Sin Duda Alguna (NONE) (Spanish Edition) 9781433678431

Las fastidiosas dudas sobre Dios no evidencian la falta de fe sino el hecho de que nuestra fe crece. Según el Dr. Winfri

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Sin Duda Alguna (NONE) (Spanish Edition)
 9781433678431

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Sin duda alguna, edición digital Basado en la edición impresa Sin duda alguna © 2012 por Winfried Corduan Todos los derechos reservados. Derechos internacionales registrados. Publicado por B&H Publishing Group Nashville, Tennessee ISBN: 978-1-4336-7701-4 Clasificación Decimal Dewey: 239 Tema: APOLOGÉTICA—SIGLO XX Publicado originalmente en inglés por B&H Publishing Group con el título No Doubt About It: The Case for Christianity © 1997 Winfried Corduan. Traducción al español: Marcela Robaina Diseño interior: A&W Publishing Electronic Services Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni distribuida de manera alguna ni por cualquier medio electrónico o mecánico, incluyendo el fotocopiado, la grabación y cualquier otro sistema de archivo y recuperación de datos, sin el consentimiento escrito de la editorial. A menos que se indique otra cosa, las citas bíblicas se han tomado de la versión Reina-Valera Revisada 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblcas marcadas RVR 1995 se tomaron de la versión Reina-Valera Revisada 1995 © 1995 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas NVI se tomaron de la Nueva Versión Internacional © 1999 por la Sociedad Bíblica Internacional. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas DHH se tomaron de Dios Habla Hoy, Versión Popular, segunda edición © 1966, 1970, 1979, 1983 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas NBLH se tomaron de la Nueva Biblia Latinoamericana de Hoy © 2005 The Lockman Foundation. Usadas con permiso.

A Bruno y Úrsula Corduan, mis padres, que me enseñaron a amar la verdad.

Índice Prólogo Reconocimientos 1 Fe, razón y duda 2 Verdad, conocimiento y relativismo 3 El conocimiento: algunos componentes importantes 4 El conocimiento: diversas cosmovisiones puestas a prueba 5 Cosmovisiones problemáticas 6 La existencia de Dios 7 Dios y el mal 8 Los milagros: a favor y en contra 9 Regreso al pasado 10 El Nuevo Testamento y la historia 11 ¿Quién es Jesús? 12 De Cristo al cristianismo 13 La verdad y nuestra cultura

Prólogo Ahora que se ha puesto de moda cuestionar si existe algo que podamos llamar verdad, este libro trata sobre la verdad del cristianismo. Se basa en la idea de que la verdad aún es un bien indispensable. Por más desacreditada que esté, la gente debe vivir, hoy como ayer, regida por la objetividad de la verdad. Lo que usted acepte como verdadero es crucial: el cristianismo enseña que su vida eterna depende de ello. La defensa de la verdad del cristianismo se llama apologética. El término proviene de 1 Pedro 3:15, donde el apóstol nos exhorta a estar preparados para presentar defensa de nuestra esperanza. La palabra griega apología (defensa) es la misma que se utilizaría para defender un caso en un juicio. El cristiano debería ser capaz de afirmar lo que cree y por qué. La apologética ayuda a presentar una argumentación válida a favor de la verdad del cristianismo. Este cometido de la apologética se basa en algunos supuestos que conviene establecer desde un principio. 1. El cristianismo evangélico es verdadero. Una manera de defender el cristianismo sería diluirlo hasta hacerlo aceptable para todos. En el siglo XX hemos visto versiones retocadas del cristianismo que pretenden acompasarlo con las premisas ateas, panteístas, marxistas, seculares y existencialistas. Es interesante notar que este fenómeno, a pesar de la intención de hacerlo más plausible a los no cristianos, no resultó persuasivo. Solo sirvió para que cada uno confirmara sus premisas ateas, panteístas, marxistas, seculares o existencialistas, y no logró convertir a nadie al cristianismo. La lección es que si al cristianismo se lo despoja de su esencia, no vale la pena defenderlo. Por lo tanto, solo nos interesa presentar una apologética del cristianismo que yo considero bíblico (conservador, evangélico, quizás hasta fundamentalista para algunos). Es el único que puede colmar nuestra necesidad espiritual. 2. Es posible defender el cristianismo. En el ámbito filosófico, y aun entre los cristianos evangélicos, la tendencia es a no complicarse la vida con la apologética. A los cristianos se les dice que, si bien sus creencias no tienen nada de irracionales, no deberían preocuparse por defenderlas. Considero que este abordaje es insuficiente. A la luz de la oleada de críticas al cristianismo, tal vez no sea tan racional aferrarse a la creencia cristiana con prescindencia de las pruebas. Estoy convencido de que las pruebas están. 3. La apologética es accesible, no requiere ser especialista en la materia. Este libro tiene en mente como público al estudiante universitario que no cursa filosofía. Espero que estos argumentos les resulten aplicables y eficaces, para evitar recurrir a respuestas demasiado simples.

Reconocimientos Quiero agradecer especialmente: al doctor Paul House, colega, jefe de departamento y amigo, por su continuo estímulo y por sugerirme que planteara la publicación de este libro a B&H Publishing Group; al doctor R. Douglas Geivett, colega, por sus comentarios útiles y muchas buenas discusiones; a la señora Joanne Giger, secretaria del departamento, por su buena disposición para ayudarme siempre que se lo pedía; a John Mark Adkison, estudiante, por enseñarme las letras de las canciones de Metallica, justo cuando temía perder contacto con la realidad (mis hijos son más adeptos al rap); a B&H Publishing Group, por el optimismo y la competencia con que asumieron el proyecto; al doctor Norman L. Geisler, maestro y amigo. En muchos sentidos, este trabajo debe ser considerado una extensión del suyo; al doctor David Wolfe, ex profesor, el que más me animó a lidiar con el acercamiento filosófico a la verdad. Él reconocerá muchas de las pautas que me enseñó en los capítulos 3 y 4 —y sin duda decidirá que todavía no comprendo las cosas como debería—; a Nick y Seth, mis hijos, quienes me animaron mientras escribía. Solo un padre puede entender la dicha de que sus hijos hayan llegado a un sólido conocimiento de Cristo. Solo un filósofo evangélico puede apreciar cabalmente lo que significa que ambos opten por leer apologética al acostarse; a June, mi esposa, por leer el manuscrito y señalar con delicadeza sus deficiencias. Ella me hizo el cumplido más grande cuando se rió en los lugares que debía reírse (y nunca se rió cuando no correspondía); y a Bruno y Úrsula Corduan, mis padres, por lograr algo casi imposible. Ellos me educaron en un ambiente cristiano, pero al mismo tiempo me animaron a aceptar la verdad en dondequiera que la encontrara. Ambos, en muchas conversaciones, desde mi tierna infancia, me enseñaron que la única fe en Cristo que vale la pena tener es una espiritualidad de ojos abiertos. Quiera Dios continuar su ministerio a través de este libro.

1 Fe, razón y duda Preguntas prohibidas Caso 1: Con la clase de «Religiones del mundo» realizamos la visita anual a una sinagoga. Escuchábamos fascinados el relato de Tina, una joven que nos refería su peregrinaje espiritual y su decisión de convertirse al judaísmo reformista. Se había criado en una iglesia cristiana, y de niña había hecho profesión de fe, pero llegada la adolescencia, comenzó a cuestionarse lo que creía. ¿Es Cristo realmente Dios? ¿Tiene sentido la Trinidad? Si somos gente moderna, ¿qué podemos creer que sea verdad? Su pastor le dijo que no debía plantearse esas preguntas, porque dudar era malo; ella simplemente debía creer lo que le habían enseñado a creer. Tina estaba decidida a abandonar definitivamente el cristianismo.

¿La única persona con dudas? Caso 2: Estaba corrigiendo unos trabajos en la oficina; el estudiante citado a una entrevista a las dos ya llevaba diez minutos de retraso. Finalmente, Bill llegó y se disculpó: «No podía salir de la clase de informática». Así que nos pusimos a conversar sobre computadoras, horarios y carga horaria de las clases, de todo menos de lo que supuestamente debíamos hablar. Era evidente que todavía no se sentía cómodo. Después de muchos rodeos, Bill fue al grano: «Simplemente no puedo creer más como creía en la secundaria. Entonces aceptaba todo por la fe. Ahora ni siquiera estoy todo el tiempo seguro de que Dios exista». Conversamos un rato, mientras él continuaba: «Eso no es lo peor. Al parecer, soy la única persona en esta universidad cristiana con estas dudas». Era la tercera conversación de ese tipo que había tenido esa semana.

Tomas el desconfiado Caso 3: De niño en Alemania, como parte de la actividad escolar, los miércoles teníamos que asistir a un culto por la mañana. Los protestantes y los católicos concurrían a sus respectivos servicios religiosos. Como yo era bautista, me asignaron al culto en la iglesia luterana. Así que allí permanecíamos sentados, mientras nos pellizcábamos, hablábamos en voz baja, hacíamos morisquetas e intentábamos cantar interminables himnos demasiado altos para nuestras voces. De más está decir que no recuerdo mucho de lo que escuché en aquellos sermones, pero hay uno que me quedó grabado. Le había tocado el turno de predicar al pastor principal. Era un hombre bueno, de cabello canoso y un semblante enrojecido, seguramente con varios platos de cerdo asado con papas en su haber. Cuando deseaba enfatizar un punto en su predicación, se inclinaba hacia adelante sobre el púlpito, se apoyaba en los antebrazos y las manos, y se empujaba para arriba y para abajo, como si fuera una simpática foca haciendo lagartijas. Aquel miércoles de mañana habló sobre la aparición de Jesús a Tomás, el desconfiado. «¡Dejen en paz a mi Tomás! —nos advirtió el pastor; más que nunca, se parecía a una foca con una misión—. Tomás quería descubrir él mismo la verdad; no se contentaba con lo que le dijeran otros».

Pero, ¿es verdad? «Pero ¿es verdad?» será la pregunta orientadora de este libro. Aunque parezca paradójico, muchos creen en la verdad del cristianismo sin ni siquiera plantearse esta pregunta. Sostienen todas las doctrinas y creencias pertinentes, tienen todas las respuestas correctas, y la verdad de lo que creen les resulta evidente. Ante la pregunta de si el cristianismo es verdad o no, solo responden que sí lo es. En realidad, algunos llegan a afirmar que cualquier otra actitud implica dudar, y debería interpretarse como un acto inherente de rebeldía contra Dios y, por lo tanto, un pecado. No escribí este libro para esa gente.

Muchos de nosotros lidiamos con preguntas sobre la verdad del cristianismo. No luchamos contra Dios ni la iglesia, ni contra la manera en que nos educaron; simplemente, queremos conocer la verdad. ¿Podemos creer lo que afirma el cristianismo? ¿Una persona inteligente puede aceptar que Cristo es Dios o que la Biblia es la Palabra de Dios inspirada? Estas cuestiones exigen una respuesta; reprimirlas podría tener un costo elevado. Los incrédulos necesitan saber La cuestión de la verdad aparece en dos situaciones en particular. En primer lugar, en el contexto de la evangelización. Invitar a alguien a aceptar a Jesucristo como su Salvador conlleva obligatoriamente dos cosas. La persona debe entender el evangelio. Si no entiende su necesidad de salvación y lo que Cristo proveyó para nosotros, no tiene ningún sentido pedir que entregue su vida a Cristo. La persona también debe aceptar que el mensaje del evangelio es verdad. He visto a muchos incrédulos alegar razones valederas que les impiden creer en la verdad del cristianismo y, no obstante, los cristianos los desafían a hacer caso omiso de sus interrogantes y aceptar a Cristo de todos modos. De ningún modo deseamos que alguien entregue su vida por algo que sinceramente no cree que sea la verdad. Más bien, deberíamos poder mostrar a la gente por qué el cristianismo es verdadero. Por supuesto, hay una diferencia entre las inquietudes basadas en una búsqueda honesta de la verdad y el tipo de cuestionamientos que los incrédulos usan a veces solo para escudarse. Con demasiada frecuencia, si no disponemos de una respuesta satisfactoria a la pregunta: «A ver, ¿cómo hizo Caín para conseguir una esposa?», nuestro interlocutor se sentirá triunfante, convencido de que ha refutado la Biblia, la iglesia y todos los dogmas cristianos. Ante esta actitud, debemos llevar la conversación al plano de la necesidad personal y el compromiso. Sin embargo, nosotros a veces también somos culpables de restar importancia a las inquietudes honestas del que pregunta, o aun de tratarlas con desdén. Si hemos de enfrentar las necesidades de las personas en el nombre de Cristo, este ministerio implica responder con sinceridad a sus planteos intelectuales. Además, siempre será mejor un sincero «no sé» que inventar una respuesta que ni siquiera nos convence a nosotros o ignorar la pregunta que nos formularon. De más está decir que tampoco pretendemos afirmar que una persona puede convertirse solo mediante argumentos racionales. La salvación depende de nuestra fe; nadie irá al cielo simplemente porque intentó demostrar que Dios no existía y no lo consiguió. Sin embargo, también he visto que dilucidar las cuestiones racionales bien puede ayudar a que las personas confíen en Cristo. Los creyentes también tienen preguntas Segundo, la cuestión de la verdad está vinculada a nuestro crecimiento personal como cristianos. En algún momento deberemos preguntarnos si realmente estamos convencidos de la verdad que afirmamos creer. Muchos hemos pasado gran parte de nuestra vida en ámbitos cristianos relativamente restringidos. Crecimos en hogares cristianos y nos educamos en la iglesia y en la escuela dominical, o incluso en escuelas cristianas. Si íbamos a la escuela pública, asistíamos a los clubes bíblicos y participábamos de las actividades para jóvenes en la iglesia. Hay muchas creencias que adoptamos mientras crecíamos sin examinar otras

alternativas ni cuestionarnos por qué eran verdaderas. Esto no es intrínsecamente malo. Si para creer tuviéramos que esperar acumular una sólida base de argumentos, la mayoría andaríamos por esta vida como escépticos. Una actitud racionalista de los siglos XVIII y XIX postulaba que no teníamos derecho a sostener ninguna creencia mientras no fuéramos capaces de respaldarla con argumentos indubitables (en el tribunal de la razón). Dicha actitud no es realista ni defendible. No obstante, tampoco podemos darnos el lujo de refugiarnos en la insensatez cada vez que nuestra fe es cuestionada o cuando nos acosan las dudas personales. Necesitamos ser sinceros con nosotros mismos y preguntarnos por qué afirmamos que es verdad aquello que decimos creer. Llegada esa instancia, negarnos a enfrentar la evidencia no apuntalará nuestra fe. Incluso necesitamos dar un paso más. En algún momento de nuestra vida, a medida que maduramos en la fe, será necesario confrontar el sistema heredado de creencias y preguntarnos si realmente lo compartimos. James W. Fowler, desde el campo de la psicología evolutiva, considera que es necesario reexaminar las creencias personales para alcanzar la plena madurez.1 Durante casi toda la adolescencia, los amigos influyen mucho en las decisiones de nuestra vida. Respondemos a los grupos e incorporamos fácilmente como propias sus creencias. Por eso la evangelización en la secundaria debe tener un fuerte componente social. Durante ese período, muchas veces nos recomprometemos con los valores de nuestra familia. Sin embargo, hacia el final de la adolescencia o al principio de la juventud, deberíamos poder desligarnos de esas influencias y decidir si realmente podemos considerar como propias todas las creencias que se nos transmitieron. En la mayoría de los casos, este proceso se vincula con replantearse la verdad de estas creencias. Reexaminar lo que creemos no implica derribar todo para comenzar a edificar de nuevo. Puede ser simplemente cuestión de asegurarse de que todos los clavos estén firmes y aplicar un poco más de cemento aquí y allá. Si la persona no está dispuesta a transitar este proceso, su fe podría resentirse por falta de convicción. Es muy difícil, cuando no imposible, tener una vida cristiana eficaz cuando nos acosan las dudas. Según la Biblia, debemos dedicar nuestra vida a la causa de Cristo, pero ¿qué sentido podría tener cualquier grado de compromiso si no estamos seguros de que la causa cristiana se basa en la verdad? Sin duda, es posible ignorar nuestras preguntas e intentar enterrarlas bajo una sucesión interminable de actividades. Nos presionarán para que hagamos justamente eso; pero esa huida también puede ser una bomba de tiempo (ver el caso 1). Además, de todos modos, nos haríamos un flaco favor. Tenemos libertad para plantear preguntas y buscar las respuestas. Con ese fin en mente, aclaremos la relación entre la fe y la razón, un discernimiento vinculado con la naturaleza de la verdad.

La fe y la razón En el marco de la teología cristiana, usamos el término fe de tres maneras: fe salvadora, fe progresiva y fe pensante. Fe salvadora

Para el evangelio cristiano, la fe salvadora es crucial. En Hechos 16:31, Pablo instruyó al carcelero de Filipos: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo» (RVR1960). Según Gálatas 2:16, somos salvos por la fe, no por las obras de la ley. Efesios 2:8-9 reitera que somos salvos por gracia por medio de la fe. ¿Cómo es esta fe que nos salva? Un buen sinónimo de la fe salvadora podría ser «confianza» o «dependencia». La persona con este tipo de fe expresa que sin Cristo está perdida, que no puede redimirse a sí misma y que el don de la salvación depende solo de Él y de Su obra. Este tipo de fe es un acto de completa entrega a Dios. No es por ninguna clase de obras; por el contrario, es renunciar a todas ellas y depender exclusivamente de Su obra. La fe salvadora es todo o nada. Como señala Pablo en Gálatas, no es posible complementar esta fe con las obras de la ley sin menoscabar la obra de Cristo (Gálatas 5:24). Confiar en algo y al mismo tiempo buscar otras garantías no es confiar; la confianza que no está dispuesta a aceptar lo que alguien afirma no es confianza. Del mismo modo, la confianza en Cristo que procura más ayuda para la salvación no es, en realidad, confianza en Cristo. La fe salvadora, por su propia naturaleza, excluye las obras. Es pertinente una acotación: este tipo de fe, si es genuina, se manifestará en buenas obras. Aunque las obras no son una condición para la salvación, son una consecuencia concreta de la fe verdadera. Así lo enseña también Pablo, por ejemplo, en Gálatas 5 o en Tito 2 y 3, y también Santiago cuando afirma que la fe sin obras está muerta (2:26). Ver nuestras reflexiones sobre esta cuestión en el capítulo 12. Fe progresiva Al segundo tipo de fe la llamaré «fe progresiva». Jesús nos animó a tener esta fe cuando enseñó que no debíamos preocuparnos por el mañana, sino depender de las provisiones de nuestro Padre celestial. La fe progresiva difiere en algunos sentidos de la fe salvadora. En primer lugar, no influye en nuestra salvación. Forma parte de nuestra manera de vivir después de haber nacido de nuevo. Parte de la base de que ya tenemos una relación con Cristo. Una segunda diferencia con la fe salvadora es que al ser progresiva podemos hablar de grados de fe. Puedo crecer en la fe conforme confíe en Dios todos los días. A lo largo de una vida entera consagrada a Cristo, espero llegar a confiar en Él más y más. Sin embargo, la fe progresiva tiene algo importante en común con la fe salvadora: ambas dependen de Dios. Una vez más, lo que importa es aprender a no angustiarnos por nuestras ansiedades, preocupaciones y afanes, sino entregárselos a Cristo. Muchos, en su celo por estos dos primeros tipos de fe, concluyen erróneamente que, como ambos implican entregarse por entero a Dios, la fe es ciega. Dicha afirmación supone que no deberíamos usar nuestra mente para cuestionarnos ni para razonar: confiar en Dios implica la ausencia de cualquier pensamiento o análisis crítico sobre Dios. Basta reflexionar un poco sobre esta actitud para demostrar que es inaceptable. No podemos confiar en alguien ni en algo de lo cual no sabemos nada. Debemos saber que aquello en que confiamos es digno de confianza; no porque deseemos comprometer la naturaleza de la fe, sino para que la fe sea real, para que esté basada en una realidad y no en una fantasía. En Hebreos, leemos que quienes se acercan a Dios, primero deben creer que Él

existe y que recompensa a quienes lo buscan (Hebreos 11:6). En suma, antes de confiar en Cristo, necesitamos saber que la fe en Él tiene sentido. Fe pensante Así llegamos al tercer tipo de fe, la «fe pensante», a menudo llamada «creencia», porque significa aceptar que una serie de afirmaciones son verdaderas. Esta fe se refiere a la manera en que llegamos a aceptar ciertas verdades intelectuales sin las cuales una fe basada en la confianza sería imposible. No se puede responder al evangelio si desconocemos de qué se trata; no se puede confiar en Cristo si ignoramos quién es y cuál es su mensaje. Entonces, aunque solo podemos ser redimidos mediante la «fe salvadora», esta fe supone algunos conocimientos esenciales.2 Santiago enseña que aun los demonios creen que Dios es uno, y tiemblan, porque dicho conocimiento no los salva (Santiago 2:19). Nosotros tampoco somos salvos por el conocimiento, pero una auténtica fe que confía en Dios supone algún grado de conocimiento. Hay diversas maneras de adquirir el conocimiento sobre el cual basarnos para tomar una decisión. Las podemos agrupar en dos categorías: fe y razón, donde «fe» significa la «fe pensante» que estamos considerando. El erudito medieval Tomás de Aquino nos proporcionó un análisis útil de la fe y la razón en este contexto, y el siguiente razonamiento descansará en gran medida en su descripción.3 La gente suele aprender los principios de su fe de alguna autoridad. Podrían ser los padres, la iglesia, los maestros o la Biblia. Como se nos inculcó el respeto a estas autoridades, aceptamos lo que nos enseñan sobre Dios. Sería impensable aceptar que nuestras creencias son verdaderas solo cuando las hayamos verificado a todas. Muchas personas no tienen la capacidad, el tiempo ni el interés para evaluar cabalmente una doctrina y sus alternativas. En realidad, si tuviéramos que esperar que los «especialistas en la materia», los teólogos y los filósofos, se pusieran de acuerdo sobre las creencias antes de aceptarlas, nadie creería nada. Por eso Dios ha encomendado a algunas personas transmitir Su verdad como Él la reveló en Su Palabra, la Biblia. Es la obligación de todos los padres hacia sus hijos y de todos quienes enseñan o predican en la iglesia. Vemos que es correcto y posible que los artículos de fe sean aceptados por la fe, porque confiamos en las autoridades que los enseñan y las respetamos. Sin embargo, el camino de la fe pensante no excluye un segundo sendero basado en la razón. Cuando era niño, mi padre me dijo que el agua estaba compuesta por oxígeno e hidrógeno. Le creí, porque respetaba su autoridad. Sin embargo, mi fe en su palabra no me impidió tomar un curso de química, en el que realicé un experimento para obtener agua a partir de la combinación de oxígeno e hidrógeno. Todavía acepto que esa creencia es verdadera, pero sobre otras bases: antes lo sabía porque confiaba en mi padre, ahora lo sé por la razón. La misma lógica es aplicable a nuestro conocimiento sobre Dios. Solo podemos acceder a muchas verdades mediante la fe en la revelación divina, incluyendo los hechos concernientes al plan de salvación. No obstante, también hay verdades que podemos conocer basados tanto en la razón como en la fe, como es el caso de la existencia y la unidad de Dios. No hay nada en la naturaleza de la fe pensante que excluya la

posibilidad de aceptar algunas verdades basándonos en la razón. Cuando planteamos la necesidad de fundamentar nuestra fe, queremos decir que algunas de las creencias que antes aceptábamos basándonos en la fe pensante estarán basadas en la razón. ¿Parece insidioso? No debería serlo, salvo que todavía no haya comprendido las diferencias entre los tres tipos de fe. La razón nunca podrá reemplazar a la fe salvadora ni a la fe progresiva. La razón no puede limitarse a suplir la fe pensante, pero sí habilita una segunda vía hacia las mismas creencias que acostumbramos aceptar solo sobre la base de la autoridad.

La unidad de la verdad Nunca deberíamos temer indagar sobre la verdad. Si tenemos que huir de la verdad, quizás sea porque tenemos algo que ocultar. ¿Será que tememos descubrir que, si miramos con detenimiento, lo que hemos aceptado como verdadero por la fe resulte ser falso? Estoy convencido de que la fe y la razón, debidamente usadas, llegarán a una idéntica verdad.4 Mi convencimiento, a su vez, parte de la premisa —con la que Tomás de Aquino también comenzó su discusión sobre este tema— de que la verdad se origina en Dios y nos guía a Él. En consecuencia, no hay por qué ser melindrosos al indagar sobre la verdad. Una creencia incapaz de soportar un duro cuestionamiento tal vez no valga la pena. Si el cristianismo es verdadero, debería poder resistir las preguntas más difíciles que le hagamos. Si no es cierto, deberíamos rechazarlo. Esta última afirmación, que puede sonar arriesgada, en realidad, es relativamente inocua. ¿Deberíamos creer algo cuya falsedad se ha demostrado? De ninguna manera. Puedo hacer tal afirmación porque estoy convencido de que el cristianismo es cierto y que resistirá el escrutinio, aun el más riguroso. Además, debemos tener presente que demostrar que el cristianismo es falso no es tan fácil como parece, ni siquiera hipotéticamente, como algunos piensan. Una clave para esta discusión reposa en la integridad del cuestionamiento. Las preguntas sinceras serán las que nos conciernen, porque hay muchas discusiones religiosas que solo consisten en ver quién resulta ganador. El crítico adopta un ataque tras otro, esperando que el cristiano no pueda responder su última descarga, mientras que el cristiano erige una montaña de argumentos, con la expectativa de que tarde o temprano el crítico se dé por vencido. Cuestionarse con integridad no significa encontrar defensas a favor o en contra de puntos de vista preestablecidos, sino luchar contra aquellas dudas reales que nunca dejan de importunarnos. Podemos concluir este capítulo introductorio con una invitación. Lo invito a responder algunas preguntas difíciles. Veamos si podemos demostrar que el cristianismo es verdadero. Para ello, deberá aprender a entender las preguntas, así como a dominar las respuestas. Deberá aprender a preguntar con integridad. A la postre, también requerirá una respuesta personal de compromiso de fe. Cuando comenzamos a exigir la verdad, es mucho lo que está en juego. A continuación, apliquemos algunas de estas ideas a nuestros casos iniciales:

Respuesta al caso 1: No deberíamos sentir que somos los únicos culpables cuando alguien aparentemente cristiano se aparta de la fe. Intervienen muchos factores, entre ellos, la capacidad de tomar decisiones que Dios nos dio.5 Sin embargo, desde nuestra perspectiva finita no puedo dejar de pensar que la actitud condenatoria del pastor contribuyó a esta tragedia. No ayudamos a una persona con inquietudes sentidas y genuinas si la hacemos sentir culpable por tener «dudas». No sé si el pastor hubiera podido contestar las preguntas de Tina ni si la hubiera ayudado a encontrar las respuestas. No tenemos por qué estar en condiciones de responder las preguntas de todo el mundo. Sin embargo, estoy seguro de que al decirle que sus dudas eran ilegítimas contribuyó a que ella buscara otra religión. Al fin de cuentas, eso es lo que ella misma dijo. Respuesta al caso 2: La mayoría de las personas atraviesan períodos de profundos cuestionamientos. Como afirmé anteriormente, hasta puede ser beneficioso para madurar en la fe. No hay nada malo en decidir reevaluar sus creencias. En estos casos, conviene encontrar alguien que pueda acompañarlo para resolver con delicadeza y respeto las inquietudes individuales. Compartir las dudas acuciantes en un grupo seguramente provocará una dinámica indeseable, como la proliferación de respuestas superficiales o una atmósfera de censura. Si está atravesando un período de cuestionamiento, le garantizo que es normal, no le pasa solo a usted, y hay respuestas. Respuesta al caso 3: «¡Dejen en paz a mi Tomás!». Yo también suscribo esta afirmación. El cristianismo no se obtiene de segunda mano; se conoce de primera mano. Jesús no condenó a Tomás, esa prerrogativa le correspondió a la iglesia. Jesús lo invitó a tocar Sus cicatrices. Elogió a Tomás por creer en lo que había visto y luego alabó a quienes creerían sin haber visto . . . ¡a nosotros! Nunca podremos ver lo que vieron los primeros discípulos, pero podemos creer. Esta fe no nos obliga a dar un salto irracional a lo desconocido. Así como Tomás no quería comprometerse basado en testimonios de segunda mano, nosotros también podemos creer basados en un firme conocimiento personal.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Explicar por qué a veces es bueno, e incluso útil, cuestionar algunas de sus creencias. 2. Diferenciar tres tipos de fe. 3. Demostrar por qué el conocimiento basado en la razón no socava el conocimiento afirmado en la fe. 4. Demostrar la unidad de la verdad. 5. Identificar los siguientes nombres con las contribuciones aludidas en este capítulo: James W. Fowler, Tomás de Aquino. Reflexión sobre las ideas 1. En este capítulo explicamos que la duda a veces puede ser positiva. ¿Cuándo puede ser perjudicial? 2. ¿Recuerda alguna experiencia de su vida en que cuestionarse algo lo acercó a la verdad? 3. ¿En que medida los tres tipos de fe se interrelacionan? ¿Por qué son fáciles de confundir entre sí? 4. ¿Qué verdades solo pueden ser conocidas sobre la base de la autoridad bíblica? ¿Hay verdades que únicamente pueden conocerse mediante la razón? 5. ¿Cuáles son algunas áreas de su vida en que la fe y la razón concuerdan? ¿Cuáles son

algunas áreas en las que la razón parece reñida con la fe? 6. ¿Qué actitudes impiden que las personas procuren la verdad con integridad? ¿Qué recaudos puede tomar para asegurarse de que no está meramente enredando la verdad? Lecturas adicionales Gary R. Habermas, Dealing with Doubt (Chicago: Moody Press, 1990). Paul Little, Know Why You Believe (Wheaton, IL: Scripture Press, 1967). Clark H. Pinnock, Set Forth Your Case (Nutley, NJ: Craig Press, 1968). 1 James W. Fowler, Stages of Faith (Nueva York: Harper & Row, 1981). Ver especialmente la página 179. 2 Recuerdo interminables discusiones en las reuniones de jóvenes sobre el tema de cuánto hay que saber antes de estar en condiciones de poder convertirse. Me temo que gran parte de esos debates obedecían a un malentendido. Por supuesto, no nos salvamos por saber nada. La pregunta en realidad debería ser: ¿cuánto «conocimiento mental» es necesario para poder adoptar una decisión inteligente por Jesucristo? No creo que haya dificultad en aceptar la mayoría de los puntos básicos, a saber: que Dios existe, que somos pecadores y no podemos salvarnos por nuestros medios, que Cristo es el Hijo de Dios, que murió para redimirnos de nuestros pecados, que Cristo vive, que recibimos la salvación cuando confiamos en Cristo y que hay una eternidad en el cielo. 3 Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, I, 3-10. 4 Francis Schaeffer ha realizado un gran servicio al comparar la verdad de la revelación divina con la vacilante búsqueda de la verdad que caracteriza a los emprendimientos humanistas. Ver Huyendo de la razón (Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1969). Por desgracia, en el fragor de su batalla, a veces inadvertidamente atacó a sus mejores aliados. Probablemente Tomás de Aquino fue quien más se acercó a los ideales postulados por Schaeffer sobre el conocimiento. Fue una pena que Schaeffer culpara a Tomás de Aquino de introducir la noción de la «autonomía» de las áreas de conocimiento, cuando nadie la rechazó más que este pensador (ver 11-14). Francis Schaeffer debería haberse concentrado en Siger de Brabante, contemporáneo y enemigo intelectual de Tomás de Aquino, quien efectivamente enseñó una teoría de doble verdad: lo que es verdad por la fe puede no ser verdad por la razón, y viceversa. Tomas repudió todas las formas de dualismo, incluyendo el dualismo naturaleza-gracia. 5 Muchas iglesias evangélicas enseñan que la persona que aceptó verdaderamente a Cristo como su Salvador nunca perderá la salvación. Con frecuencia, esta doctrina conduce a la conclusión de que la persona que se aparta del cristianismo es porque nunca había sido salva. Esta parecería ser la enseñanza del apóstol en 1 Juan 2:19. Si quienes abandonan la comunión cristiana hubieran sido salvos de veras, nunca se habrían apartado de su seno. Por lo tanto, en este caso, una interpretación teológica posible sería que Tina nunca se entregó auténticamente a Cristo. Recordemos, no obstante, que solo Dios conoce las intenciones del corazón.

2 Verdad, conocimiento y relativismo La lógica budista Caso 1: Después de una campaña evangelizadora en el centro comercial de la Universidad de Maryland, me quedé conversando con un compañero estudiante sobre el cristianismo. Sentados en el césped, disfrutando del sol y jugando con unas ramitas y las briznas de hierba, intenté compartir el evangelio. La conversación se desenvolvía sin la pasión y la exaltación que suelen caracterizar estas discusiones. Yo cursaba el último año de la universidad y había leído lo suficiente como para poder responder a sus objeciones y darle pruebas claras de por qué el cristianismo es verdadero. Al final, terminó diciéndome que aun si lo fuera, eso no convertía a las demás religiones en falsas. Intenté mostrarle lo inconducente de ese enfoque. —Jesucristo afirmó ser el único camino a Dios. Decir que Él es el único camino y que hay otros caminos no sería lógico. A lo que me respondió: —Pero hay otras lógicas. Según la lógica budista, lo que es contradictorio para nosotros, no es contradictorio en absoluto.

La verdad para Linda Caso 2: Nuestro grupo universitario había adoptado la costumbre de reunirse en un restaurante después del culto dominical vespertino. Mientras consumíamos aros de cebolla fritos, helados con chocolate caliente y gaseosas, hacíamos planes, conversábamos sobre lo sucedido durante el día o simplemente disfrutábamos la mutua compañía. Una vez, acabamos hablando de la evangelización. Algunos expresamos nuestros intentos por presentar el evangelio a la gente y cómo nos había ido. Linda permanecía callada, aparentemente más absorta en su torta helada de frutilla que en la conversación. Cuando se hizo un silencio, acotó: —Yo no doy testimonio con palabras; intento dar testimonio con mi vida. El cristianismo es cierto para mí, lo sé; pero eso no significa que tenga que ser cierto para todos los demás.

Poncio Pilato: ¿Qué es la verdad? Caso 3: El concilio judío había juzgado a Jesús y lo había entregado al gobernador romano, Poncio Pilato. Lo acusaban de afirmar ser el rey de los judíos. Pilato comenzó a interrogar a Jesús en privado, interesado en averiguar cómo sería Su reino, pero Jesús le respondió que Su reino no era de este mundo. «Luego, ¿eres tú rey?» Pilato pensó que al fin tenía algo concreto; pero en vez de responderle directamente, Jesús dijo: «Yo para esto [ . . . ] he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz». Pilato se quedó mirándolo intrigado, luego se encogió de hombros, sacudió la cabeza y preguntó: «¿Qué es la verdad?». De inmediato salió a consultar con los acusadores de Jesús (ver Juan 18:33-38, RVR1995).

El relativismo En este capítulo, analizaremos el relativismo contemporáneo y por qué crea un obstáculo a la presentación de una defensa racional del cristianismo. Luego, daremos nuestra respuesta y mostraremos cómo, a pesar de algunas reservas legítimas, todavía podemos tener un concepto válido de verdad y conocimiento objetivo. Definición del relativismo «Pero, ¿es verdad?». Esta pregunta supone que la verdad difiere de la falsedad y que no

es lo mismo que una creencia sea verdadera o no. Si al fin de cuentas todas las creencias son verdaderas, aun aquellas que son mutuamente contradictorias, poco importa poder demostrar que un sistema en particular es verdadero. El razonamiento humano se basa en tres principios: de identidad, de no contradicción y de tercio excluso. Según el principio de identidad, una cosa o afirmación es idéntica a sí misma. En otras palabras, este árbol es este árbol.1 El principio de no contradicción afirma que si algo es cierto, su contrario no puede ser también cierto. Si es cierto que esto es un árbol, lo contrario —que no es un árbol— es falso. El principio de tercio excluso afirma que debe ser una cosa o la otra. O es un árbol o es un no-árbol; no puede ser ambas cosas al mismo tiempo. Se ha puesto de moda cuestionar la universalidad de la ley del tercio excluso, aunque creo que con fundamentos erróneos. Por ejemplo, hay quienes dicen que no siempre podemos afirmar si se trata de un árbol o no. O, cuando llovizna, es difícil determinar si realmente está lloviendo o no. Parecería que la ley de tercio excluso, que nos obliga a optar entre dos alternativas absolutas, es insostenible. Estos ejemplos simplemente reflejan los límites de nuestro conocimiento. Sin duda, es cierto que no siempre podemos determinar lo que algo es, pero la ley del tercio excluso no pretende definir el conocimiento universal. Se limita a afirmar que, sin importar lo que sea, deberá serlo o no serlo, aun cuando no podamos decidir cuál sea el caso. Lo que denominamos relativismo no admite la ley de no contradicción. El relativismo pone en entredicho nuestro derecho a juzgar falso aquello que no se ajusta a nuestro entendimiento de la verdad. En ámbitos más populares, suele oírse hablar de relativismo vinculado a cuestiones morales: usted cree que algo está bien y yo creo que otra cosa está bien, y ambos podemos estar en lo cierto, aun cuando nuestras creencias sean contradictorias, siempre y cuando seamos sinceros respecto a nuestros principios personales. Esta es también la naturaleza del relativismo respecto al conocimiento. Dos sistemas de creencias mutuamente opuestos pueden ser ambos verdaderos. La fuerza del relativismo reside en que intenta despojar de todo sentido a nuestros argumentos a favor del cristianismo. Si el relativismo es cierto, presentar argumentos racionales es una pérdida de tiempo. Un incrédulo podría aceptarlos todos y no verse afectado por ninguno, porque aun las creencias en franca contradicción con el cristianismo podrían ser ciertas. Nos deja en la posición de una persona que emprende un largo y arduo viaje solo para descubrir, al cabo de muchos meses, que no avanzó ni siquiera un centímetro. El relativismo constituye uno de los principales obstáculos a nuestro proyecto. Despoja de significado a la palabra «verdad» y hace que pierda sentido la defensa de la supuesta verdad. Al parecer, el relativismo se siente más cómodo que nunca en nuestra época. ¿Dónde se originó? Las raíces del relativismo La acogida que nuestra cultura contemporánea le ha brindado al relativismo obedece a varias razones. Mencionaremos seis, aunque sin duda puede haber más. 1. La explosión del conocimiento. La próxima vez que visite una biblioteca, consulte los

compendios de publicaciones sobre química o cualquier base de datos bibliográficos con los artículos publicados en las principales revistas académicas. Una ojeada a los compendios de tesis doctorales le bastará para hacerse una idea de la cantidad de doctorados que se otorgan cada año y las investigaciones en que se basaron. Aun cuando su centro educativo tenga una biblioteca relativamente pequeña, si visita el departamento de adquisiciones, se dará cuenta de la cantidad de libros nuevos que incorpora y cuántos más «no pueden faltar en una buena biblioteca». Después de este ejercicio, comenzará a concebir la magnitud de la llamada explosión del conocimiento. Cada día aparece más información que requiere la atención del mundo. Aunque gran parte es inservible, otra puede ser útil, y ese es justamente el problema. Mucha de esta información está respaldada por cuidadosas investigaciones y documentación, y es demasiado abundante. Nadie puede mantenerse al tanto de esta producción. Ni siquiera los expertos pueden saber todo lo concerniente a su campo de especialización. Como consecuencia, parecería que la persona sabia, consciente de sus limitaciones, evita pronunciarse en términos absolutos de verdad y falsedad. Como nadie puede saber todo sobre un tema en particular, sería temerario apresurarse a opinar sobre cualquier cuestión. Lo que parece ser la verdad absoluta desde mi perspectiva limitada podría ser solo una parte de un panorama mucho más amplio. El jainismo, una religión minoritaria de la India, ilustra este punto con el relato de cinco ciegos que se encuentran con un elefante. Cada uno toca una parte diferente del animal y piensa que conoce a todo el elefante. Uno se abraza a una pata y dice que el elefante es como una columna. El segundo hombre le toma la cola y afirma que el elefante se parece a una cuerda. El tercero le acaricia la oreja y dice que el elefante se parece a un abanico. El cuarto le sostiene la trompa y piensa que es como una serpiente. El quinto palpa uno de los costados y concluye que es como una pared. Todos tienen razón, pero, si adoptamos una visión más global, todos tienen razón y, además, todos se equivocan. Nosotros somos como esos ciegos, tenemos que arreglarnos con información limitada. ¿Quién se atrevería a pronunciarse sobre todo el elefante? 2. El totalitarismo y la intolerancia. El siglo XX ha sido testigo de persecuciones y genocidios a escala sin precedentes. La Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista encabezan una larga lista de exterminios sistemáticos por motivos ideológicos, pero hay muchos más casos. Con frecuencia, dicha persecución se hace en nombre de la religión. Por ejemplo, algunos países islámicos han instigado al pueblo a la guerra por una causa, convocando una yihad o «guerra santa». En 1989, unos líderes musulmanes exigieron la muerte de Salman Rushdie por calumniar supuestamente al profeta Mahoma, en su libro Los versos satánicos.2 La historia del cristianismo también está manchada de sangre. Podríamos señalar las cruzadas, por ejemplo (y aun si no lo hiciéramos, el resto del mundo lo haría). Las iglesias orientales y occidentales son culpables de haber respaldado en el nombre de Cristo masivas acciones contra los judíos. En realidad, la intolerancia campea aun muy cerca de nosotros. Una y otra vez leemos en

los periódicos sobre grupos cristianos que pretenden iniciar acciones legales para imponer sus opiniones sobre el resto del país. ¿Realmente deseamos enviar gente a la cárcel porque no creen lo mismo que nosotros? ¿Usaríamos más fuerza si pudiéramos? En consecuencia, la gente parece establecer una correlación entre defender las ideas propias y la intolerancia. Por lo tanto, ¿no sería mejor aceptar nuestras propias creencias sin necesariamente afirmar que las de todos los demás son erróneas? 3. La sinceridad de los creyentes en otras religiones. Hubo un tiempo en que no sabíamos mucho sobre la gente con otras creencias. Eso permitía que fantaseáramos y exageráramos las diferencias, por lo general, en su detrimento. Imaginábamos que los «infieles» eran crueles e inhumanos, tanto como lo permitiera nuestra propia arrogancia. Sin embargo, como solemos decir, el mundo se achicó. Vemos gente de otras culturas y religiones todas las noches en televisión. Ahora es muy fácil viajar de un extremo al otro del mundo. Los viajes nos abren la mente, y también pueden derribar nuestros prejuicios. Una de las lecciones que debemos aprender es que la gente con otras convicciones religiosas puede tener una fe tan sincera como la nuestra. En mis viajes al extranjero con estudiantes, noté que algunos quedan verdaderamente sorprendidos del evidente compromiso de los fieles de otras religiones. Por alguna razón, tenían la idea de que como no eran cristianos, debían ser hipócritas o personas aún en busca de la verdad. Por supuesto, la realidad es muy diferente. Incluso es posible que sea al revés. Hace unos meses, entré en un templo hindú y le pedí a un sacerdote brahmán que me explicara algo. Él supuso de inmediato que yo «estaba buscando la verdad» y estaba más que encantado de conducirme a la verdad como él la entendía. Bien o mal, tendemos a juzgar la verdad de las creencias conforme a cuán convencidos estemos de ellas. Cuando nos damos cuenta de que hay muchas personas tan convencidas como nosotros, pero afiliadas a otras creencias, sentimos que ya no podemos sostener la verdad de nuestras propias creencias con la misma convicción. Entonces, parecería que lo más conveniente es decidir que ellos tienen su verdad y nosotros la nuestra. 4. La influencia del pensamiento oriental. En el plano popular, se ha extendido la noción de que algunas cosmovisiones orientales no están sujetas al principio de no contradicción. Por ejemplo, mi compañero de estudio en el Caso 1 parecía pensar que, cuando quedaba arrinconado en un debate, podía invocar la «lógica budista» y salir airoso del atolladero. El simple hecho de que parezca haber más de una manera de razonar correctamente puede llevarnos a cuestionar la universalidad de nuestra denominada lógica aristotélica. Y aunque no recurramos de inmediato a otra forma de lógica, lo más conveniente parecería ser considerar que nuestra manera de razonar es solo una entre varias. De esta manera, una inferencia derivada de nuestra lógica no tiene necesariamente validez universal. Si bien puede encerrar alguna verdad, no necesariamente será una verdad universal. 5. El individualismo. Un ingrediente importante en el pensamiento actual es el derecho de cada uno a decidir por sí mismo. Esta idea ha dado lugar a la noción de que cada uno es su propia autoridad. Si admitimos esa noción, es fácil entender cómo puede llevarnos rápidamente al relativismo. Sin otro tribunal superior de apelación que uno mismo, sería escandaloso pronunciarse sobre la universalidad de la verdad o de la falsedad. Podré hablar sobre lo que a

mí me parece cierto; usted me dirá lo que a usted le parece cierto. Si no concordamos, el asunto quedará sin resolver y cada uno se irá por su camino. 6. La virtud de la humildad. En parte como corolario de los cinco puntos anteriores, pero quizás no exclusivamente, el relativismo también obedece a un renovado énfasis en la humildad. Pensar que en un punto importante yo puedo estar en lo cierto y el resto del mundo equivocado parece una actitud intrínsecamente arrogante. Aun suponiendo que fuera teóricamente posible, ¿qué probabilidad hay de estar en lo cierto todas las veces que sostengo una posición diferente a la de los demás? De alguna manera, la mera idea me coloca en una posición privilegiada. Debo ser una persona especial si tengo la capacidad de discernir el bien y el mal en términos absolutos y anunciárselo al resto del mundo. Una actitud de auténtica humildad parecería ser la mejor manera de no caer en esta tentación. Sin ánimo de colocarme en un pedestal por encima de todos los demás, me expresaré con cautela: no diré que no tengo la verdad, pero tampoco negaré que usted pudiera estar en lo cierto, a pesar de que aparentemente estemos en desacuerdo. Una respuesta meditada a las raíces del relativismo Las anteriores razones son factores potentes que nos empujan a aceptar el relativismo. Para enfrentarlas, no basta con afirmar que tenemos un conocimiento absoluto. Además, apelar a la revelación divina en este punto sería errado, porque lo que se cuestiona es justamente la existencia misma de una autoridad divina que se revela. Enfrentar el relativismo contemporáneo citando versículos bíblicos no contribuirá a resolver el desafío intelectual. Responderemos al relativismo en dos etapas. Primero, abordaremos cada uno de los anteriores puntos con respeto y comprensión, pero críticamente. Luego intentaremos reconstruir lo que nosotros podemos decir sobre la verdad y el conocimiento, con una actitud positiva. 1. El conocimiento parcial es conocimiento. El punto sobre el aumento exponencial del conocimiento es válido, pero su conclusión relativista es exagerada. Es cierto que actualmente, debido a la increíble acumulación de conocimiento, es imposible hablar con propiedad sobre muchos temas. Simplemente hay demasiado por saber y nadie puede estar actualizado en todo. En consecuencia, la persona prudente será consciente de sus limitaciones y evitará realizar generalizaciones infundadas. No obstante, es una falacia lógica3 concluir a partir de esta reserva que no podemos tener ningún tipo de conocimiento genuino. Si uno de los ciegos nos dice que la parte del elefante que está tocando es como una serpiente, mientras que otro nos informa que, según su saber y entender, el elefante se asemeja a una pared, ambos están afirmando una verdad. La solución no es negar las cosas que sabemos, sino condicionarlas. ¿Podemos llegar a saber si hemos precisado nuestros juicios lo suficiente para afirmar algo sin temor a equivocarnos? En un sentido, no. Siempre será lógicamente concebible que hayamos cometido algún error o que hayamos confundido la parte por el todo. No obstante, como plantearemos más adelante en este capítulo, en otro sentido, esa pregunta no es tan contundente como parece. A continuación, elaboraremos un concepto positivo del conocimiento y resultará evidente que a veces es posible llegar a un punto tal en que suponer que estamos

equivocados es una cuestión arbitraria. Dejando de lado las posibilidades teóricas, no tiene sentido práctico intentar descubrir en qué casos podría estar equivocado. (Antes de llegar a esa parte en este capítulo, ¿cuándo piensa usted que eso podría ser cierto?). 2. El conocimiento no tiene que traducirse en intolerancia. Antes que nada, dejemos de justificar las conductas intolerantes. Las personas (y eso incluye a los cristianos) pueden ser intolerantes, con frecuencia sin otra excusa que tener la verdad y no desear que otros sostengan o crean otra cosa. Mientras escribo este párrafo hay cristianos evangélicos en Estados Unidos que procuran encontrar la forma de hacer ilegal que no se enseñen sus teorías o que se enseñen ideas diferentes a las suyas. Tener la verdad (o pensar que la tenemos) a menudo se traduce en intolerancia. Sin embargo, no tiene por qué ser necesariamente así. Nada nos obliga a odiar a quienes no piensan como nosotros. Al contrario, el ejemplo de la Biblia es otro. En segundo lugar, necesitamos establecer con firmeza un detalle importante: señalar que las teorías de alguien son falsas no me convierte en intolerante. Por desgracia, podría llevarme a la intolerancia, pero solo si me empeño en impedir que otros sostengan y promuevan sus «errores» con la misma libertad que yo desearía tener para sostener y promover mis «verdades». Cuando le preguntaron a Thomas Jefferson cómo se sentía respecto a las personas que no creían lo mismo que él creía, supuestamente respondió: «No me toca el bolsillo ni me rompe las piernas».4 En otras palabras, mientras no haga ningún daño a nadie, podemos tolerar el pluralismo. Esta actitud de ningún modo implica abstenernos de emitir nuestros juicios sobre lo que consideramos ser verdadero o falso. 3. La sinceridad no es buena guía para determinar la verdad. Aunque solemos estar seguros de nuestras propias creencias, porque nos sentimos muy convencidos de que son ciertas, esos sentimientos no constituyen en modo alguno una guía fiable para la verdad. Quienes piensan que tal vez el hinduismo o el budismo son ciertos porque sus fieles son muy sinceros encontrarían repulsivo el mismo argumento si se lo aplicara a los nazis o los satanistas. La sinceridad con que la gente defiende un conjunto de creencias no sirve para probar la verdad de ellas. La verdad debe evaluarse de alguna otra manera. Observar la sinceridad de los demás nos muestra la plena humanidad que todos tenemos en común. El hindú que practica su religión con el mismo fervor que yo la mía es un ser humano igual que yo y debe ser tratado tal como espero que me traten a mí. El punto de partida de nuestros diálogos y debates, por consiguiente, debería ser la comprensión y la compasión. El apóstol Pablo enseñó con referencia a sus compatriotas judíos que con gozo perdería su propia salvación si con eso podía llevarlos a Cristo. Reconocemos con lágrimas y preocupación que algunos de nuestros congéneres están en el error, pero nuestros sentimientos no pueden alterar la verdad. 4. La lógica oriental es improcedente. Quienes aluden a la lógica budista se equivocan por partida doble. En primer lugar, no hay ninguna razón legítima para que cuando alguien queda arrinconado en una discusión, de pronto pueda decir «lógica budista» y escabullirse como por arte de magia. Para poder referirse a la «lógica budista» hay que hablar con propiedad, y no se puede apelar a ella si uno no es budista.

En segundo lugar, la lógica budista no nos autoriza a prescindir del principio de no contradicción cuando queramos; lo que postula es que cualquier afirmación puede ser vista desde dos perspectivas. Tenemos la perspectiva cotidiana en la que un árbol es un árbol y no un no-árbol. Sin embargo, el budismo mantiene que la verdad absoluta trasciende el mundo de la experiencia cotidiana. Desde la perspectiva absoluta, la realidad cotidiana (maya) es mera ilusión y, en última instancia, es la nada pura (sunyata). Por ende, el árbol en realidad es un no-árbol. Si combinamos ambas perspectivas, es posible decir que un árbol es al mismo tiempo un árbol y un no-árbol, pero solo en dos sentidos diferentes. Desde la perspectiva maya sería cierto afirmar que es un árbol y falso que no lo es. Desde la perspectiva sunyata sería falso decir que es un árbol y cierto que no lo es. En otras palabras, no se prescinde del principio de no contradicción, sino que se confirma para asegurarse de que no sea violado. Sería contradictorio afirmar que lo que es cierto desde una perspectiva sea cierto desde otra; por eso la lógica budista nos obliga a contextualizar nuestras observaciones, para asegurarse de que no traspasemos los límites de una perspectiva dada, ¡para evitar caer en una contradicción! La ley de contradicción rige en ambos planos. Por lo tanto, es un error sostener la incompatibilidad entre la lógica budista y el principio de no contradicción. La lógica budista confirma este principio. 5. No somos puntos de referencia absolutos de la verdad. Hay hechos que escapan a nuestras conceptualizaciones. El filósofo Paul Weiss postula que la realidad a menudo «se nos resiste». Cuando pensamos que comprendimos todo, de pronto los hechos «se nos oponen». No hay nada como un error o dos en los cálculos para recordarnos que la realidad supera con creces a nuestra imaginación.5 Nos guste o no, lo verdadero y lo falso suele estar definido por la realidad. Por más que alguien niegue la ley de gravedad, acabará muerto si salta desde un rascacielos. Esto no nos impide intentar averiguar cuál es la verdad (ver el último capítulo), pero sí significa que si sus conclusiones son contrarias a las mías, uno de los dos tiene que estar equivocado. La realidad, no nuestras preferencias, debe ser la autoridad y referencia absoluta de la verdad. 6. La humildad no significa que debamos negar lo que sabemos que sabemos. La humildad es una actitud. Ya mencionamos esta actitud cuando nos referimos a la tolerancia. Por más humilde que sea no podré cambiar la realidad. Imaginemos que usted y yo estamos aprendiendo a tocar la guitarra y que yo acabo de aprender a tocar en re mayor, pero usted, no. Ser humilde significa que me siento satisfecho con mi logro, agradezco a todos los que me ayudaron y me siento mal por los que todavía no tuvieron la oportunidad de aprender este acorde. Sin embargo, sería necio de mi parte afirmar que no sé tocar en re mayor, o decir que usted sí sabe cuando es evidente que usted no sabe. Eso no sería humildad. Es necesario hacer otra puntualización. A veces, una falsa modestia puede ser una excusa para no vivir según lo que implica saber cierta verdad. Esta podría conllevar responsabilidad. Por ejemplo, saber cómo realizar maniobras de resucitación puede obligarme a compartir mi conocimiento con otros. ¿Qué hubiera pasado si Pasteur hubiera dicho que los gérmenes eran verdaderos para él, pero que no necesariamente debían serlo para todos los demás? Si

Heimlich, por humildad, no hubiera dado a conocer su maniobra innovadora, muchas vidas se habrían perdido. Sin caer en generalizaciones extremas, es necesario afirmar que a veces, aparentar humildad puede ser un manto detrás del que la gente oculta su apatía. La verdad, como dijimos en el capítulo anterior, exige compromiso. Dos críticas al relativismo Aunque muchos profesan ser relativistas, el relativismo es impracticable si se desea mantener alguna forma de racionalidad. 1. El relativismo lleva a una imposible actitud de escepticismo. En un sentido teórico estricto, el relativismo y el escepticismo son dos cosas distintas. El relativismo afirma que todo puede ser cierto, aun las afirmaciones contradictorias. El escepticismo dice que es imposible saber que algo sea verdadero. En teoría, se puede ser relativista sin ser escéptico. En el mundo real, en cambio, no sucede así. Supongamos que a una persona, ante dos cosmovisiones mutuamente incompatibles, se le pide que adopte una de ellas. La persona no dirá que, dado que cualquiera puede ser cierta, no importa cuál elija. Más bien dirá que, como es posible argumentar a favor de cualquiera de las dos, no es posible saber cuál es verdaderamente cierta. En la actualidad, a pesar de todas sus actitudes relativistas, las personas tienen un sentido rudimentario de lo que es verdadero y lo que es falso (ver la segunda crítica). Por lo tanto, ante la posibilidad de que cualquier cosa puede ser cierta, la reacción más probable es que se abstengan de tomar una decisión inmediata. Vemos así que el relativismo, que afirma que dos cosas contradictorias pueden ser ciertas, conduce al escepticismo, la noción de que es imposible saber que algo sea cierto. El escepticismo también resulta ser una posición impracticable. Fíjense que no dije que no deberíamos sostenerla, sino que es imposible. El escepticismo afirma que no se puede saber nada con certeza. La persona que hace esta afirmación, ¿lo sabe o no? Si el escéptico piensa que el escepticismo es verdadero, entonces es falso. El escéptico argumenta que hay solo una cosa que podemos saber: que el escepticismo es cierto. Si no postulara que el escepticismo es cierto, nada de lo que dijera tendría sentido. Debemos diferenciar entre lo que es posible decir y lo que es posible afirmar con sentido. Podemos decir cualquier cosa, pero eso no significa que tenga sentido. Puedo decir: «Un soltero casado dibujó un círculo cuadrado en la arena que no era arena», pero sería un galimatías. La proposición tiene tanto sentido, o menos, que los sonidos producidos por un bebé de seis meses. Lo mismo vale para el escepticismo. Usted puede decir que no sabe nada, pero la afirmación no tiene sentido. Ni siquiera la podemos concebir: tan pronto como creemos que es cierta, debe ser también falsa. El verdadero escéptico, si existiera, tendría que poder suspender todo pensamiento, incluyendo sus ideas sobre el escepticismo, y asumir el papel de una planta sin cerebro. En la medida en que el relativismo lleva al escepticismo, ese infeliz estado también debe ser el destino del relativismo. 2. En la práctica, el relativismo es imposible. El relativismo desempeña el papel del Zorro en el mundo del conocimiento. Se mantiene oculto durante largo tiempo para irrumpir de pronto en los momentos cruciales, vencer al mal y regresar a su escondite. Una persona vive casi permanentemente conforme a la dicotomía no relativista de

verdadero y falso. Perdí el autobús o no lo perdí. Hoy es viernes, o es otro día. Ya almorcé o todavía no almorcé. En las culturas orientales el contexto es el mismo. El monje budista me invita a entrar a su templo. No me dice: «Puede entrar y no entrar al templo que además es un no-templo». Me prohíbe fotografiar ciertas imágenes y a él. No dice (ni quiere dar a entender): «Está permitido y está prohibido sacar fotografías aquí». Realiza ciertas afirmaciones y espera que yo las respete, no desea que dichas afirmaciones puedan ser verdaderas y falsas al mismo tiempo; si son ciertas no pueden ser falsas. (Como vimos más arriba, este punto es perfectamente compatible con la lógica budista). El relativismo solo irrumpe en ciertos momentos cruciales, generalmente en el plano de la moral o la religión. No me refiero solo a la pobreza dialéctica de apelar al relativismo como último recurso para sacar las castañas del fuego. En general, las afirmaciones relativistas solo se oyen cuando hablamos de Dios, del bien y del mal, y de la salvación. No se oye que nadie diga que dos afirmaciones mutuamente excluyentes podrían ser ciertas cuando se trata de la bolsa, los deportes o la cocina. La persona tal vez diga que el cristianismo es verdadero, pero que eso no impide que otras religiones incompatibles con el cristianismo también puedan estar en lo cierto. La misma persona, sin embargo, no apelará al mismo relativismo cuando tenga que diferenciar entre la leche y el cianuro. ¿Por qué? Porque, en la práctica, el relativismo es imposible. La vida consiste en una sucesión de juicios verdaderos o falsos. Ni siquiera es posible practicar el relativismo en las áreas en que se lo aclama, la religión y la moral. Tarde o temprano, tenemos que definirnos: algo es cierto y su contrario es falso. Si el relativismo es cierto, el no-relativismo debe ser falso. Si se niega esto, uno se convierte en escéptico. Si se lo acepta, el relativismo es falso porque hay algunas oposiciones verdadero-falso absolutas. En cualquier caso, adherirse al relativismo solo lleva a un embrollo y, en consecuencia, es imposible practicarlo en la vida. Por supuesto, la mejor crítica al relativismo sería demostrar que hay mejores alternativas que no definirse. Por eso, consideraremos ahora el lado positivo de la cuestión y mostraremos que no es necesario intentar vivir en el relativismo porque es posible conocer la verdad.

Verdad y conocimiento La verdad «¿Qué es la verdad?», preguntó Pilato. Quizás no estaba realmente interesado en la respuesta. Sin embargo, ¿qué es la verdad? Esta pregunta podría recibir muchas respuestas (y las ha recibido), algunas muy concretas, otras más teóricas. Para nuestros propósitos, lo que necesitamos es una definición mínima que nos permita demostrar que, a diferencia del relativismo, la verdad es una categoría absoluta. ¿Qué tenemos en mente cuando preguntamos si algo es cierto? Tomemos la siguiente afirmación: «Mi auto está en el estacionamiento». ¿Cuándo es cierta esta afirmación? Cuando mi auto efectivamente está en el estacionamiento. ¿Cuándo es cierta la fórmula «el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en un triángulo rectángulo»? Cuando se cumple esa relación geométrica en un triángulo rectángulo. ¿Cuándo

es cierta la afirmación «Dios existe»? Cuando Dios realmente existe. En cada caso, entender que la afirmación es cierta significa más o menos lo siguiente: que hay algún tipo de realidad independiente de lo que decimos sobre ella. En otras palabras, el auto está en el estacionamiento o no está allí; la geometría de los triángulos rectángulos cumple el teorema de Pitágoras o no; Dios existe o no existe. La realidad es un hecho. Nuestras proposiciones son ciertas si se corresponden con la realidad en cuestión y son falsas si no se corresponden con la realidad. Es la denominada teoría de la correspondencia de la verdad,6 que se puede expresar en forma sucinta: verdad = lo que se corresponde con la realidad. Para los propósitos de esta teoría de verdad, no importa qué concepción tengamos de la naturaleza de la realidad. La mayoría de nosotros pensamos que la realidad es una combinación compleja de fenómenos físicos, espirituales y mentales. En ese caso, las proposiciones que representen fielmente cualquiera de estos aspectos de la realidad pueden ser ciertas. En suma, según la teoría de la correspondencia de la verdad, una proposición es cierta si se corresponde o concuerda con la realidad, sea cual sea la realidad. La naturaleza de la realidad será luego descubierta mediante su investigación. Podemos, por tanto, ampliar nuestra primera pregunta: «Dada la verdad, ¿podemos conocerla?». ¿Podemos efectivamente determinar si una proposición se corresponde con la realidad? El conocimiento La última pregunta parece empantanarnos en una interminable maraña de profundas cuestiones metafísicas que solo podrían responderse mediante una intensa meditación, pero las apariencias engañan. En realidad, si nos limitamos a ejemplos más modestos, la respuesta es fácil. ¿Qué queremos decir cuando preguntamos si podemos saber que algo es verdadero? Volvamos al ejemplo de mi auto en el estacionamiento. ¿Cómo puedo saber si mi afirmación se corresponde con la realidad? ¿Cómo puedo saber que es cierta? La respuesta es evidente: puedo ir y verificarlo. Si veo al auto, la afirmación debe ser cierta. Pero ¿cómo puedo estar seguro? Puedo ir acompañado de algunos amigos; puedo verificar la matrícula del auto; puedo pedirle al FBI que determine la identidad del dueño del vehículo. Pasadas todas las pruebas de verificación, y si no hay otra manera adecuada de confirmarlo, puedo estar seguro de que mi auto está efectivamente en el estacionamiento. Y podré afirmar que sé que mi auto está en el estacionamiento. Esta línea de razonamiento se inscribe en una antigua tradición de definir el conocimiento como «creencia justificada».7 Esto quiere decir que una creencia está «justificada» si pasa todas las pruebas pertinentes. Tenemos dos opciones: la consideramos conocimiento genuino o nos resignamos al escepticismo. Hay muchas creencias que no están justificadas de este modo, y debemos ser cautelosos para diferenciar entre opiniones, suposiciones, verdades posibles y verdadero conocimiento. Negar la posibilidad de cualquier tipo de conocimiento, una vez verificadas todas las pruebas pertinentes y obtenidos los resultados, no es ser cauteloso, es ser escéptico. Como ya vimos, el escepticismo es una posición insostenible. Por lo tanto, conocimiento = creencia justificada.

Algunas salvedades El desarrollo de este razonamiento no implica alguna forma de infalibilidad humana. Se basa en la posibilidad realista de que, para determinadas creencias humanas, es posible establecer un conjunto de pruebas que nos permitirán establecer, en la medida de nuestras capacidades, que las creencias son verdaderas. Exigir más justificaciones no tendría sentido; aunque ciertamente hay suficiente margen para el error, porque tal vez no contamos con todas las pruebas, algunas de ellas pueden no ser pertinentes, o quizás no sacamos las debidas conclusiones de estas. Son posibilidades reales, pero no son motivo para cambiar la definición del conocimiento; simplemente muestran que, como seres humanos, con frecuencia no alcanzamos el conocimiento ideal. A riesgo de ser redundante, afirmar categóricamente que nunca podremos poseer esa clase de conocimiento solo nos llevará a la autodestrucción del escepticismo. Otro punto crucial que debemos tener presente es que hay muchas pruebas diferentes de la verdad, que dependen de la creencia en cuestión. Para la creencia de que mi auto está en el estacionamiento, la prueba más lógica es ir y mirar. Pero esa prueba no sirve para verificar la verdad de un teorema de geometría: un profesor jamás aceptaría como válida otra cosa que no fuera una demostración lógica de esa verdad. Del mismo modo, si intentara deducir que mi auto está en el estacionamiento de la misma manera en que pruebo un teorema de geometría, sería muy raro de mi parte y seguramente no lo conseguiría. En la historia de la filosofía abundan las discusiones improductivas que resultaron de aplicar un solo método para probar la verdad. Peor aún, cuando la prueba resultó no tener aplicabilidad universal, se decidió que era imposible verificar el conocimiento. ¿Cómo saber si hemos agotado todas las pruebas pertinentes para una creencia en particular? La respuesta solo puede ser vaga, porque depende claramente de la creencia en cuestión. Probablemente hayamos recurrido a todas las pruebas pertinentes cuando las objeciones a una creencia conllevan más problemas que la propia creencia, o cuando quienes la objetan reclaman una prueba sujeta a una posibilidad que ningún ser humano normal admitiría. A modo de ilustración, aportaré un ejemplo trivial. Volvamos a la creencia de que mi auto está en el estacionamiento. Confirmé los hechos cabalmente, con la ayuda de mis amigos y del FBI, y estoy convencido de que hay un vehículo ubicado en el estacionamiento y que es el mío. Ahora, alguien que recién empieza a estudiar filosofía podría sugerir que tal vez el auto en el estacionamiento es un holograma proyectado en ese espacio y tiempo por unos marcianos desde una nave espacial que sobrevuela la tierra. ¿Cómo responder a dicha objeción? Lo cierto es que no tengo una respuesta satisfactoria, pero tampoco la necesito. La persona que plantea esa posibilidad debería poder defenderla y estar en condiciones de descartar cualquier prueba sobre la inexistencia de los marcianos que a mí se me ocurra. Obligarme a que yo me haga cargo de esa objeción no es razonable. No podría ser capaz de defender mi creencia sobre la ubicación de mi auto contra toda duda imaginable. Lo único que necesito hacer es poder defenderla contra toda duda razonable. El que inventó esa objeción seguramente tampoco la cree y solo la plantea a los efectos de argumentar en mi contra.

