Teoria De La Cultura

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TEORÍA DE LA CULTURA J a v ie r S a n M a rtín Sa la

EDITORIAL

SINTESIS

Di s e ñ o g r á f i c o

fílliL-r m o rc illo • fe m a n d o c.ilirum

'£) Javier San Martín Sala €> E D IT O R IA L S Í N T E S I S , S . A. Valleliennoso 34 280.15 MnJriil le í 91 5 9 3 2 0 9S 11 11p : //www. s í n t e s i s , co tn IS B N ; 84-773S-659-5 D epósito Legal: M . 1 9 .0 2 2 -1 9 9 9 Im p re so un E sp a ñ a - P rinletl in S p .iin

El mundo no es ni materia ni alma sino espíritu.

Husserl, Schapp, Ortega

Tenemos que rom per con el pensam iento, que se suporte tan evidente y que procede del modo natural de pensar, que todo lo dado es o físico o psíquico.

E. Husserl, Hua XXIV: 242 (1906/1907)

Sencillamente no es verdad, como asegura el positi­ vismo, que todo ser sea o psíquico o físico.

W. Schapp, 1981: 2 (1910)

El ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva. Ortega y Gnssct, Meditaciones del Quijote, OC. I: 32lT'1914)s

Indice

Introducción ............................................................................

9

1 El concepto de cultura desde los diversos campos del saber....................................................................

23

1.1. 1.2. 1.3. 1.4.

Genealogía del concepto de cultura................ 23 40 La cultura desde las ciencias sociales............... La cultura desde la biología.............................. 50 La cultura como mito........................................ 64 1.4.1. Los ámbitos míticos en El mito de la cul­ tura, 65. 1.4.2. Lo mítico en la cultura como bien social y como idea metafísica, 73. 1.4.3. Lo mítico en ía cultura particular, 82. 1.4.4. Cultura universal y mito, 97. 1.5. Deducción ymétodo dela Filosofía de la cultura 114

2 Fenomenología de la cultura ..................................

127

2 . 1. La Filosofía de la cultura según Ortega.......... 2 .2 . Husserl y el concepto de cultura......................

128 142

2.3. La noción heideggeriana de mundo como aportación básica a una filosofía de la cultura. 2.4. Fenomenología de la cultura........................... 2.4.1. Descripción estática, 170. 2.4.2. Análisis genético, 176. 2.4.3. La racionalidad cultural, 181. 2.4.4. Los elementos de la cultura, 185. /

147 169

3 Clases y ámbitos de la cultura................................. 3.1. Los tipos de cultura............................................ 3.1.1. Distinciones previas, 194. 3.1.2. Cultura técnica o insmunental, 199. 3.1.3. Objetos enca­ denados y objetos libres: la cultura ideal, 2 0 2 . 3.1.4. la cultura práctica, 2 1 1 . 3.2. Escenarios o espacios culturales........................ 3.2.1. Consideraciones previas, 216. 3-2.2. El ser humano en la naturaleza: el trabajo, 219. 3.2.3. E l ser humano con los otros: la familia y la política, 222. 3.2.4. El ser humano y los limi­ tes: la muerte, 230. 3.2.5. E l ser humano en relación a lo posible: el juego, 236.

4 El ideal de cultura................................................... 4.1. La estructura axiológica de la cultura............... 4.2. El comportamiento ético como condición de posibilidad del ideal de cultura......................... 4.3. Cultura fáctica y cultura auténtica: el ideal de cultura....................................................................

Bibliog}'afía

s

Introducción

La última década del siglo XX está siendo pródiga en aconte­ cimientos de todo tipo, entre los que se encuentran también los Filosóficos. La aparición de la posmodernidad, con tópicos toda­ vía no suficientemente discutidos y con un contundente tono de seguridad en sus diagnósticos, ha obligado a plantear filosófica­ mente la raíz de los problemas que nos rodean. No hay la menor duda de que la posmodernidad, ante codo, mira críticamente y con máximo recelo la pretensión universalista de la cultura euro­ pea. Mas ía crítica posmoderna se presenta con frecuencia con un alcance incontrolado, acarreando un desarme teórico y práctico en relación al valor de la ciencia y a los objetivos e ideales políti­ cos. Esca sicuación nos ha obligado a volver a la raíz misma de lo que se cuestiona: la propia culcura. Si lo puesco en cela de juicio es la culcura europea, anees incluso de saber qué es lo que la pos­ modernidad problemaciza de lo europeo, se nos impone saber siquiera qué es la culcura a la que atañe la crítica. Esto pudiera ser una explicación de un acontecimiento filosófico de la última déca­ da que se perfila ya como uno de los más significativos; aconte­ cimiento ante el que, por una vez, España no se ha quedado reza­ gada. Simultáneamente a la revi tal ¡zacíón que en Alemania está experimentando la filosofía de la cultura, entre nosotros, y desde diversos círculos de pensamiento y sensibilidades epistemológi­ cas y filosóficas, también han ido surgiendo largas investigacio­ nes sobre la cultura. Puede que no todas ellas hayan nacido como respuesta al reto de la posmodernidad, porque algunos de los pro­ tagonistas de esas investigaciones llevan muchos años reflexio­ nando sobre tales temas. Pero no deja de ser llamativo que en el

lapso de tan sólo tres años hayan aparecido en España al menos cuatro libros que pueden ser llanamente calificados como “filo­ sofías de la cultura” . Precisamente esta confluencia, que en mi opinión no es en absoluto casual, por más que puedan parecer acontecimientos ais­ lados unos de los otros, no debe pasar desapercibida; y es que los problemas filosóficos y políticos que se debaten en esta última década tienen en realidad mucho que ver con el concepto de cul­ tura (Konersmann, 1996b: 21 ), un tema que a principios de siglo estuvo en el candefero filosófico, que pasó después al dominio indiscutido de las ciencias sociales, con un abandono total por par­ te de los filósofos, y que ahora, a la vista de los datos, empieza a ser tímidamente recuperado por estos últimos. No debemos igno­ rar este vaivén del interés por la filosofía de la cultura. Precisa­ mente una cosa que sorprende en la reciente aportación española a la filosofía de la cultura, al menos en los libros de J. Mosterín, C. París, J. M. Pérez Tapias y G. Bueno, es que todos ellos tienen una característica común: que no toman en consideración esa alter­ nancia del interés por la filosofía de la cultura. Así, para nada tie­ nen en cuenta que el primer tercio de siglo avanzó en la reflexión filosófica sobre la cultura lo suficiente como para al menos ser reco­ mendable contar con aquellos logros; sobre todo en España, don­ de la obra de Ortega y Gasset, si de alguna manera pudiera ser cla­ sificada, tendría que serlo como filosofía de la cultura. Sólo Carlos París asume a veces algunas de las propuestas de la filosofía de la cultura de Ortega, aunque no las sustancíales. Los otros tres muestran un silencio rotundo, cuando no tergi­ versaciones, que en algún momento pueden resultar escasamen­ te rigurosas. Ahora bien, el olvido de la importancia que en su momento tuvo la filosofía de la cultura ha tenido sus conse­ cuencias. Una es la anunciada: siendo toda la obra de Ortega una filosofía de la cultura, no aparece para nada en esas obras, ni siquie­ ra como punto de contraste. Pero otra es que no se ha pensado siquiera por qué de repente, después de haber sido durante los treinta primeros años del siglo un tópico obligado de los filóso­ fos, la filosofía de la cultura a partir de la Segunda Guerra Mun­ dial desaparece totalmente de la filosofía para reaparecer ahora a finales del siglo. xo

Pues bien, posiblemente lo que acompañaba al abandono del tema después de la Segunda Guerra Mundial era nada menos que ja duda sobre la legitimidad misma de una filosofía de la culcura. Por eso es ése el primer punco que hay que discutir. Puesto que los antropólogos culturales hablaban legítimamente de la cultura, eran ellos los que decían a los filósofos qué es la cultura. A éstos, enton­ ces, ya no les correspondía decir nada más ai respecto. Este rema, el declive y reaparición de la filosofía de la cultura, es, pues, el pri­ mer punto que es preciso considerar. Porque ahí se ocultan o con­ densan muchas otras cosas; la primera, y no la menos importante, la legitimidad ¿le la fdosofia para abordar un concepto que desde mitades del siglo pareció reservado a los antropólogos sociales. ¿Por qué la filosofía puede y debe estudiar este tema? Cuando se abandona en las manos de los antropólogos ¿qué pasa con la filosofía? ¿Por qué la filosofía se retira de un ámbito tan reivindi­ cado en las primeras décadas? Está claro, y así lo veremos, que su recuperación a finales del siglo está en función de ios problemas que el abandono filosófico ha generado, cales como no saber cómo abordar filosóficamente la pluralidad de las culturas y el hecho indiscutible de Ja unidad cultural en muchos ámbitos, por ejem­ plo, en el tecnológico, el económico, el deportivo, el artístico, el de las diversiones y no menos en el político. Así, cuando se extien­ de por el mundo una marea unificadora -que a muchos aterra; a mí me aterró ver en una película un dancing t n Mongolia donde se bailaba igual que en cualquier discoteca de no importa qué ciu­ dad europea—, resulta que la reivindicación de las diferencias cul­ turales y el cuestionamiento de la cultura europea, que es la que ha provocado la unificación, produce nada menos que el título con el que conocemos Ja filosofía de fin de siglo. La posmoder­ nidad es el fin de la Ilustración, la cual, si algo buscaba, era la extensión de la cultura europea por el mundo. Ahora que “esa” cultura se ha extendido, la filosofía certifica el fin de la Ilustra­ ción, el fin de la modernidad. No se repara en que la moderni­ dad tenía varios rostros, alguno de íos cuales pudiera haber que­ dado en el camino, pero otros quizá más ocultos y tal vez más siniestros se han podido perpetuar. Fue precisamente Ortega y Gasser, en La rebelión de las masas, quien hizo ese diagnóstico. Dice ahí que, si Ja filosofía del siglo XX

era no m odern a —por canco posm odern a, digo yo—, el m odo de vida del siglo O XX es de algún O m odo resultado de la m odernidad.

Por eso, en cierta medida, es la modernidad la que ha triunfado. La unificación planetaria es el triunfo de la modernidad, por lo menos de uno de los rostros o aspectos de la modernidad; y aun­ que ciertamente no es el triunfo de la filosofía ilustrada de la madu­ rez, sí lo es de otros matices de la Ilustración, la cual avanzaba como un río en el que iban juntos materiales llegados de muchos suelos diversos. La diferencia existente entre el proclamado fin de la moder­ nidad y una unificación cultural innegable ha descolocado a todos. La primera consecuencia sintomática es que se ha llevado por delante a los mismos antropólogos culturales. Se ha estado enten­ diendo que eran ellos los especialmente investidos de autoridad para monopolizar el estudio de la cultura, arrebatando ese tema a la filosofía; durante los últimos tiempos ellos fueron los máxi­ mamente competentes para exponer la diversidad de las culturas, elevando esa pluralidad a dogma absoluto e inconmovible. Como contrapartida, desde que consiguieron la hegemonía en esos temas o el prestigio social para el estudio de la cultura, la filosofía se batió en retirada, porque, sin más, pasó a ser una mínima y pre­ suntuosa manifestación de la cultura europea, sin otra relevancia que la de una mala literatura provinciana. La disolución antropo­ lógica de la filosofía es lo que ha preparado la posmodernidad y la que ha engendrado o, en todo caso, alimentado una filosofía de fin de siglo que llevaba en su seno su disolución. Pero, desgraciadamente para la propia antropología, una ambi­ güedad ignorada ha sido compañera suya desde el principio. Por un lado proclamaba la disolución antropológica de la filosofía, a caballo de la diversidad radical de las culturas; mas, por otro, simultáneamente se proclamaba a sí misma como la ciencia uni­ taria de la cultura. Además -y aquí tenemos un ejemplo de la cara trágica de lo humano-, el mismo hecho de su existencia, con todo su ritual epistemológico, observación participante, recogida de datos, análisis etnológico y teorización, proclamaba la tendencia unificadora que era la única que le permitía ir a “antropologizar”. En una situación de radical diversidad y aislamiento no son posi­ bles antropólogos que se enteren de las “intimidades” de los otros.

Nadie, dueño absoluto de su destino, tendría obligación de dejar a extranjeros husmear en sus vidas. La misma ejecución de la antropología cultural es la primera refutación práctica cleí relati­ vismo cultural extremo, por lo menos ese que asegura la diversi­ dad radical de las culturas, aunque sea por la trágica realidad de que el antropólogo pertenece al pueblo colonizador, el que ha arrebatado la autonomía a los otros. La antropología es hija de lo que niega que exista: la unidad de aspectos elementales de las cul­ turas. Es por ello que la pos modernidad es hija de la disolución antropológica de la filosofía, si bien en realidad es una mala filo­ sofía que confiesa, filosóficamente -aunque sea de modo subrep­ ticio-, no ser filosofía. Esta situación de perplejidad, de una filosofía que se sitúa en la diferencia radical pero que no puede hacerlo más que asen­ tándose en un inconfesado suelo común, creo que es la que oblira £j a la filosofía a reflexionar de nuevo sobre la cultura, tema abandonado justo cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, aparecen y se popularizan ios grandes trabajos de la antropología cultural y social con su autoridad sobre cualquier otro tipo de reflexión. Naturalmente, en esos momentos siempre había esta­ do en juego el concepto mismo de filosofía, porque no se sabía muy bien cuál podía ser su legitimidad para acercarse a un tema sobre el que los antropólogos parecían decirlo todo. Sin embargo, yo llevo mucho tiempo advirtiendo que la diso­ lución antropológica de la filosofa, que es el lecho de Procrusto de la postmodernidad, es muy traidora, porque lleva consigo la diso­ lución filosófica de la antropología, y no menos de la misma pos­ modernidad. Ambas, proclamando el reino de la diferencia abso­ luta, lo hacen desde el púlpito de la uniformidad más aburrida, diciendo los mismos tópicos en París que en Madrid, en Roma que en Tokio o en los EE U U de América. La situación de la antropología termina siendo tan curiosa que la uniformización ha acabado por llevársela consigo. Si al principio sus aportacio­ nes eran escuchadas por doquier y despertaban gran interés, aho­ ra apenas lo hacen porque la sustancia de los pueblos ha pasado de la diversidad y diferencia a la igualdad, ya que gran parce de los problemas que preocupan a los seres humanos a finales de este siglo son los mismos en nuestro entorno que en Japón, América

o Nueva Zelanda; son problemas Fúndamenraimen ce de orden económico y de integración en el gran Organismo planetario. Este es ei contexto desde eí que se ha impuesto ía vueíta ai estudio de la filosofía de la cultura, lo que supone la reafirmación de la filosofía como modo autónomo de acercamiento. Eso si^nifica reconocer automáticamente que lo que las ciencias socia­ les dicen sobre la cultura no es suficiente. En este punto se encar­ na toda la problemática que debemos despejar precisamente en este momento, ya que es, en mi modesta opinión, lo que queda menos aclarado en las aportaciones de los cuatro autores antes mencionados. En todas ellas se habla de una filosofía de la cul­ tura, pero ninguna parte de esta situación, de Jo que en elía está impJicado, con Ja seriedad y consecuencias necesarias. Porque, dado que lo que estudia la antropología cultural como su campo privilegiado es la cultura, uno de los temas básicos de una filoso­ fía de la cultura es, sea cual fuere su orientación, legitimarse como saber, legitimar su modo de aproximación. Porque siempre supo­ ne que las ciencias no io dicen todo, o que no tienen la última palabra, como decía Husserl (1994b: 174; San Martín, 1994b: 201 s.). En el umbral de una filosofía de la cultura esta “deducción”, en sentido kantiano, de la filosofía de la cultura me parece fun­ damental, necesaria y el primer paso de la misma. La filosofía "tie­ ne, por así decirlo, que ganarse la vida desde la cuna” (Ortega, XII: 489). De entrada no podemos dar por descontado que ya tiene legitimidad; eso se puede hacer en trabajos sectoriales, pero no en un ensayo de cierto alcance. Esta es una de las carencias que se detectan en las cuatro aportaciones susodichas que en rela­ ción a ese tema han aparecido en nuestro país. Ninguna clarifica ni “deduce” la filosofía de la cultura, aun cuando su propia eje­ cución supone que Jas ciencias no lo dicen todo. Ahora bien, esa carencia pudiera implicar dar como válido el propio concepto de cultura utilizado por las ciencias. Ai no plantear con claridad las insuficiencias de las ciencias sociales, tal vez por cierto complejo ante ellas, Jas aceptan como suficientes, con lo que, al contentar­ se con ese concepto, viven de él. Quizá sea ésta la mayor caren­ cia de esas aportaciones españolas. Si hubieran echado una ojea­ da a las contribuciones de Ortega a la filosofía de la cultura, se

habrían dado cuenta ele las insuficiencias de las ciencias sociales en el tratamiento de la cultura, insuficiencias que han llevado a los atolladeros conceptuales surgidos en la posmodernidad, como se ha visto en las páginas anteriores. Así las cosas, nuestro objetivo en esta introducción es ante codo detectar las insuficiencias del concepto usual de cultura manejado por las ciencias sociales; eso supone que no lo dicen todo, quizá ni lo más decisivo, por lo que no tienen la última palabra. A ía vez, es también objetivo nuestro proponer el modo de acercamiento a la filosofía de ía cultura, con lo que quedaría expli­ cado el título con el que inicialmente había pensado denominar esta obra: “La cultura como realidad y como ideal” , y que ade­ lanta, en extracto, la filosofía fenomenológica de la cultura. En efecto, una de las preocupaciones clave de la fenomenolo­ gía ha sido siempre mantener la legitimidad de la visión filosófi­ ca. Frente a las ciencias naturales y a las ciencias sociales -saberes perfectamente legitimados en su práctica y objetivos, a los que en lo que concierne a la cientificidad la fenomenología no tiene nin­ gún reparo que oponer-, ésta, sin embargo, insiste en que hay un ámbito, en el que esos saberes se asientan, que no les correspon­ de, ya que no tienen instrumentos para estudiarlo, puesto que lo presuponen, y cuyo alcance les desborda. En el caso de la física, el hecho mismo de la relación de la naturaleza del físico con la experiencia directa de un mundo del que el físico prescinde, pero al que acude para verificar sus propuestas. En el caso de las cien­ cias sociales, fundamentalmente la contradicción patente entre la realidad descrita como omniabarcante por la ciencia social res­ pectiva, que lo relativiza todo en función de esa realidad, y el hecho de que ella misma parece excluirse de esa realidad omnia­ barcante. Por ejemplo, en el caso de la antropología cultural, la contradicción existente entre la relatividad de las culturas, o de cada elemento cultural, y la existencia de una antropología que no lo sería; o dicho de otro modo, Ja relatividad de cada elemen­ to a su mundo cultural y la pretensión de la antropología de des­ cribir sus logros transrelativamente diciendo que todo es relati­ vo. Igualmente en la sociología, la dependencia asegurada del individuo respecto a la sociedad, donde aquél obtendría las pau­ tas del pensar, estimar y actuar, hace que el saber sea también rela-

tivo al ambiente, con lo que la propia sociología se embarca en ciertas dificultades para comprender su situación. No ocurre de modo muy distinto en la historia: cuando los historiadores van mas allá de recopilar, relacionar y explicar hechos históricos y pasan a proponer la historia como matriz que codo lo relativiza, de manera que todo se puede rehacer históricamente, empiezan a moverse en un terreno resbaladizo en el que ya no saben qué es el saber al que aspiran y que ejercen. En todos estos casos, lo que está en juego es la teoría de la racionalidad, como ahora se llama. Yo diría que lo que está en juego es sencillamente los conceptos de razón, verdad y eviden­ cia, tres conceptos básicos en la ciencia, que los científicos supo­ nen aunque no analizan porque no son sus temas, pero a los que sus teorías fácilmente terminaban por afectar, ya que, a poco que se salgan de sus objetos estrictos, se excienden en amplías inter­ pretaciones sobre los tres. Todas las ciencias asumen de antema­ no un ámbito de la realidad como constituido, ya dado, y se apres­ tan a descubrir y consignar los hechos que ocurren en ese ámbito, mostrando sus estructuras. El problema está en que dan por supuesto ese ámbito; lo que quiere decir que no lo problematizan; a lo sumo, para saber a qué se refieren, lo identifican con un nombre y con unas definiciones de carácter descj'iptivo que sirven para orientar hacia el campo al que dirigen sus preocupaciones, pero no pasan de esa dt'fmición descriptiva; una vez bien orienta­ dos respecto a su ámbito gracias a esas definiciones descriptivas, empieza su trabajo científicamente riguroso. En el caso de la antropología cultural, cuyo objetivo es la des­ cripción y explicación de la diversidad cultural —por tanto, la descripción de la cultura-, se utiliza de un modo ya convencio­ nal la definición que Tylor propuso en sil conocida obra Primitive Culture de un “todo complejo” . Esta definición se impuso no porque Tylor descubriera o inventara realmente algo, sino porque en su definición describe ese ámbito que los antropólo­ gos culturales, en especial en América e Inglaterra, se estaban esforzando por describir. El desarrollo de la antropología cultu­ ral mantuvo esa línea de estudiar en los diversos pueblos ese “todo complejo ’, para intentar, después, formular teorías más amplias, bien por áreas geográficas, por nichos ecológicos o zonas pro­

ductivas, bien por correlaciones estadísticas, y siempre tratando de encontrar uniformidades culturales o los llamados universa­ les culturales. Pero la comprensión del modo de ser de lo cultural apenas había avanzado un ápice más allá de la descripción primera de Tylor. Como en esa descripción hay un conglomerado de ele­ mentos heterogéneos, aquellos antropólogos un poco más preo­ cupados por entender la naturaleza de su práctica se han esforza­ do por aclarar los aspectos heterogéneos del “todo complejo” de Tylor y han discutido si la cultura es esto o lo otro, pero, en rea­ lidad, sin salirse de Tylor. Lo único que hacían, aunque no es poco, era introducir en la definición cierto orden o, como G. Bue­ no, profundizar en la “estructura de red” que pertenece al todo complejo. Pero en ningún caso se cuestiona en ellos el carácter de la definición, sino que se toma como buena y suficiente esa defi­ nición descriptiva, que queda de ese modo como punto de arran­ que de las ampliaciones aludidas. Al abandonar los filósofos la filosofía de la culcura, se dan tam­ bién por satisfechos con la definición de Tylor, universalmente asumida, sin preguntarse sí una definición meramente descripti­ va es suficiente. Pero una vez aceptado el principio, dan a la antro­ pología cultural la última palabra, lo que inicialmente no había sido pretensión de esa ciencia. Incluso el propio Tylor es muy pru­ dente con su definición, pues afirma: “Cultura o civilización, enten­ dida en su amplio sentido etnográfico”. Es decir, Tylor se limita a lo que los antropólogos van a describir, a ese tipo de cosas que lla­ mamos cultura y que es lo que debe interesar a los antropólogos en la primera tarea de recogida de datos, es decir, cuando actúan como etnógrafos. Pues bien, que los filósofos hayan tomado esa mera descripción como la última palabra del saber sobre la cultu­ ra, y que, en cualquier caso, marque el punto de partida insupe­ rable de la reflexión, no deja de extrañar. Y sólo cuando esa legi­ timación de las ciencias sociales como primera y última palabra ha llevado a serios problemas, ha vuelto la filosofía por sus fueros, preguntándose, de nuevo, por la cultura; con lo cual ha vuelto a la filosofía de la cultura. Sin embargo, curiosamente, al menos en nuestro país, la filosofía de la cultura no inicia esta reflexión por la “deducción” de esa filosofía, es decir, por su legitimación.

