Teoria Y Metodo De La Arqueologia

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CONSEJO EDITOR: ■ Director de la colección: DOMINGO PLÁCIDO ■ Coordinadores: • Prehistoria: MANUEL FERNÁNDEZ-MIRANDA • Historia Antigua: JAIME ALVAR EZQUERRA • Historia Medieval: JAVIER FACI LACASTA • Historia Moderna: M.a VICTORIA LÓPEZ-CORDÓN • Historia Contemporánea: ELENA HERNÁNDEZ SANDOICA ROSARIO DE LA TORRE DEL RÍO

TEORÍA Y MÉTODO DE LA ARQUEOLOGÍA Víctor M. Fernández Martínez Profesor Titular del Departamento de Prehistoria de la Universidad Complutense

EDITORIAL

SINTESIS

Diseño de cubierta: Juan José Vázquez © Víctor M. Fernández Martínez © EDITORIAL SÍNTESIS, S. A. Vallehermoso, 32 - 4.° A Izq. 28015 Madrid Teléf. (91) 593 20 98

ISBN: 84-7738-076-7 Depósito legal: M. 40.283-1989 Fotocomposición: MonoComp, S. A. Impresión: Lavel, S. A. Impreso en España - Printed in Spain

A mis padres

índice 1.

Introducción.................................................................................... 1.1. Arqueología, Prehistoria y Antropología 1.2. Método y teo ría......................................................................

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2.

Historia de la Arqueología ......... ............................................... 2.1. Los primeros ensayos: mito y ciencia en la Antigüedad y Edad Media ........................................................................ 2.2. Renacimiento e Ilustración.................................................. 2.3. Problemas con la Geología: el diluvio y la antigüedad del hombre ............................................................................. 2.4. La Arqueología del siglo XX. La «Nueva Arqueología» y las tendencias actuales

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3.

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Los datos: dónde están y cómo se recu p eran .................... 3.1. Los yacimientos arqueológicos: tipos y procesos de form ación................................................................................. 3.2. La prospección arqueológica: planteamientos y técni­ cas ............................................................................................. 3.3. La excavación arqueológica: algunos principios gene­ rales ...........................................................................................

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4.

Análisis: poniendo orden en los d a to s.................................. 4.1. Unidades de análisis arqueológico................................... 4.2. Principios de cuantificación............................................... 4.3. Las aplicaciones informáticas en Arqueología..............

85 86 95 114

5.

La cronología relativa: unas cosas encim a deo tra s ......... 5.1. La Estratigrafía ...................................................................... 5.2. La Seriación: evolución gradual de la cu ltu ra..............

123 125 137

6.

Cronología absoluta: necesitam os un calendario ........... 6.1. Desde el origen a los «relojes atóm icos».......................

145 146

36 46 59

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6.2. 6.3. 6.4. 6.5. 6.6. 6.7. 6.8.

El Carbono-14.......................................................................... La Termoluminiscencia....................................................... El Potasio-Argón.................................................................... La Serie del Uranio (Uranio/Torio).................................. Las Huellas de Fisió n ............................................................ La Racemización de Aminoácidos.................................... El Arqueomagnetismo.........................................................

151 165 171 174 176 177 179

7.

Los 7.1. 7.2. 7.3.

métodos científicos: el ojo nob a s ta ................................ La reconstrucción del medio am bien te.......................... El análisis q u ím ico............................................................... Los estudios isotópicos

187 188 211 217

8.

La interpretación: algo de te o ría ............................................. 8.1. La Nueva Arqueología ....................................................... 8.2. La Arqueología m arxista.....................................................

225 230 247

9.

Epílogo: el arqueólogo y los d e m á s ......................................

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introducción*

Sobre la evolución completa del ser humano, que comenzó hace unos dos millones de años, sólo se poseen datos escritos de los últimos cinco milenios, lo que ni siquiera llega a representar el uno por ciento de la existencia del hombre sobre la tierra. A pesar de haberla escu­ chado y leído en múltiples ocasiones, al autor de este libro le sigue impresionando tal afirmación. ¿Qué ocurrió durante todo ese tiempo anterior?, ¿eran aquellos hombres parecidos a nosotros, se hacían las mismas preguntas, sufrían y gozaban con nuestras mismas angustia y esperanza? ¿De qué forma es posible hoy acercarse a esa realidad, desvanecida para siempre en el pasado? Algunos usan simplemente su imaginación, y la literatura o el cine en los últimos años nos han ofrecido imágenes tan vividas que por unos instantes nos han hecho sentir la ilusión de su realidad. Películas como En busca del fuego de Jean-Jacques Annaud, o libros como la serie de los hijos de la tierra de Jean Auel o, con mayor calidad literaria y poder de evocación, La luna del reno de Elisabeth Marshall y Los herederos de Willian Golding presentan al hombre actual una imagen más o menos bucólica de sus antepasados lejanos, de acuerdo con las tendencias ecologistas actuales. * Agradezco a los doctores Gonzalo Ruiz Zapatero, Maribel Martínez Navarrete, Ma­ nuel Fernández-Miranda y Domingo Plácido Suárez la lectura atenta del texto y algunas sugerencias que he procurado tener en cuenta. Mi agradecimiento más especial va dirigido a Carmen Ortiz García, quien no sólo me ofreció numerosas indicaciones sobre múltiples temas, sino que también corrigió pacientemente todo el texto.

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Otros escogen la aproximación que podríamos denominar científica, consistente en llevar a cabo todas las deducciones posibles y pertinen­ tes a partir de los escasos restos materiales que todavía quedan de la actividad de aquellos hombres y mujeres, los que la tierra cubrió con su capa protectora. Y de eso precisamente trata el presente libro, de la disciplina que se ocupa de realizar esa labor: la Arqueología. Como intentarán demostrar las páginas que siguen, el progreso del método y la teoría arqueológicos en los últimos años hace que cada vez parezca menos ilusorio el acercamiento objetivo a nuestro pasado. Un pasado del que se aspira a la reconstrucción global, que incluya no sólo los aspectos materiales, sino también los económicos, sociales e ideoló­ gicos de la cultura.

1.1. Arqueología, Prehistoria y Antropología La Arqueología y la Prehistoria tienen tanto en común que en algu­ nas partes de este libro se referirán como sinónimos, y con ejemplos prehistóricos se expondrán la mayoría de los principios teóricos de la primera. No obstante, existen diferencias —en opinión del autor más accidentales que esenciales— , que veremos a continuación. Por Arqueología se entiende, según una definición clásica, la recu­ peración, descripción y estudio sistemáticos de la cultura material del pasado. En este aserto está incluido un elemento tan esencial de la disciplina como son los restos materiales, que en la Prehistoria son la única parte de la cultura que sobrevive cuando fallecen los hombres que los fabricaron y usaron, cuando desaparecen o evolucionan las culturas globales que les dieron su sentido. Lógicamente, los restos que estudia la Arqueología pueden pertenecer también a épocas histó­ ricas, las que se desarrollaron tras el surgimiento de la escritura y por ello, además de la Arqueología prehistórica, existen la Arqueología de las primeras civilizaciones (Arqueología clásica, egipcia, mesopotámica, andina, etc.), la Arqueología medieval y la Arqueología industrial o moderna. Por lo tanto, el concepto de Arqueología es más amplio y engloba al de Prehistoria. No obstante, a causa de la mucho mayor amplitud de los tiempos prehistóricos sobre los históricos, de que para los primeros no contamos con otra fuente de información que la arqueológica, y de que la mayoría de los avances teóricos se han producido con el objeto de interpretar los restos más antiguos, la Arqueología prehistórica tiene sin duda la primacía sobre todas las demás. Por otro lado, para los períodos históricos la principal fuente de información procede de los textos escritos, y en el desarrollo de la 10

disciplina histórica la Arqueología se ha incorporado en fecha relativa­ mente reciente (aunque ya llevaba tiempo ligada a la Historia del Arte, con la que desgraciadamente aún se confunde). Todo ello hace que muchos historiadores la consideren todavía «disciplina auxiliar», una especie de «hermana menor» que se ocupa de las supervivencias me­ nos interesantes de la actividad humana, en contraposición con los datos sobre el mundo social y espiritual que proporcionan los restos textuales. Dos hechos distintos pueden provocar un cambio radical de opinión al respecto. Por una parte, hoy se sabe que los restos materiales contie­ nen mucha más información de la que se había imaginado hasta ahora, no solo referente a la tecnología y economía, sino también a la organi­ zación social y al mundo simbólico y religioso. En segundo lugar, y de forma complementaria, la Arqueología atraviesa un proceso de activo debate y renovación teórica, que en esencia consiste en el diseño de métodos propios de reconstrucción a partir de lo material y que conlle­ va un aumento de su «respetabilidad» científica. De todo ello se obtiene que la Arqueología histórica ya no se dedicará sólamente a la labor de verificar los datos textuales, sino que va a ofrecer una información distinta, inasequible por otros medios. Existe en la actualidad una tendencia a distinguir epistemológica­ mente la Arqueología (prehistórica) de la Prehistoria, que tendrían un mismo objeto «formal» pero diferente objeto «teorético». Las dos disci­ plinas estudian los restos materiales, pero mientras la primera se en­ carga de su recuperación y análisis (clasificación, tipología, etc.), co­ rresponde a la segunda la labor de interpretación y síntesis, el acerca­ miento a los aspectos no materiales de la cultura, la reconstrucción de los acontecimientos en un sentido histórico o antropológico. Aunque reconozcan que los dos procesos se realizan por la misma persona (que es primero «arqueólogo» y luego «prehistoriador»), los partidarios de tal distinción no consiguen ocultar la mayor categoría intelectual que se otorga a la segunda actividad sobre la primera (el arqueólogo se ve como el mecánico «excavador» o el estrecho «especialista»). Es posible que la distinción anterior funcione todavía, más bien en un nivel inconsciente, dentro de la tradición académica de nuestro país, debido sobre todo a la influencia francesa, hasta hace poco muy fuerte en la Prehistoria española. No obstante, se advierten cambios produci­ dos por la creciente fuerza de la investigación anglosajona, artífice de la mayoría de los avances teóricos en las últimas décadas. En esta tradición ha primado, por diversas causas, el término de «arqueología» sobre el de «prehistoria» para denominar tanto las actividades de recu­ peración de datos (Arqueología «de campo»), como las de análisis («analítica») o de interpretación («teoría arqueológica»). 11

