedad industrial que padecían sin siquiera el consuelo de saber que existía Shakespeare’ y que ‘morían de fatiga sin siquiera comprender por qué’” (1999: 90), creerá encontrar el nombre de su destino —un destino que implica el de toda Inglaterra— en aquello que se ha transformado en el circo The Great Will: “nombre que evocaba a la vez a William Shakespeare, a la gran perseverancia de sus actores, y, por supuesto, al mayor de los legados de la vieja Inglaterra” (1999: 75). Es así, pues, como la Hija, convertida en la Condesa de Broadback a través de su casamiento con Lord Axel, terminará finalmente conduciendo al Great Will al Nuevo Mundo, en una suerte de empresa anacrónica —o utópica, dependiendo del modo de ver— que compite con las contemporáneas avanzadas imperiales de Inglaterra, en las cuales, como bien lo ha expuesto Said, la cultura jugó un papel clave. Valga recordar, en este sentido, la “Inaugural Lecture” de John Ruskin como Slade Professor en Oxford (1870), donde puede observarse la construcción de los mitos de Inglaterra que Darío, como vimos, exploraba en su “poemita” y que la novela de Brizuela, como antes Lamming desde su perspectiva caribeña, deja al descubierto a través de su apropiación de La tempestad: “¿No queréis —dice Ruskin a la juventud de Inglaterra— convertir otra vez a vuestra tierra en real trono de reyes, en isla coronada, en fuente de luz y centro de paz ante todo el mundo, en señora del Saber y de las Artes…?” (cit. en Said 1996: 175). Como Ruskin propone, los jóvenes deben hallar colonias, y estas deberán formar flotas amarradas […] e Inglaterra, en esas naves inmóviles (o, en el más auténtico y sagrado sentido de la palabra, iglesias inmóviles, timoneadas por los pilotos de ese lago de Galilea que es todo el mundo), podrá “esperar que cada hombre cumpla con su

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deber” […] y que si por exigua paga hemos podido conseguir que por amor a Inglaterra los hombres se arrojen contra la boca de los cañones, también conseguiremos que aren y cosechen por ella. […] para que puedan hacerlo, ella debe conservar su propia majestad incontaminada, debe ofrecerles recuerdos de un hogar del cual sentirse orgullosos. (cit. en Said 1996: 174)

La ficción de Brizuela hará recalar al Almighty Word comandado por la joven Condesa nada menos que en el canal de Panamá —símbolo por antonomasia de la avanzada imperial en Latinoamérica y el Caribe— precisamente en 1914, el año de su inauguración. Allí, “donde el lenguaje del Great Will […] resulta no sólo ajeno sino absolutamente incomprensible” (Brizuela 1999: 83), en los muelles cercanos a la construcción donde han muerto “más de treinta mil nativos” (cifra que se corresponde con aquella del genocidio perpetrado por la última dictadura en Argentina) y donde se encuentran estancieros argentinos, catervas de negros de librea, millonarios canadienses; allí, según esta delirante y trágica travesía, la troupe recobra inesperadamente su antiguo éxito ante “una multitud de obreros calificados que se disponían a zarpar de vuelta a los Estados Unidos” y ve en esos personajes “a los portadores de un premio llegado desde el fondo de la historia para calmar sus penas…” (1999: 26). Será nuevamente por la vía de las correspondencias como se trazará el destino de la compañía, ya que el barco será trocado por el acorazado Patagonia, un barco que “cargó, además de buscadores de oro, esclavos y muchachas cautivas” (1999: 82) y en cuyo nombre la Condesa cree encontrar el nombre de su destino y, por supuesto, el de toda Inglaterra. El carguero Patagonia, guiado por la perseverancia de la Condesa, superando infortunios y deserciones, seguirá de gira por Sudamérica hasta la Tierra del Fuego, directo a su definitivo naufragio al final de la novela de Brizuela. Nuevamente, han sido correspondencias —la Condesa, identificada con el personaje de Calibán, “el único personaje que Shakespeare no había forjado con sus palabras, sino con su propio silencio” (Brizuela 1999: 171), y aquella de Calibán con sus espectadores (“la milagrosa comunicación popular que caracteriza a las épocas prerrevolucionarias”, 1999: 178)— las que han determina-

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do el rumbo hacia la Isla del Waichai (“Wild child”), “en el extremo Sur del archipiélago de Tierra del Fuego, casi tan al sur como puede irse en este mundo…”, escenario que, evocado con la misma fórmula de tono oral a la manera del contar popular, abre y cierra la novela en una perfecta composición anular. El propio Brizuela, en un texto introductorio a una edición de Romeo y Julieta (Losada, 2007), afirma la importancia de la noción de las correspondencias en el mundo isabelino, correspondencias dadas entre los distintos planos de la existencia en el “cuadro cósmico” según el clásico estudio The Elizabethan World Picture (1943), de E. M. W. Tylliard. El autor, en efecto, es citado entre los “cronistas e historiadores” del “Cuaderno de Bitácora” colocado al final de Inglaterra, una operación que el narrador argentino repetirá en todos sus libros, anudando sus relatos con variados textos y plurales tradiciones. Sin duda, aquí el gesto apunta a la voluntad de desligar la ficción de toda relación con el género de la novela histórica, sin dejar de acentuar, simultánea e irónicamente, la preocupación por la historia más material y, especialmente, la exploración del testimonio y la memoria colectiva que anima hasta sus fábulas más disparatadas. El hecho de vincular estos paratextos con los libros de los navegantes (y el contar de los marinos, en la estela de Conrad) proyecta simbólicamente los relatos, e Inglaterra de modo ejemplar, como ejercicios de imaginación al borde de las aguas y, como sabemos (y como bien ha analizado Gastón Bachelard (1964) en su fenomenología de la imaginación poética), el agua es el elemento melancólico por excelencia —una materia, no por azar, privilegiada en las relecturas y reescrituras latinoamericanas de La tempestad del último fin de siglo—. Considerando la deuda explícita de la fábula con Shakespeare —en verdad, con los mitos de y sobre Shakespeare, como confirman las ideas de Brizuela en la introducción a Romeo y Julieta citada—, no debe sorprender la apropiación del principio analógico en la novela. Sin embargo, se trata de algo más que el establecimiento de relaciones metafóricas e interconexiones en el nivel del argumento y de los personajes —lo cual es evidente en varios sentidos: desde la misma presentación de la novela como un drama en actos estructurados simétricamente a sus escenarios en espejo (en cinco “Islas”)

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y sus personajes dobles con episodios y fórmulas que se repiten—. En este sentido, y dada la apropiación explícita de La tempestad de Shakespeare en la misma trama, el uso de analogías, paralelismos y repeticiones se derivaría de una cuidadosa atención al modelo original: como la crítica canónica ha observado, y como aquí fue comentado en diversas instancias, tal uso constituye el principio dominante del drama inglés. Pero en Inglaterra se trata, también, de correspondencias en términos de afiliaciones y asimilaciones textuales, de religaciones literarias. Y, de hecho, lo que en relación con la perspectiva de este estudio se torna significativo es que Brizuela también incluye a Roger Toumson entre los “cronistas e historiadores” que “facilitaron el trabajo de investigación y redacción de Inglaterra”. Con el guadalupeño Toumson, a cuyo Trois Calibans ya he referido (además de ofrecer minuciosos análisis críticos, ganó el premio ensayo Casa de las Américas en 1981 —como también mencioné—), Brizuela solo se conecta, según pude corroborar, a través de la lectura de su libro, encontrado en una librería de Buenos Aires. De allí, pues, su conocimiento derivado de Une tempête de Césaire, el Caliban de Renan y el resto de las obras que Toumson registra. Estas, que, por cierto, no aparecen citadas en el “Cuaderno de Bitácora” de Inglaterra y que probablemente Brizuela no ha leído, han dejado, sin embargo, su marca, ya decantada y ‘anónima’. Hasta podríamos decir que esas lecturas/ reescrituras forman parte de los mitos que nutren el imaginario de la novela: su perspectiva periférica, sus afiliaciones anticolonialistas y antiimperialistas, su definitiva alianza con los condenados de la tierra y los marginados del Imperio, contestatarios de la ‘razón occidental’. En términos de técnica narrativa, el mismo Brizuela explica en su “Cuaderno de Bitácora” su arte poética, a través de una cita del portugués José Saramago: Todo discurso, escrito o hablado, es intertextual y apetecería, incluso, decir que nada existe que no lo sea […] lo que estoy haciendo en mis novelas es buscar los modos y las formas de convertir esa intertextualidad general literariamente productiva, si me puedo expresar