En realidad, podríamos devolverle la jugada y señalarle que su exigencia ni siquiera es legítima, porque implica admitir que, para ser cierta, una creencia debería hacer frente a cualquier duda concebible. Ninguna creencia puede cumplir ese requisito, ni siquiera la creencia de que una creencia para ser cierta debería poder hacer frente a cualquier duda concebible. Lo que importa no son todas las objeciones y nociones alternativas que alguien pudiera inventar como argumentos para esgrimir, sino solo aquellas objeciones y exigencias razonables planteadas por gente racional. Esas ya son suficientemente difíciles de responder. Si hubiera un grupo de gente que (a su entender) realmente pensara que tiene razones para creer que mi auto es un holograma marciano, me sentiría mucho más obligado a considerar su objeción. Hemos definido el relativismo y explorado su origen en diversas facetas de nuestra vida. Intentamos demostrar por qué esos factores no conducen necesariamente al relativismo. Luego adoptamos una posición de ataque y demostramos que el relativismo y su hermano gemelo, el escepticismo, son insostenibles en la práctica. Finalmente, procuramos mostrar la posibilidad de conocer la verdad sin caer en el dogmatismo y, para ello, definimos la verdad como correspondencia con la realidad y el conocimiento como creencia justificada. Cómo podemos incluso intentar justificar las creencias religiosas, y en qué medida dicho esfuerzo puede arribar a buen puerto, son preguntas pendientes que retomaremos en el siguiente capítulo. Por el momento, volvamos a considerar los casos introductorios. Respuesta al caso 1: No recuerdo qué le contesté a este estudiante. Lo que le debería haber dicho es algo en la línea de las críticas al relativismo que detallé en este capítulo. Tendría que haberle mostrado que él tampoco vivía conforme a pautas relativistas y que apelar a la lógica budista era una salida elegante porque yo lo tenía verbalmente acorralado. Debería haberle dicho que, si no adoptaba toda la cosmovisión budista, no tenía ningún derecho a apelar a la lógica budista, aunque ni siquiera eso lo sacaría de su aprieto. Tendría que habérselo planteado de manera comprensiva y amigable. Antes de terminar la conversación, debería haberme asegurado de que hubiera entendido el ofrecimiento de la gracia de Dios, que era lo verdaderamente importante, no la naturaleza de la lógica. Por último, tendría que haber hecho arreglos para volvernos a encontrar y seguir conversando. Los relativistas aprecian las amistades no-relativistas, aun en esta sociedad que inventó la frase: «No es asunto mío». Respuesta al caso 2: Siempre me dejan intrigado las personas que como Linda dicen estas cosas (porque no es la única). Para empezar, no sé cuántas personas llevan vidas cristianas tan buenas que todos pueden ver inequívocamente a Jesús en sus vidas. No pretendo sugerir que nuestra vida no debería ser un claro testimonio de Cristo (debería serlo) ni que deberíamos canalizar todas nuestras conversaciones a una discusión religiosa (no deberíamos hacerlo), pero me llama la atención que algunas personas se resistan a dar el más mínimo testimonio verbal de su fe en Cristo. Primera Pedro 3:15 nos exhorta a estar preparados para dar razón (presentar una defensa) de nuestra esperanza, nada más alejado de la afirmación relativista: «Es cierto para mí, pero tal vez no lo sea para ti». El problema del relativismo de Linda es que aparentemente el cristianismo tampoco es cierto para ella, porque la esencia del cristianismo es que Dios es uno y que hay un solo plan de salvación. «Porque de tal manera amó Dios al mundo . . . », y no solo a quienes se sienten cómodos con la idea de Dios. Respuesta al caso 3: Me imagino que Poncio Pilato era un hombre muy cínico, para quien la verdad era un simple asunto expeditivo. Su pregunta parece propia de un hombre nacido dos mil años antes de su época, pero su relativismo ilustra otra faceta importante de esta cuestión. La verdad se vincula con la realidad, y cuando se la transforma en una cuestión debatible, podemos perder de vista la realidad. Pilato parecía estar solo interesado en codearse con uno que había dicho que Él era la verdad. No nos olvidemos que, al hablar de la verdad, nuestro objetivo es la realidad de Jesús y no la disputa intelectual.

Crecimiento y estudio

Repaso del capítulo Después de terminar de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Definir el relativismo. 2. Describir seis factores que explican por qué el relativismo está tan extendido. 3. Demostrar por qué estos seis factores no constituyen un argumento convincente para el relativismo. 4. Presentar dos críticas concretas al relativismo (basadas en las ideas del escepticismo y la imposibilidad de vivir en la práctica el relativismo). 5. Explicar la idea de la verdad como correspondencia con la realidad. 6. Explicar el concepto del conocimiento como creencia justificada. 7. Demostrar cómo una comprensión básica del conocimiento no tiene que ser necesariamente dogmática para evitar el escepticismo. 8. Ser capaz de identificar el siguiente nombre con la contribución aludida en este capítulo: Paul Weiss. Reflexión sobre las ideas 1. Encuentre ejemplos de relativismo en prensa, revistas, programas de televisión, etc. ¿Con qué temas se lo vincula? 2. Si consideramos a los individuos, y no a una cultura en su conjunto, ¿por qué es tan popular el relativismo? 3. ¿Puede señalar algún otro factor, aparte de los seis mencionados en este capítulo, para explicar por qué nuestra cultura contemporánea simpatiza tanto con el relativismo? 4. Hemos criticado el relativismo por ser una posición imposible de poner en práctica. ¿En qué medida es un criterio que podríamos aplicar con justicia a otras posiciones? ¿Cómo deberíamos especificar los alcances de este criterio? 5. Definimos la verdad como «correspondencia con la realidad». ¿Cómo podríamos responder al argumento de que, como tenemos diferentes ideas sobre lo que es la realidad, debe haber también diferentes verdades? 6. Definimos el conocimiento como una «creencia justificada». ¿Debo saber si una creencia ha sido justificada o no antes de poder aceptarla? 7. Para retomar una pregunta planteada al principio de este capítulo y contestada en la última parte, ¿en qué punto se vuelve innecesario responder a las objeciones teóricas esgrimidas contra una creencia en particular? ¿Puede pensar en situaciones en las que convendría recurrir a esta idea? Lecturas adicionales Allan Bloom, The Closing of the American Mind (Nueva York: Simon & Schuster, 1987). Richard J. Mouw, Distorted Truth (San Francisco: Harper & Row, 1989). Lesslie Newbigin, The Gospel in a Pluralist Society (Grand Rapids: Eerdmans, 1989).

Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1968). 1 No intente leer algo «profundo» en esta afirmación. Cada tanto algunos estudiantes se frustran realmente con este tipo de afirmaciones porque les parece que no captan su significado pleno. Buscan algo que no está. El principio significa solo lo que dice. 2 En realidad, Rushdie no hizo tal cosa. Cometió el «delito» más sutil de satirizar a la institución islámica, entre muchas otras religiones. Salman Rushdie, Los versos satánicos (Barcelona: Debolsillo, 2004). 3 La falacia de composición y de división. (Por ejemplo, la especie humana es una multitud innumerable; yo pertenezco a la especie humana; por lo tanto, yo soy una multitud innumerable). 4 Martin E. Marty, Protestantism in the United States: Righteous Empire, 2.ª ed. (Nueva York: Scribner’s, 1986), 45-46. 5 Paul Weiss, First Considerations (Carbondale: Southern Illinois University Press, 1977), 7-12. 6 Más adelante aprenderemos y usaremos la segunda teoría de la verdad, la «teoría de la coherencia». Por el momento, para nuestros propósitos, nos basta con la teoría de la correspondencia. De cualquier modo, es posible argumentar con propiedad que una teoría de la coherencia supone de alguna manera una teoría de la correspondencia. Comp. Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía (Barcelona: Labor, 1995), capítulo 12. 7 Nuevamente señalamos que esta descripción particular del conocimiento no es la única presente en la literatura filosófica. Por ejemplo, en los últimos tiempos se ha suscitado mucho interés en determinar cuándo es justificable sostener una creencia, a diferencia de nuestro interés por determinar la justificación de la propia creencia. A mi entender, no podemos considerar esta cuestión con propiedad hasta tanto no estemos seguros de la integridad de la propia creencia. ¿Es posible justificar a la persona que tiene una creencia falsa?

3 El conocimiento: algunos componentes importantes No se requiere ninguna prueba Caso 1: Más o menos a la mitad de mi curso de Apologética, acostumbro dar una clase sobre el argumento cosmológico a favor de la existencia de Dios (ver el capítulo 6). Les pido a los estudiantes que adopten una actitud escéptica y que pongan en entredicho cuanta premisa postule e intente defender. Un año, un estudiante sentado en la sexta fila levantó la mano y me anunció: —En lo que a mí respecta, toda esta sarta de argumentos para intentar probar la existencia de Dios es una pérdida de tiempo. ¿Cómo responderle? Ni siquiera hizo el planteamiento como una pregunta. Entonces decidí preguntarle yo: —A ver, Frank, ¿por qué crees tú que Dios existe? —Lo sé y punto —me respondió—. Tengo comunión con Él y es real para mí. Tengo una relación personal con Dios. No puedo dudar de Su existencia, y usted no necesita probarme que Él existe.

Sin sombra de duda Caso 2: Era otra noche de sábado en el café evangélico The Natural High. Como encargado del café, tenía que ocuparme de coordinar la animación, asegurarme de que hubiera suficiente personal en las mesas y ayudar a solucionar cualquier problema que pudiera surgir. Solo podía despreocuparme de las palomitas de maíz; a todos les encantaba dirigirse a la cocina y evangelizar salando el maíz en lugar de ser la sal de la tierra. De pronto, uno de los colaboradores me llamó a su mesa para que lo ayudara con la conversación. Dos universitarios defendían una posición humanista y el colaborador no sabía cómo responderles. Intenté lentamente llevar la conversación hacia mi tema preferido: ¿cómo podemos saber qué cosmovisión es verdadera? Al cabo de unos minutos, uno de los jóvenes se reclinó hacia atrás en su silla, se cruzó de brazos y me dijo: —Deme una prueba irrefutable de que Dios existe, sin sombra de duda.

El método científico Caso 3: Durante mi segundo año en la universidad, tuve que cursar Introducción a la Psicología. Estábamos en el anfiteatro, esperando que comenzara la clase, cuando oí distraído una conversación que tenían dos compañeros sentados en la fila detrás. Un estudiante se quejaba del curso. —Es demasiado científico para mí —dijo—. No se puede estudiar el ser humano igual que los átomos y los elementos químicos. El joven sentado a su lado, asumió la defensa de la ciencia en este minidebate. —Quieres saber la verdad, ¿no? El método científico es la única manera que tenemos para conocer la verdad de las cosas.

La verdad que transforma vidas Caso 4: Un integrante del equipo profesional de fútbol americano de nuestra localidad estaba hablando con nuestro grupo de jóvenes. Les explicó los problemas que había enfrentado en su vida y cómo Jesucristo lo había rescatado del pozo en que se encontraba. Terminada la presentación, uno de los oyentes levantó la mano y le preguntó cómo podía estar seguro de que el cristianismo fuera verdadero. ¿Qué lo llevaba a pensar que no estaba perdiendo la vida por una ilusión? El deportista respondió: —¿Cómo puedes preguntarme si el cristianismo es verdadero después de lo que he experimentado? Sé que es cierto

porque me transformó la vida. Y si dejas que Cristo transforme tu vida, tú también comprenderás que Él es real.

En el capítulo anterior, definimos la verdad como «aquello que se corresponde con la realidad». Postulamos que tenemos conocimiento cuando una creencia ha pasado una serie de pruebas para verificar su verdad; entonces podemos decir que es una creencia justificada. Por último, demostramos que no hay una prueba universal para todos los tipos de creencias. La prueba dependerá de cada creencia en particular. Ahora, continuaremos el razonamiento y comenzaremos a pensar en términos de probar la verdad del cristianismo. A modo de ejemplo, uno de sus aspectos particulares —la existencia de Dios— será un eje importante de nuestra discusión. Por el momento, la meta no es tanto probar la existencia de Dios o del cristianismo, sino descubrir un método que nos permita validar la prueba. Por ende, en este capítulo continuaremos ocupándonos de asuntos preliminares, aunque cruciales. Algunos podrían preguntarse por qué dedicar tanto tiempo y esfuerzo a estas cuestiones de la verdad y el conocimiento. Sería más agradable limitarnos a darlas por supuestas y concentrarnos en asuntos más concretos. Sin embargo, como planteamos en el capítulo anterior, la posibilidad misma de conocer la verdad es una objeción importante esgrimida contra el cristianismo. Solo una muy cuidadosa documentación de cómo opera realmente el conocimiento nos permitirá vencer lo que, de otro modo, se convertiría en una batalla de vaguedades y generalizaciones. Cualquier método para investigar la verdad y el conocimiento se engloba bajo el término «epistemología». Describiremos cuatro importantes componentes del conocimiento.1 Casi toda nuestra labor de justificar las creencias incluirá uno o más de ellos. La dificultad en esta discusión es que en diversos momentos de la historia las personas han recurrido a uno u otro de estos componentes como única razón para justificar la verdad cristiana. Lamentablemente, estos intentos no fueron del todo eficaces. Como veremos en el siguiente capítulo, el conocimiento necesita un abordaje más holístico, que tenga en cuenta diversos sistemas y cosmovisiones. Por el momento, nos concentraremos en los cuatro componentes, a saber: autoevidencia, racionalidad, información sensorial, aplicabilidad. Para cada uno de estos cuatro componentes mostraremos: su importancia para el conocimiento en general, cómo se usaron como argumento casi exclusivo para justificar la creencia religiosa, y las limitaciones de estos argumentos.

Autoevidencia Aceptamos que muchas creencias son verdaderas porque son evidentes por sí mismas.

Esto significa que ni siquiera tendría sentido que intentáramos encontrarles una justificación. Basta con entenderlas para saber que son verdaderas. Estas creencias incluyen proposiciones analíticas, creencias básicas y el conocimiento proveniente de la experiencia sensorial inmediata. Proposiciones analíticas. Estas proposiciones son verdaderas por el simple hecho del significado de las palabras utilizadas. Por ejemplo, «un círculo es redondo» o «un soltero es un hombre que no está casado». Si entendemos el significado de «círculo», «redondo», «soltero» y «no casado», será evidente que estas oraciones deben ser verdaderas. Son autoevidentes en la medida que conozcamos el idioma. Lo mismo sucede con las creencias básicas. No puedo aportar una prueba convincente del hecho de mi existencia, ni de que tengo un pasado significativo (es decir, que ni el mundo ni mi memoria comenzaron a existir hace apenas un segundo) ni de que la vida vale la pena. Las acepto sin reservas como verdaderas. También diría que todo el que dudara de ellas tiene un problema que elude la mera curiosidad intelectual. No son proposiciones analíticas; negarlas no implica una contradicción lógica inconcebible, pero no tiene ningún sentido rechazarlas. Son parte integral de las creencias de cualquier persona racional. Son básicas, son autoevidentes. También derivamos gran parte de nuestro conocimiento de la experiencia sensorial inmediata. Estoy escribiendo estas palabras en un vuelo transatlántico a Europa, con el típico dolor de cabeza que me aqueja siempre después de una hora de vuelo. Supongamos que la persona sentada a mi lado me pidiera que le demostrara que tengo un dolor de cabeza. No sabría qué decirle. Lo tengo, lo siento, estoy seguro de que me duele. Sin embargo, no puedo aportarle a nadie ninguna prueba de que tengo este dolor de cabeza. Lo que es cierto para los dolores de cabeza es también probablemente cierto para otras sensaciones que experimentamos, si bien debemos ser cautos, ya que nuestras mentes son proclives a catalogarlas como creencias, conceptos y actitudes. No obstante, parecería haber un tipo de sensaciones, como la percepción de los colores, el hambre o la felicidad, que nos resultan innegables cuando están presentes. Alguien podría dudar de nuestras razones para pensar que sentimos lo que sentimos, pero cuando tenemos esas experiencias, nosotros no dudamos de ellas. Son autoevidentes. La autoevidencia es un ingrediente esencial del conocimiento humano. La cuestión ahora es si la autoevidencia es razón suficiente para explicar las creencias religiosas. Algunos opinan que sí. Podemos mencionar dos categorías. La primera es el misticismo, o la experiencia personal directa. Una persona religiosa podría afirmar que, así como no se puede dudar de la experiencia directa de los sentidos, tampoco podemos dudar de la experiencia directa de Dios. A veces, es válido calificar de «mística» una experiencia no mediada de Dios. En una experiencia mística, la persona siente que ha tenido una comunicación directa con Dios. En dichas circunstancias, no tendría sentido exigir pruebas de la existencia de Dios, mucho menos intentar probarla, ya que sería lo mismo que me pidieran que probara el dolor de cabeza que siento. Para los místicos que sienten la presencia de Dios, Su existencia es autoevidente. La segunda categoría es que Dios es una creencia básica. Alvin Plantinga, un filósofo contemporáneo ha popularizado la idea de que para el cristiano la creencia en Dios es tan

básica como las creencias mencionadas anteriormente; por ejemplo, «yo existo».2 Para el cristiano, la existencia de Dios es la esencia misma de todo conocimiento. Para él, no tiene ningún sentido cuestionarse la existencia de Dios, ni tampoco se siente sujeto a ninguna obligación ética de contar con pruebas de Su existencia antes de creer en Él. Que Dios no exista se ha convertido en una imposibilidad, no porque carezca de lógica (como un círculo cuadrado), sino porque le resulta inconcebible (sería equivalente a pensar en que él mismo no existe). En síntesis, la existencia de Dios debe ser autoevidente. Es difícil criticar la idea de que las creencias deberían ser verdaderas porque son evidentes por sí mismas. Un compromiso de fe que repose sobre una verdad autoevidente sin duda conlleva el grado máximo de certeza. Sin embargo, necesitamos recordarnos la agenda que nos fijamos en el primer capítulo. Como herramienta para confirmar la verdad del cristianismo, apelar a la autoevidencia solo convence a los ya convencidos. El objetivo del ejercicio que nos propusimos es lidiar justamente con aquellos casos en que la verdad del cristianismo no es autoevidente. Afirmar que el cristianismo es verdad porque es evidente por sí mismo sería dar por sentado lo que se quiere probar. Decir que debería ser autoevidente es una incoherencia porque la evidencia no puede ser impuesta. En suma, aunque la autoevidencia es un ingrediente importante en la compleja estructura de todo lo que configura el conocimiento, por sí sola es insuficiente para demostrar la verdad del cristianismo, porque solo puede ser admitida por quienes ya están seguros de dicha verdad.

Racionalidad Para responder a las anteriores dificultades respecto a la autoevidencia, necesitamos algún método de conocimiento que sea verdaderamente universal. ¿Qué podría ser más universal que la racionalidad humana básica? El segundo componente del conocimiento que consideraremos será la lógica y las deducciones que posibilita. Deducción lógica La lógica, como aludimos en el capítulo anterior, es un ingrediente esencial del conocimiento. En realidad, es difícil imaginarnos siquiera qué significaría la propia idea del pensamiento humano si no fuera por la lógica, que nos permite encadenar nuestras ideas y crear nuevas ideas significativas. Tomemos un argumento elemental como el siguiente: Si París está en Francia, luego está en Europa. París está en Francia. Por lo tanto, París está en Europa. Las primeras dos proposiciones son las premisas y la tercera es la conclusión. Notemos que cuando concluimos que París está en Europa no nos limitamos a calcular probabilidades. Si las premisas son definitivamente verdaderas, la conclusión no afirma que contamos con buenas razones para suponer que París está en Europa. Inobjetablemente, París está en Europa. El principio involucrado es que cada vez que un argumento tiene premisas verdaderas y es formalmente válido, entonces es correcto, y la conclusión debe ser tan verdadera como las premisas. Si no fuera así, el pensamiento humano no sería otra cosa que una colección

aleatoria de palabras incoherentes. La geometría es un ejemplo de deducción lógica en su estado más puro. Si alguna vez tomó un curso de geometría, quizás recuerde el procedimiento. Había cierta clase de información que venía «dada». Podían ser definiciones, axiomas o teoremas, así como otros datos que no se podían cuestionar. La tarea del estudiante era demostrar una conclusión en particular a partir de la información dada y conforme a ciertas leyes racionales básicas. Recurrir a datos adicionales invalidaba la demostración. Podemos usar la geometría como modelo para una epistemología racional por derecho propio. En dicho caso, eso nos permitiría aplicar este método a otras creencias para justificarlas. Necesitaríamos contar con un punto de partida «dado», algo sobre lo que todos estuviéramos de acuerdo; y luego podríamos deducir la creencia en cuestión a partir de la información dada y valiéndonos solo de un razonamiento lógico. Si es posible emplear este método en geometría, tal vez también sirva en otras áreas. Esta epistemología se conoce como racionalismo. Para el racionalismo, una creencia justificada es aquella que se puede deducir lógicamente de un incontrovertible punto de partida «dado». El argumento ontológico ¿Podríamos aplicar el racionalismo a las creencias religiosas? Hay quienes argumentan que es posible e incluso han intentado demostrar cómo hacerlo. Entre ellos, cabe mencionar a Anselmo, un teólogo medieval, y a René Descartes, un filósofo del siglo XVII; estos pensadores inventaron y renovaron el denominado argumento ontológico para probar la existencia de Dios.3 Nos remitiremos al argumento tal como lo presentó Descartes ya que es más simple que el razonamiento de Anselmo.4 Descartes comienza recordándonos que ciertas ideas están siempre lógicamente conectadas entre sí. Por ejemplo, no puedo concebir una montaña sin un valle y un triángulo será siempre un objeto geométrico con la propiedad de que la suma de sus tres ángulos internos es siempre 180 grados. En filosofía, para expresar esta relación se dice que algunos conceptos (por ejemplo, las montañas) implican necesariamente otros conceptos (por ejemplo, los valles). Descartes postula como un hecho dado la idea de que Dios está siempre asociado a la idea de reunir todas las perfecciones. La palabra perfección, en este contexto, tiene un significado diferente al uso común. Podemos definirla técnicamente como una propiedad positiva que es intrínsecamente mejor tenerla que no tenerla, o —menos técnicamente— aquello que siempre hace bien a las cosas. Yo tengo algunas perfecciones en ese sentido, aunque lejos estoy de ser perfecto en el sentido más común de la palabra; pero tengo algunas cualidades que presumiblemente contribuyen a cualquier bondad que pueda tener. Podríamos decir, entonces, que el concepto de Dios es diferente porque Dios debería reunir todas estas perfecciones y las debería poseerlas de manera ilimitada. Según Descartes, la «existencia» es una de estas perfecciones. El filósofo parte de la suposición de que es intrínsecamente mejor existir que no existir. Por lo tanto, la «existencia» debe ser una de las perfecciones que le atribuimos a Dios. Ahora tenemos suficiente información para sacar una conclusión a partir de dos premisas fuertes.

Dios, por definición, tiene todas las perfecciones. La existencia es una perfección. Por lo tanto, Dios existe. Este argumento rara vez (o nunca) gana adeptos en la primera lectura. La mayoría de las personas, llevadas por su instinto, reaccionan contra la posibilidad de probar la existencia de Dios en tres pasos tan simples. Yo, también; pero antes de olvidarnos de este argumento, pongámoslo en perspectiva. El razonamiento, tal como está planteado, es formalmente válido. No hay ninguna falacia, no hay ninguna petición de principio, no da por sentado lo que quiere probar. Este argumento adopta diversas variantes. Las dos versiones de Anselmo plantean lo mismo, pero lo expresan de diferente manera. Asimismo, hay algunos filósofos contemporáneos que defienden versiones complejas del argumento ontológico. Entre ellos, Alvin Plantinga, quien al principio criticó todas las variantes de este argumento, pero luego elaboró su propia versión.5 No existe ninguna razón que nos impida probar la existencia de Dios en tres pasos (aunque nuevamente debo confesar que tengo mis reservas). Debemos resistir la tentación de desechar un argumento racional por el simple hecho de que funciona. Evaluación del argumento ontológico Como solo estamos usando este argumento con fines ilustrativos, no necesitamos internarnos en una extensa discusión de todos sus méritos y defectos.6 Por lo pronto, nos limitaremos a mostrar que es inadecuado si se lo considera solo en términos de racionalismo puro. Planteemos dos preguntas. Primero, ¿contamos con un punto de partida universalmente dado? En el contexto de este argumento, esta pregunta significa: ¿la idea de que Dios por definición reúne todas las perfecciones es aceptada por todo el mundo? La respuesta es que muchas personas no la aceptan: es un asunto polémico, a veces incluso para quienes creen en Dios. Por lo tanto, no es un dato «dado» como lo requiere la epistemología. Es cierto que tal vez podamos presentar un argumento convincente a favor de la idea de que un ser completamente perfecto es una posibilidad aceptable. Sin embargo, esa sería la conclusión de un argumento, dejaría de ser un dato dado. Habría que aceptar un concepto en particular antes de poder comenzar con este argumento. Segundo, ¿el argumento se desarrolla solo por deducción lógica? Nuevamente, la respuesta es no. Lo más relevante es la proposición extremadamente dudosa de que la existencia es una perfección. Muchos filósofos la admitirían, pero muchos otros seguirían a Emanuel Kant y dirían que la existencia no es una perfección, dado que ni siquiera es una propiedad. La existencia significa que las propiedades son reales; no agrega por sí sola ninguna otra propiedad. En cualquier caso, sea quien sea que esté en lo cierto, es evidente que se trata de una cuestión metafísica discutible y, por lo tanto, no sirve como punto de partida dado para una deducción lógica. Como en el caso anterior, el argumento ya supone ciertas convicciones para ser aceptable.

Esta es la suerte que se le depara al racionalismo cuando se lo aplica a la verdad religiosa. Aunque promete mucho en cuanto a objetividad y universalidad, el racionalismo al final sufre los mismos inconvenientes que la autoevidencia: como argumento, está limitado a los iniciados, los ya convencidos. Como no es posible identificar un dato dado, el razonamiento inevitablemente no dependerá de la simple deducción lógica y requerirá información adicional. Por lo tanto, aunque la racionalidad es un componente indispensable del conocimiento, no tiene suficiente fuerza para probar la verdad cuando se trata de asuntos trascendentales como la existencia de Dios.

Información de los sentidos Nuestro tercer componente parece el que mejor se ajusta a la cuestión de universalidad. ¿Por qué no basarnos en que gran parte de nuestro conocimiento está fundado en la experiencia sensorial? Muchos filósofos, entre los que se encuentra Aristóteles, han postulado que el conocimiento significativo comienza con esta facultad. Empirismo Tradicionalmente los sentidos son cinco: visión, olfato, oído, gusto y tacto. Podemos comenzar con la simple afirmación de que accedemos a gran parte de nuestro conocimiento directamente a través de estos sentidos. Sería absurdo cuestionar esta afirmación, ya que la obtuvimos mediante nuestros sentidos, porque la leímos o la escuchamos. Es indiscutible que el conocimiento incluye en gran medida un componente sensorial. Podemos, entonces, comenzar a considerar la posibilidad de que este componente sea una prueba de su validez. Necesitaremos ahora realizar una observación sensorial para luego inferir algo a partir de ella; sin embargo, debemos distinguir entre aquellos casos limitados de experiencia sensorial directa que mencionamos en el contexto de la autoevidencia y este método más complejo. En su momento, nos referimos a sensaciones como un dolor de cabeza, que podría ser lo más próximo a una sensación primitiva; ahora, se trata de información obtenida de los sentidos, pero menos directamente. De alguna manera, los datos han sido procesados. Por eso hablamos de observaciones, no de meras impresiones sensoriales; y no tenemos realmente conocimiento mientras no hayamos inferido algo a partir de nuestras observaciones. Esta manera de probar la verdad de un conocimiento se llama empirismo. Podemos afirmar que en el empirismo una creencia está justificada si es una inferencia válida de una observación sensorial. Por supuesto, este tipo de conocimiento es la esencia misma de las ciencias naturales (así como de algunas corrientes de las ciencias sociales). Ya se trate de biología, química, física o de cualquier otra disciplina, la investigación científica se centra en observaciones que tienen una particularidad: en principio, deben ser reproducibles. Si alguna vez lee un artículo en una revista científica profesional, verá que hay mucho espacio dedicado a describir la metodología utilizada por el científico y los resultados obtenidos, mientras que los comentarios sobre la importancia y repercusiones del experimento —el tipo de información que recoge la prensa popular— suelen ser muy breves. En teoría, cualquier persona debería poder reproducir el experimento y obtener los mismos

resultados. En principio, para que un experimento sea considerado válido, deberíamos estar en condiciones de confirmar los resultados de un científico, en las mismas condiciones y con los mismos recursos. En 1989 hubo una gran controversia en el mundo científico sobre dos investigadores asociados a la Universidad de Utah que alegaban haber descubierto la fusión en frío con valor comercial. Lamentablemente, sus investigaciones no pudieron ser reproducidas y, por lo tanto, su validez científica era nula. Esto no significa que los científicos profesionales siempre sigan el «método científico», según la definición que usted tal vez memorizó en un curso de ciencias en la secundaria.7 En la práctica, la investigación científica tiene un grado de flexibilidad mayor que la prescrita por una serie rígida de procedimientos que avanza de una hipótesis a una teoría, y de allí a una ley. Los experimentos y las observaciones de campo tienden a confirmar los resultados específicos que se esperaba obtener, pero lo importante es que, independientemente de cómo se describa este método, la observación es fundamental. La ciencia es un conocimiento basado en el empirismo: una serie de inferencias derivadas de la observación. El argumento teleológico ¿Es posible usar una epistemología empírica para validar una creencia religiosa? Consideremos uno de los intentos, nuevamente vinculado a la cuestión de la existencia de Dios. Fue sugerido por William Paley, quien en el siglo XIX defendió un argumento denominado el «argumento teleológico».8 El argumento de Paley comienza con la observación de que en muchos sentidos el universo se asemeja a un reloj. A partir de allí, por analogía, se infiere que diversas cosas que son verdad en el caso de un reloj deben ser también verdaderas para el mundo, en particular, la propiedad de tener un hacedor. Para ser más específicos, Paley nos invita a dar un paseo por un bosque. Supongamos que encontramos un reloj junto al camino. Reconocemos de inmediato que se trata de un mecanismo de mucha precisión, algo que no creció por sí solo en el bosque, sino que debió haber sido fabricado por un diseñador inteligente. Paley dirige luego nuestra atención al universo y nos pide que observemos que es mucho más complejo que el mecanismo de un reloj. Todo lo que puede decirse del reloj a este respecto también puede decirse con más propiedad sobre el universo. Si razonamos que el reloj necesita un hacedor, mucho más debe necesitarlo el universo; llamamos Dios al hacedor del mundo. Es un argumento extremadamente plausible, y ha sido usado de diversas maneras en sus diferentes versiones. Todas apelan a la inherente improbabilidad de que algo tan complejo como el universo sea fruto del azar. Intente el siguiente experimento. Lleve un amigo ateo a un planetario, disfruten del programa, y observe su asombro ante tan maravilloso espectáculo. Cuando termine, infórmele a su amigo que el planetario y el espectáculo son simplemente fruto del azar. Seguramente no estará de acuerdo. Señálele cuánto más se requiere que el universo tenga un creador. Si procede de esta manera, habrá usado un argumento teleológico similar al de Paley. Evaluación del argumento teleológico

Este argumento también tiene algunas debilidades, que revelarán otras limitaciones más generales del empirismo. David Hume, el escéptico del siglo XVIII, señaló algunos de los problemas propios de un argumento de este tipo.9 No lo destruyó con un contraargumento efectivo, pero mostró que no era suficiente para descartar otras opciones fuera de la existencia de Dios. Podemos resumir las reservas de Hume en las siguientes afirmaciones: Primero, sabemos que los relojes necesitan un relojero solo porque hemos visto que los fabrican. No contamos con la misma experiencia cuando se trata de universos, porque nunca observamos la creación de ninguno. Segundo, según Hume, conocemos otras cosas que no son mecanismos, pero que son complejas y funcionan, como son los seres vivos, a saber, las plantas y los animales. No requieren que nadie los haga, sino que existen por reproducción y crecen orgánicamente. Tal vez, el mundo se parezca más a una planta que a un reloj. En ese caso, no necesitaría un hacedor. Tercero, continuó Hume, muchas cosas son producto del trabajo en equipo de varios individuos. No parece haber ninguna razón para descartar que el universo hubiera sido creado por un comité de dioses. Cuarto, tampoco parece haber una buena razón para que el creador del universo sea necesariamente un Dios perfecto. Es posible que el universo haya sido creado por un dios infantil que estaba aprendiendo a crear mundos. Quinto, concluyó Hume, aun si aceptáramos el argumento, este no descarta de plano la posibilidad de que la existencia del universo sea fruto del azar. Las cinco críticas de Hume distan mucho de ser devastadoras, pero nos permiten ver que el argumento no es tan concluyente como desearíamos. Abren una brecha en el método del argumento teleológico. Paley observó el universo y vio un reloj y, por ende, un relojero. Hume observó el mismo universo y, al menos a los efectos de su argumentación, vio una planta que acababa de nacer. La propia observación ya está sujeta a interpretación. Lo que observamos está determinado, al menos parcialmente, por lo que esperamos ver. No hay que ser relativista para darse cuenta de que las percepciones son selectivas y a menudo altamente subjetivas. Deje de leer por un momento y preste atención a los diferentes ruidos de fondo que su mente filtró en los últimos minutos (gente, máquinas, vehículos, el aire acondicionado, la calefacción, su respiración, los sonidos naturales del ambiente). En cualquier momento dado, nuestras observaciones son muy selectivas y enfocadas. Ahora que retomó la lectura, se dará cuenta de que nuestras mentes son altamente eficaces para dirigir nuestras observaciones. Debemos, por ende, descartar la idea de que nuestras observaciones constituirían datos primarios neutrales que todos podríamos usar para obtener la misma información. Nuestras observaciones ya dependen de cómo nos posicionamos para ver algo. Esta limitación también es aplicable a la ciencia. Quienes no somos científicos entramos en un laboratorio y no vemos lo mismo que un científico. Las observaciones del científico dependerán en gran medida de su entrenamiento. Un químico, por ejemplo, ingresará a un laboratorio no solo con tubos de ensayo, quemadores y diversos elementos, sino también con la tabla periódica y muchos años

de entrenamiento y experiencia. Por supuesto, nuestro propósito no es destruir por completo el empirismo. Al fin de cuentas, difícilmente podemos argumentar contra los avances de la ciencia en el mundo moderno. Sin embargo, las reservas que planteamos demuestran que el método empírico por sí solo es insuficiente, especialmente cuando se aplica en el plano religioso. En este campo, es de suma importancia que nuestras predisposiciones tiendan a matizar nuestras percepciones, porque en cuestiones religiosas, nuestras percepciones suelen exacerbarse y diversificarse. Al fin de cuentas, está en juego nuestro compromiso más básico de cómo contemplamos el mundo. Podemos concluir, entonces, que aunque el empirismo es un ingrediente importante del conocimiento humano, por sí solo no es suficiente para nuestra búsqueda.

Aplicabilidad Se ha identificado un cuarto componente del conocimiento, especialmente propio de la manera de pensar en Estados Unidos. Se trata del énfasis en la noción de que todas las creencias verdaderas deben tener aplicación en la práctica. O, dicho de otro modo, si una creencia no tiene consecuencias prácticas, no debe ser verdadera. Un europeo quizás le diga que si esto le parece sentido común, se debe en parte a su condicionamiento cultural estadounidense. Pragmatismo No parecería razonable prescindir de todo tipo de criterio de aplicabilidad para la verdad. Si le vendo un remedio con la promesa de que le curará todas sus enfermedades físicas y cuando lo toma le produce dolor de cabeza, usted tendrá buenos motivos para creer que le dije algo falso. Por otra parte, supongamos que no puedo arrancar el auto. Viene alguien y me dice: «Se le ahogó el carburador. Déjelo descansar una hora e inténtelo de nuevo. Entonces arrancará sin problema». Espero una hora, intento prender el auto y consigo hacerlo arrancar. Me sentiré inclinado a creer que la persona tenía razón: el motor estaba ahogado. Tal vez eso no convierta la teoría en verdadera, pero para el caso, la consecuencia práctica fue probablemente prueba suficiente de su verdad. Este componente particular del conocimiento también se ha constituido en una prueba de la verdad por derecho propio. Se lo denomina pragmatismo, y fue la posición de los filósofos estadounidenses C. S. Peirce, William James y John Dewey. Aunque tenían diferentes intereses, estos tres pensadores compartían la noción de que la verdad de una creencia depende de si produce un cambio práctico en el mundo. En el pragmatismo, una creencia justificada es aquella que tiene consecuencias prácticas que la confirman. El pragmatismo y la verdad religiosa El pragmatismo también se ha propuesto como una prueba exclusiva de la verdad religiosa. El ejemplo a continuación proviene del campo de la teología de la liberación en América Latina. El teólogo Juan Luis Segundo10 observa la intolerable situación social en América Latina y concluye que se necesita una ideología que afirme la persona humana, la justicia y la comunidad. Él la encuentra en las creencias tradicionales de Dios como Trinidad: tres personas

que son un Dios. Su planteo es que solo alguien que conozca a Dios y a Dios en tres personas puede conocer correctamente a los seres humanos en relación entre sí. Segundo cree que el Dios cristiano es verdad, no por razones independientes, sino porque le aporta las creencias necesarias para producir los cambios sociales que él desearía. Los resultados prácticos de estas creencias se convierten en el sello de su verdad. Evaluación del pragmatismo como abordaje a la verdad religiosa La mejor manera de criticar el enfoque pragmático a la verdad es leyendo a los propios pragmatistas, porque lo que para una persona es un resultado favorable no necesariamente lo será para otra. William James estudió este fenómeno y decidió que, como diferentes creencias pueden «funcionar» para diferentes personas, cabe la posibilidad de que lleguen a ser verdaderas dos creencias mutuamente excluyentes;11 una vez más, caeríamos en el relativismo. Por su parte, John Dewey se fijó en las necesidades de nuestra sociedad y argumentó a favor de una «fe» puramente secularizada y atea.12 El asunto es que, según el criterio de verdad de los pragmáticos, es posible defender casi cualquier cosa como verdad, siempre y cuando «funcione». Además, el criterio pragmático no condice del todo con lo que pensamos intuitivamente que debería ser la verdad. Imagine que una persona lleva una vida desordenada y, como consecuencia, no ha logrado mucho en la vida. Supongamos que esta persona recibió unos cientos de dólares, pero se los roban y no por ningún descuido suyo. Sin embargo, él no lo sabe; y piensa que, como es tan desordenado, debió dejar el dinero en algún lado, pero que no recuerda dónde. Entonces decide: «Esto ya no puede seguir así. Perdí mi dinero por ser tan descuidado. A partir de hoy, voy a ser más ordenado y cuidadoso, para que no me vuelva a suceder lo mismo». Cumple su palabra, y a los diez años es presidente de una gran compañía. Creer que había perdido el dinero por ser desordenado le sirvió. Esa creencia produjo cambios positivos e importantes en su vida, pero no era verdad. La verdad es que le habían robado el dinero, aunque él nunca se hubiera dado cuenta. La verdad no cambia a pesar de las creencias de ese hombre sobre lo sucedido y las consecuencias prácticas que ellas tuvieron. Vemos que tenemos una conceptualización básica de la verdad que el pragmatismo no contempla. Por cuarta vez realizamos una observación similar. Que una creencia «funcione» en la práctica es un aspecto importante del conocimiento, pero el pragmatismo como criterio de verdad es insuficiente. En este capítulo, estudiamos cuatro epistemologías, encontramos que todas tienen puntos dignos de consideración, y luego las descartamos. Mostramos que eran insuficientes por sí solas para validar la verdad religiosa. Cada una de ellas cumple un papel en la tarea bastante compleja de validar la verdad de las creencias religiosas, pero no es posible depender exclusivamente solo de una. No obstante, este capítulo nos conduce a la observación de que necesitamos pensar en el conocimiento como un gran sistema con muchos componentes. Una creencia nunca se presenta aislada, sino siempre unida a otras creencias y predisposiciones. A la luz de esta conclusión, volvamos a considerar los casos de este capítulo.

Respuesta al caso 1: Me alegro de que para Frank, a diferencia de muchos otros, en este momento de su vida, creer que Dios existe no le resulte problemático. Para él, la existencia de Dios es autoevidente; por desgracia, eso no lo hace evidente para todos los demás. Que Frank no requiera pruebas no significa que dichas pruebas no estén disponibles ni que sea ilegítimo utilizarlas. Mi respuesta verbal a Frank tuvo el propósito de animarlo a prestar atención a este problema, porque tarde o temprano, él podría encontrarse con alguien que sí necesitara convencerse de que hay un Dios. Podría incluso tratarse de él mismo. Respuesta al caso 2: En el curso de los años aprendí una lección importante sobre las personas que exigen pruebas. Después de un sinnúmero de discusiones improductivas, ahora sé que necesito tomar la iniciativa con otra pregunta: «¿Qué aceptaría usted como evidencia?». Con frecuencia resulta que lo que mi interlocutor desea es completamente diferente a lo que yo le hubiera dado. Si a la persona le preocupa el sufrimiento en el mundo, no sirve de nada presentarle el argumento cosmológico. Si la dificultad son los milagros, no tendría sentido mostrarle cómo la resurrección verifica la deidad de Cristo. La respuesta a mi pregunta a menudo revela que la persona exige algo que ningún ser humano está en condiciones de aportar, como una prueba puramente deductiva conforme a pautas racionalistas capaz de convertir automáticamente incluso al escéptico más empedernido. Ante esa exigencia, necesitamos explicar por qué el cristianismo no es como la geometría. En realidad, la única parte de la vida como la geometría es la propia geometría. Ojalá hubiera sido tan lúcido aquella noche en la cafetería. Si mal no recuerdo, creo que les resumí mi tesis de maestría antes de darme cuenta de que solo estaban interesados en discutir por discutir. Respuesta al caso 3: No estoy en posición de pronunciarme definitivamente sobre si el método científico es siempre el mejor abordaje en psicología, aunque para mí debería serlo. Sin embargo, convertir a este método en el único criterio para validar el conocimiento en todas las áreas de la vida sería una extrapolación forzada. Me pregunto, sin embargo, si la persona que hablaba se refería solo a procedimientos científicos rígidos. Tal vez estaba pensando en una noción de conocimiento más elástica, basada en la evidencia y la investigación racional. En dicho caso, podría ser más comprensivo hacia su afirmación. Respuesta al caso 4: Cuando tengamos que compartir nuestra fe, siempre es una buena idea referir lo que Cristo hizo por nosotros. No hay nada malo en explicar a los demás que Cristo también puede hacer grandes cosas en sus vidas. Con todo, necesitamos tener cuidado de no basar la verdad del cristianismo en nuestra experiencia. El cristianismo no es verdad porque «funciona», sino que «funciona» porque es verdad. Los miembros de otras religiones también dicen que sus creencias están basadas en sus experiencias. Desde la perspectiva cristiana, sus experiencias están basadas en falsedades. Por lo tanto, esa cuestión deberá dilucidarse sobre otros fundamentos, no basta con la experiencia personal.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Describir cómo la autoevidencia sirve para validar la verdad y dar tres ejemplos. 2. Mostrar cómo la autoevidencia ha sido usada para validar las creencias religiosas y por qué dicho camino podría no ser útil. 3. Describir cómo el racionalismo sirve para validar la verdad. 4. Presentar una versión simplificada del argumento ontológico, señalar sus debilidades y mostrar cómo esas limitaciones son propias del racionalismo. 5. Describir cómo el empirismo sirve para validar la verdad. 6. Presentar una versión simplificada del argumento teleológico, señalar sus debilidades y mostrar cómo esas limitaciones son propias del empirismo. 7. Describir cómo el pragmatismo sirve para validar la verdad.

8. Mostrar qué sucede cuando intentamos usar el pragmatismo para validar la verdad de las creencias religiosas. 9. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Alvin Plantinga, Anselmo, René Descartes, William Paley, David Hume, Juan Luis Segundo, William James, John Dewey y C. S. Peirce. Reflexión sobre las ideas 1. Piense en otros ejemplos de creencias autoevidentes, además de los mencionados en este capítulo. ¿Algunas de estas creencias son vitales para la vida humana? 2. Un seguidor de Hare Krishna en cierta ocasión me dijo que para él era evidente que Krishna era Dios y que debíamos obedecer sus mandamientos. ¿Qué le respondería? 3. Encuentre ejemplos no relacionados con la geometría en que se utilizan operaciones puramente formales de deducción racional para determinar la verdad. 4. En este capítulo criticamos el argumento ontológico fundamentalmente porque no se adecua a los estándares de una epistemología racional. Sin embargo, puede ser válido en otro sentido. Respalde o defienda el argumento en sí mismo. 5. Encuentre ejemplos no relacionados con las ciencias naturales en que se utiliza una forma rigurosa de empirismo para descubrir la verdad. 6. En este capítulo criticamos el argumento teleológico porque, en principio, no cumple con los requisitos de una epistemología racional. Sin embargo, puede ser válido en otro sentido. Respalde o defienda el argumento en sí mismo. 7. Un problema vinculado al criterio pragmático de la verdad es si una persona es capaz de practicar con coherencia un conjunto de creencias. ¿En qué medida podemos exigir esto a cualquier sistema de creencias? ¿Cómo le iría al cristianismo si le aplicáramos este criterio? Lecturas adicionales A. J. Ayer, El problema del conocimiento (Buenos Aires: Editorial Eudeba, 1962). Roderick Chisholm, Theory of Knowledge, 2.ª ed. (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1977). Alvin Plantinga, ed., The Ontological Argument (Garden City, NY: Doubleday, 1965). William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: Alianza Editorial, 2000). David L. Wolfe, Epistemology: The Justification of Belief (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1982). 1 En este capítulo y el siguiente esbozamos una clasificación de los tipos de conocimiento basada en la obra de David L. Wolfe. Ver su libro, David L. Wolfe, Epistemology: The Justification of Belief (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1982). 2 Alvin Plantinga, «The Reformed Objection to Natural Theology» en Christian Scholars Review 11 (1982): 187-98. 3 El origen del nombre surgió mucho después con Immanuel Kant. «Ontológico» significa «el orden de lo que es». Sería conveniente no buscar una significación particular a este término; es el nombre tradicional que hoy se le da a este argumento. Ni Anselmo ni Descartes lo habrían llamado «ontológico». 4 René Descartes, Meditations on First Philosophy, trad. Donald A. Cress (Indianápolis: Hackett, 1979), 40-45. 5 Alvin Plantinga, God, Freedom, and Evil (Grand Rapids: Eerdmans, 1974), 85-112. 6 Para un análisis más extenso del argumento y sus diversas ramificaciones, ver Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker Book House, 1988), 123-49.

7 La descripción más común es que el científico realiza una observación, elabora una hipótesis y prueba la hipótesis en el laboratorio. Si los resultados confirman la hipótesis, esta se convierte en teoría. Una teoría universalmente confirmada se reconoce como ley. Es dudoso que los científicos pudieran trabajar en estas condiciones tan estrictas. 8 Nuevamente, no nos conviene internarnos en la significación del nombre original de este argumento. Deriva de la palabra griega telos, que significa «propósito» o «fin» y se usa para indicar que, según este argumento, el universo es prueba de un propósito divino. William Paley, A View of the Evidences of Christianity, tomó el argumento teleológico de Donald R. Burrill, ed., The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday Anchor Books, 1967), 165-70. 9 David Hume, Dialogues Concerning Natural Religion, en Burrill, ed., The Cosmological Arguments, 185-98. 10 Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laico adulto, Vol. III, Nuestra idea de Dios, (Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1970). 11 William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: Alianza Editorial, 2000). 12 Ver John Dewey, A Common Faith (New Haven: Yale University Press, 1934).

4 El conocimiento: diversas cosmovisiones puestas a prueba Incredulidad ciega Caso 1: Mi especialización de pregrado fue en zoología. Recién tomé mi primer curso universitario de filosofía después de haber leído algunos libros sobre apologética cristiana. Cuando cursé Introducción a la Filosofía, descubrí la típica serie de argumentos contra Dios y el cristianismo; no había casi nada positivo para decir sobre lo que yo creía. Lo conversé con Jerry, el estudiante graduado que me habían asignado para este tipo de consultas. Nos reunimos varias veces y debatimos los argumentos a favor y en contra. Una mañana, recuerdo que pasamos una hora conversando, sentados en un banco afuera de la capilla, y él me permitió que le presentara todo el caso a favor de la deidad de Cristo, con los mejores argumentos que tuviera (ver el capítulo 10). Cuando terminé, me dijo: —Estoy desarmado. No sé cómo refutar tus argumentos. Pero no puedo aceptarlos; debe haber algo mal. Solo que todavía no sé qué es.

Stan lo entendió Caso 2: Una vez conversé con Stan, un amigo cristiano, sobre nuestros diferentes orígenes. Yo venía de un sólido hogar cristiano, y siempre había vivido dentro de una cosmovisión cristiana. Stan hacía dos años que era cristiano. Le pregunté cómo era su cosmovisión antes de convertirse. —Pensaba que el mundo era como una máquina —me respondió—. Todo, absolutamente todo lo que pasaba, de algún modo u otro encajaba en este vasto aparato cósmico. Pero nada tenía más significado que ser un engranaje de la maquinaria. —¿Qué te llevó a considerar el cristianismo? —pregunté. —No fue ningún argumento en particular —reflexionó—. Era como si mi idea del mundo había dejado de tener sentido. No le encontraba sentido a nada y, sin embargo, seguía aferrándome a la noción de que mi vida debía tener algún sentido. Cuando encontré el cristianismo, basado en un Dios personal y amante, supe que había encontrado lo que buscaba.

En el último capítulo, analizamos algunas pruebas de la verdad que resultaron demasiado limitadas para nuestros propósitos. Cuando se trata de la verdad religiosa, el conocimiento es algo extremadamente complejo, que requiere muchas consideraciones, entre las que nuestras predisposiciones cumplen un papel importante. Esto quedó bien claro en nuestro análisis del empirismo: nuestras observaciones dependen en gran medida de lo que esperamos ver. Es como si tuviéramos un filtro mental que canaliza toda la información que recibimos antes de que llegue a nuestra conciencia. No creo que nadie ponga en entredicho este hecho. Algunos lo han llevado a un extremo. Presentaremos primero esta versión y luego ofreceremos una aplicación más aceptable.

Convencionalismo Los filósofos han utilizado diversos términos para referirse a este filtro que nos permite procesar el conocimiento:

sistema, cosmovisión, esquema interpretativo, marco conceptual, cualquier combinación de los anteriores y otros. Según el filósofo W. V. O. Quine,1 nuestra comprensión de la verdad es como una red de creencias: todos llevamos en nuestra cabeza un sistema interconectado de todo aquello que creemos. En dicha red, ligadas unas con otras, con más o menos coherencia, están todas las creencias que aceptamos como verdaderas; allí encontramos las creencias básicas (tales como «yo existo», «la vida vale la pena») y otras más triviales (como «ojalá que nunca más tenga que comer hígado»). Ninguna creencia existe aislada de otras; todas las creencias están conectadas entre sí en un gran entramado. ¿De dónde surgió esta red? Según Quine y quienes sostienen este punto de vista, la recibimos con nuestra cultura y, en gran medida, con la educación, cuando éramos niños. Así como aprendimos buenos modales en la mesa y cómo ser amables, nos criaron de modo que aceptemos varias creencias como verdaderas. Nunca las probamos; nunca nos planteamos que pudiera haber otras alternativas. Simplemente las creímos porque nuestros padres nos dijeron que eran verdaderas y así se convirtieron en parte de nuestro sistema. Dado que según esta descripción el conocimiento es una mera convención, como conducir por la derecha o por la izquierda, se denomina convencionalismo. ¿En qué medida podemos validar la verdad según el convencionalismo? Los sistemas como un todo no pueden validarse. Si todas las creencias son parte de un sistema, no hay posición neutral a la que apelar para decidir entre un sistema y otro. Si todas las creencias de todos los sistemas solo son parte de un todo integrado, no hay ningún punto en común entre dos sistemas. No hay neutralidad; no hay una base común. En consecuencia, parecería que cada uno está atrapado en un sistema en particular. Pensémoslo como si cada creencia fuera un jugador de fútbol en un equipo. Todos los jugadores tienen que pertenecer a un equipo u otro. No hay jugadores sin equipo. El goleador no puede decidir un domingo por la tarde: «Creo que hoy no tomaré partido por ningún equipo». Debe jugar por su equipo y solo por su equipo. El otro equipo tampoco tiene la posibilidad de decir: «Nos olvidamos de traer a nuestro goleador. ¿Nos prestarían al suyo?». El jugador es propiedad exclusiva de un equipo. De la misma manera, una creencia está integrada a un sistema. Funciona dentro de ese sistema y no puede integrarse a otro sistema sin sufrir alteraciones significativas. No hay neutralidad; no hay una base común. Esta descripción explica por qué muchos debates parecen no conducir a ningún lado. ¿No le ha pasado que presenta sus mejores argumentos y su interlocutor ni siquiera parece entenderlos, menos aún dejarse convencer? Un convencionalista podría usar este tipo de experiencia como prueba a favor de su punto de vista. No se puede convencer con argumentos a las personas para que abandonen su cosmovisión porque las cosmovisiones no se discuten. Según el convencionalismo, de todos modos, las creencias individuales pueden ser

validadas. Por supuesto, para el convencionalismo la verdad no se corresponde con la realidad, dado que es imposible tener una idea de la realidad independiente de la cosmovisión. Una creencia puede considerarse verdadera si está integrada a la cosmovisión de una persona, y esto puede evaluarse en función de si corresponde con su cosmovisión o si es lógicamente coherente. Tomemos dos ejemplos banales. Supongamos que yo intento relatarle una visita que recibí de un ser extraterrestre. Con toda seguridad, usted no me creerá y ni siquiera se molestará en pedirme pruebas o alguna otra forma de probar la verdad de mis afirmaciones. En su cosmovisión, no hay lugar para extraterrestres; son irrelevantes y es lógico que rechace mi historia como falsa. O, considere su reacción si le digo que el Sol no existe. Sería una afirmación importante, pero usted la rechazaría de inmediato porque sería lógicamente incompatible con sus demás creencias. Para establecer la verdad de las creencias, usted solo verifica si se ajustan o no a su sistema. Si no las puede integrar, a menudo las descartará sin más consideración. Un convencionalista diría que eso es precisamente lo que sucede. En esta epistemología, la teoría de la verdad como correspondencia ha sido reemplazada por una teoría de la coherencia de la verdad.

Crítica al convencionalismo Los problemas del convencionalismo son evidentes. Primero, es imposible hacer apologética debido a la incapacidad para defender la verdad del cristianismo. Algunas personas han aceptado esta fatalidad y han efectivamente negado cualquier posibilidad de realizar apologética. Por ejemplo, Karl Barth, un reconocido teólogo suizo. Para él, no podía haber ningún punto de contacto racional entre el sistema cristiano, basado en un Dios que se reveló a sí mismo y otros sistemas. Como consecuencia, ningún intento de presentar un argumento basado en la razón humana puede conducir de un sistema no cristiano a Dios.2 Enseguida consideraremos si esta descripción representa una evaluación realista de las posibilidades. Segundo, el convencionalismo también hace añicos nuestro entendimiento de la verdad. Las creencias mutuamente excluyentes encajan en sistemas diferentes. Por ejemplo, creer que Jesús es el único camino para llegar a Dios es una creencia crucial para el cristianismo; negarlo es parte del hinduismo. Una vez más nos enfrentamos al relativismo, que parece admitir verdades ambivalentes, pero que en ese proceso niega toda verdad. Lo cierto es que la gente quiere saber cuál creencia es realmente verdadera, si Jesús es el único camino para llegar a Dios o si no lo es. Señalar que esta creencia es compatible con un sistema, pero que no lo es con otro, no contribuirá a dilucidar la cuestión. Al fin de cuentas, sería posible concebir un sistema consistente con una falsedad. Si el convencionalista plantea que no hay manera de comprobarlo, nuevamente caemos en el desastre del relativismo. La manera natural de entender la verdad es que la idea de una realidad como fundamento de nuestra cosmovisión tiene sentido y constituye el contexto contra el que corroborar la verdad. El convencionalismo va en contra de nuestro entendimiento natural de la verdad. Tercero, ¿cómo explica el convencionalismo que la gente a veces cambie de creencias, e

incluso su sistema por completo, cuando se le presentan pruebas racionales? Según Quine, dicho cambio sería puramente pragmático. En otras palabras, cambio de parecer si con eso me va a ir mejor en la vida. Por ejemplo, si ponemos a alguien que se crió en una denominación dentro del contexto de otra denominación, eventualmente cambiará sus lealtades, no porque se convenzan racionalmente de las nuevas doctrinas, sino para no complicarse la vida. Esta explicación revela una visión cínica del valor de las ideas y la razón humana. Debo suponer que cuando Quine escribió estas ideas esperaba convencer a la gente, y a muchos persuadió. En realidad, la gente admite que cambia de parecer, en asuntos importantes como en asuntos menores, sobre la base de pruebas racionales. Por mi parte, en varias ocasiones cambié mis opiniones sobre una creencia en virtud de la evidencia. A veces, dicho cambio vulnera el simple pragmatismo; la vida suele tornarse más complicada, no más conveniente. Tomemos el caso de un musulmán que responde a la predicación del evangelio. Conozco una mujer que se convirtió; tuvo que dejar a su familia, su cultura, la seguridad, e incluso arriesgar su vida. Encontró respuestas en el cristianismo que no las podía encontrar en el Islam. No consigo interpretar esta experiencia como desearían los pragmáticos. Se sintió persuadida a aceptar la verdad de otro sistema: eso no le facilitó en nada su vida. Además, proponer una explicación psicológica a su conversión y alegar que había razones pragmáticas inconscientes es simplemente un ejemplo de la falacia de apelar a la ignorancia. No se puede explicar algo con pruebas que no contamos. Concluimos, entonces, que el convencionalismo sobreestima sus posibilidades. Reconoce que nuestros pensamientos surgen dentro de cosmovisiones, pero lleva demasiado lejos esta verdad innegable al encerrarnos en nuestras cosmovisiones, como si estuviéramos condenados a ellas de por vida. La realidad no es así. Sabemos por intuición que nuestra búsqueda de la verdad no puede ser saboteada de esta manera, y nuestra experiencia práctica así lo demuestra. Es posible evaluar racionalmente las creencias y los sistemas, y efectivamente lo hacemos.

Validación de las hipótesis Después del análisis anterior, no debería sorprendernos que quienes postulan que al conocimiento se llega por consenso, a la larga violan sus propios preceptos. Podríamos decir que se trata de una feliz inconsistencia. Un buen ejemplo al respecto es la obra del apologista reformado Cornelius Van Til.3 Como Barth, Van Til niega que exista algo en común entre el sistema cristiano y el no cristiano. La cosmovisión cristiana se basa en el Dios soberano que creó el mundo y se reveló en las Escrituras y en Jesucristo. En cambio, la visión no cristiana del mundo se basa ostensiblemente en la autonomía de los seres humanos; pero como el ser humano es finito y una simple parte del mundo, en última instancia, esta visión tendrá como principio fundamental el azar. No puede haber algo más terminante. Claramente, las perspectivas cristiana y no cristiana no tienen nada en común. Un sistema que parta de Dios puede tener valores objetivos como la bondad, la verdad y la belleza. Si la razón suprema es el azar, dichos valores son solo convenciones accidentales. Van Til sostiene que aun el entendimiento básico de lo que significa

conocer algo no puede transferirse de un sistema a otro. En la visión cristiana, el conocimiento de un objeto implica que uno entra en contacto con la creación de Dios; en la visión no cristiana, el conocimiento basado en el azar no puede ser otra cosa que una conjetura. En síntesis, parecen prevalecer las palabras claves «no hay neutralidad; no hay puntos en común». Sin embargo, a diferencia de Barth, Van Til plantea que es posible una apologética. En un diálogo entre un cristiano y un no cristiano, el cristiano puede, solo a los efectos de la argumentación, situarse en el sistema del no cristiano y mostrarle las consecuencias desastrosas de un sistema basado en el azar y la autonomía humana. Ninguno de los valores que el no cristiano adopta para su vida, ni siquiera el conocimiento, son en realidad viables en dicho sistema. Entonces, el cristiano puede invitar al no cristiano a situarse en el sistema cristiano, nuevamente, solo a los efectos de la argumentación. La meta es demostrarle que solo un sistema que presuponga la existencia del Dios soberano de la Biblia hace posible el conocimiento y los valores que el no cristiano desea tener. El cristiano luego puede invitar al no cristiano a cambiar de un sistema imposible a uno posible. No se requiere un doctorado en filosofía para ver que incluso este tipo de diálogo solo es posible si hay algún punto en común entre los cristianos y los no cristianos. A pesar de la ocasional ambigüedad de Van Til, parece dejar espacio para un piso común rudimentario vinculado a las siguientes ideas: la gracia común, es decir, la revelación de Dios a todo el mundo implica tener una conciencia básica de Su existencia, del bien y del mal, y de nuestra condición de pecadores por haber transgredido Su pacto; los conceptos prestados de la cosmovisión cristiana, que los no cristianos tienen aun cuando algunos pudieran ser inconsistentes con sus presuposiciones no cristianas; una limitada racionalidad elemental, como la lógica (aunque a veces Van Til parece reacio a considerar la legitimidad de la lógica para los no cristianos). Sucintamente, Van Til no cumple con sus planes anunciados de negar la neutralidad y la posibilidad de un piso común para entablar un diálogo entre cristianos y no cristianos. Esta crítica no es tan negativa como parece. Creo que Van Til, por medio de su inconsistencia, nos ha hecho un favor, porque ha introducido una manera operativa de aproximarnos a la verdad dentro de diversas cosmovisiones. Nos mostró que podemos reconocer que todas nuestras creencias están integradas a una cosmovisión, pero sin inhibir la posibilidad de validar las cosmovisiones en su conjunto: podemos aceptar como hipótesis los sistemas o creencias en cuestión y luego verificar su efectividad. En realidad, ya aplicamos este método cuando analizamos cómo validar la verdad de las creencias. En dicho momento, dijimos que una creencia justificada es aquella que pasó todas las pruebas pertinentes. Ahora, deseamos incluir también los sistemas de creencias. A este método lo llamaremos validación de las hipótesis: Un sistema de creencias será considerado verdadero si, sometido a todas las pruebas razonables pertinentes, demuestra ser mejor que todos los demás sistemas razonables. Esta formulación no es tan tentativa como parece. Pongamos el siguiente ejemplo. Supongamos que hubo un asesinato. Estos son los hechos que se conocen del caso: El asesino estaba en el castillo a las siete de la tarde, tenía una llave del escritorio, hablaba transilvano y aparecía en el testamento; el mayordomo

es el único sospechoso que reúne todas estas características. La hipótesis de que el mayordomo es el asesino puede considerarse cierta. Podemos descartar aquellas hipótesis irrazonables, como que hubiera sido un marciano disfrazado de mayordomo. Por analogía, aceptar como cierta una hipótesis que condice con todos los hechos pertinentes es la base de esta epistemología. No podemos avanzar hasta que respondamos dos preguntas cruciales. ¿Cuáles serían los puntos en común entre las cosmovisiones? ¿Cuál es el criterio que podemos usar para verificar las cosmovisiones como hipótesis?

Una base común ¿Dónde encontraremos una base en común? Dondequiera que la hallemos. Detrás de esta afirmación poco seria reposa una razón de peso. No hay necesidad de identificar un conjunto universal de creencias comunes a todas las cosmovisiones. De hecho, ni siquiera creo que haya creencias de contenido significativo con aceptación universal. Incluso una proposición tan básica como «yo existo» no es aceptada universalmente; el budismo theravada la niega. Ahora bien, se podría decir que negar la propia existencia es una locura; todo el mundo debería poder suscribir esta proposición. Sin embargo, no todos la aceptan y, por lo tanto, no podemos utilizarla como base común universal. De todos modos, no es necesario contar con esta base común universal. Basta con que dos sistemas tengan suficientes puntos en común para permitir el diálogo. Por ejemplo, Phil es un buen amigo con quien compartimos el interés por las carreras automovilísticas de velocidad. Siempre que nos reunimos, tarde o temprano acabamos conversando de ese tema. Con Paul, otro amigo, el tema recurrente es la crítica literaria del Antiguo Testamento. O sea que tengo algo en común con ambos amigos, pero son intereses diferentes. Ninguno sabe mucho (tal vez nada) sobre el tema que le interesa al otro. Si intentaran conversar, tendrían que encontrar otro tema de conversación. De la misma manera, dos cosmovisiones tendrán algún punto en común, pero no será el mismo para todas. Lo que importa es determinar si dos sistemas tienen algún punto en común. Si existe o no la misma coincidencia con un tercer sistema no es pertinente. Para tomar prestado un concepto del filósofo Ludwig Wittgenstein, podemos decir que las cosmovisiones humanas tienen un «aire de familia». No todos los miembros de la familia son iguales, ni tampoco hay un rasgo común a todos los parientes. Con todo, hay algunos rasgos típicos que aparecen repartidos entre todos los miembros y hace que dos de ellos tengan un parecido. De la misma manera, nuestros sistemas de creencias tienen un aire de familia. ¿Cómo verificar esta afirmación? En principio, habría que hacer una lista de todas las cosmovisiones humanas y comprobar cuáles son los puntos en común. La tarea parece imposible; aun si alguien pudiera realizarla, dudo que otro quisiera leerla. Por lo tanto, nos conformaremos con la siguiente afirmación: No conozco ninguna cosmovisión que no tenga alguna creencia cuyo contenido significativo sea común a la mía. Por ejemplo, aunque el budista theravada y yo no nos pondremos de acuerdo respecto a si existo o no, no tendríamos inconveniente en aceptar que un apego excesivo a los bienes materiales de este mundo es

contraproducente para la vida espiritual; como punto de partida para comenzar una conversación no es malo. La situación es mejor de lo que parecía. Para nuestros propósitos, no necesito comparar el marxismo-leninismo con el pensamiento de los aborígenes australianos para ver qué tienen en común y en qué se diferencian. Si partimos de un sistema, el cristianismo evangélico, los demás sistemas no necesitan ser tan dispares. Sería imposible que un libro de este tipo abarcara todas las posibilidades, pero supongamos que hay un conjunto de creencias básicas aceptadas en general. Si nuestros argumentos no tienen peso respecto a una cosmovisión que no tuve en cuenta, eso no significa que sea imposible encontrar un buen argumento. Se debe simplemente a que, hasta el momento, no contamos con uno, pero que eventualmente surgirá.