La elección no es inocente ni arbitraria: el término «prehistoria» proviene de una visión de la disciplina como la continuación hacia atrás en el tiempo de la labor histórica, es decir, la «historia de los tiempos prehistóricos», mientras que «arqueología prehistórica» no sólo indica la separación del historicismo y el comienzo de una visión más antropo­ lógica, sino sobre todo el énfasis en la especificidad de la ciencia arqueológica, distinta tanto de la Historia como de la Antropología. En los medios académicos anglosajones, de acuerdo con la idea anterior, es habitual también que la formación arqueológica no esta­ blezca distinción entre los períodos prehistóricos e históricos, y que se considere a un «arqueólogo» como alguien capacitado en principio para excavar, analizar e interpretar restos de cualquier época o lugar. Aunque lógicamente exista y sea conveniente la especialización, al ir adquiriendo la Arqueología una teoría y un método propios, es más importante la formación específica y amplia sobre la forma concreta como investiga (metodología), que el conocimiento detallado de los restos materiales o fuentes históricas de cada período cronológico. Es decir, y simplificando con un ejemplo, para excavar e interpretar un yacimiento medieval estaría en principio más capacitado cualquier ar­ queólogo (aunque se haya formado en la Prehistoria) que un historiador medie valista. Además de a la Historia, la Arqueología ha estado muy ligada desde sus inicios a la Antropología. No tanto a la Antropología Física, que estudia el origen y evolución del hombre como ser biológico, como a la Cultural (Etnología) que se ocupa de la tecnología, pautas de comporta­ miento, organización social y creencias de los grupos humanos, y que se especializó en su origen en las sociedades de pequeña escala (co­ múnmente llamadas «primitivas»), aunque hoy exista también una An­ tropología «urbana» o «de las sociedades complejas». Para muchos, la Arqueología es la continuación hacia el pasado de la labor antropológi­ ca sobre los grupos actuales, la «Antropología del pasado». La postura anterior se ha pretendido oponer a la ya citada visión de la Prehistoria como prolongación hacia atrás de la Historia. Mientras que la idea clásica sobre la segunda consiste en considerarla una cien­ cia descriptiva, que se limita a narrar la sucesión de acontecimientos particulares que sucedieron en cada región concreta (ciencia ideográ­ fica), la Antropología aspira últimamente a descubrir regularidades del comportamiento humano, susceptibles de convertirse en leyes más o menos generales del mismo (ciencia nomotética). Es decir, parece co­ mo si la adopción de los fines de la Antropología hiciera a la Arqueolo­ gía más científica que si opta por los de la Historia. En los últimos tiempos, la Arqueología ha renovado su vieja alianza con la ciencia antropológica por otras razones: ésta le proporciona una 12

información indispensable para la interpretación de los restos materia­ les del pasado. Tal unión ha provocado el surgimiento de una nueva disciplina: la Etnoarqueología, que se ocupa de establecer las relacio­ nes entre el comportamiento humano y sus residuos tangibles, median­ te la observación de grupos actuales. En el caso más habitual estos grupos son primitivos, ya que cuentan con un nivel tecnológico muchas veces similar al de los grupos prehis­ tóricos extinguidos. Así, por ejemplo, la observación de los San (Bosquimanos) de Sudáfrica, cazadores-recolectores que antaño ocuparon buena parte del Sur del continente pero que hoy están limitados al desierto del Kalahari y zonas limítrofes, ha proporcionado información muy interesante sobre la organización social (composición muy flexible de las bandas), los territorios explotados (aquéllos a los que se llega en menos de dos horas desde el campamento), la distribución espacial dentro de los asentamientos (zonas de trabajo, descanso, etc.), la tecno­ logía lítica (p.e. el enmangado de las puntas en las flechas, el veneno empleado en las mismas, etc.) e incluso el mundo simbólico (trance de los chamanes, conseguido por el baile rítmico, propiciatorio de la caza, salud o lluvia) de este tipo de pueblos. Todo estos datos han sido luego aplicados a la interpretación de determinados aspectos de las culturas paleolíticas, siguiendo el esquema de la analogía que veremos en el capítulo octavo. En los últimos años la Etnoarqueología ha ampliado su campo de acción a la sociedad industrial, en la idea de que el estudio de nuestra propia cultura material, con una visión arqueológica (formación, tipolo­ gía e inferencia), puede ofrecer resultados interesantes y no suscepti­ bles de observación con otras metodologías. Por ejemplo, a comienzos de los setenta Willian Rathje estudió una muestra de los cubos de basura de la ciudad de Tucson (Arizona), con la inesperada conclusión de que el derroche de alimentos era menos usual en las clases altas que en las bajas, debido al más prolongado almacenaje que realiza el se­ gundo grupo para aprovechar las ofertas. Años más tarde, Michael Schiffer llevó a cabo un estudio parecido en la misma ciudad, con el fin de comprobar el grado de reutilización de los productos viejos no estropeados, el cual se reveló muy frecuente en oposición a la idea habitual de un intenso despilfarro en la cultura americana actual. Otros estudios se han ocupado de las lápidas de los cementerios, la organiza­ ción de los alimentos en los supermercados, la forma y tamaño de las cercas de los terrenos, de las viviendas, de las diferentes clases y colocaciones de los g ra ffiti , etc.

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1.2. Método y teoría La organización de este libro intenta seguir los pasos sucesivos que realiza la investigación arqueológica, con un capítulo al comienzo dedi­ cado al pasado de la disciplina y el camino que siguió hasta convertirse en lo que es hoy, y otro al final que examina sus condicionantes sociales y posible futuro. Se exponen los principios más importantes que se deben seguir en la recuperación, análisis e interpretación de la cultura material, todos los cuales constituyen la teoría arqueológica . En el momento en que tales principios se aplican a la resolución de proble­ mas concretos, pasan a funcionar como método arqueológico , pero en sí mismos se basan en postulados teóricos de diferentes niveles, como veremos a continuación. No obstante, en el libro se ha respetado la denominación tradicional de teoría y método , refiriéndonos a la prime­ ra únicamente cuando se trata de la teoría social, cuyos principios de alto nivel constituyen los paradigmas que rigen la interpretación final del resultado de los métodos anteriores. En general, las ciencias tienden a organizarse internamente en prin­ cipios de mayor o menor nivel. Por encima están los de mayor genera­ lización, cuyo contenido empírico es menor y que en muchos casos son los de más difícil demostración o refutación. Según vamos descendien­ do de nivel, los principios son más específicos y empíricos (leyes experimentales), y su contrastación es más fácil, lo cual hace que su aceptación sea cada vez más unánime. A lo largo de su historia, la Arqueología ha ido adquiriendo prestados muchos de sus principios, la mayoría de los de bajo y todos los de alto nivel, y sólo recientemente ha comenzado a elaborar los suyos propios. La labor de los próximos años consistirá en ir descubriendo diversas leyes experimentales que todavía faltan, con el objetivo último de elaborar principios teóricos generales que sirvan esencialmente o que provengan de los datos arqueológicos. En la denominación de Binford, es necesaria la cons­ trucción de «teoría de alcance medio», en el camino hacia el estable­ cimiento de leyes generales del comportamiento humano en el pa­ sado. En el capítulo tercero de este libro se verán diversos principios de la formación y recuperación de los datos arqueológicos. Los procesos de deposición de los yacimientos han empezado a conocerse hace poco, y lo todavía precario de la investigación ha hecho que sólo les dediquemos un apartado. En éste se verá casi únicamente la parte del proceso que corresponde a la actividad humana (C-transforms de Schiffer), mientras que la parte no cultural o natural (N-transforms) se exami­ nará al comienzo del capítulo séptimo, junto con la reconstrucción paleoambiental. No es aventurado suponer que si este libro se escribie­ 14

ra dentro de unos años, el espacio dedicado a los procesos de forma­ ción arqueológica, que Schiffer llama «teoría de la reconstrucción», sería mucho mayor. La recuperación arqueológica se hace a través de la prospección y la excavación de yacimientos. En ambos puntos existen principios de bajo nivel, aunque la experimentación de los últimos años en prospec­ ción, sobre todo en Norteamérica, promete la pronta elaboración de principios más generales, que ahora se toman de la Geografía o la teoría estadística del muestreo. En cuanto a la prospección con medios técnicos, la teoría de alto nivel proviene de la Física y la Química. La excavación sigue todavía recurriendo a principios propios elaborados hace tiempo, aunque los avances en estratigrafía, vistos en otro capítu­ lo, empiezan a modificar su esquema teórico. En el capítulo cuarto se examinarán las partes consecutivas del análisis arqueológico, comenzando con la definición de las diferentes unidades: atributo, artefacto, tipo y cultura arqueológicos. Los princi­ pios más generales se han tomado en este caso de la Estadística y de la teoría de las escalas de medida, aunque los datos arqueológicos pre­ sentan modelos específicos de comportamiento, tanto uni como multiva­ riante. Por desgracia, el insuficiente espacio de este libro no ha permi­ tido exponer los diferentes principios tecnológicos y de inferencia que gobiernan cada clase general de artefacto (útiles líticos, cerámica, hue­ so, metal, etc.), y por ello nos hemos limitado a describir el comporta­ miento de sus abstracciones respectivas, aunque ilustradas con ejem­ plos concretos. El capítulo termina mostrando algunas de las aplicacio­ nes más comunes de la Informática a los datos arqueológicos. En los capítulos quinto y sexto se encuentran aquellos apartados del análisis que se refieren al establecimiento de la cronología, relativa y absoluta. La primera permite conectar con el tema de la excavación en los principios de la estratigrafía que, aunque procedentes original­ mente de la Geología, se han visto perfeccionados en los últimos años por aportaciones propias de la Arqueología («matriz» de Harris). La seriación, basada en el cambio gradual de la cultura a lo largo del tiempo, representa quizás el único campo de la cronología cuyos prin­ cipios han sido establecidos exclusivamente por arqueólogos, comen­ zando con Flinders Petrie a fines del siglo pasado. Por el contrario, los principios de la cronología absoluta proceden todos de otros terrenos científicos, especialmente de la Física atómica. Con todo, no parece necesario que un arqueólogo comprenda los principios de alto nivel que se dan allí, tales como la teoría de la relatividad, por ejemplo. Sí, en cambio, puede ser útil el entendimiento de algunos principios de grado medio o bajo, como por ejemplo los que rigen el comportamien­ to de los átomos inestables (isótopos), que han pasado a ser los de nivel 15

