Sobre el cuerpo: apuntes para una filosofía de la fragilidad
 9788449323362, 8449323363

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ANDRÉ COMTE-SPONVILLE

SOBRE EL CUERPO Apuntes para una filosofía de la fragilidad

T ítulo original: Du corps, de André Comte-Sponville Originalmente publicado en francés, en 2009, por Presses Universitaires de France, P arís Traducción deJordi Terré Cubierta de C ompañía

1. edición, febrero 201o a

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

© P resses Universitaires de France, 2009 © 2010 de la traducción,Jordi Terré © Espasa Libros, S.L.U., 2010 Paseo de Recoletos, 4. 28001 Madrid Ediciones P aidós Ibérica es un sello editorial de Espasa Libros, S.L.U. Av. Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona www.paidos.com ISBN: 978-84-493-2336-2 Depósito legal: M-52169-2009 Impreso en Talleres Brosmac, S.L. PI. Ind. Arroyomolinos, 1, calle C, 31-28932 Móstoles (Madrid) Impreso en España-Printed in Spain

PAIDÓS CONTEXTOS Últimos títulos publicados: 135. J. Lloyd y J. Mitchinson, El pequeño gran libro de la ignorancia 136. M. Onfray y G. Vattimo, ¿Ateos o creyentes? Conversaciones sobre filosofía, política, ética y ciencia 137. P. Khanna, El segundo mundo 138. T. Todorov, El jardín imperfecto. Luces y sombras del pensamiento 139. 140. 141. 142. 143.

humanista

J. McConnachíe, El libro del amor T . Eagleton, La idea de la cultura S. Zizek, Sobre la violencia D. Fo, El amor y la risa T. Puig, Marca ciudad. Cómo rediseñarla para asegurar un futuro

espléndido para todos

144. Z. Bauman, El arte de la vida. De la vida como obra de arte 145. Z. Bauman, J;art de la vida. De la vida com a obra d'art 146. J. M. Esquirol, El respirar de los días. Una reflexión filosófica sobre el tiempo y la vida 147. E. Cantarella, El beso de Eros. Una introducción a los dioses y héroes

mitológicos de la Antigüedad

148. R. Bayes, Vivir. Una guía para la jubilación activa 149. G. Guedj, Las matemáticas explicadas a mi hija 150. J.M. Esquirol, El respirar deis dies. Una re/lexió filosO/ica sobre el ,

temps i la vida

152. J. Mitchinson y J. Lloyd, El pequeño gran libro de la ignorancia

(animal)

153. P. Br eton, El arte de convencer. Las claves para argumentar y ganar

una negociación

154. R-P. Droit, Genealogía de los bárbaros. Historia de la inhumanidad 155. R. Corfield, La vida de los planetas. Una historia natural del sistema

solar

156. J. M. Martínez Selva, La gran mentira. En la mente de los fabuladores

más famosos de la modernidad

157. R. Funk, Erich Fromm. Una escuela de vida 158. A. Comte-Sponville, Lucrecio. La miel y la absenta 159. S. Pinker, La paradoja sexual. De mujeres, hombres y la verdadera

frontera del género

164. M. Rampin, La palabra justa. Más de cien aforismos de todas las

épocas para alcanzar la sabiduría

165. Philip Zimbardo y John Boyd, La paradoja del tiempo. La nueva 166. 167. 168. 169.

psicología del tiempo

P. Veyne, Foucault. Pensamiento y vida W. Marsalis y G. C. Ward, Jav.. Cómo la música puede cambiar tu vida J. Butler, Marcos de guerra. Las vidas lloradas A. Compte-Sponville, Sobre el cuerpo. Apuntes para una filosofía de la

fragilidad

170. J. D. Caputo y G. Vattimo, Después de la muerte de Dios. Conversaciones sobre religión, poJítica y cultura 175. Z. Bauman, Mundo consumo. Etica del individuo en la aldea global

Sumario

Prefacio...............................................................

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Prólogo ...............................................................

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I

57 La filosofía, la ética y la moral; ni esperanza ni desesperación; pro porcionar un alma a mi cuerpo; materialismo y sublimación.

II ................ .......................................... ...... .... .

.

.

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El amor, la poesía.

III .... ....... .. . .. ....... ......................................... .

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..

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.

.

L a admiración; las ciencias, las artes, la filo­ sofía; felicidad y desdicha.

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IV El arte y lo bello; la crisis del arte contem­ poráneo; Magritte y Chardin; clasicismo y modernidad: salir del siglo XIX; Mozart; ética y estética. V Dios, la religión, el ateísmo; racionalismo y supersticiones; el espíritu descendente en Simone Weil; lo alto y lo bajo; ni pesimis­ mo ni optimismo; el egoísmo y la muerte. VI Vida social y política; ridículo y tiranía; la democracia; el progreso; el individuo y el grupo. VII ¿Qué es el yo?; ¿taceo o cogito?; el alma; amor por uno mismo y amistad; Spinoza contra Pascal; el egotismo; amor por uno mismo y sabiduría; el paradójico dualismo de Paul Valéry; el sabio es el anti-Narciso; no mentir. VIII

....................................................................

Querer filosofar; que la crítica del libre al­ bedrío no revoca la existencia de una jerar­ quía ética; determinismo y liberación en las ciencias humanas; razón y voluntad.

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SOBRE EL CUERPO .._

·················································· · · · · · · ··········· · ·

""

Materialismo y ascensión; la dificultad de ser; el naturalismo de Spinoza; el punto de vista de Dios o de la totalidad; el silencio; valor y verdad.

La muerte en Platón y en Epicuro: tanato­ filia o hedonismo; vivir en el presente: carpe aeternitatem; muerte y finitud; la eternidad y el tiempo; la historia y la verdad; la sabi­

duría.

El materialismo: que explica lo superior por lo inferior, pero sin negar su superiori­ dad; una verticalidad sin trascendencia; el absoluto práctico; ¿Nietzsche, Hegel o Spi­ noza?; lo primero que existe no es lo alto, sino lo bajo; la risa de Epicuro; la moral y la historia; heteronomía del sentido, autono­ mía de la verdad; lo que se deriva: que la verdad carece de sentido, y el sentido, de verdad; la beatitud: el amor verdadero por la verdad. [l .....................................................................

La paradoja de esta colección; filosofía y literatura; ¿eclecticismo?; ridículo, verdad, clasicismo; cómo he escrito este libro; Íca­ ro feliz.

;

Prefacio Treinta años

después

¡Extraña e incómoda situación la de releer por prime­ ra vez, y prologar, en las cercanías de la vejez, el libro del joven que uno fue y que ya no es! Iba a cumplir entonces 26 años. Daba clases de fi­ losofía en una pequeña ciudad del norte de Francia. Vivía solo, por primera vez en mi vida (apenas había abandonado el domicilio de mis padres algunos años antes para instalarme en la Normale Supérieur, en la calle de Ulm, y luego con una chica). Me había distan­ ciado de mis amigos, de la política, que tanto me ha­ bía ocupado los años precedentes, y, en fin, de una cierta forma de frivolidad estudiantil y parisina. ¿Qué era lo que me quedaba? El arte, que apenas acababa de descubrir, y la filosofía, que me veía en la obliga­ ción de redescubrir para poder enseñarla. Mucha ten­ sión, pasión y exaltación. Mucha soledad y desasosie-

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go. Mucha angustia y ambición. Me reconciliaba con el niño grave que había sido y con el adolescente orgu­ lloso que ya no era. Me volvía adulto, o al menos lo intentaba. «Dentro de catorce años -me decía- ten­ drás 40 años.» Eso me parecía espantoso, casi increí­ ble. Está claro que era muy joven. Ya no tenía tiempo que esperar, ningún tiempo que perder, o eso era al menos lo que sentía, como una urgencia ante la muer­ te o la posteridad. No se es modesto cuando se tienen

2 6 años. Leía (sobre todo a los filósofos y a los artis­ tas), preparaba mis cursos, daba mis clases, corregía exámenes y escuchaba música (Bach, Mozart, Beetho­ ven, Schubert, Brahms, Ravel...). Todo eso me abru­ maba, pero no me satisfacía. La vida y el arte me pare­ cían igualmente difíciles e igualmente apasionantes. Pensaba en el amor, la creación, el trabajo, la gloria... Me faltaba humildad y confianza en mí mismo. ¿Quién puede saber de qué es capaz antes de hacerlo? Siem­ pre había querido escribir; había llegado el momento de ponerme seriamente a hacerlo. Escribir, sí, pero ¿qué? ¿Una novela? Apenas ya las leía, y no me creía dotado para eso. ¿Poemas? A ve­ ces los escribía, pero no me convencían. No pasaban de ser ejercicios literarios o amorosos. La filosofía se­ guía siendo para mí la gran tarea, o más bien, había vuelto a serlo, tras la política y el arte. Las oposicio­ nes, aprobadas tres años antes, estuvieron a punto de hacer que la aborreciera. La enseñanza y la soledad me reconciliaron con ella. Era preciso, para hacerla asequible a los adolescentes, volver a los textos más fundamentales, es decir, los más elementales, que son

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casi inevitablemente los más antiguos y los más im­ portantes. Platón mejor que Derrida. Lucrecío mejor que Deleuze. Descartes mejor que Gueroult. Rous­ seau mejor que Barthes. Nietzsche mejor que Foucault. Marx mejor que Althusser. Freud mejor que Lacan... Eso me alejaba del momento presente y me acercaba a mis gustos. No sentía ninguna atracción por la nove­ dad, que pasa tan rápido, ni mucho menos por las pretendidas vanguardias. ¿Qué quedará de ellas den­ tro de doscientos años? ¿Fascinación por el pasado? Muy poca. Al contrarío, hastío por los historiadores de la filosofía, que sólo saben desmenuzar cadáveres. Desdén por el esnobismo, que no se interesa por otra cosa que la moda. Y fascinación por la eternidad, que nunca pasa. Es el presente verdadero. Bach y Descar­ tes, ¡un mismo combate! Iba directo al grano: intenta­ ba leer únicamente obras maestras, sin preocuparme, salvo especiales dificultades, por los comentaristas o los eruditos. Era lo que uno de mis amigos llamaba entonces, no sin cierta ironía, mi «fundamentalismo». Lo asumía decididamente. Estaba demasiado solo para fingir y demasiado cansado de la modernidad para pre­ tender imitarla. �

Era cierto, sobre todo, desde un punto de vista

estético. El arte contemporáneo, a pesar de todos mis esfuerzos, o quizás a causa de ellos, me dejaba exte­ nuado. En música, que era mi gran pasión de aquellos años, apenas iba más allá de Ravel o Debussy. No se trataba de una elección (¿quién elige sus gustos?), sino sólo de una constatación, tantas veces y tan triste­ mente reiterada. Schonberg y sus discípulos me abu-

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rrían; Boulez me impacientaba; Shostakóvich me re­ pelía; Dutilleux me fatigaba... Pero al menos éstos eran cultos, competentes y respetables. En las artes plásticas, era peor. En el Beaubourg, que acababa de inaugurarse, o en las galerías, que frecuentaba más asiduamente que en la actualidad, por todas partes no veía casi otra cosa que estupidez o pretenciosidad, vacuidad o vulgaridad. Que Picasso fuera un gran pintor (sin duda, el mayor del siglo), y que la obra de Matisse, De Stael, Balthus o Bacon fuera importante, no dudaba en reconocerlo, aunque sin mayor entu­ siasmo. Pero que varios de mis amigos pudieran exta­ siarse ante los monocromos de Klein, las iluminacio­ nes de los Delaunay o las compresiones de César, me parecía incomprensible. ¿Y qué decir de esos innume­ rables ready-mades, y luego de esas pretendidas «ins­ talaciones», que aspiraban a erigir, a la estela de Du­ champ (¡pero sesenta años más tarde!), cualquier cosa a la altura del arte, a comerciar con la impostura y ex­ traer rentabilidad de la provocación? Uno��lige s�s gustos

ero tampoco la época que le ha tocado en

suerte. La mía, desde un punto de vista iftisti

_c�e

_indi_grrn.b-ª.:__ Me encolerizaba mucho más que ahora. No por­ que haya cambiado de opinión, sino porque he enve­ jecido. En aquella época, me tranquilizaba diciéndo­ me que esos extravíos no iban a durar mucho. Estaba equivocado. Me consuelo frecuentando a algunos ar­ tistas actuales que intentan reanudar la tradición del «oficio perdido», como decía Lévi-Strauss, y sacar al arte contemporáneo de la crisis en que se encierra o

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que lo define. Hasta tal punto son ignorados por los medios de comunicación y los poderes vigentes, que necesitan hacer un gran alarde de valor. Lo cierto es que, por aquellos años, entré en una especie de disi­ dencia estética, algo así como una sorda cólera contra el momento presente y sus imposiciones. Insisto en que es una cuestión de gusto más que de doctrina, pero que desempeñó, sin embargo, en mi trayectoria intelectual, un papel decisivo. Fue ahí donde aprendí a pensar contra mi época. El desprecio, a veces, es sa­ ludable. En filosofía, era distinto. Ahí perduraba el oficio, con sus exigencias de cultura, de competencia, de tecnicismo, o sea, de saber y de especialización profe­ sional. ¡Es muy difícil, en un ámbito como éste, des­ tacar! Y luego, al tratarse de libros, es el público el que impone su ley, no los burócratas o los inversores. Esto establece una especie de selección, más sana que la que reina en las bellas artes, hecha de compadreos y aduladores. Por último, la moda intelectual, en aque­ lla década de 1970, era la seriedad, el rigor, al menos en apariencia: triunfaba el concepto sobre los bue­ nos sentimientos. Las ciencias humanas, el estructu­ ralismo y la deconstrucción ocupaban una posición preeminente, a veces de forma caricaturesca (Lacan), y con mayor frecuencia basada en obras originales y poderosas. En pocas palabras, la época, para un joven filósofo, daba más motivos de admiración que de des­ precio. Había algunos estafadores, algunos virtuosos abstrusos o propensos a la jerigonza, y, sin duda, mu­ cha inteligencia, conocimientos, radicalidad y energía.

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¡Ser contemporáneo de Deleuze, Foucault, Derrida o Althusser era algo que contagiaba las ganas de poner­ se a pensar! Sí, al menos durante

un

tiempo y con ayuda de la

moda. Comencé por Althusser, por razones sobre todo políticas, y no sin entusiasmo. Tuve más dificultades con los demás. Estos maestros, a quienes veneraban mis mejores amigos, me dejaban insatisfecho. j Y no por culpa de no haber hecho el esfuerzo! ¿Quién no hubie­ ra preferido ser moderno a los 20 años? Pero un buen día no me quedó más remedio que rendirme a la evi­ dencia: los grandes libros del momento, por ejemplo Las palabras y las cosas, El Anti-Edipo o Glas, fuere cual fuese la evidente maestría de sus autores, se me caían de las manos. En cambio, los Pensamientos de Pascal, que acababa de releer, o los Ensayos de Montaigne, que es­ taba descubriendo, me emocionaban. ¿Leía a Althusser? Sin duda. Pero más como a un penetrante comentarista que como a un creador. Como es natural, tenía más interés por Marx, y aún mayor por los textos de Epicuro, la Ética de Spinoza o las Meditaciones de Descartes, que casi me sabía de me­ moria. Por lo demás, tendría ocasión de explicárselo a quien fue mi maestro. Debía ser en 1979. Me encontré con Althusser en el cruce de la calle de Ulm y la calle Claude Bemard. Me pregGntó cómo me iba (yo había dejado la École Normale Supérieur...: hacía tres años). Le contesté que trabajaba, que intentaba escribir... Luego añadí: «Cuando estaba en la École, intentaba leer a Spinoza a la luz de Marx, como tú nos habías enseñado. Ahora, hago más bien lo contrario: intento

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leer a Marx a la luz de Spinoza ...». Althusser movió pesadamente la cabeza, como solía hacer, y luego me confesó: «Al final, yo casi he llegado a la misma con­ clusión». Era una forma de seguir estando a mi lado, sin quitarme la libertad, en el mismo movimiento que me apartaba de él. Un verdadero maestro es lo contra­ rio de un gurú. ¿Admiraba a Lévi-Strauss? Desde luego que sí, y no he dejado de hacerlo, pero sin interesarme mucho por la etnología, ni por el estructuralismo (él mismo detesta el término y las amalgamas que implica), ni mucho menos por los mitos o por las «maneras de mesa»... Lo que me decía algo eran sus conclusiones, cuando incumbían a la filosofía o al arte: el final de Tristes trópicos, el último capítulo de

El pensamiento

salvaje, el solemne «Finale» de El hombre desnudo, que es, quizás, el texto contemporáneo que más he admirado ... Me remitía a Buda, a Montaigne, a Rous­

seau, más que a los contemporáneos. Después de todo, ¿existe acaso un censor más severo de la modernidad y del «insoportable hastío que exudan las letras con­

temporáneas»?

En pocas palabras, todo esto producía una especie de contraste, que experimentaba de un modo doloro­ so: los autores de moda me dejaban reticente o sólo suscitaban en mí un interés marginal; en cambio, los

grandes autores del pasado me colmaban de gozo y

de admiración. Seguía siendo una cuestión de gusto, pero de la que fue preciso que extrajera -a riesgo de traicionarme- algunas consecuencias de alcance como mfuimo personal. Nadíe está obligado a ser

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moderno; nadie está dispensado de ser sincero. Que Foucault, Deleuze, Derrida, Althusser o Lévi-Strauss tenían talento, y quizás algo más (sobre todo Deleu­ ze), no me pasaba desapercibido. Que habían leído mucho, estudiado mucho, trabajado mucho, era algo que saltaba a la vista. Pero lo que me parecía, como Pascal había escrito a propósito de Descartes, «inútil e incierto», era el resultado de su trabajo. Su celebri­ dad, entonces en su punto más alto, su saber y su amabilidad (sobre todo por lo que se refiere a Althus­ ser y a Derrida, que fueron mis profesores), no lo modificaban en nada. Evidentemente, los indivi­ duos me parecían respetables, seductores (sobre todo Althusser), impresionantes (sobre todo Lévi-Strauss, a quien no conocería hasta más tarde), a veces fasci­ nantes (sobre todo Foucault) ... pero sus libros apenas señalaban otra cosa, para mí, que la dirección hacia la que, por encima de todo, no quería dirigirme. Leía por tanto a los antiguos (primero Platón y Epicuro, más tarde Aristóteles, Plotino, los estoicos ... ), a los clásicos (Descartes, Spinoza, Leibniz), a los modernos (sobre todo, Kant y Schopenhauer), desde luego a los «maes­ tros de la sospecha» (Nietzsche, Marx, Freud), e in­ cluso a algunos autores del siglo XX (preferentemente a los que apenas ya se leía o todavía no habían empe­ zado a leerse: Alain, Simone Weil, Marcel Conche. . . ), y dejaba a las figuras intelectuales del momento -ex­ cepto a Lévi-Strauss, aunque compartiera la mayoría de mis reticencias- cada vez más para los periódicos. A causa de esto, perdí algunos amigos, que me consi­ deraban arcaico, y gané mucho tiempo.