Criterios ¿Cómo podemos evaluar las cosmovisiones opuestas? Necesitamos criterios que la mayoría de las personas no disputaría. Aparentemente, disponemos de dichos criterios; son la pertinencia, la consistencia y la viabilidad. La pertinencia Una cosmovisión debe ser pertinente a la discusión. Establecido el piso común entre los sistemas, se plantearán diversos problemas en particular. Si un sistema no puede resolverlos, no pasará la prueba. Por ejemplo, si tanto el budismo como el cristianismo se plantean cómo tener un mundo mejor, pero luego el budismo prescinde del mundo hacia la no existencia, el budismo no estaría abordando el problema y no superaría esta prueba. La consistencia La cosmovisión debe ser consistente. Sería útil aclarar exactamente lo que implica la consistencia, ya que nos hemos referido a ella en varias oportunidades. ¿Dos proposiciones pueden ser verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido? Si cabe esta posibilidad, entonces son consistentes. Si ambas no pueden ser verdaderas, entonces no son consistentes, son contradictorias. Consideremos las siguientes proposiciones: 1. Algunos carros de bomberos son rojos. 2. Algunos carros de bomberos son verdes. Estas proposiciones son consistentes. Ambas pueden ser verdaderas, y de hecho, lo son. En cambio, las siguientes proposiciones carecen de consistencia: 3. Todos los carros de bomberos son rojos. 4. Ningún carro de bomberos es rojo. Ambas no pueden ser verdaderas. Las dos podrían ser falsas, como efectivamente lo son. Si una o la otra fuera verdadera, nunca podrían ser ambas verdaderas (al mismo tiempo y en el mismo sentido). Dicho par de proposiciones es inconsistente si ambas no son verdaderas (aunque ambas podrían ser falsas). Decimos que un conjunto de enunciados es contradictorio si tienen el mismo patrón que el siguiente par de enunciados. 3. Todos los carros de bomberos son rojos.

4. Algunos carros de bomberos no son rojos. Nótese que, nuevamente, ambos enunciados no pueden ser verdaderos. Sin embargo, es también evidente que ambos no pueden ser falsos (al mismo tiempo y en el mismo sentido). Uno debe ser verdadero; el otro debe ser falso. Los enunciados de este tipo son contradictorios. Cuando los consideramos juntos, tenemos una contradicción simple que siempre debe ser falsa. El propósito de usar este criterio para evaluar las cosmovisiones es mostrar que un sistema basado en proposiciones inconsistentes o contradictorias debe ser falso. A nuestros efectos, nos resulta de particular interés la categoría de inconsistencia porque, a diferencia de las contradicciones, una inconsistencia no nos obliga a elegir cuál de los dos enunciados es verdadero. Imaginemos dos proposiciones que podrían considerarse pertenecientes a la base de la cosmovisión marxista: 5. No hay valor más supremo que la felicidad personal del trabajador. 6. Todas las personas (incluidos los trabajadores) deben subordinar su felicidad personal al bien del estado. Estas proposiciones son inconsistentes. Como son la esencia de la cosmovisión marxista, este hecho nos aporta una buena razón para cuestionar el sistema marxista. Lo que es particularmente útil aquí, sin embargo, es que a diferencia de lo que sería cierto si se tratara de una contradicción, ambas proposiciones, no solo una u otra, podrían ser (y de hecho lo son) falsas. Cuando aplicamos este criterio, es importante que nos enfoquemos en aquellos postulados que constituyen la base del sistema de creencias. La mayoría de nosotros, si no todos, tenemos algunas inconsistencias flotando en nuestra mente, pero no suelen causar mayor daño. Por ejemplo, conozco un pacifista que disfruta la lectura de las novelas cargadas de violencia de Robert Ludlum. Esta idiosincrasia no invalida su pacifismo; pero si hubiera una inconsistencia básica en la esencia de su cosmovisión pacifista, si él creyera que sería legítimo recurrir a la violencia cuando le conviniera, su posición sería altamente sospechosa. La viabilidad Debe ser posible vivir en la práctica una cosmovisión. Aquí retomamos el criterio de viabilidad que planteamos contra el escepticismo. Una idea o un sistema no valen la pena si no es posible llevarlos a la práctica. Vimos que el pragmatismo, al hacer de la aplicabilidad el único criterio de verdad, llevaba este aspecto a un extremo. Quizás resulte más conveniente pensar el criterio por la negativa: Si no podemos vivir conforme a los preceptos de una cosmovisión, dicha visión no cumple esta importante prueba. Es importante distinguir entre «no cumple» y «no puede cumplir». Si una cosmovisión pudiera falsearse porque algunas personas que dicen aceptarla no viven conforme a sus principios, posiblemente ninguna cosmovisión sería verdadera; el cristianismo seguramente no lo sería. Que haya personas que no vivan conforme a lo que profesan creer no tiene por qué ser culpa de la cosmovisión. Por lo tanto, eso no la falsea. En cambio, si un sistema es de tal naturaleza que es intrínsecamente imposible aplicarlo en la práctica, debe ser falso. Por ejemplo, cada tanto, la persona con quien estoy conversando me informa (con

frecuencia como si fuera el descubrimiento más grande del siglo) que no hay valores objetivos. Invariablemente, basta un breve diálogo para establecer que (a) esta persona sin duda vive de acuerdo a un conjunto de valores objetivos y (b) que sería imposible que no lo hiciera, aunque difícilmente lo admita. Lo que está en juego aquí es la imposibilidad de vivir con una cosmovisión completamente sin valores; en consecuencia, esa visión es falsa. A la pertinencia, la consistencia y la viabilidad, podríamos agregarles dos criterios adicionales: la completitud y la calidad estética. Según la prueba de completitud, una cosmovisión debería proveer una explicación completa de la vida, no solo parcial. Quienes se interesan en la calidad estética, postulan que una cosmovisión debería constituir un todo agradable que produce sensaciones positivas. No obstante, parecería que estos dos criterios no tienen el mismo peso que los tres anteriores y, en vez de facilitar el debate entre cosmovisiones, podrían llegar a ser motivo de controversia. Estamos en condiciones de concluir nuestra deliberación sobre la verdad y el conocimiento, y decir que cuando se trata de la verdad religiosa (para restringirnos solo a una) debemos considerar la totalidad del sistema. Estos sistemas incluyen típicamente los componentes estudiados en el capítulo anterior: autoevidencia, racionalidad, información sensorial y aplicabilidad. Dentro de estos sistemas, la verdad de las creencias se valida sobre la base de lo bien que encajan dentro del sistema, mediante la utilización de estos componentes. No reevaluamos completamente todas nuestras presuposiciones y creencias aceptadas cada vez que nos enfrentamos a una nueva creencia. Los sistemas en sí no están sujetos a validación. Para llevar a cabo esta tarea, necesitamos descubrir qué puntos en común hay entre dos sistemas opuestos y luego aplicar los criterios correspondientes, como la pertinencia, la consistencia y la viabilidad. Por el momento, solo hemos aportado ejemplos aleatorios sobre cómo operaría este procedimiento. El ejemplo principal para esta epistemología de validación de las hipótesis lo constituirá la parte restante de este libro. Para dilucidar si cumplimos o no nuestro cometido, tendremos que esperar hasta la última página. Mientras, volvamos a los casos de este capítulo. Respuesta al caso 1: Este hecho penoso sirve para explicar por qué muchos filósofos adoptan la idea de la verdad como convención. La gente no cambia toda su manera de pensar sobre la base de una o dos buenas refutaciones. Aunque esta situación tal vez no nos agrade cuando tengamos que persuadir a alguien sobre nuestras creencias, a nosotros también nos sucede lo mismo. No deberíamos sentirnos inclinados a abdicar del cristianismo solo porque alguien nos plantea un argumento en contra y no sabemos ni se nos ocurre qué responder. Nuestras mentes serían un caos si nos dejáramos afectar por todos los pequeños argumentos con que nos cruzamos a diario. El convencionalista se equivoca porque comete la exageración de restarle todo valor a la persuasión racional. A propósito de este caso, parecería que Jerry abogaba por este punto de vista porque así lo habían convencido sus profesores y lecturas. Respuesta al caso 2: Aquí vemos a la persuasión racional en acción. En definitiva, se trata de qué concepción tenemos del mundo. Stan se encontró con que su manera de comprender la vida se desmoronaba. En cambio, percibía que el cristianismo justamente respondía aquellos puntos que él se cuestionaba. Eran luchas intelectuales, así como personales y espirituales. Cuando se convirtió, no construyó lentamente un sistema cristiano, pieza por pieza, sino que experimentó una completa

transformación. Cuando aceptó a Cristo, toda su manera de pensar también cambió.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Describir el convencionalismo y explicar por qué hay convencionalistas. 2. Explicar por qué el convencionalismo no aporta un entendimiento adecuado del conocimiento. 3. Describir cómo la validación de las hipótesis sirve para validar las cosmovisiones. 4. Explicar cómo el «aire de familia» nos ayuda a identificar puntos en común para validar las hipótesis en que se basan las cosmovisiones. 5. Describir los tres criterios utilizados para validar las hipótesis de las cosmovisiones: la pertinencia, la consistencia y la viabilidad. 6. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: W. V. O. Quine, Karl Barth, Cornelius Van Til. Reflexión sobre las ideas 1. Una noción fundamental de este capítulo fue que todo nuestro pensamiento ocurre dentro de un sistema de creencias. ¿En qué otras áreas de la vida es importante esta noción? 2. Demuestre si es posible o no encontrar una base común o puntos de acuerdo entre la cosmovisión cristiana y la no cristiana. Si es así, ¿cuáles son? Si no es así, ¿cómo podemos hablar unos con otros? 3. Evalúe la contribución total de la evidencia racional a los efectos de que una persona cambie su cosmovisión. 4. Investigue algunas áreas donde sería factible encontrar una base común entre una cosmovisión cristiana y diversas filosofías o religiones no cristianas. 5. Evalúe su propio peregrinaje espiritual y presente sus creencias a la luz de la pertinencia, la consistencia y la viabilidad. Lecturas adicionales Edward John Carnell, An Introduction to Apologetics, 5.ª ed. (Grand Rapids: Eerdmans, 1956). William C. Placher, Unapologetic Theology (Louisville: Westminster, 1989). Cornelius Van Til, A Christian Theory of Knowledge (Filadelfia: Presbyterian and Reformed, 1969). 1 W. V. O. Quine, From a Logical Point of View (Nueva York: Harper & Row, 1961); Quine y J. S. Ullian, The Web of Belief, 2.ª ed. (Nueva York: Random House, 1978). 2 Karl Barth, Church Dogmatics, vol. 1, trad. G. T. Thomson (Edimburgo: T. & T. Clark, 1936), 141-283. 3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Filadelfia: Presbyterian and Reformed, 1955).

5 Cosmovisiones problemáticas ¿Por qué no puedo ser yo una revelación? Caso 1: Era otra noche rutinaria en el café; esta vez el «Rahab» en Chicago. Pasé casi toda la noche conversando animadamente con Gus, un hombre de unos cuarenta años, desempleado del correo y filósofo aficionado. Pude compartir el evangelio con él y mostrarle las muchas pruebas de que Jesús es el camino hacia Dios. Me llamó la atención de que Gus no pareciera deseoso de rebatir mis aseveraciones. Se limitaba a repetir: —Eso está bien, Win. Pero ¿por qué no puedo ser yo también una revelación? Le respondí: —Gus, realmente podrías mirarte al espejo y decir: «¿Soy una revelación de Dios?». Entones me señaló que yo no entendía lo que deseaba decirme. —No digo que yo sea una revelación, sino ¿por qué no puedo serlo?».

¿Es racional la esperanza? Caso 2: Tuve que asistir a un congreso sobre ciencia, tecnología y humanidades. Fue una reunión interdisciplinaria en la que escuchamos una serie de ponencias sobre problemas críticos y cuál debería ser la respuesta de las diversas disciplinas académicas: un encuentro poco alentador, por cierto. La última sesión resultó ser la más deprimente. El orador presentó un informe detallado de los problemas ambientales más acuciantes, desde la capa de ozono al tratamiento de residuos nucleares. Confesó que no tenía ninguna respuesta a estos problemas. Concluyó su presentación con los siguientes comentarios: —A veces desearía darme por vencido. Pero entonces recuerdo que mientras exista la humanidad, habrá esperanza. Por lo tanto, seguiré teniendo esperanza. Abierta la discusión al público, alguien le preguntó: —Dado que no tenemos respuestas, ¿es racional tener esperanza? La pregunta quedó ahogada por los gritos con que reaccionaron los presentes. Algunos académicos se ofendieron y le hicieron saber al preguntón que su intervención estaba fuera de lugar. Por supuesto, nunca obtuvo una respuesta.

Los absolutos morales Caso 3: Otro congreso, otro tema. Esta vez la discusión se centró en la pornografía. La primera oradora afirmó que, si bien no hay absolutos morales en los temas sexuales, algunas cuestiones, como la pornografía, están mal. Su razonamiento: «La relación sexual debe tener como base un vínculo». No todos estaban de acuerdo. «Las relaciones sexuales no tienen por qué implicar un vínculo», aseveró otra de las oradoras. Sin embargo, ella también se oponía a la pornografía. Decía que se sentía ofendida por ella. Mientras las oradoras discutían el tema, resultó evidente que ninguna podía oponer mejor razón que sus sentimientos emocionales para creer que la pornografía estaba mal.

En el capítulo anterior mostramos cómo sería posible validar la verdad de las cosmovisiones religiosas. Mediante la validación de las hipótesis, y todos los componentes del conocimiento que las configuran, podemos demostrar cuál de los sistemas en conflicto puede legítimamente afirmar que es verdadero. En este capítulo, comenzaremos a aplicar estas ideas y a elaborar una defensa de la cosmovisión teísta, la creencia en Dios. Comenzaremos por mostrar cómo las diversas

cosmovisiones en conflicto adolecen de deficiencias internas. En los siguientes dos capítulos, elaboraremos una defensa del teísmo (valiéndonos del argumento cosmológico) y demostraremos que el teísmo no es inconsistente (considerando en particular el problema del mal), respectivamente.

Definición del teísmo El teísmo es la cosmovisión basada en la creencia en Dios, pero no en cualquier noción de Dios. La palabra «Dios» se usa de distintas maneras y al hablar de teísmo, tenemos en mente ideas específicas. En esta etapa de nuestro análisis, la finalidad no será demostrar que este es el único concepto legítimo de Dios —esa demostración aún está pendiente—, sino que este es el concepto de Dios que nos interesa defender. A continuación, presentamos las características del teísmo: 1. Hay un solo Dios. 2. Este Dios es ilimitado (o infinito) y posee Sus atributos de manera ilimitada. Por lo tanto, Él es: eterno inmutable (nunca cambia), omnipresente, omnipotente, omnisciente, omnibenevolente (es todo bondad y amor), etc.

3. Dios es personal. 4. Dios creó el mundo; por lo tanto, el mundo depende de Él, pero Él no depende del mundo. 5. Dios es trascendente, está por encima y más allá del mundo. 6. Dios es inmanente, Él está activamente presente en el mundo. 7. El Dios del teísmo es el origen del estándar del bien y del mal. Él es santo y bueno, sin mancha, no contaminado en absoluto por ningún mal. Le ordena a Sus criaturas que vivan conforme a la moral que Él estableció. Creer en este Dios implica aceptar también este código de conducta. Por eso, al teísmo a veces se lo denomina «monoteísmo ético». Entender a Dios como descrito en los siete puntos anteriores no es prerrogativa exclusiva del cristianismo. También es una creencia esencial del judaísmo, el Islam, el zoroastrismo y algunas religiones de origen africano, entre otras. Por supuesto, también hay diferencias importantes entre las ideas de Dios sustentadas por estas religiones, pero por el momento deseamos defender esta concepción genérica de Dios. En la tercera parte de este libro nos dedicaremos a defender el cristianismo en particular. En este capítulo intentaremos mostrar los graves problemas inherentes a cada una de las cosmovisiones que se contraponen al teísmo: el ateísmo, la negación de la existencia de cualquier Dios.

el agnosticismo, la aseveración dogmática de que no podemos saber si Dios existe. el deísmo, la creencia de que Dios creó el mundo, pero ya no interactúa con él. el panteísmo, la visión de que Dios y el mundo son idénticos. el panenteísmo, la creencia en un Dios finito y cambiante, quien depende del mundo.

Ateísmo Definamos el ateísmo como la negación de cualquier tipo de Dios, y no solo la negación del Dios del teísmo como lo definimos más arriba. Para el ateo, no hay ningún ser supremo. Lo único que hay es el mundo. Un ateo famoso fue Jean-Paul Sartre,1 el filósofo existencialista francés, quien describió su obra como el desarrollo consistente de un pensamiento filosófico a partir de la premisa básica de que Dios no existe. Según Sartre, estamos solos y debemos decidir qué hacer con nuestra vida sin someternos a ninguna autoridad externa que nos presente una norma preestablecida a la que debamos conformar nuestra conducta. El ateísmo presenta tres problemas graves: no se puede demostrar, es contrario a la naturaleza humana y vive «de prestado», con valores propios de otras cosmovisiones. A continuación, describimos estos problemas uno por uno. El ateísmo no se puede demostrar Es prácticamente imposible probar una negación. Por ejemplo, ¿cómo podría demostrar que los unicornios no existen? Tengo dos opciones disponibles. Tendría que demostrar que exploré exhaustivamente las posibilidades de encontrar un unicornio y que todas resultaron inequívocamente infructuosas; o podría intentar mostrar que la existencia de unicornios es lógicamente imposible. Si no puedo hacer una u otra demostración, no tengo derecho a afirmar dogmáticamente que los unicornios no existen. Lo mismo sería cierto de cualquier intento de refutar la existencia de Dios. El ateo tendría que demostrar que agotó todas las posibles vías de conocer que Dios existe y que todas fueron negativas. Ningún ser humano está en condiciones de hacer tal afirmación, porque nuestro conocimiento es siempre finito. Otra posibilidad sería que el ateo decidiera demostrar que la idea de Dios es lógicamente imposible; por ejemplo, que fuera autocontradictoria. Algunos ateos han optado justamente por intentar esta demostración, aunque sin éxito. En todos los casos debieron comenzar con una premisa muy cuestionable que ellos inventaron con el único propósito de prescindir de la idea de Dios. Por ejemplo, Kai Nielsen2 razona como sigue: 1. Se supone que Dios es un ser inmaterial (espiritual). No tiene un cuerpo. 2. Se supone que Dios es un ser que realiza determinadas acciones. 3. Nuestra única noción inteligible de acciones está asociada a seres materiales (dotados de un cuerpo). 4. La idea de que un ser inmaterial realice acciones es incoherente.

5. Por lo tanto, la idea de Dios es incoherente. 6. Por lo tanto, no puede haber un Dios. ¿Por qué deberíamos aceptar la tercera premisa? Para los creyentes, la idea de acciones espirituales realizadas por un Dios es perfectamente inteligible. El único motivo que podríamos tener para aceptar la tercera premisa como cierta sería si quisiéramos demostrar que Dios no existe. Sin embargo, eso sería una flagrante petición de principio. Si Dios existe, las acciones espirituales deben ser coherentes. Otros intentos por demostrar la imposibilidad de la existencia de Dios son igual de controvertibles. Es imposible demostrar el ateísmo. No es más que una afirmación no verificada. A eso se reducen los escritos de Sartre. Ahora, una creencia no es falsa simplemente porque todavía no se ha probado que sea verdadera; pero estas consideraciones seguramente debilitan la confianza de todo el que crea que en el siglo XX se ha demostrado que ya nadie puede creer en Dios. Nada de eso ha ocurrido. El ateísmo es contrario a la naturaleza humana Cuando Sartre hablaba de su ateísmo, se refería a la necesidad humana de librarse de una inclinación natural a creer en Dios. Admitió que él mismo había sentido la necesidad de Dios. Sartre no es el único. Muchos escritos ateos dan testimonio de una necesidad básica de algo trascendente. Por supuesto, no basta con apelar a la cantidad de personas que dicen creer en Él para probar la existencia de Dios. Nuestro objetivo no es probar la existencia de Dios, sino desacreditar la negación de Su existencia. El argumento es como sigue: Es evidente que hay una necesidad humana universal de Dios. Una necesidad real exige una realidad objetiva que la satisfaga. La carga de la prueba de que dicha realidad no existe reposa en el ateo, quien aun en su propia vida demuestra la necesidad de esta realidad. Dicha prueba, como acabamos de ver, es imposible de aportar. Cabe realizar una acotación sobre la denominada teoría proyectiva de la creencia en Dios, la idea de que creer en Él es producto de la inventiva de los seres humanos, quienes proyectan todas sus idealizaciones sobre un ser supremo. Esta doctrina, originada por el filósofo del siglo XIX Ludwig Feuerbach, fue popularizada por Sigmund Freud. La esencia de este argumento es que, como creer en Dios puede entenderse como una invención humana, es posible concluir que este Dios no es más que una fantasía y que, por lo tanto, Dios no es real. Basta una somera reflexión sobre el argumento de la proyección para revelar su impropiedad. Descansa sobre la suposición de que como la idea de Dios puede ser una proyección de las aspiraciones humanas, Dios no es otra cosa que esa proyección. Esto no tiene lógica. Los seres humanos bien pueden proyectar sus ideas sobre algo que efectivamente existe. Por supuesto, esta refutación tampoco prueba la existencia de Dios, pero sí demuestra la improcedencia del argumento en contrario. El ateísmo toma «prestados» sus valores . . . y no cumple sus compromisos Tradicionalmente, la gente se basa en sus creencias religiosas para justificar sus valores. Según el teísmo, Dios es el origen de todos los valores; en Dios encontramos la verdad, la

belleza y los estándares morales. Un juicio apresurado podría llevarnos a concluir que si no creemos en Dios, no podemos tener valores. Iván, en Los hermanos Karamazov, declara que como no hay Dios, todo es permisible. Sin embargo, no hay ninguna razón en particular para que esto sea cierto. Los ateos pueden tener valores y para justificarlos se valen de diversos fundamentos. La verdadera cuestión es cuán plausible pueden ser dichas justificaciones. Un ateo podría decir: «yo justifico mis valores sobre la base de la naturaleza humana»; o, «yo justifico mis valores sobre la base del progreso evolutivo», y luego explayarse para explicar cómo este entendimiento de la naturaleza humana o la evolución le permiten justificar los valores. ¿Hay algo inherente en la naturaleza humana que nos obligue a actuar de una manera en particular? El problema del ateo se plantea en dos planos de pensamiento. Primero, si admitimos esta cosmovisión, los valores de vida de un ateo solo pueden ser arbitrarios. Si Dios no existe, este universo material solo sería producto de la interacción entre el tiempo y el azar. Las así denominadas leyes no son otra cosa que generalizaciones estadísticas sobre cómo opera el universo, sin ninguna garantía de que siempre debería ser así. Este destino fatal se cierne también sobre la persona atea en su afán por encontrar sentido y valores en el mundo. Cornelius Van Til lo ilustra con una imagen muy apta: Supongamos que pudiéramos imaginar un ser humano hecho de agua dentro de un océano infinitamente vasto e insondable. Como desea salir del agua, se arma una escalera de agua. La coloca sobre el agua y contra el agua y luego intenta escalarla para salir del agua. Así de desesperanzador y sin sentido es el panorama . . . si partimos de la premisa de que lo único que hay es el tiempo y el azar.3 Si el universo está gobernado por el azar, no cabe esperar otra cosa que sucesos aleatorios. El problema del ateo concerniente a los valores persiste aun en un nivel más profundo. Supongamos, a los efectos del argumento, que el ateo tiene un conjunto confiable de leyes sobre el universo, que le permiten anunciar con la más absoluta exactitud cómo son las cosas. Todavía no habría ninguna razón para explicar por qué las cosas son como son. Hablar sobre valores implica que algunas cosas son preferibles a otras, y los valores nos permiten establecer cómo deberían ser las cosas, no solo como son efectivamente. Si las cosas toman una dirección, nuestros valores nos dicen que tal vez deberían ir en otro sentido. Por ejemplo, la mayoría de los padres enseñan a sus hijos que solo porque todo el mundo haga algo, no significa que hacerlo esté bien. Si descubriéramos que parte del proceso evolutivo fuera un deseo irresistible de torturar a los gatos, no concluiríamos que todos deberíamos torturar a los gatos. Hay un conjunto de hechos que no necesariamente implican una obligación moral. Para expresar esta idea, los filósofos establecen que no se puede llegar a un «debería ser» a partir de un «es». Las obligaciones morales son enunciados del tipo «debería ser». Nos informan sobre un deber o un mandato al que estamos sometidos. Una descripción de lo que «es» no implica necesariamente lo que «deberíamos» hacer, siempre y cuando no introduzcamos subrepticiamente una premisa del tipo «debería ser». Por ejemplo, una descripción de la situación de hambre en el mundo por sí sola no nos obliga a hacer algo al

respecto; necesitamos que se nos diga que este tipo de situación exige nuestra ayuda. El ateo comete la falacia de intentar obtener un «debería ser» a partir de lo que «es». Procura justificar las leyes morales prescriptivas a partir de datos descriptivos. El ateo persigue un código moral obligatorio sin nada que lo haga obligatorio. Para tener mandamientos, es necesario que de algún modo alguien o algo los establezcan, pero en el sistema ateo dicha posibilidad no tiene cabida. Por supuesto, los ateos, como el resto de los seres humanos, se rigen por ciertos valores establecidos, pero toman estos valores «prestados», los toman del teísta, en cuyo sistema surgieron. Para el ateo, cualquier afirmación de la existencia de valores objetivos no es más que una salida irracional. Francis Schaeffer describió el problema del ateo en los siguientes términos.4 En el plano del pensamiento racional, los ateos están acorralados por las conclusiones ineludibles de su filosofía, las que solo pueden arrastrarlos al sinsentido y, eventualmente, a la angustia. Para salir de su atascadero se ven obligados a dar un salto irracional y adoptar valores a los que no tienen derecho. Podemos ilustrar esta situación con el siguiente diagrama: Piso de arriba — verdad, sentido y valores adoptados irracionalmente Piso de abajo —conclusiones lógicas de la cosmovisión atea: ausencia de verdad, ausencia de sentido, falta de valores En síntesis, el ateo es un ser humano obligado a vivir conforme a la verdad, el sentido y los valores. Sin embargo, la cosmovisión del ateísmo no está en condiciones de proveer la verdad, el sentido y los valores; los ateos solo pueden tener estas cosas desde fuera de su cosmovisión. Por lo tanto, el ateísmo es intrínsecamente inviable. Es imposible vivirlo en la práctica.

Agnosticismo En virtud de las razones anteriormente mencionadas, muchas personas optan por no afiliarse al ateísmo y prefieren identificarse como agnósticos. El agnosticismo es la postura que sostiene que no podemos saber si Dios existe o no. El término fue acuñado por T. H. Huxley, el célebre promotor y defensor de las teorías de Darwin. Huxley tomó el término de un antiguo sistema de creencias conocido como «gnosticismo», de la palabra griega gnosis, que significa «conocimiento». Sus partidarios se enorgullecían de su gran conocimiento espiritual. Huxley le anexó el prefijo de negación a- para formar la palabra «agnosticismo», con la intención de mostrar que él no conocía. Necesitamos diferenciar entre las formas benignas y las malignas del agnosticismo. Hay momentos en la vida en que podemos decir sinceramente que no sabemos si Dios existe. Todos nos sentimos así en ciertas ocasiones, y no ganamos nada en negarlo (ver capítulo 1). Este es un agnosticismo benigno. Aquí, sin embargo, estamos interesados en el agnosticismo como cosmovisión dogmática basada en la premisa de que es imposible saber si Dios existe. A esta variante la denominamos agnosticismo maligno.

El agnosticismo en tanto cosmovisión dogmática padece vicios similares al ateísmo. En realidad, es lo mismo que decir que no podemos probar que el ateísmo sea verdadero, pero supondremos que lo es. La agenda del agnóstico es invariablemente la siguiente: propugnar que como no podemos saber si Dios existe, no podemos hacer ninguna referencia a Él. Los agnósticos nunca adoptan la otra postura: dado que no podemos saber que Dios existe, vamos a suponer que existe. En definitiva, el agnosticismo se convierte en un ateísmo disfrazado de modestia epistemológica. Sin embargo, el agnosticismo acaba por ser tan indefendible como el ateísmo. No podemos probar una negación. La afirmación «es imposible saber si Dios existe» es tan imposible de demostrar como la proposición «Dios no existe». Nuevamente, es necesario que una de las dos condiciones anteriormente mencionadas se cumpla. Habría que ser un experto en todas las posibles maneras en que podemos llegar a saber si Dios existe, pero esto no es una opción dentro del reino de las mentes humanas finitas; o, de lo contrario, habría que ser capaz de mostrar que la cognoscibilidad de la existencia de Dios es una imposibilidad lógica, lo que claramente no es el caso.5 En última instancia, un agnosticismo articulado de manera consistente lleva al escepticismo, ya que obliga a sus defensores a decir que tienen conocimiento de algo que consideran imposible de conocer. Por un lado, el agnóstico sostiene que es imposible conocer nada sobre Dios, ni siquiera que Él existe. Por otro lado, dicha afirmación supone un cierto conocimiento sobre Dios y Su naturaleza. ¿Cómo puede el agnóstico saber siquiera eso si supuestamente no puede saber nada sobre Dios? Esto implica que el agnosticismo descansa sobre una contradicción porque tiene que sostener al mismo tiempo que es posible e imposible conocer algo sobre Dios. Como ya hemos visto anteriormente varias veces, dichas contradicciones conducen al escepticismo, que es una postura imposible. El agnosticismo dogmático se destruye a sí mismo.

Deísmo La mejor manera de salir de los dilemas que presentan el ateísmo y el agnosticismo parecería ser la siguiente: Supongamos que Dios existe. Este Dios creó el mundo. Lo dotó de una ley moral, un código de conducta al que todas Sus criaturas deberían conformarse. Dios juzgará a Sus criaturas sobre la base de lo bien que obedecieron Sus mandamientos. Mientras tanto, Él no interfiere con Su creación. La hizo como Él quería, y no puede contradecirse ni ir contra Su voluntad. Por el momento, adoramos a Dios e intentamos vivir según Su ley, pero no debemos esperar que Él realice hechos sobrenaturales por nosotros. Esta cosmovisión se denomina «deísmo». En ocasiones, se la describe mediante una analogía: Dios creó un reloj, le dio cuerda y ahora deja que siga andando por sí solo. Esta imagen capta parte de lo que implica la cosmovisión, pero no contempla el elemento moral. Dios no es un mero espectador indiferente, sino que está profundamente interesado en el progreso moral de Sus criaturas. Además de revelar Sus expectativas por medio de seres humanos especiales, como Jesús, también dio a conocer Su voluntad a través de la naturaleza. Sin embargo, no deberíamos esperar recibir ninguna ayuda especial de Dios cuando

intentamos vivir conforme a Su ley. Thomas Jefferson es un buen ejemplo de un deísta. Creía que ninguna religión tenía el monopolio para llegar a Dios, aunque encontraba la expresión más clara en las enseñanzas de Jesús. Con esa finalidad, se propuso la tarea de publicar una edición de los Evangelios que contuviera solo las enseñanzas morales de Cristo, y que no incluyera nada que requiriera fe o una creencia en lo sobrenatural. En su edición sobre la vida de Jesús, conocida como la Biblia de Jefferson,6 no hay ninguna mención al nacimiento sobrenatural de Cristo, Jesús tampoco realizó milagros, ni echó fuera demonios, ni dijo ser Dios. No se presentó como alguien diferente al resto de los seres humanos, y cuando murió, murió. La Biblia de Jefferson termina con estas palabras: «Allí pusieron a Jesús, y colocaron una gran piedra en la entrada del sepulcro y se fueron».7 No hubo resurrección. El deísmo tiene la ventaja clara de reconocer la existencia de Dios. Por ende, deja de ser un problema determinar cuál fue el origen del mundo ni por qué deberían existir obligaciones morales. Al mismo tiempo, el deísmo intenta maximizar los beneficios del ateísmo y el agnosticismo al decir que Dios no interviene directamente en nuestras vidas. ¿Es una cosmovisión racional? Aunque el deísmo se jacta de su racionalidad, tiene algunos importantes defectos. El más importante es que parece ser más una expresión de deseo que una realidad. La mejor manera de entender el deísmo es como un tipo de salto irracional al que un ateo podría recurrir para salvaguardar los valores que orientan su vida, porque la cosmovisión deísta es arbitraria e inconsistente. Para entender el problema del deísmo, necesitamos apreciar la fuerza de su aversión a los milagros. Sería una posición perfectamente plausible, compatible con el teísmo, decir que Dios ha decidido no realizar ningún milagro en este momento de la historia. Es decir: Dios podría realizar milagros, pero no quiere. Sin embargo, eso no es lo que plantea el deísmo. Según el deísmo, hacer milagros es contrario a la naturaleza de Dios. Dios es un Dios racional que dotó a Su universo de leyes racionales, y sería absurdo pensar que transgrediría Sus propias leyes. En el deísmo Dios y lo sobrenatural son incompatibles. Ahora podemos ver que el deísmo es en realidad irracional. La cosmovisión comienza con un estupendo evento sobrenatural: la creación del mundo a partir de la nada. Los deístas estarían de acuerdo que es una ley fundamental que «la nada no puede producir nada». Precisamente por esta razón creen que el mundo necesitaba un Creador. Sin embargo, para que el mundo existiera fue necesario un milagro; por lo tanto, objetar la realización de milagros divinos pierde toda credibilidad. Si Dios pudo realizar el milagro de la creación, no hay ninguna razón para que no pueda hacer otros milagros. El deísmo parte de una inconsistencia medular. Para el deísmo hay dos afirmaciones esenciales: Dios realizó el milagro de la creación; y Dios no realiza milagros. Para ser deísta, usted debe creer ambas proposiciones, pero ambas no pueden ser

verdaderas. Por lo tanto, el deísmo no es una cosmovisión creíble. Fracasa totalmente porque no cumple el criterio de la consistencia lógica.

Panteísmo Algunas personas sostienen una creencia diametralmente opuesta al deísmo. En vez de pensar que Dios está «allí afuera», dicen que Él está «aquí dentro». Los teólogos dirían que el Dios del deísmo es trascendente, está más allá del mundo. Para el panteísmo, Dios es solo inmanente, o en el mundo; Dios y el mundo están tan íntimamente entretejidos que no se pueden diferenciar. En esta cosmovisión, Dios y el mundo son idénticos, no en el sentido de hermanos gemelos, que se asemejan, sino en que son una misma y única cosa. Las palabras «mundo» y «Dios» son dos descripciones del mismo fenómeno. Podríamos usar las expresiones «el ex jugador de los Atlanta Braves» y «el deportista con el récord de jonrones» para referirnos a la misma persona, Hank Aaron. Cada una de las expresiones pone un énfasis en un aspecto particular de la persona, pero ambas expresiones son ciertas y la persona es la misma. De la misma manera, el «mundo» y «Dios» describen una única realidad de dos maneras diferentes sin llegar a ser nunca dos entes separados. Esta cosmovisión se denomina «panteísmo». Los panteístas creen que todo es Dios y que Dios es todo. Es crucial darse cuenta de que aunque el panteísmo parecería ser una teoría sobre el cosmos, casi siempre pretende ser sobre el ser humano, sobre cada uno de nosotros. Como somos parte del universo que es Dios, compartimos su naturaleza divina. Usted es Dios. Esa es la enseñanza de muchas religiones orientales, como el hinduismo; y también está representada por Baruch Spinoza, el filósofo del siglo XVII y por el movimiento contemporáneo de la Nueva Era. «¡Yo soy Dios!», grita Shirley MacLaine, en la playa, con los brazos extendidos.8 La primera impresión es que el panteísmo tiene mucho que ofrecer. En vez de agobiarnos buscando respuestas fuera de nosotros, somos libres para hurgar en nuestro interior y encontrar allí lo que necesitamos. Somos nuestra propia fuente de verdad. Podemos decidir por nosotros mismos qué es bueno y qué es malo. Todo el poder necesario para lidiar con la vida reposa dentro de las reservas inexplotadas del potencial humano. Dado que somos Dios, el pecado y la redención se tornan innecesarios, solo es posible un estado de olvido y despertar a esta gloriosa verdad. ¿Qué persona racional rechazaría este mensaje? El panteísmo, sin embargo, no puede ser verdadero. No lo juzgo solo porque no concuerda con mi dogma cristiano, sino porque también se funda en una contradicción; y las contradicciones nunca son verdaderas. A pesar de lo espiritual, lo profundo o lo cautivante que nos resulte el mensaje, debe ser falso si se contradice a sí mismo. La primera contradicción del panteísmo es que las dos descripciones, «el mundo» y «Dios», son irreconciliables, son mutuamente excluyentes. Es como si describiéramos a Hank Aaron como «el deportista con el récord de jonrones» y «un hombre que jamás jugó al béisbol». Las dos descripciones no pueden ser ambas verdaderas. Comencemos una detallada documentación de esta contradicción.

¿Quién (o qué) es Dios? Para los panteístas, Dios es infinito; esto implica que Él es eterno, omnipotente, inmutable, etcétera. Esta manera de entender a Dios como un ser infinito es la esencia del panteísmo. En la siguiente sección analizaremos la idea de un Dios finito, pero dicha noción es ajena por completo al panteísmo. Para el panteísmo, Dios es infinito. Por ejemplo, Alan Watts describe a Dios como un ser infinito y luego explica el significado del término: trasciende el tiempo (es eterno), trasciende el espacio (es omnipresente) y conoce todas las cosas (es omnisciente).9 ¿Qué es el mundo? El mundo es finito. Es temporal, limitado y cambiante. Sin embargo, el panteísmo afirma que esta descripción de la realidad como un mundo finito y la descripción de la realidad como un Dios infinito son ambas verdaderas. ¿Es esto posible? ¿Puede una cosa ser finita e infinita al mismo tiempo? La respuesta es claramente negativa.10 Por supuesto, el panteísta, tan inteligente como todos lo demás, no tropezaría con una contradicción tan elemental. Todas las formas de panteísmo responden de alguna u otra manera a esta disyuntiva. Las respuestas suelen estar asociadas a la idea de que la finitud del mundo es una ilusión. Como un prestidigitador haciendo pases mágicos, la aparente realidad del mundo finito nos oculta la verdadera realidad del infinito. En otras palabras, la aparente finitud del mundo no es real, mientras que la infinitud de Dios sí lo es. Nuevamente, cabe preguntarnos si esto puede ser así. Consideremos a Shirley MacLaine en la playa, mientras proclama: «¡Yo soy Dios». Quisiéramos saber específicamente ¿quién es Dios? No puede ser la Sra. MacLaine, quien es parte del mundo finito de las apariencias, porque acabamos de enterarnos de que la Sra. MacLaine solo puede ser una ilusión. Por lo tanto, quien realiza este anuncio al mundo debe ser el Dios infinito que acaba de darse cuenta de que ella es Dios. Esto es absurdo. Un ser infinito no puede olvidarse de algo y de pronto descubrirlo. Debe ser siempre Dios y haberlo sabido desde siempre. En síntesis, que la mujer finita Shirley MacLaine afirme ser Dios es imposible; que el Dios infinito se convierta en Shirley MacLaine y descubra que ella es Dios es una incoherencia. Simplemente, no tiene sentido. No se trata de ridiculizar a quienes piensan de esta manera, sino de demostrar que los intentos de los panteístas por identificar a Dios con el mundo no resultan; y no porque sea demasiado difícil: es imposible. Dios y el mundo pertenecen a dos categorías distintas. Estamos de regreso al que fue nuestro punto de partida original: Afirmar que la misma realidad puede ser a la vez un Dios infinito y un mundo finito es una contradicción; debe ser una afirmación falsa. Una aclaración: Nunca pude persuadir a un panteísta de este argumento, y tengo poca esperanza de poder hacerlo algún día. La respuesta inevitable es tildar mi insistencia —que una contradicción nunca puede ser verdadera—, a pesar de la delicadeza con que me exprese, de arbitraria, dogmática e intolerante. ¿Quién soy yo para afirmar que una contradicción no puede ser verdadera? Quizás la verdad del panteísmo trasciende nuestras categorías lógicas. No es por terco; tengo razón. Una supuesta convicción que trascienda la racionalidad nunca podrá expresarse con coherencia. Consideremos las siguientes afirmaciones: «Esta afirmación trasciende la lógica».

«Esta afirmación es falsa». Ambas adolecen de lo mismo. Si son, no son. Pero si no son, entonces, son, y así sucesivamente. Se requiere lógica para negar la lógica. Dicho enredo ni siquiera se puede pensar, y afirmar que transmite un profundo discernimiento espiritual no cambia nada. El siguiente aforismo panteísta está en igual situación: «Dios y el mundo son idénticos». Todo el que intentara persuadirnos en tal sentido estaría proponiendo algo imposible.

Panenteísmo Aún queda otra opción (aparte del teísmo). El problema del panteísmo, tal como lo presenté, radica en que un Dios infinito y un mundo finito son irreconciliables; pero ¿Dios necesariamente debe ser infinito? Una cosmovisión contemporánea y extremadamente popular es que Dios, en realidad, es un ser finito. Esta cosmovisión, a veces denominada «pan-enteísmo», sostiene que Dios está en el mundo; por lo tanto, no está más allá de él ni simplemente es una sola cosa con el mundo. Debemos tener en claro qué intentamos decir cuando afirmamos que Dios es finito. De algún modo u otro, Dios tendría que poder ser Dios. Que simplemente sea un objeto más en el mundo, entre muchos otros, no es aceptable. Él debe ser exaltado por encima de todo y estar en una categoría distinta a todas las demás cosas que constituyen el mundo. Debemos poder reconocerlo como Dios. Ahora bien, parecería ser que negar uno u otro de los atributos divinos no presenta ninguna dificultad. Podríamos, por ejemplo, afirmar que Dios no es omnipotente (todopoderoso). Pero entonces, no sería infinito. Si negamos que Dios sea infinito, no tenemos ninguna razón para pensar que debería ser alguna de aquellas otras cosas tan maravillosas que afirmamos que Él es. No habría fundamento para que fuera omnisciente, absolutamente amante, eterno y los demás atributos basados en Su infinitud. Si Él deja de ser infinito, no hay justificación para creer en ninguno de los atributos comúnmente asociados a Dios. La negación arbitraria de un atributo no produce un Dios finito: No produce nada. Se requiere un sistema coherente, con un fundamento para aquello que se supone constituye un Dios finito. Dicho modelo fue propuesto por la corriente de la filosofía procesualista fundada por Alfred North Whitehead, a principios del siglo XX.11 En el sistema de Whitehead, un Dios finito y mutable desempeña el papel de superintendente del mundo, en su proceso continuo de cambio. Para entender la naturaleza de Dios en el sistema de Whitehead, debemos comprender cómo deseaba que pensáramos el mundo. En parte influido por los nuevos descubrimientos de la física moderna, Whitehead ideó una nueva manera de entender la realidad. En pocas palabras, en vez de pensar en cosas que cambian, deberíamos pensar en cambios que adoptan la forma de las cosas. Por ejemplo, supongamos que estamos mirando un partido de fútbol. Están los jugadores, los árbitros, los aficionados y los espectadores. Corren, patean, silban, aplauden y gritan. Whitehead pretende que sigamos el camino inverso y que pensemos primero en las acciones y después en las personas. Observamos las acciones de correr,

patear, silbar, aplaudir y gritar que han adoptado la forma de jugadores, árbitros, aficionados y espectadores. La acción es de primer orden. De hecho, sería correcto afirmar que estamos observando «el acontecimiento del partido de fútbol». Este lenguaje extraño pretende mostrar que en el mundo no hay nada más fundamental que el cambio. Whitehead incluso deseaba que pensáramos que todo el universo no era más que un gran acontecimiento. ¿Qué es el cambio? Supongamos que hacemos un pastel. Mezclamos los ingredientes y formamos una masa. Colocamos la masa en el horno y, pasados unos minutos, sacamos un pastel. La masa cambió y se convirtió en un pastel. La masa tiene la potencialidad de convertirse en pastel, pero solo fue un pastel después del cambio. El pastel en potencia se convirtió efectivamente en un pastel concreto, en otras palabras, la potencialidad de la masa se actualizó cuando se convirtió en pastel. Todos los cambios pueden entenderse de esta manera. Cuando algo cambia, su potencialidad se actualiza. Por eso, cuando Whitehead afirma que el mundo es un gran acontecimiento, necesitamos visualizarlo en términos de un cambio constante. Para ello, el mundo debe consistir de dos partes, o polos: un polo actualizado y un polo en potencia. El polo actualizado es todo lo que es verdadero del mundo en un momento dado. El polo en potencia son las vastas reservas de todo lo que el mundo no es pero podría llegar a ser. Como el mundo está siempre cambiando, su potencialidad se actualiza continuamente. Imagínese una flecha en movimiento perpetuo que va del lado de las potencialidades al lado actualizado. En esta imagen creada por Whitehead, Dios supervisa el proceso. Tengamos presente que este Dios supuestamente es finito: Él también cambia. Debemos pensar en Dios en los mismos términos en que pensamos el mundo: Él tiene un polo potencial y un polo actualizado (aunque Whitehead los denomina las naturalezas «primordiales» y «consecuentes» de Dios). En todo momento alguna nueva potencialidad de Dios se actualiza; Él cambia en respuesta a los cambios en el mundo. Como el Dios del deísmo, el Dios procesual no interviene en el mundo. Es un Dios absolutamente finito. En el partido de fútbol de la realidad, Dios es un aficionado que alienta a su equipo. Le presenta al mundo ideales para ser adoptados como meta; lo atrae para que siga Sus planes; se lamenta si el mundo se aparta, pero no puede hacer que este haga nada. A medida que el mundo cambia, Él también cambia, a fin de persuadir al mundo. Lo que Él quiera que se haga, el mundo debe hacerlo sin Su ayuda directa. Esta cosmovisión ofrece varias ventajas. Es muy útil para subsanar las dificultades que presentaban otros sistemas. Como el Dios del deísmo, el Dios procesual es el autor de los mandamientos morales, pero nos da libertad plena para obedecer. Sin embargo, esta imagen de Dios no engendra las dificultades del deísmo. Dios no es concebido como un Creador omnipotente; por ende, no hay ninguna inconsistencia entre una creación sobrenatural y la negación de la posibilidad de los milagros. Esta visión soluciona los problemas del panteísmo, al mantener una diferencia entre Dios y el mundo. A pesar de ello, el panenteísmo es imposible. Deja de lado un elemento crucial del cambio: la causalidad. Es cierto que todos los cambios son actualizaciones de una potencialidad, pero eso no sucede por sí solo. Intente actualizar el potencial de una masa para transformarla en un pastel sin ponerla en el horno.

Un pocillo de café tiene la potencialidad de llenarse con café . . . veamos si puede llenarse a sí mismo. Por supuesto, no podrá. Los pasteles no se cocinan si nadie los coloca en el horno; los pocillos de café no se llenan solos; las potencialidades no se actualizan por sí mismas. Dondequiera que haya un cambio, habrá una causa que lo produjo. Quienes creen en un Dios finito viven conforme a este principio como el resto de la humanidad. Este hecho a veces queda opacado por el mito popular según el cual la ciencia moderna ha demostrado que podemos prescindir del principio de causalidad. Nada podría estar más alejado de la verdad. Sin principios causales, la ciencia pierde su sentido, moderna o no tan moderna. La impresión de que el principio de causalidad ya no rige se debe a dos circunstancias. En primer lugar, a nivel subatómico, no es posible especificar matemáticamente la posición exacta de una partícula sin distorsionar simultáneamente su posición (es el principio de incertidumbre de Heisenberg). Solo se puede aspirar a estimar áreas de probabilidad donde podría estar ubicada una partícula. En segundo lugar, Stephen Hawking ha demostrado que, matemáticamente, es posible equilibrar ciertas ecuaciones relacionadas con el Big Bang sin recurrir a una causa que diera origen al universo.12 Estas dos circunstancias demuestran que matemáticamente, en ocasiones, las causas no se pueden especificar o no son requeridas. No obstante, a nosotros nos interesa la realidad, más allá de las descripciones matemáticas. Estas conclusiones científicas no aportan la más mínima evidencia de que alguna vez un cambio observado en la realidad no requirió una causa. En realidad, absolutamente toda la evidencia indica lo contrario. Es un principio indispensable admitir que todos los cambios requieren causas, ya sea posible expresarlas como ecuaciones matemáticas o no. El panenteísmo intenta eludir el principio de causalidad. En su visión, Dios y el mundo están en constante cambio. Las potencialidades se actualizan, pero la causa está ausente. Es una insuficiencia particularmente embarazosa cuando se trata de determinar cómo entendemos a Dios. El panenteísta se enfrenta a la decisión de Hobson sobre cómo entender a Dios. Su Dios es una imposibilidad metafísica de una potencialidad que se actualiza a sí misma (como el pocillo de café que se llena a sí mismo) o es necesario que haya una causa externa a Dios (un Dios detrás de Dios) que actualice Su potencialidad. Si así fuera, esto significaría que Dios dejó de ser Dios como acostumbramos a reconocerlo. Este es el dilema del panenteísta: Sería un Dios imposible o un Dios que en realidad no es Dios. En última instancia, en la práctica es un ateísmo. Esta última aseveración puede parecer provocativa solo para quienes no conozcan los escritos de los propios panenteístas. Los teólogos procesuales parten de la premisa del secularismo: la idea de que la humanidad podría encargarse bastante bien de sus propios asuntos sin necesidad de Dios. El Dios procesual se incorpora al pensamiento para sustentar principalmente nuestras aspiraciones humanas. Este Dios es sin duda optativo.13 Como demostramos, en ese sentido Él también es imposible. A modo de resumen de lo que aprendimos en este capítulo, a partir del análisis de las

cosmovisiones no teístas, vemos que necesitamos un sistema en que: Dios Dios Dios Dios

y el mundo sean distintos; sea infinito y el mundo, finito; sea trascendente e inmanente al mismo tiempo; sea el autor de las obligaciones morales.

En definitiva, necesitamos el teísmo. Todavía no demostramos que el teísmo sea verdadero. Lo único que demostramos es que los sistemas no teístas están plagados de graves dificultades que nos autorizan a poner en entredicho su verdad. Si tenemos buenas razones para creer que el teísmo es verdadero, lo veremos en el siguiente capítulo. Por el momento, respondamos a los casos con que introdujimos este capítulo. Respuesta al caso 1: Recuerdo lo que le respondí a Gus. Le pregunté directamente si en verdad podía pensarse como una revelación. Lo que deseaba mostrarle era que tenemos una conciencia básica de nuestro carácter finito y no hay viso de filosofía panteísta que pueda ocultar este hecho. Desearíamos ser nuestra propia revelación; más aún, desearíamos ser nuestro propio dios. Sin embargo, cuando somos sinceros con nosotros mismos, no necesitamos que nadie nos diga que la idea de considerarnos seres infinitos es contraria a todo lo que sabemos sobre nosotros. Lo que quiero agregar aquí, además de nuestro análisis anterior sobre el panteísmo, es que cuando afirmo que el panteísmo es contradictorio, no me limito a señalar una cuestión lógica. La idea de que yo debería ser un Dios infinito es contraria también a la experiencia que tengo de mí mismo. Respuesta al caso 2: Los académicos que no guardaron el debido respeto hacia el hombre que planteó una pregunta pertinente tenían razón en un sentido: La esperanza es un ingrediente esencial de lo que significa ser humano. Hay dos tipos de esperanza: la esperanza racional y la irracional. La esperanza racional se basa en realidades, tiene expectativas razonables. La esperanza irracional es mero voluntarismo, sin ningún fundamento. Por supuesto, no hay ninguna ley que prohíba ser optimista, pero no desearía apostar mi destino solo a eso. En cualquier cosmovisión en la que Dios no domina todo y el control queda en manos de los seres humanos, la esperanza no puede ser más que un optimismo ilusorio. Una mirada a la historia del siglo XX nos muestra que los seres humanos son más diestros en echar todo a perder que en arreglar los problemas. ¡Las cosmovisiones no teístas no sirven de nada! Lo único que ofrecen es una esperanza irracional. Respuesta al caso 3: Difícilmente pase un día en que no veamos la paradoja ilustrada por este episodio. La gente no solo tiene valores, sino que también los predica e intenta imponerlos sin mucho fundamento. Pedimos tolerancia, pero solo dentro de los límites de nuestros intereses y preferencias personales. La ética humanista no obliga a nadie a aceptar y conformarse a sus reglas particulares. Estos valores son, por lo tanto, arbitrarios. Lo que la gente necesita no es un mejor código de ética, sino un fundamento teísta para la ética.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. 2. 3. 4.

Definir Definir Definir Definir

y describir el teísmo. el ateísmo y demostrar (con tres razones) que es una cosmovisión inaceptable. el agnosticismo y demostrar que es insostenible. el deísmo y señalar su inconsistencia esencial.

5. Definir el panteísmo y describir por qué es contradictorio. 6. Definir el panenteísmo e ilustrar por qué es una cosmovisión imposible. 7. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: JeanPaul Sartre, Kai Nielsen, Cornelius Van Til, Francis Schaeffer, T. H. Huxley, Thomas Jefferson, Shirley MacLaine, Alfred North Whitehead. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Es posible combinar algunas de las cosmovisiones analizadas en este capítulo? Justifique su opinión. 2. Ejemplifique una o más de las cosmovisiones con imágenes contemporáneas. 3. Estudie los escritos de una persona asociada a una de las cosmovisiones criticadas en este capítulo. ¿Puede ejemplificar los problemas planteados aquí con una ilustración? 4. En diferentes épocas, diversas cosmovisiones han sido dominantes. Elabore una lista para asociar la popularidad de diversas cosmovisiones con períodos históricos específicos. ¿A qué se podría atribuir este hecho? 5. ¿Su comprensión de Dios y del mundo ha sido influida por algunas de estas cosmovisiones no teístas? ¿En qué medida puede corregir su perspectiva? Lecturas adicionales David K. Clark y Norman L. Geisler, Apologetics in the New Age (Grand Rapids: Baker, 1990). Norman L. Geisler y William D. Watkins, Worlds Apart, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker, 1989). Royce Gordon Gruenler, The Inexhaustible God (Grand Rapids: Baker, 1983). 1 Hay una buena descripción biográfica en su ensayo «Existentialism Is a Humanism» en Walter Kaufmann, ed., Existentialism from Dostoevsky to Sartre (Nueva York: World, 1956), 287-311. 2 Kai Nielsen, An Introduction to the Philosophy of Religion (Nueva York: St. Martin’s Press, 1982), 17-42. 3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Philadelphia: Presbyterian and Reformed, 1955), 102. 4 Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1968). El diagrama se encuentra en la p. 61. 5 Para evitar una posible confusión terminológica, necesitamos tener presente una distinción importante entre conocer que Dios existe y tener un conocimiento directo y personal de Dios. Gran parte del diálogo filosófico legítimo gira en torno a este último concepto. Muchos filósofos postulan que dado que Dios es infinito y nosotros somos finitos, nunca será posible que podamos tener un conocimiento directo de Dios. Yo no estoy de acuerdo con ellos, pero aquí estoy más interesado en mostrar que ese es otro problema completamente distinto. El problema del agnosticismo que tenemos entre manos es una cuestión mucho más básica: si podemos saber que dicho Ser infinito existe. 6 The Jefferson Bible: With the Annotated Commentaries on Religion of Thomas Jefferson (Nueva York: Clarkson N. Potter, 1964). 7 Ibídem, 137. 8 Shirley MacLaine, Out on a Limb (Nueva York: Bantam Books, 1983). 9 Alan Watts, The Supreme Identity (Nueva York: Random House, 1972), 53-56. Ver Baruch Spinoza, The Ethics and Selected Letters (Indianapolis: Hackett, 1982), 31-47. 10 Algunas personas quizás tengan dificultad en aceptar esta aseveración. Al fin de cuentas, ¿acaso la teología cristiana no enseña que Jesucristo es Dios y hombre y, por lo tanto, infinito y finito? La respuesta es negativa, no en el sentido en que la misma realidad es infinita y finita. Según la doctrina cristológica, Cristo es aquel que tiene dos naturalezas, una infinita, una finita. La contradicción existiría solo si dijéramos que Cristo tenía solo una naturaleza que era finita e infinita. Ver mi análisis de este tema en Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker Book House, 1981), 149-57. 11 Alfred North Whitehead, Process and Reality (Londres: Macmillan, 1933). 12 Stephen Hawking, A Brief History of Time (Nueva York: Bantam, 1988). 13 Ver, por ejemplo, John B. Cobb, Jr., God and the World (Filadelfia: Westminster, 1969).

6 La existencia de Dios La prueba imposible Caso 1: Estaba sentado en el vestíbulo del Seminario Neues Leben en Alemania escribiendo uno de los primeros capítulos de este libro. Helmut, uno de los seminaristas, estaba de turno, ocupado con el arreglo de las sillas y la atención del teléfono en la recepción. Al cabo de un rato, se me acercó y comenzó a preguntarme cómo era el trabajo de profesor en Estados Unidos y qué diferencias había con enseñar en Alemania. Se interesó en lo que estaba escribiendo y se lo dije. —¿Apologética? —repitió—. No estoy seguro de que sirva de mucho. Quiero decir, es obvio, es imposible probar la existencia de Dios.

Sin pruebas de la existencia de Dios Caso 2: Durante mi segundo año en la universidad, pasaba mucho rato en la cafetería del centro de estudiantes. Los que no vivíamos en el campus de la universidad nos sentábamos en las mesas durante los recesos, tomábamos café, fingíamos estudiar y conversábamos sobre los problemas del mundo como si fueran simples contrariedades, sin dudar de nuestras facultades superiores para resolverlos. No demoré en crearme la fama en ese círculo de ser el individuo que pensaba que Jesús era la respuesta a muchos de nuestros problemas. Solían tomarme el pelo bastante seguido, pero de vez en cuando, la conversación adquiría un cariz más serio. Recuerdo un diálogo que mantuve con Donald. —Con todo lo que Dios tiene para ofrecerte —le insté— ¿por qué no quieres entregarle tu vida? —Sencillísimo —respondió Donald—. No creo que Dios exista, y no hay ninguna prueba para afirmar que exista.

¿Cuál es la causa de Dios? Caso 3: Estaba hablando con un compañero en la mesa de libros cristianos que habíamos armado en el centro de estudiantes. Yo estaba allí para compartir el evangelio; él se detuvo porque deseaba divertirse un poco entre una clase y otra. —¿Por qué debería creer en Dios? —preguntó por preguntar. —Porque Dios es real —respondí—. Tú quieres creer en la realidad ¿no? —Pero ¿cómo puedo saber que Dios es real? —La conversación se desarrollaba según el guion. —Porque sin Dios, no habría ningún mundo. Él es la causa de todo lo que existe. —Está bien. Entonces, tú dices que todo debe tener una causa, y que esa causa es Dios. Pero si todo necesita una causa, ¿cuál es la causa de Dios? ¡Toma! Se marchó, pensando que había triunfado brillantemente.

¿Existe Dios? Seguramente no hay una pregunta más crucial que esta. Sin embargo, muchas personas piensan que no es una pregunta legítima. Según ellas, tendríamos que limitarnos a aceptar una respuesta sin la necesidad de contar con «pruebas» o «argumentos». No obstante, en este capítulo, analizaremos la evidencia. La cuestión fundamental es que hay dos hipótesis mutuamente excluyentes: Dios, tal como lo describe el teísmo, existe; y Dios, tal como lo describe el teísmo, no existe.

En el capítulo anterior procuramos mostrar que tenemos buenas razones para no aceptar la segunda opción. Ahora intentaremos demostrar que hay buenas razones para aceptar la primera.

¿Se puede probar la existencia de Dios? «No se puede probar la existencia de Dios». ¡Cuántas veces habremos oído esta afirmación! Suelo oírla de parte de personas que nunca han pensado mucho sobre la cuestión. La repiten porque la han escuchado a su vez de otros. En ocasiones, surge como un pronunciamiento defensivo para protegerse de desafíos intelectuales. Esta defensa rara vez va más allá de una generalización del tipo «¡Dios dejaría de ser Dios si pudiéramos probarlo!». ¿Por qué? Otras veces, las objeciones a las pruebas de la existencia de Dios son un poco más medulares, como las siguientes. «La Biblia no intenta probar la existencia de Dios». Aunque fuera cierto, esta afirmación no es sustancial. Sin duda, Génesis 1:1 no comienza con el argumento ontológico, y me alegro de que no lo haga. Sin embargo, esta constatación no ilegitima la posibilidad de preguntarnos si es razonable creer que el Dios de Génesis 1:1 es real. En realidad, en la Biblia hay buenos indicios que nos llevan a pensar que la creencia en Dios es racional. «El necio ha dicho en su corazón: “No hay Dios”» (Salmos 14:1, NBLH). En varios pasajes leemos que Dios se nos revela en la naturaleza: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Salmos 19:1, RVR1995). «Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa» (Romanos 1:20, NVI). Aunque no constituyen ningún intento directo de probar Su existencia, definitivamente dejan abierta la posibilidad. «Dios existe, ya sea que podamos probar Su existencia o no». Hubiera preferido no presentar esta objeción si no fuera porque cada tanto me la plantean y con toda seriedad. Por supuesto, la existencia o no existencia de Dios en definitiva es una realidad objetiva. No hay argumento en el mundo que pueda cambiar ese hecho. La idea de que la existencia de Dios dependa de nuestros argumentos es ridícula. Él no necesitaría nuestros argumentos si existiera y nuestros argumentos no lo ayudarían si no existiera. Además, si Dios existe, dudo que le importe mucho si nuestros argumentos prueban Su existencia. Este planteo es completamente ajeno a la cuestión. Nuestra intención no es hacer que Dios exista gracias a un argumento, sino llegar a una conclusión sobre Su existencia o no existencia. Simplemente deseamos saber si Su existencia es verdadera. «Los seres finitos no pueden probar la existencia de un Dios infinito». Esta objeción admite dos interpretaciones: los seres finitos no son capaces de probar la existencia de Dios o no deberían probarla. Las analizaremos una por una.

Primera objeción: Los seres finitos no son capaces de probar la existencia de Dios. Podemos entenderla en el sentido de que un Dios infinito es por naturaleza demasiado elevado y, por ende, sería imposible someterlo a nuestras pruebas. Como nuestras mentes son finitas, cualquier prueba que tengamos sobre Él solo consistirá en información finita. ¿Cómo podríamos pretender combinar todas esas cosas finitas y tener un Dios infinito? No podemos tratar a Dios como si fuera un objeto en un laboratorio. Es una buena objeción, pero depende de lo que queramos lograr con el argumento. Sería válida si lo que intentamos hacer realmente es comprender la esencia de Dios. Eso es imposible, por supuesto. Un ser finito no puede de ningún modo comprender a un ser infinito. Sin embargo, esa no es la finalidad del argumento. Podemos saber que algo existe sin necesariamente comprenderlo. Por ejemplo, una vez conversé con alguien que me mencionó que no entendía las ecuaciones de Maxwell sobre el electromagnetismo, cosa que le perdoné. Había cursado física dos veces, en la secundaria y en la universidad, y siempre había tenido dificultades para resolver ese tipo de ecuaciones. No las comprendía. Sin embargo, su insuficiencia no le impedía saber que dichas ecuaciones de Maxwell existían y, en general, comprendía lo que intentaban demostrar. De la misma manera, podemos ser capaces de demostrar que Dios existe, y entender algunas verdades sobre Él, sin tener necesariamente que comprenderlo exhaustivamente. La segunda objeción: Los seres finitos no deberían probar la existencia de Dios parecería implicar, de alguna manera, que con solo intentarlo ya se comprometería la grandeza de Dios. «No se puede aislar a Dios en un tubo de ensayo» afirmaba un libro popular.1 De ningún modo, pero uno se pregunta a quién en sus cabales se le hubiera ocurrido hacerlo. Mostrar que Dios existe no es reducirlo a un objeto más entre muchos otros; es simplemente mostrar que Dios es real. Más de una vez he oído a algunos proclamar: «Si pudiéramos demostrar la existencia de Dios, Él no sería digno de nuestra adoración». ¿Por qué no? Esa afirmación, además de arbitraria e infundada, es peligrosa. Promueve la idea de que solo vale la pena tener una fe irracional. Si así fuera, ¿por qué no convertirnos al hinduismo y se acabó el problema? «Demostrar con razonamientos que Dios existe nunca persuadirá a nadie a creer en Dios». Este es un ejemplo específico de un problema común a cualquier argumentación racional. En el capítulo 4 analizamos lo complejo que es el razonamiento humano. Un argumento para ser considerado válido debe tener premisas verdaderas y validez lógico-formal. Como cuando pensamos no podemos evadirnos del contexto de las cosmovisiones, un argumento perfectamente válido podría no ser convincente para alguien. Es un hecho cotidiano, presente en todo razonamiento humano e intento de persuasión, pero no porque el argumento en sí no sea correcto. Por otra parte, tampoco podemos descartar la posibilidad de que el mismo argumento, en algún otro momento y lugar, sirva para persuadir a otra persona. Lo que pretendo mostrar con esto es que si prescindiéramos de la argumentación racional porque nos parece que no todos aceptarán nuestro razonamiento, tendríamos que dejar de razonar unos

con otros. No deberíamos dejar de intentar probar la existencia de Dios antes de siquiera comenzar. Además, es un hecho que algunas personas encuentran que los argumentos para probar la existencia de Dios son efectivamente persuasivos. «La razón humana no puede probar la existencia de Dios». Esta objeción aparentemente similar a la tercera tiene un leve giro conceptual. La tercera objeción se centraba en la diferencia entre los seres finitos e infinitos; esta se concentra en las capacidades inherentes de la razón humana per se. Aquí se postula que la razón humana por su naturaleza no puede probar la existencia de Dios. Esta objeción suele presentarse en el contexto del pecado humano: nuestras mentes caídas son incapaces de probar la existencia de Dios. La respuesta más fácil es dejar que el argumento caiga por su propio peso. Si no logramos probar la existencia de Dios por medio de nuestra razón, la objeción podría ser o no ser cierta. Una cosa está clara: Si lo logramos, la objeción es falsa. Si conseguimos ofrecer un argumento válido (a partir de premisas verdaderas y mediante operaciones lógicas con validez formal), resultará evidente que la razón humana es capaz de probar la existencia de Dios. No tendría ningún sentido alegar que la razón no puede hacer lo que acaba de hacer.

