Sobre la responsabilidad criminal : psicoanálisis y criminología
 9788437506838, 8437506832

Citation preview

LUIS SEGUI

SOBRE LA RESPONSABILIDAD CRIMINAL Psicoanálisis y criminología Epílogo G u st a v o D e ss a l

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Seguí, Luis Sobre la responsabilidad criminal. Psicoanálisis y criminolo­ gía / Luis Segu í; epílogo de Gustavo Dessal. - Madrid : FCE, 2012 255 p. ; 21 x 14 cm - (Colee. Psiquiatría, Psicología y Psi­ coanálisis) ISBN 978-84-375-0683-8 1. Psicoanálisis - Derecho 2. Criminología I. Dessal, Gustavo, epílogo II. Ser. III. t. LC HV6080

Dewey 364.3 S757s

© 2012, Luis Seguí © 2012, del epílogo, Gustavo Dessal D. R. © 2012, F o n d o d e C u l t u r a E c o n ó m ic a Vía de los Poblados, 17, 4o - 15 28033 Madrid www.fondodeculturaeconomica.es [email protected] Fondo

de

C u l t u r a E c o n ó m ic a

Carretera de Picacho-Ajusco, 227 14200 México, D. F. www.fondodeculturaeconomica.com Diseño de portada: Leo G. Navarro Fotocomposición: Anormi, S.L. Impresión: Afanias, S.L.

ISBN: 978-84-375-0683-8 Depósito legal: M-35066-2012 Impreso en España

de

E spa ñ a , S.L.

In d i c e

Exordio...................................................................................

11

1. De la medicina del alma a la concepción sanitaria de la penología..........................................................................

19

2. El derecho, o la impotencia para regular elgo ce............

31

3. Agresividad y violencia......................................................

55

4. Patologías del acto...............................................................

75

5. El mundo psi en el planeta judicial.................................

95

6. Los crímenes de la gente corriente...................................

113

—7. El caso Hildegart o la ferocidad del superyó..................

127

"8. Los crímenes inm otivados................................................

149

*9. Historia sin sujeto, sujeto sin palabra............................... C 157 10. Los semblantes burocráticos del mal abso lu to..............

177

11. La pulsión de muerte en estado puro..............................

195

12. Poder y responsabilidad....................................................

211

Epílogo, por Gustavo D essal................................................

249

A Carlos, Martina, y los que les sigan...

« [ ...] la responsabilidad, es decir, el castigo, es una carac­ terística esencial de la idea del hom bre que prevalece en una sociedad dada». Jacques L acan y M ichel C énac

La relación entre el derecho y el psicoanálisis -discursos ambos atra­ vesados por la filosofía, la ética y la moral- se remonta a finales del siglo xix, nada más comenzar a difundirse en el ámbito académico los primeros escritos de Sigmund Freud. Esa relación, no exenta de fuertes controversias, viene impuesta no solo porque el sujeto del derecho es el mismo que el sujeto del psicoanálisis, sino porque cier­ tas actuaciones de esos sujetos producen consecuencias que merecen la atención de ambos discursos, especialmente cuando las acciones trascienden del ámbito privado para situarse en el terreno del delito y el crimen. Sostener que ambos discursos se refieren a un mismo sujeto, sin embargo, no implica desconocer una diferencia radical: mientras que para el derecho el inconsciente no existe en el momen­ to de juzgar un acto, el psicoanálisis no concibe al sujeto sino como sujeto del inconsciente, con las consiguientes diferencias en cuanto al criterio de responsabilidad. Dado que estas páginas están dedica­ das a explorar los encuentros y desencuentros de los sujetos con la ley en sus dos vertientes -como ordenamiento jurídico y como interdictora estructural-, así como las diferentes respuestas que reci­ be desde uno y otro ámbito al mismo tiempo que se confronta con sus efectos, el enfoque de la cuestión se centra en las conductas transgresoras de las leyes penales, que afectan directamente al llama­ do orden público, por oposición a los conflictos de intereses parti­ culares que merecen la atención de otras ramas del derecho. Aunque la psiquiatría se ocupó tempranamente de la relación entre la locura y el crimen -la relación entre médicos alienistas y

juristas se inició en la primera mitad del siglo xix- dando origen a la especialidad de la psiquiatría criminal, la aparición del psicoaná­ lisis actuó como un revulsivo en el ámbito de la psiquiatría clásica. Freud se interesó acerca de las motivaciones e impulsos de los sujetos delincuentes y su relación con el inconsciente ya en 1906, cuando pronunció en Viena -invitado por el profesor de jurisprudencia Alex Lófñer- la conferencia editada después con el título de «La indagatoria forense y el psicoanálisis»; un tema que volvería a abor­ dar en textos posteriores. Jacques Lacan daría testimonio del mismo interés a partir de su tesis -De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad-, de sus comentarios de la misma época en torno a los crímenes de las hermanas Papin, y después, en 1948 y 1950 respectivamente, en La agresividad en psicoanálisis y en la ponencia presentada con Michel Cénac, «Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología». La condición humana no predispone a los hombres a la suje­ ción voluntaria de sus instintos. De ahí que para ser capturado por el discurso de la ley, un discurso -dice Lacan en Las psicosis- «que le es ajeno, y con el que, como animal, nada tiene que ver», Freud construyó el mito del asesinato del padre y el consiguiente pacto entre los hermanos parricidas; a partir de aquel crimen primor­ dial, el sujeto deberá comparecer como culpable para responder por esa deuda simbólica, «que no cesa de pagar cada vez más en su neurosis». Con el relato sustancial del mito desplegado en Tótem y tabú -retomado después en numerosos textos-, Sigmund Freud se adscribe a una variante de las teorías contractualistas, a las que se sumaban también Althusius, Hobbes, Spinoza, Pufendorf, Locke, Kant, y más recientemente John Rawls, cuya característica común para explicar el origen de la organización social, del poder y por lo tanto del derecho -en suma, el paso del estado de naturaleza a la cultura-, es la suposición de un hipotético pactum societatis por el que los hombres aceptan convivir sin asesinarse unos a otros, seguido del pactum subjectionis, por el que ceden el monopolio de la violencia a una autoridad investida de poder. Es necesario, sin embargo, separar el cuestionable contenido mitológico de la narración, en cualquier caso imposible de verifi­ car históricamente, de la más probable hipótesis sobre el origen del

derecho: inventando el mito del asesinato del padre, Freud señala el momento histórico indeterminado a partir del cual surge la ley en sus dos vertientes, la del derecho, y esa otra no escrita «con la que cada sujeto se castiga en nombre de una deuda simbólica que paga cada vez más en su neurosis», al decir de Lacan. O, dicho de otro modo, es el precio a pagar por el sujeto a cambio de una renuncia a las pulsiones asesinas e incestuosas, y la inevitable adscripción al malestar. El hecho constitutivo del malestar característico de la relación del sujeto con la ley es la existencia misma de la ley, que se le impo­ ne de una parte como un fenómeno estructural -la zona oscura, generalmente desatendida por el discurso jurídico- y, de la otra, como la encarnación simbólica del discurso del amo. El orden jurí­ dico emerge como un intento de evitar el exterminio recíproco sumando fuerzas en contra de aquellos que se atreven a romper el pacto, al tiempo que ahoga las propias pulsiones asesinas a través de la venganza ejercida en nombre de la ley. Ahí identificaba Freud uno de los «principios fundamentales del orden penal humano», donde se mezclan los deseos reprimidos en el criminal con las pul­ siones propias de los ejecutores de la ley. Constantemente, se comprueba la actitud ambivalente del suje­ to con respecto a la ley, considerada en su versión más visible y cotidiana, como es el corpus jurídico en el que se sostiene el Estado, esto es, la institución a través de la cual el amo moderno se expre­ sa y que pone en acto -respaldado por la capacidad para emplear la fuerza- para hacer que la cosa funcione. El peso de las identifi­ caciones de un lado, y la coerción acompañada de la amenaza de castigo de otro, consiguen que la mayor parte de los sujetos que integran el cuerpo social se contenga ante la tentación de dar rienda suelta a sus impulsos más primarios; y aun de modo inconsciente, también porque, al reprimir aquella tentación, reclama la presencia de un Otro que castigue a aquellos en quienes ha fracasado la pro­ hibición, obteniendo una doble respuesta satisfactoria: encuentra una justificación noble a la represión de sus deseos, y los realiza por medio de aquellos investidos de poder encargados de «vengar a la sociedad ultrajada», en palabras de Freud. Para este, «la acentua­ ción del mandamiento “No matarás” nos ofrece la seguridad de que

descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos que llevaban el placer de matar, quizás como nosotros mismos, en la masa de la sangre». La persistencia de la violencia y el crimen, a lo largo de la his­ toria, no es más que una proyección colectiva de las patologías individuales; la pulsión de muerte desatada a escala global. Los asesinatos masivos, las guerras en general, más crueles cuanto más familiarmente próximos son los bandos implicados, como prueba de la ambivalente relación entre lo familiar, lo más próximo -Heimlich- y lo siniestro -Unheimlich-, los actos de genocidio ampara­ dos en pretextos de «limpieza étnica», son parte de aquello que Lacan incluía en lo que llamó una clínica de la civilización, cuya naturaleza merece también ser interrogada a la luz de la responsa­ bilidad objetiva y subjetiva. La pulsión de muerte en estado puro que se desata en las guerras, durante las cuales el sujeto suele encontrar la ocasión para liberar sus impulsos homicidas, es abor­ dada en los últimos dos capítulos. Si el crimen, cuando abarca un gran número de víctimas -com o ha señalado Jacques-Alain Miller-, pasa de ser un asunto jurídico a convertirse en una cues­ tión política, entonces la responsabilidad y el castigo dejan de estar guiados por criterios de justicia para someterse a la conveniencia de quien tiene el poder de administrarla. El primer derecho parece haber sido el resultado de lo que Walter Benjamín denominó «violencia fúndadora», generadora del pacto por el que los hombres acordaron normativizar su conducta fútura para asegurar la continuidad de la especie, mediante la instaura­ ción de una forma elemental de autoridad cuya misión principal consistía en mantener una paz siempre precaria y relativa, sirvién­ dose para ello de lo que el mismo Benjamín llamó «violencia conservadora». Ese hipotético contrato destinado a imponer un cierto orden en el primitivo lazo social, fue seguramente más obe­ diente a la necesidad que a consideraciones morales, como el mismo Kant se vería obligado a reconocer al abordar la cuestión de la paz. Todas las elaboraciones racionales y las justificaciones morales en las que se sostiene cualquier orden jurídico -y las instituciones edificadas para conservarlo y defenderlo- se han ido desarrollando en paralelo con la mayor complejidad de las diversas sociedades

humanas, hasta formar un corpus donde el derecho aparece como un conjunto de normas, la mayor parte de ellas incom­ prensibles para los legos, con las que se rellenan las es­ tructuras jurídico-institucionales, produciendo así un efecto de ficción. El amo es un significante, pero un significante que se encarna en instituciones, y estas se corporizan en sujetos que representan a ese Gran Otro de la ley: hermeneutas de los textos a través de los que el discurso del amo se hace presente para regular las diversas modalidades del vínculo social, garantizar su funcionamiento, y resolver los conflictos individuales y colectivos manteniendo el control social. Y si bien, en tiempos de hegemonía planetaria del discurso capitalista, se constata un declive del discurso del amo, el significante amo continúa vigente en tanto es el inconsciente: determina la castración, promueve las identificaciones y las dife­ rencias, fúnda los grupos, homogeneiza, segrega los goces. Para obtener obediencia, el amo debe hacer semblante de proveedor de certezas, y es función del discurso proporcionarlas. Así pues, cuando se habla del derecho, de la ley positiva, se está haciendo comparecer dos elementos inseparables: el discurso del amo y el poder -para los que el semblante cumple la función de ocultar la falta-, que sitúan la cuestión simultáneamente en el ámbito de lo político y de la política. La ley, que representa el orden simbólico por excelencia, manda y censura, ordena y prohíbe, marca los límites que no deben ser traspasados. Pero mientras que, en el campo jurídico, la vulnera­ ción del orden normativo acarrea un castigo -no hay derecho si no va acompañado de poder coactivo-, ejecutado por un juez en fun­ ción del grado de culpa imputable al transgresor y a la responsabi­ lidad que se le atribuya, el psicoanálisis asigna al sujeto el rol de juez de sí mismo. Y en tanto que un juez puede desresponsabilizar a un sujeto -incluso siendo culpable-, para el psicoanálisis aquel siempre es responsable desde su ingreso en la lengua. Es preciso señalar, sin embargo, que la relación que establecía Lacan en 1950 -«L a responsabilidad, es decir, el castigo...»-, bien que referida al ámbito jurídico, no es automática: una declaración legal de res­ ponsabilidad no conlleva necesariamente el castigo.

Para el derecho, el loco no es responsable. No puede, por lo tanto, responder, hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. Para el psicoanálisis, negar a un sujeto la posibilidad de asumir el resultado de sus acciones equivale a expulsarlo del mundo, de la cultura: convertirlo en un no-sujeto. Un juez puede absolver a un acusado aun siendo culpable por falta de pruebas que le incriminen - o bien porque no ha cometido realmente el delito-, declarándole inocente, porque no es tarea de los jueces pronunciarse acerca de la condición estructural de la culpa, sobre la que los psicoanalistas y los sujetos concernidos sí saben, o pueden saber. La aspiración de los juristas es que la ley, el corpus juris, hable con una sola voz y que los textos lo contengan todo: hacer del dere­ cho una ciencia cuya coherencia normativa contemple todas las hipótesis y prevea todas las respuestas. Pero si la verdad no puede ser dicha toda, si el lenguaje es insuficiente, impreciso, si entre el enunciado y la enunciación puede mediar un abismo, y la letra impresa -«Ese soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje», en palabras de Lacan- pone en evidencia el vacío por­ que escribir es mostrar la falta, entonces hay que concluir que a la justicia, como a la mujer, solo se puede mal-decirla. Responsabilidad -un concepto «transclínico», según Serge Cottetes una expresión común al derecho y al psicoanálisis -com o culpa, demanda, represión, prohibición, forclusión-preclusión, entre otroscuya homofonía puede inducir a error pero que tienen distintos significados según el contexto. El derecho penal y la criminología de un lado, y el psicoanálisis de otro, están necesariamente abona­ dos al interés por las llamadas patologías del acto, aunque sus res­ pectivas miradas se orientan en diferentes direcciones. Sin embargo, parece pertinente interrogarse acerca de la posible intersección donde coexistan espacios de intervención en relación con los anti­ guos y nuevos malestares. Hay que preguntarse si, además de aquellas situaciones límite en las que emergen la violencia y los diferentes modos de pasaje al acto, opera en el discurso jurídico el plus de goce propio del fracaso de las exigencias superyoicas que se manifiestan, cotidianamente, en la conflictiva relación de los sujetos con la ley. En una realidad social como la actual, en la que se evidencia una

tendencia a la desresponsabilización e infantilización del sujeto, y a dejar en manos de los especialistas £5z el tratamiento de la enfer­ medad mental como un desajuste yoico que en ocasiones coincide con el acto criminal, el psicoanálisis está sobradamente legitimado para hacerse oír.

1. DE LA MEDICINA DEL ALMA A LA CONCEPCIÓN SANITARIA DE LA PENOLOGÍA

«En n om bre de sus preten sion es periciales el discurso m édico se convertirá en el arm a de lo arbitrario». Jean-Claude M i l n e r

1 A finales del siglo xvm, una etapa caracterizada por el despliegue de lo que Gastón Bachelard definió como «el estado científico»,1la psiquiatría sustituyó a los medievales juicios de Dios en un contex­ to en el que la cultura occidental experimentaba la eclosión de la modernidad, y parecía confirmarse el triunfo inapelable del pensa­ miento ilustrado. El racionalismo -fundado en el derecho natural o bien en el positivismo- se presentaba como un conjunto de ver­ dades establecidas, en tanto el romanticismo antirracionalista y el tradicionalismo parecían derrotados, definitivamente, después de la caída del Antiguo Régimen y fracasados los posteriores intentos restauracionistas. Los descubrimientos científicos y sus aplicacio­ nes técnicas dominaban una escena en la que la condena de la democracia y la modernidad por parte del Vaticano -iniciada con el Syllabus del papa Pío IX y reiteradas por sus sucesores hasta las vísperas de la Segunda Guerra Mundial- se mostraba impotente para contener los cambios culturales y políticos propiciados por lo que se llamó la era liberal. A partir de la Revolución Francesa -el hecho simbólico fundante de la modernidad-, la exaltación del individuo se unió a la preocupación por lo social, propiciando la emergencia de nuevas disciplinas agrupadas en las que se denomi­

1

B achelard , Gastón (1987): La formación del espíritu científico. México:

Siglo xxi, p. 9.

narían ciencias humanas, como la sociología -así nombrada por primera vez en 1837 por Auguste Comte-, aunque su autonomía y los progresos en sus investigaciones estuvieron durante décadas lastrados por la influencia del positivismo, su apego a los concep­ tos y métodos de las ciencias físico-matemáticas o la pretensión de explicar los comportamientos individuales y colectivos en base a supuestas leyes naturales. Otro tanto ocurrió con la criminología, en su origen más interesada por el crimen y qué hacer con los autores -una etapa en la que es determinante Jeremy Bentham y su proyecto del panóptico- que en estudiar las causas del delito y al sujeto delincuente mismo; un enfoque que llegaría a partir de la segunda mitad del siglo xix con la «Scuola Positiva» de Lombroso, Ferri y Garófalo. Si bien el interés por las patologías psíquicas y la enfermedad mental en sus diversas modalidades -la enfermedad invisible, como la llamó Paracelso- y los primeros intentos clasificatorios se remiten al menos al siglo xvi, es a partir de las primeras déca­ das del xix cuando se cruzan el incipiente saber m édico-psi­ quiátrico y el orden jurídico. En 1764, Cesare Beccaria publicó De los delitos y las penas -libro que la Iglesia católica incluyó inmediatamente en el índex-, obra emblemática del derecho penal de la modernidad basado en los axiomas que sostienen que «no puede aplicarse a un sujeto una pena si el hecho del que se le acusa no ha sido antes tipificado como delito; que un acto es punible solo si ha violado una ley», y que «debe ser pro­ bada la existencia del acto criminal y la relación causal con el sujeffc» acusado». Se dio, además, un paso extremadamente importante en el camino de la secularización de la sociedad, al afirmar el principio de que el pensamiento no delinque (cognitationis poenam nemo patitur), equivalente al pleno reconoci­ miento de la libertad de conciencia -«L a peor cosa del mundo», según el papa Clemente V III- y un claro desafío al dogmatismo eclesiástico, que no reconocía como válida ninguna ley que no fuera conforme a la moral cristiana. En el campo de la medicina, la psiquiatría alcanzó su autono­ mía como especialidad en las primeras décadas del siglo xix. En 1810, el médico anatomista vienés e inventor de la frenopatía,

Franz Joseph Gall, editó De Craneologia,2 un texto en el que de­ sarrollaba una teoría tendente a explicar los comportamientos cri­ minales como originados en malformaciones cerebrales. En los mismos años, Pinel hizo los primeros diagnósticos diferenciando el comportamiento de los criminales del de los enfermos mentales. Su discípulo Jean-Étienne-Dominique Esquirol, el gran teórico de la psiquiatría del siglo xix, fue el primero en intentar establecer una distinción clasificatoria de los síntomas y cuadros clínicos3 contemporáneamente a la promulgación del Código Penal francés de 1810, en cuyo artículo 64 se decía que «no hay crimen ni delito cuando el imputado actúa en estado de demencia en el momento de la acción», inaugurando la calificación de inimputable -aunque en el texto no se utiliza todavía esta expresión-, dando estatuto legal a los cambios operados en la consideración de la locura y de los locos -y de los actos de estos contrarios a la ley- iniciados en las últimas décadas del siglo xvm. En 1835, Esquirol, junto con otros colegas, tuvo ocasión de emitir dictamen pericial sobre el estado mental de Pierre Riviére, quien ese mismo año había asesi­ nado a su madre, a su hermana y a su hermano.4 Al diagnosticar que Riviére había dado signos de alienación mental desde los cua­ tro años de edad, y que sus crímenes se debieron únicamente al delirio que padecía, Esquirol y sus colegas proporcionaron argu­ mentos para que el rey Luis Felipe conmutara la pena de muerte a la que el reo había sido condenado, aunque el acusado, sustituyén­ dola por la conmutación propició un efecto indeseado: cerrado el camino expiatorio de la guillotina, abandonado sin posibilidad -si es que la había- de subjetivación de sus crímenes, Pierre Riviére se 2 Se podría interpretar como una involuntaria contribución al desarrollo de la psiquiatría el hecho de que a Gall se le prohibiera, en Viena, continuar con sus trabajos «porque sus doctrinas eran fuente de ateísmo». Emigró a Francia, donde obtuvo la nacionalidad y siguió investigando. 3 Sauvagnat, Fran^ois (2004): «Diabolus in Psychopathologia o crimen, perver­ sidad y locura», en: Álvarez M artínez, José M .a y E steban A rnáiz, Ramón (comps.): Crimen y locura. Valladolid: Asociación Española de Neuropsiquiatría, p. 207 y ss. En este artículo, hay un interesante examen de los debates sobre las monomanías, la teo­ ría de Lombroso y la polémica entre los alienistas. 4 F oucault , Michel (2001): Yo, Pierre Riviére... Un caso de parricidio del siglo xix. Barcelona: Tusquets.

ahorcó en su celda. Su caso sirvió, sin embargo, para impulsar la cadena perpetua, y al mismo tiempo favoreció el desarrollo de la investigación acerca de las causas, la naturaleza y la clasificación de las diversas patologías psiquiátricas. Aquel dictamen también supuso la introducción de un concepto fundamental tanto para el saber médico-psiquiátrico como para el psicoanálisis, y de ambos con el ordenamiento jurídico: la responsabilidad del sujeto criminal.5 En La recepción del psicoanálisis en España, Thomas E Glick atribuye al doctor Luis Simarro, que había estudiado psiquiatría con Charcot en París, una cierta «intuición psicoanalítica» en sus trabajos de investigación y en las clases que dictaba. Simarro había fundado en 1894 el Laboratorio de Antropología Pedagógica, y había adquirido gran notoriedad por su participación como peri­ to en el «caso Galeote» -u n sacerdote que, en 1886, había asesina­ do a su obispo de tres disparos-, aunque a tenor del contenido de su dictamen sobre la personalidad del homicida no resulta fácil confirmar tal intuición. El diagnóstico que hizo Simarro del cura Cayetano Galeote -secundado por su colega Escuder- le acercan más a las tesis de la antropología criminal, ya que se basaba más bien en las teorías degeneracionistas y somaticistas que, por enton­ ces, se habían impuesto sobre las monomanías.6 Sin embargo, e independientemente del mayor o menor radica­ lismo de las posiciones respectivas, la intervención de los psiquia­ tras en el juicio -tanto los propuestos por la defensa del acusado como por el fiscal-, el informe que el mismo tribunal solicitó a una comisión de médicos forenses cuando ya se había pronunciado la condena a muerte de Galeote, y la opinión final de la Real Aca­ demia de Medicina, significaron en conjunto un rotundo éxito

5 Como señala Manuel Cruz en su artículo «Razón y responsabilidad», incluido en la citada compilación de Álvarez Martínez y Esteban Arnáiz, Crimen y locura, (2004), p. 207, el sustantivo responsabilidad es relativamente reciente, probablemente del siglo xix. Aunque el dictamen de 1835 no lo emplea, el con­ cepto está implícito en su contenido y conclusiones. 6 En «Crimen y locura: el caso Galeote (1886-1887)» (en: Á lvarez M artínez y E steban A rnáiz , op. cit.). En las p. 35 y ss., Ricardo Cam pos hace un excelente resumen de las diversas posiciones que sostenían los alienistas de la época y de los esfuerzos de los psiquiatras para obtener legitimación social y ante los tribunales.

para el saber médico-psiquiátrico: pese a la observación del fiscal acerca de las limitaciones de «la ciencia frenopática» para adoptar «un criterio aceptado por todos para distinguir los caracteres posi­ tivos de la locura», los juristas deberían en el futuro contar con los alienistas a la hora de determinar el grado de responsabilidad de los sujetos criminales.7 La interpretación y aplicación del artículo 8.° del Código Penal de la época, que establecía que «están exentos de responsabilidad el imbécil y el loco, a no ser que hubieran obra­ do en un intervalo de razón», continuaba principalmente en manos de los jueces, pero estos no podrían prescindir de la opi­ nión médica para determinar cuánto de imbécil y de loco era el sujeto al que juzgaban. 2

Es sabido que, en España, los primeros escritos de Freud se iban conociendo al poco tiempo de ser publicados en original, y si bien sus obras completas no serían editadas en castellano hasta 1922, puede decirse que el psicoanálisis tuvo una presencia relevante -y muy polémica-, tanto en el ámbito de las distintas especialidades de la medicina como entre los juristas, desde los primeros años del siglo xx. En el artículo antes citado, Thomas F. Glick reseña las diferentes actitudes adoptadas por los principales neurólogos y psiquiatras de la época, en la que la psicología estaba «bajo el encantamiento de la experimentación y del fisiologismo». Escribe lo siguiente: «La psiquiatría se atiene a criterios organicistas [... ] se basa en criterios morales o vagas normas higiénicas. No hay tra­ dición ni interés por la psicoterapia». Y a esa «actitud previa de falta de expectativas» atribuye el hecho de la falta de interés por la teoría y los resultados de los progresos que llegan de Viena o

7 Pese a la condena a muerte, Galeote no fue ejecutado. Una comisión médi­ ca le declaró loco y murió en el manicomio de Leganés, donde Simarro era direc­ tor. Por otro lado, los informes de la comisión de forenses y de la Real Academia de Medicina se fundaron en descripciones psicologistas y no en las teorías degeneracionistas.

Zúrich. Si bien existían opiniones más matizadas, como las de Ortega y Gasset, o ciertamente escépticas, como las de Nicolás Achúcarro, podían leerse críticas como las de Miguel Gayarre, para quien las teorías de Freud no tenían futuro en España por­ que «a su juicio no hay material adecuado para el psicoanálisis, que es cosa de judíos y consanguíneos, que acumulan neuropa­ tías sexuales hasta estigmas degenerativos».8 O el rechazo sin paliativos de Enrique Fernández Sanz, quien sostenía que «como método terapéutico, el psicoanálisis debe desecharse por ser ya no inútil, sino además perjudicial».9 Hay que señalar que, a pesar de la presunta falta de interés por las teorías y los progresos que se hacían en Viena o Zúrich -y también en Munich, donde ense­ ñaba Emil Krápelin-, que Glick atribuye a la «falta de expec­ tativas» y a la hegemonía del fisiologismo, paulatinamente iba abriéndose paso también en España un pensamiento y una prác­ tica renovadoras, a pesar de la resistencia ofrecida por los secto­ res vinculados a la tradición médica más conservadora. Si bien es cierto que, a inicios de los años treinta, se comenzó a enseñar la psiquiatría como una disciplina independiente, algunos médicos españoles se habían especializado acudiendo a cátedras extranje­ ras, como Manuel Sacristán -discípulo de Krápelin-, director del Manicomio de Mujeres de Ciempozuelos, que habría de desem­ peñar un papel relevante en el juicio de la parricida Aurora Rodríguez Carballeira como perito de la defensa. A la misma generación de psiquiatras abiertos a las nuevas teorías pertene­ cían Ángel Garma, Gonzalo Rodríguez Lafora y Julia Corominas, por mencionar a los más destacados. En 1940, se editó en Buenos Aires el libro Psicoanálisis criminal, del jurista español Luis Jiménez de Asúa, un meritorio intento de aplicar las teorías psicoanalíticas a casos criminales. Jiménez de Asúa, catedrático de Derecho Penal y formado en el pensamiento freudiano, había tenido un destacado papel como abogado y dipu­

8 Citado por Glick, Thomas F. (1981): «La recepción del psicoanálisis en España», en: revista Estudios de Historia Social, p. 30. 9 Glick señala, no obstante, que años después Fernández Sanz matizaría mucho esas críticas.

tado socialista en las Cortes Constituyentes españolas, donde pre­ sidió la comisión parlamentaria que redactó la Constitución repu­ blicana, y participó activamente en las discusiones sobre la ley del divorcio, el aborto o el sufragio femenino.10 Jiménez de Asúa se había interesado tempranamente en la obra de Freud, convencido de los fecundos resultados que podían obtenerse de su aplicación en el derecho en general, y en el derecho penal en particular. No fue el único jurista interesado en vincular su disciplina con la salud mental; Saldaña, Ruiz-Maya y Rodríguez Lafora, entre otros, tam­ bién publicaron en esos años artículos, comentarios y libros en los que abordaban la relación entre crimen y locura. A partir de la publicación en castellano de sus obras completas, la teoría psicoanalítica había obtenido un estatuto de respeto y disfrutado de una creciente influencia intelectual entre médicos de prestigio como Gregorio Marañón -aunque con ciertas reservas-, César Juarros y José Sanchís Banús -estos más decididamente freudianos-, quie­ nes además, junto con Jiménez de Asúa en las Cortes, encabezaron el activismo en pro del reconocimiento de los derechos de la mujer y la «liberación sexual».11 La obra legislativa de la Segunda Repú­ blica en materia de sanidad fue ingente, comenzando por la reno­ vación del Consejo Nacional de Sanidad que habría de redactar la nueva Ley Orgánica de Sanidad. Se creó una Comisión Perma­ nente de Investigaciones Sanitarias y, en noviembre de 1931* el Consejo Superior Psiquiátrico. Gracias al impulso de muchos pro­ fesionales comprometidos con las reformas, en 1932 se fundó el Patronato de Asistencia Social Psiquiátrica, que recogió las expe-

10 El 12 de marzo de 1936, cuatro meses antes de la sublevación franquista, unos pistoleros falangistas intentaron asesinar a Jiménez de Asúa, que sobrevivió, aunque su escolta resultó muerto. Exiliado en Argentina, donde fue catedrático de Derecho Penal y Criminología en la Universidad de Buenos Aires, Jiménez de Asúa renunció a su cátedra en 1966 como protesta por la intervención de la p o­ licía en los claustros en la llamada «Noche de los bastones largos» durante la dictadura del general Onganía. 11 Thomas E Glick, en su artículo «Psicoanálisis, reforma sexual y política en la España de entreguerras» (1981), revista Estudios de Historia Social, p. 10, sos­ tiene que «antes de la vuelta de Ángel Garma de Berlín no había ningún médico español que se declarase freudiano».

riendas desarrolladas desde finales de la década anterior por la Liga de Higiene Mental, incorporando criterios renovadores en la asistencia a los enfermos mentales. Asimismo, hay que tener en cuenta que hasta entonces la psiquiatría ocupaba un lugar muy secundario en los programas de estudios de la carrera de Medicina, por lo que los esfuerzos para proporcionar a la especialidad un estatuto científico se correspondía con las ideas de una generación de profesionales que encontraron en el nuevo régimen el terreno propicio para aplicarlas. La derrota de la República en la Guerra Civil puso fin a aquella experiencia, y durante la dictadura fran­ quista los programas de estudio de la especialidad fueron expurga­ dos, y la práctica de la psiquiatría puesta en los centros públicos y privados bajo el control de los «psiquiatras oficiales» del régimen. En 1938, el psiquiatra y militar Antonio Vallejo Nájera, que era el jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares, le propuso al general Franco crear un Gabinete de Investigaciones Psicológicas cuya fi­ nalidad sería investigar las raíces psicofísicas del marxismo. Recibida la autorización, Vallejo Nájera se aplicó a demostrar «la inferioridad mental de los partidarios de la igualdad social y polí­ tica», y «la perversidad de los regímenes democráticos favorecedores del resentimiento que promocionan a los fracasados sociales con políticas públicas, a diferencia de lo que sucede con los regímenes aristocráticos donde solo triunfan socialmente los mejores». La psiquiatría española de la posguerra estuvo bajo la influencia de este hombre, que en 1950 llegó a presidir el Primer Congreso Internacional de Psiquiatría, celebrado en París. Toda una genera­ ción de psiquiatras, con o sin formación psicoanalítica, debieron exiliarse, como Ángel Garma, Julia Corominas y muchos otros. Hubo casos excepcionales, como el de Carlos Castilla del Pino, que continuó con su trabajo profesional en las durísimas condiciones de la España de la posguerra y contribuyó a la formación de nume­ rosos colegas, y otros que también, en plena época franquista, fundaron las primeras asociaciones psicoanalíticas españolas en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, vinculadas a la Asociación Psicoanalítica Internacional. La siguiente generación -la que pudo hacer estudios complementarios en el extranjero, e incluso participar en diversas experiencias «antipsiquiátricas» en

otros países- fue la que encontró en la transición democrática la ocasión de tomar el testigo de sus antecesores en un contexto polí­ tico, social y cultural más receptivo, y participar en la renovación institucional en defensa de una psiquiatría pública. También, en los comienzos de la etapa democrática posfranquista, el desembarco en España de muchos psicoanalistas oriundos de Latinoamérica, espe­ cialmente de Argentina -el nombre de Óscar Masotta ocupa un sitio relevante entre los pioneros del psicoanálisis lacaniano-, ha contribuido decisivamente al impulso de la enseñanza y la prácti­ ca del psicoanálisis. El permanente interés de Luis Jiménez de Asúa por el psicoaná­ lisis le llevó a participar, en 1950, en la XIII Conferencia de Psico­ analistas de Lengua Francesa. En un anexo del libro Psicoanálisis criminal, el investigador dejó constancia de que «la ponencia de los doctores Cénac y Lacan - “Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología”- es de suma importancia filosófica. Sus autores construyeron una valiosa contribución a los funda­ mentos del psicoanálisis criminal». Muchos juristas en diversos países advirtieron enseguida que la teoría -en especial, la filosofía del derecho- y la práctica jurídica podían verse notablemente enri­ quecidas con la incorporación del psicoanálisis, y ello con inde­ pendencia del mayor o menor rigor con el que fuera interpretada y aplicada la invención freudiana.12 El hecho de que, desde el principio, hayan sido los especialistas en derecho penal y criminología los más decididos partidarios de servirse del psicoanálisis en sus respectivas áreas de trabajo no debería sorprender, en tanto su trabajo se dirige a las denominadas patologías del acto. Tales patologías existieron siempre, pero el renovado interés por ellas de parte de la medicina y la jurispruden­ cia, a las que sumaron la sociología y la criminología, estaba en relación directa con la preocupación del amo moderno por man­ tener el control social.

12 Resultaría imposible de enumerar, y no solo en el campo del derecho, la cantidad y variedad de tergiversaciones y lecturas sesgadas de la obra de Freud, efectuadas desde los más diversos posicionamientos ideológicos.

3 Con su comportamiento a-normal, es decir, al margen de las nor­ mas -sean estas normas leyes de obligado cumplimiento bajo la amenaza de coacción de los dispositivos institucionales, sean usos convencionales cuya transgresión es castigada con el rechazo social y la exclusión-, los locos y los criminales cuestionan el orden social y dejan en evidencia al poder desnudando su falta, mostrando que «hay algo que no funciona». Enviar a los criminales a galeras, a las colonias o al patíbulo son recursos que encuentran límites objeti­ vos: a mediados del siglo xix, la segunda Revolución Industrial impulsa el desplazamiento de grandes masas de población del campo a las ciudades, y la concentración urbana es acompañada por un notable incremento de la criminalidad y de las denominadas conductas desviadas.13 También por una más decidida interven­ ción del Estado en la regulación de los comportamientos indivi­ duales y colectivos, y las políticas destinadas a poner la psicología, la sociología y la criminología al servicio de lo que Michael Foucault definió como la sociedad disciplinaria,14 un modelo que arranca a finales del siglo x v i i i y que desde entonces no ha cesado de perfeccionar sus técnicas y ampliar sus objetivos. Véronique Voruz15 describe muy bien cómo se ha impuesto -en particular en Inglaterra, pero con vocación de extenderse a otros países tradicionalmente menos pragmáticos- la política de la «gobernanza del riesgo», que pone a la criminología al servicio de las prácticas de control de los sujetos resto, simultáneamente con la utilización de la farmacología conjunta o alternativamente con la terapia cognitivo-conductual. El empleo de las teorías cognitivas-conductuales -T C C - ha sido recomendado por el National Institute for Medical Excellence y aconsejado por expertos selec13 T aylor, I., Walton , P. y Y o ung , J. (1990): La nueva criminología. Contri­ bución a una teoría social de la conducta desviada. Buenos Aires: Amorrortu. 14 F oucault , Michel (1995): La verdad y las formas jurídicas. Barcelona: Gedisa, p. 91. Se trata de cinco conferencias dictadas en la Universidad de Río de Janeiro en 1973. 15 V oruz , Véronique (2009): «Psicoanálisis y criminología: estrategias de resistencia», en: Las ciencias inhumanas. Madrid: Gredos.

cionados por el Gobierno británico de cara a la reorganización del sistema de salud mental, porque se trataría de «terapias psicológicas basadas en la evidencia». Se presentan, explica Voruz, «como el mejor medio para reinsertar a los enfermos mentales», y el fin no es la cura­ ción sino obtener un cierto grado de estabilización que les permita hacerse cargo de sí mismos y contribuir al crecimiento del PNB. El concepto de sociedad de riesgo no solo tiene que ver con el aumento de la criminalidad y la mayor presencia de la violencia en la vida cotidiana -especialmente urbana-, sino con la percepción inducida interesadamente con fines de manipulación política, de que existen amenazas reales contra la seguridad de las personas, de los bienes e incluso del conjunto de la sociedad. Es obvio que ese estado de paranoia generalizada en las sociedades occidentales se ha visto potenciado a partir de los atentados que sacudieron al mundo en septiembre de 2001, a los que han seguido otros en diversos lugares, menos espectaculares pero siempre mortíferos, y constantemente incrementada desde entonces. Por lo que se refie­ re al primero de los aspectos señalados, el riesgo al que se ven cons­ treñidos a temer el conjunto de los ciudadanos provendría de aquellos sujetos que, como los locos y los criminales, representan un peligro real por sus acciones transgresoras, o un peligro poten­ cial estimado según las más modernas técnicas predictivas. En el primer caso, los dispositivos institucionales operan penalizando a los sujetos en función de la gravedad de los hechos cometidos (con frecuencia, aislándolos del resto de la sociedad mediante la reclu­ sión); y en cuanto a los que aún no se les pueden imputar delitos pero acerca de los cuales las autoridades ya saben que existe un alto porcentaje de probabilidad de que los cometan, los mismos dispo­ sitivos delegan su tratamiento en los expertos que han de estimar «los factores de riesgo [_] e identificar los puntos de intervención posibles para remediarlos mediante las terapias cognitivo-con­ ductuales: una reeducación determinada. El sujeto es identificado como una máquina mal programada que se trata de reparar para prevenir la perturbación social».16

El discurso capitalista esbozado por Jacques Lacan, y cuya esen­ cia es la circularidad, funciona produciendo un efecto tiovivo: a mayor velocidad de circulación, aquellos sujetos que no disponen de un algún asidero son despedidos, expulsados del sistema, arro­ jados a las tinieblas de la desinserción en todas sus dramáticas modalidades. La exclusión y la precariedad se solapan: parados, jóvenes, adictos, inmigrantes, enfermos mentales, criminales; todos ellos, en mayor o menor grado, desechos de los que, sin embargo, los gobiernos no pueden desentenderse completamente. Hay una presión social para que el Gran Otro de la ley proteja a los buenos ciudadanos, a las personas normales, de los riesgos reales o potenciales que vienen o pueden venir de ese Otro que está fuera, al margen, pero cuya presencia es inquietante. La demanda dirigida a las autoridades choca con la imposibilidad material de garantizar una seguridad completa, y la fantasía orwelliana de una sociedad transparente -versión actualizada del panóptico- opera de modo perverso en una doble dirección: por un lado, el amo no puede reconocer su impotencia, y se ve impelido a prometer soluciones; y por otro, las propuestas se orientan hacia un mayor control social generalizado a toda la población que se traduce en limitaciones y recortes de las libertades civiles al amparo de la forzada elección entre seguridad y libertad. La «gobernanza del riesgo» se sirve de la criminología, convertida en ciencia predictiva, para determinar el nivel de peligrosidad potencial de los sujetos sometidos a exa­ men, y, a expensas de la calificación -riesgo alto, medio o bajo-, adoptar las medidas políticas para proteger a la sociedad. Como lo haTexpresado un profesor de Derecho Penal y Criminología, en lo que se refiere al tratamiento del delito, «es hora de que las togas negras dejen paso a las batas blancas».17 El malestar social ha sido sustituido por la enfermedad social, donde la concepción sanitaria de la penología tiene la palabra.

17 G arcía Pablos , Antonio (2009, junio): «Declaraciones al diario». El País.

2. EL DERECHO, O LA IMPOTENCIA PARA REGULAR EL GOCE

«Q uizás los jueces, los abogados, los profesores de dere­ cho, saben ellos m ás que nadie que no hay justicia. El dere­ cho no es la justicia. Sería m uy peligroso que creyeran en la justicia, eso sería un delirio suyo, creer en la justicia». Jacques-Alain M iller

1

Admitiendo que el derecho surgió para evitar el exterminio recí­ proco mediante la regulación de los lazos sociales, no debe olvidar­ se que su finalidad última -en lo que coinciden todas las escuelas jurídicas- es la de plasmar a través de la ley el ideal de justicia, el cual, como el de la felicidad o la verdad absoluta, integra ese orden utópico-imaginario al que la condición humana legítimamente aspira. No importa que nadie haya podido nunca definir lo que es la justicia sin incurrir en generalizaciones, tautologías o redundan­ cias: para Aristóteles, era «la cualidad moral que obliga a los hom­ bres a practicar cosas justas»; para Platón, la justicia se identificaba con el Bien Absoluto, al que se podía acceder tan solo mediante una experiencia mística; y los juristas romanos decían que la justi­ cia consistía en «dar a cada uno lo suyo». Incluso si se renuncia a la pretensión de definir, la justicia en términos filosóficos en aras del positivismo y el pragmatismo, como hizo Hans Kelsen al carac­ terizarla como «la que se da en aquel orden social bajo cuya pro­ tección puede progresar la búsqueda de la verdad», la abstracción filosófica se resiste a ser expulsada: ¿quién determina en qué con­ siste la verdad? Sin embargo, y a pesar de lo inalcanzable de su objetivo, la persistencia del ideal de justicia resulta imprescindible para afirmar el carácter simbólico de la ley, de la que no basta con sostener que es el vehículo a través del cual el amo habla, se hace

obedecer y pone a los sujetos en fila. Todo sistema jurídico se basa en unos principios éticos, en unos valores y en unos presupuestos morales que, desde el punto de vista teórico, son materia propia de la filosofía del derecho pero que, en la práctica, constituyen el fundamento legitimador del sistema en su conjunto. O dicho de otro modo, la mayor o menor fidelidad con la que esos principios y valores se recojan no solo en la letra de la ley, sino especialmen­ te en su aplicación, será determinante para advertir si se está en presencia de un derecho justo, cuyas normas son acordes con la llamada moralidad positiva -es decir, con la moral dominante en una sociedad y un tiempo determinados, y a cuyos principios ajustan su conducta la mayoría de los miembros del grupo-, o si, por el contrario, la percepción subjetiva imperante en la comu­ nidad sanciona como injusta esa ley. Esta no es una cuestión meramente académica en la medida en que conduce a formularse interrogantes de cuya respuesta pueden derivarse importantes consecuencias: ¿por qué hay que obedecer a la ley?; ¿hay que obe­ decer cualquier ley por el hecho de serlo?; ¿está justificada la desobediencia a una ley injusta? Estos interrogantes adquieren la mayor relevancia en relación con la ley penal, que es el ámbito donde la acción humana se confronta con la culpa, la responsabi­ lidad y el castigo. En 1847, el procurador real de Prusia, Julius von Kirchmann, pronunció en Berlín una conferencia cuyo título -«L a falta de valor de la jurisprudencia como ciencia»-, y especialmente su con­ tenido, convulsionó los ámbitos jurídicos y políticos más allá de las fronteras germanas. En un momento histórico de crisis política y de cierto vacío filosófico, en particular en la filosofía del derecho, cuestionada la Escuela Histórica del Derecho y en retroceso el derecho natural, la tesis de Kirchmann encontró el campo abona­ do en medio del escepticismo y el desprestigio del idealismo, y también muchas reacciones adversas. En síntesis, venía a argumen­ tar que la jurisprudencia, entonces sinónimo de ciencia del dere­ cho, carecía de los requisitos fundamentales para obtener estatuto científico: no se podía denominar ciencia, argumentaba, una disci­ plina que se alimenta de las imperfecciones de su objeto, un obje­ to fragmentario, cambiante y confuso. El dictamen lapidario de

Kirchmann fue que «tres palabras rectificadoras del legislador y bibliotecas enteras se convierten en basura». Hijo de su tiempo, y en consecuencia tributario de los conceptos científicos de la época, el jurista alemán no hacía sino recoger los testimonios que desde el Renacimiento, pasando por Petrarca, Erasmo o Luis Vives, mostraron su aversión hacia la ciencia del derecho incluyendo, como señala Legaz y Lacambra en su Filosofía del Derecho,1 las iro­ nías y las burlas acerca de los juristas, desde Rabelais y Montaigne hasta el escepticismo de Pascal, hacia la justicia humana. Cuando Kirchmann dictó su conferencia, estaba en pleno auge ese «espíri­ tu científico» caracterizado por la fe en las ilimitadas posibilidades del conocimiento: una ciencia que descubre, con éxito irrefutable, las eternas e inmutables verdades encerradas en la naturaleza. Sin embargo, Kirchmann iba más allá de la crítica del derecho como carente de valor científico; proponía politizar la jurisprudencia limitando al mínimo las leyes positivas supremas, para que la solu­ ción de las cuestiones derivadas, menores, quedaran en manos del pueblo que, haciendo oír su voz, realizara el derecho en su forma pura y auténtica. Independientemente del candor que hoy se pueda atribuir a semejante propuesta, es imposible desvincularla de la situación política y social que entonces prevalecía en los esta­ dos germanos -que muy poco tiempo después se constituirían en un Estado unificado-, de efervescencia del patriotismo liberal y de aspiraciones reformadoras mezcladas con el Volksgeist hegeliano (un concepto peligroso que el nacionalsocialismo llevó hasta sus últimas consecuencias: el ideólogo nazi Alfred Rosenberg afirmó que «derecho es aquello que el hombre ario considera justo»). Más radicales aún que Kirchmann, en la primera mitad del siglo XX los suecos de la Escuela de Upsala llegaron a profesar una especie de nihilismo jurídico que no solo negaba cientificidad a la jurisprudencia, sino que cuestionaba la existencia misma del de­ recho. La pretendida ciencia del derecho, según Andrea Wilhem Lundstedt, no era más que irrealidad y superstición, una construc­ ción ficticia que confundía causa y efecto y que pretendía otorgar

1 L egaz y Lacambra, Luis (1978): Filosofía del Derecho. Barcelona: Bosch, p. 220.

racionalidad a aquello que es esencialmente irracional: la concien­ cia jurídica. La naturaleza presuntamente racional del hombre no era, para Lundstedt, más que una fase avanzada de la evolución, y todo lo que la conciencia jurídica se representa acerca de la justicia y la equidad no es el fundamento de las leyes, sino al revés: las leyes son las que crean esa conciencia jurídica. Si el «mecanismo jurídi­ co», como lo denominaba Lundstedt, dejara de funcionar, la con­ ciencia se derrumbaría y los hombres caerían en la pura y simple lucha egoísta e insolidaria, en contra del bien común, por lo que los juristas deberían limitarse a elaborar lo que él definía como una «construcción jurídica» orientada a beneficiar a la sociedad par­ tiendo de la realidad física y psíquica de los miembros de una comunidad dada, y a interpretar las leyes de modo que sirvieran para alcanzar sus aspiraciones y los medios para alcanzarlos. Otros representantes de la Escuela de Upsala, como Alf Ross y Cari Olivecrona, aunque manteniendo opiniones más templadas, coin­ cidían sin embargo en el rechazo del normativismo y en asignar a la jurisprudencia una función esencialmente práctica, dirigida al conocimiento de los hechos; en lugar de sesudas elucubraciones filosófico-jurídicas tendentes a legitimar el carácter científico de la jurisprudencia y a reivindicar su lugar entre las demás ciencias, estos juristas, siguiendo la estela del realismo jurídico y del prag­ matismo filosófico norteamericano de finales del siglo XIX, consi­ deraban al derecho un instrumento destinado a resolver conflictos como antes lo había hecho en sus orígenes la cultura grecolatina, de la que emergieron los principios fundamentales del pensamien­ to jurídico occidental.2 La expresión jurisprudencia como sinónimo de ciencia del de­ recho o dogmática jurídica había entrado en desuso, cuando la rescató a partir de la mitad del siglo pasado el filósofo y jurista Norberto Bobbio, para diferenciarla de la teoría general del dere­

2 Coexisten muchas otras teorías acerca de la esencia del derecho. Para Niklas Luhman, por ejemplo, siguiendo la huella de Habermas y su teoría de la acción comunicativa, «las unidades básicas de un sistema jurídico no son ni las normas, ni los actores o las organizaciones [...] sino que son los procesos comunicativos: el derecho es un sistema de comunicaciones».

cho. Mientras que la primera tendría como objeto el estudio de los contenidos específicos del ordenamiento jurídico, la teoría general del derecho se dedicaría al estudio de la estructura de ese ordena­ miento: es una disciplina formal, sin dejar de ser un estudio cientí­ fico o, lo que es lo mismo, una teoría del derecho positivo válida para un sistema determinado. La esencia de esta diferencia reside en que la experiencia jurídica se presenta como un conjunto de reglas de comportamiento, y que tales comportamientos están regulados. «La investigación sobre los comportamientos -escribe Bobbio- no puede dejar de remitir continuamente al estudio de la regla en la que están colocados y que ese estudio es [...] un aspecto del conjunto del trabajo del jurista. Pero se entiende también que la investigación sobre la regla, dentro de la que se comprenden los comportamientos concretos, es algo esencialmente distinto del estu­ dio de los propios comportamientos comprendidos en la regla».3 Como ha escrito el mismo Bobbio, la jurisprudencia nunca ha podido reconocerse a sí misma plenamente en la definición de «ciencia» que ha sido formulada por las diversas teorías, y aunque rechaza la objeción de Kirchmann, asume las dificultades que pre­ senta el hecho de que la jurisprudencia trata con hechos de la experiencia social, y que «todos los elementos constitutivos de una definición general de la regla jurídica son empíricos». Un pensador tan inteligente y sutil como Norberto Bobbio no podía ignorar -y no lo hizo- que los argumentos para cuestionar el carácter cien­ tífico del derecho no son irrelevantes, y que, de hecho, mantienen su vigencia. El recurso dialéctico del que se sirve para sortear esta dificultad y, así, elevar el derecho a la dignidad (supuesta) de la ciencia, consiste en apelar a un equivalente de las tesis falsables de Popper, esto es, a citar en su auxilio a los metodólogos que sostie­ nen que las proposiciones científicas no son incondicionalmente verdaderas, en el sentido de que reproduzcan una propuesta, sino que «el acento ha pasado de la verdad al rigor [... ] la cientificidad de un discurso no consiste en la verdad, es decir en la correspon­ dencia de la enunciación con una realidad objetiva, sino en el rigor 3

B obbio , Norberto (1990): Contribución a la Teoría del Derecho. Madrid:

Debate, p. 77.

de su lenguaje [...] en la coherencia de un enunciado con todos los demás enunciados que forman un sistema con aquel».4

2 Aun admitiendo provisionalmente que el derecho es una ciencia -en realidad, no se trata aquí de terciar en esa polémica ni de juzgar sobre las razones que puedan alegarse en uno u otro senti­ do-, la cuestión de fondo es bien distinta y se refiere a la naturale­ za y al contenido mismo del derecho, a su materialización en lo que llamamos la ley, a la mayor o menor eficacia con la que sirve al objetivo declarado de plasmar la justicia, y a la posición del sujeto como resultante de la intersección del discurso jurídico con el dis­ curso psicoanalítico. Las reglas de comportamiento -las normas-, cuyo estudio ha dado lugar a una especialidad que es la lógica deóntica, se sirve de un lenguaje propio que constituye la lengua del legislador y cuyo contenido debe ser interpretado por los jue­ ces encargados de aplicar la ley. Aunque la lógica jurídica se esfuer­ za por proporcionar reglas cuya coherencia garantice la coherencia estructural del conjunto del sistema, sus principales impulsores reconocen -y lamentan- que la llamada ciencia jurídica no haya avanzado en la utilización de las herramientas conceptuales de las que se sirven matemáticos y físicos para fundamentar sus respecti­ vas disciplinas. Siguiendo la estela de Georg von Wrigth, los ar­ gentinos Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin5 emprendieron, a partir de 1960, la tarea de aplicar la lógica deóntica al estudio no solo de las normas, que son prescriptivas, sino también de las pro­ posiciones normativas, que son descriptivas, mediante la aplica­ ción de cálculos formales que permitían explicar racionalmente el proceso de sistematización del derecho eliminando las contradic­ ciones, asegurando su coherencia interna, la completud y la inde­ pendencia. Hay que señalar que una -si no la principal- causa de 4 B obbio , op. cit., p. 180. 5 A lchourrón , Carlos y B ulygin , Eugenio (1991): Análisis lógico y Derecho.

Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.

desvelo de los juristas es la pretendida plenitud hermética del dere­ cho, es decir, que no existan las llamadas lagunas normativas, y que, si existen hechos o situaciones no regulados por el legislador, ello se deba a una decisión consciente de este. Se trata de una polé­ mica que atraviesa el discurso jurídico y que es abordada median­ te diversas estrategias según las tendencias, pero que siempre acaba en lo que Norberto Bobbio define como «la parte crítica común e indispensable a toda ciencia [...] el análisis del lenguaje, en espe­ cial aquella parte del mismo que atañe específicamente a la ley, y que es el lenguaje del legislador». Bobbio coincide con los lógicos en que el derecho no es una ciencia experimental, susceptible de verificar comportamientos empíricamente constatados del univer­ so de la física o de la naturaleza, sino que se trata de regular com­ portamientos futuros de sujetos; además, disiente al rechazar que la jurisprudencia pueda ser equiparable a una ciencia formal como las matemáticas o la lógica, ya que aquella tiene como objeto «un contenido determinado de un determinado discurso, el del legisla­ dor o de las leyes», y no la forma de cualquier posible discurso.6 La tal plenitud hermética del derecho no es sino una construc­ ción imaginaria propia de los hacedores de leyes, que, poseídos por el horror vacui, pretenden encerrar en la letra de la ley todas las alternativas e hipótesis imaginables relativas a los comportamien­ tos de los sujetos en sociedad y a las consecuencias jurídicas que habrían de generar aquellos. Es inevitable vincular esta actitud característica de los codificadores -y también, como se verá, de otros sujetos que operan en las instituciones- con la neurosis obse­ siva, e igualmente inevitable es señalar la estrecha relación existente entre la exigencia de completud del orden normativo, como con­ trapartida especular a la évidencia de la división subjetiva: así, la Verleugnung funciona como barrera protectora contra la duda, la inseguridad y la incerteza que amenazan aquello que el discurso jurídico se atribuye como proveedor de sentido y garante del orden social. Sin embargo, el lenguaje del legislador adolece de falta de rigor, es necesariamente incompleto, y la multiplicación y solapa-

m> ;nto de reglas -en muchas ocasiones, contradictorias entre sírequieren la intervención posterior, cuando hay que aplicar las normas, de una tarea de interpretación dirigida a tapar la falta ori­ ginal de aquello que ha de devenir como la palabra de la ley.7 La labor de los intérpretes -otros legisladores, los jueces al tiempo de aplicar la ley-, tal y como la define Norberto Bobbio, comienza por algo que este autor percibe que está «más allá del lenguaje» y que se trata «del espíritu, voluntad, pensamiento, intención del legisla­ dor», y agrega que «lo que yo llamo voluntad, pensamiento, espíri­ tu, intención, es aferrable solo en el momento en que se expresa en palabras o en todo caso en signos, es decir cuando comienza su vida en el mundo de la comunicación intersubjetiva». E insiste: «Por interpretación de la intención [... ] se debe entender el uso de todos aquellos medios para establecer el significado de una palabra o grupo de palabras usadas: pero todos estos medios, recuérdese, son lingüísticos».8 ¿Comunicación intersubjetiva? ¿Interpretación de la intención? Los textos dicen lo que dicen, y no deben ser inter­ pretados ni glosados, sostenía la escuela de la exégesis, y el comenta­ rio que hizo Napoleón Bonaparte al respecto es suficientemente ilustrativo: «Se han cargado mi código», dijo, refiriéndose a los comentaristas. Sin embargo, y con ciertas licencias, a la letra de los textos también podría aplicarse el célebre apotegma lacaniano: «(lo) que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se oye...». Resultaría difícil hallar un mejor ejemplo para ilustrar los efec­ tos de esa hiancia9 en el discurso jurídico, que solo podría ser sutu­ rada desde y por el discurso psicoanalítico, y es conmovedor el 7 De ahí que cada ley deba ser complementada con un reglamento, que pres­ cribe el modo de aplicarla, y modificada la misma ley periódicamente en un (vano) intento de aprehender lo real. 8 B obbio , op. cit., p. 188. 9 Aunque no lo recoge el Diccionario de la Real Academia Española y tampoco el María Moliner, «hiancia» se trata de un barbarismo derivado de hiato emplea­ do para traducir la expresión francesa béattce, que significa abertura, separación, oquedad. Lacan lo utiliza abundantamente en su obra. La hiancia se refiere al espa­ cio existente entre dos significantes y que la teoría lacaniana postula como el espa­ cio que da lugar a la emergencia del sujeto del inconsciente. En este sentido, el inconsciente mismo puede ser considerado como una hiancia en la autoconciencia de sí, una falla, oquedad o agujero en la conciencia. Por otra parte el concepto de

esfuerzo intelectual de Bobbio cuando parece percibir que no hay metalenguaje, al insistir en que la intención o el pensamiento del legislador solamente produce efectos cuando se plasma en pala­ bras «o en todo caso en signos»; y no obstante se contradice fla­ grantemente con respecto a su anterior convicción de que ese «algo» que cita -espíritu, voluntad, pensamiento, intención- «está más allá del lenguaje». Intuye que no todo se puede decir, que no todo encuentra cabida en la lengua, y pese a ello mantiene la espe­ ranza: «Lo que importa establecer es que el lenguaje del legislador es, en este sentido específico de falta de plenitud, incompleto, y que, como cualquier lenguaje que se va haciendo cada vez más riguro­ so, pueda ser completado», escribe.10 A finales del siglo xvm, Jeremy Bentham irrumpió en la filoso­ fía jurídica y en la teoría del lenguaje intentando conciliar los con­ ceptos de claridad, verdad y certeza, desde la óptica del utilitarismo y con vistas a su aplicación tanto en el ámbito de la justicia como de la propia lingüística.11 Inspirado en las tesis iluministas de Hume y Locke, en un contexto histórico fuertemente influenciado por las ideas de la Revolución Francesa, y en medio de una crisis de la eco­ nomía mercantilista, la doctrina utilitarista se fundó en el axioma: «La mayor felicidad para el mayor número». Asociado al positivis­ mo, el utilitarismo se impuso como único criterio de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, de los juicios morales y de las opciones jurídico-políticas durante la modernidad, frente a quie­ nes lo combatían desde una óptica claramente kantiana, como hizo John Rawls en su ya clásica Teoría de la justicia, donde plan­ tea cuál debería ser el modelo justo de sociedad. Sin embargo, y

hiancia remite a la teoría lacaniana sobre la causalidad psíquica, al hecho, regis­ trado por la experiencia de la cura, de que entre un efecto y su causa no existe una relación de continuidad y determinación absoluta, sino un espacio de indetermi­ nación. La hiancia juega aquí un papel decisivo en la consideración de la estruc­ tura subjetiva, puesto que dicha indeterminación tiene consecuencias, no solo clí­ nicas, sino fundamentalmente éticas, en la medida en que para Lacan la acción inconsciente no exime al sujeto del deber de asumir la responsabilidad de su acción. (Nota redactada por Gustavo Dessal). 10 Ibíd., p. 189. 11 B entham , Jeremy (2005): Teoría de las ficciones. Madrid: Marcial Pons.

pese a las críticas que puedan dirigirse tanto a sus excesos como a sus carencias, ¿la concepción utilitarista no refleja con mayor fide­ lidad la condición humana real que el idealismo kantiano? Los filósofos argentinos del derecho de la escuela de la Teoría Crítica, dirigida por Enrique Mari, y estudiosos del pensamiento benthamiano, rescataron, en la década de los años setenta del siglo pasa­ do, la importancia de sus teorías no solo en relación con el orden jurídico, sino también en cuanto puede extenderse a la política y su relación con el psicoanálisis.12 En su primera versión de la teoría de las ficciones -«U na ficción es una falsedad arbitraria emitida por un juez para dar a la injusticia el color de la justicia»-, Bentham obvia las diferencias entre los errores producidos por simple igno­ rancia, las ficciones legales necesarias para resolver situaciones de hecho y las falsedades intencionadas con fines prevaricadoras; el radicalismo de esa posición original puede explicarse por las mismas razones políticas que impulsaban a Bentham a enfrentar­ se con el jurista inglés más importante de la época, William Blackstone. Sin embargo, la evolución del pensamiento benthamiano ha de llevarle a una articulación mucho más fina de su teo­ ría del lenguaje con las ficciones; estas ya no son rechazadas de plano, sino que se reconocen como necesarias para el funciona­ miento del conjunto del sistema, y esta aceptación se deriva de la existencia de «nombres de entidades reales y de nombres de enti­ dades ficticias»,13 designando los primeros objetos reales median­ te conceptos simples, y los segundos designando indirectamente a Iq.s primeros, clasificándose como términos ficticios de primero, segundo y tercer grado. No son las ficciones lo que ahora denuncia Bentham, sino su mal uso, asumiendo que ningún lenguaje puede prescindir de ellas; el uso incorrecto se produce cuando se toma el nombre de «entidades ficticias» por «entidades reales». «No es indispensable [... ] la necesidad que pueda haber en establecer una ficción: basta el hecho de que esta sea real y universalmente estable-

12 M a r í , Enrique (1987): «La teoría de las ficciones en Jeremy Bentham», en: Derecho y psicoanálisis. Teoría de las ficciones y función dogmática. Buenos Aires: Hachette, pp. 16-56. 13 Ibíd., p. 39.

cida y que esté tan firmemente injertada en cada lenguaje que es ahora imposible continuar el discurso sin ella», escribe. Fue santo Tomás, siguiendo a san Agustín, quien empleó la expresión fictio figura veritatis -la ficción es una figura de la ver­ dad-, y los canonistas, en su búsqueda de la palabra verdadera, los primeros en reconocer la utilidad de las ficciones y su carácter ins­ trumental, al tiempo que fundaron un método para alcanzar su objetivo: las notas y comentarios marginales, la glosa, como crea­ doras del derecho. La escolástica perfecciona el procedimiento en el que la lectio, la expositio y la sententia, junto con el examen de las quaestiones mediante la disputatio, garantizaban unas rectas conclu­ siones para dilucidar intrincados problemas filosóficos, teológicos y jurídicos. El axioma fictio figura veritatis revela que los doctores de la Iglesia sabían que, para que la palabra fuera aceptada como ver­ dadera, y por lo tanto inducir a la creencia y a la obediencia, debía ir acompañada de un efecto simbólico que complementase las insuficiencias del lenguaje: la palabra que dice la ley debe ser vero símil, similar a la verdad. Percibieron mejor que el utilitarismo el hecho de que las ficciones son algo más que instrumentos nece­ sarios para el funcionamiento de las instituciones y del poder. Son imprescindibles para los sujetos en su cotidianeidad porque -Lacan dixit- el hombre solo encuentra placer en las ficciones. La pretensión de encajar el derecho en la lengua -y de hacer sinónimos verdad y coherencia—ha sido siempre un desafío para los juristas. El fundador de la Sociedad Kantiana, Hans Vahinger, formuló hacia 1920 una teoría que combinaba idealismo y positi­ vismo denominada «ficcionalismo», también conocida como «teo­ ría del como si», un intento de combinar el idealismo con el posi­ tivismo, diferenciando las hipótesis de las ficciones que, según Vahinger, eran frecuentemente confundidas. Mientras que las hi­ pótesis estaban «dirigidas a la realidad en forma directa, con la esperanza de que la propuesta coincida con la percepción», las ficciones son construcciones arbitrarias sin reclamo de realidad, «invenciones que no pretenden afirmar un hecho real, sino un medio a través del cual la realidad puede ser abordada y asida».14

Resulta evidente que el derecho no podría funcionar como encar­ nación del discurso del amo sin las ficciones y las presunciones, apli­ cables tanto a las normas superiores como a las inferiores que se derivan de aquellas, atravesando la denominada pirámide jerárquica en cuya cúspide está la ley suprema del Estado, llámese Constitución o Ley Fundamental. En estos tiempos de hegemonía planetaria del discurso capitalista, la encarnación estatal del amo puede revestir formas democráticas, autoritarias o abiertamente totalitarias: de lo que se trata es de que la cosa funcione.15 Pierre Legendre sostiene que el derecho no es la palabra de un sujeto16 sino una avalancha de textos con los que se rellenan las estructuras jurídico-institucionales, produciendo un efecto de ficción: el como si las instituciones habla­ ran. El derecho devendría así un «texto sin sujeto» en un doble aspecto. De una parte, parece como si detrás de las instituciones no hubiera nadie, que son los mismos códigos los que tienen vida, aun­ que al tiempo de ser aplicada, la ley se encarna en el ius dicere, el que está investido del poder de decir el derecho; y de otra parte, ese texto se dirige a todos y a ninguno, pretende tener validez universal y, sin embargo, al aplicarse al caso concreto se singulariza: es entonces cuando, como en el psicoanálisis, opera uno por uno. De las arbitrariedades legales podría deducirse que el ordena­ miento jurídico es un orden(a)miento, un orden que miente, y en cuyo texto esa (a) sustraída y entendida como falta representaría aquello que está ausente: la justicia, no ya como mera abstracción, sino como plasmación de la ley. La justicia, como la verdad, no puede ser dicha toda -si es que algo se puede decir-, y la afirma­ ción de Lacan de que la verdad tiene estructura de ficción alcanza su auténtica dimensión cuando se relaciona con la verdad profun­ da que encierra el mito, una vez separada de las adherencias que lo adornan, invenciones de los sujetos para poder soportar aquello que de insoportable trae la verdad. Porque el discurso jurídico vigente en un espacio determinado tiene vocación de univer­

15 Aunque para los sujetos no es en absoluto indiferente vivir en un régimen democrático o en uno que no lo es. Tampoco para la práctica del psicoanálisis. 16 Citado por K ozicki, Enrique (1982): El discurso jurídico. Perspectivas psicoanalíticas y otros abordajes epistemológicos. Buenos Aires: Hachette, p. 24.

salidad, le es presentado a aquellos a quienes ha de aplicarse con el enunciado: «Todos iguales ante la ley», o «La ley es igual para todos», axiomas que encuentran en el normativismo liberal y democrático de Hans Kelsen su fundamento teórico, y que JacquesAlain Miller ha señalado17 por oposición al decisionismo de Cari Schmitt, que exalta precisamente al que no es para todos, al menos uno que hace excepción, y que dio sustento jurídico al nacionalso­ cialismo.1Y es que, en efecto, aunque la ley sea la misma, es en su aplicación donde residen las diferencias. La constatación de que mediante sutilezas de procedimiento y de interpretaciones diferen­ tes, los tribunales adoptan decisiones distintas -y a veces contradic­ torias entre sí- para juzgar situaciones aparentemente similares, pone en entredicho la eficacia de las instituciones destinadas a administrar justicia, así como la ecuanimidad que se le supone al juez. La gente acude a los tribunales en busca de justicia, y con lo que se encuentran es con la ley. ¿Y qué dice la ley? La ley dice lo que los jueces dicen que dice la ley: a esa percepción que tiene el común de la gente se le llama justicia subjetiva.

