Teorías e historia de la ciudad contemporánea.
 9788425228759, 8425228751

Table of contents :
TEORÍAS E HISTORIA DE LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA
PÁGINA LEGAL
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
METRÓPOLIS 1882-1939
EPISTEMOLOGÍA DE LA METRÓPOLIS
LA METRÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: ESCUELA (...)
LA METRÓPOLIS DE LOS HISTORIADORES: MARCEL (...)
LA METRÓPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: CAMILLO (...)
MEGALÓPOLIS: 1939-1979
EPISTEMOLOGÍA DE LA MEGALÓPOLIS
LA MEGALÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: HERBERT (...)
LA MEGALÓPOLIS DE LOS HISTORIADORES: HAROLD (...)
LA MEGALÓPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: JOSEP (...)
METÁPOLIS: 1979-2007
EPISTEMOLOGÍA DE LA METÁPOLIS
LA METÁPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: MANUEL (...)
LA METÁPOLIS DE LOS HISTORIADORES: DOLORES (...)
LA METÁPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: ROBERT (...)
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
ÍNDICE DE NOMBRES

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Editorial Gustavo Gili, SL Via Laietana 47, 2º, 08003 Barcelona, España. Tel. (+34) 93 322 81 61 Valle de Bravo 21, 53050 Naucalpan, México. Tel. (+52) 55 55 60 60 11

TEORÍAS E HISTORIA DE LA CIUDAD CONTEMPORÁNEA

GG

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Diseño gráfico: Toni Cabré/Editorial Gustavo Gili, SL

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ISBN: 978-84-252-2876-6 (PDF digital) www.ggili.com

Índice

007 Introducción

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METRÓPOLIS: 1882-1939

016

Epistemología de la metrópolis

020

La metrópolis de los sociólogos: Escuela de Chicago, Georg Simmel, Max Weber

034

043

La metrópolis de los historiadores: Marcel Poëte, Pierre Lavedan, Lewis Mumford



La metrópolis de los arquitectos: Camillo Sitte, Raymond Unwin, Le Corbusier

071

MEGALÓPOLIS: 1939-1979

078

Epistemología de la megalópolis

081

La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre

096

105



La megalópolis de los historiadores: Harold J. Dyos, Colin Rowe, Manfredo Tafuri La megalópolis de los arquitectos: Josep Lluís Sert, Kevin Lynch, Aldo Rossi

137

METÁPOLIS: 1979-2007

143

Epistemología de la metápolis

147

La metápolis de los sociólogos: Manuel Castells, Saskia Sassen, Mike Davis

163

La metápolis de los historiadores: Dolores Hayden, Anthony Sutcliffe, Anthony D. King 170



199

La metápolis de los arquitectos: Robert Venturi, Rem Koolhaas, Bernardo Secchi

Epílogo 200 Bibliografía básica 202 Índice de nombres

Introducción

La ciudad contemporánea es una criatura incierta. Su condición de sumatorio de variables sociales y económicas, culturales y políticas, temporales y espaciales la convierte en un hojaldre múltiple difícil de aprehender. Infinidad de teorías e historias llevan décadas intentándolo, de lo que ha derivado un corpus doctrinario igualmente vasto y complejo. El objetivo de este libro es descifrar dicho corpus. Las dificultades que se afrontan al asumir una tarea así son numerosas. La ciudad no es abarcable desde una única área de conocimiento, por lo que el enfoque interdisciplinar es ineludible. El hecho de que las disciplinas científicas y humanísticas suelan fragmentarse en subdisciplinas multiplica los escollos, ya que, como indicara Henri Lefebvre, cada una de estas subdisciplinas selecciona los contenidos que le interesan y los enfoca con metodologías propias. Si además tenemos en cuenta que esas aproximaciones se influyen mutuamente, entenderemos el grado de contaminación que impregna el territorio que hemos de desbrozar. Este libro lo ha rastrillado, ha detectado las regularidades, las ha relacionado y ha trazado trayectorias que dibujan una topografía legible. Para llevar a cabo esta operación hemos tenido que pagar un triple peaje: el de la simplificación, la esquematización y la categorización. El primero deriva de la conjunción de lo inconmensurable del campo que nos ocupa con las restricciones dimensionales de esta obra. Ante la imposibilidad tanto de profundizar como de abarcarlo todo, hemos seleccionado las áreas de conocimiento que se han ocupado de la espacialidad de la ciudad, tanto física como social. En primer lugar, las ciencias sociales, dentro de las cuales hemos destacado la sociología urbana, que ha interpretado la ciudad como una proyección de sus habitantes; la geografía urbana, que ha interpretado a los habitantes como una proyección de la ciudad; y la

antropología urbana, que se ha especializado en el estudio de comunidades concretas. En segundo lugar, la historia, y en concreto la historia urbana, que ha seguido la evolución de la morfología y del proceso de urbanización, y la historia del urbanismo, orientada hacia la planificación de ambos. Por último, la arquitectura, en la que hemos diferenciado entre urbanismo, diseño urbano, teoría urbana y análisis urbano. Los dos primeros se han ocupado de la materialización de la ciudad: el urbanismo de lo procedimental (la organización técnica) y el diseño urbano de lo sustancial (la forma espacial); por su parte, la teoría urbana, que puede ser descriptiva o normativa, ha sido la encargada de determinar los valores que deben guiar a ambos (éticos, ideológicos o políticos); y el análisis urbano se ha ocupado del estudio e interpretación de lo existente. En cuanto a la esquematización, Teorías e historia de la ciudad contemporánea —título que se hace eco del libro de uno de mis principales referentes, Manfredo Tafuri y su Teorías e historia de la arquitectura— se estructura en tres etapas que abarcan 125 años de estudios urbanos, de 1882 a 2007. El punto de partida, en el último cuarto del siglo xix, viene determinado por el nacimiento de la mayoría de las disciplinas anteriormente mencionadas: el urbanismo en 1875, la sociología en 1890, la geografía en 1900, etc. A partir de ese momento el estudio de la ciudad adquirió un estatuto de cientificidad que lo liberó de simbolismos y personalismos. En su evolución posterior se distinguieron tres fases relacionadas con sendos cambios del paradigma intelectual motivados por transformaciones del sistema económico.1 La primera comenzó en torno a 1880, cuando irrumpió el capitalismo monopolista; su consecuencia fue la metrópolis, cuyo paradigma de pensamiento era el racionalismo. La segunda se identifica con el estado del bienestar, que imperó entre 1945 y 1979, si bien aquí adelantamos el inicio de esta fase a 1939, con el comienzo de la II Guerra Mundial. Su derivado urbano fue la megalópolis, éticamente inspirada por el existencialismo. La tercera despuntó con la crisis del petróleo de 1973, que dio paso al tardocapitalismo, de la que resultó la metápolis, donde se impuso el relativismo.

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Y por último, la categorización. Para llevarla a cabo nos hemos apoyado en un hecho que evidencia que la objetividad a la que aspira toda disciplina científica suele acabar siendo víctima de la propia lógica del pensamiento humano: los autores de las teorías e historias que aquí se narran no pudieron evitar pasarlos por el tamiz de ideologías, doctrinas o credos personales. Las categorías que hemos utilizado se sustentan sobre una dualidad habitualmente utilizada en los estudios urbanos para detectar este fenómeno: sensibilidad romántica, con sus modulaciones como culturalismo, pintoresquismo, etc., versus sensibilidad iluminista, también referenciada como progresismo, racionalismo, etc. Ambas nos han servido para trazar las trayectorias de esta topografía de 125 años de estudios urbanos. Además, en las notas al pie se ha querido dejar rastro, mediante una referencia bibliográfica completa, de todos aquellos libros por los que este estudio ha transitado, con el fin de facilitar al lector el material para poder ampliar cada uno de los temas. En definitiva, en las páginas que siguen pasaremos revista a tres paradigmas de pensamiento que han afectado a tres disciplinas y se han filtrado por dos sensibilidades. La ciudad de los sociólogos, la ciudad de los historiadores y la ciudad de los arquitectos; en cierto modo, la ciudad del presente, la ciudad del pasado y la ciudad del futuro.

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INTRODUCCIÓN

Según Thomas Kuhn, el avance de la ciencia está supeditado a revoluciones que imponen cambios de paradigma, entendiendo por paradigma un cúmulo de conocimientos normalmente vinculado a valores éticos. Ello explica que dichas reformulaciones provoquen no solo una ruptura en el saber científico, sino también un giro en la forma de ver el mundo. 1

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Este libro comienza, simbólicamente, en 1882, año en que Thomas Edison inauguró en Londres la primera estación generadora de electricidad.También podría haberlo hecho cuatro años más tarde, cuando Gottlieb Daimler instaló un motor de combustión interna en un carruaje de cuatro ruedas. Ambos acontecimientos se significan como piedras miliarias de la denominada II Revolución Tecnológica, en la que la electricidad y el petróleo suplieron al carbón como fuentes energéticas de la industria. A partir de entonces el mundo comenzaría a moverse de otra manera. Debido a las enormes inversiones que exigían su instalación y su puesta en marcha, los sectores productivos derivados de dicha revolución —automovilístico, naval, ferroviario, eléctrico y de radiodifusión— estaban fuera del alcance de las empresas familiares propias del capitalismo del laissez-faire, la anterior fase del sistema económico, que fueron arrasadas por los grandes consorcios industriales al tiempo que el capitalismo monopolista se imponía. Para competir en los mercados internacionales, empresas como Siemens, AEG o Krupp se fijaron una prioridad: optimizar los procesos de producción. Esto explica la meteórica expansión del taylorismo y el fordismo, dos doctrinas de sistematización empresarial provenientes de Estados Unidos. La primera apareció en 1911, cuando el ingeniero Frederick Wislow Taylor publicó Principios de la administración científica,1 un ensayo donde describía un método de organización científica del trabajo basado en la estructuración del ciclo laboral en tareas estandarizadas y repetitivas (y cuyo lema era “un hombre, un trabajo”). Por lo que respecta al fordismo, el libro encargado de su difusión fue Mi vida y mi obra,2 en el que Henry Ford explicaba la cadena de montaje y la seriación a gran escala resultantes de la aplicación de la propuesta taylorista a su factoría de automóviles de Detroit.

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METRÓPOLIS: 1882-1939

Las ambiciones racionalizadoras de los dictados fordistas y tayloristas trascendían el ámbito del trabajo industrial y de oficina para implicar a toda la sociedad, que fue apremiada a alinearse con los objetivos del capitalismo monopolista. También se “invitó” a la ciudad a unirse a esta “unidad de destino”. La herencia recibida del capitalismo del laissez-faire era nefasta. Entre 1800 y 1880 los movimientos migratorios provocados por la Revolución Industrial dispararon el crecimiento demográfico: la población de Londres creció un 380 % (de 1 a 3,8 millones de habitantes), la de Berlín un 765 % (de 170.000 a 1.300.000) y la de Nueva York un 2.000 % (de 60.000 a 1.200.000). Los cientos de miles de campesinos que llegaron a esas ciudades colapsaron sus estructuras: los viejos edificios escalaron en altura, las huertas de los interiores de manzana se colmataron, las parcelas y viviendas se subdividieron y la densidad se hizo insoportable.3 La situación no era mucho mejor en la periferia, donde el proletariado se hacinaba en lúgubres habitaciones mal iluminadas y peor ventiladas. Las estadísticas demuestran que la infamia humana campaba por doquier: la media de vida de un obrero no superaba los 29 años (55 en el caso de un burgués), los jóvenes de ciudad padecían muchas más enfermedades que los de origen rural,4 el suicidio, el alcoholismo, la tuberculosis y la locura eran monedas de uso común... En pocas etapas de la historia la sociedad urbana había sufrido tanto. Únicamente la burguesía, al timón del sistema político y económico, disfrutaba de un envidiable nivel de vida en flamantes ensanches inspirados por la operación que el barón Haussmann acababa de llevar a cabo en París. Pero los bulevares, las residencias burguesas y los teatros de ópera eran excepciones que no podían ocultar la regla: la de los millones de personas que “morían de ciudad”. A finales del siglo xix, los gobiernos y el gran capital eran conscientes de que esta situación era incompatible con los objetivos del capitalismo monopolista. Por un lado, la ciudad era un caos funcional, y, por otro, un perfecto caldo de cultivo para el comunismo,5 lo que explica que su racionalización se planteara como una cuestión de Estado. Se trataba de reorganizar la ciudad para hacerla más productiva,

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al tiempo que más vivible. Con ese fin nació el urbanismo, una nueva disciplina que puso las ciudades patas arriba. Gracias a las estipulaciones prescritas por planes y ordenanzas, las urbes dejaron de crecer como manchas de aceite. Las decenas de miles de campesinos que seguían llegando a ellas comenzaron a ser absorbidas por las poblaciones de los extrarradios. Lo mismo ocurrió con las industrias, cuyo gigantismo exigía extensiones de terreno que tan solo se encontraban a las afueras. La galaxia de asentamientos resultante de esta novedosa dinámica se articuló mediante una avanzada red de transportes colectivos, el último grito de la sofisticada tecnología monopolista: ferrocarriles suburbanos, tranvías electrificados, trenes elevados y metros subterráneos. Estas comodidades animaron también a la burguesía a contemplar la posibilidad de habitar en contacto con la naturaleza, y la expulsión residencial hacia las áreas suburbanas permitió descongestionar los centros históricos: se demolieron edificios, se abrieron calles y plazas y se erigieron instituciones públicas y privadas que atrajeron actividades terciarias. Eso sí, Europa pagó un elevado precio por esta profunda renovación: la devastación de sus valiosísimos núcleos medievales. Muchos de estos fenómenos eran desconocidos en la ciudad del capitalismo laissez-faire, pero no así el hacinamiento, la infravivienda y la pobreza, que persistían en infinidad de zonas intermedias en las que vivían los menos afortunados, y donde el marxismo seguía reclutando adeptos. En resumidas cuentas, así era la ciudad del monopolismo: una galaxia de enclaves donde convivían colosales complejos industriales, elegantes urbanizaciones suburbiales, avanzados medios de transporte, terciarizados cascos históricos y la misma miseria de siempre. En 1910 la Oficina del Censo de Estados Unidos adoptó un término para nombrar esta desigual nebulosa: ‘metrópolis’ (“ciudad madre”).6

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METRÓPOLIS: 1882-1939

EPISTEMOLOGÍA DE LA METRÓPOLIS En las postrimerías del siglo xix el pensamiento occidental se alimentaba de dos fuentes: la iluminista y la romántica. Aunque brotaron con anterioridad, eclosionaron en los siglos xvii y xviii, y aunque inicialmente eran contrapuestas, acabaron confluyendo.7 La meta del iluminismo era la Aufklärung: liberar al pueblo de la ignorancia y la servidumbre a través de la ciencia. Para alcanzarla, el mundo del conocimiento debía dejar de lado el pensamiento simbólico y ser reformulado desde cero y a partir de los dictados de la razón. A esta tarea dedicaron su empeño las numerosas disciplinas que aparecieron a finales del siglo xix, que colonizaron territorios hasta entonces indefinidos y transitados por todo tipo de especulaciones. En el iluminismo se distinguían dos tendencias metodológicas: la racionalista y la empirista. La primera, fundada por René Descartes, defendía la autonomía de la razón con respecto a la realidad. La mente humana y el universo se regían por las mismas leyes basadas en la geometría euclídea, por lo que los datos podían filtrarse por teorías generales desgranadas de ellas. Para el empirismo, en cambio, cuyo principio fundamental fue enunciado por John Locke, la razón no podía desligarse de la realidad. La mente elaboraba el conocimiento a partir de la experiencia sensorial del cuerpo, por lo que cada dato debía ser comprobado según su propia lógica. David Hume desarrolló este postulado estableciendo que la base de la ciencia debía ser inductiva, es decir, debía partir de evidencias concretas y reales para, posteriormente, formular leyes y teorías generales. En el último cuarto del siglo xix la sensibilidad iluminista había evolucionado hacia dos posicionamientos ideológicos enfrentados entre sí: el positivismo y el marxismo. El padre del primero fue Auguste Comte, autor del Curso de filosofía positiva,8 en el que defendía la necesidad de aplicar la metodología científica a todos los campos del saber. Como filosofía de la ciencia, el positivismo renegaba de las ideologías y las dimensiones metafísicas para ceñirse a los hechos.

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No le interesaban ni las esencias, ni los principios superiores, ni los mitos ni los símbolos, tan solo la realidad (“lo positivo”) y las leyes que la regían, leyes que pretendía desentrañar con métodos universales, aplicables tanto a la ciencia como a la sociedad o la naturaleza. Como filosofía política, el objetivo del positivismo era implantar un orden social dominado por técnicos, fiel reflejo del pensamiento burgués, que asociaba progreso y liberalismo económico. En Sobre el principio del arte y sobre su destinación social,9 el político y pensador Pierre-Joseph Proudhon expuso lo que esto significaba para la metrópolis: desvincular sus problemas del capitalismo y ponerla en manos de científicos e ingenieros. El marxismo discrepaba de este planteamiento al entender que la gran crisis urbana del siglo xix no se podía desligar del sistema económico. Según Karl Marx, la burguesía utilizaba la supuesta “objetividad” positivista para difundir entre la clase obrera una falsa conciencia: que sus valores morales, políticos y culturales eran de sentido común; que, a pesar de la pobreza y la segregación, el capitalismo trabajaba por el bien de todos. A partir de este presupuesto, Marx distinguía dos niveles: el de la “estructura” —el conjunto de relaciones productivas que conformaban la base real del sistema— y el de la “superestructura”, la patraña ideológica ideada para justificar su orden social y ocultar las injusticias. Como respuesta a esta tergiversación, el marxismo defendía el ejercicio del “pensamiento crítico”, una crítica social que desenmascarase la superestructura. Del iluminismo se derivó un mito: el mecanicista o funcionalista, que definía la sociedad como un sistema integrado por partes interrelacionadas y funcionalmente interdependientes. De su aplicación a la metrópolis surgió la metáfora de la máquina, de la ciudad entendida como un artefacto productivo impulsado por la tecnología y, en la versión marxista, manejado por el poder. La otra fuente del pensamiento occidental era la romántica, cuyos precursores se separaron de los ideales de René Descartes para abrazar los de Jean-Jacques Rousseau. Aunque el movimiento surgió en Alemania en torno a 1800, se consolidó a finales del siglo xix

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METRÓPOLIS: 1882-1939

coincidiendo con la expansión del capitalismo monopolista. En el romanticismo confluyeron las voces que acusaban al proyecto racionalizador de situar al ser humano en un contexto ultramaterialista que le era ajeno y las que ponían en cuestión la presuposición de que la única razón posible era la científica, aludiendo a la existencia de lógicas de otro tipo (culturales, psicológicas, intuitivas, etc.). De ahí su reclamo de una aproximación más compleja a la realidad que tuviera en cuenta los sentimientos, las tradiciones, la historia, etc. Una serie de descubrimientos dotaron a esta demanda de argumentos de base científica, lo que permitió al romanticismo enfrentarse al iluminismo con sus mismas armas. En el campo de la física, Max Planck hizo pública la teoría cuántica (1900), Albert Einstein la teoría de la relatividad (1905) y Werner Heisenberg el principio de incertidumbre (1927). Todos ellos coincidían en rechazar la idea de que el mundo fuera previsible a partir de teorías universales. Por otro lado, el psicoanálisis (1896) de Sigmund Freud vino a demostrar la principal hipótesis romántica: que en la mente actuaban poderosos componentes irracionales y que el papel de las ficciones y los símbolos era esencial en el reconocimiento humano del mundo. Como ocurrió con el iluminismo, también del romanticismo se derivó un mito: el organicista o biológico, que, apelando al evolucionismo darwinista, sostenía que cada parte de un ente estaba integrada en una actividad coordinada. Este presupuesto iba contra los intereses del marxismo, pues anulaba el conflicto en favor de la síntesis, de un orden general y solidario, y, trasladado a la ciudad, permitía establecer analogías entre las áreas funcionales de la metrópolis y los órganos de un ser vivo: al igual que este, la ciudad organismo nacía, maduraba, envejecía y moría, lo que permitía estudiarla aplicando las leyes de la biología. Como decíamos, aunque inicialmente eran contradictorios, las metodologías, las ideologías y los mitos desarrollados por iluministas y románticos acabaron convergiendo en el racionalismo empírico (desde la observación empírica se llegaron a construir teorías

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universales), el positivismo marxista (donde convivía el pensamiento de raíz cristiana de Saint-Simon con el de inspiración socialista de Proudhon) y el mecanicismo organicista (ambas metáforas fueron utilizadas indistintamente por el movimiento moderno). En las décadas a caballo entre los siglos xix y xx, las disciplinas que se interesaron por la metrópolis hicieron un uso bastante ecléctico de estos postulados. A pesar de ello, ambas sensibilidades se proyectaron de manera diferenciada sobre los estudios urbanos. Si los iluministas se interesaron por la funcionalidad y el utilitarismo, los románticos lo hicieron por la espiritualidad y la ética; si los iluministas apostaron por la razón, los románticos por la cultura; si a los iluministas les fascinaron lo maquínico y lo artificial, a los románticos la naturaleza y lo agrario; si los iluministas cayeron rendidos ante la gran ciudad, los románticos añoraron la aldea; si los iluministas dieron por hecho que el hombre era un individuo tipo, para los románticos era un ser único y complejo; si los iluministas tendieron a la ruptura histórica, los románticos velaron por la salvaguardia de la tradición… En definitiva, iluminismo y romanticismo fueron los dos velos epistemológicos que sirvieron de filtro a una misma realidad: la metrópolis.

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METRÓPOLIS: 1882-1939

LA METRÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: ESCUELA DE CHICAGO, GEORG SIMMEL, MAX WEBER Auguste Comte, padre del positivismo, fue el primer pensador que manifestó la necesidad de fundar una disciplina que ampliara el conocimiento científico a los fenómenos sociales (él mismo acuñó el término ‘sociología’ en 1824). Sin embargo, los pioneros franceses (Auguste Comte, Frédéric Le Play, Émile Durkheim, etc.) no concedieron especial importancia a la ciudad. El nacimiento de la sociología urbana se retrasó siete décadas más, coincidiendo con la imposición del designio racionalista a la sociedad. Los sociólogos, que denominaron “modernización” al proceso que se iniciaba, dirigieron entonces su mirada hacia el epicentro del mismo, la metrópolis. Para estudiarla, abrazaron las dos versiones ideológicas del iluminismo: positivismo y marxismo. Quienes optaron por la primera pensaban que la modernización traería progreso para todos, confiando en que las problemáticas sociales se solventarían con programas de reforma gestionados por el Estado; quienes se decantaron por la segunda habían asimilado que la sociedad de masas era un modelo irreversible, pero estaban convencidos de que la modernización tan solo beneficiaba al gran capital y sostenían que la ruptura con el sistema era la única salida. La intelectualización y la consolidación de estos argumentos se tradujeron en la creación de escuelas nacionales de pensamiento. En el Reino Unido, donde la Revolución Industrial llevaba décadas de rodaje, se impuso la senda positivista, interesada en analizar la damnificada sociedad urbana derivada de aquella. Sus temas fueron la pobreza, la violencia, la inmigración, etc. En Alemania, donde el káiser Guillermo II había puesto en marcha el proyecto de racionalización más exhaustivamente articulado de la etapa monopolista, acabó triunfando la corriente marxista, que se centró en destacar sus consecuencias socioculturales. 20

El reformismo positivista: la ecología como referente Las primeras reflexiones sobre la ciudad desde un punto de vista sociológico se produjeron entre 1820 y 1880. Sus autores no eran académicos, sino reformadores sociales cuya concienciación procedía del contacto directo con la cara más amarga de la metrópolis: la de la pobreza, la delincuencia y el vicio. A unos les movían creencias religiosas, a otros ideologías políticas de signo progresista, y, en todos los casos, la gran esperanza positivista: que arrojar luz sobre la miseria humana animara al Estado a activar un programa de reformas sociales. Así ocurrió en el Reino Unido. En 1883 apareció The Bitter Cry of Outcast London,10 un opúsculo donde el reverendo Andrew Mearns denunciaba las abyectas condiciones de vida de los barrios obreros.11 Su publicación contribuyó a la creación de la Comisión Real para la Vivienda de las Clases Trabajadoras (1884), una delegación parlamentaria encargada de dar a conocer aquella infame realidad a la tan acomodada como ensimismada burguesía victoriana. Las administraciones públicas respondieron con una batería de leyes sanitarias. Era lo habitual.12 La mayoría de los reformadores sociales provenía de élites profesionales cercanas al movimiento higienista. Inspirados por investigadores como Robert Koch o Louis Pasteur, quienes apelaban a la prevención para evitar epidemias, se aplicaron a estudiar la realidad proletaria en un notable esfuerzo por fundamentar su trabajo sobre bases científicas. Desde un punto de vista metodológico apostaron por las metáforas organicistas. Estaban convencidos de que la sociedad metropolitana era una fauna enferma a la que se le podían aplicar los sistemas de análisis propios de las ciencias naturales.También se decantaron por un positivismo empirista, asumiendo un punto de vista más cuantitativo que cualitativo: se trataba de “medir” el fenómeno de la pobreza y todo lo relacionado con ella (enfermedades, mortalidad, condiciones habitacionales, etc.) para poder localizar sus causas.

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METRÓPOLIS: 1882-1939

El trípode metodológico de positivismo, empirismo y organicismo permanecería como seña de identidad de la sociología urbana anglosajona, pero no así la confianza en las políticas higienistas. Entre 1880 y 1920 el denominado Social Survey Movement ampliaría su radio de acción prescriptivo en otras direcciones. La obra pionera de este movimiento fue Life and Labour of the People in London,13 de Charles Booth; nunca antes se había llevado a cabo una investigación tan ingente y exhaustiva. Este armador de Liverpool y sus colaboradores recorrieron, calle a calle, el East End londinense, una de las zonas proletarias por excelencia de la urbe, y recopilaron infinidad de datos cuantitativos (número de habitaciones por vivienda, miembros de cada familia, salarios, etc.), pero también cualitativos (filiación religiosa, ocupaciones de padres e hijos, etc.). Después plasmaron toda la información recogida en un mapa que identificaba con colores los lugares de residencia de las distintas clases sociales. Este fue el primer paso hacia la representación espacial de la sociedad metropolitana. Como era habitual en la Inglaterra victoriana, Booth pensaba que la historia y el carácter de los lugares propiciaban patrones de comportamiento singulares que se transmitían durante generaciones; es decir, que al igual que la sabana africana determinaba la conducta de las jirafas, un mal barrio predisponía a sus vecinos hacia la vileza (como veremos más adelante, este determinismo físico perduraría durante décadas en los estudios urbanos). Este autor clasificó la “fauna” londinense en ocho clases: A, una minoría marginal y delictiva “capaz de degradar todo lo que toca”; B, haraganes que inmediatamente se gastaban lo poco que percibían (mayoritariamente en la economía informal); C, personas pobres debido a la intermitencia de sus ocupaciones; D, trabajadores regulares pero que ganaban sueldos miserables; E y F, obreros y artesanos con salarios dignos; y G y H, los más afortunados de la escala social. Booth culpaba al liberalismo económico de la pobreza urbana, que afectaba a las clases A, B, C y D; es decir, a un millón de personas, el 35 % de la población de Londres. Sin embargo, no creía que el remedio

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fuese ni el marxismo ni el higienismo, sino una reforma de la geografía social de la metrópolis. Su propuesta era desconcertante: evitar que la clase A se reprodujera, destruyendo para ello las barriadas donde vivía,14 expulsar a la clase B de la metrópolis confinándola en colonias rurales y trasladar a las clases E y F a áreas residenciales suburbanas para alejarlas de las semimarginales C y D. Esta idea ponía de manifiesto la escasa conciencia social de la burguesía decimonónica, que necesitaría varias revoluciones y dos guerras mundiales para darse cuenta de lo que el poder monopolista ya intuía. En paralelo a los reformadores sociales comenzaron a abrirse paso los geógrafos, cuya línea de trabajo invertía la secuencia de la investigación: si los primeros estudiaban las condiciones de vida de los ciudadanos para después localizarlas físicamente, los segundos analizaban los factores espaciales para indagar cómo estos determinaban las actividades metropolitanas. Con esta estrategia empezó a gestarse la geografía urbana. Nacida al amparo de la geografía humana, su hipótesis de partida era que las sociedades se adaptaban al ambiente natural de las regiones donde se asentaban. El determinismo espacial que subyacía bajo esta presunción escoró la naciente disciplina hacia las ciencias naturales, más concretamente hacia la ecología. Esta rama del conocimiento había sido enunciada en 1866 por el biólogo Ernst Heinrich Haeckel, que la definió como “la ciencia de las relaciones del organismo con el medio ambiente”. Sin embargo, no se concretaría como disciplina hasta 1935, cuando el botánico Arthur G. Tansley acuñó el término ‘ecosistema’ para referirse al entorno donde los seres vivos interactúan con el medio natural. Paul Vidal de la Blache trasladó este paradigma a la geografía, declarando que su fin último era la construcción de una “ecología humana”. El discurso positivista se orientaba así hacia uno de los grandes mitos románticos: la naturaleza, a la que Jean-Jacques Rousseau había elevado a categoría moral. También la teoría evolucionista (1859) de Charles Darwin influyó en los geógrafos, un encuentro del que se derivó una nueva alianza disciplinar, en este caso con la historia urbana. En 1911

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METRÓPOLIS: 1882-1939

Raoul Blanchard, uno de los primeros geógrafos urbanos, publicó Grenoble: étude de géographie urbaine,15 en el que describió la evolución “orgánica” de esa ciudad. Asoció su origen a su emplazamiento en la confluencia de varios ríos y valles y analizó su posterior devenir como una secuencia de reacciones a diferentes acontecimientos históricos: guerras, revueltas, cambios tecnológicos, etc. Blanchard quería poner en evidencia que la “ecología de Grenoble”, su morfología, era el resultado de un proceso evolutivo en el que el entorno natural interactuaba con el contexto económico, social y político. La historia era esencial para reconstruir dicho devenir. La geografía urbana se consolidó como disciplina entre 1910 y 1920. A Vidal de la Blache, cuyas ideas fueron difundidas a través de la revista Annales de Géographie, se debió la concepción de la ciudad como un nodo económico y de servicios de ámbito regional, lo que definía una escala territorial que la geografía urbana asumía como propia. Bien es cierto que los geógrafos franceses concentraron su atención en las zonas rurales y su red de pueblos y aldeas, dejando de lado las emergentes áreas metropolitanas. Esta miopía se explica por su elección metodológica, la ecología: la continuidad, la jerarquía y el equilibrio que se le presuponía a todo ecosistema eran difícilmente observables en la conflictiva, discontinua y fragmentada metrópolis. Habría que esperar más de una década para corregir esta anomalía. En 1933 el geógrafo alemán Walter Christaller publicó Die zentralen Orte in Süddeutschland,16 donde expuso su “teoría de los lugares centrales”. Partiendo de la hipótesis de que los sistemas metropolitanos eran organismos urbano territoriales que tendían de manera natural hacia el equilibrio, analizó las leyes que determinaban el número, el tamaño y la distribución de sus nodos funcionales, especificando, para cada uno de ellos y según su posición en un orden jerárquico, una “región complementaria”. Aunque hundía sus raíces en las ideas de Vidal de la Blache, la teoría de Christaller privilegiaba la aproximación economicista, relegando a un segundo plano la ecológica. Se cerraba así el círculo de esta primera fase de la geografía urbana:

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del evolucionismo darwiniano a la ecología humana para acabar entregándose a la economía. La aproximación sociológica del Social Survey Movement y el enfoque ecológico de la geografía urbana fueron sintetizados por Patrick Geddes. La obra más emblemática de este biólogo escocés, que acabó su vida trabajando como urbanista en la India, fue Ciudades en evolución,17 un libro que influiría enormemente en la historia y la teoría urbanas. Según su diagnóstico, los problemas sociales de la metrópolis se debían a una crisis ecológica derivada de la ruptura del equilibrio preexistente entre recursos naturales y actividades humanas. Para restablecerlo proponía tres instrumentos: la ecología urbana, el evolucionismo y el regional survey, o estudio regional. El primero de ellos partía del presupuesto de Vidal de la Blache de que la metrópolis y su medio territorial conformaban una unidad. Geddes describió la primigenia relación entre la localización geográfica, las actividades económicas y los modos de vida en su famosa “sección del valle”: el minero, el leñador y el cazador ocupaban las alturas; el pastor, los barrancos, el campesino la llanura y el pescador la ribera. Para que también la metrópolis interactuara con su entorno de manera natural, debía dejar de crecer como una mancha de aceite y hacerlo de manera arborescente; es decir, de ella debían brotar “hojas” que se esparcieran por el territorio hasta conformar “conurbaciones” (ciudades región). El segundo instrumento, el evolucionismo cultural ambiental, derivaba del convencimiento de que la ciudad era un organismo vivo que se desarrollaba en el tiempo. En Ciudades en evolución, Geddes consolidó la alianza entre geografía e historia urbanas inaugurada por Blanchard. Periodizó el proceso de urbanización del planeta en dos fases: la paleolítica, la de la metrópolis, vinculada a la minería y la industria; y la “neotécnica”, la de las conurbaciones, alentada por la expansión de la energía hidroeléctrica. Este nuevo estadio se caracterizaría por el empleo racional de los recursos, las energías renovables, la promoción de la agricultura, etc., un acertado vaticinio del contemporáneo concepto de “desarrollo sostenible”. El estudio regional, por último, suele considerarse

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como el germen primigenio del análisis urbano: una investigación de carácter regional y contenido casi enciclopédico que habría de anteceder a la planificación urbanística. Geddes lo entendía como una herramienta para allanar el camino hacia la fase neotécnica. La síntesis del Social Survey Movement con la geografía a través de Geddes fue el preámbulo del nacimiento de la sociología urbana como disciplina, un hecho que tendría como escenario la ciudad de Chicago. A finales del siglo xix, Chicago era probablemente la metrópolis más moderna del planeta. Superaba el millón y medio de habitantes, gran parte de los cuales eran inmigrantes, y se extendía a lo largo de más de cien kilómetros a orillas del lago Michigan. La ciudad albergaba numerosos guetos étnicos y era una auténtica olla a presión que estallaba periódicamente en forma de guerras entre bandas. En este ambiente se forjó la figura de Jane Addams, reformadora social como Charles Booth, pero de sesgo progresista. Durante su estancia en Londres fundó la Hull-House, una institución que promovía la vida en comunidad. Posteriormente la trasladó a Chicago, a una zona en la que confluían los barrios italiano, alemán y judío. Addams y su grupo de voluntarios pretendían “salvar a estos inmigrantes de sus vicios” e iniciarlos en la forma de vida estadounidense. Resultado de esta experiencia fue Hull-House Maps and Papers,18 un libro que difundió en Estados Unidos lo que Addams había aprendido en Inglaterra: el estudio sistemático y en clave empírica de la metrópolis.19 Esta semilla fue minuciosamente regada por un grupo de investigadores del Departamento de Ciencias Sociales y Antropología de la University of Chicago, inaugurado en 1892, entre los que se contaban Robert E. Park, Ernest W. Burgess, Roderick D. McKenzie y Louis Wirth, fundadores de la denominada Escuela de Chicago. Sus nexos con los predecesores europeos eran tan evidentes como complejos. Heredaron del Social Survey Movement la tríada metodológica de positivismo, empirismo y organicismo, pero en lo referente a los contenidos fueron mucho más allá y no se limitaron a los distritos obreros, sino que se adentraron también en los barrios de inmigrantes, los guetos étnicos y los antros frecuentados por bandas, vagabundos o prostitutas.

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En 1925 Park, Burgess y McKenzie publicaron The City,20 manifiesto programático de la Escuela de Chicago, que incluía una tipificación espacial de las dinámicas sociogeográficas, una teoría sobre la ocupación y uso del suelo y una teoría del control social. La primera ponía de manifiesto la importancia que estos autores concedían a la espacialidad, motivo por el que se los considera fundadores de la sociología urbana. El modelo que construyeron en The City se basaba en los postulados de Charles Darwin. Los barrios, cuyos habitantes compartían religión (como el judío), etnia (como el afroamericano), nacionalidad (como Little Italy), estatus social (como los suburbios de clase alta) o funcionalidad (como el distrito financiero), fueron considerados “áreas naturales”. Al estar sometidas a las leyes de la evolución de las especies, estas áreas eran susceptibles de ser invadidas por clases rivales más poderosas. Era la “competición biótica”, la lucha por unos recursos espaciales limitados, todo un presagio del fenómeno de la gentrificación. Burgess plasmó esta dinámica en un diagrama en forma de corte de tronco de árbol que constaba de cinco anillos: el del centro financiero (el Loop), el de la periferia del casco histórico, una degradada “zona de transición” donde convivían viviendas y talleres,21 el de los barrios obreros e industrias ligeras, el de las áreas residenciales de clase media y el de los suburbios de clase alta. El carácter conceptual de este esquema tipo divergía radicalmente de los mapas de Booth, que se limitaban a cartografiar la realidad social, y por ello se lo considera la primera representación abstracta del uso social del espacio metropolitano. La teoría sobre la ocupación y el uso del suelo se basaba en la “ecología humana”, una nueva disciplina científica orientada al estudio de los procesos de formación y transformación de las áreas naturales. Para complementar su argumentación ecológica natural con otras de orden cultural y ético, Park, Burgess y McKenzie idearon el concepto de “región moral”, distritos cuyos habitantes compartían gustos, costumbres y temperamentos. Este interés por la cuestión identitaria, novedoso en el discurso positivista y de clara filiación romántica, surgió del convencimiento de que la “desorganización

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ecológica” de la metrópolis tenía su origen en una mutación cultural inducida por los inmigrantes, “hombres marginales” condenados a vivir en un estado de inestabilidad permanente debido a sus costumbres diferentes. La problemática de la inmigración dividía a los sociólogos de la época. Aunque la mayoría coincidía en que los barrios étnicos eran guetos temporales que irían desapareciendo a medida que sus habitantes fueran asimilados por la cultura anglosajona, discrepaban en las estrategias que había que seguir para lograr dicha integración. Unos, en la línea de Jane Addams, la cifraban en la cercanía espacial. Fue el caso de Clarence Perry, quien en Housing for the Machine Age 22 propuso que las comunidades metropolitanas se articularan en “unidades vecinales” concebidas como aldeas pero dotadas de todo tipo de equipamientos. En su centro se ubicaría una escuela elemental, factor aglutinador de la vida comunitaria, y a su lado se dispondría un área para desfiles y celebraciones donde se instalarían monumentos conmemorativos y un mástil con la bandera de Estados Unidos, estrategias destinadas a fomentar la conciencia nacional entre los inmigrantes. Por su parte, Park discrepaba de estas medidas basadas en el acercamiento espacial. Según él, las relaciones de vecindad habían sido aniquiladas en la metrópolis. En un entorno de acusada movilidad social, tan solo los creadores de opinión pública —la moda, la publicidad, la prensa, etc.— podían promover la asimilación de los inmigrantes. Con esta idea comulgaba Louis Wirth, el cuarto gran referente de la Escuela de Chicago, de la que acabó distanciándose por su interés por la historia como forma de conocimiento, es decir, por el tiempo en vez del espacio. En su tesis doctoral, The Ghetto,23 estudió una zona situada al oeste del río Chicago, lugar de concentración de la mayor colonia de inmigrantes de la ciudad. Allí descubrió que lo que la caracterizaba no era su espacialidad física, muy heterogénea, sino su cultura. En 1938 Wirth publicó el famosísimo artículo “Urbanism as a Way of Life”, 24 donde definió el urbanismo como un modo de vida, un conjunto de comportamientos sociales propios de la metrópolis.

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El aparato intelectual desplegado por la Escuela de Chicago encumbró la sociología urbana a la categoría de disciplina científica. Para algunos autores, además, fue el punto de partida hacia la antropología urbana, cuyo reconocimiento como disciplina no se produciría hasta 1960. Hasta entonces, la antropología se había ocupado de grupos humanos pequeños, tradicionales y no occidentalizados. En The City, Park, Burgess y McKenzie la animaron a implicarse en el estudio de la metrópolis, defendiendo que sus métodos podían utilizarse en el análisis de las comunidades urbanas. La Escuela de Chicago nunca tomó en consideración este apelo, pero sí aplicó técnicas antropológicas en sus estudios, como la capacidad descriptiva, el método participativo, etc. De estos balbuceos derivaron los community studies. Admitiendo preceptos marxistas, sus precursores defendían que era más fácil desvelar la superestructura del sistema cuando la investigación se efectuaba sobre localidades pequeñas, fácilmente abordables, que sobre metrópolis, cuantitativa y cualitativamente inabarcables. Los community studies rescataron de la antropología métodos de análisis etnográficos que aplicaron a grupos locales y entornos microurbanos. Siguiendo este procedimiento, los sociólogos Helen y Robert Lynd abordaron el estudio de Muncie (Indiana), un típico asentamiento del Medio Oeste estadounidense. Para describir su cultura utilizaron categorías etnográficas (instituciones, costumbres, creencias, rituales, estatus y prácticas religiosas) y eligieron dos períodos clave en la historia de Estados Unidos: la década de 1920, cuando se difundió el fordismo, y la de 1930, la de la Gran Depresión. Del primero resultó Middletown. A Study of Contemporary American Culture,25 donde clasificaron la sociedad industrial en clase trabajadora y clase de negocios. Del segundo surgió Middletown in Transition,26 un análisis del impacto de la crisis económica en la vida cotidiana de los habitantes de Muncie. En este segundo libro, los Lynd constataron que una institución había enturbiado su bipolar modelo clasista: la familia, que articulaba las relaciones existentes no solo dentro, sino también entre las clases trabajadora y de negocios.

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La ruptura marxista: modernidad y “pensamiento negativo” En Alemania, la sociología urbana brotó impregnada de sensibilidad romántica y al cobijo de los intereses monopolistas, para finalmente acabar en manos del iluminismo marxista.27 Este vuelco conceptual denota que, a diferencia de lo ocurrido en el entorno anglosajón, primaron en ella los intereses ideológicos sobre los científicos. La otra gran diferencia entre ambas escuelas era de orden metodológico. Los sociólogos alemanes eludieron la biología y optaron por el análisis histórico, convencidos de que la modernización era un proceso temporal que iba del feudalismo al capitalismo. En su fase romántica, la escuela alemana intentó conjurar el amargo destino que el proyecto racionalizador puesto en marcha por el káiser Guillermo II deparaba a la sociedad. Su estrategia consistió en analizar el alienante presente urbano, reordenarlo y reconstruirlo tomando como referencia un bucólico pasado. En Comunidad y asociación,28 el sociólogo Ferdinand Tönnies rescató el concepto de Gemeinschaft, la mítica comunidad medieval que el monopolismo habría suplantado por la Gesellschaft, la sociedad industrial. Mientras que la primera era una realidad orgánica modulada por la familia, la segunda estaba dominada por la abstracción, la ciencia y la cultura. Para recuperar la estabilidad de la comunidad, la metrópolis debía renunciar a la razón científica como forma de pensamiento y retornar al simbolismo; es decir, al arte y a la religión. Tönnies esbozaba así la versión más reaccionaria del mito organicista. Pronto, en cambio, los sociólogos alemanes decidieron alinearse con los intereses del gran capital. Podía dejarse atrás la nostalgia por la Gemeinshaft gracias a una nueva síntesis, en este caso entre Zivilisation, el proyecto racionalizador, y Kultur, una expresión artística que lo legitimara. El crítico de arte August Endell intuyó ese encuentro en el impresionismo pictórico. En su libro Die Schönheit der Großstadt 29 confesó su fascinación por el tumultuoso Berlín de comienzos de siglo, haciendo emerger de su desorden multitudinario una cascada

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de imágenes sugerentes. Endell descubría en la gran urbe una “nueva belleza” que hasta entonces había pasado inadvertida, una atmósfera eléctrica, superficial y vibrante que incitaba al disfrute hedonista de la metrópolis. Según Massimo Cacciari, le guiaba una clara intencionalidad ideológica: maquillar la conflictiva “cultura del trabajo” del proyecto racionalizador con una especie de “cultura del disfrute”. También Karl Scheffler, otro crítico de arte, indagó en la posible síntesis entre Zivilisation y Kultur. Aunque partía del discurso de Tönnies, concentró sus esfuerzos en conciliar la nostalgia medievalista con los intereses monopolistas, objetivo que coincidía con el ideario del Deutscher Werkbund. Para él, la problematicidad urbana se circunscribía a una fase histórica y era reversible. La ciudad del laissez-faire era fruto de un crecimiento abandonado a los intereses de los especuladores, pero la degeneración hipertrófica resultante podía solventarse tendiendo un puente entre Gemeinschaft y Gesellschaft. Nada más adecuado para este propósito que echar mano del mito organicista, lo que obligó a Scheffler a lidiar con la cuestión de la espacialidad, algo poco habitual en la escuela alemana. En Architektur der Großstadt,30 Scheffler dio forma a la “metrópolis orgánica”. En su centro funcional, la city, tan solo se admitirían construcciones representativas de “las más bellas expresiones de la antigüedad”: museos, teatros, iglesias, etc. Como contrapunto residencial, se proyectaría una secuencia de enclaves unidos entre sí y con la city por ferrocarriles suburbanos. Primaría en ellos una impronta rural: tanto burgueses como obreros vivirían en casas unifamiliares con huerto, lo que les permitiría cultivar la tierra al regreso del trabajo, amén de suscitar sentimientos comunitarios. La estructura espacial resultante, una galaxia de suburbios residenciales que gravitarían en torno a la city, se conocería como “principio satelital”. La metáfora organicista, que la Escuela de Chicago utilizó como un instrumento analítico, se había transformado en un fin en sí mismo. Pero ni la cultura del disfrute de Endell ni el principio satelital de Scheffler lograron exorcizar el implacable porvenir que el capitalismo monopolista tenía reservado a la metrópolis. A comienzos del

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siglo xx muchos sociólogos recelaban de estas promesas redentoras a las que consideraban ensoñaciones románticas. La sospecha de que no había bálsamo posible les llevó a abandonar el empeño de sintetizar Zivilization y Kultur para entregarse a un realismo ciertamente descarnado. Los nuevos objetivos eran, en primer lugar, comprender la lógica y el alcance del proceso de racionalización, para más tarde asimilarlo. Arrancaba así la fase iluminista de la escuela alemana. El autor que por fin dejó atrás la nostalgia medievalista fue Georg Simmel, considerado “el primer sociólogo de la modernidad”.31 Theodor Adorno afirmaba que lo que le permitió acceder a las claves de lo que significaba ser moderno fue su pensamiento sin fundamento científico. Se trataba de un investigador ciertamente peculiar. Su ensayo cumbre, “Las grandes ciudades y la vida del espíritu”,32 fue el resultado de una singularísima perspicacia. Simmel definió la base psicológica del individuo metropolitano, la Nervenleben, como una intensificación nerviosa provocada por la cascada de estímulos a los que se veía sometido a diario. Para adaptarse a ella había desarrollado el intelecto; es decir, la capacidad de responder al entorno con la razón y no con el corazón. De ahí su actitud blasée, un estado de embotamiento que dificultaba la discriminación entre objetos cuyas diferencias eran consideradas insustanciales. El blasée de Simmel no rechazaba la gran ciudad ni aspiraba a transformarla, sino que aceptaba resignadamente su impotencia para superarla, negaba diligentemente su individualidad e interiorizaba desencantadamente su carácter irreversible. Tal como puso de manifiesto Massimo Cacciari,33 esta fue la intuición excepcional de Simmel: la comprensión de la base puramente productiva de la ciudad monopolista, de una esencia conflictiva y desarraigada que condenaba a los ciudadanos a una angustia crónica, y la presunción, en definitiva, de que la ideología de la metrópolis era una determinada forma de “pensamiento negativo”. Simmel abortaba así la trayectoria romántica de la sociología alemana. También exhortaba a facilitar la comprensión de esta revolucionaria realidad urbana expresándola artísticamente, un reto que atañía a los arquitectos. En este sentido coincidía

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con Charles Baudelaire: la estética de la modernidad debía captar el frenético fluir de los fragmentos metropolitanos, algo tan solo al alcance del arte de vanguardia. Tras la I Guerra Mundial, en una Alemania vencida, humillada y arruinada, el pensamiento negativo se abrió paso de la mano del marxismo, que encontró en él un instrumento crítico que contraponer al discurso de la Escuela de Chicago, a la que acusaba de desinterés a la hora de identificar las causas de la injusticia social capitalista. El economista, sociólogo e historiador Max Weber reconoció en la metrópolis una pieza esencial de la estructura, es decir, del engranaje del proceso de racionalización de la economía y la sociedad puesto en marcha por el gran capital y dirigido por el Estado. En su texto La ciudad,34 Weber vinculó el espíritu del capitalismo con la ética protestante, que proclamaba que el trabajo sistemático y riguroso era voluntad de Dios. El ascetismo calvinista sublimaba así el proyecto monopolista. En La ciudad, Weber utilizó el análisis histórico para demostrar que el conflicto —las luchas de clase— era inherente a la metrópolis; es más, era su fundamento. No había consuelo posible; al ciudadano no le quedaba otra alternativa que “la viril aceptación del espíritu del capitalismo”. El sociólogo y economista Werner Sombart complementó este razonamiento negativo en Lujo y capitalismo,35 donde también utilizó el análisis histórico. La vocación terciaria de la metrópolis, centro y destino de la industria del lujo, donde el consumo se había convertido en motor productivo, emanaba de su necesidad de organizar y socializar el desarrollo capitalista. En ella confluían los equipamientos científico e industrial, la estructura financiera, el poder político, la fuerza de trabajo y el mercado. La metrópolis tan solo era eso, mera articulación del proyecto monopolista. Con esta conclusión radicalmente nihilista, el pensamiento negativo sacrificaba en el altar de la racionalización la dimensión estética, el único estímulo que Simmel había consentido al sujeto moderno.