Lo que hacen las pruebas Hace unos días salí a nuestra pequeña huerta para recoger las primeras frutillas de la primavera, escondida entre cuatro plantas de tomate y doce de rabanitos. Encontré una frutilla madura y grande. La levanté eufórico, pero me esperaba una desagradable sorpresa. El fruto estaba comido por dentro y su interior era una gran cavidad. Alrededor del lugar donde había estado la frutilla vi unos delgados hilos de baba. Una babosa se había comido mi mejor frutilla. No llegué a ver la babosa, pero estoy seguro de que estaba allí. No deduje su existencia a partir de premisas incuestionables, la inferí por sus efectos. Si tuviera que expresar mi razonamiento formalmente, tendría que decir algo en esta línea: Si no hubiera existido una babosa, la frutilla no estaría comida por dentro y tampoco habría ningún rastro de baba. De manera similar, aunque no haya sido testigo del crimen, un detective puede determinar que el mayordomo cometió el asesinato por los rastros que dejó el culpable. Un químico detecta la presencia de un elemento químico en una solución por los efectos que la solución produce en otros elementos. Mis alumnos saben que estoy en la facultad cuando ven mi automóvil en el estacionamiento. Este es el esquema general con que deseo demostrar la existencia de Dios. No podemos verificar directamente para «ver» si Él está aquí. Tampoco es posible deducir Su existencia a partir de premisas universalmente admitidas. Sin embargo, es posible determinar si Sus efectos están presentes. En otras palabras, podemos observar el mundo y ver si está construido de manera tal que sea razonable creer que debe haber un Dios. Por lo tanto, nuestra primera pregunta debe ser: ¿Cómo es el mundo? Si vemos las marcas de Dios en el mundo, será razonable inferir que Él existe. Ya vimos este patrón de razonamiento cuando estudiamos el argumento teleológico en el capítulo 3. Los efectos señalados en esa ocasión fueron el orden y la armonía presentes en la

naturaleza. El argumento infería la existencia de un diseñador en virtud del aparente diseño presente en el mundo. Recordemos también que el problema con este argumento no reposaba en su estructura lógica, sino en su fundamento epistemológico endeble: si había o no evidencia del diseño en el mundo era un juicio demasiado arbitrario. No obstante, la metodología de apelar a un creador para explicar lo que observamos en el mundo es legítima y podemos adoptarla. El argumento «Si no fuera porque . . . » La opción por una metodología que nos obliga a validar las hipótesis nos permite cierto grado de flexibilidad en otro aspecto. No estamos confinados al rigor de la argumentación puramente deductiva o inductiva. Por supuesto, no podemos violar las leyes de la lógica, pero no necesitamos seguir las reglas formales de la argumentación, así como no lo hacemos en la vida cotidiana. Tomemos por ejemplo la siguiente sencilla inferencia: «Rick Mears debe ser realmente un buen conductor porque ganó las 500 millas de Indianápolis». Si alguien cuestionara esta afirmación, ¿qué podríamos responder? Podríamos señalar que para ser capaz de ganar la carrera Indy 500, saber conducir bien es una condición necesaria. En un sentido estricto, no es un argumento ni inductivo ni deductivo. Apelamos a lo que esperamos sea el sentido común y la experiencia: «Si no fuera porque sabe conducir bien, Rick Mears no hubiera podido ganar la Indy 500». Este tipo de razonamiento se denomina lógica trascendental. La lógica trascendental es un tipo de razonamiento por medio del que descubrimos las condiciones necesarias para determinados fenómenos, sin las cuales estos no serían ciertos. Es una forma de pensar que usamos todo el tiempo. Si me encuentro con alguien que se graduó de Taylor University, sé que pasó una serie de cursos de Biblia porque esa es una condición necesaria para graduarse allí. Si mencionamos el nombre de un presidente estadounidense, podemos estar seguros de que tiene más de treinta y cinco años, porque esa es una condición para ser constitucionalmente electo. Hay diversas razones para que algo constituya una condición necesaria. Estas pueden ser puramente lógicas, empíricas, científicas o por consenso, entre otras. En todos estos casos, se llega a la conclusión porque de alguna manera esta representa un requisito necesario para algo. En general, esa será la metodología de nuestro argumento. Intentaremos mostrar que Dios es la condición necesaria del mundo. O, expresado más sencillamente: «Si no fuera porque Dios existe, no habría mundo».

El argumento cosmológico A continuación, presentaremos una forma del argumento cosmológico para demostrar la existencia de Dios. El nombre del argumento deriva de la palabra cosmos que significa «mundo». La idea es inferir la existencia de Dios a partir de lo que vemos en el mundo. La versión que presento aquí es una adaptación del argumento cosmológico de Tomás de Aquino.2

Comenzaré con un esbozo del argumento, y luego analizaremos detenidamente cada uno de los pasos y defenderemos cada premisa. En ese momento, definiremos la terminología poco conocida. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

Hay algo que existe. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. Un ser necesario tendría que ser Dios. No es posible que el mundo sea un ser necesario. Solo es posible que haya un ser necesario. A menos que exista un ser necesario, no puede haber seres contingentes. Existe un ser necesario. Por lo tanto, Dios existe. Por lo tanto, solo existe un Dios. El Dios del teísmo existe.

1. Hay algo que existe. Cualquier cosa sirve. Yo existo. Usted existe. El universo existe. Una flor existe. Mi lapicera existe. Ni siquiera tiene por qué ser un objeto material. Si usted duda de esta afirmación, su duda existe, y eso ya es suficiente. En síntesis, si para usted esta afirmación de que hay algo que existe es discutible, ya la interpreta como algo y ese «algo» tendría que existir, y usted tendría que existir para poder interpretarla. Ninguna persona racional debería poner en entredicho esta afirmación. Quisiera agregar dos comentarios. Primero, me consta que algunas personas racionales efectivamente dudan de esta afirmación (por ejemplo, los budistas theravadas). A mi entender, no deberían cuestionarla, porque en la medida en que lo hagan, están siendo irracionales. Sin embargo, como es un hecho que la objetan, no puedo ofrecerla como un punto de partida indisputable, como lo requiere el racionalismo. Presento esta afirmación sabiendo que la abrumadora mayoría de mis lectores la acepta. Si existiera entre mis lectores algún budista theravada que no la aceptara, su propia existencia confirmaría mi punto. Los budistas theravadas existen. Segundo, quisiera recalcar que esta afirmación es diferente a la famosa declaración de René Descartes: «Pienso, luego existo».3 Analizamos a Descartes en el capítulo 3, como un proponente del argumento ontológico. En dicho argumento, Descartes comienza por dudar que pueda conocer algo. Luego razona que como está dudando, debe estar pensando; y como está pensando, debe existir para poder pensar. Los filósofos han tomado partido con respecto a este argumento. Podríamos decir mucho más al respecto, pero mi premisa no tiene un propósito tan ambicioso como la de Descartes. Yo no pretendo probar la existencia de nada con mi afirmación. Simplemente afirmo una verdad razonable: que hay algo que existe. Si quisiéramos, podríamos contentarnos con que «mi duda existe». Acordemos que hay algo que existe. 2. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. Contingente significa «dependiente de otra cosa»; necesario significa «totalmente

independiente de todo lo demás». Si se lo piensa, nos damos cuenta de que estas propiedades son mutuamente excluyentes. Si algo es contingente, no puede ser necesario; y viceversa. Aquí tenemos un hecho de lógica. Supongamos un par de propiedades realmente contradictorias. Por ejemplo, recuerde que a pesar de lo que nos enseñaron en la escuela, el opuesto de «perro» no es «gato», sino «no perro», todo lo que no sea un perro. Es un hecho que todo lo que existe en el mundo debe tener una u otra de las propiedades de este binomio. Todas las cosas en el mundo son un perro o no lo son. Todas las cosas en el mundo son un jugador de béisbol de la liga mayor, o no lo son; son azules, o no lo son; son carnívoras o no, y así podríamos seguir. Por supuesto, cuando afirmamos esto no estamos haciendo ningún juicio específico sobre ninguna cosa en particular concerniente a qué categoría corresponde asignarla (sería factible que no pudiéramos determinar si un animal en el zoológico pertenece a la raza canina o no) ni a la distribución total de los miembros entre una opción y otra en el universo (no sabemos la cantidad total de perros que hay en el mundo). Dado cualquier par de oposiciones, siempre es posible que todos, ninguno o cualquier cantidad parcial corresponda a una u otra opción. En otras palabras, todavía desconocemos cuántas cosas son perros en oposición a las que no lo son, ni sabemos cuántas cosas son azules en oposición a las que no son azules, etc. Lo único que sabemos con certeza es que todo debe ser una cosa o la otra. La dicotomía contingente/necesario representa un par de oposiciones de este tipo. Como veremos con más claridad, son nociones contradictorias, mutuamente excluyentes. En consecuencia, una o la otra debe ser cierta para todas las cosas en el universo. Para ser más específico, cuando me refiero a un ser contingente,4 quiero decir que es un ser dependiente. Existe por la influencia que otros seres ejercen sobre él. Entre dicha influencias incluimos estas tres: Un ser contingente tiene una causa. Recordemos la diferencia actualidad/potencialidad que mencionamos al final del último capítulo. Un ser contingente es aquel que actualizó su potencialidad de existir. Esa actualización requirió una causa. La causa tuvo que haber sido otro ser, ya que no hay nada que pueda ser causa de su propia existencia. Recuerde: Los pocillos de café no se llenan solos; y las potencialidades no se actualizan por sí mismas. Por ejemplo, mi existencia se debió a una causa, en gran medida, a mis padres. Un ser contingente es sustentado. No podría continuar existiendo si no fuera por determinadas causas que sustentan su existencia. Por ejemplo, la continuidad de mi existencia es posible, entre muchos factores, gracias a los alimentos que consumo, los medicamentos que tomo y las leyes del universo al que pertenezco. Un ser contingente está determinado. Los seres contingentes obtienen de causas externas no solo su existencia, sino también la especificación de sus características. Yo no elegí ser muchas cosas que soy (soy hombre, nací en Alemania, soy blanco, y tengo diversas aptitudes y actitudes); las tengo impuestas por mis causas y factores sustentadores. Como tarea les dejo la pregunta sobre si es posible que un ser contingente reúna solo una o dos de estas tres categorías (yo me inclino a pensar que no). Para nuestros propósitos,

podemos conformarnos con una respuesta mínima y simplemente decidir que cualquier ser que corresponda a una de estas categorías (que tenga una causa, que sea sustentado o que esté determinado) será considerado un ser contingente. Por definición, entonces, diremos que un «ser necesario» es algo que no corresponde a ninguna de estas categorías. Por el momento, no necesitamos admitir la idea de que un ser necesario realmente exista. Nos limitamos a afirmar que si existiera, por definición, tendría que reunir las siguientes cualidades: No tendría una causa, no sería sustentado por nada fuera de sí mismo y no estaría determinado por factores externos. Tendría una existencia totalmente independiente de los demás seres. ¿Puede un ser tener algunos aspectos contingentes y otros necesarios? No, según nuestra definición. Tan pronto como algo reuniera algunos de los criterios propios de un ser contingente, dejaría de corresponder a la categoría de un ser necesario. Un ser parcialmente necesario es una imposibilidad. He propuesto deliberadamente una definición rigurosa de un ser necesario. ¿Es posible que exista algo con esas características? La respuesta a esta pregunta deberá aguardar que completemos el argumento. Mientras tanto, se mantiene en pie la disyuntiva lógica: Todas las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. Dependen de algún modo de otros seres, por más leve que sea esa dependencia (en cuyo caso son contingentes) o no proceden absolutamente de nada (no tienen ninguna causa) y son independientes (en cuyo caso son necesarias). 3. Un ser necesario tendría que ser Dios. A estas alturas del argumento, todavía no sabemos si hay un ser necesario. Podemos analizar las propiedades para establecer que si dicho ser existiera, sería el tipo de ser que llamamos «Dios». Según nuestra definición, un ser necesario no tiene causa, no es sustentado y no está determinado. Existe sin depender para nada de factores o influencias externas. Esta idea no excluye la posibilidad de que, si así lo quisiera, pudiera responder a otros seres, pero no los necesitaría ni sentiría ninguna obligación hacia ellos. Dicho ser necesario sería: independiente; ilimitado; infinito; en realidad, es sinónimo de «ilimitado»; eterno, no sujeto a ninguna restricción temporal; omnipresente, no sujeto a ninguna restricción espacial; inmutable, no cambia; puro ser actual, no tendría ninguna potencialidad; en posesión de todas sus propiedades de manera igualmente ilimitada. Por ende, si pudiéramos demostrar que tiene poder, conocimiento y bondad, debería ser omnipotente, omnisciente y omnibenevolente. En definitiva, esto significa que el ser necesario tendría todas las propiedades que normalmente asociamos con Dios. Usted y yo, ante un ser que no tiene causa y es independiente, infinito, eterno, omnipresente e inmutable, lo reconoceríamos de inmediato

como Dios. Hay quienes rechazan esta vía de argumentación y cuestionan nuestro derecho a llamar «Dios» a un ser necesario. Según ellos, solo porque tiene todos los atributos comúnmente asociados con Dios no significa que sea Dios. La objeción tiene cierta validez lógica, pero esta se disipa a la luz del uso habitual del lenguaje. ¿Podríamos llamar a un ser que no tiene causa y es independiente, infinito, eterno, omnipresente e inmutable de otra manera que no fuera «Dios»? Si estos atributos no son suficientes, ¿cuáles lo serían? El lenguaje no es estático, y no es posible proscribir arbitrariamente una palabra si es la única apropiada. Una cuestión completamente diferente es si un ser necesario es el Dios verdadero. ¿Es el Dios a quien adoramos en la iglesia, que se reveló en las Escrituras y que envió a Su Hijo a morir por nuestros pecados en la cruz? Todavía no es posible dotar al ser necesario con esa identidad. Antes tendremos que ofrecer más argumentos. Aún no podemos afirmar que un ser necesario existe. Hemos mostrado que, hipotéticamente, si uno existiera, sería Dios. 4. No es posible que el mundo sea un ser necesario. Algunas personas, para procurar detener el avance del argumento cosmológico, admiten que un ser necesario existe, pero insisten en que este ser necesario es el mundo. Si consideramos todo el argumento que venimos desarrollando, resulta claro que esta opinión no es una alternativa viable. Concluir que el mundo es el ser necesario sería lo mismo que equiparar el mundo a Dios. Sería panteísmo y, como probamos en el capítulo 5, esta visión de la realidad es imposible porque es contradictoria. Por supuesto, quienes sostienen que el mundo es el ser necesario, por lo general no pretenden suscribirse al panteísmo y esta imputación les desagradaría. Se debe a que en nuestra época contemporánea pocas personas se ocupan profundamente de la metafísica. Muy pocos se han detenido a pensar en las implicancias de sus juicios, pero eso no significa que no deban hacerse responsables de sus opiniones. Afirmar que el mundo es un ser necesario, es adherirse a la imposibilidad metafísica del panteísmo, téngase o no conciencia de ello. 5. Solo es posible que haya un ser necesario. Todavía no estamos en condiciones de afirmar que hay un ser necesario. Con esta premisa intentaremos probar que si hay uno, ese es el límite. No puede haber más que uno. Si suponemos que si dos cosas son diferentes, tienen que tener algo que las diferencie. Si no difieren, tienen que ser una y la misma cosa. Gottfried Wilhelm Leibniz, un filósofo del siglo XVII, llamaba a esto el principio de la identidad de los indiscernibles. A modo de ilustración: Supongamos que usted y una amiga se ponen a conversar sobre la gente que conocen en otra universidad. Usted le comenta que conoce a alguien llamado Aaron Huxtable. Estudia administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con una muchacha llamada Imogene y tiene un lunar en su mejilla derecha. Su amiga dice que ella también conoce a un Aaron Huxtable en la misma universidad. Él también estudia administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con Imogene y tiene un lunar en su mejilla derecha. ¿Se quedarían sentados y maravillados de que haya dos personas tan semejantes en la misma universidad? ¡De ninguna manera! Concluirían que se trata del mismo individuo. Usarían el principio de la identidad de los indiscernibles. Dado

que las dos descripciones concuerdan en todo sentido, las dos cosas a que hacen referencia deben tener la misma identidad. Por supuesto, este principio rige estrictamente solo en una situación ideal, en la que realmente no haya diferencias entre dos objetos referidos. Basta con que uno de ellos tenga una propiedad que el otro no tiene para que no sean idénticos. Los gemelos no son idénticos en este sentido. Aun cuando puedan ser asombrosamente parecidos, como es el caso de algunos gemelos, difieren en un aspecto importante: son diferentes porciones de materia y ocupan diferentes coordenadas espaciales. Si no fuera así, tendríamos que reconocerlos como un único individuo. Según este principio, ¿sería posible que existieran dos seres necesarios? Veamos por qué no es posible. En primer lugar, en conformidad con nuestro principio, para que haya dos seres necesarios, deberían tener alguna propiedad diferente. Uno de los seres necesarios debería tener una propiedad que al otro le falta (o viceversa). Dada nuestra definición de un ser necesario, ese caso es imposible. Un ser necesario es ilimitado; no puede carecer de ninguna de las propiedades de su categoría y no puede tener anexada ninguna propiedad contingente externa. En consecuencia, un ser necesario debe tener todas las propiedades que corresponden a esa categoría, ni una más ni una menos. Por lo tanto, estos dos seres necesarios no tendrán propiedades que los diferencien, y solo es posible que haya un ser necesario. Una breve acotación respecto a una confusión que a veces surge concerniente a esto. ¿Acaso la teología cristiana no enseña que hay tres seres necesarios, el Padre, el Hijo y Espíritu Santo, la Santa Trinidad? ¿No sería una doctrina contraria al principio de la identidad de los indiscernibles? La respuesta es que la doctrina de la tri-unidad no enseña que haya tres Dioses. Son tres personas en el mismo Dios; se trata de un solo ser necesario.5 6. A menos que exista un ser necesario, no puede haber seres contingentes. Llegamos ahora al punto crucial del argumento, mostrar por qué debemos creer en la existencia de un ser necesario. Como surge de la formulación de esta premisa, «a menos que . . . », usaremos la lógica trascendental. Demostraremos que la existencia de un ser necesario es una condición necesaria para que haya seres contingentes. 1. Supongamos que usted observa los candelabros suspendidos en una oscura catedral gótica. No alcanza a ver el cielorraso y se pregunta cómo estará colgado el candelabro. Si alguien le dijera que cuelga del último eslabón de una cadena, esa respuesta no lo satisfará. Si le señalan que el último eslabón pende de otro eslabón, tampoco quedará conforme, porque usted sabe que las cadenas no cuelgan solas en el aire. La cadena debe tener algo que la afirma al cielorraso, sin importar su largo. Si no fuera porque la cadena está suspendida de un gancho que no depende de la cadena, no podría colgar del cielorraso. 2. Supongamos ahora que a usted le interesan los trenes. Mientras conduce por una autopista que corre paralela a las vías del tren, a su lado va pasando un largo tren de carga. Se pregunta en voz alta quién tira del furgón de cola. Su acompañante le informa que lo tira el vagón que va delante de él. Por supuesto, usted sabe que los vagones no se tiran a sí mismos, y le pregunta qué tira de ese vagón. Nuevamente, si le informan que son los vagones que van

delante en forma sucesiva, esa respuesta no lo conformará. Usted sabe que tiene que haber una locomotora. Si no hubiera algo que tirara del tren sin ser tirado por él, el tren no podría moverse. 3. Volvamos a recordar los pocillos de café que no se pueden llenar a sí mismos. Si tengo un pocillo de café y deseo saber de dónde salió el café, no quedaré satisfecho si me informan que la potencialidad del pocillo de ser llenado fue actualizada. ¿Qué si le digo que el café estaba en otra taza y que yo lo vertí en ese pocillo? Usted querrá saber de dónde salió el café de la otra taza. Multiplicar tazas para crear una cadena interminable de tazas de café que se vierten de una taza en otra no servirá. Poco importa cuánto nos pasemos vertiendo café de aquí para allá. Tiene que haber una fuente primaria del café, una máquina de café o una cafetera. Sin ese origen para el café, no podría haber café en ninguna taza ni pocillo. Estas ilustraciones muestran que a veces no puede haber una serie de eventos u objetos sin algo que dé origen a todo el conjunto. Sin una causa original, no habría nada. Aunque podemos imaginar la cadena, el tren o la sucesión de tazas de café en una serie regresiva infinita, en realidad esto no es cierto. Un tren con una cantidad infinita de vagones sin una locomotora no estaría en movimiento. Una cantidad infinita de eslabones sin un gancho que los sostengan, sería una cadena en el piso. Una cantidad infinita de tazas de café sin una cafetera, estarían vacías. Los filósofos afirman que en estos casos no es posible una regresión infinita.6 La causa que no tiene causa Consideremos ahora otra serie: una cadena de seres contingentes. Por su propia naturaleza, un ser contingente necesita haber sido causado por otro ser. Es una potencialidad que fue actualizada, y como una potencialidad no puede actualizarse a sí misma, requiere una causa externa que la actualice. Por supuesto, la causa no puede ser algo posible sino actual, concreto. Por lo tanto, si fuera un ser contingente, también debería tener una causa. Este encadenamiento de causas causadas podría, en teoría, prolongarse por un largo tiempo, pero no puede continuar indefinidamente. No puede haber una regresión infinita de causas causadas. Si no fuera porque algo hizo comenzar la cadena de actualidades sin haber sido actualizado, no puede haber ninguna actualidad. ¿Por qué no? ¿Por qué no es posible que esta cadena de causas contingentes exista simplemente como un hecho dado sin necesidad de una causa externa? Porque dicha eventualidad convertiría al conjunto de seres contingentes en un ser necesario; y esto no es posible por dos razones. Primero, no tiene sentido pensar que la sumatoria de muchos seres contingentes resultaría en un ser necesario. Segundo, si admitiéramos que la totalidad de los seres contingentes es un ser necesario tendríamos, a lo sumo, un panteísmo: la cosmovisión que anteriormente desechamos por contradictoria. Por lo tanto, es preciso que haya un ser necesario, un ser que además de existir, es causa de la existencia de todos los seres contingentes. Este ser en sí mismo, en tanto ser necesario, es sin causa. Un corolario inmediato de esta conclusión es que no se puede dar lo que no se tiene. La causa de los seres debe tener aquellas cualidades positivas que infunde en sus efectos. Por supuesto, aún seguirá siendo un ser infinito y, por lo tanto, omnipotente,

omnisciente, omnibenevolente, etc. Todas las propiedades intrínsecamente positivas que constatemos en la creación reflejan, en última instancia, la naturaleza del creador. Si hay amor en la creación, procede del creador. Si hay belleza, la infundió el creador. En consecuencia, el creador es sumamente amoroso y bello. Otra propiedad derivada de esta causa es la condición de persona. Esta condición es una característica del mundo impartida por el creador. Es más, valoramos la noción de que no somos meros organismos biológicos: somos personas. Por lo tanto, la causa primaria debe ser personal por excelencia (en el sentido de ser persona). Establecido este punto, a partir de ahora podemos usar el pronombre personal «él» para referirnos a la causa que no tiene causa.7 La confusión del Profesor Edwards La fuerza de nuestro argumento resultará más clara si la confrontamos con una crítica que se le hace y procedemos a defenderla. Paul Edwards, un filósofo contemporáneo, ha cuestionado una de las imágenes que usamos para explicar y fundamentar este argumento.8 Sugiere que la imagen de un tren de carga está fuera de lugar. Cada una de las causas individuales tiene integridad propia y, por tanto, deberíamos pensar en una serie de locomotoras unidas entre sí. No necesitaríamos una primera locomotora, y toda la cadena avanzaría por sí misma. Esta sugerencia revela una confusión común sobre esta cuestión. Para aceptar que la imagen sea válida, cada ser causante debe ser por sí mismo sin causa: un ser necesario. Concebir a todo el mundo como múltiples seres necesarios es demasiado problemático, como ya vimos, para requerir una refutación adicional. 7. Existe un ser necesario. Comenzamos afirmando que hay algo que existe, y que deberá ser necesario o contingente, una cosa o la otra. Si es necesario, nuestra búsqueda acabó: demostramos que existe un ser necesario. Si es contingente, debe haber un ser necesario ya que demostramos que no puede haber seres contingentes si no existe un ser necesario. Por lo tanto, en ambos casos, existe un ser necesario. 8. Por lo tanto, Dios existe. Como mostramos que un ser necesario es lo que corresponde llamar Dios, podemos afirmar que Dios existe. 9. Solo existe un Dios. Hemos demostrado que Dios, en tanto ser necesario, existe. También demostramos que solo puede haber un ser necesario. Por lo tanto, solo puede haber un Dios. 10. El Dios del teísmo existe. No es de extrañar que las características de un ser necesario corresponden a los atributos del Dios del teísmo. Por lo tanto, el Dios del teísmo, el supuesto objeto de todo este análisis, existe. Expresado de una forma que se corresponda con nuestra metodología: Dada la existencia del mundo, es más plausible creer que el teísmo es verdadero que creer que no lo es.

¿Qué hemos hecho? Desde que comencé a escribir este capítulo, hace dos semanas, y ahora, en que estoy

escribiendo esta oración, me han dicho por lo menos una decena de veces: «¡No puedes probar la existencia de Dios!». En ningún momento me ofrecieron una buena razón. Me animo a sugerir que, con las limitaciones anteriormente mencionadas, hemos ofrecido una demostración racional de la existencia de Dios. Si Dios no existiera, no habría mundo. ¿Cuál es el valor práctico de este argumento? Hemos elaborado y precisado un argumento meticuloso que esperamos sea correcto en todos los sentidos. Fuera del ámbito académico formal, no me imagino en qué otro lugar podría presentarlo premisa por premisa. ¿Por qué ocuparnos, entonces, con tanto trabajo? Quisiera sugerir tres razones. En primer lugar, hemos ofrecido una respuesta racional a una pregunta racional, a saber: ¿Es racional creer en la existencia de Dios? Como respuesta desarrollamos un argumento para mostrar que sí lo es. No hicimos que Dios existiera, ni tampoco dedujimos la existencia de Dios. Hemos mostrado que la evidencia respalda claramente que Él existe. Seguidamente, intentamos elaborar un argumento lo más completo posible. Por eso recurrimos a los conceptos de la lógica trascendental y al principio de la identidad de los indiscernibles. Estas dos nociones no son de uso corriente, y no pretendo que lo sean; pero sirvieron para mostrar que nuestro argumento puede resistir un riguroso escrutinio técnico. Si estas cuestiones técnicas llegaran a aflorar, tenemos una respuesta. Si estos conceptos no contribuyen a la discusión, no necesitamos plantearlos. Por último, hemos expuesto una característica fundamental sobre el mundo: Necesita un Dios. En la mayoría de las conversaciones, este será el elemento al que quiero apuntar. Supongamos que alguien dijera: «¡Pruébeme que Dios existe!». Su primera respuesta debería ser: «¿Qué aceptará usted como prueba?». Si la persona responde con sinceridad (aunque esto solo sucede en contadas ocasiones): «Quiero que me dé un argumento racional de la existencia de Dios», podría desarrollar algo en esta línea: «Cuando observo la naturaleza de lo que existe en el mundo, me resulta claro que si no fuera porque hay un Dios que lo creó, el mundo no podría existir». Noten que no comenzaría con un ser necesario, contingente, con la actualidad, la potencialidad, el panteísmo y todo lo demás (salvo que me encontrara en un ámbito de mucho rigor). En cambio, a medida que la conversación avanza y mi amigo cuestiona alguno de los puntos, yo estaría preparado para ofrecer la explicación requerida. Estos conceptos solo nos ayudan a analizar la única verdad básica en torno a la cual se construye este argumento: Si Dios no existe, no habría mundo. O, expresado por la negativa: Si usted piensa que puede observar el mundo sin ver a Dios detrás de él, no está observándolo bien. Antes de continuar, sería conveniente que repasara si entendió la idea principal de la argumentación presentada en este capítulo. Vuelva a leer los casos introductorios para ver si sabría cómo responderlas. Respuesta al caso 1: Para mi sorpresa, cuando le expliqué a Helmut más detenidamente lo que estaba haciendo, no tuvo ningún problema. Generalmente, la conversación no es tan fácil. Me resulta un gran misterio que los cristianos se resistan con tanta vehemencia a la idea de que la existencia de Dios pueda demostrarse con la razón. Si bien es cierto que hay objeciones, como las mencionadas anteriormente, esta resistencia parece ser más profunda. Solo se me ocurre pensar que temen que las vicisitudes de la razón hagan peligrar su fe. Quisiera asegurarles a estos hermanos y hermanas que el mismo Dios que creó el

mundo es también el creador de nuestras mentes. Respuesta al caso 2: Este capítulo lo escribí para responder precisamente a este tipo de situaciones. El argumento cosmológico probablemente nunca convertirá a un ateo en maestro de escuela dominical de la noche a la mañana. Sin embargo, es una respuesta meditada frente a la ligereza con que algunos rechazan el teísmo por infundado. La mayoría de los cursos de filosofía introductorios y las lecturas recomendadas incluyen una sección que bien podría caracterizarse como «cómo reírse de las pruebas de la existencia de Dios». Los profesores escépticos enseñan a los estudiantes a burlarse de los argumentos teístas y a dar por sentado que no sirven. Por lo menos, hemos intentado mostrar que están equivocados. Respuesta al caso 3: La objeción planteada en esta conversación es ilustrativa de un gran problema presente en algunas versiones del argumento cosmológico, pero no en el nuestro. En ningún momento afirmamos que «todo necesita tener una causa». Si lo hubiéramos hecho, sería sin duda irracional sostener que Dios es una excepción. Lo que postulamos es que todos los seres son contingentes o necesarios, una cosa o la otra. Luego mostramos que los seres contingentes necesitan tener una causa. Un ser necesario, por definición, es sin causa. Esta objeción, por lo tanto, nunca podría esgrimirse contra nuestro argumento.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Mencionar cinco objeciones a la posibilidad de probar la existencia de Dios y mostrar por qué no sirven. 2. Describir exactamente lo que un argumento a favor de la existencia de Dios puede hacer y qué cosas no. 3. Definir la «lógica trascendental» y explicar por qué sirve como método para argumentar la existencia de Dios. 4. Explicar el argumento cosmológico con sus propias palabras. 5. Diferenciar entre un ser contingente y un ser necesario. 6. Mostrar por qué un ser necesario es Dios. 7. Demostrar por qué el mundo no puede ser un ser necesario. 8. Explicar el principio de la identidad de los indiscernibles y cómo opera en el argumento cosmológico. 9. Demostrar por qué es imposible una regresión infinita de seres contingentes. 10. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Tomás de Aquino, Gottfried Wilhem Leibniz, Paul Edwards. Reflexión sobre las ideas 1. Hemos estudiado varios argumentos a favor de la existencia de Dios. ¿Qué tienen en común? 2. En este capítulo presenté una versión particular del argumento cosmológico. No es la única manera de formularlo. ¿Se le ocurren otras variantes del argumento, ya sean propias u obtenidas mediante una consulta bibliográfica? 3. Elabore una lista detallada de todas las características de Dios que pueden compilarse

simplemente porque Su identidad es una causa que no tiene causa. 4. Por medio de lecturas adicionales, encuentre algunas objeciones al argumento cosmológico formuladas por otros escritores. Determine si el argumento presentado en este capítulo se mantiene en pie o no. 5. En este libro, el argumento cosmológico representa el intento de argumentar la racionalidad del teísmo. Supongamos que alguien descubriera un vicio fatal en este argumento. ¿Significará la derrota definitiva del teísmo? ¿De qué otra manera se podría elaborar un argumento racional a favor del teísmo? Lecturas adicionales Donald R. Burrill, ed., The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday, 1967). Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker, 1988). John Hick, ed., The Existence of God (Nueva York: Macmillan, 1964). J. P. Moreland y Kai Nielsen, Does God Exist? (Nashville: Thomas Nelson, 1990). 1 Barbara Jurgensen, Quit Bugging Me (Grand Rapids: Zondervan, 1968). 2 Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, cuestión 2, artículo 3. Disponible en http://hjg.com.ar/sumat. 3 René Descartes, Discurso del método, trad. Antonio Gual Mir (Madrid: EDAF, 1982), 66. 4 Es probable que la palabra «ser» resulte ambigua. Con este término quiero significar aquello que existe, una cosa, una entidad, algo que es. Puede ser personal o impersonal. 5 Desarrollo las cuestiones filosóficas concernientes a la doctrina de la Trinidad en Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker, 1981), 157-66. 6 Es de suponer que una regresión infinita es posible en otros campos, como las funciones autorreferenciales en matemáticas. De todos modos, si fuera así, no es pertinente para los ejemplos ni para nuestro argumento cosmológico. 7 En los últimos años se ha debatido mucho respecto al género que debemos emplear para referirnos a Dios. ¿Por qué no hablar de «Ella» en vez de pensarlo como «Él»? ¿O de una combinación de ambos? ¿O de algo intermedio? Quisiera aclarar mi posición. Dios no es un ser masculino. El uso de «Él» para referirnos a Dios no es una glorificación de los varones ni de la masculinidad. En la Biblia, sin embargo, Dios se reveló a sí mismo por medio de imágenes masculinas y a través del género gramatical masculino. Como es la única revelación con que contamos, entiendo que es vinculante. Sin embargo, lejos de exaltar la masculinidad humana, Dios juzga a los varones humanos pecadores. 8 Paul Edwards, «The Cosmological Argument» en Donald R. Burrill, ed. The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday, 1967), 100-123.

7 Dios y el mal El holocausto Caso 1: Mi familia se mudó de Alemania a Estados Unidos cuando tenía trece años. Mi hermano y yo estábamos encantados con la posibilidad de conocer y cultivar la amistad con varios compañeros de clase judíos, una experiencia nueva para nosotros. Asistíamos a la escuela de verano y solíamos regresar a casa en bicicleta con Randy, uno de nuestros amigos. Un día nos invitó a su casa para almorzar. Comimos unos sándwiches y conversamos sobre nuestros respectivos mundos. Cuando tocamos el tema de la religión, Randy comentó: —Nosotros somos ateos. Como no entendía la palabra en inglés, él me aclaró: —No creemos que Dios exista. Si existiera, no podría haber permitido que mataran a tantos judíos en la guerra.

Desde lo más profundo Caso 2: Trabajaba como pastor en una pequeña congregación y me llamaron para visitar una anciana en el hospital. Le acababan de amputar su segunda pierna. Por supuesto, se sentía muy deprimida. Cuando entré en su habitación, las lágrimas le corrían por las mejillas. Tenía la mirada fija en su Nuevo Testamento, un ejemplar con tipografía grande. Se sentía defraudada por el Dios a quien había servido fielmente durante su vida, y se preguntaba si Él habría dejado de cumplir Sus promesas.

Adán y Eva Caso 3: Otra noche de sábado, otro café, esta vez era el Pilgrim’s Cave en Washington, D.C. Ya era casi medianoche y me tocaba interpretar el último bloque musical. Después de las clásicas baladas de Peter, Paul, and Mary y algunas de Bob Dylan, concluí con algunas canciones cristianas que había compuesto hacía poco. Con aquella manera de hablar que teníamos en los sesenta, les dije a los presentes: —Si alguien quisiera dialogar sobre lo que estoy cantando, nos sentamos a conversar, y vemos cómo nos va. (¡Fantástico!). Cuando terminé de cantar, dos parejas de más o menos mi edad me llamaron para conversar. Me dijeron que yo las había hecho pensar sobre Dios, pero que había algo que no entendían, y querían conocer mi opinión. Si había un Dios, ¿por qué permitía que hubiera hambrunas, terremotos, enfermedades y otras catástrofes naturales? (Yo, encantado). —No culpen a Dios —les expliqué—. Dios creó un mundo perfecto. Pero cuando Adán y Eva se volvieron contra Dios, arrastraron con ellos a todo el mundo. La culpa es nuestra, no de Dios.

¿Dónde estaba Dios? Caso 4: Hace unos años, Taylor University —la universidad donde enseño—, fue conmovida por una verdadera tragedia. Toni, una de las estudiantes, aparentemente había saltado desde la ventana de uno de los pisos superiores. Mientras sus compañeras todavía lloraban su pérdida, me tocó enseñar la unidad sobre el problema del mal en nuestra clase de apologética. Sabiendo lo que podía suceder, hice lo mejor que pude para presentar la naturaleza del problema con mucha delicadeza. A pesar de todos mis esfuerzos, obtuve la reacción que esperaba evitar. Después de explicar brevemente el poder y el dominio de Dios sobre el mundo, Jackie, una amiga íntima de Toni, saltó con una mezcla de dolor, temor, desafío y recriminación, y dijo bruscamente: —¿Está diciendo que Dios pudo haber evitado que Toni saltara, pero no lo hizo?

En el último capítulo argumentamos a favor de la viabilidad del teísmo (la creencia en Dios).

Antes de continuar, necesitamos asegurarnos de que nuestra visión está bien fundamentada y que no adolece de las mismas deficiencias que criticamos en otras cosmovisiones. Si el teísmo tuviera alguna inconsistencia interna, no habríamos progresado en absoluto. Algunas personas creen que han encontrado precisamente esa incongruencia en la incompatibilidad entre el Dios todopoderoso y todo amoroso del teísmo y la innegable realidad de mal que hay en el mundo.

Algunas restricciones Hay un asunto crucial que conviene aclarar desde el principio. Nos proponemos considerar el problema del mal desde el punto de vista intelectual, a fin de establecer en términos racionales si la realidad del mal es incompatible con el Dios del teísmo. El problema del mal tiene también otro aspecto, el psicológico o personal. En el transcurso de la vida, experimentamos diversas formas de sufrimiento, las que podrían llevarnos a preguntar por el sentido de nuestra vida y dudar del amor personal de Dios hacia nosotros. Al atravesar esas crisis, las respuestas intelectuales al problema del mal tal vez tengan un valor limitado. En dichas ocasiones es mucho más provechoso el apoyo emocional, espiritual y psicológico que una discusión racional de cuestiones conceptuales. Sin embargo, esto no significa que el análisis que nos proponemos hacer sea inútil. Solo significa que su utilidad está limitada por su alcance: dar una respuesta racional a una pregunta racional. No creo que dicha respuesta por sí sola ofrezca consuelo emocional; pero, ¿acaso una falsedad brindaría más consuelo auténtico?

Un ejemplo y una metodología El problema del mal se plantea en principio como el problema de una aparente inconsistencia. Recordemos cuándo se configuraba una inconsistencia (como la describimos en el capítulo 5). Tenemos una inconsistencia cuando intentamos afirmar dos enunciados que no pueden ser verdaderos al mismo tiempo, aunque ambos podrían ser falsos. El siguiente par de enunciados parece ser inconsistente: 1. Soy dueño de un flamante Porsche. 2. No tengo un automóvil para ir al colegio por la mañana. En principio, parecería que ambas afirmaciones no pueden ser verdaderas. Si tengo un Porsche, tendría que poder ir en automóvil al colegio; si no tengo vehículo propio, no puedo tener un Porsche. ¿Qué hacemos normalmente ante este tipo de afirmaciones? La solución más fácil sería mostrar que una u otra es falsa: No tengo un Porsche o efectivamente tengo locomoción propia. La inconsistencia desaparece y el problema queda resuelto. Pero ¿qué si tenemos buenas razones para creer que ambas afirmaciones son verdaderas? En dicho caso, haríamos lo que la mayoría de los lectores seguramente ya han hecho, procurar encontrar algún tipo de explicación que dé cuenta de la verdad de ambos enunciados. Esta explicación se denomina un «contexto mediador» y se puede expresar con enunciados adicionales, como el siguiente

3. a. Mi Porsche es un automóvil de colección; o 3. b. Mi Porsche quedó inutilizado por un choque. Si esta tercera afirmación fuera verdadera, los enunciados (1) y (2) también pueden ser ambos verdaderos.1 En ambos casos, el problema deja de ser tal. Con todo, algunas mentes inquisitivas quizás deseen contar con más información. ¿Usted realmente tenía un Porsche y quedó inutilizado por un choque? Si fue así, ¿lo puede probar? O, ¿cómo llegué a tener como único medio de locomoción un Porsche de colección? En otras palabras, no nos conformaremos hasta que el contexto mediador que ofrecemos sea también verosímil. Aunque hay muchas afirmaciones que podrían servir para levantar la inconsistencia lógica, solo la que sea plausible servirá para satisfacer la cuestión intelectual. Por supuesto, nuestro interés no radica ahora en determinar mis posibilidades de locomoción, sino en el problema mucho más importante de Dios y el mal. Las dos proposiciones en cuestión son: 1. Dios existe y es un ser omnipotente y omnibenevolente; y 2. El mal es real. Analicemos este problema. «Omnipotente» significa «todopoderoso» y se refiere al hecho de que Dios puede hacer cualquier cosa en armonía con Su naturaleza, entre las que cabe incluir la posibilidad de acabar con el mal. Por «omnibenevolente» entenderemos que Dios es un ser cuya bondad y amor son infinitos, Él es el sumo bien. Implica que si hay un bien que puede hacer, Él querrá hacerlo. Claramente, suprimir el mal es un bien, y un Dios omnibenevolente debería querer abolirlo. Como vimos en el capítulo anterior, estos dos atributos divinos son parte del teísmo. Si el teísmo es verdadero, entonces, existe un ser que puede acabar con el mal y que quiere efectivamente hacerlo. Este último punto es el que nos lleva a creer que, admitido el teísmo, no debería haber mal en el mundo. La verdad, en cambio, es que el mal existe. Quedo algo perplejo cuando me piden que defina el mal llegado este punto. Tiendo a pensar que el significado es evidente. Me siento tentado a responder: «Lo que sea que no nos agrada», pero eso sería demasiado subjetivo. Entonces ofrezco una lista general que incluye el pecado, los delitos, las enfermedades, la inmoralidad, los terremotos y los neumáticos pinchados. De todos modos, tampoco necesitamos contar con una definición cabal del mal ni con una lista exhaustiva de todos los males para saber que el mal es real. Si el argumento anterior es verdadero, el teísmo no puede ser cierto. Un Dios omnipotente puede suprimir el mal; un Dios infinitamente bueno tendría que querer acabar con el mal; no obstante, el mal todavía está presente. Por ende, Dios no puede abolir el mal o no desea hacerlo. Y, por lo tanto, no es omnipotente o no es omnibenevolente (o tal vez ninguna de las dos). En cualquier caso, el teísmo es falso porque sus premisas reposan en un Dios con ambas propiedades. Un Dios todopoderoso y cuya bondad es infinita no puede coexistir con el mal.

A primera vista, todo parecería indicar que ambas afirmaciones no solo son inconsistentes, sino que también, de las dos, la primera debe ser falsa. Parecería que no es posible que exista un Dios omnipotente y omnibenevolente. Nuestra tarea será mostrar que Dios y el mal son compatibles. No será una labor fácil, pero no nos dejaremos intimidar y usaremos todos los recursos disponibles. En ocasiones, los defensores del teísmo sienten que para tratar el problema del mal solo pueden valerse de la información admitida por sus opositores. Esto es una actitud sin sentido que destruye la defensa del teísmo. El problema teórico del mal surge específicamente porque se da por supuesto al teísmo. Si prescindimos de Dios, el problema del mal desaparece. Por lo tanto, dado que el problema surge por causa del teísmo, debemos resolverlo a partir del teísmo. En consecuencia, sintámonos libres para explorar a fondo esta cosmovisión y recurrir a cualquier idea teísta a fin de proteger el teísmo. En síntesis, un problema interno se resuelve con datos internos.

Acotaciones al margen: cuatro explicaciones insatisfactorias En nuestro caso paradigmático sobre mi inexistente Porsche, vimos que la manera más expeditiva de levantar la inconsistencia era probar la falsedad de una de las afirmaciones. En el caso del problema del mal, con frecuencia se ha seguido también esta vía. A pesar de ello, resulta claro que dicha estrategia sería contraproducente para nuestras intenciones. No tiene prácticamente ningún sentido intentar defender el teísmo si en el camino se lo despoja de una de sus partes integrales. De todos modos, y solo a los efectos de no dejar ningún cabo suelto, veamos cómo se ha transitado esta vía. Primera explicación: Dios no existe La negación más tajante para levantar la inconsistencia es la que más cara nos resulta. Es cierto, si Dios no existiera, no tendríamos que preocuparnos sobre por qué debería tolerar el mal. Sin embargo, esta explicación solo multiplica los problemas asociados a la realidad del mal. Sin un Dios detrás del mundo, el sufrimiento y el mal no serían otra cosa que dolorosos indicadores de la futilidad de una vida sin sentido. El ateísmo crea más problemas que los que resuelve (ver nuestro análisis a propósito del ateísmo en el capítulo 5). Segunda explicación: Dios no es omnipotente Si Dios no puede acabar con el mal, deja de haber una inconsistencia entre Su existencia y la realidad del mal. Ni siquiera Dios está obligado a hacer lo que no puede hacer. Esta es la solución propuesta por Harold Kushner en su popular libro Cuando a la gente buena le pasan cosas malas.2 Kushner limita a Dios. Dios no puede violar las leyes de la naturaleza; oponerse a aquellos eventos que suceden por azar; ni ir en contra de las decisiones que tomamos con nuestro libre albedrío. Como el mal procede de estas causas, y Él no puede revertirlas, no es posible responsabilizar a Dios. En realidad, el Dios de Kushner desearía acabar definitivamente con el mal.

Él sufre cuando nosotros sufrimos y nos alienta cuando nos enfrentamos al mal, pero Su papel se circunscribe a ser el Dios animador del panenteísmo. No deberíamos esperar que Dios interviniera directamente para acabar con el mal que nos acosa. Kushner nos informa que necesitamos «perdonar al mundo por no ser perfecto, perdonar a Dios por no haber hecho un mundo mejor, ayudar y consolar a quienes nos rodean, y continuar viviendo a pesar de todo».3 Además de suscribir la idea de un Dios finito, y con ello restar validez al teísmo, conviene notar una vez más lo fútil que es una cosmovisión basada en un Dios finito. En el capítulo 5 vimos cómo el panenteísmo es un ateísmo en la práctica, ya que no es posible esperar que Dios produzca un efecto real en el mundo ni en nuestras vidas. Si Dios es demasiado débil para no hacer nada con respecto al mal, cualquier esperanza de un mundo mejor no es otra cosa que una expresión de deseo. En el remoto caso de que algún día se hiciera realidad, sería mérito nuestro, no de Dios. En última instancia, un deísmo finito corre la misma suerte que el ateísmo. Tercera explicación: Dios no es infinitamente bueno Otra solución demasiado fácil al problema del mal es negar la bondad de Dios. Si Dios no es infinitamente bueno, deja de haber incompatibilidad inherente entre Él y el mal que existe en el mundo. Quizás el mal procede de Él mismo. Es una noción espantosa: pensar que tal vez estamos en manos de un ser deliberadamente malicioso. Recuerde que esta idea era parte de nuestro dilema original: un ser omnipotente que no suprimiera el mal no sería infinitamente bueno. Pocos autores defienden esta posición, pero podemos mencionar a dos, ambos ganadores del premio Nobel. En su libro, La peste, Albert Camus representa la historia de Orán, una ciudad en Argelia, acosada por la peste.4 El sacerdote jesuita de la ciudad, el padre Paneloux, postula que Dios envió la epidemia, como castigo y como una prueba de fe. Cualquiera que sea el caso, nosotros deberíamos someternos a Dios. El protagonista de la historia, el Dr. Rieux, le responde que si Dios envió la peste, entonces deberíamos oponernos a Dios tanto como luchamos contra la peste. El mensaje de Camus en sus obras posteriores es que debemos rebelarnos contra todo aquello que se oponga a la humanidad, incluso contra un Dios que envía el mal. Elie Wiesel también pone en entredicho la bondad de Dios. Después de sufrir los horrores de los campos de concentración nazi,5 concluyó que Dios es malo por haber permitido que sucediera el holocausto. Nuevamente vemos cómo la idea de un Dios malo suprime la inconsistencia. De todos modos, también reconocemos que, de realizar esta concesión, habremos renunciado al teísmo. Además, tenemos derecho a preguntarnos hasta qué punto la idea de un Dios malo es una concepción racional. Dejando de lado por un momento dos de las cuestiones más evidentes (¿Podemos adorar a un Dios con estas características? Y, ¿qué sentido tendría hacerlo?), poco queda del significado de la palabra «Dios» como opuesto a «Satanás» si contemplamos la posibilidad de un ser supremo malo. ¿Hasta qué grado permanece intacta la definición mínima de «Dios»? ¿Acaso al referirnos a un «Dios malo» no estaremos haciendo algo semejante a lo que hacemos cuando hablamos de un «círculo cuadrado»?

Cuarta explicación: El mal no es real El pensamiento oriental (de la India y China) con frecuencia afirma que el mal es una ilusión que desaparecería si se la contemplara desde la perspectiva correcta. Esta concepción también forma parte de las enseñanzas de la Ciencia Cristiana y de muchas ideas del pensamiento de la Nueva Era (New Age). Ellos creen que hay un absoluto que trasciende todas las categorías racionales, incluyendo la oposición entre el bien y el mal. Si logramos ver las cosas desde el punto de vista de este absoluto, la diferencia desaparece. El mal no es una realidad, es meramente el «lado oscuro» de una fuerza que también tiene su «lado de luz». Al final, son los dos lados de la misma moneda. Incluso Darth Vader resulta ser el padre cariñoso de Luke Skywalker.6 Considerar al mal una ilusión acarrea muchos problemas. Intenta ocultar las amarguras de la experiencia humana detrás de una doctrina filosófica . . . pésima, por demás. Si el mal es solo una ilusión, ¿de qué tipo es? ¿Será buena o mala? Los defensores de esta idea desearían que comprendiéramos de una vez por todas la naturaleza del mal, porque mientras nos aferremos a esta ilusión, nos infligimos dolor. Si así fuera, la ilusión en sí misma es un mal, y tenemos un estándar objetivo para diferenciar el bien y el mal. Decir que el mal es una ilusión no hace otra cosa que posponer brevemente la dilucidación del problema, pero continuamos acosados por una ilusión mala que queda sin responder. Por supuesto, en el teísmo ninguna de estas consideraciones tiene cabida. La bondad de Dios no es solo una perspectiva parcial sobre algo que trasciende el bien y el mal. El teísta procura afirmar que Dios es intrínsecamente bueno, con exclusión de todo mal. El teísmo cristiano en particular sostiene que «Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad» (1 Juan 1:5, NVI). Por otra parte, el teísmo requiere que el mal que encontramos en la vida no sea solo la contracara relativa de una realidad indiferenciada. Es intrínsecamente maldad y se opone a la bondad de Dios.

En busca de una respuesta Estamos ahora en condiciones de retomar la cuestión principal. Si Dios y el mal son irreconciliables, y si Dios podría hacer algo respecto al mal, ¿por qué no lo hace? Una cosa es impugnar las respuestas no teístas; otra completamente distinta es postular una respuesta plausible dentro de la posición del teísmo. En cinco pasos, elaboraremos una respuesta auspiciosa. Los primeros tres pasos son intencionalmente muy elementales. Primer paso: Dios no creó el mal Quisiéramos dejar esto en claro: Dios podría ser responsable del mal aun si Él no lo hubiera creado. Pero ¿lo creó? La mayoría de las veces, esta pregunta se plantea de la siguiente forma: «¿Por qué creó Dios el mal?». Sin embargo, ¿es cierto que Dios creó el mal? El asunto parece especialmente complejo debido al argumento del último capítulo. Si Dios es la causa primaria del mundo, Él es la causa de todo lo que hay en el universo. Enfatizamos este punto cuando determinamos que todos los atributos positivos proceden de Él. Dijimos que si hay bien en el mundo, entonces Él lo causó, y Él es la bondad infinita. ¿Nuestro argumento no tendría que valer también en el otro sentido? Si hay mal en el mundo, entonces, Dios lo

causó y, por lo tanto, también debe ser malvado. A este respecto, hay una respuesta que ha resistido la prueba del tiempo, basada en la manera en que deberíamos concebir mentalmente la naturaleza del mal. Tanto Agustín como Tomás de Aquino propugnaron que el mal no es una cosa. No tiene un ser de la misma manera que lo tienen las cosas positivas. Cuando uno escucha esto, su primera reacción quizás sea igual a la mía: Alguien debió inventar esta explicación para salir del pozo. Sin embargo, démosle una oportunidad. Considere la siguiente analogía. Es un día lluvioso y llevo mi paraguas para protegerme del agua. El paraguas cumple en buena medida su función, la de evitar que me moje la cabeza; eso es bueno. Sin embargo, hay un agujero en el paraguas; eso es malo. Para nuestros propósitos, la pregunta es: ¿en qué consiste este mal? Dicho mal no radica en la presencia de algo, sino en la ausencia del bien que debería estar, pero no está: el material del paraguas. La tela del paraguas es algo bueno; la falta de la tela es algo malo. Esta analogía nos permite ilustrar una definición preliminar: El mal es la ausencia del bien. Los filósofos prefieren hablar de «la privación» del bien. Para que esta idea tenga más sentido, necesitamos agregarle algunas explicaciones. La privación es real. Quien haya tenido que lidiar con un paraguas roto y las gotas que caen sabe lo real que es la ausencia del material del paraguas. Por lo tanto, no pretendemos decir que el mal no tenga realidad; es muy real y la teoría de la privación no es equiparable a la teoría oriental que postula que el mal es una ilusión. La ausencia de algo que debería estar y no está es una realidad dolorosa y objetiva. Pensemos en lo real y angustiante que es la muerte: su realidad es la ausencia del ser querido. No toda ausencia es inmediatamente un mal. Tomás de Aquino se refirió a la ceguera, que para una persona ciega es un mal (el mal no es la persona, sino que tenga que sufrir la ceguera). La vista no está allí donde debería estar. Nadie pensaría que una roca es ciega ni se lamentaría porque no puede ver. Se supone que las rocas no tienen vista; la ausencia de vista en una roca no es ceguera, no es un mal. Por eso en vez de «ausencia» es preferible usar el término «privación»; no solo implica que algo está ausente, sino que no se encuentra donde debería estar. La teoría de la privación del mal tiene una aplicabilidad muy acotada. Es lógicamente posible describir un terremoto como la ausencia de estabilidad de la corteza terrestre, o pensar que el Holocausto fue la ausencia de toda dignidad humana. Sin embargo, no ganaríamos mucho con esto. Sería más útil apelar a la categoría del mal natural y el mal moral, respectivamente, para entender estos fenómenos. La teoría de la privación, en cambio, es verdaderamente provechosa en un sentido metafísico más remoto: cuando nos preguntamos si Dios creó el mal. La teoría de la privación nos ayuda a comprender que Dios no creó el mal. Como el mal no es algo, sino la privación de algo, no necesita una causa. La pregunta «¿creó Dios el mal?» tiene tanto sentido como preguntarse «¿ya cocinaste tu monografía?». Las monografías no son el tipo de cosas que se cocinan. De igual modo, el mal no es una cosa que existe y que debe su existencia a una causa. No tiene ser; es un cáncer dentro del ser. Por lo tanto, no

podría haber sido creado. Alguien o algo deben asumir la responsabilidad del mal. Aun las privaciones no suceden por sí solas. Algo o alguien debe hacerse responsable. Si Dios es omnipotente y omnibenevolente, todo lo que ocurre está sujeto a Él y, por lo tanto, Él es responsable porque permitió que una privación infectara Su creación. Permitió que sucediera el mal, aunque no lo haya creado. En esta sección analizamos la creación del mal, y ahora tenemos una respuesta. Segundo paso: Dios solo habría creado el mejor de los mundos posibles G. W. Leibniz (el mismo que formuló el principio de la identidad de los indiscernibles) postuló un lúcido argumento en respuesta al problema del mal, dentro de los conceptos básicos del teísmo.7 La preocupación de Leibniz giraba en torno a la siguiente pregunta: En virtud de lo que conocemos de Dios, ¿qué tipo de mundo esperaríamos que Él hubiera creado? Es como si Leibniz nos invitara a mirar por encima del hombro de Dios mientras Él se disponía a crear el mundo. El razonamiento de Leibniz es el siguiente: Dios es omnisciente. Por lo tanto, conoce todos los mundos posibles que podría crear. (Podemos considerar que un mundo es «posible» siempre y cuando no sea lógicamente autocontradictorio ni contradiga la propia naturaleza de Dios). Además, Él sabe cuál de todos esos mundos posibles sería el mejor. Dios es omnipotente. Por lo tanto, puede crear cualquiera de esos mundos posibles y, por supuesto, puede crear el mejor. Dios es omnibenevolente, la bondad infinita. Por lo tanto, solo crearía el mejor de todos los mundos posibles. Un ser que fuera infinitamente bueno y amoroso no crearía algo que no estuviera a la altura de los elevados estándares de Su naturaleza. De ningún modo crearía un mundo en particular si pudiera hacer otro mejor. Según Leibniz, Dios sabe cuál mundo sería el mejor, lo puede hacer y solo crearía el mejor mundo posible. Entonces Leibniz concluyó triunfante que como este mundo en que vivimos es el mundo que Dios creó, debe ser el mejor de los mundos posibles. Pero ¿será posible que este mundo sea el mejor? La mayoría de la gente responde de inmediato que eso no puede ser. Al fin de cuentas, es fácil imaginar un mundo con menos terremotos, menos cáncer y muchos menos exámenes. Un mundo mejor tiene que ser posible. Sin embargo, la objeción se realiza desde la perspectiva de seres humanos finitos. No conocemos todas las circunstancias, como sí las conoce Dios. Por supuesto, Dios sabe que hay terremotos, cáncer y exámenes, pero aparentemente ve algo que nosotros no vemos: Él tiene ante sí todo el panorama. Según el argumento de Leibniz, la cantidad total de bondad que hay en el mundo se vería reducida si disminuyera el mal. Seguramente sería sencillo reducir algo del mal existente, tal vez para evitar los terremotos. Sin embargo, Leibniz argumentó que ese proceso trastocaría el equilibrio entre el bien y el mal, y el mundo no sería tan bueno como el actual. Leibniz defendía la noción de una total armonía cósmica. No hay mal que por bien no venga. La cantidad de mal en el mundo enriquece la cantidad total del bien. Podemos expresar esta idea por medio de dos ecuaciones:

Solo hay bien en el mundo = una cantidad fija de bien; Bien + algo de mal en el mundo = mayor cantidad de bien Para sintetizar este complicado razonamiento: Dios solo crearía el mejor de los mundos posibles. Como existe el mal en el mundo, debe cumplir el propósito de hacer que este mundo sea mejor. Antes de fruncir el ceño y objetar este argumento, quisiera hacer dos puntualizaciones: (a) es un argumento lógicamente válido, y (b) la idea básica de que Dios solo crearía el mejor mundo posible parece plausible. ¿Podemos aceptar la idea de que este mundo actual, con todos sus aparentes defectos, es verdaderamente lo mejor que Dios pudo haber hecho? Los cristianos históricos han dicho que no; todavía esperamos un mundo nuevo y mejor: el cielo. Los escépticos se han burlado de la noción de que Dios solo pudo haber creado un mundo bueno permitiendo cierto grado de mal. El mejor ejemplo de esta crítica fue Voltaire, en su novela, Cándido,8 en la que relata los infortunios de un joven llamado Cándido, cuya peor prueba tal vez fue tener que escuchar a su maestro que le enseñaba: «Todo está bien en este, el mejor de los mundos posibles». Nadie encuentra muy convincente la conclusión de Leibniz. Note que la idea de Leibniz cumple todos los criterios salvo el último. Si Dios creó el mejor de los mundos posibles, y si el mal debe estar necesariamente incluido en dicho mundo, deja de existir la inconsistencia. Un ser omnipotente e infinitamente bueno y la realidad del mal serían compatibles. Sin embargo, pocas personas quedan satisfechas con la afirmación que supuestamente solucionaba el problema lógico. Dios solo crearía el mejor mundo. Este no puede ser el mejor mundo (al menos, no todavía). Tercer paso: El mal debe ser una condición inevitable para los bienes de mayor valor (como la libertad) Hay una manera de rescatar las consideraciones de Leibniz. Para ello es necesario puntualizar cómo opera el mal en beneficio del bien en el mundo. Estamos acostumbrados a la idea de que en ocasiones un mal es la condición inevitable para un bien de mayor valor. En dicho caso, el mal no se convierte en bien, pero cumple la buena función de facilitar algo mejor. Considere una analogía: Si tuviera que someterse a una operación para que le extirparan la vesícula, tenga por seguro que la intervención será algo dolorosa. El dolor es malo, pero cumplirá una función útil. Si no lo operan, su salud quizás empeore y sufrirá de problemas crónicos de vesícula. Esta ilustración dista mucho de esclarecer efectivamente el problema del mal, pero pone en perspectiva que, a veces, un mal de valor inferior facilita un bien de valor superior. ¿Podríamos generalizar este argumento? Muchas personas consideran que es posible hacerlo dentro del marco de la denominada defensa basada en el libre albedrío. La suposición básica es que el mal es la condición ineludible que posibilita el libre albedrío de los seres humanos. Consideremos esto más detenidamente. El primer paso en la defensa basada en el libre albedrío es afirmar que Dios actualizará los valores superiores posibles. Esto implica, entre otras cosas, que las criaturas son libres para tomar decisiones morales significativas. Cualquier decisión no libre y restringida no sería tan

buena como aquellas que proceden solo de nuestra voluntad. En consecuencia, Dios (que por Su naturaleza solo crea lo mejor) haría criaturas libres. Es necesario insertar aquí dos breves acotaciones. Evidentemente, quien no crea en la realidad del libre albedrío no podría admitir esta defensa. Los calvinistas y los conductistas, que no aceptan la idea del libre albedrío, difícilmente considerarán que es un valor en el mundo.9 Ellos se podrán plegar a la línea de argumentación a partir de la próxima sección. Segundo, y para simplificar el razonamiento, pensemos solamente en seres humanos cuando nos referimos a criaturas libres. Podríamos aplicar una línea de pensamiento similar para los ángeles, algunos de los cuales han caído; pero sabemos menos sobre ellos que sobre los seres humanos y, en el mejor de los casos, solo complicaríamos el argumento y no ganaríamos nada. Admitamos, entonces, la afirmación operativa de que Dios podría haber creado un mundo con seres libres porque eso habría sido el valor superior. El segundo paso en la defensa basada en el libre albedrío es aceptar que el mal es el sacrificio que hay que pagar para tener libertad. La verdadera libertad implica que Dios no influiría en nuestras decisiones. Las criaturas libres tienen libertad tanto para desobedecer a Dios como para obedecerlo. Dios sabía que eventualmente lo desobedecerían. Él estuvo dispuesto a pagar ese precio para promover el bien superior de la libertad. Si Él hubiera interferido para prevenir el mal uso humano de la libertad, la habríamos perdido. Esta es la manera en que la defensa basada en el libre albedrío intenta levantar la inconsistencia original. Dios, el ser omnipotente y omnibenevolente, habría creado el mejor mundo, uno que incluyera criaturas libres. El mal apareció porque estas criaturas utilizaron mal su libertad. Es lamentable, pero no había más remedio. No es responsabilidad de Dios, y nuestro problema queda resuelto. La defensa basada en el libre albedrío es sin duda el abordaje más usado para resolver el problema del mal. Es lógico, relativamente plausible y apela a nuestro sentido de importancia en el esquema general de las cosas; sin embargo, presenta un problema grave que le resta utilidad. A saber: El mal, ¿era realmente inevitable? ¿El sacrificio de Dios para que tuviéramos libertad fue permitir el mal? La respuesta, por más sorprendente que parezca en principio, es negativa. La idea de libertad prohíbe que Dios influya directamente en nuestras decisiones, pero hay otra manera de asegurar el resultado deseado, por ejemplo, limitando las circunstancias en las que podemos elegir. Consideremos esto lentamente. Supongamos que yo tengo de veras libre albedrío. Mis decisiones estarán con todo limitadas por las circunstancias. No sería razonable que decidiera ser un intérprete de oboe de clase mundial o un medallista olímpico en natación; no tengo esas aptitudes naturales. Tampoco podría decidir pasar el próximo semestre en Marte: Las leyes del universo y las políticas de mi universidad no lo permiten. En síntesis, la libertad de elección pura y sin límite no existe. Siempre que contamos con libertad para tomar decisiones, lo hacemos dentro de un marco limitado de opciones. Por ende, basta con disponer las circunstancias para que sea posible influir en las decisiones de una persona. Los padres lo hacen con sus hijos. Les enseñan a ejercer su

capacidad de tomar decisiones dentro de un marco restringido de opciones. En la adolescencia, la persona decidirá si desea fumar o no; pero los padres no suponen que su hijo de cuatro años tome esa decisión. Lo protegerán para que no se equivoque. Esto no significa que su hijo no tenga libertad de elección dentro de un rango de opciones disponibles; pero, como sus padres saben que podría tomar una mala decisión, no le permitirán tomar decisiones si no tiene la suficiente madurez. Llegamos ahora al punto crucial de nuestra objeción a la defensa basada en el libre albedrío. Dios podría haber hecho lo mismo con los seres humanos. No hay ninguna razón lógica para que Él tuviera que dejar a Sus criaturas libres caer en la desobediencia. Podría haber dispuesto nuestras opciones disponibles de manera tal que fuésemos libres, pero solo pudiéramos elegir libremente obedecerle. Un ser omnisciente y omnipotente bien podría haber hecho eso. En realidad, tenemos dos buenos indicadores sobre cómo habría sido ese arreglo. Estoy introduciendo dos postulados de la teología cristiana, no para dar por sentado lo que quiero demostrar del cristianismo, sino simplemente para mostrar que son posibilidades factibles. Primero, dentro del marco de esta defensa, Dios creó a Adán y Eva como criaturas libres que amaban libremente a Dios. Él no estaba obligado a colocar el árbol de la tentación en el huerto de Edén. La libertad de Adán y Eva no hubiera sido menoscabada por un árbol menos. Que su obediencia libre sea de alguna manera más significativa ante el hecho del árbol no es el punto. Adán y Eva hubieran tenido también libertad para obedecer si el árbol no hubiera estado, y eso es lo que importa para nuestro argumento. Segundo, podemos señalar la idea cristiana del cielo. Quienes creen en el libre albedrío no creen que lo perdamos en el cielo (aunque he sido testigo de algunas increíbles conversiones momentáneas al calvinismo cuando se toca este tema). No hay pecado en el cielo. En otras palabras, el cielo es exactamente el tipo de medio que estoy suponiendo, un medio en el que las criaturas libres pueden optar libremente por obedecer y no pueden desobedecer. Si Dios puede disponer las cosas de esta manera para la eternidad, ¿por qué no las hizo así desde el principio? Si nuestra objeción es correcta, la defensa basada en el libre albedrío no sirve. La defensa se basa en la idea de que una vez que Dios dotó a Sus criaturas de libre albedrío, el mal fue inevitable. Si, como intentamos mostrar, el mal es evitable incluso para criaturas que tienen libre albedrío, la defensa no sirve. El mal no es el precio que se tuvo que pagar para tener libertad. Volvimos, por ende, a nuestro punto de partida. Al permitir que hubiera mal en el mundo, Dios debió tener otro propósito además de darnos libertad. Dios debió tener una buena razón para permitir que hubiera mal. Cuarto paso: Este mundo debe ser el mejor camino hacia el mundo mejor Comencemos nuevamente con el argumento ateo en su expresión más tajante. Afirmaría lo siguiente: 1. Un ser omnipotente y omnibenevolente suprimiría todo el mal. 2. Hay mal en el mundo. 3. Por lo tanto, no puede haber un ser omnipotente y omnibenevolente.