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Puede observarse que los autores anglosajones o «vieneses» brillaban por su ausencia. Era la tónica del momento o del país: la Francia intelectual se creía la vanguardia, con una fatuidad directamente propor­ cional a su olímpica ignorancia de aquellos filósofos modernos o contemporáneos, de fuera de sus fronte­ ras, que podrían hacerle ver su equivocación. «Empi­ rista», en los círculos que yo frecuentaba, era una especie de injuria. «Positivista», algo ridículo. «An­ glosajones», una especie aparte. De ahí un diccionario de tópicos, la mayoría de las veces no formulado, pero que no por ello dejaba de efectuar, en nuestras lectu­ ras, una selección terrible e imbécil. ¿Hobbes? Pensa­ dor reaccionario. Debe optarse por Spinoza. ¿Locke? ¿Hume? Liberalismo burgués. Debe optarse por Ma­ quiavelo o Rousseau. ¿Bentham? ¿Mili? Inútiles. Debe optarse por Marx. ¿Frege? ¿Russell? ¿Carnap? Dema­ siado lógicos para ser filósofos. Debe optarse por la dialéctica. ¿John Rawls? ¡Desaparecido en combate! ¿Karl Popper? Más detestado o despreciado (por su antimarxismo) que leído. Debe optarse por Bache­ lard. ¿Wittgenstein? Más reverenciado de lejos que leído. Debe optarse por el silencio. �stoy exagerando, por supuesto, pero no tanto como podría llegar a creerse. Marx o Althusser, entre mis amigos, dictaban la ley. Sentía demasiada devo­ ción por el primero y demasiado afecto por el segundo para rebelarme, tanto corno habría debido, contra esos ucases de la moda o de la ideología. Por una vez, perdí el tiempo por su causa, un tiempo que nunca recuperaré por completo. Mi formación era exagera-

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corregía o la precisaba. Era como una discusión, pero qüemantenía yo s�Í�mooodlanoÍnttmo{éada texto estaba fechado), pero pu;arñenté- intelectiial. Escribía menos para expresar lo que pensaba que para-J��=­ rubrirlo. Como es normal aesaeaaa:-10 que hacía �o estab;�;_ento de narcisismo, aunque tampoco de deter­ minadas cualidades de exigencia, libertad, curiosidad, gravedad y autenticidad, por las que me guiaba. Un tex­ to, y luego otro texto, y luego todavía otro más... Era ir inventando el camino al andar, una especie de work in progress filosófico. Cada aforismo era como un campa­ mento provisional, que habría que abandonar o recons­ truir al día siguiente. No sabía adónde iba, ya lo he dicho, y era precisamente para saberlo por lo que emprendí, de manera solitaria, ese viaje. La colección fue adquiriendo poco a poco forma. Confirmaba así que el género aforístico es el más fácil, por lo menos desde el punto de vista del autor. Se en.

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tregan al lector los materiales del libro, y se le deja al cargo de armarlo o de acabarlo. Un poco de elegancia, un poco de elevación, mucha concisión, elipsis, alu­ siones, una pizca de misterio o de claroscuro ... y ya está: tenemos un libro, o casi, sin habernos tomado verdaderamente la molestia de escribirlo. Normalmente, uno es castigado con la clandestini­ dad. Con toda la perplejidad que me producía enton­ ces (¡y todavía más hoy!), no me resignaba a abando­ nar este manuscrito en un cajón. Lo envié a algunos editores, y todos lo rechazaron, la mayoría de las veces sin ningún comentario. Sólo Roland Jaccard, a quien no conocía, se mostró interesado, e incluso un poco más: quiso que nos viéramos. «Las colecciones de afo­ rismos -me explicó-- nunca venden, salvo cuando el autor ha alcanzado la celebridad, y está... ¡preferente­ mente muerto! Pero hay en la suya algo que resulta conmovedor, que la hace especial y, en definitiva, que merezca ser leída. Intentaré hacer que se publique en las Presses Universitaires de France, en la colección que dirijo, pero no le prometo nada.. » ¿Le faltó entu­ siasmo? ¿Era demasiado flojo el manuscrito? ¿Las condiciones económicas demasiado apremiantes? Lo cierto es que esta prestigiosa casa, aunque con medios modestos, no accedió a dejarse convencer. Roland Jaccard me lo comunicó por teléfono: -No es muy sorprendente -me dijo-, ni muy grave: se publicará más tarde, ¡cuando usted sea céle­ bre o esté muertol -Muerto, eso acabará sucediendo tarde o tem­ prano... .

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-¡Desde luego! Pero corro el peligro de morir antes que usted, y será otro quien lo publique... Sería una lástima esperar. ¡Escríbame mejor un ensayo se­ guido, en el mismo estilo, sobre los mismos temas, y yo lo publico! Pronto me puse a trabajar. Esta vez sabía, gracias a mi colección de aforismos, adónde iba, adónde ha­ bía llegado ya, adónde se trataba ahora de llevar al lector. . . Así surgieron El mito de Ícaro y Vivir, o dicho de otra manera, los dos tomos de mi Tratado de la deses­ peranza y de la felicidad, cuyo manuscrito sólo envié a Roland J accard --era una promesa que me había hecho a mí mismo-, quien esta vez no tuvo dificulta­ des para convencer a las PUF. Sobre esto, no estaba preocupado. Sabía que, entre tanto, había progresado mucho, y que ese tratado, de todas formas, encontra­ ría un editor. Pero estaba contento de que fuera en las PUF, con preferencia a cualquier otra casa más comer­ cial, y mejor en la colección de Roland, que se había convertido en mi amigo, que en la de un desconoci­ do. Los dos tomos se publicaron a medida que los fui terminando, el primero en 1984 y el segundo en 1988. Eso representó para mí un total de siete años de traba­ jo, y hay que tener en cuenta que daba clases a tiempo completo. Uno no puede pasarse la vida escribiendo aforismos... En cuanto al fondo, no hay nada, en esta obra de juventud, de lo que deba renegar del todo. El materia­ lismo y el racionalismo que se pone en evidencia, en ocasiones no sin una cierta arrogancia, han seguido

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siendo mi zócalo granítico. No he dejado de admirar a los maestros a quienes apela (Epicuro, Spinoza, Marx, Freud), y de seguirlos con mucha frecuencia. Hacía falta conciliados, algo que no era evidente, y para ello -la may�r dificultad- pensar conjuntamente la na­ turaleza y la historia, lo real y lo imaginario, la verdad y el sentido, los últimos formando parte con toda cer­ teza de los primeros. Había que poner al hombre en su sitio (en la naturaleza), sin renunciar a la humani­ dad (como cultura, como valor, como virtud). Se en­ tiende por qué Epicuro y Spinoza me sirvieron como punto de partida, y por qué no pude eludir, de paso, a Montaigne. La principal apuesta concernía a la ética. Ésta, que actualmente parece estar de moda, pasaba entonces por obsoleta. ¿La moral? No era más que una preocu­ pación de antaño. ¿Y la sabiduría? Entre los intelec­ tuales en boga, ya nadie hablaba de ella. La palabra misma parecía haber desaparecido del vocabulario contemporáneo. Lo cual significaba separar a la filo­ sofía de su meta, de su tradición, de su sentido. Yo había leído demasiado a los griegos y a Spinoza para aceptarlo. Si sólo se trataba de jugar con los concep­ tos, ¿qué sentido tenía? ¿Comentar, analizar, criticar, «deconstruir»? Es una parte del trabajo, de acuerdo, pero le faltaría algo fundamental. ¡Demasiados libros sobre libros!, me decía, ¡demasiados discursos sobre discursos! El resultado era una especie de filosofía en segundo o tercer grado, cada vez más sofisticada --e incluso sofística- y vana. Entonces había grandes historiadores de la filosofía ( Gueroult, Goldschmidt,

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Philonenko... ), pero muchos más críticos, ensayistas y comentaristas. Mucho talento, en algunos casos, y palabrería, en casi todos. Pensaba en Montaigne: «¡Tan­ tas palabras dedicadas únicamente a las palabras!». Eso hacía soñar con el silencio o la sabiduría. La vida me interesaba más que los libros; la filosofía, más que su historia. Quería filosofar en primer grado. Lo que equivalía a regresar a los griegos y al presente, contra la moda y los historiadores. Una sabiduría para nuestra época, eso era lo que yo buscaba, y una sabiduría que debía incluir eviden­ temente una moral. Doble arcaísmo, en opinión de mis amigos. Doble necesidad para mí. Ya no soporta­ ba mi época. Demasiada cobardía. Demasiada com­ placencia con la estupidez, el faroleo, la vulgaridad. Demasiado esnobismo e incultura. Demasiada buena conciencia o mala fe. Es contra lo que escribía, ¡y tan­ to peor si por ello se me juzgaba ingenuo o ridículo! Intentaba evitar el nihilismo y la sofística, que me parecían amenazar la vida intelectual, en aquella épo­ ca, o más simplemente la indolencia, que amenazaba la vida a secas o la idea que me hacía de ella. Sobre todo, creía que era cierto «en la izquierda», quiero decir en la izquierda intelectual, y ése era el motivo de que me sintiera especialmente concernido. No me parecía que nuestro pensamiento, mediante la genealogía o la de­ construcción que efectuaba (Nietzsche, Marx, Freud y continuadores), pudiera minar los cimientos mismos que justificaban nuestros compromisos, nuestras elec­ ciones e, incluso, nuestros rechazos. Si todo estuviera determinado (por el cuerpo, por la sociedad, por el

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inconsciente... ), ¿qué podríamos reprocharles a los canallas, y por qué prohibirse serlo uno mismo? Si todo valor es relativo, histórico, «ideológico», en el sentido marxista del término, ¿qué valor puede tener? Si toda moral es ilusoria (por el libre albedrío que su­ pone, por el-absolutismo que postula), ¿para qué te­ ner una? Pero, si no se tiene, ¿a qué podríamos apelar para impedirnos lo peor?, ¿en nombre de qué podría­ mos obligarnos, a veces, a hacer un poco de bien? Por ejemplo (aunque para nosotros era mucho más que un ejemplo), ¿por qué hacer política, y por qué ésta habría de ser mejor que aquélla? Los intelectuales de izquierda pretendían ser decididamente inmoralistas, pero casi todos eran de izquierda ... jpor razones mo­ rales! Esta contradicción performativa, como diría mi amigo Luc Ferry (a quien no conocía todavía), me de­ jaba perplejo. Si no se vive como se piensa, ¿para qué pensar, y para qué vivir? «¡Amigo, yo no tengo moral!», me había confesa­ do algunos años antes, con la mirada transparente, mi mejor amigo de la época. Eso que entonces me había impresionado con tanta fuerza, y para bien, acabó por parecerme peligroso o falaz. Si no tenía moral, ¿cómo se las arreglaba para seguir siendo tan amable, recto y generoso? ¿Por qué combatía el racismo, el fascismo y la injusticia? ¿Tan sólo por interés? Ni él ni yo nos lo podíamos creer. ¿Por bondad anímica o de tempera­ mento? Tampoco nos lo creíamos. Era pues necesaria otra cosa que volviese a introducir en nuestra vida una normatividad, una exigencia, pero sin volver, eviden­ temente, a las prohibiciones de antaño. Por eso hablá-

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bamos de «ética» -habíamos leído a Deleuze- y no de «moral». Esta revolución terminológica nos encan­ taba. Y hay que decir que era muy cómoda: nos per­ mitía ser amables nietzscheanos, sin duda demócratas y progresistas (¡Nietzsche debía de estremecerse en su tumba!), o amables spinozistas-apenas hacíamos diferencia-, sin olvidar-la abundancia de bienes no puede resultar perjudicial- ser también marxistas y freudianos... Era una manera de disolver el problema, a falta de poder resolverlo. No existía otra cosa que la moral. Todo el pensa­ miento estaba en juego, y, en consecuencia, toda la fi­ losofía y toda la vida. Si la verdad no era más que una ficción o

un

efecto discursivo, como no dejaba de re­

petírsenos, si no era más que un artefacto o un artifi­ cio, que una efímera toma de poder o de control, y, en definitiva, si no era más que la última ilusión de la que tendríamos que deshacernos, ¿para qué empren­ der su búsqueda o someternos a ella? ¿Qué quedaría de lo que Spinoza llamaba IDRÉ COMTE-SPONVILLE

A cada siglo sus sofistas. A cada época sus supers­ ticiones.

No hay que confundir los órdenes. Quien los con­ funde es ridículo, decía Pascal. Por ejemplo, quien confunde el orden del corazón y el orden del espíritu (Pensamientos, L 298 B 283 ) o de la razón ( 1 10-282), el orden de la carne y el orden de la caridad (3 08-793), el espíritu de geometría y el espíritu de finura (5 11-1), etc., ése es «ridículo». -

¿Y en política? Pascal no lo dice, pero se puede inferir que el ridículo (la confusión de los órdenes) es tiranía. Ésta, dice efectivamente Pascal (58-332), «consiste en el deseo de dominio, universal y fuera de su orden». Por ejemplo, quien dice: «Soy fuerte, lue­ go se me debe amar>>. La tiranía es el ridículo en po­ lítica. (Un ridículo que puede matar, y debe hacerlo. Pues Montesquieu tiene razón al ver en el temor el principio de gobierno despótico. Quien es ridículo tiene necesidad de infundir miedo. Para no hacer reír.) Por eso la sociedad no puede ser dirigida por los mejores. La aristocracia es ridícula (es una tiranía: confunde los órdenes) , e imposible (en política, los mejores no están de acuerdo entre sí, no están todos «del mismo lado»). Por tanto, se necesita otra cosa, en

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la que -ya que sólo se trata de ratificar una relación de fuerzas que juega sus bazas y su verdad en otro ta­ blero- puede tener lugar el sufragio universal. Al ser imposible el poder de los mejores, el mejor régimen posible es el poder de todos. ¿Ridículo? De ninguna manera, al menos mientras no pretenda que la mayo­ ría tenga razón ... Tener a todos los amigos de su lado no es, enton­ ces, ni necesario ni, salvo sectarismo, posible. El secta­ rio es quien confunde los órdenes (valor personal y posturas políticas, sentimientos individuales y relacio­ nes de fuerzas colectivas) . Es, pues, ridículo: es el tira­ no de las relaciones personales.

Pascal: «El mérito es objeto de discusión; no el nú­ mero de lacayos». Pero tampoco, en una democracia, el número de sufragios. Por eso la democracia es posible, y en el fondo más fácil que el improbable poder de los mejores, cuyo valor será siempre motivo de disputa o de guerra. Se trata de contabilizar, no de admirar. La aritmética: garantía de paz. El peligro consiste en creer que el número de votos coincide con el mérito. No tiene nada que ver, y es bueno que sea así. Si el electo fuera siempre el más inteligente, el más competente, el más valeroso, el más justo . . . ¿cómo negarle el vasallaje? Si fuera necesa­ rio admirar y obedecer al mismo tiempo, ¿cómo no caer en la servidumbre? Se correría el riesgo de la die-

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tadura (el «culto de la personalidad», bajo Stalin), de la tiranía democrática (se pudo temer, durante un tiempo, con De Gaule) o de la aristocracia electiva. Nos preserva de esos peligros: la mediocridad de los políticos.

La democracia no implica que todos los hombres sean iguales, si se entiende por ello una igualdad de ca­ pacidades, sino, simplemente, que la jerarquía que los distingue no es de orden político o jurídico. Hay genios e imbéciles, y todo tipo de grados intermedios entre ellos. Admiramos a unos y soportamos a los otros. Pero pretender que los genios gobiernen a los imbéci­ les, o los dominen, sería confundir la grandeza natural y la grandeza de elaboración (Pascal). El poder está del lado de la elaboración: por eso mismo se puede cambiar. De modo que el elitismo no tiene nada que ver con la aristocracia. Admirar a los homb�es o a las mujeres admirables, tomarlos como modelo, es elitismo. Y es una nimiedad. Pretender darles el poder (aristocratismo) es una estupidez. Pascal diría: «un ridículo». Todos los hombres son iguales en derechos: de ahí la democracia. Pero no son iguales en capacidades: de ahí el elitismo.

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Confundir ambos es, o bien demagogia (extensión de la igualdad democrática a los juicios de valor: todos los hombres son equivalentes) , o bien aristocratísmo (extensión del elitismo a los problemas políticos: ¡ aba­ jo los mediocres ! , ¡ todo el poder para los espíritus su­ periores ! ). Una y otro son igualmente ridículos, e igual­ mente peligrosos. El aristocratismo es al elitismo lo que la demagogia es a la democracia: su aplicación fuera de orden, su ridículo. Pero ¿ cuál es el fundamento de que todos los hom­ bres, aunque desiguales en capacidad, sean iguales en derechos? La moral, o la historia, que viene a ser lo mismo.

Límites de lo político. La categoría de los puñeteros y los imbéciles no es una clase social.

«La humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver>>, decía Marx. Hay marxistas que pre­ fieren plantearse sólo los problemas ya resueltos previamente ( ¡ por Marx o Lenin ! ) . Eso se llama dog­ matismo.

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Marx, Freud: pensamientos totalizantes. ¿Totalitarios? No, excepto si se leen de manera reductora. Todo es político, por supuesto; pero la po­ lítica no lo es todo. Todo es sexual; pero el sexo no lo es todo. Por ejemplo: la política no se reduce al sexo (la lucha de clases no es un avatar del complejo de Edi­ po) , ni el sexo a la política (no es de derechas ni de izquierdas). Y tampoco la una o el otro, o su combi­ nación, proporcionan el sentido último de la filosofía, que no podría ser simplemente, a pesar de Althusser, una «lucha de clases en la teoría». Por tanto, Marx y Freud se limitan mutuamente (es lo que les cuesta aceptar a marxistas y psicoanalistas) y ceden su sitio a lo ilimitado. Totalizar sin totalitarismo: comprender sin re­ ducir.