Ahora bien, si no se hace esto o se procede ingenuamente -dando por supuestos problemas no resueltos-, o no se avanza sobre lo que dicen las ciencias sociales más que para clarificar los tér­ minos de la definición de Tylor, o realmente se pierde uno en un constructo confuso de corrientes, de modo que al final nos que­ daremos sin saber en una filosofía de la cultura qué es la cultura más allá de lo que dicen íos antropólogos o de lo que decía Tylor. Entonces ya no sabremos si hemos alcanzado el nivel de la filo­ sofía de la cultura. Por eso es absolutamente imprescindible empezar nuestra refle­ xión con la insuficiencia o limitación del concepto de cultura de las ciencias sociales, enmarcando ese concepto en una tradición mucho más amplia del concepto de cultura, que sirva para seña­ larnos, por acotamiento de ese campo más amplio, la limitación que la cultura en sencido etnográfico ha introducido en el con­ cepto de cultura. Así, el primer capítulo lo dedicaré a explicirar todo el ámbito semántico del concepto, con el objetivo funda­ mental de mostrar que no podemos ni debemos tomar como pun­ to de partida el concepto de “cultura en sentido etnográfico”, por­ que éste no pasa de mostrar unos rasgos descriptivos para decirnos a qué se va a dedicar el antropólogo, sin ir en ningún caso más allá de esa pura descripción. SÍ el antropólogo no va más allá y se atiene a los elementos descriptivos, no se producirán problemas. Ahora bien, el hecho de que los filósofos hayan dado rango ontológico a lo que sólo es descriptivo ha generado serios problemas teóricos cuando no de orientación política muy graves. El obje­ tivo, pues, del primer capítulo es “deducir” la filosofía de la cul­ tura, si bien esa deducción tiene como preparación el estudio de los límites del concepto de cultura manejado por los sociólogos, biólogos y, en nuestro caso, por jesús Mosterín y especialmente por Gustavo Bueno. El amplio tratamiento del libro de G. Bueno se debe a varios motivos. Por un lado, creo que no debo caer en el mismo error en el que caemos continuamente, a saber, el de ignorar lo que hacemos aquí mismo. Segundo, la oferta filosófica del profesor Bueno ha encontrado en España un gran eco, del que su filoso­ fía de la cultura también ha participado. Tercero, en su propues­ ta hay una filosofía de la cultura que, por ser profundamente alter­

nativa a la fenomenológica, creo que debía ser expuesta con rigu­ rosidad y amplitud. Cuarto, creo que en su discusión aprendere­ mos mucho sobre la cultura, lo que, sin lugar a dudas, facilitará la comprensión de los capítulos siguientes. Aunque he procura­ do, por mi parte, hacer la discusión lo más asequible posible, los conceptos de Gustavo Bueno son bastante concentrados, por lo que aun con la mejor voluntad no resultará del todo fácil seguir­ ía. De todas maneras, quien esté más interesado en la propuesta fenomenológica que en la discusión de las tesis del profesor Bue­ no, puede pasar directamente al epígrafe quinto. Una vez asentados “legítimamente” en la filosofía de la cultu­ ra, el capítulo o parte segunda debe elegir el modo de tratamien­ to más adecuado. Personalmente creo que la fenomenología es el acercamiento más idóneo y además el que ha aportado elementos más profundos a la hora de comprender qué es la cultura. Como preparación a una filosofía de la cultura bosquejada sistemática­ mente se expondrá la filosofía de la cultura en Ortega, Husserl y Heidegger, tres autores, y en ese orden, que hacen contribuciones significativas. Llamará seguramente la atención la inclusión de Ortega en esta terna, pero es que la introducción a Meditaciones del Quijote, «Lector...», y su «Meditación preliminar» son todo un tratado, espontáneo y vivaz, sobre el concepto de cultura. De hecho, el primer libro de Ortega sólo es inteligible desde ese contexto y como una contribución a la filosofía de la cultura (San Martín, 199 8 : 17 ss. y 66 ss.). En el caso de Husserl quizá parezca a algu­ nos poco justificada su inclusión, pero su contribución al concepto fenomenológico de cultura es clave para una filosofía de ia cultu­ ra; en realidad, ya lo he dicho alguna vez, la obra de Husserl está atravesada por una columna vertebral: el tópico NaturlGeist, natu­ raleza/espíritu. Dicho así esto, tal vez parezca que poco puede apor­ tar en relación a las preocupaciones de este momento, pero todo cambia sí relacionamos la palabra Geist, no con espíritu en el sen­ tido tradicional metafísico medieval con que siempre lo pensamos en las lenguas románicas, sino con eí sentido que late en la pala­ bra alemana Geisteswissenschafien, que se refiere a las ciencias de la cultura, o con el sentido estrictamente husserliano, que es el de Xa persona actuando en el mundo cultural humano. De acuerdo con este sentido husserliano, naturaleza/espíritu significa sin más natu-

raleza y persona, o bien, naturaleza y cultura —sólo que la consi­ deración fenomenológica impide hipostasiar la cultura en un domi­ nio al margen de las personas. Por canto, la columna vertebral de la obra de Husserl se convierte en “naturaleza y persona o cultu­ ra”. Por eso, el verdadero sentido de la frase de Ortega, puesta como lema al principio, es que el mundo no es ni materia ni alma, ni realidad física ni realidad psíquica, sino espíritu, es decir, un modo de ver y actuar. Eso es el espíritu. Y ésa es la aportación husserliana a la fenomenología de la cultura, aparte de otros elementos que también consideraremos. En cuanto a Heidegger, hay que decir ya desde ahora que su descripción del mundo en Ser y tiempo es una excelente descripción de lo que es el mundo cultural en que vivimos, de manera que considero que una filosofía de la cultura no debe prescindir de esa aportación. Además en su estudio del mundo afloran o se amplían los conceptos de “significatividad”, “adecuación” o “conformidad” (Beiuandtnis) como estructuras bási­ cas del mundo cultural. Una vez que hayamos expuesto esa fenomenología de la cul­ tura, nos aprestaremos a ver los tipos irreductibles de cultura, es decir, las especies de cultura que podamos derecrar: la cultura téc­ nica, la cultura ideal y la cultura práctica. Sólo entonces estaremos en la situación de estudiar y exponer los ámbitos o escenarios en que aparece la cultura. Y frente a las varias posibilidades existen­ tes, por ejemplo, el tratamiento que hace G. Bueno de las tres capas que él detecta en la cultura —la hasal, la cortical y ía conjuntiva yo creo que, para detectar los escenarios en que aparece la cultu­ ra, es más clarificador utilizar lo que con Fink llamó los fenóme­ nos fundamentales de la vida humana, y que son los grandes nú­ cleos de actividad o experiencia en que siempre nos encontramos a lo iargo de la vida: el trabajo, el amor, el poder, el juego y la muer­ te. En estos fenómenos de la vida humana aparece la cultura, en general los tres tipos de cultura mencionados, pues en todos ellos hay elementos técnicos, ideales y prácticos, así como en todos ellos actúan aspectos basales, corticales y conjuntivos. Al distinguir espe­ cies de cultura y ámbitos o escenarios de la cultura creo que, coin­ cidiendo en ciertos aspectos con el enfoque de Carlos París, tam­ bién me distancio de él. Carlos París habla, en efecto, de “zonas de cultura” (1994: 77) para señalar las tres especies de cultura, la

técnica, el saber y la orientación de la conducta (homo faber, homo sapiens y homo proyector), —división esta que coincide global­ mente con los tres tipos de cultura antes señalados-. Por fin, la última parte estará dedicada a la exploración de los aspectos axiológicos de la cultura para tratar de exponer el núcleo de un ideal de cultura, puesto que, si la cultura incluye elementos apo­ lógicos, entre éstos es plausible detectar un orden o jerarquía. Has­ ta dónde podemos llevar ese orden es una pregunta acuciante. Como consecuencia de esa parte, deberíamos detenernos en lo que podrí­ amos llamar la crítica de la cultura, donde habría que comparar la realidad concreta cultural con el ideal de cultura diseñado. Dejamos aquí sugerida una dirección de estudio muy fecunda, en la que se vislumbran las patologías de la cultura con el malestar en la cultura que nos atenaza hoy día, así como algunos de los problemas básicos del mundo contemporáneo en relación a la filosofía de la cultura, si bien los límites de la colección obligan a dejar esa parte para otro momento. De todas maneras ya en este lugar me parece interesan­ te dejar constancia de la dirección sistemática emprendida. Para la crítica de la cultura, ineludible haber elucidado antes qué es la cul­ tura y no darla por supuesta más que en lo imprescindible. El trabajo que presento me parece que supone una cierta nove­ dad, ya que su articulación, siendo rigurosa, resulta innovadora. Sólo en la última parte -en concreto, en los apartados 4.2. y 4.3he preferido renunciar a mi propia propuesta, para hacer la de Husserl; ciertamente un Husserl que sonará a profundamente nuevo, por desconocido. En nuestro ámbito filosófico la vertien­ te práctica y ética de la fenomenología no ha sido casi nunca toma­ da en serio, mucho menos centrándose en Husserl. Sólo se pue­ den citar los muy recomendables trabajos de Urbano Ferrer (1992a y 1992b), aunque sólo considera escritos husserlianos de antes de la Primera Guerra Mundial y no relaciona los valores con el mun­ do de la cultura, por no ser ése, obviamente, el objetivo de su investigación. Pues bien, tomar en cuenta las aportaciones de Hus­ serl para una consideración axiológica y ética de la cultura a par­ tir de textos de después de la Guerra es la novedad de la última parte de este ensayo. Por otro lado, la filosofía de la cultura podía haber sido trata­ da con mucha más bibliografía, con otros muchos autores, por

ejemplo, de principios o mitad del siglo, como Cassirer, contan­ do mucho más con su contribución; o con otros más recientes, como Deleuze o Baudrillard; pero creo que en los aquí elegidos hay una aportación sistemática que posiblemente recoge muchas o algunas de las tesis de todos ellos, de manera que, en mi opi­ nión, el sistema que aquí se propone abre un marco para situar las contribuciones, sin lugar a duda ricas, de muchos otros filó­ sofos. En realidad este trabajo no pasa de ser un comienzo de arti­ culación que espero seguir yo mismo, o que puede ser retomado por otros u otras. Después de muchos años de hibernación, jus­ to ahora empieza la filosofía de la cultura a ser otra vez reivindi­ cada. Mas tendrá que pasar bastante tiempo hasta que hayamos consolidado la estructura con la que pensar las diversas vertien­ tes que constituyen la cultura. Este ensayo no es más que una pequeña contribución para pensar en esa estructura. Quiero expresar mi máximo agradecimiento, ante todo, a mi querida amiga María Luz Pintos, que ha leído el texto con gran cuidado y atención, haciéndome innumerables sugerencias no sólo de estilo sino también de contenido, siempre acertadas, como suelen ser todas las suyas. Igualmente quiero mostrar mi más sin­ cero agradecimiento a los directores de la colección de Filosofía de la Editorial Síntesis, profesores Juan Manuel Navarro Cordón, Manuel Maceiras y Ramón Rodríguez, por haberme dado la opor­ tunidad de realizar este ensayo, que sin su invitación no hubiera sido escrito.

El concepto de cultura desde los diversos campos del saber i .i .

Genealogía del concepto de cultura

He anunciado que el objetivo de este primer capiculo es “dedu­ cir” la filosofía de la cultura. Mostrar la insuficiencia del concep­ to de culcura que manejan las ciencias sociales es la prueba fun­ damental de esca deducción. Para éstas, el concepto de culcura no es un concepto sumamente antiguo. Según ellas, es un concepto que aparece bascante tarde, explícitamente, con el sentido más o menos actual, no antes del siglo XIX, y justamente con la etnolo­ gía, etnografía o antropología cultural. Así lo enuncia Leslie Whi­ te al principio de su magnífica recopilación La ciencia de la cul­ tura, aceptando la tesis de Kroeber, de que «fue el antropólogo [...] quien “descubrió la cultura”» (1964: 18). Aceptan, sin embar­ go, que de modo latente o como campo semántico existía al menos ya en la Ilustración. Ahora bien, como enseguida veremos, en la Ilustración existe el concepto de modo explícico, no sólo de modo latente y, para entonces, ya existía toda una tradición en torno al tema que no debe ser ignorada. Sólo la recuperación de esa tra­ dición nos posibilitará la comprensión de la insuficiencia del con­ cepto socioantropológico de cultura. Por eso es imprescindible revivir esa tradición, una tradición en la que se aúnan dos ele­ mentos: un elemento descriptivo, ya que la cultura denomina un ámbito de la realidad humana, aquel ámbito que no procede de la naturaleza, es decir, que no se da por nacimiento; y un elemento normativo, que marca una gradación axiológica en lo humano,

en donde lo humano aparece como un vector desde Jo salvaje, bárbaro, improductivo, no fértil, incultivado, hasta lo más huma­ no. Precisamente esta tensión inherente al concepto de cultura es lo que se pierde en el concepto de cultura de las ciencias sociales. Ya la pretensión de que el concepto de cultura es una creación reciente llama la atención y suscita cierta sorpresa, porque la uti­ lización de la palabra ‘culto’, por ejemplo, en el castellano del Siglo de Oro era frecuente. Justo ese uso, procedente del clásico, alude de modo preferente al motivo axiológico, aunque no exclu­ ya el descriptivo. Por eso para comprender el ámbito del concepto creo que es necesario no olvidar, primero, el propio sentido etimológico de la palabra, en el que se aúnan los dos factores, el descriptivo y el nor­ mativo axiológico (Rodi, 1995: 167). Pero también es convenien­ te exponer antes la comprensión mítica del espacio que después será descrito con el concepto de cultura. Si se olvidan todos estos antecedentes —como se hace en las historias de la antropología cultural-, se terminará asegurando que el concepto de cultura nace recientemente, en última instancia en el momento a! que llegue la memoria histórica de esos historiadores. Pero los mitos están ahí, guardando una memoria mucho más larga que la de los historiadores de la antropología. Aunque, según Lévi-Strauss, la mitología de casi todos los pue­ blos piensa la oposición Naturaleza/Cultura, en este recorrido por los mitos nos vamos a ceñir al ámbito europeo, que es donde se formula el concepto de cultura del que hablamos. En Europa se dispone de dos relatos míticos sumamente importantes, que pien­ san el ámbito que luego se llamará cultura y con ésta la «con­ ciencia de la relación rota con la naturaleza» (Rodi, 1990: 177). El primer texto es nada menos que el relato del Génesis, que, sin ser obviamente un texto europeo, se ha convertido en un pilar de la constitución de Europa. Dentro del Génesis el momento más intenso del relato en lo que concierne a nuestro tema es el episo­ dio de la expulsión del Paraíso. En el relato de la expulsión podemos distinguir tres pasos. Pri­ mero, Dios coloca al hombre en el Edén, en el que Adán vive en armonía con la Naturaleza. Eso significa que la vida paradisíaca es exactamente vida natural. Mas vida natural, que es la vida ‘ani-

nial’, significa que no hay que trabajar para comer porque el paraí­ so surte de todo lo necesario. Segundo, que, aun siendo Adán y Eva una pareja, no sienten vergüenza o pudor; que no tienen, por uanto, una sexualidad realmente humana. Tercero, que no cono­ cen la muerte, lo que no quiere decir, como se ha solido inter­ pretar, que fueran inmortales, sino sencillamente que no cono­ cen la muerte. Paraíso significa, pues, sencillamente, vida en armonía con la Naturaleza. El segundo paso del relato es el de la ruptura de la armonía, el pecado. Adán y Eva rompen la armonía, y la rompen con la comi­ da. En la situación antes de la ruptura, lo agradable a la vista y al olfato era también bueno para comer. Como dice Kant, el instin­ to, la voz de Dios, decía qué había que comer y qué no se debía comer. Ese es el modo de funcionar el instinto; lo bueno para la vista y el olfato es bueno para comer. Pues bien, el pecado consis­ tió en comer algo que el instinto prohibía comer, que la voz de Dios prohibía comer. El pecado, la transgresión del instinto, supu­ so romper la armonía previa, y en ese momento se inicia la vida humana. Cuando Adán come del árbol del bien y del mal, del árbol de la muerte, cuando desobedecen ai ínscinco, en ese momento lo superan, lo rompen, dejando, por canto, de actuar el instinto. El fruto del árbol del bien y del mal, pensado tradicionalmente como una manzana, era bueno a la vista, aunque estaba prohibido por el instinto, por la voz de Dios, pero Eva, y por ella Adán, lo prue­ ban, porque tiene buen aspecto; transgreden así el instinto. Como dice Kant (1994: 61), a quien en parce estoy siguien­ do, el acto como tal puede parecer una nimiedad, transgredir el instinto una vez puede parecer poca cosa; pero el éxito de este primer intento, es decir, «el tomar conciencia de la razón como una facultad que puede sobrepasar los límites donde se detienen los otros animales, fue algo muy importante y decisivo para el modtis vivendi del hombre». En efecto, las consecuencias de la transgresión fueron dramá­ ticas, porque inician un drama; donde no lo había, se genera un verdadero drama. El relato del Génesis, con gran sabiduría, cita tres de los elementos clave de la vida humana. Primero, la trans­ gresión supone el descubrimiento de la sexualidad humana al apa­ recer el pudor, la vergüenza. Segundo, Adán y Eva descubren la

muerte, por tanto, el tiempo, al conocer el límite del tiempo de que disponemos. Tercero, toman conciencia de que en adelante ya no les serán provistos naturalmente los alimentos, por lo que deberán procurárselos ellos mismos, y eso incluirá esfuerzo, ten­ drán que trabajar. Aparece así el concepto de trabajo, procurarse con esfuerzo un alimento que no está disponible. En esta infor­ mación se ofrece un concepto sobre el modo no natural de obte­ ner alimentos, es decir, sobre un modo de procurarse la subsis­ tencia hasta ese momento no presente en la naturaleza. Así pues, tenemos una oposición básica entre la vida paradi­ síaca, natural, instintiva, y la vida no paradisíaca, no natural, no instintiva. Aquélla era la primera “felicidad”; ésta tiene al menos dos momentos de infelicidad: el sudor y esfuerzo del trabajo y la certeza de la muerte. También la sexualidad, momento de felici­ dad, queda condenada, porque se parirá con dolor, aunque eso afecta únicamente a la mujer. Al varón sólo se le casriga con dife­ rir la satisfacción porque las señales sexuales directas quedan ocul­ tas. La oposición entre vida natural feliz y vida 110 natural infeliz es muy importante y nos abre al tercer paso. Para que la pareja expulsada del Paraíso no vuelva a comer del árbol de la vida y se hagan inmortales, Dios sitúa un ángel a la puerta del Edén para que no puedan volver a entrar. Si el Paraí­ so era el lugar de Ja felicidad, se querrá retornar a él, pero es una vuelta imposible: una vez conocida ía muerte, ya no hay vuelta atrás. Cuando el instinto ha sido transgredido o superado, ya no nos podemos refugiar de nuevo en él. Una vez iniciada la sexua­ lidad humana, ya no podemos volver a la sexualidad animal. Pero sí existe la representación del Paraíso peniido como un deseo, como un anhelo que orienta la vida, de manera que la vida humana siempre transcurrirá bajo el anhelo de recuperar en su día la feli­ cidad del Paraíso perdido, por más que sea imposible retornar a la sustancia o estructura de la vida en la naturaleza. Como se ve, el texto del Génesis es de una considerable rique­ za, y en él abundan matices que fácilmente pasan desapercibidos. Dentro de la multitud de oposiciones que en él se dan, como lo muestra brillantemente Leach (1969: 7 y ss.), lo que más me inte­ resa resaltar es la oposición entre los dos modos de vida que en él se diseñan, modos de vida que en el mito tienen los mismos pro­

tagonistas, pero que en la historia real no será así. En eí relato Adán y Eva viven su vida en dos modos distintos. Es obvio que en la historia 110 tenemos la oportunidad de vivir de esos dos modos, ni siquiera hemos conocido jamás miembros de nuestra especie que vivieran en el modo natural. De todas maneras inte­ resa tener en cuenta ío que en el mito se dice, a saber, que exis­ ten dos modos de vida humana: una es la vida natural, que vie­ ne relatada como una pérdida que se desea recuperar y que sigue alumbrando como un polo de atracción, aunque fácticamente sea imposible volver a ella; sus rasgos se definen como una vida sin tener que trabajar, sin muerte —eterna, inmortal- y sin sexo huma­ no. El otro modo es el de la vida auténticamente humana, la que ha roto con la naturaleza en esos tres factores, el trabajo, el sexo y el conocimiento de la muerte. Veamos ahora el segundo texto mítico. Se trata del famoso relato de Protágoras en el diálogo de Platón del mismo nombre, el mito de Prometeo y Epimeteo, que con elementos distintos ofrece una estructura en cierto modo semejante a la del Génesis: vida armónica con la naturaleza, transgresión, vida humana; por tanto, naturaleza, transgresión, vida humana. Sócrates le dice a Protágoras que tiene serias dudas de que se pue­ da enseñar la política, y la mejor prueba es que en cuestiones técni­ cas preguntamos a un experto, que lo ha tenido que aprender; pero si se trata de asuntos generales de la política, es decir, de asuntos con­ cernientes a la organización de la ciudad, todo el mundo puede opi­ nar, y generalmente opina. Pericles, por ejemplo, ha enseñado a sus hijos cuanto dependía de la enseñanza de un maestro, pero respec­ to a la política no les ha enseñado nada. Se trata del famoso tema de la virtud: la virtud no se enseña. Pero Protágoras opina lo con­ trario, y para probarlo cuenta el mito de Prometeo y Epimeteo. Al crear a los mortales, los dioses encomiendan a los titanes Prometeo y Epimeteo que distribuyan convenientemente las cua­ lidades que estas criaturas deban tener. Epimeteo pide a su her­ mano que se lo deje hacer a él y que luego se lo supervise. Epi­ meteo distribuye las cualidades de modo compensado, equilibrando carencias y disponibilidades, por ejemplo, a un animal débil le dota de velocidad. Pero cuando ya ha repartido todas las cualida­ des aún le queda por proveer al hombre. Al venir Prometeo a ins-