3 Interrogarse acerca de por qué los sujetos obedecen a la autoridad conduce a preguntarse por el modo en el que las instituciones se inscriben en la subjetividad, más allá de aquello que Étienne de la Boétie denominara, en el siglo xvi, «la servidumbre voluntaria». En 1933, Sigmund Freud, respondiendo al requerimiento formulado por Albert Einstein, escribió que «una comunidad humana se man­ tiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los lazos afectivos, técnicamente llamados identificaciones, que ligan a sus miembros».18 Muchos años antes, en 1909, el mismo Freud había percibido que «la credulidad en el amor constituyó [... 1 una

17 M i l l e r , Jacques-Alain (2002): De la naturaleza de los semblantes. Buenos Aires: Paidós, p. 60. 18 F r e u d , Sigmund (1997): ¿Por qué la guerra? Buenos Aires: Amorrortu, p.

fuente importante, si no la primitiva, de la autoridad».19 La ley debe ser percibida como una manifestación de amor de la que el amo-dispensador espera reciprocidad: ese amo que, además de ser obedecido, desea ser amado -es decir, reconocido- por los sujetos que se enlazan entre sí, un mecanismo combinado de identifica­ ciones vertical e identificación horizontal que Freud describió en 1920, anticipándose a los grandes movimientos totalitarios de masas.20 El amo moderno ha heredado del antiguo un saber: el saber acerca de la eficacia del orden simbólico y de su funcionali­ dad social, tendente a reforzar las identificaciones para evitar tener que recurrir a la violencia como medio para mantener unida a la comunidad a través de aquello que Walter Benjamín definió como «violencia conservadora».21 Cinco siglos antes, Nicolás Maquiavelo había advertido en El Príncipe que la naturaleza voluble del pueblo permite convencerle de una cosa, pero que la misma volubilidad hace difícil mante­ nerle convencido, por lo que recomendaba organizarse para que, cuando el pueblo ya no crea, se le pueda obligar a creer a la fuerza. No obstante, el florentino percibió -varios decenios antes que La Boétie, de quien bien podría considerarse la antítesis- que solo es duradero el dominio que se sostiene sobre la voluntad de los dominados. Y es que el derecho es, esencialmente, fuerza, aunque el monopolio de su ejercicio por el poder -monopolio al menos teórico, uno de los requisitos para constituir un Estado moderno, según Max Weber- esté reglado y limitado. Siguiendo a Bobbio, el uso de la fuerza coactiva por el Estado puede asumir cuatro for­ mas: a) el poder de constreñir a la fuerza a quienes no hacen lo que deberían hacer; b) el poder de impedir, por la fuerza, a quienes hacen lo que no deberían hacer; c) el poder de sustituir con la fuer­ za a quienes no han hecho lo que deberían hacer; y d) el poder de

19 F r e u d , Sigmund (2008): Tres ensayos sobre una teoría sexual. Buenos Aires: Amorrortu, p. 137. 20 F r e u d , Sigmund (1999a): Psicología de las masas y análisis del yo. Buenos Aires: Amorrortu. 21 B en jam ín , Walter (1995): Para una crítica de la violencia. Buenos Aires: Leviatán, p. 47.

castigar con la fuerza a quienes han hecho lo que no deberían hacer.22 Si antes de recurrir a la fuerza el amo aspira a ser voluntaria­ mente obedecido, ¿de dónde habría de emerger esa voluntad, tanto para obedecer como para no hacerlo, sino de la elección del propio sujeto? ¿Y cómo evitar, si es que se puede, retornar una y otra vez al discurso del amo cada vez que se somete a norma? A diferencia de las ciencias duras, en las llamadas humanas o sociales, y más recientemente conjeturales, tanto los investigadores como el objeto de su trabajo son sujetos, lo que permitiría abrigar la esperanza de que la subjetividad no quedara excluida.23 Lacan denunció que, detrás de la pretendida asepsia científica, se oculta la ideología de la supresión del sujeto que, cabalgando a lomos de las tecnociencias, avanza sobre el campo del goce. Curiosamente, a pesar de ignorar la existencia del inconsciente, el derecho da cuen­ ta -sin saberlo y sin llamarlo por su nombre- de la presencia del goce. En el derecho romano antiguo, la Ley de las XII Tablas auto­ rizaba a los acreedores de un deudor insolvente o rebelde a matarlo, así como a repartirse los fragmentos de su cuerpo en proporción a sus respectivos créditos; hasta mediados del siglo xix, incluso en la civilizada Europa, los reos eran ejecutados públicamente, para regocijo del público y de los propios verdugos. Ya Freud había advertido que, cuando un individuo había cometido una transgre­ sión, el castigo impuesto no se dirigía tan solo a impedir compor­ tamientos similares, sino también a expiar los impulsos asesinos de los demás miembros de la comunidad, bajo el amparo de la ley: la muerte impuesta por la colectividad se revistió entonces de justi­ cia, es decir, de venganza legal. Al comienzo de su seminario El reverso del psicoanálisis, dice Jacques Lacan: «Puesto que este año se trata de tomar al psicoaná­ 22 Bobbio, op. cit., p. 331. 23 Al inicio de la informatización, ciertos juristas programaron ordenado­ res proveyéndolos de datos sobre casos-tipo, a fin de anticipar el contenido de las sentencias, prescindiendo de la intervención humana. También los juristas formalistas han intentado desarrollar una lógica jurídica que culmine en una axiomatización de la ciencia del derecho, un proyecto de desubjetivación con el argumento de «acercar el derecho a la neutralidad de la ciencia»,

lisis del revés y, precisamente, darle su estatuto, el sentido del tér­ mino que suele llamarse jurídico. Esto, en todo caso, siempre ha tenido relación, y en el mayor grado, con la estructura del discur­ so. Si no es así, si no es en el derecho donde se palpa de qué modo el discurso estructura lo real, ¿dónde va a ser?»24 Esta es una afir­ mación y al mismo tiempo un interrogante provocador, por otra parte muy del estilo de Lacan: ¿el derecho estructura el mundo real en su discurso? Digamos que lo intenta, y naturalmente fracasa, en la medida en que lo real carece de ley, no tiene orden. Porque una cosa es la realidad - a la que Lacan parece referirse en este texto- y muy otra lo real de cada sujeto. Los juristas latinos lo sabían cuan­ do enunciaron el axioma necessitatis legem non habet (la necesidad no tiene ley). También en las primeras páginas de Aún había aludido Lacan al derecho, relacionando el derecho con el goce a través del ejem­ plo del concepto jurídico de usufructo. «El usufructo -dice- reúne en una palabra lo que ya evoqué en mi seminario sobre la ética, es decir la diferencia que hay entre lo útil y el goce [...]. El usufructo quiere decir que se puede gozar de sus medios pero que no hay que despilfarrarlos. Cuando uno tiene el usufructo de una herencia se puede gozar de ella a condición de no usarla demasiado. Allí resi­ de la esencia del derecho: repartir, distribuir, retribuir, lo que toca al goce.25 En este poner límites, con el fin de evitar que una invasión de goce sumerja a la sociedad en el caos -porque el horror que tiene el derecho al vacío expresa el miedo del amo a perder el con­ trol-, también se aprecia -de forma oculta para la mayoría- la razón por la cual el ideal de justicia es inalcanzable: porque no se puede garantizar un goce igual para todos. A cambio, como ya advirtió Freud al estudiar la psicología de las masas, el sujeto tiene que renunciar a su parte de goce para que los demás renuncien igualmente. Aquí es donde puede verse, en todo su alcance, el peso del orden simbólico, su importancia como regulador de las conductas; 24 L a c a n , Jacques (1991): El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós,p. 16. 25 L a c a n , Jacques (1989a): Aún. Buenos Aires: Paidós, p. 11.

un orden que, como señala Lacan,26 «es más que una ley, es tam­ bién una acumulación, y además numerada. Es un ordenamiento». Y todo ordenamiento, para que cumpla su función -que no es otra que ordenar la vida de los sujetos a él sometidos-, requiere de unos rituales revestidos de una envoltura formal destinada a hacer creer que por su boca habla la palabra verdadera, un esfuerzo tanto mayor en cuanto que los legisladores son perfectamente conscien­ tes de que autorictas non veritas facet legem: es la autoridad, no la verdad, la que dicta la ley. E independientemente del reconoci­ miento teórico del principio de separación de los poderes del Estado, lo cierto es que, en mayor o menor medida según los paí­ ses, la justicia es tributaria de la política.27 Más tributaria cuanto más altas son las instancias decisorias. Y dado que lo real hace obstáculo a la simbolización, el signifi­ cante amo ha de esforzarse para promover las identificaciones, destacar las diferencias, homogeneizar y «repartir, distribuir, retri­ buir lo que toca al goce». La instauración de un superyó que encar­ ne el principio de autoridad para cada miembro de la comunidad depende del grado de eficacia de esa tarea, que consiste en hacer creer. Su fracaso abre la válvula de la violencia conservadora. El psicoanálisis es la página ausente en el discurso jurídico, aunque en ocasiones parece que el inconsciente emerge en la letra impresa: «Ese soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje», en palabras de Lacan. El axioma res iudicata pro veritate habetur -la cosa juzgada se tiene por verdad-, además de una presunción tendente a evitar la prolongación indefinida de los pleitos, ¿no es un reconocimiento implícito de que, aquí también, la verdad tiene estructura de ficción? ¿Y no es acaso significativo que la parte resolutiva de las sentencias judiciales se denomine fallo?

26 L a c a n , Jacques (2008): De un Otro al otro. Buenos Aires: Paidós, p. 269. 27 En el caso español, basta con observar el descaro con el que las diferen­ tes fuerzas políticas pugnan por colocar a jueces y m agistrados ideológicamen­ te afines en los m áxim os órganos judiciales del Estado, e incluso ^n tribunales inferiores.

4 «Fiat iustitia et pereat m undi».

Un paradigma muy ilustrativo del carácter tributario que tiene la justicia con respecto al poder político, encarnado en la versión ins­ titucional del discurso del amo, lo constituyen los tres procesos penales a los que ha sido sometido el juez Baltasar Garzón por el Tribunal Supremo de España a partir del año 2010, y que han cul­ minado a comienzos de 2012 con una condena que lo expulsa de la carrera judicial. Titular durante más de veinte años de uno de los Juzgados de Instrucción de la Audiencia Nacional -u n tribunal que tiene atribuciones para instruir y juzgar casos de especial trascen­ dencia penal, entre otros asuntos-, Garzón alcanzó notoriedad internacional como iniciador del encauzamiento del exdictador Augusto Pinochet, así como de otros imputados de diferentes países acusados de crímenes contra la humanidad, los derechos humanos, genocidio, torturas y desapariciones forzadas. Paralelamente a estas actuaciones de trascendencia internacional, el juez contribuyó muy eficazmente a la derrota del terrorismo de ETA, e investigó y envió a la cárcel a quienes consideró responsables de las acciones antiterroristas organizadas desde el aparato del Estado durante los gobiernos socialistas, poco después de que él mismo viera frustra­ das sus ambiciones políticas en su breve paso por las filas del PSOE como candidato independiente. De personalidad polémica y con­ trovertida, capaz de suscitar las más incondicionales adhesiones y los rencores más fervientes, Garzón se situó en el ojo del huracán del que se servirían sus muchos enemigos a diestra y siniestra para destruirlo profesionalmente, en el momento en que atravesó las líneas rojas políticas e ideológicas marcadas por un Partido Popular gravemente comprometido con la corrupción y cerrado a cualquier intento de revisión del pasado dictatorial franquista, y ante un Tribunal Supremo bien dispuesto a servirle en bandeja la cabeza del juez. Las tres querellas criminales contra Garzón fueron iniciadas por particulares, sin que los fiscales se sumaran a las mismas al considerar que las actuaciones del juez no incurrían en ningún

tipo penal, por lo que ni siquiera deberían haber sido admitidas. La primera querella, impulsada por un sedicente sindicato llamado Manos Limpias -un grupúsculo fascista nostálgico de la dictadu ra-, le acusaba de prevaricación por haberse declarado competente para investigar los crímenes del franquismo, considerados por el juez como parte de un plan sistemático de exterminio de la oposi­ ción. La segunda, también por prevaricación, la inició un exfiscal y enemigo jurado de Garzón, en representación de los implicados en la trama Gürtel, una red de corrupción vinculada a numerosos cargos políticos del Partido Popular, que Garzón había investigado y desarticulado en el año 2009, por haber ordenado la intervención de las comunicaciones de los detenidos con sus abogados. Y final­ mente, se admitió otra querella por presunta prevaricación, estafa y cohecho, delitos en los que el juez habría incurrido aprovechán­ dose de unos cursos académicos en los que participó invitado por la Universidad de Nueva York entre los años 2005 y 2006, un asunto que fue finalmente archivado por prescripción, no sin antes haber dejado constancia el instructor de que los delitos existían. El Tribunal Supremo dispuso que se celebrase primero el juicio por las escuchas telefónicas - a pesar de que cronológicamente le hu­ biera correspondido iniciar la serie al referido a los crímenes del franquismo-, una causa en la que la defensa de Garzón ofrecía varios flancos débiles que permitieron al Tribunal sustentar una sentencia condenatoria técnicamente inobjetable, suscrita por una­ nimidad de los siete magistrados del Tribunal, con la que quedó consumada la expulsión de Baltasar Garzón de la judicatura. Conseguido el principal objetivo de sus enemigos -políticos y personales-, es ya jurídicamente irrelevante que en el juicio si­ guiente haya sido absuelto de la acusación de prevaricación por incoar la causa por los crímenes del franquismo no siendo compe­ tente para ello, aunque desde luego nada irrelevante políticamente, dada la repercusión nacional e internacional que hubiera provocado una condena. De hecho, Garzón había admitido la incompetencia de su juzgado inhibiéndose en favor de los jueces en cuya juris­ dicción se hallasen las fosas de las víctimas, con lo que el asunto quedaría limitado a unas tareas de exhumación sin consecuencias para los verdugos, a menos que la voluntad indagatoria de Garzón

encuentre continuidad en jueces de otros países, tan decididos como él a aplicar los principios de justicia universal. La condena por prevaricar -un delito que ejecutado por un juez consiste en dictar a sabiendas una resolución injusta- impues­ ta a Baltasar Garzón se basa en una interpretación rigurosa del derecho de defensa que asiste a todo imputado en un proceso penal, garantizando la privacidad de las comunicaciones con sus abogados, el respeto a la intimidad y el secreto profesional. Durante la instrucción del caso Gürtel, Garzón ordenó intervenir las comunicaciones que mantenían en la prisión los principales acusados con sus respectivos abogados, por considerar que existían indicios de que la relación profesional excedía el derecho de defen­ sa, en la medida en que los letrados actuaban como una correa de transmisión de instrucciones dirigidas a dar continuidad a las acti­ vidades criminales. Las cintas con las conversaciones transcritas por la policía eran entregadas en el juzgado, donde por orden del juez eran expurgados y eliminados los fragmentos ajenos al asun­ to investigado para «preservar el derecho de defensa», según orde­ nó verbalmente Garzón. Estas intervenciones no fueron objetadas en su momento por el ministerio fiscal. Sin embargo, cuando los detenidos sustituyeron a sus abogados por otros, el juez ordenó prorrogar la intervención de las comunicaciones sin motivar su decisión y sin que existieran indicios de que los nuevos letrados actuaran como cómplices de sus defendidos. Acerca de esta pró­ rroga, el ministerio fiscal se pronunció manifestando que no se oponía a la intervención «si bien con expresa exclusión de las comunicaciones mantenidas con los letrados que representan a cada uno de los imputados y, en todo caso, con rigurosa salvaguar­ da del derecho de defensa». Dado que la prevaricación es un delito de resultado formal, para cuya consumación no es necesario que la resolución injusta tenga una influencia real en el proceso, el solo hecho de intervenir las comunicaciones entre clientes y abogados sin motivo fundado hizo que el juez incurriera en dolo, ya que el hecho mismo de escu­ char las grabaciones efectuadas -aunque fuere con el pretexto de expurgarlas- permite al instructor disponer de una información obtenida ilícitamente aunque esta no sea posteriormente utilizada.

Tales son, muy resumidos, los argumentos desplegados por el Tribunal Supremo para condenar al juez, reforzados con citas jurisprudenciales del mismo Tribunal, del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, todas ellas referi­ das al derecho de defensa y las garantías destinadas a protegerlo. Sin duda, el Tribunal podría haber hecho una interpretación menos rigurosa de la actuación de Garzón, teniendo en cuenta que -tal y como se defendió el juez acusado- no aparece en las diligencias instruidas ninguna decisión que se hubiera adoptado en perjuicio de la defensa aprovechándose de la información recogida en las gra­ baciones. Y podría haber tenido en cuenta a favor de la absolución otros casos en los que también se han interceptado conversaciones entre clientes y abogados, sin que se acusase de prevaricación a los jueces que las ordenaron. Podría también haber excluido la inten­ ción dolosa amparándose en la orden verbal del juez a los policías y a los funcionarios de su juzgado, que confirmaron haberla reci­ bido, de que debían preservar el derecho de defensa al transcribir el contenido de las grabaciones, y utilizar la imprecisión y el vacío legal en la regulación de la intervención de la comunicación de los detenidos para eliminar tanto la responsabilidad objetiva como la subjetiva en las decisiones que adoptó el juez acusado. Y podría, finalmente, haber dictado una sentencia absolutoria apoyándose en la reiterada negativa del ministerio fiscal a sostener la acusa­ ción contra Garzón. El Tribunal no tomó en cuenta ninguna de esas circunstancias, así como ignoró las recusaciones formuladas por el acusado contra algunos de los magistrados que le juzgaban al estar contaminados por su intervención en el proceso de ins­ trucción de esta y otras causas. Y al carecer de dudas acerca de la intencionalidad dolosa, los siete magistrados firmaron un fallo en el que quedaba igualmente excluida la aplicación del principio in dubio pro reo. La sentencia que expulsó definitivamente a Baltasar Garzón de la judicatura es, a pesar de su aparente escrupulosidad técnica -y acaso tal escrupulosidad, así como la rapidez para redactar setenta folios y la fulminante velocidad para hacerla conocer, podría suge­ rir que ha sido una resolución decidida de antemano-, una prueba más de que la transición política española se detuvo a las puertas de

los tribunales de justicia. La jubilación de unos cuantos jueces y la incorporación a la judicatura de muchos otros salidos en los últi­ mos años de la Escuela Judicial no han alterado el sesgo tradicio­ nalmente conservador de la institución, caracterizada por un cerrado corporativismo que encuentra su máxima expresión en el Consejo General del Poder Judicial, un órgano que a tenor de lo anunciado por el actual Gobierno estará integrado en el futuro exclusivamente por miembros de la carrera judicial. Teniendo en cuenta la estructura fúertemente jerárquica de la carrera y que los méritos -y deméritos- acreditados por cada uno influirán decisi­ vamente en las probabilidades de promoción, se explica que quie­ nes manifiestan públicamente su solidaridad con Garzón sean una exigua minoría, mientras que muchos otros, por envidia, resenti­ miento, diferencias ideológicas o afrentas reales o imaginarias, han colaborado en la campaña dirigida contra aquel. Si a esto se agrega la inquina de los numerosos enemigos políticos de casi todas las tendencias cosechados por el juez a lo largo de su ahora interrum­ pido ejercicio profesional, el dictamen del Tribunal Supremo no debería sorprender demasiado. Baltasar Garzón conocía sobradamente que todos sus enemigos esperaban el momento y las circunstancias propicias para ponerle al pie de los caballos. ¿Por qué, si lo sabía, cometió un error proce­ sal impropio de su experiencia y de su saber jurídico, ordenando una prórroga de las escuchas sin motivación alguna, que afectaban además a unos abogados defensores contra los que no había ningún indicio de complicidad -y si los había no los invocó ni razonó- con los imputados? A la vista de lo ocurrido no parece impropio inter­ pretar su falta de prudencia como un auténtico acto fallido dirigido al Otro - a ese Otro que recogió ese pensamiento inconsciente que emergió en el sujeto Garzón empujándole a hacer otra cosa más allá de la intención manifiesta- para fundar en él la sentencia con­ denatoria. Poseído por el discurso de la ley, que él creyó encarnar -y con no poca arrogancia- identificó con la verdad y la justicia, el juez que adoptó como divisa el axioma fíat iustitia etpereat mundi -que se haga justicia aunque el mundo se hunda- se comportó como un fúndamentalista al que su superyó le exigía profundizar más y más en el goce de la ley, aparentemente sin advertir que hay

un límite a partir del cual el apego a la norma, que en principio apuntala el discurso del amo, podía volverse contra él. Abonado a lo que Max Weber definió como ética de la convicción, ignoró que a la justicia solo se puede mal-decirla, y que ya los creadores del derecho latino sabían que no es la verdad la que dicta la ley, sino la autoridad. Es decir, el poder.

3. AGRESIVIDAD Y VIOLENCIA

«S o lo es p o sib le en gañ ar a la v io le n c ia en la m e d id a en que n o se la prive de cu alq u ier salid a, o se le o frezca algo q u e llevarse a la b o c a ». René G irard

1 A pesar de que, en la opinión pública y en los medios de comuni­ cación, se emplean como si fueran sinónimos, agresividad y vio­ lencia son cosas diferentes, y en ocasiones el límite que separa la una de la otra es difuso. Si bien puede afirmarse que la agresividad es estructural al sujeto, ¿se podría sostener que la violencia es siem­ pre contingente? A veces, la agresividad verbal precede al pasaje al acto violento casi sin solución de continuidad; otras, la violencia llega después de una etapa más o menos prolongada de insultos, amena­ zas o manifestaciones de lo que se define (incorrectamente) como «violencia psicológica». Y, desde luego, existen situaciones en las que no se produce el pasaje al acto, aunque las víctimas padezcan un ambiente en el que la agresividad verbal es constante. La agresividad es común a todos los seres vivos; en lo que se refiere al sujeto, se trata de una encrucijada estructural, como «una tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista», dice Lacan en su informe de 1948 «La agresividad en psicoanálisis».1Esa configuración imaginaria de la agresividad no llevará necesariamente a la violencia si -como tendencia- es eficazmente reconducida para que el sujeto

1 L acan , Jacques (1989b): La agresividad en psicoanálisis, en: Escritos I. M é­ xico: Siglo xxi, p. 102. En el «Seminario I» - L acan , Jacques (1990): Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós, p. 263-, escribe que «se cree que la agre­ sividad es la agresión. Sin embargo no tienen nada que ver la una con la otra. Solo en su límite [...] la agresividad se resuelve en agresión».

pueda incluirse en el lazo social normal, un espacio donde el males­ tar, que siempre existirá, no desemboque en la perversión o en el abismo sin fondo de la psicosis. Pero la violencia es otra cosa. La historia de las sociedades humanas -es decir, desde que existen sujetos hablantes y lazos sociales- muestra que la violencia no se puede eliminar por completo. Es imposible erradicarla, como es igualmente imposi­ ble acabar con el mal, lo cual no significa que haya que renunciar a combatirlos; se trataría de un combate cotidiano e intermina­ ble en el que se deberían conjugar el compromiso individual y la voluntad política. Nuestro mundo se caracteriza por producir más malestar del que puede consumir; o sea, más malestar del que los sujetos pueden asimilar sin que el padecimiento desbor­ de los cauces de lo que se podrían llamar neurosis ordinarias. El malestar no desemboca necesariamente en violencia, a menos que alcance una masa crítica que desborde la capacidad indivi­ dual o colectiva para evitar que la agresividad -esa «disposición pulsional autónoma, primaria y recíproca»- se convierta en pasajes al acto violentos. Es obvio que el malestar y la violencia han existido siempre, pero las características contemporáneas de ambos fenómenos, aunque muchas de sus manifestaciones res­ ponden a la peculiaridad de cada cultura, sugieren que la violencia aparece como el común denominador del máximo e insoporta­ ble malestar. Sigmund Freud identificaba tres fuentes principales de padecimiento para los sujetos: la hiperpotencia de la natura­ leza, la fragilidad del hombre, y las limitaciones de las normas reguladoras de las relaciones entre los individuos, con la fam i­ lia, el Estado y la sociedad. Acerca de las dos primeras cons­ tataba la impotencia del sujeto para dominarlas, e incluso se anticipa a la constatación, hoy generalizada, de que los avances científicos y tecnológicos no han hecho a los hombres más feli­ ces; en cuanto a la insuficiencia de las normas jurídicas para controlar y sublimar las pulsiones, también apunta como «un factor de desengaño» el hecho de que «el prójim o no es sola­ mente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de traba­ jo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento,

desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, mar­ tirizarle y asesinarle».2 La desoladora conclusión freudiana que, partiendo del mito del asesinato del padre, sostiene que los hombres de hoy son descen­ dientes de una «larguísima serie de generaciones de asesinos que llevaban el placer de matar, quizás como nosotros mismos, en la masa de la sangre»,3 se basa en su convicción de que «lo anímico primitivo es absolutamente imperecedero».4 Estas citas, que co­ rresponden a dos textos de Freud de la misma época, exhiben un hilo conductor en sus reflexiones que bien podría responder -especialmente Guerra y muerte...- a un arrebato sentimental, ori­ ginado en el hecho de que sus hijos estaban en 1915 en el frente, luchando por un país al que su padre idealizaba como un faro de la cultura, de no ser porque continuaría afirmando casi veinte años ese mismo convencimiento acerca de la condición humana. Ni la educación, ni la cultura -y mucho menos la amenaza de castigopueden contra «las malas inclinaciones del hombre», le dirá Freud a Albert Einstein, en respuesta a la angustiosa pregunta que este le dirigiera en nombre de la Liga de las Naciones: ¿qué se puede hacer para evitar la guerra? Por motivos similares por los que no se debe renunciar a com­ batir la violencia, tampoco se debería condenar como estéril cual­ quier intento de reconducir los conflictos por la vía del diálogo y la negociación. El diálogo per se como medio de evitar la violencia carece de los efectos taumatúrgicos que se le atribuyen, en ocasio­ nes con candor y en otras con hipocresía, a pesar del prestigio inte­ lectual que lo acompaña desde Sócrates. Lacan lo advierte en su informe de 1948: «El diálogo parece en sí mismo constituir una renuncia a la agresividad; la filosofía de Sócrates ha puesto siempre en él su esperanza de hacer triunfar la vía racional».5 El sombrío

2 F r e u d , Sigmund (1999b): El malestar en la cultura. Buenos Aires: Amo­

rrortu, p. 85. 3 F r e u d , Sigmund (2000a): De guerra y muerte. Temas de actualidad. Buenos Aires: Amorrortu, p. 297. 4 Ibíd., p. 287. 5 L acan (1989b): op. cit., p. 99.

diagnóstico de Freud continúa vigente, aunque ha cambiado el contexto en el que las pulsiones hablan y el malestar se expone. La globalización -que otros denominan posmodernidad, moderni­ dad tardía, segunda modernidad e incluso hipermodernidad-, es decir, la imposición del discurso capitalista, se caracteriza por un estado de incertidumbre generalizado, una situación donde la supresión de determinadas barreras va acompañada del trazado de nuevas reglas de juego que deja a los sujetos inermes ante fuerzas sobre las que no pueden ejercer el menor control, y que suponen amenazas colectivas muy reales configurando lo que Ulrich Beck ha definido como «la sociedad del riesgo global».6 Este siglo emer­ gió como la consagración del discurso científico, dirigido a con­ vencer de que nada es imposible, que la felicidad está al alcance de la mano, aunque al precio de la desubjetivación del vínculo socifd, una arrogancia que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 puso en evidencia: ni la ciencia, ni la tecnología ni el poder que las sustenta y cuyo monopolio ejerce, pueden garantizar a los sujetos su seguridad y evitarles el desamparo. La seguridad deviene al mismo tiempo una obsesión y una ficción. Esta paradoja desnuda la impotencia del discurso capitalista y también del discurso de la ciencia, en la medida en que, ante la soberbia del nada es imposible y no hay límite al goce, emerge el horror de lo imprevisible que muestra, a cada paso, la radical vulnerabilidad de los individuos y de la comunidad. Las políticas gubernamentales dirigidas a obtu­ rar esa hiancia se orientan más y más -dada la imposibilidad de prometer la seguridad absoluta, un compromiso demagógico que qaaedaría desbaratado con la siguiente catástrofe- hacia el recorte de las libertades individuales de todos, y en particular, con especial furor represivo, contra comunidades enteras señaladas como fuentes potenciales de riesgo por el origen étnico, las convicciones religio­ sas, las opiniones políticas, las opciones ideológicas, la pertenencia social e incluso la localización geográfica de sus miembros.7

6 B eck , Ulrich (2002): La sociedad del riesgo global. Madrid: Siglo xxi.

7 La penúltima expresión de la paranoia en la que inevitablemente desemboca la pretensión de «gobernar el riesgo» por parte de los gobiernos occidentales, se ha manifestado con la implantación de los escáneres corporales en los aeropuertos.

Las características que asumen los nuevos malestares vienen dadas por el solapamiento de dos fenómenos: los desplazamientos que se operan en los significantes amo, y los nuevos síntomas deri­ vados de tales desplazamientos. Dicho de otro modo, el discurso capitalista es el que exige definir las diversas formas en que se pre­ senta el síntoma, y el síntoma en nuestras sociedades se denomina precariedad, un concepto que engloba a los excluidos a quienes el cinismo del poder define como socialmente inviables: inmigran­ tes, parados de larga duración, toxicómanos, enfermos mentales, jóvenes sin estudios y sin trabajo, en fin, transgresores sociales y en ocasiones también criminales. El Estado y su lógica de «buena con­ ciencia» trata de encerrar el malestar social en los protocolos de la enfermedad social, unas normas de actuación en las que los médi­ cos -especialmente los psiquiatras-, psicólogos conductistas y asis­ tentes sociales sirven como auxiliares de los aparatos estatales en un programa dirigido a proteger a la sociedad sana, un modelo cuya aplicación en Gran Bretaña ha descrito con elocuencia Véronique Voruz8y que está siendo imitado por las autoridades de otros países. Mientras que el psicoanálisis opera sobre la singularidad del paciente -una singularidad que exige al analista trabajar sobre el sín­ toma específico del sujeto-, el discurso científico -cooperador nece­ sario del discurso capitalista- procura unlversalizar un diagnóstico mediante la localización de la causa acudiendo al biologismo, la genética y las neurociencias. Todo se evalúa, programa, estudia y cla­ sifica para que el individuo generalizado pierda su singularidad de sujeto y se integre como un objeto entre los otros, porque tranquili­ za identificar a los objetos claramente en la medida en que las socie­ dades modernas tienden hacia la uniformidad de los goces. La desagregación familiar y de los lazos comunitarios fomen­ tan, paradójicamente, una suerte de comunitarísmo identitario y, al mismo tiempo, su contracara: la .exclusión. Junto a la preponde­

Además de constituir una vulneración de derechos fundamentales, cuando quede demostrada su ineficacia para evitar atentados se inventarán nuevas técni­ cas de control, cuya aplicación supondrá mayores restricciones al ejercicio de los derechos. 8 V o r u z , op. cit.

rancia del mercado, se yergue la infantilización del sujeto. Con­ sumir gadgets es un modo de gozar, y quienes no pueden hacerlo agreden, violentan, se inventan un modo de sostenerse atentando contra lo real-corporal. La violencia emerge, así, como una forma perversa de lazo social, tanto entre quienes la practican como entre estos y el conjunto social, un fenómeno que encuentra antece­ dentes históricos que se remontan a la Edad Media y que obliga a examinar el concepto de convivencia a la luz de aquellos antece­ dentes. Como destaca J. H. Elliott en La Europa dividida (15591598), la violencia era el modo de vida normal a comienzos del Medievo, y no era considerada como un hecho excepcional sino todo lo contrario. Por su parte, David Nierenberg ha estudiado en profundidad las relaciones existentes entre las minorías judía y musulmana en un contexto mayoritariamente cristiano -el de la Corona de Aragón en el siglo xiv-, mostrando cómo la violencia intracomunitaria y extracomunitaria cumplía una función estabilizadora que garantizaba la convivencia entre los grupos, bajo el control del poder político.9 La convivencia no tiene por qué ser armónica, aunque el uso de esta expresión, a la que se atribuye un efecto taumatúrgico en consonancia con la citada «buena concien­ cia» del Estado, es tan discutible como el de la igualmente bende­ cida tolerancia. En un texto clásico, René Girard ha explicado muy bien la relación entre la violencia y lo sagrado en las sociedades primitivas, y la función del sacrificio en aras de atemperar las con­ secuencias de la violencia descontrolada, mediante el recurso al desplazamiento como medio para evitar el encadenamiento inter­ minable de venganzas personales. La «catarsis sacrificial» persigue impedir la propagación desordenada de la violencia al precio de soportarla en cierto grado, porque «la violencia siempre pide algo que llevarse a la boca».10

9 N ie r e n b e r g , David (2001): Comunidades de violencia. La persecución de las minorías en la Edad Media. Barcelona: Península. El autor analiza exhausti­ vamente el papel estabilizador de la violencia y las form as que adoptaba según los casos. 10 G i r a r d , René (1972): La violencia y lo sagrado. Barcelona: Anagrama, p. 12.

2 Erradicar por completo la violencia es imposible por el simple hecho de que, para combatirla, ha de emplearse la violencia, con lo cual esta se realimenta a sí misma y el proceso se convierte en inter­ minable. Que la violencia empleada por las autoridades se revista de legitimidad no impide que esa violencia sea vista como una forma de venganza, aunque sustraída a los particulares. No otro sentido tiene el concepto de violencia conservadora. Conservadora del orden establecido, es decir, del poder, lo que la realimenta cons­ tantemente. Sin embargo, examinar más de cerca la cuestión de la violencia exige un rigor que va más allá de los lugares comunes y las simplificaciones, todas ellas finalmente al servicio del discurso del amo; de ahí que las exhortaciones a acabar con la violencia hechas desde la moral y los buenos sentimientos -en el mejor de los casos-, o por quienes desean monopolizarla en su beneficio, alimentan la ignorancia acerca de la verdadera condición humana al tiempo que eluden una reflexión crítica sobre la violencia misma. La persistencia de la violencia -como la del mal, un concepto este esencialmente moral que se manifiesta en la acción, pero que a la vez la trascien­ de- deja en evidencia constantemente los límites del derecho para operar como dique de contención de las tendencias homicidas. Todas las sociedades la padecen, unas más que otras, como es tam­ bién diferente la voluntad política de combatirla, pero es impres­ cindible apelar a la pulsión de muerte y al sentido de la expresión lacaniana de goce para intentar comprender por qué los sujetos actúan contra sí mismos y contra los otros en un ejercicio sin fin, de retorno a lo que Freud definió como lo «anímico primitivo». En línea con la aludida reflexión crítica, y para abordar un tema tan amplio y lleno de matices, conviene dejar sentadas ciertas premisas. Primera: no solo es imposible eliminar por completo la violencia, sino que en ciertas circunstancias es inevitable e incluso necesaria: lo importante es determinar quién la ejerce, en qué condiciones, en qué proporción y contra quién, y esto vale tanto para la violencia individual como para la colectiva, tanto para la privada como para la institucional. Segunda: identificar la violencia con el terrorismo es un error y una manipulación, instrumentada ideológicamente por la potencia

hegemónica -que es a la vez la representante más destacada del discurso capitalista- y sus aliados en todo el mundo. Todo terro­ rismo es violento, pero no toda violencia es terrorista. Tercera: cuando los actos de violencia alcanzan, en una socie­ dad determinada, una masa crítica susceptible de generar una cri­ sis institucional, entonces la violencia deviene una protesta social: deja de ser un problema policial y judicial para convertirse en un asunto político. Y la responsabilidad objetiva y subjetiva de sus protagonistas no es la misma en tales circunstancias. Cuarta: la definición tradicional de la guerra como el enfrenta­ miento militar entre Estados o coaliciones de Estados, aplicable también al ámbito interno de las naciones en la modalidad de guerra civil, exige ser revisada y actualizada -com o las doctrinas en las que se basa y los medios de los que se sirve- si se quiere copiprender adecuadamente la funcionalidad que tiene como parte del discurso capitalista a escala planetaria. Quinta: existen, y cada vez más, evidencias de una clara tenden­ cia hacia la privatización de la violencia. El monopolio estatal de la violencia legítima, que Max Weber caracterizaba como uno de los atributos imprescindibles de la modernidad, viene siendo cuestio­ nado en los hechos, en gran medida debido a la magnitud y exten­ sión de las organizaciones criminales, pero también merced a un fenómeno que en los últimos años ha crecido exponencialmente: la práctica, por parte de algunos Estados, de contratar o subcontratar empresas privadas en las que delegar el uso de la violencia. Además de la llamada violencia subjetiva, aquella que inunda de actos criminales la vida cotidiana en todo el mundo, y que los sujetos perciben como algo casi rutinario, Slavoj ‘¿ iie k ha destaca­ do la presencia de dos modalidades de lo que denomina violencia objetiva: la simbólica, encarnada en el lenguaje -la imposición a través de él de un «universo de sentido», además de las muy obvias manipulaciones discursivas-, y la «sistémica, que son las conse­ cuencias a menudo catastróficas del funcionamiento homogéneo de nuestros sistemas económico y político».11 Ninguna sociedad, 11 ¿ i 2e k , Slavoj (2009): Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires: Paidós, p. 10.

ningún país escapa, en el período del discurso capital ta, a esta ominosa presencia de la violencia en sus diversas formas. Los su­ jetos se agreden y matan entre sí no porque sean animales, sino, precisamente, porque no lo son. La pulsión de muerte y el goce mortal que les empuja a actuar así vienen dados, precisamente, «porque hablan»,12 y porque lo que se llama la Historia -con mayúsculas, como si estas le garantizaran mayor trascendenciano es sino ese lugar en el que lo reprimido retorna una y otra vez. Condenar por principio toda violencia responde a los intereses del discurso del amo, en cuanto oculta que de ese toda están exclui­ das la fuerza y la coacción ejercida por sus representantes -oficiales o extraoficiales-, mientras que se atribuye a sí mismo el derecho de legitimar determinados actos de violencia, incluida la guerra, cen­ surando y castigando aquellos que juzga contrarios a su poder hegemónico. No se trata aquí de los crímenes llamados comunes tipificados en las respectivas leyes penales estatales, que en cual­ quier sociedad en la que reina un (relativo) control de las pulsio­ nes -aunque la amenaza del castigo siempre está presente- son transgresiones que ponen en riesgo las vidas o los bienes indivi­ duales o colectivos; incluso en este marco, ciertos actos de violen­ cia particular están justificados y no son castigados, como aquellos que responden a la legítima defensa ante un ataque no provocado. La violencia sistémica puede estar respaldada en la ley y ser, sin embargo, ilegítima; y el ejercicio de la violencia está en ocasiones legitimado, aunque sea ilegal, porque la legalidad remite a lo jurí­ dico y la legitimidad tiene que ver con lo político. El monopolio de la fuerza por el Estado sitúa la cuestión en el ámbito de la filosofía del derecho y de la vinculación entre moral y derecho. O dicho de

12 Ibíd., p. 79. La inclinación a llamar monstruos a los autores de crímenes especialmente horrendos -sea por la condición de las víctimas, o por la crueldad puesta de manifiesto por el criminal^, negándoles su condición humana y expul­ sándoles del resto del cuerpo social sano, cumple la finalidad de tranquilizar las conciencias y reforzar la (auto) convicción de que la condición humana nada tiene que ver con esos productos contrarios al orden de la naturaleza. T e n d la r z , Silvia y G a r c I a , Carlos Dante (2008): ¿A quién mata el asesino? Buenos Aires: Grama, p. 18, hacen una buena síntesis del recorrido a través de las diversas épo­ cas del concepto jurídico de monstruo.

otro modo, ¿por qué hay que obedecer la ley?; ¿hay que obedecer toda ley por el hecho de serlo?, y finalmente, ¿en qué argumentos debe fundarse una ley para que sea admitida como justa por aque­ llos a quienes ha de aplicarse? Con frecuencia, la primera violencia emerge de las propias ins­ tituciones. A este respecto, conviene distinguir el terrorismo, gene­ ralmente utilizado por quienes son el factor más débil de la lucha política, del terror, que es un recurso empleado por el poder en determinadas circunstancias y que puede tener un carácter siste­ mático durante un tiempo más o menos prolongado. Como la Época del Terror se bautizó el corto pero extremadamente san­ griento período de la Revolución Francesa durante la cual el Comité de Salud Pública impuso su dictadura, y existen otros múl­ tiples ejemplos contemporáneos: el bombardeo de ciudades durante la Segunda Guerra Mundial -tanto por los alemanes como por los aliados- o los ejecutados por los Estados Unidos sobre Vietnam del Norte en los años setenta, o en Irak a partir de 2003, entre otros. Cuando los encargados de aplicar la ley la emplean abusivamente contra los ciudadanos, o los encargados de legislar sancionan leyes consideradas injustas o gravemente arbitrarias, están alimentando situaciones proclives al desencadenamiento de respuestas violentas por quienes se sienten agraviados. Si la exis­ tencia misma de la ley llama a la transgresión, aquella que es per­ cibida como un atentado contra los derechos y libertades de la mayoría animan a la desobediencia y a la resistencia, sea esta espontánea u organizada, individual o colectiva. El tiranicidio cpmo forma extrema de combatir los abusos y la arbitrariedad encuentra su origen en la antigua Grecia, aunque su teorización filosófica, teológica y política es posterior. Santo Tomás lo aborda con cierta ambigüedad en la Suma Teológica, pero a finales del siglo XVI Juan de Mariana lo defiende abiertamente, como lo hacen actualmente fanáticos de distintas tendencias, desde los Estados Unidos hasta Irán. ¿Hay que recordar que el derecho de resistencia a la opresión se remonta a la Carta Magna inglesa de 1215, y que la Declaración de Derechos de Virginia de 1776, así como la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancio­ nada en Francia en 1789 lo reconocen expresamente? Si bien esta

reivindicación se corresponde en su origen con el empuje de las grandes revoluciones burguesas, decididas a acabar por la fuerza con unas relaciones de producción feudales o semifeudales, y con las instituciones en las que aquellas se sostenían, también ha sido invocada legítimamente por todos los movimientos anticolonia­ listas que se enfrentaron a sus respectivas metrópolis desde los comienzos del siglo XIX hasta finales del XX. Y aun admitiendo que el recurso a la violencia como método para alcanzar el poder pare­ ce cosa del pasado, al menos en aquellos países en los que rigen sis­ temas democráticos -incluso con ciertas limitaciones- y las luchas políticas se encauzan por vías relativamente pacíficas, la violencia nunca está ausente del todo. Aunque Max Weber hablaba del monopolio de la violencia como una especificidad de lo que llama­ ba «comunidades políticas plenamente desarrolladas» -eufemismo por occidentales y por oposición a las sociedades primitivas- , es decir, aquellas en las que el poder está lo suficientemente centrali­ zado como para ejercerse con eficacia, tampoco en estas, que según el canon occidental se consideran a sí mismas más civilizadas, el monopolio estatal de la violencia es absoluto. Hay la violencia abierta, pero también existen situaciones o estados de violencia que, en ocasiones, preceden o anuncian des­ encadenamientos violentos. Son situaciones que incluso se man­ tienen como una amenaza latente cuando la violencia directa que los precedió ha cesado, característica de las sociedades donde la extrema desigualdad o la persistencia de la arbitrariedad del poder -o ambos a la vez- sustraen del ámbito de lo excepcional para convertirlo en realidad cotidiana. Cuando se instala con carácter permanente lo que vulgarmente se define como un clima de violencia, ello da cuenta de un malestar social que anuncia una reformulación de los lazos sociales, sean sus agentes conscientes o no de ello.13

13 Sin embargo, esto no se debe confundir con una cultura de la violencia, que está en el origen mismo de la organización social y las instituciones de cier­ tos países, fundada en razones históricas y muy arraigadas en la tradición popu­ lar, de tal m odo que dirimir los conflictos individuales o colectivos por la fuerza no se considera anormal.

Inmediatamente después de ocurridos los atentados del año 2001 en los Estados Unidos, el entonces presidente George W. Bush declaró que su país estaba en «guerra contra el terrorismo». Aun­ que tanto terrorismo como terrorista son palabras que vienen de antiguo, aquellos hechos potenciaron su utilización como parte de una campaña de manipulación ideológica tendente a justificar la guerra misma -con todas sus consecuencias-, al tiempo que para deslegitimar moral y jurídicamente cualquier acción violenta ejecutada por fuera de lo que se podría llamar el canon occidental. Dado que aún no existe una definición mínimamente consensuada de lo que es el terrorismo, esa indefinición conduce inevitable­ mente a adoptar opiniones muy diferentes al tiempo de calificar determinados fenómenos de violencia: lo que para unos es terro­ rismo, para otros es una forma legítima de hacer la guerra; de ahí que, como se ha señalado, sea más fácil identificar los actos terro­ ristas que determinar lo que es el terrorismo. Y no podría ser de otro modo, en la medida en que no se trata de hallar un encaje jurídico a una cuestión que es, esencialmente, política. Tradicio­ nalmente, los politólogos caracterizan como terrorismo aquellas acciones violentas ejecutadas por agentes no estatales que tienen motivaciones políticas y que, al atacar deliberadamente a no com­ batientes, trata de generar miedo en el conjunto de la población.14 La afirmación de que el terrorismo ejecuta acciones violentas con fines políticos es unánimemente aceptada, aunque en conjunto la definición se muestra claramente insuficiente.15 La experiencia 14 B ellamy , Alex J. (2009): Guerras justas. De Cicerón a Iraq. Madrid: Fondo de Cultura Económica, p. 213. Para un análisis en profundidad del terrorismo en sus diversas modalidades, así como sus implicaciones morales y políticas, el capí­ tulo VII de esta obra es extremadamente ilustrativo. 15 De ahí la contradicción de quienes insisten en deslegitimar los fines políti­ cos de organizaciones que utilizan el terrorismo, insistiendo en que son simples delincuentes. Si lo fueran, sin más, y sus acciones carecieran de intencionalidad política, no serían objeto de negociaciones que muchas veces acaban en leyes de amnistía, indultos y otras formas de compensación a cambio del abandono de la violencia. En España es paradigmático el caso de la organización abertzale ETA, que ha desplegado sus acciones terroristas durante cuatro décadas en España y Francia. El carácter terrorista de esas acciones no ofrece dudas: sus atentados no solo se han dirigido hacia los representantes del Estado, sino que han afectado a

histórica muestra que no solo es empleado por «agentes no estata­ les», sino por los propios Estados, cuando sirve a sus fines. Y por lo que respecta a los «no combatientes», se trata igualmente de una caracterización ambigua, dado que depende a su vez de lo que cada bando considera tales. El terrorismo, tanto si se trata de actos puntuales como cuando se utiliza de modo sistemático, ha sido y es empleado por muy diversos movimientos anticolonialistas y antiimperialistas junto con otros medios propios de la lucha arma­ da en su sentido amplio, y también por agentes estatales.

3 Lo que ha puesto de actualidad el terrorismo no es su mera exis­ tencia, tan antigua como las demás formas de violencia política, sino la emergencia de nuevas modalidades de ejecución; esto, y la manipulación operada principalmente por Occidente, dirigida a identificarlo con el mal absoluto, con todas las connotaciones más o menos subliminales que tienen que ver con la xenofobia, el racismo y, especialmente, la islamofobia sin matices que confunde delibe­ radamente yihadismo e islam. Es evidente que el fundamentalismo y el fanatismo no son patrimonio exclusivo de los islamistas radi­ cales. Tanto el fundamentalismo religioso como el laico potencian el odio al Otro-diferente y justifican el empleo de la violencia en nombre de la verdad. La acción política, cuando se reivindica a tra­ vés de la violencia sagrada, no es diferente de la que ejercen otros que rechazan cualquier motivación religiosa: tanto la una como la

periodistas, empresarios, políticos de diversas tendencias y ciudadanos en general y es igualmente evidente que los fines que persigue son políticos: un País Vasco independiente y socialista, que incluiría a las tres provincias vascas, Navarra e incluso parte del suroeste de Francia. La negativa oficial a reconocer la existencia de un conflicto político y la insistencia en que se trata de una banda criminal no han impedido a los sucesivos gobiernos democráticos intentar alcanzar un acuer­ do con ETA para poner fin a la violencia, hasta el punto de que no hace muchos años el expresidente del Gobierno, José María Aznar, se refirió a la organización como el «Movimiento de Liberación Nacional Vasco», una denominación que difícilmente puede atribuirse a un lapsus.

otra comparten su carácter sacrificial y siguen un ritual en cumpli­ miento de una voluntad otra, donde la relación culpa-responsabi­ lidad queda opacada o anulada por un mandato que legitima la acción. En ambos tipos de violencia está presente una cierta des­ personalización del autor directo de la violencia, en cuanto que entre el agente ejecutor y la víctima - o víctimas- no hay nada per­ sonal. La víctima, simplemente, representa también -de este lado del espejo- el Mal al que hay que exorcizar en tanto es la encarna­ ción del infiel, enemigo de la palabra de Dios, o porque es un explotador, o un Estado opresor, y en los militantes -creyentes en realidad- la asunción de la responsabilidad jurídica y subjetiva por las consecuencias de sus acciones aparecen frecuentemente diso­ ciadas. En cualquier caso, nada tiene esto que ver con el pretendi­ do nihilismo como motor de la acción terrorista -incluida la sui­ cida-, una explicación que comparten tanto Bernard-Henri Lévy como Hans Magnus Enzerberger, y que parece más bien una coar­ tada para no indagar más a fondo acerca de las causas profundas de este fenómeno. Interpretar la furia homicida que provoca múl­ tiples víctimas indiscriminadas como producto de una actitud nihilista es una simplificación; el fin del terrorista es, precisamente, sembrar el terror, y el efecto multiplicador se consigue mostrando que nadie, por inocente que sea, está excluido de convertirse en víctima. En ocasión de los sucesos del Mayo del 68, Jacques Lacan recor­ dó a su auditorio que, además de la connotación subversiva que habitualmente se le atribuye, revolución quiere decir «giro o vuelta que da una pieza sobre su eje», lo que equivale a retornar a su posi­ ción original. Pero este principio de las leyes de la física no es, sin más, aplicable a la realidad social. Aunque pueda constatarse una y otra vez a lo largo de la historia que aún los más radicales movi­ mientos revolucionarios sustituyen un amo por otro, toda revolu­ ción está precedida -y seguida- de alteraciones estructurales con sus correspondientes consecuencias en la subjetividad, que hacen literalmente imposible un retorno a la posición de partida. Y ello a pesar de que los fantasmas que impulsan a los más feroces comba­ tientes revolucionarios encuentran su correlato en los que animan a sus enemigos, lo que explica por qué, cuando se alzan con el

poder, actúan en demasiadas ocasiones del modo en que lo hacían los antiguos opresores.16 Cuando son los diversos Estados quienes ejecutan actos terro­ ristas dirigidos a quienes consideran enemigos internos o externos, la determinación de la responsabilidad objetiva -y sus eventuales consecuencias jurídicas- tropieza con mayores dificultades. El des­ arrollo en los últimos años del Derecho Internacional de los Derechos Humanos ha permitido identificar a muchos responsa­ bles directos y ejecutores de crímenes que, como los denominados «contra la humanidad», son imprescriptibles, y pueden ser perse­ guidos por cualquier tribunal de otro Estado en el caso de que aquel en el que se han cometido se inhiba de actuar. Si bien unos cuantos responsables de crímenes con miles e incluso cientos de miles de víctimas han podido ser procesados y condenados, el examen riguroso de los casos, el contexto y lugar en el que se pro­ dujeron los crímenes, de quiénes han sido los agentes y quiénes las víctimas, así como del momento en el que se han empezado a per­ seguir, induce a creer que, también aquí, la justicia universal es una cuestión de oportunidad política y de la correlación de fuerzas existente entre los protagonistas. Terrorismo, terrorismo de Es­ tado, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad, genoci­ dio... La línea que los separa es en muchos casos difusa, y es preci­ so analizar caso por caso. La cuestión de la responsabilidad subje­ tiva, sin embargo, es esencialmente la misma que se plantea en los casos de la violencia puesta en acto como consecuencia de patolo­ gías individuales, ajenas a cualquier intencionalidad política. Unos y otros criminales apelan a recursos dialécticos similares para elu­ dir el castigo. Con todo, es más probable que, con el transcurso del tiempo, un asesino de los llamados comunes asuma la responsabi­ lidad subjetiva por su acto que que lo haga alguno de los grandes 16 André Malraux lo expresó muy bien en la página 64 de su novela Los con­ quistadores (1980, Barcelona: Argos Vergara): «Los prefiero [dice un revoluciona­ rio profesional refiriéndose a sus camaradas] pero únicamente porque son los vencidos. Sí, en conjunto tienen más corazón, más humanidad que los otros; vir­ tudes de vencidos... Lo que es seguro es que siento un odio asqueado por la bur­ guesía de la que procedo. Pero en lo que respecta a los otros, sé muy bien que se volverán abyectos tan pronto como hayamos triunfado juntos...».

criminales políticos: generalmente, estos apelan a los más nobles objetivos para justificarse. La oportunista consigna «guerra contra el terrorismo» inaugu­ ró, en la práctica, un concepto nuevo que obliga a revisar la visión clásica de la guerra como un conflicto entre Estados, o dentro de estos cuando se trata de un enfrentamiento civil. Aunque aquella etiqueta se haya dejado de utilizar en el discurso oficial del Go­ bierno de Obama, al menos públicamente, la doctrina militar en la que se funda sigue vigente,17 como lo demuestra la aprobación por el Senado de los Estados Unidos de la Ley de Autorización de Defensa Nacional en 2012, por la que cualquier ciudadano esta­ dounidense sospechoso de terrorismo puede ser detenido por las autoridades militares por tiempo indefinido, una norma clara­ mente inconstitucional que viene a complementar las decisi©nes antes adoptadas por Bush con respecto a los «combatientes extran­ jeros» recluidos en Guantánamo. Para los estrategas norteamericanos se trata de una guerra en la que el enemigo es ubicuo, deslocaliza­ do, una guerra cuyos frentes son lábiles, que abarca el planeta ente­ ro, y de duración imprecisa. Una guerra que se solapa, además, con otros conflictos -algunos cronificados- en diversos escenarios, con estallidos puntuales de violencia o cuyo potencial explosivo está siempre latente. La dificultad para identificar al enemigo, y así poder enfrentarlo y eliminarlo, ha generado un estilo de gobierno paranoico -un rasgo que Richard Hofstadter señaló como propio de la política estadounidense en general-, especialmente en las (antes) satisfechas sociedades occidentales, al que contribuyen los medios más extremistas y ciertos formadores de opinión que apoyan sin

17 Un alto mando militar del Pentágono ha dicho que ya no es posible distin­ guir los tiempos de guerra de los tiempos de paz, lo que sugiere que las leyes de la guerra y los actos que estas amparan estarán por encima del derecho internacional, si esto conviene al más fuerte. Bush declaró, en 2003, que «los Estados Unidos no necesitan pedir permiso a nadie para defenderse». Con esta arrogancia, cargada de desprecio hacia la O N U pretendía justificar la aplicación de la preempción -doctrina de la «defensa anticipada», o «ataque preventivo»- en la invasión de Irak. Al no exis­ tir realmente una amenaza inminente o un ataque en curso por parte de Irak, úni­ cas situaciones en las que el derecho internacional autoriza el ataque preventivo, se inventó la amenaza de las inexistentes armas de destrucción masiva.

recato el empleo de la tortura, los asesinatos selectivos, los bom ­ bardeos indiscriminados y otras formas de guerra sucia, amparán­ dose, paradójicamente, en una supuesta superioridad moral. Como ha señalado Yves Michaud, la seguridad se ha convertido al mismo tiempo en una obsesión y en una ficción, pero al amparo del gobierno del miedo se ha instalado en la sociedad una suerte de estado de excepción permanente. En estos tiempos de economía globalizada, la violencia también se ha internacionalizado. Los grupos criminales que ejercen una violencia que se podría denominar privada son los protagonistas más visibles de este fenómeno, aunque no los únicos. Estas organi­ zaciones se han convertido en multinacionales para sobrevivir a la competencia y a la represión, y, gracias a los recursos materiales de que disponen, son en muchos países auténticos poderes fácticos, insertados en una gigantesca trama de corrupción política y com­ plicidades empresariales e institucionales. La extensión y magni­ tud de esta criminalidad hace que la violencia que ejercita, aunque no sea política por sus fines, constituya un problema político en la medida en que pone doblemente en entredicho el monopolio esta­ tal de la coacción. En muchos países doñde el Estado se ve im ­ potente para combatir eficazmente la criminalidad, cede parte de sus atribuciones a verdaderos ejércitos privados cuya función es proteger a aquellos que se lo pueden permitir económicamente. Incluso en los países desarrollados, la ausencia de cualquier consi­ deración ética y la exaltación del éxito a cualquier precio parece haber inaugurado una suerte de nuevo derecho, a una forma per­ versa de derecho: el derecho a transgredir sin temor a las conse­ cuencias, dado que el castigo jurídico -si llega a plasmarse- es mucho menos importante que la absolución social, lo que evidencia al mismo tiempo una cierta ambigüedad moral en una parte con­ siderable de la ciudadanía. El poder político, independientemente del régimen y de las for­ mas de gobierno, ha utilizado históricamente a criminales comu­ nes y a organizaciones delictivas como ejecutores subcontratados para llevar a cabo acciones ilegales, eufemísticamente denomina­ das «operaciones encubiertas». Sin embargo, en los últimos años se ha incrementado una modalidad de outsourcing a mayor escala y

sin disimulo, protagonizado por empresas privadas a las que se confía una parte de las operaciones militares sobre el terreno, inicialmente como fuerzas auxiliares pero cada vez más como pro­ tagonistas principales. Con la cobertura legal de «empresas de se­ guridad», multinacionales como Academi -antes Blackwater-, SGSI Group, Military Professional Resources Inc. (MPRI) y mu­ chas otras contratan mercenarios de diversas nacionalidades para ejecutar, por cuenta de los Estados, operaciones militares que van desde el entrenamiento de ejércitos «amigos» hasta la participa­ ción en combates. Esta subcontratación supone un negocio esti­ mado en 100.000 millones de dólares anuales, y tiene para los gobiernos una doble ventaja: les permite eludir el impopular reclu­ tamiento forzoso de soldados entre sus ciudadanos y, al mismo tiempo, evitan contabilizar como propias las bajas en combate.18 AI camerunés Achille Mbembe -Necropolítica, Editorial Melusina- se debe el neologismo necropolítica, del que se sirve, junto con su teoría del gobierno privado indirecto, para analizar la reali­ dad poscolonial de África y el papel que juega en ella la violencia como factor determinante en las relaciones de poder, desde el Estado hasta la sociedad civil. Para Mbembe, la necropolítica es el modo de ejercer el poder dando muerte a los adversarios mediante el empleo de organizaciones paraestatales en las que el Estado delega el empleo de la fuerza coactiva. De ahí la denomina­ ción de gobierno privado indirecto con la que este autor define lo que en la práctica es una cesión de la soberanía estatal, que pasa a las manos privadas de quienes se han constituido en la verdadera

18 Antes de cambiar su denominación, Blackwater llegó a tener entre 20.000 y 30.000 mercenarios operando en tareas de «seguridad» en Irak por cuenta del Gobierno norteamericano, y algunos analistas cifran en 160.000 el total de «con­ tratistas» que actuaron en ese país en el momento culminante de la guerra. El ase­ sinato en 2007 de 17 ciudadanos iraquíes y las heridas ocasionadas a otros 23 por empleados de Blackwater pusieron en evidencia el descontrol con el que operan. De hecho, o bien fracasó la supervisión que los oficiales de la CIA y el Pentágono debían hacer de las actuaciones de Blackwater, o bien les dejaron hacer intencio­ nadamente. Las ventajas aparentes de esta experiencia eran dos: permitía evitar acudir al impopular reclutamiento forzoso de soldados, y las eventuales bajas de estos mercenarios no engrosarían las cifras oficiales.

fuente de poder frente a estados débilmente estructurados, que para sobrevivir han cedido sus competencias a grupos de interés que acaban controlando la economía, poniéndola a su servicio. La opción de asumir la responsabilidad subjetiva aparece, en la generalidad de los casos, como inversamente proporcional a la magnitud del crimen, y muy condicionada por el contexto social y cultural del que han salido los autores. No es necesario acudir a los numerosos casos de sociedades guerreras que se han dado a lo largo de la historia para encontrar ejemplos; tampoco salir del marco de los que presumen de ser los países más desarrollados y civilizados del hemisferio occidental, para ilustrar hasta qué punto la barbarie es una elección al alcance de cualquiera. En unas pági­ nas llenas de desazón y perplejidad, Sigmund Freud constataba, en 1915, que la guerra en curso entre «las grandes naciones de raza blanca, dominadoras del mundo y en las que ha recaído la con­ ducción del género humano [...] trajo a la luz un fenómeno casi inconcebible: los pueblos cultos se conocen tan poco entre sí, que pueden mirarse con odio y con horror».19 En efecto, el continen­ te europeo, habitado por esos pueblos cultos, ha sido el escenario de los más sangrientos enfrentamientos a través de los tiempos, hasta culminar en las dos guerras mundiales del siglo XX, cuyos efectos mortíferos no son ajenos al desarrollo de la ciencia y la téc­ nica, como bien percibió el propio Freud en 1938 cuando descri­ bió la situación prebélica europea como una alianza del progreso con la barbarie.