Se puede hablar de progreso; el pasado lo permite, y es una opción para el futuro. De lo contrario, ¿cómo ser progresista? Pero esto es válido para las socieda­ des, no para los individuos. Con cada nacimiento, todo vuelve a empezar, y vuelve a empezar de cero, o más bien de la naturaleza. Los recién nacidos de la actuali­ dad son los mismos que en la Edad Media. Y todo se acaba con cada muerte. ¿Cómo podría el hombre, que nace y que muere, progresar? O mejor: el progreso de los individuos sólo se pro­ duce en singular. Cada individuo progresa --o no- a

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lo largo de su vida, y luego muere. Y los demás también. Todo tiene siempre que volver a empezar. No hay tras­ misión hereditaria de los caracteres adquiridos: no se educa el ADN. Por eso la filosofía debe proponer sus objetivos únicamente a la escala de una existencia. Nues­ tra sabiduría no está hecha para nuestros hijos. Toda apuesta sobre las generaciones futuras es en esto ilusoria, y está muy cerca de la mistificación. La felicidad no espera. Ésa es la equivocación de Nietzs­ che. El hombre no es un puente, o es un puente que sólo lo conduce a sí mismo. La filosofía es impaciencia. Aquello a lo que aspira no se trasmite: ni en los genes, ni en las cuentas banca­ rias, ni en las leyes o las patentes, ni siquiera en los museos o las bibliotecas. La felicidad no se hereda; se inventa. Es un asunto de soledad. ¿Será más noble la sociedad dentro de dos mil años? Quizá. Pero no ha­ brá, nunca, una sociedad de sabios. No habrá, nunca, superhombres. Es inútil pues esperarlos, y vano pre­ pararlos. Trasmitamos lo que se puede trasmitir: la Tierra, la vida, la cultura. Para que la sociedad sea noble, si eso es posible, dentro de dos mil años. Pero seamos felices hoy.

Marx anunciaba: «socialismo o barbarie». Y ve­ mos cómo la barbarie se vuelve cada vez más factible. No es una razón para no ser ya marxista.

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Hacer política: someterse al grupo. No hay políti­ ca individual. No se tiene otra opción que el propio grupo, y también esto es cierto para quienes los re­ chazan. Constituyen otro, o varios, como quienes «no­ hacen-política» la hacen, sin embargo, a su manera, precisamente por este rechazo. No hay otro remedio que la sumisión (incluso el jefe se somete; de lo contra­ rio, no sería jefe), y la política es, por esto, una escuela de humildad. Y luego hay que entender esto: la sociedad no es razonable, ninguna sociedad. Racional, corno todo lo que existe, pero no razonable. Precisamente incluso porque es racional, no puede ser razonable. Es el de­ seo, como demuestra Spinoza, «la esencia del hom­ bre», y no la razón. Por eso las pasiones son más fuer­ tes, en casi todos, que la moral o los argumentos. Una sociedad ideal sería irracional. La utopía es locura: el ideal no existe. Pero esto no es una razón para no actuar. La ma­ yoría de los problemas sociales no tienen una solu­ ción óptima. Pero las tienen menos malas que otras. T\. I�'lrrg ana· soi...1eadu ·e�naz0Dhbic:,-_perv-.av 1'.dao;:i1 '1o;:i despropósitos son equivalentes. Por ejemplo, una de­ mocracia no es el reino de la razón; pero es menos desatinada, casi siempre, que cna dictadura. ..

No hay política individual, y no hay individuo sin política. El mejor grupo es el menos malo. E incluso tenemos el derecho a equivocarnos, o a cambiar de opinión.

VII

El alma es una parte del cuerpo. LUCRECIO El contento de sí mismo es, en realidad, lo más alto que podemos esperar. SPL'!OZA

«¿Qué es el yo?», se pregunta Pascal. Y comprueba que no se puede contestar, ni para uno mismo ni para los demás: «Nunca amamos a una persona, sino sola­ mente cualidades». Pues el yo es múltiple, cambiante, inasible: lo que soy para tal persona, para tal otra, para mí mismo, en tal época, en tal otra... Pluralidad indefi­ nida de los «yoes», en el tiempo y en el espacio. Y ¿por qué privilegiar a éste más que a aquél? ¿Qué es, pues, el yo? ¿Quizá la suma de los dife­ rentes individuos que soy? ¿Y si fuera, al contrario, su sustracción, su resto? En tal caso, el yo no sería ciertamente gran cosa.

¿Qué es el yo? ¿Nada más, quizá, que una persona gramatical?

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A>IDRÉ COlv!TE-SPONVILLE

Sin embargo, alguien que ha permanecido en si­ lencio bajo tortura, ¡ es una nada singularmente pre­ sente! Tenaz. ¿Qué soy yo? Alguien que se calla, res­ ponde el héroe: la nada de mi silencio. Pueden impedirme hablar muy fácilmente: una mordaza, una bala en la cabeza . . . Algunos han mostra­ do que nadie podía impedirles callar. Que quizá yo sea incapaz de hacerlo, no me faculta para hacer como si eso no hubiera existido. El silencio: propiedad ina­ lienable del yo, y hasta en su muerte. Sucede lo mismo en la vida cotidiana. Mi ser más íntimo es lo que no digo a nadie, y que, por lo demás, sería totalmente incapaz de formular con exactitud. Soy el lugar de mi silencio.

Taceo ergo sum.

Hemos perdido la evidencia del cogito. Al revés que Descartes, de lo que dudamos no es del mundo: es de nosotros mismos. ¿ Qué es ese «yo» que piensa? ¿O quién es el que piensa a través de él? Yo es varios otros. «Sin embargo, yo existo», escribe Lévi-Strauss. Y añade: No, desde luego, como individuo; porque ¿qué soy yo desde ese punto de vista sino el producto, cuestionado a cada instante, de la lucha entre una so­ ciedad distinta, formada por varios miles de millones de células nerviosas guarecidas en el termitero del crá­ neo, y mi cuerpo, que le sirve de robot? . . . El yo no es

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sólo odioso: carece de lugar entre un nosotros y una nada. Y si, finalmente, opto por ese nosotros, aunque se reduzca a una apariencia, es porque, a menos que me destruya -acto que suprimiría las condiciones de la opción-, sólo dispongo de una elección posible entre esta apariencia y nada.

En suma, tanto en esto como en otras cosas, hay que elegir la dificultad. Pues «la nada es más simple y más fácil que algo» (Leibniz) . Sin embargo, eso no salda las cuentas. Pues tam­ bién: nadie (o todo el mundo, o cualquiera) es más simple y más fácil que... yo. Elegir lo más difícil, aquí, es ir hasta el final de uno mismo: no ser cualquiera. Yo es varios otros, pero eso no me dispensa de ser yo. ¿Aunque este yo no sea nada? Precisamente por eso. El yo que me interesa es el que no existe, el que debe advenir, como dice Freud (« Wo es war, sol! ich

werden»): ése que invento con dificultad. Mi alma, si

preferís. Porque, dice Char, «harás del alma que no existe un hombre mejor que ella».

Alain: «No hay un alma vil, sino sólo falta de alma. Esta noble palabra no designa en absoluto un ser, sino siempre una acción». Una acción . . . ¿de quién? Por definición, del cuerpo. Entonces, si «el alma es lo que rechaza el cuerpo», como dice también Alain, el cuer­ po se rechaza a sí mismo. ¿Contradicción? Exacta-

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mente. El alma de las cosas, escribe Hegel, es la con­ tradicción.

Alain: «El epicureísmo, frecuentemente reducido al más bajo egoísmo, es un materialismo voluntario, cuya finalidad es curar las supersticiones, las ilusiones y, en definitiva, todas las locuras pasionales, lo que proporciona al alma los verdaderos bienes, el mismo saber, la paz con uno mismo y la amistad». No se puede decir mejor, y el egoísmo de Epicuro, en efecto, no es bajo: es un egoísmo de lo elevado, un egoísmo del alma. «De todos los bienes que la sabiduría nos procura para la felicidad de toda nuestra vida -decía Epicuro-, el de la amistad es con mucho el más grande.» Incluso para el sabio, es difícil ser feliz estando solo. El egoísmo del alma se cultiva entre varios. El amor propio se enri­ quece con el amor por los otros: me amo mejor, amigos míos, al ser amado por vosotros, ¡ y aun más al amaros ! Los amigos de mis amigos son mis amigos. Por eso soy mi propio amigo: ¡ por la amistad que os brindo!

Pascal, a propos1to del cristianismo: «Ninguna otra religión propuso odiarse». Pero si hay que amar al prójimo como a uno mismo, ¿cómo podría uno odiarse? ¿Y por qué?

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En otro lugar, dice Pascal del hombre: «Que se odie, que se ame». Si es así, ¿no tengo acaso derecho a hacer lo mismo con mi prójimo? «El yo es odioso.» ¿Cómo amar entonces a ese yo que me dice tú: mi amigo, mi amor? Pascal responde: «Hay que amar a Dios y sólo odiarse a sí mismo». j Buena doctrina, en efecto ! Pascal, de nuevo: «Sólo podernos amar lo que está fuera de nosotros». Tristeza, tristeza ... Spinoza, al contrario: «El amor es una alegría que acompaña a la idea de una causa exterior». ¿Acaso no puede haber amor por uno mismo (una alegría que acompañaría a la idea de una causa interior)? ¡ Claro que sí! Spinoza lo llama «contento de sí mis­ mo», que es «una alegría que brota de que el hombre se considera a sí mismo y considera su potencia de obrar». Este amor por uno mismo es el estado propio del sabio, que «nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo». Spinoza contra Pascal. La sabiduría contra la religión. En cuanto al odio hacia uno mismo: tristeza. Bajo dos formas diferentes: humildad («una tristeza que brota de que el hombre considera su impotencia o debilidad») o arrepentimiento («una tristeza acompa­ ñada por la idea de algo que creernos haber hecho por libre decisión del alma») .

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Dos tristezas muy cristianas; pero ¡ qué sería del cristianismo sin la tristeza ! Al no amar sino a Dios, no odiar sino a uno mis­ mo de Pascal, Spinoza responde que todo odio es ma­ lo; hay que amarlo todo: a los hombres, las cosas y a uno mismo, es decir, a Dios, que es todo. Este amor es «una parte del amor infinito con el que Dios se ama a sí mismo». Esto sólo tiene un sentido metafó­ rico (ya que «Dios no siente, hablando con propie­ dad, ni amor ni odio por nadie») , pero expresa con acierto algo de lo que se experimenta cuando se ama: como una participación feliz en la felicidad de exis­ tir. Mi amor: la alegría infinita del universo, en tanto que ella está en mí del mismo modo que yo estoy en él. Es una metáfora del hombre y no de Dios. Y lo que l1';_1ceJkJ}iru.,i m?�-rn.¡>t 2.fm2�. La forma más elevada de este amor es el amor in­ telectual, es decir, el que nace de la razón: el único amor que es libre. Es el verdadero amor por lo verda­ dero. No exige «la reducción de nuestros apetitos sensuales», pero la posibilita. Así podemos serena­ mente, como dice Alain, «disfrutar de la felicidad de pensar», que es este amor mismo. Es en lo que coinci­ de Spinoza con Epicuro. Y todo lo demás es tristeza.

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Choca que alguien se sienta orgulloso de su be­ lleza, puesto que no es responsable de ella. ¿Cómo puede uno vanagloriarse del azar? Pero quien está orgulloso de su inteligencia tampoco la ha merecido más. Ni, en definitiva, el héroe su valentía, ni el santo su bondad, ni siquiera el sabio su sabiduría. ¿Son es­ tas últimas cualidades un asunto de voluntad? Valga. Pero uno no elige su voluntad: porque es la voluntad quien elige. En resumen: uno no se elige. No se merece. Recibe el don -injustificado, injustificable- de sí mismo. Poco importa entonces de dónde venga yo, lo que me ha hecho ser lo que soy: la herencia o la educación, el azar o la sociedad, Dios o mis padres, el mundo o la historia ... En cualquier caso, algo me ha hecho, que no es el yo (y que lo es menos en proporción inversa a la abundancia de estas cosas). Soy efecto antes de ser causa. Soy lo que se me ha hecho, antes de hacer lo que soy. ¿Quiere esto decir que la esencia precede a la exis­ tencia? En absoluto. Porque lo que yo soy no es una esencia (eterna, inmutable . . . ) , sino el producto deter­ minado de una historia. Por tanto, ni esencialismo ni existencialismo. La esencia y la existencia no son más que las dos caras de una misma moneda, que no es el sujeto sino la historia que lo produce y de la cual forma parte (un proceso «sin sujeto ni fin»). El hombre no es «un imperio dentro de otro imperio». Hace elecciones, desde luego, pero no podría elegir al sujeto que elige. Por este motivo, todo orgullo es injustificado. Aun cuando el orgulloso sólo ame en sí mismo las cuali-

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dades que posee efectivamente, se equivoca, a pesar de todo, al añadir a sus méritos reales el mérito, iluso­ rio, de haberlos merecido. El orgulloso es un efecto que se toma por causa: ¡ como si un roble estuviera orgulloso de ser roble y no alheña o brizna de hierba! El roble no es responsable de nada. El orgulloso, tampoco. Spinoza tiene razón cuando escribe que el orgullo «consiste en estimarse a uno mismo, por amor pro­ pio, en más de lo justo». Es una alegría, pero ciega. Quien cree merecerse lo que es, ya está estimándose demasiado a sí mismo. La modestia del sabio no es ni humildad (tristeza) , ni orgullo ( alegría ilusoria y, por consiguiente, frágil) . Simplemente, sabe lo que es la necesidad. El roble puede perfectamente extraer alegría de la consideración de su potencia (que es grande, en efec­ to, y sobrepasa a la brizna de hierba). Así, quien es bello tiene razón al estar alegre de serlo y se equivoca al enorgullecerse. Sucede lo mismo con quien es inte­ ligente: como el sabio, se alegra de su sabiduría, pero no se vanaglória por ella. Es una alegría sin orgullo, sin ilusiones, sin vanidad. No es más triste por esto, muy al contrario. j Sólo se siente más serena y definitiva­ mente alegre de serlo l Quien ha entendido una vez la idea de necesidad, se ama mejor. Pero no se admira más.

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«La filosofía -dice Nietzsche- es una interpreta­ ción del cuerpo, un malentendido sobre el cuerpo.» Interpretar el cuerpo sin malentendidos: eso es el materialismo. Es también una filosofía, pero ¡ una filo­ sofía del cuerpo, bien entendido ! Este «bien entendido» no es la evidencia primera. Lo que está primero es siempre el malentendido. El animismo (anima: alma) es anterior al materialismo. Por eso el materialismo siempre es polémico: el cuer­ po lucha por hacerse oír. 1' Esto no quiere decir que haya que cederle perma­ nentemente la palabra. En el silencio del cuerpo, habla otra cosa: la razón del cuerpo, que reside en él, pero lo supera. Sólo la oímos cuando el cuerpo se calla . ¿Y cuando la razón se calla? Sólo queda el cuerpo y el mundo: no queda más que la verdad, como un doble silencio que sería el universo. (La salud, silencio de los órganos; la sabiduría, silencio del espíritu.) Por eso el materialismo es distinto y mejor que una hermenéutica del cuerpo. El cuerpo, bien entendido, . no es un cuerpo que se escucha.

-{, El autor juega con la doble acepción del verbo entendre («entender>>, «oír>>): «bien entendu» (literalmente, «bien en­ tendido» --en oposición a --, o «por supues­ to, evidentemente») y («hacerse oír>>). En el siguiente aforismo, vuelve a insistir: «El cuerpo, bien entendi­ do [o bien oído] , no es un cuerpo que se escucha». (N. del t.)

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Amor propio: «Es un amor desdichado», escribe acertadamente Alain. Cuando es feliz: amor de sí mis­ mo. Colmado: sabiduría. El amor de sí es una virtud, pues es una alegría e incluye el amor por todo lo que es. Para designarlo, podemos adoptar de Stendhal el término

egotismo,

que implica una mirada sin complacencia sobre uno mismo y la voluntad de mejorarse (no «el culto al yo», subraya uno de sus biógrafos, sino «el cultivo de uno mismo»). El egoísmo, al contrario, es un mal: incluye el desprecio por todo lo que no es uno mismo, y cual­ quier desprecio es tristeza. Otra vez Alain, y su definición del egoísmo: «Es un pensamiento pegado a las fronteras del cuerpo. Si el egoísmo velara sobre el alma, para apartar sus afeccio­ nes vergonzosas, sus cobardías, sus errores y sus vi­ cios, el egoísmo sería una virtud. Pero el uso impide entender el sentido de esta palabra». De acuerdo. Di­ gamos entonces:

egotismo.

Miremos a nuestro alrededor: todo nos conduce al egoísmo. Todo el mundo tiende a convertirse, según la evocadora expresión de Michel Bouquet, «en el rey de su propio culo». 20 Hay que temer una civilización del 20. Entrevista publicada en Le Afonde, el 19 de octubre de 1978: «La civilización narcisista es eso que llamo "conver­ tirse en el rey de su propio culo"»- El mismo Michel Bouquet, invitado durante una emisión de radio a realizar su «Concierto egoísta», es decir, a presentar sus piezas de música preferidas,

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egoísmo y de la cobardía, lo cual es lo mismo y además

la aniquilación de la civilización, como una barbarie blanda (al menos al comienzo) y satisfecha. Pues, como decía Lagneau:

El mal es el egoísmo, que en el fondo es cobardía. La cobardía, por su parte, tiene dos caras: búsqueda del placer y huida del esfuerzo. Actuar significa combatirla. Cualquier otra acción es ilusoria y se destruye. Estaría­ mos solos en el mundo, no tendríamos ya a nadie ni nada a lo que entregamos, la ley permanecería idéntica y vivir sería siempre realmente tomarse la molestia de vivir. Pero ¿hay que tomarla y hacer la propía vida en lugar de padecerla? La pregunta no depende de la inteligencia: somos libres, y, en este sentido, el escepticismo es lo ver­ dadero. Pero responder no es volver ininteligibles el mundo y a uno mismo, es decretar el caos y establecerlo primero en uno mismo. Ahora bien, el caos no es nada.' Ser o no ser, uno mismo y todas las cosas: hay que elegir.

El egotista elige ser. El egoísta, no: se contenta con tener. El sabio es un egotista exitoso. ¿Por tener más razón o más valor? Los dos. Sten­ dhal, también aquí, encontró las palabras adecuadas: «¿Y si la razón no es valiente? ¿Sería razón sin eso?».

eligió programar únicamente a Mozart, y fue muy interesan­ te lo que dijo. Todo está interconectado. Mozart es, junto con Bach, el menos narcisista de los grandes compositores.

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La filosofía

es

la valentía de la razón. Y la sabidu­

ría: su triunfo (el valor recompensado y que no sabe lo que hacer con él) .

Hay días espantosos en los que la felicidad parece imposible. Bueno.

