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BRUNO BETTELHEIM

SOBREVIVIR El holocausto una generación después

Traducción castellana de JORDI BELTRÁN

EDITORIAL C R ÍTIC A Grupo editorial Grijalbo BARCELONA

1.* ed ición : ju n io de 1981 2 .a edición: enero de 1983 T ítu lo o riginal: S U R V IV IN G A N D O T H E R E S S A Y S A lfred A . K n o p f, N u e v a Y o rk M aq u e ta: A lb erto C orazón © 1952, 1960, 1962, 1976, 1979 by B ru n o Bettelheim and T ru d e B ettelh eim a s T ru stee s © 1981 de la p resen te edición para E sp a ñ a y A m érica: E d ito ria l C rítica, S . A ., calle P ed ro de la C reu , 5 8, Barcelona-34 IS B N : 84-7423-153-1 D e p ó sito legal: B . 41259-1982 Im p reso en E sp a ñ a 1983. — G rá fic a s D iam an te, Z am ora, 8 3, Barcelona-18

A Trude, Ruth, Naomi y Eric

PRÓLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA Me produce una gran satisfacción que esta recopilación de ensayos vaya a estar pronto al alcance de los lectores de lengua castellana. Estos artículos representan los esfuerzos de un hom­ bre por intentar habérselas con el terror totalitario en general y con los horrores de los campos de concentración alemanes y del holocausto en particular. La elaboración de estos ensayos me llevó unos cuarenta años; esto indica cuán difícil es enfrentarse a tales fenómenos, tratar de entenderlos y llegar a asumir la inhuma­ nidad del hombre hacia el hombre que reflejan. También muestra que fácilmente puede resultar necesaria la lucha de toda una vida para dominar las emociones que esta inhumanidad suscita, para no dejar que éstas destruyan la fe que uno tiene en el ser huma­ no; y esto vale incluso para quien se cuenta entre los pocos afor­ tunados que sobrevivieron a toda la historia relativamente indem­ nes. Espero que estos artículos, al ser leídos consecutivamente, muestren una creciente aptitud — o por lo menos un creciente esfuerzo— para no dejarse arrastrar por una ira perfectamente comprensible hacia aquellos que perpetraron tales crímenes, y para comprender las más amplias ramificaciones de unos acon­ tecimientos que, mientras sucedían, eran tan abrumadores y pro­ ducían tal trastorno que cualquier otra consideración pasaba a segundo término ante las preguntas: «¿Cóm o es esto posible? ¿Cómo pueden las personas hacerse tales cosas unas a otras?». Ahora que aproximadamente cuarenta años nos separan de los acontecimientos que condujeron a la redacción de este libro, es hora de preguntarnos qué es lo que se puede aprender de ellos

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de cara al presente y al futuro; y qué conocimientos adicionales sobre el funcionamiento de la psique humana hacen■falta para comprender lo que sucedió, por qué sucedió y cómo podemos protegernos a nosotros mismos de la eventualidad de que vuelva a suceder. Los muchos años que han transcurrido desde que todo ello ocurrió nos permiten también evaluar sus consecuencias perdu­ rables. Estudios recientes sobre supervivientes y sus hijos han mostrado que los efectos subsiguientes de la experiencia nazi no se limitan sólo a los que personalmente la sufrieron; también las vidas de sus hijos han sido profundamente afectadas por lo ocurrido a sus padres. Es como si lo que era el maleficio en las vidas de los padres se haya convertido ahora en el de las vidas de sus hijos. Y este problema no se limita únicamente a las víctimas de los nazis. Los contactos privados y profesionales, así como los estudios psicoanalíticos de los hijos de alemanes que fueron o seguidores de Hitler o adversarios suyos muestran que también ellos se sienten afectados por las experiencias de sus padres. De modo que lo que ocurrió en el pasado no está todavía cancelado y superado. Esto sólo sucederá cuando — y en la me­ dida que— logremos dominar lo que estos acontecimientos pasa­ dos significan para nosotros ahora. Las páginas que siguen ofre­ cen los esfuerzos de una persona para dominar los traumas del pasado con objeto de que este pasado pueda dejarse de lado y cese de obsesionar a las generaciones venideras. Mi enfoque de esta tarea se ha guiado por los descubrimientos de Freud sobre el papel que desempeña nuestro inconsciente para motivar las acciones humanas, y por sus descubrimientos sobre los aspectos más oscuros de nuestra mente. Solamente si no cerra­ mos nuestros ojos a ellos y aceptamos su existencia y su papel en nuestras vidas, nos convenceremos de la importancia que tiene controlar estas tendencias destructivas nuestras y seremos capaces de evitar catástrofes como las padecidas por mi generación. Sin tales controles, las tendencias destructivas de algunos hombres les inducirán a ponerlas en obra sobre sus desdichadas víctimas. Esto ha ocurrido de vez en cuando a lo largo de toda la historia. Lo nuevo, y lo que le confiere tina peligrosidad tan extrema, es

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la mecanización de la destrucción que hace posible la tecnología moderna. La mecanización de la vida, de las relaciones humanas, abre las puertas a una mecanización de la destrucción que puede destruirnos a todos. Esto explica la motivación subyacente al acto de escribir estos ensayos: la convicción de que sólo una humanización de las relaciones humanas brinda la promesa de que ningún futuro holo­ causto nos sumergirá. Sólo si realmente amamos la vida, la nues­ tra y la de los demás, seremos capaces de preservarla y de otear el futuro con confianza. Si lo hacemos así, habremos superado las sombras que ciertos hechos del pasado reciente amenazan con arrojar sobre nuestras vidas.

B. B. 3 de abril de 1981

PRIMERA PARTE

EL LÍMITE ÜLTIMO La muerte es el límite último de todas las cosas. (Mors ultima linea rerutn est.) H o r a c io , Epístolas, I

A menos que tenga inclinaciones filosóficas, a la gente le gus­ ta tomarse la vida tal como viene cuando las cosas van razona­ blemente bien y prefiere eludir las preguntas enojosas sobre su propósito y significado. Si bien estamos dispuestos a aceptar intelectualmente que el hombre en general no es más que el pro­ ducto fortuito de un largo y complejo proceso de evolución, y que nosotros en particular somos el resultado del instinto pro­ creador de nuestros padres y, al menos así lo esperamos, también de su deseo de tenernos a nosotros como hijos, dudo que esta explicación racional resulte alguna vez verdaderamente convin­ cente para nuestras emociones. De vez en cuando no podemos evi­ tar preguntarnos cuál puede ser el propósito de la vida de los seres humanos, suponiendo que lo haya. Pero no es éste un pro­ blema que nos oprima en gran manera durante el curso normal de los acontecimientos. Sin embargo, en los momentos difíciles el problema de la finalidad de la vida, o de su significado, nos obliga a ocuparnos de él. Cuanto mayores sean nuestros apuros, más apremiante nos resultará el problema. Desde el punto de vista psicológico tiene sentido que empecemos a preocuparnos sobre el significado de la vida cuando ya estamos padeciendo pruebas y tribulaciones serias, ya que entonces la búsqueda de una respuesta tendrá un propósi­

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to. Nos parece que si pudiéramos dar con el significado más pro­ fundo de la vida, entonces también podríamos comprender el verdadero significado de nuestra aflicción (y, de paso, de la aflic­ ción de los demás) y esto contestaría a la candente pregunta de por qué tenemos que soportarla, por qué se nos impone. Si a la luz de nuestra comprensión del designio de la vida nuestro sufri­ miento es necesario para alcanzar su propósito o, cuando menos, es parte esencial de ello, entonces nuestra aflicción, como elemen­ to integrante del gran designio de la vida, cobra sentido y, por ende, resulta más soportable. Por muy grande que sea el dolor que uno siente, será más tolerable si uno tiene la certeza de que sobrevivirá a la enferme­ dad causante del mismo y de que con el tiempo se curará. La peor de las calamidades puede soportarse si uno cree que su fin ya está a la vista. La agonía más atroz cuesta menos soportarla si uno cree que su angustia es revocable y será revocada. Sólo la muerte es absoluta, irreversible, definitiva; ante todo la nuestra, pero también la de los demás. Es por esto que la angustia causada por la muerte, cuando no se ve aliviada por una firme creencia en el más allá, supera en profundidad a todas las demás angustias. La muerte, negación última de la vida, nos plantea con tremenda agudeza el problema del significado de la vida. La muerte y el significado de la vida van unidos de forma tan intrincada, tan inseparable, que cuando la vida parece haber perdido todo significado, el suicidio se nos presenta como la consecuencia inevitable. Los intentos de suicidio aclaran aún más esta relación. Son muy pocos los suicidios que obedecen al de­ seo de poner fin a un dolor insufrible que impide seguir gozando de la vida, cuando la dolencia que causa el dolor es claramente irreversible. Con mayor frecuencia los suicidios son el resultado del convencimiento inalterable de que la vida de la persona ha perdido completa e irremediablemente todo significado. Basándo­ me en mi experiencia con personas que intentaron suicidarse, creo que la mayoría de los suicidios son accidentes ocurridos en un intento que se lleva a cabo con la esperanza de que sea frustrado pero que, por desgracia, no lo es. La inmensa mayoría de los intentos de suicidio son un grito

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desesperado pidiendo ayuda para seguir viviendo. Semejantes intentos van en serio, toda vez que, si no se recibe la ayuda espe­ rada, entonces es muy posible que la persona termine quitándose la vida. Lo que el suicida necesita para seguir viviendo es que su existencia vuelva a tener significado. Ésta es la respuesta que espera recibir por medio de su intento de suicidio. Así, pues, lo más frecuente es que el intento de suicidio sea una llamada de desesperación dirigida a alguna persona que puede ser real o imaginaria, pero que en todos los casos será importante desde el punto de vista emocional. La respuesta que esta persona muy especial dé a la acción suicida debe demostrar claramente, categóricamente, sin dejar ninguna duda, que, contrariamente a lo que teme el suicida, su vida tiene sentido. La demanda más o menos específica inherente al intento de suicidio suele ser que esta otra persona, por medio de sus actos, demuestre que está dispuesta a llegar al extremo, no para impedir el suicidio, que con frecuenciá es la respuesta inadecuada que se obtiene en estos casos, sino para dar significado a la vida de la persona afligida demostrándole de modo convincente que su existencia reviste una importancia singular para la persona que se ve empujada a actuar como salvadora. El suicida cree que su vida volverá a tener sentido solamente si es importante al más profundo nivel para esta persona tan especial. En virtud de ser tan significati­ va para esta persona importantísima, la vida del suicida lo es también para él mismo y la muerte deja de ser aceptable como alternativa a la vida. Haber encontrado significado en la vida es, pues, el único antídoto seguro contra la búsqueda deliberada de la propia muer­ te. Pero a la vez, con extraña dialéctica, es la muerte la que dota a la vida de su significado más profundo y singular. No podemos imaginarnos realmente cómo sería la vida en el caso de que no tuviese fin; cómo la sentiríamos, cómo la viviría­ mos, qué le daría importancia. Lo que más desean aquellas cul­ turas que creen en las sucesivas reencarnaciones es que la cadena termine; no sólo la meta final de todas las reencarnaciones estriba en el cese de las mismas, sino que cada existencia separada tiene también su conclusión definitiva. Si han existido civilizaciones 2 . — BF.TTELHEIM

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que creían en que una vida sin fin era deseable, parece que sólo eran capaces de imaginársela como la eterna repetición de los mismos acontecimientos cotidianos y conocidos, o bien como una existencia sin problemas, retos ni cambios. Incluso a los poetas les ha resultado difícil pintar una exis­ tencia paradisíaca que contuviera algo más que la felicidad eterna. Fuese cual fuese la experiencia que de la vida tuvieran los que creían que ésta no tenía fin, y fuesen cuales fuesen sus ideas sobre la continuación de la vida después de la muerte, a nosotros una existencia en la que nada jamás cambia se nos antoja desprovista de interés. Así, es el carácter finito de la vida, por mucho que nos desagrade y atemorice pensar en su final, lo que le da su singularidad y nos hace desear saborear plenamente cada uno de sus momentos. El hombre ha de luchar por encontrar el significado de la vida y de su condición de finita, y a través de esta búsqueda deberá dominar su temor a la muerte, que define no sólo su reli­ gión, sino también mucho de lo que él considera lo mejor de su cultura y de su estilo personal de vida. En esencia el hombre ha afrontado de tres formas la inevitabilidad de la muerte: con acep­ tación o resignación, convirtiendo toda la vida en una simple preparación para la muerte y lo que supuestamente vendrá tras ella; negándola; y esfor2ándose por el dominio temporal. Durante los siglos en que el cristianismo configuró la vida del hombre occidental, éste intentó tanto aceptar como negar la , muerte. En gran parte era la negación lo que hacía posible la acep­ tación, ya que solamente la creencia en una vida eterna en el más allá permitía al hombre afrontar la certeza de que en esta tierra incluso «en medio de la vida estamos en la muerte». Más adelante, cuando empezó a surgir una visión racionalcientífica del mundo, la creencia en el más allá se desmoronó. La aceptación y la resignación se hicieron menos posibles, toda vez que desde el principio las dos se habían basado en la nega­ ción. En el clima de esta nueva edad de la razón, con su compro­ miso con este mundo más que con el otro, se creía que el progre­ so social, económico y científico aseguraba una buena vida en la tierra.

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A causa de ello la creencia generalizada de que la meta de la vida era alcanzar la salvación y, con ella, la vida eterna experi­ mentó un cambio radical: la lucha por el progreso, que se creía ilimitado, pasó a ser lo que daba a la vida su significado último. Ésta es la solución íaustiana del enigma del significado de la vida y encontró su expresión más bella y concisa al final del poema de Goethe, cuando Fausto ha superado su miedo a la muerte a través de sus esfuerzos para reformar el mundo y mejorarlo. Debido a las mejoras que ha inventado, Fausto, arquetipo del moderno hombre occidental, está seguro de que

Las huellas de mi paso por la eternidad no borrará.

la tierra

Pero la mejora monumental que Fausto cree quehalegadoa mundo y que él confía que garantizará la continuaciónperma­ nente, si no de él mismo como persona, sí de los logros de su vida, no es más que un espejismo. Al depositar su confianza en lo que el progreso era capaz de conseguir, el hombre pretendía librarse aún más del terror a la muerte. La ciencia vencería a la r-^ermedad, ampliaría la duración de la vida, la haría más segura, menos penosa, más satisfactoria. Debido a la disminución de la fe, la negación de la muerte por medio de la promesa religiosa de una vida eterna perdió fuerza y se vio reemplazada por el énfasis en el aplazamiento de la muerte. El hombre no puede preocuparse por demasiadas cosas a la vez; una angustia sustituye fácilmente a otra. Así, por ejem­ plo, al concentrar su atención, así como sus angustias, en el cáncer y los agentes cancerígenos, en la contaminación, etcétera, el hom­ bre consigue relegar la angustia causada por la muerte a un rincón tan alejado de su mente que, a todos los efectos prácticos, es como si la negara. Como es razonable dar por sentado que se encontrará una solución para el problema del cáncer, la creencia en el progreso parece haber demostrado su capacidad para combatir la angustia ante la muerte, ya que, al dársele tanta importancia a la lucha contra el cáncer, apenas se piensa en qué causará entonces la

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muerte de aquellas personas que ahora mueren de cáncer. Innu­ merables novedades sobre la salud van encaminadas hacia el mis­ mo objetivo, es decir, tratar de reprimir la angustia ocasionada por la muerte dedicando las energías mentales, y a menudo las físicas también, a prolongar la vida, de manera que los pensamien­ tos sobre el final de la misma no permitan que la angustia ante la muerte llegue a la conciencia. Por lo demás, el hombre occidental ha procurado ocultar la angustia ocasionada por la muerte detrás de eufemismos tranquilizadoramente científicos y menos amenazadores. Dado que la angustia es un fenómeno psicológico, la ocasionada por la muerte llegó a considerarse como una forma especial de «angustia de separación» o «miedo al abandono». Semejantes términos, que nacen de la confianza en un progreso ilimitado, sugieren que a la larga se encontrarán los remedios para el temor al abandono. Y es cierto que pueden encontrarse para el abandono temporal, aun­ que no, lógicamente, para el definitivo. Con todo, utilizando el mismo concepto — la angustia— para referirse a hechos reversi­ bles e irreversibles, a los sentimientos que despierta el abandono tanto temporal como definitivo, eterno, se hace que el hecho irreversible se parezca al reversible. Sin embargo, sean cuales sean las defensas psicológicas del hombre contra la angustia ocasionada por la muerte, lo cierto es que siempre se han venido abajo al producirse una catástrofe y cuando gran número de personas han muerto de forma súbita e inesperada en un plazo de tiempo muy breve. Probablemente la primera de tales catástrofes sobre la que disponemos de abundan­ te información fue la peste negra del siglo xiv. Este hecho dio a la vida la imagen de no ser otra cosa que una danza con la muerte, expresión visual y poética de la angustia ante la muerte que a la sazón invadía el mundo occidental. El terremoto que en 1755 destruyó Lisboa y ocasionó la pér­ dida de numerosas vidas fue visto por todos como un cataclismo que hacía dudar seriamente de la benevolencia y sabiduría de Dios. Con esta duda los hombres se vieron privados de la creen­ cia que hasta entonces les había sido útil para defenderse de la angustia ante la muerte y había dado significado a su existencia

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temporal en la tierra. Lo mismo le ocurrió al joven Goethe, como él mismo describiría en su autobiografía al cabo de toda una vida.1 Es muy posible que esta terrible experiencia al principio de su vida consciente indujera a Goethe a abrazar la solución faustiana citada anteriormente. En el pasado las catástrofes eran principalmente naturales: pestes, terremotos, inundaciones, conflagraciones devastadoras — a todas las cuales llamaban holocaustos— que hacían temblar la confianza del hombre en aquellas creencias suyas que daban un significado más profundo a su vida y, al mismo tiempo, le servían para defenderse de la angustia ante la muerte. Cuando una guerra borraba ciudades y países del mapa, se la consideraba un azote de Dios, al igual que los desastres naturales. Y en aquella época religiosa ello se traducía en esfuerzos renovados por cumplir con la voluntad de Dios, aplacar su ira mediante una mayor devoción. Todo esto cambió con el presente siglo. En el siglo xx el dominio del hombre sobre las catástrofes naturales se hizo más eficaz que nunca. Pero, al mismo tiempo, el hombre pareció con­ vertirse en la desventurada víctima de cataclismos provocados por él mismo y aún más devastadores que los desastres naturales que en siglos anteriores inspiraban en él una terrible angustia ante la muerte. Peor aún, el progreso de las ciencias y de la orga­ nización racional de la sociedad, aquel progreso en el que el hom­ bre había depositado su fe como la mejor defensa contra la angus­ tia y que él creía que iba a dar significado a su vida, resultó que proporcionaba los instrumentos necesarios para destruir la vida de forma más radical de lo que el hombre jamás hubiera soñado. La defensa moderna contra la angustia producida por la muer­ te, es decir, la creencia en las bendiciones ilimitadas del progre­ so, se vio seriamente socavada por la primera guerra mundial y sus secuelas. Aquella contienda indujo a Freud a reconocer que en nuestra mente la muerte es tan poderosa como el amor a la vida en lo que se refiere a configurar nuestros actos. Por desgra­ cia, con esta importante percepción desarrolló unas teorías parale­ las a su anterior concepto de la libido (el instinto sexual, o los 1.

Dichltmg und Wahrheit, primera parte, libro primero.

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impulsos de vida) y propuso una teoría sobre el impulso de muer­ te. En realidad, lo que gobierna la vida del hombre no es la batalla entre los impulsos de vida y muerte, sino la lucha de los primeros contra la posibilidad de verse abrumados por la angus­ tia ante la muerte. En pocas palabras, existe un temor omni-\ presente a la extinción que amenaza con causar grandes destrozos si nuestro convencimiento de que la vida tiene un valor positivo no logra controlarlo. E l impacto pleno de este reconocimiento no vino tanto de la segunda guerra mundial (que en esencia fue una continuación de la primera) como de los campos de concentración con sus cáma­ ras de gas y de la primera bomba atómica. Estos hechos nos enfrentaron a la cruda realidad de una muerte abrumadora, no tanto la propia (ésta cada uno de nosotros la afronta antes o des­ pués y, aunque nos inquieta, la mayoría de nosotros consigue no dejarse dominar por el temor que nos inspira), como la muerte innecesaria y prematura de millones de personas. El estúpido asesinato en masa cometido en las cámaras de gas, el genocidio, la destrucción de toda una ciudad mediante una sola bomba... todo esto sirvió para indicar la ineficacia de las defensas de nuestra civilización contra la realidad de la muerte. El progreso no sólo no supo conservar la vida, sino que privó de la suya a millones de seres humanos con una eficacia hasta entonces imposible. Hace años Freud escribió sobre los tres grandes golpes que los descubrimientos de la ciencia asestaron a nuestro narcisismo. El primero fue la revolución copernicana, que reveló que el hogar del hombre, la tierra, no era el centro del universo. El segundo fue la darwiniana, ya que sacó al hombre de su posición singular y lo colocó en el mundo animal. Finalmente, la revolución freudiana demostró que el hombre ni siquiera es plenamente conscien­ te de sus motivaciones, por lo que a menudo éstas le impulsan a obrar de forma que él mismo no consigue entender.2 Diríase que además de estos tres golpes básicos contra el

2. «A difficulty in the path of psychoanalysis», The standard edition of th complete psycholo¿ical works of Sigmund Freud, vol. 17, The Ilogarth Press, Londres, 1955.

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concepto de que el mundo estaba organizado alrededor del hom­ bre, éste ha recibido otros tres golpes demoledores sólo en lo que va de siglo. La primera crisis fue la guerra europea o primera guerra mundial, que destruyó la creencia de que el progreso bas­ taría para resolver nuestros problemas, dar significado a nuestra vida y ayudarnos a dominar nuestra angustia existencial: el temor humano a la muerte. Nos obligó a darnos cuenta de que, a pesar del gran progreso científico, tecnológico e intelectual, el hombre sigue siendo presa de fuerzas irracionales que le empujan a la violencia y la destrucción. En la segunda guerra mundial Auschwitz e Hiroshima demos­ traron que el progreso a través de la tecnología ha aumentado los impulsos destructivos del hombre hasta darles una forma más pre­ cisa e increíblemente más devastadora. Fue el progreso hacia una organización social todopoderosa lo que hizo posible la existencia de Auschwitz, epítome de la crueldad organizada por el hombre contra sus semejantes. La bomba atómica demostró la potencia destructiva de la ciencia y puso en entredicho los mismos bene­ ficios del progreso científico. Cuando en el pasado los holocaustos se consideraban manifes­ taciones de la voluntad de Dios, había que aceptarlos como tales. Siendo inescrutables las decisiones divinas, los hombres creían que una catástrofe era una advertencia de Dios para que rectifica­ sen su conducta mientras aún había tiempo, con el fin de que no terminasen en el infierno y, en vez de ello, ganasen la salvación eterna. Así, si bien lo que sucedía era terrible, no socavaba su creencia en el propósito y significado de la vida ni desintegraba el sistema personal de creencias del individuo, y con él su perso­ nalidad. Aunque el suceso era horrible, concordaba con la imagen de las cosas que a la sazón existía. Aceptar sin arredrarse el sufri­ miento que Dios infligía al hombre era una demostración de la fuerza de la fe del hombre, y con ella de la solidez de su integra­ ción. No cambiaba la meta de la vida: la salvación; ni su propó­ sito: cumplir la voluntad de Dios; ni la vía para alcanzar ambas cosas: la piedad religiosa. Lejos de inducir al hombre a dudar de sus defensas contra la angustia ocasionada por la muerte, las for­ talecía por medio del fervor religioso. Al hacerlo, aumentaba tam-

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bien la resistencia de una integración que se basaba en un sistema de creencias religiosas. Sucede exactamente lo contrario con el impacto de los holo­ caustos modernos. Lejos de encajar en nuestra imagen del mun­ do, o en la imagen del hombre que desearíamos conservar, resul­ tan absolutamente destructivos para ambas. Al darnos cuenta de que estos asesinatos en masa son obra del hombre, ya no podemos atribuirles un significado profundo susceptible de beneficios al superviviente. Llenos de consternación, vemos que se nos ha obligado a cons­ tatar que aquello que el hombre racional creía beneficioso para la vida también es capaz de destruirla. A pesar de todas las venta­ jas que nos ha proporcionado, el progreso científico y tecnológico también ha llevado a la fisión del átomo y al holocausto de Hiro­ shima. La organización social que creíamos que iba a proporcionar una seguridad y un bienestar cada vez mayores se utilizó en Auschwitz para asesinar con mayor eficacia a millones de perso­ nas. La reorganización de la sociedad rusa para alcanzar un siste­ ma social más beneficioso produjo la muerte de incontables millo­ nes de ciudadanos. Resulta sumamente destructivo para una persona (y para toda una cultura cuando lo mismo ocurre a muchas personas simultá­ neamente) comprobar que las creencias que daban sentido a la vida no son dignas de confianza y que igual sucede con las defen­ sas psicológicas de las que se dependía para asegurar el bienestar físico y psicológico y protegerse de la angustia ante la muerte. Esa experiencia basta para desintegrar una personalidad edificada sobre tales creencias. Para la integración de una persona puede resultar completa­ mente demoledor ver que el sistema de creencias en que se basa dicha integración, y que la protege contra la angustia ante la muerte, no sólo deja de cumplir su cometido, sino que, peor aún, se dispone a destruirla psicológica y físicamente. Entonces uno siente que ya no queda nada capaz de ofrecer protección. Además, ya no podemos estar seguros de que volveremos a saber a ciencia cierta en qué podemos confiar y contra qué tenemos que defen­ dernos.