A las claras, esto es un mal razonamiento. Considere el siguiente argumento análogo: 4. Mi gato se comerá todos los ratones de mi casa. 5. Tengo ratones en el sótano. 6. Por lo tanto, no tengo un gato. Por supuesto, la conclusión correcta, mientras tenga suficientes motivos para creer que tengo un gato, es: 6. a. Mi gato se comerá todos los ratones del sótano. Análogamente, tenemos fundadas razones para creer que un ser omnipotente y omnibenevolente existe (ver el último capítulo). Por lo tanto, la conclusión correcta al argumento anterior debe ser: 3. a. Un ser omnipotente y omnibenevolente suprimirá todo mal. Hemos introducido el tiempo futuro en nuestra consideración y estamos listos para combinar algunos puntos: Dada la naturaleza de Dios, podemos esperar que Él creará el mejor de todos los mundos posibles: un mundo sin mal. Como este mundo todavía no es el mejor, tenemos la seguridad de que Dios generará el mejor mundo en el futuro. Hay mal en el este mundo. Este mal debe cumplir el propósito de propiciar la venida del mundo mejor. En otras palabras, el mal presente es la condición necesaria sin la cual un mundo mejor nunca sería posible. Corresponde realizar dos puntualizaciones a este último enunciado. Primero, afirmar que el mal presente es una condición necesaria para crear un mundo mejor, que no hubiera sido posible sin el actual, tiene como premisa suponer que el mundo futuro representará una mejora respecto a todo lo que ahora existe. Vimos que, en virtud de la naturaleza de Dios, esto es una expectativa razonable. También podríamos agregar que esta idea es compatible con las formas religiosas tradicionales del teísmo (incluyendo el cristianismo, el Islam y el judaísmo) en las que hay una esperanza futura del cielo, que es más que la restauración a un estadio anterior. Por ejemplo, en la teología cristiana, el estado futuro de glorificación es concebido como algo más grandioso que un simple regreso al estado de Adán y Eva antes de la caída. Segundo, afirmar que el mal presente es una condición necesaria para crear un mundo mejor, que no hubiera sido posible sin el actual, se basa en otra premisa: suponer que no es posible que exista el bien sin el mal. Este hecho representa el siguiente esquema: un mal de valor inferior como condición necesaria para un bien cuyo valor es superior. Quisiera reiterar el principio que esto implica mediante una ilustración: Estos análisis no pretenden hacer justicia a todas las posibles realidades, son solo a efectos de mostrar cómo es este patrón. No es posible dar muestras de valentía si no hay peligro; no es posible tener compasión si no hay sufrimiento; no es posible la redención sin el pecado. Algunos valores, para ser posibles, implican determinados males como requisitos lógicos. Ni siquiera Dios puede hacer lo lógicamente imposible.10 Por lo tanto, es razonable y plausible que Dios (al crear el mejor de

todos los mundos posibles) usa cualquier mal que sea lógicamente necesario. Concluimos nuestro análisis de la defensa basada en el libre albedrío con la observación de que Dios debió tener un propósito para permitir que el mal entrara en el mundo. El mal no fue un mero accidente que tomó por sorpresa a Dios y al mundo. Dios no creó el mal, pero permitió que existiera para poder alcanzar algo mejor que no hubiera sido posible sin su presencia. No quisiera que me interpretaran mal: el mal es malo, pero Dios lo usa para crear un bien cuyo valor es superior. En términos filosóficos, este no es el mejor de los mundos posibles, pero debe ser la mejor manera de hacer posible el mejor de los mundos posibles. Quinto paso: Este es el peor de los mundos posibles Me resulta útil considerar también la otra cara del argumento anterior. Acabamos de decir que Dios usa el mal para hacer posible el mejor de los mundos posibles. ¿Exactamente cuánto mal usaría Dios para cumplir Su propósito? Todo lo que sea estrictamente necesario. No usaría menos, porque Dios emplearía la medida justa para crear el mejor de los mundos posibles; pero tampoco utilizaría más, porque el mal injustificado e inútil sería contrario a Su naturaleza. Necesitamos comprender que Dios no permitiría más mal que el absolutamente necesario para cumplir Sus propósitos. Esto significa, en pocas palabras, que no podríamos estar peor. No porque un mundo mucho peor sea impensable. Podemos imaginarnos un mundo con más terremotos, más cáncer y más exámenes. Sin embargo, Dios ha puesto un límite a la cantidad de mal que permitirá: no más que el requerido para generar el mejor de los mundos posibles. Esta conclusión me sirve para traer a colación un par de corolarios. Primero, me permite mirar de frente el mal y reconocerlo por lo que es. Hay mucho mal en el mundo, y de nada sirve hacer como si no existiera. Segundo, me ayuda a concentrarme en que el mal está, en última instancia, bajo el dominio de Dios. Nunca es en vano ni excesivo en el contexto del plan global de Dios, aun cuando no lo comprendamos. Tercero, permite que me dedique al bien en el mundo. A pesar de ser un hombre sagaz, Leibniz podía confundir el peor de los mundos posibles con el mejor. Lo que sirve para mostrar cuánto bien hay incluso en el peor de los mundos. Por último, me recuerda que el problema del mal tiene una dimensión cósmica. No puedo comprender (en realidad, estoy seguro de que tampoco debería intentarlo) cómo cada caso eventual de mal puede contribuir al bien de superior valor. Me molestan las racionalizaciones superficiales con que la gente procura sobreponerse a las dificultades. ¿Será posible que Dios permita que la gente se muera de cáncer para que una o dos personas puedan tener una mejor vida de oración? Intento no perder de vista que, desde la perspectiva de Dios, todo está interrelacionado a la perfección. ¡El mejor de los mundos posibles está llegando! Redactar este capítulo ha sido complicado, con muchos argumentos que van y vienen en uno y otro sentido. A modo de resumen, repasemos lo que intenté demostrar. Primero, recordemos el propósito de la discusión. Queremos dilucidar un posible problema dentro de la cosmovisión del teísmo. Como ya lo expresé, pretendemos ofrecer una respuesta racional a una pregunta racional formulada por personas racionales. A pesar de ser un tema

íntimamente ligado al trauma espiritual y emocional causado por el mal, no deberíamos evaluar nuestro desarrollo simplemente por el consuelo que nos brinda. Segundo, resumamos el problema y la solución propuesta. Planteamos el problema a partir de una posible inconsistencia entre la existencia de Dios, entendido como un ser omnipotente y omnibenevolente, y la realidad del mal. Afirmamos que Dios no creó el mal, pero que debe tener un propósito para permitirlo. El propósito debe ser que usa el mal mientras prepara el mejor de los mundos posibles. Por lo tanto, no hay inconsistencia entre ambas afirmaciones; pueden ser ambas verdaderas y no implican una contradicción en el teísmo. Ahora podemos responder a los casos introductorios, y una más que reservé para el final. Respuesta al caso 1: Randy estaba expresando la objeción más común que se le hace al teísmo. No puedo de ningún modo negar la fuerza emocional de su reproche. Debe ser muy difícil mantener la fe en Dios ante un mal tan horrendo, pero la objeción es improcedente. Ni siquiera un mal tan incomprensible como el Holocausto sirve para negar la existencia de Dios. Tampoco deseo ponerme a pensar qué bien específico podría resultar de esa tragedia, porque yo no conozco toda la situación como sí la conoce Dios. Estoy seguro de que aun el mal más escandaloso que exista contribuye, de algún modo u otro, al plan maestro de Dios para el mundo. Al fin de cuentas, el actual es el peor de todos los mundos posibles. Respuesta al caso 2: Esta es la típica situación que exige sin duda algo más que conciliar intelectualmente una aparente inconsistencia entre dos proposiciones. Leí algunos versículos bíblicos con esta mujer. Oramos juntos. La consolé cuanto pude y le aseguré que Dios no la había abandonado. Unos días después, su fe se reavivó. Piénsenlo: No hubiera podido consolarla emocionalmente si yo mismo estuviera acosado por dudas intelectuales. Respuesta al caso 3: Como ustedes ya saben, ya no adoptaría este abordaje porque no creo que la defensa basada en el libre albedrío sea una respuesta convincente. Adán y Eva no hubieran comido la manzana si esa acción no estuviera en el plan divino. Puesto hoy en una conversación similar, no hablaría sobre los seres humanos, sino sobre Dios y lo que podemos saber sobre Su naturaleza y Sus propósitos. Luego intentaría que la gente comprendiera que aunque el mal es desconcertante y nos lleva a preguntarnos qué pretende Dios, bien pudiera ser que encaje a la perfección en Su plan. Respuesta al caso 4: Si había una buena manera de responderle, no logré darme cuenta y Jackie se disgustó conmigo. Todo el problema del mal gira en torno a esta dificultad. Un Dios omnipotente tendría que haber podido evitar esta tragedia. Desde nuestra perspectiva, un Dios infinitamente bueno tendría que haberla impedido. ¿Por qué no lo hizo, entonces? No lo sé. No sé por qué Dios no detuvo a Toni, y no creo que algún día llegue a saberlo. Sin embargo, esta no es la cuestión que estamos considerando. La cuestión entre manos es que la muerte de Toni, a pesar de lo trágica que fue, no invalida la realidad de un Dios todopoderoso y cuyo amor es infinito. Pero sí hace que Sus caminos sean más incomprensibles para nosotros.

Dios tiene el dominio de todo Un quinto caso: June y yo estábamos parados junto a la cama de hospital donde yacía Seth, nuestro hijo menor. El pequeño cuerpo de cuatro años estaba doblado por la artritis reumatoidea, las articulaciones rojas e hinchadas, el dolor tan insoportable que apenas podía moverse. Un pastor de una iglesia local, que habíamos visitado unas dos veces hacía un año, reconoció nuestros nombres en una lista y vino a vernos. Después del cordial intercambio de trivialidades, preguntó si podía orar con nosotros y, por supuesto, accedimos. Terminó con unas palabras que más o menos transmitían esta idea: «Señor, por favor, sana a este niño para que su vida vuelva a conformarse a Tu voluntad y Tu plan para él». Cuando se retiró, June y yo nos miramos y de inmediato pensamos lo mismo. No es posible. Nada de lo que pasa escapa al plan de Dios, ni siquiera si no nos agrada o no lo comprendemos. Quizás no sea agradable pensar que nuestro sufrimiento está incluido en los propósitos de Dios para nosotros, pero la idea de que haya algo que esté fuera del dominio de Dios es tan espantosa que preferimos no contemplarla. En aquel momento no podíamos saber que esto era solo el comienzo de mucho sufrimiento en la salud de nuestros dos

hijos. June y yo hemos pasado mucho tiempo sin entender por qué, preguntándoselo a Dios e incluso enojándonos con Él. No obstante, sabemos que Dios no ha soltado las riendas, que nada sucede fuera de Su propósito. Esta certeza nos ha ayudado a encontrarle sentido a las dificultades y a continuar confiando en Él.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Esbozar la aparente inconsistencia que da origen al problema del mal. 2. Describir cuatro intentos por explicar el problema del mal, pero que niegan una parte importante del teísmo. 3. Expresar la teoría de la privación del mal y señalar su importancia respecto a la pregunta de si Dios creó el mal. 4. Defender la teoría del «mejor de los mundos posibles» de Leibniz, y luego mostrar por qué no es factible. 5. Describir la defensa basada en el libre albedrío, y luego explicar por qué es inadecuada. 6. Describir la defensa de «el mejor camino». Mostrar cómo combina elementos de la defensa del «mejor mundo posible» de Leibniz y la defensa basada en el libre albedrío. 7. Explicar el concepto del «peor de los mundos posibles» y los beneficios que implica. 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Agustín, Tomás de Aquino, G. W. Leibniz, Albert Camus, Harold Kushner, Elie Wiesel, Voltaire. Reflexión sobre las ideas 1. En este capítulo, nos centramos en el aspecto intelectual del problema del mal. ¿Qué otros aspectos podríamos haber considerado? ¿Cómo se interrelacionan? 2. Considere las explicaciones subteístas del problema del mal. ¿Por qué las personas están dispuestas a sacrificar su concepto de Dios a fin de contar con una respuesta al mal? 3. ¿En qué medida un concepto de un Dios limitado podría compatibilizarse con un teísmo genuino, quizás incluso bíblico? 4. Investigue argumentos a favor y en contra del libre albedrío del ser humano. ¿Por qué la existencia o ausencia del libre albedrío en el ser humano no es necesariamente importante para entender el problema del mal? 5. Compare la defensa del «mejor camino» con otras teorías, como las teorías orientales del mal como ilusión, la teoría del «mejor mundo posible», la teoría de un Dios finito. 6. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos: (a) el mal es una prueba contra Dios; (b) el mal es una prueba decisiva contra Dios. ¿Es posible admitir (a) sin admitir (b)? 7. ¿Por qué una buena respuesta al problema del mal nos deja insatisfechos, con cuestionamientos a Dios y aun enojados con Él? ¿Por qué no nos podemos librar de

esta tensión? Lecturas adicionales Norman L. Geisler, The Roots of Evil (Grand Rapids: Zondervan, 1978). Michael Peterson, Evil and the Christian God (Grand Rapids: Baker, 1982). Nelson Pike, ed., God and Evil (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964). Alvin C. Plantinga, God, Freedom, and Evil (Grand Rapids: Eerdmans, 1974). 1 Técnicamente, lo que hicimos fue encontrar una tercera afirmación que fuera consistente con una de las anteriores y que implicara la otra. Comp. Alvin Plantinga, The Nature of Necessity (Oxford: Clarendon, 1974), 165. 2 Harold Kushner, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas, trad. Eduardo Roselló Toca (Nueva York: Vintage Español, 1996). 3 Ibídem, 147. 4 Albert Camus, La peste, trad. Rosa Chacel, (Barcelona: Edhasa, 1981). 5 Elie Wiesel, Night, trad. Stella Rodway (Nueva York: Hill & Wang, 1960). 6 Lo más irritante de este final, quizás uno de los más sentimentales en la historia cinematográfica, sea con qué facilidad nos dejamos llevar por los sentimientos de ese momento. El regreso del Jedi, (Lucasfilms Ltd., 20th Century Fox, 1983). 7 Gottfried Wilhelm von Leibniz, Monadology and Other Philosophical Essays, trad. Paul Schrecker y Anne Martin Schrecker (Indianápolis: Bobbs-Merrill, Library of Liberal Arts, 1965). 8 Voltaire, Cándido o el optimismo, Leandro Fernández de Moratín (Barcelona, Edhasa, 2004). Voltaire vivió entre 1694 y 1778. Recomendamos la lectura de esta novela. De todas las obras que se supone que deberían leerse para ser una persona culta, sin duda esta es una de ellas. Le hará reír y adquirirá algo de cultura. 9 John S. Feinberg ha escrito un artículo inteligente sobre este punto. «And the Atheist Shall Lie Down with the Calvinist: Atheism, Calvinism, and the Freewill Defense». Trinity Journal 1 (1980): 142-52. Tal vez tendría que aclarar que, como calvinista, debo excluirme también de esta defensa. 10 Si usted cree que este hecho de alguna manera impugna la omnipotencia de Dios, no ha entendido la naturaleza de Su omnipotencia. La omnipotencia divina no significa que Él puede hacer cualquier cosa que podamos expresar con palabras, por más ridículas que sean, por ejemplo, hacer que un círculo sea cuadrado, o hacer que Él desaparezca o crear una piedra tan pesada que ni siquiera Él pueda levantarla. Significa que puede hacer cualquier cosa conforme a Su naturaleza. Y, por encima de todo, Su naturaleza es racional.

8 Los milagros: a favor y en contra Ideas claras Caso 1: Era la hora del almuerzo en el hospital donde trabajaba de camillero (una de las tantas tareas que realicé durante los largos años de esfuerzo por obtener títulos). Acababa de terminar mi maestría en el seminario y conversábamos sobre este hecho y mi intención de trasladarme a Houston con el fin de continuar mis estudios de doctorado. Las enfermeras no entendían si yo iba a ser profesor, pastor o qué. Una de ellas le preguntó al camillero que ocuparía mi lugar, y a quien yo estaba entrenando: —¿Tú también eres religioso Jim? —Bueno —dijo Jim—, hay veces en que me siento con ganas de creer en Dios. Pero cuando se me aclaran las ideas, no consigo creer en la resurrección, las sanidades y todas esas cosas sobrenaturales. Al fin de cuentas, estamos en pleno siglo veinte ¿no?

Los milagros y la ciencia Caso 2: El profesor nos estaba dando una clase sobre el método científico. —A la ciencia lo que le importa es la evidencia: aquello que podemos observar, medir, verificar. En el campo de la religión, la gente está dispuesta a tener fe y aceptar imposibilidades. En la ciencia no hay lugar para lo sobrenatural ni para ninguna otra superstición. —Pero ¿qué pasaría si contáramos con evidencia científica sólida que probara la religión, como un milagro o algo parecido? —preguntó un estudiante. El profesor desechó la idea. —Es imposible, porque las dos categorías son mutuamente excluyentes. —Pero ¿por qué? —insistió el estudiante—. Supongamos que usted tuviera pruebas incontrovertibles y completas de que sucedió algo que contradice todas las leyes de la ciencia. —Eso no alcanzaría para probar que ocurrió un milagro. Solo significaría que tuvo lugar algo inusual. Tal vez no tengamos una explicación científica que dé cuenta del hecho, quizás nunca la tengamos. A pesar de todo, no significa que sucedió algo no sujeto a las leyes de la naturaleza.

Experiencias de sanidad Caso 3: Scott trabajaba de colaborador en el Natural High Coffee House; es decir, cuando aparecía por el café. Al año de egresar de la secundaria, pasaba muchos fines de semana en las campañas de Jesus People [Gente de Jesús], empeñado en tener fuertes emociones espirituales. Llegó incluso a dar parte de enfermo para poder asistir a una reunión. Su jefe, al fin de cuentas, «no entendía a los Jesus People». Una tarde, Scott vino al café, emocionadísimo con la experiencia vivida la noche anterior. —Fue increíble —me dijo—. Sanaban a la gente y echaban fuera a los demonios. Había una persona que tenía una pierna mucho más corta que la otra. Ellos oraron y la pierna se le alargó hasta quedar las dos del mismo largo.

¿Será cierto? Hemos intentado demostrar que el teísmo es verdadero. Pero ¿es el cristianismo el verdadero teísmo? En los siguientes capítulos, intentaremos probar que efectivamente lo es. Nuestro objetivo será demostrar que Cristo es el Hijo de Dios en virtud de Su vida y los milagros que realizó. Como es evidente, este proyecto suscita muchas preguntas,

por ejemplo, si es posible saber algo sobre el Cristo histórico o si efectivamente Él realizó milagros. Además, hablando de milagros, hay un punto que debemos determinar desde el principio: si tiene sentido o no que una persona racional crea en los milagros. Como metodología, adoptaremos la verificación de hipótesis. La hipótesis en cuestión para este capítulo será que es posible conocer y reconocer los milagros. Los milagros son una espada de tres filos (si le es posible imaginársela). Nos juegan a favor y en contra; pero aun cuando son favorables, es posible que nos planteen algún inconveniente. Para algunos, los milagros corroboran la verdad del cristianismo; otros dicen que lo impugnan. Si admitimos su posibilidad, necesitamos enfrentarnos al hecho de que hay otras religiones que también usan los milagros para ratificar su verdad.1 Podemos visualizar la situación en la siguiente tabla: Los milagros son imposibles en contra

Los milagros son posibles otros contextos en contra

contexto bíblico a favor

Hubo un tiempo en que los milagros eran considerados un argumento de peso en la apologética cristiana. Tomás de Aquino se refirió a la autoridad de las Escrituras como «una autoridad divinamente confirmada por los milagros».2 En esta misma línea, alguien podría decir: «El cristianismo debe ser verdadero, ¡miren los milagros!». Todo eso cambió. Con la llegada del siglo de las luces y el surgimiento del deísmo, cada vez menos personas creyeron en los milagros. Apelar a ellos se convirtió en una desventaja para los cristianos. «El cristianismo debe ser falso —alguien podría decir—. Miren los supuestos milagros». Un argumento simple que se limite a rehabilitar la posibilidad de todos los milagros no sería nada útil. Aparte del cristianismo, hay muchas religiones que también apelan a hechos prodigiosos y los usan para respaldar su propia verdad. Para nuestros propósitos, nos interesa probar específicamente los milagros bíblicos. Las pruebas a favor de los prodigios budistas no necesariamente invalidarían nuestro argumento, pero sin duda lo recargarían si tuviéramos que contemplar la posibilidad de que todos los milagros tienen igual validez.3 Por lo tanto, a lo largo de este estudio, lo invito a plantearse lo siguiente: ¿Cómo respondería a la evidencia de los milagros bíblicos si otras religiones presentaran pruebas similares a su favor? De pronto, usted debe asumir el rol del crítico. Considere el siguiente ejemplo. ¿Por qué cree en la resurrección de Jesús? Muchos estudiantes me responden con argumentos bien memorizados: Hubo testigos directos que la presenciaron. Es cierto, pero usted no fue uno de esos testigos presenciales ni ha hablado con ninguno de ellos. Lo único que tiene es el registro de sus testimonios en un libro escrito hace dos mil años. ¿Aceptaría ese tipo de prueba si lo que estuviera en disputa fueran milagros budistas? De momento, mi intención es mostrar lo complejo que es el tema de los milagros. Más adelante, analizaremos las preguntas concretas sobre la verdad histórica del Nuevo Testamento y algunos milagros específicos, como la resurrección; pero en este capítulo, nos limitaremos a dos preguntas: (1) ¿son reales los milagros? y (2) ¿cómo podemos reconocer un milagro?

¿Son reales los milagros? El problema no consiste en responder a esta pregunta, sino en dar una respuesta que no sea arbitraria ni dé por sentado lo que pretende probar. Veamos el argumento desde la perspectiva de alguien que rechaza todo tipo de milagros. El argumento de Hume contra los milagros David Hume (el mismo que criticó el argumento teleológico) propugnaba que era imposible saber con certeza que hubiera ocurrido algún milagro alguna vez. Para analizar su argumento, lo dividiremos en tres fases.4 1. Todo conocimiento es en cierta medida una cuestión de probabilidad. No necesitamos aceptar todos los postulados del escepticismo para admitir esta premisa. Hume no dice que no sea posible saber nada, sino que sea cual fuere el objeto de nuestro conocimiento, existe siempre la probabilidad de que nos equivoquemos. En otras palabras, no niega la posibilidad del conocimiento, sino que incorpora la posibilidad del error, por más mínimo que este sea. 2. El conocimiento con más probabilidad es el conocimiento de las leyes de la naturaleza. Puede que me equivoque sobre muchas cosas, pero si me remito a las leyes de la naturaleza, estas no me defraudarán. Son regulares y uniformes, siempre funcionan bien. En consecuencia, a efectos prácticos, las leyes de la naturaleza no pueden transgredirse. 3. En el caso de un aparente milagro, es más probable que los supuestos testigos se equivoquen que se hayan transgredido las leyes de la naturaleza. Supóngase que yo le dijera que la última vez que estuve en Washington, D.C., vi que el monumento de Washington se movía medio metro hacia un lado y luego volvía a su lugar. ¿Me creería? Lo dudo. Intentaría encontrar alguna razón que explicara mi error. No dudaría de mi sinceridad ni me acusaría de mentir, pero los edificios no brincan y, por lo tanto, tiene que haber otra explicación. Tal vez mis bifocales me jugaron una mala pasada. David Hume adoptaba esta misma actitud ante cualquier informe sobre una aparente transgresión de las leyes de la naturaleza. Ante dicha eventualidad, pretendía que usted se preguntara: ¿Qué es más probable, que se haya transgredido una ley de la naturaleza o que un ser humano falible, por más sincero que sea, haya cometido un error? Evidentemente, Hume sugería que es siempre más probable que los testigos se hubieran equivocado. Dependemos de las leyes de la naturaleza: esperamos que se cumplan siempre. Ante la disyuntiva de optar entre algo que va en contra de las leyes de la naturaleza y un error humano, las personas razonables pensarán que se trató más probablemente de un error humano. Tomemos por ejemplo la resurrección. Cuatro personas informaron que un hombre muerto, Jesús, ahora estaba vivo, pero es una ley invariable de la naturaleza que cuando una persona muere, no vuelve a vivir. Hagámonos la pregunta de Hume: ¿Qué es más probable, que un cadáver resucite o que esas cuatro personas se hayan equivocado? Lo más probable es que las cuatro personas se equivocaron. Una persona razonable tendría que concluir que, por más devotos y fieles que fueran los cuatro testigos, no pueden estar en lo cierto. Fíjese en lo sutil del argumento de Hume. No afirma que la resurrección no pudo haber

sucedido. Postula que de haber sucedido, nunca podríamos saberlo. El mismo argumento sería aplicable a cualquier otro aparente milagro. Todo esto lo lleva a concluir que, para determinar lo que es posible saber efectivamente, podemos descartar la ocurrencia de los milagros. Respuesta a Hume Lo que más me agrada del argumento de Hume es el sentido común con que explica el conocimiento que usamos a diario. Esperamos que las leyes de la naturaleza se cumplan siempre. No pretendo que usted me crea si le digo que vi bailar al monumento de Washington. Si yo le dijera que acabo de ver una resurrección, desearía que recibiera mi noticia con escepticismo; más aún, insisto en que lo haga. Le brindo a usted el mismo grado de incredulidad que me reservo para mí. Con todo, el problema del argumento de Hume es que él lo absolutiza, lo lleva a extremos que difícilmente son aceptables. 1. La cosmovisión teísta modera las probabilidades. Nos hemos esforzado por establecer una cosmovisión teísta. No hay motivo alguno para prescindir de ella ahora. Dedicamos tres capítulos a elaborar un argumento a favor del teísmo; primero, refutamos otras cosmovisiones, luego establecimos el teísmo y, por último, lo apuntalamos para que resistiera el problema del mal. Por lo tanto, ahora pretendemos establecer la posibilidad de los milagros dentro de una cosmovisión teísta. La posibilidad o imposibilidad de reconocer los milagros dentro de una cosmovisión no teísta poco interesa a nuestros propósitos, aunque tiendo a estar de acuerdo con Hume para dicho caso. Otros apologistas cristianos no concuerdan y creen en el camino inverso: que es posible establecer la existencia de Dios a partir de la resurrección. Sin embargo, no estoy seguro de que puedan sortear la objeción de Hume. Para nuestros propósitos, habiendo establecido claramente la existencia de Dios, no necesitamos enfocarnos en nada que no sea una cosmovisión teísta. Una doctrina central del teísmo es que Dios es inmanente en el mundo (recuerden nuestra descripción al principio del capítulo 5); concebimos a Dios en tanto presente y activo en el mundo. Esta idea modera la supuesta inviolabilidad de las leyes de la naturaleza. Nuestra experiencia básica de la naturaleza sigue siendo tan uniforme e inquebrantable como siempre, pero debemos admitir que hay un poder superior detrás de ella: el Dios que creó la naturaleza y sus leyes, pero que no está sujeto a dichas leyes. Por lo tanto, es posible que las probabilidades varíen. ¿Será siempre más probable que los testigos se hayan equivocado a que haya ocurrido un milagro? No necesariamente. Dentro de un universo teísta, si tenemos razones para sospechar que Dios tal vez intervino directamente, quizás lo más probable sea que efectivamente hubo un milagro. En vez de determinar las probabilidades por adelantado, la decisión final debería depender de cada caso concreto. 2. Los milagros no violan las leyes de la naturaleza. Podría ser útil, antes de proseguir, aclarar en qué consiste la naturaleza de un milagro. Para David Hume, los milagros violaban las leyes de la naturaleza, pero este filósofo entendía los milagros de manera confusa e imprecisa. En algunos milagros, las leyes de la naturaleza son subrogadas por otras leyes. Cuando Jesús resucitó a Lázaro, o convirtió el agua en vino, o caminó sobre el mar, contravino las

leyes de la ciencia. A partir de nuestra observación del mundo, entendemos que dichos fenómenos no deberían suceder, pero no se suspendió ni quebrantó ninguna ley. La operación normal de las leyes de la naturaleza fue subrogada por la acción del Creador que las creó. Consideremos dos analogías. Usted se acerca en su auto a un semáforo, que cambia a rojo justo cuando usted llega al cruce. Cuando está por detenerse, un policía de tránsito en el centro de la intersección le hace señas para que continúe; entonces, usted sigue la marcha y cruza a pesar de la luz roja. Usted no violó ninguna ley; tampoco se suspendió la ley que rige las luces de los semáforos. En ese momento, la autoridad del policía las subrogó. Otra analogía: Usted salta con agilidad desde un trampolín y se zambulle con elegancia al agua. Según una de las leyes de la física, usted continuará descendiendo hasta que llegue al centro de la Tierra o choque contra un sólido y quede hecho papilla. (Tenemos un eufemismo para describir esta escalofriante realidad: la ley de gravedad). Sin embargo, hay agua en la piscina y fortuitamente las leyes de la flotación contrarrestan la ley de gravedad; entonces, usted entra en el agua y después de una breve inmersión, se eleva hacia la superficie y nada hasta el borde de la piscina. Usted no violó la ley de gravedad ni tampoco la suspendió: las leyes de la flotación la subrogaron. De la misma manera, no tenemos motivo alguno para imaginar que las leyes de la naturaleza sean autosuficientes y autónomas, de modo que Dios deba violarlas para obrar un milagro. Ellas están siempre subordinadas a Dios (recuerde que Él es la causa primaria). Siempre que Él lo quiera, puede manipular los eventos en virtud de Su autoridad superior. Algunos milagros consisten en la configuración imprevisible de una serie de eventos. Considere la siguiente historia, muy poco probable. Usted tiene que entregar un informe a las nueve en punto de la mañana del martes. En realidad, lo terminó de redactar el lunes de tarde y se lo llevó a un compañero de estudios para mostrárselo. Por desgracia, una ráfaga de viento se lo arrebató de las manos y usted vio cómo las hojas volaban y quedaban enganchadas en la caja de una camioneta que circulaba por la calle: ¡adiós a su trabajo! Su pasaje de curso para poder graduarse dependía de la entrega de ese informe en tiempo y forma. No tiene ninguna posibilidad de reescribirlo; entonces ora y pide un milagro. A la mañana siguiente, llega a la clase sin su informe. La profesora lo saluda, le agradece que le haya dejado el informe esa mañana en su casa y le dice que le puso una A, la calificación más alta. Su graduación está asegurada. Usted se queda sin palabras: solo siente gratitud al Señor por el milagro que obró. Lo que pasó fue que su informe viajó unos kilómetros en la camioneta y luego se desprendió y cayó en la cuneta. Allí permaneció un tiempo; un muchacho de la secundaria de regreso a su casa con sus amigos lo recogió. Su intención era hacer avioncitos de papel, pero su madre le dijo que mejor hiciera sus tareas porque esa noche lo llevaría al circo. Su informe quedó sobre la mesa toda la tarde, junto a una revista de deportes que había llegado en el correo ese mismo día. El muchacho decidió leer la revista mientras se dirigían al circo y levantó el informe junto con la revista. Entró con ellos a la carpa del circo, pero cuando se marchó dejó el informe sobre su asiento, y de allí volvió a volar al ruedo central. Esa noche había un ensayo con los elefantes y uno de ellos pisó el informe, que se quedó pegado a una de sus patas, hasta que

se despegó justo en la puerta de la jaula; allí descansó el informe toda la noche. Cuando llegó el lechero en la mañana, vio el informe en el piso. Como también era estudiante y trabajaba para tener un ingreso durante sus estudios, se interesó en el tema y lo levantó. Para alisar las hojas, puso el informe entre dos botellas de leche y continuó con sus rondas. Como el lechero llevaba setenta y dos horas sin dormir porque tenía que estudiar y trabajar, tuvo un accidente grave justo delante de la casa de la profesora. El informe cayó del camión de la leche y una brisa lo depositó suavemente delante del porche de la casa de la profesora, y allí quedó recostado contra la puerta. Cuando la profesora se levantó un poco después, encontró el informe y quedó impresionada de su dedicación para entregarle el informe tan temprano. Todo sucedió en completa concordancia con las leyes naturales. No obstante, creo que usted tendría derecho a pensar que se trató de un milagro. El milagro consistió en la conjunción de muchas eventualidades. Aunque cada una es relativamente probable de por sí, la cadena de eventos nos resulta muy improbable. Si combinamos la concatenación improbable de eventos con su creencia en que el Señor la dispuso así, puede creer que se trató de un verdadero milagro. Muchos milagros bíblicos son milagros de configuración como este. No contravienen ninguna ley física; el milagro consiste en que algunos eventos naturales ocurrieron en un determinado momento y conforme a una aparente intervención divina. Un ejemplo sería cuando los israelitas cruzaron el Mar Rojo. La Biblia describe las causas naturales que acompañaron este acontecimiento: Un recio viento oriental dividió las aguas justo en el momento oportuno para que los israelitas pudieran cruzar; cuando los egipcios llegaron, el viento amainó, el agua regresó a su cauce normal y los egipcios se ahogaron. La Biblia considera inequívocamente que este hecho es uno de sus milagros centrales. Que los eventos se hayan dado justamente de esta manera hace que este suceso salga de lo natural y lo convierte en algo sobrenatural. Vemos así otro gran problema que presenta la manera en que Hume entiende los milagros. En el caso de los milagros de configuración no hay el más leve indicio de que se haya violado alguna ley de la naturaleza. Si Hume intentara aplicar su esquema de grados de probabilidad, no habría nada para descartar el informe de los testigos porque no hubo nada que quebrantara directamente las leyes de la física. El argumento de Hume contra los milagros es inaceptable, no solo porque es arbitrario, sino porque tampoco hace justicia a una correcta comprensión de lo que se supone que son los milagros.

¿Cómo podemos reconocer un milagro? Hecha la observación anterior, llegamos así al segundo punto de este capítulo. ¿Cómo podemos estar seguros de que un evento en particular fue un verdadero milagro? ¿No podría alguien afirmar con razón que, a pesar de lo extraordinarias que hayan sido dichas coincidencias, no son más que eso: eventos puramente naturales que simplemente se dieron de una manera increíble? ¿No podríamos aceptar que no hay nada que nos obligue a pensar que se trató de un milagro? ¿Cómo reconocemos los milagros? ¿Es posible reconocerlos? Los argumentos de los críticos

Algunos autores han postulado que, desde el punto de vista científico, no es posible que existan los milagros.5 Antony Flew es uno de estos críticos.6 El argumento de Flew es el siguiente: 1. Toda la ciencia moderna reposa en la premisa de que la naturaleza está regida por leyes uniformes. Si partiéramos de la base de que la naturaleza es impredecible y que las leyes se cumplen a veces, pero no siempre, la ciencia perdería su razón de ser. 2. La ciencia ha obtenido muchos logros, pero todavía hay muchas cosas que los científicos ignoran. El objetivo es continuar aprendiendo, investigando y experimentando. En el proceso, conoceremos más y, en ocasiones, nos veremos obligados a rever lo que creíamos conocer. 3. No hay nada fuera del campo de la ciencia, ni siquiera aquellos eventos que no podemos explicar en la actualidad por medio de las leyes científicas. Simplemente, la ciencia no ha avanzado lo suficiente para explicarlos. La premisa fundamental de la ciencia es que dichos casos también cumplen alguna ley natural. No aceptar esta premisa implica abandonar el ámbito de la ciencia. 4. Ante los fenómenos inusuales, la ciencia requiere que postulemos una explicación natural. Supongamos que una persona muerta resucitara, que el agua se convirtiera en vino o que un hacha de hierro flotara en el agua. Por su naturaleza, la ciencia nos exige pensar en alguna explicación natural que dé cuenta de estos casos. Dicha explicación quizás demore en llegar; tal vez ni siquiera tengamos una idea de cómo sería en caso de tenerla. Sin embargo, para continuar siendo científicos, estamos convencidos de que en algún lugar del universo debe haber una explicación natural, por más inusual que sea. 5. La esencia de la ciencia es que los milagros no son posibles. Cualquier interpretación divina que subrogue las leyes de la naturaleza eliminaría las presuposiciones básicas de la ciencia. Por ende, nunca podremos reconocer un milagro como tal, porque tiene que haber una explicación natural, por más que la desconozcamos por ahora. Las reglas del juego Por más persuasivo que parezca el argumento de Flew, tiene algo intrínsecamente erróneo. Nos pide que hagamos trampa. Es como si alguien le dijera: «Vamos a jugar al tenis. Si tú cometes una falta, el punto es mío. Si yo cometo una falta, el punto es mío». En otras palabras, establezco reglas de manera tal que no puedo perder. Los cristianos, en su afán por comunicarse con los no cristianos, a menudo han modificado sus argumentos para adaptarlos a las reglas establecidas por los no cristianos. Una actitud encomiable, pero hay momentos en que debemos darnos cuenta de que el no cristiano nos tiene acorralados. Ha inventado reglas que están específicamente diseñadas para impedirnos elaborar un argumento convincente. «Vamos a suponer que Dios no puede existir. Pruébame ahora que Dios existe». O: «Los milagros, por definición, son imposibles. ¿Puedes probarme que son posibles?». No tiene sentido, y no hay motivo alguno que nos obligue a acatar estas restricciones. No hay argumento posible contra el crítico que ha resuelto que, por definición o por premisa científica, los milagros no pueden suceder. Eso no es culpa de la persona que cree en los

milagros. Dicho crítico ha decidido cortar el diálogo sobre el tema. Dado que ya nos informó que ningún argumento puede valer contra su posición, sería necio presentarle más argumentos a favor de los milagros. La ciencia está obligada a proporcionar explicaciones razonables para los fenómenos que encontramos en la naturaleza. Descubrimos regularidades, causas, efectos, principios, categorías. El objetivo es acumular conocimiento. Si un crítico como Flew apela a leyes aún no descubiertas, ignoradas hasta el momento y quizás ajenas a nuestra comprensión para explicar los aparentes eventos milagrosos, no adopta una actitud particularmente científica. Inventa algo desconocido y oscuro, además de inverificable, para evitar lo sobrenatural. No hay nada natural ni científico en dicha explicación. De todos modos, hay también muchas personas razonables que admiten la posibilidad de los milagros, pero desean contar con evidencia. Elaboramos nuestros argumentos para estas personas, con la esperanza de que también sean escuchados por los críticos más recalcitrantes. Una vez más, no nos olvidemos del teísmo. Cuando observamos el mundo para determinar si detectamos un milagro en algún lugar, no nos detenemos solo en la naturaleza pura, sino que también percibimos la creación, dispuesta y gobernada por un Creador. Esto no es reescribir arbitrariamente las reglas para que nos favorezcan, porque, como ya lo planteamos más arriba, tenemos derecho a invocar el teísmo. La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿Podemos reconocer los milagros en un contexto teísta? Definición y flexibilidad Un milagro es un evento tan fuera de lo común que, dadas las circunstancias, la mejor explicación es admitir que Dios intervino directamente. Nos valdremos ahora de esta definición para ayudarnos a identificar un milagro en el supuesto caso que nos encontremos con uno. Es una definición suficientemente vaga y subjetiva; deja margen para el desacuerdo, pero eso es precisamente parte de la idea. No hay ninguna razón que nos obligue a adoptar una regla inflexible para identificar infaliblemente todos los casos en que ha ocurrido un milagro. Aun los cristianos discuten entre ellos a veces sobre si un acontecimiento en particular fue un milagro o no. Por ejemplo, en Juan 10, leemos que Jesús se escapó de manos de una multitud. Algunos comentaristas consideran que se trató de un milagro, otros simplemente ven un ejercicio de Su autoridad. Hay margen suficiente para diversas interpretaciones cuando se trata de decidir cuáles sucesos son un milagro y cuáles no. Respecto a otros acontecimientos, como la resurrección, hay más consenso sobre considerarlos definitivamente milagrosos. Esta definición general conlleva dos condiciones. Primero, el evento debe ser suficientemente extraordinario. Como ya vimos, lo inusual puede manifestarse de dos maneras. El hecho parece desafiar las leyes físicas conocidas (el milagro por subrogación) o la conjunción de una serie de eventos parece demasiado improbable para ser solo fruto de la casualidad (el milagro por configuración). De algún modo u otro, suceden cosas que cualquier persona racional, al tanto del funcionamiento normal del mundo, no esperaría que ocurrieran. Segundo, esperamos ver algún indicio de la intervención divina en el evento. Las coincidencias existen y hay acontecimientos inusuales, pero para poderlos considerar un

milagro, debe tratarse de una eventualidad que nos lleve a buscar la intervención directa de Dios. Por «intervención directa» queremos decir que atribuimos a Dios la responsabilidad directa de producir ese acontecimiento tan improbable. Los cristianos reconocen la mano de Dios en la providencia (Él cuida de nosotros a diario) así como en las oraciones respondidas, por eso consideramos que Dios pudo haber respondido a nuestras oraciones aun si la respuesta consistió en un hecho normal. Sin embargo, solo nos sentimos inclinados a considerar que se trató de un milagro cuando estamos ante algo «inusual» y concluimos que la acción de Dios es la mejor explicación para dar cuenta del hecho. No todas las explicaciones son iguales Estas consideraciones anteriores pueden parecer relativamente arbitrarias. Una persona observa un hecho y afirma que es un milagro; otra, ante el mismo hecho, afirma que no lo es. ¿Cómo determinar quién tiene razón? ¿Cómo podemos reconocer los milagros si tienen una base tan subjetiva? Si bien admito que hay margen para la disensión, esto no implica ni por asomo que ambas opciones sean igual de aceptables para explicar un acontecimiento. En ocasiones, una explicación es claramente mejor que la otra. Supongamos que estoy sentado en mi oficina, intentando concentrarme en mi escritura. Me fijo en mi viejo sombrero gris que cuelga del perchero, en un extremo de la pared. ¿Cómo llegó ahí? Hay varias explicaciones posibles: a. Usé el sombrero hoy de mañana cuando vine a la facultad y lo colgué allí cuando entré en la oficina. b. Dejé mi sombrero en casa esta mañana, pero mi esposa pensó que tal vez podría necesitarlo más tarde y me lo trajo. c. Anoche, un ladrón robó mi sombrero, se arrepintió de su delito, y lo dejó en el perchero mientras yo no miraba. d. El decano de la universidad, en un esfuerzo por convencer a la junta directiva del empobrecimiento de los profesores, envió al decano asociado a mi casa a recoger mi sombrero para exponerlo a plena vista en mi oficina. e. Shiva, el dios hindú, a quien le agrada jugar y divertirse, transportó milagrosamente mi sombrero desde mi casa a la oficina. f. Un grupo de invasores extraterrestres confundió mi sombrero con una forma de vida hostil y lo colgó de un gancho para que sufriera una muerte lenta y dolorosa. g. El objeto que percibo no es en realidad mi sombrero: es un sofisticado holograma producido por un diablillo desconocido. h. Es imposible saber cómo llegó allí. La imaginación no tiene límites. ¿Son igual de probables todas estas explicaciones? De ninguna manera. Mi objetivo es mostrar que tienen grados extremadamente diferentes de probabilidad. Cómo evaluar las probabilidades dependerá de las circunstancias, de nuestro conocimiento del mundo y de una dosis de sentido común. No hay ninguna fórmula para evaluarlas, pero tampoco la

necesitamos. Si tengo en cuenta mi rutina normal, (a) es la explicación más probable. Si estuviera bien seguro de que ese día no usé el sombrero (tal vez porque todavía llevaba puesto otro) (b), (c) o (d) podrían ser buenas posibilidades. Para cada uno de estos casos, necesitaría contar con un poco más de información antes de aceptar su posibilidad. (Mi esposa y yo concordamos que de estas tres, (b) es la menos probable). A las opciones (e), (f) y (g) las descarto de plano. Son completamente ajenas a mi manera de entender el mundo y no tengo ninguna evidencia que me persuada a rever mis ideas. Asignar alguna chance a estas opciones requeriría, no solo que las circunstancias fueran drásticamente diferentes, sino que también tendrían que ser lo suficientemente diferentes para hacerme cambiar mi cosmovisión. Lo que pretendo mostrar es que pensaríamos en términos de supuestos razonables. Ante explicaciones alternativas, inmediatamente preferimos una sobre las otras. Será la que más congenie con nuestra manera de entender las circunstancias y con nuestras expectativas. Las personas razonables siempre podrán discutir sobre cuál es el supuesto más razonable, pero nunca será una decisión arbitraria. No es posible decidir cuál será la mejor explicación antes de conocer todo el contexto. Un ejemplo importante Consideremos ahora el siguiente conjunto de circunstancias. Durante la época de la ocupación romana en Palestina, vivió allí un hombre sumamente fuera de lo común. Supongamos, a los efectos de nuestro argumento, que los registros históricos que tenemos sobre Él son exactos. Vemos así que este hombre enseñó sobre el Dios del teísmo, se vio a sí mismo como Su enviado y aun como Dios mismo. Atribuyó todas Sus obras a la obra de Dios. En el nombre de Dios sanó a los enfermos, a los ciegos y a quienes sufrían de diversas aflicciones. Convirtió el agua en vino, alimentó a miles de personas con cinco panes, resucitó a los muertos, y predijo Su propia muerte y resurrección, las que luego se cumplieron conforme a Sus predicciones. Es concebible que todo esto haya sido mera coincidencia. No podemos, por el momento, descartar la posibilidad de que tal vez fue producto de una ley natural desconocida. ¿Es este un supuesto razonable? Todos los relatos de las circunstancias tal como nos llegaron apuntan en otra dirección: Fueron milagros que ocurrieron en un contexto teísta. Tal vez nuestro supuesto resulte equivocado, pero no sería razonable descartarlo a priori sin considerar la evidencia. ¿Hasta dónde llegará el crítico para proteger su presuposición? ¿Por qué, entonces, me niego a aceptar la posibilidad de que Shiva depositó el sombrero en mi oficina? No hay nada en esa afirmación que me permita aceptarla como un supuesto razonable. No tengo motivos para adoptar una cosmovisión centrada en Shiva. Las circunstancias de ninguna manera me indican que Shiva sea el agente. Si se dieran dichas condiciones, podría considerar la posibilidad más seriamente. En realidad, si estuviera algo más abierto a la posibilidad de la existencia de Shiva y si estuviera en un templo hindú mientras un brahmán hace milagros en el nombre de Shiva delante de mis ojos, suponer la intervención de este dios tal vez sería una suposición más razonable. Estoy convencido de que si

investigara más a fondo resultaría falsa, pero sería irrazonable de mi parte no molestarme en considerarla.

El resultado final ¿Cómo reconocemos un milagro? Las circunstancias deben ser altamente improbables y dispuestas de tal modo que lo más razonable sea suponer una intervención divina. Por lo tanto, se confirma la hipótesis para este capítulo: es posible conocer y reconocer los milagros. Si bien esta conclusión nos permite obtener ciertas ventajas, también conlleva algunas desventajas. A favor Los milagros son posibles; los milagros son conocibles; los milagros son reconocibles. Dentro de una cosmovisión teísta, el argumento de Hume pierde su fuerza absoluta. Si partimos de supuestos razonables, el argumento de Flew es un ejercicio circular. Despejamos así los dos principales reparos planteados en este capítulo. En contra En retrospectiva, no tengo muchas esperanzas para esta línea de argumentación salvo un reconocimiento del teísmo. La mayoría de los debates sobre los milagros son irrelevantes. Cuando alguien se cierra absolutamente a reconocer la posibilidad de lo sobrenatural, por más irrazonable que sea dicha actitud, no tiene mucho sentido discutir si un milagro en particular es posible o no. La discusión necesita centrarse en la cuestión del teísmo. ¿Por qué es verdadero el teísmo y por qué son falsas otras cosmovisiones? Es imposible elaborar exitosamente un caso a favor de la intervención divina si se descarta de plano dicha posibilidad. Si miro hacia delante, la cuestión será determinar si existe evidencia. En el caso de un aparente milagro, ¿las circunstancias ameritan suponer que lo más razonable sea pensar en una intervención divina? Después de investigar, ¿lo más razonable es concluir que ocurrió un milagro? En última instancia, dependerá de cada caso concreto. Debemos aceptar la posibilidad teórica de que a pesar de admitir que los milagros son posibles, ningún milagro en particular puede verificarse en la realidad. Dado que estamos interesados en los milagros bíblicos, este inconveniente es aún mayor, porque la única manera que tenemos de examinar estos milagros es remitirnos a eventos que sucedieron hace dos mil años. Cómo llevar a cabo dicha tarea será el tema del capítulo siguiente. De momento, volvamos a los casos de este capítulo. Respuesta al caso 1: La actitud de Jim es común, pero nos deja perplejos cuanto más la pensamos. En el siglo XX, ¿sabemos algo más sobre los milagros que no supieran las personas del pasado? En realidad, no. Estamos en condiciones de explicar muchas cosas, pero sería un despropósito postular que lo sobrenatural no existe y que los milagros son imposibles. En todas las épocas hubo creyentes y escépticos con mayor o menor grado de credulidad. Para sentirnos orgullosos de nuestro espíritu científico, deberíamos estar más dispuestos a juzgar estos asuntos basados en la evidencia y no en suposiciones. Negarse a creer en cualquier cosa sobrenatural no es signo de tener las ideas claras, sino de una mente definitivamente cerrada y resuelta. Respuesta al caso 2: La actitud expresada por este profesor es comprensible. Si recurrimos a Dios para explicar todo cada vez que nos quedamos sin respuestas, en realidad, no explicamos nada. Alguien pregunta por qué las ranas son verdes. Les

respondemos: Porque Dios las creó así. Entonces, ¿por qué las rosas son rojas y el cielo es azul? Volver a responder que son de ese color porque Dios los creó así no sirve de nada. Una explicación que explica todo no explica nada. Por eso la ciencia se basa en la idea de que debemos buscar la explicación más inmediata. La mayoría de las veces será una explicación natural. La ciencia también se basa en la importancia de la evidencia. Si toda la evidencia apunta en dirección de algo sobrenatural, el científico que descarte desde el principio lo sobrenatural no está adoptando una actitud científica. La mejor explicación, y la más inmediata, bien podría ser que tuvo lugar un milagro. Con esto no pretendo que los científicos adopten esta opción siempre, pero negarse a tomarla en cuenta es tal vez tan poco científico como recurrir a ella demasiado pronto. Nuevamente, dependerá de cada caso en particular. Respuesta al caso 3: Dios puede alargar las piernas si quiere. Quizás lo hizo en aquella campaña; pero tuve (y aún tengo) mis dudas sobre lo que me refirió Scott. Creer en milagros no significa que debemos ser crédulos y creernos cuanta historia sensacionalista anda circulando por ahí. Me constaba que Scott no tenía problemas para definir la verdad en conformidad con sus propósitos espirituales. Me limité a sonreír y le comenté que era una historia muy interesante.

Quisiera agregar una advertencia. A medida que avanzamos con nuestra argumentación en el curso de los siguientes capítulos, mostraremos que algunas creencias importantes dependen de los milagros históricos de Jesús. Estos milagros son mucho más portentosos que los efectos especiales que a veces se producen en los avivamientos o en las campañas de sanidad. No permita que su fe personal dependa de sanidades especiales ni de cualquier otro fervor temporal, por más reales que sean. Dios quizás le tenga reservadas más cosas (ver el último capítulo). Agradezca a Dios por los milagros especiales que Él quizás obre en su vida, pero base su fe en realidades objetivas. Agradézcale también por los momentos de crecimiento doloroso, porque Él también los permitirá en su vida.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Explicar por qué los milagros son una espada de tres filos, es decir, por qué pueden jugarnos en contra o a favor. 2. Determinar los tres puntos del argumento de Hume contra los milagros y mostrar por qué este es plausible. 3. Mostrar por qué el argumento de Hume pierde su fuerza dentro de un marco teísta. 4. Distinguir entre dos tipos de milagros y explicar por qué no violan las leyes de la naturaleza. 5. Definir el argumento de Flew sobre la imposibilidad de reconocer un milagro. 6. Explicar la noción de supuesto razonable y mostrar cómo derriba el argumento de Flew. 7. Describir qué sería necesario, en general, para que pudiéramos reconocer un evento como un milagro. 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Tomás de Aquino, David Hume, Antony Flew. Reflexión sobre las ideas

1. Investigue los milagros que alegan otras religiones, y determine la cantidad y el tipo de pruebas disponibles. 2. Investigue diversas descripciones sobre el método científico. ¿En qué medida descartan las explicaciones sobrenaturales? 3. Hemos identificado dos tipos de milagros, los milagros por subrogación y los milagros por configuración. ¿Pueden combinarse entre sí? ¿Es posible un tercer tipo de milagros? 4. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos: suposición, hipótesis, supuesto razonable, conclusión. ¿En qué sentido estas distinciones son cruciales para explicar los milagros? 5. Plantee un caso ideal en que toda la evidencia apunte a que sucedió un milagro. (Esta es su oportunidad de ser creativo y pensar algo divertido). Luego pídale a otra persona que intente descubrir una debilidad en su caso. Lecturas adicionales Colin Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984). Norman L. Geisler, Miracles and Modern Thought (Grand Rapids: Zondervan, 1982). C. S. Lewis, Los milagros, trad. Jorge de la Cueva (Nueva York: Edición Rayo, 2006). John W. Montgomery, Faith Founded on Fact (Nashville: Thomas Nelson, 1978). 1 Un estudio completo que será de valor en el curso de este capítulo es el de Colin Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984). 2 Tomás de Aquino, De la verdad de la fe católica (Suma contra gentiles), vol. 1, cap. 9. Disponible en http://hjg.com.ar/sumat. 3 Por supuesto, así como los milagros en un contexto budista no prueban que el budismo sea verdad, tampoco señalaremos los milagros en un contexto cristiano para luego afirmar que el cristianismo es, por lo tanto, verdadero. 4 David Hume, An Inquiry Concerning Human Understanding (Indianapolis: Bobbs-Merril, Library of Liberal Arts, 1955), 117-41. 5 E. G. Patrick Nowell-Smith, «Miracles» en Antony Flew y Alasdair MacIntyre, eds., New Essays in Philosophical Theology (Londres: SCM, 1955). 6 Antony Flew, «Miracles» en Paul Edwards, ed., The Encyclopedia of Philosophy, vol. 5 (Nueva York: Macmillan, l967), 34849.

9 Regreso al pasado Nadie conoce realmente la historia Caso 1: Todd era estudiante avanzado de filosofía mientras yo realizaba mis estudios de grado en la Universidad de Maryland. Asistió a una de nuestras reuniones de evangelización en la universidad, más por curiosidad que por otra cosa. Terminada la reunión, nos pusimos a conversar. Resultó que se identificaba con un entendimiento del cristianismo más afín con la filosofía existencialista que con la Biblia. Después de un breve diálogo, acordamos reunirnos más adelante para continuar la conversación. Pocos días después, nos cruzamos cuando ambos teníamos unos minutos libres entre clase y clase. Todd me dio la oportunidad de explicarle la obra objetiva de Jesucristo por nuestra salvación. Me respondió que eso era solo una interpretación sobre Jesús, pero que no era la única posible. —Supongo que la única manera de resolver esto —admití— es verificar los hechos que sucedieron en la historia. —¿La historia? —respondió Todd de inmediato—. Eso es solo lo que la gente afirma que debió suceder. Nadie sabe a ciencia cierta lo que efectivamente sucedió.

Versiones contradictorias Caso 2: Cuando mi hijo mayor, Nick, tenía trece años, estudió a fondo la historia de Roanoke, la colonia británica en Virginia, que desapareció sin dejar rastros a principios del siglo XVII. Hizo varias visitas a la biblioteca y consultó diferentes fuentes; la mayoría se remontaban a documentos de los propios colonos ingleses. Lentamente comenzó a combinar las piezas del rompecabezas para comprender lo que le había pasado a los pobladores. Luego un día encontró un relato completamente diferente. Pertenecía a un indígena de los pueblos originarios. No solo ponía en entredicho algunas de las interpretaciones más aceptadas de lo acaecido, sino que también cuestionaba algunos de los hechos. ¿A quién debía creer Nick? Como no disponía de ninguna manera efectiva de decidir quién decía la verdad, archivó el proyecto.

Testigos presenciales Caso 3: Una primavera tuve que dar mi exposición sobre la resurrección. Estudiamos la evidencia disponible y cómo la resurrección de Cristo de entre los muertos era la teoría que mejor explicaba los hechos. Cuando terminé, Jack, un excelente estudiante, se me acercó y dijo: —Quiero confirmar algo. Usted dice que no hubo testigos presenciales. Nadie vio a Jesús salir de la tumba. —Así es —respondí—. Si los hubo, no tenemos conocimiento de ellos. —Entonces no sé cómo usted puede creer que efectivamente sucedió. Pienso que deberíamos aceptar como históricos únicamente aquellos hechos basados directamente en versiones de testigos presenciales.

Historia masculina Caso 4: La profesora invitada se enfrentaba a la clase con una sonrisa, pero una nota de estridencia en su voz. —Deben entender que estamos todos atrapados en un gran círculo. Lo que la mayoría de ustedes entiende por cristianismo es el elaborado por la mitad masculina de la humanidad en beneficio de los varones. Es una historia larga, pero fue escrita por seres humanos para su beneficio. En realidad, casi toda la así denominada historia es simplemente la propagación del punto de vista masculino.

Solo porque los milagros sean posibles no significa que haya ocurrido alguna vez un milagro. Para ser más específico, una cosa es decir que en un marco teísta podemos demostrar la realidad de la resurrección, otra distinta es evaluar dicha demostración. ¿Sucedió efectivamente la resurrección? Para dirimir este asunto, no es posible limitarse a un cruce de argumentos filosóficos en una y otra dirección. Tarde o temprano tendremos que considerar lo que efectivamente aconteció en la historia. ¿Es posible determinar los hechos históricos? Muchos afirman que es imposible. Es posible establecer teorías e interpretaciones de la historia, pero es imposible determinar qué fue lo que efectivamente ocurrió. No disponemos de un conjunto sólido de eventos históricos. En consecuencia, no hay manera de verificar nuestras conclusiones sobre la historia apelando a «lo que realmente sucedió». En ese caso, el resto de este proyecto está en graves dificultades. Si no hay forma de verificar si la resurrección sucedió, poco sentido tiene usar la resurrección como argumento a favor del cristianismo. Por lo tanto, necesitamos dedicar cierto esfuerzo para explorar la naturaleza de la historia. ¿Qué podemos conocer? ¿Cómo podemos conocerla? La hipótesis que deseamos demostrar en este capítulo es la siguiente: Es posible tener un conocimiento genuino de los acontecimientos históricos. Este capítulo se divide en dos partes. La primera tendrá un tono relativamente pesimista; describiremos los obstáculos que conlleva la historiografía. En la segunda parte, esperamos poder superar el problema y mostrar cómo es posible obtener un auténtico conocimiento histórico.

Los problemas de la historiografía ¿Cómo lleva adelante su investigación el historiador? El químico hace análisis en un laboratorio, el biólogo puede salir a realizar trabajo de campo, ¿y el historiador? El historiador no puede viajar al pasado. Algunas de mis películas favoritas tratan temas como los viajes en el tiempo, pero los capacitadores de flujo no funcionan en la vida real. Si una historiadora quiere investigar la vida de Thomas Jefferson, no puede regresar al 1776 y pedir que le conceda una entrevista. Lo que hace es estudiar documentos: los diversos tipos de registros escritos que de algún modo arrojan luz sobre los hechos históricos en cuestión. La tarea del historiador es estudiar los documentos, evaluar su validez y, de un modo u otro, elaborar una narración coherente a partir de los datos que contienen. La naturaleza de los documentos Si la palabra «documento» le hace pensar en textos oficialmente refrendados o transcripciones meticulosamente verificadas, lamento defraudarlo. Aunque los historiadores trabajan en ocasiones con versiones oficiales, la mayoría de las veces los documentos disponibles tienen mucho menos autoridad. Hoy en día se considera que un documento histórico es cualquier texto escrito que nos ayude a entender lo que sucedió en el pasado. Pueden tratarse de cartas, informes de prensa, actas procesales, cuentos populares, sermones, listas de comestibles, grafitos y muchos otros tipos de materiales.

A menudo, el historiador ni siquiera dispone del documento original. Lo único que hay es una copia de un original perdido. Además, «copia» no significa necesariamente una copia directa del original. Podría ser una cita fuera de contexto inserta en otro documento. Además, debemos reconocer que ningún documento reproduce todo lo que se dijo e hizo en una ocasión en particular; a todas luces, sería imposible. Según la tradición, cuando a María Antonieta, reina de Francia, le informaron que los campesinos no tenían pan, ella respondió: «¡Pues que coman torta, entonces!». Supongamos que usted es un historiador que desea investigar si ella realmente dijo eso, y si así fue, por qué lo dijo y qué repercusiones tuvieron sus dichos. ¿Dónde buscaría estos datos? Seguramente nadie seguía a la reina durante todo el día y anotaba palabra por palabra lo que decía. Alguien debió escribirlo un tiempo después, interesado en demostrar lo necia que era María Antonieta. Este ejemplo hipotético ilustra tres problemas asociados a los documentos históricos. 1. Los documentos históricos son incompletos. Aunque se hayan tomado todos los recaudos para su preservación, nunca describen toda la realidad. Comienzan demasiado tarde y terminan demasiado pronto. Solo nos aportan una pieza del rompecabezas. 2. Los documentos históricos están alejados en el tiempo. Salvo en contadas excepciones, habrá una brecha temporal entre el momento en que sucedió algo y el registro de ese hecho. 3. Los documentos históricos son sesgados y tendenciosos. Todos los registros históricos reflejan un punto de vista. En realidad, no sería una exageración afirmar que todos los textos se escriben con alguna intención y, por lo tanto, ese propósito afectará lo que dicen. En consecuencia, el historiador necesita tener presente que todos los documentos, por su propia naturaleza, llevan la impronta de la persona que los escribió. Sería difícil separar los datos objetivos de las opiniones personales. Este último punto amerita una mayor profundización. Existe algo llamado sesgo sistemático. Hace poco, lo vi en acción mientras investigaba una escritora espiritual del siglo XIV. En 1310, Margaret Porette fue quemada en la hoguera en París (por creer casi lo mismo que creo yo). Las autoridades de la iglesia decidieron que era una hereje y la condenaron. Se la conocía como líder de un grupo de herejes conocido como los Hermanos del Espíritu Libre. Ahora bien, si usted lee los registros oficiales de la iglesia sobre este grupo, las descripciones son en verdad escalofriantes. Aparentemente, este movimiento era una camarilla de panteístas blasfemos que aprovechaban cualquier oportunidad para cometer el peor tipo de inmoralidad sexual. Una mirada más detenida a la evidencia deja en claro que estas acusaciones eran infundadas. El principal «delito» de Margaret y del movimiento quizás no fue otro que negarse a reconocer la autoridad de la iglesia oficial, y es muy posible que los registros oficiales no fueran otra cosa que descripciones a posteriori de las costumbres que las jerarquías eclesiales adjudicaban a todos quienes no acataban su autoridad. No son descripciones reales de cómo eran realmente estos grupos.1 La versión «oficial» se había convertido en la información más común y simplemente se copiaba de un documento a otro, sin que nadie la pusiera en tela de juicio. Cuando el historiador sabe que existe un sesgo sistemático de esta naturaleza, puede tomarlo en cuenta para evaluar la evidencia; sin embargo, si no se da cuenta del carácter

tendencioso de los textos, podría contribuir inconscientemente a propagar una falsedad. El sesgo también puede ser bien intencionado. Con frecuencia, en la Edad Media, los cronistas creían que glorificar a Dios y a Sus siervos era mucho más importante que registrar objetivamente la realidad. Barbara Tuchman (posiblemente la historiadora a quien más admiro) nos relata las hazañas del gran caballero Coucy como las relató el cronista Froissart. Justo cuando estamos entusiasmados con el relato, Tuchman nos aclara que «no sucedió nada parecido».2 El lector moderno quiere conocer los hechos objetivos, pero el escucha medieval prefería la gloriosa ficción de Froissart. En síntesis, los documentos históricos no solo son de algún modo parciales y tendenciosos, sino que a veces tienen un sesgo intencional y sistemático. De alguna manera, el historiador tiene que ser capaz de ver a través de ese velo. La historia como relato ¿Qué hacen luego los historiadores con los documentos que estudiaron? Su tarea no es simplemente encadenar todos los hechos o acumular sin criterio la mayor cantidad de detalles sobre un acontecimiento del pasado. Se supone que deben elaborar un relato en el que se presenta una secuencia coherente de los sucesos. Debe ser posible discernir cuáles fueron las causas que dieron origen a los acontecimientos y las consecuencias que produjeron. Debemos ser capaces de diferenciar los hechos importantes de los triviales. El relato tiene que tener sentido. A partir de los documentos imperfectos que describimos más arriba, el historiador va llenando los vacíos para elaborar un cuadro coherente que dé sentido a lo que sucedió. Por supuesto, es posible que en el proceso incorpore también su sesgo personal. Será inevitable. A cada paso del camino, deberá interpretar los documentos, y la historia que escriba será la historia tal como él o ella la interpreta. No parece haber manera de evitar esto. El dilema Al parecer nos encontramos atrapados en una situación sin salida: sea como fuere que abordemos el proyecto de historiografía, acabamos en el escepticismo. Aparentemente, no hay manera de establecer cómo sucedieron en realidad los acontecimientos. Hay dos opciones sobre cómo llevar a cabo una investigación histórica, pero ambas conducen a un callejón sin salida.3 Opción 1: A partir de los documentos. Podemos quedarnos únicamente con la información proporcionada por los documentos: nada más y nada menos. Todo lo que leamos en los documentos será incorporado a nuestro relato; los vacíos no pueden llenarse. Elaboraremos nuestras conclusiones solo en función de los datos disponibles y evitaremos cualquier tipo de extrapolación. Es tentador pensar que esta es la única manera ética de proceder. El problema con el abordaje restringido a las pruebas documentales es que no sirve. Como vimos anteriormente, los documentos son incompletos, tendenciosos y alejados en el tiempo. A veces incluso se contradicen entre sí. Si solo nos ceñimos a los documentos, acabaremos con una caja llena de piezas del rompecabezas sin esperanza de poder llegar a armarlo algún día. En definitiva, si intentamos seguir esta vía, el resultado es el escepticismo histórico. Opción 2: A partir de la teoría. La única otra alternativa parece ser comenzar con algún tipo

de teoría y luego acomodar los documentos a nuestras ideas preconcebidas sobre qué fue lo que efectivamente ocurrió. Aunque este abordaje parece carecer de integridad académica, en la práctica es así como proceden los historiadores. Parten de una noción sobre lo que debió haber sucedido y luego respaldan su teoría con los documentos que leen. En ocasiones, este abordaje se manifiesta a gran escala. En las escuelas de los países comunistas, como en la República Democrática Alemana, se usaban textos de historia escritos desde una perspectiva marxista. Cuando cayó el régimen en 1989, las escuelas tuvieron una crisis porque no tenían libros de historia escritos desde un punto de vista capitalista. ¡Tuvieron que dejar de enseñar historia durante unos meses! El abordaje teórico de la historia es la manera normal en que esta disciplina lleva adelante sus estudios. Es evidente que conlleva problemas. Si subordinamos los documentos a nuestras teorías, podríamos acabar aprendiendo más sobre nuestras teorías que sobre los registros del pasado. La historia escrita de esta manera se convierte en la historia de lo que creemos que sucedió, pero no en la historia de lo que efectivamente aconteció. No tenemos acceso al pasado, solo contamos con nuestras teorías sobre la historia, y el resultado es —nuevamente — el escepticismo histórico.