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así, usarla como un personaje más, encargado de establecer y mostrar nexos, relaciones, asociaciones entre todo y todo. (cit. en Brizuela 1999: 395)

Ahora bien, si la intertextualidad, del modo en que es definida por Saramago, resulta deudora de las ideas de Kristeva o Barthes —expandidas en la teorización de Genette—38 y, así, funcional a un principio estructural, los propios paratextos de Inglaterra complican, como ya nos percatamos, el contrato de lectura según es propuesto por Brizuela vía Saramago, pues, a renglón seguido, en el mismo “Cuaderno de Bitácora” y cuando hemos concluido la fábula, el narrador afirma que lo que acabamos de leer es una crónica que “toma como punto de partida La tempestad de William Shakespeare”, para agregar que existen “muchos otros testimonios relacionados con esta misma historia” (énfasis mío). Los supuestos testimonios están constituidos por una larga enumeración de textos, en su mayoría ficcionales. En primer lugar, Tempests (1958), de la danesa Isak Dinesen (más conocida por su novela Out of Africa), cuya apropiación de La tempestad, curiosamente, la crítica dedicada a las reescrituras del drama nunca menciona. Dinesen —resume Brizuela— “cuenta la historia del grupo de actores que a fines del siglo xix abandonó el Almighty Word siguiendo a Herr Soerensen” (1999: 395). Herr Soerensen, según leímos, abandonó ciertamente el barco al fusionarse la compañía con el circo, pero no deja de ser un personaje literario, existente, en efecto, en la nouvelle de Dinesen, de la cual, además de extraer motivos para su propia trama (sin duda la idea de un teatro itinerante), el argentino ha asimilado el ambiente nórdico y feérico y, también (junto con otros modelos),

38 Genette (1989), como se sabe, distingue cinco tipos de relaciones entre textos: intertextualidad (en diversas formas, de la cita más explícita y literal al plagio y la alusión), paratextualidad (una relación menos explícita entre el texto y el todo que forma la obra: títulos, prefacio, epílogo, advertencia, notas, etc., la cual hace al “contrato de lectura” entre autor y lector), metatextualidad (“comentario”, relación crítica), hipertextualidad (relación que une un texto B (hipertexto) a un texto anterior A (hipotexto), al que transforma) y architextualidad (relación más abstracta, de pura pertenencia taxonómica e índole genérica).

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el definitivo carácter oral, al modo del contar tradicional, de la narración. Indicando una afiliación similar, entre los demás “testimonios” Brizuela menciona una supuesta nota de García Márquez para El Espectador de Bogotá “en la que recuerda el naufragio de un circo ocurrido frente a las costas patagónicas; y aunque no menciona en ningún momento al Great Will, parece tener muy presente la tragedia del carguero Patagonia frente a las costas de las islas del Waichai…” (1999: 395-396). La “evocación”, totalmente apócrifa y anacrónica, pues mezcla anécdotas ya inverosímiles con los sucesos de su fábula (aunque sutilmente manteniendo ciertas referencias ‘reales’),39 no hace sino confirmar que el supuesto método intertextual resulta, más precisamente, una adopción del método Borges —su uso del apócrifo— y del más popular realismo mágico de García Márquez. Pues, en efecto, no solo el suceso del carguero Patagonia (nombre del acorazado que naufraga en la ficcional Waichai de Inglaterra) no es histórico, sino que, además, proviene de la novela que luego se menciona como otro de los “testimonios”: The Bostonians, de Henry James, la cual “narra la historia de otro Pastor Tarrant y de su hija Verena, seguramente vinculados a los muy distintos personajes de este relato” (Brizuela 1999: 396). Brizuela, aquí, omite contar que en la novela de James existe un barco con el nombre Patagonia, pero nos ha dado ya varios indicios de que los textos/fuentes provienen más de su imaginación libérrima y, sobre todo, literaria que de testimonios certeros, y también de que la Patagonia que hemos leído se afilia con el verosímil reivindicado por el modelo (fabulador) de García Márquez. El escritor colombiano, como se sabe, legitimó su método en variadas oportunidades en el valor de verdad de las novelas de caballe-

39 En su entrevista con Fernández-Braso, García Márquez cuenta que en Comodoro Rivadavia, “que es un lugar desolado al sur de Argentina, el viento polar se llevó un circo entero por los aires y al día siguiente las redes de los pescadores no sacaron peces del mar, sino cadáveres de leones, jirafas y elefantes” (1972: 95). Una anécdota similar es insertada en El otoño del patriarca.

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ría y los relatos de la conquista, y, en especial, aquellos referidos a la Patagonia (su discurso de aceptación del Nobel (1982) comienza con la alusión a la “crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación” de Antonio Pigafetta, quien acompañó a Magallanes en la primera vuelta al mundo); del mismo modo, Brizuela podrá decir que su fábula es también una crónica: de hecho, luego refiere al testimonio (ahora sí, verdadero) de Lucas Bridges, descendiente de aquel que menciona Groussac en “La terre du feu” como fundador de la primera misión anglicana en Ushuaia, cuya apasionante autobiografía Uttermost Part of the Earth, concluida en 1946 y publicada en Londres en 1948, fue traducida en Argentina en 1952, pero es hasta hoy prácticamente desconocida en el ámbito de la literatura latinoamericana. Según el “Cuaderno de Bitácora” del lector ávido que es Brizuela, Bridges cuenta en su autobiografía una aventura diferente de la que entonces “acometía” el Pastor Dahlmann en su Inglaterra como padre de la Hija, quien funciona como doble de la Condesa en la Isla de Waichai. Para mayor información (¿y verosimilitud?), uno de los sobrinos nietos de este Dahlmann, agrega Brizuela con el mismo tono impertérrito de García Márquez, “como el lector recordará, protagoniza un cuento publicado por Jorge Luis Borges en 1946” (1999: 396). Es este, pues, el Sur de esta novela, un Sur “tan al sur como puede irse en este mundo”, un territorio puramente creado por la imaginación no solo de Brizuela, sino también de la tradición literaria que ha pergeñado el mito Patagonia y con la que el escritor explícitamente se religa. Un gran legado que va de Pigafetta a Henry James, de García Márquez a Lucas Bridges y, como enseguida comentaré, de Belgrano Rawson a Osvaldo Bayer, entre tantos otros más. Por supuesto, también es esa Patagonia imaginada (aludida) por el mismo Shakespeare en su drama La tempestad, donde el inglés diseña una isla tan utópica y multirreferencial que varios pudieron reclamarla. En este caso, puede recordarse que Sycorax era relacionada en el drama con Setebos, ese ‘demonio’ patagónico cuya mención el gran Will Shakespeare debió haber encontrado en el Primer Viaje alrededor del mundo (1520) de Pigafetta. Lo central, entonces, y lo que nos devuelve a la cuestión de la intertextualidad es que, a través de esos padres literarios —Borges,