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Así, la defensa faustiana del hombre moderno contra la angus­ tia producida por la muerte y el sistema de creencias que daba sentido a su vida, esforzándose en trabajar por el progreso aun­ que sin una meta concreta, se han vuelto inestables incluso en circunstancias normales. La mera perspectiva de la muerte no es lo único que nos obsesiona; existe también la angustia que senti­ mos cuando se derrumban las estructuras sociales que creamos para que nos protegiesen del abandono, o cuando se desintegra la estructura de la personalidad que edificamos con el mismo pro­ pósito. Aunque cualquiera de las dos fuentes de protección, la perso­ nal y la social, puede desmoronarse fácilmente en los momentos muy difíciles, si la vida normal continúa a nuestro alrededor, pronto nos será posible reconstruir nuestras posiciones defensi­ vas, a menos que sucumbamos ante la locura o la senilidad. Las cosas cambian cuando además de comprobar que la confianza que habíamos depositado en el hombre y la sociedad resulta una falsa ilusión, vemos también que la estructura de nuestra personalidad deja de protegernos contra el miedo al abandono. La única situa­ ción peor se presenta cuando nos encontramos verdaderamente abandonados y la muerte inmediata es posible y probable, aunque creamos que todavía no ha llegado nuestra hora. Entonces los efectos son catastróficos. El desmoronamiento combinado y repen­ tino de todas estas defensas contra la angustia ante la muerte nos proyecta hacia lo que hará unos treinta y cinco años, a falta de otro nombre, denominé situación límite.

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Nos encontramos en una situación límite cuando de pronto nos vemos lanzados a una serie de condiciones donde nuestros mecanismos de adaptación y valores ya no sirven y cuando algunos de ellos incluso pueden poner en peligro la vida que se les había encomendado proteger. Entonces nos encontramos, por así decirlo, despojados de todo nuestro sistema defensivo y arrojados al fondo del abismo, desde donde tenemos que labrarnos un nue-

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vo sistema de actitudes, valores y forma de vivir conforme a las exigencias de la nueva situación. Esto es lo que me sucedió a mí, al igual que a miles de personas, cuando en la primavera de 1938, inmediatamente des­ pués de la anexión de Austria, por primera vez me arrestaron en mi domicilio y me retiraron el pasaporte, haciendo con ello imposible la emigración por la vía legal, y cuando, a las pocas semanas, estuve en la cárcel unos días y luego fui transportado al campo de concentración de Dachau. Lo mismo les ocurrió a decenas de millares de personas en noviembre del mismo año a consecuencia del vasto pogrom desencadenado tras el asesinato de Vom Rath,3 y, de forma aún más horrible, a los millones de seres humanos que fueron enviados a los campos de exterminio durante la guerra. En ciertos aspectos yo estaba mejor preparado que muchos de mis compañeros de cautiverio para soportar la conmoción inme­ diata producida por esta «experiencia límite», ya que mi interés por la política me había permitido familiarizarme con los escasos informes surgidos del Tercer Reich que contaban cómo era la vida en dichos campos. Además, a través de las enseñanzas del psicoanálisis había llegado a conocer las vertientes más tenebro­ sas del hombre: sus odios y su capacidad para la destrucción, el poder de aquellas fuerzas a las que Freud había dado el nombre de impulso de muerte. En cierto sentido también fui afortunado. Durante el viaje resulté lo bastante malherido como para que un médico de las SS se ocupara de mí al día siguiente de mi llegada a Dachau. E l mé­ dico me permitió tres días de descanso total, a los que siguió una semana de trato preferente (Schonutig).4 Esto me brindó la opor­ 3. E l 7 de noviembre de 1938 un joven judío polaco llamado Herschel Grynszpan, profundamente trastornado por la persecución nazi contra los judíos, se personó en la embajada alemana en París y disparó contra Ernst vom Rath, el tercer secretario, quien falleció al cabo de dos días. E l atentado sirvió de excusa para que en Alemania se desencadenase un pogrom terrible en el que miles de judíos fueron asesinados y decenas de miles fueron internados en campos de con­ centración. 4. Durante el viaje en tren de Viena a Dachau, que había durado una noche y parte del día siguiente, todos los prisioneros fueron objeto de malos tratos.

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tunidad de recuperarme hasta cierto punto. Además, y puede que a la larga ello resultara aún más beneficioso, me permitió reflexio­ nar sobre mi experiencia, poner en orden mis primeras impresio­ nes sobre los efectos que en mis camaradas y en mí mismo pro­ ducía nuestra horrible situación, así como ver de qué manera la afrontaban los presos que ya llevaban unos años en los campos de concentración. Esto me demostró la validez de lo que había aprendido du­ rante mi psicoanálisis; hasta qué punto ayuda a una reconstruc­ ción psicológica el tratar de comprender nuestras respuestas mentales a una experiencia, y hasta qué punto es provechoso com­ prender lo que pasa por las mentes de las demás personas que viven la misma experiencia. Probablemente el esfuerzo encami­ nado a tomar conciencia, siquiera limitada, me convenció de que quizá podría salvarse algo de mi viejo "sistema de dominio, de que algunos aspectos de la creencia en el valor del examen racio­ nal, tal como pueden aprenderse mediante el psicoanálisis, podían tener alguna utilidad, incluso bajo unas condiciones de vida tan radicalmente distintas como las que imperaban en el campo. De haberme visto proyectado inmediatamente a la horrible rutina de malos tratos y agotadores trabajos forzados, como les ocurrió a De los 700 u 800 presos que formaban aquella expedición al menos veinte resul­ taron muertos durante la noche. Muy pocos salieron ilesos y muchos sufrieron heridas graves. Comparado con ellos, fui relativamente afortunado al no sufrir daños permanentes, aunque recibí algunos golpes fuertes en la cabeza y algunas heridas de poca importancia. Las gafas con montura de concha que llevaba en el momento de mi detención me clasificaron como intelectual a ojos de los SS, lo cual despertó en ellos un antagonismo muy especial que tal vez es la explicación de los golpes en la cabeza, el primero de los cuales me rompió las gafas. Al día siguiente de mi llegada a Dachau el prisionero que estaba encargado del barracón (el llamado Block'áltester) me incluyó entre el reducido grupo de recién llegados a los que llevó a la clínica del campo, ya que me encontraba bastante mal, debido principalmente a la pérdida de sangre. En la clínica el ordenanza de las SS hizo que me reconociese el médico del mismo cuerpo, el cual me concedió algunos días de descanso. Como se me habían roto las gafas y sin ellas apenas veo, el médico también me permitió que escribiera a mi familia pidiendo otras. Habiendo aprendido la lección, pedí — y más tarde recibí— unas gafas del modelo más barato que hubiera en el mercado. Aun así, las escondía y pasaba sin ellas cada vez que los SS hacían de las suyas: de esta manera corría mucho menos peligro. Ésta no era más que una de las muchas precauciones que el prisionero tenía que aprender a tomar si quería incrementar sus probabilidades de sobrevivir.

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mis camaradas, no estoy seguro de que me hubiese salido igual­ mente bien la tarea de reconstruir algunas partes de mi sistema psicológico de protección. Desde luego, en aquellos momentos nada estaba más alejado de mi mente que poner a salvo parte de mi viejo sistema defen­ sivo. Todos mis pensamientos, todas mis energías, iban dirigidos a luchar desesperadamente por la supervivencia cotidiana, a com­ batir la depresión, a mantener la voluntad de resistir, a obtener pequeñas ventajas gracias a las cuales los esfuerzos por sobrevivir pareciesen menos imposibles, y a frustrar, en la medida de lo posible, los intentos implacables que hacían los de las SS para que­ brantar el ánimo de los prisioneros. Cuando no me sentía dema­ siado agotado o descorazonado para ello, intentaba comprender lo que pasaba dentro de mí y de los demás, ya que ello tenía interés para mí y era una de las pocas satisfacciones de las que no podían privarme los SS. Sólo con el paso de los meses fui dándome cuenta poco a poco de que, sin habérmelo propuesto conscientemente, haciendo sólo lo que me parecía natural, había dado con lo que «protegería a este individuo contra la desintegración de su personalidad» (como escribí en el cuarto de estos ensayos). Expresarlo con tanta segu­ ridad sólo fue posible al cabo del tiempo, ya que, cuando me hallaba todavía en los campos de concentración, examinar las co­ sas así era como silbar en la oscuridad para quitarme el miedo. Sin embargo, así lo hacía para ahuyentar la angustia que me pro­ ducía la posibilidad de que los SS tuvieran éxito en sus intentos de desintegrar aún más mi personalidad, como trataban de hacer con todos los prisioneros. Empecé a escribir «Comportamiento del individuo y de la masa en situaciones límite» en 1940, más o menos un año des­ pués de recobrar la libertad y trasladarme a los Estados Unidos.5

5. Como veremos más adelante, el terror que creaban los campos de concen tración resultaba aún más eficaz a causa de la arbitrariedad absoluta con que la Gestapo encarcelaba a algunas personas y ponía en libertad a otras. No había forma de adivinar por qué a tal o cual preso lo dejaban ir al cabo de unos meses mientras que otro igual que él no recuperaba la libertad hasta transcurridos unos años y un tercero era condenado a permanecer en los campos hasta el fin de sus días.

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Desde el momento de mi llegada a este país, pocas semanas des­ pués de mi liberación, empecé a hablar sobre los campos de con­ centración a todos los que estuvieran dispuestos a escucharme y a muchos más que no lo estaban. A pesar de ser penoso por los recuerdos que traía a mi mente, hablaba de ello porque la expe­ riencia me había llenado a rebosar. También lo hacía porque deseaba que el mayor número posible de personas supiera lo que Así, pues, no tengo la menor idea de por qué fui uno de los afortunados a los que pusieron en libertad. Puede que tuviera algo que ver el hecho de que una de las figuras públicas más prominentes de los Estados Unidos intercediera por mí, personalmente y a través de la legación de su país. Semejante interés por mi suerte se debía a que durante muchos años había tenido en mi casa, para intentar curarlo, a un niño autista hijo de una antigua y distinguida familia norteamericana. Por el contrario, puede que esto aplazara mi liberación, toda vez que muchos presos que en numerosos aspectos eran iguales que yo fueron liberados antes. Que las intercesiones podían resultar contraproducentes lo demuestra la suerte que corrió un buen amigo mío. Un miembro de una familia real solicitó varias veces su liberación, pero mi nmigo permaneció en Buchenwald durante toda la guerra y no recobró la libertad hasta que el ejército norteamericano llegó al campo. E l peligro de las intercesiones de personas muy prominentes a favor de determinado prisionero residía en que la Gestapo sacaba la conclusión de que el preso podía serle útil en calidad de rehén, razón suficiente para tenerlo encerrado hasta que se le pudiera utilizar como tal. Hasta el comienzo de la guerra prácticamente cada semana (a veces cada día) soltaban a unos cuantos prisioneros. Durante el período 1938-1939 entre los liberados se encontraban bastantes judíos, siempre y cuando éstos entregasen todos sus bienes —incluyendo las sumas elevadas que pagaban sus parientes— a los nazis y demostrasen que tenían intención de abandonar Alemania inmediatamente después de su liberación. Yo reunía tales condiciones desde muchos meses ames de mi puesta en libertad y puede que ésta fuese la razón por la que me soltaron finalmente. Durante dicho período fueron tantos —en términos relativos— los presos judíos que recuperaron la libertad de esta manera que los prisioneras no judíos decían: «Sólo hay dos formas de salir de aquí: con los pies por delante o siendo judío». Pero el amigo al que he citado antes era judío y no fue puesto en libertad, aunque su familia y el miembro de la realeza que intercedió por él trataron de comprar su libertad por una elevada suma y ya se habían hecho todos los preparativos para su emigración inmediata. Para elevar al máximo la incertidumbre y la angustia relacionadas con los campos de concentración, la Gestapo jugaba al gato y el ratón con los parientes de los prisioneros. Por ejemplo, mis familiares acudían regularmente al cuartel general de la Gestapo, tanto en Viena como en Berlín, para suplicar que me liberasen. En dos ocasiones, a los de Viena les dijeron que ya me habían soltado y que regresaran corriendo a casa, puesto que probablemente yo estaría allí. En una ocasión les dijeron que enviaran un emisario (un abogado nazi) a Weimar, la ciudad más próxima a Buchenwald, para que me recibiese allí, cosa que ellos hicieron sin conseguir nada. Todo esto ocurrió varios meses antes de que finalmente me soltaran.

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ocurría en la Alemania nazi y porque me sentía obligado para con los que seguían sufriendo en los campos. Pero mi éxito fue escaso. A la sazón en los Estados Unidos no se sabía nada sobre los campos de concentración y mi historia era recibida con la mayor incredulidad. Antes de que los Estados Unidos se vieran arrastra­ dos a la guerra la gente no quería creer que los alemanes fuesen capaces de hacer cosas tan horrendas. Me acusaron de dejarme llevar por mi odio a los nazis, de divulgar tergiversaciones paranoides. Me advirtieron que no debía propagar semejantes menti­ ras. Me reprendieron por razones opuestas al mismo tiempo: por­ que pintaba a los hombres de las SS con tintas demasiado negras, y porque les hacía un honor demasiado grande al dar a entender que eran lo bastante inteligentes como para inventar y ejecutar sistemáticamente un sistema tan diabólico cuando todo el mundo sabía que eran unos locos estúpidos.6 Aquellas reacciones no hicieron otra cosa que convencerme aún más de que era necesario informar a la gente de la realidad de los campos, de lo que ocurría en ellos y de cuáles eran sus nefarios fines. Albergaba la esperanza de que si publicaba un escrito, redactado con la mayor objetividad posible para evitar la acusa­ ción de que el odio personal me hacía deformar los hechos, tal vez conseguiría que la gente me prestara atención. Esa fue la razón consciente por la que escribí «Comportamiento del indivi­ duo y de la masa en situaciones límite», que terminé en 1942. Por desgracia, durante más de un año el citado trabajo fue rechazado una y otra vez por las revistas de psiquiatría y psico­ análisis a las que lo envié creyendo que eran las que más interés tendrían en publicarlo. Lo rechazaban por distintas razones. Los directores de algunas de ellas se quejaron de que yo no hubiese llevado un diario o algo parecido durante mi estancia en los cam­ pos, con lo que daban a entender implícitamente que no se habían creído ni una palabra de lo que había escrito sobre las condiciones

6. Para la ceguera deliberada del gobierno y grandes sectores de la población norteamericana ante las atrocidades nazis, incluso en fecha tan tardía como el período 1942-1944, véase, por ejemplo, Anhur D. Morse, While six million died: A chronide of American ap/tthy, Random House, Nueva York, 1967.

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de vida en los campos de concentración. Otros lo rechazaban por­ que los datos no podían verificarse, o porque no era posible dar réplica a mis afirmaciones. Algunos dijeron claramente que lo más probable era que yo exagerase en lo que presentaba como hechos y en mis conclusiones. Algunos añadieron, quizá con razón, a juzgar por mi experiencia al tratar de hablar de estas cuestiones con profesionales, que el artículo resultaría demasiado inacepta­ ble para su público. Con todo, dadas las razones que me habían impulsado a escribir el ensayo, no podía dar mi brazo a torcer y a la larga conseguí que me lo publicasen.7 Escribir el ensayo resultó difícil desde el punto de vista inte­ lectual, ya que en aquel tiempo el pensamiento psicológico aún no había creado el marco conceptual necesario para abordar ade­ cuadamente estos problemas y, por consiguiente, tuve que valerme de mis propios medios. Pero aún más difícil resultó hacer frente a los recuerdos angustiosos y profundamente turbadores que me acosaban constantemente, convirtiendo en una ardua tarea el pen­ sar objetivamente en los campos. El intento de ser objetivo se convirtió en mi defensa intelectual para no dejarme abrumar por aquellos sentimientos perturbadores. Era consciente de un tre­ mendo deseo de escribir acerca de los campos de concentración, escribir de una manera que obligase a los demás a pensar en ellos, que les permitiera comprender lo que pasaba allí. Era una nece­ sidad que, transcurridos muchos años, los supervivientes que escribieron acerca de su experiencia llamarían el apremio de «dar testimonio». Mi deseo de hacer que la gente comprendiese lo que ocurría recibió un gran ímpetu de mi necesidad de entender me­

7. Por lo que estoy agradecido a Gordon Allport, quien, como director de Journal of Abnormal and Social Psychology, no sólo aceptó este trabajo de un autor desconocido, sino que le pareció lo bastante interesante como para convertirlo en el artículo principal del número correspondiente a octubre de 1943. También estoy agradecido a Dwight MacDonald, quien volvió a publicarlo en Politics en agosto de 1944. De la gran ignorancia que en torno a los campos de concentración existía, incluso en las postrimerías de la guerra, es ejemplo el hecho de que por aquel entonces el general Eisenhower hizo que dicho ensayo fuese lectura obliga­ toria de todos los funcionarios del gobierno militar norteamericano en Alemania. Sólo que entonces ya nada podía hacerse para ayudar a los millones de seres que ya habían sido asesinados en los campos.

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jor lo que me había pasado durante mi estancia en los campos, con el fin de dominar intelectualmente mi experiencia. No me daba cuenta entonces de que inconscientemente mis esfuerzos eran un intento de dominar esta experiencia demoledo­ ra no sólo intelectual sino también emocionalmente, toda vez que seguía teniéndome esclavizado, y en medida muy superior a la que yo deseaba aceptar conscientemente. A despecho de las pesa­ dillas sobre el campo de concentración que por aquel entonces me atormentaban cada noche, a pesar de la gran angustia que sentía diariamente en torno a la suerte de los que hacían frente al hambre, la tortura y la muerte en los campos (hecho que yo conocía bien), deseaba creer que el haber sido prisionero en un campo de concentración no tendría efectos psicológicos duraderos. Creer esto me resultaba más fácil gracias al tremendo alivio que experimenté cuando me pusieron en libertad y al saber que todos mis seres queridos se encontraban sanos y salvos más allá de las fronteras de Alemania. Es probable que albergase la esperanza inconsciente de que el hecho de escribir el ensayo y publicarlo me ayudara a superar la experiencia vivida en los campos, con lo que podría ocuparme de asuntos de menor carga emocional. Quizá cuando escribí el artículo resultara más fácil creer que esto sería posible, que de una vez por todas podía enterrar mi condición de superviviente y todo lo que ello significaba, ya que a la sazón todavía no existían los campos de exterminio, la «solu­ ción final» del problema judío aún no había tenido lugar en las cámaras de gas. Si bien apenas podemos seguir creyendo en que la vida tiene un objetivo concreto y debemos contentarnos con seguir lo que nos parece la dirección correcta, a pesar de ello debemos conti­ nuar luchando para integrar nuestra personalidad y dominar las experiencias difíciles. En ningún momento podemos esperar que llegaremos a estas difíciles metas de una vez por todas. Esto es cierto en términos generales, pero lo es mucho más en lo que se refiere a las experiencias cruciales de nuestra vida, especialmente una experiencia límite. Aún más insolubles son las experiencias límite que además plantean el problema central de nuestra época: los aspectos potencialmente destructivos del progreso.

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Esto representa hablar teóricamente de aquello que para el superviviente de los campos de concentración fue, y en cierta medida sigue siendo, una situación inmediatamente personal. Si uno ha dominado la experiencia de ser superviviente a un nivel, el problema se presenta en otro nivel que es necesario resolver. Así me ocurrió a mí y a muchos otros que trataron de integrar sus experiencias como prisioneros. E l proceso de resolución es lo que, como una tendencia común, se encuentra debajo de los diver­ sos ensayos que forman el presente libro. Después de la publicación del artículo titulado «Comporta­ miento del individuo y de la masa en situaciones límite», tuve la sensación de haberme ocupado, directa o indirectamente, de algún aspecto de lo que significaba ser un superviviente. Dirigí entonces mi atención hacia algunos problemas interesantes pero mucho más inocuos. Pero al cabo de un tiempo, sin poderlo evi­ tar, comprobé que volvía a sentirme empujado a pensar en los problemas del superviviente y, a menudo, también a escribir acer­ ca de los mismos. Hubiese resultado difícil aislar los ensayos referentes a la supervivencia y sus consecuencias directas de los que en aparien­ cia se ocupan de asuntos totalmente distintos, pero una organiza­ ción tan esmerada no reflejaría el proceso de mi vida mental. Ni revelaría de qué modo llegué a adoptar ciertas actitudes como resultado de mis esfuerzos por solucionar el problema de la super­ vivencia. Espero que la presentación de los trabajos que integran este libro, en los que se tratan temas muy dispares, se reconozca como lo que es en realidad: un mismo esfuerzo, a niveles distin­ tos, en pos de la integración.8

8. Si el lector desea leer primero los ensayos que se ocupan directamente de los campos de concentración y luego los referentes a la supervivencia, le reco­ miendo que se atenga al siguiente orden: «Traum a y reintegración»; «L os campos de concentración alemanes»; «Comportamiento del individuo y de la masa en situaciones lím ite»; «Aportaciones inconscientes a la propia destrucción»; «L a lec­ ción ignorada de Ana Frank»; «Eichmann: E l sistema, las víctim as»; y, final­ mente, «Sobrevivir». Además de estos trabajos y del que lleva por título The tnformed heart, sobre los campos de concentración y temas relacionados con ellos, he publicado los siguientes trabajos: «The helpless and the guilty», Common Sense, 14 (julio de 1945), pp. 25-28; «W ar triáis and Germán reeducation», Politics, 2 (diciembre de 1945), pp. 368-369; «The dynamism of anti-semitism in Gentile and

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Je w », Journal of Abnormal and Social Behavior, 42 (1947), pp. 153-168; «The concentration camp as a class state», Modern Review, 1 (octubre de 1947), pp. 628637; «Exodus, 1947», Politics, 5 (invierno de 1948), pp. 16-18; «T he victim’s image of the antisemite», Commentary, 5 (febrero de 1948), pp. 173-179; «Doctore of infam y— The story of the nazi medical crimes», American Journal of Sociology, 55 (1949), pp. 214-215; «Returning to Dachau», Commentary, 21 (febrero de 1956), pp. 144-151; «A note on the concentration camps», Chicago Review (agosto de 1959), pp. 113-114; «Forew ord» en D r. M iklos Nyiszli, Auschw itz— A doctor's eyewitness account, Frederick Fell, Nueva York, 1960, pp. v-xv m ; «Freedom from ghetto thinking», Midstream, 8 (primavera de 1962), pp. 16-25; «Survival of the Jew s», New Republic (julio de 1967), pp. 23-30.

