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José Jiménez Lozano

Teorema de Pitágoras

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José Jiménez Lozano

TEOREMA DE PITÁGORAS

Seix Barral

Biblioteca Breve

Cubierta: detalle del retrato de Niclaus Kratzer, de Holbein Primera edición: febrero 1995 © José Jiménez Lozano, 1995 Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo: © 1995: Editorial Seix Barral, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-322-0713-6 Depósito legal: B. 1.802 – 1995 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor

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José Jiménez Lozano Teorema de Pitágoras Teorema de Pitágoras es una novela que aborda algunos de los problemas más ásperos y graves de nuestro mundo: desde la violencia urbana a la realidad nuclear, el tráfico de cuerpos y órganos humanos, la memoria o el rastro del espíritu de Auschwitz, el racismo o la terrible, oscura enfermedad del siglo; pero también es la narración del pequeño y aparentemente irrisorio, mas absolutamente necesario, dique de contención de todo este alud, construido cada día por la tenacidad y la alegría de unos cuantos seres humanos. El relato muestra escenarios singulares y lejanos en plena selva africana, pero también otros que se pueden hallar en cualquier suburbio de nuestras grandes ciudades y sus pequeños consultorios de barrio; «pobres gentes» y «demonios» dostoievskianos, en fin, junto al estruendo de pandillas callejeras o en medio del silencio de laboratorios y tertulias de grandes negocios. Teorema de Pitágoras representa un giro mayor y absolutamente nuevo en la ejemplar trayectoria novelística de José Jiménez Lozano.

JOSÉ JIMENENEZ LOZANO nació en Langa (Ávila), en 1930. Entre sus ensayos cabe destacar Guía espiritual de Castilla 1984) y Ávila (1988); su obra narrativa comprende títulos como Historia de un otoño (1971), El sambenito (1972), La salamandra (1973), El santo de mayo (1976), El grano de maíz rojo (1988), que obtuvo el premio de la Crítica, El mudejarillo (1992) y La boda de Ángela (Seix Barral, 1993). Es además autor de los volúmenes de poesía Tantas devastaciones (1992) y Un fulgor tan breve (1995). En 1988 recibió el Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra, y por el mismo concepto obtuvo en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas.

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«tantine, ut lacrimes, Africa tota fuit?» (Sexti Properti Elegiarum Liber III, 20)

«¿Por qué frenamos nuestras lenguas, si el argumento nos atañe más que a nadie?» (Malcolm, en Macbeth, acto II, escena II)

I La estancia parecía, ahora, única en el mundo, y los que allí estaban era como si hubiesen acudido para aceptar la devastación y el desorden en que los asaltantes la habían dejado, y que sus vidas no tuvieran otro sentido. Les había reunido el grito de la señorita Mary, apenas oído entre el fragor de los cristales rotos, el chasquido de los muebles astillados y los aullidos mismos de triunfo de quienes lo habían arrasado todo, y parecía que estaban allí para eso: para ser testigos de ello, y que en el mundo no sucedía nada más. El sol de primera hora de la tarde de otoño, que irrumpía como con violencia también por el hueco de la ventana arrancada de cuajo, iluminaba con crudeza el destruido despacho: la mesa partida por la mitad, los anaqueles rotos, medicamentos, instrumental y papeles por el suelo, mezclados a los fragmentos de cristales y astillas, las paredes arañadas; y, cuando aquellas gentes entraron, la señorita Mary y la niña se alzaban del rincón en el que se habían acurrucado, junto a la puerta de la habitación de más adentro de la consulta donde había un sillón y una cama clínicos, algunos aparatos ópticos, y más armarios con medicinas. Y allí la destrucción era aún mayor, e incluso el embaldosado a blanco y negro, como el de la consulta, estaba dañado porque el sillón había sido arrancado de cuajo. Pero los que allí estaban: tres mujeres y un hombrecillo de mediana edad, que habían permanecido silenciosos desde que entraron y luego habían rodeado a la señorita Mary y a la niña, comenzaban a alzar la voz y a comentar la bruticie del ataque: —Un día, nos van a matar a todos. —¿Por qué hacen esto? ¿Qué daño les hace una consulta? Pero entonces llegó ella, y dijo autoritariamente: —No es nada. Están vivas, y no las han puesto las manos encima. Se dirigió a la pequeña cocina, que todavía era una habitación más interior que las destruidas, y apareció inmediatamente con dos vasos de agua y dos pequeñas píldoras en una bandeja para la niña y la señorita Mary, ya más rehechas, y que revivían bajo su sonrisa. —¿Por qué hacen esto? —preguntó una de las tres mujeres, la más joven. —Porque es así, y eso no importa. Es así —contestó ella. Y añadió, sonriendo también: —Venían buscando a la doctora, y se decepcionaron al no encontrarla. Me retrasé unos minutos. Estas palabras funcionaron como tranquilizantes, como siempre que la doctora les hablaba, e

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inauguraron un silencio; pero luego desataron las lenguas, y los testigos trataron de reconstruir los hechos. Ninguna de las tres mujeres que estaban en la sala de espera había visto pasar a los asaltantes por el pasillo, aunque sí el hombre, pero creyó que eran soldados, dijo; y, sólo cuando se oyó el primer golpe, otra mujer que había allí había asegurado: —¡Son ellos! —¡No! No fue otra mujer, fui yo —aclaró la mujer más joven. Pero la doctora, mientras tanto, ayudada por la señorita Mary y la niña, iba limpiando el suelo, recogiendo y ordenando todo lo esparcido y revuelto, y ofrecía también tarea en ello a las tres mujeres y a aquel hombrecillo. —Aunque le cueste un poco. Esto es bueno para su enfermedad: hacer cosas —le dijo la doctora. De manera que, cuando llegó la policía, excepto lo que los asaltantes habían destruido del todo: la lámpara de mesa y la del techo, el reloj de pared y casi totalmente los anaqueles de uno de los armarios, todo lo demás aparecía ya ordenado. E incluso la mesa escritorio había sido acoplada con sus dos mitades rotas, el sillón casi restaurado, y la doctora, arrimando otra silla medio salvada también de la destrucción total, se los ofreció a los agentes. —Pueden valer —dijo. —¿Y las huellas dactilares? —preguntó uno de ellos. —¿Para qué? —preguntó a su vez la doctora. Y explicó, señalando con un gesto a la señorita Mary y a la niña: —Venían por mí. No las molesten mucho. —¿Cuántos eran? —Tres —dijo la señorita Mary. La niña miraba con ojos muy grandes, que iban desde la señorita Mary a los agentes, e intervino: —Pero había otro, que era calvo, y se quedó en la entrada. Fue el que nos empujó. Habían irrumpido dando una patada a la puerta de la consulta, y uno de ellos había preguntado: —¿Quién es la doctora? ¿Dónde está? Y, sin que le diera tiempo a la señorita Mary a contestar, comenzaron a golpear por todas partes, gritándoles: —¡A la cocina! ¡Al rincón! El consultorio era el único centro sanitario que había en aquel suburbio ya tan grande. Hasta hacía poco tiempo, sólo había habido allí casas molineras y todavía algunas chabolas de los primeros tiempos de la inmigración, y sólo más tarde se habían ido levantando edificios de tres y cuatro pisos de material barato, que a veces se caía a trozos y siempre parecía como el de las bambalinas de teatro; un suspiro en la cama, o si un puchero se derramaba en la cocina, se oían en casa del vecino. No se podía decir una palabra más alta que otra, ni tener un secreto. De manera que el edificio del consultorio semejaba una fortaleza. Había sido antiguamente un silo o gran panera con las oficinas de la administración en el primer piso, y su construcción era de piedra y ladrillo. Parecía imbatible. El tendido ferroviario pasaba a un tiro de piedra de estas débiles casuchas, unas sobre las otras, como antes estaban en hilera, y tanto los grandes expresos como los trenes mercancías hacían temblar por lo menos los cristales de las ventanas hasta el segundo piso, y en todos ellos se tenía la sensación de un vaivén, o de estar en la calle sencillamente. Mientras que aquí, en el consultorio, cuando se entraba, la sensación era la de haber dejado el mundo entero atrás; y este sentimiento de seguridad era la primera medicina que tomaban aquellas gentes en sus ánimas: el temor y la angustia se alejaban de ellas como si hubieran sido trasladadas al otro lado de una trinchera, y ya no pudiera ocurrirles nada. Todos respiraban al traspasar esta puerta del consultorio, olvidándose, siquiera unos instantes, hasta de sus dolencias. —¡Bueno! ¡Ya está aquí! ¡Tranquilo! —decía la señorita Mary. La señorita Mary era enfermera, y estaba haciendo su especialidad en puericultura. Era muy joven, menuda, con el pelo muy negro y unos ojos muy infantiles. Era muy tímida, y parecía extraer su energía de modo misterioso cuando, tras hacer revolotear un poco nerviosamente sus pequeñas manos, las introducía en los bolsillos de su bata, tan blanca. Cuando volvía a sacarlas de allí, se

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habían tornado más tranquilas y dulces, ella se sentía más segura, y desplegaba toda la paciencia y dulzura que hiciere falta, pero también obstinación. Había llegado a este consultorio poco antes que la doctora, siete meses atrás, y en seguida habían congeniado, aunque la doctora Estévez mostraba cierta sequedad y distancia, envueltas siempre en una sonrisa pero bien claras: una mezcla de distinción mundana y de respeto, pero quizás también una defensa. Así que, cuando recién llegada la doctora, la señorita Mary dijo que la tutease, ella respondió: —No. Porque también era muy contundente en las respuestas, u otras veces enigmática como cuando, igualmente recién llegada, afirmó: —Quizás tenga que irme pronto para no acarrear a nadie dificultades. —¿Por qué? Con la doctora Estévez habían llegado al consultorio medicamentos en mayor abundancia, y un instrumental más moderno: un pequeño laboratorio de urgencia. Era una mujer alta y muy delgada, con el pelo de color caoba con matices encendidos, y se peinaba a moño. Debía de haber sido una belleza, o quizás estaba comenzando a serlo de nuevo de una manera más profunda y plena como ocurre con algunas mujeres en su otoño. Tenía unos grandes ojos glaucos con largas pestañas, unos labios delgados y espirituales, la nariz perfecta y los pómulos algo pronunciados, con una leve sombra roja en ellos y como pelusa de melocotón o piel de niña aún; algunas pecas en el rostro. Las manos eran de largos dedos, muy cálidas; y, cuando al hablar accionaba con ellas, siempre componían un gesto singular, extendiéndose como en ofrenda. Vestía de oscuro casi siempre, y casi siempre con vestidos negros, muy grises, cerca del marengo, azul profundo. Siempre con el resplandor de un cuello y puños blancos, o algún contraste de matiz en sus botones, en el cinturón o en la finta de la falda o el cuello. Siempre faldas rectas y traje sastre. Nunca se la vio con pantalones, ni tampoco con mangas cortas. Pero no sabían nada de ella, excepto que había estado un tiempo en África y había hecho estudios en Francia o Alemania, y que no utilizaba su primer apellido, que era holandés. La señorita Mary la admiraba por todo: su saber y maestría profesionales, su capacidad para el trabajo, su belleza y sus modales exquisitos, pero quizás sobre todo porque tenía un instinto o sentido práctico admirables: una extraordinaria disposición para la administración casera, el orden, la limpieza, los dineros, la precisión, la astucia; y el don de acercarse a las gentes, y singularmente a los niños con los que ella, la señorita Mary, se veía a veces tan atada, tan impotente, aquí en el consultorio. La doctora les explicaba abiertamente lo que iba a hacer con ellos, y si iba a dolerles, y por qué iba a dolerles, pero que así tenía que ser, porque así estaba hecho nuestro cuerpo y ésa era la única manera de curarlo. Y ellos aceptaban. A veces le era suficiente a la doctora con dar a esos niños una palmada en la espalda, y con sonreírles; y eso es lo que había hecho con Tita, la niña que estaba en el consultorio cuando los asaltantes habían irrumpido, y ahora ni siquiera se quejaba del golpe recibido en el brazo al chocar contra la pared, cuando fueron arrojadas al rincón la señorita Mary y ella, y en absoluto estaba asustada. —Eran tres —dijo la niña, de nuevo, a los agentes—. Pero el otro, el de la puerta, tenía gafas negras, un pantalón liso y negro como la camisa, y unos guantes con púas. —Como siempre, como brujos o guerreros —comentó la doctora. —¿Usted cree que son nazis? —preguntó el agente que siempre hablaba, mientras el otro tomaba notas. —No, no —contestó ella. Y se le escapó una casi imperceptible sonrisa. —Vienen a cara descubierta —añadió la señorita Mary. Primero un agente, y luego el otro, dijeron entonces que por el momento aquellas notas eran suficientes, pero que tendrían que pasarse por comisaría. —¿Para qué? —insistió la doctora. —Porque es nuestra obligación, en primer lugar; y, luego, porque hay que acabar con esto. —Porque si no, nos matarán a todos —comentó de nuevo la mujer joven. Y las otras mujeres repetían:

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—¿Qué les hemos hecho? —¿Quiénes son? —Parecían soldados —repitió el hombrecillo. Y aclaró luego: —Por el ruido que hacían con las botas. —¿Por qué hacen esto? —Porque es así. Es como un río desbordado o una avalancha de agua. Pero ya pasó —volvió a decir la doctora. —No cortaron el teléfono —advirtió uno de los agentes. —No. —Con lo que se han ensañado ha sido con los medicamentos, con el instrumental, con los libros y con los papeles. —Y con los lapiceros —dijo un agente. —¡Claro! Siempre es así —explicó la doctora, encendiendo un cigarrillo. —¿Y por qué? —insistió el agente. Pero la señorita Mary, señalando el cartel de «Prohibido fumar. Es perjudicial para su salud», a la doctora, apuntó irónicamente: —Eso lo han respetado. —Los ídolos les impresionan mucho —contestó la doctora. Luego advirtió que había que ponerse al trabajo, y rogó a los policías que no permitieran que las gentes que se habían reunido a la puerta del consultorio entraran a curiosear. —No —prometieron éstos mientras se despedían. Más tarde contó ella, la doctora, que entonces, al mirar su reloj de pulsera que marcaba las 5.40 de la tarde, no pudo menos que pensar en que también la última vez fue por la tarde, y a esa hora, y en otoño. Con el mismo sol tan claro por testigo. —¿Testigo de qué? De nada. Pero esa última vez anterior estuvo a punto de perder un brazo, cuando los asaltantes la encontraron haciendo una transfusión y descargaron una cuchillada sobre su hombro y su antebrazo derechos, rápida como un relámpago, y gritando: —¡Es un aviso! No tocaron a nadie más en el quirófano, aunque también dejaron su sello de destrucción, rompiendo la ampolla misma que suministraba el plasma, y hubo que actuar muy deprisa para sustituirlo. Pero ella, la doctora, al retirarse, dijo: —Debo dejarles para no acarrear más complicaciones. Y aquella misma tarde se fue, apenas le hicieron la primera cura de sus heridas, que parecían leves aunque luego manifestaron una gravedad mayor. Como había tenido que abandonar otras clínicas y hospitales desde que todo aquello había comenzado, ya no sabía cuántos años atrás, ni quería recordarlo. Sólo quería acordarse de los respiros que le habían dado, y la habían permitido trabajar: seis meses, un año, dos, hasta dos años y medio. Aunque la amenaza pendiente sobre ella se producía indefectiblemente con un ritmo de períodos más cortos, por teléfono: —Todo sigue en pie, queda avisada —decía la voz. Dos veces, la habían desnudado totalmente delante de los enfermos; otra vez, habían volcado su coche; otra, la habían cortado su pelo, tan hermoso; y todavía, en otra ocasión, la habían embadurnado la cara con estiércol. Pero todo esto se sabría más tarde, porque ella nunca había hablado con nadie de ello y, cuando a propósito de estos hechos había intervenido la policía, ella había estado evasiva y cauta, quitando importancia a lo ocurrido, y mintiendo. Porque ¿qué eran un coche perdido, el cabello cortado, una máscara humillante en la cara o la otra humillación de estar en su desnudez expuesta? ¿Acaso eran la tiniebla del mundo? El juez que la rogaba que colaborase y contestase a sus preguntas sobre todo aquello quedó perplejo, sobre todo con la última palabra de la negativa de ella: —¿Por qué quejarse, entonces? Y añadió:

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—Y los que lo hacen son los nuevos inocentes. —Pero aporrean y destruyen, hieren y matan —decía ahora también la señorita Mary, como había dicho el juez. —Sí. —¿Y entonces? —Es así. Pero ellos son los nuevos inocentes. Sonó el teléfono, y la señorita Mary le pasó la llamada: la otra llamada de siempre, la que venía después de cada intervención de ellos, que preguntaba en un tono estudiado, de un frío sarcasmo: —¿Se encuentra bien? Esperemos que sólo haya sido un susto. Hubiéramos sentido mucho que la hubiera ocurrido algo como la última vez. Pero corrimos con los gastos. —¡Muchas gracias! —dijo ella—. ¡Gracias! Y, como la señorita Mary estaba mirándola, le explicó: —Se interesaban por nosotros. Hay gente muy afectuosa. —Sí, doctora. —¿Saben cómo me llamaban a mí en África? Tata. —A lo mejor la miraban como a una madre. —No. ¿Soy yo maternal acaso? —¿Nunca tuvo hijos? —preguntó todavía la señorita Mary. —No —dijo rotundamente la doctora. Y le pareció a la señorita Mary que sus ojos se encendieron, y ese «no» cortaba. Pero ¿por qué? No se atrevió luego la señorita Mary a pronunciar este «¿por qué?», cuando tuvieron más tarde su cuarto de hora de confidencia, porque bastaba un cuarto de hora para decir todo, des-nudar una vida y contar el mundo, decía la doctora. —Más de un cuarto de hora, es chismorreo —decía la doctora. Llegaron luego una nueva mesa, lámparas nuevas, dos o tres armarios para las medicinas, la repisa para unos cuantos libros, y la doctora mostró, a los que transportaban ese menaje, la devastación de la habitación de más adentro, que al día siguiente debería estar a punto. Salió la señorita Mary para llevar a la niña a su casa, y ella se sentó a hojear papeles, que a veces tenía que planchar con su mano, y a ordenarlos. Y estuvo escribiendo, en su cuaderno de tapas azules, cifras y palabras. Alguna de estas páginas llegarían, en su día, ante un juez; pero, escasas e incompletas como llegaron, no valdrían para gran cosa. —¿Puede decirme quién es M.? —preguntó el juez. —Un niño —contestó ella. —¿Su hijo? —preguntó el magistrado. —No. Con la misma decisión y frialdad con que ahora contestaba por teléfono: —No, no ha habido grandes daños. —No. —No. —No concedo entrevistas. —No. Aparecieron el carpintero y el cristalero ante la puerta abierta, e imposible de cerrar porque sus goznes habían sido deformados con la violencia con que ellos entraron, y les dijo que un consultorio no podía esperar y aquello tendría que ser reparado esa misma tarde. Pero, cuando ellos comenzaron a hablar de la barbarie que se estaba adueñando del barrio, ella hizo como si no oyera. Incluso cuando le preguntaron si había oído decir cómo llamaban a este barrio antes: —Lumumba, doctora. Lo peor de lo peor. Salvajes. Ella siguió guardando silencio, y sólo cuando ellos se refirieron a sus enfermedades, preguntó la doctora: —¿Y les va bien el tratamiento?

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—Sí, doctora. Volvió a hablar por teléfono, pidiendo una alfombra y dos macetas, y en seguida tomó a entrar la señorita Mary, diciendo: —No hay nadie esperando abajo para consulta. —En tiempo de guerra nadie se pone enfermo —dijo la doctora, sonriendo. Y explicó: —Como la muerte apunta de frente, los cojos andan, los sordos oyen, los ciegos ven, y los muertos resucitan o se encogen en sus sepulturas. ¿Se acuerda del Evangelio? Pero la señorita Mary le confesó más tarde, a la doctora, que ella nunca había leído el Evangelio. —Claro! —comentó la doctora. Se levantó e invitó a la señorita Mary a pasar a la pequeña cocina hacia la que ni siquiera se habían asomado los vándalos. Hacían allí, con frecuencia, sus comidas: un sándwich y un café, y, mientras los preparaba y encargaba a la señorita Mary comprar otra cafetera, volvió a hablar de «Los Inocentes». —No entiendo. ¿No destruyen y matan? Pero ¿es que no veían ella misma, la señorita Mary, y todo el mundo a aquella tribu? Podían aparecer en cualquier momento y de improviso, en un local público, en las casas, o en medio de la calle, para taponarla, cantando una melodía infantil. Se asían de la mano para hacer una muralla de castillos, fuertes y altos, membrudos, vestidos de negro con correajes y botas militares, y sus cueros erizados de púas, con guantes como guanteletes medievales, cascos en la cabeza y gafas de motoristas que semejaban mascarillas antigás; bates de béisbol y cadenas, o el martillo antiguo de los caballeros, o hachas-martillo chinas y, si no llevaban cubiertas las cabezas, exhibían sus cráneos mondos, aceitados y oscuros como sus brazos si los llevaban al desnudo, pero parecían jugar solamente; podían lanzar gritos guturales y dejar oír risas de triunfo antiguas, pero también cantar como en salmodia: A tapar la calle, que no pase nadie, que están mis abuelos, comiendo buñuelos. Y entonces interrumpían de repente la cancioncilla infantil, y comenzaban a atacar a quienes en la calle estuvieran con sus bates y cadenas o martillos, o con las botellas de cerveza que acababan de beber. Desnudaban a una muchacha o a un viejo, arrojaban de su silla de ruedas a un parapléjico, o aporreaban a un mendigo. Imponían el terror, y su silencio. ¡Como Alejandro Magno! A veces aparecía la policía, y la esperaban a pie quieto para batirse con ella: dos ejércitos en orden de batalla para un gran fresco en un palacio; pero, si tenían que huir, descargaban su venganza en una escuela, una tienda, una iglesia, una clínica, la estación de metro más cercana, las cabinas telefónicas. Miden siempre su inocencia por los signos de sus devastaciones, y celebran sus victorias con grandes borracheras, vómitos: perfectamente clásico. El crepúsculo y la noche eran sus horas, pero también podían aparecer a pleno sol, haciendo relucir sus caparazones de hierro y cuero, porque se sienten inocentes, y no tienen que ocultarse. Ella sabía que en África se alanceaba tribu contra tribu o, con armas cortas y machetes, extraían las vísceras del enemigo en vivo para devorarlas. Pero estos atacantes de barrio tenían técnica: golpes perfectos para romper los huesos o los muebles, su chasquido exacto y frío en cada caso. Ni un átomo de pasión aunque gritasen; ni bien, ni mal: moral antigua, risa ni llanto; y sólo, si incendiaban, eran poseídos por el espíritu de sus propias sombras, y su alegría era incontenible: la inocencia. ¿Acaso eran ellos la tiniebla? ¿Qué saben ellos? ¿Qué sabía Conrad de su corazón y sus entrañas, aunque hubiera escrito un libro? Sólo había hecho que reflejar su sombra blanca. Tantos viajes llenos de trampas y peligros, tanta muerte, tanta malaria, tantos piojos, tantas ratas como compañeras nocturnas, tanta hambre, tanta bazofia por

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comida, tantas vías de agua en los barcos, tanta navegación de ríos con caimanes o las hierbas acuáticas trabando como lianas a las naves, o torrentes que asesinan despeñando, limos putrefactos devoradores de carne; tanta umbría húmeda de bosques fermentados, y los reptiles con sus ojos cínicos, alcohólicos los del tigre, sus lenguas y garras asesinas, y las frías flechas envenenadas de mil aborígenes desconocidos, ¿todo esto para descubrir solamente que un marfil de tocador de dama ha costado mil muertes, diez mil azotes, y humillación y hambre a seres de piel oscura y ojos tristes? ¡Como si esto fuera la tiniebla, o siquiera el atrio de su sombra! Una gran cacería, decidida en París, Madrid o Amsterdam, Lisboa o Londres, y sólo para un weekend, ponía en funcionamiento una máquina de pudrición más poderosa, y produce resplandores. Apenas proyectado, ese designio se alza como un sueño y ata con una cadena interminable a aquellos mismos que lo han construido. Cada cual ha de preparar sus artes y reunir su corte, sus mujeres, sus amigos y amigas, intendentes, chóferes, ojeadores, porteadores, decenas de sirvientes de hoteles, levantadores de tiendas, criados con mosquiteros, los que abren camino, los vigías, los guías, los preparadores de burdeles y, en ellos, especialidades del placer, como en las cocinas, y el sueño dorado de las drogas; brujos, hacedores de filtros, abogados, funcionarios de Banca, sastres, peluqueros, probadores, regalos para príncipes y jefes de tribu, médicos, cirujanos, enfermeras, sacerdotes, si ése es el capricho de algunos de los invitados; caballos y sillas de montar, jauría de perros, armas, mujeres blancas, niños blancos, junto a las neveras repletas de carnes y pescados, alcoholes y bebidas de frutas: provisiones todas. Coches, ferrocarril, embarcaciones, y luego los arcones de perfumes, perlas y piedras preciosas, joyas, vestidos, trajes de ceremonia, si el weekend ha de concluir con conciertos de política y negocios de Estado. ¿Y cuántos, cuántos animales muertos? ¿Y hombres? No se cuentan. Pero tampoco es esto la tiniebla, sino la máquina del mundo que muele siempre su molienda: sangre y semen, el limo de la muerte. ¿Qué son una espalda de buscador de oro, plata o marfil, lacerada por el látigo, o sus entrañas vaciadas por el vómito? Si miráis los cuadros holandeses y hacéis cuenta de sus blondas, sabed que están tejidas en lo oscuro y húmedo de lóbregas estancias, porque la luz no debía dar sobre el hilo ni la tela, aunque la oscuridad se comía mientras tanto los ojos de las muchachas que tejían. Y, si miráis los nobles bustos de los Césares o de algunos Papas, debéis saber también que así se ennoblecieron porque el ganado humano de sus cocinas, sus cuadras y alcobas, así los moldeó, y probaba también el alimento que se les servía para guardarles su vida. ¿Y no se nutren burdeles y alcobas suntuosas de los grandes con los bocados de niños y doncellas, macerados en la alquitara del poder y del dinero? A nadie extrañará tampoco este ruido de la noria del mundo. Ni la tortura es la tiniebla, dijo la voz. El descoyuntamiento de los músculos con caballos atados a pies y manos, que tiran de ellos, azuzados para que salgan a galope hacia los cuatro aires; ni el potro o la estrapada, planchas al rojo vivo sobre la carne viva, ni el cordel, ni la llama, emasculación, la muerte lenta a cerbatana, los flechazos con desgarro, los enterramientos en vivo y la devoración por las hormigas. Ni la gran ducha de Auschwitz, aquella procesión de cuerpos desnudos, deseosos de limpieza y de ser liberados de la mugre y los piojos de un largo viaje en tren hacia el trabajo, y que inhalaban gas letal como se inhala el sueño. No, ni siquiera esto es lo oscuro. ¿Sabéis lo que es un muerto, cuando ya es cumplido el plazo que señala Hamlet para su corrupción? No lo sabéis, y no podríais soportarlo. Pero, escucha, escucha. ¿No habéis aspirado el olor de la canela y el comino, el almizcle, el clavo, la pimienta, la nuez moscada y el incienso, y no os ha parecido entonces mero metal muerto el oro, cadáver pálido la plata y guijarros las perlas y las piedras preciosas todas? Pero escucha la historia, escucha. ¿No habéis visto nunca los gloriosos libros, acomodados en sus estantes de caoba de una inmensa biblioteca, y su silencio? Allí están los incunables, los manuscritos, los libros pintados, las capitulares de oro y púrpura, las letras agotizadas o italianas, los maravillosos grabados de animales y plantas, los mapas de colores y planos y dibujos de mundos nunca vistos, hombres con un solo ojo, un solo pie, dos cabezas, hombre y mujer al mismo tiempo, cosmografías y cálculos geométricos, arquitecturas, ordenación de estrellas y planetas, libros obscenos, gastronomías, libros de guerra, medicina, sepulturas, soberbias encuadernaciones en plata, repujados, piel roja, oro estampado, y papel de sonido

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metálico que, al hojear el libro, parecería que anduvieseis con espadas; escritura arábiga como zigzag de relámpagos, la cuadratura de la hebraica, los signos chinos. Pero escucha, entonces. Esperó la princesa la carga de especias enviada por su príncipe como regalo de bodas, y acudieron a recibirla los grandes del reino. Desde cada ciudad o albergue donde la caravana que la traía se aposentaba, se enviaban noticias a la princesa, acompañadas con poemas de amor, cuyas comparaciones, símbolos y metáforas estaban extraídas del color y el aroma, la gloria in-corruptible de las especias; pero, cuando allí llegaron aquellos preciosos sacos de organdíes y sedas, lo que mostraron era como el desecho de los vientres de todos los habitantes del mundo, una corrupta lava de un olor insufrible, que inundó el reino y sublevó al pueblo contra el príncipe hasta que el olor de la sangre coagulada y putrefacta venció a aquel otro miasma de las especias muertas: la guerra de la canela y el comino, como la del Peloponeso. Más mortífera. Y escucha, escucha; porque cargamento de libros maravillosos fueron enviados a París desde las Antillas, en grandes cajas de zinc y con alcanfor embalsamados, temperatura ambiente, antihumedad, insecticida y las otras defensas para guardar la eternidad de los papeles; pero, cuando en Marsella se abrieron, sólo eran líquido y pastosidad de letrinas: carne descompuesta porque una rata había entrado allí de polizón simplemente. Un niño, que lo vio, sintió bascas incoercibles como las del preñado, y nunca más pudo tener un libro en sus manos, ni leerlo. Cuando creció, se convirtió en poeta puro de la palabra en el aire, como un Ave Fénix resurgido del estiércol del mundo y sus saberes, un pájaro inmortal. Pero ni esto es la tiniebla, ¿me entendéis? —Siempre es una avalancha —dijo la doctora a la señorita Mary. Mas en cuanto se sentaron a comer su bocadillo y beber su taza de café, comenzaron a cuchichear sobre no-nadas, porque la doctora también era divertida y tenían que olvidar lo sucedido; de manera que aquel cuarto de hora de su confidencia sería para otro día, con más calma. Y entonces, un poco antes de la hora del relevo, llegaron el médico de noche y su practicante, y hubo que pintar de nuevo, para ellos, las escenas del asalto al consultorio. —¿Volverían? —No, no volverían en un tiempo. Podían estar tranquilos, y ojalá no tuviesen como todos los fines de semana accidentes de tráfico. Ella no soportaba la carne humana, lacerada o muerta por una hojalata barnizada. Porque eso sí estaba muy cerca del corazón de la tiniebla. —Ellos son más inocentes —dijo. —Ellos ¿quiénes? —preguntó el doctor. —Los asaltantes —repuso ella. Así había desconcertado siempre, a todo el mundo, con sus palabras y sus juicios, desde el mismo día en que llegó, y en todos los lugares donde estuvo. —Tendré que irme para no hacerles más difíciles las cosas. —De ningún modo. —Sí, ya no es mi turno. Y rió. Se echó un echarpe sobre los hombros, tomó a la señorita Mary por el brazo, y se dirigieron a la puerta. —Busquen un taxi —advirtió el doctor. Pero ellas fueron paseando largo tiempo. Era la primera vez que la doctora se acercaba así ala señorita Mary, y ésta se confió en seguida, a los pocos pasos de caminar así juntas: —Temí por mi vida, o que me violasen —dijo la señorita Mary. Ella contestó casi con dureza: —Debe estar preparada por si ocurriera algún día. Luego la atrajo hacia sí, y le acarició el cabello. —Métase en la cabeza esto: si no nos quitan la alegría, no nos quitan nada. Volvió al silencio pero, como comprendió que no podía dejarla ir, le invitó a quedarse en su casa aquella noche. —Ha sido un buen día. Ya lo comprenderá. Muy bueno.