peccionar la obra de Epimeteo, encuentra al hombre desprovisto de cualidades naturales, es decir, desnudo, sin calzado apropiado, sin abrigo, sin defensas; de ese modo no sería capaz de subsistir. Entonces Prometeo toma de Atenea los oficios, es decir, los sabe­ res técnicos; y como sin el fuego para nada sirven, roba a Héfesto el fuego y se lo da a los hombres. Los humanos, por tanto, ya dis­ ponen de la eficacia técnica, pero carecen de la política, de la capa­ cidad de organizarse para vivir conjuntamente. El dueño de ese saber era Zeus. Los humanos, al no disponer del saber político, no podían convivir y no podían defenderse de los animales. Enton­ ces Zeus manda a su mensajero Hermes dar a los humanos el pudor y la justicia para que puedan convivir; pero no se los da a perso­ nas concretas como, en cambio, sí ocurre con los oficios, que habí­ an sido repartidos por igual (a unos un oficio, a otros otro, etc.), sino que se los da a todos, de manera que cada uno tenga su par­ te de estas virtudes. Es por tener todos los humanos una partici­ pación en el pudor y en {ajusticia por lo que se pueden enseñar mediante estímulos, castigos, consejos, etc. En este sentido es lamentable que, por ejemplo, los expertos en política no se esfuer­ cen por enseñársela a sus hijos. Del mito no nos interesa la naturaleza del saber político, de la que podríamos sacar obviamente un gran rendimiento. Lo que nos interesa es el modelo de ser humano que en él se propone y, más específicamente, la estructura global que eí mito trasmite o sobre la que el mito adquiere sentido; sobre todo porque a pesar de las apariencias en él trasluce una estructura parecida a la del relato anterior. En el mito se destaca y opone la creación del conjunto de los animales y la del ser humano. Los primeros muestran una armo­ nía y equilibrio. Epimeteo reparte las cualidades de modo com­ pensado. Precisamente ese equilibrio es el que queda roto con el ser humano, puesto que con él la armonía de la naturaleza se rom­ pe, queda transgredida, y aparece un ser inepto, inadecuado para subsistir, no natural. Ha nacido de la naturaleza pero no está capa­ citado para vivir naturalmente; por eso su vida ya no puede ser natural. El ser humano como ser viable representa una ruptura de la naturaleza. En el relato del Génesis la ruptura se consuma por comer del árbol de la ciencia del bien y del mal; en el mito

griego, por la imprevisión de Epimeteo, que provoca que ahora haya una criatura desajustada frente a lo que ocurría con todas las otras, que vivían en equilibrio y armonía con la naturaleza. A continuación tenemos en eí mito el resultado o resolución del desajuste. Según la Biblia, la consecuencia de la transgresión es el nacimiento de la comunidad sexual humana y el trabajo. En el mito de Prometeo se procede a la segunda creación deí ser huma­ no y se les dota de la capacidad de trabajo (los oficios y las técni­ cas), y de las cualidades de la convivencia (el pudor y la justicia). La intensa experiencia de la polis hace que el mito griego añada el saber político a las cualidades humanas necesarias. Pero no deja de llamar la atención que se mencione también el pudor, la ver­ güenza, como una cualidad o virtud necesaria para la conviven­ cia, la primera virtud —como sentimiento—que surge después de la transgresión bíblica. Tenemos, entonces, en los dos relatos, dos órdenes de reali­ dad claramente contrapuestos: el natural divino, armónico, equi­ librado, que, por tanto, se reproducirá sin alteraciones -eso es [o que implica el equilibrio—; y el orden humano, que introduce y representa una transgresión y ruptura de ese orden de integración natural, pero que busca restaurar de algún modo la ruptura, com­ pensarla, resolverla. Pues bien, esce modelo es básico para com­ prender el concepto de cultura. El segundo elemento que confluye en el concepto de cultura viene irremediablemente del sentido etimológico mismo de la palabra; sentido éste que además no está desvinculado del ancerior, porque el paso de lo natural a lo humano siempre exige una acción. En el mito esa acción se comprende como transgresión, porque supone infligir algún tipo de violencia al orden anterior. Pero sin esa acción o actuación no hay paso a la vida humana. La actuación necesaria para pasar del orden meramente natural al orden humano es lo que se enfoca en el sentido etimológico de la palabra cultura’ como educación, formación o, en el sentido más estricto, como cultura del ser humano. Cultura es el abstracto de colere, labrar el campo, es decir, cul­ tivarlo para hacerlo fértil, por eso se aplica al ser humano, que debe ser cultivado para pasar de un estado silvestre a una situa­ ción culta. En Grecia a esta formación la llamaban paideía ya que

debía ejercitarse fundamentalmente sobre ios niños. El orden humano ya está constituido cuando nacen los niños y es a los niños, que vienen al mundo desnudos e indefensos, a los que hay que formar y a los que hay que enseñar, para introducirlos en el mundo humano. Toda la organización griega es una organización de la paideía. Por eso, bastaría con un estudio a fondo de los ele­ mentos de la educación griega para poner alguna base impres­ cindible de la filosofía de la cultura. Pero en Grecia no se utiliza la palabra cultura, cuyos elementos metafóricos es necesario ana­ lizar. El cultivo de un campo exige protegerlo y cuidarlo: hegen uncí pflegen, dicen los alemanes, en un dúo de palabras unidas idio­ ma ricam en re. El cultivo se da, en primer lugar, en un teireno natu777 inculto. Segundo, sobre él se lleva a cabo una actuación de cierta violencia para llevarlo a otro nivel: se arranca o quema la vegetación natural, se le quitan las piedras, de manera que apa­ rezca el terreno cultivado con un aspecto claramente distingui­ ble; incluso contrapuesto al anterior. Este, sin embargo, sigue ejer­ ciendo una no disimulada presión sobre el orden nuevo, porque sigue sosteniéndolo o soportándolo. Es decir, lo cultivado sigue siendo también parte de la naturaleza, sigue siendo natural, pero a lo natural no se le deja seguir su curso, sino que se interfiere en él con la acción humana, se lo encauza, por eso hay que acotarlo (hegen) y cuidarlo (pflegen) para que no vuelva al estado anterior; porque para ser cuidado un campo debe ser protegido, acotado. Es cierro que en este uso etimológico de la palabra cultura, ésta siempre aparece de modo adjetivo, campos cultivados, pero la existencia de campos cultivados lleva a la agricultura, al culti­ vo del campo, que no es sino el arte de producir campos cultiva­ dos. Del mismo modo, la paideía no es sino el abstracto de las acciones para lograr niños verdaderamente griegos, niños forma­ dos, educados en la helenidad. Pero supondría una cortedad de miras quedarse ahí, es decir, quedarse en la cultura adjetiva —campos cultivados, niños griegos cultivados- como lo importante, porque tras el adjetivo está nece­ sariamente el sustantivo que constituye el ideal, por ejemplo, en el caso de la helenidad, la cultura griega, eso que para los griegos es el verdadero modo de ser humano; o en el caso de los campos

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cultivados, las técnicas de cultivo que anteceden y rigen las actua­ ciones de convertir los campos silvestres en cultivados. La helenidad antecede a la paideiay la técnica agrícola antecede al cul­ tivo del campo. Es sabido que Cicerón es el primero que habla de la cultura anitni, en semejanza con la cultura agrL En esa utilización la pala­ bra asume la tradición griega de la paideía y el sentido etimoló­ gico de la cultura agri, utilizándolo metafóricamente. En ambos casos, siendo el resultado una cultura adjetiva, espíritu y campo cultivados, la condición para ambas cosas es que exista el ideal para el cultivo, eí modelo, la norma que dirige esas acciones. Por eso siempre cabe ahí un más y un menos, un mejor y un peor, una mayor o menor adecuación a la norma. Además, nunca hay que olvidar la provisionalidadde la cultura. Estemos o no segu­ ros de que vivimos en su ámbito, el orden natural subsiste siem­ pre por debajo de lo cultural y se apresta a aflorar a poco que ceda el cuidado. Esto parece que iría contra la irreversibilidad deí orden cultu­ ral, que, tal como es pensado en el mito, no admite marcha atrás. Es cierto esto, pero ía cultura, el cultivo, inicia un proceso muy complejo, y en ese proceso complejo muchos estadios que en un momento dado fueron culturales han podido “solidificarse” en elementos naturales; otros han podido convertirse en modos de vida tan identificados con los mínimos deseables que aparecen como imprescindibles, de manera que su abandono, por falta de cuidado con el esfuerzo necesario, significaría para la vida huma­ na como una vuelta a un mundo natural, aunque en sentido estric­ to no lo sea. Precisamente esta idea de un ideal de vicia humana, que con­ siste en la asimilación de los logros máximos obtenidos en un momento, es lo que está detrás de esa provisionalidad. En la pai­ deía griega hay un más y un menos; también lo hay en el cultivo de los campos y no menos en eí cultivo del espíritu. En todos estos casos se diseña un mínimo imprescindible para la vida huma­ na y un máximo, un ideal de vida humana. Es este ideal el que siempre está amenazado. Tenemos, por tanto, hasta ahora, dos sentidos o elementos para configurar la idea moderna de cultura. Uno es el acotamiento

de dos órdenes: el natural equilibrado y el humano que trans­ grede o rompe el equilibrio de aquél. El segundo es la contrapo­ sición de un modo de ser humano no formado, no educado, no cultivado, y la existencia humana formada, educada, cultivada. El primer elemento se refiere a la existencia de la especie como cal: el ser humano pensado en los micos es el ser humano como especie. El otro se refiere a modos concretos de la vida humana, tomando como referencia a personas concretas sobre las que se actúa para llevarlas al ideal humano. Aunque entre estas dos direc­ ciones de la definición de cultura hay elementos dispares, en rea­ lidad ambas apuntan a un mismo elemento, que no debe pasar desapercibido. En el caso de la paideía, el hecho de que la actua­ ción sea sobre el niño nos lleva al elemento básico del mito: la cultura como formación es resultado de la cransgresión o trans­ cendencia del orden natural. Este elemento resulta minusvalora­ do en la traducción de la paidela a cultura, porque en esa tra­ ducción parece que el niño es viable como niño humano también sin culcura. En l a paideía hay dos niveles, uno mínimo y ocro máximo. Para ser humano, todo niño debe aprender al menos los rudimentos del comportamiento social, por ejemplo, a hablar, o debe adquirir los conocimientos básicos sobre lo comestible, o ciertas normas de convivencia; pero existe obviamente también un máximo, un ideal. Al traducir al latín el concepto de paideía, o al menos su campo semántico, por la metáfora de la cultura, se focaliza más este segundo nivel, que es el que también apare­ ce en el concepto de humanismo, descuidando el otro nivel, el mínimo imprescindible que afecta a la cocaliclad de los elemencos necesarios para la configuración de la vida humana. Es cierto que en esce desplazamienco de sencido se pierde la radicalidad de la concraposición nítida enere el orden nacural y el orden humano pensada en el mito, pero se gana la concepcualización de otra contraposición siempre operativa también en el orden humano, la que existe entre cumplir mejor o realizar mejor ese orden, que no existe en el orden natural; en este orden no existe un ámbito para cumplir mejor o peor lo natural. En el orden natu­ ral no se puede ser más o menos natural, siempre se es igualmen­ te natural; en el orden humano, al contrario, desde el momento que está constituido por accuaciones reguladas, cabe cumplir mejor

o peor la norma; cumplirla o no cumplirla; y que en un coleccivo h cumplan más o menos gen ce. Hay, por canco, un ideal, un gra¿liente. Este gradiente es lo que se resalta en la traducción de la paideid con la palabra latina culcura y en el sentido usual de la pala­ bra ‘humanismo’. Así, tenemos dos ámbitos de realidad: uno el natural y, ocro, el humano, pero éste puede ser descrito del mismo modo que el anterior; mas el concepto de cultura al que ahora esta­ mos aludiendo incluye un ideal que podemos cumplir o dejar de cumplir. Este elemento ideal normativo es el que se destaca en la metáfora del cultivo deí espíritu. La evolución del concepto de cultura en el Renacimiento, en el Siglo de Oro español y en la Ilustración se centrará en este aspec­ to o elemento ideal axiológico, el ideal humano que debe poner­ se como meca que hay que conseguir en la educación, en la for­ mación, en la “ilustración”. En La Dorotea (acto IV, escena II) se pregunta Lope de Vega: «Garcilaso ¿fue cuíco? Aquel poeta es cuí­ co que cultiva de suerte su poema que no deja cosa áspera ni escu­ ra, como un labrador un campo; que eso es cultura, aunque elíos dirán que lo toman por ornamento)* (véase Azorín, 1975- 933). Precisamente la Ilustración, como período hiscórico, basará su propia definición en la acencuación de este elemento, aunque vaya también más allá, al darle una profundización mayor en relación a una mera formación humanística, que podía representar un cul­ tivo relativamente superficial de la persona. En la Ilustración se asume la cultura como la educación del hombre para pasar del estadio de inmadurez al de madurez. Parece que fue Samuel Pufendorf, profesor de Derecho primero en Alemania y luego en Sue­ cia, el que por primera vez contrapone en su obra de 1686, Eris scandica (Dispucación escandinava), la culcura al escado natural. Esa cultura representa un dominio que hay que asimilar; por tan­ to, un dominio ya existente que hay que asimilar para perfeccio­ narse. A la Ilustración se llega, en consecuencia, con una serie de ele­ mentos muy diferentes que terminan por integrarse en las dos vertientes fundamentales de la cultura: el ámbito subjetivo de la cultura, que había sido hasta ese momento el predominante, es decir, la cultura como formación o cultivo del ser humano --inclu­ yendo, siempre en el desplazamiento de sentido del que hemos

hablado, el ideal de vida humana—, y el ámbito objetivo de la cul­ tura, que sin ser te macizado opera ya desde la paideía\ porque de lo que en ésca se craca es de incroducir a los niños en la heleniclad, de hacer que los niños asimilen y pracciquen del mejor modo posible el ideal helénico de vida, ese modo de ser hombre que para los griegos es el ideal; o para los renacentiscas, el mundo clá­ sico que para ellos se convirció en modelo, utilizando para ello las humanidades. Pues bien, en la Iluscración en cierta manera se recuperan ios dos sentidos, el crasmitido por el mito y el despla­ zamiento de sentido implícito en la utilización de la metáfora de la cultura, de manera que el ser humano no culto es el inmadu­ ro, y, por tanto, en cierta medida algo aún no humano, prehumano. La cultura es en ese contexto el ámbito objetivo ya conso­ lidado, que es necesario asimilar para convertirse en persona madura, es decir, en un ser humano pleno. Para la Ilustración, por canto, el estado de incultura no es el estado de naturaleza pura, sino el estado de inmadurez, que en cierca medida prolon­ ga aquella inmadurez infantil de la que nos tenía que sacar la pai­ deía griega. Seguimos concando en todo caso con los mismos elementos que anees, aunque estén ligeramente desplazados: primero, un orden natural en el que nacemos, el estado de inmadurez; segun­ do, un ámbito objetivo no presente en la naturaleza sin la actua­ ción de los seres humanos, pero que respecto a cada individuo le antecede; y tercero, una actuación como cultivo, formación, asi­ milación de ese ámbito, que debe quedar incorporado -la mayor parte de las veces en el sentido más estricto de la palabra: hecho parte de nuescro cuerpo, por ejemplo, en la forma de hábitos—a nuestras vidas, pasando así éstas del estado de inmadurez a la madurez. Si a este último escaclo llamamos cultura subjetiva, y al ámbito citado antes cultura objetiva, siempre tenemos ese doble, esos dos órdenes o aspectos de la cultura, ambos por su parte opuestos al orden natural, que puede ser concebido de un modo más o menos amplio. En el sencido menos amplio, el orden natu­ ral significa sólo lo que la naturaleza da al niño; éste es el único sujeto natural. En un sencido más amplio o menos estricto, en el que se emplea el término cuando nace la expresión cultura ani­ mi', o en el Renacimiento, ese ámbito natural se amplía hasta la

inmadurez raneo del niño como del adulto, comando ía inma­ durez como la prolongación del estado de naturaleza estricto. En este caso los adultos desearían, juzgarían y actuarían como niños. Kant realiza un meritorio esfuerzo en pensar el concepto de cul­ tura o en explicitar un sentido ya común en su época, a tenor de la contundencia con que Jo utiliza. En su escrito menor pero intenso y profundo Probable inicio de la historia humana (1994: 57 y ss.) expone la base fundamental de su concepción. Algunos pasos de ese escrito han sido utilizados en la exposición del relato del Génesis: !a salida del hombre del Paraíso -presentado por la Razón como la pri­ mera morada de la especie- no consistió sino en el tránsito de la rudeza propia de una simple criatura animal a la humanidad, de las andaderas del instinto a la guía de la razón, «en una palabra, de la tutela de la naturaleza al estado de libertad» faus der Vormundschaft der Natur in den Stand der Freiheic] (p. 65). Pero en el § 83 de Ja Crítica deljuicio nos da una definición explícica de cultura, relacio­ nándola con la arquitectura teleológica de la naturaleza. Es cierto que la naturaleza no ha hecho con el ser humano nin­ guna excepción, pues lo tiene sometido en su totalidad a los meca­ nismos naturales (1958: 589). El ser humano es una realidad como cualquier otra. La realidad material humana se compone total­ mente con la naturaleza. Ahora bien, si se tiene en cuenta ía arqui­ tectónica configurada por la vida orgánica, el reino vegetal, los animales herbívoros y ios animales carnívoros, el ser humano ya no aparece igual a los otros seres, sino como el último fin de la naturaleza: el ser humano «es el último fin de la creación, aquí, en la tierra, porque es el único ser en la misma que puede hacer­ se un concepto de fines y, mediante su razón, un sistema de fines de un agregado de casos formado de modo final» (p. 588). Esta estructura teleológica no es válida para el juicio determinante, es decir, para aquel juicio que se fija en las cosas y las determina subsumiéndolas en el sistema, pues en él se va de lo general a lo par­ ticular. En la realidad descrita por el juicio determinante no hay fines. No ocurre así en el caso del juicio reflexionante que va de lo particular a lo general, reflexionando sobre esa realidad para encon­ trarle un sentido (Kant, 1958: 123 y 593). Pero ¿qué es lo “favorecido como fin” en el ser humano?, es decir, ¿qué aparece en el ser humano como fin por medio de su

enlace con la naturaleza? Kanc lo tiene muy ciaro: o bien aquello que puede ser satisfecho por la misma naturaleza, es decir, la satis­ facción de las necesidades, lo cual constituye un estado de pleni­ tud, y eso es la felicidad, por lo que la felicidad es entonces un fin en ei ser humano, un momento final de 1a actividad; o bien «la aptitud o habilidad para toda clase de fines para los cuales pue­ da ser utilizada por el hombre la naturaleza (interior o exteriormente)» (ibídem). Pero con esta definición Kanc excede con mucho los elementos meramente doxográftcos de la Ilustración, para pasar a ofrecer una teoría bastante elaborada de qué es la cultura. De todas maneras no debe pasar desapercibido que Kant define la cultura no como un ámbito exterior sino como una “capacidad subjetiva”; capacidad, además, cuya última condición, «que podría llamarse cultura de la disciplina, es negativa, y consiste en librar la voluntad deí despotismo de los apetitos, que atándonos a cier­ tas cosas de la naturaleza, nos hacen incapaces de elegir nosotros mismos» (o.c.: 598). A continuación habla Kant, sin embargo, de 1a ciencia, del arte y de las partes menos importantes de la cul­ tura, con lo que está resaltando ia cultura no tanto como cultivo o disciplina sino como ámbito objetivo. De todas maneras, al final de la Ilustración, la Cultura, ahora ya con “K” , la Kultiir, es aque­ llo a lo que el ser humano como fin de la naturaleza está llama­ do para ser auténticamente maduro. Esta cultura tiene grados, siendo la cultura por excelencia la cultura superior, eí sistema nor­ mativo regulado de los tres ámbitos básicos de la vida humana: en el conocimiento, la Ciencia; en el comportamiento, la Moral; y en el goce, el Arte. Así, la ciencia, la moral y el arte son los tres gran­ des ámbitos de la cultura objetiva superior, cuya formación y adqui­ sición determinan la del ser humano. Si, por otro lado, en Kant y en general en la Ilustración, está claramente mencionada la idea procesual de cultura, es decir, la cultura como cultivo o producción de una aptitud, sin embargo, este elemento de cultivo, que, según sabemos, pertenece de modo básico a la configuración tradicional del concepto de culcura, se irá oscureciendo para resaltar más el aspecto objetivo de la cul­ tura, es decir, los ámbitos de la Cultura, constituidos, además, en ámbitos más o menos cerrados, como la Ciencia, la Moral y el Arte. A partir de ahí se formará un ideal político básico, el de