TRAUMA Y REINTEGRACIÓN Seleccionar entre las obras publicadas a lo largo de toda una vida aquellos ensayos que parecen merecedores de conservarse en forma de libro constituye una tarea arriesgada. Al revisar lo que uno escribió hace veinte o treinta años, uno descubre que algunos artículos que en su momento parecían arrojar nueva luz sobre tal o cual cuestión, proponer ideas que se adelantaban a su tiempo y apuntar mejoras resultan ahora irremisiblemente desfasados, tri­ viales y perjudicados por limitaciones que ahora se nos hacen evi­ dentes debido a los conocimientos que hemos adquirido con el paso de los años o a los trabajos publicados por los demás. E s por esto que al principio me mostré reacio a seguir las sugerencias que me hicieron para que preparase una recopilación de ensayos con el fin de publicarlos en un libro. No era insensible al atractivo que ejerce este método de satisfacer la vanidad, pero me temía que, lejos de apuntalar mi ego, cabía la posibilidad de que tal empresa le asestase un tremendo golpe. Mi angustia en tal sentido halló expresión en la idea de que sería mejor emplear mi tiempo en resolver nuevos problemas en vez de malgastarlo repa­ sando viejos escritos, decidiendo cuáles de ellos seguían teniendo algún mérito y, si hacía falta, actualizándolos. A la larga, no obstante, tuve que reconocer que la idea de que sería preferible escribir algo nuevo era un subterfugio destinado a soslayar el riesgo de que, al revisar lo que había publicado a lo largo de los años, me encontrase con que no tenía ningún valor. La verdad es que si algunos de mis viejos ensayos ya no tenían interés, entonces eran muy pocas las probabilidades de que tuvie­

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ra más mérito lo que pudiera escribir ahora. Al darme cuenta de esto ya no pude esquivar la tarea de revisar mis viejos escritos desde la perspectiva de hoy. El incentivo para escribir sobre un tema puede ser externo o interno, aunque probablemente lo más frecuente es que sea una combinación de ambos. Según me parecía entonces y me sigue pareciendo ahora, el motivo directo que me empujó a escribir los ensayos que forman el presente libro fue el deseo personal de alcanzar mayor claridad sobre algún problema engorroso, hallar respuesta a una cuestión que había cobrado importancia para mí. Como siempre andaba muy ocupado y preocupado dirigiendo una institución psiquiátrica para niños, los estímulos externos podían inducirme a dedicar tiempo y esfuerzo a escribir solamente cuan­ do se hallaba presente una presión interna que aprovechaba la motivación externa para expresarse y, con un poco de suerte, encontrar solución. Una vez mis rumiaduras escritas habían cumplido la función de hacer que las cosas me resultasen más comprensibles, se me planteaba la pregunta de qué hacer con tales pensamientos. ¿De­ bía tirarlos a la papelera, es decir, a la última morada de la mayo­ ría de ellos? Esto sucedía porque las conclusiones a que había llegado, aunque siempre resultaban útiles para mí, parecían tener poco interés para los demás. Cuando deseé promover una comprensión parecida en los de­ más, con la esperanza de que ello les hiciera adoptar otra actitud frente a asuntos que parecían importantes, creí lícito publicar tales escritos. Así, la razón definitiva por la que publicaba un artículo era el deseo de promover cambios en el pensamiento o la acción, cambios que en aquellos momentos me parecían nece­ sarios. Las causas externas del presente libro fueron dos aconteci­ mientos casuales, sin los cuales es probable que el libro jamás se hubiese escrito. Y ello a pesar de que el motivo básico por el que escribí estos ensayos y los reúno ahora viene actuando dentro de mí desde hace unos cuarenta años, dominando mis pensamientos

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y sentimientos personales durante todo este tiempo. La causa defi­ nitiva de su publicación es el deseo de permitir la comprensión de la naturaleza de este motivo interior que, pese a ser muy personal, quizá revista cierto interés general. Primero, sin em­ bargo, quisiera decir algunas palabras acerca de la causa externa del libro. Hoy en día sólo voy al cine muy de vez en cuando. A pesar de ello, Amor y anarquía y La seducción de Mimi, de Lina Wertmüller, me habían interesado lo suficiente como para ir a verlas, ya que la primera trata de la suerte del individuo que vive bajo el fascismo y la segunda de la existencia del hombre en la moder­ na sociedad de masas. Pese a existir algunos paralelos entre los dos filmes, el destino de los dos protagonistas (interpretados por el mismo actor) es totalmente distinto: en Amor y anarquía es la victoria moral y la muerte física; en La seducción de Mimi, la muerte moral y la supervivencia física. Sin embargo, los dos se nos presentan igualmente desprovistos de sentido. En estas pelícu­ las Wertmüller plantea los problemas del significado de la exis­ tencia humana y de lo que entraña la lucha por la consecución de la autonomía personal, problemas que han sido y siguen siendo de sumo interés para muchas personas. Pero Wertmüller parecía llegar a conclusiones opuestas a las que yo podía aceptar. En Amor y anarquía el protagonista se deja llevar por su necesidad personal de ser amado y desperdicia la oportunidad de asesinar a Mussolini que tan ávidamente venía buscando. Empu­ jado por su sentimiento de culpabilidad y de enojo consigo mismo por haber desperdiciado la ocasión de llevar a buen término la lucha del individuo contra el estado fascista, provoca una batalla innecesaria con la policía y resulta muerto en ella. Es, pues, la historia de un hombre que, al menos bajo el fascismo, sólo corte­ jando a la muerte puede afirmar su autonomía. El mensaje de esta película resulta ambivalente: el protagonista es a la vez estú­ pido y heroico; sus actos son tan admirables como insensatos. También La seducción de Mimi trata del problema de la auto­ nomía individual en la sociedad de masas. La acción transcurre en la Italia moderna, mucho tiempo después de la caída de Musso­ lini. En este caso el final de la película sugiere que, dadas las

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condiciones sociales, para sobrevivir, el hombre moderno debe renunciar a la búsqueda de la autonomía. Así, ambas películas cautivan porque formulan la pregunta crucial de cómo conseguir Ja autonomía, pero no dan respuesta a ella. Parecen dar a enten­ der que el problema no tiene solución y la búsqueda de la auto­ nomía la presentan como algo muy comprensible, posiblemente insoslayable, pero absolutamente inútil. Poco después de ver estas películas el director de una presti­ giosa publicación semanal me pidió que escribiese un artículo sobre otro filme de Lina Wertmüller, Siete bellezas, que acababa de estrenarse en Nueva York y había sido muy elogiado por la crítica. El director de la revista había pensado en encargarme el artículo a mí porque unas escenas que tenían lugar en un cam­ po de concentración alemán eran de gran importancia en la nueva película. A pesar de que alegué que no estaba capacitado para juz­ gar películas, el director insistió diciendo que, dado que me había ocupado extensamente de los problemas de los campos de concen­ tración en algunos de mis escritos, yo era la persona indicada para valorar la película en cuestión. Habiendo leído comentarios sobre otras películas que utiliza­ ban el terror de los campos de concentración para excitar, cosa que me parecía alarmante y repugnante, y habiendo visto las dos películas de Wertmüller citadas anteriormente, las cuales me habían intrigado, sentí curiosidad por ver de qué manera habría resuelto las escenas del campo de concentración. En el bien enten­ dido de que no era probable que me sintiera capaz de escribir sobre ella, accedí a ver Siete bellezas. El filme me perturbó profundamente y le dije al director del semanario que no podía escribir el artículo que me pedía. Sin embargo, me rogó que me lo pensara, y el distribuidor de la película sugirió que asistiera a un segundo pase especial de la misma. Aunque durante dos semanas pensé mucho en la película, no conseguí disipar su efecto perturbador y sentí con mucho más apremio la necesidad de comprender la causa y la naturaleza de mis reacciones ante ella. Por tal motivo accedí a ver la película una vez más. Esta vez, hallándome mucho más preparado para verla, la encontré, en todo caso, aún más perturbadora que en la

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primera ocasión, pero vi con mucha mayor claridad el porqué. Un grupo reducido de críticos sensibles e inteligentes asistió también a la segunda proyección especial y se mostró muy impre­ sionado por el filme, aunque de modo totalmente distinto al mío. Después algunos de ellos comentaron conmigo la película y las impresiones que les había causado. Quedé atónito al ver hasta qué punto aquellos críticos tomaban al pie de la letra la imagen deformada del campo de concentración alemán que la película presentaba; y al ver cuán dispuestos estaban a aceptar la inter­ pretación que Wertmüller hacía de los campos, de lo que hacía falta para sobrevivir en ellos y del significado de Ja supervivencia. Que aquél fuese el efecto de la película en quienes probablemen­ te serían sus espectadores más perspicaces me preocupó mucho más que la misma película, tanto más cuanto la mayoría de las reseñas que había leído daban a entender una reacción parecida en general. Para entonces ya resultaba evidente que necesitaría mucho tiempo para ordenar mis reacciones, más del que podía esperar el director de la revista, y que el espacio que podría dedicar a mi artículo sería insuficiente para expresar mi opinión. Así, pues, le sugerí que encargase el artículo a otra persona. Así lo hizo y el artículo apareció poco después. Pero esto no puso fin a mi lucha con lo que habían desper­ tado en mí la película y, en grado aún mayor, las reacciones ante ella. Seguí leyendo lo que se publicaba sobre el filme, que era más de lo que suele publicarse sobre la mayoría de las películas. Por lo general las opiniones se parecían mucho a las que habían expresado los críticos que habían visto la película conmigo. Entonces me pareció aún más importante comprender detallada­ mente por qué había quedado convencido de que la película esta­ ba totalmente equivocada, cuando tanta gente la elogiaba. Con el fin de dominar mis sentimientos y aclarar mis ideas, me puse a expresar éstas por escrito, esencialmente para mí mis­ mo. Mientras lo hacía empezaron a aparecer artículos sobre super­ vivientes y supervivencia en los que se expresaban puntos de vista paralelos a los que yo creía haber detectado en la película. Esto me sirvió de mayor estímulo para ponerlo todo en claro. Así que

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el ensayo comenzó a alargarse más y más, mientras yo empleaba más y más tiempo en escribirlo. Finalmente tuve la impresión de que había satisfecho mi necesidad de afrontar lo que para mí sig­ nificaban la película y sus reacciones. Pero dudé de que el ensayo fuese publicable, dada la gran aceptación que habían hallado los puntos de vista contrarios. Sin embargo, con gran sorpresa y satis­ facción por mi parte, el New Yorker se mostró dispuesto a pu­ blicarlo. No menos sorprendentes e inesperados fueron los varios cen­ tenares de cartas que recibí como respuesta espontánea a mi artícu­ lo. Casi todas eran de elogio y expresaban reacciones muy senti­ das. Entre las escasas cartas de crítica sólo un par mostraban enojo; las demás eran corteses y consideradas, demostrando que, pese a rechazar mis ideas, sus autores daban gran importancia a los asuntos tratados en el artículo. El contenido de prácticamente todas las cartas daba a enten­ der que para mucha gente resultaba difícil, por no decir impo­ sible, aceptar las reacciones despertadas por los campos de con­ centración y el exterminio de los judíos europeos. Esto resultaba aún más cierto en lo referente al problema de las secuelas de los campos: la condición de superviviente. Las cartas culminaron con la sugerencia citada al principio: publicar el ensayo sobre los supervivientes como parte de un libro en el que se recogieran diversos trabajos. Pero fue necesaria otra experiencia para que venciera mis dudas sobre la conveniencia de hacerlo. Medio año después de la publicación de «Sobrevivir» en el New Yorker, participé en una conferencia sobre el holocausto nazi. Asistieron a ella unas trescientas personas seleccionadas por su interés personal en los hechos. Se trataba de personas muy por encima de lo normal en lo que respecta a inteligencia, educa­ ción y conciencia social. Hablando con ellas y observando sus reacciones durante la conferencia quedé escandalizado al ver lo poco que aquellas personas serias y bien intencionadas compren­ dían de lo ocurrido en aquellos años y lo que ello debía significar en nuestros días; o así me lo pareció. Al mismo tiempo que daban expresión verbal a todas aquellas cosas horrendas, abominables, aquellas personas parecían empeñadas en reprimirlo y negarlo todo

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haciendo que pareciese normal, despojándolo de toda importancia actual. Probablemente obraban de esta manera porque el horror nazi había sido un cataclismo difícil de imaginar, un hecho que des­ pertaba tanta angustia que aquellas gentes necesitaban negar que tuviera alguna relación con ellas como personas. Pensar en ello inducía a formularse preguntas sumamente perturbadoras sobre la naturaleza del hombre cuando, sin vacilación alguna e incluso con cierta satisfacción, se le presentaba la oportunidad de parti­ cipar espontáneamente en el más vil y sistemático de los asesina­ tos en masa, no sólo de hombres indefensos, sino también de millones de mujeres y niños pequeños, Verlo con sus propios ojos en películas documentales y escuchar el testimonio de los confe­ renciantes despertaban una sensaciones incontrolables de revul­ sión e impotencia en los asistentes a la conferencia. Quizás esto explique por qué unas personas que habían decidido voluntaria­ mente ver aquella película en verdad aterradora que mostraba escenas donde se hacía objeto de la mayor degradación posible a hombres, mujeres y niños inocentes, escenas de tortura, de ham­ bre, de asesinatos en masa, y luego participar en un debate sobre todo ello, reaccionaban ante tal experiencia distanciándose emo­ cionalmente de ella y negando toda relación emocional e intelec­ tual con ellas aquí y ahora. De lo contrario, no habrían podido hacer frente a lo que aquellas imágenes despertaban en ellas. Fue necesaria la combinación de estos dos factores, las reac­ ciones ante el artículo sobre los supervivientes y mi experiencia en la conferencia, para convencerme de que valía la pena hacer cuanto pudiera para mostrar de qué manera puede uno tratar de hacer frente a los dos fenómenos relacionados del genocidio y la condición de superviviente. Lo primero que se necesita es comprender el significado del holocausto, cómo pudo suceder. En segundo lugar, y dado que el holocausto pertenece ya a la historia, se requiere algo que tiene mayor importancia hoy día: una manera constructiva de afrontar las emociones que el hecho despierta en nosotros. Los supervivientes no están solos por cuanto tienen que aprender a integrar una experiencia que, cuando-no está integrada, o bien resulta completamente abrumadora o

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le obliga a uno a negar, en defensa propia, lo que personalmente significa para uno en el presente. Y así nació este libro: sus causas externas fueron dos acon tecimientos casuales. Pero el compromiso personal que los apro­ vechó para expresarse cabría decir que es de toda una vida, toda vez que se remonta ya a más de cuarenta años atrás.

L a c o n d ic ió n d e s u p e r v i v i e n t e

E l ser superviviente consiste en dos factores estrechamente relacionados pero separados. El primero es el trauma original, que en este caso es el impacto desintegrador de la personalidad que tuvo el hecho de ser prisionero en un campo de concentración alemán que destruía por completo la existencia social de uno al privarle de todos sus sistemas de apoyo anteriores, tales como la familia, los amigos, la posición en la vida, al mismo tiempo que le sometía a un aterramiento y degradación absolutos por medio del peor trato posible y la amenaza inmediata, omnipresente e ineludible contra la vida de uno. El segundo factor lo represen­ tan los efectos permanentes de semejante trauma, que exigen unas formas muy especiales de dominio para no sucumbir ante ellos. En algunas de mis anteriores publicaciones sobre los campos de concentración alemanes y asuntos relacionados intenté hacer la mayor justicia posible al primero de estos dos problemas. Pero en aquellos escritos no traté de arrojar luz sobre el segundo pro­ blema crucial, el de la condición de superviviente: sobre cómo hay que vivir con una situación existencial que no tiene solución. Se trata de mantener la integración a pesar de los efectos de la desintegración pasada; y mis esfuerzos por ayudar a otros a alcan­ zar su integración, por ejemplo, mi labor con los niños en la Escuela Ortogénica de la universidad de Chicago, llegaron a tener cierta relación con ello. Así, pues, espero que esta colección de ensayos diversos ofrezca algunas sugerencias implícitas sobre la naturaleza de lo que es necesario para hacer frente a los proble­ mas del trauma y la integración. Quizá la mejor manera de exponer el factor decisivo que me

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movió a reunidos en un libro consista en citar el contenido esen­ cial de una de las cartas que recibí en respuesta a mi artículo sobre los supervivientes. Al igual que todas las demás, la escribió una persona a la que no conocía. Acabo de leer «Sobrevivir» en el New Yorker y me siento tan impresionada que quiero escribirle una carta ... Crecí en Berlín, cristiana con abuelos judíos. Cuando los nazis subie­ ron al poder me fui a Holanda. Cuando allí empezaron a dete­ ner a los judíos, unos amigos me procuraron papeles falsos. Otro amigo sustrajo mis papeles del fichero de La Haya, así que en la práctica dejé de existir. Una parroquia, que hasta entonces yo no conocía, me brindó cobijo «para una noche». Pero estuve allí desde enero de 1942 hasta mayo de 1945. Nadie más que el párroco y su esposa sabían que en realidad yo no era su cocinera «Cathrine». Si le escribo todo esto es para confirmar ( ¡como si nece­ sitase usted confirmación!) que todo lo que usted dice sobre los sentimientos de culpabilidad es cierto. Probablemente sabrá usted cuántas personas perecieron en Holanda bajo la ocupación nazi, a pesar de tener buenos papeles falsificados. Yo estuve entre los afortunados, pero una y otra vez me he preguntado? «¿Por qué yo me salvé?... ¿Por qué recibí tanta ayuda?». Después de la guerra conocí a Eva Hermann, una alemana no judía que había pasado varios años en la cárcel por haber ayudado a los judíos.1 Cuando le pregunte el porqué a ella,' me contestó: «Para que durante el resto de tu vida demuestres que mereciste que te salvasen». Así que esto hace que me pregunte: «Nosotros los supervi­ vientes, ¿tenemos una responsabilidad?». Quizá puede usted escribir sobre este tema. Como demuestra esta carta, no soy psicóloga (soy bibliotecaria) y más de una vez en la vida me he dado cuenta de que hay problemas que una no puede resolver pero con los que hay que vivir. 1. Eva Hermann y su marido, Karl, habían tenido escondidos a unos cuantos judíos, lo cual era a la sazón un delito en Alemania. Ambos fueron a la cárcel. Karl fue condenado a muerte pero indultado porque sus conocimientos científicos eran necesarios; tuvo que prestar servicios como trabajador forzado. El panfleto de Eva Hermann In priso» yet free, en el que describe su experiencia, fue publi­ cado por la Tract Association for Friends, Filudelfia, 1948.

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La señora escribió también: «Conozco su libro sobre Buchenwald. Hace bastantes años di una charla sobre él en la asociación cuáquera de ... Todavía me acuerdo de la viva discusión que se entabló ...» . Dado que entre las demás cartas había bastantes que expresaban el deseo de que escribiera más sobre cómo solu­ cionar el problema de la condición de superviviente, me decidí a publicar el presente libro. Como se desprende de la carta citada, luchar con el problema de ser superviviente no exige haber padecido hambre, tortura o degradación directa, ni haber presenciado cada día, sin poder evi­ tarlo, el asesinato de tus semejantes, como les ocurrió a los super­ vivientes de los campos. Tener que vivir durante años bajo la amenaza inmediata y continua de que te maten sin otro motivo que el de pertenecer a un grupo destinado al exterminio, y sabien­ do a ciencia cierta que están matando a tus parientes y amigos más íntimos, esto basta para que durante el resto de tu vida luches con el problema insoluble de «¿por qué me salvé?» y tam­ bién con un sentimiento de culpabilidad completamente irracional producido por el hecho de haberte salvado. Ser uno de los pocos que se salvaron cuando perecían millo­ nes de personas como tú parece entrañar una obligación especial de justificar tu buena suerte, tu misma existencia, ya que se per­ mitió que ésta continuara cuando ocurría lo contrario con otras exactamente iguales a ella. El haber sobrevivido también parece entrañar una responsabi­ lidad imprecisa pero muy especial. Ello se debe a que lo que debe­ ría haber sido tu derecho de nacimiento: vivir tu vida en relativa paz y seguridad — no ser asesinado caprichosamente por el estado, que debería tener la obligación de protegerte la vida— se experi­ menta en realidad como un golpe de suerte inmerecida e inexpli­ cable. Fue un milagro que el superviviente se salvase cuando perecían millones de seres como él, por lo tanto, parece que ello sucediera con algún propósito insondable. Una voz, la de la razón, trata de responder a la pregunta «¿por qué me salvé?» con las palabras «fue pura suerte, simple casualidad; no hay otra respuesta a la pregunta», mientras la voz de la conciencia replica: «Cierto, pero la razón por la que

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tuviste la oportunidad de sobrevivir fue que algún otro prisione­ ro murió en tu lugar». Y detrás de esta respuesta, como un susurro, cabría oír una acusación aún más severa, más crítica: «Algunos de ellos murieron porque tú los expulsaste de un pues­ to de trabajo más fácil; otros porque no les prestase un poco de ayuda, comida, por ejemplo, de la que posiblemente hubieses podido prescindir». Y existe siempre la acusación última para la que no hay respuesta aceptable: «Te alegraste de que hubiera muerto otro en vez de ti». Estos sentimientos de culpabilidad y de tener una obligación especial son irracionales, pero ello no disminuye su poder para dominar una vida. En más de un sentido es esa irracionalidad la que hace tan difícil enfrentarse a ellos. Cuando un sentimiento se basa en algo racional se le puede hacer frente con medidas igualmente racionales, pero lo más frecuente es que los sentimien­ tos irracionales sean impermeables ante nuestra razón: hay que hacerles frente a un nivel emocional más profundo. Me opongo especialmente a la idea de que cualquier persona, incluyendo al superviviente, tenga la obligación de demostrar que mereció salvarse, y me opongo a ella aunque sólo sea porque de alguna manera da a entender que si otros perecieron fue porque no merecían salvarse. Sin embargo, aunque ser un superviviente no entraña una obligación especial, no por ello deja de ser una carga muy poco común y pesada: es, como dice la carta, un problema «que uno no puede resolver pero con el que ha de vivir». . No es raro que las secuelas emocionales del milagro de la supervivencia consistan en unos lastres psicológicos tan serios que algunos supervivientes no consiguieron dominarlos y otros lo lograron solo de manera limitada. Cuando se habla de las desgra­ ciadas consecuencias de haber sido prisionero de un campo de concentración hay que tener presente en todo momento que la experiencia fue de índole tan extremadamente traumática que hizo pedazos la integración personal, ya fuese totalmente o en grado considerable, j Todo trauma demuestra que, en cierto sentido, la integración que uno ha logrado no ofrece la protección adecuada. Si el trauma

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«s absolutamente destructivo, como sucedía con la experiencia de los campos de concentración, entonces demuestra que la inte­ gración de tu personalidad no ha superado la prueba crucial de su validez. La reacción psicológica del superviviente ante este fallo de su integración nunca era del todo consciente; al contrario, se veía condicionada en gran medida por factores inconscientes, tales como respuestas inconscientes a su experiencia en el campo de concentración y a su existencia anterior a la misma. Básicamente sólo son posibles tres respuestas psicológicas distintas ante la experiencia de que tu integración te ha fallado de manera más o menos total. De ellas la que dominara la vida del superviviente era la que en gran parte determinaba su existencia después de su paso por el campo de concentración. Si se desea resumir, aun­ que de manera harto facilona, las tres respuestas distintas al hecho de verse traumatizado en grado extremo, cabría decir que un grupo de supervivientes permitió que la experiencia le des­ truyese; otro intentó negarle cualquier impacto duradero; y el tercero emprendió una lucha, que se prolongaría toda una vida, para permanecer conscientes y tratar de hacer frente a las dimen­ siones más terribles, pero que de vez en cuando se hacen realidad, de la existencia del hombre.

E l sín d r o m e d e l s u p e r v iv ie n t e D EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN

La más destructiva de estas tres respuestas posibles era llegar inconscientemente a la conclusión de que la reintegración de la personalidad era imposible, inútil o ambas cosas. El supervivien­ te era consciente de su incapacidad para dirigir su vida, ya que ésta había resultado tan fragmentada que no se sentía capaz de volver a juntar los fragmentos. Pero esto se debía a que incons­ cientemente había decidido que no podría reconstruir su persona» lidad anterior porque todo o gran parte de lo que le daba signi­ ficado había desaparecido: las personas más allegadas a él habían sido asesinadas; él había hecho cosas que jamás podrían perdo­

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narse; había perdido lo que daba sentido a su vida y no había manera de recuperarlo; y, de todos modos, no valía la pena tra­ tar de edificar una nueva integración ya que podía resultar tan indigna de confianza como la de antes, la que le había abandonado cuando más la necesitaba. Estos supervivientes siguen debilitados por el convencimien­ to de que no pueden alcanzar una integración viable, lo cual es cierto mientras estén seguros de que emprender la reintegración es inútil o no vale la pena. Incapaces de embarcarse en la ardua y azarosa tarea de integrar su personalidad, estos supervivientes sufren un trastorno psiquiátrico al que se ha denominado el sín­ drome del superviviente del campo de concentración.

Su estado mental se parece al del individuo que sufre un trastorno psiquiátrico de índole depresiva o paranoide. Pero exis­ te una diferencia básica entre un individuo psicótico y un super­ viviente que sufra el síndrome del campo de concentración: el primero se desmorona debido principalmente a presiones internas en vez de bajo el peso de las que le inflige un entorno totalmente destructivo. La persona psicótica se viene abajo porque ha inves­ tido a figuras significativas de su entorno con la facultad de des­ truirle a él y a su integración. Así, mientras que la persona psicó­ tica cree, aunque sólo sea imaginariamente, que existen unas figuras todopoderosas que controlan su vida y pretenden destruir­ la, el prisionero del campo de concentración observó acertada­ mente que aquellos que le tenían sometido a su poder absoluto habían destruido realmente a otros como él y estaban empeñados en destruirle también a él. Por consiguiente, la diferencia crucial entre el prisionero y el psicótico es que el primero juzgó su situa­ ción de manera realista, mientras que el segundo lo hizo imagina­ riamente. Pero ambos vieron que su integración no les protegía y son incapaces de reintegrarse eficazmente. La persona que sufría el síndrome del superviviente del campo de concentración solía hacer algún esfuerzo por reintegrarse de manera viable, pero todo era en vano. Parte de la tragedia que culminaba con dicho síndrome estribaba en que el superviviente intentaba reintegrarse demasiado pronto, en un momento en que, a causa de su experiencia en el campo, seguía sin tener un ápice

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de energía psicológica, energía que le era necesaria para recons­ truir su integración. Al fracasar en su intento prematuro de rein­ tegración quedaba convencido de que jamás lo conseguiría por sí mismo. Para evitar otra derrota penosa, dejaba de intentarlo. Entonces, incapaz de aceptar que su condición de supervivien­ te planteaba un problema espinoso que, pese a serlo, sólo él podía afrontar, el superviviente trataba de encontrar una solución a su problema del modo que se le antojaba más fácil: haciendo que su cónyuge y sus hijos le resolvieran sus problemas. Esperaba y deseaba que ellos pudieran librarle del peso de aquella pregunta obsesionante: «¿por qué yo?», así como de su sentimiento de culpabilidad, ya fuese directamente, mediante lo que hicieran por él, o indirectamente, permitiéndole vivir a través de sus hijos para, de este modo, zafarse de su onerosa vida. En cuanto al sentimiento de obligación, procuraba librarse de él recurriendo al primitivo mecanismo psicológico de la pro­ yección: tenía que ser obligación especial de su familia (o de la comunidad) cuidar de él, porque él había sufrido de manera increíble y no podía cuidar de sí mismo. Es la petición tácita, y la seguridad, de que otros deberían resolverle los problemas — de­ mostrar, por ejemplo, que él no es culpable, que mereció ser uno de los elegidos para salvarse— la que perpetúa el síndrome del superviviente, ya que, por desgracia, los intentos de hacer que los demás resuelvan tus problemas nunca dan resultado. Lo que es peor, a menudo los familiares de estos supervivientes termi­ nan con el mismo síndrome, aunque con menor intensidad.2

2. Existe ya abundante literatura sobre el síndrome del superviviente. Para citar algunas obras: P. Matussek, Internmcnt in concentration camps and its consequences, Springer Verlag, Berlín y Nueva York, 1975; H . Krystal, Massive psychic trauma, International Universities Press, Nueva York, 1969; R . J . Lifton, Death in Ufe: survivors of Hiroshima, Random House, Nueva York, 1967; Chodoff, «Psychiatric aspects o f Nazi persecution», en S. Arieti, American handbook of psychiatry, vol. 6, Basic Books, Nueva York, 1975, y «Depression and guilt among con­ centration camp survivors», Existential psychiatry, n.° 7 (1970); Samai Davidson en «Psychiatric disturbances of Holocaust (Shoa) survivors. Symposium of the Israel Psychoanalytic Society», Israel Annals of Psychiatry and Related Disciplines, 5 :1 , 1967. E l síndrome en cuestión entre los hijos de los supervivientes se estudia en Helen Epstein, «H eirs o f the H olocaust», New York Tim es Magazine (19 de junio de 1977), y en una comunicación personal al autor de Samai Davidson; las conclusiones de míster Davidson sobre este tema se publicarán a su debido tiempo.