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La sonrió y añadió luego: —Por lo que pasó hace tiempo un viernes como éste. Calló un momento, y dijo todavía: —¿Qué tal idea sería irnos, primero, al cine?

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II Un Gran Hotel de una capital africana es como un hotel de Londres o La Habana, pero seguramente más cosmopolita. En él se oyen más lenguas y se ven más razas; y, sin embargo, tiene una huella o marca más europea que un Gran Hotel en Europa y, para los europeos, es su territorio. Con teléfonos, radios privadas, telefax, cablegramas, ordenadores, secretarias, en la sombreada terraza del jardín: un edén inimaginable en otras tierras, en el que plantas y animales domesticados parecen haber sido recién creados y mostrar aún sin secarse la pintura de su construcción, y ante los cándidos ojos de los aborígenes sirvientes —café, té, whisky, agua mineral, cigarrilos— se extienden allí sobre el impoluto mantel los diseños de la gobernación del mundo, y por eso allí posan los señores de éste. Se para en seco, desde aquel paraíso, la Bolsa de Wall Street o se congelan depósitos en Ginebra, se baja el yen en Tokio. Se lanza un libro, una bebida, una camisa, la carrera de la energía del átomo o una tesis científica, y se destina a la miseria a multitudes enteras en las grandes metrópolis, en el campo de la India o en esta África misma cuyo tan-tan o sonido de gargantas resecas llega a veces, en la noche, adormilado hasta estas terrazas. Aunque de esto sólo te das cuenta más tarde. Como las cuentas de un collar de abalorios, vas recogiendo briznas de conversación, telegramas dictados en voz alta; sorprendes guiños, oyes nombres, o ves la risa de hiena en labios complacidos de los mercaderes que se han llenado sus bolsillos, o han puesto la zancadilla a un pobre moralista que por azar andaba en negocios o había subido al pedestal político, e incordia con retóricas antiguas de justicia. —No, gracias; sólo agua mineral. —En quince días tendrá un susto, y se tornará sensato. —Ya. —Un accidente verosímil, supongo. —Nada de mucha sangre, es de mal gusto. —También agua mineral únicamente. —Yo ya soy viejo, no comprendo exactamente. —¡A-la-ba-ja! —¡Síííí! —Cuide aquí su estómago, hágame caso. Y cuando se levantaba y echaba a andar aquel vejestorio, los demás temblaban. Contaban en voz baja a los contertulios nuevos lo que se decía que se decía de los métodos de aquel sátrapa: guardaba todas sus defecaciones desde que comenzaba hasta que cerraba una operación de finanzas y luego ordenaba abonar con ellas el jardín de su villa, quizás este mismo jardín del Gran Hotel. Y, cuando le contradecían, advertía: —Aquí todo es mío, ya lo saben. Y, entonces, era cuando se levantaba con apremios de intestino y, si el vientre le sonaba, escuchaban ellos: —Es como si se movieran seis ejércitos. Trina en la tarde un pájaro parlero, y el sol rojizo arranca resplandores de bronce a la piel de una mujer tendida al sol, a veinte metros de donde discuten los señores, o ríen y se apaciguan. Todos ellos van vestidos con impecables trajes blancos, pañuelos rojos o azules en el bolsillo alto de la americana, grandes gafas de sol de montura gruesa y negra, lentes de oro, monóculo aún, y aquel anciano, ojos de lince, percibe la irisación de aquellos muslos de mujer blanca, y lo dice gorjeando. Y ríen. Pero una cifra es más excitante aún, y la seriedad de su lujuria contrae todos los rostros,

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tienen que alzarse sus sombreros blancos. —Y no hay más plazos, si no acepta —dice el anciano. Se oía un nombre y lo anotabas, porque hay que anotar siempre los nombres. Muchos de ellos sólo se oían una vez y, a la segunda vez que se escuchaban, ya eran nada porque ya estaban muertos los nombrados. Aunque los muertos también cuentan en estas cadenas de oro, no lo olvides, y sus nombres pesan. Y anotabas. Pero pronto aprendiste a anotar en la memoria, nunca en papeles: jamás. Oyes, escuchas, y no sabes qué, y no aciertas sus significados; pero luego, un día, todo se enhebra y todo ajusta: evolución, riñones, dólares, resistencia, banana, los veleros, sombra, sol, pariente, la Osa, velocípedo, el Sena, como sin sal, las minas, muslos, Su Majestad, el Louvre, ojeo, sábanas, misericordia, pagaré, los pensamientos, noche de Reyes, ni mazmorras, mercancía, blanda, toga, responsables. —Está cifrado, pregunte a Monsieur Pères. —¿Es de fiar? Caimanes, Baader-Meinhof, las Tullerías, el lavabo, curvas, un Mercedes, compra, el laberinto, la Cibeles, los galeses, camaradas, punto, tres puntos suspensivos, Vuestra Excelencia sabe. Y, luego carcajadas, pero no sabes sobre qué palabra se sostienen. Mas sabrás. Porque, cuando vuelven a reír, oyes: los griegos, la vacuna, americanos, un honor, tierras baldías, el café. Crucigramas para tu adolescencia: boda, noche, tetas, culo, misa, novio, desmayada. Risas, y en seguida: —Que vienen las señoras. O Monseñor bajaba a veces al hotel, las grandes fechas, y oías: los pobres, la moral, el ateísmo, educación. Te entraban ganas de llorar, y tú decías en el pasillo: tetas, culo, misa. Y te vengabas. —Tienen dos vidas, tres, y otra de noche —decía Cristina. Y nos los imaginábamos convertidos en monos. —Algunos, cocodrilos —decía también Cristina. —Serpientes, otros. —Hormigas devoradoras. —Chacales o hienas. —Sólo monos. Así que cuando ellos te ofrecían rosas traídas de no se sabía dónde, azules, blancas como Sirio, sonreías; pero luego las pisoteabas. —Machácalas —decía Cristina. —Creo que Robert te ha regalado un ramo de claveles. —Rosas, mamá. —Rosas, claro, ¿y dónde están? —Se me cayeron al volver en bici, se deshojaron todas. —¡Vaya! Robert es simpático ¿no? No contestabas. —Nos quieren vender —decía Cristina. Mirábamos por la cerradura de la habitación de mamá, y la veías tirar las flores, que a ella la habían regalado, contra el suelo. Pero, cuando salía al recibidor decía: —Gracias por sus admirables caléndulas, peonías. —Son flores africanas —decía aquel hombre. —¡Oh, sí! ¡En qué estaría yo pensando! ¿Por qué papá dormía o dormitaba siempre entre los hombres blancos? —¿De acuerdo, señor Cónsul? —¡Oh, sí! Sabía que delante de él no hablaban. —Su hija Cristina es encantadora.

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—Sí. —¡Qué asco! ¿no? —decía Cristina. Y nos vengábamos: —Misa, culo, tetas, mierda. —Es una indecencia solamente —dijo Mère Agnes, cuando se lo confiamos. —¿Por qué decir cosas sucias? —preguntó. —Ellos las dicen. —¡Claro! —Nos vengamos. —No. Son armas cortas. —Cierto —interrumpió Cristina—. Necesitamos una bomba. Y Mère Agnes rió. —Eso sí. Trabajaba siempre su jardín en el pequeño cementerio. Explicaba matemáticas en el colegio, y allí iba con hábito de monja; pero aquí se ponía pantalones para su trabajo. —Las cocottes en París, y yo aquí en África. Las únicas. Reía de nuevo. Señalaba la tumba de un pez gordo, que estaba coronada con un ángel con una trompeta; pero el monumento sepulcral se había inclinado, y Mère Agnes temía por sus parterres. —Era un gigante —dijo—. Pero ya no quedará nada ahí debajo. La tierra de África devora. Y añadió: —Era sordo, y le gustaba Parsifal. Luego contó que bajo la palmera yacía un santón que sólo comía dátiles y apenas se movió diez pasos de este árbol, según decían. Pasaba constantemente un rosario de huesos de dátil y repetía incansable: «Dios es grande y misericordioso.» —Sólo eso hizo en su vida. Calló un instante, cerró un poco los ojos, sonriendo, y añadió: —¡Bueno! También tuvo tres mujeres y once hijos. Y añadió: —Pero conmigo se acaba la estirpe. Punto final. Demasiados generales y frailes en la familia, demasiadas monjas y madres de ocho hijos. Había que parar eso. Nos reíamos también nosotras, y ella nos advertía: —¡A ver vosotras! —¿Nosotras? — Los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos. Os casarán, si os descuidáis. — ¿Y si nos enamoramos? —Puede ser. Pero entonces no os casaréis. Mirad Eloísa y Abelardo. —¿Dónde están los Abelardos? —preguntábamos nosotras. Y ella volvía a sonreírse, y señalaba hacia la casa de los locos, el hospital de incurables. Su ovalado rostro se transfiguraba y sus ojos se encendían; y como si su frágil cuerpecillo se agigantase: —No me hagáis caso. Este calor me trastorna, y no sé lo que digo. Tocaba luego la campana, y se acababa la charla. Veías en la capilla entonces, tras las rejas, a Mère Agnes y a las otras monjas. Tantum ergo, incienso. El Padre Maulnes diciendo: «Queridas señoritas, Dios las bendiga.» Las paredes blancas, el altar blanco, los bancos de caoba, algún ébano, como en el refectorio donde nos quedábamos para el almuerzo solamente, y en las aulas: blanco y caoba por doquier, y un toque de ébano. Juego de ajedrez toda África, y las blancas ganan: la partida tiene trampa. —Arena movediza el mundo —nos avisaba Mère Agnes—. No hay que pisar en él. —En septiembre, a Madrid —dijo mamá. —Que encontréis a Abelardo —dijo Mère Agnes. —¿En Madrid?

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lo sa! Estudiaríamos matemáticas, volveríamos. Pero entonces fue la extraña muerte de papá: una agonía de horas mirándose a un espejo: —Todavía no. Y luego: —No quisiera ver lo que he visto. —¿Qué, papá? —Investiga, investiga. Dios lo sabe. Tiritona, fiebre, vómitos, amarillez y tensión del rostro, luego oscuro, negro casi. No se podía hacer nada. Y el desespero del doctor: —No entiendo. Más tarde, el oficio y el cementerio de Mere Agnes. No le llevamos a Madrid. —Investiga, investiga. ¡Dios lo sabe! Y fue ya en vísperas de Navidad cuando abandonamos el edén con la serpiente: África. En el mismo avión viajaban muchos de los del traje blanco de la tertulia. —¿Y tanto médico? —preguntó Cristina. Nos hablaron de ayuda sanitaria, de estudios de enfermedades tropicales, nuevas. Y sonreían. Pero entre ellos hablaban la otra lengua: bungalow, cheque, muy bonitas, las arcas, el marfil, sin tratamiento, entre palmeras, la crónica, sólo negros, el Prado, vía Munich, los reintegros. Y al llegar a Barajas, entre los equipajes descendieron un ataúd de caoba: el anciano señor de la tertulia. —En brazos de un efebo —había oído Cristina. —¿Qué es un efebo? —preguntó mamá, distraída. —Seremos médicos. Mamá contestó que, en realidad, yo tendría que serlo, y olvidar las matemáticas. No había dinero para una carrera sin salidas prontas. —Está bien, mamá; seremos médicos. —El doctor Ribera os hablará. Y allí estaba esperándonos en el aeropuerto. Mediana edad doblada, pero enhiesto, pelo de plata, modales perfectos. —Pero traje de rayas, mucha sonrisa; no me gusta —dijo Cristina. —Estuvo en África, ¿no os acordáis? —El de las flores —me susurró Cristina. Porque ¿qué era África para nosotros? Una estancia de meses en el colegio, en el Gran Hotel, las fiestas entre blancos, y un lugar donde habíamos visto más blancos que en Europa. Los africanos ¿quiénes eran? Ni siquiera los criados amaestrados que nos sonreían. África era sólo un paisaje: noches profundas como lagos negros que te sumergían, una inmensa luna dorada sobre el silencio o inquietantes gritos, la planicie, la selva como un animal dormido, el río solemne y engañoso, y el sol dueño del mundo. Refrigeración en casa, el Gran Hotel, la iglesia y el colegio francés de Mire Agnes. El Padre Maulnes que había venido aquí como antropólogo, y hacía de capellán y profesor de lenguas. ¿Cuántas lenguas? Todas las de Babel, y thank you very much era el cumplido plástico con que todo se cubría como en la City. Pero veías los ojos, la sonrisa, el rictus serio, la indiferencia, mientras las palabras salían de las bocas, u oías los gorjeos de la garganta y su inocencia, o los silencios; tartamudez y miedo de la criadita muerta a latigazos porque había escuchado, visto. ¿Había escuchado? ¿Qué había visto? Oído solamente, entrevisto tras el seto, o a través de una ventana; pero aquí el aire es confidente, y las gallinas o las ocas alzan su cabeza a veinte metros, cuando pasas las hojas de un libro o roza levemente un plato con otro en la terraza. Ves el resplandor de un cuerpo, como si el aire fuera un espejo y te cegase; y quien ve y oye lo que no debe, paga. —Pagaremos, entonces, ¿no, Cristina? Porque papá había dicho que investigara y que buscara. Mamá había dicho que nos podíamos quedar con el piso de Madrid; y nos quedamos, porque ya

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no nos separaríamos nunca, nos decíamos. Pero ella tuvo que volver a África en seguida: en cuanto acabamos la carrera. Su familia de colonos daneses distribuía a sus mujeres como antes se hacía en todas partes: o matrimonio o convento, o se casaban o a la granja africana. Pero que me esperase un poco solamente, porque yo volvería allí. Veía en el mapa sus fronteras como geometrías, hechas a regla y cartabón: Monsieur Descartes, pero luego el sol y la blancura insoportable, la paja como panes de oro, colores restallantes o húmedos, la pudrición; amaneceres como el despliegue del Génesis en cuanto el horizonte plateaba y antes de que el sol escalase y se derramara como plomo derretido, y la selva echase a andar, que es la impresión que teníamos cada día. Porque te aturde aquel fantasma nocturno de la selva: oscuridad, traición, lianas, brillos fosforescentes, tactos viscosos, hierbas y flora ansiosas de tu carne, y luego los pozos profundos de los ojos de ellos, bajos y humillados, o fijos como los de los muertos, dulces o vengadores, dientes blanquísimos o ya podridos en la niñez misma. ¿Te acuchillarán un día? ¿Les dará tiempo antes de morir de hambre? ¿Qué piensan? Aprietan sus mandíbulas para mascar resignación, aprenden cortesías de esclavos, y sonríen; pero en alguna parte tiene que anidar su odio, y tiene que saltar si puede. No serían hombres de otro modo. El viejo que había muerto en brazos del efebo negro —son como antílopes o ángeles, ¡Dios mío!— tenía el rostro comido por las hormigas gigantes, dijeron: fue el castigo o quizás fueron los celos, es lo mismo. Los monos verdes verían su martirio como observadores imparciales, gustando frutos o entrelazados por el sexo, como inspeccionan nuestras vidas, o miran desde los árboles o el tejado el trajín o la tertulia de los hombres vestidos de blanco con su charla misteriosa en el jardín del Gran Hotel, y la vida toda de oficinas y casas, como si fueran a escribir la historia de los hombres: teletipos, ordenadores, copiadoras, secretarias en minifalda, de turgentes senos, muslos lascivos, miradas cómplices, mayordomos altísimos y flexibles como juncos con cien ojos y diez manos, oídos penetrantes, correveidiles, corrompibles; abren la puerta baja de atrás en los corredores para dar paso a efebos, prostitutas, magos; hojean estampas y revistas pornográficas hechas por los blancos, guardadas en los suntuosos estantes de ébano bajo las Biblias de la Sociedad Bíblica de Londres, y los informes de la Bolsa. Se ríen los monos apoyados en la cruz de la espadaña del Colegio Francés, y la toman como percha de sus despojos. Gritan luego, de placer, y muestran sus hinchados genitales; a veces son despanzurrados por un coche, y sus parientes hacen luto. Son avisos. —Todos estamos condenados —dijo en el Gran Hotel aquel banquero calvinista. Pero rieron: no había dicho «virus». —Esta palabra no se pronuncia en África —habían advertido en la tertulia a aquel joven ruso, que andaba como un pope. ¿También rusos? E indostanes, nipones, chinos y malasios, malteses y colombianos o chilenos: Bank, Bank, Bank; Clinic, Clinic, Clinic; Mission, Hotel Majestic, Grand Hotel, Astoria, Mission, Evangelica Mission, Information, Turist, Grand Tour, Oppenheimer Foundation, Change. Lengua única, traducción en cada caso: On parle toutes les langues. Pero un nombre impronunciable como el nombre del Dios de los judíos: el tetragrámmaton, y él también de cuatro letras, que no quieren decir nada, pero ponen en la carne igualmente el pavor antiguo del Dios que incendió la zarza silvestre con sus ojos, y luego envenenó la sangre de los hombres o, golpeándolos en la cadera, les dejó cojeando tantos siglos hasta que ha sido destronado. Y, cuando tocabas con el bisturí de disección el nervio ciático en la Sala de Disección, te acordabas. Porque La lección de anatomía de Rembrandt es muy seria, pero la Sala de Disección te llena de ganas de vivir para siempre, y te da mucha alegría. La doctora oía alborotar y reír a Mère Agnes cuando estaba en su jardín o iba a la casa de los locos, y le decía a la señorita Mary: —Señorita Mary, ahora que es joven tiene que entender lo de la alegría. Madrid era muy serio entonces. Como si fueran regidores los caballeros de la gola tiesa que están en los cuadros de El Escorial, el Prado o Toledo; lleno de lazarillos y de hidalgos, busconas y tedio; santurrones y toda la otra fauna, convertida luego:

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—El bobo de Coria va para demócrata —decía Cristina. O: —Exportación de santos y donjuanes. Sociedad Anónima. Te ríes del mundo en la lección de anatomía; y luego, cuando te muestran una nación, una ciudad, una casa, un continente, todos los mapas y los planos, carteles y postales, suntuosos libros o agendas de turismo, pasas el dedo contando: abadía, iglesia, museo, Cortes, Palacio, jardines, reservas ecológicas, Gran Hotel, cataratas, la Torre Eiffel, Picadilly Circus, la Sirenita, Ávila, Singapour, Nairobi, Baños Romanos, Bancos, burdeles, restaurantes, preguntas: —Y el matadero, ¿dónde está? Y, luego, sonriendo: —¿He hablado mucho, señorita Mary? No. Solamente «síes», «noes», una advertencia, una sonrisa. —Un brujo de pueblo en África, con su lanza en ristre, haría huir a estos inocentes. —Pero matan, doctora. -Sí. —¿Y por qué matan? —preguntó finalmente la señorita Mary.

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III El juicio, a que dio lugar un altercado entre pacientes que esperaban para consulta, fue lo que llevó a la doctora como testigo ante los tribunales, y ofreció también la ocasión para que en el consultorio se supiesen unos cuantos datos ciertos de su vida, además de su nombre y apellidos: su nacimiento en Madrid, sus estudios médicos allí, en París, en Alemania. Sus estancias en África ni se nombraron. Estado civil: soltera. —Uno de sus carnets pone divorciada. —Lapsus burocrático, señor. Es indiferente. —¿Cómo? ¿El estado civil indiferente? —Desde luego. —Perdone, pero tengo que preguntarle si tiene hijos. —No. —Sus papeles le serán devueltos inmediatamente; excúsenos. —Sí. Y, entonces, fue cuando el juez le interrogó sobre aquella única nota personal de su cuadernillo con las tapas azules en la que se hablaba deque ella había estado una última vez con M. Porque el juez no tenía más remedio que preguntar después de lo que había ocurrido en el consultorio. Iban allí jóvenes que se hacían pasar por enfermos, y en realidad allí acudían a hacer pequeñas transacciones de droga. Y lo que había sucedido era que, durante la reyerta de dos de esos jóvenes, dos muchachas, en la sala de espera, una de ellas acusó a la otra de guardar allí mismo, en la clínica, su alijo de droga, y la denunció. La muchacha conocía a la señorita Mary y, de vez en cuando, pretextaba no querer ir cargada con su bolsa de lona, insinuando la posibilidad de dejarla allí para volver en seguida a buscarla. La señorita Mary aceptó siempre, y depositaba la bolsa en el armarito en el que guardaba sus propias cosas. La policía realizó un registro, y apareció droga en el interior de unos zapatos recién comprados que había en ese bolso; pero la policía se llevó también los papeles que había en los cajones de aquel armario ropero, mitad por mitad compartido con la doctora, y entre ellos el cuaderno azul de ésta que, salvo aquella nota sobre su encuentro con M., sólo mostraba anotaciones de tipo profesional, aunque entre éstas también figuraba una sobre alguien denominado igualmente M., que necesitaba una revisión médica entre el 6 y el 7 de noviembre. Y con M. también comenzaban el nombre y primer apellido de la muchacha que, abusando de la benevolencia de la señorita Mary, escondió la droga en la consulta, y la señorita Mary estaba inconsolable. —El honor no es nada —dijo la doctora. Pero todos, y no sólo la señorita Mary, sentían como un baldón o una gran vergüenza sobre ellos y sobre el pequeño consultorio el hallazgo de aquella droga, las declaraciones ante la policía, el juicio y, especialmente, la picota de los periódicos. Uno de los médicos de día pidió inmediatamente su traslado, y el resto del personal, así como las gentes del barrio, se deshacían por restablecer su buen nombre. —¿Qué buen nombre? ¿También el de la muchacha detenida? Y añadía: —Los periódicos no se leen. El honor no es nada. No la podían comprender y, menos que nadie, la señorita Mary. —Yo quiero estar limpia de toda sospecha.

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—Usted está limpia de culpa, ¿qué más quiere? ¿También quiere estar libre de sospecha? El hecho había sucedido a poco de llegar la doctora al consultorio, y sus reacciones no habían sino desconcertado a todos, ya muy desconcertados por su personalidad. ¿De dónde venía? ¿Quién era? ¿Por qué venía aquí? Y no se lo preguntaban de palabra, pero sus rostros y, sobre todo sus ojos, eran una permanente interrogación. —A atender a los enfermos vengo, y a ganarme la vida. No soy rica. Y, luego, dijo: —Pero, si les trajera alguna complicación, me iría. Entonces la rogaban que no lo hiciera. Incluso al principio, cuando las relaciones eran duras, gélidas casi. Y más tarde fue cuando sobre todo la señorita Mary, pero también los otros médicos, trataron de insinuarle el tuteo, alguna camaradería, una familiaridad; pero ella dijo: —No. La creyeron orgullosa, poseída de sí misma, caída de alguna alta torre; pero no acertaban a afirmarlo contundentemente porque ella, la doctora, había recogido vómitos del suelo, acarreado orines, recibido las heces de un enfermo sobre su propio vestido, sin hacer un solo gesto, salvo el de una sonrisa admirable. Cuando las mujeres de la limpieza querían moverse, ya había acabado ella y, si un día se retrasaban, se encontraban con la tarea hecha y, al verlas con sus ropas de trabajo, preguntaba: —¿De qué vienen disfrazadas esas señoras? Porque ella, salvo la bata clínica que se ponía para la exploración de los enfermos y las curas, todo lo demás: desde la consulta al arreglo de la cocina, lo hacía sin proteger para nada sus sencillísimos y admirables vestidos, y sin quitarse sus zapatos de tacón altísimos. La señorita Mary se atrevió a preguntarle un día por su modisto, y ella soltó una carcajada: —Desde que tenía diecisiete años, me hago mi ropa, señorita Mary. Hizo un silencio y añadió: —Excepto los uniformes de colegiala en África, desde luego. Ni los pantalones cortos de descubridoras, cuando íbamos de excursión. Y añadió malignamente: —Y también alguna monja: Mère Agnes. Y le sentaban muy bien. ¿Cuándo era eso? La señorita Mary no podía creerlo y, cuando la doctora se lo aseguró otro día a los otros médicos, estos ofrecieron una sonrisa masculina, que quería ser de picardía y pedía complicidad; pero ella contestó: —¡Oh! En África, en punto a erotismo, no son nada la rodilla, ni la tibia y el peroné de una monja. Y sonrió; aunque sabía muy bien que la Superiora de Mère Agnes pensó escribir a Roma, pidiendo una dispensa para la jardinera del colegio, pero Monseñor la disuadió de que turbase aquellas conciencias papales con estas moralidades. —Por poco tengo que ir a enseñar allí las piernas —decía Mère Agnes. ¿Se imaginaba a aquellos viejos tories, solteros y vestidos de rojo, indagando cuántos centímetros de pantorrilla podía mostrar una monja a los muertos de su jardín conventual, o del cementerio de al lado? Cristina y ella se reían y Mère Agnes imitaba a la vieja priora moralista, que también quería consultar al Señor Nuncio si las hermanas podían poner una sonda urinaria antes de una cierta edad en el enfermo. Deben e-vi-tar-lo, si pueden, y buscar al enfermero, decía la Superiora arrastrando la erre de «evitarlo». —Era un poco jansenista mi Priora —decía Mére Agnes. Pero buena chica. —Yo no me puse jamás pantalones, ni largos ni cortos —dijo la doctora. Y añadió: —Desde luego, aquí no estamos en el trópico. Era evidente que no le agradaba que ellos fueran informalmente vestidos, que se desprendieran