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García Márquez— y de los epígrafes del inicio —el primero, la frase de Miranda en La tempestad que repetirán, una y otra vez, las dos Hijas, protagonistas principales de la novela (“¡Oh, yo he padecido / Con aquellos que he visto padecer!”) y el segundo, de las “Tempestades” de Isak Dinesen (“¡Hágase tu voluntad, William Shakespeare!”)—, Brizuela construye una genealogía de ‘asimiladores voraces’, aquellos que Bloom llama “los grandes negadores de las influencias”. Para Bloom, Shakespeare no se encuentra entre los negadores por una cuestión histórica, según dice: porque perteneció a esa “gran época antes del Diluvio cuando las influencias eran generosas (o, al menos, así las consideraban los poetas en su más recóndita naturaleza)”, una época que terminó precisamente con el Gran Will, cuando, a su vez, se inició la modernidad ‘revisionista’ (1991: 140). En cualquier caso, sabemos que no solo para Harold Bloom Shakespeare es emblema de una originalidad radical, aun si (como el mismo Brizuela recuerda en su introducción a Romeo y Julieta) la edición de sus obras suele acompañarse de largas listas de “fuentes” —como vimos en el primer capítulo, estas eran resultado, para Groussac, de un verdadero furor scholiasticus—. Desde la perspectiva aquí asumida, y llegando al final de nuestra propia travesía, no parece azaroso que esta intertextualidad adoptada por Brizuela como un programa de afiliaciones (su ansiedad de influencias) esté en línea con los mecanismos de reescritura que hemos observado en las anteriores apropiaciones latinoamericanas y caribeñas de La tempestad, es decir, la asimilación creativa de lo extranjero como un modo típicamente latinoamericano de construcción de una tradición propia y apropiada a una visión particular. Como dirá el autor en otra ocasión: “En lugar de confinarnos a la aldea, también podemos apropiarnos de los elementos de otra cultura para nuestro propio beneficio y para nuestro afianzamiento político. Tupí or not tupí, that is the question, decía el genial Oswald de Andrade, vanguardista brasileño” (Brizuela 2006: 160). Si, como vimos, varios de los escritores latinoamericanos y caribeños que se apropiaron de La tempestad ocultaron intertextos a causa de ciertos complejos o inseguridades, o se autorizaron como escritores antes de enfrentar quizá el texto canónico por antonomasia, o hasta

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usaron el drama para explicitar sus comienzos contestatarios y divergentes, ahora Brizuela acentúa el carácter religador de su apropiación y su funcionamiento autónomo latinoamericano. Porque aquí, más allá de la crítica que la novela efectúa a ‘Inglaterra’ como emblema de un modelo imperial —es decir, su posible lectura como una obra ‘contracolonial’ y, especialmente, su posible integración al corpus de ‘tempestades post’ (pospatriarcales, feministas, homosexuales, queer, etc.)—,40 lo decisivo es su funcionalidad en el contexto sociohistórico latinoamericano y, en particular, argentino, de fines del siglo xx. Más allá del ‘cosmopolitismo’ del autor, Brizuela no recurre a Shakespeare sino para ahondar (y, en este sentido, su preocupación es cercana a la de Achugar) en la memoria local y posdictatorial del Cono Sur. La novela, en efecto, puede ser considerada a partir de la noción con que Jameson engloba las narrativas del “tercer mundo”: como alegoría nacional, una categoría sin duda homogeneizadora (ya muchos lo han advertido), pero que aquí resulta oportuna, en cuanto la obra ciertamente proyecta de modo cifrado una dimensión política, un posicionamiento ideológico, por ejemplo, el sentido de la comprensión como conciencia social, el nombre del destino que nunca se reduce a lo individual, sino que alude a un destino colectivo y público, afirmando un compromiso ético comunitario, mientras lo privado/ libidinal, a su vez (el fuerte erotismo de las relaciones discipulares, amorosas, filiales), también se carga de sentidos políticos (cfr. 1986: 79-80). Porque, además, en este caso evocando los Cien años de soledad de García Márquez (y valga aclarar que la novela de Brizuela no es tampo-

40 Aquellas que, como he apuntado en diversas instancias, han predominado desde los años 80 (y, para Bloom, especialmente desde la aparición del multiculturalismo y la “escuela del resentimiento”), junto con lecturas críticas de apropiaciones previas consideradas “machistas”. Tanto Ortiz (1999) como Zabus (2002), por ejemplo, analizan tempestades que asumen perspectivas feministas, gay y lesbianas que, o bien dan relieve a los personajes femeninos (Miranda, Sycorax), o reescriben y feminizan/otorgan deseos homosexuales a Calibán y Miranda, lo cual, en el caso de Brizuela, es la lectura sugerida por el acercamiento entre las ‘hijas’.

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co una reedición del realismo mágico tal como este se ha cristalizado, pero sí se apropia, entre otras cosas, del humor típico del colombiano y de sus técnicas de narrar populares),41 Inglaterra constituye una novela total, cuya compleja trama genealógica, sus personajes míticos y simbolismos varios, habilita varias lecturas: lo que podríamos definir como niveles de interpretación nacional, regional y universal (europeo occidental, claro). Es, como el propio autor ha expresado en varias oportunidades, una novela también metaliteraria, pues habla de la propia literatura (cfr. Pérez 1999) y, en particular, mediante el motivo de la representación, del teatro, a través del mecanismo identificatorio, como vía de anagnórisis y, así, comunicación interpersonal y hasta trascendental: el retorno a los orígenes rituales del drama. También a esta capacidad de intercomunicación alude la compasión en su sentido etimológico, esa especie de ritornello legado por Miranda que repiten las Hijas: “¡Oh, yo he padecido / Con aquellos que he visto padecer!”, que, conjugado con la tematización del silencio de Calibán, permite abordar metafóricamente el problema de si puede hablar el subalterno, o, mejor aun, de si se puede hablar con el subalterno.

41 Es interesante, como contracara del planteo de De la Nuez analizado anteriormente, la posición de Brizuela respecto de la condena del realismo mágico, la cual para el argentino señala una persistente mentalidad colonizada, una falta de confianza en la propia tradición, pues indica que los creadores siguen atentos (en este caso por negación) a las expectativas del “centro”. Asumiendo el legado latinoamericanista, Brizuela sostiene que la verdadera independencia radica en incorporar con la mayor libertad (la lección Borges) lo que la tradición hace disponible al escritor, sin importar la aprobación o rechazo desde los centros hegemónicos. “Durante mucho tiempo —afirmó en una entrevista—, Europa identificó a América Latina —un territorio inmensamente vasto, con muchas diferencias— con el “boom” literario asociado, por ejemplo, al realismo mágico de Gabriel García Márquez. Hoy, los escritores jóvenes intentan separarse de América Latina y crear personajes opuestos a aquellos que consideran que Europa quiere. La tendencia es censurar automáticamente a alguien que escribe de un modo más o menos parecido al de García Márquez —lo que, al final, es tan natural como para una fadista portuguesa seguir la herencia de Amália Rodrigues—. Para mí, la verdadera independencia en relación a la mirada europea es escribir lo que queremos, independientemente de todo el resto” (Melo 2001).

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La novela, significativamente, es dedicada a la argentina Niní Marshall, la famosa actriz popular, y Brizuela cierra el “Cuaderno de Bitácora” afirmando que el trabajo se realizó “bajo la advocación de Karen Blixen [verdadero nombre de Isak Dinesen], Niní Marshall y Gerónima Sequeida” (1999: 397), una cantante folklórica muy cercana al narrador, al igual que María Elena Walsh y Leda Valladares, a quienes también menciona en el “Cuaderno”. Brizuela se afilia así a las tradiciones femeninas/feministas —no patriarcales—, a los legados populares y marginales, a la memoria colectiva que las mujeres traspasan oralmente de generación en generación.42 Vínculo que se observa, también, en la anécdota, contada por el propio autor, que dio origen a su novela, cuando Niní Marshall, de gira por Perú, y a quien habían ofrecido actuar ante las presas de una cárcel, salió vestida de Belarmina, un personaje poco exitoso que representaba a una mucama del norte argentino que estaba pelada, porque la rapaban por los piojos. Cuando salió a escena no supo qué hacer: se encontró con que las presas eran iguales a ella… estaban todas rapadas. Esa imagen me quedó y cuando tiempo después fui a la casa, le pregunté por aquel hecho y no me supo responder. Dijo: “Fue muy tremendo para mí, mejor no hablemos de eso”. La novela se pregunta qué es lo que habla a través de nosotros, qué vieron esas presas, qué estaba diciendo Niní que no se daba cuenta. Otra cosa importante es la comparación de lo que hace Niní con Shakespeare. Como dice María Elena Walsh, Niní es Cervantes con polleras. (cit. en Pérez 1999: 4)

42 Brizuela incluso expresó en entrevistas varias que su conocimiento de la memoria oral se debía no solo a antecedentes familiares, sino también a su trabajo, en su juventud, como cantante popular junto con Leda Valladares y a su amistad con Aimé Painé, una cantora mapuche. La importancia del folclore y el interés por contribuir a la conservación de la tradición oral se revela en dos publicaciones tempranas dedicadas por el escritor a cantantes mujeres: Cantoras. Reportajes a Gerónima Sequeida y Leda Valladares (Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1987) y Cantar la vida. Conversaciones con Mercedes Sosa, Aimé Painé, Teresa Parodi, Leda Valladares, Gerónima Sequeida (El Ateneo, Buenos Aires, 1992).