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Resulta tan injusto, tan poco razonable, que precisamente el superviviente tenga que luchar sin ayuda contra alguna de las peores dificultades psicológicas imaginables, con unos sufrimien­ tos psicológicos que les son perdonados a todos los demás. Aquel que tanto ha sufrido: la angustia ante la muerte, sin ningún ali­ vio, a menudo durante años y más años; un tremendo dolor físico, moral y psicológico; aquel que incluso después de su milagrosa liberación sigue sufriendo la más severa de las pri­ vaciones porque todos o muchos familiares suyos han sido exterminados; aquel que ha perdido todos sus bienes, que se halla desarraigado en todos los sentidos, obligado a vivir en una tierra nueva, a aprender una nueva ocupación, etcétera: ¿por qué, además, se ve obligado a sentir una responsabilidad especial, a verse perseguido por un sentimiento de culpabilidad, torturado por unos interrogantes que obviamente no tienen respuesta? ¿Por qué tiene que afrontar todo esto y, peor aún, afrontarlo él solo? La injusticia de semejante situación no le pasa desapercibida al superviviente; y si tiene tendencia a desistir cuando se encuen­ tra en un estado de total agotamiento emocional, acabará por hacerlo.

L a v id a com o a n t e s

Otros supervivientes, y puede que fuesen la mayoría, sacaron conclusiones totalmente distintas de la experiencia de ver cómo su integración cedía bajo el impacto del trauma del campo de concentración. Si así ocurría era porque, después de su liberación, acertaban a ver que les era necesario reconstruir su personalidad. Por consiguiente, les parecía que una forma razonable de afron­ tar las secuelas de su experiencia en el campo de concentración era reintegrándose esencialmente del mismo modo que antes de su cautiverio. Para ello tenían que recurrir a intrincados métodos psicológi­ cos que les permitieran esquivar los sentimientos de culpabilidad o la pregunta «¿por qué me salvé?» y las obligaciones especiales que la misma parece entrañar. Las defensas que utilizaban eran

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principalmente la represión y la negación. Por consiguiente, su integración resulta algo precaria e incompleta, porque a un grupo importantísimo de sentimientos se le niega el acceso a la concien­ cia, y hasta cierto punto su personalidad se encuentra desprovis­ ta de energía para afrontar la vida con realismo, ya que tienen que emplearla en mantener la represión y la negación en marcha. Sin embargo, en términos generales su reintegración resulta del todo viable, al menos mientras no vuelva a verse sometida a una dura prueba. Lo que sucedió en los campos fue tan horrible, y cabe hacer preguntas tan perturbadoras sobre la forma en que uno se com­ portó en ellos, que es muy comprensible que se desee olvidarlo todo, como si nunca hubiera sucedido. Estar encerrado en un campo de concentración significaba verse apartado de todos los aspectos de la vida anterior de uno. Los SS y el estado nazi dejaban ver bien a las claras que aquello era el fin de la vida que la perso­ na había llevado hasta entonces; negaban toda validez presente y futura a la anterior vida del prisionero^JA modo de contrarreac­ ción, la mayoría de los supervivientes procuraban negar validez a su experiencia en el campo después de su liberación, simular que nada de todo aquello había sucedido. Como les era imposible olvidar que sí había sucedido, lo más que podían hacer para negarle validez era no permitir que lo ocu­ rrido cambiase su forma de vida o su personalidad. De hecho, poder regresar a la vida, después de la liberación, como la misma persona que se había sido antes era el deseo ferviente de muchos prisioneros; creer que eso era posible hacía más soportable, des­ de el punto de vista psicológico, la terrible degradación a la que habían estado sometidos los cautivos. Los nazis habían destruido el mundo en el que antes vivía el prisionero, habían tratado de destruir la misma vida de éste. Siendo así, la mayor derrota que él les podía infligir era demos­ trarles que habían fracasado rotundamente en su empeño, y la manera de demostrárselo consistía en adoptar, una vez liberado, una forma de vida lo más parecida posible a la anterior. Esta vuelta a una existencia previa resultaba mucho más fácil si el superviviente podía continuar viviendo con su esposa, hijos o

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padres, con aquellos con quienes vivía antes, ya que ellos espe­ raban que así lo hicese. En vista de estos y otros muchos factores (por ejemplo que el prisionero, emocionalmente agotado por su experiencia, al ser liberado no tuviera confianza en que lograría comenzar una vida nueva y distinta), la mayoría de los prisioneros optaban por simplificarse las cosas al máximo, prosiguiendo la vida que mejor conocían. Éste, dicho sea de paso, fue mi propó­ sito al principio: reemprender mi vida, en sus aspectos más im­ portantes, allí donde tan cruelmente la habían interrumpido. Sólo que hacerlo no resultaba tan fácil como el prisionero había imaginado en los sueños que le habían ayudado a soportar su aflicción. Al ser liberados, la alegría de encontrarse a salvo se imponía a todas las demás emociones, a la vez que el ex-cautivo dedicaba toda su atención a la tarea de recuperar su fuerza física. Pero no tardaba en aparecer la pregunta «¿por qué yo?» y con ella la sensación de tener una obligación especial por el hecho de ser uno de los pocos supervivientes. Pesadillas obsesionantes no permiten que el superviviente olvide sus experiencias en el campo aún en el caso de que logre no pensar en ellas durante el día, cosa que támbién resulta difícil evitar, sobre todo durante los prime­ ros años. A medida que va recuperando fuerzas, vuelven a su memoria numerosos hechos medio olvidados que despiertan en él sentimientos de culpabilidad, aunque no les encuentre justifica­ ción cuando los examina objetivamente. Es comprensible que muchos prisioneros liberados intentasen impedir que estos pen­ samientos dolorosamente turbadores llegasen a su conciencia. Una vez que has empezado a quitarle validez a lo que expe­ rimentaste en los campos no permitiendo que tus vagos senti­ mientos de culpabilidad penetren en tu conciencia, se hacen nece­ sarias negaciones aún mayores y más represión de los recuerdos para mantener las negaciones originales. Así, cada negación exige nuevas negaciones para poder mantener la original y cada represión, para continuar, exige más represión. Aquí conviene recordar que la más sencilla, primitiva y radi­ cal defensa psicológica contra el impacto de una experiencia con­ movedora consiste en reprimirla y negarla, mientras que es más difícil efectuar una elaboración gradual y ajustar nuestra persona-

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lidad adecuadamente. Así, pues, el hecho de que muchos super­ vivientes intenten afrontar el trauma de la experiencia en el cam­ po de concentración por medio de la represión y la negación no tiene nada de extraño. Huelga decir que recurrir a la negación y a la represión para ahorrarse la difícil tarea de integrar una experiencia en nuestra personalidad no es ni mucho menos privativo de los supervivien­ tes. Al contrario, es la reacción más frecuente ante el holocausto: recordarlo como un hecho histórico, pero negar y reprimir su im­ pacto psicológico, ya que éste exigiría una reestructuración de la propia personalidad y una visión del mundo distinta de la que se tenía anteriormente. Ésta, como he dicho con anterioridad, fue la reacción típica de los participantes en la conferencia sobre el holocausto. La diferencia reside en que, si bien esta represión no impide afrontar los hechos en el caso de las personas que no se vieron directa e inmediatamente afligidas por el holocausto, no puede decirse lo mismo acerca del superviviente. En primer lugar, su sentimiento de culpabilidad es más directo y personal. En segun­ do lugar, ha experimentado algo que desconocen los que no estuvieron presos en los campos: su anterior integración se ha hecho pedazos; y, por consiguiente, nunca podrá confiar plena­ mente en ella otra vez, aunque consiga reconstruirla. Los supervivientes que niegan que su experiencia en los cam­ pos haya demolido su integración, que reprimen su culpabilidad y su sensación de que deberían vivir de acuerdo con una obliga­ ción especial, a menudo triunfan en la vida, en lo que respecta a las apariencias. Sin embargo, desde el punto de vista emocional están agotados porque gran parte de su energía vital la emplean en mantener la negación y la represión en marcha y porque ya no pueden confiar en que su integración interior les brinde seguridad, en caso de ser puesta a prueba otra vez, ya que les defraudó en una ocasión. Así, pues, aunque estos supervivientes están relativamente libres de síntomas, en algunos aspectos esenciales, profundos, su vida está llena de inseguridad interna. Por lo general, consiguen ocultar este hecho a los demás y, en cierta medida, incluso a sí

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mismos. Pero su existencia es como un castillo de naipes. Si todo va bien, nada tienen que temer. Pero un ventarrón de problemas serios puede echar abajo su integración, que ellos mismos, de manera semiconsciente, saben que no es sólida, aunque no lo reconozcan de forma plenamente consciente. Para seguir con su integración como antes, tienen que prote­ gerse contra algunas de las que podrían ser sus experiencias más significativas. No porque éstas acabarían necesariamente con ellos, sino porque temen que así sea, ya que no pueden confiar en que su integración se mantenga bajo una fuerte tensión. Temen que cualquier experiencia profunda revele la existencia relativamente vacía que están viviendo, lo cual se debe a que niegan el impacto y significado de lo que fue la experiencia más horrenda de su vida, la experiencia más horrible que pueda vivir una persona.

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Finalmente, existe el grupo de los supervivientes que, basán­ dose en su experiencia, llegaron a la conclusión de que sólo mejo­ rando su integración podrían vivir del mejor modo posible con las secuelas de su experiencia en los campos de concentración. Su reintegración tenía que permitirles hacer frente al sentimiento de culpabilidad y a la pregunta incontestable de «¿por qué yo?». Tenía que ser una integración que, incluyendo entre sus compo­ nentes la experiencia en el campo de concentración, prometiese mayor resistencia que la de antes en el caso de una severa traumatización. Son supervivientes que procuraron sacar algo positivo de su experiencia, pese a lo horrible que había sido. A menudo ello hacía que su vida les resultase más difícil que antes y también más compleja en determinados aspectos, pero posiblemente aun más llena de significado. Es la ventaja que obtuvieron reestruc­ turando su integración de manera que tuviese en cuenta la expe­ riencia más trágica de su vida. Un superviviente tiene todo el derecho de elegir su propia manera para tratar de hacer frente a la vida. La experiencia de

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ser prisionero de un campo de concentración es tan abominable, el trauma es tan horrendo, que hay que respetar el privilegio de cada superviviente de intentar dominarlo como mejor sepa y pueda. Los comentarios precedentes sobre el «síndrome del super­ viviente» y sobre algunas consecuencias de elegir una «vida como antes» indican por qué, a mi modo de ver, estas soluciones tan comprensibles no son también las más constructivas. Pienso que la carta citada anteriormente entraña una solución más viable que las proyecciones o la negación o represión del sentimiento de culpabilidad. Sugiere una perlaboración del trauma original y de sus consecuencias, lo cual resulta más efectivo y satisfactorio que desesperar de conseguir una nueva integración o de conven­ cerse a uno mismo de que ésta no es necesaria. Requisito previo para la nueva integración es aceptar que se ha sufrido un trauma muy serio y constatar la naturaleza del mismo. Ello hace más fácil aceptar y hacer frente al sentimiento de culpabilidad. En cuanto a la pregunta «¿por qué me salvé?», es tan imposible de contestar como la de «¿por qué nací?». Sin embargo, en vista de que nos salvamos, valdría la pena que procurásemos vivir de una manera que permitiera decirnos a nosotros mismos, sin orgullo ni arrogancia, que «dado que me salvé, trato de sacar el máximo provecho a la vida, pese a mis inevitables limitaciones». La naturaleza de la nueva integración que se ofrece al super­ viviente que, al igual que la autora de la carta, ha sido capaz de aceptar los sentimientos de culpabilidad, y de vivir constructiva­ mente con ellos y con la certeza de que, pese a ser obsesionante, no hay que reprimir la pregunta de «¿por qué yo?», será distinta en cada persona, ya que, al igual que toda integración verdadera, hay que edificarla partiendo de unas experiencias vitales singu­ lares. Que la autora de la carta ha logrado la integración se advierte, no sólo por la franqueza con que aborda los problemas más profundos de la supervivencia, sino, con mayor claridad aún, por el hecho de que exprese sus sentimientos de culpabilidad, sin necesidad de justificarse a sí misma y a su supervivencia. Así, pues, el superviviente no tiene ninguna obligación espe­ cial. El número de prisionero que lleva tatuado en el brazo no es

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una marca de Caín ni una distinción particular. No me parece especialmente loable pasarse la vida dando testimonio de la inhumanidad del hombre con el hombre. Por desgracia el asesinato en masa a escala tan grande como el genocidio nazi no es un caso único en la historia de la humanidad, aunque sí lo es la forma mecánica y sistemática con que lo perpetró el régimen hitleriano. Pero el haberse visto cara a cara con semejante asesinato en masa, haber estado tan cerca de ser una de sus víctimas, es una experiencia relativamente singular y dificilísima desde el punto de vista psicológico y moral. De ello se desprende que la nueva integración del superviviente resultará más difícil y, cabe esperar, más significativa, que la de muchas personas que no han tenido que vivir una experiencia extrema, toda vez que el superviviente habrá tenido que integrar en su personalidad una de las expe­ riencias más penosas a que puede verse sometida una persona. Los ensayos incluidos en el presente libro muestran los esfuer­ zos de una persona en pos de la reintegración, unos esfuerzos muy idiosincráticos. Algunos tratan de comprender la naturaleza del trauma; otros apuntan respuestas al mismo. Varios trabajos reflejan un enfoque específico de la pregunta incontestable de «¿por qué yo?» y de la tarea de calmar un sentimiento vago e inconcreto de culpabilidad. Promoviendo la integración de la per­ sonalidad de los demás se puede tratar de promover la propia, y sirviendo a los vivos se puede tener la impresión de haber cum­ plido con las obligaciones para con los muertos, al menos en la medida en que ello es posible. Otros ensayos indican que ninguna integración será completa mientras no abarque también unos inte­ reses muy personales; que al mismo tiempo que exige cierta pro­ fundidad de experiencia, la integración necesita variedad de expe­ riencias. La integración personal, y con ella la consecución de signifi­ cado, es una lucha muy individual que dura toda la vida. Una colección de ensayos que reflejan los esfuerzos de un hombre para llegar a dicha meta, que reflejan sus pensamientos a lo largo de cerca de cuarenta años, presentará necesariamente algunas características propias de una confesión, por mucho que al escri-

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birlos el autor haya procurado atenerse a las exigencias de una objetividad académicamente aceptable, consecuencia ésta de haber pasado su vida en el mundo académico y de haber aceptado en gran parte los valores de dicho mundo. A menudo las emociones personales se entrometen en la tarea del autor que con sus escri­ tos pretende expresar la lucha de un hombre contra las tendencias destructivas de la sociedad y del individuo, incluyendo al mismo autor, así como sus esfuerzos personales por extraer un significa­ do de la vida, en especial de las actividades de su vida profesio­ nal como educador y terapeuta. Como estudioso del psicoanálisis y seguidor de Freud, impre­ sionado profundamente por su escepticismo crítico ante el hom­ bre y su naturaleza, escepticismo que, sin embargo, no impidió a Freud seguir luchando para dar al hombre la libertad que le permitiera ser verdaderamente él mismo, sé que, en gran medida, todos los intentos de extraer un significado de la vida son en rea­ lidad una proyección de significado en la vida. Esto sólo es posible en el momento y en la medida en que una persona consiga encon­ trar significado en sí misma y proyectarlo luego hacia afuera. Hay que investir la vida de significado, con el fin de que podamos extraer discernimiento de ella. Aunque lo parezca, no se trata de ningún solipsismo, puesto que, para sacar un signifi­ cado de la vida, es necesario organizaría de manera personal. Esta organización permite entonces obtener un conocimiento personal de nuestra relación con el mundo que va más allá de lo que originalmente proyectamos en él. A pesar de la diversidad de los temas que se tratan en los ensayos siguientes, tiene que haber una lógica interna en la forma en que se seleccionaron, enfocaron y resolvieron. Si bien puede que la búsqueda de conocimiento personal entrañe muchos rodeos, incluso algunos callejones sin salida, la lucha para alcanzarlo debe­ ría reflejar la manera en que un individuo se siente empujado a buscar el esclarecimiento de unos problemas en vez de otros, por­ que enfrentarse a tales asuntos parece tener un significado espe­ cial para él. Éste es el reflejo de una mente que trabaja en aque­ llas cuestiones que la afectan y que son como los peldaños que le permitirán alcanzar una mejor integración de su persona.

LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES Es difícil recordar hoy día, cuando se piensa en los campos de concentración alemanes, que había varios tipos de campos, cada uno para un fin determinado. El horror insondable de los campos de muerte, con las cámaras de gas donde fueron asfixia­ das millones de personas, eclipsa el recuerdo de los demás cam­ pos y de los innumerables asesinatos que también en ellos se cometieron. Según los cálculos más fidedignos, los alemanes die­ ron muerte a un número de judíos situado entre los cinco millo­ nes y medio y los seis millones, la mayoría de ellos en las cáma­ ras de gas de los campos de exterminio, además de a un vasto número de polacos, gitanos y otros seres a los que los nazis con­ sideraban indeseables.1 Cuando los campos de muerte o exterminio se organizaron en diciembre de 1941, las cámaras de gas todavía no se habían utilizado, pero existían precursores: camiones en los que se mataba a la gente con los gases de escape del motor. Para entonces los campos de concentración ya tenían, como institución, su propia y abominable historia. Los primeros campos de concentración se instalaron inmedia­ tamente después de que los nazis subieran al poder en 1933. Su finalidad todavía no era la de dar muerte a las personas consideradas indeseables por los nazis, aunque bastantes de ellas 1. Existe una literatura considerable sobre este tema. Cabe citar dos libros que dicen la verdad sobre el exterminio de los judíos europeos: Raúl Hilberg, Tbe destruction of tbe European Jews, Quadrangle Books, Chicago, 1961, y Lucy S. Dawidowicz, The wat against tbe Jews, 1933-1945, Holt, Rinehart and Winston, Nueva York, 1975.

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fueron asesinadas de modo algo fortuito desde el principio, sino, sobre todo, aterrorizar a los susceptibles de oponerse a los nazis y también hacer que el terror al castigo cundiese entre el resto de la población alemana. Los nazis esperaban obligar a todos los alemanes a convertirse de buen grado en súbditos obedientes del Tercer Reich. Así que desde el principio mantuvieron hasta cierto punto la ficción de que los campos se emplearían para reeducar a los que se oponían al régimen y destruir a los que se resistieran a tal reeducación. Durante la guerra apareció un tercer grupo de campos destinado a proporcionar a la industria alemana mano de obra extremadamente barata, fácilmente sustituible, compues­ ta principalmente por trabajadores forzados extranjeros, a los que apenas se pagaba.2 Es posible que debido al hecho de que mi experiencia en campos de concentración se adelantó a la puesta en marcha de la «solución final del problema judío», incluyendo el asesinato, pla­ neado cuidadosamente y ejecutado de modo sistemático, de todas las personas de ascendencia judía, en mis escritos me he ocupado principalmente del significado del fenómeno de los campos de concentración y sus consecuencias en vez del de los campos de exterminio, abominación increíblemente superior. Pero hubo otro factor que contribuyó a esta elección. De los tres tipos de campos, los de trabajos forzados presen­ tan los problemas menos interesantes, aunque ello no significa que no fuesen terribles. No se diferenciaban demasiado de las peores situaciones de trabajos forzados habidas en el transcurso

2. También cabe citar dos libros entre la abundante literatura sobre los cam pos de concentración para los llamados «presos políticos»: Eugcn Kogon, 7'he theory and practice of bell: the concentralion camps and the system bebind tbem, Farrar, Straus, Nueva York, 1950, cuyo título original alemán, The S S State, indica más exactamente su alcance, y mi obra The ¡nformed heart, The Free Press, Nueva York, 1960. Las crónicas más completas de todos los campos de concen­ tración, incluyendo los de exterminio y los de trabajadores forzados, se encuentran en International Military Tribunal, Trial of the major war crimináis before the International Military Tribunal: Official Text, 42 vols., Nuremberg, 1947-1949. Véase además O ffice of the United States Chief of Counsel for the Prosecution of Axis Criminality, Nazi conspiracy and aggression, 11 vols., Washington, D . C., 1946-1948. (Por cierto que ambas publicaciones incluyen mis declaraciones como testigo.)

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CONCKNTKACIÓN Al.LMANl.S

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de la historia. Dada la naturaleza totalitaria del estado nazi y el poder despiadado y casi absoluto de las SS, las condiciones de vida en los campos de trabajadores forzados eran aún peores que las existentes en los presidios, ya que los reclusos de los campos no gozaban siquiera de las pequeñas consideraciones humanas y de la significativa protección de las leyes que son prerrogativas de los delincuentes comunes. Sin embargo, a pesar de lo horrible de la vida en tales campos, los problemas teóricos o psicológicos que plantean no son nuevos ni singulares. Todo lo contrario sucede con los campos de exterminio y con los de concentración instala­ dos por los nazis. Los campos de exterminio se crearon con un solo propósito: perpetrar la «solución final del problema judío», es decir, matar de la forma más eficiente posible a todos los judíos a los que se pudiera atrapar. La destrucción de los judíos, de los gitanos — de éstos asesinaron a unos cien mil— y de algunos otros gru­ pos a los que también se consideraba racialmente inferiores y, por lo tanto, peligrosos para la superioridad y pureza de la raza ale­ mana, fue la consecuencia de los delirios paranoicos característi­ cos de Hitler y que él contagió a sus seguidores, aunque esto no hubiese llevado tan fácilmente al exterminio de millones de seres de no haber recibido apoyo de prejuicios, discriminación y odio seculares, y si los partidarios de Hitler no hubiesen hecho suyo el delirio de su caudillo, que las masas expresaban de varias ma­ neras, entre ellas repitiendo a coro la consigna « ¡Despierta, Ale­ mania! ¡Extermina a los judíos!» ( Deutscbland ertuache! Juda verrecke!). En todo caso, por terrible que fuera el hecho de que los que eran propensos a forjar fantasías sobre una raza aria pura gozasen de poder absoluto para llevarlas a la práctica extermi­ nando a millones de víctimas infelices en gran parte de Europa, soy lo bastante optimista como para creer en que es poco proba­ ble que alguna vez una parecida concatenación de circunstancias produzca un delirio que culmine también con el aniquilamiento de millones de personas. Menos optimista me siento ante la posible utilización de los campos de concentración como medio para implantar el control total en una sociedad de masas en vista de que unos sistemas

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muy parecidos de campos de concentración fueron creados espon­ táneamente, con el mismo propósito, por dos sociedades de ma­ sas y totalitarias que, por lo demás, resultaban radicalmente dis­ tintas: la Rusia leninista y stalinista, y la Alemania hitleriana. En ambos países estas instituciones fueron administradas, siguien­ do líneas muy parecidas, por una policía secreta. ? Aunque a veces los campos de concentración estaban ubicados en el mismo sitio que los de exterminio, y aunque proporciona­ ban trabajadores forzados (incluyendo judíos) a las SS, su objetivo consistía en aterrorizar y, valiéndose de la angustia creada de esta forma, permitir que el estado controlase todos los actos y pensa­ mientos de sus súbitos. El método concreto que se empleaba para convertir el campo de concentración en un instrumento para con­ trolar a toda la población era este terror envuelto en el secreto, el cual aumenta inmensamente su capacidad para crear una angustia paralizante. Así, la existencia de campos de concentra­ ción donde se castigaba severamente a los que se oponían al régimen era objeto de amplia y frecuente publicidad, pero lo que ocurría en los campos sólo se sugería mediante insinuaciones des­ tinadas a crear miedo. (En el caso de los campos de exterminio se hizo todo lo contrario: se efectuaron intentos más serios, aun­ que en su mayoría infructuosos, de mantener el secreto sobre su existencia y propósito.) Cuando antes de la guerra se encerró en los campos de con­ centración a gran número de judíos, la medida pretendía aterro­ rizar a sus congéneres y conseguir que emigrasen inmediatamente dejando todos sus bienes en Alemania — cosa que hicieron casi todos los que poseían la capacidad psicológica para dejarlo todo atrás e iniciar una nueva vida en tierra extranjera y fuerza para gestionar su salida del país o inducir a otros a ayudarles a hacer­ lo— , aunque en muchos casos los únicos lugares dispuestos a aceptarles eran los que ellos no habrían escogido en el supuesto de que se les hubiera permitido.3 El elevado número de judíos

3. Durante diversos períodos fue posible entrar en algunos países centroame ricanos, al menos para permanecer en ellos un tiempo, y hasta el comienzo de la guerra resultaba bastante fácil irse a Shanghai, aunque los recién llegados que no tenían dinero encontraban dificultades para ganarse la vida allí.