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LA METRÓPOLIS DE LOS HISTORIADORES: MARCEL POËTE, PIERRE LAVEDAN, LEWIS MUMFORD La sensibilidad romántica, y más concretamente el idealismo, la opción metafísica con la que Hegel se enfrentó al materialismo, difundió el interés por la historia como campo de conocimiento. El filósofo alemán defendía que la realidad estaba envuelta en un proceso evolutivo donde cada cosa producía su contrario, generando fases de integración que avanzaban hacia una verdad absoluta. Su afán por descubrir el significado y la finalidad de esa evolución le llevó a escribir la Enciclopedia de las ciencias filosóficas,36 un gigantesco metarrelato que enlazaba linealmente todos los conocimientos existentes, hasta entonces desperdigados. El cientifismo positivista y marxista hundiría la metafísica en el descrédito, lo que explica que la profusión de estudios históricos inspirados por el idealismo hegeliano no se orientara hacia el rastreo de esa “verdad”, sino hacia la investigación especializada. Ese fue el camino que emprendió la historia urbana a comienzos del siglo xx, después de décadas en manos de eruditos carentes de metodología y que a menudo la trataban de manera anecdótica. En la etapa que ahora se abría, la de su definición como disciplina científica, se perfilaron dos tendencias que perdurarían en el futuro. Unos, normalmente sociólogos, utilizaron la historia urbana para rastrear las claves del cambio socioeconómico que había desembocado en la formación de las metrópolis, lo que les llevó a contemplarla como un apéndice de la historia económica y social. A otros, generalmente historiadores del arte, les movían inquietudes patrimoniales, por lo que la utilizaron para estudiar la morfología urbana.

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La historia urbana como historia económica y social Que la historia urbana comenzara su andadura de la mano de un híbrido denominado “historia económica y social” es algo que no debe extrañarnos. En el siglo xix la historia general y las ciencias sociales conformaban una misma área de conocimiento. De ahí que el objetivo de la obra pionera de la deriva hacia la historia urbana, La ciudad antigua,37 no fuese el estudio de la evolución de la ciudad, sino de instituciones como el Estado, la familia o la religión. Lo que hizo de ella una obra de carácter excepcional fue el hecho de que su autor, el historiador N. D. Fustel de Coulanges, tomara como ejemplo la polis griega. El marxismo tuvo mucho que ver en el posterior desarrollo y consolidación de esta estrategia. Ni Marx ni Engels pensaban que la metrópolis fuera responsable de la miseria en la que vivía sumida la clase obrera, sino que era tan solo el escenario donde se representaba el conflicto desatado por el verdadero culpable: el modo de producción capitalista. Sin embargo, su convencimiento de que el ser humano podía alterar el curso de los tiempos les llevó a interesarse por la historia urbana, en la que descubrieron un eficaz instrumento para desvelar el uso que el capital había hecho de la ciudad. De ahí que, como hemos visto en el apartado anterior, la sociología marxista se apoyara en el análisis histórico. En el campo de la historia urbana, las cuestiones metodológicas comenzaron a plantearse en los años previos a la I Guerra Mundial. Una de las primeras fue: ¿cómo se transforman las ciudades? Las opciones eran “evolucionismo” o “análisis comparativo”. Basándose en las tesis de Patrick Geddes y del filósofo Henri Bergson,38 los defensores del primero entendían que lo hacían de manera lineal e ininterrumpida, siguiendo un proceso conducido por leyes generales de carácter biológico. De acuerdo con esta idea, el papel de la historia sería el estudio de la evolución de ese “ser urbano” que nacía, maduraba y moría.

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Como ya hemos visto en “La metrópolis de los sociólogos”, esa fue la estrategia utilizada por Raoul Blanchard en su estudio sobre Grenoble, considerada por algunos como una de las primeras monografías de historia urbana. Algo similar hicieron los también geógrafos Otto Schlüter, quien investigó la implantación territorial de los centros rurales medievales, y August Meitzen, quien se centró en el período comprendido entre celtas y eslavos. Ambos inauguraron la tradición historicista de la geografía urbana, que no se pondría en cuestión hasta mediados del siglo xx. Su interés por la historia urbana se explica porque estaban convencidos de que la evolución económica y social se proyectaba sobre el espacio urbano, lo que les acercaba a la senda abierta por Fustel de Coulanges. En el ambiente de zozobra psicológica sobrevenido tras la consolidación de las metrópolis, no es de extrañar que la secuencia evolucionista de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte diera pábulo a elucubraciones de tono mesiánico. Un claro ejemplo de ello fue La decadencia de Occidente,39 donde el historiador y filósofo Oswald Spengler afirmaba que las culturas atravesaban ciclos vitales. La primera fase era heroica, rebosante de vigor, y se expresaba mediante mitos religiosos y obras épicas (en Occidente coincidió con la Edad Media); le seguía un estío cultural iluminado por genios individuales (Miguel Ángel, William Shakespeare y Galileo Galilei) y tras él llegaba el otoño, la dorada madurez de la cultura (representada por Johan Wolfgang von Goethe y Wolfgang Amadeus Mozart). En esa última fase, que coincidió con el advenimiento de la Ilustración, la filosofía comenzó a amenazar a la religión, primer síntoma de una decadencia que desembocaría en el surgimiento de la metrópolis, el “invierno de la cultura”. Convencido de que la historia era pronosticable, Spengler aventuraba que de la malsana forma de vida urbana se derivaría la esterilidad de la mujer, abocada a trabajar y, por ende, a abandonar su papel de madre. Se pondría así en marcha un proceso de despoblación que acabaría con la civilización occidental, evidencia de la propensión metafísica de las ciudades hacia la muerte.

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El marxismo, en cambio, apostó por el análisis comparativo, la metodología apuntada por Fustel de Coulanges. En La ciudad, que, como hemos visto, era una obra de sociología histórica más que de historia urbana, Max Weber negó que las ciudades respondieran a leyes generales, y mucho menos de carácter biológico. Las situaciones históricas eran siempre individuales y producto de constelaciones de fuerzas dispares. Por eso el análisis comparativo las clasificaba en tipologías que se correspondían con épocas. Las desarrolladas en La ciudad obedecían a los papeles políticos desempeñados por tres actores sociales: la familia, el Estado y el individuo. Weber distinguía así la “ciudad principesca o de consumidores”, cuyos habitantes dependían del poder adquisitivo de terratenientes, aristócratas, etc.; la “ciudad industrial o de productores”, sustentada por los industriales; y la “ciudad mercantil”, respaldada por los comerciantes. También los geógrafos acabaron abrazando el análisis comparativo. Su alianza con el evolucionismo entró en crisis en el período de entreguerras, cuando se puso de moda agrupar los planos según las formas de organización funcional. El británico Robert E. Dickinson, por ejemplo, clasificó las tramas norteamericanas en irregulares y regulares, y estas últimas en ortogonales, lineales y radiocéntricas. A menudo, de estas clasificaciones resultaron atlas de edificación, como el que elaboró Hugo Hassinger en 1916 sobre Viena, donde catalogó los edificios según épocas de construcción; o el de Walter Geisler en 1918 sobre Danzig, según alturas y funciones. Bien es cierto que estos atlas no podían considerarse como historias urbanas propiamente dichas, ya que se limitaban a analizar los planos y ordenarlos por tipos. La segunda cuestión planteada en los albores de la definición disciplinar de la historia urbana aludía a los contenidos. En este caso, la disyuntiva era entre una aproximación individualizante o generalizante. La primera suponía estudiar ciudades concretas en contextos temporales específicos.40 Esta opción fue la que predominó hasta la I Guerra Mundial, avalada por la Escuela de Chicago, que la aplicó a sus estudios comunitarios, y por el nacionalismo decimonónico, que afianzó sus historias patrias con historias locales. En la época de

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entreguerras, en cambio, se impuso la aproximación generalizante, que animaba a investigar procesos que afectaran a numerosas ciudades y durante dilatados períodos de tiempo. El objetivo era superar uno de los principales retos a los que se enfrentaba la historia urbana: trascender los particularismos regionales y afrontar las grandes transformaciones sociales de las que se ocupaba la historia general. Esta fue la elección de Henri Pirenne, uno de los pocos historiadores del arte que abordó la historia urbana como una historia económica y social, con el comercio y la burguesía como protagonistas. En Las ciudades de la Edad Media,41 Pirenne utilizó el método comparativo para estudiar la funcionalidad económica de la ciudad histórica, estableciendo los tipos “ciudad fortaleza” y “ciudad episcopal”. Sin embargo, la importancia de esta obra radicaba en su perfil generalizante. Aunque se centró en el período comprendido entre finales de la Antigüedad y mediados del siglo xii,42 no se limitó a analizar casos concretos, sino que esbozó un panorama holístico poco habitual en aquel entonces.

La orientación hacia la morfología: el papel de los historiadores del arte Como decimos, Pirenne fue una excepción. La mayoría de los historiadores del arte lucharon porque la historia urbana dejara de ser vicaria de la historia económica y social. Su interpretación de la ciudad como obra de arte les llevó a centrarse en la morfología,43 en la que intuyeron una base sobre la que construir esa autonomía. Tras esta elección se escondían inquietudes típicamente románticas: la consolidación de la metrópolis —que despertó en los historiadores la nostalgia por la ciudad medieval y, por ende, el deseo de conocerla— y la dilapidación del patrimonio arquitectónico. No es de extrañar que esta tendencia despuntara en París, una ciudad que acababa de ser eviscerada por el plan Haussmann. El encargado de inaugurarla fue Marcel Poëte, amigo personal de Patrick Geddes, del que heredó la admiración por los geógrafos,44

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la apuesta por el evolucionismo y el interés por el urbanismo. De hecho, tan solo la segunda parte de su obra más insigne, Introducción al urbanismo,45 era una historia urbana propiamente dicha (desde Egipto hasta la etapa helenístico romana). La primera, a la que se debió la gran trascendencia del libro, estaba enfocada a definir las bases de la propia disciplina. No era casualidad. Francia acababa de aprobar sus primeras leyes urbanísticas (en 1919 y 1924), que prescribían la obligatoriedad de que las corporaciones municipales elaboraran planes reguladores. En esta encrucijada, Poëte tuvo el valor de posicionarse en contra del todopoderoso arte urbano francés, rigurosamente formalista, y en favor de un urbanismo concebido como una “ciencia de la observación” de la evolución de ese “ser viviente” que era la ciudad. En este sentido, y para informar al plan regulador, Poëte postuló lo que puede considerarse como la segunda prefiguración del análisis urbano en su etapa predisciplinar (la primera fue el “estudio regional” de Geddes), que consistía en servirse de catas arqueológicas para reconocer las trazas originarias de la morfología urbana y reconstruir su posterior evolución, dependiente de los accidentes geográficos. El tercer capítulo de Introducción al urbanismo estaba dedicado al estudio de los caminos de acceso como elementos determinantes de la forma urbana, y el cuarto al de los rasgos topográficos y geológicos como condicionantes de sus marcas fundacionales. Poëte había ensayado este bosquejo de análisis urbano en Une Vie de cité. Paris de sa naissance à nos jours.46 Los cuatro volúmenes que componían esta recopilación de textos han sido reconocidos como una de las primeras obras maduras de historia urbana. La abundancia de material iconográfico y la relativa presencia de planimetría evidenciaban que los intereses de Poëte iban más allá de la morfología, aspirando a conformar una visión global de un “organismo urbano” concreto: París. Ello le obligó a recurrir a fuentes tan numerosas como variadas: la arqueología, la filología, la arquitectura, la literatura, la pintura, la estadística, etc., fuentes en cuyo manejo le había adiestrado su actividad como archivista y director de la Biblioteca Histórica Municipal.

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Une Vie de cité animó a los arquitectos europeos a leer sus ciudades tal como Poëte había leído París, es decir, poniendo en valor sus particularidades, y con similar objetivo, extraer directrices que poder aplicar al planeamiento urbano. Resultaron de ello lecturas históricas orientadas por preferencias arquitectónicas y urbanísticas. El libro de Werner Hegemann Das steinerne Berlin47 se insertaba en el agrio debate berlinés del período de entreguerras, donde el dilema era: París o Londres; es decir, concentración o dispersión. Según este arquitecto, el káiser Federico II había apostado por París, un error histórico, ya que la capital prusiana tenía mucho más en común con Londres, como, por ejemplo, el hecho de estar rodeada por una amplia llanura o haberse liberado de las murallas medievales. Por ello le parecía injustificable que se hubiera optado por el modelo de ciudad compacta en vez del suburbano. Hegemann animó a su amigo Steen E. Rasmussen a investigar la ciudad que él tanto admiraba. En Londres, ciudad única,48 el arquitecto danés intentó desvelar las particularidades que hacían de la capital británica una metrópolis diferente al resto de las europeas: la baja densidad, la gran dimensión, la abundancia del verde, los trazados pintorescos, la ausencia de ejes monumentales y, muy especialmente, la condición policéntrica. Este cúmulo de singularidades había resultado de la interacción del medio físico londinense con las prácticas políticas e institucionales británicas. Como vemos, Poëte sedujo a los arquitectos, logrando que la historia urbana se colara en la planificación urbanística. No menos importante fue su influencia para los historiadores. Sus alumnos de la École des Hautes Études Urbains, fundada por él y Henri Sellier en 1919 y reconvertida en el Institut d’Urbanisme en 1924, siguieron su estela. El uso articulado de fuentes multidisciplinares, el evolucionismo y la morfogenética,49 permitió que estos jóvenes historiadores superaran las fases literaria y retórica, sentando las bases de una potente escuela francesa de historia urbana que se nutría del positivismo organicista y evolucionista de Geddes. Uno de los grandes maestros de esta escuela fue Pierre Lavedan. En Géographie des villes,50 una obra igualmente influenciada por los

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geógrafos, reafirmó la idea de que las ciudades eran organismos naturales que evolucionaban desde la infancia a la senectud. Lavedan también consideraba que las ciudades eran obras de arte, por lo que intentó aplicar las técnicas de la historia del arte a la historia urbana. Esta visión, propia del arte urbano, le alejó del enfoque urbanístico de Poëte y su “ciencia de la observación”. Lavedan fue el autor de la primera historia totalmente generalizante desde el punto de vista espacial y temporal. Su gigantesca Histoire de l’urbanisme 51 comprendía todo el planeta y todo el arco histórico, “de la prehistoria a la era atómica”. Para explicar y clasificar las ciudades, Lavedan indagó en los principios morfogenéticos, pero también en los fundamentos intelectuales propios de cada civilización: religiosos en la Antigüedad, estéticos en la Edad Moderna y funcionalistas en la Edad Contemporánea. Fiel a la sensibilidad romántica, contrapuso el carácter supuestamente saludable de la ciudad histórica a la naturaleza enfermiza de la metrópolis, “víctima de una patología degenerativa”. El tercer protagonista de la etapa fundacional de la historia urbana fue Lewis Mumford, a quien se ha definido como sociólogo, urbanista o periodista. En realidad, era cualquier cosa menos un historiador positivista (él mismo se consideraba un generalista que sentía aversión por los especialistas). En 1938 escribió La cultura de las ciudades,52 una obra de vocación generalista que abarcaba desde la Europa medieval hasta la América contemporánea. También él traspasó los confines de la morfología urbana, en este caso para indagar en cuestiones tan diversas como la tecnología, la economía, la geografía, la funcionalidad, la legislación, las infraestructuras y, muy especialmente, en lo cotidiano, las utopías, lo simbólico y lo ideológico, con atención preferente al hecho religioso. Podríamos aseverar que en este libro confluyeron las dos orientaciones propias de esta primera fase de la historia urbana: la socioeconómica de Weber y Pirenne y la morfológico geográfica de Poëte y Lavedan. Eso sí, la sensibilidad de Mumford era claramente romántica. Siguiendo las tesis de Geddes, del que también era un acérrimo

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discípulo, consideraba que la civilización seguía una evolución lineal, debido al progreso tecnológico, y cíclica, estructurada en períodos de crecimiento, expansión y desintegración. Con un tono mesiánico que recordaba a Spengler, concluía presagiando que el gigantismo de la megalópolis industrial formaba parte del último de esos estadios, el previo a la necrópolis, el fin de la civilización. Esta inflexión apocalíptica hubiera sido inconcebible en Lavedan. Mientras que su Histoire de l’urbanisme era académicamente rigurosa y fue calificada como ideológicamente neutra, La cultura de las ciudades estaba claramente dirigida por los intereses personales de alguien que había dejado de lado la devoción tecnológica para pasar a denunciar sus riesgos. En este sentido, más que la historia propiamente dicha, lo que interesaba a Mumford era el espíritu de la historia, del que esperaba extraer lecciones aplicables a la metrópolis. Por eso su libro no era tanto una historia urbana como un ensayo sobre los valores que debían guiar el urbanismo, lo que lo acercaba a la teoría urbana.

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LA METRÓPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: CAMILLO SITTE, RAYMOND UNWIN, LE CORBUSIER El nacimiento del urbanismo se produjo durante el apogeo del arte urbano. Este último, también denominado art urbain, civic art o Städtebau, se englobaba en una tradición que identificaba ciudad y arquitectura y que tenía su origen en el Renacimiento. La proyectación urbana tenía que ver con la forma, por lo que se la consideraba como una extensión natural de la edificación. Este interés por la fisicidad derivó en determinismo espacial: los “arquitectos planificadores” estaban convencidos de que un orden urbano armonioso traería aparejado un orden social ético y cívico. Su misión en el proceso de racionalización monopolista sería hacer de puente entre arquitectura e ingeniería, Kultur y Zivilisation, de ahí que se decantaran por un arte aplicado que asumía los requisitos técnicos de la metrópolis pero cuyo principal objetivo era estético: el embellecimiento. Para definirlo, siguieron los dictados compositivos de la École des Beaux-Arts: jerarquía de espacios, simetrías y culto al eje, preceptos que la exitosa operación de Haussmann había extendido por Europa y que el movimiento City Beautiful había transferido a Estados Unidos. El principal rival del arte urbano apareció en 1875, cuando el Gobierno de la Alemania guillermina aprobó una ley que otorgaba a las administraciones públicas poderes para promover, redactar e implementar planes reguladores, reconociendo así que la racionalización de la metrópolis no podía seguir confiándose a leyes higienistas. Muchos autores coinciden en señalar dicha fecha como la del nacimiento del urbanismo como disciplina.53 Sin embargo, no fue bautizada como tal hasta la Town Planning Conference de Londres (1910), cuando Patrick Geddes la animó a adoptar la secuencia del

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“estudio regional” —investigación, análisis y planeamiento—, base mucho más ambiciosa sobre la que inició su proceso de institucionalización. Un año antes, en 1909, se había aprobado la primera ley específicamente urbanística de la historia (Housing and Town Planning Act), ese mismo año comenzó a impartirse un curso de urbanismo en el Departamento de Arquitectura del Paisaje de la Harvard University, y en 1914 se creó un Departamento de Urbanismo en la Escuela de Arquitectura Bartlett del University College de Londres.54 El urbanismo se gestó y se conformó en el ámbito del iluminismo, que lo orientó hacia la ciencia y el positivismo, lo que suponía una aceptación acrítica de los intereses del capitalismo. Tal como denunció Werner Sombart, la “cultura del plan regulador” era meramente racional y se limitaba a colaborar en el ajuste productivo monopolista. Así lo consideraba el marxismo, que mostró por el urbanismo la misma indiferencia que antes había sentido por el arte urbano. Lo acusaba de ser un instrumento ideado por el Estado para llevar a cabo las tareas que le habían encomendado las élites económicas: implicar a la metrópolis en su proyecto racionalizador, construir infraestructuras y equipamientos que no eran rentables, separar espacialmente las áreas residenciales burguesas de las proletarias y establecer unas mínimas reglas de juego que evitaran que los especuladores se depredaran entre sí. Por lo que respecta al arte urbano, y tal como comentaba François Choay,55 el desdén del marxismo procedía de su desinterés por el espacio. Los modelos urbanos ideados por el socialismo utópico como alternativa a la ciudad del laissez-faire, el familisterio de Jean-Baptiste André Godin, el falansterio de Charles Fourier y la New Harmony de Robert Owen, fueron considerados paternalistas y antirrevolucionarios. La única salida a la gran crisis urbana del siglo xix era la abolición del capitalismo y la implantación de una sociedad sin clases. Al margen de eso, cualquier otra cuestión, incluida la espacial, era accesoria. Aunque desahuciados por el marxismo, el urbanismo y el arte urbano fueron filtrados según las referencias e intereses de las dos

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sensibilidades que habían impregnado el pensamiento occidental desde el siglo xvii. En el debate urbanístico, los arquitectos románticos insistieron en el tema del crecimiento urbano, asociándolo al mito del paisaje, mientras que los iluministas concentraron sus esfuerzos en la racionalización, vinculándola al mito de la industria. Por lo que respecta al arte urbano, discreparon en sus opciones estéticas: los románticos se inclinaron por el medievalismo y los iluministas por el arte de vanguardia.

El descontento romántico: ciudad histórica y paisaje La sensibilidad romántica irrumpió en el arte urbano alentada por un malestar estético: la “fealdad” de la metrópolis. En 1889 Camillo Sitte publicó Construcción de ciudades según principios artísticos,56 donde se rebelaba contra el pragmatismo del urbanismo iluminista. Aunque compartía sus reivindicaciones tecnicistas, aceptaba la sociedad industrial y rechazaba refugiarse en utopías nostálgicas, defendía que los aspectos artísticos eran tan importantes como los funcionales e infraestructurales, y exigía que la metrópolis, además de racional, fuese hermosa. Influenciado por la crítica del arte, de la que adoptó el concepto de Kunstwollen (“voluntad artística”) enunciado por Alois Riegl,57 estaba convencido de que el ciudadano tenía un sentido estético natural que era el que había utilizado durante siglos para concebir bellos espacios urbanos. La ciudad del laissez-faire, construida por especuladores, quebró esa tradición y, con ella, la capacidad creadora de sus habitantes. Para recuperarla era necesario intelectualizar el Kunstwollen en manuales de diseño como el citado Construcción de ciudades según principios artísticos. Por un lado, y para dotar de una base científica a su apuesta estética, Sitte recurrió a la naciente psicología del espacio, que le permitió describir cómo este era percibido a través de la visión. Por otro, y para distinguir y separar las leyes que habían regido la construcción de la belleza a lo largo de la historia, analizó las morfologías urbanas tradicionales. Finalmente,

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abogó por el retorno al pintoresquismo medieval, opción que justificaba por el hecho de que el ojo humano captaba el espacio urbano por secuencias, es decir, de manera fragmentaria y cinética. De ahí su apuesta por los espacios públicos cerrados y su crítica a las tramas ortogonales y los ejes visuales propios del arte urbano francés, con el que, sin embargo, coincidía en un postulado esencial: la ciudad debía ser concebida desde las tres dimensiones propias de la arquitectura. El libro se Sitte extendió por Europa una versión medievalista del arte urbano como alternativa a la clasicista de la École des Beaux-Arts.58 Uno de sus seguidores fue el historiador y urbanista Cornelius Gurlitt, autor de Über Baukunst.59 En esta obra, ampliada en 1920 bajo el título de Handbuch des Städtebaues,60 insistía en los presupuestos enunciados por el arquitecto austriaco: definió el arte urbano como la confluencia del plan regulador y el proyecto arquitectónico, reivindicó el uso de la psicología de la visión para determinar las dimensiones de una plaza o la ubicación de un edificio, rastreó la historia urbana en busca de referencias y concluyó denunciando los trazados ortogonales por su monotonía visual. No ocurrió lo mismo con el otro gran teórico del arte urbano romántico, el historiador del arte Albert Erich Brinckmann. En Platz und Monument61 formuló un método de análisis de la percepción de la ciudad inspirado por la teoría purovisualista de Heinrich Wölfflin, del que Brinckmann había sido alumno. Para definir el carácter de los espacios urbanos estableció una serie de pares antinómicos, como regularidad e irregularidad o simetría y asimetría. También acudió a la historia urbana, donde detectó constantes y variables que le sirvieron para enunciar las reglas artísticas que regían la forma visible de las ciudades, reglas universales y expresables matemáticamente. Sin embargo, las conclusiones estilísticas a las que llegó Brinckmann eran opuestas a las de Sitte y Gurlitt: rechazaba el neomedievalismo y no ocultaba su fascinación por los contundentes perfiles metropolitanos. Que el arte urbano germánico se apoyara en la historia urbana sirvió también para difundir entre los arquitectos la conciencia

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patrimonial, segunda línea de reflexión abierta por la sensibilidad romántica, y que inmediatamente se bifurcó. Sitte y Gurlitt defendían que se podía intervenir en la ciudad histórica siempre que se respetaran las leyes de la percepción visual; Brinckmann, en cambio, creía que era un ente intocable, susceptible tan solo de ser catalogado y preservado. Se alineaba así con los postulados de John Ruskin, pionero en la reivindicación del valor patrimonial de la ciudad. En Las piedras de Venecia,62 Ruskin había señalado el papel que el patrimonio de la ciudad jugaba en la definición de la identidad personal de sus habitantes, a los que enraizaba en el espacio y en el tiempo. Partiendo de este argumento, su prescripción era radical: la ciudad debía conservarse intacta, preservando no solo su arquitectura y red viaria, sino también las formas de vida preindustriales que las habían generado. En la década de 1930 la polémica entre intervencionistas y conservacionistas se disparó, alentada por una nueva oleada de destrucción urbana auspiciada por programas como el de “limpieza de las barriadas y realojamiento” del London County Council, que acabó con varios barrios tradicionales. El ingeniero e historiador del arte Gustavo Giovannoni, atento lector de Construcción de ciudades según principios artísticos, fue clave para que la balanza se inclinara a favor de los primeros. En 1931 escribió Vecchie città ed edilizia nuova,63 donde dejaba constancia de sus múltiples deudas con Sitte: lamentaba la fealdad de la metrópolis, confesaba su admiración por la ciudad tradicional, reclamaba vincular urbanismo y arquitectura y, algo especialmente significativo por su infrecuencia en el contexto romántico, defendía el acuerdo entre pasado y presente. Para Giovannoni el casco histórico era un monumento, pero también un tejido vivo con valor de uso, concretamente como área de esparcimiento del blasée metropolitano. Sobre esta base impulsó una teoría vehiculada por tres principios: el casco histórico debía articularse con el resto de la ciudad, sus monumentos eran inseparables del entorno urbano, que también debía ser protegido, y las demoliciones y reconstituciones parciales eran lícitas siempre que no falseasen el original. Tras la

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II Guerra Mundial, esta teoría, que compatibilizaba preservación y adecuación a los nuevos tiempos, abriría las puertas de los centros urbanos europeos a los intervencionistas, relegando a los conservacionistas al papel de eternos gemebundos. Dejemos aquí la ciudad histórica para abordar ahora el segundo gran mito de los arquitectos románticos: el paisaje, cuyo culto se remonta al origen mismo de la sensibilidad romántica. El enaltecimiento rousseauniano de la naturaleza se vio inmediatamente reforzado por el paisajismo, un campo del arte que la sublimó a categoría estética. En la etapa metropolitana el paisaje se incorporó a la teoría urbana,64 estableciendo una dicotomía entre paisaje y ciudad en la que el primero funcionaba como modelo, e incluso como guía ética, de la segunda. Desde ese momento, el paisaje pasó a ocupar un lugar central en el altar romántico, donde se lo invocaba como antídoto a una de las principales preocupaciones de los arquitectos: el desbocado crecimiento metropolitano. La técnica urbanística iluminista había demostrado que no le inquietaba este asunto: nunca cuestionó el desarrollo magmático e ilimitado de la metrópolis, conformándose con intentar ordenarlo. Esta resignación sublevó a los arquitectos románticos, que se impusieron como tarea preservar los entornos naturales de la amenaza urbanizadora. Para afrontar este reto, explotaron la potente veta del pensamiento antiurbano decimonónico. Especialmente sugerente era la filosofía anarquista del geógrafo Piotr Kropotkin, autor de Campos, fábricas y talleres,65 un libro en el que emplazaba el futuro de la humanidad en las antípodas del presente monopolista: las industrias serían pequeñas, emplearían a trabajadores altamente cualificados y gozarían de una gran libertad de localización gracias a la expansión de la energía eléctrica. En estas circunstancias la concentración metropolitana dejaría de tener sentido, por lo que gran parte de la población retornaría al campo. En este caldo de cultivo germinó la figura de Ebenezer Howard, activista social y taquígrafo parlamentario. La propuesta de su libro Ciudades jardín del mañana66 era singular: colonizar el territorio con

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ciudades jardín de población y dimensión limitadas: 32.000 habitantes, 1.000 acres [400 hectáreas] de terreno urbanizable y 5.000 acres [2.000 hectáreas] de terreno agrícola. Howard las definió como una secuencia de círculos concéntricos: en el centro un parque, más allá una corona de equipamientos, calles residenciales salpicadas de cottages neogóticos, una gran avenida de 130 metros de anchura flanqueada por crescents y un cinturón de fábricas conectado por ferrocarril con otras ciudades jardín. La aportación clave de este esquema era la baja densidad: 80 habitantes/hectárea y más de un tercio de la superficie destinado a zonas verdes. Era lo nunca visto en las ultracongestionadas metrópolis. La alternativa a su crecimiento magmático era una galaxia de ciudades jardín enlazadas entre sí por eficientes redes de transporte. Esta urbe paisaje conciliaba pares de conceptos hasta entonces antinómicos —trabajo industrial y agrícola, técnica y tradición, servicios de la gran ciudad y vida bucólica del campo, etc.— en una brillante síntesis de los valores esenciales del romanticismo, la comunidad, la aldea y, por supuesto, el paisaje. Pero Howard solo dedicó dos de los trece capítulos de Ciudades jardín del mañana a cuestiones morfológicas, abordando en los once restantes temas políticos, económicos y sociales. Siguiendo los dictados de Kropotkin, aspiraba a reconstruir el capitalismo sobre la base de la pequeña empresa, confiando la edificación de las ciudades jardín a cooperativas de accionistas. Los réditos derivados de la revalorización de sus zonas agrícolas se utilizarían para sustentar un auténtico Estado del bienestar: equipamientos públicos, pensiones, seguros de enfermedad, etc.; en definitiva, el paraíso anarquista. Era evidente que la viabilidad de la propuesta de Howard en la metrópolis monopolista era nula si previamente no se barrían estos rescoldos ideológicos. A ello se dedicó Raymond Unwin, un socialista que, paradójicamente, dejó de lado las cuestiones socioeconómicas para concentrarse en los tipos arquitectónicos y urbanos de la ciudad jardín, en los que intuyó patrones muy del gusto de la burguesía británica. El primer paso hacia su conversión en un producto

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comercial lo dio en La práctica del urbanismo,67 donde proclamó su pasión por la arquitectura vernácula de los pueblos ingleses. Unwin enlazaba así el paisajismo de Howard con el medievalismo de Sitte, del que había aprendido a vincular ciudad y arquitectura. Esta feliz convergencia fue codificada en un opúsculo publicado en 1912, Nothing Gained by Overcrowding! 68 De Howard incorporó la baja densidad poblacional y la apuesta por la edificación abierta y de Sitte la recomendación de la clausura visual del espacio. De la síntesis entre ambos resultó el close, una agrupación de viviendas unifamiliares en U que generaba un espacio semiprivado y semipúblico que fomentaba la vida comunitaria. Las casas, que contarían con jardín delantero y espacio de recreo trasero, se separarían entre sí un mínimo de 24 metros para permitir el soleamiento, y se emplazarían en calles sin salida donde los niños podrían jugar seguros. La trascendencia de Nothing Gained by Overcrowding! fue enorme. El London County Council transcribió sus dictados a sus nuevas ordenanzas, acabando así con la tradición de los barrios obreros británicos y sus interminables hileras de viviendas adosadas, tipología denostada por Unwin debido a su monotonía. Eso sí, la ciudad jardín autosuficiente de Howard se había transmutado en un suburbio jardín que gravitaba, espacial y funcionalmente, alrededor de la metrópolis. Unwin no solo había desactivado el idealismo anarquista de Howard, sino también la dimensión territorial de su propuesta, una auténtica traición que él mismo reconocería más adelante. Una vez reformulado como suburbio jardín, el modelo de Howard experimentó una fulgurante expansión internacional, de la que se encargaron asociaciones como la Garden City Association británica, fundada en 1899. En Francia, el mentor de la Association des Cités-Jardins, creada en 1904, fue el jurista Georges Benoît-Lévy, autor de La Cité-jardin 69 y pionero en la idea de asociar ciudad jardín y vivienda obrera (también propuso complementar las propuestas de Howard con las de Arturo Soria y Mata). El epígono italiano fue Alessandro Schiavi, un socialista que coincidía en esa vinculación pero que no ocultaba su fascinación por los valores

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estéticos de las aldeas británicas, como puso de manifiesto en Le case a buon mercato e la città-giardino.70 Aunque sin duda, y al margen del Reino Unido, el país que plantó con más ahínco la semilla de Howard fue Alemania, tierra abonada por los discursos de Tönnies y Spengler. Su Gartenstadtgesellschaft, fundada en 1902, llegó a contar con el apoyo del Deutscher Werkbund, es decir, del capital monopolista. Este amplio consenso explica que la singladura de la ciudad jardín alemana se bifurcara en dos vertientes ideológicas. Una era conservadora y fue sumamente precoz, tanto que su precursor, Theodor Fritsch, le disputó a Howard la paternidad de la idea. En 1896, dos años antes de que apareciera la primera versión de Ciudades jardín del mañana, Fritsch publicó Die Stadt der Zukunft,71 donde postulaba un esquema de ciudad del futuro aparentemente similar a la ciudad jardín: planta circular, espacio libre central, cinturón verde, propiedad comunitaria de la tierra, etc. Sin embargo las diferencias entre ambos modelos eran esenciales: el de Fritsch estaba pensado para un millón de habitantes, no se planteaba como una estrategia de crecimiento descentralizado y, sobre todo, era un manifiesto totalitarista y racista absolutamente contrario al anarquismo libertario que inspiraba a Howard. Esto explica que, cuarenta años después de la edición de Die Stadt der Zukunft, el nacionalsocialismo optara por la ciudad jardín como mecanismo para recuperar los valores de la Alemania rural. Eso es lo que pretendía Gottfried Feder con Die neue Stadt,72 un libro en el que proponía la creación de núcleos rurales autosuficientes de 20.000 habitantes para facilitar el retorno de la población al campo. Los orígenes de la otra versión ideológica de la ciudad jardín alemana, la progresista, nos remiten al expresionismo. En 1919 Bruno Taut escribió La corona de la ciudad,73 donde proponía un místico esquema urbano formado por un círculo de siete kilómetros de diámetro que podría albergar entre 300.000 y 500.000 habitantes. Su centro estaría reservado a la “corona de la ciudad”, un espacio público cuya cima no habría de construirse hasta la llegada de un “afortunado Brunelleschi”.

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Antes de la I Guerra Mundial, el debate de la ciudad jardín se había circunscrito al ámbito de la teoría urbana. Comenzó entonces un proceso que lo haría desembocar en el urbanismo, una deriva complicada por la tortuosa relación que el romanticismo mantenía con esta disciplina de origen iluminista. La figura que sirvió de puente fue Patrick Geddes, un romántico fascinado por el urbanismo. Hizo públicas sus teorías en la mencionada Town Planning Conference de Londres (1910), dejando constancia de las concomitancias de sus “conurbaciones” con el modelo de Howard. De esta confluencia derivó la “planificación regional”, cuyo primer laboratorio de ideas fue el Town Planning Institute, creado en 1914 por Thomas Adams y Raymond Unwin. Este último recuperó la original aspiración de la ciudad jardín de convertirse en un sistema de colonización geográfica, que él mismo había desactivado pocos años antes. Esta reconciliación con las ideas de Howard fue escenificada en el “método de descentralización” (1925), con el que Unwin pretendía aplicar el crecimiento por núcleos satelitales a todo el territorio británico, planteando un sistema de conurbaciones circunvaladas por cinturones verdes y conectadas por parkways. Estos dos conceptos provenían de Estados Unidos, país que sería el encargado de asentar las bases definitivas de la planificación regional. El excéntrico y polifacético Geddes llegó a Nueva York en 1923, donde se encontró con Lewis Mumford, con el que llevaba cinco años de intercambio epistolar. Sería este quien ordenaría su maraña de ideas, cotejándolas con las de Howard. De ese cruce resultaron los tres últimos capítulos de La cultura de las ciudades, considerados como el primer manifiesto de la teoría de la planificación regional. En su artículo “Planning the Fourth Migration”,74 Mumford diferenciaba entre las dos primeras migraciones europeas a Estados Unidos, que supusieron la colonización del país con asentamientos ubicados a lo largo de canales y vías de comunicación, y la “tercera migración”, la correspondiente a la etapa metropolitana, caracterizada por un masivo desplazamiento desde el campo a la ciudad que había derivado en las insoportables condiciones de vida

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de esta última. Ahora Mumford anunciaba “la cuarta migración”, propia de la fase “neotécnica”, en la que la expansión del automóvil, el teléfono, la radio y la electricidad permitiría que la población se dispersara por el territorio (los ecos de Kropotkin resonaban por doquier). El reto, que él había asumido en 1923 al fundar la Regional Planning Association of America (RPAA), era proceder a esa reubicación de personas y funciones sin dilapidar recursos humanos y naturales. Para lograrlo, la planificación regional habría de repensar el territorio como una unidad de paisajes, fuentes de riqueza, industrias y habitantes, procediendo a recolonizarlo con sistemas de ciudades jardín. Frank Lloyd Wright asumió ese reto. En su libro The Disappearing City 75 profetizó que la metrópolis, a la que calificaba de “fea, congestionada, mal administrada y desastrosa desde el punto de vista económico”, coexistiría en el futuro con un patrón urbano altamente descentralizado que estaría “en todos sitios y en ningún lugar a la vez”. Tres años después hizo pública la maqueta de Broadacre City, una comunidad autosuficiente compuesta por un máximo de 1.400 familias o 5.000 habitantes que se insertaría en los nodos de una retícula territorial conformada por cuadrados de 20 millas [unos 32 km] de lado, siendo sus componentes principales las carreteras, las viviendas unifamiliares en parcelas de un acre [0,4 ha] de superficie y las zonas verdes y agrícolas que ocuparían dos tercios del territorio, lo que suponía una densidad de 15 habitantes/hectárea (una quinta parte de lo propuesto por Howard). Wright aventuraba así lo que entonces era inimaginable pero posteriormente se haría realidad: que el destino último de la metrópolis era fundirse en un contínuum semiurbano y semirrural plagado de moteles, parques de oficinas, centros comerciales y casas aisladas. Este designio comenzaba a hacerse realidad en el Reino Unido, pero no mostraba perfiles precisamente bucólicos. En la década de 1920 una de las cabezas pensantes del Town Planning Institute, Patrick Abercrombie, se quejaba del mar de cottages residenciales que inundaba las zonas rurales del sur de Inglaterra. Eran los suburbios

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jardín codificados por Unwin en Nothing Gained by Overcrowding! y sancionados por la Ley Addison (1919) como modelo oficial de crecimiento. En The Preservation of Rural England,76 Abercrombie incluyó el paisaje en el debate patrimonial, hasta entonces ceñido a los límites de la ciudad histórica. También aquí se trataba de conciliar el desarrollo técnico con los valores ambientales, es decir, que las viviendas, puentes, vías férreas y carreteras se adaptasen armónicamente al entorno natural. A Abercrombie se debió el desmantelamiento del idealismo romántico subyacente en el planeamiento regional, cuyo reflejo era el utopismo wrightiano. En Planeamiento de la ciudad y del campo77 sacrificó el idealismo en aras del tecnicismo administrativo y planificador, transcribiendo su mensaje a prescripciones metodológicas que recordaban la manualística del tan denostado urbanismo iluminista. Probablemente gracias a ello, y como reconocería el propio Mumford, Abercrombie pudo llevar a cabo el plan que más se acercó a los ideales de la planificación regional: el plan para el Gran Londres, redactado en 1944 y ejecutado tras la II Guerra Mundial. Finalmente, el trabajo de Abercrombie, Unwin, Adams, Geddes y tantos otros acabó derivando en la aparición de una nueva subdisciplina: la “ordenación del territorio”, un área de conocimiento donde confluían urbanismo, geografía y ecología. El proyecto racionalizador del monopolismo se ampliaba a todo el territorio, eso sí, ceñido por el cinturón ético que el romanticismo llevaba décadas trenzando.