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Se trata, como bien se percibe en Inglaterra, y de modo emotivo a través de las representaciones de la Condesa del personaje de Calibán (gestos, silencios, contorsiones frente a seres tan condenados como el esclavo shakespeariano), de una especie de estructura de sentimiento imposible de expresar en palabras y a la que solo puede aludirse a través de correspondencias e imágenes. Como Brizuela explica, es la idea del retablo donde hay un personaje que falta: “En el retablo de los tiempos hay algo que no se entiende en esa época y que se comprende mucho después. John Berger dice que es un silencio lo que se introduce” (Pérez 1999: 5). Dado el plano fuertemente metafórico de la trama, los sentidos en la novela pueden ser, en efecto, múltiples. Sin embargo, no pueden obviarse las afiliaciones latinoamericanistas: porque además de la inserción en la trama de personajes como Oscar Wilde o William Henry Hudson, está la gira del Great Will por Sudamérica que vincula a esta compañía de locos y outsiders con figuras como Lucila Godoy (Gabriela Mistral) o el niño poeta Neftalí (Neruda), mientras se alude a episodios y motivos de la narrativa de García Márquez (pestes, endogamia, el coronel de Aracataca) o se recurre a tropos del discurso poético latinoamericano, como cuando se narra el ‘éxito’ de la gira de Calibán, el “Monstruo profeta”, “por la columna vertebral de América” y el paso del acorazado por el Pacífico, enmarcado por esas “montañas enteras [que] parecían rugir en un saludo” (1999: 225-225). Así, pues, se trata de énfasis políticos (las conexiones del Conde con Wilde, de la Condesa con las sufragistas feministas, de los italianos con los anarquistas, entre tantos otros militantes que pululan por la novela) y de alianzas con aquellos que, como diría Mary-Louise Pratt, se apartan del característico sujeto ‘imperialista’ que es “europeo, masculino, laico, letrado”, cuya “conciencia planetaria” se considera “más ‘completa’ que las experiencias vividas de los marineros” (2000: 30). La novela, como también el propio Brizuela expresara, pone en escena a aquellos que suelen quedarse en casa, los ‘familiares’ de los marineros del Imperio, ajenos a sus conquistas: niños, mujeres, homosexuales. Más allá del ‘modo de ver’ romántico (la crítica al proceso de secularización que invoca figuras alternativas), el mensaje se carga de un sentido político particular cuando se tiene en cuenta no solo

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que el propio padre de Brizuela, como el autor también mencionara en varias oportunidades, había sido marinero (como trabajador de YPF, además, hacía regularmente el trayecto La Plata-Tierra del Fuego), sino que, nacido en 1963, él mismo perteneció a la generación de jóvenes que murieron combatiendo contra Inglaterra en las Islas Malvinas.43 De allí, sin duda, la afiliación particular de la Inglaterra de Brizuela, como también se lee en el “Cuaderno de Bitácora”, con la novela Fuegia (1996) de su compatriota Eduardo Belgrano Rawson, otro de los textos que, hacia el fin del siglo xx, junto con La tierra del fuego de Sylvia Iparraguirre, acudieron a la Patagonia para trabajar de modo cifrado las pesadillas de la historia nacional (contrarrestando, de paso, la banalización de la Patagonia como región exótica, que desde los años 90 fue particularmente apropiada por el turismo). El exterminio indígena de fines del siglo xix metaforiza, luego, los genocidios más recientes, en línea con otras ficciones y proyectos de archivo adoptados por escritores y críticos latinoamericanos contemporáneos (en Uruguay, como vimos, Hugo Achugar elabora ese archivo desde el ensayo).44 Del lado argentino, era David Viñas quien en su Indios, ejército y frontera había sostenido que la Argentina moderna estaba fundada sobre la violencia y que los indígenas del siglo xix habían sido los primeros desaparecidos. A partir de esa correspondencia, los hijos de la novela de Brizuela, esos descendientes de los indígenas fueguinos que la Condesa y la Hija del Pastor Dahlmann han de salvar, son metáforas de los Hijos de los desaparecidos bajo la última dictadura militar argentina:

43 Valga apuntar que esa conciencia política se manifiesta ya en su temprana novela Tejiendo agua (Buenos Aires, Emecé, 1986) que ganó el Premio Fortabat de Novela en 1985, cuando el autor solo tenía 22 años. 44 También el libro Cautivas. Olvidos y memoria en la Argentina de Susana Rotker (Buenos Aires, Ariel, 1999) indaga en ese archivo nacional abordado por Brizuela desde la ficción, especialmente en sus maravillosos relatos de Los que llegamos más lejos (2002). Lo significativo es que Rotker acude a la figura de la “Miranda” shakespeariana para aplicarla a las “cautivas”.

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[E]stos niños no son ya como los indios que conoció el Pastor Dahlmann y que podían nombrar todo el universo en sus palabras: son los hijos de los sobrevivientes, los desterrados, y han aprendido apenas a hablar en los páramos de la muerte y el exilio, de la persecución y la clandestinidad. De hecho, los hijos atribuyen esta incapacidad de entender sus propias visiones, a lo poco que pudieron aprender de sus padres, y por eso se asustan y se desesperan como ningún indio lo hizo hasta hoy… (Brizuela 1999: 363)

En un artículo de 1995, “Políticas de la memoria y del olvido” (escrito en el contexto de la impunidad establecida por las leyes del perdón en Argentina), el crítico Saúl Sosnowski lamentaba la ausencia de una “ética comunitaria”, que percibía no solo en la sociedad en general (con la excepción de organizaciones surgidas como resultado del impacto directo de la represión —Madres/Abuelas de Plaza de Mayo, Hijos— y nucleadas en torno de los derechos humanos),45 sino en una literatura que, desde la redemocratización, poco había incorporado a sus preocupaciones los también “pocos ejercicios para recuperar la memoria e incorporar lo acaecido en la conciencia nacional” (1997: 45). Para Sosnowski, la tarea necesaria contra el olvido implicaba un trabajo consciente con la lengua: este, junto con la recuperación de una dimensión ética, podría “articular una respuesta a la violación del cuerpo, al silencio de la muerte y, seguidamente, a la perversión de la justicia” (1997: 53-54). Es quizá en la adopción de una lengua que comunica y confía en la sintaxis del español, y de un narrar que recupera la cadencia del relato popular y la simpleza y afectividad del léxico, donde se hace más visible la preocupación de Brizuela por proyectar una ética comunitaria. La novela, en efecto, intenta recomponer sentidos épicos y sentimientos colectivos —y de allí las fórmulas que se repiten, los refranes, relatos y símbolos compartidos, los variados recursos del contar tradicional—. Al final, sin embargo, el Calibán representado por la

45 Vale mencionar que Brizuela coordinó durante el período 1990-2000 el taller de escritura de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo, donde se involucró profundamente con la experiencia de madres e hijos de desaparecidos.

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Condesa ante los “hijos” revelará su mayor riqueza —imaginada— en sus silencios. La Patagonia ficcionalizada por Brizuela será un sitio de dolor y de tragedia, muy lejano a la utopía; el barco naufragará, pero los personajes de la novela seguirán apostando por “Ariel, el espíritu de la palabra” y el nacimiento de “una poesía nueva inaudita”. Con los ecos de Próspero (“We are such stuff —as dreams are made on”) y ante la imagen de “todos aquellos objetos silenciosos”, los hijos no verán ya “los restos de un sueño frustrado, sino el material de un nuevo sueño” (1999: 391). Entre los despojos, retornará el legado de la resistencia y de la voluntad.