Cómo se escribe la historia: La solución Todo lo que expresamos anteriormente es correcto, aunque llevado a los extremos. Para eludir los escollos del escepticismo y obtener una solución práctica al problema de la historia, lo único que debemos hacer es repensar qué factores operan en cualquier hecho comunicativo. ¿Cómo interpretamos los textos escritos, históricos o actuales? El círculo hermenéutico Según la mitología griega, Hermes era el mensajero de los dioses. El estudio de cómo interpretar las comunicaciones debe su nombre a él: herme-néutica. A la hermenéutica también se la denomina la ciencia de la interpretación. ¿Cómo entendemos lo que alguien intenta comunicarnos? El teólogo alemán del siglo XIX, Friedrich Schleiermacher, decía que el proceso de interpretación es siempre circular, por eso a veces se lo denomina el círculo hermenéutico. Supongamos que usted recibe una carta de un amigo. Mientras abre el sobre, tiene ciertas expectativas sobre el contenido que espera leer. No espera recibir una cuenta por tantos metros cúbicos de gas ni leer una carta formal en la que le informan que su solicitud de empleo fue rechazada. Espera leer cierta información personal relacionada con las circunstancias comunes a su amigo y usted. Entonces, lee la carta. Algunas de sus expectativas se cumplirán: «¡Sabía que me iba a decir eso!». Otras cosas lo sorprenderán: «¡Nunca hubiera creído que llegara a decir esto!». Después de leerla, deja la carta a un lado. Unos días más tarde, se dispone a contestarla. Vuelve a leerla para refrescar su memoria. Ahora sus expectativas son mucho más refinadas. Tiene un conocimiento relativamente detallado de lo que espera leer, pero mientras la relee, nota algunos detalles y conexiones de los que no se percató en la primera lectura. Decide leer la carta por tercera vez, mucho mejor preparado, y aun así entiende más cosas.

Cada vez que repite el proceso, aprende más. Ahora bien, usted no es capaz de leer la mente de su amigo. Es posible que él haya intentado transmitirle algo en la carta que usted no capta, aun después de leerla varias veces. En realidad, incluso es posible que lea constantemente algo que su amigo nunca pretendió decir. En otras palabras, ninguna comunicación es perfecta, pero que la comunicación sea imperfecta simplemente no significa que no nos comunicamos en absoluto. Esto es lo que sucede cada vez que tiene lugar un acto comunicativo, y lo mismo se aplica todas las veces que intentamos entender un texto escrito. Obtenemos así el esquema del círculo hermenéutico:

Cada vez que intenta entender un texto literario, un ensayo domiciliario, una reseña cinematográfica, o cualquier otra cosa, usted se mueve dentro de este círculo. No es posible salir fuera de él, pero tampoco hay motivo alguno para desear hacerlo ya que obtenemos nueva información precisamente por estar dentro de él.4 Podemos aplicar el mismo modelo a la tarea del historiador:

El propósito de este modelo es mostrar que la tarea del historiador es mucho más dinámica que lo previsto por nuestro anterior dilema. Es verdad que los documentos son imperfectos y que el historiador incorpora sus teorías a su trabajo, pero no debemos pensar que uno u otro sea el factor dominante. Conviene pensarlo en términos de una interacción entre las teorías del historiador y los documentos. Evaluación de los documentos Un abordaje historiográfico basado exclusivamente en documentos conduce al escepticismo solo si suponemos que al historiador le resulta imposible juzgar cuáles documentos son los más fidedignos. En la práctica, esto no sucede. A menudo, es la palabra de un documento contra la

de otro, y no parece haber manera de determinar a cuál creer. Sin embargo, no significa que sea siempre imposible decidir entre uno u otro documento. A veces, es posible. ¿Qué criterios se utilizan para evaluar los documentos históricos? No consisten en reglas esotéricas establecidas por los historiadores profesionales para uso exclusivo de los iniciados en su arte, sino pautas basadas en el sentido común. Supongamos que dos amigos le refieren versiones contradictorias sobre el mismo hecho. Usted no sabe a quién creerle. Supongamos que su amiga tiene fama de decir siempre la verdad. Todos le reconocen que tiene una memoria precisa, no ganaría nada si tergiversara la historia y todo lo que dice se ajusta a lo que usted ya sabe. El otro, en cambio, a veces miente. Todos saben que tiene lagunas mentales, le conviene manipular un poco los hechos, y lo que describe no se ajusta del todo a lo que usted ya conoce. ¡No dirá que es difícil decidir a quién creer! Lo mismo ocurre con las fuentes históricas. No todos los documentos son igual de creíbles. Los historiadores usan ciertos criterios simples para evaluar un documento, a saber: ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el hecho en cuestión y el documento que lo registró? ¿El autor es reconocido por ser fidedigno? ¿Tiene el documento coherencia interna? ¿El autor participó directamente de los hechos? ¿El documento refiere hechos que son claramente imposibles? ¿Puede el documento conciliarse con otros documentos? ¿Los hechos mencionados en el documento figuran también en otras fuentes? Este es el denominado criterio de corroboración múltiple. ¿Hay evidencia de sesgo sistemático en el documento? ¿Hay alguna razón para sospechar que se introdujeron deliberadamente interpolaciones? Si disponemos solo de una copia del documento original, ¿es una reproducción fiel del original? En un ejercicio que acostumbro a hacer en clase, aun a los estudiantes que no son licenciados en historia se les ocurren estos criterios, y son los mismos que aplican los historiadores. Por supuesto, no todos los criterios que acabamos de mencionar son aplicables en todos los casos. No se trata de un simple listado de ítems que pueden verificarse o no, que luego se suman y permiten asignar un factor de confiabilidad a un documento. En los casos concretos, los historiadores con frecuencia no se ponen de acuerdo al aplicar estos criterios, pero los criterios están. Aunque los historiadores pueden no ponerse de acuerdo, es inconcebible que un historiador afirme: «Prefiero el documento A al documento B porque el documento A se escribió en una fecha muy posterior al hecho histórico, es una copia tan mala que no sabemos qué decía el documento original, y tiene contradicciones internas: es evidente que se escribió sin ningún apego a la verdad, sino solo con fines políticos. Por lo tanto, me quedo y le creo al documento A». Eso nunca sucederá.

Hay efectivamente criterios para decidir entre un documento y otro. No son infalibles ni tampoco decisivos: pero podemos utilizarlos y, en la mayoría de los casos, nos permiten lograr nuestro objetivo. El realismo interpretativo Una vez que tenemos todo esto armado, obtenemos lo que el prestigioso filósofo cristiano Arthur Holmes denominó «realismo interpretativo».5 El historiador debe juzgar e interpretar. Hay un factor subjetivo ineludible en la historiografía. Sin embargo, eso no excluye que el relato haga referencia a la realidad. En algún momento del proceso de interpretación, el historiador quizás encuentre algo concreto. Encontrará algunos hechos fundamentales que no están sujetos a interpretación. Hay una realidad debajo de la teorización y, tarde o temprano, esta saldrá a la luz. Martín Lutero era un monje que tomaba muy en serio su búsqueda espiritual. Transitó por todas las disciplinas y regímenes prescritos en aquellos días para quienes buscaban la salvación, pero continuaba insatisfecho. Finalmente, descubrió que Dios mismo le daría la justificación por medio de la fe en Cristo. Lutero proclamó en público su descubrimiento, en respuesta al monje Tetzel, quien vendía bulas para eximir a la gente del purgatorio. Lutero colgó sus 95 tesis y comenzó la Reforma. Obviamente, esta descripción es solo una manera de interpretar la Reforma. Pone el énfasis en la búsqueda espiritual y el descubrimiento teológico de Lutero, pero no es la única interpretación posible. Una interpretación económica se concentraría en los gastos enormes que realizaba el papado renacentista. Los papas estaban obligados a recaudar fondos en Alemania, y Tetzel se convirtió en su agente. A los príncipes alemanes les desagradaba que el prelado italiano obtuviera rentas de sus territorios. Cuando Lutero cuestionó las actividades de Tetzel, los príncipes se «subieron al carro» de la contienda teológica. Se identificaron con el protestantismo de Lutero porque era una oportunidad para independizarse de los impuestos de Roma. Habría otras interpretaciones. Una comprensión marxista de la Reforma entiende que fue una etapa en la lucha de clases entre el campesinado y la aristocracia. Lutero les dio a los campesinos la oportunidad de enfrentarse a la nobleza, aunque cuando se desencadenaron los enfrentamientos con los campesinos, Lutero se plegó a la nobleza. Por lo tanto, hay diferentes teorías que intentan darle un sentido a los acontecimientos de la Reforma. Usted tal vez diga: «Pero ¿tenemos que optar por una de las tres? ¿No podríamos combinarlas?». Por supuesto que sí, pero tendrá también una teoría. Habrá cambiado una teoría simple por una teoría combinada, pero la teoría sigue estando. En toda esta discusión sobre las teorías y marcos interpretativos, sin embargo, algunos hechos son evidentes. Hubo una Reforma. Existió un hombre llamado Martín Lutero que se opuso a la doctrina de la salvación que predicaba la iglesia católica. Existió un monje llamado Tetzel que vendía indulgencias. Había un papa en Roma. Había príncipes y campesinos. La lista podría seguir. Al analizar las diversas interpretaciones, hay ciertos hechos históricos que son indisputables. El mismo esquema es aplicable en otras investigaciones históricas. Aunque hay margen para discernir entre los hechos y las interpretaciones, algunos hechos básicos constituyen un

punto de referencia que no puede ser razonablemente puesto en duda. Son los datos que las interpretaciones históricas procuran explicar, y no están sujetos a interpretación. De vuelta a lo básico Alguien podría preguntarse: «Pero, ¿es posible estar realmente seguro de que estas cosas sucedieron? Estas conclusiones resultan de la investigación histórica, pero eso no significa que los acontecimientos realmente tuvieron lugar». Seguramente esta objeción le resulte familiar. Consiste solo en una versión especializada de lo que analizamos en el capítulo 2, cuando argumentamos a favor de la posibilidad del conocimiento en general. Postulamos entonces que tenemos derecho a admitir una creencia como conocimiento si se verifica su verdad. ¿Cuáles eran las pruebas para determinar la verdad? Dependían del tipo de creencia. Siempre y cuando una creencia haya sido justificada mediante una operación lógica, podemos afirmar que se ha convertido en conocimiento. Sería un equívoco diferenciar entre este tipo de conocimiento y otro conocimiento «real». No existe tal cosa. Hablar de un conocimiento distinto a lo que entendemos por conocimiento es un empleo vacuo de palabras. Exigir más condiciones a este conocimiento que al otro solo haría que nos perdiéramos en el escepticismo, que es la negación de todo tipo de conocimiento, aun la del propio conocimiento de que el escepticismo es verdadero. El escepticismo es una posición insostenible porque niega la posibilidad de cualquier tipo de pensamiento. La situación respecto al conocimiento histórico es similar. Aunque determinar lo que sucedió en la historia presenta grandes dificultades, debemos estar dispuestos a aceptar el conocimiento dondequiera que aflore. Verificar debidamente la verdad de la historia implica la correcta evaluación de los documentos. Si después de examinarla cabalmente, una conclusión está en orden, la única alternativa razonable es aceptarla como verdadera. Refugiarse en una apelación a la subjetividad es lo mismo que buscar conocimiento por detrás del conocimiento. El objetivo de la investigación histórica es encontrar los hechos que subyacen tras los factores subjetivos. Una vez establecidos estos hechos, no hay necesidad de invocar los factores subjetivos. Sería pedir conclusiones históricas sin conclusiones históricas. En este capítulo ya consideramos las dificultades que presenta la investigación histórica. Estas dificultades no desaparecen. No estoy borrando con el codo lo que escribí con la mano. Afirmo que esos mismos procesos que nos hacen dudar de algunas conclusiones históricas también sirven para confirmar muchas otras. Con todo, quizás mis argumentos no dejen convencidos a todos. Alguien podría decir: «No estoy defendiendo el escepticismo. Lo que quiero es contar con mejores pruebas de verificación. Estaría más inclinado a aceptar los hechos históricos si estuvieran basados en informes de testigos presenciales directos, corroborados por varios observadores con acceso inmediato a los acontecimientos. ¿Qué tiene de malo desear contar con mejor conocimiento?». Esta objeción parece inocua, pero pide algo que no tenemos derecho a pedir. Lo que desea es contar con conocimiento histórico sin metodología histórica; por lo tanto, pide una verificación de la verdad que no es apropiada. Sería lo mismo que alguien dijera: «Solo creeré en los átomos si me los muestras a simple vista». No sería razonable. Los átomos, por su

propia naturaleza, no pueden verse a simple vista y exigir verlos de esa manera en realidad es permitir la entrada al escepticismo. Análogamente, esperar obtener conclusiones históricas prescindiendo de los procedimientos normales para evaluar el contenido de los documentos es, en efecto, una manera arbitraria de impedir el conocimiento histórico. Quizás parezca una exageración, pero todo se reduce a una cuestión de escepticismo contra conocimiento. Negar arbitrariamente cualquier tipo de hechos que puedan descubrirse mediante la metodología histórica conlleva desestimar la idea misma de conocimiento tal como la planteamos. ¿Por qué debería usted creer todo lo que lee, escucha o ve? Porque tiene pruebas que lo confirman. Los mismos argumentos esgrimidos contra el conocimiento histórico pueden emplearse contra cualquier otro tipo de conocimiento. Concluyamos este capítulo con una nota positiva. La hipótesis en discusión fue si era posible conocer lo que había sucedido realmente en el pasado. Respondimos que sí, es posible. El proceso no es fácil, quizás no podamos conocer completamente lo que sucedió, ni todos los detalles; pero podremos conocer algo de lo que aconteció y con eso nos basta. Nuestra siguiente pregunta será establecer si la historia bíblica se encuadra dentro de las partes conocibles de la historia. De momento, consideremos nuevamente los casos correspondientes a este capítulo. Respuesta al caso 1: Es casi imposible argumentar en contra de estas generalizaciones tan infundadas. Si mal no recuerdo, respondí algo más o menos en esta línea: «Creo que tendremos que continuar esta conversación». No diría que fue muy útil, pero probablemente no hubiera podido contribuir más si consideramos cómo se había planteado la conversación. Según este razonamiento, alguien podría decir: «Neil Armstrong no llegó en realidad a la luna. John F. Kennedy y Elvis están vivos. Nunca hubo una segunda guerra mundial. La realidad es solo lo que la gente acuerda por consenso que es real. Yo soy solo lo que la gente dice que debo ser». ¿Dónde nos detendremos? Hay solo una manera de decidir sobre los hechos objetivos: sobre la base de la verificación. Desestimar la evidencia es sucumbir al escepticismo. Si pudiera darme el lujo de volver a conversar con Todd sobre este tema, le señalaría nuevamente el criterio de viabilidad. En la práctica, Todd conoce su pasado: como todo el mundo. La única cuestión es determinar si es posible conocer algo, no si no podemos conocer nada. Respuesta al caso 2: Hay criterios para decidir entre dos o más documentos históricos. A veces, tampoco sirven. Tal vez Nick no pudo determinar a quién creer por su falta de experiencia, o tal vez justamente este es uno de esos casos particularmente difíciles. Me inclino a pensar que se trataba de un caso complicado porque los historiadores profesionales competentes que consultó tampoco estaban de acuerdo. Para nuestros propósitos, el que haya casos dudosos, aunque sean un millón, no impugna todas las referencias históricas. Algunos acontecimientos históricos están cubiertos de misterio,6 pero estaría fuera de toda lógica concluir por ello que es imposible determinar lo que sucedió en el pasado. Respuesta al caso 3: Jack creía que estaba siendo riguroso, en realidad, solo era arbitrario. Como mencioné más arriba, él decía lo mismo que quienes dicen no creer en los átomos hasta tanto no los vean a simple vista. Todos, incluido Jack, creemos en muchas cosas sin tener testimonio ocular directo de ellas. En cualquier circunstancia, el criterio de ver para creer es una distracción que nos lleva en la dirección equivocada. Todos sabemos que los testimonios de los testigos presenciales pueden ser más o menos confiables; por ejemplo, piense en los informes contradictorios que puede haber sobre un accidente de tránsito. Además, los testimonios históricos de los testigos directos nos han llegado solo por una vía: a través de documentos. De vez en cuando alguien dice: «Si solo hubiéramos contado con cámaras de video o cobertura televisiva en aquel entonces. Entonces sí no tendríamos toda esta incertidumbre». En realidad, esta añoranza no es ni siquiera tan buena como

parece. Considere toda la controversia que rodea al asesinato de John F. Kennedy y por qué. Respuesta al caso 4: En general, la profesora tiene razón. Sin duda que escribir historia es siempre subjetivo. Teniendo en cuenta que lo que en la actualidad consideramos historia fue mayoritariamente escrito por hombres blancos, para ser leído por otros hombres blancos, ese punto de vista estará sin duda presente. ¿Un sesgo pronunciado hará imposible la objetividad? Consideremos otro ejemplo. El lunes por la noche, los Washington Redskins pasaron por arriba a los Philadelphia Eagles. Yo soy fanático de los Redskins y si tuviera que comentar el partido lo haría de manera triunfal, resaltando el juego brillante de los Redskins. Por el contrario, si simpatizara con los Eagles, daría otra descripción del mismo partido, tal vez con el tono de voz que solemos reservar para los velorios. Nuestra subjetividad impregnaría el relato y se trasluciría, pero estaríamos refiriéndonos al mismo partido. Solo porque escribir historia es una actividad parcial no significa que todo vale. El historiador debe dar cuenta de la evidencia que descubre en los documentos. No tiene libertad para decir que, ya que toda la historia es subjetiva, puede reescribir los acontecimientos como le parece que deberían haber sucedido y que vale tanto una revisión histórica como la otra. Hace unos años, Marion Zimmer Bradley reescribió el relato de Camelot desde el punto de vista de una mujer consagrada a la veneración de la antigua deidad.7 Es una lectura interesante e incluso permite descubrir algunos de nuestros prejuicios colectivos, pero no es un texto de historia porque no se basa en una investigación académica de las fuentes. Cuando la historia se limita a ser vehículo de una ideología, se convierte pronto en una herramienta de poder político. Una de las primeras medidas que suelen tomar los regímenes totalitarios es reescribir la historia para conformarla a sus objetivos. George Orwell, en su novela 1984, describió esto como el Ministerio de la Verdad, que revisaba la historia a diario para acomodarla a las necesidades cambiantes de la dictadura.8 Nuestra única defensa contra ese tipo de manipulación es insistir en que la historia se basa en un conjunto fundamental de datos accesibles.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Describir a grandes rasgos la metodología de los estudios historiográficos. Explicar por qué los documentos históricos son intrínsecamente imperfectos. Mostrar por qué la tarea del historiador es siempre subjetiva. Esbozar los criterios para decidir la validez de los documentos históricos. Explicar cómo la tarea del historiador se asemeja al círculo hermenéutico. Definir el realismo interpretativo y explicar cómo esta noción restaura la posibilidad de conocer los hechos históricos. 7. Argumentar por qué negar la posibilidad de conocer el pasado es escepticismo (y mostrar por qué no es una alternativa aceptable). 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Barbara Tuchman, Arthur Holmes. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Qué condiciones debe cumplir un texto para ser considerado un documento histórico? Distinguir entre evidencia documental directa e indirecta. ¿Es posible considerar documentos históricos a los textos religiosos? 2. Hable con un historiador. Averigüe cuál es la evidencia documental que avala algún

hecho histórico del que nadie dudaría. ¿Le resulta convincente? 3. Emprenda un estudio del sesgo sistemático presente en la historiografía. ¿En qué medida hay sesgo sistemático en la historia que se escribe en la actualidad? 4. ¿Hasta qué punto el sesgo en la escritura de la historia puede ser algo positivo? 5. Reaccione a la afirmación: «Para que un acontecimiento sea considerado un hecho histórico, no debe ser cuestionado por nadie». Lecturas adicionales William H. Dray, Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964). Mircea Eliade, Cosmos and History (Nueva York: Harper & Row, 1959). Arthur F. Holmes, Faith Seeks Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971). John Warwick Montgomery, The Shape of the Past (Ann Arbor, MI: Edwards Bros., 1962). 1 Un excelente libro sobre este tema es Robert E. Lerner, The Heresy of the Free Spirit in the Middle Ages (Berkeley: University of California Press, 1972). 2 Barbara W. Tuchman, A Distant Mirror: The Calamitous Fourteenth Century (Nueva York: Ballantine, 1978), 277. 3 Para un buen resumen de todos los problemas y soluciones propuestas, ver William H. Dray, Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964). 4 Este modelo también es aplicable a la interpretación bíblica. En realidad, es en dicho campo donde surgió y es todavía objeto de mucho debate. He resumido los puntos principales en un artículo, «Humility and Commitment: An Approach to Modern Hermeneutics». Themelios 11 (Abril 1986): 83-88. 5 Arthur F. Holmes, Faith Seeks Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971), 78-84. 6 Es posible que el problema del sudario de Turín sea otro. 7 Marion Zimmer Bradley, The Mists of Avalon (Nueva York: Knopf, 1982). 8 George Orwell, 1984 (Buenos Aires: Bureau Editores, 2003, orig. 1949).

10 El Nuevo Testamento y la historia Dudas respecto a la autenticidad bíblica Caso 1: Uno de los cursos de lengua inglesa en la Universidad de Maryland incluía una unidad sobre la Biblia como literatura. Además de ser interesante, fue una buena oportunidad para compartir el evangelio con mis compañeros. Recuerdo una noche, a la salida de clase; acabábamos de tener una exposición sobre cómo los profetas condenaban el pecado. —Y tú, ¿qué piensas de todo esto? —le pregunté a Karen, la muchacha sentada a mi lado. Sin la menor vacilación y con la más absoluta confianza, me respondió: —Creo que un montón de personas se pusieron de acuerdo e inventaron toda la Biblia.

Los originales perdidos Caso 2: En los congresos, los académicos suelen tener conversaciones tan espontáneas y despreocupadas como las que se dan en cualquier dormitorio universitario a altas horas de la noche. Durante una de esas sesiones, la conversación derivó al tema de la naturaleza de la Biblia. Yo comenté que creía que las Escrituras eran completamente veraces. —Cuando afirmas eso te refieres a los originales, pero no a las traducciones modernas ¿no? —me preguntó un amigo. —Sí —respondí—. Es indudable que los copistas y los traductores quizás introdujeron ligeras variantes en las versiones posteriores. —Pero no tenemos los originales —continuó—. ¿Me quieres decir, entonces, que estás convencido de que algunos documentos hipotéticos, que nadie vio en dos mil años, son completamente veraces? Me resulta bastante fantasioso.

¿Quién es el Jesús verdadero? Caso 3: Estaba conversando con Ibrahim, un estudiante musulmán venido de Kuwait. Había escogido la Universidad Taylor para estudiar porque para él era una universidad típicamente cristiana de Estados Unidos. Lo conocí en el curso panorámico de Nuevo Testamento que dicto. Después de unas semanas, vino a verme a mi oficina y nos pusimos a conversar. Si existe tal cosa como un sarcasmo respetuoso, así fue cómo él se refirió a mis pobres intentos por hablar en árabe. —Usted suena como un egipcio del norte —comentó. Aparentemente, tener ese acento era mal visto en su región de origen. La conversación luego se puso más seria. Le pregunté (en inglés, por supuesto, porque no tenía que pedir nada del menú de un restaurante ni pedir instrucciones en un hotel) lo que él pensaba sobre Jesús, después de haberlo estudiado en clase. —Verá —me explicó—, aprendimos sobre Jesús a partir de los Evangelios. Pero estos fueron escritos por personas que querían creer que Jesús es Dios, y por eso inventaron todas esas historias sobre Él. Nosotros, los musulmanes, creemos que Jesús fue un profeta, pero solo un hombre. En los Evangelios leemos lo que la iglesia creyó sobre Jesús, no sabemos cómo fue el Jesús verdadero.

¿Será verdad? Ahora la pregunta se centra en la posibilidad de considerar al Nuevo Testamento como un documento histórico fidedigno. Solo si logramos probar que es confiable, tendrá sentido hablar del Jesús histórico, de Sus enseñanzas, milagros e identidad. Nuestra hipótesis para este capítulo, por lo tanto, es esta: El Nuevo Testamento es un documento histórico fidedigno como fuente de información sobre Jesús. Nos centraremos en los cuatro

Evangelios —Mateo, Marcos, Lucas y Juan—, por ser los libros que tienen más contenido relacionado con este tema. Antes, una salvedad: Tratar este tema a fondo excede la extensión de un capítulo en un libro sobre apologética. En el campo de los estudios bíblicos, hay diversas disciplinas de investigación académica por derecho propio, cada una con sus problemas concretos y soluciones propuestas. Lo más que podremos hacer en este capítulo es esbozar algunos problemas que consideramos cruciales y procurar aportar las mejores respuestas. Aunque podríamos explayarnos, estoy convencido de que las respuestas no cambiarían sino que simplemente se fortalecerían por más que ampliáramos y desarrolláramos los detalles.

¿El Nuevo Testamento es un documento histórico? Antes de proceder, es necesario aclarar una cuestión importante: la legitimidad de llevar adelante este tipo de análisis, porque hay quienes no lo admiten. Según ellos, el Nuevo Testamento es un texto de literatura religiosa y que, como tal, no puede servir como fuente de información histórica. Esta idea supone que las ideas religiosas están intrínsecamente desligadas de los hechos históricos. Son dos corrientes de pensamiento divergentes, expresadas por dos géneros literarios diferentes, y deberían permanecer separadas. Quisiera responder a esta objeción con dos comentarios. Primero, es una cuestión arbitraria. Parte de una concepción particular sobre la naturaleza de la verdad religiosa que es sumamente cuestionable. Supone que el mundo de la religión y el mundo de los hechos históricos objetivos son incompatibles. Por lo tanto, no solo juzga el carácter literario de diversos escritos, sino que también decide qué incluir y qué excluir de la categoría de verdad religiosa. Estas cuestiones de ningún modo deberían decidirse por adelantado. Segundo, el Nuevo Testamento establece claramente que es una fuente de información histórica. En los primeros versículos del Evangelio de Lucas leemos: Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos presenciales y servidores de la palabra. Por lo tanto, yo también, excelentísimo Teófilo, habiendo investigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron. (Lucas 1:1-4, NVI) Esta aseveración de Lucas también es aplicable a otros pasajes narrativos del Nuevo Testamento. Todo indica que hemos de aceptarlos como hechos de la realidad y no hay nada que nos lleve a rechazar una interpretación objetiva. Por lo tanto, concluimos que es legítimo leer el Nuevo Testamento como un texto histórico. Esto no implica ningún juicio sobre la calidad de los documentos. Quizás tengan poco valor histórico, tal vez no sean más que textos de ficción recubiertos de estilo histórico para darles credibilidad. Estos juicios de valor todavía están pendientes, aún no los hemos determinado. Por el momento, nos hemos centrado solo en establecer la legitimidad de decidir si es historia buena o historia mala. Por lo menos, estos documentos deben tratarse como historia.

Los criterios y la carga de la prueba En el último capítulo, listamos algunos criterios que los historiadores usan para evaluar los documentos. A fin de adaptarlos para esta discusión, los combiné en cinco preguntas: ¿Los relatos fueron escritos por personas directamente asociadas a los acontecimientos? ¿Las versiones actuales de los Evangelios coinciden con la redacción original? ¿Hay fenómenos imposibles en los relatos? ¿Es imposible creer en los relatos porque son demasiado subjetivos? ¿Qué suerte corren los relatos de los Evangelios cuando se los compara con otras referencias extrabíblicas sobre Jesús? Una observación respecto a la carga de la prueba: Cuando un historiador se rige por las pautas metodológicas de su disciplina (como descritas en el capítulo anterior), no puede desestimar aquellos documentos que no le agradan. Por ejemplo, si estuviera escribiendo sobre María Antonieta, deberá tomar en cuenta todas las fuentes relevantes. Supongamos que encontrara un documento escrito por una persona allegada a María Antonieta. La versión del documento en poder del historiador es una reproducción fiel del original. Si así fuera, al documento debe concedérsele valor propio. Los últimos tres criterios se convierten en negativos en el sentido de que si el documento no presenta problemas graves, deberá ser admitido como evidencia histórica. En otras palabras, el documento es admitido hasta tanto se pruebe que no es fidedigno, «es inocente hasta que se pruebe su culpabilidad». Del mismo modo, si es posible establecer que los Evangelios son un registro fiel de los recuerdos de personas allegadas a Jesús, deberán ser admitidos como documentos históricos con su propia integridad. Si luego podemos mostrar que no relatan imposibilidades, no tienen un sesgo tan marcado que son imposibles de creer y tampoco se contradicen con otras fuentes, se convierten en una fuente autorizada. Un historiador que trabaje éticamente no podrá dejarlos de lado y deberá aceptarlos como información confiable.

Los autores Poco cabe decir respecto a si los autores tradicionales estaban en condiciones de escribir relatos históricos. Mateo y Juan fueron discípulos de Jesús. Marcos era de Jerusalén y fue testigo presencial de los hechos relatados en los Evangelios; además, según la tradición, Marcos refirió los recuerdos de Pedro. Lucas, por supuesto, era un gentil; no fue uno de los discípulos, y no presenció directamente los hechos. Sin embargo, el propio evangelista nos informa sobre la investigación que realizó (ver la cita más arriba), y podemos tener la certeza de que residió dos años en Jerusalén y estuvo muy ligado a quienes participaron directamente de los acontecimientos.1 ¿Fueron verdaderamente estas personas quienes escribieron los Evangelios que llevan sus nombres? En la actualidad, los eruditos bíblicos suelen «dejar en suspenso sus juicios» respecto a la pregunta sobre quién escribió un libro en particular y luego determinar sobre

bases independientes quién pudo haber sido el autor. La autoría atribuida por el propio documento no incide de manera determinante en este tipo de investigaciones. Este abordaje está justificado ya que hay libros antiguos escritos con seudónimos, que ocultan el nombre del verdadero autor. Un ejemplo famoso es el libro de Enoc (que Judas cita en su epístola), pero que no fue escrito por Enoc. El historiador no es libre para suspender su juicio respecto a la información que tiene a la mano. En algunos casos, es evidente que determinada persona no pudo haber escrito un relato en particular. Dicha conclusión debería ser fruto de una investigación cuidadosa del texto, a partir de las afirmaciones del texto mismo. Desestimar la autoría atribuida por el propio documento y luego intentar atribuir, sin más respaldo documental, el texto a un supuesto autor revela más arrogancia que metodología histórica. Para recapitular, no hay nada a priori que nos obligue a rechazar las atribuciones sobre la autoría de los Evangelios contenidas en los antiguos manuscritos. Es cierto que los nombres de los autores no aparecen en el texto, pero figuraron desde siempre en los títulos de los manuscritos. Ese debe ser el punto de partida del historiador. Podemos comenzar, entonces, suponiendo que los Evangelios fueron escritos por personas lo suficientemente allegadas a los hechos para referir los acontecimientos durante la vida de Jesús.

Los manuscritos Durante la lectura de este libro, es posible que usted no lea siempre exactamente lo que escribí de la manera en que lo escribí. Las casas editoriales modernas contratan a correctores cuya tarea consiste en ayudar a los autores a pulir su redacción para transmitir mejor sus ideas. Corrigen errores de gramática o reelaboran el lenguaje de un autor técnico para hacerlo más accesible a quienes no son expertos en el tema. El lado negativo es que, en el proceso de producir un texto para su publicación, es posible que se introduzcan erratas. Por eso, lo que usted lee tal vez no sea palabra por palabra lo que escribí a mano y luego transcribí en mi computadora. Por supuesto, si lo desea, puedo prestarle mis respaldos para que usted compare la versión final con mi formulación original. Cuando leemos los Evangelios, ¿leemos exactamente lo que escribieron los autores originales? Es una pregunta importante. Al fin de cuentas, si los Evangelios tal como nos llegaron difieren mucho de los escritos originales, no podemos esperar obtener información confiable de ellos y ese sería el fin de nuestro proyecto. Comparemos, entonces, las versiones actuales de los Evangelios con los originales. Sin embargo, no disponemos de los originales. Hace mucho tiempo que se perdieron. Por fortuna, alguien pensó en hacer copias; pero tampoco disponemos de estas copias directas del original. Ni tampoco tenemos copias de las copias. Lo único que tenemos son copias de copias de copias de copias, y varias generaciones de copias. Aún nos aguarda otra desagradable sorpresa: Estas copias no coinciden; hay diferencias entre ellas en muchos puntos. Las diferencias entre las copias son de diversa índole. La gran mayoría son poco significativas, una palabra en vez de otra o una construcción gramatical algo diferente. Hay unas pocas diferencias más sustanciales; por ejemplo, hay pasajes enteros (como Juan 8:1-11 o Marcos

16:9-20) ausentes en algunos manuscritos. ¿Cuál manuscrito es el correcto? Es decir, ¿cuál manuscrito es fiel a la escritura del autor original? Si no podemos responder esta pregunta, no lograremos avanzar. Algunas personas afirman que, como no disponemos de los originales, la pregunta debería quedar sin respuesta. Por lo tanto, no podemos usar los Evangelios como documentos históricos sobre Jesús, ya que no sabemos lo que los Evangelios originales decían sobre Él. Antes de responder a este problema, sería útil introducir algunas definiciones aclaratorias. Un manuscrito es una copia a mano de un documento en el idioma original. Lo que denominamos «documento» a lo largo de este análisis se refiere a una fuente histórica en particular, de la que quizás tengamos muchos manuscritos. Por ejemplo, el Evangelio de Lucas es un documento, pero tenemos miles de manuscritos de Lucas. Los originales o autógrafos se refieren al libro tal como fue escrito por el autor, con su puño y letra o por medio de un dictado directo a un amanuense. Como mencionamos más arriba, no disponemos de ninguno de estos autógrafos. La crítica textual es la ciencia que estudia los manuscritos. La mayoría de las veces constituye el intento de reconstruir lo que debió decir el original, basado en los manuscritos disponibles. Nuestra tarea será realizar una rudimentaria crítica textual. ¿Podemos, sobre la base de los manuscritos que disponemos, inferir el contenido de los autógrafos originales? Les adelanto que mi respuesta será afirmativa. Lo que planteo a continuación tal vez les resulte familiar. Adoptaremos para los manuscritos la misma línea de argumentación que usamos para los documentos históricos. A partir de algunos criterios de sentido común, es posible sacar conclusiones sobre lo que debió decir el autógrafo original. Supongamos que doce personas le refieren una historia que escucharon de otra persona. Hay ligeras diferencias entre los relatos de cada uno. ¿Le resultará imposible determinar cuál debió ser la versión original de la historia? No necesariamente; con un poco de investigación detectivesca, la mayoría de las veces no será difícil decidir qué debió haber dicho el primer relator. Seguramente usted tomará en consideración los siguientes factores: lo que sabe de la persona que refirió la historia original; lo que sabe de las personas que están repitiendo el relato, a saber: (1) su confiabilidad; (2) si escucharon el relato directamente del primer emisor o indirectamente a través de intermediarios; en cuyo caso, cuántos intermediarios hubo entre el primero y el último; y (3) si sus informantes quizás tengan una buena razón para alterar su versión de la historia, tal vez porque así la entendían mejor o para adaptarla a su público. hacia dónde parece apuntar el consenso del grupo.

Determinar lo que estaba en el original no es como el juego del «teléfono descompuesto». Recordarán que en dicho juego una persona le susurra una frase a la segunda persona, y esta a la tercera, y así sucesivamente retransmiten la frase por una cadena. La gracia del juego consiste en que cuando termina la cadena, la última frase no se parece en nada a la original. Las últimas personas no saben qué fue lo que escuchó la primera. El caso del Nuevo Testamento es diferente. Hay controles y criterios. Tendríamos que pensar en muchas cadenas en las que la frase se transmite en voz alta y en donde hay expectativas razonables sobre cómo debió haber sido el original y cómo pudo haber sido alterado. Igual que cuando se trataba de decidir entre diversas fuentes históricas, existen las mismas condiciones a la hora de decidir entre diferentes manuscritos de una fuente: Hay criterios y procedimientos para tomar una decisión. Nuevamente, incluso quien recién se inicia en el campo de la crítica textual podría determinar cuáles deberían ser estos criterios. Los formulamos como sigue: cada uno basado en el supuesto de igualdad de condiciones; es decir, varios criterios combinados pueden neutralizar un criterio aislado. 1. ¿El manuscrito está en armonía con otros? 2. ¿Qué antigüedad tiene el manuscrito? 3. En función de lo que sabemos sobre el origen de un manuscrito en particular, ¿hay razones para sospechar que se alteró? ¿Es posible que se haya sustituido un término común para adaptarlo a una cultura en particular? 4. ¿En qué condiciones físicas está el manuscrito? ¿Está roto o lleno de agujeros? 5. ¿Cómo es la calidad general del manuscrito? Por ejemplo, ¿hay errores de ortografía o gramaticales? 6. ¿Se pueden explicar algunas de las variantes en los manuscritos como resultado de errores de los copistas? Piense en lo fácil que sería en español escribir por error «pescar» por «pecar». 7. ¿Podemos reconocer qué los llevó a sustituir una redacción difícil de interpretar por una lectura más fácil? Si dos manuscritos presentan dos redacciones diferentes del mismo pasaje, uno al menos difiere del original. Lo más probable es que un copista cambió un pasaje que no entendía por uno más comprensible. Porque ¿para qué cambiar un texto perfectamente inteligible por uno menos claro? Por lo tanto (de nuevo, en igualdad de condiciones), el manuscrito con la variante más difícil de comprender posiblemente sea el más ajustado al original. No es una lista exhaustiva, pero nos sirve para demostrar que los criterios existen y que hay maneras de decidir entre los manuscritos. No estamos tanteando en la oscuridad, incapaces de decidir qué pudo haber dicho el original. Nadie pretende decir que este proceso sea fácil. Aun cuando se cuenten con los mejores criterios, habrá algunos pasajes (como el final de Marcos 16) en los que será difícil determinar cómo era la redacción original. Aparentemente, algunos pasajes se incluyeron en las traducciones; por ejemplo, la segunda parte de 1 Juan 5:7 según la versión Reina Valera no se

encuentra en ningún documento griego antiguo. Como conclusión a esta investigación: Los mismos criterios que en un muy pequeño número de casos nos causan problemas (ninguno de manera significativa) son también los que hacen que el Nuevo Testamento salga airoso en su conjunto. Comparemos la manera en que se conservó el texto del Nuevo Testamento con la de otros documentos antiguos,2 por ejemplo, el estado de los manuscritos de Las guerras gálicas, escrito por Julio César alrededor del 50 a.C. Hoy hay diez manuscritos de este libro, ninguno anterior al año 900 d.C. Es decir, contamos con diez manuscritos escritos mil años después de la fecha de su redacción original. Esto no es muy malo: es la situación típica de las fuentes históricas antiguas. En comparación, el Nuevo Testamento se escribió en el primer siglo,3 y el primer manuscrito, el fragmento de John Rylands, es de la primera mitad del segundo siglo.4 La mayoría de los restantes manuscritos datan solo unos cientos de años después de la fecha de redacción original. Se conservan unos cinco mil manuscritos griegos del Nuevo Testamento en la actualidad. Ningún otro documento antiguo iguala al Nuevo Testamento cuando se compara el estado de conservación de los manuscritos, ni en cuanto a su cantidad ni en términos de fidelidad a los originales. La enorme cantidad de manuscritos nos da virtualmente la certeza de que contamos con las principales variantes del texto. En la actualidad, es extremadamente improbable que se descubra un manuscrito mucho mejor conservado, con una redacción completamente diferente. Esto significa que, a los efectos prácticos, aunque no tenemos todavía una reconstrucción precisa de todos los autógrafos originales, es altamente probable que todas las interpretaciones del original estén representadas en el texto tal como se reconstruyó hasta ahora o, por lo menos, en los manuscritos disponibles. La riqueza de manuscritos del Nuevo Testamento no representa un problema grave en definitiva. Podemos determinar, dentro de los límites razonables de la metodología de la crítica textual, el contenido de los originales y saber que lo que leemos en nuestras Biblias es, en su mayor parte, exactamente eso. Lo que comenzó como un aparente problema resultó ser una de las principales fortalezas del Nuevo Testamento. Una evaluación objetiva de los manuscritos nos da la más plena confianza de que efectivamente sabemos lo que escribieron Mateo, Marcos, Lucas y Juan sobre Jesús. Ningún otro documento antiguo alcanza el mismo grado de exactitud textual.

Imposibilidades e incredulidades Si un manuscrito sin defectos relata hechos claramente imposibles, habría que desestimarlo de todos modos. Por eso, la siguiente pregunta que nos planteamos es si el Nuevo Testamento contiene relatos de imposibilidades, que lo inhabilitarían a ser usado como fuente histórica. Muchos dirían que así es. En los Evangelios hay historias en las que el agua se convierte en vino, las personas caminan sobre el mar, y hasta los muertos resucitan. En consecuencia, el historiador concluye que no se puede confiar en los Evangelios para obtener información objetiva sobre Jesús.

Valdría la pena que recordemos nuestro análisis sobre los milagros, en el capítulo 8. Allí intentamos mostrar que, dentro de la cosmovisión teísta, los milagros son posibles y creíbles. El Nuevo Testamento está escrito desde la perspectiva del teísmo, y hemos demostrado que el teísmo es verdadero. Por lo tanto, es posible aceptar los relatos de los milagros tal como se presentan en los Evangelios. La palabra «imposible» se emplea comúnmente de dos maneras. Puede usarse para expresar una imposibilidad lógica, como la cuadratura del círculo o cuando se afirma que un canguro es y no es al mismo tiempo un canguro. Estas imposibilidades nunca se pueden creer, ni siquiera dentro de un marco teísta. Sin embargo, no son el tipo de imposibilidad aparente que encontramos en el Nuevo Testamento. En los Evangelios encontramos aparentes imposibilidades físicas, pero como mostramos en el capítulo 8, podemos admitirlas en tanto tengamos evidencia de que podrían ser obra de Dios quien tiene libertad para subrogar las leyes que Él mismo creó. Por supuesto, el historiador necesita proceder con cautela al analizar los Evangelios. Tampoco es cuestión de aceptar con ligereza todos los relatos de hechos milagrosos, pero estamos tratando con hechos poco probables, no imposibles. Como decía Sherlock Holmes: «Una vez que se descartó lo imposible, lo improbable debe ser verdad».

La cuestión del sesgo ¿Son los relatos de los Evangelios sobre la vida de Jesús tan sesgados que no es posible creerlos? En el último capítulo, estudiamos qué se entiende por sesgo sistemático: A veces, una fuente pierde credibilidad porque salta a la vista que los autores alteraron el texto para defender su punto de vista o sacrificaron la verdad por una cuestión de conveniencia. Muchos sostienen que este es el caso de los Evangelios. Es evidente que los autores eran creyentes en Jesús y, por lo tanto, escribieron sus testimonios con el propósito de promover su punto de vista. Escribieron todo desde su perspectiva subjetiva, con el objetivo de propagar su fe en Cristo. En consecuencia, para el historiador profesional los Evangelios no constituyen una fuente confiable de información objetiva. A la luz de lo que discutimos en el capítulo anterior, esta objeción debería resultarnos curiosa. No existe ningún texto histórico que no haya sido escrito desde una perspectiva subjetiva. Por lo tanto, señalar que los autores de los Evangelios tenían un sesgo no afecta en nada su confiabilidad como informantes históricos. Si desestimáramos todos los escritos porque reconocemos su subjetividad, tendríamos que desechar no solo todos los documentos históricos, sino también cualquier texto escrito, aun los informes periodísticos, la última carta de su madre y la factura de electricidad. La pregunta que corresponde hacer no es si los Evangelios contienen un sesgo —lo tienen —, sino si son tan subjetivos que tenemos pruebas de que los autores tergiversaron los hechos para conformarlos a sus prejuicios. Muchos suponen que efectivamente sus autores alteraron los hechos,5 pero ¿hay razón para suponer este tipo de sesgo sistemático? Sería útil dar una breve mirada a la naturaleza de los escritos históricos en la antigüedad. Ya mencioné que Julio César es el autor de la historia de las guerras gálicas. Sus textos se

conforman al procedimiento estándar de escritura de la historia antigua. Las crónicas que tenemos de los faraones egipcios, los reyes de Mesopotamia y de otros reinos fueron escritas por ellos y sobre ellos, con el propósito de glorificarse. Si nos atenemos a estos relatos, solo obtuvieron victorias y nunca perdieron una batalla; se registran solo los triunfos, nunca los fracasos. Por suerte podemos determinar que si el rey A venció al faraón B, el faraón B debió perder, y viceversa, aunque esto sería muy difícil de concluir si nos guiáramos solo por lo que escribió el faraón B. En comparación, los relatos bíblicos son extraordinariamente objetivos. Ninguno de los héroes bíblicos —Abraham, David, Pedro, Pablo— fueron personas intachables. Este tipo de objetividad relativa también se refleja en el retrato de Jesús presentado en los Evangelios. Si los escritores de los Evangelios solo se proponían hacer propaganda sobre Jesús, tendrían que haber omitido algunas facetas de su descripción de Jesús que podrían ahuyentar al lector incrédulo. Bertrand Russell, un filósofo del siglo XX, para argumentar por qué no era cristiano, enumera lo que considera defectos en el carácter de Jesús. Encuentra objetable, por ejemplo, que los Evangelios incluyan las denuncias de Cristo contra diversos grupos, Su maldición de una higuera por no tener higos fuera de estación y que haya mandado ahogar a los cerdos gadarenos. Russell concluye: «Yo no puedo pensar que, ni en virtud ni en sabiduría, Cristo esté tan alto como otros personajes históricos».6 Por supuesto, lejos estoy de concordar con Russell, y lamento tener que citarlo como una autoridad sobre interpretación bíblica. Sin embargo, lo importante es que Russell expresa su reacción personal a los Evangelios. Claramente, es imposible que un conjunto de escritos que provoca tal rechazo hacia el principal personaje pierda credibilidad por presentar un sesgo favorable hacia Jesús: una cosa o la otra. Por lo tanto, según las normas históricas, el sesgo de los Evangelios no es tan marcado como para desconfiar de sus relatos de la realidad.

Los Evangelios y otros relatos ¿Cómo quedan los relatos de los Evangelios cuando los comparamos con referencias extrabíblicas a Jesús? Antes de responder directamente a esta pregunta, quisiera retomar la cuestión de la carga de la prueba, a los efectos de aclarar algunas cosas, no como maniobra defensiva, ya que no tenemos nada que temer aquí. La respuesta breve es que los Evangelios quedan muy bien parados. A veces me preguntan si hay evidencia histórica sobre Jesús. En realidad, lo que desean saber es si, aparte de los Evangelios, hay otras referencias a Él. Las hay. Lo interesante sobre la manera en que formulan esta pregunta es que suponen que la única información verdaderamente histórica es la que no se encuentra en los Evangelios. Hemos intentado mostrar que dicha opinión es inaceptable porque los Evangelios mismos son relatos históricos. Este concepto erróneo se exacerba por una suposición que parece imperar en los círculos académicos: lo que afirma un escritor pagano (con sus sesgos propios) es, de alguna manera, intrínsecamente más confiable que lo que afirma un escritor bíblico, a pesar de los elevados estándares morales de la enseñanza bíblica. El asunto es que no creen en ningún relato bíblico si no ha sido confirmado por escritores ajenos a la Biblia. Se trata de una noción errónea,

contraria a la metodología histórica profesional. Lo que importa no es probar que los Evangelios son verdaderos porque están corroborados por escritores no cristianos, lo que sería una metodología extraña, sino determinar la confiabilidad de las fuentes de los Evangelios comparándolas con otros documentos, para ver si se contradicen. Por el momento, habiendo mostrado que los Evangelios son documentos históricos aceptables porque cumplen los criterios historiográficos, somos libres para aceptar que los relatos son verdaderos siempre y cuando no hayan sido refutados por documentos con la misma, o mejor, validez que los propios Evangelios. En realidad, a los Evangelios les va mucho mejor cuando los comparamos con referencias sobre Jesús en textos no cristianos. Veamos tres de estos documentos.7 Tácito El historiador romano Tácito describió el gran incendio de Roma (64 d.C.); algunos culparon al emperador Nerón de haberlo iniciado. Tácito escribió: Así pues, para poner fin al rumor, Nerón se inventó unos culpables y ejecutó con refinadísimos tormentos a un grupo que, aborrecidos por sus infamias, el vulgo llamaba cristianos. Debían este nombre a Cristo, que fue mandado ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio Pilato durante el imperio de Tiberio; aunque brevemente reprimida, la perniciosa superstición irrumpió de nuevo no solo en Judea, lugar de origen de este mal, sino aun en Roma, a donde confluye y se celebra cuanto de atroz y vergonzoso hay en el mundo. Así pues, se empezó por detener a los que confesaban su fe; luego por las indicaciones que estos dieron, toda una inmensa muchedumbre fue condenada, no tanto por el crimen de incendiar la ciudad, sino por odiar a la humanidad.8 ¿Por qué tanto odio hacia los cristianos? La respuesta es que la mayoría de los romanos no entendían realmente el cristianismo. Habían oído hablar sobre la celebración cristiana de la Cena del Señor (sobre comer el cuerpo del Hijo y beber Su sangre) y pensaban que los cristianos sacrificaban bebés y luego lo celebraban. ¿Quién no se opondría a un culto tan atroz? Sin embargo, lo que más importa es que Tácito menciona los principales hechos sobre la vida de Jesús. Hubo un hombre llamado Cristo que fue ejecutado bajo el reinado de Poncio Pilato, pero cuyos seguidores continuaron creyendo en Él (una referencia indirecta al menos a la creencia en Su resurrección). No hay nada en este relato que nos lleve a reconsiderar nuestra noción de los Evangelios. Josefo Flavio Josefo fue un historiador judío que compiló la historia de los judíos para los romanos. Su obra está recogida en Antigüedades judías. Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres y mujeres que

aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilato lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado este y mil otros hechos maravillosos sobre Él. La tribu de los cristianos, llamados así por Él, no ha cesado de crecer hasta este día.9 Sin duda que toda esta información está en completa armonía con lo que leemos en los Evangelios. Esta cita quizás sea demasiado buena para ser verdadera. A partir de otra información que tenemos sobre Josefo, sería improbable que creyera que Jesús era el Mesías y que hubiera resucitado. Es así que algunos eruditos han intentado realizar una crítica textual de los escritos de Josefo, porque suponen que los copistas cristianos introdujeron algunas interpolaciones a lo que efectivamente escribió. Han reconstruido lo que Josefo quizás escribió: Por aquel tiempo existió un hombre sabio llamado Jesús. Su conducta era buena y fue conocido por su virtud. Muchos judíos y gentiles se convirtieron en Sus discípulos. Pilato lo condenó a la crucifixión. Quienes eran Sus discípulos no abandonaron Su discipulado. Según ellos, Él se les apareció tres días después de Su crucifixión y estaba vivo; por eso, fue tal vez el Mesías del que los profetas anunciaron que haría muchos milagros.10 Estas afirmaciones, mucho más moderadas, están definitivamente más en línea con lo que era esperable que escribiera alguien en la posición de Josefo, pero la historia de Jesús y Sus discípulos básicamente está presente y concuerda con los testimonios del Nuevo Testamento. El Talmud El Talmud es un compendio de escritos judíos, en el que se recogen diversas interpretaciones de la ley, estampas, referencias históricas, parábolas y una gran diversidad de información que en el curso de los siglos ha conformado el judaísmo. Hay al menos una mención a Jesús en el Talmud, en una sección redactada a principios del segundo siglo. Como se escribió en un período aún próximo a la versión oficial judía contra Jesús, cabría esperar que esta referencia sea desfavorable. Efectivamente lo es; pinta un retrato de Jesús para que no quepa duda de Su culpabilidad. Leemos lo siguiente: Yeshu fue colgado en la víspera de la Pascua. Cuarenta días antes de Su ejecución, un heraldo recorrió la región y proclamó: «Será lapidado por practicar hechicerías y hacer extraviar a Israel. Aquellos que tengan algo que decir en Su defensa, que se presenten e intercedan por Él». Pero como no se presentó nada en Su favor, fue colgado en la víspera de la Pascua.11 Esta cita agrega algunos matices nuevos. Aporta información sobre un heraldo que supuestamente convocó a los posibles seguidores de Jesús, pero nadie se presentó. Por

supuesto, no podemos estudiar este fragmento talmúdico menos críticamente que los Evangelios, en los que no hay ninguna mención a un heraldo, y por eso necesitamos preguntarnos cuál documento es más confiable. La respuesta simple es que los Evangelios son más creíbles y que, en este punto, el Talmud dista mucho de ser fidedigno. Dejando de lado todas las razones textuales, es evidente que si Jesús no tenía seguidores, ¿cómo fue que surgieron de pronto después Su muerte? En los demás puntos, este registro concuerda con el relato de los Evangelios. Incluso aporta información nueva: la perspectiva de los judíos sobre por qué Jesús tenía que morir. Se enumeran sus crímenes: hizo extraviar a la gente para que apostatara y practicó la hechicería. A pesar de ser términos cargados de negatividad, se combinan bien con la perspectiva de los Evangelios, ya que corroboran el testimonio de que Jesús dijo ser Dios y que realizó milagros. Vale la pena reflexionar sobre este punto y tenerlo presente para futuras consideraciones: Las fuentes no cristianas primitivas más hostiles a Jesús no niegan que Él hiciera milagros. Tácito, Josefo y el Talmud son las tres referencias más claras sobre Jesús aparte del Nuevo Testamento. Cuando las estudiamos con la metodología histórica apropiada, encontramos que no le restan integridad histórica a los Evangelios del Nuevo Testamento. Hemos respondido ahora a los cinco criterios que formulamos al comenzar este capítulo. Hemos demostrado que tratar a los Evangelios como fuentes históricas confiables es compatible con la metodología histórica normal. Hacer menos que esto constituiría otorgarles un tratamiento especial.

¿Qué de los errores y las contradicciones? ¿Son realmente confiables los Evangelios? ¿Acaso no sabemos todos que la Biblia y los Evangelios contienen errores y contradicciones? ¿Por qué habríamos de confiar en un documento plagado de errores? Me resulta difícil plantear estas preguntas porque en un sentido tendré que reprimirme y no responderlas. La tentación es aportar dos o tres ejemplos de dichos errores aparentes y luego mostrar que, con un poco de voluntad, no hay tal contradicción. El problema es que inmediatamente alguien me señalaría otra supuesta contradicción y, si también consiguiera mostrar que no es tal, un tercero encontraría alguna otra inconsistencia. Después de muchos intentos por parte de mis alumnos de hacerme preguntas que no pueda responder, mi experiencia me dice que la única manera de superar esta objeción es adoptar una perspectiva más general. De modo directo y simple deseo afirmar que, en mi opinión, no hay errores en los autógrafos originales de la Biblia, ni siquiera históricos. Para respaldar este punto tendría que extenderme más de lo que es posible o deseable para un capítulo en un libro de estas características. Muchos biblistas han dedicado considerable energía a esta cuestión.12 Para nuestros propósitos, necesitamos permanecer dentro del objetivo que nos fijamos: establecer si los Evangelios cumplen los criterios normales utilizados para determinar la confiabilidad de los documentos históricos. No es normal exigir que dichos documentos no contengan errores. Sin duda, la credibilidad de una fuente se ve menoscabada cuando se

constatan errores graves y resulta fortalecida cuando podemos mostrar que no contiene errores de ningún tipo, pero no es un requisito para determinar la utilidad de una fuente como evidencia histórica. Por supuesto, hay pasajes problemáticos que es necesario aclarar y explicar. Ya indiqué que tengo la plena confianza de que un proyecto de esas características sería exitoso, pero no necesitamos esperar hasta dilucidar todas las posibles dificultades para poder usar los Evangelios como fuentes históricas. Si nos abocáramos a estudiar más a fondo la vida de Cristo, tendríamos que detenernos en estos detalles, pero eso no es necesario para los objetivos que nos planteamos.

Todo lo que tenemos Quisiera hacer a continuación una afirmación increíble: Usted dispone ahora de información sobre todos los documentos básicos necesarios para evaluar la confiabilidad de los Evangelios. Tiene lo que todos tenemos. Eso no lo convierte a usted en un experto. Tampoco niega la existencia de muchos más documentos que podrían ayudarnos a entender mejor los Evangelios. Por ejemplo, hay fuentes seculares que nada tienen que ver con Jesús, pero que nos ofrecen información sobre Su época. Lo mismo es cierto de las fuentes judías. También existen evangelios espurios, mucho más tardíos, como el Evangelio de Tomás. No son de mucha ayuda histórica ya que fueron escritos en el siglo II o posteriormente, y revelan un sesgo sistemático tan evidente que no podemos tratarlos como fuentes históricas válidas. Sin embargo, son útiles para mostrar las percepciones que la gente tenía sobre Jesús en esa época. Ninguna de estas fuentes amplía la información histórica de los registros presentados en este capítulo. Lo que pretendo decir es que no existen otras fuentes conocidas solo por los especialistas. El trabajo de los investigadores consiste en analizar y evaluar lo que ya tenemos, pero esencialmente usted dispone de la misma información documental. La única diferencia es que los expertos sabrán más que usted sobre esos documentos. En ocasiones, mientras analizan una fuente, los eruditos concluyen que hubo una fuente primaria anterior. Por ejemplo, algunos especialistas en Nuevo Testamento han postulado que los dichos de Jesús que encontramos en Mateo y Lucas, pero no en Marcos, proceden de una fuente común, que han llamado Q (abreviación del término alemán quelle, que significa «fuente»). Si eso fuera así, no hay nada particularmente negativo, siempre y cuando nos ayude a entender Mateo y Lucas. Sin embargo, necesitamos recordar que Q es un constructo puramente hipotético, basado en el material textual de Mateo y Lucas. Nadie ha visto ese texto Q, y no hay tampoco testimonios que se refieran a él. Usarlo como fuente independiente para la vida de Jesús sería un despropósito. En consecuencia, para obtener información sobre Jesús, solo contamos con un lugar razonable al que recurrir, a saber, los Evangelios, tal como están en el Nuevo Testamento. Cada tanto aparecen noticias en las revistas de circulación masiva en las que se sugiere que los investigadores contemporáneos han descubierto información confidencial sobre Jesús, la que por otra parte solo está reflejada imperfectamente en los Evangelios. Eso no tiene sentido.

Si prescindimos de los Evangelios, no queda prácticamente nada. Tenemos todo lo que necesitamos. Hemos mostrado que los Evangelios son documentos históricos por mérito propio. Sin embargo, no se trata de una concesión para permitirnos comenzar una investigación sobre Jesús mediante los Evangelios. Allí es donde desearíamos comenzar y también donde deberíamos comenzar. Respondamos, entonces, brevemente a los casos correspondientes a este capítulo. Respuesta al caso 1: En cierto sentido, afirmaciones como las de Karen son las más difíciles de responder. Es una opinión sin fundamento; ella no comprende lo que dice, más allá de repetir algo que la ayuda a lidiar con cualquier convicción religiosa que tiene o que desearía no tener. En realidad, quizás lo único que quiere hacer es señalar que no está de humor para discusiones teológicas, cosa que deberíamos respetar. Si usted tiene motivos para creer que convendría continuar la discusión, hay dos posibilidades. Si considera que es necesario enfrentar a la persona, tal vez le convenga averiguar cómo sabe que así se formó la Biblia, con la esperanza de que mientras piensan cómo responderle tal vez quieran conocer su opinión. Lo mejor, sin embargo, sería describirles brevemente lo que usted cree que es la Biblia y cómo Dios la usó en su vida. Cuando la gente no está preparada para una investigación intelectual, deberíamos darles nuestro testimonio sobre cómo Jesús nos salvó y por qué Él es una realidad en nuestra vida, en vez de forzar una conversación sobre crítica textual. Respuesta al caso 2: ¿Cómo es posible hacer afirmaciones sobre manuscritos originales que nadie ha visto desde hace casi dos mil años? La respuesta, como intentamos probar, es clara: mediante la reproducción de los originales basada en la evidencia de los manuscritos que tenemos. Vimos que esta evidencia es excelente. He descubierto que, en relación a los autógrafos originales del Nuevo Testamento, muchos formulan objeciones que nunca interpondrían en otras áreas. Por supuesto, tenemos derecho a cuestionar aquellas cosas que nunca hemos visto directamente. Nunca vi en persona al actual presidente de los Estados Unidos, pero ¿puedo inferir por eso que él no existe y excusarme de evaluar los méritos de sus políticas? De ningún modo, tengo buenas razones para hacer ambas cosas, aun cuando no lo conozca personalmente. Lo mismo se puede decir de los átomos, los agujeros negros y la música grabada en un CD. Si sigo el procedimiento correcto para establecer su realidad, tengo derecho a evaluarlos. Eso es lo único que pido también respecto a los autógrafos originales de los Evangelios. Respuesta al caso 3: ¿Creían los autores de los Evangelios que Jesús era Dios? No me cabe la menor duda de que efectivamente lo creían. ¿Escribieron sus Evangelios para transmitir claramente este punto? Sin duda. ¿Ese hecho impugna automáticamente la credibilidad histórica de los Evangelios? No, ¿por qué habría de restarles credibilidad? El único motivo que podría hacernos suponer que la parcialidad de los autores resta credibilidad histórica a los Evangelios es si ya decidimos de antemano que los evangelistas están equivocados. Estuve en Washington, D.C., para la asunción presidencial de Lyndon B. Johnson en 1965 (fuimos con mi grupo de jóvenes de la secundaria para repartir folletos entre el público). Vi cómo Johnson prestaba juramento a la presidencia y pronunciaba su discurso inaugural. Si alguien me preguntara quién asumió la presidencia en enero de 1965, diría que fue Lyndon Johnson. Ahora, considere la posibilidad de que alguien ponga en duda mi testimonio. Solo digo estas cosas porque estoy personalmente convencido de que Johnson fue presidente. Sí, estoy personalmente convencido, pero con derecho, porque me baso en toda la evidencia disponible. En síntesis, no hay nada malo en un testimonio «subjetivo» mientras el «sesgo» esté respaldado por la evidencia (ver el capítulo sobre la metodología de la historiografía). De la misma manera, si los autores de los Evangelios plantean que Jesús es Dios, tal vez sea porque Jesús efectivamente es Dios. Tengamos presente que, a los efectos prácticos, sus escritos son la única evidencia que tenemos. Hay solo dos opciones: cerramos los ojos ante la evidencia o la consideramos tal cual la presentaron los evangelistas. ¿Es razonable creer que Jesús es verdaderamente Dios? Ese será el tema de nuestro próximo capítulo.

Crecimiento y estudio

Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted podrá: 1. Explicar por qué es legítimo tratar a los Evangelios como documentos históricos. 2. Presentar cinco criterios que permiten confirmar la confiabilidad histórica de los Evangelios. 3. Defender los Evangelios como relatos de personas que vivieron muy próximas a los hechos narrados. 4. Argumentar por qué es posible establecer lo que decían los autógrafos originales de los Evangelios. 5. Defender la afirmación de que los Evangelios no relatan imposibilidades. 6. Mostrar por qué podemos afirmar que los Evangelios no se ven tan afectados por prejuicios como para restarles credibilidad. 7. Mencionar tres fuentes extrabíblicas sobre Jesús y describir la información que contienen. 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Bertrand Russell, Tácito, Josefo. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Por qué las personas a veces adoptan un estándar de confiabilidad para juzgar el Nuevo Testamento y otro distinto para evaluar los escritos históricos? ¿En qué sentido se trata de una injusticia? 2. ¿Toda la literatura bíblica es histórica por naturaleza? ¿Cómo podemos determinarlo? 3. Explore cómo la crítica textual, además de aplicarse a los estudios bíblicos, se utiliza en otras disciplinas, como los estudios literarios o el derecho. 4. Analice varias versiones modernas de la Biblia. Busque referencias a diferentes manuscritos en los márgenes o en las notas. 5. Investigue las alusiones a Jesús en la literatura clásica, aparte de las citadas en este capítulo. 6. ¿Está de acuerdo con la siguiente afirmación: «Es posible obtener información histórica de un documento que contenga errores»? 7. Estudie la cuestión de la completa veracidad (inerrancia) de la Biblia. ¿Cuáles son los factores históricos y espirituales que implica? ¿Pueden separarse? Lecturas adicionales F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?, trad. Daniel Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972). Norman L. Geisler, ed., Inerrancy (Grand Rapids: Zondervan, 1979). Gary R. Habermas, The Verdict of History, 2.ª ed. (Nashville, Thomas Nelson, 1988). Bruce M. Metzger, The New Testament: Its Background, Growth, and Content (Nashville: Abingdon, 1965).

1 Lucas también escribió Hechos. En Hechos 21:15, se incluyó entre quienes acompañaron a Pablo a Jerusalén. Pablo fue arrestado y pasó dos años en prisión, primero en Jerusalén, y luego en Cesarea. Cuando lo enviaron a Roma, Lucas también estaba entre quienes lo acompañaron. Es una hipótesis razonable suponer que durante dicho período, Lucas estuvo en contacto con personas que le refirieron de primera mano los hechos que rodearon la vida de Jesús y que escribió su Evangelio en dicha oportunidad. 2 Ver F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?, trad. Daniel Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972), 12-25. F. W. Hall, A Companion to Classical Texts (Oxford: Clarendon, 1913), 199-285. Bruce M. Metzger, The Text of the New Testament (Nueva York: Oxford University Press, 1964). 3 Algunos investigadores más liberales asignan una fecha posterior a los libros del Nuevo Testamento. Lo interesante es que dicha conclusión refuerza la conexión textual. Cuanto más tardía la escritura del libro, menos tiempo habría transcurrido entre el original y las primeras copias. 4 Existe un manuscrito aún más tardío, aunque polémico, conocido como el 7Q5. Se encontró entre los manuscritos del Mar Muerto en Qumrán. Aunque son solo los fragmentos de una hoja de papiro con algunas pocas letras, se ha argumentado que corresponden a Marcos 6:52-53. De ser así, como se conoce la fecha de la cueva en que se encontró, este fragmento tendría que ser una copia del Evangelio de Marcos, anterior al año 70 d.C. Como los pasajes proféticos de Marcos 13 predicen la destrucción de Jerusalén en el 70 d.C., entre los eruditos liberales se considera que Marcos debió haberse escrito poco después de ese hecho (dado que rechazan las profecías predictoras). De determinarse la autenticidad del 7Q5 y su correspondencia con Marcos, se refutaría dicha teoría. En consecuencia, este fragmento es motivo de disputas apasionadas y, en ocasiones, enconadas. Para nuestros propósitos, la transmisión textual del Nuevo Testamento es extraordinaria, aun si el 7Q5 resultara eventualmente inauténtico. 5 Por ejemplo, William Wrede, un investigador alemán del Nuevo Testamento, enseñaba que debemos entender los Evangelios no como relatos sobre Jesús, sino como registros de lo que la iglesia deseaba enseñar sobre Jesús. Los supuestos dichos de Jesús solo serían palabras que la iglesia puso posteriormente en sus labios. William Wrede, The Messianic Secret, trad. J. C. G. Greig (Cambridge, Inglaterra: J. Clarke, 1971). 6 Bertrand Russell, «Por qué no soy cristiano» en Antología, Bertrand Russell, ed. Luis Villoro y Fernanda Navarro, 18.ª ed. (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004), 86. 7 Si desea ahondar en un análisis más exhaustivo de la evidencia disponible, ver Gary R. Habermas, The Verdict of History: Conclusive Evidence for the Life of Jesus (Nashville: Thomas Nelson, 1988). 8 Tácito, Anales 15.44, escrito alrededor del 115 d.C., citado en Habermas, Verdict of History, 87-88. 9 Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos, Vol 3, cap. 18 (Barcelona: Editorial CLIE, 1988). 10 Reconstrucción por Schlomo Pines, citado en Habermas, Verdict of History, 91-92. 11 The Babylonian Talmud, trad. I. Epstein (Londres: Soncino Press, 1935), vol. 3, Sanhedrin 43a, 281, citado en Habermas, Verdict of History, 98. 12 Ver por ejemplo, Gleason L. Archer, Encyclopedia of Bible Difficulties (Grand Rapids: Zondervan, 1982).