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que abandonaron Alemania después de que ellos, sus parientes o sus amigos hubiesen estado presos en campos de concentración ilustra una vez más la eficacia de este tipo de campo como ins­ trumento de control total, no sólo sobre los prisioneros sino sobre el resto de la población. El terror de los campos de concen­ tración como medio de alterar el comportamiento y con él las actitudes e incluso la personalidad es un potencial inherente a una sociedad de masas, totalitaria y orientada hacia la tecnología cuan­ do sus tendencias antihumanísticas dejan de estar moderadas por escrúpulos morales o religiosos. El egoísmo exige que cada persona trate de reducir su angus­ tia tanto como le sea posible y la mejor forma de conseguirlo es, en una sociedad de masas, convertirse en súbdito gustoso y obediente del estado, lo cual significa cumplir por propia inicia­ tiva las indicaciones del estado. Justamente porque este método de control a través del terror y el secreto resultó tan eficaz en la Alemania nazi existe el peligro de que pueda- utilizarse nueva­ mente^ He dedicado un libro a tratar de este peligro inherente al estado totalitario (The informed beart). Su subtítulo, «Autonomy in a mass age» (La autonomía en una era de masas), sugiere lo que, a mi juicio, constituye el antídoto para semejante peligro. Dado que esta problemática la traté extensamente en el citado libro, aunque de manera algo distinta, he dudado sobre si debía incluir «Comportamiento del individuo y de la masa en situacio­ nes límite», seguido de otros artículos que, directa o indirecta­ mente, se ocupaban de temas relacionados. Su inclusión queda justificada porque me pareció de cierto interés revisar los intentos anteriores de comprender los propósi­ tos psicológicos y el impacto general de este método moderno de coacción total que, abarcando tanto el cuerpo como el alma, indu­ ce u obliga al individuo a modificar aspectos de su personalidad para adaptarse a la voluntad del estado totalitario. Por consiguiente, exceptuando algunos cambios de poca impor­ tancia, el ensayo titulado «Comportamiento del individuo y de la masa en situaciones límite» se reproduce aquí en su forma ori­ ginal. Se han conservado cosas que ahora me parecen torpes

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intentos de plantear las cuestiones objetivamente porque los mis­ mos reflejan tanto el deseo de convencer a mi público original de que lo que escribí no eran las efusiones deformadas de una persona dominada por las reacciones emocionales ante su expe­ riencia — cosa de la que se me había acusado— como el propósito de distanciarme de dicha experiencia y dominarla. L a objetividad forzada de la dicción también se conserva por­ que fue una expresión de un primer intento de perlaboración e integración a través del distanciamiento y de la comprensión inte­ lectual; en una palabra, de tratar de dejar atrás una experiencia difícil sin haberla incorporado realmente a mi vida y a mi perso­ nalidad con todas sus consecuencias y significados. Ahora me parece ver que albergaba la esperanza inconsciente de que, una vez afrontada mi experiencia de esta forma intelectual, podría seguir mi «vida como antes». No resultó de esta manera. Hacía solamente dos años de la publicación del ensayo cuando volví a escribir sobre los campos de concentración alemanes — y desde entonces lo he hecho en repetidas ocasiones— para un público mucho más amplio, en un artículo destinado a unos volúmenes especiales de la Encyclopaedia Britannica. Algunos de los hechos presentados en aquel artícu­ lo se reimprimen a continuación, ya que pueden servir como telón de fondo para los análisis psicológicos de los trabajos que vienen a continuación.

A

lg u n o s hechos a c er c a

DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES

Hasta 1933 ningún gobierno, exceptuando la Rusia stalinista, había utilizado deliberadamente los campos de concentración para intimidar a sus propios súbditos. Por consiguiente, el gobierno nacionalsocialista de Alemania fue el primer régimen occidental que se valió de ellos como instrumento poderoso para establecer su control y asegurar su permanencia en el poder. Toda vez que los campos eran un invento del nuevo régimen, su organización no se vio obstaculizada por ninguna reglamentación heredada de

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la República de Weimar. Además, los campos se hallaban total­ mente controlados por la policía secreta del estado, libres de la interferencia de otras instituciones gubernamentales como, por ejemplo, los tribunales, que tal vez habrían ejercido una influen­ cia mitigadora. La historia de los campos como instituciones centrales del gobierno siguió muy de cerca la del estado nacionalsocialista y los cambios que en ellos se registraban eran reflejo de los que expe­ rimentaba la propia dictadura. Siempre que el régimen se sentía amenazado, utilizaba con mayor saña y frecuencia los instrumen­ tos destinados a salvaguardarlo. A medida que el régimen fue cuajando y abarcando todos los aspectos de la vida alemana, tam­ bién los campos de concentración aumentaron de tamaño y pro­ pósito y fueron utilizados con fines no previstos al ser creados. Con el paso del tiempo los campos de concentración quedaron anticuados, incapaces de cumplir los diversos objetivos señalados, por lo que se crearon nuevos tipos. Al decaer el régimen los cam­ pos reflejaron la desintegración y el caos de un gobierno que ya no era capaz de controlar siquiera sus principales instituciones de poder. Cuando menos tres factores se combinaron para influir en la historia del campo de concentración: la historia del propio régi­ men y las diversas necesidades que intentó satisfacer por medio de los campos de concentración; el desarrollo independiente de los campos de concentración como instituciones; y, finalmente, las acciones contrarias por parte de los prisioneros de los campos. Desde el punto de vista legal, la creación de los campos de concentración se basó indirectamente en la constitución alemana, que en su artículo 48, párrafo 2, daba al presidente amplios pode­ res de excepción. Paul von Hindenburg se amparó en ellos en 1933 para promulgar una ley que permitía la custodia preventiva {Schutzbaft) con el fin de proteger la seguridad del estado. El 12 de abril de 1934 un edicto del Ministerio del Interior introdujo las bases legales para la creación de los campos en las reglas que gobernaban la custodia preventiva. Decretó también que las personas internadas en campos de concentración quedaban bajo la jurisdicción de la Gestapo y que su puesta en libertad

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tendría efecto a discreción de la misma. Más adelante los tribu­ nales dictaminaron que los prisioneros de aquella clase no podían recurrir a los tribunales. La administración de la ley para la protección del pueblo y del estado se confió a la policía secreta del estado, Geheime Staats Polizei, nombre que se abrevió utilizando las primeras letras de cada palabra y se convirtió en Gestapo. La Gestapo nunca justi­ ficaba sus actividades ante el público, no indicaba el motivo de las detenciones en ningún caso ni la duración de las mismas; y ni siquiera informaba a los familiares del detenido sobre si éste seguía con vida. Todo ello tenía por objeto incrementar el terror por medio del secreto y la incertidumbre. Reclutaba sus efectivos entre los hitlerianos más fanáticos y dignos de confianza: las SS. Más adelante, al ampliarse las SS, se crearon formaciones de élite cuyos oficiales administraban y gobernaban los campos de concen­ tración mientras los soldados servían en calidad de guardianes. Estos soldados, especialmente seleccionados y adiestrados, de la policía secreta del estado (Schutz Staffeln, de ahí las siglas SS) ostentaban como distintivo una calavera y por esto se les llamaba las unidades de la calavera (Totenkopf). El distintivo simbolizaba tanto su inhumanidad como su compromiso de matar y morir sin titubear por el Reich. Al principio sólo internaban en los campos a los enemigos políticos del régimen y, entre éstos, únicamente a los que no se podía juzgar con éxito ante los tribunales de justicia. Pero pronto incluyeron a otros, cuando el gobierno no creía conveniente dar a conocer su encarcelamiento o los motivos del mismo. Tan pronto como el partido nazi se encontró bien atrinche­ rado en el poder la situación cambió, porque entonces los ex-oponentes izquierdistas del gobierno dejaron de ser sus más peligrosos enemigos. En 1934 los elementos radicales del nazismo, incluyen­ do a los seguidores de Ernst Roehm, se convirtieron en los prime­ ros miembros del partido que eran internados en los campos de concentración que algunos de ellos habían ayudado a crear. El siguiente grupo al que se consideró peligroso fue el que formaban aquellos que se oponían a lo que a la sazón constituía la tarea principal del partido: prepararse para la guerra. Así,

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pues, se envió a los campos de concentración a pacifistas, objetores de conciencia y a las personas tachadas de «holgazanes». La ideología basada en la superioridad de la raza alemana, que pasó a ser uno de los conceptos centrales del partido, pronto se reflejó en la constitución de los campos. Las personas de raza no aria que tuvieran relaciones sexuales con miembros de la «raza» alemana eran acusados ante los tribunales o enviados a los campos de concentración. Más adelante, cuando el partido decidió proce­ der contra ellos, se añadió a los prisioneros homosexuales, ya que todas esas personas habían cometido delitos raciales y se las con­ sideraba contaminadora de la raza. Para el régimen la defección y la desobediencia dentro de las SS y en el seno del partido resultaban aún más peligrosas que la oposición ajena al mismo. Por lo tanto, los campos de concen­ tración entraron en funcionamiento contra tales miembros del partido. A principios de 1938 no llegaban a 30.000 los prisioneros de los campos de concentración alemanes. A la sazón los dos cam­ pos principales eran el de Dachau, cerca de Munich, donde había unos 6.000 prisioneros, y el de Sachsenhausen, cerca de Berlín, con unos 8.000 reclusos. Poco tiempo antes se les había añadido el campo de Buchenwald, cerca de Weimar, en el cual había a la sazón unos 2.000 reclusos. Había también varios campos peque­ ños, uno de ellos, el de Ravensbrück, para mujeres. Es probable que en las cárceles normales hubiese también un número igual­ mente elevado de presos políticos que recibían un trato mucho mejor, más o menos el que se da a los presos en las cárceles del resto del mundo. Hasta 1938 la mayoría de los prisioneros de los campos de concentración la constituían oponentes políticos de los nazis. El resto consistía en varios centenares de personas acusadas de «hol­ gazanería»; varios centenares de objetores de conciencia, la mayo­ ría de ellos testigos de Jehová; menos de 500 prisioneros judíos, muchos de ellos «contaminadores de la raza»; unos cuantos delincuentes calificados de incorregibles; y un grupo variopinto de menos de 100 personas entre las que había ex-soldados de la Legión Extranjera francesa que habían vuelto a Alemania y eran

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considerados unos traidores por haber servido a una potencia extranjera. A los pocos meses de la anexión de Austria, en la primavera de 1938, la población del campo de Dachau, por ejemplo, aumen­ tó de menos de 6.000 reclusos a más de 9.000. En total, durante 1938 se sumaron alrededor de 60.000 prisioneros a la población de los campos. A partir de 1939 el número de reclusos de los campos de concentración creció ininterrumpidamente a un ritmo cada vez mayor. Más y más judíos eran encerrados en los campos para obligar a todos ellos a salir de Alemania. En lo que consti­ tuyó un obvio preparativo para la guerra, la Gestapo intentó encarcelar o intimidar a todos los alemanes susceptibles de opo­ nerse a la contienda u obstaculizar el esfuerzo bélico. A partir de entonces cambió el carácter de la población reclusa de los cam­ pos: el número de presos judíos, antisociales y criminales aumen­ tó a ritmo muy superior al de presos políticos. Las ideas raciales y eugenésicas del nacionalsocialismo ya ejer­ cían su influencia en los campos en 1937. A la sazón se esteriliza­ ba a unos cuantos prisioneros, en su mayoría los denominados delincuentes sexuales (homosexuales, violadores, judíos que habían tenido relaciones sexuales con mujeres no judías sin estar casados con ellas). Más adelante, a partir de 1940, se empezó a dar muer­ te a los prisioneros a quienes se consideraba enfermos incurables o locos. Después se puso en práctica en los campos la política encaminada a mejorar la raza por medio del exterminio de aque­ llas personas a las que se tenía por portadoras de genes indesea­ bles. Si bien todos estos tipos de exterminio fueron el resultado de dogmas raciales, la utilización de los campos de muerte a gran escala es probable que no estuviera prevista cuando tales doctri­ nas se formularon por primera vez. El primer «problema» racial que se atacó a gran escala fue el de los judíos, culminando con los grandes pogroms del otoño de 1938 y la deportación de decenas de millares de judíos a los campos de concentración que existían entonces. Durante la guerra se extendieron a un mismo tiempo el deseo de poner en práctica la política racial y el temor a que en las ciudades alemanas vivie­ sen judíos. Por consiguiente, primero se les obligó a vivir en

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ghettos o juderías y más tarde se les envió a los campos, princi­ palmente a los de exterminio instalados en lo que antes era Po­ lonia. Desde el principio de la guerra en septiembre de 1939 se puso en marcha una política de exterminio dirigida principalmente con­ tra los judíos como «enemigos del pueblo alemán», los gitanos como portadores de genes especialmente indeseables y la élite polaca y rusa susceptible de amenazar la hegemonía alemana en las tierras conquistadas. Los instrumentos de muerte que se utili­ zaban en los campos consistían en una alimentación y un aloja­ miento insuficientes, trabajos forzados agotadores, falta de aten­ ción médica, etcétera. Sin embargo, durante los primeros años de la contienda, el asesinato propiamente dicho, aunque frecuente, era en parte selectivo y en parte poco sistemático. El último paso se dio con la creación de los campos de exter­ minio. Los experimentos con la cámara de gas se habían iniciado en el campo de Oswiecim (Auschwitz), cerca de Cracovia. El ex­ terminio se hallaba en plena marcha en julio de 1942; quedó inte­ rrumpido definitivamente en septiembre de 1944 por orden de Berlín, que de esta manera confiaba obtener unas condiciones de paz más favorables. Nadie sabe cuántas personas habían muer­ to en los campos para entonces. Las cifras oscilan entre once mi­ llones (la más baja de las estimaciones razonables según fuentes oficiales de la Alemania oriental) y más de dieciocho millones. Según los cálculos más dignos de confianza, entre cinco millones y medio y seis millones de estas víctimas eran judíos. Aparte de los campos de exterminio, en los que murió prácticamente todo el mundo, la estimación más fidedigna es que desde 1933 hasta 1945 un total de 1.600.000 personas fueron enviadas a los demás campos de concentración: de tilas murieron por lo menos 1.180.000. En el mejor de los casos los supervivientes de los dis­ tintos campos fueron 530.000, aunque muchos de ellos murieron después de su liberación a causa de lo que les había ocurrido durante su estancia en los campos.4 4. Dado que los campos de exterminio y la mayoría de los de concentración se hallaban en Polonia o en lo que es ahora la Alemania oriental, y debido a que allí se encuentran la mayoría de los archivos que no resultaron destruidos, las

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Cada uno de los campos de concentración tiene su propia his­ toria, en la que hay períodos mejores y peores, según se diera importancia a tal o cual de los muchos fines con que los campos fueron creados y utilizados por la Gestapo. Así, por ejemplo, en 1938 las condiciones de vida en Dachau era típicas de los campos de concentración que existían entonces. Desde su fundación a fina­ les de 1937 hasta 1939 Buchenwald fue el peor de todos los campos. Pero desde 1942 hasta su desintegración total en el período 1944-1945 (debido a los bombardeos aliados), Buchen­ wald fue uno de los mejores, como también lo fue Dachau a partir de 1943 más o menos. En general, los campos de concen­ tración situados en la Alemania propiamente dicha y en Checos­ lovaquia (en Theresienstadt [Therezín], por ejemplo) fueron los más soportables durante las últimas etapas de la guerra, mientras que las peores condiciones fueron las reinantes en los campos ins­ talados en territorio polaco ocupado.

fuentes germano-orientales parecen más dignas de crédito. Como he dicho antes, según tales fuentes, el número más bajo de presos asesinados en los dos tipos de campos es de once millones. Meyers Neues, Leipzig: Bibliographisches Institut, 1974. Según fuentes germano-occidentales, si bien había 60.000 prisioneros en los campos de concentración a finales de 1938 y 100.000 en 1942, su número había aumentado a 715.000 en 1945, fecha en que 40.000 hombres de las SS se encar­ gaban del gobierno de los diversos campos. En 1945 había alrededor de veinte campos de concentración y unos 165 campos de trabajadores forzados relacionados o no con aquéllos. Auschwitz reunía los tres tipos de campo en uno solo: de exterminio, de concentración y de trabajadores forzados. A sí, pues, podría resultar interesante que, según el comandante de dicho campo, desde su inauguración hasta el 1 de diciembre de 1943 (es decir, mucho antes de que lo abandonasen), dos millones y medio de personas fueran asesinadas allí, principalmente en las cámaras de gas, mientras que otro medio millón murió de hambre, agotamiento o enfer­ medad. (Meyers Enzyklopiidisches Lexikon, 1975.) Las cifras alemanas se aproximan a las francesas, toda vez que, según la Ettcyclopedia Universalis (París, 1968), por lo menos doce millones de personas murieron en los campos de concentración y exterminio. Según la Encyclopaedia Britannica (197415), «se calcula que en todos los campos de Alemania y territorios ocupados entre dieciocho y veintiséis millones de personas — prisioneros de guerra, presos políticos y ciudadanos de los países ocupados e invadidos— murieron de hambre, frío, peste, tortura, experimentos médicos y otros métodos de exterminio tales como las cámaras de gas».

COMPORTAMIENTO DEL INDIVIDUO Y DE LA MASA EN SITUACIONES LÍMITES El autor pasó aproximadamente un año, durante el período 1938-1939, en Dachau y Buchenwald, que a la sazón eran los mayores campos de concentración alemanes para presos políticos. Durante su estancia en ellos hizo unas observaciones parte de las cuales se presentan aquí. El presente trabajo no tiene por fin con­ tar una vez más los horrores del campo de concentración alemán para prisioneros políticos, sino explorar ciertos aspectos del im­ pacto psicológico trascendental que los campos de concentración tuvieron directamente sobre sus reclusos e indirectamente sobre la población sometida a la dominación nazi. Se da por supuesto que el lector está más o menos enterado del hecho, pero es necesario reiterar que a los presos se les tortu­ raba deliberadamente.1 Iban vestidos de modo insuficiente, pero, a pesar de ello, se hallaban expuestos al calor, a la lluvia y a tem­ peraturas glaciales durante diecisiete horas cada día, siete días a la semana. Padecían una desnutrición extrema, pero se les obliga­ ba a llevar a cabo trabajos forzados.2 Cada instante de su vida era regulado y supervisado estrictamente. Jamás se les permitía recibir visitas ni entrevistarse con algún ministro de su religión. 1. Para el primer informe oficial sobre la vida en estos campos, véase Papers concerning the treatment of Germán nationals in Germany, H is Majesty’s Stationery Office, Londres, 1939. 2. L a comida que los presos recibían cada día representaba aproximadamente 1.800 calorías, mientras que la media de calorías que exigía el trabajo que hacían oscilaba entre las 3.000 y las 3.300. (Más adelante, durante los años de guerra, las raciones fueron mucho más reducidas que en 1938-1939.)

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Apenas se les prestaba atención médica y, en los raros casos en que la recibían, pocas veces la administraban personas con cono­ cimientos de medicina.3 Los prisioneros no sabían exactamente por qué les habían encerrado y en ningún caso se les informaba de la duración de su encierro. En vista de todo ello, se compren­ derá por qué el autor considera que los prisioneros eran personas que se encontraban en una situación «extrema». — Los informes sobre los actos de terror perpetrados en los campos despiertan emociones fuertes y justificadas en las perso­ nas civilizadas, emociones que a veces les impiden comprender que, en lo que respecta a la Gestapo, el terror no era más que el medio para conseguir determinados fines. Al utilizar medios extravagantes que absorben plenamente el interés del investiga­ dor, la Gestapo conseguía a menudo ocultar su verdadero propó­ sito. Una de las razones por las que esto ocurre con tanta frecuen­ cia en relación con los campos de concentración es que Jas perso­ nas más informadas y capacitadas para hablar de ellos son ex-cautivos que, como es lógico, sienten mayor interés por lo que les sucedió que por las causas de ello. Si se desea comprender los propósitos de la Gestapo, así como los fines de que se valía para conseguirlos, es una equivo­ cación dar una importancia exagerada a lo que les ocurrió a determinadas personas. Según la conocida ideología del estado nazi, el individuo como tal no existía o carecía de importancia. Así, pues, al investigar los propósitos de los campos de concen­ tración conviene poner de relieve, no los actos de terror indivi­ duales, sino los resultados cumulativos del trato dado a los prisioneros. Cabe decir que por medio de los campos de concentración la Gestapo intentaba obtener diversos resultados, entre los cuales el autor consiguió desentrañar los siguientes, que son distintos pero están íntimamente relacionados: acabar con los prisioneros como individuos y transformarlos en masas dóciles de las que 3. Las operaciones quirúrgicas, por ejemplo, las practicaba un ex-impresor. Entre los presos había muchos médicos, pero a ningún prisionero se le permitía ejercer en el campo su profesión habitual, ya que ello no hubiese entrañado ningún castigo.

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no pudiera surgir ningún acto individual o colectivo de resisten­ cia; extender el terror entre el resto de la población utilizando a los presos como rehenes para que los demás se portasen bien y demostrando lo que les ocurría a quienes se oponían a los diri­ gentes nazis; proporcionar a los miembros de la Gestapo un campo de entrenamiento en el que se les enseñaba a prescindir de todas las emociones y actitudes humanas y en el que apren­ dían los procedimientos más eficaces para quebrantar la resisten­ cia de una población civil indefensa; proporcionar a la Gestapo un laboratorio experimental para el estudio de medios eficaces para quebrantar la resistencia civil, así como el mínimo de requi­ sitos nutritivos, higiénicos y médicos necesarios para que los presos siguieran vivos y pudieran realizar trabajos forzados cuan­ do la amenaza de un castigo constituye el único incentivo, así como la influencia que ejerce sobre el rendimiento el hecho de que no se conceda tiempo a nada salvo a los trabajos forzados y el hecho de que se separe a los prisioneros de sus familias. En el presente trabajo se procurará abordar adecuadamente cuando menos uno de los aspectos de los objetivos de la Gestapo citados anteriormente: el campo de concentración como medio para producir cambios en los prisioneros que les hicieran súbditos más útiles del estado nazi.

- Los cambios se producían exponiendo a los prisioneros a situaciones límite creadas especialmente para tal fin. Estas circuns­ tancias obligaban a los prisioneros a adaptarse por completo y con la mayor rapidez. La adaptación producía tipos interesantes de comportamiento privado, individual y colectivo o de masas. Llamaremos «privado» al comportamiento cuyo origen se hallaba en gran parte en la formación y personalidad del indivi­ duo más que en las experiencias a que la Gestapo le sometía, aunque dichas experiencias influían en el comportamiento priva­ do. Denominaremos comportamiento «individual» a aquel que, si bien se observó en individuos más o menos independientes entre sí, fue a todas luces el resultado de experiencias comparti­ das por todos los prisioneros. Llamaremos comportamiento «colectivo» o «de masas» a los fenómenos que podían observarse solamente en un grupo de pri-

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sioneros cuando éstos funcionaban como una masa más o menos unificada. Aunque a veces se producían coincidencias entre estos tres tipos de comportamiento y parece difícil distinguir claramen­ te entre ellos, es preciso atenerse a estas diferenciaciones. En el presente ensayo nos ocuparemos principalmente del comporta­ miento individual y de masas, como su título indica. Solamente se mencionará un ejemplo de comportamiento privado en las páginas siguientes. Al analizar el desarrollo de los prisioneros desde el momento de su primera experiencia con la Gestapo hasta el momento en que quedaba prácticamente concluido su proceso de adapta­ ción al campo, cabe observar distintas fases. La primera de éstas giraba en torno a la conmoción inicial de verse encarcelado ilegal­ mente. Los principales acontecimientos de la segunda etapa era el transporte basta el campo y las primeras experiencias en él. La siguiente fase se caracterizaba por un lento proceso de cambio en la personalidad del prisionero. Se desarrollaba paso a paso pero continuamente en forma de adaptación a la situación del campo. Durante el citado proceso resultaba difícil percatarse del im­ pacto de lo que ocurría. Una manera de que resultase más obvio consistía en comparar a dos grupos de prisioneros, uno en el que el proceso acabase de empezar, los «nuevos», y otro en el que el proceso ya estuviera muy avanzado. Este segundo grupo lo for­ maban los prisioneros «veteranos». La fase final se alcanzaba cuando el preso se había adaptado a la vida en el campo. Esta última fase parecía caracterizarse, entre otros rasgos, por una actitud y una valoración decididamente distintas con respecto a la Gestapo.

Un

e j e m p l o d e c o m p o r t a m i e n t o p r iv a d o

Antes de pasar a tratar las distintas etapas del desarrollo del prisionero convendría hacer unos comentarios sobre el por qué y el cómo se hicieron las observaciones presentadas en este artículo. A estas alturas parece fácil decir que las observaciones

INDIVIDUO Y

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se hicieron por su gran interés sociológico y psicológico y porque contienen datos que, al menos que yo sepa, raramente se han hecho públicos de manera científica. Pero aceptar esto como res­ puesta a «¿por qué?» constituiría un ejemplo flagrante de logificatio post evetttum.