[repulsar en una sociedad el desarrollo de esos ámbitos ni margen de los intereses concretos y prioritarios de los individuos. Así se configura la idea del Estado de Cultura, la idea política de confip-urar un Estado cuya meta sea el desarrollo de la Cultura; Esta­ do que tenía que trabajar para lograr una implementación e implantación satisfactoria del dominio de la cultura entendida en ese sentido. Las líneas para llegar a esa idea son varias, y en ellas el idealis­ mo alemán es decisivo. Primero habría que tener en cuenta a Pier­ de r, en quien, en opinión de Gustavo Bueno, estaría el «embrión de la nueva idea de cultura» (Bueno, 1996: 55)- En segundo lugar estaría Fichte, sobre todo por su “llamada” al pueblo alemán en sus Discursos a la nación alemana, donde aparece una elaborada idea de la peculiaridad de lo alemán como pueblo (Fichte, 1985: 93 y ss.). También habría que rener muy en cuenta a Hegel. En éste tanto la idea de espíritu subjetivo como la de espíritu obje­ tivo son claramente formulaciones de lo que ya entonces se lla­ maba cultura (París, 1994: 60). Jacinto Choza ha investigado la relación entre el espíritu objetivo de Eíegel y la elaboración que de ese concepto hace Dilthey con la teoría de los hábitos de Sto. Tomás. Por esa investigación tenemos una clara prueba de en qué medida, a través de la noción de espíritu objetivo de Eíegel —espí­ ritu que es el despliegue del subjetivo, despliegue en el cual «hace aparecer todo el mundo de las instituciones sociales, más allá de la subjetividad, como ámbito de expresión y plasmación del rei­ no superior de lo real» (París, o.c.: 61)-, aparece en la teoría diltheyana de las ciencias del espíritu lo que podría ser cultura como actividad humana -es decir, como cultivo del ser humano y que se da en la forma de hábitos, de «determinaciones reales de una naturaleza libre» (Choza, 1 9 9 0 : 32)—. Mas, como se sabe, esa denominación de ciencias del espíritu es la forma en que se deno­ minaba a lo que hoy llamaríamos ciencias humanas, o en todo caso ciencias de la cultura. Con esto creo que se ha diseñado sin excesivas retóricas el con­ texto global en el que nace la idea de cultura, teniendo presentes las diversas versiones o matices que dan al concepto cierta poli­ semia, que sería inútil eliminar. Resumiendo, tenemos, en pri­ mer lugar, una oposición entre naturaleza y cultura-, el ser huma-

no es un ser natural que rompe parcialmente su vinculación con la naturaleza, por lo que necesita otro modo de organizarse. Ese modo es ía cultura. En segundo lugar, tenemos otra oposición, la que se da entre un ser humano poco educado, poco participativo en las posibilidades de una época, y su polo opuesto, el individuo máximamente participativo en esas posibilidades, el ser humano que cumple el ideal; por tanto, aquel que realiza el ideal cultural. Ese ideal, que en la ilustración es el ideal de madurez, va a con­ sistir posteriormente en la asimilación de la Ciencia, la Moral y el Arte. El desarrollo del concepto de cultura introduce en el pri­ mer orden de oposiciones -la oposición entre naturaleza y cul­ tura pensada en el mito—, el vector axiológico, valorativo, de acuer­ do con el peculiar modo de ser dei ser humano, que, como veremos (cfr. capítulo 4), lleva en su vida una diferencia entro, lo que es y lo que quiere ser. Pues bien, este complejo sistema, un orden de oposiciones recubierto por la diferencia que lo valora­ tivo supone entre lo mejor y peor, es el que queda oscurecido des­ de el concepto de cultura de las ciencias sociales y biológicas; sobre todo desde éstas. Pero hay que tener en cuenta que éstas en rea­ lidad no hacen sino depurar aquel con el que operaban las cien­ cias sociales. No quiero dejar de considerar, aunque sea muy por encima, la presumible diferencia entre civilización y cultura. Recientemente en España Fernando Savater ha mantenido que existe entre ellas una diferencia, utilizando la palabra cultura para los ámbitos par­ ticulares y restringidos y civilización para los ámbitos universales (1995: 404). En mi opinión se trata de una distinción arbitraria; en realidad todo intento en esa dirección va a chocar con la legi­ timidad de cualquier otro uso en sentido distinto. La diferencia proviene del diferente uso que se les deba a estos conceptos en los países que tenían colonias y en aquellos que no las tenían. En éstos se habló de cultura como el estado ideal del hombre (Rodí, 1990: 180), tal como hemos visto en Kant, pensando en una arquitectó­ nica. Para éste cultura está en el contexto de la autodisciplina, por tanto, del auto cultivo, mientras que la civilización implica sólo el uso de las normas establecidas pero sin alcanzar el comportamien­ to ético. En ese sentido Humboldt entenderá por civilización una formación meramente exterior y por cultura una formación inter­

na en el sentido de constitución de una personalidad ética autó­ noma (Schnadelbach, 1996: 320). Ahora bien, en los países que tenían colonias se habló en general de civilización, con la cual alu­ dían a la europea, que era la designada, a su vez, por los primeros como la cultura por excelencia, la cultura superior. La civilización aparecía en la triada salvajismo, barbarie, civilización (París, .1994: 58 ). Pérez Tapias alude, con buen criterio, a que «en muchos con­ textos [el término civilización] se ha reservado para lo que es resul­ tado del desarrollo material y marcadamente expansivo de ciertas culturas»; ahí se generaría la diferencia entre culturas, pues «no todas han protagonizado el salto a “grandes civilizaciones”» (Pérez Tapias, 1995: 21). Desde ese contexto evolucionista se pensó ia civiliza­ ción como un estadio superior. A lo largo del siglo XIX, sin embar­ go, se va perdiendo toda contraposición entre cultura y civilización, terminando por aparecer como términos equivalentes, como hemos visto en la definición de Tylor. Un ejemplo significativo de uso indi­ ferente puede ser el de Freud, quien al menos en El provenir de ana ilusión oscila continuamente entre un término u otro, a pesar de que Carlos Gómez, comentando este texto y haciéndose eco del uso de la Escuela de Franfcfurt, identifique «los aspectos idealistas de la sociedad» con lo que «algunos llaman restringidamente cul­ tura», y los utilitarios con lo «que, a veces, se denomina civiliza­ ción» (Gómez, 1998: 66 ; también Freud, 1968: 73 y ss.). Pero ni el uso diferenciado equivalente de Freud ni el uso de la Escuela de Frankfurr han impedido qiie la herencia kantiana se mantuviera viva a lo largo de este siglo, pues la actitud crítica respecto a nues­ tra cultura o civilización llevó de nuevo a pensar la civilización como un uso simplificante de la cultura, un uso meramente oportunista y utilitario de la cultura, como pensaría Spengler (Ortega, IV: 196) y como también pensará Husserl (Hua XXVII: 1 10). Pero última­ mente, sobre todo por el influjo de Norbert Elias, esta contraposi­ ción en la que la civilización represenca todo aquello que habría que desechar de la cultura contemporánea, es ya ajena a la genera­ ción actual, siendo sólo un ejemplo de aquella ideología alemana en la que se contraponía ía cultura europea a la civilización técni­ ca americana (Schnadelbach, 1996: 319 y ss.). A la vista de estos vaivenes en el uso de los dos términos, sólo se puede decir que no se aprecia ninguna legitimidad para un uso sobre

otro. Si en codo caso consideramos la cultura como el modo básico del ser humano, en oposición al ser meramenre natural, la civiliza­ ción sería, en la dirección que fuere, un modo de vivir esa cultura, bien de una manera pervertida, de acuerdo al uso fundamentalmente alemán, bien como ideal de una civilización cosmopolita, que sería el modo que propone Savater. Pero no creo que haya ninguna deduc­ ción ni de un uso ni de otro más allá de la aportación de las prue­ bas de un uso empírico que no engendra ningún derecho.

1 .2 . La cultura desde las ciencias sociales

El uso deí concepto de cultura por parte de los filósofos des­ de mitad de siglo toma como referencia el uso que hacen de él los antropólogos culturales; uso que se ha convertido ya casi en para­ digmático en todos los ámbitos. Sólo cuando se habla de institudones como el Ministerio de Cultura, o de que alguien tiene una cultura muy amplia, el término cultura se refiere al sentido ale­ mán heredado de la Ilustración, o sencillamente al saber acumu­ lado en la sociedad en un momento determinado, en el que no entra tanto la consideración de la cultura “científica” como la cul­ tura “humanística” —idiomas, historia, arte, literatura—, así como el conocimiento y la aceptación de las normas de la “cortesía”. Pero los filósofos toman ya en general como referente del con­ cepto de cultura el concepto descriptivo que se pone en marcha en el siglo XVIII y se generaliza en el XÍX, haciéndose plenamente efi­ caz en las ciencias humanas, sobre todo en la antropología cul­ tural y social, o en la sociología francesa, que en realidad hasta muy entrado el siglo XX es el nombre con el que en Francia se lla­ ma a los estudios que en otros lugares se conocen como antro­ pológicos. Para nosotros es también un concepto muy impor­ tante, porque tanto Gustavo Bueno como Jesús Mosterín lo toman como referencia, operando ambos con él. A este concepto le vamos a llamar descriptivo-morfológico, porque, en primer lugar, sirve para describir un tipo o vertiente de la vida humana y, en segun­ do lugar, describe esa estructura considerándola constituida por una estructura cuya morfología se trata de descubrir y así repro­ ducir en la ampliación de la descripción.

Cuando los antropólogos han querido presentar el concepto de cultura que manejan, procuran hacer una pequeña historia del mismo, pero no llegan muy lejos, generalmente no más allá de la Ilustración, en la que se pasa de la importancia de la naturaleza -Nature—a la importancia del lugar donde uno nace, que es el que determina ía Nurture, la alimentación material y espiritual que uno recibe. La palabra ‘lugar’ tiene ahí un sentido amplio. Así, Harris (1979: 9) se remite a los estudios de Kroeber y Kíuckhohn, quienes entienden ia cultura como «conjunto de atributos y productos de las sociedades humanas y por ellos de la humarudad», de carácter -dice—extrasomático y transmisibles por meca­ nismos distintos de los biológicos. Este concepto no existiría antes de 1700, aunque reconocen un uso del concepto de cultura en el ámbito alemán, y por tanto con “K ” . Por supuesto, como solía ser habitual en toda esa época de ía posguerra, no se preocupan en absoluto de rastrear el uso del término en e! Siglo de Oro espa­ ñol. No hace falta decir que ese concepto descriptivo prescinde de la carga normativa axiológica que el concepto conllevaba des­ de su formulación en el período clásico. Para Harris, aun concediendo que ese uso de la antropología cultural es el de la Ilustración, en realidad el concepto hay que remitirlo, al menos en su base ideológica, a la filosofía de John Locke, quien, ante la diversidad de las costumbres y creencias de los diversos pueblos que los descubrimientos habían puesto de manifiesto, llega a la conclusión de que el ambiente determina los modos de vida de los individuos y, por tanto, que el pensa­ miento, los sentimientos y las acciones de las personas dependen no de un a priori natural o espiritual -ah í estaba la polém icasino deí ambiente, del entorno social en el que cada uno nace. Lo que el ser humano siente, piensa y hace depende del mundo social en que nace. Al nacer el individuo es como un papel en blanco o una caja vacía que se “llena” de ideas tomadas durante el proce­ so de aprendizaje en su sociedad. Este proceso, que ahora se lla­ ma “enculturación” , es el aprendizaje de la cultura. Esto se apli­ ca a todos los principios o elementos tanto de carácter teórico como práctico (político y moral) y artístico. Por tanto, diferen­ tes experiencias, es decir, diferentes entornos, llevan a conductas diferentes. Aquí tenemos ya algunos aspectos básicos de la idea

de culcura en sencido descriptivo-moríológico, aspectos que, fue­ go, cada autor o antropólogo encenderá en un sencido u otro. En todo caso y para todos ellos, la cultura es el conjunto de esos aspec­ tos de la vida humana que se aprenden en el grupo social; por canto, que no se heredan biológicamente sino socialmence. Como lo hace notar Harris, en la definición que nos ofrecen Kluckhohn y Ivroeber, hablando de «conjunto de atributos y pro­ ductos de las sociedades humanas, y por canto de la humanidad, que sean extrasomáticos y transmisibles por mecanismos discin­ cos de la herencia biológica» (Harris, 1979: 9), es cierto que no hay sólo una descripción sino cambién una ceoría, pues al hablar de “productos” y elementos “extrasomáticos” se habría traspasa­ do la mera descripción, lo que, por otro lado, es bastante dudo­ so. Se puede admitir que la palabra extrasomático es, en este concexco, un poco ambigua o imprecisa, ya que no parece referirse sólo a los productos, que obviamence serían extrasomácicos (por ejemplo, un hacha o una obra de arce), sino también a los atri­ butos sociales; mas en este caso, si nos referimos a una sociedad, por ejemplo, matrilocal, no se ve en qué medida una calificación de ese tipo excluye el carácter somático; porque, aun concedien­ do que ese atributo incluye una “norma” —que no es algo somá­ tico—, la norma regula conductas corporales: qué personas van a vivir-aral sitio. No pasaría lo mismo si decimos que una socie­ dad es matrilineal, ya que en este caso se traca de la familia a la que una persona es vinculada, a la familia de la madre o a la del padre, aunque a la hora de dar contenido a ese acribuco es muy difícil que no tengamos que remitirnos a conduccas corporales. Por eso me parece que lo único relevance en la definición es el faccor “herencia”, y creo que lo extrasomático se refiere más a que esos acributos no están incorporados en el cuerpo al escilo de los caracteres físicos, sean del cipo que sean. Luego, como sabemos por experiencia que esos caracteres, o el uso de productos de la actividad humana, se heredan o crasmicen socialmente en el seno de la sociedad, y que esos usos son muy diferentes, se pasa a llamar culcura a ese acervo de formas, rasgos, elemencos o productos que se trasmiten dentro de un gru­ po. Esto es lo que había descrito Tylor en su famosa definición, por lo que ésta ha sido tomada como la definición canónica de

culcura en sencido etnográfico y, por su éxito epistemológico, pasa sin más a ser la definición canónica de culcura. Tylor, en el primer capítulo de su Primitive Culture (1871), afirma que cul­ tura o civilización «en sentido etnográfico amplio, es aquel codo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arce, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembros de la sociedad» (en Kahn, 1975: 29). Pues bien, en esta definición tenemos tres partes y una incroducción. En la introducción se señala que se trata de la culcura o civilización. Hay que subrayar la falca de diferencia entre las dos palabras vistas desde una perspectiva etnográfica amplia. Lo que Tylor indica con esto es que sólo va a describir el cipo de cosas o comporcamiencos que van a recoger los etnógrafos o en los que se van a fijar o, si se quiere, en que se suelen fijar cuando traba­ jan como tales. Por tanto, la definición no tiene otra pretensión más que señalar al iector, que puede ser un aprendiz de etnógra­ fo o un ilustrado, erudito o curioso, qué tipo de realidades o aspec­ tos le interesa, aunque de ese tipo de realidades apenas se dan algunos rasgos sobre la parte de la vida a la que pertenecen y algu­ na señal para distinguirlas. La primera parte alude a que todos esos elementos constitu­ yen un “todo complejo”. Pero con esa “definición” tampoco se dice mucho, porque, como no se aclara de dónde le viene la com­ plejidad, no se puede tomar ninguna decisión. De hecho sólo la investigación posterior podrá hablar de esa complejidad: si es la de un organismo, la de una agregación o un mixto de ambas. Sin embargo, es importante señalar la característica que la cultura tie­ ne de totalidad, de ser un “todo”; pues con la palabra culcura se señala un ámbito de realidad que ya escaba pensado en el mico como lo no dado por naturaleza, que sólo se consigue una vez sepa­ rado el ser humano del dominio de la naturaleza, del dominio del instinto. La segunda parte describe el contenido de ese todo complejo, citando, en concreto, conocimientos, creencias, el arce, la moral, el derecho, las costumbres y otros hábitos y capacidades. Estas dos últimas palabras son lo suficientemente abiertas para no excluir nada que cumpla la señal idencificatoria dada en la última parte,

la cual, aun refiriéndose expresamente a estos últimos elementos, también vale para los otros, aunque, como todos esos elementos -conocim iento, creencias, arce, moral, derecho y costumbresson citados expresamence, no hace falta ninguna orra señal identificaioria; pero en la construcción de la frase se ve claramente que su sencido depende del final, pues habla de «cualesquiera otros hábicos» y «capacidades adquiridas». Del invencario se infiere que unos elemencos son capacidades adquiridas, otros son hábicos, otros, por fin, son productos externos o normas reguladoras. El conocimiento es, por ejemplo, una capacidad adquirida. Si pro­ fundizamos es, además, un hábito de reconocimiento. El arte es un producto externo, pero para su producción y uso -disfrutehace falta, por lo general, un hábito o, al menos, una capacidad adquirida. El derecho es una norma de conducta que obliga coac­ tivamente; eso implica que los miembros del grupo reconocen legitimidad a unos paisanos o personas señaladas para obligar a cumplir esas normas a todos. Las creencias tienen un estatuto muy ambiguo. Pienso que Tylor se refiere aquí a las opiniones sobre las cosas, sobre todo a aquellas cosas que están en relación con las realidades úlcimas de la vida, con el sentido de la vida y de la sociedad, con el origen y meta de la vida, con el tiempo antes del nacimiento y después de la muerte y, por fin, con la fundamentación de los derechos. En todos los casos citados se trata, en definitiva, de realidades que no pueden ser en sentido estricto “conocidas”, porque de ellas no hay experiencia directa ni indi­ recta, es decir, deducida de otras experiencias directas. Por el con­ trario, en todos esos casos se trata de “relatos” en los que se cuen­ ta cómo esas realidades u opiniones han llegado a ser o por qué son de ese modo. Así llegamos a las costumbres, que son los modos usuales de hacer las cosas de la vida humana, sumamente variadas, y que afectan prácticamente a la totalidad de los comportamientos. Por lo que sigue, estas costumbres son “hábitos”, palabra también muy amplia y ambigua, que procede de la traducción escolástica del “accidente” aristotélico Exis, “lo que se tiene” . Un hábito es una disposición (Choza, 1990 : 28) o propensión a comportarse de un modo determinado, que puede realizarse prácticamente sin pensar, aunque no por ello quede anulada la libertad. El hábito

es “ceñido” por canto a nivel corporal —o mental, si es que esco .significa algo, que no lo sabemos, en el nivel de los hábicos—. Por

ejemplo, la capacidad de remar: el que no “sabe” remar no con­ sigue mancener la barca en el rumbo que quiere. El hábito, se ve ahí, es una capacidad corporal, como el conducir un coche. Pero preguncémonos si el hablar un idioma, que también es claramente un hábito, es algo corporal o algo mental. Está claro que se traca de mover la lengua, que es un músculo, pero cambien de suscicar Ja imagen verbal con sus referentes, lo mismo que ocurre en el conocimienco. En los hábitos morales, esfera principal en la que se habla de hábitos, éstos son propensiones para aquellos com­ portamientos seleccionados como valiosos (virtudes) o negativos (vicios). Como se ve, el todo de Tylor es verdaderamente complejo, pero en codo caso parece que señala a ese cipo de realidades que cieñe relación con un comportamiento habitual, usual, de cos­ tumbre, que puede necesitar como su apoyo el uso de un pro­ ducto externo, como es el caso del arte, o no necesitarlo, por ejem­ plo, un saludo. La tercera parte señala la condición fundamental para que todo eso sea considerado etnografiable por pertenecer a la cultura: que esos hábitos, productos o costumbres sean adquiridos por el ser humano en cuanto miembro de la sociedad. Esta es la condición fundamental de la definición. No basta con que una costumbre sea costumbre de uno, sino que tiene que estar asentada en el grupo y los individuos del grupo deben adquirirla de él. Por tanto se está hablando de un tipo de realidades que no se adquieren de modo biológico-natural, síno por la convivencia en el seno de un grupo. Esce aspecco último, que es el que delimita el concepto de cul­ tura, ha sido el predominance en todas las definiciones de cultu­ ra. Pero no es difícil notar que es una delimitación externa y que sólo muestra un carácter heurístico; de ahí la importancia de la introducción en la definición de Tylor: «la cultura o civilización en sentido etnográfico amplio». ¿Qué ausencia básica salta a la vista o reclama su atención en esta definición? Justamente, no señalar esta carencia básica y, por tanto, asumir esce concepeo como el definicivo, arrastrará esa carencia a los otros niveles, entre otros, a la filosofía.

Vamos a ver brevemente, algunas consideraciones de G. Bue­ no sobre esta definición. En principio apenas analiza la definición de Tylor dándola por buena, como la mayoría de los antropólo­ gos y otros científicos o filósofos. Sólo aludirá a la amplitud de la definición, porque acepta, por un lado, realidades de carácter sub­ jetivo, subjetual o intrasomático, como le gusta decir, por ejemplo, los hábitos y las capacidades; y por otro, realidades claramente extrasomáticas, como el arte, aunque «bajo el rótulo de “arte” cabe incluir también las tecnologías, como se comprueba al margen de consideraciones filológicas, deteniéndonos en el contenido del libro» (Bueno, 1996: 96); y por último, realidades con aspectos intersomáticos, y denominando de esta manera a aquellos a aspec­ tos que tengan una faceta intersubjetiva, si bien se puede dudar de que, por ejemplo, el derecho pueda ser correctamente llamado un aspecto intersomático. Independientemente de la referencia de Tylor a los hábitos y capacidades, a G. Bueno le parece que su definición se «ajus­ ta mejor al concepto de “cultura objetiva” que a ningún otro» (ib.). Reconoce G. Bueno la inclusión de los hábitos y capaci­ dades, que son aspectos subjetivos o subjetuales ligados «al con­ cepto etológico, psicológico del aprendizaje por repetición de actos»; pero la forma del aprendizaje es una aportación de G. Bueno, porque Tylor no alude para nada a cómo se adquiere un hábito. En primer lugar, hay ciertamente una repetición de actos, si bien con ello no se dice si esa repetición es meramente mecá­ nica o si es inteligente; en segundo lugar, el hecho de que esa adquisición se dé en la sociedad hace que el sujeto humano sea considerado, más que desde su subjetividad intrasomática (etológica, psicológica y fisiológica), desde su condición de sujeto moldeable por unas pautas objetivas socialmente cristalizadas o •(vinculadas a la realidad no sólo intrasomática, sino también extrasomática» (ib.). Al final añade que él no pretende disimu­ lar el sesgo “subjetivista” que impregna la definición de Tylor, aunque ese “sesgo subjetivista” denu'nciado por los antropólo­ gos, y que hace que Kroeber y Kluckhohn insistan más en el carácter extrasomático —posiblemente de modo erróneo—, se convierte en la siguiente frase en la «dimensión subjetual de la cultura», algo que «aparece de hecho ya en la propia definición

de Tylor, desbordada y envuelta)) en una idea de “cultura obje­ tiva” emparentada con la idea alemana. Es decir, para G. Bue­ no, en la definición de lylor, por un lado, se insiste excesiva­ mente en la parte subjetiva de la cultura, pero, por otro lado, parece que la cultura estaría también vinculada a la culcura obje­ tiva alemana, y esto último también es motivo de reproche. Sin embargo, en conjunto el análisis de G. Bueno es correcto ai poner el punto de mira en el interés g} ¡oseológico de lylor. En efecto, en la definición de Tylor sólo se pretende señalar aquellas cosas que el antropólogo va a recoger y tratar de explicar y corre­ lacionar o, en último caso, a recoger y exhibir. Así, G. Bueno insis­ te con razón en que la idea de cultura de la definición de Tylor es una idea «delineada desde la perspectiva gnoseológica de la antropología» (o.c.: 95 ); por tanto, que hay una «correlación entre la idea de cultura y la ciencia» que con el nombre de antropolo­ gía propone la cultura como su campo propio de investigación. Además, según Bueno, el hecho de que Tylor utilice la fórmula “todo complejo” hace que la cultura sea «considerada desde una perspectiva lógico-material, gnoseológica» (o.c.: 96), es decir, que la noción de cultura es en este caso una ¡dea epistemológica, depen­ diente del interés de una ciencia, antes que una idea que descri­ be una sección de lo real al margen de la ciencia. Llama, sin embar­ go, la atención la razón que da Bueno para esa interpretación: la cukura está considerada desde una perspectiva lógico-material, es decir, es una idea epistemológica, porque «la fórmula “codo complejo” nos remite, desde luego, a una idea de naturaleza lógi­ co material». Hasta ahí llega la explicación de G. Bueno, porque a continuación todo su esfuerzo estará dirigido, con gran des­ pliegue de medios, a analizar el carácter de la complejidad del “todo complejo”. Ahora bien, el interés de G. Bueno es, como ya he dicho, doble; por un lado, hay en G. Bueno un afán de contaminar el concep­ to de cukura de Tylor con el tono subjetivista que se daría en la idea tradicional de cultura como cultivo del espíritu; por otro lado, quiere aproximarlo a la idea de cukura objetiva de la cradL ción alemana, que parecería surgir de Ja nada o ser una traduc­ ción del concepto medieval dogmático de Gracia, por tanto, que estaría al margen de los campos semánticos que hemos descrito

en el primer epígrafe, primero el mítico, luego el griego de la paideiay, por fin, el romano de la cultura animi. Como el interés de G. Bueno es esa crícica del concepto de Tylor, desde los postula­ dos que G. Bueno desarrollará en su libro, para nada considera la limitación básica de la idea etnográfica de cultura, limitación que consiste en que la cultura es vista desde ia adquisición de la cultura por parte de las personas que participan de ella y no des­ de la producción de la cultura, que es el requisito para que sea aprendida. Es evidente que para el antropólogo la que podemos llamar “perspectiva de la adquisición” es suficiente, porque va a describir una cultura ya formada, pues es lo que le interesa, pero nunca debemos ignorar que para el filósofo puede ser altamente insuficiente. En una cultura ya dada al antropólogo le interesa, primero, señalarla y acotarla, para luego describirla y ver las rela­ ciones que sus partes guardan entre sí; ahora bien, el objetivo de Tylor, y con él el de los antropólogos, no va más allá; por eso, no se trata de que Tylor se apunte a la «idea objetiva» de cultura pro­ pia de la tradición alemana, sino que toma la cultura como una realidad ya constituida, y en ese mismo momento obviará los pro­ blemas fundamentales de una definición ontológica de ía cultu­ ra, porque hacerlo no le es necesario. Lo lamentable de esta situación es, primero, que los antropó­ logos tomen esa definición, definición que es pragmática en rela­ ción a los intereses de ese momento, como definitiva y, por tan­ to, que no discutan si lo que se pone como principal seña de identidad —la adquisición en el seno de ía sociedad, es decir, su aprendizaje o la trasmisión social y no biológica de la misma-, es lo fundamental o no. O lo que es todavía más grave, que los filó­ sofos la den por definitiva y sean incapaces de ir más allá, cuan­ do la definición no pasa de una descripción enumerativa de ele­ mentos agrupados por una seña de identidad tomada desde una perspectiva externa, es decir, que ya la da por supuesta. G. Bueno, por su parte, toma la definición como un caso que tiene que ajus­ tar a su esquema de interpretación. Como éste se centra en los aspectos metafísicos reaccionarios de la tradición alemana, que estarían en la base del uso mítico de la cultura, lleva a Tylor hacia esa idea objetiva de cultura. En mi opinión, esto lo hace sin fun­ damento alguno, porque lo único que plantea Tylor es una idea