más alto (los más generales) en la teoría de casi todos estos sistemas de datación. En el capítulo séptimo se analizan las ayudas que otras ciencias prestan en la inferencia arqueológica (la cronología también se puede considerar como inferencia, separada del análisis). Para la reconstruc­ ción del clima y medio ambiente que rodeó en el pasado a los asenta­ mientos humanos contamos con los principios y estudios de la Geología y Geomorfología, Arqueozoología y Arqueobotánica. Para llegar a re­ sultados válidos sobre el origen, fabricación e intercambio o comercio de los diferentes artefactos nos basaremos en el análisis químico de los mismos; para realizar inferencias sobre la dieta alimenticia de los hom­ bre prehistóricos usaremos los principios del análisis isotópico, etc. La teoría social de la Arqueología, que intenta explicar en último término la diversidad y evolución del comportamiento humano, es exa­ minada en el capítulo octavo. Al contrario de lo que ocurría con los apartados anteriores de la investigación, en los que suelen existir prin­ cipios aceptados casi universalmente para cada problema —precisa­ mente por que la mayoría son de bajo nivel (experimentales)— , entre las diferentes teorías sociales existe una fuerte competencia. Cada una cuenta con principios de alto nivel poco susceptibles de prueba o refutación definitiva, al contrario de lo que ocurre en las ciencias natu­ rales, donde existen paradigmas de aceptación general aunque hayan ido cambiando con el tiempo. Por ello, la elección de una u otra teoría es un asunto casi personal de cada arqueólogo, si bien algunas pueden resultar más útiles o explicar mejor ciertos aspectos de la cultura que las demás, y el eclecticismo no parece una opción descartable. Las teorías han sido tomadas de otras ciencias, como la Antropología, Histo­ ria económica, Geografía, Teoría de Sistemas, etc., aunque algunos piensan que no está lejos el día en que la Arqueología proponga su propia teoría social como aportación al resto de las ciencias humanas. En el capítulo octavo se verá un panorama general, con ejemplos de aplicación concreta, de las más importantes en la actualidad: el historicismo cultural, la Nueva Arqueología, el marxismo y el estructuralismo. Finalmente, en el capítulo noveno se pasará revista a algunos temas de interés hoy en día, como son las relaciones de la Arqueología con la ideología dominante, el papel que puede jugar en las luchas políticas del presente, y la forma de aumentar su impacto social y, por consi­ guiente, sus fuentes de financiación. También haremos referencia a la situación actual de la Arqueología española. Un tema de gran importancia en la investigación actual, que no ha sido posible tratar en el libro, es el conjunto de principios teóricos que podríamos llamar «de nivel medio». Se trata de sistemas de inferencia de los restos materiales al comportamiento, casi siempre con un origen 16

o comprobación en la Etnoarqueología y que son aceptados por la mayoría de los investigadores: la arqueología dem ográfica, funeraria (o «de la muerte»), del intercam bio y comercio, económica (análisis territorial), espacial, experim ental, etc. La exposición con cierto detalle de tales teorías hubiera obligado a alargar excesivamente el texto y, por otro lado, existen suficientes publicaciones en español (o se en­ cuentran en preparación) sobre la mayoría de ellas. El autor ha decidido presentar en este libro, de entre las opciones posibles, una visión de la Arqueología acorde con esa interdisciplinariedad recién expuesta, que constituye tal vez su esencia en nuestros días. Por ello los principios teóricos tomados de las ciencias naturales y exactas (la Arqueometría o Arqueología «científica») han sido tratados con un detalle (inexistente hasta ahora en nuestro idioma) que puede sorprender a aquéllos que operan con una concepción más humanística de nuestra ciencia. Con todo, el libro aspira a sintetizar ambos aspectos evitando el sesgo partidista, pero huyendo sobre todo de la trivialización de la teoría arqueológica, por desgracia demasiado frecuente todavía entre nosotros.

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Historia de la Arqueología

Como vimos en la introducción, la Arqueología es hoy una rama del conocimiento que adquiere progresivamente el carácter de «ciencia», en el sentido de servirse de multitud de ayudas procedentes de otras disciplinas, con el fin de asegurar la validez de sus datos, y de ensayar planteamientos teóricos cada vez más rigurosos. Pero, como es lógico, no siempre ha sido así. Al igual que otros estudios relacionados con el hombre, a la Arqueología le ha costado mucho trabajo, más que a las ciencias exactas o naturales, el alcanzar una posición respetable en el mundo académico e investigador, y se puede decir que no lo ha conse­ guido hasta bien avanzado el siglo actual. Con anterioridad, el estudio de los restos materiales del pasado atravesó etapas muy diferentes y se propuso unos objetivos que hoy nos parecen por completo rechazables. El interés de exponer, como haremos a continuación, las líneas maestras de esta evolución consiste en ver cómo se han ido superando, trabajosamente, otros intereses hasta dejar sólo el puramente científico y objetivo que tiene hoy la Arqueología. De esa manera se verá también cómo el desarrollo de esta ciencia estuvo muy ligado, ya desde sus orígenes, a otras ramas que todavía hoy la influyen en mayor o menor medida, según las distintas tradiciones académicas: la Geología, la Antropología y la His­ toria. Por otro lado, tras examinar la historia de nuestra disciplina podre­ mos reconocer cómo en la actualidad sobreviven concepciones popula­ res de la misma, que surgieron en algún momento del pasado pero que 19

todavía no han desaparecido del todo (ni tal vez lo hagan nunca). Así, es posible encontrar una visión mítica del pasado en ambientes campe­ sinos, donde esta tradición se remonta a muchos siglos atrás, pero también se puede considerar basada en el mito la creencia, tan exten­ dida, en los contactos del pasado con civilizaciones extraterrestres, aunque se disfrace de un falso cientifismo. En segundo lugar, la visión «anticuarista» persiste de forma tenaz en el público de nuestros días. La idea de que los restos del pasado son valiosos y que pertenecen a quien los encuentre, no sólo aparece ligada a las viejas ideas rurales de los tesoros escondidos, sino que es la base de la actividad ilegal de los excavadores clandestinos, a quienes su mayor preparación cultural no impide actuar como una auténtica plaga en los yacimientos arqueológi­ cos. Por desgracia, y ello es buena prueba de la aún precaria implanta­ ción de la disciplina en la sociedad, la concepción científica estricta, que busca exclusivamente el conocimiento del pasado como forma de interpretar nuetra evolución y nuestro presente, apenas parece darse en una pequeña franja social de nuestro país, estrechamente relaciona­ da con los medios académicos. Dejaremos por ahora estas reflexiones sociológicas sobre nuestra ciencia, que retomaremos en el último capítulo de este libro, para pasar a exponer las etapas más importantes del desarrollo histórico de la Arqueología.

2.1.

Los primeros ensayos: mito y ciencia en la Antigüedad y Edad Media

Las primeras concepciones de la Prehistoria fueron míticas, lo que quiere decir que explicaban el origen de los hombres mediante el recurso a una historia o alegoría, fantasiosa pero coherente, ligada a la religión y radicalmente diferente de la experiencia humana del mo­ mento. Todavía hoy podemos estudiar mitos de origen en muchos pueblos de los llamados primitivos, y resulta interesante observar que la inmensa mayoría de estas sociedades necesitan imaginar un p rin c i­ p io y que casi ninguna piensa que ha existido desde siempre. La diversidad de historias es muy grande, pero aparece como constante la fuente divina de los seres humanos o la separación de éstos a partir de un caos anterior en el cual todos los elementos estaban mezclados. El Dios, los dioses, espíritus, héroes, totems, etc., son elementos necesa­ rios como impulsores del hecho, y todo el conjunto está perfectamente tramado en una religión o teogonia que explica el pasado y justifica el presente (cosmovisión). Aunque existieron mitologías orientales, como la mesopotámica o la 20

egipcia, que influyeron posteriormente en el mundo mediterráneo, son las concepciones del mundo griego las que más nos interesan hoy, ya que es a partir del helenismo, al que se añade luego la concepción judaica, cuando empieza la tradición que llamamos occidental y que llega aún a nuestros días. Una doble línea de pensamiento se aprecia al principio en el mundo grecorromano: por un lado la visión del origen y evolución humanos como una caída o degradación continua, y por otro el concepto de la ininterrumpida progresión moral y social del hom­ bre. A la primera concepción pertenecen ideas tradicionales como la «raza de oro» o «Edad de oro» de Hesiodo y Ovidio, comparables al Paraíso Terrenal judío, época en la que el hombre vivía en la abundan­ cia y sin competencia posible, a la cual sucedió la «caída» por el pecado o por degradación sucesiva a las edades de plata, bronce y hierro. Este último metal terrible es el causante de todos los males, guerras y crímenes para Ovidio y, al contrario que en la tradición judía que cuenta con un «salvador», sin remisión posible. Otra tendencia más «racionalista» o «moderna» es la representada por escritores romanos como Lucrecio o Diodoro de Sicilia, que ven al hombre al principio como un animal más que, llevado por la competen­ cia, necesidad, vida en sociedad y lenguaje, se eleva en un largo proceso sobre el resto de las criaturas al puesto de rey de la creación. Lucrecio llega incluso a recoger una idea anterior, citada en la Biblia y por Homero, sobre la utilización sucesiva de la piedra, el bronce y el hierro como materia fundamental de las herramientas, modelo correcto de sucesión cronológica, todavía hoy utilizado (las «Tres Edades»: Edad de la Piedra, Edad del Bronce y Edad del Hierro). El hecho de que esta idea también aparezca en la tradición china varios siglos antes, sugiere que tal vez todavía en ese momento estuviera contenido en la memoria colectiva de los pueblos el recuerdo de lo acontecido en los milenios anteriores. Pero todo esto no son más que teorías, lo que hoy llamaríamos «modelos explicativos», y nuestra ciencia es eminentemente práctica, pues tenemos que recoger y explicar los restos materiales del pasado: ¿cuándo empezó esto? Es de pura lógica que al igual que hoy, en un paseo por el campo, nos encontramos con ruinas de poblados y objetos sobre el suelo, que pertenecen a épocas pasadas, lo mismo debió pasar entonces, como permiten rastrear algunos datos aislados de las fuentes escritas. Las hachas pulimentadas fabricadas a partir del Neolítico, tal vez por su rareza y bello aspecto, eran ya recogidas con fines mágicos en la Antigüedad (Suetonio), y Plutarco cuenta que Sertorio ordenó abrir la supuesta tumba del gigante Anteo, en una zona de Mauritania donde existen túmulos prehistóricos (mayores de los 27 metros que se creía que medía el gigante). Más interesante es el hecho de que los 21

atenienses del siglo V a.C. abrieran las tumbas antiguas que existían en Délos, con el fin de purificar el santuario, y dedujeran su pertenencia al pueblo cario por su forma y las armas que contenían, en un curioso antecedente del método etnográfico (comparación de restos antiguos y modernos) que no volveremos a encontrar hasta el Renacimiento. En la Edad Antigua, según lo que acabamos de ver, apenas se intentó conectar la teoría y la práctica en el terreno de la Arqueología prehistórica, y algo muy similar siguió ocurriendo durante la Edad Media. Con el olvido de la tradición escolar clásica y la férrea influen­ cia ideológica del cristianismo, cuya teoría básica sobre el tema no podía salir del contenido bíblico del Génesis, sólo nos quedan las interpretaciones campesinas de tipo mágico como única opción a la ciencia teológica oficial. Así, se da el hecho de que tratadistas clásicos de la época, desde Mardobio hasta Paracelso al final de la misma, pensaban que los útiles líticos tenían un origen celestial, «piedras del rayo» que a veces se hundían bajo tierra al caer éstos, para luego reaparecer al cabo de cierto tiempo. Entonces eran recogidas y guar­ dadas como amuletos protectores gracias a sus poderes mágicos. (To­ davía hoy, en el verano de 1983, el autor de estas líneas pudo constatar esta interpretación de boca de un campesino soriano que guardaba una pequeña colección de hachas pulimentadas, de la que no quiso des­ prenderse más que para permitir un registro apresurado por parte de los arqueólogos). Otra idea popular entonces común era la existencia de unos antepa­ sados gigantescos, siguiendo la línea teórica de la degeneración o «caída», en este caso física, a partir de los orígenes. En un momento tan tardío como el siglo XVIII, el académico francés Henrion presentó la curiosa propuesta de que Adán había medido unos cuarenta metros, Abrahán algo más de nueve, Moisés ya casi no pasaba de cuatro y César rondaba el metro sesenta y cinco. Afortunadamente, tan peligro­ sa tendencia fue detenida gracias a la encarnación humana de Cristo, y a partir de entonces nuestra estatura se mantuvo constante.

