Teopraxis (Ensayos De Teologia Pastoral)

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Alberto Iniesta

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Ensayos de Teología Pastoral

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TEOPRAXIS Ensayos de Teología pastoral

1.—Espíritu y misión

Colección PASTORAL

ALBERTO INIESTA

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TEOPRAXIS Ensayos de Teología pastoral

1 .—Espíritu y misión

Editorial SAL TERRAE Guevara, 20 - Santander

ÍNDICE Págs.

©

Editorial SAL TERRAE - Santander, 1981 Portada de Jesús García-Abril Con las debidas licencias Printed in Spain

ISBN: 84-793-0609-9

Dep. Legal: BI- 2.317-1981

LA EDITORIAL VIZCAÍNA. S. A. - Carretera Bilbao a Galdacano. 20

BILBAO 4

Al lector 1. Apuntes para una teología práctica de la comunidad cristiana 2. Creer en Dios Padre 3. El dolor, la muerte y la esperanza cristiana... 4. El espíritu de Dios en su pueblo = 5. Introducción al estudio de los sacramentos... 6. La celebración y la pastoral de los sacramentos después del Concilio. Estado de la cuestión 7. Cómo predicar en la celebración sacramental. Líneas de fuerza 8. El arte de presidir la Asamblea 9. Interrogantes a la pastoral juvenil de la Iglesia 10. Animación vocacional en la Iglesia de hoy ... 11 • Vocación religiosa, signo ante el mundo de hoy 12. La vida contemplativa en la Iglesia y en el mundo de hoy 13. El gobierno en la vida religiosa

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Al lector

Con frecuencia me piden una colaboración pastoral los hermanos de otras iglesias locales españolas. Casi con la misma frecuencia me veo obligado a negarme, por fidelidad a la tarea que se me ha encomendado en esta diócesis. Reconozco y acepto que los obispos somos también de algún modo corresponsables de las demás comunidades, y por eso atendería esas peticiones si fueran esporádicas y por tanto compatibles con mi dedicación especial. Pero cuando desbordan esas posibilidades, es necesario reconocer los propios límites. Si hubiera aceptado todas las invitaciones que se me han hecho durante estos últimos años, puedo asegurar que prácticamente no habría pisado en mi propia vicaría... No sabiendo, por otra parte, con qué criterio seleccionar los compromisos, porque siempre se trata de colaborar en actividades cristianas y pastorales todas igualmente atendibles, suelo optar por la negativa sistemática. Con una salvedad, que puede referirse al motivo de esta publicación: Y es cuando se trata de colaborar en actividades pastorales de grupos o instituciones que se

AL LECTOR

reúnen en Madrid, o cuando me solicitan un artículo algunas revistas de teología pastoral. En esos casos, aunque no todos sí con más frecuencia, suelo encontrar un hueco para prepararme y para prestar mis servicios. De este modo, aunque sea esporádicamente, ejerzo algo esa corresponsabilidad intereclesial a que aludía antes y que desde luego quisiera compartir, dentro de mis posibilidades. Este es, a la vez, el origen y la intención de este libro. El origen, porque casi todos los trabajos que en él figuran, aparte del «Apéndice», escrito expresamente en estos días, tienen por causa la colaboración en revistas de teología o en congresos y simposios sobre diversos temas eclesiales. Aquí se recogen principalmente, aunque no exclusiva ni exhaustivamente, los de los últimos años 197881. Con ello, llego a la intención y la orientación de esta publicación. Me dirijo principalmente a todos aquellos cristianos activos y comprometidos en la marcha de la Iglesia y preocupados por su renovación, en un espíritu de comunidad y de corresponsabilidad, religiosos o religiosas, laicos o sacerdotes. De este modo, como decía San Pedro, lo que tengo les doy, aunque sea a distancia y modestamente. Doy a este libro el título general de «Espíritu y misión» como reconocimiento de que todo lo que pueda haber en estas páginas de luz y de aliento procede del Espíritu del Señor, que vivifica incesantemente a su Iglesia, por innumerables mediaciones y misiones. Cuando los hermanos piden pan, Dios ayuda al panadero a amasarlo, y luego El mismo lo cuece en el horno. Esta fue, creo, la génesis de estos trabajos en cada ocasión. Lo mismo espero en esta presentación conjunta de todos ellos a unos hermanos más numerosos y lejanos, a través de este libro y por la mediación de «Sal Terrae».

1 Apuntes para una teología práctica de la comunidad cristiana

0.

Introducción

Supongamos que a un hombre que lleva muchos años trabajando en el campo, le dicen de pronto que escriba un tratado de agricultura. Me figuro que el pobre se quedará rascándose la cabeza, consternado, por no saber cómo explicar su saber. Quizá cuantas más vueltas le dé, casi llegará a pensar que ni siquiera sabe lo que creía saber. Desde luego, en pocos casos sucederá que se atreva a hacer teoría sobre su práctica. Pero también podría ocurrir que si, por milagro, se decide, encontrará dos obstáculos grandes que orillar, y también luego una gran ventaja. El primer obstáculo, será tener que abordar el trabajo suplementario que le supone reflexionar y escribir sobre el traDe unas lecciones de teología pastoral en el Seminario Mayor de Madrid. Aunque en el texto se prevé que posteriormente se desarrollaría por escrito el resto de la asignatura, lo cierto es que el autor dio las siguientes lecciones desde sus apuntes en taquigrafía, que no se llegaron a traducir. Estas páginas quedan así como una introducción a la teología pastoral.

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bajo agrícola; el segundo, el aceptar humildemente que el terreno teórico no es su «terreno», que tendrá que andar Por él con pies de plomo, y que habrá de echarle a la cosa mucha humildad o mucho «sans facón» o mucha «parresia» o mucha «cara dura», como queramos decirlo, para "o pretender rizar el rizo ni subirse a la parra, para no hacer algo puramente especulativo y abstracto, olvidándose de que ni ese es su fuerte ni esa es la cuestión ni ese e s el trabajo que se le pide. Si finalmente remonta los dos anteriores obstáculos, encontrará como premio el que el Propio esfuerzo de reflexión teorética hasta cierto punto sobre su trabajo práctico le dará a sí mismo una mayor inteligibilidad, le ayudará a comprender más y mejor su tarea, a amarla más y quizá a encontrar nuevas perspectivas para mejorarla. Además, puede que hasta con ello ayude a otros hombres a encontrar más gusto por el trabajo agrícola y por la tierra. El caso imaginado de este pobre hombre agricultor es cabalmente el caso de este pobre hombre profesor. Por varias causas y coyunturas, hete aquí que me encuentro desde hace unos meses «arrojado al aula», arrojado a la existencia o, si se quiere, al escenario profesoral, y desde entonces rascándome la cabeza con la misma perplejidad y las mismas tentaciones del labriego más o menos práctico obligado a convertirse en labriego teórico o teorizante. Después de sufrir las dos tentaciones, primero de pereza ante el nuevo esfuerzo, y luego de pedantería, empiezo amblen a ver las ventajas que aun para mí mismo puede tener este esfuerzo de autocomprensión, y, quizá —eso espero o esperanzo— hasta de contagiar un poco del gusto Por la agricultura. Dejando ya las metáforas, quiero hacer de entrada siguientes observaciones, que tratan de encuadrar y enfocar este trabajo sobre teología práctica de la comunias

APUNTES PARA UNA TEOLOGÍA...

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dad cristiana: su estilo, sus planteamientos, su orientación, su posible desarrollo. 0.1.

Teología práctica

Por tanto, ni dogma ni filosofía, ni recetario. Aunque evidentemente presuponemos, partimos y nos inspiramos en la dogmática católica, unas reflexiones teológicas no son ni pretenden ser algo intocable, invariable e inamovible. Más bien, partiendo de la fe única y permanente de la comunidad cristiana —¡y tampoco son totalmente identificables fe y dogmática, aunque tengan innegables conexiones!—, la teología busca una constante encarnación en el contexto humano en el que se anuncia y se pretende vivir la fe; precisamente para conservar, debe cambiar; escuchar, para anunciar; adaptarse, para fermentar; obedecer, para profetizar: obedecer a lo real humano y sus leyes físicas y culturales, obedecer a los signos de Dios que se transparentan en la historia humana desde que la historia del hombre es historia de salvación, historia de Dios, para, en nombre de éste, profetizar, decir una palabra iluminadora, juzgadora, interpeladora, destructora —destructora del pecado— y recreadora —recreadora del hombre nuevo o, lo que es lo mismo, de las nuevas actitudes del hombre para llegar a ser un hombre renovado—. Sin caer en la adaptación ligera y superficial, la teología debe estar realizando siempre —en toda la historia y en todas las culturas, a nivel sincrónico y diacrónico— un «reajuste de onda», una búsqueda de sintonía entre la onda de Dios y el receptor humano. Pretendo, por tanto, en estos apuntes presentar una reflexión teológica sobre la teología práctica de aquí y de ahora. Aquí, en esta Iglesia española concreta, con su herencia de fe, con sus valores, con sus lacras, con sus ambigüedades, con su crisis, con su transición, con su mira-

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TEOPRAXIS. 1.-ESPÍRITU Y MISIÓN APUNTES PARA UNA TEOLOGÍA...

da al futuro. En esta Iglesia de ahora, a caballo entre el Vaticano II y el Vaticano III, con sus ilusiones, sus desilusiones, sus involuciones y sus minirevoluciones. Una Iglesia desafiada por los grandes retos de un gigantesco cambio cultural, ante los que a veces parece un tanto encogida, indecisa, sin audacia, sin coraje, con una cierta buena voluntad renovadora —al menos desde el Vaticano II—, pero, sin embargo, todavía más preocupada del pasado que del futuro; más solícita del orden que de la vitalidad; otra vez asustada por una posible anomía, cuando todavía no se ha desarrollado suficientemente la creatividad, la inventiva, la imaginación cristiana y pastoral. En este mundo concreto de nuestra época, nuestro tiempo, nuestro hombre con el que vivimos y el que somos; en este mundo que es nuestro único espacio de creación, de redención y de salvación; en este mundo que es también nuestra responsabilidad, nuestra tarea, nuestra tierra de trabajo: Un mundo que por primera vez se siente planetario y unido, y a la vez sintiendo fuertemente los tirones de divisiones a gran escala que pueden ser la triste ocasión de un cataclismo y una apocalipsis en el sentido más negativo de la palabra; un mundo orgulloso con razón de una ciencia y una técnica prodigiosas, a las que idolatra como a un dios infalible y de las que espera unas soluciones mágicas para la felicidad; y un mundo a la vez desilusionado y frustrado cuando comprueba que todos esos inventos y todos esos cacharros no consiguen dar sentido a su vida, o, mejor, el nuevo sentido que necesita el nuevo hombre de una nueva época de la humanidad, que está gritando para poder nacer, sin que encuentre partera que' le ayude a bien nacer. No se trata tampoco de hacerfilosofía,sino teología; es decir, reflexión no ya de la fe sino desde la fe sobre la acción pastoral o la acción eclesial. Sin que pretendamos

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hacer aquí teología Espiritual —¡con mayúsculas, ¿eh?, a pesar del barbarismo de personalizar un adjetivo!—, no quiero en modo alguno renunciar a una actitud sapiencial y contemplativa que debe estar en la base de toda actitud cristiana, y no menos de la actividad eclesial en todos sus niveles. No podremos remontar y superar la terrible dicotomía de siglos, que viene lastrando nuestras teologías y nuestras experiencias, pero hay que seguir intentando devolver a la mirada y a la experiencia cristiana la unidad de Cristo, la unidad entre compromiso con Dios y con el hombre, la unidad entre una buena lectura de la Biblia y una buena lectura del diario, la unidad entre una buena película y una buena oración, la unidad entre una misa y una manifestación, entre política y contemplación, entre mística y cultura, entre lucha y caridad, entre dialéctica y comunión. La vieja tentación de «ponerse una estola encima» y convertirse en un robot automático, que pasa por encima de las acciones pastorales sin verles el trasfondo de gracia y amor que brillan en su interior, como un elefante borracho y ciego puede correr por encima de un prado aplastando las flores sin verlas, no es ya sólo problema del cura —aunque de él lo ha sido y es muy característico y particular— sino también de los religiosos y religiosas y seglares que, gracias a Dios, se van insertando en la acción práctica de la Iglesia. Hemos de concienciarnos y alertarnos para darnos cuenta de que antes que ejecutores ciegos somos más bien colaboradores y recreadores gozosos, voluntarios y saboreadores: como el camarero que, antes de servir un buen vino en la mesa, lo ha probado un poco en la cocina, y lo ofrece con alegría a los clientes, y puede hablar de él con conocimiento de causa. Aunque la comparación aún sería mejor diciendo que le ha encargado Alguien de traer ese vino al banquete, y una vez servido, se sienta también entre los comensales, a paladearlo juntos.

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Finalmente, advirtamos aquí de que, aun tratándose de teología «práctica», no puede tratarse tampoco de dar unas recetas, unos materiales, unas experiencias o unos planes de acción que hayan sido ya experimentados en otra parte y se trate de utilizar luego sin más. En estos apuntes nos moveremos en un nivel intermedio entre la pura abstracción teorética sobre los principios de la acción pastoral, y los esquemas o los programas ya elaborados y «prét á porter». Dentro de una cierta concreción y dentro del mayor realismo posible, buscaremos también desarrollar un pensamiento y estimular unas actitudes que pueden tener valor dentro de un contexto relativamente amplio, además de que exijan necesariamente una creatividad y una adaptación sin la cual no hay realmente, no ya acción pastoral, pero ni siquiera acción realmente humana, la cual, dentro de unas coordenadas comunes a lo humano general y a una cultura concreta, son siempre individualizadas, irrepetibles, adaptadas al contexto. Muchas y buenas iniciativas pastorales que ha habido a lo largo de la historia de la Iglesia han fracasado en gran parte por una mezcla de pereza, rutina y legalismo, que ha creído que bastaba dar un cursillito al comienzo, cambiar unas normas de hacer, y todo marcharía ya después sobre ruedas y de manera automática, en vez de tener un tiempo de estudio y de adaptación, otro de acomodación e implantación, y otro u otros frecuentes de revisión, evaluación y reajuste. Y ahora que hablamos de la práctica, quizá sea el momento de que haga una advertencia de tipo muy personal, en el sentido de que no todo lo que yo vea y exponga aquí como algo muy claro y evidente, es que yo lo ponga así de claro en mi vida pastoral, ni que muchos fallos o errores de que hable aquí es que no los tenga yo también, más o menos, según los casos. Para todos, y para mí también, una cosa es el ideal al que caminamos,

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y otra la dura y a veces pecadora realidad en que nos movemos. Sólo que esto lo doy ya en lo sucesivo por supuesto, ya que estos apuntes tampoco son una confesión pública, lo cual sería probablemente muy largo y hasta quizá aburrido. 0.2.

De la comunidad cristiana

En el modo de titular estos apuntes, aparece ya una opción tomada. Una opción «teológica». Por tanto, ni dogmática ni herética; ni infalible, aunque yo hoy la crea más fundamentada y aceptable, ni tampoco en modo alguno inconciliable con los fundamentos de nuestra fe, ni siquiera con su expresión dogmática. Más aún: aunque esta concepción de la teología práctica exigirá y promocionará cambios institucionales y reformas legales, no substanciales, de hecho en sus líneas principales se puede o se podría vivir plenamente incluso sin más reajustes y orientaciones que los que ha hecho y dado el Concilio Vaticano II. Creo que, aunque este Concilio debe tener ya sus complementos y «apéndices» para nuevos problemas, aunque no hubiéramos puesto en práctica más que estrictamente el Vaticano II, habríamos creado en la Iglesia —¡y en el mundo, en realidad!— no ya una reforma, más o menos tímida o superficial, en unos aspectos, algo más profunda y dinámica en otros, sino una verdadera revolución... cristiana, y al decir «cristiana», ya supongo que no hace falta añadir la muletilla para malentendidos de «en el buen sentido de la palabra»; aunque para algunos, la palabra «revolución» nunca puede tener un buen sentido; pero dejemos ahora ese tema. La opción a que se refería más arriba está en el hecho de suprimir la palabra «pastoral», que se solía poner . como adjetivo a la palabra «teología». Con lo cual se estaba dando por supuesta una opción diferente. Es decir:

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late ahí un concepto de la Iglesia. Si se habla de teología «pastoral» se presupone que la acción salvífica única o, al menos, principal —en la práctica, era única realmente— en la Iglesia era la realizada por los cristianos ordenados para el ministerio pastoral: los «curas», incluidos los obispos, claro; aunque hay que reconocer que en ciertos siglos de la Iglesia, los obispos apenas realizaban acción propiamente pastoral reduciéndose a actividades administrativas, jurídicas y... ¡económicas!, mientras que los curas eran los que bautizaban, predicaban, confesaban, enterraban, casaban y llevaban la parroquia. Esta concepción piramidal y caporalista de la comunidad cristiana no me parece la más correcta, y, desde luego, parece la menos coherente con el tipo de comunidad que nos dibujan los escritos del Nuevo Testamento, y ni siquiera con el pensamiento de los Padres de los primeros siglos. El Vaticano II replanteó acertadamente el problema —por ejemplo, en la constitución sobre la Iglesia—, al presentar en primer término un pueblo de Dios, todo él responsable de la Iglesia por el Bautismo-Confirmación, por su compromiso de alianza en la Mesa Eucarística, por ser templo del Espíritu Santo, por ser todo él continuador de Cristo en la historia, para gloria del Padre y testimonio y salvación ante los hermanos de la Iglesia y del mundo. En una Iglesia así concebida, hablar de «pastoral» es exclusivizar la responsabilidad y la gloria de la acción eclesial, que es tarea de todos, aparte de que la metáfora del pastor es una de aquellas que cada vez tienen menos resonancia ni aceptación en el mundo actual, aunque su equivalente de servicio, solicitud, sacrificio y responsabilidad hacia los otros sigue teniendo vigencia. Esta concepción de la Iglesia no suprime en modo alguno la realidad, ni siquiera la enorme importancia del llamado «ministerio pastoral», al que muchas veces lla-

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maremos así por comodidad y por no haberse encontrado aún otras fórmulas suficientemente divulgadas y aceptadas por todos; pero inserta este ministerio en un conjunto más amplio de actividad cristiana y de corresponsabilidad, más coherente con la Iglesia fundacional y a la vez con la sensibilidad democrática del hombre contemporáneo. 0.3.

Apuntes

Esta calificación que doy a mi trabajo no obedece ni a falsa modestia ni a querer curarme en salud ante la posibilidad de un magro resultado, que no pueda compararse —que no podrá, desde luego— con los grandes tratados de pensadores muy serios que recientemente han escrito sobre pastoral. No quiero más que constatar con este título que se trata de algo que hago por primera vez, con una finalidad determinada, que es la clase para los aspirantes al ministerio pastoral, y redactado apresuradamente sobre la marcha, en los pocos huecos que la pastoral concreta me deja «libres», lo que es un decir. Por tanto, con toda la limitación de mis límites —humanos, cristianos y de obligaciones eclesiales anteriores—, y con toda la flexibilidad que a lo largo de su realización vaya viendo necesaria para reajustar el camino, redacto sin embargo mis pensamientos a la máquina desde el primer momento, sin un borrador previo, aunque sí con un esquema global al que aludiré en seguida. El pasarlo a máquina obliga a optar, concretar, objetivar, precisar y hasta «mojarse», a la vez que también defenderse, siempre en todo caso sinceramente con lealtad sobre las propias opiniones ante quien haga falta, si lo hace. Por otra parte, puede tener la ventaja de estar más disponible si este trabajo puede servir de algo a los estudiantes de la clase o a otros cristianos. Como tampoco sé de antemano, por fal-

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ta de experiencia, la cantidad de materia que podamos ofrecer en las clases de este cuatrimestre, mi intención es redactar todo mi esquema, aunque sea después de haberse concluido el curso, si, como es posible, no diera espacio el tiempo académico para desarrollarlo íntegro.

0.4.

Plan inicial

Naturalmente, en este momento se trata de una visión global del trabajo, sin detalles y quizá sujeta a reajustes en su desarrollo. En conjunto, pienso dividirlo en tres grandes apartados de longitud evidentemente desigual, aun visto de antemano.

0.4.1.

Concepción eclesial subyacente a una teología práctica

No se pretenderá aquí hacer una visión panorámica de la teología, por supuesto, ni siquiera de una eclesiología estrictamente hablando. Pero sí me ha parecido absolutamente necesario presentar en síntesis una concepción del mundo, de Dios, de la Iglesia y de la salvación que, siendo a la vez completamente fiel y coherente con la Revelación cristiana, dé pie y justificación a una concepción de la teología práctica que sea también más sensible y más fiel al hombre de hoy y su problemática. De hecho, se sea consciente o no de ello, debajo de cada acción humana hay una filosofía, y debajo de cada acción eclesial hay latente una teología. Es conveniente explicitarla y situarla como columna vertebral de la pastoral, además de optar por aquella concepción teológica que destaque más y sirva mejor a los «kairoi» de Dios, a los signos que el Espíritu nos da a través de la historia de la Iglesia y a través de la historia del hombre en general.

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0.4.2.

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Descripción de una posible práctica pastoral aquí y ahora

En esta segunda parte, con toda seguridad la más extensa con mucho de las tres, se tocarán todos los grandes temas de la pastoral, contemplados desde lo que en esta Iglesia actual se puede hacer, sin quedarse en el Vaticano I ni creer que estamos ya en el Vaticano III, sino teniendo en cuenta con realismo todo el contexto en el que necesariamente nos movemos todos los días, aunque siempre en camino y en marcha hacia nuevas metas. 0.4.3.

Prospectiva para una posible práctica pastoral en un futuro inmediato

Pecaríamos contra la realidad si olvidáramos la tierra que pisamos y el espesor de lo real, que también en pastoral es muy ambiguo y a veces muy oscuro, pero que esta ahí de hecho. Pero pecaríamos contra la esperanza si no miráramos hacia las urgencias del futuro. Y no sólo hacia la Utopía última, que en su atractivo y en su llamada es bien dinámica y bien influyente en nuestro aquí y ahora, sino hacia un futuro algo más modesto, algo menos totalizador, pero algo más cercano, posible, casi computable y desde luego muy previsible, porque ya casi se toca con las manos si estiramos un poco los brazos. La fe y la Iglesia deben estar siempre en tensión hacia el futuro, en camino escatológico, nunca instalada, nunca dormida, sino andariega, ligera de equipaje, con el corazón libre de ataduras, aunque sean ataduras canónicas, rubricistas, ni siquiera espirituales, en el sentido de vincularse a experiencias cristianas valiosas, valiosas entonces, pero hoy irrepetibles, mientras que el no seguir buscando nuevas experiencias cristianas inéditas puede ser una falta de confianza en la creatividad del Espíritu, del Espíritu de Dios y del Espíritu del hombre, del hombre cristiano en este ca-

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so. Por ello, en esa tercera parte, también breve como la primera, esbozaremos aquellas pistas que en el futuro inmediato se ven como posibles y necesarias en la dinámica actual de la Iglesia.

1.

Opción teológica subyacente a nuestra opción pastoral

De manera consciente o inconsciente, nuestro obrar es reflejo de nuestras actitudes y motivaciones. También en la acción eclesial. Pensar en una teología práctica es pensar desde una teología pura, desde una determinada estructuración de la fe y sus relaciones con la vida humana. Muchas opciones pastorales han sido tomadas a lo largo de la historia de la Iglesia de una manera consciente por motivaciones dogmáticas o teológicas, y de manera inconsciente está influyendo en todas una determinada concepción. Por ejemplo: la prisa angustiosa para que el niño reciba prontamente la Eucaristía —«que entre Jesús en su pecho, antes de que entre el pecado»; o peor aún: «que entre el demonio»— está reflejando una concepción magicista de los sacramentos y depreciativa de la catcquesis, pues hace suponer que la gracia no circula más que a través de la Eucaristía, que Jesús no viene al niño también por la oración y la catequesis; concepción que, a su vez, viene lastrada por las polémicas antiprotestantes. No se puede, por tanto, presentar una teología práctica sin aludir, aunque sea sumariamente, a una opción teológica previa. Es preciso articular la acción con la motivación, para obrar de una manera lúcida, consciente digna a la vez del hombre razonable y del hombre creyente que no ha renunciado a su razón, aunque acepta que sea fecundada por la fe: en primer lugar, para clarificar esa teología, haciéndola pasar de implícita a explícita

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y así comprobar su coherencia o posibles divergencias con el depósito fundamental de la fe y de la tradición; después y sobre todo, porque, cuando un proyecto global de acción, como es la teología práctica, se cimenta y articula en torno a unos cuantos principios básicos bien conocidos y asimilados, éstos refluyen e influyen constantemente en todos los momentos de la práctica, previstos o inéditos, y permiten una gran capacidad de iniciativa y de imaginación creadora, dentro sin embargo de una global unidad y una armonía de conjunto. No hay nada más práctico que una buena teoría, se ha dicho con razón. Con tal de que la buena teoría se haya asimilado bien, y el paso a la práctica se realice estudiando bien la realidad concreta sobre la que se ha de aplicar. Dado que aquí no se trata realmente de desarrollar toda una teología, sino de recordar o de «confesar» los puntos de mira y las articulaciones de una determinada opción teológica; dado también que, al menos en directo, me dirijo a estudiantes y estudiosos de la teología, que tenéis muchas otras clases dedicadas al análisis profundo y detallado de las diversas partes de la teología o de las teologías, no solamente aquí me limitaré a hacer una presentación sintética de la teología elegida, sino que me ahorraré toda clase de citaciones y demostraciones, que doy por supuestas: de mí para vosotros, y de vosotros para mí; supongo que podéis captar, en contraste con la teología que conocéis, la superficie o insuficiencia de la síntesis que presento. Sin que eso obste para que en la marcha de las clases podáis, en esta materia como en todas, presentar objeciones o pedir aclaraciones, que intentaré justificar o aclarar, bien sobre la marcha, bien posteriormente a haberse tomado un tiempo de documentación y reflexión, si fuera el caso. No creo que haga falta insistir en que dicha síntesis trate de tener en cuenta toda la Revelación cristiana, tan-

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to la fundamental de Cristo y del Nuevo Testamento, como la del Antiguo Testamento y la posterior de la Iglesia Cristiana. Pero quiero hacer la salvedad de que la presentación de dicha síntesis obedece a un orden lógico, que no coincidiría exactamente con el orden que se seguiría de un plan más histórico, pues hay verdades fundamentales e iniciales que sólo se han podido saber desde Cristo, y aun en la Revelación cristiana vamos profundizando según la andadura de la Iglesia y de la Historia del Hombre, donde si no hay revelación de verdades nuevas, sí que hay nuevas aplicaciones y descubrimientos muy importantes que brotan de la misma raíz y que resitúan constantemente el conjunto. 1.1.

Dios en el cosmos

El cristiano cree que este mundo, todo él, es fruto del amor de Dios. Es el primer sacramento de Dios. No sólo en su origen inicial, sino en su dinamismo permanente, y en su presencia inmanente. El panteísmo, quizá sea la herejía más simpática para un cristiano. La mirada cristiana, la mirada de Cristo, capta la presencia de Dios en todo. Quizá una versión intermedia y más cercana, que podría servirnos de modelo, sea la mirada franciscana. Sin embargo, nada es propiamente Dios, a nada hay que adorar, a nada hay que absolutizar. Desde el Antiguo Testamento, Dios desacraliza la creación, y en el Vaticano II se nos recuerda la autonomía de sus leyes. Se trata, entonces, no de contactos mágicos con la divinidad, sino de encuentros personales, libres, posibles. En todo y en todo momento «puede» el hombre rastrear a Dios, pero nada se lo garantiza de antemano. Un templo «puede» ser el lugar de encuentro con Dios, y puede no serlo si el hombre llega a él con una postura autosuficiente y hasta posesora; y un lugar del monte «puede» ser igualmente el

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lugar de esa presencia y ese encuentro, si el hombre está con el corazón abierto al Otro, bien por la alegría y el éxtasis, bien por el dolor y la soledad; pero también el monte puede ser el lugar donde el hombre se busca sólo a sí mismo y se centra en sí, y no ve ni el sacramento de la naturaleza ni menos aún lo significado por ese sacramento. El cosmos es, por tanto, no sólo la ocasión —aunque sí «sólo» ocasión— de encuentro de Dios con el hombre, sino la única ocasión, el único cauce, el único contexto de coloquio; algo así como el símbolo del Paraíso original, donde Dios se daba cita con Adán para conversar con él. Ahora bien: este cosmos no es algo estático, sino dinámico. Dios creó el mundo y sigue creando y recreando continuamente. Con la diferencia de que ahora el hombre colabora con El. El mundo es ahora de Dios y del hombre. Haciendo mundo, el hombre se hace hombre también. Y en este cosmos cambiante y en este cambio del cosmos, el hombre «puede» seguir encontrándose con Dios, así como la íntima sintonía de su ser con el ser de todo. ¿Por qué pudo Francisco de Asís amar el agua, que es «útil, casta, humilde», y alabar a Dios por ella, y sentirse hermano de ella, y nosotros no podemos sentirnos hermanos de la hermana electricidad, que está siempre a nuestro lado, y nos da luz, y calor, y fuerza, y es también humilde y servicial, y viene de Dios y nos habla de Dios? Espero se comprenda que no se trata aquí de hacer poesía —y eso que juzgo que la poesía verdadera es la manera más profunda de expresar la verdad, y por algo a los primeros poetas les llamaron teólogos, y los primeros filósofos escribieron poéticamente; y si todos los profetas fueron poetas, quizá todos los poetas son profetas—, sino de poner las bases de una opción pastoral. Se pueden poner ya algunas aplicaciones y ejemplos prácticos. Así, en liturgia, el modo mejor de enmarcar y situar los sacramentos de la Iglesia es contemplarlos en el gran contexto

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del sacramento del mundo. Pero esto en su doble nivel de identificación y de negación, de posibilidad y de ambivalencia. Los sacramentos de la Iglesia nos recuerdan lo que ocurre, a diversos niveles, en todo el cosmos: que todo está «preñado» de Dios. Pero también el cosmos nos advierte de lo que nos puede pasar en los sacramentos: que sólo es un «puede», una posibilidad de encuentro, pero sólo una posibilidad, y que igualmente podría ser que nuestro corazón cerrado no encuentre al Otro, por autosuficiencia, por confianza mágica. En el orden de la relación de los creyentes con los no creyentes, el mundo es un lugar de comunión y de colaboración completamente claro también para éstos. Pero el cristiano sabe que en el fondo es también comunión con Dios, y que el no creyente que en su trabajo y su investigación trabaja en el mundo por mejorarlo, está colaborando con Dios y Dios con él, aunque no lo sepa. Lo mismo digamos en el orden de la contemplación estética y la creación artística, que tiene sus raíces en Dios, en su belleza, en su armonía, en su grandeza. Otras muchas consecuencias muy concretas se podrían sacar a este principio, pero yo voy a aludir a algo mucho más central y más fundamental, y que para muchos quizá puede suponer un giro copernicano y puede que hasta una blasfemia. Podría pensarse, en efecto, que Dios hizo el mundo natural, y que «después» se le ocurrió elevarlo al orden «sobrenatural», por la Encarnación. O bien que una vez hecho el primer mundo, con el que se hubiera quedado «conforme», cuando el hombre se lo estropeó por el pecado, entonces tuvo la genialidad y a la vez la generosidad de arreglarlo mejor que estaba, decidiendo la elevación de todo a lo sobrenatural: «O felix culpa!». Al menos, y en cualquier hipótesis, las cosas materiales serían como el pedestal, como una mera condición sin importancia —y quizá al final destructible—, para

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lo verdaderamente importante, lo único importante en el fondo: lo cristiano, la gracia, la Iglesia, el hombre nuevo. En cualquiera de estas concepciones, el orden normal de sentido sería éste: la primera e inferior realidad es el mundo, y por encima del mundo y como último y verdadero sentido, está la Iglesia; en la Iglesia, la vida corriente es para el culto; en el culto y en toda la vida eclesial, el laicado es para el clero, en el cual asciende la Iglesia hacia Dios, y por el cual desciende Dios hacia la Iglesia. Creo, por el contrario, que el orden de sentido es inverso. Dejando aparte las otras realidades intraeclesiales, a las que aludiremos en otro momento, hemos de pensar que si bien Dios «pudo» hacer las cosas de otro modo, de hecho nos consta por la Revelación que quiso este mundo ya globalmente como ámbito del hombre elevado a la categoría de hijo en el Hijo, y como expresión de su amor de Padre y como lugar de diálogo con sus hijos. Si tomamos esto en serio, vemos que el mundo, todo él y en todos sus aspectos, puede ser plenitud de presencia y de contacto con Dios y de gloria suya. Entonces, en realidad, la última realidad —aparte la de Dios, claro— no es la Iglesia, sino el mundo.