19 Freud (2000a): op. cit., p. 281. Estas páginas revelan el desgarro personal entre el eurocentrista ilustrado que era Freud y el lúcido investigador que, ya en Tótem y tabú, había explicado a través del mito que los hom bres llevan en la sangre el placer de matar.

« [ ...] la sociedad es esencialm ente crim inal; si no fuera así, no existiría». Joseph C onrad

1

La criminología clásica, tributaria del pensamiento racionalista ilustrado, consideraba la transgresión criminal como una vulnera­ ción del contrato social originario, aquel por el que los hombres habrían pactado unas reglas de convivencia elementales para evi­ tar el exterminio recíproco. Al romper la norma, un sujeto dueño de su voluntad y, en consecuencia, responsable, no tenía excusa de ninguna clase. Naturalmente, de semejante concepción solo po­ día derivarse un castigo exclusivamente retributivo o expiatorio, destinado a que el transgresor pagara su delito sin detenerse en la condición personal del autor o en las circunstancias del hecho. La doctrina clásica se fundaba en tres supuestos: el primero, que la distribución de los bienes se asienta en un consenso entre los hom­ bres, guiados por la racionalidad y moralmente justificado e inmu­ table; el segundo, que en una sociedad fundada en el contrato social, los actos contrarios a la ley son comportamientos patológi­ cos e irracionales y que sus protagonistas son indignos de participar en la vida social; y finalmente, que los criterios de utilidad son los que permiten determinar la racionalidad o irracionalidad de un comportamiento. Se comprende que Jeremy Bentham se propusie­ ra desarrollar una «aritmética moral» que, siguiendo un modelo matemático, permitiese hacer el cálculo de los placeres y dolores a partir del cual establecer el carácter positivo o negativo de una determinada acción; considerando el valor de una acción con capacidad de producir placer o dolor en relación'con un individuo,

y comparando la tabla de placeres, por un lado, con la de los dolo­ res, por el otro, se podría concluir que, siendo la suma de los pri­ meros más relevante que la de los dolores, la acción en cuestión redundaría en beneficio del sujeto. Desde la óptica utilitarista, la aplicación de este procedimiento también facilitaría juzgar el alcance social positivo o negativo de una acción. La revisión de la teoría utilitarista por los neoclásicos abrió la puerta a un rápido desarrollo de la criminología, puesto que aun coincidiendo en que la sociedad está compuesta por individuos adultos y libres, es decir, plenamente responsables de sus actos, debían de tenerse en cuenta las circunstancias personales de aque­ llos: con la excepción de los niños, los ancianos y los afectados por una enfermedad mental manifiesta, todos los demás habrían de ser considerados responsables y asumir las consecuencias de sus actos. Al introducir los factores circunstanciales en el examen de los he­ chos, la escuela neoclásica introdujo también, en el ámbito de los tribunales, a los expertos no jurídicos, en particular a los psiquia­ tras, al tiempo que varió el criterio acerca de la finalidad del castigo: la concepción meramente retributiva y expiatoria fue moderada con la incorporación de medidas rehabilitadoras tendentes a la reinser­ ción social de los condenados. A la escuela positivista se le atribuye la superación de la etapa precientífica de la criminología. Sus principales figuras -Garófalo, Ferri, Lombroso- adoptaron las premisas que en su tiempo eran tenidas por válidas para estudiar la naturaleza y el mundo físico, para aplicarlas al estudio de la sociedad y los individuos; como corolario a la presunción de que la conducta criminal estaba sujeta a leyes causales inteligibles, los positivistas rechazaban el postulado clásico de que la sociedad está integrada por individuos libres y racionales. Para ellos, el comportamiento delictivo está (pre)determinado en cada individuo, y el castigo carece de sentido al aplicarse a personas carentes de la posibilidad de optar. A mediados de los años sesenta del siglo pasado se puso en boga, como una variante del positivismo biológico, la teoría de la combinación cromosómica XYY, cuyo antecedente se remontaba al «síndrome de Kinefelter». Los partidarios de esta teoría tenían la intención de identificar la base genética de la predisposición a la

delincuencia, aunque se reveló incapaz de establecer una relación causal entre las circunstancias propias del sujeto y el tipo penal vulnerado. Otros positivistas biológicos, como Eysenck y Trasler, ensayaron explicaciones en las que se mezclaban generalizaciones acerca de la naturaleza humana, con explicaciones pseudopsicológicas -sostenían la existencia en los individuos de una especie de «policía interior» que operaría como un reflejo condicionado-, sin rechazar la influencia de la educación y el factor ambiental. Por poco consistentes que pudieran parecer, las proposiciones de Eysenck y Tasler fueron recibidas con entusiasmo en las institucio­ nes ocupadas del fenómeno criminal dado que, al poner énfasis en la prevención ambiental y en la posibilidad de condicionar las con­ ductas de los potenciales delincuentes, proporcionaban un amplio campo de trabajo a un ejército de educadores, psiquiatras, psicólo­ gos, asistentes sociales y policías, más la extensa red burocrática de apoyo. Émile Durkheim, que fue un crítico certero del positivismo, al que se le vincula habitualmente, así como de la teoría criminológica clásica, rechazaba la teoría del contrato social, que consideraba de imposible cumplimiento al involucrar a sujetos desiguales, y con­ tradecía igualmente la opinión de Comte en cuanto este afirmaba que el delito es la consecuencia de un atraso en la internalización de las pautas culturales. Para Durkheim, la pretendida armonía social era una ficción, en tanto los intereses de los individuos y los de la sociedad eran diferentes, quedando a cargo de los primeros hacer sacrificios y renuncias costosas que estaban en el origen de las con­ ductas transgresoras, por lo que el delito debía ser considerado como un hecho ordinario y normal. En su opinión, tan solo podría excluirse por completo el delito en una sociedad en la que a los individuos se les asignaran roles acordes con su naturaleza. Las teorías de Durkheim tuvieron mucha influencia en la socio­ logía norteamericana de la primera mitad del siglo XX, donde la Escuela de Chicago desarrolló una metodología empírica en la que la preocupación por explicar las «conductas desviadas» estaba acompañada por la crítica al funcionamiento social y, en particular, a la estructura urbana como «ecosistema delictivo». Para autores como Robert Merton, Cloward y Ohlin -fundadores de la crimi­

nología estructural-funcionalista y que habían retomado y des­ arrollado el concepto de Durkheim de «anomia»-, las frustracio­ nes generadas por la desigualdad de oportunidades, y la también desigual recompensa al esfuerzo individual, eran factores determi­ nantes en el incremento de la criminalidad. El profesor Antonio García-Pablos cita en su texto Criminología, una introducción a sus fundamentos teóricos para juristas,' los tres grandes modelos que orientan las investigaciones criminológicas -biologicista, psicologista y sociologista- y las diferentes teorías que se inscriben en cada uno de los citados. Se advierte que los diversos intentos de explicar el fenómeno criminal para prevenirlo, combatirlo, reducirlo e incluso suprimirlo muestran la predi­ lección por las posiciones dicotómicas: responsabilidad social y responsabilidad individual; causa externa y elección del sujeto; valores sociales y cultura de la transgresión; derecho de la sociedad a defenderse; y límites y eficacia del castigo. En suma, modalidades de abordar la cuestión en las que el psicoanálisis no tiene apenas encaje. Muy atrás quedaron los intentos de Franz Alexander y Hugo Staub en la Alemania de los años treinta del pasado siglo para desarrollar una auténtica «criminología psicoanalítica» -en rigor, freudiana-, o la que hubiera deseado poner en práctica en España Jiménez de Asúa. De hecho, los diversos autores -sean juristas, sociólogos o del campo psi- que se dedican a esta discipli­ na tan solo hacen menciones de pasada al psicoanálisis como una más de tantas teorías que se interesan por la problemática de la criminalidad, limitándose a citarlo -y a desechar sin mucho dete­ nimiento las posibles aportaciones- y, en alguna ocasión, a no hacerle el menor caso. Con ser cierto que el psicoanálisis no ha desarrollado una teoría sistemática en criminología, probablemen­ te por estar más aplicado al uno por uno y rehuir -con toda razónde la tentación de hacer sociología, es perceptible, en los últimos años, el incremento de trabajos dedicados al tema, en paralelo con la multiplicación y variedad de pasajes al acto y su relación con la responsabilidad. En este sentido, hay que mencionar la edición

1 Valencia: Tirant Lo Blanc, p. 130, 1996.

del volumen La sociedad de la vigilancia y sus criminales,2 compila­ do por Iván Ruiz Acero, que reúne veintitrés trabajos de autores pertenecientes al ámbito del psicoanálisis lacaniano. Se trataría de retomar las reflexiones y comentarios de Freud sobre la delincuencia y sus protagonistas, y especialmente las aportaciones teóricas de Lacan entre 1932 y 1950, desarrollándolas y confrontándolas con las evidencias empíricas que proporcionan los casos concretos. 2 Como ha señalado Irene Greiser,? las denominadas patologías del acto se corresponden con una descripción fenoménica ajena a las clasifica­ ciones psicoanalíticas, lo que no impide que sean operativamente útiles en la medida en que sirven para examinar ciertas formas de violencia cada vez más generalizadas en nuestras sociedades, así como de deter­ minadas modalidades del pasaje al acto, y de sus consecuencias sobre la subjetividad. Se trata, en apariencia, de un viaje de ida y vuelta: la subjetividad de nuestra época es proclive a la multiplicación de las dis­ tintas formas de violencia, y el ejercicio de esta influye sobre la posi­ ción subjetiva de los sujetos y también del conjunto social. El enunciado anterior invita a interrogarse sobre la relación existente entre la declinación de la figura paterna -individual- y el declive del discurso del amo y su fracaso para entronizarse como padre social. Sin olvidar que una cosa es ese discurso y otra la vigencia del significante amo en cada sujeto. Los efectos de uno y otro no son necesariamente equiparables, toda vez que si bien se puede comprobar aquella declinación, en la cada vez mayor increencia en las instituciones que lo encarnan por parte de los gobernados, el inconsciente (salvaje) sigue perteneciendo al amo. También es preciso examinar las diferencias perceptibles entre lo que, en tiempos, se definía como marginalidad social con el fenómeno que hoy se describe, eufemísticamente, como precariedad 2 Madrid: Gredos,2011. 3 G r e ise r , Irene (2009): Delito y transgresión. Un abordaje psicoanalítico de la relación del sujeto con la ley. Buenos Aires: Grama, p. 81.

y que el psicoanálisis llama desinserción. Independientemente del término, en uno y otro caso la cuestión clave se encuentra en las diversas modalidades de hacer, o no, lazo social. Freud denominó «angustia social» la generada por la amenaza de castigo por parte del Otro social, tan solo mitigada por la presencia de un superyó capaz de interiorizar el principio de autoridad en cada miembro de la comunidad (otra cosa es el modo cruel y la fero­ cidad con la que ese superyó se cobra su deuda con cada sujeto). El propio Freud advirtió, sin embargo, que ni la amenaza de castigo ni el reproche social eran suficientes para evitar que los hombres dieran rienda suelta a esa «hostilidad primaria y recíproca» más próxima a la concepción hobbesiana que a cualquier idealización humanista. No obstante, cuando el inventor del psicoanálisis hacía este diagnóstico de la condición humana, la crisis del discurso del amo que ahora se observa en toda su agudeza era aún incipiente. El siglo XX ha estado acompañado de un radical cuestionamiento de las instituciones, por medio de las cuales el amo alimentaba la obe­ diencia y el sometimiento a los valores sobre los que fúndaba su dominio: la familia, la Iglesia, la escuela, las estructuras jurídico-institucionales y, finalmente, la coacción representada por los organis­ mos encargados de utilizar el monopolio de la violencia. El siglo XXI aparece como la consagración del triunfo del discurso universitario, que se garantiza a sí mismo esgrimiendo los emblemas de la ciencia y sus aplicaciones técnicas, al precio de la desubjetivación del lazo social. La percepción de una cierta ausencia de ley equivale a una suerte de coexistencia salvaje de múltiples leyes; el orden jerárquicopatriarcal de las religiones del Libro, portador del mandamiento feroz de una sola ley, encontró en el estado moderno el brazo secu­ lar que operaba como guardián de la obediencia al padre y a quienes comparecen como sus sustitutos institucionales. Por momentos, en estos tiempos de hegemonía del discurso capitalista, en ciertas situa­ ciones críticas el Estado y lo que él representa parece desvanecerse en una especie de afanisis de lo colectivo: la sociedad se psicotiza y emer­ ge una sensación de desamparo que genera angustia, y cuando la angustia alcanza una masa crítica, se convierte en pánico: la «angus­ tia pánica», en expresión de Freud, ejemplificándola con la situación de un ejército en desbandada.

La multiplicación de conductas violentas protagonizadas por niños y adolescentes -un concepto este que no fue utilizado por Freud, que viene impuesto desde otras disciplinas y, sobre todo, con una vocación clasificatoria, acentuada desde el Otro social- es un fenómeno cada vez más frecuente. Las crónicas de sucesos que se nutrían tradicionalmente de crímenes cometidos por adultos celosos, codiciosos o vengativos muestran ahora a chicos y chicas que, antes de haber alcanzado la mayoría de edad, emplean la vio­ lencia con una naturalidad que asusta. Se agrede o se mata en muchos casos sin pasar antes por la palabra; se asesina por un gadget, por una desafección imaginaria, por la rivalidad para atraer la mirada del otro, o para «ver qué se siente».4 Pasajes al acto aparentemente vacíos de significación, seguidos a posteriori por pueriles intentos de resignificación por parte de los autores, expli­ caciones carentes de cualquier posibilidad de interpretación lógica para las autoridades, los especialistas, para el entorno social. Por ello, resulta pertinente interrogarse si «la progresiva extensión de la violencia [... ] es correlativa de alguna especificidad de la subje­ tividad de la época, o se trata más bien de una estructura particular que se manifiesta en forma diferente, de acuerdo a los distintos períodos de la historia humana».5 Transgresores infantiles y juveniles los ha habido siempre, y no es necesariamente incompatible asociar sus actos con la especifici­ dad de la subjetividad imperante en su tiempo, con una estructura particular que subyace en los sujetos y que tiene más que ver con esa «hostilidad primaria y recíproca» percibida por Freud, y que en cada época de la historia humana se presenta con sus propias modalidades. Hasta mediados del siglo xx, los niños -en particular, en las zonas rurales, donde se concentraba la mayoría de la po­ blación- nacían y crecían en el seno de un grupo familiar am­ pliado, abarcador de varias generaciones y parientes que habitaban bajo el mismo techo; el destino de los hijos era incorporarse cuan­

4 Así lo expresaron, en el año 2000, dos chicas de dieciséis y diecisiete años de San Fernando (Cádiz), que asesinaron a puñaladas a una conocida de dieciséis. 5 T endlarz y G arc Ia , op. cit., p. 15.

to antes al trabajo para, a su vez, formar otra familia, procrear y continuar un ciclo tan monótono y previsible como las cosechas. El traslado masivo desde el campo a los núcleos urbanos, la incor­ poración de muchos niños y jóvenes al trabajo en las fábricas y la exclusión de otros muchos lanzados a las calles -un cuadro magis­ tralmente novelado por Dickens- impulsaron un incremento de la delincuencia protagonizada por esos «chicos de la calle» que aten­ taban contra la propiedad y amenazaban el orden público. Los primeros tribunales de menores se crearon en el estado norteame­ ricano de Illinois en 1899, iniciándose una acción coordinada entre las autoridades policiales y judiciales con movimientos cívi­ cos que, con un discurso redentorista, colaboraban con aquellas para controlar la vida de los menores y tenerlos bajo control, y que en la realidad expresaban «un esfuerzo punitivo, romántico e intrusivo para fiscalizar la vida de los adolescentes urbanos de clase baja y mantenerlos en su estatus de dependencia».6 En los hechos, supuso un impulso decisivo para el desarrollo de la criminología positivista, que buscaba explicar la criminalidad en causas bioló­ gicas, psicológicas o sociales, seguida, a partir de mediados del si­ glo xx, por las diversas escuelas funcionalistas, las sociologías del delito, el naturalismo y las fenomenologías norteamericanas, hasta el advenimiento de la que se autodenominó «nueva teoría de la desviación».7 A comienzos de los años setenta, apareció la obra ya clásica de Walton, Taylor y Young, que significó una reno­ vación de la criminología crítica y de la crítica del derecho penal claramente influida por el marxismo -y de la que está prácticafnente excluida cualquier aproximación psicoanalítica al fenómeno

6 P l a t t , Anthony (1988): Los salvadores del niño o la invención de la delin­ cuencia. México: Siglo XXI, p. 87. 7 La noción de «comportamiento desviado» se trasladó desde la sociología crimina] a la criminología, y describe una amplísima gam a de conductas, tanto delictivas como meramente contrarias a los usos sociales. Es claro que quien determina lo que constituye una desviación lo hace desde el discurso norm ati­ vo dominante, que define los paradigm as. Sin embargo, los sociólogos ingleses que desarrollaron esta teoría lo hicieron desde una perspectiva ideológica de izquierdas, para combatir el positivismo, criticar el papel de los órganos de con­ trol social y la práctica del labelling approach.

criminal-8, en la misma medida en que la cuestión de la responsa­ bilidad se desplaza de los sujetos a las estructuras socioeconómicas; y aunque hay un cierto reconocimiento de que, en determinadas circunstancias, la «conducta desviada» constituye una elección y que sus protagonistas se reconocen en ella buscando una identidad, la responsabilidad última del crimen radica en un ordenamiento social injusto. En el período transcurrido desde que el estructural-fúncionalismo pierde influencia, y hasta la emergencia de la corriente de la «nueva criminología», cobró fuerza, en la década de los años sesenta, la teoría del labelling approach, que etiqueta ciertos comportamien­ tos como delictivos, estigmatizando a los supuestos autores, que a partir de ese momento son identificados con el significante criminal. Los representantes de esta corriente, inspirados por el llamado «interaccionismo simbólico», sostenían que la calificación de ciertos hechos como delitos y a sus autores como delincuentes no dependía del hecho en sí, sino del significado que le venía atribuido por quie­ nes hacían la ley; de este modo, para la imposición social de deter­ minados valores, como «dominar los símbolos -el lenguaje-, ser capaz de establecer definiciones, es una forma de controlar las acti­ tudes igual que otras formas de control, pero más sutiles».9

3 Independientemente de que el poder para etiquetar los hechos -tipificar, en el lenguaje jurídico- es un atributo del amo ac­ tualmente devenido en auténtica manía clasificatoria, los efectos perversos del etiquetamiento, por cuanto se refiere a los sujetos

8 T a y lo r , P., W a lto n , I., y Y o u n g , J., op. cit. Los autores sostienen, asumien­ do la premisa de que la sociedad es injusta y desigual, que «el delito es siempre ese comportamiento que se considera problemático en el marco de esos ordenamien­ tos sociales; para que el delito sea abolido, entonces, esos mismos ordenamientos deben ser objeto de un cambio social fundamental». Y concluyen: «Lo imperioso es crear una sociedad en la que la realidad de la diversidad humana [...] no esté sometida al poder de criminalizar». 9 H. Becker, citado por L a rrauri , Elena (1991): La herencia de la criminología crítica. Madrid: Siglo xxi, p. 103.

concernidos por la etiqueta de delincuentes o criminales, operan en un doble aspecto: el sujeto es estigmatizado por el entorno social e institucional, dado que lleva consigo la etiqueta de delin­ cuente donde quiera que vaya, aun esforzándose para exhibir su obediente retorno a la disciplina socio-normativa, o bien se reco­ noce en su situación y la utiliza para reforzar su identidad, inte­ grándose en el grupo con el que comparte la etiqueta. Lo que sig­ nifica, en una palabra, identificarse con su síntoma, en este caso en relación con el goce que le proporciona la transgresión. Si el etiquetamiento que se realiza desde los significantes amo a través de los aparatos jurídico-institucionales, incluida la familia, produce los resultados indicados, su efecto deletéreo se multiplica cuando se aplica a los niños y jóvenes transgresores.10 La Ley Orgánica «reguladora de la responsabilidad penal de los menores» aprobada en España en el año 2000 -y modificada seis años des­ pués para endurecer los castigos- eliminó la calificación de delin­ cuentes sustituyéndola por la de infractores penales, expresando que la norma «tiene una naturaleza formalmente penal pero materialmente sancionadora-educativa del procedimiento y de las medidas aplicables a los infractores menores de edad». La Ley es aplicable a los menores que cometen delitos a partir de los catorce años y hasta los dieciocho. Para los delitos más graves cometidos por menores de catorce y quince años (homicidios, asesinatos, violaciones, terrorismo y pertenencia a bandas arma­ das), la sanción será de internamiento en régimen cerrado de uno a cinco años; si los hechos son cometidos por un menor de dieciséis o diecisiete años, la sanción será de internamiento en ré­ gimen cerrado de uno a ocho años, aunque el internamiento en régimen cerrado puede alcanzar los diez años para los mayo­ res de dieciséis y de seis para los menores de dieciséis años si exis­

10 La Convención sobre los Derechos del Niño, suscrita en Nueva York en 1989, establece que «para los efectos de la presente Convención se entiende por niño a todo ser humano menor de dieciocho años de edad». ¿Niños hasta los dieciocho años, en plena era de la globalización, con la extensión de las redes y todos sus contenidos al alcance? Esta es, si cabe, una evidencia más de que la ley va por detrás de la realidad social.

tiera más de un delito y alguno de ellos fuera de los más graves.11 En la exposición de motivos de la Ley se declara que «en el De­ recho Penal de menores ha de primar [... ] el interés superior del menor. Interés que ha de ser valorado con criterios técnicos y no formalistas por equipos de profesionales especializados en el ámbi­ to de las ciencias no jurídicas». La respuesta a los interrogantes de cuáles son esas «ciencias no jurídicas», y quiénes los «profesionales especializados» encargados de resocializar a los menores delincuen­ tes, revela con meridiana claridad la orientación de la Ley: las medi­ das sancionadoras deben perseguir «la concreta finalidad que las ciencias de la conducta exigen», lo que significa que los llamados «equipos técnicos» que han de informar al ministerio fiscal sobre «la situación psicológica, educativa y familiar del menor» actuarán siguiendo las teorías y técnicas cognitivas-conductuales. Hasta bien entrado el siglo xix se condenaba a muerte -y se ejecutaba públicamente- a niños en más de un país occidental. Y si los Estados Unidos de América no ha ratificado hasta hoy la Convención de 1989 se debe a que, en ciertos Estados, las leyes permiten juzgar, condenar y ejecutar a menores o a quienes, sien­ do mayores de edad, cometieron su delito siendo menores, o recluirles de por vida, dado que la citada Convención establece que «no se impondrá la pena capital ni la de prisión perpetua sin posi­ bilidad de excarcelación por delitos cometidos por menores de dieciocho años de edad». El texto anima a los firmantes a fijar una edad mínima antes de la cual se presumirá que los niños no tienen capacidad para infringir las leyes penales, lo que constituye en sí mismo un criterio dudoso, porque mezcla conceptos que no admi­ ten confusión. El concepto jurídico que fija la minoría de edad no es necesariamente equivalente a la madurez o inmadurez personal de cada sujeto concernido; ni la mayoría de edad penal garantiza la

11 Además del internamiento en régimen cerrado para los casos más graves, la Ley establece una numerosa serie de castigos menos graves: amonestación; internamiento en régimen semiabierto; internamiento en régimen abierto; inter­ namiento terapéutico; asistencia a un centro de día; libertad vigilada; tareas socioeducativas; tratamiento ambulatorio; permanencia de fin de semana, y la convivencia obligada con una persona, familia o grupo educativo.

vigencia de una autonomía de la voluntad -signifique lo que signi­ fique esta expresión- que a su vez exima o no al sujeto de hacerse cargo de las consecuencias de sus actos. La inmensa mayoría de los comportamientos transgresores protagonizados por menores no tienen trascendencia penal, incluidos los que son en realidad delitos y que, por diversas razo­ nes, quedan impunes, bien porque se los considera simples trave­ suras, bien porque se les aplica, por parte de los adultos, un trato benevolente y paternalista que confunde represión -una expresión con muy mala prensa- con ausencia de límites, bien porque los autores son penalmente inimputables por ser menores de catorce años. Sin embargo, todo esto, incluidas las normas jurídicas ten­ dentes a regular esas conductas, permanece en la superficie de las cosas. Se ignora aquello que configura una clave fundamental en el abordaje de las conductas adolescentes, «que como categoría social es la forma en que se sintomatiza la pubertad. Se refiere al momen­ to donde el sujeto se enfrenta con la falta de un saber sobre la re­ lación entre los sexos bajo el imperio de un real que empuja al encuentro y donde algo debe inventar».12 La serie niño-púberadolescente describe a esos sujetos que, de pronto, se vuelven tor­ pones, que tropiezan con los muebles -y con otros sujetos, unos extraños llamados adultos-, porque hay un cuerpo en transforma­ ción del que no se sabe y una economía libidinal que busca un camino del que tampoco se sabe. La crisis de la familia y la caída de las referencias ideales tradicionales, en particular la desvaloriza­ ción de la figura paterna, alientan la instauración de referentes sust-itutivos ante los que la desorientación de los adultos provoca auténticos estragos. La sociedad adolescente, caracterizada por la inmadurez, la ignorancia y una des-responsabilización generaliza­ da, delega en el amo por excelencia -el Otro de la ley, encarnado en la policía, los jueces, los reformatorios, el mundo psi- el supues­ to saber hacer con aquello que se ha renunciado a entender. La imposición del axioma de que nada es imposible, que todo está al

12 Tizio, Hebe (2008): «El enigma de la adolescencia», en R ec a l d e , Marina (comp.): Púberes y adolescentes - lecturas lacanianas. Buenos Aires: Grama, p. 12.

alcance y que la satisfacción debe ser inmediatamente colmada, a cuyo servicio está la invasión de los gadgets, los juegos virtuales, objetos en suma con los que muchos pádres tratan de combatir la angustia de castración y que les son ofrecidos-ofrendados a los hijos antes aún de que estos manifiesten sus deseos, está en rela­ ción proporcional a la frustración que provoca el no saber, el no tener. La mayoría de los niños y jóvenes consiguen superar este magma, caracterizado por la ausencia de límites, por la carencia de referencias identifícatorias, o por ambas. Sin embargo, las conduc­ tas de imitación, superada la fase infantil durante la cual perdura la confusión entre la realidad y la ficción, parecen haber encontra­ do un terreno fértil debido, entre otros factores, al fácil acceso a contenidos violentos -incluidos los referidos a agresiones sexua­ les- sin ningún control. La función de transmisión de valores indi­ viduales y sociales, antes depositada en los padres, la escuela y, cada vez menos, en la parroquia, viene siendo cuestionada por el con­ sumo constante de mensajes que llegan desde el escenario virtual y que exhiben una banalización de la violencia y la muerte. Que ciertas instituciones han dimitido de su responsabilidad en este asunto lo demuestra el hecho de que, en España, se estima que el 24% de los alumnos de la escuela primaria son víctimas del acoso por parte de sus compañeros, según datos de la OMS corrobora­ dos por estudios extraoficiales. En ese mundo en el que todo se da a ver, la frontera entre el pudor y el impudor se difumina, cuando no se borra por completo. El pasaje al acto violento puede sobre­ venir si la agresividad deja de ser tan solo una etapa necesaria en la afirmación del yo frente al otro y el objeto, para convertirse en antesala de comportamientos claramente autodestructivos -al entregarse a adicciones que implican un goce mortal-, o bien diri­ gidos al otro, actitudes ambas que suponen un rechazo del lazo social o bien una forma perversa de establecimiento de esos lazos. La violencia ejecutada por niños y adolescentes asusta y desconcier­ ta, en la medida en que los adultos encargados -supuestamente- de explicar el porqué de esas conductas, en realidad lo ignoran todo de sus protagonistas, en particular lo que toca a la pulsión de muerte y al goce. El entorno social, los amigos, las familias afecta­ das, las instituciones mismas, reaccionan con horror ante estos

pasajes al acto, y con el mismo horror -y en ciertos casos con un sentimiento de culpa más o menos soterrado por haber mirado hacia otro lado- cuando los menores son víctimas de los crimina­ les adultos.13

4 En 1994, en Manchester, dos niños de diez años asesinaron a otro de dos. Ese mismo año, en Madrid, dos jóvenes de dieciocho y diecisiete años asesinaron a un hombre al que no conocían, elegi­ do al azar. En Murcia, en el año 2000, un chico de diecisiete mató a sus padres y a su hermana -que padecía síndrome de Down- con un sable. Ya se ha citado el caso de las jóvenes Iria y Raquel, de die­ cisiete y dieciséis años, que asesinaron en Cádiz a una compañera de instituto «para saber qué se siente». En julio de 2009, una niña de trece años, disminuida psíquica, fue violada en Huelva por siete chicos menores de edad, dos de ellos penalmente inimputables por no alcanzar los catorce años; en abril de 2010, en una pequeña localidad de Toledo, una niña de catorce años mató a golpes y arrojó a un pozo a otra de trece, y los amigos de ambas comentaron con naturalidad que «en el pueblo es normal quedar para pegarse». En los últimos veinte años, los episodios de violencia homicida que tienen como ejecutores a niños y jóvenes, y como víctimas a sus compañeros o a miembros de la propia familia, se han reprodu­ cido cada vez con más frecuencia, especialmente en los Estados Unidos, pero también en Gran Bretaña y en menor medida en Francia y Alemania, para citar tan solo a algunos de los países occi­ dentales más desarrollados. Por lo que respecta a España, hay que señalar que, aun a gran distancia de los antes citados, ha aumenta­ do el número de delitos graves -homicidios y asesinatos, muchas veces precedidos por violencia sexual- protagonizados por jóve­

13 En al año 2008, se descubrió en Amstetten (Austria) el sótano en el que Joseph Pritzl, de setenta y tres años, mantuvo encerrada durante veinticuatro años a su hija y a los hijos-nietos que tuvo con ella. También en Austria estuvo encerrada en un zulo ocho años Natascha Kampusch, que fue secuestrada cuando tenía diez.

nes, a veces niños, y ello sin contar con numerosísimos casos de agresiones en el ámbito familiar que no trascienden.14 A este respecto, las estadísticas de la Fiscalía de Menores retratan, con bastante fidelidad, una situación que se repite y parece ir a más: se multiplican los casos de chicas que pegan a sus madres, de chicas que se pegan con otras chicas, de padres que soportan agresiones de sus hijos sin denunciarlas, en parte porque no quieren exhibir la humillación que implica para ellos la pérdida de autoridad, y en parte porque pedir la intervención de las instituciones equivale a reconocer su fracaso como progenitores. Es ilustrativo el caso de un joven de dieciocho años que intentó ahorcar a su madre con un cable «porque lo agobiaba»; reconoció que con su grupo de ami­ gos «no se disparaba porque ellos no le comían la oreja», pero sí con su hermano y su madre. Preguntado por qué lo hacía preci­ samente con aquellos con quienes convivía, respondió que era «porque son con los que normalmente paso el tiempo». Lo fami­ liar, lo próximo, y al mismo tiempo lo siniestro. Los delitos violentos protagonizados por menores, especial­ mente cuando van acompañados de agresiones sexuales, generan reacciones de diverso tipo. Además del natural y más o menos espontáneo rechazo que provocan en lo que Freud llamó «la sociedad ultrajada» -espontaneidad generalmente alimentada y condicionada por la explotación del caso en los medios de comunicación-, y dando por sentado el padecimiento de las víctimas y de sus familias, pue­ den distinguirse fundamentalmente dos tipos de respuesta. La pri­ mera y más primitiva es la reacción de los familiares de la víctima que, encabezados habitualmente por la madre, exigen justicia. Un reclamo que, a pesar de que no se reconozca como tal, se confun­

14 En 2010 se iniciaron en España 105.879 procedimientos judiciales contra menores, un 3,93% menos que en el año anterior, manteniéndose estable la pro­ porción de sentencias condenatorias: poco más del 90%. Los castigos impuestos consisten principalmente en libertad vigilada, trabajos en beneficio de la comu­ nidad, internamiento en régimen semiabierto o simples amonestaciones. Solo en casos excepcionales de delitos de sangre se aplica el internamiento en régimen cerrado. La criminalidad protagonizada por menores descendió en todas sus manifestaciones, aunque obviamente el registro de un año es insuficiente para confirmar una tendencia sostenida.

de muchas veces con la venganza. Es muy ilustrativo al respecto un episodio ocurrido en Sevilla en marzo de 2011, cuando un juez de menores absolvió de las acusaciones de homicidio y violación de una joven de diecisiete años a un chico que, en el momento de los hechos, tenía quince, aunque sí le condenó a una pena menor por encubrir a otros implicados. Al conocer la absolución, la madre de la joven manifestó públicamente que «ya no tenía fe en la justicia de las salas» y que tan solo «confiaba en la justicia carcelaria». Es difícil expresar más claramente un deseo de vindicta pública llamando a aplicar la ley de Lynch ante un pronunciamiento judicial considera­ do injusto, como parece imposible explicar a las víctimas directas o indirectas de un crimen atroz que casi nunca una condena -por fuerte que sea, incluso la de muerte- habrá de satisfacerles, y que permanecer instaladas para siempre en el rol de víctimas les impide hacer el duelo por la pérdida padecida. De situaciones como la des­ crita, en la que se ceban los medios más sensacionalistas, se aprove­ chan también ciertos grupos políticos para ejercer lo que se ha dado en llamar populismo jurídico: endurecimiento de las penas, rebaja de la edad a partir de la cual los menores puedan ser imputados y otras similares, cuya eficacia se ha mostrado más que dudosa. La segunda concierne a ese extenso conglomerado integrado por educadores, asistentes sociales, sociólogos, criminólogos, juris­ tas y, muy especialmente, por los presuntos expertos del mundo psi, del que las autoridades políticas reclaman explicaciones cientí­ ficas que den razón de las causas de la violencia entre los menores, y al que se apremia para que aporte soluciones.15 Dejando a un lado las opiniones tópicas, como la que atribuye sin matices a la influencia de la televisión el auge de la violencia,16 o la que insiste en reclamar a los padres que actúen con mayor autoridad -com o 15 Como se ha señalado antes, en realidad -y con los datos disponibles hasta el año 2010-, en España no ha habido un incremento de los delitos violentos protago­ nizados por menores de catorce años, aunque la percepción que tiene la opinión pública es muy diferente, debido en buena medida a lo que la ley denomina «alarma social» generada por estos hechos, claramente explotada por determinados medios. 16 Brandon Certerwall, de la Escuela de Salud Pública y Medicina Com u­ nitaria de Washington, sostenía no hace mucho que «si no hubiera televisión, hoy habría 10.000 asesinatos, 70.000 violaciones y 700.000 asaltos callejeros menos en

una solución taumatúrgica capaz de evitar la declinación de la figura paterna-, o aquella que señala como culpable al sistema educativo, conviene detenerse en las propuestas que, con mayo­ res pretensiones científicas, apuntan a «construir modelos que integren variables de personalidad y factores biológicos con factores psicosociales y socioculturales».17 Se trataría de superar la tradicional oposición entre las teorías ambientalistas, ligadas a la criminología y a la sociología criminal más clásicas, con las nuevas aportaciones de la biología y los estudios genéticos, para explicar las causas que están en el origen del «débil autocontrol» de los sujetos que cometen delitos,18 especialmente cuando se trata de jóvenes púberes y adolescentes. Está presente en prácti­ camente todas estas corrientes la preocupación por lo que defi­ nen como «propensión antisocial», atribuida precisamente al bajo autocontrol, y aunque difieren en cuanto al origen del mismo, todas participan de la preocupación por encontrar medios para detectar lo más precozmente posible las conductas «antisociales» con el fin de intervenir a tiempo antes de que se traduzcan en delitos. La citada propensión antisocial estaría caracterizada, entre otros factores, por «la baja inteligencia, altos niveles de atrevimiento, impulsividad, actividad y fortaleza físi­ ca». En suma, se considera que la impulsividad de los menores, junto con un «patrón desinhibido» de comportamiento, autori-

Estados Unidos», aunque no explicó qué método de investigación utilizó para obte­ ner conclusiones tan precisas. De ser acertada semejante hipótesis, que apela a la conducta imitativa de los niños a partir de los catorce meses, y a la facilidad para «interiorizar pautas de conducta violentas» -conductas que invaden los contenidos televisivos en todo el planeta- y, teniendo en cuenta que más de la mitad de la población del globo ha nacido y crece bajo semejante influencia, actualmente se estaría en todo el mundo en la fase hobbesiana del homo homini lupus. Las imáge­ nes televisivas pueden desencadenar ciertas conductas violentas en sujetos estruc­ turalmente predispuestos, pero su poder no debe ser sobrestimado. 17 A lc A z a r C ó r c o l e s , Miguel Ángel y Bouso S aiz , José Carlos (2008): «La per­ sonalidad y la Criminología. Un reto para la Psicología», en: Anuario de Psicología Jurídica 2008. Madrid: Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid, pp. 99-111. 18 Ibíd., p. 100. En términos jurídico-penales, se dice del autor de un crimen que se «ha saltado los frenos inhibitorios» que operan en la mayoría de las perso­ nas como un límite que les impide incurrir en pasajes al acto.

zaría a clasificarlos como propios de un «síndrome de des ñ iD ición cuyas dimensiones serían la impulsividad, la hiperactividad, conducta antisocial y elementos psicopáticos en el comporta­ miento».19 Como quiera que, a pesar de sus esfuerzos, estas corrientes sociológicas y psicológicas aplicadas a la criminología no pueden exhibir para sustentar sus teorías más que generalidades, en oca­ siones basadas en muestras de alcance muy limitado, estudios empíricos igualmente limitados y cuyos resultados son imposi bles de confirmar, o bien quedan atrapadas en meras tautologías, recurren cada vez más al auxilio de las teorías biologistas y gene­ tistas. De este modo desembarcan, enarbolando la bandera de la prevención, los estudios de neuroimagen de personas clasificadas como violentas o con propensión a la violencia, aplicados princi­ palmente a comprobar la relación existente entre ciertas deficien­ cias funcionales y estructurales que creen percibir en los lóbulos frontales y temporales y los comportamientos agresivos. No solo se llevan a cabo actualmente estudios mediante tomografías de emisión de positrones (PET), sino también otras investigaciones mediante técnicas de neuroimagen funcionales, utilizando to­ mografías computarizadas por emisión de fotón simple (SPECT) y estructurales por resonancia magnética, todas ellas tendentes a explorar la relación entre las emociones y la agresividad y la violencia. E incluso aquellos investigadores que provienen de las discipli­ nas clásicas que estudian la criminalidad, aunque tratan de mati zar la rotundidad de las pretendidas conclusiones obtenidas por la neurobiología insistiendo en la necesidad de tener en cuenta los factores ambientales, culturales o educativos, eluden referirse a la subjetividad de los sujetos implicados. Ni siquiera parecen tener en cuenta ese elemento subjetivo a pesar de comprobar que muchos menores criminales -una vez detenidos e interrogados- no mues­ tran el menor asomo de culpa o arrepentimiento por sus actos y aunque asuman como inevitable la sanción penal que viene del

Otro social como consecuencia de sus actos, eluden afrontar esa otra responsabilidad, la subjetiva, que acaso les posibilitaría salvarse de la repetición y de quedar para siempre etiquetados (adheridos) al horizonte criminal.

5. EL MUNDO PSI EN EL PLANETA JUDICIAL

«¿El papel del psiquiatra en materia penal? N o experto en responsabilidad, sino consejero en castigo; a él le toca decir si el sujeto es peligroso, de qué manera p ro­ tegerse de él, cóm o intervenir p ara m odificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar». M ichel F o u c a u l t

1 La lógica perversa del sistema institucional conduce a lo peor. Como quiera que el endurecimiento de las leyes y el funciona­ miento de los llamados centros de internamiento,1junto con toda la panoplia de medidas destinadas a los eufemísticamente llama­ dos «infractores penales», no impiden que se repitan los actos cri­ minales protagonizados por menores, los responsables políticos son cada vez más tributarios del discurso científico. Con el objeti­ vo declarado de anticiparse al acto criminal y presentados como políticas de prevención (un significante tranquilizador), se vienen desplegando desde hace años proyectos tendentes a lograr un mejor y mayor control de los sujetos cuya conducta actual, o pre visiblemente futura, constituyen una amenaza al orden social. Enfermos mentales, parados, extranjeros, adictos, jóvenes criados en familias desestructuradas, o que han manifestado impul­ sos agresivos y que padecen un «bajo autocontrol», todos clasifi­ cados y etiquetados como sujetos resto -excluidos del lazo social, desinsertados en términos psicoanalíticos- son objeto de evalua­ ciones y «terapias psicológicas basadas en la evidencia» siguiendo 1 Centros de internamiento que son, en realidad, reformatorios -u n signifi­ cante que no podría ser más ajustado a la esencia del discurso del amo: reformar, modelar a los sujetos para que se pongan obedientemente en fila.

el modelo EBM (Evidence Based Medicine), tal y como recomen­ daba el National Institute for Medical Excellence antes citado. En la misma línea, dedicada a proponer medidas para «predecir», a través de controles ejercidos desde la infancia, qué niños podrían llegar a convertirse en futuros delincuentes, el Instituto Nacional de la Salud y de la Investigación Médica francés (INSERM) elabo­ ró un informe, en el año 2005, titulado «Trastornos de conducta en niños y adolescentes», fuertemente centrado en carencias biológi­ cas determinantes para explicar la no identificación al otro como la ausencia de inhibición, rehusando cualquier intento de historización tendente a la singularización sintomática.2 No es casualidad la coincidencia entre la nosología citada en el capítulo anterior -impulsividad, hiperactividad, comportamientos psicopáticos, altos niveles de atrevimiento- para explicar la «propensión antiso­ cial», con el «trastorno de déficit de atención con hiperactividad» (TDAH), y con el «trastorno oposicional desafiante» (TOD) que el INSERM incluye junto con el factor genético. El aspecto más pre­ ocupante del informe lo constituye, sin duda, la propuesta/suge­ rencia de hacer un seguimiento del comportamiento de los niños en fichas individuales, en las que quede registrado, si se ha pelea­ do, con qué frecuencia, si ha pegado, mordido o pateado, si no obedece, si no tiene remordimientos, etc., con el fin de someterles -en el caso de que estén presentes estos factores de riesgo- a tra­ tamientos preventivos. Se trata se evaluar a las personas, medirlas en sus aptitudes, conocimientos, rendimientos. Estimar su adaptabilidad a las nor­ mas sociales, empresariales, educativas, y, en su caso, corregir a tiempo las desviaciones en potencia o en acto. Y como los evalua­ dores han de ser también evaluados, y los sujetos que integran la pirámide jerárquica en quienes recaen las decisiones son suscepti­ bles de perder la objetividad, la responsabilidad última se deposita en las máquinas que, después de complejos cálculos informáticos, procesan las respuestas obtenidas de los sujetos entrevistados y

2 Citado por L au ren t , Eric (2006): «Blog de notas: psicopatía de la evalua­ ción», en revista El Psicoanálisis 10, p. 20.

emiten un dictamen que, con toda probabilidad, determinará el futuro del candidato. Se trata de un paso más hacia la reificación de los sujetos mediante la evaluación como sistema. Como señala Jean-Claude Milner, «la expansión de la evaluación y su carácter aparentemente irresistible no se comprenderían bien sin tener a la vista la promesa que anuncia: gracias a ella, se dice, las cosas al fin podrán gobernar».3 Si las cosas se gobiernan solas, ironiza este autor, ¿por qué no gobernarían a los hombres? El político más sabio sería, entonces, aquel que explicara lo que quieren las cosas; el experto más serio se limitaría a traducir lo que ellas dicen; la estrategia más prometedora tendría como programa la transfor­ mación aceptada de los hombres en cosas. Cuando se está -o se cree estar- en presencia de sujetos poten­ cialmente peligrosos para el orden social -aunque las estadísticas tan solo pueden proporcionar probabilidades, no certezas-, entran en funcionamiento, junto con el régimen diagnóstico, los profesio­ nales del mundo psi con las «terapias psicológicas basadas en la evidencia», haciendo las recomendaciones destinadas a los órga­ nos institucionalmente competentes para clasificarlos y, eventual­ mente, basarse en los dictámenes de los peritos para pronunciar sentencias. Cuando los jueces deben instruir o resolver en asuntos que requieren conocimientos específicos para pronunciarse acerca de la inimputabilidad total o parcial de un sujeto, recurren a las opiniones de psicólogos y psiquiatras que, DSM-IV en mano, dic­ taminan sobre la mayor o menor conciencia que el acusado tiene de la ilicitud del acto y de la voluntad para cometerlo. Sin embar­ go, como ha señalado Eric Laurent, «el DSM se quiere ateórico, pura enumeración de síndromes. A partir de la alengua4 del sínto­ ma, las elucubraciones de los lenguajes clínicos solo se ordenan según la serie estadística. Solo la medida de la frecuencia define la legitimidad de un fenómeno. El DSM, por su fragmentación y su sola sumisión a la ley de los porcentajes, ha revelado que la clínica está hecha de pedazos de real que los lenguajes clónicos velan bajo 3 M iln e r , Jean-Claude (2007): La política de las cosas. Málaga: Miguel Gómez Ediciones, p. 19. 4 La palabra «alengua» hace referencia al silencio del síntoma.

la coherencia del sistema».5 El mismo Laurent cita un comentario del profesor de psicología Serge Lesourd, en el que ironiza sobre el alcance que puede llegar a tener el diagnóstico del «trastorno oposicional desafiante» (TOD) en relación con la definición que de él proporciona el DSM: «Conjunto de comportamientos negativos, hostiles o desafiantes durante al menos 6 meses (con presencia de al menos cuatro criterios: se enfada, protesta a menudo contra los adultos, se opone con frecuencia o rechaza las peticiones o reglas formuladas por estos, fastidia a menudo a los demás y deliberada­ mente, hace soportar al otro la responsabilidad de sus propios errores o de su mala conducta, se muestra susceptible o fácilmente irritable, se enfada a menudo y está lleno de resentimiento, se muestra a menudo malo o vindicativo». Con semejante definición, escribe Lesourd, «al hacer de una oposición un trastorno (se) borra toda posibilidad de captar el sentido, a veces justificado, de una revuelta. Si se considera tal trastorno del adolescente a partir de una lectura social de sus signos, hubiéramos obtenido en 1970 la definición del izquierdista, y en el año 2000 la definición del joven en dificultad».6 El término psicopatía y su correspondiente adjetivo, psicópata, se deben a Emil Krápelin, y aunque parecieron quedar en desuso durante mucho tiempo y la jurisprudencia de los tribunales era muy cautelosa en su utilización, han recuperado protagonismo tanto en los estudios e investigaciones como en la clínica. De hecho, el DSM- IV no lo incluye, aunque reparte la sintomatología generalmente atribuida a la psicopatía entre el «trastorno disocial» y los «trastornos de la personalidad». No es un concepto comple­ tamente ajeno al psicoanálisis,7 y aunque dejó de ser utilizado durante cierto tiempo y se discute su incorporación a la lista de las

5 L a u r e n t, Eric (2009). «Para el encuentro americano», en: 4o Encuentro Americano -• XVI Encuentro Internacional del Campo Freudiano, convocado con el enunciado «El síntoma y el lazo social». Buenos Aires. 6 L a u r e n t (2006), art. cit., p. 22. 7 Freud utilizó la expresión «psicopático» en un textoredactado en 1904: Personajes psicopáticos en el teatro. Lacan la emplea una vez en la Introducción teó­ rica a las funciones del psicoanálisis en criminología.

enfermedades mentales, no se debe desatender su existencia y las consecuencias de su empleo; e independientemente de las tenden­ cias biologizantes que buscan explicar la psicopatía por trastornos neurológicos -lesiones en el córtex frontal o disfunción de la amíg­ dala-, el psicoanálisis puede aportar su propia mirada. A este res­ pecto, señala Eric Laurent que «desde nuestra perspectiva, en la dimensión del otro real, el real sin ley, el psicópata, por su acción loca, no regulada, repetitiva, fuera del sentido, intratable, nos recuerda la presencia de un mundo primordial anterior a la pro­ hibición (ya que) el psicópata actúa del tal modo que ignora la prohibición y la dialéctica que le vincula a la transgresión».8 Se trataría de observar hasta qué punto, para el psicópata, no funcio­ na esa prohibición que al resto de los sujetos protege del goce y de la angustia; él es una «figura residual donde se anudan, sin trascen­ dencia, goce y normas fuera de toda prohibición [... ] el psicópata es el reverso del sinthome [que es] el que mantiene juntas a las dos vertientes: la vertiente significante de su envoltura formal y la carga libidinal del objeto a», nos dice Laurent. Estas consideraciones suscitan, sin embargo, ciertas dudas, en tanto en muchos comportamientos psicopáticos están también presentes claros rasgos psicóticos. De hecho, la afirmación de que el psicópata actúa en la dimensión del otro real, sin ley, que su acción es «loca, no regulada, repetitiva, fuera del sentido», remite a una sintomatología psicótica. En efecto, el psicótico carece de ley, mientras que el psicópata no la ignora, simplemente la desprecia, porque uno de los rasgos más acentuados del comportamiento psicopático es el desafío consciente al orden establecido. La inopia de las terapias cognitivo-conductuales y la insuficiencia de las cla­ sificaciones basadas en cálculos estadísticos y sus respectivas eva­ luaciones, que dejan fuera la subjetividad, vienen a confirmar que solo la clínica del sujeto está en condiciones de proporcionar una alternativa. La jurisprudencia del Tribunal Supremo español sostenía, hasta hace no mucho tiempo, con respecto a los procesados cuya impu-

tabilidad era dudosa en consideración a su salud mental, que «la esquizofrenia viene siendo considerada por la ciencia médica, de la cual la jurisprudencia debe convertirse en tributaria, como una psicosis endógena, de un gen orgánico o cerebral, que con­ siste en la disociación intrapsíquica de la personalidad y que conlleva, con la ruptura entre el mundo interior del enfermo y el exterior, hondos trastornos de pensamiento y de la afectividad y, a veces, alucinaciones o ideas delirantes y perturbaciones psicomotrices, notas que justifican sobradamente que la misma haya sido considerada, en ocasiones, como presupuesto de inimputabilidad». Sobre los psicópatas el mismo Tribunal expresaba que «son personas con anomalías de carácter muy acentuadas que les impiden su adaptación a las normas penales y sociales vigentes [que] no pueden ser incluidos propiamente en el(concepto de enajenado o semienajenado [...] porque la causa de sus desviaciones no es morbosa o patológica, sino simplemente psicológica o caracterológica, conservando intactas sus facul­ tades mentales que son base y sostén de su imputabilidad [... ] pudiendo decirse que mientras el psicópata mantiene intactos sus controles intelectivos e inhibitorios o volitivos, pero no quie­ re ni se preocupa de utilizarlos, como hacen la mayor parte de las personas consideradas normales que viven en su sociedad, el enajenado tiene su cerebro afectado en más o menos por una enfermedad, lesión cerebral o disfunción orgánica que le impide emplearlo debidamente, por lo que en la mayoría de las legisla­ ciones penales no se considera al psicópata como un inimputable total o parcial, sino que solamente se otorga la exención o atenuación al psicótico». La consecuencia de esta interpretación jurisprudencia] del artículo 8 del Código Penal vigente hasta el año 1996, que empleaba los términos «enajenado» y «trastorno mental» con las derivaciones propias de la nosología psiquiátrica, era que quedaban -literalm ente- fuera de la norma un sinnú­ mero de casos cuyo examen y la determinación de la respon­ sabilidad penal exigía una sutileza y precisión mayores que la simple clasificación entre sano, y por lo tanto responsable, o loco y por consiguiente irresponsable.

2 El Código Penal actualmente vigente, al precisar las circunstancias que eximen de responsabilidad penal, ha sustituido la califica­ ción de «enajenado» por la más amplia de «anomalía o alte­ ración psíquica» que impida al acusado comprender la ilicitud de su acto, aunque mantiene el concepto de «trastorno mental transitorio» en el que parece englobar los estados de intoxica­ ción aguda producto de la ingesta de estupefacientes o bebidas alcohólicas -incluyendo los síntomas propios del síndrome de abstinencia- para, finalmente, referirse a quienes, «por sufrir alteraciones en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, tengan alterada gravemente la conciencia de la realidad». Una diferencia sustancial en relación con la anterior redacción es que el internamiento en establecimientos psiquiátricos de sujetos criminales declarados inimputables -absueltos penalmente por no ser responsables de sus actos- no podrá superar el tiempo de con­ dena que les hubiera correspondido de ser hallados culpables. Esto supone que, una vez cumplido ese plazo, los psiquiatras deben informar al tribunal si estiman que el interno está en condiciones de salir en libertad sin que represente un riesgo para terceros, aconsejar en caso contrario la prolongación de la reclusión, o someter al sujeto a un régimen de semilibertad bajo control y mediante la aplicación de las denominadas «medidas de seguri­ dad». Una consecuencia paradójica es que, de un lado, limita el poder de los médicos al no dejar exclusivamente en sus manos la decisión de mantener a estos sujetos indefinidamente recluidos, ya que sus informes no son vinculantes para los tribunales, y al mismo tiempo puede suponer un riesgo el poner en la calle a per­ sonas cuya patología puede convocarles a la reincidencia.9

9 Este es un asunto no resuelto y nada abstracto de política criminal, que no se limita a los sujetos declarados irresponsables y recluidos en psiquiátricos peni­ tenciarios. También delincuentes declarados culpables y condenados han aprove­ chado sus permisos carcelarios o su libertad definitiva para cometer nuevos crímenes, debido precisamente a la ineficacia de los criterios de evaluación y el desprecio por un tratamiento individualizado atento a la subjetividad.

A partir de 1999, el Tribunal Supremo modificó su criterio con respecto a la psicopatía, hasta entonces considerada una «atipia caracterológica», admitiendo que se trata de un auténtico trastor­ no mental. Este cambio, asumido en consonancia con la inclusión de la psicopatía en la lista de trastornos mentales y del com­ portamiento en la Clasificación Internacional de Enfermedades Mentales elaborada por la Organización Mundial de la Salud, habría de tener importantes consecuencias de cara a la aplicación de las circunstancias eximentes o atenuantes de la responsabilidad en los delitos cometidos por sujetos diagnosticados como psicópa­ tas. La eliminación de la expresión «enajenado» del Código Penal y su sustitución por la de «cualquier anomalía o alteración psíqui­ ca» simplifica la tarea de los jueces, en tanto que para determinar la responsabilidad de un sujeto lo primero que deben preguntarse es si el acusado está en condiciones de comprender la ilicitud del hecho y de actuar conforme a esa comprensión. «Es esta -explica la jurisprudencia- una definición de la imputabilidad que pone prudentemente el acento en la mera aptitud del sujeto para ser motivado por la norma, al mismo nivel que lo es la generalidad de los individuos de la sociedad en que vive, y, a partir de esa motiva­ ción, para conformar su conducta al mensaje imperativo de la norma con preferencia a los demás motivos que puedan condi­ cionarla». Tributarios, como se declaran, «tributarios de la ciencia médica» (y psicológica), los jueces se entregan al mundo psi para dictar las sentencias que eximan por completo de responsabilidad a los procesados, o bien reducir las condenas cuando las anomalías psíquicas no sean de tal magnitud que les impidan «comprender la ilicitud del hecho y actuar conforme a esa comprensión». La aplicación en la práctica de la doctrina de los tribunales y sus consecuencias puede examinarse plasmada en dos casos crimina­ les relativamente recientes acaecidos en España. En 1994, dos jóvenes -uno de dieciocho años, Javier Rosado, y el otro de diecisiete- ejecutaron en Madrid un asesinato, pre­ viamente programado en forma de juego de rol, con una víctima elegida al azar. Este pasaje al acto criminal desde un juego de orde­ nador, eludiendo toda mediación simbólica, la edad y condición social de los asesinos -estudiantes, de clase media-, y las caracte-

rísticas de la víctima -u n humilde trabajador en la cincuentena, casado y padre de familia-, y especialmente la crueldad y el ensa­ ñamiento demostrados, convirtieron en un suceso el juicio cele­ brado tres años después. En él comparecieron psicólogos, médicos forenses, un psiquiatra penitenciario, un psiquiatra forense, un perito psiquiatra de la defensa y un perito psiquiatra de la acusa­ ción particular. Todos ellos emitieron sus respectivos informes, que luego ratificaron -y en algún caso rectificaron- ante el tribu­ nal, quedando de manifiesto una diferencia sustancial entre los dictámenes de los psicólogos y los de los psiquiatras con respecto al diagnóstico clínico del acusado mayor de edad, el único que pos­ teriormente recurrió la sentencia alegando, entre otras cosas, su estado de enajenación. En tanto que los psiquiatras y médicos forenses lo definieron como un psicótico, los psicólogos diagnos­ ticaron un trastorno psicopático de la personalidad -que el sujeto utilizaba para fingirse loco- pero que era perfectamente conscien­ te de la ilicitud de su acción.10 Ambos jóvenes fueron condenados por asesinato alevoso con la agravante de ensañamiento, además de por robo y conspiración para asesinar, aplicándose al de dieci­ siete años la circunstancia atenuante de minoría de edad. De juego de rol expresa la sentencia del tribunal que «consiste en la recreación de un mundo imaginario en el que cada uno de los jugadores interpreta a un personaje a quien se le asignan determi­ nadas pautas de actuación, sometidas en último término a la direc­ ción del responsable de la actividad lúdica [... ] función asumida en muchas ocasiones por el procesado [de mayor edad]». Y de la relación entre ambos jóvenes se hace constar que «tenían una gran amistad y una relación de dependencia afectiva y cierta simbiosis y de sumisión del menor con respecto al mayor». Relata la sentencia que el acusado Javier Rosado «había ideado una especie de rol llamado Razas, al cual venían jugando un reducido grupo de amigos; la peculiaridad de Razas consiste en dividirlo todo en

10 En su artículo «Motivos del crimen paranoico: el crimen de las hermanas Papin», publicado por primera vez en la revista Minotaure (n° 3), de diciembre de 1933, Lacan ya había advertido que la simulación, alegada por ciertos sujetos para explicar su comportamiento, no excluye que este sea por ello menos típicamente mórbido

determinados arquetipos que representan una parte de la persona­ lidad de una persona, inspirados en ocasiones en ciertas publicacio­ nes como libros de terror, ciencia ficción, cómics, vídeos; pero siempre impregnados los personajes por la violencia, el terror, el odio, las armas y la muerte. El procesado [... ] decidió superar tanto la forma lúdica documentada en fichas, como la de la escenifica­ ción, para materializar en el mundo de la realidad física un plan consistente en dar muerte a una persona»; lo que efectivamente hicieron el 30 de abril de 1994, después de haber comprado unos guantes de látex, proveerse de sendos cuchillos y deambular por un barrio de Madrid hasta que eligieron a su víctima. El contenido de la sentencia muestra que el tribunal, además de juzgar la capacidad de los acusados para «comprender la ilicitud del acto y actuar conforme a esa comprensión», optó por asumir el dictamen de los psicólogos, que estimaron que Javier Rosado padecía un trastorno de la personalidad (psicopatía), rechazando que se tratase de un psicótico. Esta decisión permitió condenar al acusado mayor de edad sin aplicación de ningún atenuante, exclu­ yendo así la absolución por aplicación de la eximente completa de responsabilidad derivada de un diagnóstico de locura. Admitir que se trataba de un psicótico hubiera supuesto absolverlo penalmente y recluirlo en una psiquiátrico penitenciario, con un efecto prác­ ticamente similar a un encierro carcelario, pero no es difícil con­ jeturar que si el tribunal se inclinó por la condena, y no por la absolución, se debió muy probablemente a la presión de los medios de comunicación y a la alarma social despertada. En efec­ to, la expresión absolución, con la carga desculpabilizadora que inevitablemente conlleva para la mayoría de la gente, hubiera resultado inaceptable en relación con la premeditación y la fe­ rocidad exhibida por los asesinos, la edad y condición social de estos y la azarosa elección de una víctima humilde e indefensa.11

11 La sentencia describe cómo, durante el forcejeo con la víctima, el sujeto perdió el cuchillo con el que ya le había inferido diversas heridas, por lo que «per­ sistiendo en el propósito de seccionarle la garganta, introdujo su mano derecha y luego las dos en la herida del cuello, realizando desgarros en los tejidos, cartíla­ gos, incluso metió la mano en la b oca...».