2.2.

Renacimiento e Ilustración. El descubrimiento de los «salvajes» y la tradición anticuarista

Al igual que sucedió con otras ramas del conocimiento, la revolu­ ción de las mentalidades que supuso el Renacimiento afectó y produjo un sustancial avance en el estudio del pasado, especialmente en el que se ocupa del período clásico o grecorromano. En este momento se recu­ peran gran cantidad de restos, especialmente escultóricos, y se estu­ dian e imitan los arquitectónicos de la Antigüedad. Aparecen las prime­ 22

ras colecciones amplias de objetos artísticos de épocas anteriores, en­ tre las que destaca la del Vaticano, todavía hoy una de las mayores del mundo. En el terreno de la interpretación, la vuelta o «renacer» de las ciencias y filosofías antiguas, casi por completo olvidadas, sobre todo en su aspecto práctico, durante la Edad Media, hace que podamos hoy colocar en ese momento el nacimiento de la «mentalidad científica». Esta actitud hacia el mundo real se distingue sobre todo por su interés en conectar la teoría y la práctica, en poner en cuestión toda idea que no se apoye en los datos reales. Los viajes a Oriente de portugueses y holandeses y sobre todo el descubrimiento de América por los castella­ nos, aportan enorme cantidad de información que no se podía explicar, aunque se intentó durante mucho tiempo, guiándose por la Biblia. Ahora se puede ya hablar de los primeros «científicos», que desa­ rrollan las Matemáticas (Tartaglia, Cardano), Medicina y Química (Salviani, Aldrovandi, Malpighi), Anatomía (Vesallius, Fallopius), Física y Astronomía (Galileo, Copérnico, Torricelli, Leonardo), etc. Todo ello se trató de integrar en las primeras Academias de ciencias, como la Aca­ demia Secretorum Naturae de Nápoles (1560) o la dei Lincei en Roma (1600), a las que siguieron muchas más (Londres en 1660 o París en 1666). La ciencia de la Antropología da también por entonces sus primeros pasos, en las descripciones que sobre los indios mexicanos hicieron los cronistas españoles de Indias, como Bernal Díaz del Castillo y Fray Bernardino de Sahagún, sólo en fecha muy reciente apreciadas en su valor por los investigadores anglosajones. Los descubridores y sobre todo los misioneros católicos trajeron largas colecciones de útiles y objetos primitivos, y como muchos de ellos se parecían e incluso eran iguales a los encontrados en Europa, la comparación e incluso identifi­ cación de funciones entre unos y otros parecía lógica y como tal se produjo. En este sentido, la tradición académica no tarda en incorporar la nueva interpretación, y el «geólogo» Agrícola (1490-1555) ya rechaza la idea del origen celestial de los útiles líticos, al igual que el naturalista Ulysses Aldrovandi (1522-1607), quien afirma que fueron utilizados por los pueblos antiguos antes de descubrir el uso de los metales. En cuanto a su proyección posterior, la labor más importante correspondió a Michael Mercati (1541-1593), naturalista a cargo de los jardines botáni­ cos del Vaticano y médico del papa Clemente VIII. Mercati poseía una formación clásica y cristiana, y en ambas tradiciones, como vimos, existía la idea de la sucesión piedra-bronce-hierro, que fue aplicada por primera vez a la gran colección arqueológica del Vaticano, com­ puesta por objetos locales y otros traídos por los exploradores italia­ 23

nos, portugueses y españoles. Esta triple conjunción, de observaciones y recolección de campo, tradición interpretativa anterior y etnografía contemporánea (estudio de los pueblos primitivos o «salvajes»), conti­ núa siendo todavía hoy, aunque muy perfeccionada, la base de la mo­ derna Arqueología. Con todo, no se puede decir que Mercati fuera ya un «arqueólogo» en el sentido actual del término, pues su labor fundamental se centraba además en los fósiles y otros restos naturales. Su libro M e ta llo th e c a , que permaneció sin publicar hasta 1717 pero cuyo manuscrito pudo ser consultado ampliamente en la biblioteca vaticana, recoge dibujos y explica cómo se hacían las hachas pulimentadas, puntas de flecha y láminas de sílex, no sólo prehistóricas sino de los primitivos america­ nos y asiáticos recién descubiertos. Durante los siglos XVII y XVIII el centro innovador italiano se trasla­ da a Francia, donde la corte de los luises favorece la continuación de sus ideas, que culminan en la época del «Rey Sol», Luis XIV. Son ahora sobre todo los jesuítas los que siguen la tradición arqueológica ante­ rior, basándose en la observación de los abundantes restos prehistóri­ cos franceses, sobre todo los túmulos megalíticos de su zona atlántica. Así, Montfaucon en 1685 publica la descripción de la tumba comunal de Evreux (Normandía), con esqueletos y hachas de piedra, y en 1734 presenta un artículo en la A c a d e m ie d e s In scrip tio n s sobre las Edades de Piedra, Bronce y Hierro. En 1721 Antoine de Jussieu leyó ante la A c a d e m ie R o y a le d e s S c ie n c e s un trabajo que comparaba las piedras talladas europeas con las de los indios canadienses, refutando su ori­ gen celestial y postulando la existencia real de una Edad de Piedra en Europa. De entre estos antecesores destaca sobre todo Joseph-Frangois Lafitau (1685-1740), misionero en el Canadá, quien escribió, en 1724, C o s ­ tu m b r e s d e lo s s a lv a je s a m e r ic a n o s , c o m p a r a d a s co n la s c o s tu m b r e s d e lo s tie m p o s p rim itiv o s. Según algunos historiadores de la Antropología,

Lafitau fue uno de los principales precursores de la teoría evolutiva, al afirmar que, del mismo modo que Grecia y Roma fueron un estadio primitivo de la civilización europea del siglo de las luces, así también las culturas de los indios hurones e iroqueses representan una condi­ ción todavía más antigua de la humanidad, por la que han ido pasando progresivamente todos los pueblos, incluido el europeo. De esto se deducen consecuencias teóricas muy importantes, como el m é t o d o c o m p a r a tiv o (las culturas primitivas contemporáneas arrojan luz sobre las prehistóricas y viceversa), y el r e la tiv is m o cu ltu ral (no se pueden juzgar y despreciar las culturas primitivas según los cánones europeos, porque sean «distintas» y «salvajes», ya que también nosotros pasamos por esa fase). 24

Pero los siglos que vieron la Ilustración no fueron sólo la época que ya anuncia la Arqueología y Antropología científicas, sino también el momento en que surge, o más bien se consolida, otra tendencia que hoy en día se ve como algo pernicioso entre los arqueólogos: el colec­ cionismo o tradición de los «anticuarios». Glyn Daniel los divide en dos tipos, locales y extranjeros. Los primeros recogían restos del propio país, interesados en los orígenes de la propia nación. En Inglaterra destacaron Willian Camden (1551-1623), autor de Britannia, John Aubrey (1626-1697), con M on um en ta B ritannica, y Edward Lhwyd (1660­ 1708), con A r c h a e o lo g ia B ritannica. En estas obras se describen los restos romanos y anteriores británicos, como los megalitos de Stonehenge y el irlandés de Newgrange, que entonces eran tenidos por celtas. Se buscan los orígenes de la propia nación en los tiempos pri­ mitivos, y se van agrupando las colecciones privadas de objetos que lue­ go, afortunadamente, pasaron a formar los museos locales y nacionales. Esta corriente «local» supone el origen de la Arqueología «naciona­ lista», que interesadamente busca la confirmación de la esencia de las modernas naciones en un forzado origen en las culturas prehistóricas. Es decir,«somos una nación, d ife r e n t e s d e lo s d e m á s , porque ya lo éramos hace mucho tiempo», o «somos una nación importante porque ya lo fuimos antes, como demuestran nuestros importantes monumen­ tos». Tras una época de mucho auge, desde el siglo pasado hasta los nacionalismos extremados del actual (nazismo y fascismo), estas con­ cepciones están hoy totalmente desprestigiadas, porque lo que la Ar­ queología prehistórica demuestra es precisamente lo contrario: las in­ fluencias mutuas entre los pueblos nos hablan mucho más de unidad que de diversidad, y las «fronteras», cuando existieron, no coinciden casi nunca con las actuales. Los anticuarios «extranjeros» fueron los que se encargaron de des­ pojar las áreas colonizadas de sus más importantes restos arqueológi­ cos. Durante el siglo XVIII, culminando con las guerras napoleónicas en Egipto, franceses, ingleses y otras «misiones» europeas compraron o simplemente robaron, no en pocas ocasiones a punta de pistola, esta­ tuas, inscripciones, obeliscos y hasta templos enteros del próximo Oriente, los cuales se pueden contemplar hoy a mucha distancia de su colocación original, en Museos como el Británico, el Louvre o el Pergamon de Berlín. Difícilmente se pueden hoy en día considerar estas actividades como «científicas», aunque el interés de los «ladrones» fuera colmar las apetencias culturales de los países europeos, y a pesar de que Napoleón fundara el prestigioso Instituto Francés en El Cairo y la robada piedra de Rosetta (primero por los franceses, hoy está en el Museo Británico) sirviera para que Jean-Frangois Champollion consi­ guiera descifrar poco después la escritura jeroglífica de los faraones. 25

2.3.