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de las chaquetas y corbatas, o que la señorita Mary fuera sin medias, o con zapatos deportivos. Ella iba siempre elegantísima. —Como para la ópera —les oyó una vez. —No. Como cuando se tiene oración. Y aquí es lo que yo hago. Les seguía desconcertando. Vivía en un pequeño piso, no lejos del consultorio pero no en el barrio, y hacía sus traslados a pie o en autobús ordinariamente. Sin darse cuenta, al preocuparse tanto por ella, la estaban como vigilando o controlando, y ella les aseguró que, desde luego, tenía sus secretos. Y ellos traducían: buenas aldabas. Desde los primeros días en que llegó, todo comenzó a transformarse en el consultorio, y ella lo convirtió en algo nuevo. No tiró ni un tabique, no mudó una ventana, no tocó una baldosa; pero cambió la disposición de todo, trajo cuadros, libros, macetas, alfombras, música. Hizo bajar el tono de voz de la conversación de todos, ordenó la luz del día y de la noche, hizo hueco al silencio, y el consultorio parecía una clínica de lujo. Aunque allí no había olor, ni rastro de dinero por parte alguna, no desechaba una sola silla vieja, y los ventiladores que funcionaban en las estancias eran de los antiguos. Como en África. Pero sólo fue mucho después cuando se percataron de todo esto: cuando la paz y la alegría que había allí les fue invadiendo a todos, y parecía imposible que pudieran ser perturbados por nada hasta que ellos irrumpieron allí: «Los Inocentes.» La doctora se dio cuenta, en seguida, de que la señorita Mary sabía quiénes eran. Ni siquiera había tenido que cavilar para reconocerlos, y quizás sólo sentía miedo; aunque en la comisaría no tuvo que mentir porque las fotografías de ellos no estaban entre las que le mostraron. Sus padres y sus madres, sus hermanos y hermanas, más pequeños o mayores, eran atendidos en aquel consultorio, cuyas salas de consulta y exploración destrozaron. La señorita Mary misma se había encontrado con ellos a veces, en el barrio, cerca del consultorio, y la habían saludado para preguntarle: —¿Se morirá el viejo? —No. Hay viejo para rato —decía ella. Y se lo agradecían. Pero, cuando estaban en el oficio de su cólera ¿no eran otros? Sí, lo eran. ¿Y cómo iba a reconocerlos? ¿Y si no eran ellos? ¿Y si eran otros? —Siempre somos otros y los mismos —le dijo la doctora. Como cuando Cristina y ella volvieron a encontrarse en África para incorporarse como médicos a la misión, al hospital, al laboratorio. Todo era lo mismo y bien distinto: el mismo rincón del jardín del Gran Hotel con sus hombres blancos, las mismas fiestas, las mismas cacerías, las mismas noches, los mismos días, y diferentes. Mère Agnes, en la cincuentena larga, seguía con su jardín, sus matemáticas, y la casa de los locos; pero había descubierto algo imponente: —¿Sabéis lo que he descubierto? Soy un genio, y tendría que hacer una peregrinación como Monsieur Descartes, cuando descubrió el «Pienso, luego existo». El pabellón de los locos era una larga nave, que en otro tiempo había sido un silo de algodón y luego había quedado dividido en estancias: el comedor, los dormitorios, la cocina y, la más amplia, la sala de estarse quietos todo el día; porque la locura africana es filosófica y tranquila, y rara vez las enfermedades mentales eran allí como en Europa, frenesíes y desasosiegos, alternando con decaimientos, furias como las de los chamanes, el león o el tigre hostigados y hambrientos. —La casa de Monsieur Descartes, en París, es ahora manicomio ¿lo sabíais? De ordinario la locura se manifestaba aquí, en África, en un estado de indolencia y de abulia; los ojos reflejan una placidez en su mirada como los de los santos de las catedrales románicas, y como los budas; sus bocas se ofrecen en una perenne sonrisa. Y como si el genio gótico o romántico hubiera ungido a aquellos hombres de ébano con sus aceites, se están con su mano apoyada en la mejilla, y sosteniendo la melancolía o poseídos de una insondable tristeza. —Como la Melancolía de Gheyu; no la de Durero: «aquella aflicción tan calamitosa de alma y mente, que a menudo oprime a los hombres de talento y genio». ¿Os acordáis? Se sentaban con las piernas cruzadas o extendidas durante horas y horas, en aquel anfiteatro, como parlamentarios de ébano, si hablaran, pero no abrían sus bocas, y Mère Agnes podía decirles

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cualquier cosa: hacer un rezo, contarles historias, trazarles en aquel muro ángulos, circunferencias, rectángulos o rombos, o describirles el mundo. Podía leerles vidas de santos, los periódicos, o el listín telefónico: la escuchaban impasibles. Todo dejaba en su indiferencia a aquellos seres, incluso cuando les alimentaban, les lavaban, les asistían en todas sus necesidades. Y, sólo a veces, un asomo de tímida sonrisa conformaba sus labios: un instante solamente. Pero Mère Agnes hizo el hallazgo. Había una cosa que les excitaba; agrandaba sus ojos, hacía reír sus labios, desentumecía sus miembros, y les hacía pronunciar palabras, removerse en sus asientos, sentirse quizás felices: el nuevo teorema de Pitágoras, «Los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos». Aplaudían. Ni entendían, ni podían entenderlo, ni Mire Agnes trataba de que entendieran, pero les convencía, les era revelada ahí la pieza maestra de la maquinaria del mundo, y Mère Agnes vio la luz con ellos. Ningún blanco, loco o no, comería sin gana, se dejaría curar al vivo una herida, o depondría su cólera o su melancolía al oír la enunciación de todo Euclides; pero ellos, las mansas criaturas de color negro y ojos tan grandes que, cuando se enervaban con la cólera y el odio machacaban cráneos, abrían vientres y se devoraban entre sí —porque toda criatura dulce e inocente tiene en el poso de su alma más violencia que el corazón del tigre— tragaban su comida sin deseo, no lanzaban un lamento por sus heridas supurantes o rendían su furia, cuando comprendían que los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos, y así es, y bien está que sea así y para siempre, gobernando al mundo. Y, si Mère Agnes dibujaba en el muro ángulos y triángulos, y sus grados y combinaciones, entonces se alzaba de aquellas bocas, hasta entonces selladas, un ¡Oooh! y un ¡Aaah!, y ¡Pitágoras, Pitágoras, Pitágoras!, en tono tan alto y armonioso, grave y desde dentro del ánima, que ningún europeo lo sostendría, ni siquiera en una quinta, ante un Tiziano, un Veronese, o la Novena Sin fonía de Beethoven. —Pero no éstos, sino aquel teorema es el que gobierna el mundo. —El dinero. No éste, sino aquel teorema: escucha. El dinero sólo es el aceite de una máquina, o el servicio de vajilla de oro con que celebra sus convites la civilización: antropofagia carne y sangre de los miserables, su extracto de sopa o soluble coffee, normal funcionamiento, ley del mundo, aunque todos esos miserables no lo sepan porque no están civilizados. Viven en la tiniebla. Pero ni siquiera ese festín es la tiniebla. La tiniebla no se pronuncia: el tetragrámmaton o nombre misterioso del dios de este tiempo no se conoce y, sin embargo, la doctora y Cristina veían ahora, cada día, los huesos de las víctimas sacrificadas: altos y bajos, ricos y pobres, el pastor en su cabaña y los hombres vestidos de blanco en sus villas o en una clínica de Massachusetts. —¿Es una enfermedad? —Es una ofrenda. Envíos de muestras al Instituto Pasteur, y respuestas enigmáticas: —Origen. —Inconnu. —Évolution. —Inconnue. —Traitement. —De défense. —Naturaleza. —On ne sait pas. No se sabe. Es un dios. No se pronuncia; y, sobre su nombre, escalofrío y silencio. Es el señor del mundo, y está en el ojo de lo oscuro, en el misterio: el limo amarillo de los ríos, los altos árboles que se alzan como toldo verde, cocimiento de yerbas, hartazgo de serpiente, gritos sexuales, aullidos de muerte, hilera de matraces. Matraces y retortas con sangre, con orina, con semen, con esputos, líquido prostático, bilis, sangre menstrual, mucosidades, líquido encefalorraquídeo, quimo, heces, lágrimas de mono y hombre, de hombre y mono, y los monos dormitando en sus jaulas antes

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de ser destripados. —¿Para qué? —Para nada. —Prefería no haber visto —dijo la doctora. Pero papá dijo: «Indaga, indaga, Dios lo sabe.» —Es imposible —aseguró Mére Agnes. —Es imposible ¿qué? —Que Dios sepa. —Que Dios sepa ¿qué? —La tiniebla y el mal. Ella, la doctora, lo había visto desplegarse con toda inocencia como manifestación inevitable de la naturaleza viva y por doquier: muerte y devoración por todas partes. Y escucha y ve entonces: el asesino, que mira por el fusil telescópico a su víctima y dispara, es solamente el ojo del tigre que ve, y el cuerpo del tigre que salta. No oigáis mentiras. No es verdad que un hombre tenga que ser avezado en el asesinato y la tortura, sólo tendría que serlo en la compasión o la misericordia, y no puede hacerse, no hay técnicas. Entra en la oficina de Herr Oberführer en Auschwitz, Birkenau o Treblinka, y departe ante una copa de jerez con ese hombre encantador, doctor por Oxford, abismado en Goethe, en los románticos, enamorado de las vírgenes de Filippo Lipi, y devoto de Bach, sus oratorios. Quelle finesse! ¡Ah! ¡Cómo estas espirituales sangre y linfa de siglos le otorgan el ojo impasible de los dioses, sus oídos celestes para ver y escuchar, desde el Olimpo, sangre, llanto, quejidos, carnicería, gritos, desespero! Y en su nariz el olor a carne quemada es el gran holocausto solamente debido al superhombre, que el Dios judío no aguantaba, un Dios salvaje e ignorante, en estadio primitivo, cuando aún no se cocía la carne: Lévi-Strauss. —¿Será pecado ser doctor, Mère Agnes? —Peut-étre oui, ma chère, et nous le sommes. —Los inocentes no. La señorita Mary no entendía. —Pero matan. —Sí. Los tres ángulos de un triángulo suman dos rectos. No puede ser de otra manera. —¿Y qué hacemos, Mère Agnes? —Recomponer cuerpos, remendar calcetines, cultivar flores, cuidar un gatito, hablar de Petrarca a un ignorante, sonreír, la oración. Dormir la siesta. Cenar sopa de tomillo. —Indagar —decía Cristina. —Para saber ¿qué?, si ya sabemos. Entonces volvíamos a los crucigramas de laspalabras oídas, gestos observados. Ahí estaba la novela entera, ciertamente. Después de la Facultad, vino el doctorado, luego París, clínica alemana, el mundo, los conciertos, ópera, teatro, las tertulias y salones, bistrots, Barrio Latino, soirée de madame la comtesse, los poetas. Y aquí también hacían «rincones» los señores: grandes temas. Las catedrales se hunden, los campos se vacían, una cultura muere. Perdón, madame, las campesinas tienen la carne fresca y dura, y no exigen ceremonias en la cama. El pueblo es el mejor crítico. Lo sabemos por Monsieur l'Ambassadeur: cuando el gran novelista llega a casa, madame la charcutière le pone un collar de perro y le ata con una cadena a la pata de la cama, o a dormir en la perrera. ¡Guau, guau! Lección de sexo, veinte palabras en seis idiomas aprendidas en los diccionarios contra la mañana: el experimentalismo es ascético, señores. ¿Y nuestras tierras arrendadas de siglos?, preguntaba madame. No sea sentimental, y conviértalas en bonos, dijo el banquero. Nosotros tenemos un hotelito en Saint-Jean de Luz con piscina de porcelana de Sèvres, 1800. Pero las tías, allí en Italia en su villa tenían una cama episcopal para seis. Risas. Mas si se iba por ese lado, el marqués debía saber que en Auschwitz o en un sitio de esos tan atroces había un relato de Boccacio encuadernado en piel de muslo de muchacha circasiana. ¡Oh, no! No nos vamos a creer que los nazis tuvieran tan buen gusto. ¡Dios mío! Monseigneur es pariente de mamá, ya no entran monjas. No, el feminismo. Pero Shakespeare no era feminista. Nosotros, esta semana, publicaremos estadísticas sobre la

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pobreza, el hambre: países coloniales, claro está y algunos casos aislados en Europa. ¿Muy aislados? No afectan al crecimiento del P.N.B. ¿Sin fotos? En la televisión pusieron un acto inter femora. ¿Qué es eso? Creo que Vuestra Excelencia pertenece a los Templarios. Es una historia larga. Pero ahora, en la novela, no debe haber personajes, eso es burgués. Sólo palabras. Palabras, palabras, palabras: mariposas y juego. Todavía recuerdo yo aquellos encantadores miércoles de ceniza, dijo madame: pura delicia, muy coqueta la mancha oscura bajo un pelo rubio, polvillo de mariposa, pero impresionaba. ¡Fíjense que telefoneamos a la Academia en plena sesión solemne: diga, diga. Memento mori, hermanos! ¿Recuerdan ustedes cuando entró nuestro amigo, aquel miércoles de ceniza, vestido de mosquetero en Saint-Julien? Luego se suicidó al año siguiente: chagrin d'amour, madame. No sería tanto. No, se lo diré al oído: sífilis incurable, ya no tenía pestañas y su rostro estaba ennegrecido como el de César Borgia, y el gran escritor no llevaba velo. Estaba gordo y sudaba, pero quelle délicatesse! Era un cerdo. Poor old man! , decía el viejo Jonathan mirándose al espejo. El espejo en el burdel, he ahí una tesis que no me canso de recomendar a los jóvenes historiadores. Si supiera que la vichyssoise estaba hecha por una cocinera gorda, no la tomaría de ningún modo. Excepto si fuera una holandesa blanca como la leche ¿no? Eso sí, madame: debilidad por la pureza. Y lo que no se puede hacer es dar un premio a ciertas gentes. Pero en esa novela llueven pétalos de rosa, monsieur. Es mágico. ¿Mágico? ¡Oh! La petite Thérèsse de Lisieux prometió que tras su muerte haría llover rosas enteras. ¿Y llovieron? El realismo social tuvo su momento, de manera que la respuesta es obvia, dijo un crítico. Algo seco quizás el social-realismo. Pero Lawrence encontró la dimensión mística del sexo. ¿Otro canapé, señor? La Bolsa sigue bien. ¡Ah, el pobre!, fue, como Gide, a África y murió del mal, pero tenía ideas geniales: un espectáculo de rock y pomo duro ante El entierro del Conde de Orgaz. Tapada, desde luego, la parte superior para no ofender los sentimientos religiosos de nadie: yo soy demócrata. ¿Y el obispo que hay sosteniendo el cadáver? Cabría hacer algo exótico con él. ¿Con el muerto? Bueno, también. España estaba muy atrasada. —¿No le parece, señorita? —Soy nórdica —contestó Cristina—. ¿No ve mi pelo? Luego me señalaba a mí: —Como el pelo de ella, pero ella nació aquí. —¿Dónde? —No sé, donde estamos. —De Sir John Paul Sartre nadie se acuerda. —Era bizco, ¿no? —Very, very, sexy, el San Antonio del Bosco; very sexy. Pero no se hagan ustedes ilusiones: si no publican en papel de gran gramaje, pasarán en seguida. Ahí está el secreto: gramaje y páginas. Se es genio a partir de los seiscientos o setecientos gramos. Y si os dibujan u os hacen un retrato, nada de abstracto ni de Bacon. En esto se impone el clásico. ¿Y para las señoras? ¡Oh! El barroco de Rubens para la intimidad, Modigliani para el salón o el comedor. —Pero usted es vanguardista. —Los retratos son asunto antiguo, madame. Ahora la gente se psicoanaliza. —El café luego, en el salón verde —dijo madame a una doncella—. He cambiado de idea. Es más tranquilo. Porque todos son viejos, aunque tengan treinta años: miras sus labios, si sonríen, con espumilla de lujuria o regüeldo; sus ojos tristes, su dentadura como la de una vanitas; cuenta cuántas veces han pronunciado la palabra «orgasmo». Así que están cansados. Pero estos sillones, silla, sofás, entredós y chaise-longues tan preciosos, ¡son tan incómodos! —Por eso estaremos más a gusto en el salón verde. —Confidencial. —Tranquilos, sin que nadie nos moleste. —Ni el servicio.

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En el sofá de poliéster del pequeño consultorio, que ellos habían destruido, había muerto una vez un mendigo, contó la señorita Mary. —Apareció por esa puerta, y dijo: «¡Estoy tan cansado!» Se sentó, y se desplomó en seguida No pudimos hacer nada: se quedó muerto. —¡Claro! —comentó la doctora.

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IV Estaba segura de que todo el secreto era acertar con la palabra clave de todo aquel crucigrama que bailaba en sus cabezas desde que habían oído las hilachas y briznas de las conversaciones. —La clave es muy sencilla: «Hágase esto», como «Hágase la luz» —dijo Mère Agnes. Soeur Briquet había contado, durante el tiempo de costura, que este año había vacunas en abundancia contra el sarampión, el tifus, la escarlatina, qué sé yo. Y era para celebrarlo. Pero Mère Agnes la había desengañado. —¡Qué sé yo! Todavía pueden negarse a traernos esas vacunas. —¿Por qué? —Porque sí, porque pueden decidirlo. —Pero los niños morirían. —Sí. Los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos. —Y entonces a Soeur Briquet se le había caído la labor del halda, porque se le saltaron las lágrimas y se había llevado las manos al rostro. —Repórtese, recoja su labor —dijo la Priora—. ¿Qué podemos hacer? —Pues algo —repuso Mère Agnes. —¡Lo que diría! —comentaba luego Cristina—. ¡Temblaría el convento! —¿Sabéis? ¿Os dais cuenta? ¡Mirad! Nos señalaba Mère Agnes, con un movimiento de la cabeza, la tertulia de las señoras en el hall del Gran Hotel. ¿No habéis oído? ¿Y en las cocinas? ¿Y en las solanas de las aldeas, o en los corrales? Embarazos, partos, reglas, gordura, enflaquecimientos, el pelo, la depilación, las cremas, las arrugas, las camas, los vestidos, la lencería, las comidas, las reuniones, los viajes, los amantes, los hijos, la jaqueca, la canasta, el tenis, la misa, el té, el aburrimiento, y el sueño, en fin, el sueño. Cada día peor la servidumbre y, para ésta, siempre los señores se parecían a los señores. ¿Cuál la diferencia? —En Europa hay vacaciones —dijo una vez un mozo de comedor o pinche de cocina. Y fue la Fronda. El director del hotel en persona expulsó al revolucionario, y sólo porque era un loco, aseguró, no lo azotaba. Pero el señor Cónsul de algún país honorable abatió a tiros a su esposa y al amante de ésta para ejemplo. ¿Quién quería protestar entre el servicio? ¿Y entre las damas? Nadie. Las palabras de las mujeres como la de los criados, escucha, no forman parte del crucigrama del mundo. —Como las palabras de Soeur Briquet o del Evangelio —decía Mère Agnes. Y añadía: —Pero yo estoy aquí por ellas. —¿Y nosotras? —Para indagar, ¿no? —¿Y quién indagó la muerte del mendigo? —Nadie. Vinieron a llevarse el cadáver —dijo la señorita Mary. Calló un buen momento, como avergonzada, y aclaró luego: —Le pidieron de la Facultad en vez de hacerle la autopsia. ¿Para qué? —¡Claro! Como en todas partes. Muy bien. Durante años enteros, el pequeño consultorio había sido poca cosa más que una oficina de pases para el hospital, o la comprobación de que aquellos pacientes habían acudido tarde. El consultorio

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se había levantado, como tantos otros consultorios de barrios extremos en los suburbios mismos, como propaganda política de asistencia sanitaria, y allí unos cuantos médicos y practicantes o enfermeras, como las antiguas gentes del Oeste americano, buscadores de oro, misioneros visionarios, inadaptados sociales, marginados, se habían puesto a luchar contra los ejércitos de la muerte, con aspirinas y calmantes, cuatro lancetas, algodones, vendas, mercromina, alcohol y agua, o preciosas ampollas de medicinas contra ataques cardíacos, o penicilinas que no había que gastar. Junto a la puerta de la consulta había una placa de mármol con la palabra «Consultorio», y las gentes esperaban que fuese un ensalmo. —Pero cuando venían aquí, ya era al término de sus vidas, porque ya no podían trabajar, y entonces... —¡Claro! Los señores de blanco reprochaban a la Misión de Mère Agnes haber abierto un consultorio y un hospital, y atender la casa de los locos. Es decir, haber llevado allí la enfermedad civilizada. ¿Es que los enanos y bufones de Velázquez iban al psiquiatra?, dicen. ¿Consultaban a médicos y cirujanos las tribus de los cojos, ciegos, patizambos, mancos, bocas podridas, idiotas, rencos, comidos por la tiña, casposos, barrigudos, esqueléticos, malolientes, muertos de hambre, ojos saltones, legañosos, y uñas azules? ¿Acaso no les bastaba el brujo? —No —decía Mère Agnes—; y ahora saben ya que la suma de los ángulos de un triángulo equivale a dos rectos y que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. ¿Qué se piensan los señores? Lo decía más convencida aún ahora. No había perdido energía en estos años transcurridos, ni tampoco alegría y sans façon; pero su rostro era más pálido, su sonrisa como apaciguada. Seguía cuidando el jardín-cementerio, y ahora se sentaba en un banco o sobre el leve promontorio de una tumba, y ponía con melancolía sus manos sobre el halda, las abandonaba. Ya no ironizaba sobre los fabricantes de riquezas y sus horribles monumentos funerarios. El ángel con la trompeta de la tumba del magnate había seguido inclinándose amenazadoramente como la Torre de Pisa sobre los parterres de Mère Agnes, y ésta había colocado una madera como una espiga o rodrigón, gran arbotante apoyado en una de las mejillas, y era como un ángel pensante o desgraciado, que necesitase ayuda. Hablaba con su maravillosa voz, llena de música y pastosa, pero en un tono más bajo y susurrante. —¡Dios mío! ¡Si ya tengo sesenta años! Soy una vieja. Pero luego, como si se deshiciese de ellos, se ponía a moverse entre las conventuales tumbas para leer las inscripciones: —Soeur Claire, 89 años; Soeur Gertrude, 92 años; Mère Marcelle, 79 años: la más joven. Así que todavía soy una niña, y puedo ayudaron. Ellas habían visto lo que nosotros buscábamos y, sin embargo, vivieron tanto tiempo. Porque se debe vivir después de haber visto el hondón de la tiniebla. —¿Estáis dispuestas? —Sí. —¿Qué había visto papá? —Quizás vio el fondo. —Le mataron. —Quizás sí. —Quiero saber por qué. —Dejadlo, ¿qué más da? —No —contestaba Cristina. ¿Es que ya no se acordaba Mère Agnes de lo que nos contaba de Santo Tomás de Aquino? ¿No se acordaba? —Era un conde. —Sí.

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—Y le daban miedo las mujeres. —Sí, ¡qué tontería! —Y a una muchacha, enamorada de él, la corrió con un carbón encendido. —¡Pobre muchacha!, ¿no? —dijo Mère Agnes—. Pero él era un genio. —Sí. Los genios tienen cosas así, pero que se acordase Mère Agnes de aquello que las contaba de aquel viaje que hizo él, tan largo, cuando estaba ya al final de su vida, cuando estaba gordo como un buey, y se había vuelto taciturno. —Era tan gordo, que le habían hecho una mesa especial, cortada por un lado en forma de media luna a la altura de su estómago, para que se pudiera acercar cómodamente a ella. —Exceso de grasas, o cuestión de metabolismo —diagnosticó Mère Agnes. Luego, se quedó un momento en suspenso, como si no hubiera concluido y añadió: —A menos que bebiera cerveza en abundancia... o sería por cuestiones de castidad, que engorda mucho. ¿No os lo dije nunca? Y siguió matizando: —Aunque también el dinero y los honores ponen a la gente como cerdos: les hacen coger arrobas y les achican los ojos, ¿no os dais cuenta? Soltó una carcajada. Era la misma, como cuando les daba clase de matemáticas y charlaba con ellas, y ellas la llamaban Mère Agnes, sin serlo todavía. —Sólo soy soeur, soldado raso. —Pero va para general, ¿no? —Demasiados generales en la familia; aunque todos republicanos, eso sí. Y yo también soy republicana, pero preferiría que los representantes del pueblo no fueran tan gordos. —Pero él era un genio. —Sí. —¿Los genios son gordos? —Él sí. Y entonces en aquel viaje, Tomás hizo un alto en aquel monasterio de monjes negros, y en el comedor, mientras comían, escuchaba una lectura en un libro. —Las carmelitas, ya veis, tienen una calavera encima de la mesa. Es muy decorativo, ¿no? Pero es para disimular los comistrajos. Nos reímos, y Mère Agnes dijo: —Figuraos en Chez Maxim's el espectáculo. Yo fui dos veces. —Nosotras no, Mère Agnes. —Ni Santo Tomás tampoco, pero se come muy bien. Aunque él, allí, seguiría seguramente pensando mientras comía como en aquel monasterio, cuando sólo Dios sabe lo que estaría tramando entre la sopa y Aristóteles, con la vista fija en el plato, mientras oía el runruneo de la lectura. Pero de repente alzó los ojos, y allí enfrente, donde estaba la mesa del abad, había una pintura en la pared, que era una figura de la tierra y de la luna y el sol, y allí fijas las estrellas como ojos inmortales, y una gran leyenda en torno, en letras rojas: «¿Y, A TI QUÉ TE IMPORTA EL CURSO DE LOS ASTROS?» Quedó él como fascinado un momento, pero luego, en seguida, dio un gran golpe sobre la mesa con la mano, que sonó como el fragor de un trueno. Volcó algún vaso, se derramó la sopa al vacilar los platos, se sobresaltaron los monjes, se alzó el abad de su sillón, calló quien leía y, en medio de aquel silencio de sorpresa, dijo él, mirando con ojos de ira a la leyenda: —Pues a mí sí me importa el curso de los astros. —¿Os conté ya esto? —preguntó Mère Agnes. —Sí, sí. —Porque nos interesa el curso de los astros; y todo, claro está. Pero un poco impulsivo el Conde de Aquino, ¿no? Con yelmo y peto. Eso es lo que no me gusta de él.

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—Pediría excusas luego. —Seguro. Era un genio, e indagaba. —Como nosotras —dijo Cristina. —Sí. —Para saber. Pero, para saber, había que resolver el crucigrama, entender la gramática de los señores vestidos de blanco, sentados en el rincón sombreado del jardín del Gran Hotel; y la otra gramática de sus cónclaves y sus soledades en los burós, laboratorios, papeleos y palabras o escrituras electrónicas: «Hágase esto», dicho en Nairobi o en una playa de la ancha California, y el eco levanta mundos o los arruina; retumbaba en una aldea sioux o en un pequeño consultorio de barrio, en cualquier parte. Un hexágono eléctrico es el mundo, telaraña tendida; mas la peluda araña se oculta en la tiniebla y es la que habla, aunque sólo se oye a sus correos, sus mensajeros, sus nuncios, sus secretarios, sus periódicos, sus cámaras. Y nadie la ha visto, ni podrá verla. Moriría. Sólo tiene un ojo, cien mil patas, se dice. Y está en letargo, aunque cuando despierta se traga medio mundo, o lo devuelve. Nadie conoce sus costumbres. —Los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, no pueden ser otras —dijo Mère Agnes. —Las historias comienzan siempre antes —les recordaba siempre la doctora ante cada enfermo. —Pero, antes de ser esto un consultorio fue un trinque, un chamizo, un prostíbulo barato. Muchos de los que iban a la consulta recordaban bien todavía que en aquella estancia era donde se enseñaba el ganado de las chicas. Porque no es que fuera tan barata la casa. Eso fue sólo al principio, cuando había allí un bar de mala muerte, y luego dos o tres habitaciones como echadero, que no daban abasto los sábados por la noche sobre todo. Pero más tarde, se hizo obra y, para entrar del bar a aquella sala donde el ganado se exponía y desfilaba desde una plataforma o escenario, había que comprar una ficha o entrada, y aquello estaba ya bien montado y era negocio, porque además comenzó a llegar carne fresca y de buena calidad del campo, y de otras partes del suburbio mismo. —Miren qué pechos, qué trasero, qué divinidad. En cuanto se hizo cargo la María, aquello subió como la espuma, porque había sido mujer de carnicero, hija de carnicero, humana de carniceros, y entendía los cuerpos: tapa, contrafilete, costillas, cuello, aguja, solomillo, culata, paletilla, contratapa, espalda, riñón, babilla, jarrete, ubres, falda. Iba enumerando sus excelencias, mostrando y toqueteando y, al final, daba un azote a la pupila, riéndose. ¡Divina! ¿No la quieren? ¡Es toda una pieza! Como en las carnicerías las piezas de los escaparates, o la tabla en los mercados: carne de mil, de setecientas, de quinientas, casquería y menudillos. —En el barrio hizo mucha sensación cuando cerraron la casa, según dicen —dijo la señorita Mary. —¡Claro! —comentó la doctora. —La otra casa de allí, aquel chalet tan grande, es un prostíbulo. La llaman «La Casa» simplemente —les dijo un día Mère Agnes. —¡Ah! —Y, más arriba, en la gasolinera, estaba el edificio de ladrillo rojo y techos planos, que era el mercado de las niñas. Allí compraron a Tet. Mère Agnes la había conocido todavía, cuando ya era Soeur Thérèse, pero sólo había sabido muy tarde su historia tan breve. —Tan breve, que casi no puede contarse. Tet había sido raptada, cuando tenía doce años, en algún lugar de Francia o Bélgica, y había sido traída a la «La Casa» como carne fresca; pero, cuando llegó, había tenido la malaria y estaba tan flaca y desmadejada que la desecharon: menudillos y casquería, y entonces fue cuando vino a parar al convento. De una gran paliza que le habían dado, había quedado encorvada para siempre, y las niñas en el colegio la llamaban la hipotenusa.