de cultura ya dada, y desde ella difícilmente puede profundizar en la realidad oncológica que la realidad cultural representa. Así hemos llegado a una consideración decisiva para la filoso­ fía de la cultura. El concepto gnoseológico pragmático de cultu­ ra que se ha impuesto como ei definitivo toma la cultura como algo ya dado, hecho, definitivo, y por tanto sólo cabe ya descri­ birlo y explicitarlo. La cultura está dada como aquello que hay que trasmitir o que hay que adquirir, pero nunca se cuestionan los rasgos oncológicos que muestra eso que se crata de adquirir o trasmitir. En ese olvido se incluye cambien otro olvido impor­ tante que no dejará de tener consecuencias: si la cultura es algo ya dado que hay que adquirir o trasmitir, no importa tampoco cómo se adquiere o cómo se trasmite; por ejemplo, como decía G. Bueno, en el caso de los hábitos, por «repetición de actos», sin que le interese ninguna otra faceta. Tampoco quiero dejar de aludir a los esfuerzos de muchos antropólogos por ir más allá de la definición de Tylor, hasta pro­ poner características de la cultura mucho más profundas que la mera adquisición o trasmisión social, hablando, por ejemplo, de que la cultura incluye necesariamente elementos simbólicos. La definición misma de Kroeber y Kluckhohn al aludir a lo extrasomático está en cierta medida neutralizando la alusión del mis­ mo Kroeber a lo superorgánico, porque no parece que superorgánico sea lo mismo que extrasomático. Pero en realidad la mayoría de estos intentos, algunos seguramente muy serios, no pasan de una recopilación de elementos descriptivos, porque sólo serían asequibles desde toda una fenomenología de la subjetividad huma­ na, lo que no suele ser el caso. Las únicas excepciones relevantes, que nos irán saliendo a lo largo de este trabajo, son las de Ralph Linton, LesÜe White y Eíomer G. Barnetc. Quizás aquí tendríamos que hacer una importante reserva a esta afirmación si tomamos en cuenta el movimiento de la antro­ pología cognitiva y la de orientación fenomenológica que termi­ na en C. Geertz, los cuales se han adentrado en un terreno en ei que a veces es difícil decir si estamos en la filosofía o en la antro­ pología cultural. Pero justamente, a veces la falta explícita de filo­ sofía puede conducir su reflexión por terrenos problemáticos. En ellos hay una considerable influencia de la fenomenología, aun­

que principalmente desde una fenomenología sólo hermenéuti­ ca, incorporando algunos de los problemas que ésta puede tener. En mi opinión sólo una vez conocida ia propuesta de una feno­ menología de la cultura, deberíamos entrar a evaluar una obra como ia de Geertz, aunque también al final de este capítulo dire­ mos algo al respecto. Además hay que tener en cuenta que Geertz reflexiona ya desde la conciencia de crisis de la antropología cul­ tural. No en vano confesaba que, en el caso de la antropología cul­ tural, «el problema inicial de toda ciencia -definir su objeto de estudio de manera tal que lo haga susceptible de análisis- ha resul­ tado un problema inusitadamente difícil de resolver» (19S7: 300).

1.3 . La cultura desde la biología

Uno de los remas de estudio más interesante y llamativo de ios biólogos es el del comportamiento animal. Una vez resuelta o superada la fase de estudio de la anatomía, la biología 110 mole­ cular se ha dedicado en una medida creciente al estudio del com­ portamiento animal en los hábitat naturales, que es donde ese comportamiento se despliega en toda su variedad y esplendor. La riqueza de ese comportamiento, por ejemplo, la enorme varie­ dad ritual existente en las relaciones entre los miembros del o;rupo (relaciones amistosas, de conquista sexual o agresivas), llama poderosamente la atención. Uno de los aspectos más apasionan­ tes para la investigación es el del origen de esos comportamien­ tos. Porque globalmente se parte deí convencimiento de que esos comportamientos son “instintivos”; pero 110 se termina de saber muy bien qué significa esa palabra referida a un comportamien­ to, o sea, cómo un comportamiento se puede heredar. De todas maneras, también es algo fácilmente comprobable que cada espe­ cie de pájaros tiene su tipo de canto, y que aunque conviven con otros pájaros no aprenden de ellos o no se ponen a cantar los can­ tos de las otras especies. Se ha descubierto, incluso, que la varie­ dad de comportamientos rituales, por ejemplo, en el cortejo podía perfectamente ser utilizada para separar especies muy próximas. Pues bien, en ese contexto surge la etolog/a, que es la parte de la biología que estudia el comportamiento animal, generalmente

comportamientos propios de una especie, y por tanto, en prin­ cipio, trasmitidos biológicamente. Sin embargo, entre ios animales no todo comportamiento es de ese tipo; cualquiera que renga un animal doméstico lo sabe. Y aun concediendo cierto grado de artificiosidad a la existencia mis­ ma de los animales domésticos, lo cierto es que comprobará una y mil veces la capacidad de aprendizaje que tienen. Por lo común, entre los animales se trasmite una especie de pauta general de comportamientos que luego el animal debe completar adaptán­ dola a las circunstancias concretas en que vive. Los roedores, los felinos, los cánidos, por no citar otros, aprenden un considerable acervo de comportamientos, por los cuales se adaptan precisa­ mente a la vida humana. Eso conlleva que enseguida eí biólogo etólogo se vea obligado a aceptar como un objetivo de su traba­ jo el fijar los comportamientos heredados y distinguirlos de los aprendidos. Desde esa estrategia de investigación, los hallazgos han sido sorprendentes: desde una variedad inesperada de las situaciones de las especies de aves en relación a su canto, hasta el descubri­ miento de comportamientos biológicamente heredados en la espe­ cie humana. Entre las aves, por ejemplo, ei canto, que parece un comportamiento biológicamente heredado, no es siempre así; unas veces se hereda sólo la capacidad de aprendizaje del canto de la especie; otras se heredan ciertos aspectos que sólo son com­ pletados oyendo a otros cantar. En realidad hay para todos ios gustos, como lo demuestra Eibl-Eibesfeldt (1974: 43 yss.). Enere los primates hay casos en los que, aunque estén excitados, no con­ siguen aparearse si no lo han visto antes (Eibl-Eibesfeldc, o.c.: 269). Entre los cánidos, en la peleas la pauta de apaciguamiento -m ostrar el cuello, ofreciendo al vencedor la yugular- tiene un efecto de paralización automática de la agresión. A partir de todas estas investigaciones, en cierta medida apa­ sionantes, rápidamente se establecen dos categorías de compor­ tamientos animales: la de aquellos que se trasmiten por herencia biológica y la de aquellos que de algún modo, o en la medida que sea, se aprenden, bien en la confrontación individual con el medio, de manera que cuando ese individuo muere ese comportamien­ to aprendido desaparece, bien al ver u oír hacerlo a otros de la

misma especie o grupo, con lo que ía trasmisión de esos com­ portamientos se realiza en el seno del grupo social. Así ocurre en muchos casos entre las aves. De manera que esos comportamientos pertenecen a la especie, pero no de una manera biológica o por nacimiento. Por lo general, entre los animales estos casos son uni­ versales para la especie, porque esos comportamientos pertene­ cen al grupo como complemento de comportamientos específi­ cos ya relativamente encauzados o pautados. Pero hay algunos casos, sobre todo entre los primates, por ejemplo, entre los chim­ pancés, en los que esos comportamientos aprendidos y trasmiti­ dos socialmente no son comunes a la especie sino sólo propios de un grupo que vive en un área determinada de dispersión, dis­ poniendo los de otra área de otros comportamientos can apren­ didos como los primeros pero distintos. Pues bien, esa variación, que no llega muy lejos, es, sin embar­ go, suficientemente llamativa como para ponerla sin demora en relación con la cultura humana. Entre las ciencias antropológicas, que para definir la cultura se fijaron en el factor de la trasmisión en el seno del grupo, y la etología tenemos, por tanto, una con­ fluencia en una doble dirección: por un lado, existen en la base de la cultura retazos de comportamientos heredados; y por otro, existen entre los animales, y como desarrollo de su capacidad de aprendizaje, comportamientos propios del grupo que no se tras­ miten biológica sino socialmente, lo que constituye la seña de identidad de lo cultural. Si se define entonces la cultura como los comportamientos —y la información necesaria para ellos—, tras­ mitidos socialmente y se descubre que eso mismo se da entre al menos aquellos animales filogenéeicamente cercanos a nosotros, no tenemos más remedio -dicen - que hablar de cultura animal con absoluta propiedad. Esto es lo que se viene haciendo desde hace unas décadas para acá, y lo que en España, en el ámbito filosófico, hace principal­ mente Jesús Mosterín. Pero incluso Gustavo Bueno, que parece dispuesto a tomar la cultura humana más en serio, llegado un momento importante se encuentra sin criterios para diferenciar la cultura humana de la “cultura” animal, y lo único que encuen­ tra es la proporción en que en la vida humana el comportamien­ to es aprendido, frente a lo que ocurre en la vida animal. Como

él dice: es justamente «el cambio del peso relativo que corresponde a la cultura extrasomática o intersomática (al entorno artificial, operatorio) en el proceso causal lo que diferencia a las culturas animales de las culturas humanas, sin perjuicio de que sus “fac­ tores” sean en absoluto los mismos, [...] y lo específico de la cul­ tura humana frente a las culturas animales no hay que ponerlo en sus factores o capas (intrasomáticas, intersomáticas, extrasomáticas) sino en las proporciones, en los ángulos entre ellos y en la figura resultante según sus relaciones características» (1996: 178). Después indica que “ acaso ’ [cursiva mía] lo más caracte­ rístico y nuevo de la cultura humana sea la dimensión normati­ va y la histórica, ya que resultan tener un carácter acumulativo y selectivo a lo largo de las generaciones. En Ja frase siguiente, el “acaso” ha desaparecido y de ese modo queda convertida en una aserción contundente: ambas dimensiones de la cultura, y su influencia acumulativa y selectiva, «son las que constituyen lo específico de Ja cultura humana». No va, sin embargo, muy lejos investigando esa especificidad, que sería lo único fundamental en la filosofía de la cultura. Tal vez si hubiera investigado en ella, habría visto la limitación de la definición de Tylor, que es la que lleva a hablar de la “cultura animal”. La postura de Mosterín no es muy distinta de la de Bueno, sólo que Mosterín, como siempre, y en este caso aún más, des­ lumbrado por los descubrimientos científicos, o si se quiere, mejor, por las teorizaciones de los científicos, teorizaciones en gran medi­ da ideológicas, Ío que hace es tomar de modo radical la visión de los ecólogos genetícistas, por ejemplo, Dawkins. Como en esa visión niveladora de la cultura humana y de los comporcamiencos socialmente aprendidos de los animales, lo que molesta es jus­ tamente el mundo cultural exterior, es decir, los “productos” huma­ nos, Mosterín propone una idea de cultura que los elimine y pasa a centrar ía cultura en las informaciones necesarias para el mane­ jo y comprensión de esos productos, así como, en general, en las informaciones necesarias para los comportamientos pautados y que se trasmiten socialmente. Ahí se lleva el paralelismo con la biología hasta decir que así como un gen es un paquete de infor­ mación que se trasmite genéticamente y que en confrontación con el medio produce un fenotipo, igualmente la cultura es fun-

dam en cálmente el conjunto de los me mes, o paquetes de infor­ mación que confrontados con el ambiente producen los com­ portamientos fenoménicos, por lo genera!, parecidos entre sí pero no idénticos. Está claro que la culcura humana dispone de un número muy superior de memes en comparación con la cultura animal. A esta teoría, por el recurso a esa entidad nueva, los memes, se la llama “teoría memética de la cultura” . No creo que sea necesario detenerse mucho en la refutación de la teoría memética de la cultura. Será suficiente con algunas pinceladas rápidas. Para ello hemos de partir del concepto des­ criptivo de cultura promocionado por las ciencias sociales y espe­ cialmente por la antropología cultural y que ya conocemos. Estas ciencias, independientemente de algunas teorías de la cultura que se han generado en su seno, sólo utilizan como criterio diferenciador dos rasgos: la trasmisión de lo cultural por cauces no bio­ lógicos, es decir, no hereditarios, y el hecho de que lo cultural se guarde en el grupo o que pertenezca constitutivamente al grupo. Ambos criterios se dan en ciertas especies animales, por lo que ambos son criterios válidos para acotar un ámbito de comporta­ miento en el reino animal. En este reino ese ámbito está sedi­ mentado en determinados hábitos y capacidades. Por ejemplo, es esto lo que ocurre entre los monos de Japón, cuando recogen gra­ nos, limpian batatas, etc., o lo que ocurre entre los chimpancés cuando manejan, por ejemplo, una paja larga para sacar hormi­ gas de un hormiguero. Como todo esto sucede entre los prima­ tes, al parecer se da en ellos una cultura animal. Esta es, en sustancia, la tesis de Mosterín, que repite en Espa­ ña las tesis de los etólogos y sobre todo las teorías de Dawkins. Por eso le llama G. Bueno, con razón, «expositor de la concep­ ción “sociobiológica” de la cultura» (1996: 165). Para Dawkins, la cultura es el conjunto de los memes, que respecto al compor­ tamiento que se puede ver (por eso éste pertenece al fenotipo) cumplen la misma función que los genes en relación al fenotipo. Los memes son unidades de información, que constituyen las reglas de acuerdo a las cuales se producen los comportamientos, bien en relación a los otros, bien en relación a ios objetos del mundo, muchos de Jos cuales serían los instrumentos. Mosterín no hace sino repetir este conjunto de teorías, por eso percenece al grupo

de los que defienden esta teoría memética cle la cultura (Mosterín, 1993: 77). A G. Bueno la teoría de Mosterín le parece más bien resulta­ do de un enfoque de la cultura a partir de “unidades abstractas” postuladas, como los memes, desde una analogía con la práctica de los biólogos cuando hablan de genes. Según Bueno, Mosterín confunde un paralelismo «abstracto y pragmático intencional» con un paralelismo concreto y efectivo (Bueno, 1996 : 149); incluso, dice Bueno, cabrían «planteamientos generales de carácter estadístico que parezcan reforzar el paralelismo entre las leyes gené­ ticas de la dinámica evolutiva de los organismos y las leyes mérnitvwde la dinámica histórica», aunque duda de que se pueda inter­ pretar eso en serio más allá de ciertas propuestas utópicas, pues, mientras que «¡os procesos genéticos están sometidos a un siste­ ma de leyes bioquímicas determinadas a escala molecular», en los procesos institucionales, es decir, en aquellos de carácter cultu­ ral, no hay nada de eso, porque sus leyes han de estar dadas «a escala de las configuraciones morfológicas, es decir, de las insti­ tuciones» (ib.). Es curioso el tratamiento que en el libro de G. Bueno recibe Mosterín. En el apéndice bibliográfico habla del libro de éste como un libro caracterizado por su ingenua voluntad de “claridad cien­ tífica” «que sólo puede remedarse al precio de una asombrosa superficialidad en los planteamientos» (Bueno, 1996: 226). Lo sustancial de la crítica que aparece en el texto, sin citar apenas el nombre de Mosterín, consiste en que la metáfora entre el gen y el merne no parece que pueda ser llevada muy lejos de una manera científica, es decir, que pueda ser tomada en serio, aunque tanto los genes como los memes puedan ser sometidos a un tratamiento estadístico que podría ofrecer algún viso de parecido. A G. Bue­ no le parece percibir en Mosterín un sesgo reduccionista de la cul­ tura a elementos subjetivos, pues el meme sólo es un rasgo de infor­ mación. Pero en realidad llama la atención la suavidad de la crítica, porque se reduce a unas opiniones no decisivas; pues afirmar que es preferible llamar cultura a los paquetes de información que cumplen respecto al comportamiento la misma función que los genes respecto al fenotipo, nos dice muy poco de la cultura. Aho­ ra bien, asegurar que eso no lleva muy lejos, no significa hacer una

crítica radical. Y es que en definitiva no están tan lejos G. Bueno y J. Mosterín. Si eliminamos de la propuesta de Mosterín el jue­ go de los memes, que es un postulado por razones más estéticas que teóricas y cuya función es sólo reforzar, sin que haga falta, la unidad del reino animal, podemos quedarnos con la teoría más aceptada entre los biólogos y científicos sociales: que la cultura es el comportamiento social mente aprendido y que pertenece, como acervo adquirido, a un grupo, sea la especie, como suele ser en la mayoría de los animales, sea ese grupo subespecífico, como ocu­ rre entre algunos primates, entre ellos en el ser humano. Llegados a este punto, no es difícil criticar la teoría de la memé­ tica., si bien esta crítica es prácticamente imposible desde los pos­ tulados de G. Bueno, pues su modelo de cultura es muy pareci­ do. Precisamente, el interés de la teoría etoíógica de ía cultura, que sería la de G. Bueno, es que depura al máximo las teorías de los antropólogos que no se preguntan más allá de Tylor por la natu­ raleza de la cultura y que se contentan con los caracteres de tras­ misión no biológica y de pertenencia al grupo en cuanto grupo. Por eso, en cierta medida, la crítica que podemos hacer a las tesis biologicistas de la cultura valen también para los científicos socia­ les; no en sentido de que ellos presentan una teoría no válida de la cultura, sino más bien en la medida en que pretenden propo­ ner su modelo como básico, convirtiendo así un concepto gnoseológicamente pragmático en definitivo y único. La filosofía de la cultura de Mosterín responde con gran cla­ ridad a las cuatro preguntas que el antropólogo cultural se hace en el primer capítulo de su ciencia: qué estudia la antropología cultural; qué es la cultura (el objeto de aquélla); cómo se estudia la cultura y quién es el investigador competente para ello en exclu­ siva o no. A esas preguntas contesta Mosterín de un modo no muy grato al antropólogo pero coherente con los postulados de este último, cuando sólo utiliza los dos criterios descriptivos ante­ riores, como suele ser la mayoría de las veces. Para Mosterín el investigador de la cultura no sería el filósofo, ni siquiera en exclu­ siva el antropólogo cultural sino, en realidad, el biólogo. De mane­ ra que la “filosofía” de la cultura no es, según él, sino la explicitación de la ontología que rige la tarea del etólogo. El filósofo de la cultura asume sin la más mínima crítica el paradigma de la cien­

cia natural del hombre, cuyo modelo es la genética. En ésta el concepto básico es el gen como paquete mínimo de información que se trasmite biológicamente. La genética es el estudio de los genes en sí mismos y en su reproducción. Por eso la nueva teoría de la cultura se llama memética, donde el mane es el paquete míni­ mo de información si bien transmitido socialmente. De ahí la teoría memética de la cultura. Los comportamientos de los ani­ males se producen o como resultado de la información almace­ nada en los genes, o como resultado de la información almace­ nada en los memes\ aquélla se trasmite genéticamente, ésta socialmente. La razón de la equiparación está en la insistencia de los científicos sociales —antropólogos—en la trasmisión social como criterio diferenciador de la cultura respecto a la naturaleza. Como esa trasmisión, con el aprendizaje que conlleva, se da entre los animales, es obvio que existe una culcura animal y una cultura humana, de manera que cultura es sólo el genérico con al menos dos subgéneros, el de cultura animal y el de cultura humana. Esa filosofía de la cultura no es más que la explicicación acrítica de las nociones de los etólogos, dando su perspectiva como la definitiva. Ahora bien, lo que caracteriza a ese paradigma es el tomar o mirar al ser humano DESDE FUERA, adoptando frente al ser humano la misma actitud que tiene un naturalista cuando actúa científicamente; por eso a esa actitud llama Husserl actitud naturalista; esa misma actitud es también la del psicólogo expe­ rimental (San Martín, 1995: 116 y ss.). Es importante decir que escás últimas frases no implican ninguna crítica a la actitud del científico, ya que, como dice Husserl (Hua IV: 168), la acticud naturalista es una actitud perfectamente legítima desde la que se constituye un amplio campo de trabajo. Con todo, nuestro obje­ tivo no es la actitud del científico sino las consecuencias que pue­ de tener su aplicación sin límites a la vida y culcura humanas. Pues bien, mirando al ser humano desde fuera, el biólogo sabe que genéticamente en cada individuo, o mejor, en cada especie, por lo general los genes que dirigen la configuración de una mis­ ma parte del organismo suelen ser ligeramente diferentes; se dice entonces que en una especie hay alelogenes; pues igualmente habrá alelomemes (Mosterín, 1993: 83). Ambos son soluciones ligera­ mente diferentes para lo mismo, cada uno en su ámbito. El geno-

cipo es la dotación genética de un individuo y escá consticuido bien por pares de genes con la misma información —con lo que ese individuo, para ese gen, es homocigótico-', o bien por genes variantes —con lo que ese individuo es heterocigótico para ese gen. Los genes variantes se llaman nietos. En una población —que es la unidad básica con la que opera !a nueva genética ya que sólo en ella se puede escudiar la rrasmisión genética—, el acervo genético, el pool genético, el genotipo de esa población, está constituido por el conjunto de sus alelogenes. La existencia de alelósen una pobla­ ción permite que unos sean “preferidos” y por canto sean “selec­ cionados”. Así, esta diferencia de alelases la base sobre la que actúa la “selección natural” y por tanto, por la que puede ocurrir que unas formas fenotípicas en un momento dado se consoliden como genotípicas. La preferencia puede ser externa, de manera que unos átelos sean más adecuados en un nicho ecológico determinado, siendo entonces seleccionado por su mayor capacidad adaptativa al medio ecológico. En sentido estricto, aquí no hay “prefe­ rencia” alguna, porque nadie “prefiere” , es un modo de hablar antropocéntrico. Otras veces, en cambio, se prefiere porque la sociedad está más de acuerdo con un modelo antes que con otro y le da más oportunidades. A lo largo de la historia filogenética de nuestra especie éste es muy probablemente el modo como algu­ nos elementos de nuestra especie han pasado a ser parte esencial genética de la misma. El fenotipo de un individuo es la apariencia concreta que pre­ senta y que es resultado de la interacción del genotipo con el ambiente. En el fenotipo pueden estar ausentes rasgos genotípicos que pertenecen al pool genético. También puede ocurrir que el fenotipo de una población vaya en una dirección en la que resultan eliminados algunos rasgos genotípicos, resultando, así, seleccionado, en la interacción con el ambiente, otro genotipo. El caso de la falena del abedul es ya más que típico. Esta mari­ posa tiene, respecto al color, dos genes distintos, uno claro y otro oscuro; de manera que la riqueza genética de la especie tiene dos soluciones para el color. Tradicionalmence predominaba en ella el color claro frente al oscuro, pero a medida que en Inglaterra, de donde proviene el ejemplo, las cortezas de los abedules se iban oscureciendo progresivamente debido a la contaminación de la