Iluminismo y racionalismo productivista: hacia La Carta de Atenas Como acabamos de ver, y a pesar de su inicial desapego, los arquitectos románticos acabaron jugando un papel determinante en la evolución del urbanismo. Sus orígenes, sin embargo, fueron puramente iluministas y positivistas. Las bases disciplinares las estableció una serie de manuales redactados por la generación de funcionarios

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y técnicos municipales crecida al amparo de la ley alemana de 1875.78 Reinhard Baumeister fue el autor del primero de ellos, Stadterweiterungen in technischer baupolizeilicher und wirtschaftlicher Beziehung,79 cuyas dos primeras secciones estaban dedicadas a las ordenanzas de la edificación y el plan regulador, las dos figuras legales contempladas por la naciente técnica urbanística para racionalizar la metrópolis. Baumeister confiaba a las ordenanzas la definición de estándares mínimos de habitabilidad, al plan regulador “crear viviendas y facilitar el tráfico” y a ambos la cuestión que obsesionaba a los reformadores sociales de la época: la higiene. Consciente de que numerosas patologías de la metrópolis derivaban de sus penosas condiciones sanitarias, urgía a alejar las actividades insalubres de las áreas residenciales. De esta inquietud derivó una estrategia que se consolidaría como uno de los ejes vertebrales del planeamiento: la zonificación funcional, que Baumeister concretó diferenciando entre usos comerciales, industriales y residenciales. Tráfico, vivienda e higiene serían los tres vectores que guiarían a los urbanistas iluministas en el manejo del que entendían que era su principal cometido: organizar el caótico crecimiento demográfico y territorial de la metrópolis, un fenómeno al que, a diferencia de sus compañeros románticos, no se oponían. En 1890 Josef Stübben escribió “Der Städtebau”, una sección de una enciclopedia de arquitectura e ingeniería titulada Handbuch der Architektur. Este funcionario público complementó la zonificación funcional de Baumeister con otra de carácter tipológico arquitectónico que también acabaría convirtiéndose en canónica. Clasificó los edificios en cerrados y abiertos, coincidiendo con Unwin en su predilección por estos últimos, pero reconociendo que la lógica especulativa de la metrópolis apuntaba hacia los primeros, de alta densidad. Para asegurar niveles correctos de iluminación y ventilación, Stübben relacionó sus tipologías con el sistema viario, vinculando la altura de los edificios con la anchura de calles y patios. Finalmente, Rudolf Eberstadt, con su Handbuch des Wohnungswesens und der Wohnungsfrage,80 profundizó en el meollo de la crisis heredada

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de la ciudad del laissez-faire: la vivienda. Los tipos que estableció en su propuesta de zonificación, viviendas “económicas” o “dotadas de carácter artístico”, evidenciaban sin pudor lo que el marxismo había denunciado: que uno de los objetivos del urbanismo era separar espacialmente a burgueses y proletarios, cometido asignado a la zonificación tipológica. También los pioneros del arte urbano iluminista provenían del positivismo decimonónico, igualmente dispuesto a enfrentarse a los horrores de la ciudad del laissez-faire con un pragmatismo cientifista. Uno de ellos fue Otto Wagner, compatriota, coetáneo y polo opuesto de Camillo Sitte en la dialéctica entre iluminismo y romanticismo. En 1885 publicó Moderne Architektur,81 donde proclamó que la racionalización de la metrópolis pasaba por su sometimiento al imperio del orden cartesiano. Wagner defendía con arrogancia la uniformidad de las tramas ortogonales así como sus vías anchas y rectilíneas, ya que “el arte de nuestro tiempo enaltece esta monotonía y monumentalidad”. La falta de sintonía con Sitte era evidente, y también con Howard. Denominaba “cementerios de villas” a las ciudades jardín, coincidiendo con Stübben en que la vivienda unifamiliar era incompatible con la escala y densidad propias de la metrópolis. En Die Großstadt, eine Studie über diese,82 Wagner expuso su propuesta para racionalizar el crecimiento en mancha de aceite, utilizando Viena como caso de estudio. Una red infinita de anillos concéntricos y radiales serviría de engarce a los 21 distritos semiautónomos, funcionalmente especializados, dispuestos a distancias regulares y articulados por redes infraestructurales que albergarían 150.000 habitantes cada uno, lo que suponía una densidad de hasta 200 habitantes/hectárea, más del doble de los 80 propuestos por Howard para su ciudad jardín. Más próximo a los presupuestos románticos era el modelo planteado por el ingeniero español Arturo Soria y Mata: la “ciudad lineal”, desarrollada en una serie de artículos aparecidos en el periódico El Progreso a partir de 1882. Su idea era tan revolucionaria como la de Howard: una franja urbana de longitud ilimitada, de

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Cádiz a San Petersburgo,83 y 500 metros de anchura, dimensión determinada por “cálculos neopitagóricos”, cuya columna vertebral sería una vía férrea y de tranvía. Soria difería de los criterios de zonificación tipológica y funcional de la manualística alemana. Para favorecer la mezcla de clases sociales planteaba crear supermanzanas donde las industrias ligeras convivirían con edificios comerciales, recreativos y residenciales. Por otro lado, y aunque él siempre insistió en la independencia de ambos modelos, la ciudad lineal compartía presupuestos con la ciudad jardín: provenía de una reflexión territorial, presumía de relación orgánica con el entorno natural y apostaba por la baja densidad. A pesar de ello, la sensibilidad de Soria era claramente iluminista y positivista: le fascinaba la ciencia ficción, estaba obsesionado con la regularidad geométrica y se consideraba un científico. Lo que le movía no era la preocupación romántica por la destrucción del paisaje, sino el mismo impulso que a Wagner: responder técnicamente a las necesidades de crecimiento de la metrópolis.84 También a Eugène Hénard, autor de los ocho fascículos que componían los Estudios sobre la transformación de París,85 le movían visiones ingenieriles o biológicas: la metrópolis era un organismo que respiraba a través de “pulmones de vegetación” y cuya “circulación sanguínea” fluía por “arterias viarias”. Su plan para la capital francesa incidía en estas dos cuestiones: los parques y el tráfico. La propuesta para la primera consistía en articular las zonas verdes en “sistemas de parques”, un concepto que había sido ideado por Frederick Law Olmsted medio siglo antes y que había sido difundido en Francia por Jean-Claude Nicolas Forestier.86 En lo que se refiere al tráfico, Hénard coincidía con Wagner en optar por el esquema radial, proponiendo para París una secuencia de anillos enlazados por dieciocho avenidas, dos de las cuales conformarían una nueva grande croisée haussmanniana. La intuición de la generalización del uso del automóvil le llevó a esparcir por el tejido urbano una colección de ingeniosos artefactos tecnológicos: la glorieta giratoria, un cruce de calles a varios niveles, el “puente en x sobre el

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Sena” o la “calle futura”, una calle zonificada verticalmente según tipos de tráfico. Las arterias radiales serían bulevares à redants, unas vías verdes que conectarían con el sistema de parques de la periferia y flanqueadas por bloques en greca. Serían el primer anuncio de la puesta en crisis de la calle corredor. Aunque Wagner, Soria y Hénard pueden considerarse precursores de la teoría urbana iluminista, esta no se consolidó como tal hasta comienzos del siglo xx en Francia, aunque su desarrollo se produjo en Alemania. En ambos países primó el objetivo de incorporar la metrópolis al proceso de racionalización apuntado por la industria monopolista, si bien la cuestión se abordó desde distintos enfoques intelectuales. Los arquitectos alemanes sintonizaron con la sociología de Weber y asumieron ese mandato sin contemplaciones; los franceses, en cambio, recogieron el guante lanzado por Simmel y se aplicaron a estetizar el flujo de fragmentos metropolitanos. Todo comenzó con Tony Garnier, autor de Una ciudad industrial,87 un documento editado en 1917 aunque redactado entre 1901 y 1904. Su introducción teórica y sus 164 láminas supusieron un punto de inflexión en la incipiente teoría urbana iluminista, desplazando la reflexión de cómo ordenar el crecimiento a cómo maximizar la producción. La nueva meta era la funcionalidad y el nuevo espejo la industria. Influenciado por Vidal de la Blache, Garnier empezó definiendo la implantación geográfica de su “ciudad industrial” para 35.000 habitantes. Sobre una colina que dominaba un valle donde confluían un río y un torrente, destacó tres preexistencias —un pequeño núcleo histórico, una central hidroeléctrica (la “energía del futuro”) y una mina— para, a continuación, proceder operando con pautas de diseño dictadas por la industria. Tipificación y estandarización eran la consigna. Paralelepípedos de hormigón y una trama viaria ortogonal ejemplificaban lo que habían proclamado Wagner y Tönnies, que la abstracción dirigía a la Gesellschaft. Pero también había alguna contaminación romántica: la densidad era baja (la edificación ocupaba el 50 % de la superficie, reservando el resto a zonas verdes), clara muestra de que incluso los arquitectos

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iluministas se habían rendido a los encantos de la ciudad jardín de Howard, de la que admiraban su capacidad de sistematización: un mecanismo modular potencialmente reproducible hasta el infinito que parecía prometer la “fordización” del territorio. Pero la principal aportación de Una ciudad industrial tuvo que ver con la zonificación funcional. Los tres usos que propuso Garnier no solo operaban como herramientas de ordenación del crecimiento, sino que también eran un instrumento de diseño urbano: las fábricas ocupaban el meandro generado por los cursos de agua en contacto con una línea férrea, las residencias estaban en la ladera de la colina, envueltas por un colchón verde que las separaba de las industrias, y la zona hospitalaria en la cima, enaltecida como una especie de acrópolis del higienismo. El resultado era sorprendente: una secuencia de fragmentos funcionales, débilmente enlazados entre sí y desparramados por el territorio. El reto postulado por Simmel —ponerle cara a la modernidad— ya estaba sobre la mesa de dibujo de los arquitectos. Le Corbusier recogió ese boceto y lo convirtió en modelo. Sus lecturas juveniles demuestran que había bebido de fuentes románticas e iluministas: conocía la obra de los próceres de la ciudad jardín, Unwin y Benoît-Lévy, pero también la de los funcionarios alemanes Baumeister y Stübben; le habían fascinado tanto Construcción de ciudades según principios artísticos de Sitte como los Estudios sobre la transformación de París de Hénard, aunque finalmente acabó rindiéndose a los bulevares à redants de este último, descalificando el pintoresquismo del primero como “culto al camino de los asnos”. Una vez tomó partido, se dedicó a labrarse una trayectoria propia dentro del iluminismo. Mientras que Hénard emplazó sus artefactos en París y Garnier ubicó su ciudad industrial en un enclave natural, Le Corbusier concretó su pensamiento urbano en modelos abstractos, una opción plenamente racionalista que evidenciaba su intención de suplantar lo concreto por lo universal. El primero de dichos modelos fue la Ciudad contemporánea para tres millones de habitantes presentado en 1922 y publicado dos años

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después en su libro La ciudad del futuro.88 El esquema, un núcleo urbano, un cinturón verde y una corona de ciudades jardín, era perfectamente compatible con la idea de Howard. Pero para concretarlo espacialmente, Le Corbusier emuló a Garnier, apostó por la trama ortogonal y diseñó zonificando: la ciudad de los negocios en el centro, las áreas residenciales en un anillo periférico y un rosario de ciudades jardín de 20.000 habitantes en el territorio circundante. En La ciudad del futuro dejaba claro que su vocación era claramente iluminista. Justificaba la altísima densidad de edificación y la bajísima densidad de ocupación por la necesidad de abrir vías de circulación y zonas verdes en los congestionados centros metropolitanos. Tampoco había rastro de los ideales comunitarios románticos. Los rascacielos de la zona de negocios estaban reservados a una élite de industriales, científicos y artistas; los apartamentos de los bloques à redant y alveolares a las clases medias y altas, y las ciudades jardín de la periferia a la obrera. El segundo modelo urbano de Le Corbusier, la Ville Radieuse, fue presentado en el tercer congreso del CIAM (Bruselas, 1930) y publicado en un libro homónimo.89 La planta reproducía un cuerpo humano, con su cabeza (la ciudad de los negocios), cuello (una franja destinada a aeropuerto, estación de tren, hoteles y embajadas), columna vertebral (un eje viario), torso (edificios residenciales),90 pulmones (áreas verdes) y extremidades (talleres, almacenes e industrias). Confiaba su construcción a un sistema de planificación centralizado donde los urbanistas trabajarían con total libertad, sin presiones sociales o políticas. Le Corbusier ponía en evidencia una vez más su positivismo ideológico radical, llegando a declarar incluso su admiración por dictadores como Luis XIV o Napoleón III, a los que reconocía haber ejecutado planes urbanísticos elaborados por técnicos demiúrgicos. A estos últimos, los “jefes de equipo”, les correspondía la tarea de imponer a la sociedad metropolitana un modelo urbano estéticamente desconcertante. La Ville Radieuse se erigía sobre un plano vegetal rasgado por una retícula viaria, punteado por edificios y con una bajísima densidad de ocupación

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de tan solo el 12 % del territorio. El flujo de fragmentos que Simmel imaginó arrastraba rascacielos de vidrio de 200 metros de altura, bloques serpenteantes y autopistas de ocho carriles. Era lo nunca visto, el fin de la calle corredor y, con ella, de miles de años de historia urbana. Los arquitectos alemanes intentaron eludir el formalismo lecorbusierano, limitándose a vehicular los dictados tayloristas y fordistas. El principal precursor de esta corriente radicalmente funcionalista fue Ludwig Hilberseimer. En su libro La arquitectura de la gran ciudad 91 expuso su Hochhausstadt, una ciudad vertical basada en la superposición de tres estratos funcionales y circulatorios: arriba el residencial, destinado al peatón; abajo el terciario, ligado al tránsito rodado; y en el subsuelo el resto de los medios de transporte. Hilberseimer respondía así a los modelos de Le Corbusier, a los que acusaba de provocar colapsos de tráfico. En la Hochhausstadt el blasée metropolitano habitaría sobre su lugar de trabajo, lo que haría innecesarios los desplazamientos (el ahorro de tiempo era uno de los preceptos de la “administración científica” de Taylor). También era una crítica al esteticismo de la Ciudad contemporánea para tres millones de habitantes y su apuesta por densidades irracionales desde el punto de vista económico y técnico. En contraste, los edificios de la Hochhausstadt serían de altura moderada: cinco plantas los basamentos y quince los bloques. Consciente de dónde se localizaba el epicentro de los problemas de la metrópolis, Hilberseimer convirtió “la célula vivienda” en la unidad de medida que reglaba el urbanismo y el diseño urbano: la dimensión de las manzanas dependía de los metros cuadrados de zona verde por vivienda, la anchura del viario del número de coches por vivienda y lo mismo sucedía con la superficie y ubicación de aparcamientos, equipamientos, etc.; todo remitía a la referencia ineludible de la vivienda. Los bloques laminares de la Hochhausstadt reflejaban el escalofriante “orden total” resultante de este compromiso con el proyecto racionalizador: zonificación funcional estricta, ámbitos circulatorios segregados, tipologías edilicias estandarizadas y

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unos edificios normalizados, seriados, modulados y orientados heliotérmicamente. No había lugar para la estética. Tras disolverse en procesos técnicos de producción, ciudad y arquitectura habían sido reducidas a un lacónico esquema. Era la expresión del irreversible destino que Weber aventuró para la metrópolis: la “viril aceptación del espíritu del capitalismo”. A finales de la década de 1920 la teoría urbana iluminista se debatía entre estas dos opciones: Francia o Alemania, Le Corbusier o Hilberseimer, estética o racionalidad. La conciliación de ambas llegó de la mano de los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna), que comenzaron a celebrarse en 1928. De las conclusiones del cuarto congreso del CIAM (1933) surgió La Carta de Atenas, redactada por Le Corbusier y publicada en 1943.92 Este documento, difícil de catalogar como urbanismo, diseño urbano o teoría urbana, establecía en 95 puntos los valores y estrategias que habrían de regir la concepción y gestión de la ciudad racional. Reconocía en la vivienda el centro de las preocupaciones del urbanismo, referencia obligada de sus previsiones. Para asegurar que quedara inscrita en su código genético, convirtió la “célula residencial” en el elemento biológico fundacional de la metrópolis. Su agrupación generaría, en secuencias sucesivas, bloques, barrios y ciudades. El primer paso estaba dado: la metrópolis era, ante todo, sus viviendas, y no los teatros, parques y bulevares del arte urbano decimonónico. Pero no era suficiente. La Carta de Atenas dictaminaba que para resolver la crisis habitacional heredada de la ciudad del laissez-faire, el interés privado debía subordinarse al colectivo, o, lo que es lo mismo, que el Estado debía tomar el mando. Tras denunciar décadas de especulación con la residencia obrera, Le Corbusier estableció unos estándares que fijaban cuáles eran los límites de la dignidad humana, el Existenzminimum, cuya aplicación debería ser garantizada por la Administración; es decir, cuando La Carta de Atenas decía “vivienda”, en realidad quería decir “vivienda social”. Esta cuestión era inseparable de la de la gestión de la metrópolis, donde el diagnóstico era similar: el estado monopolista había confiado

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ordenanzas y planes reguladores al arbitrio de técnicos altamente receptivos a los intereses de los promotores. Esta situación era insostenible. La Carta de Atenas aprovechó su llamada a retomar las riendas del plan para reformular las características de la que reconocía como una de sus principales herramientas: la zonificación funcional. Tras tipificar y categorizar la cotidianeidad del blasé en cuatro tareas básicas —habitar, trabajar, descansar y circular—, prescribió la necesidad de definir y conectar zonas residenciales, áreas industriales, distritos terciarios, espacios verdes y lugares de ocio. Nacía así la “ciudad máquina”, inspirada por la “ciudad orgánica”. Si esta última, ejemplificada en la Ville Radieuse, fue concebida como un cuerpo dotado de órganos, aquella lo fue como un motor compuesto por piezas monofuncionales enlazadas por canales de flujos.93 Vivienda social y plan general era el binomio de valores hacia el que La Carta de Atenas recondujo el urbanismo iluminista. Pero nada que hubiese sido redactado por Le Corbusier podía sustraerse a una concreción formal. Confirmando la ancestral confusión entre urbanismo y arquitectura, el documento concluía afirmando que, aunque los factores sociales, políticos y económicos eran importantes: “Es la arquitectura la que rige los destinos de la ciudad”. La metrópolis racional fue prefigurada a imagen y semejanza de la Ville Radieuse, como un océano verde surcado por autopistas y moteado a intervalos regulares por bloques en altura. Desde el punto de vista espacial se trataba de un modelo universal, apto para emplazarse en cualquier lugar del planeta; desde el punto de vista temporal, se trataba de un dispositivo de desactivación del pasado programado para suplantar a la ciudad histórica. Colonización y destrucción, dos tareas que quedaron anotadas para una siguiente etapa, la de la megalópolis.

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Taylor, Frederick Wislow, The Principles of Scientific Management, Harper & Brothers, Nueva York/ Londres, 1911 (versión castellana: Principios de la administración científica, Edigrama, Bogotá, 2003).

1

Ford, Henry, My Life and Work, Garden City Publishing Company, Garden City, 1922 (versión castellana: Mi vida y mi obra, Orbis, Barcelona, 1924).

2

En 1846 la densidad de París alcanzó su pico histórico: 998 habitantes/hectárea. 3

En 1913 tan solo el 42 % de los jóvenes berlineses fue considerado apto para el servicio militar, un porcentaje que ascendía al 66 % en el caso de los jóvenes procedentes de áreas rurales. 4

El marxismo nació en el Reino Unido, y lo hizo horrorizado por la ciudad del laissez-faire. En La condición de la clase obrera en Inglaterra (1845), Friedrich Engels relató, con rigor casi documental, las condiciones de vida de las barriadas de la Inglaterra victoriana. 5

Concretamente, los términos utilizados eran metropolitan district [distrito metropolitano], en alusión a una ciudad central y el conjunto de núcleos urbanos dependientes de ella. 6

Richard Tarnas ha desgranado las claves que explican esta compleja evolución: Tarnas, Richard, The Passion of the Western Mind, Ballantine Books, Nueva York, 1991 (versión castellana: La pasión de la mente occidental, Atalanta, Vilaür, 2008). 7

64

Comte, Auguste, Course de philosophie positive [1830-1842] (versión castellana: Curso de filosofía positiva, Folio, Barcelona, 1999).

8

Proudhon, Pierre-Joseph, Du Principe de l’art et de sa destination sociale [1863] (versión castellana: Sobre el principio del arte y sobre su destinación social, Aguilar, Buenos Aires, 1980).

9

Mearns, Andrew, The Bitter Cry of Outcast London: An Inquiry into the Conditions of the Abject Poor [1883], Cass, Londres, 1970.

10

La industrialización provocó un brutal crecimiento de la población activa. El trabajo indiscriminado de hombres, mujeres y niños elevó su porcentaje a un 50-60 % del total. 11

Entre 1800 y 1845 el Gobierno británico aprobó 400 leyes higienistas de carácter local. 12

Booth, Charles, Life and Labour of the People in London (7 vols.), Macmillan, Londres, 1889-1903. 

13

El libro de Booth animó al London County Council a poner en marcha las primeras demoliciones de barriadas, que se remontan a 1889. 14

Blanchard, Raoul, Grenoble: étude de géographie urbain, Colin, Grenoble, 1912.

15

Christaller, Walter, Die zentralen Orte in Süddeutschland, Gustav Fischer, Jena, 1933.

16

Geddes, Patrick, Cities in Evolution. An Introduction to the Town Planning Movement and to the Study of Civics, Williams & Nogate, Londres, 1915 (versión castellana: Ciudades en evolución, KRK, Oviedo, 2009).

17

Addams, Jane, Hull-House Maps and Papers. A Presentation of Nationalities and Wages in a Congested District of Chicago, Together with Comments and Essays on Problems Growing Out of the Social Conditions [1885], University of Illinois Press, Chicago, 2007.

18

El libro del periodista Jacob Riis, How the Other Half Lives: Studies among the Tenements of New York (Charles Scribner’s Sons, Nueva York, 1890), había tenido en Estados Unidos un efecto similar al del reverendo Mearns en el Reino Unido. 19

20 Park, Robert E.; Burgess, Ernest W. y McKenzie, Roderick D., The City, University of Chicago Press, Chicago, 1925.

La Escuela de Chicago focalizó sus investigaciones en esta “zona de transición”, donde se concentraban los inmigrantes, las bandas juveniles, las prostitutas y los vagabundos. 21

Perry, Clarence, Housing for the Machine Age, Russell Sage Foundation, Nueva York, 1939.

22

Wirth, Louis, The Ghetto, The University of Chicago Press, Chicago, 1928.

23

Wirth, Louis, “Urbanism as a Way of Life”, The American Journal of Sociology, vol. 44, núm. 1, julio de 1938, págs. 1-24. 24

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Lynd, Helen M. y Robert S., Middletown. A Study of Contemporary American Culture, Harcourt, Brace & Co., Nueva York, 1929. 25

Lynd, Helen M. y Robert S., Middletown in Transition: A Study in Culture Conflicts, Harcourt, Brace & Co., Nueva York, 1937. 26

Massimo Cacciari dedicó a esta cuestión el libro Metropolis. Saggio sulla grande città di Sombart, Endell, Scheffler e Simmel, Officina, Roma, 1973. 27

Tönnies, Ferdinand, Gemeinschaft und Gesellschaft, Fues, Leipzig, 1887 (versión castellana: Comunidad y asociación, Comares, Granada, 2009).

28

Endell, August, Die Schönheit der Großstadt, Strecker & Schröder, Stuttgart, 1908.

29

Scheffler, Karl, Architektur der Großstadt, B. Cassirer, Berlín, 1913.

30

Simmel había sido profesor de Robert Park en Berlín. Su influencia es perceptible en el interés de la Escuela de Chicago, especialmente de Louis Wirth, por el individuo metropolitano. 31

Simmel, Georg, “Die Großstädte und das Geistesleben”, en Petermann, Th. (ed.), Die Grossstadt.Vorträge und Aufsätze zur Städteausstellung (Jahrbuch der Gehe-Stiftung Dresden), tomo 9, 1903, Dresde, págs. 185-206 (versión castellana: “Las grandes ciudades y la vida del espíritu”, en El individuo y la libertad: ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona, 2001). 32

Cacciari, Massimo, op. cit.

33

Weber, Max, “Die Stadt” [19121913], en Wirtschaft und Gesellschaft, J. C. B. Mohr, Tubingia, 1922 (versión castellana: La ciudad, La Piqueta, Madrid, 1987). 34

Sombart, Werner, Studien zur Entwicklunggeschichte des Modernes Kapitalismus (tomo 2: Luxus und Kapitalismus), Duncker & Humblot, Múnich/Leipzig, 1913 (versión castellana: Lujo y capitalismo, Alianza, Madrid, 1979).

35

Hegel, G. W. Friedrich, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften [18171827] (versión castellana: Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Porrúa, Ciudad de México, 1971).

36

37 Fustel de Coulanges, N. D., La Cité antique [1864] (versión castellana: La ciudad antigua, Iberia, Barcelona, 2000).

La filosofía evolucionista de Henri Bergson, expuesta en L’Évolution créatrice (Félix Alcan, París, 1907; versión castellana: La evolución creadora, Cactus, Buenos Aires, 2007), se basaba en el concepto de Élan, una especie de impulso vital que animaba la progresión de la realidad. 38

Spengler, Oswald, Der Untergang des Abendlandes, C. H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung, Múnich, 1917-1922 (versión castellana: La decadencia de Occidente, Espasa, Barcelona, 20112013).

39

66

En cierto modo era lo que había hecho Max Weber, quien centró su investigación en la ciudad occidental y en dos momentos históricos, Antigüedad y Edad Media. Sus tipologías dejaban de ser aplicables a partir del Renacimiento, cuando nacieron los Estados nacionales. 40

Pirenne, Henri, Les Villes du Moyen Âge, Lamertin, Bruselas, 1925 (versión castellana: Las ciudades de la Edad Media, Alianza, Madrid, 2000).

41

La Edad Moderna permanecería desatendida como objeto de estudio durante mucho tiempo. 42

Este campo de conocimiento había nacido a finales del siglo xix en el ámbito de la geografía, más concretamente en el Instituto de Geografía de la Universität Berlin. 43

Poëte sentía predilección por los mapas. Su destreza en el manejo de los mismos se hizo patente en Art urbain (1907), un estudio de la transformación del plano de París. 44

Poëte, Marcel, Introduction à l’urbanisme. L’évolution des villes. La leçon de l’Antiquité, Boivin, París, 1929 (versión castellana: Introducción al urbanismo. La evolución de las ciudades. La lección de la antigüedad, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2011).

45

Poëte, Marcel, Une Vie de cité. Paris de sa naissance à nos jours (4 vol.), A. Picard, París, 1924-1931.

46

Hegemann, Werner, Das steinerne Berlin. Geschichte der grössen Mietkasernenstadt in der Welt, Berlín, 1930.

47

48

Rasmussen, Steen E., London. The Unique City, Penguin Books, Middlesex, 1934 (versión castellana: Londres. Ciudad única, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2010).

54

La morfogenética era una rama de la morfología desarrollada por J. W. R. Whitehand en el Instituto de Geografía de la Universität Berlin. Se basaba en un análisis cíclico de la evolución de la forma urbana.

55

49

Lavedan, Pierre, Géographie des villes, Librairie Gallimard, París, 1936.

50

Lavedan, Pierre, Histoire de l’urbanisme, Henri Laurens, París: vol.1: Antiquité et Moyen Âge (1926, con Jeanne Hugueney); vol. 2: Renaissance et temps modernes (1941); y vol. 3: Epoque contemporaine (1952).

51

Stanley Adshead publicó Town Planning and Town Development (Methuen, Londres, 1923) considerado como el primer texto universitario dedicado al estudio del urbanismo. Choay, Françoise, L’Urbanisme: utopies et réalités. Une anthologie, Éditions du Seuil, París, 1965 (versión castellana: El urbanismo. Utopías y realidades, Lumen, Barcelona, 1983, pág. 33).

Sitte, Camillo, Der Städtebau nach seinen künstlerischen Grundsätzen: ein Beitrag zur Lösung modernster Fragen der Architektur und monumentales Plastik unter besonderer Beziehung auf Wien, Graeser,Viena, 1899 (versión castellana: Construcción de ciudades según principios artísticos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1980).

56

En esos años se estaba produciendo una auténtica revolución en el campo de la crítica del arte. Las teorías de Riegl se complementaban con las de Konrad Fiedler y Heinrich Wölfflin. 57

Mumford, Lewis, The Culture of Cities, Harcourt, Brace & Co., Nueva York, 1938 (versión castellana: La cultura de las ciudades, Emecé, Buenos Aires, 1959).

52

En Bélgica destacó el libro de Charles Buls, L’Esthétique des villes (Bruyland-Christople, Bruselas, 1893); en el Reino Unido el de Thomas Hayton Mawson, Civic Art. Studies in Town Planning, Parks, Boulevards, and Open Spaces (B. T. Batsford, Londres, 1911). 58

Sin embargo, la primera prefiguración del urbanismo se debió a Ildefons Cerdà, ingeniero convencido del papel dirigente que el positivismo asignaba a los científicos. En su Teoría general de la urbanización (Imprenta Española, Madrid, 1867) apuntó la necesidad de fundar una “ciencia de la urbanización” orientada hacia la definición de “principios, doctrinas y reglas” que regularan las relaciones entre el “contenido” (los ciudadanos) y el “continente” (el espacio físico). 53

Gurlitt, Cornelius, Über Baukunst, Julius Bard, Berlín, 1904.

59

Gurlitt, Cornelius, Handbuch des Städtebaues, Zirkel, Berlín, 1920.

60

Brinckmann, Albert Erich, Platz und Monument, Ernst Wasmuth, Berlín, 1912. 61

67

METRÓPOLIS: 1882-1939

Ruskin, John, The Stones of Venice [1851] (versión castellana: Las piedras de Venecia, Consejo General de la Arquitectura Técnica en España, Madrid, 2000).

62

Giovannoni, Gustavo, Vecchie città ed edilizia nuova, Unione TipograficoEditrice Torinese, Turín, 1931.

Benoît-Lévy, Georges, La Cité-jardin V. Giard & E. Brière, París, 1909.

69

Schiavi, Alessandro, Le case a buon mercato e la città-giardino, N. Zanichelli, Bolonia, 1911.

70

63

Fritsch, Theodor, Die Stadt der Zukunft, Fritsch, Leipzig, 1896.

71

Feder, Gottfried, Die neue Stadt: Versuch der Begründung einer neuen Stadtplanungskunst aus der sozialen Struktur der Bevölkerung, J. Springer, Berlín, 1939.

64

A finales del siglo xix las universidades estadounidenses comenzaron a impartir cursos sobre arquitectura del paisaje, y también se fundó la American Society of Landscape Architects (1899).

72

Kropotkin, Piotr, Campos, fábricas y talleres [1898], Jucas, Barcelona, 1978.

73

65

En 1898 publicó To-Morrow: A Peaceful Path to Real Reform (S. Sonnenschein & Co., Londres), título que cambiaría por el de Ciudades jardín del mañana (versión castellana: Ciudades jardín del mañana, en AA VV, Orígenes y desarrollo de la ciudad moderna, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1972) cuando el libro fue reeditado en 1902 (S. Sonnenschein & Co., Londres).

66

Unwin, Raymond, Town Planning in Practice. An Introduction to the Art of Designing Cities and Suburbs, Fisher Unwin, Londres, 1909 (versión castellana: La práctica del urbanismo: una introducción al arte de proyectar ciudades y barrios, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1984).

67

Unwin, Raymond, Nothing Gained by Overcrowding!, P. S. King & Son, Londres, 1912.

68

68

Taut, Bruno, Die Stadtkrone, Eugen Diederichs Verlag, Jena, 1919 (versión castellana: La corona de la ciudad, en Ábalos, Iñaki [ed.], Bruno Taut. Escritos 1919-1920, El Croquis Editorial, Madrid, 1997, págs. 33-81).

Mumford, Lewis, “The Fourth Migration”, Survey Graphic, LIV, mayo de 1925, págs. 130-33. 74

Wright, Frank Lloyd, The Disappearing City, W. F. Payson, Nueva York, 1932.

75

Abercrombie, Patrick, The Preservation of Rural England, Hodder & Stoughton, Londres, 1926.

76

Abercrombie, Patrick, Town and Country Planning, Thornton Butterworth, Londres, 1933 (versión castellana: Planeamiento de la ciudad y del campo, Espasa-Calpe, Madrid, 1936).

77

Véase: Piccinato, Giorgio, La costruzione dell’urbanistica. Germania, 1871-1914, Officina Edizioni, Roma, 1974 (versión castellana: La construcción de la urbanística: Alemania 1871-1914, Oikos-tau, Barcelona, 1993).

78

Baumeister, Reinhard, Stadterweiterungen in technicher baupolizeilicher und wirtschaftlicher Beziehung, Berlín, 1876.

79

Eberstadt, Rudolf, Handbuch des Wohnungswesens und der Wohnungsfrage, G. Fischer, Jena, 1909.

80

Wagner, Otto, Moderne Architektur: seinen Schülern ein Führer auf diesem Kunstgebiete, A. Schroll,Viena, 1898. 81

Wagner, Otto, Die Großstadt, eine Studie über diese, Viena, 1911.

82

En 1913 Soria y Mata revisaría esta hipótesis, admitiendo la inserción de ciudades lineales entre poblaciones preexistentes y sin continuidad. 83

84 La profecía de Soria y Mata fue utilizada por el comunismo soviético con intenciones claramente antiurbanas: superar la dualidad entre campo y ciudad denunciada por Engels. En 1930 Nikolái A. Miljutin escribió Problema stroitel’stva socialisticeskich godorov (“El problema de la edificación de la ciudad socialista”), donde proponía desurbanizar la Unión Soviética y reestructurar su territorio con ciudades lineales paralelas a los ejes infraestructurales y zonificadas en bandas: línea férrea, industria, parque, residencias, equipamientos colectivos y zona agrícola.

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METRÓPOLIS: 1882-1939

Hénard, Eugène, Études sur les transformations de París, LibrairiesImprimeries Réunies, 1903-1909 (versión castellana: Estudios sobre la transformación de París y otros escritos de urbanismo, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2012).

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Forestier expuso sus teorías en Grandes villes et systèmes de parcs (Hachette, París, 1906). 86

Garnier, Tony, Une Cité industrielle: étude pour la construction des villes, Vicent, París, 1917 (versión castellana: Una ciudad industrial, en AA VV, Orígenes y desarrollo de la ciudad moderna, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1972).

87

Le Corbusier, Urbanisme, G. Crés, París, 1924 (versión castellana: La ciudad del futuro, Infinito, Buenos Aires, 2001).

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Le Corbusier, La Ville Radieuse: eléments d’une doctrine d’Urbanisme pour l’équipement de le civilisation machiniste, Éditions Vicent, Fréal & Co., París, 1933.

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Desde el punto de vista sociológico, la Ville Radieuse era muy diferente a la Ciudad contemporánea para tres millones de habitantes. La gente viviría en apartamentos colectivos de similar superficie. 90

Hilberseimer, Ludwig, Großstadt Architektur, Julius Hoffmann, Stuttgart, 1927 (versión castellana: La arquitectura de la gran ciudad, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1999). 91

La Carta de Atenas se publicó en varias versiones: la de 1943 apareció como Urbanisme des CIAM. La Charte d’Athénes y estaba firmada por el grupo CIAM francés; la de 1957 abrevió el nombre a La Charte d’Athénes y tan solo fue rubricada por Le Corbusier (versión castellana: Principios de urbanismo: La Carta de Atenas, Ariel, Barcelona, 1989).

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Tal como apuntaba Françoise Choay (op. cit., pág. 260), para Le Corbusier la ciudad era tanto un organismo como una máquina: las analogías con el esqueleto, los órganos y el sistema nervioso eran intercambiables con las del chasis, el motor y los cables. 93

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El desplome de la bolsa de Nueva York el 29 de octubre de 1929 marcó el comienzo de la Gran Depresión. El colapso del comercio internacional, el hundimiento de las rentas nacionales y la caída de los ingresos fiscales derivaron en unos rampantes niveles de desempleo que esparcieron la pobreza y el hambre por los dominios del capitalismo monopolista. La culminación de semejante debacle no podía ser otra que el estallido de un conflicto bélico. El mundo en general, y Europa en particular, emergieron psicológicamente devastados de la II Guerra Mundial. Había sido la contienda más mortífera de la historia: cientos de ciudades arrasadas y 55 millones de víctimas (el 60 % civiles), un triste legado que había que asimilar. La estupefacción inicial dio paso a la autocrítica. La espectacular capacidad destructiva del armamento de la época había sido posible gracias a la aplicación de los avances tecnológicos de la industria monopolista al sector militar. Esta evidencia arruinó la fe en la condición neutral de la ciencia y en la naturaleza benigna del progreso técnico, presupuestos típicamente iluministas. También puso contra las cuerdas el proyecto de racionalización de la sociedad, que dejó paso a otro objetivo de signo contrario: restablecer los valores humanistas. Para alcanzarlo, la clase política que llegó al poder tras la contienda introdujo en el sistema capitalista dos modificaciones estructurales inspiradas por John M. Keynes: la regulación de la economía por parte del Estado y el reconocimiento del derecho de los obreros a determinados beneficios sociales, así como a incrementar su capacidad adquisitiva. El hecho de que, en Europa y Norteamérica, la implantación de este nuevo paradigma coincidiera con una prolongada etapa de crecimiento permitió a numerosos trabajadores acceder a bienes de consumo que hasta entonces les habían estado vetados: electrodomésticos, automóviles, viviendas, etc. La pirámide social se

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convulsionó, y la radical polaridad entre burguesía y proletariado dio paso al imperio de la clase media. También al establecimiento de un amplio consenso social, algo de lo que nunca habían disfrutado los ciudadanos metropolitanos, inmersos como estaban en la lucha de clases. El sociólogo Daniel Bell reconoció en esta cultura del acuerdo el “fin de las ideologías”, la convergencia de conservadores y progresistas en un proyecto común. Había nacido el Estado del bienestar, la “época dorada del capitalismo”.1 El consenso se prolongó hasta finales de la década de 1960, cuando empezó a ponerse en jaque el orden político y militar implantado tras la guerra en los dos bloques en los que había quedado dividido el planeta. En el soviético, la denominada Primavera de Praga (1968) dinamitó la credibilidad del marxismo ortodoxo. En el occidental, la guerra de Vietnam (1956-1975) cuestionó el poder militar de Estados Unidos, el asesinato de Martin Luther King (1968) criminalizó la hegemonía blanca, el movimiento hippie evidenció la ultratipificada forma de vida de la clase media, etc., pero, sin duda, el punto de inflexión lo marcaron los acontecimientos que se desencadenaron en París el 10 de mayo de 1968. Esa noche las protestas estudiantiles que habían estallado unos meses antes en la Université Paris X Nanterre desembocaron en una revuelta popular que llenó de barricadas el Barrio Latino. Al día siguiente el ejército tomó las calles, a lo que nueve millones de trabajadores respondieron secundando la mayor huelga general de la historia de Europa. Nada volvería a ser como antes en el apacible Estado del bienestar. El consenso se resquebrajó y por las grietas se colaron feministas, gays, negros, etc., infinidad de minorías que, de la noche a la mañana, lograron el reconocimiento social de sus derechos. Una vez más, la ciudad funcionó como un lienzo sobre el que se proyectó la singladura política y económica. Los gobiernos socialdemócratas asumieron las dos propuestas básicas que guiaban el espíritu de La Carta de Atenas. Por un lado, la figura del plan general, que fue institucionalizado por un rosario de leyes aprobadas entre 1945 y 1955. El Estado benefactor mostraba así su determinación de tomar

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las riendas del desarrollo urbano, estableciendo la siguiente regla de juego: el suelo permanecería en manos privadas, pero el derecho a construirlo estaría bajo control estatal. Por otro lado, la cuestión de la vivienda social, que exigía aprobar, de una vez por todas, la mayúscula asignatura que dejó pendiente la ciudad del laissez-faire. En esta ocasión, el esfuerzo fue titánico: entre 1950 y 1970, millones de personas fueron realojadas en nuevas ciudades —las New Towns británicas, las Villes Nouvelles francesas, los polígonos españoles, etc.— erigidas en las periferias según los preceptos estéticos y organizativos de La Carta de Atenas. La lucha contra la pobreza se cobró una víctima inesperada: la ciudad histórica, ya de por sí maltrecha en la etapa metropolitana. Las zonas obreras de las que fueron desplazados los beneficiarios de estas viviendas sociales eran barrios tradicionales. Las administraciones públicas sistematizaron su destrucción alegando razones de todo tipo: erradicar la degradación física, potenciar el sector terciario y mejorar el tráfico. En Estados Unidos la ejecutaron, a partir de 1949, los programas de la urban renewal [renovación urbana] que acabaron con Washington Square South en Nueva York, con Bunker Hill en Los Ángeles, con Diamond Heights en San Francisco, etc. En el Reino Unido la iniciativa se materializó en las operaciones de limpieza de las barriadas, que se iniciaron en 1955 y fueron las responsables del eviscerado del East End londinense, parcialmente destruido por las bombas alemanas. En Francia, los megalómanos proyectos del general Charles de Gaulle, que declaró como îlots insalubres el 33 % del tejido histórico de París, arrasaron barrios tan emblemáticos como Montparnasse. En la destrucción de los centros urbanos también estuvo implicada la clase media, que los abandonó en la década de 1950, y para quien la “tierra prometida” se encontraba más allá de las nuevas ciudades, en suburbia. La generalización del modelo suburbano comenzó en Estados Unidos, y lo hizo siguiendo unas pautas que escandalizaron a los profetas de la planificación regional. Para responder a la escasez de viviendas que se originó en la posguerra,2

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la industria de la construcción apostó por la estandarización y la prefabricación, lo que permitió producir casas unifamiliares en serie, acelerar su ejecución y abaratar su coste: el sueño del fordismo. La delicada senda que comenzó a labrar Ebenezer Howard se transformó en una ruda autopista al desembocar en Levittown, suburbio paradigmático de la nueva clase media, construido en Long Island en 1946 por la empresa Levitt & Sons. Sus 17.400 viviendas, levantadas sobre parcelas de 520 m2, se extendían por 1.600 ha y albergaban 82.000 personas. Los modelos de casas estaban normalizados, se construyeron a un ritmo de treinta al día y se vendieron a precios muy competitivos que incluían los electrodomésticos. A comienzos de la década de 1970, los residentes suburbanos de Estados Unidos superaron en número a los urbanos. Un mar de monotonía se había abatido sobre el territorio. Más que “la huida de la conformidad y la uniformidad de la metrópolis hacia el individualismo”, que había prometido Frank Lloyd Wright con Broadacre City, lo que se había producido era la fuga hacia la más rotunda mediocridad y banalidad, denunciada por Lewis Mumford en La ciudad en la historia.3 Esta nueva traición a los ideales de Howard no se hubiera podido materializar si una potentísima infraestructura, la red de autopistas, no hubiera puesto a disposición de los promotores las ingentes cantidades de suelo que requería un modelo de crecimiento basado en la baja densidad. El presidente Dwight D. Eisenhower aprobó en 1956 la ley que implementó la construcción de los 66.000 km del sistema interestatal de autopistas.4 Poco después los gobiernos europeos harían lo mismo. Así era la ciudad del Estado del bienestar: un centro herido de muerte y una periferia gigantesca donde convivían conjuntos isótropos de viviendas sociales con una no menos isótropa manta suburbial. Jean Gottmann la denominó “megalópolis” (“ciudad gigante”), en alusión a su inusitada dimensión. Este geógrafo francés observó que algunas áreas metropolitanas, anteriormente separadas por franjas territoriales, habían empezado a fundirse en constelaciones que no tenían nada que ver ni con las conurbaciones de Patrick

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Geddes ni con las regiones complementarias de Walter Christaller. A diferencia de ambas, las megalópolis eran emplastes de centros urbanos conglomerados por masa suburbana y articulados por avanzadas redes de transporte. En su estudio Megalopolis,5 Gottmann centró su atención en la que se estaba conformando en la zona noreste de Estados Unidos, entre New Hampshire,Virginia, la costa atlántica y los Apalaches, un territorio de 800 × 200 km donde habitaban cuarenta millones de personas.

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EPISTEMOLOGÍA DE LA MEGALÓPOLIS Tras la II Guerra Mundial la sensibilidad romántica eclipsó a la iluminista. El conocimiento de los crímenes cometidos por el nacionalsocialismo sumió al planeta en una crisis moral y de valores sin precedentes. Así, junto con la fe en la ciencia y en el progreso, la otra gran víctima de la conflagración fue la esperanza en un ser todopoderoso. Definitivamente, Dios había muerto, lo que colocaba a la humanidad ante un desafío histórico: encarar que en la vida no había esencia, tan solo existencia. Este era el dictado fundacional del existencialismo, el movimiento que reordenó los presupuestos éticos de Occidente. Su definición del ser humano no podía ser más despiadada: alguien desorientado, angustiado y contradictorio que vivía “arrojado a una existencia finita, limitada en ambos extremos por la nada”.6 Desde esta atalaya el existencialismo retó al iluminismo. Su incompatibilidad con los sistemas de análisis racionalistas, tanto positivistas como marxistas, le indujo a considerar la propuesta planteada por Immanuel Kant en su Crítica de la razón pura (1781). Tras reconocer que la mente no percibía la realidad de manera objetiva, sino filtrándola a través de una serie de estructuras propias, el pensador alemán había defendido que la filosofía debía centrarse en dilucidar los factores que determinaban la precomprensión humana del mundo, factores que no eran ni absolutos ni intemporales, sino que dependían de las épocas, las culturas, los entornos, etc. Martin Heidegger, padre del existencialismo, apuntó hacia uno de ellos: el lenguaje. Ya lo había anunciado Ferdinand de Saussure en su Curso de lingüística general:7 el lenguaje no era un instrumento neutro, sino que su estructura condicionaba lo que se decía y cómo se decía, lo que lo convertía en depositario y transmisor de valores humanos. El existencialismo propagó el estudio del lenguaje por las distintas ramas del conocimiento. Numerosos autores dirigieron su mirada hacia la semiótica, una disciplina que se había encargado de acometer

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la tarea señalada por Saussure: analizar los signos en el marco de la vida social. Inseparable de ella era el estructuralismo como metodología de análisis. Sus orígenes también remitían a la lingüística, que consideraba el lenguaje como un sistema de signos independiente de la realidad descrita, lo que permitía estudiarlo científicamente. En el período posbélico, el estructuralismo se infiltró en numerosas disciplinas interesadas en aprehender fenómenos humanos: Michel Foucault lo aplicó a la filosofía, Jacques Lacan al psicoanálisis, Claude Lévi-Strauss a la antropología y la teoría de la Gestalt a la psicología. En todos estos territorios del saber se implantó el convencimiento de que la realidad era un conjunto de prácticas culturales bajo las que subyacía una estructura simbólica. Además del lenguaje, el segundo gran determinante de la precomprensión kantiana del mundo era el cuerpo. Este reconocimiento insufló energía a la fenomenología, un método filosófico perfilado a comienzos de siglo por Edmund Husserl, maestro de Heidegger. Tras la II Guerra Mundial, Maurice Merleau-Ponty lo hizo converger con el existencialismo. En Fenomenología de la percepción,8 MerleauPonty defendió que las fuentes del conocimiento manaban del cuerpo, es decir, que nuestra percepción de la realidad estaba íntimamente ligada a cómo la experimentábamos a través de los cinco sentidos. Hasta mediados de la década de 1950 pocos se atrevieron a retar los presupuestos fenomenológico existencialistas, pero con el paso del tiempo la espantosa aureola de los horrores bélicos se fue difuminando. Por otro lado, la austeridad económica de los años inmediatamente posteriores al conflicto dio paso a dos décadas de ininterrumpido crecimiento. En este ambiente olvidadizo y expansivo retornó la sensibilidad iluminista, que vehiculó sus intereses a través del neopositivismo. Esta filosofía de la ciencia sostenía que un enunciado tan solo era válido si estaba avalado por un método de verificación empírico, lo que empujó a los pensadores a definir sistemas de análisis lógico. Karl Popper asumió esta tarea en Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico,9 donde planteó que,

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antes de ser validada, toda teoría debía ser considerada como una “verdad provisional” que habría de someterse a un proceso de comprobación, proponiendo así que el conocimiento avanzara identificando y corrigiendo errores. En la pujante década de 1960 el iluminismo neopositivista se extendería por todos los ámbitos del saber. Sin embargo, los tiempos megalopolitanos iban a caracterizarse por la pendularidad. En la década de 1970, cuando la crisis del petróleo hundió de nuevo a Occidente en la depresión, los postulados humanistas retornaron. Finalmente, tras décadas de idas y venidas, de trasvase de ideas, contenidos y metodologías, los contornos de la sensibilidad romántica y la iluminista empezaron a diluirse. Por un lado, la nostalgia por el pasado, propia de la primera, entró en declive ante la consolidación del proceso de modernización, que dejó de ser una opción para convertirse en una realidad. Por otro, el proyecto de racionalización de la sociedad, liderado por la segunda, fue definitivamente deslegitimado por la ética existencialista.Y así, los románticos, al aceptar la modernización, se hicieron un poco iluministas, y, a su vez, los iluministas, al renunciar a la racionalización, se hicieron un poco románticos. En la megalópolis, por tanto, ambas sensibilidades tan solo se podrían rastrear siguiendo una línea de trazos.

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LA MEGALÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: HERBERT GANS, JANE JACOBS, HENRI LEFEBVRE Durante la posguerra, las escuelas sociológicas de la etapa metropolitana emprendieron caminos muy diferentes. La anglosajona, de ideología positivista, siguió una deriva similar a la experimentada por la alemana antes del conflicto bélico: del romanticismo al iluminismo. Tras la II Guerra Mundial las dos fuentes que alimentaban la “ecología urbana”, los community studies y la geografía, volvieron a separarse. Los protagonistas de los primeros eran ahora los héroes de la galería existencialista —obreros, inmigrantes, marginados, etc.—, personajes típicamente románticos que tan solo hubieron de ser ajustados a las nuevas circunstancias. Así, el estudio de la pobreza y la discriminación subsistió, si bien los actores eran otros, ya que la clase media blanca había suplantado a la burguesía como agente propulsor de la segregación espacial. En cuanto a la geografía urbana, en la década de 1960 emprendió una singladura a la que acabaría sumándose la sociología. El neopositivismo le animó a radicalizar su tradicional empirismo metodológico e incinerar en la hoguera del cientifismo sus siempre matizados nexos con el romanticismo (ecología, paisajismo, etc.). En lo que se refiere a la escuela alemana de ideología marxista, su interés por la modernidad fue fulminado por el recelo posbélico hacia todo lo que tenía que ver con la racionalización. El contrapunto al neopositivismo anglosajón se desplazó de Alemania a Francia, pero siguió en manos del marxismo. O, para ser más exactos, del neomarxismo, una corriente revisionista que sometió la ortodoxia socialista a los dictados del existencialismo. Por esa puerta se colaron visiones novedosas, como la de la psicología, y reivindicaciones revolucionarias, como la de la espacialidad.

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Neopositivismo anglosajón frente a neomarxismo galo. La ideología bipolar del siglo xix había sobrevidido a la guerra, y ambos discursos se encontraron en la periferia megalopolitana, donde coincidieron en ubicar sus casos de estudio.