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La (re)escritura como encadenamiento: a modo de conclusión

La respuesta a la pregunta “¿Por qué Shakespeare?” tiene que ser “¿Pues quién más hay?”. (Harold Bloom, Shakespeare. La invención de lo humano, 1998) La aserción de Lamming de que su heterodoxia está colectivamente fundada es crucial: aquellos que defienden el valor universal de un texto pueden fácilmente descartar una voz disidente solitaria por ignorante o extravagante, pero es más difícil ignorar enteramente un conjunto de contraargumentos aliados, aunque el grupo pueda ser todavía estigmatizado. (Rob Nixon, “Caribbean and African Appropriations of The Tempest”, 1987)

Una de las paradojas de la condición moderna es el reconocimiento del valor suplementario a la vez que poderoso de los discursos. Shakespeare pone en boca de Calibán la observación de que la aparente ma-

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gia de Próspero depende de los libros. El poder de la letra que subyuga a Calibán, sin embargo, es el mismo que podría liberarlo si lograra apropiarse de los volúmenes de su amo. Quizá sea esa dramatización del poder discursivo la que siga suscitando los retornos a La tempestad (1611) tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo, esos dos mundos cuyas disputas simbólicas y violentos enfrentamientos ya escenificaba Shakespeare. No hay magia más allá de los libros, que se sostienen en un frágil mito de autoridad. Quien escribe se imagina, como Próspero, amo y maestro de lo real, el tiempo que dure su puesta en escena. Al final de La tempestad, una vez rotos los hechizos, el mago se ve reducido a sus propias fuerzas. Próspero, por otra parte, es consciente de que todo depende de la perspectiva asumida —posiciones contingentes, modos de ver—. Como en el intercambio que fue nuestro introito: Miranda: ¡Qué maravilla! ¡Cuántas criaturas hermosas hay aquí! ¡Qué bella es la humanidad! ¡Magnífico mundo nuevo que tiene tales habitantes! Próspero: Es nuevo para ti.

Las mismas disputas y contingencias, por supuesto, valen para la crítica. Desde Yale, Harold Bloom sentencia que Shakespeare es aún leído mundialmente por su universalismo, puesto que es el inventor de lo humano “tal como seguimos conociéndolo” (2001: 18). Es precisamente su universalismo —agrega— el que explica su presencia “en los más inesperados contextos” (2001: 18). ¿Cree Bloom de veras que las lecturas “resentidas” de La tempestad no han cambiado un ápice la concepción de lo humano que se colegía del drama hace cien años? ¿Piensa realmente Bloom que hoy puede prescindirse de esas interpretaciones? (Para mencionar apenas un ejemplo que lo contradice: en el 2005 se publicaban en Italia los materiales de un congreso dedicado al drama, Shakespeare: Una tempesta dopo l’altra, donde se hablaba de la existencia de “molte, infinite tempeste”, y se incluían análisis de sus reescrituras, ineludibles para aproximarse al texto “original”). Para cerrar el caso Bloom —a quien, sin embargo, volveré—: ¿no es incluso la resonancia de su crítica conservadora (incluso “en los más

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inesperados contextos”) en efecto deudora de la autoridad adquirida previamente por aquellas lecturas “heterodoxas” que, como bien advierte Nixon, tuvieron que legitimarse colectivamente? El tema de la autoridad ha sido aquí extensamente explorado, para constatar que la consagración “universal” —o, mejor dicho, occidental (y aquí, claro, enfrentamos un gran nudo gordiano de la discusión)— de la escritura latinoamericana y caribeña estuvo (y, tal vez, aún lo esté) condicionada no solo por la mediación de ciertas figuras metropolitanas, sino también por la circulación de las obras en determinados circuitos de prestigio intelectual y a través de determinadas lenguas (Fernández Retamar pensaba, con razón, que si Fanon es aún hoy un autor más conocido que Martí es porque su obra fue escrita en francés y publicada en París (Diana y Beverley 1995: 422)). Ante esa lógica del intercambio que ha determinado las apropiaciones del drama inglés y sus figuras en Latinoamérica y el Caribe, la idea de Rob Nixon (derivada de Lamming) resulta de particular interés para esbozar algunas conclusiones. Porque si, por un lado, hemos efectivamente observado que La tempestad ha fungido como un texto de comienzos en ambos sistemas literarios —para hacer explícita la discusión de autoridades y los desvíos de la tradición, para despejar un espacio propio de interpretación, para reclamar nuevas perspectivas—, también, y de modo más significativo, hemos constatado su recurrencia y persistencia ya no en función de los centros culturales externos, sino en relación con la propia tradición y, especialmente, como mecanismo de integración e intercomunicación en la región. Por supuesto, en respuesta, asimismo, a órdenes locales más específicos, pero, en general, manifestando un afán de religación extendido. Esa formación de una tradición latinoamericana y caribeña (superadora de fronteras nacionales) tal vez constituya una de las respuestas más audaces y eficaces a las condiciones de desigualdad del intercambio simbólico mundial, que ya desde la segunda mitad del siglo xix había comenzado en Latinoamérica a ser objeto de una reflexión más consciente. Ciertamente, en cuanto fenómeno de afiliación alternativa a lo nacional, la religación simbólica (lecturas mutuas, reescrituras, programas literarios afines) y material (redes institucionales, proyectos editoriales, revistas) apunta a promover un espacio de autoridad

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literaria que difiera de o altere la dialéctica localismo/cosmopolitismo resultante de las condiciones de dependencia de los modelos centrales. Las (re)escrituras, aun consideradas disidentes (balbuceantes, según la propuesta de Achugar) por quienes detentan la dominación, encuentran en su premeditada coalición un efectivo poder de intervención en el trazado de tradiciones. Lejos del intertextualismo vacuo que difumina las condiciones materiales y objetivas de las tramas simbólicas, lejos, por ende, del tradicional modelo comparatista de las influencias, las reescrituras de La tempestad que se extienden desde Darío y Rodó hasta el último fin de siglo en Latinoamérica y el Caribe evidencian que el complejo problema de la formación de tradiciones literarias (o, sin más, de la formación de una literatura) no puede ser pensado sin sus vinculaciones extratextuales, sociales, políticas y económicas. Esto, que constituye el soporte fundamental de la sociología de la cultura y la literatura —lo que Said (1985) denomina “politexto”, inscripción de un texto en varios procesos culturales—, supone no solo leer las obras en situaciones específicas (temporales y territoriales), sino también observar qué tipo de imaginarios son plasmados en ellas y, sobre todo, de qué modo, a partir de qué afiliaciones, traducciones o adaptaciones, olvidos o silenciamientos, esos imaginarios son a fin de cuentas utilizados. El desigual intercambio (del mercado) literario mundial —los flujos y reflujos de esa deseada más que corroborada República mundial de las letras— no se asienta ni única ni unilateralmente en el mayor o menor capital simbólico de los sistemas (su antigüedad, longevidad de su tradición, exhibición de sus “clásicos”, etc.), como algunas elucubraciones de la comparatística vigente parecerían sugerir,1 sino que se genera (como toda hegemonía) imponiendo vectores valóricos, a la

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Es el caso del israelí Even-Zohar. Su teoría de los polisistemas, además de reavivar las más duras categorías del formalismo ruso, volviendo a aquel paradigma cientificista de la literatura (con lo cual se corre el riesgo, como dijera Achugar (2000: 105) tomando prestada una idea de Rama, de “ameghinismo crítico”), no se preocupa en explicar los modos en que históricamente se construyeron esos sistemas ni las causas que hacen que en muchos casos se mantengan o pretendan dominantes como si de formaciones ahistóricas se tratara.