La formación académica del autor y sus inquietudes psicoló­ gicas fueron de utilidad para hacer observaciones y llevar a cabo la investigación; pero el autor no estudió su comportamiento, y el de sus compañeros de cautiverio, como aportación a la investi­ gación científica pura. Al contrario, el estudio de estos comporta­ mientos fue un mecanismo ad boc creado por él mismo para pro­ porcionarse cuando menos una inquietud intelectual que le hicie­ ra más fácil soportar la vida en el campo. Así, pues, sus observa­ ciones y los datos reunidos deben considerarse un tipo especial de defensa creado en una situación extrema. Fue un comporta­ miento creado individualmente, no impuesto por la Gestapo, y basado en los orígenes, formación e inquietudes de este preso concreto. Fue creado para proteger a este individuo de la desinte­ gración de su personalidad. Es, por consiguiente, un ejemplo característico de comportamiento privado. Estos comportamien­ tos privados parecen seguir siempre el sendero donde encuentren menor resistencia; es decir, siguen de cerca las inquietudes del individuo en su vida anterior. Dado que es el único ejemplo de comportamiento privado que se presenta en este ensayo, podría resultar interesante decir algu­ nas palabras sobre el por qué y el cómo fue creado. Por haberlo estudiado, el autor conocía el cuadro patológico propio de ciertos tipos de comportamiento anormal. Durante los primeros días de prisión, y especialmente durante los primeros días en los cam­ pos, se dio cuenta de que se comportaba de forma distinta a la acostumbrada. Al principio racionalizó que tales cambios de com­ portamiento eran sólo fenómenos superficiales, el resultado lógi­ co de su peculiar situación. Pero no tardó en darse cuenta de que la escisión de su persona en dos, una que observaba y otra a la que le ocurrían cosas, no podía calificarse de normal, sino que era un típico fenómeno psicopatológico. Así que se pregun­ tó: «¿Me estoy volviendo loco o ya me he vuelto?».

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Evidentemente, encontrar respuesta a esta pregunta apre­ miante era de mayor importancia. Además, el autor veía que sus compañeros de cautiverio actuaban de forma rarísima, aun­ que tenía todos los motivos para creer que también ellos eran personas normales antes de que los encerrasen. Parecían haberse convertido de pronto en embusteros patológicos, incapaces de contener sus estallidos emocionales, fuesen de ira o de desespera­ ción, incapaces de llevar a cabo valoraciones objetivas, etcétera. A causa de ello se le planteó otra pregunta: «¿Q ué puedo hacer para no volverme como ellos?». La respuesta a ambas preguntas era comparativamente senci­ lla: averiguar qué había sucedido, en ellos y en mí. Si yo no cambiaba más que todas las otras personas normales, entonces lo que sucedía en mí y a mí era un proceso de adaptación y no un brote de locura. Así que decidí averiguar qué cambios habían ocurrido y estaban ocurriendo en los prisioneros. Al hacerlo me di cuenta súbitamente de que había dado con la solución de mi segundo problema: ocupándome de problemas interesantes duran­ te mis ratos libres, hablando con mis compañeros de encierro con un propósito concreto, reflexionando sobre mis averiguacio­ nes durante las horas sin fin en que me obligaban a realizar una labor agotadora que no requería ninguna concentración mental, conseguí matar el rato de una manera que parecía constructiva. Al principio me pareció que olvidar durante un rato que estaba en el campo era la mayor ventaja de tal ocupación. Con el paso del tiempo el aumento del respeto a mí mismo por ser capaz de seguir haciendo un trabajo con sentido a pesar de los esfuerzos de la Gestapo para evitarlo se hizo aún más importante que ma­ tar el rato. No fue posible hacer anotaciones, ya que carecía de tiempo, no había donde guardarlas ni manera de sacarlas del campo. La única forma de vencer esta dificultad consistía en hacer todos los esfuerzos posibles por recordar lo que ocurría. En este sentido el autor se vio obstaculizado por la desnutrición extrema, que perjudicó su memoria y a veces le hizo dudar de que consiguiera recordar lo que recogía y estudiaba. Intentó concentrarse en los fenómenos característicos y sobresalientes, repitiéndose una y

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otra vez sus averiguaciones (tenía tiempo de sobras y de todos modos iban a matarle) y repasando todas sus observaciones mien­ tras trabajaba con el fin de grabárselas en la memoria. El método dio resultado, ya que al mejorar su salud después de su salida del campo y de Alemania recordó muchas cosas que creía haber olvidado. Los prisioneros se mostraban dispuestos a hablar sobre sí mismos porque el hecho de que alguien se interesase por ellos y por sus problemas acrecentaba su autoestima. Hablar durante el trabajo estaba prohibido, pero, dado que prácticamente todo esta­ ba prohibido y se castigaba muy severamente, y en vista de que, debido a la arbitrariedad de los guardianes, los presos que obedecían las reglas no lo pasaban mejor que los que las transgre­ dían, los presos quebrantaban todas las reglas siempre que les era posible hacerlo impunemente. Cada uno de los reclusos tenía que hacer frente al problema de cómo soportar la obligación de realizar tareas estúpidas durante doce o dieciocho horas diarias. Una forma de encontrar alivio era conversar, cuando los vigilan­ tes no podían impedirlo. A primera hora de la mañana y al caer la noche los guardianes no podían ver si los presos estaban hablan­ do. Esto les proporcionaba al menos dos horas diarias de conver­ sación mientras trabajaban. Tenían permiso para hablar durante la breve pausa del almuerzo y cuando se encontraban en los barracones, ya de noche. Aunque al mayor parte de este tiempo la tenían que pasar durmiendo, generalmente les quedaba una hora para conversar. Con frecuencia los presos eran trasladados de un grupo de trabajo a otro, y muy a menudo les hacían cambiar de barracón para pasar la noche, ya que la Gestapo quería evitar que llegasen a conocerse demasiado íntimamente. A causa de ello, cada preso establecía contacto con muchos otros. El autor trabajó en veinte grupos distintos cuando menos, cada uno de ellos integrado por un número de presos que iba de veinte o treinta a varios cente­ nares. Durmió en cinco barracones distintos, en cada uno de los cuales vivían de 200 a 300 presos. De esta manera llegó a cono­ cer personalmente a un mínimo de 600 prisioneros en Dachau

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(de los 6.000 que aproximadamente había allí) y de 900 en Buchenwald (donde habría unos 8.000). Si bien en un barracón determinado vivían solamente presos de la misma categoría, las categorías se mezclaban a la hora de trabajar, por lo que el autor pudo establecer contacto con todas ellas. Las principales, enumeradas en orden a su importancia y empezando por la mayor, eran las siguientes:. presos políticos, la mayoría de ellos ex-socialdemócratas y comunistas alemanes, aun­ que también había ex-miembros de formaciones nazis como los seguidores de Roehm que seguían con vida; personas supuesta­ mente «holgazanas», es decir, personas que no accedían a trabajar allí donde el gobierno quería que lo hiciesen, o que habían cam­ biado de lugar de trabajo para ganar más, o que se habían que­ jado de que los salarios eran bajos, etcétera; ex-miembros de la Legión Extranjera francesa, y espías; testigos de Jehová (Bibelforscher) y otros objetores de conciencia; prisioneros judíos, ya fuese por el simple hecho de serlo o porque, además, habían lleva­ do a cabo actividades políticas contra los nazis (a este segundo grupo pertenecía el autor), o por cometer delitos de índole racial; delincuentes; homosexuales y otros grupos minoritarios, por ejemplo, personas sobre las cuales los nazis ejercían presión para sacarles dinero; e individuos de quienes quería vengarse algún jefazo nazi. Después de hablar con miembros de todos los grupos y obte­ ner con ello una amplia gama de observaciones, el autor procuró corroborar sus averiguaciones comparándolas con las de otros prisioneros. Por desgracia, sólo encontró dos de ellos con la pre­ paración y el interés suficientes para participar en la investigación. Aunque el problema parecía interesarles menos que al autor, los dos presos en cuestión hablaron con varios centenares de reclu­ sos cada uno. Cada mañana, durante la cuenta de prisioneros y mientras esperaban la asignación a algún grupo de trabajo, inter­ cambiaban información y debatían teorías. Éstos debates resulta­ ron de gran utilidad para rectificar los errores debidos a ver las cosas desde un solo punto de vista.4 4.

Uno de los participantes era Alfred Fischer, doctor en medicina, quien,

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A su llegada a los Estados Unidos, inmediatamente después de salir del campo de concentración, el autor procedió a escribir sus recuerdos, pero tardó cerca de tres años en decidirse a inter­ pretarlos, ya que temía que la indignación ante el trato recibido pusiera en peligro su objetividad. Transcurrido dicho período, cuando ya era posible concebir esperanzas de que la Gestapo fue­ se destruida, el autor decidió que su actitud era ya todo lo obje­ tiva que jamás podría ser y presentó su material a debate. No obstante, a pesar de todas estas precauciones, las condi­ ciones peculiares en que se recogió el material impiden trazar una panorámica exhaustiva de los tipos de comportamiento posi­ bles. El autor se ve limitado a comentar los comportamientos (y su posible interpretación psicológica) que él pudo observar. Tam­ bién es evidente la dificultad de analizar el comportamiento de la masa cuando el investigador forma parte del grupo al que se está analizando. Por otro lado, hay que tener presente la dificultad de observar y dar cuenta objetivamente de situaciones que despier­ tan las más vivas emociones cuando se experimentan personalmen­ te. El autor es consciente de estas limitaciones a que se ve some­ tida su objetividad y sólo le cabe esperar que haya conseguido vencer algunas de ellas.

L

a

t r a u m a t iz a c ió n o r ig in a l

En la presentación cabe distinguir entre, por un lado, la conmoción psicológica inicial de verse privado de los derechos civiles y encerrado ilegalmente en una prisión, y, por otro, la conmoción producida por los primeros actos deliberados y extra­ vagantes de tortura a que los presos eran sometidos. Las dos con­ mociones pueden analizarse por separado debido a que el autor, al igual que la mayoría de los prisioneros, pasó varios días en una prisión corriente, administrada por la policía regular. Mienen el momento de escribirse este articulo, se encontraba de servicio en un hospital militar en alguna parte de Inglaterra. E l otro era Em st Fedem, quien en 1943 seguía en Buchenwald, a causa de lo cual no me atreví a citar su nombre cuando el artículo apareció por primera vez.

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tras se hallaban bajo la custodia de dicha policía los presos no fueron maltratados premeditadamente. Todo esto cambió radical­ mente cuando fueron entregados a la Gestapo para su traslado al campo. En cuanto cambió su condición de presos de la policía por la de presos de la Gestapo, se vieron sometidos a los peores abusos físicos. Así, el traslado al campo y su «iniciación» en él era a menudo la primera tortura que el preso experimentaba en su vida y, por regla general, la peor tortura física y psicológica a la que se vería expuesta la mayoría de los prisioneros. Por cier­ to que de la tortura inicial decían que era la «bienvenida» al cam­ po que la Gestapo daba a los presos. La mejor forma de analizar las reacciones del prisionero al ser internado en la prisión es atendiendo a dos categorías: la clase socioeconómica a que pertenecía el detenido y su educación política. Resulta obvio que estas categorías coinciden en algunos puntos y que sólo pueden separarse a efectos de presentación. Otro aspecto importante en relación con las reacciones de los prisioneros al encontrarse encarcelados estriba en saber si ya habían estado en la cárcel, por delitos comunes o por actividades políticas. Los presos que ya habían pasado alguna temporada en la cárcel, o los que esperaban pasarla a causa de sus actividades políticas, se lamentaban de su suerte, pero la aceptaban como algo que acontecía de acuerdo con sus expectativas. Cabe decir que la conmoción inicial de este tipo de persona al encontrarse encerrada se expresó, si acaso, en un cambio de la autoestima. A menudo la autoestima de los antiguos delincuentes, así como el de los presos con educación política, se veía intensifica­ do al principio a causa de las circunstancias de su encarcelamien­ to. Desde luego les inquietaba el porvenir y lo que pudiera pasar­ les a sus familiares y amigos, pero, a pesar de esta inquietud jus­ tificada, el hecho en sí de verse encarcelados no les preocupaba demasiado. Personas que habían estado en la cárcel por delitos comunes mostraban abiertamente su regocijo al encontrarse encerradas, en plano de igualdad, con líderes políticqs, hombres de negocios, fis­ cales y jueces (algunos de éstos responsables de su anterior están-

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cia en la cárcel). El desprecio y la sensación de que ahora eran iguales a los que antes se consideraban sus superiores reforzaban considerablemente sus egos. Los prisioneros con educación política veían fortalecida su autoestima por el hecho de que la Gestapo les considerase lo bas­ tante importantes como para vengarse de ellos. Cada preso racio­ nalizaba este estímulo a su ego de acuerdo con el partido político al que perteneciera. Los miembros de los grupos de la izquierda radical, por ejemplo, veían en su encarcelamiento la confirmación de que sus actividades resultaban muy peligrosas para los nazis. De los principales grupos socioeconómicos las clases bajas se veían representadas casi exclusivamente por antiguos delincuentes o por prisioneros con educación política. Sobre la posible reac­ ción de miembros no delincuentes y apolíticos de la clase media sólo nos cabe hacer conjeturas. En su mayoría los presos apolíticos de clase media, que repre­ sentaban una minoría reducida entre los presos de los campos de concentración, eran los menos capacitados para soportar la conmo­ ción inicial. Les resultaban absolutamente imposible comprender qué les había sucedido. Trataban de aferrarse a lo que hasta entonces les había dado autoestima. Una y otra vez aseguraban a los miembros de la Gestapo que jamás se habían opuesto al nazismo. En su comportamiento se reflejaba el dilema de las cla­ ses medias alemanas carentes de educación política ante el fenóme­ no del nacionalsocialismo. No tenían una filosofía consistente que pudiera proteger su integridad como seres humanos, que les diera la fuerza necesaria para adoptar una posición contraria a los nazis. Habían obedecido la ley dictada por las clases gobernantes, sin que jamás se les hubiera ocurrido dudar de ella. Y ahora esta ley, o al menos los agentes encargados de su cumplimiento, se habían vuelto contra ellos, sus más fieles partidarios. Ni siquiera ahora se atrevían a oponerse al grupo dirigente, pese a que tal oposición quizás habría fortalecido el respeto a sí mismos. No eran capaces de poner en entredicho la sabiduría de la ley y de la policía, así que aceptaban como justo el comporta­ miento de la Gestapo. Lo que estaba mal era que fuesen ellos los objetos de una persecución que en sí misma era correcta, ya

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que eran las autoridades quienes la llevaban a cabo. La única forma de salir de tan peculiar dilema consistía en pensar que tenía que tratarse de un «error». Los prisioneros de este grupo seguían creyéndolo así pese a que la Gestapo, al igual que la mayoría de sus compañeros de cautiverio, se mofaban de ellos por tal causa. Aunque, para darse importancia, los guardianes se burlaban de estos prisioneros de clase media, al hacerlo no dejaban de sentir cierta angustia. Se daban cuenta de que también ellos per­ tenecían al mismo estrato de la sociedad.5 La insistencia en la legalidad de la política interna oficial de Alemania probablemente tenía por objeto disipar la inquietud de las clases medias parti­ darias de los nazis, temerosas de que las acciones ilegales acaba­ sen por destruir los cimientos de su existencia. E l apogeo de esta farsa sobre la legalidad se alcanzaba cuando los prisioneros de los campos tenían que firmar un documento manifestando que estaban de acuerdo con que se les encerrase y se sentían satisfechos del trato recibido. El hecho no tenía nada de absurdo a ojos de la Gestapo, que hacía gran hincapié en tales documen­ tos como demostración de que todo se hacía siguiendo cauces normales y legales. Las SS, por ejemplo, gozaban de libertad para matar a los presos, pero no para robarles; en vez de ello obliga­ ban a los prisioneros a venderles sus pertenencias y a regalar luego el dinero recibido a alguna formación de la Gestapo. Lo que más deseaban los presos de clase media era que de alguna forma se respetase su condición de tales. Lo que más les hería era verse tratados «igual que delincuentes comunes». Al cabo de un tiempo no podían por menos de darse cuenta de su verdadera situación; entonces parecían desintegrarse. A este grupo pertenecían casi todas las personas que se suicidaban en las prisio­ nes y durante el viaje a los campos. Más adelante fueron miembros de este grupo los prisioneros que se comportaron de forma más antisocial: estafaron a sus compañeros de cautiverio y unos cuan­ tos se convirtieron en espías al servicio de la Gestapo. Perdieron

5. L a mayoría de los soldados y suboficiales de las SS eran muy jóvenes — entre 17 y 20 años— e hijos de agricultores, de pequeños comerciantes o de las capas inferiores del funcionariado.

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sus características de dase media, su sentido del decoro y el res­ peto a sí mismos; se convirtieron en unos holgazanes y parecie­ ron desintegrarse como personas autónomas. Ya no parecían capa­ ces de formarse una pauta de vida propia, sino que seguían las pautas marcadas por otros grupos de prisioneros. Los miembros de las clases altas se mantenían tan apartados como les era posible. También ellos parecían incapaces de acep­ tar como real lo que les estaba ocurriendo. Expresaban su con­ vicción de que, dada su importancia, los pondrían en libertad cuanto antes. Esta convicción no se daba entre los presos de clase media, que seguían albergando idéntica esperanza de una pronta liberación, no como individuos, sino como grupo. Los prisioneros de la clase alta nunca formaron un grupo; permanecieron más o menos aislados, cada uno de ellos con un grupo de «clientes» de clase media. Podían mantener su posición superior repartiendo dinero6 y haciendo que sus «clientes» concibieran la esperanza de que les ayudarían una vez recuperada la libertad. Tal esperan­ za siempre estuvo viva porque era cierto que muchos de los prisioneros de la clase alta salían de la prisión o del campo en un plazo comparativamente breve. Unos cuantos prisioneros de clase alta-alta despreciaban inclu­ so el comportamiento de los de clase sencillamente alta. No agru­ paban «clientes», no utilizaban su dinero para sobornar a otros presos, no expresaban ninguna esperanza de que les pusieran en libertad. El número de tales prisioneros era demasiado reducido para formular generalizaciones.7 Parecían despreciar a todos los demás prisioneros tanto como a la Gestapo. Daban la impresión de que, para soportar la vida en el campo, se habían forjado tal sentimiento de superioridad que nada podía afectarles. 6. E l dinero tenía mucha importancia para los prisioneros porque en ciertas ocasiones se les permitía comprar cigarrillos y comida extra. Poder comprar comida significaba evitar la muerte por inanición. Dado que la mayoría de los presos polí­ ticos y de los criminales, así como muchos prisioneros de clase media, no tenían dinero, se mostraban dispuestos a hacerles la vida mis fácil a los prisioneros ricos que pagaban por ello. 7. E l autor sólo llegó a conocer a tres de ellos: un príncipe bávaro, miembro de la antigua familia real; y dos duques austríacos, parientes muy cercanos del antiguo emperador. E l autor duda que durante d año que pasó en los campos hubiera en ellos más prisioneros de esta dase. 6 . — BETTELBF.I1I

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En lo que se refiere a los presos políticos, puede que en su ajuste inicial ya hubiese influido otro mecanismo psicológico que más adelante se hizo evidente: muchos líderes políticos de clase media padecían cierto sentimiento de culpabilidad por no haber cumplido con su deber de impedir el auge de los nazis, ya fuese combatiéndolos o instaurando un gobierno democrático o izquier­ dista tan hermético que los nazis no pudieran vencerlo. Parece ser que este sentimiento de culpabilidad se veía considerablemen­ te aliviado por el hecho de que los nazis les dieran la importancia suficiente para ocuparse de ellos. Es posible que si tantos prisioneros consiguieron soportar las condiciones de vida en el campo fue porque el castigo que debían sufrir les liberó de gran parte de su sentimiento de culpabilidad. Cabe encontrar indicios de semejante proceso en los comentarios frecuentes con que los prisioneros respondían a las críticas por algún tipo de comportamiento censurable. Por ejemplo, cuando eran objeto de alguna reprimenda por decir palabrotas o pelearse, o por ir sucios, casi siempre contestaban: «N o podemos compor­ tarnos normalmente unos con otros cuando vivimos en estas cir­ cunstancias». Cuando se les amonestaba por criticar duramente a sus familiares y amigos que seguían en libertad, a los que acusaban de no ocuparse de ellos, respondían: «No es éste lugar para mos­ trarse objetivo. Cuando recupere la libertad volveré a actuar civilizadamente y valoraré objetivamente el comportamiento de los demás». Parece ser que la mayoría de los prisioneros, por no decir todos, reaccionaban contra la conmoción inicial del arresto hacien­ do acopio de fuerzas que pudieran ayudarles a mantener la auto­ estima. El éxito parecía sonreír a los grupos que en su vida ante­ rior encontraban algo que les sirviera de base para apuntalar su ego. Los miembros de la clase baja obtenían cierta satisfacción de la ausencia de diferencias de clase entre los prisioneros. Los presos políticos veían su importancia confirmada una vez más por el encarcelamiento. Los miembros de la clase alta gozaban, hasta cierto punto, de la oportunidad de actuar como líderes de los presos de la clase media. Los presos que pertenecían a familias «ungidas» se sentían tan superiores a todos los demás seres huma­

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no en la cárcel como antes fuera de ella. Asimismo, la conmoción inicial parecía mitigar sentimientos de culpabilidad de diversa índole, tales como los producidos por la inactividad política, la ineficacia, el mal comportamiento o las calumnias injustificadas dirigidas contra amigos y parientes.

Después de pasar varios días en la prisión, los presos eran trasladados al campo. Durante el transporte se veían expuestos constantemente a diversas clases de tortura. Muchas de éstas de­ pendían de la fantasía del soldado de las SS que estuviera encar­ gado del grupo de prisioneros. A pesar de ello, pronto se vio que las torturas seguían una pauta determinada. Los castigos corpora­ les, consistentes en latigazos, patadas y bofetadas se mezclaban con los tiros y bayonetazos, alternándose con torturas cuyo claro objetivo era producir un agotamiento extremo. Por ejemplo, se obligaba a los presos a mirar fijamente, durante horas y horas, luces deslumbradoras; a permanecer arrodillados durante muchas horas, etcétera. De vez en cuando mataban a un preso. No se per­ mitía que nadie cuidase sus heridas o las de los demás. Estas torturas se alternaban con los esfuerzos que hacían los vigilantes para obligar a los presos a golpearse mutuamente y para mancillar lo que, según ellos, eran los valores más apreciados por los prisioneros. Se les obligaba, por ejemplo, a maldecir a su Dios, a acusarse a sí mismo de acciones ruines, a acusar a sus esposas de adulterio y prostitución. Esto duraba horas y horas y se repetía en diversas ocasiones. Según informes fidedignos, esta clase de iniciación jamás duraba menos de doce horas y con frecuencia duraba veinticuatro. Si al campo llegaban demasiados presos para poder torturarlos así mientras estaban en tránsito, o si los presos procedían de lugares cercanos, la ceremonia tenía lugar durante su primer día en el campo. El propósito de las torturas era romper la resistencia de los prisioneros y dar a los guardianes la seguridad de ser superiores a aquellos. Ello se desprende del hecho de que cuanto más dura­ ban las torturas, menos violentos se mostraban los guardianes, que poco a poco se iban calmando hasta que al final incluso

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hablaban con los prisioneros. Cuando un nuevo guardián se hacía cargo de todo volvían a empezar los actos de terror, aunque con menor violencia que al principio, y el nuevo se tranquilizaba antes que su predecesor. A veces llegaba un grupo en el que había prisioneros que ya habían pasado por el campo. A estos presos no los torturaban si podían presentar pruebas de que ya habían estado en el campo. Que el momento de estas torturas estaba previsto lo demuestra el hecho de que durante el traslado del autor al campo, tras doce horas durante las cuales hubo entre los prisioneros diversos muertos y heridos a causa de las torturas, llegó la orden de no seguir maltratando a los presos. A partir de entonces nos dejaron más o menos en paz hasta la llegada al campo, momento en que otro grupo de guardianes reanudó los malos tratos. Es difícil saber a ciencia cierta qué pasaba por la cabeza de los prisioneros durante el tiempo que estaban sometidos a tales torturas. La mayoría de ellos estaban tan agotados que sólo se daban cuenta de parte de lo que ocurría. En general, los pri­ sioneros recordaban los detalles y no tenían ningún reparo en hablar de ellos, pero no les gustaba hablar de lo que habían sen­ tido durante las torturas. Los pocos que se brindaban a hablar de ello hacían declaraciones imprecisas que parecían racionalizacio­ nes tortuosas, inventadas para justificar el hecho de que habían soportado un trato ofensivo para el respeto a sí mismos sin inten­ tar defenderse. A los pocos que sí trataron de defenderse no fue posible entrevistarlos: habían muerto. E l autor recuerda vivamente que se sentía tremendamente cansado a causa de un bayonetazo recibido en los primeros mo­ mentos del traslado así como de un fuerte golpe en la cabeza. Ambas heridas provocaron una considerable pérdida de sangre y le dejaron aturdido. A pesar de ello, recuerda muy bien lo que pensó y sintió durante el traslado. Durante todo el rato se estuvo preguntando si un hombre puede soportar tanto sin suicidarse ni < volverse loco. Se preguntó si los guardianes torturaban realmente a los prisioneros como se decía en los libros acerca de los campos de concentración; si los SS eran tan estúpidos que disfrutaban obligando a los presos a deshonrarse o si esperaban quebrantar

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su espíritu de resistencia de aquella manera. Observó que los guardianes carecían de fantasía a la hora de escoger el medio de torturar a los prisioneros; que su sadismo estaba falto de imagi­ nación. Le pareció bastante graciosa la afirmación, repetida una y otra vez, de que los vigilantes no disparaban contra los prisio­ neros, sino que los mataban a golpes porque una bala costaba seis pfennigs y los presos no valían ni siquiera eso. Resultaba obvio que a los guardianes les impresionaba mucho la idea de que aquellos hombres, la mayoría de los cuales habían sido perso­ nas influyentes, no valían aquella insignificancia. Parece ser que, basándose en esta introspección, el autor obtuvo fuerza emocional de los siguientes hechos: que las cosas ocurrían de acuerdo con lo que esperaba; que, por lo tanto, su futuro en el campo era previsible, al menos en parte, a juzgar por lo que ya estaba experimentando y lo que había leído; y que los SS eran menos inteligentes de lo que suponía, lo cual a la larga le daría cierta satisfacción. Además, se sintió satisfecho de sí mismo al ver que las torturas no cambiaban su capacidad para pensar ni su punto de vista general. Vistas en retrospectiva, estas consideraciones parecen fútiles, pero es preciso mencionarlas por­ que, si pidieran al autor que resumiera en una frase cuál fue su problema principal durante toda su estancia en el campo, contes­ taría: salvaguardar su ego de tal manera que, si su buena suerte

le bacía recobrar la libertad, fuese aproximadamente la misma persona que era en el momento de verse privado de ella. Al autor no le cabe ninguna duda de que si consiguió sopor­ tar el traslado al campo y todo lo que vino a continuación fue porque desde el principio se convenció de que aquellas experien­ cias horribles y degradantes no le sucedían a «él» como sujeto, sino solamente a «él» como objeto. La importancia de esta acti­ tud la corroboraron las declaraciones de otros muchos prisioneros, aunque ninguno de ellos quiso llegar al extremo de afirmar cate­ góricamente que durante el transporte ya había adoptado clara­ mente una actitud como aquella. Solían expresar sus impresiones en términos más generales, tales como «el problema principal consiste en seguir vivo y sin cambiar», sin concretar a qué se referían con lo de «sin cambiar». A juzgar por los comentarios

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que añadieron, lo que debía permanecer invariable eran las acti­ tudes y valores generales de la persona. Todos los pensamientos y emociones del autor durante el traslado al campo fueron extremadamente objetivos. Era como ver cosas que solamente le afectaban de modo impreciso. Más tarde averiguó que muchos presos habían sentido la misma obje­ tividad, como si lo que ocurría no tuviera realmente ninguna im­ portancia para ellos. Esta objetividad se hallaba extrañamente mez­ clada con el convencimiento de que «esto no puede ser verdad, estas cosas sencillamente no suceden». No sólo durante el trans­ porte, sino también durante todo el tiempo que pasaron en el campo los prisioneros tuvieron que convencerse a sí mismos de que aquello sucedía de verdad y no era sólo una pesadilla. Nunca lo conseguían del todo.8 Esta sensación de objetividad, de rechazo de la realidad de la situación en que se encontraban los prisioneros, cabría consi­ derarla un mecanismo destinado a salvaguardar la integridad de su personalidad. En el campo muchos presos se comportaban como si su vida allí no tuviera ninguna relación con la vida «real»; llegaban a insistir en que aquella era la actitud más acer­ tada. Lo que decían sobre sí mismos y su valoración del compor­ tamiento propio y ajeno diferían considerablemente de lo que habrían dicho y pensado fuera del campo. Esta separación de las pautas de comportamiento y las escalas de valores dentro y fuera del campo era tan fuerte que apenas podía abordarse en las con­ versaciones; era uno de los muchos tabúes que había que evi­ tar.9 Los sentimientos de los prisioneros podrían resumirse en la 8. Hay muchos indicios de que la mayoría de los guardianes adoptaban una actitud parecida, aunque por motivos distintos. Torturaban a los prisioneros en parte porque les gustaba demostrar su superioridad, y en parte porque sus propios superiores esperaban que lo hiciesen. Pero, como habían sido educados en un, mundo que rechazaba la brutalidad, lo que hacían les ponía nerviosos. Parece , ser que, ante sus actos de brutalidad, también ellos adoptaban una actitud emocional que cabría calificar de «sensación de irrealidad». Después de ser guardianes de campo durante cierto tiempo se acostumbraban al comportamiento inhumano; que­ daban «condicionados» por el mismo y éste se convertía en parte de su vida «real». 9. Algunos aspectos de este comportamiento se parecen a lo que se denomina «despersonalización». Sin embargo, hay tantas diferencias entre los fenómenos estu­ diados en este trabajo y el fenómeno de la despersonalización, que no me parece aconsejable utilizar dicho término.

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siguiente frase: «L o que estoy haciendo aquí, o lo que me está sucediendo, no cuenta para nada; aquí todo está permitido mien­ tras y en la medida en que contribuya a ayudarme a sobrevivir en el campo». Convendría citar otra de las observaciones hechas durante el traslado. Ningún prisionero se desmayó, ya que el desmayo signi­ ficaba la muerte. En aquella situación concreta el desvanecimiento no era un ardid que la persona utilizaba para protegerse de un dolor intolerable y de esta manera hacer que la vida resultara más fácil, sino que ponía en peligro la existencia del preso porque se daba muerte a todo el que no pudiera obedecer las órdenes. Una vez en el campo la situación cambió y a veces atendían al preso que se desvanecía o, por lo general, dejaban de torturarlo. A causa de ello, los mismos presos que no se habían desmayado durante el transporte lo hacían en el campo, a pesar de haber soportado cosas peores durante el viaje.10

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d a p t a c ió n

Para hacer frente en el campo a experiencias que se ajustaban a los puntos de referencia de su vida normal los prisioneros parecían recurrir a mecanismos psicológicos igualmente normales. Sin embargo, en cuanto una experiencia rebasaba el límite de lo conocido, los mecanismos normales ya no parecían capaces de hacer frente a la misma y se necesitaban otros nuevos. La expe­ riencia vivida durante el transporte fue una de las que rebasaban los puntos de referencia normales y cabe calificar de «inolvidable, pero irreal» la reacción ante ella. Los sueños del prisionero eran indicio de que no eran los mecanismos de costumbre los que hacían frente a las experien­ cias extremas. Muchos sueños expresaban agresión contra los

10. Recuerdo claramente que durante el viaje deseé desmayarme para no seguir sufriendo. Pero, al igual que los demás prisioneros, no me desmayé. Durante el año que pasé en los campos también deseé desmayarme algunas veces, pero no lo conseguí. Probablemente lo que me impidió perder el conocimiento fue que sabía los peligros que entrañaba el no poder observar lo que ocurría para reaccionar del modo apropiado a ello.

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miembros de las SS, una agresión que generalmente se combinaba con la realización del deseo de tal manera que el prisionero se desquitaba de los guardianes. Resulta interesante el hecho de que la razón por la que se vengaba, suponiendo que en aquellos sue­ ños pudiera advertirse una razón concreta, consistía siempre en alguna vejación comparativamente leve, nunca en una experiencia extrema. El autor ya había experimentado previamente una lenta perlaboración de un trauma en sueños.11 Daba por sentado que, des­ pués del traslado, sus sueños seguirían la pauta consistente en la repetición del suceso traumático hasta su desaparición final. Quedó atónito al comprobar que sus sueños no le mostraban los hechos más horribles que había presenciado. Preguntó a muchos prisio­ neros si soñaban con el traslado y no pudo encontrar ni uno que recordase haberlo hecho. Actitudes parecidas a las adoptadas ante el transporte también cabía observarlas en otras situaciones extremas. En una terrible noche de invierno, en medio de una tormenta de nieve, se castigó a todos los prisioneros obligándoles a pasar varias horas a la intemperie, en posición de firmes y sin abrigo (en realidad nunca lo llevaban).12 El castigo se les impuso después de trabajar más de doce horas al aire libre y sin que apenas hubiesen comido. Se amenazó a los prisioneros con obligarles a permanecer de aque­ lla manera toda la noche. Cuando ya habían muerto unos veinte prisioneros a causa del frío, la disciplina se vino abajo. Las amenazas de los guardianes no surtieron efecto. Verse expuesto a las inclemencias del tiempo era una tortura terrible; ver que tus amigos morían sin poder hacer nada por ellos, tener muchas probabilidades de correr la 11. E l trauma había consistido en un accidente de coche tan grave que al principio creyeron que no se salvaría. 12. E l castigo se impuso porque dos prisioneros habían tratado de fugarse. E n tales casos siempre se castigaba severamente a todos los prisioneros, para que en lo sucesivo revelasen los secretos que llegaran a su conocimiento, ya que, de no hacerlo, sufrirían un castigo. Se pretendía que cada preso se sintiese respon­ sable de los actos de los demás. Esto concordaba con el propósito de los SS de obligar a los prisioneros a sentir y actuar como grupo y no como individuos. Los dos fugitivos fueron capturados y ahorcados en presencia de todos los demás prisioneros.

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misma suerte, eso creaba una situación parecida a la del trans­ porte, sólo que ahora los presos tenían más experiencia con los SS. La resistencia abierta era imposible, como lo era también hacer algo concreto por salvarse. Una sensación de indiferencia total se apoderó de los prisioneros. Les daba igual que los SS los matasen a tiros; se mostraban indiferentes a las torturas que les infligían los guardianes. Los SS ya no tenían ninguna autoridad; se había roto el hechizo del temor y la muerte. Volvía a ser como si lo que sucedía no tuviera «realmente» nada que ver con­ tigo. Volvía a existir una escisión entre el «yo» a quien le suce­ día y el «yo» a quien en realidad no le importaba y que era sólo un observador vagamente interesado pero esencialmente objetivo. Pese a lo lamentable de su situación, los prisioneros se sentían libres de temor y, por consiguiente, más felices que en cualquier otro momento de su estancia en el campo. Mientras que el carácter extremo de la situación probable­ mente fue la causa de la escisión antes citada, varias circunstan­ cias se combinaron para crear la sensación de felicidad en los prisioneros. Obviamente resultaba más fácil soportar experiencias desagradables cuando todos se encontraban en «el mismo barco». Además, como todo el mundo estaba convencido de que sus probabilidades de salvarse eran escasas, cada individuo se sentía más heroico y dispuesto a ayudar a los demás que en otras situa­ ciones, donde ayudar a los demás quizá le habría hecho correr algún peligro. Este ayudar y recibir ayuda animaba a los prisio­ neros. Otro factor era que no sólo ya no temían a los SS sino que por el momento éstos habían perdido su poder sobre ellos, ya que los guardianes parecían poco dispuestos a matar a tiros a todos los prisioneros.13 Después de que muriesen más de ochenta reclusos y varios centenares tuvieran las extremidades tan congeladas que más ade­ lante fue necesario amputárselas, se permitió que los prisioneros volvieran a sus barracones. Estaban completamente agotados, pero 13. Ésta fue una de las ocasiones en que se hicieron evidentes las actitudes antisociales de ciertos presos de clase media que mencionamos anteriormente. Algunos de ellos no compartían aquel espíritu de ayuda mutua y algunos incluso trataban de aprovecharse de los demás.

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no experimentaron el sentimiento de felicidad que algunos de ellos esperaban. Se sentían aliviados al ver que la tortura había terminado, pero al mismo tiempo tenían la impresión de que ya no estaban libres del miedo y de que ya no podían confiar en la ayuda de los demás. Ahora cada prisionero se encontraba compa­ rativamente más seguro en tanto que individuo, pero había perdi­ do la seguridad producida por el hecho de pertenecer a un grupo unificado. También este acontecimiento fue tratado libremente, de manera objetiva, y de nuevo el análisis quedó restringido a los hechos; raras veces se hizo mención de los pensamientos y emociones de los prisioneros durante aquella noche. E l suceso y sus detalles no cayeron en el olvido, pero no quedaron vincu­ lados con ninguna emoción especial; tampoco aparecieron en sueños. Las reacciones psicológicas ante acontecimientos que se ajus­ taban más a lo normalmente comprensible diferían marcadamente de las reacciones provocadas por acontecimientos extremos. Los presos tendían a afrontar los hechos menos extremos del mismo modo que lo hubieran hecho fuera del campo. Por ejemplo, si un castigo no se apartaba de lo normal, el preso parecía avergon­ zarse y procuraba no hablar del asunto. Una bofetada resultaba embarazosa, algo sobre lo que no debía hablarse. A los guardia­ nes que les habían atizado patadas, bofetadas o insultado de pala­ bra los presos los odiaban más que al guardián que había herido gravemente a un recluso. En este caso se acababa odiando al SS como tal, pero no tanto al individuo que infligía el castigo. Es obvio que esta diferenciación no era razonable, pero parecía ine­ vitable. Uno albergaba sentimientos de agresividad mucho más hondos y violentos contra determinados hombres de la SS que habían cometido actos ruines de poca importancia que contra otros guardianes que habían actuado de forma mucho más terrible. Hay que aceptar con cautela la explicación tentativa que de este extraño fenómeno se da seguidamente. Parece ser que todas las experiencias que hubiesen podido ocurrir durante la vida «nor­ mal» del preso provocaban una reacción «normal». Los reclusos, por ejemplo, se mostraban especialmente sensibles a los castigos parecidos a los que un padre o una madre hubiera podido infligir

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a su hijo. Castigar a un niño encajaba en su marco «normal» de referencia, pero verse sometido a semejante castigo destruía el marco de referencia del adulto. En consecuencia, la reacción no era la propia de un adulto sino la de un niño: embarazo y ver­ güenza, emociones violentas, impotentes e incontrolables dirigi­ das, no contra el sistema, sino contra la persona que infligía el castigo. Puede que uno de los factores causantes de ello fuese que cuafnto más duro era el castigo, mayor era la probabilidad de recibir apoyo amistoso que ejercía una influencia consoladora. Además, si el sufrimiento era grande, se tenía la impresión, más o menos acentuada, de ser un mártir que padecía por una causa, y se supone que al mártir no le molesta su condición de tal. A propósito, esto plantea la cuestión de cuáles son los fenó­ menos psicológicos que permiten someterse al martirio y que inducen a otros a aceptarlo como tal. Se trata de un problema que va más allá de los límites del presente artículo, pero cabe hacer algunas observaciones relativas a él. Los prisioneros que como tales morían a causa de las torturas no eran considerados mártires a pesar de sufrir martirio a causa de sus convicciones políticas. En cambio sí se aceptaba como mártires a los que su­ frían por tratar de proteger a los demás. Generalmente los SS lograban impedir la creación de mártires, ya fuese gracias a su percepción de los mecanismos psicológicos correspondientes o a causa de su ideología antiindividualista. Si intentaba proteger a un grupo, el preso podía morir a manos de un guardián, pero si lo sucedido llegaba a conocimiento de la administración del cam­ po, entonces se aplicaba siempre a todo el grupo un castigo más severo del que se le tenía reservado. De esta manera el grupo recibía mal los actos de un protector, ya que se le hacía sufrir por ellos. Se evitaba así que el protector se convirtiera en líder o mártir en torno al cual se hubiese podido formar la resistencia colectiva. Volvamos a la cuestión inicial sobre por qué los presos odia­ ban más las jugarretas de poca monta por parte de los guardianes -que las experiencias extremas. Al parecer, si un preso era malde­ cido, abofeteado y avasallado «como un niño» y si, al igual que un niño, no podía defenderse, el hecho resucitaba en él unas

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pautas de comportamiento y unos mecanismos psicológicos que se le habían formado durante la infancia. Entonces, al igual que un niño, era incapaz de ver el trato recibido dentro del contexto general del comportamiento de las SS y su odio se dirigía al indi­ viduo de las SS. Juraba que se «vengaría» del SS, bien a sabien­ das de que ello era imposible. Semejante prisionero no podía adoptar una actitud objetiva ni efectuar una valoración de la misma índole que le hubiese hecho comprender que su sufri­ miento era de poca importancia comparado con otras experiencias. En tanto que grupo, los prisioneros adoptaban la misma acti­ tud ante los sufrimientos menores: no sólo no ofrecían ayuda, sino que, por el contrario, culpaban al preso de haber acarreado sobre sí sus sufrimientos por su estupidez al no dar la respuesta que se esperaba de él, por dejarse atrapar, por no ser lo bastante cuidadoso, en una palabra, le acusaban de ser como un niño. Así, la degradación del prisionero a causa de ser tratado como un niño tenía lugar, no sólo en su mente, sino también en las mentes de sus compañeros de cautiverio. Esta actitud se extendía a los pequeños detalles. Por ejemplo, a un preso no le molestaba que los guardianes le maldijesen cuando ello ocurría durante una experiencia extrema, pero odiaba a los SS por el mismo motivo, y se avergonzaba de soportarlo sin contestar, cuando los insultos acompañaban algún maltrato de menor importancia. Hay que hacer hincapié en que la diferencia entre las reacciones provocadas por sufrimientos leves y sufri­ mientos graves parecía desaparecer poco a poco con el paso del tiempo. Este cambio en las reacciones no era más que una de las muchas diferencias entre los prisioneros veteranos y los recién ingresados o nuevos. Convendría citar unas cuantas más.

P r isio n e r o s

veteranos

y n uevos

En las páginas siguientes utilizamos las palabras «prisioneros nuevos» para referirnos a los que aún no habían pasado más de un año en el campo; los «veteranos» eran los que llevaban cuan­ do menos tres años allí. En lo que se refiere a los prisioneros

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veteranos, el autor sólo puede ofrecer observaciones, pero ningún dato basado en la introspección. Ya hemos dicho que la principal preocupación de los nuevos prisioneros era, al parecer, conservar intacta su personalidad y volver al mundo exterior siendo aún la misma persona que había salido de él; todos sus esfuerzos emocionales iban dirigidos al mismo objetivo. Los prisioneros veteranos parecían preocuparse principalmente por el problema de cómo vivir lo mejor posible dentro del campo. Una vez adoptada esta actitud, todo cuanto les sucedía, incluso las peores atrocidades, era «real» para ellos. Ya no existía una escisión entre la persona a la que le ocurrían cosas y la que se limitaba a observarlas. Una vez se llegaba a la fase de aceptar como «real» todo cuanto sucedía en el campo, todos los indicios empujaban a pensar que entonces los presos temían volver al mundo exterior. No lo reconocían directamente, pero por lo que decían se com­ prendía que apenas contaban con volver al mundo exterior, ya que estaban convencidos de que solamente un cataclismo, una guerra o una revolución a escala mundial podría liberarlos y dudaban de que aún entonces consiguieran adaptarse a la nueva vida. Parecían conscientes de lo que les había sucedido mientras envejecían en el campo. Se daban cuenta de que se habían adap­ tado a la vida en el campo y eran más o menos conscientes de que tal proceso había producido un cambio fundamental en su personalidad. La demostración más drástica de ello la dio un importante político radical alemán, ex-líder del partido socialista indepen­ diente en el Reichstag. Declaró que, según su experiencia, nadie podía vivir en el campo más de cinco años sin cambiar sus acti­ tudes tan radicalmente que ya no era posible considerarle la misma persona de antes. El preso en cuestión afirmó que no veía ninguna razón para seguir viviendo cuando su «vida real» consistía en estar preso en un campo de concentración, y añadió que no podía adoptar las actitudes y pautas de comportamiento que veía en los prisioneros veteranos. Así, pues, había decidido suicidarse al cumplirse el sexto aniversario de su internación en el campo. Al llegar el día indicado, sus compañeros procuraron

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tenerle vigilado, pero a pesar de ello consiguió realizar su pro­ pósito. Existían, por supuesto, variaciones considerables en el tiempo que necesitaban los distintos individuos para hacer las paces con la idea de que tendrían que pasar el resto de su vida en el campo. Algunos se volvían parte de la vida en el campo bastante pronto, otros probablemente nunca lo consiguieron. Cuando llegaba un nuevo prisionero, los veteranos intentaban enseñarle unas cuantas cosas que podían serle de utilidad para adaptarse. A los recién llegados se les decía que intentasen por todos los medios sobre­ vivir en los primeros días y que no dejasen de luchar por la vida, que resultaría más fácil cuanto más tiempo pasaran en el campo. Los presos veteranos decían: «Si sigues vivo a los tres meses, seguirás vivo dentro de tres años». El índice anual de mortalidad, próximo al 20 por 100, se debía en su mayor parte al elevado número de prisioneros que no sobrevivían a las primeras tres semanas en el campo, ya fuese porque no querían sobrevivir adaptándose a aquella vida o porque no podían hacerlo.14 E l tiempo que tardaba un prisionero en dejar de considerar real la vida de fuera del campo dependía en gran medida en la fuerza de los vínculos emocionales que le unían a sus familiares y amigos. La aceptación de la vida en el campo como «real» exi­ gía siempre un mínimo de dos años aproximadamente. Incluso entonces la persona seguía anhelando ostensiblemente recuperar la libertad. Algunos de los indicios de que había cambiado la actitud del preso eran: ver que éste intentaba encontrar un lugar mejor en el campo en vez de establecer contacto con el exterior; 15 que evitaba las especulaciones en torno a su familia o a la situa­ 14. Los prisioneros encargados de los barracones llevaban la cuenta de lo que les ocurría a los habitantes de los mismos. De esta manera resultaba comparativa­ mente fácil saber cuántos de ellos morían y cuántos eran puestos en libertad. Los primeros estaban siempre en mayoría. 15. Los prisioneros recién llegados se gastaban todo el dinero en intentos de sacar cartas del campo o de recibir mensajes no censurados. Los presos veteranos no utilizaban el dinero para estos fines, sino para conseguir puestos de trabajo «cóm odos» para sí mismos, tales como prestar servicios en las oficinas del campo o en Ips talleres, donde al menos quedaban protegidos de las inclemencias del tiempo.

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ción mundial; que concentraba todo su interés en los aconteci­ mientos que tenían lugar dentro del campo.16 Cuando el autor expresaba a los prisioneros veteranos la sor­ presa que le producía ver su aparente falta de interés por su vida futura fuera del campo, con frecuencia reconocían que ya no les era posible imaginarse a sí mismos viviendo fuera de allí, toman­ do sus decisiones libremente, cuidando de sí mismos y de sus familias. Y no era éste el único cambio que podía observarse en ellos. Se advertían otras diferencias entre los presos veteranos y nuevos en sus esperanzas ante el porvenir, en el grado de su regresión a un comportamiento infantil y en otras muchas cosas. Sin embargo, al considerar estas diferencias entre prisioneros ve­ teranos y nuevos, hay que tener presente que existían grandes variaciones individuales y que las categorías están interrelacionadas, por lo que todas las afirmaciones son forzosamente aproxi­ madas y generales. Normalmente los presos nuevos eran los que recibían más cartas, dinero y otras atenciones del mundo exterior. Sus familias intentaban liberarlos por todos los medios posibles, pese a lo cual los presos siempre las acusaban de no hacer lo suficiente, de haberles traicionado y engañado. Estos presos lloraban ante una carta en la que les contaban los esfuerzos que habían hecho para liberarlos, pero a los pocos momentos maldecían al enterarse de que habían vendido sin su permiso algo que les pertenecía. Echa­ ban pestes de aquellos parientes que «evidentemente» les consi­ deraban «muertos ya». Hasta el más pequeño cambio en su ante­ rior mundo privado adquiría una importancia tremenda. Puede que se hubiesen olvidado de los nombres de algunos de sus mejo­ res amigos,17 pero cuando se enteraban de que éstos se habían 16. Sucedió que en un mismo día se supo la noticia de que el presidente Roosevelt había pronunciado un discurso denunciando a H itler y a Alemania y corrieron rumores de que un oficial de la Gestapo iba a ser reemplazado por otro. Los presos nuevos comentaron el discurso con gran excitación, sin prestar oído a los rumores; los prisioneros veteranos no hicieron ningún caso del discurso y dedi­ caron todas sus conversaciones al cambio de oficiales. 17. E sta tendencia a olvidar nombres, lugares y acontecimientos fue un fenó­ meno interesante que no se explica atendiendo solamente al agotamiento físico de los prisioneros.