11 ¿Quién es Jesús? Jesús nunca afirmó que Él era Dios Caso 1: Mi hermano y yo habíamos ayudado a otro grupo de jóvenes en la organización de un musical sobre Cristo y la vida moderna. Después de la función, nos mezclamos entre el público. Al final, terminé conversando con un joven que se identificó como un conscripto militar de licencia. —Lo siento —comenzó—, pero estoy demasiado borracho y no pude seguir el hilo de lo que decían. Pero me gustó. Estuvo bueno. ¿Cómo responder a dicho elogio? —Está bien —dije—. Lo más importante del mensaje fue que Jesús quiere ser tu Señor y Salvador. —Se lo agradezco, pero en realidad Jesús fue solo un hombre, ¿qué podría hacer por mí? —La Biblia enseña que Jesús no fue solo un hombre, sino que también es Dios. Él mismo lo dijo, ¿sabes? —No, no lo creo —mi amigo se obstinaba en repetir—. Jesús nunca afirmó que Él era Dios.

La resurrección como superstición Caso 2: Tenía dieciocho años y me encontraba atrapado en la proverbial búsqueda de mi identidad. Por alguna razón, las preguntas superficiales sobre la vida tenían mucha importancia. ¿Qué ropa ponerme? ¿De qué largo dejarme el cabello? ¿Me animaría a dejarme la barba? En realidad, estaba muy seguro de las cosas más importantes: Jesús estaba vivo y vivía dentro de mí. Un día, me encontraba hablando con un amigo de la familia, un hombre activo en la iglesia durante toda su vida. Era evidente que deseaba identificarse con lo que él creía que «la nueva generación» quería escuchar y creer. —Por supuesto, la iglesia ha hecho mucho bien en el mundo, como ayudar a la gente y ese tipo de cosas, pero eso de que Jesús es Dios y que resucitó . . . es pura superstición.

La ciencia o el cristianismo Caso 3: Hace varios años integré una comisión que tenía que entrevistar a un candidato a profesor de biología. Conversamos sobre diversos aspectos de su posición. La entrevista iba saliendo bien. Cuando me llegó el turno, le pregunté: —¿Cómo relaciona su fe cristiana con la ciencia? —No tienen nada que ver —respondió para mi sorpresa—. Son dos campos de investigación diferentes, con diferentes metodologías y diferentes conclusiones. ¿Resucitó Jesús? Según la teología cristiana, sí. Según la ciencia, la pregunta ni siquiera es pertinente.

Un pastor joven y cínico Caso 4: Cuando estudiaba en la universidad, leí algunos de los argumentos a favor de la resurrección que describiré a continuación. Un año, cuando llegó el Domingo de Resurrección, yo estaba a cargo del programa para nuestra reunión dominical vespertina. Compartí con el grupo todo lo que había aprendido sobre la evidencia en torno a la resurrección. Cuando terminé, Ed, el pastor de jóvenes, comentó: —Bien. Tu predicación sirve para demostrar que se puede probar cualquier cosa con la Biblia si te esfuerzas lo suficiente.

Pero ¿es verdad? ¿Podemos realmente creer que hace unos dos mil años hubo un hombre sobre la tierra que era Dios? ¿Cómo podríamos determinarlo? Podemos hacer lo siguiente:

Estudiar los registros históricos para ver lo que este Hombre dijo sobre sí mismo. Si no afirmó que era Dios, nos faltaría una prueba importante a favor de esta hipótesis. Comparar hipótesis divergentes para determinar cuál concuerda más con Sus afirmaciones (en el supuesto caso de que efectivamente haya dicho ser Dios). Evaluar otras pruebas adicionales para fundamentar esta afirmación. Este es el esquema básico de este capítulo. Nuestra hipótesis es la siguiente: De acuerdo a los registros históricos, la explicación más plausible es que Jesús de Nazaret fue (y es) quien dijo ser: Dios.

¿Afirmó Jesús que era Dios? No tendría sentido leer este capítulo en forma aislada. El argumento que postulo aquí es el resultado de una investigación progresiva. Tomamos como premisas las conclusiones a las que llegamos en capítulos anteriores: a. Hay una verdad objetiva. b. Es posible conocer la verdad. c. Dios existe (según lo describe el teísmo). d. Los milagros son posibles y son conocibles. e. Es posible establecer la verdad a partir de los registros históricos. f. Los Evangelios son relatos históricos fidedignos sobre Jesús. Si prescindimos de estos supuestos, el argumento a favor de Jesús tal como se presenta en este capítulo no nos servirá. En realidad, la mayoría de las controversias sobre las conclusiones a las que arribará este capítulo se suscitan en torno a estos puntos. Los debates sobre apologética rara vez comprenden solo una cuestión; y así es como debería ser. Las opiniones de la gente se encuadran dentro de una cosmovisión: no son creencias aisladas. En el último capítulo establecimos que, según la metodología histórica aceptada, podemos usar los Evangelios para obtener información confiable sobre Jesús. Son buenos registros sobre Él y podemos aceptar lo que dicen. Nuestra pregunta ahora es: Según dichos registros, ¿dijo Jesús que Él era Dios? Es una pregunta crucial. Una cosa es que Sus seguidores hayan dicho que Él debió ser Dios; otra muy distinta es que Él mismo lo haya afirmado. Este último caso limita mucho las opciones de lo que Él debió haber sido verdaderamente. Al fin de cuentas, ser o no ser Dios no es algo como para equivocarse. Sería ridículo pensar que alguien pudiera decir: «¡Ay! Lo lamento. Pensé que era Dios, pero supongo que no lo soy. Perdónenme, no fue intencional». Si Jesús dijo que era Dios y no lo era, será necesario ensayar una esmerada explicación alternativa. Si no dijo que era Dios, las declaraciones posteriores sobre su deidad pierden fuerza, ya que el testigo más importante sobre Su identidad (Él mismo) nunca lo declaró. Entonces, ¿afirmó Jesús que era Dios? Por supuesto que sí. Hay muchos lugares en los Evangelios donde se refirió a sí mismo como Dios, directa e indirectamente. Señalaré siete pasajes específicamente, si bien hay muchos más. Lo que tienen en común estos casos es que fue Jesús mismo quien se identificó como Dios.

Juan 8:58 En este pasaje, Jesús se enfrascó en una controversia con Sus contemporáneos judíos. La discusión era la propia identidad de Jesús. En el proceso, afirmó que Abraham se gozó al verlo. Esta afirmación confundió realmente a la gente, porque no entendían cómo era posible que hubiera conocido personalmente a Abraham. Jesús les respondió: «Antes de que Abraham naciera, ¡yo soy!» (NVI). Ningún judío piadoso osaría usar la expresión «yo soy», menos aun para identificarse, porque era el nombre de Dios (ver Éxodo 3:14); se hubiera considerado una blasfemia usar ese nombre como propio. Al referirse a sí mismo como «yo soy», Jesús estaba de hecho afirmando que Él era Dios. ¿Le resulta una interpretación traída de los pelos? ¿No será posible que estemos leyendo todo tipo de información teológica importante a partir de una simple frase de Jesús? Gracias a Dios, tenemos información clara que nos ayuda a comprender esta declaración. En el siguiente versículo, leemos que la multitud tomó piedras para arrojárselas: la respuesta tradicional ante una blasfemia. Los judíos que escucharon a Cristo interpretaron exactamente lo que quiso decir: Él era Dios. Juan 10:30 Este pasaje es aún más claro. En otro debate sobre Su identidad, Jesús afirmó: «Yo y el Padre somos uno» (NBLH). Se declaró igual a Dios el Padre. Una vez más, este pasaje se corrobora directamente. Podríamos debatir por horas qué fue exactamente lo que Jesús tal vez quiso decir, pero el versículo siguiente no deja dudas de lo que comunicó a Sus oyentes inmediatos. Volvieron a tomar piedras para arrojárselas. Sabían que nuevamente Jesús se había identificado con Dios. Lucas 22:70 y pasajes paralelos en Mateo y Marcos En esta ocasión, Jesús está ante el Sanedrín, el concilio judío que lo juzgará. Después de inútiles esfuerzos por encontrar de qué acusarlo, el sumo sacerdote y los principales de los judíos le preguntaron directamente: «Entonces, ¿Tú eres el Hijo de Dios?. “Ustedes dicen que Yo soy” les respondió Jesús» (NBLH). Al parecer se trata de una declaración doble. Jesús reconoció que era el Hijo de Dios y también usó la expresión «Yo soy» en su respuesta, como lo registra Lucas. Algunos eruditos han planteado si declararse «Hijo de Dios» implica realmente considerarse Dios.1 Es posible que a veces el título se usara simplemente para referirse al Mesías, pero dicha interpretación es imposible en este contexto. La reacción del tribunal refleja exactamente cómo se supone que debemos entender lo que Jesús dijo y quiso decir. Basta considerar el versículo siguiente, así como las reacciones referidas en Mateo 26:6366. Declarar ser el Mesías no era una blasfemia, pero sí lo era declarar ser Dios: eso fue exactamente lo que Jesús debió haber hecho para producir la reacción del concilio. Juan 5:17 Jesús se identificaba con la deidad aun cuando se refería a Dios como Su Padre. Cuando alegó que Su Padre hacía Su trabajo en Él, no se limitaba a expresar una actitud sentimental hacia Dios. Una vez más, Sus oyentes procuraron matarlo porque se había igualado a Dios.

Marcos 2:1-12 En otras ocasiones, Jesús afirmó ser Dios pero fue menos directo; sin embargo, Sus acciones dejaron en claro lo que sabía sobre Su identidad. Encontramos un ejemplo en este pasaje. En vez de sanar al paralítico de inmediato, Jesús le dijo que sus pecados le eran perdonados. Los escribas entre el público no daban crédito a sus oídos: «Solo Dios puede perdonar pecados». Jesús les leyó los pensamientos y sanó al hombre para probarles que Él tenía poder para perdonar pecados. Por supuesto, los escribas lo habían entendido bien desde el principio. Al perdonar pecados, Jesús mostraba que Él era Dios. Mateo 7:22-23 Todos los pasajes en que Jesús hace referencia a que juzgará en el día final constituyen una declaración de Su deidad. Para los judíos estaba claro que solo Dios podía presidir el juicio final. Según Isaías 33:22, «el Señor es nuestro juez» (DHH). Al colocarse como Juez, Jesús se declaraba el Señor. Marcos 2:23–3:6 ¿Nunca le llamó atención que las autoridades judías se enojaran tanto con Jesús? Por ejemplo, estos versículos describen la actitud de Jesús respecto al día de reposo; terminan con los fariseos y los herodianos tramando en contra de Jesús, para determinar cómo lo podían condenar a muerte. ¿Se enojaron porque Jesús y Sus discípulos quebrantaron el día de reposo? ¿O porque Jesús enseñaba a ser humanitario y no se preocupaba de guardar bien el día de reposo? De ninguna manera. En realidad, Jesús predicaba algunas cosas que otros rabinos más liberales ya habían enseñado en el pasado sin ser ajusticiados. La clave de este pasaje está en el versículo 28, donde Jesús afirma que Él era el Señor del día de reposo. Para entender la importancia de este título, necesitamos saber la importancia que los judíos asignaban (y aún asignan) al mandamiento sobre el sábat. Ningún otro mandamiento conlleva una bendición tanto como el cuarto: «Acuérdate del día de reposo para santificarlo». Ningún otro mandamiento expresa tan bien la íntima relación entre Dios y Su pueblo. Este mandamiento es considerado la expresión más cabal del amor de Dios por los judíos. Al adoptar el nombre de «Señor del día de reposo», Jesús se asignó a sí mismo ese lugar tan especial que solo le corresponde a Dios. La relajada actitud de Jesús hacia el sábat debería entenderse también como expresión de esta convicción. Él podía hacer lo que quisiera en el día de reposo porque era Su dueño. ¡Una blasfemia para los judíos! Solo Dios es dueño del día de reposo. No es extraño, entonces, que dada su perspectiva, los judíos decidieran matar al que se atrevió a pronunciar esta blasfemia. ¿Afirmó Jesús que era Dios? Estos pasajes representativos dejan en claro que sí lo hizo.

Las alternativas Solo porque alguien dijera ser Dios, eso no lo convertiría en Dios. Muchas personas dirían que Jesús no era Dios. Pero, entonces, ¿quién fue o qué era? Consideremos algunas explicaciones alternativas para determinar si son defendibles. Jesús fue un ser humano como cualquier otro

Podríamos comenzar barajando la posibilidad de que Jesús no tenía nada especial. Fue un ser humano completamente común y corriente, en todo sentido igual al resto de los vivientes. Sin embargo, esta noción presenta algunos problemas insoslayables. Si Jesús no tenía nada de especial, no hay motivo alguno para que la religión cristiana se haya desarrollado como una creencia centrada en Él. Esta teoría va en contra de todos los documentos históricos. Aun las fuentes seculares lo presentan como un ser excepcional. Lo que es aún más importante, como acabamos de ver, Él mismo alegó ser Dios. De por sí solo, eso ya lo aleja del común de los mortales. Como señalamos al comenzar este capítulo, afirmar ser Dios no es algo como para equivocarse accidentalmente. Si alguien es Dios, definitivamente será especial. Si alguien alega ser Dios y no lo es, debe estar mentalmente desequilibrado o ser un embaucador. De momento, lo que deseamos señalar es que quien declare ser Dios nunca podría ser un ser humano común y corriente. Debe ser de alguna manera un ser extraordinario. Jesús fue simplemente un gran maestro Muchas personas creen que fue uno de los grandes maestros religiosos de todos los tiempos, pero que no era Dios. Por ejemplo, para Tomás Jefferson, las enseñanzas de Jesús son la expresión más elevada de la verdad divina. Otros quizás no sean tan elogiosos, pero le asignan a Jesús un lugar entre los grandes profetas y maestros de sabiduría, en compañía de Buda, Mahoma, Lao-tsé y otros. Fue un maestro excepcional, pero no era Dios. Para evaluar esta posibilidad, necesitamos tener presente algunos puntos importantes. La enseñanza de Jesús se centró en Su persona. Fuera cual fuese el tema en discusión, Él lo reducía a Su propia persona. «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Juan 14:6, RVR95). Dichas afirmaciones abundan a lo largo de los Evangelios. Para usar la fascinante descripción de John R. W. Stott, la enseñanza de Jesús era egocéntrica. El foco estaba sobre Su persona. Entonces, cuando Jesús afirmaba ser Dios, estaba estableciendo una verdad fundamental de Su enseñanza. En consecuencia, si no era Dios, como alegaba ser, estaba equivocado sobre el punto más importante de Su enseñanza. Lo que Él afirmaba sobre sí mismo no era una mera acotación al margen. Si lo que alegaba sobre Él no era cierto, el mensaje central de Su enseñanza era errado. Quien se equivoque tanto respecto al mensaje fundamental que pretende enseñar ni siquiera es un gran maestro. Sería concebible que un gran maestro se confunda sobre un punto periférico. Por ejemplo, entre las materias que enseño, dicto un curso de lógica. Un día podría cometer una falacia, sin dejar de ser un buen profesor. Ahora, si a lo largo del curso postulé falacias en vez de razonamientos válidos, ya no sería un buen profesor. De modo similar, si Jesús enseñó reiteradamente que era Dios (¡y lo hizo!), y si enseñó que Su identidad era un punto fundamental de Su enseñanza (¡y lo era!), Jesucristo podría haber sido muchas cosas, pero nunca un gran maestro si se equivocó en este punto. En realidad, por más que parezca evidente, preguntar si es o no Dios nunca puede ser una cuestión marginal. La conclusión, por lo tanto, es que Jesús no podría haber sido simplemente un gran maestro si no era también Dios. Por supuesto, puedo decir que Él fue un gran maestro, pero

solo si también acepto que lo que enseñó era verdad. Y Él enseñó que era Dios. La única manera de seguir sosteniendo que Jesús fue un gran maestro, pero que no era Dios, es manipulando la evidencia para eliminar todas las instancias en que Él afirmó Su deidad. Muchas personas han hecho justamente eso. Simplemente deciden ignorar los pasajes que no concuerdan con su punto de vista. Fue lo que hizo Tomás Jefferson en su revisión de los Evangelios, pero de ningún modo podemos admitir que aplicó una buena metodología histórica. Jesús no fue solo un gran maestro: fue algo más o algo menos. Jesús tenía un desequilibrio mental He conocido algunas personas que creían ser Dios. Sus historias son muy tristes. Sufren delirios de grandeza. Si Jesús sinceramente pensó y enseñó que era Dios, pero no lo era, entonces también padecía una enfermedad mental. ¿Concuerda dicho diagnóstico con la evidencia que tenemos (que, como recordarán, es la única evidencia histórica disponible)? De ningún modo. Salvo la declaración de Jesús (que no es un asunto menor), no hay más pruebas de síntomas de enfermedad mental. Lo que es aún más importante, la realidad de Sus milagros contrarresta por completo la noción apresurada de que Jesús estaba loco. Yo les digo a mis estudiantes que, si alguna vez llego y digo que soy Dios, el Creador del universo y el único Salvador, tendrían que tomarme delicadamente del brazo y llevarme al psiquiatra más cercano. Pero si hiciera esa afirmación y convirtiera agua en vino, sanara a muchas personas con unas simples palabras, alimentara a miles con la vianda de un muchacho, resucitara a los muertos, predijera mi propia muerte y resurrección y lo cumpliera, entonces convendría que tomaran mis palabras más en serio. Podré ser muchas cosas, pero no un loco suelto. Jesús hizo todas estas cosas y muchas más: Él no tenía una enfermedad mental. Jesús fue un charlatán Siempre han existido personas que engañan deliberadamente a otros para que crean que son Dios, sin serlo. Son los charlatanes. Mienten para rodearse de seguidores, y del poder y las riquezas que consiguen con su engaño. ¿Pudo Jesús ser una persona así? Nuevamente, la evidencia no respalda esta interpretación. Jesús no se benefició en absoluto de Sus palabras. Murió abandonado aun por Sus seguidores más cercanos, sin nada de dinero, torturado sobre uno de los inventos más crueles en la historia de la humanidad. Que Jesús haya engañado intencionalmente a las personas en beneficio propio es una idea descabellada. De nuevo, los milagros son el mayor obstáculo. Recuerde que aun la cita del Talmud, con intención de desacreditar a Jesús, reconoce que realizó obras milagrosas (aunque las llamó «hechicerías»). El retrato de Jesús como un milagroso sanador que ayudaba a todos no condice con el de una persona embaucadora. Son incompatibles. Por lo tanto, Jesús no pudo haber sido un charlatán. Jesús estaba endemoniado La refutación de las dos alternativas anteriores dependió, en gran parte, de la realización de milagros por parte de Jesús. Como vimos, sin embargo, la cita del Talmud aceptaba que

Jesús obró milagros, pero negaba que fuera Dios. Consideraban que Jesús era un hechicero endemoniado que probablemente había venido para probar la fe de los judíos en el Dios verdadero. No negaban que hubiera hecho milagros, pero pensaban que solo servían para probar que Jesús no era Dios sino Satanás. Esta es la interpretación dada en Marcos 3:22. ¿Pudo Jesús estar endemoniado? Nuevamente, la respuesta clara es no. Esa acusación es infundada; se basa en un entendimiento incompleto de las enseñanzas y las acciones de Jesús. La mejor refutación es señalar la continuidad que hay entre Jesús y las enseñanzas del Antiguo Testamento. Él no contradijo la revelación del Antiguo Testamento, sino que cumplió sus profecías. Podemos considerar el cumplimiento de las profecías como un tipo particular de milagro. Entre las muchas profecías del Antiguo Testamento referidas al Mesías, se predice Su lugar de nacimiento (Miqueas 5:2), cómo habría de morir (Salmos 22; Isaías 53) y aun Su resurrección (Salmos 16:10). Nadie puede manipular la realidad para que estas cosas sucedan; su cumplimiento es milagroso. Tampoco cabe adscribirlas a meras coincidencias. Se ha estimado que la probabilidad de que todas estas profecías se cumplieran solo por casualidad es 1 en 10157 (10 multiplicado 157 veces por sí mismo).2 Se trata de un milagro. Lo que es más importante, estas profecías y su cumplimiento demuestran la continuidad con el Antiguo Testamento. Vez tras vez, al ver los debates de los cristianos con los judíos en la iglesia primitiva, emerge este punto crucial: Jesús no es un malvado competidor con el Dios del Antiguo Testamento, sino que es el Hijo del Dios del Antiguo Testamento. Así lo demostró al cumplir las profecías del Antiguo Testamento. Jesús no estaba poseído por los demonios.3 Jesús fue quien dijo ser: Dios ¿Quién fue Jesús? Hemos establecido que no fue un mero ser humano común y corriente, no fue solo un gran maestro, tampoco tenía una enfermedad mental, no fue un charlatán ni estaba endemoniado. Nos hemos quedado sin opciones; la única posibilidad que subsiste es que haya sido exactamente lo que dijo ser: Dios. Por supuesto, no es fácil postular esta afirmación. Si vamos a afirmar que un individuo en particular es Dios, deberíamos estar seguros de los hechos que respaldan nuestra aserción. Tarde o temprano, deberemos enfrentar la conclusión inevitable. Sherlock Holmes decía: «Descartadas todas las imposibilidades, lo improbable debe ser verdadero». Su dicho es aplicable aquí. Lo improbable, que Dios realmente se encarnó en Jesús de Nazaret y tomó forma humana, debe ser verdad, porque es la única explicación que se ajusta a todos los hechos. Cuatro posibilidades Es posible condensar las explicaciones sobre quién fue Jesús en cuatro posibilidades. Leyenda. Nunca existió un hombre llamado Jesús que alegó ser Dios. Esta opción está en franca contradicción con la información obtenida a partir de una metodología histórica. Lunático. Jesús realmente pensaba que era Dios, pero estaba equivocado. Esta

opción no se corresponde con Su carácter y los milagros que realizó. Embustero. Jesús engañó deliberadamente a la gente (como lo haría un charlatán o un agente de Satanás). Los milagros que realizó, Su vida, muerte y resurrección y las profecías que se cumplieron en Su persona contradicen esta posibilidad. Señor. Él fue quien dijo ser. Estos cuatro puntos son un buen resumen del argumento, aunque de ningún modo constituyen una receta para convertir a los ateos en cristianos. Se basan en las conclusiones a las que arribamos progresivamente —aunque usted no puede suponer que otros, necesariamente, las aceptarán en una conversación. Hemos concluido que: La verdad existe y puede ser conocida. Dios existe (como lo describe el teísmo). Los milagros son posibles y son conocibles. Es posible conocer la verdad a partir de la historia. El Nuevo Testamento es una fuente histórica confiable. Es necesario establecer estos puntos de antemano; de lo contrario, el argumento a favor de la deidad de Cristo no tiene chance. Sin embargo, una vez establecidos estos supuestos y rechazadas las otras alternativas, por medio de una metodología apropiada, el resultado queda establecido. La hipótesis que Jesús es Dios es la más factible.

Los dos milagros más importantes Hay un aspecto del argumento anterior que me interesa personalmente: Es lo suficientemente sólido para sostenerse en pie por sí mismo, sin tener que depender de los dos milagros más importantes en la vida de Cristo, Su nacimiento virginal y Su resurrección. Establecer la realidad de estos dos sucesos será el broche final a la verdad de la hipótesis de que Jesús es Dios. El nacimiento virginal En los Evangelios de Mateo y Lucas leemos que Jesús nació de una virgen, es decir, por el poder de Dios sin intervención de un padre biológico. ¿Podemos creer estos relatos? En realidad, ¿cómo podríamos verificar la verdad de un hecho de esta naturaleza? Es posible que María, la madre de Jesús, informó a la gente, incluyendo a Mateo y Lucas, sobre este extraño hecho, pero ¿es posible aceptarlo como cierto sin decidir creer lo increíble? Muchas religiones atribuyen nacimientos milagrosos a sus fundadores. Por ejemplo, Laotse, el antiguo sabio chino, considerado por algunos como el fundador del taoísmo, nació supuestamente a la edad de setenta y dos años, con arrugas en la piel y cabello canoso. Para sus seguidores, era inconcebible que alguien tan sabio como Lao-tse pudiera haber nacido como un simple bebé; entonces, inventaron esta historia para engrandecerlo. ¿No habrá sucedido un fenómeno similar en el caso de Jesús? Tal vez alguien inventó la historia del

nacimiento virginal para dotarlo de mayor gloria. J. Gresham Machen, un especialista en Nuevo Testamento, escribió un libro en el que argumentó a favor de la factibilidad del nacimiento virginal.4 A continuación, resumimos su razonamiento. Se constata un hecho básico que podría explicarse con dos hipótesis diferentes. La realidad es que Mateo y Lucas relatan un nacimiento virginal. Las dos hipótesis son: (1) eso fue lo que sucedió y (2) eso no sucedió. ¿Cómo decidir entre ellas? La clave está en un corolario a la hipótesis (2), que no hubo ningún nacimiento virginal. Si no lo hubo, Mateo y Lucas —o sus fuentes— inventaron este relato. Si lo hicieron, debieron tener una razón para ello. Machen concluye que no se ha podido encontrar ninguna motivación admisible y que, por ende, es altamente improbable que hayan inventado la historia. El primer punto que debemos considerar en el desarrollo de este argumento es que las fuentes de Mateo y Lucas eran judías. Eran judíos temerosos de Dios, que se veían en continuidad con el Antiguo Testamento. ¿Podrían personas de su integridad haber inventado la historia del nacimiento virginal? La respuesta es negativa. La mera noción hubiera sido considerada una blasfemia. En el Antiguo Testamento también se narran muchos nacimientos milagrosos, pero siempre hubo un padre biológico. La idea de inventar un relato en el que Dios, mediante Su poder milagroso, hiciera que una mujer concibiera un hijo sin un padre era impensable en el pensamiento judío de la época. Es inconcebible que estos judíos hayan inventado la historia de un nacimiento virginal.5 Por eso, la mayoría de quienes buscan una explicación alternativa al nacimiento virginal, en vez de proponer que se trata de un relato judío inventado, señalan su semejanza con otros relatos paganos. Por ejemplo, hay varias historias en las que Zeus sedujo a una doncella y tuvo un hijo con ella. Según ellos, los autores de los Evangelios tomaron prestada la idea del nacimiento virginal de estos mitos paganos. Machen señala que esta idea tiene dos defectos importantes: (a) La idea de que los cristianos tomaron prestado un mito de los paganos para prestigiar a Jesús es desatinada. La enseñanza cristiana pretende ante todo diferenciar el cristianismo del paganismo, no asimilarlo. (b) No existen relatos paganos sobre nacimientos virginales. Todas estas historias son incidentes en que los dioses seducen a las mujeres y engendran hijos. Las mujeres tal vez eran vírgenes antes de tener relaciones, pero dejaron de serlo después. Lo milagroso del nacimiento virginal según el Nuevo Testamento es que María era virgen antes y después de la concepción. Esta historia no podría haber sido copiada de historias paralelas paganas porque no existen tales relatos. Esto nos lleva a otro gran problema presente en la segunda hipótesis. Si el nacimiento virginal no sucedió, no tenemos explicación plausible que dé cuenta de por qué se registró. Las fuentes de Mateo y Lucas no hubieran podido inventarlo, porque ningún judío piadoso se habría animado a hacerlo. No pudieron tomar la idea prestada de la mitología pagana porque no existen verdaderos relatos semejantes. Por lo tanto, la explicación más probable es que se registró un nacimiento virginal porque efectivamente ocurrió.

Mi propósito aquí no es mostrar que todas las alternativas son completamente imposibles, sino que son menos plausibles que suponer que el nacimiento virginal se incluyó en los Evangelios porque realmente sucedió. Por supuesto, esta hipótesis solo puede ser aceptable en virtud de nuestras conclusiones anteriores: Dios existe, los milagros son posibles, las fuentes históricas son fidedignas. La resurrección Podemos aplicar el mismo razonamiento a la resurrección de Jesús. No contamos con pruebas empíricas ni deductivas directas, pero a partir de la información disponible, las explicaciones alternativas no son plausibles. Por resurrección entendemos que Jesús murió físicamente y que, por el poder de Dios, resucitó milagrosamente a la vida. Hay dos grandes vertientes de evidencia a favor de la resurrección: la aparición de Jesús resucitado y el sepulcro vacío. Es comprensible que la iglesia primitiva se concentrara en las apariciones. A modo de comparación, supongamos que estuve con gripe y que los estudiantes están intentando decidir si ya me reintegré (con el objetivo de saber si tienen que asistir a clase o no). Podrían sacar una buena conclusión basados en evidencia circunstancial: si mi auto está en el estacionamiento, si la luz de mi oficina está encendida, si mi casilla de correos está vacía. Pero esta información sería secundaria a cualquiera que reportara que me vio efectivamente en la universidad. Sería una prueba contundente. De la misma manera, los informes de los discípulos sobre las apariciones de Jesús abundan más que otro tipo de evidencia. Por lo tanto, esta es la evidencia que comenzaremos a analizar en primer lugar. Las apariciones El primer informe escrito sobre la resurrección no está en los Evangelios, sino en la primera epístola a los Corintios. En el capítulo 15, Pablo da una lista impresionante de todos los que vieron a Jesús resucitado: Pedro, los doce discípulos, quinientos hermanos en una ocasión, Jacobo, todos los apóstoles (los misioneros de la iglesia primitiva) y el propio Pablo. Con respecto a los quinientos hermanos que vieron a Jesús resucitado, Pablo enfatizó que la mayoría aún vivía en el momento de escribir su carta, dando a entender que los lectores podían preguntarles para verificar los hechos. La metodología histórica exige que estos informes sean considerados evidencia legítima. La pregunta es: ¿Cómo los explicamos? Una hipótesis sería que Jesús fue visto porque efectivamente había resucitado. Una segunda hipótesis es que no había resucitado y que estos testimonios obedecieron a alguna otra causa. ¿Cuál otra causa si Jesús no había resucitado? ¿Cómo explicar los testimonios de tantas personas? Hay dos posibilidades: Una es que no vieron nada y mintieron deliberadamente. Esta posibilidad es altamente imposible a la luz de los hechos que se sucedieron. La predicación de la iglesia primitiva se centró en el Cristo resucitado. Los discípulos fueron perseguidos y aun martirizados por predicar este mensaje. No es plausible pensar que entregaron su vida por una mentira intencional. La segunda es que se trató de una alucinación colectiva. Se sabe que en ocasiones, quienes no pueden soportar la idea del fallecimiento de un ser querido creen ver al fallecido

como si estuviera vivo. Podría pensarse que las apariciones de la resurrección fueron en realidad una alucinación de este tipo. El problema con esta teoría es que, en el caso de las apariciones de la resurrección, no se ajusta a nuestro conocimiento sobre las alucinaciones. Las apariciones no se conforman al patrón que está siempre presente en las alucinaciones; estas son privadas y producidas por un estado de extrema inestabilidad emocional en el que funcionan «haciendo realidad» el deseo. No fue esto lo que sucedió en la resurrección. A los discípulos no les costó aceptar la partida de Cristo; tanto que decidieron volver a su trabajo en la pesca. Mientras los discípulos estaban ocupados en sus tareas fueron sorprendidos por las apariciones. Aún más, las apariciones fueron colectivas y todos los del grupo vieron lo mismo. Las alucinaciones nunca funcionan así. Por tanto, las apariciones después de la resurrección no pudieron ser alucinaciones. Concluyamos, entonces, que contamos con testimonios sobre ellas porque la gente vio en realidad a Jesús resucitado. No es posible que todos mintieran al respecto ni que estuvieran alucinando colectivamente. Como historiadores, debemos admitir que realmente se encontraron con Jesús resucitado. El sepulcro vacío La segunda evidencia es circunstancial. En esencia, dada la realidad del sepulcro vacío, la única explicación es que Jesús resucitó. No hay un hecho en la historia antigua más indisputable que el sepulcro vacío. A partir del Domingo de Pascua debió haber un sepulcro, conocido como el sepulcro de Jesús, que no contenía Su cuerpo. Lo que sigue es indiscutible: La doctrina cristiana desde el principio promovió un Salvador vivo y resucitado. Las autoridades judías se opusieron tenazmente a esta enseñanza y no escatimaron esfuerzos para contrarrestarla. El trabajo les habría sido más fácil si hubieran podido invitar a los potenciales convertidos a recorrer el sepulcro y mostrarles el cadáver de Cristo. Eso hubiera sido el fin del mensaje cristiano. Que se formara una iglesia cuyo mensaje se centraba en la figura del Cristo resucitado demuestra que debió haber un sepulcro vacío. ¿Cómo explicarlo? Un sepulcro vacío por sí solo no significa que hubo una resurrección. Una vez más, necesitamos pensar en términos de hipótesis alternativas. La resurrección es una hipótesis; la otra es que sucedió algo natural y no milagroso. Nuevamente, necesitamos preguntarnos si una hipótesis naturalista podría dar cuenta de la evidencia. En realidad, los escépticos han propuesto varias alternativas mutuamente incompatibles para explicar la resurrección. Este hecho de por sí ya es un buen indicio de lo débiles que son todas estas teorías alternativas. Tengo un buen amigo que cuando analiza la resurrección comenta que los cristianos tal vez ni siquiera deberían molestarse en refutar las teorías naturalistas, porque cada una ha sido destruida por otro naturalista cuya teoría luego es desmantelada por otro naturalista que viene después.6 Ninguna de sus explicaciones funciona; lo único que tienen en común es la intención de evitar concluir que Cristo resucitó milagrosamente de entre los muertos. Consideremos algunas de las mejores hipótesis naturalistas. Los discípulos robaron el cuerpo. Fue la primera explicación que se propuso, aunque en

una forma tan poco creíble que revelaba inmediatamente la desesperación de quienes intentaron ocultar la evidencia. Según Mateo 28:11-15, los guardias informaron a los sacerdotes judíos lo que había pasado en el sepulcro; claramente no tenían ninguna explicación propia porque adoptaron la de los sacerdotes, quienes los sobornaron y les advirtieron que debían decir que los discípulos habían robado el cuerpo mientras dormían. Como evidencia, este testimonio es inaceptable. Nadie puede decir lo que sucedió mientras estaba durmiendo. Es una teoría sin respaldo. ¿Esta teoría tiene alguna probabilidad? La evidencia apunta en sentido contrario. En primer lugar, debemos tener en cuenta que los guardias habían sido encargados de cuidar el sepulcro justamente para evitar que los discípulos robaran el cuerpo (Mateo 27:62-66). En la noche del sábado, después de terminado oficialmente el día de descanso, los jefes de los sacerdotes se habían reunido con Poncio Pilato para pedirle expresamente que sellara el sepulcro, porque recordaban que Jesús había predicho Su resurrección y deseaban asegurarse de que los discípulos no cometieran un fraude. El sepulcro se selló en la noche del sábado y se pusieron guardias en la puerta para evitar cualquier conspiración de los discípulos para hurtar el cuerpo. La misión de los guardias era clara: ¡Evitar que los discípulos robaran el cuerpo! Debemos recordar además algunos puntos cruciales. En primer lugar, quitar la piedra en la entrada de un sepulcro en la Palestina del primer siglo no era algo que pudiera hacerse en silencio y discretamente. La piedra era un gran disco que se hacía rodar por un surco hasta quedar trabado por una leve depresión en la entrada. Una vez allí, era muy difícil moverlo, y sin duda hubiera causado mucho ruido. (Recuerde que las mujeres cuando iban al sepulcro no sabían cómo harían para mover la piedra y se sorprendieron al ver que había sido quitada de su lugar, ya que era una piedra muy grande). La idea de que los discípulos fueron en secreto al sepulcro y, ante un descuido de los guardias, rodaron la piedra y hurtaron el cuerpo no es verosímil. Aun si los guardias hubieran estado durmiendo, el movimiento de la piedra rodando los hubiera despertado, pero es extremadamente improbable que todos los guardias se hayan dormido. El texto no aclara si los guardias eran soldados romanos o los guardias judíos del templo, pero no es relevante porque, tanto en un caso como en el otro, habrían estado sometidos a la autoridad de Poncio Pilato y sujetos a la ley romana. Según la ley romana, un guardia que se durmiera en su turno era condenado a muerte. Por eso los jefes de los judíos, después de sobornar a los guardias, los tranquilizaron: «Si Pilato se entera, nosotros nos encargaremos». Como inferencia histórica, debemos suponer que los guardias estaban despiertos. Por último, repitamos un punto que propusimos anteriormente al considerar la posibilidad de que los discípulos hubieran mentido respecto a las apariciones de Jesús. Los discípulos pasaron el resto de su vida anunciando que Jesús estaba vivo; entregaron su propia vida por defender esa creencia. No es plausible que todos hubieran estado dispuestos a morir por un embuste que ellos mismos inventaron. Nuestra conclusión es que, independientemente de lo que sucedió en el sepulcro, los discípulos no pudieron haber hurtado el cuerpo. Las mujeres robaron el cuerpo. Increíblemente, a pesar de lo imposible que es, la hipótesis de que los discípulos robaron el cuerpo es la mejor explicación alternativa. Las demás son aún

más débiles. Consideremos, por ejemplo, la posibilidad de que las mujeres, que vinieron temprano el domingo al sepulcro, hubieran robado el cuerpo. Todo lo que dijimos para refutar la teoría anterior es aplicable también aquí, con más fuerza. Si no fue posible que los discípulos cometieran un embuste en torno a la resurrección, menos posible es que lo hicieran las mujeres. Según la evidencia (escrita a personas en condición de determinar la plausibilidad de los testimonios), estas mujeres no hubieran podido hacer rodar la piedra por sí solas. Si los discípulos no robaron el cuerpo, tampoco lo hurtaron las mujeres Las mujeres se equivocaron de sepulcro. Tal vez las mujeres fueron a otro sepulcro, vieron que el cuerpo de Cristo no estaba y comenzaron a proclamar la resurrección. Esta teoría no es admisible porque el sepulcro estaba debidamente identificado por las autoridades romanas y judías; Pilato había ordenado sellarlo con una piedra y custodiarlo; cuando los discípulos escucharon el informe de las mujeres, fueron de inmediato a verificarlo personalmente (Juan 20:1-10). En teoría, sería concebible que las mujeres hubieran cometido un error, pero dada la importancia de su confusión hubiera sido corregida sin demora. José de Arimatea trasladó el cuerpo a otro lugar. La teoría de que José de Arimatea, por alguna inexplicable razón, llevó el cuerpo a otro sepulcro no corre mejor suerte que la idea de que los discípulos robaron el cuerpo. No podría haberse llevado el cuerpo antes de la noche del sábado porque Pilato y los jefes judíos no hubieran sellado el sepulcro y colocado guardias para custodiarlo si estaba vacío. Después de esa hora, no le habría sido más fácil que a los discípulos retirar el cuerpo. Él también tendría que haberse enfrentado a los guardias que custodiaban el sepulcro para impedir que alguien se llevara el cuerpo. Llegados a este punto, sería conveniente mencionar la idea completamente insostenible de que los romanos o los judíos se confabularon para retirar el cuerpo. Aunque eso explicaría algunos vacíos dejados por las otras hipótesis, es una noción completamente descabellada. No hay ninguna evidencia que la respalde; por el contrario, las autoridades judías y romanas intentaban sofocar la idea de una resurrección, no de promoverla. Si los métodos de estudiar la historia tienen algún sentido, es impensable que las autoridades hayan retirado el cuerpo (ni ayudado a José, a las mujeres o a los discípulos). Jesús nunca murió en realidad. Hay quienes postulan la teoría de un «desmayo», y dicen que a Jesús le sobrevino un coma, pero que nunca murió. Luego, después de un tiempo en el sepulcro, despertó, salió del sepulcro y se presentó a los discípulos como si hubiera resucitado. Para refutar esta teoría lo único que debemos hacer es constatar todo lo que Jesús sufrió después de Su arresto: los azotes, la corona de espinas y la crucifixión. Cuando los soldados romanos junto a la cruz se sorprendieron al llegar a Jesús y ver que había muerto, no supusieron simplemente que estaba muerto, dado que no esperaban encontrarlo así. Para asegurarse, traspasaron el pericardio con una lanza, y salió sangre y agua de Su costado. No había duda: Jesús estaba muerto. Luego fue parcialmente embalsamado, envuelto en lino y depositado sin atención médica en el sepulcro. Allí permaneció hasta el domingo de mañana. Según esta hipótesis, Él tendría que haber despertado de pronto, empujado la piedra por sí solo para hacerla rodar, escabullirse sin que lo vieran los guardias y luego convencer a Sus discípulos de que había conquistado la

muerte. Se requeriría un milagro para que esta hipótesis fuera cierta. Más sencillo es atenerse a los registros y creer en el milagro de la resurrección que en el milagro del «desvanecimiento». El cuerpo de Jesús fue consumido por una cepa nueva de una bacteria mutante. Esta hipótesis me la propuso un estudiante durante una discusión en clase. Según su teoría, una cepa nueva de una bacteria mutó dentro de la tumba y consumió completamente el cuerpo de Cristo, dejando intacto el sudario. De esa manera, el cuerpo desapareció y los discípulos comenzaron a creer que Jesús había resucitado. Esta idea presenta algunas debilidades evidentes. No explica en absoluto el fenómeno de la piedra rodada de la entrada. Según Mateo 28:2, hubo un terremoto, el ángel del Señor quitó la piedra y se sentó sobre ella. Si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en la tumba, sin efectos especiales de ningún tipo, nadie habría sospechado que hubo una resurrección, por más rápido que haya desaparecido el cuerpo. Un proceso acelerado de descomposición no podría haber dado surgimiento a la creencia en la resurrección. Esta teoría, no obstante, nos permite aclarar algo importante sobre las hipótesis alternativas. No dudo que, si damos rienda suelta a nuestra imaginación, sea posible pensar en teorías aún más ingeniosas que serían difíciles de refutar. Por ejemplo, ¿por qué no inventar que todo el fenómeno fue producido por una invasión de extraterrestres? Tal vez fueron extraterrestres quienes se llevaron el cuerpo, vaciaron el sepulcro y luego causaron las apariciones del Jesús resucitado. El problema de las teorías basadas en extraterrestres y bacterias es que carecen de plausibilidad intrínseca. Es la tercera vez en el libro que insisto en los problemas de este tipo de argumentación. Primero, en el segundo capítulo, demostré que no necesitamos defender nuestras creencias contra objeciones que nadie aceptaría. Luego, cuando analizamos los milagros, afirmé que no todas las hipótesis explicativas son iguales. Hay algo llamado un supuesto razonable para establecer cuáles de varias teorías diferentes postulan una explicación razonable. Dado que hemos argumentado a favor de la existencia de Dios y de la posibilidad de los milagros, considerar la resurrección como un fenómeno posible es un supuesto razonable. Como no contamos con pruebas de bacterias mutantes o invasiones de extraterrestres, estas hipótesis no pueden considerarse un supuesto razonable. Nuestra intención no es dar vuelo a la fantasía, sino encontrar una explicación histórica plausible. Hay otros escenarios alternativos posibles respecto a la resurrección, pero son solo combinación de los anteriores. En consecuencia, corren la misma suerte que las hipótesis en que se basan. Recurrir a explicaciones no milagrosas para dar cuenta del sepulcro vacío implica una disyuntiva cruel: reescribir la evidencia para que se conforme a nuestra teoría o aceptar que nuestra teoría no es consistente con la evidencia actual. La única hipótesis que se ajusta a la evidencia es que Jesús realmente resucitó. El Hombre que predijo Su muerte y resurrección, lo que se cumplió exactamente como lo anunció, ¿pudo ser otra cosa que no fuera Dios? Mientras escribo estas palabras, escucho por la radio en mi oficina otro anuncio de un programa de televisión sobre supuestos avistamientos de extraterrestres y ovnis. Por

supuesto, soy escéptico ante estos testimonios; aunque debo reconocer que no he examinado la evidencia. No sería fácil convencerme de que dichas historias se basan en hechos reales, pero debemos estar abiertos a la posibilidad de que algunas cosas que nos parecen altamente improbables quizás sean ciertas. De manera similar, no pretendo que alguien se apresure a aceptar que Cristo es Dios, pero la evidencia es clara. Vimos en este capítulo que, en virtud de las afirmaciones que Jesús hizo sobre sí mismo, la única hipótesis bien fundada es que Él es efectivamente Dios. La evidencia de Su nacimiento virginal y de la resurrección refuerzan esta explicación. Podemos ahora retomar los casos introductorios para concluir este capítulo. Respuesta al caso 1: «Jesús nunca dijo que Él era Dios». En este capítulo demostré que sí lo dijo. Este sería el fin de la cuestión. Lamentablemente, con frecuencia no lo es, no porque la evidencia no exista, sino porque es pasada por alto o eliminada. No son solo soldados borrachos quienes dicen este tipo de cosas. Cuando las pronuncia una persona reconocida desde un estrado, caso de un profesor (quien quizás no sepa más sobre el tema que el recluta del ejemplo), de pronto muchas personas se sienten inclinadas a creerle, sin considerar más a fondo la evidencia. Además, si aceptamos esta tesis, caemos en un círculo vicioso. Este argumento simplemente niega que Jesús haya dicho estas cosas: si el Jesús histórico nunca afirmó que Él era Dios, todas las referencias a esos efectos deben ser invenciones que la iglesia interpoló en los textos. ¿Cómo sabemos que la iglesia puso estas palabras en boca de Jesús? Porque Jesús no las pudo haber afirmado. ¿Cómo sabemos que Jesús no las afirmó? Porque la iglesia las inventó. Hemos intentado mostrar que un buen manejo de los documentos históricos muestra que Jesús efectivamente hizo estas afirmaciones sobre Su persona. Respuesta al caso 2: Recuerdo que no respondí nada, pero sentí mucha pena por este hombre. Aparte de perderse la verdad, continuaba siendo activo en la iglesia, gastando su tiempo en algo en lo que no creía. Nunca pude entender este fenómeno. Como ya lo expresé más arriba, siento compasión por todas aquellas personas que no están dispuestas a creer en la deidad de Cristo la primera vez que escuchan esta verdad. En mi trabajo con diferentes religiones, tengo que escuchar afirmaciones que desestimo rápidamente, pero a veces necesito detenerme para considerar la evidencia. Lo mismo vale para quienes consideran que la deidad de Cristo no es más que superstición, a pesar de la evidencia en sentido contrario; quizás piensan que son modernos y racionales, cuando en realidad están siendo irracionales. Respuesta al caso 3: Tal vez la manera más peligrosa de considerar la resurrección sea aislarla del mundo de la realidad. De pronto, es posible creer algo que quizás no sea verdadero según los criterios normales de verdad. Me parece que la mayoría de las personas que adoptan esta posición saben, en el fondo de su corazón, que sus creencias en realidad son falsas y que la resurrección en realidad no sucedió. Esta noción además le resta sentido a sus creencias. Una resurrección que no ocurrió en la realidad espacio-temporal del mundo objetivo no es lo que la Biblia enseña ni es comprensible. ¿Qué quedaría de una resurrección que sucedió, pero que no sucedió? No lo sé; este postulante a profesor no lo sabía; nadie lo sabe. Un salto a la irracionalidad no rescata a la fe, la hunde. Respuesta al caso 4: Cómo saber lo mucho que prosperaría la causa de Cristo si quienes dicen creer en Él dejaran de expresarse con tanto cinismo, ¡que, además, es falso! Si por «probar» queremos decir establecer los hechos racionalmente, basados en la evidencia, con la Biblia «no se puede probar nada». Los criterios que hemos utilizado en este capítulo son las pautas normales usadas en el estudio de la historia. En definitiva, se basan en el sentido común. Si los hechos históricos sobre Jesús no fueran verdaderamente concluyentes, tendríamos un gran problema. En dicho caso, también perderíamos la información teológica. Usted no puede saber que Jesús murió en la cruz por sus pecados si no sabe que murió en la cruz. No puede saber que es su Salvador vivo si Él no resucitó. Estas cuestiones no tienen un mero interés trivial. Si Jesús no es quien dijo ser, el cristianismo pierde su razón de ser. A su vez, sabemos que Jesús es Dios, que Él dio

pruebas de Su identidad y que nos invita a dejar que Su obra redentora nos libere.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Resumir siete pasajes en los que Jesús afirmó que era Dios. 2. Mencionar cinco explicaciones que no admiten que Jesús sea Dios, describir dónde radican sus defectos y mostrar cómo la mejor explicación es aceptar que Él es Dios. 3. Argumentar a favor de la plausibilidad del nacimiento virginal y mostrar por qué las explicaciones alternativas no se ajustan a los hechos. 4. Mostrar por qué las apariciones de Cristo no pudieron ser alucinaciones. 5. Refutar seis hipótesis que no admiten que el sepulcro estaba vacío porque Cristo resucitó. 6. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: John R. W. Stott, J. Gresham Machen.

Reflexión sobre las ideas 1. Identifique otros pasajes bíblicos en los que Jesús afirmó ser Dios. 2. Encuentre un ejemplo de una persona contemporánea que alegue ser Dios. Aplique los criterios usados en este capítulo a ese caso. 3. Descubra historias sobre nacimientos milagrosos en otras religiones. ¿En qué difieren de los relatos sobre el nacimiento virginal de Jesús en el Nuevo Testamento? 4. Imagine que alguien le dijera que vio o experimentó algo muy inusual. Fíjese en los pensamientos que le cruzan por la mente mientras intenta decidir si creerle o no. ¿Cómo aplicaría sus pensamientos a los informes de las personas que dijeron haber visto a Jesús resucitado? 5. Piense en otras explicaciones alternativas que se han propuesto para evitar aceptar la idea de una resurrección. Muestre cómo son refutadas por los argumentos de este capítulo. 6. Repase el hilo del argumento de este libro a partir de la posibilidad de la verdad hasta el hecho de la resurrección. ¿Hasta qué punto la interdependencia de los argumentos es una ventaja o una desventaja?

Lecturas adicionales J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Baker, 1930). H. D. McDonald, Jesus: Human and Divine (Grand Rapids: Zondervan, Grand Rapids, 1968). Josh McDowell, Más que un carpintero, 2.ª ed. (Miami: Unilit, 1997). Frank Morison, ¿Quién movió la piedra?, trad. Rhode Flores de Ward (Miami: Caribe, 1977). 1 Comparar el análisis de Colin Brown, en Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984), 294-99.

2 Josh McDowell, Evidencia que exige un veredicto (Miami: Editorial Vida, 9.ª impresión, 1993), 170. 3 Cada tanto, un estudiante plantea que quizás el Dios del Antiguo Testamento era un demonio, que se trata todo de un gran fraude. Esta objeción es insostenible porque despoja de todo significado a las palabras utilizadas. Por definición, Dios no es un demonio, el bien no es el mal, etcétera. Por lo tanto, si Jesús es el Hijo de Dios, no puede ser un demonio. 4 J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Baker, 1930). 5 Alguien podría plantear una objeción razonable: ¿No esperaban los judíos un nacimiento virginal, sobre la base de la profecía de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen concebirá, . . . » (RVR1960). Nuevamente, la respuesta es no. El vocablo «virgen» en hebreo (alma) admite ser traducido como «virgen» o simplemente como «doncella» o «una joven». Como cristiano, estoy convencido de que la traducción correcta es «virgen», pero los judíos en los días de Jesús no interpretaban el pasaje de esta manera. Para ellos, hubiera sido una referencia a una joven. 6 Gary Habermas ha escrito profusamente sobre la resurrección. Ver The Resurrection of Jesus (Nueva York: University Press of America, 1984).

12 De Cristo al cristianismo Jesús o el cristianismo Caso 1: Otra vez me encontraba en un café, un sábado de noche, hablando con un estudiante universitario interesado en saber qué estábamos haciendo. —¿Para qué tienen este lugar? —preguntó. —Por varios motivos —respondí—. Para que la gente tenga un lugar tranquilo donde ir, para ayudar a la gente a conversar en un ambiente informal, para que puedan conocer a Jesucristo, para mostrarles qué es el cristianismo. —¡Espera! —me interrumpió—. Estás mezclando dos cosas diferentes. Primero, dijiste «Jesús», y luego, «cristianismo». Son dos cosas diferentes. —No lo creo —acoté—. El cristianismo son las enseñanzas de Jesucristo. Mi interlocutor no estaba dispuesto a aceptarlo. —No, son dos cosas completamente distintas. El cristianismo ha tergiversado por completo las enseñanzas de Jesús. Yo quiero seguir a Jesús, pero no me interesa nada que tenga ver con eso conocido como «cristianismo».

El pecado Caso 2: Mientras atendíamos una mesa con literatura en el centro de estudiantes, una estudiante curiosa se acercó para averiguar qué «vendíamos». Compartí el evangelio con ella y le dije que Jesús murió por nuestros pecados. —¿Pecados? —reaccionó con escepticismo—. Yo no soy una pecadora. No iba a dejarlo pasar. —¿Quieres decir que nunca pecaste? —Nunca. Nunca. No me iba a rendir. —¿Quieres decir que nunca hiciste nada que de alguna manera haya lastimado a los demás?

¿Necesitamos fe? Caso 3: Durante un viaje en bicicleta por la costa este de Estados Unidos, en un pequeño restaurante junto a la ruta, los dueños nos permitieron refrescarnos con una manguera: una sensación agradable en el calor abrasador de Virginia. Se nos había unido Max, otro ciclista venido de California. Después de comparar nuestras experiencias en la ruta, la conversación derivó al tema de la religión. Max nos dijo que, en parte, el propósito de este largo viaje solo era darse tiempo para pensar sobre su compromiso con Jesucristo. Estaba convencido de que, si realmente se lo proponía y le dedicaba todo su esfuerzo, podría vivir en perfecta obediencia a Cristo. Jim, uno de mis compañeros de ruta, comenzó a sondear un poco: —Pero ¿y la fe? —preguntó—. ¿No necesitas tener fe en Cristo, además? —No —respondió Max—. La fe es una muleta. Puedo seguir a Cristo sin recurrir a la fe. —Pero Jesús enseñó que necesitábamos tener fe en Él, que murió por nuestros pecados. —En realidad —respondió Max—, si leen cuidadosamente los evangelios, se darán cuenta de que Jesús nunca enseñó tal cosa. El quería que lo siguiéramos, no que creyéramos en Su muerte para eludir nuestra responsabilidad.

Sin lugar para la fe Caso 4: Habíamos llegado por fin al último día del semestre. Hora de dar mi última clase, las instrucciones sobre el examen final

y, también, algunas celebraciones algo mitigadas ante la perspectiva de tener que leer todos esos finales. Algunos estudiantes me agradecieron porque el curso les había servido. Un estudiante me dijo: —Anoche, algunos de nosotros, mientras lavábamos los platos en la cocina, nos pusimos a hablar sobre sus clases. Había opiniones encontradas. —¿Ah sí? —respondí, sin mucha reflexión. Tuve la sensación que siempre me invade cuando sé que estoy por recibir un baño de humildad. —Sí —continuó—. ¿Se acuerda de Matt que asistió a sus clases en el semestre pasado? Él dice que para cuando usted termina de probarlo todo, ya no queda lugar para la fe.

En el último capítulo mostramos que es razonable aceptar que Jesús es Dios. A partir de ahí, queda solo un pequeño paso para verificar que dichas creencias constituyen la esencia del cristianismo. Por «esencia del cristianismo» me refiero a la lista de creencias que enumero a continuación. No pretenden ser formulaciones dogmáticas de todas las verdades esenciales; la forma expresa en que las formulo y el alcance de gran parte de lo que diré podría ser objeto de refinamiento teológico. Comienzo con la hipótesis de que, por más matices que se les introduzcan, el cristianismo genuino necesita aceptarlas como innegociables. La pregunta es: ¿qué respaldo tienen? Estas son las cinco creencias esenciales:1 1. Las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento son la Palabra inspirada de Dios. 2. Los seres humanos están apartados de Dios por causa de su pecado y no pueden restaurarse a sí mismos para ser aceptables a Dios. 3. Con Su muerte en la cruz y Su resurrección, Cristo pagó el precio para que pudiéramos ser reconciliados con Dios. 4. Para ser salvos, es necesario y suficiente tener fe en Cristo. 5. La persona salvada por la fe en Cristo da testimonio de su salvación viviendo en rectitud. ¿Podemos respaldar estas creencias?

Primera creencia esencial: La Biblia es la Palabra de Dios Nuestra pregunta clave en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que la Biblia es la Palabra de Dios? Si Jesús es Dios, Sus enseñanzas deben ser verdaderas. A pesar de su sencillez, es difícil ver cómo esta afirmación podría ser falsa. Si es verdad, todo lo que Jesús enseñó sobre las Escrituras también debe ser verdad. Si Jesús creía que el Antiguo Testamento estaba inspirado, nosotros debemos creer lo mismo. Si Jesús garantizó que las enseñanzas de los apóstoles tendrían Su propia autoridad, necesitamos aceptarlas así. Esto es precisamente lo que deseo postular en este momento. En virtud de la autoridad de Jesús como Dios, es posible concluir que las Escrituras, el Antiguo y el Nuevo Testamento son la Palabra inspirada de Dios. Jesús aceptó que el Antiguo Testamento estaba inspirado por Dios Jesús se refirió en varias ocasiones a la autoridad divina de las Escrituras del Antiguo

Testamento. Dividamos este punto básico en sus componentes. Jesús afirmó que: La ley provenía de Dios. Se refirió a la ley como «los mandamientos divinos» y distinguió claramente entre la ley divina y las leyes y tradiciones humanas (Marcos 7:78). La ley es fija y permanente. Afirmó que ni una jota ni una tilde de la ley desaparecerían hasta que se hubiera cumplido completamente (Mateo 5:18). Las Escrituras tienen autoridad. Jesús las citó para poner fin a una discusión. Por ejemplo, venció a Satanás con citas directas de las Escrituras cuando fue tentado (Mateo 4). Las Escrituras contienen predicciones sobrenaturales. En más de una ocasión, Jesús declaró que las Escrituras del Antiguo Testamento aludían a Él. Esto solo es posible si el Antiguo Testamento es un libro divino con predicciones sobrenaturales (Juan 5:4647; Lucas 24:25-27). Vemos, entonces, que Jesús usó las Escrituras como procedentes de Dios. Jesús consideraba que eran fijas y permanentes, con autoridad y sobrenaturales. Estos puntos se sintetizan en una frase: decimos que las Escrituras son «inspiradas». En particular, esta expresión enfatiza la noción de que las Escrituras son escritos originados en Dios y contienen Su mensaje de autoridad. ¿Creía Jesús personalmente lo que afirmaba sobre las Escrituras? ¿No sería posible que las usara como lo hizo solo para comunicarse con Su público judío? Como ellos aceptaban que eran inspiradas, Él recurrió a las mismas Escrituras para enseñarles. Es decir, Jesús no estaba necesariamente expresando Sus propias convicciones, sino que se acomodaba a Sus oyentes. Aunque en principio esta teoría de la acomodación parecería ser relativamente plausible, es insostenible cuando se la analiza. En primer lugar, estamos hablando del hombre que también es Dios. No tiene sentido que esta persona avale ideas que Él mismo sabe que son falsas. Si el Antiguo Testamento no es inspirado, Dios tendría que saberlo; que Cristo respaldara esta noción sería lo mismo que defender una falsedad. Para cualquier ser humano eso de por sí ya sería reprensible; para Dios, imposible. En segundo lugar, la idea de que Jesús se limitó a acomodarse a la gente también es problemática. Si hay algo destacable en el ministerio de Cristo es que se negó rotundamente a avenirse a Su público. Estamos ante un Hombre que defendió a Sus discípulos cuando no se lavaban las manos como ordenaba la ley y la tradición (Marcos 7:5), que acusó a Su público de ser hijos del diablo (Juan 8: 44), que no siguió las costumbres judías en varias ocasiones y que prácticamente nunca perdió oportunidad alguna de distanciarse de las autoridades. La idea de que de pronto optara por sacrificar Sus convicciones para poder comunicarse mejor con la gente no coincide con Su carácter. En realidad, basta una breve mirada sobre cómo y cuándo usó las Escrituras para hacer aún menos plausible la posibilidad de que estuviera acomodándose a Su público judío. Invariablemente, las usaba para confrontarlos, no para conciliar posiciones. Su público estaba

equivocado y no entendían debidamente las Escrituras. Por ejemplo, les enseñó que, si creían lo que leían en los escritos de Moisés, deberían ser capaces de creer en Él (Jesús): no creían porque no tenían suficiente fe en las Escrituras. Jesús los convocó a una aceptación más profunda de las Escrituras y de su mensaje, todo lo contrario a adaptarse. La noción de que Jesús solo usó la Escritura como lo hacían Sus oyentes queda descartada. Jesús, el Hijo de Dios, presentó a los escritos del Antiguo Testamento como escrituras inspiradas por Dios mismo. Por lo tanto, la iglesia primitiva también aceptó el Antiguo Testamento como escritos inspirados. Basados en la misma autoridad, la de Jesús, nosotros deberíamos hacer lo mismo. Con respecto a este tema, es importante considerar qué libros pertenecen a esta colección de escritos inspirados. En virtud del anterior razonamiento, la respuesta más simple —y correcta— es la siguiente: aquellos libros que ya pertenecían al Antiguo Testamento en la Palestina del primer siglo, porque son los únicos que Jesús habría aceptado como inspirados. Alrededor del año 90 d.C. un cónclave de rabinos (judíos, no cristianos) se reunió en la ciudad palestina de Jamnia, para dar su aval permanente a los libros que las sinagogas judías ya aceptaban como las Escrituras. Estos rabinos nunca consideraron la posibilidad de agregar más libros; sí pensaron en eliminar algunos, aunque luego no lo hicieron. Tenemos, entonces, un criterio claro de qué libros habría aceptado Jesús como Escritura, los que figuraban en la lista de los rabinos. Estos libros son exactamente los mismos que hoy llamamos el «Antiguo Testamento», de Génesis a Malaquías. Existe otro grupo de libros que, en ocasiones, fundamentalmente por la iglesia católica, se incluyen en las recopilaciones del Antiguo Testamento. Son 1 y 2 Macabeos, Tobías, Judit, la Sabiduría de Salomón, entre otros: Se los conoce como apócrifos o deuterocanónicos. «Apócrifo» significa «dudoso» y es efectivamente incierto si estos libros deben ser considerados parte de las Escrituras. Debería rechazarse su inclusión en las Escrituras, no por su contenido (aunque son de calidad muy despareja), sino porque no contaron con el aval del judaísmo del primer siglo. No fueron aceptados por los rabinos, ni tampoco por Jesús. Por lo tanto, no tenemos ninguna base para aceptarlos como inspirados. Las Escrituras del Nuevo Testamento reposan en la autoridad de Cristo Sin duda, el argumento para la inclusión de los libros en el Nuevo Testamento es diferente, dado que recién se escribieron varios años después de que Jesús ascendiera al cielo. En este caso, Jesús autorizó a Sus discípulos a registrar Sus enseñanzas y continuar predicándolas. Sus enseñanzas se plasmaron en forma permanente en el Nuevo Testamento. En Juan 14:26 encontramos la afirmación crucial de Jesús sobre este punto. Allí prometió a Sus discípulos que el Espíritu Santo les haría recordar todas Sus enseñanzas después de Su partida. En Juan 15:26-27, una vez más, afirmó que los discípulos serían Sus testigos por medio del Espíritu Santo. Otros pasajes sobre lo mismo son Mateo 28:19-20 y Hechos 1:8. Proporcionan la imagen del llamamiento especial dirigido a los discípulos a que propagaran las enseñanzas de Cristo. Se transformaron de «discípulos», que significa «seguidores y aprendices», en «apóstoles», que significa «representantes». Escuchar las enseñanzas de un apóstol llevaba el mismo peso que si se escuchara enseñar a Cristo.

La colección de libros que llamamos en la actualidad «Nuevo Testamento» debe entenderse como una extensión del ministerio de enseñanza de los apóstoles. Cada uno de los libros fue escrito por un apóstol o por una persona estrechamente vinculada a un apóstol, alguien que reproducía las enseñanzas del apóstol. Por ejemplo, Lucas fue compañero de Pablo, y Marcos, de Pedro. El proceso de reconocer la autoridad de estos libros comenzó casi de inmediato. En 2 Pedro 3:16, el apóstol Pedro usa el término «Escrituras» para referirse a las cartas de Pablo. La palabra usada en este versículo es un término técnico que se utiliza solo para referirse a los escritos tenidos por inspirados. Por lo tanto, al asociar el término a las epístolas de Pablo, Pedro ya les está reconociendo su carácter inspirado. El reconocimiento del Nuevo Testamento se dio en un breve período. Contrariamente a lo que muchos creen, no fue fruto de interminables debates hasta que finalmente, al cabo de muchos siglos, la cuestión se zanjó por medio de una decisión arbitraria de un concilio. En realidad, el proceso de reconocimiento transcurrió relativamente sin tropiezos. Hacia finales del siglo II d.C. (aproximadamente unos cien años después de haberse escrito el último libro), la mayoría de las iglesias ya usaban una colección de libros muy similar al Nuevo Testamento de la actualidad.2 Las declaraciones oficiales de los concilios fueron posteriores. Por supuesto, no todo el mundo aceptó los mismos libros al mismo tiempo. Hubo algunas discusiones bastante animadas sobre la inclusión de algunos de ellos; fue el caso de Hebreos y 2 Pedro. Durante esos debates, lo que más se discutió fue la autoría de dichos escritos, el mismo punto que nos interesa aquí: ¿Quién escribió el libro? ¿Un apóstol o alguien que representaba directamente a un apóstol? Si fue así, podría incluirse; de lo contrario, debería ser rechazado. Hay otra cosa que debe destacarse mientras describimos el proceso de selección.3 No hubo sorpresas ni agregados de último momento. Los libros cuya inclusión se discutía y que fueron aceptados universalmente habían sido reconocidos por la mayoría de las iglesias desde hacía ya mucho tiempo. Las iglesias se limitaron a llegar a un consenso sobre los libros que ya circulaban desde largo tiempo atrás. El primer reconocimiento formal del canon del Nuevo Testamento fue en el año 397 d.C., en el sínodo de Cartago. Se reconocieron los mismos veintisiete libros que aún hoy conforman nuestro Nuevo Testamento. Lo único que hizo esta asamblea de obispos fue dar el reconocimiento oficial a una realidad de las iglesias locales. Henry Chadwick, un eminente investigador de la historia de la iglesia, evalúa el proceso de la siguiente manera: «A veces, los escritores modernos se sorprenden de los desacuerdos. Lo verdaderamente sorprendente es que haya habido tal grado de acuerdo en tan breve tiempo».4 La autoridad del Nuevo Testamento reposa en el siguiente razonamiento: Jesús impartió a los apóstoles plena autoridad para enseñar por el poder del Espíritu Santo. La enseñanza de los apóstoles se perpetuó en la compilación de sus escritos, el Nuevo Testamento. Por ende, el Nuevo Testamento que recibimos descansa sobre la autoridad de Jesús mismo. Estas consideraciones también permiten inferir que no es posible incorporar más libros al Nuevo Testamento. De vez en cuando, alguien plantea la pregunta sobre si el canon está

cerrado o si quizás debiéramos agregar más escritos al Nuevo Testamento. Ahora bien, no pretendo dar a entender que el Espíritu Santo ya no inspira a las personas para que registren nuevas revelaciones. Dios es omnipotente y Él sin duda puede hacerlo. No obstante, cualquier escrito nuevo no provendría de un apóstol y, por lo tanto, no tendría la autoridad de Jesús. No seríamos capaces de reconocerlos como inspirados y autorizados para toda la iglesia de la misma forma en que reconocemos la autoridad del Nuevo Testamento. Hemos dado el primer paso en la transición de Cristo al cristianismo. Jesucristo, el Hijo de Dios, avaló el Antiguo y el Nuevo Testamento con Su autoridad. En consecuencia, para ser coherentes, si prometemos lealtad a las enseñanzas de Jesús, es necesario que reconozcamos simultáneamente la revelación de las Escrituras. Sabemos que el Antiguo y el Nuevo Testamento son la Palabra de Dios porque eso fue lo que nos enseñó el Hijo de Dios. En nuestro anterior estudio, probamos que el Nuevo Testamento tiene autoridad como historia; ahora, hemos mostrado que también tiene autoridad como revelación divina. Como corolario, para el análisis que plantearemos a continuación podremos hacer referencia no solo a lo que Jesús enseñó directamente, sino también a lo que el resto de los escritores del Nuevo Testamento han elaborado.