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—¡Qué bonito! ¡Soy una hipotenusa! —decía ella. Un día le dieron la Legión de Honor, pero no supimos por qué, y ella no quiso decirlo. —¡Claro! —Y ellos la mataron un día. —¿Quiénes ellos? —Dos mozalbetes negros, altos como castillos, que entraron a robar alguna cosa en el pabellón del jardín. Se la encontraron al salir, y la mataron. —La casa aquí, en el barrio, la cerraron porque también hubo muertes, según dicen. Todavía se llamaba Pozo Blanco el barrio, aunque luego en seguida, comenzaron a llamarle Corea, y también Lumumba un poco más tarde, cuando casi cada casa era un garito y un prostíbulo. Porque antes, no. Al principio era como un pueblo tranquilo de chabolas cerca de la vía del tren en un paraje antiguo que decían La huerta del tío Lucas o Pozo Blanco, porque decían también que había habido allí un pozo grande con un brocal de piedra jalbegada de blanco. Y la gente vivía de lo que podía: pocos obreros fijos en la construcción y los más en chapuzas, o descuideros, y las mujeres eran camiseras o pantaloneras, o asistían por las casas, y algunas muchachas dependientas. Hasta que ya vino más gente y construyeron las casas de papel con las escaleras de mármol, y se pusieron tiendas y bares, y «La Casa», y una parroquia y todo. El consultorio. De esto último se acordaban todos en el barrio. Aunque también la gente no quiere ya recordar ciertas cosas. —¡Claro! A poco de encontrarse de nuevo en África, ya había sobre ellas y Mère Agnes un Informe de la Compañía. «Primer testigo: señora Ribera, esposa del doctor Ribera y madre de la doctora Marta W. Estévez, que tuvo de su primer marido, el señor Cónsul. El doctor Ribera y señora viven en Madrid donde aquél dirige la clínica que lleva su nombre, que aún no hemos utilizado, aunque el doctor Ribera ha trabajado para nosotros desde muchos años atrás, casi recién salido de la Facultad de Medicina, durante su estancia en Londres para una especialidad en cirugía estética, donde se le contactó. »La señora Ribera, por su parte, ya en vida de su primer marido nos resultó muy útil, aceptando transportarnos en sus idas y venidas a África nuestros Informes y envíos más confidenciales, e intercediendo incluso ante su marido para abreviar ciertos trámites u obviar ciertas dificultades. »El testimonio de la señora Ribera es, pues, no sólo el más cercano a la doctora Marta W. Estévez, sino el más a tener en cuenta por nuestra Compañía en cuanto a la personalidad de dicha doctora.» Más tarde supieron que, apenas ella había llegado al aeropuerto y se había encontrado allí mismo con Cristina y con Mère Agnes, un gran sobre apaisado, de color blanco cremoso, y con una pequeña «S» en color rojo en el borde superior izquierdo, había sido entregado a los señores de blanco inmaculado, que al igual que los otros señores vestidos de blanco inmaculado, diez años atrás, hacían tertulia de negocios en el rincón más umbroso del jardín del Gran Hotel, aunque a veces, ahora, estos señores de blanco inmaculado preferían con frecuencia permanecer en la terraza, acristalada y con aire acondicionado, salvo si asistía a la reunión todavía alguno de los antiguos señores para los que la refrigeración era uno de los signos de decadencia de la supremacía blanca, y ofrecía como la seguridad a los nativos de que aquellos blancos, un día u otro, serían arrojados de allí por el dios sol. En el sobre, se incluía una carta de presentación del Informe sobre las nuevas doctoras, una de las cuales, la recién llegada, se quedaría en la clínica de la misión francesa, como médico de la misma y del colegio, y la otra, la doctora Cristina María Dínesen, había sido contratada desde Madrid tiempo atrás para «nuestra clínica», habiendo presentado cartas de recomendación, que se estimaron suficientes como garantía de su calidad profesional. «Aval: Doctor G. Gilbert. Ha colaborado con la Compañía desde hace dos años, transportando informes y material de laboratorio en sus constantes viajes Madrid-Toulouse-París. Sus relaciones con la doctora Dínesen son profesionales, y se estrecharon en este sentido desde que el doctor

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Gilbert se percató del alto nivel de los Informes microbiológicos de la doctora Dínesen durante la epidemia que se sufrió apenas puso ella de nuevo el pie en África y ejercía como médico de la misión Francesa.» Porque médicos, lo que se dice médicos, ni la doctora Estévez, ni la doctora Dínesen lo habían sido nunca, o no habían comenzado a serlo hasta que se vieron luego obligadas a ello, aquí en África. En los últimos años de su carrera, su interés intelectual se dirigió resueltamente hacia la microbiología, y seguramente ya pensaron entonces encaminar su estudio y dedicación a las enfermedades coloniales. —En realidad, estuvieron dos años, y desde luego mi hija Marta otro año más al menos, recorriendo mundo —dijo la señora Ribera, al ser preguntada. A la segunda pregunta contestó que no tenía idea de dónde podría venirles el dinero, aunque su marido, el señor Cónsul, había dejado a Marta una cierta cantidad para sus estudios, y para los de Cristina. —Verdaderamente, vi muy pocas veces a mi hija y a Cristina en estos años. Y siempre de pasada. —No, que yo sepa, ni mi hija, ni Cristina Dínesen eran especialmente religiosas. Y creo, más bien, que ni siquiera cumplían con sus deberes religiosos en los que habían sido educadas. —Mi hermano se las encontró una noche en el Barrio Latino, y no estaban con gente comme il faut. —Sí, mi hermano conocía al doctor Ribera perfectamente. Y disponía de dinero y de buenas relaciones. Mi hija era su ahijada, y él las abrió, a ella y a Cristina Dínesen, muchas puertas. Y también las ayudó económicamente. A la postrera pregunta de esta sección contestó la señora Ribera que su hermano no había puesto jamás los pies en África. La testigo decía, más adelante y en conversación más informal, que nunca pensó que su hija volviera a África, y que lo que pensó, más bien, fue que ella sacaría como fuese a Cristina de allí y se la llevaría con ella a Europa, pero que quizás fue Mère Agnes quien les hizo cargo de lo que podrían hacer allí, como médicos, en África; y Mère Agnes, aparte del afecto que Marta y Cristina le profesaban, siempre había tenido mucho ascendiente sobre ellas. Esta Mère Agnes era de una gran familia francesa y un talento matemático ya en el siglo, cuando todavía era una muchacha. Estaba haciendo brillantes estudios todavía, y de repente se fue al convento. Se dice que imitaba a Edith Piaf con una perfección absoluta y pintaba cuadros de Utrillo, que Utrillo hubiera firmado. (Nota de la Compañía en el Informe: «Esta Mère Agnes es sencillamente persona non grata. Debería recomendarse que fuese removida de África.») Luego, pasando a otro capítulo, la Compañía pudo conseguir igualmente que la señora Ribera se manifestara sobre el carácter y personalidad de su hija, y dijo a este propósito que ésta era un temperamento de hielo tapado apenas con un poco de paja, aunque debajo bien pudiera haber un volcán. Modales exquisitos. Nunca la había conocido en su vida, ni de niña, un momento de bajada de guardia en el dominio de sus sentimientos. Desde niña también, había odiado que la pusieran sobre la cabeza y, menos aún en el hombro o en la cara, para acariciarla, ni el roce de una mano. Nunca toleró que la besasen, ni tampoco que la tomaran del brazo; pero sus afectos se expresaban de tal modo en el tono de su voz, que ésta envolvía como una red, arrastraba con toda la fuerza del mundo, o cortaba como un cuchillo: a quien iba dirigida así lo sentía físicamente. No era hosca, sino exquisitamente distante e impenetrable, según dijeron los psiquiatras. (Nota de la Compañía en el Informe: «A tomar en cuenta.») —¿Te acuerdas, Cristina, de aquella visita al psiquiatra que contabas? —Tenga la bondad de echarse en el diván, se sentirá más libre. —¡Oh, sí! Y entonces, mientras se acostaba en él, ella dijo: —«Así como el siervo desea la sombra, y como el mercenario desea el fin de su obra, así tuve yo

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los meses vacíos y conté las noches prolijas y trabajosas para mí. Si me recostare a dormir diré: ¿cuándo me levantaré? Y luego esperaré a la tarde, y seré lleno de dolores hasta las tinieblas de la noche.» —¿Qué dice? —preguntó el psiquiatra. —Juan de la Cruz, citando a Job, VII, 2-4, en el capítulo XI, 6 del Libro II de la Noche Oscura. —¡Ah! —dijo el psiquiatra. Ya no supo cómo proseguir, y ahí acabó la consulta. —Adoraba a mi marido —concluyó diciendo la señora Ribera, en este capítulo o sección. A la pregunta sobre la súbita muerte de este su primer marido, el señor Cónsul, la señora Ribera contestó que por un momento pensó en una cocinera negra, que constantemente hablaba de muertes súbitas, pero que el envenenamiento fue desechado por los médicos. —Marta adoraba a su padre —dijo igualmente. El resto de las informaciones de la señora Ribera se refirieron a la doctora Cristina Dínesen. —Desde niña vivió en nuestra casa, siempre. El padre, amigo íntimo de mi marido y de mi hermano, era granjero y Cristina no vivió en su compañía sino muy poco tiempo, una vez muerta la madre de ésta a poco de nacer ella, cuando aquél volvió a casarse aquí mismo en África, con Mrs. Brown, muerta ella misma no mucho después de casarse, en una cacería. Y en el cementerio europeo y americano que hay junto al cementerio conventual de la misión francesa hay una cruz con su nombre: Mrs. Josephine Dínesen Brown, pero allí no está su cuerpo. (Nota de la Compañía en el Informe: «A tener en cuenta. Tomar medidas para contrarrestar esta creencia.») —Cristina es más extrovertida, pero sólo en apariencia menos fuerte y fría. Es más sarcástica, pero quizás también más seductora. Absolutamente valiente y decidida. Llevó la granja familiar con sus hermanos —todos menores que ella— más de un año, y a la perfección. — No, nunca durmieron juntas: Ni cuando niñas. Esto también me lo preguntaron los psiquiatras. Pues no. —No. Tampoco especialmente religiosa. Como mi hija. Y ningún puritanismo. Cristina le dijo, en efecto, un día a un don juan internacional, que la asediaba, y le lanzó indirectas en un cóctel: —No, no insista. Vous êtes très beau, mais... pero no es mi estación de apareamiento. (Nota de la Compañía en el Informe: «Evitar cortejos también a la doctora Dínesen. Serían contraproducentes.») Y aquél, aquél era el «très bel homme». Ya era casi un viejo señor, vestido de blanco. Ya no formaba parte de la tertulia, y estaba sentado a una mesa en silencio, con un bastón de ébano y plata entre las manos, junto a un ventanal del gran hall del Gran Hotel, frente por frente a una gran matrona, una dama exuberante de mediana edad, ensartada en joyas. Una tetera y dos tazas sobre la mesa, un periódico plegado en una bandeja, y el silencio. Mañanas y tardes enteras en silencio. El sol caía desde el ventanal sobre sus blancos vestidos, la atezada piel de él, la morena piel de ella, y era tan intenso, que señalaba su vejez disimulada, o la anunciaba. Quizás se dieron cuenta, y se trasladaron a otra mesita, pidieron otro té. —Thank you very much! —dijeron ambos a la camarera negra. Y resumía sus vidas. Porque, a veces, sucedió esto: algunos de los señores del vestido blanco hacían sus cuentas, llegada cierta edad, y se retiraban. Pero para callar para siempre, tanto si se quedaban en África, como si se marchaban de allí. Thank you very much. Como en el silenciomatrimonial. Hasta la tumba. Como si no se hubieran conocido jamás los señores de vestido blanco. —Lo bueno que tiene el convento —decía Mère Agnes— es que entre mujeres solteras, que es como si no hubieran comenzado a vivir y tienen toda la vida por delante, una pelusa que caiga resulta un notición. Y entonces contaba que Mère Isadora, a sus 79 años, dijo un día en la recreación que la hubiese gustado tener siete hijos y morir con ellos, todos mártires en el Japón. El doctor de entonces era freudiano y anduvo averiguando si Mère Isadora había tenido un novio japonés antes de entrar en religión, pero fracasó en sus investigaciones, al igual que las que hizo sobre las hipótesis de sadismo

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y masoquismo, porque siete criaturas y ella misma entregadas al martirio eran un caso nunca visto en psicoanálisis. —¿Ha estado en el Japón? —No. —¿Quiere ir al Japón? —No. Lo que ocurría es que Mère Isadora tenía un abanico japonés en su celda, y en el abanico estaba pintada una hermosa japonesita, sentada bajo un maravilloso cerezo de siete brazos, la luna en lo alto. Cada rama del árbol tenía siete cerezas rojas, y ella estuvo pensando mucho tiempo en aquella escena y llegó a escribir un poema: Los anhelos en la noche, rojos. Como cerezas. Lo que más amaba la doctora en este mundo; y por ahí fue por donde la señorita Mary y ella amigarían en el tiempo de las cerezas, que aquel año fueron tan tempranas.

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V Cuando la doctora llegó al consultorio, cayó como del cielo y, si se hubiera demorado su llegada, era seguro que aquí no hubiera encontrado consultorio alguno. La vida se les hacía imposible a médicos y enfermeras. —Preferible irse a África como el doctor Schweitzer —decían. —Pero él era un misionero. —Y al final le dieron el Nobel. —Aquí, ¿qué te pueden dar? —Aquí, ¿qué se puede hacer, aunque fueses un misionero? Las gentes del barrio no venían ya al consultorio atenazadas por el dolor o por el miedo y en busca de la salud. Venían a consumir consultorio con enfermedades de rico: depresiones, insomnios, pérdida de apetito, disfunciones sexuales, un rasguño en un dedo, una jaqueca, complejos, envejecimiento; y el consultorio se convirtió en una expendeduría de enfermos hacia los especialistas, o casi en una morgue horrible los fines de semana: accidentes de tráfico y homicidios callejeros. Los edificios seguían elevándose y el asfalto extendiéndose, las calles se inundaban de coches, y los bares y tabernas se graduaron de cafeterías; corrieron la droga y el dinero, y los delitos. Sólo de más allá de donde concluía el asfalto llegaban enfermos como los de antes: ni siquiera cuando sentían la enfermedad para la que no tenían tiempo, sino cuando la consumación y el cansancio de la muerte ya les habían puesto encima sus aparejos. Entonces llegó ella. —¿Quién será? Se dijeron que ella «tenía clase». ¿A qué vendría entonces aquí? Pero su documentación era perfecta y la más normal del mundo: la que podía presentar cualquier médico para acceder a su primer destino, o simplemente para hacer horas de guardia. Aunque ella venía como directora. —Por un tiempo al menos. —¿No se quedará, entonces? —Sí, mientras no me convierta en un obstáculo para ustedes. Pero ¿acaso sabía ella dónde había caído? Le mostraron estadísticas, recortes de prensa, informes de asistentes sociales y de la policía: un barrio de desecho, pobre, analfabeto, sin apenas escuelas, paro, prostitución, alcoholismo, discotecas, droga, delincuencia... y ellos. —¿Quiénes ellos? Nazis, Skinheads. La banda de «Los Tigres» y la de «La Calavera»: los amos del barrio. En el consultorio no se podían tener más que los medicamentos más imprescindibles porque de otro modo ellos lo asaltarían, y devorarían los de una farhacia entera envueltos con cerveza o whisky. —¡Claro! —dijo ella—. Por todas partes es lo mismo. Y añadió luego: —Pero aquí estamos para curar, y esto es una clínica. La sociología no nos interesa. Luego comenzó la pequeña transformación del edificio, y la llegada de medicamentos e instrumental que tanto les había maravillado, y cuando cayó la primera noche sobre aquellas estancias que eran totalmente nuevas, fue cuando la oyeron decir aquellas palabras misteriosas que había repetido también la noche que siguió al asalto de ellos, y después de que estuvo todo restaurado: —El muro de contención ya está levantado. ¡Ahora a trabajar tranquilos! Es nuestro oficio.

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—¿Y si volvieran? —preguntó la señorita Mary. Pero ella no contestó inmediatamente; parecía vagar con su imaginación muy lejos, y luego, como la pregunta aún estaba flotando entre la señorita Mary y ella, la doctora dijo sonriendo: —Si volvieran, esa vez me encontrarían. Y a mí sola. Lo que no sabes es si las palabras inconexas que oíste hace diez años, o las informaciones de la señorita Mary sobre la banda de «Los Tigres» y la banda de «La Calavera», lo que escuchaste en un salón, o los rezongos de papá cuando las reuniones que tenía le quitaban las ganas de comer, tienes que ponerlas en relación, para que hagan sentido, con las que pronunciaban los políticos y se escribían en los periódicos, que llegaban hasta el Gran Hotel a la vez que los Informes de negocios; y al fin quizás sólo allí, en la tertulia del rincón umbroso, podían ser entendidas y hacían su guiño exacto, porque allí había como un juego de espejos que recogía todos los otros reflejos de los espejos del mundo, y allí estaba el hilo de la inmensa malla en que éste estaba preso y en la que la inmensa araña tomaba a sus presas como en un paño de seda, con amor casi, sin dolor siempre, con la loa de los apresados mismos, a los que fascinaba con su ojo negro y líquido como al pajarillo la serpiente. Aunque la inmensa araña, no es negra, ni peluda; no es blanca ni viscosa, o translúcido y viscoso su cuerpo como el de los gusanos que habitan la putrefacción y la fabrican, ni posee los élitros metálicos de las antiguas faunas infernales. No tiene nombre, no se llama araña; no teje sus redes, ni apresa o desgarra a sus víctimas, como el Minotauro o la Esfinge. Come a la carta, servida en exquisita vajilla los manjares del mundo, vigilados por una corte de dialécticos. ¿Y dónde? ¿En el corazón del bosque y la tiniebla? No: en medio de la luz, aunque la luz sea calígine porque no choca con nada en el ámbito de su gloria, y resulta invisible, y sólo en la habitación de los espejos que recogen el reflejo de los espejos del mundo, y en los nudos de la gran malla que envuelve a éste, oen la ordenación de la gramática que luego ordena los nombres y los verbos en todos los idiomas de la tierra, se comienza a vislumbrar ese rastro de luz de la Araña Innombrable y Gran Incógnita, y se comienza a comprender que se manifiesta en oxymoros: sus ministros vestidos de blanco hurgan con sonrisa y tenedor de plata en un caviar exquisito, y no se sabe si aquellos huevecillos negros como ojos anacarados y aún misericordiosos, son ojos realmente que se compran y se venden en los mercados del mundo bajo la sombra del Enigma. No se sabe, ni es posible saberlo. La villa donde se lleva a cabo la liturgia de Justine, o las rememoraciones de Sodoma y Gomorra en cien jornadas, son maravillosas construcciones con inmensos jardines: islas en el mundo, invisibles enunciaciones que no pueden imaginarse, ni creerse. Pero ahí están, en alguna parte, «La Gran Casa», o «La villa de las durmientes»: dos versiones. Se decía que en la primera el estilo europeo predominaba: farolillos rojos, hall de espera y vistas, chartreuse para la conversación con Madame y las pupilas sobre los asuntos de las colonias, espejos, estores de blonda, billetes de turno como bulas papales, olores dulzones de pesados aromas y la solícita tribu de tenanciers, planeurs y maquereux con sus libreas, porque había que ser fieles al espíritu del XVIII y, por eso, se conservaba también allí, como un oratorio, «La sala de Vulcano» con su «Siège d'amour». —¿No la conoce Vuestra Excelencia? —No. —¡Oh! Es un autómata perfecto. La silla aprisiona a la muchacha ahí sentada, se echa para atrás mediante un sutil mecanismo de relojería, que la presión de ningún amante podría imitar, y la obliga a abrir las piernas. —¡Oh! Una pieza de museo. —Eso se dijo en aduanas: «Sillón obstétrico» o «Sillón odontológico», no recuerdo. Y el señor Cónsul firmó. —Todos colaboran. Incluso para lo que sucedió a veces en «La silla de las durmientes», variante oriental. Aquí se ofrecían las muchachas dormidas, ejercitadas en el disimulo del sueño para compañía de los viejos señores; y si éstos —lo que sucedía a veces—, desprovistos ya del vigor del amor sentían el otro deseo vigoroso de estrangular a la muchacha —con un pañuelo de seda, desde luego— y lo hacían,

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las autoridades siempre se mostraban comprensivas con los accidentes, si llegaban a saberse. ¿Qué puede saberse? Sólo rumor, eco, niebla, humo, noticia, nada. Y todo el mundo es advertido: «No mire.» Los porteadores nativos aconsejaban a los recién llegados a África, en sus primeras excursiones, cuando cruzaban la selva entre putrefacciones, serpientes, ojos fosforescentes en la umbría, no mirar. —¡No miren! Y porteaban los porteadores, sin mirar ellos mismos, lo que contenían los arcones, cajas, bolsas y aparejos de los señores. Y porteaban el mal, las sumisiones, los muertos, los placeres, y las deyecciones de la araña. Como en el mundo entero. Si hubieran sabido, hubieran muerto; para que no sufrieran, tenían los ídolos, mujeres, caza, desahogo: la banda de «Los Tigres Negros» contra la banda de «La Calavera Negra», y destrucción a su paso. Así, ellos se sentían condottieri y caudillos de la selva o de la calle, pero sólo son porteadores que se toman por reyes. Y la araña ríe. «Segundo testigo: doctor Gabriel Gilbert. Ha estado ligado a la Compañía más de veinte años. Es alto, pelirrojo, delgado, con una distinción de gentleman adquirida durante su estancia en Inglaterra. Inteligente y flemático. Pero ¿de dónde pensaba el idiota que le llegaba tan fácilmente el material e instrumental médicos para su trabajo? Con sesenta años, está en un momento para él difícil de su vida: su amante acaba de abandonarle. »Asistía a veces a la reunión del Gran Hotel, pero siempre creyó que eran tertulias de ociosos. No sabe nada.» —¿Sabe que cuando su padre, el señor Cónsul, fue encargado de acabar con el tráfico de muchachas negras se hizo fiesta en la Colonia? —le dijo el doctor Gilbert a la doctora. —No. —Pues voy a decirle algo: la «Amicale des maitres d'hótels meublés de France et des Colonies» envió un telegrama a su filial de Madrid: «¡Enhorabuena!» —¿Enhorabuena? —¡Claro! Porque, seguros de que su padre de usted acababa con el mercado de muchachas negras, los burdeles europeos se encontraban con una medida proteccionista: se acababa también la competencia del ganado negro, tan exigido allí por los gourmets. Y realmente tan caro. —¿Y siempre es así? ¿Siempre ganan ellos? —Siempre. La Gran Araña nunca pierde. Invierte en el vicio y en el crimen, pero también en la virtud y en la decencia, en la religión y en el arte. Escucha. Levanta prostíbulos, negocia con la trata de blancas o la droga, con cadáveres y seres vivos o con el átomo, paga revoluciones y reacciones, arruina o construye economías y mercados como castillos de arena los niños en la playa; pero financia hospitales igualmente, lucha contra el cáncer, organiza leproserías y orfanatos, rehabilitación de drogadictos, funerales, patrocina ligas contra el alcoholismo y el divorcio, concede el Nobel y paga maravillosas ediciones de los místicos renanos; felicita a los grandes, inscritos en el Gotha, por su cumpleaños; y conoce los nombres y el dinero de bolsillo de los componentes de las bandas de «El Tigre» y de «La Calavera». Exporta el sacramento de las cuatro letras, envuelto en sus litúrgicos o literarios prestigios —y muchos de los grandes de este mundo lo reciben—, y sostiene la lucha contra su envenenamiento: fase terminal romántica, especialmente. Benefactor Anónimo, y los criminales han sido barridos de la faz de la tierra. Apenas aparece en cualquier parte del mundo un asesino, un violador, un ladrón, un traficante de armas, de drogas o de esclavos, un negociador de prostíbulos, raptor de niños, terrorista, pistolero, aparece también como una sombra protectora una cohorte entera de hombres de Freud, de Leyes, científicos, prestigios literarios, ángeles todos que redimen la culpa, y aquéllos quedan limpios. La Gran Araña no desea culpables, no puede haberlos. Vean ustedes: «Muerto a las 8.15, pero llegada a Madrid: 13.30, y tomó luego el avión de Londres, ¿dónde estaría el asesinato?» —Los hechos saltan a la vista, señores. Ya no hay hechos. Escucha. ¿Quién podría probarlos? ¿Adónde están las víctimas? ¿Dónde los

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responsables? ¿Quién sabe los nombres de estos últimos? ¿La policía? ¿Los magistrados? ¿Los periódicos? ¿Los traumatólogos? ¿La autopsia? —Pero sabemos —decía Mère Agnes. —El crucigrama sale siempre —añadía Cristina—. ¡Teorema de Pitágoras! Así que, cuando la doctora llegó al consultorio, afirmó rotundamente que lo primero era hacer historias clínicas como los antiguos. —De esa manera sabríamos quién era el mendigo que murió aquí en el sofá, y por qué lo destruyeron ellos. —¿Para qué? —preguntaba la señorita Mary. —Para curar, y detener la avalancha; sólo para eso. Aunque sea sólo un momento.

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VI —A lo mejor no se muere, si la consulta llega a estar tal y como ahora. —Ni por pienso. Todavía, en la parte del barrio menos urbanizada, las mujeres se ponían a coser, charlar o jugar a las cartas a la puerta de una casa, en lo que sería luego la acera cuando aquí llegaran el cemento y el asfalto, sobre todo los domingos por la tarde. Como si estuvieran todavía en el pueblo, o como cuando en el barrio sólo había casitas molineras o, como mucho, de dos pisos. Como si no hubieran salido del pueblo verdaderamente, o se lo hubieran llevado allí; aunque no era lo mismo, claro está. Porque ni siquiera sabían el tiempo que podrían seguir haciendo aquello, y ya los transeúntes protestaban de que estorbaban, o los coches o las motocicletas mismos no permitían algunas veces ni un solo momento de tranquilidad. Y ahora precisamente, cuando habían comprado una casa por fin, aunque no hubieran terminado de pagarla, llegaba al barrio el paro. —Pero a lo mejor, si la consulta hubiera estado como ahora, el señor Manuel no se hubiera muerto —volvió a decir la mujeruca. El señor Manuel siempre se sentaba con ellas cuando se reunían para la labor, la charla o la partida de cartas, aunque era muy silencioso y no salía de su boca una palabra si no le preguntaban. —¿Y por qué no nos cuenta usted, de cuando estuvo en África? —Ya lo he contado muchas veces. Entonces él se hacía rogar otro poco, pero al final sonreía y comenzaba: —Lo que más me llamó la atención, nada más llegar, era que los moros, un solo hombre tenía varias mujeres. Y añadía: —Como debe ser, ¿no? Entonces se levantaban en ellas risas y grititos, haciendo como que se escandalizaban, y comentaban: —¡Qué ganas de broma tiene usted siempre! Y él respondía indefectiblemente: —Mala hierba nunca muere. Pero, a seguido, se quedaba un poco en suspenso, miraba luego a la lejanía con sus ojos grises con un bordecillo enrojecido, y decía al fin: —¡Para lo que hace uno aquí, ya! Ni ganarse el pan que come puede. Al señor Manuel no le había quedado pensión alguna de ninguna clase porque, aunque había trabajado mucho en su vida desde los ocho años en que se quedó sin padre, no se preocupó nunca de papeles, y ahora le llegaba mal la ayuda que le daban, y tenía que andar extendiendo la mano en una esquina o en la boca del Metro. Pero, para lo que él necesitaba, por poco que sacase así de limosnas, se sentía contento; aunque a veces, ya desde unos años a esta parte, hasta le robaban, muchos días, lo que le habían dado. Pasaban junto a él unos mozalbetes, le daban un golpe en la muñeca de la mano con que sostenía una caja de cartón donde los que pasaban echaban unas monedas, y las monedas salían volando, una vez incluso un billete de quinientas pesetas que le habían echado por confusión o por lo que fuese. Se echaban a reír los mozalbetes, recogían el dinero, se lo guardaban, y le decían además: —¡Gracias, abuelo! Y a él le dolían mucho al principio sus carcajadas; pero, luego, como si oyese llover. —¿Para qué vivirá uno ya?

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Aunque todavía podía defenderse por sí mismo, y no quería que le llevasen a un asilo, o residencia. Prefería morirse en plena calle, y lo bueno que veía él en su situación, a este respecto, era que estaba soltero y sin familia, y entonces no podían llevarle allí como siempre hacen las familias en cuanto pueden, según todas ellas sabían. —El caso es que lo seguro es que, si hubiera habido entonces esta consulta, no se hubiera muerto así como así el señor Manuel. Y comentaban, a seguido, las vueltas que da la vida, y la casualidad que podía haber sido que, si se hubiera puesto enfermo habría tenido que ir a la consulta, él que había estado en África, de una doctora que había venido ahora, y también había estado allí. —Le debió de dar un infarto o algo así —dijo otra mujeruca. —Lo que sea o como se llame, pero yo sé bien que se murió de debilidad, que le había quedado de una enfermedad de África. Y las otras mujeres concluían asintiendo, y reconocían que se cuidaba mal y sólo hacía comistrajos. —¡Con los pollos que yo me habré comido en África! —decía el señor Manuel cuando ellas le hablaban de esos comistrajos. Porque, allí, un español era como un rey —les explicaba—. Y que si, por ejemplo, se encontraba un español con un moro, que iba en un burro y su mujer a pie cargada con dos o tres pollos para vender en el zoco, si se le antojaba al español un pollo de ésos, le preguntaba al moro que cuánto quería por él; y, si decía: tanto, pues el español contestaba: —La mitad. —No puede ser, no puede ser. —Pues la cuarta parte —terminaba diciendo el español. Y luego le cogía el pollo, y le daba por él lo que le parecía o nada; ¿y qué iba a hacer el moro? Pues nada, porque allí un español con el traje de caqui —aseguraba también el señor Manuel—, hacía lo que quería. —¿Y no le daba a usted pena, señor Manuel? —le preguntaban entonces. —Pues te diré —contestaba él. Se rascaba un poco la cabeza, se pasaba luego la mano por la cara, y decía que, si tenía que decir la verdad, ésta era que la pena entraba luego con la edad o el recuerdo de lo que se hacía, pero que entonces no, sino que le gustaba al español, y a él mismo, hacer cosas así, como, por ejemplo, si se encontraba otro día con otro moro y le decía: —Te voy a invitar a comer, paisa. Y entonces, decía el señor Manuel que sacaba del bolsillo un chorizo y pan, se lo alargaba, y le decía al moro: —¡Come, come! —Yo ya haber comido —contestaba el moro. —Pues ahora te comes esto —decía el español. Porque los moros decía el señor Manuel que, aunque podían tener más de una mujer, no podían comer tocino ni otra cosa del cerdo por su religión, y que al amanecer el día ya estaban de rodillas rezando con las zapatillas quitadas, descalzos. —Y yo me podía haber traído de África lo que hubiera querido. —¿Y qué se trajo? —Pues una estera pequeña, cuando me licenciaron. Y, como si se olvidase siempre, también decía siempre a lo último: —Y también bebían té sin estar enfermos. Té a todas horas. —Pero lo que no confesó nunca a nadie, excepto a mí —dijo la mujeruca—, es que también se trajo una carta que le dieron allí en África para que la trajese a España, cuando se licenciase, y que se la tenía que entregar a una señora. Y, cuando las otras mujeres abrieron mucho los ojos, llenas de curiosidad, alzándolos de la labor que tenían sobre la falda y se miraban como preguntándose, ella añadió:

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—Pero no se la pudo entregar nunca, y la llevaba consigo siempre. — ¿Y cuando murió? — También. —¿Y dónde está ahora? —Eso querría yo saber. Luego explicó que era seguro que la tenía consigo cuando murió, porque no se iba a separar de ella precisamente en ese momento, cuando la había llevado como una reliquia toda su vida. La guardaba en el mejor lugar de la chabola y, cuando salía de casa, siempre la llevaba con él. Aunque decía que era como si le quemase o se le enroscase en el corazón aquella carta, como si fuese un remordimiento; porque una carta tiene que llegar a su destino y no estar cuarenta años, como ésta, en manos extrañas y extranjeras. La carta no tenía dirección alguna en el sobre, porque le habían encargado que la entregase en mano a la señora que le dijeron y cuyas señas le dieron, aunque él nunca se lo comunicó a nadie ni tampoco dijo nada de quienes se la habían encomendado, como no fuese que en la agonía ya o en los estertores de la muerte se le escapase algo de los labios, allí en el consultorio de antes. —Que si es ahora, seguro que no se muere; me parece a mí —volvía a decir la mujeruca. Cada vez que salía la conversación sobre el señor Manuel lo decía, y la conversación, no se sabía por qué, salía casi todos los días, a pesar de que el señor Manuel siempre andaba con que, cuando se muriese, no se iba a acordar nadie de él, ni nadie habría para rezarle a él un padrenuestro. —¡Qué sé yo dónde le habrán enterrado! —¡Qué sé yo! —Al señor Manuel le han hecho cachos en la Facultad para estudiar —dijo otra mujer—. Yo lo sé por las que limpian allí. Se hizo un silencio muy grande, y desde ese día, aunque continuaba saliendo a veces la conversación del señor Manuel, cada vez era más corta, porque se les representaba a todas aquellas mujeres como un cerdo abierto en canal y luego hecho trozos, y sentían repeluzno, y se callaban en seguida. Hasta que pasado mucho tiempo, un día, apareció por allí la policía preguntando por la chabola de Manuel López López, mendigo: —¿Qué chabola y qué no chabola? —dijo entonces la mujeruca. Y añadió: —¡Si tenía que vivir en mi conejera, el pobre hombre! Así que la policía preguntó a la mujeruca cómo se llamaba, y ella dio toda clase de explicaciones sobre lo que había pasado: que era que ella, que vivía en aquel barrio ya más de quince años, tenía en su casa una habitación como una conejera más o menos de grande, un poco más, o un dormitorio pequeño; y entonces, un día, como ya se estaba echando el invierno encima y aquel hombre no tenía cobijo, ella le dijo que podía meterse allí, y allí dormía él, aunque por el día andaba también por la casa, si era su gusto, porque a ella no le molestaba, si necesitaba calentarse al butano, pero por la noche no, para que no dijera nadie, ni tuviese que decir nadie nada de ella, ni de él, y librarse de los escorpiones de las malas lenguas. —Pero en la habitación ya no hay nada. Porque, cuando él murió en la consulta, que fue donde murió, y muy mal se tendría que sentir para ir allí porque no había ido a un médico en toda su vida, ella arregló la habitación como se arreglan las habitaciones de los muertos, y quemó las cuatro ropas viejas que él tenía, y los cuatro periódicos que guardaba de cuando estuvo en África con los moros, y luego con los negros también, porque le había tocado ir allí dos veces. —¿Y conoce usted —preguntó uno de los policías— a una señorita que se llama Merche, la Cutis? —¿Y cómo no? Pero resultaba —dijo también la mujeruca—, que la Cutis había desaparecido del barrio hacía mucho tiempo atrás, y decían que ahora estaba haciendo la calle en Barcelona. Porque, por lo demás, ella conocía a la Cutis desde que era una niña, o una mocosa de nada, y ya andaba diciendo

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a todos los chicos y chicas del barrio, mostrándoles el brazo desnudo: —¡Toca, toca! ¡Verás qué cutis tengo! Porque era eso lo que su madre andaba diciendo: que su hija la Merche tenía un cutis como una marquesa, y una cosa especial de suave. —¿Era drogadicta? —preguntó el agente. —Eso sí que no lo sé, ni lo puedo saber —contestó la mujeruca. —¿Y esta señorita conocía al mendigo Manuel López, que usted dice que vivía en su casa? —¡Claro! —¿Y la visitaba? —¡Claro! Como que la madre de la Cutis y el señor Manuel eran del mismo pueblo. La policía venía para hacer un registró y, aunque ella hubiera limpiado la habitación del muerto, tenían que hacerlo; de manera que ella los condujo a su casita y les fue señalando las habitaciones para que mirasen lo que les pareciese. Al entrar en la cocina les explicó a los agentes que allí, pared con pared de donde estaba instalada la cocina económica, había colocado el señor Manuel su cama para estar bien caliente por las noches, porque ella echaba allí leña hasta las once o las doce, y más, si la velada terminaba muy tarde porque había un concurso en la televisión o el programa que fuera. Y luego ella llamó la atención de los agentes sobre una cuerda que atravesaba la cocina y el pasillo e iba desde la habitación del señor Manuel hasta la alcoba en la que ella dormía, donde la cuerda estaba atada a una esquila, por si un día por la noche el señor Manuel se ponía enfermo y tenía que avisarla. Aunque a los agentes no parecía llamarles mucho la atención este ingenio, y lo que hacían constantemente era mirar al suelo y patear las baldosas, sobre todo cuando entraron, por fin, en la habitación del señor Manuel, completamente vacía, excepto que había allí un somier con un colchón recogido encima, y una mesita de noche antigua y con el tablero lleno de quemaduras. —A veces se le olvidaba apagar el cigarrillo —dijo ella. Y, luego, cuando abrieron la puerta de abajo de la mesilla de noche, explicó: —Ése es el orinal, por si tenía necesidades. Toda la estancia estaba blanquísima, y del techo pendía un hilo eléctrico con una bombilla de quince bujías. Pero los agentes no cesaban un solo instante de golpear con los tacones de sus botas las baldosas del suelo, y daban también algunos golpes con los nudillos de la mano en la pared. Pero en ninguna parte sonaba a hueco y ninguna baldosa se movía, y de repente preguntó uno de ellos: —¿Y dormía ese señor así en el somier? ¿No había una cama? Entonces ella dijo que la cama la quitó cuando murió, y estaba en un trastero que tenía por allí, y era de las camas antiguas de barrotes y boliches dorados, aunque ya se habían perdido casi todos. Los agentes abrieron los ojos como si hubieran visto ya lo que buscaban, y dijeron que tenían que verla y desarmarla. —¿Se puede saber lo que buscan? —preguntó ella. Porque, si era lo que había dejado el señor Manuel lo que buscaban, les dijo que entonces tenían que volver a la cocina porque allí estaba, y allí era donde él lo guardaba en una caja metálica de conservar membrillo, antigua, que tenía en la tapa, pintada una mujer; y ponía allí: Puente Genil. —En total, les informó, lo que dejó en la caja son cuatro mil pesetas en billetes de mil, tres de cien pesetas y setenta y seis pesetas en monedas. Añadió que ella ni se había atrevido a tocarlo, y no sabía lo que hacer con ello, aunque había pensado que iba a mandar decir una misa o dos, y luego dar lo otro como limosna, a algún pobre de la calle, por el alma del señor Manuel. —¿A ustedes qué les parece? Pero no le contestaron, sino que uno de ellos, el más arisco, la preguntó por su cuenta: —¿Y no llevaba consigo este señor papeles o sobres? Ella estuvo a punto de decir que sí, según contó luego, porque en seguida se le vino a las mientes lo de la carta que le entregaron en África para que él la entregase aquí, pero se mordió la lengua, y dijo: —Que yo sepa, no. Pero ¿cómo lo iba a saber yo? ¿Y qué sobres y cartas iba a llevar este

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hombre ya? —Papelinas de droga, por ejemplo —dijo el otro agente. —¡A sus años! —comentó ella. —¿Y la Merche, la Cutis, le traía algo a este hombre? —¡Claro! Le traía lo que su madre la hubiera dado a ella, en el pueblo, para él, ¿no? —¿Cómo qué? —Pues unas pesetas, o algo de comer, o qué sé yo. Ella aseguró que no tenían razón alguna para pensar mal del señor Manuel, que era la persona más decente e inocente que había conocido, sin doblez ninguna y lleno de buenos sentimientos. Y que tampoco quería decir con esto que la Cutis, aunque estuviese haciendo la calle en Barcelona, como decían, fuera mala, ni hubiera dado qué decir, salvo en eso de los hombres, porque en todo lo demás era buena y servicial. Sólo esa debilidad tenía. —Porque nacemos con una estrella y una inclinación —decía el mismo señor Manuel de la Cutis—, y no vale. ¡Qué le vamos a hacer! Aunque a ella, les previno a seguido a los agentes, no la gustaban muchas de estas conversaciones del señor Manuel con la Cutis, y un día se lo dijo claramente porque sospechaba que la Cutis le daba al señor Manuel algún dinero, y entonces él se salía de casa, y ella, la Cutis, llevaba allí a la habitación del señor Manuel a algún hombre, aunque también en ausencia de ella, que no lo hubiese consentido nunca y, de estar en casa, lo hubiera adivinado en seguida, porque desde la cocina se sentía todo: hasta cuando el señor Manuel se daba media vuelta en la cama, porque los somieres viejos todo lo pregonan, y una mano que se apoyase en ellos, parecería qué sé yo por el ruido. Pero también lo hubiese notado ella por los perfumes que la Cutis usaba, que eran de los que «transcendían», dijo. Y también por el olor a hombre que está con una mujer, que se notaba en seguida; y la verdad era que ella no había notado nada pero, por un por si acaso, un día se había explayado por fin con el señor Manuel, en cuanto éste la dijo que la Cutis le había dado quinientas pesetas. —¿Y así porque sí? —Sí, así porque sí. Sólo que, como era un inocentón, en seguida cantó, y dijo que esa misma mañana, cuando ella se había ido a misa, porque tenía que ir a un entierro, y la iglesia estaba a la otra punta del barrio, la Cutis le había dicho al señor Manuel que se fuese a dar una vuelta y se tomase algo, que ella se lo pagaba y le invitaba, porque ése era su gusto y no iba a hacerla un desprecio. Y que ella, la Cutis, mientras tanto, tenía que verse con alguien como cosa de una hora. —¿Quién era? —preguntó ella al señor Manuel. —¿Y qué mismo nos da? —dijo éste. Le conminó ella entonces a que eso no volviera a repetirse, y se puso a husmear los rastros de lo que podía haber sucedido, pero no encontró huella de hombre por ninguna parte, y menos de papelinas o cigarros de drogas, y aseguró que ella era, para eso, mejor que un perro de los policías. Los agentes no parecía que se hubieran ido, sin embargo, muy convencidos, pero ella aseguraba luego que, excepto en lo de la carta, les había dicho la verdad en todo, y que la tenía sin cuidado lo que pensaran; aunque sentía que el señor Manuel tuviera que andar así, en lenguas, en el barrio, después de muerto. Porque al fin y al cabo, la Cutis no tenía nada que perder, pero el señor Manuel sí. Lo de la Cutis todo el mundo sabía que era el temperamento y el destino de haber nacido con un cutis de señorita, sin serlo. Aquí, y en África, como decía un repartidor negro de butano de allí, que luego estuvo en la cafetería La Tropical, y era un muchacho muy guapo y servicial, y muy simpático; y, cuando encontraba al señor Manuel, sentado en el suelo de la acera o apoyado en la pared y con la caja en la mano, pidiendo a los transeúntes, siempre le decía: —¿Qué tal, abuelo? Y el señor Manuel respondía: —Te buamu. Porque se acordaba de cuando había estado en África con los negros y se le habían quedado esas

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palabras que significan que se está bien, y también otra que decía luego, en seguida, y le hacía mucha gracia al muchacho negro: —Kamanamabumalalonabelomboiba —decía el señor Manuel, todo de corrido. Y esta palabra quería decir ciento treinta y dos, y jugaban en el cuartel, allí en África, a ver quién la pronunciaba más deprisa y sin equivocarse. El repartidor le dirigía, entonces, al señor Manuel, una sonrisa grandísima, y éste se ponía muy contento, y aseguraba que de las sonrisas de estos negros era de lo que más se acordaba, porque entre los blancos y españoles las sonrisas le parecían a él como si fueran todas falsas, como de conejo o como las de las culebras que están pintadas o hechas de bulto en las iglesias y tienen la manzana de Adán y Eva en la boca, que es como si se rieran. De manera que, para hacerse amigo de un negro, o de un moro mismo, había que aprender a sonreír, aunque nunca pudieras sacar, como ellos, toda la dentadura blanca, que la tenían entera muchos como el primer día: y otros, sin embargo, aunque tuvieran la boca podrida, también sabían sonreír bien. —¿Y las mujeres, señor Manuel? Entonces contestaba que había que distinguir, porque con las mujeres moras, nada. Estaban en sus casas, y luego llevaban tapada la cara por la calle, y los jefes les decían a los soldados que ni se les ocurriera llamarlas la atención. Pero las negras eran otra cosa. —Y éstas sí que eran mujeres —decía el señor Manuel. Aunque sólo para mirar, porque había habido allí muchas historias y hasta sangre, y ya estaban también advertidos. —Sólo a «La Casa» —añadía él—. ¡Y ésas sí que eran mujeres! —repetía. —¡Ah! —decía ella. Y él añadía entonces: —¡Mejorando lo presente! Pero ella ya se había ido, y era el único discutinio que habían tenido en muchos años, porque luego hasta estuvieron de acuerdo en que lo malo era si la Cutis se terminaba casando con el negro aquel y eso se corría a todos los negros que había ya en el barrio, porque éste se llenaría de criaturas de color café con leche. —¡Cómo es el mundo! —se admiraba ella. —¡Pues muy grande! —contestaba él. Aunque luego aclaraba que también era muy pequeño y como un pañuelo, porque quién le iba a decir a él, que había estado en África dos años con los moros y con los negros, que ahora se los iba a encontrar aquí en el barrio, y que hasta una chica como la Cutis, que descendía de su pueblo, estaba en amores con un negro. —Y monjas negras —decía ella—: mientras otras blancas y españolas van allí. No era fácil entender el mundo, y luego ya al final y para postre estaba lo de esta doctora que había estado en África y les llamaba la atención, a todos, más que todos los médicos juntos que había habido en la consulta.

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VII Cristina Dínesen estaba segura de que todo era igual en todas partes, y que lo único que se podía y se debía hacer era «tomar la huella», o «mirar bien la pisada» como decía Ami, la cocinera: pisada de león, pisada de tigre; pisada de blanco, pisada de negro; pisada de hombre joven, pisada de hombre viejo; pisada de muchacha, pisada de mujer; pisada de quien lleva carga, y pisada de quien va suelto; pisada del que corre, y pisada del que anda; pisada de quien tiene miedo, y pisada del que no lo tiene. —Y pisada de amor, señorita Cristina —decía Ami. Y pisada de odio, y pisada de celos; pisada de noche, y pisada de día; pisada de triste, y pisada de alegre; pisada de quien duda, y pisada de resuelto. Sólo hay que sentarse a mirar las pisadas, días y días, con los ojos fijos en ellas, antes de que lleguen las lluvias y las borren. Sólo hay que observar la hierba que la pisada ha aplastado, las hormigas que han muerto bajo el pie, las orugas azules despanzurradas y tiñendo del rocío de sus vísceras la huella: antes de que lleguen las tempestades y los dioses que protegen al dueño de los pies que se marcan en la arena o entre el polvo, en lo húmedo y arcilloso, y lo racen. Ni Scotland Yard o la CIA tenían la nariz investigadora de Ami, que examinaba cuidadosamente las patas de pollos y gallinas, ánades, ocas y palomas, llevados hasta allí desde Europa, y hacía la historia de su vida mientras los desplumaba, ampliándola luego con sus inquisiciones en las vísceras y en la sangre. Era como un arúspice romano, mientras miraba fijamente, con sus ojos, los ojos del ave muerta, y la recriminaba o alababa, y lloraba su triste fin por no haber sido prudente y haber caído en mano de hombres. Ami era negra como el ébano, elástica como un venado, con unos ojos como candiles fulgurantes y unos gruesos labios rojísimos, la cabellera maravillosamente ensortijada, delgada como un junco, unos ojos profundos y anchos, inocentes como el agua. Y era mansa como una paloma, con una sonrisa eterna que invitaba a responderle siempre así: con otra. Pero, cuando la habitaban los celos amorosos, entonces parecía aumentar siete veces de volumen, su voz tan armoniosa y llena de dengues no acertaba a salir de su boca, y luego, cuando rompía el candado de sus labios, lo hacía con las palabras de los cien venenos, que entonces ella aseguraba que sabía preparar y con los que haría que el corazón de quien la había traicionado en el amor se tornase verde y fuese devorado por un gusano de mil patas que tarda siete años en comerse su alimento. Más tarde, estallaba en un llanto convulsivo de menos de un minuto, y de ahí surgía la nueva y antigua Amín, dulce y cimbreante, melosa y pura como acabada de nacer, que descendía de siete jefes poderosos de tribus antiguas, asesinados todos a traición en los banquetes en los que celebraban la paz que ellos siempre habían aceptado, por haber creído en las palabras de los tigres y leopardos de otras tribus. Y ella había aprendido. De manera que habían llegado éstos, luego, muchas veces, hasta donde ella vivía como tropel de búfalos o elefantes, y habían arrasado los poblados, las cabañas, las fuentes, matado a los animales y asesinado a los pobladores indefensos; pero cuando acudían los guerreros que defendían el poblado ya no necesitaban cobrar el precio en sangre de ellos, los tigres y leopardos, porque todos habían muerto del hartazgo de carne y bebidas con ponzoña, que se llevaban como botín de guerra. Porque también en África, bajo el tórrido sol, se servía fría la venganza. —Desde Procné o Medea —decía la doctora Dínesen. Miraban a veces hacia la mesa de la tertulia, cuando llegaban los periódicos. Los desplegaban ellos como planos o radiografías, y sus ojos echaban a andar por aquella sábana, guiados por un

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dedo o el extremo de una de las patillas de los lentes o gafas, o una estilográfica de oro, como si necesitaran lazarillo, o el suplemento de tirode caballos para subir algún repecho; y, luego, cuando se daba el hallazgo, quien lo había hecho pasaba a los otros señores del traje blanco la hoja con el tesoro hallado, y entonces se encendía en sus rostros una sonrisa satisfecha, o quizás la carcajada, a veces. —Affaire close! Cuestión liquidada, menú frío. Respiraban. Cerraban a seguido aquellas sábanas de papel ya inútiles, con un fragor al doblarlas que era sonido de triunfo, y las apartaban, displicentes. Como se deja el plato de postre después de la comida, y ellos sin duda habían devorado un exquisito manjar porque, primero, se tornaban extravertidos y dicharacheros en todas las lenguas, alineando adjetivos de elogio, y luego caían en la somnolencia de una digestión pesada. Sus conversaciones comenzaban a espaciarse, cruzaban las manos sobre sus vientres, se callaban al fin unos instantes, entornaban los ojos; pedían más agua mineral, un antiácido, café negro a la italiana, muy cargado. —Muy negro y muy cargado, ¡por favor! Pedía un teléfono supletorio el más joven de los cinco: pelo ya de plata, barba recortada, lentes de oro, anillo de amatista. —Estamos en viaje de placer —decía. Y sonreían todos pero, cuando él dejó de hablar, les dijo: —Están de acuerdo. Entonces, de nuevo, thank you very much, très bien, exacto, okay, desde luego; marcos o dólares, las ocho quince, el aniversario, los espermatozoos, Norma o La Traviata, reservas federales, maravillosa, un weekend, en perfecto estado, cocodrilos, bufete, arroz, la Compañía; lo observamos, las monjitas, garantías, Manhattan Bank y el Exterior, Plaza Pigalle, corremos con los gastos. —En este caso como en todos —decía pelo de plata. Un leve comentario más, y luego se levantaban para mezclarse allí, en el salón o en la terraza, o en el hall del Gran Hotel, con la otra fauna de los residentes, los turistas, los viajeros, diplomáticos, amantes, médicos, sexagenarios ricos, periodistas, hablando como en Babel, pero thank you very much y las sonrisas: traducción automática. Latines de Oxford incluso, de algún eclesiástico enrolado en un safari fotográfico, causa humanitaria o visita de misiones, viejas señoras conociendo mundo antes de conocer la muerte. Inocente esta fauna, las palomas de África. Estaban excitados, maravillados, fascinados por las mañanas y las noches, como si nunca hubieran visto noches y mañanas, como si ahora se les iluminase el teatro del mundo y de sus propias vidas, y acabaran de descubrirlo como Adán. Y preguntaban: —¿Cómo se llama? ¿Cómo? Veían luego chozas redondas que les recordaban iglesias circulares, chozas rectangulares con su techo de paja que les hacían soñar con palacios con techos de oro, catedrales, parlamentos; pintura naif al vivo. Muchachas y jovencitos elásticos como potros o alces, y de agotizados rostros que les hacían pensar en los maestros flamencos, y familias tribales apiñadas para escuchar a un jefe que les hacía evocar la Arcadia o los diálogos socráticos. Veían a Europa por doquier, no tenían otros ojos, y sufrían las inoportunidades de los insectos con un estoicismo comprensivo. Pero luego, a poco, la noche barría todo diseño, lavaba en ellos la conciencia y, a los pocos días, emergían distintos: indolentes, puros, como envueltos en un gran poder benevolente, que les permitía corretear o sentarse, respirar, vivir. —Una experiencia mística —decían. Pero, apenas habían acabado de decirlo, comenzaban a sentirse devorados de mosquitos, inquietados en el sueño por lejanos aullidos o gritos en la noche o en los atardeceres, aplastados por la rueda del sol que quemaba sus pupilas; macerados por la humedad ardiente, y la nariz no podía apartar de sí aquel olor dulce de todo lo que aquí, en África, se pudre entre colores vívidos y aromas pastosos, suculentos. El torpor del sueño les entumecía muchos días, pero otros sentían la sacudida eléctrica de los músculos que debe sentir el tigre y le hace, como un relámpago, lanzarse a su presa. Comenzaban a ver las circulares o rectangulares chozas como cabañas miserables, y aprendían que

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un grupo tribal vencido podía estar tramando la sanguinaria caza de otro, y aquellos agotizados rostros podían arder de cólera por una mirada de hombre blanco solamente: como los antiguos príncipes. —No les miren —decía el guía. —Mejor es no mirarlos —aconsejaba también la gente del barrio ante los de la banda de «Los Tigres» o de «La Calavera». Y no se debía mirar insistentemente a la mesa de los señores del traje blanco porque en su entorno había como un aura de poder. —No mires fijamente —decía Marta a Cristina Dínesen—. Una vez, Erasmo vio al Papa, y le pareció Radamante, dios de los Infiernos, en su gloria. Y se reían; mejor es no mirar. —Pero averiguaremos. Cada una en su puesto. La doctora Estévez en el pabellón del consultorio de la misión, con una gran cruz blanca pintada en el techo de paja: análisis y partos, escayolas, digestivo, cardiovasculares y urinarias, traumatología y ojos, enfermedades tropicales e infecciosas. La doctora Dínesen: investigación en la Gran Clínica; pero pistas prohibidas en seguida: el virus de cuatro letras lo estudian en París. —Pas de succès —dijo el doctor Gilbert. —¿Y no se sabe nada? —No. Es escurridizo como un dios. Es que es un dios nuevo; escucha: los templos de los dioses antiguos se levantaban también en desolados páramos o umbrosos bosques, ungidos del sagrado silencio. Y lo juraban los admitidos al culto o al trabajo en estos santuarios; se purificaban para acercarse allí, y volvían a lavarse antes de salir de la sagrada audiencia. Algunos tenían trances y veían; profetizaban. Pero éste es un dios nuevo: ¡atiende! Y es más omnipotente. Quizás puedes mirarlo en su brillo mineral opaco, pero ¡escucha!, si lo tocas o inhalas en su cámara el polvo y el silencio, estás perdido. Al salir de ella se precipitarán sobre ti sus levitas con un geiger y análisis de sangre, orina, semen, mucosidad de la nariz, el ano, la garganta, el cerumen y las lágrimas, para medir con ellos el grosor de la cólera divina, extender tu condena y encomendarte a otros dioses también metálicos pero menores, y ángeles con los ojos de platino que pueden alargarte la vida en unos meses; si alcanzas su misericordia, se dice: quimioterapia o aderezo de la muerte científica, se dice. Los mismos templos de los páramos y bosques comienzan a descomponerse a veces, cuando los escupitajos y desechos del vientre del dios se arrojan a las letrinas, o el aire lleva un eco de su aliento: la respiración de sus narices. El páramo muere entonces, y muere el bosque; animales y plantas, y los hombres. Pero la sabiduría de los sacerdotes asegura que los huesos de éstos en la fosa, aun dentro de mil años, relucirán como las alas de los ángeles y, cuando en el Último Juicio se les aplique el geiger, habrá que levantar acta: «Aquí, aún hay vida y luz.» Aunque todavía éste no es el corazón de la tiniebla, ni éste es el dios grande que está en el círculo del centro, el dios más poderoso e innombrable, sin rostro y sin aliento, sin templos, ni santuarios, sino semilla oculta en cada cuerpo que vive, y lo consagra, lo habita, lo diviniza, lo destruye, lo enerva: muerte dulce. Cuando Cristina y ella vieron por primera vez un ídolo, sintieron un terror sagrado. Era una figura humana macilenta, toda ojos y labios, con los descarnados brazos y manos caídos en línea recta, piernas disecadas; un cadáver en pie pero tan triste que de su tristeza son incapaces los cadáveres. Estaba solo en una choza sobre un tronco de árbol, y las ofrendas se amontonaban a sus pies: caza y leche, frutas, sal, aceites. Ni los miraba. Los cantos y los gritos de dolor de los fieles le dejaban indiferente, y su estructura mineral o de madera llenaba de soledad la choza. Pero, diez años después, cuando volvieron, los que aquel dios atrapaba se volvían como este ídolo: caquexia, enfermedad divina. Algunas veces le hablaba la doctora a la señorita Mary de las cosas de África, cuando hacían su comida en la pequeña cocina del consultorio, si tomaban un té o el sándwich de la cena y la taza de café. O si cenaban alguna otra vez en un restaurante, pero en realidad no le podía contar apenas

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nada. Aunque, otras veces se dejaba ir después de un día de mucho dolor y mucha miseria en la consulta. Y la señorita Mary parecía fascinada: —A mí también me gustaría ir a África, algún día —dijo la señorita Mary. —No es cualquier cosa —contestó la doctora. Cristina y ella habían ido a África, en realidad sólo una vez: cuando volvieron. Para saber. Habían vivido allí de niñas y allí habían ido al colegio porque allí vivían sus familias. Papá tenía allí su trabajo, y sustituía con frecuencia al Señor Gobernador, y al Prefecto. Se sentaba a veces con los señores del traje blanco en el rincón umbrío del jardín del Gran Hotel, y allí era obsequiado. Pero nunca supo, ni podía saberlo. Le apoyaban ellos en su vigilancia de la trata de blancas, contra la compra de esclavos todavía, contra las drogas y el comercio ilegal de pieles o cargamentos de marfil. —Acéptenos esta cantidad, señor Cónsul. Y papá aceptaba, porque así tanto la clínica de la misión como los otros pequeños consultorios de aldea tenían más medicinas, un aparato más, más camas, y había más escuelas, y alimentos para la estación de la lluvia. Y, entonces, se ofrecía para agradecerlos, como podía, ese dinero: visados rápidos, valija diplomática, certificados, sellos y firmas como avales. Y nunca supo, nunca. Hasta la hora de la muerte. —Investiga, indaga. Sólo Dios sabe. No querría haber visto. Y la Compañía le había hecho un homenaje post-mortem en sus edificios. Cristina y ella estaban en Europa, y sólo mamá había podido asistir a él. Dos niñas: una blanca y otra negra ofrecieron flores, y papá fue presentado como colaborador tan estrecho de la Compañía, que ésta se sentiría ya para siempre en deuda con él y su familia. De manera que, cuando diez años después Cristina y ella decidieron dedicarse a la medicina, ya sabían de antemano lo que el doctor Gilbert le dijo a aquélla: —No harán nada, si no colaboran con la Compañía. —Y aceptamos —dijo la doctora—. También nosotras nos sentamos en el rincón umbrío del Gran Hotel en compañía de los señores del vestido blanco, y con los médicos e investigadores de la Gran Clínica: —Anatomopatólogo. —Microbiología. —Generalista. —Tanto gusto. —La he conocido así —dijo el anciano doctor, bajando la mano hasta la mitad de la altura de la mesita de té—. Fui amigo de su padre. —¿Sabría algo este hombre? —preguntaba Cristina. Porque ¿quiénes sabían y quiénes no sabían?, ¿quiénes saben y quiénes no saben?, ¿quiénes eran quiénes? Unos años atrás, un par de agentes judíos había estado allí, como en otras partes del mundo, buscando a uno de tantos «Doctor Mengele», que habían participado en el gran laboratorio de investigaciones científicas que habían sido los campos nazis. —¿Lo encontraron? —Poco importa. Lo que veías, cuando mirabas las fotografías y películas de los campos de muerte, era la multiplicación por mil y mil veces mil de la imagen del ídolo caquéxico, espantajo terrible, dechado de una ciencia. Y oye, escucha: si acaso dentro de las cámaras de gas alguien les hubiera recitado el teorema de Pitágoras, seguramente hubieran comprendido y hubieran sabido por qué iban a morir. Hubieran entendido, y aceptado. —Los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos. ¿No es claro? —Pero se lamentaban como en la sinagoga —dijo el doctor Pfannenstiel, mientras escuchaba con el oído pegado a la puerta de la cámara. —¿Y cuándo terminará todo este exterminio? —preguntó el doctor Nyiszli al médico Mengele. —¡Amigo mío, esto proseguirá sin cesar, sin cesar!

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—¡Escuchen, caballeros! Aquel avance de la ciencia fue una cuestión humanitaria. —El «albumen extraño» es el semen de un hombre de raza ajena —repuso Streicher—. El semen es absorbido en su totalidad o en parte por el fértil cuerpo de la mujer, y así pasa a la sangre. Así se infecta. —¿Más investigaciones? —El preparado que presento es del tejido interior de la vagina de una mujer virgen. —Nos interesan sobre todo los cerebros de los fetos. —Todos dañados, desgraciadamente, por la inhalación de monóxido de carbono por la madre. —Tiempo perdido. —El gaseamiento fue algo anticientífico. Nuestras guarderías en el continente americano lo prueban. —Déme el Informe. —A Belice llegan desnutridos, caquéxicos, los niños. —Pero en San Pedro Sula están esas casas de engorde, y sólo en excelente estado de salud son intervenidos. Y todos sobreviven. —¿Sobreviven? —Al menos por un tiempo: por ejemplo, aquellos que ofrecen sus ojos es seguro. —¿Los otros mueren? —Probablemente, no sabemos. Una vez que han ofrecido su riñón o su pulmón, se los da suelta. —¿Problemas? —No. Todo el mundo comprende. Sólo crean problemas las cuestiones técnicas a veces. Los ensayos clínicos hechos en ellos con el «albumen extraño» de las cuatro letras habían fracasado. Era el semen del dios nuevo, y sabían que ellos mismos estaban condenados: ellos, los señores del vestido blanco. Todavía podrían vivir algunos años, pero los análisis eran seropositivos. Se reían. Podían repartir condenación y, como si comprobaran hasta dónde habían llegado las huestes de Gengis Khan, extendían las nóminas y mapas del contagio: ilustres y poderosos nombres entre aquella fauna de caquéxicos. Los pronunciaban en voz alta: —Y éste. —Y éste. —Y éste —Mal du siècle. La señorita Mary hizo un guiño a la doctora, cuando aquel mocetón entró en la consulta, porque le había reconocido como uno de los asaltantes. Venía endomingado, serio, modoso, blando, hundido; hablaba en voz baja y cortés: —Una colitis. No se me corta. —Tiéndase ahí —dijo la doctora señalándole la camilla clínica. —¿Desde cuándo? —Quince días. —¿Estuvo enfermo antes? —No. La exploración duró un tiempo largo, y aquel hombretón parecía un niño. Sobre todo, cuando al final, la doctora le miró a los ojos. —Tendrá que hacerse análisis —dijo. —Sí, doctora. —De momento, le cortaremos la colitis. —Sí, doctora. Apenas si encontró fuerzas para sonreír luego a la señorita Mary, que le acompañó hasta la puerta, pero de todos modos la dijo: —Yo no quería. — ¡Claro! —comentó luego la doctora a la señorita Mary. Y añadió con un deje de tristeza envuelto en una frialdad perfecta:

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—Quizás no sea nada. El silencio que se hizo de repente en la pequeña consulta fue mayor que el del día del asalto, cuando este mozo disfrazado de condottiero se había quedado guardando la puerta, con un bate en las manos. —Como un ángel —dijo la señorita Mary ahora.

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VIII Los informes sobre la doctora Marta W. Estévez, directora del consultorio o clínica del barrio, podrían quizás construir una torre de expedientes, aunque se decía que en la Compañía no se conservaba un solo resto o nota de las informaciones que llegaban y que no excluían, desde luego, los estados patológicos, tanto físicos como psíquicos, por eventuales o banales que fuesen. Y creía saberse que la doctora había tenido, en un determinado momento de su vida, una especie de «resentimiento renal», que se revelaba dos o tres veces al año con dolores lumbares muy fuertes. Aunque parece que no durante su estancia en África, o por lo menos de manera que le impidiese su vida normal por algún tiempo, y con conocimiento de los demás. En el consultorio de la misión, los médicos no tenían su trabajo reglamentado y tampoco se llevaban registros burocráticos, al contrario que en la Gran Clínica donde la vida profesional de Cristina estaba reflejada minuciosamente, aunque tampoco se encontraría constancia de ello, porque en realidad la Compañía no existe a efectos legales y es sólo una referencia lingüística, como la Gran Clínica es sólo una Fundación filantrópica sostenida por una Fundación Financiera sin residencia legal en ningún lugar del mundo, pero reconocida en todos los que importaba. Cada año se ofrecía la presidencia de aquella Fundación a alguno de los grandes de este mundo: un rey europeo, un presidente africano, una princesa oriental u occidental, un Alto Comisario de cualquiera de los departamentos de las Naciones Unidas, un banquero internacional, un eclesiástico distinguido, un Premio Nobel de la Paz, un tratante de armas ennoblecido y convertido al Gran Oriente, un alto protector de monjas, hospicios y hospitales. Mère Agnes decía: —No podemos mirar de dónde nos viene el dinero. No podemos. Si hay una sequía y viene la hambruna, le abro la puerta al Diablo si trae pan. Se paraba un momento, como para examinar lo que había dicho, y se reafirmaba: —¡Naturalmente! ¡Qué tontería! ¿Cómo iba a dudar? ¡Cuántas veces las había contado a ellas: Marta y Cristina —Cástor y Pólux las llamaba— que cuando se les quemó la misión fue de «La Casa» de donde recibieron toda ayuda, y sin pedirla! —¡Y se aceptó! ¡Naturalmente que se aceptó! ¿Por qué no se iba a aceptar? —¿Y cómo se levantó «La casa de los locos»? Mère Agnes no sabía. Una noche se presentó el joven negro a quien llamaban el Protestante y pidió hablar con la Priora. Era hijo de un jefe de tribu, y se había educado en colegios europeos. Se dijo que estudiaba para Pastor y, un día, un amor tormentoso e infeliz lo trastornó. Volvió a África. Sabía su enfermedad y propuso levantar un pabellón de los locos, recogiéndolos donde estuvieren, y ofreciéndoles una morada para estar tranquilos sonriendo. Y, cuando Mère Agnes les dio tanta alegría recitándoles el nuevo teorema de Pitágoras, fue él quien se alzó para decir en nombre de todos: «Nosotros reinaremos en el mundo.» Era un joven inmensamente rico por herencia, y se decía que las riquezas provenían de tratos innombrables. —Pero aceptamos —dijo Mère Agnes. ¿Lo entendían Cástor y Pólux? Para los años de la niñez, adolescencia y primera juventud de éstas, resulta imposible separar las noticias sobre sus vidas del colegio de la Misión Francesa donde estaban a medio pensionado, y de

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la Misión misma donde pasaban el mayor tiempo de la otra parte de sus vidas. Y especialmente imposible sería separar a Cástor y Pólux de Mère Agnes. —Nosotras somos —decía Cristina— un ménage á trois. Mère Agnes pertenecía a una vieja familia francesa de la pequeña nobleza antes de la Revolución, que, después de ésta, había dado generales y profesores, abogados y jueces a la República y al liberalismo, e incluso a la francmasonería. Aunque también hombres y mujeres a la Iglesia, si bien en menor proporción que en el pasado. Su bisabuelo materno había sido magistrado en tiempos de la Comuna y había dado muestras de repugnancia en la represión que sobrevino: prefirió irse a su casa antes que seguir sentado juzgando. Fue retado a duelo por algunas de sus palabras duras contra el general Gallifet y muerto en él, aunque, habiéndole tocado disparar primero, lo había hecho al aire. —Un gentleman —decía Mère Agnes. Luego la familia fue dreyfusard y partidaria del Presidente Combes, ligeramente comecuras; y la madre de Mère Agnes había tenido como director espiritual en el Colegio a un discípulo de Monsieur Loisy, y en la biblioteca familiar había libros dedicados por mano de Monsieur Renán y Anatole France, que Mère Agnes encontraba divertidos. De muchacha había vivido en el París de los cuarenta-cincuenta, y había asistido a la revolución de Saint-Germain des Prés. Pero luego dio el portazo al mundo. —Demasiada angustia, yo sólo quería ser feliz —les dijo a Cástor y a Pólux. O también explicaba: —Yo entré en el convento con el gorro frigio. Y ésta fue la primera información que le dio, sonriendo, al Informador cuando éste la visitó en busca de noticias sobre la doctora. Mère Agnes había vuelto a Francia, año y medio atrás, a su convento de Lyon, pero la entrevista se celebró en un monasterio de bernardas del Pirineo aragonés: un viejo monasterio que no era una ruina, pero parecía tener adherido a sus paredes el invisible musgo de melancolía que las ruinas tienen. La iglesia estaba en reparación, y se llevaban a cabo trabajos de trastejado y limpieza en el ábside y en el ala izquierda. Era un día de primavera incierta y, en el pequeño jardín separado por un alto seto de aligustre de la huerta conventual, había lilas y geranios, prímulas y azucenas, botones de rosas bajo la protección de cristales todavía, porque el cierzo, la escarcha o el relente aún podían morder con fuerza. Pero el sol de media mañana permitía sentarse ante un velador a un abrigaño, y conversar. —Hace tiempo que no veo a Piel Roja —dijo Mère Agnes. Porque así era como llamaban todos a Marta W. Estévez, en el colegio, en África. Casi desde el primer día que apareció allí. Tenía entonces una cara llenita y colorada como una manzana y el pelo rubito, pero tirando a rojo también, y se peinaba con una larga trenza. —Le gustaba que la llamaran Piel Roja, y todavía firma así algunas de las cartas que me escribe. Se trataba de una inteligencia superior y con una clara inclinación a las matemáticas, pero dominando igualmente todas las otras disciplinas, sobre todo las lenguas. De manera que Mère Agnes siempre había creído que en cualquier actividad intelectual a que se hubiera dedicado hubiera llegado lejos y, como había elegido medicina, era indudable que había llegado adonde estaban los que la necesitaban. La decisión no la había tomado a humo de pajas, sino que había llevado montones de conversaciones, porque Cristina era una inteligencia similar y con las mismas aptitudes e inclinaciones, aunque sin la capacidad de abstracción fría de la doctora Estévez. El corazón y la sensibilidad hacían irrupción en el pensar, en Cristina; lo que no ocurría en el caso de Piel Roja, ni en el suyo propio: el de Mère Agnes. Para las tres, los tres ángulos de un triángulo valían dos rectos; aunque, para Cristina, los ángulos podían ser umbríos o soleados. —Quizás tenía razón —dijo Mère Agnes. Y esta reflexión la llevó en seguida a unos cuantos recuerdos comunes: su gusto por la ropa blanca, por el planchado, por los frutos ácidos, por los libros difíciles, por el agua, por los bebés de los monos, por las bayas de cualquier clase, por el té con sabor a menta, por las frutas de color rojo, por los niños solitarios, por la oración, por los vestidos hermosos, por las compras de caprichos

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baratos, por los relojes de arena, por las matemáticas, por los diques, por las risas por nada. Pero por lo que respecta al tema central, el Informador tuvo que confesarse que Mère Agnes se mostró completamente elusiva, dando la impresión de que no sabía nada. Es decir, no tenía noticia de que, al ponerse a ejercer la medicina en África, Cástor y Pólux hubierantenido otro propósito que el evidente: ser médicos allí, ni más ni menos. Sonrió luego, Mère Agnes. Se removió en la silla de paja, puso su mano derecha sobre los ojos, haciendo visera contra el sol, y dijo: —¡Bueno!, también luchar contra el mal. —¿Qué mal? —Las enfermedades, claro está. Pero también otro mal cualquiera: una riada o inundación, un incendio, un ataque de bandidos o de locos, y todo lo demás. —¿Todo lo demás? —Sí. —Por ejemplo, ¿averiguar lo que había ocurrido con su padre? —Puede ser. No es tan fácil saberlo. —¿Y tampoco diría nada de las razones que tuvo la doctora para abandonar África y volver a Europa después de la muerte de Cristina Dínesen? Cuando el Informador le preguntó eso, Mère Agnes cruzó sus manos sobre el halda de su hábito, tan blanco, y estuvo un buen rato en silencio. Luego dijo: —El Señor nos la dio, el Señor nos la quitó. Y volvió a callar, para proseguir aclarando: —Realmente tendría que ser yo la muerta. La cerbatana tenía que dispararme a mí. Y luego, en fin: —Fue un Viernes Santo por la tarde. Con un calor terrible. Cristina Dínesen esperaba en la misión a la doctora Estévez, y ella y Mère Agnes se ofrecieron a acompañar a un enfermero en el jeep-ambulancia para ir en busca de un herido en una aldea cercana. Había llovido en los días anteriores, y el vehículo patinó en el último repecho del camino arcilloso casi a la entrada misma del poblado, pero en seguida llegaron gentes de éste para ayudar y no se tardó mucho en sacarlo del atolladero, en medio de las risas de todos. Y entonces fue cuando le vio a él, en medio del grupo más lejano: sólo un instante y sólo sus ojos incandescentes. Cuatro años atrás, la esposa de este notable de aldea había acudido a la clínica de la misión con una hija suya, una mocita ya, a la que el padre había dado de golpes hasta dejarla sin sentido y muy maltrecha. Costó mucho sacarla adelante y que no muriera; y, un día en que Mère Agnes fue a la aldea, se encontró con el notable y le reprendió enérgicamente, asegurándole que se quejaría a otros notables y a las autoridades blancas por su brutalidad, si volviera a repetirse. El hombre estaba sentado en medio de un grupo, que quizás era una asamblea de la tribu, y las palabras de Mère Agnes parecían atemorizar a todos los reunidos. Él era un hombre gigantesco, en la treintena aunque ya con el cabello ceniciento, y tenía un aire despótico y tiránico; pero cuando le habló Mère Agnes inclinó la cabeza sobre el pecho y luego la hundió entre sus rodillas, a la vez que con los brazos abrazaba sus piernas, dejando rodar a su lado la fusta o junco que tenía entre sus manos y era el signo de su autoridad. Y Mère Agnes dijo más tarde que quizás nunca debió de hablarle así en público, porque eso había sido como humillarle: su cetro había rodado, y los asistentes se levantaban para irse. Hasta que él alzó la cabeza sin embargo; porque, cuando lo hizo como una serpiente altiva que se yergue en su cólera con los ojos fríos como dos círculos de hielo, quienes iban a irse se acurrucaron de nuevo, y Mère Agnes vio en ellos la marca de la ira. Aunque él la sonrió. Ahora, no sonreía, miraba solamente desde lejos, pero su mirada ofrecía el mismo incendio de su saña, y ésta llegaba intacta hasta donde Mère Agnes se encontraba. Cristina montó al volante para sustituir a Mère Agnes y, apenas el vehículo se puso en movimiento, dos flechas de cerbatana entraron por la ventanilla y se clavaron en el cuello y en un brazo de la doctora Dínesen, aunque apenas penetraron bajo la piel. Pudieron recoger al herido en cuya búsqueda venían y que había sangrado mucho, y en seguida estuvieron de vuelta en la consulta de la misión. Pero Cristina sintió de repente un sueño profundo y mucho frío, y ya nada pudo

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hacerse. No recobró el conocimiento, y estaba muerta al caer la tarde. —¿Y la doctora Estévez? —Piel Roja llegó tarde, Cástor llegó tarde. Ya todo llegaría tarde en cuanto se disparó la cerbatana. Hizo una pausa y añadió: —Yo era su blanco. La cerbatana estaba envenenada, y supimos muy bien cuál era el veneno. Pero no se denunció el hecho, y el silencio cayó en seguida sobre él, como sobre otras tantas muertes seguramente. Aunque esto fue luego conclusión del Informador o Informante, y éste tuvo la sensación de que la entrevista había acabado aunque, cuando ya se habían levantado e iban paseando hacia la iglesia del monasterio, al pasar por el atrio de aquélla, Mère Agnes dijo: —Para Piel Roja y para mí, hay preparadas otras cerbatanas. Y llegarán o no llegarán sus flechas. Dios dirá. —¿Por qué? —Porque sí, porque así son las cosas, como la suma de los ángulos de un triángulo componen dos rectos. —¿Padecía alguna enfermedad renal la doctora Estévez? —se atrevió a preguntar el Informante. —No lo sé pero, aun sabiéndolo, no podría decir nada acerca de algo tan personal. Y añadió: —Por pudor. La campanita del monasterio se puso a voltear, y entonces sí dio por terminada Mère Agnes la entrevista. Le sonrió y le dijo que sentía que tuviera que irse con las manos tan vacías, pero ella no podía hacer otra cosa; y sólo entonces cayó en la cuenta el Informante que su visita se había frustrado porque no había explayado abiertamente su propósito ante Mère Agnes, mostrándole que no era un policía, ni un periodista; y Mère Agnes dijo luego que de lo que no cabía duda era de que no se trataba de un agente de la Compañía. En realidad, era un detective privado a quien la señorita Mary había pedido, en nombre y a costa de todos los médicos del consultorio, que protegiese a la doctora porque todo aparecía cada vez más intensamente como si algún peligro se cerniese sobre ella. Y no le importaba, entonces, al agente hacerse una idea más o menos completa de la personalidad de la doctora, pero sí precisaba saber lo más que pudiese para averiguar qué es lo que podría haber sucedido para que la doctora hubiera venido como rodando de clínica en clínica hasta venir a parar aquí, al consultorio del barrio, y para que planease sobre ella una amenaza. —¿Una cerbatana? —¿Un asalto al consultorio? —¿Un envenenamiento renal? —No, no sé. Es una pura suposición —dijo el Informante a la señorita Mary. Pero Mère Agnes estuvo también elusiva en una segunda entrevista con el Informante, celebrada dos semanas después de la primera y, esta vez, en el locutorio monacal. La pared del fondo de éste, frente a la puerta de entrada de aquella estancia ligeramente alargada y con un gran ventanal en uno de sus muros laterales, estaba ocupada por la reja. Había dos sillas de anea y una mesita redonda de madera muy clara ante ella, y sobre ella un azulejo blanco con la leyenda «Ave María», en azul pálido, y en el muro opuesto al ventanal un cuadro de buenas proporciones, que representaba a Jesús hablando con la Samaritana. Ésta era una joven y robusta campesina sentada junto a un pozo y apoyando sobre el brocal de éste uno de sus brazos cuya mano parecía sostener la melancolía de aquella cabeza, mientras la otra mano descansaba, abierta hacia arriba, sobre las rodillas. Su rostro no era hermoso: algo ancho, pero lleno de vida. Sus ojos asustados se perdían mirando hacia unos arbustos, que a su vez se hundían en las sombras del fondo, y hacia ellas sonreía. O se suponía que sonreía a un Jesús ausente, pero que ella divisaba ya en lo oscuro entre los árboles. A su vera tenía un cesto lleno de frutas; un perrillo y unas gallinas estaban junto al pozo y, a la izquierda de quien miraba, se veía un tramo de la cerca del jardín con su puerta entreabierta y, por su resquicio, parte de una ciudad lejana. —No es un chef d'oeuvre —dijo Mère Agnes, señalándolo—. Pero es interesante.

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Sobre la mesita ante el locutorio había unos cuantos periódicos, metidos aún en su faja, y cuando Mère Agnes, tras aparecer un instante tras la reja, entró luego en la estancia, había explicado: —En África leíamos periódicos. Y luego: —También tuve una carta de Piel Roja. Se encuentra muy bien, allá en el barrio. Le aconsejaba al Informante, Mère Agnes,que no viajase hasta África, ¿para qué iba a hacerlo? —Vería la sepultura de la doctora Dínesen. —¡Oh, no! Cristina está incinerada, y sus cenizas se encuentran en nuestro convento de Lyon. Sonrió ampliamente al Informante como para otorgarle confianza, e incluso le invitó a fumar, si ése era su deseo. —¡Protéjala, por favor! —dijo de repente. —Pero necesito saber. —¿Saber qué? —Saber en qué problemas o aventuras ha estado metida. —¡Oh! Aventura ninguna. La aventura no tiene nada que ver. Me refiero a la aventura del niño. —¿Un hijo de la doctora? —No. La doctora no tuvo hijos. Se trataba de un niño, que podía haber caído como otros en manos de ellos. —¿Quiénes ellos? Pero Mère Agnes calló, y miró con cierta ironía al Informante. ¿Quería decirle que acaso no era él, el Informante, quien tenía que descubrirlos? Y luego le previno muy claramente de que si en realidad lo que él quería era que le contase lo que ella, Mère Agnes, sabía o creía saber o pensaba de la estancia de la doctora en África, lo que podía decir era bien poco, aunque podrían llenarse quizás volúmenes enteros con ello, porque la doctora Estévez llevaba la clínica de la misión, echaba una mano en la Gran Clínica, como la doctora Dínesen lo hacía en la de la misión también, y además investigaban. —Investigaban ¿qué? —Dentro de sus posibilidades. Allí no había un Instituto Pasteur, señor. El Informante no se atrevió a decir que no se trataba de esto, sino de lo que quería descubrir allí la doctora, y dijo luego que, sin duda, Mère Agnes pensaba lo mismo, pero que se puso a hablar del interés de Cástor y Pólux por la medicina tropical, los virus y bacterias africanos, porque al fin y al cabo las dos habían ido a parar a la práctica de la medicina desde estos estudios. —En África descansamos y dormimos poco. En vez de Cástor y Pólux se les podría haber llamado «los luceros del alba». Y añadió: —Pero también de cualquiera otra hora. Porque allí abajo también había vida mundana, y el Gran Hotel era su centro. No solamente estaba la vida social de los residentes blancos, sino que había gran tráfico de viajeros y, con frecuencia, de altas personalidades, y se daban cenas y bailes interminables. Sin contar las reuniones de la hora del té. —Five o'clock, señor, como en la City. Y ellas no se lo perdían. Porque, escucha, escucha: ¿cómo, si no, lograr que cuaje el enigma y crucigrama de las palabras del mundo, dichas por los que en él cuentan y deciden la vida y la muerte, antes de que, convertidas en flechas de una cerbatana, den mortalmente en el blanco? ¿Cómo podría haberse atrevido de otro modo un negro con ojos encendidos de gran jefe, pero esclavo de blancos, a disparar allí esas flechas de muerte contra Mère Agnes, ni contra la doctora Dínesen? Contra nadie con piel blanca y a la luz del día. No llevaban esas flechas sus antiguos y clásicos venenos. Seis meses se tardó en dar con su química, y aún no quedaron contentos y satisfechos los toxicólogos con su análisis. Pero algo era claro, escucha. El veneno no estaba hecho con el ardor del odio y sus urdimbres, con que los antiguos venenos se amasaban, y se amasan todavía los de aquellas gentes, como un enamorado en su desespero que indaga los elixires de la muerte en las glándulas de los reptiles y de la otra fauna

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que lo lleva en su lengua o sus pinzas, y los busca en los secretos de las plantas; los macera y elabora luego a la luz mortecina de la luna, a un fuego de huesos de muerto, al calor de una mujer en menstruo, o en el frío de un sepulcro, entre ruinas donde búhos y murciélagos tienen sus nocturnas asambleas, bajo la invocación de los poderes de lo Alto o de las potencias infernales, porque el odio, como el amor, extrae su savia y sangre del universo entero; y, a veces, sólo si varía un ingrediente o los grados de su recalentamiento o un viento gélido, la pócima del amor puede convertirse en la del odio, o a la inversa, y tósigo y tríaca son el uno del otro, porque al fin, el corazón es el alambique de ambos, el dolor su retorta, el ansia su llama, y el llanto su destilación quintaesenciada. No. El veneno que esparció la cerbatana no era cocción de bruja o chamán, traidor, déspota o celoso, ni humillado. No era pócima de Fausto dirigida a producir la escualidez de la vejez en vez de elixir de juventud, ni obra de alquimista que hace cálculos con los metales y los astros, y mezcla especulación y metafísicas. Era un veneno exacto, frío, matemático: tiras enteras de papel con signos alfabéticos, y aritméticos y químicos, trabajo de ordenador, tráfago de probetas científicas caldeadas con los artificiales soles de un laboratorio complejo, pruebas incontestables, seguridad absoluta de su utilización en ratas, monos, hombres mismos; de tal manera que las víctimas ya sólo son un eslabón más de la cadena, mostración de su científica eficiencia, y ya no hay víctimas. Hiroshima sólo es la prueba del nueve de que teoría y cálculos precisos sobre la fisión del átomo son perfectos. Y quien sopló la cerbatana sobre Mère Agnes o Cristina sólo hizo el papel de un robot a mano, de bajo precio y utilísimo: ad hoc, perfecto; no hay que despreciar nunca el material humano. ¿Acaso es lo que querían decir aquellos ojos del soplador de cerbatana, abiertos y duros, fijos y con un brillo mineral cuando, a los tres días de la muerte de Cristina apareció su cuerpo con la cabeza cortada y puesta sobre el tronco de un árbol recién talado para que le acompañara en la muerte? Porque, escucha, escucha: ya no moriremos solos. Sobre todos cae la lluvia ácida. Los bosques se desecan, los ríos se esconden en su cauce, los pozos manan amargura y agua salobre, las ciudades se hunden en su magma como volviendo al tohu-bohu de la primigenia, informe materia que fue el mundo; catedrales y palacios antiguos, las pirámides y las torres de cristal y aluminio se cuartean, hambre, orín, añicos, y al fin una Gran Sociedad de Naciones u Organización de Naciones Unidas de Palas Gigantescas, Gigantescos Basureros: Sociedad Anónima, funcionarios cansados, el infinito tedio abriendo con sus forceps la boca de los hombres, mal aliento, sueño. Porque se ha dado la vuelta al mundo, surcado la tierra palmo a palmo, registrado sus entrañas, amarrados los caballos de los vientos y rotas las esferas de cristal que relucen por la noche, abierto el techo de la gran carpa azul o negra, cohetes y satélites, viajes por las estrellas, y no hay nada. La infame estirpe misma de los gusanos mortuorios reptando entre calaveras e intestinos corruptos, dioses y tiranos del miedo humano desde siglos, ha sido desterrada por los crematorios, y no hay nada. Todo es higiénico. ¿Qué es vida y qué es muerte? ¿Qué es amor y odio? ¿Qué es carne expuesta en un lecho o en una carnicería? ¿Qué es devoración o estercamiento? ¿Qué es sexo o boca? ¿Qué es bien y qué es mal? Sólo el dios excelso de las cuatro letras regirá el mundo, y sus cerbatanas ya han sido disparadas. Eligen sus blancos. —¿Y por qué la doctora Dínesen? — Era yo el blanco. Luego Mère Agnes hizo un silencio, y se desdijo: —Aunque no, no. Ellos eligen siempre bien. —¿Quiénes ellos? Cuando la doctora Estévez leyó los análisis que se habían hecho al muchacho con colitis de la banda de «Los Tigres», preguntó a la señorita Mary: —¿Usted qué diría de esta velocidad de la sangre? —Casi normal. —Casi. —¿Entonces? —Ya no se puede hacer nada. Es como si le hubieran disparado con una cerbatana y, en sus flechas, un veneno sin tríaca.

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Y añadió: —Pero, por piedad, él no debe saber. —No —dijo la señorita Mary.

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IX El doctor Gilbert dijo al Informante que tenía el más alto concepto acerca de la calidad científica de las doctoras Estévez y Dínesen, pero que el trato y relaciones con ellas no habían rebasado nunca el ámbito profesional y, ocasionalmente, el de unas cuantas reuniones mundanas en el Gran Hotel, o momentos de descanso en la misma Gran Clínica, o en la clínica de la misión: comentarios intrascendentes, conversación de sobremesa, charlas sobre libros o sobre noticias de Europa en los periódicos, y de manera especial cuando, por ejemplo, llegaba al hotel un tropel de turistas. Sobre todo de la clase de «los descubridores», o corredores de mundo sólo para ver, que ofrecían tipos humanos verdaderamente interesantes: las más dulces ancianas y los más conspicuos caballeros, las jovencitas más tímidas y los jóvenes más circunspectos, que salían de allí en seguida trasvestidos con pantalones cortos, saharianas, salacots, fustas, bastones y abanicos, y semejaban un ejército charlotesco, o recordaban una fiesta de carnaval con sus gruesas gafas negras como antifaz para un baile en Venecia. A los pocos días volvían transformados, sin embargo: excitados por la humedad, el viento húmedo, los fuertes aromas del légamo y la selva, la sangre de las cacerías; y, mientras comían o tomaban el té y fumaban, se enardecían hablando de tiros certeros, derrumbamiento de la leona madre entre sus cachorros, manchas de sangre en éstos, temblor de las patas del tigre, espumilla en la boca del mono, dos saltos antes de quedar tumbado agonizando, deyecciones; las colosales mandíbulas abiertas de los cocodrilos, impotentes para hacerles daño, ridículos en su furia, que también apagaba el cazador de un tiro entre los ojos. Apareamiento interminable de los simios, que sólo se nombraba en pequeños grupos de hombres solos, pero se recordaba siempre de pasada o sobre lo que se preguntaba a los etólogos: ¿siempre es así? El aire oliendo a esperma y a putrefacción de carne. —¿Siempre es así? —Siempre. Imago mundi —dijo uno de los científicos. Así se llamaban los mapas antiguos, y en algunas de las valijas de aquellos turistas había mapas de la Casa Perthus, que señalaban maravillosamente hasta las sendas antiguas por donde caminaron los exploradores del Imperio. —Como que las hicieron ellos: caminos o vías reales. En la clínica se restañaban luego cuatro rasguños, una luxación, algunos nervios, quizás insomnios por el desplome entero del mundo que habían dejado atrás. Porque tranquilos habitantes de presbiterio, tiendas, oficinas, notarías y parques de los domingos por la tarde quedaban aquí enfrentados a la desnudez del mundo, y lo medían por vez primera: ancho y grande, absurdo, brutal, incomprensible, verdadero. ¿Quién lo soportaría sin Valium? —El santo sacramento —decía Cristina. Lo traían esos mismos turistas en sus equipajes, como antaño traían el libro de plegarias y al Pastor en su grupo. Y todavía traían el libro y al Pastor con frecuencia; y también ahora venían como al monte Sinaí a recibir las tablas de la revelación del mundo: cándidos, admirativos, deseosos de fotografías y reliquias. El adúltero, el engañador, el hipócrita, el miedoso, el santurrón, el lleno de prestigio, el bondadoso, el ingenuo, el agiotista, el tramposo; todos ellos hermanados en pantaloncitos cortos, sus salacots o sus sombreros; las mujeres como gallinitas buscando, o niños en la hora del recreo. África les devolvía su pureza. —Es como será el Día del Juicio —decía el Pastor—. Nada de Capilla Sixtina. Será así de simple

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y divertido, incluso con canapés y frutos secos, coca-cola y whisky, ¿por qué no? —Versión americana —comentaba Cástor—. Sus abuelos puritanos pasaron demasiado miedo con las llamas infernales; las han rebajado en la nevera. —Nada de traumas —concluía Pólux. —¡Cástor y Pólux! —repitió dos o tres veces el doctor Gilbert—. ¿Cómo olvidarlas? Pero el doctor Gilbert no podía decir nada importante, ni muy concreto, ni siquiera de su aspecto externo. ¿Llevaban en sus manos una alianza matrimonial? No se había fijado. ¿Por qué le preguntaban también sobre el peinado? Del vestido sólo podía decir que iban elegantísimas, y había oído contar que incluso en la clínica y en el laboratorio lo llevaban bajo la bata. Y fumaban, desde luego. Mucho más la doctora Estévez: tabaco inglés o egipcio. Poco más podía decirle al Informante: quizás únicamente que eran de poco comer, al menos en las ocasiones en que con ellas él se había sentado a la mesa. Y repitió que en el aspecto profesional eran sencillamente admirables, lo que podía afirmar no solamente por lo que él sabía de manera directa, sino porque en cualquiera de los centros médicos en que habían estado, y desde luego entre los doctores de la Compañía, quedaba todo el mundo con la boca abierta ante sus opiniones y diagnósticos. Así lo difícil de entender era que, sobre todo después de la trágica muerte de la doctora Dínesen, se dejaran escapar a la doctora Estévez a Europa. Y el Informante se percató, entonces, de que el doctor Gilbert decía lo que creía sinceramente, y no parecía sospechar siquiera que la doctora podría no haberse ido de África por su libérrima libertad, sino obligada por algo. Y tampoco dio muestras o indicios al Informante de que supiera nada sobre amenazas sobre ella. Afirmó solamente haberla visto en París hacía dos años, trabajando en una unidad de Cuidados Intensivos de Enfermos Incurables en Situación Terminal, según le dijo. Se la encontró en la entrada de un cine donde aguardaba a alguien, y parecía absolutamente satisfecha de su situación profesional, pero le añadió al Informante que no había hecho preguntas indiscretas o que pudieran parecerlo, incluso si la encontró mucho más delgada de lo ordinario. —Aunque una mujer nunca está lo suficientemente delgada —añadió con una sonrisa, como para desdramatizar. Y este comentario fue el que retuvo la atención del Infomante, porque ¿qué había que desdramatizar? ¿Había encontrado enferma a la doctora, el doctor Gilbert? ¿La había encontrado preocupada? — No. — No —había dicho Mère Agnes al Informante—. Se domina admirablemente. Por su semblante nunca se sabría lo que hay en su corazón o en su cabeza. Ni por las huellas, porque no había huella alguna. El Informante sólo disponía de una pequeña pista realmente: la foto en la que la doctora estaba con el niño, y que no había desaparecido como otros tantos papeles en el ataque al consultorio. —¿Su hijo? —No lo sé —le había dicho al Informante la señorita Mary. Estaban en un jardín y, al fondo de la fotografía, se veía un chalet o casa de campo antigua, blancos, con ventanas enrejadas, porche con tejadillo de cristal que cubría a un lado, además, una terraza. La doctora y el niño estaban fotografiados junto a un seto bajo o parterre. En realidad se trataba de un adolescente muy moreno: ¿un árabe? La señorita Mary le había indicado al Informante que creía que era así efectivamente: que era un muchacho árabe. Pero de lo que estaba segura era de que se escribía con la doctora con bastante frecuencia, y que ésta iba de vez en cuando a visitarle. —¿Dónde? ¿Adónde? La señorita Mary podía averiguarlo, desde luego, quizás echando simplemente una ojeada al bolso de la doctora, lo que la repugnaba pero no sabía si debía hacer de todos modos; porque saber eso era necesario para protegerla. Y al fin, un día, lo hizo; de manera que el Informante tuvo noticia de que el muchacho estaba en un internado. Se llamaba Ahmed, y era marroquí. El internado era una institución, mitad médica y mitad educativa, en la que se ayudaba a recuperar a niños con graves dificultades motrices y trastornos del lenguaje. El Informante nunca pudo ver al niño, y ni

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siquiera una fotografía reciente suya, pero sí obtuvo fácilmente algunos datos: la fecha de internamiento del muchacho, e incluso la razón de su estancia allí por traumatismo grave en extremidades inferiores después de haber sido apaleado por una banda de delincuentes juveniles, recién llegado de África. ¿Estaba en una silla de ruedas?, había preguntado el Informante, y ¿no era un disminuido psíquico? Pero le fue contestado que no podían suministrarle más información. ¡Hacía tanto tiempo, por otra parte, que el joven no se encontraba ya en aquella institución! —Lo sentimos mucho, señor. La señorita Mary era la que no podía entender, en todo caso, cuando el Informante le comunicó estas noticias, porque ella, la doctora, había hablado siempre de «Los Inocentes». Estaba confusa. Y ahora, ellos se habían presentado en el consultorio, si bien no para asaltarlo esta vez, aunque venían con todos sus disfraces de guerra, sus ritmos guerreros al andar, su insolencia. Eran como un ejército que venía a parlamentar: cráneos pelados, gafas negras, camisa negra y pantalón negro, pero moteados éstos con manchas amarillas; ruido de botas con clavos, ruido de espuelas, ruido de chicle masticado en sus bocas; brazos desnudos, sonrisas altaneras. Pero el muchacho de la colitis no estaba. —Está acostado y no está bueno. Queremos saber —dijo el que parecía jefe o portavoz de la banda. Eran cinco, y la doctora los invitó a acomodarse. Se acercó al fichero, extrajo un sobre con documentos, se sentó luego muy despaciosamente y, tras echar una mirada a los papeles, explicó: —Su compañero de ustedes se muere. No se puede hacer nada. Se hizo el silencio, se quedaron rígidos en sus asientos, miraron a la doctora con unos ojos extrañados. —En verdad —añadió ella—, siempre se puede hacer algo, y lo haremos. Luego les explicó que él no debía saberlo, y que ella tomaría todas las medidas en su mano para evitarle sufrimiento. Plegó los papeles, los introdujo en el sobre, puso sobre él sus manos entrecruzadas, y les hizo luego unas preguntas acerca de si alguno de ellos sabía poner inyecciones, porque, en un momento dado, el enfermo podría necesitarlas con urgencia. Y ya parecía haber acabado todo, cuando el portavoz de los cinco de la banda de «Los Tigres», comenzó a hablar del enfermo. Era un inmigrante ilegal, sin documentación alguna y sobre el que se cernía una orden policial de expulsión del país. No tenía a nadie, ni dentro ni fuera de éste; ni tampoco dinero, ni tampoco oficio ni beneficio. Como todos ellos casi: hijos de la calle, hijos de nadie. —La escoria de la sociedad —añadió otro de ellos. —Por lo menos él acaba de una vez, ¡maldita sea! —dijo un tercero. Y el portavoz siguió con su historia alemana, porque el muchacho de la colitis había estado trabajando en Alemania, allí donde nadie querría trabajar porque compra su muerte. —Aunque se la pagan, eso sí —comentó con ironía—. Seguramente había venido ya de allí enfermo. —Seguramente —afirmó la doctora. —¿Y entonces? —preguntaron ellos casi a coro. —Puede vivir unos meses, quizás un año; pero será muy penoso. —Tiene un miedo horrible —dijo el portavoz. —Tener miedo es normal; lo que cuenta es soportarlo con dignidad. Y ellos parecían entender. Pero desde ese momento no volvieron a levantar la cabeza, y comenzaron a mostrarse inquietos, porque la señorita Mary entró entonces en el consultorio, y ellos la reconocieron, y supieron seguramente muy bien que ella les había reconocido igualmente. —Los he reconocido a todos —dijo luego la señorita Mary a la doctora. —Pues ya tiene su secreto —contestó ésta—. Es para usted sola. Como cuando ella, la doctora, había entrado en el corazón de las tinieblas, y lo vio. —El corazón de las tinieblas es una novela de Conrad, ¿no? —preguntó el Informante a Mère Agnes, al verlo sobre la mesita que había en el locutorio, junto a los periódicos y las cartas. —Sí; y, si me lo permite, le diré que es una novela rosa —comentó Mère Agnes.

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Y rezongó luego: —¿Qué sabía Conrad? Un mundo huele a pudrición y a estiércol, a látigo y a sangre, sudor, semen y orines, esclavitud y oprobio, ojos sacados por el terror fuera de sus órbitas, ojos hundidos por la humillación o el llanto, piel sacada a tiras, anocheceres con gritos guturales en la panza de un barco, amaneceres con vistas de porteadores de oro, dientes de elefante, uranio, platino, cesio, cobre, diamantes o esmeraldas; mediodías bajo el peso del sol y la umbría de los tratos y cambalaches de mercancía de esclavos o prostitutas, venta de órganos vitales arrancados a los niños y puestos al alza en las zonas clandestinas de piso enmoquetado y paredes insonorizadas. Pues, escucha: también Cástor y Pólux entraron como polizones en el Pequod, o pagaron su pasaje al capitán Ahab para que los condujera ante la ballena blanca y asesina; también creyeron que los crucigramas y los mapas de palabras y silencios de tantos, tantos años las llevarían a un lugar secreto de la selva, más allá de los ríos navegables, de trampales y arenas movedizas, sombras de los muertos tragados por su hambre; cohortes de antropófagos, cementerio de huesos: los dientes marfileños de los elefantes confundidos con los de los niños descalcificados y caquéxicos, brujas celebrando aquelarres como en Macbeth; pero pronto se dieron cuenta de que esto es romanticismo, novela gótica o de la serie negra, que se lee para conciliar el sueño. Porque el corazón de la tiniebla es puro y refulgente como un relámpago o un cuchillo de plata, higiénico como un quirófano, neutro como la Gran Banca, exacto como los cálculos infinitesimales y un pensamiento de Descartes: la Razón, y nada más, como Dios Vivo. Quien lo ve, no vive o morirá, y Piel Roja lo hizo. Vio al dios y sabe pronunciar su nombre, de manera que la ira del dios ha cargado ya su cerbatana, y la descargará sobre ella como sobre Cristina descargó. —¿Quién dice esto? Escucha: si pudiera haber un solo lector para esta secreta historia de lo oscuro, que será destruida en cuanto llegue a su destinatario y éste la lea —porque para él o ellos, que son uno con él, está escrita— no sabría de quién es esta voz, y advertencia; pero el destinatario sabe, y él sólo puede parar el golpe. —¿Quién? —preguntarían el Informante, los lectores si pudieran estar al tanto de esta historia, leyéndola. Pero escucha, escucha, investiga, pregunta. Pregunta en África, pregunta en el barrio, llama a la policía, a las embajadas, abre las valijas diplomáticas, lee periódicos e informaciones de Bolsa, comerciales, científicas, actas notariales, sentencias, habla con la banda de «El Tigre» o con los de la banda de «La Calavera»; ponte a la escucha en el Gran Hotel, si puedes, y los señores del traje blanco no se han ido a Antofagasta, Honolulú, la Riviera, o no están en los festivales de Wagner o en Salzburgo, cenando en Chez Maxim's o en la Quinta Avenida, en Casa Paco. —Pero, si unos ojos han leído ya hasta aquí —dijo el más alto de los cinco señores de traje blanco, vestidos ahora de etiqueta—, ya sabe; y no debería saber. —No, claro está. Es obvio. Y rieron. Pequeños golpes en las pitilleras de plata. Café excelente. —Descafeinado, por favor. —Agua mineral. —A mí también descafeinado, s'il vous plaît. —Nadie debe saber, naturalmente. —Pongan en el frontis del Informe un grabado antiguo: un indígena africano o de América, soplando una cerbatana. —Inocentemente. —Pablo y Virginia, siglo XX: el buen salvaje. —Y publíquese el Informe. Nadie entenderá, no hay cuidado. —Agua mineral, el hígado. Porque nadie entenderá: un Informante, un detective, un policía, un agente de protección, un

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Intelligence Service, un lector necesita atar cabos con los hilos sueltos o en madeja, para tener su alfombra o su tapiz; pero aquí no hay ovillo, ni madeja y ni siquiera hilos, cabos sueltos. Ni palabras: se dice sugar y significa muerte en una choza de Bahía, ingresos contables en Manhattan o caída de un primer ministro, terroncillo en el café, o nada. —Una tasa mínima de azúcar en sangre, no se preocupe: atención a su dieta únicamente. ¿Cómo zurciréis con desechos? Un ordenador de Houston no sacará el crucigrama. Nadie entenderá el Informe. Y si buscáis a Helena, a la mujer que todo Informante, policía, novelista o lector pone en el quid de su argumento desde que Troya ardió, buscáis en balde. Todo se ha simplificado mucho, y tenéis a vuestra Helena sin fatigas, sexo, pasiones, psicología, caracteres, desmesuras, gritos, jadeos de placer o llantos, celos, muertes, «porneia», perversiones, falos inquietos, tálamos de aire o líquido, manuales, iconos masturbativos, confesiones, divanes de psiquiatras; no os inquietéis más: esto es industria como la de la mantequilla y se os puede servir al desayuno o en medio de la noche. Abrimos veinticuatro horas al día sobre trescientos sesenta y cinco días al año. Y editamos libros: tenemos genios filológicos, y una «d», tan simple letra, ha sido el giro de Copérnico. Hamletiano Hamlet, hamleteaba angustia durante siglos: To be or not to be, that is the question. Ya no hamletearemos más: To bed or not to bed, my lady, así de simple. Helena fuera, y el dios de las cuatro letras es estéril, casto, castrador, un ángel puro, semilla diminuta como la de la mostaza, más insignificante aún: es invisible, pero germina en gigantescas y tramadas redes, selváticas lianas como cuerdas de ahorcado o antiguos cepos, columpios lúdicos para monos lujuriosos y festivos. Nadie sale de este Informe sin pequeños rasguños, son «la marca». ¿Y podría entender acaso? —Se trata de algo oscuro, incierto, resbaladizo —dijo el Informante a la señorita Mary. Repasaba sus notas, oía sus cintas magnetofónicas grabadas clandestinamente, buscaba en gestos y palabras, en sonidos; ponía a tortura su memoria, y los cándidos recuerdos de las gentes del barrio sobre las hazañas de la banda de «Los Tigres» o las de la banda de «La Calavera», pero las gentes sólo preguntaban: —¿Por qué hacen esto? —¿Por qué? —Son temerosos. —Nos matarán a todos. No sabían nada, y el Informante decidió entonces entrar él mismo en aquel mundo. Si la doctora había afirmado que en el asalto al consultorio habían venido por ella, ellos debían saber, ellos sabrían. —¿Quiénes ellos? —Ellos. —¿Cuánto vale un matón? —preguntó el Informante—. ¿Y un confidente? —Ahora han subido el precio —le dijeron. —Cobran en droga o en mujeres. —Y negras u orientales —aclararon también. Y un tipo adiposo, calvo, con las manos llenas de anillos, ademanes femeniles, voz chillona y rota, añadió, en fin, riendo: —O en monjas, carne fina, boccato di cardinale. —¿Era ya el bocado la doctora? Pero no le dijo nada el Informante a la señorita Mary, y no podía poner tampoco en sobre-aviso a la policía. Cada vez que las bandas pega-palizas y los matones eran denunciados, y había habido detenciones o juicios y condenas, la cólera de ellos era terrible. —¿Y el enfermo? ¿No hablaría el enfermo? —dijo la señorita Mary. Del enfermo la señorita Mary tenía la ficha completa acerca de las atenciones que necesitaba y recibía cada día, su historia clínica desde el primer momento en que acudió a la consulta —aunque extrañamente no del diagnóstico exacto de su enfermedad—, y los datos personales naturalmente, incluida la legalización de residencia, porque si es que se iba a morir, no había ningún

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inconveniente para la democracia, estaba claro. —Permiso indefinido, ¿no? Pero el enfermo no debía ser molestado, ni tuvo por qué serlo porque, cuando el Informante estuvo al tanto del funcionamiento de las bandas y supo quién era cada cual en ellas, y que efectivamente había sido la banda de «El Tigre» la que había asaltado el consultorio, supo también que los que lo habían hecho eran «Los Novicios», como se los llamaba, los que tenían que mostrar su valía para ser admitidos y signarla con un bautismo de fuego y sangre; y el enfermo sólo era «un novicio» al igual que los otros ejecutantes del asalto, que no llevaban aún en el cinturón de su uniforme la pegatina de un tigre, como los de la banda de «La Calavera» llevaban calaveras: una calavera por cada «veinte lecciones dadas», un tigre por cada treinta y, sólo cuando se tenían tres tigres o cuatro calaveras, podía ser admitido el aspirante en la banda, estar al cabo de sus asuntos más corrientes. Porque, por lo demás, los grandes secretos y las decisiones las tomaba el Consejo de los veteranos. —¿Y dónde estaban éstos? —Quizás en la cárcel, quizás ya muertos, quizás en la boca del lobo de Manhattan. —¿Manhattan? —Sí; Manhattan, Corea, Lumumba, la Huerta del tío Lucas, ¿qué se creía el Informante? Mira si has visto alguna vez precipitarse, dando vueltas, al agua en torno al embudo de un gran sumidero, arrastrando en sus círculos los desechos y el estiércol; porque así son arrastrados, y luego ingurgitados en los aledaños, las cloacas y la máquina depuradora del mundo esos seres de la noche: droga, prostitución, violencia, robo, la ley, la policía, los fiscales, cárcel o libertad también, y consagración de emperadores cohortes triunfales, bandas justicieras, Robin Hood, Luis Candelas, Buffalo Bill, o ángeles rubios con la espada flamígera en sus manos, desenvainada por una patria limpia, limpio el barrio; cruz gamada, nada de emigrantes, rock-and-roll y sexo duro, revolución proletaria, milicias, venceremos, putas todas, liberación, condones, tías a la basura, hay que ser macho, alternativas, tetas, viva Hitler. Hasta en los bordes mismos del escaparate de Casa Paco en el que aparecía un lechoncillo eterno, un pollo eterno. —Son de plástico. Callos, morcillas, arenques, pepinillos, fritos, pinchos de tortilla, pinchos morunos, ajetes, lomo en tripa; todo mezclado y no merecía limpiar una vez más las paredes, como en los retretes: un pueblo reprimido de escritores y artistas, ¿por qué no? Las mejores manillas de cordero Casa Paco. —Y las mejores tías. —No lo voy a poner en el menú, ¿no? —Publicidad; tú te lo pierdes. Pero, cuando la Cutis apareció un día por Casa Paco con un negro, ellos le dijeron a éste: —Tú, fuera. La carne blanca no se ha hecho para tu boca, hermano. La Cutis estaba esplendorosa, dijo el Informante, y ellos la midieron con los ojos y las manos de la lujuria: —Una cosa es ser puta, Cutis, y otra traidora. —¡Anda, rica, manda a este chimpancé fuera! —dijo el hombre de la carne fofa y de las manos cuajadas de anillos. Y fue en ese momento mismo, cuando al acercarse él a la Cutis para manosear sus pechos, y al tocarlos, el negro acompañante se izó como un dios de ébano cuando desata el agua de los cielos, y suelta el rayo y el granizo de sus cuadras. Alzó sus manos como las garras del león, y toda aquella fauna blancuzca, pero también las torres de los novicios y los veteranos de las bandas de «El Tigre» o de «La Calavera», fueron aventados al aire sobre las mesas, sillas, el mostrador y las viandas, recibieron golpes más duros que los de las cadenas, los martillos y los bates de béisbol, y acabaron como desechos en el suelo, entre serrín y cáscaras de gambas, conchas de almejas y puntas de cigarro, como muñecos aparejados de cueros rotos y armaduras herrumbrosas, mientras la Cutis presidía la guerra como Helena. Su acompañante se sacudió las manos, la cogió por el brazo con violencia y dijo:

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—¡Vamos! Y al salir, bajó la persiana el vencedor, y Helena le premió con un beso. Más tarde, dijo también el Informante, aquellas masas de carne macerada se alzaron como después de haber dormido una modorra de mil años y, aporreando el mostrador y las mesas, exigieron cerveza, whisky, vodka, ron y cigarrillos; y, una vez compuesto el panorama de después de la batalla, quienes pervivieron sin hueso roto o herida sangrante, pero incluso la mayor parte de éstos a los que la ira hacía olvidar sus contusiones, se sentaron al fondo del comedor de Casa Paco, oscura estancia más adentro del bar y a la que se accedía por un pasillo estrecho, para iniciar el conciliábulo de la venganza. Se miraban las caras tumefactas y deformadas, los vestidos desgarrados, las huellas cárdenas de la violencia en sus manos, o se las registraban en sus brazos, sus piernas o su pecho, regazando camisas, subiendo pantalones, señalando las partes doloridas: como si todo un ejército de combatientes pusieran sobre la mesa sus méritos de guerra, condecoraciones, distinciones, el valor. Y, en seguida, la vindicta, aunque, antes, el reproche eterno a Helena y el encendimiento de su belleza: —La puta de la Cutis. La primera propuesta fue la violación de toda mujer negra o mulata que se encontraran, el marcaje con hierro candente a todo negro o extranjero de color. ¡Ya! ¡En seguida! Antes de que amaneciera un nuevo día. Y el que presidía, el hombre de la carne fofa y los anillos, de voz rota, con ojos achinados y amarillo: un chino o japonés, tailandés, coreano o alguien hecho a semejanza suya, invocó con sus labios el título de su autoridad, y sentenció la hora de la revancha sin límite. Y el Informante oyó: —Y a la doctorcita, a la africana, no la olvidéis tampoco. A ésa, menos. Ni siquiera accionaba, y su voz parecía salir de algún artilugio fónico que llevara en su chaqueta, o del estómago como en los ventrílocuos. Pero los mandaba, y el reproche del olvido, que les estaba haciendo, les obligó a guardar silencio temeroso. —El Chino ha dicho. ¿El último emperador? ¿Confucio? No. Pero el Chino tenía su autoridad, su territorio, sus leyes, sus dones, sus castigos, y era sagrado. Cuando el Informante supo más tarde quién era y cómo estaba hecho, aseguró que había pensado en abandonar su búsqueda e interrogaciones, dar marcha atrás; pero se percató de que era tarde porque había entrado demasiado adentro, y que no podía volver la vista a su espalda. Ni siquiera con un movimiento de los ojos.

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X Poco antes de Navidad, el doctor Gilbert se presentó en el consultorio. Llegó en ausencia de la doctora: en uno de aquellos días en que ella hacía su viaje, y su mirada se oscureció un tanto cuando la señorita Mary le informó de ello, porque la doctora sabía que él vendría y había estado de acuerdo por teléfono. —¿A su domicilio? —preguntó la señorita Mary. —Aquí, a la clínica. No tengo otro teléfono. Estaba agitado y nervioso, aunque evidentemente se dominaba muy bien, y sonreía. Pero no estuvo tranquilo hasta que llegó luego el Informante; aunque la doctora no debería saber que habían hablado: él, el Informante, la estaba protegiendo. —¿De qué? —No se sabía. —¿Por qué? —Tenían miedo por ella. Los consultorios de todo el mundo civilizado, exactamente como escuelas e iglesias, o cada casa de las que hay en un barrio pobre, estaban siendo sistemáticamente atacados por bandas armadas. Era algo nuevo que el doctor Gilbert no se explicaba. —¿Y en África? —preguntó el Informante. —¡Oh, no!, allí no pasa esto, no. Pero el doctor Gilbert no era locuaz, y se limitó a contar que su amistad con las doctoras Estévez y Dínesen procedía de su tiempo en África, y ahora tenían algunos intereses científicos comunes. Allí había tantas oportunidades de conocer gentes como en París o Nueva York, o por lo menos había habido esa ocasión años atrás. —Hay gente del mundo entero, tanto del mundo de los negocios como del de la medicina, y turistas. Miles de gentes del mundo entero. Luego añadió: —Y, últimamente, chinos. Pero, cuando el Informante insistió en preguntar por los chinos, el doctor Gilbert aseguró que no conocía a ninguno personalmente, porque habían llegado allí al final casi de su estancia. El Informante dijo: —Aquí, acaban de llegar ahora. Y al doctor Gilbert se le escapó de modo espontáneo: —Entonces, la doctora está en peligro. ——Sí —contestó el Informante. Pero luego, cuando llegó, rió la doctora con la leyenda del chino que le contó el doctor Gilbert. —Se decía, se sabía, se pensaba —dijo. —¿Qué? —preguntó la doctora. Y el doctor Gilbert contó que se decía que en ciertos altos lugares se advertía que, cuando se pronunciaba el nombre de un chino, las gentes temblaban, porque el chino era el mensajero de la muerte. —Muy romántico —comentó ella. Dijo luego que, efectivamente y a no dudarlo, tanto ella como él habían trabajado en un momento dado para la Compañía.