Se repite aquí una paradoja que aparece constantemente en estos casos, en los que la crueldad y el salvajismo del hecho criminal -difundidos y amplificados por los medios, casi sin excepciónaviva el ánimo de venganza colectiva. De un lado, se pide que caiga sobre el acusado «todo el peso de la ley»; un peso que nunca será suficiente para satisfacer a quienes confunden la justicia con la ley, y que abre el camino sin fin de los reclamos de endurecimiento de las penas; y de otro, no se admite que el criminal sea declarado loco, en tanto ese diagnóstico obliga a los jueces a pronunciar un veredicto absolutorio, que para las víctimas y el coro de vengado­ res espontáneos es inaceptable en la medida en que confunden exención de responsabilidad con inocencia. «Cualquier cosa, menos loco», proclaman, recurriendo a la figura del monstruo, del perverso constitucional, para explicar comportamientos como el del austríaco Joseph Fritzl, de setenta y tres años, que mantuvo a su hija encerrada en un sótano durante veinticuatro años, junto con los hijos-nietos que había tenido con ella. ¿Una decisión oportunista de un tribunal más atento a la posi­ ble reacción de una opinión pública -y publicada- ante una sen­ tencia absolutoria, que al rigor de los dictámenes periciales? En cualquier caso, ello no impide que, independientemente de los motivos por los que los jueces optaran por sostener su decisión en los informes de los psicólogos, se pueda examinar más detenida­ mente un posible diagnóstico de psicosis de este sujeto. Una clave la proporciona la misma sentencia, cuando describe la naturaleza del juego de rol como «la creación de un mundo imaginario» en el que los personajes se asignan determinadas pautas de actuación, «materializándose en fichas de papel en las que aparecen registra­ das todo tipo de informaciones, así como de experiencias surgidas en la actividad y las peculiaridades de cada personaje. Después del crimen, Rosado escribió estos hechos en un relato y confeccionó una ficha para el juego de Razas dándole el nombre de la víctima del asesinato a una imagen de una persona gruesa que portaba una bolsa, y a la que se indicaba que le faltaban las cuerdas vocales. La narración del episodio escrita por el asesino dice textualmente: «Habíamos estado afilando cuchillos, preparándonos los guantes y cambiándonos. Elegimos el lugar con precisión [...] Se suponía

que yo era quien debía cortarle el cuello. Yo sería quien matara a la primera víctima. Era preferible atrapar a una mujer, joven y boni­ ta (aunque esto último no era imprescindible, pero sí saludable), a un viejo o a un niño [...] Una viejecita que salió a sacar la basura se nos escapó por un minuto, así como dos parejitas de novios (¡maldita manía de acompañar a las mujeres a sus casas!) [ ...] Vi a un tío andar hacia la parada de autobuses. Era gordito y ma­ yor, con cara de tonto. Se sentó en la parada [...] El plan era que sacaríamos los cuchillos al llegar a la parada, le atracaría­ mos y le pediríamos que nos ofreciera el cuello (no tan directa­ mente, claro). En ese momento, yo le metería el cuchillo en la gar­ ganta y mi compañero en el costado. La víctima llevaba zapatos cutres y unos calcetines ridículos. Era gordito, rechoncho, con una cara de alucinado que apetecía golpearla, y una papeleta imagina­ ria que decía: quiero m orir...». No ha habido lugar para lo simbólico en el comportamiento de este sujeto, cuyo diagnóstico está más próximo a la esquizo­ frenia que a un pretendido trastorno de la personalidad. Ni siquiera puede armar un delirio para defenderse de la invasión de goce, dirigida a lo real-corporal, sin que nada opere como un obstáculo a la realización de sus deseos. En este, como en los demás procesos penales, la sentencia no la firman los peritos, sino los miembros del tribunal. Pero ¿quién decide realmente el destino de los sujetos enjuiciados? Comentando la evolución del derecho penal, Lacan y Cénac citaban los Juicios de Dios de la Edad Media y la doble instancia a la que los sujetos se veían some­ tidos. La secularización de las sociedades occidentales parece haber sustituido aquella doble instancia por otra fórm ula en la que el derecho, como primera (supuesta) garantía del procesa­ do, no puede no contar con el discurso psi. El hecho de que el dictamen de los expertos no sea vinculante para el juez resulta, en los hechos, una posibilidad más bien teórica. En el mejor de los casos, el juez o el tribunal disponen de más de un dictamen pericial, de modo que el lenguaje jurídico desplegado en la sen­ tencia estará revestido y se sostendrá en explicaciones científicas aportadas por los especialistas, lo que no impide al mismo tri­ bunal -facultado para valorar las pruebas- inclinarse por una u

otra opinión, en no pocas ocasiones influido por consideracio­ nes extrajurídicas.12

2

El segundo de los casos paradigmáticos es el suceso acaecido en el año 2003 en la Fundación Jiménez Díaz-Clínica de la Concepción, de Madrid, cuando la doctora Noelia de Mingo, de treinta y cuatro años, atacó con un cuchillo al personal del centro y a diversos pacientes, causando tres muertes e hiriendo a otras cuatro personas. Ocultando el cuchillo bajo su bata, Noelia sorprendió a las vícti­ mas, en unos casos por la espalda y en otros de frente, e incluso remató a una de ellas después de haberla dejado malherida. El recorrido homicida por los pasillos de las unidades 33 y 43 acabó cuando la agresora fue reducida en la zona de los quirófanos por un auxiliar y dos celadores. Examinada por los psiquiatras forenses, estos dictaminaron que «la naturaleza de la enfermedad padecida por la acusada es la pérdida de la identidad, el sujeto no es el mismo. Piensa que es real lo que le ocurre. Las ideas patológicas le hacen pensar que son sus propios compañeros los que le van a perjudicar. Además no tiene conciencia de enfermedad [... ] Tiene delirios y alucinaciones que vive de forma real. Todos los médicos, pacientes y enfermeros eran actores que simulaban y la estaban perjudicando y también esta­ ban perjudicando a su familia. Con esta patología la inteligencia de Noelia, la lógica y la capacidad de respuesta, no se perdía para otros temas o vivencias. Es decir, tenía conservadas sus capacida­ des volitivas e intelectivas para determinadas actividades cotidia­ nas. Se produce una pérdida del yo pero tiene capacidad intelectiva adecuada. Lo que tiene afectado es el juicio de la realidad. Por ello, puede afirmarse que la anomalía o alteración psíquica que sufría

12 Javier Rosado ha tenido un buen comportamiento durante su encarcela­ miento, ha acabado la licenciatura que había comenzado antes del crimen y com­ pletado otra, y actualmente está en régimen de semilibertad.

Noelia no le impedía el conocimiento y la comprensión de la uti­ lización en la ejecución de medios, modos o formas que tendían directamente a asegurar la ejecución del hecho sin el riesgo que, para su persona, pudiera derivar de la defensa del ofendido, tal y como es definida la alevosía en el Código Penal». El tribunal, a resultas de esos informes y desechando los ar­ gumentos de algunas de las acusaciones particulares -dirigidas a probar que la agresora no tenía completamente anuladas las «capacidades de querer y conocer»-, decidió aplicar la eximente completa de responsabilidad por padecer la acusada una «esquizo­ frenia tipo paranoide con delirios de persecución y alucinaciones». La sentencia de junio de 2006 la absolvió de los tres delitos de ase­ sinato, cuatro delitos de tentativa de asesinato y otro de lesiones graves, y se acordó la medida de seguridad consistente en su «inter­ namiento en un centro psiquiátrico penitenciario por un tiempo máximo de veinticinco años, no pudiendo abandonar el estableci­ miento sin autorización del tribunal». En suma, se la declaró jurí­ dicamente irresponsable. Tanto el fiscal como las acusaciones particulares reclamaron, además, que fuera declarada «responsable civil subsidiaria» la Fundación Jiménez Díaz-Clínica de la Concepción y como «respon­ sable civil directa» la aseguradora Mapfre, peticiones a las que acce­ dió el tribunal de cara a las indemnizaciones fijadas en la misma sentencia para las víctimas. Expresa el fallo que «no cabe duda de que la Fundación Jiménez Díaz debe responder de forma subsi­ diaria del pago de las indemnizaciones [...] no solo porque la acusada se encontraba en el hospital como médico residente de 3er curso y trabajaba con contrato de la citada Fundación, sino tam­ bién porque por los responsables de esta [se refiere a la agresora] se conocía su estado y situación y no se adoptó medida alguna tendente a evitar un resultado que en cierta medida era previsible y evitable». ¿Quiénes tenían la obligación de prever y la posibilidad de evitar este suceso trágico? Aquí reside otra cara de la responsa­ bilidad -en este caso, objetiva- que apunta a los superiores de Noelia, a quienes otros empleados del centro médico habían informado de la situación de la residente, advirtiendo de los

temores que suscitaba su estado y el peligro que suponía su mantenimiento en el hospital, sin que aquellos tomaran medida alguna. La información de la que disponían sus jefes acreditaba: 1) que Noelia no hacía guardias, ni se relacionaba con otras personas; 2) que no acudía a las sesiones clínicas pese a ser obli­ gatorias para los residentes; 3) que el jefe del servicio había deci­ dido que Noelia tan solo viese a pacientes nuevos, porque «era donde menos daño podía hacer»; 4) que dejaba en blanco las historias clínicas a su cargo; y 5) que se reía sin sentido y «escri­ bía» informes tecleando frente a un ordenador apagado. Y aun­ que no se les pueda atribuir a esas personas una responsabilidad in eligendo, dado que la contratación de Noelia era una decisión de las autoridades del centro, sí deberían hacerse cargo de las consecuencias de no haber ejercido adecuadamente la responsa­ bilidad in vigilando.

3 Declarar no responsable al sujeto e internarle en un psiquiátrico equivale a privarle de cualquier entidad civil, cercenar toda posibi­ lidad de establecer un lazo social no patológico. ¿Es esa perspecti­ va mejor para él que juzgarle, condenarle y que cumpla la pena en una prisión ordinaria, en la que nada impide que reciba un trata­ miento adecuado? En su Tratado sobre el padre, Pierre Legendre ha señalado la encrucijada en la que se encuentran los especialistas del mundo psi -en particular, los psiquiatras- cuando deben compa­ recer a dictaminar acerca del estado mental de un acusado. «En el trasfondo -escribe este autor- la evocación de la relación entre la psiquiatría y su sello institucional permite poner el dedo sobre lo más delicado: la imposibilidad, para el psiquiatra, de asumir el estatuto de simple experto científico en un proceso criminal. ¿Por qué? Esencialmente porque la psiquiatría, incluso científicamente concebida y practicada, no puede disponer del poder de transfor­ mar la cuestión de la causa última del crimen en un discurso dirigi­ do al juez que se reduciría a la exposición de un diagnóstico. Esto es lógicamente imposible, ya que, en verdad, el psiquiatra se dirige

también al inculpado, y su experiencia toma para este el peso de una palabra».13 Una palabra que con-nota. La cuestión que se plantea es si esa palabra puede favorecer la subjetivación de la responsabilidad, independientemente del pronunciamiento del juez. La experiencia clínica muestra que una psicosis no invalida necesariamente en el sujeto la conciencia de hacer el mal, y de desear hacerlo. En pala­ bras de Legendre, «un juez, en nuestras sociedades impregnadas de doctrinas psi, queda perplejo ante la facultas deliberandi del incul­ pado, el poder de deliberar consigo mismo concedido al inculpado. Pues todo psiquiatra puede demostrar que la conciencia del carácter ilegal del acto o de la omisión acompaña a menudo al acto homi­ cida consumado por psicóticos comprobados».14 En los Estados Unidos, se estima que alrededor del 25% de la población carcela­ ria está formada por sujetos diagnosticados como psicópatas, la inmensa mayoría de los cuales -los que no sean ejecutados- pasa­ rán el resto de su vida o la mayor parte de ella en prisión. Esto es así porque la política criminal imperante en la mayoría de los Estados de la Unión ha abandonado, prácticamente, la rehabilita­ ción individual y la reinserción social de los condenados como objetivo del castigo, a diferencia de la casi totalidad de los Estados de la Unión Europea, en los que no solo ha sido eliminada la pena de muerte sino también la condena a prisión de por vida. Aunque es evidente que en toda sociedad existen sujetos cuyas patologías -incluso cuando existan dudas acerca de un diagnóstico precisó­ les convierten en un peligro para los demás, el etiquetamiento como enfermos antes que como criminales, teniendo en cuenta el tipo de tratamientos a los que son sometidos en esa condición clasificatoria, guiados por las técnicas cognitivo-conductuales -y en los casos más graves apoyados simplemente en los fármacos-, lejos de favorecer un posible reintegro de estos sujetos al entramado social, lo dificultan. Las cárceles no son necesariamente peores que los manicomios, si en ellas el condenado puede recibir una 13 L e g e n d re , Pierre (1994): Lecciones VIII. El crimen del cabo Lortie. Tratado sobre el padre. México: Siglo xxi, p. 57. 14 Ibíd., p. 58.

atención adecuada a su diagnóstico. Es más, la experiencia mues­ tra que el encierro carcelario opera en numerosos casos como un factor de pacificación, y a pesar de que en la mayoría de los proce­ sos criminales y en el posterior tratamiento de los condenados el psicoanalista no parece ser tenido muy en cuenta. En 1950 Lacan acertaba al plantear que, en determinadas circunstancias, si el suje­ to encuentra a otro que escuche, este pueda «con el expediente de la transferencia dar entrada al mundo imaginario del criminal, que puede ser para él la puerta abierta a lo real».15 En este punto, teniendo en cuenta tanto el tiempo transcurrido desde la publica­ ción de la Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología, como el propio desarrollo del pensamiento de Lacan, no es posible abordar la contribución del psicoanálisis a la crimi­ nología sin incorporar los tres registros e indagar cómo se anudan en la mente criminal. Criticaba Lacan en la misma Introducción que en los procedimientos judiciales y en el posible tratamiento del sujeto criminal después de la condena no se contara con los psi­ coanalistas, cuando este es «el único que posee una experiencia dialéctica del sujeto (que) resuelve un dilema de la teoría crimino­ lógica: al ir realizar el crimen no deshumaniza al criminal». Este trabajo, que en opinión de Serge Cottet pertenece al período «sociológico» del Lacan pre-estructuralista, muestra la influencia en el psicoanálisis del ambiente reinante en la posguerra y a los problemas a los que se enfrentaba entonces la sociedad francesa en particular; la misma expresión «irrealizar el crimen» sin deshuma­ nizar al criminal, la remite Cottet a esa misma época, marcada por el existencialismo sartriano.16 No hay duda de que el desarrollo posterior del pensamiento de Lacan -en particular, con la intro­ ducción del concepto de plus de gozar y del objeto a - ha propor­ cionado nuevos instrumentos teóricos aplicables al examen tanto de las tradicionales como de las nuevas modalidades del pasaje al acto, y por extensión a la responsabilidad criminal.

15 L acan y CÉNAC (1989): Introducción teórica a las funciones del psicoanálisis en criminología, en: L acan , Jacques: Escritos I. M éxico: Siglo XXI, p. 127. 16 C o t t e t , Serge (2011): «C rim in ología lacaniana», en Ruiz A c e r o , Iván (com p.): La sociedad de la vigilancia y sus criminales, op. cit., p. 29.

6. LOS CRÍMENES DE LA GENTE CORRIENTE

«E l m om ento del pasaje al acto es el de m ayor em barazo del sujeto [...] Es entonces, cuando desde allí donde se encuentra - a saber, desde el lugar de la escena en la que com o sujeto fundam entalm ente historizado, puede única­ mente m antenerse en su estatuto de su jeto - se precipita y bascula fuera de la escena». Jacques L a c a n

1 La violencia, que se manifiesta a través de episodios que asumen la forma de pasajes al acto, y que se muestra por medio de una mul­ tiplicidad y pluralidad de modalidades, pone de manifiesto la estrecha relación con la subjetividad de la época. Originado duran­ te el siglo XIX, en la época de auge de las teorías criminológicas, el concepto se introdujo en el campo psicoanalítico a comienzos del siglo XX, enriqueciéndose notablemente con las aportaciones de Lacan, sobre todo a partir de su tesis De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, y posteriormente con la diferencia­ ción de las modalidades del pasaje al acto definidas como «críme­ nes del Súper-Yo», «crímenes del Ello» y «crímenes del Yo», una clasificación que no siempre admite límites claros entre una y otra dado que, en determinados casos, aparecen solapadas características atribuidas a las diferentes tipologías. De todos modos, la diferen­ cia establecida en función del elemento subjetivo -es decir, a las motivaciones de los sujetos protagonistas- no ha perdido vigencia aun cuando resulte instrumentalmente i isuficiente ante la emer­ gencia de nuevas formas de criminalidad, que parecen encajar más adecuadamente en la categoría de crímenes de goce: crímenes inmotivados -vaciados de significación, por oposición a los de

utilidad-; asesinatos de masa; los serial killers, que eligen a sus víc­ timas y las matan con cierta periodicidad hasta que les atrapan; y más recientemente spree killers,1caracterizados por matar sin solu­ ción de continuidad a cuantos se cruzan en su recorrido homicida Antes se ha dicho que el derecho no desconoce lo que significa el goce y el plus de goce, aunque no emplee estos conceptos. Es más, la función principal del derecho consiste en regular, poner límite al goce, algo que puede comprobarse a través de múltiples ejemplos. Resulta interesante observar cómo el derecho penal traduce en tér­ minos jurídicos algunas de las modalidades del pasaje al acto antes citadas. Al reseñar las circunstancias agravantes del delito -y, como consecuencia, incrementar la responsabilidad del autor-, el Código Penal español enumera en su artículo 22, entre otras, las siguientes: 1) la alevosía, utilizando medios, modos o formas que tiendan a asegurar el resultado creando indefensión en la víctima; 2) utilizar disfraz, emplear abuso de superioridad o aprovecharse de las cir­ cunstancias de lugar, tiempo o auxilio de terceros para debilitar la defensa de la víctima y asegurar la impunidad del autor; 3) ejecutar el hecho mediante recompensa, o precio; 4) actuar por motivos racistas, antisemitas u otra clase de discriminación ligadas a la ideo­ logía, religión o creencias de la víctima, la etnia, raza o nacionalidad, su sexo u orientación sexual, la enfermedad que padezca o su disca­ pacidad, y el ensañamiento.2 Es difícil no percibir en este catálogo la huella del goce en los sujetos ejecutores de estos actos. Por otro lado, la exención completa de la responsabilidad está contemplada en el artículo 20 del mismo Código Penal, para aque­ llos sujetos que padecen «cualquier anomalía o alteración psíqui­ 1 Spree: del inglés, juerga, parranda. A diferencia del asesino en serie, que se toma su tiempo entre uno y otro asesinato y cuyas víctimas no son producto del azar sino de una elección, en la modalidad del spree killer el asesino mata al azar y sin pausa entre una y otra víctima. 2 El Código Penal castiga el ensañamiento, que consiste en «aumentar delibe­ rada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a esta padecimien­ tos innecesarios para la ejecución del delito», tal y como lo define el artículo 22 del Código Penal español. Se trata de una circunstancia agravante que convierte el homicidio en asesinato. Hay sentencias que han excluido esta circunstancia agravante fundándose en que la víctima ya estaba muerta cuando el ejecutor con­ tinuó agrediéndola, y por lo tanto no podía padecer ya ningún sufrimiento. Este

ca» a consecuencia de la cual «no puedan comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión». También está eximido de responsabilidad quien, al tiempo de cometer el delito, esté bajo los efectos de una «intoxicación plena por el consumo de alcohol o drogas estupefacientes, y cuando, por sufrir «alteraciones en la percepción desde el nacimiento o desde la infancia, tenga alte­ rada gravemente la conciencia de la realidad». He aquí la esencia de lo que la doctrina jurídico-penal y la práctica jurisprudencial sos­ tienen acerca del binomio responsabilidad/irresponsabilidad, apli­ cada a los transgresores.3 Es obvio que determinar cuándo y hasta qué punto el sujeto concernido está privado de la capacidad de comprender la ilicitud de sus actos, sea por una anomalía o altera­ ción psíquica, sea por la ingesta de tóxicos, es competencia atribui­ da a los tribunales en el caso por caso. Y en tales situaciones, como lo dejó dicho una sentencia célebre del Tribunal Supremo, cuando se plantea la duda acerca de la salud mental de un acusado «los tri­ bunales son tributarios de la ciencia médica», lo que en la práctica significa que -aunque téoricamente el dictamen de los peritos no sea vinculante- suele operarse por los jueces una auténtica delegación de la responsabilidad de condenar, con o sin circuns­ tancias atenuantes, o de absolver, apoyándose en el contenido de tales dictámenes.

razonamiento refleja la tensión que siempre ha coexistido en el derecho penal entre los partidarios de juzgar los hechos por el resultado de la acción, o bien por la intención del autor. En el ámbito, generalmente más pacífico, del derecho civil, también existen normas que ponen cierto límite al goce. El artículo 42 del Código Civil español se dice que «la promesa de matrimonio no produce obligación de contraerlo, ni de cumplir lo que se hubiera estipulado para el supuesto de su no celebración». Pero a continuación, y con el fin de evitar que el prometido/a arre­ pentido/a disfrute completamente de la gozosa sensación de haberse liberado del compromiso, dejando al despechado/a al pie del altar, en el artículo siguiente prescribe que «el incumplimiento sin causa de la promesa cierta de matrimonio [...] producirá la obligación de resarcir a la otra parte de los gastos hechos y las obligaciones contraídas en consideración al matrimonio prometido». 3 Además de las citadas, que revisten una importancia más directa en rela­ ción con el tema que se aborda en estas páginas, el Código Penal contempla igual­ mente como exenciones de la responsabilidad la legítima defensa, el obrar en estado de necesidad, por miedo insuperable, y en cumplimiento de un deber.

La ley contempla aquellos casos en los que las citadas circuns­ tancias eximentes de la responsabilidad no cumplen todos los requisitos exigidos, convirtiendo aquella en una responsabilidad criminal tan solo parcial. Se trata de las denominadas circunstan­ cias atenuantes, de las que interesa destacar la que se describe como «obrar por causas o estímulos tan poderosos que hayan pro­ ducido arrebato, obcecación u otro estado pasional de entidad semejante». Esta atenuante parece concebida en su origen para exculpar -aunque limitadamente- aquellos crímenes que en tiem­ pos pretéritos, antes de que lo políticamente correcto impusiera su dominio sobre el conjunto del lenguaje, se llamaban pasionales, y que cualquiera que sea la denominación actual tienen en común dos elementos: casi siempre la víctima es la mujer, y la mayoría de estos pasajes al acto pueden ser incluidos entre los denominados «crímenes del Yo»;4 ejecutados, por lo general, por sujetos «normales», gente corriente que carece de los recursos simbólicos para hacer frente a aquello que se vive como una pérdida, como un signo de fracaso o de exclusión, o como una humillación en el marco de los valores sociales imperantes en su medio cultural. En suma, como un acto hostil que le viene del Otro, aunque en ciertos casos subyacen en este comportamiento yoico fenómenos elementales no detectados previamente, reveladores de la pre-existencia de una estructura psicótica que encuentra en el crimen el instante de su desencadenamiento. O bien se trata de neuróticos obsesivos que han pasado por una torturante rumiación, en cuyas hiancias apa­ recen imperativos homicidas que, finalmente, se imponen como un fracaso de la defensa. En la categoría de «crímenes del Yo», pueden incluirse también aquellos protagonizados por sujetos normales y corrientes, cuyos actos criminales se producen en un contexto que facilita tanto su ejecución como la impunidad, en tanto se benefician de un ambiente de desresponsabilización gene­ ralizada como el reinante en los conflictos bélicos o las convulsio­

4 El arrebato se define como «enajenamiento causado por la vehemencia de alguna pasión, y especialmente por la ira», y la obcecación como el «ofuscamien­ to tenaz y persistente». La característica de la obcecación es el ofuscamiento, es decir, la «oscuridad de la razón» y la «confusión de las ideas».

nes sociales, circunstancias en las cuales el sujeto pone en acto «lo anímico primitivo», generalmente enmascarado detrás de reivindi­ caciones de orden ideológico, étnicas, nacionales o religiosas. 2

La violencia machista, o de género, que otros prefieren llamar feminicidio -aunque este concepto tan solo sería pertinente en los casos de muerte de la víctima de la violencia, y no cuando los resultados no han sido letales-, está en el origen de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, san­ cionada en el año 2004 por el Gobierno del socialista Rodríguez Zapatero, y que el actual Gobierno del Partido Popular ha prome­ tido revisar. Esta ley se remite a las resoluciones de las Naciones Unidas aprobadas en la Cumbre Internacional sobre la Mujer, cele­ brada en Pekín en 1995, en las que se considera la violencia contra las mujeres un atentado contra los derechos humanos y las liberta­ des fundamentales, y se asume la definición del «síndrome de la mujer maltratada» como «las agresiones sufridas por la mujer como consecuencia de los condicionantes socioculturales que actúan sobre el género masculino y femenino, situándola en una posición de subordinación al hombre y manifestadas en los tres ámbitos básicos de relación de la persona: maltrato en el seno de las relaciones de pareja, agresión sexual en la vida social y acoso en el medio laboral». Para combatir esa situación, la norma adopta una gran cantidad de medidas de protección aplicables en diversas áreas -laboral, de la seguridad social, educativa- y crea órganos judiciales especializados con apoyo de unidades policiales, hacien­ do la protección extensible a «los menores que se encuentran den­ tro de su entorno familiar, víctimas directas o indirectas de esta violencia». Sin embargo, el aspecto más polémico de la Ley es el contenido del título IV, que modifica nueve artículos del Código Penal, y que para muchos juristas es dudosamente constitucional, teniendo en cuenta que estas modificaciones establecen un trato claramente discriminatorio por razón del sexo. En efecto, la nueva redacción de los artículos del Código Penal convierte en delito hechos que tenían antes la consideración de falta, con el consi-

guíente agravamiento de las penas, cuando la víctima es una mujer que es o ha sido esposa o pareja sentimental del agresor -aun sin convivencia-, en tanto que si ha sido el hombre la víctima no se aplican estas agravantes. Aunque los datos muestran una gran des­ proporción entre los muertos de uno y otro sexo -en el año 2011, por ejemplo, fueron asesinadas 61 mujeres frente a 7 hombres que murieron a manos de su pareja-, esta asimetría estadística no debería funcionar como un argumento tendente a desprote­ ger jurídicamente, y también a ignorar socialmente, a los sujetos masculinos que padecen esta violencia. No obstante, la cuestión de fondo es saber si la Ley, transcurri­ dos ocho años de vigencia, ha producido los efectos esperados y anunciados en su artículo 1, en el que se expresa que las medidas de protección reguladas tienen como finalidad la de «prevenir* san­ cionar y erradicar esta violencia, y prestar asistencia a las vícti­ mas». A la vista de las cifras de mujeres asesinadas anualmente, que muestran variaciones poco significativas entre un período y otro -contabilizando solo las muertes y excluyendo las agresiones no mortales-, la respuesta es negativa tanto por lo que se refiere a la prevención como a la pretendida erradicación de la violencia de género, aunque sí ha tenido y tiene un papel muy importante en lo que se refiere a la concienciación del conjunto de la sociedad sobre esta forma de violencia, y ha puesto en el primer plano la cuestión de las posiciones femenina y masculina en el lazo social. Si bien como consecuencia de las campañas institucionales han aumenta­ do las denuncias por malos tratos por parte de las mujeres, un sig­ nificativo porcentaje de denunciantes se retractan posteriormente y no acuden a la vista judicial, con lo que las actuaciones se archi­ van sin consecuencias para el supuesto maltratador. Es igualmente significativa la cantidad de mujeres que transgreden las órdenes de alejamiento dictadas contra sus potenciales agresores -parejas o exparejas- retomando una relación e incluso volviendo a convi­ vir, asumiendo una situación de riesgo que no pocas veces acaba en tragedia. Desde noviembre de 2003 y hasta finalizar 2011, 600 mujeres fueron asesinadas por sus parejas o ex parejas. Desde enero de 2007 y hasta marzo de 2011 se interpusieron 570.555 denuncias, y en el período que va desde el año 2006 hasta julio de

2011 se solicitaron 212.155 órdenes de protección, de las cuales 151.657 fueron acordadas por los jueces. Se pronunciaron 223.285 sentencias, de las cuales el 65% fueron condenatorias y el 35% absolutorias. Al 25% de los hombres condenados durante el año 2010 se les suspendió el cumplimiento de la pena a cambio de someterse a terapia rehabilitadora, con un resultado reconocido oficialmente de entre el 50% y el 60% de «objetivos conseguidos», mientras que un 30% abandonó el tratamiento. En otro 20% «no se apreciaron avances», y el índice de reincidencia por este delito se estima en el 10%,5 un porcentaje que suele corresponderse con el de aquellos en los que, incluso habiendo cumplido una sanción penal, persiste el ánimo de venganza dirigido contra quien les denunciara. Obviamente, de los datos citados -proporcionados por el Ministerio de Justicia y los diversos observatorios que hacen el seguimiento de los casos- ninguna conclusión puede extraerse sobre la eventual responsabilidad subjetiva que hayan podido asumir los sujetos en cuestión, ni en qué medida lo ha sido. Hay que se­ ñalar, en primer lugar, que la violencia desplegada en el ámbito afectivo -familiar o n o- es un fenómeno transclínico, en cuanto que está presente en patologías diversas, al mismo tiempo que atraviesa todas las clases sociales. Son los delitos cometidos «por el vecino de al lado», el mismo que saluda en la escalera y al que la gente ve como uno más, o que no saluda y del que se oyen las peleas domésticas, pero en cualquier caso alguien «normal», cuyo pasaje al acto siembra la perplejidad en el barrio y entre sus compañeros de trabajo. Pero como cada homicidio alimenta la denominada «alarma social», generosamente recogida y aumentada por los medios de comunicación, la res­ puesta de las instituciones, muy influenciadas por las asociaciones feministas, se orienta, por una parte, al incremento de las sancio­ nes penales para los autores de los delitos, con lo que se engaña a la opinión acerca de la supuesta eficacia disuasoria del castigo,

5 La premiada película de Icíar Bollain Te doy mis ojos, independientemente de las intenciones de su directora, y aun considerando que se trata de una obra de ficción, refleja fielmente el fracaso de las teorías cognitivo-conductuales en el abordaje de la violencia de género.

tantas veces desmentida en los hechos, mientras que arrecian las campañas instando a las mujeres a denunciar hasta los menos rele­ vantes episodios domésticos en los que quiera percibirse una acti­ tud potencialmente amenazante. Una consecuencia indeseable de estas campañas ha sido una exagerada criminalización de la vida familiar, y en ocasiones la interposición de denuncias falsas con el fin de condicionar los resultados en procedimientos civiles, princi­ palmente en aquellos en los que se discuten las relaciones paternofiliales. Y en cuanto a las denunciantes que, pasado un tiempo, se retractan presentándose en los juzgados o en la fiscalía expresando su decisión de retirar la denuncia -lo que no es admisible por tra­ tarse de asuntos perseguibles de oficio, independientemente de la voluntad de las partes-, y que luego no comparecen en el juicio, se ha planteado la posibilidad de imputarles un delito de desobediencia si vulneran las órdenes de alejamiento o no acuden al juicio, con lo que se da la paradoja de que las víctimas reales o presuntas de malos tratos o amenazas se convierten en víctimas por partida doble: de aquel de quien se las quiere proteger y, al mismo tiempo, de la institución que ha de protegerlas.

3 Este campo minado de la llamada violencia de género es, probable­ mente, donde más en evidencia queda la ignorancia de aquello que toca al goce por parte de los juristas, los movimientos feministas y los especialistas psi en general, pese a la evidencia de que muchas mujeres se ponen voluntariamente, y de modo más o menos in­ consciente, en situaciones de riesgo. La explicación tópica pero políticamente correcta que se dan a sí mismos los responsables po­ líticos, los profesionales concernidos y las asociaciones de mujeres, confrontados a esa evidencia, elude la cuestión de fondo para cen­ trarse en la maldad intrínseca del maltratador y su capacidad para influir en la voluntad de la víctima, a quien tan solo se reprocha -con muchos matices- su credulidad ante las protestas de reden­ ción, en las que suelen mezclarse declaraciones de renovado amor con chantajes emocionales por parte del hombre. Se ha dicho y

escrito mucho sobre las motivaciones que impulsan a los maltratadores y homicidas a protagonizar esa salida de la escena que implica el pasar al acto: celos, narcisismo, apego a los roles sociales más primitivos, venganza por agravios reales o imaginados, en suma, los semblantes con los que se viste el fantasma. Una prime­ ra mirada sugiere lo evidente. Se trataría -al menos en aquellos casos en los que el perfil de los sujetos concernidos responde al patrón de los neuróticos obsesivos- de un pasaje al acto que sobre­ viene como resultado de un recorrido interior, de elaboración y acrecentamiento de un odio que finalmente explota y que, visto desde fuera, aparece como un arrebato, algo impremeditado. En el fondo, se trata, y así lo describe Lacan, de «la identificación ab­ soluta del sujeto con el a al que se reduce»,6 una identificación que revela el modo patológico que para él reviste el amor por el objeto perdido y que le lleva a asumirse como resto, víctima él mismo de la ignorancia y de la infatuación del yo. Evaporada la fantasía de «ser Uno», se verifica lo insportable del goce del Otro, que se muestra como un enigma, y ante el cual se desata el odio que se expresa en el acto, sin pasar por la palabra. Se comprueba también hasta qué punto, en tanto que «un hombre no es otra cosa que un significante» y como tal lo busca la mujer, mientras que para el hombre la mujer sigue siendo, esencialmente, un enigma: «hay algo en ella que escapa del discurso».7 Limitado por el goce fálico, el hombre cree poseer el cuerpo de la mujer que, como tal, «no entra en la relación sexual sino como madre».8 Precisamente por esta condición, a veces el homicida mata también a los hijos -de ella o de am bos- o, lo que es aún más cruel, solo a los hijos, que es el modo de dejar caer a la mujer al quitarle aquello que da sentido a su vida. El posterior suicidio del homicida -el pasaje al acto por excelencia, para Lacan- representa la salida definitiva de la escena. Aquellos que sobreviven a su crimen, las más de las veces, acuden a entregarse a las autoridades, en un gesto que no puede sino interpretarse como una asunción de responsabilidad objetiva 6 L a c a n , Jacques (2006): La angustia (Seminario 10). Buenos Aires: Paidós, p. 124. 7 L acan (1989a): op. cit., p. 44. 8 Ibíd., p. 47.

merecedora del castigo legal, lo que no significa en absoluto que aquella vaya acompañada de su equivalente subjetiva. En el mejor de los casos, esta suele emerger en el trascurso del tiempo, cuan­ do los sujetos ya no pueden sostener sus argumentos autoexculpatorios. José Antonio Naranjo, en un artículo en el que aborda la cuestión de la violencia y el deseo,9 comenta que «hay sujetos masculinos cuya relación con el deseo es tan problemática, que solo mediante la violencia pueden recuperar su deseo [...] para estos sujetos la erotización consiste en suspender al otro sobre el abismo del sufri­ miento». La recuperación del deseo vendría por la expectativa de aquella amenaza suspendida que, al plasmarse en acto, opera la recuperación del deseo sexual. Sujetos que, para volver a desear sexualmente al partenaire, necesitan poner en peligro la vida o al menos en cierto grado de riesgo a aquel. Pero ¿y este partenaire? Dejando de lado los tópicos que insisten en la casi exclusiva res­ ponsabilidad del agresor, es común intentar dar cuenta de la posi­ ción de sometimiento de la mujer por la vía de explicaciones sociológicas -atraso cultural, tradición familiar, preservación de la unidad familiar- o psicológicas -miedo, dependencia psicológica del macho, temor por los hijos-, factores que sin duda están pre­ sentes en la mayoría de los casos. Es inevitable, sin embargo, concluir que para muchas mujeres vivir «sobre el abismo del sufri­ miento» es una fuente de goce, y que en no pocos casos estimula su propio deseo y consiente que el juego amoroso sea precedido o realizado mediando un cierto grado de violencia. De otro lado, el hecho de que muchas mujeres acepten vivir «sobre el abismo del sufrimiento» parece estar en relación con la posición histérica que Lacan llamaba la «asunción de la privación», una ética más ligada a la privación que a los bienes, en razón de que estas mujeres esta­ rían consagrados a dar consistencia al Otro con su propio sufri­ miento -a completarlo en su goce-, en la medida en que ese Otro exhibe su castración.

9

8, p. 84.

N a r a n jo , José Antonio (2005): «La violencia y el deseo». En El Psicoanálisis

4 En 1916, Freud comprobó que una buena cantidad de aquellos de sus pacientes que reconocían haber cometido actos ilícitos de dife­ rente índole y gravedad, lo habían hecho «sobre todo porque eran prohibidos y porque su ejecución iba unido a cierto alivio aními­ co para el malhechor [que] sufría una acuciante conciencia de culpa, de origen desconocido, y [que] después de cometer una falta esa presión se aliviaba».10 Esa constatación le permitió a Freud deducir que la conciencia de culpa preexistía a la consumación del acto delictivo que, presumiblemente, debía estar en el origen de aquella, una característica común en la mayoría de los transgresores, que le llevó a concluir que el hecho ilícito no era sino una búsque­ da inconsciente de castigo; y que, precisamente por implicar a tan extensa variedad de tipos delictivos y sujetos concernidos, las leyes penales estaban dirigidas principalmente a esta clase de delincuentes, gente corriente cuyos pasajes al acto, en la mayoría de los casos, podrían encuadrarse en la tipología de los «crímenes del Superyó». En ella, se inscribiría la extensa gama de los deli­ tos de utilidad o de interés, como los dirigidos contra la propiedad, desde el simple robo hasta las múltiples formas de fraudes, aunque para conseguir su objetivo los delincuentes incurran circunstan­ cialmente en tipos penales mucho más graves -com o homicidios y asesinatos- que a veces son parte del plan original del criminal pero que, generalmente, resultan ser efectos sobrevenidos no pre­ vistos. Sin embargo, Freud hace una salvedad en este mismo texto: excluye de esa primera caracterización a aquellos sujetos que co­ meten delitos sin sentimiento de culpa, «ya sea porque no han des­ arrollado inhibiciones morales o porque en su lucha contra la sociedad se creen justificados en sus actos»,11 dos circunstancias que en realidad no son necesariamente contradictorias u opuestas. En efecto, tanto si estos delincuentes que actúan sin sentimiento de

10 F reud , Sigmund (2000b): Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico. Los que delinquen por sentimiento de culpa. Buenos Aires: Amorrortu, pp. 138-139. 11 Ibíd., p. 139.

culpa obedecen a un «Superyó criminógeno», como si son profe­ sionales del crimen que se inscriben en una comunidad cuyo lazo social se anuda a través del delito, es claro que han superado cual­ quier inhibición en relación con la norma, la justificación -si es que la necesitan- autoexculpatoria suele ser tan variada como inane. Sin embargo, la referencia a «su lucha contra la sociedad» admitiría otra interpretación, de tipo ideológico, acaso una alusión velada a las acciones -sean individuales o de grupos minoritarios- tendentes a subvertir el orden social, protagonizadas en tiempos de Freud por el anarquismo o por ciertos nacionalismos irredentos. Estas accio­ nes exigirían ser estudiadas, tanto por lo que ellas mismas desvelan como por los sujetos protagonistas, en el marco de la relación entre los registros imaginario-simbólico-real, aunque, como se ha men­ cionado en un capítulo anterior, la responsabilidad subjetiva viene asumida por los ejecutores desde antes de pasar a la acción, y el sen­ timiento de culpa está, en principio, excluido. Freud atribuía al complejo de Edipo, gracias al cual la humani­ dad habría adquirido su conciencia moral, el origen de ese senti­ miento de culpa que empujaba a muchos sujetos a convertirse en delincuentes que, al poder fijar ese sentimiento en actos transgresores de menor entidad, se protegían de la amenaza y la tentación -para Freud siempre latentes- de retornar a los crímenes primor­ diales. Significativamente, el texto acaba con una referencia a las posibilidades que se abrirían, en el caso de confirmarse esta moti­ vación en la actuación de los delincuentes, para esclarecer muchos «puntos oscuros de la psicología del delincuente y proporcionar a la punición un nuevo fundamento psicológico».12 Esta posición centrada en el complejo de Edipo exigiría de Freud, en 1930, intro­ ducir una matización al pronunciar su opinión sobre el caso de Philipp Halsmann, acusado de asesinar a su padre, hecho que según el dictamen forense estaba sustentado en las desavenencias entre el hijo y su progenitor y que, por lo tanto, encontraría su res­ puesta en la hipótesis edípica. Después de reiterar su convicción acerca del carácter universal de este complejo, Freud critica la

utilización abusiva del mismo, ya que en tanto no se ha demostra­ do que el joven Halsmann asesinara realmente a su padre, ni que las citadas desavenencias supusieran una mala relación entre ambos, hacer referencia al complejo de Edipo como fundamento de la acusación era «ocioso», ya que «justamente por su omnipresencia, el complejo de Edipo no se presta a extraer una conclusión sobre la autoría del crimen».13 El interés freudiano por el com­ portamiento criminal se había puesto de manifiesto en fecha tan temprana como 1906, cuando dictó, en la Universidad de Viena, una conferencia posteriormente editada con el título «La indagato­ ria forense y el psicoanálisis» en la que anticipa, claramente, su tesis sobre los que delinquen por sentimiento de culpabilidad que incluirá diez años después entre los tipos de carácter observados en el trabajo psicoanalítico, alertando a sus oyentes de que «pueden ser despistados en su indagación por el neurótico que reacciona como si fuera culpable aun siendo inocente, porque lleva en su interior una conciencia de culpa aprontada y al acecho para apoderarse de cualquier inculpación determinada».14 En esa conferencia les explica a los juristas lo que entonces eran los primeros descubrimientos del psicoanálisis, comparando el trabajo de los jueces de instrucción con el de los analistas a partir de las semejanzas y diferencias entre los neuróticos -que no saben lo que saben, porque su secreto se oculta a su propia conciencia- y los criminales, los cuales saben pero ocultan conscientemente aquello que saben. Una observación superficial de los casos de delincuentes por sentimiento de culpabilidad podría llevar a la conclusión de que estos sujetos tienen asumida su responsabilidad subjetiva por sus actos incluso antes de haberlos ejecutado, y, lo que resulta paradójico, aunque nunca lleguen a ser declarados judicialmente culpables. Esta presunción, sin embargo, no puede ser admitida con carácter general. También aquí se impone el uno por uno, si se tiene en cuenta que ese sentimiento de culpabilidad es inconsciente, lo que 13 F r e u d , Sigmund (2001a): El dictamen de la Facultad sobre el proceso Halsmann. Buenos Aires: Amorrortu, p. 250. 14 F r e u d , Sigmund (1999): La indagatoria forense y el psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu, p. 95.

explicaría la diferente respuesta que proporciona el comporta­ miento de aquellos sujetos criminales que no son psicóticos, del que tienen los que sí lo son, confrontados con las consecuencias de su acción. En efecto, mientras que la mayoría de los primeros tienden a negar su responsabilidad -abonados al «Yo no he sido»-, al menos en sus primeras declaraciones ante las autoridades, los psicóticos no solo reclaman sino que frecuentemente exigen que se les reconozca esa responsabilidad al tiempo que niegan estar men­ talmente perturbados.

«C o m o u n a g ran a rtista q u e p u e d e d e stru ir s u o b ra si le place, p o rq u e u n rayo de lu z se la m u e stra im p e rfe cta , así hice con m i h ija a q u ie n h a b ía p la sm a d o y e ra m i o b ra ». A u ro ra R o d ríg u ez

1

En la mañana del día 9 de junio de 1933, Hildegart Rodríguez Carballeira, de dieciocho años, fue asesinada, mientras dormía, de cuatro disparos efectuados por su madre, Aurora Rodríguez Carballeira, de quien aquella era hija natural, en el domicilio que compartían en Madrid. Poco después, la parricida se presentó acompañada de su abogado en el juzgado de guardia, donde hizo un relato de los hechos y prestó declaración de manera también voluntaria; a continuación, se ordenó su ingreso en prisión. En respuesta a las preguntas del fiscal, Aurora manifestó que «le pro­ ducía verdadero terror el que su hija, único objeto y finalidad de su vida, apartada de la declarante y fuera de la órbita en que esta podía protegerla, defenderla y aconsejarla, fuese a caer en malas manos y a consecuencia de su misma inocencia y bondad llegar a ser una desgraciada y seguir una vida completamente opuesta a la que siempre fue ideal acendrado de la declarante».1Hay que des­ tacar que Aurora, desde la primera confesión hecha a su abogado, previa a la comparecencia en el juzgado, y hasta el final de sus días,

1 Citado por D o m in g o , Carmen (2008): Mi querida hija Hildegart. Barcelona: Destino, p. 28. La autora de esta bien documentada obra ofrece -adem ás del estricto relato de los hechos- una visión extremadamente ilustrativa del contexto social, cultural y político de la España de la época en el que vivieron las protago­ nistas del drama

sostuvo que no padecía enfermedad mental alguna y que el asesi­ nato de su hija había sido una acción premeditada desde hacía tiempo. Esa tenaz negativa a aceptar que sufriera un trastorno mental y a ser considerada una delincuente ha quedado reitera­ damente reflejada en las actas judiciales, así como en los informes y dictámenes periciales a los que fuera sometida después del crimen; informes que dan cuenta de la sensación que tiene la parricida de haber cumplido con un deber y de ser digna de admi­ ración por ese acto que considera «sublime», por lo que se mues­ tra completamente ajena a cualquier sentimiento de culpa. El efec­ to pacificador que en ciertos casos sobreviene a la consumación del crimen, la confesión del mismo y la prisión, se opera aquí par­ cialmente; en efecto, Aurora mantiene muy vivo el odio y el ánimo de venganza -que se muestra convencida de poder satisfacer en el futuro- contra todos aquellos a quienes considera los auténticos responsables del drama: una variada lista de personajes españoles y extranjeros, algunos de gran relevancia pública, supuestos partí­ cipes de una oscura conspiración internacional dirigida a separarla de Hildegart, para utilizar a su hija con fines opuestos a los que ella, su madre, la había destinado, convirtiéndola en espía, instru­ mento de guerra y «carne de prostitución». Durante el tiempo que pasó en prisión (desde junio de 1933 hasta diciembre de 1934), y antes de ser trasladada al psiquiátrico de Ciempozuelos, dedicó sus esfuerzos a intentar regenerar a las demás reclusas, alternando períodos maníacos con crisis depresivas al ver frustrados dichos propósitos regeneracionistas, a la vez que expresaba su preocupa­ ción por el hecho de que las demás internas, que se reían de ella y la llamaban chiflada, pudieran tomarla por loca La parricida fue examinada en numerosas ocasiones por los psiquiatras José Sacristán y Manuel Prados, primero a petición del abogado defensor y luego por orden del Juez de Instrucción. Ambos médicos emitieron, en el mes de septiembre de 1933, un informe-dictamen en cuyas conclusiones señalaban que «la proce­ sada Aurora Rodríguez padece un proceso psíquico patológico que corresponde a la llamada paranoia pura; el proceso patológico psíquico que sufre la procesada es, como el enunciado de su nom­ bre indica, un proceso incurable», y que «la procesada, dadas las

características particulares de su personalidad, se halla en estado de peligrosidad psíquica».2 El informe de Sacristán y Prados -rati­ ficado por los firmantes durante el juicio celebrado en la Audiencia Provincial de Madrid y ante el tribunal del jurado los días 24, 25 y 26 de mayo de 1934- sigue las pautas marcadas por los descubri­ mientos de Emil Krápelin, de quien los dos psiquiatras españoles habían sido discípulos, de tal modo que, en la vista del día 25 de mayo, dedicada a las declaraciones de los peritos, fue posible presenciar una confrontación entre dos concepciones de la enfer­ medad mental, de la normalidad y, en consecuencia, del grado de responsabilidad que podía atribuirse a la procesada, del que a su vez habría de depender la sanción penal o el internamiento en el manicomio. El fiscal pedía una condena de treinta años de prisión para la acusada -m ás otro año por la tenencia ilegal del arma homicida-, sosteniendo que era plenamente responsable de sus actos, en tanto que la defensa planteó, desde el primer día, que Aurora era una paranoica a la que había que aplicar la eximente completa de responsabilidad penal. Los psiquiatras Sacristán y Prados, a quienes no podía tacharse de «peritos de parte» dado que el informe que presentaron se redactó a petición del Juez de Instrucción, reiteraron que la enjui­ ciada era «una paranoica permanente e incurable que obró sin lucidez de conciencia, en la más absoluta irresponsabilidad, al matar a la señorita Hildegart». Procurando, a tenor de las pregun­ tas que les formulaban el fiscal y la defensa, hacer comprensibles tanto para el jurado como para el presidente de la sala las caracte­ rísticas de la paranoia, Sacristán manifestó que las convicciones «inquebrantables» que exhibía la acusada eran compatibles con «ideas agudas y sensatas [ya que] el paranoico, si lo que enjuicia sale de la esfera de su anormalidad, puede precisar lo justo o lo injusto de los actos humanos». Prados se extendió para explicar en qué consistían las ideas delirantes de Aurora, y cómo aquellas se encontraban en la base de su posterior conducta homicida: «La idea delirante de la examinada es reformar la sociedad por pro­

cedimientos eugenésicos y con el método de la vasectomía. Este método, aun admitiendo la regeneración de la sociedad, por la eugenesia, resulta inexplicable. Una de las características de la para­ noia es que los enfermos pueden exponer ideas incomprensibles dentro de su lógica, pero no explicarlas. Por eso es comprensible que doña Aurora, con su idea delirante de procedimientos eugené­ sicos, mate a su hija, aunque el hecho resulte inexplicable [... ] insis­ timos en que la mujer que ocupa el banquillo de los acusados padece una paranoia permanente e incurable que ofrece peligrosi­ dad social y que fue irresponsable al matar a su hija». Y agrega Prados en su declaración, refiriéndose a las deposiciones de los peritos, que «los cinco doctores coincidimos en afirmar que la pro­ cesada tiene una personalidad psicopática. Disentimos en que los peritos propuestos por el fiscal llegan solo a definir a doña Aurora como una paranoide de las llamadas reformadoras sociales y los peritos traídos por el letrado defensor diagnosticamos a la enfer­ ma como una paranoide».3 La tesis defendida por los peritos de la acusación, los doctores Antonio Vallejo Nájera y Antonio Piga Pascual, sostenía que la acu­ sada no padecía ningún delirio ni se trataba de una paranoica, por­ que el delirio tiene un origen patológico, mientras que la acción homicida de Aurora se debía, en su opinión, al «cariño que sentía por su hija y al ver que esta se iba con un supuesto amante, llegó al hecho de autos, que no es, en manera alguna una simbolización paranoica [... ] y el cariño de padres e hijos es perfectamente normal y natural, no siendo, por lo tanto, nada exagerado».4 Respondiendo a las preguntas del defensor, estos peritos negaron enfáticamente que Aurora Rodríguez fuera «una paranoica pura [... ] podrá ser una paranoidea, pero sin que ello influya en nada en la libertad de ejecución del hecho y del ejercicio de las facultades mentales».5 Al negar que la acusada se encontrara en un estado de enajenación mental cuando disparó contra su hija, ambos peritos le proporcio­ naron al fiscal los argumentos «científicos» con los que oponerse al 3 Ibíd., p. 170. 4 Ibíd., p. 170. 5 Ibíd., p. 171.

diagnóstico de los doctores Sacristán y Prados, cuya aceptación hubiera conducido a una petición de absolución de la acusada por parte del mismo fiscal, en aplicación de lo dispuesto en el Código Penal. A esto hay que agregar que, paradójicamente, las declaracio­ nes de la acusada iban en el mismo sentido que las conclusiones de Vallejo Nájera y Piga de las que se sirvió el fiscal para solicitar la condena: el primer día del juicio, Aurora dijo: «La maté conscien­ temente. Estoy contenta de lo que hice. Viví feliz, quiero ser vitu­ perada y no compadecida».6 El tribunal del jurado necesitó menos de una hora para compa­ recer en la sala de audiencias con un veredicto de culpabilidad, que condenó a Aurora Rodríguez Carballeira a la pena de veintiséis años, ocho meses y un día de prisión. El día 3 de junio se cono­ cieron las primeras declaraciones de la condenada: «Celebro que se me haya reconocido la responsabilidad de los actos y que no se haya querido utilizar mi obra achacándome una demencia estúpi­ da que no padezco».7

2

Los hechos que motivaron la condena de Aurora Rodríguez, el con­ texto en el que aquellos se desarrollaron, el juicio mismo y los deba­ tes entre distintas concepciones jurídico-políticas-científicas que en él se desplegaron, no pueden explicarse sin tener en cuenta el revul­ sivo clima de cambios que en todos los órdenes de la vida imperaba en la época de entreguerras en Europa, y en particular en España. Nacida en El Ferrol, presumiblemente en 1879, Aurora Ro­ dríguez Carballeira era hija de una madre distante a la que nunca se sintió ligada, y de un padre de profesión procurador y de ideas liberales con quien mantuvo una relación de profundo afecto du­ rante toda su vida. Parece que los caracteres de la madre y del padre no solo eran diversos, sino incluso completamente opues­ tos: enérgica, voluntariosa e independiente ella, en tanto que él un 6 Ibíd., p. 161. 7 Ibíd., p. 192.

hombre débil, poco voluntarioso, serio, pero leal y de convicciones rígidas. La niña se crió en estrecha relación con ese padre protector, cuyo despacho ella consideraba su verdadera casa y donde, desde muy pequeña, se despertó su interés por los asuntos políticos, que eran los preferidos en las reuniones del padre con sus amigos y en las que a ella se le permitía participar. Por lo que se sabe de esa etapa, Aurora no alternaba con otros jóvenes de su edad, y el hecho de que no acudiera a ninguna escuela -supuestamente, los padres optaron por que recibiera la instrucción primaria en el hogar- la privaba también de hacer amistades entre quienes podrían haber sido sus compañeros. Estas circunstancias, la instrucción extraescolar y el autodidactismo de una parte, y el haber crecido casi exclu­ sivamente en relación con personas adultas, tuvieron sin duda una influencia decisiva en la formación del carácter de Aurora, y pueden haber tenido también un importante papel en el desarrollo de los acontecimientos. Parece indudable que en el politizado y liberal ambiente reinante en el hogar paterno, la niña encontrara las con­ diciones propicias para que sus fantasías y su desbordante imagina­ ción alimentaran una visión romántica de la libertad, de los ideales de justicia y de rebeldía contra el orden social. Cuando su hermana mayor tuvo un niño -resultado de una relación extramatrimonial-, Aurora, que entonces tenía doce años, se hizo cargo del cuidado y la crianza del bebé, iniciándole en la música y dedicándose por completo a la criatura ante la dejación de la madre, forjándose el convencimiento de que en realidad el niño le pertenecía. Esa ilusión se rompió cuando la madre del niño reapareció haciéndose cargo de él, decidiendo que ella sería la im­ pulsora de una carrera musical para la que su hijo había mostrado disponer de un talento precoz. De hecho, Pepito Arrióla (ese era su nombre) obtuvo la protección de la reina María Cristina, que costeó sus estudios, radicándose posteriormente con su madre en Alemania habiendo alcanzado fama internacional; su madre murió en 1945, y Pepito, enfermo y en franca decadencia, falleció al poco tiempo en Barcelona; ni él ni su madre retomaron la rela­ ción con Aurora, que nunca se recuperó de tan radical separación. Es inevitable relacionar este episodio con la decisión de Aurora de concebir un hijo suyo, propio de verdad, a quien imaginaba

poder criar y moldear de acuerdo con un proyecto que iba más allá de lo individual, hasta convertirse en una propuesta de transfor­ mación social, y que, a medida que tomaba forma en su mente, tendría las características de una auténtica construcción delirante. Después de la muerte de su madre, en 1902, Aurora se refugió en Galicia, donde se dedicó con devoción al cuidado de su padre, a administrar -al parecer, con bastante éxito- el patrimonio familiar y a devorar literalmente la biblioteca del hogar paterno, acumulan­ do una cantidad de conocimientos dispersos que le proporciona­ ron una formación autodidacta que habría de tener una influencia decisiva en su futuro. Si bien Aurora había incorporado desde pequeña las ideas librepensadoras que su padre y los amigos de este desplegaban en las tertulias domésticas, aquellas se fortalecieron y encontraron una base teórica -aunque bastante incoherente- en las lecturas que hizo en aquel período y hasta el año 1914, en el que nació Hildegart. Se fue perfilando en ella una ideología redentorista en la que se mezclaban el socialismo utópico con el anarquismo, hasta dar forma a una suerte de programa de acción que intentaría, poco más tarde, llevar a la práctica. Fabulaba con la fundación de colo­ nias al estilo de los falansterios en las que se formarían hombres biológicamente superiores, que se multiplicarían mediante la reproducción familiar y luego se distribuirían por toda España. Su pensamiento abrevaba en las doctrinas biologistas y las teorías eugenésicas que, desde la segunda mitad del siglo XIX y práctica­ mente hasta la primera mitad del XX, mantuvieron su vigencia y de las que, como bien señala Carmen Domingo en la obra citada,8 participaban políticos, intelectuales y científicos de las más varia­ das orientaciones políticas e ideológicas. La declarada aversión de Aurora hacia los hombres en general, así como a mantener relacio­ nes sexuales, y al mismo tiempo la necesidad de recurrir a los ser­ vicios de un genitor, la condujo a elegir al hombre que habría de embarazarla -su «colaborador fisiológico», como ella lo llamabade ese hijo que ella iba a parir y que estaba destinado a constituirse

8 Ibíd., p. 43.

en el modelo del hombre nuevo. Nunca se ha sabido con seguridad quién fue aquel hombre con el que ella realizó el acto sexual por tres veces -para asegurarse de que la cópula fructificara, según ella misma relató- y con el que jamás volvió a relacionarse, aunque, según su propio testimonio, no fue elegido al azar. Su convenci­ miento, entre la omnipotencia del deseo y la certeza psicótica, de que su hijo sería una niña, obedecía a la igualmente firme convic­ ción de que los hombres no servían para reformar la sociedad, por lo que semejante tarea estaría en manos de las mujeres, redimidas ellas mismas. Aurora Rodríguez comenzó a poner en práctica su proyecto de ingeniería social nada más comprobar que estaba esperando a su hijo que, en efecto, sería una niña. Abstrayéndose del mundo exte­ rior, se dedicó exclusivamente a su cuidado personal para garanti­ zar que el embarazo se desarrollara en las mejores condiciones, sometiéndose a una dieta especial y sumergiéndose en agua calien­ te dos veces al día; además, durante el descanso, cambiaba cada hora de posición para evitar alteraciones en la colocación del feto.9 La niña nació el 9 de diciembre de 1914 y fue bautizada dos años más tarde con los nombres de Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda María del Pilar. La simbología del primero de los nombres fue explicada por la madre: combinaba gart -jardín- con hilde -conocimiento, sabiduría-, de lo que resultaba en su traduc­ ción libre «jardín de la sabiduría», sin duda un modo de nombrar las expectativas que ella depositaba en la niña. Aurora repitió con su hija el método de enseñanza que había ejercitado con aquel sobrino que le fue arrebatado, ciertamente con excelentes resul­ tados: empezó a hablar a los ocho meses, a identificar las letras e incluso a formar palabras. Antes de cumplir los cuatro años, su madre la instruyó en otros idiomas, y fue la más precoz mecanó­ grafa titulada por la firma de máquinas de escribir Underwood.10 A los catorce años, habiendo acabado el bachillerato, solicitó y obtuvo la dispensa para ingresar en la universidad -se matriculó

9 Ibíd., p. 50.

primero en Derecho y después en Medicina-, aunque desde los doce escribía y publicaba artículos sobre los más variados asuntos de interés político y social, en particular aquellos relativos a la situación de la mujer y la sexualidad, de cuyo contenido se deduce la enorme influencia que habían tenido en la niña, al menos hasta entonces, las ideas de su madre.