Segunda creencia esencial: El pecado Nuestra pregunta clave en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que somos pecadores? Hemos afirmado que un ingrediente esencial del cristianismo es suponer nuestro pecado. Somos tan pecadores que, para tener una relación con Dios, necesitamos que Él nos salve. ¿Enseñó Jesús tal cosa? Para poder responder a esta pregunta, necesitamos comprender bien la naturaleza de las enseñanzas de Jesús y del pecado. Si a alguien se le ocurriera buscar un versículo en el que Jesús dice textualmente: «Tú has pecado y mereces ser condenado», no lo encontrará. Sin embargo, la enseñanza de Jesús sobre el pecado no deja lugar a dudas. En primer lugar, debemos ubicar Sus enseñanzas en el debido contexto histórico. Jesús se dirigió a los judíos, que todavía vivían sujetos a la ley del Antiguo Testamento (y que, como acabamos de ver, también Él aceptaba como revelación divina). El público de Jesús no necesitaba que se le detallara la naturaleza del pecado; sabían que significaba no cumplir los mandatos de Dios. Más específicamente, el pecado implicaba quebrantar algunos mandamientos en particular, lo que era considerado una rebeldía directa contra el Dios que los había impartido. En consecuencia, cuando enseñaba, Jesús elevaba las exigencias divinas de justicia y demostraba que nos resulta imposible cumplirlas. En el proceso, pronunció una sentencia tan contundente como si hubiera afirmado: «Ustedes han pecado y merecen ser condenados». Veamos algunos de los versículos más representativos. En Mateo 5:20 Jesús dijo: «Porque les digo a ustedes que si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos» (NBLH). Notemos que la preocupación básica concierne la entrada en el reino de los cielos, o el tener una buena relación con Dios. Segundo, observemos que Jesús proscribe, en la práctica, la posibilidad de entrar en el reino de los cielos mediante cualquier

esfuerzo humano, porque nadie más puntilloso que los escribas y los fariseos en el cumplimiento personal de la ley. Sin duda, en algunas instancias Jesús los reprendió por su pecado e hipocresía, pero lo que hace que dichas reprensiones sean tan incisivas es que muestran los defectos que había en algunas de las personas más piadosas de la tierra. Si ellos no podían cumplir los mandamientos divinos, nadie podría. El capítulo termina con una sorprendente exhortación: «Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto» (Mateo 5:48, NVI). Por desgracia, muchas discusiones sobre el Sermón del Monte pierden de vista el mensaje central, al diluir las exigencias de Cristo. El propósito de Jesús no fue motivarnos a esforzarnos un poco más para ser mejores personas. Propuso un estándar imposible de justicia que nos deja solo dos alternativas: (1) intentar hacer lo imposible y fracasar, o (2) depender de Dios para que Él haga lo que nosotros no podemos hacer. Estas mismas observaciones conciernen también muchas otras de Sus enseñanzas. Aun la historia del buen samaritano (Lucas 10:25-37), a veces entendida como una exhortación moral, debe ser entendida en primer término como una condenación. Una rápida mirada al contexto muestra que la parábola procuró responder a una pregunta sobre la salvación: «¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (v. 25, NVI). Jesús usó la parábola para ilustrar que el marco legalista de los judíos no era suficiente para merecer la vida eterna. Por eso no es extraño que Jesús generalizara tanto cuando se refería a nuestro alejamiento de Dios. En Juan 3:18, un texto no tan conocido como los versículos que lo preceden, Jesús afirmó que el mundo (aquellos que no creen en Él) ya han sido condenados. En otro pasaje, en que promete la venida del Espíritu Santo, declaró que el Espíritu haría evidente la condenación del mundo (Juan 16:8-11). En síntesis, dado que no podemos cumplir los mandatos divinos de justicia, ya estamos condenados. No podemos separarnos de Dios; ya estamos apartados de Él. No podemos remediar esta situación por nosotros mismos. Jesús dijo: «Nadie puede venir a mí si no lo trae el Padre que me envió, y yo lo resucitaré en el día final» (Juan 6: 44, NBLH). ¿Enseñó Jesús que somos pecadores y que necesitamos la salvación? Resulta claro que sí lo hizo. Otros autores del Nuevo Testamento enfatizan este mensaje. Los oyentes originales de Jesús fueron mayoritariamente judíos, pero los autores del Nuevo Testamento escribieron tanto a lectores judíos como gentiles. Por esta razón, se preocuparon por describir la pecaminosidad humana. El apóstol Juan enfatizó que todas las personas son pecadoras (1 Juan 1:8, 10) y que nuestro pecado es incompatible con la justicia de Dios (1 Juan 1:5). También aclaró que las malas relaciones entre las personas son señales de una mala relación con Dios (1 Juan 4: 20). El apóstol Pablo también enfatizó nuestro pecado. En Romanos 3:23 enseñó que «todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (RVR1960). Es el mismo concepto que enseñó Jesús. El pecado no es simplemente una infracción legal, es una violación de la pureza de Dios. Todo lo que sea inferior a la gloria de Dios es pecado. Por eso «la paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). No podría ser de otra manera, porque la brecha entre Dios y nosotros es imposible de ignorar. Por último, Pablo dejó bien claro que el pecado es una condición permanente de nuestra condición humana, una característica natural «desde Adán». Damos pruebas de esto cuando violamos deliberadamente la ley de Dios (Romanos 5:12).

Tercera creencia esencial: La cruz La pregunta clave en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que Él moriría por nuestros pecados? Tal vez no haya otro versículo entre los muchos que recogen las enseñanzas de Jesús que haya causado tanta consternación últimamente como Juan 14:6: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (NBLH). Afirmó ser no solo un camino, sino el único camino. Esta afirmación exclusiva fue reafirmada por los apóstoles. Pedro dijo: «Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12, RVR1960). Pablo afirmó: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre» (1 Timoteo 2:5, NBLH). Quizás con menos fuerza, Juan aclaró que la obra de Jesús es suficiente para todo el mundo: no se necesita otro Salvador (1 Juan 2:2). Es crucial notar por qué Jesús pronunció estas afirmaciones exclusivas. No fue porque era Dios, ni por Su poder o Su sabiduría. En cada uno de estos versículos, la razón para tal atribución exclusiva es que solo Jesús murió por nuestros pecados. (Aun Juan 14:6 viene directamente después de que Jesús profetizara Su muerte). Siempre que Jesús sea reconocido como nuestro único Salvador, lo será porque Él fue quien nos salvó. Estas atribuciones exclusivas no son producto de la arrogancia ni de la superioridad, son declaraciones de esperanza. Debemos entender que no hay otra manera de salir de nuestro estado de pecado. Sin embargo, ¡alegrémonos! Dios ha provisto el único camino por medio de Jesucristo. La cruz de Cristo es esencial para entender Su papel como Salvador. Observamos en el último capítulo cómo las enseñanzas de Cristo son «egocéntricas». Desde el principio, Él se colocó en el centro de la atención, como Dios, Juez, Señor, y el cumplimiento de la profecía. Cuando Sus discípulos comprendieron esta realidad, agregó que Su misión incluía morir en la cruz. Es decir, una vez que los discípulos tuvieron la certeza de que Él era el Cristo (Marcos 8:29), Jesús comenzó a prepararlos para Su muerte y resurrección (Marcos 8:31; 9:31; 10:3334). En una conversación a solas con Nicodemo, Jesús le aclaró que Su muerte era esencial para nuestra salvación (Juan 3:14-15). Este tema también se desarrolló con frecuencia en los escritos de los apóstoles. Pablo escribió: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8, RVR1960). Juan escribió: «Pero si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo. Él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:12, RVR1995). Pedro escribió: «Pues ya sabéis que fuisteis rescatados [ . . . ] no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:18-19, RVR1995). La muerte de Cristo es el centro del mensaje cristiano. Pablo resumió su mensaje a los corintios: «Me propuse más bien, estando entre ustedes, no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de este crucificado.» (1 Corintios 2:2, NVI).

Cuarta creencia esencial: La fe La pregunta clave en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que debemos tener fe en Él? En el primer capítulo, esbozamos algunos significados de la palabra fe. Hay una concepción intelectual de la fe (la fe pensante) expresada en la afirmación «Creo que . . . »; pero la fe también puede comprenderse como confianza o dependencia, «Creo en . . . ». Esta forma de fe implica una entrega: no confiamos en nada más y dependemos solo del objeto de nuestra fe. La fe como confianza (como en la fe salvadora y la fe progresiva) se manifiesta en compromiso. A modo de ilustración: Predico los domingos en una iglesia rural y, en ocasiones, asisten estudiantes de mi universidad para hacer algún especial de música. La mayoría no conoce la localidad ni la ruta y por eso les advierto sobre un tramo en particular del camino: «Cuando lleguen allí, les parecerá que no termina nunca. Después de un rato pensarán que se pasaron y que no doblaron donde tenían que doblar, pero no se preocupen. Confíen en mí, se darán cuenta dónde tienen que doblar cuando lleguen». Invariablemente, los estudiantes me comentan luego que tenía razón. Dicen que estaban seguros de que se habían pasado, pero que continuaron solo por lo que yo les había dicho. Me conocían, creían en mí y confiaban en mí. Su confianza no era una actitud vacía y solo intelectual; se manifestó en que no dieron marcha atrás ni pidieron más indicaciones, sino que continuaron conduciendo en la dirección correcta. La fe implica lealtad personal. Considerado desde otro ángulo, este tipo de lealtad personal solo tiene sentido por la confianza. Sería un error oponer las exhortaciones bíblicas a tener fe en Cristo con otros llamados a la lealtad personal y la obediencia. No se trata de una cosa o la otra; son dos caras de la misma moneda. En suma, cuando Cristo pide nuestra lealtad por entero a Él o reclama completa obediencia a Él, estas demandas deben ser vistas como equivalentes a tener fe en Él. En muchas ocasiones, Jesús comenzó por recordar a quienes lo escuchaban los mandamientos del Antiguo Testamento, pero como somos pecadores, sería imposible que pudiéramos cumplir la ley. En consecuencia, Jesús cambia la ley por Su persona, y nos explica que podemos ser salvos solo si nos entregamos por entero y exclusivamente a Él. Es un error grave (que, por desgracia, cometen muchas personas) interpretar que Cristo sustituyó la ley antigua por una ley nueva y más difícil. El cambio no consiste en sustituir unas leyes por otras, sino en pasar de la ley a la lealtad personal a Cristo. ¿Podemos probar que esto fue lo que Jesús enseñó? Bastará un ejemplo para ilustrar que sí lo hizo (Marcos 10:17-22). Un hombre joven de alto rango en la sinagoga visitó a Jesús porque deseaba saber qué tenía que hacer para heredar la vida eterna. Para comenzar, Jesús le recitó una lista representativa de los Diez Mandamientos. El hombre le aclaró que él los guardaba todos, pero ¡la conversación continuó! El hombre sabía que lo que había hecho no era suficiente, de lo contrario, no habría venido a ver a Jesús. Jesús le dijo: «Anda, vende todo lo que tienes, y sígueme». Noten también algo importante en este pasaje. Marcos señaló específicamente que Jesús le dijo estas palabras por amor. En otras palabras, no pensó:

«Este individuo es de veras un arrogante; ya verá: le voy a imponer un mandamiento bien difícil». No, Jesús le mostró que la salvación solo se encuentra cuando nos entregamos a Él, dispuestos a renunciar a todo apego a los bienes terrenales. Por desgracia, este joven no estaba listo para este tipo de fe. ¿Enseñó Jesús que debemos tener fe en Él? Sí. Jesús enseñó que la salvación requiere lealtad personal y fe en Él. Pablo, claramente, también enseñó lo mismo. En realidad, insistió varias veces sobre este punto. Solo podemos tener la salvación mediante la fe en Cristo. Así, escribió en Gálatas 2:16 (NVI): «Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo» (RVR1960). En Efesios 2:8-9, agregó: «Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (NBLH). Pablo hizo todo lo posible para dejar bien establecido que la salvación depende exclusivamente de una relación de confianza en Jesús. En Gálatas reaccionó contra los herejes que intentaban imponer la circuncisión como un requisito para la salvación. Aparentemente, eran las mismas personas que, según Hechos, decían: «A menos que ustedes se circunciden, conforme a la tradición de Moisés, no pueden ser salvos» (Hechos 15:1, NVI). Por eso, en Gálatas 5:3-4, Pablo explicó que «todo hombre que se circuncida [ . . . ] está obligado a cumplir toda la ley. De Cristo se han separado, ustedes que procuran ser justificados por la ley; de la gracia han caído» (NVI). Son palabras fuertes; requieren entender claramente la naturaleza de la fe para apreciarlas. Sería una tentación decir que agregar buenas obras a la fe personal aumenta las chances de ser aceptables a Dios; en el peor de los casos, tal vez no sirva de nada, pero ¿qué daño hace? La respuesta es que la fe debería ser una actitud de entera confianza. Imaginemos la siguiente situación. Una estudiante salió del examen y se olvidó de entregar su prueba. Una hora después, se aparece por mi despacho y me dice que fue un accidente; acaba de encontrar las hojas de la prueba y me las entrega exactamente como estaban cuando concluyó el examen. ¿Qué pasaría si le dijera: «No es porque no confíe en ti, pero tendré que pedirte que vuelvas a hacer todo el examen de nuevo»? Sería una mentira. La gente dice este tipo de cosas todo el tiempo, pero no pueden ser ciertas. Si realmente confiara en ella, no le pediría que volviera a rendir la prueba. La verdadera confianza implica que acepte su palabra sobre lo ocurrido y que no le pida que haga nada más. En cuanto decimos: «Confío en ti, pero . . . », es evidente que no confiamos. De la misma manera, si le decimos a Cristo: «Confío en ti para mi salvación, pero para asegurarme, le agregaré algunas buenas obras de mi parte», en realidad, no confiamos en el Señor. Por eso, Pablo recalcó la enseñanza de Jesús de que la fe es un acto de confianza sin reservas. Este tipo de fe no es una barrera, sino que es la única manera de poder recibir la salvación como un don de Dios. La fe no solo es necesaria, también es suficiente.

Quinta creencia esencial: La justicia La pregunta clave en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que la vida de rectitud

es el resultado de ser salvos por Él? ¿Una fe salvadora que no necesita la cooperación de las buenas obras significa que estas no tienen importancia para el creyente? No, Jesús enseñó en muchos lugares y ocasiones que una buena relación con Dios se revelará en obras de justicia. Dijo que reconoceríamos a los falsos profetas «por sus frutos» (Mateo 7:20). Sabríamos quiénes son Sus discípulos «si se aman los unos a los otros» (Juan 13:35, NVI). Quienes lo conocen, lo confiesan delante de los demás (Mateo 10:32), están preparados para dejar sus familias (10:35-37), llevar su cruz (10:38) y demostrar de diversas maneras su lealtad a Cristo. Aun una lectura somera de los Evangelios deja claro que es inconcebible que alguien tenga una relación con Jesús y no dé muestras de ello en su vida de obediencia y justicia. Para entender este punto, es necesario distinguir entre una condición (causa o requisito) y una consecuencia (efecto o resultado) de la salvación. Las buenas obras no pueden ser un requisito, pero son un resultado de la salvación. No son ni una condición ni una causa, pero sí son la consecuencia y el resultado de ser salvos. Considere la siguiente ilustración para entender cómo opera esto. La única manera de tener varicela es por transmisión del virus que la causa. Una vez que se nos contagia, aparece una erupción de granos en la piel que nos producen mucho escozor (y que, si somos pequeños, nuestros padres —a quienes no les pica— nos prohibirán rascarnos). No es posible provocarnos la erupción para enfermar de varicela (por ejemplo, comiendo algo que nos produzca alergia). Si tenemos el virus, más vale que también tengamos la piel cubierta de ampollas, o nadie nos creerá que tenemos varicela. De manera análoga, una vez que tenemos la salvación por medio del «virus» de la fe, deberíamos estar «cubiertos» de buenas obras. Las buenas obras no nos pueden «contagiar» la salvación, pero una vez que se nos transmite la «enfermedad», deberíamos manifestar los «síntomas» de una vida de rectitud. Seguramente Santiago estaba pensando en una imagen semejante cuando escribió que la fe, si no tiene obras, está muerta (Santiago 2:17). La frase crucial en este pasaje es el versículo 18: «Yo te mostraré mi fe por mis obras» (RVR1960). En otras palabras, el tipo de fe que nos salva es el tipo de fe viva que se manifiesta en buenas obras. Pablo también planteó este punto en varias ocasiones. En Efesios 2:8-10, insistió en que somos salvos por gracia, solo por medio de la fe. En ese mismo párrafo agregó que nuestra salvación tiene un propósito: fuimos «creados en Cristo Jesús para buenas obras» (v. 10, RVR1960). Pablo reiteró este mensaje tres veces en Tito 2:11–3:8. La tercera vez es la más clara. Una vez más, Pablo declaró que nuestra salvación se debe solamente a la obra de Dios: «Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia» (3:5, RVR1960). Concluye con la exhortación a que «los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras» (3:8). El apóstol Juan, en un contexto diferente, argumentó lo mismo: «Si alguien dice: “Yo amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso» (1 Juan 4:20, NBLH). Es decir, no es posible tener una relación con Dios sin manifestarla en nuestra vida. Es cierto entonces que Jesús enseñó que aquellos que son salvos por Él darán pruebas de su salvación a través de una vida transformada. El resto del Nuevo Testamento lo confirma. Comenzamos este capítulo señalando cinco elementos esenciales del cristianismo: la Biblia,

el pecado, la cruz, la fe y la justicia. En el curso de los capítulos anteriores, mostramos que debemos reconocer a Jesús como Dios. Ahora podemos concluir que si aceptamos a Jesús por quien es, sobre la base de la evidencia histórica, necesitamos también aceptar la verdad de estas creencias esenciales del cristianismo. Por lo tanto, hemos completado el proyecto que nos propusimos en el primer capítulo. Entonces nos preguntamos: ¿Será verdad? Ahora podemos decir: Sí, basados en la autoridad de Dios mismo, es verdad. En el último capítulo analizaremos cómo esta verdad responde a las necesidades de nuestra cultura. Antes, sin embargo, retomemos nuestros casos introductorios. Respuesta al caso 1: Cristo, pero sin el cristianismo . . . ¿es posible? En parte, la respuesta a esta pregunta depende de cómo definimos el cristianismo. Quien haga esta afirmación quizás esté pensando en algunos aspectos externos de la cultura asociada al cristianismo occidental. La fe cristiana puede prosperar sin templos, campanarios y bancos donde los feligreses cumplen un ritual semanal de devoción, aunque la Biblia exhorta a los cristianos a congregarse asiduamente. Si bien el lado cultural de la vida cristiana de ningún modo es obligatorio, no fue así como definimos el cristianismo. Optamos, en cambio, por señalar algunas creencias esenciales concernientes a la relación personal con Dios. Hemos intentado mostrar que Jesús mismo enseñó estas creencias, las que luego fueron corroboradas por los apóstoles, los maestros que Él designó. Por lo tanto, reconocer a Cristo significa aceptar Sus enseñanzas (¿qué otra cosa podría implicar?). Sus enseñanzas constituyen la esencia misma del cristianismo. A la luz de lo que mostramos en este capítulo, solo sería posible aceptar a Cristo sin el cristianismo revisando lo que Jesús mismo enseñó para conformarlo a nuestros preconceptos. Como seres humanos, esto nos resulta muy natural. Sin embargo, dado que ya hemos demostrado la confiabilidad histórica del Nuevo Testamento, no tenemos base objetiva para actuar de dicho modo. Respuesta al caso 2: El pecado es algo mucho más grave que haber lastimado a alguien en algún momento de la vida. Jesús no murió, y no necesitamos ser redimidos, porque hicimos llorar a nuestra hermanita cuando teníamos cinco años. La naturaleza del pecado concierne una ruptura con Dios, la que luego se manifiesta en malas relaciones con los demás. Por eso incluyo este caso en la categoría de «cosas que desearía no haber dicho». Si mal no recuerdo, ella dijo más o menos lo que sigue: «¡Vamos! Eso no es pecado. Así somos los humanos». Estaba atrapado y necesitaba explicarle lo que debí haberle dicho en primer lugar: que, por nuestra propia naturaleza, ya estamos separados de Dios. Por supuesto, hay muchos que rechazan esta noción, pero, como lo ilustra este ejemplo, minimizar la naturaleza del pecado para que la gente reconozca su pecado tampoco sirve de nada. Respuesta al caso 3: Este caso no difiere del anterior. Una vez más, concierne la necesidad de ayudar a las personas a comprender su condición de pecadoras que necesitan ser redimidas. La incluí solo para mostrar que Jesús enseñó precisamente esto mismo. Eliminar el pecado y la redención de la enseñanza de Jesús es tergiversarla. De Sus enseñanzas queda bien claro que necesitamos ser salvos de nuestra condición de pecadores. Respuesta al caso 4: En el capítulo 1, esbozamos tres tipos de fe; a una de ellas la denominamos fe pensante. Es el tipo de fe que «cree que . . . » algo es verdad. Con frecuencia consiste en aceptar una creencia como verdadera simplemente sobre la base de una autoridad, sin considerar la evidencia. Aunque no es posible prescindir de este tipo de fe, para los propósitos de este estudio nos propusimos la tarea de determinar si podemos saber que el cristianismo es verdadero sobre la base de la evidencia. Si lo hemos logrado, ¿por qué considerarlo un detrimento? Escucho este tipo de objeción a menudo en estos días, y debo decir que me deja algo desconcertado. ¿Qué pretende la gente? ¿Debería dejar deslizar un argumento inválido de vez en cuando? (Se me ocurren varios). ¿Debería decirle a la gente: «Aunque cuento con suficiente evidencia, quiero que usted la ignore y lo crea porque yo se lo digo»? No puedo convencerme de que dicho proceder sirva para hacer avanzar la causa de la verdad. Sí, la fe es esencial para el cristianismo, pero la fe verdadera no nos pide que creamos una aparente falsedad. La verdadera fe está dispuesta, no solo a afirmar ciertas verdades, sino a entregarse por entero para la eternidad, en un acto de confianza en

aquel que demostró ser la Verdad.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Mencionar cinco creencias que constituyen la esencia del cristianismo. 2. Mostrar cómo nuestra aceptación del Antiguo Testamento como la Palabra inspirada de Dios se funda en la autoridad de Jesús. 3. Mostrar cómo nuestra aceptación del Nuevo Testamento como la Palabra inspirada de Dios se funda en la autoridad de Jesús. 4. Demostrar con argumentos cómo Jesús y los apóstoles enseñaron que somos pecadores. 5. Resumir lo que Jesús y los apóstoles enseñaron sobre Su muerte en la cruz. 6. Describir lo que Jesús y los apóstoles enseñaron sobre la fe. 7. Defender el argumento de Pablo de que es imposible completar la fe con obras. 8. Explicar cómo, en las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, las buenas obras se presentan como una consecuencia de la fe. 9. Identificar el siguiente nombre con la contribución aludida en este capítulo: Henry Chadwick. Reflexión sobre las ideas 1. Hemos establecido una lista de cinco creencias esenciales del cristianismo. Argumente la posibilidad de añadir o quitar elementos a esa lista. 2. A la luz de este análisis, elabore un argumento contra la inclusión de más libros en la Biblia. 3. ¿Por qué el concepto de pecado es un factor tan crucial para entender la naturaleza del cristianismo? 4. Compile pasajes del Nuevo Testamento que consideran el efecto de la muerte de Cristo en la cruz. ¿Qué tipo de imagen transmiten? 5. ¿Por qué la fe no implica ni el más mínimo tipo de esfuerzo? ¿Cómo, entonces, se vincula la fe a la obediencia en el Nuevo Testamento? 6. Hay quienes postulan que esperar ver buenas obras como efecto de la fe es reintroducir la salvación por obras. ¿Por qué esto no es así? 7. Elabore un breve resumen sobre el cristianismo, respaldado con versículos bíblicos, como lo enseñaron Jesús y los apóstoles. Lecturas adicionales Winfried Corduan, Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker, 1981). Paul Enns, The Moody Handbook of Theology (Chicago: Moody Press, 1989). Robert H. Stein, The Method and Message of Jesus’ Teachings (Filadelfia: Westminster,

1978). John R. W. Stott, Cristianismo básico, trad. C. René Padilla, 3.ª ed. revisada (Quito: Certeza, 1987). 1 Ya establecimos una serie de creencias sin las cuales no sería posible el cristianismo: que Dios existe, que Jesús existió en la historia, que Jesús es Dios, etc. 2 Contamos con evidencia histórica contundente: una lista de estos libros. Ver «The Muratorian Canon» en Henry Bettenson, ed., Documents of the Christian Church, 2.ª ed. (Nueva York: Oxford University Press, 1963), 28-29. 3 A este proceso se lo denomina «canonización» o la compilación del «canon». El vocablo griego «canon» significa «regla, vara de medir». La cuestión es determinar qué libros cumplen ciertos criterios. 4 Henry Chadwick, The Early Church (Baltimore: Penguin, 1967), 44.

13 La verdad y nuestra cultura ¿Es una arrogancia decir que tenemos razón? Caso 1: Cuando era estudiante en la universidad, con frecuencia tuve que defender un punto de vista conservador durante los seminarios. En su honor, reconozco que mis profesores generalmente me permitían expresar mis creencias siempre y cuando aceptara que me las cuestionaran desde otras perspectivas. Durante una de esas discusiones, surgió una comparación entre las diferentes maneras en que los cristianos y los hindúes entendían algo. Sin mucha reflexión, comenté que necesitábamos partir del supuesto de que la perspectiva cristiana era correcta y que el punto de vista hindú era falso. Mi profesor me clavó la mirada: —¿Eres tan arrogante para creer que solo tú tienes razón y que todos los demás están equivocados?

¿Por qué ser moral? Caso 2: Mientras me desempeñaba como profesor adjunto en un curso introductorio de Filosofía de una universidad estatal, llegamos a la unidad sobre ética y se dieron discusiones animadas sobre qué principios usar para tomar decisiones morales. Una tarde lancé un desafío a la clase. —Imagínense que le han indicado a una persona cómo debería proceder. Pero, entonces, él dice: «No me importa si está bien o mal; yo haré lo que quiera». ¿Qué le responderían? Observé sus miradas perdidas: silencio. Entonces, reformulé la pregunta: —¿Por qué alguien podría llegar a desear ser una persona buena y moral? ¿En qué se basa realmente esa persona si no le importa ser moral? Esperaba que alguno de mis estudiantes dijera algo sobre la autoestima, la religión, el humanismo, la evolución . . . cualquier cosa con tal de responder. Finalmente, un estudiante rompió el silencio y sugirió con cierta vacilación: —Todo dependerá de cómo nos educaron, ¿no?

El arte Caso 3: Me encontraba en Washington, D.C., en el Museo de Arte Moderno, una filial del Smithsonian, contemplando una obra titulada «Blanco», por Robert Rauschenberg. Era un óleo sin marco y consistía en un lienzo dividido en cinco paneles pintados uniformemente de blanco . . . nada más. A su lado había otra pintura similar, solo que en negro, titulada «Negro». El momento me quedó grabado en la memoria porque había un muchacho, de unos dieciséis años, parado junto a su madre delante de los paneles blancos. Al parecer, ella había hecho un comentario despectivo sobre la obra. —Es que tú no entiendes, mamá —reaccionó él—. En realidad, encierra un significado profundo.

¿Será cierto? A lo largo de los últimos doce capítulos hemos mostrado que en verdad, el cristianismo es verdadero. Una última investigación será útil: confrontar el compromiso cristiano para con la verdad con los supuestos de nuestra cultura. Para aclarar el propósito de este capítulo, primero estableceré qué es lo que no intento hacer. 1. Mi propósito primario no es describir brevemente en qué consiste la cultura moderna con idea de condenar su pecado. Aunque algo de esto estará implícito en lo que expondré, no procuro condenar, sino señalar el carácter autodestructivo de nuestra

cultura, a fin de postular la necesidad de la verdad cristiana. 2. Este análisis tampoco intenta ser una guía práctica para dar testimonio. Espero que esta información (así como la de todo el libro) ayude a quienes desean compartir su fe en Cristo con los demás, pero mi intención no es simplemente proveer argumentos para la evangelización. Este capítulo, como los anteriores, requiere reflexión; no son simples fórmulas. Nos detendremos en tres importantes intereses humanos: la verdad, la bondad y la belleza.1 Para cada una mostraremos que el sentido aportado por nuestra cultura es inadecuado y potencialmente desastroso. Luego mostraremos que el cristianismo es capaz de satisfacer justamente la necesidad de nuestra cultura.

¿Qué es la cultura? Comenzaré por especificar qué entiendo por «cultura». Un antropólogo podría definir cultura como «ese todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las leyes, las tradiciones y todos los demás usos y hábitos adquiridos por los humanos en tanto miembros de una sociedad».2 En otras palabras, la cultura está presente en nuestro medio, en nuestra vida y en lo que pensamos sobre todo. De muchas maneras, nuestras culturas son permanentes y constituyen una parte tan íntima de nosotros como nuestro cuerpo. Casi nunca nos percatamos de su presencia, salvo cuando algo anda mal. En consecuencia, mi mirada de la cultura ya está afectada culturalmente. Representa la perspectiva de un hombre blanco norteamericano de clase media, aunque —y esto también es parte de mi sesgo— también estuve inmerso en otras culturas, por mis orígenes y mis viajes. Además, la naturaleza misma de la cultura norteamericana hoy en día está influida por un sentido multicultural, debido a que conviven diversas subculturas étnicas claramente identificadas, como los afroamericanos, los hispanos y los chinos. Esta observación es pertinente porque ser dogmático sobre lo que la cultura afirma con claridad sería excederse más allá de lo factible. Con todo, estoy seguro de que mediante generalizaciones, acompañadas de cuidadosas salvedades, podré hablar no solo sobre mí, sino también sobre lo que la mayoría de los occidentales reconocería en general como la cultura occidental. En nuestra definición de cultura está implícita la imposibilidad de desligarnos completamente de ella; tampoco resulta claro por qué alguien desearía hacerlo. Todas las culturas tienen defectos; sin embargo, todos los seres humanos están inmersos en una cultura. Por lo tanto, la única manera posible —y deseable— de criticar una cultura es desde dentro de ella misma, con la idea de redimirla, no de descartarla, lo que además sería imposible. (Ver el estudio sobre el pensamiento dependiente del sistema en el capítulo 4). Luces de Navidad en octubre

ientras pensaba cómo caracterizar nuestra cultura, no podía desprenderme de una imagen mental. Una noche, mientras conducía de regreso a casa, a mediados de octubre, pasamos por una casa en las afueras de la ciudad: ya estaba completamente decorada para Navidad y con las luces encendidas. ¿Sería por Halloween? No lo creo, predominaban las luces rojas y verdes. Tampoco era un comercio (ya todos conocemos a los los papás noel de chocolate que comienzan a añejarse en las góndolas de los supermercados desde septiembre en adelante). Era una casa particular; al parecer, a los dueños les encantaba tanto la Navidad que habían decidido comenzar a celebrarla dos meses antes. No me ofenden las celebraciones navideñas prematuras; no se trata de un asunto moral, pero esta imagen nos servirá para guiar nuestras observaciones sobre la cultura contemporánea. 1. La imagen se origina en la vida ordinaria de gente común y corriente en una ciudad del medioeste estadounidense que se denomina a sí misma: «Smalltown, USA». Los patrones culturales que intentamos describir no son las últimas cavilaciones artísticas de una compañía de teatro vanguardista, sino las pautas presentes en la vida de las personas en muchos hogares de Estados Unidos, conformadas por varias influencias populares. 2. La imagen revela un patrón de gratificación instantánea. No hay nada inmoral en tener luces navideñas en otros meses del año, además de diciembre. Las luces no tienen nada de malo (en realidad, son hermosas), pero reflejan un supuesto que gobierna nuestras vidas: cualquier cosa que queramos, tenemos derecho a tenerla, y deberíamos tenerla ¡ya! En consecuencia, somos una cultura saturada con un sinfín de oportunidades para la diversión. Por ejemplo, la televisión por cable permite que nuestra familia reciba veinticinco canales. Sin embargo, hay noches en que «no hay nada para ver en la tele». Entonces, complementamos nuestra dieta televisiva con el menú ofrecido por una docena de salas de cines próximas a nuestra casa; algunas con capacidad para proyectar hasta diez películas al mismo tiempo. Además, hay eventos deportivos, espectáculos musicales, juegos de video, parques y espacios recreativos . . . y ni siquiera vivimos en una gran ciudad.

M

Nuestra cultura se caracteriza en parte no solo porque exigimos la gratificación instantánea de nuestros deseos, sino porque también estamos acostumbrados a obtenerlos. Si nuestros salarios son adecuados, podemos adquirir lo que deseamos. Si no contamos con dinero, sentimos que se nos priva de algo a lo que tenemos derecho. En otras palabras, no solo esperamos ser gratificados al instante, sino que también nos creemos con derecho a esa gratificación. Como resultado, en nuestra sociedad, ya nada es «especial». Estamos saciados, sobresaturados, y aún queremos más. Todo está a nuestro alcance, salvo en términos de cantidad. A este punto quería llegar: como nada es especial, ya nada importa realmente. A continuación, examinaremos cómo opera esta actitud en términos de verdad, bondad y belleza. Por ahora, asignémosle un nombre a este fenómeno: nihilismo. Podemos definir el nihilismo como la actitud según la cual nada tiene valor absoluto, todas las cosas son igual de absurdas. Lamentablemente, cuando observo nuestra cultura contemporánea, veo que la filosofía subyacente es crecientemente el nihilismo. A mediados de los sesenta, un número de escritores cristianos postularon que los no cristianos contemporáneos tenían solo dos alternativas: la angustia o una huida a la sinrazón.3 Nos referimos a este argumento en el capítulo 5, cuando analizamos el ateísmo. En aquella ocasión dijimos que:

la persona sin Dios no tiene una base racional de valores obligatorios y, no obstante, los necesita para vivir (el «piso de abajo»); dicha persona únicamente puede adoptar valores obligatorios si tiene huidas irracionales y se aferra a algo que en realidad contradice su cosmovisión (el «piso de arriba»). Lo que ahora observamos, como parte de nuestra cultura, es la reacción a vivir en el piso de arriba demasiado tiempo. La gente se da cuenta de que los valores que guían su vida son solo huidas irracionales; no derivan de nada objetivo. En consecuencia, su huida es tan buena como la mía: ambas son igual de irracionales y, entonces, ni siquiera tiene sentido preguntarse cuál es la correcta. En un sentido, todas son correctas; en otro sentido, ninguna lo es. En realidad, nada importa. Las luces de Navidad en octubre no son solo una decoración inocente y agradable: son también un símbolo profundo de una cultura que perdió su rumbo. Veamos ahora, más específicamente, lo que sucede con la verdad, la bondad y la belleza en este contexto.

La verdad He dedicado todo este libro a estudiar la verdad: a partir de su posibilidad, pasando por su método y hasta su aplicación al cristianismo. Demostramos que (a) es posible conocer la verdad y (b) podemos mostrar que el cristianismo es verdadero. Ahora nos detendremos para considerar qué tratamiento recibe la verdad en nuestra cultura. Hoy en día, en general, el abordaje más popular a la verdad es el relativismo, que ya analizamos en el capítulo 2. El relativismo enseña que hay muchas verdades religiosas válidas. El cristianismo quizás sea verdad, tanto como tal vez lo sean las tradiciones religiosas que lo contradicen. Esta cita de Marcus Bach es representativa: «Me parece que las grandes religiones deberían verse como dialectos diferentes que el ser humano usa para hablar con Dios, y Dios con el ser humano».4 Esta afirmación implica que hay una realidad fundamental, descrita con la palabra «Dios». Las diversas religiones, con sus conceptos, imágenes, mitos y lenguajes, son diferentes maneras de relacionarse con Dios. Este tipo de afirmación (de avanzada, cuando se postuló por primera vez en 1961) sirvió de punto de partida para lo que luego se convirtió en una idea convencional hacia fines del siglo pasado. Es una vertiente particular de relativismo, que podríamos denominar inclusivismo. Sin embargo, conlleva grandes problemas. 1. El inclusivismo no permite la inclusión de una religión exclusiva. Algunas religiones se presentan como el único camino a Dios; por ejemplo, el cristianismo. Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí» (Juan 14:6, NBLH).5 Hay solo dos opciones lógicas ante afirmaciones de este tipo: (1) el cristianismo es falso o (2) el cristianismo es exclusivamente verdadero. El cristianismo no puede ser verdadero mientras otras religiones sean igualmente verdaderas. Para que sea verdadero, sus postulados deben ser verdaderos: entre ellos, ser el único camino a Dios. Si esta premisa fuera falsa, el cristianismo dejaría de ser verdadero. Algo no puede ser falso y verdadero al mismo tiempo.

Por supuesto, algo muy semejante al cristianismo todavía podría ser verdadero: un cristianismo despojado de todos sus postulados de exclusividad. No sería un cristianismo bíblico, sino un sucedáneo para conformarse a las tesis del inclusivismo. Si alguien deseara acomodar el cristianismo al inclusivismo, tendría que tener alguna buena razón para pensar que el inclusivismo es verdadero. Consideremos cuál es su posible respaldo. 2. El inclusivismo carece de evidencia. ¿Qué podría ser considerado evidencia a favor de la afirmación de Marcus Bach? ¿Cómo saber que cuando hablamos de Dios nos referimos a la misma realidad? Una respuesta a esta pregunta podría ser el principio de la identidad de los indiscernibles, que usamos en el capítulo 6 para demostrar que solo puede haber un Dios. En aquella oportunidad, afirmamos que el principio postula que si dos cosas comparten las mismas propiedades, entonces son idénticas; se trata de la misma cosa. Si podemos mostrar que Dios, como lo concibe cualquier religión, siempre tiene las mismas propiedades, este principio nos llevaría a concluir que todas las religiones adoran al mismo Dios. Nada más alejado a la verdad. Mientras escribo estas líneas, recuerdo un día en Singapur, hace unos meses. En la mañana, un grupo de estudiantes y yo asistimos a una reunión de equipo de Juventud para Cristo. Cantamos himnos, oramos y escuchamos una exposición sobre la epístola de Santiago. En la tarde, visitamos un templo hindú, en ocasión de la fiesta Taipusan, una celebración local para el dios Muruga.6 Nos quedamos de pie en el templo y observamos cómo los devotos de Muruga se perforaban la piel con largos pinchos con pesas (los «kavadi»), se atravesaban las mejillas y la lengua. Luego caminaban por la calle, con el acompañamiento de cánticos en los que celebraban el «vel», la espada de Muruga. Mientras observaba los rituales, reflexioné en el eslogan contemporáneo: «Todos adoramos al mismo dios; solo que le damos nombres diferentes». No podía dejar de pensar en lo inadmisible que es dicha noción. Las diferencias entre el Cristo a quien yo adoré en la mañana y el Muruga venerado por estos hindúes eran insalvables. Jesús llevó la cruz y fue traspasado por nosotros; Muruga exige que nosotros llevemos el «kavadi» y que nos traspasemos el cuerpo para aplacarlo. Quizás haya analogías a nivel trivial (ambos son dioses, son objeto de adoración), pero es casi imposible que sean similares en lo que verdaderamente importa, mucho menos que exista el tipo de semejanza requerido por el principio de la identidad de los indiscernibles. Por lo tanto, el principio no confirma el inclusivismo. Sin embargo, Bach no apela al principio de la identidad de los indiscernibles. Hace su afirmación al principio de un libro en el que muestra cómo operan las religiones en la vida de personas pertenecientes a diversas confesiones. Su tesis parece ser que, como todas las religiones operan de la misma manera en la vida de las personas, debe haber una realidad común a todas ellas. La premisa de este argumento, que todas las religiones cumplen un papel similar en la vida de las personas, solo debería ser posible verificar empíricamente. La experiencia de Bach lo conduce a realizar esta afirmación, aunque mi experiencia me lleva a cuestionarla, salvo en términos tan generales que carecerían de valor. Aun dentro de una religión, los fieles participan por motivaciones drásticamente diferentes: para asegurarse beneficios materiales o para compensar el no tener bienes materiales, para esforzarse a fin de obtener el perdón de los

pecados o para expresar su gratitud por haber sido perdonados, para transformar el mundo o para huir de él, etc. No creo que sea posible confiar en todo lo que la gente dice sobre su religión y concluir que todas operan de la misma manera. Aun si la premisa de Bach fuera verdadera, esto no permitiría inferir su conclusión. Imaginemos dos hombres, Fred y Ricky, casados con dos mujeres, Ethel y Lucy. Si bien podríamos suponer que Ethel se relaciona con Fred más o menos de la misma manera en que Lucy se relaciona con Ricky, eso no es razón para pensar que Fred y Ricky están casados con la misma mujer, y que «Ethel» y «Lucy» son simplemente dos nombres diferentes para una sola realidad femenina. La única posibilidad para ello sería que ambas compartieran las mismas propiedades (y que ocuparan además el mismo espacio al mismo tiempo), algo que claramente no es el caso. De la misma manera, tampoco podemos concluir que si todas las religiones operan de forma similar, entonces se refieren a la misma realidad. Esta afirmación simplemente da por sentado lo que pretende demostrar, porque no todas las religiones comparten las mismas propiedades (como hemos visto). Por lo tanto, la experiencia no respalda el inclusivismo. ¿Qué podría servir como evidencia del inclusivismo? Analicemos con más detalle la afirmación de Bach. Él no se refiere en realidad a todas las religiones, sino solo a las «grandes religiones». Su afirmación no es totalmente inclusiva porque deja un margen de maniobra en caso de que la evidencia así lo requiera. Podría mostrar, por ejemplo, que una religión específica no está incluida en esta concepción, Bach tendría la posibilidad de alegar que no se trata de una «gran religión». En última instancia, queda a su entera discreción cómo emplear la evidencia. Profundicemos aún más. La afirmación además no apela al empirismo. Bach dice: «Me parece que . . . ». No postula una conclusión basada en la evidencia, sino una suposición para abordar la evidencia. Preguntarnos qué podría valer como prueba para corroborar su afirmación, en realidad, es irrelevante. A la luz de su suposición inicial, poco importa la evidencia. 3. El inclusivismo lleva al nihilismo. Nos hemos detenido a analizar en detalle una afirmación inclusivista y la ausencia de evidencia a fin de dejar bien en claro nuestro propósito. El inclusivismo religioso contemporáneo (y el relativismo en el que se basa) no obedece a ninguna conclusión de la investigación académica, ya que no cuenta con ningún respaldo empírico. El inclusivismo es lisa y llanamente una suposición dogmática. El dogma es el siguiente: Todas las religiones son igual de verdaderas. Todos los puntos de vista son igualmente verdaderos. Las diferencias y los grados de plausibilidad no tienen verdadera importancia. Llegamos, entonces, al resultado nihilista de este asunto. Es aceptable ser religioso. Es aceptable no ser religioso. Cualquier religión que uno escoja es aceptable. Simplemente, no importa. En definitiva, el relativismo lleva al nihilismo. 4. El nihilismo lleva al autoritarismo. Esta progresión no termina en el nihilismo. Aunque parezca paradójico, un abordaje nihilista de la verdad nos arrastra a una noción autoritaria de la verdad. La lógica de esta tesis es simple. Vimos que en un esquema basado en el relativismo no hay verdad objetiva; no hay manera de establecer la verdad apelando a la

realidad objetiva. Como planteamos en el capítulo 2, nadie puede vivir de esa manera. Necesitamos vivir sabiendo que la verdad se opone a la falsedad. ¿Dónde podría originarse dicha verdad? La única posibilidad es que la verdad sea definida arbitrariamente. En el caso de una cultura o sociedad, la verdad tendría que ser definida por quienquiera que ocupe una posición de autoridad: la iglesia, la academia, los medios de comunicación y, en última instancia, el poder político. Cuando la prerrogativa de decidir la verdad (la de decretarla, no descubrirla) queda en manos de un grupo de personas con suficiente poder para imponer su resolución, estamos bien en camino hacia una sociedad autoritaria. En el capítulo 2, aludimos a la cantidad de gente bien intencionada que acepta el relativismo por un malentendido. Creen que entender la verdad como algo objetivo conduce a la intolerancia y la persecución. Una mirada a la dinámica de la historia muestra que no es así como se desarrollan las sociedades autoritarias. La intolerancia es la primera y última función del poder; la manera de entender la verdad no desempeña ningún papel. Quienes están verdaderamente convencidos de la verdad objetiva, no tienen nada que temer de la libertad de investigación ni de la representación de puntos de vista opuestos. Que una sociedad dictatorial recurra a suprimir los puntos de vista que se opongan a ella demuestra que dicha sociedad no se basa en la verdad objetiva, sino en la opinión de quienes detentan el poder. Para poner punto final a este caso —y dejar sentada una protesta pública—, expondremos las debilidades de un mito muy de moda en la actualidad. Con frecuencia me señalan que, dada mi condición de profesor evangélico, afiliado a una visión objetiva de la verdad, contribuyo a fomentar la intolerancia en el mundo. Luego me invitan a aceptar el relativismo, porque supuestamente es una visión oriental de la verdad, y engendra la tolerancia. Aldous Huxley, por ejemplo, echó la culpa de la intolerancia que ocasionalmente caracterizó la historia europea a una visión objetiva de la verdad y recomendó adoptar una actitud mística e intuitiva, ejemplificada en el pensamiento hindú.7 Dichas recomendaciones, por más bien intencionadas que sean, simplemente no tienen ningún asidero en la realidad. La sociedad hindú tradicional, con su sistema de castas, no es otra cosa que un racismo institucionalizado. Algunas de las guerras más sangrientas del siglo xx se libraron en el subcontinente indio por motivos religiosos. Mi intención no es criticar la India ni la religión hindú, sino señalar que una perspectiva oriental de la verdad no es ningún resguardo contra la intolerancia. La intolerancia simplemente no es consecuencia de una concepción particular de la verdad, sino producto de las luchas por el poder. Cuando el relativismo se convierte en nihilismo, allana el camino para dicho autoritarismo. ¿Cómo saber si vamos camino a una sociedad autoritaria? Los siguientes indicios son premonitorios: Cuando la gente intenta imponer su punto de vista mediante la fuerza, en vez de promover el debate de ideas y razones. Cuando la gente siente la necesidad de reescribir la historia para conformarla a su punto de vista. Cuando la gente apela a las autoridades en el gobierno, como la Suprema Corte de

Justicia o los legisladores, para decretar qué es la verdad. Cuando las escuelas, para elaborar sus programas de estudio y seleccionar los libros de texto, se guían más por motivaciones políticas que por objetivos pedagógicos. Cuando la información se evalúa en función de lo bien que sirve para promover fines políticos, y no sobre su condición de verdad. Cuando se hace evidente que la gente prefiere sentirse cómoda con una mentira conocida que incómoda con la verdad. Mientras escribo estos puntos, pienso en ejemplos que atraviesan todo el espectro político. Por eso no está claro quién se impondrá: si la «izquierda», la «derecha» o el «centro»; pero es evidente que estas dinámicas operan en nuestra cultura. Hace veinticinco años, varios escritores advirtieron que si no retomábamos una visión objetiva de la verdad, acabaríamos en la confusión y la anarquía. El caos ya está aquí. El siguiente paso será una sociedad autoritaria.

La bondad Un jueves de noviembre de 1990, un jugador de la NBA fue acusado por solicitar servicios de una prostituta; lo arrestaron, lo encarcelaron, lo procesaron, y lo dejaron en libertad con tiempo suficiente para presentarse en los últimos minutos del partido de baloncesto de su equipo. Cuando llegó al estadio, los espectadores (al tanto de las noticias) lo recibieron con una ovación, y volvieron a aplaudirlo cuando entró a la cancha para jugar. Los jugadores de baloncesto, como cualquier persona en cualquier lugar y en todas las épocas, son falibles, pero la reacción del público es representativa de nuestra cultura. Dudo que aprobaran la conducta del jugador; pero con su reacción, manifestaban que no era importante. Eso fue precisamente lo que expresó uno de sus compañeros de equipo en una declaración a la prensa.8 Este ejemplo ilustra que nuestra cultura está al borde del nihilismo respecto a la moral. Ya no tenemos normas claras sobre el bien y el mal, pero sentimos que tampoco las necesitamos. Simplemente, no importa. Esto no quiere decir que nuestra cultura promueva la inmoralidad. Dicha noción es más fácil de sostener desde el púlpito que en la vida real. Los predicadores que afirman que ya no hay más moral en la televisión, probablemente tampoco la miran. Podemos resumir un supuesto código de ética que la mayoría de las comedias contemporáneas (como mínimo) parecen suscribir la mayor parte del tiempo. Sé siempre fiel a ti mismo. Sé siempre leal a tus amigos (salvo que implique violar la norma anterior). Acepta siempre a los demás y sus convicciones. ¿Quién sabe? Tal vez al final ellos tengan razón. Hijos: reconozcan que sus padres son solo humanos y estén dispuestos a perdonarles sus conductas egoístas e irreflexivas (una completa inversión de los días de Theodore

«Beaver» Cleaver). Las relaciones sexuales son muy especiales. No se acuesten nunca con alguien si no están seguros de que de veras su pareja les cae bien. No juzguen a quienes todavía no han alcanzado este nivel de sofisticación moral. Por supuesto, esta moral está más diluida que una sopa digna de un orfanato sacado de una novela de Charles Dickens. Sin embargo, representa a grandes rasgos el estado de nuestra cultura, en términos de moral. Ya no hay consenso moral y, por ende, nos ocultamos detrás de lugares comunes que no significan nada desde un punto de vista moral y relacional. En los hechos concretos, no hay mucho para decir pero, de todos modos, en realidad no importa siempre y cuando «uno sea fiel a sí mismo». Este es el mensaje que nos bombardea día tras día. Aparece en forma endulcorada en los espectáculos de televisión, en la música de moda y en los editoriales de la prensa. Se repite con vehemencia en la música destinada a la cultura juvenil de hoy. Un grupo de rock, Metallica, declara que no nos debe importar nada excepto uno mismo porque «todo lo demás no importa». Es imposible que una sociedad sobreviva en el caos moral absoluto. Para asegurar que continúe funcionando, tarde o temprano será necesario encontrar un código o política moral. Si no existe, uno se impondrá. Acabaremos con una moral social patrocinada por un gobierno. El nihilismo moral también conduce al autoritarismo. Parece una paradoja, porque la idea del relativismo ético es ser tolerante. En realidad, parecería que la tolerancia es el único valor universal que nos queda. Todos deberíamos respetar los valores de los demás, siempre. Por desgracia, la apuesta a la tolerancia es mucho más ambigua que su expresión. Solo una persona que cree que el bien y el mal están basados en algo más que las preferencias humanas (por ejemplo, en la voluntad divina) y que los juicios de valor no son responsabilidad humana puede ser verdaderamente tolerante.9 Quienes creen que el bien y el mal se basan puramente en las decisiones personales y que depende de cada uno hacer valer esa decisión, no pueden ser tolerantes. Desde una perspectiva puramente lógica, pueden ser tolerantes en cierta medida, hasta que alguien vulnere sus preferencias personales. Es decir, la tolerancia es la virtud suprema, pero entendida dentro de lo que es aceptable para ellos. Cuando un juicio de moral contraría sus propias preferencias, son tan intolerantes como los demás. Lamentablemente, entonces, concluimos que el caos moral se cierne sobre nosotros. Detrás de una fina capa superficial de moralina yace una tierra baldía en la que no hay nada malo y, en definitiva, tampoco hay nada completamente bueno. Mientras que nuestra cultura no recupere un fundamento objetivo de la moral, el fantasma del autoritarismo se cierne como la única salida viable a esta confusión.

La belleza Un aspecto importante de una cultura es el arte que produce. Tradicionalmente, el arte es la expresión de lo que una cultura considera bello. ¿Qué cosas encontramos bellas en nuestra

cultura? Muchos quizás consideren que esta pregunta no es pertinente y tal vez se sientan hasta ofendidos. Todos sabemos que «la belleza está en la mirada del observador», ¿no es así? Nadie tiene derecho a pronunciarse dogmáticamente sobre qué es bello y qué no lo es. Con respecto a este tema, aun los cristianos han absorbido esta corriente de nihilismo y aceptan que los estándares de belleza no existen o que no importan. Lo único que importa es que alguien encuentre que algo es agradable. La afirmación «la belleza está en la mirada del observador» es en extremo ambigua. Podría interpretarse de dos maneras: Es necesario que haya un observador para reconocer la belleza dondequiera que esté. Para identificar la belleza se requiere la presencia de alguien que la vea. Este significado podría darse, por ejemplo, cuando un orfebre reconoce la belleza de un diamante en bruto. La belleza es cualquier cosa que alguien quiera que sea. El observador decide qué es lo bello para él, sin ninguna referencia a una noción objetiva de belleza. Nuestra cultura entiende la naturaleza de la belleza en este segundo sentido. No hay criterios para determinar qué constituye el buen arte. Todo lo que una persona quiera producir es tan bueno como cualquier otra cosa. La apreciación de una persona comienza y termina con láminas de paisajes campestres y adornos de porcelana; otra persona (un profesor de arte que tuve) coloca dentro de un marco un pedazo de capa asfáltica que encontró en la carretera y considera que es una buena expresión artística. Todo vale. No hay criterios. Nada importa. ¿No importa? Sí, importa porque el arte no es neutral. Una obra de arte es una forma de comunicación. Con su creación, el artista comunica algo sobre su experiencia, su actitud hacia el mundo o su visión de él. Un verdadero artista no se limita a hacer un lindo cuadro. Desea transmitir algo sobre cómo podría verse el mundo. El arte realiza afirmaciones; en consecuencia, importa. Este tipo de discusión estuvo en el tapete hace unos años, en relación a las obras de Andres Serrano y Robert Mapplethorpe. Serrano produjo un escándalo con su «Piss Christ», un crucifijo sumergido en un vaso de su propia orina. El Centro de Arte Contemporáneo de Cincinnati fue acusado de atentado al pudor, por exponer fotografías homoeróticas y sadomasoquistas de Mapplethorpe (quien ya había muerto de sida). El museo fue absuelto; el jurado se convenció de que aun si el arte es obsceno, es arte y, en consecuencia, es autónomo y no está sujeto a los valores morales. Owen Findsen, el crítico de arte del Cincinnati Enquirer se alegró de la sentencia, porque «el mal existe en la mirada del observador».10 Esto es nihilismo estético, y es tan problemático como el nihilismo en cuestiones de verdad y moral. El arte no tiene que ser bello y realista. Quizás nos interpele o perturbe, pero no debería ser destructivo. La celebración de Serrano de los fluidos corporales11 o las imágenes de Mapplethorpe de desnudos masculinos, en las poses más repulsivas que uno pudiera imaginar, destruyen la dignidad humana y reducen la humanidad a meros organismos físicos

intrascendentes. Estos artistas hacían una afirmación con sus obras y, en última instancia, transmitían la autodestrucción. Si nada importa, el artista tampoco importa. Al destruir la realidad, el artista se destruye a sí mismo. No se trata de reprimir la libertad de expresión, aunque a veces se convierte en un caso de censura, como veremos a continuación. En principio, se trata de determinar el significado del arte y de establecer que no es neutral. Habremos avanzado mucho en este tema si la gente llegara a comprender cómo muchas obras de arte contemporáneo propagan un mensaje nihilista sobre la vida y la moral. Mapplethorpe no se cruzó por accidente con las escenas que registró con su cámara. Fueron tomas planeadas, montadas y arregladas deliberadamente para transmitir sus ideas. No es sorprendente que el nihilismo en el arte también contenga las semillas del autoritarismo. La controversia Serrano/Mapplethorpe se hizo pública porque eran obras financiadas con fondos federales. Hubo indignación pública y se reclamó que el gobierno censurara el arte patrocinado con fondos públicos. La comunidad artística protestó e insistió en su derecho a la libertad de expresión y la creatividad. Nadie debería pensar que el arte es políticamente neutral. Hoy en día, el arte está al servicio de muchos intereses políticos: el resultado lógico del nihilismo. Si el contenido y el método en el arte no importan, quien quiera puede usar el arte en provecho propio con impunidad. Como resultado, se convierte en el portador de las ideas políticas del artista y así debería juzgarse. Para confirmarlo, bastará un somero relevamiento de la sección de arte en cualquier revista popular de noticias. Será difícil eludir al menos un mensaje político implícito: ya sea sobre el medio ambiente, feminista, de tipo reaccionario, lo que sea.12 Este fenómeno es realmente una señal de la actitud nihilista que convierte al arte en una mera función del capricho humano. El arte queda librado a los caprichos de quien quiera que esté en el poder. Una de las primeras medidas de los gobiernos autoritarios ha sido siempre la de supeditar las artes a sus fines. Como no hay criterios, la única manera de evaluar el arte es si contribuye o no a las metas de la sociedad. La única defensa contra eso es la convicción de que el arte tiene integridad propia. Quisiera resumir esta sección. La confusión en nuestra cultura respecto a la verdad y la moral también se refleja en nuestro arte. Hemos adoptado una actitud nihilista ante el arte, según la cual no hay criterios y nada importa. Es una actitud autodestructiva porque, en última instancia, lleva a la destrucción del artista y priva al arte de todo significado. Por ende, el arte podría convertirse en un instrumento del autoritarismo.

Un fundamento objetivo El caos de nuestra cultura con respecto a la verdad, la bondad y la belleza es consecuencia del empeño en construir cosmovisiones sin un fundamento objetivo. El cristianismo, como defendimos en este libro, constituye dicho fundamento objetivo. La verdad: Comenzamos con la realidad y describimos la verdad como aquello que se ajusta a la realidad. Incluye a Dios, quien se reveló en las Escrituras y en Cristo. La bondad: Dios es bueno y Sus mandamientos son buenos. La base de la moral es la naturaleza de Dios, como está expresada en Su divina voluntad.

La belleza: Dios creó una realidad que es objetivamente bella. El artista explora la naturaleza de la realidad dentro del marco de su subjetividad, pero no puede descubrir la realidad si prescinde de los criterios divinos de belleza y bondad. Necesitamos tener clara esta relación lógica: El cristianismo no es verdadero porque llena el vacío de la cultura contemporánea, sino que llena el vacío porque es verdadero. El cristianismo no limita toda la verdad a la verdad de la fe cristiana, sino que aporta un supuesto del mundo que posibilita la exploración de la verdad, la bondad y la belleza. Hemos demostrado que el cristianismo es verdadero. También demostramos que responde al vacío humano tal como es evidente en nuestra cultura. Por tanto, la conclusión de todo este desarrollo es una respuesta personal. No es una cuestión meramente intelectual. Si nuestros argumentos fueron efectivos, no podemos limitarnos a reconocer la verdad y el error filosófico. Necesitamos responder personalmente al mensaje del cristianismo. Esto significa poner nuestra fe en Jesucristo. Los debates intelectuales son importantes, como hemos enfatizado a lo largo de todo el libro, pero no son un fin en sí mismos. Son esenciales solo porque apuntan al que es nuestro Redentor personal. Jesucristo prometió: «Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Juan 8:32, RVR1960). Ahora podemos responder los últimos casos. Respuesta al caso 1: Espero que mi adhesión a la verdad no me convierta en arrogante. Si así fuera, estaría pecando y necesitaría que Dios obrara en mi actitud. Como analizamos extensamente en el capítulo 2, aferrarse a la verdad no implica necesariamente arrogancia. De hecho, es esencial. Conocer la verdad, a pesar de la humildad con que nos manejemos, implica que quienquiera que sostenga lo contrario está en el error. El teísmo cristiano y el panteísmo hindú son mutuamente excluyentes, así como las creencias y prácticas de otras religiones. La tesis inclusivista no puede ser verdadera, como mostramos en este capítulo. Con el debido respeto y humildad hacia la gran mayoría de mis congéneres, la gracia de Dios nos permite acceder a la verdad que los seres humanos necesitan escuchar. Recordemos que esta no es una cuestión de imperialismo religioso, sino de redención mediante el único camino que Dios ha provisto. Respuesta al caso 2: Varios de mis estudiantes en aquella clase nunca entendieron qué pretendía con mi pregunta, ni siquiera después de media hora más de discusión. Tienen grabado a fuego el dogma actual de que no hay diferencia alguna entre la moral y la decisión de elegir café o té, pizza con pepperoni o anchoas: es simplemente cuestión de gustos personales. La posibilidad de que haya una base objetiva para decidir entre el bien y el mal les resultaba una idea inaccesible. Esta situación fue fascinante porque algunos de estos mismos estudiantes fueron quienes más discutieron cuando debatimos algunos casos de moral. Defendieron sus puntos de vista con fervor y entusiasmo, aun cuando no entendían la noción de tener una base para sus juicios de valor moral. Esta ocasión sirvió para recordarme la necesidad de no quedarme solo con lo que la gente dice, sino procurar discernir sus presupuestos. La gente usa el lenguaje de la moral; todavía hablan de lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, con esas palabras tal vez no quieran significar más que aquello que les agrada subjetivamente. Respuesta al caso 3: En un sentido, el muchacho tenía razón. El cuadro pintado de blanco contiene un profundo mensaje . . . de nihilismo. Los paneles blancos son tan artísticos como las demás obras en el museo, ya se trate de cuadros abstractos de Picasso o latas de sopa de Andy Warhol. Al cristiano no tiene que agradarle un estilo de arte en particular. Mi gusto personal no se limita al arte realista y figurativo, pero lo que el cristiano no puede hacer es decir que no importa. En un universo creado por Dios, todas las formas de expresión importan.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Definir el nihilismo. 2. Mostrar cómo y por qué el nihilismo es cada vez más una característica de nuestra cultura. 3. Describir el inclusivismo en la religión y mostrar por qué no es una tesis plausible. 4. Demostrar cómo el nihilismo existe detrás de una moral contemporánea superficial. 5. Ilustrar cómo se manifiesta el nihilismo en el mundo del arte. 6. Mostrar cómo el nihilismo en la verdad, la bondad y la belleza conduce al autoritarismo. 7. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Marcus Bach, Andres Serrano, Robert Mapplethorpe. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Qué cambios en nuestra situación física y económica han causado las actuales corrientes culturales e intelectuales? 2. Quienes postulan que no puede haber una verdad absoluta caen en una paradoja, porque su postulado ya es de por sí una verdad absoluta. ¿Por qué, entonces, continúan defendiendo esta noción? 3. ¿Cómo se representa un código moral objetivo dentro de un sistema político basado en el pluralismo? ¿En qué lugar la libertad cede ante el interés por el bienestar moral de la sociedad? 4. «Los criterios del arte» es un concepto muy ambiguo. ¿Cuántas capas de significado puede usted descubrir en esta idea? ¿Cuáles son expectativas legítimas que podemos esperar de un artista? 5. Muchas controversias actuales se centran en la posibilidad de decidir si una obra constituye una expresión artística o un atentado al pudor. ¿Es válida esta alternativa? ¿Es posible que una obra sea legítimamente arte y, sin embargo, obscena? 6. ¿Cuál debería ser la función del gobierno en la promoción de la verdad, la bondad y la belleza? 7. Si Jesucristo es la respuesta a las preguntas que nuestra cultura no puede responder, ¿por qué hay tantas personas que hacen todo lo posible para eludirlo? Lecturas adicionales Carl F. H. Henry, Twilight of a Great Civilization (Westchester, IL: Crossway, 1988). H. R. Rookmaaker, Modern Art and the Death of a Culture (Downers Grove, IL: InterVarsity, 1970). Francis A. Schaeffer, Huyendo de la razón, trad. José Grau (Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1969). Helmut Thielicke, Nihilism (Nueva York: Schocken, 1969).

1 Los filósofos, al menos desde Platón, han visto estas tres categorías como preocupaciones importantes. Platón pensaba que «lo verdadero», «lo bueno» y «lo bello» eran reales en sí mismos. Ver La república 6, 507B. 2 Edward B. Tylor, Primitive Culture (Londres: Murray, 1871), 1. 3 Uno de los análisis más populares lo constituye Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downer’s Grove, IL: InterVarsity Press, 1968). 4 Marcus Bach, Had You Been Born in Another Faith (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1961), ix. 5 Recuerde que en el último capítulo mostramos que esta proposición de exclusividad es esencial al cristianismo. Cristo es nuestro único acceso a Dios porque solo Cristo expió nuestro pecado. 6 Muruga es también conocido por otros nombres (y diversas grafías). Es probable que su veneración comenzara en el sur de la India y luego fuera absorbido en el panteón hindú. En la actualidad, se lo identifica con Kartikeya o Skandar, el dios hindú de la guerra. En la mitología hindú es hijo de Shiva, el heridor, y de Paravati, su esposa. Su hermano es Ganesha, el dios con cabeza de elefante, Destructor de Obstáculos. 7 Aldous Huxley, The Perennial Philosophy (Nueva York: Harper & Row, 1944), 140-141. 8 Los Angeles Times, 16 de noviembre de 1990. 9 Esto no significa que quien crea en Dios como el origen de los valores éticos sea necesariamente una persona tolerante. Hay muchos que profesan la moral cristiana y son extremadamente intolerantes. 10 Art News 89 (diciembre 1990), 10. 11 Ver Art News 89 (abril 1990), 163. 12 Para confirmar este punto, consulto el ejemplar de Newsweek que me acaba de llegar en el correo y leo: «Al otro lado del Edén: En una nueva exposición fotográfica, el paisaje norteamericano tradicional luce desgastado», un detallado análisis de excelentes fotografías, con claro contenido político. Newsweek, 1.º de junio de 1992, 66-67.