industrialización, las filenas claras destacaban en los troncos enne­ grecidos mas que las oscuras, indetectables en la corteza de los contaminados abedules; de esa manera se habían convertido en más vulnerables para sus depredadores, los pájaros. De este modo, en el fenotipo de la falena, por causas estrictamente externas a la especie, y además sin que haya en realidad ninguna lucha por ia supervivencia, se ha pasado del predominio del color claro al del color oscuro. Éste es un buen modelo de la dinámica evolutiva natural, resul­ tado de la actuación del ambiente, por tanto, de elementos exter­ nos, sobre una población que favorece una solución ya presente frente a otras. En este caso son los pájaros los que efectuaron ia selección. Por tanto, la dinámica evolutiva que considera el bió­ logo funciona o por causas azarosas, es el caso de las mutaciones, que por ser algo sabido no he considerado; o por causas externas, como ocurre en este ejemplo. Pues bien, en la teoría memética de la cultura se toma este modelo como fundante: las variaciones culturales son como alelomemes, soluciones alternativas para los problemas de la vida y de las cuales se van imponiendo aquellas que son seleccionadas culturalmente. Hay una selección cultural de acuerdo a la interacción con el medio, es decir, a la presión ambiental, y es así como se genera la dinámica cultural. Es, por tanto, el biólogo en su faceta de etólogo, es decir, como científico naturalista, el que da la pauta para decidir sobre el con­ cepto de cultura, y desde ese momento el que también da la pau­ ta para la filosofía de la cultura y, desde ella, también para la filo­ sofía de las ciencias sociales. Quiero añadir aquí que en la aproximación de G. Bueno, por más profunda que sea en cuanto a la explicitación del “todo complejo” de Tylor, no se avanza mucho sobre j. Mosterín en lo que realmente interesa, en el concepto de cultura, porque da por supuesto el mismo paradigma; y de este modo, cuando tiene que definir o delimitar la cultura humana fren­ te al comportamiento socialmente aprendido animal, no pasa de hablar de un «acaso» haya algo más, que luego se convierte en un vulgar “rutinas victoriosas”: «la norma sería, en su caso más senci­ llo, la rutina victoriosa» (ob. cít.: 191), aunque en ella puedan influir también las rutinas vencidas. Por eso no tiene G. Bueno ningún reparo en confesar que «la cultura, desde esta perspectiva, en suma,

es un concepto ecológico que es el que utiliza la antropología cul­ tural en su sentido más estricto» (ib., 190 y ss.). Mucho antes ya nos había advertido que la cultura subjetiva, es decir, el conjunto de hábitos y capacidades aprendidos en el grupo, termina siendo un concepto categorial etológico (ob. cit.: 47). Una vez situados en la perspectiva etnográfica de Tylor, poco más se puede decir de la cultura de lo que dicen J. Mosterín o G. Bueno. Ambos se sitúan de manera externa frente a la cultura que ya dan por hecha. Para codos ellos —Tylor y los antropólogos, J. Mosterín y G. Bueno-, hay dos modos o principios de explicar el comportamiento de los humanos o de cualesquiera otros ani­ males. En un caso, los animales se comportan de una manera determinada porque con ios genes han heredado de sus padres comportamientos pautados que se ponen en marcha de manera automática en las condiciones que el propio genoma determina. En otros casos, en la especie humana la mayoría de las veces el niño aprende esos comportamientos de su sociedad, unos com­ portamientos que han sido las “rutinas vencedoras”, como dice G. Bueno, a lo largo de la historia y que ya están ahí dados como un factum idéntico a los genes, que son otro factum, otro hecho. Esas rutinas -comportamientos fijos o habituales para hacer las cosas—han “vencido” de modo semejante a como termina domi­ nando un alelogenc frente a otro. Para cerrar la teoría, los etólogos han ideado ese paralelismo, gratuito por innecesario, entre el gen y el mane. Ciertamente, G. Bueno no cae en esa analogía inú­ til, en esa «mitología del gen», como la llama C. París (1994: 36), pero tampoco sale del modelo etológico/ecológico, por más que su capacidad analítica preste una inmensa ayuda a las ciencias sociales, aclarándoles, en una admirable epistemología de la antro­ pología cultural, el elemento fundamental de la definición canó­ nica: el “todo complejo”. Ahora bien, ios etólogos y quienes operan con su modelo, al simarse en la actitud naturalista, que toma la cultura claramente des­ de fuera, no tienen capacidad de respuesta al menos para dos pre­ guntas importantes. La primera pregunta se refiere a cómo surge una solución cultural, diríamos un mane, es decir, cómo aparecen esas rutinas, esos comportamientos para resolver los problemas que la vida presenta. La segunda pregunta es cómo se trasmite o impo­

ne un comportamiento de esos frente a otros posibles, es decir, cómo o por qué se impone una solución, cómo vence -diríamos con G. Bueno. Porque lo cierto es que existe una solución, es decir, que exis­ ten comportamientos que se trasmiten socialmente. Respecto a la primera pregunta, en relación a las grandes respuestas culturales, por ejemplo, el lenguaje, ei parentesco o ia religión, no podemos saber cuándo o cómo surgen, pero sí ío sabemos en relación a elementos concretos dentro ya de la vida cultural humana, donde tenemos como el factor decisivo la invención, que supone hallar una nueva solución o fórmula para resolver algún problema. Pues bien, desde una perspectiva externa es imposible analizar la invención, ya que vista desde fuera, desde la actitud naturalista, queda reducida a una aparición, azarosa o sin sentido, de un nuevo comportamiento. Respecto a la segunda pregunta tenemos dos posibilidades. Según la primera se dice que los comportamientos que constitu­ yen la cultura se trasmiten por imitación. Un niño imita de mane­ ra natural lo que se hace a su alrededor, lo mismo que imita un mono. Pero a esta respuesta a la pregunta segunda hay que con­ testar con la duda de hasta dónde podemos llegar en la vida huma­ na con la imitación. En efecto, no es mucho lo que se puede apren­ der sólo por imitación, es decir, sin comprensión de lo que supone !o que se hace. Mas entonces, ¿qué alternativa tiene quien se sitúa ante la cultura de una manera meramente EXTERNA? En mi opi­ nión, ninguna. Tanto en el caso de la invención como en el del aprendizaje una perspectiva externa no puede sino callarse, por­ que de entrada se ha puesto una venda en los ojos. Con esto se nos abre la segunda posibilidad de responder a la pregunta plan­ teada. El aprendizaje implica la mayor parte de las veces una eva­ luación y comprensión de la adecuación que la solución inventa­ da muestra en relación al problema planteado. Pues bien, estas categorías no son posibles en tina perspectiva externa; tanto la una como la otra exigen superar la actitud naturalista; exigen poner­ se en el lugar del otro como persona y comprender cómo actúa el otro en cuanto persona, del mismo modo como actuaría yo mismo. Si una filosofía de la cultura exige manejar categorías como las de invención, comprensión y evaluación, no es posible una filosofía de la cultura sólo en una actitud naturalista, en la que no hay acceso a esas categorías.

En realidad, desde el concepto de cultura propio del ecólogo nunca llegaremos a captar lo esencial de la cultura humana, o nunca podremos eliminar ese “acaso” que ponía G. Bueno, y com­ prender por qué vence una rutina, es decir, un comportamiento pautado habitual. La única respuesta de la “teoría memética de la cultura’ es suficiente cuando, para que funcione la cultura huma­ na, basta con la repetición mecánica, es decir, cuando es pura imi­ tación, repetición, por tanto, cuando es miniética. Así pues, la teoría memética de la cultura es en realidad una teoría mimética de la cultura, una teoría que considera a los seres humanos meros “imitadores” o autómatas de lo que se hace en su grupo. Ahora bien, como lo único que en estas teorías funciona como rasgo señalizador es la trasmisión de modo distinto del genético, la teoría de la cultura inspirada en la biología es en realidad nega­ tiva, ya que nos dice que cuitara es lo que no se trasmite bioló­ gicamente. Al afirmar que se trasmite socialmente no se quiere decir algo positivo sino algo sólo negativo, pues sólo se indica que no se trasmite por los genes, sino de otras maneras, las cuales no se definen más que por mimesis. Y como obviamente hay otras maneras de trasmisión, a las que, sin embargo, el biólogo o sus seguidores en la filosofía no tienen acceso, no se habla práctica­ mente nunca de la trasmisión cultural, siendo éste, no obstante, el elemento clave de ia definición. Por supuesto, tampoco se habla de los elementos fundamentales en la creación de la cultura, por­ que la cultura siempre está ya dada o ya hecha, por más que el nacimiento de nuevos elementos culturales esté siempre operan­ do a la vista de todos. Por todo ello creo que la perspectiva biologicista de la cultu­ ra arrastra graves deficiencias, en la que incurren igualmente los sociobiólogos, como lo prueba ampliamente Carlos París, cuyas críticas son en esto claras y decisivas. Cuando Carlos París ter­ mina de escribir su libro, aún no habría publicado J. Mosterín el suyo; por eso no se refiere directamente a ese libro, sino que sólo toma en cuenta un adelanto de Mosterín, en el que París consta­ ta la reducción «aún más aguda» en que cae Mosterín (París, 1.994: 209). Por otro lado, el rechazo de la perspectiva biologicista no pone ningún impedimento a la aproximación propia de C. París de ver la cultura como «un desarrollo de la biología, qiie si bien

innova los recursos de ésta, al par los prosigue y se fundamenta en elios» (o.c.: 71). Precisamente porque la cultura se asienta en lo natural, tan erróneo sería reducirla a lo natural como separar­ la tanto que se convierta en incompatible con lo natural. La filo­ sofía de la cultura debe perseguir esa «nueva lógica» que, por otro lado, se anuncia y prepara en la vida animal no cultural o protocultural. La nivelación entre lo humano y lo animal que se pretende en todas estas teorías de ía cultura tiende a ignorar la enorme bre­ cha imposible de superar que se da entre la vida humana y la ani­ mal. No se puede negar una serie de pasos intermedios, que una historia del desarrollo de la cultura podría conjeturar mediante la interpretación de los datos de la paleoantropología. Pero pre­ cisamente el estudio de esos pasos intermedios ya desaparecidos -desde una perspectiva evolutiva natural, con una considerable velocidad—, indica que estamos en unos parámetros diferentes. La desaparición, en los dos o tres últimos millones de años -por no decir, en el último millón de años—, de varias especies de homí­ nidos, íos llamados australopitécidos, el homo babilis, el homo erec­ tas y los diversos tipos de homo sapiens antes del sapiens sapiens, obliga a dos consideraciones: primero, que tal desaparición sig­ nifica la de esos eslabones reales entre la cultura humana y la precultura, es decir, el modo de vida propio de nuestros antepasados más cercanos, los primates antropomorfos, y entre éstos, espe­ cialmente el de los chimpancés. Este modo de vida tiene ia for­ ma de una precultura, por depender en cierta medida del apren­ dizaje social. Segundo, que por la imposibilidad de postular filosóficamente rupturas radicales estamos obligados a pensar en una continuidad en ía que se dan pasos sucesivos y acumulativos en una dirección única, hacia la dependencia de la cultura más que de la naturaleza. En esas condiciones en las que cada vez se da una dependencia mayor del uso de técnicas e informaciones, son seleccionados unos tipos biológicos sobre otros, consolidán­ dose el tipo más capaz del uso de esas técnicas y de las informa­ ciones. El predominio de esos tipos es entonces resultado ya de la cultura. Así, cada paso evolutivo significa ía desaparición bio­ lógica de íos que lo generaron y posibilitaron. Por eso, desde cier­ ta perspectiva puede resultar difícil hablar de un “Rubicón” , cuyo

paso fuera el saleo a la cultura (Geertz, 19S7: 53 y ss.), como si hubiera una verdadera ruptura. Esta forma de trascurrir el pro­ ceso de hominización es lo que señala Edgar Morin en su cono­ cido libro E l paradigma perdido (1974: 63 y ss.). En última ins­ tancia se viene a decir que incluso desde una perspectiva biológica es la cultura la que nos ha hecho. Los hombres -dice Geertz«desde el primero al último también son artefactos culturales» (1987: 56). En la historia del desarrollo de la cultura hablamos por lo gene­ ral de las “culturas líticas”, como las propias de esos momentos. Es muy posible que en el caso del homo habilisy del homo erectas no podamos hablar tanto de cultura como de protocultura, la cual sóio se convertirá en cultura efectiva al filo del nacimiento del homo sapiens, cuando posiblemente se configura una situación que requiere unas técnicas más complicadas, unas informaciones muy superiores y una regulación de la conducta más precisa y ordenada, todo lo cual constituye la cultura (Pérez Tapias, 1995: 168). Lo que primero no son sino balbuceos, se terminaría esta­ bilizando en sistemas consolidados, desapareciendo tanto sus pri­ meros balbuceos así como los estadios protoculturales que le pre­ cedieron y posibilitaron, a la vez que, por inadaptación o sencillamente por ser aprovechados por sus herederos, desapare­ cían los sujetos de esas proroculturas. De este modo nos encon­ tramos en una “lógica” distinta, sin estar obligados a pensar en una ruptura inexplicable.

1 .4 . La cultura como mito

Con esto podemos ya pasar al penúltimo apartado de nuestro capítulo, dedicado a comentar la aportación de Gustavo Bueno, pues por el desafío que en su libro El mito de la cultura se lanza a toda filosofía de la cultura merece ser tenida muy en cuenta. Por­ que si la cultura fuera un mito, como con ese llamativo título se asegura en su libro, la filosofía de la cultura no tendría otro obje­ tivo que situar el mito en su lugar. Voy a dividir mis considera­ ciones sobre el libro de Bueno en cuatro apartados: en primer tér­ mino veremos los ámbitos en que, según el libro de Bueno, parece

haber micos en la culcura; en segundo lugar estudiaré lo mítico en la idea de cultura como bien social y en la idea metafísica de c u l c u r a que está vinculada con la anterior; en tercer lugar consi­ deraremos los aspectos “míticos” en la cultura particular; y por último me centraré en los rasgos míticos que, según Bueno, tie­ ne la que él llama “cultura universal” . El interés de una dedicación tan detenida al libro de Bueno no es tan sólo por el éxito que ese libro ha podido tener, sino por­ que a lo largo de este comentario coparemos con muchos de ios flancos problemáticos de la filosofía de la cultura, lo que nos per­ mitirá acercarnos a ella con una mayor preparación.

1.4. j. Los ámbitos míticos en El mito de la cultura

Empecemos comentando la ambigüedad de la palabra ‘mito’, pues calificar algo de ‘mítico’ puede suponer el reconocimiento de un valor positivo o uno negativo. Como valor positivo, el mito es un relato o creencia que consta de elementos referidos a cómo son las cosas y que tienen un carácter no justificado racional­ mente, pero que instauran un sentido u orientación en la vida, aclarando el origen o destino de ésta. El mico es un relato consti­ tuyente de sentido, que se escapa a la clarificación racional basada en una donación directa de sus elementos, o donación indirecta pero conectada con una directa; que utiliza, por canto, como modo de expresión un lenguaje simbólico, en el que se trata de mani­ festar experiencias profundas difícilmence accesibles a una expe­ riencia racional (Pérez Tapias, 1995: 32). En su valor negativo, el mito, según el concepto expuesto en las líneas anteriores, asu­ me un papel contrario a la clarificación racional, es decir, donde la experiencia racional o la donación directa de elementos puede realizar su obra de legitimación, el mito, en su significado nega­ tivo, constituye un sencido que abusa de elementos no raciona­ les, no dados directamente, tergiversando la experiencia a la que tenemos alcance, sustituyéndola por fábulas o ficciones. El mito, pues, puede tanto revelar como ocultar. El sentido negativo está, además, presente en la cara oculta que acompaña al esfuerzo de racionalización que ha caracterizado a la cultura occidental. En

este proceso se han ido generando algunos ideales, cuya base racio­ nal puede ser mínima y que han sido investidos de un halo mís­ tico, que íos acerca ai tipo de los relatos deí pasado calificados de míticos. En este sentido se habla de las «mitificacíones modernas y contemporáneas» (Pérez Tapias, o.c.: 34). Desde estas dos perspectivas decir que ía cultura es un mito puede tener significados muy distintos, pero, en esa frase, Bueno no alude para nada al sentido positivo del mito sino al negativo, aunque lo único que parece interesarle es que la cultura es un “concepto muy contuso” , en el que se mezclan muchos niveles, algunos de los cuales tienen que ver con el sentido negativo expues­ to. De todas maneras, la profusión con la que G. Bueno usa la palabra mito para calificar la cultura, aconseja hacer un segui­ miento de su propuesta; sobre todo porque en ella se concluye en la tesis de la “limitación misma de la idea de cultura” , ío que G. Bueno iíama «un principio de limitación interna (dialéctica) de la propia idea de cultura», que es el «corolario» deí descubrimiento más importante de su obra, «la ley del desarrollo inverso de la evolución cultural». Como termina aceptando sólo una idea limi­ tada de cultura, según la cual sólo es cultura la particular de los pueblos que estudia la antropología cultural, todos los otros sen­ tidos de cultura son míticos. “Mito de la cultura” , por otro lado, no significa algo excesi­ vamente técnico; en general, mito es un concepto opuesto a logos. Este, como lenguaje, significa primariamente, en su función apofántica, afirmar la donación directa de lo afirmado, o la donación a través de algo que se da él mismo directamente. Por eso los lati­ nos lo tradujeron como ratio, aludiendo a la legitimidad de la apófamis. Ahora bien, que el mito se oponga aí logos no significa que siempre sea inferior, aunque, en el uso de Bueno en relación a la cultura, lo que aparece como relevante es el sentido de mito como contrapuesto e inferior al logos, inferior al menos en claridad, fundamentación y capacidad de dar conocimiento. En general, en eí mito de la cultura Gustavo Bueno señala tres características: ía confusión, el trasvase de prestigio de unas par­ tes a otras y la tendencia a separar en lugar de unir. El primer ras­ go es la «confusión y oscuridad (o inadecuación interna) que acompaña siempre a los componentes» de la cultura. De esa con­

fusión resulta la segunda característica o rasgo, a saber, que ei presqo-ío de unas partes se trasvasa a otras. Esto se ve con más clari­ dad en el que, como veremos, es el segundo núcleo de la idea de cultura, la cultura étnica o particular. Ahí cualquier elemento insignificante, por ejemplo, el “disco botocudo” -contra el que parecería que G. Bueno ha emprendido una especial cruzadaadquiere una dignidad escandalosa. La tercera característica se comprende viendo alguna de las funciones de la idea de cultura, situados, por tanto, en sus funciones pragmáticas: y aquí «acaso Ja función más importante de la idea de cultura sea la de servir al objeto de separar a unos grupos de otros» (p. 27). Dicho así, sin embargo, suena, en mi opinión, un tanto exagerado, porque dependerá de qué idea de cultura estemos manejando, pues igual puede servir para unir que para separar, como la religión que tan­ to une como separa. Teniendo en cuenta, pues, estas caracterís­ ticas, deberíamos ver si se dan mitos en los tres ámbitos en que Bueno parece encontrarlos. El libro de G. Bueno tiene tres cometidos. El primero es estu­ diar genealógicamente el concepto de cultura, tanto en su idea limitada como en su idea general. Si para aquélla el punto de refe­ rencia es Ja idea de Tylor o la de los antropólogos, para la segun­ da lo es Ja idea alemana de cultura. El segundo objetivo, que ocu­ pa gran parte de su libro, es estudiar el “todo complejo” de Tylor, para, a partir del análisis de la complejidad, llegar a su idea de cultura como sistema morfodinámico que se presenta como la «heredera racional» de la idea metafísica alemana. En esta parte el libro de Bueno sigue dos direcciones, una, diríamos, descrip­ tiva analítica, que consiste en buscar y ordenar los componentes del “todo complejo” ; y otra que podríamos calificar de más filo­ sófica, que trata de definir la naturaleza de esa cultura como sis­ tema morfodinámico. El tercer objetivo, al que responde el títu­ lo del libro, es “des mito logizar” los mitos oscurantistas que rodean al único concepto de cultura que sería razonable aceptar. Ante estos tres objetivos del libro de Bueno, por mi parte pro­ curaré, primero, reunir todos los mitos que G. Bueno encuentra en torno al concepto de cultura. Segundo, exponer y controlar la argumentación que aporta para mostrar ese carácter mítico. Ter­ cero, verificar si su concepción restringida de la cultura es una

idea efectivamente filosófica o una “ontología” naturalista, que, en ese caso, asume las tesis que hemos rechazado, propias tanto de los sociobsólogos y etóíogos como de los antropólogos cultu­ rales, todos los cuales se limitan a seleccionar un ripo de com­ portamientos sin más preocupación. El libro de G. Bueno no es un libro del que se pueda dar razón en unas pocas líneas. Cada uno de los objetivos señalados merece cierto espacio. Aquí nos atendremos a lo que considero esencial para nuestro objetivo, a saber, preguntarnos si es legítimo el “recor­ te” que hace del concepto de cultura, ya que la reduce a lo que, para entendernos, llama en un determinado lugar, sin ninguna anota­ ción crítica o justificativa de la incoherencia que ello conlleva, “cul­ tura étnica” (p. 221 ). La resis de Bueno es que sólo la cultura étni­ ca es verdadera adtura; todo lo demás son mitos, es decir, sólo por oscurantismo mítico se habla de una “cultura no étnica”. Dado este supuesto, está claro que Bueno acepta como resultado de su inves­ tigación la tesis de los antropólogos culturales: cultura es lo que ellos describen. Es cierto que Bueno resuelve la contradicción en que aquéllos incurren, porque para los antropólogos culturales la cultura es lo que ellos describen, mas en su opinión su descripción es también parte de otra ctiltura écnica, la occidental, válida sólo para Occidente. En ese momento la antropología sería también tema de su propia descripción, y así in infinitum, en una absurda antropología reiterativa de las antropologías. Si cultura son las tota­ lizaciones que los antropólogos describen, las culturas étnicas, para Bueno el lugar desde el que se hace esa descripción, lo que él mis­ mo llama “civilización universal”, ya no es cultura. Su razonamiento se basa en que el paso de las culturas étnicas a la civilización uni­ versal, es decir, la generación de estructuras desvinculadas de la cul­ tura étnica, es para él un proceso de desculturización (p. 200 ), «que se abre internamente en el mismo seno del desarrollo universal de la cultura». Por eso, la ciencia, que tiene un contenido universal y que en la tradición era uno de los elementos básicos de la cultura, para Bueno no es cultural, sólo serían culturales los resultados erró­ neos (p. 221 ). Así, por ejemplo, la teoría del Big bangno es algo cultural «a pesar de la paradoja de su génesis ‘cultural’» (p. 221 ). Veamos, pues, los niveles en que G. Bueno ve actuaciones míti­ cas en el concepto de cultura. El procedimiento que sigue es estu­

diar la génesis del concepto de culcura en dos pasos: en el prime­ ro se explora la idea de la culcura como culcivo, por canco, la idea de culcura como una entidad subjetiva en la forma que sea; en el secundo se estudia la génesis del concepto de cultura como una idea objeciva, la idea moderna de culcura, donde real menee se gene­ raría ei uso mícico del concepco de culcura. Esce uso, como ya sabe­ mos, consisce fundamentalmente en traspasar esa idea limitada de cultura que G. Bueno nos propone y usarla de un modo mícico. De todas maneras no le falta oportunidad al profesor de Ovie­ do al proponer como una interesante tarea de ilustración el cla­ rificar la enorme ambigüedad en el uso del término culcura. Por eso en su introducción procura hacer llegar al lector dos ideas fun­ damentales: la gran amplitud del concepto de cultura, así como la confusión en que su continuo uso está inmerso. En efecto, y así comienza Bueno, la idea de cultura disfruta de un enorme prestigio, en el que sobrepasa el puesto que «ocupaban hasta hace poco las Ideas de Libertad, de Riqueza, de Igualdad, de Demo­ cracia o de Felicidad» (p. 11 ). Este prestigio no es una novedad sino que viene ya de lejos, primero de la República, y luego del franquismo; pero era también una convicción de la izquierda, que bajo la contraposición de una culcura burguesa y una cultura pro­ letaria tenía codo un programa de accuación respecto a la cultu­ ra. Sin embargo, lo único que se ve en esos usos es la confusión que el concepto arrastra. En efecto, fácilmente podemos constatar que Bueno lleva razón. La idea de cultura es una de las pocas ideas con fuerza que movi­ lizan afectivamente, que, por tanto, representa valores. La culcu­ ra es algo que vale, al menos en la culcura concemporánea, como ia libertad, la igualdad, la riqueza o la democracia. Más aún, pare­ ce necesaria para la libercad y la democracia; sin cultura no hay ni ia una ni la otra; la verdadera democracia sólo es viable con cul­ cura; por no decir que la riqueza sin cultura es o puede ser un valor más bien despreciable. Ahora bien, af hablar así ya estamos anun­ ciando dos sentidos distintos de la palabra cultura, puesto que el que carece de cultura es cambien culto: el rico “inculto” es tam­ bién culto. Cuando la Constitución española de 1978 proclama el derecho de todos a la cultura está utilizando un concepto de cul­ tura distinto del de los antropólogos, aunque también éste parece

tener su lugar en la Constitución, cuando se proclama la volun­ tad de proteger las culturas y tradiciones de los pueblos de Espa­ ña (Prieto, 1993: 102 y ss,). Ahora decimos de alguien, según su forma de vestir, que pertenece “a la alternativa”, se entiende que pertenece a un movimiento que representa una alternativa social y cultural. Por lo demás, hasta hace poco en muchos países del lla­ mado “socialismo real” muchas de las cosas de los países occiden­ tales han sido consideradas como prototipo de la cultura burgue­ sa alienada, mientras que, en otros casos, la cultura burguesa se habría apropiado de la cultura de todos, habría “raptado la cultu­ ra”, como diría Carlos París, en uno de sus títulos más explosivos de su época de dedicación a la política: la cultura ha sido raptada por una clase (París, 1978 ). Para los falangistas españoles la cul­ tura resultaba el verdadero motor de la sociedad y había una cul­ tura de patrimonio universal; según su tan invocada “revolución pendiente11, había que facilitar a todos el acceso a esa cultura de patrimonio universal, como nos lo recuerda Gustavo Bueno. Por lo demás, aunque necesaria, no es tarea fácil la clarificación de lo que en todos estos usos hay de correcto y de incorrecto. Justamente la adscripción de valor a la cukura se da en virtud de su pretensión universal. Cuando se habla de la necesidad de devolver al pueblo la cultura “raptada por la burguesía”, es por­ que a aquélla se le concede un valor universal. Lo mismo que esa cultura de patrimonio universal, o esa a la que todos tenemos derecho. ¿Qué es esta cukura universal? Actualmente estamos hablando cada vez más de una cukura cosmopolita, de la cultura universal propia de la aldea global o de ia edad planetaria. De hecho ya sabemos que cosas o costumbres hasta hace poco patri­ monio de un pequeño pueblo se convertirán o ya lo han hecho en propiedad cultural de la aldea global. Cuando escribí estas líne­ as, se acababa de vivir un acontecimiento que tuvo un gran impac­ to, la muerte y funeral de Diana Spencer, princesa de Gales; se piensa que cerca de un tercio de la humanidad, es decir, 2.000 millones de personas siguieron el día 6 de septiembre de 1997 el funeral, vivieron por tanto de alguna manera un tipo de luto, de duelo, de rito, de comportamiento cukuramente diferenciado. La T V es una tecnología absolutamente universal como lo son ya otras muchas cosas: los deportes, e{ mercado, la política, etc. Exis-

[e una cultura universal, al menos así lo parece. ¿Qué es esa cul­ tura universal? ¿Esta dotada de ese factor axiológico que colorea la cultura cuando la Constitución nos asegura que todos tenemos derecho a ella? Si la cultura es un valor, ¿en qué sentido lo es, por e j e m p l o , el fútbol como un elemento de la cultura universal? E l fútbol es un tipo de juego que surge en Inglaterra a finales del siglo XIX y que poco a poco, gracias a la política expansiva de Occidente, se ha unlversalizado. Ahora los grandes acontecimientos futbolísticos movilizan hacia los campos de fútbol o hacia las tele­ visiones a millones y millones de ciudadanos de todo el mundo. Pues bien, ¿es ése un valor al que todos tienen derecho?, ¿es un elemento de esa cultura de patrimonio universal? Lo que está cla­ ro es que un elemento descubierto o inventado en un pueblo ha trascendido sus fronteras y se ha “unlversalizado” ¿Qué significa, entonces, esta palabra ‘universal’ en el contexto de la cultura? Simultáneamente a fenómenos como éstos, que indican la ins­ talación de una situación de intercambio universal, en la aldea global surgen o han surgido las reacciones más opuestas, la ten­ dencia a la imposición de comportamientos excluyentes diferen­ ciad ores. Frente a la tendencia a la liberación de la mujer acepta­ da en todo el mundo, algunos países islámicos, los llamados fundamentalistas, van en una dirección muy opuesta: su objeti­ vo es mantener a la mujer en el papel subalterno que la historia le había asignado. La “limpieza étnica” propuesta y ejecutada en Bosnia, y que se basaba en rasgos tan poco naturales como la reli­ gión, ha sido uno de los mayores escándalos del primer lustro de esta década que ahora terminamos. Sin que Bueno los mencione explícitamente, pero teniendo en cuenta los ejemplos que aduce y el tenor de sus explicaciones, podemos hablar, por consiguiente, de tres núcleos en los que actualmente se condensa la idea de cultura. E! primero es el de la cultura como ideal superior al que todos tenemos derecho, ese ide­ al cuyo prestigio señala Bueno. Por debajo de esa cultura supe­ rior hay otros elementos culturales de menor rango que se dan por supuestos y que en principio no representan un valor espe­ cial porque nadie los discute ni se carece de ellos, por ejemplo, hablar un idioma. El segundo se refiere a la adtitra como conjun­ to de elementos distintivos peculiares de un pueblo que éste consi­

dera importante conservar porque se identifica a través de ellos. En ese sentido esos elementos son también un valor para ellos, bien porque su extensión es limitada —no todo el mundo parti­ cipa de ellos—, bien porque no pueden ser ejercidos libremente —por ejemplo, lucir el shadorcn la Escuela pública francesa, o el uso del idioma en un contexto dominado por otra lengua—. En estos casos también se da por supuesto que esos elementos cul­ turales se asientan sobre otros muchos que no se estiman como valores, por ejemplo, el disfrutar del mercado, de la tecnología internacional, etc. El tercero es el de la cultura en sentido univer­ sal\ es decir, aquel conjunto de elementos que han surgido en pue­ blos concretos pero que los han trascendido, se han unlversaliza­ do y en la actualidad constituyen una serie de comportamientos, instituciones o valores asentados en todo el planeta como ele­ mentos de una “cultura universal” . En este último caso Bueno habla más bien de “civilización universal”, lo mismo que Savater en su Diccionario (1995: 404), como ya lo hemos dicho. Pero eso no es más que una forma de escamotear el problema mediante un nombre, porque ontológicamente son lo mismo. SÍ, por ejem­ plo, el uso del tabaco era un rasgo de las culturas precolombinas, no parece serio decir que al traspasar sus límites de América deja de ser elemento cultural para convertirse en elemento de la “civi­ lización” universal. Lo mismo que el baile, el fútbol o la ciencia, o los valores de la tolerancia, etc. Pues bien, según Gustavo Bueno, en íos tres núcleos que aglu­ tinan el uso del término cultura habría mitos o elementos míti­ cos; más aún, la cultura es un mito en los tres sentidos. En el pri­ mero, la cultura como bien social, en una doble dirección. En el segundo, la cultura como elemento peculiar y distintivo de un pueblo, en el que actúa como su seña de identidad, en torno al concepto de esta identidad cultural y en torno a la práctica cien­ tífica de los antropólogos. Bien es cierto que, en ese momento, después de tratar de descubrir la existencia de un mito, propone Bueno su idea de cultura válida sólo en ese segundo sentido y como un concepto autolimitado a las sociedades particulares; ahí tal vez ya no habría mitos. Según Bueno —y ésta es su tesis prin­ cipal-, cuando un rasgo de la cultura de una sociedad particular trasciende de esa cultura y se convierte en rasgo vigente en todas

|35 sociedades o grupos (ya sea porque claramente muestra su vali­ dez universal —como le pasa a la ciencia—, o, sencillamente, por­ que se instaura en la totalidad del planeta), o bien deja de ser cui­ tara, como ocurriría con la ciencia (que en realidad, por lo visto, nunca lo habría sido); o bien deja de ser cultura para hacerse ciuiliziicióih De ahí que en el tercer sentido, que se refiere a la noción de cultura universal, la aparición de mitos esté en ia definición o descripción misma de ese tipo de cultura. Es posible que en una primera lectura de El mito de la cultu­ rase produzca cierta confusión entre los tres ámbitos, pero tenién­ dolos en cuenta se entiende bastante bien. En lo que sigue trata­ ré de exponer los tres “mitos de la cultura” que creo distinguir en la obra de Bueno, para deducir So que tendríamos que llamar el “uso mítico del concepto de cultura”.

1.4.2. Lo mítico en la cultura como bien social

y como idea metafísica El primer concepto al que se refiere El mito de la cultura es el concepto de culcura como un bien al que todos tenemos derecho a acceder. Es posible que el humor de G. Bueno se haya centra­ do especialmente en este concepto. Lo hace desde dos perspecti­ vas. De acuerdo a la primera, se muestra la inconsistencia del uso político del concepto de culcura en las unidades administrativas que se llaman “Ministerio de Cultura“ o, en los pueblos, “Casa de Cultura”. Para entender este sentido se puede acudir a la dis­ tinción de Snow de las “dos culturas”; o a la usual en la izquier­ da de los años setenta, de fuerzas del trabajo y fuerzas de la cul­ tura; o a la de cultura del trabajo y cultura del ocio. De todos es sabido que cuando un Estado quiere impulsar la cultura, crea un Ministerio de Cultura, y a ese Ministerio no se le asigna, por ejem­ plo, el desarrollo de la Educación o de la Economía, ambas tan culturales como las otras cosas, sino la supervisión, impulso y pro­ moción de los elementos de diversión y arte de una sociedad, -por ejemplo, desarrollo literario, representación teatral y cinemato­ gráfica, música, técnicas y artes populares. En las Casas de Cul­ tura de los Ayuntamientos se practica o promueve en términos

generales lo mismo. Además, hay una vinculación de esa parce de la cultura o a las horas de ocio del día, o a los días de ocio de la semana, que de ese modo se oponen a los días de negocio, necociiim, de no-ocio, de crabajo. El uso de esos bienes en una socie­ dad, o el hecho de que una sociedad aumente la producción de ese tipo de bienes de la cultura como bien de ocio, parece incre­ mentar el valor global de la cultura de una sociedad. Desde una segunda perspectiva que tiene en cuenta Bueno tenemos un uso más amplio y enfático del término cultura como derecho de todos. Está claro que cuando nuestra Constitución de 1978 proclama como obligación del Estado «Promover el pro­ greso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida» (Preámbulo, párrafo quinto, cf. Prieto, 1993: 193), se enriende que la cultura, a la que pertenece tam­ bién la ciencia y la técnica (o.c.: 207), es el verdadero motor de la sociedad o la verdad de los otros grandes ideales; en este caso no nos referimos sólo a esa cultura del ocio —como opuesta al negocio-, sino a todos los valores culturales, por ejemplo, al saber, porque sin saber ni siquiera se pueden utilizar los elementos de la cultura del ocio. Precisamente uno de los mayores problemas de la cultura o civilización actual es que se aborda la cultura del ocio con una preparación mínima, abriendo así paso a la degra­ dación de la cultura, la cultura del kitsch muy propia de la cultu­ ra de masas. En esta cultura el deporte, por ejemplo, pasa de ser ejercicio corporal a ser espectáculo con funciones muy dispares. De acuerdo a los resultados que se lograrán en nuestro capítulo cuarto, una sociedad en que predomine un ideal auténtico de cul­ tura sabría situar el espectáculo en su lugar y jamás lo converti­ ría en ideal de cultura como hace la cultura de masas. Pues bien, según G. Bueno, la cultura en el doble sentido de cultura del ocio y como bien al que todos tenemos derecho es un mito. Que éste es un tema fundamental para Gustavo Bueno se ve en la extensión que ocupa, aproximadamente la mitad del libro, y que está dedicada, primero, a mostrar la conexión de esa idea con la noción de cultura que fraguó en la filosofía idealista ale­ mana, la que G. Bueno llamará idea metafísica de cultura; segun­ do, a mostrar el “contexto mítico” de este último concepto o idea. También es posible que en torno a este tema se centre la aporta­

ción más espectacular de G. Bueno, a saber, que la cultura en este sentido es un mico pues es nada menos que la secularización de la Gracia medieval, pero una secularización que arrastra, según Bue­ no, las contradicciones propias del “Reino de la Gracia”: «Así es -dice de modo tajante-, las contradicciones más flagrantes que actuaron en la idea de un Reino de la Gracia se nos manifiestan en el reino de la Cultura» (p. 137). Veamos, pues, la idea mecafísica de cultura. Para G. Bueno esa idea es la «modulación más representativa, aunque no la única, del mito de la cultura» (p. 49). Es posible, sin embargo, que en esta idea metafísica de cultura se centre tanto el núcleo más importante de la argumentación de Bueno como la for­ ma que tiene de probar su tesis. Con tres notas describe Bueno esta idea metafísica. Primero, la cultura se conforma como idea de “cul­ tura sustancial”, como una ¡dea metafísica (p. 48), aunque no sepa­ mos muy bien qué significa eso. En esa idea metafísica la cultura se contrapone a la naturaleza. Como la idea de naturaleza es de carácter ontológico, la perspectiva ahora abordada es de carácter oncológico. Segundo, esa cultura, constituida como una sustancia, es algo previo que envuelve al individuo que se forma en su seno; ese mundo envolvente es la verdadera patria del ser humano. Ter­ cero, esa idea comportaría una visión holística, incluso como la idea de un organismo viviente, como «interconexión de partes». Con esta concepción bolista está describiendo cómo se entendió en un momento la idea de cultura, exagerando la interconexión de sus elementos. De ahí concluye el carácter «normativo y soteriológico» porque es un envolvente normativo. Está claro que si uno nace en una lengua y no consigue hablarla o pronunciarla como en su gru­ po quedará marginado o al menos señalado. Sólo “se salva” hablan­ do la lengua de modo normal, es decir, según la norma, y actuan­ do también de modo normal en otros elementos de la cultura. Hay que señalar la oscilación entre una perspectiva ontológica y una gnoseológíca; en aquélla se considera la cultura como modo de ser de todos los seres humanos —frente a la existencia meramente natu­ ral (p. 48)-, de manera que en ella las diferencias quedan nivela­ das y la variedad humana se convierte en ‘hombre’; en la segunda, pero tratando la idea metafísica de cultura, resulta que la cultura al tiempo que nos hace ‘hombres’, nos hace también diferentes (p.

49), io que es cierto, pero no se ve qué se puede sacar de ahí, porqiie ei plano es distinto. A continuación se cruzan dos líneas. Por un lado ía cultura nos salva de la condición animal y nos «exalta a la condición de habitantes de un Reino más valioso» (p. 49); quizás está desli­ zando una acumulación de adjetivos que insisten en una visión superior para luego ver que esas funciones las cumplía la Gracia. Por otro, el reino de la cultura como realización del espíritu es el reino en el que florece el arte y la libertad. Para Bueno, todo esto es la modulación fundamental del mito de la cultura. Las razones habrá que buscarlas a lo largo del capítulo segundo. La génesis de la idea metafísica de cultura tendría en su base tres operaciones que parecen llevar a una idea de carácter mítico. Primero, es necesaria una objetivación de las obras producidas por el ser humano. Esta objetivación iría más allá de la producción de un objeto que toda creación cultural supone. La objetivación ahora exigida señala a la posibilidad de relacionar una produc­ ción cultural con otras similares, de manera que aparezcan no como resultado de acciones sino en relación a las obras deí mis­ mo rango que se dan en otros lugares o momentos; por ejemplo, el arte, de ser algo vinculado a unos momentos de la vida, se con­ vierte en un ámbito autónomo desvinculado de las operaciones concretas que lo producen. Segundo, se requiere una totalización de esas producciones culturales «en una unidad sustantiva» a la que se denomina cultura y de la que todas son partes integrantes de una entidad nueva (p. 53). Tercero, es preciso remover el obs­ táculo que el concepto de Gracia podía suponer en la medida en que a ese concepto se adscribían, según Bueno, por ejemplo, las religiones, los lenguajes, la moral y el Estado, para así oponerlo a la naturaleza (aunque, dicho sea de paso, en mi opinión cabe dudar de que en las descripciones de los cronistas de Indias lo que llamaban “moral” fuera adscrito al “Reino de la Gracia”). Pues bien, esas tres operaciones llevan a una integración limite respec­ to a la cual «no está probado» que «sea algo más que una gigan­ tesca confusión de las cosas más heterogéneas en una masa vis­ cosa dignificada con una denominación nueva, Cultura, como si fuera la “revelación” que el espíritu del hombre hace al propio hombre» (p. 55 ).

Es curioso, sin embargo, que de no está probado que sea algo más que’ se pasa a ‘está probado que no es más que’, pero en ninatin caso se muestra ei paso, porque en realidad debería haber tra­ tado de mostrar ia imposibilidad de las tres operaciones señaladas, así como la imposibilidad de oponer ia cultura a la naturaleza. A ninguna de las dos primeras operaciones pone objeción alguna, a la primera porque no plantea ninguna dificultad en una sociedad con división del trabajo; en cuanto a la segunda, ya es una cuestión de interpretación, que no es inherente a la idea de cultura. Tal con­ cepción organicista de la cultura podría ser mitológica, aunque en un uso del concepto de mito un tanto abusivo porque no por ser una falsa filosofía es un mito. En cambio, parece poner objeciones a la idea de que la cultura se opone a la naturaleza, porque si el ser humano se revela a través de la cultura, parece, en cambio, «como si la naturaleza no se nos “revelase” también a través de las obras del hombre (sobre todo de las tecnologías) como si los contenidos alojados en el “Reino de la cultura’ pudieran todos ellos reducirse a la condición de “obras del hombre”» (p. 55 ). Pues bien, en estas dos frases están los argumentos básicos con­ tra la idea de una cultura objetiva en sentido metafísico. El pri­ mero se refiere a que también la naturaleza se revela a través de obras de los seres humanos. Esto puede ser así, pero io que no coma en cuenta Bueno es que en esa revelación se da precisamente la revelación de una naturaleza que actúa determ'uiísticamente o por intersección cle causas, mientras que lo propio deí reino de la cultura es ser siempre, primero, resultado de actividades u ope­ raciones humanas y, segundo, ser siempre resultado de una actua­ ción por motivación y comprensión. También en los seres huma­ nos hay, obviamente, naturaleza, pero esa naturaleza no entra en el reino de la cultura. Mas con la frase “como si los contenidos alojados en el Reino de la cultura pudieran todos ellos reducirse a la condición de obras del hombre”, G. Bueno está preparando la tesis más chocante de todo su libro: que en el terreno humano hay cosas que no son ni cultura ni naturaleza; por ejemplo, la ciencia. Lo cual resulta una tesis ardua muy poco defendible, porque de que una relación matemática sea objetiva, es decir, nada arbitraria, no se deduce que pueda ser des­ conectada, hipostasiada, de manera que exista la matemática o la

física independientemente de la vida humana, de un sujeto que las comprenda. La física, desconectada de la vida humana, sería la serie de signos físicos materialmente impresos en los libros, y la trasmi­ sión de la ciencia equivaldría a entregar físicamente el libro. Pero de esto aún tendremos algo que decir más adelante. A continuación busca tres ejemplos de desarrollo del mito de la cultura, Herder, Hegel y Fichte. En relación al primero termi­ na Bueno arriesgándose «en conclusión, a afirmar que la idea metafísica de cultura o, si se prefiere [como si, en sentido estric­ to, fuera lo mismo], el mito de la cultura, está íntegramente preformado en el “embrión” de Herder». Para justificar lo de mito Bueno termina la exposición de Herder aludiendo a sus creencias religiosas, pues para éste no todas las culturas son iguales, no todas contribuyen igual a la creación de ese reino de los cielos en la tie­ rra, meta de la cultura humana formada por Cristo. Así Bueno confunde (co-funde) las tres operaciones para la creación de la Idea de cultura con las ideas religiosas con que se pueden inter­ pretar las obras de los hombres; como esta interpretación es míti­ ca, también lo es la idea de cultura. No se añade ningún otro argu­ mento. No varía mucho la argumentación sobre Fichte. La cultura objetiva a la que Fichte alude es la cultura europea, que es la cul­ tura envolvente y organizadora de las generaciones sucesivas, pero que «no puede ejercerse sobre cada individuo, si no estuviese implantado [?] en la sociedad política, en el Estado» (p. 62), que de ese modo asume la cultura como su meta; así, «Fichte está pro­ poniendo por primera vez la idea (mito) de Estado de Cultura)') (ib.). En mi opinión, la utilización de la palabra mito en este con­ texto es improcedente, pues en ese uso se confunde la más o menos justificada objetivación-cotalización-oposición con la integración de su resultado en un contexto filosófico de orientación teológi­ ca. G. Bueno pasa de esta coloración a la idea de cultura. Lo mis­ mo valdría para Hegel, cuya Filosofía de la historia incluye la gue­ rra como la única relación posible entre los Estados soberanos, mas siendo eso «el juicio de Dios sobre la Tierra», también Hegel está contaminado. Y con esto parece terminada la explicación del “mito de la cultura” en este ámbito. Hasta aquí tenemos, por tanto, la conexión entre una idea de culmra más o menos justificada y una serie de interpretaciones “míti­

cas” que pueden venir del contexto religioso de ías filosofías del ide­ alismo alemán. Curiosamente, el resto del capítulo II, que trata de