1.2.

Dios en el hombre

Al llegar a la afirmación anterior —«la última realidad no es la Iglesia, sino el mundo»—, se impone pasar al punto segundo de esta síntesis, con el fin de incluir de manera explícita al hombre en esta afirmación, sin lo cual no tendría sentido, o más bien sería un contrasentido. El mundo es para el hombre, mientras que en último término el hombre no es para el cosmos material. Por supuesto. Aun así, habrá que matizar esta misma afirmación, porque tampoco podemos concebir al hombre sin el cosmos.

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Yo no sé si Dios hubiera hecho el mundo material si no hubiera hecho al hombre, y si esto tendría algún sentido, pero sí sé que no se puede concebir al hombre sin el mundo. Entre el hombre y el cosmos hay una perfecta simbiosis. Sus elementos físicos proceden de la tierra, se alimentan constantemente de la tierra, y vuelven a la tierra. Podríamos imaginar el planeta como una inmensa pella de barro, de la cual el Alfarero saca constantemente diversidad de seres, con diferentes niveles de autonomía más o menos pasajera: desde la ameba hasta el pájaro del paraíso o el elefante; más o menos lejos, más o menos tiempo, son parte viviente de la tierra, esculturas andantes o volantes o nadantes, pero siempre tierra, y al fin, tierra otra vez. En la cumbre, el hombre de tierra, pero con una capacidad de autodeterminación mayor, por su espíritu, que vuela desde este planeta a otros con su pensamiento, y desde esta época a otras pasadas y futuras con su espíritu y su deseo. De todos modos, con un tope. Tope que Dios ha querido saltar, para que sus hijos vivamos indefinidamente, eternamente, sin límite alguno. Pero siempre con la tierra y en la tierra, con el cosmos y en el cosmos. Este hombre y este mundo están llamados a una transformación, a una maduración que aún no ha llegado totalmente, pero que ya está en camino, empujada por Dios desde el fondo de todo ser, y a la que invita y convoca al hombre como colaborador. Ya en el Antiguo Testamento aparece con claridad que el hombre es una imagen privilegiada de Dios, por el espíritu que le infunde. Pero el hombre no es nada sin la sociedad y sin el cosmos. Esa es la realidad última querida por Dios como don de sí hacia fuera de su Ser. Cristo no sólo no viene a hacer inútil ese orden, sino que viene a recuperarlo y confirmarlo y reorientarlo en el plan del Padre. Y todo lo demás está en función de ese plan último, como las medicinas están en función del enfermo, o

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las herramientas en función del trabajador. Las medicinas y las herramientas pasarán, pero el hombre curado o la obra hecha deben permanecer y ése el sentido último de toda la obra penúltima. «El sábado es para el hombre, y no el hombre para el sábado». La misma Misa, pasará, pero lo que significa, no pasará. La Misa es para la vida —o la Vida—, pero la vida estrictamente hablando no es para la Misa. Matizaremos esto en su momento. Pero por ahora hay que recordar muchas cosas, que podríamos sintetizar así: convencernos, pero de verdad y con todas sus consecuencias, de que todo el mundo que nos rodea es como una Gran Misa, en la cual Dios es el único Sacerdote, y nosotros unos meros monaguillos, que ayudamos en algo, un poco, aunque a veces también incordiamos y hasta distraemos a la gente de la atención a lo principal, por nuestras tonterías. Dios sigue actuando incansable en el fondo del cosmos y en el fondo del corazón humano, en sus búsquedas de sentido, en sus deseos de luz, de bondad, de justicia, de sabiduría, de alegría, de fiesta y de belleza, aun en medio de sus desvíos, de sus desmayos, de sus desaciertos. ¿Cuándo comprenderemos que un descubrimiento científico es un regalo de Dios a nosotros, aunque sea a través del esfuerzo de un ateo? ¿Por qué no darles las gracias, a Dios y al ateo? ¿Por qué resistirse o rebelarse ante una nueva luz, porque no ha nacido de los creyentes? ¿Es Dios tan pequeño que sólo quepa y actúe en la pequenez de los creyentes? ¿Por qué no reconocer al menos, y ayudar y seguir sobre todo, aquellos movimientos que tiendan a mejorar la sociedad, como fueron en diversos sentidos y aun en sus ambigüedades inevitables, el Renacimiento o la Ilustración, la Revolución Francesa o la Revolución Rusa, el Freudismo o el Marxismo? Nadie como el cristiano podría haber tenido esta mirada penetrante y lúcida sobre los avatares de la historia del hom-

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bre; nadie podría tener una angulación tan preparada para ser a la vez optimista y crítico sobre la lucha titánica del hombre para conquistar el mundo y conquistarse a sí mismo. Y nadie podía haber acogido con tanto gozo y desinterés los valores culturales de todos los buscadores, como la Iglesia, hermana de todo y de todos, que podía, haber implantado fiestas al Vapor de Agua, o al Motor de Explosión, o a la Penicilina, o a la Declaración de los Derechos del Hombre, o a la Abolición de la Propiedad Privada de los Bienes de Producción... No hubieran faltado textos de la Escritura, y salmos responsoriales, ni himnos con letras sacadas del corazón de los hombres en lucha, y con músicas de las que se cantan por las calles en las grandes manifestaciones populares. Doy por supuestos aquí todos los matices y todos los escrúpulos necesarios, pero ya creo que se entiende la idea fundamental, y que esta idea fundamental tiene una segura base cristiana, y que bien aplicada podría y debería influir constantemente en toda nuestra vida pastoral. Pero no solamente hay que aplicar esta mirada a los grandes momentos de la historia para descubrir los signos de los tiempos, los guiños y las llamadas de Dios para invitarnos y guiarnos por el camino, sino tanto o más en las realidades cotidianas, domésticas y rutinarias del hombre y de todo hombre. Hemos negado, o minusvalorado o desestimado esas realidades «profanas», que un cristiano sabe que no lo son radicalmente, por donde «tocan» con Dios, y que son asumibles por todo hombre como realidad plenamente santa, aunque no sacral. Lo más, las hemos enfocado en nuestra teología y en nuestra espiritualidad como realidades ciegas que son materia para en otro momento llevarlas a Dios, como el pan se lleva a la Misa para convertirlo en Eucaristía; así, el trabajo humano se podía «llevar» a la Iglesia para que tuviera un sentido. Pero no hemos sabido ver que el trabajo de

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ese día es, allí y entonces, obra humano-divina, realidad teándrica, con sentido en sí mismo. ¿Salvo que todavía hay que elevarlo hacia Dios? ¡Pero si ya allí está Dios! No es más santa la misa, ni más divina, ni siquiera más importante, que el trabajo del albañil o del ama de casa o del intelectual; es «otra» manera de expresar y vivir la misma realidad; es decir, la presencia activa del Hijo de Dios entre los hijos de los hombres. O, mejor, de la familia de Dios: Padre, que incesantemente engendra a sus hijos por su Espíritu, haciéndolos a todos Hijos en el Hijo, pero siempre dentro de una vida de hombres, habitantes del cosmos, compañeros y en cierta manera hermanos de todos los demás seres de la creación. 1.3.

El Pueblo de Dios

Todo lo anterior no impide el hecho de que Dios, que tiene sus planes, sus ritmos y sus caminos, haya elegido especialmente un pueblo que le sirva como portavoz y heraldo ante los demás pueblos, iluminando y aclarando lo que de oscuridad o de ambigüedad queda siempre en el cosmos y aun en las experiencias religiosas del hombre. Esa Palabra de Dios a su Pueblo y a sus Pueblos viene a ser como la «forma» que adviene a la «materia» del mundo, para realizar el sacramento de la salvación y la consumación. El pueblo de Israel es, así, primer Oyente de la Palabra, una Palabra que es ante todo histórica, activa y eficaz; una Palabra que pide también de parte del Pueblo una respuesta, igualmente histórica, activa y eficaz: docilidad, obediencia, culto; pero que pide también comunicación, transmisión, espíritu misionero. El Pueblo de Dios no es el origen de la Palabra de Dios. Tampoco es el único destinatario de esa Palabra, ni mucho menos su irionopolizador o acaparador. Israel tuvo la tentación del exclusivismo, o, al menos, del centralismo. O bien se llegó

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a creer que para los demás pueblos no había salvación, o al menos se pensaba que para que se salvaran tendrían que venir a girar en torno a la órbita de Jerusalén y la Tierra Santa y sus normas religiosas. Jesús de Nazaret viene a descalificar este capillismo, abriendo las puertas de la salvación a todos los pueblos y enviando a sus discípulos a predicar la buena noticia a todos los hombres. Pentecostés es el «kairós» definitivo de esta marcha del Cristo glorioso por todos los pueblos y por todos los tiempos. Y el estilo es el de intermediarios y de servidores. El mensajero no es nada, el mensajero no importa más que en cuanto tal. Lo que importa es el que envía el mensaje, el mensaje mismo y el destinatario. Por tanto, servidores nada más; no dominadores; no manipuladores; no explotadores. Otra vez tenemos aquí una inversión de sentidos y de valores. No es la humanidad para el Pueblo de Dios, sino el Pueblo de Dios para la humanidad. Además, dentro de las inevitables impurezas en las que tiene que inculturarse el mensaje de Dios, lo que acaba por descubrirse es que Dios es, o quiere ser, para todos los hombres, lo que es o quiere ser para Israel: Padre, ayuda, compañía, esperanza, fortaleza, camino, compromiso, amistad, convivencia, y desea que las relaciones de cada hombre con todos los hombres y con el cosmos tengan un estilo propio de una vida de familia, de la gran familia de Dios. Dios quiere esto para todos los hombres, y, por sus caminos propios y silenciosos que la mayor parte de las veces están al margen de la religión mosaica y aun de las otras religiones, lo va ofreciendo y realizando en el secreto de los corazones de buena voluntad, en la buena voluntad que secretamente infunde en los corazones humanos, y que germina en tantos gestos de amor, de ayuda, de bondad, y que son sacramentos naturales de la salvación, pero no menos eficaces en principio, según las circunstancias de

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cada hombre y según la fidelidad a esas propias circunstancias. La diferencia de Israel es que éste «lo sabe», y, además, lo debe manifestar en el mundo y ofrecerlo al mundo como una luz mayor para aquellos que van por la vida buscando más claridad. 1.4.

La Iglesia de Jesucristo

En Jesucristo se da la máxima comunión entre el hombre y Dios. Es el centro de la Historia humana y del cosmos. Es el primogénito de los hombres y el fundamento de la creación. Resucitado, es el Kyrios glorioso cuya acción salvífica se hace presente en toda la historia del hombre, por infinitos y secretos meandros. De una manera especial, es el fundador de la Iglesia, llamada a continuar su presencia visible y su oferta audible de salvación para los hombres. El sigue siendo el único Pastor de la Iglesia, su Cabeza y su Fundamento, su Maestro, su Fuerza, su Consuelo, su única Gloria y su único Orgullo. Esto quiere decir, entre otras cosas, que en la Iglesia no debe haber señores, sino hermanos: el único que podría ser Señor, también ha querido llamarnos hermanos y serlo para nosotros. Que todos somos discípulos, y no tenemos más que un Maestro que nos ilumina a todos directamente, aunque por las mediaciones sacramentales, siempre relativas. Que lo único importante para la Iglesia no es ella misma, sino Cristo; que lo que tiene que anunciar a los hombres no es la Iglesia, sino al Señor. Que la Iglesia de cada época tiene que mirar constantemente al Evangelio para tratar de encontrar el estilo de Cristo, aunque adaptado y encarnado en el momento histórico, pero buscando siempre la radicalidad de las exigencias de Jesús, no sólo individualmente, sino comunitariamente, como Iglesia: debilidad, sencillez, servicialidad, provisionalidad, humanidad, comprensión, espontaneidad, gene-

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rosidad, antilegalismo, pobreza, etc. Si Jesucristo hubiera querido dejar una Iglesia poderosa, rica, instalada y segura, no es posible que le hubiera dejado el mensaje que le dejó en el Evangelio, principalmente en el Sermón de la Montaña. Esto es ley vital constante para toda la Iglesia de siempre. Ante ese espejo tiene que mirarse la Iglesia, y preguntarse. Ante ese espejo tiene que mirarse concretamente siempre la pastoral. Allí no hay recetas. Allí hay, en cambio, un espíritu; mejor, un Espíritu. Porque para ir aplicando el estilo de Cristo a cada época y momento, El nos envió su Espíritu, el Espíritu de hijos que nos enseña a llamar a Dios: «Papá», y al hombre: «hermano». A fin de cuentas, ésa es la raíz de la pastoral, por ser la raíz de la acción de Cristo. Porque después de todo, pastoral no es más que obrar con Cristo y como Cristo. ¡A ver si lo olvidamos, entre tantos papeles y organigramas...! 1.5.

El Espíritu Santo en la Iglesia

Podríamos decir que es como el «tercer paso» de Dios hacia el hombre. En el primero se nos presentaría en la creación, allá lejos en los montes y los astros. En el segundo, en la Encarnación, como hombre, como hermano, aquí a mi lado en el camino. En el tercero, desde Pentecostés, aquí dentro, en mi corazón, en mis sentimientos, en la raíz de mi conciencia. El Espíritu es el corazón y el gozo de la Iglesia, y como la nodriza, la partera del nuevo Cristo que crece continuamente en todos sus miembros. Y muy en concreto, por los «carismas», por las vocaciones y por los ministerios. El Espíritu une en caridad a los creyentes, y esa caridad se expresa no sólo con palabras, sino con obras y de verdad en los diversos servicios mutuos. Todas las vocaciones de la Iglesia son vocaciones provenientes del mismo Espíritu, tendentes a la misma obra común: anunciar y celebrar a Cristo, para gloria del

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Padre y salvación de los hombres. La Iglesia es un pueblo de «laicos», elegidos del mundo, seleccionados para ser sacramento de esta salvación en el mundo. El bautismo es la raíz de esta «aristocracia», aunque es una elección no a dominar, sino a servir, hasta la muerte si es preciso, como Cristo. Entonces, todas las vocaciones pueden afirmar con seriedad que no son los hombres quienes les han elegido como casados, o como religiosos, o como curas u obispos, sino Cristo mismo por su Espíritu. Esto es verdad para todos. Aunque también es verdad que no han sido elegidos sin la comunidad, pues en su seno han recibido la específica vocación, en su seno la maduraron y confirmaron, y en su seno la ejercen para el bien de la comunidad. Los ministerios y carismas en la Iglesia son numerosos y variados. En los últimos siglos se había empobrecido esta experiencia por una absorción paulatina que llegó a ser prácticamente total por parte de los ministerios ordenados: diácono y, sobre todo, presbítero y obispo. Pero esto no fue siempre así, ni es bueno que sea así. Y hoy se advierte un movimiento en toda la Iglesia tendente a la promoción y reconocimiento de nuevos ministerios dentro de la comunidad, permanentes o, más preferible, pasajeros; reconocidos, sí, eclesialmente, aunque no estructurados clericalmente. Dentro de todos estos carismas, y precisamente al servicio del estímulo y la coordinación y animación de los mismos, está el sacramento del orden, de permanente y absoluta presencia en la Iglesia Católica de todos los siglos, y de presencia práctica y moralmente constante también en las Iglesias de la Reforma. Esta constancia del dato no exige, ni mucho menos, invariabilidad en la forma de su ejercicio, sino más bien todo lo contrario. Ya casi hoy podemos pensar algunos interrogantes, que probablemente se han de agudizar en un futu-

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ro inmediato: ¿Presidir necesariamente la Eucaristía, propio de un presbítero u obispo, quiere decir también presidir la parroquia en todos sus aspectos, económico, catequético, evangelizador, caritativo, etc.? Aun ahora, en el momento en que en una comunidad cristiana comienza a estimularse la colaboración y la corresponsabilidad, se desarrollan nuevas actitudes y nuevas posibilidades de servicios mutuos, verdaderos carismas y vocaciones concretas, dependientes a la vez de la llamada del Espíritu, de las cualidades humanas y de la coyuntura y circunstancias en que se vive. Pero se tendrá que potenciar y estimular ese dinamismo en la Iglesia, reconociendo nuevos ministerios y dándoles posibilidades de formación, así como cauces de ejercicio y autoridad moral dentro de los mismos. Todo ello situará en una nueva interrelación al ministerio presbiteral y episcopal, sin que por ello disminuya ni menos desaparezca su importancia y su necesidad en la comunidad cristiana, pero sí descargándole de una serie de atribuciones inútiles que recargaban inútilmente su ministerio y contribuían a darle una imagen autoritaria, omnisciente y omnipotente, al mismo tiempo que impedía que en sus hermanos no ordenados se desarrollaran posibles vocaciones porque aparentemente él ya las desempeñaba todas o casi todas, aunque evidentemente mal, además de que, aunque lo hubiera podido desempeñar bien, con este estilo faltaba variedad y armonía a la comunidad cristiana como expresión del Cuerpo de Cristo y la riqueza del Espíritu. Este tipo de ministerio «total» venía a cumplir aquello del refrán: como el perro del hortelano, ni se comía él la hierba, ni dejaba comerla a los demás. 1.6.

Relaciones entre los miembros de la Iglesia

Los cristianos formamos una comunidad fraternal. En ella todos somos iguales, salvo en cosas accidentales

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y relativas. Por Cristo, todos hemos recibido el Espíritu, que nos hace hijos de Dios, liturgos para Dios y profetas ante el mundo. Jesús de Nazaret predicaba y exhortaba a sus discípulos a mantener entre ellos un estilo de sencillez y de humanidad, culminando su ejemplo con el lavatorio de los pies a los apóstoles, como norma para el futuro. «Entre vosotros, el mayor sirva al menor». Y san Pablo diría que los cristianos nos hagamos los unos esclavos de los otros. En la primitiva comunidad se capta este talante en muchos ejemplos: en Jerusalén o en Roma, en América o en Corinto se esbozan unas comunidades en las que la autoridad apostólica no sólo no impide sino que estimula y respeta la corresponsabilidad y el sentido de igualdad entre todos sus miembros, con un solo Señor, que no es ni Pedro, ni Pablo, ni Apolo, y con un solo Padre de todos, origen de toda vocación y única y última referencia de toda obediencia. Durante muchos siglos, en la Iglesia Católica se perdió prácticamente esta perspectiva, y se cayó en un paternalismo y hasta autoritarismo que se expresaba en multitud de signos, en normas y costumbres, como el besar la mano al presbítero, hacer genuflexión ante el obispo o arrodillarse ante el papa. El clero y los religiosos formaban una clase especial como si fueran supercristianos, mientras que los «laicos» —deformando el verdadero sentido selectivo de la palabra— eran considerados como cristianos de segunda. El gobierno de la Iglesia y de las iglesias era piramidal y descendentes: el papa y su curia lo daban todo hecho y dictaminado a los obispos; los obispos, a los párrocos; los párrocos, a los feligreses. La liturgia, la predicación, la catequesis, la organización económica, la organización de la asistencia y la caridad, todo lo decidían los clérigos. En las órdenes religiosas se mantuvo como un signo permanente de otros aires el hecho de la elección democrática de los superiores y supe-

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rioras, aunque en la vida práctica diaria luego el ejercicio de la autoridad fuera también autoritario y, a veces, hasta despótico. En el resto de la Iglesia, mientras que durante los primeros siglos fueron siempre elegidos los obispos por su mismo pueblo, desde la Edad Media queda la comunidad al margen de esta elección, salvo escasísimas excepciones. Antes ya del Concilio, los diversos movimientos de Acción Católica iniciaron un movimiento de recuperación del papel del laico en la Iglesia, pero ha sido el Vaticano II el que, también en esto, ha marcado un jalón muy importante, al recordar las bases digamos democráticas de la Iglesia, al revitalizar la imagen bíblica del Pueblo de Dios, y al recordar que la carta magna de la ciudadanía en la Iglesia se basa en los sacramentos de la iniciación cristiana, comunes a todos y anteriores a todo, a otros carismas que advienen posteriormente y que, además, se nos dan no para dominar a los otros, sino para hacernos sus sirvientes. Este estilo fraternal es necesario no sólo vivirlo individualmente, sino reconquistarlo estructuralmente en la Iglesia y en su actividad pastoral. Aunque ya se ha iniciado en muchas partes, queda todavía mucho por hacer, extendiéndolo a todos los ámbitos de la Iglesia y ayudándole a perfeccionar y madurar sus nuevos cauces e instituciones donde se pueda ejercer la corresponsabilidad eclesial de todos los cristianos, al menos de todos los que lo deseen. Aunque hablaremos de ello con más detalle en otro momento, digamos aquí simplemente que se trataría de reconstruir un organismo, un tejido vivo e intercompenetrado, desde las pequeñas comunidades de base hasta los vértices de la iglesia diocesana, de las iglesias nacionales o inclusive de la Iglesia mundial, sintiendo a la vez el calor humano y concreto de los hermanos en la comunidad de relaciones interpersonales, y la conciencia uni :

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versal de formar una comunidad de discípulos de Jesús, donde todos ejercen su derecho litúrgico y sacerdotal, su profetismo, sus capacidades de servicio a los hermanos de la Iglesia y al mundo. En el primer escalón, la corresponsabilidad de la marcha de la comunidad se ejercía directamente y constantemente; en otros, oportunamente y por delegación, como sería en el consejo de pastoral parroquial, o arciprestal, o diocesano, o nacional, tanto para planificar la pastoral y tomar decisiones, como para revisarla, e inclusive para intervenir en los nombramientos importantes, así como para tomar posturas ante el mundo en ciertos momentos y problemas de la sociedad en los que se pueda y deba dar una respuesta común desde la fe cristiana. 1.7.

Relaciones de la Iglesia con Dios

El Dios al que reconoce la Iglesia no es un dios cualquiera, no es una imagen filosófica de Dios, sino el Dios de Jesús, el Padre de Jesús y también que se ofrece a ser Padre nuestro. No un Dios «justo» en el sentido nuestro, sino un Dios «pródigo»; no frío, sino apasionado por nosotros; no exclusivista, como un dios local y tribal, sino universal, total, inabarcable; un Dios que no nos quiere manipular como juguetes, pero al que tampoco podemos manipular como una lámpara de Aladino; un Dios que no elimina el sufrimiento, pero que comparte el sufrimiento y ayuda a iluminar el sufrimiento; que no suprime la muerte, pero que la acepta para convertirla en vida nueva y total; no legalista, sino personalista; no tesoro de la Iglesia, sino Señor de la Iglesia. Como Jesucristo, la Iglesia debe antes que nada y siempre sentirse visceralmente vinculada a Dios, individual y comunitariamente; en la liturgia, en la oración íntima, en el trabajo, en la fiesta. La Iglesia es servidora de

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rioras, aunque en la vida práctica diaria luego el ejercicio de la autoridad fuera también autoritario y, a veces, hasta despótico. En el resto de la Iglesia, mientras que durante los primeros siglos fueron siempre elegidos los obispos por su mismo pueblo, desde la Edad Media queda la comunidad al margen de esta elección, salvo escasísimas excepciones. Antes ya del Concilio, los diversos movimientos de Acción Católica iniciaron un movimiento de recuperación del papel del laico en la Iglesia, pero ha sido el Vaticano II el que, también en esto, ha marcado un jalón muy importante, al recordar las bases digamos democráticas de la Iglesia, al revitalizar la imagen bíblica del Pueblo de Dios, y al recordar que la carta magna de la ciudadanía en la Iglesia se basa en los sacramentos de la iniciación cristiana, comunes a todos y anteriores a todo, a otros carismas que advienen posteriormente y que, además, se nos dan no para dominar a los otros, sino para hacernos sus sirvientes. Este estilo fraternal es necesario no sólo vivirlo individualmente, sino reconquistarlo estructuralmente en la Iglesia y en su actividad pastoral. Aunque ya se ha iniciado en muchas partes, queda todavía mucho por hacer, extendiéndolo a todos los ámbitos de la Iglesia y ayudándole a perfeccionar y madurar sus nuevos cauces e instituciones donde se pueda ejercer la corresponsabilidad eclesial de todos los cristianos, al menos de todos los que lo deseen. Aunque hablaremos de ello con más detalle en otro momento, digamos aquí simplemente que se trataría de reconstruir un organismo, un tejido vivo e intercompenetrado, desde las pequeñas comunidades de base hasta los vértices de la iglesia diocesana, de las iglesias nacionales o inclusive de la Iglesia mundial, sintiendo a la vez el calor humano y concreto de los hermanos en la comunidad de relaciones interpersonales, y la conciencia uni-

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versal de formar una comunidad de discípulos de Jesús, donde todos ejercen su derecho litúrgico y sacerdotal, su profetismo, sus capacidades de servicio a los hermanos de la Iglesia y al mundo. En el primer escalón, la corresponsabilidad de la marcha de la comunidad se ejercía directamente y constantemente; en otros, oportunamente y por delegación, como sería en el consejo de pastoral parroquial, o arciprestal, o diocesano, o nacional, tanto para planificar la pastoral y tomar decisiones, como para revisarla, e inclusive para intervenir en los nombramientos importantes, así como para tomar posturas ante el mundo en ciertos momentos y problemas de la sociedad en los que se pueda y deba dar una respuesta común desde la fe cristiana. 1.7.

Relaciones de la Iglesia con Dios

El Dios al que reconoce la Iglesia no es un dios cualquiera, no es una imagen filosófica de Dios, sino el Dios de Jesús, el Padre de Jesús y también que se ofrece a ser Padre nuestro. No un Dios «justo» en el sentido nuestro, sino un Dios «pródigo»; no frío, sino apasionado por nosotros; no exclusivista, como un dios local y tribal, sino universal, total, inabarcable; un Dios que no nos quiere manipular como juguetes, pero al que tampoco podemos manipular como una lámpara de Aladino; un Dios que no elimina el sufrimiento, pero que comparte el sufrimiento y ayuda a iluminar el sufrimiento; que no suprime la muerte, pero que la acepta para convertirla en vida nueva y total; no legalista, sino personalista; no tesoro de la Iglesia, sino Señor de la Iglesia. Como Jesucristo, la Iglesia debe antes que nada y siempre sentirse visceralmente vinculada a Dios, individual y comunitariamente; en la liturgia, en la oración íntima, en el trabajo, en la fiesta. La Iglesia es servidora de

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Dios y de los hombres. El servicio a Dios está evidentemente en el servicio al prójimo hombre, pero también en el gratuito pero no innecesario servicio a Dios, en la alabanza, en la contemplación, en la acción de gracias, en la fiesta de los hijos ante el Padre, y también en el restrear de su presencia a lo largo de todos los momentos de nuestra vida. Al mismo tiempo, debe confesar a Dios ante los hombres, y debe confesar a los hombres ante Dios. La Iglesia no puede renegar de los hombres, aunque sean «malos»; primero, porque ella está formada por hombres, y también hombres pecadores; y, sobre todo, porque son hermanos de los cristianos, y porque son hijos de Dios. La Iglesia debería, como san Pablo, preferir ser anatema si eso valiera para que nadie se pierda, si cabe hablar así, en la locura del amor. La Iglesia debe pensar de Dios y de su poder y su bondad de tal manera que su mayor esperanza y su mayor deseo sea que no se pierda ni un solo hombre, que nadie deje de ir a la casa del Padre, pareciéndole casi imposible tener una felicidad perfecta en el cielo si se supiera que alguien, algún hijo de la casa, estaba para siempre por ahí, en las tinieblas. Dios mismo quiere contagiarnos este amor salvífico a todos y esta esperanza por todos, inclusive ya desde el Antiguo Testamento; p. ej., el libro de Jonás. Pero también hemos de confesar a Dios ante los hombres, sin avergonzarnos de El, reconociéndole oportunamente y hablando de El y afirmando, si es preciso, que es el Eje de nuestra vida y nuestra Meta. Eso sí: la Iglesia debe cuidar mucho qué imagen puede dar de su Dios a través de su vida y, más en concreto aún, de su imagen del hombre. En muchas y tristes ocasiones, los cristianos no han hecho precisamente apologética sobre Dios cuando obraban en contra de los criterios de Dios, deformando así su imagen. El mismo Vaticano II reconoce aquí una de las fuentes posibles del ateísmo.

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Otra de las consecuencias más importantes en este aspecto en relación con la pastoral, está en la actitud fiel y obediente de la Iglesia. Como Jesucristo y como los Apóstoles, no debe imponer a Dios sus planes y sus plazos, sino escuchar los planes y los plazos de Dios, y tratar de acomodar a ellos sus pasos. Es muy fuerte la tentación de creerse la depositaría de Dios y de su salvación, dando o quitando, desesperando o esperando por su cuenta: esto sí, esto no. La Iglesia tiene un bloque de certeza y de medios globalmente válidos, pero ni siempre estrictamente infalibles, ni menos aún exclusivos, y desde luego siempre aplicables de maneras variables hasta el infinito. La Iglesia debe saber, en el camino de Dios, que la guía siempre por nuevos tramos, abandonar unas or sí mismo, por el mismo Cristo y su Espíritu, y nosoros no podemos añadir ni un centímetro de estatura crisiana ni a nosotros ni a nadie. Pero necesarios, porque el vlaestro nos necesita como colaboradores en su taller, ¡orno aprendices del gran artista en su gran obra, en su »ran cuadro de la humanidad redimida. ¿Cuándo? ¿Ya, iiríamos con impaciencia pastoral? Y nos contestaría: (No os toca a vosotros señalar los tiempos». La pacient a , en la vida cristiana en general y en la vida pastoral en concreto, es un aspecto humilde y prosaico de eso tan bello en teoría que llamamos la «historia de la salvación». Sólo que se nos olvida que la historia grande, la Historia ^on mayúsculas, se hace siempre a base de horas, de minutos y de segundos, de instantes minúsculos.

7 Cómo predicar en la celebración sacramental. Líneas de fuerza

«Tohuwabohu» O, si se quiere más castizo, un desmadre, el mogollón, la repera. El mundo de la predicación en nuestras iglesias es como una selva más o menos virgen, siempre intrincada, donde se pueden encontrar todas las especies de la fauna y todas las sorpresas. Rotos los cauces tradicionales y tradicionalistas, las aguas del caos amenazan con inundarlo todo, borrando los caminos y mezclando en una charca común todos los sabores y colores. Moniciones tan largas y moralizantes como homilías; homilías tan escuetas y lacónicas como moniciones. Comunidades que comienzan a hablar, y curas que empiezan a callar. Lo mismo da leer a San Mateo que a Gandhi, el periódico que la Biblia. A veces, hasta se suprime ésta y se «proclama» aquél. Sermones temáticos, sin relación con las lecturas ni con los sacramentos a celebrar; y esto no sólo Artículo publicado en la revista «Sal Terrae», abril 1981.

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a cargo de curitas de pueblo o de barrio, sino también —¿o más aún?— por obispos y hasta por cardenales. Otras, las «palabritas» de turno dichas a voleo de los tópicos evangélicos. Y no digamos la manipulación oficial de los días de colectas especiales, cuando parece que lo que se celebra no es el misterio pascual, sino nuestras actividades, nuestras campañas, nuestros proyectos, importantes y cristianos, sí, pero no centrales ni fundantes. ¿Podemos seguir así? Pero ¿qué hacer, si es que se puede hacer algo? ¿Desandar lo andado? Sería peor, si no fuera además imposible. Quien recuerde la predicación de hace unos decenios en España, se dará cuenta de que si ahora tenemos un caos, entonces era el vacío. Ahora hay algo, hay vida, aunque sea salvaje. Entonces, alguna predicación retórica y profesionalizada dos o tres veces al año, en las grandes fiestas patronales, y poco más, o nada más. Al menos, la pastoral de hoy ha llegado a considerar en general el hecho de la predicación como una realidad con la que hay que contar siempre, en compañía habitual no sólo con todas las misas, sino con todos los sacerdotes. ¡Y esto es importante y esperanzador! Mal que bien, se siembra abundantemente la Palabra, y esa sementera dará —está dando ya — sus frutos. Dentro del contexto general de este número de SAL TERRAE, dedicado a la Biblia y la predicación, en este artículo enfocaremos especialmente la relación entre palabra pastoral y celebración sacramental. En otro se tratará el aspecto entre Biblia y predicación; pero aquí entendemos por predicación precisamente el fulcro entre la Biblia y los sacramentos. Y deseo añadir, para terminar esta introducción, que aquí enfocaremos la predicación como una constelación de colaboraciones de toda la comunidad cristiana, aunque centrada en torno al ministerio del pastor, sea obispo, presbítero o, en su caso, diácono.