Problemas con la Geología: el diluvio y la antigüedad del hombre. Thomsen y el Sistema de las Tres Edades

A comienzos del siglo pasado, según lo que hemos visto, existía ya una cierta idea de que los restos arqueológicos correspondían al hom­ bre prehistórico anterior a los romanos, el cual se podía poner en relación con los pueblos primitivos, y cierta curiosidad y afán por atesorar tales restos. Pero, lógicamente, todo ello no bastaba para construir una ciencia histórica, ya que no se disponía aún de ningún método para medir el tiempo de la Prehistoria, ni en sentido absoluto (cuánto tiempo había transcurrido desde entonces: cronología absoluta) ni relativo (qué cosas o culturas eran anteriores o posteriores a otras: cronología relativa). La ciencia oficial seguía todavía los dictados de la Biblia, y este texto daba una idea aproximada del tiempo transcurrido desde la creación, que fue calculado por el arzobispo de Armagh, James Ussher (1581­ 1656), colocando la formación del mundo en el año 4004 antes del nacimiento de Cristo. Esta fecha, tan asombrosamente precisa por un lado y errónea por otro (hoy se puede medir el surgimiento del univer­ so y la tierra en miles de millones de años), se aceptaba en los medios académicos y asimismo se creía que todas las especies habían sido creadas por Dios en la misma forma y variedad que tienen actualmente (teoría creacionista). Sin embargo, la ciencia geológica iba avanzando y estudiaba la enorme variedad de animales fósiles que eran recogidos en los depósitos, y que mostraban el cambio de las diferentes especies, que iban desapareciendo al ser reemplazadas por otras distintas, más perfeccionadas. Esto contradecía totalmente el modelo bíblico, y crea­ ba no pocos problemas de conciencia en los naturalistas, que no sabían cómo interpretar los testimonios que iban descubriendo. El francés Georges Cuvier (1769-1831) trató de solucionar la cues­ tión, proponiendo la existencia pasada de una serie de catástrofes o grandes inundaciones, que aniquilaron sucesivamente todas las espe­ cies, las cuales eran de nuevo creadas por Dios, cada vez más perfectas (teoría catastrofista). El Diluvio Universal narrado en la Biblia fue el último de esos cataclismos, aunque entonces el Creador intervino de forma diferente. Se proponía la existencia de veintisiete o treinta y dos estratos geológicos que correspondían a los diluvios, y Georges de Buffon (1707-1778) elevó a ochenta mil años la edad de la tierra para que cupieran todos ellos. El hombre había sido creado, al igual que los animales actuales, después del penúltimo desastre. Pero, como es bien sabido, «los hechos son testarudos», y seguían contradiciendo las teorías. John Frere (1740-1807) descubrió en la gra­ vera inglesa de Hoxne piedras talladas (por el hombre, ya que los 26

animales no lo hacen), que hoy se llaman «bifaces», al lado de restos de grandes animales desaparecidos, que entonces se decían «antediluvia­ nos». Por lo tanto, existió un «hombre antediluviano», lo cual no era admitido por la Iglesia, y por ello casi nadie reparó en la carta que envió en 1797 a la Sociedad de Anticuarios de Londres. La cosa quedó de momento parada, pero según avanzaba el siglo los descubrimientos similares se sucedían: destacan los de los ingleses MacEnery y Evans en Kent y Devon, y sobre todo, por su influencia posterior, los del francés Jacques Boucher de Perthes (1788-1868), que halló bifaces y otras piedras talladas con restos antediluvianos, en posición original (es decir, en el mismo lugar donde habían sido depositados), al excavar los fosos militares de Abbeville. Aparte de Boucher, considerado en Francia como el «padre» de la Prehistoria y que escribió en 1860 «Del hombre antediluviano y sus obras», Rigollot excavó los primeros restos achelenses en Saint-Acheul (Paleolítico Inferior) y Edouard Lartet (1801­ 1871) investigó las primeras cuevas del Paleolítico Superior en la re­ gión de Perigord, descubriendo no sólo animales extinguidos, sino incluso su representación hecha por los hombres (mamut grabado de La Madeleine, primer hallazgo de arte mueble). Mientras tanto, la Geología y la Biología sufrían también importantes cambios. Charles Lyell (1797-1875) fundaba la Geología moderna con su obra de 1830-1833, Principios de Geología , que rompía con la teoría catastrofista afirmando que no se podían admitir en el pasado procesos diferentes de los conocidos en la actualidad, que no son súbitos sino graduales (erosión, deposición fluvial, etc.: teoría actualista o gradúalista). Años más tarde, en 1859, Charles Darwin (1809-1882) se decidía por fin a publicar el resultado de sus descubrimientos en El origen de las especies , punto de partida de la teoría evolucionista en Biología: los animales, y también el hombre, evolucionan unos a partir de otros, cambiando de forma gradual de acuerdo con el Principio de la Selec­ ción Natural (las variaciones más favorables, producidas por el azar de la herencia igual que las desfavorables, se propagan en la descenden­ cia hasta perpetuarse). Otro importante descubrimiento vino a poner la guinda en el casi perfecto pastel de teoría y práctica que entonces era la Arqueología prehistórica: se sabía que el hombre era muy antiguo y se conocían los objetos que había manufacturado, pero hacía falta encontrar a ese mis­ mo hombre, sus propios restos. Esto fue lo que sucedió cuando unos obreros, que trabajaban en una cantera del valle alemán de Neander en 1856, descubrieron los restos del «hombre de Neanderthal». Aun­ que ya se habían encontrado antes otros restos del mismo tipo (Engis en 1829, Gibraltar en 1848), aquél se llevaría la fama y daría nombre a todos los demás, a causa de la polémica que suscitó (su aspecto simies­ 27

co hizo que le supusieran un hombre enfermo y deforme) y a que al fin fue aceptado como nuestro más antiguo antepasado (fue llamado «Homo primigenius»; hoy sabemos que existieron formas mucho más antiguas: Homo erectus y Homo habilis). A lo largo del siglo pasado, según vamos viendo, se colocaron las bases de la Arqueología prehistórica moderna, al insertar el origen y evolución del hombre en el entramado evolutivo de la tierra misma (Geología) y del resto de los animales (Biología). El ser humano ya no era algo diferente y original colocado por Dios para reinar sobre un universo perfectamente acabado, sino el último producto hasta ahora del camino seguido por ese mismo universo. Desde que se impuso esa visión, las ciencias naturales han sido inevitables y necesarias auxilia­ res de la ciencia prehistórica, hasta el extremo de llegar algunos a considerar a la Prehistoria como una ciencia natural más que humana, lo cual es más cierto cuanto más nos alejamos en el tiempo, al profundi­ zar en el estudio del hombre paleolítico. Los avances que hemos visto hasta ahora se refieren al aspecto de cronología absoluta que mencionábamos al comienzo del apartado. Se sabía que el hombre, en muchos aspectos, era un animal más y prove­ nía por evolución de otros animales desde épocas muy remotas. La misma medición de ese tiempo se perfeccionó con los progresos que realizaba la Física, y Lord Kelvin en 1862 ya colocó la edad de la tierra en más de un millón de años, basándose en los trabajos de Fourier y la teoría termodinámica. No obstante, habrá que esperar a las aplicacio­ nes de la Física nuclear a mediados del siglo actual para que la Prehis­ toria cuente por fin con «relojes» relativamente fiables. Antes de esa fecha los prehistoriadores hubieron de interesarse más en la cronolo­ gía relativa, el orden en que se sucedieron los hechos y fósiles huma­ nos. También en esto fue de gran ayuda la Geología, al contar con un método de ordenar los niveles geológicos, llamado método estratigráfico y aplicado por vez primera por Nicolaus Steno en el siglo XVII: la tierra se fue formando por capas, y las más antiguas están debajo de las más modernas. De la misma forma, los restos arqueológicos suelen estar colocados de abajo a arriba en los yacimientos, en niveles o estratos de mayor a menor antigüedad. Sin embargo, el primero que comprobó en la práctica, con los restos arqueológicos en la mano, un sistema de cronología relativa, no fue en esencia un excavador ni geólogo, sino lo que hoy llamaríamos un conservador de Museo. El danés Christian Thomsen (1788-1865) fue el encargado de ordenar las colecciones de la Comisión Real para la Conservación de las Antigüedades de Copenhague, y al clasificar los objetos por su materia prima y su posible función, obtuvo una división en piedra, bronce y hierro, que coincidía con el sistema de las Tres 28

Edades sospechado desde la Antigüedad. Este hecho no puede sin más atribuirse a la casualidad o la genialidad de Thomsen, acostumbrado a clasificar por venir de una familia de comerciantes y banqueros, sino a su conocimiento de la vieja división a través de la influencia francesa ilustrada en el pequeño reino danés y a que los objetos «se dejaban» ordenar de esa manera y la clasificación era coherente. En 1819 se abrió el Museo al público, y Thomsen escribió su Guía de las Antigüedades Escandinavas en 1836, libro que fue inmediatamente traducido a otras lenguas europeas y tuvo gran influencia durante todo el siglo XIX. Como señaló mucho después David Clarke, antes de Thomsen el estudioso de las antigüedades se enfrentaba a datos abun­ dantes pero incoherentes, mas después de que él propusiera su mode­ lo y éste se comprobara estratigráficamente en las excavaciones, los artefactos agrupados revelaron la clave de la identidad cultural, expu­ sieron el patrón secuencial de desarrollo tipológico y tácitamente die­ ron a entender el significado cultural del desarrollo económico y tecno­ lógico. Por simple que fuera, el sistema de las tres edades fue la base de la taxonomía cultural, del método tipológico, y de la aproximación económica a la Prehistoria. En resumen, los objetos antiguos que estu­ dia la Arqueología dejaron de ser unidades aisladas y empezaron a tener sentido sólo a partir de entonces. El trabajo de Thomsen fue continuado en los países nórdicos por Worsaae y Montelius, quienes comprobaron en sus excavaciones y análisis de los materiales el sistema propuesto y también la posibilidad de ordenar cronológicamente sin datos estratigráficos, en función de la tipología de los objetos (seriación). Las tres edades se subdividieron a su vez en fases y períodos y el modelo se aplicó en todas las áreas investigadas arqueológicamente, aunque se comprobase la existencia de excepciones en zonas como el Africa sub-sahariana, donde no exis­ tió propiamente una Edad del Bronce, o América, cuyas culturas no conocieron prácticamente los metales hasta la llegada de los coloniza­ dores españoles. En la segunda mitad del siglo XIX y primera del actual se produje­ ron los hallazgos y excavaciones más espectaculares conocidos hasta entonces, en una especie de veloz carrera hacia el desvelamiento total de los secretos del pasado. Después de la aceptación del hombre de Neanderthal como antepasado real, se descubrió en Francia otro ances­ tro más reciente, el hombre de Cro-Magnon, prácticamente igual a nosotros, y en 1891 Eugéne Dubois hallaba en la isla de Java el primer resto de Homo erectus, que existió antes que el Neanderthal. Entre 1926 y 1941 se desenterraron otros ejemplares de erectus en China y, por las mismas fechas, Raymond Dart y Robert Broom proponían a un extraño ser, casi más mono que hombre y que vivió en Sudáfrica hace 29

más de dos millones de años, como nuestro antepasado más lejano: el Australopithecus o mono austral. En Europa se iban conociendo las diferentes fases de la Edad de Piedra, y al Achelense y Abbeviliense de Rigollot y Boucher de Perthes se unieron el Musteriense, Auriñaciense, Solutrense y Magdaleniense, siguiendo la terminología propuesta por Mortillet al corregir la de su maestro Lartet (Edades del oso, mamut, reno y bisonte) y basándose en excavaciones de la región del Perigord, en el Suroeste de Francia. Durante más de cincuenta años, hasta mediados de nuestro siglo, será un abate francés, Henri Breuil, el maestro de los estudios sobre la Edad de la Piedra antigua (Paleolítico: época en la que los útiles de piedra eran tallados y la economía era de caza y recolección). Breuil también dedicó especial atención al arte rupestre que los últimos cazadores paleolíticos pintaron sobre las paredes y techos de sus cuevas en la región franco-cantábrica, el cual había sido primero descubierto por el Marqués de Sautuola (1875) en la santanderina cueva de Altamira. De forma paralela, fuera de Europa continuaban los trabajos, que progresivamente pasaron de ser búsquedas de tesoros a verdaderas investigaciones científicas, en las zonas más ricas arqueológicamente del mundo: Egipto y el Próximo Oriente, con su posterior prolongación al mundo del Egeo y Mediterráneo. La cantidad de información recogi­ da entonces fue enorme, pero desde el punto de vista teórico los modelos de interpretación apenas progresaron con respecto al citado sistema de Thomsen y la colocación estratigráfica de los restos en los yacimientos. El avance fue más una cuestión de cantidad que de calidad y hubo que esperar hasta bien avanzado el siglo XX para que la teoría arqueológica volviera a ponerse en marcha de nuevo.