la idea metafísica de cultura, es una exposición ordenada de las rutas deí concepto de cultura objetiva al enfrentarse a las ideas de Hom­ bre y Naturaleza, exponiendo las diversas posibilidades de com­ prensión: la cultura como creación emergente a partir de la natura­ leza, o bien como resultado de procesos naturales. En el primer caso tenemos el esplritualismo de la cultura que ampliará después; en el secundo, nos encontramos con el materialismo de la cultura, también expuesto Juego. Igualmente, en relación con el Hombre se pue­ de o identificar hombre y cultura o desidentificarlos de tres mane­ ras: por oposición, por superación o poniendo la cultura debajo; en tercer lugar, también se puede identificarlos en parte. Esta taxonomía de las teorías de Ja cultura, a la que Bueno dedica muchas páginas, apenas aporta nada sobre qué es el mito de la cultura en la acepción de la idea metafísica de la culcura, como el conjunto de las obras de los seres humanos que no son resultado de procesos naturales y que anteceden la existencia de cada individuo concreto. Las concepciones espiritualista o mate­ rialista pueden ser insatisfactorias, o los problemas que se pueden generar del modo como se pasa de la Naturaleza humana -diver­ sa en sus razas—y !a Cultura -diversa en la etapa en que la huma­ nidad vivía dispersa en grupos separados, la etapa particular de la humanidad—al Hombre como Idea trascendental y a la Cultura en el sentido primero, pueden permanecer sin resolver, incluso podrían proyectarse, desde ellas, ámbitos o espacios, si se quiere, míticos, porque tienen detrás relatos constituyentes de su senti­ do; pero esa interpretación para nada convierte en mítica la idea primera de cultura. Bueno parece pasar del concepto de Cultura al uso más o menos político del concepto de cultura. Por ejemplo, en su taxonomía de las teorías de la cultura se sale de la perspectiva ontológica, o mejor, desde la perspectiva materialista llega a la de las ciencias sociales, tales como la antropología, que él enmarcaría en una perspectiva gnoseológica. Pues bien, situado ya en este terreno gnoseológico, en la «filosofía implícita» de la antropología, el hombre es animal cultural en el que las culturas son como «“vegetaciones” confor­ madas por los hombres a partir de una vida natural que, impul-

sacia por sus “necesidades”, y gracias a la inventiva propia, han ido consolidándose como “totalidades complejas"» (p. 75). Lo más importante en la antropología es «la tendencia hacia un armonismo» (p. 75 y ss.), que se da en esas totalidades, aceptado porque empezaron trabajando con comunidades preesfatales, en las que podía darse ese armonismo. Mas ahora que ya no existen esas comu­ nidades prcestatal.es, se recupera esa tendencia en el «armonismo de las regiones». Y aquí vuelve a aparecer otra vez el mito: «la vita­ lidad del mito del armonismo de las culturas» (p. 76), con lo que estamos en un terreno de carácter político. Cabe preguntar, primero, en qué relación está este plano tan alejado del propio del capítulo —una perspectiva ontológica res­ pecto a la idea global de cultura—con el mito de la cultura como idea metafísica. Segundo, por qué es un mito el armonismo cuan­ do no es, respecto a las comunidades preestatales, sino la consta­ tación del encaje funcional de los diversos elementos de la cultu­ ra; y en las regiones, la expresión de la voluntad posible, que no necesaria, de las personas de no convertir en conflictivo lo que sólo son perspectivas diferentes. Y ahora aclara ya de qué se com­ pone el mito: «de estos dos momentos extremos: lo particular y lo universal» (p. 76), de manera que la inmersión en lo particu­ lar de cada cultura asegura automáticamente el enraizamiento en la universalidad, según Bueno, porque se confunde la universali­ dad directa con la refleja (la universalidad sabida propia de la antropología cultural) (p. 77). Se me antoja, en todo caso, que el mito del armonismo poco tiene que ver con el mito de la cultu­ ra como idea metafísica, sino con otros niveles. Igualmente en la consideración del marxismo se deslizan cali­ ficativos de mitológico muy ajenos al concepto de mito del prin­ cipio. La creación que estaría detrás de la cultura es concebida por el marxismo como “producción” . El contenido de la pro­ ducción es la cultura. Allí estudia G. Bueno los problemas de la aplicación concreta del concepto de cultura en el materialismo dialéctico, para el cual en la historia contemporánea hay una esci­ sión entre cultura burguesa, cultura proletaria e ideal cultural de la sociedad comunista que es la condición de una “ cultura univer­ sal^. El paso de las culturas particulares, o de la cultura burgue­ sa -en la que la cultura humana podría estar «raptada» (París,

j 978 )-, a la cultura universal, podría obligar «a plantear los pro­ blemas de la unidad de la cultura en términos de una “revolución culturar’. Pues únicamente a través de la trasmutación de las cul­ turas particulares en una cultura universal podría la humanidad “conquistarse a sí misma”». Ahora bien, sigue, «la idea de la revo­ lución cultural es una idea mítica» (p. 84), aunque no da razón alguna, con lo que nos quedamos sin saber en qué sentido se usa aquí la palabra ‘mítico’. Tal vez la respuesta es que en la revolu­ ción culcural el proletariado universal es proyectado como suje­ to de la historia, de la historia al menos futura; mas ese proceder sólo es una absolutización ideológica de un factor de producción. Mas sí eso es mítico, toda ideología es una mitología, con lo que el carácter narrativo de lo mítico desaparece. También llama Bue­ no solución utópica, por no decir ridicula aunque sí «desde lue00 mitológica», «la “solución” del poliglotismo» (p. 86 ) en una situación de plurinacionalismo y multiculturalismo, es decir, lla­ ma solución mitológica a las propuestas de soluciones de proble­ mas concretos de la vida política que no admiten demoras. Siem­ pre que se haga en una dirección impasible de cumplir, se crata de soluciones “mícicas”, mitológicas, ecc. Nacuralmence, nada tie­ ne que ver todo esto con el mito de la cultura como idea metafí­ sica, con la que habíamos empezado. Quizás la consideración de que la idea metafísica de cultura es heredera del “Reino de la Gracia” nos hiciera capcar más plás­ ticamente su carácter mítico. Pero el desarrollo del capítulo V, dedicado a ese tema, es un tanto decepcionante: la idea teológi­ ca de un Reino de la Gracia es un mito inconsistente, mas sus contradicciones pasan, como ya hemos citado, al Reino de la cul­ tura, o se nos manifiestan en él. Pero a la hora de mostrar cómo ocurre ese traspaso no se cita ni un sólo caso. Veamos algunas acepciones de la palabra mito en este contexto. Posiblemente la evolución del lugar de la “Nación” ha tenido algo que ver en el argumento de Bueno. Porque el mito de la idea metafísica de Cultura, que heredaría las contradicciones del Rei­ no de la Gracia, no puede ser la Idea de una Cultura objetiva uni­ versal en su sentido de totalidad, del que ha hablado al principio, sino la idea de cultura particular propia de una Nación, ya que en realidad «las culturas genuinas son precisamente las culturas

nacionales como expresiones del espíritu de cada uno de los pue­ blos (p. 131). En este contexto, explicando ios límites de la ori­ ginalidad de las culturas particulares, alude G. Bueno otra vez al carácter mítico de esa concepción, que consistiría en considerar a los pueblos sujeto de esas culturas, o sea, a las naciones, «como si Fueran intemporales» (p. 135), es decir, en proyectar su origen fuera del tiempo o a un tiempo mítico, cuando en realidad esas formas de cultura no eran sino el desarrollo del patrimonio común europeo. Eso hace que la dialéctica «que cruza todo el siglo XIX y XX entre la “cultura particular” [...] y 1a “cultura universal”» sea de carácter ideológico (p. 135), dice, sin que sepamos muy bien si carácter ideológico es lo mismo que mítico, o si se trata sola­ mente de una interpretación sesgada de la realidad. Y sigue: «de ahí el mito de que lo gen uin amen te particular ha de tener, por ello mismo, un valor universal» (p. 136), lo que ya había denun­ ciado como mítico en páginas anteriores. No se alude, sin embar­ go, a ningún relato. Gustavo Bueno, por tanto, utiliza la palabra mito en sentido de opinión, ideología sesgada o falsa, lo que no deja de ser una licencia terminológica. Por eso también me pare­ ce un uso exagerado y no canónico, además de incongruente con el capítulo, una de sus frases finales: «Es sólo un mito decir que el camino hacia la universalidad pasa necesariamente por el regre­ so hacia las esencias nacionales íntimas» (p. 136). Por eso el capí­ tulo termina hablando de la identidad nacional, cuestión que me parece alejada del comienzo con la idea metafísica de Cultura que se genera por la totalización frente a la Naturaleza. Porque, para llegar a esta idea, hemos renido que prescindir de los elementos particulares, mientras que ahora sólo desde los elementos parti­ culares se funda la idea mítica.

1 .4 .3 . Lo mítico en ¡a cultura particular

El segundo núcleo de formación de caracteres míticos está en la idea de cultura como conjunto de rasgos peculiares de un pue­ blo, los cuales constituyen la identidad de tal pueblo. Este concepto es el que se refleja en la definición de Tylor y por eso es tomado desde la vertiente epistemológica. Así este segundo núcleo de la for-

rnación de mitos se fija fundamentalmente en la idea de cultura como la utilizan ios antropólogos. Y es precisamente en este núcleo en el que el profesor de Oviedo se esfuerca, por un lado, en expo­ ner interesantes análisis del concepto de cultura con el que opera la antropología cultural y, en segundo lugar, en mostrar ios rasgos míticos que pululan en tomo a esa idea y a la actividad misma de los antropólogos. Vamos a intentar aproximarnos a los dos aspec­ tos; al primero, porque la aportación de Bueno es muy meritoria para entender la dinámica del concepto de cultura de la antropo­ logía. Al segundo, porque es necesario, para nuestro objetivo glo­ bal, exponer hasta qué punto se sostiene el “mito de ia cultura” . El análisis de Bueno se centra o parte de la definición de Tylor, proponiéndose como objetivo explicitar o desarrollar en todas las direcciones posibles el “todo complejo” en que según Tyíor con­ siste la cultura y que Bueno explica ayudado de lo que llama «tabla gnoseológica de la cultura». En esa tabla o matriz existen cabece­ ras de columna, que designan las partes de la cultura —idea atri­ butiva de cultura-, y cabeceras de fila, que designan las diferen­ tes esferas culturales o pueblos sujetos de una cultura —idea distributiva de cultura-. La idea, entonces, de Bueno es que el “todo complejo” tiene dos direcciones de lectura y que, por tan­ to, en él se mezclan dos direcciones de comprensión: una, la que se refiere a las culturas de cada pueblo o ámbito geográfico o tem­ poral; por ejemplo, cuando hablamos de la cultura de los pig­ meos, de los romanos, de los egipcios, de la cukura jainísta o de la cultura española. En esta forma de hablar, la cultura queda dis­ tribuida en una serie de “especies” , a efectos teóricos, separadas entre sí. Otra, la que se da cuando uno quiere hacer un estudio de la religión o de la economía o de cualquier otro elemento sec­ torial, entonces se habla de la cukura religiosa o de la cukura eco­ nómica, etc.; para ello se estudiará la religión en los pigmeos, en España, entre los jainistas, etc. Lo mismo pasa con la economía u otros elementos de la cukura. En todos estos casos, una vez sabi­ do qué es la economía, ía religión, etc. se las atribuimos a los dife­ rentes pueblos donde las podemos estudiar en vivo o en directo o porque nos sirven como ejemplificaciones, ampliaciones, etc., de esos temas. Cuando hablamos de cukura en el sentido distri­ butivo, por tanto en un sentido extensionak también tenemos una

idea atributiva de cultura, una idea intensional, por la cual atri­ buimos &cada una de las culturas específicas unos atributos, de los cuales podemos también hablar de manera separada o de modo independiente de los otros atributos, aunque a la hora de expli­ car ciertas características debamos acudir a su relación con otros elementos de ía cultura de la sociedad de que se trate. La antro­ pología cultural como ciencia opera en las dos direcciones, si bien como disciplina se fija más en la cultura atributiva que en la dis­ tributiva, aunque ésta es obviamente la base empírica —lo que constituye la etnografía- de aquélla. La “tabla gnoseológica” o matriz en la que G. Bueno explica todo esto no es original de esta obra, ya que la utilizó en su interesante libro Etnología y utopia (1.971: 131). De acuerdo, pues, con todo esto la idea de cultura desde la perspectiva gnoseológica es un todo complejo constitui­ do por diversos círculos o esferas culturales (idea distributiva de cultura) y por sistemas concatenados de categorías culturales (idea atributiva de cultura). Pues bien, si identificamos la antropología clásica como el estu­ dio de las culturas distributivas, la disolución de las líneas de sepa­ ración entre las culturas, por tanto la mezcla de las culturas, tenía que eclipsar el objetivo de la antropología, al menos como estu­ dio empírico. Por más que se quisiera «mantener ía “mirada antro­ pológica” , buscando en el seno de las civilizaciones “ islas distri­ butivas” de cultura» (p. 100 ), lo cierto es que ese estudio se prestaría ya más a la mirada del sociólogo, del economista, etc. Y aquí nos encontramos, por primera vez en este segundo nivel de la idea de cultura, con la presencia de un “mito”. La antropología cultural es el estudio de los “todos distributivos” , pero ío hace atributiva­ mente, es decir, procura estudiar las categorías culturales relacio­ nándolas, a partir del material empírico, con otros ámbitos de la vida. En ese sentido es la ciencia de la cultura. Pues bien, en el momento en que las totalidades distributivas, es decir, las cultu­ ras particulares, se empiezan a mezclar y por tanto desaparece el primer material virgen de la antropología cultural, la antropolo­ gía es «sólo una ficción, un mito, un “fantasma gnoseológico”» (p. 101 ). En realidad no sabemos si eso ocurre desde que se inició la ((disolución de las líneas o perfiles fronterizos distributivos» (p. 100 ) o desde el comienzo de la propia antropología. Y aún añade

algo más: la antropología cultural en su trabajo efectivo pretende partir de los todos distributivos -de las culturas particulares-, para elabo rar las categorías atributivas en la relación que éstas man­ tengan bien con otros ámbitos de la vida, bien con elementos tal vez no empíricos pero con los que el antropólogo cuenca, por ejem­ plo, necesidades psicológicas; de ese modo el antropólogo cultu­ ral quiere contribuir al estudio de la "cultura universal”. Para G. Bueno eso no es posible, porque «esa supuesta “culcura universal” no es una esfera unitaria capaz de ofrecer legalidades universales suscepcibles de ser escablecidas por una ciencia distinca de la Socio­ logía o Ecología» (p. 101 ). Por eso es la ancropología una ficción, un mito. Sólo se podrían establecer legalidades en las categorías atributivas, pero esas categorías nunca son la culcura. Estas explicaciones de Bueno suscitan algún reparo. La antro­ pología cultural pretende estudiar las bases de la cultura, justamente por el acceso que tiene a todas las diferencias culturales. Y ahora viene el primer reparo: de ese objetivo no se deduce que la antro­ pología pretenda también estudiar la “cultura universal”. Se ve que G. Bueno, a través del “mito de la antropología”, nos prepara para el mito de la “cultura universal”, que es “supuesta” , como ya antes había hablado de “supuesta civilización internacional”. Sin embar­ go, el hecho de que las líneas de discribución o separación de las culcuras se escén “diluyendo” implica que está surgiendo una cul­ tura planetaria. Llamarla supuesca escá en relación con un interés de preparar el camino a decerminada argumencación. La segunda objeción proviene de la falta de acuerdo en que desde la ancropo­ logía no se podría hablar de “legalidades universales”, sí en cambio desde la ecología o la sociología; otros científicos pueden no com­ partir esta opinión del profesor de Oviedo; más aún, las tradicio­ nes propias de la sociología y la ecología —ésca es de ámbico muy limitado- no precenden canto, o cuando lo han pretendido lo han hecho incorporando métodos de la propia antropología. Pero no se queda G. Bueno en esta introducción. Si empieza asegurando que la antropología culcural es un “fancasma gnoseológico” , ahora el mico va a ser el concepco mismo de culcura. Con esto entramos en el segundo mico en esce núcleo. Lo mícico aho­ ra es «la unidad orgánica» (p. 141), que en realidad cermina sien­ do el «mico de ia unidad categorial» (p. 153), pues éste es dedu-

ciclo de las explicaciones que conciernen al anterior. Ahora bien, la calificación de mítica a la unidad categorial de la cultura haría que en última instancia ésta sea el mito. Mas como el resultado es can llamativo: que «la “cultura” no existe (gnoseológicamente) ni siquiera como abstracción sistemática, sino que es sólo un nom­ bre oscuro y confuso, un mito gnoseológico» (p. 154), es muy conveniente detenerse en la argumentación de una tesis can fuer­ ce, porque éste es uno de los pasajes más impactantes de la obra de Bueno. Como el tema es muy interesante y además con ese motivo expo­ ne una parte considerable de sil contribución a una epistemología de la antropología, también aquí tendremos que detenernos en algunas de sus ideas epistemológicas. Ya hemos dicho que la antro­ pología culcural estudia tanto la culcura de pueblos particulares —las cabeceras de fila de la cabla C gnoseológica C? de la culcura—como las cacegorías que encuentra en todas esas culturas —las cabeceras de columna-, es decir, que aborda, por ejemplo, la cultura española o pigmea, pero estudiando su religión o sistema productivo. Una pre­ gunta importante es, entonces, el cipo de unidad de ¿z cultura, bien en cada una de Jas esferas (filas de la tabla o matriz, la cultura pig­ mea, española, hopi, vasca, esquimal, ecc.), bien en cada una de las categorías o partes de la cultura (columnas de la tabla gnoseológica: economía, religión, parentesco, etc.). Empieza G. Bueno con éstas, con las que llama categorías, dis­ tinguiendo las categorías a nivel de ideas globales, equivalentes a los “conceptos globales” de las ciencias físico-naturales, y los ras­ gos morfológicos que constituyen esas categorías. Aquéllas se com­ ponen de partes de la totalidad, que permiten «una recomposi­ ción de las mismas en función de leyes» (p. 146), mientras que las otras tienen un carácter más particular y concreto, por lo que son la manera en que las ideas globales se dan; por ejemplo, la idea global lengua se da como latín, griego, etc. y dentro de éstas en sus características concretas, en su morfología sólo aplicable a ese caso. Se trata entonces de lo que G. Bueno llama instituciones. Las primeras serían las categorías sistemáticas, las segundas las “cate­ gorías morfológicas o configuraciones morfológicas” (p. 147). Partiendo de ahí se pregunta Bueno por la unidad de la cultu­ ra. No olvidemos que gnoseológicamente cultura es el “todo com­

piejo” de Tylor, que erara de estudiar el antropólogo y que de un modo u otro ha pasado al conceptuado usual. Ya sabemos también que puede ser el “todo” de una cultura o la totalidad de las cultu­ ras «como si envolviera a todas las esferas a título de partes» (p. 150), algo así como la matriz total. Bueno llama a ía cultura dis­ tribuida en las esferas “todo Tan” y a la cultura constituida por las diversas categorías un “todo Te\ La pregunta por la unidad de la cultura es un poco confusa, porque, si se mira bien, podemos con­ siderar cuatro totalidades, que Bueno no parece tener en cuenta. A saber, desde la consideración distributiva, tenemos ía totalidad de cada una de las culturas específicas: española, pigmea, botocuda, etc., los diversos “todos la tí, y el conjunto de estas totalidades, el que podemos llamar “todo TAU". Desde la consideración atribu­ tiva tenemos la totalidad de cada rasgo, por ejemplo, ía lengua, es decir, la totalización de todas las lenguas, la religión, el universal o totalización de todas las religiones, etc. A cada una de estas totali­ dades podemos llamar “todo Te'; pero, en segundo lugar, tenemos la totalidad de los “todos Te\ el “todo T E ". ¿A cuál de los cuatro conceptos de todo se refiere ia pregunta por la unidad de la cultu­ ra? El primero es relativamente claro y Bueno lo reconoce: se traca del “todo TuÍ\ Ahí parece claro que podría haber una unidad. Pero el siguiente caso de totalidad ya es más difícil: «que ese todo atri­ butivo envolviera a todas las esferas, a título de partes»; si distin­ guimos el “rodo Tan y el “codo TAU”, parece que G. Bueno con­ sidera que el todo es siempre el “todo TAU" pero de manera que la pregunta por la unidad de la cultura le obliga a reinterpretar el “codo TAU” como “todo TE”, y así «la cultura en sentido antro­ pológico universal, habría de ser pensada como una única totali­ dad atributiva» (p. 150), sin perjuicio de que luego hubiera partes que vuelven a reproducir subunidades. Para Bueno el punto clave es «la unidad de la cultura como totalidad atributiva» (p. 152), es decir, en qué medida se puede suponer que la cultura como “todo TE'” es una unidad. Pues bien, aquí empieza su argumentación o exposición, y lo hace con una advertencia crítica respecto a los antropólogos por pensar éstos que la antropología cultural es lo mismo que la culturología, es decir, por pensar que, cuando proponen una cabla unitaria de categorías para describir todos los hechos culturales, están refle-

jancío la cultura. Eso les ocurre porque crcen que su objeto efec­ tivo es la culcura, por tanto, que la antropología es la culturología. Pero no se termina de saber muy bien la oportunidad del reproche, porque a tenor de lo que sigue sobre ei tema de la uni­ dad, sobraba la advertencia. En efecto, el problema es indepen­ diente de lo que crean los antropólogos que es ía antropología cultural. La cuestión es que las categorías pueden tener o no tener conexión con otras en el seno de una cultura, y aunque la tematización de una categoría, por ejemplo la lengua, implique «des­ conexión con las partes de otros círculos categoriales», la antro­ pología busca la unidad de las diversas partes de una cultura, entendida ésta como totalidad distributiva, es decir, como “todo Tan”. Mas desde la perspectiva atributiva, que también asume el antropólogo, las categorías, que cortan verticalmente las filas de la tabla, dan origen a ciencias que se escapan a los antropólogos, por ejemplo, la lingüística, la economía, la mitología. Basándose en esta realidad de las ciencias sociales, argumenta G. Bueno: no existe una ciencia de las esferas culturales, por ejemplo, la egip­ tología o la sinología, que no son sino la enciclopedia sobre los egipcios o los chinos. El alfabeto egipcio, por ejemplo, no tiene ninguna relación con las formas de cultivo agrícola en Egipto o con la tipología de los dioses zoomórficos. No se puede mostrar ninguna unidad teórica estricta de la cultura egipcia que justifi­ cara una ciencia. Lo que parece decir G. Bueno es que, dado que las categorías antropológicas seccionan las filas de la tabla, se le escapan al antro­ pólogo, que ya no puede restaurar un objeto unitario. Y aquí él vuelve a diagnosticar la existencia de un mito, el de la cultura humana universal, ah o ra ya el tercer mito en este segundo núcleo. Veamos ahora este nuevo mito, que empieza con el de la “unidad categorial de la cultura humana” . Sin embargo, en cuanto «una totalidad atributiva» no se sabe muy bien qué quiere decir ésta unidad categorial; por lo que sigue, sólo sabemos que se trata de la «cultura humana universal» como «supuesta estructura cate­ gorial de partes interconectadas»; pero eso es un mito, aunque sólo sea un mito gnoseoló