Y luego días maravillosos en los que la felicidad es la evidencia. Bueno. Pero, en definitiva: no todos los días vemos arder nuestra casa, ni descubrimos en nosotros una enferme­ dad incurable, ni perdemos a nuestro mejor amigo. Tampoco todos los días vivimos el comienzo de un nuevo amor. De cada diez días que vivimos, nueve son medianos. Pero resulta que estos días objetivamente medianos los vivimos como subjetivamente mediocres. Somos des­ dichados por no ser felices. Es el purgatorio, pero sin salida. Nos construimos así el infierno que nos mere­ cemos. ¿El paraíso? Sería lo contrario: ser feliz por no ser desdichado. No se trata pues de un paraíso, sino de una felicidad relativa y real: la felicidad de cada día, la felicidad cotidiana. Esta felicidad, piense lo que piense Schopenhauer, no sería negativa: le corresponde la positividad de ser y amar lo que es. Los griegos la llamaban

ataraxia,

ausencia de perturbación. La palabra es negativa; la realidad no lo es. Lo que es negativo es la perturba­ ción. Vencerla es afirmar una potencia positiva, con la

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1 75

que el sabio puede hacer frente a todo, incluso a lo peor (el toro de Falaris) .>'c No llegamos hasta ahí. Lo que equivale a iniciarse en tiempos no tan desasosega­ dos, es decir, en los días ... medianos. Porque la tarea es difícil, y la felicidad, urgente. La ataraxia es la paz del alma. Sirve también en la guerra. Pero imprudente será quien aguarde las pri­ meras bombas.

«El principio y la raíz de todo bien --enseñaba Epicuro-- es el placer del vientre.» Esto no quiere decir que tengamos que contentamos con él, ni que los placeres del alma no le sean superiores. Lo alto viene de lo bajo, pero no se reduce a él Los cimientos no son toda la casa, ni su parte más bella. í Loco quien vive en su bodega! El mismo: «El placer es el comienzo y el fin de la vida feliz». Es cierto; pero de uno al otro, del comien­ zo al fin, ya no se trata del mismo placer. La filosofía nos guía de un placer (el del vientre) al otro (el del alma: la filosofía, la amistad, la sabiduría). Podemos gozar como los animales y ser felices como los dioses. No estamos obligados a elegir entre * El «toro de Falaris» era un instrumento de tortura em­ pleado por el tirano de Agrigento (siglo VI a.C. ) : los verdugos introducían a la víctima en una efigie de bronce hueca con forma de toro, que se convertía en un horno al colocarla enci­ ma de una hoguera. (N. del t.)

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estos dos placeres: uno y otro nos son concedidos. Pero uno nos lo concede la naturaleza, y el otro, la fi­ losofía. La naturaleza animal, en Epicuro, se diviniza:

«Deus ille fuit, deus»,

cantaba Lucrecio. Excepto la

muerte, que no es nada.

«Yo estoy entre yo y yo», escribe Paul Valéry. Esto proporciona una de las claves del personaje, como un dualismo que no dejaría de topar éon su propia impo­ sibilidad. Desdoblamiento del ser, separación del cuerpo y el espíritu, vividos bajo el signo de Eros (Narciso: «Tú solo, oh cuerpo mío, mi querido cuer­ po, / te amo») o bajo el signo de Tánatos (Monsieur Teste: «Había matado a mi marioneta») . Valéry lo confiesa serenamente: «Me he detestado, me he ado­ rado; y luego hemos envejecido juntos». El sujeto va­ leriano está desgarrado, o más bien distendido: «Al extremo del espíritu, el cuerpo; pero al extremo del cuerpo, el espíritu». De ahí un efecto especular: ¿Quién está ahí?

Yo

-

.

- ¿Quién, Yo?

-Tú.

E incluso en la muerte: «Adiós, dice el moribundo al espejo que se le tiende, ya no nos veremos más>>. El

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yo según Paul Valéry es un yo platónico, en tal o cual momento de la dialéctica ascendente: amor de un cuerpo bello (el suyo: «Üh, cuerpo mío, mi queri­ do cuerpo», dice Narciso); amor por un alma bella (la suya: «Confieso que he convertido mi espíritu en un ídolo», reconocfa monsieur Teste) . Es El banquete con un solo personaje: Sócrates y Alcibíades, Teste y Narci­ so, dos en uno, que sería su autor, uno en dos ... Por eso sigue siendo religión, pero sin salvación posible: « ¡ Oh, cuerpo mío, mi querido cuerpo, templo que me sepa­ ras / de mi divinidad !». Es la trampa suprema, motivo por el cual Narciso no es Epicuro; ni monsieur Teste, Spinoza. La pueril e irritante ingenuidad de los dos se debe también a este rechazo del cuerpo (este rechazo a ser su cuerpo) , del que, después de todo, sólo repre­ sentan la forma más fina, la más afectadamente inteli­ gente. Nos ayudan así a concebir lo que podría ser la sabiduría, y luego a comprender lo que no es. Por lo demás, Narciso llora; y monsieur Teste confiesa: « ¡ Qué tentación, no obstante, la muerte ! ». Alcibíades y Só­ crates; El banquete . y luego el Fedón. ..

No hay sabiduría sin felicidad, y no hay felicidad sin amor propio. ¿Es, pues, sabio Narciso? No, ya que se ama con un amor desdichado. Se ama con locura.

CP Para amarse, es necesario conocerse. Narciso, pri­ sionero de sí mismo, no ama sino su reflejo, su doble fantasmático. No se conoce, se admira. No se ama, se

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desea. El amor que lo define es desdichado porque es ilusorio: «¡Ay! ¡La imagen es vana, y el llanto, eterno!» (Valéry) . El sabio, al contrario, que se conoce pero no se admira ( ¡ se conoce demasiado bien para eso ! ) , se ama con un amor sin deseo y sin ilusiones. Se ama, pero no está enamorado de sí mismo. Su deseo es de alteridad. Su pasión tiene otras alas. El sabio es el anti-Narciso. Con todo, ¡ no lo imagi­ nemos pascaliano ! Él, que no odia nada, ¿ cómo iba a odiarse a sí mismo? El anti-Narciso es Narciso feliz. El odio de uno mismo conduce a la religión: «No me buscarías si no estuvieras ya perdido». Aunque una determinada forma de amor por uno mismo es religión: Narciso es el sacerdote de su ombligo. El narcisismo es la religión de las almas mezqui­ nas. Tenemos el Dios de que somos capaces . . . Es el opio de los imbéciles. El sabio se cura de estas dos religiones: se ha en­ contrado y, al hacerlo, se ha liberado de sí mismo (todo conocimiento es liberación: el «conócete a ti mismo» de Sócrates es lo contrario del egoísmo). Ni Pascal ni Narciso: puede amarse serenamente. Y por consiguiente, liberado de todos los dioses, puede amar también a los demás. Narciso curado (cu­ rado de sí mismo) , Eco se acerca...

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Las imágenes siempre nos vuelven desdichados, por la imposibilidad en la que nos encontramos tanto de poseerlas como de vencerlas. Pensad en Narciso o Don Quijote . . . Y tenemos razón en temer los fantas­ mas, precisamente porque no existen.

Tengo simpatía por Narciso. Le concedo mil excu­ sas. Y ante todo, el haber sido tan bello. ¿Quién de nosotros se le resistiría? Y luego esto: si hubiera sido amado por algún otro, apasionadamente, totalmen­ te, absolutamente amado, como se sueña serlo a los

16 años, no habría tenido necesidad, para compen­ sar esta carencia, esta falta insoportable de amor, de amarse tanto a sí mismo . . . Sé bien que estaban las Nin­ fas. Pero eso es lo que dice la leyenda. O quizás ellas vinieron demasiado tarde, o no supieron hacerse en­ tender. O no lo amaban verdaderamente, ni siquiera Eco, o no lo suficiente. Hay tantos falsos amores, amo­ res egoístas o fingidos ... Quizá todo narcisismo sea de consolación. Me diréis: «Pero ¿quién es amado así, absoluta­ mente amado, tal como soñaba a los 16 años?». Nadie, evidentemente. Y por eso todos somos Narciso. Pero menos bellos.

Hay días en los que se·tiene tanta conciencia, tan claramente conciencia de no ser nada... que ya no se

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A'.'JDRÉ COMTE-SPONVILLE

sufre. ¡ Días benditos de indiferencia ! Pero la may oría de las veces nos resignamos mal, y, creyendo ser algo, nos asombramos de ser tan poco. La ilusión no reside tanto en el el algo.

tan poco como en

Es Edipo quien se arranca los ojos, no Narciso. Podemos lamentarlo. Porque Edipo no gana nada con ello, salvo la vana tristeza de un «castigo» inmerecido. Es víctima de los dioses, hasta el final . . . Mientras que Narciso hubiera ganado un mundo, y, primordialmen­ te, la capacidad de amarse, por fin, a sí mismo y y a no a su doble, su inaccesible reflejo. También podría ha­ ber amado su cuerpo, es decir, la parte, cualquiera que fuera su belleza, menos interesante de sí mismo. Pero ¡ su imagen ! Desdichado Narciso, idólatra de sí mis­ mo, y víctima, como Edipo, de sus fantasmas . . . Narciso ciego sería Narciso curado, j Narcíso libe­ rado de sí mismo ! ¡ Narciso feliz ! j Y libre, :finalmente, para cantar, como Homero o Demócrito (ambos cie­ gos, si damos crédito a la tradición), la belleza del mundo y la risa de los dioses ! Narciso ciego, amante del mundo y de sí mismo ... Eso es lo que sería un sabio. El viejo Demócrito, que reía incesantemente en su noche, nos da una idea. Pero no basta con arrancarse los ojos.

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zoo Cruel, pero necesaria, es para todos la experiencia de verificar sus propios límites. No saldremos de nuestra jaula; pero hace falta saber que estamos ence­ rrados. Como las tristes fieras, deambulamos tras nuestros barrotes. Y ni siquiera tenemos público. De ahí la gloria, ese sueño de los monos.

Sabiduría. Resignarse a no ser nada. Y luego resig­ narse a ser uno mismo.

Soledad. Como una muerte anticipada. Esto tam­ bién es válido para ti. Acostúmbrate a pensar que tu muerte no cambiará nada: que tu importancia es sólo imaginaria. Todo el mundo puede prescindir de ti; y tú el primero. Deja tu alma en desherencia.

La primera regla: no mentir.

A"'DRÉ CO�TE-SPONVILLE

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No siempre se puede decir la verdad. A veces

se ignora, y no siempre hay una verdad que decir (por ejemplo, cuando se trata de opiniones o de gustos). Pero es\entonces, sobre todo, cuando no se debe men­ tir: porque esta mentira no tendría perdón. Decir que dos y dos suman cinco, no sería tan grave. Los grandes artistas son los que no mienten (Rem­ brandt, Velázquez) , o sólo son grandes en sus momen­ tos de verdad (Delacroix). Un artista que miente ya no es

un

artista: es un esteta. Un filósofo que miente: un

sofista. Un político que miente: un demagogo. Y cuando toda la sociedad miente. . .

Y en primer lugar: no mentirse a sí mismo� El resto vendrá por descontado.

VIII

Los hombres se figuran ser libres. SPINOZA

El fin del Estado es, pues, en realidad la libertad. SPINOZA

Quien, desde el comienzo, está contento de sí mismo, no necesita la filosofía. Tampoco quien, aun cuando esté descontento, renuncie a cambiarse. Tomar la decisión de filosofar (sí, esto se decide: basta con quererlo) es siempre impugnar el fatalismo del propio carácter, del propio temperamento, de las propias angustias, del pro­ pio inconsciente, de las propias pasiones: del propio cuerpo. Este cuerpo es yo. Filosofar es no resignarse a sí mismo, o no por completo. No aceptarse como destino. (El filósofo y el artista coinciden en esto: se trata siempre de remontar la propia pendiente. Pero el ar­ tista crea fuera de él. El filósofo, al contrario, se crea a sí mismo, es decir, se transforma: quiere ser su pro­ pia obra maestra. Por eso la obra que deja sólo se da por añadidura, y no siempre. Por ejemplo: Sócrates, Pirrón o Buda.

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Además, vernos que el arte y la filosofía no son, en un mismo individuo, incompatibles. En principio.) La filosofía es, pues, también un asunto de volun­ tad. No es filósofo quien lo desea, sino quien lo quiere. ¿Qué diferencia hay entre los dos? La acción. La vo­ luntad es un deseo en acto; el deseo, una voluntad en potencia. Por eso no tenernos la voluntad que desearnos, sino la que querernos. Me parece que esto se entiende: por definición. De ello se desprende que no todos pueden ser sa­ bios (punto en el que Epicuro y Spinoza están de acuerdo) , ni siquiera filósofos. No todo el mundo es capaz de quererlo.

Lo que hace decir a Freud que todos estarnos en­ fermos, todos neuróticos, que el hombre es oscuro, opaco, contradictorio, que lo que manda en nosotros es el inconsciente, no la voluntad, que lo que nos go­ bierna es el deseo, no la razón . . . Sin duda, es uno de los aspectos del psicoanálisis, y por lo demás todo eso es cierto, al menos en parte. Pero, a fin de cuentas, Freud no deja de afirmar también lo contrario, es de­ cir, dialécticarnente, el otro lado de la verdad: que la salud es posible, que se puede curar una neurosis, que el ser humano puede salir de su noche y conocer, al menos en parte, su inconsciente, que es capaz de ra-

SOBRE EL CUERPO

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zón y de voluntad, que puede, lo haga o no, dominar su deseo o sublimarlo. . . Este teórico de la noche es un médico de la Ilustración o, como se diría en su lengua, de la Au/kliirung. «Es a plena luz -escribe- como se triunfa sobre el deseo.» Y de quien propone el triunfo luminoso (o lúcido,

es la misma palabra), ¡ se hace la tapadera para todas las derrotas, la excusa para todas las cobardías ! Habla de victoria, de curación, de liberación, y el eco respon­ de: todos enfermos, todos enfermos . . . Freud sólo e s e l teórico de la enfermedad para poder ser el médico de la curación. Sí la enfermedad es real, la curación es posible. La noche nos viene dada. La luz: podemos hacerla. Prometeo no robó el fuego. Lo inventó. La luz, en este caso, es la liberación. Curar a al­ guien es liberarlo: devolverlo a la razón, que no per­ tenece a nadie, y a la voluntad, que sólo es suya (de­ volverlo a lo universal y a sí mismo) . Lucidez y salud van juntas. Cuando se saca el deseo a la luz plena de la conciencia, como dice Freud, todo lo que puede hacer el analista es dejar que el paciente quiera

-o

no-- satisfacerlo. El paciente curado es quien deja de padecer para actuar. Freud aquí no dista tanto de Descartes, y está muy cerca de Spinoza. En suma: lu­ minoso. Como cualquier verdad, incluso la más som­ bría, es luz.

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Se dirá: esto ya no es psicoanálisis. Pero el mismo Freud lo dijo: lo que le interesaba, más allá del psicoa­ nálisis, era la filosofía. A nosotros también.

Un pensamiento justo puede provocar efectos ne­ fastos. Fue así como la negación del libre albedrío, en Spinoza, Nietzsche, Marx y Freud (que no era en ellos más que lucidez y coraje), sirve en la actualidad como garantía teórica a la generalización de la indolencia y de la cobardía. Todo el mundo ve en su cuerpo, la so­ ciedad, su infancia o su inconsciente, las excusas pre­ elaboradas que necesita para soportar sus propias ba­ jezas. «Soy un cobarde, pero no es culpa mía: cuando era pequeño .. Este narcisismo indulgente y mise­ rable se alimenta de la demagogia ambiente. Tiende a sustituir, en la izquierda, a la hipocresía de la derecha. Esquematicemos: el canalla de derechas se considera un hombre de bien, o quiere aparentarlo; el de iz­ quierdas se reconoce tal como es, pero se perdona con facilidad: «En esta sociedad .. ., con la infancia que he tenido, mi complejo de Edipo, mi neurosis . . La mala conciencia sustituye a la mala fe, pero, al excu­ sarlo todo, aboca a lo mismo: la confesión de la falta se perdona mucho mejor si uno no era libre de no come­ terla. Si no existe el libre albedrío, yo no soy respon­ sable. Por tanto: inocente, ¡incluso cuando soy culpa­ ble! No se detiene el progreso, sobre todo para los progresistas. Parece que así la negación del libre albedrío des.

»

.

».

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truya la moral, al considerarla ilusoria, y, en conse­ cuencia, conduzca a la abolición de la idea de una je­ rarquía ética. Queremos demostrar que todo esto es falso. Ejemplo. Untel es un cobarde. ¿Es culpa suya? No. Pero a pesar de todo no deja de ser un cobarde. Como el ciego: no es culpa suya si no ve, pero es ciego. Como la inteligencia: el imbécil no ha elegido serlo, pero eso no lo vuelve más inteligente. Como la belleza: quien es feo no lo es tampoco por su culpa, pero eso no quiere decir que sea bello. Llamo indolencia a la fealdad que se sonríe en el espejo. «Pero, si el asesino no fuera libre de matar, ¿no podría entonces reprochárselo, ni en consecuencia castigarlo?» Reprochárselo, no: por eso ningún odio está, en el fondo, justificado. Asimismo, cualquier cas­ tigo es ilusorio, al pretender reestablecer una justi­ cia mítica (ha matado, luego es justo matarlo). Pero la sociedad tiene el derecho a defenderse. Spinoza, so­ bre esto, tiene la fría claridad de la evidencia: «Quien se pone rabioso por la mordedura de un perro es dig­ no de excusa, y, no obstante, con derecho se le estran­ gula». Spinoza: «Los hombres malos no son menos temic bles, ni menos perniciosos, por ser necesariamente malos». Pero son menos odiosos. Por eso, es posible combatirlos sin odiarlos: sin entristecerse al combatir­ los (porque el odio es una tristeza) . Amar a los enemi-

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gos implica que se tengan. No es abandonar el comba­ te, sino combatirlos alegremente. Sin embargo, decía, es filósofo quien quiere serlo. Desde luego. Pero voluntad no es libre albedrío. El libre albedrío implica la contingencia, es decir, una excepción en el mundo de la necesidad o del deter­ minismo, un efecto sin causa, algo inconcebible. «El hombre no es un imperio dentro de otro imperio», como dice Spinoza; no escapa a la necesidad, y sólo se cree libre en la medida en que ignora las causas que lo hacen desear, querer y actuar. Así, la virtud es un asunto de voluntad: es sincero quien quiere serlo, valiente quien quiere serlo. No se miente, no se roba, no se huye sin querer. Pero eso no concierne al libre albedrío: se miente, se roba y se huye en razón de (determinado por) lo que uno es. La voluntad es el efecto, no la causa, de mi ser. Por eso se habla de una voluntad determinada, y el doble sentido del adjetivo, en francés, es revelador. ¿Cómo podría decidirse una voluntad sin causa? Es filósofo quien quiere serlo, es decir, quien está determinado a quererlo ... con determinación. Uno no se vuelve sabio por casualidad, ni por capricho. Creer en el libre albedrío es lo mismo que creer que uno puede elegirse a sí mismo, sin ser determina­ do a ello por nada. Es hacer como si yo no fuera nada (una nada, dice Sartre) o como si fuera Dios, que no es.