COMO PREDICAR EN LA CELEBRACIÓN...

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Palabra activa y acción elocuente La antropología actual ha redescubierto al pensamiento occidental algo que las culturas primitivas han vivido como evidente y familiar; es decir, la íntima relación entre la palabra del hombre y la historia, la mutua referencia entre hacer y hablar. En un sentido mágico, tenemos la bendición y la maldición; muchas veces en relación explícita con la divinidad; otras veces, en la suposición implícita de que ciertos roles sociales parecían dar derecho a obrar en su nombre, como el hechicero o sacerdote, padre o patriarca, anciano sabio del clan, etc. Todavía quedan a veces reminiscencias de esta concepción en el modo de imprecar de alguna gente sencilla del pueblo: «Ojalá te murieras», «maldita sea la leche que te dieron», «desgraciao», etc. Pero más frecuente, cercano y comprobable es el hecho de la fuerza transformativa —performativa— de la palabra y de las palabras del hombre. Si bien se mira, toda la cultura humana ha nacido, crecido y se ha transmitido por la palabra, aunque la mano haya sido el instrumento privilegiado de ejecución y también de interacción. El amor en la pareja, la amistad entre amigos, la vida de familia, la enseñanza en la escuela, la colaboración en el trabajo y tantas y tantas realidades más, no existirían sin la palabra hablada del hombre —la escrita vino mucho después y siempre es secundaria y complementaria—. Aquí tiene su espacio el poder transformador de las personas por el diálogo, la exhortación, la corrección, Ta" fuerza de convicción. La palabra del hombre, aun sin reminiscencias mágicas, tiene una inmensa fuerza de acción y de transformación. Asimismo, las acciones humanas tienen, inversamente, su elocuencia, su mensaje, su intención; son «palabra» simbólica, global, profunda y total. Precisamente por la

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unidad del hombre como un todo, cuerpo y espíritu, se expresa no solamente con la garganta, sino con todo su ser y con todo su actuar, con el gesto, con el movimiento, con las actividades: rostro sonriente, abrazo, quitar el abrigo, poner una silla, ofrecer una copa... Toda una constelación de expresiones corpóreas, espontáneas y/o normativas, que no suplen el lenguaje hablado en general, pero que lo prolongan, lo profundizan y lo enriquecen hasta límites a los que no siempre —a veces, nunca— puede llegar la palabra. La sacramentalidad se inscribe en esta corriente antropológica y teológica. Hoy ya es bien conocido este aspecto fundamental en la revelación bíblica. Dios se presenta en el Antiguo Testamento utilizando su Palabra como herramienta principal, tanto para crear el mundo como para redimirlo, eligiendo a su pueblo, sacándolo de la esclavitud, llevándole a la tierra prometida, salvándole de sus perseguidores. Dios habla, pero no habla por hablar, sino por hacer. No dice tanto lo que Dios es como lo que quiere ser para el hombre, ni dice tanto lo que el hombre es, cuanto lo que éste debe ser-hacer por Dios y por el pueblo de Dios. Los profetas, sobre todo, bien saben de esta fuerza eficaz y transformante de la Palabra del Señor. Pero es en Jesús de Nazaret donde la Palabra de Dios llega a su máxima eficacia, sin la más mínima fisura. Jesucristo es, todo El, toda la Palabra de Dios. Y esa Palabra habla como Dios —nunca mejor dicho—, que dice y hace: «Quiero: sé limpio, sigúeme; levántate y anda; tomad y comed; haced esto en memoria de mí; yo os enviaré el Espíritu; yo os envío...». Y sus palabras eficaces continúan en la Iglesia, bajo los velos sacramentales y en el régimen de la esperanza, pero con la misma fe en la fuerza de esa palabra: «Yo te bautizo, yo te perdono, recibe el Espíritu, tomad y comed, podéis ir en paz...». Y también —y será el tema de nuestro artículo— la palabra

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de exhortación, de corrección, de iluminación, de conversión, dicha en nombre de la Palabra de Jesús, en su Espíritu, por la bondad del Padre. Igualmente podríamos, desde el Génesis hasta hoy, discernir el lenguaje, —tan claro, tan ardiente y tan profundo—, de las acciones de Dios en el Antiguo Testamento, en Cristo y en la Iglesia. Como el niño recién nacido descubre a sus padres más por lo que le hacen que por lo que le dicen, así el pueblo todavía inmaduro se siente arropado en los brazos protectores de Yahvé, confiando en su fuerza y en su amor. En el paso del mar Rojo, la travesía del desierto, la conquista de Canaán, su compañía en el destierro, el nuevo Éxodo, etc., Dios va hablando a su pueblo, contándole con hechos su poder, su riqueza, su predilección, su providencia, etc. Jesús de Nazaret toca, besa, abraza, unge, lava los pies, da de comer; y cada acción es una lección. Los discípulos de Juan vienen a preguntar, y él, antes que explicar nada, curó a varios enfermos. Así, la Iglesia baña, unge, acoge, abraza, reviste, ilumina, eleva, perfuma, se postra, se arrodilla, impone las manos, adorna la mesa, ofrece, comulga, bendice... Decir es obrar; obrar es decir. Lo que en el hombre es vestigio, tendencia y nostalgia, en Cristo y en la Iglesia es eficacia, por la fuerza del Espíritu que nos ha sido dado.

Predicación y celebración La predicación litúrgica no es un discurso académico, ni una clase de religión, ni siquiera una catequesis, sino que se inscribe en un contexto de celebración y de celebración cristiana. Antes de entrar en indicaciones más concretas, hagamos aquí algunas reflexiones generales sobre la relación entre predicación y celebración.

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mente del que preside y predica. Este clima cálido y serio, profundo y sincero de fe, con unas palabras testimoniales pero cercanas a la experiencia de los que nos visitan de paso, es lo mejor que podemos ofrecerles a tantos que ni creen ni dejan de creer, pero que necesitan al menos «crecer en nuestra fe». No sabemos nunca con certeza si predicando y celebrando así les haremos algún bien. Pero sí podemos estar seguros de que les hacemos un mal si lo hacemos de tal manera que dé la impresión de que nosotros mismos no tenemos fe en lo que estamos celebrando; y eso lo respiran y lo palpan aun los más despistados y menos observadores.

Predicación y Sacramentos Es cierto que en nuestra pastoral generalmente predomina la predicación en la celebración de la Eucaristía, sobre todo en la dominical y festiva, y en algunos casos inclusive en la diaria. No entramos ahora en el hecho de que se ha instrumentalizado la Misa para todo y para todos, lo que es una anomalía que sería preciso revisar para un mayor equilibrio pastoral. Pero sí digamos de paso que es uno de los motivos del empobrecimiento de la predicación en algunos aspectos, dado que por poco respetuoso que sea con la dinámica propia de la misa, no caben en ella ciertos tipos de charlas formativas que pueden ser muy necesarios también, y que a veces resultan incompatibles con el sobrecargado ritmo de misas de una parroquia. Dígase lo mismo de una celebración vespertina de alabanza, de oración meditativa, etc. De todos modos, en este apartado no queremos ceñirnos exclusivamente a la Eucaristía, sino que lo supondremos abierto a los sacramentos en general, pues en todos ellos es conveniente y oportuno el ministerio de la predicación, aun sin

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suponer el caso no infrecuente de que los otros sacramentos se celebren en el seno de una Eucaristía. Teniendo esto en cuenta, no entraremos en detalles, sino que aludiremos a las grandes líneas de fuerza de la predicación sacramental. 1. Suponemos de entrada todo lo contenido en el artículo de Federico de Carlos (*), acerca del lugar de la Biblia en la predicación. Globalmente, se trata de reconocer que la Sagrada Escritura es la fuente primera y permanente de iluminación de Dios para nosotros; Palabra ya cristalizada y recibida en la comunidad, como norma y referencia para siempre, pero siempre viva y fresca, actuante e incisiva para nosotros, por el Espíritu Santo que da una resonancia en nuestro corazón apropiada a nuestra circunstancia eclesial. Por otro lado, esa misma vida divina de la Palabra se manifiesta en los sacramentos, como expresión de lo que Dios hace en nosotros, y que nosotros mismos recibimos, celebramos y nos comprometemos. El papel de la predicación pastoral es servir de fulcro entre la Escritura y el Sacramento, entre lo que Dios anuncia y lo que realiza, entre la promesa y el don, entre la palabra y la obra salvadora. Por eso, el ritmo normal, la dinámica profunda entre estas tres realidades debe ser Escritura-predicación-Sacramento. 2. Puesto que la predicación es como el lazo de unión entre ambas, para actualizar una y otro en el pueblo que celebra, el predicador debe tener un conocimiento lo más grande posible tanto de la Escritura como de los Sacramentos, así como del pueblo al que van dirigidos, como igualmente de los medios de expresión más adecuados respecto a éste. Queremos decir un conocimiento (*) «Hablar después de Dios: la Palabra como centro de la predicación», Sal Terrae, 4, abril 1981, pp. 257-269.

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en sentido bíblico: amistoso, cordial, vital, y no sólo racional, teórico y científico. 2.1. Conocimiento de la Escritura. Sin ser necesariamente un especialista bíblico, el predicador debe estar al tanto de las grandes corrientes actuales en exégesis y hermenéutica, y estudiar algún manual global de los más recientes, además de otras obras monográficas sueltas, en especial sobre los evangelios y los Hechos y San Pablo. Yo no soy quién para dar bibliografía, pero sí para constatar que aun sin salir de las publicaciones españolas, originales o traducciones, es generalmente de una gran altura, además de abarcar casi todos los libros bíblicos, especialmente del Nuevo Testamento, aun a base de monografías. Sin embargo, con permiso de los escrituristas, diré desde mi experiencia que no me parece el ideal estudiar a fondo el pasaje en un libro especializado, y con todo ese bagaje bien fresco y casi sin digerir, tratar de meterlo mal que bien en nuestra perorata. Creo que debemos conocer bien todos los datos firmes de la ciencia bíblica actual, en general y sobre el libro o pasaje concreto que hemos de iluminar. Pero después, si cabe hablar así, habría como que «olvidarlo», soterrarlo como los cimientos, que influyen pero no es necesario que se vean. Son pistas exteriores para entrar en el misterio, en la vida divina allí contenida, pero ahí no se entra a base de exégesis, sino de fe, de humildad, de esperanza, de oración, de preguntar y preguntar al Señor no sólo qué dice allí, sino qué nos quiere decir a nosotros ahora, nunca desligado de las palabras bíblicas, pero sí más allá —o más acá— de las mismas. Este conocimiento rumiante y sapiencial de la Escritura es el que más necesitamos como predicadores, y el que más nos dará luces y fuerzas para el camino, tanto a nosotros como a los que nos escuchen. Conocimiento, por otra parte, que como puede suponerse es interminable en su crecimiento, y que además puede tener altiba-

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jos, como los tuvo en los profetas, unas veces por nuestros pecados, —¡y qué importancia tiene lafidelidady la purificación de nuestro corazón para esta penetración!—, otras, simplemente, por los misteriosos designios del Espíritu. 2.2. Conocimiento de los sacramentos. De alguna manera, habría que repetir lo dicho anteriormente para la Escritura. Pero con una diferencia, en perjuicio de los sacramentos. Así como al fin hemos caído de la borrica de que la Escritura es algo rnuy serio que requiere un estudio interminable, los sacramentos en general nos parece la cosa más tirada del mundo. De esto, sabemos todos «la tira». Sin estudiar, por supuesto. Y todos esos libros que algunos escriben sobre esto, rarezas de sabor medieval y monástico. Y así se ve lo que se ve... Ya podríamos conformarnos, al menos para el «común de mártires», con que todos los curas estudiáramos bien, bien, los contenidos de los nuevos rituales en la edición oficial, con la riqueza teológica y pastoral de sus introducciones, con la variedad de sus posibilidades de adaptación, y con la colección de textos bíblicos a elegir, adaptados al tema de cada sacramento. Una vez hecho eso, cuya profundización también es interminable, intentar hacer expresamente para nuestro ambiente concreto, en notas personales y sencillas pero que pueden ser pastoralmente muy valiosas, una especie de teología de tal sacramento, explicada de manera popular; además, como si dijéramos la «espiritualidad» del sacramento, los aspectos vitales y sapienciales que aporta a la vida del cristiano; y,finalmente,un pastoral de dicho sacramento: cómo ayudar a prepararlo, a celebrarlo, a vivirlo posteriormente. Puede parecer que me he desviado del aspecto mistagógico del predicador. En modo alguno. ¿Cómo se va a predicar de lo que no se conoce? Si tenemos que hablar sobre la Biblia y los sacramentos, ¿cómo hablar con familiaridad, espontanei-

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dad y sinceridad de esas realidades si lo hacemos como de memoria o por rutina profesional? 2.3. Conocimiento del pueblo. Otro libro. Otro libro de Dios. Sin fondo, sin límites también. En el que tendremos que leer constantemente, con el mismo amor, con la misma humildad y con la misma perseverancia que ante la Escritura y los sacramentos. Estos tres libros son la Biblioteca principal del predicador, con tal de que, como hacemos para leer por la noche, se encienda siempre una lámpara: el Espíritu Santo. Normalmente, el predicador debe conocer el contexto habitual de su comunidad en general, su manera de ser, sus problemas principales, su vida, su trabajo, sus fiestas; tener contacto con grupos y personas; hacer compartir lo más posible a todos la marcha de la parroquia o comunidad. Este «conocimiento» amistoso y sapiencial, de simpatía y de bondad del predicador con el pueblo, es el mejor caldo de cultivo para una mutua interación, una mutua iluminación; el pueblo escuchará al predicador como a un amigo, un hermano conocido, y con una predisposición confiada y abierta, la más propicia para recibir la semilla del Reino; y el predicador encontrará en su mismo pueblo no sólo un lenguaje, un estilo, un talante con el que pueda comunicarse, sino hasta unas luces para el camino, que el Señor con frecuencia pone en el corazón de la gente para que nosotros simplemente las recojamos y las pongamos en lo alto para iluminar a todos. 2.4. Conocimiento de los medios de expresión. No se pueden menospreciar, sin peligro de caer en autosuficiencia o quizá hasta de justificación de nuestra pereza. La oratoria es también un arte, y todas las artes tienen su oficio, su experiencia, su perfeccionamiento sin límites. Entre aquella preparación oratoria, académica y cursi, anticuada y retórica, y el hablar a lo bestia, sin preparar, sin organizas el pensamiento, sin vocalizar, soltando exa-

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bruptos coléricos o espontaneísmos sentimentales, que hacen pasar vergüenza ajena al personal, hay un abismo que no debemos cruzar, por respeto a la Palabra de Dios, por respeto a la asamblea, y por respeto a nuestro ministerio pastoral, que no es ningún juego. Por supuesto, que lo principal es la cabeza y el corazón, las ideas y el Espíritu. Pero también podemos atender algo los aspectos materiales, como el uso de la propia voz, la mejor adaptación al micrófono, la expresión natural pero viva del propio gesto corporal, etc. Y para ello no tengamos inconveniente en que algunas veces nos hagan observaciones concretas los demás, especialmente un equipo que deberíamos formar para preparar y revisar las homilías, y, cuando sea posible, incluso intervenir, como diremos más adelante. Respecto al método concreto de preparar y pronunciar la predicación, no es posible dar una norma general. No sólo porque depende mucho de la diversidad de talantes personales, sino que aun para cada predicador habrá diversidad de circustancias. No es lo mismo decir unas palabras de aplicación de los textos bíblicos en una misa de diario y entre un público reducido y homologado, que en una boda, un entierro o una misa dominical. Hay ciertos casos tan delicados, que quizá tenga más ventajas escribir completamente la homilía y leerla tal cual, aunque habrá que escribirla ya con un género literario especial y leerla con todos los matices, y aun así siempre será menos viva que dicha libremente. Hay quienes se sienten a gusto predicando espontáneamente, y en ocasiones puede tener una vida y una fuerza que no tendría algo más prefabricado; pero ni se podrá prodigar mucho este género, por peligro de repetirse y de caer en una colección de tópicos, ni en general es algo que debe suponerse de antemano, si nuestra experiencia y el contraste con los demás no nos garantizan que tenemos este «carisma». Lo más frecuente y más práctico suele ser articular

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las ideas de un guión personal, que sea síntesis de otros muchos tanteos, y después hablar con cierta improvisación en los detalles, pero confidelidadal esquema fundamental, que bien podemos tener descaradamente delante de nosotros, no para fijar hipnóticamente nuestra mirada en él, sino para acudir a su ayuda de cuando en cuando. Se sobreentiende que la mirada global al auditorio es elemento básico para mantener una comunicación mínima, y convendría que el predicador estuviera bien visible a la asamblea, evitando especialmente aparecer detrás de un atril demasiado alto, asomando solamente una cabeza parlante, de aspecto entre risible y macabro.

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mente reducido, facilita la intimidad y desbloquea los complejos y las inhibiciones que en otro ambiente podrían ser explicables. Naturalmente, la colaboración de los presentes no exime al presbítero que preside tanto de prepararse personalmente como de hacer la homilía, aunque es lógico que también él se adapte al ambiente, tanto en el tono y estilo como en los contenidos, y que además recoja o destaque el sentido general de las intervenciones de la asamblea, para vincularlo todo con la Eucaristía subsiguiente, facilitando así a los hermanos que realicen con suavidad el paso al rito.

Uno de los aspectos más importantes que han sido revalorizados nuevamente con ocasión del último Concilio ha sido el de la corresponsabilidad eclesial, que es más amplio que el de la misma colegialidad. El bautismo, la confirmación y la eucaristía nos dan a todos los miembros del Pueblo de Dios, aun antes y por debajo de una vocación específica, el derecho y el deber en general de conllevar la marcha de la Iglesia. El espacio concreto para el ejercicio de dicha corresponsabilidad suele ser la parroquia y/o la pequeña comunidad cristiana. Pues bien: uno de los aspectos de la vida eclesial en el que puede y se debe ejercer es el de la predicación. El modo práctico de hacerlo tiene una amplia gama de posibilidades. Enunciaremos las más frecuentes y viables.

2. En una celebración parroquial de la Eucaristía dominical, se podrían anunciar al final los textos del domingo siguiente, o bien entregar una hoja con las citas o la reproducción de los pasajes correspondientes, aconsejando que los mediten en sus casas durante la semana, individualmente, en familia, en pequeñas comunidades, según los casos. Aun sólo con este paso, sin más, ya se podría decir que se ha colaborado a la predicación del domingo, al prepararse cada uno su propio terreno. Pero sería interesante y no demasiado difícil que ofrecieran al sacerdote correspondiente las sugerencias que hayan encontrado en su reflexión, individual o de grupo, bien por una nota escrita que podrían depositar en un buzón, o entregar personalmente, o incluso comunicarlo verbalmente si tienen oportunidad. Habría que estimular consecuentemente esta mínima colaboración, y, por supuesto, tenerla en cuenta en la predicación.

1. Cuando se celebre la Eucaristía en una pequeña comunidad cristiana, es posible que todos los que lo deseen intervengan con sencillez en torno a los textos bíblicos escuchados. Por una parte, porque en este tipo de asamblea no se está constreñido por una duración concreta; por otra, porque el número de asistentes, general-

3. Otra posibilidad, que no excluye en modo alguno la anterior, es formar un grupo habitual para preparar juntamente con los sacerdotes de la parroquia la homilía siguiente, que hará el presidente de la asamblea, y las mociones e intercesiones, que dirán algunos seglares. Además, revisarían las homilías y moniciones del domingo

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anterior. Esto mismo se podría aplicar para casos especiales, como un funeral, una boda, un bautizo. 4. Finalmente y como un paso más que presupone los anteriores, uno o dos del equipo de preparación a la homilía se podría encargar de hacer un breve comentario a una o dos de las primeras lecturas de la liturgia de la Palabra. Salvo casos de especial rodaje y experiencia, en general lo mejor será que lleven escrita su intervención, de acuerdo con lo preparado en equipo, y la lean con todos los matices posibles, para evitar nerviosismos inútiles y, sobre todo, que por falta de rodaje se hagan interminables. Después del evangelio, el sacerdote que preside la Eucaristía expone su homilía, resumiendo lo anterior y haciendo el paso al rito. Según las parroquias y comunidades, en algunos casos se podrán utilizar unos procedimientos; en otras, otros; en algunas, progresivamente, y en otras, alternativamente. Pero creo que en todas se podría ensayar alguna de ellas, y tratar de mantenerla con perseverancia hasta ver todas sus posibilidades. Es cierto que la intervención de los seglares no tiene en las normas oficiales el valor autoritativo que se reconoce a la predicación del ministerio pastoral. Eso no supone, a mi juicio, que deba excluirse absolutamente, puesto que se les autoriza a hacer moniciones. ¿Cuál es la frontera entre una monición dicha antes de un texto bíblico, o un breve comentario presentado después? Aunque los seglares no tengan autoridad ni experiencia pastoral ni una especial preparación teológica, eso no quiere decir que sus testimonios no puedan tener un gran valor de edificación para toda la comunidad, inclusive por supuesto para el prebítero o el obispo presidente. Tengamos en cuenta, además, que el presbítero debe cuidar y coordinar todas las partes de la celebración, la predicación incluida, la cual por una parte le obli-

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ga a revisar con sus equipos colaboradores la marcha habitual de la asamblea, y por otra da una garantía y un aval suficientes ante toda la comunidad. Altavoces de Dios Antes de finalizar este artículo, hemos de recordar aquí que el concepto de predicación es mucho más amplio que el de predicación sacramental, al que nos hemos ceñido por razones de método y de acuerdo con la programación de este número de SAL TERRAE. Sin embargo, sí hay que decir también que, por suerte o por desgracia, ésta es con mucho la más frecuentemente practicada y de hecho la casi exclusivamente posible en las costumbres pastorales de hoy. Dicho sea de paso, creo que uno de los retos más graves que nos plantea hoy la pastoral es tener la suficiente imaginación y audacia para buscar espacios no sacramentales y aun no eclesiales donde podamos anunciar a Jesucristo, su vida y su Evangelio. Pero, ciñéndonos de nuevo a la predicación en el ámbito sacramental, hemos de renovar todos nuestra esperanza en esta fuerza de la palabra pastoral, a pesar de su aparente insignificancia, monotonía e ineficiencia. Aun a nivel digamos puramente fenomenológico, se ha dicho y con razón, que no hay grupo cultural o político en el mundo que cuente, semana tras semana, con un auditorio semejante, formado por millones de personas que van no solamente a escuchar, sino a aclamar, confirmar, convivir su ideario, y cientos de miles de oradores, con una preparación remota especial y muchas veces con una buena preparación próxima. Y esto no solamente cada varios años, en una campaña electoral, sino todas las semanas de todos los años, de toda la vida. Nosotros sabemos, además, que todo ello está animado por el Espíritu de Dios, alma de la Iglesia y de la pre-

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dicación, para fecundar en nuestros corazones una semilla que mantiene y transforma la vida individual y comunitaria de la Iglesia. La predicación pastoral es sustancialmente: a) palabra de alimento de los corazones, de luz; de consuelo; de compromiso; b) palabra de testimonio ante el mundo sobre nuestras convicciones y con nuestras actitudes ante los problemas de la sociedad en que vivimos; c) palabra martirial en ocasiones, que puede costar un precio muy alto, desde los sacrificios más modestos y rutinarios, hasta en ocasiones la persecución, la cárcel y la muerte. En realidad, la palabra de la predicación es palabra de Jesús a sus hermanos, que vive entre ellos como vivió con los discípulos. Vivamos con amor este ministerio, que no puede tener otra finalidad que manifestar el amor de Dios a los hombres, y que busca despertar el amor de los hombres a Dios, como una Celestina del Reino. Perseveremos con esperanza en esta tarea. Ha habido siglos prácticamente sin predicación; llevamos sólo unos pocos años en que la predicación sea habitual y normal. Estamos sembrando. Sabemos lo que son las comunidades con predicación, pero ¿qué sería de ellas sin ninguna palabra pastoral? ¿No tendrían muchas, muchísimas más dificultades y problemas? Miremos con fe nuestro servicio, y veremos más claramente todo el bien que estamos haciendo, no por nosotros, sino por el Espíritu, pero sí por nuestra mediación pastoral. Finalmente, recordemos también que la predicación es una de las tareas más importantes, hermosas y gozosas que ofrecemos a Dios y a los hombres. A Dios, porque es confesión y reconocimiento de su amor creador. A Cristo, nuestro hermano, porque es actualización constante de su redención, continuación de su Palabra. Y al Espíritu Santo, porque nuestras palabras son el tenue

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velo que envuelve su presencia santificadora. A los hombres, nuestros hermanos, porque juntamente con los sacramentos, también palabra de Dios y obra de nuestras palabras, les anunciamos, les invitamos, les ofrecemos y les ayudamos a andar por la vida hacia la Vida.

8 El arte de presidir la Asamblea

0. Observaciones previas Antes de entrar en el estudio del tema propuesto para esta ponencia, «El arte de presidir la asamblea», me parece útil hacer algunas breves observaciones para encuadrar su contenido y para reconocer de antemano sus límites. Dicho de otro modo: se trata de precisar, un poco más que lo hace el título, cuál es el alcance de esta intervención en concreto. 0.1. ¿Qué clase de presidencia? ¿De qué clase de presidencia se trata? El hecho de que desarrolle el tema un obispo, podría inconscientemente hacer creer que se trate de la presidencia sacramental más plena, que es la episcopal. Sin embargo, si Conferencia en las Jornadas Nacionales de Pastoral Litúrgica. Madrid, 1979.

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nosfijamosdetenidamente, hemos de recordar que el aspecto específico de la presidencia cristiana no es en sí mismo exclusivo del ministerio episcopal, ni siquiera, estrictamente hablando del ministerio sacramental —episcopado, presbiterado, diaconado—, sin negar por eso las diferencias tanto cualitativas como de grado entre todos ellos. Es decir: lo propio de la presidencia cristiana es ejercer simbólicamente el papel del Señor en la reunión de los hermanos. Aunque no haya ningún ordenado, el que preside representa al Señor. Y aunque haya concelebrando muchos presbíteros o aun muchos obispos, el que preside propiamente es uno solo, aunque también se dé una presidencia colegial derivada de aquélla. Por eso, en esta ponencia no nosfijaremosen lo específico de cada grado del orden sino en lo genérico de su servicio presidencial. Más aún: Puesto que se trata en gran parte de estimular las actitudes celebrantes de todos los bautizados, pueblo de liturgos, uno de los deberes del presidente de la asamblea será no solamente no aislarse de la misma sino tratar de sintonizarse y sintonizarla, tanto en la actitud interior como inclusive en muchos aspectos de la expresión exterior: oraciones, cantos, posturas, gestos. De aquí que no se excluya en muchas sugerencias de las que aquí se hagan al presidente puedan valer, como por redundancia, a toda la asamblea cristiana. ¡Ojalá consiguiéramos imbuir entre nuestrosfielesla idea de que cada uno asista a la celebración comunitaria como si dependiera exclusivamente de él, y no de manera pasiva o inhibida, como tantas veces ocurre inclusive a presbíteros cuando no son ellos quienes presiden! 0.2. ¿Qué clase de «clase»? Es decir: ¿Vamos a pretender esbozar aquí una clase de presidente tan ideal que resulte idealista, tan elevada

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que resulte inalcanzable para el común de mártires? Todo lo que se diga después en la búsqueda de legítimas aspiraciones de mayor perfección en el papel presidencial debefiltrarsecon esta observación previa. No busquemos mirlos blancos, casos excepcionales e inalcanzables, que sean a la vez grandes actores, elegantes tipos, místicos profundos, líderes de masas, estudiosos liturgistas y músicos especialistas,físicamenteincansables y con fuerte y bien empastada voz. «¿Quis est hic et laudabimus eum?». En ese caso, ni el ponente podría ser este ponente, que no tiene —salta a la vista— ninguna de esas cualidades, ni la ponencia serviría para nada, porque no valdría más que para los casos excepcionales, que por otra parte no necesitarían ya de la ponencia. Esta reflexión no pretende más que dar un toque de atención para que estimulemos, potenciemos y perfeccionemos todas las fuerzas y valores que aún tenemos medio dormidas, que acaso están deformadas, y que con un trabajo incansable son susceptibles de una madurez y una afinación constantes y crecientes.

0.3. Especial acento en lo gestual Si todas las ponencias de estas Jornadas están evidentemente ensambladas en un tema monográfico, pero cada una con un campo bien delimitado y autónomo, hay dos que están tan compenetradas que pueden llamarse mellizas o hasta casi siamesas —esperemos que no por eso monstruosas...—. Me refiero a las ponencias de Burgaleta y a ésta que estoy desarrollando. Si la comunicación no quiere reducirse a una clase de fonación, tendrá que hablar también de la expresión corporal en general; y si yo no quería reducirme a unos principios canónicos y eclesiológicos, tenía que hablar de lafiguracompleta del presidente como celebrante, como actor, como declamador

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también. Esto supone evidentes concomitancias mutuas y hace suponer quizá algunas repeticiones. De todos modos, en su ponencia, el acento estará en la comunicación verbal principalmente, mientras que en ésta nos fijaremos más especialmente en lo corporal y gestual, aunque tocando ambas los aspectos complementarios en cada caso. Además, el mismo equipo organizador y coordinador de las Jornadas no consideró inconveniente mayor la posibilidad de que alguna vez incidiéramos los dos en los mismos aspectos, vistos siempre desde una angulación levemente distinta, como ocurre con las dos imágenes de una visión en relieve. 0.4.

Teorizar sobre la praxis

Reconozco de antemano la dificultad intrínseca y hasta la contradicción que lleva consigo el hecho de hablar sobre algo práctico y vital. Teorizamos sobre la praxis. ¿No hubiera sido mejor montar un taller de celebrantes? ¿No tendríamos quizá que volver como en aquellos inefables ensayos de seminaristas, aprendiendo a bautizar con un muñeco? Aun reconociendo lo que tiene de imposible la primera hipótesis y de indeseable la segunda, no descarté de antemano la posibilidad de que alguien especializado pudiera aportarnos directamente su experiencia de actor, y así, recurrí a un buen amigo, José Luis Gómez, director del Centro Dramático Nacional, con el intento o de que hiciéramos juntos esta ponencia o de tener él una intervención complementaria. Aunque él acogió la idea con gran entusiasmo y cariño, tanto por el tema como por su interés en ayudarme, al fin tuvo que renunciar por su programa de trabajo actual que le lleva sobrecargado en exceso. De todos modos, no conviene que seamos pesimistas, maniqueos ni masoquistas, y hemos de recordar que, aunque en este momento hagamos teo-

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ría, ésta nace de una constante experiencia de todos y de todos los días; por tanto, es algo que brota realmente de aun dentro de la natural unidad del todo, estos tres niveles repercutir nuevamente en la praxis, donde reconocemos que está, se vive y se celebra la verdad completa. Algo así como el libro de recetas de cocina. Sin experiencia culinaria, no se puede escribir. Pero sin aplicación a la experiencia, —es decir: sin cocinar y sin comer— no se puede saborear. 0.5.

Desarrollo de la ponencia

Esta ponencia se desarrollará en cuatro partes. En primer lugar, presentaré un paralelismo entre el liturgo y el actor, basándome tanto en el hecho de la íntima unión que existió en sus inicios entre el teatro y el culto, como en el hecho de que el presidente de la asamblea, lo mismo que el actor, han de vivir en esta tensión de ser y no ser, de asumir lo que ellos no son y lo que ni siquiera han creado en la mayoría de las ocasiones, porque el autor de la obra suele ser diferente del actor que la representa, y los que representamos la liturgia no somos los verdaderos creadores de la misma, procurando sacar de aquí algunas exigencias para nuestro talante celebrativo. A continuación, en las tres partes siguientes estudiaré ya, desde el presidente de la asamblea, como tres niveles del mismo, aun dentro de la natural unidad del todo estos tres niveles podríamos distribuirlos con una clasificación paulina que ya no puede desconcertarnos ni desorientarnos después de haber superado una interpretación estrictamente platónica que no es la de San Pablo. Me refiero a la tricotomía nus-psiché-soma, espíritu-alma-cuerpo. Basta con poner Espíritu con mayúscula, para que reajustemos nuestro enfoque lo suficiente para nuestro intento. En el primer nivel trataremos —aunque brevemente, por no

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alargar excesivamente la ponencia— de las actitudes profundas de fe del celebrante, aquel transfondo donde el Espíritu ora en nosotros con gemidos inexpresables. Después, la actitud interior del hombre que celebra, su psiquismo, su corazón, su yo profundo. Finalmente, su cuerpo, su exterior, su contacto inmediato y palpable con el cosmos: casi se podría decir por analogía: su «sacramento» en el sentido de «sacramentum tantum».