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—¿Qué Compañía? —No existe. —¡Entonces! —Ellos. —¿Quiénes ellos? —Ellos, los señores. ¿O es que no se ha dado cuenta aún? Ella lo había sabido perfectamente; es más, lo había buscado. Y la Compañía, cuando los servicios de alguien le han sido útiles, los paga espléndidamente. Era una leyenda negra que la Compañía tratara de cerrar la boca de quienes con ella habían colaborado. No, no era verdad, y no había en ella un Departamento del Silencio, como lo había en otras partes: por doquier. Por el contrario, la Compañía no dejaba de facilitar la vida de quienes habían estado cerca de ella, y eso tenía que notarlo, como ella lo notaba, en su vida profesional; de manera que sus temores eran muy infundados. —Otra cosa, escuche, es si ha visto la guarida del dios en el corazón de la tiniebla. —¿Qué? —¡Tranquilo! No la ha visto. Y dando un giro a la conversación continuó: —La señorita Mary intenta protegerme, y ha contratado a un investigador. Pero que nadie podía proteger de nada a nadie: ni a ella ni a nadie. —¿Y el Chino? El Chino era una escoria solamente, un pobre idiota, una inocente rueda, un eslabón. El Chino servía a otro chino, que a su vez servía a un tercer chino, y éste a un suramericano, y otro eslabón, y otro, ya sin nación, sin raza, sin rostro alguno o con el rostro velado que sirve a quien ya no tiene nombre y nadie ha visto. Dicta su voluntad por otras voces, y aquí comienza la otra cadena de los desconocidos: mil eslabones más entrelazados hasta llegar al último, que está suelto y es la Gran Argolla. No debe verse. No se oye. Contaba la doctora la vida del Espía de Dios a la señorita Mary. Auschwitz, Birkenau, Mathausen o Treblinka no existían. El griterío de las víctimas era a veces espantoso, y el humo de los hornos apestaba, los trenes iban hasta allí atestados con carne humana, mas nadie oyó. Sólo ese Espía de Dios habló, pero como no fue creído, tuvo que hacerse cabeza de esa otra Compañía de la muerte para ver más, testificar, ofrecer pruebas. Y, como tampoco entonces fue creído, perdió el honor, perdió la vida, perdió la muerte: se ahorcó en la cárcel. El Nuncio de Roma leechó de su palacio cuando comenzó a hablarle de los campos de exterminio, y las democracias lo procesaron por ese exterminio: responsable. Papá le había conocido en un tren nocturno, porque todo ocurre en un tren siempre, por la noche, casi al romper el alba, y él le había confesado el día de su derrota: —Yo conducía el gas para las víctimas. Y en voz más baja aún: —En el nombre de Dios; vestido con el uniforme de las SS y mi fusta en las manos. ——¿Qué gas? —Zyclon, y luego Zyclon B sin irritantes: la misericordia de la tranquilidad y de la muerte. Caía como una ducha en casa sobre aquellas víctimas, mientras la lucha por respirar no las dejaba ni siquiera pronunciar una oración última. ¿De maldición? ¿De ayuda? ¿De alabanza? Luego el silencio y, cuando finalmente se abrían las compuertas, se derramaba allí aquella montaña de cadáveres como el Último Día, y el Espía de Dios tomaba nota: tantos cargamentos y remesas, tantos cuerpos, dentaduras de oro, cabellos cortados, estado de los cadáveres, rigor mortis, ojos desorbitados, rostros apacibles, gestos desesperados, de violencia, de un sueño muy profundo. Caquéxicos, bien nutridos, zapatos, pantalones, camisas, chaquetas y sandalias, calcetines, caftanes, faldas, ropa interior, joyas, anillos, bolsos, perfumes, juguetes de niño. Olor a cerdo asado, decían los oficiales. Y había tramitado el inventario al Cielo: el Espía de Dios cumplía sus obligaciones. —¿Y Dios? —Recibía los Informes. Archivaba. Sabía, estaba informado, estaba al tanto.

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—¿Y luego? —Nada. Así que, cuando el Espía de Dios lo supo: que ni Dios, ni los hombres escuchaban, se ahorcó. ¿Qué podía hacer? Misión cumplida. —¡Qué historia más extraña! —dijo la señorita Mary. —Pero sabemos. —Sabemos ¿qué? —Sabemos. —Pongamos por caso, que Dios está informado de los asuntos de el Chino y nuestra banda de «Los Tigres». Estaban sentados el doctor Gilbert y la doctora en el despacho de ésta, en el pequeño consultorio; y, casi silenciosos, recorrían con los ojos los Informes médicos. —¿Y si fuera imparable? —dijo el doctor. —Pongamos vallas. —¿Cómo? Volvían a los papeles, y daban la vuelta de nuevo al reloj de arena una vez más. Un geranio rojo lucía como una gema al sol de la ventana, y miraron. Unos gorriones correteaban por el alféizar al otro lado de los cristales, y los miraron. Miraban los lápices, las plumas, la lámpara de mesa, el cenicero, las otras plantas de interior, la sombra, los papeles. Y escuchaban. ¿Qué escuchaban? Escuchaban los ruidos amortiguados de los coches, el murmullo de la sala de espera, los pasos de la señorita Mary en la cocina. —Nosotros informamos. Un maravilloso olor a café invadió la estancia, y la señorita Mary puso el servicio y la olorosa cafetera sobre la mesa del despacho: un moka admirable. Porque la doctora no prescindía de refinamientos, y desde el primer día que llegó se negó a tomar la bazofia que se hacían traer como café de un bar cercano; exactamente como, desde que funcionaba la pequeña cocina, el queso, el jamón, el pan, un poco de carne a la plancha o un pescado, una taza de arroz al vapor o unas legumbres tenían que ser de calidad. Y como los pequeños tú-y-yo eran de hilo; la cristalería, checa, de Bohemia. —En medio de la miseria del mundo. —Sí. Mère Agnes decía de su hábito: —Tiene mil remiendos, pero pura lana inglesa. —El Espía de Dios iba impecable. —¿Y ellos? —¿Ellos? —¿Ellos? Ellos vestidos con trajes caros simplemente. —¿Y reían? —No; sólo eran carcajadas. Lentas caían de sus almas, arrastraban su plomo por las bocas, construían las máscaras del rostro con la hilera de sus dientes perfectos, y resonaban como los gritos absurdos de la selva. Pero, cuando eran sonrisa, era peor: helaba las miradas. —No eran, ni son nadie —dijo ella todavía. Éste es el final de la comedia. El misterioso crucigrama de palabras se había resuelto por sí solo. Aquellos señores de traje blanco de la tertulia a la umbría del jardín del Gran Hotel sólo eran oficiantes, ministros superiores quizás pero también acólitos en aquella parte del mundo, administraban la parcela que les correspondía del inmenso hexágono de la Gran Araña. El doctor Gilbert quería datos concretos, fechas, facturas, documentos de intervención, notas de entrega, cuerpos del delito. —¿Qué delito? El mal no es un delito: desborda la ley y la moral; es razón pura: los tres ángulos de un triángulo

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que equivalen a dos rectos. En el tren nocturno hacia Ginebra se le había acercado a papá aquel ángel negro, el Espía de Dios y le había hablado. ¿Para qué? Los bosques bajo la luna, el aroma que se alzaba de la tierra húmeda, wagons-lits y restaurant de lujo, suites y salones, tren especial con personal diplomático, alta milicia, funcionarios de élite, jefes de partido, damas de clase. Papá en el pasillo, mirando por la ventanilla, envuelto en sus pensamientos y ausencias, y entonces apareció aquel joven coronel de las SS, temible si preguntaba, miraba, sospechaba. Ahora, años después de la muerte de su padre, era cuando la doctora había averiguado que éste había sido un enlace en la conjura para asesinar a Hitler. —¿Asesinar? —¡Asesinar, asesinar! ¡Matarlo! Y aquella noche, al acercarse aquel hombre, pensó en la ruina del proyecto entero, más que en sí mismo. Sentiría pesar si no podía ser eliminado, si a él se le detenía allí mismo. Porque aquel hombre joven de las SS salía y entraba constantemente desde su apartamento hacia el pasillo, y volvía de nuevo a aquel pasillo después de medirle con sus ojos desde su siniestro uniforme, que parecía oprimirle. Fumaba sin cesar, iba y venía camino del restaurante, del salón y, al fin, cuando el amanecer ya plateaba el cielo, vio su cara pálida como la de un niño enfermo, desvalido; tiritaba casi y, acercándose, dijo: —¡Señor! Como implorando. Le pidió entonces que le acompañara hasta el baño y, en un recodo oscuro, ángulo en el que el pasillo se rompía, le invitó a sentarse en uno de los asientos abatibles. Hubo un silencio, y luego el coronel gimió femeninamente con el rostro entre las manos. Dijo: —Millares. Gas de muerte. Trenes. El horror. Dígalo, informe, cuente, grite. Arrojados a un horno. Debe saberse. —Quien va al infierno ya no sale jamás. Necesita pruebas, testimonios. Y luego, se levantó súbitamente, y se fue. Desvalido de nuevo, avejentado, y no pudo construir ni una sonrisa. E iba murmurando: —Trenes, trenes, trenes. Las estaciones de nuestra infancia se reconstruyen con sus tejados rojos, sus paredes de ladrillo y lienzos blancos, azules o verdosas puertas y ventanas, vallas blancas, tiestos de claveles o geranios, trenes mercancías parados, trenes de viajeros sonriendo eternamente tras las ventanillas, cortinas bajadas a veces: los secretos, risas de muchachas. ¿Viaja el amor en tren? ¿Todo está muerto? No. Entró de nuevo la señorita Mary, y dijo: —Su enfermo ha muerto. —Pero no estaba tan enfermo —contestó la doctora. —Acuchillado por un chino —aclaró la señorita Mary. El terror se reflejaba en los ojos de ésta, y la doctora dijo: —¡Vamos! No tenga miedo, señorita Mary. Nunca tenga miedo. Cuando Cástor y Pólux decidieron dedicarse a la medicina en África, en cuerpo y alma, Mère Agnes sabía que esto lo cumplirían al pie de la letra y más, pero sabía también que no renunciarían a investigar y a saber aquello que el padre de la doctora Estévez había visto y querría no haber visto jamás, jamás. —No tendría que haber llegado hasta aquí —le dijo el doctor Niemeyer a Cristina. ¿Cómo ha podido hacerlo? El doctor era alto y huesudo, absolutamente clavo y casi sin cejas: sólo una breve línea recta, como trazada a lápiz, entre blanca y de un dorado color ceniza. Se presentó a sí mismo. Aunque eso había sido luego, más tarde. La doctora había entrado a refugiarse en una especie de chalet, al sorprenderla la tormenta que la había desorientado en el viaje de vuelta en su jeep desde el aeropuerto, y llevaba con ella a dos enfermeras negras muy jóvenes. La casa estaba construida al estilo colonial antiguo, y podría haber sido incluso el recinto de un pequeño destacamento militar. Tenía ante él y en todo su entorno una gran alambrada o cerca alta de metal, pero el lugar de las

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anchas puertas de ésta quedaba completamente abierto, y junto a él por su parte interior había un pequeño kiosco o garita, que en realidad fue donde se refugiaron de la lluvia. Era como una torreta redonda, acristalada, y absolutamente vacía en el piso inferior. Una escalerilla metálica de caracol ascendía hasta una estancia allá arriba, donde había un escritorio, un sillón, un gran foco encendido sobre la mesa, y aparatos diversos, o quizás una gran máquina distribuida así en sus distintos elementos, adosados al muro circular que aquí no era de cristal sino en su parte superior. Aquello estaba lejos del último poblado, y sólo más tarde se darían cuenta que también estaba muy adentrado en la selva. En medio de la lluvia torrencial y, cuando creyeron que habían tomado un atajo, en realidad habían girado en redondo y era difícil saber en qué lugar exacto, en qué dirección estaba el mundo conocido para ellas. Porque éste era otro mundo. El chalet o la casona colonial asomaba detrás de una pequeña colina de arbustos, cuando miraron desde la entrada del recinto amurallado junto a la cual estaba la torreta donde se habían refugiado, y esa muralla se perdía de vista como hundiéndose hacia un valle: en realidad, un río, como en seguida pudieron ver, con un pequeño atracadero de piraguas en la base misma de la colina, y a la vista ya de la casona. Había allí dos o tres barcas vacías, y otras dos o tres con una espantosa carga de cadáveres de monos: algunos de ellos adultos, pero la mayoría de bebés y monos jóvenes. Y vieron en seguida cómo algunos hombres negros que venían desde la casa, unos casi desnudos y otros con batas blancas, en cuanto llegaron al atracadero comenzaron a descargar aquellos cadáveres, y luego los introdujeron en contenedores metálicos. Pero o la presencia de las tres mujeres no fue advertida, o no significaba nada extraño para aquellos hombres, porque la doctora Dínesen y las enfermeras pasaron muy cerca de ellos por el sendero que llevaba a la casa y se bifurcaba para ir al embarcadero, y no fueron saluda-das siquiera. Como si ellas formaran parte del personal de aquel poblado. Porque en realidad era un pequeño poblado de edificios modernísimos de aluminio y cristal, que descendían escalonados hasta el río, en medio de una magnífica pradera: un césped inglés. El camino hacia la casa se hizo luego de piedra y en seguida fue una suave escalera de peldaños largos y muy bajos que desembocaron en una gran lonja, con su jardín, con su rincón umbrío como en el Gran Hotel. Y, cuando llegaron allí, fue cuando aparecieron de improviso, como venidos por el aire o surgidos del suelo, dos jóvenes blancos, rubios como ángeles rubios, corteses y solícitos, que las dijeron: —¡Bienvenidas! Están ustedes en la estación biológica Charles Darwin. ¿Cómo dieron con ella? Entraron en la casa, que ahora les parecía, decía luego Cristina, un College modernísimo, y ellos les presentaron al resto del personal dirigente que se encontraba en los despachos: tres hombres jóvenes más, cuatro mujeres igualmente jóvenes, y un doctor biólogo de más edad, que era el director. Llevaban allí dos años estudiando los animales de aquel entorno, pero no de modo continuo, sino por temporadas. Ahora había habido una gran mortandad de monos, y ellos investigaban en los cadáveres. Los laboratorios eran relativamente satisfactorios y podía hacerse un buen estudio; pero desgraciadamente tendrían que abandonarlo. Esta estación biológica se cerraba, oficialmente al menos, por falta de medios, y ellos regresarían a sus casas de Inglaterra y Canadá. Otros dos doctores ya se habían marchado recientemente, y pronto, según se rumoreaba, una pala mecánica se llevaría por delante aquellas tan modernas construcciones, las casas tan coquetas y cómodas en que ellos ahora vivían. Parecía que se tenía en proyecto ampliar La Gran Base, y aquí se levantaría otro tipo de edificios. No sabían cuáles. De La Gran Base sólo sabían que estaba de allí a casi un tiro de piedra, al otro lado del río, tras aquella tupida muralla de árboles, y que era inmensa. Sabían también, desde luego, que el personal que trabajaba allí era europeo, pero no tenían contacto alguno con él. Ninguno. El jefe de La Gran Base se decía que era un germano y, a veces, de lejos, habían visto su salida a cazar con algunos visitantes ilustres —se suponía—, y el grupo era como la comitiva de un rey. Pero el río era ancho, anchísimo —más que seis tiros de piedra realmente—y ellos no lo habían cruzado nunca, y tenían prohibido cruzarlo. Las embarcaciones que navegaban por él eran todas de este lado de la orilla y, cuando en su descenso el río se estrechaba, al

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otro lado aparecían soldados allí donde no había acantilado y la ribera era baja. Les dijeron también, a Cristina y a las enfermeras que, por lo demás, allí la naturaleza era, mucho más que en toda África, como el estreno y la mañana del mundo, sobre todo después de la tormenta. Porque las tormentas eran como el momento mismo en que el cielo y la tierra contienden en una lucha cósmica para separarse en fin. Como si la tierra quedara hendida no por el rayo, sino por la luz del rayo, y el fragor de los truenos fuera su desgarro. Es decir, la tormenta no parecía venir del cielo, sino salir de las entrañas terrestres, como un volcán de luz. Sólo de luz y, cuando se veían los árboles iluminados por el relámpago, parecían gigantescos guerreros alzados frente a la furia de los cielos. Sus troncos relucían como corazas, pero en las marañas de sus ramas entrelazadas ni siquiera penetraba la luz del relámpago, como no lo hacía la del sol: zonas enteras de una eterna noche desde siglos, en los que en plena canícula del estío el frío era casi siberiano. Y así se formaban esas mañanas del mundo de después de la tormenta, la lujuria de su nacimiento: un sol de oro puro que levantaba un vaho espeso, niebla azul, dorada, roja, que se alzaba como la gran vela de una nave, y luego la luz pura, sombras consoladoras, vegetación brillante como recién nacida o lavada por siglos de lluvias torrenciales, y el ruido de la vida: gritos violentos, silencios misteriosos. Aunque esas mañanas sólo duren un instante, porque en África amanecer y atardecer son como determinaciones rápidas de lo alto: en cuanto el sol se alza, su furia es ya la del día pleno y, cuando cae la noche, la tiniebla es profunda de inmediato. No hay gradaciones, no hay exhibiciones de crepúsculos. Una de aquellas mañanas, al tercer día, fue cuando Cristina dio un largo paseo con el biólogo jefe de la estación biológica a lo largo del río, y se percató entonces de que, pese a lo que se les había dicho, había río arriba un puente de cuerdas y tablas que unía las dos orillas, y eso significaba que podía haber y había comunicación entre ellas. —El puente es inservible, y no sabemos que por él haya pasado nadie hace mucho tiempo. Las tablas y las cuerdas deben de estar podridas. Nadie pensó nunca usarlo. Pero, al día siguiente, en su paseo ahora solitario, Cristina lo hizo, sobre todo porque oyó muy claramente el ruido de un generador eléctrico. El río por allí no era muy ancho y, desde luego, tanto las cuerdas como las tablas eran absolutamente nuevas, y tablas y cuerdas continuaban ya en tierra firme como si se tratase de una pasarela de honor. Desembocaba, luego de pasar por una gran avenida de árboles, construida en zigzag, de modo que ni siquiera desde la orilla del río podía divisarse otra cosa que vegetación espesa, en una modernísima construcción: una especie de marquesina de estructura semicircular como un túnel o arco de triunfo enorme que, en seguida, llevaba a una como pequeña plazoleta con el techo de cristal, en cuyo centro había una gran fuente que salía de la boca de un tritón de mármol blanquísimo y caía sobre una taza azul. En la rotonda de una plazoleta había seis puertas del mismo color azul, todas iguales menos una: más ancha y alta, con herrajes, y una gran placa de bronce junto a una de sus jambas: «Work.» La empujó suavemente, o quizás la puerta misma se abrío por sí sola, dijo luego, al situarse ante ella, y la doctora Dínesen se encontró con un gran laboratorio. Sólo que, antes de que pudiese hacer otra cosa que admirarse, ya tenía delante la figura del doctor Niemeyer, que le dijo: —No tendría que haber llegado hasta aquí. ¿Cómo ha podido hacerlo? Y aquel rostro sin apenas pestañas le sonrió. Le dio su nombre, y le rogó que esperase un momento. Desapareció luego y, en ese instante, la doctora Dínesen se percató de que no se la concedería tiempo alguno, vio cerca una mesa de trabajo con diversas muestras de algo en portaobjetos y cajas de cristal, y tomó una de ellas, introduciéndola rápidamente en su bolso. No sabía cuál. No había tiempo de escoger, y estuvo a punto de resbalar entre sus dedos, porque la caja era redonda, y de una extrema labilidad. —Un cristal duro, frío y escurridizo —dijo luego a Cástor, mostrándoselo. —Nunca debió venir, doctora Dínesen —dijo el doctor Niemeyer—. Nunca nadie de la orilla izquierda cruzó ese puente, y debe irse. —¿Por qué hice mal? —Cuestión de Estado, digamos. Nunca debió venir, y nunca debe decir que estuvo aquí. Nunca.

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Luego el doctor sorprendió a Cristina mirando la mesa de donde había tomado la muestra, y dijo: —Éstos son preparados antiguos, estudios ya resueltos. Se están clasificando. Y añadió: —Es un laboratorio corriente, pero cuestión de Estado. Nunca debió venir. Nunca diga que aquí estuvo. Y volvió a sonreírla. —¿Era esto lo que papá había visto? —preguntaba ella a Cristina. —¿El laboratorio? —¿Un laboratorio nuclear, y estudios de efectos radiactivos? Había mil en el mundo. —No: la muestra. La caja de cristal contenía un ojo humano, pero de un tamaño atípico, mayor que el mayor de los ojos humanos, pero sin nada monstruoso, y en cuanto recobraba la temperatura normal quedaba seccionado como en decenas de pequeños ojos exactamente iguales. Y no es que fuera así, sino que lo parecía. Y cuando se enfriaba volvía a adquirir la consistencia de ojo, un ojo único, de Cíclope o vigilante. Los análisis dirían luego todo, fría y estrictamente, y quizás todo sería más atroz, como lo era la enfermedad de que morían los monos, según le comunicaron después a Cristina en la estación biológica. —Tendremos que irnos inmediatamente —dijeron los biólogos—. Inmediatamente. Cristina y las enfermeras acompañantes tuvieron los días siguientes cansancio y vómitos, algunos temblores, fiebre alta pero que desapareció rápidamente. Y luego nada; todo pasó, y los análisis clínicos no suministraron dato de alarma alguno. —Nunca fue mordida por ningún reptil, nunca tuvo una enfermedad objetiva. La mató la cerbatana —dijo contundente Mère Agnes. Y añadió que las dos jóvenes enfermeras negras, afectadas de aquellos síntomas, allí estaban vivas. —¿Porque no habían visto? —preguntó Marta. —Ella quería ver, como Cristina. —Ver ¿qué? —Lo que vio el ojo congelado —contestó. —¿El ojo de Dios? En los laboratorios de Europa encontraron banal la muestra de la caja de cristal, pero no podían, dijeron, pronunciarse sobre algunos extremos. Al menos todavía. La muestra era muy antigua y quizás, pese a su cuidadosa conservación, estaba algo dañada. Necesitaban saber. —¿Saber? —Saber. Y entonces fue cuando la doctora Marta W. Estévez se decidió a investigar en el fondo del Pez, a ser el Espía de Dios y condenarse, llamó a la puerta de ellos, y ellos la reconocieron en seguida. —¿Quiénes ellos? —Ellos, los que ni siquiera tenían nombre y no eran vistos: «Los Supremos.» Los señores del traje blanco de la tertulia se levantaban a su paso, la saludaban desde lejos, la invitaban a su mesa, comenzaron a mostrarle papeles y planos, mapas y cartas que, antes le habían parecido misteriosos, y ella comprobó con qué facilidad las palabras más aisladas, oídas desde lejos, de los mil crucigramas que había hecho para comprender, se posaban tranquilamente como palomas cándidas que se pusieran a picotear las migas que los niños les echaban: todo casaba, todo era muy simple y de una lógica perfecta. Como la suma de los tres ángulos de un triángulo: dos rectos. Tenía razón Mère Agnes. —Y entonces, ¿qué vio papá? ¿Qué vio Cristina? —Le enseñaremos con mucho gusto los laboratorios, todo cuanto guste —le dijo el director: ahora ya no el doctor Niemeyer, que apareció en el despacho de aquél en silla de ruedas. La doctora Estévez había sido trasladada allí en helicóptero con «Los Supremos». Ella pertenecía ya a su condición.

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—Todo lo que necesite, doctora. Estaba elegantísima, displicente, dura, frívola, risueña, con voz metálica de cálculo, fría. —Thank you very much. Very interesting. Bebió champán con ellos, siete ancianos rejuvenecidos por milagrosas intervenciones en sus organismos: piel de veinte años, cabello cuidadísimo, barba admirable, voz aterciopelada, ademanes exquisitos, inglés de Oxford, fanáticos de la Pasión según San Mateo de Bach, y de La flauta mágica. Fulgurante inteligencia, manos admirables. Sastrería inglesa. Ojos maravillosos, inmensamente grandes y puros, luminosos. Le mostraron la casa. — ¿Qué le parece? —Perfecto. Como un teorema. Sonrieron, y comentaron: —Exacto. Vendrá otros días para familiarizarse, le dijeron también, y ella fue; y cuando vio le dijo a Mère Agnes: —¡Ya! Y contó a Mère Agnes su descubrimiento: todo estaba en el teorema. No había más. —Tendría que estar escrito, en vez del INRI, sobre los crucifijos —dijo Mère Agnes—. ¿Acaso no murió por eso? —Sí. Ya estaba todo visto: como el rodar del mundo. Las mañanas calmas, las tardes calmas, las noches calmas, el calmo desfile de las enfermedades, los achaques; de vez en cuando la imposición de la violencia. Y también la muerte. Cuando ella vio, era como si un autogiro la hubiera llevado por encima del mundo y hubiera levantado en su vuelo el caparazón de los tejados: estación atómica, laboratorios de enriquecimiento de uranio y otros metales, invención de los que en la naturaleza no están; laboratorios de gases y venenos, fábricas de armas, laboratorios bacteriológicos, clínicas de extracción de órganos, clínicas de implantación de órganos, mercados; morgues, campos de concentración, zonas de hambre, cuerpos, zopilotes, buitres, cerco de hienas esperando su carne, gritos de chacales en la noche, modernísimas naves con cerca eléctrica, salas de reuniones con mobiliarios de ébano, caoba, alfombras persas, nogales y marfiles, plata, la Bolsa y los depósitos de dinero, mercados, altas oficinas del Estado, muelles sobre los que se descarga el petróleo, el oro, los cadáveres, pescado, frigoríficos, ataúdes de maravillosos colores que, apilados, semejan cajas de bombones. El trazo azul son trenes, rojas las carreteras, verdes los aeropuertos, amarillas las rutas de las cuevas, y negras, en fin, las veredas por donde avanzan los seres humanos que van al matadero. Milicias y guerrillas, congresos de políticos como asamblea de orangutanes peludos disputándose los plátanos, congresos de científicos como reunión de estorninos o de loros, congresos de hombres de letras como cacareo de gallinas, congresos de hombres de Iglesia como de lechuzas en torno a una lámpara nocturna. Pero agua, mar, poblados de chozas, de casitas, ciudades municipales, calles atestadas de supervivientes o condenados ya, pero también de gente, casitas pobres detrás de los palacios, Gran Hotel y Casa Paco, barrio chino, ensanche, La huerta del tío Lucas, Entrevías, Corea, Lumumba, mujeres cosiendo al sol como en la aldea, llanto de un niño. —¡Aquí! —decidió la doctora, cerrando el Atlas. Sobre el plano del barrio ponían ella y la señorita Mary chinchetas de cabeza roja para señalar las viviendas de los enfermos que no podían desplazarse hasta la clínica, o que ni siquiera figuraban ni podían figurar como enfermos, porque para la burocracia no existían. Pero allí estaban hundidos en sus camastros, o había que recogerlos en la calle, cuando la banda de «Los Tigres» o de «La Calavera» se paseaban en triunfo por aquélla como los ejércitos de Alejandro. —¡Ah!, ahora entiendo adónde iban los que eran señalados por el botón rojo pintado en el lóbulo de la oreja izquierda y desaparecían de la casa de los locos para observación —dijo Mère Agnes. Piel Roja había visto allí en la Gran Reserva decenas de niños y de locos con su botón rojo, azul,

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verde, amarillo, negro. «Clasificados para el servicio», y los del botón rojo quedaban ciegos cuando lo ofrecían. Llenaban con sus ojos todas aquellas cajitas, como la que había sustraído Cristina, que se alineaban en la gran cámara frigorífica, con su panel indicativo: nacimientos de bebés sin ojos, con un solo ojo en la frente, en el cogote, sin lengua, mudos, con dos sexos, falos enormes, vaginas cerradas, ojos en el vientre, mil ojos como Argos, verdes y azules, formas que ni Dalí ni Magritte soñaron. Un Gran Ojo eterno. —El ojo de Dios como el de un pescado: fijo, y exacto, frío, ¿Qué veía? —Nada. Y Piel Roja había visto entonces los ojos de aquel niño que esperaba en una habitación llena de juegos, solitaria; y le había sacado de allí, como Cristina la cajita de cristal con el ojo grande y puro. Como los maravillosos ojos de «Los Supremos», que no les pertenecían. —Pero no voy a estropearle la cena, contándole mi vida y por qué vine aquí —dijo la doctora a la señorita Mary. Y luego añadió: —Creo que me quedaré por mucho tiempo. Al niño no van a encontrarle nunca. La señorita Mary no se atrevió a preguntarla nada. La sonrió simplemente. Estaban sentadas en el pequeño restaurante donde a veces cenaban, y el día había sido muy duro. Se acercó una camarera muy joven y rubita, con unos ojos glaucos y muy grandes, y las aconsejó un menú para aquella noche fría de primavera: sopa de tomillo y huevos escalfados. —¿Les parece? —Sí. Todo estaba en orden, y en seguida, el comedorcito entero se llenó de la fragancia de aquella sopa que la camarera traía en una sopera china, toda blanca con dibujos azules de dragones. Y entonces la doctora, al fijarse en ellos, dijo a la señorita Mary: —Ya le contaré más adelante, porque éramostres: Cástor, Pólux, y «La monja Dragontea». Tengo que contarle tres vidas. —«Los tres mosqueteros» —sugirió la señorita Mary. —No. «Los tres dragones de Pitágoras.» Como la banda de «Los Tigres» o de «La Calavera». ¡Ya verá lo que podemos! La señorita Mary entendió todo entonces perfectamente, y se la escapó una carcajada de niña, llena de alegría, que hizo volver la cabeza a algunos de los comensales que estaban cenando en otras mesas, hablaban de sus negocios, y cuya conversación y también algunas risas habían llegado hasta ellas en retazos. —¡Invencibles! —dijo la señorita Mary. La doctora hizo un gesto como si se escandalizara de su carcajada, la miró con unos ojos llenos de complicidad y picardía, y tomando un momento la mano de la señorita Mary, se acercó a su oído y le cuchicheó: —¡Invencibles los dragones!

Impreso en el mes de febrero de 1995 en Romanyà/Valls Verdaguer, 1 Capellades (Barcelona)