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Yo soy lo que quiero: sincero, honesto, valiente (o mentiroso, ladrón, cobarde...), porque quíero serlo. Pero ¿por qué lo quiero? Porque lo soy. Soy lo que quiero y quiero lo que soy. Es el círculo vicioso del yo, del que cualquier voluntad permanece prisionera. Únicamente la razón, que no es nadie, se sustrae a: él. El libre albedrío no explica nada: no es más que un nombre dado a la ignorancia. Negarse a creer en él equivale a aceptar el conocer y el explicar. Es la condi­ ción de posibilidad de las ciencias humanas (Marx, Freud, Durkheim ... ). Eso no suprime la moral (¿quién podría?, ¡ tampoco depende de un decreto ! ) , pero hace callar a los misántropos y a los censores de la «na­ turaleza humana», a quienes «atribuyen la causa de la impotencia e inconstancia humanas -escribe Spi­ noza-, no a la potencia común de la naturaleza, sino a no sé qué vicio de la naturaleza humana, a la que, por este motivo, deploran, ridiculizan, desprecian o, lo que es más frecuente, detestan». El libre albedrío, prejuicio de misántropos y ofi­ ciales de prisiones. La necesidad, al contrario, empuja a la misericordia... y a la prudencia. La naturaleza humana no existe. Sólo existe la his­ toria, que, en la moral, se juzga a sí misma. El libre albedrío supone que un mismo individuo puede, en el mismo momento, querer dos acciones contradictorias. Esto implica que el yo existe indepen­ dientemente de sus elecciones, más acá de ellas, y que permanece idéntico a sí mismo más allá de sus fluctua-

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ciones. El libre albedrío obedece en esto a una visión sustancialista del yo: el alma como sustancia. Por eso desemboca en la inmortalidad y, a través de ella, en la religión. Al contrario, quien piensa que el yo no es nada, en todo caso nada sustancial, no algo distinto a un efec­ to variable y contradictorio de estructuras y procesos diferentes (físicos, psíquicos, lingüísticos, sociales . . . ) , comprende que ninguna de sus elecciones e s indeter­ minada, ni, en consecuencia, absolutamente libre. Lla­ mo

voluntad a la instancia extrema, siempre única en

cada instante, 21 en la que esta determi.."'1ación se resume y se realiza en un acto.

Mi alma es mi voluntad (mi cuerpo, entonces, pero en

acto). «A quien ponga en duda mi libertad -decía

Alain-, se la demuestro temerariamente.» Pero esto no demuestra nada, o tan sólo que Alain tenía liber­ tad, no que fuera libre de tenerla. Lo real es siempre cuantitativo: es

más o menos Io

que es. Así, un individuo tiene mucha voluntad, y otro, muy poca. La voluntad es real. Sucede lo mismo con la inteligencia, la bondad, la valentía... Son cuali­ dades reales del hombre. Pero no decimos que un in-

2 1 . Se engaña quien crea querer dos cosas contradicto- . rías al mismo tiempo. No quiere ni una ni otra: se contenta con desearlas. Yo no honro a todos mis deseos con mi voluntad. Felizmente.

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dividuo tenga más libre albedrío que otro. El libre al­ bedrío es infinito, decía Descartes, o no es. Perfecto: no es. Descartes tiene razón al escribir que mi libre albe­ drío es formalmente igual al de Dios. Spinoza está de acuerdo con él, pero matiza: uno y otro no son nada. Dios no produce sus efectos por la libertad de la vo­ luntad, sino por la necesidad de su naturaleza. Tanto en mí como en Dios, no existe la contingencia: «La voluntad no puede llamarse causa libre, sino sólo cau­ sa necesaria». Esto no quiere decir que la voluntad no exista, ni que no tenga ninguna función, sino, al con­ trario, que existe y actúa necesariamente. Diderot: «Sea cual sea la suma de elementos que me componen, yo soy uno; ahora bien, una causa sólo tiene un efecto; yo he sido siempre una causa única; luego nunca he debido producir sino un solo efecto; mi duración no es pues más que una serie de efectos necesanos». ¿Podría haber actuado de otra manera? Por su­ puesto. Pero entonces hubiera sido otro. Lo irreal del pasado, como dicen los gramáticos, sugiere aquí lo esencial: sólo existe para la imaginación. Lo real del presente, que es lo real, sólo conoce la necesidad. Ejemplo. Tal individuo, en determinadas circuns­ tancias, da muestras de valor, sinceridad o generosi-

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dad; tal otro, en las mismas circunstancias (o el mismo individuo, en un momento diferente) , se muestra co­ barde, hipócrita, egoísta . . . Sus elecciones respectivas, a cada instante, son al mismo tiempo voluntarias y necesarias: tal como son, en este momento, no pueden actuar de distinto modo que como actúan (para eso, tendrían que ser diferentes de lo que son: los prin­ cipios de identidad y de no contradicción no lo per­ miten). Tal como son ... Entiéndase: uno superior al otro. Nuestra ética supone esta jerarquía, ¿y quién nos la negará?22 En cambio, vemos que esta jerarquía no su­ pone el libre albedrío, sino sólo la voluntad. Nuestra ética es voluntarista. Lo que eres se revela en lo que quieres, que lo expresa: tú

eres lo que tú quieres. Así,

no hay ilusiones ni hipocresías, ni tampoco excusas. ¡ Deja de contarte cuentos, de aparentar, de soñarte diferente! ¡ Deja de creer que vales más que tus actos t Son ellos los que te juzgan, no tus sueños o tus deseos incumplidos. No vales más que tu voluntad.

Vales lo que quieres.

¿Y la libertad? No es ni el libre albedrío (que no es) ni la voluntad. Una voluntad puede ser libre o no. Por ejemplo, el loco: quiere, pero su voluntad no es libre.

22. Sin embargo, es una jerarquía moral; por tanto, no es más que un producto social, históricamente determinado. No lo negamos. Razón de más: nos tomamos en serio la histo­ ria, y, por tanto, también la moral.

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Sigamos de nuevo a Spinoza. La libertad no es lo contrario de la necesidad (porque entonces no sería nada) , sino un caso particular de ella, y lo contrario de la coerción. Es libre lo que depende de mi propia ne­ cesidad; coercitivo, lo que depende de otra. Ahora bien, lo más profundo reside en esto: la voluntad mis­ ma puede ser forzada, es decir, depender de una nece­ sidad que no es la mía. Por ejemplo, los locos, los bo­ rrachos y la ideología. El libre albedrío no existe, pero podemos ser más o menos libres. Y sobre todo: podemos

liberarnos

más o menos. No hay libertad absoluta o infinita; no hay más que un proceso, siempre inacabado, de libe­ ración. ¿Qué es un hombre libre? El hombre liberado. Spinoza lo llama «el sabio». Esta libertad del sabio, según Spinoza, sólo se al­ canza mediante la razón. El matemático es abso­ lutamente libre, a pesar de que no tenga posibilidad alguna de elección: su demostración es totalmente ne­ cesaria, sin ser de ninguna manera constrictiva (sólo se la impone su propia razón, que es la parte de él que es libre) . Así se explica el

more geometrico de la Ética,

y aún más, quizá, lo que pueda haber de liberador en las ciencias humanas. Marxismo y psicoanálisis sólo son liberadores en la medida en que son racionales. ¡ Lás­ tima que marxistas y psicoanalistas no lo sean más ! Ahora bien, las ciencias humanas sólo son raciona­ les en la medida en que excluyen el libre albedrío como su objeto. La libertad pasa, pues, por el rechazo del libre albedrío. Fue lo que Spinoza mostró con cla-

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ridad: pues es precisamente el hecho de que «los hom­ bres figuren ser libres» lo que les impide volverse li­ bres. ideológico. Sólo el conocimiento nos libera de él. ¡ Esto no quiere decir, sin embargo, que la volun­ tad no sirva para nada! No suple al conocimiento, pero . ningún conocimiento sería posible sin ella. Y esto me retrotrae a mi comienzo. De que filosofar signifique no resignarse a uno mismo, se deduce la posesión, consigo y contra sí, de esta capacidad de rebelión, este poder de decir no, y, en definitiva, que se tenga un alma, es decir, una voluntad.23 Me gustaría definir así el hecho de filosofar: uso voluntario de la razón, uso ra­ cional de la voluntad. Voluntad sin razón es locura. Pero la voluntad ha perdido su alma.

«Si Dios no existe -dice un personaje de Dos­ toyevski-, todo está permitido.» De ninguna mane­ ra. Porque yo no me lo permito todo. Si Dios no existe, puedo mentir, faltarme el valor, ser cruel, matar... Pero entonces soy un mentiroso, un 23 . Debería decir: algo de alma, algo de voluntad. Por­ que, en el sentido en el que hablo, estas dos realidades son cuantitativas. Todo el mundo las tiene, pero más o menos. Toda alma es grandeza y magnitud de alma.

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cobarde, un cabrón o un asesino. Si me niego a ser eso, no puedo ni mentir, ni matar, ni. . . Todo depende de la idea que uno se haga de sí mismo, y de la voluntad que se tenga, o no, de adecuarse a esta idea. La fe en uno mismo sustituye a la fe en Dios. Creo que ya se ha di­ cho: si Dios no existe, soy Dios. Simplemente: un dios mortal. Pero ¿qué es lo que cambia? La idea de recompensa o de castigo, la pers­ pectiva del paraíso o del infierno, no pueden en nin­ gún caso fundar la moralidad, ya que la suponen. Esto no quiere decir que los valores morales depen­ dan de la libre elección de cada cual. El sentimiento del deber me prueba su exterioridad: puedo obedecer, o no, a la ley moral, pero no puedo ni cambiarla ni su­ primirla. Kant da sobre esto ejemplos bastante claros. No obstante, la ley moral, o el sentimiento que se tiene de ella, varía según las épocas y los individuos. Para unos, el robo es una falta grave; para otros, lo es, en cambio, la propiedad . . . Y la mayoría de los kantia­ nos, actualmente, están en desacuerdo con Kant. j Cu­ rios a razón pura, que cambia con el tiempo ! De este valor moral, que me obliga sin, n o obstan­ te, ser eterno, diremos que es histórico. Razón impura, pero razón a pesar de todo. Luego: si Dios no existe, yo soy Dios; pero un dios sometido a la historia. El orgullo y la humildad se com­ pensan aquí. Y este equilibrio define bastante bien una

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cierta idea que nos hacemos de la dignidad, que exclu­ ye tanto la arrogancia pretenciosa como la humilla­ ción de uno mismo. Pues, como dice Alain, «no hay otra cosa en la moral que el sentimiento de la dignidad». Toda falta es indigna. Motivo por el cual la moral es una apertura a lo absoluto. Ésta es la equivocación de Dostoyevski. Mentir, robar, violar, matar. . . son cosas que no me permito. Todo eso no es digno de mí: no es digno de la historia que me ha hecho lo que soy. Debemos continuar una novela comenzada por otros, nunca acabada. . . ¡ Hay que estar a la altura!

Spinoza enuncia el postulado común d e las cien­ cias humanas: «El hombre no es un imperio dentro de otro imperio», sino que, como todo lo que existe en la naturaleza, está determinado objetivamente, y por eso es científicamente cognoscible (véase el prefacio a la tercera parte de la Ética). Las ciencias humanas supo­ nen siempre este determinismo: excluyen, pues, el li­ bre albedrío, pero para aumentar nuestra parte de libertad. Por ejemplo: Marx: «No es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino, al contrario, su ser social el que determina su conciencia>>.

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Freud: «El psicoanálisis se distingue por su fe en el determinismo de la vida psíquica. Ésta no tiene, en su opinión, nada de arbitrario ni de fortuito». La creen­ cia en el libre albedrío es «completamente anticientí­ fi.ca y debe desvanecerse ante la reivindicación de un determinismo psíquico». Durkheim: «La sociología sólo podía nacer a con­ dición de que la idea determinista, fuertemente esta­ blecida en las ciencias físicas y naturales, se hubiera extendido finalmente al orden social». Mauss: «Todo lo que postula la sociología es sim­ plemente que los hechos que se llaman sociales están en la naturaleza, es decir, están sometidos al principio del orden y del determinismo universales y son, por consiguiente, inteligibles». De hecho, no hay ciencia de la libertad: sólo po­ dernos explicar científicamente los determinismos (inclusive el, muy estricto, del cálculo de probabili­ dades). Sólo es libre lo que es inexplicable, luego incognoscible. Es decir... ¿nada? Claro que no. La ra­ zón, que lo conoce todo, es por eso mismo incognos­ cible. No podemos conocer la condición de todo co­ nocimiento posible. No hay ciencia de la razón, porque sólo hay ciencia gracias a ella. ¿La neurobiología? Ex­ plica el pensamiento, verdadero o falso, pero no la razón (sin la cual la neurobiología, como ciencia, sería obviamente imposible) . ¿La lógica? No explica la ra­ zón, sino que la verifica, la explicita, la formaliza. Del mismo modo que el ojo no se ve, la razón no se conoce a sí misma: es tan incognoscible corno invisible es la

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mirada. Un hombre único y sin espejo no sabría lo que es un ojo. Ahora bien, no hay más que una única ra­ zón: la de Dios, como dice Spinoza, o la del universo (su racionalidad), del que soy una parte. La razón no se conoce: se comprueba ( «Habemus

ram»).

enim ideam ve­

Luego: mi libertad incognoscible

es

la razón.

«El hombre libre -dice Spinoza-, es decir, quien vive según la guía de la razón.» Esta razón es universal (carece de ego). Por eso el sabio está liberado de sí mismo. «Pero -se me replicará- yo puedo ver mi ojo, o su reflejo, en un espejo.» La razón también. Su espejo es el universo, y recíprocamente. La naturaleza y la razón se reflejan entre sí, al infinito, y son lo mismo: el universo es racional y la razón es universal. Partícula del universo, partícula de la razón: sólo soy un momento -ínfimo y efímero-- de esta re­ flexión infinita y eterna. Quien una noche dirige durante mucho tiempo la vista a las estrellas (aguanta su larga y silenciosa mira­ da), acaba por darse cuenta, por aceptarlo alegremen­ te. Su paz entonces -¡ inmensa! , ¡ eterna!- es la del universo. Es la paz de Dios, tanto más completa cuan­ to que no existe.

El principio de causalidad se aplica también a los individuos. Pero esto no justifica nada. Todo se expli­ ca; nada se excusa.

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O mejor: una falta explicable (excusable también en esto) sigue siendo una falta. Hitler también tiene una explicación.

Ser libre no es hacer lo que quiero. Porque este «lo que quiero» siempre está determinado: por mi cuer­ po (especialmente, por mi cerebro) , mi educación, mi sociedad, mi inconsciente, en suma: por «mÍ», es de­ cir, por este yo que mis padres y la sociedad, la historia o los cromosomas, poco importa, me han dado al ha­ cerme nacer. La mayor esclavitud (la mayor necesi­ dad) reside en el principio de identidad:

a

=

a; yo soy

yo. Sólo se podría salvar el libre albedrío renunciando a la lógica. Pero sería a cambio de renunciar a la ver­ dadera libertad (a la verdad liberadora) . Tal vez me sea posible eludir la sociedad, salir de mi clase social, cambiar de cultura y de lengua, vencer a mi cuerpo o a mi inconsciente. . . Pero ¿quién me curará de mí? Lo vio bien Sartre: «Uno puede liberar­ se de su neurosis, pero no se cura de sí mismo». Pues este «yo» que soy, no lo he elegido yo. Observad a los recién nacidos .. . ¿Y qué otra cosa somos sino un re­ cién nacido que ha crecido? Si hubiera podido elegir, sería mucho más guapo, mucho más fuerte, más inte­ ligente, más voluntarioso, y mejor, claro que sí, mucho mejor de lo que soy. j Quizá sería Mozart, o Spinoza, o, por qué no, los dos ! Entonces sí: hacer lo que quiero sería verdaderamente ser libre. Pero, evidentemente,

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no es el caso: uno no se elige, jamás_ Uno se padece. El verdadero destino, finalmente, el único, es ser uno mismo. Ya lo sabía Heráclito: el carácter de un hom­ bre (lo que es) es su «daimon» (su demonio, su desti­ no). Diderot lo confirma: «¿Puedo acaso no ser yo? Y, siendo yo, ¿puedo obrar de un modo diferente que yo? Y desde que estoy en el mundo, ¿acaso ha habido un solo instante en el que esto no haya sido cierto?». ¿Innato? ¿Adquirido? Las dos cosas, casi siempre, pero la cuestión no es esa. Este destino o esta identi­ dad son absolutos, insuperables. Aun cuando consiga cambiarme, siempre seré yo quien me cambie; otro no cambiaría o cambiaría de otro modo. Al cambiar, sigo siendo tan «yo» como sin cambiar. Yo soy mi propia prisión, de muros infranqueables: se desplazan al mis­ mo tiempo que el prisionero que encierran o que son. ¿Esclavitud sin salida? ¿Cautividad total y definiti­ va? No del todo. El medio para salir de mí, lo tengo en mí mismo. Es la razón (mi cerebro, en tanto que tiene acceso a lo universal y a lo verdadero). Sí: mi razón me libera de mí mismo, de la esclavitud omnipresente de ser yo. Porque la razón no es nadie, ahí está el quid; por eso es universal. Cuando demuestro que la su­ ma de los ángulos de un triángulo, en un espacio eucli­ diano, es igual a dos ángulos rectos, no soy «yo» quien piensa, sino la razón la que piensa en mí. Esta demos­ tración es verdadera independientemente de mi cuerpo o de mi educación, de mi clase social, de mi infancia o de mi herencia, de mi lengua o de mi inconsciente. Y lo mismo sucede con las geometrías no euclidianas: su

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verdad no depende del individuo que las piensa. Eso es lo que distingue la ciencia de la ideología, a Marx de Lyssenko, y a Freud (como teórico) de sus pacientes. Del mismo modo que no hay una ciencia burguesa y una ciencia proletaria, tampoco hay una ciencia neu­ rótica y otra que no lo es, una ciencia en francés y otra en alemán, una ciencia de Oriente y otra de Occiden­ te . . . Supongamos incluso que exista, en otro planeta, otra especie inteligente, con otro cerebro (u otro órga­ no que desempeñe su misma función) , otro código genético, etc.; pues bien, apuesto a que (después de todo, puede darse la experiencia extraterrestre) quizá no tuviéramos los mismos matemáticos (la historia de la ciencia también sería diferente) , pero ellos po­ drían entender a los nuestros, del mismo modo que nosotros podríamos, en la medida de nuestra inteli­ gencia, comprender a los suyos. Quizá no tendríamos las mismas ciencias, pero nuestra racionalidad sería la misma. Porque la razón no es humana, ni inhu­ mana. Son los humanos quienes son racionales, o pue­ den serlo. Esta razón es libre: no la determina nada que no sea ella misma. Podemos explicar desde el exterior (es decir, reducir a un determinismo) un error, una ilu­ sión, un lapsus . . . Una proposición verdadera sólo se explica por su verdad, es decir, por sí misma o por otras proposiciones verdaderas de las que depende.