1. Sagrada representación Es de sobra conocido por todos la profunda vinculación que desde sus orígenes existe entre el teatro y el culto, entre el actor y el sacerdote. Ya en los Vedas se dan instrucciones a los sacerdotes-actores acerca del modo adecuado a la representación sagrada. Pero donde aparece con toda nitidez y exclusividad esta unión entre teatro y liturgia es tanto en el comienzo del teatro clásico como después, en la Edad Media, cuando renace el teatro y comienza el teatro moderno. La tragedia griega nace como teatro de los dioses, como presencia de sus vidas entre los mortales, como parábola, mito y rito, balbuceos de encarnación de Dios y de comunión con el hombre. Los actores eran considerados como sacerdotes de un rito cívico y religioso —aquí encontraríamos la etimología de nuestra «liturgia» de una manera eminente, aunque no única—, y recibían del estado-ciudad no solamente un sueldo, sino honores y privilegios oficiales. Lo que para los griegos fue un rito se convirtió para los romanos en un juego y hasta en una farsa. La tragedia griega se convierte en comedia romana, y hasta la calificación social de los actores cambia totalmente, al ser considerados públicamente como infames y ejercido solamente por esclavos.

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Después de desaparecido durante siglos, el teatro reaparece en Occidente hacia el siglo X, en torno a las celebraciones litúrgicas de la Pasión, declamados los textos evangélicos por diversos actores-sacerdotes, con vestiduras litúrgicas a las que se añadían algunos símbolos alusivos al personaje representado. Posteriormente se fue amplificando esta representación con gestos, mimos, acción dramática, y extendida a escenas populares en las que efectivamente comenzaron a intervenir directamente los seglares. Así también, en procesiones, y hacia el siglo XIV en vidas de los santos. Todo ello enriquecía el aspecto teatral, pero devaluaba a veces el contenido religioso, por lo que estas representaciones sagradas fueron pasando del templo al pórtico, y de ahí a la plaza pública. Este teatro religioso, que tuvo en toda Europa multitud de variantes, culminó en el siglo XVII en España en los autos sacramentales. Pero no es nuestra intención detenernos en la evolución del teatro religioso, sino fijarnos en el profundo paralelismo que existe entre el actor y el sacerdote, muy especialmente en el teatro sagrado, pero aún en el teatro profano sin más. Si examinamos un ritual y lo comparamos con un texto teatral podemos encontrar fuertes semejanzas de estructura. Vemos, en primer lugar, una serie de personajes, a los que se asigna un texto concreto que deben declamar. Además, hay un texto marginal pero muy importante: unas acotaciones, que indican las actitudes, los gestos y las acciones de los personajes, además de algunos elementos complementarios e indicaciones ambientales de la acción dramática o sagrada. Hay otro dato común de importancia: Tanto en el caso del ritual litúrgico como en el del texto teatral, todo el mundo está de acuerdo en que por sí mismos son letras muertas, mero pentagrama, y que nadie podrá decir que conoce el

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rito o la obra teatral hasta que ambos no se escenifican, se representan o se celebran. Remontándonos más atrás en nuestra concepción bíblica del encuentro con Dios: ¿No es todo el Antiguo Testamento como una epifanía dramática de Dios en su pueblo, haciéndose presente no por ideas arquetípicas de tipo estoico, sino de manera plástica y teatral, si cabe hablar así? Recordemos los diversos actos del Génesis en la obra de la creación; la revelación de los tres personajes misteriosos a Abraham; el verdadero drama de la historia de José; las diversas escenas de las plagas de Egipto; el escenario wagneriano del Sinaí en la entrega de las tablas, etc. Ya todo el Antiguo Testamento es como una tensión constante a la Encarnación, un estilo antropomórfico de Dios, una constante invasión del Espíritu de Yahvé sobre sus elegidos para representar en ellos su acción salvífica. Tensión que culmina en Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre para representar ya por sí mismo en el teatro del hombre cómo entiende El al hombre y cómo entiende las relaciones entre Dios y los hombres. Toda la vida de Jesús se puede entender en su sentido más pleno como una representación de Dios, y con unafidelidady una creatividad que ningún otro actor podría realizar jamás. Porque el actor —y el liturgo con él— vive un gran drama personal al querer interpretar un drama social. Si quiere ser sincero —y si no es sincero no es actor, valga la aparente paradoja—, debe vivir a otro hombre, a ese personaje que además, normalmente, no ha inventado ni creado él. Pero como actor tiene que darle vida, hacerlo suyo, hacerse él, negándose a sí mismo; morir él, para que nazca el otro, aunque sea un monstruo que le repugna o aunque sea un héroe que le resulte inalcanzable. Además hay otro desafío para el actor, y es la rutina, la monotonía, la repetición del mismo papel cientos, miles de veces, debiendo pronunciar aquellas frases o hacer

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aquellos gestos exactos como si fuera la primera vez en su vida, como si todo fuera recién nacido, recién descubierto. Esta tensión del actor no la tuvo Jesús de Nazaret, aunque tuvo el papel más difícil del Gran Teatro del Mundo: el papel del Hijo de Dios, la presencia de Dios en nuestro escenario. Y no la tuvo, porque no era un mero actor, sino autor y actor a la vez; El creaba el personaje al mismo tiempo que lo representaba; su palabra, su corazón y sus gestos estaban en una absoluta y permanente sintonía; y su drama no tuvo más que una representación, aunque tuvo toda la extensión de su vida. Pero a fin de que su obra siguiera representándose entre nosotros, nos dejó su Espíritu, nos dejó su carisma, y entre ellos el del ministerio sacerdotal, para que en los misterios litúrgicos pudiera seguir haciéndose presente. Si Cristo es el actor de Dios, los cristianos somos los actores de Cristo. Y de manera especial en el drama litúrgico se nos da a los que presidimos la asamblea litúrgica el papel del Señor en cuanto Pastor y Salvador de la comunidad. Pues bien: recogiendo los dos principales desafíos que padece todo actor —si es que hemos convenido en que el liturgo y el actor tienen grandes concomitancias, tanto por la historia del teatro como por la historia de la Salvación—, el presidente de la asamblea, y por extensión todo cristiano que debe participar en la misma activamente, tiene que aceptar de antemano y renovar siempre de continuo una inevitable «kénosis», una aniquilación, una sumisión de mi papel humano ante el papel cristiano, de muerte a mi «yo» para que nazca Cristo. Este esfuerzo sabemos de antemano que es asintético y siempre inalcanzable, pero sin este esfuerzo no hay el mínimo de talante representativo y/o sacerdotal. Parodiando cierta frase hecha, podríamos decir que vivir esta tensión, este hiato entre lo que somos y lo que hemos de representar,

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no significa nada. Pero no tenerla, significa mucho. Puede significar que hemos caído en el conformismo, en el profesionalismo, y que tenemos una visión miope de los grandes misterios que estamos manejando con nuestras manos y de las grandes palabras que estamos diciendo con nuestras bocas. Aquí también cabrían los que confunden la naturalidad con la banalidad, y toman el cuerpo o la sangre del Señor como se podrían tomar una almendra o una copita en el bar de al lado. El segundo desafío del actor y del sacerdote está en la rutina, que tiene relación con el anterior, pero que no es exactamente lo mismo. Yo estoy de acuerdo en que debe haber riqueza y cierta flexibilidad en los rituales, más inclusive que la que existe actualmente, aunque ahora hay ciertamente mucha más que antes del Vaticano II. Pero en lo que no estoy de acuerdo en modo alguno, tanto por razones teóricas como prácticas y de experiencia, es en querer buscar el frescor a base de la perpetua novedad de los textos y de los gestos. Aparte de que extremando la tesis hasta el límite sería absolutamente impracticable, es que no solamente no es óbice para la espontaneidad el que haya cierto orden y ciertos «ordines» en la liturgia, sino que inclusive la favorece, si se sabe buscar en lo hondo de los textos repetidos y conocidos. ¿Qué actor podría estar «natural» y «espontáneo» si cada día tuviera que representar una obra nueva y diferente? Sería simplemente demencial. Y, desde luego, nada natural. Ellos, en cambio, los buenos actores, han descubierto el secreto de conocerse un texto de memoria, que ya no puede tener sorpresa alguna para ellos, y por eso mismo penetrarlo cada vez más profundamente, o quizás al contrario, dejarse penetrar progresivamente para cada vez más acercarse al ideal de realizar el papel no haciendo como, sino siendo como. Y nosotros, que sabemos que ese personaje, Cristo Resucitado, no es de ficción sino vivo, actual y actuante,

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y que se hace presente entre nosotros para hacerlo todo siempre nuevo, sabiendo que la historia de la Salvación está siempre en marcha y que el drama que vivimos no es del pasado sino de un constante presente, ¿no podemos descubrir ese modo de hacer por el que todo sea igual pero siempre distinto; por el que las palabras materialmente sean las mismas, por los efectos y por tanto los afectos sean, si no siempre brillantes y llamativos, sí diferentes, crecientes, enriquecidos con nuevos horizontes y con nuevas luces? 2.

Los veneros del Espíritu

Pasamos así a estudiar la segunda parte de esta conferencia: los veneros del Espíritu, la fuente auténtica aunque muy profunda de la liturgia. No voy a entrar aquí, como es lógico, en el complejo tema de la «liturgia y contemplación», planteado de manera explícita hace veinte años por los Maritain y retomado últimamente por un número de la revista «Phase», del Centro de Pastoral Litúrgica de Barcelona. Pero sí debemos recordar, siquiera de paso, cuál es el venero profundo de la liturgia. En la acción litúrgica, como en la acción dramática, lo que importa es la totalidad anímico-corpórea individual y la totalidad del grupo de actores en su complejidad y mutua interacción. Ni en las declamaciones colectivas ni en las intervenciones individuales de un diálogo puede ningún actor interrumpir o romper el ritmo convenido. Si por actitud contemplativa se entendiera en la liturgia el poder ensimismarse de la acción externa para saborear interiormente algún aspecto de la misma, tenemos que decir que sería improcedente y que en ese sentido la liturgia no puede ser contemplativa. Pero si por actitud contemplativa se entiende una vivencia serena pero profunda de fe sobre todo el acontecer de la liturgia, entonces sí que hay que

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afirmar que no solamente se puede ser contemplativo en ella, sino que es el único modo de enfocarla de manera que se pueda caminar hacia la superación de los dos frenos de que hablábamos más arriba: la miopía y la rutina, el profesionalismo y casi la magia. Ahora bien, eso supone a mi juicio dos condiciones: En primer lugar, que el liturgo no se conforma solamente con la liturgia, sino que inserta ésta como momento especialmente expresivo pero no único de encuentro con Dios en toda su existencia, el cual encuentro debe irse realizando tanto en los pequeños acontecimientos de la vida corriente como en momentos especiales de oración total, silenciosa, profunda y ancha, larga, lo más profunda y lo más larga posible, dentro de las circunstancias y de las gracias de cada uno. Una vez superados los viejos tópicos y errores de una dicotomía antropológica, sabiendo que el hombre es una totalidad, también sabemos que tiene diversos filones y que hemos de cultivarlos todos, y que si Dios es Dios en todas partes, hay una llamada y una presencia muy especial para cada uno de nosotros allá en el fondo del corazón, donde está la fuente de agua viva del Espíritu, donde cesan todas las palabras para ser oída la única Palabra; donde reina la completa oscuridad para que podamos ir recibiendo la luz de Dios; donde nuestra juventud se renueva como la del águila, para que después todo sea otra vez diferente, la vida y la liturgia. Esa es la veta contemplativa de la liturgia, que normalmente no beberemos en la misma celebración, pero que estará latentemente en toda su acción para darnos ese sentido, aunque no sea sentimiento, que nos vaya enseñando a representar a Cristo no de manera cada vez peor y más fría, sino cada vez mejor y más cálida. El que yo diga la Misa con emoción no es algo que dependa de mí, ni siquiera algo que sea por sí mismo importante. Pero el que yo diga la Misa con sentimiento, sí depende de mí, de

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mi colaboración al Espíritu, que no dejará de ayudarme siempre para que, aunque frágiles y pecadores, no seamos nunca meros burócratas de lo sagrado, actores que más parecen espectadores, y espectadores aburridos. Por otra parte, no solamente no se puede descartar, sino que conviene introducir donde no se haya hecho aún, y aumentar en lo posible donde ya se haya iniciado, el silencio en la misma acción litúrgica. María rumiaba todas aquellas cosas en su corazón. Esta rumia debe extenderse a todo el tiempo, pero no se debe excluir tampoco el tiempo de la celebración. Hasta por equilibrio digamos «escénico» es necesario contar con el silencio como una parte indispensable de la trama. Es espantoso que las primeras palabras del siguiente texto u oración caigan ya como pedradas sobre las últimas palabras del anterior, sin descanso, como tableteo de metralleta, como una máquina implacable de una cadena de producción, un taylorismo litúrgico. Hablaremos de ello después, de ese talante sereno aunque dinámico de los actores sagrados. Pero digamos antes que, tanto por el presidente como por el pueblo, es muy necesario que en ciertos momentos de la acción litúrgica —por ejemplo, después de la liturgia de la Palabra y después de la recepción del Sacramento— dejemos tiempo de total silencio, lo más amplio dentro de lo que sea posible para la asamblea concreta. Allí, aunque sea por breve tiempo, se podrá bajar a la fuente profunda; allí se podrá rumiar y oír resonar para cada uno aquella Palabra que el Espíritu nos quiere decir, entre las muchas palabras que en el banquete litúrgico se nos ofrecen. 3.

El talante celebrativo

Recogeremos aquí aquellas actitudes internas que no son ya estrictamente contemplativas ni son todavía

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corpóreas y expresivas, sino que se instalan principalmente en el psiquismo, en la conciencia, en la afectividad, en la sensibilidad del celebrante, del actor litúrgico, aunque evidentemente se interpenetran tanto con las del nivel más profundo del creyente como las del nivel más externo yfísicodel mimo y la declamación. En este nivel intermedio hay para nosotros un campo constante de revisión, de entrenamiento, de enriquecimiento y hasta —¿por qué no?— de verdadera profesionalización, en el sentido más noble y legítimo de la palabra. Si —volviendo una vez más al modelo del actor profano— los actores estudian incansablemente para ponerse totalmente al servicio de las palabras de Shakespeare, de Calderón o de Bertolt Brecht, ¿tenemos nosotros menos motivos, «mutatis mutandis», para ponernos dócilmente al servicio de las palabras de Cristo en la acción sacramental, donde se nos otorga un papel especialmente representativo de su presencia? Así, pues, recojo a continuación alguna de esas actitudes globales que me parecen necesarias en el presidente de la asamblea. 3.1. Concienzuda preparación No quiero decir preparación remota, tanto en teología y pastoral litúrgica, que se deben presuponer y lo más amplios posible, como en los aspectos sapienciales y contemplativos de que antes hemos hablado. Me refiero al estudio serio del ritual, tanto del texto como de las acotaciones; elección adecuada de los elementos variables; coordinación con los demás responsables de la acción litúrgica: lectores, monitores, músicos, cantores. Hay aspectos que se pueden tener en cierto rodaje habitual, cuando el equipo funciona con continuidad y el tipo de asamblea es el mismo; por ejemplo, la eucaristía dominical. Aun así, es bueno mantenerse en contacto sobre los

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detalles siempre cambiantes —lecturas, cantos— y sobre la calidad y el nivel celebrativo de conjunto, revisando y evaluando con frecuencia. Pero además se presentan asambleas que, si no son absolutamente inéditas, no son frecuentes, como una confirmación, una celebración penitencial, una vigilia pascual. En esos casos se acentúa la exigencia de una seria preparación; no solamente de la homilía y de las moniciones, sino del desarrollo de la acción litúrgica: gestos, movimientos, espacios, etc. No hay mayor naturalidad que la que se basa en algo conocido y preparado. Ni se trata solamente de precisar los aspectos materiales del rito, las ceremonias en el sentido deformado del rubricismo, sino de interpretar el sentido de los gestos y tratar de sentirlo para intentar expresarlo. En una palabra: especialmente en ciertos momentos, deberíamos concebir el ritual como el de un texto teatral que una compañía se dispone a entender por dentro y tratar de vivirlo y representarlo; no solamente como actores sueltos, sino como un todo, como un órgano, como una orquesta. En cuanto al papel del «director de escena», puede ser el primer actor o puede no serlo. En nuestro caso, normalmente el presidente de la asamblea —el «primer actor»— deberá organizar y preparar el equipo responsable. Pero no se excluye que pueda haber una persona especializada que coordine la preparación sin ser la misma del presidente de la asamblea. Eso sí: en ese caso, éste no debe eximirse de entrar en el ambiente preparatorio como los demás. Sería absurdo, como a veces ocurre, que todo un equipo perfectamente ensamblado está presidido por un celebrante que da la impresión de estar en todo a verlas venir, dejándose llevar a remolque de lo que tienen que irle diciendo constantemente. Porque si en los tiempos del rubricismo uno se podía aprender para siempre una misa «de tres» que en todas partes era invariable, hoy, gracias a Dios, aun solamente con la variedad y

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creatividad permitida en los rituales hay pie para realizar asambleas sumamente variables. Por ejemplo, la del sacramento de la confirmación: no creo haber vivido ni siquiera dos exactamente iguales. Para ser realistas, no vamos a pedir que todo el equipo de actores litúrgicos, incluido el presidente, puedan dedicar el tiempo y el estudio que una compañía de actores dedica a una obra teatral. Pero si no podemos tanto, hagamos algo. Si en la reunión no podemos estar todos, que venga al menos uno por cada equipo de los que han de intervenir; si no se puede preparar en la misma iglesia, por ejemplo en el caso del obispo, que no se va a desplazar a toda la diócesis sólo para eso cada vez, siquiera alrededor de una mesa de despacho. 3.2.

Actitud kenótica

El celebrante, como el actor, debe adoptar una actitud humilde, realista y hasta kenótica, olvidándose de sí para asumir el personaje que le propone el autor. Entre autor y autor se establece una mutua dependencia y una co-laboración. Normalmente, los autores no son buenos actores, aunque alguna vez hayan actuado como tales, habitual o esporádicamente —por ejemplo, Shakespeare, Moliere, Lope de Rueda, y en nuestros tiempos, Benavente, Brecht o Buero Vallejo—. Pero en cualquier hipótesis dependen de los actores, porque no pueden representar todos los personajes, ni ante todos los públicos, ni menos en todos los tiempos. Por eso, el autor necesita de los actores para que continúe en ellos como una cierta encarnación de sus criaturas; o más bien de sí mismo, de su imaginación y de su creatividad. A su vez, el actor que acepta una obra debe someterse al autor y tratar de adivinar, en el texto y en el contexto, las más íntimas intenciones latentes, tratando de ser fiel al espíritu del autor. Inclusive

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se sobreentiende una admiración, una adhesión y una solidaridad del actor con el autor, si éste ha de actuar con seriedad, con profundidad y con honradez. No se concibe a un actor grande representando seriamente una obra que considera falsa y pueril; se dan casos, por razones comerciales, pero resultan deformes y forzados. Pero al mismo tiempo también resultaría pretencioso que un actor, que no tiene capacidad creadora como autor, tratase de enmendar la plana a éste, deformando su texto y su intención, traicionando simultáneamente al autor y a los espectadores que esperaban ver la obra de aquél y no la del actor. Si el actor se cree con capacidad para ello, que asuma plenamente la responsabilidad de escribir una obra propia, y no trate subrepticiamente de deformar la ajena. Así, en el caso del celebrante y con más razones, debe someterse a la obra de Cristo y de la Iglesia. Si yo pago una comida a mis amigos, puedo hacerla a mi gusto, y eso aun dentro de ciertas convenciones. Pero si presido la Eucaristía, ofrezco un banquete que no es mió, no es de mi invención ni de mi elaboración; no puedo desentenderme de la intención de su autor, ni puedo tergiversarla con mis geniales ocurrencias. Presidir la asamblea litúrgica exige ante todo realismo, humildad, docilidad, espíritu de servicio: servicio al Padre, a cuya gloria y alabanza remite, en último término, este juego y esta fiesta; docilidad a Cristo, en cuya Pascua se apoya la liturgia, el servicio público eclesial; docilidad al Espíritu, que en las primitivas comunidades fue sugiriendo las formas globales de expresar sacramentalmente el memorial del Señor, y que en cada acción litúrgica es su soplo recreador; y docilidad al pueblo, que espera que le sirvamos la Pascua de Cristo, no que le hagamos la pascua con nuestras ocurrencias, nuestros sentimientos o sentimentalismos, nuestro protagonismo narcisista. El sacerdote, como el actor,

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serán —como el buen cristal— tanto mejores cuanto más transparentes, cuanto más dejen vislumbrar en ellos al otro, al personaje al que representan. 3.3. Creatividad Creatividad que no solamente no es contradictoria con la docilidad antes señalada, sino más bien un complemento indispensable de la misma. También aquí, la letra mata. El peligro del rubricismo amenaza en todas partes, bien por neuróticos escrúpulos de conciencia, bien por razones de mera comodidad o hasta por deformaciones de tendencia mágica, de garantizar la eficacia por la vía de los automatismos casi de las máquinas tragaperras. La creatividad en este aspecto no consiste en partir de cero cada vez o en hacer de la liturgia un rompecabezas, una mezcla infinitamente variable de piezas sueltas ordenadas al gusto del momento y según el talante y el talento del presidente de turno, ante un público asistente entre indignado y divertido, como los sencillos espectadores de un sacamuelas en la plaza, que está siempre a punto de sacar el camaleón; pero nunca acaba de sacarlo. La creatividad másfiely más exigente, más creadora o recreadora, en definitiva, consiste en plantar aquí y ahora aquella obra, vestir aquel drama, darle pulso y voz como si hoy fuera el día del estreno, como lo es de algún modo cada vez que se monta la obra clásica para una época y un público concreto y en un tiempo concreto de la historia del hombre. No entro en si se puede o no se puede, en si es mejor o es peor representar ahora de smoking a Sófocles. Pero el principio de la encarnación y la recreación no solamente es defendible, sino hasta exigible; y no solamente con Sófocles, sino también y sobre todo con Cristo, que no está muerto, sino vivo; cuya obra no está acabada, sino haciéndose, y haciéndose y reha-

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ciéndose aquí y ahora, en esta acción mistérica que es paso y presencia real de aquello que el Señor realizó una vez para siempre y que ahora se celebra y se representa de nuevo con toda realidad, si no con todo realismo, en cuanto a que no se desciende a la materialidad escenificante sino a la expresión simbólica más profunda y más amplia. Por eso, a la vez que se necesita una cierta libertad para ejecutar la obra litúrgica con lo que podríamos llamar seculofluidez expresiva —la continuidad dentro de una lenta pero constante evolución—, es preciso darse cuenta de que a través de los cambios formales buscamos siempre la identidad sustancial, la continuidad en las grandes actitudes, tanto de Cristo como de la Iglesia, como en otro orden hay continuidad en las actitudes humanas de los personajes de las grandes obras, desde Esquilo a O'Neill, de Lope a Chejov. No debemos modificar los detalles formales ni para mantenerlos intocables en actitud mágica, ni para cambiarlos simplemente en postura snobista. Se deben adaptar o se deben mantener siempre en función de si sirven aquí y ahora, en este contexto humano concreto, al sentido profundo de la obra, aquí de la obra litúrgica. Representar a Sófocles con smoking sin buscar ante todo despertar en el hombre de hoy los mismos problemas que latían en Electra o en Edipo, puede quedarse en pura moda pasajera. Quitarse el alba o ponerse una túnica blanca deflores,según los casos, puede no significar nada si... eso: no significa nada, es algo banal, insignificante, por hacerse el moderno y/o el iconoclasta. Postura juvenil, comprensible en los juveniles, pero no tanto en los séniores o seniles. Presbítero debe querer decir, por lo menos, persona con un poco de cabeza y de madurez. Obispo, ¡no digamos! Pero en esto, éstos pecan menos... En resumen, y para no aguar demasiado el tema: la creatividad y recreatividad debe ser ante todo profunda,

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buscando las raíces tanto de la liturgia como del hombre, para desde ahí hacer o no hacer adaptaciones, pero sobre todo para encontrar en lo de siempre el tono nuevo y fresco, la vibración de lo inédito, la convicción y la expresión de que aquella Escritura de siempre y aquel rito de siempre tienen ahora una auténtica novedad, por el Espíritu que hace nuevas todas las cosas. No olvidemos que cada sacramento no es nunca una cosa estática, sino una presencia dinámica, una visita concreta, única e irrepetible, de Cristo Resucitado a sus hermanos, amigos y discípulos. 3.4. Talante empático O simpático, si se quiere. Pero no en el sentido superficial de la palabra, en actitudes dulces o sonrisitas cursis. Se trata de que el presidente de la asamblea mantenga habitualmente una profunda sintonía con lo que se hace y con aquellos con los que se hace. También aquí la raíz profunda y fundamental de esta empatia ha de venirle del Espíritu Santo, pero el celebrante debe poner a su disposición todo su psiquismo, toda su sensibilidad, toda su imaginación, tanto antes de la celebración como en el desarrollo de la misma. Esta empatia, esta sintonía ayudará a estar, a coger la onda de Dios y de los hombres, del misterio global que se celebra y de los aspectos variados con los que se celebra —Natividad o Pentecostés; bautismo o matrimonio—, así como de la asamblea concreta con la que se concelebra: su tono, su ritmo, sus posibilidades. Y este saber estar interiormente le llevará como de la mano por los ritmos de la asamblea, y así también sabrá conducir con paz a la asamblea, con equilibrio profundo, con serenidad, sin rupturas, sin maximalismos tiránicos y sin concesiones ni blanduras deformantes. Sabrá dar la nota y el tono adecuados a las diferentes expre-

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siones de la liturgia. No depende de nosotros llorar sinceramente al leer la Pasión del Señor el Viernes Santo —¡y ojalá más de una vez inevitablemente se nos quebrara la voz al hablar de la Pasión!—, pero sí depende de nosotros, de nuestro sentido común mínimamente puesto al servicio de la acción litúrgica, el no leer con el mismo tono la oración del huerto que la aparición de Jesús a los discípulos en el Cenáculo; no es lo mismo un funeral que una boda; no puedo dar el mismo tono a las oraciones en una asamblea de diez personas que de quinientas, etc. Baste, para concluir este punto, recordar una vez más la riquísima sensibilidad de los actores y la casi infinita gama de matices que ponen al servicio de un texto, y evocar al mismo tiempo por contraste el tono monocorde de tantos sacerdotes, invariable para cualquier aspecto y momento de la liturgia, y darnos cuenta de que entre aquella perfección inalcanzable para nosotros y esta pobreza intolerable, tiene que haber muchos grados en los que mucho podemos hacer todos, quien más, quien menos. No me resisto a recordar aquí la vieja anécdota que se atribuye a Irene López Heredia, una gran actriz ya fallecida. Alguien le preguntó cómo era que los actores hacían llorar a la gente representando cosas que eran mentira, mientras que los sacerdotes, que, hablan de la verdad, no hacían llorar a nadie ni convencían a nadie. Ella contestó —y «si non é vero, é ben trovato»— que quizá fuese porque los actores contaban las mentiras como si fueran verdades, mientras que los curas hablaban de las verdades como si fueran mentiras. 4. La expresión corporal Llegamos ya a la periferia del actor y del liturgo, a la expresión corporal, al aspecto material y visible de la actitud invisible del corazón, del psiquismo, del interior del

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hombre. No voy a hacer aquí una apología del cuerpo, aunque el pobre bien lo merece, siquiera no sea más que por los muchos palos injustos que se ha llevado en una cierta espiritualidad mal llamada cristiana, pero que era más bien masoquista y, desde luego, dicotomista. No hace falta defender al cuerpo, ya que ahora, al menos a nivel intelectual, hemos superado los viejos prejuicios. Pero quizá no tanto a nivel visceral e inconsciente, porque la mayoría de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia hemos sido educados, mal educados, en las viejas dicotomías de partes honestas-partes deshonestas, alma noblecuerpo bajo, espíritu-materia, etc. De hecho, todavía se observan en muchos curas incluso jóvenes un cierto anquilosamiento corporal, una mezcla de timidez y de pereza a la hora de poner su cuerpo al servicio de la acción litúrgica, una cierta introversión que parece entumecer los brazos a la hora de una imposición de manos; una especie de vergüenza inconfesable cuando se trata de «hablar» con el cuerpo, al mismo tiempo que una verborrea incontenible cuando se trata de decirlo todo con el logos. Sin palabra no habría liturgia, pero tanta palabrería asfixia muchas veces la liturgia, al menos la occidental. Ya sabemos que en la Biblia hay muchos más hechos que discursos. Dios hacía, ante todo, y algunas veces nos explicaba lo que hacía. Nosotros decimos y decimos, pero no sabemos «hacer». Ni sabemos hacer las acciones legadas por la tradición, los símbolos antiguos, fundamentales o periféricos, ni tampoco sabemos encontrar otros nuevos, cuando reconocemos que algunos de los antiguos son ya inválidos —por ejemplo, la ceniza del miércoles introductorio a la Cuaresma— y que hay que buscar otros. En esos casos, al final todo lo resolvemos «explicando», pero no «haciendo». En el teatro hay un género muy difícil pero posible, que es el mimo. No se puede pronunciar ni una sola palabra; todo con los gestos del cuerpo y del

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rostro; lo más, sonidos ininteligibles con la garganta. En algunos juegos de dinámica de grupos, se ensaya también llegar a la comunicación no verbal sino sólo gestual. ¡Qué mal que nos lo pasamos en esas ocasiones los intelectualizados intelectuales occidentales! ¿Es de extrañar, entonces, que los liturgos seamos también generalmente un desastre corpóreo y corporativo? ¿Hemos de asistir a clases de expresión corporal o a escuelas de arte dramático? No nos vendría mal, después de todo. Pero tampoco podemos escudarnos en esa imposibilidad para actuar como patanes, como un piano desafinado que hiere tanto los oídos del músico que toca como del público que oye —el Espíritu Santo y la asamblea—. Con sentido común, con esfuerzo, con diálogo, con observaciones mutuas, podríamos mejorar mucho este instrumento que es tan necesario para el mejor servicio de la asamblea litúrgica. Tengamos en cuenta que él especialmente es el encargado de realizar aquellos elementos de la liturgia que más calan a nivel profundo, como son los símbolos, tanto las actitudes simbólicas como las acciones simbólicas. En este sentido, la comparación del liturgo con el actor de teatro se parece más al género del mimo que al de la representación digamos normal, ya que ésta puede apoyarse más en lo anecdótico y concreto, en lo histórico y cotidiano bien explícito, mientras que el mimo y la acción litúrgica son más concentrados, más profundos, pero por lo mismo más sobrios de explicitaciones, más necesarios por tanto de ser cuidados en su expresividad: coger la copa del Señor, consagrarla, presentarla a losfieles,es un gesto de profundo significado si se realiza penetrados de la gravedad del momento que se representa, pero sería banal y hasta ridículo si no fuera hasta blasfemo el hacerlo con tono rutinario y burocrático, como aquel con el que no va la cosa.