3 Hay pocas dudas de que el ingreso en la universidad tuvo para Hildegart un efecto catalizador. Aunque su madre no se separaba de ella, acompañándola a todas partes, no pudo impedir que al abrirse a otras relaciones personales y sociales la hija viera estimu­ lado su deseo de tener un protagonismo que inevitablemente la alejaría de la tutela materna. Entre los años 1926 y 1928, Hildegart fue colaboradora habitual de la revista Sexualidad, publicando numerosos artículos sobre los temas que ya había hecho suyos: la condición femenina, la maternidad, la procreación, la higiene sexual, siempre desde la óptica de los principios eugénicos; a par­ tir de 1929, y hasta muy poco tiempo antes de su muerte, su pro­ ducción intelectual fue incesante, así como sus intervenciones en actos públicos. Editó varios libros, cantidad de folletos e innume­ rables artículos, estos últimos principalmente en El Socialista y Renovación -órganos respectivamente del Partido Socialista Obrero Español y de las Juventudes Socialistas-, y después de su ruptura con el socialismo en el periódico de tendencia anarquista La Tierra. Las preocupaciones sociales de Hildegart y su proyec­ ción política están siempre presentes e inextricablemente unidas en sus textos. Los libros y la mayoría de los artículos que escribió -redactados en un estilo militante, pero siempre intentando pro­ porcionar una base «científica» a sus argumentos- estaban dedica­ dos a la sexualidad, la profilaxis e higiene sexual, la maternidad y la paternidad, e inspirados en la eugenesia y la «mejora de la raza humana». La autora era perfectamente consciente de que la con­ creción de semejante programa no podía llevarse a cabo si no era asumido por una fúerza política que apostara realmente por un

cambio revolucionario de la sociedad. Sabía Hildegart que con solo la difusión de las ideas a través de la prensa y de su participación en instituciones como la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas -donde se relacionó con personajes famosos como Havelock Ellis- no era suficiente para promover el cambio social al que aspiraba. En enero de 1929, a sus catorce años, Hildegart se había afiliado a la Federación Nacional de Juventudes Socialistas, de la que llegó a ser vicepresidenta, un compromiso que provocó un primer des­ encuentro con su madre, que desde muy joven se sentía más pró­ xima al ideario anarquista, si bien el desencanto materno a este respecto no habría de durar mucho tiempo; en efecto, el paso de Hildegart por las filas socialistas fue tan fulgurante como efímero. Desilusionada por lo que ella consideraba una renuncia a los prin­ cipios por parte de la dirigencia del PSOE, a la que acusó de nepo­ tismo y oportunismo por colaborar con los políticos burgueses olvidando los compromisos programáticos, expresó pública y rei­ teradamente sus discrepancias, una actitud crítica que le valió ser marginada de las páginas de El Socialista a finales de 1931, y excluida de cualquier protagonismo en mítines y celebraciones partidarias o del sindicato UGT. En septiembre de 1932, se dio de baja de las Juventudes Socialistas. Aurora Rodríguez siempre se mostró contraria a la militancia política de Hildegart, a quien imaginaba como protagonista de la mucho más noble y ambiciosa misión de mejorar la raza, por lo que la incorporación de su hija al Partido Federal nada más dejar el PSOE debió de haberle provocado una cierta frustración, y al mismo tiempo una relativa satisfacción por el hecho de que Hil­ degart hubiera abandonado a los socialistas -a los que Aurora des­ preciaba como reformistas- para comprometerse con una fuerza de izquierdas más próxima a sus propias convicciones anarquistas. A finales de ese mismo año de 1932, Hildegart hizo su ingreso en la masonería, una organización que vivía entonces un considerable desarrollo en España, a través de una de las denominadas Logias de Adopción, especialmente creadas para admitir mujeres, aunque subordinadas a las logias masculinas. Está claro que las aspiraciones de Hildegart exigían para su realización unos cauces más amplios

que los que podía proporcionarle cualquier grupo político y, en todo caso, la doble militancia (partidaria y masónica) era muy común entonces. El texto que ella misma escribió y que fue editado en el Boletín de la Gran Logia Española de octubre de 193211 ilus­ tra muy bien la mezcla de ideas que bullían en la cabeza de la joven y que, muy probablemente, reflejaban también la confusión que la embargaba acerca de su propio deseo y, en particular, el conflicto que desde hacía cierto tiempo la enfrentaba con el deseo de ese Otro -am ado y odiado- representado por su madre. No es difícil identificar los pasos fundamentales que conduje­ ron a Hildegart a consolidar su deseo de volar sola. El proceso de separación de su madre se inició, al comienzo tímidamente, a par­ tir de su paso por la universidad, donde su inteligencia y su talento fueron rápidamente reconocidos, abriéndole al mismo tiempo una ventana al mundo y liberándola parcialmente de la asfixiante vigi­ lancia materna; continuó más decididamente -contrariando la opinión de Aurora- con su militancia política que, aunque breve, la proyectó como una figura pública en toda España; y finalmente, el horizonte internacional que se abrió ante ella gracias a la cuan­ tiosa producción literaria en forma de libros, folletos y artículos periodísticos en los que difundió su ideario feminista,12 en pro de la liberación sexual y en defensa de las teorías eugénicas, que la relacionaron con la Liga Mundial para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas, y con figuras del ámbito internacional como Hirschield y Havelock Ellis. Estas circunstancias constituían una amenaza de cara al control que Aurora había ejercido hasta entonces -y que aspiraba a mantener- sobre la vida de su hija. El

11 Ibíd., p. 237. Hildegart había elegido como nombre simbólico masónico el de «Iris-Egle», cuyo significado es «jardín de la sabiduría». Aunque no está con­ firmada la pertenencia efectiva de Aurora a la masonería, ella misma declaró que varios miembros de la familia habían sido masones, y que ella también lo era, con el pseudónimo «Ara Sais», que se traduce como «diosa de la verdad». 12 A pesar de su feminismo, y de la defensa que hacía del derecho de las mu­ jeres a la contraconcepción y al aborto, Hildegart se pronunció -a l igual que Victoria Kent- en contra del derecho al sufragio femenino, finalmente aprobado por las Cortes, convencida de que las mujeres no estaban suficientemente educa­ das y que su voto se vería condicionado por la opinión masculina dominante.

comportamiento de Hildegart se tornaba cada vez más indepen­ diente, y como Aurora habría de reconocer después del crimen, los enfrentamientos verbales entre ambas se habían agudizado y siempre giraban alrededor de lo mismo: la madre le reconvenía recordándole que tenía una misión que cumplir en la vida que no debía olvidar, mientras que la hija reivindicaba su derecho a trazar ella misma su trayectoria en la vida y no lo que otros decidieran por ella.13 Aurora veía cómo se desmoronaba el plan que tenía trazado para hacer de su hija la encarnación de sus propios alientos mesiánicos, esa hija destinada a «trazar rutas nuevas a los hombres opri­ midos y esclavizados», que de pronto se había convertido en una representación del mal. Frustrada su esperanza de haber engendra­ do el modelo perfecto de la humanidad futura, les dice a los psi­ quiatras del manicomio de Ciempozuelos: «No fui escultora'de carne, lo fui de piedra, por eso no la llegué a cincelar».14

4 Paralelamente al proceso descrito, se acentuaron visiblemente en Aurora Rodríguez los síntomas de una paranoia en forma de manía persecutoria, celos y megalomanía. La sospecha de que Hildegart estaba siendo manipulada por los dirigentes socialistas se convirtió para su madre en certeza cuando la hija, enfrentada públicamente con aquellos, dejó de ser tenida en cuenta e invitada a participar en los actos que el partido y sus orga­ nizaciones afines realizaban, y se cerraron para ella las páginas de El Socialista. Aurora vio esto como el resultado de una conspira­ ción contra Hildegart, a la que, según ella, se sumaban destacadas personalidades de la ciencia y la cultura, incluyendo a muchos que siempre habían alentado y apoyado la trayectoria de Hildegart, y participado con ella y su madre en la fundación de la Liga Española para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas; precisa­

13 D o m in g o , op. cit., p. 298.

14 Ibíd., p. 128.

mente una entidad que Aurora abandonó airadamente -arrastran­ do a su hija con ella- muy poco después de su creación, despechada porque la mayoría de sus miembros no estaban de acuerdo con sus propuestas. Esta supuesta confabulación en contra de su hija tenía para Aurora un alcance internacional cuyo objetivo era hacer de Hildegart una espía, una prostituta «en cuya carne se rindieran los principales hombres de Estado», tal y como relató a los psiquiatras que la entre­ vistaron antes del juicio, repitió durante el mismo y continuó soste­ niendo después. Desde el escritor H. G. Wells hasta Havelock Ellis, pasando por otros personajes -bien imaginarios, bien existentes pero cuyas palabras y comportamientos son para Aurora la confir­ mación de su condición de conspiradores-, todos quieren secuestrar a su hija para someterla a sus propósitos, unos fines últimos nunca definidos con precisión pero que son, en cualquier caso, la encarna­ ción del mal. Paradójicamente, en un artículo titulado «La virgen roja» publicado en la revista The Adelphi unos pocos días antes del drama, el mismo Havelock Ellis había hecho un encendido elogio de Hildegart y de su madre, calificando a Aurora de «mujer extraordi­ naria [.. ] lo que yo llamo las Nuevas Madres». En paralelo al despliegue de esta manía persecutoria, Aurora siempre se había mostrado celosa de las múltiples relaciones que Hildegart había establecido en su recorrido político e intelectual, unos celos atemperados quizás por el hecho de que, al menos hasta entonces, madre e hija se mostraban unidas, y el reconocimiento a la figura pública y al éxito de la hija se atribuían en gran medida a la madre. Esta situación cambió, radicalmente, a partir del m o­ mento en el que Hildegart empezó a reivindicar con mayor énfasis su deseo de independencia, coincidente con la atracción sentimen­ tal que se había despertado en ella y que, según todos los indicios, estaba dirigida a uno de sus compañeros del Partido Federal. Joven -se diría que en pleno despliegue hormonal-, atractiva y de tempe­ ramento romántico a pesar de su semblante de activista y agitadora social, es comprensible que Hildegart se sintiera atraída por alguno de los tantos hombres jóvenes con los que se habría relacionado en su actividad política o como divulgadora del ideario feminista. En su momento, se citaron al menos un par de nombres como posibles

cortejantes de la hija, y en los días que precedieron al crimen su madre contó a un amigo de la familia la supuesta visita de uno de aquellos pretendientes que se presentó para pedir la mano de Hildegart. Según el relato de Aurora, ella respondió al visitante: «Mi hija no está en el mundo para contraer matrimonio. Casarla sería tanto como sacrificar la misión para la que ha venido a esta tierra».15 El receptor de esta confidencia fúe igualmente testigo del airado rechazo de Aurora a un supuesto enamoramiento de su hija, que estaba presente en la escena, y de la desesperación e impotencia de Hildegart para expresar ante su madre sus auténticos deseos. Para Aurora, el hecho de que su hija le fuera arrebatada por un hombre implicaba un doble fracaso: de ella misma, por no haber consegui­ do crear a la mujer perfecta, y de la criatura que había traicionado su destino. De acuerdo con los testimonios recogidos de lo acaecido en las últimas horas inmediatamente antes del crimen -corroborados por la misma parricida en sus declaraciones posteriores-, Aurora fingió acceder al deseo de su hija de abandonar el domicilio en el que ambas convivían para mudarse a otro cercano donde vivía una amiga de la familia. Para Hildegart se había hecho evidente que la operación de separación, imprescindible para salvarse del estrago materno, debía comenzar por tomar distancia física con su madre. Para esta, ese gesto era la confirmación de su fracaso. Una última discusión entre ambas parece haber girado alrededor del significa­ do de ese fracaso, y de las consecuencias mortales que habría de acarrear para una u otra. En efecto, tal y como declaró Aurora en las sesiones del juicio, ella misma pensó en suicidarse, algo que descartó porque habría sido inútil, y porque además hubiera signi­ ficado dar satisfacción a «ciertos sectores», una alusión a la supuesta conspiración internacional dirigida a arruinar 1^ vida de su hija. Convencida de que había perdido a Hildegart definitivamente, sacrificarla era, pues, la única opción. Tanto los celos como la megalomanía estuvieron presentes en la vida de Aurora muy precozmente. La historización, facilitada

por ella misma, muestra una clara identificación de la niña con su padre -al que describe como «callado, de voluntad débil, nada luchador, serio, poco expresivo»- frente a la madre, mujer enérgica y voluntariosa -«con más sexo que seso»-, con quien Aurora nunca tuvo una buena relación, y que parece ser que tenía una evidente preferencia por la hija mayor, Josefa. Esta, a la que Aurora odió durante el resto de su vida y a la que describe como sucia y sexualmente promiscua, fue quien le arrebató al hijo que su hermana había criado y comenzado a educar llegando a imagi­ nar que era suyo. A diferencia de su madre y de su hermana, Aurora no solo no mostró interés alguno en mantener relaciones sexuales, sino que se complacía en exhibir su desprecio por aque­ llas mujeres que se entregaban a lo que llamaba con repugnancia «la afrenta carnal».16 Es probable que la agresividad despertada por los celos y la tenaz represión de la libido se desplazaran ali­ mentando la utopía megalómana sobre la que Aurora empezó a construir su delirio. Las ideas románticas y vagamente libertarias orientadas hacia una imprecisa justicia social, mezcladas con las aspiraciones de redención del género humano, habían ido toman­ do forma en la mente de Aurora; a ellas se sumaba la convicción, firmemente arraigada desde pequeña, de que la misión salvífica debía estar liderada por las mujeres y que, en esa cruzada, ella tenía la responsabilidad de engendrar y educar a quien debía abanderarla. La megalomanía y los delirios de grandeza de Aurora eran tales que se consideraba intelectualmente superior a todos quienes la rodeaban, con la excepción de su hija, a la que estimaba como una proyección de sí misma, hasta que aquella traicionó sus expectativas. La posición reivindicativa y la querulancia,17 la inflexibilidad en la 16 Ibíd., p. 261. La expresión está recogida en el informe psiquiátrico firmado por los doctores Sacristán y Prados. 17 La «querulancia» es una característica propia de los sujetos paranoicos, se manifiesta en la inclinación a culpar a los demás de los males reales o imaginarios de los que se sienten víctimas, lo que les conduce a sostener una relación conflic­ tiva con las personas que les rodean y en general con el medio en el que habitual­ mente se despliega el lazo social. Instalado en la queja constante y en argumentos exculpatorios -d o s modalidades típicas del autoengaño y de la consecuente abdi­

defensa de sus opiniones frente a todos las demás, así como la cer­ teza de estar llamada a cumplir una misión redentora, son fenóme­ nos que comenzaron a anunciarse en ella desde muy joven y que se fueron acentuando en el transcurso del tiempo. Así lo atestiguan muchas personas de diversa condición que tuvieron trato con ella; lo confirman las propias declaraciones de Aurora durante el juicio, y así también se recoge en los informes periciales. «Tilda con los más groseros dicterios a personas de alto renombre intelectual o político y hace tabla rasa de los valores más firmes de nuestra sociedad. Considera que es muy difícil llegar a comprenderla, que es una mujer superior y excepcional, que todo cuanto hace es por­ que lo debe hacer y jamás duda ni se arrepiente de sus actos, incluso de los más desgraciados de su vida [... ] Sentimiento predominan­ te de superioridad sobre los demás y sobre el ambiente, de su fuer­ za, de su dominio y de sus actos. Tendencia a la sobreestimación de sí misma [... ] Su actitud pedante, una de las cualidades esenciales de su carácter, es causa de que aparentemente su inteligencia se nos ofrezca a un examen superficial como superior a la media normal, cuando en realidad puede afirmarse que no sobrepasa este límite convencional [...] Ya en los años de su juventud, o quizá antes, comienza a esbozarse su delirio de reforma de la humanidad, conse­ cuencia del cual es la actitud que la procesada mantiene en el curso de toda su vida de un modo constante y sin corrección alguna».18 ¿Puede afirmarse que la parricida asumió su responsabilidad subjetiva en el crimen? La respuesta sería afirmativa si esa respon­ sabilidad se identificase con el consiguiente -y voluntario- re­ conocimiento del hecho ante el juez, así como con la constante exigencia de Aurora de que se la considerase responsable de su acto, algo que suele ser habitual en este tipo de( sujetos. Aurora Rodríguez Carballeira admitió desde el principio su responsabilidad en el asesinato de Hildegart; nunca abjuró de ese reconocimiento, como jamás manifestó un sentimiento de culpa. Antes bien, defen­

cación de la responsabilidad- el sujeto querulante asume una posición reivindicativa planteando las más variadas exigencias, en muchas ocasiones claramente carentes de lógica, exigiendo derechos de los que, supuestamente, ha sido privado. 18 Ibíd., pp. 264, 270, 271 y 272.

dió siempre como lógica y perfectamente explicable su acción, a la que en varias ocasiones calificó de «sublime». Ella, como Ernst Wagner, sobre el que trataremos a continuación, se sentía responsa­ ble pero no culpable. Esta asunción de responsabilidad iba general­ mente acompañada de la afirmación de que estaba plenamente cuerda, y del vehemente rechazo de las opiniones que sostenían que se trataba de una loca, hasta el punto de que se enfureció con sus abogados defensores cuando estos, con el fin de evitar la condena penal, alegaron inimputabilidad por no ser responsable de sus actos. Sin embargo, en el sujeto psicótico ese reconocimiento aparece viciado precisamente por el obstáculo que ofrece su condición deli­ rante, en la que se sostienen -simultáneamente con la confesión del acto- las explicaciones y justificaciones locas del mismo; una posi­ ción en la que no parece posible que funcione «el expediente de la transferencia, que puede dar entrada al mundo imaginario del criminal que puede ser para él la puerta abierta a lo real», como planteaba Lacan en 1950. A la negación radical de la castración se suma, como es habitual encontrar en los sujetos paranoicos, un fan­ tasma literalmente blindado, extremadamente difícil de penetrar aun cuando se pueda establecer un cierto grado de transferencia. El tribunal, ajeno a las sutilezas diagnósticas, condenó a la asesina como responsable del asesinato de Hildegart a la pena de veintiséis años, ocho meses y un día de cárcel -que equivalía a una decla­ ración de cordura-; un pronunciamiento pocos meses después desvirtuado con el ingreso de Aurora en el sanatorio psiquiátrico de Ciempozuelos, donde permaneció hasta su muerte, en 1956. El diagnóstico social lo hizo el psicoanalista Ángel Garma pocos días después del fallo del tribunal: «La situación no ha cam­ biado -escribió-; en los tiempos actuales, los individuos psíqui­ camente enfermos son condenados bajo el influjo imperativo de la masa [...] Los culpables son aquellos cuyos conocimientos les obli­ gan a encauzar el sentir de la masa por caminos lógicos y que no rea­ lizan esta función. Más culpables aún son los que conscientemente se apoyan en los sentimientos de crueldad de una masa, para conse­ guir un éxito fácil, ofreciendo a dicha masa la víctima que desea».19 19 Ibíd., p. 191.

El acto criminal de Aurora Rodríguez, e incluso el proceso previo que condujo a ese acto, que no fue la consecuencia de un arre­ bato sino la culminación de una decisión meditada, son paradig­ máticos de lo que Jacques Lacan llamó la ferocidad del superyó. Demuestra hasta qué punto la función que Freud atribuyó a esta figura, la de ser el abogado de todo afán de perfección en el sujeto, no puede entenderse sin su reverso siniestro, a saber, el empuje al goce, con su efecto devastador. Para Aurora, el ideal de perfección estaba depositado -en el plano delirante- en la aspiración, que ella se pro­ puso llevar a la práctica, de redimir al género humano, y para cum­ plir con esa misión era imprescindible contar con un ser que encar­ nara él mismo la perfección, único modo de asegurar el éxito de la gigantesca tarea de regenerar la especie. Hildegart estuvo así, desde antes de su nacimiento, destinada (programada) a representar ese papel vicario por imperativo del superyó materno, guiado por esa ley insensata que excluye el deseo a fin de que no opere como barrera al goce. De ahí que el encuentro de Hildegart con el objeto a causante del deseo -de su propio deseo, que nunca podría ser aceptado por su madre- marcó el punto álgido de la operación de separación inicia­ da por la hija. De hecho, y aunque las discusiones entre ambas muje­ res no habían sido infrecuentes en los tres últimos años -particular­ mente, en relación con la vocación política de Hildegart-, la situación hizo crisis en los días inmediatamente anteriores al crimen, cuando a las sospechas de que la hija se había enamorado se sumó la expresión de la misma Hildegart -«Los hijos no son propiedad de los padres»dirigida a Aurora. Semejante comentario desafiante, que era a su vez una manifestación decidida de la voluntad de la hija de separarse de su madre, selló su destino trágico. 5 «[. 1 si hago abstracción de lo sexual, soy de lejos el mejdr hom bre que he co n ocid o...» Ernst W a g n e r

El «caso Wagner», que en rigor debería ser llamado el caso de Wagner, puede ser citado como un auténtico contraejemplo, en el

marco de la psicosis, de lo que se ha calificado como crímenes inmotivados. Entre los días 3 y 4 de septiembre de 1913, el maestro de treinta y nueve años Ernst Wagner asesinó a su mujer y a sus cuatro hijos en el pueblo alemán de Degerloch, y a otras nueve personas en el pueblo cercano de Mühlhausen, donde dejó heridos a otros once. El asesino provocó, además, varios incendios en esta última locali­ dad, y no pudo consumar su suicidio al ser reducido por algunos vecinos. Declarado irresponsable de sus actos por el tribunal que le juzgó, fue ingresado en el manicomio de Winnental, donde murió en 1938. La personalidad de este criminal psicótico fue exhaustiva­ mente estudiada por el psiquiatra Robert Gaupp, quien le trató e hizo un seguimiento del sujeto durante el internamiento. En tanto que para Gaupp se trataba de una paranoia caracterizada por «la edificación de un delirio crónico y sistematizado a partir de los sentimientos de culpa y la mala conciencia»,20 José María Álvarez sostiene que Wagner «no trenzó ningún delirio sistematizado hasta mucho tiempo después de su pasaje al acto; más que un delirio sis­ tematizado se trata de un acto sistematizado y, quizás, de haberse entregado a la edificación de un delirio de este tipo, el acto se hubiera pospuesto definitivamente».21 Wagner ideó sus crímenes al menos cuatro años antes de ejecu­ tarlos, según consta en sus propios escritos y confirman las decla­ raciones posteriores a los hechos. Detrás de un semblante cargado de arrogancia y pretendida superioridad intelectual, de este perso­ naje extremadamente puntilloso y observador de las reglas de urbanidad, fanático de lo que él entendía por la verdad y la justi­ cia, había en realidad un megalómano asfixiado por el sentimien­

20 Á lvarez, José María (2001): «Sobre el caso Wagner», en: G aupp , Robert: El caso Wagner. Valladolid: Asociación Española de Neuropsiquiatría, p. 7. 21 I b í d p. 30. Este autor destaca la importante contribución de Robert Gaupp al desarrollo de la psiquiatría, en contra de las corrientes dominantes de su época, «pues manifestó la más férrea de las oposiciones ante la visión generalizada de la psi­ cosis como un proceso incomprensible e insistió sobremanera en que la relación con el psicótico podía mantenerse dentro de los lindes de la empatia. En su opinión, era perfectamente posible desentrañar la articulación existente entre la historia del suje­ to y las características propias desarrolladas en el curso de la psicosis» (Ibíd., p. 9).

to de culpa y abrumado por la manía persecutoria. La culpabilidad parece haber tenido origen primero en sus prácticas onanistas, ini­ ciadas alrededor de los dieciocho años, para acentuarse hasta el tormento a partir de lo que él mismo definió como «actos delicti­ vos con animales», que consumaba durante la noche en el pueblo de Mühlhausen, donde trabajaba como maestro. Que tales actos de zoofilia se realizaran en el pueblo en el que años más tarde asesi­ naría a nueve vecinos, hiriese a otros once y provocase los in­ cendios, tiene relación directa con la paranoia alimentada por el criminal; en efecto, Wagner estaba convencido de que las murmu­ raciones y comentarios acerca de su persona que imaginaba que hacían los demás eran porque conocían aquellas aficiones aberrantes. El asesino no solo confesó de inmediato la autoría de los hechos, sino que también relató sus intenciones de matar a la familia de su hermano para después suicidarse. Wagner siempre sostuvo que los asesinatos de su familia obe­ decieron a la intención de salvar a los suyos del desprecio y des­ crédito social que habrían de arrostrar por culpa suya, es decir, por lo que él mismo definía como «delitos sexuales» y de los que tenía la certeza de que eran conocidos por la gente. «Mis hijos deberían permanecer muertos [...] me produce un gran dolor pensar que podrían sufrir, aunque solo fuera una mínima parte de lo que he sufrido yo», declaró.22 El parricida jamás se retractó de la afirmación de que la muerte de sus hijos era necésaria, y de que tales muertes estaban inspiradas en la piedad y la compasión. Consecuente con esta convicción, nunca mostró sentimiento de ©ulpa alguno por esos asesinatos, en tanto que unos años después de los hechos sí manifestó su arrepentimiento por haberse en­ tregado al odio y la venganza asesinando a los vecinos de Mühlhausen -al que se refería como «el pueblo causante de mi desgracia»-, de quienes afirmaba que si pudiera les devolvería la vida.23

22 Ibíd., p. 12. 23 No está claro que el arrepentimiento con respecto a los crímenes de Mühlhausen fuera completamente sincero. Al parecer, otras manifestaciones de Wagner pocos años antes de su muerte lo contradicen.

Como suele ocurrir con los sujetos psicóticos con vocación literaria, los escritos de Wagner -en especial, su Autobiografía, pero también otros anteriores- proporcionan información valio­ sa para adentrarse en la mentalidad del criminal. Del contenido de los textos se confirma que el sujeto había planificado los crí­ menes con al menos cuatro años de anticipación, por lo que cabe el interrogante de si la escritura fracasó como elemento de suplencia y factor estabilizador, vencidos finalmente por «la con­ densación de goce depositado en el acto homicida».24 Ernst Wagner renegaba de su padre, Jakob, un alcohólico poco dado al trabajo de quien decía que había heredado su condición «dege­ nerada», aunque es la figura de la madre la que parece haber pre­ dominado en su formación, ya que Jakob murió cuando Ernst tenía solo dos años. A esta madre se la conocía por su carácter de persona querulante, frívola y promiscua, con tendencia a la melancolía y, según hace constar Gaupp, con antecedentes de enfermedades mentales en varios miembros de su familia. Con semejantes antecedentes familiares, no cabe extrañarse de que Ernst Wagner estuviera, literalmente, poseído por un ideal exa­ cerbado dirigido al perfeccionamiento moral y a la defensa de la verdad y la justicia, y al mismo tiempo a merced de su contraca­ ra obscena, el empuje al goce de un superyó insaciable. Instalado en su certeza psicótíca, el asesino asumió, desde el mismo día de su detención, la responsabilidad objetiva de sus actos -pedía que le condenasen a muerte y le ejecutasen-, rechazando indignado el diagnóstico clínico que le describía como un enfermo mental al que debía considerarse legalmente inimputable. Lo cierto es que el internamiento psiquiátrico favoreció una cierta pacifica­ ción en el sujeto, hasta que emergió un Otro al que dirigir la manía persecutoria, esta vez el dramaturgo de origen judío Franz Werfel, a quien Wagner acusaba de haber plagiado sus obras. ¿Construyó Wagner así un «nuevo delirio» con el que asegurar­ se una relativa estabilización? En todo caso, esa construcción se armó sobre la manía persecutoria enfocada esta vez hacia los

judíos, que alcanzó su m áxim a expresión contem poráneam en­ te a su afiliación al nacionalsocialism o, un movimiento que de haber sobrevivido Wagner un par de años le habría conduci­ do al exterminio junto con todos los demás internos del mani­ comio.25

25 Á lvarez, José María (2011): «Sobre las relaciones del delirio y el crimen a partir del caso Wagner», en: G aupp , Robert: La sociedad de la vigilancia y sus criminales, Madrid: Gredos, p. 196.

8. LOS CRÍMENES INMOTIVADOS

«Yo, Pierre Riviére, habiendo degollado a m i m adre, a m i herm ana y a m i h erm an o ...» M ichel F o u c a u l t

1 Los crímenes llamados inmotivados, que se identifican general­ mente con los crímenes del Ello, atribuidos tradicionalmente a los sujetos esquizofrénicos,1 admiten ser considerados desde posicio­ nes diferentes. Son inmotivados para aquellos que, desde fuera, intentan encontrar una respuesta al pasaje al acto desde el lugar de la explicación racional, entendida esta como sinónimo de búsque­ da de sentido. Esta mirada está condenada al fracaso en tanto el acto del loco se caracteriza, precisamente, por la ausencia de senti­ do. Otra posición es la del sujeto protagonista del acto criminal, para quien su acción tiene siempre una causa; una causa que resi­ de en la mente del ejecutor y que responde a la lógica propia del pasaje al acto en la psicosis, que es algo diferente del motivo, en cuanto este -supuestamente- permitiría explicar y enmarcar el hecho en los protocolos diseñados al efecto por los especialistas de las «ciencias de la conducta», que después ilustrarán a los jueces con sus dictámenes acerca de la responsabilidad o irresponsabili­ dad del sujeto concernido, desentendiéndose de la subjetividad. La posición del psicoanalista, a su vez, a pesar de que la experiencia ha mostrado que tiene un difícil encaje en el ámbito jurídico -limitado a determinar el grado de responsabilidad objetiva del acusadose dirige a restituir la subjetividad en el sujeto criminal, indepen­ 1 S auvagnat, op. cit., p. 219. Para este autor, los crímenes del Ello comprenden los ejecutados por sujetos «esquizofrénicos prodómicos o hebefrénicos muy des­ organizados, donde la simbolización es muy parcial».

dientemente del resultado estrictamente jurídico del caso y ajustán­ dose a su propia ética. 2 El 6 de febrero de 1994, Andrés Rabadán Escobar, de veinte años, mató a su padre disparándole tres flechas con una ballesta. Aca­ baban de comer en la cocina de la casa en la que convivían, cerca del pueblo barcelonés de Palafolls, y, según declaró después el ase­ sino, habían tenido una discusión. Mientras la víctima estaba en el suelo, Andrés le quitó una de las flechas, le puso una almohada en la cabeza y lo abrazó hasta que unos quince minutos más tarde el padre expiró. Se dirigió entonces a Palafolls, donde se entregó a la policía. La anamnesis, construida en base a los antecedentes familiares y a las declaraciones del sujeto, revela que su madre se suicidó ahorcán­ dose en su habitación cuando él tenía nueve años, que sus hermanos mayores se marcharon de casa y que Andrés pasaba mucho tiempo solo. El padre se lo llevaba consigo de vez en cuando para que le ayu­ dara en su trabajo de albañil, pero su hermana Mari Carmen cuenta que Andrés «llegaba por las noches y se ponía a estudiar porque quería hacer otras cosas [...] era un chico muy solitario, odiaba a todo el mundo porque se sentía rechazado». «Vivir con mi padre era un calvario», asegura la hermana. «Yo me fui porque no lo soporta­ ba más», agrega, mostrándose culpable por no haber advertido que su hermano «acumulaba tanto dolor» después de la muerte de la madre. Andrés declaró en el juicio que él quería a su padre y que, en el instante de disparar la primera flecha, no sabía lo que hacía: oía voces, y las voces le guiaban. Las dos flechas siguientes las disparó con plena conciencia, según manifestó, para que la víctima «no sufriera». Un mes antes de cometer el crimen, el sujeto había hecho descarrilar tres trenes de cercanías en la comarca del Maresme. En el juicio al que fue sometido, la Audiencia de Barcelona con­ sideró a Rabadán inimputable por haberse acreditado su «pertur­ bación» en el momento del hecho -en realidad, el diagnóstico de los psiquiatras fue de esquizofrenia paranoide- y, en consecuencia, absuelto del crimen; no obstante, la sentencia definitiva la pronun­

ció el Tribunal Supremo, que ordenó el internamiento psiquiátrico de Andrés durante el tiempo máximo de veinte años. Ingresado en el módulo psiquiátrico de la prisión, el parricida protagonizó tres intentos de fuga, todos ellos frustrados, y uno de suicidio, del que no se conocen suficientes detalles para establecer el grado de deter­ minación auténticamente letal que pudiera tener. Estando recluido, cometió otro delito -cuyas características acaso pueden servir para ilustrar mejor la patología que padece- por el que fue juzgado y condenado a un año y medio de prisión, a no comunicarse por ningún medio durante cinco años con la víctima, y a indemnizar a esta con 5.000 euros. En octubre de 2004, cuando ya llevaba encerrado más de diez años, Rabadán envió una carta manuscrita y sin firma, la cual, presumiblemente, remitió con la ayuda de un tercero, a una auxiliar de enfermería a la que había conocido de forma circunstancial en la prisión, amenazándola con violarla. La misiva, cargada de injurias y con una escritura -¿inten­ cionadamente?- fragmentada, frases mal construidas y con nume­ rosos errores de ortografía, fúe entregada por la destinataria a las autoridades, que iniciaron una investigación a partir de las sospe­ chas de la víctima. Los peritos calígrafos concluyeron que la carta había sido escrita por Rabadán, quien negó la autoría alegando que la mujer le había denunciado por despecho porque él se había rela­ cionado sentimentalmente con una compañera, también auxiliar de enfermería; el psiquiatra declaró que el acusado, a pesar de la enfer­ medad que tenía diagnosticada, disponía de una capacidad intelec­ tiva suficiente como para «comprender y querer lo que hace, y la juez consideró que había pruebas suficientes como para declararle responsable de las amenazas, desechando la posibilidad de aplicar tanto una eximente completa como una atenuada. Finalmente, en noviembre de 2005, Andrés Rabadán se casó en la prisión de Brians (Barcelona) con la auxiliar de enfermería Carmen Mont. En la trayectoria carcelaria del parricida pueden percibirse dos etapas, con características bien diferenciadas, aunque entre ambas se extiende un período durante el cual el sujeto exhibe un compor­ tamiento contradictorio. La primera etapa se prolongó desde que cometiera el crimen hasta finales del año 2004 o comienzos del 2005, y la segunda llega hasta la fecha sin haber sufrido alteracio­

nes. Entre los años 1994 y 2002, Rabadán estuvo en tratamiento psi­ quiátrico hasta que, según su propio relato, él mismo le pidió a la psiquiatra que le atendía que dejara de medicarlo, a lo que aquella accedió; en el transcurso de ese año 2002, el sujeto protagonizó su último intento de fuga, sin que pueda precisarse si el episodio se produjo cuando aún estaba siendo medicado o después. Rabadán se inició en la lectura, la escritura y el dibujo, e hizo una prime­ ra exposición de sus dibujos que despertó el interés del cineasta Ventura Durall, que a partir de 2002 le visita regularmente en la prisión. Durall rodó el film documental El perdón, sobre la vida de Rabadán -en el que este expresa su arrepentimiento por haber quitado la vida a su padre-, y una película de ficción titulada Las dos vidas de Andrés Rabadán. Sin embargo, durante este tiempo que podría considerarse de transición y en el que parece observar­ se una relativa pacificación en el sujeto, que inicia una relación sen­ timental con la auxiliar que conoció en la prisión, el mismo sujeto envía a una compañera de aquella, en octubre de 2004, la carta en la que injuria y amenaza con violarla. Al año, contrajo matrimonio con la primera auxiliar, y en el año 2009 la editorial Plaza & Janés editó el libro que Andrés Rabadán escribió en la prisión, con el títu­ lo Historias desde la cárcel. Escribe el autor: «Soy culpable, lo reconozco abiertamente. No me escondo, no iba drogado ni bebido. Mis problemas entonces no eran más graves que los vuestros de hoy en día. Cabalgaba desbocado a lomos de mi ira. Un grave peligro. La cárcel era necesaria, no digamos que no. Me consta que, explicado así, parezco el psicópata que he negado ser. Sí, es un callejón sin salida, un embrollo. Era y no soy. Soy y no era». No obstante, y a pesar de ese reconocimiento de culpabili­ dad y, por extensión, de que la cárcel es el modo de hacerse cargo de la consecuencia de su crimen, Rabadán dice ser víctima de una injus­ ticia. ¿A qué se refiere? Sin duda, al hecho de que se considera ya mentalmente sano -«era y no soy... soy y no era»- y de que ya no es peligroso para nadie, por lo que la medida de seguridad que le man­ tiene en prisión carece ya de objeto. Su pretensión se ajusta a la letra de la ley. En efecto, la medi­ da de seguridad que establece que estará recluido en un centro psiquiátrico «como máximo durante veinte años» expiraría en el

año 2014; sin embargo, con un informe favorable de los médicos y del equipo interdisciplinario que evalúa la conducta del inter­ no y su peligrosidad potencial, el tribunal que le juzgó está facul­ tado para autorizar el levantamiento de aquella medida antes del plazo de veinte años. El psiquíatra que ha estado tratando al sujeto opina que Rabadán podría tener un informe favorable, teniendo en cuenta su capacidad para establecer vínculos exteriores, el estado de la enfermedad -la esquizofrenia paranoide que le fuera diag­ nosticada en el momento del asesinato- y la ausencia de adicciones. El abogado defensor de Rabadán afirma que este ya no padece el trastorno psicótico que motivó la absolución penal y el internamiento; según el abogado (las declaraciones corresponden al año 2009), el diagnóstico actual de su cliente sería el de «trastorno narcisista y antisocial de la personalidad» que, de confirmarse, lo situaría en el ámbito de la psicopatía más que en el de la psicosis.2 Hay que destacar que, además del psiquiatra forense contratado por la defensa, otros profesionales sostienen igualmente que el diag­ nóstico de esquizofrenia paranoide fue erróneo. Pero independien­ temente de que el diagnóstico efectuado al sujeto inmediatamente después del asesinato de su padre fuera el correcto, o que el compor­ tamiento del mismo se ajustara más a la tipología del psicópata, lo que resulta evidente es que, transcurridos aproximadamente ocho años de internamiento, Andrés Rabadán consiguió una cierta esta­ bilización en cuyo favor se conjugaron varios elementos. A la sus­ pensión de la medicación le siguió el abandono de sus intenciones de fuga, así como el despertar de inquietudes intelectuales y el interés por un cierto saber: lectura, dibujo y finalmente la propia escritura. Contradictoriamente, este período recién comenzado

2 T endlarz y G arcía , op. cit., p. 128. Estos autores señalan que «a partir del DSM-III el concepto de psicopatía es reemplazado por otro de naturaleza más sociológica denominado “personalidad antisocial”, también llamado “disocial”; en este cuadro son incluidos los sujetos “amorales, antisociales, asocíales, psico­ páticos y sociopáticos” ». También recuerdan que, para Krápelin, las personalida­ des psicopáticas son formas frustradas de psicosis. El Tribunal Supremo español adoptó el criterio de Henry Ey para diferenciar a los psicóticos de los psicópatas, expresando que estos últimos padecían una «atipia caracterológica», no siendo por lo tanto acreedores a la exención completa de la responsabilidad.

se interrumpió en 2004, cuando el sujeto envió la carta anónima amenazante a la enfermera, episodio que le valió una condena penal, esta vez sin atenuantes. De modo simultáneo, inicia una relación sentimental con Carmen Mont, con la que contraería matrimonio un año después. Según declaró el mismo Rabadán en el año 2008, además de la ayuda que recibió de la psiquiatra que le quitó la medicación -acaso una profesional capaz de escuchar-, «el sexo ha sido la otra puerta para su curación».3 A partir del mes de marzo de 2010 Rabadán estuvo disfrutan­ do de pequeños permisos de salida de la prisión, al principio tan solo los domingos y acompañado, que en octubre de 2011 ya le suponen permanecer en casa de su hermana entre cuatro y seis días al mes, con autorizaciones renovadas periódicamente por los jueces de vigilancia. Separado de su esposa, con la que había teni­ do una hija, se muestra relativamente integrado en el entorno social que comparte con su hermana durante los permisos. Sigue dedicándose a la pintura, y es muy probable que si continúa exhi­ biendo un comportamiento estabilizado y un trabajo -aunque sea a tiempo parcial- se le conceda la libertad sin restricciones antes de 2014, año en el que se cumpliría el plazo de veinte años de internamiento. Si Lacan reclamaba en 1950 que se evitara «deshu­ manizar al criminal», ¿acaso podría ser Andrés Rabadán un ejem­ plo de aquella aspiración? 3 El día 1 de abril de 2000 por la mañana, José Rabadán Pardo -sin relación alguna de parentesco con el anterior y que tenía entonces diecisiete años- asesinó en Murcia a su padre, a su madre y a su hermana, esta de once años y con síndrome de Down, empleando para la ejecución de los crímenes una espada de samurái y un machete. Según declaró más tarde, esa noche no había podi­ do dormir, al contrario que sus víctimas, que fueron asesinadas 3

F ernández -S antos , Elsa (2008, 27 de abril): «La vida negra de Andrés

Rabadán». El País.

mientras dormían. Cubrió las cabezas de su padre y de su herma­ na con sendas bolsas de plástico y a continuación el «asesino de la catana», como le bautizó la prensa, llamó dos veces a la policía para informar de lo acontecido, sin que los agentes le hicieran caso, y después se comunicó por teléfono con un amigo para decirle que no acudiría a la cita que tenía con él porque acababa de matar a sus padres y a su hermana. El joven se marchó del domicilio en dirección a Alicante, donde pasó la noche, y a la mañana siguiente fue detenido cuando iba a tomar un tren hacia Barcelona, al ser reconocido por un vigilante. Los policías que le detuvieron escucharon decir al detenido: «No estoy loco... mi hermana está en el cielo. ¿La muerte de mis padres? Son muchas cosas juntas [... ] maté a mis padres y a mi hermana por tener una experiencia, pero los quería muchísimo». Unos días más tarde, manifestó que había cometido los asesinatos porque «quería estar solo en el mundo». José Rabadán no fue sometido a juicio porque se mostró con­ forme con la pena solicitada por el fiscal, que en aplicación de la Ley reguladora de la responsabilidad penal de los menores pidió una condena de seis años de internamiento en régimen cerrado, y otros cuatro años de libertad vigilada. Los informes psiquiátricos dictaminaron que el joven padecía una «psicosis epiléptica, por lo que no puede ser declarado plenamente responsable de sus actos». Mientras cumplía la condena de internamiento, el joven aprovechó una excursión para burlar la vigilancia de los educadores y huir junto con otros menores, aunque volvió a ser detenido a las pocas horas. A pesar de este incidente, el Juzgado de Menores, con el acuerdo de la fiscalía, adelantó en siete meses la fecha en la que Rabadán debía pasar al régimen,de libertad vigilada, para recobrar definitivamente la libertad en el año 2008. Nada se ha sabido de la vida que desde ese año ha llevado José Rabadán después de haber purgado la pena impuesta. Dada la con­ dición de menor de edad que tenía en el momento de los hechos, tanto el contenido del sumario como los informes médicos y la misma sentencia -en la que seguramente están recogidos los datos fundamentales del caso- no se han divulgado. Fuera de las decla­ raciones citadas, hechas por él en las horas y días que siguieron a

los asesinatos, no se conocen otras que puedan arrojar alguna luz acerca de la evolución de su situación personal, por lo que resulta imposible determinar en qué medida el sujeto -que actualmente tiene veintiocho años- se siente culpable de lo ocurrido, y si ha asumido subjetivamente la responsabilidad por sus actos. En este caso, como en otros crímenes protagonizados por sujetos psicóticos, la inmediata confesión de los hechos y la reivindicación de su pretendida cordura -«N o estoy loco», fue una de sus primeras expresiones- conduce inevitablemente a los interrogantes: enton­ ces, ¿qué lo impulsó a matar?, y ¿cuándo se dispara la pulsión de muerte? Por lo que ha trascendido, se sabe que en varias ocasiones se marchó del domicilio con el ánimo de dejar a su familia -inten­ tos que no le llevaban mucho más lejos que a Alicante, a unos 40 kilómetros de Murcia-, todos ellos frustrados por la reacción de su padre, que era quien iba detrás del hijo para devolverlo al hogar. Poco después de ser apresado y en un evidente estado de confusión, José dijo que «quería muchísimo a sus padres y a su hermana», para agregar, sin solución de continuidad, que cometió los asesinatos «para tener una experiencia» y, lo que resulta muy significativo, que lo había hecho «porque quería estar solo en el mundo». Y es que en ocasiones, cuando la simbolización es insuficiente, el único recurso que tiene el sujeto psicótico para operar la separación es el pasaje al acto.4

4 En este, como en muchos otros casos de sujetos diagnosticados como psicóticos en sus diversas variantes, la confesión del crimen -e s decir, la asunción de la responsabilidad objetiva- y la reivindicación de su presunta cordura, son per­ fectamente compatibles con las declaraciones incoherentes e incluso contradicto­ rias, lo que confirma precisamente que se está en presencia de la locura. Pretender otorgar un sentido desde fuera a tales manifestaciones -con la mirada exterior del observador presuntamente cuerdo- resulta inútil. Como sostiene Gustavo Dessal -u n psicoanalista con gran experiencia en el tratamiento de esta patología-, para el psicótico el sentido es pleno, riguroso, aunque indialectizable, y las contradic­ ciones e incoherencias a través de las cuales un psicótico puede tratar de excul­ parse pueden deberse al hecho de padecer un delirio poco sistematizado, o sufrir un estado confusional inmediatamente después del crimen.

9. HISTORIA SIN SUJETO, SUJETO SIN PALABRA

« [ ...] se m ata lo que se am a». Ó scar W ild e

1 El 16 de noviembre de 1980, Louis Althusser estranguló a su mujer, Héléne, quien había sido su compañera durante más de treinta años. El crimen lo consumó en el piso que compartían en el edifi­ cio de la Ecole Normal Supérieure de la calle de Ulm, en París, que Althusser tenía asignado por su condición de profesor de la insti­ tución. Según su propio testimonio,1 mientras que él continuaba masajeándole el cuello de modo compulsivo, se dio cuenta de que su mujer estaba muerta; salió corriendo y gritando en dirección a la enfermería de la École en busca del doctor Pierre Étienne, quien le acompañó a la habitación donde yacía el cadáver de Héléne, y después de ponerle una inyección y hacer unas llamadas telefóni­ cas -obviando cualquier intervención de la policía o de la justicía­ le trasladó directamente al hospital de Sainte-Anne, donde quedó ingresado. Unos días después, cuando se le suponía en condiciones de declarar, Althusser recibió la visita del juez de instrucción, ante quien no pronunció una palabra. Louis Althusser nunca fue sometido a juicio. A expensas del resultado de los tres exámenes médicos a los que fue sometido en Sainte-Anne después del crimen, se decretó que no había lugar a un proceso penal dado que el sujeto no era responsable de sus actos. Él mismo atribuyó esta resolución judicial a las presiones -reales o imaginadas- que recibieron los médicos «por parte de

1 A lthusser , Louis (1992): El porvenir es largo. Barcelona: Destino, p. 28. El volumen incluye el escrito del mismo autor titulado «Los hechos», redactado en 1976.

autoridades administrativas del más alto nivel»,2 a fin de que su reclusión psiquiátrica continuase indefinidamente en algún hos­ pital de provincias para, de ese modo, enterrar un episodio tan trágico como atractivo para los medios de comunicación. Independientemente de que tales presiones existieran o no, es claro que si el asunto que enseguida se conoció como «el caso Althusser» era extremadamente incómodo desde el punto de vista político para el Gobierno francés, lo era aún más para el Partido Comunista, del que Althusser era un notorio militante y filósofo de cabecera, aunque desde aproximadamente el año 1968 sostenía públicamente opiniones marcadamente críticas con la línea oficial. Es plausible, pues, que en el esfuerzo para sustraer al filósofo del morbo publicitario confluyeran intereses aparentemente opuestos, pero con la suficiente influencia como para que la magistratura se mostrase complaciente al tiempo de pronunciarse sobre la irres­ ponsabilidad de un criminal tan políticamente molesto. La aplica­ ción del artículo 64 del Código Penal francés de 1838 determinó que se considerase a Louis Althusser como no responsable de sus actos en el momento del crimen, eludiendo, mediante ese recurso administrativo, un proceso público y contradictorio durante el cual el acusado hubiese tenido la oportunidad de hacerse escuchar, en suma, de defenderse. La declaración de irresponsabilidad supo­ ne la interrupción del procedimiento de comparecencia pública ante un tribunal y el confinamiento en un hospital psiquiátrico, que puede prolongarse indefinidamente, toda vez que el poder de los jueces es reemplazado por el poder médico, que se ejerce a tra­ vés de informes periódicos dirigidos a los jueces. Si los informes dan cuenta de que el interno ha alcanzado una cierta estabilización y no representa un peligro para sí o para terceros, las instancias judiciales pueden poner fin al encierro permitiendo al interno recuperar la libertad.3

2 Ibíd.,p. 350. 3 En el sistema penal español Althusser hubiera sido juzgado en audiencia pública con todas las garantías, aunque existieran serias presunciones de trastor­ no mental. Sería en el transcurso del juicio, después de escuchar el dictamen de los psiquiatras forenses y de peritos de la defensa y de la acusación, y de las demás

Louis Althusser redactó el texto que tituló «Los hechos» en el año 1976, cien páginas autobiográficas que precedieron en diez años a «El porvenir es largo», editados ambos en el volumen que lleva el último de los títulos citados. Son escritos complementarios e incluso imprescindibles en su complementariedad, en la medida en que constituyen un testimonio extremadamente valioso y des­ garrador del proceso seguido por una inteligencia que se desliza, paso a paso, hacia el desencadenamiento trágico representado -entre uno y otro escrito- por el pasaje al acto asesino. Un tránsito que se prolongó durante setenta y dos años, y del que el sujeto pro­ tagonista levanta acta con la minuciosidad de un notario de su propia existencia, y que es, en el caso del texto posterior a la muer­ te de Héléne, un alegato tendente a romper el cerco de silencio en el que había sido encerrado, y también un intento de desmentir ciertas especulaciones que sobre él y las circunstancias que ro­ dearon los hechos circulaban por entonces en Francia. Asegura Athusser, en lo que constituye en realidad un alegato autobiográfi­ co, que cree encontrarse en disposición no solo de explicarse con claridad sobre sí mismo, sino también de llevar a los otros a re­ flexionar sobre una experiencia concreta, lamentándose de no ser Rousseau -una referencia significativa, si se tiene en cuenta que Rousseau era un psicótico-. Privado de la palabra por impera­ tivo legal mediante la fórmula del «no ha lugar» -expresión emple­ ada por los jueces para hacer callar a los demás-, Althusser escribe su patética confesión que es, al mismo tiempo, un combate entre la razón y la locura, en un vano intento de explicar y explicarse los motivos que le llevaron a matar a su mujer. La circunstancia de que Louis Althusser dejara sus escritos autobiográficos proporciona una excepcional oportunidad para intentar una aproximación a la relación entre la estructura y el modo en que se produce la deriva que conduce al pasaje al acto; aun teniendo en cuenta que siempre hay

pruebas practicadas, que el tribunal podría fallar en el sentido de absolver al acusado por considerarlo inimputable, o condenarlo con o sin atenuantes. El procedimiento seguido con Althusser se acerca más al sistema inquisitivo -escrito y secreto- que al acusatorio, en el que los principios de contradicción, igualdad de condiciones, publi­ cidad y oralidad, ofrecen al acusado mayores garantías para su defensa.

una hiancia entre la historia del sujeto y su acto, y lo engañosa que puede resultar una autoanamnesis, hay que conocer la vida del sujeto Althusser sin esperar que del relato emerja por un sentido que escapa a la mirada del Otro en cuanto obedece a la lógica propia del psicótico. Gomo escribiera Gerard Pommier, «el filó­ sofo que sostuvo con tanto rigor la tesis de una historia sin sujeto acabaría sus días cautivo de un acto declarado sin sujeto en nom­ bre de la ley».4 Pocos días después de la muerte del filósofo, ocurrida el 22 de octubre de 1990, su amigo Alain Touraine escribió que «le resul­ taría difícil a un estudiante actual de Filosofía o Sociología ima­ ginar la influencia que Louis Althusser llegó a ejercer en el curso de los años setenta. El hombre que acaba de desaparecer tras diez años de silencio [. ] fue, antes y después de 1968, el inspi­ rador de un nuevo integrismo marxista que tuvo efectos políti­ cos y filosóficos de tal importancia que puede ser considerado como el canto del cisne del m arxism o».5 En efecto, aunque el experimento de ingeniería social desplegado principalmente en la Unión Soviética -e imitado con mayor o menor fidelidad en los países que integraban su esfera de influencia- hacía agua por varios flancos, tanto La revolución teórica de M arx como Para leer El Capital proveyeron, durante un cierto tiempo, sustento ideológico a la ola de estructuralismo marxista que en la década de los años setenta intentaba salvar los muebles de un proyecto de emancipación en crisis. La gran repercusión que tuvo en Francia y fuera de ella el pasaje al acto criminal ejecutado por Louis Althusser se vio incrementada por la personalidad de su protagonista como pensador y renovador de la filosofía marxis­ ta. Deudor de la teoría estructuralista y paciente analizado durante muchos años, amigo de Jacques Lacan, la influencia de su obra en el ámbito de la filosofía, la sociología y las ciencias políticas en los años sesenta y setenta fue considerable, tanto dentro como fuera del marxismo. 4 P ommier , Gerard (1999): Louis de la nada. Buenos Aires: Amorrortu, p. 11. 5 T ouraine , Alain (1990, 13 de noviembre): «Louis Althusser, integrista

marxista». El País.