2.4.

La Arqueología del siglo XX. La «Nueva Arqueología» y las tendencias actuales

Parece que todos están de acuerdo en que hasta la década de los años sesenta, o poco antes en la arqueología americana, no se produje­ ron avances sustantivos en la forma de enfocar los datos arqueológicos, si exceptuamos la aportación teórica de Vere Gordon Childe (1892­ 1957). Nacido en Australia pero instalado en Gran Bretaña y profesor en Edimburgo, Childe fue un perfecto conocedor y sintetizador de la Pre­ historia final europea, del Neolítico a la Edad del Bronce, períodos que entendió como reflejos en Occidente de las civilizaciones orientales de Mesopotamia y Egipto (aunque en su juventud padeció veleidades «arias» por influencia de su maestro alemán Kossinna). Esta ideas, mo­ deradamente difusionistas, fueron atemperadas por un evolucionismo 30

de corte marxista, cuando adaptó la división de los tiempos prehistóri­ cos propuesta el siglo pasado por el antropólogo americano Morgan (salvajismo, barbarie y civilización, fases con una definición fundamen­ talmente tecnológica) que ya había recogido Engels y han sido un verdadero dogma en la Arqueología marxista ortodoxa. No obstante, la mayor contribución teórica de Childe fue el concep­ to de «cultura» arqueológica, que, aunque recogido del filólogo alemán Schuchhart, introdujo en el mundo anglosajón y sobre todo aplicó ex­ tensamente en sus trabajos sobre la prehistoria centro-europea. La idea de cultura representa una unidad de análisis mucho más concreta y útil que la «edad» de Thomsen, la cual todavía hoy se interpreta más como «período» temporal que como «fase» evolutiva. Una cultura arqueológi­ ca concreta está compuesta por una serie de objetos materiales (cerá­ micas, utensilios, etc.) distintivos (diferentes de los de otras culturas, aunque algunos puedan ser comunes) y repetidos (aparecen en todos los yacimientos pertenecientes a la cultura), que se fabricaron en una zona geográfica determinada durante un período de tiempo concreto. Por analogía con los bien conocidos pueblos invasores del final del Im­ perio Romano y la alta Edad Media, que también llevaban consigo arte­ factos característicos, esas culturas debieron corresponder a «pueblos» o «tribus» prehistóricas, con un sentido étnico o político, de las cuales no poseemos ninguna información aparte de sus restos materiales. Según vemos, la época de los descubrimientos arqueológicos, cuan­ do se recogió la mayor cantidad de información en un sinnúmero de grandes excavaciones a lo largo del planeta, presentaba un panorama teórico y metodológico bastante pobre. La clasificación tipológica de los materiales y su asignación cronológica llevaban al establecimiento de secuencias temporales para cada área que se iba investigando y en ocasiones se identificaba una de las «culturas» a que ahora nos refería­ mos. Esta visión historicista de la Prehistoria aspiraba únicamente a «contar lo que pasó», a descubrir la sucesión de acontecimientos únicos en cada zona, de la misma forma que la vieja Historia sólo nos decía el nombre de los reyes y los principales hechos y batallas de cada reina­ do. Los cambios, las continuas transformaciones que se registran en el aspecto de los materiales arqueológicos a lo largo del tiempo, eran frecuentemente explicadas por influencias exteriores de otros pueblos (difusionismo), cuando no por la llegada de nuevas gentes que reem­ plazaban a las anteriores (invasionismo o migracionismo). De forma coherente con todo esto, los avances metodológicos apuntaban a mejo­ rar la tipología, con excavaciones cada vez más precisas en las que se recogían todos los restos visibles, y la cronología, primero con méto­ dos aproximados y a partir de mediados de siglo con los físico-quími­ cos, mucho más exactos. 31

Todo lo anterior era el reflejo de lo que ocurría en la Antropología, dominada durante casi toda la primera mitad de este siglo por el historicismo cultural (o particularismo histórico), impuesto por Franz Boas en Norteamérica y representado por la escuela de Viena en Euro­ pa. En líneas generales, estas corrientes mantenían la necesidad de recoger el máximo de información etnográfica, dejando para más ade­ lante toda labor teórica; las diferencias y similitudes entre las culturas se explicaban por el influjo mutuo de unas sobre otras, especialmente a partir de centros culturales de donde partían las innovaciones (difusionismo). En la Antropología británica surgía por los años veinte el fun­ cionalismo, demasiado orientado entonces a los aspectos sociales para que interesara a los arqueólogos. Hacia mediados de siglo, la teoría antropológica comienza el giro hacia posturas evolucionistas y la búsqueda de leyes generales. Este movimiento aparece primero en los Estados Unidos, y dado que allí es donde ambas ciencias han estado y están más unidas, el reflejo en su Arqueología fue casi inmediato. A lo que resultó se le llamó después «Nueva Arqueología», y consistía en una visión de la cultura como un sistema adaptativo al medio ambiente ecológico y no como el resultado de la tradición o de una elección arbitraria. Estos sistemas culturales cambian mediante la influencia ambiental y no por contacto con otras culturas, y siguen ciertas leyes generales que es preciso descubrir como aportación al conocimiento del comportamiento humano, «a largo plazo» (el «laboratorio del pasado»). Otra característica, ligada a la anterior, es el ensayo de métodos de razonamiento tomados de las ciencias naturales (hipotético-deductivo) y el optimismo generalizado sobre la posibilidad de conocer los sistemas sociales y religiosos a partir de la cultura material de las poblaciones del pasado (hasta enton­ ces apenas se aspiraba a conocer el sistema económico). La Nueva Arqueología supuso una verdadera revolución en nuestra disciplina, como no se conocía tal vez desde el comienzo de la misma. Aunque no todos sus intentos reconstructivos ni sus direcciones de investigación se revelaron como verdaderos o fructíferos, la mayoría de ellos sí lo fueron, y en todo caso sirvieron para acabar con la atonía y el particularismo que reinaban hasta entonces entre los arqueólogos. Por ejemplo, podemos enumerar aquí la Arqueología Espacial, que estudia la relación de unos yacimientos con otros y con el medio geo­ gráfico, o el Análisis T e rrito ria l que hace lo propio con un yacimiento y el entorno próximo que le sirve de sustento económico. Estas dos tendencias surgieron en Gran Bretaña (ambas constituirían una llamada Arqueología económica), en ambientes algo alejados de la Nueva Ar­ queología (con modelos geográficos), pero serían impensables sin el acicate teórico de ésta. Relacionado con lo anterior está el estudio de 32

las redes de intercambio comercial en la Prehistoria, a partir del análi­ sis químico de los materiales de orígenes lejanos y con la base teórica de las propuestas del antropólogo K. Polanyi (sistemas de intercambio y redistribución). Por último, la confianza en la posibilidad de recons­ trucción social ha originado la llamada Arqueología de la M uerte , que infiere la organización interna de los grupos prehistóricos a partir de la disposición interna de las tumbas y necrópolis. De todas las contribuciones positivas de la Nueva Arqueología es posible elegir una fundamental, abstracción de todas las demas: la información arqueológica se ve como algo internamente estructurado, y ninguna de sus partes ha de ser estudiada olvidando las demás. En relación con esto hay que entender la eclosión de los métodos cuantita­ tivos, que solo tienen sentido si los datos se recogen y consideran de forma global. El optimismo sobre las posibilidades de la Arqueología en el estudio del hombre, que parte de la idea ya citada de que la cultura material es el reflejo total de la conducta humana, se atempera con la aplicación de la idea estadística de la probabilidad de acierto en las hipótesis, y con una imagen muy clara del carácter siempre sesgado de las muestras arqueológicas. Hacia la mitad de los años setenta, cuando las líneas apuntadas empiezan a asentarse en algunos sistemas académicos, fundamental­ mente en el área anglosajona, comenzaron los movimientos de reacción contra ellas, que han seguido una doble dirección. En primer lugar, un acento en el estudio de los conflictos internos de los grupos sociales, como factores fundamentales de cambio, y el rechazo consiguiente del reduccionismo ambiental que se ha criticado a veces en la Nueva Ar­ queología. Un síntoma de este cambio de enfoque es el surgimiento de interpretaciones explícitamente marxistas de muchos fenómenos pre­ históricos, no ya en el sentido antes citado de Gordon Childe, sino siguiendo líneas más actuales como el marxismo estructuralista francés. Por otro lado, y también influidos en origen por el estructuralismo (que a su vez procedía del funcionalismo antes citado), surgen a co­ mienzos de los ochenta investigadores, con mayor o menor conciencia de pertenecer a un grupo teórico, que tienen en común el rechazo de los aspectos «científicos» de la Nueva Arqueología, reclamando el de­ recho a la subjetividad y el carácter «blando» de nuestra interpreta­ ción, que de esta manera vuelve a unirse con la tradición de la Historia, más descriptiva que la antropológica. Lejos de considerar este fenóme­ no como signo de conservadurismo metodológico, este grupo de ar­ queólogos (sobre todo en Gran Bretaña, con ramificaciones en Francia y Norteamérica) se ha llamado a sí mismo «radical». Y esto no se debe tanto a la influencia marxista, que también se aprecia en ellos, como a su firme intento de ligar la actividad arqueológica con las luchas políti­ 33

cas del presente. Un claro ejemplo de esta actitud ha sido el boicot que se llevó a cabo contra el último Congreso Internacional de Southhampton (1986), por haber aceptado sus organizadores la participación de arqueólogos sudafricanos. Sobre las orientaciones teóricas actuales en Arqueología, y sobre las relaciones entre esta ciencias y la sociedad del presente, volvere­ mos a ocuparnos en los dos últimos capítulos de este libro.