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Por eso, sin que podamos entrar aquí en un análisis de todos los gestos y acciones que suelen realizarse en todos los rituales, sí interesa llamar la atención sobre la necesidad de superar este envaramiento y esta falta de sintonía general entre la palabra y el cuerpo, entre la voz y la mirada, entre lo que decimos hacer y lo que hacemos de hecho. La vida privada y la vida pública está plagada de gestos simbólicos llenos de sentido y realizados con toda naturalidad y convicción; más aún, con absoluta necesidad como expresión y proyección de sentimientos tan profundos y complejos que no podrían satisfacer sólo con palabras. De suyo, en estos casos la proporción de la expresión oral es mínima al lado del desarrollo de la expresión gestual y ceremonial. Nuestro tiempo no es en modo alguno una excepción. Los ritos sociales en las bodas, como la tarta nupcial, o los adornos blancos del coche; el pésame, en los duelos; los desfiles cívicos en fiestas y certámenes de barrios y de ciudades; el ritual de la llegada de personajes a los aeropuertos; de las entregas de premios en academias o asociaciones culturales; los juegos florales; las manifestaciones deportivas, con sus cambios de camisetas al final o sus abrazos y besos tras cada gol en la portería contraria, etc., etc. Hay toda una riquísima fenomenología que expresa la necesidad de corporeizar y canalizar hacia el exterior los dinamismos internos, como un arco voltaico necesario para que se produzca de verdad, la chispa y la corriente de la amistad y de la comunión. Rompamos nuestras ligaduras, desatemos nuestro cuerpo, dejémoslo desplegarse y expresarse empujado por la fuerza de nuestros sentimientos, por el soplo de nuestro corazón. Si saludamos a los hermanos, deseándoles la paz o bendiciéndoles, mirémosles franca y amorosamente y abramos sin complejos nuestros brazos; si nos dirigimos al Padre, levantemos a lo alto nuestros ojos

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y nuestros brazos; si expresamos nuestro arrepentimiento, recojamos el cuerpo como signo de nuestra pequenez; si trabajamos y manipulamos con las materias de la creación, que nuestras manos sean a la vez como las del escultor que trabaja el barro y la madre que acaricia al niño; al extenderlas sobre las oblatas, al coger el cuerpo del Señor, al manipular sobre el agua o sobre el aceite, no olvidemos que en ese momento son de algún modo las manos de Jesús, manos sacramentales, manos instrumentos de gracia, manos de un actor que pueden hacer más que las del drama humano: redimir, perdonar, sanar, renacer, levantar. Nuestro cuerpo en la acción litúrgica es un mero vehículo de la comunicación del Espíritu de Dios, pero aun con toda su modestia es, sin embargo, absolutamente indispensable: «sacramenta, significando causant», y una parte importante de esa significación está encomendada a nuestro cuerpo. 5.

Constancia y paciencia

Quiero terminar esta ya larga intervención con dos observaciones. La primera que el arte de presidir la asamblea es también el arte de olvidar a la asamblea. Hubo un modelo de celebrante, ya superado por ventura, que ponía todo su interés en elevarse y desentenderse, en cerrar los ojos y concentrarse en su meditación interior. Pero hay también por contra otros tan vigilantes y, en el fondo, tan dominantes, que no viven ni dejan vivir si creen percibir en la asamblea cualquier síntoma de desajuste. No todas las asambleas son iguales, ni está siempre en nuestra mano homologarlas. Desde una boda o un funeral de compromiso a las primeras comuniones o bautizos pasando por la misa dominical de los comprometidos o una eucaristía doméstica, hay matices casi infinitos de sensibilidad y de receptividad. Como presidentes de esas

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asambleas, hemos de esforzarnos por ayudarles todo lo que podamos a vivir lo mejor posible el misterio celebrado, y después quedarnos en paz y saboreando nuestra parte, que no nos será quitada si nosotros la buscamos, como tenemos derecho. Siervos inútiles somos. El verdadero presidente de la asamblea es el Señor, y sólo El sabe qué clase de relaciones se están estableciendo con cada uno de los presentes. No vivimos la asamblea obsesionados, irritables, suspicaces y tensos, sino relajados y en paz, atentos a lo único necesario, al mismo tiempo que estamos al tanto de todos los pequeños detalles que lo expresan. La segunda observación es que por tratarse de un arte, la perfección en la presidencia de la asamblea es siempre un ideal inalcanzable en su plenitud, a la vez que susceptible de ser siempre mejorado y perfeccionado. La perfección del camino, en esto como en todo, es relativa; no se trata de saber si se hizo del modo más perfecto absolutamente posible, sino de si se hizo con toda la perfección que se podía, teniendo en cuenta todos los medios con los que se contaba.

9 Interrogantes a la pastoral juvenil de la Iglesia

No viene mal ese título —«interrogantes»—, ofrecido por los organizadores del Simposio como lema de esta ponencia. Porque ¿acaso no es la juventud casi un puro interrogante? ¿No es un futuro más que un pasado? Ya que estamos en onda juvenil, «contestemos» algo, carguémonos algún tópico de esos que circulan por ahí como oro molido y en realidad son moneda falsa. Por ejemplo: «Juventud, divino tesoro...» que dijo el famoso poeta nicaragüense de la «belle epoque». En esa imagen se concibe la juventud como un depósito, como una realidad acumulada que será inevitable gastar o dilapidar, cuando la vida del hombre en la juventud es más bien una llave para abrir, un kilométrico para viajar, o quizá mejor aún, una herramienta para construir. El tesoro está, por tanto, más en la esperanza que en la mano, más en un interrogante que en una cifra concreta de una cuenta corriente. Y no Conferencia en el Simposio sobre «Inadaptación juvenil y delincuencia», organizada por Caritas Española, Madrid, 1978.

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porque no lleve nada dentro, pero sí porque su existencia concreta sólo se irá realizando en osmosis o en simbiosis con la historia, con el acontecer, en el vivir y en el convivir de sí mismo con los otros y con el mundo. ¿De quién es el fenómeno brillante y numinoso de la chispa en el arco voltaico: del cátodo o del ánodo? De los dos a la vez y de ninguno solo y aislado. Este futuro no es un mero encadenamiento mecánico, automático y programado, sino imprevisto, sorprendente, inaudito. Ni es tampoco un desarrollo sereno, fluido y apático. Más bien al contrario. Vosotros lo habéis constatado en todas las ponencias anteriores. Tanto por el hecho en sí mismo de la juventud como por la situación social en la que se desenvuelve la infancia y la adolescencia en nuestra sociedad, ese futuro se presenta siempre dramático y a veces trágico, torturado, roto y en ruptura. Si el futuro es siempre inseguro para todo hombre en camino, para esta juventud se presenta como un viaje absurdo, horrible y sin sentido, sin interés por la meta, por los acompañantes ni por los horizontes, donde sólo pueden esperarse enemigos y peligros. Los astrónomos pueden predecir el itinerario sereno, frío y automático que seguirá durante años un planeta a lo largo de su órbita, inconmovible y ecuánime; pero no hay ningún antropónomo que pueda predecir el itinerario de un hombre en movimiento, ni menos que pueda predecirle un discurrir sereno, lógico, humano y humanizador, lleno de paz y de sentido. Sí: interrogantes. Interrogantes ellos, en sí mismos. Interrogantes también hacia nosotros, interrogantes que nos dirigen a nosotros, los mayores, los que les hemos traído al mundo y los que hemos construido este mundo al que les traemos. Sabiéndolo o sin saberlo, nos preguntan muchas cosas y muy graves: «¿Qué sociedad habéis hecho? ¿Qué escala de valores tenéis, no en las palabras

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sino en las obras; no sólo en el hogar a las diez de la noche, sino en el negocio, en la cultura, en la política y en la vida en general? ¿Qué tiempo y qué importancia reserváis para la amistad, para la belleza, para la fiesta y para la fe? ¿Es más importante un hombre que una fábrica, una máquina, un camión? ¿De verdad? Nos habéis traído a la vida; y bien: ¿Tiene sentido esta vida? ¿Nos dais impresión de que nos trajisteis porque creíais que vale la pena vivir esta vida? ¿Nos contagiáis desde pequeños sentido de la esperanza? ¿Nos dais ejemplos de justicia? ¿Predicáis la solidaridad y la fraternidad o la agresividad y la competitividad? ¿Nos educáis para ganar mucho o para ser mejores?». Y así podríamos continuar en sus interpelaciones hacia nosotros. Es verdad que nosotros podríamos decirles que también tuvimos que interrogar a los que nos precedieron, y que tampoco hemos hecho totalmente esta sociedad; pero esas explicaciones no arreglarían el problema, y de todos modos tenemos una parte alícuota de responsabilidad y de culpabilidad en esta sociedad que luego pretenderá culpabilizarles a ellos exclusivamente si fracasan. Pero lleguemos hasta el sacrosanto recinto de la Iglesia, entremos en el mundo de la fe, y escuchemos ahí también algunas preguntas que nos hacen a los responsables de la pastoral y de la pedagogía cristiana: padres, curas, religiosas, obispos. «¿No habíais hecho una Iglesia conformista y alienada, más preocupada de conservar los trapos viejos del pasado que de preparar siempre trajes nuevos y cambiantes para el futuro? ¿No daba la impresión de que estabais más preocupados del derecho canónico que de las bienaventuranzas, del comino y de la menta que del amor y la justicia? ¿No pretendisteis hacer de nosotros hombres sumisos y pasivos en la Iglesia y tímidos y distantes en el mundo? ¿Ha tenido vuestra moral la capacidad de darnos nuevas pistas para nuevos proble-

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mas? ¿Han tenido vuestras misas y asambleas sacramentales dinamismo e imaginación, o más bien nos presentabais todos los domingos unas reuniones mortecinas y aburridas, frías y sin garra, ni entusiasmadas ni entusiasmantes? ¿Nos habéis predicado la paz o la guerra? ¿Nos habéis educado para comprometernos con el mundo y con sus luchas? ¿Nos habéis lanzado a la liberación del hombre y de la sociedad como una tarea coherente con la exigencia de nuestra fe y un programa para toda la vida, aunque costase la misma vida, o con vuestra vida y vuestra predicación nos habéis enseñado más bien a nadar y guardar la ropa, echando agua sucia al vino del evangelio?». Y así. Y también aquí podríamos hacer matices, claro, y explicaciones no del todo falsas, pero también inútiles. Porque con todas las excepciones que se quiera para el pasado, y con la innegable transformación que la Iglesia está haciendo en el presente, es tan largo y tan amplio el mal, que todavía está pesando de manera que la imagen global que da al mundo y muy especialmente al mundo joven es la de una estructura muy pesada y lenta, sin imaginación ni dinamismo, arrítmica con la marcha del mundo y de la historia. Ellos tienen la impresión de que si ya creer en Jesucristo es difícil, creer en la Iglesia y tragarse todo ese rollo es imposible, y los que de hecho se sienten cristianos piensan de la Iglesia como de una viejecita buena pero obsoleta y anticuada, una parienta querida pero impresentable a los amigos. No hará falta decir que no tengo la pretensión de dar respuesta total a tantos y tan graves interrogantes, ni presentar soluciones perfectas a tan serios problemas como tiene hoy la juventud y que, lógicamente, se convierten en problemas para toda la sociedad y toda la Iglesia. Pero sí trataré de esbozar algunas líneas de acción, algunas directrices y actitudes que la comunidad cristiana debería adoptar para ayudar a estos hermanos jóvenes y para de-

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jarnos ayudar por ellos, incorporándolos a la vida y el dinamismo de la acción eclesial. Más que de recetas pastorales, se trataría de actitudes pastorales. Y advierto también, como final de este comienzo, que así como en las demás intervenciones se trataba, no del joven en general, sino del joven en conflicto, aquí habremos de hablar, no exclusivamente del joven inadaptado o delincuente y su tratamiento pastoral, sino de cómo colaborar con el mundo joven en general para buscar un ambiente, una sociedad, unos ideales humanos y cristianos que ayuden a la realización equilibrada del joven y eviten o disminuyan las ocasiones de traumas, desesperanza, abulia o desesperación que tantas veces son el caldo de cultivo de la inadaptación y/o la delincuencia juvenil. Por tanto, la primera parte de esta ponencia tratará de las actitudes fundamentales de la Iglesia en relación con el mundo joven, y en la segunda se esbozarán algunas líneas de acción que desciendan de algún modo a la palestra de la realidad, aunque no caigan en el recetario imposible e indeseable, dado que nunca pueden existir dos situaciones exactamente igual en todas sus circunstancias.

Primera parte: ACTITUDES FUNDAMENTALES DE LA IGLESIA EN RELACIÓN CON EL MUNDO JOVEN Debo advertir de antemano que aquí no se trata de actitudes ni siempre exclusivamente cristianas ni, aun dentro del mundo cristiano, absolutamente nuevas. Unas veces aludiremos a valores descubiertos por la antropología contemporánea y sus aplicaciones a la pedagogía y a la sociología, pero asumidos desde una angulación cris-

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tiana y una responsabilidad eclesial; otras, se tratará de valores más radicalmente nacidos del Evangelio y siempre reconocidos por la Iglesia, pero tantas veces olvidados, y siempre dignos de recordar; finalmente, algunas actitudes aquí recogidas están ya más o menos incorporadas a la praxis actual de la Iglesia posconciliar, pero no en todas partes por igual» y quizá en ninguna parte con suficiente rodaje y madurez, ya que no perfección, que siempre es una meta asintótica y nunca plenamente alcanzable con las manos en esta etapa de peregrinación. 1. Conversión En varios sentidos. La sociedad y la Iglesia, en mutua interacción, han vivido durante muchos siglos con una estructura piramidal en 1° q ue respecta a las relaciones humanas y en una actitud conservadora por lo que se refiere al enfoque de la historia. Las relaciones humanas eran siempre de arriba abajo: en el hogar, en la escuela, en la sociedad, en la Iglesia, en la organización política, en la empresa, en el arte, etc. Hoy predominan las relaciones horizontales y solamente se soportan las verticales en cuanto funcionales y ocasionales. Antes, siempre llevaba razón el maestro o el padre, el alcalde o el cura; hoy se da la razón al que demuestra que la tiene, y no se acepta una sumisión ciega, a priori, permanente y en todos los órdenes. Es precisamente el mundo joven el más sensible a esta revisión y el más intolerante con eso que más que personalismo o culto a la personalidad habría que llamar mejor personajismo o culto al personaje. Por otra parte, otro gi ro del pensamiento actual es la relativización del pasado y la revalorización del futuro. Entre las generaciones anteriores, «cualquier tiempo pasado fue mejor» era el modelo, el paraíso del que se exilió, el ideal del que se degeneró, la edad de oro que se perdió

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quizá para siempre. Los ancianos eran los más importantes en la familia, en la sociedad y en la Iglesia. Los modelos de comportamiento venían de los mayores, y los jóvenes tendían a imitar lo antes posible sus maneras de hablar, de vestir y de pensar. Ahora, se ha desmitificado el pasado; a veces hasta con crueldad excesiva, o haciendo almoneda de todo con cierto simplismo. Pero de todos modos ha tenido el valor de una liberación, al descubrir que no todo lo anterior fue acertado, y que no todo lo anterior es ya útil, sino que hay muchas realidades que fueron buenas en su coyuntura pero no tienen por qué ser válidas hoy. Hay un depósito cultural que se debe asumir y que de hecho se asume vitalmente; pero es preciso someterlo constantemente al discernimiento para ponerlo al servicio del hombre actual, y permitirle así una mayor libertad, exigirle una mayor creatividad, y lanzarle a la historia con sentido de futuro y de utopía. Pues bien: en los dos aspectos indicados, hay una gran coherencia con nuestra fe. No puedo alargarme aquí en este aspecto para no desviarnos del tema, pero recuérdese solamente que por lo que hace a las relaciones hoy preferentemente horizontales, el cristianismo se basa en una comunidad de hermanos que tienen una misma dignidad, una misma responsabilidad, un mismo origen y una misma meta; un Padre de todos y un Espíritu común a todos, que nos hace a todos hijos de Dios en Cristo Jesús. Y respecto al dinamismo de la historia, si bien es cierto que nuestro momento fundacional más importante, la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, está en el pasado, así como la Iglesia fundacional de los Apóstoles, sin embargo el sentido de la marcha es hacia el futuro, hacia el fruto todavía no plenamente maduro que es la Jerusalén celestial, la plenitud del hombre y el Pleroma de Cristo, el Reinado de Dios perfecto y acabado entonces, no por ahora.

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La Iglesia debe, por tanto, revisar sus actitudes no tradicionales, sino tradicionalistas; no jerárquicas, sino jerarquizantes, y optar de buena gana por unas relaciones sencillas y amistosas con los jóvenes, sin autoritarismos ni paternalismos, sin recetas prefabricadas para todos, sino en búsqueda constante, en una incesante encarnación de la fe de siempre a los problemas que los jóvenes tienen hoy y esperan verosímilmente tener mañana, que no serán los mismos que hoy tenemos los mayores, ni los mismos que tuvimos cuando nosotros éramos jóvenes. Ellos tienen, no solamente derecho, sino deber de asumir su tiempo, el kairós de gracia que Dios les ofrece; y el resto de la Iglesia debe, no solamente respetar, sino agradecer esta exigencia de renovación y de juventud eclesial que aportan los jóvenes, en vez de condenar a ciegas, rechazar sin diálogo o simplemente ignorar y esperar a que «se les pase» la ventolera y luego se acomoden a los mayores, a lo de siempre. Cuando, si eso ocurriera, sería quizá signo por su parte de una traición a su conciencia y a la llamada de Cristo en la historia, instalándose en un tren que ya no es el suyo, que va con retraso. Y aparte de que ese conformismo puede ser la mejor preparación para el abandonismo descarado o disimulado, es que, de todos modos, no solamente es infiel el que no va a la cita, sino también el que no llega en punto a la misma. Si Santo Tomás hubiera escrito la Summa Theologica en el siglo IV no la habría entendido nadie; y si la hubiera escrito ahora tal cual la escribió en el siglo XIII, habría hecho sencillamente el ridículo. Y no se trata de que en cada época de la Iglesia los jóvenes puedan mirar al futuro, y nosotros miremos al pasado. No. Todos marchamos hacia el futuro, y todos debemos ser plásticos ante lo histórico. La vida cristiana y aun la vida humana presuponen, en un desarrollo normal, un dinamismo tal que si bien los procesos biológicos

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muy rápidos en los comienzos y se van lentificando el tiempo, en lo espiritual sucede al revés, que cada ez se acelera y se multiplican increíblemente, con tal de v que el corazón no se autosatisfaga, se instale, se autofagie y se autoreproduzca; en una palabra: se cierre. Pero si conservamos la humildad, la transparencia y la esperanz a, todos hemos de ser jóvenes en una Iglesia joven, aunque unos tengan veinte años y otros sesenta. La diferencia estará en el modo personal de vivir ese espíritu de futuro y de renovación, pero no en el talante fundamental. pe aquí que habría que decir no que hay que tolerar en la jglesia «también» a los jóvenes, ni tampoco que debería ser la Iglesia «de los jóvenes» en el sentido de que se ponga a su servicio, sino una «Iglesia de los jóvenes» como se ¿ice la «Iglesia de los pobres» en cuanto que esté formada toda ella de pobres y de jóvenes. ¿No será todo en el fonjo lo mismo? c on

2. Magnanimidad De todos modos, aquellos que están los primeros en n sitio son los que han de acoger a los que vienen desu pués. Así, en la vida de la familia, los padres y aun los restantes hijos, aunque sean todavía pequeños, acogen física y cordialmente al que acaba de nacer, y se disponen a irle alimentando y educando lo mejor que sepan. En la Iglesia se ha dado siempre esa acogida con sus propios miembros, desde el catecumenado y el bautismo pasando por la escuela del obispo o del monasterio o de las órdenes religiosas hasta diversidad de tareas educativas de la fe de la comunidad. También ha ofrecido generosamente a no creyentes sus servicios humanitarios, en países o ambientes de misión, a través de centros profesionales, universidades, etc.

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En un caso o en otro, directa o indirectamente, los jóvenes reciben de la Iglesia una influencia a través de sus representantes y militantes, como sacerdotes misioneros, catequistas, religiosas, maestros cristianos. No pocas veces, este servicio ha dado la apariencia de ser interesado. unas veces, esperando de los alumnos retribución económica hasta abusiva; otras, más frecuentemente aún y con menos mala conciencia, esperando conversión a la fe o fidelidad al cristianismo; si acaso se acepta el pluralismo religioso, más o menos a regañadientes, hemos podido esperar siquiera eficacia, «fruto», provecho, notas buenas, etc.; por lo menos, por lo menos, ¡caramba!, gratitud, que no somos de piedra, que parece mentira, que como si no hubieras hecho nada, y todo eso. Creo que los jóvenes huelen con un sexto sentido cuando nuestro servicio es bastardo e interesado, sea el interés de la clase que sea y por más disimulado que esté; como el interés de esos padres que «no fueron nada» y al menos esperan de los servicios prestados al hijo ser algo en ellos. Y lo mismo sienten de los valores de Iglesia ante las gentes de Iglesia. Parece que nos dijeran sin saberlo aquello de que ya hemos recibido nuestra paga, si ahora son dóciles, o nos dan las gracias, o vienen a nuestras pláticas espirituales sumisamente, y cuando salgan piensen que lógicamente no deben nada. Aun el educador humano con madurez, y desde luego el educador cristiano, debe tener un corazón magnánimo, y servir por servir, amar por amor, sembrar para el campo, no para nosotros; buscar el bien del educando y no el nuestro, y respetar su persona y su libertad como un santuario, no ya como haríamos con el hijo del rey que viniera a nuestro colegio —¡oh!—, sino más aún, como el hijo de Dios que es, de buena casta de libertad y de una progenie que no puede ser convertida en medio ni en instrumento de nada ni de nadie. Los miembros de la Iglesia

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hemos de ponernos al servicio de los jóvenes con absoluta gratuidad, sin condicionar nuestro amor ni nuestro servicio a que nos quieran, a que sean buenos; ni siquiera a que sean o no sean cristianos. Cualquier motivación narcisista mantenida conscientemente o inconscientemente, prostituye el servicio, y el joven se siente manipulado, convertido en objeto, en instrumento, y no en fin; echa de menos la gratuidad, que considera con razón como el valor definitivo, y se revuelve interior o exteriormente con agresividad contra aquellos que en el fondo le explotan aunque sea sacrificándose por él. Cuando el joven ha convivido en su casa o en el colegio o en la parroquia, con educadores magnánimos y generosos, que sin condescendencias ni debilidades sólo han buscado realmente su bien aunque desde su libertad, aun cuando de momento no lo sepa apreciar claramente ni menos expresarlo, siempre recordará a aquella madre o a aquel religioso o a aquella maestra que le querían de verdad, con constancia y con generosidad, sin deseo de esclavizarle ni de utilizarle para nada. Cuántos hijos comprenden a sus padres sólo cuando ya se han casado a su vez; y cuántos hoy profesores recuerdan a uno o dos de sus maestros, a esos únicos, como a quienes les ayudaron a ser hombres de verdad, o como cristianos auténticos que les enseñaron el cristianismo auténtico del amor para la libertad y de la libertad para el amor. 3.

Paciencia

Sin límites, como decía San Pablo. Aun toda la vida de un hombre, si hace falta, porque después la cosa sigue. El límite, que lo ponga Dios, que es infinito y no tiene límites. Nosotros, saber esperar a que el fruto madure. Todo requiere su proceso, y cada vida tiene su ritmo. A nadie se le ocurre enfurruñarse con un tallo que acaba de

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nacer porque aún no tiene ramas, ni con rosal lleno de capullos porque aún no son rosas. El buen jardinero valora y mima las plantas en todos los momentos y en cualquier estadio de su ciclo. Y son necesarios hasta los errores, y a veces para volver hay que huir y para abrazar hay que separarse antes. En la Iglesia oriental hay unas liturgias larguísimas, pero en las que, como en nuestros antiguos jubileos, se entra y se sale con mucha libertad. Quizá así debería considerar la Iglesia a los jóvenes: no asustarse de sus «salidas» cuando están dentro; ni de sus salidas de salir, cuando se van. A veces, mientras que vuelven están viviendo fuera los valores evangélicos, al menos, algunos, al menos, en parte. Poco más o menos, lo que hacemos los que estamos dentro... Aun a esa distancia, les importa lo que hacemos los que seguimos; y se alegran y se identifican con nosotros cuando es un signo evangélico; y se avergüenzan y nos lloran cuando son signos bajos y rastreros, o simplemente ridículo e ininteligibles para los hombres de hoy. Muchos que salieron sienten a la Iglesia y se sienten a su manera Iglesia. Los que estamos dentro tenemos que mantener la casa abierta y con luz y bien oliente para que vuelvan, por si vuelven; como el padre pródigo del hijo calavera, pero lleno de confianza en que cuando volviera no iba a encontrar reconvenciones y broncas, sino abrazos y besos y un anillo y un banquete. Una casa que les espera con paciencia y les recibe con alegría. Y una esperanza en el corazón de cada uno, una esperanza que sea como una llamada a distancia, como una emisora de amor que el hijo perdido pueda sentir a lo lejos, sobre todo en ciertos momentos de fracaso y de soledad. Paciencia también cuando el joven está en casa, pero la cosa no marcha, y mil y mil veces las cosas salen mal, y se está a punto de soltar un «ya está bien», cuando precisamente aún no está la cosa bien, pero nosotros aún las

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ponemos peor cerrando un proceso que Dios permite que siga abierto. La Iglesia sabe y tolera que hasta los mayores somos pequeños; que los educadores somos perpetuos educandos, inmaduros, aprendices de cristianos que solamente habremos aprobado el oficio cuando lleguemos a la casa del Padre. La Iglesia de la historia está compuesta sólo de aprendices. Que conste. Y no siempre los mayores errores los han cometido los pequeños, sino más bien los grandes. A fin de cuentas, nos podrían recordar los jóvenes de toda la historia que quienes crucificaron a Cristo fueron los mayores: los ancianos y sumos sacerdotes, los responsables de la política y de la religión de tiempos de Jesús. Y entre los Apóstoles, solamente el imberbe Juan estuvo allí hasta el final, acompañando a Jesús y a su Madre en aquel momento terrible. 4. Corresponsabilidad En la Iglesia todos somos responsables. También los jóvenes. Y no basta con decirlo, sino que hay que preparar, organizar y mantener cauces y plataformas donde ejercer esa corresponsabilidad. Aun en el mundo de los adultos, esa idea va despertando con mucha lentitud. Todavía pesa el viejo clericalismo de cuando el cura lo hacía todo, al menos todo lo realmente importante, y los seglares no hacían más que secundar mansamente las directrices de los pastores. Pero si al menos con los laicos adultos se van haciendo ciertos ensayos de corresponsabilidad, en consejos parroquiales, arciprestales o hasta diocesanos, respecto al mundo joven apenas hay ni siquiera conciencia de que no solamente hay que trabajar para ellos, sino con ellos. Y no por condescendencia, sino porque nos hacen falta. Eso no quiere decir que no necesiten normalmente un espacio propio, más homogéneo y adaptado a sus circunstancias, con reuniones propias, eucaris-

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tías propias, fiestas propias, etc. Pero sí que deben estar presentes en los consejos y reuniones donde se planifica, se evalúa y se revisa la marcha de la comunidad, con el fin de que aporten sus puntos de vista y conozcan también los puntos de vista de las otras generaciones, para un mayor enriquecimiento mutuo. Las luces del Espíritu Santo no dependen ni de la edad ni de la cultura. Por tanto, ante los asuntos del Reino todos partimos siempre del cero y, a la vez, del infinito. Pero por lo mismo si los jóvenes por serlo no tienen una autoridad mayor, tampoco tienen una autoridad menor. Eso dependerá del carisma de cada uno y de la respuesta y generosidad personal. Pero innegablemente que su ritmo vital humano y su contacto con los de su generación pueden aportar a las decisiones de la comunidad un talante de dinamismo, de energía y de creatividad que son una riqueza importantísima para la Iglesia. Los que hemos estado alguna vez en contacto muy estrecho con el mundo joven —yo estuve doce años en convivencia doméstica, como formador de un seminario— hemos notado que su presencia estimula, exige y renueva, obliga a seguir en marcha; y los padres mantienen mejor su creatividad y su adaptabilidad mientras tienen en casa hijos que están creciendo y están en cambio constante. La Iglesia no sólo crece biológicamente por los jóvenes sino que los necesita para recibir a través de ellos la gracia del presente y del futuro. Si se decía que cada hijo trae un pan bajo el brazo, la Iglesia podría decir que cada joven trae una luz de futuro y de renovación bajo el brazo. Y una juventud que se siente responsable, que se siente valorada y eficaz, tiene menos peligro de abulia, de pasotismo, de desentenderse de todo y de todos y, por tanto, con riesgo de inadaptación y de agresividad, expresada en delincuencia violenta. Hace poco declaraban unos agentes del orden público cómo en los robos que hoy CO-

meten algunas bandas de jóvenes no se contentan con llevarse algo, sino que destrozan inútilmente y como por complacencia morbosa todo lo que hay alrededor: muebles, utensilios, decoración, etc. ¿No habrá ahí la expresión agresiva contra un mundo en el que no han colaborado, no han decidido, no han intervenido para nada? ¿No querrán destruir también una Iglesia en la que todo se lo hemos dado hecho, sin poder tocar ni cambiar nada, no sea que lo rompan? 5.

Diálogo

Dictaduras, de nadie; ni de los jóvenes. En la Iglesia no hay más que un Señor, que es el Cristo. Los demás, hermanos, que hemos de escucharnos unos a otros, y que todos juntos hemos de escuchar al Espíritu, para saber lo que El quiere de las iglesias. Es fundamental que la Iglesia sea una familia dialogante, y es urgente y necesario que se reanude el diálogo con los jóvenes. En otros tiempos, al menos los directores espirituales gastaban largas horas en atender a los jóvenes, si bien con una pedagogía predominantemente directiva y hasta paternalista, con abundancia de consignas y hasta órdenes tajantes. En una palabra: la luz la recibía el sacerdote de Dios, y el joven la recibía toda de su padre espiritual. Hace falta recoger en la Iglesia la luz que todos los cristianos tienen, como antorchas de la fe encendidas por el mismo Espíritu. Y esto tanto en grupo como en diálogo íntimo. Muy especialmente, los obispos y los jóvenes debiéramos dialogar ampliamente y profundamente. Entenderíamos mejor muchos problemas, compartiríamos muchos puntos de vista que teóricamente parecen una cosa y existencialmente son otra, o al menos con tantos matices que es realmente muy distinta. Y los jóvenes comprenderían muchas cosas que aún no ven y que quizá pueden adaptar,

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pero que deben asimilar o al menos respetar. También en este aspecto los jóvenes son un gran don para la Iglesia, porque pueden ser el catalizador más sensible, el radar que nos detecte los signos de los tiempos, la marcha de la historia de los hombres, para recoger sus riquezas y sus advertencias, y para adaptar mejor nuestro servicio pastoral. Segunda parte: ALGUNAS LINEAS DE ACCIÓN DE LA IGLESIA EN RELACIÓN CON EL MUNDO JOVEN 1. Voz profética En primer lugar, la Iglesia no puede olvidar las injusticias estructurales que constituyen el caldo de cultivo y la causa remota de la mayor parte de las inadaptaciones juveniles. Me remito para ello a las ponencias anteriores de este simposio y a los numerosos datos allí ofrecidos. Pero salta a la vista de manera global, en la vida y en la prensa, que la mayor parte de los delincuentes provienen de ambientes sociales dramáticamente desprovistos de todo lo que hace la vida del hombre un poco humana. La Iglesia debe recordar a la sociedad que es esta misma la que ha puesto a esos jóvenes en un círculo infernal: Familias destrozadas por el desempleo o por el pluriempleo; hacinadas en viviendas infrahumanas; alienados en una sociedad que tiene como ideal el consumismo más craso y materialista, y como táctica la competitividad, la insolidaridad y la agresividad salvaje; que además a la hora de estar formados para algo no encuentran ese algo que hacer, y entran en ese limbo social de los parados antes de ser empleados; pero para entretenerles, manos misteriosas y desde luego nada jóvenes extienden redes de sexo,

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drogas-, cine imbécil y discos más imbéciles, para comprar todo lo cual tienen que buscar por donde sea, y se pasa así de una esclavitud en otra: del aburrimiento y del pasotismo, al porro; del porro, para poder comprarlo, a la prostitución heterosexual u homosexual, y/o al robo; de aquí, a la cárcel; en la cárcel, se terminan de «formar», y así entran ya en ese callejón sin salida. Cuando ya están allí, la sociedad farisaica, remota culpable de gran parte de sus males, les declara proscritos y asocíales. La Iglesia tiene que denunciar incesantemente este crimen colectivo que cometemos entre todos y colaborar con aquellos que buscan un cambio de sociedad, donde haya más justicia, donde no haya clasismos, donde se reparta mejor el derecho a una infancia y una juventud dignas, alegres y humanas. Además, y con carácter más urgente e inmediato, pedir un mejor y más amplio tratamiento de las inadaptaciones profundas y graves, con personal suficiente y gratuito y con centros de reeducación, cuando sea absolutamente indispensable su internamiento, que reúnan las debidas condiciones pedagógicas, para evitar que chicos que acaso no han tenido más que algún error pasajero caigan en cárceles comunes donde no puede ocurrir más que una traumatización y una deformación completas del joven y todavía recuperable delincuente.

2.

Mano amiga

En una sociedad moderna y pluralista, la Iglesia ya no puede ni debe desempeñar papeles que son propios de la sociedad, como es la prevención y el tratamiento de la inadaptación social juvenil. Pero siempre puede colabo-

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rar en ese sentido, suplir cuando y mientras sea necesario, y en cualquier hipótesis puede y debe ejercer un ministerio, un servicio que resulta muy idóneo con su espíritu, con su tradición, con sus posibilidades. La Iglesia como institución, y todos sus miembros, tanto jóvenes como mayores, pueden ser una mano amiga para quienes están necesitados de diálogo, de apoyo, de orientación, de comprensión o de terapia. La Iglesia ha tenido siempre inventiva y coraje para encontrar en cada época de la historia aquel servicio más especial que la sociedad necesitaba. Hoy tiene en la inadaptación juvenil un desafio gigantesco que probablemente no ha llegado aún a su mayor desarrollo. La caridad cristiana, y en concreto Caritas, como institución eclesial, ha realizado ya algunos esfuerzos en este sentido, pero ni con mucho los suficientes ni siquiera los posibles. Entre las muchas actividades que cabría emprender en este sentido, citemos algunas: —Formar y dedicar personas, sacerdotes y seglares, con el fin de atender el diálogo pastoral con jóvenes inadaptados. La necesidad de ser escuchados y comprendidos por alguien que les dedique tiempo no es la única que tienen, pero sí de las más importantes. —Realizar campañas de prevención contra la droga, con realismo, con inteligencia, sin fariseísmos ni tópicos, pero explicando a tiempo toda la realidad que está produciendo esa lacra social. —Crear centros especiales de atención a drogadictos, como suplencia donde la sociedad no los haya montado todavía. —Hogares para jóvenes delincuentes que hayan estado en la cárcel y actualmente no tengan un ambiente familiar al que regresar, o no lo deseen, buscando en ellos un clima de libertad y de responsabilidad, autogestionarios pero con un buen educador para orientar y estimular.

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—Lugares de encuentro en parroquias y barrios donde jóvenes creyentes y no creyentes puedan tener mesas redondas y debates sobre problemas de juventud, especialmente sobre las causas de inadaptación social, sus repercusiones y sus posibles soluciones. —Realizar una intensa y larga campaña de formación de los padres y familias sobre el tratamiento y actitudes a tomar ante los primeros síntomas de inadaptación de los jóvenes. En unos casos, ya los menos, las posturas son tiránicas e intransigentes; mientras que en otros, cada vez más frecuentes, por comodidad o ignorancia se inhiben absolutamente como si ya no hubiera nada que hacer y el fenómeno fuera siempre creciente e irreversible.

3.

Catalizador

Después del «boom» organizativo de tantas asociaciones católicas, vino casi la acracia. Volvamos, al menos, al contacto y a la coordinación. En muchas zonas se está reencontrando la necesidad y la posibilidad de la vinculación entre grupos dispersos de jóvenes cristianos, que estaban viviendo un tanto aislados, y que a través de los curas de esa zona que se dedican a la juventud han empezado a descubrirse, conocerse y ayudarse, en encuentros de reflexión o de celebración o de fiesta. En ocasiones, estos grupos cristianos organizan fiestas de carácter fronterizo y preevangelizador para jóvenes creyentes y no creyentes. Es importante también que la Iglesia estimule y colabore en la creación de pequeñas comunidades de jóvenes cristianos, donde reflexionen su fe, celebren la Eucaristía, revisen sus compromisos con la Iglesia y con el mundo. Aunque no sea el ideal permanente la comunidad homogénea por edades, en esta etapa es una necesidad en general, sin que excluya en modo alguno el contacto con

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la comunidad cristiana más amplia en otras tareas y celebraciones. También existen experiencias interesantes y muy serias de comunidades de convivencia, donde residen jóvenes del mismo sexo, generalmente compartiendo todas sus economías, en ambientes de barrios obreros o suburbios, y que a su vez sirven de lugar de encuentro de otros jóvenes y de irradiación para el barrio, además de significar para los que forman parte de esa comunidad una experiencia de vida cristiana profunda, exigente y, por lo mismo, entusiasmante.

4. Banco de pruebas Algunos mozos han sido tan listos y tan veloces, que han dado ya la vuelta al mundo, y están de vuelta de todo, «pasan» de todo. Bueno: de todo lo que signifique un poco de constancia y de rollo. Inclusive del partido, por muy «gauchista» que fuere.- Algunos curas, que vieron un día la desbandada de las palomas y la huida de las ovejas del redil, les encuentran ahora así de pasotas y desengañados, y no se contienen la tentación del «ya te lo decía yo, hijo mío», además de invitarles a entrar otra vez en el fumadero del opio religioso. ¡No, por favor! No volvamos a las andadas. Es verdad que la vida o las urgencias pudieron hacer quemar etapas de compromiso a chavales que aún no estaban para esas dosis. Y habrá que acogerlos, si necesitan de nosotros y vuelven a la Iglesia, con alegría y con disponibilidad. Pero ni a los que quedaron ni a los que volvieran hay que permitirles que busquen en la Iglesia una legitimación a sus inhibiciones sociales. Antes al contrario, hay que formarles para que desde la fe, a su tiempo y con absoluta libertad para los caminos y estrategias que desee elegir, salgan al mundo a trabajar para hacerlo más justo, más solidario, más humano. La

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Iglesia no forma políticos, pero forma hombres para la política. Debe dar a los jóvenes una mística del servicio al mundo, de generosidad y entrega en la caridad política, de capacidad de síntesis entre la lucha y la contemplación, entre oración y política, entre sacramentos y vida. Y muy fundamentalmente debe darle como bagaje el redescubrimiento de un cristianismo como seguimiento de Jesús en su entrega al Padre y al mundo, en su insobornable libertad de conciencia, en la profunda convicción de que el Padre quiere un mundo de hermanos, donde no haya pobres ni ricos, oprimidos ni opresores, y que para ello pide de nosotros una colaboración constante e incondicional hasta la muerte.

5. Taller de trabajo La Iglesia es una colmena, donde todos somos necesarios. Los jóvenes, también. Ya lo indicamos en la primera parte, y por ello no hace falta insistir ahora nuevamente en las motivaciones. Pero sí recordar que esto debe reflejarse en la vida concreta y eficaz de la marcha de las comunidades, sean parroquiales, arciprestales o diocesanas; en lo económico y en lo litúrgico; en la catequesis como en Caritas. En todas partes, en todos los ámbitos de corresponsabilidad eclesial deben estar presentes como miembros de plenos derechos y deberes. Tampoco sería deseable una comunidad en donde la experiencia de los jóvenes, por su número y por su calidad, fuera tan importante, que los mayores se inhibieran aun con buena voluntad, por creer que los jóvenes lo harían todo siempre mejor, y por ello les dejaran solos. Eso no sería bueno ni para unos ni para otros; además de que a la larga esa situación no tendría consistencia, con perjuicio para la comunidad cristiana en general. Lo normal y lo ideal es

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que todos, de distintas edades y carismas cristianos, colaboremos al bien común en la medida de nuestras fuerzas, que además de que nunca sabemos aun en lo humano hasta dónde pueden seguir creciendo si se las ejerce, están unidas o empujadas por las fuerzas del Espíritu Santo, que amén de ser inagotables siguen a veces caminos insospechados e imprevisibles para nuestros cálculos, aun eclésiales. Es muy importante para la Iglesia en sí misma, por fidelidad a su estilo, y como ejemplo ante la sociedad, el realizar este ideal de las comunidades del Nuevo Testamento, donde, como decía San Pablo, todos forman un cuerpo y un organismo; unos son miembros de los otros; todos servidores de todos en la diversidad de matices, de vocaciones, de ministerios, tengan la edad que tengan.

6.

Radar de lo transcendente

Hay que ofrecer a los jóvenes lugares, espacios y celebraciones donde con sencillez y realismo, pero con franqueza y con descaro, se busque el encuentro directo con Dios, donde se faciliten no las ideas sobre Cristo, sino el diálogo con Cristo; donde se pueda experimentar el contacto con el Espíritu Santo. Aunque la Iglesia en su conjunto y los cristianos y grupos en concreto deban estar bien plantados en la tierra y sus aconteceres, y puedan dar al joven creyente o no creyente la imagen de hombres de su tiempo y que se mueven normalmente en sus luchas, debe traslucirse la referencia a las realidades del Reinado de Dios, que ya desde aquí nos abre al más allá. Pero además será necesario introducir en la oración contemplativa, individual y comunitaria; profundizar en los valores de la celebración de la fe y, sobre todo, de los sacramentos; ayudar a penetrar en el propio corazón de

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cada uno, excavando en él cada vez más profundamente aquellas aguas del Espíritu que superan las palabras humanas y que escapan a una tematización y racionalización completas, pero que se captan en los estratos profundos del hombre creyente abierto a lo Trascendente. Dentro de su aparente superficialidad, el joven es sumamente sensible a esta sed de absoluto. Muchos buscan en las drogas un sucedáneo de ese mundo total, que no encuentran en los escaparates ni tiene una etiqueta con un precio concreto. No son meras frases de adultos que interpretan a su gusto las motivaciones juveniles. Hace no muchos días se expresaba así en una encuesta un joven de un suburbio madrileño, con una larga historia de robos, cárceles y droga desde los doce o trece años, y que afirma no ser católico ni nada, pero que algo tiene que haber, porque él en sus «viajes» encuentra otro mundo, y él necesita otro mundo. No digo que esto sea un argumento. No digo que el mundo de sus drogas coincida con el mundo de la fe. Digo que, contra lo que podría parecer, estos jóvenes inadaptados y delincuentes buscan un mundo transcendente; y no sólo quieren que exista y saber que existe, sino que desean sentirlo, experimentarlo. Ya dije antes que no hay que drogarse con la religión, y precisamente la piedra de contraste estará en el compromiso. Pero también quiero recordar ahora que no hay que drogarse solamente con la acción, acorchando el corazón para la sensibilidad de ese camino interior que es como una claraboya hacia el mundo total, hacia el Reino de Dios.

7.

Carrera de relevos

Tenemos que ir entregando la antorcha a los jóvenes. Y ello sin retrasos y sin refunfuñar. No para no hacer

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nada los mayores, porque normalmente hasta muy avanzada edad se conservan ciertas facultades y hasta se aumentan otras. Pero las tareas que requieren más lucidez, más energía, más reflejos y más fortaleza, deben ser asumidas por aquellos que están en la plenitud de su vida y en cuanto empiezan a estarlo. Al principio, todos somos aprendices. Pero con tal de tener un mínimo de preparación, de aptitudes y de decisión, siempre podrá rendir más un joven cargado de potencialidades que un viejo cargado de recuerdos, de experiencias, de nostalgias y de miedos. Y aunque tenga, como puede y debe tener, el espíritu joven en el Espíritu, sus fuerzas físicas ya no le acompañan y su ciclo creador ya está normalmente agotado, salvo excepciones geniales que deben confirmar la regla. Y la regla debe ser que en la comunidad cristiana nos acostumbremos a considerar los puestos de responsabilidad y decisión como un servicio, y estar dispuestos a servir en él solamente mientras servimos para él; y que en cuanto nuestras posibilidades se acerquen a su agotamiento o vayan disminuyendo, pasemos el «testigo» a otros miembros de la comunidad. Esto hará, además, que los jóvenes comprendan que se les espera, que se les necesita, que no pueden dormirse en una adolescencia eterna, sino prepararse rápidamente para asumir ese papel que nadie más podrá ocupar por ellos en la historia del hombre, en la historia de la Iglesia, en la historia de la salvación. Esto también contribuirá a que los jóvenes creyentes tengan que plantearse seriamente cuál es la vocación, el carisma y el servicio al que los llama el Espíritu de Cristo en la comunidad, y la comunidad se acostumbre a pedírselo expresamente, ayudándoles a decidirse con generosidad y a formarse con seriedad, y luego a ejercerlo con fidelidad.

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Conclusión El mundo de los mayores puede tener al menos dos posturas falsas ante los jóvenes. Una, querer que los jóvenes sean como los mayores. Otra, querer que los mayores sean como los jóvenes. En la sociedad y en la Iglesia lo que hace falta es que jóvenes y mayores nos aceptemos, nos respetemos y nos amemos como somos y como lo que somos cada uno, colaborando, conviviendo, dialogando, buscando siempre una sociedad mejor y una Iglesia más fiel a! evangelio de Jesús de Nazaret. La Iglesia no debe hacer una pastoral «para» los jóvenes, sino que debe aspirar principalmente a hacer una pastoral «con» los jóvenes, una acción eclesial compartida por todos los cristianos que formamos el Pueblo de Dios.

10 Animación vocacional en la Iglesia de hoy

0. Introducción Antes de entrar propiamente en el tema que se me ha asignado dentro de este Encuentro sobre la vocación en la Iglesia, deseo hacer en primer lugar algunas puntualizaciones sobre el enfoque del contenido cuyo transfondo late en el título de esta conferencia, así como indicar, además, las partes en que se divide. 0.1. Notas al título 0.1.1. «Animación». Se trata descaradamente de promocionar y de estimular, colaborar a un nacimiento y a un crecimiento de algo, que sin nosotros podría no darse y con nosotros podría nacer, lo cual no quiere decir que propiamente nazca de nosotros. Porque también «animación» hay que entenderla en el sentido «espiritual» Conferencia en el II Encuentro sobre la Vocación en la Iglesia, Madrid, 1981.

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más fuerte de la palabra, en cuanto algo nacido del Espíritu con mayúsculas, del Espíritu Santo, sin el cual nada válido puede hacerse en el orden del Reino de Dios. 0.1.2. «Vocacional», entendido aquí en sentido eclesial y general del término; nos referimos a todas las vocaciones bautismales, fuente principal de la radical elección —«laicado» es sinónimo de seleccionado, escogido, y en este sentido toda la Iglesia somos un pueblo «laico», formado por «laicos»— de la cual se derivan otras vocaciones ministeriales como la matrimonial, la pastoral o la vida consagrada o religiosa en el sentido canónico de la palabra. 0.1.3. «En la Iglesia». Con la salvedad de que toda vocación viene de Dios, del Padre, por Cristo, en el Espíritu, sin embargo, se manifiesta en la Iglesia y se orienta al servicio de la Iglesia y, por ésta, al servicio de Dios y del mundo. 0.1.4. «De hoy». Cada tiempo tiene sus oportunidades y riesgos, sus gracias y sus desafios, sus «kairoi», los signos de Dios en los tiempos del hombre. Y la ley de la Encarnación exige un discernimiento para adaptarse fielmente a las llamadas del Espíritu a vivir la fe en la coyuntura concreta, que es también una «vocación» a cada generación. Así, además, preparamos también el futuro, y marchamos hacia la realización plena del Reino, con lo cual toda acción en el «hoy» tiene radicalmente un sentido escatológico, una presencia a la vez que una tensión, un saboreo y una nostalgia, una garantía y una esperanza hacia la Utopía. 0.2. Partes de que se compone esta intervención Divido mi intervención en cuatro partes. En primer lugar, trataremos brevemente de la fenomenología de la llamada, de la vocación general dentro de la realidad neu-

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tral o, si queremos llamarla así, «profana». A continuación hablaré de la vocación desde la fe, de la teología de la llamada. Seguidamente abordaré el aspecto de la espiritualidad de la vocación. Y,finalmente,en la cuarta parte, la más larga y de algún modo la más específica para el tema que se me ha asignado, estudiaremos la pastoral de la llamada, o pastoral vocacional. 1. Fenomenología de la llamada Recordemos brevemente algunos aspectos básicos y estructurales de toda llamada en el sentido más amplio de la palabra, que nos pueda valer como fundamento y como referencia primera de toda nuestra reflexión posterior. 1.1. Recordemos, en primer lugar, que toda llamada en el sentido verdadero, aunque sea también en el más amplio posible, requiere dos seres, dos existentes, capaces, además, de un mínimo siquiera de intencionalidad. Es impensable una llamada sin alguien que llama, y es insensato llamar a alguien que o no existe o no tiene capacidad de atención y de respuesta. En este sentido, cabe hasta entre los animales, como es evidente, tanto entre los más desarrollados como hasta entre los inferiores, con sus variadas formas de estímulo y respuesta de algún modo consciente. 1.2. Pero la llamada se perfecciona cuando al menos uno de ellos es un ser espiritual, personal, consciente y libre, como es el hombre. Y esto no solamente entendido como sujeto agente, sino inclusive como sujeto paciente. No sólo la llamada del hombre al animal eleva el nivel de la llamada, sino también a la inversa, la llamada del animal al hombre, la del perro a su amo, por ejemplo. 1.3. La llamada entre seres espirituales se expresa preferentemente, aunque no exclusivamente, por un nom-

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bre, que expresa la individualidad, la personalidad, la irrepetibilidad de cada uno, que no puede ser sustituido por nada ni por nadie. El nombre individualiza, desgaja del conjunto, como si saliera de la masa amorfa del caos y se le destacara como parte notable de un cosmos. 1.4. La llamada puede tener muchos matices. Puede ser rutinaria, como al contar o pasar lista en un cuartel o en una prisión. Puede ser temible, como al llamar al niño para castigarle, al reo para juzgarle, al condenado a muerte para ejecutarle. O bien amable; por ejemplo, una cita amorosa, una designación honorífica, una llamada a un amigo descubierto entre la multitud, etc. 1.5. Digamos, finalmente, que la llamada puede tener muchas finalidades: para trabajar juntos, para compartir un rato de amistad pasajera, para constituir una amistad duradera y profunda, o, inclusive, para anudar un compromiso de vida permanente y total.

2.

Teología de la llamada

Nuestra fe cristiana ilumina con una luz nueva el hecho universal de la llamada, descubriendo en ella un fundamento infinitamente más profundo y escuchando en ella la convocatoria a una realidad y a un destino infinitamente más grande y más duradero. Es lo que recordaremos a continuación en algunos rasgos que sintetizo rápidamente. 2.1. La llamada fundamental es la llamada a la existencia, del no ser al ser, y que los seres vivientes se transmiten de unas generaciones a otras por las leyes biológicas, con mayor o menor conciencia, con mayor o menor deseo, con mayor o menor amor. Dejando aparte el mundo de las plantas, por no constarnos que exista el mínimo de conciencia que parece necesario para el hecho de la

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llamada, desde los animales inferiores hasta el hombre, la primera voz, la primera llamada es traerles a la vida y a una vida similar a la que tienen los que llaman. En último término, la vocación total y a la vez la más consciente, la más voluntaria y la más amorosa es la de Dios, fuente de todo ser, voz primera de toda llamada. 2.2. En la concepción bíblica judeo-cristiana, esta llamada no es impersonal, ni por parte del que llama ni por parte de aquel a quien se llama. No se trata de un dios impersonal, una realidad cósmica, sino de un Dios personal, libre, consciente, amoroso por tanto, que llama por amor a personas concretas, como Adán, como Abraham, como Moisés, y les llama a una vida de comunión y de amistad y a una tarea de colaboración y de corresponsabilidad con Dios. 2.3. Dios se sirve de mediadores, llamados ellos también para que a su vez llamen a otros en su nombre, como Elias a Eliseo, Samuel a Saúl y David, etc. Pero el gran llamado y el gran portavoz es su Hijo, llamado eternamente en el seno de Dios, llamado temporalmente en la historia: «Tú eres mi Hijo»; «Este es mi Hijo; escuchadle». Jesús de Nazaret llama a sus discípulos, y les encarga a su vez que sigan llamando a todos los hombres, enviando su Espíritu a la Iglesia, para profundizar y animar la conciencia de la propia llamada y estimular el espíritu misionero, la vocación pregonera. Al mismo tiempo, envía su Espíritu sobre el mundo, sobre la historia, para sembrar allí su semilla secreta, a fin de que la Iglesia encuentre el terreno no sólo preparado, sino hasta sembrado, para cuando venga a decir su palabra anunciadora, vocacional, despertadora.

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3.

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Espiritualidad de la llamada

La rutina y la superficialidad pueden oscurecer lo más brillante y hacer olvidar lo más importante, y hasta atrofiar y marchitar lo más viviente. La enfermera puede llegar a tratar a los enfermos como si fueran bultos, y el vigilante del museo más famoso pasar ante los cuadros sin una mirada de atención y sin acordarse de lo que aquello vale. Nosotros, más aún, podemos manejar una vida preciosa y una obra maestra como ninguna, la obra del Espíritu Santo, de una manera un tanto funcional y distante, si no sabemos saborear y rumiar las joyas que llevamos entre las manos, como María rumiaba todas «aquellas cosas» en su corazón, en su gran corazón de gran creyente, la mayor creyente de la Iglesia de Jesucristo. Por ello, vamos a recordar algunos aspectos del fenómeno de la vocación cristiana poniendo el acento en su penetración desde el punto de vista de la fe, antes de tratar de la pastoral vocacional, para evitar llegar a ella como meros funcionarios o como cazadores de trofeos pastorales. 3.1. En primer lugar, hemos de vivir nosotros nuestra propia vocación cristiana, nuestra vocación baustimal sin más, que es la raíz de todo lo demás, y vivir esta conciencia de manera progresiva, cada vez más profunda, más vital, más gozosa, valorando como la perla preciosa del evangelio el orgullo de ser cristianos, la importancia infinita de la amistad con Dios, de ser hijos de Dios, de ser importantes para Dios. 3.2. Además, debemos aceptar y renovar frecuentemente nuestra propia vocación eclesial, volver a firmar nuestro contrato laboral con Dios, el propio carisma en general y la tarea concreta eclesial que el Espíritu nos ha señalado tanto en el interior de nuestra fe como por me-

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dio de las circunstancias exteriores de la Iglesia y del mundo. 3.3. Hay que recordar también el sentido comunitario que tiene toda, toda vocación cristiana. Hemos sido llamados por la Comunidad Trinitaria, si se me permite la expresión, en una comunidad familiar, en una comunidad cristiana parroquial, para vivir nuestra fe en otras comunidades familiares, parroquiales o religiosas —matrimonio, ministerio pastoral, vida consagrada—. Ni existe el hombre mónada, ni menos aún el cristiano individualista y aislado. 3.4. Es Dios mismo quien me encomienda que llame a otros. Esto es esencial dentro del dinamismo de la Encarnación. La Iglesia es Iglesia en tanto en cuanto es misionera. Mientras dure la historia, Dios sigue convocando a los hombres, y lo quiere hacer de vía ordinaria por nuestra mediación. Debemos recuperar el sentimiento y la conciencia de esta autoridad que nos viene de Dios y a la vez de esta exigencia de cumplir los propósitos de Dios, que no son un juego ni algo que podamos impunemente menospreciar y desobedecer como Jonás. 3.5. Esta llamada es una llamada amorosa de Dios. Todo anuncio vocacional cristiano no puede tener más origen, más sentido ni otro estilo que el del amor, del Dios Amor que nos llama amorosamente a participar de su Amor. Lo que no excluye que, como todo amor verdadero, se amase en ocasiones con lágrimas y con dolor, pero que son más llevaderas por el mismo amor, y a la vez son fuerza de crecimiento del amor. Siendo el amor el sentido último de la vida del hombre y su último deseo, la acción misionera y vocacional puede ser por lo mismo fuente de gozo, llenumbre de sentido y ocasión de crecimiento en ese amor a Dios y a los hombres, entre los que se procura servir de mediación y, si se permite la expresión, de «celestina».

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3.6. Finalmente, la espiritualidad de la misión nos debe hacer sensibles a la acción del Espíritu, único motor del cual nosotros solamente somos eco y efecto. La verdadera voz de Dios resuena directamente en el corazón de mi hermano, cuando mi pobre y mentirosa voz suena en sus oídos. De aquí la necesidad de estar siempre en actitud de humildad, que es a la vez certeza de nuestra impotencia y confianza en el poder de Dios en nosotros cuando quiere servirse de nosotros; vida de oración, de contemplación, de intercesión por nuestros hermanos a los que vamos a hablar, a los que estamos hablando, a los que hemos hablado; docilidad y flexibilidad ante las sugerencias y los planes de Dios, que nos traiga o nos lleve, nos empuje o nos frene, nos impulse a hablar o nos calle; y, finalmente, llenos de esperanza en el poder de la palabra de Dios, que nunca vuelve vacía, que hace siempre algún bien, aunque no sepamos siempre o casi nunca ni cuándo ni dónde ni cómo. 4.

Pastoral de la llamada o pastoral vocacional

En esta cuarta y última parte de mi intervención abordaré el aspecto pastoral de la vocación cristiana, en el sentido bautismal y general anteriormente advertido. ¿Qué podríamos hacer en esta etapa concreta de la Iglesia y del mundo? ¿Cómo actuar para ser fieles a la vez al Espíritu y al mundo, que aunque sea ambiguo no deja de estar animado por Aquél y es preciso despertarle en su nombre pero desde la propia realidad y partiendo desde su concreta circunstancia? ¿Podemos seguir en su complejo de culpabilidad por pasados triunfalismos y en un complejo de inseguridad por interminables reformismos, esperando indefinidamente a terminar y perfeccionar la propia casa antes de salir a gritar por las azoteas? ¿No

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deberíamos más bien olvidarnos un poco de mirarnos el ombligo eclesial para salir a los caminos a invitar, con respeto pero con convicción, a todos los cojos y lisiados para que vengan a la sala del festín, porque «el Maestro les llama»? A continuación expongo algunas actitudes que creo necesarias en nuestra pastoral vocacional dentro de la Iglesia actual. 4.1. La pastoral vocacional debe ser, ante todo, eclesial. Es decir, «de todos para todos». 4.1.1. Primero, porque todos los carismas, todos los cristianos, todas las vocaciones deben ser, debemos ser animadores de vocaciones. No hay cristiano al que puedan ser indiferentes ningunas, ni hay cristiano que no deba —he dicho «deba», de deber, de obligación cristiana que si se omite es un pecado de omisión, una infidelidadinteresarse y actuar a su manera en la pastoral vocacional. Nadie puede decir que solamente le interesa cultivar casados, otros curas diocesanos, otros curas de su orden, otro u otra sólo monjas, o tal clase de religiosas o de monjas, etc. 4.1.2. Segundo, porque en esta pastoral vocacional debemos estrechar filas, actuar juntos, unidos, solidarios, aunque no quiera decir que todos hayan de actuar al mismo tiempo y en la misma acción. Pero sí que se nos vea a todos en todas las ocasiones oportunas interesados por todas las vocaciones: en la familia, en la parroquia, en el colegio, en la diócesis, convento, etc. 4.1.3. Y, en tercer lugar, para todas las vocaciones. Todas nos deben interesar seriamente, sinceramente y globalmente. Las tres son fundamentales en la Iglesia, aunque para cada individuo en concreto sea decisivo escoger una y aquella que el Espíritu desea. Como comunidad cristiana en general, tenemos que interesarnos por todas ellas y a todas valorarlas como un regalo de Dios a su comunidad.

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4.2. La pastoral vocacional debe ser, además, RESPETUOSA. 4.2.1. Respetuosa con el Espíritu Santo, al que no podemos forzar, sino seguir. Sus caminos son imprevisibles para nosotros, pero bien previstos por El, y en El hemos de confiar y sus planes tenemos que aceptar con respeto, con confianza, con gratitud y con esperanza. 4.2.2. Respetuosos también con el hombre. Por lo mismo, no podemos pretender nada ni imponer nada concreto, sino solamente ayudar en lo posible para que la persona llamada sea lo más fiel posible a las insinuaciones del Señor. Más pronto o más tarde, la violencia y la manipulación, consciente o inconsciente, por unos medios o por otros —¡hay tantos...!— se descubre como infecunda, como inviable y como deformante, que ni consigue realizar lo que artificialmente se propuso ni, a veces, permite ya construir lo que verdaderamente era la verdadera vocación de tal persona. 4.3. La pastoral vocacional debe ser ANIMOSA, pero animosa en el Espíritu Santo, que es el alma y la luz y la fuerza de la Iglesia. 4.3.1. Sin cobardías ni complejos ni falsas vergüenzas, debemos proponer, exponer, razonar, persuadir, aunque con toda paciencia y doctrina, como diría San Pablo, confiando en el corazón humano, donde siempre queda una chispa de razón, de comprensión, de lucidez, de bondad y de deseo del bien, y donde siempre queda una enorme chispa de divinidad, sembrada por el Espíritu, caballo de Troya que coopera desde dentro con nuestra acción exterior para derribar las murallas del egoísmo, de la incomprensión y de la insolidaridad. 4.3.2. Animosa también en cuanto alegre, optimista, ilusionante, presentando el aspecto estimulante y realizador de la vocación cristiana, aunque sea en el camino de la cruz de Cristo, pero camino de su gloria y de nues-

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tra gloria, ya saboreada progresivamente aquí en el camino. 4.3.3. También animosa en el espíritu de oración, como alma de la pastoral vocacional, en diálogo con Dios antes, durante y después de nuestras llamadas concretas y materiales, como Jesús pasando la noche en vela orando al Padre antes de llamar a sus Apóstoles. 4.3.4. Animosa,finalmente,en el espíritu de sacrificio, de inmolación, de ofrenda por esas vocaciones. La Iglesia nace del costado de Cristo en la cruz, y no puede encontrar mejor venero para continuar su crecimiento que la misma cruz, aunque ahora vivida en nuestra carne. La historia general de la Iglesia y la historia particular de las vocaciones no haría más que comprobar esta ley universal del misterio pascual, esta ley de la gravedad cristiana que recuerda que si no hay gloria sin cruz, tampoco hay cruz sin su propia gloria, ya presente y actuante a su manera. 4.4. La pastoral vocacional debe ser PACIENTE Y PERSEVERANTE. 4.4.1. No se trata de convencer por convencer, ni de chantajear con afectos o con liderazgos, que no son ni dignos, ni honestos, ni duraderos. Pero sí de saber que toda vida tiene sus ritmos, que hay que respetar, y también saber acompañar. En la compañía está uno de los aspectos necesarios del respeto, que no significa dejar a la persona en una isla desierta como Robinsón Crusoe una temporada, a ver qué pasa, y volver luego por allí a recoger al náufrago. 4.4.2. Por el contrario, esa compañía supone amor, alegría, bondad, y es prueba defidelidad.Si a la primera negativa de la amada, el amante abandonara la partida, con razón podría pensar ésta que no sería un amor tan fuerte el que le declaraba.

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4.4.3. Esta perseverancia debe ser, además, una perseverancia eclesial. Es decir, que hay que sembrar en todas partes y en todo momento, sin saber de antemano dónde y cuándo brotará alguna simiente. Muchas vocaciones están hechas de muchas piezas, de variadas ocasiones, encuentros, ayudas, experiencias, y solamente aflora en concreto en un tiempo y una ocasión que puede parecer obra reciente y es, sin embargo, una suma de fuerzas de otros tiempos y otras personas. También aquí viene aquello de que unos siembran, otros riegan y otros cosechan, pero es siempre el Espíritu el que da la fecundidad, por unos medios o por otros. A nosotros nos toca poner en cada momento nuestra modesta pero importante y necesaria aportación. 4.5. La pastoral vocacional debe ser EDUCADORA, SERVICIAL Y MISTAGOGICA. 4.5.1. Es decir, que no basta con enunciados abstractos ni, menos aún, con anuncios publicitarios, sino que hay que facilitar unos medios y un ambiente experiencial, donde se puedan saborear los inicios de esa vocación determinada. Unas veces, serán grupos de oración y de reflexión, donde se planteen las diversas vocaciones en la Iglesia; por ejemplo, grupos juveniles y de confirmación. Otras veces, podrían ser grupos aún más homogéneos, que se preparen para plantearse la posibilidad de una vocación determinada, como es la entrada en el seminario, o el noviciado, o un catecumenado de iniciación a la vida matrimonial. 4.5.2. Si bien toda la comunidad cristiana debe interesarse por los diversos y variados cauces catecumenales a las distintas vocaciones, normalmente se deben dedicar personas concretas con especiales aptitudes y, a la vez, con misión para cada uno de estos espacios de iniciación. Al menos por el valor testimonial que pueden tener, deben estar presentes en cada caso aquellos cristianos que

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ya viven ese carisma o esa vocación; por ejemplo, casados, para los novios; presbíteros, para seminaristas. Pero no solamente no se excluye la posibilidad, sino que hasta sería altamente recomendable el que personas de otras vocaciones estén también presentes, si tienen además ciertas cualidades. ¿Por qué no podrían, por ejemplo, algunos matrimonios colaborar eficazmente en la animación de la vocación religiosa o sacerdotal, dando así testimonio digamos —si cabe hablar así— «neutral» de la grandeza de esas vocaciones, aunque no sea la suya personalmente? 4.5.3. Aunque Dios no se ata necesariamente a nuestros métodos, reconozcamos también que sería un pecado de omisión y de negligencia no poner a contribución de sus llamadas nuestros medios pastorales con el mayor interés y la más exquisita dedicación que nos sea posible. Entre ir «por esos pueblos de Dios» echando la red para cazar vocaciones como a los pájaros, a dejar que Dios y cada hombre se las arreglen, no prestándonos a servir de diligentes intermediarios, hay una inmensa distancia que no debemos cruzar insensatamente. 4.6. La pastoral vocacional debe estar SITUADA. Es decir, en la tierra y en la historia, en este tiempo y en esta Iglesia. 4.6.1. Dios se relaciona con el hombre en la historia, y Jesucristo no solamente vive en la historia con todas sus consecuencias de lengua, cultura, coyuntura, sino que en realidad continúa de algún modo en la historia por su vida en la Iglesia, a la que pide que no sea mundana pero que viva en el mundo como fermento en la masa. Las circunstancias de tiempo y espacio, la sociedad y la historia, no son para un cristiano meros envoltorios materiales con los que inevitablemente hay que contar, pero que ni contienen nada ni significan nada. Por el contrario, todo ello está preñado de signos de Dios y de su gracia.

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4.6.2. Por ello, las vocaciones de hoy, para hoy y para mañana, han de contar con esta sociedad y con esta historia. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que quien hoy se ordene o se case o haga profesión religiosa a los veinticinco años, estará en plena actividad mucho más allá del año 2000, probablemente tanto como lo que falta desde ahora hasta esa fecha. No se puede vivir ni educar pendientes sólo de las modas cambiantes —por ejemplo, recordemos los ciclos alternativos y a veces contrapuestos de existencialismo-estructuralismo; secularización-religiosidad popular; consumismo-ecología, etc.—. Pero sí se debe formar teniendo en cuenta todos esos ciclos que de hecho pesan en nuestros contemporáneos, aunque incluso fueran superficiales o negativos o, al menos, ambiguos. 4.6.3. Sobre todo, es necesario formarles para que puedan realizar siempre un discernimiento de los signos de los tiempos a la luz de la fe, enseñándoles a descubrir, por ejemplo, la sintonía global del espíritu del Evangelio con las luchas por la liberación de los oprimidos, la búsqueda de una sociedad sin clases, más sobria, más respetuosa con los ritmos de la naturaleza y del hombre, más solidaria, más fraternal, etc., etc. 4.7. La pastoral vocacional debe ser DIACONICA; es decir, servicial, altruista, generosa, disponible. 4.7.1. Jesucristo se presenta como el Siervo de Yahvé. De Yahvé y de los hombres. Toda su vida es un servicio al Padre y a nosotros, por amor y en el Amor. Y El quiere que nosotros sigamos su ejemplo, como nos inculca expresivamente en el lavatorio de los pies a sus discípulos en la Ultima Cena. Siempre decía «Haced vosotros lo mismo». Y para animarnos más a ellos, se identifica con aquellos a los que sirvamos: «Conmigo lo hicisteis». El servicio al hermano es un lugar privilegiado de encuentro con el Señor, como la presencia eucarística.

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4.7.2. Toda vocación en la Iglesia de Cristo tiene que ser servicial. La Iglesia es una sociedad de servicios mutuos. Todos nos necesitamos. Todos podemos y debemos ayudarnos en algo. Religiosos/as, matrimonios y pastores nos necesitamos e implicamos mutuamente como cada ángulo del triángulo está esencialmente correlacionado con los otros dos, para ser él lo que es y para que aquéllos sean lo que son. 4.7.3. Después de la llamada radical del bautismo y la confirmación, Dios nos expresa de qué forma y con qué servicio quiere que le sirvamos en la comunidad. El planteamiento principal de toda respuesta debe estar en responder a nuestra misión para servir a los demás en la Iglesia. Y esta actitud no afecta solamente al tiempo crucial de la opción solemne de su propia vocación, sino que debe expresarse y aplicarse en cada circunstancia concreta en la que Dios nos vaya poniendo a través de las mediaciones eclesiales, en las cuales es preciso ver con mirada de fe el encargo y la llamada de Dios que se va desplegando en la historia y en mi historia. 4.7.4. Esa vocación servicial se refiere también al mundo no cristiano. La Iglesia debe dar comunitariamente testimonio del amor del Padre al mundo, al que tanto amó y ama que entregó a su Hijo por El y le entrega a su Hijo a él, y hoy le entrega su Iglesia con el mismo fin, no para condenar al mundo sino para salvarlo, no con espíritu de juez sino de hermano, no con justicia sino con misericordia. 4.8. La pastoral vocacional debe ser, finalmente, KENOTICA, humillada, sacrificada, martirial y crucificada. El Siervo de Yahvé tuvo que pasar por el desprecio, la humillación, la tortura y la muerte para completar el ciclo de su vocación, antes de llegar a la vocación de la gloria, última y definitiva.

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4.8.1. El discípulo no puede ser más que el Maestro. Todo cristiano tiene que aceptar su vocación con espíritu de humildad, sin importarle si se trata de una tarea brillante u oscura. Eso es indiferente. Lo que importa es el hecho último de que sea, como para Cristo, la voluntad del Padre. 4.8.2. Una vez aceptada y asumida, esa vocación debe ser ejercida sin complejos, pero sin altanería; no para dominar, sino más bien para servir a los demás, considerándoles sus señores a los que debe atender. 4.8.3. Habrá también que asumir cada día lo que de monótono, rutinario y oscuro supone tantas veces la propia vocación, como Jesús de Nazaret estuvo casi toda la vida en la oscuridad de la aldea de Nazaret. 4.8.4. Y, finalmente, tendrá que estar dispuesto, por cumplir una vocación que tantas veces tiene que enfrentarse con los poderes del mundo, a asumir sus dificultades, riesgos, incomodidades, peligros y, a veces, hasta persecución y martirio. Martirio tiene que ser de algún modo todo final de la vida cristiana, pero podría ser que en algún caso se tratara de llegar hasta el martirio de sangre y de muerte. Pero el fruto último de toda vocación cristiana consiste en ser muerto como Cristo para ser resucitado con El, enterrado pero devuelto a la vida, en una nueva y abundante y duradera cosecha.

11 Vocación religiosa, signo ante el mundo de hoy

0.

Introducción

Antes de entrar en el tema de mi ponencia, deseo hacer algunas aclaraciones previas: 0.1. Primero, que en estos momentos hablamos de una vocación específica dentro de la vida cristiana. Hay otras. No decimos aquí si más o menos importantes. Todas son llamadas a la santidad. Todas tienen como ley el Sermón de la Montaña y las Bienaventuranzas. En cualquier hipótesis, la mejor para cada uno es aquella que le sugiere el Espíritu Santo. ¿Para qué complicarse más? Este tema de la cualificación teológica de las diversas vocaciones es sumamente sugerente y necesitado de una relectura después del Vaticano II; pero ahora no vamos a entrar en ello. 0.2. Pero sí recordar que, dentro de las coordenadas comunes a la situación de los bautizados, la vocación Conferencia pronunciada en las Jornadas Nacionales de Pastoral Vocacional. Madrid, noviembre 1979.

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religiosa tiene unas características propias y específicas, de las cuales vamos a hablar en este momento con exclusividad. Porque hubo tiempos en los que no se sabía hablar del Pueblo de Dios, sino solamente de las vocaciones consagradas. Pero ahora podemos tener el complejo contrario, y no saber hablar, de manera monográfica, de un tema solamente. Una cosa es que todas las vocaciones estén insertas en la comunidad cristiana y el pueblo de Dios, tanto en su llamada, como en su ejercicio, como en su maduración, y otra cosa es que empobrezcamos los matices de la gracia cristiana, haciendo de todo una tabla rasa. Lo mismo que no hay dos santos iguales, porque «Dios hace un santo y rompe el molde», con mayor razón las distintas vocaciones en la Iglesia tienen sus riquezas propias, que no conviene oscurecer, tanto para no empobrecer a los individuos como a la Iglesia. 0.3. También doy por supuesto, además, y ya dentro del tema específico de la vida religiosa, algunos matices que se han tratado en ponencias anteriores, como la pastoral vocacional, la problemática juvenil, el proceso humano-cristiano de la opción vocacional, etc. En mi intervención, voy a limitarme a reflexionar sobre la vocación o el carisma de la vida religiosa, y, precisamente, en cuanto signo válido y elocuente para el hombre de hoy. 0.4. Porque no se trata solamente de que una parte de la sociedad actual, concretamente la española, que se siente y se expresa despegada de los valores cristianos y eclesiales, sea incomprensiva con la vida religiosa. Lo grave es que el rechazo de la vocación religiosa como forma de vida ha llegado hasta el interior mismo de la Iglesia. No de toda ella, desde luego, pero sí de una parte notable. En parte, por razones empíricas: por la ambigüedad o hasta el claro deterioro de la imagen de los religiosos, embarcados tantas veces en compromisos temporales demasiado materialistas y hasta a veces injustos; al

menos, silenciando la injusticia, legitimándola y sacralizándola; canonizando en la práctica una situación social de privilegios de clase nada evangélica. En otros muchos casos, por no saber presentar el testimonio y vender bien la imagen. En otros, también, por el redescubrimiento de las exigencias de santidad, de testimonio y de corresponsabilidad de todos los bautizados, gracias sobre todo al Concilio y al movimiento que posteriormente ha provocado. Por todo ello, muchos cristianos se preguntan si tiene sentido para la Iglesia y para el mundo de hoy esta vocación, aun dando por supuesto que en siglos anteriores haya prestado grandes servicios a la Iglesia y al mundo. 0.5. Diré de antemano que creo sinceramente que la vida religiosa sigue teniendo sentido, dentro de la Iglesia y del mundo de hoy, con tal de que vuelva a las actitudes radicales que, desde sus comienzos, le dieron su fundamento en la Iglesia, encomendándole un papel incómodo, subversivo y profético, para que sirviera permanentemente a la comunidad de detonador, de despertador, de aguijón contra rutinas, aburguesamientos y acomodaciones no evangélicas del Evangelio. 0.6. Quiero añadir que, aun en ese caso, cuando se dé y donde se dé ese sentido positivo de la vocación religiosa, no por ello quiere decirse que necesariamente tendrá una aceptación y una inteligibilidad automática y evidente, sino que se mantendrá como se mantiene, dentro del plan de dios, la misma figura de Jesucristo y de la Iglesia, dentro de las coordenadas históricamente inevitables de la ambigüedad. Es decir: ni para su mismo Hijo, quiso el Padre que su testimonio fuera físicamente evidente, aplastante. Jesucristo fue lo suficientemente humano para dar pistas de ser más que humano. Lo mismo la Iglesia. Pero si Jesucristo, o la Iglesia, o la vida religiosa fueran claramente inhumanos y antihumanos, se rompería la ambigüedad por el lado negativo. Aplicándolo a la

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vocación religiosa, los hombres podrían decir: «No es posible que el Dios de estos hombres —injustos, insolidarios, replegados, incultos, oscurantistas, avarientos, rutinarios, etc.— sea bueno; no es posible que ese dios sea Dios». Pero si la Iglesia, y los religiosos especialmente, dan testimonio de altruismo, solidaridad, imaginación, iniciativa, sano humanismo, etc., aunque ello no agote desde luego todos los valores a cultivar en la vida religiosa, sí que, como signo, los hombres pueden ser interpelados hacia el Dios de Jesucristo que anunciamos. Esa es la ambigüedad buena que, con la gracia del Señor, está en nuestras manos, depende de nosotros: el no ser menos que ambiguos. No podemos imponer la evidencia de la fe. Pero sí podemos evitar la evidencia del ateísmo.

1.

Las tres radicalidades

He hablado anteriormente de que la vida religiosa tiene como actitud especial el poder tomar el Evangelio de manera radical, sin glosas, literalmente, «a lo bestia». Toda la vida cristiana ha de tener como motor al Espíritu Santo, y como programa, no las Tablas de la Ley, del Antiguo Testamento, sino las del Nuevo Testamento, los Evangelios, y como núcleo principal, el Sermón de la Montaña. Pero, en su manera concreta, estos principios deben ser matizados por situaciones que, a veces, están condicionados por la misma vocación cristiana; por ejemplo, el padre de familia por sus hijos; el obispo, por la diócesis en toda su dimensión y complejidad; etc. En cambio, el religioso renuncia a todos esos vínculos, porque su papel es destacar la fraternidad total y la total libertad. El religioso no tiene ni padre, ni madre, ni perrito que le ladre. Con una maleta y el Espíritu Santo, tiene bastante.

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Pero esto exige muy especialmente vivir desinstalados, vivir a la intemperie. Libres, pero inseguros. La vida religiosa no es un seguro de vida, sino un «inseguro de vida». De aquí, su actitud desprendida y caminante. Inclusive cuando han creado algo subsidiariamente y llega el momento de que la Iglesia o la sociedad estén preparadas para atenderlo, es o sería normal dejarlo en esas manos, y pasar a otros servicios, otras búsquedas. El peligro de las congregaciones religiosas es la acumulación, honrada y justa, pero peligrosa, por ser riquezas que engendran confianza y autosuficiencia. Si de algunas fortunas se puede estar seguro de que han sido acumuladas con trabajo honesto, es las de las órdenes religiosas en general. Sin embargo, eso no quita para que sean fuente de podredumbre, de descomposición, de debilitamiento de la orden o congregación. Por ello, en el caso de los institutos religiosos, el planteamiento cristiano más correcto no sería demostrar y llegar a la convicción de que deben desprenderse de algo, sino, por el contrario, si están obligados a retenerlo, teniendo en cuenta su vocación y situación concreta de servicio eclesial y social. Y aun en ese caso, revisar permanentemente esas propiedades, como si se empezara de cero, y así mantener el corazón y la voz libres para decirnos a la Iglesia y al mundo una voz profética. A la Iglesia, también. Los primeros eremitas huyeron al desierto como signo profético y crítico frente al aburguesamiento de la Iglesia, más que por miedo a las persecuciones. Al contrario: por miedo a las comodidades. Los religiosos de siempre, nos deben servir de incordio, de memoria subversiva, de grito de alerta para que no confiemos en los poderes del mundo, sino en los del Espíritu. Esta radicalidad podría expresarse con tres ramas principales, con tal de que se vivan simultáneamente las tres, sin olvidar ninguna, aunque con diversidad de acen-

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tos y proporción, dentro de las vocaciones concretas y circunstancias de cada individuo y cada congregación. Estas tres radicalidades se refieren a Dios, a los hermanos de la propia congregación y al mundo en general, englobando aquí conjuntamente a la Iglesia y al resto de la sociedad. 1.1.

Radicalidad con Dios

El contacto del religioso y la religiosa con Dios debe ser radical, notorio, escandaloso como todo lo suyo. 1.1.1.

1.1.3.

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Pureza de corazón

Una vida así requiere, y a la vez facilita, una gran pureza de corazón, desprendimiento exterior e interior de todo lo creado, sin condicionarse de antemano por nada ni por nadie. A la vez que supone, por el contrario, una total dependencia de lo que se manifieste como voluntad del Padre. Y esto en circunstancias normales y rutinarias, que será lo más frecuente, y a veces en circunstancias decisivas y cruciales, hasta dolorosas y crucificantes, que serán las menos, pero que no faltarán ni pueden faltar.

Todo es poco

No basta un poco de oración. Se requiere una gran vida de oración. Aunque garantizando momentos determinados y planificados, tanto por la buena distribución de las actividades como por la necesidad de una progresiva profundización, debe vivirse además en un constante clima de oración. Es como una vida de familia con Jesucristo. Así, por ejemplo, los días de fiesta o tiempos de vacaciones, es lógico que se haga no menos, sino más oración, porque la oración es una vida de familia, y la vida de familia no es un medio, sino un fin, y cuanto más tiempo se tiene, más se le dedica. 1.1.2.

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Pese a quien pese

Esto no es negociable. Hay que defenderlo contra todo y contra todos. No es un deber, sino un derecho. Ser libres para hacerlo, y para explicarlo si se presenta el caso. En tiempos se dijo, hasta por cristianos, que la oración era una alienación. Habría que tener el coraje de decir: «¿Y aunque así fuera, qué? ¡Me da la gana! Yo voy a «alienarme» con la oración, mientras tú vas a alienarte con la televisión, o con el alcohol o con la droga... ¡Y con resultados bien distintos, por cierto!».

1.2.

Radicalidad con los hermanos en religión

O, como si dijéramos, con «los domésticos en la fe». Es decir, que ahora no hablamos ni de los hombres en general, ni siquiera de los cristianos, sino de esa especie de familia que representa la congregación en general, y más concretamente aún la comunidad determinada en la que se vive. Y esto debe ser notorio, palpable, visible. Al menos, en cuatro aspectos: 1.2.1.

En la ayuda material y espiritual

Que debe expresarse en formas concretas, aunque se haga con cierta flexibilidad. Para revisarse. Para dialogar mutuamente. Para clasificarse, corregirse y perdonarse. La experiencia dice que precisamente las comunidades religiosas de reducidas dimensiones tienen más peligro de prescindir de todo esto o de no hacerlo con seriedad, por creer ingenuamente que ya el roce de la vida doméstica lo facilita. Es un engaño, porque los pequeños incidentes de la vida doméstica se viven siempre a flor de piel, sin profundizar, sin clarificar, sin recrear.

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1.2.2.

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Compartiendo los bienes

Tanto económicos, como culturales y espirituales. Es el gran testimonio ante el mundo, la constitución de una nueva sociedad, fundada no en la sangre ni siquiera en los ideales filosóficos o políticos, sino en el mismo Dios, en la misma fe, en el mismo Espíritu, que es promotor del verdadero y perfecto comunismo. En la vida religiosa tenemos como oasis y anticipos de esa comunión a la que nos convoca el Espíritu, que no será en algunos aspectos, sino en todo; no para unos meses o años de ensayo, sino para siempre; no con unos grupos u otros, sino verdaderamente universal. Y las comunidades de vida religiosa ensayan, representan este ideal, para que nos sirva de estímulo y de esperanza a los demás. 1.2.3.

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sería más que eso: un sueño irreal. El único que podría empezar siempre de cero sería Dios, y no ha querido hacerlo más que una vez, al comienzo de la historia; luego, cuenta con lo que somos, y nos aguanta, y desde ahí va sacando partido. Los mismos casados, que tienen problemas y broncas, normalmente saben que seguirán aguantándose, y que es mejor así. ¿No van a tener los religiosos y religiosas tantos motivos de esperanza de que las personas y las situaciones pueden cambiar, y la caridad para amar aunque no cambien? Está bien buscar un equipo con cierta homologación, en lo posible, pero ni pedir de antemano ideales imposibles, ni cansarse ni desilusionarse en cuanto aparecen las primeras decepciones inesperadas. Es legítimo tener en cuenta lo humano, pero no es religioso ni siquiera cristiano apoyarse exclusivamente ni siquiera preferentemente en lo humano.

En la libertad de los hijos de Dios

Libertad, que no es independencia, insolidaridad; sino servicio, compromiso, fidelidad y seriedad en las reglas de juego. Dentro de una gran adultez y madurez de la persona. Viviendo en una auténtica corresponsabilidad. Otro aspecto en el que la experiencia de fe anduvo muchos siglos por delante de la vida socio-política es el hecho de que en tiempos de predominio autoritario y concepción piramidal de la sociedad, las comunidades religiosas dieron a todos el derecho al voto, para elegir superiores y para otras decisiones importantes del bien común. Y esto, aun en comunidades de mujeres. 1.2.4. En la paciencia y la esperanza Dar tiempo al tiempo. Estamos en la historia. Dios, también. Vencer la tentación de querer empezar de cero, de buscar la comunidad perfecta, ideal, soñada... que no

1.3.

Radicalidad en el compromiso con la Iglesia y con el mundo

1.3.1. Jesucristo pasó por el mundo haciendo el bien: un bien palpable, concreto, material. La radicalidad de los religiosos les ha movido en la historia de la Iglesia a seguir el ejemplo del Señor en favor de sus hermanos más necesitados. Llenos de imaginación y de inventiva, fueron pioneros en casi todo lo que suponía un servicio no atendido a un problema contemporáneo. Hicieron de todo: hospitales, escuelas, albergues, ¡y hasta puentes! 1.3.2. En cada época, el servicio debe adaptarse a las necesidades concretas de los hombres de su tiempo. Así, Pedro Nolasco fundó en el siglo XIII una orden liberadora, y no sólo de las «almas», sino de los cuerpos. Entonces no parece que se presentaban reticencias a una pastoral liberadora.

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1.3.3. Hoy, la vida religiosa sufre el desafío simultáneo de una adaptación a la pastoral territorial de la Iglesia, y a la transformación de la sociedad y del mundo. 1.3.3.1. Con la Iglesia, porque al resituar el Concilio el concepto de Pueblo de Dios como corresponsable de su marcha, los religiosos y religiosas se ven empujados a ministerios pastorales concretos y a insertarse con los otros ministerios eclesiales, que se van desarrollando y que, más o menos pronto, se institucionalizarán públicamente. 1.3.3.2. Porque, ante el desafio de la historia, en búsqueda de una sociedad más justa, solidaria y fraternal, la Iglesia no puede permanecer impasible. Mientras que la Palabra de Dios nos dice que la tierra es de todos y que todos somos hermanos, la realidad planetaria nos demuestra la enorme desigualdad que existe en toda clase de bienes: económicos, culturales, sociales, legales y hasta religiosos. No basta, pues, hablar de compartir, sino, antes, de liberar; aquello es la meta, pero éste es el proceso hacia ella. Nuestro principal motor es el Padre de todos, el Hijo que murió por todos, el Espíritu Santo que es comunión entre todos. Nuestra meta es la liberación total, individual y colectiva, temporal y eterna. El pecado individual es una esclavitud personal. Las estructuras injustas esclavizan colectivamente, y fuerzan a pecar individualmente. Pero una parte de ese proceso está en nuestras manos, aquí y ahora; una responsabilidad en la lucha contra las esclavitudes económicas, políticas, culturales, y la posibilidad de colaborar con todas las fuerzas que luchan contra esas esclavitudes. La total libertad de los religiosos se lo permite de manera más radical que a nadie en la Iglesia. No tienen ni familia que dependa de ellos, ni condicionamientos económicos que defender, ni miedo al sufrimiento, a la cárcel, al destierro o a la muerte. Tenemos un ejemplo en el padre Kolbe y el argumento

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que proponía para sustituir a otros condenados: él no dejaba hijos detrás; aunque por su sacrificio sí que dejó innumerables hermanos... Habrá que dar pasos enérgicos y firmes en todos nuestros compromisos, aunque por ello muchos cristianos de las clases opresoras se nos desenganchen... ¡o se conviertan! Por aquí podrían venir —o, más bien, seguro que vendrán, y que están viniendo— dificultades y persecuciones: verdadera pobreza, verdadero martirio, moral ofísico.Pero también aquí se encontraría la bienaventuranza del Señor. Y el testimonio de que los de Cristo están con los débiles para salvar a todos, y no con los fuertes, para oprimir o, al menos, inmovilizar y drogar a los débiles. Tenéis la fortaleza de la comunidad religiosa, que os sirve de mutuo apoyo. Además de la certeza de que Dios no se olvida de sus hijos nunca, y menos cuando están en dificultades por su causa, como lo demuestran la vida de los apóstoles y de los santos. También en esto los religiosos deben ser radicales, si quieren ejercer su papel de testimonio y de estímulo ante el mundo y al interior de la Iglesia.

2. Análisis «artesano» de la realidad Como ven, no pretendo que sea «científico» ni exacto, sino solamente aproximativo, aunque creo que con fundamento en la realidad. Deseo responder en esta última parte de mi intervención a una demanda expresa que se me hizo al solicitarla: ¿Cuál es la situación general de las congregaciones religiosas, y cómo se sitúan los jóvenes ante la opción religiosa? 2.1. El Concilio Vaticano II supuso para los religiosos no solamente una revisión de su propio carisma, sino de toda la Iglesia y de su papel dentro de ella. De aquí nació un gigantesco movimiento de revisión, de renovación

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y de reforma, que de hecho no creo que haya llegado todavía a su término y su plenitud, al menos en todo lo profundo de su espíritu, aunque de momento sí haya quedado terminada una etapa de reformulaciones colectivas y cambios estructurales. 2.2. Uno de los frutos logrados ha sido en parte una mayor cercanía al Pueblo de Dios y al mundo, un tono más fraternal, un estilo de vida más sencillo, un mayor compromiso con los problemas del pueblo. Esto se ha intensificado en ciertos sectores o ambientes, como los suburbios de las grandes ciudades, las pequeñas comunidades cristianas o los países de Latinoamérica, y ahí la sociedad ha detectado claramente el cambio, aunque con diferente reacción: unos, los poderosos, en forma de rechazo; otros, los débiles, primero con sorpresa, y luego con alegría, gratuidad y esperanza. 2.3. Una parte notable entre el mundo religioso —notable en el doble sentido de la palabra, en cuanto a estar compuesta por un número importante, y además formada en buena parte por «los notables de la tribu»—, entró en el movimiento post-conciliar quizá por sorpresa, por presión sociológica y por cierto compromiso, pero sin gran convicción ni conversión. Esta parte siempre ha ido a remolque, cuando no se ha empleado con empeño en minimizar y boicotear la reforma, con toda clase de batallas. Posteriormente, en cuanto han aparecido dificultades, evitables o inevitables, unas nacidas de la vida cristiana en sí misma y sus exigencias, y otras de los defectos y límites de las personas y situaciones, han aireado y jaleado los aspectos negativos, los han generalizado injustamente, y los han pretendido utilizar como argumento para demostrar el fracaso del mal camino emprendido, olvidando que toda reforma necesita un largo rodaje, que en todas las realizadas han sido frecuentes las exageraciones y deformaciones parciales, y que en todo caso en

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la situación anterior probablemente había muchas más infidelidades de fondo, aunque quizá podía aparecer que hubiera más fidelidades de forma. 2.4. Últimamente (1), se nota cierto cansancio, miedo, desconcierto, y la tentación de volver a los cuarteles de invierno (2), a las falsas seguridades, a las minucias pueriles, donde se cree reencontrar la fidelidad de una manera automática, olvidando que para eso no hay recetas, sino solamente la esperanza cristiana y la lucha permanente de nuestro corazón, siempre débil, tanto en una Iglesia estática como en una Iglesia dinámica. 2.5. Si se acentúa y predomina esa tendencia (3) me temo que, en lugar de contribuir al prestigio de la vida religiosa, se contribuirá a su descenso y postración. Es posible que entonces haya más tranquilidad, pero menos vida; que se guarden mejor los reglamentos, pero que se evapore el Espíritu; que hasta entren muchos hombres —varones y mujeres, se entiende — en los noviciados, pero no sé si entrarán muchas personalidades generosas, creativas, luchadoras y llenas de esperanza, que es el talante de los santos. Claro que, quizá, es que los santos estorben en las congregaciones religiosas; y, entonces, ¡apaga y vamonos! Dicho ahora sin bromas ni ironías: Ante una vida religiosa introvertida, aburguesada, reseca, alejada del mundo, con talante de solterones más que de hermanos, de administradores más que de evangelizado(1) Recuérdese que se habla en noviembre del 79; se ha conservado exactamente el texto tal y como entonces estaba en el borrador de la conferencia. Los síntomas aquí indicados no han hecho más que aumentar desde entonces. (2) No son pocas las congregaciones que han «consentido» ya, y han levantado nuevas murallas y reconstruido las antiguas —¡y viejas!— fortalezas. (3) Decía en el 79; y creo verla ahora, a finales del 81, claramente acentuada...

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res y testigos, los jóvenes cristianos con ilusión se sentirán repelidos. Y no porque les falte generosidad, sino porque falte generosidad precisamente a la vida religiosa. 2.6. Actualmente existen, un poco por todas partes, bastantes grupos juveniles que llevan una vida no digo ya como los religiosos, sino como los religiosos de los tiempos fundacionales: en radical pobreza, en cercanía y comunión entre ellos y con las gentes de los barrios marginados y sus problemas; con una vida de oración y de compromiso con el mundo, que impresiona. Algunos viven en comunidad total. Otros participan ocasionalmente; como si dijéramos, la «orden tercera». Van creando sus ritos, que expresan sus actitudes de manera adecuada a su circunstancia; así, por ejemplo, cuando alguno decide pasar a vivir plenamente en la comunidad, donde se compromete a compartir todo y a vivir como célibe, hace una declaración con ocasión de una eucaristía doméstica. 2.7. Y una advertencia final que no es una amenaza, sino un dato a tener en cuenta: No sé por qué se va a pensar que las órdenes religiosas, todas y cada una en particular, tengan que esperar llegar en activo en la tierra hasta el final de los tiempos, hasta la vuelta del Señor. Hay que pensar en la posibilidad de que una orden religiosa sea útil durante unos siglos, y luego desaparezca. Pero aun aceptando con realismo esta posibilidad para cada orden en concreto, incluidos los grandes cedros del Líbano, sabemos que en la Iglesia siempre habrá esos tesoros de las congregaciones religiosas, como un acerbo de experiencia, de sabiduría, de tradición y de convivencia, grandes árboles a los que puedan venir a cobijarse muchos cristianos que sientan esta llamada, y que no puden vivirla de hecho con profundidad y constancia de manera completamente ácrata, por libre, a su aire. Eso sí: para que a esas vocaciones generosas no se les haga imposible el camino, no se les puede poner el acento en lo

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accidental, en lo exterior, en lo prefabricado. Sino que —lo que es el espíritu en el hombre, y lo que es Dios en la creación y en la historia—, hay que buscar la fidelidad a la vocación religiosa futura en actitudes sustanciales que, como simientes, vayan creciendo hacia fuera en simbiosis y en sintonía con la vida, en crecimiento, en evolución y en adaptación constante. Sólo así podrían los jóvenes de esta historia y de esta sociedad descubrir y aceptar las riquezas espirituales recogidas en las congregaciones religiosas con las que se encuentren, para ser interpelación y llamada inteligible. De otro modo, la envoltura quitinosa, esclerotizada y envejecida le impedirá ver la savia, la vida y las esperanzas que en ellas se encierran.

12 La vida contemplativa en la Iglesia y en el mundo de hoy

0.

Introducción: Interrogantes mutuos entre la vida contemplativa y el hombre actual

Si ya la vida religiosa en general es una realidad difícilmente comprendida por el hombre actual, inclusive entre algunos creyentes, la incomprensión y hasta el rechazo total suben de punto cuando se trata de la vida religiosa contemplativa: 0.1. ¿No es algo completamente carente de sentido para el mundo actual? Aun en la sensibilidad cristiana predomina actualmente el sentido y la necesidad de la presencia en el mundo, la lucha directa y la eficacia. 0.2. ¿No parece una negación y hasta un desprecio del mundo? Cuando el Concilio y la teología actual nos han redescubierto sus valores cristianos, y la necesidad de hacerse presente en él para su transformación. Plática dirigida a las Carmelitas de Albacete y a los monjes de Poblet en 1979.

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0.3. ¿No tiene el peligro la vida religiosa contemplativa de fomentar un clima artificial de «ghetto» deformador y traumatizante, y formar personas sin personalidad, raras e incapaces de vivir en una vida normal? ¿O quizá también actuar como filtro seleccionador precisamente de aquellos caracteres raros de antemano, y ello hace que luego se refleje en ese ambiente extraño y deshumanizado, donde las costumbres que resultan normales en la vida corriente se consideren condenables, y donde se fomentan costumbres que en el mundo resultarían absurdas e ilógicas? 0.4. ¿Por qué mantener la vida contemplativa en la Iglesia de hoy? ¿Es puramente por rutina y por respeto a unas personas que ya están embarcadas en ella? ¿Está llamada a extinguir? ¿O tiene todavía un sentido, una necesidad y un futuro en la Iglesia?

1.

Qué entendemos aquí por «vida contemplativa»

1.1. No tratamos de la actitud fundamental de adoración y admiración, más o menos meditativa, más o menos intuitiva, que debe tener todo cristiano en mayor o menor grado, ya directamente ante la presencia de Dios por la fe, ya ante sus obras en la creación y en el hombre, como signos de esa presencia de Dios. Esta dimensión es para todo cristiano, aunque en diversa medida, según la vocación de Dios y la respuesta del hombre. 1.2. Tampoco entendemos aquí por «vida contemplativa» una vida de predominio místico, aun cuando no tuviera fenómenos extraordinarios, pero en la cual la persona es habitualmente y profundamente motivada directamente por los dones del Espíritu Santo, con una intensidad y una vivacidad que son propios de los estadios más avanzados de la madurez cristiana, independientemente

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de que sean muchos o pocos los que lleguen ahí y de que todos estén llamados o no. 1.3. Entendemos por «vida contemplativa» o, mejor dicho, por «vida religiosa contemplativa» aquella vocación, dentro de la vida cristiana, en la cual el modo de existencia, individual y comunitario, se supedita totalmente a facilitar actitudes en las que sea posible la dedicación intensa y amplia a la oración explícita y actual, y en conjunto toda la vida a una actitud de oración habitual. Donde, por tanto, predomina la soledad y el silencio; donde se busca un tipo de trabajo sencillo, que permita la atención habitual a Dios, y donde los medios de vida, en la habitación, el vestido y la comida se reducen a lo mínimo indispensable, tanto por razones de pobreza como de dominio de los apetitos y tendencias, con el fin de alcanzar la purificación del corazón para una mayor entrega y un mayor conocimiento de Dios. 1.4. Pero no quiero especificar ahora si se trata de órdenes masculinas o femeninas, de origen antiguo o moderno, con unos matices u otros, sin que eso quiera decir que no tengan gran importancia esos matices, tanto en sí mismos como para las personas concretas y su influencia sobre ellas en el desarrollo de su vida contemplativa comunitaria. Aun así, creo preferible no entrar en esos aspectos, tanto para poder replantear el tema desde sus raíces fundamentales, que es de lo que se trata, como para ser honestos con el hecho de que hablo como desde fuera, dado que yo no vivo por dentro esta vocación a la vida religiosa contemplativa. 1.5. Doy por supuesta y más o menos conocida, la historia del monaquismo, tanto oriental como occidental, y sus diversas tendencias, más eremíticas o más cenobíticas. Sin embargo, no viene mal recordar, aunque sólo sea de paso, cuál es la raíz o el primer movimiento inicial de la vida contemplativa, que en un principio tuvo predomi-

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nantemente un matiz contestatario y subversivo. Los primeros solitarios y eremitas no huyeron al desierto por miedo a las persecuciones de los paganos, sino por miedo a las «contemplaciones» de los cristianos, por miedo a las concesiones y al aburguesamiento con el que los cristianos, incluidos muchas veces los obispos y el clero, habían edulcorado y mixtificado el Evangelio. Con todas sus exageraciones y hasta con su cierto espíritu malsano a veces de competitividad ascética, con sus fórmulas, en ocasiones pintorescas como las de los estilitas o los emparedados, sin embargo, significaron para la Iglesia en su conjunto un toque de atención, una exigencia y un punto de referencia permanente de lo que debe ser en substancia la radicalidad de la vida evangélica de todo cristiano.

2.

Elementos tradicionales en la vida contemplativa

A continuación, enumeramos aquellos elementos que tradicionalmente aparecen de manera constante en la vida contemplativa, aunque sea con diversos acentos y distinta proporción, desde los primeros movimientos eremíticos, que se conservan en todas las grandes corrientes monásticas, y que parece necesario tener siempre en cuenta en toda vida religiosa contemplativa comunitaria. 2.1.

El combate espiritual

En primer lugar, en el orden lógico, aunque no en el de la finalidad principal, aparece el combate espiritual. El solitario va al desierto como el Pueblo de Dios, como los grandes profetas, como Jesucristo, a luchar contra el mal y contra el Malo. El desierto conserva su ambigüedad de ser el lugar privilegiado del encuentro con Dios, y, a la

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vez, y quizá por lo mismo, el encuentro con los espíritus del mal, con las tentaciones y con el poder de las tinieblas. Más en concreto, su lucha es contra los vicios y contra el Demonio: 2.1.1. Los vicios contra los que luchaban eran expresados y agrupados de manera metódica y casi siempre invariable en tres tríadas, por orden de menor a mayor dificultad y gravedad. Los tres primeros concernían a la carne, al cuerpo o a los bienes exteriores: la glotonería en el comer y beber, la lujuria y la avaricia. Extirpados éstos, que parecían los primeros en atacar, venían otros tres en el alma sensible o concupiscible: la cólera, la tristeza y la pereza o acedia. Los últimos y más difíciles de desarraigar eran la vanagloria y el orgullo, que es doble a su vez: el orgullo de la carne, que lleva a la desobediencia, a la envidia y a la crítica, y el orgullo del espíritu, que es el que más ataca a los avanzados y les impide progresar, tentándoles a presumir de sus propias fuerzas. 2.1.2. En cuanto a los demonios, evidentemente su cultura y su concepción del cosmos y del hombre les llevaba a exagerar la intervención del demonio en todos los acontecimientos. Pero sustancialmente queda ahí una intuición muy fuerte y muy válida, según la cual, cuando precisamente un problema humano se estudia más en profundidad, aparecen más claramente fuerzas misteriosas, causas extrañas y conflictos más agudos de lo que en lo superficial se podría prever; un mal absurdo, un mal gratuito y sin lógica, un vertiginoso abismo a los pies de cualquier buen burgués. Sería, por cierto, interesante un profundo trabajo interdisciplinar entre teólogos de la espiritualidad, psicoanalistas y pedagogos, que intentaran una reformulación del problema para nuestra época y nuestra cultura, para evitar caer tanto en el simplismo de mantener una mitología superada e incoherente como eliminar sin más la cuestión, zanjando con demasiada facili-

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dad la posibilidad de la existencia de las fuerzas personales y espirituales del mal. Y esto por respeto a nuestra tradición cristiana, y aun sin tener en cuenta la inesperada reaparición del Demonio en el cine y la novela de un mundo tan sofisticado y tecnificado como el de nuestra sociedad actual. 2.2.

Las armas para la lucha

En segundo lugar, recordemos las armas que eran recomendadas al monje para esta lucha que le esperaba prácticamente durante toda la vida: 2.2.1.

La oración

Prácticamente continúa. Con momentos más intensos, y con diversas fórmulas, principalmente salmos y jaculatorias. Entre los cenobitas se regulaba comunitariamente una parte de esta vida de oración. De momento, no insistamos más en este aspecto, al que volveremos después. 2.2.2.

2.3.

233

La finalidad de la lucha

Todas estas luchas tenían como finalidad principal dos cosas: 2.3.1. LA APACEIA, la pacificación del corazón, la serenidad del espíritu, la integración de las tendencias instintivas, la transparencia de la existencia. Lo cual, a su vez, tenía por finalidad última: 2.3.2. LA CONTEMPLACIÓN de Dios y de los bienes eternos. Y, con ello, el gozo profundo y la plenitud espiritual. No quiere decirse que sólo después de haber pasado por todas las etapas anteriores, el monje pudiera disfrutar de este gozo y de esta fruición de la presencia de Dios, que era, al fin de cuentas, toda su riqueza. Pero sí que sólo después de una cierta madurez se podría llegar a aquella paz y a aquella plenitud que era la característica de todos los ascetas y monjes considerados como maestros de vida espiritual y testigos de la fe, no solamente para aquellos que venían a vivir a su lado como discípulos, sino inclusive entre otros muchos cristianos, sin excluir obispos y sacerdotes, que venían de lejos al desierto a pedir una palabra de luz, de consuelo y de fuerza.

El trabajo

Era considerado uno de los deberes estrictos del monje, tanto para llenar las horas de su jornada, como para vivir del trabajo de sus manos. Sobre todo, se consideraba como un tiempo de oración, expresado de otra manera. 2.2.3.

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El ayuno

Como medio de sujetar la carne al Espíritu. Normalmente, consistía en la comida única diaria. Pero en muchos casos se ayunaba varios días seguidos sin tomar alimento alguno, aparte del agua.

3.

Algunos aspectos de la vida contemplativa especialmente significativos para nuestra época

Teniendo en cuenta estas columnas fundamentales de la vida monástica, eremítica y cenobítica, haremos algunas reflexiones que puedan ayudar a enfocar y comprender hoy la vida contemplativa, tratando de demostrar que no solamente no es un lastre para la Iglesia de hoy, sino que puede y debe ser un acicate, un estímulo, y, para algunos casos, una posible alternativa, una vocación cristiana.

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3.1.

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Como protesta ante el mundo, como huida del mundo, como radicalidad evangélica

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dola en el presente y entregándola a las sucesivas generaciones. 3.3.

Ante una sociedad mal planteada y desfasada; ante un hombre unidimensional; ante una sociedad competitiva y una tecnología obsesiva, que tiende a convertirse en ídolo; ante una explotación de la naturaleza, verdaderamente suicida, el monje protesta mansamente pero enérgicamente. Y no sólo en el café o en el «pub» y de palabra, sino con su vida entera. Y no sólo para un verano o unos años, sino para toda la vida, demostrando el gozo de vivir en la sencillez, en el contacto con la naturaleza, en la paz de los sentidos. Ante una sociedad competitiva, se desentiende y renuncia, y deja la capa y el manto. Frente a una sociedad agresiva, adopta la paz y la paciencia. Ante inclusive una Iglesia acomodaticia, burocratizada e instalada, levanta la bandera de las bienaventuranzas, que toma con todas sus consecuencias, como advertencia y exigencia para los que, aun a veces legítimamente, deben contemporizar con el mundo. 3.2.

Como símbolo vivo de una sociedad utópica

Cuando tantos corazones nobles están buscando una nueva sociedad, que no acaba de verse vislumbrar, aunque tantos buscan actualmente, en el campo o en la ciudad, la vida contemplativa monástica lleva ya siglos ejerciendo en millones de hombres un comunismo perfecto y total, tanto en lo material como en lo espiritual, en todos los aspectos de la existencia: en el trabajo, en la oración, en la fiesta, en los problemas individuales y comunitarios; y esto también en solidaridad de unas generaciones con otras, a través de la historia, recibiendo una herencia material, cultural y espiritual de los antepasados, mejorán-

235

Como ejemplo de responsabilidad y de trabajo

Dentro de sus límites de tiempo y de su relatividad respecto al «unum» necesario, el trabajo en la vida monástica recibe una gran importancia y una rica valoración, no sólo en su realización material, en el cumplimiento fiel de unas horas de trabajo, sino en su misma calidad y finura de ejecución y de intención. Porque se trabaja no para los hombres, sino para Dios, se asume con tal entrega que podría ser modelo para tantos que llevan el trabajo como una cadena y no como una realización. Se puede asegurar que, en general, la rentabilidad laboral de los monasterios sería ejemplar, si se computara y homologara con otros centros de actividad. 3.4.

Como ejemplo de sobriedad y austeridad

Frente a un mundo consumista, que inculca el gastar por gastar, el monje descubre que el principal valor es el hombre en sí mismo, y que con pocas cosas se puede realizar, y, aun eso poco, sabe también controlarlo y dominarlo según el plan de conjunto de su propia realización integral, ya sea comer o no comer, beber o no beber, todo ello integrado en una finalidad global y no sometido a la necesidad inmediata y a sus pulsiones instintivas. 3.5.

Como escuela de maduración humana

Frente a un mundo que no sólo no forma, sino que deforma al hombre, o al menos se despreocupa de si los espectáculos o la cultura o el trabajo o el confort le hacen realmente más o menos hombre, todo el trabajo indivi-

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dual y comunitario de la vida contemplativa tiende a realizar un tipo de persona integrada, en madurez y en equilibrio de todas sus potencias; en sintonía profunda con la creación, con los demás hombres, consigo mismo y con Dios.

3.6.

Una formación en profundidad

Frente a un mundo superficial, que va perdiendo la capacidad de mirar y sentir en profundidad, el monje va pasando por las diferentes capas de la cebolla de la vida, y va penetrando en su interior, y conociendo los espíritus y las fuerzas profundas del cosmos, de la vida, del hombre individual y de las relaciones humanas. Por su silencio, aprende a escuchar al hombre y a Dios con verdad y profundidad. Y, porque sabe escuchar, sabe decir una palabra, acaso breve, pero verdadera, honda y sabrosa, que sabe dar al hermano luces y fuerzas para su camino. 3.7.

Familiaridad con la trascendencia

Frente a un mundo, y a veces, una Iglesia, para los que Dios, o es una realidad desconocida e incognoscible, o una mera idea de la que se habla pero con la que no se habla ni se vive, el monje demuestra palpablemente la posibilidad de la familiaridad estrictamente hablando con Dios, de la convivencia con la transcendencia, de la posibilidad y necesidad de estar constantemente abierto al infinito. Y, en el caso de la revelación cristiana, de la aceptación humilde pero audaz de que el Infinito se haya acercado a nuestra pequenez, y el Inmutable conviva con nuestra cotidianidad. Dios está en todas partes, mirando al mundo y al hombre con amor, pero no en todas partes está el hombre mirando con amor a Dios. Una comuni-

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237

dad monástica es un espacio donde el hombre busca la presencia de Dios siempre y en todo. 3.8.

Un oasis acogedor

Frente a un mundo mercantilista e inhóspito, que no sabe acoger, ni física ni espiritualmente, y que sólo ofrece hoteles y no hogares, psicoanalistas profesionales y no amigos permanentes y desinteresados, el monasterio ha sido tradicionalmente el lugar de acogida de tantos hombres que necesitan ver y vivir un clima de fraternidad auténtica, y donde, además, puedan encontrar, en los hombres y mujeres de sabiduría cristiana, una palabra de aliento y de esperanza para sus vidas.

4.

4.1.

Algunas exigencias concretas de la vida contemplativa, en función de los valores enumerados anteriormente Desprendimiento total

Espiritual y práctico. Inicial, y renovado constantemente. En las cosas pequeñas y en las grandes. Saberse muerto para saberse renacido en el misterio pascual de Jesucristo; muertos a este mundo para nacer, no en otro mundo, pero sí en un mundo «otro», distinto, con otros planteamientos y fundamentos. Un desprendimiento tomado desde el primer momento en su absoluta radicalidad. Un desprendimiento que no es desprecio a las personas, pero sí a tantas situaciones como el mundo ha creado y canonizado, como la propiedad privada como fuente de injusticias y explotación, el consumismo, la opresión del hombre por el hombre, la tortura, la censura, la manipulación ideológica, etc., etc. Rechazo y desengan-

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che de tantas actitudes mundanas que a veces tiende el cristianismo, cuando contemporiza excesivamente con el poder económico, político y social, o colabora en la injusticia, o legitima la opresión y la explotación con falsos motivos de resignación o falsas esperanzas de futuro para alienar del presente. Y buscar modestamente actitudes coherentes con esta postura cuando se presente la ocasión, aun en cuestiones modestas. Es decir: no rechazar el mundo malo de palabra, sino de obra; no sólo sus principios, sino en todo lo posible sus resultados, que a veces, ¡ay!, son tan atrayentes y apetitosos...

4.2.

Espíritu fundacional

Aunque contemos con la eternidad, hay que darse prisa. Convocado a construir en la tierra esa sociedad utópica, primicia de la nueva y definitiva humanidad, el monje no puede vivir de las rentas, de aquellos esfuerzos heroicos de los fundadores, sino que ha de estar siempre en actitud fundacional, constructiva, creativa, urgente. Es mucho lo que hay que hacer, y muy grande lo que se está haciendo: una Ciudad Nueva, fundada por Jesucristo, con sus criterios, con la lógica del Evangelio, en la solidaridad total y cordial de unos con otros, todos trabajadores en la misma obra, viviendo juntos al pie de obra. Para bien y para mal, cada individuo influye en toda la comunidad, y cada generación en las posteriores. Casi como de la gloria al infierno, es el abismo que media entre una comunidad dinámica, generosa, entregada, diligente, llena de esperanza y de entusiasmo en la obra que lleva entre manos, y una comunidad apática, abúlica, relajada, yendo siempre a lo mínimo en todo lo que sea trabajo y sacrificio, y a lo máximo en todo lo que sea satisfacciones y caprichos.

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4.3.

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Espíritu de laboriosidad

Un monje infiel al trabajo es tan culpable como un monje infiel a la oración. Aparte de que el trabajo es un cauce de sublimación y de equilibrio para el espíritu humano, y muy particularmente para la vida monástica, es como la oración activa, el amor activo hacia Dios y hacia la comunidad, expresando, como quien dice, con las manos, lo mucho que ama el corazón. El monje trabaja sin nerviosismos, sin impaciencias, sin esclavizarse a la materia, pero con empeño, con energía, con entrega, sabiendo que trabaja para Dios, que trabaja en la obra de Dios, que éste continúa ahora por sus manos, en contacto con el barro de la creación que es nuestro barro hermano del que venimos y al que volvemos, pero al que transfiguraremos en la última obra de Dios, la de nuestra resurrección. El trabajo ya prefigura, prepara y empuja hacia esa última tarea de la historia, antes de que empiece la fiesta eterna. 4.4.

Espíritu de renuncia

Constante y creciente. En cosas pequeñas y grandes. Para librar el corazón, aligerar el cuerpo, iluminar el espíritu, abrir las ventanas al Espíritu. La ascesis no tiene un fin en sí misma, pero es un medio normalmente indispensable para alcanzar el fin, que es la pureza del corazón para ver a Dios, y en el monje es una profesión-profesional, si cabe hablar así, un compromiso, unas reglas de juego y de entrenamiento, incluidas en el «fichaje» por el club. 4.5.

Búsqueda incansable de la propia perfección

Orientado por el Espíritu, ayudado por la comunidad, pero con el propio e insustituible trabajo diario y cons-

I

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tante, el monje es a la vez la piedra y el cincel, el pincel y el lienzo. Una obra para toda la vida. O, mejor, una obra de toda la vida para la eternidad. Normalmente, un cuadro suele terminarse en meses, semanas o aun pocos días. Pero Leonardo da Vinci llevó en sus transhumancias el cuadro de la Gioconda consigo mismo durante años, mientras lo iba perfilando y retocando incansablemente. Así es el esfuerzo de la propia perfección. Y siendo desde luego la caridad el centro de la perfección cristiana, no se pueden abandonar tampoco otros aspectos también decisivos y generalmente complementarios, como la humildad, realista y coherente; la paciencia, el temple, el ritmo ante el espesor de lo real, ante las chispas entre el yunque y el martillo; el amor al silencio, aun dentro del mundo del silencio, a la soledad sonora, al descenso a la bodega como por instinto, por ley de gravedad contemplativa; la discreción, el sentido de las cosas, el tacto físico y psicológico, la naturalidad en lo sobrenatural, el sentido común y el discernimiento; la fortaleza, la sobriedad, la benevolencia, la simpatía y la empatia, etc., etc. Y en todo ello el monje es ayudado por los demás, no sólo con su oración y con su ejemplo, sino con su reflejo, su «feedback», su corrección fraterna, su aliento o sugerencias.

4.6.

Penetración constante de la realidad

En el propio corazón y en el de los demás. En la misma creación que nos rodea. Todo está lleno de Dios, todo es más profundo de lo que aparece a nuestra mirada superficial, como esas torres de las iglesias donde luego hay un pantano, que aún sobresalen por encima de las aguas, que nos dejan adivinar todo aquel mundo que hay allí abajo, un pueblo entero sumergido...

LA VIDA CONTEMPLATIVA EN LA IGLESIA...

4.7.

241

Hambre de Dios

Puede parecer superfluo recordar esto a los contemplativos. Pero la naturaleza humana se mantiene en todos los hombres y cristianos con su opacidad para las cosas de Dios, con su tendencia a cansarse y adormecerse como las vírgenes necias. Aun en el mismo monasterio puede haber motivos pequeños y honestos que puedan distraer de lo principal. En último término, el edificio monástico no es más que el instrumento y la mediación para que el monje vaya labrando en el propio corazón la celda del encuentro y el diálogo permanente con Dios. 4.8.

Comunidad acogedora

Haciendo compatible el ritmo de vida propio de la comunidad monástica, de tendencia siempre desértica y solitaria para el encuentro cara a cara con Dios, debe ser también un grupo acogedor de los hermanos, no solamente de los hermanos y parientes en la sangre, sino también y sobre todo de los hermanos y parientes en la fe, compartiendo con ellos la misa y la mesa, la celebración comunitaria y el silencio elocuente del claustro. También el diálogo individual con personas en búsqueda de paz, de sentido a la vida, de Dios en última instancia. Sin dejarse manipular, por otra parte, por personas que sólo vienen por pasar el rato en cuestiones insustanciales, y eso ni aun en el caso de que sean parientes.

5.

Conclusión

¿Qué es, entonces, la vida religiosa contemplativa? ¿Un grupo sectario y orgulloso, como la comunidad separatista de Qum Ram? ¿O un clan de super-cristianos,

242

TEOPRAXIS. 1.-ESPÍRITU Y MISIÓN

un acuario eclesial lleno de peces exóticos y caros, un equipo de atletas y de santos ya todos perfectos y canonizables? Nada de eso. Es una forma de vida cristiana entre muchas, una pieza de la Iglesia, un camino en el seguimiento de Cristo. El Señor es un modelo tan grande y tan rico que ningún cristiano puede aisladamente tratar de imitarle y de continuar su tarea. El nos envía el Espíritu Santo, que es fuente a la vez de unidad en lo fundamental y de verdad en los carismas que reflejan a Cristo. La vida monástica contemplativa reproduce con especial acento aquellos aspectos de Jesús de Nazaret donde se expresaba su búsqueda sedienta de Dios como el Absoluto que no podía condicionarse ante nada y ante el que debía condicionarse y relativizarse todo y a todos. Así, por ejemplo, cuando se escabulle de su familia para quedarse tres días en torno al Templo, su cuarentena en el desierto, sus largas noches de soledad orante en los montes, etc. Los contemplativos son del mismo barro que los demás cristianos. Pero han recibido este encargo, esta llamada y esta tarea para bien de la Iglesia en general, para recordarnos a todos que todos estamos llamados a la contemplación, que hemos de caminar con corazón de desierto buscando el Absoluto. No todos —¡ay!— estamos llamados a esta vocación. Pero al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Y los demás cristianos se la debemos reconocer. En un doble sentido: en el de carta de ciudadanía y en el de agradecimiento.

13 El gobierno en la vida religiosa

0.

Observaciones para enmarcar mi intervención

0.1. No se traía de una ponencia ni de una monografía, sino de una breve intervención. 0.2. Tampoco de una opinión autorizada a partir de la experiencia, ya que evidentemente ni soy religiosa ni superiora... 0.3. Es solamente una aportación de un hermano en la fe, dedicado a lo que yo llamo «medicina general», con un cargo que podríamos llamar «de gobierno», pero en un sentido no exactamente igual al de una superiora religiosa. Esta charla, desarrollada espontáneamente sobre el esquema, fue dirigida a un grupo de superiores mayores en junio de 1979, en Madrid.

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1.

TEOPRAXIS. 1.-ESPÍRITU Y MISIÓN

Se habla estrictamente del «gobierno», no propiamente de la obediencia religiosa, aunque desde luego sean correlativos

1.1. La palabra «gobierno» puede tener muchos sentidos. Por ejemplo, una nación, una provincia, un ayuntamiento, una casa, una empresa. 1.2. En ningún caso puede decirse que afecta a to dos los aspectos de la vida de la persona. El que manda en la empresa no manda en la casa. Y al revés. 1.3. Solamente en las situaciones pasajeras, el gobierno es prácticamente total. Por ejemplo, durante la infancia; en ciertos casos de enfermos o accidentados sin autonomía propia. 1.4. En todos los demás casos, se sobrentiende que se utiliza el gobierno con un mínimo de aceptación y consentimiento mutuos, a modo de unas reglas de juego, como una Constitución. En otro caso, se da la tirania, que ya no es gobierno, sino su corrupción más alejada. 1.5. Aunque, según circunstancias, puede acentuarse más la autonomía o el mandato. Por ejemplo, cárcel, cuartel, fábrica, escuela, hogar, con diversos matices y proporción de ambos elementos.

2.

El ejercicio de la autoridad está hoy muy desautorizado

2.1. Porque en épocas anteriores se le sacralizó indebidamente. Como si Dios mismo hablara siempre por la santa boca de toda autoridad, infalible e impecable. 2.2. Esto permitió y hasta canonizó muchas tiranías. 2.3. Hoy la sociedad es más democrática y hasta más «ácrata». Y ante la historia del uso y abuso de la au-

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245

toridad, se da un rechazo casi total no sólo del modo, sino del mismo hecho sin más. 2.4. En cualquier caso, al menos se puede cambiar de óptica en el ejercicio de la autoridad, haciéndola más sencilla, cercana y no directiva. 2.5. Y esto para no impedir el crecimiento de la autonomía y de la propia creatividad si se utilizan excesivos apoyos o condicionantes.

3.

El gobierno no tiene más justificación que el bien común y el bien individual

3.1. Necesidad de estímulo del gobernado. En tanto en cuanto. Sólo lo que sea indispensable para ayudar a la debilidad interior. Estímulos morales, no físicos; razonables y razonados, no caprichosos y autoritarios. 3.2. La necesidad de coordinación del bien común entre diferentes individuos. Como el policía de tráfico o el entrenador de fútbol. 3.3. Pero la autoridad no tiene más valor que el tanto en cuanto. Y debe irse retirando suavemente como la marea, conforme crezca la autonomía del educando. 3.4. Más vale hacer las cosas por convicción y por amor, que por coacción, por violencia o por miedo. 3.5. En último término, el motor de la vida no es la autoridad, sino la libertad. La autoridad es un medio, mientras que la libertad auténtica —¡adjetivo siempre necesario para evitar sospechas!— es un fin.

4.

La obediencia cristiana

Dios, en Jesucristo, asume todo el orden de la crea ción, lo redime, lo completa, lo levanta.

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TEOPRAXIS. 1.-ESPÍRITU Y MISIÓN

4.1. Un cristiano puede ver a Dios en todo, y todo a través de Dios y sus criterios. 4.2. El papel de la obediencia para el bien común y de la persona individual se puede mirar a la luz de la fe, aun fuera de las congregaciones religiosas. María y José captaron la voz de Dios en el decreto de empadronamiento de Quirino; San Pablo decía que el Espíritu le impedía ir a tal sitio, y probablemente ello lo deducía de los aconteceres inmediatos. 4.3. Aun en los hechos naturales que no dependen de nosotros, podemos ver la voluntad permisiva de Dios. 4.4. Lo mismo, en la vida de la Iglesia. Pero de una manera más segura, por saber que ha recibido su misión de Jesucristo, a la vez que más oscura, por pertenecer al campo de la fe. 4.5. La Iglesia es una comunidad de hermanos. Pueblo de Dios. Todos iguales. Donde estamos voluntariamente. 4.6. Pero siguiendo el ejemplo de Cristo, somos, unos para otros, a la vez servidores y servidos. Fuertes en unas cosas y débiles en otras. Ayudadores con unos carismas y necesitados de la ayuda de los carismas de los demás. 4.7. El mismo Espíritu anima todos los carismas de servicio. La madre de familia sirve a sus hijos, y, a través de ellos, a la Iglesia y al mundo. De algún modo, obedece a sus hijos en aquellas atenciones que sean razonables y que la condicionan su libertad. Los hijos obedecen a su madre, para tener la voluntad que les falta de ir al colegio espontáneamente o hacer sus deberes, en casa. 4.8. Tanto en la vida humana como en la vida de la Iglesia, hay autoridades de coordinación, como el jefe de estación o el párroco, que deben ser obedecidas a veces no sólo por el bien individual sino por el bien común.

EL GOBIERNO EN LA VIDA RELIGIOSA

5.

247

La autoridad en la Iglesia No puede contemplarse más que en cuanto encargo de Cristo y ejercida en el Espíritu: 5.1. Ejercida solamente por amor. Y, por tanto, en libertad. Amor y libertad, tanto del que ordena como del que obedece. 5.2. Con un sentido meramente funcional y pasajero. Mientras se necesite para el bien del individuo y/o de la comunidad. 5.3. Solamente como mediación de la única autoridad profunda, total, permanente y eterna: Dios Padre. Sólo a El debemos verdadera obediencia. Pero a El, sí, sí. Y TOTAL. Hemos de preguntarnos si cuando se rechaza con razón el autoritarismo, se está a la vez sinceramente dispuesto a obedecer —OBEDECER— a Dios. 5.4. Aunque lo que Dios manda es siempre precisamente para nuestro bien, nuestro desarrollo, nuestra realización, nuestro gozo. 5.5. El que ordena, debe ordenar «en el Espíritu». Y, por tanto, plenamente entregado a su vez a la obediencia al Padre. De ahí proviene siempre una autoridad moral que es una ayuda válida y valiosa para obedecer. 5.6. Y debe ordenar buscando lo esencial de la voluntad de Dios, no la voluntad del superior. Para lo cual, a veces hay que buscar juntos razones que indiquen los signos de Dios. 5.7. En la duda, debe prevalecer lo que vea más claro la persona que tiene que ejecutar la acción objeto de la obediencia, siempre dentro de las reglas de juego generales admitidas ya en otro momento. Es decir, que so pena de replantearse la misma vocación religiosa —lo que no es ahora la cuestión—, se dan por supuestas y aceptadas habitual y voluntariamente las reglas de la congregación como un dato decisivo que expresa la voluntad de Dios en un marco global.

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5.8. En casos de urgencia y cuando se trate de un bien conjunto que afecte a varias personas de manera notable, debe prevalecer en los casos de duda la decisión de la persona que en ese momento y aspecto ejerce la autoridad. 5.9. Si no es urgente, es preferible seguir discerniendo hasta ver entre todos más claramente la voluntad de Dios.

6.

Motivaciones para el ejercicio de la autoridad

Gobernar siempre ha debido ser un servicio. Pero un servicio cómodo, aunque por lo mismo peligroso, en los tiempos de autoritarismo. Hoy, por suerte, gobernar es además incómodo. Pero es un servicio bueno y útil, con tal de que se ejerza con un mínimo de condiciones, de aptitudes y de actitudes. En los dos primeros aspectos, se pueden dar por supuestos de antemano y no entrar aquí. En cuanto al tercero, tampoco me atrevo a dar recetas. Como modesta aportación, terminaré recordando algunos motivos válidos y valiosos para ejercer la autoridad en la vida religiosa en cuanto mediación de Jesucristo: 6.1. Servir de coordinación entre los miembros de la comunidad. Punto de referencia para encrucijadas. Hilo conductor para incomunicaciones y bloqueos. Catalizador de tensiones. Pararrayos para las tormentas, etc. 6.2. Servir de estímulo para cumplir la voluntad de Dios Padre. Con su ejemplo. Con su palabra animosa y exigente. Cuando se sabe, pero no se quiere saber lo que Dios quiere. 6.3. Servir de coordinación de unas comunidades con otras. Riquezas. Sugerencias. Experiencias. Búsquedas. Vivencias. Es como una carta viva, cordón umbilical, brazo largo de unas comunidades para otras.

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249

6.4. Mirando siempre la autoridad y el gobierno no con una actitud de algo que tiene un fin por sí mismo, sino transparente para mirar sólo al Espíritu y su voluntad, contrastando en ellas las reglas comunitarias en la aplicación concreta. La epikeia pertenece no sólo a los jueces sino a todos los encargados de aplicar cualquier norma; la epikeia no es una trampa, sino una virtud; no va en contra ni está al margen de la ley, sino que inspira para una auténtica y espiritual interpretación de la ley. 6.5. Y actuando siempre «en tanto en cuanto». Lo que interesa es la tarea, la actitud, la vida religiosa, la pobreza, la pureza de corazón, la entrega a Dios y a los hermanos, etc. Pero no precisamente «porque está mandado», como si eso fuera un «plus» necesario para la perfección. Sí por ser la voluntad de Dios.

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