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vez que reorientando o asimilando aquellos que emergen como desvío o desafío de esa trama maestra. El interés de las academias del Norte por las figuras shakespearianas ‘post’ Calibán de Fernández Retamar, por ejemplo, puede muy bien ser pensado a partir de esa lógica hegemónica. Más interesante, empero, resulta constatar la fuerza religadora de esas otras tramas, en la medida en que su proyección diacrónica revela una construcción deliberada —deliberada y disidente— que se esfuerza por conformar sus propios marcos de autorización. En este sentido pueden (o deberían) leerse las controversias en torno del Ariel de Rodó, así como la cristalización ideológica que decantó su progresiva estigmatización: el arielismo. Carlos Jáuregui, quien en su libro Canibalia realiza un recorrido similar al que aquí he realizado, señala, como en general lo hace la crítica latinoamericana en los años 90, la pérdida de vigencia de Calibán como símbolo identitario y los riesgos de los discursos homogeneizadores, especialmente considerando que en el paradigma calibánico que predominó desde la inscripción del ensayo de Fernández Retamar continuó afirmándose la ley arielista —privilegio de las letras, definición magistral del intelectual, apelación a esencialismos culturales y tendencia al sincretismo nacionalista, clasista o étnico— (2005: 44). Hace más de sesenta años, sin embargo, Carlos Real de Azúa, en un ensayo publicado en el primer número de los Cuadernos de Marcha titulado “El problema de la valoración de Rodó” (1967), proponía que el interés de armar “el par de docenas de ingredientes que puede contener el ideal arielista” fuera superado por el de “rastrear su refracción concreta en conductas y decisiones a través de todo el continente”, las que vitalizarían o absolverían ciertas significaciones de Rodó: del uruguayo, destaca Real de Azúa, no derivaron entonces las teorías raciales pesimistas sobre Latinoamérica, como acusó, por ejemplo, Luis Alberto Sánchez en los años 40 (1967: 75) o como se desprende de la perspectiva de Jáuregui, para quien el ensayo de Rodó no fue sino una plataforma reaccionaria. Ariel, como tropo religador, sirvió a la formación de una comunidad imaginaria que encontró en el latinoamericanismo una vía para pensar las problemáticas de la modernización y el avance del modelo capitalista imperialista, afirmando simbólicamente una unidad co-

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lectiva sobre la cual se imaginarían luego, en otros contextos y con variadas urgencias, nuevas utopías (las de la derecha nacionalista, sí, pero también las de la Reforma Universitaria, las de la Revolución cubana o las de la misma crítica latinoamericana, aun en sus variadas inflexiones). Ese imaginario latinoamericanista, proyectado especialmente por el Calibán de Fernández Retamar, fue construido a través de esa plataforma en repudio a la nordomanía que fue Ariel y que, al cumplirse su centenario en el 2000, llevaba a Néstor Kohan a trazar a partir de allí (“la hermandad de Ariel”) una larga genealogía que, si bien puede considerarse la versión latinoamericana de la crítica romántica en contra del capitalismo, ha reactivado sus energías críticas y desarrollado crecientemente una tradición de pensamiento independiente. En varias instancias, como hemos visto, y desde que el Calibán de Fernández Retamar afirmara los nuevos comienzos del latinoamericanismo (la ampliación de sus fronteras al Caribe en otras lenguas), esta tradición ha establecido fructíferas afiliaciones con el discurso anticolonialista caribeño. No es casual, entonces, que los retornos a las figuras de La tempestad hayan estado en el centro de los debates. Más allá de las apropiaciones de los tropos como representaciones identitarias en ciertos contextos, la revisión de esta tradición de reescrituras ha sido crucial para explicitar agendas culturales propias dentro de un programa común de construcción de un discurso autónomo, y cada escritor que ha vuelto a la trama shakespeariana en busca de nuevos comienzos lo ha hecho cada vez más abiertamente en función y en diálogo con el específico campo cultural latinoamericano/caribeño. De hecho, el propio Jáuregui entiende que Calibán es un símbolo que ha obtenido un lugar cardinal en la tradición del pensamiento de la región, aunque las razones que atribuye a esa constatación difieran de las que he sostenido a lo largo de este estudio, en cuanto Jáuregui no considera que exista entre los tropos “un relevo propiamente dicho sino una superposición palimpséstica” (2005: 794). Al comentar el Calibán de Fernández Retamar y su deriva relacionada con “el abandono posmoderno de los proyectos de emancipación”, Jáuregui intuye que son “aspectos del mismo fenómeno: la desilusión”. Considerando, empero, que esta puede ser tanto resultado de la derrota como síntoma de la actualidad de aquello que la Revolución —y, de manera más

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general, el marxismo— representó en el imaginario latinoamericano, el crítico termina por considerar que Calibán sigue vigente, y agrega: El inventario de las escrituras del cuerpo heterotrópico de Calibán y, por supuesto, el inventario de las resistencias que ese cuerpo alegoriza, han sido motivo de constante preocupación; lo prueban las re-escrituras y re-apropiaciones de The Tempest y la insistencia en volver una y otra vez a ese escenario conceptual […] como si allí, recóndito, estuviera el secreto y la cifra de ese palimpsesto que es la identidad latinoamericana. (2005: 780-781)

Como muestra el pasaje, contradictoriamente, a ese tropo se le otorga una fuerza si no unilateral al menos parcial —la de representar una identidad social, fuera esta la que fuere—, al mismo tiempo que, en términos estrictamente simbólicos, se relega su auténtica capacidad significante, la de proveer una imagen-concepto capaz de funcionar como eslabón de religación por encima o más allá de sus supuestas inscripciones identitarias. Al contrario, lo que demuestra la lectura de las textos es que los mismos establecen relaciones singulares con la serie de desvíos previos, pasando a conformar una red interna de significación y apropiación con la cual los escritores construyen la propia tradición: el Calibán de Fernández Retamar se religa, como vimos, no solo con la obra de Rodó o Aníbal Ponce, sino también con las reescrituras caribeñas (Lamming, Césaire, Brathwaite), las cuales, a su vez, han abrevado en otros modelos metropolitanos o han establecido otro tipo de afiliaciones, diversas a aquellas con que Darío o Rodó signaron sus posiciones en el contexto del Modernismo de finales del siglo xix. En este sentido, varios críticos (Zabus 2002; Sarwoto 2004) han notado el carácter de sustituto que adquieren las reescrituras en relación con sus antecedentes por el hecho de originarse en contextos diversos y manifestar intereses ideológicos divergentes, desestimando el deliberado afán de las reescrituras por dejar a la vista sus pre-textos. No se trata, en efecto, de traspasos no modificados, sino del predominio de lo que Verónica Delgado, al analizar la formación del campo literario argentino a partir de una serie de revistas, define como un mecanismo de postas intelectuales (2010: 107).

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Retornando a Bloom, si se piensa en su tipología de misreadings, es la tésera el funcionamiento revisionista que caracteriza a las apropiaciones de La tempestad en Latinoamérica y el Caribe: una especie de eslabón que viene a completar al precursor, antes que a desviarse radicalmente de él. Como puntualiza Bloom, no deja de tratarse de una lectura errónea, pero se proyecta como una señal de reconocimiento o contraseña: así como en las religiones antiguas “la unión de los trozos de una vasija rota era usada para reconocer a los iniciados […] la tésera representa el intento de cualquier poeta posterior para persuadirse a sí mismo (y a nosotros) de que el Mundo del precursor estaría desgastado si no fuera redimido por el efebo y convertido en un Mundo nuevamente llenado y ampliado” (1991: 81). Dicho esto, y considerando los modos operativos observados a lo largo de este estudio, vale la pena destacar que el propio Bloom no ofrece un argumento convincente respecto de por qué, como sostiene, los poetas norteamericanos, a diferencia de los ingleses —quienes se desvían bruscamente de sus precursores—, se esfuerzan más bien por completar a sus padres. Bloom, siempre reacio a atender a contextos sociohistóricos, condicionantes materiales y teorías de la dependencia, propone un argumento estrictamente psicológico que poco aclara: “nosotros —dice— tenemos la tendencia a ver a nuestros padres como personas que no han sido suficientemente osadas” (1991: 82). En el caso de las apropiaciones de La tempestad, como vimos, es precisamente la voluntad de religación y de fortalecimiento de un sistema literario autónomo respecto de los modelos metropolitanos la que, en los respectivos comienzos hispanoamericanos y caribeños, favorece los encadenamientos filiales y los reconocimientos por sobre los olvidos, silenciamientos o “liquidaciones”. Por lo demás, en cuanto fenómeno de religación, las lecturas impropias atraviesan distintas textualidades, estrechando los límites genéricos (o, más bien, difuminándolos) y favoreciendo, de ese modo, el carácter dialógico de las afiliaciones. Es lo que puede observarse, por ejemplo, entre la lectura crítica de Rodó de la poesía de Darío y su propio ensayo Ariel, entre The Pleasures of Exile, de Lamming, y su novela Water with Berries o, aun, entre el estilo balbuceante de ciertos ensayos de Achugar y sus reflexiones en torno a la memoria, el pasado

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y el archivo nacional. La afiliación de estas reescrituras no es meramente formal ni metafórica, sino que se asienta en un principio (ético y político, en términos de escritura) que, a grandes rasgos, podríamos describir como el de una conciencia colectiva de la diferencia que, a la vez, reclama su centralidad. Bajo esa conciencia, toda reescritura promueve, como diría Arcadio Díaz Quiñones, un proceso de reinvención tanto intelectual como poético: “la pertenencia se convierte en un dilema y pone en marcha el imaginario de los comienzos. La tradición no se posee ni se hereda tranquilamente; es necesario ir siempre a su búsqueda” (2006: 23). Para concluir, vale señalar que el tipo de recorrido que aquí he seguido permite pensar en un modelo comparatista abierto a los cruces culturales, a la ampliación de los cánones latinoamericanos y, especialmente, de sus tradiciones nacionales, puesto que los mismos escritores, como vimos, van a la búsqueda de nuevas afiliaciones. Está claro que el mapa latinoamericano —noción de por sí problemática— se extiende crecientemente más allá de las fronteras geográficas del subcontinente. Mientras en el Caribe las migraciones, los exilios y las diásporas han creado una mayor consciencia de la necesidad de construir historias literarias que eviten la rigidez de los principios territoriales, en la misma constitución del latinoamericanismo vernáculo, como bien ha destacado Julio Ramos (2000), yace un impulso defensivo que, desde textos fundacionales como “Nuestra América” de Martí o el mismo Ariel, y de manera emblemática en el Calibán de Fernández Retamar, puede proveer de una retórica regionalista que mantiene antagonismos abstractos e inconducentes. Seguir el trazado de las vinculaciones que los mismos textos establecen, como en este caso hemos hecho a partir de las variadas apropiaciones que los autores han efectuado de La tempestad, puede resultar una vía válida para repensar la literatura latinoamericana y escapar a los esencialismos historiográficos que desatienden una verdad elemental: que la experiencia estética —según formulara hace tiempo Ana Pizarro— no conoce fronteras, aunque las obras surjan de una cultura específica y sea necesario “observar el sistema donde se insertan y el imaginario social que plasman” (1985: 18). A esa misma verdad que da cuenta de la maravillosa Inglaterra, de Leopoldo Brizuela, apuntaba

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también la pregunta de la guadalupeña Maryse Condé en unas notas sobre Aimé Césaire, a quien significativamente no descubrió en las Antillas, sino en Francia: “¿Un escritor no podría errar constantemente, estar constantemente en búsqueda de otros hombres? Eso que le pertenece al escritor, ¿no es sólo la literatura, es decir, lo que no tiene fronteras?” (1987: 23). “¡Y ahora, viento, sopla, hasta que revientes, visto que tenemos sitio para maniobrar!”, lanza el contramaestre en La tempestad.

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Índice onomástico

Alas, Leopoldo (Clarín) 131-133, 142, 183. Altamira, Rafael 131. Anderson Imbert, Enrique 40, 108, 194. Andrade, Oswald de 27, 344, 357, 406. Ardao, Arturo 135, 180, 282, 302. Arguedas, José María 284, 285, 300 (np), 308, 311. Armas, Augusto de 50 (np), 100, 104, 193. Arrufat, Antón 267 (np), 287. Austen, Jane 208, 223. Avellaneda, Nicolás 41. Baldwin, James 218. Baudelaire, Charles 101, 106, 145, 153, 158, 177, 246. Beauvoir, Simone de 217, 218, 265. Belgrano Rawson, Eduardo 405, 411. Bello, Andrés 183 (np), 331. Benedetti, Mario 266-268, 273, 276, 284, 285, 293, 294, 300-302, 304, 308, 337, 338, 368. Bernhardt, Sarah 62, 66.

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Bloom, Harold 20 (np), 22, 26, 27, 33, 39, 40, 42, 47, 54, 55, 69 (np), 133, 137, 145, 150, 196, 197, 209, 210, 211, 227, 228, 345, 406, 416, 422. Bolívar, Simón 94, 130 (np), 292, 304, 307, 348, 350, 368. Borges, Jorge Luis 27, 42, 43, 67 (np), 97, 203, 275 (np), 311, 314, 328, 329, 339, 347, 349, 404, 405, 408 (np). Bourget, Paul 105, 136, 137, 153, 188. Brathwaite, Edward Kamau 27, 28, 29 (np), 221 (np), 264, 286, 291, 293, 296, 303, 310 (np), 330, 331, 332, 352, 377, 421. Breton, André 231, 232. Bridges, Lucas 395, 405. Cabrera Infante, Guillermo 267 (np), 271 (np), 278, 287, 288 (np), 312. Cândido, Antonio 28, 30, 291, 294, 335 (np), 338, 341. Cané, Miguel 71, 78, 85, 128, 155, 160, 162, 187. Carlyle, Thomas 89, 130 (np), 153, 177.

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Carpentier, Alejo 267 (np), 273, 279, 308, 372. Castelar, Emilio 121, 122, 131. Castro, Fidel 262, 271, 272, 284, 285, 292, 298, 299, 300, 301, 307, 312-316, 318, 321, 322, 331, 332, 347, 351. Chevalier, Michel 92, 113. Comte, Augusto 46, 153, 177. Condé, Maryse 424. Confiant, Raphaël 258. Conrad, Joseph 223, 394, 397, 401. Conti, Haroldo 300, 352. Cortázar, Julio 265, 268, 272, 274, 278-280, 284, 285, 293, 299, 300, 312, 347. Dalton, Roque 266, 267, 268, 288, 293, 310 (np). Depestre, René 250 (np), 266, 268, 269, 286-288, 293, 330, 331. Dinesen, Isak 397 (np), 403, 406, 409. Du Bois, W. E. B. 216, 269. Echeverría, Esteban 68, 129, 193. Eco, Umberto 27. Emerson, Ralph Waldo 55, 68, 83, 106, 130 (np), 153, 155, 177, 182, 183, 199, 203, Escarpit, Robert 26, 27. Fanon, Frantz 29, 211, 213, 217, 218, 234-236, 238, 242, 244, 246, 248, 250, 255, 257, 264, 268, 269, 290, 291, 303, 308, 317, 319, 350, 367, 417. Fornet, Ambrosio 271 (np), 277, 288, 334, 335. Fouillé, Alfred 152, 153, 168, 176, 203. Fuentes, Carlos 265, 276 (np), 277, 279, 287 (np), 300, 311, 312, 314316, 319, 320, 347.

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García Márquez, Gabriel 279, 300, 310 (np), 370, 404-408 (np), 410. Gautier, Théophile 89, 135, 147. Glissant, Édouard 29 (np), 211, 256, 268, 291, 295, 330-332. Goethe, Johann Wolfgang von 40, 55, 62, 134, 137, 153, 339. González Echevarría, Roberto 168-170, 178, 184, 191, 251, 262, 263 (np), 313, 343-345, 349. Goytisolo, Juan 299, 312. Guéhenno, Jean 230, 303, 305-307. Guevara, Ernesto, Che 268, 271, 271, 284, 289, 290 (np), 307, 320, 323, 348. Guillén, Nicolás 224, 267 (np), 269, 308, 340. Gutiérrez, Juan María 126, 129, 130, 151. Henríquez Ureña, Pedro 25, 165, 178, 202, 265, 337. Herrera y Reissig, Julio 136. Hugo, Victor 25, 58, 66-68, 119, 181, 182, 191, 193, 378, 380. Ibáñez, Roberto 282, 284, 302. Ibsen, Henrik 56, 64, 129, 135, 137, 177. Iparraguirre, Sylvia 411. Jahn, Janheinz 217, 256, 303. Jaimes Freyre, Ricardo 58, 125, 195. James, Cyril Lionel Robert 216, 222224, 227, 286, 287, 291, 310 (np), 332, 350. James, Henry 404, 405. Jameson, Fredric 173 (np), 350, 354, 355, 356, 360, 364 (np), 367, 373, 375 (np), 381, 382, 407. Juana Inés de la Cruz, sor 79, 128, 310 (np). Lam, Wifredo 231 (np), 310 (np), 372.

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Índice onomástico

Lezama Lima, José 263 (np), 278, 310, 328, 352 (np). López, Lucio Vicente 155, 183. Mannoni, Octave 29, 211, 213, 230, 233-241, 246, 256, 303, 385. Mariátegui, José Carlos 273, 277, 301, 308, 319, 323, 336, 340, 350. Marinello, Juan 140, 281, 305, 307 (np), 342 (np). Marshall, Niní 409. Martí, José 21, 54, 55, 56, 60, 65, 71, 79, 80, 82, 93 (np)-95, 104-107 (np), 109, 110, 112, 116, 134, 135, 146 (np), 156, 162, 182, 189, 193, 203, 262, 263, 265, 273, 276 (np), 277, 279, 281, 282, 284, 292, 294, 301, 302, 304, 307, 311, 318-320, 323, 330, 331, 336, 339-342, 348, 350, 368, 417, 423. Martínez Estrada, Ezequiel 60, 266, 272, 273, 296, 308, 339, 350. Mella, Julio Antonio 277, 307, 308, 319. Melville, Herman 223. Menéndez Pelayo, Marcelino 43, 121, 130, 131, 168. Montaigne, Michel de 44 (np), 184, 247, 292, 383. Montalvo, Juan 130 (np), 193, 331. Naipaul, V. S. 221 (np). Neruda, Pablo 274, 276, 277, 308, 311, 340, 410. Nietzsche, Friedrich 55, 64, 103 (np), 135, 153, 160, 177, 184, 203, 245, 324. Nordau, Max 61, 138, 166. Onís, Federico de 25 (np), 26 (np), 134, 196 (np), 197, 203, 204, 282. Ortiz, Fernando 25, 296, 350, 352 (np), 407.

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Padilla, Heberto 270, 285, 287, 288, 294, 297-301, 305, 309, 312, 314, 315-317, 323, 324, 325, 342, 346, 357, 360 (np). Paz, Octavio 265, 268, 272, 344. Péladan, Sâr Joséphin 63, 100, 101, 102, 103 (np), 106, 203. Pérez Petit, Víctor 125, 162, 163, 178 (np). Pigafetta, Antonio 44 (np), 405. Piglia, Ricardo 43. Pizarro, Ana 24, 31, 336, 391, 423. Poe, Edgar Allan 56, 60, 64, 83, 100-106, 118, 155, 156, 158, 171, 175, 203. Ponce, Aníbal 277, 303, 305, 306, 307, 309, 321, 385, 421. Portuondo, José Antonio 294, 301, 336, 338-340. Quijano, Carlos 266, 268, 271, 274, 275, 291. Rama, Ángel 24, 25, 28, 30, 32, 33, 46, 47, 51, 64, 65 (np), 103, 108, 125, 133, 134, 136, 140, 141, 143, 145-147, 149 (np), 152, 157, 158, 161, 164 (np), 185, 195, 196 (np), 199, 202, 204, 251, 264, 266, 268, 269, 271, 272, 274-276, 278-281 (np), 284, 289, 290, 300-302, 311, 312, 314, 317, 333-335, 337, 340342 (np), 347, 356, 372, 384, 389, 418 (np). Real de Azúa, Carlos 50, 86, 123, 154156, 160, 162, 163, 165, 166, 168, 178, 180, 183, 185, 202, 275, 282284, 302, 419. Renan, Ernest 20, 40, 45-47, 67, 74, 79, 82, 85, 87, 100, 103, 136, 137, 148, 152, 153, 156, 160, 163, 164, 175177, 181, 184, 187, 188, 190, 199,

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The Great Will/El gran legado

203, 230, 232, 233, 238, 239, 241, 247, 302-307, 402. Reyes, Alfonso 25, 26, 97, 203, 338, 339 (np). Ribeiro, Darcy 310 (np), 357. Richard, Nelly 362, 370-372, 374. Rodríguez Monegal, Emir 20 (np), 32, 33, 49, 50, 128 (np), 131 (np), 143, 152, 153, 159, 161 (np), 192, 273279, 282, 283, 285, 286 (np), 294, 302, 303, 309-312, 314, 343, 344, 347, 350, 356, 372, 430. Rolland, Romain 230, 305, 307. Ruffinelli, Jorge 335, 341, 350, 380, 381, 386, 397 (np). Sáenz Peña, Roque 85, 88, 93, 94, 95, 106, 108, 110, 111, 123. Said, Edward 19-21, 26, 28, 33-35, 69, 84, 150, 151, 160, 162, 193, 212, 225, 230, 349, 354, 358, 364, 382, 383, 394, 396, 397, 399, 400, 418. Sánchez, Luis Alberto 282, 283, 302, 344, 419. Santamaría, Haydée 262 (np), 267, 281, 287, 300, 310 (np), 350, 352. Santiago, Silviano 26, 27, 341. Saramago, José 402, 403. Sarduy, Severo 276 (np), 278, 281, 294, 312, 314, 344. Sarmiento, Domingo Faustino 44, 60, 80, 155 (np), 157, 161, 193, 201, 311, 319, 331. Sartre, Jean-Paul 217, 218, 232, 235, 248, 254, 264, 277, 288, 299, 361 (np), 367. Schiller, Friedrich 134, 153, 155 (np), 163, 168, 173, 174, 184, 203. Selvon, Samuel 216, 219. Senghor, Léopold Sédar 231, 232.

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Serreau, Jean-Marie 230, 239, 243. Sierra, Justo 124, 196, 197. Silva, José Asunción 102. Spivak, Gayatri Chakravorty 21, 345, 348, 351, 353, 382. Taine, Hippolyte 40, 64, 65, 85, 140, 141, 153, 168, 177. Tarnassi, José 85, 108, 112. Tocqueville, Alexis de 49, 153, 178. Toumson, Roger 20 (np), 210, 240 (np), 241 (np), 253, 257, 332, 402. Twain, Mark 83, 223. Ugarte, Manuel 130, 310 (np). Unamuno, Miguel de 129, 131 (np), 149 (np), 160 (np), 161 (np), 165 (np), 179 (np), 181, 183, 185, 196 (np), 282. Valera, Juan 62, 63, 119-122, 129, 131, 137, 196 (np). Valéry, Paul 25-27, 341, 364. Vargas Llosa, Mario 265, 268, 277, 284, 293, 299, 300, 312, 347. Varona, Enrique José 179. Verlaine, Paul 52, 53, 56, 57, 58, 62, 67, 68, 119, 135, 145, 158, 193, 199. Viñas, David 74, 85, 95, 300, 411. Walcott, Derek 29 (np), 216, 221 (np). Walsh, María Elena 409. Walsh, Rodolfo 300, 309 (np), 310 (np). Whitman, Walt 54, 59, 65, 68, 83, 106, 139, 140, 223, 342 (np). Wilde, Oscar 54, 56, 410. Williams, Eric 216, 224, 291. Wordsworth, William 55, 208, 222, 223. Wright, Richard 216, 217, 218, 221, 264. Wynter, Sylvia 29 (np) Zea, Leopoldo 282, 345, 346 (np), 349, 353, 385. Zola, Émile 86, 87, 108, 154.

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