« Verum index sui etfalsi», escribe Spinoza: «la verdad es norma de sí misma y de lo falso». Una idea verdadera no se explica, se conoce («Habemus

enim ideam ve-

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ram»). Por eso la verdad siempre es libre; y por eso la razón es liberadora. Nada que ver, sin embargo, con cualquier forma de libre albedrío: la razón no podría elegir lo falso, ni por tanto lo verdadero. Es libre, pero impersonal. No pertenece a nadie: por eso es accesible para todos. Spinoza diría: toda verdad, incluso en el hombre, es de Dios. Digamos que es universal, mien­ tras que todo hombre, incluso sabio, es singular. La razón: el pensamiento mismo en tanto que es universal. ¿Y qué cerebro hay que no sea particular? ¿Y qué individuo? La neurobiología y el psicoanálisis sólo son posibles, como ciencias, porque la razón, que las posibilita, se les escapa. Así, lo que es libre en mí es lo que no soy yo. Habrá quien quiera ver en ello un motivo de amargura o aba­ timiento. Pero no es tal. Al contrario, ¿acaso hay una idea más alentadora? Lo que es libre en mí, amigos míos, es lo que nos es común: la razón, que está en todos y no pertenece a nadie. ¡ La libertad nos une! Nuestra humilde singularidad no es nada más que un puñado de polvo al viento que se aleja y se pierde. La razón nos libera de la esclavitud narcisista. Compren­ demos entonces que la idea de una libertad egoísta es contradictoria en los términos. El avaro está preso. La razón no tiene ego: ¿cómo podría ser egoísta? Es ge­ nerosa porque es universal. Se me reprochará mi ingenuidad, mi racionalismo pasado de moda . . . ¿Y qué? ¿Quién no se da cuenta de que se parece más a su peor enemigo, cuando razonan

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uno y otro, que a un perro, y que también es más libre en eso? O bien, que ha perdido la razón, que es prisio­ nero de su odio o, dicho de otra manera, de sí mismo y del otro . . . Lo que hay que entender aquí, que está tan claro en Spinoza, es que el racionalismo es antihu­ manista en su principio (la razón no es humana) pero humanista en sus efectos (la humanidad es racional, o puede serlo) . A mayor gloria de Grecia, del Renaci­ miento y de la Ilustración. Hagamos un resumen. Hay en mí algo que es libre, pero que no es yo: la razón. Y algo que es yo, pero que no es libre: mi voluntad. La razón es libre, pero imper­ sonal. La voluntad es personal, pero está determinada. Por mi voluntad, yo soy yo (o mejor, no dejo de con­ vertirme en mí mismo) . Por mi razón, no soy nadie o soy todo el mundo. Pero ser uno mismo le viene dado (o impuesto) a cualquiera. Ser razonable, no. La unión de la razón y de la voluntad permite ser uno mismo sin ser cualquiera. Permite ir hasta el extremo de sí mis­ mo sin aceptarse corno destino. Ser sí mismo sin ser esclavo de sí mismo. Esta unión (siempre frágil, nunca definitiva) de la razón y de la voluntad es, pues, libe­ ración. Es yo sin serlo, y es un poco vosotros. Es mi destino superado, mi victoria sobre mí mismo: mi li­ bertad. En una palabra: mi sabiduría.

La fealdad de Sócrates es emblemática: el sabio es

el anti-Narciso.

206

ANDRÉ COMTE-SPOt\'VILLE

Conócete a ti mismo. Eso te liberará de ti rnis­ rno (la verdad, sobre el sujeto que tú eres, no es sub­ jetiva).

Providencia o fatalidad, apenas tienes elección. Pero depende de ti que tu destino sea la surna de tus actos, o la de tus cobardías.

IX

Ciertamente, parece que se diera entre ellos un combate de gigantes: hasta tal punto se oponen a propósito del ser. PLATÓN

La autoridad de Platón, de Aristóteles, etc., no tiene mucho peso sobre mí: me habría sorprendido haberos oído alegar a Epicuro, Demócrito, Lucrecio . . . SPINOZA

No transigiremos a propósito del materialismo. Ni tampoco a propósito de nuestros ideales. Que nuestro materialismo sea ascensional.

Contra Platón: Epicuro. Contra Descartes y Leib­ niz: Spinoza. Contra Kant o Hegel: Marx. Contra Sartre (por ejemplo) : Freud. Y luego los unos contra

los otros.

El resultado: nuestra filosofía.

Prioridad de la materia y primacía del espíritu. De uno a otro, no hay contradicción sino ascensión. Nuestro materialismo (prioridad de la materia) es un

2 10

ANDRÉ COMTE-SPO?-iVILLE

materialismo ético (primacía del espíritu) . ¿Cómo podría ser filosófico sin eso?

Para quien se eleva a la metafísica, nos previene Leibniz, la primera pregunta es esta: «¿Por qué hay algo y no más bien nada? Porque la nada es más sim­ ple y más fácil que algo». Si el ser es eterno (y nece­ sariamente lo es) , es, entonces, lo más difícil que, en cualquier tiempo, existe. Ser es ser difícil (el

conatus

de Spinoza: el esfuerzo por ser). Todavía nos encontramos en esta dificultad. Con­ tinuamos con ella. ¿Por qué hay algo y no más bien nada? A esta pre­ gunta, Leibniz responde que es necesaria «una última razón de las cosas», que sea «un ser necesario»: Dios. Pero Spinoza ya había respondido: todo lo que es es necesario; todo es Dios.

Deus sive natura: Dios, es decir, el ser mismo en su necesaria dificultad. Es lo que se esfuerza en ser y no es nada más que este esfuerzo (conatus, energeia). No hay ninguna contingencia: dado que el ser es, no puede no ser. O mejor, toda contingencia es imagi­ naria: el ser es necesariamente (puesto que es), pero nosotros imaginamos que

habría podido

no ser. La

irrealidad del pasado: el presente del imaginario. La angustia metafísica, demuestra así Spinoza, per­ tenece por entero a la imaginación. La razón, que sólo

SOBRE EL CUERPO

211

conoce lo que es, no s e angustia. Enloquecemos al imaginar la nada. (Pero, como sabemos, la imaginación también es necesaria.)

Rilke: «Sabemos pocas cosas, pero que tengamos que perseverar en la dificultad es una certeza que no debe abandonamos. Es bueno estar solo, porque la so­ ledad es difícil . También es bueno amar, porque el amor es difícil». Y añade lo siguiente, que suena tan spino­ zista: «Debemos perseverar en la dificultad. Todo lo que vive lo hace. Cada ser se desarrolla y se defiende a su manera y extrae de sí mismo esa forma única que le es propia, a cualquier precio y contra todo obstáculo». El

conatus de un ser, señala Spinoza, es su esencia actual,

o en acto, por la cual se determina al oponerse «a todo lo que puede excluir su existencia». Existir es resistir. Esta dificultad de ser, esta tensión (el

tonos de los

estoicos), este conatus («el esfuerzo por el que cada cosa intenta perseverar en su sern) toma conciencia de sí, en nosotros, en el deseo, que es . ¡Razón de más para existir y resistir!

A:\:DRÉ COMTE-SPONVILLE

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Lucrecio no dice otra cosa, bajo el nombre de cli­

namen, ese movimiento de desviación (necesario pero indeterminado) de los átomos, de donde procede la voluntad, que es deseo:

voluptas, voluntas.

Y Freud (cosas muy diferentes a pesar de todo), bajo el nombre de libido . Y Marx, bajo el de

interés.

Y Nietzsche, bajo el de voluntad de poder. Esta última expresión es la más equívoca. El poder, tiene que pre­ cisar Deleuze, no es «lo que quiere la voluntad, sino quien quiere en la voluntad». Es la «fuerza de existir>>, la «potencia de obrar y de querer». Pero estas últimas expresiones no son de Nietzsche, sino de Spinoza. Su punto de vista es el más general: es el punto de vista de Dios, es decir, de todo. El punto de vista universal. Lo más difícil, pues, y lo único verdadero.

No creo que Spinoza sea

un

precursor de Marx.

Más bien, el marxismo es un caso particular del spino­ zismo, su aplicación, por decirlo así, humana e histó­ rica. Si yo fuera una flor, un caballo, un átomo o una estrella, el marxismo no me serviría para nada. Pero seguiría siendo, al menos virtualmente, spinozista. El spinozismo es una filosofía universal. El marxis­ mo, regional. Dicho de otro modo: soy marxista porque soy hombre (y hombre del siglo xx) . Soy spinozista por­ que soy. Y nada más.

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Lo mismo se podría decir a propósito de Freud, de su relación con Spinoza (por ejemplo, sobre la cuestión del determinismo psíquico, o sobre la del deseo, «tenga el hombre, o no tenga, como dice Spi­ noza, conciencia de él»). Pero al llamarnos marxistas, actualmente, el efecto de ruptura es mayor. Ahora bien, la ruptura es lo que buscamos, para que nuestro materialismo no tenga ambigüedades.

El spinozismo remata la teología, en los dos sentidos de la palabra: la muerte de Dios la lleva a su término y a su perfección. Y si Spinoza no le retira el nombre de Dios al cadáver que teoriza, es porque no le faltan razo­ nes. Ese cadáver es la vida, y más que ella: el ser mismo, del que la vida es sólo un caso particular. La teología se vuelve así ontología o metafísica. El discurso sobre Dios es discurso sobre el ser, que es «único, infinito, es decir, todo el ser>>. Pero este ser no es trascendente, ni está oculto. No hay trasmundos. Sólo conocemos lo que es; todo lo que es, es conocible.24 24. Incluso, sin duda, los seres humanos, sus pasiones y sus actos. La articulación en Spinoza del marxismo y del psi­ coanálisis (del que tanto se habla, pero mal, por no haber en­ tendido que no era pensable sin reducción en Marx ni en Freud, sino en Spinoza) puede situarse con toda exactitud a la altura de la proposición 16 de la primera parte de la Ética, es decir, en torno al concepto de necesidad. Hay una necesidad histórica (Marx). Hay una necesidad psíquica (Freud) . Y ni la

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ANDRÉ COMTE-SPONVILLE

Naturalismo y racionalismo: ¡ una misma causa! La di­ ferencia entre las ciencias y la metafísica es, sobre todo, cuantitativa, al igual que lo finito se distingue de lo ab­ solutamente infinito. Pensar el ser (metafísica) no es otra cosa que conocerlo (ciencias) . Pero si el ser infinito puede decirse de un modo íntegro y unitario (es lo que hace la Ética, a partir de las proposiciones 1 1 , 15 y 16 de su primera parte) , los hombres no tienen ni tendrán de él sino un conocimiento parcial y múltiple: la metafísica es una; las ciencias son plurales. En estos dos discursos, no deja de actuar la misma razón, que es la misma tanto en mí como en Dios, y que puede llamarse la racionali­ dad del universo (la razón en tanto que inmanente, la inmanencia en tanto que racionalidad). Es pues absur­ do temer un desacuerdo fundamental entre ciencias y metafísica: sería un desacuerdo de la razón consigo misma. Es vano también asombrarse, como hacía Eins­ tein, de la adecuación de la razón (incluso a priori o supuestamente tal) con lo real. Las matemáticas siem­ pre armonizarán con la naturaleza: «El orden y la co­ nexión de las ideas es igual que el orden y la conexión de las cosas». Dios es cosa extensa (res extensa). Y tam­ bién es cosa pensante (res cogitans). Y luego una infiuna ni la otra tienen que ver con cualquier tipo de providencia o de finalidad que sea ( ¡ a pesar de Jung y de los marxistas ! ) : ambas forman parte de l a necesidad universal d e la naturale­ za. El hombre no es «un imperio dentro de otro imperio» (la cultura forma parte de la naturaleza) . Por tanto, es conocible científicamente, con la misma razón que todo lo que es o que sucede.

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nidad de otras cosas (los diferentes modos de sus atributos desconocidos) . Pero todas estas cosas la mis­ ma (una aedemque res) : no hay más que una sola sus­ tancia (Ética, I, prop. 14, y II, escolio de la prop. 7) o un solo universo (Carta 64, a Schuller). Lo real es ra­ cional y lo racional es real: el ser es verdad. Podemos hablar de paralelismo de los atributos (la expresión, tradicional, no es de Spinoza), pero todas esas parale­ las se confunden en una. El universo y el pensamiento, lo real y la verdad, son una sola y misma cosa: Deus

sive natura... Este naturalismo n o es un teísmo. U n Dios no creador, sin trascendencia, sin finalidad, sin subjetivi­ dad, etc., no es un Theos. Pero tampoco es, estricta­ mente hablando, un ateísmo. En el a-teísmo, aunque sea de forma negativa, Dios siempre está presente. Edificado por entero en torno a su negación, conserva en hueco la marca de su ausencia, su lugar vacío, al modo de un amante desgarra­ do («en mis brazos te tengo ausente», escribe el poe­ ta), o como siente un amputado el dolor del brazo que ha perdido. El fantasma de Dios sigue así obsesionan­ do a quien lo ha matado. De ahí el miedo, la angustia, la nostalgia... que son tristezas y sólo tienen por obje­ to fantasmas. Spinoza rechaza todo eso. Su panteísmo es un ateísmo sin negatividad: la superación de Dios se lleva a cabo en la plenitud de su afirmación. Dios no es una persona porque es todo. Dios no está ausente: es el ser presente en todo, en todo está presente. No está muerto: es la vida. No es la nada, sino el ser. Y la sim-

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2 16

ple confirmación de su esencia, es decir, de su necesi­ dad, disipa los fantasmas. El panteísmo de Spinoza quizá sea el único «ateísmo» no castrado por Dios: el único, al contrario, que libera en él la plenitud de su potencia.25

Y su monismo naturalista quizá sea, igualmente, el único «materialismo» capaz de pensar la objetividad del ideal. Spinoza supera la oposición del materialis­ mo y el idealismo, es decir, de la materia y el pensa­ miento, al elaborar la teoría de su unidad ontológica (no hay más que una sola sustancia) preservando su tipo específico de objetividad y de racionalidad (las cadenas causales siguen siendo internas a cada atribu­ to:

Ética, II, prop. 5 a 7 , y escolio) . Pero esta superación del materialismo y el idealis­

mo se lleva a cabo en el campo del materialismo, por dos razones: l . Spinoza se niega a pensar un espíritu exento de

materia (Dios mismo es res extensa).

2 . Teoriza l a objetividad del pensamiento, e s decir, la separa de la conciencia y de la subjetividad. Conoci­ da o no por los hombres, la verdad (la idea verdadera) es lo que es: el ser mismo. El pensamiento tiene así la cualidad que, para los materialismos, define la mate­ ria: la existencia objetiva, independiente de la con­ ciencia. 25. ¿El único? Habría que preguntarse si Epicuro, al proporcionar a los dioses una existencia (material) , un lugar (los intermundos) y una función (son los bienaventurados modelos del sabio), no llevó a cabo una operación del mismo orden. Pero esa es otra historia.

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2 17

Si Spinoza supera la oposición del materialismo y el idealismo, es asegurando la victoria del segundo sobre el primero. Ya no hay combate, porque la victo­ ria ya se ha producido. Nos encontramos en la paz de la verdad. Esta paz aún es sólo teórica, y Spinoza sabe mejor que nadie

(Ética,

I, Apéndice) que, en este de­

bate, la teoría no es lo único que se dirime (que una ilusión no es sólo un error: que este debate es un

bate).

com­

Pero una victoria teórica tiene también su im­

portancia, y, a su nivel, ésta es absoluta. Porque, ha­ blando ontológicamente, el error no es nada. La paz de la verdad es la paz del ser. Nos preguntamos entonces por qué este título de

Ética que dio al libro capital de la metafísica. La ética es la teoría del bien y del mal. Ahora bien, desde el punto de vista de Dios o de la naturaleza, estas nocio­ nes no tienen ningún sentido. Spinoza lo demuestra

(Ética, IV) , pero podemos presentirlo intuitivamente: cuando, una noche (en lo que Lucrecio llama «las no­ ches serenas»), contemplamos durante mucho tiempo el firmamento estrellado, cuando escuchamos en no­ sotros el eco de su silencio, cuando nos invade el infi­ nito, la eternidad... hay en esta meditación del ser, en este cara a cara con el universo que nos contiene, un momento en el que cualquier valor se disipa. Sentimos que «las cosas en sí mismas o en su relación con Dios no son ni bellas ni feas», ni buenas ni malas. El mal

ya no existe, ni, por consiguiente (IV, 68, demostra­

ción), el bien. El menor guijarro se vuelve equivalente al David de Miguel Ángel, y recíprocamente. La moral

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ANDRÉ COMTE SPONVILLE

se desvanece. El arte se desvanece. Comprendemos lo que es el ser, y que todo ser es perfección. Y murmu­ ramos, como hacían ya los estoicos: «Todo es igual». Porque todo es. Pero entonces, ¿por qué una ética? Porque resulta que este libro divino (en tanto que es verdadero, está escrito desde el punto de vista de Dios) habla del hombre. Ahora bien, mientras que para Dios el bien y el mal no existen, los hombres, en cambio, tienen el sentimiento de lo bueno y de lo malo: porque no nacen libres (IV, 68) , porque están «zarandeados por las causas exteriores», es decir, so­ metidos a encuentros útiles o nocivos. Por ejemplo

(Carta 1 9, a Blyenberg) , nunca ha existido un fruto prohibido, sino que «la prohibición del fruto del ár­ bol consistía simplemente en que Dios reveló a Adán las consecuencias mortales que tendría la ingestión de ese fruto, lo mismo que nos revela a nosotros, por el entendimiento natural, que el veneno produce la muerte». No hay mal en sí, sino lo malo para nosotros y nuestros semejantes. Todo lo demás es superstición. Luego no hay pecado. Pero los hombres sufren y son ignorantes. Se ven por eso obligados a tener una moral (Spinoza lo muestra y las ciencias humanas lo confirman: por ejemplo, el superyó en Freud o la ideo­ logía en Marx). En tanto que cree referirse al ser, o sea, en tanto que se cree verdadera, esta moral es ilusoria. Pero esta ilusión es necesaria (por sus causas) y útil (para la humanidad) . La realidad no es moral, pero la moral es real. La verdad no tiene moral (el amoralismo de las ciencias lo muestra bien), pero la moral puede

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ser conocida en su verdad. E s lo que hace la Ética. Es la verdad de la moral. No se tome esto en el sentido hegeliano de la expresión. La verdad de la moral no es su finalidad (todo finalismo es producto de la ignoran­ cia) , sino su conocimiento verdadero. Ahora bien, todo conocimiento es liberación. La ética, que es la moral verdadera, es también la moral libre. No anu­ la la ilusión, sino que nos libera de ella.26 No es un amoralismo (porque yo no soy Dios) : es una moral liberada. La libertad, tanto en esto como en otra cosa, es razón. También es virtud o potencia. Todo lo demás es esclavitud. Actuar razonablemente, actuar libre­ mente, actuar virtuosamente, es un solo y mismo modo de vida, que lleva el nombre de sabiduría. En tanto que es paso a una mayor perfección, esta virtud es siempre alegre. Es verdad que se puede ha­ cer tristemente lo que el sabio hace en la alegría: por ejemplo, la triste moralidad de los burgueses honra­ dos, los Platón o los Pascal, los timoratos y los chin­ ches de sacristía ... Eso no es virtud, sino esclavitud (sumisión a la sociedad o a Dios, al policía o al cura, a los padres o a los vecinos . . . ) . Por eso casi toda esta gente tiene necesidad, para ser moral, de otro mundo, que sea recompensa o castigo. El hombre libre, al con­ trario, encuentra, aquí y ahora, su «recompensa» en la

26. El astrónomo ve siempre girar el Sol alrededor de la Tierra. Pero ya no es prisionero de esta ilusión, cuyo mecanis­ mo y cuya verdad entiende.