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Los datos: Dónde están y cómo se recuperan

En este capítulo describiremos cómo se forman, se encuentran y se recuperan los datos arqueológicos, es decir, los restos materiales de la actividad humana del pasado. Dichos datos están bien escondidos, son variados y tienen múltiples sentidos, en una palabra, son «duros de roer». El arqueólogo será, siguiendo con esta imagen, como un animal hambriento que ha de usar de todas sus habilidades para encontrar su alimento, desenterrarlo primero para después roerlo, reducirlo a par­ tes asimilables e incorporarlo finalmente tras descomponerlo con sus jugos gástricos. Tal vez la metáfora no parezca exagerada si se piensa en los difíciles retos a los que ha debido hacer frente la Arqueología en los últimos tiempos: de ser un alegre pasatiempo de coleccionistas y eruditos, que menospreciando la integridad del pasado presumían de sus objetos y conocimientos, ha pasado a ser la responsable de la conservación y explicación de una cantidad inconmensurable de datos materiales, antes de su probable desvanecimiento. El arqueólogo, co­ mo investigador, se enfrenta sin remedio a la proliferación imparable de los datos y al cuestionamiento continuo de sus técnicas de análisis. Aunque la práctica arqueológica de campo es tan variada que resul­ ta muy difícil de resumir o abstraer en forma de principios generales, éstos existen (la mente humana no trabaja sin ellos) y se intentará su exposición seguidamente. Con todo, para evitar una decepción segura más vale esperar un corto número de principios, y no sorprenderse ante el carácter más bien obvio de muchos de ellos. Esto es lógico si pretendemos que los asertos sean lo más generales posible y sirvan 35

para todos o casi todos los casos. La opción alternativa, explicar un gran número de ejemplos concretos, queda fuera del alcance de este texto. No obstante, contar con una cierta lógica mental, previa al trabajo de campo, parece mejor que esperar que aparezca poco a poco con la experiencia de los años. Decía Mortimer Wheeler que el trabajo del arqueólogo se parece mucho al del ingeniero: cada proyecto o cons­ trucción es un problema nuevo, distinto a todos los demás. La capaci­ dad de inventiva, de aplicar principios generales a casos concretos nunca vistos hasta entonces, de forma que se resuelvan satisfactoria­ mente —es decir, se recupere el máximo de información con los me­ dios técnicos y económicos disponibles— son las cualidades que mejor pueden definir a un arqueólogo de campo.

3.1.

Los yacimientos arqueológicos: tipos y procesos de formación

Un yacimiento arqueológico es aquel lugar donde quedan restos materiales de algún tipo de actividad humana. El término denuncia sus lejanos orígenes en la Geología, aunque los franceses, que nos lo prestaron, ya empleen con más frecuencia el término site , sitio o lugar (igual que los ingleses), y no el original de gisement. Esos restos pueden ser visibles, porque están situados sobre la tierra, o no visibles porque sedimentos formados con posterioridad los cubren por comple­ to. Quizás la mayoría de los restos de la segunda categoría no sean descubiertos nunca, pero eso no afecta a su calidad de yacimientos arqueológicos. Uno de los conjuntos de yacimientos más importantes del mundo, la garganta de Olduvai en Tanzania, con restos del Austra­ lop itecu s robustus y el Homo habilis, y de la actividad de ambos o de uno de los dos, hubiera sido imposible de encontrar sin la erosión fluvial que abrió el desfiladero y «excavó» naturalmente, por así decir, los niveles enterrados bajo unos cien metros de tierra. Por otro lado, los «restos» pueden ser de cualquier clase, desde una lasca de sílex a una ciudad completa. Un concepto amplio de yacimien­ to englobaría a ambos tipos extremos, aunque con lógicas matizaciones. Una lasca o punta de flecha aislada en medio del terreno puede significar que un cazador del Paleolítico fabricó o perfeccionó allí su herramienta, o la perdió según caminaba hacia su objetivo. También puede ser, más probablemente, que el pequeño resto haya acabado ahí tras ser arrastrado por la erosión, con lo cual su posición no será la original o primaria, sino secundaria. En todo caso, estos restos aislados difícilmente serán llamados yacimiento por nosotros, a no ser que, siguiendo la terminología anglosajona, los incorporemos al análisis con 36

el nombre de «yacimientos de actividad limitada». Con respecto al otro extremo, podemos hablar como yacimiento de una ciudad como Numancia, por ejemplo, pero tal vez los amplios restos antiguos del sub­ suelo de Roma, al estar separados y destruidos en parte por construc­ ciones modernas, sean tratados más correctamente como una serie de yacimientos distintos: el foro imperial, los templos del Largo Argentina, etcétera. El ámbito temporal del concepto va desde el origen del hombre a la arqueología industrial de los últimos siglos e incluso decenios. Como ya vimos, cualquier tipo de resto material dejado por el hombre es susceptible de ser estudiado desde el punto de vista de la Arqueología. No obstante, el término de yacimiento se emplea habitualmente para denominar los sitios y parajes abandonados por el hombre, normal­ mente derruidos y casi siempre cubiertos totalmente o en parte por la tierra: es decir, enterrados. Por ejemplo, a una iglesia románica medie­ val, posiblemente aún utilizada para el culto, sería mejor llamarla «mo­ numento» y no yacimiento, aunque las técnicas arqueológicas puedan ayudar (por ejemplo, para establecer las fases constructivas, si las hubo) a arquitectos e historiadores del arte en su interpretación com­ pleta. Sin embargo, si existen restos de la época bajo tierra, por ejem­ plo de construcciones anejas a la iglesia, hoy derruidas, o de una necrópolis (algo bastante habitual), en este caso sí que emplearíamos la palabra para denominarlos. A pesar de su gran variedad, es posible clasificar los yacimientos arqueológicos en distintos grupos, aunque esta división depende mu­ cho de los criterios empleados, existiendo lógicamente una jerarquización de estos últimos. Si se atiende a la época en que se realizó la actividad, tendremos una clasificación cronológica (Paleolítico Inferior, Neolítico Reciente, Edad del Bronce Medio, etc.), que suele ser la primera que se establece, seguida por la basada en la funcionalidad (sitio de habitación, de enterramiento, de caza o descuartizado, de cantera, ritual, etc.). En caso de desear mayor detalle sobre el yaci­ miento, se puede establecer una tipología en función de su posición geográfica: de montaña, valle fluvial o costero, en cueva o al aire libre, en la llanura o sobre un cerro, etc. Por fin, seguramente hará falta excavar parte del yacimiento para poder decir algo sobre su duración —otro de los criterios— , si se trata de un asentamiento temporal (pro­ bablemente estacional) pero de ocupaciones repetidas, o permanente; de corta duración (por ejemplo con una sola fase) o lo suficientemente larga para poder distinguir diferentes fases o períodos en su desarro­ llo; también podríamos hablar de yacimientos estratificados y sin estra­ tificar, alterados e intactos, etc. En cuanto al tipo de actividad realizada, los sitios de habitat son los 37

más importantes y numerosos. En ellos se realizaron la mayoría de los actos cotidianos de la comunidad, el alimento y el descanso, la relación social, las artesanías, etc. Al comienzo de la Prehistoria todo esto ape­ nas dejaba algunos someros restos, como unas cenizas en donde se hizo fuego, lascas y finas esquirlas de piedra donde se talló, huesos de animales por todas partes, etc. (tanto al aire libre como, sobre todo, dentro de las cuevas), aunque a veces se han reconocido huellas de estructuras, como tiendas de pieles o ramajes apoyados en postes, gracias a los huecos dejados en la tierra por los soportes, las piedras o huesos de grandes animales que sujetaban las paredes, etc. (un ejem­ plo es la cabaña rusa de Molodova, del Paleolítico Medio). Otras veces la forma de los refugios se distingue por la misma distribución de los restos, en formas circulares o cuadradas rodeadas por espacios vacíos; es evidente que algún tipo de obstáculo (piel, arbustos, para viento) impidió arrojar fuera los desperdicios, aunque ya no quede ningún vestigio del mismo. Leroi-Gourhan llamaba a estas estructuras «laten­ tes», pues no se ven y su existencia y forma han de ser deducidas indirectamente, como en las cabañas magdalenienses que él mismo excavó en Pincevent, al Sur de París. Tras el Neolítico, los asentamientos se van haciendo más complejos, con viviendas de carácter más estable, hechas de muchos postes de madera (Neolítico Danubiano), adobes o tapial (Neolítico de los Balca­ nes) e incluso ya de mampostería con piedras apiladas, en el Neolítico del Próximo Oriente. No obstante, en muchas zonas el aprendizaje de la agricultura y ganadería no llevó a un cambio de habitat hasta mucho después, y así ocurrió en el Neolítico español, cuyas gentes siguieron utilizando todavía durante milenios las cuevas. Un avance mayor fue la aparición del urbanismo, con calles, manzanas, plazas, edificios públi­ cos, etc., en la época histórica o en el umbral de la misma. Con todo, el reconocimiento de las distintas áreas de actividad y sus relaciones no sólo es posible en la última categoría citada, sino también en las cuevas paleolíticas, y es uno de los objetivos fundamentales de la excavación de este tipo de yacimientos (análisis microespacial). Esto nos puede llevar a definir con mayor precisión si existió algún tipo de actividad fundamental en la cueva, poblado o ciudad de que se trate: de extrac­ ción o procesamiento, agrícola o ganadera, si se trató de un centro comercial, defensivo o ritual, etc. El siguiente tipo de yacimiento, para muchos de importancia igual o superior al anterior, es el de enterramiento de los difuntos. A partir del Paleolítico Medio, los datos actuales indican que el hombre comenzó a tener una «cierta preocupación no práctica» con las personas que mo­ rían, porque en vez de arrojar los cadáveres fuera del habitat o aban­ donarlos, como seguramente se hacía antes, empleó una cierta cantidad 38