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mudado, los prisioneros se mostraban terriblemente consternados y no había forma de consolarlos. Esta ambivalencia de los nuevos prisioneros en relación con sus familias parecía ser el resultado de un mecanismo menciona­ do anteriormente. El deseo del preso de volver al mundo exacta­ mente como antes era tan fuerte que le hacía temer cualquier cambio, por muy insignificante que fuera, de la situación que habían dejado atrás. El preso quería que sus bienes terrenales estuvieran a salvo, sin que nadie los tocase, aunque en aquellos momentos no le sirvieran de nada. E s difícil decir si este deseo de que todo permaneciera inva­ riable se debía a que los presos eran conscientes de lo difícil que podía resultarles ajustarse a una situación totalmente cambiada en su casa, o bien si la explicación residía en algún tipo de pen­ samiento mágico parecido a este: «Si nada cambia en el mundo en que vivía, entonces tampoco cambiaré yo». Es posible que de esta manera los prisioneros intentasen contrarrestar su te­ mor de estar cambiando. Por consiguiente, las reacciones violentas ante los cambios habidos en sus familias eran la expresión disimulada de su certe­ za de estar cambiando. Probablemente lo que les enfurecía no era solamente el cambio en sí, sino también el hecho de que éste entrañaba una posición nueva en el seno de su familia. Antes sus familiares dependían de las decisiones que ellos, los presos, toma­ ban; ahora eran ellos los que se encontraban en situación de dependencia. A su modo de ver, la única probabilidad de recu­ perar su condición de cabeza de familia estribaba en que la estructura familiar siguiera igual a pesar de su ausencia. Además, conocían las actitudes de la mayoría de los extraños ante aquellos que habían estado en la cárcel. En realidad, aunque la mayoría de las familias se comportó decentemente con aquellos de sus miembros que estuvieron en los campos de concentración, no por ello dejaron de plantearse problemas muy graves. Durante los primeros meses tales familias gastaban mucho dinero, a menudo más del que podían gastar, intentando liberar al prisionero. Cuando suplicaban a los agentes de la Gestapo que pusieran en libertad a sus parientes (tarea

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desagradable en el mejor de los casos) una y otra vez Ies contesta­ ban que el preso estaba encerrado por su propia culpa. Más ade­ lante les costaba encontrar empleo porque uno de los suyos era sospechoso; sus hijos tenían problemas en la escuela; se les excluía de la beneficencia pública. Así, pues, es natural que a estas familias llegase a molestarlas el hecho de que uno de los suyos estuviera en el campo de concentración. No recibían mucha compasión de sus amigos, ya que la pobla­ ción alemana en general adoptó ciertos mecanismos de defensa ante el hecho de los campos de concentración. Los alemanes no podían soportar la idea de vivir en un mundo donde el ciudadano no estaba protegido por la ley y el orden. Sencillamente no que­ rían creer que los prisioneros de los campos no hubiesen come­ tido crímenes horrendos, ya que la forma en que se les estaba castigando sólo permitía llegar a esta conclusión. De esta manera tuvo lugar un lento proceso de alienación entre los reclusos y sus familiares, pero en lo referente a los presos recién llegados, el proceso no hacía más que empezar. Se nos plantea la pregunta de cómo podían los presos culpar a sus familias por cambios que en realidad ocurrían en ellos mis­ mos y de los que eran los causantes involuntarios. Quizás el hecho de que los presos tuvieran que soportar tantos castigos y penalidades les impedía aceptar culpa alguna. Tenían la impresión de que ya habían expiado toda falta anterior en sus relaciones con la familia y los amigos, así como los posibles cambios que en ellos se produjeran. De esta manera los prisioneros se libraban de la responsabilidad de tales cambios y de cualquier sentimien­ to de culpabilidad; por consiguiente, se sentían más libres de odiar a los demás, incluyendo a sus familiares, por sus propios defectos. Esta sensación de haber expiado todas sus culpas no dejaba de tener cierta justificación. Al inaugurarse los primeros cam­ pos de concentración, los nazis encerraron en ellos a sus enemigos más prominentes. Pronto agotaron sus reservas de tales enemigos, ya que éstos habían muerto, estaban en las cárceles o los campos, o habían emigrado. A pesar de todo, necesitaban una institución con la que amenazar a los oponentes del sistema, toda vez que

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eran demasiados los alemanes que no estaban satisfechos con el mismo. Meterlos a todos en la cárcel hubiese interrumpido el funcionamiento de la producción industrial, cuya defensa cons­ tituía uno de los objetivos primordiales de los nazis. Así que, si un sector de la población se hartaba del régimen nazi, se selec­ cionaban unos cuantos miembros del mismo y se les recluía en el campo de concentración. Si los abogados se impacientaban, varios centenares de ellos eran enviados al campo; lo mismo les suce­ día a los doctores cuando la profesión médica mostraba síntomas de rebelión, etcétera. La Gestapo llamaba «acciones» a estos castigos colectivos. El sistema se puso en marcha durante el período 1937-1938, cuando Alemania se preparaba para la anexión de países extranjeros. Durante la primera de estas «acciones» solamente se castigó a los líderes de los grupos de oposición. Sin embargo, con ello se creó la impresión de que el simple hecho de pertenecer a uno de aquellos grupos no era peligroso, puesto que solamente castigaban a los líderes. La Gestapo no tardó en modificar el sistema para seleccionar a los castigados de manera que representasen los diver­ sos estratos del grupo. El nuevo procedimiento tenía la ventaja de sembrar el terror entre todos los miembros del grupo y per­ mitía también castigarlo y destruirlo sin tener que tocar al líder si por alguna razón parecía inoportuno hacerlo.18 Aunque a los prisioneros nunca les decían la razón exacta de su encarcelamien­ to, los que estaban encerrados como representantes de un grupo llegaban a saberla. La Gestapo interrogaba a los presos para obtener información sobre sus parientes y amigos. A veces, durante los interrogatorios, los prisioneros se quejaban de que a ellos les hubiesen encerrado mientras seguían en libertad enemigos más prominentes del nazis­ mo. Les contestaban que su mala suerte había querido que sufrie­

18. En cierto momento, un movimiento de oposición a la regimentación naz de las actividades culturales se centró en tom o a la persona del famoso director de orquesta Furtwangler, quien personalmente se inclinaba a favor del nazismo pero criticaba su política cultural. Furtwangler nunca fue castigado, pero el grupo fue desarticulado mediante el encarcelamiento de una sección representativa del mismo. De esta manera el famoso músico se encontró convertido en un líder sin seguidores y el movimiento perdió fuerza.

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ran como miembros de un grupo, pero que tendrían ocasión de ver en el campo a todos los demás miembros del mismo si éste no aprendía a comportarse mejor al ver la suerte que ellos corrían. Aquellos presos, por lo tanto, pensaban con razón que estaban expiando las culpas de los demás. Sin embargo, los extra­ ños no lo veían así. El hecho de no recibir la atención especial que creían merecer aumentaba el resentimiento de los presos contra el mundo exterior. Pero incluso cuando lanzaban quejas y acusaciones contra parientes y amigos, a los nuevos prisioneros siempre les gustaba hablar de ellos, de su posición en el mundo exterior y de sus esperanzas para el futuro. A los prisioneros veteranos no les gustaba que les recordasen su familia y amigos. Cuando hablaban de ellos lo hacían de mane­ ra muy objetiva. Les gustaba recibir cartas, pero no tenía mucha importancia para ellos, en parte porque habían perdido el con­ tacto con los acontecimientos que en ellas les contaban. Hemos dicho que en cierta medida se daban cuenta de que les resultaría difícil volver a la normalidad, pero había que tener en cuenta otro factor: el odio de los presos hacia todos los que vivían fuera del campo y que «disfrutaban de la vida como si no nos estuviéra­ mos pudriendo allí». En la mente de los reclusos este mundo exterior que seguía viviendo como si nada hubiese pasado lo representaban las perso­ nas a las que conocían, es decir, sus parientes y amigos. Pero incluso este odio aparecía muy templado en los prisioneros vete­ ranos. Daba la impresión de que, si bien se habían olvidado de amar a sus familiares, también habían perdido la capacidad para odiarlos. Los presos veteranos habían aprendido a dirigir contra sí mismos gran parte de su agresividad, con lo que evitaban con­ flictos con los SS, mientras que los presos recién llegados dirigían aún su agresividad hacia el mundo exterior y, cuando no les vigilaban, contra los SS. Los prisioneros veteranos no mostraban demasiadas emociones en uno u otro sentido; parecían incapaces de albergar sentimientos intensos con respecto a alguien. A los presos veteranos no les gustaba mencionar su anterior categoría social ni las actividades que llevaban a cabo antes de ingresar en el campo, mientras que los nuevos reclusos tendían

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a jactarse de todo ello, como si quisieran proteger su autoestima mostrando a los demás lo importantes que habían sido, lo cual, de una manera muy obvia, daba a entender que seguían siéndolo. Los prisioneros veteranos parecían haber aceptado su estado de abatimiento y es probable que compararlo con su esplendor de antes (todo resultaba magnífico al lado de la situación en que aho­ ra se encontraban) fuese demasiado deprimente. En estrecha relación con las opiniones y actitudes de los prisioneros en torno a sus familias se hallaban sus creencias y esperanzas referentes a su vida después de que salieran del cam­ po. En este sentido los presos se embarcaban muy a menudo en devaneos individuales y colectivos. Entregarse a ellos era uno de los pasatiempos favoritos cuando el clima emocional que impe­ raba en todo el campo no era demasiado deprimente. Existía una diferencia clara entre los devaneos de los presos nuevos y los de los veteranos. Cuanto más tiempo llevase un preso en el campo, más ajenos a la realidad eran sus devaneos o sueños diurnos. Tanto era así que a menudo las esperanzas de los prisioneros veteranos mostraban un cariz escatológico o mesiánico, lo cual concordaba con su creencia de que sólo un acontecimiento como el fin del mundo les devolvería la libertad. Los presos veteranos soñaban despiertos con la guerra y la revolución mundiales que se aveci­ naban. Estaban convencidos de que saldrían del gran cataclismo convertidos en los futuros líderes de Alemania y puede que inclu­ so del mundo. Era lo menos a que les daban derecho sus sufri­ mientos. Tan ambiciosas expectativas coexistían con una gran vaguedad en torno a su futura vida privada. En sus devaneos tenían la certeza de que serían los futuros secretarios de estado, pero no estaban tan seguros de que seguirían viviendo con su esposa e hijos. Estos sueños diurnos quedan explicados en parte por el hecho de que los prisioneros parecían convencidos de que solamente el desempeño de un alto cargo público les permi­ tiría recuperar su posición en el seno de la familia. Las esperanzas y expectativas de los nuevos prisioneros en torno a su vida futura se ajustaban mucho más a la realidad. A pesar de la franca ambivalencia que mostraban en relación con

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sus familias, en ningún momento dudaban de que seguirían viviendo con ellas partiendo del punto en que habían tenido que dejarlas. Tenían la esperanza de que su vida pública y profesional seguiría los cauces anteriores. La mayoría de las adaptaciones a la situación del campo que se han citado hasta el momento fueron ejemplos de comporta­ miento más o menos individual, según nuestra definición del mismo. De acuerdo con ésta, los cambios que se comentan a con­ tinuación, especialmente la regresión a un comportamiento infan­ til, fueron fenómenos de masas o colectivos. El autor opina, ba­ sándose en parte en la introspección y en parte en sus conversa­ ciones con los otros presos, pocos, que se daban cuenta de lo que ocurría, que esta regresión no habría tenido lugar de no haber ocurrido en todos los prisioneros. Además, si bien los presos no se metían con la actitud de los demás ante su familia ni con los devaneos ajenos, sí afirmaban su poder como grupo sobre aque­ llos presos que ponían reparos a las desviaciones del comporta­ miento adulto normal. A los que no mostraban dependencia infantil respecto de los guardianes los acusaban de ser una ame­ naza para la seguridad del grupo, acusación que no carecía de fundamento, ya que los SS siempre castigaban al grupo por el mal comportamiento de los individuos que lo integraban. Por con­ siguiente, esta regresión a un comportamiento infantil resultaba aún más inevitable que los demás tipos de comportamiento que en el individuo imponía el impacto de las condiciones imperan­ tes en el campo.

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e g r e s ió n

Aparecían en los prisioneros unos tipos de comportamiento que son característicos de la infancia o de la primera juventud. Algunos de estos comportamientos se manifestaban poco a poco, otros se imponían inmediatamente a los presos y el paso del tiempo sólo aumentaba su intensidad.\Ya hemos hablado de algu­ nos de estos ejemplos de comportamiento más o menos infantil,

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como la ambivalencia ante la familia, el abatimiento, el encontrar más satisfacción en los devaneos que en la acción. Es difícil saber con certeza si algunas de estas pautas de comportamiento las produjo deliberadamente la Gestapo. En otros casos es seguro que así fue, aunque no sabemos si lo hizo de manera consciente. Hemos visto que incluso durante el transporte los presos sufrían la clase de torturas que un padre cruel y dominante podría infligir a un hijo indefenso. Convendría añadir que también se degradaba a los presos por medio de técnicas que se adentraban m u ^ fj^ ^ s ítiM g S n e s infantiles. Se les obliga­ ba a ensuciarse. En el campo la defecación estaba estrictamente regulada; era uno de los acontecimientos más importantes de cada día, y se comentaba con todo detalle. Durante el día los presos que deseaban defecar tenían que pedir permiso a un guar­ dián. Parecía que fuese a repetirse el proceso de aprender a con­ trolar las necesidades. También daba la impresión de que a los guardianes les producía placer la facultad de conceder o negar el permiso para visitar las letrinas (apenas había inodoros). El pla­ cer de los guardianes tenía su equivalente en el que sentían los prisioneros al visitar las letrinas, ya que, por lo general, allí podían descansar unos instantes, a salvo de los latigazos que les propinaban capataces y guardianes. Sin embargo, no siempre esta­ ban a salvo, puesto que a veces los guardianes jóvenes y empren­ dedores disfrutaban molestando a los presos incluso en tales mo­ mentos. Para hablar entre sí los presos estaban obligados a tutearse, cosa que en Alemania sólo los niños pequeños hacen de manera indiscriminada; no se les permitía emplear ninguno de los nume­ rosos tratamientos a que están habituados los alemanes de clase media y alta. En contraste con ello, debían dirigirse a los guar­ dianes con la mayor deferencia, utilizando todas las formas de tratamiento. Al igual que los niños, los presos vivían únicamente en el presente inmediato; perdían la noción del tiempo; se volvían incapaces de trazar planes para el futuro y de renunciar a satis­ facciones inmediatas para obtener otras mayores más adelante. No podían establecer relaciones directas duraderas. Las amista­

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des progresaban con la misma rapidez con que se esfumaban. Como si fueran adolescentes, los prisioneros se peleaban encar­ nizadamente, declaraban que nunca volverían a mirarse ni a diri­ girse la palabra y a los pocos minutos volvían a ser la mar de ami­ gos. Eran jactanciosos, contaban historias sobre lo que habían hecho en su vida anterior o sobre la facilidad con que tomaban el pelo a los capataces y guardianes y saboteaban el trabajo. Al igual que niños, no sentían la menor contrariedad ni vergüenza cuando se sabía que todo era falso. Otro factor que contribuía a la regresión a un comporta­ miento infantil era el trabajo que los presos estaban obligados a realizar. A los nuevos prisioneros en especial se les obligaba a ejecutar tareas estúpidas, tales como acarrear rocas pesadas de un lado a otro y, al cabo de un rato, devolverlas a su lugar de ori­ gen. En otras ocasiones les ordenaban cavar agujeros con las manos, pese a que había herramientas disponibles. A los prisio­ neros les molestaban estas tareas sin sentido, aunque lo cierto es que debería haberles sido indiferente que su trabajo tuviera o no utilidad. Se sentían degradados cuando les hacían realizar alguna tarea «infantil» y estúpida, y preferían hacer algo más pesado si con ello producían algo que pudiera calificarse de útil. No cabe la menor duda, al parecer, de que los trabajos que ejecutaban, así como los malos tratos que les infligía la Gestapo, contribuye­ ron a su desintegración como personas adultas. El autor tuvo ocasión de entrevistar a varios prisioneros que antes de ser internados en el campo ya habían pasado unos cuan­ tos años en la cárcel, algunos de ellos incomunicados. Aunque fueron demasiado pocos para formular una generalización válida, parece ser que pasar una temporada en la prisión no produce los cambios de carácter que se describen en este artículo. En lo que se refiere a la regresión a comportamientos infantiles, el único rasgo común que al parecer tienen la cárcel y el campo de con­ centración es que en ambos sitios se impide a los reclusos satisfa­ cer sus deseos sexuales de manera normal, lo cual acaba por hacerles temer la pérdida de su virilidad. En el campo este temor reforzaba los otros factores perjudiciales para los tipos de com­ portamiento adulto y fomentaba el comportamiento infantil.

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Cuando un preso llegaba a la última etapa de su ajuste a la situación del campo es que había cambiado su personalidad para aceptar como propios diversos valores de las SS. Unos cuantos ejemplos ilustrarán de qué manera se expresaba esta aceptación. Los SS consideraban, o fingían considerar, que los presos eran la escoria de la tierra. Insistían en que ninguno de ellos era mejor que los demás. Probablemente uno de los objetivos de semejante actitud era convencer a los guardianes jóvenes que recibían su instrucción en el campo de que eran superiores inclu­ so al más sobresaliente de los reclusos, así como demostrarles que los antiguos enemigos de los nazis ahora estaban sometidos y no merecían ninguna atención especial. Si a algún preso promi­ nente se le hubiese dispensado mejor trato que a los demás, los guardianes hubiesen creído que seguía teniendo influencia; si el trato hubiese sido peor, habrían imaginado que el preso era aún peligroso. Los nazis querían inculcar en los guardianes que incluso el más leve grado de oposición al sistema llevaba a la destrucción completa de la persona que osara oponerse a él, y que el grado de oposición no influía en el castigo. Conversaciones esporádicas con tales guardianes revelaron que creían realmente en una cons­ piración mundial de judíos y capitalistas contra el pueblo alemán. Se suponía que toda persona que se opusiera a los nazis parti­ cipaba en dicha conspiración y, por lo tanto, debía ser destruida con independencia del papel que jugase en ella. En vista de ello, se comprende que los guardianes tratasen a los prisioneros como si fuesen sus peores enemigos. Los prisioneros se encontraban en una situación imposible a causa de la continua intromisión de los guardianes y los demás presos en su vida privada. A causa de ello, existía una gran carga de agresividad acumulada. En el caso de los recién llegados la agresividad se manifestaba de forma parecida a como lo habría hecho fuera del campo. Sin embargo, los presos iban aceptando poco a poco, como expresión de su agresividad verbal, términos que sin duda no procedían de su vocabulario anterior, sino de otro muy distinto: el que utilizaban los SS. De copiar la agresividad verbal de los SS a copiar su agresividad física había únicamente

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un paso, peto se necesitaban varios años para darlo. No era extrafio comprobar que, cuando tenían a su cargo otros presos, los reclusos veteranos se comportaban peor que los SS. En algunos casos lo hacían porque de este manera pretendían congraciarse con los SS, pero era más frecuente que la considerasen la mejor manera de tratar a los presos del campo. Prácticamente todos los prisioneros que llevaban mucho tiem­ po en el campo adoptaban la actitud de los SS ante los presos calificados de no aptos. Los recién llegados planteaban problemas difíciles a los veteranos. Sus quejas sobre la existencia insoporta­ ble que se llevaba en el campo añadían un nuevo motivo de ten­ sión a la vida en los barracones. El mismo efecto tenía su inca­ pacidad para ajustarse. El mal comportamiento en los grupos de trabajo ponía en peligro a todos sus integrantes. Por consi­ guiente, el recién llegado que no se ajustaba a su nueva vida tendía a convertirse en un riesgo para sus compañeros. Además, los débiles eran los más propensos a acabar traicionando a los demás. De todos modos, como los débiles solían morir durante las primeras semanas en el campo, algunos presos pensaban que daba igual librarse de ellos antes. Así, pues, los prisioneros vete­ ranos a veces colaboraban en la eliminación de los «no aptos», incorporando así la ideología nazi en su propio comportamiento. Era ésta una de las numerosas situaciones en que los presos vete­ ranos demostraban su dureza, ya que habían moldeado su forma de tratar a los presos «no aptos» conforme al ejemplo de los SS. Para protegerse a sí mismos era necesario eliminar a los prisio­ neros «no aptos»; sin embargo, la forma en que éstos a veces eran torturados durante días y días por los presos veteranos, hasta que morían, era algo heredado de la Gestapo. Los presos veteranos que se identificaban con los hombres de las SS no lo hacían sólo en lo referente al comportamiento agre­ sivo. Procuraban hacerse con prendas viejas del uniforme de las SS. Si no lo conseguían, intentaban remendar y coser sus propios uniformes de forma que se parecieran a los que usaban los guar­ dianes. En este sentido los prisioneros llegaban a extremos increí­ bles, especialmente si se tiene en cuenta que los SS los castiga­ ban por copiar sus uniformes. Cuando les preguntaban por qué

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lo hacían, los veteranos reconocían que les encantaba parecerse a los guardianes. La identificación de los presos veteranos con los SS no termi­ naba en la emulación de su apariencia externa y comportamiento. Los veteranos también aceptaban los objetivos y valores tle los nazis, incluso cuando parecían contrarios a sus intereses propios v Era horrible ver hasta qué extremo llevaban esta identificación incluso los presos que poseían una buena educación política. En un momento dado en la prensa norteamericana y en la inglesa aparecieron numerosos artículos sobre las crueldades que se come­ tían en los campos. Los SS castigaron a los prisioneros por la publicación de tales artículos, lo cual concordaba con su política de castigar al grupo por lo que hiciera uno de sus miembros o ex-miembros, toda vez que el origen de lo que decían los perió­ dicos tenía que ser forzosamente algún antiguo prisionero. Al comentar el hecho, los presos veteranos insistían en que los corresponsales y periódicos extranjeros no tenían por qué meter las narices en las instituciones alemanas y expresaban el odio que sentían por los periodistas que intentaban ayudarles. El autor hizo la siguiente pregunta a más de un centenar de presos políticos veteranos: «Si tengo suerte y consigo llegar a tierra extranjera, ¿debo contar lo que ocurre en el campo y des­ pertar el interés del mundo libre?». Sólo dos de ellos manifesta­ ron sin ninguna duda que toda persona que lograse escapar de Alemania tenía la obligación de combatir a los nazis como mejor pudiera. Todos los demás albergaban la esperanza de que se produjera una revolución alemana, pero no veían con buenos ojos la intromisión de alguna potencia extranjera. Cuando aceptaban como propios los valores nazis, los presos veteranos no solían reconocerlo directamente, sino que explicaban su comportamiento por medio de racionalizaciones. Por ejemplo, los veteranos recogían desperdicios en el campo porque Alema­ nia andaba escasa de materias primas. Cuando se les hacía notar que con ello ayudaban voluntariamente a los nazis, racionalizaban que con ello también contribuían al enriquecimiento de la clase obrera alemana. También cuando los presos se ocuparon de levan­ tar edificaciones para la Gestapo surgieron polémicas sobre si

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era necesario procurar construirlos bien. Los presos recién llega­ dos se mostraron partidarios del sabotaje, mientras que la mayo­ ría de los veteranos dijo que había que construir bien, indicando, a modo de racionalización, que los edificios serían útiles para la nueva Alemania. Cuando se les decía que la revolución tendría que destruir las fortalezas de la Gestapo, los presos veteranos recurrían a la afirmación general de que uno tenía que hacer bien su trabajo, fuese cual fuese. Parece ser que la mayoría de los presos veteranos era consciente de que no podría seguir trabajan­ do para la Gestapo a menos que se convenciera de que su trabajo tenía algún sentido. Y eso era lo que había hecho. Dos veces al día se pasaba lista a los prisioneros, tarea que a menudo duraba varias horas y siempre parecía interminable. Algu­ nos presos veteranos se mostraban satisfechos de la perfección con que habían permanecido en posición de firmes mientras se pasaba lista. La única manera de explicarse semejante satisfacción es que aquellos presos habían aceptado como propios los valores de las SS; se enorgullecían de ser tan duros como los SS. Esta identificación con sus torturadores llegaba al extremo de copiar las cosáis que éstos hacían en sus ratos de ocio. Uno de los juegos preferidos de los guardianes consistía en ver quién era capaz de soportar más golpes sin quejarse. Algunos de los presos veteranos copiaron dicho juego, como si no les hubiesen golpeado lo bas­ tante y ahora sintieran la necesidad de infligir dolor a sus compa­ ñeros de cautiverio. Frecuentemente los hombres de las SS imponían reglas estú­ pidas inventadas caprichosamente por uno de ellos. Por lo gene­ ral, estas reglas se olvidaban muy pronto, pero siempre había taños cuantos presos veteranos que seguían obedeciéndolas y recor­ dándoselas a los demás cuando la Gestapo ni siquiera se acordaba de ellas. En una ocasión, por ejemplo, un guardián que estaba inspeccionando la indumentaria de los prisioneros descubrió que algunos llevaban los zapatos sucios por dentro. Ordenó que los presos lavasen los zapatos por dentro y por fuera con agua y jabón. Al ser tratados de aquella manera, los zapatos, qué ya eran pesados de por sí, se volvían duros como piedras. La orden no volvió a darse jamás y muchos prisioneros ni siquiera la cumplie­

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ron la primera vez. A pesar de ello, algunos presos veteranos no sólo siguieron lavando el interior de sus zapatos cada día, sino que maldecían a los que no lo hacían y los tachaban de negli­ gentes y sucios. Aquellos prisioneros creían firmemente que las reglas establecidas por los SS constituían una pauta deseable para el comportamiento humano, al menos dentro del campo. En su mayor parte los prisioneros veteranos también acepta­ ban los valores de las SS referentes a la raza, aunque la discrimi­ nación racial era algo ajeno a su esquema de valores antes de que lo enviasen al campo de concentración. Aceptaban como verdadera la afirmación de que Alemania necesitaba más espacio vital ( Lebetisraum), aunque añadían: «mientras no exista una federación mundial»; y creían en la superioridad de la raza ale­ mana. Hay que hacer hincapié en que ello no era fruto de ninguna clase de propaganda por parte de los SS. Estos no se esforzaban en tal sentido, sino que insistían en que les