Hay, sin embargo, algo más que otorgó al «caso Althusser» una relevancia extrajurídica, convirtiéndolo en objeto de polémica ideológica y política al tiempo que se formulaban los interrogan­ tes de rigor acerca de la relación entre racionalidad y locura; o entre el talento y la lucidez intelectual capaz de producir una obra filosófica teóricamente consistente que conservó su poder subver­ sivo durante dos décadas, y la psicosis de su autor. Un autor que, como señala Pommier, «él mismo reconocía que algunas de sus intuiciones más importantes, construidas luego con rigor, tuvieron su fuente en el punto más íntimo de su locura».6 La polémica fue rápidamente iniciada y alimentada por quienes, principalmente desde las posiciones de derecha, pero también por parte de perso­ nas y grupos que se reclamaban de izquierdas -con la complacen­ cia de ciertos medios-, que enjuiciaban a Althusser junto con el marxismo y el psicoanálisis, como si Marx y Freud fueran los coau­ tores intelectuales de un crimen ejecutado por un intelectual maníaco depresivo con más de veinte ingresos psiquiátricos a sus espaldas, y por añadidura psicoanalizado durante años. O bien, se insinuaba, las ideas de Marx y Freud conducían a la locura, o bien aquellas tan solo podían ser tomadas en serio por un loco. Ante tales prejuicios, de nada iban a servir los comentarios del mismo Althusser dirigidos a defender tanto el psicoanálisis como a los dis­ tintos analistas que le trataron. Refiriéndose a sus depresiones, escribe: «He sufrido tantas y tan graves, tan dramáticas, desde hace treinta años (en total habré pasado quince años entre hospitales y clínicas psiquiátricas), y a buen seguro todavía estaría allí de no ser por el psicoanálisis»;7 y reprocha a sus amigos que culpen al ana­ lista -el doctor Diatkine, que no era lacaniano- que le trataba en el momento del crimen por no haber intervenido a tiempo para evitar la tragedia: «No obstante, mi analista sí había intervenido. Tuve que verle por última vez el 15 de noviembre, y me dijo que esta situación no podía continuar, que era necesario que yo acep­ tase la hospitalización».8 Consumado el crimen, el propio analista 6 Pommier, op. cit., p. 13. 7 A lth u sse r (1992), op. cit., p. 425. 8 Ibíd., p. 337.

le visitaba todas las semanas en el psiquiátrico: «Daba vueltas sin cesar con él, pero sin sentirme culpable nunca, en torno a la razón profunda de mi homicidio [ .. ] Recuerdo (ya lo había formulado ante él en Sainte-Anne) haberle sometido una hipótesis: el homi­ cidio de Héléne habría sido un “suicidio por persona interpuesta”. Me escuchaba, sin aprobarme ni desaprobarme».9 2

Es preciso detenerse en las aportaciones althusserianas a la teoría marxista, porque desde el psicoanálisis se ha avanzado la existencia de una relación entre el diagnóstico clínico del sujeto Althusser -de la historización de su síntoma- y la interpretación que ese sujeto hace del pensamiento de Marx. Lejos de ver en la construcción teórica marxiana un ejemplo más de ideología -es decir, de falsa conciencia en los términos clásicos-, Althusser le atribuye una auténtica ruptura episte­ mológica que la convierte en una ciencia con un método propio que permite analizar las diversas formaciones sociales desde la causalidad estructural, desechando cualquier adherencia humanista o existencialista; al mismo tiempo, desprecia igualmente las interpretaciones simplistas al uso, inclinadas a la aplicación de una concepción determi­ nista y mecanicista en la que la estructura condiciona sin mediación alguna el funcionamiento de la llamada superestructura. El materialis­ mo sería una «ciencia del conocimiento científico», una productora de conceptos dirigidos a alcanzar conocimientos verdaderos de los obje­ tos reales, en tanto que los conceptos ideológicos serían instrumentos de encubrimiento destinados a conservar la estructura social dentro de la cual se elaboran. De este modo, Althusser identifica la teoría como sinónimo de filosofía marxista -o materialismo dialéctico-, mientras que reserva la voz filosofía para emplearla como equivalente de ideolo­ gía en su sentido de falsa conciencia, en tanto el materialismo históri­ co es para él la ciencia que explica la historia y el funcionamiento de las formaciones sociales. Ciertas afirmaciones de Marx en las que sos­ tiene, por ejemplo, que sus análisis parten de un período histórico con9 Ibíd., p. 355.

siderado y no del hombre, o bien que la sociedad no se compone de individuos sino de relaciones, sirven a Althusser para combatir lo que él opina que son interpretaciones humanistas e historicistas del marxis­ mo, que nada tienen que ver con el verdadero Marx, el de los escritos de la madurez. La publicación en 1967 de «La revolución teórica de Marx» funda el concepto de «ruptura epistemológica» al que el autor recurre para señalar cuatro períodos en la producción intelectual de Marx: en el primero, se inscribirían las «obras de juventud», que Althusser conside­ ra «ideológicas» en el sentido apuntado de falsa conciencia; el segundo período se correspondería con los escritos de «la ruptura»; el tercero lo define como «de maduración»; y finalmente, el de la «madurez», que incluye toda la elaboración teórica de Marx a partir de 1857. Alain Touraine ha señalado que Louis Althusser «marcó en el terreno de las ciencias sociales [...] el punto final de una larga historia intelectual, la del rechazo del historicismo [... ] a la idea de que la historia es la realización de la esencia del hombre a la vez que el triunfo de la razón y el dominio de la naturaleza por el hom­ bre. Esta idea, que nació con la filosofía ilustrada y fue adoptada después por los hegelianos y por el mismo Marx, recibió el recha­ zo de los tres pensadores que dominan el pensamiento occidental desde hace más de un siglo: Marx, Nietzsche y Freud».10 En su obra, Althusser intentó sintetizar las ideas de estos tres increyentes en la historia como un proceso lineal y en continuo perfecciona­ miento de la condición humana; lo hizo por la vía de disociar la subjetividad de la clase obrera como agente de cambio histórico trasladando al partido esa función; un partido que, más que encar­ nar el papel de vanguardia de la clase proletaria, deviene él mismo en sujeto de la revolución. Gran parte del libro, cuyo título origi­ nal es Pour Marx y que se editó en español como La revolución teórica de Marx, está dedicado a combatir el humanismo y el his­ toricismo atribuidos a aquel por quienes utilizan sus escritos de juventud -en particular, los «Manuscritos de economía y filosofía» de 1844- para convertir el pensamiento marxiano en una ideolo­ gía más, otra forma de falsa conciencia, traicionando así el carác­

ter científico de la obra en su doble vertiente de materialismo dia­ léctico y materialismo histórico.11 Su radical posición antihuma­ nista y antihistoricista conducen a Althusser a la destitución del sujeto, pues «los sujetos de la historia son las sociedades humanas dadas»,12 y la condición para encontrar no al hombre abstracto sino al hombre real, es «pasar a la sociedad y ponerse a analizar el conjunto de las relaciones sociales».13 Con ser cierto que existe una hiancia entre la historia del suje­ to y su acto, no es irrelevante contar con la genealogía. Y aunque el conocimiento de la misma «no prejuzga sobre lo que cada sujeto hará con aquello que lo precedió [... ] permite descubrir no obs­ tante los puntos de apelación de las identificaciones imaginarias, o sea el lugar al que cada hijo fue convocado por el deseo de sus padres».14 O, dicho de otro modo, en el «caso Althusser» qué es lo que ocurrió en la «sala de máquinas», en la estructura a partir de la forclusión15 del Nombre del Padre capaz de producir el efecto criminógeno. Hay dos significantes que están presentes en la vida del protagonista -que él mismo trae reiteradamente a colación en sus textos- y que son la muerte y la impostura. En el recorrido que el propio sujeto indica, habría que introducir otros significantes no menos importantes, efectos de la causa originaria -la forclu-

11 L a c a n , Jacques (1990): Las psicosis (Seminario III). Buenos Aires: Paidós, p. 350, en relación con el humanismo, recuerda que la posición filosófica de Freud era fundamentalmente pesimista, y agrega que «niega toda tendencia al progreso. Es fundamentalmente antihumanista, en la medida en que en el huma­ nismo existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida». 12 A lthusser , Louis (1588): La revolución teórica de Marx. México: Siglo xxi, p. 192. 13 Ibíd., p. 202. 14 P ommier , op. cit., p. 44. 15 El término no tiene un equivalente exacto en castellano, idioma que sí recoge «preclusión», una expresión del lenguaje jurídico que alude al vencimien­ to de un plazo que excluye la posibilidad de ejercer un derecho. El origen jurídi­ co está presente en «forclusión», término que Lacan utiliza profusamente y desde una época temprana en sus escritos como una traducción del concepto freudiano «Verwerfung» -rechazo- para explicar el origen de los estados psicóticos y el fra­ caso de la metáfora paterna: allí donde debía comparecer el Nombre del Padre el sujeto se encuentra con un agujero.

sión- que atraviesan su atormentada existencia: las identificaciones imaginarias que marcarán sus relaciones con el Otro, tanto si se trata de las creencias religiosas, de las convicciones políticas o de las relaciones de amistad y su vida sexual. Y muy especialmente, la relación con su propio cuerpo y el modo en que articula esa relación con el sentimiento de no existir, que hacia el final de su testimonio le hace interrogarse acerca de «la fuerte dominación que el fantasma de no existir ejerció sobre todos mis fantasmas secundarios».16 ¿Cómo se concilia -si es que eso es posible- ese sentimiento de no existir con el temor constante de que su cuerpo fuera mermado? Al contrario de lo que le ocurría a James Joyce, quien los golpes que recibía de sus condiscípulos parecía encajarlos otro cuerpo que era el suyo -u n síntoma determinante en su psicosis, como hace constar Lacan en su estudio del personaje-, Althusser se estreme­ cía ante la sola idea de pegarse con alguno de sus compañeros, como relata en sus memorias. No obstante, ante la amenaza real o imaginaria de un riesgo físico, en particular si era desafiado a pelear, siempre encontró una figura masculina que oficiaba de protector. Compañeros de los que invariablemente se enamoraba, tanto de aquel con quien tuvo su primera experiencia de excitación sexual en una acampada, como del camarada Daél en el campo de prisio­ neros, de quien dice que era cariñoso con él «como una mujer (la verdadera madre que yo no había tenido), aquel “hombre verdade­ ro” también [... ] como un verdadero padre que yo no había teni­ do».17Al narrar aquel episodio infantil en el que duerme abrazado a su amigo Paul, reflexiona acerca de si el amor y ternura que sien­ te es una señal de que estaba destinado a la homosexualidad, a lo que él mismo se responde negativamente con vehemencia. La par­ ticular relación del sujeto con el registro imaginario está presente en todas las vivencias que relata. Se encuentra feliz sumergido en lo que describe como una fraternidad masculina -sea el grupo de scouts, el círculo de la Juventud Católica que él mismo organiza en el Liceo, o el campo de prisioneros- hasta el punto de que, durante

16 A lthusser (1992), op. cit., p. 303. 17 Ibíd., p. 146.

una visita a un monasterio, relata su fascinación por la vida de los monjes, y se permite fantasear sobre su retiro a un convento como una solución de vida a todos sus problemas, que juzga insolubles. Que esto lo escriba estando recluido en un hospicio después de haber asesinado a su mujer no resta valor a su testimonio, si se tiene en cuenta que Althusser encontró desde su infancia en estas fraternidades masculinas un refugio al abrigo de los fantasmas, y que siendo ya un adulto, tanto el campo de prisioneros como después el hospicio -universos concentracionarios am bos- le proporcionaron sendos espacios de protección y pacificación a la vez. El encierro y la disciplina que conlleva eximen al sujeto de tomar decisiones, y lo liberan de la carga de asumir las conse­ cuencias de sus actos. Es probable que el ansia del filósofo en hallar una fraternidad que le acogiera -una búsqueda que se pro­ longó durante toda su vida- esté ligada a la condición de creyen­ te cristiano que Althusser conservó incluso después de adherirse al Partido Com unista, unas convicciones que para Alain Touraine eran propias de «un jansenista marxista [que] podría haber sido también discípulo de san Ignacio de Loyola [...] él otorga al partido, concebido como una Iglesia, un papel de com­ batiente mítico y se opone a la burocratización de la esperanza revolucionaria».18

3 Lacan denominaba «la otra orilla» al límite que separa al sujeto de la ruptura de su propia imagen. José Antonio Naranjo retoma ese concepto y escribe que «la imagen es una orilla, un límite, y no todo sujeto puede soportar su fractura, por lo que lo normal, cuando se está cerca de esa ruptura de la imagen, es que el neuró­ tico dé un paso atrás y se recompone. .. Este es el punto donde el neurótico retrocede -salvo en el pasaje al acto-, y retrocede no tanto por la imagen del otro, sino por la angustia que le produce la

ruptura de su propia imagen, porque, de hecho, toda imagen tiene dos caras: una de investimiento, pero también otra de defensa. Dicho de otra manera, la imagen no es solo erotismo sino defensa ante la propia fragmentación que el deseo y la pulsión suponen».19 En las neurosis obsesivas aparecen imperativos homicidas en las hiancias de la rumiación mental; aparece el terror -un concepto propio de «el hombre de las ratas» que destaca Freud- tanto de sí mismo como del Otro: un terror de sí mismo como Otro. El pasaje al acto en el obsesivo surge como un fracaso de la defensa, en la medida en que llega a un punto en el que ya no puede soportar la tortura a la que él mismo se somete y somete al Otro. El pasaje al acto puede manifestarse en cualquier estructura, aunque es fundamental determinar la relación que en cada caso existe entre una estructura específica y la contingencia que hace emerger el acto; obviar esa conexión, así como desatender la implicación subjetiva, dificul­ ta -cuando no impide- averiguar el grado de responsabilidad comprometida en el suceso. La referencia ética en el psicoanálisis lleva a pensar al sujeto en términos de deseos, aun inconscientes, de los que debe hacerse cargo: debe responder, aun cuando aquellos no se plasmen en ninguna manifestación exterior al sujeto mismo. En su dimensión jurídica, en cambio, el sujeto está exento de toda responsabilidad en tanto sus deseos e intenciones, por retorcidos y perversos que sean, no se traduzcan en actos. De ahí que el lugar de encuentro -y simultáneamente de desencuentro- del psicoaná­ lisis y el derecho se localice en lo tocante al concepto de responsa­ bilidad y al alcance que esta debe tener. Si para el derecho el inconsciente no existe, y la subjetividad se tiene en cuenta solo en aquellos casos en que de ella puede presumirse una intención, para el psicoanálisis el inconsciente es el lugar donde la división del sujeto encuentra su expresión más radical. ¿Qué ocurre con el sujeto Althusser? Tiene la sensación de no existir. Esa sensación le agobia y le impide simbolizar, empujándole al registro imaginario (el yo ideal), identificándose con su maestro, con un cura, un condiscípulo, de manera mimética. Cuando su

amigo Paul, el de los abrazos tiernos, se enamora de una chica, él la mira a su vez como si la amara «entregándose intensamente a aquel amor por poderes».20 Le ocurre con sus profesores, en particular con uno de ellos, a quien atribuye «un espíritu puro, indiferente a todas las tentaciones del cuerpo y de la materia, como la doble ima­ gen recompuesta de mi madre y de mí mismo [...] Yo me identifi­ caba completamente con él [... ] imitaba su letra, como adoptaba sus giros de frases familiares, sus gustos, sus valores, imitaba inclu­ so su voz y sus inflexiones suaves y en nuestras exposiciones orales le devolvía exactamente la imagen de su personaje».21 Era su mane­ ra, reconoce, de «saldar paradójicamente mi relación con un padre ausente dándome un padre imaginario, pero comportándome como su propio padre».22 Y hace en su autobiografía, en la que está patente una continua degradación de sí mismo, el patético recono­ cimiento de que «al no existir realmente, yo no era en la vida más que un ser de artificio, un ser de nada, un muerto que no podía llegar a querer y ser querido excepto mediante el rodeo de artificios y de imposturas copiadas de aquellos por los que deseaba ser querido y a los que intentaba querer al seducirlos».23 No es sorprendente que recién liberado del campo de prisioneros, este sujeto torturado que se sentía «culpable de no existir»,24 unie­ ra su vida -¿su destino?- a otro ser desvalido y torturado. Su amigo Lesévre se refiere a la mujer que le va a presentar, a Héléne, con las siguientes palabras: «Es una muy buena amiga. Está un poco loca pero es totalmente extraordinaria por su inteligencia política y por la generosidad de su corazón».25 Esta mujer «un poco loca» arras­ traba detrás de sí una historia siniestra. Siendo aún una niña de doce o trece años, a instancias de un médico pusilánime que no se atrevía a hacerlo él mismo, había inyectado primero a su padre y un año después a su madre -am bos enfermos terminales- una

20 A lthusser , op. üt., p. 116. 21 Ibíd., p. 119. 22 Ibíd., p. 120. 23 Ibíd., p. 121. 24 Ibíd., p. 126. 25 Ibíd., p. 154.

dosis mortal de medicación. Militante comunista desde los años treinta, había participado activamente en la Resistencia; en las oscuras circunstancias de comienzos de la guerra, había perdido su contacto con el Partido, un hecho que luego fue utilizado para acu­ sarla de colaboracionista y que, más tarde, daría ocasión para que Althusser expusiera la ambivalencia de sus sentimientos hacia Héléne. Durante la escenificación de una suerte de juicio sumario muy del estilo estalinista, sus propios compañeros votaron la expulsión de Héléne del Consejo Municipal al que también perte­ necía Althusser, que se sumó a los inquisidores: «Para mi vergüen­ za y estupefacción vi que se levantaba mi propia mano: lo sabía desde hacía tiempo, yo era un perfecto cobarde»,26 escribe, como si su voluntad nada hubiera tenido que ver para condenar a la mujer a la que dice amar. ¿Plasmación fantasmática del cuerpo merma­ do, mutilado, fragmentado, ajeno? En su versión amorosa, seme­ jante ambivalencia se expresa como si se tratase de una mi­ sión salvífica: en su primer encuentro con Héléne, dice Althusser que experimentó «un deseo y una oblación exaltantes: salvarla, ayudarla a vivir. Nunca en toda nuestra historia y hasta el final de esta, abandoné aquella misión suprema que no cesó de ser mi razón de ser hasta el último momento».27 El modo poético, casi sublime, como el autor describe el efecto que le produjo el encuentro con esa mujer, contrasta con el horror desencadenado como consecuencia de la primera experiencia sen­ sorial, epidérmica primero, sexual después: «Dos seres en el colmo de la soledad y de la desesperación que por azar se encuentran y que reconocen en cada uno de ellos la fraternidad de una misma angustia, de un mismo sufrimiento, de una misma soledad y de

26 Ibíd., p. 271. 27 Ibíd., p. 156. Llama la atención el empleo por Althusser del concepto de «oblación», tanto cuando se refiere a su madre, Lucienne, como en este caso a Héléne. Una de las acepciones del término significa «ofrenda o sacrificio que se hace a Dios», y también «m odo de legitimar a los hijos naturales» en el derecho romano. En cualquier caso, no es aventurado interpretar que habla el inconsciente del sujeto, en este caso, el lenguaje propio del creyente que era entonces Louis Althusser. Parece evidente que la misión «salvífica» que se autoasigna con respec­ to a Héléne implicaba su propia redención.

una misma espera desesperada».28 Y, casi sin solución de continui­ dad, sobreviene la repulsión -un gesto, Héléne le acaricia el cabelloy el terror: «No podía soportar el olor de su piel, que me pareció obsceno».29 Obsceno, una expresión que se repite a lo largo del texto, tanto cuando relata episodios de la infancia y la adolescencia en los que la madre es la protagonista, como cuando describe situaciones en las que ve amenazada su integridad física por una presencia femenina que toma la iniciativa en el juego amoroso: el horror se hace presente en la imagen de su cuerpo mermado por la mano de una mujer. El sujeto, que tiene ya treinta años cuando se produce lo que, para cualquier otro, podría ser descrito como un mal encuentro, relata que después de marcharse Héléne sintió que se abría para él «un abismo de angustia que no se cerró jamás. A la mañana siguiente telefoneé a Héléne para advertirle violentamente que nunca más volvería a hacer el amor con ella».30 A consecuencia de este suceso, a instancias de Héléne, Althusser se pone en manos del psiquiatra Pierre Mále, quien le diagnostica una demencia precoz y recomienda la hospitalización. Estando ingresado consigue que le visite Julián Ajuriaguerra, quien dictamina que padece una melancolía muy grave, sometiendo al paciente a una serie de más de veinte electrochoques que le producen el efecto de una «pequeña muerte»,31 una expresión cuya connotación sexual en la lengua francesa Althusser no podía ignorar. Es perceptible en el sujeto cómo en su fase maníaca exhibe una suerte de adoración por su pareja porque le hace sentir joven, «porque ella resultaba a la vez para mí una buena madre y también un buen padre [...] hasta había llegado a amar el olor de su piel»,32 esa buena madre en la que él busca la aprobación de sus sucesivas amantes y que vive entre tanto su propio infierno cada vez que es rechazada, agredida, hu­ millada por un sujeto que se reconoce incapaz de amar, dado que dice haber sido violado diez, veinte veces por su madre, y que vive

28 29 30 31 32

Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd.,]). Ibíd., p. Ibíd., p.

156 163 168 168 176

cualquier expresión de deseos manifestaba por Héléne como una demanda que le supera: «Ningún ser en el mundo puede respon­ der al requerimiento angustioso de ¡dime algo! cuando esas pala­ bras quieren decir simplemente dámelo todo».33 Tras doce años consultando a un psicoanalista-terapeuta, se pone en manos del doctor Diatkine, que antes había tratado al sobrino del propio Althusser, hijo de su hermana Georgette, quien después del advenimiento de ese hijo había caído en una melancolía insondable. «Me dicen que hacia 1975 dije esta frase terrible: ¡y luego están los cuerpos y los cuerpos tienen sexos! [...] Como yo no sentía ningún cuerpo, no tenía siquiera que guardarme del con­ tacto con la materia de las cosas o del cuerpo de la gente [... ] pienso que mi cuerpo deseaba profundamente tener una existencia propia»,34 escribe, como si concibiera un cuerpo que es al mismo tiempo propio y ajeno. Y agrega: «Cuando encontré el marxismo me adherí a él por mi cuerpo»; algo similar a su descubrimiento del pensamiento de Spinoza, al que también convirtió en su filóso­ fo de cabecera porque descubrió en él «una sorprendente concep­ ción del cuerpo».35 La aparente contradicción acerca de la sensa­ ción de carecer de existencia corporal, y al mismo tiempo sentir horror ante lo que percibe como cualquier amenaza para ese cuer­ po que dice inexistente, alcanza su máxima concreción fantasmática cuando el riesgo se encarna en una mujer: «Sentía repulsión y angustia extrema ante la idea de que [las mujeres] querían poner­ me la mano encima [... ] detesto que alguien tome la iniciativa de amarme».36 En las fases maníacas, sin embargo, el sujeto se lanza no solo a la conquista y seducción de otras mujeres sin preocuparse lo más mínimo por los sentimientos de Héléne, sino que incluso empieza una alocada campaña de hurtos en tiendas, fantasea con atracar un banco o robar un submarino atómico, o provoca situa­ ciones embarazosas en reuniones sociales en las que -literalmen­ te- se abalanza físicamente sobre mujeres desconocidas.

33 34 35 36

Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p.

186. 285. 287. 195.

Una y otra vez Althusser vuelve sobre la impostura y los artificios sobre los que ha construido su existencia, incluido su prestigio intelectual. Reconoce sin pudor que, gracias a que disponía de una cierta dosis de intuición y, en especial, de una capacidad de acer­ camiento que le permitían reconstruir lo que pensaba que era el pensamiento de un autor -a partir de otros autores a los que se opo­ nía-, improvisaba sus propias elucubraciones sin saber gran cosa, por medio de su habilidad, dice, «para disimular convenientemente mi ignorancia».37 Nada de sorprendente tiene, pues, que él mismo exprese su temor a ser desenmascarado como impostor. Incluso después de publicar los dos textos canónicos de su producción teó­ rica -La revolución teórica de Marx y Para leer El Capital-, reconoció que tan solo había leído seriamente el «Libro I» de El Capital.

4 Está presente en Louis Althusser una cierta complacencia omni­ potente cuando define su filosofía como «una teoría [...] como dominio tanto de sí como del Todo, tanto de los elementos como de las articulaciones de esos elementos y, más allá de la esfera pro­ piamente filosófica, un dominio a distancia por el concepto y la lengua»,38 es decir, una disciplina que se ejerce lejos de la materia­ lidad de los cuerpos, en particular lejos de los «cuerpos sexuados». Cree, por una parte, cumplir el deseo que atribuye a su madre al dedicarse a una disciplina abstracta y ascética como la filosofía y, al mismo tiempo, pretende que esa elección le permita fundir el deseo de su madre con el suyo propio. A finales de 1979, o sea, un año antes del crimen, el filósofo sufre una grave crisis que motiva su ingreso en el psiquiátrico, donde le inyectan Niamida, un medi­ camento que le sume en un estado de confusión mental y desata una paranoia acompañada de delirios suicidas en los que imagina todo tipo de salidas mortales. En semejante estado, relata, «no solo

37 Ibíd., p. 215. 38 Ibíd., p. 229.

quería destruirme físicamente, sino también destruir hasta el últi­ mo de mis libros y todas mis notas, también quemar la École, e incluso si era posible, suprimir, ya que estaba en ello, a Héléne misma».39 A partir de este ingreso psiquiátrico la crisis no hace sino ir a peor, deslizándose hacia el trágico final, en una espiral de recíproca autodestrucción entre ambos. La muerte como posible, deseable y realizable es constantemente invocada por uno y otra, hasta el punto de que Héléne llega a manifestar su intención de suicidarse para poner fin al sufrimiento que padece por culpa «del monstruo que yo era»,40 aunque en su relato Althusser sostiene -y tan solo la víctima hubiera podido desmentirlo- que la propia Héléne le pidió que la matara. En los días inmediatamente anterio­ res al crimen, ambos se encierran en el piso sin atender el teléfono ni abrir la puerta a nadie; solamente veían al analista, con el que también protagonizan -¿provocan?- un último acto que culmina en la tragedia. En efecto, el día 15 de noviembre, el analista le dice a Althusser que su situación es insostenible y que debe ser hospi­ talizado de inmediato. Dos días antes, entre el 13 y el 14, se había producido un con­ fuso episodio cuyo significado sigue siendo un misterio, cuando Héléne telefonea al analista pidiéndole que postergue la hospitali­ zación del filósofo por un plazo de tres días. Al día siguiente del asesinato llega a la École una carta enviada por el analista y dirigida a Héléne, en la que le pide a esta una respuesta urgente. Althusser registra en su autobiografía que «el domingo 16 de noviembre a las nueve de la mañana, cansado por una noche impenetrable y que nunca después he podido penetrar, me encontré a los pies de mi cama, en bata, con Héléne tendida delante de mí, y yo que seguía dándole masajes en el cuello, con la sensación intensa de que me dolían mucho los antebrazos [...] Después comprendí, no sé cómo, salvo por la inmovilidad de sus ojos y aquella pobre punta de la lengua entre los dientes y los labios, que estaba muerta».41

39 Ibíd., p. 334. 40 Ibíd., p. 335. 41 Ibíd., p. 338.

La supuesta petición de Héléne dio lugar a una elaboración delirante por parte de Althusser, claramente autoexculpatoria su acto no habría sido un asesinato, sino un «suicidio por persona interpuesta». De ahí que, como le dice a su analista, no se sienta culpable de haber matado a su mujer. Esa ausencia de sentimiento de culpa no le convierte, sin embargo, en un canalla: es un loco que ha ejecutado un pasaje al acto criminal, un sujeto que ha dejado caer al Otro, que a su vez se ha puesto en posición de salir de la escena. Es obvio que, aun cuando el relato del sujeto Althusser se beneficie de una presunción de veracidad -incluidos determinados episodios familiares de su infancia y adolescencia-, la subjetivación resultante puede no tener relación alguna con dichos episo­ dios. Como ha señalado Gerard Pommier, no hay constancia alguna de que la imposición del nombre Louis al hijo de Lucienne se haya debido al deseo de esta de perpetuar en el hijo el nombre de su prometido muerto -el padre que no fue-, como tampoco hay nin­ gún dato que sugiera que Charles (el padre biológico) se opusiera a que su hijo llevara el nombre de su hermano. Por lo mismo, ver en el matrimonio de Charles con la que fuera novia de su herma­ no una intención perversa -y, en la consumación del matrimonio, una violación-, parece más bien un reproche dirigido al padre ausente, al tiempo que se eleva imaginariamente a la madre al altar de la pureza; a esa madre a la que el relator está vinculado por un deseo incestuoso, que emerge con nitidez en las páginas autobio­ gráficas con una transparencia conmovedora. El rasgo narcisista que vuelve las pulsiones criminales hacia las personas amadas era Bien conocido por Althusser, un psicótico extremadamente inteli­ gente y en posesión de un arsenal teórico que le hacía ser consciente de que «el deseo de matar, por ejemplo, o el de destruirse o des­ truirlo todo alrededor de sí, siempre se dobla de un inmenso deseo de amar y de ser amado a pesar de todo, de un inmenso deseo de fusión con el otro y por tanto de la salvación del otro.. .».42 El pasaje al acto no aparece en Louis Althusser como un crimen por representación o sustitución, sino como resultado de una

42 Ibíd., p. 377.

auténtica invasión de goce -la emergencia brutal de la tyche en la forma de un goce mortal- al que no es ajena la víctima. Paradójicamente, el asesino no se siente culpable porque alega haber cumplido con un deseo de la víctima y, a la vez, él quiere res­ ponder -y quiere hacerlo públicamente, como insiste en las prime­ ras páginas de su testimonio- haciéndose cargo de las consecuen­ cias de su acto como un sujeto de derecho y no acallado por la fuer­ za, como un loco.

10. LOS SEMBLANTES BUROCRÁTICOS DEL MAL ABSOLUTO

«Todos sabían, todos podían saber, todos deberían haber sabido». Günter G rass

1 En determinadas circunstancias y para ciertos sujetos, el Mal se localiza extramuros de la subjetividad de quienes son los agentes ejecutores, directos e indirectos. Sea que se actúe inducido por el fanatismo ideológico, o porque se es parte de una estructura buro­ crática -es decir, jerarquizada- en cuyo seno la obediencia es la regla y el espíritu gregario se impone, o por una mezcla de ambos elementos, la aceptación de un mandato legitimador de la acción puede forcluir el factor subjetivo y, por lo tanto, el interrogante sobre la responsabilidad. A Giorgio Agamben se debe la recupera­ ción del vocablo sacer, que significa a la vez «sagrado, consagrado, sacro» y también «maldito, execrable, abominable, detestable». Relacionándolo con la nuda vida, Agamben rescata el concepto de homo sacer, «una oscura figura del derecho romano arcaico, en que la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que cualquiera le mate)».1 La cuestión de fondo, para Agamben, es la relación de la nuda vida -la pura vida- con la existencia política, en un juego, de inclusión-exclusión en el que la soberanía, la tensión entre la regla y la excepción, el sacrificio, lo sagrado y lo profano, adquieren un papel determinante. Citando al jurista Trebacio, recuerda Agamben que «profano [... ] se dice en sentido 1 A gamben , Giorgio (2006): Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos, p. 18.

propio de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso o a la propiedad de los hombres»,2 y agrega que «lo sagrado y lo profano representan así, en la máquina del sacrificio, un sistema de dos polos, entre los que transita un significante flotante sin dejar de referirse al mismo objeto». Ese «objeto» es el sujeto, un individuo que ha sido excluido de la comunidad y que, por lo tanto, puede ser matado pero no ser sacrificado a los dioses porque, paradójicamente, él está de vuelta del ritual que en su día le consagró. Así fue como el Tercer Reich desplegó la mayor organización burocrático-criminal de la historia moderna, conducente al exter­ minio de la totalidad de la población judía europea, junto con otras minorías étnicas, además de los grupos sociales incluidos en la categoría de deshechos o de subhombres: despojar a la vida de todo carácter sagrado, para, mediante la profanación, eliminar físicamente al homo sacer. El nacionalsocialismo fue el practicante in extremis de la biopolítica, el control y dominio de los cuerpos -y de las almas, porque su política se dirigía, antes de asesinarlas, a la muerte social de sus víctimas- explotando su fuerza de trabajo en el vasto sistema de campos de concentración sembrados por media Europa. En un libro que se ha convertido en un clásico acerca del comportamiento del pueblo alemán durante el nacio­ nalsocialismo,3 Daniel Jonah Goldhagen ha teorizado sobre lo que define como el «paradigma cognitivo cultural» imperante en Alemania desde mucho antes del advenimiento al poder de los nazis, y que junto a otros factores contingentes hicieron posible la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Para Goldhagen, los modelos cognitivos compartidos culturalmente, comprensivos de las creencias, puntos de vista y valores socialmente aceptados que subyacían en el pueblo alemán al tiempo de la llegada de los nazis al poder, estaban firmemente anclados en su historia al menos desde finales del siglo xvm, de tal modo que tanto en el nacio­ nalismo como en el romanticismo antiilustrado, e incluso en el

2 A gamben , Giorgio (2005a): Profanaciones. Buenos Aires: Adriana Hidalgo,

p. 103. 3 G oldhagen , Daniel Jonah (1997): Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto. Madrid: Taurus.

racionalismo germano, el antisemitismo era un sentimiento pro­ fundamente arraigado. ¿Por qué el antisemitismo -que también estaba presente en Francia y en Inglaterra, por no citar otros países donde los po­ gromos eran un ejercicio frecuente, como Polonia o Rusia- se convirtió en Alemania en un programa de exterminio llevado a cabo por mandato de las más altas instancias oficiales, un progra­ ma en el que se vieron comprometidos no solo los clásicos instrumentos represivos institucionales, como la policía y el ejér­ cito, sino millones de ciudadanos, hasta alcanzar el nivel del genocidio? Para Goldhagen, fue debido a que ese paradigma cognitivo cultural -que desde una óptica psicoanalítica sería equiva­ lente a un discurso a través del que se anuda el lazo social- fue potenciado y convertido en un programa criminal masivo gracias a la coincidencia de tres circunstancias contingentes inexistentes en otros países. En primer lugar, el hecho de que un partido po­ lítico integrado por los más feroces antisemitas violentos se hiciera con el poder del Estado, instaurando una dictadura que eliminó toda oposición. En segundo lugar, que ese antisemitismo visceral de los nazis encontró, en la sociedad alemana de su tiem­ po, un campo abonado para su proyecto merced a los sentimien­ tos y prejuicios antijudíos preexistentes, y que constituían una parte esencial de la creencia popular. Y finalmente, porque el poderío militar del Tercer Reich le permitió dominar práctica­ mente la totalidad del continente europeo, de tal modo que no había ninguna otra potencia que pudiera oponerse activamente e impedir el genocidio. Aludir a la existencia de ese sedimento de antijudaísmo presente en la cultura alemana, en la que el judío era el Otro, el extraño, el que jamás podría ser un auténtico alemán, al que se satanizaba -para poder profanarlo- asignándole los atributos más desprecia­ bles, poso que en un momento histórico determinado sirvió como base de sustentación de un régimen criminal, ¿convirtió en crimi­ nales, aunque sea por la vía secundaria del consentimiento pasivo, del asentimiento silencioso e incluso de la indiferencia, a todos y cada uno de los alemanes contemporáneos del régimen nacional­ socialista? Está claro que no se trata de quienes decidieron, progra-

marón y ordenaron el genocidio; tampoco de los ejecutores direc­ tos y de sus cómplices necesarios: acerca de estos no cabe la menor duda de su responsabilidad criminal. Se trata, ni más ni menos, que de la siempre polémica cuestión de lo que se ha dado en lla­ mar la culpa colectiva. A este respecto, Goldhagen se pronuncia de tal forma que, en principio, no da lugar a equívocos: «Rechazo la noción de culpa colectiva de una manera tajante», escribe,4 y afirma que no se puede sostener una acusación contra una persona por el mero hecho de ser parte de una colectividad, si esa acusación no se basa en las acciones individuales que ese sujeto haya cometido, lo que, por otra parte, constituye un principio fundamental del derecho penal. Sin embargo, la insistencia del autor en que la complici­ dad individual de los alemanes «estaba más extendida de lo que muchos han supuesto»,5 y en señalar que los alemanes individuales «no fueron piezas de un mecanismo, autómatas, sino participantes responsables, capaces de elegir y, en última instancia, autores de sus propias acciones»,6 hace que sea más complicado de lo que parece determinar el límite entre la presunta culpa colectiva del pueblo alemán y la responsabilidad individual de cada uno de los sujetos. Especialmente porque el mismo Goldhagen sostiene que «a pesar de los intentos más bien indiferentes del régimen para ocultar el genocidio a la mayoría de los alemanes, millones de ellos conocían las matanzas»;7 que la «gran población antisemita de Alemania» aceptó con una «facilidad notable incorporar al este­ reotipo racial antijudío el antisemitismo cristiano»;8 y en relación a la Kristallnacht, cuando en noviembre de 1938 los nazis asesina­ ron a alrededor de cien judíos, incendiaron centenares de sinagogas y rompieron los escaparates de 7.500 comercios judíos, que des­ pertó la indignación moral del mundo occidental, «el pueblo alemán no tuvo una reacción equivalente ni se mostró en de­

4 5 6 7 8

Ibíd., y. Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p. Ibíd., p.

17. 17. 18. 27. 99.

sacuerdo con el modelo antisemita que subyacía en la depredación de aquella noche, a pesar de que lo ocurrido se había hecho en su nombre, en su medio, a personas indefensas y que además eran sus compatriotas».9 En esta cuestión, aunque lo intenta, Daniel Goldhagen no consigue del todo separarse de la opinión de Eli Wiesel, para quien la responsabilidad moral y política alcanza a los ciudadanos que, ante la evidencia del desastre, nada hacen para impedirlo.10 Sin embargo, culpa y responsabilidad no significan lo mismo. La culpa es un fenómeno eminentemente subjetivo y no necesita estar precedida por ningún acto concreto del sujeto para que este la experimente. La responsabilidad, en cambio, si se quie­ re fundar en ella el castigo, exige -y es imprescindible que sea asíque se determine con la mayor precisión que sea posible la relación entre un acto y sus consecuencias. Es evidente que, ante situaciones que repugnan a cualquier conciencia civilizada, se impone la tendencia a la generalización. Jorge Semprún relata que un prisionero -u n comunista alemándijo a sus compañeros de cautiverio en Buchenwald, poco antes de ser liberado y cuando ya se conocía lo ocurrido en Auschwitz y en otros campos de exterminio: «No lo olvidéis jam ás... Alemania es culpable, mi patria es culpable». Sin embargo, y a pesar de la magnitud de los crímenes -entre los cuales, los come­ tidos por el Tercer Reich no tienen parangón-, hay que desechar la noción de culpa colectiva. No puede existir una culpabilidad colectiva en la medida en que no se puede concebir una subjeti­ vidad colectiva.

9 Ibíd., p. 141. 10 Karl Jaspers, por ejemplo, identifica cuatro modalidades de la culpa en relación con la experiencia del Tercer Reich: criminal, política, moral y metafísica. Con respecto a la última, en su opinión todo hombre es responsable de aquellos crímenes ocurridos en su presencia o con su conocimiento, si no ha hecho todo lo posible para impedirlo. Desde este punto de vista, prácticamente todos los alemanes serían culpables de los crímenes nazis.

2

«La justicia es uno de los cam pos desde el que se puede observar el m o do en que un país gestiona la m em oria de su pasado». T v e ta n T o d o r o v

Las secuelas de una guerra se dejan ver tanto en el ámbito de la polí­ tica como en el de la moral, y en los vencidos tanto como entre los vencedores. Tvetan Todorov11 muestra hasta qué punto la justicia es tributaria de la política cuando está en juego la razón de Estado, y cómo el tan llevado y traído concepto de la memoria histórica es, en gran medida, una construcción ideológica en la que los hechos -aun aquellos sobradamente probados- son en ocasiones suscepti­ bles de manipulación, interpretados de tal modo que sirvan, bien para edificar y sostener una historia oficial, o bien para combatirla. Todorov examina dos procesos celebrados en Francia por crí­ menes contra la humanidad, en los años ochenta y noventa del siglo xx, contra el alemán Klaus Barbie -apodado «el Carnicero de Lyon»- y el francés Paul Touvier, respectivamente. Barbie había sido el jefe de la Gestapo de Lyon durante la Ocupación, donde se hizo famoso por su eficacia represiva contra los miembros de la Resistencia. Las confesiones bajo tortura, las labores de infiltración y el encadenamiento de las delaciones le permitieron detener a fean Moulin, máximo líder de la Resistencia en el territorio francés, muerto él también, como muchos de sus camaradas, tras mucho sufrimiento. Acabada la guerra, Klaus Barbie se escondió bajo un nombre falso, colaborando entre 1947 y 1951 con los servicios secretos estadounidenses en «tareas anticomunistas». Buscado por las autoridades francesas, sus protectores norteamericanos le fa­ cilitaron la fuga a Sudamérica con su familia, siendo localizado en Bolivia, donde se había radicado y vivía con una nueva identidad.

11 T odorov , Tvetan (1998): El hombre desplazado. Madrid: Taurus.

Una vez localizado, Francia pidió su extradición, que le fue dene­ gada, hasta que en 1983 el Gobierno boliviano lo deportó. Fue juz­ gado y condenado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, y murió en la cárcel de Lyon en 1991. Klaus Barbie siempre negó su responsabilidad en los crímenes de los que se le acusaba. Paul Touvier se incorporó en 1943 a la Milicia, la organización paramilitar fascista integrada por franceses colaboracionistas que operaba en la zona controlada por el Gobierno de Vichy, bajo la supervisión directa de la Gestapo. Como jefe del servicio de infor­ mación de la Milicia de Lyon, fue responsable de las ejecuciones, torturas y deportaciones de numerosos judíos y miembros de la Resistencia. Condenado a muerte, consiguió escapar y permaneció escondido bajo la protección de la Iglesia católica, que le ocultó en diversos monasterios; así hasta 1964, fecha en la que prescribieron sus crímenes. En 1971 fue indultado, aunque dos años después se reabrió la causa contra él, cuya tramitación se demoró varios años más gracias a ciertas complicidades oficiales, hasta que en el juicio celebrado en 1994 fue condenado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad. Touvier basó su defensa en el con­ sabido argumento de haber actuado obedeciendo órdenes de los alemanes, e incluso alegó que, gracias a su intervención, había conseguido salvar la vida de muchos rehenes. Murió en prisión en 1996. Para los jueces franceses que juzgaron a Klaus Barbie, no cabía duda alguna de que el acusado era culpable de crímenes contra la humanidad, imprescriptibles por naturaleza, e incorporados al ordenamiento jurídico galo a partir de 1985.12 La Corte de

12 Aunque existía como concepto desde principios del siglo xx, los «crímenes contra la humanidad» obtuvieron su estatuto jurídico a partir del Acuerdo de Londres de 1945, cuando los aliados decidieron la creación del Tribunal Militar Internacional que habría de sesionar en Núremberg. Se definió a estos crímenes como «asesinato, exterminio, esclavización, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil antes o durante la guerra, o per­ secuciones basadas en motivos políticos, raciales o religiosos en relación de o en conexión con cualquier crimen dentro de la jurisdicción del Tribunal Militar Internacional, violen o no la ley del país donde se perpetraron».

Casación incluyó, en el concepto de víctimas de este delito, a todos los adversarios del régimen imputado, lo que permitió incorporar a los miembros de la Resistencia; y por otro lado, estableció que el sujeto activo de tales crímenes tan solo podía ser un Estado totalita­ rio,13 a cuyo servicio estaban los agentes ejecutores. El caso de Barbie encajaba perfectamente en esta definición; él representaba al ré­ gimen nacionalsocialista, a un Estado totalitario cuyos designios ideológico-políticos incluían la persecución, detención, tortura, deportación y ejecución de civiles, aunque tales crímenes se consu­ maran en un país diferente al de la nacionalidad del autor, e incluso si aquellos no constituyeran un delito tipificado en las leyes internas. Paul Touvier, que había cometido crímenes similares a los de Barbie, se benefició no obstante, en la primera instancia de su pro­ cesamiento, de una auténtica pirueta jurídica que le absolvió de la acusación de crimen contra la humanidad; los jueces interpretaron que el régimen colaboracionista de Vichy no era, en realidad, un Estado totalitario, sino un «régimen conservador y dictatorial, donde solo algunos de sus elementos tenían su origen en el ideario fascista de más puro corte [... ] Según esa interpretación, en efec­ to, solo un alemán podía cometer un crimen contra la humanidad. Los franceses quedaban exonerados a priori, porque la Francia de la época no era un Estado totalitario».14 El «caso Touvier» volvió a despertar en la sociedad francesa -cincuenta años después del comienzo de la Ocupación- los fantas­ mas nunca completamente apaciguados de la mala conciencia nacional; en primer lugar, en relación con la capitulación del Estado francés ante Hitler en 1940, pero también con las guerras colonia­ listas que, casi sin solución de continuidad, siguieron a la Segunda Guerra Mundial en Indochina y Argelia, donde los soldados france­ ses cometieron crímenes de guerra nunca juzgados. La versión canó­ nica impulsada por el gaullismo pretendía que, aunque los resistentes activos fueran tan solo algunos miles de hombres y mujeres, la inmensa mayoría del pueblo francés estaba con la «Francia libre» y que los colaboracionistas eran una exigua minoría. 13 T odorov , op. cit., p. 128.

14 Ibíd., p. 129.

Si bien es cierto que tanto la Resistencia como los colaboracio­ nistas eran fuerzas minoritarias, es igualmente cierto que la mayo­ ría de los franceses se mantuvieron en una actitud pasiva y resig­ nada durante los años de la Ocupación. Y aunque muchos judíos salvaron su vida gracias a la heroica solidaridad de sus vecinos, amigos, comunidades religiosas cristianas, que les ayudaron a ocultarse, no hubo ninguna reacción colectiva cuando miles de judíos parisinos fueron arrancados de sus casas y concentrados en el Velódromo de Invierno antes de ser trasladados a los campos de exterminio. El ajuste de cuentas de la Francia vencedora con el régimen de Vichy en particular, y con los colaboracionistas en general, comenzó incluso antes de la derrota definitiva de los ocupantes y de sus aliados nativos, dando por hecho que todos aquellos que habían actuado al servicio del Gobierno vichysta o directamente a las órdenes de los alemanes, eran objetivamente responsables -com o ejecutores o cómplices- de las detenciones, torturas y muertes de patriotas franceses. Numerosos colaboracionistas fueron sumariamente ejecutados nada más ser capturados; en otros casos, los acusados fueron sometidos a consejos de guerra organizados por la Resistencia; finalmente, tales procedimientos irregulares se interrumpieron a medida que se restableció el funcionamiento de la Administración de Justicia. La rigurosa y excelentemente documentada investigación de Herbert Lottman -L a depuración, editada en España por Tusquets- concluye que las ejecuciones de acusados de colaboracionismo rondaron las 10.000 en toda Francia, y que muchos miles más fueron conde­ nados a diversas penas de prisión, expulsados de sus trabajos, degradados, confiscada todos o parte de sus bienes, entre otros castigos. La herida narcisista del orgullo nacional y los senti­ mientos de culpabilidad eran, sin embargo, demasiado profun­ dos como para que pudiesen ser suturados mediante expedientes judiciales.

3 «E l arrepentim iento es cosa de niños».

A dolf E ic h m a n n

El proceso, la condena y ejecución del exteniente coronel de las SS, Adolf Eichmann, secuestrado por agentes israelíes en Argentina en 1960, trasladado clandestinamente a Israel y juzgado en Jerusalén, constituye un paradigma de interpretación y aplicación de las leyes, tanto nacionales como internacionales, al servicio de una política de Estado. Aunque estaba sobradamente probado que Eichmann tuvo una participación determinante en las redadas contra los judíos, y actuó como un eficaz organizador del sistema de transportes que llevaba a los detenidos hacia los campos de concentración y exterminio, existían muchas dudas sobre los fun­ damentos jurídicos utilizados para someterlo a la jurisdicción israelí. Eichmann fue acusado de quince delitos, incluidos en tres apartados: crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, cometidos «junto a otras personas», y después de cuatro meses de deliberación, en diciembre de 1961, el tribunal lo sentenció a morir en la horca. Eichmann fue ejecutado el 31 de mayo de 1962, después de que fuera desestimada la apela­ ción por el Tribunal Supremo, y denegada por el presidente de Israel la petición de clemencia firmada por el condenado y apoya­ da por numerosas personalidades de todo el mundo, muchas de ellas judías.15 Hannah Arendt, que presenció el juicio y estudió toda la documentación disponible -las actas oficiales no fueron publicadas-, incluida la transcripción de los interrogatorios efec­ tuados a Eichmann por la policía israelí, así como un texto origi­ nal de setenta páginas redactado por el propio Eichmann cuando

15 Las peticiones de clemencia no obedecían todas a razones humanitarias o contrarias por principio a la pena de muerte. Martin Buber, por ejemplo, se opo­ nía a la ejecución porque esta supondría, según él, un pretexto para que los ale­ manes expiaran su culpa.

aún vivía en Argentina, publicó al año siguiente su testimonio.16 El libro y su autora fueron blancos de una campaña denigratoria organizada, y objeto de exacerbadas críticas por parte de personali­ dades y organizaciones judías de todo el mundo, dado que Arendt no solo puso en evidencia las irregularidades jurídicas de fondo y de forma que caracterizaron a todo el proceso, sino que se atrevió a cuestionar el comportamiento adoptado por la mayoría de los dirigentes de las asociaciones judías de Alemania y de los países invadidos por el Tercer Reich, en sus relaciones con los verdugos. Analizar las actitudes de esos dirigentes, algunas rayanas en la complicidad, otras abiertamente oportunistas -com o se reveló en innumerables testimonios durante las más de cien sesiones del juicio-, significaba meter el bisturí muy profundamente en la sen­ sibilidad judía al poner, en el primer plano, cuestiones atinentes a la moral y a la ética que muy pocos miembros de la comunidad judía estaban dispuestos a afrontar. El texto de Hannah Arendt, sin embargo, y al margen de la polémica bastante artificialmente gene­ rada a su alrededor, supuso una contribución extremadamente importante no solo para conocer el modo en que los nazis eje­ cutaron el Holocausto, sino también para analizar la mentalidad de quienes lo llevaron a cabo, de la que Adolf Eichmann es un paradigma. Sorprendentemente, al ser preguntado por el presidente del tribunal cómo se declaraba en relación con los cargos, Adolf Eichmann respondió: «Inocente, en el sentido en que se formula la acusación». Y Hannah Arendt se hace la siguiente pregunta: «¿En qué sentido se creía culpable, pues?»17 Durante las siguientes sesio­ nes del juicio, Eichmann se preocupó de dejar claro que la acusa­ ción de asesinato era injusta ya que, como insistió reiteradamente, «ninguna relación tuve con la matanza de judíos. Jamás di muerte a un judío ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona

16 A rendt , Hannah (2008): Eichmann en Jerusalén. Barcelona: LumenDeBolsillo. 17 Ibíd., p. 39.

no judía. Lo niego rotundamente». Afirmaciones que matizaría agregando: «Sencillamente, no tuve que hacerlo».18 En 1955, cuando llevaba casi diez años viviendo en Argentina con el nombre de Ricardo Klement, Eichmann concedió una insó­ lita entrevista a un periodista holandés -él también un nazi fugiti­ vo-, a quien dijo que tan solo se le podía acusar de «ayudar» a la aniquilación de los judíos, «a tolerarla», y que aquel había sido «uno de los mayores crímenes cometidos en la historia de la huma­ nidad».19 Este comentario de Eichmann, lejos de representar una manifestación de remordimiento, no tenía en realidad para él otro significado que la constatación de un hecho por parte de alguien que se sitúa fuera, en calidad de observador o de notario, que fue el papel que él mismo representó en enero de 1942 en la Conferencia de Wannsee -en la que se planificó la puesta en prác­ tica de la «solución final del problema judío»-, en la que actuó como secretario. No, Eichmann no se mostró en ningún momento arrepentido. Es más, rechazó con arrogancia la posibilidad de exhibirse como un hombre siquiera mínimamente abrumado por la culpa, dicien­ do que «el arrepentimiento es cosa de niños».20 Pero ¿cómo inter­ pretar el hecho de que aceptara ser entrevistado en 1955, cuando llevaba diez años oculto bajo otra identidad, arriesgándose a que fuera detectada su presencia en Argentina?; ¿y por qué no intentó huir cuando le advirtieron -y él mismo pudo comprobarlo- que estaba siendo vigilado?; ¿y qué hay de la sorprendente pasividad con la que se dejó secuestrar? Una probable respuesta a estos inte­ rrogantes sería que Eichmann, en verdad, nunca se sintió cons­ cientemente culpable y, por lo tanto, no tenía de qué arrepentirse. Sin embargo, sus actos, incluyendo en ellos las omisiones, produ­ cen la impresión de un sujeto que se ofrece para un sacrificio expiatorio, ya que no es dable imaginarlo como homenaje a alguna deidad. Adolf Eichmann era, en muchos sentidos, el prototipo del ciudadano austrogermano medio de entreguerras; mal estudiante 18 Ibíd., p. 41. 19 Ibíd., p. 41. 20 Ibíd., p. 44.

que nunca consiguió acabar sus estudios, intelectualmente pobre y socialmente fracasado, un gris vendedor comercial despedido de su trabajo que, en 1932, se afilió al Partido Nacional-socialista e ingre­ só en las SS a instancias de Ernst Kaltenbrunner, un joven abogado que siempre miró a Eichmann como alguien socialmente inferior y que llegaría a ser el jefe del aparato de seguridad del Tercer Reich. Según sus propias declaraciones, Eichmann no tenía prác­ ticamente convicciones políticas; hasta tal punto era grande su despiste ideológico que, poco antes de ingresar en el Partido Na­ cionalsocialista, había pensado en incorporarse a una logia masónica, muy probablemente como un medio para medrar socialmente; no conocía el programa del partido, ni había leído Mein Kampf e incluso él mismo reconoció que «fue como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión [... ] Kaltenbrunner le había dicho: ¿por qué no ingresas en las SS? Y Eichmann contestó: ¿por qué no?»21 He aquí un excelente ejemplo de la superficialidad con la que se toma una deci­ sión que ha de conducir a un sujeto mediocre, sin otra expectativa que rodar por la existencia como un perdedor, a ser un ejemplo de lo que Hannah Arendt llamó «la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».22 Por oscuras razones, Eichmann comenzó a interesarse por los judíos y, en particular, por el movimiento sionista, del que siempre se declaró un admirador «por su idealismo», tal y como repitió en sus declaraciones.23 Esa curiosidad le llevó a leer el famoso texto de Theodor Herzl El Estado judío, así como Historia del sionismo, de Adolf Bóhm, e incluso a aprender algo de hebreo, lo que le con­ virtió en poco tiempo en el «especialista en asuntos judíos» dentro del departamento de seguridad, en una época en la que los nazis aún no habían elucubrado la expresión «solución final» e incluso algunos jerarcas se permitían sugerir una «solución jurídica» del problema judío.24 Antes de la guerra parece que existió un plan que

21 22 23 24

Ibíd., p. 56. Ibíd., p. 368. Ibíd., pp. 67-68. Ibíd., p. 64.

se mantuvo en secreto -cuyo carácter delirante hace sospechar que no se trató más que de una cortina de humo para velar las verdaderas intenciones de los nazis-, consistente en enviar, a la práctica totalidad de la población judía europea, a la isla francesa de Madagascar. El curso de los acontecimientos determinó que se optara por una política de acoso, primero jurídica a partir de las Leyes de Núremberg, por medio de la cual se trataba de forzar la emigración, y después cada vez más violenta, hasta que a partir de la «Noche de los cristales rotos», en noviembre de 1938, se de­ sembocó en el agrupamiento en guetos y en los campos de con­ centración. «Inocente, en el sentido en que se formula la acusación», expresó Eichmann en su primera comparecencia ante el tribunal. Durante una entrevista que concedió su abogado, este dijo que «Eichmann se cree culpable ante Dios, no ante la ley»; unas palabras que el intere­ sado ni ratificó ni tampoco desautorizó, pero que verosímilmente pudo haber pronunciado a lo largo de los interrogatorios policiales y cuyo contenido -aunque no literal- coincide con otras manifesta­ ciones suyas efectuadas a lo largo del juicio. Asumiendo una actitud que revela una auténtica Spaltung, Eichmann sostuvo reiteradamen­ te que la aniquilación de los judíos «fue uno de los mayores críme­ nes cometidos en la historia de la humanidad», y que si pudiera se «ahorcaría con sus propias manos, en público, para dar un ejemplo a todos los antisemitas del mundo», al mismo tiempo que se defen­ día alegando que había actuado en el cumplimiento de órdenes lega­ les ajustadas al derecho entonces vigente en el Tercer Reich, ya que, como manifestó en 1943 el ministro de Educación y Cultura de Baviera - a la sazón un distinguido jurista-, escritas o verbales, «las órdenes del Eührer [...] son el centro indiscutible del presente sis­ tema jurídico».25 El razonamiento disociado de Eichmann era coherente con sus convicciones. «Uno de los mayores crímenes cometidos en la historia de la humanidad» excede, por definición, por su magnitud y desmesura, a la comprensión y aplicación de la justicia humana.

25 Ibíd., p. 44.

Es, en este sentido, que Eichmann se somete al juicio divino; tan solo Dios puede juzgar sus acciones, y en sus manos está cualquier posible expiación. Su rechazo a reconocer la legitimidad del tribu­ nal de Jerusalén era también coherente -y desde el punto de vista jurídico, la objeción tenía su fundamento-, en tanto no existía en el momento del juicio la llamada jurisdicción universal, los delitos no habían sido cometidos en Israel, y el acusado conservaba la nacionalidad alemana, a la que por cierto apeló a última hora su abogado instando a la República Federal de Alemania a que solici­ tara la extradición del ya condenado, para evitar la ejecución. Para Eichmann, las leyes que legitimaban sus actos eran las vigentes en el Tercer Reich, y desde luego él no concebía siquiera la posibilidad de desobedecer las órdenes que recibía, fundadas en aquellas leyes que, en cualquier caso, expresaban la voluntad de Hitler, de quien Eichmann dijo que aunque estuviera equivocado no se le podía negar que fue un hombre capaz de elevarse desde cabo del ejército alemán a Führer de un pueblo de ochenta millones de personas: «Para mí -manifestó-, el éxito alcanzado por Hitler era razón sufi­ ciente para obedecerle».26 Hannah Arendt relata que, durante los interrogatorios a los que fue sometido, Eichmann se presentó como un devoto kantiano «que siempre había vivido en consonan­ cia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber»,27 una declaración que, a los ojos de Arendt, resultaba indignante e incomprensible, propia de un estado de con­ fusión mental, ya que semejante interpretación contradice lo esen­ cial de la filosofía moral kantiana, que rescata la facultad humana de juzgar, en oposición a la obediencia ciega. Sin embargo, y en consonancia con el razonamiento disociativo que guía su discurso, Eichmann aclara que «con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales», y que era consciente de que al participar en la «solución final» se había apartado de los principios kantianos, «pero que se había consolado pensando que había deja­

2« Ibíd., p. 218. 27 Ibíd., p. 199.

do de ser dueño de sus propios actos y que él no podía cambiar nada».28 La pretendida resignación de Eichmann ante unos sucesos acerca de los que él mismo se sitúa como un simple testigo, en lugar de asumir su papel de ejecutor perfectamente consciente del plan criminal del que era parte -y muy importante, en la medida en que de él dependía el sistema de transportes de prisioneros-, es irre­ levante. La apelación a los principios kantianos a los que decía adhe­ rir, y que tanto escandalizara a quienes lo escuchaban, confrontada con los actos en los que participó, solo puede ser comprendida como un paradigma de aquello que Lacan explicó en Kant con Sade. Este texto, editado contemporáneamente al juicio celebrado en Jerusalén -y muy probablemente desconocido para Hannah Arendt-, le hubiera sido a esta de gran utilidad para extraer de la tesis lacaniana algunas claves fundamentales para matizar sus críticas acerca de las aparen­ tes incoherencias de Eichmann. Desde luego, el acusado no era en absoluto consciente de la lógica oculta encerrada en sus afirmacio­ nes, esto es, que el superyó manda gozar y que ese mandato feroz e insaciable se solapa con el imperativo moral, y que en ambos casos es desde el Otro desde donde su mandato nos requiere, como diría Lacan. Para Eichmann, ese Otro estaba simbolizado en su Führer y en la voluntad de este convertida en ley, hasta el punto de que a la máxima kantiana de que «todo lo que a través de un pueblo pueda ser sancionado como ley, reside en la cuestión de si ese pueblo podría imponerse a sí mismo una ley así», la única respuesta para un nazi sería: sí, el pueblo alemán se identificó de tal modo con Hitler, que asumió las consecuencias de aplicarse a sí mismo el rigor de esa ley insensata. Al igual que Lacan, tampoco Kant hubiera comprendido en su tiempo que «ninguna ocasión precipita a algunos con mayor segu­

28 Ibíd., p. 200. En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant ofrece cinco definiciones del imperativo categórico que se entrelazan, de modo que en su conjunto constituyen un sistema moral consistente. La obra de Freud muestra que, en realidad, son axiomas de imposibilidad, y para Lacan se trata de una versión filosófica de lo que el psicoanálisis denomina superyó, una instancia que empuja sin cesar al goce.

ridad hacia su meta que el verla ofrecerse a despecho, incluso con desprecio del patíbulo. Pues el patíbulo no es la Ley, ni puede ser aquí acarreado por ella».29 Y cuando Eichmann dice que encon­ tró consuelo por su supuesto abandono de los principios kantia­ nos «pensando que había dejado de ser dueño de sus propios actos», ¿acaso no se puede percibir en esta reflexión un eco de lo que Lacan describe como el fenómeno de desvanecimiento del sujeto en su relación fantasmática con el goce? ¿Acaso se podría sostener que, estando ya al pie del patíbulo y después de un proce­ so judicial durante el cual fue confrontado con las consecuencias de sus actos, el sujeto Eichmann asumió, aunque fuera parcial­ mente, su responsabilidad subjetiva? De un lado, no hubo por su parte manifestación alguna de arrepentimiento; de otro, si se ha de dar crédito a la afirmación de su abogado: «Eichmann se siente culpable ante Dios, no ante la ley», semejante -aunque ambiguadeclaración dejaría una puerta ligeramente entreabierta a esa res­ ponsabilidad. Pero ¿ante qué Dios estaba Eichmann dispuesto a responder? Al pronunciar sus últimas palabras antes de ser ahorca­ do, el condenado dijo que él era un Gottglauber, expresión que, como señala Hannah Arendt, era utilizada por los nazis para indi­ car que estaba apartado de su formación cristiana, agregando que tampoco creía en una vida sobrenatural después de la muerte. Contradictoriamente con estas palabras, dijo a los testigos: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres».30 Por otra parte, las declaraciones que hizo a su entrevistador en Argentina unos años antes, sabiendo que podía ser localizado por Sus enemigos, así como la renuncia a adoptar precauciones para evitar su secuestro, ¿sugieren que se estaba ofreciendo para -aun inconscientemente- hallar una vía de expiación? De las extensas explicaciones que dio sobre su actuación como teniente coronel de las SS -sus interrogadores coinciden en que Eichmann mostraba una notable locuacidad en su afán de justificarse-, en las que reco­

29 L acan , Jacques (1989c): Kant con Sade. México: Siglo XXI, p. 761. 30 A ren dt , op. cit., p. 36.

noció con detalles su participación en el Holocausto, implicaban una asunción de su responsabilidad objetiva, en tanto que su pensa­ miento disociado le impedía asumir su responsabilidad subjetiva.31 La Spaltung le impedía inscribir sus acciones criminales en la trama de su propia historia.

31 Arendt cita dos casos de jerarcas nazis directamente comprometidos en el Holocausto que se mostraron arrepentidos antes de morir: Reinhardt Heydrich y Hans Franck. El primero, supuestamente durante los nueve días de agonía que sufrió antes de morir, después de ser emboscado por resistentes checos; y el segundo, que había sido gobernador de la Polonia ocupada, en la celda de Núremberg en la que esperaba su ejecución. No se conocen con exactitud los tér­ minos en los que expresaron ese arrepentimiento, ni es posible apreciar el grado de sinceridad que contenían. Arendt se limita a preguntarse si, en el caso de Heydrich, el arrepentimiento se debió, más que a los asesinatos en masa, a su con­ dición de medio judío traidor a su pueblo.

11. LA PULSIÓN DE MUERTE EN ESTADO PURO

«L a guerra constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad». C ari

von

C l a u se w it z

1 En ia primera mitad del siglo XIX, época del auge del Estadonación como la forma por excelencia de la organización políti­ ca-institucional, Cari Philipp Gottlieb von Clausewitz publicó su tratado De la guerra, en el que analizaba el origen, desarrollo y finalidad de los conflictos bélicos. La obra se convirtió inmediata­ mente en un texto canónico para todos los ejércitos, revolucionó la teoría de la guerra hasta entonces imperante en Occidente y ejer­ ció una influencia determinante en la concepción de la doctrina militar por parte de los diversos Estados mayores.1 Aunque la tendencia a la simplificación, que conduce generalmente a la vul­ garización y empobrecimiento de las ideas, ha hecho que el pensa­ miento de Clausewitz parezca limitado a una sola frase -aquella que define a la guerra como una continuación de la política, solo que con otros medios-, el conjunto de los escritos del militar pru­ siano muestra a un hombre con una sólida formación historiográfica y filosófica, capaz de teorizar acerca de la guerra teniendo siempre presente el contexto social y político en el que surgen los conflictos armados, y que en la mayoría de los casos condicionan el éxito o el fracaso de la estrategia militar. Clausewitz, en la este­ la de Maquiavelo, pertenece a la tradición realista, para la que la

1 Es muy significativo el hecho de que las obras de Clausewitz y de otros teó­ ricos militares se estudien no solo en las academias militares, sino también en las escuelas de negocios, gestión y dirección empresarial.

guerra es una cuestión de estrategia y necesidad, y no de moral o derecho. Para el prusiano, en una guerra intervenían tres factores estrechamente ligados entre sí y cada uno con su respectivo prota­ gonista: de una parte, el odio, la enemistad y la violencia primitiva que pueden existir entre los potenciales contendientes; de otra, el juego del azar y las probabilidades de los que depende en gran medida vencer o ser vencido, y finalmente la política. Al asignar a cada uno de tales factores un protagonista determinante -el pue­ blo, el mando militar y el gobierno respectivamente-, Clausewitz avanza en la consolidación de una concepción secularizada de la guerra, despojada de las adherencias teológicas que tradicional­ mente acompañaban la disputatio sobre la guerra justa. Si bien por obvias razones cronológicas el militar prusiano no conoció la radical transformación que el desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones técnicas aportarían a las doctrinas militares, así como al tipo y características de las guerras futuras, tuvo el acierto de desvelar la relación inextricable entre la guerra y la política. En efecto, sean cuales fueren los contendientes en un conflicto, optar por la violencia depende siempre de una decisión política,2 inde­ pendientemente de los argumentos utilizados en cada caso por los distintos protagonistas para justificar esa decisión, porque la polí­ tica es la inteligencia de la guerra. Y aun cuando no se considere a toda guerra como un acto esencial e irremediablemente criminal -com o pregonan los movimientos pacifistas-, es evidente que es durante una guerra cuando se dan las condiciones idóneas para que emerja en cada sujeto lo «anímico primitivo» y se incurra en áctos de bárbara crueldad, de los que son víctimas tanto los con­ siderados enemigos como quienes están en el propio campo, sin distinción entre los combatientes y los que no lo son. De hecho, a partir de la Primera Guerra Mundial -llamada entonces la Gran Guerra, tanto por el número de naciones involucradas como por la extensión y magnitud de los combates-, la proporción de bajas 2 Y ello independientemente del grado de racionalidad de la decisión. Joseph Shumpeter ha señalado que las inclinaciones arracionales e irracionales, pura­ mente instintivas, hacia la guerra y la conquista desempeñan un papel muy importante en la historia de la humanidad.

civiles no ha dejado nunca de incrementarse en una progresión geométrica. En 1915, Sigmund Freud, que tenía a sus hijos en el frente, publicó De guerra y muerte. Temas de actualidad. El texto consta de dos ensayos, el primero de los cuales se titula «La desilu­ sión provocada por la guerra». En él, señalaba que «el ciudadano particular puede comprobar con horror en esta guerra algo que en ocasiones había ya creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla».3 El con­ tenido de ese artículo muestra -al mismo tiempo que la profunda amargura del fundador del psicoanálisis al constatar el retroceso de la cultura ante la barbarie- a un conservador Victoriano cargado de prejuicios, convencido de la superioridad de la raza blanca y de las grandes naciones «dominadoras del mundo y en las que ha recaído la conducción del género humano»,4 aunque, muy a su pesar, se aviene a reconocer que tales naciones no son inmunes a la tentación de rendirse a la satisfacción pulsional. Examinando el comportamiento de los protagonistas de la guerra, Freud no solo se ratifica en su hipótesis esencial desplegada poco antes en Tótem y tabú, sino que, como le dirá años más tarde a Albert Einstein, concluye que el exterminio del mal es una tarea imposible. Se hizo evidente para él que la existencia misma de las mociones pulsionales comunes a todos los hombres, ni buenas ni malas en sí mismas y sujetas a determinadas formaciones reactivas, dan lugar a la ambivalencia de los sentimientos de amor y de odio en una misma persona, de tal modo que los sujetos -que creían haber superado las pulsiones asesinas que les acompañan desde su origen- inmersos en un conflicto bélico encuentran en este el ámbito propicio para ponerlas en acto. En una gran medida, las reflexiones freudianas de la época están referidas a la muerte y, en particular, a la actitud de los sujetos ante la muerte. El segundo de los ensayos -«Nuestra actitud hacia la muerte»- se corresponde con la conferencia que Freud leyó a comienzos de 1915 en la sociedad cultural hebrea B'nai B'rith, de 3 F reu d (2000a), op. cit., p. 281. 4 Ibíd., p. 278.

Viena, a la que perteneció durante muchos años. Por la misma época, en una de las conferencias del ciclo que estaba dictando de introducción al psicoanálisis, se dirige al público en los siguientes términos: «Y ahora aparten la mirada de lo individual y contem­ plen la gran guerra que sigue asolando a Europa, piensen en la bru­ talidad, la crueldad y la mendacidad de que es pasto el mundo civi­ lizado. ¿Creen realmente que un puñado de ambiciosos y farsantes inmorales habrían logrado desencadenar todos esos malos espíri­ tus si los millones de seguidores no fueran sus cómplices? ¿Osan en estas circunstancias romper lanzas para sustentar la ausencia de maldad en la constitución física del hombre?».5 La división subjetiva es patente en Freud. La lucidez intelectual no le protege contra lo que él mismo definiera como las identifica­ ciones: la vida de sus hijos, su lengua, la que él consideraba --al menos hasta entonces- su patria, pesan en esas circunstancias tanto como aquello que le dicta la inteligencia. Se niega a aceptar que la barbarie de la guerra se haya impuesto también en el bando germano-austrohúngaro con las siguientes palabras: «Alentamos la esperanza de que una historiografía imparcial habrá de demos­ trar que precisamente esta nación, esa en cuya lengua escribimos y por cuya victoria combaten nuestros seres queridos, ha sido la que menos infringió las leyes de la convivencia humana».6 Segura­ mente, Freud ignoraba que por las mismas fechas -concretamente el 22 de abril de 1915- los militares de «esta nación» utilizaron por primera vez en el frente el gas venenoso, un arma de destrucción masiva desarrollada por los científicos alemanes y puesta a disposición del ejército, cuyo empleo estaba prohibido por la Convención de La Haya de 1907. El cloro gaseoso y el gas mostaza produjeron cente­ nares de miles de víctimas en ambos bandos, ya que los aliados comenzaron también a usarlo unos meses más tarde. Como una aterradora anticipación de lo que los nazis pondrían en práctica durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes designaban como «Brigada de desinfección» a los equipos encargados de lanzar el gas 5 F reu d , Sigmund (2006): Conferencias de introducción al psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu, p. 134. 6 F r e u d (2000a), op. cit., p. 281.

venenoso en dirección a las trincheras enemigas, un episodio que simboliza adecuadamente lo que Freud definiría en 1938: el pacto sellado entre el progreso -la ciencia- y la barbarie.

2

La Gran Guerra se desató como consecuencia de la competencia entre las grandes potencias de la época por el control de los mer­ cados -que potenció a su vez la expansión imperialista y colonia­ lista-, además de por razones geopolíticas vinculadas a la histórica hostilidad entre Alemania, Francia y Gran Bretaña, e incluso a las aspiraciones rusas de disponer de acceso a los mares cálidos a través de los estrechos del Bosforo y los Dardanelos. El conflicto, en el que intervinieron treinta y ocho naciones y en el que murie­ ron nueve millones de personas, acabó con cuatro imperios: Alemania, Austria-Hungría, Rusia y el Imperio otomano se desin­ tegraron, y surgieron nuevos Estados como Polonia, Checos­ lovaquia y Yugoslavia. El conflicto había dado ocasión de experi­ mentar sobre el terreno los últimos avances de la industria militar, como los carros de combate y los aeroplanos artillados, y de com­ probar la eficacia letal y masiva de la artillería y las ametralladoras, recursos todos cuyo seguro desarrollo futuro haría aún más san­ griento un eventual enfrentamiento próximo. En 1919, John Maynard Keynes publicó Consecuencias económicas de la paz, una obra en la que hacía un análisis contextualizado de la situación del capitalismo al comienzo de la guerra, y las transformaciones radi­ cales a las que debía enfrentarse a partir de la quiebra de un esta­ do de cosas que Keynes definió como el fin del sistema fundado en el laissez-faire. En 1932, en plena Gran Depresión, y cuando los nubarrones que presagiaban un nuevo conflicto bélico ensom­ brecían el cielo europeo, Albert Einstein remitió, a petición del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, dependiente de la ya agonizante Sociedad de Naciones, una carta a personalidades destacadas de diferentes países, preguntando si acaso existía algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra. Uno de los destinatarios fue Sigmund Freud, quien le respondió con un

breve artículo editado con el título ¿Por qué la guerra?, en el que retomaba muchos de los conceptos ya expuestos en Tótem y tabú y en De guerra y muerte.7 Lo más interesante en la interrogación de Einstein es la respuesta, aun parcial, que se da a sí mismo, y que coincide con lo sustancial de la tesis que Freud ha estado sosteniendo desde hace al menos dos decenios con respecto a la naturaleza criminal del sujeto, mati­ zada solo por la renuncia -obra de la cultura- a lo pulsional. Lo que el físico define como el apetito de odio y destrucción que el hombre lleva dentro, el fundador del psicoanálisis lo ha explicado en profundidad una y otra vez, con ciertos agregados enriquecedores del planteamiento original, producto de la experiencia clínica, de la observación y de la reflexión intelectual. Einstein ponía el acento en la cuestión del nacionalismo como obstáculo para crear lo que consideraba como una imperiosa necesidad: una instancia supranacional que elaborase una legislación aplicable a situaciones de conflicto entre las naciones, que al mismo tiempo juzgase acer­ ca de su cumplimiento. Acertaba en cuanto al obstáculo que supo­ nía el nacionalismo, en la medida en que este -generalmente unido al proteccionismo en lo económico- concibe el interés nacional por oposición a los intereses de las demás naciones, y tiende a rechazar cualquier concesión que suponga una renuncia a la sobe­ ranía.8 Obviaba Einstein, sin embargo, un aspecto fundamental, que a Freud no se le escapa en su respuesta. Una autoridad supra­ nacional, sí; pero ¿quién y cómo iba a cumplir sus decisiones? Esta —* ------7 El volumen con la carta de Einstein y las respuestas que recibió fue editado por el Instituto en París, en 1933, en alemán, francés e inglés. En Alemania, donde Hitler era ya canciller, se prohibió su circulación. A finales de ese año, se pu­ blica en la revista Zentralblatt, órgano oficial de la Sociedad Internacional de Psicoterapia, la obligación para todos los psicoterapeutas de someterse a los prin­ cipios del nacionalsocialismo. A lo largo de 1933, se marcharon de Alemania figu­ ras destacadas del movimiento psicoanalítico, como Eitingon, Fenichel, Fromm o Simmel. 8 El nacionalismo como versión radical del patriotismo y como ideología que exalta a la nación como entidad fundamental -y a cada uno de sus miembros como representantes de una identidad exclusiva y excluyente- arrancó con el Ro­ manticismo en el siglo XIX. Su influencia se hizo sentir en toda Europa, manifestán­ dose en su forma más agresiva en los años treinta del siglo xx, para desembocar en

es la cuestión central, que ha constituido desde siempre el talón de Aquiles del derecho internacional. Ante la evidencia de que la violencia es, en principio, el modo en el que los hombres han resuelto sus conflictos de interés -y que presumiblemente lo seguirá siendo, al menos en situaciones extre­ mas-, Freud estimaba que el único recurso para prevenir la guerra solo era posible si se pactaba la institución de «una violencia cen­ tral encargada de entender en todos los conflictos de intereses [... ] y que además tal entidad dispusiera del poder necesario para hacer cumplir sus decisiones [... ] La Sociedad de Naciones, si bien estaba concebida como esa instancia superior, no tiene poder propio, y solo puede recibirlo si los miembros de la nueva unión, los dife­ rentes Estados, se lo traspasan».9 En algo parecido ponía sus espe­ ranzas Emmanuel Kant, que en 1795 publicó su folleto La paz perpetua -un título inspirado en el rótulo de una posada holan­ desa en el que se representaba un cementerio, lo que prueba que la profundidad de su pensamiento no estaba reñida con cierto sentido del humor negro-, en el que reflexionaba acerca del modo de reconducir hacia fórmulas pacíficas los conflictos entre las naciones. Confiaba Kant en que la necesidad de convivir y de incrementar los intercambios obligaría a los hombres a forjar instrumentos de seguridad colectiva, sostenidos más en la necesidad racional de librarse de la recíproca destrucción que por estrictas convicciones morales, una posición más próxima al realismo de Maquiavelo que al adanismo de Rousseau. El filósofo de Kónigsberg opinaba que gracias a las artes y la ciencia los hombres eran cultos y civilizados, pero que en cuanto a la moralidad aún estaban a medio camino.

la Segunda Guerra Mundial. En la época del intercambio epistolar comenzado por iniciativa del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, ni siquiera se tenía en cuenta la existencia de otro nacionalismo: el que se gestaba en las colo­ nias y territorios sometidos precisamente por las potencias europeas, y que se iría configurando como el sustento ideológico de los futuros movimientos de li­ beración nacional que harían eclosión a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. 9 F r e u d , Sigmund (1997): ¿Por qué la guerra? Buenos Aires: Amorrortu, p. 191.

El axioma de que el derecho no puede considerarse tal si no dispone de fuerza coactiva ha lastrado la vigencia del derecho inter­ nacional desde que existe como tal, es decir, a partir de 1648, cuan­ do la Paz de Westfalia permitió la emergencia y paulatina consoli­ dación de los Estados nacionales.10 Esa carencia era utilizada por quienes cuestionaban que el derecho internacional fuera en reali­ dad auténtico derecho, en la medida en que el respeto a las leyes internacionales -entre las que han de incluirse los pactos y tratados entre Estados- quedaba librado a la voluntad de las partes, sin que hubiera un poder supranacional que les obligara a su cumplimiento. Consecuencia inevitable de semejante situación era la imposición de la voluntad del Estado diplomática y militarmente más fuerte. El jurista austríaco Hans Kelsen, contemporáneo de Freud y ads­ crito a la corriente legalista en cuanto a la consideración de la guerra, sostenía que sí debían reconocerse las normas internacio­ nales como verdadero derecho, en tanto que el orden coactivo le estaba reservado a la comunidad de naciones, con facultad para restablecer la legalidad vulnerada delegando en un Estado la apli­ cación de la fuerza necesaria -mediante sanciones, represalias e incluso la guerra-, para restaurar el orden internacional. No se le escapaban a Kelsen las dificultades existentes para poner en prác­ tica su formulación teórica, teniendo en cuenta las diferentes inter­ pretaciones que cada Estado podía hacer de las leyes internaciona­ les según las circunstancias e intereses en juego, estando aún muy presente el fracaso de la Sociedad de Naciones. No obstante, cuan­ do en 1950 Corea del Norte invadió sorpresivamente Corea del Sur, fue la Organización de las Naciones Unidas -creada cinco años antes- la que convalidó la decisión de intervenir para detener la agresión, actuando militarmente en defensa de la legalidad internacional y sorteando el derecho de veto que, en aquella oca­

10 El antecedente inmediato del derecho internacional es el llamado derecho de gentes, cuya teorización entre los siglos xiv y xv es atribuida tanto al jurista holandés Hugo Grocio como al fraile español Francisco de Vitoria. Como no exis­ tían aún los Estados, el iusgentium era, en su origen, un conjunto de normas pen­ sadas para regular las relaciones entre soberanos iguales, lo que era sinónimo de europeos.

sión, habría podido ejercer la Unión Soviética en el Consejo de Se­ guridad, mediante el empleo de un mecanismo alternativo de toma de decisiones por parte de la Asamblea General, consagrado en la resolución «Unión pro paz». Este recurso volvería a aplicarse en 1951, también en Corea y en contra de la intervención de China, y en 1956, cuando Inglaterra, Francia e Israel agredieron a Egipto por haber nacionalizado el Canal de Suez. Al carecer la ONU de una fuerza militar propia, ha de recurrir a las aportaciones de tro­ pas que pongan a su disposición los Estados miembros, una prác­ tica que se inició ya en la guerra de Corea y que se ha ido consoli­ dando en el transcurso del tiempo, plasmando de algún modo las ideas de Hans Kelsen acerca de la necesidad de la existencia de un órgano que actúe dotado del imprescindible poder coactivo en nombre de la comunidad internacional.11

11 La denominación de «comunidad internacional» admite una interpreta­ ción estrictamente jurídica, que alude a los Estados reconocidos por la Organi­ zación de las Naciones Unidas, tengan aquellos el estatuto de miembros o de observadores, y otra interpretación m ás amplia, referida a todos los sujetos que habitan el planeta, incluidos los llamados «pueblos y naciones sin Estado». En estas páginas se utiliza la expresión en la primera de las acepciones citadas. Durante los últimos dos decenios, y en particular a partir del derrumbe de la Unión Soviética y la consiguiente desaparición del bloque que aquella lideraba, la capacidad de intervención de la ONU en la esfera internacional se ha incrementado notable­ mente, teniendo en cuenta la relativa parálisis a la que se vio constreñida durante los años anteriores. En contraposición a la interpretación rígida del principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados, en los años noventa se abrió paso el derecho de «injerencia humanitaria»; la resolución 1296, aprobada en el año 2000, definió con precisión el delito de genocidio, y en 2006 el Consejo de Seguridad adoptó en la resolución 1674 la «responsabilidad de proteger», aplica­ ble ante un riesgo evidente de genocidio o crímenes de guerra. Con fundamento en este principio el Consejo de Seguridad adoptó las resoluciones 1706 del año 2006 sobre la situación en Darfur; la 1820 de 2008 sobre mujeres, paz y seguridad, y las resoluciones 1888,1889 y 1894 -todas durante el año 2009- sobre la protección de civiles en conflictos armados. A comienzos de 2011, la ONU aprobó la resolución 1973 que autorizó la intervención militar de las potencias occidentales en Libia con el fin de proteger a la población civil de la represión gubernamental, una acción que fue determinante para el derrocamiento del régimen de Gadafi, pero que excedió con creces el mandato original de Naciones Unidas. Una prueba más, en cualquier caso, de la flexibilidad imperante en la aplicación de la legalidad inter­ nacional, según quién la impulse y en qué circunstancia.

Después de la guerra franco-prusiana de 1870, Europa vivió un período de paz y prosperidad económica gracias a la segunda Revolución Industrial, que coincidió con lo que Benedetto Croce definió como la era liberal y que se prolongaría hasta 1914. En 1878, se reunió el Congreso de Berlín a petición de Gran Bretaña y Austria-Hungría, con el fin de redefinir las fronteras del este europeo, en particular en la zona de los Balcanes. El acuerdo, del que en apariencia salían beneficiadas Rusia y Austria-Hungría, sal­ taría hecho pedazos en 1914 en Sarajevo, arrastrando consigo a ambos imperios. Seis años más tarde, en 1884, las principales potencias europeas y los Estados Unidos se reunieron en la Confe­ rencia de Berlín con el fin de repartirse el continente africano, des­ lindando las áreas a ocupar y explotar por cada uno. A finales del siglo xix, asegurado el reparto colonial y aún vigente la etapa de expansión económica, se celebró en La Haya, en 1899, la Convención para la Solución Pacífica de las Disputas Internacionales, a la que siguió otra, en 1907, celebrada en la misma ciudad: en ambas, se hacía constar que las potencias firmantes aceptaban como principio general que «a ser posible, a la guerra solo debería recurrirse si fallaba la mediación». En 1919, se fundó la Sociedad de Naciones, contemporáneamente a la firma del Tratado de Versalles, que impuso a la vencida Alemania unas exac­ ciones insoportables en forma de «reparaciones de guerra», que junto con la humillación de la derrota abonaron el terreno para el advenimiento del nacionalsocialismo. En 1922, Alemania y la URSS suscribieron el Tratado de Rapallo, que oficializó una colaboración militar entre ambos países. En 1925, en la ciudad suiza de Locarno, se formalizó un tratado por el que Francia, Alemania y Bélgica se comprometían a considerar inviolables las fronteras existentes. En 1928, se firmó el Pacto de París, llamado de Briand-Kellogg, en el que los firmantes -entre los que estaban todas las potencias europeas y los Estados Unidos- se comprome­ tían a renunciar a la guerra como instrumento de política nacio­ nal. En 1933, el pacto cuatripartito entre Francia, Italia, Gran Bretaña y Alemania pareció dar un respiro a la situación de cre­ ciente tensión, pero cuatro meses después Alemania se desmarcó del mismo al abandonar la Sociedad de Naciones. Resulta eviden­

te, a tenor de las diferentes circunstancias en las que se suscribie­ ron y del contenido de cada uno de los pactos y tratados, que en tanto que algunos de ellos estaban guiados por la sincera intención de evitar la guerra, otros eran maniobras tácticas tendentes a acu­ mular fuerzas para una futura conflagración. Claros ejemplos de estos últimos fueron el Pacto de Múnich de 1938, entre Francia y Gran Bretaña de un lado y la Alemania hitleriana del otro, y el pacto germano-soviético firmado por Ribbentrop y Molotov en agosto de 1939, unos días antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

3 ¿Cómo definir lo que constituye un crimen de guerra -considerado por el derecho internacional como un acto ilegal- en el contexto de la barbarie que implica la guerra misma? ¿Y cómo establecer las consiguientes responsabilidades por tales crímenes cuando el con­ cepto mismo de justicia cede ante las conveniencias políticas? Las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial acusaron de criminal de guerra al káiser Guillermo II, que había abdicado para refugiarse en Holanda, país este que nunca concedió su extradi­ ción. Los aliados presentaron acusaciones por crímenes de guerra contra otras 4.900 personas, además del káiser, que quedaron más tarde reducidas a 901, de las que fueron finalmente juzgadas 12 en el año 1922. Solo 6 fueron condenados, todos a leves penas. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los vencedores fundaron el Tribunal Militar Internacional, que iniciaría sus sesiones en Núremberg en base a unos acuerdos previamente pactados durante la contienda en la Declaración de Moscú en 1943, y posteriormen­ te en la Declaración de Potsdam y el Acuerdo de Londres, ambos en 1945. A pesar de que existían serias dudas sobre la jurisdicción competente, en razón de que las leyes internacionales se aplicaban a las relaciones entre Estados y no a individuos, y a que se juzgarían hechos ex post facto -es decir, aplicando unas normas que no esta­ ban vigentes en el momento de cometerse los crímenes-, estas cuestiones fueron zanjadas por el imperativo político de satisfacer.

al menos en parte, la exigencia social de aplicar un castigo a quie­ nes habían desatado y conducido la guerra más mortífera hasta entonces conocida, además de haber programado y ejecutado el genocidio del pueblo judío europeo y el exterminio de otras mino­ rías étnicas. Por ello debían responder, en primer lugar, los diri­ gentes nazis, pero muchas voces autorizadas pedían que toda Alemania fuera castigada, como sujeto de una culpa colectiva.12 Era, en cualquier caso, la justicia de los vencedores, que no serían juzgados y menos aún condenados por las decenas de miles de víc­ timas civiles de Dresde, o las más de 200.000 de Hiroshima y Nagasaki, por citar tan solo los casos más notorios. El Tribunal Militar Internacional que sesionó en Núremberg -los hubo también en Japón, menos conocidos y espectaculares, pero mucho más sangrientos: entre 1945 y 1951 las comisiones militares aliadas condenaron a muerte a 920 japoneses, presuntos criminales de guerra- juzgó en el procedimiento principal a los jerarcas nazis que habían sobrevivido a la guerra, a los que se acu­ saba de cuatro delitos: conspiración para desatar una guerra de agresión, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Previamente, se acordó que la condición de jefes de Estado o de cargos de gobierno no eximiría a los acusados de responsabilidad, y que tampoco podrían exculparse alegando que habían actuado en el cumplimiento de órdenes superiores, sentan­ do de este modo un precedente jurídico de extraordinaria trascen­ dencia. Sin duda fue un espectáculo de alto contenido simbólico, en el que doce hombres fueron condenados a muerte: tres a cadena pefpetua, cuatro a penas de entre diez y veinte años, tres fueron 12 Roy, Jenkins (2003): Winston Churchill. Barcelona: Folio, p. 838, biógrafo del estadista británico, relata que en la segunda mitad de 1944, cuando ya se daba por hecho que Alemania sería derrotada, uno de los más próximos consejeros de Roosevelt propuso un plan tendente a convertir a Alemania en una «comunidad ante todo pastoral», desindustrializada y, por supuesto, desmilitarizada. Según Jenkins, en principio el plan resultó atractivo para Roosevelt y «cautivó» a Churchill, quienes lo aprobaron en la Conferencia de Quebec el 15 de septiembre de 1944. Finalmente, el proyecto fue desechado gracias a la firme oposición de los ministros de Asuntos Exteriores de ambos países. Tanto los diplomáticos como los militares estaban convencidos de que, para contener el avance de la URSS hacia el oeste de Europa, era imprescindible contar con una Alemania fuerte.

absueltos, uno se suicidó en la prisión y a otro se le declaró loco. El juicio dejó en segundo plano la actuación de muchos otros tribu­ nales constituidos por jueces militares y civiles de los países aliados que, con menos repercusión pública, juzgaron y sentenciaron a muchos otros acusados de diversos crímenes cometidos en el curso de la guerra. Al margen de estas instancias judiciales respaldadas por las leyes, algunas preexistentes y otras creadas ad hoc, se reali­ zaron cientos de juicios y ejecuciones sumarias de alemanes captu­ rados -especialmente de miembros de las SS- y de colaboracionis­ tas con los ocupantes, tanto por parte de los militares aliados que avanzaban sobre las zonas antes ocupadas como por los partisanos que habían luchado en la retaguardia, erigidos como autoridades defacto de las áreas liberadas. Aunque pueda sostenerse que el enjuiciamiento y la condena de los acusados de crímenes de guerra por parte de los vencedores es un derecho derivado, precisamente, del hecho de haber vencido, la aplicación irrestricta de este axioma puede conducir a legitimar acciones ilegales tan injustificables como las atribuidas a quienes se aplica esa apariencia de justicia. En el marco de un conflicto bélico -sea internacional o circunscrito al orden interno de un país- se cometen siempre, por uno y otro bando, actos criminales al mar­ gen de las leyes de la guerra: asesinatos individuales y matanzas colectivas, ejecuciones de prisioneros, represalias contra civiles, bombardeos indiscriminados sobre objetivos no militares, torturas y sevicias varias. Cualquier pretensión de determinar la responsa­ bilidad objetiva de los sujetos presuntamente culpables de estos hechos queda en las manos -y la voluntad política- de los vence­ dores, que tienden a desatender, ocultar o minimizar los protago­ nizados por las fuerzas propias. En circunstancias en las que la determinación de la responsabilidad depende del país o coalición de países vencedores, la decisión de hacer justicia -entendida esta como la aplicación de leyes internacionales preexistentes o de leyes fabricadas ad hoc, como ocurrió en Núremberg- está inevitable­ mente vinculada a la oportunidad política.13 13 El caso de la Alemania de la segunda posguerra es también ejemplar. Muchos de quienes habían participado activamente en la ejecución de crímenes

En cuanto a la asunción de la responsabilidad subjetiva por parte de los inculpados, casi en la totalidad de los casos está ausente. Aunque es imposible saber si aquellos que se enfrentaron a un jui­ cio y ejecución sumaria, o quienes se suicidaron, tuvieron un atis­ bo de subjetivación de su responsabilidad antes de morir, sintieron culpa o arrepentimiento, el paradigma de la denegación lo repre­ sentan mejor que nadie -dada la magnitud de los crímenes- aque­ llos que fueron juzgados y condenados en Núremberg por el Tribunal Militar Internacional. Antes, durante y después del juicio, prácticamente ninguno de aquellos que fueron confrontados con sus actos se reconocieron culpables. Algunos de los acusados se mantuvieron en un despreciativo silencio; los demás rechazaron su participación directa o indirecta en los hechos de los que se les acu­ saba, o bien, si las evidencias eran incontestables, intentaron eludir su responsabilidad escudándose en la obediencia debida a sus superio­ res. Actitudes semejantes se repiten una y otra vez, en cada ocasión y diferentes épocas. Por lo que se refiere a los máximos responsables de haber planificado y ordenado los crímenes, a lo incontestable de los hechos se responde con un relato en el que aquellos encuentran su justificación por haber ocurrido en un contexto excepcional: la guerra, sea convencional o subversiva, la necesidad de combatir el caos que amenaza la unidad nacional, la debilidad de las institucio­ nes, el fracaso de los políticos, en fin, la defensa de la patria.14 Es de guerra, incluido el genocidio y otros crímenes contra la humanidad, nunca fueron detenidos ni juzgados pese a que estaban identificados. Numerosos cien­ tíficos que habían intervenido en el desarrollo de los programas armamentísticos del Tercer Reich fueron reclutados y trasladados fuera del país tanto por las potencias occidentales como por la URSS, sustrayéndolos de cualquier posible enjuiciamiento. La inmensa mayoría de los jueces que habían aplicado disciplina­ damente las leyes nacionalsocialistas, así como el resto de los funcionarios adm i­ nistrativos, continuaron en sus puestos. La policía y los servicios de inteligencia, tanto de la Alemania Federal como de la República Democrática, se nutrieron de antiguos agentes nazis reconvertidos. Otro tanto ocurrió en Japón, donde MacArthur advirtió rápidamente que necesitaba contar con una elite funcionarial y empresarial capaz de reconstruir la sociedad civil, aunque sus cuadros hubieran sido cómplices activos del militarismo imperialista. 14 Este patrón de conducta denegatoria lo comparten tanto los militares argentinos y de otros países de Latinoamérica como otros asesinos de masas más recientes, como se puede comprobar examinando los argumentos exculpatorios

obvio que quienes se atrincheran en la denegación, o alegan mo­ tivos diversos -aunque no muy originales- para defenderse, no asumen ninguna clase de responsabilidad. Al final de una dictadura militar -y en este aspecto la experien­ cia de América Latina en los últimos decenios del pasado siglo es paradigmática-, casi siempre las demandas de justicia y reparación de las víctimas encuentra satisfacción, siempre parcial, después de años de espera. A veces, son los gobiernos democráticos que suce­ den a la dictadura quienes toman la iniciativa, presionados por las entidades defensoras de los derechos humanos y las propias vícti­ mas sobrevivientes y sus familiares, iniciativa que no solo depende de la voluntad de quienes la impulsan; frecuentemente, los regíme­ nes democráticos todavía no consolidados están sometidos a una fuerte oposición por parte de los sectores más reaccionarios, par­ tidarios y beneficiarios del régimen dictatorial, que controlan aún algunos resortes del poder e incluso cuentan con cierta representatividad social. Pryscilla Hayner, estudiosa de los procesos políticos de transición y cofundadora del International Center for Transitional Justice, ha publicado una obra15 imprescindible para conocer otra modalidad de búsqueda de la justicia y la reparación de las víctimas de las guerras civiles y las dictaduras: las «comisiones de la verdad». Aunque parezca paradójico, esta forma de intentar unir en la práctica los conceptos de justicia, verdad y reconcilia­ ción puede también ayudar a los verdugos a asumir su responsabi­ lidad, en principio objetiva y en ciertos casos también subjetiva, en los crímenes que cometieron. Especialmente si la confesión pública de esos crímenes -en ocasiones, como en Sudáfrica, en presencia de las víctimas, que podían incluso interpelar a sus victimarios- no

desplegados ante el Tribunal Penal Especial para la antigua Yugoslavia por parte del fallecido Slobodan Milosevic, del general Ratko Mladic y de su mentor políti­ co Radovan Karazdic. Hay excepciones, como la protagonizada por algunos anti­ guos dirigentes de los Jemeres Rojos de Camboya, que varios decenios después del genocidio ejecutado contra su pueblo se han confesado culpables. Pero aun siendo un paso imprescindible, el reconocimiento de la culpa no equivale necesariamente a arrepentimiento y asunción de su responsabilidad subjetiva. 15 H ayner, Pryscilla (2008): Verdades innombrables. México: Fondo de Cul­ tura Económica.

tiene consecuencias penales por haber sido los delitos declarados prescritos, o en virtud de la aplicación de leyes de amnistía cuya vigencia no fue cuestionada. La obra de Hayner hace una exhaus­ tiva revisión -de Argentina a Camboya, de El Salvador a Sudáfrica, de Chile a Alemania, y así hasta completar veintiuna experiencias de distintos países- de los diversos modos puestos en práctica para intentar superar las dramáticas secuelas de las dictaduras y las gue­ rras civiles, a veces al margen de las estructuras estatales, a veces impulsadas desde el Estado, en otros casos trabajando en colabo­ ración con las organizaciones de derechos humanos y la justicia, con lo que se ha conseguido esclarecer hechos que permanecían ocultos y en contadas ocasiones condenar a los genocidas.

«La guerra es justa cuando es necesaria». M a q u ia v e l o

1 La Organización de las Naciones Unidas consideró, por primera vez, en 1948, la posibilidad de establecer un tribunal para enjuiciar los delitos de genocidio, los crímenes de guerra y contra la huma­ nidad, y los actos de agresión. Existía el precedente de la Corte Internacional de Justicia, con sede en La Haya, que es un organis­ mo integrante de las Naciones Unidas compuesto por quince jue­ ces designados por la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, pero cuya competencia se limita a los conflictos entre Estados -generalmente originados por disputas territoriales e interpreta­ ción de tratados y acuerdos- y depende de la voluntad de las par­ tes el someterse a su jurisdicción. El Tribunal Penal Internacional, en cambio, tendría competencia para investigar y enjuiciar a los sujetos que, individualmente, fueran acusados de actos de genoci­ dio y crímenes de guerra y contra la humanidad, así como de agre­ sión. En un momento histórico en el que la devastación de la segunda guerra y el horror del Holocausto estaban tan presentes, la Asamblea General aprobó la Convención sobre la Prevención y Sanción del delito de Genocidio, y entre los años 1951 y 1953 una comisión designada al efecto redactó un proyecto de estatuto que no alcanzó a aprobarse, ante las dificultades para alcanzar una definición de lo que había de considerarse como agresión. El asunto se retomó a partir de 1992, cuando la misma Asamblea General pidió a la Comisión de Derecho Internacional que preparase un nuevo proyecto de estatuto, un tema que adquirió primordial importancia a partir de 1993, cuando los crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos en la antigua Yugoslavia motivaron la

creación del Tribunal Penal Especial para investigar y juzgar a los responsables. Así, en 1994 se pudo contar con un estatuto en condi­ ciones para que su texto fuera sometido a la consideración de la Asamblea General, que convocó la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el establecimiento de una Corte Penal Internacional que, finalmente, se celebró en Roma en julio de 1998. Allí se aprobó el que en adelante sería conocido como el Estatuto de Roma, en el que se atribuye a la Corte la compe­ tencia para investigar y enjuiciar a los sujetos acusados de genocidio, crímenes de guerra y contra la humanidad, así como de acciones agresivas, y que entró en vigor el 1 de julio del año 2002. El Estatuto, por el que votaron a favor 120 delegados -hubo 7 votos en contra y 21 abstenciones-, o bien no ha sido firmado o la firma no ha sido posteriormente ratificada, por parte de Estados Unidos, Rusia, China, India, Israel, Cuba e Irak. El Gobierno nor­ teamericano lo firmó cuando era presidente Bill Clinton, pero esa firma no fue después ratificada por George W. Bush, por lo que los Estados Unidos se han desvinculado formalmente de las obligacio­ nes recogidas en el texto y no reconocen la jurisdicción de la Corte. Para combatir los efectos indeseados que pudieran derivarse de la aplicación del Estatuto de la Corte Penal Internacional, el Con­ greso estadounidense aprobó, en agosto de 2002, la «American Service Members Protection Act» (Ley para la Protección del Per­ sonal de los Servicios Exteriores Norteamericanos), por la que se prohíbe a los organismos federales, estatales y locales estadouni­ denses cooperar con la Corte, así como la extradición de cualquier ciudadano norteamericano reclamado por aquella directamente o a instancias de terceros países o de particulares. Autoriza, además, al presidente de los Estados Unidos a «utilizar todos los medios nece­ sarios y adecuados para lograr la liberación de cualquier estadouni­ dense detenido o encarcelado en nombre de, o a solicitud de la Corte Penal Internacional». Paralelamente, el Gobierno norteame­ ricano instó a otros países a firmar tratados bilaterales por los que se comprometen a no extraditar a ningún ciudadano norteameri­ cano, y consiguió, mediante fúertes presiones, que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobara ese mismo año la resolución 1422, que garantiza una inmunidad total al personal que actúe bajo

mandato de Naciones Unidas en operaciones de paz, incluidos los ciudadanos pertenecientes a Estados «no parte de la Corte».1 Independientemente de la argumentación jurídica con la que la diplomacia norteamericana pretendió impugnar la actuación de la Corte y obtener la inmunidad para sus ciudadanos, el Gobierno norteamericano alegaba que su negativa a reconocer la ju ris­ dicción del Tribunal se basaba en que los Estados Unidos debían protegerse de las denuncias infundadas y con intención política dirigidas contra sus nacionales. Al margen de que la Corte dispo­ ne de instancias y controles internos -la llamada Sala de Cuestio­ nes Preliminares- para comprobar la seriedad de las denuncias, investigar las circunstancias y examinar las pruebas recopiladas, pudiendo archivar las que considere fraudulentas o abusivas, el argumento mismo revela la naturaleza esencialmente política -y no meramente jurídica- de los intereses en juego. El decisivo pro­ tagonismo estadounidense en los diferentes conflictos interna­ cionales desarrollados antes y después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, así como la aplicación de la doctrina militar que pone el acento en la «guerra contra el terrorismo» -con o sin la cobertura legal que tan solo pueden proporcionar las Naciones Unidas-, multiplica el riesgo de incurrir en conductas que bien podrían ser calificadas de crímenes de guerra. El hecho de ser la nación más poderosa del planeta en términos económicos y mili­ tares -una nación imbuida, además, de la convicción de que el liderazgo que ejerce a escala mundial responde a un designio pro­ videncial-,2 con intereses repartidos en todo el mundo, obsesiona­ 1 Y ello a pesar de que la Corte debe actuar siguiendo el principio de complementariedad, que da prioridad a las jurisdicciones nacionales para enjuiciar los crímenes de guerra, contra la humanidad y el genocidio. Por este principio, la Corte ha de inhibirse de intervenir cuando el Estado en cuestión ofrece garantías de que los acusados serán investigados y sometidos a juicio. Amparándose en una interpretación parcial e interesada del artículo 98 del Estatuto, los Estados Unidos han intentado justificar jurídicamente su política de desautorización del Tratado de la Corte Penal Internacional, política que fue severamente criticada por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa el 25 de septiembre de 2002. 2 La impronta religiosa está presente en el carácter estadounidense desde el instante fundacional, cuya acta de nacimiento se corresponde con el arribo de los «Padres peregrinos» en el Mayflower, en 1620. Aunque a finales del siglo xvm la

da por la seguridad y constantemente preocupada en conservar ese liderazgo, hace que los Estados Unidos, cuando aplica lo que se ha dado en llamar eufemísticamente el hard power o poder duro, corra el riesgo de ser llevado ante los tribunales, sean estos nacio­ nales o internacionales. La American Service Members Protection Act está dirigida a garantizar que ningún ciudadano norteamerica­ no al servicio del Gobierno sea investigado, detenido, acusado o enjuiciado por ningún tribunal extranjero, sea nacional o interna­ cional, y al margen de los hechos que pudieran imputársele, y que tampoco será extraditado a petición de terceros países o de la Corte Penal Internacional. En cuanto a la autorización expresa al presi­ dente de los Estados Unidos para que utilice «todos los medios necesarios y adecuados» para liberar a un ciudadano estadouniden­ se retenido por orden de la Corte -con lo que supone de amenaza la expresión «todos los medios»-, es un verdadero desafío a las leyes internacionales en general y a las Naciones Unidas en particular, en tanto la Corte Penal Internacional es un órgano de la ONU. A este respecto hay que considerar tres conceptos fundamen­ tales, como son: la soberanía, el estado de excepción, y la respon­ sabilidad.

rigidez puritana había cedido parcialmente a favor de las ideas de la Ilustración -algo que se refleja en la Declaración de Independencia redactada por los «Padres fundadores»-, siempre ha existido una fuerte compenetración entre las creencias religiosas, en particular calvinistas y evangélicas, y la política. Las constantes invo­ caciones a Dios por parte de los líderes políticos de todas las tendencias, revestidas da un cierto sentimiento de superioridad moral, suelen aludir a una pretendida misión de alcance universal que la providencia habría depositado en la nación. En 1845 la revista Democratic Review señaló que el «destino manifiesto» de la nación era el de «extenderse por el continente designado por la providencia para el libre desarrollo de nuestros millones de habitantes». La expresión hizo for­ tuna, ya que con esas mismas palabras u otras parecidas, se invoca periódicamen­ te el destino manifiesto por parte de los líderes políticos. En 1953 el presidente Dwight Eisenhower, que fue quien incorporó la frase «en Dios confiamos» en los billetes de dólar, expresó que «el destino ha echado sobre nuestro país la respon­ sabilidad de liderar el mundo libre». En su discurso a la nación del año 2003 -p re­ cisamente el año de la invasión de Irak- George Bush dijo que «Estados Unidos es un país fuerte y honorable en el uso de la fuerza [...]. La libertad que aprecia­ m os no es el regalo de Estados Unidos al mundo, es el regalo de Dios a la huma­ nidad [...]. Ponemos nuestra confianza en el Dios del amor».

2

En el sentido moderno -es decir, a partir del siglo x v i - la sobera­ nía es un concepto indisociablemente unido al Estado, como sujeto depositario del poder, que se ejerce sobre una determinada población y en el marco de un territorio igualmente determina­ do. Un poder que dispone del monopolio de la fuerza y que no responde a ningún otro poder superior a él, en igualdad de con­ diciones -al menos teóricas- con otros Estados, imponiéndose a la organización social medieval y al mismo tiempo liberándose de la doble tutela del papado y el imperio. Acabada la Guerra de los Treinta Años, los Tratados de Westfalia de 1648 favorecieron, aunque en distinta medida, la constitución de los Estados y el orden nacional, la autonomía política, militar y diplomática, y equipararon el catolicismo, el calvinismo y el luteranismo. La soberanía se ha desplegado así en dos direcciones complementa­ rias una de la otra: hacia el interior del Estado, manteniendo el poder unificado y centralizado, mandando sobre unos súbditos sometidos a la obediencia, y hacia el exterior, decidiendo acerca de la paz y la guerra. Con ser estas situaciones de hecho, la cues­ tión de la naturaleza jurídica de la soberanía estuvo siempre liga­ da a la pretensión de racionalizar el ejercicio del poder, aunque los distintos teóricos pusieran el acento en la autoridad para hacer y deshacer leyes -acentuando el momento legislativo, como Bodin-, o bien para hacerse obedecer -insistiendo en el poder coercitivo, como Hobbes-, pero en cualquier caso consideran­ do la soberanía como algo que no está limitado por la ley: ella se ejerce supra legem. Sin embargo, para Hobbes la soberanía, aunque indivisible, no es un poder arbitrario y caprichoso; su ejercicio está sujeto a una racionalidad técnica, adecuada a los fines perseguidos, que no son otros que garantizar el cumpli­ miento del pacto social originario e impedir que los hombres retornen al estado de naturaleza. Que los principales teóricos de la soberanía a finales del siglo XVI y comienzos del xv il fueran británicos, como Hobbes y Locke, o franceses, como Bodin, Leyseau y Cardin Le Bret, se debió a que tanto Inglaterra como Francia eran en esa época países en los

que la unidad nacional podía estimarse consolidada.3 Todos los intentos de formalización jurídica de la soberanía, tendentes a res­ ponder a los grandes interrogantes que encierra el concepto mismo -¿quién decide?; ¿con qué alcance?; ¿cuáles son los límites, si es que los hay?-, se vieron sacudidos por el advenimiento de las ideas ilustradas y las consecuencias jurídico-políticas de las revolu­ ciones norteamericana y francesa. La noción incorporada por el constitucionalismo moderno de que la soberanía nacional reside en el pueblo, quien la ejerce a través de sus representantes, choca con la complejidad -al menos en los países más desarrollados- de una sociedad plural en la que está seriamente cuestionada la efica­ cia de los mecanismos de representación. De un lado, la multipli­ cidad de asociaciones y grupos a la que los sujetos pertenecen y a través de los cuales se relacionan hablan de la vitalidad de la socie­ dad civil, y de otro, en relación con la sociedad política, esta contri­ buye a la construcción de un sistema poliárquico en el cual el poder de decisión ya no está tan centralizado para que las decisio­ nes vayan «de arriba hacia abajo». El dinamismo y la velocidad con la que se suceden los cambios sociales afectan a los sujetos en todos los ámbitos, obligándoles a lo que se ha dado en llamar una reco­ locación de las identidades, la cual supone, a su vez, una construc­ ción transversal de la subjetividad con efectos en la sociedad polí­ tica. Así, la multiplicidad y el juego permanente de contrapesos entre los diversos centros dificultan la adopción de decisiones soberanas con el grado de urgencia propio de situaciones límites, en las que un estado de necesidad o una emergencia exigen una respuesta inmediata de aquellos en quienes está depositado el poder de decidir. Esa respuesta depende de una decisión que, o 3 En Italia y Alemania, en cambio, el sentimiento nacionalista no había con­ seguido aún dotarse de la fuerza suficiente como para fundar un Estado -con di­ ción previa necesaria para poder ejercitar la soberanía-, y la unidad nacional habría de postergarse más de dos siglos. La aspiración a una Alemania unida se frustró en el Congreso de Viena, celebrado entre junio de 1814 y 1815. Italia salió también perjudicada del Congreso: Austria anexionó Lombardía y Venecia, y los gobiernos de Toscana, Módena y Parma fueron entregados a los archiduques austríacos. Hasta 1861 y 1871, respectivamente, Italia y Alemania no se constitu­ yeron como Estado-nación.

bien está prevista y regulada en la propia constitución, o bien no lo está, en cuyo caso quien decide se sitúa por fuera del ordenamien­ to jurídico, suspendiendo su vigencia, o manteniéndolo formal­ mente vigente pero sometido al poder -en este caso- soberano. Giorgio Agamben ha planteado las dudas jurídicas -y las inevi­ tables consecuencias políticas- que suscita tanto el carácter de interno/externo al ordenamiento jurídico del estado de excepción, como la condición que justifica su aplicación: el estado de necesi­ dad.4 Se conoce a este respecto la posición extrema de Cari Schmitt, teórico del «decisionismo», para quien el soberano es aquel que decide en una situación excepcional; aquel que, precisa­ mente por decidir en semejante situación, es él mismo excepcional -uno que no es como todos los dem ás- al apartarse de la regla con el fin superior de garantizar la cohesión política y la unidad del Estado. En este sentido, la intención de Schmitt era la de funda­ mentar jurídicamente la necesidad de una «dictadura soberana», que enterrase definitivamente la Constitución de la República de Weimar para dar origen a un nuevo orden. Partiendo de los presu­ puestos schmíttíanos, Agamben se propone indagar acerca del fenómeno del estado de excepción, pero no como -valga la pa­ radoja- algo excepcional, sino como un estado de emergencia permanente que, aunque técnicamente no declarado como tal, «devino una de las prácticas esenciales de los Estados contemporá­ neos, aun de aquellos así llamados democráticos».5 Como señala Agamben, «la teoría de la necesidad no es otra cosa que una teoría de la excepción [... ] en virtud de la cual un caso singular es sus­ traído a la obligación de observar la ley».6 Se trata, sin embargo, de dos términos que, si bien están íntimamente ligados, no mantie­ nen la misma relación con el derecho. En efecto, si, como es el caso de España y de otros muchos países, en la norma constitucional, que es la cúspide de la jerarquía normativa del Estado, está con­ templada la facultad de declarar el estado de excepción para hacer 4 A gam ben , Giorgio (2005b): Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, p. 23. 5 Ibíd., p. 25. 6 Ibíd., p. 61.

frente a una situación de necesidad, entonces la excepción es parte del orden jurídico y no puede ser localizada -com o sostiene Agamben- en un ámbito que «no es ni externo ni interno al orde­ namiento jurídico».7 El artículo 55 de la Constitución española autoriza la suspensión de ciertos derechos y libertades de los ciu­ dadanos cuando el Gobierno, con la aprobación del Congreso, haya declarado los estados de alarma, excepción o sitio, según la gravedad de la situación a la que se deba hacer frente. Esta suspen­ sión de derechos y libertades, cuya extensión territorial, condicio­ nes y duración no pueden ser arbitrarias en tanto están sujetas al control parlamentario y judicial, es derecho.8 El concepto de nece­ sidad es, en cambio, extrajurídico. Entre otras razones, porque siempre existirá una hiancia que el lenguaje jurídico -por meticu­ loso que se pretenda- no puede suturar, y porque la determinaciqn de cuándo sobreviene la necesidad, qué magnitud alcanza y qué medidas deben adoptarse pertenecen al orden político, o sea, a la subjetividad de quien decide. El ejemplo más reciente e ilustrativo de declaración del estado de excepción en un país que se precia de ser ejemplo de democra­ cia es la USA Patriot Act, aprobada el 26 de octubre del 2001 tanto por el Senado como por el Congreso de los Estados Unidos, a pro­ puesta del Gobierno de George W. Bush. Con el argumento de que los ciudadanos estadounidenses debían elegir entre la seguridad -puesta en entredicho por los atentados de septiembre de ese año- y la preservación de sus derechos individuales, la Ley Pa­ triótica proporcionó al Estado instrumentos legales para controlar la..vida privada, limitando el alcance de los derechos constitu­ cionales tanto de los ciudadanos norteamericanos como de los

7 Ibíd., p. 59. 8 La Constitución dispone que los estados de alarma, de excepción y de sitio serán regulados por una ley orgánica que determine las competencias y limitacio­ nes correspondientes. En los artículos 55 y 116, se hace penalmente responsable al Gobierno y a sus agentes de «la utilización injustificada o abusiva» de las faculta­ des reconocidas en la aplicación de la ley. Declarados los estados de excepción o sitio, los derechos suspendidos pueden abarcar desde el plazo de la detención pre­ ventiva hasta la libertad de circulación, pasando por el secreto de las comunicaciones, la libertad de expresión, de reunión o el derecho de huelga, entre otros.

extranjeros, en el marco de la proclamada «guerra contra el terro­ rismo». El significante «guerra» contiene un importante simbolis­ mo de cara a extremar la gravedad de la situación -¿acaso una guerra no genera un estado de necesidad que obliga a defenderse?que tiene su antecedente en la Ley de Espionaje de 1917, cuando los Estados Unidos acababan de entrar en la Primera Guerra Mundial.9 En la misma línea excepcional, la military order del 13 de noviembre de 2001 autorizó la detención indefinida y la pues­ ta a disposición de comisiones militares de los sospechosos de terrorismo clasificados como «combatientes extranjeros», para quienes se ideó y construyó en la base naval de Guantánamo una prisión especial, cuya extraterritorialidad condena a los allí ence­ rrados a permanecer en un limbo jurídico. El (pen)último paso tendente a dar cobertura jurídica a la arbitrariedad gubernamen­ tal lo constituye la ya citada Ley de Autorización de Defensa Nacional, que permite la detención por tiempo indefinido por parte de las autoridades militares de ciudadanos norteamericanos sospechosos de terrorismo. La USA Patriot Act fue, desde el principio, seriamente criti­ cada por las diversas organizaciones norteamericanas de defensa de los derechos civiles. En el año 2005, cuando el Gobierno pro­ puso la renovación de su vigencia para convertir las restricciones de los derechos individuales en algo permanente, la opinión del Senado fue claramente opuesta al proyecto, mientras que la mayoría del Congreso se inclinaba por renovarla casi sin cam­ bios. Finalmente, el Gobierno consiguió que se aprobara la renovación sin alterar sustancialmente el contenido, con lo que las limitaciones a los derechos civiles han permanecido, aunque varios fallos judiciales la han declarado inconstitucional por violar los derechos y garantías establecidos en la Constitución de los Estados Unidos. Estas resoluciones de los tribunales, sin 9 La Ley de Espionaje castigaba con hasta veinte años de cárcel «a cualquiera que cuando los Estados Unidos esté en guerra promueva intencionadamente, o intente promover, la insubordinación, deslealtad, sedición o se niegue a cumplir con su deber en las fuerzas armadas o navales de los Estados Unidos». Unas 900 personas fueron encarceladas por oponerse a la guerra o por publicar escritos contra ella.

embargo, no determinan ni la responsabilidad política ni la jurídi­ ca de quienes propusieron, aprobaron y luego promulgaron la ley.10

3 La proyección exterior de la soberanía ha seguido una trayectoria cambiante a través de la historia, dado que el Tratado de Westfalia, a pesar de que fue el punto de partida de la consolidación de los diversos Estados nacionales, no tuvo un efecto inmediato ni se plasmó del mismo modo en los diversos países. A comienzos del siglo xix, las fronteras europeas eran aún lábiles incluso para los grandes imperios, si bien eran estos quienes en verdad podían imponer su poder soberano sobre las naciones más débiles. A par­ tir del Congreso de Viena, celebrado entre junio de 1814 y junio de 1815, Austria había impuesto su hegemonía sobre el resto de Europa. A instancias del zar Alejandro I, en 1815 se formó la llamada Santa Alianza, cuyo objetivo era mantener en el poder a las monarquías absolutas y mantener vigentes los acuerdos adoptados en Viena. En reuniones posteriores, que se sucedieron hasta 1822, y por iniciativa del canciller Metternich, se adoptó el principio de intervencionismo, por el que las potencias firmantes se arrogaban el derecho de intervenir militarmente donde lo estimaran necesario para sofocar los movimientos liberales y revolucionarios. En 1823, ante la amenaza de algunas potencias europeas de tomar represalias militares contra ciertos países de América Latina recién independizados con el pretexto de deudas impagadas, el entonces presidente de los Estados Unidos, James Monroe, sentó las bases de lo que se conoce como el principio de no intervención, condensado en el axioma «América para los americanos»; una 10 Independientemente de que la última palabra la tenga el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, que es quien puede pronunciarse en definitiva en materia de constitucionalidad, aquellos que se consideren perjudicados por la aplicación de la Patriot Act o de otras normas excepcionales -incluidos los secuestrados en el extranjero y recluidos en Guantánamo-, deberán presentar demandas individuales contra quienes resulten responsables, con las pruebas de que dispongan.

doctrina que, si bien y en primer lugar estaba dirigida a proteger a los propios Estados Unidos de los hipotéticos riesgos de una inter­ vención europea en su territorio, significó en la práctica la hege­ monía norteamericana sobre el resto del continente americano. El principio de no intervención, cuya esencia establece que todos los Estados deben abstenerse de intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos internos de otro Estado, se incorporó al derecho internacional a partir de 1930 gracias a la iniciativa del entonces canciller mexicano Genaro Estrada. La «doctrina Estrada», hoy un anacronismo a la vista de los acontecimientos históricos y de la propia evolución del derecho internacional, sostenía que la inter­ vención de un Estado en la política interior de otro u otros era un atentado contra la soberanía nacional, por lo que todos los demás países debían abstenerse siquiera de juzgar aquella política. Históricamente, el respeto al principio de no intervención en los asuntos internos de un Estado, y la defensa de la soberanía nacional, han estado y continúan estando -com o su contracara, el intervencionismo- ligados a las contingencias políticas y a los inte­ reses estratégicos de los países cuyo poderío militar les permite infringir las normas del derecho internacional con relativa o total impunidad, según los casos. Cuando, en 1884, se reunieron en París los representantes de las principales potencias europeas y de los Estados Unidos para repartirse el continente africano -entre Gran Bretaña, Francia, Portugal y Holanda ya se habían repartido Asia-, obraban en base al derecho de conquista. El imperialismo y el colonialismo no necesitaban entonces de una legitimación jurí­ dica para justificar su acción depredadora, y el saqueo colonial -en palabras de M arx- ya se había mostrado como un recurso funda­ mental en el proceso de acumulación capitalista.11 A finales del siglo XIX, ya habían surgido en varios de los países colonizados movimientos de orientación nacionalista de resistencia contra la

11 El argumento moral -la supremacía del hombre blanco y su misión civili­ zadora- no se cuestionaba ni siquiera por las clases proletarias de las metrópolis. El colonialismo producía también beneficios secundarios, funcionando como «válvula de escape» -en palabras del ministro francés Jules Ferry- de los exceden­ tes de población de los países centrales.

ocupación extranjera que fueron cobrando fuerza; el desmorona­ miento del Imperio otomano condujo a que varios de sus territorios vislumbrasen su independencia, una aspiración que aún debería postergarse algunos decenios. Egipto, donde los turcos gobernaban a través de mandatarios locales, consiguió una independencia tan solo formal; Gran Bretaña nombró un alto comisionado, mantuvo en el país sus tropas y ejerció el control de las relaciones exteriores y la defensa, una situación que se prolongó hasta 1936. Francia, que se disputaba con los británicos la influencia en la zona, inter­ vino en Siria en base a un mandato concedido por la Sociedad de Naciones -similar al que Gran Bretaña obtuvo para ocupar Pales­ tina-, una fórmula jurídica que malamente encubría una modali­ dad de colonialismo pretendidamente respaldada por la comunidad internacional. El final de la Segunda Guerra Mundial sentenció la decadencia definitiva del Imperio británico, y la emergencia, paralela a la Guerra Fría, del imperio americano como potencia hegemónica en Occi­ dente. La independencia de la India, la derrota y retirada de los franceses de Indochina, el comienzo de la guerra de Argelia y el fra­ caso de la intervención en Suez de 1956 -donde ingleses, franceses e israelíes se hicieron conscientes de quién mandaba de verdad en el mundo capitalista- impulsaron un proceso de descolonización que ya no se detendría. Los nuevos Estados soberanos, al incorpo­ rarse a las Naciones Unidas, pusieron en evidencia las limitaciones de una organización internacional cuyas decisiones más impor­ tantes -aquellas que se refieren a la paz y la guerra-, así como su poder real para exigir el respeto por las normas del derecho inter­ nacional, están encorsetadas por una estructura institucional here­ dada de la Guerra Fría en la que las cinco potencias permanentes de su Consejo de Seguridad disponen de un derecho de veto que puede convertir en inocua cualquier propuesta de resolución que considere contraria a sus intereses, o a los de sus aliados. En agosto de 1990, Irak invadió Kuwait, y el Consejo de Se­ guridad de las Naciones Unidas respondió de inmediato con una resolución de condena, al estimar que la acción ofensiva iraquí suponía un quebrantamiento de la paz y la seguridad internacio­ nales, exigiendo la retirada de las tropas invasoras a sus posiciones

originales. Desoída esta exigencia por Irak, el siguiente paso de la ONU fue aprobar, el 29 de noviembre, otra resolución en la que concedía un plazo hasta el 15 de enero de 1991 para la retirada de las fuerzas militares, y en caso de incumplimiento autorizaba «a los Estados miembros que cooperan con el gobierno de Kuwait para que [... ] utilicen todos los medios necesarios para hacer valer y lle­ var a la práctica» la resolución que condenaba la invasión. Pero la resolución no comportaba la adopción de medidas militares por cuenta de la propia ONU, de modo que la autorización para enfrentarse al agresor por parte de los Estados Unidos y sus aliados se basó en el contenido del artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, que contempla el derecho a la legítima defensa colectiva. Con este respaldo jurídico más que dudoso -en tanto que la inter­ pretación que se hizo del citado artículo excedía los límites de la actuación permitida al Consejo de Seguridad-, la Operación Tormenta del Desierto permitió a Kuwait recuperar su soberanía, pero la ONU continuó dictando resoluciones con la misma ende­ ble base legal, esta vez en contra de la soberanía iraquí. No solo fijó las fronteras, sino que impuso el desarme y la inspección interna­ cional de los arsenales iraquíes para hacer cumplir la prohibición de disponer de armas químicas, bacteriológicas, misiles balísticos y armas nucleares. Esta resolución, la número 687 de abril de 1991, sería decisiva para preparar y consumar, en el año 2003, la invasión y ocupación de Irak. El desencadenamiento y desarrollo de la segunda guerra del Golfo es un buen ejemplo de la aplicación actualizada del jus ad bellum -los requisitos exigidos para iniciar una guerra- y del jus in bello -el modo de conducirla-, ambos ligados a la consideración de lo que es una guerra justa.12 La puesta en práctica de la resolución 12 B e lla m y , op. cit., p. 25. La controversia acerca de lo que es una guerra justa se remonta a la Antigüedad. Aunque existen diferencias en las diversas escuelas acerca de los requisitos que deben reunirse para considerar que una guerra es justa, todas coinciden en que tienen que reunirse ciertas condiciones para legiti­ mar el inicio de un conflicto, que van más allá de la simple calificación de guerras de agresión y guerras defensivas. Además del principio de que el uso de la fuerza militar debe ser el último recurso para dirimir un conflicto, una vez desencade­ nado este, el empleo de los medios militares debe ser proporcionado con el fin de

687 de la ONU supuso que Irak sería periódicamente visitado por inspectores internacionales, a fin de confirmar que ese país no disponía de las armas prohibidas, inexistencia que fue ratificada una y otra vez por las sucesivas inspecciones, con evidente disgus­ to del Gobierno de George W. Bush, que intentó desacreditar al director del Organismo Internacional de Energía Atómica y al res­ ponsable directo de los equipos de inspección. La diplomacia norteamericana ejerció una gran presión sobre la ONU para que el Consejo de Seguridad aprobara varias resoluciones relativas a Irak entre los años 1994 y 2002, dejando constancia de los sucesivos incumplimientos por parte del Gobierno iraquí de los compromi­ sos asumidos -en particular, los referidos a su obligación de dejar actuar a los equipos de inspección de la ONU -, hasta que los aten­ tados de Al-Qaeda en Estados Unidos crearon las condiciones idó­ neas para que la política exterior estadounidense y su brazo mili­ tar pusieran en acto una estrategia prefigurada al menos diez años antes. De hecho, en 1999, el presidente Bill Clinton ordenó bom­ bardear Irak sin contar con ninguna autorización del Consejo de Seguridad y con el único apoyo de Gran Bretaña, tras insinuar que, dadas las características del régimen de Sadam, las sanciones eco­ nómicas impuestas contra su país no deberían levantarse mientras aquel estuviera en el poder. Primero fue Afganistán, un Estado endeble apoyado en una sociedad tribal de tradición guerrera que derrotó al Imperio britá­ nico en el siglo xix, a la URSS a finales del xx, y que continúa actualmente mostrándose inexpugnable al dominio extranjero. Como ha reseñado Mónica Pinto: «En términos legales, todos los elementos sobre los que reposa la acción armada de Estados Unidos en Afganistán están definidos previamente al 11 de septiembre, salvo su calidad de víctima».13 Al producirse los atentados, de inmediato el Gobierno de Bush encontró el nexo causal con sus autores, que se escondían en Afganistán. Alegando que el líder de

evitar al máximo los sufrimientos, especialmente los de los no combatientes y de la población civil en general. 13 P into , Mónica (2008): El derecho internacional. Vigencia y desafíos en un escenario globalizado. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, p. 156.

Al-Qaeda estaba refugiado allí, protegido por el Gobierno talibán, al que años antes del 11 de septiembre la ONU había reconocido como teniente del control efectivo del país y al que podía conside­ rarse como responsable de sus acciones -o de las acciones inicia­ das por terceros desde dentro del país- ante la comunidad interna­ cional.14 Una vez acaecidos los atentados en suelo estadounidense, la intervención militar de los Estados Unidos en Afganistán - a la que se sumaron posteriormente otros países que formaron la coa­ lición- se justificó con el argumento de que era un acto de legíti­ ma defensa contra el ataque del terrorismo internacional, que no solo Al-Qaeda y Osama Bin Laden constituían una amenaza terro­ rista inminente, sino que tal amenaza no podría eliminarse mien­ tras el país estuviera gobernado por los talibanes. El fin último, se dijo, era un cambio de régimen y ayudar a hacer de Afganistán una democracia. Las Naciones Unidas convalidaron el recurso al uso de la fuerza por parte de Estados Unidos al considerarlo como parte del «derecho inmanente a la legítima defensa» y, aunque esa cober­ tura legal no alcanzaba en absoluto para forzar un cambio de régi­ men, se lanzó una operación militar en la que participaron los norteamericanos de manera independiente, coordinados con las tropas cedidas por los demás países de la coalición, que operaban bajo el paraguas de la OTAN. No obstante la ocupación de Kabul y la instalación de Hamid Karzai -un antiguo empleado de las petroleras occidentales- como presidente del país, diez años y muchos miles de muertos después de iniciada la invasión, hasta quienes la iniciaron reconocen que se trata de una guerra que no se puede ganar. Si la invasión de Afganistán fue legalizada por el Consejo de Seguridad de la ONU, las intenciones belicistas del Gobierno de Bush con respeto a Irak no consiguieron el respaldo de la Orga­ nización a pesar de los esfuerzos desplegados por la diplomacia

14 Además de condenar el uso de la fuerza en general, la Asamblea General de la ONU aprobó, en una Declaración de principios de 1970, «el deber de todos los Estados de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar en actos de gue­ rra civil o en actos de terrorismo en otro Estado o de consentir actividades orga­ nizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos».

norteamericana. Esta inició entonces una campaña de desprestigio de la ONU como entidad representativa de la comunidad interna­ cional, así como del equipo de inspectores que no confirmaban -com o deseaban Estados Unidos- que Irak dispusiera de armas de destrucción masiva, a pesar de que fueron sometidos a fuertes pre­ siones para que informaran en sentido contrario. Basándose en el incumplimiento, por parte de Irak, de las diferentes resoluciones de la ONU, en particular de la 687, que le obligaba a admitir la presencia de los inspectores y le imponía la prohibición de alma­ cenar armas químicas, bacteriológicas, nucleares, y misiles balísti­ cos, Estados Unidos planteó que ese incumplimiento autorizaba por sí mismo a utilizar la fuerza militar contra Sadam Hussein. La manipulación de la información de inteligencia presuntamente recogida por los servicios norteamericanos y británicos, tendente a probar que tales armas de destrucción masiva existían -poniendo a Sadam Hussein en situación de demostrar lo contrario: una verda­ dera probatio diabólica-, fue paralela a la negativa del Consejo de Seguridad a avalar el uso de la fuerza: Francia, en su condición de miembro permanente del Consejo, y Alemania, como miembro no permanente, adelantaron su voto negativo. Dando por hecha la posesión por Irak de las armas de destruc­ ción masiva, asegurando contra todas las evidencias que el régimen iraquí colaboraba con Al-Qaeda, y exagerando hasta el ridículo la inminencia de la presunta amenaza, el Gobierno estadounidense, apelando al derecho de autodefensa -reconocido como uno de los principios fundamentales del derecho internacional-, forzó la intefpretación del concepto de prevención, que autoriza a empren­ der una acción bélica ante una amenaza futura, por el de preempción, que permite un ataque para evitar una amenaza inminente, clara y específica.15 Y como en el caso de Afganistán, desde el prin­ cipio de la ofensiva militar estaba claro que esta estaba dirigida a un cambio de régimen, y no solo a eliminar una amenaza militar. A comienzos de abril de 2003, Bush y Blair hicieron público un comunicado en el que afirmaban: «Eliminaremos las amenazas

que plantean las armas de destrucción masiva [... ] entregaremos ayuda humanitaria, y aseguraremos la liberación del pueblo iraquí. Crearemos un ambiente en el que los iraquíes puedan determinar su destino democrática y pacíficamente».16 Casi al mismo tiempo -en mayo del mismo año- el entonces subsecretario de Defensa de los Estados Unidos, Paul Wolfowitz, traducía en términos más prácticos tan altos ideales en unas declaraciones publicadas por la revista Vanity Fair. «La mayor diferencia entre Corea del Norte e Irak, dijo, es que económicamente nosotros no teníamos opción en Irak. El país nada en un mar de petróleo [... ] las armas de des­ trucción masiva no fueron sino una excusa burocrática con la que se pretendía conseguir apoyo para llevar adelante la operación militar». El otro objetivo estratégico de la invasión, no por silencia­ do menos evidente, estaba dirigido a hacer de un Irak «liberado» un muro de contención de la influencia de Irán en la zona, así como mantener el control de la ruta del petróleo a través del estrecho de Ormuz. Al tiempo de la retirada de las tropas norteamericanas, a finales del año 2011, Irak se encuentra al borde de una guerra ci­ vil interétnica entre chiíes y suníes, amenazado de desmembra­ miento territorial, y con un Gobierno más próximo a Irán que a Occidente.