de energía en protegerlos (o protegerse de ellos) mediante la excava­ ción de tumbas. Desde esas simples fosas hasta las pirámides de Egip­ to, el elenco de tipos de necrópolis es enorme: bajo las viviendas o en un lugar especial, individuales o colectivas, sin ningún signo externo o con un túmulo, megalito o pirámide encima o alrededor, sin ajuar o llenas de ofrendas, con el cadáver inhumado o incinerado, etc. A pesar de esa variación, estos yacimientos tienen una cosa en común: casi todos están más o menos intensamente violados, destruidos por ladro­ nes de tumbas que desde el comienzo intentaron aprovecharse de los objetos que acompañaban a los difuntos. Los cementerios tienen una característica muy importante que los distingue de los demás yacimientos: fueron construidos con intención, para durar, se depositaron a conciencia y por ello el contenido de información es en ellos mayor que en los poblados, donde los restos fueron dejados accidentalmente por pérdidas, incendios o abandonos súbitos, y luego fueron cubiertos por acumulación de materiales erosi­ vos al cabo de los años. Es como si los hombres del pasado nos hubie­ ran dejado un regalo bajo tierra para los arqueólogos de hoy, parte del cual nos fue arrebatado en el intermedio por los ladrones de tumbas, con fines algo más interesados que los nuestros. Pero claro que ellos no pensaban en nosotros, sino en algún tipo de construcción mítico-religiosa bastante más complicada, que intentaremos reconstruir mediante el análisis arqueológico, aunque la mayoría de las veces, cuando no contamos con información escrita (como ocurre al comienzo de la Histo­ ria, por ejemplo en Egipto) esta tarea va a ser bastante difícil. Por ejemplo, no nos es posible ni siquiera deducir que existiese una creen­ cia en la supervivencia tras la muerte, pues la Etnografía nos muestra a bastantes pueblos que entierran a sus muertos sin esa condición, y viceversa. Tampoco es cierto que las diferencias entre unas tumbas y otras sean un reflejo exacto de la organización social del grupo que construyó el cementerio, aunque de hecho este tipo de inferencia es muy común en la llamada «Arqueología funeraria» o «de la muerte». Los restantes tipos de yacimiento, según su funcionalidad, son me­ nos importantes, y sólo los describiremos brevemente. En el Paleolítico Inferior y Medio son comunes los sitios de matanza (o de descuartizado, despedazado, etc.), donde un grupo cazó (o encontró ya muerto) y se aprovechó de la carne y la piel de un animal grande. Allí aparecen los huesos y restos de útiles líticos, y curiosamente son más abundantes las lascas sin retoque, usadas como simples cuchillos, que los elaborados bifaces o raederas. Los sitios ceremoniales son por supuesto muy im­ portantes, pero pertenecen en su mayoría a épocas históricas, y de los anteriores dudamos de su utilidad exacta: los círculos de piedras (como Stonehenge al Sur de Inglaterra), los grandes «santuarios» de pintura 39

parietal del Paleolítico Superior en el Sur de Francia y Norte de España (como Altamira o Lascaux), los mismos megalitos, ¿eran lugares de culto, tal como lo entendemos hoy o al menos algo parecido? La mayo­ ría no fueron lugares de habitación y, por similitud con restos pareci­ dos de pueblos primitivos actuales, suponemos para ellos algún tipo de funcionalidad religiosa en sentido amplio (en el caso de los círculos de piedras, relacionada con la Astronomía). También podemos colocar en esta casilla los innumerables lugares con pintura rupestre, petroglifos, grafitos, etc., esparcidos por todo el mundo, aunque de la mayoría (aquéllos en donde no existió continuidad etnográfica), es difícil inferir para qué sirvieron. Si exceptuamos aquellos yacimientos que están levantados sobre el terreno, como los monumentos (conservados o derruidos), las estacio­ nes de arte rupestre, etc., la inmensa mayoría están enterrados, com­ pletamente o en su mayor parte. Por suerte, en muchos casos queda algún tipo de vestigio superficial que permite la identificación, normal­ mente en forma de restos materiales muebles, enteros o fragmentados, como cerámica o útiles líticos. El hecho de que estén bajo tierra ha sido la causa fundamental de su conservación hasta hoy, pero nos obliga a desenterrar, excavar, en suma, realizar una penosa labor hasta obtener la información que deseamos. Toda excavación arqueológica consiste en reconstruir el proceso que llevó a la formación del «registro», es decir, cómo (y por qué) se erigieron los restos y cómo luego se destru­ yeron y fueron cubiertos por la tierra. Por ello, entender los mecanis­ mos de formación de un yacimiento es adelantar un gran trecho en el camino hacia su completa interpretación. ¿Cómo se forma un yacimiento arqueológico? ¿Cómo es posible que ciudades enteras queden cubiertas por la tierra hasta desaparecer por completo, o que para encontrar los restos de un pequeño grupo de cazadores paleolíticos sea necesario profundizar más de diez metros en el suelo de una cueva? Hasta hace poco, se solía responder a esta pregunta con afirmaciones generales del tipo «por la erosión», «por fenómenos naturales idénticos a los que forman el paisaje», etc. En la actualidad, tras varias décadas de excavaciones cada vez más detalla­ das y científicas, se ha comprobado que el papel humano ha sido por lo menos tan importante como el de los agentes climáticos y atmosféricos. Aunque cada yacimiento es un caso único y como tal ha de estudiarse en la excavación, existen procesos generales que, combinados en pro­ porción variable, pueden explicar una gran parte de cada caso concre­ to. A continuación veremos cuatro prototipos: una cueva paleolítica en clima húmedo, un poblado/ciudad con viviendas de barro en clima árido, un poblado con viviendas de piedra en clima húmedo y un poblado con viviendas de madera en clima húmedo. 40

En todos estos casos se pueden distinguir tres tipos de procesos de formación: físicos, biológicos y culturales. Los primeros se dan siempre (ver 7.1.1), aunque no exista actividad humana ni animal, y son la erosión, traslado y deposición de sedimentos (polvo eólico, lodo y arena fluvial, arrastres en pendientes, etc.). Los biológicos correspon­ den a la actividad de animales: excrementos, huesos y tierra adherida al cuerpo y extremidades de animales domésticos y salvajes que visitan el sitio en ausencia del hombre. La actividad humana introduce elemen­ tos antropogénicos como aportes minerales (piedras para construir, sentarse, como materia prima, etc.) y biológicos (alimento, cobijo, etc.), los modifica de varias maneras, y altera los procesos de sedimentación natural, produciendo en general su aceleración. En las cuevas, los desechos de talla, pequeñas esquirlas que saltan al fabricar los útiles líticos, pueden llegar a constituir en algunos nive­ les todo el sedimento mayor de dos milímetros (es decir, todo lo que está por encima de las arenas) y una gran parte de las arenas gruesas, según ha señalado K. Butzer. En ocasiones la mayoría de las piedras han sido traídas por el hombre (manuports), e incluso es posible que las desprendidas del techo lo fueran a causa de los fuegos encendidos en la cueva. Si pensamos que muchas de ellas fueron ocupadas, de forma intermitente, durante milenios, es fácil imaginar la cantidad de suelo que se pudo haber formado sólo por la tierra adherida en el exterior húmedo a los pies humanos y desprendida en el interior, aunque los grupos fueran muy pequeños. Finalmente, los sedimentos fueron creciendo también por el aporte de materia vegetal y animal, ésta última muy importante durante los períodos de desocupación de la cueva, cuando murciélagos, rapaces, osos, carroñeros (hienas), etc., eran los dueños del hábitat sin ningún tipo de limpieza posible. Con posterioridad a la deposición se producen determinados pro­ cesos químicos que originan la formación de suelos, en apariencia sólo minerales, pero que son de origen orgánico. Hoy es posible distinguir esto, e incluso separar los componentes de hueso, grasa, sangre, he­ ces, etc, mediante el análisis cromatográfico de aminoácidos y el estu­ dio de elementos traza. También el análisis químico mediante reactivos o con el microscopio permite distinguir los granos que tienen su origen en las cenizas de los hogares o en las arcillas cocidas por su fuego. Los mismos hogares tienen sus secretos: aunque siempre se identifican por los restos de cenizas y carbones, estos casos son únicamente aquéllos donde se produjo una combustión incompleta, a baja temperatura y con poca oxidación, mientras el caso contrario, seguramente el más abun­ dante, produce sólo finas capas de color rojizo o blanco, más difíciles de detectar aunque correspondan a una actividad mucho más importan­ te. Un ejemplo de cueva bien estudiada, Cueva Morín (Santander), con 41

niveles desde el Musteriense al final del Paleolítico (más de 80.000 años), revela que la materia orgánica constituye del 5 al 20 % de los niveles de ocupación, y los artefactos y restos de huesos del 2 al 50 %. Aquí ha sido posible ver cómo la actividad humana sobre los suelos provocaba la mezcla de los materiales de varios momentos cronológi­ cos, sobre todo a la entrada de la cueva donde la actividad fue mayor, y cómo en los períodos de desocupación apenas se depositaron sedi­ mentos, dando una imagen falsa de uso continuado de la cueva. En el norte de España se conocen bastantes casos de cuevas con una estructura estratigráfica parecida a la de Cueva Morín: El Castillo (Santan­ der), con niveles desde el Achelense hasta el Azilense, una de la secuencias más importantes de Europa, La Riera (Asturias), con estratos del Solutrense al Asturiense, etc. En climas áridos o semiáridos abundan los poblados en forma de montículo, no porque se haya construido originalmente sobre una ele­ vación natural, lo cual también es corriente, sino porque los restos mismos forman un pequeño cerro. Este tipo de yacimientos es muy característico del Próximo Oriente, donde reciben el nombre de tell (tepe en persa o hüyük en turco), pero también se encuentran en los países del Mediterráneo Occidental, incluida la Península Ibérica. En la mayoría de los casos, la elevación se debe a que las contrucciones eran de adobes (ladrillos de barro crudo) o tapial (masa del mismo mate­ rial), con techo de materia vegetal. Estas viviendas tienen una vida útil muy corta, pues acaban derrumbándose en el tiempo de una genera­ ción. Las siguientes reconstrucciones, si no se deseaba desplazar poco a poco el poblado de sitio, habían de hacerse sobre las ruinas de las anteriores, y la ausencia de una explanación completa hasta el nivel original motivaba que se situasen en un nivel superior. Este fenómeno, repetido cada pocos años, hace que, por ejemplo, algunos tells del Turquestán, ocupados durante tres o cuatro siglos, lleguen a tener hasta 34 metros de altura (subían una media de 10 cms. por año). En estos yacimientos el relleno cultural suele ser de grano muy fino, a menudo arcilloso y con alto contenido orgánico; los únicos fragmen­ tos grandes son los cerámicos. La estructura es laminar, con extensas capas de poco espesor, y color y contenido muy variables (hogares, cenizas, cerámica, huesos y estiercol), con alta proporción de fosfatos y bajo pH (ácido). Aparte están los conglomerados de escombros resul­ tantes del derrumbe de los muros, con adobes, ladrillos o piedras, con sus huecos rellenados por sedimentos más finos. El conjunto pudo haber sido erosionado por corrientes de agua que dejan sedimentos más finos en canales y depresiones. Los procesos de formación durante la vida del asentamiento incluyen la lenta pero constante subida del nivel de los suelos de las viviendas por acumulación de desecho, que 42

se incrementa con el abandono y tras la caída de los muros; las ca­ lles entre casas tienden a atraer basura y se rellenan rápidamente si la zona del poblado presenta poca actividad. En épocas de expansión demográfica, el grado de limpieza y uso aumenta, y los sedimen­ tos crecen despacio, mientras que si la población disminuye o aban­ dona el poblado, el proceso de deposición se acelera consecuente­ mente (Figura 3.1).

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