La expansión de los community studies: barriadas obreras, guetos, suburbia y centro histórico En el capítulo anterior registramos el parentesco de los community studies con la antropología. El apelo realizado por Robert Park para que esta disciplina se implicase en el estudio de las sociedades urbanas volvió a reverberar en la década de 1960, alentado por un nuevo fenómeno: la explosión demográfica de las megalópolis del Tercer Mundo. Especialmente llamativo era el caso del África colonial subsahariana: Abiyán, capital de Costa de Marfil, había pasado de los 200.000 habitantes de 1960 al millón de 1975, y Lagos, en Nigeria, de 350.000 a un millón. Abordar estas vertiginosas transformaciones planteaba todo un reto a los estudios urbanos. En un principio las afrontaron asimilándolas a los modelos y períodos occidentales,10 lo que les llevó a interpretar la radical inestabilidad de estas urbes como una etapa iniciática y transitoria derivada de la ruptura con la mentalidad de la aldea. El tic eurocéntrico de esta conclusión demostraba el desconocimiento de los verdaderos vectores que estaban dirigiendo el cambio urbano en el África subsahariana, donde prácticamente no existían ciudades antes de la colonización europea: sus megalópolis surgían de la nada, sin nostalgia por la Gemeinshaft y sin proyecto racionalizador. La antropología, cimentada sobre el dictado de que cada cultura debía juzgarse según sus propios valores y convenciones, podía ayudar a solventar estos prejuicios, eso sí, siempre que lograse salir del escollo en el que había quedado varada la Escuela de Chicago. Claude Lévi-Strauss lo recordaba en Tristes trópicos:11 las metodologías y categorías de análisis que la antropología social aplicaba a las

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sociedades tradicionales no eran trasladables a la ciudad. Las trabas eran evidentes: una etnia, una tribu o una aldea compartían lengua, religión y costumbres; es decir, conformaban un universo definido, coherente, semiautónomo y estático en el tiempo. Todo ello se diluía en la compleja, cambiante y conflictiva megalópolis, por lo que dichas metodologías no eran efectivas. Los antropólogos de la denominada Escuela de Manchester superarían este hándicap. Se habían formado en el Rhodes-Livingstone Institute de Lusaka (Zambia), fundado por el Ministerio de las Colonias británico en 1938 y dirigido por Max Gluckman, profesor de la University of Manchester. Su método, conocido como “análisis situacional”, fue desarrollado por Gluckman en “Analysis of Social Situation in Modern Zululand” y Closed Systems and Open Minds,12 así como por Edward Evans-Pritchard en Los Nuer.13 Su estrategia consistía en estudiar no la sociedad urbana en su conjunto, sino los sistemas que la componían, que eran relativamente autónomos. Eso sí, la megalópolis era una “estructura de tensiones” que se caracterizaba por la densidad, heterogeneidad y conflictividad de dichos sistemas, por lo que no se trataba tanto de buscar coherencias como de desvelar los puntos de fricción que se producían entre ellos. La Escuela de Manchester se adscribía así al pensamiento negativo: el tema de estudio de la antropología urbana debía ser el conflicto. Del análisis situacional derivó el network analysis. En Roles: An Introduction to the Study of Social Relations,14 Michael Banton desarrolló la “teoría de los roles”, según la cual toda sociedad era definible por un sistema de derechos y deberes sustentado sobre tres componentes: los roles asumidos por sus miembros (parentales, sexuales, religiosos, económicos, etc.), las reglas que los regían y sus interrelaciones. En una pequeña comunidad rural a cada persona se le asociaba un número muy limitado de roles (médico y padre, por ejemplo), pero en una sociedad urbana esa misma persona debía asumir una cantidad mucho mayor de funciones, de caracteres altamente indefinidos y en una dilatada cadena de relaciones. Sería Aidan Southall quien, en su texto “The Density of Role Relationships as an Universal Index

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of Urbanization”,15 sistematizaría el uso de la teoría de los roles, diferenciando entre los naturales —sexo, edad o parentesco— y los sociales. El network analysis conseguía así trasladar a las comunidades urbanas occidentales conceptos como “rito simbólico” o “red de intercambio cultural”, hasta entonces solo aplicados a grupos sociales tradicionales. La propuesta lanzada por Robert Park en The City llegaba a puerto. En 1972 se fundó la revista Urban Anthropology y en 1979 se creó en Estados Unidos la Society for Urban Anthropology. Había nacido la antropología urbana como disciplina.16 Este hecho fortaleció a los community studies, ya de por sí bastante tonificados por su sintonía con el existencialismo, lo que explica que las metodologías y contenidos de preguerra tuvieran continuidad hasta bien entrada la década de 1970. En el Reino Unido persistió el estilo moralista de Charles Booth, influenciando a no pocos investigadores del Center for Urban Studies del University College de Londres, fundado en 1958 y dirigido por Ruth Glass; en Estados Unidos se mantuvo el legado de la Escuela de Chicago, su modelo ecológico y la aproximación empírica. Respecto a los contenidos, los community studies siguieron centrando su atención sobre segmentos sociales relativamente coherentes y sencillos: los barrios obreros, los asentamientos étnicos y, por último, los suburbios de clase media y los centros históricos, las dos novedades de la etapa megalopolitana. Repasémoslos separadamente. En 1957 apareció Family and Kinship in East London,17 un bestseller escrito por los sociólogos Peter Willmott y Michael Young, fundador, este último, del Institute of Community Studies de Londres. Resonaban en él los ecos de los reformadores sociales británicos, reinterpretados según el ideario socialdemócrata del Partido Laborista británico.Young y Willmott hacían una romántica loa de la clase obrera, en la que presumían cándidas propensiones hacia todo lo comunitario. Una vez más, el caso de estudio elegido se encontraba en el East End londinense, más concretamente en Bethnal Green, donde los programas de limpieza de barriadas estaban forzando el desplazamiento de miles de personas. Los autores comparaban el antes

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y el después, detectando que los sentimientos de solidaridad que otrora abundaron en los densos núcleos demolidos habían sido eliminados en los nuevos conjuntos residenciales, territorios abonados para el anonimato. A ello se debía que, aunque las nuevas viviendas y los equipamientos de Greenleigh fueran infinitamente mejores, muchos de los desalojados añoraran sus hogares de Bethnal Green. Irrumpían así las primeras críticas a La Carta de Atenas.Young y Willmott avisaban: las complejas redes sociales que los programas de limpieza de barriadas estaban desmantelando serían muy difíciles de recomponer. El tiempo les daría la razón.18 El estudio de los asentamientos étnicos abrió la puerta de los community studies a la antropología urbana, una vía ya inaugurada por la Escuela de Chicago con su “antropología del gueto”. Las revueltas que estallaron en Estados Unidos en la década de 1960 —como la del distrito angelino de Watts (1965) o la de Detroit (1967)— dirigieron la mirada hacia un colectivo al que no se había prestado especial atención: los afroamericanos.19 En 1965 el sociólogo y político demócrata Daniel P. Moyniham escribió The Negro Family,20 un informe donde planteaba una espinosa pregunta: ¿por qué en las décadas previas, a pesar del reconocimiento de sus derechos civiles, la situación socioeconómica de la población negra había empeorado? Según Moyniham la clave estaba en la desintegración de las estructuras familiares: divorcios, hijos ilegítimos, madres solteras, etc., que se traducían en fracaso escolar, desempleo, cultura del subsidio y criminalidad. Este diagnóstico evidenciaba que el moralismo y el paternalismo de los reformadores sociales decimonónicos seguían presentes en la sociología urbana anglosajona. Sería un antropólogo, Oscar Lewis, quien pondría en cuestión estos prejuicios en La vida. Una familia puertorriqueña en la cultura de la pobreza,21 donde estudió los barrios puertorriqueños de Nueva York y constató todo lo contrario que Moyniham: la existencia de sólidas estructuras familiares que garantizaban una gran estabilidad vital. Lewis asoció las organizadas pautas de conducta de estos latinos a la existencia de una “cultura de la

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pobreza”, una lógica de vida basada en la respuesta y adaptación a las circunstancias adversas. La antropología urbana extendería esta revolucionaria tesis a las barriadas informales de Sudamérica. En el conocido estudio The Myth of Marginality,22 la socióloga Janice Perlman la verificó en las favelas de Río de Janeiro. Tampoco el perfil de sus habitantes era marginal: tenían trabajo, creían en la educación, estaban organizados, hacían uso de las instituciones públicas, etc.; en definitiva, compartían la visión del mundo propia de la clase media. Como decíamos, una de las novedades de los community studies de posguerra fue la reorientación de la mirada hacia el otro polo del espacio megalopolitano: suburbia, el refugio de la clase media blanca. El gran teórico de lo que se denominó “el estadounidense medio” fue William H. Whyte,23 autor de El hombre organización.24 Fiel a la tradición fisicodeterminista del Social Survey Movement, este urbanista y periodista pensaba que los suburbios condicionaban el carácter de sus residentes. De hecho, su conformismo social parecía reflejar la monotonía arquitectónica de las casas donde habitaban. Whyte exploró las pautas de comportamiento de la clase media blanca en uno de estos suburbios: Park Forest (Illinois), construido en 1947 y habitado por 30.000 personas, la mayoría de ellas matrimonios treintañeros. Unas delataban actitudes machistas (la vida social estaba en manos de las amas de casa) y otras prejuicios raciales (los residentes eran altamente intolerantes a la llegada de vecinos de raza negra). Estas actitudes advertían que, paradójicamente, la igualitaria megalópolis podía llegar a ser más segregacionista que la clasista metrópolis, dada la capacidad del modelo suburbano para alejar espacialmente a las distintas comunidades étnicas y sociales. Para constatar la veracidad de este diagnóstico, el sociólogo Herbert Gans se fue a vivir al suburbio por excelencia de la clase media estadounidense: Levittown. En 1967 escribió The Levittowners,25 libro en el que, paradójicamente, desmentía a Whyte. Según Gans, a igual edad y clase social, las formas de vida urbana y suburbana no eran tan diferentes. Los levittowners, en su inmensa mayoría

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matrimonios jóvenes de clase media y raza blanca, no eran ni especialmente apáticos ni especialmente adocenados ni especialmente individualistas. Más bien al contrario, mostraban una auténtica pasión por las actividades comunitarias. A esa misma conclusión había llegado, pocos años antes, el urbanista Melvin Webber. En el polémico artículo “The Urban Place and the Nonplace Urban Realm”,26 declaró que suburbia no era ni mejor ni peor que la ciudad compacta, tan solo diferente. Webber relacionaba sus problemas de segregación y desarticulación con la difusión de tecnologías como la televisión, que estaban socavando el espíritu comunitario que tradicionalmente había garantizado la cercanía espacial. Gans achacaba el error de Whyte al determinismo físico heredado del Social Survey Movement, a creer que la forma urbana implicaba una determinada manera de vivir. Este convencimiento, que había servido para demonizar el modelo suburbano, empujó a los community studies a dirigir su atención hacia su opuesto conceptual: los centros históricos, donde esperaban encontrar un concentrado de virtudes de las que carecía suburbia. En 1961 Jane Jacobs escribió Muerte y vida de las grandes ciudades,27 uno de los libros de estudios urbanos más influyentes de la segunda mitad del siglo xx. Esta periodista, editora de la revista Architectural Forum, denunció la incapacidad de los urbanistas para entender cómo eran y cómo funcionaban las “ciudades reales”. Atribuyó esa incompetencia al sustrato utopista que subsistía en su disciplina, puesto de manifiesto en la aspiración de doblegar el rico y complejo universo urbano con modelos teóricos tan universales como simplistas. Concretamente, apuntó a los dos que se estaban materializando en la segregada megalópolis: la ciudad jardín y la Ville Radieuse. Jacobs detectaba en su común animadversión hacia la calle corredor y su obsesión por la zonificación el mismo pensamiento autoritario y la misma ideología antiurbana. A la Ville Radieuse, además, la hacía responsable de la destrucción de Nueva York, la megalópolis donde vivía y a la que tanto amaba. No le faltaba razón. Por aquel entonces Robert Moses, coordinador

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de construcción municipal, acababa de aprobar un programa de urban renewal que preveía demoler amplias zonas de Manhattan, entre ellas el Greenwich Village, el barrio donde vivía Jacobs. Ante esta amenaza la periodista se reveló, y lo hizo apelando a la cotidianeidad de sus vecinos. En el libro hacía un melancólico repaso por su calle, Hudson Street: la tienda de delicatessen de Joe Cornacchia, la ferretería del señor Goldsmith, la lavandería del señor Halpert, el estanco del señor Slube, la taberna de Dylan Thomas... Al hacerlo, quería poner de manifiesto la importancia que las actividades cotidianas, y los espacios que las albergan, tienen en la existencia humana. Pero Jacobs fue más allá: según ella la vitalidad de Greenwich Village se debía a su elevada densidad (consideraba que lo deseable era de 500 a 750 habitantes/hectárea),28 a su multiplicidad de usos, que hacía que la gente estuviera en un mismo sitio a distintas horas y por distintas razones, a su diversidad, a la convivencia de bloques y casas de distintas épocas, etc.; en definitiva, a que era un trozo de ciudad tradicional. Dadas sus probadas ventajas sociales y espaciales, ¿por qué querían acabar con él? Jacobs se respondía a sí misma: porque los urbanistas megalopolitanos eran incapaces de entender “algo tan real”. Muerte y vida de las grandes ciudades se ganó el apoyo de la opinión pública estadounidense y contribuyó de forma decisiva a la paralización de la construcción de una autopista que hubiera arrasado gran parte de Greenwich Village, al bloqueo de la “renovación” del barrio de Harlem y a la protección del SoHo. Era el principio del fin de los programas de urban renewal. El éxito arrollador del mensaje de Jacobs extendió la puesta en valor de la ciudad histórica por los community studies. El sociólogo Richard Sennett coincidía con ella en dos aspectos: que el urbanismo iluminista, con su obsesión por la zonificación, desactivaba la diversidad y la creatividad, y que la dispersa y uniforme suburbia era excluyente, mientras que los núcleos densos y complejos socializaban. En Vida urbana e identidad personal: los usos del orden,29 Sennett avanzó planteamientos verdaderamente novedosos para el momento, como que en las sociedades urbanas con un alto nivel de desarrollo, las “sociedades posrevolucionarias”,

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los ciudadanos aceptaban determinados grados de anarquía y desorden, incluso de peligrosidad. Esta capacidad para coexistir con el conflicto dinamizaba la tolerancia hacia el “otro” y favorecía la convivencia.30 Veinte años después, en La conciencia del ojo,31 Sennett denominaría a esos entornos imperfectos y no planificados “ciudades dionisíacas”, postulándolos como alternativos al impoluto e inmaculado “mundo de Apolo” suburbano, refugio de los miedos y obsesiones del “estadounidense medio”. Curiosamente, los alegatos marcadamente románticos de Jacobs y Sennett se produjeron en un momento en que comenzaban a expandirse por las ciencias sociales aproximaciones inequívocamente iluministas. Este cambio de sensibilidad vino espoleado por una serie de fenómenos que se iniciaron en la década de 1960. Destacaba, como ocurrió en el caso de la antropología urbana, la inusitada dimensión demográfica de la megalópolis: en 1950 Nueva York había superado los doce millones de habitantes, Londres los ocho, Tokio los siete y París los seis. Como puso de manifiesto Jean Gottmann en su libro Megalopolis, la transformación territorial derivada de este hecho era enorme. A pesar de ello, y aunque resulte paradójico, la geografía urbana optó por despreocuparse de la crisis medioambiental en ciernes para embarcarse en una deriva neopositivista impermeable a todo compromiso ético. Su objetivo era colaborar con la planificación urbanística socialdemócrata justificando técnicamente sus políticas. La “teoría del filtrado”, por ejemplo, vino a avalar el modelo suburbano y los programas de urban renewal. Según ella, la bajada de precio que experimentaban las viviendas que las clases medias y altas abandonaban en su éxodo hacia suburbia posibilitaba su compra por parte de familias obreras, que conseguían así mejorar sus condiciones habitacionales. Este proceso se repetía en una secuencia descendente en la escala salarial: los apartamentos que dejaban libres las familias obreras eran ocupados por otras que estaban en peores condiciones y así sucesivamente, lo que culminaba en el desalojo de las viviendas más degradadas, que podían entonces ser demolidas. En definitiva, la urbanización de la periferia repercutía

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en la mejora de las condiciones de vida de toda la población. Era la “justicia natural” del mercado de la vivienda megalopolitano.32 También la sociología urbana fue presa del arrebato neopositivista. En este caso, el abandono de la ética y lo cualitativo se tradujo en el desplazamiento del foco de interés de los contenidos a las metodologías de análisis. El “análisis de áreas sociales” y la “ecología factorial” fueron buenos ejemplos de ello. El primero había sido desarrollado con anterioridad por Eshref Shevsky y Wendell Bell, sociólogos de la Stanford University. En su libro Social Area Analysis33 expusieron lo que en realidad no era más que una decantación de los aspectos meramente cuantitativos de las hipótesis de la Escuela de Chicago. Shevsky y Bell coincidían con esta en que lo que distinguía a las distintas áreas urbanas era el nivel socioeconómico, la raza y el estilo de vida de sus habitantes.34 Para medir ese grado de diferenciación crearon tres indicadores: estatus socioeconómico (desempleo, nivel educativo, valor de la vivienda), estatus familiar o estilo de vida (tasa de fertilidad, índice de ocupación femenina, número de casas unifamiliares) y estatus étnico (raza y nacionalidad). De la combinación de los tres resultaron 32 tipos de áreas urbanas. A mediados de la década de 1960, y gracias a la aparición de las calculadoras electrónicas y el análisis estadístico, el análisis de áreas sociales multiplicó escalarmente la cantidad y variedad de los datos empíricos que alimentaban sus indicadores, datos que eran de muy diversa naturaleza y cuya importancia, por tanto, había de ser calibrada por índices factoriales. Así nació la “ecología factorial”, un método de análisis que se extendió por las ciencias sociales.

La revisión neomarxista: denuncia del urbanismo socialdemócrata y reclamo del “derecho a la ciudad” La alternativa a la sociología y la geografía urbanas anglosajonas se fraguó al amparo del neomarxismo, que recondujo los presupuestos del marxismo ortodoxo hacia los intereses del existencialismo.

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En un primer momento esta revisión estuvo liderada por los filósofos de la Escuela de Fráncfort (Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Theodor Adorno, etc.), que reaccionaban así a los desmanes cometidos por el comunismo soviético en la posguerra. Según Marcuse, el capitalismo había construido la “falsa conciencia” de que la pobreza, el desempleo o la desigualdad eran necesarios utilizando mitos y símbolos. Para desenmascarar esta superestructura, el pensamiento crítico debía superar su obsesión por la política y la economía y acercarse a la cultura. Disciplinas como la psicología, la antropología o la sociología podían ayudar en ello. Esta senda ya había sido explorada por Walter Benjamin en el período de entreguerras. Este filósofo excepcional diluyó la esencia racionalista del marxismo decimonónico con técnicas psicoanalíticas. Su Libro de los pasajes35 tenía por objeto desvelar la “prehistoria de la modernidad”, que Benjamin intuía en los pasajes parisinos del primer tercio de siglo xix. En su opinión, la ciudad era un bosque plagado de fábulas y alegorías, un universo susceptible de ser interpretado desde múltiples puntos de vista, muchos de ellos irracionales. A fin de sustraerla del mistificado encuadre donde estaba atrapada, recurrió a tres tipos humanos: al arqueólogo, para descifrar los sueños y fantasías colectivas; al coleccionista, para separar los objetos de sus funciones originarias y relacionarlos con otros afines; y al flâneur, la figura que deambulaba por los pasajes descrita por Charles Baudelaire, para rastrear el punto de partida de la investigación. Tras la II Guerra Mundial, la Escuela de Fráncfort descubrió la operatividad del proyecto de Benjamin y comenzó a difundirlo por las ciencias sociales. Entre los que lo adoptaron destacó la Internacional Situacionista, fundada en 1957 por un grupo de intelectuales franceses dispuestos a explotar el potencial político que intuían en el psicoanálisis y el surrealismo. Su miembro más reconocido fue el filósofo Guy Debord, padre de la psicogeografía, una especie de geografía social de la ciudad que tamizaba las situaciones urbanas a través de filtros emocionales. Como instrumento de análisis utilizaba la técnica de la deriva, que consistía en recorrer megalópolis de

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manera azarosa pero siguiendo reglas predeterminadas y de raíz surrealista, como el deambular por el macizo del Harz consultando un plano de Londres. En 1957 Debord publicó la Guide psychogeographique de Paris,36 donde representó sus derivas por barrios obreros como Le Marais, distritos históricos en los que aún persistían lo real y lo espontáneo por haber escapado a los proyectos urbanísticos del general De Gaulle. La guía —unos fragmentos de planos unidos entre sí por flechas que describían el sentido de las derivas— esbozaba una ciudad desordenada y extraña, casi perturbadora. La reivindicación de los centros históricos no era el único punto de encuentro de la sociología anglosajona y la neomarxista, sino que también compartían la fijación por el ciudadano corriente. En la década de 1960 sus gustos y preferencias se plasmaban en la cultura de masas, inspirada por la forma de vida de la clase media pero que el cine y la televisión habían expandido por todos los segmentos del igualitario arco social megalopolitano. Debord se propuso intelectualizarla en La sociedad del espectáculo,37 donde denunció que la cultura estaba siendo transformada en un producto de consumo. Aun así, su intención era utilizarla, o más concretamente distorsionarla, con fines revolucionarios, un acto subversivo que denominó detournement. La izquierda francesa descubría el filón de la semiotización de la cultura de masas, el mismo que el arte pop llevaba más de una década explotando. La tercera obsesión de los situacionistas era el urbanismo, ante el cual mantenían una posición diametralmente opuesta a la de la geografía neopositivista. Rechazaban que se tratara de una disciplina puramente técnica. Su supuesta neutralidad y objetividad no era más que una patraña forjada por las administraciones socialdemócratas para permitir que los “jefes de equipo” tomasen decisiones sin consultar con los ciudadanos.38 El marxismo, en cambio, siempre defendió que el urbanismo era una acción política. La Carta de Atenas ocultaba estrategias de clase: reservar las áreas centrales a las élites productivas y segregar a los distintos grupos sociales en la periferia, donde eran confinados en conjuntos residenciales cualitativamente

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diferenciados y espacialmente distanciados.Y no acababa ahí su papel instrumental. En 1967 el filósofo belga Raoul Vaneigem escribió el Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones,39 donde denunció que, al igual que había ocurrido con la cultura, también la cotidianeidad de la gente estaba siendo empaquetada como un producto de masas. El urbanismo iluminista, altamente reglado y estandarizado, contribuía a esta tarea bloqueando lo diverso, lo individual, lo espontáneo, lo imaginativo. Frente a la zonificación funcional de La Carta de Atenas, que usaba elementos “duros” (muros, infraestructuras, etc.) para fragmentar las megalópolis en unidades abstractas fácilmente reproducibles, los situacionistas exigían implementar “elementos blandos” (luz, sonido, actividad) que conformaran entornos continuos y pintorescos, las unités d’ambiance. Hasta el 10 de mayo de 1968 los autores de estas propuestas permanecieron enclaustrados en los garitos frecuentados por la progresía artística francesa. La revuelta parisina les abriría las puertas de todos los ámbitos del saber. La sociología urbana neomarxista pasó entonces a ensañarse con el cientifismo neopositivista, al que reprobaba haber despreciado las cuestiones que condicionaban el día a día de la gente: la percepción de la ciudad, los prejuicios raciales, las barreras culturales, etc. Los abanderados de esta postura fueron un grupo de profesionales agrupados en torno a la revista Espaces et Societés y liderados por Henri Lefebvre, profesor de la Université Paris X Nanterre. Aunque instruido en la dialéctica marxista, este cultivado humanista condenaba la comprensión de la ciudad como un objeto cuantificable y calculable, algo que consideraba autoritario, dogmático y simplificador. Lefebvre detectaba ambiciones similares en el estructuralismo, en este caso por su base racional mecanicista. Como alternativa a ambos abogaba por la especulación, por una “orientación que abre caminos y descubre un horizonte”.40 Inauguraba así una línea de pensamiento marxista no racionalista que se orientó en dos direcciones estrechamente vinculadas: la denuncia del urbanismo socialdemócrata y la reivindicación de la primacía del espacio sobre el tiempo.

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Esta última cuestión apuntaba hacia un cambio de paradigma. Como hemos visto en el capítulo anterior, el análisis urbano marxista se había conformado con una metodología histórica comparativa que consideraba la forma como un subproducto. Michael Foucault cuestionó este punto de partida, defendiendo que la megalópolis pertenecía a la época del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”. En “Espacios otros”,41 este filósofo, sociólogo e historiador propuso un término que haría fortuna en las siguientes décadas: heterotopía. El cuerpo humano, el elemento a través del cual se producía la socialización, existía en un espacio que no era neutro, sino represivo y manipulado por el poder. Para liberarse de él era necesario crear “espacios otros”, heterotopías donde los valores culturales dominantes fueran contestados con códigos alternativos. Lefebvre defendió su crítica radical al urbanismo y su apuesta por la espacialidad en su trilogía Critique de la vie quotidienne.42 Tras considerar que los tres fundamentos de la ciudad eran función, forma y estructura y reconocer que, por sí solo, ninguno de ellos bastaba para definirla, destacó el papel del segundo que, al definir la distancia que separaba las acciones humanas, determinaba las relaciones sociales. El mecanismo planificador de las formas que contenían a los “seres marioneta” de la megalópolis era el urbanismo. Lefebvre ponía así de manifiesto su desconfianza en las instituciones democráticas del Estado del bienestar, multitudinariamente refrendada en Mayo del 68. En El derecho a la ciudad43 hizo explícita esta denuncia, reclamando el derecho de los ciudadanos a recuperar el control de las formas urbanas que envolvían su cotidianeidad. Confiaba en que impulsaran un proceso de apropiación del espacio abstracto generado por La Carta de Atenas, para reformularlo como un “espacio diferencial” donde emergieran las alteridades que esta trató de ocultar. Lefebvre lo imaginaba como una “unidad de ambiente” donde centro histórico y suburbia, lo público y lo privado, se habrían fusionado en un continuum global. En La revolución urbana detectó la puesta en marcha

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de este proceso en la desbordante expansión suburbana de la megalópolis, que interpretó como la entrada en una “fase crítica” que conducía a la desaparición del territorio y la generalización de la ciudad. Tal como habían pronosticado Lewis Mumford, Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, el destino último era la urbanización total del planeta, la trasformación de la humanidad en una “sociedad urbana”. Lefebvre cuadró su reivindicación de la espacialidad en la que muchos consideran su obra maestra, La producción del espacio,44 donde asoció la supervivencia del capitalismo a la producción de espacios que enmascarasen la realidad, una labor confiada al urbanismo. Cada fase del sistema económico había generado su propio tipo de espacio, y el del Estado del bienestar era el espacio abstracto de La Carta de Atenas. La conclusión era: el urbanismo es un productor de espacios políticos, un postulado que Edward W. Soja consideró como “el punto de partida del tránsito hacia la posmodernidad”.45

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LA MEGALÓPOLIS DE LOS HISTORIADORES: HAROLD J. DYOS, COLIN ROWE, MANFREDO TAFURI Cerrábamos el apartado dedicado a “La metrópolis de los historiadores” destacando la obra cumbre de Lewis Mumford, La cultura de las ciudades. En 1961 apareció su emblemático estudio La ciudad en la historia, con el que pretendía reemplazarla. En esta obra, Mumford amplió el recorrido histórico a Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma, lo que le permitió introducir en la narración una serie de figuras que entendía que habían estado presentes en el germen de la ciudad, permaneciendo en el inconsciente colectivo de sus habitantes y manifestándose de maneras diversas en su evolución posterior, una interpretación casi psicoanalítica de la historia urbana. Pero lo que convirtió a La ciudad en la historia en uno de los libros de arquitectura más vendidos del siglo xx fue su crítica radical al devenir del modelo suburbano desde la década de 1920, cuando Unwin lo codificó como suburbio jardín y la expansión del automóvil lo esparció por doquier. Para Mumford, la suburbia de la década de 1950 se había convertido en la “anticiudad”, fragmentos monofuncionales sin forma ni densidad que servían de alojamiento a seres encapsulados carentes de vida pública. Inmediatamente después de su publicación, La ciudad en la historia se convirtió en referencia obligada de los arquitectos. Los historiadores, en cambio, lo recibieron con reticencias, disconformes con su marcado sesgo ideológico y la maraña de fuentes que lo alimentaban desde áreas de conocimiento que, en la década de 1960, estaban en proceso de diferenciación. En realidad, este libro cerraba la fase parvularia de la historia urbana, la de la indefinición disciplinar, cuando todavía eran posibles las interpretaciones personales. A partir de entonces, figuras como la de Lewis Mumford, alérgicas a los academicismos, serían consideradas extravagantes. 96

No es de extrañar que en este ambiente proclive al rigor el proceso de conformación disciplinar de la historia urbana culminara encumbrando los enfoques racionalistas de las dos versiones ideológicas del iluminismo. Anglosajones y franceses optaron por el positivismo, que aplicaron a la economía, la sociología y la geografía; los italianos se decantaron por el pensamiento crítico, por el que filtraron la arquitectura y el urbanismo.

La apuesta positivista por la multidisciplinariedad La consolidación final de la historia urbana como disciplina la encabezaron grupos de investigación universitarios y se articuló a través de congresos. En Estados Unidos destacó el convocado en 1961 por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y la Harvard University, del que resultó The Historian and the City.46 En el Reino Unido se celebró la Conferencia de Historiadores Urbanos, organizada en 1966 por el Urban History Group de la University of Leicester, dirigido por Harold J. Dyos. Sus conclusiones se publicaron en The Study of Urban History.47 En estos congresos se constató que la historia urbana seguía sin contar con una base científica rigurosa, objetivo que fue apuntado como prioritario para el futuro inmediato. A él se aplicaron los historiadores positivistas, que mostraron su insatisfacción con los tanteos realizados en el período de entreguerras. Criticaban, especialmente, el abordaje de contenidos individualizantes con la metodología evolucionista, una combinación que había animado a concluir teorías universales a partir del estudio de casos específicos. Para evitar estos saltos en el vacío, reclamaban recuperar los contenidos generalizantes y el análisis comparativo, es decir, rastrear valores urbanos trascendentes a partir del cotejo de ejemplos diversos. Anglosajones y franceses se pusieron a ello, pero procediendo de maneras diferentes: los primeros confirmaron su alianza con la historia económica y social y los segundos se apoyaron en la sociología y la geografía.

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En Estados Unidos esta tarea la lideró Gideon Sjoberg, un erudito humanista admirador de Max Weber, que en The Preindustrial City48 aplicó el análisis comparativo a instituciones como la familia, las clases sociales o el matrimonio, estableciendo tres fases en la evolución de la organización de la sociedad: la preurbana, la feudal y la industrial. En el Reino Unido destacó el papel del historiador Asa Briggs, autor de Victorian Cities.49 Aunque centró sus estudios en la época victoriana, empleó el análisis comparativo con ciudades de diferente escala, localización y economía (Manchester, Leeds, Londres, Melbourne, etc.). Su voluntad de romper con la singladura prebélica era evidente; de hecho, concluyó desmintiendo la imagen miserable que Mumford había propagado de la era del carbón. Sin embargo, Briggs continuó utilizando la historia urbana para estudiar cuestiones socioeconómicas (ingresos, empleo, administración municipal, etc.), aunque dando cabida a algunas de carácter cultural (prestigio social, relaciones intergrupales, etc.). Y es que ni Sjoberg ni Briggs cuestionaron el papel vicario que la historia urbana anglosajona había desempeñado con respecto a la historia económica y social. Fue Harold J. Dyos quien reivindicó un cierto grado de autonomía. Su objetivo no era la secesión total, sino que los historiadores interesados por la ciudad unificaran temas y metodologías. A diferencia de lo que había ocurrido en la etapa metropolitana, la opción que planteó no apuntaba hacia la morfología urbana, un campo de conocimiento que los historiadores británicos asociaban con los geógrafos. En Victorian Suburb50 puso el énfasis en la dimensión constructiva, en los maestros de obra, en los promotores…; en definitiva, en los factores económicos que habían determinado la expansión de la metrópolis, demostración de que Dyos, profesor de Historia de la Economía en la University of Leicester, no estaba dispuesto a prescindir de la historia económica y social. De ella aprendió que las ciudades resultaban de procesos históricos prolongados y trascendentes. Para estudiarlos, la historia urbana debía concatenar casos individuales en una narración lineal y universal; es decir, utilizar el análisis comparativo para construir

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un discurso generalizante. Esta interconexión de procesos y lugares requería dos niveles de análisis: el de las relaciones entre el espacio urbano y la sociedad que lo habitaba y el del papel de las ciudades en la historia de la humanidad. En Francia, la fase final de la definición disciplinar de la historia urbana la lideró la Escuela de los Anales, fundada en 1929 en torno a la revista Annales d’Histoire Économique et Sociale. Sus directores, Marc Bloch y Lucien Febvre, predicaban la interdisciplinariedad, alegando el enorme impacto que la ciudad tenía en la economía, la sociedad, la cultura, el pensamiento, etc. También defendían una historia urbana de “larga duración”. En El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II,51 el historiador Fernand Braudel estableció tres niveles de análisis que la Escuela de los Anales hizo suyos: el de la relación del hombre con la geografía y el medio, una “historia casi inmóvil”; el de las estructuras (grupos sociales, economía, estados, civilizaciones, etc.), una “historia lenta”; y el de los individuos, una “historia de los acontecimientos” superficial y efímera. Según Braudel, este último nivel no afectaba a la larga duración de la forma urbana, por lo que la historia debía centrarse en el primero y el segundo. Ello explica la importancia que los Anales concedió a la geografía y las ciencias sociales, soportes analíticos de los dos primeros. Al apostar por la interdisciplinariedad, la historiografía urbana francesa asumía el legado de su padre fundador, Marcel Poëte. No hizo lo mismo en cuestiones metodológicas, ya que optó por el análisis comparativo frente al evolucionismo, al que consideraba poco científico.52 El problema era cómo categorizar. Las posibilidades eran múltiples: según ideologías (ciudad socialista, despótica, etc.), según modos de producción (ciudad feudal, capitalista, etc.), según áreas geográficas (ciudad asiática, americana, etc.), según morfologías (ciudad ortogonal, radiocéntrica, etc.), según etapas (ciudad antigua, medieval, etc.), según funciones (ciudad mercantil, administrativa, etc.)...53 La elección dependía de los intereses del autor, lo que ponía en evidencia que el análisis comparativo adolecía de la misma tendencia a la arbitrariedad que el evolucionismo.

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A comienzos de 1970 el proceso de definición disciplinar de la historia urbana podía darse por concluido. Los historiadores decidieron entonces ponerla a disposición de sociólogos y arquitectos en su lucha contra los programas de urban renewal y en pro de la ciudad histórica. Para acometer esta tarea, la misma que asumieron los historiadores del arte en la etapa metropolitana, ampliaron su ya de por sí dilatado perfil interdisciplinar con nuevas fuentes del saber. El filósofo de la historia Arnold J. Toynbee, por ejemplo, se inspiró en la equística, una ciencia que trataremos en el próximo apartado. En Ciudades en marcha54 elaboró una serie de tipos urbanos (ciudades Estado, ciudades capitales, ciudades sagradas, ciudades mecanizadas y ciudad mundo) con los que rastreó el desvanecimiento de los valores cívicos en la megalópolis. Otros, como el historiador de la arquitectura Joseph Rykwert, se interesaron por la antropología y la semiótica. En La idea de ciudad,55 este autor sustentó su crítica a La Carta de Atenas en la contraposición del simplista isotropismo lecorbusierano con la riqueza de significados de la urbs romana, morfológicamente vinculada con el cosmos por una maraña de ritos y símbolos.56 Pero la más emblemática de las historias urbanas comprometidas con la defensa de la ciudad tradicional fue Ciudad collage,57 escrita por el historiador Colin Rowe y el arquitecto Fred Koetter. La estructura del libro recordaba al emblemático Introducción al urbanismo58 de Marcel Poëte: tan solo la primera parte era un estudio histórico, concretamente de las utopías urbanas desde la Antigüedad al movimiento moderno; la segunda era una propuesta de análisis y diseño urbanos dirigida a arquitectos y urbanistas. Para definirla, Rowe y Koetter buscaron amparo en la psicología del arte, más específicamente en la teoría de la Gestalt, de la que adoptaron el método dialéctico entre fondo y figura, basado en la confrontación de conceptos antinómicos (lleno y vacío, articulación y aislamiento, etc.).59 Esta estrategia derivó en un pulso entre la ciudad histórica y la moderna que se resolvió con una prescripción de diseño urbano claramente favorable a la primera: los edificios no debían proyectarse

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como objetos aislados para ser vistos desde el automóvil, sino como fondo de espacios públicos a escala de observación del peatón. Rowe, que acusaba al urbanismo iluminista de estar destruyendo la megalópolis, abogaba por retornar a la calle corredor, a vías y plazas diseñadas como “habitaciones sin techo”. Ciudad collage fue un libro visionario. Trasladó a la historia, el análisis y el diseño urbanos el interés por lo complejo y lo incompleto. Rowe apelaba a entender la ciudad como un patchwork de piezas que podían convivir entre sí. Con esta defensa de la colisión y el fragmento daba el primer paso hacia el reconocimiento de la megalópolis como un ente impuro. Tal como había ocurrido con la sociología urbana, también la historia urbana se asomaba al abismo de la posmodernidad.

La “crítica de clase” italiana: de la historia de la arquitectura a la historia del urbanismo Como vimos en el capítulo anterior, la historia urbana marxista también se gestó en el caldo de cultivo de la historia económica y social. El papel vicario que sus fundadores atribuyeron a la evolución de la ciudad con respecto a los acontecimientos socioeconómicos respondía a la premisa de la superestructura como hecho previo a la morfología. Los historiadores positivistas, que se cocieron en ese mismo caldo, les acusaron de falta de neutralidad, de estar condicionados por directrices ideológicas. A este reproche respondió un grupo de arquitectos italianos, convencidos de que la versión marxista de la historia urbana también podía sustentarse sobre bases científicas. Si para alcanzar este mismo objetivo los historiadores positivistas habían apostado por una multidisciplinariedad que se abría hacia cada vez más campos de conocimiento, ellos decidieron hacer todo lo contrario: limitarse a las fuentes estrictamente disciplinares. Su referente sería la historia de la arquitectura, que tradicionalmente había priorizado los componentes físicos sobre los humanos.

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Esta fue la empresa enunciada por Manfredo Tafuri en Teorías e historia de la arquitectura,60 un texto que revolucionó el pensamiento crítico. Según Tafuri, incluso el abanico metodológico utilizado por la historia estaba cubierto por un velo ideológico. Levantarlo exigía rigor intelectual, una crítica que reasumiera la tarea que le era propia: la diagnosis histórica objetiva y sin prejuicios. Así fue definida la “crítica de clase”, un compromiso moral empapado de pensamiento negativo. Consciente de que las estructuras capitalistas eran sólidas, Tafuri conminó a la historia a distanciarse de ellas y limitarse a denunciarlas, renunciando a transformar una realidad que consideraba irreversible. No había otra opción. En unos artículos publicados en la revista Contropiano,61 Tafuri puso en evidencia que incluso la izquierda política europea se había plegado a los dictados del capitalismo monopolista. En La ciudad americana: de la guerra civil al New Deal,62 escrito con Giorgio Ciucci, Francesco Dal Co y Mario Manieri Elia, verificó esta misma hipótesis en la ciudad americana. La conclusión era: durante la etapa metropolitana el arquitecto moderno se prestó a ser utilizado en la implementación del proyecto de racionalización. Las élites político-económicas le encomendaron ejercer como “ideólogo de la sociedad”: por un lado, debía convencerla de la necesidad “objetiva” de una metrópolis que Tafuri denunciaba como negocio y gran máquina productiva; por otro, debía maquillar esa ciudad segregada, injusta y sin valores. Para esto último, utilizó dos estrategias complementarias: estetizar el caos y el fragmento, una tarea confiada a la arquitectura de vanguardia, y recomponer la metrópolis como si de un todo orgánico y unitario se tratara, función que recaía en el planeamiento urbanístico. La crítica de clase tafuriana puso las bases de una historia urbana que se declaraba disciplinarmente autosuficiente. Pero en realidad, la historia urbana nunca se habría podido liberar de la dependencia de la historia económica y social si no hubiera contado con el concurso de la teoría urbanística, un campo de conocimiento aún más autónomo de los factores extradisciplinares que la historia de

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la arquitectura. De esta conjunción estelar nació la historia del urbanismo, que ya había sido ensayada por Marcel Poëte en Introducción al urbanismo. Uno de sus textos fundamentales fue Orígenes del urbanismo moderno,63 de Leonardo Benevolo, que situaba el nacimiento del urbanismo en el siglo xix, coincidiendo con la irrupción de la metrópolis monopolista, una tesis tan solo cuestionada recientemente por algunos historiadores, que lo sitúan en el siglo xvi. Benevolo fue acusado de esquematismo. Por un lado, reducía el complejo panorama urbanístico decimonónico a dos tendencias contrapuestas: la de los utopistas, que aspiraban a transformar la sociedad, y la de los técnicos funcionarios, que colaboraban con el sistema. Por otro, identificaba urbanismo y política, sin conceder al primero ninguna autonomía. La brecha abierta por Benevolo fue inmediatamente sondeada por otros arquitectos, que abandonaron el nicho ideológico marxista que había servido de cuna a la historia del urbanismo. En Estados Unidos destacó John Reps y su The Making of Urban America;64 en España, Fernando Terán con Ciudad y urbanización en el mundo actual.65 Sin embargo, ninguno de estos libros tuvo el impacto de El urbanismo. Utopías y realidades.66 Su autora, la crítica de arte Françoise Choay, coincidía con Benevolo en datar el nacimiento de la disciplina en el siglo xix, periodizando su evolución en preurbanismo y urbanismo. Para analizar ambas etapas estableció dos modelos que funcionaban como categorías historiográficas: el progresista y el culturalista. La base intelectual del primero era claramente iluminista y partía del convencimiento de que los ciudadanos eran “seres tipo” deducibles científicamente a partir de sus necesidades biológicas, lo que permitía aplicarles teorías universales. Este modelo se orientaba hacia el futuro y estaba dominado por la idea de progreso, confiando a la ciencia y la técnica la resolución de los problemas de la ciudad. El modelo culturalista, en cambio, era esencialmente romántico y estaba inspirado en el mito de la comunidad, donde los individuos no eran tipos, sino seres únicos e irrepetibles; su tendencia natural, por tanto, apuntaba al empirismo. Al considerar que las necesidades

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materiales de las personas eran subsidiarias de las espirituales, su referente era cultural.67 La década dorada de la historia del urbanismo fue la de 1970. A la madurez de la obra de Benevolo se sumó la aportación de Paolo Sica, autor de la trilogía Historia del urbanismo,68 una investigación sobre la conformación disciplinar del urbanismo en la época de la industrialización (siglos xviii, xix y xx) que retomó preceptos típicamente marxistas: la proyección de la lógica del capitalismo industrial sobre la ciudad, las relaciones entre estructura y superestructura, etc. La historia del urbanismo retornaba así a su regazo ideológico.