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conciencia que tiene de «obrar bien y estar alegre», o, dicho de otra manera, en su propia sabiduría: «La fe­ licidad no

es

el premio de la virtud, sino la virtud

misma». La filosofía sustituye a la religión. La salva­ ción está aquí abajo. Sí, esto

es

lo que, entre otras cosas, he aprendido

de Spinoza. Siempre echaremos de menos ese «tono» único, hecho de altura y simplicidad, esa sinceridad grave y serena que parece la voz misma de la verdad. Tiene razón Bergson: «Cada vez que releemos la Ética, volvernos a ser spinozistas en cierto modo, porque te­ nemos la impresión diáfana de que ésa es exactamente la altitud en la que debe situarse el filósofo, de que ésa es la atmósfera en la que realmente el filósofo respira. En este sentido, podría decirse que todo filósofo tiene dos filosofías, la suya y la de Spinoza>>. Esto es cierto, sin duda, y para mí también. Pero la más bella de las · dos, en cualquier caso, es siempre la de Spinoza.

Ejemplo. Para quien pasea de noche, a orillas de una playa, los reflejos de las reverberaciones formadas a lo largo del dique dibujan sobre el agua negra muchas líneas luminosas y trémulas, que convergen hacia el especta­ dor y se desplazan con él. Otro espectador, situado a una decena de metros del primero, no ve los mismos reflejos. Ve una masa negra donde el primero admira la plata más refulgente, y viceversa. Y mil personas,

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situadas una detrás de otra a lo largo del dique, verían

mil juegos diferentes de reflejos. E iguahnente diez mil, y cien mil, etc. Cada uno de estos puntos de vista es verdadero en lo que muestra (hay verdaderamente luz en ese lugar) y falso en lo que excluye (también la hay al lado, donde yo no la veo). Cada uno de estos puntos de vista es verdadero, aunque parcial. Pero, entonces, debe haber un punto de vista des­ de el cual todos los reflejos se sumen, y desde donde el mar parezca enteramente iluminado, pero también, porque se puede hacer el mismo razonamiento con las partes oscuras, enteramente negro. Este punto de vista es el único absolutamente verdadero. Necesario por eso, y real (o mejor: es la realidad misma). Es el punto de vista de Dios. Pero está claro que nadie lo puede ver. El punto de vista de Dios es un punto de vista necesario e imposible: un punto de vista real que nadie puede ver, un punto de vista sin visión, un punto de vista ciego, que no es rigurosamente ya un punto de vista. ¿Hay que decir entonces que Dios existe (porque su punto de vista es necesario) , o bien que no existe (porque su punto de vista no es visto por nadie) ? De­ pende. Porque el punto de vista de Dios es el de la totalidad. Ésta existe, evidentemente; por eso se pue­ de decir lo mismo de Dios (es lo que hace Spinoza). Pero esta totalidad no es

un

sujeto, no es nadie, y en

este sentido Dios no existe. Elegiremos una de las dos formulaciones por razones de conveniencia (y actual­ mente nos parece preferible la segunda) . Lo funda­ mental, sin embargo, no se encuentra ahí. La totalidad no es nadie, pero no es nada, porque es el todo.

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El punto de vista de Dios es el punto de vista de la totalidad, y, por tanto, también de la objetividad abso­ luta. Ser ateo no es negar que esta objetividad exista ( ¡ sería negar que el mar y las reverberaciones exis­ ten ! ) . Es decir que nadie la ve (negarse a transformar esta objetividad en subjetividad). Pero el científico y el metafísico, cada uno a su manera, tienden necesariamente a ella. Todo esfuerzo por pensar es una tentativa de ser Dios.

Hay que evitar un contrasentido a propósito de Spi­ noza: creer que la necesidad es un destino, una providen­ cia, un «orden del mundo», en suma, hacer una lectura estoica del spinozismo, algo que casi siempre se hace. Para evitarlo: leer a Spinoza a la luz de Epicuro. Eso no es tan difícil. La necesidad spinozista, al carecer de finalidad y de plan preconcebido, no dista mucho, en efecto, del azar epicúreo (el cual, ya que «nada nace a partir de nada», no podría ser una con­ tingencia, sino su contrario: un determinismo). ¿Hay algo más determinado que un· dado que rueda sobre una mesa? El orden entero de las cosas no es más que el universal desorden (porque carece de finalidad) de un universo, no obstante, totalmente pensable y racio­ nal: un universo sin «cosmos». Todo sucede por azar; nada es contingente. O dicho de otra manera: el azar es otro nombre (epicúreo) para la necesidad (spino­ zista) . Todo puede explicarse; nada está escrito.

SOBRE EL CUERPO

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Este universo también puede llamarse libre, ya que, al ser todo, sólo se obedece a sí mismo.

ra videtur libera»,

«Natu­

escribe Lucrecio (II, 1 .090- 1 .091 ) .

Y Spinoza: «Dios existe libremente (aunque necesa­ riamente) porque existe por la sola necesidad de su naturaleza»

(Carta 58).

Pero es una libertad sin que­

rer. Ningún plan la preside, dice Lucrecio, y Dios, precisa Spinoza, «no produce sus efectos en virtud de la libertad de su voluntad». Ahora bien, una «liber­ tad» sin voluntad es una libertad ciega, es decir, azaro­ sa. No hay, pues, tanto para Epicuro corno para Spino­ za, ni destino ni providencia. El panteísmo naturalista de uno y el materialismo atomista del otro coinciden, y se oponen ambos al panteísmo cósmico, finalista y providencialista de los estoicos. Igualmente coinciden las concepciones que Epi­ curo y Spinoza se hacen del hombre, de la moral, del placer, de la felicidad e, incluso, de la muerte (que no es nada). Habría que ser muy miope para no verlo: el spinozisrno apenas tiene algo que ver con el estoicis­ mo, cuyos principios son falsos

(Ética, V,

Prefacio) ,

pero, en cambio, tiene mucho que ver con el epicu­ reísmo, o, en general, con el materialismo atomista grecolatino, del que se reclama explícitamente

(Car­

ta 56, a Hugo Boxel). Podríamos realizar el mismo trabajo a propósito de Marx y Freud: leerlos a la luz de Epicuro y de Spi­ noza. Si los más recientes son más precisos o local­ mente más completos (hay, en Marx y Freud, muchas cosas que no se encuentran en Epicuro o Spinoza), los

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más antiguos tienen, sin duda, el privilegio de decir las verdades más fundamentales. ¿ Corresponde a unos la precisión y a otros la profundidad? En tal caso, el orden cronológico, entre Epicuro, Spinoza, Marx y Freud, sería también, en su continuidad heterogénea, el orden de una importancia decreciente. . . El día en el que marxistas y freudianos lo com­ prendan, dejarán de llamarse así.

« Words, words, words.» No es una condena. Todo lo que de grande hicieron los hombres nació de las palabras o sería imposible sin ellas. Porque no hay nada que sea grande sino en virtud del pensamiento, y el hombre sólo piensa con palabras. ¿Cómo podríamos amar, si no existiera la posibili­ dad, miles y miles de veces, de decirlo?

Es turbadora la experiencia de callarse, quiero decir interiormente, y de intentar pensar a pesar de todo. El alma se agota en el intento de contemplar su fugacidad. La estupidez animal, si tomamos la palabra (bhise) al pie de su letra muda, es, para un cerebro humano, la tarea más fatigosa. «La ausente de todos los ramilletes», como dice Mallarmé, es la flor misma de nuestra vida interior. Las palabras son, para noso­ tros, el alma de las cosas. Y por consiguiente --, nuestra propia alma.

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El silencio mismo no es más que una palabra. Ca­ llarse es estar ya en el lenguaje. Un guijarro no se calla, y sólo es silencioso por la palabra (para nosotros). El espíritu, entonces, ¿es un juego de palabras? ¡ Claro que no ! El espíritu nace, al contrario, cuando las palabras dejan de ser un juego, es decir, de obe­ decer únicamente a las reglas que lo definen, para aceptar otras, a las que no altera el cambio de reglas (la traducción) y que el silencio mismo - ¡ oh, pensa­ miento !- no revoca. Un pensamiento intraducible no sería un pensamiento. Y tres estrellas formaban ya un triángulo miles de millones de años antes de que su nombre fuera pronunciado, del mismo modo que to­ das las ideas verdaderas que pueden deducirse del triángulo seguirán siendo todavía verdaderas miles de millones de años después de la muerte del último de los matemáticos. Las palabras nacen y mueren, y tam­ bién morirá la especie humana. La verdad es eterna. Ésa es la grandeza de Platón, y, aún mayor, la de Spi­ noza. (Esto no es idealismo. ¡ Idealista, al contrario, es quien cree que la verdad tiene necesidad de él para existir, o de ser conocida para ser verdadera ! La noción de «verdad objetiva», sin la cual no habría ningún materialismo, supone exactamente lo con­ trario. )

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Puedo decir que la parte es más grande que el todo, pero no puedo pensarlo. Basta esto para mostrar que el pensamiento no es el lenguaje. Pensamos con palabras, pero no son las palabras las que piensan. Del mismo modo que respirar no es más que un desplaza­ miento de aire, pero no es el aire el que respira. Contra los sofistas y los traficantes de viento.

Podemos decir sin pensar, pero no podemos pen­ sar sin decir. Lo inefable es lo impensado. ¿Impensa­ ble? En absoluto. Porque (Parménides) . Lo impensable no es.

Nunca se habla demasiado. Se habla mal. Charla­ tán no es quien utiliza con profusión el lenguaje (en­ tonces, Sócrates también lo sería), sino quien lo usa mal, lo que, como escribe acertadamente Platón, «no es sólo defectuoso en sí mismo, sino que incluso hace daño a las almas». ¿Quién decía que toda filosofía, precisamente a partir de Sócrates, no consistía más que en un solo problema: saber qué quiere decir ha­ blar? Esto es cierto, y cierto es, también, lo que ense­ · ñaba Simone Weil, que se puede «reducir todo arte de vivir a un buen uso del lenguaje». De lo único que se trata es de componer las palabras, y el vivir mismo no es más que relato o ficción. No se tome a mal, ni se piense que toda vida es literatura. Para ordenar todo

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el universo, Dios mismo, entiéndaseme, no lo hizo de un modo diferente, él que conocía el

nombre de cada

átomo. . . ¿Y qué era? Silenciosamente: el átomo mis­ mo. El Verbo de Dios, el Lagos de los griegos, la razón de Spinoza, es esa lengua sin habla en la que sólo hay, para quien sepa entenderla, nombres propios. Len­ gua perfecta, y por eso: muda. Dios no habla; Dios se escucha.

Un amigo me reprocha tomarme por Dios. Veo en ello, al contrario, un acto de humildad. Dios no es nadie. La peor presunción consiste en creerse uno mismo. Spinoza, por ejemplo, menos pretencioso que Nietzsche, y, como todos los grandes clásicos, humil­ de en su orgullo. ¡ Compárese también a Mozart y a ... Wagner!

(Lo que Nietzsche no perdona a Wagner: que se le parezca. Tienen los mismos defectos y, por lo demás, lás mismas cualidades: grandilocuencia, potencia, su­ tileza. . . ) Orgullo: tomarse por Dios (por lo que hay de divi­ no en uno mismo, que no es uno mismo). Presunción: tomarse por uno mismo. Y lo que pone un límite a mi orgullo: veo demasia­ do bien en qué sigo siendo banalmente pretencioso.

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La humildad de Spinoza reside, al contrario, en su orgullo mismo. Escribe un libro «desde el punto de vista de Dios» . . . pero no lo firma. ¿Cuántos escritores serían capaces de hacerlo? Yo no. Sin embargo, sería necesario: la verdad es anónima. Aunque no es menos cierto que, en materia de belleza, esta «verdad» es ilusoria: para Dios o en sí mismo, nada es bello, ni nada es feo. Pero es una ilu­ sión necesaria. En esto coinciden Spinoza y Kant, y se completan. No puedo no pensar que todo el mun­ do (inclusive Dios) debe preferir Mozart a Claude Fran�ois (e incluso Mozart a Wagner) . Y sin embargo, sé bien que no es así. Lo cual no significa que esté equivocado. La superioridad de lo verdadero sobre lo bello es su universalidad real (objetiva) . Lo verdadero no de­ pende de los hombres. Ni siquiera depende de Dios (puesto que es el propio Dios). En cuanto al bien, se encuentra ciertamente del lado de lo bello . Aunque hay que vivir como si estuvie­ ra del lado de lo verdadero. El valor no es verdadero; la verdad carece de valor. Aunque hay que vivir como si esta disyunción no exis­ tiera. Por lo demás, es imposible actuar de otra forma. Ese «hay que» no es la expresión de una orden o de un consejo, sino el reconocimiento de una necesidad. Véanse Spinoza, Marx, Freud. . . Reprocharles que ten-

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gan una moral o tengan gusto ( ¡lo que sería, dicen, in­ compatible con sus teorías, y prueba de incoherencia ! ), es no entender tres cosas: lo que es una ilusión; lo que es la necesidad; y lo que es una ilusión necesaria. El rodeo por Kant, también aquí, puede ayudarnos a eliminar esta triple dificultad. Aunque no sea indis­ pensable. Para quien se tome el tiempo de meditar, la Ética de Spinoza bastaría: muestra que el sabio se libe­ ra de la ilusión, pero sin escapar a ella (sin siquiera quererlo) . Porque «somos una parte de la naturaleza total, cuyo orden seguimos». Pretender vivir sin ilu­ siones sería tomarse por Dios. Orgullo legítimo para el pensador, pero fatal para la humanidad.

Althusser: «Sólo una concepción ideológica de la sociedad ha podido imaginar una sociedad sin ideolo­ gía». Sólo una concepción ilusoria del hombre podría imaginar una humanidad sin ilusiones.

Ilusión verdad... La frase «El sol sale por el Este» las con.;ene a las dos. Y el arte. Llamo verdad subjeti­ va a la que es verdadera en el marco de una ilusión. Y objetiva, a la verdad... sin ilusiones. Desde el punto de vista de Dios, la segunda es la verdadera. Pero, para el hombre, la primera importa mucho más: ya que so­ mos «una parte de la naturaleza total», y no el todo. El ..

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navegante, que busca el Oriente, no se equivoca, y lo encuentra. Sin esta . El sabio no va a ninguna parte. Ya ha llegado. El Jardín es lugar, no de viaje, sino de paseo: sin otra meta que sí mismo y el placer que se obtiene de él. Los platónicos son zombis de viaje. Los amigos de Epicuro se pasean riendo. . . Tanato:filia o hedonismo. Filosofar es aprender a vivir.

Tiene razón Pascal: Nunca nos situamos en el tiempo presente. Recorda­ mos el pasado; anticipamos el porvenir. .. Así pues, nunca vivimos, sino que esperamos vivir; y, puesto que siempre nos disponemos a ser felices, es inevitable que nunca lo seamos.

Por tanto, hay que ser felices ahora. Hablemos únicamente de :filosofía en presente. Todo lo demás es mistificación.

Sabiduría: ser feliz sin esperar. Nuestra ética es a corto plazo. Quien quiere ir has­ ta el infinito, tiene que partir inmediatamente. Desa­ rrollemos en nosotros la impaciencia de la eternidad. Y nuestro presente hará sus funciones.

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Es también la lección de Epicuro: Nacemos una vez y no hay que esperar a nacer de nue­ vo. Se deduce de ello que la duración eterna no existe en absoluto. ¡ Tú, que no eres dueño del mañana, toda­ vía pospones el placer! Consumimos nuestra vida a fuerza de esperar, y cada uno de nosotros muere abru­ mado por sus preocupaciones.

Esto no quiere decir que la felicidad resida en la búsqueda aleatoria de los instantes, en el

carpe diem

de Horado, que sólo es un hedonismo miope (más cercano a Aristipo, sin duda, que a Epicuro). Lo que es necesario es vivir, aquí y ahora, la felicidad de la eternidad (los «bienes inmortales», como dice Epicu­ ro, de quien vive «como un dios entre los hombres») . Hedonismo, desde luego, pero del alma: eudemo­ msmo. El cuerpo goza; el alma se regocija. ¡ Qué cosa tan triste es un placer sin alegría! Que tu placer sea goce de eternidad.

Carpe aeternitatem.

Los dioses de Epicuro se parecen a los humanos hasta casi confundirse con ellos. A diferencia de una nada: la

nada de la muerte.