4 Aunque no se pueden ignorar otros casos en los que el recurso a la fuerza militar se ha utilizado -y se utiliza actualmente- como un instrumento de política exterior por parte de diferentes Estados, desconociendo o desafiando abiertamente el derecho internacio­ nal, el paradigma norteamericano, al tratarse del país más poderoso del planeta, es especialmente ilustrativo de la relación entre el ejer­ cicio de la soberanía, el estado de excepción y la responsabilidad. Por el hecho de tal poder, las consecuencias de sus acciones tienen también una repercusión mundial. A partir de los atentados del 11

de septiembre de 2001, los Estados Unidos decretaron unilateral­ mente un estado de excepción de ámbito mundial, haciendo si­ multáneamente una aplicación extensiva de su poder soberano. La declaración de «guerra contra el terrorismo», un enemigo ubicuo, sin respetar las fronteras establecidas y la soberanía de otros Estados -u n principio fundamental del derecho internacional- fue la oportunidad para el Gobierno de Bush de poner en práctica su propia interpretación de la Estrategia de Seguridad Nacional, aprobada en 2002, pese a que su aplicación en el caso de Irak supu­ siera enfrentarse al resto de la comunidad internacional. Mientras que la Estrategia sostenía que, para efectuar una acción preventiva, debía comprobarse la intención real de atacar por parte del poten­ cial agresor, de las declaraciones públicas efectuadas por el presi­ dente norteamericano quedaba claro que los Estados Unidos se atribuían «un derecho exclusivo a la guerra preventiva, y no el derecho más limitado de preempción [...] según la retórica del Gobierno estadounidense, el blanco potencial no necesita ni siquiera tener la intención de atacar a Estados Unidos o a sus alia­ dos ni los medios para hacerlo».17 Con tales premisas, y ga­ rantizada la impunidad de sus agentes por la American Service Members Protection Act, el Gobierno norteamericano inició una campaña de secuestros de sospechosos en todo el mundo, montó -con la complicidad de los gobernantes de diversos países- cár­ celes secretas a las que los secuestrados eran conducidos para ser torturados y posteriormente trasladados a Guantánamo en vuelos subcontratados sin que constara la identidad, la procedencia y el destino de los prisioneros. Tales métodos son la prefiguración de un nuevo tipo de guerra, que supone una adaptación de la doctrina militar a las circunstan­ cias sobrevenidas a los fracasos militares y políticos sufridos por los Estados Unidos, tanto en Irak como en Afganistán. Una mani­ festación de tal adaptación es la reducción del presupuesto del Pentágono, aprobado por la Casa Blanca a comienzos del año 2012 y que afecta principalmente al Ejército, lo que equivale a reconocer

que en los próximos conflictos internacionales en los que decida intervenir, la estrategia norteamericana no pasará por la ocu­ pación territorial -que requiere un gran contingente de tropas de tierra, con el inevitable aumento del número de bajas- sino por el empleo de sus medios aéreos y navales, por sí mismos capaces de devastar un país. Por lo demás, consecuente con la opinión de que actualmente no es posible diferenciar los tiempos de guerra de los tiempos de paz, y al margen de la inexistencia de guerras decla­ radas o abiertas, se han incrementado las operaciones puntuales realizadas por las «fuerzas especiales» -cuyo ejemplo más notorio fue la ejecución sumaria de Osama Bin Laden-, los bombardeos convencionales de objetivos localizados por satélite y los asesinatos selectivos de presuntos dirigentes terroristas, cualquiera que sea el sitio en el que se hallen. Para llevar a cabo este nuevo tipo de gue­ rra se emplean cada vez con más intensidad los drones -aviones no tripulados que captan imágenes y seleccionan los objetivos, guia­ dos desde centros de mando ubicados a miles de kilómetros-, que vienen operando desde hace tiempo en Afganistán, Pakistán, Libia, Somalia y Yemen, aunque uno de ellos cayó, aparentemente por un fallo técnico, en territorio iraní. Semejantes acciones carecen de cobertura legal desde la perspectiva del derecho internacional. No solo porque violan la soberanía de los Estados en cuyo territorio actúan, aunque se amparen en la tolerancia cómplice de los respec­ tivos Gobiernos, sino también porque la doctrina de la preempción es inaplicable en tanto las víctimas de los ataques -para no citar los eufemísticamente llamados «daños colaterales»- no representen una amenaza cierta e inminente para la seguridad nacional de los Estados Unidos. No obstante tales evidencias, no parece que se haya de emplazar a ningún Gobierno o mando militar a sus órde­ nes a asumir la responsabilidad por estos actos. Casi simultáneamente con la invasión de Irak, el politólogo norteamericano Robert Kagan publicó un libro en el que dejaba constancia de que «los estadounidenses son menos proclives a apoyarse en instituciones internacionales como Naciones Unidas, o a cooperar con otras naciones con miras a lograr objetivos comunes; tienen una visión más escéptica del derecho interna­ cional y están más dispuestos a operar al margen de sus cauces

siempre que lo consideran necesario o simplemente convenien­ te».18 Kagan hace un repaso de la política internacional occidental a partir de 1945 y llega a la conclusión de que, ante unas debilita­ das potencias europeas inclinadas siempre a negociar y contempo­ rizar, les resulta extremadamente cómodo delegar en Estados Unidos la defensa de los intereses comunes frente a las amenazas exteriores. Sibilinamente, el autor sugiere que el respeto a la lega­ lidad internacional, representada -aun con sus limitaciones- por la ONU, no es más que una coartada de europeos timoratos para quienes «el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es un sustituto del poder del que carecen».19 En realidad, las acciones unilaterales de Estados Unidos y el recurso a la guerra, guiados por lo que consideran el interés nacio­ nal y su propia seguridad, están profundamente enraizados en su historia. Lo que podría denominarse como la ideología americana encuentra su fundamento en la devoción religiosa y el patriotismo, sobre los que se ha forjado el carácter nacional. Junto a estos dos elementos, el empleo de la violencia para dirimir los conflictos -en nombre de la ley o al margen de ella- acompaña a la historia de Norteamérica desde sus orígenes; sus propios ciudadanos la con­ templan como parte de su tradición y como un factor determinante que ha contribuido a forjar su cultura. En la esfera internacional, lejos de ajustarse al mito del aislacionismo -fruto de una interesa­ da interpretación de la carta de despedida de George Washington-, el país habría intervenido fuera de sus fronteras en más de un cen­ tenar fie ocasiones entre 1798 y 1895.20 La doctrina militar del Pentágono, revisada periódicamente, mantiene como un principio inalterable que Estados Unidos no debe permitir que ninguna otra

18 K a g a n , Robert (2003): Poder y debilidad. Estados Unidos y Europa en el nuevo orden mundial. Madrid: Taurus, p. 12. Se trata de una voz autorizada. Académico al servicio de la Administración republicana, el libro de Kagan es parte de la gran operación de construcción narrativa - storytelling- tendente a ju s­ tificar la «guerra contra el terrorismo» en general, y la agresión contra Irak en particular, desplegada a partir del 11 -S. 19 Ibíd., p. 64. 20 Z in n , Howard (1999): La otra historia de los Estados Unidos. Hondarribia: Argitaletxe Hiru, p. 264.

nación lo supere en poderío militar. Esta voluntad de preservar un mundo unipolar, en el que su país ejercería un indiscutido lideraz­ go en todos los órdenes, apareció como un objetivo posible de alcanzar para los estadounidenses una vez desaparecido el Imperio soviético. Sin embargo, las optimistas perspectivas contenidas en el Projet for the New American Century -documento elaborado en 1977 por ideólogos vinculados al American Enterprise Institute y al Pentágono- quedaron obsoletas nada más empezar el siglo xxi: no solo está cuestionada la unipolaridad de Estados Unidos, sino el conjunto del orden internacional tal y como existió hasta el cambio de milenio. Es la perspectiva de un mundo multipolar la que se perfila en el horizonte, aunque esto no signifique, necesaria­ mente, una garantía de equilibrio y desarrollo pacífico de las rela­ ciones internacionales. Transcurridos diez años desde el comienzo de la intervención en Afganistán y ocho desde el ataque contra Irak, el total de víctimas -en su inmensa mayoría, civiles no combatientes- se desconoce, aunque se estiman próximas al millón, entre muertos y heridos. Los costes económicos oscilarían, según cálculos relativamente conservadores, entre 3 y 5 billones de dólares. Son innumerables los testimonios que prueban que tanto en Afganistán como en Irak se han cometido -y continúan cometiéndose- crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, tanto por parte de las tropas nor­ teamericanas y sus aliados como por parte de los enemigos a los que se enfrentan. La determinación y exigencia de responsabilida­ des de cada uno, sin embargo, no puede ajustarse al mismo proce­ dimiento, dada la diferente naturaleza de los ejecutores. Si bien en ambos casos parece indiscutible la competencia de la Corte Penal Internacional, así como son obvias las dificultades para identificar y lograr la detención de aquellos sujetos supuestamente responsa­ bles de los crímenes cometidos cuando se trata de militantes de organizaciones no estatales, territorialmente deslocalizadas y fuera del alcance de algo parecido a la justicia institucional, la situación es bien distinta cuando concierne a agentes que actúan a las órde­ nes de un Estado. En este caso, precisar la responsabilidad objetiva de quienes han ejecutado los crímenes, así como de aquellos que dieron las órdenes, no debería ofrecer obstáculo alguno a una

investigación rigurosa llevada a cabo con todas las garantías. Para impedirla, y en todo caso inhibir cualquier iniciativa judicial en la que se vieran implicados ciudadanos estadounidenses, el Gobierno de Bush hizo aprobar la ya citada American Service Members Protection Act, cuyo contenido fue convalidado por el Consejo de Seguridad de la ONU mediante las resoluciones 1422 y 1487 de los años 2002 y 2003, respectivamente, según las cuales no se puede investigar «a funcionarios o personal, en funciones o no, de los Estados que no son parte en el Estatuto por acciones y omisiones relacionadas con operaciones para el mantenimiento de la paz autorizadas por las Naciones Unidas».21 Como en cualquier otro procedimiento penal, el establecimien­ to de la responsabilidad objetiva de los acusados de crímenes de guerra -o de crímenes cometidos en un contexto bélico- depende del pronunciamiento de un tribunal. Si no hay tal pronunciamiento no cabe hablar de responsabilidad penal, aunque los crímenes y las víctimas sean una realidad y exista la convicción de culpabilidad por parte de la comunidad internacional. Otra cosa es la responsa­ bilidad política que cabe atribuir a quienes decidieron y ordenaron las acciones en cuyo contexto se cometieron los crímenes. Si el ejercicio de la soberanía en el orden interno de un Estado encuen­ tra su límite en la arbitrariedad -com o sostenían los pensadores de los siglos xvi y xvn-, la proyección externa del poder soberano no se detiene sino ante otro poder capaz de ponerle freno, sea el de otro Estado o el de una entidad supranacional dotada de la fuerza coactiva suficiente. La experiencia histórica demuestra, sin embar­ go, que si es improbable someter a juicio a los vencedores, es igual­ mente improbable que la comunidad internacional pronuncie una condena política, con lo que cualquier responsabilidad que se 21 P in to , op. cit., p. 164. Que el Consejo de Seguridad aprobase semejantes resoluciones da cuenta de la enorme presión a la que fueron sometidos los demás miembros por parte de los representantes del Gobierno norteamericano, así como del efecto de las amenazas dirigidas al secretario general de disminuir e incluso suprimir la aportación de los Estados Unidos al presupuesto de la ONU, del que es el principal contribuyente. Por otra parte, la invasión y ocupación de Irak y la intervención en Afganistán no parecen encajar bien en la categoría de «operaciones para el mantenimiento de la paz».

les atribuya en este aspecto quedará -en el mejor de los casos- en manos de los ciudadanos de su propio país, si es que tienen la oca­ sión de pronunciarse democráticamente.22 Por cuanto se refiere a la asunción de la responsabilidad subjetiva por parte de aquellos sujetos investidos de poder que ordenaron las acciones militares y que, en principio, debieran ser objetivamente responsables, es extremadamente infrecuente que la manifiesten. Si los políticos en general son reacios a reconocer públicamente sus errores y a expresar las dudas que puedan tener, porque prima la convicción de que un líder no puede mostrar su división subjetiva y admitir que en ocasiones se mueve en la incerteza -entre otras razones, porque el público al que se dirige espera respuestas pragmáticas que le alivien de sus angustias cotidianas-, esa actitud alcanza las mayores cotas de denegación cuando los sujetos con­ cernidos ocupan o han ocupado los más altos cargos del Gobierno del país que se atribuye a sí mismo el liderazgo mundial. El para­ digma más acabado de este comportamiento lo ofrecen, precisa­ mente, quienes han sido los principales responsables de lanzar la «guerra contra el terrorismo» a escala internacional, de la que la intervención en Afganistán y la invasión y ocupación de Irak -con las consecuencias conocidas- son los episodios más relevan­ tes, junto con la violación de la soberanía de otros Estados, los secuestros, torturas y asesinatos de enemigos reales o supuestos, todo ello en el marco del estado de excepción mundial unilateral­ mente declarado. El principal responsable del desastroso devenir de los acontecimientos posteriores al 11-S -George W. Bush, cuya convicción de estar actuando conforme a la voluntad de Dios raya con la certeza psicótica- no ha mostrado nunca, ni en sus declara­ ciones públicas ni en las casi quinientas páginas de sus memorias,

22 No son pocos los gobernantes de hoy y de ayer que aluden retóricamente al «juicio de la historia» para evitar dar cuenta de decisiones polémicas, si bien hay ocasiones en las que es el juicio de los electores el que se anticipa a la histo­ ria. El caso de España es ilustrativo; después de haber metido al país en la ilegal intervención en Irak, y haber mentido e intentado manipular a la opinión nacio­ nal e internacional acerca de la autoría de los atentados islamistas de 2004 en Madrid, José María Aznar y su partido fueron castigados electoralmente.

tituladas Decisión points (Puntos de decisión), el menor arrepenti­ miento por las decisiones que tomó y por sus consecuencias. Las memorias publicadas después de sus respectivos mandatos por el exprimer ministro británico, Tony Blair, por el exvicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney, y más recientemente por la ex secretaria de Estado Condoleeza Rice, siguen el patrón caracte­ rístico de este tipo de obras; interpretaciones interesadas de los hechos, tergiversaciones mezcladas con anécdotas generalmente irrelevantes, en suma, relatos autoexculpatorios en los que no asoma la menor autocrítica, y que en ocasiones -com o es el caso de Cheney- son descaradamente cínicos y provocadores. Los Estados Unidos y sus aliados atacaron Irak amparándose en la doctrina de la preempción -llamada también de defensa antici­ pada-, que le autorizaba a iniciar la guerra ante una amenaza inminente, clara y específica, prescindiendo del Consejo de Seguridad de la ONU, del que sabían que no avalaría semejante decisión. Confirmando lo expresado por Kagan, los estadouniden­ ses mostraron, una vez más, su escepticismo acerca del derecho internacional y su disposición a actuar al margen de sus cauces «siempre que lo consideren necesario o simplemente conveniente». A raíz de los sucesos del 11-S, renació la idea de revisar la noción de autodefensa. Los partidarios de la línea más dura -los llamados «nuevos realistas»- sostienen que las normas del derecho interna­ cional son irrelevantes en situaciones en las que está en juego el derecho de una nación a defenderse, e incluso llegan a afirmar que «las reglas de la Carta de las Naciones Unidas respecto del uso de la fuerza han sido violadas tantas veces que ya no son ley»,23 un criterio pragmático llevado al extremo y apoyado en razones his­ tóricamente contingentes que conduce a la reivindicación de la soberanía absoluta del Estado, sin otro límite que la propia convic­ ción de que la guerra es necesaria o conveniente. De generalizarse semejante minusvaloración del derecho inter­ nacional y del -hoy por hoy- único instrumento supranacional a través del que hacer efectivas sus normas, la exaltación del poder

soberano a escala planetaria supondría un peligroso deslizamien­ to hacia un mundo hobbesiano, en el que el papel de las Naciones Unidas como foro mundial creado con el fin de mantener la paz y la seguridad internacionales, tal y como lo expresa la Carta funda­ cional, quedaría reducido a su mínima expresión. Si un mundo postsoberano es difícilmente imaginable actualmente, cabe pregun­ tarse de qué otro instrumento podría disponer la comunidad internacional para intentar siquiera regular y mantener dentro de ciertos cauces civilizados las relaciones entre los 193 Estados que forman parte de la organización. El gran desafío que tiene por delante es si podrá adaptar su estructura, funcionamiento, meca­ nismos de representación y procedimientos para tomar decisiones - y poder suficiente para ejecutarlas- que respondan a la nueva realidad internacional, en un contexto caracterizado por una gene­ ralizada reformulación de las relaciones de poder en un mundo globalizado. Lo que se ha dado en llamar «la gran recesión» no es una crisis coyuntural que responda a la periodicidad de los ciclos económicos, sino una crisis sistémica cuyo fin no es previsible a corto o medio plazo, y que detrás de su apariencia económica y financiera es, esencialmente, política. De esa naturaleza política, que excede con mucho las tormentas que azotan las bolsas, los mercados y las economías nacionales, emergerán -com o ya lo están haciendo- conflictos de poder a escala planetaria cuyo alcan­ ce aún no se pueden medir pero que anuncian el comienzo de una era llena de tensiones e incertidumbre.

5 Analistas políticos como Paul Kennedy24 opinan que la ONU, y en particular su Consejo de Seguridad, están afectados de una «lenta, firme y creciente decrepitud» que amenaza con hacerle perder su razón de ser, debido a la parálisis a la que está condenado el

24

K ennedy , Paul (2011, 3 de noviembre): «¿Hemos entrado en una nueva

era?». El País.

Consejo para decidir sobre las más importantes cuestiones mun­ diales, por el arbitrario derecho de veto del que pueden hacer uso sus cinco miembros permanentes -los Estados Unidos, Gran Bre­ taña, Francia, Rusia y China-, un privilegio consagrado en la Carta fundacional de 1945.25 El fin de la guerra fría significó también la desaparición de un mundo bipolar, en el que las dos grandes potencias enfrentadas mantuvieron un equilibrio estratégico que evitaba un holocausto nuclear, mientras que en la periferia se des­ arrollaban conflictos de baja intensidad en los que tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética jugaban sus bazas a través de paí­ ses, ejércitos y grupos interpuestos. La desaparición de aquella bipolaridad, sustituida por un escenario multipolar al que se han incorporado nuevos protagonistas lo suficientemente poderosos como para ser tenidos muy en cuenta, puede ser vista como un hecho positivo en tanto que la hegemonía acerca de los asuntos mundiales está más repartida, o bien como la sombra ominosa de un planeta al que la multipolaridad hace más inseguro. Los rasgos que para Paul Kennedy hacen de la ONU una enti­ dad casi inexorablemente encaminada hacia la inanidad y que esta­ rían en el origen de su debilidad, podrían sin embargo encerrar las claves de su supervivencia. Si las Naciones Unidas se expresan prin­ cipalmente mediante resoluciones a las que se atribuye fuerza de ley y que en su conjunto forman el corpus del derecho internacional, ese ordenamiento jurídico no escapa a las limitaciones propias de toda ley, que sitúa en el campo de lo imaginario la pretendida ple­ nitud hermética del derecho, o lo que es lo mismo, la ilusión de los legisladores de que en la letra de la ley pueden contemplarse todas

25 Para cumplir con el principal objetivo de la organización, que es mantener la paz y la seguridad internacionales, la Carta establece un sistema de seguridad colectiva que confiere al Consejo de Seguridad la competencia para determinar cuándo existe una agresión o amenaza de agresión que pone en peligro la paz y qué medidas preventivas deben adoptarse -retiro de las tropas, cese de hostilidades, sanciones económicas- antes de recurrir al uso de la fuerza. A su vez, la resolución 377 creó un mecanismo alternativo denominado «Unión pro Paz», autorizando a la Asamblea General a adoptar decisiones sobre cuestiones en principio atribuidas en exclusiva al Consejo de Seguridad, cuando este se encuentra en una situación de bloqueo, aunque las decisiones aprobadas no son obligatorias per se.

las hipótesis posibles relativas al comportamiento de los sujetos -o de los agrupamientos sociales, incluidos los Estados- y las con­ secuencias derivadas de aquellos. También en el derecho interna­ cional, más aún si cabe que en el orden interno, son perceptibles los fracasos que acompañan a los intentos de tapar la falta, sutu­ rar la hiancia, aferrar la cosa. La vocación de universalidad del dis­ curso jurídico, propio del normativismo liberal, es tributaria de la lógica del para todos: todos iguales ante la ley, cuando en el ámbito de la política -porque de política se trata- el privilegio de decidir, como atributo de la soberanía, está sujeto a la lógica del al menos uno. Que la política no es una simple administración de las cosas y que la esencia de la política está en esa dimensión «inconmen­ surable» que sitúa las decisiones en el terreno de la excepción, lo percibió lúcidamente Cari Schmitt. Es indiscutible que el otorga­ miento del derecho de veto en exclusiva a las cinco potencias que ocupan los asientos permanentes del Consejo de Seguridad merma el carácter democrático que se le supone a la ONU, donde -teóricamente- todos los Estados miembros son titulares de igua­ les derechos y obligaciones. Es probable que el mundo entero sea deudor de esta consagración institucional de la excepción estable­ cida en 1945, en cuanto se debe a ella -y al sistema de equilibrio estratégico disuasorio que conllevaba- que la pugna entre Estados Unidos y la Unión Soviética y sus respectivos aliados no derivase en un conflicto de consecuencias apocalípticas. Pero el orden mundial construido a partir de esa correlación de fuerzas ha caducado y con él ha colapsado también el orden simbólico que lo representaba. El discurso del amo, junto con su pretensión de erigirse en una suerte de padre social, ha sido derrotado por el discurso capitalista, que lo ha puesto a su servicio. La hegemonía planetaria de dicho discurso ha puesto en evidencia la quiebra de ese orden simbólico que encarnaba los significantes amo, cuyo fin era asegurar el refor­ zamiento de las identificaciones como condición esencial para que las cosas funcionen. La caída de los viejos dogmas y el descrédito de las instituciones que los representaban -gobiernos, partidos políticos, parlamentos, universidades, iglesias- han aumentado la increencia de los sujetos, sin que se sepa muy bien sobre qué fun­

damentos habrá de construirse una nueva subjetividad, a menos que esta se dé ya por constituida y asentada en el imperativo de goce: en el individualismo egoísta que, con el argumento de la exaltación del yo como sinónimo de sujeto al fin libre de condicio­ namientos externos, en realidad instaura como paradigma de vida la figura del ciudadano consumidor y como modelo de organiza­ ción social el gobierno de los mercados, un eufemismo para evitar llamar por su nombre al capital financiero especulativo, que actúa él también como un feroz superyó nunca satisfecho con los sacri­ ficios que se le ofrecen. Aquello que se presenta como la lógica de los mercados no es otra cosa que un ataque en profundidad contra las reglas de juego de la democracia. A esta situación han contri­ buido, en el ámbito de las naciones que se precian de disfrutar de regímenes democráticos, la dimisión de los agentes políticos y el funcionamiento devaluado de las instituciones que tienen atribui­ da la función de representar a los ciudadanos. Trasmutados los partidos tradicionales en organizaciones oligárquicas en las que apenas se escuchan las opiniones discordantes con la línea oficial y los parlamentos en foros en los que se discuten asuntos que para la mayoría de los ciudadanos resultan ajenos, el tema recurrente de la crisis de representación ha cobrado un nuevo impulso tanto en el orden interno de cada país como en el conjunto de Europa.26 26 A la clásica y radical oposición entre democracia representativa, basada en la delegación del poder, y la democracia directa, asamblearia y sin mediaciones, se han sumado otras adjetivaciones para acompañar al sustantivo: democracia consolativa, democracia procedimental, democracia deliberativa, democracia electrónica, democracia participativa, etc. Cualquiera que sea el contenido que se le quiera dar a cada una, expresan en su conjunto la imposibilidad de llenar el vacío, que Jacques Lacan cifró como objeto a. A partir del año 2011 un nuevo sujeto colectivo hizo su aparición en el escenario político: el 15-M, surgido en España y extendido después a otros países con resultados irregulares, emergió configurándose como un verdadero acontecimiento, dada su imprevisibilidad, ante el cual tanto el discurso capitalista como su encarnación política, el amo, exhibieron su desnudez. Los efectos negativos de la globalización, la agudización de la crisis iniciada en 2008 y la incapacidad de la izquierda institucional para imponerse a los mercados financieros y a sus agentes políticos, están en el origen de un movimiento que -com o anticiparon en 2004 Toni Negri y Michael H ardtse sirve inteligentemente de las redes sociales para difundir sus consignas y con­ vocar a las movilizaciones. Es más dudoso, sin embargo, que se vea plasmada la

En el contexto de la crisis económica iniciada en el año 2008 y cuyo fin es tan imposible de prever como las consecuencias últimas, al malestar estructural del sujeto se suman el malestar social gene­ ralizado y la incertidumbre con respecto al futuro, una situación proclive a la emergencia de posiciones políticas no ya conservado­ ras, sino reaccionarias. Tanto en Europa como en los Estados Unidos se comprueba el auge de grupos y movimientos de extrema derecha, en algunos casos integrados en el ala más extremista de los partidos tradicionales -el caso del Tea Party es paradigmático al respecto-, y en otros organizándose como partidos indepen­ dientes que buscan su propio espacio, como el Frente Nacional en Francia, que sirve además de inspiración a otros grupos ideológi­ camente similares en el resto de Europa. Agitando las consignas más clásicas del populismo de derechas -nacionalismo, xenofobia, racismo, proteccionismo económico-, todos ellos se orientan a capitalizar el malestar y el descontento de los sectores sociales más perjudicados por los efectos de la globalización, localizados en los estratos medio-bajos de la población.27 El proyecto europeo de construir una unidad política sustentada en una economía inte­ grada se muestra impotente para hablar con una sola voz, tanto hacia fuera de la Unión -la política exterior es inexistente, cuando no es patética- como para alcanzar acuerdos entre los 27 socios, una polifonía sin duda estimulante para quienes desean el fra­ caso de la integración y la desaparición de la moneda única, y que Europa no sea mucho más que una referencia geográfica. Sus

aspiración de estos autores de que «esta multitud espontánea y creativa» pueda forjar por sí misma una alternativa democrática al actual orden global. El 15-M ha generado un estado de opinión que cuestiona el funcionamiento del sistema, pero no ha alcanzado aún una masa crítica capaz de convertirse en una fuerza política transformadora. 27 Más que por una ideología en el sentido clásico de la expresión, siempre difusa en estos movimientos, el populismo se caracteriza por ofrecer soluciones simples a problemas complejos, desplazando hacia terceros la responsabilidad de los males reales o supuestos que pretende combatir: inmigrantes, extranjeros en general, el Estado porque es demasiado intervencionista y cobra impuestos, o porque no interviene cuando debería, las entidades supranacionales como la Unión Europea, porque atenta contra la soberanía nacional, etc.

autoridades no previeron el desencadenamiento de la crisis, y tam­ poco se adoptaron a tiempo medidas para atajar sus efectos más nocivos, de tal modo que cada país miembro ha intentado salvar­ se a sí mismo para evitar ser intervenido, que es la expresión utili­ zada para ocultar una nueva modalidad del golpe de Estado, por la que Gobiernos legítimos son sustituidos por técnicos que son en realidad comisarios políticos enviados por sus antiguos empleado­ res: las multinacionales gestoras de inversiones, los bancos y las agencias de calificación de riesgos. Una participación más activa del Banco Central Europeo para comprar deuda, así como la emi­ sión de eurobonos, medidas ambas pensadas para defender el euro y mutualizar los efectos de la crisis y colaborar en la recuperación del crecimiento, han chocado con los desacuerdos internos entre los 27 países de la Unión y especialmente con la negativa de Ale­ mania a aceptar un programa que no esté en la línea del más orto­ doxo neoliberalismo, centrado en la disciplina fiscal, los límites del déficit y el control de la inflación. Aún están pendientes de ponerse en práctica medidas acerca de las que parecía existir un consenso, como la regulación de los mercados, la imposición de tasas a las transacciones financieras, o el control de los capitales refugiados en los llamados paraísos fiscales. Presionados por la agudización de la crisis, que amenaza sumergir en la recesión a una buena parte de las economías -pero también por la emergencia en Francia de un Gobierno socialista que parece decidido a cuestionar la po­ lítica del «no hay alternativa» que se ha convertido en el mantra del fúndamentalismo neoliberal-, Angela Merkel y el presidente del Banco Central Europeo han accedido a deletrear la expresión «cre­ cimiento» en su vocabulario, limitado hasta bien entrado el año 2012 al significante «austeridad». Austeridad forzada que, además de retrasar la recuperación económica, tiene como consecuencia más evidente el recorte de derechos sociales básicos,28 el debilita­ miento de los sindicatos, el frenazo de cualquier atisbo de políticas

28 Con la excepción, quizás, de la propia Alemania, que puede permitirse mantener el Estado de bienestar gracias a la fortaleza de su economía y porque el anterior Gobierno, socialdemócrata, se anticipó al efectuar las reformas estructu­ rales que ahora exige a los demás países.

de redistribución de la renta y la desprotección de las minorías. A comienzos de 2012 se registraban en el conjunto de la Unión Europea 25 millones de desempleados. La crisis en la que está sumida la UE parece expresar una cierta increencia en el proyecto colectivo, acaso un agotamiento de los grandes relatos, como el que inspiró a Jean Monnet - a partir del Plan Schuman- en 1951 para fundar la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, el embrión del Tratado de Roma que en 1957 dio origen a la Comunidad Económica Europea, suscrito al principio por Francia, Alemania Federal, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Los padres fundadores de lo que hoy es la Unión Europea eran conscientes de que el camino para superar la rivalidad y el enfrentamiento entre las naciones europeas -y muy especialmente entre Francia y Alemania- que en menos de un siglo habían con­ ducido a dos guerras devastadoras, pasaba por la interdependencia de las respectivas economías, como un paso previo a una cada vez mayor integración política. Aunque es improbable que alguno de aquellos líderes pudiera imaginar entonces el grado de desarrollo material y la complejidad jurídica e institucional alcanzado por la Unión transcurridos seis decenios, en la idea original yacía la ilu­ sión de que las diferencias que pudieran sobrevenir podrían ser superadas si todos sus miembros aceptaban someterse a las mis­ mas normas, iguales para todos. Si bien el devenir histórico ha puesto en evidencia aquella expectativa, los firmantes del Tratado aspiraban a que su creación no se limitara a administrar y gestio­ nar las cosas, sino que actuara como un Gobierno capaz de liderar políticas, incluso si tales políticas desafiaban ese axioma preferido de los administradores que es el para todos. En situaciones de cri­ sis los ciudadanos exigen algo más que gestores, cuya incompeten­ cia, por lo demás, está a la vista: piden autoridad, una autoridad capaz de adoptar decisiones para romper el statu quo representa­ do por un estado de anomia paralizante y destructivo. Y aunque la historia sea ese lugar en el que lo reprimido retorna, y es improba­ ble que se repita hoy la trágica experiencia europea de la primera mitad del siglo XX, cuando la crisis -exacerbada por las consecuen­ cias de la Primera Guerra M undial- generó el caldo de cultivo pro­ picio para la emergencia del hombre providencial, de ese uno que no

es como los demás, capaz de seducir a la masa con un nuevo relato y señalarle el camino. Con menos espectacularidad que entonces, lo que está en juego actualmente es el futuro de la democracia en Europa, una democracia devaluada por el pragmatismo de los técnicos y la prepotencia impune de los especuladores, debilitada además por la inexistencia de una sociedad civil identificada con un proyecto colectivo. Las autoridades comunitarias cada vez lo son menos ante el empuje de la excepción alemana -se verifica aquí el axioma lacaniano de que todo universal se funda en una excepción que lo niega- y el peso decisivo que ese país tiene en el seno de la UE, que apunta a convertirse en un poder hegemónico. Porque, una vez más, se trata del poder, y ningún Estado se mostrará dispuesto a ceder individual y voluntariamente su soberanía -aun limitadamente- a menos que los demás renuncien también a encastillarse en la fortaleza puramente imaginaria del Estado-nación. Otro orden mundial está configurándose, con nuevos prota­ gonistas y en medio de una reformulación geopolítica de la que previsiblemente surgirá lo que los estrategas llaman hipótesis de conflicto.29 El final de la Segunda Guerra Mundial sancionó la deca­ dencia del imperio británico, elevando a la condición de potencia hegemónica mundial y líder del bloque occidental a los Estados Unidos de América. La Unión Soviética implosionó porque su ineficaz sistema productivo no podía sostener un poderío militar empujado al agotamiento por la estrategia norteamericana de llevar al espacio la confrontación. Ambos ejemplos contradicen el lugar común de que ningún imperio cede su dominio si no es como con­ secuencia de una derrota militar, lo que sí ocurrió al finalizar la Primera Guerra Mundial con la desaparición del imperio otomano, el austro-húngaro y el alemán, y la caída del Imperio ruso como

29 Además de las limitaciones políticas señaladas, la Europa continental es irrelevante en términos militares. Debido a los bajos presupuestos dedicados a la defensa, la denominada Política Común de Seguridad y Defensa es más una expresión de deseos que una realidad, lo que la convierte en tributaria del poderío militar estadounidense, como se comprobó en ocasión de la intervención en Libia. Con la excepción de Gran Bretaña, en razón de la «relación especial» que mantiene con los Estados Unidos.

consecuencia de la Revolución de febrero de 1917. Es generalmen­ te la decadencia económica la que suele preceder -y anunciar, para quien quiera verlo- a la pérdida de la hegemonía, y la susti­ tución de una potencia dominante por otra u otras suele anun­ ciarse con cierta anticipación gracias a la proyección de una serie de variables y al análisis transversal de los datos disponibles. Se ha consolidado una realidad multipolar en la que el poderío militar continúa ocupando un lugar determinante como factor disuasorio y de contención, pero que depende cada vez más de un desarrollo científico y tecnológico aplicado capaz de otorgar a futuras confrontaciones características inéditas hasta ahora.30 El hecho de que en la escena internacional se haya multiplicado el número de naciones que quieren ser protagonistas y no meros espectadores pasivos de las decisiones de los demás, sumándose a la competencia por el control de los recursos y la conquista de los mercados, acrecienta también las posibilidades de confrontación y amplía el ámbito geográfico de los eventuales conflictos.31 La vio­ 30 La «guerra cibernética» que se viene ensayando en los últimos años por parte de las naciones tecnológicamente más avanzadas, está dirigida a apropiarse de información considerada estratégica, siendo su objetivo prioritario acceder a las redes informáticas mediante las que el adversario -real o potencial- controla sus sistemas de armas, con la consiguiente ventaja en un eventual escenario bélico. La Ley de Protección e Intercambio de Inteligencia Cibernética (CISPA, por sus siglas en inglés), propuesta conjuntamente por legisladores demócratas y republi­ canos en Estados Unidos, pretende regular el control e intercambio de informa­ ción entre las empresas que operan en la red y el Gobierno federal, con el argu­ mento de prevenir ataques informáticos. Las empresas que entregasen a las auto­ ridades datos de sus usuarios tendrían inmunidad jurídica, una iniciativa que la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU) ha denunciado porque abre la puerta al uso incontrolado de la información recogida. Un informe de inteli­ gencia estadounidense, presentado en el Congreso a finales de 2011, acusa direc­ tamente a China y Rusia de estar en el origen de los cada vez más numerosos ciberataques a redes de ordenadores situadas en Estados Unidos, Gran Bretaña, Fran­ cia y Alemania, cuyo objetivo se dirige principalmente a obtener datos de la tec­ nología de la información y comunicación. Irán, por su parte, ha denunciado que sus redes han padecido numerosos intentos de penetración, de los que acusa a Norteamérica y sus aliados. 31 El arco que se extiende desde Marruecos a la península de Corea, atrave­ sando todo Oriente Próximo hasta el Golfo Pérsico, y más allá, hasta Pakistán y Afganistán, rozando el bajo vientre de China, continúa siendo la zona potencial-

lencia, individual y colectiva, que acompaña a la condición humana desde el origen de los tiempos, puede ser limitada, relativamente controlada, legalmente regulada e incluso castigada, pero nunca exterminada. Ya en 1915 Sigmund Freud se mostró convencido de que la guerra que entonces asolaba Europa no podía deberse exclu­ sivamente a la ambición de los gobernantes, sino también a la complicidad de millones de seguidores -a la sumisión voluntaria, diría Étienne de la Boétie-, lo que en su opinión no era sino una confirmación de que la maldad forma parte de la constitución físi­ ca del hombre. Sin embargo, el grado de responsabilidad no siem­ pre es el mismo. Establecer la responsabilidad de un crimen, in­ cluso de un crimen de guerra, es competencia del derecho, que si en el ámbito privado no puede desentenderse del amo al que sirve, menos aún puede hacerlo en las relaciones de poder que se juegan en el plano internacional, donde está comprobado que la regla general es que tan solo se juzga y condena a los vencidos.

mente más explosiva del planeta. Un nuevo escenario ha surgido en el norte de África, donde tanto los Estados Unidos como Europa han sido cogidos de sorpresa por las movilizaciones populares que han expulsado a los dictadores protegidos de Occidente, llevando al poder -o en vísperas de hacerlo- al temido islamismo. Incluso en Marruecos el empuje de la calle ha obligado a su régimen de democra­ cia limitada a encargar la formación del Gobierno al líder del islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo. Las cancillerías y los servicios de inteligencia occiden­ tales estiman que, en el plazo aproximado de diez años, toda la orilla sur del Mediterráneo estará -con la obvia excepción de Israel- en manos de Gobiernos islamistas con grados variables de radicalidad. En cuanto al océano Pacífico, es un objetivo estratégico tanto para los Estados Unidos y sus aliados como para China. Afirmar su dominio sobre el Pacífico ha sido una aspiración constante de los Estados Unidos, antes incluso de derrotar a España a finales del siglo xix y ocu­ par las Filipinas. Sin embargo, las aspiraciones norteamericanas chocaban con la expansión del imperialismo japonés en Asia, por lo que un enfrentamiento mili­ tar con Japón se hizo inevitable. El ataque japonés a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, estuvo precedido por la cancelación en 1939 del tratado comercial que unía a ambos países, seguida de la imposición de restricciones comerciales que incluían la congelación de los activos japoneses en el país, un embargo completo que afectaba el abastecimiento del petróleo y que suponía el estrangulamiento de la economía nipona. En tales circunstancias, es poco creíble - y en esto coinciden prácticamente todos los historiadores norteamericanos- que el ataque japonés tomara a los estadounidenses por sorpresa, aunque no supieran exactamente dónde se produciría.

6 Hay un punto de anudamiento de lo biológico, lo social y lo incons­ ciente, alrededor del cual el derecho y el psicoanálisis se encuentran y se enfrentan. El derecho se dirige a textualizar los cuerpos mediante la inscripción en la subjetividad de las normas que confi­ guran el discurso del orden, como el oficial de En la colonia peniten­ ciaria kafkiana lo hacía con sus prisioneros actuando sobre lo real del cuerpo. Si para el discurso del amo la mayor virtud cívica -la areté- es la obediencia a la norma, el psicoanálisis podría hacer suyo el axioma que Kant proponía como emblema de la Ilustración: sapere aude -atrévete a saber, atrévete a pensar-, aunque ese atrevi­ miento ha de dirigirse al propio sujeto, en una operación en la que no es suficiente la razón ilustrada si no va acompañada por un deseo de saber sobre la verdad de su síntoma, de su propio modo de gozar y de lo que hace con él. Mientras que el discurso del amo promueve las identificaciones -y las diferencias, en las que se fundan los grupos-, haciendo sem­ blante de fraternización y homogenización, el psicoanálisis actúa contra las identificaciones del sujeto vaciándolas de contenido, como condición para que ese sujeto se confronte con la verdad del síntoma. En la medida en que la política se sostiene, precisamente, en la identificación, podría decirse que el psicoanálisis va contra la política, e incluso que es antipolítico, porque no solo no halaga al sujeto sino que lo pone ante aquello de lo que no quiere saber nada: su división, su falta y las miserias de la autocompasión. Y mientras que los políticos intentan hacer funcionar su discurso -en forma de programas, ideales, creencias, ilusiones- en lo real del sujeto, el psicoanálisis sabe de la dificultad para hacer funcio­ nar lo real en un discurso. Es en este sentido que el psicoanálisis es el revés de la política, como señaló en su momento. Es sobradamente conocida la desconfianza de Sigmund Freud hacia la política, fundada en el convencimiento de que la fuerza de la pulsión se impondría siempre a las buenas intenciones de revolucio­ narios y reformadores sociales. En 1920 publicó la que bien puede considerarse la más fundada y demoledora denuncia de la manipu­ lación de las conciencias: Psicología de las masas y análisis del yo, anti­

cipándose a la experiencia de los dos mayores movimientos totalita­ rios del siglo. En 1927, transcurridos diez años desde la Revolución bolchevique, y aunque se mostraba extremadamente prudente re­ nunciando a formular un juicio sobre lo que denominaba «gran experimento cultural que se desarrolla en el vasto país situado entre Europa y Asia»,32 el comentario está cargado de escepticismo. Tan solo tres años más tarde, en El malestar en la cultura, denuncia como una vana ilusión la pretensión de los comunistas de eliminar la male­ volencia y la enemistad entre los hombres mediante la supresión de la propiedad privada, una crítica que reitera -haciendo una explícita referencia a la teoría de M arx- en las páginas finales de las Nuevas lec­ ciones introductorias al psicoanálisis, editado en 1932. Finalmente, por las mismas fechas y en respuesta al interrogante que le formulara Albert Einstein acerca de qué se podría hacer para evitar una próxima guerra, Freud se muestra convencido de que «es parte de la desigual­ dad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayo­ ría, necesitan de una autoridad que tome por ellos las decisiones que las más de las veces acatarán incondicionalmente».33 No es difícil de comprender que desde su nacimiento el psicoanálisis despertara primero la desconfianza, luego la hostilidad, y casi de inmediato la persecución y la represión por parte de los regímenes totalitarios o simplemente autoritarios. En Alemania se expurgaron las bibliotecas de las obras de Freud, y el 10 de mayo de 1933 estuvieron entre las entregadas a las hogueras junto con las de otros muchos autores; para entonces ya habían abandonado el país psicoanalistas como Eitirí^on, Fenichel, Fromm y Simmel. Poco después, la revista Zentralblatt-órgano oficial de la Sociedad Psicoanalítica- hubo de publicar el decreto que obligaba a todos los psicoterapeutas a someterse a los principios del nacionalsocialismo. En la Unión Soviética se prohibió en 1927 la traducción de El porvenir de una ilusión, una censura extendida después a la totalidad de las obras de Freud. Incluso en la

32 F r e u d , Sigmund (2001b): El porvenir de una ilusión. Buenos Aires: Amo-

rrortu, p. 9. 33 F r e u d , Sigmund (1997): ¿Por qué la guerra? Buenos Aires: Amorrortu,

p. 195.

actualidad, en muchos países con regímenes democráticos, donde no hay impedimentos para la edición y circulación de los libros de psi­ coanálisis, ni existen obstáculos para el funcionamiento de las escuelas dedicadas a su enseñanza en el ámbito privado, se practica sin embargo una política destinada a excluir al psicoanálisis del ámbito académico oficial, de la sanidad pública y, en general, del ámbito institucional, para dar lugar -como discurso oficial en materia de la llamada salud mental- a una psiquiatría convertida en dispensadora de fármacos, y a unas técnicas cognitivo-conductuales cuya función es asfixiar el síntoma e ignorar la subjetividad.34 Desde una perspectiva ideológica, Sigmund Freud era un libe­ ral-conservador que nunca pretendió hacer de su creación una cosmovisión, un sistema filosófico, o un púlpito desde el que ejer­ cer un magisterio moral.35 Hay cierta paradoja en esta aparen­ temente imposible articulación entre psicoanálisis y política, en la medida en que, aun sin la menor aspiración a ser revolucionario, el psicoanálisis es potencialmente subversivo al vaciar de contenido las identificaciones confrontándolas -como se ha dicho- con la verdad del síntoma, lo que equivale a socavar los cimientos del discurso del amo. Como señalaba Lacan, no se puede hacer la clínica del sujeto sin hacer al mismo tiempo la clínica de la civilización, ni se puede desco­ nocer el hecho de que tanto los psicoanalistas como las instituciones en que se agrupan están inmersos en lo político, que es el campo donde 34 Es comprensible que el derecho, que descree del inconsciente y desprecia la subjetividad, y que tiene como objetivo regular las conductas con el fin de que la sociedad sea humanamente habitable, al tiempo que determina la responsabi­ lidad objetiva de los sujetos transgresores y la capacidad de adaptación a la norma del resto, encuentre en la psiquiatría y en las teorías cognitivo-conductuales sus auxiliares científicos idóneos. 35 Consecuente con su ideología liberal-conservadora, Freud percibía a los partidos de izquierdas, en particular a los comunistas, como una amenaza mucho más temible que cualquier otra. De hecho, entre 1934 y el Anschluss de 1938 siguió viviendo en Viena bajo el régimen fundado por Dollfiiss, que se definía como un Estado corporativo, autoritario, cristiano-alemán, según su Constitución, un régimen que en el mismo año de 1934 había aplastado a cañonazos la insu­ rrección obrera en Viena causando cientos de muertos. Tan solo después de la anexión pareció darse cuenta de que el peligro que corrían él y su familia prove­ nía de la extrema derecha, no de la izquierda, aunque se resistió a exiliarse hasta extremos cuasi suicidas.

se constituye el lazo social, y que unos y otras pueden encontrarse en coyunturas críticas en las que asumir un posicionamiento activo es no solo inevitable, sino que en determinadas ocasiones puede imponerse incluso como un imperativo ético. La obra de Lacan está recorrida por la presencia de lo político, en particular a partir de la teorización de sus cuatro discursos y de la emergencia del significante amo como un punto central de su enseñanza. Interpelado por los estudiantes de Vincennes en diciembre de 1969, Lacan intenta explicarles por qué las aspiraciones revolucionarias no conducen a otro destino que no sea el discurso del amo, fiel a su convicción de que el concepto mismo de revolución no es sino un giro sobre el propio eje para retornar a lo mismo, es decir al amo, aunque sea revestido con otro ropaje. ¿Significa esta posición de Lacan, calificada de radicalmente antiuto­ pista, que el psicoanálisis debe renunciar a pensar lo político, y a cual­ quier intento de extraer consecuencias políticas de ese pensar? Si esta fuera la conclusión, el psicoanálisis no tendría otra alternativa que limitarse a sostener la diferencia y el derecho de los sujetos a ser con­ siderados de uno en uno, y no como un rebaño al que la subjetividad le ha sido confiscada, una tarea tanto más difícil y complicada en cuanto esa diferencia va a contracorriente del movimiento de la socie­ dad, hegemonizado por el discurso capitalista.36

36 En los últimos años ha surgido una corriente integrada por diversos pen­ sadores -filósofos, políticos, politólogos y psicoanalistas- que inspirándose en la obra de Lacan y partiendo de determinados conceptos fundamentales de su teoría, intentan articular un nuevo pensamiento político. Véase el libro de Yannis S tavrakakis , La izquierda lacaniana (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010). También la obra de Jorge Alemán, psicoanalista de origen argentino radi­ cado desde hace muchos años en España, Para una izquierda lacaniana. Inter­ venciones y textos (Buenos Aires: Grama, 2010); Lacan, la política en cuestión... Conversaciones, notas y textos (Buenos Aires: Grama, 2010) y Soledad: común. Políticas en Lacan (Madrid: Clave Intelectual, 2012).

G ustavo D essal

En un cuento de Heinrich Boíl, el protagonista evoca el recuerdo traumático de no lograr aprobar el ingreso al bachillerato. El fallo se había producido en el examen de lengua, cuando a la hora de redactar una historia (tal como se solicitaba), cometió el lapsus de escribir mal la palabra «Gerechtigkeit» («justicia»). Escribió «Gerachtigkeit», con «a» en vez de «e» en la raíz «Recht» («derecho»). Ambas palabras tienen idéntica pronunciación, pero la que el protagonista escribió es inexistente. Necesitará que transcurran muchos años para poder comprender el sentido de su lapsus. El joven había decidido contar la historia de su abuelo, que en la vejez no cesaba de repetir como una letanía: «¡Si acaso hubiese justicia en este mundo!» Un buen día, el niño le pregunta al abuelo por el signifi­ cado de esta frase. Como respuesta, el abuelo le cuenta una his­ toria del nazismo que queda dando vueltas en la cabeza del nieto, y en el examen este escribe «Gerachtigkeit» con la «a» de «Rache» («Venganza»). Durante muchos siglos, la venganza constituyó una forma legí­ tima de la justicia. Incluso hoy en día sigue siendo una respuesta frecuente, a pesar de no estar respaldada por las leyes. La ejecución de Bin Laden, más allá de cualquier consideración política o estra­ tégica, bien puede ser considerada como una versión moderna de la venganza, tal vez la más espectacular en la historia de este nuevo siglo: el pueblo norteamericano en su conjunto, después de diez años de encarnecida persecución, consigue consumar su vengan­ za. La pena de muerte, por otra parte presente en la mayoría de los estados americanos, es erróneamente juzgada por los críticos cuando frente a ella esgrimen el argumento de que se trata de una medida que no ha logrado disminuir en lo más mínimo los índices de criminalidad. Dicha crítica yerra el blanco, por cuanto la fun-

ción de la pena de muerte no es en modo alguno la de instaurar una profilaxis de los crímenes, sino la de satisfacer el deseo de ven­ ganza. Por lo tanto, el debate debería centrarse sobre la venganza, y no sobre el valor pedagógico o preventivo de la pena capital. Dado que Freud descreía por completo en las virtudes de la educación como método para erradicar el mal, y consideraba que la pulsión de muerte es un elemento ineliminable de la condición humana, podía reconocer sin demasiado esfuerzo que la venganza es una forma directa o encubierta de satisfacción, ya sea que se lleve a cabo en la realidad fáctica, o simplemente en el plano de la fantasía consciente o inconsciente. Como lo recuerda Luis Seguí, la publicación en 1764 de Los delitos y las penas, de Cesare Beccaria, supuso un avance gigantesco en el ámbito de la filosofía del derecho. Entre otras cosas, «se dio, además, un paso extremadamente importante en el camino de la secularización de la sociedad, al afirmar el principio de que el pensamiento no delinque (cognitationis poenam nemo patitur)». Desde luego, este principio (cuyo respeto ha sido como sabemos generalmente inestable en la historia posterior de la humanidad) supuso un avance decisivo en la conquista de las libertades. No obstante, es justo decir que la iglesia católica tenía sus motivos para reaccionar como lo hizo al incluir dicha obra en su célebre Index de libros satánicos. Prueba de que la verdad no siempre es hermana de la justicia es el hecho de que, sin duda alguna, y como lo demuestra el psicoanálisis, el pensamiento sí delinque, pues­ to que en el inconsciente no hay registro de la diferencia entre deseo y acto. Que esta diferencia sea decisiva en el derecho penal, no impide que en el plano subjetivo los seres hablantes sean culpa­ bles de cosas que no han cometido en la realidad material, pero que han sucedido en esa realidad tan singular y real que denomi­ namos inconsciente. A pesar de que el derecho y el psicoanálisis están íntimamente ligados, por las numerosas razones que este libro expone de forma ordenada y minuciosa, no podemos olvidar que el psicoanálisis le confiere a la culpa un tratamiento particular, posiblemente resonan­ te con aquello que las religiones (y en especial la religión católica, al hacer del pecado original el centro de gravitación de la subjetivi­

dad) han elaborado. Lo que el psicoanálisis nos descubre, a par­ tir de la experiencia clínica, es que sentirse culpable y ser culpable -una distinción que indudablemente es fundamental para el dere­ cho-, son términos mucho más indiscernibles en el plano del sujeto del inconsciente. Cuando Freud reflexiona acerca del delirio melancólico, y concluye que la autoinculpación que el enfermo se dirige posee una raíz verdadera, que hay algo de lo que ciertamente es culpable y que la tarea del análisis no es disuadirlo de su culpa­ bilidad sino remitirlo a sus fuentes reales, es decir inconscientes, nos abre a una dimensión no solo clínica sino profundamente ontológica. Nos descubre la terrible potencia de una instancia, la del superyó, un juez que juzga de manera implacable y a la vez impulsa al sujeto a la comisión del delito. Esta paradoja enloquecedora y perversa, puesta de relieve por el genio de Kafka en la mayoría de sus obras, muy especialmente en ese tratado sobre la culpa titula­ do El proceso, está en la raíz de la necesidad de castigo que, en mayor o menor medida, condiciona la vida del sujeto. Al postular que la culpa es inconsciente, Freud transformó de modo radical toda la tradición filosófica y religiosa sobre dicho concepto. Para el psicoanálisis, el sentimiento de culpabilidad, así como el concepto mismo de la verdad, no supone una correspon­ dencia con hechos o circunstancias de la vida real, ni con la comi­ sión de determinados actos, sino que se justifica en el plano del deseo inconsciente, o de la satisfacción mórbida que el sujeto obtiene de sus síntomas. El propio Freud reconoció de inmediato que la expresión sentimiento inconsciente de culpa entraña una difi­ cultad lógica, por cuando un sentimiento es por definición una vivencia consciente. Acuñó entonces el concepto de necesidad de castigo, una fuerza que actúa desde lo inconsciente, y que es capaz de arrastrar al sujeto a la búsqueda de la infelicidad como un intento (siempre fallido) de apaciguar las demandas de ese juez insensato que denominamos superyó. Freud consideraba que existen tres profesiones imposibles: gobernar, educar y psicoanalizar. Cada una de ellas es imposible porque de forma inequívoca tropieza con un real que las supera: el síntoma se presenta tarde o temprano como aquello que «descom­ pleta» el discurso al que dichos oficios sirven. No sería demasiado

arriesgado añadir a esa lista la profesión de juzgar, atravesada ella misma por un real, un imposible que Luis Seguí demuestra al detalle en los capítulos de esta obra. A título de ejemplo, basta con remi­ tirnos (página 71) a las paradojas que suscita el tema del maltrato a las mujeres, y que nuestro autor describe con matices no exentos de humor. La muy respetable labor de los jueces, los peritos, y todas las instituciones que se esfuerzan por enfrentarse a este sín­ toma social, se dan de bruces contra el muro del goce, ese fenóme­ no clínico que el psicoanálisis encuentra en todos los rincones de la subjetividad, y que desafía no solo las leyes del sentido común, sino también las del principio del placer. Los jueces y los «exper­ tos» harían bien en conocer, al menos, esos paradigmas del goce que son a la vez ingobernables, inmunes a la educación, refracta­ rios a la conciencia social, y que solo pueden ser abordados desde la perspectiva del discurso analítico, un discurso que -a diferencia de la filosofía- se ocupa de los seres humanos tal como son, y no como nos gustaría que fuesen. Si la administración de la justicia es una profesión imposible, es porque la definición misma de lo justo entraña una problemática que no puede abordarse si se desconoce la lógica del inconsciente. Para Freud, la justicia tenía un origen basado en el complejo de castración. «Que el otro no tenga lo que a mí me falta», puede muy bien ser la definición más perfecta de lo justo. Lacan concentró este razonamiento en su concepto de goce, un concepto que no está desvinculado de la tradición jurídica. El ser hablante está atravesado por un sentimiento de injusticia primaria y fundamental, que se deriva de su convicción de ser privado del goce que le corresponde. Que dicha privación sea un hecho de la condición humana, antes que el resultado de un infortunio contingente, es un aspecto del problema que no pude eludirse: la culpa no solo atañe al sujeto, sino que es también un asunto del Otro. ¿Es la culpa del Uno o del Otro? Como puede apreciarse en el libro que nos ocupa, la falta es constitutiva de ambos, y cada sujeto, así como cada sociedad en determinado período histórico, pondrá el acento en un lado o en el otro. De todas maneras, como este libro se ocupa principalmente de la responsabilidad criminal, es necesario aclarar que el carácter

inconsciente y fantasmático de la culpabilidad que el psicoanálisis encuentra en el sujeto no significa desconocer la culpa y la respon­ sabilidad en su sentido jurídico. Es indudable que la diferencia entre el deseo y el acto cuenta a la hora de juzgar el comportamien­ to de un sujeto, incluso desde la perspectiva del psicoanalista. Tener pensamientos pedófilos no es lo mismo que llevarlos a la práctica, y en ese punto el psicoanalista se rige por una posición ética inso­ bornable: establece una diferencia crucial entre la perversión del pensamiento y la del acto, y lleva incluso a su límite la noción de la responsabilidad. Para el discurso analítico, las llamadas «enferme­ dades mentales», denominación vulgar de las psicosis, no pueden en modo alguno ser consideradas de forma genérica un eximente de la responsabilidad. Se impone en este punto, tal vez más que en ningún otro aspecto del derecho, una consideración atenta a la sin­ gularidad del caso. Más allá del carácter indudablemente psicopatológico que vincula los crímenes perpetrados por Javier Rosado y la doctora Noelia de Mingo (cf. capítulo 5 de este libro), estos actos no pueden ser analizados bajo una misma lógica. En uno y en otro podemos hablar con bastante probabilidad de una estructura psicótica, presuntamente esquizofrénica, y sin embargo el análisis de los casos impone una diferencia importante en lo que atañe a la res­ ponsabilidad subjetiva, que justifica su valor de atenuante en el segundo de los crímenes, mientras que no procede en el primero. En síntesis, ningún diagnóstico puede ser por sí mismo y de forma general un eximente de la responsabilidad jurídica. Para el psicoa­ nálisis, la locura no es por definición un sinónimo de un sujeto irresponsable de sus actos. De lo contrario, tendríamos que calificar como tal a cualquier ser hablante, ya que su conducta está gobernada en gran medida por el inconsciente, una instancia que lo gobierna más allá de su voluntad. Sin embargo, Freud dejó muy claro que el sujeto debe hacerse cargo de su propio inconsciente, y que ello cons­ tituye un deber ético inexorable e imprescriptible. Como lo señala el autor, el caso Althusser es demostrativo de que toda locura merece la dignidad de un sujeto que debe supo­ nerse incluso en los enfermos más graves, y que según los casos será considerado jurídicamente responsable o no, pero que en cualquier circunstancia es moralmente responsable de su posición

respecto al goce y al deseo. Es importante aclarar que la responsa­ bilidad moral no supone jamás un juicio moralista acerca del sujeto, sino la facultad (en acto o en potencia, para emplear las categorías de Aristóteles) que se le atribuye a todo ser hablante de asumir las consecuencias de sus actos, y las implicaciones que sus modos de gozar tienen tanto para sí mismo como para sus semejantes. Para el psicoanálisis, la dimensión de la ley está en el origen mismo de la construcción del sujeto, en la medida que no hay acceso a la humanización del deseo sin la operación de la castración, la cual, forzando una renuncia al goce primario e irrestricto, instala el registro de la palabra como sustituto de la acción, y la metáfora como sublimación de las pulsiones primordiales, cuyas figuras mitológicas son el incesto y el parricidio. No es sorprendente, pues, que la locura nos demuestre en algunas ocasiones que los crímenes prototípicos siguen siendo aquellos de los que ha surgido la natu­ raleza misma de la ley, y que su legendaria y espantosa fama nos acompañe como sombras imperecederas, proclives a retornar incluso en la trama nocturna de los sueños y las pesadillas. Lo supo Diderot, cuando aseguraba que sin el freno de la domesticación el vástago humano estaba destinado a realizar los deseos más abomi­ nables, y Freud lo convirtió en una teoría que no nos ahorra ningu­ na de las facetas de la condición humana. El ser hablante, dividido entre su juicio moral y el goce que lo impulsa a buscar satisfacción en aquello que puede incluso destruirlo, es siempre, y de forma inequívoca, una criatura que vive al borde de la ley, y para la cual la transgresión ejerce una constante seducción a la que en muchas ocasiones no puede escapar, especialmente si tenemos en cuenta que, en tanto ser de carencia, experimenta la insuficiencia de su ser y de su satisfacción como algo que le ha sido sustraído, y a lo que tiene derecho. Hoy en día, esta fantasía universal se ve renovada e incrementa­ da por un discurso que alimenta la idea de una irresponsabilidad general. Si todo procede de nuestros genes, si finalmente nada de lo que hacemos es el resultado de una elección en la que nuestro deseo ha estado comprometido, nos acercamos por lo tanto a una época en la cual el legislador y el juez solo tendrán a su cargo una pobla­ ción totalmente integrada por menores de edad, no en el sentido

cronológico sino moral del término. Nos encontraremos, enton­ ces, ante una nueva paradoja: la de no saber ya si las penas deben elevarse, o por el contrario reducirse. Tal vez el psicoanálisis tenga allí la oportunidad de introducir su perspectiva, mostrando los estragos a los que nos conduce la noción de un determinismo basado en una exacerbación delirante de la omnipotencia de los genes. La época, cargada de una atmósfera de darwinismo social (sin duda completamente ajeno a la noble enseñanza de Darwin) es propensa a la divulgación de ideas mesiánicas de prevención del mal, que en definitiva no son más que experimentos tendentes a resucitar las antiguas teorías sobre las bases cromosómicas y here­ ditarias de la criminalidad. Esta forma de neofascismo disfrazado de ciencia amenaza con invadir las cortes de justicia y contaminar la filosofía del derecho. A todas las voces que ya se alzan alertan­ do de este peligro, los psicoanalistas debemos sumar la nuestra todo lo alto que nos sea posible.

Este libro se terminó de imprimir y encuadernar en el mes de noviembre de 2012 en los talleres de Afanias, S.L., enAlcorcón (Madrid). La tirada consta de 2.500 ejemplares.