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LA MEGALÓPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: JOSEP LLUÍS SERT, KEVIN LYNCH, ALDO ROSSI La historia fue muy cruel con La Carta de Atenas: el texto donde desembocaron décadas de reflexión sobre la ciudad industrial se publicó en 1943, en los estertores del capitalismo monopolista. El desconcierto que generó la coincidencia de este documento recién gestado con la puesta en crisis del paradigma de pensamiento que lo alumbraba extendió un convencimiento: la necesidad de reformarlo, de adecuarlo a unos tiempos donde primaban sensibilidades opuestas al racionalismo productivista que lo había inspirado. En un principio, los arquitectos iluministas acometieron esta revisión guiados por dictados claramente románticos, pero fue un camino de ida y vuelta, ya que en la década de 1960, acuciados por un aluvión de nuevos problemas, optaron por recuperar las esencias del iluminismo. La teoría y el diseño urbanos superaron el reparo hacia la tecnología, si bien el neomarxismo les animó a seguir cortejando los ideales románticos. El urbanismo, en cambio, se reorientó en la dirección ideológicamente contraria, hacia el neopositivismo. A pesar de que siempre denostaron La Carta de Atenas, también los arquitectos románticos hubieron de someterse a la autocrítica, en este caso por la suburbia megalopolitana, el aberrante magma territorial en que había degenerado el modelo de Ebenezer Howard. En este ejercicio se decantaron dos actitudes: unos continuaron explotando sus dos mitos tradicionales, ciudad histórica y paisaje, donde descubrieron un filón existencialista, mientras que otros se sumaron a un movimiento antisistema que acabaría poniendo en crisis las bases disciplinares del urbanismo. Ambos coincidían en reconocer al ciudadano como protagonista indiscutible de la megalópolis. 105

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La crisis iluminista: de la reforma existencialista al retorno del cientifismo Los padres de la teoría urbana iluminista cerraron la etapa metropolitana con una serie de textos escritos durante la II Guerra Mundial y los años siguientes. Su objetivo era institucionalizar La Carta de Atenas. En The New City. Principles of Planning,69 Ludwig Hilberseimer desarrolló los principios técnicos que sustentaban la nueva ciudad: densidad, altura, zonificación funcional, orientación solar, tipología edificatoria, etc. La principal novedad aportada por este libro tenía que ver con su inmersión en el debate estadounidense, país de exilio del autor. Para afrontar la escala territorial, Hilberseimer diseñó unas unidades de asentamiento en espina asociadas a las redes de autopistas. También Le Corbusier hizo un hueco a los postulados del planeamiento regional, que él descubrió en 1935, cuando realizó su primera visita a Nueva York. Este viaje trajo consigo un cambio de orientación en su discurso, que viró hacia la cuestión de la ciudad territorio. Coincidía con Frank Lloyd Wright en pronosticar que la megalópolis se disolvería en el paisaje hasta conformar un unicum de escala planetaria, algo disuelto, inconcluso e invisible que no se reconocería por su forma, sino por su malla de interactuaciones. Él lo imaginaba como un ensamblaje de unidades funcionales y piezas arquitectónicas. De las primeras se ocupó en El urbanismo de los tres establecimientos humanos,70 donde, continuando su tradición racionalista, definió tres modelos urbanos: ciudades radiocéntricas de intercambios (la Ciudad contemporánea de tres millones de habitantes y la Ville Radieuse podían considerarse como tales); ciudades lineales industriales que enlazarían las anteriores siguiendo ejes infraestructurales, una clara referencia a Arturo Soria y Mata; y unidades agrícolas. Las siete vías que articularían dicha malla, y que fueron concretadas en el texto “L’Urbanisme et la règle des 7V (Voies de circulation)”,71 tenían distinta dimensión y estaban

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asociadas a diferentes medios de transporte. Sobre la retícula definida por ellas se autogenerarían las Unités d’Habitation, un modelo residencial que Le Corbusier calificaba como “ciudad jardín vertical”: zonas verdes y de recreo en la cubierta, equipamientos colectivos en las plantas intermedias y viviendas para entre 1.500 y 2.500 personas en el resto. El maestro francés volvía a coquetear con la sensibilidad romántica, en este caso para alimentar la aspiración iluminista de implantar un orden cartesiano sobre el globo terráqueo. No se trataba de un escarceo esporádico. Con la síntesis de los postulados de La Carta de Atenas y el planeamiento regional pretendía involucrar a iluminismo y romanticismo en un proyecto común. Josep Lluís Sert, su joven discípulo y estrecho colaborador, propuso esta alianza en Can Our Cities Survive?,72 donde estructuró en cinco categorías las propuestas formuladas en los dos CIAM previos a la guerra: cuatro procedían de La Carta de Atenas (vivienda, ocio, trabajo y transporte) y la quinta era la planificación regional. En estos términos contaminados recibió su herencia la “segunda generación” de arquitectos iluministas, a la que le tocó transitar por territorios verdaderamente escarpados. Conscientes de la sintonía del ambiente donde se movían con los postulados románticos, estos jóvenes trazaron un plan de ruta cuyo objetivo era humanizar la ciudad. Ello suponía sacrificar algunos de sus dogmas fundacionales e incorporar cuestiones hasta entonces desatendidas, y el espacio público era una de ellas. Lewis Mumford se negó a escribir el prólogo de Can Our Cities Survive? porque estaba en desacuerdo con La Carta de Atenas, en la que echaba de menos una “quinta función”: la cultural. En “The Human Scale in City Planning”,73 Sert, a quien le afectó mucho esa crítica, propuso ubicarla en el “centro cívico”, un nuevo tipo de espacio urbano destinado al encuentro ciudadano. El arquitecto catalán lo imaginaba como una zona peatonal donde se concentrarían “las más nobles actividades humanas”: universidades, museos, salas de conciertos, teatros, estadios, etc., y monumentos, otro de los grandes olvidados del iluminismo. El primer paso hacia

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la reconciliación con estos últimos lo dieron Sigfried Giedion, Josep Lluís Sert y Fernand Léger en el ensayo “Nueve puntos sobre la monumentalidad”,74 donde reconocían la necesidad de responder a los requisitos representativos y referenciales de la “vida emocional de la comunidad”. Eso sí, en el artículo “The Need for a New Monumentality”,75 Giedion puntualizaba que se trataba de una “nueva monumentalidad”, la que él intuía en las obras de Pablo Picasso, Fernand Léger o Joan Miró. Esta puntualización estilística era muy reveladora. La desatención al espacio público y la monumentalidad se había debido en gran parte a que los arquitectos iluministas de entreguerras los asociaban con el arte urbano, sinónimo para ellos de clasicismo beaux-arts o del medievalismo de Sitte. La reconciliación con estas dos cuestiones suponía reconocer la necesidad de esa disciplina, que la segunda generación decidió refundar y renombrar. Ocurrió en 1956, en la First Urban Design Conference organizada por Sert en la Graduate School of Design (GSD) de la Harvard University, de la que había sido nombrado decano tres años antes. El “diseño urbano” fue definido como “la parte del urbanismo que trata de la forma física de la ciudad”, “la integración de urbanismo, arquitectura y paisajismo”. Conceptualmente se parecía mucho al arte urbano, al que Sert acusaba de esteticismo. Sin embargo, la misma esencia rezumaba en su propuesta. Como en el caso de la “nueva monumentalidad”, el verdadero matiz que diferenciaba el arte urbano decimonónico del diseño urbano moderno era una preferencia estilística: el compromiso de este último con el arte de vanguardia. Centros cívicos y nueva monumentalidad, espacios para la colectividad y espacios para el simbolismo. El productivismo iluminista volvía a dejar paso a la ética romántica, un certero golpe de timón que aseguró a La Carta de Atenas una pervivencia difícil de prever para un documento tan ajeno a la sensibilidad de su época. Fijado el nuevo rumbo, los arquitectos se aplicaron a incorporar estas burbujas de humanidad en sus pragmáticos dictados. Rehenes inconscientes del determinismo físico, estaban convencidos de que una escultura

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estratégicamente dispuesta, una zona peatonal correctamente proyectada o un conjunto de equipamientos sabiamente agrupados difundirían el espíritu comunitario. El supuesto era: la forma física determina la manera de actuar de la gente; es decir, urbanismo y arquitectura eran variables independientes, mientras que el comportamiento humano era moldeable por ellos. El libro de Lewis Keeble Principles and Practice of Town and Country Planning,76 una especie de manual del urbanismo socialdemócrata, lo ponía de manifiesto. Sus detallados dibujos y esquemas de las New Towns traducían a normas y regulaciones modelos urbanos a los que confiaba la regeneración moral de la sociedad. La fe en una morfología todopoderosa demostraba que la confusión entre urbanismo y diseño urbano había sobrevivido a la guerra. Esta fue la hoja de ruta que dirigió la transformación de la metrópolis en megalópolis. Al frente de ella, gestionándola, estaban los “jefes de equipo” que Le Corbusier entronizó en la Ville Radieuse, arquitectos y urbanistas que trabajaron sin injerencias políticas o ciudadanas.Y, sin embargo, el proyecto no funcionó. Sus errores se hicieron evidentes a mediados de la década de 1950. La zonificación funcional, uno de los pilares del urbanismo iluminista, había convertido las ciudades en entes inflexibles: no había manera de ampliar un complejo industrial competitivo o de construir viviendas sobre uno en decadencia. Además, el determinismo físico resultó ser una quimera. Como demostraron los sociólogos Willmott y Young, el diseño urbano “correcto” no había propagado los sentimientos comunitarios entre los residentes de las New Towns; más bien al contrario, había acabado con el que existía en los slums y que ese mismo urbanismo había aniquilado. Los arquitectos iluministas terminaron rindiéndose ante estas evidencias, asumiendo el fracaso de su proceso de reformas y decidiendo ser coherentes con lo que ello implicaba: renegar de La Carta de Atenas, algo que sucedió en el XI CIAM (Otterlo, 1959). El encargado de formular esta ruptura fue Giancarlo De Carlo, quien propuso abandonar la zonificación funcional argumentando

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tres órdenes de efectos negativos: el morfológico (fragmentaba el tejido urbano), el sociológico (segregaba a los grupos sociales) y el ideológico (metrópolis y megalópolis se regían por diferentes lógicas locacionales). Así lo defendería, años más tarde, en Questioni di architettura e urbanistica.77 De Carlo formaba parte de la denominada “tercera generación” de arquitectos iluministas, aglutinada en torno al Team X. El ideario de este grupo fue recogido en el Team X Primer,78 una recopilación de artículos y ensayos publicada en 1962 en la revista Architectural Design. Sus componentes, Alison y Peter Smithson, Aldo van Eyck, Jacob Bakema, George Candilis, De Carlo, etc., acusaban al equipo de profesores de la Harvard University que habían liderado la segunda generación (Josep Lluís Sert, Sigfried Giedion y Walter Gropius) de haber transformado la megalópolis en “una nada organizada”. Para dotarla de significado proponían aplicar cinco conceptos profundamente existencialistas. El que más repercusión tuvo fue el de cluster, un tipo de agrupamiento que aspiraba a sintetizar las nociones de casa, calle, distrito o ciudad. Los Smithson lo concebían como una megaforma inspirada en la morfología urbana tradicional y la arquitectura popular; debía ser flexible, capaz de asimilar crecimientos imprevistos, atenta a las particularidades locales y culturales y estimuladora de la apropiación del espacio público por parte de los ciudadanos. El XI CIAM (Otterlo, 1959) fue el último que se celebró. En cierto modo, la misión de estos congresos (institucionalizar el urbanismo iluminista) se había cumplido. Eso sí, lo que acabaron instaurando en las administraciones públicas no fue la ciudad racional que anunciaron en el primer encuentro en La Sarraz (1928), sino una megalópolis humanista ajena a muchos de sus principios. La década siguiente volvería a poner patas arriba estos recién fraguados fundamentos. Aunque profundo, el cambio urbano megalopolitano había procedido hasta entonces de manera pausada, lastrado por las tareas de la reconstrucción y las dificultades económicas. En la década de 1960 todo se aceleró. Retornó el crecimiento económico y se produjo un baby boom, lo que multiplicó la demanda de viviendas,

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equipamientos, oficinas, suelo industrial e infraestructuras viarias; la megalópolis estaba desbordada. También pensaba de otra manera. Lejanos ya los horrores de la guerra, progreso económico y optimismo social avanzaban de la mano, una atmósfera perfecta para el contraataque del iluminismo. El existencialismo perdió terreno, la teoría y el diseño urbanos se reconciliaron con la tecnología y el urbanismo con el cientifismo. El retorno de la tecnofilia había sido abonado por los programas de la NASA, que culminaron con la llegada del hombre a la luna en 1969 y la promesa de que, en breve, le tocaría el turno a Marte. La fascinación de la teoría y el diseño urbanos por la máquina entró en sintonía con el reclamo neomarxista de entornos más habitables y democráticos. La industria podía hacer mucho en ese sentido. No se trataba ya de racionalizar, sino de ofrecer al ciudadano la posibilidad de participar en la definición y el control de su hábitat. A ello se sumaron aportaciones procedentes de Mayo del 68: sociedad del ocio, cultura de masas, espectáculo, etc. De este cóctel derivó un “diseño urbano protesta” que sirvió de caldo de cultivo a todo tipo de utopías: ¿por qué la megalópolis tenía que resignarse al productivista, castrante y aburrido reino de lo real?, ¿por qué no reinventarla como la detournement que reclamaban los situacionistas?, ¿por qué no ponerse manos a la obra en la construcción de la “sociedad urbana” presagiada por Lefebvre? Pionero en abrir esta brecha fue el arquitecto francés Yona Friedman, crítico radical de los “jefes de equipo” y el paternalismo socialdemócrata. Su intención era fundar un “urbanismo indeterminado” que generara espacios urbanos no condicionantes, entornos en los que la gente pudiera decidir dónde y cómo vivir, así como reconsiderar esas cuestiones cuando creyera conveniente. En el congreso preparatorio del X CIAM (Dubrovnik, 1956), presentó una ponencia sobre arquitecturas móviles, posteriormente desarrollada en el libro La arquitectura móvil.79 De ahí derivaron sus “ciudades espaciales” (1959-1963), sistemas de bandas tridimensionales sustentadas sobre pilares y preparadas para acoger piezas residenciales

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adaptables a las necesidades de sus habitantes. Su conformación como una superficie paralela a la terrestre liberaría al territorio de la desbocada presión demográfica megalopolitana, permitiéndole retornar a los estados natural y agrícola. Intereses similares movían al artista y arquitecto Constant Nieuwenhuis, miembro de la Internacional Situacionista. Entre 1959 y 1966 estuvo trabajando en una detournement de inspiración psicogeográfica: New Babylon, un conjunto de estructuras transformables y enlazables, algunas del tamaño de una ciudad pequeña, que también habría de planear sobre la megalópolis. En ellas habitaría una sociedad posrevolucionaria compuesta por homo ludens, seres entregados al ocio. Siguiendo los preceptos situacionistas, cada estructura sería una unité d’ambiance: un espacio sensorial generado por colores, sonidos y formas que desencadenaría situaciones y sensaciones y sería susceptible de ser utilizado al arbitrio del homo ludens. El resultado era un laberinto ajerárquico e impreciso que incitaba la desorientación, el juego, la creatividad… Como vemos, el neomarxismo facilitó la avenencia entre el existencialista reclamo del “hombre de la calle” y la iluminista fascinación por la tecnología. Grupos como Archigram o los metabolistas explotaron esa interesante síntesis. Las propuestas del primero se divulgaron a través de la revista Archigram (1961-1968), escaparate de los revolucionarios proyectos y proclamas de los estudiantes de la Architectural Association School de Londres. Heredaron de Yona Friedman la querencia por las megaestructuras, de Constant el referente de la sociedad hedonista y de ambos el interés por el nomadismo. Pero había algo más. A estas dos fuentes los británicos sumaron la del Independent Group, que les descubrió la importancia del potencial semiótico latente en el consumismo, la publicidad y la ciencia ficción. Todo ello catalizó en la puesta en valor de lo perecedero, del “usar y tirar”, que Archigram presentó como expresión de la sumisión de la megalópolis a los deseos del ciudadano. Peter Cook desarrolló esta idea en la Plug-in-City (1964), un gran armazón donde encajaban cápsulas vivienda que evolucionaban y

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se adaptaban a las necesidades de la gente. Sus componentes fueron calculados para distintos períodos de vida: cuarenta años para la estructura primaria, veinte para los garajes, de tres a ocho para las salas de estar y los dormitorios, tres para las cocinas, seis meses para los comercios, etc. Aún más radical era la Instant City (1968), una infraestructura que Archigram ponía al servicio de los habitantes de las New Towns londinenses, a las que consideraba soporíferas. Para solventar su falta de equipamientos culturales, la Instant City se ubicaría sobre ellas para dejar caer cines, teatros, salas de conciertos, auditorios musicales, etc. El grupo metabolista se dio a conocer en Japón con la publicación del manifiesto Metabolism 1960.The Proposals for New Urbanism.80 Compartía con Archigram la confianza en la industria y la tecnología, pero le movía una inquietud local: la ausencia de planificación, que había derivado en un auténtico caos urbanístico. Para confrontar esta situación, los metabolistas filtraron las consabidas megaestructuras modulares, flexibles y dinámicas a través del paradigma organicista. Sus teorías fueron difundidas por Fumihiko Maki, profesor de los talleres de diseño urbano organizados por Sert en la Harvard University. En 1964 publicó Investigations in Collective Form,81 donde presentó su “teoría de sistemas urbanos de terminales abiertos”. Como alternativa a la ciudad tradicional postulaba la “megaforma”, una gigantesca estructura continua, unitaria y tridimensional que recordaba a los clusters de los Smithson. La novedad era que sus elementos de conexión posibilitaban enlazarla con otras similares, lo que permitía poner en marcha un proceso de crecimiento orgánico. Centrémonos ahora en la trayectoria emprendida por el urbanismo tras el reconocimiento del fracaso de La Carta de Atenas. Como decíamos, también él recuperó sus esencias iluministas, pero lo hizo guiado por un discurso ideológicamente opuesto al de la teoría y el diseño urbanos: el neopositivismo. La intención era reformularlo como una disciplina objetiva y universal basada en postulados estrictamente técnicos y controlada por una élite profesional (de nuevo los “jefes de equipo”). Para reconducirlo hacia estos parámetros, los urbanistas

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recurrieron al “análisis locacional”, buque insignia de la geografía y la sociología neopositivistas. Se interesaron por temas como el comercio minorista, el mercado de la vivienda y, muy especialmente, el transporte, claro síntoma de la decidida apuesta de la megalópolis por el automóvil. En Urban Traffic. A Function of Land Use,82 Robert Mitchell y Chester Rapkin pusieron de manifiesto el vínculo existente entre el tráfico y los usos del suelo (el primero era generado por determinadas actividades urbanas), trascribiendo dicho nexo a fórmulas matemáticas que sustentaban modelos de predicción. El ingeniero Colin Buchanan fue más allá y publicó El tráfico en las ciudades,83 donde declaró que este debía ser el principal objetivo no solo del urbanismo, sino también del diseño urbano y la arquitectura, animando a unificar edificios y trazado viario en un mismo artefacto. Pero el principal fundamento científico utilizado por el urbanismo neopositivista fue la “teoría de sistemas”, que había surgido a comienzos de la década de 1950 en el campo de la cibernética. Inspirada por la biología, concebía la realidad como un sistema general integrado por subsistemas, lo que permitía asimilarla al concepto matemático de “conjunto”, analizarla con métodos estadísticos, modelizarla y predecirla. La aparición de los primeros ordenadores, capaces de manejar datos derivados de múltiples relaciones sistémicas, posibilitó el desarrollo de esta teoría y su aplicación a otras disciplinas, y fue J. Brian McLoudhlin quien lo trasladó al urbanismo.84 En Urban and Regional Planning,85 McLoudhlin presentó la megalópolis como un sistema complejo de elementos funcionales interconectados por redes de transporte. Al tratarse de un ente en evolución, el planeamiento debía abstenerse de fijar metas concretas y limitarse a trazar trayectorias susceptibles de ser reconsideradas, un antídoto contra la inflexibilidad de los planes de la década de 1950.86 En este sentido, habría de conformarse como una disciplina especializada en el análisis y control del “sistema megalópolis”, es decir, en la clasificación y predicción de las decisiones que lo estimulaban. Ello suponía renunciar a uno de sus principios fundacionales: su objetivo primordial

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ya no sería la forma, sino la localización de actividades y flujos de comunicación. El neopositivismo rompía así el ancestral lazo que mantenía al urbanismo atado a la arquitectura y el diseño urbano. También Andreas Faludi defendía que el diseño urbano no debía centrarse en lo físico, sino en lo procedimental. En Planning Theory,87 este discípulo de la Escuela de Chicago aplicó al plan urbanístico la “teoría del proceso racional”, proponiendo abordarlo como un procedimiento que constaba de cinco fases: definición de problemas, identificación de alternativas, evaluación, implementación y monitoreo (revisión del resto de las fases según los fallos y carencias detectados).88 Al igual que ocurría con la teoría de sistemas, este proceso racional no entraba ni en las formas (el diseño urbano) ni en los valores (la teoría urbana), tan solo postulaba una lógica de actuación. Con el urbanismo entendido como un proceso racional de análisis y control de sistemas, los arquitectos iluministas retornaban a su esencia cientifista, la misma que habían estado intentando apaciguar durante casi tres décadas. Algo parecido les había ocurrido a geógrafos, sociólogos, antropólogos e historiadores. Era el signo de los tiempos megalopolitanos, que mostraban su condición evanescente.

Las reconsideraciones románticas: crítica a suburbia y protagonismo ciudadano Como decíamos, el vendaval existencialista de posguerra soplaba a favor de los postulados románticos, esparciendo por doquier nociones como “individuo”, “tradición”, “identidad” o “comunidad”. Conscientes del grado de legitimidad que les confería el hecho de haber apostado por ellas en el período metropolitano, los arquitectos románticos se aprestaron a explotarlas, confirmando al ciudadano como su objeto de atención preferente. Sin embargo, no todo era autocomplacencia: su modelo urbano por excelencia, la ciudad jardín, había degenerado en un ser monstruoso. Aunque las primeras invectivas afloraron en la década de 1930, el tsunami detractor irrumpió a mediados de la década de 1950,

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cuando se hizo evidente el desconcierto reinante en la periferia megalopolitana. En La ciudad en la historia, Lewis Mumford enunció la horquilla que estructuraría la autocrítica asumida por los arquitectos románticos con relación a suburbia: por un lado, la forma (caos visual, monotonía, amorfismo, etc.) y, por otro, el medio ambiente (consumo de territorio, promoción del automóvil, etc.). Su reacción fue idéntica a la ensayada en la etapa metropolitana: a la crítica morfológica, la teoría y el diseño urbanos respondieron con el mito de la ciudad histórica; a la crítica medioambiental, el urbanismo replicó con el del paisaje. Abordémoslas por separado. La primera nació de un debate muy tenso que tuvo dos epicentros: el Reino Unido e Italia. En 1953 James M. Richards publicó en la revista The Architectural Review el artículo “The Failure of New Towns”,89 en el que describía las New Towns como ciudades sin alma, sin vida y sin identidad. Richards achacaba esta desolación a la baja densidad, que se había traducido en ausencia de urbanidad, y a sus cursis “casitas de tejado rojo”, típicas de la primera generación de New Towns. Dos años después apareció en la misma revista “Outrage”,90 un impactante texto donde Ian Nairn profetizaba que “a final de siglo el Reino Unido se habrá convertido en un oasis de monumentos preservados en medio de un desierto de hilos eléctricos, carreteras de asfalto, pequeñas parcelas y bungalós”. The Architectural Review ponía nombre a esta pesadilla: “subtopía”, una forma de “arruinar el campo sin hacer ciudad”. Para hacer frente a esta realidad, la revista puso en marcha una campaña en favor de modelos urbanos inspirados en la ciudad tradicional. El concepto aglutinador de esta cruzada fue el del paisaje urbano, que había sido formulado por Ivor De Wolfe en un artículo de 1949: “Townscape: A Plea for an English Visual Philisophy Founded on the True Rock of Sir Uvedale Price”,91 texto que hundía sus raíces en la fenomenología, la corriente de pensamiento que había vehiculado los valores del existencialismo en el ámbito anglosajón. De Wolfe detectaba en el pintoresquismo inglés del siglo xviii el origen de una filosofía de la visión que sugería como base de un

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nuevo diseño urbano. Como alternativa al impenitente manto verde punteado por casitas unifamiliares, el paisaje urbano ofrecía un conjunto donde los edificios estarían relacionados entre sí y con su entorno, y donde cabrían el desorden, la variedad y lo individual, gustos propios del pintoresquismo. Como decíamos, esta apuesta por las dimensiones cualitativas y psicológico-perceptivas frente a las cuantitativas y racional-funcionalistas, claramente inspirada por Camillo Sitte, fue defendida por The Architectural Review durante la década de 1960. Pero, tal como reconocieron Colin Rowe y Fred Coetter en Ciudad collage,92 la espectacular difusión del paisaje urbano no se explicaría sin el aval de los dos autores que pusieron las bases de la revalorizaron de la ciudad histórica: Jane Jacobs, que lo fundamentó sociológicamente, y Kevin Lynch, que lo dotó de una impronta científica. Este último, alumno de Frank Lloyd Wright en Taliesin y profesor de diseño urbano del MIT, fue el autor del mítico La imagen de la ciudad,93 un libro que motivó un cambio de paradigma en la forma de analizar y proyectar las megalópolis. En una clara manifestación de determinismo físico, Lynch defendía que la forma urbana condicionaba la vida cotidiana. Para superar la simplista aproximación de La Carta de Atenas (lineal, esquemática y cerrada), propuso un método de análisis urbano basado en la percepción humana (sutil, compleja y abierta). Fiel a la tradición empirista de las encuestas, estudió las “imágenes mentales” que los ciudadanos tenían de las áreas centrales de tres urbes estadounidenses (Boston, Los Ángeles y Jersey City) verificando que eran muy similares entre sí, por lo que las calificó como “imágenes colectivas”. Para interpretar científicamente estos resultados, Lynch recurrió a la “psicología ambiental”, una subdisciplina que defendía que la identidad de las personas se forjaba en relación con su medio físico, al que le unían recuerdos, sentimientos, actitudes, preferencias y valores. Este cúmulo de vínculos conformaba una estructura, la que subyacía tras las imágenes colectivas. Por ello, para orientarse en la megalópolis, la gente trazaba “mapas mentales” que seleccionaban, organizaban y daban significado a lo que veían.

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El análisis urbano de Lynch concluía con una propuesta de diseño urbano. La lógica interactiva de la forma urbana, la fisiología humana y la cultura común aconsejaban definir zonas y recorridos nítidos. Para traducir esta hipótesis a estrategias proyectuales, Lynch elaboró un código gráfico compuesto por cinco elementos: vías (que dirigieran el movimiento), bordes (que limitaran los ámbitos personales), barrios (asociados a actividades), nodos (de concentración de funciones) e hitos (como puntos de referencia). Un espacio urbano legible e imaginable debía ser rico en estos cinco elementos y sabio en su combinación.94 El paisaje urbano acabó siendo codificado por Gordon Cullen en una serie de artículos publicados en la revista The Architectural Review y posteriormente recopilados en un libro homónimo, El paisaje urbano.95 Tras defender que la ciudad era una forma particular de paisaje, un continuo de edificios y espacios públicos estrechamente vinculados entre sí, reivindicó un método de diseño urbano que generase paisajes urbanos emotivamente impactantes. Comenzó estudiando un proceso cognitivo primario: cómo se percibía y qué sensaciones generaba el espacio urbano al caminar, un ciclo que plasmó en dibujos. Ello le permitió sistematizar los elementos que componían el paisaje urbano: plazas y plazoletas, cierres de espacios, árboles, diferencias de nivel, etc. A continuación propuso usar un “arte de las relaciones” que los reuniera en una escena unitaria, de contrastes y dramática. De acuerdo con las leyes perceptivas del ser humano, para activar esta reacción emocional el espacio urbano debía experimentarse en secuencias, de ahí que Cullen denominase a su propuesta “técnica de la visión serial”. Esta se complementaba con un conjunto de principios proyectuales, entre los que destacaba la definición de tipos espaciales diferenciados y delimitados, una estrategia para fomentar la variedad y el reconocimiento visual, amén de una crítica al monótono contínuum entre ciudad y campo llamado “subtopía”.96 El segundo epicentro de la crítica morfológica a suburbia estaba en Italia, un territorio siempre predispuesto a la reivindicación de la

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ciudad histórica. Tras la guerra, este espíritu fue abonado por el romanticismo anglosajón, cuyas ideas habían sido difundidas por Bruno Zevi a través de la Associazione per l’Architettura Organica (APAO) y la revista Metron.97 En esta coyuntura se enmarcaba el interés de los arquitectos italianos por el paisaje urbano, que no respondía tanto a su concreción estética, muy ligada al pintoresquismo inglés, como a su fundamentación fenomenológica, es decir, a su capacidad para sintetizar forma urbana y percepción humana. En 1959, Giuseppe Samonà, director del Istituto Universitario di Architettura di Venezia (IUAV), publicó L’urbanistica e l’avvenire della città negli stati europei,98 donde el espíritu del paisaje urbano resonaba por doquier: en la aproximación estructuralista al tema del paisaje, en el apelo a construir “sistemas de diferencias”, en la atención al sustrato cultural y la identidad colectiva... Pero la importancia de este libro radicó en que abrió una vía genuinamente italiana dentro del debate romántico, vía que relegó la crítica a suburbia a un segundo plano para priorizar la lucha contra La Carta de Atenas. El paradigma era la ciudad histórica y la intención era comenzar a estudiarla rigurosamente. En este sentido, Samonà postulaba que “las dos esferas más importantes del conocimiento urbanístico” eran la morfología y la tipología, y reclamaba que se estudiaran con un nuevo tipo de análisis cimentado en la historia urbana y dirigidas por el estructuralismo. Samonà se unía a Lynch y Cullen al sostener que el análisis urbano debía jugar un papel protagonista, estrategia inicialmente apuntada por Geddes y Poëte. El espaldarazo que supuso su reivindicación en el rastreo de alternativas a La Carta de Atenas puso en marcha un proceso que desembocaría en su reconocimiento como disciplina. Ello explica que las primeras escuelas de análisis urbano aparecieran en los dos países que lideraron la crítica a la “biblia del urbanismo iluminista”. Ambas, incubadas en el vientre del evolucionismo, compartían el interés por la historia urbana, pero con diferentes objetivos: la escuela británica, conducida por geógrafos y de metodología morfogenética, tan solo aspiraba a describir y explicar la forma

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urbana; la italiana, dirigida por arquitectos y defensora de la tipomorfología, buscaba argumentos de apoyo al diseño urbano. Ocupémonos de ellas por separado. Tras el triunfo de la geografía neopositivista, Michael R. G. Conzen fue uno de los pocos geógrafos anglosajones que siguió siendo fiel al método historicista evolucionista y, por ende, a la tradición morfogenética. Su libro Alnwick, Northumberland: A Study in Town-Plan Analysis99 estableció las bases conceptuales de la escuela británica de análisis urbano. El método utilizado para reconstruir la evolución de la morfología de esta ciudad, denominado town-plan analysis, consagraba la parcela como protagonista del plano, poniendo en valor su condición de nexo entre calle y edificio. Se trataba de un planteamiento sumamente novedoso, pues refutaba el privilegio del que disfrutaba la calle en la tradición morfogenética e incorporaba la arquitectura al análisis urbano. En el caso de Alnwick, Conzen se centró en el estudio del burgage, un solar estrecho y profundo típico de esa ciudad. El fundador de la escuela italiana fue Saverio Muratori, estudioso de Giovannoni. En Studi per una operante storia urbana di Venezia100 enunció su concepción de la historia urbana como una “historia operativa”, es decir, como una herramienta orientada a desentrañar las leyes que habían garantizado la continuidad morfológica y arquitectónica de la ciudad tradicional. Muratori pretendía aplicar estas leyes al urbanismo y el diseño urbano contemporáneos para que la megalópolis recuperase la unidad física quebrantada por los dictados de La Carta de Atenas. La raíz del análisis tipomorfológico era claramente estructuralista: concebía la ciudad como un organismo compuesto por elementos cambiantes pero jerarquizados, si bien Muratori no concedía especial importancia a los monumentos, poniendo el centro de atención en el tejido urbano, el vínculo que enlazaba ciudad y arquitectura. Para analizarlo proponía cinco acciones: observación, descripción, composición, evolución y clasificación en “tipos”. Este término, acuñado por Quatremère de Quincy en el siglo xix y recuperado hacía poco por Giulio Carlo

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Argan, fue definido como un ente irreducible y permanente en una determinada continuidad histórica, lo que permitía aislarlo y catalogarlo. Tal como comentaba Françoise Choay, la apuesta por el tipo, por el estudio empirista y minucioso de la realidad urbana, era una reacción contra los modelos abstractos y universales del iluminismo, predestinados a colonizar espacios neutros. Gianfranco Caniggia, discípulo de Muratori, desarrolló el análisis tipomorfológico y lo aplicó al estudio de casos concretos. La primera “historia operativa” que apareció fue su Lettura di una città: Como,101 donde definió las cuatro escalas de la secuencia de organismos que componían la ciudad: la escala de los edificios y sus tipos, la del tejido urbano, la de los núcleos de asentamiento y la del territorio. Estas escalas se relacionaban entre sí de manera diversa, dependiendo de la dialéctica entre el entorno físico y las acciones humanas que primara en cada período histórico. Caniggia diferenciaba entre las formas resultantes de una “conciencia espontánea”; es decir, de la aplicación instintiva de una esencia cultural heredada, y de una “conciencia crítica”, intelectualmente elaborada. De la primera derivaban “estructuras básicas”, como la arquitectura vernácula; de la segunda “estructuras especializadas”, como los monumentos. La escuela italiana de análisis urbano estableció las bases de una de las teorías urbanas más influyentes del siglo xx. La llegada al poder, en 1963, de un gobierno progresista puso sobre la mesa de la intelectualidad italiana el llamado a construir una cultura de izquierdas, reclamo efectuado por el pensador Antonio Gramsci treinta años antes. En esta coyuntura se gestó la Tendenza, un grupo de profesionales liderados por Aldo Rossi que pretendía incorporar la arquitectura y el urbanismo a ese proyecto. Su intención era refundar el urbanismo como una “ciencia urbana” rigurosamente racional y fundamentada sobre parámetros estrictamente arquitectónicos, algo similar a lo que Tafuri planteaba para la historia. Ello suponía trascender la identificación entre urbanismo y diseño urbano utilizando la variante definida por el análisis urbano de Muratori: ciudad

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arquitectura. La única área de conocimiento ajena al urbanismo que fue invitada a participar en la definición de la “ciencia urbana” fue la historia urbana, a la que se confió la tarea de desentrañar las leyes que regulaban la ciudad. En el emblemático estudio La arquitectura de la ciudad,102 Rossi defendió que su estructura se componía de “elementos primarios” y “áreas residenciales”. Los primeros eran los monumentos y el trazado urbano, entidades permanentes que retardaban o aceleraban los procesos de crecimiento. Las áreas residenciales, en cambio, eran las garantes de la continuidad temporal y física aludida por Muratori. Rossi adoptó su análisis tipomorfológico para estudiar la forma de la ciudad, pero advirtiendo que había algo más, que aquella tenía un “alma”, expresión de la manera de ser y de vivir de sus habitantes. De ahí la necesidad de analizar también la memoria colectiva, ente transformador del espacio urbano y generador del locus, la singular relación existente entre edificios y situaciones locales. El siguiente paso para desvelar la estructura de la ciudad consistía en indagar en la correspondencia existente entre morfología urbana y tipologías arquitectónicas. Esta tarea la emprendió Carlo Aymonino en Lo studio dei fenomeni urbani,103 donde investigó el caso de la ciudad de Padua. Su conclusión fue que los tipos residenciales, estables pero amoldables a distintas circunstancias históricas y morfológicas, garantizaban la permanencia de la estructura urbana, lo que sancionaba la validez operativa de dicha relación. Eso sí, tal como había avanzado Caniggia, esta no era estática, sino que evolucionaba según los parámetros que la sociedad adoptara para organizarse y expresarse. Como vemos, la crítica morfológica a suburbia, que arrancó en la inmediata posguerra y culminó en los estertores de la etapa megalopolitana, derivó en la denuncia de La Carta de Atenas y el enaltecimiento de la ciudad histórica, dos clásicos de la sensibilidad romántica. El segundo aluvión de críticas a suburbia, de índole medioambiental, se produjo más tarde y afectó, sobre todo, al urbanismo. Los arquitectos románticos reaccionaron buscando amparo

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en la ecología, una estrategia ya empleada por Geddes y Mumford. Sin embargo, la evolución del vínculo entre urbanismo y ecología se distanció de las bases establecidas por los padres del planeamiento regional. Azotada por el vendaval cientifista de la década de 1960, la consideración de la naturaleza como referencia ética y estética dejó paso a una profundización en los componentes estrictamente técnicos de la ecología. Especialmente interesante era su percepción de la naturaleza como algo fluido y cambiante, donde coexistían infinidad de relaciones dinámicas entre elementos y sistemas. Trasladado a la megalópolis, este esquema suponía interpretarla como un caudal de flujos energéticos entre medios urbanos y naturales, un ecosistema que consumía recursos y segregaba residuos. Este planteamiento cuestionaba radicalmente las bases disciplinares del urbanismo: si la esencia de la megalópolis no era material, sino ecosistémica, aquel habría de dejar de preocuparse por la forma física y pasar a hacerlo por el termodinamismo. Así lo entendió Constantinos Doxiadis en Ekistics,104 donde enunció las bases de la “equística”, una pseudociencia con la que pretendía abordar el estudio de cualquier tipo de asentamiento humano, independientemente de su tamaño o emplazamiento, y ofrecerle un modelo propio de crecimiento y desarrollo. Para ello definió cinco elementos —hombre, sociedad, naturaleza, cáscaras (construcciones) y redes (infraestructuras)— y una serie de “escalones territoriales” que iban de la vivienda a la “ecumenópolis”. Con este término se refería a la “ciudad universo”, al planeta urbanizado. La cadena de neologismos forjada por el gigantismo megalopolitano seguía sumando eslabones. El otro gran teórico de la articulación entre urbanismo y ecología fue el planificador regional Ian McHarg, quien en su estudio Proyectar con la naturaleza105 expuso un planeamiento ecológico que, supuestamente, permitiría que ciudad y naturaleza coevolucionasen hacia la negentropía, un estado opuesto a la entropía que se caracterizaría por el avance hacia niveles superiores de organización.106 Claramente inspirado por Geddes, este sistema de planificación vendría precedido

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por un análisis urbano rigurosamente científico y radicalmente interdisciplinar, al que se confiaba la definición de la identidad natural de la megalópolis. El análisis ecológico, que distinguía entre la “forma natural del territorio” y la “forma elaborada por el hombre”, recopilaba datos de todo tipo: geológicos, climatológicos, botánicos, zoológicos, antropológicos, sociológicos, culturales, históricos, etc. Posteriormente los plasmaba en mapas que deconstruían el territorio en capas de flujos biomórficos en estado simultáneo de competencia y sinergia: superficies de agua, sustratos geológicos, flora y asentamientos humanos. Finalizada la fase analítica, tras identificar problemas y oportunidades y detectar sistemas de valores, el planeamiento ecológico definía las “áreas de idoneidad” para los distintos tipos de usos del suelo: protección, recreación o urbanización. La intención de esta zonificación funcional era lograr la máxima eficiencia con el mínimo impacto territorial. Tras la opción de Doxiadis y McHarg por lo termodinámico subyacía el mismo rechazo del protagonismo de lo espacial que había abocado al urbanismo iluminista a transformarse en un proceso racional de análisis y control de sistemas. En el caso de los arquitectos románticos, este cambio de paradigma contó con un segundo frente de apoyo en el neomarxismo, que aportó un nuevo argumento: el “derecho a la ciudad”. Se incubó al albur de las masivas protestas populares que estallaron para denunciar los objetivos y tácticas de La Carta de Atenas. Particularmente contestados fueron los programas de limpieza de barriadas y de urban renewal, que animaron a miles de habitantes de Londres, París y Nueva York a manifestarse contra la escandalosa depredación de barrios históricos. Otros se movilizaron para oponerse a la construcción de autopistas, que estaban descuartizando los tejidos urbanos en fragmentos inconexos. Los participantes de estas protestas sospechaban lo que Henri Lefebvre había denunciado y el neopositivismo negaba: que el urbanismo era una acción política. Respondiendo a su llamada, algunos arquitectos reclamaron el derecho de los ciudadanos a controlar la megalópolis. Interpretaban el fracaso del urbanismo socialdemócrata

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como la constatación de que las fuerzas que determinaban el comportamiento humano eran sociales, no espaciales. Ello les llevó a apuntarse a un activismo político de base popular que defendía la autoconstrucción, la autogestión, la participación ciudadana, etc. Esta corriente fue especialmente vigorosa en Estados Unidos, donde el American Institute of Architects promovió la creación de design assistance teams, grupos de profesionales voluntarios y procedentes de diversas disciplinas que se ponían a disposición de las comunidades para estudiar sus problemas. Inspirados por las ideas de Kevin Lynch, intentaban descubrir la imagen mental que tenían de su entorno urbano, así como lo que esperaban de él. Uno de los líderes de este movimiento fue Paul Davidoff, autor, junto con Thomas A. Reiner, del artículo “A Choice Theory of Planning”.107 Su planteamiento era que en una sociedad democrática los objetivos del plan urbanístico no podían ser decididos por técnicos, ya que implicaban juicios políticos. La alternativa al intervencionismo, el reglamentismo y el estatalismo de La Carta de Atenas era el “urbanismo defensor”, basado en la participación directa de las comunidades. Davidoff denunciaba al urbanismo neopositivista, tanto por sus contenidos (fomentaba la urban renewal, la construcción de autopistas, la segregación social, etc.) como por su manera de proceder (iba de arriba a abajo, sacralizando el papel de los “jefes de equipo”). En su texto “Advocacy and Pluralism in Planning”108 propuso contenidos muy dispares (restaurar barrios degradados, instalar parques infantiles en solares abandonados, construir jardines, etc.) y que los urbanistas actuaran como abogados defensores de la comunidad. Su tarea consistiría en informar a los vecinos, consultar su opinión y elaborar planes alternativos a los oficiales, que habrían de ser consensuados con la Administración. Las raíces anarquistas del urbanismo romántico volvían a repuntar. El reclamo de este papel rector para los ciudadanos encontró respaldo en una de las disciplinas estrella de la posguerra: la antropología. Los arquitectos neomarxistas intuyeron en el relativismo cultural que esta profesaba una táctica para hacer frente al imperialismo

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estadounidense. De su mano dirigieron la mirada hacia las explosivas urbes indias y latinoamericanas, que se convirtieron en laboratorios de interpretación de tradiciones y tecnologías nativas, de formas de hacer ciudad acordes con la cultura y el medioambiente locales. La exposición Architecture without Architects,109 organizada por Bernard Rudofsky en el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York en 1964, fue clave para difundir la arquitectura vernácula, una arquitectura anónima, espontánea y sin pedigrí pero cargada del sentido común que impone la escasez de medios. Los más reconocidos defensores del “urbanismo sin urbanistas” fueron John F. Turner y Christopher Alexander. El primero relató en Uncontrolled Urban Settlement110 su experiencia en los asentamientos informales de Lima, donde vivió entre 1957 y 1965. Analizó la lógica de ocupación del suelo y los procesos de autoconstrucción en estos poblados, por los que no se habían interesado ni la teoría urbana ni el diseño urbano ni el urbanismo, a pesar de que en ellos habitaban más de mil millones de personas. Turner pudo constatar la afirmación del antropólogo Oscar Lewis: estas barriadas estaban perfectamente organizadas; en ellas imperaban la paz y el orden y los niveles de empleo y alfabetización eran superiores al promedio de Perú. Es más, los urbanistas tenían mucho que aprender de ellas, como el reciclaje de materiales o la implicación de la gente en el diseño y construcción de las viviendas, por cierto, a mitad del precio de mercado. Turner les pedía que se limitasen a organizar los procesos técnicos en un marco de participación ciudadana promovido por el Estado.111 También el arquitecto y matemático Christopher Alexander,112 ideológicamente cercano al urbanismo defensor, pensaba que la intelectualización de la autoconstrucción, la ciudad informal y las tecnologías alternativas facilitarían la recuperación del control de la megalópolis por parte de los ciudadanos. En su emblemático estudio Un lenguaje de patrones113 propuso un lenguaje que permitiría definir y construir un entorno. Sus diagramas traducían a formas urbanas y arquitectónicas las relaciones existentes entre las actividades humanas

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y los espacios donde se desarrollaban. Alexander distinguía cuatro tipos de patrones: el de acontecimientos (comportamientos que se repetían, como los horarios o los desplazamientos), el de espacio (los lugares donde se producían), el de relaciones (transmitidas por hábitos culturales) y el total (la imagen mental de la gente). Los 253 patrones recogidos en el libro abarcaban todas las escalas y estaban vinculados entre sí por una malla de relaciones que conformaban un lenguaje, un sistema de reglas empíricas que se podían combinar de múltiples maneras. Así se cerraba el arco descrito por las reconsideraciones románticas en el período megalopolitano: de la crítica morfológica y medioambiental a suburbia a un activismo antisistema que ponía en crisis todo el conocimiento disciplinar acumulado en la etapa metropolitana.

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Así la denomina Manuel Castells en The Informational City: Information Technology, Economic Restructuring, and the Urban-Regional Process, Basil Blackwell, Londres, 1989 (versión castellana: La ciudad informacional.Tecnologías de la información, reestructuración económica y el proceso urbano-regional, Alianza, Madrid, 1995, pág. 50). 1

Se calcula que, tras la II Guerra Mundial, en Estados Unidos había entre 2,75 y 4,4 millones de familias que compartían vivienda. A ello se sumó el baby boom que se produjo cuando millones de soldados volvieron del frente, se casaron y procrearon.

Tarnas, Richard, The Passion of the Western Mind, Ballantine Books, Nueva York, 1991, pág. 490 (versión castellana: La pasión de la mente occidental, Atalanta, Vilaür, 2008).

6

De Saussure, Ferdinand, Cours de linguistique générale, Payot, París, 1916 (versión castellana: Curso de lingüística general, Alianza, Madrid, 1990).

7

2

Merleau-Ponty, Maurice, Phénoménologie de la perception, Gallimard, París, 1945 (versión castellana: Fenomenología de la percepción, Península, Barcelona, 2000).

8

Popper, Karl, Conjenctures and Refutations:The Growth of Scientific Knowledge, Basic Books, Nueva York, 1962 (versión castellana: Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimento científico, Paidós, Barcelona, 1983).

9

Mumford, Lewis, The City in History: Its Origins, Its Transformations, and Its Prospects, Harcourt, Brace & World, Nueva York, 1961 (versión castellana: La ciudad en la historia: sus orígenes, transformaciones y perspectivas, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012).

3

No solo se trataba de responder a las demandas de los promotores. En 1948, con la irrupción de la Guerra Fría, los militares estadounidenses recomendaron la dispersión territorial de industrias y residencias, para intentar evitar con ello una potencial aniquilación en caso de ataque nuclear. 4

Gottmann, Jean, Megalopolis. The Urbanized Northeastern Seaboard of the United States, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1961.

5

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El fenómeno se asimilaba al que habían experimentado las metrópolis occidentales 75 años antes: si entre 1875 y 1900 la población urbana de Europa pasó del 17,2 al 26,1 %, entre 1950 y 1975 la del Tercer Mundo lo hizo del 16,7 al 28 %. 10

Lévi-Strauss, Claude, Tristes tropiques, Librairie Plon, París, 1955 (versión castellana: Tristes trópicos, Paidós, Barcelona, 2006).

11

Gluckman, Max, “Analysis of Social Situation in Modern Zululand”, Bantu Studies, 14:1, 1940, págs. 1-30; y Closed Systems and Open Minds:The Limits of Naïvety in Social Anthropology, Oliver & Boyd, Edimburgo, 1964. 12

13

Evans-Pritchard, Edward, The Nuer, Claredon Press, Oxford, 1940 (versión castellana: Los nuer, Anagrama, Barcelona, 1997).

20

Banton, Michael, Roles: An Introduction to the Study of Social Relations, Basic Book, Nueva York, 1965.

21

14

Southall, Aidan, “The Density of Role Relationships as an Universal Index of Urbanization”, en Southall, Aidan (ed.), Urban Anthropology: Cross-Studies of Urbanization, Oxford University Press, Nueva York, 1973, págs. 71-103). 15

Uno de sus textos fundacionales fue la recopilación de artículos: Eddy, Elizabeth M. (ed.), Urban Anthropology. Research, Perspectives, Strategies, University of Georgia Press, Athens, 1968. 16

Willmott, Peter y Young, Michael, Family and Kinship in East London, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1957. 17

Moyniham, Daniel P., The Negro Family:The Case for National Action, Office of Policy Planning and Research, Washington, 1965. Lewis, Oscar, La Vida: A Puerto Rican Family in the Culture of Poverty. San Juan and New York, Random House, Nueva York, 1966 (versión castellana: La vida. Una familia puertorriqueña en la cultura de la pobreza. San Juan y Nueva York, Joaquín Moritz, Ciudad de México, 1971).

Perlman, Janice, The Myth of Marginality, University of Califonia Press, Berkeley, 1976.

22

23 Aunque el primero en abrir esta brecha fue David Riesman con The Lonely Crowd: A Study of the Changing American Character, Yale University Press, New Haven, 1950 (versión castellana: La muchedumbre solitaria, Paidós, Barcelona, 1981).

Whyte, William H., The Organization Man, Doubleday, Garden City, 1956 (versión castellana: El hombre organización, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1961).

24

Al otro lado del Atlántico el pronóstico era similar. Herbert Gans escribió The Urban Villagers (The Free Press, Nueva York, 1962) cuyo escenario era el degradado West End de Boston, una zona obrera de origen italoamericano que fue arrasada por los programas de la urban renewal. 18

La mayoría de las “regiones morales” estudiadas por la Escuela de Chicago fueron barrios de inmigrantes blancos —Little Sicily, Greektown, etc.—, mientras que el gueto negro, que crecía al sur de la ciudad, no fue objeto de especial consideración.

Gans, Herbert, The Levittowners.Ways of Life and Politics in a New Suburban Community, Pantheon Books, Nueva York, 1967.

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19

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Webber, Melvin, “The Urban Place and the Nonplace Urban Realm”, en Webber, Melvin (ed.), Explorations into Urban Structure, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1964. 26

27

Jacobs, Jane, The Death and Life of Great American Cities, Random House, Nueva York, 1961 (versión castellana: Muerte y vida de las grandes ciudades, Capitán Swing, Madrid, 2011).

Diferían, en cambio, en el determinismo ambiental: para el análisis de áreas sociales estas diferencias no eran consecuencia del espacio físico, sino del sistema económico.

28 Recordemos que la ciudad jardín de Howard postulaba 80 habitantes/ hectárea y la Großstadt de Otto Wagner 1.000.

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34

Benjamin, Walter, Das Passagen-Werk [1927-1940] (versión castellana: Libro de los pasajes, Akal, Madrid, 2005). Debord, Guy, Guide psychogeographique de Paris: Discours sur les passions d’amour, París, 1957.

36

Sennett, Richard, The Uses of Disorder. Personal Identity and City Life, W. W. Norton, Nueva York, 1970 (versión castellana: Vida urbana e identidad personal: los usos del orden, Península, Barcelona, 2001).

29

Dos años después del libro de Sennett apareció Defensible Space (Architectural Press, Londres, 1972), donde Oscar Newman defendía tesis opuestas. Según él, el sentimiento de seguridad que se percibía en numerosos barrios tradicionales emanaba del conocimiento y la estrecha relación existentes entre los vecinos, y concluía que los extraños eran agentes amenazadores que debían ser identificados.

Debord, Guy, La Société du spectacle, Buchet-Chastel, París, 1967 (versión castellana: La sociedad del espectáculo, Pre-Textos,Valencia, 2002).

37

30

Sennett, Richard, The Conscience of the Eye.The Design and Social Life of Cities, W. W. Norton, Nueva York, 1990 (versión castellana: La conciencia del ojo, Versal, Barcelona, 1991).

En esos años se reveló que el 40 % de las familias desplazadas hacia las New Towns alrededor de Londres lo hizo contra su voluntad. 38

Vaneigem, Raoul, Traité de savoir-vivre à l’usage des jeunes générations, Gallimard, París, 1967 (versión castellana: Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Anagrama, Barcelona, 2008).

39

31

Véase: Torres, Marco, Geografie della città.Teorie e metodologie degli studi urbani dal 1820 a oggi, Cafoscarina,Venecia, 1996, pág. 272.

32

33 Shevsky, Eshref y Bell, Wendell, Social Area Analysis, Stanford University Press, Stanford, 1955.

130

Lefebvre, Henri, La Révolution urbaine, Gallimard, París, 1971 (versión castellana: La revolución urbana, Alianza, Madrid, 1972).

40

Foucault, Michel, “Des espaces autres” (conferencia impartida en el Cercle d’Études Architecturales, 14 de marzo de 1967), Architecture, Mouvement, Continuité, núm. 5, octubre de 1984, págs. 46-49 (versión castellana: “Espacios otros”, Carrer de la Ciutat, núm. 1, Barcelona, 1977). 41

42

Lefebvre, Henri, Critique de la vie quotidienne (vol. I: Introduction, Grasset, París, 1946; vol. II: Fondements d’une sociologie de la quotidienneté, L’Arche, París, 1961; y vol. III: De la modernité au modernisme [Pour une métaphilosophie du quotidien], L’Arche, París, 1968).

51

Lefebvre, Henri, Le Droit à la ville, Anthropos, París, 1968 (versión castellana: El derecho a la ciudad, Península, Barcelona, 1978).

52

43

Braudel, Fernand, La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II, Armand Colin, París, 1949 (versión castellana: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1976).

Como hemos visto, el desprestigio del evolucionismo también se dio en la geografía urbana. Braudel optó por tres tipos: A, la ciudad abierta griega y romana; B, la ciudad cerrada medieval; y C, la ciudad renacentista, subyugada al poder.

53

Lefebvre, Henri, La Production de l’espace, Anthropos, París, 1974 (versión castellana: La producción del espacio, Capitán Swing, Madrid, 2013).

44

Toynbee, Arnold J., Cities on the Move, Oxford University Press, Londres, 1970 (versión castellana: Ciudades en marcha, Alianza, Madrid, 1970).

54

Soja, Edward W., Postmodern Geographies.The Reassertion of Space in Critical Social Theory,Verso, Londres/Nueva York, 1989, pág. 51.

45

Rykwert, Joseph, The Idea of a Town. The Antropology of Urban Form in Rome, Italy and the Ancient World, Princeton University Press, Princeton, 1976 (versión castellana: La idea de ciudad: antropología de la forma urbana en Roma, Italia y el mundo antiguo, Sígueme, Salamanca, 2002).

55

Handlin, Oscar y Burchard, John (eds.), The Historian and the City, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1967. 46

Dyos, Harold J. (ed.), The Study of Urban History, Edward Arnold, Londres, 1968.

47

Sjoberg, Gideon, The Preindustrial City: Past and Present, The Free Press, Nueva York, 1960.

48

Briggs, Asa, Victorian Cities, Odham Press, Londres, 1963.

49

Dyos, Harold J., Victorian Suburb: A Study of the Growth of Camberwell, Leicester University Press, Leicester, 1961.

50

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La estrategia de Rykwert trascendió la etapa megalopolitana. En la década de 1990 el historiador estadounidense Spiro Kostof, discípulo de la Escuela de los Anales, volvió a recurrir a la antropología para escribir dos obras hermanas: The City Shaped. Urban Patterns and Meanings through History (Thames & Hudson, Londres, 1991) y The City Assembled.The Elements of Urban Forms through History (Thames & Hudson, Londres, 1992). En ellas se preguntaba sobre el significado de la forma urbana, 56

buscando respuestas en los operadores que la construyeron y la estructura económico política que la circunscribió. Metodológicamente, evitó tanto los tipos, por entender que eran reduccionistas, como el discurso histórico lineal, optando por seguir la evolución de una serie de entes formales. En el primer libro se interesó por los patrones planimétricos (orgánico, ortogonal, diagrama, grande manière y skyline); en el segundo por los elementos urbanos (bordes, divisiones, espacios públicos, calles y procesos). Esquivaba así nociones universalistas para hacer lo que hacían los antropólogos, centrarse en los aspectos singulares de cada cultura. Rowe, Colin y Koetter, Fred, Collage City,The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1979 (versión castellana: Ciudad collage, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1998).

Tafuri, Manfredo, “Socialdemocrazia e città nella Repubblica de Weimar”, Contropiano, núm. 1, 1970 (versión castellana: Socialdemocracia y ciudad en la República de Weimar, ETSAB, Barcelona, 1975); y “Austromarxismo e città: Das rote Wien”, Contropiano, núm. 2, 1971 (versión castellana: Austromarxismo y ciudad: Das rote Wien, ETSAB, Barcelona, 1975). 61

Ciucci, Giorgio; Dal Co, Francesco; Tafuri, Manfredo y Manieri Elia, Mario, La città americana, della guerra civile al New Deal, Laterza, Bari, 1973 (versión castellana: La ciudad americana: de la guerra civil al New Deal, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1975). 62

57

Poëte, Marcel, Introduction à l’urbanisme. L’évolution des villes. La leçon de l’Antiquité, Boivin, París, 1929 (versión castellana: Introducción al urbanismo. La evolución de las ciudades. La lección de la antigüedad, Fundación Caja de Arquitectos, Barcelona, 2011).

58

Benevolo, Leonardo, Le origini dell’urbanistica moderna, Laterza, Bari, 1963 (versión castellana: Orígenes del urbanismo moderno, Celeste, Madrid, 1992).

63

Reps, John, The Making of Urban America. A History of City Planning in the United States, Princeton University Press, Princeton, 1965.

64

Terán, Fernando, Ciudad y urbanización en el mundo actual, Blume, Barcelona/ Madrid, 1969.

65

Similar al utilizado por Giambattista Nolli para dibujar el plano de Roma de 1748, donde plasmó los espacios construidos en negativo y los no edificados en positivo. 59

Tafuri, Manfredo, Teorie e storie dell’architettura, Laterza, Bari, 1968 (versión castellana: Teorías e historia de la arquitectura, Laie, Barcelona, 1972).

60

132

Choay, Françoise, L’Urbanisme: utopies et réalités. Une anthologie, Éditions du Seuil, París, 1965 (versión castellana: El urbanismo. Utopías y realidades, Lumen, Barcelona, 1983).

66

La dicotomía entre progresismo y culturalismo, poderosamente didáctica y sugerente, acabó imponiéndose en la historia del urbanismo. Arturo Almandoz, sin embargo, ha puesto de manifiesto las debilidades subyacentes en esta categorización, a la que acusa de polarizar una falsa contraposición, “especialmente en lo que respecta a la intención supuestamente nostálgica de los precursores ‘culturalistas’, cuyas obras, más que mirar al pasado, resultaron renovadoras en su contexto y momento históricos” (Almandoz, Arturo, Entre libros de historia urbana. Para una historiografía de la ciudad y el urbanismo en América Latina, Equinoccio/ Universidad Simón Bolívar, Caracas, 2008, pág. 131). 67

Sica, Paolo, Storia dell’urbanistica, Laterza, Bari, 1976-1978 (versión castellana: Historia del urbanismo, Instituto Nacional de la Administración Pública, Madrid, 1981).

68

69 Hilberseimer, Ludwig, The New City. Principles of Planning, Theobald, Chicago, 1944.

Le Corbusier, Les Trois établissements humains, Éditions Denoël, París, 1945 (versión castellana: El urbanismo de los tres establecimientos humanos, Poseidón, Barcelona, 1981).

70

Sert, Josep Lluís, Can Our Cities Survive? An ABC of Urban Problems, Their Analysis,Their Solutions, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1942.

72

Sert, Josep Lluís, “The Human Scale in City Planning”, en Zucker, Paul (ed.), New Architecture and City Planning, Philosophical Library, Nueva York, 1944, págs. 394-419.

73

Giedion, Sigfried; Sert, Josep Lluís y Léger, Fernand, Nine Points of Monumentality [1943], (versión castellana: “Nueve puntos sobre la monumentalidad”, en Costa, Xavier y Hartray, Guido, Sert. Arquitecto en Nueva York, Actar, Barcelona, 1997). 74

Giedion, Sigfried, “The Need for a New Monumentality”, en Zucker, Paul (ed.), op. cit., págs. 549-568. 75

Keeble, Lewis, Principles and Practice of Town and Country Planning,The Estates Gazette, Londres, 1951.

76

De Carlo, Giancarlo, Questioni di architettura e urbanistica, Argalia, Urbino, 1964.

77

Smithson, Alison (ed.), Team X Primer, Studio Vista, Londres, 1968.

78

Friedman,Yona, L’Architecture mobile, Les Presses du Reel, París, 1960 (versión castellana: La arquitectura móvil, Poseidón, Barcelona, 1978).

79

Le Corbusier, “L’Urbanisme et la règle des 7V (Voies de circulation)”, en Boesinger, Willy (ed.), Le Corbusier. Œuvre complète 1946-1952, Les Éditions d’Architecture, Zúrich, 1953, págs. 90-94. 71

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MEGALÓPOLIS: 1939-1979

Kawazoe, Noboru (ed.), Metabolism 1960: Proposals for a New Urbanism, Bijutsu Shuppansha, Tokio, 1960.

80

Maki, Fumihiko, Investigations in Collective Form, Washington University, St. Louis, 1964.

81

Faludi, Andreas, Planning Theory, Pergamon Press, Oxford, 1973.

87

Las concomitancias con el método de Karl Popper eran evidentes: toda investigación científica debía estar dirigida por una conjetura que habría de ser verificada antes de ser aplicada. 88

Mitchell, Robert y Rapkin, Chester, Urban Traffic. A Function of Land Use, Columbia University, Nueva York, 1954. 82

83

Buchanan, Colin, Traffic in Towns, Penguin, Londres, 1964 (versión castellana: El tráfico en las ciudades, Tecnos, Madrid, 1973).

89

84

Una tarea que complementó George Chadwick con A Systems View of Planning, Pergamon Press, Oxford, 1971.

90 Nairn, Ian, “Outrage” (número especial), The Architectural Review, Londres, junio de 1955.

McLoudhlin, J. Brian, Urban and Regional Planning: A Systems Approach, Faber & Faber, Londres, 1969.

91

85

Este fue otro de los nodos del debate neopositivista. En Estados Unidos lo desarrolló Melvin Webber, autor del artículo “Planning in an Environment of Change” (Town Planning Review, vol. 39, núm. 4, enero de 1969, págs. 277295). Tras negar la posibilidad de que existiera un futuro estable hacia el que el urbanismo pudiera dirigirse, concluyó que el planeamiento tendría que resultar de una cadena de decisiones condicionadas por la interacción entre intereses. En Europa, ideas semejantes fueron defendidas por Giancarlo De Carlo y Giovanni Astengo, creador, este último, del concepto de “planificación continua”, enunciado en la voz ‘urbanística’ de la Enciclopedia universale dell’arte (1966). 86

134

Richards, James M., “The Failure of New Towns”, The Architectural Review, vol. 114, Londres, julio de 1953, págs. 29-32.

De Wolfe, Ivor, “Townscape: A Plea for an English Visual Philisophy Founded on the True Rock of Sir Uvedale Price”, The Architectural Review, núm. 106, Londres, 1949. Rowe, Colin y Koetter, Fred, op. cit., págs. 37-46.

92

Lynch, Kevin, The Image of the City, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1960 (versión castellana: La imagen de la ciudad, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2015).

93

Lynch, que aplicó esta teoría a la escala regional en A Theory of Good City Form (The MIT Press, Cambridge [Mass.], 1981; versión castellana: La buena forma de la ciudad, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1984), libro que marcó un hito en los estudios urbanos. Su estela fue seguida, entre otros, por Edmund N. Bacon, ideólogo de la transformación urbana de Filadelfia 94

durante el mandato del alcalde Richardson Dilworth. En su influyente libro Design of Cities (Thames & Hudson, Londres, 1967) reconstruyó la historia de la psicología perceptiva del espacio urbano. Cullen, Gordon, Townscape, The Architectural Press, Londres, 1961 (versión castellana: El paisaje urbano, Blume, Barcelona, 1974).

95

La aproximación fenomenológica al diseño urbano acabaría consolidándose. El arquitecto danés Jan Gehl escribió Life between Buildings: Using Public Space, Arkitektens Forlag, Copenhague, 1971 (versión castellana: La humanización del espacio urbano: la vida social entre los edificios, Reverté, Barcelona, 2006), donde defendía la necesidad de tener en cuenta los sentidos humanos, especialmente el oído y la vista. 96

Cofundador de Metron fue Luigi Piccinato, autor de Urbanistica (Sandron, Roma, 1947), donde sostenía que el urbanismo debía acometer una nueva etapa: la de la consumación de la ciudad orgánica.

97

Caniggia, Gianfranco, Lettura di una città: Como, Centro Studi di Storia Urbanistica, Roma, 1963. 101

Rossi, Aldo, Architettura della città, Marsilio, Padua, 1966 (versión castellana: La arquitectura de la ciudad, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2015).

102

Aymonino, Carlo, Lo studio dei fenomeni urbani, Officina, Roma, 1970.

103

Doxiadis, Constantinos, Ekistics. An Introduction to the Science of Human Settlements, Hutchinson, Londres, 1968.

104

McHarg, Ian, Design with Nature, Natural History Press, Nueva York, 1969 (versión castellana: Proyectar con la naturaleza, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2000).

105

El termodinamismo introdujo en los estudios urbanos el concepto de “entropía”, la tendencia de la materia y la energía a degradarse, pasando de un estado de organización y diferenciación a otro de desorganización y similitud. 106

Davidoff, Paul y Reiner, Thomas A., “A Choice Theory of Planning”, Journal of the American Institute of Planners, vol. 28, núm. 2, mayo de 1962, págs. 103-115. 107

Samonà, Giuseppe, L’urbanistica e l’avvenire della città negli stati europei, Laterza, Bari, 1959.

98

Conzen, Michael R. G., Alnwick, Northumberland: A Study in Town-Plan Analysis, Orge Philip & Son, Londres, 1960.

99

Muratori, Saverio, Studi per una operante storia urbana di Venezia, Istituto Poligrafico dello Stato, Roma, 1960.

100

135

MEGALÓPOLIS: 1939-1979

Davidoff, Paul, “Advocacy and Pluralism in Planning”, Journal of the American Institute of Planners, vol. 31, núm. 4, noviembre de 1965, págs. 331338. 108

Véase: Rudofsky, Bernard, Architecture without Architects (catálogo de exposición), The Museum of Modern Art, Nueva York, 1964 (versión castellana: Arquitectura sin arquitectos, Editorial Universitaria, Buenos Aires, 1963).

109

Turner, John F., Uncontrolled Urban Settlement, informe para las Naciones Unidas, Pittsburg, 1966.

110

En Housing by People:Towards Autonomy in Building Environments (Pantheon Books, Nueva York, 1977; versión castellana: Vivienda, todo el poder para los usuarios: hacia la economía en la construcción del entorno, Blume, Madrid, 1977), Turner intentó trasladar estas enseñanzas al Primer Mundo.

111

En 1965 Alexander publicó en la revista Architectural Forum “A City Is Not a Tree” (versión castellana: “La ciudad no es un árbol”, Cuadernos Suma – Nueva Visión, núm. 9, Buenos Aires, 1968, págs. 20-30), un artículo en dos partes donde imputaba el fracaso de La Carta de Atenas a su concepción de la ciudad como un árbol, donde las ramas (las unidades vecinales) estaban conectadas con el tronco (el centro cívico) pero aisladas entre sí. Coincidía con Jane Jacobs en que la vida urbana era, por definición, compleja, no pudiendo simplificarse segmentándola en unidades monofuncionales. Alexander apostaba por las tramas reticulares, donde cada subsistema estaba interrelacionado con los demás. 112

136

Alexander, Christopher, et al., A Pattern Language:Towns, Buildings, Construction, Oxford University Press, Nueva York, 1977 (versión castellana: Un lenguaje de patrones. Ciudades, edificios, construcciones, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1977).

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En 1973 estalló la primera crisis del petróleo, un auténtico torpedo en la línea de flotación del Estado del bienestar, desatada por la decisión de los gobiernos árabes de no exportar crudo a los países que habían apoyado a Israel durante la guerra del Yom Kipur, prácticamente todos los occidentales. En cuestión de meses el precio de la gasolina se multiplicó por cuatro, lo que puso contra las cuerdas a un sistema productivo que llevaba un siglo abasteciéndose de petróleo barato. La bola de nieve de la crisis echó a rodar: miles de empresas quebraron, el desempleo se disparó, los ingresos fiscales se hundieron, la deuda pública se desbocó y la inflación comenzó a medirse con doble dígito. Occidente miraba estupefacto cómo se desplomaban dos décadas de ininterrumpido crecimiento económico. En 1979 se produjo una segunda crisis del petróleo, lo que convenció a los gobiernos de que “la época dorada del capitalismo” había llegado a su fin. En este caso, la revisión del modelo económico corrió a cargo de los neoconservadores, una nueva generación de políticos que llegó al poder en la década de 1980 defendiendo dictados ultraliberales. A la cabeza estaban Margaret Thatcher, primera ministra británica entre 1979 y 1990, y Ronald Reagan, presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989. En esa misma década colapsó el statu quo internacional establecido en la Guerra Fría, un hecho escenificado por la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Gobiernos y grandes empresas aprovecharon la desaparición de toda alternativa al capitalismo para poner en marcha un proceso de reestructuración cuyo objetivo era desmantelar el Estado del bienestar. Para garantizar mayores beneficios al sector privado, instituido como única fuerza motriz del crecimiento económico, se configuró un modelo del que Manuel Castells destacaba tres características: la retención por parte del capital de una porción más elevada de los

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beneficios, la retirada del Estado de la economía y la expansión geográfica del sistema hacia la globalización. Esto último no hubiera sido posible si esa reestructuración no hubiese confluido en el tiempo con la III Revolución Tecnológica, cuyos fundamentos eran la informática y las telecomunicaciones. Tal como lo definió Castells, lo que denominamos “tardocapitalismo” resultó de la confluencia e interacción de ambos fenómenos.1 El impacto sobre el urbanismo megalopolitano fue brutal. El nuevo paradigma económico trastocó sus prioridades, que pasaron del fomento de los valores humanistas al estímulo de la competencia. Gracias a las tecnologías de la información las empresas disponían de amplios márgenes de libertad para decidir su ubicación. Este hecho despertó expectativas de crecimiento en ciudades sin tradición en los circuitos económicos internacionales, ciudades que, para seducir a las multinacionales, construyeron distritos financieros, parques tecnológicos, plataformas logísticas, aeropuertos, telepuertos, megapuertos, etc. También organizaron juegos olímpicos, exposiciones universales y todo tipo de macroacontecimientos, cualquier cosa que sirviera para darlas a conocer en el agresivo marco de la globalización. El igualitario, isótropo y, en cierto modo, cansino espacio urbano de la megalópolis fue redefinido. Una de las zonas más beneficiadas fue su maltrecho casco histórico. Su ambiente singular respondía a las necesidades de representación y prestigio de las corporaciones transnacionales, que lo eligieron para instalar sus sedes centrales. A ellas les siguieron decenas de empresas de servicios, lo que provocó una mutación: la actividad económica retornó, el espacio público fue renovado y los índices de delincuencia se desplomaron. También volvieron los residentes. Se trataba de sectores sociales muy específicos con niveles de ingresos y educación por encima de la media: jóvenes profesionales, parejas sin hijos, artistas, homosexuales, etc. Sofisticados, cosmopolitas y culturalmente exigentes, estos colectivos estaban hartos de la monotonía del suburbio y buscaban en el casco histórico una alta calidad ambiental y de vida urbana: museos mediáticos,

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restaurantes exóticos y tiendas de diseño. Su llegada puso en marcha una espiral de aumento del precio de las viviendas que se tradujo en la expulsión de muchos de los antiguos residentes, pobres y de edad avanzada. El tardocapitalismo exigía un peaje por la recuperación de la ciudad histórica, y no era otro que la gentrificación. La reorganización espacial de la periferia fue igualmente espectacular. La crisis del petróleo había dejado allí un paisaje desolador: complejos fabriles arruinados, barriadas de viviendas sociales vandalizadas, suburbios en decadencia, etc. Las multinacionales, que se habían visto obligadas a descentralizar parte de su actividad, la menos decisiva y representativa, debido a los altísimos costes de localización en los centros urbanos, se saltaron esa corona de obsolescencia para colonizar territorios más lejanos. Tras ellas fluyeron infinidad de compañías de menor rango que tampoco podían hacer frente a los alquileres de las áreas centrales. Así nació la nueva suburbia. El monocultivo residencial megalopolitano había dejado paso a un espacio multifuncional donde se podía trabajar. También era descomunal. Como mostraban las fotografías de satélite de Estados Unidos, las áreas urbanas se habían licuado entre sí, traspasando fronteras estatales y nacionales. En la costa sur de California, un magma edificado enlazaba Santa Bárbara con Riverside, Los Ángeles, el condado de Orange, San Diego y Tijuana, ya en México. Algo similar ocurría en el eje de Boston, Nueva York, Filadelfia y Washington. La megalópolis de Gottmann, ahora habitada por ochenta millones de personas.Y lo mismo podía decirse de la Padania italiana, del Randstad holandés, de la cuenca del Ruhr alemana, del corredor entre Tokio y Osaka, etc. Una vez más, las profecías de Lewis Mumford, Frank Lloyd Wright y Le Corbusier parecían hacerse realidad: la ciudad se disolvía en el territorio. Tal como argumenta Edward W. Soja,2 términos tan expansivos como “megalópolis” se habían quedado cortos para definir estas gigantescas regiones urbanas fragmentadas y policéntricas donde se había perdido todo foco y todo límite. En su libro Métapolis. Ou l’avenir des villes,3 el sociólogo François Ascher propuso uno nuevo:

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“metápolis” (“más allá de la ciudad”). Su reflexión partía de la constatación de que las urbes ya no crecían por dilataciones, como en el caso de la megalópolis, que era resultado de la fusión de áreas metropolitanas colindantes, sino por la incorporación a su funcionamiento de zonas lejanas y no limítrofes. Esta discontinuidad de la urbanización estaba vinculada a la aparición de sistemas de transporte de alta velocidad, especialmente el tren, que habían posibilitado que millones de personas trabajaran a centenares de kilómetros de su lugar de residencia. El resultado era la metápolis, una galaxia de ciudades cuyas actividades económicas estaban integradas y cuyos principios organizativos dependían de sofisticadas redes infraestructurales, un territorio profundamente heterogéneo donde convergían tejidos urbanos, entornos naturales y zonas agrícolas.

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EPISTEMOLOGÍA DE LA METÁPOLIS Como explica Richard Tarnas,4 a medida que se acercaba el ocaso del siglo xx se multiplicaban las voces que advertían del colapso de los grandes proyectos intelectuales de Occidente: el fin de la teología, de la filosofía, de la ciencia, de la historia, del arte, etc. Este runrún presagiaba el natural desenlace de la obsesión del existencialismo por el análisis lingüístico. De la infinidad de estudios antropológicos, sociológicos, históricos y artísticos que fomentó se derivó una sospecha: que el saber humano estaba determinado por prejuicios cognitivos, en su mayoría inconscientes. Además, el hecho de que los contextos que lo condicionaban fueran culturales y, por ende, cambiantes en el tiempo y el espacio, lo convertía en algo inestable. Irrumpía así el relativismo, la presunción de que el conocimiento tan solo era interpretación, es decir, algo falible, contradictorio y pasajero. Este era el principal dictado de la hermenéutica, una teoría de las expresiones humanas que defendía que nada en el mundo era previo a la interpretación y que acusaba al pensamiento occidental de llevar más de un siglo intentando ocultar este hecho con propuestas de razonamiento totalizantes puestas al servicio del poder para que actuasen como instrumentos de control. A esto respondía el empeño de iluministas y románticos por construir metarrelatos comunes a la geografía, la sociología, la historia y el urbanismo. La hermenéutica animaba a la ciencia a concentrar sus esfuerzos en otra dirección: en el desenmascaramiento de los prejuicios e intenciones que determinaban la realidad. En La escritura y la diferencia,5 el filósofo Jacques Derrida definió la realidad como un texto que había que “deconstruir”, llegando a plantear la autonomía de ambos entes. Auguraba que la investigación nunca podría desembocar en una única “verdad”, sino en infinidad de metáforas, tantas como investigadores.6 Era el presagio de un destino inquietante: la dispersión generalizada del mundo del saber.

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En efecto, si todo era relativo, ninguna metodología universal podía gobernar las ciencias. La principal víctima de esta conclusión fue el estructuralismo, que acabó siendo denunciado por considerar a las personas como meros interruptores que reaccionaban a los impulsos emitidos por macroestructuras económicas, sociales o lingüísticas, menospreciando así su poder de decisión y su capacidad para influir en el entorno. Lo que vino a sustituirlo fue una amalgama de corrientes metodológicas agrupadas bajo la denominación de posestructuralismo, que coincidían en rechazar la existencia de sistemas generales que determinasen el pensamiento y el comportamiento de los ciudadanos. La sociedad metapolitana era abierta y dinámica; tan solo estaba sujeta a interpretaciones culturales de naturaleza temporal. Tal como había vaticinado el filósofo Jean-François Lyotard en La condición posmoderna,7 tras esta aserción subyacía un cambio de paradigma que fragmentaría las disciplinas en multitud de especialidades que funcionarían con “juegos de lenguaje” propios, sistemas cuyas reglas serían locales y cuyos criterios de “verdad” dependerían del acuerdo entre los investigadores. Otras ilustres víctimas de la sospecha posestructuralista de que todo era interpretación fueron las ideologías, explicaciones unitarias y trascendentes de la realidad. Especialmente afectado resultó el marxismo, que se fundamentaba conceptualmente en el estructuralismo. La deslegitimación relativista obligó a la izquierda a consolidar nuevos argumentos con los que oponerse al tardocapitalismo. La ecología fue uno de ellos. El movimiento ecologista, cuyo nacimiento suele datarse en 1971, cuando Barry Commoner publicó El círculo que se cierra,8 transformó esta disciplina científica en una ideología progresista. Félix Guattari trasladó sus presupuestos a la filosofía. En 1989 publicó Las tres ecologías,9 manifiesto de la ecosofía, una articulación ético-política que integraba tres ecologías: la del medioambiente, la de las relaciones sociales y la de la subjetividad, postulando a su vez una revolución política, social y cultural de escala planetaria. Curiosamente, la principal damnificada de la convergencia del ecologismo con el relativismo fue la tradición humanista. Lo anunció

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el filósofo Peter Sloterdijk en Normas para el parque humano,10 donde cuestionó fundamentos que el pensamiento occidental venía dando por hecho desde el siglo xv. Tras definir al ser humano como un “animal de lujo, un animal que sabe leer y escribir”, rechazó que tuviera más derechos que el resto de los seres vivos. Bajo este presupuesto, reclamaba la necesidad de fundar un “pensamiento ecológico” no antropocéntrico que aprestara a la humanidad a colocar sus valores en el más amplio contexto del planeta. Ello suponía renunciar al control de animales y plantas para limitarse a cohabitar con ellos. Nacía así una corriente de pensamiento denominada “poshumanismo”, un movimiento radicalmente romántico que cuestionaba la legitimidad de que el ser humano explotara los recursos naturales, un ser humano que desconfiaba de la fe en el progreso y que abominaba de la obsesión por el crecimiento. Toda una sacudida a los cimientos del positivismo decimonónico, insertos en el código genético de la sociedad capitalista. El cuestionamiento del sacrosanto consenso en torno a la bondad del crecimiento era el principal fundamento del decrecentismo, un movimiento que hizo su aparición a comienzos del siglo xxi de la mano del economista Serge Latouche, autor del Pequeño tratado del decrecimiento sereno.11 Según Latouche, una vez alcanzados determinados niveles de progreso económico y social, de los que ya disfrutaban las naciones avanzadas, el crecimiento no tenía sentido, ya que era lesivo para el medio ambiente y no implicaba una mejora en las condiciones de vida de la gente. En sintonía con la ecosofía de Félix Guattari, este diagnóstico se sustentaba sobre dos teorías, una ecológica y otra socioeconómica. La primera argumentaba que el presupuesto del crecimiento infinito, fundamento del capitalismo, era incompatible con un planeta físicamente finito, por lo que había que frenar la producción y el consumo. De ahí su apelo a que la sociedad metapolitana cambiara de actitud, a que reordenara su jerarquía de valores y priorizara la sobriedad, la eficiencia, la resiliencia, la cooperación, la autoproducción, el intercambio, etc.

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Ideología, humanismo, progreso, etc.; como vemos, la convergencia entre relativismo y ecologismo acabó retando los fundamentos del proyecto iluminista. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo en darlo por finiquitado. Uno de los escasos pensadores que lo defendieron en esta su segunda gran crisis fue Jürgen Habermas, quien consideraba que era un proyecto inacabado. En la agnóstica atmósfera tardocapitalista, podían rescatarse sus ideales —ciencia, consenso, justicia social, etc.— para hacer frente a la regresión derivada de las políticas neoliberales neoconservadoras. Sin embargo, Habermas reconocía que el presupuesto de la existencia de verdades absolutas era insostenible, por lo que planteaba revisarlo. Su propuesta era sustituir el cientifismo por otro tipo de objetividad basada en el consenso. En su Teoría de la acción comunicativa12 formuló, como alternativa, un acuerdo entre partes fundamentado sobre cuatro criterios: comprensión, sinceridad, legitimidad y precisión.

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LA METÁPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: MANUEL CASTELLS, SASKIA SASSEN, MIKE DAVIS El estallido de la crisis del petróleo y el consiguiente frenazo del crecimiento económico segaron de golpe el rampante optimismo de la década de 1960, dando paso a una incertidumbre nada proclive al neopositivismo. Ello explica la generalizada expansión del marxismo por las ciencias sociales. Para David Harvey, geógrafo radical, la prioridad del momento era fundar un nuevo paradigma teórico. El punto de partida tan solo podía ser la premisa de Lefebvre de desvelar cómo y por qué el tardocapitalismo “producía espacios”. Este cambio de rumbo fue conducido por el sociólogo Manuel Castells, quien definió los futuros dos grandes temas de las ciencias sociales metapolitanas: el consumo y la globalización. A ellos dedicaremos el primer subapartado de “La metápolis de los sociólogos”. Pero, como acabamos de mencionar, este marxismo triunfante se enfrentaba a un reto que trascendía la cuestión de los contenidos: el descrédito de las ideologías. En la hostil atmósfera del relativismo filosófico, el pensamiento crítico habría de reinventarse para poder seguir reclamando significados universales. Como aventuró David Harvey en La condición de la posmodernidad,13 no le quedaría otra que reconocer la fragmentación de las formas sociales y culturales, algo que vehiculó a través de los “estudios culturales”, otro subproducto de la refundación paradigmática de las ciencias sociales a partir de la doctrina de Lefebvre. Nos ocuparemos de ellos en el segundo subapartado de este capítulo.

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Las dos escalas de la globalización: espacio de los flujos y ciudad dual Castells identificó al consumo como uno de los protagonistas de la sociología urbana metapolitana14 en una de sus primeras obras, La cuestión urbana,15 un manifiesto de su compromiso intelectual con Lefebvre. En ella defendía que el consumo era el principal instrumento utilizado por el capitalismo para autorreproducirse y desactivar la lucha de clases. También avanzaba que el espacio urbano coincidía con el espacio del consumo, un aserto contundente que exhortaba a dejar de interpretar la ciudad como un centro de producción industrial cuyos habitantes eran explotados por las empresas, para pasar a hacerlo como una “unidad de consumo social y espacialmente organizada”. Así pareció querer demostrarlo David Harvey en The Urban Experience,16 donde acusó a los grandes proyectos de transformación urbana que proliferaron en la década de 1980 de haber sido concebidos para reconducir hacia el consumo enclaves inicialmente pensados para otras actividades, entre los que destacaba tres: los museos mediáticos, los parques temáticos y el espacio público. En Fantasy City,17 el sociólogo John Hannigan desveló la perversa alianza sobre la que se sustentaba la “unidad de consumo” metapolitana. Cinco actores eran responsables de su financiación y construcción: las corporaciones de crédito, los promotores inmobiliarios, las multinacionales del ocio (con Disney, Universal y Sony a la cabeza), las empresas minoristas y, lo más escandaloso, las administraciones públicas, que ponían a disposición de los anteriores generosas subvenciones. En esta obra Hannigan también describía las estrategias utilizadas para materializar estos espacios de consumo: racionalización de la gestión y el funcionamiento, tematización urbano-arquitectónica y promoción de sinergias entre actividades vecinas. De esta conjunción habían resultado lugares como el South Street Seaport de Nueva York, el complejo Ghirardelli de San Francisco o el Quincy Market de Boston. Por lo que se refiere a la globalización, el segundo de los agentes protagonistas de la refundación de las ciencias sociales según Castells,

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fue abordada a dos escalas: la planetaria y la específicamente urbana. El pionero en reflexionar sobre la primera fue John Friedmann, profesor de la University of California de Los Ángeles (UCLA), quien en 1986 publicó el artículo “The World City Hypothesis”,18 donde ponía en evidencia cómo las multinacionales estaban utilizando las ciudades para articular el entonces emergente sistema productivo tardocapitalista. Friedmann intuía que se estaba gestando una reorganización espacial del planeta, que él intentó mapear con rankings que clasificaban las metápolis en primarias o secundarias, dependiendo de su posicionamiento en el espacio económico global. Manuel Castells tomó el testigo de Friedmann y estableció las bases que convertirían a la globalización en la columna vertebral del nuevo paradigma de la sociología urbana. Su hipótesis consistía en que, para desvelar las estrategias de producción y difusión tardocapitalistas, era necesario trascender la escala urbana. Como avanzó en La ciudad informacional, de la síntesis entre reestructuración económica y modo de desarrollo informacional se había derivado lo que Friedmann sospechaba: una nueva espacialidad global que Castells denominó “espacio de los flujos”. Este ámbito de producción integrado, cuya base eran las redes de información, había reorganizado territorialmente el planeta, coordinando áreas de producción e intercambio anteriormente separadas. Según expuso David Harvey en el citado La condición de la posmodernidad, se solventaba así uno de los desafíos a los que se enfrentaba el capitalismo cuando la geografía mundial, modelada con relación a una determinada fase de desarrollo, se convertía en un obstáculo para futuras acumulaciones: reformularla en torno a nuevos centros de manufactura, consumo, etc. La socióloga Saskia Sassen aclaró el papel de la metápolis en el espacio de los flujos. En La ciudad global. Nueva York, Londres,Tokio19 señaló que la propensión descentralizadora de este último aparecía en sintonía con el fenómeno contrario, la tendencia hacia la concentración. Esta dicotomía era perfectamente explicable, ya que la globalización de las actividades económicas no había ido acompañada por una dispersión similar del capital. En realidad, la mayoría de las

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industrias y empresas locales ejecutaban servicios subcontratados por multinacionales. Además, la diseminación territorial de la producción exigía un control altamente centralizado desde el punto de vista espacial. De ahí derivaba el importantísimo papel que determinadas metápolis desempeñaban en el espacio de los flujos: albergar las funciones de dirección. Sassen las denominó “ciudades globales”: enclaves dotados de las más sofisticadas tecnologías e infraestructuras de telecomunicación donde se localizaban centros de poder en los que se generaba una información privilegiada que no circulaba por la red y que eran elegidas como sede por prestigiosas instituciones financieras. Una vez establecida la escala planetaria como ámbito propio de las ciencias sociales metapolitanas, las distintas disciplinas se aprestaron a adaptar sus postulados. El reto era tan difícil como inexcusable para la antropología urbana, la “niña mimada” de la megalópolis. Tal como había apuntado Anthony Leeds en “Locality Power in Relation to Supralocal Power Institution”,20 en el contaminado e interactivo ambiente de la metápolis ninguna comunidad podía considerarse una “unidad cultural”, por muy bien definida que estuviese desde los puntos de vista racial, económico o espacial. La antropología, para evitar quedar desplazada de la investigación de un entorno tan adverso a sus postulados esenciales, debía orientarse hacia el análisis de procesos de escala mundial. Lo que Leeds proponía era una especie de huida hacia adelante: aplicar al macrocosmos urbanizado los instrumentos de análisis empleados en el microcosmos del gueto. La clave estaba en el concepto de “localidad”, que él definía como cualquier lugar habitado, independientemente de su magnitud. Una ciudad, un barrio, una aldea, un colegio mayor o una plataforma petrolífera, todos ellos eran “lugares de la interacción” que se distribuían de maneras particulares. Estudiar esas singularidades era el objetivo que se fijó la “aproximación interactiva”, término con el que la revista Urban Anthropology bautizó el camino insinuado por Leeds. La geografía urbana, por su parte, complementó el debate concerniente al proceso de reestructuración económica con su sine qua non: las tecnologías de la información. Como decíamos, el tardocapitalismo

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no hubiera cuajado si aquel no hubiera coincidido en el tiempo con la III Revolución Tecnológica, que materializó el espacio de los flujos expandiendo por los cinco continentes sofisticadas redes de infraestructuras. Pioneros en abordar esta cuestión fueron Stephen Graham y Simon Marvin. En Splintering Urbanism21 desvelaron que la geometría de dichas redes no era isótropa: unas zonas estaban repletas de conexiones de acceso, mientras que por otras los flujos discurrían sin detenerse. Esta selección territorial, denominada “efecto túnel”, era altamente perturbadora. La hiperconexión global de la que disfrutaban los centros financieros, los parques tecnológicos o las áreas logísticas se complementaba con su desconexión del tejido colindante. La ciudad parecía haber dejado de ser una unidad espacial para transformarse en un archipiélago de enclaves desvinculados de su entorno local, pero enlazados con otros similares situados a miles de kilómetros. Era lo nunca visto en la historia urbana. Tal como había anunciado Castells, la metápolis tan solo era comprensible a nivel global, donde se percibía su posicionamiento en el espacio de los flujos. Esta revelación encumbró el término ‘red’ al vértice conceptual de las ciencias sociales. A las redes se les arrogaba el desmantelamiento de la idea tradicional de espacio entendido como un contenedor, es decir, como un área, y su reformulación como un sistema de relaciones donde lo importante no era “estar en”, sino “estar conectado con”. La noción de “área metropolitana”, definida por la Escuela de Chicago como una región urbana donde un claro centro articulaba una galaxia de subcentros, había quedado obsoleta. Imposible aplicarla a un territorio difuso, extenso y ajerárquico que era muy difícil de aprehender y de definir. ¿Con qué reemplazar ese concepto? En Posmetrópolis,22 el geógrafo Edward W. Soja propuso el de “posmetrópolis”. Reconocía que la complejidad, indefinición y gigantismo de la metápolis impedía representarla como una unidad geográfica, económica, política y social. Es más, afirmaba que la imposibilidad de separar el centro de los suburbios, los suburbios del campo y unas áreas metropolitanas de otras auguraba la transición hacia la IV Revolución Urbana, la que conducía a la posmetrópolis.

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Esta metamorfosis fue descrita por una serie de autores que se interesaron por las últimas generaciones de suburbios, en las que descubrieron una afición común: conquistar territorios cada vez más lejanos. Uno de ellos fue el periodista Joel Garreau, autor de Edge City.23 Con “ciudades borde” se refería a unas urbanizaciones que nacieron en Estados Unidos como respuesta a la masiva descentralización de actividades de oficina que se produjo en la década de 1980, unos suburbios de gran tamaño (podían superar los cien mil habitantes), densos (las casas unifamiliares se situaban en parcelas pequeñas y convivían con bloques en altura) y emplazados muy lejos de los centros urbanos (en áreas fronterizas con el campo). La rica mezcla de funciones que en ellas se producía (Garreau afirmaba que en una ciudad borde siempre había más puestos de trabajo que dormitorios) las convertía en ciudades autónomas. El éxito de las ciudades borde expandió los límites territoriales de las metápolis norteamericanas, un gesto que no era más que el comienzo del tránsito hacia las posmetrópolis. En 2003 el sociólogo Robert E. Lang publicó Edgeless Cities,24 donde anunciaba la irrupción de una nueva variante suburbana a la que denominó “ciudad sin borde”, en clara alusión a la superación de la ciudad borde. Ambas respondían al proceso de descentralización de las tareas de oficina, pero desde el punto de vista morfológico eran opuestas. Las ciudades sin borde eran extremadamente dispersas y amorfas, se esparcían por regiones enteras ocupando los intersticios existentes entre suburbios y ciudades borde y lo hacían, además, de manera casi imperceptible, con edificios modestos en apariencia y escala y separados entre sí por distancias enormes. Su bajísima densidad y extrema dispersión estaban dando lugar a la colonización de entornos situados a más de cien kilómetros de los centros urbanos. Y no era la última frontera. En The New Geography25 el geógrafo Joel Kotkin llamaba la atención sobre los segmentos laborales que ocupaban el vértice de la achatada pirámide laboral tardocapitalista. Los empresarios y profesionales de alto nivel que podían permitirse trabajar desde casa habían optado por colonizar territorios

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definitivamente rurales, rehabilitando granjas o trasladándose a aldeas. Kotkin denominó a estos enclaves “Valhallas”, desvelando la razón socioeconómica que los había sacado del baúl de la historia. Según él, estos individuos eran unos “muy sofisticados consumidores de espacio”: despreciaban la monótona, masificada y despersonalizada vida de suburbio del “estadounidense medio” y buscaban refugio en parajes remotos pero paradisíacos, consagrados por el buen clima o la naturaleza. Ello explicaba que, en la década de 1990, las áreas rurales de Estados Unidos crecieran tres veces más rápidamente que en la de 1980. Por primera vez en la historia se había producido una migración de la ciudad al campo cuyos protagonistas eran los urbanitas. La segunda escala espacial desde la que las ciencias sociales abordaron el impacto de la globalización fue la propiamente urbana.También en este plano un abismo separaba la metápolis de la megalópolis. Tras dinamitar dos de los pilares del Estado del bienestar (la cobertura social de los trabajadores y la estabilidad en el empleo), el tardocapitalismo extendió la precariedad y la desigualdad salarial.26 Como consecuencia, el imperio de la clase media se desmoronó, y entre sus escombros floreció lo que Castells denominó “ciudad dual”. Su estudio fue liderado por la Escuela de Los Ángeles, encuadrada en los departamentos de Planeamiento Urbano y Geografía de la UCLA. Sus integrantes centraron las investigaciones en la ciudad que les daba nombre, la posmetrópolis por excelencia. Ciudad de cuarzo,27 obra emblemática del sociólogo Mike Davis, popularizó dos temas principales que, desde el punto de vista espacial, apuntaban en direcciones contrapuestas: la lucha por el territorio (hacia el centro urbano) y la obsesión por la seguridad (hacia la periferia). En referencia al primero, este marxista esencialista denunciaba el proceso de colonización desatado por la reestructuración social tardocapitalista, donde al avance de los “conquistadores”, las clases altas y las últimas oleadas de inmigrantes, se enfrentaban sectores marginales que se resistían a abandonar los barrios en los que habían sido confinados. En este punto, el testigo pasaba al segundo tema. La permanente conflictividad y las esporádicas explosiones de violencia derivadas de esa lucha por

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el territorio28 habían convencido a los más afortunados de la necesidad de proteger sus enclaves con muros, sistemas de detección electrónica y guardas de seguridad. Muchos se habían atrincherado en “comunidades cerradas”, un nuevo tipo de suburbio que gozaba de la misma consideración jurídica que una entidad privada: las asociaciones de propietarios podían imponer tasas, dirimir disputas, ofrecer protección policial, dispensar servicios de salud, construir calles, determinar reglas estéticas, etc. Su fulminante expansión por la nueva suburbia transformó el igualitario paraíso de la clase media en lo que Davis denominó “un archipiélago carcelario”.29 Numerosos sociólogos y geógrafos, adeptos o no a la Escuela de Los Ángeles, encontraron en estos temas excelentes hilos argumentales a los que aferrarse para no perderse en el ovillo metapolitano. El geógrafo Neil Smith siguió el de la lucha por el territorio. En La nueva frontera urbana30 acusó a las administraciones públicas de ir de la mano de los promotores privados en el proceso de gentrificación de los centros urbanos, argumento que coincidía con el de John Hannigan y su estudio Fantasy City. La Administración contribuía a esta remodelación poniendo en marcha campañas policiales de acoso a la delincuencia y la marginalidad, seguras compañeras de viaje de toda zona en decadencia. Tras desplazar a drogadictos, prostitutas, mendigos y okupas, emprendía la transformación física. El espacio público era adecentado y la rehabilitación de los edificios confiada a los promotores, que recibían subvenciones para, entre otras cosas, desalojar a los empobrecidos residentes. Aparecía entonces la avanzadilla de “la conquista de la nueva frontera”: jóvenes artistas, igualmente subsidiados, que llegaban acompañados por un aluvión de gimnasios, galerías de arte, tiendas chic y restaurantes. Finalmente desembarcaban los exclusivos colectivos sociales que eran el objetivo último de esta entente público-privada. Algunos sociólogos se interesaron por ellos. En La clase creativa,31 Richard Florida definía un complejo grupo humano que, supuestamente, se había convertido en el motor económico de las metápolis. La tesis era: las que atraían y retenían a la clase creativa prosperaban;

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las que no, se estancaban. Este hecho marcaba un punto y aparte en la historia urbana: si el crecimiento de las metrópolis y las megalópolis había dependido de que en ellas se instalaran determinadas empresas que captaban capital humano, el de metápolis iba en función de que en ella se instalara un determinado capital humano que captaba empresas. Especialmente importante era el “núcleo supercreativo” —formado por profesores universitarios, científicos, ingenieros, escritores, artistas, arquitectos, editores, analistas, etc.—, profesionales que producían formas y diseños transferibles y utilizables por el resto de la sociedad. Según Florida, lo que les impulsaba a asentarse en una ciudad eran las tres T: talento, una población altamente educada y formada; tecnología, las infraestructuras básicas de la cultura empresarial; y tolerancia, un ambiente social abierto al recién llegado y respetuoso con las diferencias de género, raza u orientación sexual. A ello había que sumar un cuarto componente: un entorno físico de calidad, con carácter y rebosante de vida urbana y cultural. Ningún lugar de la metápolis respondía mejor a estas expectativas que sus gentrificados distritos históricos. Las armas utilizadas por los “conquistadores de la nueva frontera” para someter estos territorios habían sido desveladas por el sociólogo Pierre Bourdieu, un hijo de Mayo del 68. En La distinción: criterios y bases sociales del gusto32 defendió que el espacio social de una persona se componía de un capital económico y uno cultural. Los individuos con similares niveles de ambos solían compartir habitus —un repertorio de pensamientos, gustos y tendencias, muchos de ellos inconscientes— que conformaban la marca cultural que los posicionaba en el espacio social: cómo hablaban, cómo vestían y cómo se relacionaban. Para imponer su presencia en una zona, los “conquistadores” desplegaban su habitus: tiendas de estilo, galerías de arte, estudios de danza y restaurantes exóticos que suplantaban a los negocios tradicionales y mantenían a distancia a los indeseados, grupos sociales con diferentes capitales económicos y culturales. La segunda cuestión apuntada por Mike Davis en Ciudad de cuarzo, la obsesión por la seguridad, expandió por los community studies el

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interés por las comunidades cerradas. En Fortress America,33 Edward J. Blakely y Mary Gail Snyder las clasificaron en tres tipos: las comunidades de estilo de vida, diseñadas para colectivos interesados en una determinada forma de vida, normalmente asociada a actividades de ocio (comunidades para jubilados, golfistas, parejas sin hijos, etc.); las comunidades de prestigio, para personas deseosas de escenificar su elevado estatus social; y las comunidades seguras, muy diferentes a las dos anteriores, con el único objetivo de proteger a sus residentes de las amenazas metapolitanas. En Behind the Gates,34 la antropóloga Setha Low puso de relieve que la base social que alimentaba a las comunidades cerradas era ideológicamente antagónica a la de la clase creativa. Mientras que esta última, que optaba por instalarse en los cascos históricos, era mayoritariamente progresista, los vecinos de las comunidades cerradas eran neoconservadores celosos de los valores tradicionales resucitados por George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001: familia, religión, patria, etc. La paranoia que suponía mantener vivo el mito del “sueño americano” en una metápolis esencialmente dual y violenta les provocaba una ansiedad que derivaba en obsesión por la seguridad y rechazo de todo lo público. Era la “cultura del miedo”, concepto avanzado por el sociólogo Barry Glassner en The Culture of Fear,35 una forma de vida sustentada sobre el pánico moral. Los medios de comunicación la soliviantaban sobredimensionando actos criminales y difundiendo escenas violentas en horarios de máxima audiencia. Este permanente hostigamiento había convencido a los moradores de las comunidades cerradas de la pertinencia de renunciar a amplias dosis de libertad personal en pro de la seguridad. Estaba claro que la percepción sociológica de suburbia había dado un giro de 180 grados desde que, en 1956, William H. Whyte se refiriera a la “hoguera participativa” de los residentes de Park Forest; o desde que, en 1967, Herbert Gans calificara a los habitantes de Levittown como “colaboradores hiperactivos”. En los albores del siglo xxi el mito comunitarista de los suburbanitas se desmoronaba. En The Moral Order of a Suburb,36 M. P. Baumgartner los acusaba de

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“minimalismo moral”: individualismo, falta de compromiso, exclusión de los diferentes. También el politólogo Robert Putnam llamaba la atención sobre el declive de la vida civil estadounidense, detectable en el descenso de la participación en colectivos locales, clubes sociales, asociaciones caritativas, etc., así como en la reducción de encuentros con familiares y amigos. En Solo en la bolera: colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana,37 utilizó el concepto de “capital social” para analizar las redes comunitarias, distinguiendo entre las que generaban capital bonding y bridging. Las primeras eran exclusivas y se establecían entre personas que compartían edad, raza, religión, estatus, etc.; las segundas eran inclusivas y conectaban grupos humanos diferentes. Los suburbanitas metapolitanos eran ricos en capital bonding, gracias a los clubes de todo tipo que abundaban en sus urbanizaciones (con Boy Scouts y Rotary Clubs a la cabeza), pero pobres en capital bridging, ya que estos grupos eran socialmente homogéneos en clave WASP (White-Anglo-Saxon-Protestant: blanco, protestante y anglosajón). Putnam reconocía que capital bonding y capital bridging se retroalimentaban, por lo que la carencia del segundo conllevaba la degeneración del primero. Una sociedad sana y tolerante no era viable sin capital bridging, algo perfectamente constatable en muchas comunidades cerradas.

Sociedad de minorías y estudios culturales: poscolonialismo, género y sexualidad La dualidad socioeconómica inducida por el mercado laboral tardocapitalista no era la única falla que separaba la megalópolis de la metápolis. Fredric Jameson, crítico literario influido por Henri Lefebvre y Michel Foucault, demostró que también la cultura había abierto un abismo insalvable entre ambas. Como explicó en El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado,38 los lazos sociales que habían hecho posible la cultura de masas megalopolitana se habían disuelto debido a la pérdida de legitimidad experimentada por los partidos políticos, los sindicatos, las instituciones públicas, etc. En la atmósfera

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metapolitana relativista, la “sociedad de masas” había sido reemplazada por una “sociedad de minorías”, un conglomerado de razas, religiones, culturas y nacionalidades que reivindicaban juegos de lenguaje propios y diferenciados. Para definir esta galaxia humana, Jameson propuso superar el concepto decimonónico de clase social, demasiado genérico y abstracto, y sustituirlo por el de grupo social, en alusión a un conjunto de individuos que se identificaba con una determinada expresión cultural independientemente de su nivel económico. Paradójicamente, el ocaso de la unanimidad y el triunfo de la diversidad convivían y se retroalimentaban del fenómeno contrario. En Sociology beyond Societies,39 el sociólogo John Urry acusó al tardocapitalismo de haber puesto en marcha un complejo pero aplastante proceso de homogeneización cultural del planeta en clave anglosajona. Tres eran los frentes abiertos: el de las multinacionales, que estaban desmantelando los gustos locales para inundar los países con productos estandarizados; el del mercado global de servicios mediáticos y de comunicaciones, que hacía lo propio en el ámbito de la prensa, radio y televisión; y el del hardware y software de la industria informática, responsables de la “colonización de banda ancha”. Urry denominó a este proceso “mcdonalización”. Suponía el difuminado de las identidades regionales en favor de la “posmodernidad”, la expresión cultural del tardocapitalismo. La manifestación arquitectónica de este fenómeno fue objeto de un libro que influyó de forma decisiva en la teoría de la década de 1990: Los “no lugares”: espacios del anonimato,40 del antropólogo francés Marc Augé. Los “no lugares” eran la negación del lugar antropológico tradicional: espacios abstractos, superficiales, sin identidad y sin historia. Estaban por doquier en la metápolis: centros comerciales, hospitales, aeropuertos, autopistas y hoteles. Según Augé, aunque su esencia era el desarraigo, estos entornos no eran alienantes. El conocimiento de las reglas de juego por las que se regían, continuamente anunciadas en carteles que dirigían, autorizaban o prohibían, generaba en los usuarios una “identidad compartida” que les posibilitaba disfrutar del anonimato.

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A la sociología marxista le gustaba pensar todo lo contrario, que la gente abominaba de los “no lugares”, que los múltiples grupos sociales metapolitanos estaban dispuestos a entablar batalla en pro del derecho a expresar su identidad. Tal como defendía Stuart Hall en Modernity and Its Futures,41 esta última había dejado de ser algo esencial para convertirse en algo posicional, en un papel que la persona adoptaba para concretar su ubicación en el espacio de los flujos. En The Cultures of Cities,42 la socióloga Sharon Zukin especificaba que esa identidad posicional se expresaba estéticamente, es decir, mediante prácticas culturales “productoras de símbolos”. Era la forma elegida por los jamaicanos de Brixton, los judíos de Brooklyn o los homosexuales de Castro para representarse a sí mismos ante sus conciudadanos. Este postulado dirigió la mirada de los sociólogos hacia los “estudios culturales”, la fórmula ideada por el pensamiento crítico para oponerse a la posmodernidad desde posiciones no universalistas, tal como había presagiado David Harvey al reconocer la fragmentación de las actitudes sociales y culturales. Su punto de partida seguía siendo fiel a los planteamientos marxistas: el espacio urbano no era algo neutro u objetivo, sino un ente predispuesto a que los poderosos ejercieran su dominio sobre los débiles. La novedad radicaba en el reconocimiento de que las lógicas subyacentes tras estas prácticas de imposición y subordinación no eran únicamente de clase; también en torno a la raza, la sexualidad, el género, la edad o la enfermedad se habían articulado estrategias segregacionistas. Igualmente, pusieron en evidencia una realidad pocas veces cuestionada: que la inmensa mayoría de los geógrafos, sociólogos, historiadores y arquitectos que habían escrito sobre la ciudad eran hombres, blancos y occidentales que difícilmente habían podido evitar filtrar sus investigaciones por prejuicios personales. Para desenmascararlos, los estudios culturales abogaron por analizar “los procesos de producción de la cultura de las clases subalternas en la sociedad industrial y postindustrial”.43 Este propósito abrió las puertas de las ciencias sociales a las minorías. Tres fueron las líneas de reflexión que las invitaron a entrar.

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En primer lugar, el poscolonialismo. En el capítulo anterior vimos que el interés por las ciudades del Tercer Mundo fue introducido en los estudios urbanos por la antropología. Ello animó a arquitectos como John Turner a analizar los barrios informales de megalópolis indias o sudamericanas. No pudieron, sin embargo, evitar tamizarlos por lógicas de pensamiento eurocéntricas, lo que los llevó a considerarlos como entornos en evolución que aún no habían alcanzado la madurez (léase: la condición propia de la ciudad formal europea). Era la “tiranía de la epistemología occidental” denunciada por Homi K. Bhabha. Este crítico literario de origen indio, considerado el padre del poscolonialismo, defendía que dicha tiranía seguía activa en el subconsciente de los antiguos colonizados. Buen ejemplo de ello eran las ciudades del Magreb, cuyos habitantes fueron segregados durante la ocupación francesa: los nativos a la medina y los colonizadores a las villes nouvelles. Como puso de manifiesto Chantal Chanson-Jabeur en su texto “Modèles urbains et modes de transport au Maghreb”,44 esta lógica dicotómica persistía en el urbanismo norteafricano contemporáneo, que distinguía entre dos entidades urbanas contrapuestas: la zona árabe, orgánica y pintoresca, y la europea, ortogonal y racional. Bhabha pensaba que también las políticas multiculturales de la década de 1980 y 1990 habían caído en esa trampa. Con la noble intención de respetar el espacio del “otro”, habían desmembrado la metápolis en barrios étnicamente puros. Las violentísimas revueltas raciales que estallaron en Londres (1981) o Los Ángeles (1992) evidenciaron el peligro que subyacía tras esa estrategia. Inconscientemente, la multiculturalidad había traducido el binomio “colonizador y colonizado” a uno más contemporáneo pero igualmente segregacionista: “nativo e inmigrante”. Para superarlo, Bhabha proponía reconducir los esfuerzos en otra dirección, hacia la “interculturalidad”. En El lugar de la cultura45 instó a promover la “hibridación cultural” (las relaciones interculturales) en vez de la “diversidad cultural” (las diferencias culturales). El objetivo era crear una sociedad mestiza que habitase en el “tercer espacio de enunciación”, un entorno ambiguo

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y contaminado, constatación de que la cultura y la identidad no eran códigos homogéneos y cerrados, sino entes complejos y abiertos. La segunda línea de trabajo abierta por los estudios culturales fue la del género. A finales de la década de 1970 el feminismo se filtró en la sociología, la geografía, la antropología y la crítica literaria. Así nacieron los women’s studies, una de cuyas primeras publicaciones fue The Women in the American City,46 que en su fase inicial estuvieron dominados por movimientos feministas de orientación marxista. El argumento que vehiculó sus reivindicaciones fue la detección, en la cotidianeidad urbana, de una misoginia que favorecía los valores e intereses masculinos a costa de los femeninos. Tal como puso de manifiesto la geógrafa Linda McDowell en Género, identidad y lugar,47 el espacio público había sido consagrado al hombre, mientras que la mujer había sido recluida en la casa. En The Sphinx in the City,48 la socióloga Elizabeth Wilson remitía al cine y la literatura para demostrarlo: durante la noche, la hembra solo estaba presente en calles y plazas como representación de lo perverso (como prostituta, mujer fatal, etc.) o lo irracional (tentando el “espíritu noble y sensato” del macho). Esta misoginia inconsciente había permeado también en el urbanismo. Jane Darke denunció en Women in Cities49 que la zonificación funcional de La Carta de Atenas obedecía a una concepción estereotipada de los roles familiares: un hombre regido por los horarios laborales y una mujer pautada por las tareas de la casa. Tan solo así se explicaba que la zonificación funcionalista alejara las áreas residenciales de las productivas, forzando unos desplazamientos que imposibilitaban la conciliación de lo doméstico con lo laboral y, por ende, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo. En una segunda fase los women’s studies emprendieron una trayectoria menos vicaria del activismo feminista. Reconocieron que, históricamente, la ciudad había sido un lugar de liberación y emancipación para la mujer. La propia Darke admitía que la “ciudad conformada por varones” le había ofrecido la posibilidad de trabajar, divertirse y ser ella misma. Algunas autoras incluso intuían esencias femeninas en la tendencia de la metápolis hacia la fragmentación, lo

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múltiple y lo complejo. Otras interpretaban la gentrificación como una conquista, ya que el retorno a los centros históricos estaba permitiendo que muchas mujeres compatibilizaran actividades profesionales y domésticas. Aun así, los women’s studies localizaban dos ámbitos metapolitanos donde la condición de género seguía discriminando: el espacio público y los centros comerciales. La falta de seguridad condicionaba el uso del primero por parte de la mujer, que, a determinadas horas del día, se retiraba de calles y plazas para “autosegregarse” en casa. Por lo que respecta a los centros comerciales, los women’s studies denunciaban que su concepción arquitectónica respondía a una ecuación claramente machista: mujer igual a consumo. La tercera “diferencia” que los estudios culturales colaron por la puerta de la sociología urbana aludía a la sexualidad. En Historia de la sexualidad,50 Michel Foucault afirmó que el erotismo era un componente esencial de la ciudad, que el espacio público estaba plagado de ansiedades sexuales. Como pusieron de manifiesto los geógrafos David Bell y Gill Valentine en Mapping Desire,51 ello era especialmente cierto en el caso de la identidad homosexual. Los estudios urbanos elaborados desde este prisma se conocen como estudios queer. Surgieron en Estados Unidos al amparo de los movimientos de gays y lesbianas, extendiéndose posteriormente al colectivo transgénero. Los estudios queer y los women’s studies compartían un mismo presupuesto: la ciudad era un territorio social diseñado por el hombre para excluir al “otro”, léase “homosexual” o “mujer”. En el caso del primero, el argumento esgrimido era la “heteronormatividad”, la suposición de que la heterosexualidad era la expresión “normal” de la sexualidad. El espacio público quedaba así “desexualizado”, y el mundo gay y lésbico condenado a la marginalidad o la invisibilidad (la reclusión en casa). Sin embargo, también los estudios queer reconocían que la ciudad era un entorno liberador. En El género en disputa,52 considerado como su primer manifiesto, Judith Butler se interesó por los espacios queer: barrios de homosexuales, zonas de cruising, locales de ambiente, etc., auténticas “heterotopías” foucaultianas donde los valores culturales dominantes eran contestados con códigos alternativos. Todo un desafío al poder heterosexual.53 162

LA METÁPOLIS DE LOS HISTORIADORES: DOLORES HAYDEN, ANTHONY SUTCLIFFE, ANTHONY D. KING A finales de la década de 1970, el proceso de definición disciplinar de la historia urbana podía darse por concluido. Paradójicamente, lo que le esperaba en las décadas siguientes no era la consolidación, sino un sismo epistemológico que resquebrajaría sus fundamentos. El responsable iba a ser el relativismo posmoderno, que deslegitimó la “historia universal” fundada por Hegel. Las sacudidas se produjeron en dos tiempos. La primera afectó a los contenidos. El interés de los historiadores se orientó en numerosas direcciones, algunas de ellas inspiradas por los estudios culturales. Más adelante le tocó el turno a las metodologías. Tal como había vislumbrado Michel Foucault, la historia dejó de corresponderse con una cronología progresiva para descomponerse en multitud de fragmentos circunstancialmente relacionados.54 Era el fin del metarrelato hegeliano, de la organización del tiempo y los acontecimientos en un discurso lineal. Este radical cambio de paradigma incitó a algunos historiadores a reclamar una refundación disciplinar, labor asumida por la nouvelle histoire.

La apertura temática: suburbia y estudios culturales En lo referente a contenidos, la historia urbana metapolitana destacó por su tendencia a aventurarse por sendas inexploradas. Una de ellas fue suburbia, que, tras dos siglos de existencia, había devenido objeto de estudio histórico. En 1987 Robert Fishman escribió Bourgeois Utopias,55 el libro que estableció los fundamentos de esta línea de investigación: la irrupción del fenómeno en Londres a comienzos del siglo xix,56 su traslado a Estados Unidos por Frederick Law 163

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Olmsted, la consagración en Los Ángeles en torno a 1950, etc. También inauguró la afición a concluir las historias suburbanas con futuribles nombrados con los más diversos neologismos: technoburb fue el elegido por Fishman. En Building Suburbia,57 la arquitecta e historiadora feminista Dolores Hayden utilizó siete patrones formales para reconstruir el caso estadounidense: tierras de periferia, enclaves pintorescos, promociones de tranvías, suburbios de catálogo autoconstruidos, suburbios de serie de televisión, nodos de borde y flecos rurales. Los dos primeros remitían a la prehistoria del proceso (1820-1910), el par siguiente prefiguró el suburbio de masas (1910-1945), el quinto lo materializó en megalópolis (1945-1970) y los dos últimos florecieron en la metápolis.58 A esta misma autora se debió la apertura de un segundo frente temático, en este caso iluminado por los estudios culturales: el del género. Hayden acusaba al capitalismo monopolista de haber entablado una oscura alianza con el machismo. En la ciudad preindustrial, casa y lugar de trabajo coincidían, por lo que las tareas eran compartidas. Al separarlos, la primera fue consagrada a la mujer y el segundo al hombre. Esta segregación espacial se agravó tras la II Guerra Mundial, cuando las mujeres estadounidenses fueron apremiadas a abandonar las fábricas que las emplearon durante el conflicto para retornar a casa. Por aquel entonces, ello significaba recluirlas en suburbia, un modelo urbano que había disparado la distancia física existente entre zonas residenciales y laborales, desactivando toda posibilidad de conciliar tareas domésticas y profesionales. Se asentaba así el clásico trípode de los women’s studies: mujer, consumidora y ama de casa. Para denunciar todo esto, Hayden fundó en 1984 The Power of Place, una asociación que reivindicaba el papel desempeñado por las mujeres y los grupos étnicos minoritarios en la historia de Los Ángeles. Recuperar y dignificar la memoria de los lugares vinculados a estos “angelinos invisibles” formaba parte de un proyecto de confrontación de la mcdonalizada cultura posmoderna, mayoritariamente masculina y blanca, de ahí que Diane Favro hablara de una “historia urbana activista”. En 1995 Hayden publicó The Power of Place,59 donde repasó una serie de acciones llevadas a cabo por su 164

asociación en el centro de Los Ángeles, como la reivindicación de la figura de Biddy Mason, una afroamericana que vivió en la segunda mitad del siglo xix, la conmemoración de un salón sindical frecuentado por obreros rusos y latinos de la industria textil, etc. Inicialmente, la historia urbana amparada bajo el paraguas de los women’s studies centró su atención en el espacio público, sancionado por aquellos como epicentro del poder machista, y del que las mujeres habían sido excluidas en el siglo xviii, cuando su uso quedó reservado a actividades mercantiles, lo que suponía consagrarlo a los hombres. En el siglo xix la presencia de la hembra fue codificada: a qué horas podía estar presente, para hacer qué, con quién y dónde. Si infringía estas normas, que tan solo afectaban a las burguesas, era considerada prostituta.60 En el siglo xx, como acabamos de ver, sería suburbia la que la alejaría de los espacios públicos del centro de la ciudad. Como detectó William H. Whyte en El hombre organización,61 la periferia, el baluarte del espacio doméstico, era un reino femenino, mientras que el downtown, sede de los templos de decisión política y económica, era un coto masculino. Elizabeth Wilson discrepaba de este enfoque. Coincidiendo con la segunda hornada de sociólogas urbanas feministas, creía que había que superar el prejuicio de la discriminación del uso del espacio público y aceptar que la metrópolis había ofrecido a las mujeres espacios liminales semipúblicos y semiprivados (teatros, grandes almacenes, cafés, etc.) donde podían moverse a solas y en libertad sin perder por ello su respetabilidad. Es más, las historiadoras urbanas advertían de que el hábito de primar el estudio del espacio público sobre el doméstico era una herencia de la tiranía machista. De hecho, era lo que la historia urbana llevaba haciendo toda la vida. Para poner en evidencia el papel del género en la evolución de la ciudad había que proceder precisamente al contrario: confiando a la casa el papel protagonista. Por lo que respecta a la historia del urbanismo, la renovación temática se dilató algo más. En Italia, donde la mayoría de los investigadores procedía del campo de la historia de la arquitectura, se mantuvo la exigencia de la autonomía disciplinar. En La progettazione urbana in Europa, 1750-1960,62 Benedetto Gravagnuolo se interesó 165

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por los sistemas de valores sobre los que se había sustentado la praxis urbanística europea desde la Ilustración: la poética del verde, la continuidad con la ciudad histórica y las ideas de la innovación funcional. Planteamientos similares defendía la denominada Escuela de Venecia, abanderada por Donatella Calabi. En Storia dell’urbanistica europea,63 esta autora analizó las cuestiones que centraron el debate urbanístico entre 1858 y 1970, así como los instrumentos disciplinares utilizados para abordarlas. El entorno anglosajón, por su parte, siguió cimentando la historia del urbanismo en función de variables socioeconómicas. En 1977 se fundó la International Planning History Society (IPHS), liderada por el historiador Anthony Sutcliffe, autor del libro pionero de la historia del planeamiento: British Town Planning.The Formative Years.64 Especial interés suscitaron las transferencias de corpus legislativos entre Europa y Estados Unidos, principalmente planes, reglamentos y reformas administrativas. Sutcliffe las estudió en Towards the Planned City,65 donde abordó la etapa de gestación y desarrollo del capitalismo monopolista.También el geógrafo y urbanista Peter Hall se ocupó de ellas en Cities of Tomorrow,66 un rastreo de la evolución temporal y geográfica de las ideas clave del urbanismo. Esta obra eludía los modelos deterministas de François Choay, confiando la investigación a una serie de ideogramas: la ciudad de la noche espantosa, la de los monumentos, la de las torres, la de los promotores, etc. La historia resultante era compleja y no cronológica, decididamente poshegeliana. La renovación de los contenidos de la historia del urbanismo se produjo en la década de 1990, cuando se sumó a la apertura temática inspirada por los estudios culturales, y más concretamente por el poscolonialismo. La cuestión de las transferencias internacionales de ideas y modelos facilitó un punto de encuentro con una de sus principales preocupaciones: la imposición política y psicológica vehiculada por el proyecto colonial. En Urbanism, Colonialism and the World-Economy,67 Anthony D. King analizó el proceso de implantación del urbanismo occidental en las colonias británicas, así como su repercusión en la etapa poscolonial. La estructura íntima de los trazados urbanos indios fue violada por tramas ortogonales que los 166

abrieron en canal para inyectar los valores de la “madre patria”, es decir, la apuesta de la burguesía decimonónica por la ciencia y el positivismo. Gigantescas plazas circulares e interminables avenidas rectilíneas evidenciaban el arrogante desprecio que los colonizadores sentían por ciudades que consideraban caóticas e incivilizadas.

La refundación metodológica a partir de la nouvelle histoire La nouvelle histoire irrumpió en Francia como un subcampo historiográfico no encuadrable ni en la tradición positivista ni en la marxista. Intentaba dar respuesta al reconocimiento del “fin de la historia” como metarrelato universal, algo que hizo conjugando dos movimientos: la historia cultural y la microhistoria. La primera derivó del legado de la Escuela de los Anales68 y fue desarrollada por Jacques Le Goff. Su objetivo era acceder a la experiencia que los ciudadanos tenían de la realidad cotidiana, algo muy trillado por la sociología neomarxista y el diseño urbano anglosajón en la etapa megalopolitana. Para la historia implicaba un esfuerzo especial: desplazar el foco desde los héroes y las gestas, sus tradicionales piedras miliarias, hacia la gente común y la vida ordinaria. La historia cultural entendía que esa “cultura del día a día” se producía a través de las relaciones interpersonales, que intentó aprehender prestando atención a prácticas hasta entonces inéditas: sexuales, corporales, sensitivas... Era lo mismo que habían hecho los estudios culturales, que acabaron derivando la investigación hacia expresiones estéticas. La historia cultural se sumó a esta estrategia indagando en las formas de representación de la ciudad, que plasmaban la visión que sus habitantes tenían de ella.69 Para afrontar esta tarea hubo de incorporar fuentes no especializadas, incluso de ficción y creación: crónicas de viajes, pintura, cine, fotografía y, muy especialmente, literatura. Estas temáticas eran inabordables con las metodologías propias de la Escuela de los Anales, monumentales estructuras espacio-temporales que sintetizaban en un todo multitud de especificidades. A la nouvelle histoire le interesaban elementos del texto urbano que no emergían 167

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en escalas tan amplias, sino en la contingencia de cada proceso. La búsqueda de lo particular frente a lo general, de las interrelaciones frente a la causa-efecto, le condujo hacia la microhistoria, un movimiento nacido en torno a la revista Quaderni Storici y el historiador marxista Carlo Ginzburg, que abogaba por limitar el estudio a períodos y casos concretos; es decir, por abandonar los contenidos generalizantes y retornar a los individualizantes. Las primeras historias urbanas escritas desde sensibilidades que presagiaban la nouvelle histoire aparecieron en la década de 1970. Pionero fue Paolo Sica, autor de la trilogía Historia del urbanismo.70 En La imagen de la ciudad: de Esparta a Las Vegas,71 prescindió de las técnicas racionalistas, a las que acusó de reducir las ciudades a categorías y modelos, e hizo converger el análisis estructuralista con una metodología derivada de la semiótica y utilizada por los historiadores del arte: la iconología.72 Sica se interesó por lo mítico religioso, por lo legendario y por la imaginación popular, ya que coincidía con Erwin Panofsky en que la evolución del pensamiento simbólico se proyectaba sobre la forma urbana. Pero la influencia de la nouvelle histoire en la historia urbana no se hizo sentir con fuerza hasta la década de 1980, cuando aparecieron dos ensayos de Carl Schorske y Anthony Sutcliffe. El primero escribió Viena Fin-de-Siècle: política y cultura,73 un relato de la Viena de los Habsburgo donde la evolución de la ciudad y su arquitectura avanzaba en paralelo a la de la cultura y la política. De los siete capítulos que lo componían, tan solo uno estaba dedicado a la disciplina arquitectónica, concretamente a la construcción de la Ringstrasse. Los protagonistas de los otros seis eran poetas (Hugo von Hofmannsthal), dramaturgos (Arthur Schnitzler), pintores (Gustav Klimt), músicos (Arnold Schönberg) o neurólogos (Sigmund Freud). Por lo que respecta a Sutcliffe, fue el autor de Metropolis, 1890-1940,74 una revisión de la historia de la ciudad industrial desde el punto de vista de la música, el cine, la literatura, etc. En la década de 1990 la historia urbana se propuso superar la disgregada casuística heredada de la microhistoria, aventurándose

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a abordar estudios más generalizantes desde el punto de vista espacial y temporal, recuperando para ello el análisis comparativo y las tipologías. La estrategia más habitualmente utilizada fue componer secuencias de microhistorias. Es lo que hizo Richard Sennett en Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental,75 un relato de la evolución de la ciudad a partir de la experiencia corporal de las personas. Este sociólogo, autor también de Vida urbana e identidad personal: los usos del orden,76 construyó una estructura microhistórica compuesta de momentos históricos en los que algún hecho (una guerra, un descubrimiento, etc.) había modificado la relación que la gente mantenía con sus cuerpos: la Atenas de Pericles, la Roma de Adriano, el París de Humbert de Romans, el Londres de E. M. Forster. Las fuentes utilizadas eran características de la nouvelle histoire: textos literarios, grabados, etc. También Peter Hall repasó la transformación de la ciudad desde Grecia hasta la contemporaneidad encadenando microhistorias. Cities in Civilization77 se componía de cinco libros guiados por diversos intereses: la creatividad cultural, la innovación tecnológica y económica, el lazo entre arte y tecnología, los procesos de reestructuración y el orden urbano. El más cercano a la nouvelle histoire era el primero: “La ciudad como encrucijada cultural”. Para desarrollarlo, Hall seleccionó épocas doradas de la historia urbana: la Atenas de 500 a. C. a 400 a. C., la Florencia del quattrocento, el Londres de 1570 a 1620, la Viena de 1780 a 1910, el París de 1870 a 1910, el Berlín de 1918 a 1933; así como fuentes propias de la nouvelle histoire: la música en la Viena de Wolfgang Amadeus Mozart, el teatro en el Londres de William Shakespeare, la pintura en el París de Pablo Picasso, la literatura en el Berlín de Bertolt Brecht, el rock and roll en el Memphis de Elvis Presley... En cuanto a la metodología, rechazó tanto el análisis marxista, por considerarlo determinista desde un punto de vista socioeconómico y poco atento a los hechos culturales, como el psicoanálisis, demasiado centrado en el individuo. Su apuesta fue por un eclecticismo que le llevó a seleccionar, para cada libro, los métodos y autores más apropiados a sus objetivos.

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LA METÁPOLIS DE LOS ARQUITECTOS: ROBERT VENTURI, REM KOOLHAAS, BERNARDO SECCHI Los arquitectos encajaron de maneras muy diferentes la drástica mutación de las megalópolis en metápolis. Unos quedaron deslumbrados por la rapidez, escala y radicalidad de un proceso que, en poco más de una década, puso sobre la mesa fenómenos urbanos absolutamente novedosos. Guiados por efluvios iluministas, fascinación por el progreso, confianza en el futuro, etc., su opción fue poner los pies en la tierra e intentar aprehender la lógica socioeconómica tardocapitalista para postular respuestas técnicas capaces de hacerle frente con un urbanismo y diseño urbano de calidad. Otros, en cambio, recelaron del cambio, sobre todo por las implicaciones socioambientales. Prevalecía en ellos una clara sensibilidad romántica, que clausuraba el siglo xx insistiendo en los mitos con los que cerró el siglo xix: ciudad histórica y naturaleza. Estos dos viejos atractores compartían una misma energía motriz: el recién inaugurado concepto de “desarrollo sostenible”.

La continuidad del proyecto iluminista: el “pragmatismo filosófico” Como vimos en el capítulo anterior, los arquitectos iluministas concluyeron su farragosa etapa megalopolitana retornando a sus referentes tradicionales: el diseño y la teoría urbana a la tecnología y el urbanismo a la ciencia. Los sueños espaciales de los dos primeros se desvanecieron en 1986, cuando el trasbordador Challenger se evaporó en el aire. La decepción provocada por el fracaso de la conquista del espacio reorientó sus intereses hacia las nacientes tecnologías de la información, la informática y las telecomunicaciones, de cuya convergencia derivó Internet. A partir de 1990 la nueva insignia de 170

la tecnofilia iluminista sería la ciberciudad, la versión urbana del intangible ciberespacio. La formuló William J. Mitchell, autor de City of Bits,78 arrancando con una apelación: dado que muchas de las actividades económicas, sociales y culturales que antes se desarrollaban en la ciudad ahora lo hacían en el ciberespacio, el diseño urbano debía ser reformulado. Su cometido no sería ya dar forma a espacios y edificios, sino producir software que recreara entornos virtuales y los interconectara electrónicamente. En su “ciudad de bits”, la parte digital suplantaría a la física: los accesos y recorridos serían conexiones electrónicas; las fachadas, gráficos de pantalla; el espacio público, páginas gratuitas; y los barrios, juegos de rol interactivos. En su siguiente libro, E-topía,79 Mitchell enunció los principios del “diseño ciberurbano”: desmaterialización, desmovilización, funcionamiento inteligente, personalización en masa y transformación suave. A diferencia de los diseñadores urbanos, los urbanistas iluministas se olvidaron de la tecnofilia para reorientar sus esfuerzos hacia la reformulación de las bases conceptuales de su disciplina. Se trataba de responder al acoso de sus compañeros románticos, que habían cerrado el ciclo megalopolitano poniéndolos contra las cuerdas. Algunos habían llegado a cuestionar su derecho a la existencia. En 1969 Reyner Banham, Paul Barker, Peter Hall y Cedric Price publicaron un provocativo artículo titulado “Sin plan: un experimento sobre la libertad”.80 Con el argumento de que “Las ciudades más rigurosamente planeadas —como el París del barón Haussmann y Napoleón III— siempre han sido las menos democráticas”, hacían un llamado al “sin plan”, al desmantelamiento del planeamiento y el reconocimiento del derecho de los ciudadanos a hacer lo que quisieran con sus propiedades. Paradójicamente, este exabrupto, incubado en la atmósfera antisistema de la década de 1960, se convirtió en el estandarte del tándem formado por neoliberalismo y neoconservadurismo. Su hostilidad hacia el urbanismo provenía del convencimiento de que el mercado era un ente superior capaz de organizar la sociedad, por lo que aquel debía limitarse a apoyarlo. ¿Cómo hacerlo? Básicamente ciñendo el control del uso del suelo a los casos en que existiesen factores externos que pudieran amenazar el desarrollo de la lógica económica 171

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(peligrosidad industrial, polución ambiental, contaminación acústica, etc.). Es lo que sugería Robert Jones en Town and Country Chaos,81 donde apuntaló los pilares sobre los que debía sustentarse este urbanismo de bajo perfil: convenios entre entidades privadas, tribunales de uso del suelo que decidieran sobre las situaciones mencionadas y restricción del ámbito de actuación de la Administración a las zonas de alto valor medioambiental. Esta crítica mercantilista entró en sinergia con la de su opuesto ideológico: la de los estudios culturales. En Towards Cosmopolis82 y en Cosmopolis II: Mongrel Cities in the 21st Century,83 Leonie Sandercok acusó al urbanismo de tener prejuicios desde el punto de vista de género, de ser intolerante desde el punto de vista racial y homogeneizador desde el punto de vista social. Su objetivo era imponer en la metápolis la visión del mundo propia del hombre blanco, occidental y de clase media, para lo que utilizaba dispositivos espaciales que segregaban a ciertos colectivos o dificultaban determinadas actividades. A los urbanistas iluministas les inquietaba esta atmósfera “sin plan”. El sistema de planificación que el tardocapitalismo y la posmodernidad amenazaban con dejar morir de inanición había sido obra suya, fruto de décadas de trabajo en las etapas metropolitana y megalopolitana. Para hacer frente a su doble envite, buscaron refugio en los escasos nichos del pensamiento contemporáneo que aún confiaban en el proyecto iluminista: por un lado, el discurso de Habermas, que utilizaron para vehicular la fragmentación social metapolitana; por otro, el pragmatismo filosófico, que blandieron para lidiar con los requisitos socioeconómicos tardocapitalistas. Ocupémonos de ambos por separado. Por lo que respecta al primero, una cosa estaba clara: la época de los “jefes de equipo” se había acabado y los urbanistas tenían que concienciarse de lo que implicaba planificar para una sociedad de minorías. Sus principales retos eran la comunicación y la negociación, ya que debían dar respuesta a una miríada de grupos sociales a los que movían intereses y valores diferentes y que reclamaban su derecho a expresarlos. ¿Cómo responderles, cómo incorporarlos al proceso de toma de decisiones, cómo manejar una realidad urbana tan compleja,

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indeterminada y cambiante? Desde luego, no insistiendo en la comprensión holística e interdisciplinar propia del urbanismo neopositivista, con sus metodologías cientifistas, abstractas y universales. Al contrario, los urbanistas iban a tener que conformarse con teorizaciones parciales y empíricas, contextualizadas según los casos y en abierta competencia con otras igualmente legítimas. En Planning in the Face of Power,84 John Forester les recomendaba asumir los criterios de la racionalidad comunicativa de Habermas: cultivar redes de contactos, escuchar a las comunidades, ejercer labores educativas, aportar información técnica, trabajar en grupo, animar a proponer proyectos, etc., postulados muy cercanos al “urbanismo defensor”. De este procedimiento debía resultar el plan urbanístico, lo que ponía sobre la mesa un problema añadido: ¿cómo sintetizar las propuestas derivadas de una dinámica tan abierta y participativa? Clarence Stone se ocupó de ello en Regime Politics: Governing Atlanta 1946-1988,85 donde expuso su “teoría de los regímenes”. Según Stone, el “gobierno de la ciudad” —es decir, la acción de ordenarla y controlarla— había dejado paso a la “gobernanza de la ciudad”, esto es, movilizar y coordinar esfuerzos para conseguir un fin. En este encuadre, el papel de las administraciones locales era definir estrategias, un asunto no baladí, ya que el urbanismo se había convertido en una eficaz herramienta en la descarnada competencia entre las metápolis por atraer inversores. Los ayuntamientos intentaban seducirlos manejando planes y normativas que garantizaran a sus localidades determinados estatus de empleo y funcionalidad. Stone denominó “regímenes” a los acuerdos que, con ese fin, se establecían entre sectores públicos y privados, describiendo cuatro tipos que se correspondían con una estrategia determinada: de mantenimiento, orientados a salvaguardar una situación preexistente; de desarrollo, destinados a promover el crecimiento económico; de creación de oportunidades para las clases bajas, enfocados a mejorar la educación, la sanidad, el transporte público, etc.; y progresistas de clase media, sensibles a temas como el medioambiente, el patrimonio o la vivienda social.

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Ante el segundo frente abierto por los próceres del “sin plan”, el de la soberanía del mercado, el urbanismo iluminista encontró amparo en una filosofía de la práctica conocida como pragmatismo. Sus mentores, entre los que destacaban Richard Rorty y John Dewey, argumentaban que la visión del mundo propia de los seres humanos era eminentemente pragmática, libre de aprioris teóricos. Rechazaban por ello las abstracciones y los dogmas, y apostaban por encarar los problemas con criterios altamente flexibles, orientados a la praxis y fundamentados en prácticas socioculturales. El pragmatismo filosófico sintonizaba con un deseo que siempre había flotado en la atmósfera posmoderna, tan receptiva a lo real y tan hostil a las utopías: poner los pies en la movediza tierra metapolitana. Hemos visto cómo este anhelo había calado en la sociología urbana, con la apertura a temas como el género o la sexualidad, y en la historia urbana, con el reclamo de una historia con minúsculas, la de la gente corriente. Las puertas del urbanismo se las abrió John Forester en la ya citada obra Planning in the Face of Power. Tras reconocer que lo único que las administraciones neoconservadoras esperaban de la planificación era que apoyase al sector privado, reclamó que se hiciera frente a este sometimiento sin renunciar a los valores éticos: la dicotomía de lo procedimental versus lo substancial era insostenible en la marcadamente culturalista atmósfera metapolitana. Su propuesta consistía en sintetizar la racionalidad comunicativa y la filosofía del pragmatismo en lo que se conoce como “pragmatismo crítico”, cuyos principios eran: el neoliberalismo como escenario y el pluralismo como regla de juego. Para el urbanista suponía aceptar que su disciplina era eminentemente práctica, orientada hacia la resolución de problemas, pero también fácilmente manipulable por el poder económico, por lo que habría de estar atento a las distorsiones que este intentaría introducir en el proceso de toma de decisiones, además de proteger e incorporar al mismo a las minorías desfavorecidas. El pragmatismo filosófico también se extendió a la teoría urbana. El elemento catalizador fue el descubrimiento de la ciudad estadounidense, y no precisamente de Chicago o Nueva York. A Reyner

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Banham, crítico e historiador británico, se debió la primera intelectualización de la urbe estadounidense por excelencia: Los Ángeles. Convencido de que conceptos como “barrio” o “calle” eran insuficientes para aprehenderla, acudió a factores geográficos, climáticos y de localización para definirla como la confluencia de cuatro ecologías: las playas, las estribaciones, la llanura y la “autopía”, la ecología artificial de las autopistas. Así lo expuso en Los Angeles.The Architecture of Four Ecologies,86 donde defendió como bondades todo aquello de lo que la teoría urbana neomarxista abominaba: los centros comerciales eran un ejemplo de “diseño cívico”, la cultura del automóvil obedecía a un “principio democrático”, la red de autopistas aseguraba “consistencia urbana”... El discurso de Banham ponía fin a tres décadas de desprecio de lo que Lewis Mumford calificó como “la más rotunda mediocridad y banalidad”. La teoría urbana iluminista había descubierto las insospechadas virtudes de suburbia. El segundo hito literario de la puesta en valor del “Estados Unidos real” lo escribieron Robert Venturi, Steven Izenour y Denise Scott Brown. Su admiración por la cultura de masas les vino de sociólogos como Herbert Gans, quienes despertaron su interés por la casa suburbana, por los drive-in y, en definitiva, por todo lo que rodeaba el día a día del “estadounidense medio”. En 1972 publicaron Aprendiendo de Las Vegas,87 donde aplicaron las técnicas del estructuralismo lingüístico a los hechos urbanos, rastreando en ellos lo que Umberto Eco denominó “aperturas”, es decir, el número de lecturas posibles que permitían. Inauguraron así una nueva y revolucionaria mirada sobre los “elementos de mala reputación” que poblaban las ciudades. Criticaban la actitud elitista del movimiento moderno, que los consideró producto de la degradada sociedad de consumo. Todo un error, según Venturi, Izenour y Scott Brown, quienes reclamaban que el arquitecto reasumiera sus funciones como técnico, abandonadas en su progresiva sofisticación como artista de vanguardia, y se reconciliara con los requisitos y aspiraciones de la gente. Ello implicaba intelectualizar “lo feo y lo ordinario” del arte comercial, expresiones “incorrectas” según los puristas cánones estéticos de la modernidad,

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pero tras las que se escondía un filón semiótico. No es de extrañar que estos tres autores se fijaran en Las Vegas, de la cual llegaron a afirmar: “Creemos que la documentación y el análisis cuidadoso de su forma física es tan importante para los arquitectos y los urbanistas de hoy como lo fueron los estudios de la Europa medieval y de la Grecia y la Roma antiguas para generaciones anteriores”. Venturi, Izenour y Scott Brown coincidían con Banham en el reconocimiento de suburbia, a la que ensalzaron como representante de “la fase más desarrollada del crecimiento urbano”. Denunciaban que se la denigrara al compararla con la ciudad tradicional, algo tan injusto como improcedente, ya que las lógicas espaciales de ambas eran totalmente diferentes: si una era rítmica y cerrada, la otra era dinámica y abierta; si una estaba estructurada por monumentos, la otra por símbolos comunicativos... Para aprehender el orden espacial suburbano se requerían metodologías de análisis distintas a la morfogenética o la tipomorfología. Para el estudio del Strip de Las Vegas, por ejemplo,Venturi, Izenour y Scott Brown elaboraron planos de intensidad y variedad de usos, de actividades asociadas a tiempos, de iluminación, de relaciones entre signos, etc.88 Como reconocería Peter Hall, la publicación de Aprendiendo de Las Vegas fue cataclísmica: marcó “el fin del movimiento moderno en arquitectura y su desplazamiento por la posmodernidad”.89 En la década de 1980 se impuso como referente de los profesionales que aspiraban a poner los pies en la tierra de la naciente metápolis. Responder a sus pragmáticos requisitos con los instrumentos propios del urbanismo y la arquitectura implicaba engullir dos premisas de difícil digestión: plegarse a la lógica económica tardocapitalista y ceder a los gustos y demandas de la sociedad posmoderna. La teoría urbana iluminista optó por ponerse manos a la obra. El testigo de Venturi fue recogido por Rem Koolhaas, quien coincidía con el pragmatismo filosófico en la necesidad de dejar de lado los manifiestos teóricos para concentrarse en atender las demandas del mercado. Como había ocurrido en los casos de Banham y Venturi, esta determinación le llevó a fijar la atención en la ciudad

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estadounidense, por su suculento historial de desprecios a normas y reglamentos. En Delirio de Nueva York90 analizó el caso de Manhattan entre 1910 y 1940, un producto de la “cultura de la congestión”. Su tesis era que la atmósfera artificial de la metrópolis provocaba en los ciudadanos ansiedad por vivir “realidades”, experiencias que, si no existían, había que fabricar. Parques temáticos, centros comerciales y locales de espectáculo utilizaron la avanzada tecnología monopolista para reproducir fantasías de todo tipo. Koolhaas reconocía, incluso celebraba, que la superficialidad y el espectáculo eran la base de la sociedad industrial; es más, defendía que el “manhattanismo” debía articular el urbanismo contemporáneo. En la década de 1990 se multiplicaron los retos a los que habría de enfrentarse la teoría urbana inspirada por el pragmatismo filosófico. El espacio de los flujos desató gigantescos cambios territoriales en regiones hasta entonces remotas. Tras tomar nota de la advertencia de la sociología sobre los prejuicios colonialistas, la teoría urbana comenzó a rastrear en los países en vías de desarrollo alternativas que refrescaran sus anquilosados postulados: lo espontáneo frente a lo regulado, el caos frente al orden, la gestión comunitaria frente a la administrativa, etc. Tres zonas atrajeron la atención de los arquitectos: Sudamérica, por la ciudad informal que, al albur de la fascinación posmoderna por lo caótico, lo fragmentario y lo complejo, se había convertido en fuente de inspiración; África, por fenómenos urbanos tan explosivos como primarios, manifestaciones “premodernas” que despertaron la curiosidad de una generación deseosa de superar los dogmas del movimiento moderno; y la gran revelación, Extremo Oriente. La trasformación geográfica que se estaba produciendo en los denominados “tigres asiáticos” no tenía precedentes: migraciones masivas, fundación de ciudades, destrucción de tejidos históricos… La gran protagonista era China, donde estaba en marcha el mayor éxodo rural de la historia: 225 millones de personas se habían trasladado del campo a la ciudad entre 1985 y 1995, y se esperaba que 500 millones más lo hicieran en los siguientes 25 años. La brutal mutación urbana que ello entrañaba se estaba materializando sin ningún

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tipo de reflexión, tan solo dirigida por el binomio de máxima productividad y mínimo plazo. Afrontar estas desbordantes dinámicas, donde la cuestión de la cantidad se imponía abrumadoramente sobre la de la calidad, era fundamental para la teoría urbana iluminista. El desafío era responder con una arquitectura y un urbanismo dignos, y ello exigía el máximo rigor técnico: ideas pragmáticas ejecutables en cortos espacios de tiempo y a escala masiva. El mejor posicionado para encarar ese lance era Rem Koolhaas. En 1995 apareció S, M, L, XL,91 una publicación sumamente novedosa: 1.376 páginas de artículos, notas de diario, extractos de diccionarios, manifiestos y proyectos impresos con un efectista diseño gráfico copiado hasta la saciedad en los años venideros. Uno de los capítulos que tuvo más trascendencia fue “La ciudad genérica”,92 donde Koolhaas llamaba la atención sobre la sorprendente falta de carácter que se estaba expandiendo por las metápolis, a las que denominó “ciudades genéricas”, un derivado de la confluencia de las nuevas tecnologías con los hábitos socioculturales posmodernos. La coincidencia de este hecho con el desbordante proceso de urbanización del planeta apuntaba hacia la universalización de un prototipo urbano hijo de la estandarización de la arquitectura, el urbanismo y las infraestructuras. Los siguientes libros de Koolhaas resultaron de su actividad como profesor en la Graduate School of Design (GSD) de la Harvard University, donde fundó el taller Project on the City.93 En 2000 apareció Mutaciones,94 entre cuyos casos de estudio se encontraba el del delta del río Perla, una metápolis del sur de China donde coexistían seis grandes ciudades y habitaban más de treinta millones de personas. Su funcionamiento estaba garantizado por macroinfraestructuras de transporte: redes de autopistas permanentemente ampliadas, puentes de más de 90 km de longitud, aeropuertos que movían a decenas de millones de pasajeros, etc. Koolhaas llamaba la atención sobre el imperio de lo genérico. Los cientos de miles de inmigrantes que se esperaba que llegaran al delta en las siguientes décadas serían alojados en “arquitecturas Photoshop”, reproducciones mecánicas de un número limitado de tipos residenciales fácilmente combinables entre sí.

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Pero la teoría urbana iluminista no se olvidó de la ciudad occidental, cuya reflexión siguió alimentándose de las fuentes de Banham y Venturi. El foco de la puesta en valor de suburbia se desplazó desde Los Ángeles y Las Vegas hacia zonas más occidentales del opulento sunbelt, el “cinturón del sol”, la franja meridional del territorio estadounidense.95 Allí, en ciudades como Houston, Atlanta o Miami se estaba conformando la versión más radicalmente etérea, híbrida, difusa y discontinua de la metápolis. Para nombrar este sprawlscape Albert Pope recuperó la terminología termodinámica de Doxiadis y McHarg. En Ladders96 lo definió como el resultado de un proceso entrópico de degradación urbana caracterizado por un progresivo aumento de la desorganización y una disminución de la identidad. Las dualidades centro y periferia, ciudad histórica y ciudad contemporánea o urbe y naturaleza se habían difuminado en un magma semiurbano y seminatural donde tan solo destacaban las comunidades cerradas, que tendían hacia la mínima entropía, es decir, la total clausura y la máxima organización, y su complemento indisociable, los vacíos urbanos, que evolucionaban hacia la máxima entropía, o sea, la total apertura y la mínima organización. Para luchar contra las primeras, demostradamente perversas, Pope abogaba por la “posurbanización”, un estado donde naturaleza y ciudad se fundieran en un todo indiferenciado y desorganizado. Su discurso apuntaba hacia uno de los grandes descubrimientos de la teoría urbana metapolitana: los vacíos. En After the City,97 Lars Lerup, otro estudioso del sunbelt, describió Houston como una ciudad abierta donde el espacio, en el sentido europeo de la palabra, no existía. Sus elementos característicos, la casa unifamiliar y la parcela, no generaban calles ni plazas, sino un paisaje inundado por espacios vacantes y moteado por edificios aislados. Lerup coincidía con Venturi en que calificar un entorno de esas características como caótico, feo o confuso evidenciaba los prejuicios de la teoría urbana europea, inspirada por la ciudad histórica e incapaz de entender suburbia. Como hiciera Banham, Lerup postulaba que era necesario repensar la metápolis como una secuencia

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de subecologías funcional y visualmente coherentes: distritos financieros, núcleos hospitalarios, campus universitarios, centros comerciales y de ocio, etc., a los que habría que sumar la subecología del esparcimiento urbano (sprawl) residencial, una aglomeración de viviendas unifamiliares débilmente cohesionada por parcelas y viarios en cul-de-sac. Todas ellas formaban parte de la ecología genérica del “paisaje intermedio”, los residuos intersticiales que habían sido ignorados por el mercado inmobiliario. Como veremos en el siguiente apartado, el diseño urbano europeo iba a abogar por rellenarlos para completar el destino de continuidad que le presuponía a toda ciudad. Lerup, por el contrario, convenía con Pope en reivindicar el valor de esa galaxia de oquedades, en la que intuía un potencial compromiso con la vegetación y la fauna.

Romanticismo y sostenibilidad: entre el neotradicionalismo y el poshumanismo En la década de 1990 la popularidad de la respuesta técnica se extendió como la pólvora por la teoría urbana, espoleada tanto por el prestigio de la producción arquitectónica de Koolhaas como por el atractivo diseño de sus publicaciones. En paralelo, comenzaron a oírse las primeras voces de protesta, las de los arquitectos de sensibilidad romántica que demandaban una actitud más crítica con la metápolis tardocapitalista. Unos, los más apegados a lo ideológico, pensaban que la postura del holandés no era más que un mero acomodamiento a las demandas del neoliberalismo; otros, más próximos a lo disciplinar, creían que reducía la ciudad a pura infraestructura de servicios, y todos, a su vez, coincidían en que los procesos de crecimiento que fascinaban a Koolhaas eran insostenibles. Como vimos en el capítulo anterior, la preocupación por el medio ambiente ya había calado entre los arquitectos románticos. El hecho de que, en la etapa metapolitana, el movimiento ecologista consiguiera extenderla a todos los segmentos de la sociedad se debió a la publicación del Informe del Club de Roma o Informe Meadows,

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titulado Los límites del crecimiento.98 En él se presagiaba que el modelo energético sobre el que se había cimentado el desarrollo de metrópolis y megalópolis conducía al agotamiento de los recursos naturales del planeta, algo que ocurriría en los siguientes cien años. Las ciudades fueron imputadas como principales responsables de semejante panorama, por su contribución a la polución ambiental, al gasto energético, a la destrucción de la capa de ozono, al agotamiento de los recursos hídricos, etc. Ello explica que la cuestión medioambiental acabara desbordando el debate romántico para convertirse en un vector que atravesaría todas las sensibilidades y todas las disciplinas. En 1987 el Informe Bruntland, titulado Nuestro futuro común,99 enunció el concepto de desarrollo sostenible como “un desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de futuras generaciones”. El reto que asumieron los arquitectos románticos fue traducir dicho concepto a términos urbanos, es decir, definir modelos de desarrollo urbano sostenible. Como decíamos, las fuentes a las que acudieron volvieron a ser las habituales: ciudad tradicional y ecología. La identificación entre ciudad sostenible y ciudad tradicional se fraguó al amparo del discurso de la Tendenza, que a finales de la década de 1970 sobrepasó los estrictos límites disciplinares de la “ciencia urbana” para abarcar otros territorios, como la ecología, y sustentar otros objetivos, como la oposición al tardocapitalismo. Protagonista de esta deriva fue Léon Krier, que, bajo el influjo del pensamiento de la izquierda militante de Mayo del 68, aspiraba a conformar una estrategia global de resistencia antiindustrial. Inspirado por John Ruskin, pedía el reconocimiento de los valores de la ciudad histórica, animando a imitar su morfología y su arquitectura, así como a recuperar los materiales tradicionales y las técnicas artesanales. Asumía así el dictado de Muratori y Caniggia: la ruptura provocada por La Carta de Atenas había de ser reparada. De esta reivindicación surgió el Movement for the Reconstruction of the European City, cuyo manifiesto fundacional fue Architecture rationelle.100 Su principal aportación a las ideas de la Tendenza fue la

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expansión de su opción morfológica, ya que dio cabida a la premisa del desarrollo sostenible, patria común del romanticismo metapolitano. El discurso de este movimiento se sustentaba sobre una hipótesis típicamente físicodeterminista: que un entorno urbano tradicional fomentaría los valores del ecologismo, tanto los medioambientales como los sociales. El argumento era triple: la alta densidad economizaba el uso del suelo y facilitaba el tránsito peatonal y el transporte colectivo; la mezcla de usos generaba sinergias entre actividades y fomentaba la creatividad, y el protagonismo del espacio público promovía el contacto entre personas de diversa condición social, racial o cultural. En Architecture. Choix ou fatalité,101 Krier definió un modelo urbano sostenible que trasladaba estos valores a la ciudad contemporánea. La zona urbanizada estaría perfectamente delimitada y diferenciada del entorno agrícola; contaría con barrios densos, formal y funcionalmente autónomos, y articulados por espacios públicos; los bloques residenciales se alinearían al vial y tendrían entre dos y cinco plantas de altura; los edificios públicos estarían estratégicamente emplazados y destacarían por su impronta arquitectónica; las actividades económicas se intercalarían por parcelas y niveles, e incluirían a artesanos y pequeñas industrias, punta de lanza de la lucha contra las multinacionales. En esta singladura, el diseño urbano propugnado por Krier, conocido como planificación urbana neotradicional, buscó la implicación de un fiel compañero de viaje: el análisis urbano. El encuentro entre ambos se produjo en la Escuela de Arquitectura de Versalles, más concretamente en su laboratorio de investigación de Historia de la Arquitectura y de la Ciudad (LADRHAUS), dirigido por Philippe Panerai. Más que una nueva metodología de análisis, su estudio Elementos de análisis urbano102 era una combinación de otras ya existentes y testadas. Cada capítulo estaba escrito por un autor y abordaba una cuestión diferente: crecimiento, trazados y parcelación, clasificación de tipos y tipologías, paisaje urbano y análisis pintoresco, estructura urbana, práctica del espacio urbano, etc. La principal aportación de este manual fue su comprensión del espacio urbano

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como algo no solo físico, sino también social, un presupuesto que hacía convergir el pensamiento de Muratori con el de Lefebvre. El análisis tipomorfológico traspasaba sus límites tradicionales, que se movían entre la geografía, la historia y la arquitectura, para adentrarse en disciplinas como la sociología. La versión estadounidense de la planificación urbana neotradicional la prefiguró el New Urbanism, una organización fundada en la década de 1980 por un pequeño grupo de arquitectos, entre los que destacaban Peter Calthorpe, Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk. A diferencia de su socio europeo, el New Urbanism no rechazaba el modelo suburbano, esencial en el imaginario colectivo estadounidense, pero aspiraba a replantearlo para reconciliarlo con los principios del desarrollo sostenible. Concretamente, puso sobre la mesa dos alternativas: el transit oriented development (TOD: desarrollo orientado al tráfico) y el traditional neighborhood development (TND: desarrollo orientado al vecindario). El primero fue definido por Peter Calthorpe en The Next American Metropolis.103 Los TOD eran suburbios vinculados a líneas de transporte público. Se edificarían en torno a un intercambiador y siguiendo el patrón del cuarto de milla [400 metros] propuesto por Clarence Perry en la década de 1930.104 Serían densos (con bloques de apartamentos y pequeñas parcelas unifamiliares), multifuncionales (3.000 puestos de trabajo por cada 5.000 residentes) y contarían con viviendas accesibles a distintos niveles de renta. El modelo TOD podía aplicarse tanto a la construcción de nuevas periferias como al relleno de las ya existentes, así como a la rehabilitación de centros urbanos degradados. Los TND fueron definidos por Duany y Plater-Zyberk en Suburban Nation,105 obra en la que culpaban a suburbia de gran parte de los males de la sociedad estadounidense: degradación medioambiental, abandono de los barrios históricos, patrones de crecimiento insostenibles, aumento de la criminalidad, estancamiento económico, pérdida del sentimiento comunitario, etc. Los TND eran suburbios inspirados en los pueblos estadounidenses anteriores a la II Guerra Mundial: compactos, multifuncionales, orientados al peatón y plagados de espacios

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públicos. Pero lo que los convirtió en uno de los modelos urbanísticos más comerciales de la segunda mitad del siglo xx fue su arquitectura, oportunista y cuidadosamente prescrita en exhaustivos manuales de diseño.106 Conscientes de la sed de pasado que embargaba a la sociedad posmoderna, los arquitectos del New Urbanism recuperaron un sinfín de estilos historicistas: neogriego, neogeorgiano, neovictoriano, estilo Shingle, etc. El éxito fue arrollador. En Variaciones sobre un parque temático,107 Michael Sorkin relataba cómo el condado angelino de Orange se había transformado en una sucesión de variaciones de parques temáticos. En ese mismo libro, Edward W. Soja describía comunidades cerradas que recreaban los más diversos estilos de vida: pueblo mediterráneo, lejano oeste, isla griega, etc., copias hiperreales de mundos perfectos que nunca existieron. Definitivamente, la estética posmoderna había engullido a la ética de la sostenibilidad. También en el concierto urbanístico la crítica a suburbia resonaba tras la sintonía de ciudad sostenible y ciudad tradicional, esta vez sin inflexiones éticas ni estéticas. En 1984 Bernardo Secchi escribió un artículo que marcaría una época: “Le condizioni sono cambiate”,108 posteriormente desarrollado en el libro Un progetto per l’urbanistica,109 donde partía de la constatación de un hecho contradictorio: a pesar del estancamiento poblacional, la mayoría de las ciudades europeas seguía creciendo geográficamente. Secchi lo achacaba a la máxima del urbanismo iluminista (asumida cuando se constituyó como disciplina) de que su principal cometido era ordenar el crecimiento territorial. En las acomodadas y envejecidas metápolis europeas esa demanda había pasado a un segundo término, desplazada por otra prioridad: elevar la calidad de vida. Ciertamente, para ello había que construir viviendas más amplias, así como nuevos equipamientos sanitarios, culturales, deportivos, etc., pero el terreno necesario para hacerlo estaba dentro de la ciudad, en la infinidad de espacios abandonados que la crisis del petróleo había dejado atrás. Así nació el concepto de “crecimiento interior”, que abogaba por seleccionar, entre las zonas incompletas, degradadas u obsoletas del tejido consolidado, las áreas destinadas a la urbanización, limitando al mínimo la expansión suburbana.

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Richard Rogers, quien fuera director del Departamento de Arquitectura y Urbanismo de la Greater London Authority, trasladó esta propuesta al ámbito anglosajón. En 1998 escribió Ciudades para un pequeño planeta,110 donde acusó a Londres de ser una de las metápolis más poco sostenibles de Europa. Su huella ecológica era similar a toda la superficie productiva del Reino Unido y su diámetro se había disparado hasta los 320 km, a pesar de que las áreas centrales habían perdido un tercio de su población. Ante este cúmulo de incongruencias, Rogers reclamaba la elaboración de un plan estratégico que adoptara los principios del crecimiento interior. Se trataría de penalizar la expansión periférica, de utilizar las zonas degradadas de Vauxhall, Greenwich o Waterloo como suelo urbanizable, de construir más de 200.000 viviendas en los comercios y oficinas abandonados del centro, etc.111 En Sudamérica la defensa del crecimiento interior se vinculó a la lucha contra la pobreza. Las estrategias físicas se complementaron con otras de tipo procedimental y ascendencia megalopolitana, como la autogestión comunitaria o la economía de medios. En 2003 Jaime Lerner, arquitecto y alcalde de Curitiba entre 1971 y 1992, publicó Acupuntura urbana,112 su particular terapia para recuperar la energía de la metápolis: aplicar “pinchazos” en sus zonas enfermas. Los 39 relatos que componían el libro mostraban la dispar naturaleza de estas operaciones, siempre puntuales y de pequeña escala: dotar a un barrio de un equipamiento social, construir un edificio singular, promover actos de generosidad o alentar determinados hábitos comerciales. Esas eran las múltiples “acupunturas” de Lerner, las de las cosas pequeñas, lo sensorial, el reciclaje, la solidaridad, la identidad e incluso el amor. Como decíamos, la segunda fuente de inspiración a la que acudieron los arquitectos románticos para trasladar los dictados del Informe Bruntland a la metápolis fue la ecología. Siguiendo este vector, el desarrollo urbano sostenible fue definido como un acuerdo entre ciudad y entorno natural que evitara que la presión de la primera sobre el segundo sobrepasara determinados límites. El arquitecto paisajista Michael Hough fue más allá. En Naturaleza y ciudad113

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defendió que un desarrollo urbano sostenible también debía contribuir a la mejora del medio ambiente. Ello era posible porque las actividades humanas y el hábitat construido podían alentar la aparición de formas de vida natural, por ejemplo, compatibilizando los usos recreativo y rural en los parques, permitiendo que especies autóctonas colonizaran los vacíos urbanos, englobando los residuos urbanos en el ciclo energético, etc. Para conformar este sistema integrado de ciudad y naturaleza, el urbanismo habría de confluir con las ciencias naturales y la ecología. Irrumpía así un segundo concepto que comenzó a asociarse al de sostenibilidad: integración. La propuesta de Hough ya había sido ensayada por Doxiadis y McHarg en la década de 1960. Sin embargo, este discurso cientifista y disciplinar era bastante ajeno a la atmósfera relativista posmoderna, obsesionada por las interpretaciones culturales. La llamada al diálogo entre ciencia y cultura que Michel Serres realizó en El contrato natural114 y que Bruno Latour extendió a la política en Políticas de la naturaleza115 también reverberó en la dialéctica entre ciudad sostenible y ecología, e hizo que fuera necesario ubicar en un marco humanista los conceptos procedentes de esta última. Con este objetivo la ecología estableció tres nexos: con el mundo del arte a través del paisajismo, con la filosofía a través del poshumanismo y con la economía a través del decrecentismo. El primero, el paisajismo, había sido redescubierto tras la II Guerra Mundial por John Brinckerhoff Jackson, editor de la revista Landscape. En sus escritos, recogidos en Landscapes: Selected Writings of J. B. Jackson,116 se ocupó de las relaciones existentes entre el territorio y la gente, es decir, entre la ecología y la vida cotidiana. Claramente influido por Vidal de la Blache, proponía utilizar la fotografía aérea para detectar dichos vínculos. La reformulación en clave hermenéutica de esta condición semiótica del paisaje puso sobre la mesa de la teoría urbana romántica un interesante reto: leer, interpretar y deconstruir la geografía metapolitana. Los primeros tanteos en esa dirección vinieron de la mano del botánico y biólogo Richard T. T. Forman, el padre de la “ecología del

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paisaje”. En 1995 apareció Land Mosaics,117 donde demostró las ventajas de la perspectiva aérea a la hora de analizar tanto los fenómenos naturales como los derivados de la actividad humana. Desde esa atalaya, el territorio se transformaba en un mosaico de franjas y parches donde eran legibles una estructura (patrones espaciales de organización), una cualidad funcional (flujos de animales, personas, agua, etc.) y una evolución (su transformación en el tiempo). Así nació el concepto de “mosaicos de suelo“, que permitía sistematizar el estudio del paisaje metapolitano en todas sus dimensiones: urbana, natural y agrícola.118 A finales de 1990 paisajismo y urbanismo confluyeron y surgió el llamado Landscape Urbanism.119 Su postulado inicial, enunciado por Peter Connolly, era una provocación al New Urbanism: el principio organizador de la metápolis debía ser el paisaje, no la arquitectura. Los textos que defendieron y desarrollaron este precepto fueron recopilados en dos libros: Recovering Landscape120 y Landscape Urbanism.121 Especialmente trascendente fue el artículo titulado “Terra fluxus”,122 donde James Corner explicaba por qué era necesario prestar más atención a los procesos cambiantes, la terra fluxus, y menos a las formas estáticas, la terra ferma. El Landscape Urbanism se alineaba así con el viejo reclamo del termodinamismo, algo que no era de extrañar teniendo en cuenta las características del paisaje metapolitano, simultáneamente urbano, natural y agrícola. Tras denunciar el mecanicismo, el determinismo y la linealidad del planeamiento tradicional, proponía entender la metápolis como una estratificación de “campos de acción” que generaban redes de ecosistemas interactivos. Sin embargo, también Corner marcaba distancias con McHarg y Doxiadis: el cientifismo por sí solo no bastaba; el Landscape Urbanism habría de implicarse con la cultura, la memoria colectiva y los deseos ciudadanos. El segundo ingrediente de esta relectura cultural de la relación entre ciudad sostenible y ecología llegó de la mano del poshumanismo, en este caso inspirado por la filosofía y orientado a facilitar la reinterpretación de uno de los lugares estrella del paisaje metapolitano: los espacios obsoletos. El “pensamiento ecológico” de Peter

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Sloterdijk apelaba a ser respetuosos con el natural devenir de las cosas, reclamando autolimitación en el construir, el ocupar y el transformar. Uno de los primeros arquitectos en sintonizar con él fue Ignasi de Solà-Morales, autor de “Terrain vague”,123 donde denunciaba que las ruinas industriales, receptáculo de la memoria colectiva de metrópolis y megalópolis, estaban siendo dilapidadas por intereses especulativos que se amparaban en la estrategia del “crecimiento interior”. Solà-Morales llamaba la atención sobre el poder evocador que tenían esos enclaves indefinidos y proponía que funcionasen como ámbitos identitarios alternativos a los “no lugares”. La ecología convergía así con otra de las fuentes del romanticismo dieciochesco: el gusto por la ruina. Gilles Clément extendió la ética poshumanista a otro de los territorios estelares de la metápolis: los vacíos urbanos. Este botánico francés había revolucionado el paisajismo contemporáneo con su teoría del “jardín en movimiento”, en el que las especies vegetales se desarrollaran libremente, limitándose el jardinero a observar y cooperar con el medio ambiente. En Manifiesto del Tercer Paisaje124 definió el concepto de “tercer paisaje” como “la suma de espacios donde el hombre abandona la evolución del paisaje a la naturaleza”, diferenciando entre el residuo, un espacio abandonado por obsolescencia industrial, urbana, agrícola, etc., el conjunto primario, un lugar no explotado por inaccesibilidad, imposibilidad económica o simple casualidad, y la reserva, un área natural legalmente protegida. Clément coincidía con Pope y Lerup en que también los dos primeros debían preservarse de la urbanización para ser salvaguardados como “cápsulas biológicas”, apelando a su biodiversidad y a la belleza pasiva derivada de contemplar la evolución de los procesos naturales. Por último, el tercer nexo cultural de la dialéctica entre ciudad sostenible y ecología lo proporcionó el decrecentismo. Los arquitectos románticos desenterraron su compromiso ideológico con la izquierda, sumándose a la tarea apuntada por Serge Latouche de construir un modelo socioeconómico alternativo al posmoderno tardocapitalista. El economista francés había revolucionado el discurso ecologista al

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introducir una inesperada novedad: el rechazo del hasta entonces incuestionado concepto de desarrollo sostenible. Según Latouche, no había conciliación posible entre desarrollo económico y medio ambiente, y para preservar este último era necesario dejar de crecer. El modelo decrecentista proponía hacerlo articulando ocho “re” interdependientes: reevaluar, reconceptualizar, reestructurar, redistribuir, reducir, reusar, reciclar y relocalizar. Esto último, la relocalización de las actividades humanas, incumbía especialmente a los arquitectos, que debían colaborar en la reordenación de la geografía del planeta con fines opuestos a los de la deslocalización tardocapitalista, es decir, con el objetivo de acortar las distancias entre productor y consumidor. El punto de partida sería la economía local, un nuevo envite a la lógica global del tardocapitalismo. De lo que se trataba era de facilitar el “renacimiento de lo local”, no solo en términos materiales, sino también culturales y relacionales. Ello no significaba renunciar a la escala global, que habría de alcanzarse mediante redes de intercambio de experiencias locales. El lema era: “pensar localmente, actuar globalmente”. Con estos objetivos se fundó la Escuela Territorialista italiana, que propuso un modelo de desarrollo local autosostenible basado en la cooperación entre pequeños municipios unidos entre sí por un entorno rural común. El principal referente de dicha escuela era el arquitecto y académico Alberto Magnaghi. En El proyecto local125 definió los principios de lo que denominó “estatuto del lugar”: la cultura del autogobierno (las comunidades establecerían sus valores y los desarrollarían en el territorio), la “construcción social del conocimiento” (la difusión global de los saberes locales mediante redes de investigadores, militantes, movimientos sociales, etc.) y el establecimiento de nuevas reglas (modelos reticulares no jerárquicos, políticas de mantenimiento del suelo, principios de soberanía alimentaria, solidaridad regional, reducción de la movilidad, etc.). En su libro, Magnaghi plasmó estos principios en la “ecópolis”, la primera utopía del siglo xxi, el anuncio de la agonía de la metápolis tardocapitalista.

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Roland Barthes fue el primero en denunciar el vínculo entre significante y significado, presupuesto esencial del estructuralismo. En L’Empire des signes (Flammarion, París, 1970; versión castellana: El imperio de los signos, Seix Barral, Barcelona, 2007), un análisis del universo simbólico japonés, concluyó que la ciudad era un texto que mentía, por lo que era imposible dictaminar nada cierto sobre ella. 6

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Como la denominada Justice Riot que puso en jaque a Los Ángeles en abril de 1992.

A mediados de la década de 1990 se calculaba que en Estados Unidos había más de 20.000 comunidades cerradas habitadas por ocho millones de personas. Una década después esas cifras se habían duplicado. 29

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En Histoire de la folie à l’âge classique (Gallimard, París, 1961, versión castellana: Historia de la locura en la época clásica, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1961), Foucault desarrolló una “genealogía de la historia” que eludía los discursos evolucionistas y lineales. Su análisis estaba basado en los cuatro tropos de la representación: la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía.

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A este último par dedicó sus escritos el historiador suizo André Corboz. En Le Territoire comme palimpseste et autres essais (Les Éditions de l’imprimeur, Besançon, 2001) se ocupó de la vertiente más radicalmente contemporánea del fenómeno suburbano: la configuración de redes de ciudades, los flujos de comunicación, etc. 58

Hayden, Dolores, The Power of Place. Urban Landscapes as Public History, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1995.

59

Las historiadoras feministas pusieron el foco sobre los pasajes comerciales. A las prácticas voyeurísticas de las flâneuses dedicaron sus ensayos Janet Wolff (“The Invisible Flâneuse. Women and the Literature of Modernity”, Theory, Culture and Society, vol. 2, núm. 3, 1985, págs. 37-46) y Griselda Pollock (“Modernity and the Space of Feminity”, en Vision and Difference: Femininity, Feminism and the Histories of Art, Routledge, Londres, 1988).

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67

Se trataba de abordar el tercer nivel de análisis establecido por dicha escuela: el de los individuos, una “historia de los acontecimientos” superficial y efímera que Fernand Braudel descartó por no afectar a la “larga duración” de la forma urbana. 68

Ya lo había apuntado Lefebvre en La Révolution urbaine (Gallimard, París, 1971; versión castellana: La revolución urbana, Alianza, Madrid, 1972) al denunciar que la obsesión cientifista de marxistas y positivistas había derivado en incapacidad para ver más allá de lo estrictamente cuantificable. El espacio urbano percibido por la gente no lo era, de ahí su reivindicación de que debía prestarse atención a las representaciones artísticas. 69

Sica, Paolo, Storia dell’urbanistica, Laterza, Bari, 1976-1978 (versión castellana: Historia del urbanismo, Instituto Nacional de la Administración Pública, Madrid, 1981).

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71

Aunque fue introducida por Edwin Panofsky en el período de entreguerras, la iconología no irrumpió con fuerza hasta la década de 1950, cuando confluyó con el psicoanálisis, la fenomenología y el existencialismo. Roland Barthes dio las claves para aplicarla al estudio de la ciudad en libros como Mythologies (Éditions du Seuil, París, 1957; versión castellana: Mitologías, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012) y Éléments du sémiologie (Denoël/ Gonthier, Paris, 1965; versión castellana: Elementos de semiología, Alberto Corazón, Madrid, 1971). 72

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78

Mitchell, William J., E-topia: Urban Life, Jim-But Not as We Know It, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1999 (versión castellana: E-topía: vida urbana, Jim, pero no la que nosotros conocemos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2001).

79

Banham, Reyner; Barker, Paul; Hall, Peter y Price, Cedric, “Non-Plan: An Experiment in Freedom”, New Society, núm. 338, 20 de marzo de 1969, págs. 435-443 (versión castellana: “Sin plan: un experimento sobre la libertad”, en Walker, Enrique [ed.], Lo ordinario, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2010, págs. 37-59). 80

Jones, Robert, Town and Country Chaos. A Critical Analysis of Britain’s Planning System, Adam Smith Institute, London, 1982. 

81

Sutcliffe, Anthony, Metropolis, 1890-1940, Mansell, Londres, 1984.

74

Sennett, Richard, Flesh and Stone. The Body and the City in Western Civilization, Norton & Co., Nueva York, 1994 (versión castellana: Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Alianza, Madrid, 1997).

75

Sennett, Richard, The Uses of Disorder. Personal Identity and City Life, W. W. Norton, Nueva York, 1970 (versión castellana: Vida urbana e identidad personal: los usos del orden, Península, Barcelona, 2001).

Sandercok, Leonie, Towards Cosmopolis, John Wiley & Sons, Chichester, 1998.

82

Sandercok, Leonie, Cosmopolis II: Mongrel Cities in the 21st Century, Continuum, Nueva York, 2003.

83

76

Hall, Peter, op. cit.

77

Forester, John, Planning in the Face of Power, University of California Press, Berkeley, 1989.

84

Stone, Clarence, Regime Politics: Governing Atlanta 1946-1988, University Press of Kansas, Lawrence, 1989.

85

Banham, Reyner, Los Angeles.The Architecture of Four Ecologies, Penguin, Londres, 1971.

86

195

METÁPOLIS: 1979-2007

Venturi, Robert; Scott Brown, Denise e Izenour, Steven, Learning from Las Vegas [1972], The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1978, 2ª ed. (versión castellana: Aprendiendo de Las Vegas, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2016). 87

Koolhaas, Rem et al., Mutations, Actar/Arc en rêve, Barcelona/Burdeos, 2000 (versión castellana: Mutaciones, Actar/Arc en rêve, Barcelona/Burdeos, 2000).

94

Véase: García Vázquez, Carlos, Antípolis. El desvanecimiento de lo urbano en el Cinturón del Sol, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2011. 95

Este fue el germen de la escuela estadounidense de análisis urbano en clave semiótica, en la que se encuadra la obra de Mario Gandelsonas X-Urbanism: Architecture and the American City (Princeton Architectural Press, Nueva York, 1999). 88

Pope, Albert, Ladders, Rice University, Houston, 1996.

96

Lerup, Lars, After the City, The MIT Press, Cambidge (Mass.), 2000.

97

Hall, Peter, op. cit., pág. 300.

89

Koolhaas, Rem, Delirious New York: A Retroactive Manifesto for Manhattan, Oxford University Press, Nueva York, 1978 (versión castellana: Delirio de Nueva York: un manifiesto retroactivo para Manhattan, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2004).

90

91 Koolhaas, Rem y Mau, Bruce, S, M, L, XL, Monacelli Press, Nueva York, 1995.

Koolhaas, Rem, “The Generic City,” en ibíd., págs. 1238-1264 (versión castellana: “La ciudad genérica”, en Acerca de la ciudad, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2014, págs. 35-68). 92

De él derivó The Harvard Design School Guide to Shopping (Taschen, Colonia, 2002) donde, asumiendo premisas de la sociología urbana marxista, Koolhaas analizó la colonización del espacio público por parte del consumo.

93

196

Meadows, Donella H., et al., The Limits to Growth: A Report for the Club of Rome’s Project on the Predicament of Mankind, New American Library, Nueva York, 1972 (versión castellana: Los límites del crecimiento: informe al Club de Roma sobre el predicamento de la humanidad, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1972).

98

AA VV, Nuestro futuro común/Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, UNEP, 1987.

99

Krier, Léon (ed.), Architecture rationelle: témoignages en faveur de la réconstruction de la ville européenne, Archives d’Architecture Moderne, Bruselas, 1978.

100

Krier, Léon, Architecture. Choix ou fatalité, Norma, París, 1995.

101

Panerai, Philippe et al., Eléments d’analyse urbaine, Archives d’Architecture Moderne, Bruselas, 1980 (versión castellana: Elementos de análisis urbano, Ministerio para las Administraciones Públicas, Madrid, 1983).

108

Calthorpe, Peter, The Next American Metropolis: Ecology, Community, and the American Dream, Princeton Architectural Press, Nueva York, 1993.

110

102

103

El “patrón del cuarto de milla” fue concebido para las unidades vecinales. Hacía referencia a la superficie englobada por un círculo de un cuarto de milla [400 metros] de radio trazado en torno a una vivienda, la distancia máxima que una persona hacía a pie en sus desplazamientos rutinarios. Dentro del mismo debía congregarse el mayor número posible de equipamientos.

Secchi, Bernardo, “Le condizioni sono cambiate”, Casabella, núms. 298-299, Milán, 1984, págs. 8-13. Secchi, Bernardo, Un progetto per l’urbanistica, Einaudi, Turín, 1989.

109

Rogers, Richard, Cities for a Small Planet, Faber & Faber, Londres, 1998 (versión castellana: Ciudades para un pequeño planeta, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2000).

104

Duany, Andrés y Plater-Zyberk, Elizabeth, Suburban Nation.The Rise of Sprawl and the Decline of the American Dream, North Point Press, Nueva York/ San Francisco, 2000. 105

A diferencia de los TND, los TOD no tenían códigos arquitectónicos. 106

Sorkin, Michael (ed.), Variations on a Theme Park.The New American City and the End of Public Space, Hill & Wang, Nueva York, 1992 (versión castellana: Variaciones sobre un parque temático: la nueva ciudad americana y el fin del espacio público, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2004).

107

197

METÁPOLIS: 1979-2007

A petición del gobierno laborista británico, Rogers escribió Towards an Urban Renaissance (Urban Task Force/ E & FN Spon, Londres, 1999), un libro blanco donde recogió más de cien prácticas urbanas sostenibles. 111

Lerner, Jaime, Acupuntura urbana, Record, Río de Janeiro, 2003 (versión castellana: Acupuntura urbana, IAAC, Barcelona, 2005).

112

Hough, Michael, Cities and Natural Process, Rotledge, Londres, 1995 (versión castellana: Naturaleza y ciudad: planificación urbana y procesos ecológicos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1998).

113

Serres, Michel, Le Contrat naturel, F. Bourin, París, 1990 (versión castellana: El contrato natural, Pre-Textos,Valencia, 1991).

114

Latour, Bruno, Politiques de la nature: comment faire entrer les sciences en démocratie, La Découverte, París, 1999 (versión castellana: Políticas de la naturaleza: por una democracia de las ciencias, RBA, Barcelona, 2012).

115

Zube, Erwin H. (ed.), Landscapes: Selected Writings of J. B. Jackson, The University of Massachusetts Press, Amherst, 1970.

116

Forman, Richard T. T., Land Mosaics: The Ecology of Landscapes and Regions, Cambridge University Press, Cambridge, 1995.

117

Solà-Morales, Ignasi de, “Terrain vague”, en AA VV, Anyplace, Anyone Corporation/The MIT Press, Nueva York/Cambridge (Mass.), 1995, págs. 118-123 (versión castellana: “Terrain vague”, en Solà-Morales, Ignasi de, Territorios, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2002, págs. 181-193). 123

Cément, Gilles, Manifeste du Tiers Paysage, Éditions Sujet/Ojet, París, 2004 (versión castelana: Manifiesto del Tercer Paisaje, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2007).

124

El arquitecto Willem Jan Neutelings trasladó este concepto al análisis urbano. En Patchwork Metropolis (1994) representó el Randstad holandés, una de las metápolis más veteranas de Europa, con “planos alfombra”: un gigantesco patchwork de franjas territoriales. 118

119 El congreso fundacional del Landscape Urbanism se celebró en Chicago en 1997. Poco después la Graduate School of Design (GSD) de la Harvard University le abriría las puertas del mundo académico. 120 Corner, James (ed.), Recovering Landscape. Essays in Contemporary Landscape Architecture, Princeton Architectural Press, Nueva York, 1999.

Mostafavi, Mohsen y Najle, Ciro (eds.), Landscape Urbanism. A Manual for the Machinic Landscape, Architectural Association, Londres, 2003. 121

Corner, James, “Terra Fluxus”, en Waldheim, Charles (ed.), The Landscape Urbanism Reader, Princeton Architectural Press, Nueva York, 2006, págs. 21-32 (version castellana: “Terra fluxus”, en Ábalos, Iñaki [ed.], Naturaleza y artificio. El ideal pintoresco en la arquitectura y el paisajismo contemporáneos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2009, págs. 133-147). 122

198

Magnaghi, Alberto, Il progetto locale, Bollati Boringhieri, Turín, 2000 (versión castellana: El proyecto local: hacia una consciencia del lugar, Publicacions Acadèmiques UPC, Barcelona, 2011).

125

Epílogo

La presente crisis económica comenzó a fraguarse el 9 de agosto de 2007, año en que termina la época analizada en este libro. Ese día la Bolsa de París suspendía la cotización de tres fondos de inversión del BNP Paribas e intentaba así cortocircuitar el contagio del escándalo de las hipotecas subprime que había estallado en Estados Unidos unos meses antes. Sin embargo, esta decisión extendió el pánico por los mercados financieros y, un año después, quebraba Lehman Brothers, el mayor banco de inversiones del mundo. La estival tempestad parisina se convirtió en un tsunami que descalabraría el entramado bancario global, conduciría a la quiebra a varios países europeos y expulsaría del mercado laboral a millones de personas. Muchos creen que esta es una crisis sistémica, es decir, que está corroyendo las bases del tardocapitalismo. Desde aquí es imposible aventurar si dará paso a una nueva fase del sistema económico, y aún más difícil es saber si, en caso de que así fuera, se suplantarán los valores socioculturales posmodernos. Si todo ello se confirmase, estaríamos ante un nuevo cambio de paradigma epistemológico que condicionará la manera en que las próximas generaciones de sociólogos, historiadores y arquitectos analizarán, teorizarán y proyectarán la ciudad. Así termina este libro, con la incertidumbre de si en 2007 comenzó un cuarto capítulo que aún está por escribir.

199

Bibliografía básica

Allmendinger, Philip, Planning Theory, Palgrave Macmillan, Houndmills, 2002. Almandoz Marte, Arturo, Entre libros de historia urbana. Para una historiografía de la ciudad y el urbanismo en América Latina, Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, Caracas, 2008. Barbieri, Paolo (ed.), È successo qualcosa alla città. Manuale di antropologia urbana, Donzelli Editore, Roma, 2010. Bettin, Gianfranco, I sociologi della città, Il Mulino, Bolonia, 1979 (versión castellana: Los sociólogos de la ciudad, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1982). Biagi, Paola (ed.), I classici dell’urbanistica moderna, Donzelli Editore, Roma, 2002. Burchard, John y Handlin, Oscar (eds.), The Historian and the City, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 1967. Calabi, Donatella, Storia dell’urbanistica europea. Questioni, strumenti, casi esemplari, Paravia Bruno Mondadori, Turín, 2008. Dyos, Harold J. (ed.), The Study of Urban History, St. Martin’s Press, Nueva York, 1968. García Vázquez, Carlos, Ciudad hojaldre.Visiones urbanas del siglo xxi, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2004. Gravagnuolo, Benedetto, La progettazione urbana in Europa, 17501960: storia e teorie, Laterza, Roma, 1991. Hall, Peter, Cities of Tomorrow. An Intellectual History of Urban Planning and Design in the Twentieth Century, Blackwell Publishers, Oxford, 1988 (versión castellana: Ciudades del mañana: historia del urbanismo en el siglo xx, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1996).

200

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201

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA

Índice de nombres

A Abercrombie, Patrick 53-54 Adams, Thomas 52, 54 Addams, Jane 26, 28 Adorno, Theodor 32, 91 Alexander, Christopher 126-127 Archigram 112-113 Argan, Giulio Carlo 121 Ascher, François 141 Augé, Marc 158 Aymonino, Carlo 122

B Bakema, Jacob 110 Banham, Reyner 171, 175-176, 179 Banton, Michael 83 Barker, Paul 171 Baudelaire, Charles 33, 91 Baumeister, Reinhard 55, 59 Baumgartner, M. P. 156 Bell, Daniel 74, 162 Bell, Wendell 90 Benevolo, Leonardo 103-104 Benjamin, Walter 91 Benoît-Lévy, Georges 50, 59 Bergson, Henri 35 Bhabha, Homi 160 Blakely, Edward J. 156 Blanchard, Raoul 24-25, 36 Bloch, Marc 99

202

Booth, Charles 22, 26-27, 84 Bourdieu, Pierre 155 Braudel, Fernand 99 Briggs, Asa 98 Brinckmann, Albert Erich 46-47 Buchanan, Colin 114 Burgess, Ernest W. 26-27, 29 Butler, Judith 162

C Cacciari, Massimo 31-32 Calabi, Donatella 166 Calthorpe, Peter 183 Candilis, George 110 Caniggia, Gianfranco 121-122, 181 Castells, Manuel 139-140, 147-149, 151, 153 Chanson-Jabeur, Chantal 160 Choay, Françoise 44, 121, 166, 183 Christaller, Walter 24, 77 Ciucci, Giorgio 182 Clément, Gilles 188 Commoner, Barry 144 Connolly, Peter 187 Conzen, Michael R. G. 120 Cook, Peter 112 Corner, James 187 Cullen, Gordon 118-119

D Daimler, Gottlieb 13 Dal Co, Francesco 182 Darke, Jane 161 Darwin, Charles 18, 23, 25, 27 Davidoff, Paul 125 Davis, Mike 147, 153-155 De Carlo, Giancarlo 109-110 Debord, Guy 91-92 Derrida, Jacques 143 Descartes, René 16-17 Dewey, John 174 Dickinson, Robert E. 37 Doxiadis, Constantinos 123-124, 179, 186-187 Duany, Andrés 183 Durkheim, Émile 20

E Eberstadt, Rudolf 55 Edison, Thomas 13 Einstein, Albert 18 Endell, August 30-31 Engels, Friedrich 35 Evans-Pritchard, Edward 83

F Faludi, Andreas 115 Favro, Diane 164

203

ÍNDICE DE NOMBRES

Febvre, Lucien 99 Feder, Gottfried 51 Fishman, Robert 163-164 Florida, Richard 154-155 Forester, John 173-174 Forestier, Jean-Claude Nicholas 57 Forman, Richard T. T. 186 Foucault, Michel 79, 94, 157, 162-163 Fourier, Charles 44 Freud, Sigmund 18, 168 Friedman,Yona 111-112 Friedmann, John 149 Fritsch, Theodor 51 Fustel de Coulanges, N. D. 35-37

G Gans, Herbert 81, 86-87, 156, 175 Garnier, Tony 58-60 Garreau, Joel 152 Geddes, Patrick 25-26, 35, 38-41, 43, 52, 54, 77, 119, 123 Geisler, Walter 37 Giedion, Sigfried 108, 110 Ginzburg, Carlo 168 Giovannoni, Gustavo 47, 120 Glass, Ruth 84 Glassner, Barry 156

Gluckman, Max 83 Godin, Jean-Baptiste André 44 Gottmann, Jean 76-77, 89, 141 Graham, Stephen 151 Gramsci, Antonio 121 Gravagnuolo, Benedetto 165 Gropius, Walter 110 Guattari, Félix 144-145 Gurlitt, Cornelius 46-47

H Habermas, Jürgen 146, 172-173 Haeckel, Ernst Heinrich 23 Hall, Peter 166, 169, 171, 176 Hall, Stuart 158 Hannigan, John 148, 154 Harvey, David 147-149, 159 Hassinger, Hugo 37 Haussmann, barón 14, 38, 43, 57, 171 Hayden, Dolores 163-164 Hegel, Georg W. F. 34, 163 Hegemann, Werner 40 Heidegger, Martin 78-79 Hénard, Eugène 57-59 Hilberseimer, Ludwig 61-62, 106 Horkheimer, Max 91 Hough, Michael 105, 186 Howard, Ebenezer 48-53, 56, 59, 60, 76, 105 Hume, David 16 Husserl, Edmund 79

I Izenour, Steven 175-176

204

J Jackson, John Brinkerhoff 186 Jacobs, Jane 81, 87-89, 117 Jameson, Fredric 157-158 Jones, Robert 172

K Kant, Immanuel 78-79 Keeble, Lewis 109 Keynes, John M. 73 King, Anthony D. 163, 166 Koolhaas, Rem 170, 176-178, 180 Kotkin, Joel 152-153 Krier, Léon 181-182 Kropotkin, Piotr 48-49, 53

L Lacan, Jacques 79 Lang, Robert E. 152 Latouche, Serge 145, 188-189 Latour, Bruno 186 Lavedan, Pierre 34, 40-42 Le Corbusier 43, 59-63, 95, 100, 106-107, 109, 141 Le Goff, Jacques 167 Le Play, Frédéric 20 Leeds, Anthony 150 Lefebvre, Henri 7, 81, 93-95, 111, 124, 147-148, 157, 183 Léger, Fernand 108 Lerner, Jaime 185 Lerup, Lars 179-180, 188 Lévi-Strauss, Claude 79, 82 Lewis, Oscar 85, 126

Locke, John 16 Low, Setha 156 Lynch, Kevin 105, 117-119, 125 Lynd, Helen y Robert 29 Lyotard, Jean-François 144

O

M

Panerai, Philippe 182 Panofsky, Erwin 168 Park, Robert E. 26-29, 82, 84 Pasteur, Louis 21 Perlman, Janice 86 Perry, Clarence 28, 183 Pirenne, Henri 38, 41 Planck, Max 18 Plater-Zyberk, Elizabeth 183 Poëte, Marcel 34, 38-41, 99-100, 103, 119 Pope, Albert 178, 180, 188 Popper, Karl 79 Price, Cedric 171 Putnam, Robert 157

Magnaghi, Alberto 189 Maki, Fumihiko 113 Manieri Elia, Mario 102 Marcuse, Herbert 91 Marvin, Simon 151 Marx, Karl 17, 35 McDowell, Linda 161 McHarg, Ian 123-124, 179, 186-187 McKenzie, Roderick D. 26-27, 29 Mearns, Andrew 21 Meitzen, August 36 Merleau-Ponty, Maurice 79 Mitchell, Robert 114 Mitchell, William J. 171 Moses, Robert 87 Moyniham, Daniel P. 85 Mumford, Lewis 34, 41-42, 52-54, 76, 95-96, 98, 107, 116, 123, 141, 175 Muratori, Saverio 120-122, 181-183

N Nairn, Ian 116 Nieuwenhuis, Constant 112

205

ÍNDICE DE NOMBRES

Olmsted, Frederick Law 57, 164 Owen, Robert 44

P

Q Quatremère de Quincy, Antoine C. 120

R Rapkin, Chester 114 Rasmussen, Steen Elier 40 Reiner, Thomas A. 125 Reps, John 183 Richards, James M. 116 Riegl, Alois 45 Rogers, Richard 185 Rorty, Richard 174 Rossi, Aldo 105, 121-122

Rousseau, Jean-Jacques 17, 23, 48 Rowe, Colin 96, 100-101, 117 Rudofsky, Bernard 126 Ruskin, John 47, 181 Rykwert, Joseph 100

S Samonà, Giuseppe 119 Sandercok, Leonie 172 Sassen, Saskia 147, 149-150 Saussure, Ferdinand de 78-79 Scheffler, Karl 31 Schiavi, Alessandro 50 Schlüter, Otto 36 Schorske, Carl 168 Scott Brown, Denise 175-176 Secchi, Bernardo 170, 184 Sellier, Henri 40 Sennett, Richard 88-89, 169 Serres, Michel 186 Sert, Josep Lluís 105, 107-108, 110, 113 Shevsky, Eshref 90 Sica, Paolo 184 Simmel, Georg 20, 32-33, 58-59, 61 Sitte, Camillo 43, 45-47, 50, 56, 59, 100, 117 Sjoberg, Gideon 98 Sloterdijk, Peter 145, 188 Smith, Neil 154 Smithson, Alison y Peter 110, 113 Snyder, Mary G. 156 Soja, Edward W. 95, 141, 151, 184 206

Solà-Morales, Ignasi de 188 Sombart, Werner 33, 44 Soria y Mata, Arturo 50, 56, 106 Sorkin, Michael 184 Southall, Aidan 83 Spengler, Oswald 36, 42, 51 Stone, Clarence 173 Stübben, Josef 55-56, 59 Sutcliffe, Anthony 163, 166, 168

T Tafuri, Manfredo 8, 96, 102, 121 Tansley, Arthur G. 23 Tarnas, Richard 143 Taut, Bruno 51 Taylor, Frederick Wislow 13, 61 Terán, Fernando 103 Tönnies, Ferdinand 30-31, 51, 58 Toynbee, Arnold J. 100 Turner, John F. 126, 160

U Unwin, Raymond 43, 49, 50, 52, 54-55, 59, 96 Urry, John 158

V Valentine, Gill 162 Van Eyck, Aldo 110 Vaneigem, Raoul 93 Venturi, Robert 170, 175-176, 179 Vidal de la Blache, Paul 23-25, 58, 186

W Wagner, Otto 56-58 Webber, Melvin 87 Weber, Max 20, 33, 37, 41, 58, 62, 98 Whyte, William H. 86-87, 156, 165 Willmott, Peter 84-85, 109 Wilson, Elizabeth 161, 165 Wirth, Louis 26, 28 Wolfe, Ivor de 116 Wölfflin, Heinrich 46 Wright, Frank Lloyd 53-54, 76, 95, 106, 117, 141

Y Young, Michael 84-85, 109

Z Zevi, Bruno 119 Zukin, Sharon 159

207

ÍNDICE DE NOMBRES