Los dioses son los inmor­

tales. Pero, puesto que la muerte, precisamente, «no es nada para nosotros» (antes, porque ella no está; después, porque nosotros ya no somos) , basta con di-

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sipar esta nada ilusoriarnente real para volvernos igua­ les a los dioses. Ésta es la tarea de la filosofía. Tornar la nada por lo que es: nada. Sin embargo, esta nada existe. Es el vacío. Pero te­ nerle miedo es absurdo. El miedo al vacío es vano (en griego, se dice con la misma palabra). Por eso, corno el vértigo del que habla Pascal, es espanto: no de la razón, sino de la imaginación. Filosofar es curarse del vértigo o de la angustia. Y, diga lo que diga Pascal, nada de­ muestra que sea imposible. En cualquier caso: hay que intentar aquí ser va­ . lientes.

La muerte no es nada, enseña Epicuro. Pero eso no quiere decir que no tenga importancia. Esa nada limita nuestra vida. La muerte no es nada, pero nues­ tra vida es finita, y hay que tener en cuenta esta finitud: ¡ el tiempo apremia! La ineluctabilidad de la muerte no impide la felici­ dad, pero determina la urgencia del filosofar. La sabi­ duría es impaciencia.

La angustia es un miedo sin objeto (en contraste con el temor) . Quizá por eso toda angustia es de muerte. Constituye así una verdad (ya que morirnos) ,

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pero imaginaria (ya que la muerte no es nada). Es lo que hace que la angustia sea tan poderosa, o nosotros tan débiles frente a ella. «Como niños que tiemblan en la oscuridad», escribe Lucrecio. No hay nada que ver, y eso es lo que da miedo.

Lucrecio escribe: Mira ahora hacia atrás; observa cuán poco significa para nosotros ese largo período de la eternidad que ha precedido a nuestro nacimiento. Pues bien, ése es el espejo en el que la naturaleza nos presenta lo que nos reserva el tiempo que seguirá a nuestra muerte. ¿Apa­ rece en él acaso alguna imagen horrible, algún motivo de duelo? ¿No es acaso un estado más apacible que cualquier sueño?

Tiene razón: no ser siempre y no haber sido siem­ pre, son las dos caras equivalentes de la misma finitud. Cero igual a cero: todas las nadas valen lo mismo, por­ que no valen nada. Y quien ha vivido bien, no tiene necesidad de vivir más: tal un «convidado ahíto», como dice Lucrecio, se retira de la mesa después de haber saboreado sus principales manjares. ¿Qué le aportaría la repetición indefinida de lo mismo? El nú­ mero de placeres posibles es finito. La naturaleza no innova: «eadem sunt omnia semper», las cosas son siempre las mismas . . . Por eso el sabio puede morir, como pretendía Gide, «totalmente desesperado». Pues ha realizado todas sus esperanzas.

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Pero el insensato se atiborra indefinidamente de comidas que no alimentan. Su angustia parece una bulimia del alma. Y es que sólo come viento.

Ni que decir tiene que esa muerte que no es nada ... es la mía. Los vivos pueden, sin temer la suya, llorar la muerte de los demás. No porque los compadezcan (la nada no es digna de compasión), sino porque sien­ ten su pérdida para siempre. Hay fallecimientos que no tienen consuelo. Si lo meditamos bien, pues, y sea lo que sea lo que la imaginación pudiera pensar (en el caso de que efec­ tivamente la imaginación pueda pensar), mi muerte es la única que, para mí, no tendrá ninguna importancia: no me encontraré con ella. Eso nos permite sacar sere­ namente provecho de la vida. Porque quien no teme la nada de la muerte, no tiene nada que temer de la vida. Siempre podrá partir. .. Se puede generalizar esta comprobación tranquili­ zadora. La muerte sólo es triste para los vivos; la desa­ parición de toda la especie humana (acontecimiento que, con razón, anuncia Lucrecio) no sería pues triste para nadie. El fin del mundo (de nuestro mundo) es tan indiferente como seguro. El sabio, que no teme la muerte, tampoco teme el apocalipsis. Se curó de una vez por todas de la nada.

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Lo que Pascal dice de todos los hombres (que son como prisioneros condenados a muerte) es la situa­ ción efectiva de Julien Sorel o de Meursault en su pri­ sión. Y, sin embargo, ellos son felices; porque, fran­ queado el paso, la muerte ya no les concierne: están del otro lado. Así pues, contra la desesperanza: vivir del otro lado de la desesperación. Lo mismo sucede con la música: el Cuarteto nº 14 de Beethoven nos llega con acentos del más allá, como si viniera del otro lado del silencio. Y la verdadera vida, desde aquí abajo: del otro lado de la muerte. ¿Significa eso darle la razón a Platón? En absoluto. Porque los dos lados son sólo uno (el tiempo recobra­ do en Proust, la eternidad en Spinoza).

Rechazamos la muerte por presunción. Nos resul­ ta insoportable imaginar nuestra humilde persona re­ ducida a nada. Y cada uno de nosotros repite para sus adentros este título de película: «Un tipo como yo no debería morir jamás». Un poco más de humildad ha­ ría la nada más aceptable.

La parte del yo que conoce, dice Spinoza, es eterna y, en tanto que conoce, no muere. ¿ Soy yo entonces inmortal? No, porque yo no soy únicamente conocí-

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miento. Mejor: mi subjetividad, mi singularidad, mi «querido pequeño yo» (todo eso en lo que soy dife­ rente de los demás y de Dios), todo eso no es conoci­ miento y, por tanto, morirá. Pero ¿qué importancia tiene eso? Ninguna; o más bien: imaginaria.

Toda verdad es eterna: ¡ no le afecta para nada nuestra muerte !

Cuanto más conozco, más me desprendo de mí. Volverse inmortal es dejar de ser uno mismo. Ésa es la única gloria (la palabra es de Spinoza) . El resto: pre­ sunción.

Valéry: «Las meditaciones sobre la muerte (tipo Pascal) son cosa de hombres que no tienen que luchar por su vida, que ganarse el pan, que mantener hijos. De la eternidad se ocupan quienes tienen tiempo que perder». Eso es cierto, pero no le quita nada a la medita­ ción. Quienes no tienen tiempo que perder es que ya lo han perdido, o que se les ha robado. El tiempo que perder es el tiempo libre. Quien no lo tiene, está per­ dido para toda la eternidad. En cierto modo: conde­ nado. Eso me recuerda una vieja canción francesa. . .

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Pero inmediatamente pienso que, después de todo, yo también me gano el pan, y es precisamente en eso que me parece perder a veces mi tiempo. O más bien: perder mi eternidad. O los dos. Cualquier tiempo que no se dedique a lo eterno es tiempo perdido. La eternidad es el tiempo salvado: salvado del tiempo. Por ejemplo: un amor eterno. O el arte. O la verdad.

No existe ni naturaleza humana, ni hombre natu­ ral. Lo que es natural en el hombre no es humano; y lo que es humano, no es natural. El hombre es social por naturaleza (Lévi-Strauss: «Quien dice hombre, dice lenguaje; y quien dice lenguaje, dice sociedad») , y, por consiguiente, histórico. Y eso, a escala humana, desde siempre. El hombre es eternamente histórico. La his­ toria es la forma humana de la eternidad. Esto no significa que deba durar siempre. La hu­ manidad puede desaparecer (verosímilmente: desa­ parecerá) . Pero eso no anula la historia, sino que la relativiza considerablemente. Un día habrá un univer­ so tan perfecto como el nuestro (tan real), en el que nada quedará de la cultura humana, en el que, incluso, los nombres de Mozart y Miguel Ángel, y sus obras, y el último cuadro del último pintor, todo se borrará como huellas de pasos matinales en la playa, en el que no quedará otra cosa de esos «movimientos efímeros»,

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corno también dice Lévi-Strauss, sino «la comproba­ ción abolida de que tuvieron lugar, es decir, nada». La historia es la forma humana de la eternidad, pero la his­ toria no es eterna.

(

La fuerza de una filosofía puede medirse por la

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capacidad que tiene, o no, para afrontar sin miedo ni

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fías religiosas lo consiguen bastante bien, y con razón.

i falsos pretextos esta precariedad esencial. Las filoso-

Fueron inventadas para eso. Pero ¿y las demás? Hay que pensar aquí conjuntamente la eternidad absoluta del ser y la efímera duración del hombre, sin que ésta se disuelva en un triste y vano «¿para qué?» (el nihilis­ mo según Nietzsche y Paul Bourget) . Pensar la eterni­ dad del ser sin que la vida del hombre sea nada. Pen­ sar el absoluto, y salvar lo relativo. Ahora bien, ¿qué es lo que, en una vida humana, puede salvarlo de la nada? Es verdad que, ante todo, su inserción en una teleología histórica cualquiera, ya que toda .finalidad humana se disuelve, tarde o tem­ prano, en el .fin (la desaparición) del individuo o de la humanidad. ¿ Qué peso tiene una utopía ante la nada última? La historia no puede salvar nada, porque nada salvará la historia. La finitud cortocircuita la fi­ nalidad. La posteridad no es una salvación: es una prórroga (por otro lado, ilusoria) . La historia humana no tendrá la última palabra. Es lo que pone a Marx en su lugar. Todos somos prorroguistas de la nada.

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iJ.i.tlq�e mi vida, lo que la salva de la

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nada, la primera y la última palabra afirmativa del ser en mí, es la alegría, y sólo ella. Quien es alegre no se

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pregunta «¿para qué?». La alegría, que no deja lugar alguno a la nada, es suficiente. Filosofía y plenitud van juntas. El filósofo debe entonces pensar simultánea­ mente la plenitud eterna del ser y los medios concre­ tos, temporales y temporarios, de la beatitud, y, por tanto, también en la cotidianidad, de la felicidad. In­ sertar lo finito en lo absolutamente infinito, sin disol­ verlo. Epicuro lo hace. Spinoza lo hace. Es vivir el tiempo «sub specie aeternitatiS>>. Eso tiene un nombre:

sabiduría. No la angustia, pues, sino la alegría. La angustia es el sentimiento de la nada. La alegría, el sentimiento del ser. La primera siempre es ilusoria (ya que la nada es nada). La segunda, en su principio, siempre está fundada (ya que el ser siempre es) . La ética y la meta­ física se encuentran en este punto. La teoría del ser es práctica de la alegría y pedagogía de la felicidad (por exclusión, en los tres casos, de la nada). El ser se pien­ sa como verdad, y se vive como alegría. La verdad en mí es alegre. La alegría es verdadera. Ahora bien, la verdad no depende del tiempo. Cuando digo: «En un espacio euclidiano, los tres án­ gulos de un triángulo son iguales a dos ángulos rec­ tos», enuncio una verdad eterna. No siempre ha sido conocida, pero siempre ha sido verdadera y siempre lo seguirá siendo, aun cuando ya nadie esté ahí para pensarla. Igualmente cuando digo: «El ser es». O sim­ plemente: «Hay un ramillete de flores sobre la mesa». Estas flores no estarán siempre ahí; pero es eterna-

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mente verdadero que, en el momento en el que lo digo, estas flores existen y están sobre la mesa. Expresar la verdad de lo provisional es expresar su eternidad. Yo no seré siempre, pero eternamente será cierto que

fui. Así pues, quien dice: «Yo soy», dice una verdad eterna. Y, asimismo, quien dice: «Yo no seré siempre». Esto es eternamente verdadero. La experiencia de la verdad es siempre la experiencia de la eternidad: toda palabra verdadera pertenece a la eternidad.27 Éste es el secreto de la poesía, que es el secreto de todo arte. La alegría es el sentimiento del ser: la verdad es alegre. Pero toda verdad es eterna. Incluso si es breve, cualquier alegría verdadera es eterna. El tiempo no puede nada contra ella, ni la muerte. Spinoza la llama «beatitud». Un individuo efímero, en una sociedad efímera, en un planeta efímero, en un sistema solar efímero, pue­ de así vivir «entre bienes inmortales» (Epicuro). Eso Mientras que la mentira, el error o la ilusión son siempre reductibles a las condiciones temporales (históricas) de su producción. Podemos hacer su historia, como se puede hacer la historia de las ciencias, en la medida en que (Bache­ lard) es «la historia de las derrotas del irracionalismo». La historia de las ciencias no es la historia de la verdad: es la his­ toria de sus descubrimientos progresivos por la humanidad, es decir, la historia (necesariamente recurrente y normativa) de los errores superados. La verdad no tiene historia: es la historia la que es verdadera (por eso es eterna, aun cuando, obviamente, los historiadores no puedan conocerla sino en el tiempo y poco a poco).

27.

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es difícil, sin duda. Todo en la vida nos empuja hacia la nada: hacia el infortunio. Si únicamente el pensa­ miento especulativo debiera conducirnos a lo eterno, quizá ya hubiéramos renunciado. Pero hay momen­ tos en la vida de cada uno (¿de cada uno?) en los que, en el recodo de una música o al doblar la esquina en un paseo, la paz de una meditación o el silencio de un amor, «sentimos y experimentamos -como dice Spinoza- que somos eternos». Tales momentos nun­ ca constituirán la totalidad de nuestra vida (nunca seremos totalmente sabios) , pero podemos multipli­ carlos, dilatarlos: hacer que dure lo eterno. Y luego el arte, que nos muestra (contemplemos a Vermeer o a Corot, escuchemos a Mozart o a Schubert . . . ) que cada instante es eterno, o puede serlo, también nos ayuda. También Proust muestra, quizá mejor que nadie, cómo tres árboles, un seto de espinos blancos, un recuerdo o un pequeño fragmento de pared amarilla, pueden «liberarnos del orden del tiempo» y, por tanto, libe­ rarnos de nosotros mismos, al proporcionar a quien los sabe percibir la sensación gozosa («un goce seme­ jante a una certeza y suficiente, sin necesidad de prue­ bas, para que la muerte me fuera indiferente») de su eternidad. Entonces todo adquiere consistencia: la vida, el arte y la filosofía. Porque «la verdadera vida está en otra parte -como dice Proust-, no en la vida mis­ ma, ni después, sino afuera». Y más precisamente, Éluard: «Hay otro mundo, pero está en éste».

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Podríamos multiplicar las citas. Pero ¿ quién no ha comprendido ya que de Epicuro a Spinoza, de Ver­ meer a Corot, de Proust a Éluard, se oye una misma voz, y que todas las palabras que pronuncia -felici­ dad, belleza, eternidad ...- son los nombres del ser? Sí, todos esos individuos muertos (filósofos, artistas, poetas . . . ) expresan la misma alegría de existir, que es también, incluso inconsciente, la de las flores y los pájaros. ¿Y qué es el amor, sino la alegría de vivir en pareja --el uno para el otro- esta eternidad? Son en esto artistas los amantes, y sabios en su locura. Bienaventurados los que se aman, porque la eter­ nidad (aquí y ahora) les pertenece.

Sub specie aeternitatis, sub specie temporis...

Son

para nosotros las dos caras del ser, pero que sólo se distinguen desde el punto de vista de la segunda (Spi­ noza contra Platón) . Todo es verdadero: todo es eterno. La eternidad no está ante nosotros (Kant) , ni de­ trás (Platón) . Tampoco está «en nosotros». Somos nosotros quienes estamos ea ella.

IX

L a lucha misma hacia las cumbres basta para colmar el corazón de un hombre. ALBERT' CAMUS Murió persiguiendo una alta aventura; su deseo fue el cielo, el mar su sepultura: ¿hay empeño más hermoso y más rica tumba? PHILIPPE DESPORI'ES («ÍcARO»)

«El talento sin genio es poca cosa -anota Valéry-. El genio sin talento no es nada.» Esto no quiere decir que el talento sea algo más alto que el genio, al contra­ rio, sino que lo más alto (aquí: el genio) no es nada sin lo más bajo, mientras que lo bajo solo sigue siendo algo. Por ejemplo, en una casa: quitadle el techo, siem­ pre os quedarán las paredes y los cimientos. Quítadle los cimientos ... Esto aclara el alcance del materialismo. Si es, como dice Auguste Comte, «la doctrina que explica lo supe­ rior por lo inferior», lo alto por lo bajo,28 eso no quiere 28. Por ejemplo, el pensamiento por el cerebro, la vida por la materia inanimada, el espíritu por el cuerpo, la políti­

ca por la economía, la conciencia por el inconsciente, etc. En este sentido, Epicuro, Diderot, Marx o Freud son materialis­ tas cada uno a su manera.

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decir que niegue la bajeza relativa de uno, ni la mayor altura del otro. Ser materialista no es impugnar la je­ rarquía de los valores, sino enraizada en lo real. Es decir, que lo bajo es objetivamente más importante que lo alto (porque lo produce) , más fundamental y más determinante. Eso no impide que sea menos bello o menos interesante, es decir, subjetivamente secun­ dario. Lo más importante, en el orden real de las co­ sas, no siempre es lo que importa más. Lo que más me gusta de los bosques no son las raíces. Sucede lo mismo con la pulsión y lo sublime, se­ gún Freud: la una produce al otro, pero no lo sustitu­ ye. El animal produce al hombre, pero el hombre so­ brepasa al animal. Igualmente, con la economía, según Marx: deter­ mina («en última instancia») la política, pero no la reemplaza (contra el economicismo) . Ser materialista es reconocer que los cimientos son fundamentales. Pero no encerrarse en sus sótanos. Vuestra casa podrá ser más alta y la vista más hermosa,

desde el último piso, a condición de que los cimientos

sean también más sólidos. Pero lo que cuenta es la vista. Cuida al animal que vive en ti, para volverte más humano. Estudia economía, para hacer política. En resumen: sé materialista, en beneficio de tus ideales. Los árboles se alimentan por las raíces. Pero cre­ cen por la cima.

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Volvamos a Valéry. ¿El talento produce el genio? Sí y no. Estiremos la metáfora. El genio es el techo. El ta­ lento son las paredes. Los cimientos . . . Valéry no es sufi­ cientemente materialista. Y Freud, más profundo: en el sentido en que un sótano es profundo, y por eso siem­ pre un tanto triste y sucio, oscuro y misterioso... Valéry, en su prosa, posee el lustre de las paredes lisas a pleno sol. En cuanto al techo, «ese techo, tranquilo de palo­ mas» . . . Valéry es también, a veces, un poeta genial.

Esa gente que se pasa la vida mirándose el ombli­ go, o más abajo, analizando sus complejos, sondeando su inconsciente, contemplando sus fantasmas . . . Son a Freud lo que el economicismo es a Marx: su deforma­ ción. Viven encerrados en su sótano. ¡ Y nos tratan de ingenuos cuando decimos que la luz existe ! La oscuridad los ha vuelto ciegos.

¿Cuál es nuestro objetivo? Una verticalidad sin trascendencia. Hay precedentes: