Sic semper tyrannis: dictadura, violencia y memoria histórica en la narrativa hispánica 9783954878918

No hay ciclo narrativo que no suponga de alguna forma una inmersión en las zonas turbias del poder, desde la “novela del

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Sic semper tyrannis: dictadura, violencia y memoria histórica en la narrativa hispánica
 9783954878918

Table of contents :
Índice
Del prólogo a los agradecimientos
VITUPERIO CONTRA LOS TIRANOS LITERATURA CONTRA LA INFAMIA
Capítulo 1º Verdugos, delfines y favoritos en la novela de la dictadura
Capítulo 2º Sófocles, peregrino en Macondo. De los enigmas insolubles a las pestes literarias en la narrativa de García Márquez
Capítulo 3º El dios Tohil y las tiranías ancestrales en El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias
Capítulo 4º Jorge Ibargüengoitia y la Revolución desmitificada en Los relámpagos de agosto
Capítulo 5º Cristóbal colón y las representaciones del poder en la narrativa de García Márquez
Capítulo 6º Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa. Dos novelistas y un tirano
Capítulo 7º Aquiles en los Andes. El odio y sus máscaras en la narrativa peruana de la violencia
Capítulo 8º Alonso cueto y la narrativa del fujimorismo
Capítulo 9º Fernando Vallejo y el pensamiento herético en La Puta de Babilonia
UNA FRONTERA CON ALAMBRES Y ESPINAS
Capítulo 10º Fronteras con espinas. El sueño neoyorquino en Paraíso Travel, de Jorge Franco
Capítulo 11º El corrido de Dante de Eduardo González Viaña y la novela de los inmigrantes
Capítulo 12º Alambres en el desierto. De la guerra salvadoreña a la mitología transfronteriza en Odisea del norte, de Mario Bencastro
FRANQUISMO Y MEMORIA HISTÓRICA
Capítulo 13º La tribuna privilegiada de los narradores del boom
Capítulo 14º El vano ayer, de Isaac Rosa, una novela en marcha y cortazariana sobre la memoria histórica del franquismo
Capítulo 15º La eternidad llega a su fin. La caída de Madrid, entre la mitología franquista y la ventolera democrática
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE ONOMÁSTICO

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José Manuel Camacho Delgado

SIC SEMPER TYRANNIS DICTADURA, VIOLENCIA Y MEMORIA HISTÓRICA EN LA NARRATIVA HISPÁNICA

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Ediciones de Iberoamericana 87 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacký University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

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Sic semper tyrannis Dictadura, violencia y memoria histórica en la narrativa hispánica

Iberoamericana - Vervuert - 2016

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)». “Este libro ha sido publicado gracias al apoyo del Ministerio de Educación, Juventud y Deporte y de la República Checa y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Palacký de Olomouc, República Checa.” Derechos reservados © Palacký University Olomouc, 2016 © José Manuel Camacho Delgado, 2016 © Iberoamericana, 2016 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2016 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-954-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-515-3 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-891-8 (e-book) Diseño de cubierta: a.f. Diseño y Comunicación Ilustración de cubierta: Joos van Craesbeeck, Versuchung des heiligen Antonius, um 1650, Öl auf Leinwand, © Staatliche Kunsthalle Karlsruhe

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Para Cristina Mercedes, mágica y llena de risas, creciendo como un arbolito azul

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La tiranía, que es la última y peor forma de gobierno, antitética también de la monarquía, empieza muchas veces por apoderarse del poder a viva fuerza […]. Aun partiendo de buenos principios, cae en todo género de vicios, principalmente en la codicia, en la ferocidad y la avaricia (padre Mariana, De rege et regis institutioni, Toledo, 1599) Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno (Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente) ¿Acaso se complace Yahveh en los holocaustos y sacrificios como en la obediencia a la palabra de Yahveh? (Libro primero de Samuel, 15-22) El verdugo es alguien a quien se amenaza con la muerte para que mate (Elias Canetti, Masa y poder) [Aquiles a Héctor] Los perros y las aves de rapiña se repartirán tu cuerpo (La Ilíada, canto XXII, v. 354) de los deberes del exilio: no olvidar el exilio/ combatir a la lengua que combate al exilio! no olvidar el exilio/o sea la tierra/ o sea la patria o lechita o pañuelo donde vibrábamos/donde niñábamos/ no olvidar las razones del exilio/ la dictadura militar/los errores que cometimos por vos/contra vos/ tierra de la que somos y nos eras a nuestros pies/como alba tendida/ y vos/corazoncito que mirás cualquier mañana como olvido/ no te olvides de olvidar olvidarte (Juan Gelman, “V”, de Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota), de palabra)

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Índice

Del prólogo a los agradecimientos........................................................... 11 VITUPERIO CONTRA LOS TIRANOS. LITERATURA CONTRA LA INFAMIA......................................................................................... 17 1º Verdugos, delfines y favoritos en la novela de la dictadura ................ 19 2º Sófocles, peregrino en Macondo. De los enigmas insolubles a las pestes literarias en la narrativa de García Márquez............................. 45 3º El dios Tohil y las tiranías ancestrales en El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias........................................................................... 59 4º Jorge Ibargüengoitia y la Revolución desmitificada en Los relámpagos de agosto............................................................................................ 71 5º Cristóbal Colón y las representaciones del poder en la narrativa de García Márquez................................................................................ 85 6º Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa. Dos novelistas y un tirano........................................................................................... 105 7º Aquiles en los Andes. El odio y sus máscaras en la narrativa peruana de la violencia................................................................................... 121 8º Alonso Cueto y la narrativa del fujimorismo..................................... 139 9º Fernando Vallejo y el pensamiento herético en La Puta de Babilonia... 169 UNA FRONTERA CON ALAMBRES Y ESPINAS............................ 195 10º Fronteras con espinas. El sueño neoyorquino en Paraíso Travel, de Jorge Franco...................................................................................... 197 11º El corrido de Dante de Eduardo González Viaña y la novela de los inmigrantes....................................................................................... 209 12º Alambres en el desierto. De la guerra salvadoreña a la mitología transfronteriza en Odisea del norte, de Mario Bencastro..................... 221

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FRANQUISMO Y MEMORIA HISTÓRICA..................................... 251 13º La tribuna privilegiada de los narradores del boom............................ 253 14º El vano ayer de Isaac Rosa, una novela en marcha y cortazariana sobre la memoria histórica del franquismo .................................................... 271 15º La eternidad llega a su fin. La caída de madrid, entre la mitología franquista y la ventolera democrática................................................ 293 Bibliografía.............................................................................................. 327 Índice onomástico................................................................................... 345

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Del prólogo a los agradecimientos

el poder y la violencia forman un maridaje inquietante en cualquiera de los metagéneros narrativos que aquilatan la tradición literaria hispanoamericana desde comienzos del siglo xx. No hay tipología o ciclo narrativo que no suponga de alguna forma una inmersión en las zonas turbias del poder, desde la llamada “novela del banano” a las novelas de la Revolución Mexicana, desde el indigenismo a las novelas de la tierra (o terrígenas), desde la narrativa de la dictadura a la literatura del exilio, desde la narcoliteratura a las novelas sin ficción de la frontera. Cualquier rastreo y cotejo por una determinada genealogía narrativa está jalonada de secuencias y episodios que revelan las claves del poder, recreando, de forma inevitable, los elementos más visibles de la violencia. Se trataría, como pretendía Stendhal, de cumplir con la función social que anida en toda literatura, actuando como un espejo que registra en toda su crudeza todo lo que ocurre en el camino por donde transitan los hombres y sus destinos, zarandeados por sus gobiernos, por las coyunturas políticas internacionales, por los intereses espurios de las multinacionales que convierten a muchos países en auténticos basureros sociales. Golpes de Estado, revoluciones fallidas, dictaduras matusalénicas, dictadores hiperbólicos o circenses, exilios en carne viva, fronteras con espinas, satrapías de toda condición y pelaje, la amnesia y la mentira frente a la verdad histórica forman parte del léxico de la vida política que se ha incorporado a la pulsión social de la literatura. No solo hay una dimensión vertical y horizontal de la violencia, como estudió el ensayista y escritor chileno Ariel Dorfman a comienzos de los años setenta, sino que esos mismos vectores afectan a todas las manifestaciones del poder, estableciendo una complejísima red de relaciones entre el hombre y su pequeño mundo. Es evidente que el poder y la violencia constituyen un doblete tan temible como fascinante. Durante años he estudiado las relaciones existentes y variables entre ambos conceptos, moviéndome en todas las direcciones posibles para certificar que la literatura constituye una terapia formidable para las clases sociales más desfavorecidas. La literatura no puede frenar la barbarie, no puede devolver la libertad a los oprimidos, ni la dignidad a las víctimas de los múltiples atrope-

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llos políticos, pero sí puede dejar constancia de sus abusos y dar voz a los más débiles y excluidos de la sociedad. Son “los de abajo”, valga el guiño metaliterario al mexicano Mariano Azuela, los grandes protagonistas de la narrativa latinoamericana, quienes, con su angustia, sus necesidades, sus derechos pisoteados una y mil veces, llenan de voces y gritos esta narrativa que se mueve entre la excelencia creativa y la pulsión ideológica, entre la más afilada experimentación formal y las marcas inequívocas del compromiso político. De alguna manera, las investigaciones llevadas a cabo para escribir mi tesis doctoral sobre El otoño del patriarca, de García Márquez, han condicionado mi manera de entender la literatura y la realidad del continente mestizo. A lo largo de los años, los temarios que he preparado en los diferentes niveles de la enseñanza universitaria siempre han tenido en común la selección de obras que tocaran el poder y la violencia, como una forma de guardar fidelidad a la verdad histórica, lejos de ciertos enfoques edulcorados y un tanto almibarados de la historia literaria hispanoamericana. Todas las líneas de investigación que he abierto en los últimos veinte años, bajo el asesoramiento impagable de la profesora Trinidad Barrera, tienen como referente los temas tratados en el presente volumen, donde no faltan los dictadores, los verdugos y represaliados, los exiliados, los gobiernos totalitarios, los corruptos y sus corruptelas, los narcoestados, los tiranos hiperbólicos y estrafalarios, el intervencionismo norteamericano, las iglesias redentistas o la fauna transfronteriza que se enriquece sin escrúpulos mientras los indocumentados buscan el sueño americano. Los trabajos reunidos en este volumen, Sic semper tyrannis. Dictadura, violencia y memoria histórica en la narrativa hispánica, han sido recuperados, en algunos casos, de revistas que no siempre están accesibles o disponibles para el lector interesado en estos temas. En otros casos, son capítulos que vuelven a ser remozados y actualizados para su publicación, con la idea de que el paso de los años no lamine el vigor interpretativo con que salieron a la prensa originariamente. He evitado la tentación de cambiar de forma excesiva los contenidos y la redacción de los mismos, porque eso me hubiera llevado a escribir un libro muy diferente, desvirtuando así la visión que he tenido de la violencia, el poder o la memoria histórica en los últimos dos decenios de trasiego académico. Los textos seleccionados buscan la coherencia formal y temática, la unidad de sentido y cierta concepción armónica del conjunto, mostrando en todo momento mis intereses como lector e investigador. Su selección tiene siempre como denominador común el análisis del carácter corrosivo de ciertos poderes políticos y la morfología literaria de sus principales representantes: dictadores, presidentes, ministros, verdugos o delfines políticos, todo ello en el conjunto de la narrativa hispánica, en ambas orillas de nuestra cultura común.

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Del prólogo a los agradecimientos

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Los textos originales abarcan una horquilla cronológica que va desde el año 2003 al 2015, y han sido publicados en revistas o volúmenes colectivos de Francia, México, Perú, Italia, Colombia y, naturalmente, España. En todos ellos hay un acercamiento metodológico a las formas complejas del poder y a la violencia que subyace o acompaña a su ejercicio. Cada texto ha requerido de un enfoque singular y de una bibliografía específica, sin embargo, para darle ligereza a la estructura del libro y evitar incómodas repeticiones y posibles solapamientos, he optado por reunir la bibliografía en la parte final de la obra y presentarla por orden alfabético. Quisiera agradecer a los profesores Pedro M. Piñero Ramírez (catedrático emérito de la Universidad de Sevilla) y a Daniel Nemrava (Universidad Palácky de Olomouc, República Checa) todos sus esfuerzos para que este libro saliera a vistas en la editorial Iberoamericana / Vervuert. Con Daniel y Markéta, mis amigos checos, he contraído una deuda profesional y personal que va mucho más allá de cualquier compromiso académico. Mi agradecimiento incondicional y sin fisuras a los maestros que hicieron posible esta caminata filológica, Antonio Jaime, Luis García Garrido, Antonio Maya, Pilar Vila y Ramón Crespo, con los que aprendí y compartí el amor a los libros, la pasión por la cultura antigua o moderna, la importancia de la educación en las diferentes edades del hombre, el respeto al trabajo ajeno, la solidaridad, la complicidad, la risa, la empatía hacia los demás. En aquellos años en los que trabajaba en el campo, junto a mi padre y mis hermanas, mis maestros fueron el santo y seña de mi pasión filológica, el oxígeno necesario para que esta vocación literaria se convirtiera en un precioso peregrinaje laico. Tampoco quiero olvidar a Manolo Ariza, filólogo y hombre rutilante, que se nos fue tan pronto, dejándonos desconsolados y a la intemperie, así como a los maestros ya desaparecidos Klaus Wagner y Rafael de Cózar. Otros colegas han sido un apoyo fundamental en estos años, como Mercedes Arriaga, Marita Caballero, Gema Areta, Ninfa Criado, Noel Rivas, Pablo Felipe Sánchez, Miguel Polaino-Orts, Juan Montero, Pepe Jurado, José Manuel López de Abiada, Ariel Castillo, Ramón Illán Bacca, María Eugenia Osorio, Edwin Carvajal, Clemencia Ardila, Carmen Alemany, Eva Valero, Luis Veres, Selena Millares, Eduardo Becerra, Paqui Noguerol, Fernando Iwasaki, Milagros Ezquerro y Michèle Ramond, Julián Cosano (PAS de Filología), Rosi y Ana (Filologías Integradas), Fali (Biblioteca Dante), Conchi (Copistería Minerva), Gregorio y Luis (Bar-Cafetería San Fernando), Dasso Saldívar, Antonio Gutiérrez, María Luisa Laviana y Salvador Bernabéu (Escuela de Estudios Hispanoamericanos). Otros amigos y familiares a lo largo de estos años han sido testigos y apoyo importante en mis empeños literarios, Madriles, Brito, los Barchinos, Manuel González (More), José Luis García Barba y Mercedes Oliver, Álvaro González

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Pérez, Paco Maya y Marina, Chema y Carmen, Jesús Sumariva, Juani (Papelería El Palmar), Narciso Climent, mis primos Joselín y Paquito Camacho, Mercedes Bazán y Rafael Romero, Manolo Rodríguez, Manolo Delgado y Manolo Márquez (los tres Manolos de mi infancia), mi abuela Patrocinio Salazar y mis primos ausentes, Charo Vega, Perico Rodríguez y Celia Castaño, in memoriam. Le debo un agradecimiento muy especial a Cristina María, mi abejita filológica, implacable con las erratas ajenas. Finalmente, este libro, con todas sus dudas y desvelos, está dedicado a las Mercedes de mi vida: la que ya no está, mi madre, y la que ríe camino del colegio, obsesionada con aprender a leer y a escribir. Universidad de Sevilla-Sanlúcar de Barrameda, verano de 2016

NOTA BIBLIOGRÁFICA Salvo el capítulo titulado “Alambres en el desierto. De la guerra salvadoreña a la mitología transfronteriza en Odisea del norte, de Mario Bencastro”, inédito hasta la fecha, los restantes capítulos han sido publicados en revistas o volúmenes especializados, tanto nacionales como internacionales, según se detalla a continuación: 1º. “Verdugos, delfines y favoritos en la novela de la dictadura” fue publicado en Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, Université de Toulouse, 2003, nº 81, pp. 203-228. 2º. “Sófocles, peregrino en Macondo. De los enigmas insolubles a las pestes literarias en la narrativa de García Márquez” fue publicado en Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas, Madrid, marzo de 2007, pp. 21-24, monográfico homenaje a García Márquez coordinado por el profesor Ángel Esteban (Universidad de Granada). 3º. “El dios Tohil y las tiranías ancestrales en El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias” salió en la revista italiana Studi di Letteratura Ispano-americana, dirigida por el gran humanista Giuseppe Bellini, Roma, Bulzoni Editore, 2010, vol. 41-42, pp. 75-87. 4º. “Jorge Ibargüengoitia y la Revolución desmitificada en Los relámpagos de agosto” fue publicado en el volumen colectivo 1910. México entre dos épocas, edición de Paul-Henri Giraud, Eduardo Ramos-Izquierdo y Miguel Rodríguez, México, El Colegio de México, 2014, pp. 385-400. 5º. “Cristóbal Colón y las representaciones del poder en la narrativa de García Márquez” fue publicado en la revista peruana Escritura y Pensamiento, Lima,

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Del prólogo a los agradecimientos

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Universidad Nacional Mayor de San Marcos, julio-diciembre de 2007, vol. 20, año X, nº 21, pp. 181-207. 6º. “Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa. Dos novelistas y un tirano” fue publicado en la revista mexicana Metapolítica. Política y Literatura, México, 2002, volumen 6, nº 21, pp. 92-104. 7º. “Aquiles en los Andes. El odio y sus máscaras en la narrativa peruana de la violencia” apareció como capítulo en el volumen colectivo El odio y el perdón en el Perú. Siglos xvi al xxi, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2009, pp. 295-316, coordinado por la historiadora limeña Claudia Rosas. 8º. “Alonso Cueto y la narrativa del fujimorismo” tiene su origen en dos artículos: “Alonso Cueto y la novela de las víctimas” (en Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, Université de Toulouse, 2006, nº 86, pp. 247-264) y “Vladimiro Montesinos o la santidad del ofidio en Grandes miradas, de Alonso Cueto” (en Revista Iberoamericana, Pittsburgh, octubre-diciembre de 2012, nº 241, vol. LXXVIII, pp. 805-818). 9º. “Fernando Vallejo y el pensamiento herético en La Puta de Babilonia” fue publicado en una versión reducida en el Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo, Santander, 2011, volumen LXXXVII, pp. 317-336. 10º. “Fronteras con espinas. El sueño neoyorquino en Paraíso Travel, de Jorge Franco” apareció en la revista colombiana Con-Textos. Revista de Semiótica Literaria, Medellín, Universidad de Medellín, julio-diciembre de 2007, vol. 19, nº 39, pp. 99-111. 11º. “El corrido de Dante de Eduardo González Viaña y la novela de los inmigrantes” fue publicado en el volumen colectivo Les espaces des écritures hispaniques et hispano-américaines au xxi e siècle, editado por Eduardo Ramos Izquierdo y Marie-Alexandra Barataud, Limoges, Presses Universitaires de Limoges, 2012, pp. 95-106. 12º. “Alambres en el desierto. De la guerra salvadoreña a la mitología transfronteriza en Odisea del norte, de Mario Bencastro” (inédito). 13º. “La tribuna privilegiada de los narradores del boom” fue publicado en la revista Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, Université de Toulouse, 2008, nº 90, pp. 85-104. 14º. “El vano ayer de Isaac Rosa, una novela en marcha y cortazariana sobre la memoria histórica del franquismo” tiene su origen en dos capítulos: “Drenando la memoria histórica. El vano ayer de Isaac Rosa, una novela cortazariana” (publicado en Reescrituras y transgenericidades, Milagros Ezquerro y Eduardo Ramos-Izquierdo [eds.], México/Paris, Rilma 2/Adehl, 2010, pp. 161-173) y “El vano ayer de Isaac Rosa, una novela en marcha sobre la memoria histórica del franquismo” (en Metanarrativas Hispánicas, Marta Álvarez/Antonio Gil/Marco Kunz editores, Berlin, Lit Verlag, 2012, pp. 239-255).

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15º. “La eternidad llega a su fin. La caída de Madrid, entre la mitología franquista y la ventolera democrática” fue publicado en el volumen colectivo La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes (Augusta López Bernasocchi y José Manuel López de Abiada, eds.), Madrid, Editorial Verbum, 2011, pp. 63-102.

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Capítulo 1º Verdugos, delfines y favoritos en la novela de la dictadura

SIC SEMPER TYRANNIS El dictador es la pieza más importante en la maquinaria represiva de los Estados autoritarios, pero no es la única. La figura del favorito suele acompañar al dictador dentro y fuera del ámbito literario y es el responsable de prolongar la tiranía más allá de las esferas inmediatas del poder. El favorito, llamado también delfín, es siempre el hombre fuerte del régimen, quien garantiza el ejercicio del poder cuando el dictador permanece en la sombra. El favorito es quien materializa las torturas, realiza un minucioso seguimiento de los sospechosos y mantiene el orden con el rigor exigido para evitar cualquier forma de disidencia. Su labor de informador lo convierte en un auténtico “sabueso” capaz de olfatear posibles levantamientos y hostilidades contra el régimen establecido. Además de ser el informador y el hombre de confianza del dictador, el delfín adopta en las dictaduras militares hispanoamericanas una actitud verdaderamente sanguinaria, realizando los trabajos más sucios en la política represiva contra cualquier conato subversivo. Son personajes temidos y en cierto sentido “mitologizados”, de los que apenas hay información, precisamente porque su labor la desarrollan en la más absoluta oscuridad, tratando de mantener cierto grado de anonimia en sus comportamientos para preservar la efectividad de sus métodos. Las informaciones sobre estos verdugos de las dictaduras son muy escasas y contradictorias; están siempre sujetas a la manipulación constante de una maquinaria represiva que actúa sin ningún tipo de escrúpulos. Desde los propios círculos concéntricos del poder absoluto se trata de dar un carácter sobrenatural y una dimensión mítica a este ejercicio brutal del poder que se sirve de todos los métodos a su alcance para mantener “el orden establecido”. Delfines y favoritos tienen un acceso privilegiado a la figura del dictador. Pueden hacer las veces de secretarios, confidentes, asesores, escribientes, celestinos, acólitos o simplemente acompañantes de presencia grata. Son los casos literaturizados de Patiño en Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; de Romualdo en Un día con su Excelencia, del chileno Fernando Jerez; del Doctor Peralta en

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El recurso del método de Carpentier, o de Tadeo Requena en Muertes de perro de Francisco Ayala. No obstante, estas figuras pueden asumir en determinados momentos la responsabilidad de reprimir con todos los métodos disponibles cualquier forma de subversión. Es entonces cuando delfines y favoritos se convierten en verdugos. Por paradójico que resulte, el verdugo es un obrero de la represión, un trabajador excepcionalmente cualificado en los métodos más sofisticados de la intimidación y la tortura, cuya dedicación, austeridad y abnegación le convertirán en un auténtico “modelo profesional”: una suerte de eremita que vive por y para su dictador, que no necesita prebendas políticas ni materiales, y que acaba parodiando, en el mundo literario, el arquetipo de la santidad. Se lo dice al viejo Patriarca de García Márquez una de las voces informantes de la novela: José Ignacio Sáenz de la Barra, el verdugo, llevaba “una vida de santo”1. Verdugos, delfines y favoritos son personajes reales antes que literarios y su comportamiento disparatado dentro del mundo de la ficción es solo un pálido reflejo de lo acontecido en la realidad de estos países latinoamericanos. Conforme se ha ido produciendo la creciente y progresiva democratización de países como Argentina, Chile, Uruguay o Paraguay, asistimos a la desarticulación y al conocimiento de poderosas infraestructuras represivas cuyo funcionamiento no se limitaba solo a las fronteras nacionales, sino que en muchos casos extendían sus redes de influencia a otros países igualmente dictatoriales. Los diferentes procesos judiciales abiertos a finales de la década de los noventa han puesto de manifiesto una estrechísima colaboración entre las diferentes dictaduras del cono sur americano. Podría hablarse en algunos casos de una suerte de “pandictadura latinoamericana”, que tuvo su momento de esplendor en los años setenta y ochenta. Desapariciones, raptos, violaciones, ejecuciones, extradiciones y un sinfín de irregularidades jurídicas han convertido a muchos de estos países en verdaderos esperpentos de la civilización. El testimonio de algunos de los artífices de la represión, como es el caso de Adolfo Scilingo en Argentina o el proceso seguido contra Humberto Gordon, el brazo ejecutor de Pinochet y director de la CNI (Central Nacional de Inteligencia), ha venido a situar la realidad muy por encima de la ficción. Los horrores cometidos en la temida Escuela de Mecánica de la Armada, entre 1976 y 1983, o los llamados “vuelos de la muerte”, cuyo único fin era arrojar al mar a los supuestos disidentes del régimen dictatorial para hacerlos desaparecer comidos por los tiburones, terminaron dándole la razón a los métodos expeditivos empleados por el viejo Patriarca de García Márquez. Las propias “caravanas de la   García Márquez (1987: 227).

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Verdugos, delfines y favoritos en la novela de la dictadura

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muerte” organizadas por la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) chilena o los largos tentáculos ejecutores del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) de la dictadura de Trujillo, en la República Dominicana (1930-1961), eliminando a adversarios políticos y haciendo desaparecer a personajes de gran relevancia más allá de las fronteras dominicanas2, ha terminado por convertirse en uno de los lugares comunes de la “novela de la dictadura”3. La violencia, la extorsión, el chantaje, el nepotismo, la censura, son algunos de los elementos cotidianos en un sistema que hace de la represión su bandera ideológica. Para ello, el dictador se rodea de toda una serie de sátrapas y “compadritos” con los que comparte las actuaciones y los comportamientos más desmesurados e hiperbólicos, que acaban convirtiéndose en un verdadero catálogo de disparates. Así lo ha recogido Conrado Zuluaga en su obra Novelas del dictador y dictadores de novela: Hernández Martínez asesina 10.000 campesinos acusándolos de comunistas; Justo Rufino Barrios hace de su sicario una tea humana; Tiburcio Carías acaba con sus opositores hasta la tercera generación; Trujillo secuestra, en Estados Unidos, escritores y los hace desaparecer para siempre; Somoza asesina a traición al líder revolucionario Sandino; Juan Vicente Gómez confina en las prisiones a sus enemigos, que mueren devorados por los mismos gusanos que generan sus llagas al estar atados a grillos de más de cien kilos; Melgarejo asesina a su ayuda de cámara por celos, un viernes santo, mientras la procesión pasa bajo su ventana; Francia tiñe de rojo los blancos muros de Asunción con sus fusilamientos; Ubico se deleita con las fotografías de los torturados y en República Dominicana existen fosos de tiburones y perros adiestrados para castrar, y sicarios como Sanabria y Sixto Pérez en Centroamérica… (1977: 120)4.

  El caso más llamativo de desaparición de un personaje disidente es el de Jesús de Galíndez, doblemente exiliado; primero, de la dictadura franquista y, más tarde, de la de Trujillo. Escribió una tesis doctoral que lleva por título La era de Trujillo. Galíndez desapareció en el metro de Nueva York sin dejar rastro alguno. A este personaje, que aparece de forma circunstancial en La fiesta del Chivo (2000) de Vargas Llosa, Manuel Vázquez Montalbán le dedicó su novela Galíndez (1990). El mismo autor publicó en 1997 Quinteto de Buenos Aires, en la que su detective Pepe Carvalho se sumerge en el mundo de los desaparecidos, los niños adoptados por los mandos militares y la lucha de las Madres de Mayo durante la dictadura argentina. Puede completarse esta visión con el trabajo del abogado, periodista e historiador Eduardo Luis Duhalde, El Estado terrorista argentino, quien fue perseguido por la Junta Militar comandada por Videla y tuvo que exiliarse en España en 1976. 3   Para una caracterización de esta modalidad narrativa, véanse los trabajos de Julio Calviño (1985) y Adriana Sandoval (1989: 91-102). 4   También resultan muy interesantes los datos que aporta Germán Arciniegas en su obra Entre la libertad y el miedo. Este libro fue editado por primera vez en 1952, siguiendo los usos de la redacción periodística, y desde muy pronto fue prohibido, incinerado y decomisado en numerosos países hispanoamericanos. 2

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La figura del dictador ha sido considerada por García Márquez como el verdadero “animal mitológico” que ha producido América Latina. En uno de sus artículos periodísticos, el escritor colombiano hacía un inventario de las excentricidades del dictador hispanoamericano, cuyo lado mágico le ofrecía enormes posibilidades a la hora de confeccionar a su viejo patriarca: Durante casi diez años leí todo lo que me fue posible sobre los dictadores de América Latina, y en especial del Caribe, con el propósito de que el libro que pensaba escribir se pareciera lo menos posible a la realidad. Cada paso era una desilusión. La intuición de Juan Vicente Gómez era mucho más penetrante que una verdadera facultad adivinatoria. El doctor Duvalier, en Haití, había hecho exterminar los perros negros en el país, porque uno de sus enemigos, tratando de escapar de la persecución del tirano, se había escabullido de su condición humana y se había convertido en perro negro. El doctor Francia, cuyo prestigio de filósofo era tan extenso que mereció un estudio de Carlyle, cerró a la República del Paraguay como si fuera una casa, y solo dejó abierta una ventana para que entrara el correo […]. Anastasio Somoza, en Nicaragua, tenía en el patio de su casa un jardín zoológico con jaulas de dos compartimentos: en uno, estaban las fieras, y en el otro, separado apenas por una reja de hierro, estaban encerrados sus enemigos políticos. Martínez, el dictador teósofo de El Salvador, hizo forrar con papel rojo todo el alumbrado público del país para combatir una epidemia de sarampión, y había inventado un péndulo que ponía sobre los alimentos antes de comer, para averiguar si no estaban envenenados (1991b: 121).

Estos datos, y los muchos que han aportado las diferentes disciplinas que se han acercado al fenómeno del totalitarismo hispanoamericano, sirven para fijar un material procedente de la historia y cuyo “saqueo” ha servido para articular buena parte de las novelas de la dictadura. No obstante, no son los dictadores, con sus múltiples excentricidades, los responsables del orden, sino sus delfines y favoritos. Son ellos los que planean las situaciones, manipulan el entorno, aseguran el patrimonio económico del dictador, dan cohesión a los diferentes ministros del ramo y en muchos casos son los alcahuetes y celestinos encargados de ofrecerle al dictador la relajación necesaria para tan duro trabajo. Son gestores, sicarios, acompañantes, confesores, intrigantes o simples secretarios, demostrando en todo momento una extraordinaria versatilidad en las funciones que desempeñan. Sin embargo, los casos que llaman nuestra atención corresponden a aquellos favoritos capaces de desplegar una inusitada capacidad para el terror y la violencia, llegando a erigirse en auténticas amenazas para sus propios dictadores. La abnegación con que desempeñan su labor, la austeridad de sus vidas, el desinterés con que se mueven en el engranaje represivo, la eficacia de sus métodos para “alcanzar la verdad” o la inteligencia perversa y chispeante de la que hacen gala los convierte en auténticos modelos del terror, en cuya construcción

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narrativa encontramos referentes literarios de procedencia diversa y variopinta. Criaturas satánicas y luciferinas, sátrapas sanguinarios, santos de las tinieblas, eremitas de la tortura o mártires del poder absoluto son algunos de los modelos utilizados para el arquetipo literario del verdugo. Es importante señalar que estos personajes suelen presentar rasgos muy próximos a las prácticas satánicas o diabólicas y, para ello, el escritor se vale de la parodia o la inversión de modelos tales como el santo, el ermitaño o el mártir. De esta forma, el verdugo se presenta como un personaje alejado de los placeres mundanos y las necesidades materiales, marcado siempre por la austeridad y la sencillez en sus hábitos cotidianos, ejerciendo de forma incansable la misión encomendada por el todopoderoso dictador y dando su vida en muchos casos por la gran obra de la dictadura. Por paradójico que resulte, el verdugo puede ser recreado siguiendo arquetipos que van del tirano al santo y del santo al mártir.

EL ÁNGEL DE LA MUERTE DE MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS. LAS TENTACIONES DE CARA DE ÁNGEL EN EL SEÑOR PRESIDENTE Miguel Ángel Asturias consiguió con su novela El Señor Presidente instaurar las características básicas de este metagénero narrativo y trazar la tipología de sus respectivos personajes. Así ocurre con el dictador-mágico, al que se le conoce con el nombre genérico de Señor Presidente, y así ocurre también con su favorito: Miguel Cara de Ángel. En el mundo sórdido de la dictadura del Señor Presidente, con sus personajes periféricos y mutilados que se mueven como sombras temerosas por las páginas de la novela, destaca con luz propia Miguel Cara de Ángel, del que se dice de forma recurrente que “era bello y malo como Satán”. En medio del feísmo y los elementos escatológicos que dan una dimensión infernal al ámbito de la dictadura, Cara de Ángel pone el contrapunto: él se diferencia del entorno por medio de su belleza casi “sobrenatural”, más parecido a un ángel que a un hombre, y dotado siempre de unos exquisitos modales que le convierten por momentos en un príncipe de la muerte. A lo largo de la novela, Cara de Ángel adopta diferentes modelos o arquetipos que trazan su caída en desgracia. En su evolución como personaje asistimos a una verdadera inflexión que lo arranca violentamente de su situación de favorito dentro del engranaje de la dictadura para convertirlo en una víctima del régimen, más cercano a la figura del mártir religioso que a la del preso político. Todo lo relacionado con el personaje tiene conexiones evidentes con el mundo religioso. Su nombre, su aspecto angelical, su condición luciferina, su participa-

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ción implacable y efectiva dentro del mundo sórdido que dirige el Señor Presidente viene anunciado por el texto que sirve de pórtico a la novela y que señala la instauración de un mundo infernal, presidido por Luzbel y las fuerzas del mal: ....¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbra, alumbre…!5.

Por medio de este juego fonético, considerado por el propio Asturias como una jitanjáfora6, asistimos a la recreación del sonido de las campanas que tocan a muerto. La presencia de Luzbel, como verdadero señor en este mundo de tinieblas, confiere al texto de Asturias un marcado sentido religioso, aunque sea desde un punto de vista negativo. En esa lucha entre el bien y el mal, Miguel Cara de Ángel tiene un protagonismo decisivo, convirtiéndose en una víctima del propio sistema que él ha creado. Su aparición en la novela está siempre llena de sorpresa y fascinación entre quienes contemplan su belleza. Asturias presenta a su ángel de la muerte en medio de un basurero (cap. IV), símbolo de la inmundicia y suciedad que se origina en el sistema dictatorial. Allí coincide con el Pelele, criatura huérfana y desprotegida que en medio de su locura busca a una madre inexistente, y con un leñador que cree estar ante una aparición: El leñador volvió la cabeza y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su traje, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube. Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía una paloma. ¡Un ángel… —el leñador no le desclavaba los ojos—, un ángel —se repetía—…, un ángel! (p. 135).

  Cito por la edición de Lanoël-d’Aussenac, Madrid, Cátedra, 1997, p. 115. A partir de ahora, las páginas utilizadas aparecen en la propia cita. 6   “La jitanjáfora me asalta como un demonio burlón con sus sonidos que son elementos de ese mundo disuelto que anda entre los mundos reales. En la jitanjáfora se unen, sea por percusión, antagonismo, contraste, elementos que en la realidad carecen de contactos. Y es así como el poeta, por medio de la jitanjáfora, descubre analogías, similitudes, simpatías…” (citado por Navas Ruiz 1978: 28). 5

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Esta fascinación es recurrente a lo largo de la obra y siempre está ligada a su belleza inexplicable y al misterio de sus ojos satánicos. Quien va a ser el amor de su vida, la joven Camila, contempla temerosa a “aquel hombre cuyos ojos negros despedían fosforescencias diabólicas, como los de los gatos” (p. 237) y se alegra al separarse “de aquel individuo repugnante a pesar de ser bello como un ángel” (p. 237). De forma deliberada, el narrador da muy poca información sobre Cara de Ángel, pero su condición de favorito del Presidente le convierte en un personaje implacable y con pocos escrúpulos a la hora de ejecutar cualquier forma de represión. Sabemos muy poco de su pasado y casi nada de su presente, aunque podemos reconstruir algunos segmentos biográficos siguiendo su propio pensamiento, cuando el personaje se encuentra en pleno proceso de conversión: “¡Fui director del instituto, director de un diario, diplomático, diputado, alcalde, y ahora, como si nada, jefe de una cuadrilla de malhechores!... ¡Caramba, lo que es la vida! That is the life in the Tropic! ” (p. 182; cursiva de Asturias). Es la progresión natural para alguien que ha sido instrumento ciego del poder y ha ejecutado con verdadera eficacia su condición de esbirro del tirano y azote de su pueblo7. Por ello, el hermano del general Canales siente verdadera angustia “en presencia de aquel precioso arete del Señor Presidente” (p. 211) que solo puede traerle complicaciones con el dictador. Otro personaje, doña Chon, intuye la presencia del favorito por “pura corazonada y por los ojos de Satanás” (p. 275). A pesar de esta presencia constante en la novela, su poder parece desarrollarse en la sombra, en las redes de espionaje que tiene establecidas para sofocar cualquier disidencia política, a pesar de que él mismo será víctima y verdugo al mismo tiempo8. Y también en los infiernos inenarrables que construye para los enemigos del régimen. Es en estas cárceles y calabozos de pesadilla en donde el Mosco es torturado hasta la muerte (capítulo II), al igual que ocurre con el secretario del Presidente (capítulo V) o con Genaro Rodas: Los carceleros volvieron sobre sus pasos arrastrando la afligida carga, seguidos del capataz. En el rincón del suplicio le embrocaron sobre un petate. Cuatro le sujetaron las manos y los pies, y los otros le apalearon. El capataz llevaba la cuenta, Rodas 7   La toma de conciencia de su condición de brazo ejecutor del poder se produce cuando se enamora de Camila, la hija del general Canales: “Estoy cooperando a un crimen —se dijo—; a este hombre lo van a asesinar al salir de su casa […]”. Muy otro era el sentimiento que llevaba a Cara de Ángel a desaprobar en silencio, mordiéndose los labios, una tan ruin y diabólica maquinación. De buena fe se llegó a consentir protector del general y por lo mismo con cierto derecho sobre su hija, derecho que sentía sacrificado al verse, después de todo, en su papel de siempre, de instrumento ciego, en su puesto de esbirro, en su sitio de verdugo (p. 180). 8   Sobre los complejos sistemas de espionaje que garantizan el poder del Señor Presidente, véanse los capítulos X (“Príncipes de la milicia”) y XXIII (“Parte al Señor Presidente”).

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se encogió a los primeros latigazos, pero ya sin fuerzas, no como cuando hace un momento le empezaron a pegar, que revolcábase y bramaba de dolor. En las varas de membrillo húmedas, flexibles de color amarillento verdoso, salían coágulos de sangre de las heridas de la primera tanda que empezaban a cicatrizar. Ahogados gritos de bestia que agoniza sin conciencia clara de su dolor fueron los últimos lamentos (p. 249).

Las propias torturas físicas y psicológicas que se describen en el capítulo XLI (“Parte sin novedad”) sirven como reflejo del mundo represivo sobre el que se mueve impunemente Cara de Ángel. Sin embargo, en la evolución del personaje se va a producir un hecho verdaderamente importante que marca un punto de inflexión en su trayectoria: su enamoramiento de Camila, la hija del general Canales, el enemigo público número uno del Señor Presidente. El narrador nos presenta a una Camila inquieta y soñadora, habitante de un mundo idílico que nada tiene que ver con la realidad sórdida de la dictadura9. Cara de Ángel sucumbe ante sus encantos y queda atrapado para siempre en las redes de su ternura. Su mundo puro e inmaculado contrasta con el mundo infernal que ha construido el favorito. Es así como Cara de Ángel toma conciencia de su realidad miserable y en un acto de constricción, que tiene una clara lectura religiosa, busca su redención a través de la santidad amorosa. El ángel de la muerte se transforma en ángel de la vida en una de las pocas referencias esperanzadoras de la novela. Su nueva situación sentimental le lleva a hacer el bien donde antes solo tenía cabida el mal. Así, por ejemplo, intercede en favor de una anciana que ha viajado desde muy lejos “por el deseo de hacer bien para que Dios se lo devolviera a Camila en salud” (p. 284). Tras localizar al hijo de ésta, “la viejecita quedóse contemplando a su bienhechor como a un ángel” (p. 285). Y en el mismo capítulo XXV intenta salvar al mayor Farfán, uno de los personajes más siniestros de la novela, quien ha caído en desgracia: —Es usted bondadosísimo… —No, mayor, no debe agradecerme nada; mi propósito de salvar a usted está ofrecido a Dios por la salud de una enferma que tengo muy, muy grave. Vaya su vida por la de ella. —Su esposa, quizás… La palabra más dulce de El Cantar de los Cantares flotó un instante, adorable bordado, entre árboles que daban querubines y flores de azahar.

9   Para una caracterización de Camila véase el apartado que le dedica Gerald Martin en su ensayo “El Señor Presidente: una lectura contextual” (1978: 95-102).

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Al marcharse el mayor, Cara de Ángel se tocó para saber si era el mismo que a tantos había empujado hacia la muerte, el que ahora, ante el azul infrangible de la mañana, empujaba a un hombre hacia la vida (p. 288).

El enamoramiento cubre toda la existencia del favorito. Su casamiento in extremis, contrariando la voluntad implícita del dictador, es un acto temerario que va a ser interpretado como desacato y alta traición. Pero el favorito no piensa en ningún momento en las implicaciones de su matrimonio; se casa porque le han dicho que es la única forma de arrancar a Camila de las garras de la muerte: Pues yo tengo la clave; provocaremos el milagro. A la muerte únicamente se le puede oponer el amor, porque ambos son igualmente fuertes, como dice El Cantar de los Cantares; y si como usted me informa, el novio de esa señorita la adora, digo la quiere entrañablemente, digo con las entrañas y la mente, digo con la mente de casarse, puede salvarla de la muerte si comete el sacramento del matrimonio, que en mi teoría de los injertos se debe emplear en este caso (p. 327).

En efecto, Cara de Ángel parece vencer a la muerte con la fuerza y la intensidad de sus sentimientos, siguiendo el ideario amoroso del Cantar de los Cantares. El personaje sucumbe ante un amor que le lleva a adorar a Camila como si fuese una criatura sagrada en cuyo cuerpo se ofician los ritos más sagrados del hombre. Camila se convierte en altar sagrado, en lugar de culto, en destino de peregrinación en donde el antiguo verdugo quiere limpiar sus culpas y pecados. Miguel Ángel Asturias equipara así conceptos como amor y religión y hace de su personaje un auténtico devoto del mundo de Camila. Su pasión amorosa será la causa de su sacrificio político. Más tarde dejará de ser un mártir de la amada para convertirse en mártir de la dictadura10. El tirano todopoderoso no va a perdonar esta doble traición de su favorito y va a manipular su entorno para que este se hunda para siempre en el légamo de la desgracia. Cara de Ángel certifica que su autoridad dentro del régimen se resquebraja de forma inexorable; por ello, cuando es enviado en una extraña misión diplomática a Washington, siente un gran alivio al “alejarse de aquel hombre” (p. 380). Su viaje en tren hacia el puerto es un viaje hacia la muerte, un símbolo de la caída en desgracia, un icono de la fatalidad con que el destino incierto se 10   Hay muchos puntos de contacto entre el recorrido amoroso de Cara de Ángel y la concepción del amor cortés tan de moda en la literatura medieval española, al punto de que el enamorado vive permanentemente en una cárcel de amor. Véase a este respecto el libro de Alexander A. Parker La filosofía del amor en la literatura española 1480-1680, especialmente su capítulo 1º: “El lenguaje religioso del amor humano” (1986: 25-59).

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ceba en determinados hombres. El verdugo se va a convertir en una víctima del dictador, transformado al final de la novela en una reencarnación de Tohil, el dios maya-quiché de la guerra y el fuego que exige sacrificios humanos. Por medio de un sorprendente juego fonético, Asturias convierte el ritmo machacón del tren en una representación simbólica de la muerte: Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo del asiento de junco. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, de no ir en el tren, de irse quedando atrás del tren, cada vez más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada vez, cada ver cada ver cada ver cada ver cada ver… (p. 381).

Finalmente, quien viaja a Washington no es Cara de Ángel, sino su doble: otra criatura siniestra que suplanta al primer favorito y que perpetúa de forma cíclica el brazo ejecutor (y torturador) de la dictadura11. Las tentaciones redentoras y la santidad amorosa del personaje lo convierten definitivamente en un mártir12. Su destino será sufrir todo tipo de tormentos físicos y psicológicos, equiparando en un plano simbólico la pasión del amante con la pasión de Cristo. La vida del personaje se convierte en el último tramo de su existencia en un vía crucis. Pero a diferencia de otras formas de peregrinación que tienen un sentido purificador, su camino tortuoso únicamente conduce a la muerte y a la aniquilación absoluta, tal y como se produce en el capítulo XIL de la novela (“Parte sin novedad”). Este capítulo es uno de los momentos álgidos de la narrativa de Asturias. En él, el favorito ha perdido su nombre, su identidad, su personalidad, su belleza, su orgullo, todo aquello que en algún momento lo había definido como personaje dentro de la obra, y en su lugar lo que encontramos es al preso nº 17. Su vida en la cárcel transcurre durante un periodo indeterminado de

11   El texto dice así: “Un individuo con la cara disimulada en un pañuelo surgió de la sombra, alto como Cara de Ángel, pálido como Cara de Ángel, medio rubio como Cara de Ángel; apropióse de lo que el sargento arrancaba al verdadero Cara de Ángel (pasaporte, cheques, argolla de matrimonio —por un escupitajo resbaló dedo afuera el aro en que estaba grabado el nombre de su esposa—, mancuernas, pañuelos…) y desapareció enseguida” (p. 383). Aunque Asturias utiliza el tema del doble para suplantar al favorito, lo cierto es que este recurso es muy habitual en las dictaduras y tiranías, reales o ficticias, y en todas las épocas, desde Nerón a Francisco Franco. García Márquez lo utiliza en El otoño del patriarca en la figura de Patricio Aragonés. 12   Para una configuración del arquetipo literario del mártir, véase Delehaye (1966).

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“días, meses, años” que representa el tiempo estancado de la dictadura y el de la propia muerte. El preso nº 17 sufre entonces un proceso progresivo de animalización. Comerá en las mismas letrinas en las que hace sus necesidades; intentará sobrevivir al olor nauseabundo que todo lo invade a su alrededor y que es también un reflejo de la putrefacción de su propio cuerpo. Cara de Ángel ansía mantener su identidad grabando su nombre enlazado al de Camila en un corazón atravesado por una flecha de Cupido. Las paredes de la mazmorra se llenan lentamente de garabatos, símbolos y mensajes de amor de un tiempo pretérito y feliz que constituye una salida idílica al mundo claustrofóbico en el que se descompone día a día. Asturias recrea el mundo escatológico de la prisión sin omitir detalles escabrosos. El cuadro que dibuja está presidido por una oscuridad absoluta (“La luz llegaba de veintidós en veintidós horas hasta las bóvedas”) que parece potenciar aún más los malos hedores de las comidas y los propios excrementos. Las paredes filtran una humedad constante que se parece a la “sangre de los alacranes” y los ruidos del subsuelo se confunden con los llantos y gritos de los reos: “Dos horas de luz, veintidós horas de oscuridad completa, una lata de caldo y una de excrementos, sed en verano, en invierno el diluvio; ésta era la vida en aquellas cárceles subterráneas” (p. 397). Solo la ilusión de Camila y el deseo de reencontrarla alimenta la vida del personaje. Cara de Ángel sobrevive en un submundo que es al mismo tiempo cárcel de amor y cárcel política, y en muchos sentidos sus padecimientos emparentan con los infiernos terribles descritos en la literatura mística y con las pocilgas imaginadas por Francisco de Quevedo en Las zahúrdas de Plutón, tal y como ha señalado Giuseppe Bellini13. El ex favorito puede sobrevivir a las torturas físicas, pero no a las psicológicas. Las confidencias del falso preso llamado Vich, informándole de que Camila es la amante del dictador, arrastrarán al personaje hacia una muerte fulminante. Derribado el mito de Camila, Cara de Ángel sucumbe ante las artes represivas de la dictadura, de las que él mismo fue partícipe. Nada puede redimir el mundo asfixiante y claustrofóbico concebido por Asturias, pero al lector le queda al menos el consuelo de la libertad absoluta del lenguaje como antídoto frente a toda forma de tiranía.

  Véanse su ensayo “Tres momentos quevedescos en la obra de Miguel Ángel Asturias” en De amor, magia y angustia. Ensayos sobre literatura centroamericana (1989: 123-145) y mi trabajo “El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias. Entre el mito y la historia”, incluido en los Comentarios filológicos sobre el realismo mágico (2006: 25-51). 13

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JOSÉ IGNACIO SÁENZ DE LA BARRA, EL SANTO DE LAS TINIEBLAS DE GARCÍA MÁRQUEZ García Márquez ha negado en todo momento la influencia de Miguel Ángel Asturias en la elaboración de su novela El otoño del patriarca. Michael PalenciaRoth sostiene que “la novela del patriarca parece estar escrita en contra del modelo presentado en El Señor Presidente” (1983: 178). No obstante, el parecido entre Miguel Cara de Ángel y José Ignacio Sáenz de la Barra resulta más que evidente y coinciden en un punto esencial: ambos forman parte y son víctimas de los círculos concéntricos del poder absoluto14. José Ignacio Sáenz de la Barra se presenta en la novela en el capítulo 5º, después del asesinato de Leticia Nazareno y de su hijo Enmanuel, devorados por una jauría de perros hambrientos. El patriarca, implorando a su madre muerta, hace todo lo posible por “encontrar el hombre que me ayude a vengar esta sangre inocente, un hombre providencial que él había imaginado en los desvaríos del rencor y que buscaba con una ansiedad irresistible” (pp. 204-205)15. Aparece entonces José Ignacio Sáenz de la Barra, un dandi matarife capaz de asustar con su crueldad al protagonista de la novela. Aunque su retrato literario puede ponerse inmediatamente en relación con toda una pléyade de tiranos reales que han ejercido la tortura indiscriminada para lograr sus objetivos16, Sáenz de la Barra está construido en la ficción con los rasgos hiperbólicos propios del realismo mágico. El personaje aparece siempre por el palacio presidencial vestido de forma impecable, con una elegancia natural que provoca admiración y asombro en su entorno. Su porte sólido, su tez color de hierro, “el cabello mestizo con la raya en el medio y un mechón blanco pintado, los labios lineales de la voluntad eterna, la mirada resuelta del hombre providencial que fingía jugar al cricket” (p. 205), le conceden cierto estigma luciferino, de belleza mortal, en la misma línea que Miguel Cara de Ángel. El personaje es contratado con el objetivo de descubrir a los conspiradores del régimen que han asesinado a la familia del patriarca. Convertido entonces en una variante singular del detective policial, Sáenz de la

14   El análisis exhaustivo de este personaje y las conexiones de El otoño del patriarca con el mundo religioso pueden verse en mi libro Césares, tiranos y santos en El otoño del patriarca. La falsa biografía del guerrero (1997). 15   El otoño del patriarca, Madrid, Mondadori, 1987. A partir de ahora todas las citas son de esta edición. 16   Seymour Menton lo relaciona directamente con el dictador boliviano Gustavo Villarroel. Véase su artículo “Ver para no creer: El otoño del patriarca” (1982). No obstante, muchos de sus rasgos son coincidentes con el personaje de Johnny Abbes, el verdugo del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, al que dedicamos el apartado final de este capítulo.

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Barra comienza sus detenciones e interrogatorios con métodos verdaderamente implacables, que lo convierten en el torturador más famoso y terrible de cuantos han pasado por el “vasto reino de pesadumbre”. Sus pesquisas policiales se inauguran con el envío macabro de “un costal de fique que parecía lleno de cocos” y que en realidad era el “primer abono del acuerdo, seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo” (p. 207). A estos primeros enemigos decapitados le sigue una lista interminable de súbditos que tienen la desgracia de resultar sospechosos. Así que “siguieron llegando en aquellos tenebrosos costales de fique que parecían de cocos” (p. 208) las cabezas de sus supuestos enemigos naturales; “había firmado por novecientas dieciocho cabezas” (p. 208) cuando “soñó que se veía a sí mismo convertido en un animal de un solo dedo que iba dejando un rastro de huellas digitales en una llanura de cemento fresco” (p. 208). La multiplicación geométrica de las cabezas amenaza con convertir el reino del patriarca en un territorio despoblado, donde solo tienen cabida él y su matarife. Un mundo perfecto para el tirano y su verdugo: “Sáenz de la Barra le había hecho notar que por cada seis cabezas se producen sesenta enemigos y por cada sesenta se producen seiscientos y después seis mil y después seis millones, todo el país, carajo, no acabaremos nunca, y Sáenz de la Barra le replicó impasible que durmiera tranquilo general, acabaremos cuando ellos se acaben, qué bárbaro” (p. 209). Para conseguir sus objetivos, Sáenz de la Barra convierte “el inocente edificio de mampostería colonial donde había estado el manicomio de los holandeses” (p. 226) en la “fábrica de los suplicios”, instalada muy cerca del palacio presidencial. En aquella guarida del terror, Sáenz de la Barra instala “las máquinas de tortura más ingeniosas y bárbaras que podía concebir la imaginación” (p. 226) y se entrega de forma obsesiva al cumplimiento de su misión, “todo sin cobrar un céntimo mi general” (p. 227). Siguen llegando tantos talegos de cabezas cortadas que al patriarca no le parece “concebible que José Ignacio Sáenz de la Barra se embarrara de sangre hasta la tonsura sin ningún beneficio porque la gente es pendeja pero no tanto” (p. 229). La austeridad de su vida, así como su entrega absoluta al trabajo, es motivo de frecuentes comentarios que llegan al patriarca. A pesar del aislamiento del tirano, este se entera de que Sáenz de la Barra vive “esclavizado en la fábrica de suplicios hasta que lo tumbaba el cansancio sobre el diván de la oficina donde dormía de cualquier modo” (p. 227). No tiene además “mujer conocida ni se dice que sea marica ni tiene un solo amigo ni una casa propia para vivir, nada mi general” (p. 227). El informante concluye en tono lacónico con la siguiente sentencia: “[Sáenz de la Barra lleva] una vida de santo” (p. 227; la cursiva es mía).

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Sáenz de la Barra es también “el hombre más valiente” que conoce el patriarca en su larga vida, al punto de que es capaz de ganarle en las partidas de dominó e incluso de hablarle en un tono franco y descarado. Así, cuando el patriarca le reprocha la violencia con que lleva a cabo sus pesquisas policiales, este le contesta que “aquel era un negocio de hombres, general, si usted no tiene hígados para verle la cara a la verdad aquí tiene su oro y tan amigos como siempre, qué vaina, por mucho menos que eso él hubiera hecho fusilar a su madre, pero se mordió la lengua, no es para tanto, Nacho, dijo, cumpla con su deber” (p. 208). Tampoco se arredra cuando el patriarca le prohíbe que entre con su inseparable perro, Lord Köchel, en el palacio presidencial: “Deje ese perro fuera, le ordenó, pero Sáenz de la Barra le contestó que no, general, no hay un lugar en el mundo donde yo pueda entrar que no entre Lord Köchel, de modo que entró” (p. 209). Siguiendo un recorrido paralelo al del propio Cara de Ángel, Sáenz de la Barra también siente la tentación del poder. Llega incluso a suplantar al patriarca en la mayor parte de sus funciones, dándole un trato personal que en modo alguno le hubiese permitido el patriarca a cualquiera de sus súbditos: Sáenz de la Barra lo convencía siempre no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones [el patriarca] se reprochaba a sí mismo la sumisión al único mortal que se atrevió a tratarlo como a un vasallo (p. 210).

El patriarca no llega a comprender que tal sumisión responde al poderoso carisma y a la extraordinaria personalidad que en todo momento exhibe Sáenz de la Barra: “Yo no sabía qué hacer ante aquel rostro indestructible” (p. 206), dice el patriarca a modo de confesión, fascinado y perplejo ante el “encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe” (p. 207). Esta situación de privilegio lo convierte en “dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado” (p. 206) y le da alas para llevar a cabo su sistema de represión en la fábrica de los suplicios. Sáenz de la Barra participa plenamente de los rasgos que definen al héroe clásico: la fuerza, la sabiduría y el carisma17. Su fortaleza no es tanto física como mental, lo que se traduce en una capacidad extraordinaria para el trabajo, la investigación y, por supuesto, para las torturas. En el mundo ardiente del Caribe, Sáenz de la Barra jamás suda, jamás descompone su figura y siempre permanece inalterable ante la fatiga y el desaliento. Incansable e invulnerable en el ejercicio de su profesión, permanece “esclavizado en la fábrica de suplicios hasta que lo

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  Véase Curtius (1984: 242-262).

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tumbaba el cansancio sobre el diván de la oficina donde dormía de cualquier modo pero nunca de noche ni nunca más de tres horas cada vez” (p. 227). Su extraordinaria fuerza mental lo convierte en una criatura carismática con una idiosincrasia poderosa que se impone continuamente a la personalidad del patriarca. Es más, este último parece un personaje de guiñol ante la extraordinaria personalidad de su verdugo. Su fuerza interior se impone una y otra vez ante la creciente debilidad del patriarca, quien “aceptaba sus fórmulas con una mansedumbre que lo sublevaba contra sí mismo” (p. 226). Tanto por su carisma como por su fuerza física (o mental) y sus conocimientos, Sáenz de la Barra puede considerarse como una versión sesgada y esperpéntica del ideal heroico. Así, lejos del arquetipo del héroe clásico o mitológico, cuya principal misión consiste en garantizar la paz y el bienestar de los ciudadanos18, Sáenz de la Barra se dedica en cuerpo y alma al exterminio de la población. El orden que pretende instaurar no contempla salidas ni permite fisuras, y mucho menos disidencias. La paz que persigue se parece mucho a la paz de los cementerios. Además de la fortitudo de este extraño personaje heroico, al patriarca le llama enormemente la atención su extraña sabiduría, su conocimiento insólito y extravagante de cosas aparentemente inútiles para el ejercicio de la tortura: [Sáenz de la Barra] sin más fortuna que sus 32 años, siete idiomas, cuatro marcas de toro al pichón en Dauville […] tenía una paciencia sin esquinas, sabía todo, conocía setenta y dos maneras de preparar el café, distinguía el sexo de los mariscos, sabía leer música y escritura para ciegos (pp. 205-206).

Su sapientia y el conocimiento que atesora no pueden resultar más inútiles. No se necesita identificar el sexo de los mariscos para el ejercicio de profesión tan macabra. Sin embargo, conoce los métodos de represión empleados en los regímenes dictatoriales a lo largo de la historia. Sabe cómo hacer hablar a un preso, cómo forzar la confesión de un detenido y doblegar la voluntad de todo aquel que quiera, incluido el propio patriarca. Es además el hombre con más y mejor información de todo el país: “Nada sucedía en el país ni daban un suspiro los desterrados en cualquier lugar del planeta que José Ignacio Sáenz de la Barra no lo supiera al instante a través de los hilos de la telaraña invisible de delación y soborno con que tiene cubierta la bola del mundo” (p. 227). Ahora bien, José Ignacio Sáenz de la Barra se proyecta en la novela más allá del simple verdugo (o tirano) en su configuración narrativa. La clave para interpretar su recorrido literario la da una de las voces informantes de la novela   Véase Campbell (1959).

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cuando afirma que el verdugo “lleva una vida de santo” (p. 227). Su configuración literaria sigue por tanto el modelo de los santos y mártires procedentes de la literatura hagiográfica19, aunque invirtiendo su sentido. Si el patriarca es en sí mismo una versión paródica del Mesías20, la gente que le rodea participa en mayor o menor medida de este contexto sagrado. Así, su madre es una recreación satírica de la Virgen María21, Rodrigo de Aguilar servido en bandeja de plata recuerda la “última cena”22, el genocidio de los 3.000 niños de la lotería puede relacionarse con Herodes y la matanza de los inocentes23 o la expulsión de los religiosos recuerda a la de los jesuitas. Desde esta concepción literaria, Sáenz de la Barra es para el patriarca una especie de apóstol de la muerte, un ángel exterminador cuyos niveles de crueldad exhibidos resultarían hiperbólicos en cualquier otro contexto, pero no por desgracia en el de la historia hispanoamericana. A lo largo de la historia, la santidad es un ideal humano como lo es el heroísmo o la sabiduría24. Los santos son generalmente los héroes de la literatura hagiográfica y, por tanto, son ellos quienes atesoran el verdadero conocimiento y la interpretación más acertada del mundo. El santo aparece siempre descrito como un ser humilde, bondadoso, que lleva una vida austera y ecuánime. No conoce los excesos, y su mayor ideal es alcanzar el bien supremo. Para ello se entrega de forma absoluta y obstinada a un fin: perfeccionar cada una de las virtudes que definen su personalidad y alcanzar así el momento álgido de la vida, la ascensión al Cielo. La grandeza de su alma y la nobleza de sus pretensiones suele corresponderse con un reparto de su belleza corporal. No hay santo ni santa que no sea hermoso y que de alguna forma deslumbre a sus conciudadanos con su extraordinaria juventud y el vigor de su cuerpo25. Sabido es que la maldad está relacionada con lo feo y lo grotesco, sobre todo desde el periodo romántico26, mientras que el bien supremo suele estar localizado en cuerpos que tienen una belleza sublime. Este requisito se hace necesario para que el santo ponga a prueba su castidad. Sería absurdo plantear la apetencia física referida a personajes que no   Véase el estudio de Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos xvi y xvii), especialmente su primera parte, “Dios, el demonio, santos y hombres” (1985: 43-170). 20   Palencia-Roth (1983: 219); también Camacho Delgado (1997: 277-286). Véase el brillante trabajo de Gemma Roberts (1976) “El poder en lucha con la muerte: El otoño del patriarca”. 21   Hazera (1985). 22   Rodríguez-Vergara (1991: 58). 23   Canfield (1986: 1050). 24   Curtius (1984: 242). 25   Cataudella (1981: 931-952). 26   Véase el estudio clásico de Mario Praz (1999), La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. 19

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ofrecen ningún encanto sexual. Por ello, los autores suelen construir estos personajes atribuyéndoles rasgos seductores que provocan las más desaforadas pasiones entre quienes les rodean. Santos y santas se ven asediados con todo tipo de celadas amorosas, pero su abnegación y dedicación exclusiva al perfeccionamiento de sus virtudes les salvaguardan del pecado. En muchos casos, esta dedicación en cuerpo y alma a las labores del bien tiene como resultado un final trágico: el santo (o la santa) muere ajusticiado. El santo se convierte entonces en mártir. Estos breves apuntes sobre literatura hagiográfica son necesarios para definir a un personaje tan peculiar como Sáenz de la Barra. Dedicado en cuerpo y alma a las labores propias de un verdugo, pasa los días y las noches practicando sin descanso todo tipo de torturas en la fábrica de los suplicios. Este personaje sorprende continuamente por su tenacidad, la abnegación con que se dedica al trabajo, la firmeza de sus decisiones y la voluntad férrea que muestra en todo momento en el cumplimiento de sus funciones. ¿Por qué lo hace entonces?, ¿por qué tortura sin descanso a cambio de nada? En realidad, Sáenz de la Barra persigue establecer un nuevo orden de poder dentro del poder del patriarca. Su error consistirá en creer que puede suplantar al poderoso dictador, como ya lo intentaron con anterioridad el general Rodrigo de Aguilar y su propia esposa, Leticia Nazareno. Pero además, este personaje funciona dentro de la novela como un ángel exterminador. Él es el álter ego del patriarca. En la medida en que el dictador funciona como Mesías, Sáenz de la Barra adopta el papel de apóstol de la muerte, de defensor a ultranza del sistema de poder establecido por el patriarca. Por paradójico que resulte, su santidad consiste en aniquilar todo aquello que atenta contra su Señor y en defender la causa justa de su reinado. La castidad es una de las pruebas que definen al santo. Ya dijimos que tales personajes están construidos con rasgos seductores para propiciar situaciones de apetencia y de deseo sexual. Ante los requerimientos del demonio, quien suele engalanarse con bellas vestiduras y adoptar formas femeninas exultantes, el santo debe vencer cualquier tentación y despreciar la carne, huir de su constante provocación, permanecer impasible ante las trampas del Maligno. A esta actitud ampliamente difundida en la literatura hagiográfica se la conoce desde la Edad Media como solitudo carnis (‘el desprecio del cuerpo’)27. Sáenz de la Barra se adapta perfectamente a este esquema heredado de la tradición literaria. Su físico, sus modales, su porte aristocrático provocan auténtica fascinación entre quienes le conocen y, sin embargo, no se concede ningún tipo   Fumagalli (1990).

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de licencia en este sentido. Su desprecio de los placeres del mundo es absoluto, la dicotomía entre su cuerpo y su alma es irreconciliable, lo que provoca la explosión de cólera del patriarca: Nacho, decía, explíqueme más bien por qué no ha comprado una mansión tan grande como un buque de vapor, por qué trabaja como un mulo si no le importa la plata, por qué vive como un recluta si a las mujeres más estrechas se les aflojan las costuras por meterse en su dormitorio, usted parece más cura que los curas (p. 233).

No solo a las mujeres se les aflojan las costuras y deliran por hacer el amor con Sáenz de la Barra. El propio patriarca ve en su verdugo un ideal de belleza, una criatura superior con una hermosura arrasadora. Son muchos los ejemplos que sitúan al patriarca en una actitud ambigua en cuanto a sus apetencias sexuales28. Llega a decir de él que era “el hombre más hermoso y con mayor dominio que vieron mis ojos” (p. 206). Este bárbaro vestido de príncipe con ademanes místicos permanece impasible ante los reclamos del mundo. En su vida ha renunciado a los placeres para consagrarse al ideal monástico de perfeccionar el reino de Dios en la tierra: el reino del patriarca. Su celibato (“no tenía mujer conocida ni se dice que sea marica”) y su enclaustramiento en la fábrica de los suplicios recuerdan mucho la vida monacal, la austeridad de los monjes, la dedicación exclusiva al trabajo y la búsqueda del bien. Todo ello lógicamente tratado en clave paródica. El personaje es asesinado por no renunciar a sus obligaciones contraídas con el patriarca. Aparece después de una noche de turbulencias políticas “macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca” (p. 235). Es así como se completa la parodia de todo un modelo: quien había vivido como un santo, muere convertido en un mártir.

  Veamos algunos: 1) “[El patriarca] se descubrió a sí mismo fascinado por el hombre más deslumbrante y altivo que habían visto mis ojos, madre” (p. 205); 2) “pues era el hombre más valiente que habían visto mis ojos, madre […] y yo no sabía qué hacer ante aquel rostro indestructible […] aquella fragancia de sales de baño del cuerpo inmune a la ternura y a la muerte del hombre más hermoso y con mayor dominio que vieron mis ojos […] se me ocurrió sonreír persuadido de que no habría podido ocultar su pensamiento ante aquel hombre deslumbrante” (p. 206); 3) “…quedé a merced del encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe” (p. 207) y 4) “…solo obedecía a la maestranza imperceptible del hombre más gallardo pero también el menos complaciente que habían visto mis ojos […] Sáenz de la Barra lo convencía siempre, no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones” (p. 209). 28

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LAS FORMAS COMPLEJAS DE LA VIOLENCIA EN LA FIESTA DEL CHIVO, DE MARIO VARGAS LLOSA. EL SAQUEO HISTÓRICO DE JOHNNY ABBES GARCÍA La violencia es un elemento recurrente en La fiesta del Chivo29. Está presente en el plano psicológico de los individuos y en el sociológico de la realidad dominicana. Es un elemento clave en la tragedia individual que vive Urania Cabral, protagonista de la novela, y en la tragedia colectiva que soporta el pueblo dominicano. Al igual que ocurre en las obras analizadas con anterioridad, el dictador, en este caso Rafael Leónidas Trujillo, es el responsable último de los males que aquejan a la sociedad, pero es otro el responsable de materializar la violencia. Es el verdugo quien ejecuta las órdenes, practica las torturas y somete a los posibles opositores y disidentes por medio de una sofisticada tecnología del terror. Se trata además de un personaje procedente de la realidad. Su nombre: Johnny Abbes García. Johnny Abbes García tuvo una carrera fulminante dentro del régimen de Trujillo, al punto que se convirtió desde muy pronto en el responsable máximo del temido SIM (Servicio de Inteligencia Militar), un organismo de control de la vida civil y militar que usó todo tipo de artimañas para evitar cualquier forma de oposición al régimen. Los testimonios que dan cuenta del jefe del SIM resultan estremecedores y espeluznantes. Dibujan a una criatura despiadada en el uso de la tortura, con una imaginación ilimitada para hacer sufrir, una carencia total de escrúpulos y de sentimientos humanitarios y una capacidad enorme para trabajar sin descanso al servicio de Trujillo. Uno de los biógrafos del Generalísimo, citado por Vargas Llosa en su novela (p. 76), Robert D. Crassweller, describió a Abbes García como un ser diabólico, con una inteligencia perversa y una “genuina devoción por la maldad en todo aquello que encerraba alguna crueldad”30. Para Crassweller, Abbes García fue el personaje encargado de cerrar violentamente todo un ciclo político y de llevar el terror hasta sus últimas consecuencias31. Era un ser “depravado, perverso,   Madrid, Alfaguara, 2000. En adelante cito en el mismo texto siguiendo esta edición.   Crassweller, (1968: 341). Véase especialmente su capítulo “Crisis en América Central: el advenimiento de Johnny Abbes” (pp. 340-352). 31   “En la estación de la decadencia y la adversidad, aparece el notorio Johnny Abbes García, otro hombre de acción violenta, mucho peor que los otros, un hombre singularmente apropiado para presidir la decadencia y el colapso de la Era Trujillo. Durante 1957, Johnny Abbes vino a colocarse como por ensalmo en un lugar preponderante del régimen dominicano. Allí permaneció todo el tiempo que vivió Trujillo; fue el más cercano de los consejeros, el promotor y ejecutor de una serie de planes de acción perversos y fatídicos, en un doble papel de éminence grise y de pistolero” (Crassweller 1968: 340). 29 30

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ambiguo en todos sus actos, fuente de infinita malicia y violencia, especie de lunática irrealidad, fue a la vez símbolo y presagio de los años finales de la Era”32. Un testigo de excepción, el general Arturo Espaillat, antiguo director del SIM y hombre de confianza de Trujillo hasta el advenimiento de Abbes, lo retrata como “inteligente, enérgico y sin entrañas, convirtió el SIM en un aparato temido y odiado tanto por civiles como por militares. Por primera vez, la República Dominicana padeció una brutalidad organizada a escala masiva. Floreció la infame Cuarenta, una casa de tortura”33. Y no solo La Cuarenta, sino también La Victoria, El Kilómetro Nueve y otros espacios donde ejerció la represión sin límites, convirtiendo los últimos años del régimen trujillista en un verdadero infierno, tal y como dejó escrito el ex embajador norteamericano en la República Dominicana, John Bartlow Martin34. Johnny Abbes, hijo de padre norteamericano de ascendencia alemana y madre dominicana, nació en 1924. En su juventud fue comentarista deportivo en los diarios El Caribe y La Nación, colaborando también en las emisiones radiofónicas. Fue precisamente el general Arturo Espaillat quien le encargó varios asuntos de espionaje relacionados con el antitrujillismo centroamericano. En todos los casos en los que intervino demostró tener una extraña habilidad no solo para hacer desaparecer a los enemigos del régimen, sino también para arruinarles la reputación. Todas estas operaciones fueron realizadas con escasos recursos económicos y con una limpieza absoluta en los métodos empleados, sin dejar rastros, ni pistas que condujeran hasta la larga sombra del tirano. Tanta efectividad y discreción acabaron convirtiéndole en el predilecto del Jefe, su mano derecha, el único civil encargado de la seguridad del Estado con facultades especiales para controlar al propio ejército dominicano35. Un hombre implacable que vive por y   Crassweller (1968: 343).   Espaillat (1963: 57). Espaillat fue durante varios años el máximo responsable de la seguridad dominicana. Graduado en la Academia de West Point, se convirtió en un verdadero experto en técnicas de intimidación, de espionaje y contraespionaje. Conocido popularmente como Navajita, era un hombre alto y delgado, culto y discreto, capaz de controlar hasta en sus mínimos detalles la seguridad del país. En esta obra, de carácter fuertemente autobiográfico, se jacta de su sangre fría y de algunos crímenes cometidos que le llevaron a ganarse la confianza del Generalísimo. Todas las sospechas apuntan a que fue el responsable del secuestro y desaparición de Jesús de Galíndez, tal y como recoge Vargas Llosa en su novela y Manuel Vázquez Montalbán en Galíndez. 34  Martin, El destino dominicano. La crisis dominicana desde la caída de Trujillo hasta la guerra civil. Véase especialmente el capítulo III, “La época de Trujillo” (1975: 34-62). 35   Arturo Espaillat recoge este proceso que lleva a Abbes a convertirse en el hombre de confianza del Jefe, pero cuya actitud al frente de la máquina represiva del Estado fue uno de los factores que contribuyó al magnicidio: “Un antiguo sabueso seguidor de pistas dominicano, Johnny Abbes García, demostró gran habilidad y exactitud informando a Trujillo del desarrollo de la conspiración guatemalteca. Impresionado por la exactitud de la profecía, Trujillo hizo a Johnny teniente coronel 32 33

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para Trujillo y que en poco tiempo acabó convirtiéndose en la figura más odiada dentro y fuera de la dictadura36. Tal y como se plantea el Benefactor en la novela, “¿no era obvio que el coronel Johnny Abbes García debía reemplazar a Navajita a la cabeza del Servicio de Inteligencia? Si él hubiera estado al frente de ese organismo cuando el secuestro de Galíndez en New York, que dirigió Espaillat, probablemente no hubiera estallado aquel escándalo que tanto daño hizo a la imagen internacional del régimen” (p. 88). Uno de los personajes que participan en la conspiración, Salvador Estrella Sadhalá, caracterizado por su profundo sentido religioso y por concebir el tiranicidio como una forma de acabar con la Bestia, liberando así al país de la presencia del Maligno, se refiere a Abbes como un personaje estigmatizado dentro y fuera de las filas trujillistas: Muerto Trujillo, sería una verdadera felicidad acabar con el jefe del SIM. Sobrarían voluntarios. Lo probable era que, enterado de la muerte del Jefe, desapareciera. Habría tomado todas las precauciones; tenía que saber cuánto lo odiaban, cuántos querían vengarse. No solo opositores; ministros, senadores, militares lo decían abiertamente (p.125).

En realidad, Abbes García fue utilizado como pararrayos humano, como antes lo habían sido otros personajes odiados del régimen. Lo dice uno de los personajes de La fiesta del Chivo: El coronel puede ser un demonio; pero al Jefe le sirve: todo lo malo se le atribuye a él y a Trujillo solo lo bueno. ¿Qué mejor servicio que ese? Para que un gobierno dure treinta años, hace falta un Johnny Abbes que meta las manos en la mierda. Y el cuerpo y la cabeza, si hace falta. Que se queme. Que concentre el odio de los enemigos y, a veces, el de los amigos. El Jefe lo sabe y, por eso, lo tiene a su lado. Si el coronel no le cuidara las espaldas, quién sabe si no le hubiera pasado ya lo que a Pérez Jiménez en Venezuela, a Batista en Cuba y a Perón en Argentina (p. 54)37.

A diferencia de los personajes creados por Asturias o García Márquez, Vargas Llosa tuvo que ajustarse al perfil mediocre y nauseabundo del personaje real. De

y le colocó a cargo de las fuerzas de seguridad de la República Dominicana. Un hombre que podía penetrar en un complot extranjero de asesinato tan concienzudamente, con seguridad sería todavía más fidedigno en su propia tierra. Pero Trujillo estaba equivocado. Las subsiguientes tácticas represivas de Johnny alejaron a Trujillo de su pueblo, del mundo, y especialmente de los oficiales y políticos que finalmente le asesinaron” (1963: 143-144). 36   Lauro Capdevila (1998: 208) considera que, con Abbes García, Ciudad Trujillo se convirtió en la capitale sinistrée del Caribe. 37   Esta misma opinión la corrobora Arturo Espaillat (1963: 55).

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esta forma, el todopoderoso jefe del SIM aparece como una criatura fofa y de aspecto repugnante, muy lejos del “porte, la agilidad, la marcialidad, la virilidad, la fortaleza y apostura que debían lucir los militares” (p. 53) por orden expresa de Trujillo, obsesionado siempre con la limpieza, el orden y la buena presencia de las fuerzas armadas y de sus más estrechos colaboradores. Aparece como una “figurita pequeña, panzuda, algo contrahecha” (p. 274), lejos de la belleza exultante de un Miguel Cara de Ángel o de un José Ignacio Sáenz de la Barra. La cara de Abbes resulta “mofletuda y fúnebre, con bigotito recortado” y del cuello le cuelga “una papada de gallo capón” (p. 53). El narrador insiste en detalles como la “mano blanda como una esponja, húmeda de sudor” (p. 54) que siempre ofrece con una frialdad absoluta a sus interlocutores. Así mismo la percibe Agustín Cabral: “Le alcanzó una mano blanda, casi femenina” (p. 274). “Tenía una vocecita arrastrada y rehuía la mirada de su interlocutor. Sus ojitos pequeños, oscuros, rápidos, evasivos, estaban continuamente moviéndose y como divisando cosas ocultas a los demás. De rato en rato, se secaba el sudor con un gran pañuelo rojo” (pp. 55-56). Ese pañuelo rojo y lleno siempre de sudor llama la atención de quienes le rodean. “¡Qué raro ese pañuelo rojo del coronel!, se plantea Amadito, uno de los conspiradores. Había visto pañuelos blancos, azules, grises. ¡Pero, rojos! Vaya capricho” (p. 56)38. El pañuelo rojo de Abbes es más que un capricho, es “una enseñanza rosacruz. El rojo es el color que me conviene. Usted no creerá en los rosacruces, le parecerá una superstición, algo primitivo” (p. 275) le confiesa a Agustín Cabral. Y le confiesa también que de joven se había especializado en el rosacrucismo, aprendiendo a “leer el aura de las personas” (p. 275)39. El propio Trujillo opina de él que es “un sapo de cuerpo y alma” y “el ser más glacial que había conocido en este país de gentes de cuerpo y alma calientes” (p. 79). Al dictador le sorprenden las múltiples leyendas y rumores que circulan sobre el pasado oscuro de su favorito: cómo de niño se divierte pinchándole los ojos a los pollitos o cómo se gana algún dinero robando cadáveres del cementerio   La “prueba de lealtad”, como la llaman los militares trujillistas, obliga a Amadito a asesinar a un hombre acusado de falsos cargos. Cuando se ha ejecutado el crimen, Abbes García, especialista en todo tipo de torturas psicológicas que afectan incluso a sus propios colaboradores, le informa que acaba de asesinar al hermano de la novia con quien no pudo casarse por culpa de Trujillo. En ese momento, la “cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la cara con su pañuelo color fuego” (p. 61). 39   Los rosacruces son una orden dedicada a la búsqueda de la sabiduría esotérica. Combinan elementos procedentes del hermetismo egipcio, del agnosticismo, la cábala judía y de otras creencias y prácticas ocultas. Este movimiento se desarrolló en Alemania a principios del siglo xvii tras la publicación de dos textos (Fama Fraternitatis y Confessio Rosae Crucis) atribuidos a un viajero conocido como Christian Rosenkreuz. El símbolo de los rosacruces es una combinación de la cruz y de una rosa, que está en el origen del nombre de la orden. 38

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para vendérselos a los estudiantes de medicina o su supuesta homosexualidad y sus amores con un hermano natural del jefe, el Nene Trujillo (p. 82). Abbes García es además un enemigo frontal de Estados Unidos y de la propia Iglesia, por lo que sus relaciones son extremadamente difíciles con Joaquín Balaguer, sempiterno presidente dominicano y hombre muy cercano a la curia eclesiástica. El propio Balaguer queda asombrado cuando descubre al futuro jefe del SIM disfrutando con un “libro de torturas chinas, con fotos de decapitados y despellejados” (p. 85). Aunque la descripción física de Abbes García dista mucho de la presencia inquietante de los verdugos de Asturias y de García Márquez, coincide con ellos en elementos que resultan fundamentales, como son la lealtad hacia el dictador, el absoluto desinterés por todo lo material, la abnegación con que desarrollan el trabajo o la contundencia con que practican las torturas. Así, Abbes García muestra en todo momento una fidelidad absoluta hacia Trujillo: “Yo vivo por usted. Para usted. Si me permite, soy el perro guardián de usted” (p. 95). Y Trujillo sabe que Abbes García está condenado de por vida a seguir sus pasos, tal y como reconoce en una conversación: Usted, sí, no tendría más remedio que caer conmigo. Donde vaya, lo espera la cárcel, o que lo asesinen los enemigos que tiene por todo el mundo. —Me los he hecho defendiendo este régimen, excelencia. —De todos los que me rodean, el único que no podría traicionarme, aunque quisiera, es usted —insistió Trujillo, divertido—. Soy la única persona a la que puede arrimarse, que no lo odia ni sueña con matarlo. Estamos casados hasta que la muerte nos separe” (pp. 81-82).

Y más tarde él mismo da esta información al senador Cabral: “Yo no puedo tener amigos —replicó Abbes García—. Perjudicaría mi trabajo. Mis amigos y mis enemigos son los del régimen” (p. 276). Trujillo utiliza a Abbes como amenaza incluso para sus más estrechos colaboradores. Al senador Henry Chirinos le advierte que si lo descubre robando lo pondría en manos del verdugo, “te llevaría a La Cuarenta, te sentaría en el Trono y te carbonizaría, antes de echarte a los tiburones. Esas cosas que le gustan a la imaginación calenturienta del jefe del SIM y al equipito que ha formado” (p. 155). La efectividad del jefe del SIM provoca la asfixia del propio Trujillo, rodeado siempre de los famosos caliés y sin que nadie pudiese acercarse a menos de un metro de distancia, en una actitud que recuerda el círculo de tiza del coronel Aureliano Buendía (p. 368). Al coronel Abbes García no le interesan el dinero, ni las mujeres, ni tiene ambiciones políticas. Solo él puede hablarle con total libertad al Jefe, en cualquier sitio y a cualquier hora. Su única obsesión es el cumplimiento perfecto

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de la labor que le ha sido encomendada, reproduciendo en la realidad un modelo de verdugo que más tarde recrearía García Márquez en la figura de José Ignacio Sáenz de la Barra. De esta forma, la casa de las torturas en la que pasa la mayor parte de su tiempo no es más que un lugar sórdido, lleno de malos olores, en el que se respira una inquietante violencia ambiental. En su visita a La Cuarenta, Agustín Cabral queda sorprendido por “la desnudez monacal de la oficina, las paredes sin cuadros ni carteles” (p. 274), sin sillas en que sentarse. Un lugar siniestro que huele a sangre, orines y excrementos, en el que su responsable trabaja día y noche, sin descanso, sin necesidad de dormir (p. 83), como el propio Trujillo40. A lo largo de La fiesta del Chivo, Vargas Llosa ha creado una atmósfera inquietante y saturada de violencia a través de un sinfín de datos referidos siempre al SIM y a su jefe. Pero quizás el momento más intenso de la novela se produce al final, cuando la conspiración para matar a Trujillo y sustituirlo en el poder ha fracasado parcialmente y Abbes García se hace dueño de la situación. En el hospital en el que tratan de curar al moribundo Pedro Livio, tras ser herido en el mismo atentado, Abbes apaga sus cigarrillos contra su rostro. Por orden suya son torturados hasta lo inimaginable cuantos van cayendo en las redes de los caliés. El narrador se recrea especialmente en la descripción de las torturas que ejecutan los hombres de Abbes contra Pupo Román, el jefe del ejército, quien debía encargarse de nombrar un gobierno provisional tras el magnicidio. A Pupo Román lo aniquilan centímetro a centímetro, le cosen los párpados, le arrancan los testículos y se los hacen comer y al final de cuatro meses interminables es acribillado por Ramfis Trujillo, el hijo mayor del dictador. El heredero de Trujillo, el sempiterno Balaguer, se plantea que “la verdadera batalla no debería librarla contra los hermanos de Trujillo, esa pandilla de matones idiotas, sino contra Abbes García. Era un sádico demente, sí, pero de una inteligencia luciferina” (p. 450). Balaguer destituye al jefe del SIM de todos sus cargos, le concede un pasaporte diplomático con destino a Japón y lo obliga a llevar en adelante un exilio dorado por diferentes lugares del mundo, hasta desembarcar en Haití. Allí trabaja al servicio del presidente Duvalier, Papa Doc, contra quien comenzó a conspirar en favor de uno de sus yernos. Una amiga de Urania Cabral vio

40   La ausencia de sueño y la capacidad ilimitada para el trabajo son elementos recurrentes en la configuración del dictador y de otros personajes relacionados con el poder (jefes, caciques, caudillos, líderes, etc.) dentro y fuera de la ficción. Recuérdense los casos literarios del patriarca de García Márquez o de Pedro Zamora en El llano en llamas o los casos reales de Alberto Fujimori y de su favorito, Vladimiro Montesinos.

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Verdugos, delfines y favoritos en la novela de la dictadura

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descender de dos camionetas a una veintena de Tontons Macoutes e invadir la casa de sus vecinos, disparando. Diez minutos, nada más. Mataron a Johnny Abbes, mataron a la mujer de Johnny Abbes, mataron a los dos hijos pequeños de Johnny Abbes, mataron a las dos sirvientas de Johnny Abbes, y mataron también a las gallinas, los conejos y los perros de Johnny Abbes. Después, prendieron fuego a la casa y se fueron (p. 517).

Como si se tratase de una maldición bíblica, esta nueva Bestia sufre su particular apocalipsis. Estigmatizado para siempre en la historia del Caribe y rodeado de un halo maldito que Vargas Llosa ha sabido aprovechar en su novela, Abbes García resucita desde sus cenizas para alertarnos sobre los peligros que entrañan los regímenes autoritarios, en momentos en los que están saliendo a la luz las aberraciones cometidas por las dictaduras latinoamericanas. Por paradójico que resulte, es este personaje siniestro y perverso, un monstruo arrancado de la realidad, quien mejor ha sabido construir ese infierno que amenaza a todo hombre libre en cualquier época y en cualquier lugar.

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Capítulo 2º Sófocles, peregrino en Macondo. De los enigmas insolubles a las pestes literarias en la narrativa de García Márquez

CONTAR CON CARA DE PALO. DEL MISTERIO POLICIAL A LOS ENIGMAS INSOLUBLES Poco después de la publicación de El túnel, en el que el escritor argentino Ernesto Sábato, en boca de su personaje Hunter, exponía sus teorías sobre la novela policial, considerándola como el género literario más importante del siglo xx y dejaba para el lector un argumento perfecto, con resonancias sofocleas, un joven y todavía desconocido García Márquez publicaba una de sus “jirafas” en El Heraldo de Barranquilla, titulada “Los misterios de la novela policíaca”. En ella ponía al descubierto no solo su profundo conocimiento de este metagénero narrativo, sino también una enorme sagacidad y agudeza para desmontar aquello que es la esencia misma de la literatura policial. En la misma columna demostraba su predilección por la obra de Sófocles, autor al que ha rendido numerosos homenajes a lo largo de su trayectoria literaria. García Márquez descubrió a Sófocles en los años cincuenta, de la mano de sus compañeros cartageneros y muy especialmente de su amigo Gustavo Ibarra Merlano —catedrático de Griego—, quien fue uno de los primeros en leer el manuscrito de La hojarasca y en señalar su extraordinario parecido con la Antígona de Sófocles1. A partir de ese momento el escritor se sumerge en el mundo perfecto de la tragedia clásica, desmonta los diferentes ejes argumentales de sus obras y experimenta con la posibilidad de trasladar al Caribe ciertos motivos literarios que van a ser fundamentales en el desarrollo del realismo mágico. No   Así se lo reconoció García Márquez al poeta Juan Gustavo Cobo Borda:

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…llegó un día y me dijo [Ibarra Merlano]: “Todas esas cosas que lees están muy bien pero no tienen piso. Te hace falta una base, y durante dos años me dio una mano de griegos y latines, por la cual le estaré agradecido toda la vida. No es que me prestara a Sófocles; es que me obligaba a estudiarlo, punto por punto, y luego me hacía examen. Y como él era un filósofo católico me hizo leer a Kierkegaard, y el teatro de Paul Claudel. Es que a mí siempre me tocó ir de monstruo en monstruo” (1981: 16).

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obstante, es Edipo Rey la obra que más le interesa y la que más le ha enseñado sobre los misterios del poder y la soledad de los hombres. Edipo vive y reina en un mundo cerrado y perfecto, donde los acontecimientos acaban sucediendo de forma inexorable y el hombre vive enmarañado en los finos hilos de su destino. Edipo reina en Tebas, trasunto poético de un espacio real que acaba convirtiéndose, bajo la mano magistral de Sófocles, en un espacio mítico, en el que la tragedia y el destino humano cobran una nueva dimensión a través de los siglos. Aunque el reino de Edipo es vasto y extenso, como corresponde a su condición de gran monarca de la Antigüedad, los principales acontecimientos suelen ocurrir en torno a un mismo punto geográfico: el palacio. En él vive con Yocasta, su mujer, y con sus hijos, Polinices, Eteocles, Ismene y Antígona. En la tragedia sofoclea el pueblo aparece representado por un coro que manifiesta en repetidas ocasiones sus preocupaciones e inquietudes. El monarca sale entonces de su fortaleza-palacio y oye atentamente aquello que preocupa a sus súbditos, desencadenándose la trama. Es así como da comienzo la tragedia Edipo Rey: el pueblo, agolpado a las puertas del palacio, pide una solución para contrarrestar los efectos de la peste mortífera que está asolando Tebas. Edipo, considerado como el hombre más fuerte y poderoso del mundo conocido, recurre a todos los medios a su alcance para poner freno a las múltiples desgracias que están diezmando a la población. Su inmenso poder le hace gobernar sobre todo lo que le rodea, sin saber que este también tiene un límite, el destino. Después de consultar con el vidente Tiresias, este le hace saber que solo el esclarecimiento del asesinato del anterior rey conseguirá frenar la mortandad provocada por la peste entre los tebanos. Es entonces cuando Edipo, convertido en investigador del magnicidio, descubre que los anteriores monarcas, Layo y Yocasta, se habían desprendido de su hijo, dejándolo abandonado en un monte porque una antigua profecía auguraba hechos terribles relacionados con él. Edipo es recogido por un pastor para ser entregado a una joven pareja de reyes, que lo crían como si fuese propio. Al cabo de los años, para evitar el cumplimiento de dicha profecía, Edipo se aleja de su familia con rumbo a Tebas. Es en un cruce de caminos donde mata a un anciano llamado Layo. En Tebas se casa con Yocasta y tiene hijos que lo convierten en un hombre feliz, hasta que la aparición de la peste lo empuja a descubrir la verdad de su vida, en un caso extraordinario de alambicamiento argumental en el que el policía descubre que él mismo es el asesino de su padre, el marido de su madre y el padre de sus hermanos, tal y como habían pronosticado los oráculos. Edipo se saca los ojos para no presenciar la vida monstruosa que le rodea. Desde un principio, Sófocles ofreció al joven novelista un repertorio extraordinario de posibilidades argumentales, algunas de las cuales han sido muy

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importantes en su concepción de la obra literaria. Nos interesa de forma muy especial su visión sobre las debilidades y las lagunas que entraña la práctica del género policíaco, tal y como expone en la citada “jirafa”: El mejor enigma detectivesco se derrota a sí mismo porque lo extraordinario de él, que es precisamente lo enigmático, se destruye invariablemente con una cosa tan simple y tonta como lo es la lógica. Solo conozco dos excepciones en esa regla: El misterio de Edwin Drood, de Dickens, y el Edipo Rey, de Sófocles. La primera es una excepción porque Dickens murió precisamente cuando había acabado de plantear el enigma y se disponía a desenredarlo. La muerte le burló la oportunidad a la lógica, así que Dickens se fue a la huesca con su secreto entre pechos y espaldas, y sus lectores se quedaron saboreando para siempre la curiosidad de saber qué le sucedió a Edwin Drood. La excepción del Edipo Rey es inexplicable. Es el único caso en la literatura policíaca en que el detective, después de un diáfano y honrado proceso investigativo, descubre que él mismo es el asesino de su propio padre, Sófocles rompió las reglas antes de que las reglas se inventaran2.

El artículo periodístico es de octubre de 1952 y el joven aprendiz de escritor, con un talento extraordinario, ya cuestiona la naturaleza misma del enigma policial por considerarlo vulnerable ante los resortes ejecutados por la razón. Para alguien acostumbrado a convivir con situaciones imposibles, que cuestionan el orden racional de las cosas, donde los fantasmas familiares se pasean por los rincones de su casa de Aracataca y lo insólito es visto desde la cotidianidad, no es de extrañar que todo enigma —ya sea de tipo policial o folclórico— que se desmonta con la lógica y la razón deje de interesarle en favor de otros cuya solución no pase directamente por las vías racionales. García Márquez plantea desde los inicios de su profesión periodística un motivo que recorrerá buena parte de su trayectoria como escritor, contribuyendo a generar esa atmósfera de misterio e incertidumbre que parece presidir buena parte de su obra literaria y que fractura y pulveriza muchas de las certezas del lector; me refiero a los enigmas insolubles, tal y como aparecen en numerosas notas periodísticas entre 1948 y 19523 y que constituyen un verdadero laboratorio de experimentación sobre los límites y posibilidades de los espacios limítrofes de la razón. De hecho, para García Márquez el enigma perfecto no es aquel que se resuelve conforme a los principios de la lógica, sino el insoluble o, en su defecto, el que se resuelve destruyendo la lógica y las propias reglas del juego.

  García Márquez (1991: 595).   Córdoba (1993: 109-130).

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Además de estas notas periodísticas —entre las que cabe destacar “Vida y novela de Poe” (octubre de 1949), “Un cuento de misterio” (abril de 1950), “Cuentecillo policíaco” (junio de 1950) o “Enigma para después del desayuno” (junio de 1952)—, el enigma insoluble aparece en sus primeros escritos como un motivo literario, para convertirse más tarde en el eje estructural y artístico de la propia creación novelística. Así, por ejemplo, en La hojarasca, novela sofoclea desde el propio epígrafe introductorio, hay numerosos enigmas que no llegan a resolverse en el transcurso de la obra, como ocurre con el extraño comportamiento del médico francés que había llegado a Macondo en plena bonanza bananera, que se alimenta de hierba (“de esa que comen los burros”) y que se niega, de forma incomprensible y misteriosa, a ayudar a los macondinos; tampoco llegamos a saber cuál ha sido la suerte de Meme cuando desaparece del pueblo, aunque queda en el lector la sospecha de que ha sido asesinada. En su siguiente novela, La mala hora, García Márquez vuelve a utilizar estos enigmas insolubles, esta vez con un evidente sesgo político, para denunciar, de forma anónima, los abusos del poder, en la mejor tradición virreinal de los libelos acusatorios que recoge Juan Rodríguez Freyle en su obra El carnero. En La mala hora el clima de asfixia y represión política genera un sistema muy particular de contrapropaganda: los pasquines. Estos aparecen por todas partes y siempre para acusar a los ciudadanos de sus miserias y pecados, sin que se sepa quién o quiénes son los responsables de su autoría. Los pasquines plantean en la novela un conflicto social y colectivo como es el de la falta de libertad de expresión. Su mera existencia comporta la ruina moral del pueblo y provoca todo tipo de incidentes, al punto que el padre Ángel solicita la ayuda del alcalde y este no duda en utilizar todo tipo de métodos marciales en nombre de la paz y el orden. El propio juez Arcadio, aficionado en su juventud a descifrar enigmas policiales, trata de solucionar este extraño episodio que acabará en un estrepitoso fracaso. Desesperado por el anonimato de los pasquines, el alcalde recurre a la adivina Casandra para averiguar su autoría y esta le da una respuesta que bien recuerda a la Fuenteovejuna de Lope de Vega: “Todo el pueblo y no es nadie”. En Cien años de soledad la incorporación del enigma se hace a través de diferentes motivos literarios —el asesinato de José Arcadio Buendía o las muertes de los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía— y la propia estructura novelística, consignada en el manuscrito de Melquíades. Para muchos de los protagonistas de Cien años de soledad la identidad propia es un misterio. Los varones, a partir de la tercera generación, ignoran que proceden de Pilar Ternera, con lo que el incesto es una amenaza constante para la continuidad familiar. Solo el último de los Buendía, Aureliano Babilonia, llega a descubrir su verdadera identidad descifrando los pergaminos de Melquíades. Su descu-

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brimiento revela su tragedia, siguiendo la estela del trágico griego. En realidad, hay decenas de misterios sin resolver en Cien años de soledad, no obstante, la aparición de los manuscritos de Melquíades como un texto dentro de otro texto traslada el enigma a la propia estructura novelística y hace de la obra “una adivinanza del mundo”4. Su siguiente novela, El otoño del patriarca5, es un enjambre de enigmas, algunos de los cuales son de naturaleza policial y otros de tipo folclórico. Ninguna novela del escritor colombiano ofrece una adivinanza tan compleja sobre el poder, el amor y el destino de los hombres. Ninguna de sus obras ofrece tantos enigmas insolubles. Unos tienen solución racional y buena parte de ellos, sobre todo los importantes, permanecen como signos puros, donde no es posible el desciframiento y a veces ni siquiera la interpretación. El enigma provoca la complicidad del lector, lo hace partícipe de su misterio, lo convierte, como pretende Umberto Eco, en un lector in fabula. Arrastrado por la falta de información, este se ve obligado a inventar y a recomponer en la medida de lo posible todos aquellos interrogantes que hacen de la novela una obra críptica y vedada, un monumental jeroglífico literario, donde las verdades son laminadas por la manipulación de los datos. En la novela del dictador toda la información que proporcionan las diferentes voces narrativas resulta ambigua, incierta, escurridiza y contradictoria. Ni siquiera los súbditos de ese terrible “vasto reino de pesadumbre” sobre el que ha gobernado de forma hiperbólica el tirano matusalénico saben a ciencia cierta si el cadáver que encuentran en el palacio presidencial es o no el auténtico, o se trata de uno más de sus engaños de pacotilla para poner a prueba la lealtad de todos aquellos que forman parte de los círculos concéntricos de su poder. Todo cuanto le rodea está tocado no solo por su poder omnímodo, sino también por el misterio. Así ocurre con uno de los episodios más truculentos de la novela, como es la muerte de su mujer, Leticia Nazareno, y su hijo Enmanuel, comidos por una jauría de perros en el mercado público, para cuya investigación se utilizan los servicios de un verdadero ángel de la muerte, como es José Ignacio de la Barra. No obstante, en el transcurso de la investigación este personaje acaba siendo víctima de su violencia desmedida. Cuando sus maldades se hacen insoportables para el pueblo y para el propio patriarca es “castigado por la justicia ciega de las muchedumbres […] macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca” (p. 235). Su ajusticiamiento se produce cuando está a punto de descubrir

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  Durán (1968: 28).   Cito por la edición de Madrid, Mondadori, 1987.

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que el patriarca, quizás sin saberlo por su creciente falta de memoria, es el asesino de su familia6, como ya lo fuera siglos antes el propio Edipo. Sin embargo, a diferencia de Edipo, el patriarca interrumpe la investigación cuando está a punto de convertirse en el verdadero responsable de su tragedia. La preservación de su identidad y el anonimato del parricidio le permiten seguir ostentando el poder hasta que muere derrotado por la vida, tal y como había sido pronosticado en el agua inequívoca de los lebrillos. Uno de los grandes temas que aporta Sófocles a la literatura de García Márquez es el de la identidad. En cualquier personaje esta tiene un carácter individual e intransferible, sirve para otorgarle un espacio propio dentro del universo narrativo. En el caso del patriarca, su identidad, basada únicamente en el ejercicio del poder, posee una ambigüedad de tal calibre que no permite dibujar la silueta del dictador con un mínimo rigor. Es posible que, como dice el propio García Márquez, el modelo más cercano para construir a su protagonista fuese Juan Vicente Gómez, el dictador agropecuario de Venezuela, pero el patriarca dista mucho de ser el mero trasunto de una figura histórica. Resulta más acertado analizar sus características personales y su configuración literaria como el resultado de esa “colcha de infinitos remiendos de todos los dictadores de la historia del hombre que es el viejo Patriarca”. La ambigüedad del patriarca, su identidad confusa y su carácter difuminado lo convierten en un personaje sin asideros en la realidad, una criatura ajena al tiempo, que se define únicamente por la repetición invariable de los mismos actos, pero que no puede ser recordada por ningún habitante de su pueblo. Una de las voces de la novela, cuando ya el patriarca ha muerto y su cuerpo ha sido reconstruido para que se parezca a la imagen de su leyenda, dice de él: Nunca supimos quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida que amábamos con una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre (p. 265; la cursiva es mía).

El patriarca se queda sin saber quién es porque dentro de la novela no funciona como un personaje, sino como un arquetipo. En su configuración literaria están resumidos los principales rasgos de todos los dictadores y tiranos que de alguna forma han tenido relevancia en la historia. Las características que definen   A esta conclusión llega Menton (1982: 199).

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al patriarca no funcionan por tanto a nivel individual, sino colectivo. Él no es una criatura más del universo narrativo de García Márquez, sino un modelo, un compendio del poder ejercido en todos los lugares y en todas las épocas. Por ello, la tragedia del patriarca tiene el mismo recorrido que la historia de Edipo, rey de Tebas, pero en un sentido contrario: se convierte en el hombre más desgraciado de la tierra porque no llega a conocer su identidad, planteada como un misterio, como un enigma insoluble. En 1981 se publica una de sus obras más aclamadas, basada en un hecho real: Crónica de una muerte anunciada7. En esta novela el enigma policial no es solo el motivo central de la obra, sino la base de toda la arquitectura narrativa en un grado de originalidad que permite al narrador desplazar el centro de atención de los principales referentes (víctima, asesinos, móviles, testigos) para circunscribirse a otros motivos tales como el fatum que domina la vida de los hombres, lo absurdo de las venganzas rituales o la verdadera identidad del protagonista que acaba con la virginidad de Ángela Vicario. Este último es quizás el más señalado de los muchos enigmas insolubles que jalonan su trayectoria novelística8. La historia, construida con los métodos de la investigación periodística y presentada con el formato de la novela policíaca9, cuenta las últimas horas en la vida de Santiago Nasar, antes de ser atrozmente asesinado por los gemelos Pedro y Pablo Vicario. Crónica de una muerte anunciada es una obra absolutamente original en la presentación de su trama argumental. Desde un principio conocemos el desenlace de la conspiración familiar, los autores del asesinato, los móviles que indujeron a los gemelos a cebarse con Santiago Nasar, la hora, el lugar y los testigos del sangriento episodio. La trama, montada en torno a una especie de sacrificio ritual, recoge un arquetipo fundamental en la conciencia mítica: el ajusticiamiento de un extranjero para expiar las culpas y los males de todo un pueblo. Ahora bien, si conocemos tantos datos sobre el crimen, ¿se puede seguir hablando de novela policíaca?, ¿es una historia abierta?, ¿quedan elementos por desvelar?, ¿siguió García Márquez algún modelo literario o histórico para seleccionar y elaborar el propio material de la vida treinta y dos años después de que se cometiera el crimen? Cada uno de estos interrogantes debe ser contestado teniendo siempre muy presente la labor de documentación, rigurosa e impecable, que desarrolla en cada una de sus obras de ficción, así como sus propias fijaciones literarias con modelos y personajes procedentes de la historia.

  García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Barcelona, Bruguera, 8ª edición, 1982.   Camacho Delgado (2006: 51-80). 9   Palencia-Roth (1989: 9-14). 7 8

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Crónica de una muerte anunciada puede ser considerada como una novela policíaca, tal y como ha señalado la crítica. Hay que tener en cuenta, además, que las técnicas características del relato policíaco tienen una enorme similitud con los métodos empleados en la investigación periodística. El enfoque original y novedoso que da a su obra, desvelando desde un principio todo aquello que supuestamente es esencial en la reconstrucción del crimen, le permite perseguir otras verdades que son, en definitiva, las que sustentan toda la tensión dramática de la Crónica. Sin embargo, estas verdades menores, que de alguna forma quedan en el limbo de la investigación, solo pueden ser sacadas a la luz por medio de la especulación y la interpretación del lector cómplice. Son verdades que permanecen ocultas, tal y como quiso su principal protagonista, Ángela Vicario, y hacen de esta novela, por paradójico que resulte, una obra abierta, a pesar de su condición de relato policíaco. En consecuencia, nunca llegamos a saber quién fue el verdadero autor de la deshonra de Ángela Vicario, las circunstancias, lugar y fecha en las que vivió su romance, las razones que le llevaron a señalar con el dedo de la muerte al joven Santiago Nasar (el único descendiente árabe que después de tres generaciones seguía conservando su lengua original) y por qué nadie impidió que se consumara una venganza absurda y truculenta que hasta los propios gemelos deseaban evitar. Para retratar la verdadera tragedia de aquel episodio vivido en su juventud, García Márquez se sirvió de uno de los arquetipos míticos fundamentales del pensamiento clásico, como es el sacrificio ritual del extranjero, y recreó la muerte de Santiago Nasar siguiendo paso a paso el asesinato de Julio César, personaje histórico por el que siente verdadera fascinación y al que ha dedicado páginas memorables en El otoño del patriarca y también en El general en su laberinto. Saltando por encima de dos mil años de tradición literaria, el escritor colombiano aprovechó el modelo biográfico de Plutarco (Vidas paralelas) y Suetonio (Vida de los doce Césares) para reescribir la historia, esta vez vaciando en el odre nuevo de la narrativa hispanoamericana los viejos sabores del mundo clásico, haciéndonos saborear una vez más el licor amargo de la tragedia.

EPIDEMIAS, PANDEMIAS Y PESTES EN LA NARRATIVA DE GARCÍA MÁRQUEZ “En todos mis libros aparecen las pestes”. Estas palabras, pronunciadas por García Márquez en la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara (México, 1996)10, sirven para enmarcar la importancia que tiene este tema a lo largo

10   Encuentro celebrado entre el 1 y el 3 de octubre de 1996. Agradezco la información al profesor Harley D. Oberhelman.

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de toda su obra narrativa y periodística. Su utilización literaria se remonta a sus primeros textos y en su recorrido argumental no resulta nada difícil vislumbrar la denuncia política, la descomposición social o el sentido religioso. El tema no es nuevo ni en las lecturas favoritas de García Márquez ni en su propia producción novelística11, dándose epidemias, pestes y pandemias en todas sus variantes y con un repertorio nada desdeñable de interpretaciones posibles. Así, por ejemplo, la avalancha de trabajadores que llegan para adorar al nuevo becerro de oro del banano en las plantaciones de la Yunai es vista en La hojarasca como una auténtica plaga humana, capaz de acabar con la tradición y la propia historia de los pueblos. También posee un sentido simbólico el fenómeno de la violencia, considerado tantas veces en la narrativa colombiana, y en algunas de sus novelas, como una lacra o una peste de dimensiones bíblicas, tal y como ocurre en La mala hora, en muchos de sus cuentos y en el guion de la película Edipo Alcalde (1996). No obstante, es en Cien años de soledad donde la peste como motivo literario alcanza su plenitud, ofreciendo una lectura política de gran calado interpretativo. Es a partir de entonces cuando lectores de toda condición comienzan a preguntarse por qué a García Márquez le interesa este motivo, cuya naturaleza hunde sus raíces en los orígenes de la literatura occidental. La respuesta la encontramos nuevamente en la literatura de Sófocles. La literatura pestífera se caracteriza por la descripción exhaustiva (y hasta escabrosa) de los estragos provocados por las múltiples calamidades que se van adosando a la propia epidemia. La corrupción y la destrucción de los cuerpos llevan aparejadas la degradación de las almas. La sociedad entra en una decadencia moral que llega a convertirse en un cerco más inescrutable y dañino que la propia peste. Fue el historiador griego Tucídides (s. v a.C.) quien consolidó en su obra Historia de la guerra del Peloponeso el tratamiento de la peste como motivo literario12, destacando, entre otros aspectos, la descomposición moral de los hombres: También en otros aspectos la epidemia acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad. La gente se atrevía más fácilmente a acciones con las que antes se complacía ocultamente, puesto que veían el rápido giro de los cambios de fortuna de quienes eran ricos y morían súbitamente, y de quienes antes no poseían nada y de repente se hacían con los bienes de aquellos. Así aspiraban al provecho pronto y placente  En una de sus notas periodísticas, titulada “El mar de mis cuentos perdidos”, refiriéndose a uno de tantos relatos que han quedado por escribir, García Márquez comenta: “En cierto modo, este era una nueva variación del asunto que más me ha obsesionado de un modo ineludible: las pestes” (1991a: 306). 12   Véanse los artículos de Alsina “¿Un modelo literario de la descripción de la peste de Atenas?” (1987: 1-13) y Ramírez de Verger, “La peste como motivo literario (a propósito de Coripo, Ioh. III, 338-379)” (1985: 9-20). 11

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ro, pensando que sus vidas y sus riquezas eran igualmente efímeras. Y nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble, puesto que no tenía la seguridad de no perecer antes de alcanzarlo. Lo que resultaba agradable de inmediato y lo que de cualquier modo contribuía a ello, esto fue lo que pasó a ser noble y útil. Ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía; de una parte juzgaban que daba lo mismo honrar o no honrar a los dioses, dado que veían que todo el mundo moría igualmente, y, en cuanto a sus culpas, nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido; pendía sobre sus cabezas una condena mucho más grave que ya había sido pronunciada, y antes de que les cayera encima era natural que disfrutaran un poco de la vida13.

Curiosamente, muchos de los que consiguieron restablecerse “fueron víctimas de una amnesia total y no sabían quiénes eran ellos mismos ni reconocían a sus allegados” (p. 472). Tucídides deja así consolidado un motivo literario, relacionando peste y olvido, que muy bien pudo utilizar García Márquez para el caso de Cien años de soledad, tal y como apunta en su artículo “La peste” (Notas de prensa, 1980-1984). Otro clásico de la literatura pestífera, el escritor inglés Daniel Defoe, recoge en su Diario del año de la peste, a modo de queja, la degradación moral de la gente y “la corrupción de la naturaleza humana, la cual no puede tolerar el verse a sí misma en una situación más desgraciada que la de otros seres de su misma especie, y abriga una suerte de deseo inconsciente de que todos los hombres sean tan felices o estén en la misma situación desgraciada que ellos”14. En fecha más reciente, La peste de Albert Camus15, inspirada en un primer nivel de lectura en la pandemia que asoló Argel hasta 1944, ofreció la posibilidad de equiparar los estragos de la enfermedad con los provocados por la ocupación nazi en territorio francés. Son, por tanto, estos textos, en toda su dimensión simbólica, los encargados de apuntalar la visión que García Márquez tiene sobre este tema, al que ha dedicado páginas inolvidables16. La peste del insomnio y la consecuente falta de memoria que aparecen en Cien años de soledad de la mano de dos príncipes tribales como Visitación y Cataure fueron interpretadas por Lucila Inés Mena como el abandono histórico

  Tucídides (1990: 476-477).   Defoe (1969: 182). 15   Según Eligio García Márquez (1982: 114), su hermano tenía pensado llevar al cine la famosa novela de Albert Camus. 16   El tema de la peste, tanto en la historia como en la literatura, ha sido motivo de hermosas reflexiones del escritor colombiano, recogidas en sus Notas de prensa, 1980-1984 (1991a). Destaco los siguientes artículos: “La peste” (pp. 192-194), “Lo que no adivinó el oráculo” (pp. 274-276) y “Terrorismo científico” (pp. 308-310). 13 14

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al que están sometidos los pueblos indígenas de toda América17, y no deja de sorprender que un sector tan importante de la población colombiana (e hispanoamericana) haya estado casi ausente en la narrativa del Nobel cataquero. Además del insomnio que azota a los macondinos, habría que señalar la fiebre del banano que transforma el mundo mítico de Macondo o las diferentes plagas con resonancias bíblicas que aparecen en el último tramo de la novela y que ponen punto y final a la estirpe de los Buendía. Aunque son muy interesantes los casos de pandemia que se dan en las dos novelas cartageneras, El amor en los tiempos del cólera y Del amor y otros demonios, en las que se confunden los síntomas del cólera con los signa amoris y la rabia con la posesión demoníaca respectivamente, nos vamos a detener en El otoño del patriarca porque en esta obra se trenzan perfectamente los dos ejes principales del drama sofocleo: el poder absoluto y la peste como castigo. En el caso de El otoño del patriarca, “el flagelo de fiebre amarilla” que mortifica a la población tiene una clara lectura política, denunciando la situación que vive América Latina, sometida secularmente a la dominación imperialista. En esta novela el pueblo vive permanentemente atemorizado por las consecuencias devastadoras de las diferentes plagas y pandemias que cada cierto tiempo sacuden el “vasto reino de pesadumbre” sobre el que gobierna el tirano matusalénico. No obstante, entre las pocas certidumbres y medias verdades que jalonan su particular biografía de miles gloriosus, el lector llega a la certeza de que la historia del patriarca tiene también su origen en una peste. Mientras que las diferentes voces de la novela tratan de interpretar de forma adecuada los múltiples enigmas que han quedado desperdigados a largo de los cinco capítulos precedentes, el patriarca, “a través de los vientos encontrados de las ciénagas de brumas de memoria” queda: fascinado por la evidencia de que estaba viviendo de nuevo en los orígenes de su régimen cuando se había valido de un recurso igual para disponer de los poderes de excepción de la ley marcial ante una grave amenaza de sublevación civil, había declarado el estado de peste por decreto, se plantó la bandera amarilla en el asta del faro, se cerró el puerto, se suprimieron los domingos, se prohibió llorar a los muertos en público y tocar músicas que los recordaran y se facultó a las fuerzas armadas para velar por el cumplimiento del decreto y disponer de los pestíferos según su albedrío (pp. 239-240; la cursiva es mía).

La invención de esta peste, aunque sea por decreto, aparece una vez que ha sido asesinado el verdadero padre de la patria, el general latinista Lautaro   Lucila Inés Mena (1979).

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Muñoz —como siglos antes había sido asesinado Layo en la tragedia de Sófocles—, en un pasaje que fue reescrito poco después del golpe de Estado que acabó con la vida de Salvador Allende, poniendo en jaque a la democracia más antigua de América Latina. García Márquez utilizó el valor simbólico de esta pandemia para denunciar desde la ficción el fenómeno siniestro de la pandictadura que arrasó con las formas de vida democráticas en el cono sur del continente durante la década de los años setenta. El mismo fragmento de la novela recoge la alusión a una segunda peste, de similares características, que es utilizada por el patriarca para justificar el desembarco de los marines norteamericanos. De la misma manera que La peste de Camus recrea la ocupación nazi y la peste de Atenas descrita por Tucídides remite a la invasión de los peloponesios, esta nueva epidemia que se inventa el anciano dictador justifica la intervención de los norteamericanos. Poco después se consuma una de las grandes tragedias en la vida del patriarca y uno de los momentos más señalados de toda la novela, cuando los infantes de marina se llevan el mar Caribe para trasplantarlo en “las auroras de sangre de Arizona” (p. 242). La peste inventada por él acaba convirtiéndose en una catástrofe real: Apenas parpadeó cuando uno de sus edecanes, lívido de pavor, se cuadró frente a él con la novedad mi general de que la peste está causando una mortandad tremenda entre la población civil, de modo que a través de los vidrios nublados de la carroza presidencial había visto el tiempo interrumpido por orden suya en las calles abandonadas, vio el aire tónito en las banderas amarillas, vio las puertas cerradas inclusive en las casas omitidas por el círculo rojo, vio los gallinazos ahítos en los balcones, y vio los muertos, los muertos, los muertos, había tantos por todas partes que era imposible contarlos en los barrizales, amontonados en el sol de las terrazas, tendidos en las legumbres del mercado, muertos de carne y hueso mi general, quién sabe cuántos, pues eran muchos más de los que él hubiera querido ver entre las huestes de sus enemigos tirados como perros muertos en los cajones de la basura, y por encima de la podredumbre de los cuerpos y la fetidez familiar de las calles reconoció el olor de la sarna de la peste (pp. 240-241).

El pasaje trae a la memoria el momento en que avisan a Edipo de que la peste está provocando estragos entre la población tebana. Pero, frente al tiempo remoto de la tragedia clásica, García Márquez sitúa su órdago literario contra la dictadura en un tiempo concreto y en una época en que los gobiernos militares y los regímenes totalitarios habían arrasado buena parte del continente americano, convirtiendo a muchos de estos países en auténticos esperpentos de la civilización, con sus caravanas de la muerte, sus ristras de torturados en cárceles secretas y los ejecutados y desaparecidos en ergástulos infernales. El escritor cataquero

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vio que más allá de las posibilidades que le ofrecía el metagénero narrativo de la dictadura, resultaba otra vez fundamental el magisterio de Sófocles, con su visión mítica y oracular de la Historia, para enraizar en los arcanos del poder la tragedia de los pueblos americanos.

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Capítulo 3º El dios Tohil y las tiranías ancestrales en El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias

Miguel Ángel Asturias llegó a París en 1924 con el manuscrito de un relato con una clara intención de denuncia, titulado Los mendigos políticos. Asturias había vivido una situación complicada en su país con el gobierno dictatorial de Manuel Estrada Cabrera tras presentar la tesis El problema social del indio, donde analizaba, desde un punto de vista antropológico, la opresión social y cultural que padecían los pueblos indígenas en Centroamérica desde los tiempos de la Conquista. París, convertida entonces en un auténtico laboratorio de experimentos artísticos, fue el escenario vanguardista en el que Asturias conoció a figuras tan importantes como André Breton, James Joyce, Gertrude Stein o Miguel de Unamuno, además de otros jóvenes escritores como Alejo Carpentier, Paul Eluard, Arturo Uslar Pietri, César Vallejo, Rafael Alberti o Louis Aragon, estableciendo con todos ellos una intensa relación personal y literaria1. No obstante, lo que resultó definitivo en su cosmovisión literaria fue el curso sobre culturas y religiones aborígenes que recibió en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de la Sorbona. En estos seminarios sobre antropología precolombina, Asturias descubrió buena parte de las claves para explicar el comportamiento de su pueblo, los miedos ancestrales que había conocido en su propia casa, la concepción cíclica del tiempo, el carácter casi mítico y sanguinario de sus caudillos y dictadores. El estudio de la mitología maya-quiché permitió al novelista cimentar la arquitectura dramática sobre la que se sustenta El Señor Presidente. Su novela, más allá de la denuncia contra un régimen dictatorial concreto —en este caso, el de Estrada Cabrera—2, planteaba una forma de analizar la represión vivida secularmente por su pueblo, hundiendo sus raíces en los arcanos del pensamiento mágico a través de las lecturas de una obra sagrada, el Popol Vuh, tal y como aparece reflejado en su primer libro, Leyendas de Guatemala (1930), donde los relatos, al modo precolombino, alcanzan una considerable fuerza mitopoética.   Meneses (1974: 42); López Álvarez, (1974: 30). Véase la “Cronología” preparada por Gerald Martin en su edición crítica de El Señor Presidente (2000: 479-506). 2   Martin (2000: 534-565). 1

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La elaboración meticulosa, y hasta obsesiva, de su relato Los mendigos políticos fue creciendo hasta convertirse en la versión definitiva de la novela, concluida en 1932. El título original fue Tohil, en referencia a la divinidad indígena maya-quiché que exigía sacrificios humanos para alimentar al Sol, sustituyendo el nombre de Malevolge con el que Asturias quiso homenajear en un primer momento de elaboración de su novela a la Divina comedia de Dante3. Por razones políticas, la novela no pudo publicarse hasta 1946 y ya entonces apareció con el título de El Señor Presidente. A pesar de este cambio, en el andamiaje de la misma encontramos un tejido mítico que permite establecer diferentes niveles de lectura, que van desde los episodios más realistas y sórdidos hasta otros en donde los elementos mágicos y oníricos acaban imponiéndose, generalmente para revelar el lado más oscuro del hombre y destapar sus miedos más ancestrales. Además del soporte mitológico de El Señor Presidente, Asturias tuvo que familiarizarse con unos nuevos enfoques en la construcción narrativa, lejos de los usos tradicionales de la novelística decimonónica. Sus años en París (1924-1933) coinciden con la eclosión de las vanguardias artísticas, por lo que su aprendizaje de las nuevas técnicas narrativas resulta fundamental para alejarse definitivamente de los oropeles del modernismo y el criollismo realista en los que se había formado el escritor. El descubrimiento del surrealismo permite a Asturias una nueva forma de novelar, desentrañando el lado más oscuro del hombre, donde tienen cabida lo mágico, lo esotérico, lo irracional y todo aquello que ocupa el espacio fronterizo más allá de la realidad y la razón. Es, en este contexto, en el que Asturias escribe su novela, apoyándose en el soporte mágico precolombino y en las técnicas de desrealización propias del surrealismo. En este sentido, su concepción del realismo mágico como expresión literaria le permite establecer una tercera dimensión de la realidad, sustentada en la fusión de lo tangible y lo alucinante, lo natural y lo sobrenatural, originando una nueva visión del mundo a mitad de camino entre el positivismo riguroso de la mentalidad occidental y el carácter “prelógico” del sustrato maya-quiché4.

3   Giuseppe Bellini considera que quien mejor ha estudiado la influencia de Dante en Asturias es Claire Peiller (1996), aunque piensa que es más importante la impronta dejada por Los sueños de Quevedo, tal y como ha estudiado en diferentes momentos de su producción bibliográfica. Véase su texto “La denuncia de la dictadura: El Señor Presidente” (2000: 1036-1056). Por su parte, Charles Minguet (1978), relaciona la estética de la novela no tanto con el Infierno de Dante como con la pintura de los expresionistas Max Beckmann y Alfred Kubin. Sobre el sentido que tiene el título Malevolge, véase el estudio (a modo de epílogo) que hace Selena Millares a su edición de El Señor Presidente (1995). 4   Camacho Delgado (2006: 25-51).

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La trama argumental de El Señor Presidente es relativamente sencilla. Después de la muerte accidental del coronel Parrales Sonriente, hombre de confianza del dictador, a manos de uno de los idiotas que habitan el “Portal del Señor”, se pone en funcionamiento toda la maquinaria represiva del Estado para aniquilar a todos los enemigos del régimen, ya sean estos reales o imaginarios. Es así como el general Canales, que nada tiene que ver con el asesinato fortuito de Parrales, se convierte en el chivo expiatorio, pasando a ser el enemigo público número uno de la dictadura. En su nueva condición de desterrado, el general Canales descubre la verdadera miseria que ha provocado la dictadura en todos los rincones del país, lo que le lleva a una actitud de compromiso con los más pobres y débiles, y a plantearse una revolución para poner punto y final a la tiranía. Mientras el general en el exilio flirtea con las tentaciones revolucionarias y redentistas de su pueblo, su hija, Camila Canales, es requerida en amores por el favorito del Señor Presidente, un personaje maligno y fascinante, llamado Miguel Cara de Ángel, del que siempre se dice en la novela que “era bello y malo como Satán”. Este personaje, ejemplo de las patologías violentas de la dictadura, sufre una particular evolución psicológica cuando se enamora locamente de la hermosa Camila. A través de sus pensamientos reconstruimos el terrible currículum del favorito, su sofisticación para la tortura, su extraordinario peritaje en la tecnología del terror, su inmunidad ante el dolor ajeno. Caracterizado al principio de la novela como un ángel exterminador —Asturias lo presenta en la obra en medio de un basurero—5, el personaje vive una metamorfosis que le lleva a representar diferentes arquetipos míticos, siempre relacionados con la literatura hagiográfica. A través del amor tratará de convertirse en un “santo” para venerar a la hermosa Camila y allí donde antes hacía el mal ahora solo hace el bien. No obstante, Miguel Cara de Ángel no sabe hasta el último momento que su matrimonio in extremis con Camila Canales lo ha convertido en un sospechoso para el Señor Presidente. Sin que se dé cuenta, el ex favorito ha descendido en los círculos de confianza del dictador para convertirse en otra víctima del régimen, que padecerá en sus propias carnes las técnicas de la tortura desarrolla  “El leñador volvió la cabeza y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura de sus ojos varoniles. Vestía de gris. Su traje, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube. Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía una paloma. ¡Un ángel… —el leñador no le desclavaba los ojos—, un ángel —se repetía—…, un ángel!” (Madrid, Cátedra, 1999, p. 135. En adelante cito siempre por esta edición en el texto). 5

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das por él mismo. Es así como el “santo por amor” va a acabar sus días como un “mártir” de la dictadura6. El Señor Presidente dibuja la vida miserable de los pobres y desheredados en un territorio infernal que funciona como trasunto de la Guatemala gobernada por el dictador Estrada Cabrera. Este espacio físico, con ribetes mitológicos, se presenta ante el lector como un gigantesco calabozo donde el horror y la crueldad rigen la vida de sus habitantes. El cuadro dibujado por Asturias debe mucho a la imaginación de Dante Alighieri y se acerca notablemente a la sensibilidad de El Bosco7. Desde el primer capítulo, titulado “El Portal del Señor”, asistimos a una representación macabra de los habitantes de esa dictadura. No son hombres normales los que habitan el Portal y las escalinatas de la Catedral, sino criaturas periféricas y desterradas, seres deformes y atormentados, “muñones de hombre” que luchan por sobrevivir ante una realidad que solo les ofrece dolor, miseria y podredumbre y que por momentos recuerda en su imaginería verbal y en el tratamiento esperpéntico de los personajes a Tirano Banderas de Valle-Inclán8. En este mundo fronterizo predominan la insolidaridad, el hurto, el miedo y la violencia. Parte de la novela ha sido escrita siguiendo los modos realistas, incorporando muchas de las técnicas consagradas por las vanguardias, sobre todo, cuando la acción transcurre en las casas, en el prostíbulo o en las conversaciones de los personajes que pasan por la calle. Pero cuando Asturias quiere representar la complejidad del miedo, la terrible angustia y las miserias de sus personajes, el escritor guatemalteco se sirve de las técnicas surrealistas para sumergir al lector en un mundo oscuro e infernal, una verdadera cloaca del poder, donde no hay lugar para la esperanza ni la redención.

EL BAILE DE TOHIL. LA RITUALIZACIÓN DE LA MUERTE Uno de los capítulos centrales de la novela es el titulado “El baile de Tohil (cap. XXXVII)”9, situado en la tercera parte de la obra, cuando la dictadura del Señor Presidente se ha prolongado de forma indefinida durante “semanas,

6   Arturo Arias (2000: 679-694). Por su parte, Mario Roberto Morales hace una lectura precolombina del personaje, relacionándolo con la dualidad de Quetzalcóatl en “El Señor Presidente o las transfiguraciones del deseo de Miguel (Cara de) Ángel Asturias” (2000: 695-715). 7   Bellini (1978). 8   Sobre las relaciones de El Señor Presidente y Tirano Banderas, véase el trabajo de Juan Liscano, “Sobre El Señor Presidente y otros temas de la dictadura” (2000: 791-799). 9   En la editio princeps de El Señor Presidente, publicada en México (Costa-Amic, 1946), se podía leer el siguiente epígrafe del Popol Vuh con que se abría la novela: “…entonces se sacrificó a todas las tribus ante su rostro…”. Más tarde desaparece en todas las ediciones publicadas hasta la fecha.

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meses, años…”. Este capítulo es importante no solo porque reconstruye los métodos implacables de la dictadura, sino también porque es un recordatorio del proyecto inicial de llamar a su novela con el nombre del dios maya-quiché de la guerra y el fuego. En él intervienen el dictador todopoderoso, camuflado bajo el nombre constitucional de Señor Presidente de la República, y su favorito, Miguel Cara de Ángel, personaje caracterizado en reiteradas ocasiones como una criatura ponzoñosa y maligna, con elementos satánicos. El favorito, al que se le supone un pasado oscuro y violento, lleno de todo tipo de perversiones, comete el error de enamorarse y contraer matrimonio con la hija del principal opositor del Señor Presidente, el general Eusebio Canales. A pesar de que la lealtad de Cara de Ángel resulta inquebrantable, el personaje ha caído, sin saber cómo, en la mayor de las desgracias y es empujado por el entorno del dictador hacia el destino que tienen todos los opositores, enemigos y disidentes del régimen: la muerte más atroz en los ergástulos infernales de la dictadura. Miguel Cara de Ángel ha sido llamado por el dictador para proponerle un viaje a EE. UU., encabezando una delegación que restituya las relaciones diplomáticas con vistas a una nueva reelección presidencial. Aparentemente la situación es normal y el favorito va a cumplir sin ningún problema con su cometido. Es entonces cuando se le presenta, mientras habla con el Señor Presidente, una extraña visión mitológica en forma de danza ritual, en la que el dios Tohil exige sacrificios humanos a cambio de la devolución del fuego. Esta extraña visión10, que se produce justo al final del capítulo, resulta insólita y sorprendente, tal y como pretendían los surrealistas, deslizando para el lector un funesto sentido premonitorio: Una palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales empezaba para Cara de Ángel. Por una ventana abierta de par en par entre sus cejas negras distinguía una fogata encendida junto a cipresales de carbón verdoso y tapias de humo blanco, en medio de un patio borrado por la noche, amasia de centinelas y almácigo de estrellas. Cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones fluviales, las cuatro con las manos de piel de rana más verde que amarilla, las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara sin tiznar y un ojo abierto, terminado en chichita de lima, en parte de la cara comida de oscuridad. De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún,

  Este pasaje ha sido interpretado de muy distinta forma. Véase el resumen que realiza Mario Roberto Morales (2000: 707, n. 27). Cfr. el epígrafe de Saint-Lu, “De Tohil a El Señor Presidente o el avatar del mito” (1978). Sobre la importancia de las danzas rituales, véase la obra de Andrés Henestrosa. Los hombres que dispersó la danza (1945). 10

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y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de maíz. Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego. Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la hoguera con la trementina de sus frentes. De una penumbra color de estiércol vino un hombrecillo con cara de güisquil viejo, lengua entre los carrillos, espinas en la frente, sin orejas, que llevaba al ombligo un cordón velludo adornado de cabezas de guerreros y hojas de ayote; se acercó a soplar las macollas de llamas y entre la alegría ciega de los tucuazines se robó el fuego con la boca masticándolo para no quemarse como copal. Un grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de nacimiento, luchaban con sus tripas —animales del hambre—, con sus gargantas —pájaros de la sed— y su miedo, y sus bascas, y sus necesidades corporales, reclamando a Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz. Tohil llegó cabalgando un río hecho de pechos de paloma que se deslizaba como leche. Los venados corrían para que no se detuviera el agua, venados de cuernos más finos que la lluvia y patitas que acababan en aire consejado por arenas pajareras. Las aves corrían para que no se parara el reflejo nadador del agua. Aves de huesos más finos que sus plumas. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia los mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. “Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?”, preguntó Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. «¡Como tú lo pides —respondieron las tribus—, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!» «¡Estoy contento!», dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!, retumbó bajo la tierra. «¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!». Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil. Cara de Ángel se despidió del Presidente después de aquella visión inexplicable (pp. 375-376).

Las claves para interpretar este pasaje nos las ofrece el propio Asturias en el apéndice que acompaña a la novela y que lleva por título “El Señor Presidente, como mito”: La novela ha tomado, en las sociedades modernas, el lugar que ocupaba la recitación de los mitos en las sociedades primitivas. En este sentido y apartándonos de todo juicio literario, no es aventurado decir que El Señor Presidente, debe ser considerado en las que podrían llamarse narraciones mitológicas. Hay la novela, literariamente

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hablando, hay la denuncia política, pero en el fondo de todo existe, vive, en la forma de un presidente de la república latinoamericana, una concepción de la fuerza ancestral, fabulosa y solo aparentemente de nuestro tiempo. Es el hombre —mito, el ser— superior (porque es eso, aunque no lo queramos) el que llena las funciones del jefe tribal en las sociedades primitivas, ungido por poderes sacros, invisibles como Dios, pues cuanto menos corporal parezca, más mitológico se le considerará. La fascinación que ejercen todos, aún en sus enemigos, el halo de ser sobrenatural que lo rodea, todo concurre a la reactualización de lo fabuloso fuera de un tiempo cronológico. ¿Será esta la última esencia de El Señor Presidente, el que en verdad sea un mito la supervivencia de un gran mito inicial, cuyo peso aún mantiene en ciertos países el dominio semi-religioso con sus fantásticos adeptos y sus réprobos encarcelados en infiernos inenarrables? ¿No alcanzan estos señores presidentes altura de seres sobrenaturales? ¿No son realidades terribles, tremendas, pero al mismo tiempo algo así como castigos religiosos, y como tales, seres de fuera de la realidad? ¿Y alrededor de ellos, de estos señores presidentes no se va creando una especie de rito que implica el culto a la personalidad, como se dice ahora, aunque en verdad no es a la personalidad presente, sino a lo que ella, como fuerza ancestral, representa? (p. 424)11.

La cita, aunque larga, merece mucho la pena porque en ella aparecen las referencias mágicas, míticas y ancestrales que convierten a muchos de los dictadores latinoamericanos en manifestaciones actualizadas de las antiguas divinidades precolombinas. En efecto, Tohil es una divinidad indígena que exige alimentar el fuego, fuente de toda vida, con la sangre de los hombres. El texto es, por tanto, una parábola mitológica muy próxima, desde el punto de vista expresivo, a las narraciones registradas en el libro sagrado de la cultura maya-quiché: el Popol Vuh. En él se recrea con todo tipo de recursos teatrales la liturgia del poder y la sumisión que lleva a ciertas tribus a convertirse en cazadores de hombres (“sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno”) y reclamar así el fuego robado que les devuelva el mundo mágico en el que no “habrá muerte ni verdadera vida”. La visión de Cara de Ángel rompe el desarrollo lógico de la historia. Tiene además un valor premonitorio, pues permite al lector anticiparse a los acontecimientos, vislumbrando la tragedia que se cierne sobre el personaje, quien se va a convertir en una nueva víctima del moderno Tohil. El Popol Vuh contiene los mitos y leyendas del pueblo quiché acerca de la formación del mundo, de sus héroes, de sus dioses, de sus creencias religiosas, de la genealogía de sus pueblos y jefes. Estas historias se habían transmitido a lo largo de los tiempos de forma oral hasta que a finales del siglo xvii, el 11   Este texto fue publicado originariamente en la revista Studi di Letteratura Ispano-Americana (Milán) en 1967. Desde entonces, aparece en todas las ediciones de la novela como un “Apéndice”.

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padre Francisco Ximénez, durante su estancia en Chichicastenango (Guatemala), instó a los indígenas a que las pusieran por escrito en su propia lengua. Francisco Ximénez las tradujo al castellano, ordenadas y sistematizadas, incluyéndolas en una obra más amplia que tituló Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y que apenas tuvo repercusión en su época. Fue a partir de mediados del siglo xix, con el auge de los estudios comparatistas, cuando el Popol Vuh despertó el máximo interés tanto en Europa como en Hispanoamérica, ya que fue considerado como “la Biblia de los mayas”. Libro cosmogónico, religioso y mitológico, el Popol Vuh es una obra de difícil lectura e interpretación, entre cuyas historias hay numerosos paralelismos con el Antiguo Testamento12. Desde su publicación definitiva en 1861 por el abate francés Charles Étienne Brasseur de Bourbourg, el texto se ha convertido en una referencia inexcusable de la cultura maya-quiché. De hecho, Miguel Ángel Asturias participó en su traducción del francés al español durante su estancia en la Universidad de La Sorbona (1927), lo que le permitió conocer de primera mano las raíces de su cultura13. Tohil es el primer dios de los “hombres de maíz”, los quichés, representados a través de cuatro tribus primigenias a las que el dios concede la lluvia y el fuego para que puedan sobrevivir. Estas cuatro tribus representan en cierto sentido los cuatro puntos cardinales y por tanto el dios gobierna sobre una totalidad, convirtiéndose en un axis mundi sobre el que gravita lo bueno y lo malo de la realidad. Tohil también representa una dualidad. De una parte está su lado benefactor, ayudando a su pueblo a asentarse en las mejores tierras, proporcionándoles el fuego y el agua y protegiéndolos de los enemigos. De otra parte está su lado destructor: Tohil exige que su palabra sea llevada a otros pueblos, pero además exige continuos sacrificios. La responsabilidad de los quichés era obtener animales y personas para poderlas consagrar a su deidad. Este ofrece fuego y calor a su pueblo y espera ser pagado con sangre y obediencia. Generalmente los sacerdotes le ofrecen a Tohil el corazón de sus víctimas. Mientras procedían a su extracción, los sacerdotes generaban un tipo de incienso, parecido a la resina, para purificar el lugar. Como reconoce el propio Asturias, el dictador latinoamericano es la versión moderna de estos dioses sanguinarios que exigen no ejecuciones, sino sacrificios. Solo así pueden mantener su reinado de terror. Asturias es un perfecto conocedor del Popol Vuh, al punto que su traducción está considerada como una de las más autorizadas entre las existentes en

  Miguel Ángel Asturias, “La biblia de los indios quichés o la biblia de América” (1972).   Miguel Ángel Asturias y J. M. González de Mendoza (traductores), Popol Vuh o libro del consejo de los indios quichés (1977). 12 13

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la actualidad. Su utilización, por tanto, está perfectamente justificada y da una dimensión ancestral al capítulo XXXVII de la novela. El significado de “Tohil” ha sido puesto en relación con dos étimos diferentes; el primero de ellos procede de la raíz toj (también se escribe Tojil), que significa ‘llover’. El sufijo -il le confiere el significado de “el que produce la lluvia”; el segundo étimo, común a todas las lenguas mayenses, procedente de la raíz toh-, significa “lo que se adeuda, pagar lo que se debe”14. La primera acepción nos lleva a un dios más benévolo y benefactor, mientras que la segunda se ajusta más al perfil del dios implacable que tenemos en la novela, al que hay que pagar y rendir tributo con la vida humana. La referencia al Popol Vuh no solo se da como motivo literario, sino que está presente en el propio desarrollo del tema, a través del lenguaje y los recursos técnicos y formales utilizados. El propio léxico del texto es una recreación del mundo más ancestral y atávico de Guatemala, con referencias a términos con valor mítico como “tun”, “ayote”, “güisquil”, “macollas”, “tucuazines”, “copal”, “ocote”, “jícara”, “cerbatana”, “pita” o “maíz”. Es evidente que el texto produce extrañeza (como pretendían los surrealistas) tanto en el protagonista-víctima como en el lector, ya que la aparición de la danza macabra de Tohil rompe la sucesión lógica de los acontecimientos que trazan el argumento de la novela. El pasaje entronca directamente con la estética surrealista en su pretensión de crear belleza a partir de lo extraño e insólito, siguiendo el consabido lema: “Solo lo extraño puede ser bello y lo bello debe provocar extrañeza”15. En el Popol Vuh son cuatro las tribus primigenias sobre las que gobierna Tohil, representadas cada una de ellas por un sacerdote. El 4, número mágico y cosmogónico, representa en la conciencia mítica a las 4 estaciones y a los 4 puntos cardinales. El 4 supone en la cosmovisión maya-quiché una totalidad. Esta circunstancia se reproduce fielmente en el texto por medio de las “cuatro sombras sacerdotales” y por el número en que aparece, cuatro: 1.- “cuatro sombras sacerdotales señalaban las esquinas del patio” 2.- “las cuatro vestidas de musgo de adivinaciones” 3.- “las cuatro con las manos de piel de rana” 4.- “las cuatro con un ojo cerrado en parte de la cara”.

Pero lo que más sorpresa y extrañeza causa en los lectores (y en el propio Cara de Ángel) son las imágenes de clara filiación surrealista. El episodio en   Véase Mary H. Preuss, Los dioses del Popol Vuh, especialmente su capítulo 3º, “Tojil” (1988: 73-94). 15   Langowski (1982). 14

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cuestión reproduce una secuencia mítica por medio de elementos dispares que proceden del sueño, el subconsciente, la enajenación, la locura o los espacios irracionales del hombre. En cada uno de los ejemplos que presentamos aparecen perfectamente ensamblados elementos oníricos, irracionales e ilógicos, que generan una dimensión insólita, ofreciendo una visión descalabrada de la realidad. De hecho, en la literatura sagrada, el lenguaje atribuido a los dioses y a sus emisarios es siempre hermético y críptico, rico en símbolos y claves que deben ser descifrados y que representan lo que se conoce en la conciencia mítica como coincidentia oppositorum (‘fusión de los contrarios’). En el texto hay además un juego fónico más que evidente en su parte final, donde los sonidos dentales adquieren una importancia crucial: 1.- “De pronto, se oyó el sonar de un tún, un tún, un tún, un tún, y muchos hombres untados…”. 2.- “Por las ramas del tún, ensangrentadas y vibrátiles, bajaban los cangrejos de los tumbos del aire y corrían los gusanos de las tumbas del fuego”. 3.- “Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún”. 4.- ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. 5.- ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. 6.- ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!, retumbó bajo la tierra.

En las seis secuencias anteriores se repiten los grupos fónicos [tun], [unt] y [tumb]. Los dos primeros reproducen los sonidos de los tambores con los que las tribus bailan su danza ritual. El sustantivo “tún” —instrumento indígena de percusión— aparece en siete ocasiones; la forma reduplicada “retún-tún” en seis; el verbo “retumbar”, de origen onomatopéyico, está presente en tres casos, asociado además al sintagma “bajo la tierra”; los sustantivos “retumbo” y “tumbo”, con la misma raíz16, aparecen en la misma secuencia buscando la proximidad de los significantes y, por supuesto, de los significados. Es el último sintagma, “el tún de las tumbas”, el que completa una secuencia en donde la muerte aparece a través de los juegos onomatopéyicos, con un valor premonitorio, que anuncian el sonido de las tumbas. Subyace, por tanto, la idea de la muerte como elemento constante en la vida de los hombres y como elemento proléptico para quien contempla este espectáculo siniestro. Estos “tambores de guerra y muerte”, con su sonido macabro, conectan con la oración inicial en la que los sustantivos “palpitación” y “reloj” (con su tic-tac) 16

  María Moliner, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1998.

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El dios Tohil y las tiranías ancestrales en El Señor Presidente

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reproducen de forma análoga un sonido parecido. Esta “palpitación subterránea de reloj subterráneo que marca horas fatales” para Cara de Ángel y el “tún-tún” del final dan un carácter circular al texto, dándose una particular transición entre el tiempo cronológico y lineal que vive el personaje y el tiempo mítico, circular y ancestral que reproduce el “baile de Tohil”. La calidad mítica del Presidente está revelada a lo largo de la novela por numerosos signos, como es su atuendo, vestido siempre de negro17, su pasado misterioso, la desinformación que existe sobre su persona, su extraordinaria capacidad intuitiva y, por supuesto, cierta condición sobrenatural que se desprende de cada uno de sus actos, equiparándose al propio Tohil. La visión de Cara de Ángel es un recurso importante para otorgarle un carácter cíclico a la tragedia de muchos hombres, superponiendo épocas míticas y momentos históricos. Es así como la tragedia que va a padecer el protagonista no es más que la moderna versión de las desgracias padecidas por todos aquellos hombres sacrificados en aras de alguna forma de poder, ya sea religioso, militar o político. Desde esta lectura, el Señor Presidente no es solo el trasunto literario de un dictador histórico como Estrada Cabrera, sino que es también la encarnadura literaria de una deidad precolombina. De Tohil al Presidente solo hay una diferencia cronológica: Tohil gobierna con mano firme y sanguinaria el mundo atemporal de la cultura maya-quiché y el Señor Presidente hace lo propio con la Guatemala que conoció Miguel Ángel Asturias.

17   “El Presidente vestía, como siempre, de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba” (p. 145).

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Capítulo 4º Jorge Ibargüengoitia y la Revolución desmitificada en Los relámpagos de agosto

Hace unos años, el filósofo catalán Rafael Argullol se preguntaba, a propósito de una visita a Rusia, por el destino natural de las estatuas retiradas de las plazas, los promontorios y las alamedas, promovidos estos cambios no por los vaivenes estéticos de una época, sino por los cambios ideológicos que sacuden a toda sociedad1. ¿Qué hacer con las estatuas de Lenin, de Franco, de Mussolini o de Sadam Hussein?, ¿en qué museo se podían colocar sin que estorbaran e incomodaran al verdadero arte?, ¿en qué tipo de cementerio se las podía almacenar para aderezar su olvido definitivo?, ¿en qué panteón alocado o siniestro podían reposar para siempre las estatuas de individuos que fueron esculpidos en bronce y cuya épica macabra estuvo sustentada en el dolor, la violencia y el sometimiento de sus pueblos? Se me ha venido muchas veces a la cabeza este particular corolario de los protohombres de bronce porque de alguna manera esta imagen insólita e inquietante representa el particular panteón de los héroes nacionales.   Rafael Argullol (2006). En su artículo hacía la siguiente reflexión sobre un particular cementerio de estatuas en medio de las flores: “Los jardines estaban esplendorosos. Lo sorprendente, sin embargo, era que entre las abundantes flores que exhibían la violencia cromática de la primavera rusa había un sinfín de estatuas esparcidas por el suelo. Pregunté a mi intérprete y me contestó que correspondía a los personajes históricos que en los últimos tiempos habían perdido su pedestal en la vida pública de Rusia. En otras palabras: los que desde su verticalidad habían vigilado el inmediato pasado ahora yacían en la horizontalidad del presente […]. Cuando disfrutaron de la verticalidad todos habían tenido un poder ilimitado y, no obstante, horizontales, eran tan poca cosa, tan frágiles en comparación al poder de los rosales. Pensé que en aquel jardín estaban resumidos ochenta años de la historia de Rusia, también de nuestra propia historia, y que no dejaba de ser esperanzador que cualquiera de los pétalos desprendidos de una flor marchita brillara más bajo el sol que toda aquella lúgubre colección de cabezas”. La primera versión del presente estudio sobre Los relámpagos de agosto fue presentada en el Coloquio Internacional “1910: México entre dos épocas” (París, 22/10/2010), dirigido por el escritor Eduardo Ramos-Izquierdo. En mi viaje a México (mayo de 2011) auspiciado por la Cátedra Luis Cernuda tuve acceso a la obra de Ana Rosa Domenella titulada Jorge Ibargüengoitia: Ironía, humor y grotesco. “Los relámpagos desmitificadores” y otros ensayos críticos (2011). En este libro la profesora Domenella amplía de forma considerable sus puntos de vista sobre los mecanismos de desmitificación de esta novela paródica y corrosiva. 1

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Héroes consagrados por la Historia que bien pudieron ser villanos y serviles, hombres atribulados que mostraron en la intimidad la mayor vileza, la cobardía y la mezquindad, y que fueron encumbrados por sus coetáneos hasta el olimpo de las glorias patrias, por esa necesidad de referentes incuestionables con que la historia convulsa de los pueblos adorna su llamada edad heroica2. Sin embargo, no son las formas talladas en el bronce o en la piedra, en actitud guerrera o pensativa, de pie o a caballo, las que más perduran en el imaginario colectivo. A veces ni siquiera se las ve, anuladas por la costumbre del transeúnte que las mira sin verlas, u ocultadas bajo la urdimbre de las ramas de los árboles, o simplemente asfixiadas bajo una colcha infinita de estiércol acumulado durante lustros y decenios para regocijo de las palomas. Diríamos, incluso, que no son las estatuas materiales las que más perduran en el tiempo, sino las que han sido forjadas por un sinfín de leyendas y hechos de armas hábilmente dispuestos, con maestría profiláctica, para que generación tras generación vea en ellos, a través de los libros, las imágenes cinematográficas, los nombres de las calles, de los cines y de los teatros, una gavilla de héroes que salvaron la patria en el pasado y la protegen en el presente. Es evidente que la Revolución Mexicana tuvo una dimensión épica, de epopeya popular, que inoculó en varias generaciones de mexicanos el virus de la igualdad, la justicia y la prosperidad, aunque todo esto no fuera más que un discurso ilusionante, convertido en papel mojado por quienes hicieron de la política el arte de la demagogia. La literatura reflejó paso a paso cada uno de los recovecos de esa nueva patria mexicana que fue la Revolución, como la llamó Octavio Paz, en su larga caminata llena de rifirrafes bélicos, empezando por los primeros encontronazos revolucionarios registrados por Mariano Azuela en Los de abajo, pasando por la radiografía desgarrada que inmortalizó Agustín Yáñez en Al filo del agua o su impacto en el México moderno recreados por Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz. Sea cual sea la posición del escritor, siempre hay una actitud respetuosa, a veces de veneración ante la complejidad de los acontecimientos vividos a partir de 1910. Bien sea para ensalzarla o bien para criticarla, el escritor se cuida mucho de no hurgar en lugares que puedan dañar esas señas de identidad esculpidas en la resaca postrevolucionaria. Como ha recordado Juan Villoro, “la revolución se celebra y critica con inmenso respeto”3. Incluso los posicionamientos más radicales frente a la Revolución tienen en co2   Véanse, a este respecto, los planteamientos desarrollados por Curtius en su monumental Literatura europea y Edad Media latina (1984: 242-262). 3   Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega son los responsables de la edición de Los relámpagos de agosto, publicada junto con El atentado en la Colección Archivos. La cita corresponde a su texto “El diablo en el espejo” (2002: XXIV). En adelante cito siempre por esta edición en el propio texto.

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mún el reconocimiento de sus héroes, el impacto trágico de sus batallas, el dolor y las esperanzas trenzadas en una amalgama aciaga o la conciencia de que tanta sangre derramada —casi un millón de muertos— no pudo ser en balde. Desde estas actitudes marcadas por la gravedad y la seriedad, a favor o en contra de la Revolución, tanto en la creación como en la crítica literaria e historiográfica, resulta difícil e incómodo clasificar a un escritor cáustico y corrosivo como Jorge Ibargüengoitia, un francotirador excepcional en sus alfileretazos literarios dirigidos contra el panteón de los héroes nacionales, dispuesto a aniquilar todas las estatuas del imaginario nacional, acribillando a buena parte de los próceres de la patria con un arma tan demoledora e imprevisible como es el humor. No deja de sorprender que siendo un narrador importante en las letras mexicanas, un escritor de fuste y machete, haya sido durante mucho tiempo invisible para buena parte de la crítica literaria4. Ese humor con que desmenuzó toda la epopeya revolucionaria fue más tarde utilizado en su contra, catalogado como un escritor de medio pelo, un novelista con vocación de humorista o un humorista que escribe novelas llenas de pasajes cómicos y disparatados. Con este marbete de “escritor cómico o de humor” se apartó de un golpe a Jorge Ibargüengoitia del canon de la narrativa mexicana y se le situó en los linderos de la literatura de masas, con un pie en la subliteratura, pasando por alto un hecho incontestable: el humor en su obra no es un fin, sino un medio, el medio para desacralizar los iconos de la Historia reciente de México. Jorge Ibargüengoitia “fue el cronista rebelde de una sociedad avergonzada de su intimidad”5, un desmitificador a tiempo completo que buscó el lado menos sublime de la realidad, estableciendo las oportunas conexiones entre la alcoba y el poder, entre los fogones de la cocina y las alfombras del Palacio Nacional. Su concepción de la Historia tiene poco que ver con un santuario de nombres ilustres y menos con los protocolos de adoración de los próceres de la patria, sino más bien con una concatenación de episodios dislocados y sin sentido, que parecen adelantarse a lo que serán los motivos clásicos del teatro del absurdo. Hasta cierto punto, su sentido del humor fue visto como algo poco serio, como una visión reductora y malintencionada. Lo dice Villoro en la introducción a su obra: “La irreverente apropiación de la Historia nacional despertó el repudio de los oficiosos beatos del santuario tricolor y el recelo de analistas más exigentes, aunque sin duda convencionales, que pedían un trazo menos burdo de un paisaje intrincado”6.

  Santillán (2002).   Villoro (2002: XXIII). 6   Villoro (2002: XXIV). Véase también González Rodríguez (2002). 4 5

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Jorge Ibargüengoitia consideró desde el principio que no podía tomarse en serio el país que surge de la Revolución con sus iconos fotográficos de campesinos empuñando un rifle, bajo la sombra enigmática de los sombreros de ala ancha, mientras la patria se desangra en una cascada de asesinatos perpetrados por los caudillos, dando pie al triunfo de varias generaciones de oportunistas y a un sinfín de arribistas sin escrúpulos. Nacido en 1928, el año del asesinato de Obregón, percibe la Historia como una viva contradicción: “Carranza luchó contra Obregón, quien luchó contra Zapata, quien luchó contra Madero. La ideología de la Revolución es el acta de reconciliación póstuma de quienes se odiaron en el frente de batalla”7. Cuando Ibargüengoitia decide escribir Los relámpagos de agosto, este ya había hecho varias incursiones en la historia mexicana, sobre todo, a partir del teatro, como ocurre con su obra El atentado, ganadora del Premio Casa de las Américas en 1963, en el que se dramatiza el asesinato de Álvaro Obregón, tras ser reelegido como presidente de la República en 1928. El magnicidio no está contado desde la tragedia, sino desde la parodia: Obregón muere cuando está a punto de comerse unos deliciosos frijolitos. En cierto sentido, Los relámpagos de agosto (1964) es la continuación natural de esta historia, puesto que se centra en la rebelión escobarista que tuvo lugar a mediados de 1929. La novela cuenta los esfuerzos de un grupo de generales —la llamó “novela de generales”— por impedir que se cumpliera la voluntad del presidente saliente de colocar en la silla a un civil, a un ingeniero o a un abogado, por considerarlo antirrevolucionario. El protagonista de la novela es el general de división José Guadalupe Arroyo, don Lupe para los amigos, un personaje de clara filiación picaresca, quien escribe unas Memorias dando cuenta de algunos pormenores de su vida pasada y presente como forma de salvaguardar su honor y defender su honra contra los ataques ponzoñosos de sus adversarios, que supuestamente lo han difamado y calumniado en todo tipo de publicaciones. Básicamente, las Memorias de Guadalupe Arroyo constituyen el libro que leemos los lectores, con algún añadido y algún aderezo incluido por otro autor, un supuesto escritor llamado Jorge Ibargüengoitia con quien parece tener un pleito bastante amargo por el título que ha puesto a las Memorias y que le parece soez8. El tono hiperbólico, grandilocuente y exagerado de las Memorias,   Villoro (2002: XXV).   Dentro y fuera de México resultan evidentes las connotaciones escatológicas del título. Sergio Pitol, en la introducción que dedica a la obra en la edición de la Colección Archivos (2002), lo relaciona con el refrán del Bajío: “Vienen como los relámpagos de agosto, pedorreando por el sur”. Por su parte, Ana Rosa Domenella considera que está relacionado con el dicho guanajuatense: “Viene como los relámpagos de agosto, pendejeando por el sur” (2002: 274). Las lluvias en esa región vienen por el norte y por lo tanto resulta inútil que relampaguee por el sur. En un plano simbólico, 7 8

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el autobombo, la autocomplacencia, el egocentrismo y la megalomanía que supuran sus páginas son una alerta y un aviso para lectores despistados, ya que la información debe ser leída, en muchos casos, al revés de lo que se dice, como si la novela estuviese articulada sobre una gigantesca antífrasis, que revela no la grandeza del personaje, sino su condición miserable. Valga como ejemplo el arranque presuntuoso del primer capítulo: ¿Por dónde empezar? A nadie le importa en dónde nací, ni quiénes fueron mis padres, ni cuántos años estudié, ni por qué razón me nombraron Secretario Particular de la Presidencia; sin embargo, quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado algunos, ni es verdad que nunca haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros; en cuanto al puesto de Secretario Particular de la Presidencia de la República, me lo ofrecieron en consideración de mis méritos personales, entre los cuales se cuentan mi refinada educación que siempre causa admiración y envidia, mi honradez a toda prueba, que en ocasiones llegó a acarrearme dificultades con la Policía, mi inteligencia despierta, y sobre todo, mi simpatía personal, que para muchas personas envidiosas resulta insoportable (p. 59).

Es evidente que el personaje se muestra como un fanfarrón, ególatra y presumido, un tipo nada generoso, cuyas informaciones deben ser cribadas e interpretadas en sentido contrario, como si a través de la ironía descarnada quisiera el autor caracterizar a este personaje de alfeñique que conspiró contra los presidentes electos del periodo postrevolucionario. La ficción de Jorge Ibargüengoitia, con todas sus licencias y potencialidades, está basada en el levantamiento del general Escobar, ocurrido a mediados de 19299, justo en el momento en el que se trataba de poner fin a la época de los caudillos, para entrar en el periodo más burocratizado y administrativo de la Revolución10. No obstante, más allá del levantamiento escobarista, Jorge Ibargüengoitia pudo pensar en cualquiera de los movimientos militares que se dieron entre los años veinte y treinta entre las diferentes facciones revolucionarias que trataban de mantenerse en el poder, en unos momentos en que se estaban consolidando

el título retrata las acciones del general y la sonada fallida como inútiles e ineficaces, igual que estos relámpagos. Es evidente que el general conoce el dicho popular y por eso le parece soez, pero deja bien claro que el responsable de dicho título no es él, sino el escritor llamado Jorge Ibargüengoitia. El título responde a una burla, pero también tiene una dimensión simbólica, puesto que, en la Revolución, los vencedores entraron por el norte (principalmente de Sonora), mientras que los perdedores venían del sur (de la zona de Morelos). 9   Segovia y Lajous (2002). 10   Pérez Monfort (2002).

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las nuevas élites políticas y económicas que gobernarían el país desde entonces. Como recuerda Pérez Monfort: A lo largo de ese periodo y durante varias décadas posteriores, muchos de los protagonistas de aquellas luchas escribieron sus memorias y recuentos personales tratando de justificar su actuación y de ofrecer a la luz pública algunos de los acontecimientos que se suscitaron en el ámbito militar y en las entretelas del poder. En dichas memorias abundaron las descripciones detalladas de batallas, de embrollos personales y simulaciones políticas. No faltaron las justificaciones a partir del amor a la Patria, del honor familiar y de una muy libre interpretación de la “voluntad popular”. Tampoco fueron escasas las denuncias de traiciones, el descubrimiento de corruptelas, o la publicación de datos inverosímiles o escenas espeluznantes […]. La mayoría de estas memorias fueron ricas en la descripción del ambiente del momento, aunque también resultaban farragosas y repetitivas porque su pretensión era “servir para la historia patria” o para “el conocimiento de futuras generaciones”. Muy pocas mostraron sentido del humor en sus relatos, aunque no fueron raras las situaciones chuscas y las anécdotas que sirvieron para ridiculizar al enemigo11.

Sabemos, por entrevistas y declaraciones del propio autor, que Los relámpagos de agosto tuvo muy en cuenta algunas de esas memorias de personajes con una relevancia desigual que trataron de apuntalar su fama o contrarrestar los ataques dirigidos desde otras publicaciones. En cierto sentido, Los relámpagos de agosto no solo se mofa de la asonada escobarista, sino también de cierta manera ortodoxa y canónica de contar la Revolución, burlándose, especialmente del heroísmo autoproclamado a bombo y platillo por esas ristras de generales y coroneles que trataron de justificar sus comportamientos a través de un género muy de moda en los años treinta y cuarenta, como fueron las citadas memorias castrenses. De los textos (o hipotextos) que estarían en la base de esta novela encontramos el libro intitulado Los gobiernos de Obregón a Calles y regímenes “peleles” derivados del callismo, del general Juan Gualberto Amaya, quien comparte sus iniciales con el protagonista de Los relámpagos de agosto (J. G. A.), además de su edad, 38 años, y toda una serie de episodios coincidentes12. Desde la propia advertencia inicial o la dedicatoria, la novela tiene elementos en común con las Memorias castrenses de Amaya, empezando por la voz impostada, ampulosa y falsamente elegante que utiliza para contar sus peripecias militares. De hecho, la Memoria de Amaya critica abiertamente al general Gonzalo Escobar, a pesar de haber estado bajo su servicio y haber fracasado con él en su levantamien-

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  Pérez Monfort (2002: 169).   Domenella (2002: 282).

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to militar, sin admitir ningún tipo de responsabilidad en dicho fracaso, dejando en el lector la sospecha de que todo se debe a la ineptitud de su jefe. Sabemos, por increíble que parezca, que en esta asonada militar Escobar seguía órdenes dictadas desde arriba que le llegaban vía telégrafo, sin saber que estas eran dadas por el enemigo. Jorge Ibargüengoitia sigue esta estrategia donde los insurrectos hacen lo que les dictan los adversarios, en una verdadera comedia de situaciones burlescas e hilarantes, más propias del cine cómico de Chaplin que de la épica característica de la Revolución. Arroyo publica sus Memorias para paliar el efecto producido por las mentiras del Gordo Artajo, tal y como aparece en el “Prólogo”: Manejo la espada con más destreza que la pluma, lo sé; lo reconozco. Nunca me hubiera atrevido a escribir estas Memorias si no fuera porque he sido vilipendiado, vituperado y condenado al ostracismo, y menos a intitularlas Los relámpagos de agosto (título que me parece verdaderamente soez). El único responsable del libro y del título es Jorge Ibargüengoitia, un individuo que se dice escritor mexicano. Sirva, sin embargo, el cartapacio que esto prologa, para deshacer algunos malentendidos, confundir a algunos calumniadores, y poner los puntos sobre las íes sobre lo que piensan de mí los que hayan leído las Memorias del Gordo Artajo, las declaraciones que hizo al Heraldo de Nuevo León el malagradecido de Germán Trenza, y sobre todo, la Nefasta Leyenda que acerca de la Revolución del 29 tejió, con lo que se dice ahora muy mala leche, el desgraciado de Vidal Sánchez (p. 55; la cursiva es del texto original).

Por su parte, Juan Gualberto Amaya escribe, a su vez, para defenderse de Froylán C. Manjarrez y su obra “La Jornada Institucional” en un concatenamiento de textos que demuestra la enorme vitalidad de los memorialistas, en un momento en que la acción política había dado paso a la defensa de la honra y el honor a través de la escritura. Ibargüengoitia toma de Amaya la anécdota del robo de la pistola perpetrado por un militar caído en desgracia, que más tarde asciende y se siente en deuda con su víctima. También utilizó las memorias de Francisco J. Santamaría, tituladas La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre y muy especialmente las del general Álvaro Obregón, Ocho mil kilómetros en campaña, de donde saca el novelista mexicano el episodio tragicómico del vagón lleno de dinamita que lanzan contra una estación, rebautizado por Ibargüengoitia como el “Zirahuén”, pero cuyo nombre original fue, irónicamente, el “Emisario de la Paz”13. En cierto sentido, lo que hizo el escritor de Guanajuato, tal y como reconoce en su artículo “Revitalización de los héroes”14, fue criticar la actitud de historiadores, políticos y memorialistas que trataron de maquillar el pasado para justificar el presente.   Villoro (2002: XXXVII).   Domenella (2002: 267).

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En las Memorias, José Guadalupe Arroyo nos cuenta que ha permanecido ocho años en el destierro de una población texana, añorando su México lindo y querido, hasta que un golpe de fortuna saca del poder a su enemigo más enconado, el presidente Vidal Sánchez, trasunto del presidente Plutarco Elías Calles, lo que le permite un regreso digno para dedicarse a los negocios y a la familia. Al tratarse de una novela contada en primera persona, la voz del general se presenta ante el lector con pocos escrúpulos, mostrando sus dobleces y sus verdaderas intenciones con una falta notoria de moral pública y ética personal a la altura de los grandes malhechores y despilfarradores del Estado. La novela constituye en sí misma una especie de farsa castrense llena de situaciones cómicas y delirantes que pasaron de la realidad a la ficción, para desenmascarar ciertos discursos retóricos y ciertas versiones anquilosadas sobre un hecho tan rotundo y exaltado como el de la Revolución Mexicana. La visión que predomina en la novela es antitremendista: el robo del reloj o de la pistola, la ineficacia e ineficiencia de los militares y el carácter espantadizo de los personajes en lugar de la trágica violencia con sus ristras de muertos que caracterizó las novelas de Martín Luis Guzmán, Rafael Muñoz o Mariano Azuela15. En Los relámpagos de agosto se ofrece una visión distinta y alternativa del origen corrupto del Estado mexicano y de quienes ostentan el poder desde entonces, aprovechando esos treinta años transcurridos entre la revuelta escobarista y la redacción de la novela, facilitándole al autor un alejamiento crítico y paródico de los hechos de armas y de su consiguiente ardor guerrero. En la novela mantienen un pulso particular dos narradores: José Guadalupe Arroyo, a cuyo cargo está la mayor parte de la obra (la dedicatoria, el prólogo, los veinte capítulos de las memorias y el epílogo) y un segundo narrador, “Jorge Ibargüengoitia, un individuo que se dice escritor mexicano” y que es el responsable del título y del libro, además de la “Nota explicativa para los ignorantes en materia de Historia de México” (pp. 140-141), redactada en tercera persona, como estrategia para presentar un discurso desapasionado y objetivo, cercano a la verdad histórica. De esta manera, el general expone por medio de su ficción autobiográfica su visión del levantamiento escobarista, mientras que Jorge Ibargüengoitia se sirve de la tercera persona para ofrecer su peculiar visión de la Historia de México, a través del recuento de militares y políticos en el que no incluye a José Guadalupe Arroyo ni al resto de los personajes de la novela. Los destinatarios de las Memorias del general dentro del texto son su esposa Matilde y los lectores que puedan conocer la versión de los hechos narrada por otros participantes, especialmente por el Gordo Artajo. Guadalupe Arroyo se 15

  Domenella (2002: 271).

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dirige a un lector implícito o virtual, con el que busca la complicidad y el apoyo en el desmentido de otras versiones sobre la insurrección escobarista. No solo Guadalupe Arroyo busca a un lector cómplice de sus triquiñuelas. El narrador o metanarrador Jorge Ibargüengoitia también se dirige a una suerte de lector ideal, que ha debido de entender los mecanismos lúdicos e irónicos de la novela y que no se va a solidarizar en ningún momento con un pícaro sin escrúpulos como es José Guadalupe Arroyo, sino que va a interpretar las “memorias” en sentido contrario: no como una épica, sino como las confesiones de un personaje rufianesco. De esta manera, el novelista de Guanajuato desacraliza el género de las memorias castrenses que se multiplicaron de manera exponencial en estos años de trasiego político hasta la institucionalización revolucionaria16. La rebelión escobarista, origen de la novela, se inició el 3 de marzo del 29 y fue sofocada a principios de abril; sin embargo, en la obra hay un desplazamiento temporal y cronológico para ajustarlo al título. El general inicia sus Memorias en julio de 1928, cuando tiene treinta y ocho años, en el momento en que recibe el nombramiento de Secretario Particular de la Presidencia, y finaliza su narración cuando lo detienen y lo someten a juicio y destierro en EE. UU. El general memorialista escribe desde un presente en el que ha abandonado la carrera militar para dedicarse a su familia, al comercio y a la escritura con fines defensivos. Un presente que se sitúa tras ocho años de aburrido exilio en el sur de los EE. UU., a finales de los años treinta o principios de los cuarenta, exactamente igual que le ocurre en la realidad al general Juan Gualberto Amaya. Las Memorias comienzan por la propia reflexión de la escritura, dando buena cuenta de su origen, como lo hace la picaresca, para desmentir todo tipo de maledicencias. Desmiente su origen prostibulario y su condición paupérrima, reconociendo que, aunque no tiene muchos estudios, fue elogiado por sus maestros. Esto tiene un trasfondo histórico, puesto que los militares de la Revolución procedían de ámbitos diferentes como el mundo rural o artesanal, eran gentes sin estudios, a diferencia de lo que ocurría entre la élite militar del Porfiriato. Como recuerda Ana Rosa Domenella “los valores que resalta el general como propios son: ‘la refinada educación’, ‘honradez’, ‘inteligencia despierta’ y ‘simpatía personal’; sin embargo, los hechos narrados desmienten estas bondades sin lograr disminuir la autoestima y vanidad del general, lo que subraya la función paródica y burlesca desde la perspectiva global de la obra”17. El primer núcleo de la narración transcurre en dos jornadas: el día en el que el protagonista recibe la carta de su nombramiento como secretario general de la

  López Téllez (2002). Véase también Martínez Assad (2002).   Domenella (2002: 276).

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Presidencia, seguido de los festejos en el Casino, y la mañana siguiente, cuando el general toma el tren hacia México y se produce el encuentro con Macedonio Gálvez y el episodio del robo de la pistola en el tren. El desenlace, en el capítulo XX, también se produce en dos jornadas: el día en que el general es derrotado y conducido como prisionero a Ciudad Rodríguez y el día siguiente en que es juzgado, condenado a muerte e indultado milagrosamente por el propio Macedonio Gálvez, como una forma de deshacer el entuerto del robo. Tras reconstruir su pasado, se centra en los acontecimientos que tienen lugar en ese año de 1928. El segundo núcleo se corresponde con el robo del reloj, ocurrido el 17 de julio de 1928, coincidiendo con el asesinato de Álvaro Obregón. Ambos núcleos se encuentran en ese agosto de 1929, al que alude el título de la novela, completada la narración con las informaciones pertinentes sobre el destierro del personaje, apuntadas en el epílogo de la novela. Si bien los dos primeros capítulos tienen un ritmo lento, con muchos detalles y reflexiones, más tarde la novela marca un ritmo vertiginoso, como recurso para multiplicar la sensación de ineptitud que caracteriza al puñado de conspiradores que protagonizan Los relámpagos de agosto. En realidad, todo está concentrado en muy poco tiempo y los personajes aparecen y desaparecen, casi siempre como consecuencia de la traición o del asesinato. Se suceden los viajes, las maniobras y los desastres militares y toda una serie de escenas más propias del absurdo y del cine mudo de los años treinta que de la épica literaria de la Revolución18. Así se defiende el protagonista: Me acusaron de todo: de traidor a la Patria, de violador de la Constitución, de abuso de confianza, de facultades y de poderes, de homicida, de perjuro, de fraude, de pervertidor de menores, de contrabandista, de tratante de blancas y hasta de fanático catolizante y cristero (p. 137).

LA DESMITIFICACIÓN A TRAVÉS DE LO CÓMICO Frente a las clásicas novelas de la Revolución, donde suele haber un testimonio histórico y una buena dosis de épica, esta novela recrea este proceso como una parodia en manos de un puñado de militares de pacotilla. Como escribe Sergio Pitol: Nada en ella sugiere la epopeya, y sí en cambio el género chico, el sainete, o, peor, el juguete cómico […] el monólogo del protagonista es un producto de la vulgaridad, 18   Sobre las relaciones de Jorge Ibargüengoitia con el cine, véase el artículo de Gustavo García “El episodio cinematográfico” (2002).

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el rencor, la frustración y la envidia. Ni uno solo de los personajes mencionados, enemigos o partidarios, se salvan de sus dicterios […]. Las pericias de esos militares, los constantes errores y extravíos, las decisiones absurdas, las falsedades y calumnias, la mala suerte y los berrinches están tratados con el ánimo festivo y disparatado que Bajtin percibe en el carnaval19.

Los elementos cómicos que atraviesan la ficción impiden cualquier forma de sacralización. Los personajes son auténticos papanatas, pícaros perdularios que no saben manejar las armas, a pesar de ser militares, y que se pierden en las intrigas políticas. Son desleales, traicioneros, bufonescos, ineptos e implacables en su crueldad, capaces de traicionar por una simple botella de tequila, al tiempo que toman las decisiones más trascendentes en la euforia etílica de cualquier casino o en cualquier lugar de alterne. El primer episodio claramente humorístico tiene que ver con el robo de su pistola. Este hurto un tanto peculiar se produce durante el viaje desde su provincia a la capital para asumir el cargo de secretario general de la Presidencia, designación efectuada por el presidente electo, el general González, trasunto, como ya se ha dicho, del general Álvaro Obregón. El episodio fue real, según nos informa el memorialista Juan Gualberto Amaya20, y Jorge Ibargüengoitia lo convirtió en todo un símbolo de la ineptitud y la amoralidad de la clase militar revolucionaria. El robo tiene como protagonista a otro personaje de opereta, el general Macedonio Gálvez. Después de un encuentro poco amistoso, Arroyo y Gálvez deciden almorzar en el vagón restaurante. Poco antes de finalizar la comida, Gálvez se levanta de su asiento y pide permiso para ir al baño, aprovechando la ocasión para escaparse sin pagar y de paso robarle el arma a su colega José Guadalupe Arroyo: Cuando estábamos comiendo, el tren se detuvo en la estación X, que es un pueblo grande, y cuando andaban gritando, “Vámonos”, Macedonio se levantó del asiento y dijo que iba al water, salió del carro-comedor, y yo seguí comiendo; arrancó el tren, y yo seguí comiendo; acabé de comer y Macedonio no regresaba; y pedí un cognac, y no regresaba; y pagué la cuenta y no regresó; caminé hasta mi vagón y al llegar a mi lugar noté… ¡claro! Ustedes ya se habrán dado cuenta qué fue lo que noté, porque se necesita ser un tarugo como yo para no imaginárselo: que en vez de ir al water, Macedonio había venido por mi pistola y se había bajado del tren cuando estaba parado. Muchas veces en mi vida me he enfrentado a situaciones que me dejan aterrado de la maldad humana. Ésta fue una de ellas (p. 62).   Pitol (2002: XXI).   El dato lo aporta Domenella, procedente del subcapítulo titulado “Aprehensión del Tte. Francisco Valle Arispe” (2002: 276). 19 20

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El episodio depara otras dos sorpresas: la muerte fulminante del presidente González, invalidando así su nombramiento como Secretario General, y el espectáculo escatológico, con todo tipo de lecturas simbólicas y prolépticas, de un grupo de hombres orinando sobre una pared de la estación: No sé por qué ni cómo fui a dar a la plataforma, con la cara llena de jabón, y desde allí vi un espectáculo que era apropiado para el momento: al pie de una barda estaba una hilera de hombres haciendo sus necesidades fisiológicas (p. 63).

Parece evidente que pocas situaciones son tan venenosas en la caracterización literaria de un personaje como trazar el perfil de un militar de alto rango al que le roban el arma, convirtiendo la épica marcial en un asunto de rateros de poca monta. El segundo episodio humorístico tiene como escenario privilegiado un velatorio y un cementerio (cap. II). Mientras se vela al presidente González, se produce todo tipo de situaciones que pueden rozar lo hilarante: se presentan las otras mujeres del presidente, aparecen por la casa las amantes, los hijos legítimos y los bastardos, y una corte de aduladores y arribistas que desvalijan la casa entre quejido y quejido, apropiándose de los cubiertos, los adornos, la porcelana, la vajilla y los utensilios característicos de la vida familiar. Todo ello bien condimentado con quienes aprovechan el dolor para beberse el coñac del finado y sofocar las penas con un buen hartazgo de comida, mientras se conspira en cualquier rincón de la casa: Conviene hacer un paréntesis. La viuda de González a que me refiero, es la legítima. O mejor dicho, la reconocida oficialmente como legítima: doña Soledad Espino de González y Joaquina Aldebarán de González, que también han sido consideradas como viudas del general González, pertenecen a otra clase social muy diferente […]. En efecto. Como suele ocurrir a los que se dedican a la azarosa, aunque gloriosa vida militar, Marcos González había tenido que recurrir a los servicios de varias mujeres y con algunas de ellas había procreado. Durante el velorio, me explicó entonces la viuda, se habían presentado cuatro enlutadas y cuando menos una docena de vástagos no reconocidos (a los que por cierto se atribuyó después la desaparición de la cuchillería y el cristal veneciano), creando una situación muy desagradable, como es fácil de comprender. Yo, con la galantería que siempre me ha caracterizado, accedí a su petición y le prometí no provocar un escándalo inmediatamente (pp. 66-67).

En este contexto entre esperpéntico y rocambolesco, la viuda informa al general Arroyo de la última voluntad del presidente: el regalo de su reloj de oro. Después de buscarlo por los bolsillos del difunto y los cajones del mobiliario

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casero, llegan a la conclusión de que ha sido robado por Eulalio Pérez H., con el que coincidirá al día siguiente en el cementerio. Una vez que se han ido todos los dolientes, mientras pasea por el panteón de Dolores, bajo una lluvia implacable y resbaladiza, Arroyo aprovecha la oscuridad de la noche para tirar a Eulalio Pérez H. a una fosa vacía, sin saber que al día siguiente sería nombrado Presidente Interino de México y que el reloj de oro aparecería más tarde en cualquier lugar de la casa. Hay un tercer episodio, no menos tragicómico que los anteriores, y que procede directamente de las Memorias del general Álvaro Obregón: el del tren cargado de dinamita con el que intenta tomar la localidad de Pacotas sin que las balas crucen el Río Bravo; esto lo cuenta Obregón de la toma de Naco, en abril de 1913. Jorge Ibargüengoitia le da un giro cómico, ya que el vagón no desciende, tal y como está previsto, a pesar de los empujones y los esfuerzos de los soldados por lanzarlo cuesta abajo, creando una situación de gran potencialidad fílmica, propia de Buster Keaton, Harold Lloyd o de cualquiera de los genios del cine mudo. En el penúltimo capítulo de la novela, el vagón desciende inexplicablemente y explota de manera inesperada, llevándose por delante a su propio inventor, casi como una secuencia propia de los dibujos animados. El robo de una pistola, de un reloj, o la impericia cómico-militar de lanzar un vagón lleno de dinamita que se resiste a explotar convierten a Los relámpagos de agosto en un “antimonumento de la historia mexicana”21 y a su cronista en la voz más autorizada en ese pulso desmitificador que Ibargüengoitia mantiene con la historia sacra de su país. Sin embargo, la verdadera desacralización del discurso revolucionario no se produce tanto por los episodios cómicos analizados con anterioridad, como por el hecho de que las Memorias de José Guadalupe Arroyo tienen un parecido inquietante con toda la tradición picaresca, con parada obligatoria en las novelas de José Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarniento y Don Catrín de la Fachenda. Creo que lo verdaderamente original de esta novela no tiene tanto que ver con que sea un pícaro el que habla de las conspiraciones políticas de la época, como con el hecho de que “el pícaro deja de ser el ganapán harapiento, el tunante, el pordiosero que enfrenta el destino sin otras armas que su ingenio, y se sitúa en la cúpula de un país que admite a un sinnúmero de tal ralea”22. Como recuerda Juan Villoro, “en Ibargüengoitia, la picaresca sufre un desplazamiento. La voz del aprovechado deja de ser periférica y se transforma en el discurso oficial de la Revolución. La clase dominante entra en la esfera de lo cómico y no reco-

  López Parada (2002).   Villoro (2002: XXXI).

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noce otra ley que la adopción de un amo cada vez más poderoso hasta llegar a presidente de la república”23. Son siempre pícaros encumbrados los responsables de estas Memorias, pícaros que pertenecen a las clases altas, que lucen relojes de oro, barrigas prominentes y un sentido de la superioridad que anula cualquier idea solidaria de la Revolución en esta novela donde la “masa” y el pueblo aparecen diluidos y en donde los objetivos del revolucionario institucional rozan lo absurdo, cuando no lo abyecto, como es aliviar la sed con un buen trago, llenar la panza con los deliciosos frijolitos, echar una canita al aire o evitar el calor asfixiante. Se enarbolan los ideales revolucionarios con la intención de satisfacer las ambiciones más ruines, la incompetencia de quienes pretendieron pasar por héroes, la conspiración como modo de ascenso social, o las situaciones rocambolescas, propias del teatro del absurdo. Es evidente que Jorge Ibargüengoitia no deja títeres con cabeza, cuestionando desde todos los ángulos posibles el panteón de los Padres Fundadores del México del siglo xx. El texto, desde su comicidad deliberada, está lleno de alfileretazos, de dentelladas y trompicones, de tachuelas que dificultan la caminata alegre por la épica revolucionaria, convirtiendo a sus próceres, como ya señalara Sergio Pitol, “en personajes chuscos”, propiciando “un movimiento inicial de desacralización que convierte al fin a los grandes en caricaturas, en fantoches grotescos, en cuadrúpedos, y nos permite palparlos en su íntima y colosal inepcia”24. Los relámpagos de agosto es un libro de un “humorismo sangrante”, “un gran guiñol” o un “antimonumento” de la historia del México revolucionario, y es también una mordaz “conjura de los necios” en la que Ibargüengoitia ha tenido el coraje y el valor de atravesar los protocolos alcanforados de la Historia para convertir a su protagonista no en un héroe de bronce dispuesto a coronar una plaza pública, sino en un miles gloriosus o soldado fanfarrón, en la tradición de Plauto, que se da codazos contra todos los pícaros de nuestra tradición literaria común, para ganarse un sitio desde el que poder medrar y robar en nombre de la Patria.

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  Villoro (2002: XXXII).   Pitol (2002: XXII).

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Capítulo 5º Cristóbal colón y las representaciones del poder en la narrativa de García Márquez

EL MEJOR ATAQUE, UN BUEN HOMENAJE Las relaciones de García Márquez con la figura de Cristóbal Colón son contradictorias y muchas veces mal avenidas, tal y como ha dejado claro en un reguero de entrevistas y declaraciones en las que no ha dudado en señalar el carácter pernicioso y funesto del Almirante. Así, en sus conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, el Nobel cataquero reconocía lo siguiente: —¿El personaje histórico que más te interesa? —Julio César pero desde un punto de vista literario. —¿El que más detestas? —Cristóbal Colón. Además tenía la “pava”. Lo dice un personaje en El otoño del patriarca1.

Es evidente que estas palabras ponen de manifiesto no solo la animadversión que siente por el descubridor, sino también el enconamiento que le provoca el recuerdo de su gesta histórica. No obstante, aunque despreciable por su “hazaña” histórica, es uno de los personajes reales a los que el escritor colombiano ha dedicado más reflexiones y comentarios en su prolija obra periodística y en su propia producción novelística. Por paradójico que resulte, el Almirante es un personaje mimado y uno de los huéspedes habituales de su universo narrativo. Las fijaciones y atenciones que García Márquez dedica al descubridor son lógicas y hasta cierto punto normales dentro del contexto de la literatura hispanoamericana. Ningún personaje de la historia americana goza de tanta popularidad y ha sido utilizado tantas veces como argumento recurrente en los diferentes géneros literarios2. Colón representa el espíritu aventurero por antonomasia; él es el navegante indómito y visionario a quien está reservado el privilegio de llegar al Nuevo

  Mendoza (1982: 173).   Frenzel (1976: 99-101).

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Mundo por orden expresa de la Providencia3. Colón representa el origen del mundo americano, el fundador del nuevo orden que se consolida con la llegada del Renacimiento en Europa; él es el gran patriarca americano y, por tanto, la primera piedra sobre la que se construye el monumental edificio de la tiranía4. Los primeros recuerdos que García Márquez tiene del descubridor se remontan a los años de su niñez. El fragmento, sacado de uno de sus artículos periodísticos, dice así: Una de las fascinaciones de la infancia era una litografía en la que se representaba el regreso de Colón de su primer viaje. Los Reyes Católicos, que acababan de expulsar de España a los árabes, lo hicieron ir hasta Barcelona, donde lo recibieron con un esplendor que tal vez no fue tanto en la realidad como en la litografía. Lo digo con base en una comprobación curiosa: el gobierno de la ciudad de Barcelona lleva un diario de todo cuanto ocurre en ella desde la Edad Media, y el día en que los Reyes recibieron a Colón no se hizo una anotación especial, sino una mención pasajera entre muchas otras sobre un navegante que regresó de algún viaje y que fue recibido en audiencia por los Reyes. Ese episodio, tal como lo describe la litografía, hace pensar en nuestros antepasados caribes como unos morenos altos y apuestos, cubiertos de plumas y collares y toda clase de adornos de oro, y cargados de frutos extraños de aspecto venenoso y de animales raros que debieron parecer de pesadilla a los testigos de la audiencia. Sin embargo, en lo que conocemos como el diario de Colón —que es apenas la reconstrucción hecha por el padre Las Casas—, nuestros antepasados no están descritos con tanto asombro. Se dice que estaban muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, y que tenían los cabellos gruesos y casi como sedas de caballos. La descripción no deja dudas de que tenían el cuerpo pintado y que no eran ni blancos ni negros, sino del color de los nativos de las islas Canarias. Se deduce que también de aquella primera visión que los habitantes de la isla de Guanahaní andaban por la playa como sus madres

3   Esta es la idea que ha manejado buena parte de la historiografía tradicional. Valga como ejemplo este fragmento de Vida del Almirante Don Cristóbal Colón, de Washington Irving:

Era sin duda un visionario de especie extraordinaria y afortunada. El modo con que un vigoroso juicio y una sagacidad aguda refrenaban su imaginación y naturaleza mercurial y ardiente, es la facción más notable de su fisonomía moral. Gobernaba así, la fantasía, en vez de ejercitarse en ociosos vuelos, daba ayuda a la razón, y le facilitaba formar conclusiones a que no sólo no llegaban los ánimos comunes sino que no las percibían aun después de mostrárselas. Le fue dado a su visión intelectual leer los signos de sus tiempos, y trazar en las conjeturas y sueños de las edades pasadas las indicaciones de un mundo desconocido; como los astrólogos se decía que leían las predicciones en las estrellas, y predecían los sucesos por medio de las visiones nocturnas (1987: 512).

Véase también el estudio de Alain Milhou, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español (1983). 4   Palencia-Roth (1986).

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los parieron, aunque, al parecer, no había ninguna mujer entre los que se acercaron a recibirlos en sus almadías […]. Lo cual autoriza a pensar que el machismo proverbial de los latinoamericanos pudo haber llegado en las carabelas5.

Colón aparece con cierta frecuencia en su novelística6, aunque no siempre lo hace con nombre y apellidos. Es frecuente encontrarlo camuflado o insinuado en la silueta intelectual de otros personajes. El ejemplo más evidente de esto último lo encontramos en Cien años de soledad 7. En la fundación mítica de Macondo no podían faltar las referencias que relacionaran, de una manera o de otra, a José Arcadio Buendía y al fundador del mundo americano, Cristóbal Colón. Las vinculaciones y paralelismos existentes entre ambos personajes se centran fundamentalmente en dos cuestiones: demostrar que la tierra es redonda y encontrar otras tierras y otros hombres más allá de los mares conocidos. José Arcadio Buendía entra en contacto con el mundo científico gracias a la intervención del gitano Melquíades. Es él quien lleva a Macondo el imán, al que llama “la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia” (p. 71), así como el catalejo y “una lupa del tamaño de un tambor” (p. 72) con la que José Arcadio llega a concebir una guerra solar. Con el paso de los años, Melquíades regala a su buen amigo José Arcadio “unos mapas portugueses y varios instrumentos de navegación” (p. 74) y pone además a su disposición el “astrolabio, la brújula y el sextante” (p. 74). Todos estos elementos introducidos por Melquíades en el universo mítico de Macondo remiten necesariamente a los avances experimentados por la ciencia náutica en Europa desde mediados del siglo xv. Los nuevos instrumentos relacionados con la navegación y la cartografía fueron decisivos para que España y Portugal pasaran a convertirse en potencias marítimas8.

  Gabriel García Márquez (1991a).   Uno de los casos típicos tiene lugar en El general en su laberinto. En la recreación que hace de los últimos días de Simón Bolívar, cuando este se encuentra “moribundo y en derrota” viajando por el río Magdalena, vive un episodio que le trae a la memoria la figura del descubridor: 5 6

Cristóbal Colón había vivido un instante como ése, y había escrito en su diario: “Toda la noche sentí pasar las aves”. Pues la tierra estaba próxima al cabo de sesenta y nueve días de navegación. También el general las sintió. Empezaron a pasar como a las ocho, mientras Carreño dormía, y una hora después había tantas sobre su cabeza, que el viento de las alas era más fuerte que el viento […]. “¡Dios de los pobres!”, suspiró el general. “Estamos llegando”. Y así era. Pues ahí estaba el mar, y del otro lado del mar estaba el mundo (Madrid, Mondadori, 1989, pp. 139-140).

En cierto sentido, Bolívar vive la vida con tintes análogos a los de Colón, no solo por la sorpresa y el descubrimiento de nuevas tierras, sino también por la propia “pobreza” y el desprestigio con que afronta los últimos días de su vida. 7   Madrid, Cátedra, 1984. Cito siempre por esta edición. 8   Comellas (1991).

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La avidez intelectual de José Arcadio Buendía, su enorme capacidad para la fantasía, su espíritu abierto y libre de prejuicios le permiten concebir la existencia de otros mundos y otros pueblos. Sus especulaciones sobre la dimensión de la Tierra le llevan además a demostrar mediante axiomas filosóficos que esta es redonda, tal y como había perseguido siglos antes el propio Cristóbal Colón: Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete […]. De pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento: —La tierra es redonda como una naranja. […] Reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró, con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo (pp. 74-76).

“La posibilidad de regresar al punto de partida navegando siempre hacia Oriente” (p. 75) no es ni más ni menos que lo que pretendía demostrar Cristóbal Colón, pero la fortuna le deparó el privilegio de tropezarse con un continente hasta entonces desconocido. Debemos esperar hasta las expediciones de Magallanes (1519-1521) y el pirata Francis Drake (1577-1580) para que el viaje alrededor del mundo deje de ser una quimera medieval para convertirse en una realidad renacentista9. Sin embargo, en la afirmación de José Arcadio Buendía hay un detalle fundamental que invierte el sentido del descubrimiento. El viaje que pretendía Colón era hacia Occidente, mientras que el fundador de Macondo lo proyecta hacia Oriente. Es así como García Márquez parodia el nacimiento del Nuevo Mundo y la propia figura de Cristóbal Colón como navegante y descubridor. 9   Véase mi libro Piratas, marinos y aventureros en Cien años de soledad. De las crónicas de Indias a la novela de aventuras (2009).

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Este pasaje ha pasado inadvertido para la práctica totalidad de la crítica garcimarquiana que se ha centrado en Cien años de soledad. Creo, no obstante, que constituye un buen ejemplo de que la parodia histórica de Colón había sido ya realizada con anterioridad a la publicación de El otoño del patriarca10, aunque es en esta novela donde el escritor colombiano sentencia su postura reticente hacia la figura del Almirante.

CRISTÓBAL COLÓN Y LA NOVELA DEL PATRIARCA Michael Palencia-Roth estudió la aparición de Colón junto con sus tres carabelas al final del primer capítulo como un ejemplo de intertextualidad histórica11. En este caso García Márquez utiliza el texto del Diario de a bordo correspondiente a los días 12 y 13 de octubre de 1492 para insertarlo en su propia trama novelística. Colón, figura histórica, pasa así a convertirse en personaje literario. Él representa dentro de la novela el imperialismo político y cultural, el embrión originario del que parte el poder absoluto del patriarca. El texto de Colón es reescrito por el novelista colombiano utilizándolo como si se tratara de una plantilla histórica sobre la que ajusta su propia ficción literaria. Antes de analizar con más detenimiento este ejemplo de hipertexto histórico12, es preciso rastrear y analizar los móviles que llevan a García Márquez a utilizar la primera obra de la historiografía americana dentro de su complejo mundo literario13. A pesar del desprecio evidente que el novelista colombiano siente por la figura humana del Almirante, siempre que puede se vuelca en elogios hacia el Diario de a bordo, al que considera como una de sus lecturas favoritas14. Esta preferencia debemos entenderla dentro de un contexto más amplio, puesto que García Márquez es desde hace muchos años un lector apasionado de “las crónicas de navegantes”15. El escritor colombiano considera que “la primera obra de literatura mágica es el Diario de Cristóbal Colón, libro que habla de plantas fabulosas y de mundos mitológicos”, según confiesa a Plinio Apuleyo Mendoza16. En la entrevista mantenida con Luis Suárez, García Márquez hacía las siguientes

  Madrid, Mondadori, 1987. Cito siempre por esta edición.   Palencia-Roth (1983: 191-201). Véase también el trabajo de François Gramusset, “Cristophe Colomb dans l’eschatologie marquesienne. Une lecture d’El otoño del patriarca” (1992). 12   Genette (1989). 13   Palau de Nemes (1975). 14   Mendoza (1982: 74-75). 15   Durán (1968). 16   Mendoza (1982: 74-75). 10 11

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reflexiones sobre el Diario de navegación y las extrañas circunstancias que rodearon su transmisión hasta llegar a nosotros: La llamada literatura mágica de América Latina, que es tal vez la literatura más realista del mundo, está circunscrita a un área cultural muy concreta, el Caribe y Brasil. Se piensa que su carga mágica se debe al elemento negro. Pero en realidad es anterior. La primera obra maestra de la literatura mágica es el «Diario de Cristóbal Colón». Y ya estaba tan contaminado de la magia del Caribe que la propia historia del libro es inverosímil. Su parte más emocionante, o sea el momento mismo del descubrimiento, fue escrito dos veces y ninguna de las dos la conocemos directamente. En efecto, pocas noches antes a su primer regreso a España, una borrasca tremenda sorprendió a la maltrecha nave de Colón, a la altura de las Azores. Colón pensó que ninguno de los tripulantes sobreviviría a la tormenta y que la gloria de sus descubrimientos se la iba a ganar Martín Alonso Pinzón, cuya nave le llevaba la delantera. Para preservarse de aquel asalto a su gloria, Colón escribió en una noche la historia apresurada de sus descubrimientos, metió los legajos en un barril de brea para protegerlos de la intemperie y echó el barril al agua. Era tan desconfiado, como se sabe, que no dijo a ninguno de sus marinos de qué se trataba, sino que les hizo creer que era un voto a la Virgen María para que calmara la tempestad. Lo más sorprendente de todo es que la tempestad se calmó y lo otro es que el barril no apareció nunca, lo que quiere decir que, de todos modos, aunque la nave hubiera naufragado, la versión de Colón no se habría conocido nunca. La segunda versión, escrita con menos prisa, también se perdió. Lo que se conoce como el «Diario de Cristóbal Colón» es, en realidad, la reconstrucción que hizo el padre Las Casas, quien la había leído en los originales. Por mucha música que le hubiera puesto Las Casas, y por mucho que le hubiera quitado, la verdad es que el texto constituye la primera obra de la literatura mágica del Caribe17.

No menos sorprendente resulta la biografía del Almirante, llena de espacios en blanco y marcada siempre por el misterio y la incertidumbre, según reconoce el propio García Márquez en la misma entrevista: La segunda obra tal vez es la propia vida de Colón, llena de misterios que él mismo provocaba. El misterio empieza con la propia imagen del Descubridor. Lo han pintado tan menesteroso, caminando de aquí para allá, saliendo conmovedoramente con su hijo Diego del convento de La Rábida, muriéndose encadenado y en la miseria, que nadie se lo imagina en realidad cómo era […]. Era un hombre de una estatura descomunal, pelirrojo, cubierto de pecas, con unos ojos de un azul intenso18 y una   Rentería Mantilla (1979: 196).   Los principales testimonios de la época coinciden con la versión que da García Márquez, lo que es una prueba más de la intensa labor de investigación que lleva a cabo en cada una de sus obras. Así, por ejemplo, don Hernando Colón dice que “el Almirante fue un hombre bien formado y de 17 18

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calvicie que le preocupaba tanto que en sus viajes buscaba fórmulas mágicas para conservar el cabello. Sin embargo, tal vez nada es tan fantástico como el destino de su cadáver. Es quizás el único hombre de la Historia del cual existen tres tumbas en distintos lugares del mundo y no se sabe a ciencia cierta en cuál de las tres se encuentra. Hay una en la catedral de Santo Domingo, otra en la de La Habana y otra en la de Sevilla19.

Dentro de esa interminable cadena de suposiciones, errores y rectificaciones que es la propia vida de Cristóbal Colón20, García Márquez da su propia versión del personaje histórico relacionándolo en la literatura con el animal mitológico de América Latina, representado por su dictador matusalénico en El otoño del patriarca. Ambos personajes coinciden en los orígenes del llamado “vasto reino de pesadumbre”, entendido este espacio como el trasunto literario de Hispanoamérica. Además de ellos dos, otros nuevos inquilinos vienen a compartir el espacio y el tiempo intrínseco de la novela: los infantes de marina y su poderoso acorazado militar. En un mismo punto narrativo cohabitan de forma simultánea épocas y situaciones muy diferentes de la historia del continente americano. El patriarca es el testigo de excepción capaz de dar cuenta de las complejas formas del poder instaladas en el Nuevo Mundo. Ello tiene lugar en una de las tantas noches en las que el patriarca “abrió la ventana del mar por si acaso descubría una luz nueva para entender el embrollo que le habían contado, y vio el acorazado de siempre que los infantes de marina habían abandonado en el muelle, y más allá del acorazado, fondeadas en el mar tenebroso, vio las carabelas” (p. 48). Con esta imagen inquietante se cierra el primero de los seis capítulos que integran la novela. Un mismo mar tenebroso es capaz de albergar en sus siniestras aguas las embarcaciones que simbolizan y representan el poder en épocas estatura más que mediana, de rostro alargado. Tenía la nariz aquilera y los ojos claros, la tez blanca y teñida por vivos colores. En su juventud tenía los cabellos rubios, pero al llegar a los treinta años encaneció por completo”. Otro de los testigos privilegiados de aquellos acontecimientos, el dominico fray Bartolomé de las Casas, dice de él que “fue de alto cuerpo, más que mediano; la nariz aguileña: el rostro largo y autorizado; el color blanco, que tiraba a rojo encendido; la barba y cabellos, cuando era mozo, rubios, puesto que muy presto con los trabajos se le tornaron canos”. El último testimonio importante pertenece a Gonzalo Fernández de Oviedo, quien dijo que era “hombre de buena estatura e aspecto, más alto que mediano, e de recios miembros; los ojos vivos, e las otras partes del rostro de buena proporción; el cabello muy bermejo, e la cara algo encendida e pecoso”. Todos estos datos están sacados de la obra de Paolo Emilio Taviani, Cristóforo Colombo. Genio del mar (1992: 61-62). 19   Rentería Mantilla (1979: 196). 20   Véanse Gil (1977, 1989, 1990), Manzano (1989) y Varela (1992).

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muy diferentes. Las tres carabelas representan el poder colonial; por su parte, el acorazado remite al imperialismo yanqui y a la política intervencionista de Estados Unidos en toda América Latina. Ahora bien, ¿por qué es precisamente el patriarca quien tiene la terrible visión del mar tenebroso lleno de amenazas? La respuesta la encontramos no solo en el fragmento referido, sino también en la actitud humana y política de García Márquez, para quien América Latina sigue siendo colonizada y ultrajada cinco siglos después de su “descubrimiento”. El hecho mismo de que la historia americana se estudie desde la irrupción que supone la llegada de Colón es una tergiversación nada inocente de la cultura oficial: Creo que es una falsa premisa considerar la historia de América Latina a partir del desembarco de la conquista española. Es justamente una idea colonizada […]. Hay que ver la historia anterior a la conquista para comprobar mejor muchos problemas actuales y nada ha servido más y ha sido mejor manipulado que las demarcaciones de fronteras que se hicieron entre los países del continente21.

Quizás por una vez, el patriarca y el escritor colombiano se identifican ante una misma realidad histórica. El novelista y su criatura participan de lo que el historiador mexicano Miguel León-Portilla ha denominado “la visión de los vencidos”22.

LOS MISTERIOS DE COLÓN LA BIOGRAFÍA INSÓLITA DEL ALMIRANTE García Márquez conoce muy bien la biografía de Cristóbal Colón y la ha utilizado en aquellos puntos que resultan más insólitos y extraordinarios para la literatura y para la propia historiografía. Del Almirante conocemos parte de su vida con una exactitud casi milimétrica, gracias, entre otras razones, a la biografía escrita por su hijo don Hernando Colón y a la copiosa documentación que nos ha llegado de diferentes cronistas de la época. Sin embargo, desconocemos algunos de los momentos más importantes y fundamentales de su vida y de su personalidad. A pesar de la avalancha de estudios que han centrado sus investigaciones en la figura del descubridor, todavía quedan muchos interrogantes por resolver, algunos de los cuales llevan camino de convertirse en enigmas insolubles. Su hazaña histórica, así como el misterio que rodea buena parte de sus actos y pala21 22

  Rentería Mantilla (1979: 182).   León-Portilla (1985).

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bras, hacen del Almirante un personaje especialmente atractivo para un escritor acostumbrado a tratar la realidad desde sus ángulos más dispares. En El otoño del patriarca, además de la recreación del Descubrimiento de América, encontramos otras alusiones a la vida y obra del navegante genovés. Así, por ejemplo, el patriarca lleva puesta una “espuela de oro en el talón izquierdo que le había regalado el almirante de la mar océana para que la llevara hasta la muerte en señal de su más alta autoridad” (p. 176). De forma explícita se reconoce que el poder que representa Cristóbal Colón dentro del mundo colonial pasa directamente al patriarca por medio de esta especie de amuleto, que funciona dentro de la novela como si se tratara de un rito de iniciación entre caballeros andantes. Cada vez que aparece en la novela “el reguero de estrellas de la espuela de oro” (p. 90) se está haciendo alusión a la presencia silenciosa, pero constante, del descubridor. Ambos personajes están tristemente presentes en la historia de Hispanoamérica. Además de estos datos esparcidos por la novela, García Márquez se sirve de la biografía insólita del Almirante para cuestionar la validez de las verdades oficiales que rodean su vida. El proyecto de Colón, considerado como trascendental y glorioso por parte de la historiografía tradicional, aparece en El otoño como el fracaso mayor que ha conocido el hombre americano. Para representar dicho fracaso, el escritor colombiano se sirve del naufragio simbólico de la nao capitana que llevó a Colón al Nuevo Mundo en su primer viaje. El pasaje tiene lugar después que los marines se llevan el “viejo mar de ajedrez” y dejan el “cráter desgarrado” de una superficie desértica. Allí, en el fondo, el pueblo contempla atónito la muy antigua ciudad de Santa María del Darién arrasada por la marabunta, vimos la nao capitana del almirante mayor de la mar océana tal como yo la había visto desde mi ventana, madre, estaba idéntica, atrapada por un matorral de percebes que las muelas de las dragas arrancaron de raíz antes de que él tuviera tiempo de ordenar un homenaje digno del tamaño histórico de aquel naufragio (p. 244; la cursiva es mía).

El naufragio al que se refiere García Márquez ocurrió el 25 de diciembre de 1492. La nao Santa María, gobernada por un grumete mientras el maestre encargado y el resto de la tripulación descansaban, se deslizó lentamente hacia la costa y quedó encallada. La nao se perdió, aunque se pudo salvar íntegramente a su tripulación, así como todos los enseres que llevaban a bordo. El Diario cuenta el episodio en los siguientes términos: Quiso Nuestro Señor que a las doze oras de la noche, como avían visto acostar y reposar el Almirante y vían que era calma muerta y la mar como en una escudilla, todos se acostaron a dormir, y quedó el governallo en la mano de aquel muchacho, y las

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aguas que corrían llevaron la nao sobre uno de aquellos bancos; los cuales, puesto que fuese de noche, sonavan que de una grande legua se oyeran y vieran, y fue sobre él tan mansamente que casi no se sentía. El moço, que sintió el governalle y oyó el sonido de la mar, dio bozes, a las cuales salió el Almirante, y fue tan presto que aún ninguno avía sentido qu’stuviesen encallados […]. Cuando el Almirante vido que se huían y que era su gente, y las aguas menguavan y estava ya la nao la mar de través, no viendo otro remedio, mandó cortar el mastel y alijar de la nao todo cuanto pudieron para ver si podían sacarla; y como todavía las aguas menguassen, no se pudo remediar, y tomó lado hazia la mar traviesa, puesto que la mar era poca o nada, y entonçes se abrieron los conventos y no la nao. El Almirante fue a la caravela para poner en cobro la gente de la nao en la carabela23.

Ahora bien, ¿por qué García Márquez recoge este pasaje y concede una dimensión “histórica” a aquel naufragio? La respuesta a esta pregunta la encontramos en el propio Diario, en el texto redactado el 26 de diciembre de 1492. Colón, sorprendido por la actitud amable y servicial de los indios de la costa (“son fieles y sin cudiçia de lo ageno”), decide construir una fortaleza con los maderos de la nao encallada y dejar allí a un buen número de hombres que buscasen el ansiado oro, mientras él volvía a España. Con ese oro se podría emprender la reconquista del Santo Sepulcro de Jerusalén. La fortaleza recibió el nombre de día tan señalado. El primer asentamiento español en el Nuevo Mundo tuvo lugar en el “Fuerte de Navidad”. Allí comenzó el “naufragio” (o desastre) histórico del que habla el narrador colombiano. Uno de los datos biográficos que más ha llamado la atención del novelista colombiano es el de los restos del Almirante. Tal y como reconocía en su entrevista con Luis Suárez “es quizás el único hombre de la Historia del cual existen tres tumbas en distintos lugares del mundo y no se sabe a ciencia cierta en cuál de las tres se encuentra. Hay una en la catedral de Santo Domingo, otra en la de La Habana y otra en la de Sevilla”24. Si no supiéramos que estos datos son absolutamente ciertos, creeríamos que García Márquez está contaminando con su ficción desbordante una parcela fundamental de la historia de Hispanoamérica. En otro contexto, el hecho de que un mismo hombre haya sido enterrado en tres lugares diferentes, sería un motivo típico del realismo mágico; sin embargo, en este caso es la propia realidad quien se anticipa en varios siglos a la imagina-

  Colón (1989: 97-98). Para una visión ampliada de este tema, véase el capítulo “Colón y los orígenes del poder colonial” perteneciente a mi libro Césares, tiranos y santos en El otoño del patriarca. La falsa biografía del guerrero (1997: 4-210). 24   Rentería Mantilla (1979: 196). 23

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ción trepidante del gran novelista colombiano. No en vano, el motivo literario de los “huesos trashumantes” ya había sido utilizado en Cien años de soledad en el caso de Rebeca Buendía, la hija adoptiva, quien aparece por Macondo transportando a sus padres difuntos en una talega vieja. La historia póstuma de Colón resulta sorprendente. Una vez fallecido el Almirante, sus restos recibieron sepultura en la iglesia de San Francisco, en Valladolid, celebrándose los funerales en la iglesia de Santa María de la Antigua de la misma ciudad. El cuerpo de Colón estuvo en este convento franciscano durante un período de tres años, a la espera de un enterramiento definitivo en Sevilla. No es hasta 1509, con motivo del viaje de su hijo don Diego a La Española en calidad de gobernador de la isla, cuando deciden trasladar el cuerpo del Almirante25. No sabemos nada de cuándo, cómo ni quiénes efectuaron dicho traslado. Solo sabemos que el 11 de abril de 1509, el mayordomo de don Diego, Juan Antonio Colombo, apareció por la Cartuja de las Cuevas, en la capital hispalense, transportando un cofre pequeño en el que se encontraba “el cuerpo del señor almirante D. Cristóval Colón”26. Todo parece indicar que fue enterrado nuevamente en la capilla de Santa Ana, en el sevillano barrio de Triana. Don Diego Colón falleció en 1526. Su viuda, la virreina doña María de Toledo, trasladó ambos cadáveres a La Española en 1544, aunque “no se ha conservado ninguna escritura notarial que lo atestigüe, y no figura el traslado de ningún cadáver entre la lista de embarque que aportó doña María cuando zarpó para las Indias”27. Padre e hijo fueron sepultados en la capilla mayor de la Catedral de Santo Domingo, donde permanecieron junto con otros familiares hasta el 21 de noviembre de 1795, fecha en la que España pierde su soberanía sobre la costa oriental de la isla tras la firma del Tratado de Basilea. De vueltas con el macabro peregrinaje, Colón y los suyos fueron trasladados a La Habana, donde permanecieron hasta 189828. Con la independencia de esta última colonia, el gobierno español decidió repatriar los restos del Almirante y de su progenie para darles descanso definitivo en la capital hispalense29. Hasta aquí de forma esquemática lo que ha sido el peregrinaje póstumo de Cristóbal Colón. Tanto Sevilla como Santo Domingo y La Habana reclaman la posesión de los restos del navegante genovés30.   Gil (1990).   Varela (1992: 185). 27   Varela (1992: 186). 28   Leal Spengler (1990). 29   Pistarinos (1990). 30   Deive (1990). 25 26

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La afirmación de García Márquez está basada, por tanto, en un hecho real. El enigma literario que él plantea en su novela es un enigma histórico. “Tres tumbas en distintos lugares del mundo” reclaman para sí el privilegio (derecho) de ser la última morada de tan insigne huésped, pero en dos de ellas, suponemos, se encuentran mausoleos vacíos o con restos que no son los suyos. Motivo de tal calibre no podía pasar desapercibido para el novelista colombiano y, en consecuencia, lo utilizó para cuestionar una vez más la naturaleza de las “verdades oficiales”, basándose en la biografía insólita del Almirante. Volviendo a la novela, el patriarca, después de haber sufrido una extraña inundación que le hace navegar por toda la ciudad, se vio obligado a presenciar el promontorio de granito del mausoleo vacío del almirante de la mar océana con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros (p. 103).

Aparece de nuevo este motivo cuando el general Rodrigo de Aguilar, poco antes de ser ajusticiado, se enfrenta al patriarca recriminándole que había hecho construir una tumba de honor para un almirante de la mar océana que no existía sino en mi imaginación febril cuando yo mismo vi con estos mis ojos misericordiosos las tres carabelas fondeadas frente a mi ventana (p. 124).

En este pasaje no solo se cuestiona el lugar donde reposan sus restos, sino también la propia existencia del descubridor. Ya casi al final de la novela, el patriarca es informado de que Colón “había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo, aunque en realidad no estaba en ninguna” (p. 253). García Márquez utiliza entonces uno de los arquetipos míticos habituales en su concepción mágica de la narrativa; me refiero al viajero en el tiempo y en el espacio. Esta figura literaria ya había aparecido en Cien años de soledad, ejemplificada en tres personajes: el gitano Melquíades, el judío errante y el corsario Victor Hugues, la versión americana y marinera del holandés errante. Estos personajes y otros, que podemos encontrar en diversas novelas y cuentos, vienen a demostrar que García Márquez ha estado siempre muy interesado en aquellas criaturas que son capaces o están condenadas a viajar en el tiempo y en el espacio sin descanso. De sobra conocido es que Melquíades es una criatura atemporal y mítica, condición esta que le permite conocer y codificar el futuro de la familia Buendía en sus famosos pergaminos. Su vida trashumante no está ligada a los límites convencionales de la naturaleza, sino al perfil atemporal de los arquetipos míticos. Melquíades posee una posición privilegiada en el mundo de los hombres. De él se dice en Cien años de soledad que

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era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes (p. 76).

Una lectura atenta del fragmento nos revela un dato importante: todas las catástrofes naturales de las que sale ileso han ocurrido no solo en lugares diferentes, sino también en épocas muy dispares. Nadie representa mejor la condición de peregrino en el tiempo y en el espacio que el judío errante. Llamado de múltiples formas (Ashavero, Malco, Cartáfilo, Butadeo) y caracterizado de diferentes maneras según la tradición literaria, fue condenado a vagar y a sufrir hasta el final de los tiempos por no haber ayudado a Jesucristo mientras llevaba la cruz camino del monte Calvario31. Como es sabido, el judío errante muere en Macondo cazado en una trampa familiar, como si fuera una simple alimaña de la selva32. García Márquez utiliza el mito del judío errante e invierte su sentido, haciéndolo mortal y vulnerable. La criatura más viajera de cuantas habitan el espacio literario encuentra el final de sus días en Macondo, auténtica “sede del tiempo”, como la llamó Carlos Fuentes en 1969. El judío errante conoció una versión marinera, representada por el capitán Van der Decken, el holandés errante, condenado a intentar cruzar el cabo de Buena Esperanza hasta el final de los tiempos, comandando el buque fantasma. En Cien años de soledad encontramos la variante caribeña de este argumento   Caro Baroja (1990: 385-398).   La descripción que encontramos en la novela del judío errante conecta con otro personaje, condenado también a vagar hasta el final de los tiempos; me refiero a Lucifer, según la versión que dan de él los tratadistas medievales: 31 32

Dos semanas después de la muerte de Úrsula, Petra Cotes y Aureliano Segundo despertaron sobresaltados por un llanto de becerro descomunal que les llegaba del vecindario. Cuando se levantaron, ya un grupo de hombres estaba desartando al monstruo de las afiladas varas que habían parado en el fondo de una fosa cubierta con hojas secas, y había dejado de berrear. Pesaba como un buey, a pesar de que su estatura no era mayor que la de un adolescente, y de sus heridas manaba una sangre verde y untuosa. Tenía el cuerpo cubierto de una pelambre áspera, plagada de garrapatas menudas, y el pellejo petrificado por una costra de rémora, pero, al contrario de la descripción del párroco, sus partes humanas eran más de ángel valetudinario que de hombre, porque las manos eran tersas y hábiles, los ojos grandes y crepusculares, y tenía en los omoplatos los muñones cicatrizados y callosos de unas alas potentes, que debieron ser desbastadas con hachas de labrador. Lo colgaron por los tobillos en un almendro de la plaza, para que nadie se quedara sin verlo, y cuando empezó a pudrirse lo incineraron en una hoguera, porque no se pudo determinar si su naturaleza bastarda era de animal para echar en el río o de cristiano para sepultar (pp. 417-418).

Véase el ya clásico estudio de Caro Baroja, Las brujas y su mundo (1989).

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de la literatura universal en la figura del corsario Victor Hugues. Otro viajero incansable, José Arcadio, el primogénito de los Buendía, en una de sus sesenta y cinco vueltas alrededor del mundo enrolado en una tripulación pirática pudo ver “en el Caribe el fantasma de la nave corsaria de Victor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por cucarachas de mar, y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe” (p. 168). Desde el punto de vista del viajero, ya sean estos personajes reales (Marco Polo o Antonio Pigafetta), ya sean arquetipos míticos, lo cierto es que Cristóbal Colón resulta especialmente interesante por las posibilidades temáticas que ofrece33. Dibujar la silueta del Almirante buscando una última morada está dentro de esta línea temática utilizada por García Márquez, pero además acerca al personaje a su verdadera historia póstuma. Desde su muerte, el mito y la leyenda han compartido el mismo espacio en la historiografía del Almirante. Al patriarca le cuentan que [Colón] se había vuelto musulmán, que había muerto de pelagra en el Senegal y había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo aunque en realidad no estaba en ninguna, condenado a vagar de sepulcro en sepulcro hasta la consumación de los siglos por la suerte torcida de sus empresas, porque ese hombre tenía la pava, mi general, era más cenizo que el oro, pero él no lo creyó nunca, seguía esperando que volviera en los extremos últimos de su vejez (p. 253).

La imagen de un descubridor “condenado a vagar de sepulcro en sepulcro” establece una relación muy particular con el corsario Victor Hugues, con el judío errante, con Lucifer y con otros de los personajes habituales de la narrativa garcimarquiana. Este último peregrinaje de Colón está marcado por el fatalismo y la tragedia, o, como recuerda uno de los edecanes al patriarca, “por la suerte torcida de sus empresas”. Al patriarca llegan a contarle que Colón “se había vuelto musulmán”. Aquel que había sido el principal artífice en la evangelización de las tierras recién descubiertas —“creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareçió que ninguna secta tenían” (p. 31)—, es parodiado y ridiculizado en la idiosincrasia misma de sus proyectos más íntimos. En el caso de Colón, esta circunstancia no cuenta con ninguna apoyatura histórica, aunque una vez más, García Márquez tuvo un referente muy cercano en uno de los tripulantes de la empresa colombina: Juan Rodríguez Bermejo de Molinos, más conocido como Rodrigo de Triana. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo recoge una tradición según la cual Rodrigo de Triana, despechado por la actitud egoísta e intolerante de Colón, decidió vivir en África y convertirse a la 33

  Véase Camacho Delgado (2009).

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religión musulmana, lejos del mundo hipócrita de los cristianos34. La imagen de un Cristóbal Colón abrazando la religión musulmana es más que una parodia; es un dardo envenenado contra la actitud mesiánica del descubridor. La biografía del navegante genovés está marcada por el providencialismo y un sentimiento profundamente religioso acordes con el contexto teocéntrico que domina los últimos años del Medievo. Aunque este aspecto ha sido muy criticado y cuestionado en multitud de ocasiones, dado el sesgo mercantilista que domina su carácter aventurero, su vida está llena de detalles que confirman todo lo contrario. A los ojos de un escritor como García Márquez, acostumbrado a destapar el lado oculto de las cosas, un personaje como Colón debe estar muy próximo a los caballeros andantes a lo divino, como si se tratara de un miembro más de la Tabla Redonda en busca del Santo Grial. Detrás de su obsesión constante por el oro se encuentra uno de los sueños que le acompaña toda la vida: la conquista del Santo Sepulcro de Jerusalén y la reconstrucción del Templo35. Lo sorprendente de este empeño, que le acompaña hasta el final de sus días, radica en que dichos elementos constituyen símbolos inequívocos del pueblo judío, lo que ha llevado al erudito español Juan Gil a demostrar con datos incontestables que Colón fue un falso converso en la España implacable e intransigente de los Reyes Católicos, lo que explicaría las continuas simulaciones e imposturas de su vida, así como los muchos enigmas —casi siempre religiosos— que jalonan su biografía conocida36. Toda su vida es una búsqueda constante de los topoi característicos del cristianismo. Incluso en aquellos momentos en que la vida se le vuelve tosca y adversa, Cristóbal Colón se siente conducido por ese extraño auriga que es la Providencia. Todo cuanto le ocurre es atribuido a la “gran ventura y determinada voluntad de Dios”. Un ejemplo típico de esta actitud la encontramos el día 25 de diciembre de 1492, una vez que ha encallado la nao capitana. Según el Almirante, este accidente había sido ordenado por Dios “porque dexase allí gente” y poder así buscar y obtener el ansiado oro. Las riquezas que piensa reunir, según confiesa en su Diario, van a servir para que “los Reyes antes de tres años emprendiesen y adereçasen para ir a conquistar la Casa Sancta […] que toda la ganançia d’esta mi empresa se gastase en la conquista de Hierusalem” (p. 101). En realidad, son muchos los ejemplos que hacen de Colón un perfecto cartógrafo de los topoi cristianos. En su tercer viaje, por ejemplo, creyó haber llegado a las vecindades del Paraíso Terrenal porque “todos los sacros theólogos conçiertan

  Tradición recogida por Consuelo Varela en Colón (1989: 29, n. 26).   Gil (1977). 36   Gil (1989: 193-223). 34 35

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qu’el Paraíso Terrenal es en Oriente” (p. 215). Confunde el agua dulce de la desembocadura del Orinoco con aquella otra que debía manar del árbol de la vida y que a su salida del Paraíso formaba cuatro grandes ríos. El agua que prueba Colón no es la de la vida eterna y ni siquiera la de la Eterna Juventud, pero para él como si lo fuera. Llega incluso a describir este espacio geográfico recurriendo a sus vastos conocimientos bíblicos, convirtiendo un posible locus amoenus clásico en un espacio preadánico. Son muchos los investigadores que creen que todo este “proyecto bíblico” fue una más de las engañifas a las que acudió frecuentemente con fines lucrativos. Sin embargo, será preciso reconocer que una estafa de tal calibre no se hubiera perpetuado al extremo de comprometer la hacienda y el honor de todos sus descendientes, tal y como se recoge en su testamento, fechado el 22 de febrero de 1498: Y porque al tiempo que yo me mobí para ir a descubrir las Indias, fue con intençión de suplicar al Rey y a la Reina, Nuestros Señores, que de la renta que Sus Alteças de las Indias obiesen, que se determinasse de la gastar en la conquista de Jerusalem, y ansí se lo supliqué, y si lo hacen, sea en buen punto, e si no, que todavía esté el dicho Don Diego [Colón] o la persona que heredare d’este propósito de aumentar el más dinero que pudiere para hir con el Rey Nuestro Señor, si fuere a Jerusalem a le conquistar, o hir solo con el más poder que tubiere que plaçera a Nuestro Señor, que si esa intención tiene e tubiere, que le dará el aderezo que lo podrá haçer y lo haga (p. 197; la cursiva es mía).

También en el relato que conservamos de su cuarto viaje encontramos esta obsesión típicamente colombina. El discurso del fracaso que vertebra la estructura narrativa e ideológica de la llamada Carta de Jamaica tiene como contrapeso el creciente protagonismo de Colón dentro de los planes universales de evangelización. Tal y como confiesa a los Reyes Católicos, llega incluso a soñar que una voz celestial le declara responsable último de la suerte de los pueblos recién descubiertos: Desque naçiste, siempre El tuvo de ti muy grande cargo. Cuando te vido en edad de que El fue contento, maravillosamente hizo sonar tu nombre en la tierra. Las Indias, que son parte del mundo tan ricas, te las dio por tuyas; tú las repartiste adonde te plugo, y te dio poder para ello. De los atamientos de la mar Océana, que estavan cerrados con cadenas tan fuertes, te dio las llaves; y fuiste ovedescido en tantas tierras y de los cristianos cobraste tanta honrada fama (pp. 322-323).

Las grandes señales de oro que cree advertir en Veragua le hacen albergar la esperanza de conseguir fantásticos e inigualables tesoros con los que poder em-

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prender “la reedificación de Hierusalem y el Monte Sion” y añade: “¿Quién será que se ofrezca a esto?” (p. 329). Él, por supuesto, siempre y cuando los Reyes Católicos le permitiesen volver a España con su honra y bienes restablecidos. Este perfil religioso que estamos dibujando de Cristóbal Colón, obsesionado con encontrar y conquistar al enemigo árabe el Santo Sepulcro de Jerusalén, no es el argumento de una novela de caballería, tal y como pudieron escribirla Torcuato Tasso o Boores, sino las puntas visibles de una personalidad extraordinariamente compleja para quien la sola sospecha de su conversión al islam resulta poco menos que intolerable. García Márquez golpea al descubridor allí donde más le duele, en el sentimiento religioso, y hace del Almirante un personaje de alfeñique. Como recuerda Michael Palencia-Roth, Colón vistió dos veces el hábito de San Francisco; la primera vez, “después del segundo viaje, y otra vez poco antes de morir”37. Tampoco debemos olvidar que fue enterrado en la iglesia de San Francisco de Valladolid. La última imagen que el patriarca tiene de él resulta sorprendente: lo reconoció desde la limusina presidencial disimulado dentro de su hábito pasado con el cordón de San Francisco en la cintura haciendo sonar una matraca de penitente entre las muchedumbres dominicales del mercado público y sumido en tal estado de penuria moral que no podía creerse que fuera el mismo que habíamos visto entrar en la sala de audiencias con el uniforme carmesí y las espuelas de oro y la andadura de bogavante en tierra firme (p. 253).

García Márquez reproduce en este fragmento dos instantes claves en la vida del Almirante: sus sueños de grandeza y la supuesta “penuria moral” en que se encuentra en el momento de su fallecimiento. La imagen de un Cristóbal Colón entrando en la sala de audiencias, como si fuera un bogavante, refleja con brillantez y mordacidad el trasiego de cortes, palacios y villas reales en las que busca financiación para sus grandes empresas marítimas. En el polo opuesto de su biografía encontramos la supuesta “penuria moral”, según la versión garcimarquiana, y la “penuria económica”, según la versión consolidada por la historiografía tradicional. Desde esta concepción historiográfica, la profunda religiosidad del Almirante le habría llevado a emplear honra y fortuna en la conquista del Santo Sepulcro y como consecuencia de tales quimeras habría muerto en la más absoluta pobreza y sin el reconocimiento de sus hazañas. De esta manera, los biógrafos colombinos resaltaban la grandeza del personaje, crecido siempre en la lucha religiosa y afrontando con entereza la adversidad.   Palencia-Roth (1983: 196).

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Su biografía, convertida muy pronto en hagiografía, fue también utilizada por Alejo Carpentier en El arpa y la sombra para recrear el proceso de beatificación iniciado por el papa Pío ix, Giovanni Maria Mastai-Ferretti, con motivo de la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América. La impronta de un aventurero santificado por la historia ha estado latente en los últimos siglos. Aunque Cristóbal Colón murió en el más absoluto abandono, al punto que el cronista oficial de la ciudad de Valladolid no anotó este suceso, no fue ni mucho menos en las condiciones de pobreza que se han dibujado secularmente. García Márquez da una nueva pincelada al último cuadro en la vida del navegante genovés y convierte la supuesta pobreza económica en algo mucho más grave: la penuria moral. Colón es, para el escritor colombiano, el principal responsable y artífice de la suerte torcida que ha vivido Hispanoamérica en el proceso colonizador que llega hasta nuestros días. La parodia que García Márquez hace de la biografía colombina alcanza su punto culminante cuando convierte su aventura en busca de las tierras de Catay y del Gran Kan, siguiendo la estela de Marco Polo, en un intento de conseguir “lo único que le interesaba de veras […] descubrir algún tricófero magistral para su calvicie incipiente” (p. 252). Cristóbal Colón, Almirante de la mar océana y gran artífice de la historia moderna, aparece así como un vulgar curandero medieval a la caza y captura de un crecepelos. Hay un dato, además, que interesa al patriarca y es la posibilidad de “ver si era cierto lo que le habían dicho que tenía las manos lisas como él y como tantos otros grandes de la historia” (p. 252). El hecho en sí es inaudito y por tanto propio del realismo mágico. Nadie nace con las manos lisas, porque en las bifurcaciones de la piel está escrita la vida de los hombres. El patriarca viene al mundo con una fisonomía muy particular, al punto que “solo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para rey” (p. 133). Sus manos lisas aparecen en numerosas ocasiones a lo largo de la novela y siempre para resaltar y matizar la peculiaridad de su carácter. Así, por ejemplo, conocemos “su incapacidad de amar en el enigma de sus manos mudas” (p. 263) o su condición mesiánica en “la palma de la mano de matarraya” (p. 65). Una pitonisa nos llega a decir que “aquellas manos cuyas palmas lisas y tensas como el vientre de un sapo no había visto jamás ni había de ver otra vez en mi muy larga vida de escrutadora de destinos ajenos” (p. 95) revelan un pasado en blanco. Lo que no llega a saber esta ni ninguna otra pitonisa es que se trata de “la palma de una mano sin origen” (p. 23), atendiendo precisamente a su condición de arquetipo literario. El patriarca cree que Cristóbal Colón también tiene las manos lisas

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porque en él se origina el poder colonial. De la misma manera que ha heredado la “espuela de oro” del Almirante, ha podido también heredar este rasgo extraordinario de sus manos. Para confirmar o desmentir esta circunstancia: había ordenado traerlo, incluso por la fuerza, cuando otros navegantes le contaron que lo habían visto cartografiando las ínsulas innumerables de los mares vecinos, cambiando por nombres de reyes y de santos sus viejos nombres de militares (p. 252).

Aunque de pasada, García Márquez está haciendo alusión a uno de los acontecimientos más importantes sobre los que se cimentó el conocimiento del Nuevo Mundo: su bautismo lingüístico. La aprehensión intelectual de la realidad recién descubierta fue iniciada precisamente por Cristóbal Colón, cambiando de nombre la toponimia ininteligible que fue encontrando en su periplo americano. Todos aquellos lugares consagrados a héroes y dioses locales fueron asimilados para la conciencia europea a través de un bautismo fundacional que suprimió de golpe los topónimos tradicionales en favor de otros de clara tendencia pragmática y religiosa38. En la medida en que vastas extensiones de territorio fueron reconocidas con nombres procedentes de la península, las llamadas Indias tomaron cuerpo y entidad para una Europa que se abría paso a trompicones hacia el pensamiento renacentista39. La imagen de Colón cartografiando todas aquellas islas que creyó situar muy cerca de Catay —conforme a la versión de Marco Polo— o su caracterización como hombre profundamente religioso que viste el hábito de San Francisco, o la insistencia machacona y macabra de su peregrinaje póstumo o el desastre de su nao capitana en el naufragio que presencia el patriarca desde su palacio presidencial, ponen de manifiesto el conocimiento acertado y exhaustivo que García Márquez tiene de la vida del Almirante. Pero además, la utilización atinada que hace de aquellos rasgos más sobresalientes de esta biografía insólita confirman su peculiar método de trabajo, su técnica “iceberg” de construcción literaria, según la cual el perfil que se detecta en la psicología (o actuación) de un personaje o las líneas que marcan una situación literaria constituyen solo un octavo del trabajo intrínseco del escritor y son para García Márquez “los siete octavos que están

  Cfr. las obras de Menéndez Pidal La lengua de Cristóbal Colón (1959) y de Todorov La conquista de América. El problema del otro (1987). 39   Esta es la idea que subyace en estudios ya clásicos, entre los que destaco Los libros del conquistador, de Leonard (1978); La vocación literaria del pensamiento histórico en América. Desarrollo de la prosa de ficción: siglos xvi, vvii y xviii, de Pupo-Walker (1982); Historia y literatura en Hispanoamérica (1492-1820), de Hernández Sánchez-Barba (1978); Lo medieval en la conquista y otros ensayos, de Tovar (1970) y La idea del descubrimiento de América, de Edmundo O’Gorman (1951). 38

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debajo del agua los que sustentan [esa realidad literaria]”40, la materia prima con la que debe trabajar todo novelista. Sus novelas están montadas con el mismo esmero con que el coronel Aureliano Buendía ensartaba una a una las escamas de sus pescaditos de oro. “No se puede hacer buena literatura, refiere García Márquez, si no se conoce toda la literatura. Hay una tendencia a menospreciar la cultura literaria, a creer en el espontaneísmo, en la invención. La verdad es que la literatura es una ciencia que hay que aprender”41. Y más adelante señala que “uno tiene que trabajar con sus propias realidades, eso no tiene remedio. El escritor que no trabaja con su propia realidad, con sus propias experiencias, está mal, anda mal”42. Sus experiencias de escritor y periodista, las primeras que registra en su niñez y las últimas que aborda desde su madurez intelectual, el mestizaje cultural que lo alimenta o su visión mágica del Caribe y de América Latina tienen mucho que ver con Cristóbal Colón y su Diario de navegación. En él comienza su tradición cultural y todos los equívocos que han tenido lugar en Hispanoamérica desde hace más de cinco siglos. Utilizar a un personaje de estas características equivale a estudiar el poder desde su implantación en territorio americano, con la certeza añadida de que el realismo mágico no solo comienza en los escritos de su cuaderno de bitácora, sino también en los rasgos insólitos de su biografía desconcertante.

  Rentería Mantilla (1979: 205).   Rentería Mantilla (1979: 206). 42   Rentería Mantilla (1979: 206). 40 41

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Capítulo 6º Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa. Dos novelistas y un tirano

EL TIRANO QUE NO CESA Al celebrarse los 25 años de la llegada al poder de Rafael Leónidas Trujillo, uno de sus hombres de confianza, el incombustible y sempiterno Joaquín Balaguer, hacía lectura de un texto cuyo título y contenido son un verdadero compendio del mundo disparatado de los dictadores: “Dios y Trujillo: una interpretación realista de la historia dominicana”1. ¿Cómo ha podido sobrevivir la República, se preguntaba Balaguer en la tribuna de oradores, a más de cuatro siglos de guerras, catástrofes naturales, invasiones, saqueos y corruptelas? La respuesta era evidente: Dios había intervenido de forma directa en las cuestiones dominicanas, a la espera de que llegara, casi medio milenio después, el hombre proverbial, mesiánico, único e incansable, capaz de convertir un corral lleno de mulatos y negros en un país próspero y modélico en la vida cotidiana del Caribe: “El más ligero análisis de la historia nacional revela”, escribe Balaguer, “que solo a partir de 1930, esto es, después de cuatrocientos treinta y ocho años del Descubrimiento, es cuando el pueblo dominicano deja de ser asistido exclusivamente por Dios para serlo igualmente por una mano que parece tocada desde el principio de una especie de predestinación divina: la mano providencial de Trujillo […]. Dios y Trujillo: he ahí, pues, en síntesis, la explicación, primero, de la supervivencia del país, y luego, de la actual prosperidad de la vida dominicana”2. Ese hombre gobernó el país durante treinta y un años como si hubiera sido una finca de su propiedad. Le cambió el nombre a su capital, que había sido desde los tiempos de la colonia Santo Domingo, por Ciudad Trujillo, estableció una datación cronológica singular, inaugurando una nueva era, la era de Trujillo y llenó documentos y edificios con un lema mesiánico: “Dios y Trujillo”. Rafael Leónidas Trujillo Molina utilizó sus siglas para establecer lo que debían ser las bases de su régimen: Rectitud, Libertad, Trabajo y Moralidad. Nadie 1 2

  Balaguer (1955: vol. I, 50-61).   Balaguer (1955: vol. I, 61).

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duda de su capacidad de trabajo, ni defensores, ni detractores, pero su régimen fue un atentado constante contra la libertad y un verdadero cáncer para los valores que deben presidir el entramado moral y ético de un país. Trujillo llenó la República de estatuas conmemorativas, colocadas siempre en lugares estratégicos, para enseñanza de su pueblo; canonizó a su madre, doña Julia; convirtió a su hijo Ramfis en coronel con apenas cuatro años y en general con nueve. Fue además el padrino de cientos de niños que nacieron en Ciudad Trujillo, como una forma de crear vínculos más estrechos con gentes de todas las clases sociales, y convirtió los diferentes gobiernos dominicanos en una prolongación de su propia familia. Megalómano, excéntrico, frío e implacable, el Jefe, como le conocían sus más allegados, acumuló durante su vida cuanto título encontró por su camino y fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Pittsburgh, a pesar de ser semianalfabeto y considerar a los intelectuales como una “recua de canallas”. Fue condecorado por el papa Pío XII con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio, a pesar de ser uno de los dictadores más sanguinarios del siglo xx. También acumuló riquezas en forma de tierras, minas, carreteras, fábricas, comercios, mil y un negocios de pelaje variopinto, con lo que llegó a convertirse en uno de los hombres más ricos de su tiempo. Llegó incluso a construir una mansión para dictadores jubilados o caídos en desgracia como Marcos Pérez Jiménez, de Venezuela; Fulgencio Batista, de Cuba; Gustavo Rojas Pinilla, de Colombia, y Juan Domingo Perón, de Argentina, motivo literario que fue utilizado por García Márquez en El otoño del patriarca3. 3   De la extensa bibliografía sobre Trujillo y su época, destaco la obra de John Bartlow Martin, quien fue embajador en la República Dominicana y vivió de primera mano los acontecimientos que propiciaron la caída del dictador: El destino dominicano. La crisis dominicana desde la caída de Trujillo hasta la guerra civil (1975). Véase también el excelente estudio de Lauro Capdevila, La dictature de Trujillo (République Dominicaine, 1930-1961) (1998). El texto de García Márquez dice así:

[El patriarca] se pasaba la tarde jugando dominó con los antiguos dictadores de otros países del continente, los padres destronados de otras patrias a quienes él había concedido el asilo a lo largo de muchos años y que ahora envejecían en la penumbra de su misericordia soñando con el barco quimérico de la segunda oportunidad en las sillas de las terrazas, hablando solos, muriéndose muertos en la casa de reposo que él había construido para ellos en el balcón del mar después de haberlos recibido a todos como si fueran uno solo, pues todos aparecían de madrugada con el uniforme de aparato que se habían puesto al revés sobre la piyama, con un baúl de dinero saqueado del tesoro público y una maleta con un estuche de condecoraciones, recortes de periódicos pegados en viejos libros de contabilidad y un álbum de retratos que le mostraban a él en la primera audiencia como si fueran las credenciales […] pero él les concedía el asilo político sin prestarles mayor atención ni revisar credenciales porque el único documento de identidad de un presidente derrocado debe ser el acta de defunción, decía, y con el mismo desprecio escuchaba el discursillo ilusorio de que acepto por poco tiempo su noble hospitalidad mientras la justicia del pueblo llama a cuentas al usurpador, la eterna fórmula de solemnidad pueril que poco después

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Por razones diferentes, Trujillo saltó a la actualidad por medio de dos de las novelas más celebradas del 2000: La fiesta del Chivo y El niño de los coroneles, de Fernando Marías. Esta última obtuvo el premio Nadal en el año 2000. Es una novela que analiza el fenómeno de la violencia, las relaciones entre las víctimas y los victimarios, en una geografía imaginaria —como ya hicieran Valle-Inclán en Tirano Banderas o Joseph Conrad en Nostromo—, que es a un mismo tiempo contrautopía e infierno y que lleva por nombre Leonito, en una clara alusión al dictador dominicano. Habría que recordar en esta introducción el Quinteto de Buenos Aires, en donde Vázquez Montalbán y su detective Pepe Carvalho se sumergen en el mundo de los desaparecidos, de los niños raptados por los mandos militares y la lucha de las madres de la Plaza de Mayo, convertidas ya en abuelas, lo que trae inevitablemente a la memoria la tragedia vivida por el poeta Juan Gelman. En realidad, estas novelas no han hecho más que apuntalar la vigencia que ha cobrado a finales del siglo pasado el fenómeno de las dictaduras militares, sobre todo en Hispanoamérica, con los procesos judiciales que han saltado a los medios de comunicación. Conforme se ha ido produciendo la creciente y progresiva democratización de países como Argentina, Chile, Uruguay o Paraguay, asistimos a la desarticulación y al conocimiento de poderosas infraestructuras represivas cuyo funcionamiento no se limitaba solo a las fronteras nacionales, sino que en muchos casos extendían sus redes de influencia a otros países igualmente dictatoriales. Los diferentes procesos judiciales abiertos a finales de la década de los noventa han puesto de manifiesto una estrechísima colaboración entre las diferentes dictaduras del cono sur americano. Podría hablarse en algunos casos de una suerte de “pandictadura latinoamericana”, que tuvo su momento de esplendor en los años setenta y ochenta. Desapariciones, raptos, violaciones, ejecuciones, extradiciones y un sinfín de irregularidades jurídicas han convertido a muchos de estos países en verdaderos esperpentos de la civilización. El testimonio de algunos de los artífices de la represión, como es el caso de Adolfo Scilingo en Argentina o el proceso seguido contra Humberto Gordon, el brazo ejecutor de Pinochet y director de la CNI (Central Nacional de Inteligencia), o la detención de Cavallo (conocido como Sérpico o Marcelo) por orden del juez Baltasar Garzón, ha venido a situar la realidad muy por encima de la ficción. Los horrores cometidos en la temida Escuela de Mecánica de la Armada, entre 1976 y 1983, o los llamados vuelos de la muerte, cuyo único fin era arrojar al mar a los supuestos disidentes del régimen dictatorial para hacerlos le escuchaba al usurpador, y luego al usurpador del usurpador como si no supieran los muy pendejos que en este negocio de hombres el que se cayó se cayó, y a todos los hospedaba por unos meses en la casa presidencial, los obligaba a jugar al dominó hasta despojarlos del último céntimo (pp. 23-24).

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desaparecer comidos por los tiburones, terminaron dándole la razón a los métodos expeditivos empleados por el viejo Patriarca de García Márquez. Las propias “caravanas de la muerte” organizadas por la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) chilena o los largos tentáculos ejecutores del SIM (Servicio de Inteligencia Militar) de la dictadura de Trujillo, en la República Dominicana (19301961), eliminando a adversarios políticos y haciendo desaparecer a personajes de gran relevancia más allá de las fronteras dominicanas, han terminado por convertirse en uno de los lugares comunes de la llamada “novela de la dictadura” 4.

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN Y EL CASO GALÍNDEZ El escritor catalán Vázquez Montalbán ha sido considerado como uno de los autores más comprometidos de su generación. Creador de una de las sagas novelísticas más interesantes de las últimas décadas, protagonizada por el detective Pepe Carvalho, Vázquez Montalbán publicó en 1990 una de sus novelas más importantes: Galíndez5. Galíndez no es una novela de la dictadura, tal y como concebimos este metagénero al uso, aunque sí utiliza rasgos y características narrativas en donde se proyecta la larga figura del dictador Rafael Leónidas Trujillo. Para construir su novela, Vázquez Montalbán utilizó como coartada una investigación: en este caso no de tipo policial, como lo haría su inmortal Pepe Carvalho, sino siguiendo el procedimiento habitual de una tesis doctoral. Su protagonista femenina, Muriel Colbert, es una profesora ayudante de Sociología en la Universidad de Yale, que emprende una investigación de gran calado sobre la figura de Jesús de Galíndez Suárez, desaparecido en el metro de Nueva York el 12 de marzo de 1957. La intención última de la doctoranda Colbert es analizar la figura de Galíndez como ejemplo de resistencia ante las formas complejas de la violencia en dos dictaduras de diferente cuño, una europea (la de Franco) y la otra caribeña (la de Trujillo). A través de las pesquisas doctorales de Muriel Colbert, descubrimos a un personaje verdaderamente fascinante, rescatado del olvido administrativo gracias a la intuición creadora de Vázquez Montalbán: Jesús de Galíndez Suárez. Jurista y escritor vasco nacido en Madrid en 1915. Murió su madre a temprana edad y fue educado por su padre que era médico. Jesús de   Para una caracterización de esta modalidad narrativa, véanse los trabajos de Calviño La novela del dictador en Hispanoamérica (1985) y Sandoval Los dictadores y la dictadura en la novela hispanoamericana (1851-1978) (1989). 5   Galíndez, Barcelona, RBA Editores, 1990. Todas las citas son de esta edición. 4

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Galíndez estudió en la Universidad Complutense de Madrid y fue un joven profesor adjunto de Sánchez Román, catedrático de Derecho Político que tuvo como profesores adjuntos tanto a un futuro ministro del Interior de Franco, como a juristas leales a la República. Durante su estampa madrileña, Galíndez militó en las juventudes universitarias del Partido Nacionalista Vasco y cuando estalló la guerra fue uno de los ayudantes de Manuel de Irujo, ministro de Justicia, y vasco también. De hecho, se dedicó a salvar paisanos perseguidos por los incontrolados, incluidas monjas, y su lealtad hacia la República era una estricta lealtad hacia el País Vasco cuyas libertades estaban amenazadas por el franquismo. Al acabar la guerra huyó a Francia y de allí pasó a la República Dominicana, donde ejerció de profesor de Derecho y abogado laboralista. En 1946 se trasladó a Nueva York donde desarrolló una gran labor como organizador de grupos antifranquistas, llegando a ser representante del PNV en la ONU y ante el Departamento de Estado. Mientras tanto, preparaba su tesis sobre Trujillo, el dictador dominicano, que presentó en la Universidad de Columbia en febrero de 1956, a pesar de las presiones del propio Trujillo y sus colaboradores del lobby dominicano de Estados Unidos para que no la presentara. Días después, exactamente el 12 de marzo de 1956, era secuestrado y nunca más se volvió a saber de él (p. 23).

Por paradójico y sorprendente que resulte, Jesús de Galíndez Suárez, exiliado y perseguido por partida doble, desapareció en la Quinta Avenida de Nueva York a plena luz del día con el consentimiento, cuando no la colaboración, del gobierno de los EE. UU. La reconstrucción histórica de los hechos, siempre con la cautela debida, nos permite suponer que Galíndez fue secuestrado por agentes pertenecientes al lobby trujillista con la posible colaboración de la CIA, conducido en un avión de las líneas dominicanas por un piloto norteamericano, Gerald Murphy, para ser más tarde torturado salvajemente, estrangulado y arrojado a los tiburones en algún lugar del malecón. Lo que en principio parecía un crimen más de la famosa Era de Trujillo, acostumbrada a cometer todo tipo de tropelías dentro y fuera de las fronteras de la República, en muy poco tiempo pasó a convertirse en el detonante del asesinato del Generalísimo, con la consiguiente caída del régimen. En un principio la desaparición de Galíndez fue silenciada y archivada en alguna gaveta administrativa. Por razones de diversa índole, el gobierno franquista no estaba dispuesto a mover ni un solo dedo para averiguar el paradero de este nacionalista que se había señalado por sus gestiones para que la España franquista no fuese admitida en la ONU. Galíndez había llevado a cabo una intensa campaña de hostigamiento contra Francisco Franco e incluso había conseguido ciertas garantías de los servicios de inteligencia norteamericanos para restaurar la democracia en España y proclamar la soberanía del país vasco. Sin embargo, el caso Galíndez no quedó cerrado en el propio Galíndez, sino que tuvo numerosas ramificaciones

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que a la postre implicarían también a ciudadanos norteamericanos. De hecho, Trujillo no solo mandó asesinar a nuestro protagonista, sino también al piloto norteamericano encargado de llevarlo hasta la República, el citado Gerald Murphy y al ayudante de este, un incondicional del trujillismo llamado Octavio de la Maza. Pero además, fueron asesinados otros contactos intermedios, como los mecánicos que habían llenado el tanque del avión en su viaje desde Nueva York a Ciudad Trujillo o algunos testigos que habían visto llegar con vida a un Galíndez narcotizado, que sería ejecutado días más tarde. En total se calcula que fueron unas doce personas las eliminadas en diferentes lugares y con diferentes métodos para borrar cualquier huella que permitiese relacionar al exiliado vasco con las fuerzas represivas de Trujillo. Sin embargo, a pesar de su enorme habilidad como estadista y a sus magníficas relaciones con EE. UU., Trujillo no supo ver las dimensiones que entrañaba esa operación. De hecho, la aparición del cadáver de Murphy fue el detonante para crear un ambiente de malestar entre ambas naciones. El senador liberal Porter utilizó como pretexto la muerte del piloto Murphy para iniciar una campaña continental contra Trujillo y el lobby trujillista en EE. UU. El propio Porter fue investigado al máximo por la CIA en un intento de detectarle algún tipo de conexión procomunista o antinorteamericana, pero estas pesquisas resultaron inútiles. Los propios senadores, conservadores y liberales, se sintieron incómodos con su tenacidad porque indirectamente todos habían tolerado al dictador dominicano. Habían protegido a un auténtico monstruo con el único argumento de frenar el incipiente comunismo que estaba desarrollándose en el continente americano. Fue Porter quien deterioró la imagen internacional de Trujillo y quien propició las sanciones económicas que llevaron a la ruina a la República Dominicana a finales de los años cincuenta. Curiosamente, su carrera política finalizó en 1961, coincidiendo con la muerte del dictador6. Las implicaciones del caso Galíndez no solo se dieron en EE UU., sino que también tuvieron sus ramificaciones dentro de las propias fuerzas armadas dominicanas. Días después del hallazgo del cuerpo de Murphy, el otro ayudante, Octavio de la Maza, fue encarcelado como responsable de este atentado. Días más tarde Tavito, como lo conocían familiarmente, aparecía ahorcado en su celda habiendo dejado como testamento una supuesta carta manuscrita aclarando las circunstancias del suicidio: Octavio de la Maza reconocía ser el responsable de la muerte de Murphy a causa de unos requerimientos homosexuales que este le había hecho. Al parecer, se había suicidado para poner fin a los remordimientos

6   Véase el monumental trabajo de Urquijo, Galíndez: la tumba abierta. Los vascos y los Estados Unidos (1993).

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que no le dejaban vivir. Una vez más el trujillismo había operado de una forma similar: se trataba no solo de eliminar al enemigo, al adversario o al oponente, sino que también había que arruinarle su reputación. Los peritos caligráficos que analizaron la carta declararon bajo pena de muerte que era auténtica y una vez más Trujillo y el jefe del SIM, el coronel Arturo Espaillat, salieron aparentemente victoriosos de este lance. Evidentemente todo había sido una farsa. A Murphy lo mataron los tristemente famosos caliés del SIM y a De la Maza, posiblemente sus propios compañeros del ejército. Esta muerte fue determinante para que su hermano, Antonio de la Maza, organizase una conspiración contra Trujillo para poner fin a tres décadas de infamias políticas. La preparación de este complot y la ejecución del tiranicidio constituyen el núcleo original sobre el que Vargas Llosa construye su novela La fiesta del Chivo. Vázquez Montalbán había oído hablar del caso Galíndez en el claustro de la Universidad de Barcelona, en el otoño de 1956, cuando solo contaba con 17 años. Hasta la universidad llegaron los ecos de un escándalo político de alcance internacional que había sido portada en los periódicos norteamericanos, del que hablaban las principales agencias de información, y al que le habían dedicado reportajes especiales, como el publicado en la revista Life en 1957. Por supuesto Franco había silenciado hasta el último dato. Dice Vázquez Montalbán: Han pasado 30 años y he convivido con Galíndez en la recámara de mi imaginación hasta que, reunidos materiales y seguridades en mi propia escritura, me he decidido a dedicarle una novela en la que Jesús de Galíndez se convierte en materia de reflexión sobre la ética de la resistencia, escrita precisamente en tiempos en que está en descrédito la ética de la resistencia. Galíndez fue asesinado por Trujillo y temeroso el dictador de los testigos del complicado montaje fue matándolos uno a uno, sin darse cuenta de que dos de ellos iban a convertirse en el detonador de su propia ejecución. El asesinato del piloto norteamericano Murphy, que trasladó a Galíndez hasta la República Dominicana, echó encima a la opinión democrática estadounidense y con el tiempo le retiró el apoyo de la CIA. El asesinato del oficial dominicano cómplice del piloto Murphy, Octavio de la Maza, trajo como consecuencia que un hermano de De la Maza fuera uno de los urdidores del atentado y la muerte del dictador. Círculo cerrado (El País, 19-2-90).

Ahora bien, ¿por qué Galíndez se había convertido en una obsesión para los servicios secretos dominicanos, al punto de perpetrar un secuestro en pleno centro neoyorquino? Por sorprendente que resulte, la respuesta la encontramos en un libro, o mejor, en una tesis doctoral que lleva por título La Era de Tru-

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jillo7. Jesús de Galíndez había llegado a la República Dominicana en 1940 y allí permaneció hasta 1946, desempeñando diferentes trabajos, pero sobre todo ejerciendo como profesor de Derecho. En estos años Galíndez recopiló un material de enorme valor sobre la personalidad del dictador, sobre su familia, su gobierno, sus propiedades, con todo tipo de datos que resultaban verdaderamente incómodos para el ‘gran benefactor’ de la patria. Una vez establecido en Nueva York, doblemente exiliado, Galíndez consiguió un puesto de trabajo en la Universidad de Columbia dando clases de Sociología Política. Es allí donde redacta su tesis doctoral, a pesar de las intimidaciones del lobby trujillista y de los intentos del Jefe de comprarle el manuscrito para que este no saliera a la luz. Los servicios secretos dominicanos llegaron a ofrecerle 50.000 dólares de la época, una verdadera fortuna que Galíndez rechazó de forma inmediata, quizás sabiendo que en ese rechazo estaba firmando su propia sentencia de muerte. Quienes lean La era de Trujillo encontrarán que es un libro excepcional, escrito con rigor y valentía, con una gran profundidad en su análisis y con un tipo de información que revela el lado menos amable del régimen. El día que Galíndez desapareció en el metro de Nueva York, había dejado olvidado sobre la mesa el manuscrito de la tesis, como un testigo privilegiado de la tragedia. La Universidad de Columbia concedió a Galíndez un doctorado honoris causa post mortem y el libro fue publicado y difundido de forma generosa por toda Hispanoamérica. A España solo llegaron los consabidos ejemplares clandestinos, recordando las listas de libros prohibidos de los mejores tiempos de la Inquisición. En su tesis doctoral Galíndez habla también de la familia de Trujillo, vinculada a todas las teclas del poder por medio de un nepotismo descarado y sin maquillajes. Analiza la situación del hijo mayor del Jefe, el colérico y desequilibrado Ramfis Trujillo o la vida sentimental de Angelita Trujillo o de las ristras de hermanos del dictador (legítimos o naturales), aficionados a la juerga, al alcohol y a la vida disipada. Estas son las principales conclusiones a las que llega el doctorando: 1) Es una dictadura o tiranía de tipo personal. 2) Adopta la apariencia de un sistema constitucional y democrático (tiene Senado, Congreso, tribunales, elecciones), común a otras dictaduras latinoamericanas, pero todo es solo una artimaña política. 3) Ha suprimido las libertades políticas y ha utilizado el ejército como fuerza de apoyo. 4) Tiene partido único y sindicatos gubernamentales, técnica de propaganda, pero carece de programa y de base doctrinal. 7

  Santiago de Chile, Editorial del Pacífico, 1956.

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5) Intenta adaptarse cuando interesa a las corrientes internacionales. 6) Practica un feroz anticomunismo, aunque se ha servido de él cuando le ha interesado. 7) Señala la megalomanía de Trujillo y su nepotismo, adoración y servilismo. Procura que los hombres de confianza no duren mucho en sus cargos. 8) Ha conseguido por la fuerza mantener el orden y ciertos progresos materiales. 9) Este progreso está mal repartido. 10) El futuro del país es incierto al no existir fuerzas políticas reales, lo que pudiera provocar un caos al desaparecer el dictador. Trujillo no podía en modo alguno permitir que se publicase un libro de estas características y por eso, como había hecho en otras muchas ocasiones, mandó eliminar al “vasco” desagradecido para escarmiento y ejemplo de futuros opositores. La novela de Vázquez Montalbán plantea una situación paralela treinta años después del asesinato de Galíndez. La tesis doctoral iniciada por la ayudante Colbert trata de dibujar la capacidad de resistencia de Galíndez sobre el telón de fondo de una dictadura siniestra, que fue utilizada por EE. UU. como bastión anticomunista. Sus investigaciones, primero en el País Vasco y más tarde en la propia República Dominicana, ponen en guardia a los agentes de la CIA, quienes ven en este trabajo un elemento perturbador en el frágil equilibrio político del Caribe. No en vano, muchos de quienes participaron en el proceso estaban todavía vivos en los años noventa, incluso a finales de la década, como lo prueba el hecho de que fueran entrevistados por el propio Vargas Llosa para su novela. Sobre esta premisa un tanto absurda se pone en funcionamiento la maquinaria represiva norteamericana, dispuesta a utilizar todo tipo de métodos para que Galíndez no sea exhumado y utilizado supuestamente como arma política8. Vázquez Montalbán utiliza toda su experiencia como analista político, como creador y como lector del género negro y la novela de espías para construir unos personajes que tienen vida propia. Robert Robards, por ejemplo, es el funcionario de la CIA encargado de parar la investigación. Robards es un agente frío y despiadado, implacable en sus métodos, capaz de emocionarse leyendo a T. S. Elliot o de disertar sobre la importancia de los árboles en la literatura o en la mitología clásica, lo que pone de manifiesto una enorme versatilidad en su formación, destinada a lo que él llama la “tecnología de la seguridad”. Es Robards quien se enfrenta al director de la tesis de Muriel, el profesor Radclift, un docente con doble moral

8   Véase la reseña que dedicó a este tema el escritor Eduardo Haro Tecglen, “Reaparece Galíndez”, en El País, 15-4-1990.

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y de carácter endeble y un tanto felpudo, capaz de plegarse continuamente a los intereses del poder, a pesar de que hace continuo proselitismo en sus clases sobre la ética de la resistencia, lo que lo convierte en cómplice, por omisión, en el desenlace trágico de la novela9. A través de Robards descubrimos las miserias de la vida académica, el funcionamiento interno de la CIA y, sobre todo, la efectividad de los servicios secretos con sus ristras de contactos, soplones, verdugos y confidentes. Se trata de una verdadera colección de hombres y mujeres que viven falsas vidas, dobles existencias, enmascarados y simulando situaciones y sentimientos en una escenografía de difícil interpretación. En este sentido, uno de los personajes mejor creados es don Voltaire O’Shea, de verdadero nombre don Angelito, cómplice en su día de la desaparición de Galíndez, quien se va a convertir 30 años después en cómplice de la desaparición de Muriel. La novela se mueve en un doble tiempo narrativo: el presente, en el que la doctoranda realiza sus investigaciones (1988), y el pasado, los días previos y posteriores al secuestro de Galíndez. Vázquez Montalbán reconstruye en el presente el funcionamiento de los servicios secretos norteamericanos (también dominicanos) y de la propia vida universitaria. La inclusión de un personaje como don Angelito en medio de los cubanos exiliados en Miami, nos permite adentrarnos en el anticomunismo furibundo que se vive en La Habana Chica, con sus colectivos recalcitrantes y su permanente nostalgia por un mundo arrasado por el castrismo. Vázquez Montalbán viajó por los escenarios por los que transcurre la novela, entrevistó a buena parte de los supervivientes que conocieron a Galíndez, que lo ayudaron o lo acusaron, y pudo recopilar una enorme cantidad de material burocrático de cómo se había llevado el proceso en pleno franquismo a través del silencio y la complicidad de los embajadores Sánchez Bella y José María de Areilza10. En el presente de Muriel el dictador es apenas una evocación, un fantasma del pasado, un recuerdo doloroso que ha condicionado la vida dominicana. Nos interesa por tanto centrarnos en la visión que Vázquez Montalbán da del Generalísimo en su encuentro con Galíndez, en la prisión de El Kilómetro Nueve, a mediados de marzo de 1957.

9   La “ética de la resistencia” es un tema clave en la obra literaria y ensayística de Vázquez Montalbán, debido en parte a sus posicionamientos políticos e ideológicos. Destaco su ensayo “Posdata: desde la ética de la resistencia para insumisos discretos”, recogido en La literatura en la construcción de la ciudad democrática, (1998: 107-111). 10   Desde la publicación de la novela, esta fue considerada como un texto híbrido “a caballo entre el reportaje y la ficción” (Miguel García-Posada, “Galíndez”, ABC literario, 5-5-1990). Para Fernando Valls “ésta es una novela crónica, si se quiere, en la que se mezcla la ficción y la realidad, personajes inventados y reales. Lo que en otras literaturas se ha llamado narraciones documento, a la manera de Truman Capote, Norman Mailer o Leonardo Sciascia” (2003: 117).

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Trujillo aparece de forma específica en los capítulos 7º y 10º de la novela, aunque su presencia se deja sentir a lo largo de toda la obra. En el primero de ellos Galíndez es interrogado por Arturo Espaillat, jefe del SIM, al que todos conocían por Navajita, apodo que tiene que ver tanto con su aspecto físico (alto, delgado, espigado) como con los métodos empleados en las torturas y en los interrogatorios a los presos políticos. Espaillat había sido militar de carrera, graduado en la Academia de West Point, con una enorme formación en el campo del espionaje y el contraespionaje, especialista en los métodos más sofisticados de tortura. De hecho, en un libro publicado contra su antiguo jefe, titulado Trujillo: anatomía de un dictador, Espaillat presume de haber cometido todo tipo de crímenes y haber ejercido la violencia descontrolada al servicio del dictador. Es al final del capítulo 7º cuando aparece Trujillo, presentado como “Benefactor y Padre de la Patria Nueva”, caracterizado por esa mirada punzante y terrible de la que hablaban amigos y enemigos. Dice el narrador: “De pronto te echa encima sus ojos grandes y carbónicos, helados, como dos balas de pistola negra” (p. 162). Ante la presencia inquietante del dictador, cuyo cuerpo despide una “cólera caliente y oscura”, Galíndez comprende que nada de lo que le ha ocurrido antes tiene mayor importancia comparado con lo que le espera. El falso fiscal que se dirige a él esgrime como argumento para demostrar su culpabilidad un ejemplar mecanografiado de su tesis doctoral, cuyo contenido será desgranado de forma minuciosa y sectaria, manipulado sus datos hasta el esperpento, tal y como puede leerse en el capítulo 10º. Este nuevo capítulo recrea la pantomima de un falso juicio, cuyo absurdo trae hasta la memoria algunos pasajes de El Señor Presidente (cap. XXIX, “Consejo de guerra”) de Miguel Ángel Asturias. El fiscal del caso, un fantoche al servicio del dictador, se refiere a la tesis doctoral como un texto “abyecto, bajo, degenerado, infame, perruno, despreciable, prostituido, repugnante, sucio libelo cuyo simple manoseo, aunque obligado, me lleva al vómito y sólo la disciplina que me impone el mandato inapelable de Su Excelencia, me fuerza a tocarlo y leerlo en las partes que más demuestran su suciedad e ingratitud” (p. 207). En este juicio no hay abogados defensores, ni garantías legales, sino únicamente el enfrentamiento entre la víctima y el victimario, tan frecuente en la novela de la dictadura, y la certeza de que la sentencia ha sido dictada antes del circo judicial. Trujillo es presentado como “el primero de los dominicanos, el Jefe Supremo del Ejército y la Armada, Hijo benemérito de la República, Generalísimo de los ejércitos, Benefactor de la patria y Padre de la Patria Nueva, primer dominicano entre todos los primeros dominicanos, máximo Libertador de América desde los tiempos de Bolívar, Su Excelencia Rafael Leónidas Trujillo” (p. 206). El narrador ofrece datos de cómo se produce el ascenso imparable del Jefe o sus

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relaciones con la delincuencia organizada. Mientras que el fiscal va desgranando uno a uno todos los datos por los que se le acusa, Trujillo permanece sentado en una esquina, con los ojos clavados en el reo. La secuencia, magníficamente construida desde el punto de vista de la tensión psicológica, dibuja a una figura omnipotente e implacable. Por medio del fiscal conocemos las reacciones del Generalísimo, su falso puritanismo cuando se trata de defender a su familia, su frivolidad cuando se habla de la virilidad de Galíndez o el carácter mesiánico de su dictadura cuando proclama como lema fundamental “Dios y Trujillo”. En todo momento se muestra cruel y violento, incluso con sus colaboradores más directos, como es el caso de Espaillat, lo que viene a demostrar que los favoritos y allegados dejan de serlo con la misma arbitrariedad con que disfrutan de su confianza. Trujillo justifica sus riquezas, convertido en uno de los hombres más ricos de su tiempo, porque gracias a sus muchas empresas da trabajo a miles de dominicanos. Lo que no soporta es que se cuestione a su familia, patrimonio intocable, a pesar de la barbarie de sus hermanos y del carácter histriónico de sus hijos, sobre todo de Radhamés, convertido en mariscal en su viaje a Madrid, a pesar de ser un niño, o de Ramfis, que fue nombrado coronel a los cuatro años y general del ejército a los nueve, haciéndole presidir consejos de ministros en una secuencia que recuerda el caso de Enmanuel, la fábula hiperbólica de García Márquez en El otoño del patriarca. El capítulo se cierra con la orden de Trujillo de que a Galíndez le den “chalina”, es decir, que sea estrangulado. Galíndez pudo haber sido uno más de los desaparecidos de las dictaduras bananeras y un olvidado por todos. Olvidado y silenciado por la dictadura franquista, olvidado por las autoridades del Partido Nacionalista Vasco, silenciado por las autoridades norteamericanas y las dominicanas, pero no fue así, porque en la ficción (y desde la ficción) los muertos tienen voz y hablan: “[Joaquín Balaguer] ha ordenado dar el nombre de Galíndez a una calle del ensanche Ozama, escribe Vázquez Montalbán […]. Estuve en la calle dedicada a Galíndez. Él no está allí. Es sólo un rótulo. En cambio cuando miraba al mar, más allá de la barrera del malecón, sí que creí presentirlo como un muerto sin sepultura, bajo las aguas marinas y de la desmemoria. Aunque quizá quede algún recuerdo suyo en la memoria colectiva de los tiburones”11.

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  Vázquez Montalbán, “Vascos en Santo Domingo”, en El País, 19-2-1990.

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LA IMAGEN DE TRUJILLO EN LA FIESTA DEL CHIVO La fiesta del Chivo12 es un mosaico narrativo donde Vargas Llosa ofrece su particular propuesta sobre la novela de la dictadura. Si en la obra anterior podíamos reconstruir el perfil de Galíndez a través de las investigaciones de Muriel Colbert, ahora en esta novela nos acercamos a Trujillo y su mundo por medio de otro personaje femenino: Urania Cabral. También en esta novela nos encontramos con un doble tiempo narrativo, el pasado, centrado en la última jornada en la vida del Jefe, y el presente, con la llegada de Urania Cabral a Santo Domingo. Su regreso a la casa paterna es todo un símbolo, es un reencuentro con el pasado más sórdido de la República Dominicana. Treinta y cinco años atrás, siendo una adolescente (14 años), había sido entregada a Trujillo por parte de su padre, el senador Agustín Cabral, como una prueba definitiva de su lealtad al régimen y como forma de recuperar los privilegios perdidos. A través de su mirada, vemos el derrumbe del presente, el deterioro de la casa, la enfermedad irreversible de su padre, la miseria moral en que vive el pueblo a pesar de la muerte del tirano. Esta parte de la novela, la destinada a Urania, es la menos interesante, pero sirve para caracterizar a un Trujillo anciano y erotómano, que exige sacrificios de sus colaboradores, obsesionado con desflorar a muchachas inocentes, y cuya impotencia sexual y problemas con la próstata lo convierten en un verdadero amante senil. Centramos nuestro análisis en el pasado narrativo que tiene lugar en la mayor parte de la novela, con la excepción de los segmentos en que el narrador nos devuelve al mundo de Urania Cabral. Vargas Llosa lleva a cabo en esta novela una especie de ajuste de cuentas con el fantasma de Trujillo. El dictador, obsesionado por completo con la higiene personal y con la impotencia sexual, va a ser retratado con incontinencia urinaria e incapaz de tener relaciones sexuales con niñas ofrecidas en un ritual morboso, como si fuesen trofeos de guerra. Pero al margen de esta circunstancia que convierte a Trujillo en un auténtico pederasta, su retrato corresponde al hombre de hierro capaz de someter la voluntad de todo un pueblo. En este sentido, el perfil que dibuja el novelista peruano se corresponde perfectamente con la realidad, ajustándose a fuentes biográficas y a testimonios reales que son citados en la novela. A pesar de su avanzada edad, 70 años, Trujillo se levanta cada día a las 4 de la mañana, hace ejercicio, se asea y acicala con verdadero esmero, al punto que se considera un nuevo Petronio de la elegancia. Se recorta el bigotito de mosca, al modo de Hitler, y tras vestirse con verdadera parsimonia, como un rito de iniciación, comienza a despachar los asuntos de la República a las seis   Cito por la edición de Alfaguara, Madrid, 2000.

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de la mañana. Es en ese momento cuando imparte órdenes y recibe informes de Joaquín Balaguer, al que Vargas Llosa llama de forma recurrente el “presidente fantoche”, y de Johnny Abbes García, el temido jefe del SIM. El narrador insiste en su disciplina marcial, en la repetición constante de sus hábitos y costumbres, lo que será aprovechado por los conspiradores para asesinarle. Trujillo se muestra ante todos como un ser misterioso, inescrutable, imprevisible. Sus colaboradores se sorprenden continuamente de su capacidad para el trabajo, de su no necesidad de dormir, como Pedro Zamora, el personaje de El llano en llamas, en una caracterización que coincide con otros muchos dictadores dentro y fuera de la ficción. Uno de los que van a participar en el asesinato, Antonio de la Maza (hermano del piloto que acompañó en la vida real a Murphy en su rapto de Galíndez), a pesar de odiar profundamente al personaje, no puede “sustraerse al magnetismo que irradiaba ese hombre incansable, que podía trabajar veinte horas seguidas, y, luego de dos o tres horas de sueño, comenzar el nuevo día al amanecer, fresco como un adolescente. Ese hombre que, según la mitología popular, no sudaba, no dormía, nunca tenía una arruga en el uniforme, el chaqué o el traje de calle” (p. 108). En cierto sentido, el magnetismo de Trujillo procede de su mirada, dato que también apunta Vázquez Montalbán y que aparece de forma generalizada en toda su bibliografía. En numerosas ocasiones se hace referencia a sus “ojos fríos de iguana” que obligan a bajar la mirada, que doblegan la voluntad, intimidan, perforan la conciencia y parecen leer los pensamientos más recónditos de sus interlocutores. Ojos terribles e implacables que son, en la tradición platónica, el espejo de un alma siniestra. Si para muchos dominicanos el dictador fue ante todo un bastión anticomunista, otros muchos ciudadanos de la República vieron en el dictador a una especie de Anticristo, una Bestia apocalíptica que debía ser aniquilada para redimir al pueblo. El personaje más piadoso que participa en la conspiración, Salvador Estrella Sadhalá, al que llaman el Turco por su origen libanés, encuentra las claves para justificar el tiranicidio tras leer una sentencia de Santo Tomás de Aquino: “La eliminación física de la Bestia es bien vista por Dios si con ella se libera a un pueblo” (p. 243). La lectura de esta sentencia lo lleva a la siguiente determinación: “Mataría a la Bestia y Dios y su Iglesia lo perdonarían, manchándose de sangre lavaría la sangre que la Bestia hacía correr en su patria” (p. 243). Estamos en un registro bíblico, apocalíptico, donde la dictadura tiene una dimensión transcendental, reforzada con los continuos detalles que vinculan a Trujillo con el demonio y el Maligno. En la caracterización que le ha dado Vargas Llosa, el Jefe reúne todas las características que conforman la tipología del dictador, del tirano de manual. En este sentido Trujillo practica hasta la hipérbole un nepotismo a ultranza que le

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lleva a situar a todos los miembros de la familia en los puestos de responsabilidad. Hermanos presidentes, consejeros, ministros, militares, acaban convirtiendo a la República Dominicana en una empresa familiar. Los conflictos políticos son asuntos caseros y se resuelven por la vía de la amonestación. Sus hermanos, Negro, Petán, Pipí, Aníbal, ocupan todos los centros estratégicos de la nación a pesar de ser, en palabras suyas, “una caterva de pillos, parásitos, zánganos y pobres diablos” (p. 32). Es un personaje profundamente egocéntrico y megalómano, lo que le lleva a sembrar todo el país de estatuas de bronce, a cambiarle el nombre a la capital, a reproducir en todas partes su lema “Dios y Trujillo”, a llamar a puentes, plazas, colegios, institutos, calles, barrios, a todo, con su propio nombre. Es un mundo nominado por el dictador, a su imagen y semejanza. Él, que se consideraba a sí mismo como el padre de la Patria Nueva, estableció un sistema de bautizos colectivos, con el fin de crear lazos familiares perdurables; a los recién nacidos les entregaba una suma simbólica de 2.000 pesos. Vargas Llosa afina mucho en la caracterización del personaje, retratado en el momento último de su vida. Ya no es el estratega todopoderoso que cuenta para sus tropelías con el apoyo internacional, sino que de forma progresiva había perdido el apoyo de la Iglesia Católica y el de los EE. UU. y había entrado en conflicto con Venezuela, Puerto Rico, Costa Rica, Cuba y con la propia OEA. En los momentos en que se ve acorralado, Trujillo activa su instinto de supervivencia, siendo capaz de olfatear el peligro y las posibles traiciones de sus hombres. Su situación se había hecho insostenible no solo en el exterior, sino dentro de su propio país. El nombramiento de Johnny Abbes García como jefe del SIM y el establecimiento de diferentes centros de tortura como La Cuarenta, La Victoria o el Kilómetro Nueve, donde el verdugo trabajó sin descanso, favoreció la conspiración que habría de poner punto y final a su vida. Vargas Llosa refleja muy bien en la actuación del dictador su enorme olfato político y su capacidad para distinguir entre poder y gobierno. Vargas Llosa ha sido además tremendamente escrupuloso a la hora de manejar los datos históricos. El origen de la conspiración está perfectamente recreado en diferentes momentos de la novela, remontándose al episodio de Galíndez, la muerte de Murphy, la farsa del suicidio de Octavio de la Maza y el enorme malestar creado entre algunos de los altos mandos del ejército dominicano. El narrador también recrea de forma pormenorizada la devoción que siente el tirano por la figura materna, la Excelsa Matrona de la República, en un gesto de fuertes connotaciones edípicas que se remonta a los propios orígenes del poder. En ciertos momentos, La fiesta del Chivo utiliza elementos cercanos a la crónica y a la biografía, en un intento de dejar constancia de la veracidad de la historia contada. En ese sentido, el testimonio de Urania Cabral es solo un artificio

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retórico para destapar el lado más sórdido de la dictadura. A lo largo de la novela la presencia de Trujillo parece abarcarlo todo, como así ocurrió efectivamente dentro de la realidad dominicana. Vargas Llosa desplaza de su centro de atención al asesinato propiamente dicho, en favor de los momentos anteriores y posteriores al magnicidio. La tensa espera de los conspiradores, primero, y más tarde la habilidad política de Balaguer para hacerse con las riendas del poder se presentan ante el lector con numerosos saltos en el tiempo, con diferentes perspectivas que recuerdan a las técnicas cinematográficas y a las del relato policial. El desenlace político de la novela, con un Joaquín Balaguer controlando los difíciles hilos del poder y el desenlace personal de Urania Cabral, permiten al lector establecer un arco temático y psicológico en que el parricidio solo consigue acabar con Trujillo, pero no con el trujillato ni con su presencia fantasmagórica, que parece enquistada en la conciencia del pueblo dominicano. Para finalizar, es preciso señalar que La fiesta del Chivo es, hasta cierto punto, una novela escrita a destiempo, una última vuelta de tuerca a la novela de la dictadura, género que ya había sido consolidado en la década de los años setenta. Quizás, en la construcción de La fiesta del Chivo operen otras razones intelectuales y psicológicas que pasan por el exilio forzoso del novelista mientras preparaba la obra y su intento de denunciar la pasada dictadura de Alberto Fujimori. En cualquier caso, esta novela viene a completar el Galíndez de Vázquez Montalbán. Ambas forman una unidad temática donde se analizan los resortes, los medios, los protagonistas, las causas y consecuencias de una dictadura que convirtió a todo un país, durante tres décadas, en un esperpento de la civilización.

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Capítulo 7º Aquiles en los Andes. El odio y sus máscaras en la narrativa peruana de la violencia

[Inca Yupanqui] Hizo en el Cuzco (para castigo de malos y espantajo de buenos) carceles y prisiones de tan extraño horror que sus vasallos [temblaban] con sola la noticia que de sus estrañezas oyan contar. Hizo en Sanga Cancha una mazmorra soterriza de tantas puertas ambages, y rebueltas que casi quizo ymitar á la morada de el Mino Tauro de Creta, y toda ella sembrada de agudos pedernales, y poblado de animales fieros metidos y mantenidos allí, para aumentar el espanto á los hombres, ansi como eran Leones Tigres Osos, y por el suelo entre el pavimento de pedernales mucha cantidad de sapos, y culebras, y biboras traido todo aquesto de la tierra y Provincia de los Andes. Tal carcel como esta era dada á los rebeldes ynobedientes, y traydores y el que alli entrava brevemente era despedazado de los animales ó empecido de las mortiferas ponzoñas que alli estavan guardando en su poder la muerte (Cabello Valboa, Miscelánea Antártica, 1951: 353).

EL ODIO QUE NO CESA “Ahora vete y castiga a Amalec, consagrándolo al anatema con todo lo que posee, no tengas compasión de él, mata hombres y mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y asnos” (Libro primero de Samuel, 15-3). Estas palabras puestas por Yahveh en boca de Samuel, antes de nombrar a Saúl, rey de Israel, sirven para enraizar la tragedia de los pueblos en una dimensión bíblica, cuando no legendaria, que invita a ver el fenómeno de la violencia extrema, con todos sus elementos constitutivos —odio, violaciones sexuales, represión, torturas, silencio, etc.— dentro de un contexto más amplio que hunde sus raíces en los arcanos del hombre. En ese trazado milenario de continuas tensiones entre los individuos, las sociedades que forman y los dioses que los representan, el odio es un elemento esencial en las relaciones humanas, articulando buena parte de su elenco sentimental en un movimiento pendular que convierte al odio, unas veces en causa de la violencia y otras en su principal consecuencia. El odio es un elemento cons-

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titutivo y exclusivo del hombre1. No existe odio en la naturaleza —salvo que esté personificada—, sino lucha y agresividad en los comportamientos animales para facilitar la propia supervivencia. De ahí que el odio, como sentimiento humano, sea el reverso de otros estados de ánimo que reflejan la compleja red de actitudes y estados anímicos que pueden estar en el origen de una violencia desmedida. No deja de ser curioso que, en el mundo helénico, la diosa que ejemplifica la confrontación y la disputa enconada, actuando como representación divina del Odio, sea Eris, la antagonista del dios Eros, en su papel de divinidad del Amor2. El odio aparece representado en todas las épocas y en todas las culturas, desde el fratricidio de Caín o el ajusticiamiento de los inocentes por parte de Herodes hasta el genocidio perpetrado por Pol Pot y lo jemeres rojos o la matanza de musulmanes en la antigua Yugoslavia. Genocidios, masacres, matanzas, holocaustos, exterminios indiscriminados, aniquilamientos masivos vienen sucediéndose desde el principio de los tiempos. De todo ello dan buena cuenta los diferentes estratos de la cultura, tanto en el mundo sagrado como en el profano, con sus ristras de atrocidades relatadas en las historias veterotestamentarias, en la cólera teñida de sangre de la epopeya clásica, en los comportamientos despiadados e inmisericordes de los dioses y héroes de la mitología grecolatina o en la tradición literaria occidental, que no se ruboriza al cantar con toda su grandilocuencia y aspavientos la persecución y exterminio del judío, del musulmán, del homosexual, del heterodoxo, de todo aquel que es diferente3. Por ello, la mirada sobre nuestra tradición literaria conforma un formidable palimpsesto que permite actualizar los comportamientos literarios del odio, con todas sus máscaras y metamorfosis, desde el implacable Aquiles, encolerizado por la muerte de su amado Patroclo, hasta el virtuosismo profesional de los torturadores de las dictaduras latinoamericanas. Más allá del carácter macabro de las situaciones particulares vividas en el Perú durante el periodo de la Violencia, lo cierto es que su recreación narrativa bebe en las fuentes de la tradición literaria como una forma de trascender lo inmediato para apuntalar la denuncia y la queja en un contexto en el que el tiempo no corroe ni oxida la magnitud de la tragedia. Un modelo que puede servirnos como paradigma para ampliar el campo interpretativo de la narrativa sobre la violencia es el del citado Aquiles, el más importante de los guerreros griegos, hijo de la ninfa Tetis y del rey Peleo, quien fue sumergido por su madre en las aguas del río Estige para hacerlo inmortal, aunque resultó vulnerable gracias a la

  Beck (2003).   García Gual (2002). 3   Mayer (1999). 1 2

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debilidad de su talón. En su avance para acabar con Héctor, y vengar la muerte de Patroclo, Aquiles deja un reguero interminable de cadáveres y cuerpos mutilados que acaban tiñendo de rojo el agua del río Escamandro. Entre las pilas de muertos surge Licaón, que ya había sido su esclavo en el pasado, abrazándose a sus rodillas e implorándole perdón, pero Aquiles, dominado por el odio y la furia, no duda en darle un tajo en el cuello y arrojar su cuerpo al río, para regocijo de los peces4. Mucho más estremecedora resulta otra secuencia de la Ilíada, en la que Aquiles se enfrenta a Héctor (canto XXII, vv. 250 y ss.), mostrando en toda su crudeza las dimensiones ilimitadas de su cólera. Héctor le propone un pacto que es todo un alarde de cortesía caballeresca: respetar el cuerpo del que caiga en el duelo y entregarlo a los familiares para que lo entierren y lloren debidamente. Aquiles le responde en una secuencia áspera y risposa que revela la ferocidad de sus intenciones: Igual que no hay juramentos entre hombres y leones y tampoco existe concordia entre los lobos y los corderos, porque son encarnizados enemigos naturales unos de otros, así tampoco es posible que tú y yo seamos amigos, ni habrá juramentos entre ambos, hasta que al menos uno de los dos caiga (vv. 250-254).

Más adelante, herido de muerte, Héctor implora que entreguen su cadáver a los familiares para así cumplir con los ritos del duelo. Con el enemigo vencido y suplicante, la respuesta de Aquiles supone un punto de inflexión en las estrategias del odio, porque es imposible imaginar que la barbarie humana pueda ir más allá, dando una nueva vuelta de tuerca a la violencia descontrolada: No implores, perro, invocando mis rodillas y a mis padres. ¡Ojalá que a mí mismo el furor y el ánimo me indujeran a despedazarte y a comer cruda tu carne por tus fechorías! Tan cierto es eso como que no hay quien libre tu cabeza de los perros, ni aunque el rescate diez o veinte veces me lo traigan y lo pesen aquí y además prometan otro tanto, y ni siquiera aunque mandara pagar tu peso en oro Príamo Dardánida. Ni aun así tu augusta madre depositará en el lecho el cadáver de quien ella parió para llorarlo. Los perros y las aves de rapiña se repartirán tu cuerpo (canto XXII, vv. 345-354).  Homero, Ilíada XXI, vv. 64-113.

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Más tarde, Aquiles manda a sus hombres herir y acuchillar el cuerpo sin vida de Héctor, como una forma de humillación post mortem al héroe caído en el combate, alterando así los códigos de honor de la propia épica, tal y como recuerda García Gual: La guerra antigua, tal como la rememora en su poema Homero, tenía sus normas de humanidad y de cortesía épica. Una vez que el enemigo había caído, lo normal era despojar al cadáver de su valiosa armadura, y dejar el cuerpo a los suyos para que se le dieran honras fúnebres. Incluso podía pedirse un rescate por él, aunque no fuera lo más noble. Eso es lo que pide Héctor. Ya sabe que no puede esperar clemencia ninguna de su adversario. Pero confía en que, si le mata, respete las reglas del honor caballeresco. Una vez que el mejor ha derrotado al más débil, debe por humanidad dejar su cadáver a sus amigos y familiares, para que ellos velen por sus últimos cuidados. De ahí su súplica5.

La secuencia se completa cuando el implacable Aquiles decide humillar y amancillar el cuerpo del bello Héctor, arrastrándolo amarrado a su carro de combate, para que lo vea y padezca toda su familia y, en especial, su anciano padre: [Aquiles] Dijo, e imaginaba ignominias contra el divino Héctor. Le taladró por detrás los tendones de ambos pies desde el tobillo al talón, enhebró correas de bovina piel que ató a la caja del carro, recogió la ilustre armadura, los fustigó para arrearlos, y los dos de grado echaron a volar. Gran polvareda se levantó del cadáver arrastrado; los cabellos oscuros se esparcían, y la cabeza entera en el polvo yacía, antes encantadora. Zeus entonces a sus enemigos había concedido que lo ultrajaran en su propia patria (canto XXII, vv. 395-404).

El ejemplo de Aquiles sirve para demostrar que los estragos de la violencia peruana cuentan con una macabra raigambre textual en el mundo clásico. Nada de lo ocurrido en los años cruciales de la Violencia, por terrible que parezca, resulta nuevo, aunque sí estremecedor, ya que supone la confirmación de que la historia trágica del hombre parece dar vueltas ad infinitum sobre el eje de la crueldad y se alimenta del más imperecedero de los sentimientos humanos: el odio.

  García Gual (2002: 162).

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EL ODIO Y SUS REPRESENTACIONES LITERARIAS Sería difícil explicar el odio sin la violencia y la violencia sin el odio, dándose un perfecto maridaje entre estos dos conceptos, convertidos en multitud de ocasiones en auténtica cizaña para la convivencia de los pueblos. Como cabría esperar, las representaciones sobre el odio en la literatura peruana son inabarcables, sobre todo por la magnitud alcanzada por la violencia en el periodo comprendido entre 1980 y el 2000, dándose un auténtico aluvión de publicaciones con desigual resultado literario que tienen en la propia violencia una matriz importante para su articulación literaria. El profesor Mark R. Cox, gran especialista en la materia, cuya antología sirve como base para el presente estudio, ha señalado varias decenas de títulos de novelas —y algunos centenares de relatos— que hacen referencia a la violencia y tratan el tema del odio6. En su condición de “antología”, Cox ha procurado, con buen criterio, abordar el fenómeno desde todos los ángulos posibles, huyendo de posiciones maniqueas que desdibujaran la realidad de lo ocurrido durante el periodo citado. El levantamiento popular está analizado en el cuento de Julián Pérez “Los alzados”, un título que remite al presente desde el que se narra la acción y que necesita la reconstrucción del pasado para hablar de ese tiempo de injusticias e incertidumbres donde se gestó la rebelión de los pobres. Adoptando una posición de complicidad con los campesinos, el narrador se sitúa en la mirada del protagonista, llamado Salustio Mallki, y de su mujer Prudencia cuando se enfrentan al cacique del cabildo local, don Juan de Dios Melgar, por el acceso al agua para los animales y para el consumo propio. En una noche clara, con una luna llena que parece contemplar la tragedia inminente como si fuera el ojo de un cíclope, el personaje cree observar que alguien (o algo) merodea su casa. Después de matar al intruso, Salustio huye con su mujer y su hijo hacia Ica, donde vivirán en un auténtico muladar durante dos largos e interminables años, hasta que madre e hijo mueren por los estragos del paludismo. Salustio decide entonces volver a su tierra y a su casa. En su regreso al pueblo, Salustio descubre que el cacique, por decisión del cabildo local, ha ordenado levantar una cofradía en su terreno y convertir su casa en una capilla, poniendo así de manifiesto las tensas relaciones entre una iglesia oficial, llena de privilegios, y el mundo de los pobres. Descubre, además, a través de su amigo Contreras, que no mató a un hombre en el pasado, sino a

  Los textos seleccionados para este capítulo proceden de Mark R. Cox, El cuento peruano en los años de violencia (2000). Puede consultarse también la antología de Gustavo Faverón Patriau Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política (2006: 38). 6

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un puma, animal totémico en la cosmovisión incaica, lo que puede ser interpretado como una señal inequívoca dentro de la conciencia mítica y sagrada de los pueblos indígenas. Salustio achaca toda la fatalidad de su vida y las desgracias que se han cebado con su familia a la intervención de un Dios implacable y justiciero con los pobres de la tierra y complaciente siempre con los poderosos y ricos del mundo. Los alzados, que dan nombre al relato, llegan al pueblo para imponer una justicia que resulta escurridiza, y que se muestra indiferente para los jueces y tribunales de ese territorio devastado por la pobreza. Después de ejecutar al incómodo cacique, Salustio decide unirse a ese puñado de hombres que tratan de instaurar una suerte de utopía social, enfrentándose a un Estado represivo con tintes tiránicos. La transformación de la casa de Salustio en una escuela pública para finalizar el relato supone un posicionamiento ideológico y político del narrador (también del autor), para quien la transformación social y los nuevos tiempos que corren en el credo revolucionario pasan por el acceso de la educación y la cultura como bastión frente a la tiranía. Menos utópica, redentorista y maniquea resulta la visión que Dante Castro ha ofrecido en su cuento “Ñakaypacha (El tiempo del dolor)”. A partir de la voz quechua que da título al relato, el autor sitúa la acción en el momento en que “unos alzados” tratan de tomar la población de Santiago, por sorpresa, engañando los controles militares y burlando la vigilancia del pueblo. Los santiaguinos hacen una defensa numantina de su territorio, lanzando piedras que rompen las cabezas de los asaltantes, pero que no pueden frenar la voracidad de sus ametralladoras. Dante Castro no ha evitado detalles a la hora de describir las escenas de violencia. En un pasaje con resonancias homéricas, que recuerda a los episodios referidos del implacable Aquiles, uno de los vecinos del pueblo, Alejo Velasco, le ruega a Demetrio7 que lo deje vivir, pero “allí nomás le arrié con la guadaña en el pescuezo. Me acordé entonces de todos sus abusos, de mis últimas cabezas de carnero y hasta de las gallinas que le quitara a mi mujer el muy desgraciado” (p. 26). Todos los asaltantes que forman este particular grupo de subversivos tienen sus motivos particulares para perpetrar un ajuste de cuentas que trasciende lo sociopolítico para convertirse en una venganza colectiva, con una dimensión ritual. “Ñakaypacha” es un relato con claras resonancias rulfianas, hasta donde llegan los ecos de El llano en llamas (1953). La violencia de Marcial, jefe de los rebeldes, cuyo nombre tiene una clara dimensión simbólica, recuerda a Pedro Zamora, saqueando e incendiando el llano mexicano, tratando de forma in-

7   El nombre Demetrio trae inevitablemente a la memoria al protagonista de Los de abajo, de Mariano Azuela, quien vive situaciones muy parecidas a las descritas en el relato.

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misericorde a los más débiles y desprotegidos, a los que supuestamente tendría que proteger. Marcial es un personaje lleno de odio, con un antiguo y profundo resentimiento contra Santiago y sus habitantes, una veintena de los cuales violaron sin contemplaciones a su compañera Rosa, aprovechando las fiestas de San Isidro, hasta que esta perdió la cordura. Más tarde Rosa, marcada desde entonces por la locura y estigmatizada por la violación colectiva, fue abatida en un enfrentamiento con los sinchis. El odio y la violencia de Marcial alcanzan su punto álgido, con reminiscencias bíblicas, cuando ejecuta a un borrachín que pide clemencia por su vida: El mismo Marcial con ojos de fuego, ángel convertido en demonio, mataba uno por uno a los rendidos de Santiago, así no fueran cabezas negras. Su gente miraba con respeto lo que hacía el camarada y cuando se le acabaron las balas, alguien le extendió otra metraca para que continuara barriendo a los que faltaban. Pena me daba un borrachito que había conocido antes. Marcial lo iba a matar y él lloraba por su vida miserable. —Ama wañuchiwaychischu, taitallico… (no me mates, papacito)— decía suplicando, pero le metió un balazo en el estómago y el borrachito cayó con las manos juntas sobre su panza, abriendo la boca de dolor (p. 26).

A pesar de la crueldad en la que se mueve el protagonista y narrador de la historia, estos comportamientos fuera de lugar, con una violencia inusitada, y la imagen de las viudas que lloran a sus muertos mientras los asaltantes prenden fuego al pueblo, acaba inculcándole al personaje el sentimiento de culpabilidad, la mala conciencia que se retuerce en el interior del individuo como las raíces en la tierra y una memoria dolorosa que le golpea, haciéndole revivir continuamente esta tragedia. En este desenlace hay además un ajuste de cuentas con un pueblo, el santiaguino, que antes había hecho lo mismo con ellos, robándoles su ganado, sus víveres y bastimentos para dárselo a los uniformados. Después de este funesto episodio, ya no son recibidos como amigos —o incluso como héroes— en las poblaciones vecinas, sino como asesinos de la peor calaña, y ni siquiera quieren ayudarlos porque saben que son perseguidos por los militares. Dante Castro se recrea en las escenas escabrosas, donde la violencia aparece en primer plano, como cuando le cortan las orejas a un comerciante porque lleva coca en el morral (p. 29) o cuando son atacados con verdadera saña por parte de la Marina: “Gritaban feo los marinos —comenta el protagonista— y supimos entonces que los sinchis no eran ni la mitad de sanguinarios de lo que eran éstos” (p. 30). La crueldad que muestran los militares de la Marina no se detiene ni siquiera con la muerte de los insurrectos, al punto que “pateaban a nuestros muertos con odio” (p. 30).

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Durante dos días permanecen como piedras en la sierra para no ser detectados por los marinos. Después comienzan a moverse y van a juntarse en la sierra con los supervivientes de Marcial, al que se le describe en varias ocasiones como el arcángel que pisa la cabeza del dragón y que por momentos se vuelve demonio en su maldad. Demetrio sueña con los muertos en combate y con la violencia gratuita de la que han sido responsables, y también víctimas. Pero esa conciencia de la tragedia no impide al personaje volver sobre sus pasos y ejecutar a machete a un cholo, miembro del servicio de inteligencia, en su asalto a Vizcachero. Es en ese punto de inflexión, que recuerda al asalto del tren de Pedro Zamora en El llano en llamas, cuando el ejército persigue a los subversivos sin miramientos y sin compasión para hacerles pagar todos sus crímenes. Los subversivos aguantan otra vez como piedras en el monte, pero los delata la espantada de un bando de palomas torcaces. El grupo de Demetrio muere en el asalto de los militares, pero en un recurso característico del realismo mágico, los rebeldes muertos ven cómo capturan a Adelaida, la joven compañera de Marcial, la violan y ejecutan para escarnio del jefe, en una escena circular que recuerda la violación de Rosa. El viento final arrastra los espíritus por la quebrada y los caminos sembrados de muertos, de tal manera que queda un lamento fúnebre flotando en el aire, expandiéndose por la geografía del dolor. De clara influencia rulfiana es también el relato de Óscar Colchado Lucio, titulado “Hacia el Janaq Pacha”. El protagonista, tirado en la plaza y herido de muerte, contempla cómo lo visita su madre, a pesar de que ella murió en uno de los bombardeos de los militares; él mismo vio sus huesos calcinados, por eso, ahora se sorprende de que le haga señales, en un gesto inequívoco de que también para él se acerca la muerte. Pero esta no llega como un cambio radical en la vida del personaje, sino como una zona de transición, que le permite ver desde cierta altura cómo “los ronderos” patean y maldicen su cuerpo muerto, mientras que el gobernador ordena enterrar a los terrucos en las cuatro esquinas del pueblo, para que nunca más vuelvan a entrar en él. Si en el anterior relato las coincidencias con la literatura de Juan Rulfo tenían que ver con El llano en llamas, en esta ocasión la impronta la ejerce su obra maestra, Pedro Páramo, ese monumento literario en el que los muertos siguen penando más allá de la vida y dialogan entre sí para ejemplificar la profunda desesperanza que tienen en ese particular infierno que habitan. Al igual que ocurre con Abundio en la novela mexicana, el protagonista conversa con un arriero de burros, su tío Sabino, que le enseña el camino por donde se ha ido su madre, en ese mundo donde se confunden los vivos con los muertos y todos parecen estar sufriendo la misma penitencia. Uno de los grandes aciertos de este hermoso relato consiste en haber introducido la crítica a las tensiones internas del pueblo y el elemento histórico como

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soportes sobre el que se construye la visión mágico-realista de la violencia. A través de los pensamientos del protagonista muerto recreamos el momento del asalto, al grito de “haced sentir la autoridad de la revolución” (p. 191), frente a la oposición unánime de un pueblo que defiende su territorio, sirviéndose de una tropa de campesinos, mujeres y niños, que no dudan en usar las herramientas de labranza, los utensilios de la casa o las piedras del camino para defenderse de los usurpadores. No obstante, Colchado Lucio huye de la pulsión maniquea para señalar las raíces de ese enfrentamiento en que todos son víctimas y posibles victimarios en el macabro carrusel de la violencia sin sentido y las venganzas personales. De hecho, a su tío Sabino se lo llevaron a la fuerza los terrucos, y también retuvieron a su madre, Emicha, cuando trató de rescatar a su hermano, tan necesario para cuidar el campo: Pero a ella también se la llevaron; y el abuelo, más que por Sabino, murió por ella, por la hija… De ahí no supiste nada de ellos. Hasta que alguien trajo la noticia de sus muertes… Y cuando volvías de ver ese carrizal bombardeando [sic], te topaste con el pelotón guerrillero que dizque estaba yendo a vengar la muerte de tu madre, de tu tío y de los demás combatientes caídos, y te pidieron incorporarte al Ejército Popular, compañero… (pp. 193-194).

En el momento en que están enterrando a otro de los insurgentes, alguien ve cómo Emicha deja flores sobre la tumba de su hijo, aprovechando la distracción de los vecinos. Por medio de este recurso, el narrador pone de manifiesto que hay vida más allá de la vida, en una secuencia con claras imbricaciones con la estética del realismo mágico8, que parece un pequeño homenaje al motivo de “La flor de Coleridge”, tal y como lo recreara Borges en su obra Otras inquisiciones9. Son muchos los relatos antologados donde resultan de gran importancia los recursos de la oralidad (Ong 1987), sobre todo, tratándose de población campesina que habla quechua o un español empedrado de quechuismos. Así ocurre con un hermoso y estremecedor cuento de Walter Ventosilla Quispe, titulado “En la quebrada”, en el que el autor plantea un drama circular, de gran intensidad poética. El protagonista de la historia, un joven militar que ha regresado a su pueblo, recrea, cerca de una quebrada, y con un calor asfixiante, un pasado remoto y feliz, cuando era niño y jugaba con los otros muchachos del pueblo a hacer travesuras, tenían relaciones sexuales con la vaca del vecino, robaban bote-

  Camacho Delgado (2006).   Borges, citando a Coleridge, dice así: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?” (1989: 17). 8 9

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llas de licor o jugaban a ser jueces y acusados sobre una piedra que hacía las veces de estrada o púlpito. Ahora, en el presente, con el mismo calor de entonces, el protagonista, en la mejor tradición manriqueña, se lamenta en tono elegíaco del paso del tiempo, mientras custodia los cadáveres hinchados que se encuentran en la quebrada, los cuerpos deformados de quienes fueron sus amigos y cómplices en la infancia, y que más tarde se metieron con el gobierno. Marcado con el sello rulfiano, en el texto cobra una gran importancia el calor, como elemento detonante de la tragedia, la esterilidad del medio que empuja a los hombres a la miseria, la violencia exagerada y gratuita del entorno, así como la voz de un narrador aturdido y abotargado (¿por el calor?, ¿por los acontecimientos?) que recuerda al personaje Macario de El llano en llamas. La oralidad está muy presente en el relato “Ayataki”, de Sócrates Zuzunaga Huaita. El texto, que puede ser considerado como un drama en miniatura, recrea la barbarie militar en su política de acoso a todo lo que pueda tener implicaciones subversivas, heterodoxas o comunistoides, sin que se tenga muy claro cuál es el perfil del enemigo que se persigue y cuáles son los delitos cometidos, tal y como ocurrió en la realidad peruana, según se desprende del “Informe Final” de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación10. En “Ayataki” el protagonista le está contando a una anciana madre, que vive lejos del pueblo, cómo han llegado los militares, se han llevado al maestro y a muchos jóvenes a la plaza del pueblo, y después de una treta han disparado contra todos (no se dice que muera el maestro), haciéndoles creer que quedaban en libertad. Esta matanza alcanza su punto culminante cuando el jefe está pateando con todo el odio y toda la saña imaginables los cuerpos de los supuestos comunistas y terrucos, escupiéndoles incluso, por si quedara alguno con vida, y descubre que, entre los caídos por las ametralladoras, se encuentra su propio hermano, maestro también del pueblo, hombre noble, bueno y de paz, querido y respetado por todos, cuya muerte ejemplifica la barbarie fratricida de los años de la Violencia. Es evidente que este episodio cainita tiene múltiples lecturas simbólicas en el Perú guerracivilista. La violencia desenfrenada, como marca inequívoca del odio, está presente en casi todos los textos seleccionados por Cox. No obstante, alcanza una gran intensidad en dos relatos: “Solo una niña”, de Mario Guevara Paredes y en “El final del camino”, de Alfredo Pita. En “Solo una niña” hay un desarrollo impecable de la tensión narrativa. En una situación política dominada por el toque de queda, la acción se centra en un autobús lleno de gente humilde que viaja desde Huamanga, de cuya anonimia el 10

  Hatun Willakuy (2004: 44 ss.).

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narrador rescata la figura de una niña que va a dar título al relato. A través de la mirada infantil, el narrador describe la devastación del entorno por la represión militar y la guerra sucia, comparándola, de forma intuitiva, con los estragos de una peste de dimensiones bíblicas. En el control, los militares piden las libretas electorales y contrastan los nombres con un listado que llevan de posibles terroristas. El azar y la fatalidad se entrecruzan en la vida de esa niña anónima, cuyos apellidos son coincidentes con los de un terrorista, al que creen su hermano o un pariente cercano. La joven protagonista es golpeada brutalmente, con verdadero odio, a pesar del conato de resistencia y de “dignidad” que hay por parte de una señora que tiene una hija de su misma edad y del propio chófer, que pone su propia vida en peligro. El viaje se reanuda sin la niña, cuya suerte se insinúa a través del ruido de las ametralladoras que ponen una nota macabra en la desolación del paisaje. En “El final del camino” Alfredo Pita se introduce con gran maestría en la psicología de un reo que va a ser torturado hasta la muerte, de ahí la significación simbólica del propio título del relato. Este texto sitúa la acción en un contexto diferente al de la sierra, el campo o los espacios selváticos, característicos de esta narrativa, para situarlo en un entorno que se presume urbano. La acción transcurre en parte frente al mar, un mar simbólico y manriqueño, que es final de trayecto y última morada para este personaje, y en él se encuentra el protagonista, tumbado bocabajo, después de haber sido salvajemente torturado con disciplina militar y “métodos científicos”11, a pesar de lo cual ha mantenido el silencio y no ha delatado a sus compañeros. El reo va camino de Lima, no para ser juzgado conforme a derecho, con garantías procesales, sino para ser torturado por un aparato militar represivo que no tiene contemplaciones con los prisioneros. En el cuento son importantes las referencias cromáticas relacionadas con el rojo del agua y del sol, como elementos prolépticos relacionados con la sangre que vierte el prisionero. Tirado bocabajo desgrana la dolorosa memoria de las humillaciones, de las torturas sin medida, de la violencia salvaje contra su cuerpo vulnerable para 11   Jean Franco considera que el tratamiento literario de estas “violaciones” contra el género humano difícilmente pueden resultar originales porque el autor puede deslizarse con cierta facilidad por el tratamiento banal del asunto, el voyerismo, la tentación sadomasoquista o caer en los tópicos característicos de un tema tan escabroso. Véase su obra Decadencia y caída de la ciudad letrada, especialmente su capítulo “La memoria obstinada: la historia mancillada” (2003: 305-336). Es fácil estar en desacuerdo con la eminente investigadora, sobre todo, si se tiene en cuenta la obra poética de Juan Gelman o se someten a discusión los pasajes más escabrosos de novelas como El Señor Presidente, de Asturias; El otoño del patriarca, de García Márquez; Galíndez, de Vázquez Montalbán; En el tiempo de las mariposas, de Julia Álvarez; La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa; Grandes miradas o La hora azul, de Alonso Cueto.

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que “cante”, de la cabeza bajo el agua hasta perder el conocimiento, y es en esos momentos, próximos a la muerte, cuando aparece el recuerdo entrañable de la abuela, matriarca de un tiempo y un espacio que no puede ser ultrajado por los verdugos. A través del hilo de sus recuerdos reconstruimos sus vivencias interiores, como el cariño a la figura de la abuela, y asistimos al recuento de cosas cotidianas, intrascendentes, donde aparecen referencias a canciones populares o incluso a la poesía de César Vallejo, lo que contrasta con la barbarie sin fisuras de los torturadores. No solo lo intranscendente ocupa el espacio de su memoria. También el recuerdo lacerante de las torturas físicas y psicológicas, la imposibilidad de dormir mediante el ruido repetido que impide el descanso, o la humillación que suponen los baños fecales o el descontrol de las miserias del cuerpo para mofa y escarnio de los celosos carceleros que velan por el trabajo bien hecho. Su resistencia al dolor y a los quebrantos del cuerpo se fractura cuando aparecen los malos olores, los baños de heces, el indigno espectáculo de hacer sus necesidades delante de un público que ha perdido el sentido de la humanidad. En esos momentos el reo siente miedo, un miedo atroz ante la vulnerabilidad de su diminuto cuerpo, diezmado con las corrientes eléctricas y los golpes indiscriminados que hacen saltar los huesos y los dientes, sintiéndose otro hombre, viéndose desde afuera, en un cuerpo que no es el suyo, que no le corresponde. Desea entonces la muerte por encima de todas las cosas, una muerte que no llega como consuelo y liberación, ni siquiera de forma voluntaria porque no es lo suficientemente valiente como para afrontar el suicidio. A través de sus reflexiones, Alfredo Pita construye toda una épica del dolor y de la resistencia, que le ha permitido al protagonista no delatar a sus compañeros ni doblegarse ante el odio implacable de sus victimarios. Mientras desgrana los versos del poeta César Vallejo, el prisionero anónimo se siente como un héroe de la causa revolucionaria, a punto de transformarse en un mártir de la política nacional, que debe morir antes de llegar al final del camino. En una guerra en la que se enfrentan entre sí los propios peruanos, cualquiera que sea su relación o parentesco, son muy frecuentes las historias truculentas en las que aparece la condición cainita del hombre, los episodios de fratricidio, que recuerdan siempre el modelo veterotestamentario y, por supuesto, las historias de parricidas, que nos invitan a una lectura clásica —sofoclea— de la tragedia peruana. Así ocurre con los relatos “Sonata de los caminos opuestos”, de Feliciano Padilla Chalco y “El canto del tuco”, de Jaime Pantigoso Montes. En “Sonata de los caminos opuestos” el protagonista, el indio Manuel, confía en que caiga la noche para salvarse de sus atacantes. Es uno de los pocos supervivientes de la matanza que los militares han perpetrado en la comunidad de Khero, rematando a cuchilladas a los muertos y posibles supervivientes, “co-

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rriendo cerro arriba como fieras envenenadas” (p. 142; la cursiva es mía). En esa violencia extrema ejercida contra su comunidad, el indio Manuel, paralizado por el miedo, llega a creer que han asesinado a su mujer y a su hijo. Mientras espera la noche, el protagonista planea denunciar los hechos en la población de San Carlos. El Sol, que ha sido siempre su dios y su aliado, dentro de la conciencia mítica que caracteriza al personaje, ahora es su enemigo, porque lo hace visible ante los militares. Escondido entre los cadáveres que están tirados a su alrededor, el personaje reconstruye los antecedentes que han originado esta situación de odio y de violencia inusitada, en la que el cacique del pueblo, Rodolfo, aprovecha su posición de poderío económico para apoderarse de sus tierras, violar a su mujer, a su hermana y a sus hijas, e incluso, mandar a su padre a que muera en el calabozo, a pesar de ser un hombre honorable, respetado por toda la comunidad. Es por ello que cuando llegan “los alzados” (como en el relato de Julián Pérez), los más humildes, superando la parálisis del miedo, dan cauce al odio acumulado durante décadas y generaciones para perpetrar su particular venganza. Sin embargo, la situación parece retorcerse sobre su propia barbarie cuando son los propios subversivos quienes matan a uno de los hijos del indio Manuel, convertido en víctima de todos los poderes en liza. En el presente de la narración, el personaje lleva tres días camuflado entre los cuerpos que se van descomponiendo bajo la presencia de un sol implacable. Las aves carroñeras aparecen en el macabro escenario como una amenaza que puede delatarlo y señalarlo entre los muertos. El autor ha sabido, con gran acierto técnico, crear un espacio simbólico, donde los militares y los buitres parecen gobernar sobre el mismo territorio de muerte y devastación, convertido en una suerte de locus horribilis. De hecho, las aves carroñeras comienzan a darse el gran festín, al mismo tiempo que los militares se emborrachan y festejan con gran alborozo la matanza realizada. Al indio Manuel, que ha simulado estar muerto hasta el último instante, lo echan en una de las fosas comunes que han cavado, al tiempo que oye una voz conocida, la voz de su hijo Pedro, el militar que ha ordenado la matanza contra su propia comunidad. El padre muere tras ser enterrado vivo, completándose así el arquetipo parricida que tiene una lectura simbólica en los episodios más truculentos en la historia reciente del Perú. La idea del parricidio recorre también el eje argumental de “El canto del tuco”. Jaime Pantigoso Montes se ha servido de las cursivas tipográficas para separar el presente del personaje, que está a punto de ser ejecutado, del pasado en el que se gesta la tragedia. En ese presente, el personaje siente líquidos bajo el vientre y cree que es el orín del miedo, cuando es en realidad la sangre que anuncia su muerte. En el relato hay numerosos elementos que nos sitúan dentro

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de una conciencia mítica, de ahí que ciertas señales, como el canto del búho con el que sueña su abuela, deben interpretarse como marcas inequívocas de la inminente desgracia. No obstante, él necesita ir al pueblo a vender sus cosas, a pesar de la advertencia de la abuela, porque el hambre aprieta y son muchos los hijos a los que hay que dar de comer. El protagonista del relato, llamado Apolinario, recuerda su pasado difícil, su condición de hijo misti, su aprendizaje del castellano en una escuela nocturna para poder prosperar en su comunidad, su enamoramiento de la Paulina, su mujer y la doble vida amorosa que lleva con una vecina de la comarca, la Balbina. Así transcurre su vida, rodeado de hijos que alimentar y dos mujeres a las que satisfacer, en una suerte de esquizofrenia sentimental que va a inocular en estas familias desestructuradas la idea del parricidio. Los recuerdos se alternan con episodios del presente (siempre en cursiva) que lo sitúan herido, bajo los pies de un militar. En el momento de ser atacado en el camino, Apolinario reconoce la voz de uno de sus asaltantes, el joven Timucha, hijo de Avelina, que puede ser su propio hijo, lo que sitúa la ejecución en un contexto simbólico y arquetípico: Conocía a casi todos los muchachos del pueblo y la comunidad; los había visto crecer y entre ellos le simpatizaba Timucha, el hijo de la renga Avelina. Lo apreciaba, sin saber por qué… tal vez porque se le parecía por su rebeldía juvenil o, peor todavía, porque el corazón le decía que podía ser su hijo, pues solían verse en el corral de don Damián, en las noches sin luna, desde aquella fiesta de la Cruz donde bebieron y bailaron juntos; pero de eso ya hacían [sic] muchos años. Ella nunca señaló al padre, algo por lo demás común cuando estas cosas sucedían en las fiestas comunales o en los carnavales del pueblo (p. 154).

Los motivos por los que es asaltado y va a ser ejecutado resultan confusos de forma deliberada en el relato, como forma de demostrar la arbitrariedad de la violencia y el sinsentido de los ajusticiamientos. Apolinario se defiende ante los asaltantes reivindicando su honestidad, el compromiso asumido con las responsabilidades políticas de la comunidad, su condición de padre bueno, austero, nada borrachín ni derrochador, pero nada puede impedir que lo humillen con una paliza formidable. Quien parece ser el cabecilla de la revuelta no es otro que el Timucha, un personaje resentido, envenenado, lleno de odio, quizás por su condición de bastardo; de hecho, Apolinario recuerda un lance violento que tuvo con él, por meterse en su vida privada, acusándolo de “arar en dos tierras”. La violencia de Timucha no solo es con los hombres, sino también con los animales indefensos, en un pasaje que tiene aliento rulfiano y que pone de manifiesto su evidente

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cobardía. De nada ha servido su paso por el ejército, que lo convierte en un desertor, ni los gestos proteccionistas y amistosos de Apolinario, quien le regaló en el pasado un par de botas con las que combatir el frío. Aunque el protagonista interpreta la muerte inminente como un castigo divino, por haber vivido en pecado con sus dos familias, e interpreta las señales de la naturaleza —el canto del pájaro, el aullido del perro— como señales que anuncian su regreso al seno de la Pachamama, lo cierto es que el autor invita a una lectura sociológica de esta violencia, apuntando hacia la desestructuración familiar como un foco permanente de tensiones sociales. Al final del relato, las botas que ve en el último momento, antes de que le aplasten la cabeza contra el suelo, son la prueba irrefutable de que es Timucha quien está ejerciendo su particular venganza contra el padre ausente, completando así el arquetipo del parricidio. La influencia del escritor norteamericano William Faulkner parece asomarse en el relato “Por la puerta del viento”, de Enrique Rosas Paravicino, a través de una novela como Mientras agonizo (1930), cuya influencia resulta apabullante en la narrativa del boom latinoamericano y que es una suerte de vademécum del odio sobre el que gravita la vida en el condado mítico de Yoknapatawpha. El relato de Rosas plantea la fantasía macabra de un padre que viaja con un ataúd vacío por medio de una geografía desolada, rumbo a un destino fronterizo, para enterrar a su hijo, miembro de Sendero Luminoso. A través de su memoria reconstruimos los móviles que han llevado a su muchacho a militar en las filas del grupo terrorista, esta vez dentro del seno de la comunidad universitaria. El féretro, que aparece muchas veces en primer plano, es el pretexto para ir desgranando la historia del hijo y la propia “culpabilidad” del padre, quien le había inculcado las ideas de transformación social, revolución política y justicia económica. Al igual que ocurre en la novela de Faulkner, el texto se articula sobre la idea del calor sofocante que todo lo corrompe; de esta forma, la peregrinatio post mortem camino de la frontera de Totorami permite al protagonista constatar la presencia de un espacio físico que odia al hombre y trata de aniquilarlo. Su desplazamiento en camión es una suerte de viaje iniciático que le permite analizar y comprender episodios oscuros en la vida de su hijo adoptivo, como representante de las clases ilustradas, con formación universitaria, que patrocinaron el levantamiento contra el Estado, siguiendo las pautas del “pensamiento Gonzalo”. En los altercados y revueltas en las que ha participado su hijo siempre hay una explicación filosófica, una cita de Stalin o una referencia a la literatura de Tolstói. En este sentido, resulta de gran interés el relato de Rosas Paravicino porque recrea los diferentes epicentros del terror, donde se gestó el odio y la violencia que sacudió la epidermis del país, dejando una marca indeleble de san-

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gre y muerte. Cuzco, Ayacucho o Huamanga aparecen como lugares siniestros en esa cartografía de la violencia en la que se enfrentaron los senderistas con las fuerzas militares, dejando un paisaje socavado por las fosas comunes y adornado por las cruces funerarias. El final del relato supone una vuelta de tuerca en el carácter luctuoso del relato, por la confirmación de que el joven terrorista sigue en activo, militando en las filas senderistas. Para finalizar esta interpretación sobre el odio en la narrativa de la Violencia, resulta especialmente ilustrativo el relato “En el vientre de la noche”, de José de Piérola, no solo porque recrea el odio en un espacio periférico de la urbe limeña, sino también porque ese odio es un sentimiento inventado desde los ejecutores del poder. La acción transcurre de noche, en un lugar alejado, donde el indio que va a ser ejecutado tiene que cavar su propia fosa. Desde el primer momento, el lector asiste con gran sorpresa a la caracterización de los personajes, porque no es la víctima quien tiene miedo, sino el verdugo, y es el reo quien parece controlar la situación y marcar los tiempos en el desenlace de su tragedia. Ese encuentro de dos hombres anónimos y antagonistas, uno víctima y otro victimario, va a generar el ambiente propicio para establecer una particular relación de complicidad, lo que permite al lector sondear los entresijos psicológicos de ambos personajes. José de Piérola, con gran habilidad técnica, intercala diferentes voces en la construcción del relato para darle un mayor dinamismo y trazar el marco temporal que ha facilitado este encuentro macabro. Por medio de esta particular rotación de voces narrativas, el autor introduce las órdenes del capitán o la retórica coqueta y amorosa de su mujer, al tiempo que contempla cómo el prisionero anónimo, con quien no debe hablar, arranca centímetros a la tierra. El dinamismo de la narración contrasta con el estatismo de la escena, en la que dos hombres intercambian pensamientos e inquietudes, mientras fuman ese último cigarro antes de que acabe la noche y solo regrese a Lima uno de los dos. A través de sus diálogos llegamos a saber que el prisionero es un indio ilustrado, que ha sido secuestrado de la residencia universitaria, lo que vendría a apuntalar el complejo de inferioridad de su verdugo, poniéndose de manifiesto la imperiosa necesidad de odiarlo a toda costa para poder cumplir con la misión de ejecutarlo. En medio de una creciente tensión psicológica, la noche oscura ejerce su particular complicidad en una escena donde la justicia ha sido suplantada por la venganza y la barbarie ha reemplazado las garantías procesales del reo. Desde el principio, el verdugo queda fascinado con la voz poderosa y masculina, casi radiofónica, del indio que habla como si fuera otro, porque es culto y seguro, porque es inteligente y no le tiene miedo a la muerte. En una situación como la que viven, sorprende la templanza del indio, su sabiduría (sapientia), su mesura y fortaleza

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mental (fortitudo), situándose muy próximo a los parámetros característicos del ideal heroico. Frente a este héroe anónimo, el militar parece un personaje de alfeñique, una particular versión peruana del miles gloriosus de la literatura latina, un “soldado fanfarrón”, débil e inseguro, lleno de dudas y de miedo. Mientras uno cava su fosa, el otro habla del embarazo de su mujer y del nacimiento de su hijo Ernestito, aunando en una misma secuencia el tópico barroco de la cuna y la sepultura, marcando además el contraste entre la seguridad de uno y el miedo del otro, entre la cultura moderna y ancestral del indio y la ignorancia pegajosa del desgraciado soldadito. En los recuerdos del militar, el capitán le reprende para que no beba mientras está de servicio, pero él no puede reprimir la ansiedad que le provoca esa situación esperpéntica y vacía de sentido. Ambos hombres beben y fuman, como si fueran viejos conocidos, uno con la pala en la mano, el otro con el dedo en el gatillo, tejiendo a golpe de frase una cotidianidad en la que tienen cabida los suegros, los hijos, las mujeres y otras cosas que pueden resultar banales e intrascendentes. En esa cotidianidad de viejos conversadores, los dos hombres parecen no escucharse, como si hablaran sin comunicarse, quizás como una forma de evitar vínculos afectivos. La colilla del indio, que ha quedado encendida en buena parte del relato, se apaga cuando irrumpe en la escena la figura del capitán. Asistimos a un desenlace extraordinario, en el que el verdugo es a un tiempo víctima de la jerarquía militar y victimario de su preso político. En ese encuentro de dos hombres, uno tiene que matar al otro, pero no siente nada contra él, no siente odio, ni sed de venganza, y ni siquiera desprecio, sino complicidad y, hasta cierto punto, admiración por su voz, por su fuerza, por su valentía y coraje. A pesar del desenlace trágico del relato, ese odio inventado e infundido es una falsa impostura, una máscara para obedecer órdenes, un disfraz en el macabro juego de la guerra, tal y como la concibieron Aquiles y sus hombres hace un puñado de siglos, esta vez en la castigada piel de los Andes.

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Capítulo 8º Alonso cueto y la narrativa del fujimorismo

Los cadáveres seguían en la plaza, insepultos. Para apartar a los buitres, los vecinos encendieron una fogata, pero, pese a las llamas, docenas de gallinazos montaban guardia en torno y había más moscas que en el matadero los días que se beneficiaba una res. Cuando don Medardo y el alférez preguntaron por qué no habían enterrado a los muertos, no supieron qué responder. Nadie se había atrevido a tomar la iniciativa, ni siquiera los parientes de las víctimas, paralizados por un supersticioso temor a atraer de nuevo a la milicia o desatar otra catástrofe si tocaban, aunque fuera para enterrarlos, a esos vecinos a los que acababan de chancar cabezas, caras y huesos, como si se tratara de enemigos mortales. (Mario Vargas Llosa, Lituma en los Andes)

HATUN WILLAKUY, “EL GRAN RELATO” DE LA VIOLENCIA PERUANA En sus reflexiones sobre los estragos de la guerra, el escritor Elias Canetti utilizó una visión apocalíptica del profeta Jeremías: “Y los que el Señor matará en aquel día desde un cabo de la tierra hasta el otro, no serán plañidos ni recogidos, ni enterrados: yacerán para muladar en la superficie de la tierra” (16, 4)1. Esta imagen bíblica bien podría encuadrar lo ocurrido en el Perú entre 1980 y el año 2000. Estos veinte años están considerados como uno de los periodos más violentos de la historia reciente del país andino, con un balance de muertos próximo a los 70.000, según ha constatado la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR)2, en su informe titulado Hatun Willakuy, voz quechua, que ha sido tra  Elias Canetti (2005: 140).   Esta comisión independiente fue creada por el Parlamento Peruano en 2001, con el objetivo de esclarecer los graves hechos que durante dos décadas convulsionaron el país, en una lucha permanente en la que los derechos humanos fueron violados de forma sistemática tanto por los grupos subversivos —como el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL) y, en menor grado, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA)— como por las fuerzas de seguridad del Estado. Los comisionados recorrieron todo el país recogiendo testimonios de las víctimas (alrededor 1 2

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ducido como “Gran Relato” y que pretende dar voz a las víctimas. El conflicto armado sostenido por los grupos subversivos, derivados del Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL) —y, en menor medida, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA)— y las fuerzas de seguridad del Estado arrojó un saldo escalofriante con miles de muertos y desaparecidos, un número incontable de detenidos ilegalmente, a los que habría que añadir un sinfín de torturados, los ejecutados de forma arbitraria, los que sufrieron de una u otra forma la violencia sexual y la violación de los derechos humanos. Todo ello generó desplazamientos masivos de la población, especialmente de origen rural, hacia zonas más seguras, lejos del estruendo de la violencia, con el consiguiente abandono de los campos, la intensificación de la pobreza, la desarticulación de poblaciones y familias enteras y el desarraigo consiguiente. En esa guerra sucia que duró veinte largos años, tanto el Estado como los grupos levantados en armas no dudaron en utilizar métodos que atentaban contra la dignidad y la integridad de los ciudadanos, y en el ejercicio de la violencia hubo un verdadero ensañamiento con las víctimas, que vieron, en ese fuego cruzado de intereses, una nueva forma de exterminio de los pueblos indígenas3. El miedo fue el elemento articulador de la vida peruana durante todo este periodo de la violencia. Miedo a los grupos terroristas, que practicaron una política de tierra quemada para aniquilar lo que ellos llamaron el “viejo estado”, y miedo a los métodos inmisericordes que las fuerzas militares y policiales llevaron a cabo contra la población civil, creando un verdadero estado de indefensión entre los ciudadanos. Estado y grupos subversivos incorporaron el terror como una importante estrategia para alcanzar sus objetivos. En el caso de Sendero Luminoso, el grupo maoísta persiguió la destrucción de las estructuras políticas existentes, y para ello optó por una estrategia de aniquilamiento selectivo dirigida contra jefes locales, líderes sindicales, alcaldes, pequeños empresarios, jueces de paz, curas o maestros de escuela. Para reprimir toda forma de resistencia aplicó una política de represalias crueles, estableció entre las poblaciones rurales el reclutamiento forzoso entre sus filas y consideró como estrategia legítima en su lucha armada el uso de la violencia sexual, la servidumbre, el secuestro, la tortura y los tratos vejatorios y degradantes, no solo para los vivos, sino también para los muertos. de 17.000 informes personalizados) para dejar constancia de uno de los momentos más convulsos y sangrientos de la historia reciente del continente americano. 3   Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, los agentes del Estado —Fuerzas Armadas y Policía—, los comités de autodefensa y los grupos paramilitares fueron los responsables del 37,26% de los muertos y desaparecidos (Hatun Willakuy 2004: 19). Conforme a estos datos recogidos por los comisionados, casi el 40% de las violaciones de los derechos humanos fue perpetrada directamente por el Estado peruano.

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La “cuota de sangre” defendida en el “pensamiento Gonzalo”, representado por su líder Abimael Guzmán, establecía como una verdad científica la necesidad del sacrificio de vidas para obtener la victoria senderista. Y lo que resultó más trágico para la población civil, esos sacrificios debían ser ejemplares. Lo consiguieron torturando salvajemente a las víctimas en presencia de familiares y amigos, mostrando en público sus cuerpos troceados y mutilados, prohibiendo bajo amenaza de castigos terribles todo tipo de enterramientos, duelos y otras manifestaciones públicas del dolor, humillando, en definitiva, y dando un trato vejatorio a los cadáveres, arrojados a la intemperie para alimento de las alimañas. Por paradójico que resulte, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado peruano practicaron métodos de represión y coacción parecidos a los de los grupos terroristas, con el agravante añadido de la impunidad con que pudieron moverse y actuar los militares y policías encargados de la lucha antiterrorista. En ambos casos, tal y como ha establecido la Comisión de la Verdad y Reconciliación, la población civil, convertida en víctima colectiva, ha mostrado señales inequívocas de unos traumas psicológicos que necesitarán varias generaciones para su completo drenaje. Sin embargo, pasados los años, encarcelados y juzgados algunos de sus principales responsables —como es el caso del propio Abimael Guzmán—, la población sigue sufriendo la incertidumbre de no saber si miles y miles de desaparecidos están muertos y enterrados en fosas comunes. La población sigue reclamando la verdad de lo ocurrido, sigue persiguiendo la identificación de los muertos, enterrados o abandonados en cualquier muladar, para darles el trato digno que todo ritual de la muerte requiere para que el dolor sea encauzado de forma adecuada. Solo con el enterramiento definitivo de sus muertos pueden descansar definitivamente los vivos. Solo poniéndole voz al olvido, como ha escrito Salomón Lerner, se puede hacer justicia4.

LA ESCRITURA COMO COMPROMISO EN LA HORA AZUL Alonso Cueto había tocado de manera tangencial el problema de la violencia, ya fuera procedente del propio Estado o perpetrada por los grupos terroristas en sus obras anteriores, pero, en cierto sentido, la violencia aparecía solo como un elemento externo, al que se aludía como un resorte necesario en la contextualización de los personajes. No obstante, es con la publicación de su novela Grandes miradas (2005) cuando el escritor peruano lleva a cabo una magistral inmersión

4   Salomón Lerner Febres, “Prefacio” del presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación al Informe Final (Hatun Willakuy 2004: 9-13).

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en las zonas oscuras del poder, a través del retrato político y psicológico de dos de sus máximos representantes: el presidente golpista Alberto Fujimori y su delfín político Vladimiro Montesinos. A diferencia de Grandes miradas, que podría ser encuadrada en el metagénero de la novela política, La hora azul 5 puede ser considerada, y así lo ha sugerido su autor, como una novela de las víctimas 6, porque trata de adoptar el punto de vista de una población que vivió la barbarie de la violencia, sin encontrar asideros ni dentro ni fuera del Estado. En esta novela Alonso Cueto deja a un lado la cúpula del poder con todos sus mecanismos de control sobre la población civil para verificar los estragos que dicha guerra sucia generó entre los más humildes, víctimas de un doble terrorismo. Como en otras obras suyas —Deseo de noche (1993), El vuelo de la ceniza (1995), Demonio de mediodía (1999) o la trilogía El otro amor de Diana Abril (2002)—, el narrador peruano recrea el mundo de la clase media-alta limeña, representado principalmente por abogados importantes que dirigen bufetes de prestigio y médicos influyentes, que son portada en las revistas sociales y alternan clubes exclusivos, para contraponerlo al mundo sórdido y áspero que se erige algunas calles más allá de los espacios urbanos frecuentados por las élites económicas de la capital. En La hora azul concurren los dos mundos irreconciliables que forman la realidad peruana: la alta burguesía, poderosa y privilegiada, y los pobres de solemnidad, que no pueden huir de la miseria ni de los zarpazos de la violencia. Cueto contrapone los dos mundos a través de su personaje, un abogado prestigioso de la élite limeña, llamado Adrián Ormache, que en el momento de la muerte de la madre descubre, junto con su testamento, unas cartas de extorsión y chantaje. El letrado destapa con asombro un mundo distinto al que había imaginado en los márgenes de la familia y pone al descubierto la historia oculta y macabra de su padre, un militar implicado en la guerra sucia contra los senderistas. La seguridad y los privilegios de su vida cotidiana sufren un progresivo desgaste, coincidente con la información que va desgranando del entorno familiar. La figura del padre, diluida durante muchos años a consecuencia de la separación matrimonial, cobra en el último momento una singular importancia, cuando en el lecho de muerte deja para su hijo, como si fuera un testamento verbal, la sorprendente historia de una muchacha prisionera con la que tuvo una intensa relación amorosa, hasta que esta consiguió escaparse del cuartel y poner a salvo su

  Barcelona, Anagrama, 2005. La hora azul obtuvo ese mismo año el Premio Herralde de novela. Cito por esta edición. 6   Salazar, “Entrevista con Alonso Cueto” (2005). 5

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vida. Adrián Ormache, lejos de asumir un compromiso post mortem con el padre moribundo, abandona en algún rincón de la memoria esta inquietante información hasta que vuelve a aparecer, vinculada al chantaje que durante los últimos años había sufrido su madre. La búsqueda de esta muchacha supone una inmersión en las zonas oscuras de su familia y es también un recorrido por los espacios cenagosos de la propia política peruana en la última época. El descubrimiento progresivo de las verdades ocultas por su padre, así como la toma de conciencia de una situación de violación de los derechos más elementales de los ciudadanos, propicia una evolución psicológica en el personaje que le lleva a abandonar su condición de abogado de altos vuelos sociales para convertirse en un hombre solidario con los más débiles y comprometido con los más necesitados. La primera revelación que tiene el personaje se produce poco después del entierro de la madre, mientras habla con su hermano Rubén. Este aparece descrito como una extensión del padre, casi como una metonimia de la barbarie machista del Perú castrense, con su chabacanería al uso, su falta de escrúpulos, el pragmatismo de su carácter y la moralidad laxa de quien justifica todo en función del dinero y el placer. Es Rubén, cómplice y confidente del padre durante mucho tiempo, el encargado de sacar a la luz sus preocupaciones, porque “alguien iba a meterse a escarbar en la huevada de Ayacucho y de la guerra. Estaba medio asustado con los periodistas también, así me dijo” (p. 37). En cierto sentido, Adrián y Rubén representan una dualidad, las dos caras de una misma familia, con perfiles antagónicos, incompatibles en sus valores y en sus formas de vida. Por eso, el protagonista queda horrorizado, y muestra buena parte de su carácter inocente e ingenuo, cuando se entera por su hermano de las barbaridades en las que participó su padre: Puta, bueno, o sea tú ya debes saber, pues, el viejo tenía que matar a los terrucos a veces. Pero no los mataba así nomás. A los hombres los mandaba trabajar… para que hablaran pues…, y a las mujeres, ya pues, a las mujeres a veces se las tiraba y ya después a veces se las daba a la tropa para que se las tiraran y después les metieran bala, esas cosas hacía (p. 37).

Uno de los colaboradores de su padre, el Guayo Martínez, hombre de confianza en las atrocidades cometidas en el cuartel de Huanta, es el encargado de dar toda la información, confirmando así la veracidad de los datos: Había veces que se tiraba a una terruca, después se la daba a la tropa para que se la tiren en fila, y allí nomás le pegaban un tiro en la cabeza. Le decían que iban a liberarla después, y así ella siempre tenía que aceptar nomás todo lo que le hacían. Me dijeron que así se olvidaban del miedo (p. 37).

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Este tipo de testimonios aportados en la novela, coincidente con los recogidos en el Gran Relato (Hatun Willakuy), nos permite rastrear los mecanismos psicológicos de unos militares que hicieron de la violencia desmesurada y las violaciones a las víctimas un antídoto contra el propio miedo, y una forma de humillar a la población civil, próxima según las fuerzas del Estado, a la ideología de los grupos subversivos. De hecho, Cueto utiliza una información verídica, extraída de una obra citada al comienzo de la novela, como elemento impulsor de buena parte de la trama argumental; se trata de la noticia de una muchacha que consiguió escapar del cuartel a pesar de la férrea vigilancia. La información la da su hermano Rubén: Hubo una que se le escapó, oye. Una que se le escapó una vez […]. Bueno, pues, como quien dice, al mejor cazador se le va la paloma. El viejo no era infalible tampoco. Una prisionera se le escapó porque él se había enamorado de ella, fíjate […] también la guerra seguro que lo volvió medio loco al pobre viejo. Dicen que así es cuando estás en guerra, que te pones tan mal que es así pues, ya no sabes nada (p. 38).

El motivo a partir del cual Alonso Cueto construye su novela es un episodio real, documentado por el periodista Ricardo Uceda en su obra Muerte en el Pentagonito. Los cementerios secretos del Ejército Peruano7. A partir de este dato real, Cueto utiliza a su protagonista como un instrumento para mostrar a los lectores las heridas abiertas de una guerra que, aunque menos publicitada en los medios de comunicación internacionales que otros conflictos bélicos de su entorno, arrojó unas cifras de víctimas muy superiores a las de otros países hispanoamericanos, sacudidos por el avispero de las dictaduras.   Uceda (2004: 123). En la entrevista realizada por Diego Salazar, Cueto comentaba los siguientes pormenores sobre la elaboración de su novela: “Hace unos cuatro años, almorzando con Ricardo Uceda, mientras se encontraba investigando para su libro Muerte en el Pentagonito […]. Él me contó varias historias de la guerra sucia contra el terrorismo, algunas muy interesantes, pero una de ellas fue la historia de un general que había tenido a una prisionera como conviviente y que posiblemente se había enamorado de ella. Esto ocurrió en el cuartel de Los Cabitos, en Ayacucho, yo para el libro lo trasladé a Huanta. Pero bueno, una noche el general salió y dos oficiales, como la chica era muy guapa, la sacaron y empezaron a beber con ella, en un momento les golpeó la cabeza y se escapó. La chica vino a Lima, trabajó como empleada doméstica, etc. Ricardo había logrado contactar con ella. Esa historia me quedó muy fresca en la memoria durante los días siguientes y en un momento decidí que podía inventar la historia de alguien que años después descubriese estos hechos y que podía ser un abogado hijo de este militar. A través de una serie de averiguaciones con amigos y conocidos, fui a San Juan de Lurigancho, que es una comunidad en Lima donde viven muchos inmigrantes de la sierra, incluso hay un barrio que se llama Huanta Dos, hablé con mucha gente y luego fui a Ayacucho. Hice un poco lo que hace el personaje del libro” (Salazar 2005: s. p.). 7

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Una vez que Adrián Ormache decide revisar las cosas íntimas de su madre, con el temor de encontrar cartas amorosas o un diario comprometedor para la integridad de su recuerdo, el personaje encuentra una carta de una tal Vilma Agurto, que se hace pasar por tía de la muchacha violada8. A partir de entonces, el recuerdo de las últimas palabras de su padre, interpretadas en un principio como un mero delirio de la enfermedad, comienzan a cobrar sentido hasta transformarse en una obsesión que pasa al hijo y que se convierte, desde entonces, en el motor de su vida: Sus frases parecían pequeños monstruos que corrían por la pista a mi alrededor. Él me lo había advertido. Me lo había dicho con toda claridad […] sentí el estruendo de esas palabras de mi padre el día de su muerte en el Hospital Militar. Hay una mujer, en Huanta, en Ayacucho, tengo que contarte de esa mujer, tienes que buscarla. Te lo pido antes de morir (p. 55 ).

Al principio, lo que más le preocupa es que una historia tan denigrante y comprometedora llegue a la prensa y a los corrillos sociales como pasto del cotilleo y la maledicencia, poniendo en grave peligro su prestigio profesional y la honorabilidad de su familia. En cierto sentido, el protagonista muestra a lo largo de la novela una moralidad ambigua, resbaladiza, llena de contradicciones y extraños virajes, lo que permitirá al escritor modular la psicología de su personaje, lejos de cualquier condición heroica o maniquea. Ante el temor de que el asunto salte a los medios de comunicación, el abogado Ormache se plantea incluso negar las evidencias, colocar un escudo informativo entre la verdad y su familia. No obstante, la imagen de una muchacha desnuda al lado de su padre crece de forma imparable, como una obsesión que recuerda, en ciertos momentos, a la narrativa de Ernesto Sábato, convirtiéndose en el centro de su vida y en el eje principal de la novela: “Y esa imagen creo que marcó el inicio de todo lo que iba a ocurrir desde ese día” (p. 57).

LA VOZ DE LAS VÍCTIMAS En La hora azul la escritura tiene un poder purificador y balsámico, y confiere a la novela una dimensión testimonial. En la reconstrucción de los hechos por la que nos conduce el abogado Ormache tomamos conciencia de que el texto   “La sobrina de la señora Vilma Agurto era la misma mujer de la que me había hablado mi hermano Rubén. La que se le había escapado, la mujer de la que él decía mi padre se había enamorado. Esa era la sobrina de la que me hablaba la señora Agurto” (La hora azul, p. 51). 8

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que estamos leyendo surge, en un principio, como un conjunto de reflexiones con un marcado sentido terapéutico, de catarsis inminente ante el horror de los descubrimientos. Esas reflexiones adquieren más tarde la consistencia del diario a partir del cual va a elaborar esta especie de “memoria” de lo vivido en aquellos meses tan importantes, que taladraron la identidad del personaje. A través de su escritura constatamos que la búsqueda de la muchacha, llamada Miriam Anco, tiene un sentido simbólico y ritual. Después de una visita al cementerio, en el que el abogado parece despojarse de una vida innecesaria para construir su nueva identidad, Adrián Ormache busca de forma obsesiva a la joven que durante un tiempo fue el gran amor de su padre. Cueto ha salpicado la novela de muchos momentos en los que el protagonista no solo muestra su desprecio y repugnancia por la figura paterna, alcanzando una clara pulsión parricida, sino que la propia adoración por la madre y la búsqueda de Míriam (madre de su hermanastro) confieren a La hora azul una dimensión clásica, con claras resonancias sofocleas. La búsqueda de la exprisionera lo lleva hasta Ayacucho, epicentro del terrorismo senderista9, y lugar estigmatizado por el horror, del que procede la familia de Miriam. Antes del viaje, Ormache pretende documentarse sobre ese periodo funesto de la historia peruana y para ello consigue un libro “publicado por la Defensoría del Pueblo que se llamaba Las voces de los desaparecidos. Quince historias, todas anónimas, de personas que habían estado en Ayacucho durante los años ochenta” (p. 160). A través de estos relatos el protagonista se sumerge en un mundo de pesadilla, constatando así la presencia de un infierno que había existido más allá del mundo aislado, entre algodones, que su madre había conseguido erigir frente a la barbarie del exterior. Cueto introduce numerosas historias de horror y de ensañamiento con las víctimas, tal y como pudieron contarlas los supervivientes, que permiten trazar la evolución completa del personaje, certificando la presencia de un terrorismo a dos bandas que castigó sin exclusión a miles de peruanos: Los textos empezaban con las iniciales, la edad y el lugar de nacimiento. Casi todas las que declaraban eran mujeres. Todas empezaban de un modo similar: a mi esposo lo llevaron una noche que los soldados entraron a mi casa, estábamos terminando de comer cuando entraron, fuimos a buscarlos al cuartel y nos dijeron que nada sabían y que fuéramos a otro cuartel más allá. No quiero que busquen a los que lo mataron. Lo único que quiero ahora es que su cuerpo me den. El cuerpo quiero saber dónde

  Véanse Degregori (1990) y Strong (1993). Según el “Informe Final” de la CVR, el departamento de Ayacucho fue, con diferencia, el más castigado, con un total del 40% de los muertos y desaparecidos en el conflicto armado. Detrás, a cierta distancia, estarían los de Junín, Huánaco, Huancavelica, Apurímac y San Martín (Hatun Willakuy 2004: 21). 9

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lo llevaron, dónde está para visitarlo […]. Una noche, cuando estábamos durmiendo en la madrugada rompieron la puerta de mi casa, entraron con linterna, unos soldados, como cinco o seis soldados eran, a mi hijo se lo llevaron, para interrogar nomás, así decían, que era para interrogarlo, y después, cuando fuimos al cuartel, ya nos dijeron que no sabían nada. Y después los días que pasaban y no lo encontrábamos. Nadie que no se decía nada sobre él. Y no lo vimos nunca más. Y fuimos a preguntar muchas veces nosotros pero siempre los soldados contestaban diciendo que no sabemos, que vengan mañana, siempre así nos decían. Y ahora la vida se nos ha quedado demasiado grande sin mi hijo […]. Una noche oímos ruido de camiones en la puerta, entraron como ocho o diez soldados pateando nuestra puerta, rompieron la calamina, todos entraron, fueron de frente donde mi esposo Luis, lo agarraron del cabellito y lo jalaron, y le dijeron terruco de mierda vas a venir con nosotros, y yo les decía que él no era terruco, pero ellos lo jalaban y mis otros hijos lloraban, gritando lloraban. Yo me agarré a él, a mi esposo, y les dije a los soldados aunque sea mátenme pero no voy a soltar, no van a llevarlo, pero ellos me metieron golpe con la culata de rifle, me decían calla, terruca, a ti también te vamos a llevar. Si aguanta tortura, lo soltamos, así me decían […]. Mi hijo mayor a veces anda tomando, reclamando por su papá. Siempre toma. Hubiéramos podido ir a su tumba si tuviéramos su cuerpo. Por lo menos eso, pero su cuerpo no tenemos. No tenemos (pp. 160-161 y 162).

Alonso Cueto elabora con gran precisión y vigor narrativo los materiales referidos a las víctimas, el lenguaje con que denuncian su situación de desamparo, la retórica de la tortura que aparece como una constante en todos los informes sobre muertos y desaparecidos. El escritor, apoyándose en los datos de la realidad10, certifica a la perfección el daño físico y psicológico que han padecido los personajes, el clima de miedo y desconfianza que ha generado la guerra sucia o las experiencias traumáticas de quienes han sufrido pérdidas familiares o han tenido que abandonar sus comunidades y lugares de origen. Igualmente, ha recreado el sentimiento de culpa entre quienes pudieron sobrevivir a la barbarie de los crímenes contra la población, la orfandad ante las muertes próximas y

  Como ha reconocido en la entrevista a Diego Salazar: “Leí mucho sobre esa época y también fue muy importante ir a diario durante un tiempo a la exposición de imágenes y documentos de la Comisión de la Verdad. Llegué a conocer muchos casos, de víctimas y torturadores. Por ejemplo, como sabes hay un método de tortura que consiste en sumergir al prisionero en una tina, pues había un oficial del ejército que era experto en calcular cuánto podía durar cada persona bajo el agua, tan solo viéndola. O el caso de Georgina Gamboa, una mujer que declaró ante la Comisión de la Verdad que había sido violada por siete sinchis (comando especial del ejército peruano) y que había resultado embarazada; en ese momento, su hija que estaba al lado se enteró que era hija de esas violaciones. U otro chico al que los senderistas le echaron gasolina para que se incinerara a la luz del sol. Historias muy violentas que me impresionaron muchísimo, un poco lo que quise con el libro fue intentar transmitir esa impresión” (2005: s. p.). 10

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la sensación de desamparo ante la inexistencia de un Estado protector, garante de los derechos y la aplicación rigurosa de la justicia. Tanto los grupos subversivos como las fuerzas de seguridad del Estado utilizaron la estrategia del terror para controlar a la población, y fueron muy frecuentes los casos en los que la tortura se convirtió en un espectáculo público y aleccionador, infligiendo un daño enorme, no solo a los cuerpos, sino también a la dignidad de las personas, fracturando para siempre la autoestima y la propia capacidad motora para el desenvolvimiento personal. En medio de esta orgía de sangre, llama la atención el ensañamiento perpetrado contra los muertos, alterando voluntariamente todos los rituales y ceremonias relacionados con su duelo. La impiedad y la falta de respeto por los difuntos fue una práctica habitual entre bandos contendientes, lo que se tradujo en la prohibición bajo amenazas terribles de darles sepultura conforme a las creencias religiosas y ancestrales de las diferentes comunidades. Se privaba así a la población de llorar a sus muertos, de asimilar la pérdida de la persona querida por medio de la solidaridad de los participantes en el duelo, expresada a través de los gestos habituales del llanto, los abrazos, o la manifestación libre de las emociones contenidas. Esta alteración del duelo tuvo como principal consecuencia la falta de seguridad sobre la muerte real o figurada de quienes habían sido arrancados de su entorno. Las detenciones y desapariciones de personas generaron una sensación extraña, de vacío referencial e incertidumbre, lo que propició el extravío psicológico y emocional de poblaciones enteras que no sabían si los suyos estaban todavía vivos o habían sido ejecutados. Como figura en el “Informe Final” de la CVR: “Muchas personas asumieron la penosa tarea de buscar, a veces durante varios días o semanas, los restos de sus familiares. Con frecuencia, los cadáveres fueron hallados en estado de descomposición, descuartizados o calcinados. En ocasiones, debieron ser rescatados de los animales que amenazaban con devorarlos. Abandonados en calles, alrededores, riberas, los cuerpos revelaban la ferocidad del maltrato sufrido”11. La lectura de la obra Las voces de los desaparecidos permite al protagonista un primer acercamiento al horror del terrorismo. El siguiente paso lo ofrece la propia realidad. En su viaje a Ayacucho, es un taxista, llamado Anselmo, quien   Los testimonios recogidos en este “informe” resultan estremecedores y muestran el grado de ignominia y degradación con que fueron tratadas las víctimas: “Lo han matado allá en el huayco y el perro se lo estaba comiendo, la parte de su cara ya se lo había comido […]. Mi marido, al encontrar, tuve que llevar a enterrar, que ya estaba hasta comido por el perro, sin sangre, ni lengua tenía […] sin lengua, sin nariz, sin ojos, sus cabellos y sus ropas estaban podridos, bien blanqueado estaba su carne, sin piel, sus cabellos estaban a un lado podrido y los tuve que hacer juntar para enterrarlos” (Hatun Willakuy 2004: 361). 11

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se encarga de darle su testimonio personal sobre los horrores vividos en aquella zona12, certificando, además, la presencia de su padre en ese entorno siniestro: ¿Ustedes han escuchado hablar del comandante Ormache? Ah, ese que estaba en Huanta, sí. Sí nos contaron de él. Pero no me acuerdo mucho. Pero todos eran iguales, todititos. Bueno, la Marina era peor que el Ejército. Eso sí, cuando vino el Ejército el ochenta y cinco fue un poco mejor. Llevaban menos gente los ejércitos que los marinos. ¿Y ese comandante Ormache, ustedes saben que tenía una mujer en su cuartel? ¿Una mujer? No he escuchado eso nunca, señor. Nunca. Mire, señor, dijo señalando a la derecha, acá había harto cadáver, mire. Por aquí, este puente que ve aquí es Infiernillo. Allí cerca encontraban los cuerpos de los muertos a cada rato. Los senderistas los amontonaban allí nomás, juntito al camino. Y los militares también los traían. Allí dejaban los muertos, por eso Infiernillo le decían a este sitio […]. Ya casi siempre muertos venían, torturados y cortados y así, ya los traían. A veces días se quedaban allí, pero después venía la tropa y se los llevaba rápido, a veces los milicos los dejaban más allacito (pp. 167-168).

El terror gira en torno al cuartel de Huanta, verdadero locus horribilis en la guerra sucia. El personaje lo describe como un espacio sórdido, con resonancias malditas; un cuartel blindado, visto en la lejanía como un castillo sadiano, inexpugnable, en el que su padre torturaba de forma implacable y del que milagrosamente consiguió escapar la prisionera Miriam Anco. El siguiente acercamiento a la verdad, con la consiguiente inmersión en alguna zona putrefacta del país y de la propia historia familiar, se produce de la mano de un sacerdote, el padre Marco, quien hace de anfitrión para presentarle a los más pobres de los pobres, a los excluidos de todo sistema, a los que ni siquiera hablan el español para poder defenderse, sino la lengua quechua. A través de sus testimonios, Adrián Ormache puede conocer la suerte póstuma de la familia de Miriam: “Su padre y su madre murieron, dice que no quisieron dar su comida de la bodega a los senderistas, dice que los senderistas se llevaron a su hermano para obligarlo a pelear con ellos. Después los senderistas asaltaron el puesto policial aquí también. Allí lo mataron a su otro hermano. No han vuelto a saber de ellos nunca. No saben nada de Miriam. La casa sigue cerrada. Ya casa fantasma parece. No saben nada de la familia de Miriam tampoco” (p. 176). 12   “Terrible […]. Era terrible nomás caminar por esa carretera. O sea caminar por aquí una cuestión de suerte nomás era. O te agarraba Sendero o te agarraban los militares. Pero peor era Sendero pues” (La hora azul, p. 166). Véanse los trabajos de Paradas González, “Senderistas, militantes y las voces de los desaparecidos: el crepúsculo de la muerte o La hora azul, de Alonso Cueto” (2002) y “Alonso Cueto y la persecución de la palabra: Memorias de una vida” (2012).

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La conciencia de culpa es un elemento de cohesión entre todos los habitantes de la zona y un elemento fundamental en el desarrollo de la novela, para el que no tiene consuelo ni siquiera el padre Marco, recordando a otros sacerdotes ilustres de la narrativa contemporánea como el reverendo Whitfield, en Mientras agonizo (1930), de William Faulkner, o el padre Rentería, en Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo. Es esa conciencia de culpa la que traza de forma sinuosa los altibajos en la evolución del protagonista, que asume como propias las atrocidades cometidas por los cuadros militares al mando de su padre, dejando para el lector algunos momentos estremecedores en ese inmenso mural sobre las perversiones humanas. Como ya hiciera de forma magistral en su novela Grandes miradas, donde traza de forma memorable el recorrido que va de la fisiología a la patología del poder, en La hora azul Cueto consigue penetrar con un formidable punzón técnico en la psicología perturbada que caracteriza el mundo de los verdugos y torturadores, tema recurrente en la narrativa sobre la dictadura y la violencia política13: ¿Cuál había sido la rutina de ese lugar? Chacho y Guayo me habían contado que una sesión de torturas podía durar fácilmente toda una noche si estaban de mal humor. Recordaba haber leído algo sobre eso. Muchos torturadores se vuelven adictos a los gritos, a las contorsiones, a las súplicas, las pruebas del dolor. ¿Provocar el sufrimiento de alguien puede crear adicciones de grandeza?, ¿es un bálsamo, una defensa? Si torturaban y mataban a alguien, eso los hacía pensar que no ocurriría lo mismo con ellos. La única gran frustración de los torturadores era ver a los prisioneros morirse. Lo peor seguramente sería verlos morir sonriendo o dando vivas al terrorismo. Un cadáver sonriente enardecía a los soldados y los apuraba a traer al siguiente prisionero. Era tentador imaginarlos. El grupo de prisioneros que debía ir pasando al lugar de las torturas, los ojos de los que cruzaban miradas antes de entrar, los que se daban ánimos, los que arengaban y los que miraban al vacío. El café, el agua, los sándwiches de queso que se preparaban los torturadores en sus ratos de descanso. Estaban obligados a que les gustara, como apretar una palanca en el cuerpo, ya vamos, hay que volver, a ver quién pasa primero. Y luego oír los golpes en la cara, el ruido de los cables en los testículos o en los senos (como un pequeño chasquido, me había dicho Guayo), el aullido detrás de la pared, las colas para las violaciones, la pestilencia de la propia carne, la sangre que te salpica la cara tiene un sabor amargo, da un poco de náuseas. Los prisioneros que se enfrentan a una pistola en la sien bajo las risas de un grupo de soldados. Desde allí, para los prisioneros, había sido una proeza mirar de frente a la muerte, la palidez de la piel, zambullirse en el túnel de las horas de torturas, una mesa, un par de sillas, esas paredes de ladrillos, un foco blanco, sigue gritando nomás, terruquito, más fuerte, grita más fuerte. Pero los torturadores también tenían miedo, también estaban sometidos y atrapados. Los soldados tomaban desayuno

13   Véase el capítulo que Jean Franco dedica al asunto, titulado “La memoria obstinada: la historia mancillada”, en Decadencia y caída de la ciudad letrada (2003: 305-336).

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riéndose, sabían que podía ser el último día de sus vidas, una emboscada, una granada, un asalto, un tiro desde la nada en una patrulla. En cualquier segundo la explosión, el lago de sangre, el cuerpo despedazado, si hay suerte un ataúd con una bandera peruana y listo. Uno se convertía en una cifra más en la estadística. Nadie se iba a acordar. Pero ya uno se acostumbra al miedo, dice Guayo, el miedo es una cosa negra y dura, ya casi tiene forma. Como el estómago, como el corazón, el miedo es un objeto, es una cosa con pelos que está en el centro del cuerpo y que desde allí se esparce, algo firme y largo y ancho, el miedo que te hace ser así, hay que matarlos nomás para que se espante un rato el miedo, para que se vaya. ¿Qué más vas a hacer? […] Era tentador pensar en lo que esa ciudad había sido en los años ochenta (pp. 172-173).

Pero no solo son las fuerzas de seguridad del Estado las que violan los derechos humanos; en el otro extremo de la línea de fuego se encuentra el “sentido ejemplar” con que pretenden castigar los senderistas a todo aquel que sea sospechoso de algo. A través del testimonio del padre Marco, las torturas salvajes que practican los senderistas tienen una dimensión maléfica, son un ejercicio de poder omnímodo, en el que concurren fuerzas muy poderosas que pretenden instaurar una suerte de reinado satánico, donde la violencia extrema es medio y fin para alcanzar la clausura del viejo estado e iniciar una nueva era en la que un nuevo mesías, llamado Abimael Guzmán, descrito como “un santo maligno” (p. 229), pueda desarrollar toda su filosofía redentorista14. Tras recibir toda esta información, Adrián Ormache decide ponerle rostro y voz a las víctimas: “Esa noche, en el hotel empecé a escribir. Fue allí donde nació este libro” (p. 191). Es la necesidad de dejar constancia de la historia trágica del Perú lo que le lleva a escribir su historia, a utilizar la palabra como terapia frente al olvido y a señalar con el dedo de la escritura a todos aquellos que tuvieron responsabilidades en el transcurso de los acontecimientos.

CONTRA EL HORROR, UN AMOR DE PELÍCULA “El horror, como el amor, es una fuente de revelación de lo fundamental, lo esencial de los seres humanos”15. En cierto sentido, la historia de amor que plantea Cueto en la segunda parte de la novela es una salida natural, y necesaria, al horror acumulado en este particular descenso a los sumideros de la realidad peruana. El amor entendido como una vía de exploración de la parte más noble de los personajes. Si la primera sorpresa para Adrián Ormache es conocer la existencia de

  Vich habla de mesianismo y milenarismo en el ideario senderista. Véase El caníbal es el Otro. Violencia y cultura en el Perú contemporáneo (2002: 23-24). 15   Salazar (2005: s. p.). 14

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Miriam Anco, la segunda es encontrarla de forma inesperada, después de haberla buscado por todo el departamento de Ayacucho. La localiza en su lugar de trabajo, una peluquería llamada “La Esmeralda de los Andes”, situada en un barrio de clase media de Lima. El encuentro con Miriam (y su hijo Miguel) es el último viraje de una obsesión, donde el sentimiento de culpa y el deseo forman un extraño maridaje, lleno de pulsiones parricidas e incestuosas. Después de unos difíciles acercamientos a la peluquera, a la que Cueto ha descrito como una mujer llena de zonas oscuras, con un interior atormentado que se traduce en comportamientos extraños, de una violencia inesperada, Adrián Ormache vive la historia de amor más importante de su vida, suplantando así a la figura del padre. Por paradójico que resulte, es una hermosa y humilde mestiza de Ayacucho la mujer encargada de transformar a dos generaciones de hombres de una misma familia, que representan el poder militar y económico del Perú de la violencia. La historia de amor, utilizada estructuralmente como una válvula de escape para aliviar la propia tensión de la historia, se desarrolla en torno a una peluquería, lugar que tiene su propia tradición literaria, muy sugerente en la simbología de las herramientas y utensilios que le son característicos. Las peluquerías, las barberías o los salones de belleza han sido utilizados en la literatura como gabinetes psicológicos, espacios propicios para la intimidad y la complicidad entre los clientes, constituyendo una suerte de confesionario laico donde se dilucidan los asuntos del amor y la política, al ritmo de los tijeretazos y amparados en la fragancia de las lociones y perfumes; así ocurre en una hermosa novela del escritor uruguayo Hugo Burel, Tijeras de plata (2003). También son lugares donde se puede plantear un ajuste de cuentas con el pasado, como ha retratado magistralmente el escritor colombiano Hernando Téllez en su cuento “Espuma y nada más”16. La soledad del peluquero y sus parroquianos, el enfrentamiento de los deseos y frustraciones en un espacio tan reducido, la cercanía de la navaja al cuello y la propia indefensión del cliente, sentado en el sillón giratorio, reproducen, a escala simbólica, los espacios representativos —y claustrofóbicos— en los que pueden encontrarse la víctima y el verdugo. Por eso, cuando Adrián Ormache se pone en manos de la excautiva, torturada y violada por su padre, reproduce al revés la relación de poder entre la víctima y el victimario, deja al libre albedrío de la exprisionera la posibilidad de perpetrar su particular venganza, da una puntada más en el mito de Penteo, atrapado en su propia trampa, y lo que es más importante, deja al descubierto muchas rendijas para que se filtre un amor que le cambiará la vida.  En Cenizas para el viento y otras historias, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1969, pp. 19-23. En este relato Téllez condensa la tensión de la violencia colombiana en un espacio mínimo, donde es posible el accidente y la venganza. Agradezco al historiador Manuel Brito la información sobre este texto. 16

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En el proceso de enamoramiento de Adrián Ormache están muy presentes en todo momento su complejo de culpa y una mala conciencia que se aviva cuando contempla la hermosura de la peluquera, rodeada de sus afiches publicitarios, a la que ve como “una diosa oscura en medio de su corte de guerreras blancas” (p. 209). En su primera visita descubre la dignidad de la víctima, que no acepta dinero, ni regalos, ni prebendas. No piensa delatarlo ni sacar su historia a la luz pública, porque su silencio es el único bálsamo para drenar el inmenso dolor que lleva en su interior y es, además, lo más parecido al olvido y a la muerte. En las siguientes visitas de Adrián Ormache, la culpa ha ido cediendo en favor de un deseo inquietante que le lleva a comportarse como un hombre nuevo. Descubre no solo la historia truculenta del padre, sino también retazos de su personalidad que no eran conocidos en el seno de la familia y que, en cierto sentido, potencian cierto “síndrome de Estocolmo” en quien había sido su víctima: A su papá lo odié tanto, le digo, a su padre pude haberlo matado si hubiera podido porque me engañó tanto, y abusó de mí, en ese cuartito, yo lo odié tanto, por culpa de ellos, de los soldados, de los morocos, perdí a mi familia, ya no pude ver a mi familia, ya no los alcancé, se murieron, se murieron sin mí, y yo lo odiaba tanto a su papá, pero ahora ya no lo odio, ya casi lo quiero (p. 219).

Y más adelante le confiesa que era “un hombre tan violento y tan cruel pero conmigo era tan delicado, era tan delicado cuando estaba conmigo” (p. 253). Ella desgrana una visión compleja y contradictoria del padre, cruel y enamorado, brutal y tierno, calculador y apasionado, a sabiendas de que algún día tendría que matarla por amor; solo así podría evitar que sus propios hombres la violaran. Detrás de la dureza del verdugo hay un hombre débil, que llora de miedo por la amenaza de los senderistas: “Pero tu papá hizo tantas cosas tan horribles, mandó matar a tanta gente, y tenía tanto miedo de que los senderistas vinieran y lo mataran también” (p. 254). Alonso Cueto aprovecha las confidencias amorosas de su personaje para describir con una gran tensión dramática cómo se produce la fuga del cuartel, la borrachera fingida, su disfraz de militar, su impostura en la voz para engañar al centinela, su carrera desesperada durante toda la noche, buscando el refugio de su familia, antes de que apareciera “la hora azul” (p. 236) del amanecer y fuera descubierta por los militares o por los senderistas. Una hora azul a mitad de camino entre la noche y el día, símbolo crepuscular que pone en evidencia las dos formas de terrorismo y que diluye los límites entre la vida y la muerte. Hay algunos elementos en la historia amorosa entre Adrián Ormache y Miriam Anco, con su final trágico, que traen a la memoria no una novela ni un relato, sino una película, El marido de la peluquera (Le mari de la coiffeuse, 1990), del director

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francés Patrice Leconte. Al igual que en el film, la protagonista siente que en medio de la adversidad ha alcanzado la dicha, ha paladeado un instante de felicidad del que no quiere desprenderse y está dispuesta a arrasar con todo, incluida su propia vida, antes que ese amor quede erosionado por el paso del tiempo. Miriam Anco se plantea los límites de la vida como un extensión de la propia felicidad, anunciando de forma proléptica su próxima muerte. Aunque otros personajes de la novela se encargan de encuadrar su final dentro de las muertes naturales, el narrador no tiene la menor duda de que la exprisionera ha comenzado desde pronto a preparar su inminente suicidio, dejando desperdigada toda una serie de pistas que hablan de su cansancio para seguir viviendo y la necesidad de reunirse definitivamente con los suyos, de retroceder en el tiempo, como una forma de restaurar los lazos familiares amputados por la violencia: Yo era tan niña, diecisiete años tenía. Tenía que escaparme o morirme. Y me escapé. Pero ahora ya no tengo las piernas para seguir, o sea me falta el corazón, no sé lo que es, pero, o sea, es como un gran cansancio, como un cansancio de bien adentro los huesos: levantarte, moverte, caminar, trabajar, hablar con la gente, hacer las cosas, ya no me aguanta el cuerpo para eso, porque extraño tanto a mi familia. Extraño tanto a mi familia, a mi familia que crecí con ellos […] todos se quedaron en algún lugar allí, se quedaron, no sé dónde están sus cuerpos, dónde estarán (p. 255).

Una de las secuelas de estos desgarramientos traumáticos, en los que las víctimas se culpan a sí mismas por no haber podido evitar la tragedia, es lo que Castilla del Pino ha llamado la “sobreconciencia de la responsabilidad”, que se manifiesta en la imposibilidad de modificar o corregir el pasado y en la alteración definitiva de la “experiencia del tiempo”17; por eso, Miriam necesita viajar hacia atrás, al momento anterior a su cautiverio, para expiar la culpa de estar viva, aunque para ello tenga que pagar con su propia muerte. Como tantos sobrevivientes en las masacres, matanzas y genocidios, Miriam persigue acabar con la culpa que no la deja vivir, la culpa de seguir viva. El protagonista sabe que el suicidio de la peluquera ha sido planificado desde el momento en que tuvo la certeza de que él era un hombre bueno y honesto, un cheque en blanco para depositar en él la confianza y la tutela de su hijo Miguel18. 17 18

  Cfr. su capítulo “La vivencia de la culpa”, en La culpa (1968: 59-72).   Ormache cuestiona la versión oficial que habla de una muerte natural: Se mató, ¿verdad? Terminó de pagarle el local, y ya no podía aguantar más los recuerdos, ¿no? Extrañaba demasiado a sus papás y a sus hermanitos. Se cortó las venas y se sentó a esperar, ¿no? Usted fue el que la encontró […] ¿Sabe usted que ella hablaba de la mejor edad para morirse? Y decía que Dios iba a estar con ella, hiciera lo que hiciera […]. Aquella tarde remota, la primera vez, cuando me había llamado pidiendo verme, ella acababa de decidir que no podía seguir

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Mientras escribe su particular memoria de los hechos, Adrián Ormache toma conciencia de que el día que su madre “dejó la carta de Vilma Agurto en el baúl, lo cerró y se fue a su cuarto, me dejó escrito su testamento: averigua quién es esa chica, averigua quién fue de veras tu padre y quién eres tú y quién soy yo” (p. 299). No obstante, el testamento de la madre y su última voluntad implícita forman parte de un artificio sutil que sirve al escritor para preguntarse por todo lo ocurrido en la historia más reciente de su país. Sin renunciar al pulso intimista que mantiene su literatura, fijando para el lector una imagen precisa de la cotidianidad, Alonso Cueto ha querido asumir la dosis necesaria de compromiso ideológico con la verdad para denunciar los crímenes cometidos en estos veinte años, que convirtieron al Perú en un adefesio de la civilización. La hora azul sacude con su prosa vigorosa y valiente las conciencias aletargadas por la desinformación, pone voz a las víctimas en medio de los campos y poblados sembrados de muertos, da una puntada más en ese inmenso tapiz del horror, que los comisionados llamaron “Gran Relato” (Hatun Willakuy) y permite al escritor cruzar ese extraño Rubicón de la violencia, que deja al descubierto un paisaje desolado y truculento, parecido al que había visionado el profeta Jeremías en sus sueños más terribles.

VLADIMIRO MONTESINOS O LA SANTIDAD DEL OFIDIO EN GRANDES MIRADAS. HACIA UNA TEOLOGÍA DEL MAL Soy entomólogo. Colecciono mariposas (John Fowles, El coleccionista)

La violencia y la religión forman un extraño maridaje que afecta a todas las épocas y a todas las sociedades de forma vertical. Tal y como aparece representado en la literatura veterotestamentaria, las sociedades tribales y primitivas debían sacrificar a los miembros de su propia comunidad, cuando no tenían esclavos o enemigos disponibles, para contentar a un dios implacable y castigador que exige continuamente pruebas de la obediencia y la subordinación de su pueblo. Estos primeros sacrificios humanos fueron sustituidos en el plano simbólico por sacrificios de animales; de esta forma, el ternero o el cordero pasó a ocupar el luviviendo. Y desde entonces solo había buscado dejarme a Miguel así como mi padre me la había dejado a ella (p. 283).

La circularidad de la historia se completa cuando contempla en Miguel “el reflejo marrón de los ojos, los ojos que había visto en la cama de ese hospital” (p. 303), diluyendo así cualquier duda sobre el parentesco del muchacho y la necesidad de construir un futuro más apacible por medio del cariño y la solidaridad.

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gar que les correspondería a los “inocentes” o a los primogénitos de las familias, lo que vendría a poner de manifiesto no solo la subordinación de los pueblos a sus dioses, sino también la crueldad con que estos ejercen su autoridad19. Es necesario, por tanto, introducir el concepto de “poder” para comprender en toda su complejidad el contexto en el que la religión utiliza la violencia para alcanzar sus fines, y la violencia, por su parte, se sirve del lenguaje religioso para dar una dimensión trascendental y escatológica a lo que constituye, en muchos casos, un inventario siniestro de perversiones. En este sentido, una novela tan importante en la literatura hispanoamericana como El Señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, considerada como la obra fundacional de la novela de la dictadura y uno de los textos pioneros del realismo mágico, constituye un verdadero monumento verbal donde se han imbricado en un triángulo macabro el poder, la violencia y la religión. No es casual, por tanto, que Tohil, el dios maya-quiché de la guerra y el fuego al que representa el Señor Presidente en su moderna epifanía, no exija ejecuciones, sino sacrificios humanos20. La inmediatez y el sinsentido de la violencia quedan fecundados por lo mediato y trascendental del ámbito religioso. La ejecución convertida en sacrificio deja de ser un accidente en la vida de los hombres para convertirse en un asunto crucial en la vida de los dioses y sus ministros. Estas reflexiones previas pretenden enmarcar la importancia que el filtro religioso llega a tener en cierto tipo de literatura que se sumerge en el lado oscuro del poder, como ocurre en la novela de Asturias, en El otoño del patriarca, de García Márquez o en La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa. También ocurre lo

  Girard (1995).   El texto clave para esta interpretación mítica de El Señor Presidente se encuentra en el capítulo XXXVII, titulado “El baile de Tohil”: 19 20

Tohil exigía sacrificios humanos. Las tribus trajeron a su presencia los mejores cazadores, los de la cerbatana erecta, los de las hondas de pita siempre cargadas. “Y estos hombres, ¡qué!; ¿cazarán hombres?”, preguntó Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!..., retumbó bajo la tierra. “¡Como tú lo pides —respondieron las tribus—, con tal que nos devuelvas el fuego, tú, el Dador de Fuego, y que no se nos enfríe la carne, fritura de nuestros huesos, ni el aire, ni las uñas, ni la lengua, ni el pelo! ¡Con tal que no se nos siga muriendo la vida, aunque nos degollemos todos para que siga viviendo la muerte!”. “¡Estoy contento!”, dijo Tohil. ¡Re-tún-tún! ¡Re-tún-tún!, retumbó bajo la tierra. “¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera vida. ¡Que se me baile la jícara!”. Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y el tún de los tumbos y el tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil. Cara de Ángel se despidió del Presidente después de aquella visión inexplicable (p. 376; las cursivas son mías).

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mismo en una “novela política” como Grandes miradas21, del escritor peruano Alonso Cueto, uno de los grandes cronistas del horror y la violencia que asolaron el país en la guerra sucia mantenida por el Estado y los grupos subversivos entre 1980 y el 2000. En este sentido, Cueto no es solo un excelente taquígrafo de su tiempo, recopilando sin remilgos y sin grandes aspavientos el verdadero catálogo de monstruosidades en que se convirtió la política peruana bajo el gobierno del dictador Alberto Fujimori y su mano derecha Vladimiro Montesinos; a él le debemos una novela importante, que debe ser tomada en consideración a la hora de estudiar las representaciones literarias de la violencia en el Perú de los últimos años. En las siguientes páginas se analiza Grandes miradas como ejemplo de novela política desde diferentes filtros religiosos. En ella se describe el estado de corrupción implantado por el tándem gubernamental Montesios-Fujimori, mediante la utilización de procedimientos emparentados con la literatura hagiográfica. Es por ello que en la novela hay una recreación de la violencia política a través de los elementos religiosos característicos de la literatura mística, utilizando arquetipos que proceden tanto de las vidas de los santos como de las narraciones de los mártires de la Iglesia. En este sentido, Vladimiro Montesinos, favorito del dictador Alberto Fujimori y personaje central de Grandes miradas, aparece perfilado no solo como delfín político de un régimen corrupto e implacable con los derechos humanos, sino también como una criatura maligna y satánica, relacionada con el mundo de las tinieblas a través de su caracterización como un ofidio de la política.

GUIDO PAZOS. LA HAGIOGRAFÍA POLÍTICA DE UN JUEZ A LO DIVINO Alonso Cueto tuvo muy presente la personalidad y circunstancias de la muerte del juez César Díaz Gutiérrez a la hora de crear a su personaje Guido Pazos en Grandes miradas, al punto que entró en contacto con la familia del difunto, visitó su casa, su dormitorio, su oficina, habló con la gente que le rodeaba, todo ello para certificar la extraña fisonomía de un juez incorruptible, que se había alzado como una bandera de la honradez ante las inmundicias políticas del gobierno de Fujimori. No obstante, en su construcción literaria Cueto apunta hacia más lejos, hacia la utilización de modelos procedentes de la literatura religiosa, espe-

21   Barcelona, Anagrama, 2005. Cito siempre por esta edición. Las cursivas enfáticas que aparecen en los textos citados son mías.

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cialmente de los arquetipos consagrados en la literatura hagiográfica22. En una novela donde la violencia y la religión tienen una importancia estructural, la caracterización de Guido Pazos como un juez a lo divino, siguiendo, al menos de lejos, el modelo de los caballeros andantes a lo divino, permite al escritor dibujar el perfil de Vladimiro Montesinos bajo el mismo prisma religioso, haciendo un recorrido semántico inverso. Frente a la santidad laica del juez, Montesinos aparece retratado como un “santo de las tinieblas”, una criatura satánica y pestilente de los sumideros del poder, un ofidio de la alta política, o, como dice el narrador, “el ángel de una Anunciación maligna” (p. 116). Desde el principio de la novela, Guido Pazos ocupa el lugar privilegiado de otros jueces de la vida real que han dignificado el ámbito jurídico, como ocurre con Baltasar Garzón en España o el juez Guzmán Tapia en el Chile pospinochetista. Convertido en una suerte de “Juez Campeador”, Guido Pazos se presenta como un funcionario de carrera impermeable a la corrupción, enrocado en los valores innegociables que deben presidir la vida judicial, política y social del Perú más allá de los escombros del fujimorismo. El narrador lo caracteriza como “un caballero aterrizado en el Palacio de Justicia, un sacerdote sin cáliz, un santo sin aureola” (p. 23) y su despacho es “el altar en el que Guido oficiaba la misa de su probidad todos los días” (p. 23)23. El mismo personaje establece los vínculos entre el mundo religioso y jurídico cuando recuerda su pasado seminarista y la misión redentora que le empuja a estudiar la carrera de leyes con la paciencia de un picapedrero para llevar justicia a la propia justicia: “Imagínate que estoy estudiando a estas alturas, yo era seminarista en realidad, iba para cura pero me salí y aquí estoy, pues. Pasé de cura a abogado. Bueno, pero los curas y abogados en algo se parecen. Que siempre andan de negro y bien vestidos, ¿no?” (p. 25). Esta condición mesiánica de la justicia le lleva a concebir el ejercicio de la profesión como un campo de batalla contra el Mal, representado por esa corte de políticos corruptos y sin escrúpulos, capaces de confundir la “patria” con la “plata”. En este sentido, un “juzgado no es una oficina, un juez no es un trabajador así nomás, es un dios de los hechos, les da su valor, los hace significar algo, un juez es una brújula, alguien a quien los justos del mundo observan con esperanza” (p. 26). Los ensimismamientos del personaje, el vigor con que se ejercita contra las maldades de los gobernantes, su sentido inquebrantable de la honestidad frente a las tentaciones del demonio político o la exaltación con que vive sus triunfos y derrotas recuerdan los éxtasis característicos de la literatura hagiográfica, tal y como aparece magníficamente descrito en el texto:

22 23

  Coon (1997).   Cataudella (1981).

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Tenía un defecto admirable. Era un maniático del bien. Un ángel con la espada ardiendo por la justicia. Su trabajo como juez le daba empleo a su idealismo. Estaba decidido a entregarse a una causa. Esa causa era la justicia, las coimas, las influencias, los arreglos lo enardecían como si fueran blasfemias pronunciadas frente a un devoto. Capaz de perderse en raptos de furia moral, llegaba al punto del jadeo y la piel tensa y el comienzo del grito hasta que inclinaba la cabeza en su regazo y pedía disculpas por su rabia (p. 26).

Siguiendo la historia del personaje real, Cueto reconstruye el mundo familiar del juez, los valores y virtudes que presiden su educación, el hogar entendido como un “campo de entrenamiento para la virtud” (p. 45) y la familia como un altar donde se ofician los ritos más transcendentales del hombre. Su ejercicio de la profesión es entendido como un sacerdocio laico y la lucha contra la corrupción como una lucha contra al pecado. Nada de lo que hace carece de un sentido religioso: el mismo coche que sigue manteniendo desde su época de estudiante, la austeridad con que viste, la Biblia abierta que preside su casa y su despacho, la música sacra, especialmente de Haydn, que lo acompaña en los momentos de meditación, o la resignación con que acepta su muerte, teniendo siempre presente la crucifixión de Jesucristo, lo acercan al modelo del santo, un santo laico que convierte el palimpsesto bíblico en un vademécum legislativo y el sermón religioso en un código jurídico. En definitiva, tal y como le propusieron en su infancia, la vocación por la justicia de los hombres es un trasunto de la justicia divina, equiparando en el plano de la devoción al juez y al sacerdote: Fue cuando el padre Luis fue al colegio esa mañana y habló de las vocaciones, cuando explicó que el sacerdocio era una búsqueda de los caminos del bien, un ángel de la tierra que ama a todos los hombres que reconoce la naturaleza sagrada del individuo. Lo sagrado, lo divino, lo cristiano: vive de acuerdo con tus principios, ayuda a tus semejantes, ofrécele un sufrimiento a Dios todos los días. La belleza es un principio, la bondad es un principio, la verdad es un principio, la alegría de servir a los enfermos, a los pobres, a los necesitados […]. Las palabras abren surcos en una tierra largamente preparada, uno ha venido a este mundo a servir y no a ser servido, la felicidad ajena es la semilla del futuro. Dios no es una idea sino un sendero, es decir una conducta, una manera de estar con los demás, abrir el surco de la generosidad, sembrar en la tierra de la solidaridad, solo somos hijos de Dios en la noche del mundo si tenemos encendida la antorcha de la compasión al prójimo. La fe es una causa, no una consecuencia […]. La iglesia era una extensión de su casa y el mundo era una extensión de la iglesia (pp. 45-46).

En la elaboración del personaje, Cueto ha sido muy cuidadoso a la hora de seleccionar todos los datos que contribuyen a crear esa atmósfera religiosa que

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preside la vida del incansable juez y son muchos los momentos en que el narrador registra ese compromiso del protagonista con la justicia, con la legalidad, con la honradez, entendidos estos conceptos como manifestaciones últimas de la virtud religiosa. El texto está salpicado de referencias religiosas que afectan, de una manera u otra, a todos los personajes. En el capítulo VI de la novela, Guido Pazos aparece acorralado por las continuas amenazas que vienen desde el gobierno para que limpie los expedientes de los amigos de Montesinos. En ese momento decide entrar en una iglesia, que funciona como un rito purificador: “El arco de la iglesia, la pila de agua, el frío de las gotas en la frente, se sienta frente al altar, se arrodilla en la tabla de madera. El gran silencio, la oscuridad es una malla, puede sumergirse allí, humedecer la madera, encerrarse en el silencio, protegerse bajo el altar, descargar la cara sobre las manos, la madera aplanada en las rodillas, Dios mío, Dios mío, el refugio final” (p. 61). Siguiendo esta caracterización religiosa, para su novia Gabi, Guido era: un combatiente fervoroso de la guerra moral que había declarado […]. Era un forastero de la realidad. El mal era un bicho ajeno. El bien era una bandera desplegada en el pecho. Pero el coraje de Guido lo debilitaba, lo hacía vulnerable […]. Su honestidad era el principio de su pasión, una estaca de hielo en un pecho ardiente. Guido ofrecía a Gabriela un pacto de confianza. Sostenía para ella los pilares de resistencia al tiempo: el orden, la decencia, la honestidad, el esfuerzo (p. 75).

Una vez muerto reconoce que “había sido el único bálsamo, el único dios en el eterno purgatorio de sus carencias, el único capaz de acogerla, el único que podía alzar la cara y edificarse frente a los saqueos del pasado” (p. 121). Desde su formación religiosa, Gabi ve a su novio y a su padre como versiones modernas de una suerte de caballería andante a lo divino: La resignación de su padre, la pureza moral de Guido, las virtudes de la decencia frente a la adversidad. Su padre y su novio, caballeros andantes de un castillo perdido. Los dos habían aceptado la vida como un campo de honor plagado de derrotas enaltecedoras […]. La virtud, la pureza, la cabeza en alto. Desde extremos opuestos, los dos se habían ofrecido a la muerte. Serían desterrados al olvido incierto de los recuerdos honrosos, su padre y Guido, cadáveres prematuros, insignias en el álbum moral de su soledad. No estaba con ellos sino con su herencia virtuosa (p. 217).

Y concluye: “¿…Un hombre vivo que la abrace en vez de un ángel muerto en la distancia?” (p. 218). No obstante, frente a la bondad de estos dos hombres ejemplares, ella tiene la necesidad de destruir el mundo que le rodea: “Pero los fantasmas de ambos la inspiraban. Ángeles del bien, se habían entregado a la

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muerte, se habían inmolado, habían desaparecido. Iban a volver en ella como demonios” (p. 218). Las virtudes de Guido Pazos llegan a inquietar a su antagonista, Vladimiro Montesinos, que no termina de creerse que existan personas con esa dimensión humana y ética, lejos de los reclamos de las comisiones ilegales e invulnerables ante los cantos de sirena de la corrupción política: “¿Quién es ese juez Guido Pazos? ¿Por qué no le obedece? ¿Alguien sabe más de él, un periodista, otros jueces? Tiene que saber más: qué come, con quién se acuesta, qué viajes hizo, con qué se droga. Nada, nada, no tiene nada. ¿Quién es así?” (p. 81). Otro personaje clave en el desenlace trágico de la obra, el subalterno y asistente del juez, llamado Artemio, se siente como otro Judas después de haberlo vendido a los verdugos de Montesinos. Con gran habilidad, Cueto cambia el punto de vista de la narración para ver al traidor desde los ojos de la víctima, lo que sirve para reforzar aún más la dimensión humana del juez: [Guido Pazos] No se asombró tanto de la presencia de los intrusos como de la cara doblada de Artemio y solo entonces comprendió cuánto estaba sufriendo por haberlo traicionado, por haber hecho que lo mataran, y de qué modo había esperado cumplir con ese día para tratar desde entonces de olvidarlo. Tuvo aún un resto de conciencia para pensar en lo que le habrían ofrecido a cambio (p. 89).

La caracterización religiosa del juez no desaprovecha siquiera los ritos de despedida característicos del entierro: “Todos se acercan, el ataúd es un objeto sagrado, un altar de culpas ajenas” (p. 104). No obstante, es en el momento de la ejecución donde el personaje completa de forma simbólica su recorrido por la literatura hagiográfica. Los tormentos físicos y psicológicos que padece contribuyen a reforzar el ideal de la santidad que marca el itinerario del personaje, equiparando en un plano simbólico su pasión por la justicia con la pasión de Cristo. En cierto sentido, los padecimientos sufridos por el juez recrean los infiernos terribles e inenarrables descritos en la literatura mística, en la mejor tradición de las pocilgas imaginadas por Francisco de Quevedo en Las zahúrdas de Plutón. Por estremecedor que pueda resultar, las torturas, las violaciones y las ejecuciones tienen un marcado valor literario, y sirven, en este caso, para convertir los últimos momentos de la vida de Guido Pazos en un vía crucis, con toda su dimensión escatológica. Sin embargo, a diferencia del sentido purificador que podríamos atribuirle a esta carga religiosa que sostiene con empeño y entusiasmo como si fuera un caballero andante a lo divino, la peregrinatio del juez no conduce a la redención social de los hombres, sino a la denuncia de un país que se ha convertido en un espantajo de la modernidad. El texto de la ejecución del personaje no es solo un monumento verbal de la literatura política, también lo es de la literatura mística:

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Mantuvo los ojos abiertos, tratando de mirar de frente a los dos hombres, no como un gesto de venganza tácita sino como un estímulo para mantener la lucidez del sacrificio y elegir la primera oración. Sabiendo que ésos eran los últimos segundos de su vida sin dolor, sintió una curiosidad sagrada. Estaba a punto de explorar la subordinación de su cuerpo a los fines superiores, un proceso que en otro tiempo había estado reservado a misioneros capturados. Debía inventar un resto de felicidad para darle la bienvenida a ese destino que lo iba a sancionar como a un siervo privilegiado de los ministerios de Dios. Cerró los ojos con la memoria suficiente para escoger el silencio de los susurros —“Ave María, Señora de la Misericordia”— que iban a protegerlo. Los tipos le cortaron la ropa, y empezaron a sacar las herramientas. No habían tenido la compasión de vendarlo pero él se sintió agradecido, pues quería seguir mirándolos para buscar en los ojos ajenos el reflejo anticipado de su futuro. Ellos también iban a morir. Su muerte no estaba lejos y sería más violenta y humillante y sorpresiva. Ellos no la adivinaban. Iban a morir algún día, quizás pronto, sin haber reconocido ni por un solo instante la extensión y la variedad y la bondad esenciales de la vida. Eran unos perros amaestrados en la rutina de la muerte […]. Quizá [Gabi] iba a pensar como él en lo que estaba ocurriendo como una ofrenda. La secreta victoria de ese momento era una consecuencia natural de sus actos. No podía arrepentirse de quien era, de quien sería siempre. Una tranquilidad fúnebre se apoderó de sus músculos […]. Otros jueces iban a reconocer en su cuerpo una inspiración a su causa. Quizás una esperanza parecida había hecho avanzar a Cristo dos mil años antes […]. El sacrificio no era un rito simbólico sino un ejercicio práctico, una contribución al buen destino del mundo (pp. 89-90).

El personaje sabe que el final está próximo porque “estaba entrando en la soledad de la muerte” y uno de sus últimos pensamientos recrea “la sonrisa de Cristo”, mientras envía “un alarido de protesta hacia los cielos” (p. 90). Con su muerte se completa el itinerario hagiográfico del personaje. Quien había vivido como un santo de la justicia muere como un mártir de la política24.

VLADIMIRO MONTESINOS, PRÍNCIPE DEL INFRAMUNDO Uno de los problemas que tuvo que resolver Alonso Cueto a la hora de construir el personaje de Vladimiro Montesinos fue el de no mutilar su visión literaria del personaje y su potencial imaginativo, pagando un tributo excesivo al positivismo de la realidad. En la ficcionalización de los hechos, el lector habrá visto con sorpresa la cantidad de veces que se hace referencia a los ofidios —símbolos del Mal por antonomasia—, a través de la mirada del personaje y las escamas de su 24

  Delehaye (1966).

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piel, así como las continuas alusiones al mundo de los insectos que son utilizadas para caracterizar a los personajes de la novela. Cueto da a conocer a Vladimiro Montesinos como si fuera “una revelación del subsuelo” (p. 264), una criatura procedente de los círculos infernales, un genio del mal que ha sido capaz de dar una puntada más en el inmenso tapiz de las reglas políticas de Maquiavelo, convirtiendo su particular catálogo de perversiones en el vademécum gubernamental que debe presidir la vida política del Perú. El narrador presenta a Montesinos al comienzo de la novela, en el capítulo I, y a partir de entonces, por medio de un flash-back, va a reconstruir las circunstancias que han propiciado ese extraño encuentro entre el favorito de Fujimori y la novia doliente del juez asesinado, quien llega hasta allí para perpetrar su particular venganza. A través de los ojos de Gabi contemplamos a un personaje que tiene el “cráneo húmedo, las mejillas altas, los ojos secos de ofidio, la nariz afilada, la piel de escamas y puntos, el grosor de la sonrisa” (p. 15). Esta misma descripción aparece de nuevo en el capítulo XXII (p. 264) en un caso muy particular de repetitio, que permite a Cueto un sistema de rotación de ciertas secuencias narrativas para multiplicar la tensión psicológica de la novela. Aunque son muchos los momentos en que aparece descrito el delfín de Fujimori, sobre todo en su dimensión monstruosa, lo que recuerda el modelo per species del biógrafo romano Suetonio al referirse a Calígula o Nerón, nos interesan de forma particular aquellos momentos en que el escritor, haciendo un alarde de virtuosismo técnico, retrata el mundo sórdido de Montesinos, desde el exterior hacia el interior, es decir, desde su fisonomía hasta su psicología, dejando para el lector un retrato verdaderamente espeluznante de su personalidad. De esta forma, al hablar del personaje, lo caracteriza como si fuera un reptil, o mejor, como si se tratara de una serpiente, dado el contexto religioso que estamos analizando: “Los ojos fijos, la piel escamosa, el cuello corto le dan un aspecto de ofidio sobrealimentado” (p. 29). Esta particular “bestialización” del personaje supone una regresión al mundo animal (en este caso, al mundo de las alimañas), que se completa cuando en el mismo contexto de inmundicia se caracteriza su actividad gubernamental: “La miseria es su elemento. Nada en la miseria con la fluidez y la velocidad de un anfibio que finge salir ocasionalmente a la superficie. Se introduce en un pozo de agua sucia todos los días” (p. 31). Para construir al personaje Montesinos, Cueto utiliza un discurso que tiene doble sentido, contribuyendo así a la anfibología semántica y a la propia bipolaridad que presenta el personaje. De esta forma, cuando le preguntan a don Ramiro, jefe de Javier, por el doctor, este contesta: “Un enviado de Dios” (p. 73). Algo parecido responde Don Osmán, uno de los capos de la prensa oficial, cuyo periódico es un órgano de propaganda del régimen, cuando responde a su em-

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pleada Ángela: “Bueno, es un señor maravilloso. Un enviado del Señor en verdad, te digo. Un hombre que trabaja veinte horas diarias. Un enviado de Dios, no sé dónde estaríamos sin él. Mira cómo está Colombia con los guerrilleros metidos y en cambio nosotros aquí comiendo tan tranquilitos, pues” (p. 214). La propia Gabi, en su primer encuentro con el verdugo de su prometido, se sorprende por el aura maléfica, casi sobrenatural, que desprende el personaje: “Nunca lo había vista en persona. Su lentitud silenciosa, su camisa granate, su mirada lateral. La sombra de carne se agiganta en la pared como si fuera un santo que se le apareciera en una revelación para darle instrucciones sobre su conducta, el ángel de una Anunciación maligna” (p. 116). El sello luciferino del personaje tiene incluso connotaciones vampíricas, en la mejor tradición de la literatura gótica: “Sí, ponerse un terno y salir y masticar la sangre de los que se quedaron atrás […]. El carro avanza, deja el enjambre de cámaras, una carroza funeraria ataviada con las galas de un carro oficial […]. Piensa que todos afuera están muertos. Él es el único vivo, el que ha sobrevivido a los cadáveres que almacena” (pp. 185-186). Uno de los rasgos característicos de la literatura hagiográfica tiene que ver con la abnegación con la que el santo se dedica en cuerpo y alma por mantener el reinado de la virtud, el imperio del bien, el orden establecido por la deidad rectora. De esta forma, la literatura mística ofrece un catálogo sorprendente de trabajadores incansables por el mantenimiento de un mundo religioso donde el mal es derrotado en todos sus frentes. Montesinos aparece caracterizado en la novela —conforme a los datos de la realidad— como un trabajador incansable, capaz de ejercer un control absoluto sobre todas las teclas del poder, sin desfallecer, sin sentir la tentación del descanso, más allá de la relajación semifurtiva o los amores vertiginosos de las escapadas clandestinas25. Lo dice don Osmán: “Un hombre que trabaja veinte horas diarias” (p. 214). El propio personaje, cuando habla con Mati, su protectora, hace la siguiente confesión: “Yo trabajo tanto, estoy aquí todo el día, he renunciado a todo, trabajo veinte horas diarias” (p. 83). Y lo mismo hace con Gabi, cuando esta se muestra reacia a tener relaciones con él. Montesinos le expone las circunstancias que rodean su vida, contribuyendo así al mito del tirano que no descansa, lo que trae a la memoria el recuerdo de Pedro Zamora, el protagonista del cuento El llano en llamas de Juan Rulfo y el de otros personajes como Miguel Cara de Ángel en El Señor Presidente o el de José Ignacio Sáenz de la Barra en El otoño del patriarca, de García Márquez:

25   Cfr. Bowen y Holligan, El espía imperfecto. La telaraña siniestra de Vladimiro Montesinos (2003).

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Llevo una vida muy sacrificada. Vivo en el SIN. No tengo ni un ratito de descanso. Vivo allí. Es muy duro […] un hombre como yo está muy solo, ¿y por qué estás solo? Porque trabajo en la solución de los problemas nacionales sin motivaciones políticas, solamente pensando en los destinos de la nación como país, o sea pensamos en los problemas de Estado y no en las políticas de la oposición, solo pensamos en el país, nada más. Montesinos le había hablado mirándola de frente, tú seguramente has escuchado que me atacan, me insultan, me dicen de todo, pero yo no aspiro a nada, Gabriela, ¿te das cuenta? Yo no aspiro ni siquiera a ser congresista, o sea mi trabajo es un trabajo anónimo, y a veces me pongo a pensar, ¿sabes, Gabriela? Qué ganas de tanta vaina, al final yo me saco la mugre, ¿y para qué? Pero cuando piensas en el Perú, en los objetivos nacionales, alguien tiene que hacer ese trabajo […] y no importan los sacrificios, mírame, Gabriela, ¿tú me ves como un hombre tan malo como dicen? (pp. 226-227).

No obstante, en la novela hispanoamericana contemporánea son muy frecuentes los casos en que el mundo religioso está visto al revés, desde el reverso, de tal forma que los ángeles son ángeles caídos, los santos son santos de las tinieblas y el mundo parece presidido por las fuerzas del Mal. De ahí que el planteamiento argumental de la novela entronque con uno de los grandes tópicos de la literatura medieval, el “mundo al revés”, tal y como lo formulara Ernst Robert Curtius en su monumental obra Literatura europea y Edad Media latina, señalando la importancia que tiene la inversión de valores en toda la cultura occidental. Tomando como punto de partida uno de los Carmina Burana, Curtius plantea el tópico como una queja contra el tiempo presente: Lo que sucede es que el mundo entero está al revés; los ciegos conducen a los ciegos, precipitándose todos al abismo; las aves vuelan antes de criar alas; el asno toca el laúd; los bueyes danzan; los ladrones se hacen militares; los Padres de la Iglesia, San Gregorio Magno, San Jerónimo, San Agustín, y el Padre de los monjes, San Benito, están en la taberna, ante el juez o en el mercado de carnes; a María ya no le gusta la vida contemplativa, ni a Marta la activa; Lía se ha tornado estéril, y Raquel legañosa; Catón visita la fonda; Lucrecia se hace prostituta. Lo que antes se censuraba ahora se alaba. El mundo está descarrilado26.

Esta imagen del mundo al revés no es exclusiva del Medievo. También tiene una enorme vigencia en las sociedades criminales que se desarrollaron a lo largo de la Edad Moderna, en Europa e Hispanoamérica, durante los siglos xv, xv y

  Curtius (1984: 144). Por su parte, Gilbert Durand considera en Las estructuras antropológicas de lo imaginario que “en la estructura mística hay una inversión completa de valores: lo que es inferior ocupa el lugar de lo superior, los primeros son los últimos, el poder de Pulgarcito viene a escarnecer la fuerza del gigante y del ogro” (1982: 263). 26

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xvii, y encuentra un caldo de cultivo excepcional en la novela hispanoamericana a partir de los años cuarenta. Es por ello que el tándem Fujimori-Montesinos acaba construyendo una suerte de “anti-Estado”, con un “anti-Gobierno” presidido por los “antivalores” relacionados con la extorsión, la corrupción, la guerra sucia, el chantaje, la violación de los derechos humanos y un sinfín de tropelías, algunas de las cuales han sido analizadas en el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación27. Finalmente, para completar la caracterización religiosa de Montesinos es necesario analizar su obsesión por grabar la vida de sus víctimas reales o potenciales en una cinta de vídeo, tal y como ya registrara Luis Jochamowitz en su libro Vladimiro. Vida y tiempo de un corruptor, con el que se abre la novela de Cueto. Los famosos “vladivídeos”, como se les llamó en su momento, delatan no solo una verdadera “telaraña” informativa sobre la corrupción durante el fujimontesinismo, sino también la presencia de una personalidad perturbada y delictiva, que se complace y goza con todo tipo de perversiones visuales, a las que el historiador del cine Román Gubern ha llamado, en uno de sus libros, Patologías de la imagen28. Montesinos no solo disfruta viendo las atrocidades que manda grabar, sino que incluso se excita sexualmente con las escenas explícitas donde se viola, se tortura o se asesina al adversario político, al periodista díscolo o al juez incorrupto29. Se trata, en cierto sentido, de una variante del snuff cinema que, como escribe Gubern, es el “último estadio de la muerte violenta hecha espectáculo, que cuenta con una extensa y gloriosa tradición en la cultura occidental: gladiadores del Coliseo, ejecuciones públicas, tauromaquia, boxeo, etc. Con la ventaja de que el snuff cinema permite reproducir una y otra vez el placer del voyeur, gracias a la conservación de sus imágenes sobre un soporte”30.   Hatun Willakuy (2004).   Véase también su libro La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas (2005). 29   Son muchos los textos en los que vemos a un Montesinos extasiado y gozoso ante el dolor ajeno. Destacamos dos fragmentos que pueden resumir la patología del personaje: A) “Está despierto, se revuelve en la cama, manda llamar en Lima al encargado de manejar el VHS. El hombre llega a las tres. ¿Sí, doctor? Póngame esta cinta, le dice. Una cara de costado, el cuerpo estirado sobre la cama, Vladi se lleva el vaso de whisky a la boca, se pone una mano entre las piernas. Ve al hombre amarrado, toma un sorbo, siente la primera erección” (p. 95). B) “Los tiene a su merced en esa pantalla. Sus ojos son órganos sexuales que penetran en la mente y la piel ajenas, la cámara es la extensión del falo, la posesión es una operación vasta y detallada. Archiva los cuerpos, los cuelga en sus estantes, los casetes forman un cementerio personal de prendas humanas. Verlos, tocarlos, atesorarlos. El periodista con las putas. El juez amarrado agonizando. El ex presidente colombiano con un niño. Todo listo, doctor, la voz del coronel. ¿Y a Fujimori? ¿Lo tenía? ¿Era suficiente? A ver, ponga ese video, dice. Un temblor en la mano. La pantalla se enciende. Pare allí, le dice al hombre. Déjeme ver allí. La imagen congelada del presidente” (pp. 98-99). 30   Gubern (2005: 322-323). 27 28

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El narrador recrea el placer del mirón que contempla el espectáculo del dolor y la muerte como si pudiera decidir sobre su continuidad o suspensión, como si pudiera gobernar sobre la vida de los hombres en un intento luciferino por escapar a los límites de la naturaleza y entrar en la jerarquía de los dioses. Eso es precisamente lo que hace Montesinos cuando apaga las luces de la sala y contempla a oscuras el horror que ha ordenado inmortalizar en la frialdad de la cinta de vídeo, sentirse como un demiurgo de la política, como un hacedor de la realidad, como un aprendiz de dios con resonancias borgeanas, que trata de corregir las imperfecciones de la vida con la perfección de las imágenes grabadas: Montesinos enciende la pantalla, se mira entregando un fajo de billetes, se concentra en las cesiones en la casa del congresista que acepta el dinero. El cuarto oscuro apenas se ilumina con la pantalla. La televisión es el sol de ese universo negro. Él es el centro de la televisión. Estira las piernas. La oscuridad del cuarto hace más ancha y profunda la mirada. La oscuridad es su hogar. Desde ese agujero puede ver pasar presidentes y ministros y asesores, todos reducidos por el fulgor de la vida pública. La grandeza de la oscuridad es suya. La luz descubre y vulnera, empequeñece los cuerpos. Él sabe, Vladi, que la verdadera vida es el secreto. Dios existe porque nadie lo ve. El que puede ver y no ser visto. Eso soy. No un hombre. Una fuerza, un rayo oscuro, permanente. Un ángel de humo blanco se confunde con la neblina (p. 257).

En su condición de juez y fiscal de las vidas ajenas, Montesinos adopta el papel de criatura todopoderosa, con tintes sobrehumanos, que tiene que velar sin descanso para que nada cambie, como el gran ofidio que custodia los huevos de la serpiente. En esa realidad de pesadilla con resonancias sadianas que fue para muchos peruanos el fujimorismo, Alonso Cueto ha sabido recrear de forma magistral la violencia política del personaje a través del filtro religioso, transcendiendo su maldad más allá de su tiempo y de su espacio, para enraizarla en una dimensión mítica y ancestral, en la que los verdugos actuales encarnan la crueldad de los dioses implacables de otros tiempos.

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Capítulo 9º Fernando Vallejo y el pensamiento herético en La Puta de Babilonia

Toto homine qui a uezino uel a filio de uezino aut a uezina uel filia de uecina, qui a mulier dixerit “puta” aut “filia de puta”, et qui al baron dixierit alguno de nomines uedados “fudid in culo”, aut “filio de fudid in culo” aut “cornudo” aut “falso” aut “perjurado” uel “gafo”, aut de istos uerbos que sunt uedados in ista carta, pectet medio morabetino (Fuero de Madrid, siglo xii)1 Se les colgaba al extremo de una larga viga colocada haciendo báscula en lo alto de un árbol en pie; se encendía un gran fuego bajo ellos en el que se les metía y sacaba alternativamente; experimentaban así gradualmente los tormentos de la muerte, hasta que expiraban en el más largo y horrible suplicio que jamás haya inventado la barbarie (Voltaire, Tratado de la tolerancia) Dios es la soledad de los hombres (Jean-Paul Sartre)

VALLEJO Y LA TRADICIÓN ANTICLERICAL Pocos escritores en el mundo hispánico representan de manera tan contundente un pensamiento anticlerical como el colombiano Fernando Vallejo2, con posiciones verdaderamente beligerantes hacia cualquier representación del mundo religioso, ya sea católico, protestante o islámico, con un claro ensañamiento hacia todo lo que sean manifestaciones religiosas del mundo occidental. Su actitud hostil y corrosiva ante todo lo que tuviera alguna relación con la estética de los crucifijos y el olor de los incensarios de las fiestas religiosas se ha traducido en un reguero de referencias que pueden puntearse a lo largo de toda su trayectoria   Citado por Ariza Viguera (2008: 27).   Para contextualizar el tema puede consultarse el libro clásico de Julio Caro Baroja Introducción a una historia contemporánea del anticlericalismo español (1980). 1 2

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novelística, con una parada obligatoria en ese palimpsesto de la violencia social que es La Virgen de los Sicarios3. Sin embargo, es ese profundo malestar con las religiones occidentales y con el islam lo que ha llevado a Fernando Vallejo a erigirse en una voz crítica y punzante, que no solo ataca a las iglesias redentistas y sus liturgias pomposas y acartonadas, sino que además se ha convertido con el paso del tiempo en un consumado especialista en la historia de las religiones, con una marcada predilección por todo aquello relacionado con el pensamiento herético y las posiciones heterodoxas, como ha demostrado en su ensayo La Puta de Babilonia4, verdadero vademécum antiapologético en el que el narrador colombiano no deja títere con cabeza, cuestionando las verdades infalibles del mundo religioso, burlándose de los dogmas, milagros y misterios de la Iglesia Católica y ofreciendo al lector su vastísima formación en asuntos teológicos para demostrar las corruptelas de la jerarquía católica, los abusos de poder del Vaticano, las pulsiones criminales de muchos papas, su connivencia con los regímenes totalitarios del siglo xx y sus silencios ante las masacres y genocidios perpetrados en Alemania, España, Polonia o Guatemala, por el nazismo, el franquismo o el fascismo. A través de su mirada irreverente y desacralizadora asistimos al espectáculo nada edificante de una Iglesia enrocada en las estructuras del poder social y económico, aliada siempre con los poderosos, implacable con los débiles, una Iglesia benévola y escurridiza con los abusos sexuales cometidos por sus miembros, bajo la permisividad inquietante del código canónico que da un tratamiento laxo y condescendiente a asuntos extremadamente graves, como pueden ser los relacionados con la pederastia y otros delitos sexuales, a diferencia de lo que ocurre en los códigos penales de la mayoría de las naciones desarrolladas. La Puta de Babilonia, nombre con que los cátaros y albigenses hacían referencia a la Iglesia Católica durante la Edad Media, debe ser leída como una monumental diatriba que busca el desenmascaramiento del catolicismo y el escarnio público y libresco de sus responsables en los diferentes escalones de su jerarquía, lo que convierte a Vallejo, por decisión propia, en un pensador no solo heterodoxo e incómodo por sus opiniones, sino también en el último representante del pensamiento crítico y contrario a la Iglesia, siguiendo la estela de nombres tan ilustres como Celso, Porfirio, Spinoza, Paine o el propio Voltaire5. En esta monumental miscelánea, el colombiano no solo reconstruye el pensamiento he3   Véase mi trabajo “El narcotremendismo literario de Fernando Vallejo. La religión de la violencia en La Virgen de los Sicarios” (2006). Recogido también en una versión ampliada en Magia y desencanto en la narrativa colombiana (2006: 205-240). 4   Barcelona, Editorial Seix Barral, 2007. En adelante cito por esta edición. 5   Díaz Ruiz lo considera el último escritor maldito. Véase su artículo “Fernando Vallejo y la estirpe inagotable del escritor maldito” (2007).

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rético que ha sido arrasado secularmente por el brazo armado e inquisitorial de la Iglesia, sino que él mismo adopta posiciones heréticas, a sabiendas de que en otra época de la historia esas mismas opiniones le hubiesen costado la vida. Como reconoce el propio autor: “Y gracias al descalabro de la Puta de Roma hoy el amable lector tiene este libro en sus manos. De no haberse dado esa concatenación de sucesos afortunados, ¡cuánto hace que el de la voz habría ardido en la hoguera!” (p. 196). El texto que presenta Vallejo está consignado por una evidente intención provocadora, donde la información histórica aparece atravesada por todo tipo de insultos, blasfemias, irreverencias y un sinfín de perlas envenenadas que buscan provocar el sofoco y la indignación de católicos, protestantes y musulmanes por igual, como si fuera la representación titánica de una lucha sin cuartel entre un héroe de lengua afilada y pérfida —Fernando Vallejo— y el monstruo multicéfalo representado por los creyentes, que ha retrasado el progreso de la humanidad a lo largo del último milenio. En sintonía con el resto de sus libros, La Puta de Babilonia está escrito en un estilo poco académico y sí muy fresco y desenfadado, en el que la poderosa voz fabuladora de Vallejo se hace presente de vez en cuando para recordarnos que el texto antiapologético que leemos tiene las marcas formales de un diálogo con un interlocutor anónimo, casi invisible, al modo clásico, como un guiño a la literatura dialógica de los Siglos de Oro, para mostrar, en definitiva, la maldad intrínseca de las religiones. Frente al diálogo sin respuesta de índole rulfiana que aparece en La Virgen de los Sicarios, en esta ocasión se completa entre el emisor y su receptor a través de una especie de magisterio que tiene como misión una “enseñanza moral”, para destapar el reverso de la ética y la moral cristianas. Planteada así la obra, toda la diatriba ponzoñosa contra las religiones aparece enmarcada en una estructura de Bildungsroman (o novela de iniciación), en la que una voz autorizada y formada intelectualmente —el propio Vallejo— va aleccionando a su oyente sobre las formas complejas de la maldad que anidan en las estructuras eclesiásticas y en sus jerarcas y responsables. Esta particular estructura, que se articula sobre los recursos de la oralidad, explicaría los continuos saltos que se producen en la información que se ofrece a un doble receptor —su interlocutor y los lectores—, generando un particular zigzagueo narrativo y temporal que nos lleva desde la Edad Media a la actualidad o desde el cristianismo primitivo al Siglo de las Luces, pasando por los temas cruciales del catolicismo, como las cruzadas, la caza de brujas, las guerras de religión, la Contrarreforma, la temida Inquisición o la connivencia de la Iglesia con el nazismo y con los regímenes fascistas del siglo xx. Dentro del aparente desorden con que Vallejo ofrece tanto la información histórica como sus propias opiniones sobre la cuestión religiosa, hay un intento

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de organización de dichos materiales que tiene que ver, en parte, con los saltos y elipsis propios de la comunicación oral, pero, sobre todo, con el recurso clásico, consagrado en la historiografía y en la biografía grecolatina, de presentar los materiales no de manera cronológica, sino temática, es decir, per species6. De esta manera, Vallejo va anunciando cada uno de los temas que va a tratar sin seguir un orden cronológico aparente; así, después de haber hecho una verdadera criba en las excentricidades y corruptelas de muchos pontífices, apuntala: “Y pasemos ahora a los sobrinos del papa” (p. 55). Lo mismo hará cuando hable de los papas “papicidas”, de los grupos heréticos, de los textos bíblicos, de los falsos milagros, de los cruzados, de las torturas de la Inquisición, de los casos de pederastia o de los jerarcas vinculados con las atrocidades totalitarias del pasado siglo. En La Puta de Babilonia hay varios hilos conductores que dan unidad y cohesión al texto, teniendo como nexo de unión el ajuste de cuentas con que el novelista colombiano trata a la Iglesia, tal y como declara en el fragmento inicial, siguiendo el ritmo y la prosodia marcada por una particular “letanía” antirreligiosa: La Puta, la Gran Puta, la grandísima Puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Sagarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias […] la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrítica, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la Puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar (pp. 5-6; la cursiva es mía).

6   Shotwell (1940). Véase también el ensayo de Sánchez Marín, “Concepto de biografía en Nepote, Plutarco y Suetonio” (1983).

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Uno de los argumentos centrales de la diatriba es la invención (o fabulación) de Cristo, de los apóstoles, los evangelistas y, por extensión, de la propia Iglesia Católica sobre una falsedad histórica, según la cual Jesucristo encargó a Pedro la edificación de su Iglesia con el famoso lema Tu es Petrus: “Tan falsos los cuatro [los evangelistas] como es de absurdo el tal Cristo que se inventaron. ¡Con que Tu es Petrus! ‘Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno prevalecerán contra ella […]’ ¡Ah libro [la Biblia] estúpido!” (p. 54). Y sobre los supuestos datos históricos que jalonan la biografía del Mesías, desmonta uno a uno, con un verdadero alarde de erudición neotestamentaria, todos los referentes aparentemente históricos sobre los que se ha construido el personaje de Jesús en la época del Imperio Romano. Así, al hacer la reconstrucción de algunos datos de su biografía, como el nacimiento, escribe: “Deduciendo de las fechas inciertas de unos textos inciertos otras fechas inciertas para otros textos inciertos los exégetas lacayos al servicio de la Puta han establecido el formidable engaño de la cronología cristiana: una telaraña deleznable y pringosa que no tienen de dónde colgar” (p. 80)7. Vallejo coteja la información de los principales historiadores que han tratado de documentar al Jesús histórico, como Hermann Samuel Reimarus (1694-1768) y sus obras Tratado de las principales verdades de la religión natural (1754) y Doctrina de la razón (1756), o David Friedrich Strauss (1808-1874) y su obra La vida de Jesucristo críticamente examinada (1835), donde plantea que son los evangelistas los creadores del mito de Jesús, para certificar que ni los pensadores más creyentes son capaces de sostener una biografía coherente de Cristo. También le dedica comentarios memorables a los textos de Ernest Renan (Vida de Jesús, 1863) y Alfred Loisy, cuyo libro El evangelio y la Iglesia, de 1902, fue considerado por el papa Pío X como “la síntesis de todas las herejías” (pp. 179). No solo los historiadores, investigadores, exégetas y hermeneutas de la Biblia caen en todo tipo de contradicciones, lo mismo ocurre entre las páginas de los Evangelios, donde resulta verdaderamente difícil establecer algunas certezas del Jesús histórico8, sobre la maraña de datos que dicen algo y su contrario y que afectan a su nacimiento, a la familia, a los apóstoles, a los milagros, a su bautismo y predicación, su pasión, crucifixión y ascensión a los cielos, al punto que Vallejo llega a plantear: “Que me muestre entonces su partida de bautismo en Belén y su certificado de defunción en Jerusalén a ver si le creo” (p. 177). Tampoco la Santísima Trinidad sale indemne 7   Lo mismo hace con la toponimia que aparece en la Biblia y que está llena de contradicciones: “Con todas estas precisiones geográficas lo único que buscan los evangelios es darle un toque de verdad a la mentira” (p. 89). 8   Así lo señala quien es, sin duda alguna, la máxima autoridad bíblica del momento, el profesor Piñero, en su libro El otro Jesús (1993).

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de su mirada corrosiva: “¡Carajo! ¿Es que el Padre no era capaz de dictarles una versión coherente a los biógrafos de su Hijo?” (p. 129). En sintonía con los grandes pensadores, mitólogos y mitocríticos de finales del siglo xix y mediados del xx, como James Frazer, Otto Rank, Mircea Eliade o Joseph Campbell, Vallejo considera la figura de Jesucristo como vacía de contenido histórico, más allá de un periodo y de un contexto en el que se sitúe al personaje, para enraizarlo en las tradiciones mitológicas que se entrecruzan en los reflujos culturales y religiosos de Occidente y Oriente. Valgan los ejemplos de Atis9, Buda10, Dionisio11, Horus y Krishna12: Cristo nació el 25 de diciembre de una virgen, y en la misma fecha, que es el solsticio de invierno, nacieron Atis, de la virgen Nna; Buda, de la virgen Maya; Krishna, de la Virgen Devaki; Horus, de la virgen Isis, en un pesebre y en una cueva. También Mitra nació el 25 de diciembre, de una virgen, en una cueva y lo visitaron pastores que le trajeron regalos. Y de una virgen también nació Zoroastro o Zaratustra (p. 101).

Siguiendo el modelo comparatista decimonónico, Vallejo confronta no solo a los personajes, sino también sus milagros, sus enseñanzas y valores, así como

  “Atis murió por la salvación de la humanidad crucificado en un árbol, descendió al submundo y resucitó después de tres días. Mitra tuvo doce discípulos; pronunció un Sermón de la Montaña; fue llamado el Buen Pastor […] fue enterrado y resucitó a los tres días; su día sagrado era el domingo y su religión tenía una eucaristía o Cena del Señor en que decía: “El que no coma de mi cuerpo ni beba de mi sangre de suerte que sea uno conmigo y yo con él, no se salvará” (p. 101). 10   “Buda fue bautizado con agua estando presente en su bautizo el Espíritu de Dios, enseñó en el templo a los 12 años, curó a los enfermos, caminó sobre el agua y alimentó a quinientos hombres de una cesta de bizcochos; sus seguidores hacían votos de pobreza y renunciaban al mundo; fue llamado el Señor, Maestro, la Luz del Mundo, Dios de Dioses, Altísimo, Redentor y Santo; resucitó y ascendió corporalmente al Nirvana” (pp. 101-102). 11   “Dionisio también resucitó y fue llamado Rey de Reyes, Dios de Dioses, el Unigénito, el Ungido, el Redentor y el Salvador. Horus fue bautizado en el río Eridanus por Anup el Bautista que fue decapitado; a los 12 años enseñó en el templo y fue bautizado a los 30 […] hizo milagros, exorcizó demonios, resucitó a Azarus y caminó sobre el agua; pronunció un Sermón de la Montaña y se transfiguró en lo alto de un monte; fue crucificado entre dos ladrones y resucitó después de ser enterrado tres días en una tumba” (p. 102). 12   “Krishna fue hijo de un carpintero, su nacimiento fue anunciado por una estrella en el oriente y esperado por pastores que le llevaron especias como regalo; tuvo doce discípulos; fue llamado el Buen Pastor e identificado con el cordero; también fue llamado el Redentor, el Primogénito y la Palabra Universal; hizo milagros, resucitó muertos y curó leprosos, sordos y ciegos; murió hacia los 30 años por la salvación de la humanidad y el sol se oscureció a su muerte; resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo y fue la segunda persona de una Trinidad” (p. 102). 9

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sus hitos biográficos, estableciendo y fijando la posible procedencia de algunos intertextos bíblicos y el origen de ciertos motivos religiosos y folclóricos como “el sermón de la Montaña”, el “pequeño Apocalipsis”, la parábola del “hijo pródigo y el sembrador” o las “Bodas de Caná”, cuyo milagro —la transformación del agua en vino— es interpretado en relación con las peripecias etílicas de Baco y Dionisio. Cada época, cada civilización, cada religión tiene sus dioses, sus héroes y tiranos y Jesucristo es, para el colombiano, “un engendro fraguado por Roma” (p. 101). Para concluir: “¿Y qué son las palabras atribuidas a este engendro mitológico de Cristo sino un batiburrillo sacado de los libros canónicos y apócrifos de la Biblia hebrea y de la sabiduría popular?” (p. 102). Tampoco se libran de su pluma hiriente los evangelistas, los profetas veterotestamentarios, ni los Evangelios Apócrifos, ricos en “estupideces y en sabiduría esotérica” (p. 116). A Juan lo considera un mentiroso (p. 90); a Lucas, “un escritor descuidado o un fabulador” (p. 93), y a Mateo, un embaucador y un charlatán por el uso y abuso que hace de las parábolas (p. 100). Cuando habla de Miqueas, Jeremías, Isaías o Zacarías, con sus vaticinios y profecías que visionan el mundo que está por venir, Vallejo dice que son “retardados mentales para retardados mentales” (p. 99) y que Cristo no es más que una invención de Pedro y Pablo, que son, a su vez, personajes inexistentes. Con todos estos antecedentes es evidente que el colombiano considera la Biblia como “un revoltijo de mitos, leyendas, tradiciones orales, cuentos populares, episodios épicos, anales, biografías, cronologías, censos, proverbios, epigramas, poemas, profecías… Mucha estupidez, mucha inmoralidad, mucha infamia, y quitando unos cuantos versículos desolados y pesimistas del Libro de Job y del Eclesiastés muy mala literatura” (p. 164). Un libro estúpido, como lo llama en varias ocasiones, para representar un mundo estúpido, deforme y cruel, un experimento fallido en el que reinan el hambre, la violencia, la insolidaridad, la crueldad con los animales, la envidia, la enfermedad y la muerte y que tiene evidentes connotaciones borgianas, de proyecto fallido de un dios menor y subalterno. Bien es cierto que las reflexiones de Borges quedan circunscritas al ámbito filosófico e, incluso, teológico, mientras que Vallejo atraviesa cualquier forma de pensamiento filosófico para convertir su reflexión en un órdago envenenado contra el cristianismo y sus principales hitos: “Si el Padre hizo mal el mundo, que lo arregle Él solo sin tener que andar recurriendo a esas otras dos inútiles personas […]. ¡Cómo nos va a salvar un Hijo tan cobarde! ¡Con razón se dejó crucificar! ¡Con razón lo insultaba todo el mundo cuando lo colgaron de dos maderos en el Gólgota!” (p. 129).

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LA PUTA DE BABILONIA, UNA SUMMA HERESIARCA La palabra “herejía” no tuvo en sus orígenes connotaciones negativas, inoculadas más tarde por el cristianismo, sino relacionadas con la libertad de doctrina y el libre albedrío filosófico. Procedente del griego airesis —o hairesis— (‘libre elección’ o ‘elección propia’), el término gozó de prestigio entre los pensadores helénicos, ya que suponía nuevas perspectivas y posicionamientos respecto a las doctrinas filosóficas y religiosas más ortodoxas y canónicas. Eso explicaría su aceptación en los primeros balbuceos del cristianismo, tal y como recuerdan Mitre y Granda: “La tradición más universalmente admitida en el cristianismo atribuye a San Pablo su primera utilización al decir en una de sus epístolas que ‘es necesario que entre vosotros haya bandos para que a través de ellos se pueda descubrir quiénes son de probada virtud’”13. No obstante, desde muy pronto las disidencias y heterodoxias dentro del seno de la Iglesia fueron perseguidas y castigadas con la mayor severidad, creándose ex profeso el Tribunal del Santo Oficio en 1232, bajo el auspicio del papa Gregorio IX, como una forma de atajar de manera contundente y sin aspavientos los continuos movimientos heréticos que se producían en Europa desde fecha muy temprana14 y que llegaron a ser una verdadera amenaza para la Iglesia oficial. Esta “herejía de masas”, como la llaman Mitre y Granda, presenta, más allá de las variantes de cada movimiento, cuatro ejes fundamentales que dan cierta cohesión grupal: 1) Todos los grupos tienen como base la fe religiosa —el “fideísmo”—, a la que no renuncian ni siquiera cuando se encuentran en la hoguera o en el cadalso. Esta fe (ciega) les lleva a estar en contra de una Iglesia excesivamente clericalizada, burocratizada y jerarquizada, además de excesivamente preocupada por los asuntos terrenales. 2) La aceptación de la pobreza, especialmente voluntaria, como forma de vida, como prueba de amor a Dios en un contexto de extrema necesidad y grandes hambrunas ocasionadas por las condiciones medioambientales, demográficas, epidemiológicas o bélicas. La riqueza es vista como un obstáculo para entrar en el reino de los cielos. Gonzalo de Berceo, en uno de sus Milagros de Nuestra Señora, nos hablará del pobre que “por ganar la Gloriosa que él mu13   Mitre y Granda (1983: 13). La cita de San Pablo está sacada de la Epístola a los Corintios, 11, 19. 14   Antonio Piñero (2007). Cfr. las obras de Norman Cohn, En pos del Milenio: revolucionarios, milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media (1997); Otto Rahn, La corte de Lucifer: sabios, paganos y herejes en el mundo medieval (2005) y Victoria Sendón de León, La España herética (1986).

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cho amava / partielo con los pobres todo quanto ganava” (“El pobre caritativo”). Quienes renuncian a las riquezas terrenales —pauperes Christi— están casi siempre vinculados a órdenes religiosas que son vistas por la jerarquía eclesiástica como una seria amenaza. 3) Se busca la igualdad dentro del seno de la Iglesia, lo que implicaba el cuestionamiento de toda forma de jerarquía u organización escalonada. 4) Los movimientos heréticos están vinculados principalmente a las ciudades, de ahí que su desarrollo, en torno al siglo xi, esté conectado con el de los centros urbanos que se producen en esta misma época. Albi, Toulouse, Münster, Ginebra o Milán, a la que llamaron “cueva de herejes” y “madre y nodriza de herejías”, fueron verdaderos epicentros de estas corrientes heréticas. Es evidente que Fernando Vallejo era conocedor de las principales herejías del Medievo, tal y como desgranó en ciertos pasajes de La Virgen de los Sicarios15. Sin embargo, La Puta de Babilonia puede resultar sorprendente para muchos lectores por el conocimiento profundo, exhaustivo y riguroso con que el colombiano se acerca a un tema tan fascinante como delicado, estableciendo una especie de canon de herejes y mostrando su predilección por ciertos movimientos contestatarios a la Iglesia oficial, cotejando teorías, estableciendo fechas y cronologías,   Son muchos los momentos en los que Vallejo parece codificar sus conocimientos en materia herética en ciertos pasajes de esta novela extraordinaria. Cito a continuación algunos de los más relevantes por su edición española (Madrid, Alfaguara, 1995): “El murmullo de las oraciones subía al cielo como un zumbar de colmena […] el espectáculo perverso de la pasión: Cristo azotado, Cristo caído, Cristo crucificado” (p. 15); “[En las iglesias] se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana […]. ¿Y Cristo dónde está? ¿El puritano rabioso que sacó a fuete a los mercaderes del templo?” (p. 53); “Es mi nueva teología de la Dualidad, opuesta a la de la Trinidad: dos personas que son las que se necesitan para el amor; tres ya empieza a ser orgía” (p. 54). “Quinientos años me he tardado en entender a Lutero, y que no hay roña más grande sobre esta tierra que la religión católica. Los curitas salesianos me enseñaron que Lutero era el Diablo. ¡Esbirros de Juan Bosco, calumniadores! El Diablo es el gran zángano de Roma” (p. 66); “toda religión es insensata […] se hace evidente la maldad, o en su defecto la inconsubstancialidad, de Dios […] Hace dos mil años pasó por esta tierra el Anticristo y era él mismo: Dios es el Diablo. Los dos son uno, la propuesta y su antítesis. Claro que Dios existe, por todas partes encuentro signos de su maldad” (p. 74); “Él, con mayúscula, con la mayúscula que se suele usar para el Ser más monstruoso y cobarde, que mata y atropella por mano ajena, por la mano del hombre, su juguete, su sicario” (p. 77); “Dios no existe y si existe es la gran gonorrea” (p. 78); “Bendito seas Satanás que a falta de Dios, que no se ocupa, viniste a enderezar los entuertos de este mundo […]. Mi niño era el enviado de Satanás que había venido a poner orden en este mundo con el que Dios no puede. A Dios, como al doctor Frankenstein su monstruo, el hombre se le fue de las manos” (p. 99); “El culpable será el de Allá Arriba, el Irresponsable que les dio el libre albedrío a estos criminales” (p. 100); “Me asomé un instante a esos ojos verdes y vi reflejada en ellos, allá en su fondo vacío, la inmensa, la inconmensurable, la sobrecogedora maldad de Dios” (p. 119). 15

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para dejar en el lector la sospecha de que este ajuste de cuentas que lleva a cabo con su libro lo ha convertido, a lo largo de los años, en un verdadero especialista de aquello que va a combatir. No sorprenden, por tanto, las continuas y eruditas referencias a los autores heréticos o pseudoheréticos más importantes desde la Antigüedad, como Carpócrates, Cerinto, Basílides, Marción, y las escuelas heterodoxas de los ebionitas, los adopcionistas, los docetistas o los gnósticos cristianos, a los que parece profesar una amplia y sentida simpatía: Marción condenaba el sexo porque conduce a producir más gente y a perpetuar el horror del mundo. Ese Cristo vegetariano de los ebionitas y ese Marción fantástico que se opone a la reproducción me reconcilian con el cristianismo primitivo. ¡Pero ay, la Puta que se quedó con todo nos resultó iracundamente carnívora y paridora! (p. 82).

Las simpatías de Vallejo llevan siempre incorporadas su reverso, es decir, el desprecio e, incluso, la repugnancia que le producen los autores cómplices con la Iglesia, como Justino Mártir (ss. i-ii) y sus obras Apología y Diálogo con Trifón, donde trató de conciliar cristianismo y paganismo, defendió la importancia de los ángeles y condenó la sexualidad y el judaísmo; por el contrario, adora a Tatiano (s. ii C), que sentía fascinación por el mundo natural, como demostró en su obra Sobre los animales, y fundó la religión de los encartitas, en la que rechazaba el matrimonio y la procreación, y condenaba el consumo de carne (p. 84). Haciendo un verdadero alarde de historia eclesiástica, Vallejo recorre uno a uno los principales pensadores que han escrito contra el cristianismo, como Celso y su obra La palabra verdadera (hacia el 180), refutación de la religión cristiana que fue destruida por mandato de la Iglesia y cuyas ideas han llegado a nosotros gracias al filósofo Orígenes (185-254), que se tomó la molestia de rebatirlo punto por punto en su monumental obra Contra Celso, compuesta en el año 248. Lo mismo ocurre con Porfirio (232-305) y su obra Contra los cristianos, quemada por orden de la Iglesia en el siglo v, de la que conocemos parcialmente algunos pasajes y muchas ideas gracias a las refutaciones que de ella hace Macarius Magnes, recogidas en su libro Apocriticus. Como recuerda Vallejo “ha tenido que esperar la humanidad hasta fines del siglo xviii para tener, en las obras de Thomas Paine Los derechos del hombre y La edad de la razón, unos escritos contra la superstición cristiana tan luminosos y libertarios como los de esos dos filósofos griegos de la Antigüedad” (p. 137). Siguiendo su labor de exégeta, Vallejo analiza las principales ideas de Celso, rebatidas por Orígenes (al que llama “estúpido”), como es la condición de Jesucristo como personaje maravilloso, a la altura de Perseo, Anfión o Minos; o la sanación de un leproso, la cura de un ciego y la rehabilitación de un paralítico como una forma de enmendarle la plana al Padre por la chapuza de mundo

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que ha construido, o la burla que le produce la resurrección de Lázaro para tener que morir más tarde como todo hombre (p. 138), o el escepticismo que le provoca a Celso la famosa estrella de Belén, a la que el colombiano dedica la siguiente perla: “¡Cómo va a guiar una estrella a alguien hasta un pesebre en una cueva!” (p. 144). Vallejo considera la obra de Porfirio, Contra los cristianos, como el libro más devastador que se haya escrito nunca contra el cristianismo, muy por encima de la acritud y el carácter corrosivo de los textos de Voltaire, al que ve como “una mansa paloma” (p. 146) en comparación con el pensador helénico. Lo resume así: Al cristianismo lo veía como una enfermedad perniciosa que infectaba al imperio; a los evangelios como la obra de unos charlatanes; al llamado “príncipe de los apóstoles”, o sea Pedro, como el más grande cobarde; y a Jesús como un criminal y un taumaturgo de segunda. Pero lo devastador de sus críticas no está en los calificativos (éstos al fin de cuentas los pone cualquier Fidel Castro) sino en algo más ingenioso por lo simple del recurso: tomar lo que dicen los evangelios y demás sagradas escrituras tanto judías como cristianas al pie de la letra negándose a aceptar nada como alegoría ni las contradicciones como misterios o paradojas (p. 147).

La identificación de Vallejo con Porfirio —y en parte con Celso— es de tal calibre que hay una confusión deliberada en el uso de las voces narrativas, al punto que da la impresión de que es Vallejo quien opina, suplantando a los pensadores helénicos, como ocurre en el siguiente fragmento a modo de resumen: Queda poco de Porfirio, pero todo espléndido, fresco, lúcido: contra los evangelistas, contra Pedro, contra Pablo, contra el Reino de los Cielos, contra la resurrección de la carne, contra lo que dijo e hizo Cristo. “Los evangelistas eran inventores de leyendas y no historiadores de los hechos de Jesús. Cada uno de los cuatro contradice a los otros en su versión de sus sufrimientos y de la crucifixión […]. Si estos hombres no son capaces de ponerse de acuerdo con respecto a la forma en que murió y se basan en rumores, ¡qué esperanzas con el resto de la historia! […]. Y pasando a la resurrección pregunta Porfirio: “¿Por qué Jesús no se le apareció a Pilatos, o a Herodes el rey de los judíos, o al Sumo Sacerdote, o a muchos a la vez y que fueran dignos de crédito y en especial a los romanos del Senado y del pueblo? ¡Pero qué! Se le apareció a María Magdalena, una mujer ordinaria que venía de una aldehuela miserable y que había sido poseída por siete demonios, y a otra María, igualmente desconocida, una campesina, y a unos cuantos desconocidos más. Y sin embargo él había dicho: “Veréis entonces al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder y viviendo entre las nubes”. Si se hubiera presentado a gente importante, nadie habría castigado a sus seguidores acusándolos de inventar historias monstruosas y no habrían tenido que sufrir por su culpa (Apocriticus, II, 14) (pp. 148-149).

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El mimetismo entre el estilo desenfadado y burlón de Porfirio y el de Vallejo convierte al pensador helénico en un antecedente inmediato del antioqueño, como se ve en este texto sobre la transmutación de la carne, en el que habla el pensador griego: Otro famoso dicho del maestro es éste: “A menos que comáis mi carne y bebáis mi sangre, no tendréis vida en vosotros”. Este dicho es bestial y absurdo. ¡Que un hombre coma carne humana o beba la sangre de un miembro de su familia o de su pueblo, y que por eso obtenga la vida eterna! Si así se hiciera, ¡en qué salvajismo no se convertiría la vida! No sé de mayor chifladura en toda la historia de la impiedad. Ni siquiera las Furias les enseñaron esto a los bárbaros. Ni siquiera los potideanos habrían llegado a eso, salvo que se estuvieran muriendo de hambre. ¿Qué sentido tiene ese dicho contrario a toda vida civilizada? (p. 152).

Más allá de los grandes referentes como Celso o Porfirio, a los que desmenuza en su dimensión libertaria con verdadero mimo intelectual, Vallejo señala cada uno de los movimientos heréticos nacidos en la vieja Europa, estableciendo sus dogmas, características, pretensiones, protagonistas y detractores en lo que es una verdadera summa heresiarca. Además de los cátaros y albigenses, utilizados para titular el presente libro, Vallejo se detiene en los fraticelli, una escisión de los seguidores de Francisco de Asís, que retomaron la expresión albigense de “la Puta de Babilonia” y llamaron “Anticristo” al papa (p. 251). Fue, precisamente, el pontífice Juan XXII quien los persiguió hasta el exterminio en pleno siglo xiv, con el argumento de que Cristo nunca atacó las riquezas, debate medieval utilizado por Umberto Eco como uno de los ejes argumentales de El nombre de la rosa. También dedica su atención a los apostólicos de fray Dolcino, con sus prédicas incendiarias a favor de la pobreza y la incitación a la violencia contra la Iglesia y sus ministros (p. 254); sin olvidarse de las beguinas, secta de mujeres afín a los fraticelli, cuya máxima representante e ideóloga, Margarita Porete, autora del Espejo de las almas simples, fue quemada en la plaza pública en 1310. O los camisards o ‘camisas blancas’ como símbolo de la pureza que había perdido la Iglesia oficial. Le siguen reflexiones sobre Jan Hus y la secta de los husitas (pp. 257- 260), así como Lorenzo Valla, por el que Vallejo siente verdadera admiración, ya que fue el influyente humanista italiano el encargado de cuestionar la verdadera naturaleza de las Sagradas Escrituras, atribuidas, supuestamente, a la palabra de Dios por inspiración divina (p. 262). Vallejo considera a Valla más importante que Erasmo, al que llama “un solapador más de la Puta”, y el verdadero antecedente del Siglo de las Luces, el gran movimiento libertario del xviii y la Revolución Francesa. Tampoco olvida la excomunión de Spinoza y la quema y prohibición de su Tratado teológico político (p. 166), así como la importancia

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del barón de Holbach, autor de una obra fundamental, El cristianismo al descubierto (1761), verdadera apología del ateísmo y texto clave por sus irreverencias y burlas a la religión. Un aspecto al que dedica amplia documentación es el de las teocracias constituidas en territorio europeo: los anabaptistas en Münster, los seguidores de Savonarola en Florencia y los calvinistas en Ginebra. A Calvino lo considera un asesino, responsable de la decapitación del científico español Miguel Servet, descubridor de la circulación sanguínea, que negaba la doctrina del pecado original y el misterio trinitario, y que había llegado a Ginebra huyendo de la Inquisición española, sin saber que allí se había de topar con otra forma de inquisición, tan cruel y violenta como la española, auspiciada por este predicador visionario que convirtió Ginebra en la Roma protestante (p. 277). Tampoco Lutero, como era de esperar, se libra de su verbo afilado, considerándolo un “bellaco”, un “bibliólatra” que se burlaba de Copérnico, un antisemita que incitaba en sus sermones a la quema de brujas (p. 271). Sin embargo, Vallejo felicita a Lutero por haber dividido a la Iglesia entre católicos y protestantes, sin olvidar la escisión de la Iglesia anglicana, como una forma de debilitar a la institución bimilenaria. Desde las primeras páginas de La Puta de Babilonia hay un intento por rescatar del olvido las grandes matanzas y masacres de la Iglesia: las víctimas inocentes de las cruzadas, los herejes, brujas, enfermos o librepensadores quemados en auto de fe para escarmiento público, la destrucción de las culturas indígenas americanas, la matanza de los hugonotes (protestantes franceses) en la noche de San Bartolomé (1572), las guerras de religión o la persecución y ejecución de figuras cruciales de nuestra Historia, como Galileo, Giordano Bruno o Miguel Servet. Lo resume Vallejo con su desparpajo habitual: Si me pongo a enumerar una por una a las víctimas de las Putas católicas y protestantes no me caben en las páginas del directorio telefónico de la ciudad de México. Baste decir que la sola Guerra de los Treinta Años, que se inició con el enfrentamiento de la Unión Protestante a la Liga Católica a raíz de la llamada “segunda defenestración de Praga” y que duró de 1618 a 1648, le bajó la población a Alemania de dieciocho a cuatro millones. No hay como una guerra de éstas o una buena peste bubónica para contrarrestar a un Wojtyla (p. 285).

Es evidente que Vallejo trata de situarse en la misma tradición de pensadores heréticos que han espoleado a las Iglesias católica, protestante y anglicana, creando sus propios predecesores y antecedentes, como se deriva de su admiración por John Wyclif (1330-1384), uno de los azotes de la Iglesia en la Inglaterra del siglo xiv y precursor del protestantismo, quien defendió la pobreza del clero, tradujo la Vulgata al inglés y negó la doctrina de la transubstanciación. Sus ideas fueron

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perseguidas no solo en vida, sino más allá de su muerte, ya que fue exhumado y quemado en 1428 por mandato del Concilio de Constanza, celebrado trece años antes. Así resume el colombiano la autoridad y el pensamiento de Wyclif: Para él el papa era un mamarracho pintarrajeado que albergaba en su interior la más abominable ruindad, un esbirro de Lucifer a quien había que arrebatarle todas sus posesiones y riquezas […] la Puta no había recibido de Dios ningún derecho a mandar como pretendía y en consecuencia salía sobrando y junto con ella toda la tradición eclesiástica: las Sagradas Escrituras eran la única fuente de la fe y los cristianos debían guiarse solo por ellas. Mandó traducir la Biblia al inglés, le pidió al rey que confiscara las propiedades del clero, asoció la pobreza a la santidad, consideró las indulgencias un atraco a los ingenuos y negó la transubstanciación o conversión del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo mediante el sacramento de la eucaristía. ¿De dónde había sacado la Puta semejante cuento? El Nuevo Testamento no dice nada al respecto. Con todo lo cual se anticipaba en siglo y medio a la Reforma protestante. Y como si lo anterior fuera poco, Wyclif rechazó la confesión, la confirmación, la extremaunción, la ordenación sacerdotal y hasta la oración pues dado que según él Dios fuerza a cada una de sus criaturas a sus actos (la agustiniana teoría de la predestinación de los protestantes), unos nacían predestinados para el cielo y otros para el infierno. ¡Para qué perder entonces el tiempo rezando! Le quedó por negar a Dios y a Cristo, con lo cual se habría convertido en precursor ya no digo de Lutero que bien muerto está, sino del que estas humildes líneas escribe” (pp. 255-256; la cursiva es mía).

Vallejo fija la altura doctrinal y moral de Wyclif en relación con la virulencia de los ataques perpetrados por la Iglesia: “Cinco bulas de Gregorio XI le valieron a Wyclif sus maravillosas tesis. ¡Qué envidia! A lo más que llegaré con esta Puta de Babilonia será a que cualquier obispo patirrajado del actual Benedicto me niegue el Nihil obstat” (p. 256). Para concluir con una de las ideas centrales de su libro: Y sin embargo creo en Dios. ¡Claro que Dios existe! Es un viejo malo y feo, vengativo y rabioso, muy proclive a la maldad y con las tripas podridas de rencores (p. 248).

Tampoco el islam sale bien parado de sus alfileretazos. A Mahoma lo llama “mercader lujurioso, polígamo, sanguinario, asesino y bellaco entre los bellacos” (p. 78), “una máquina de infamias”, “mercader taimado que habría de fundar la religión mahometana (una plaga peor que el sida y la malaria)” (p. 171) y “máquina imparable de matar y fornicar” (p. 174). A sus fieles los considera como una “horda de excretores” (p. 224) por la posición que adoptan mientras rezan mirando hacia la Meca, y a su libro sagrado, el Corán, “un mamotreto tan feo como la Biblia” (p. 78), capaz de competir en atrocidades con el Llibro cristiano:

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“En crueldad y maldad, en misoginia y esclavismo, el Corán compite con la Biblia” (p. 172). Para lamentar que, por culpa de este “compendio de infamia” (p. 224) que es el Corán, el mundo islámico “no ha tenido Revolución Francesa, ni Siglo de las Luces, ni Declaración de los Derechos del Hombre” (p. 224) y cuya expansión y proselitismo está convirtiendo a medio mundo en teocracias medievales. Como sentencia el escritor: “¡Le hubiera tocado a Porfirio o a Apolo lidiar con mahometanos! Es más fácil subir a pie a la luna que convencer a uno solo de estos alucinados que Mahoma fue un bellaco asesino y un farsante” (p. 156). Teniendo en cuenta las amenazas vertidas sobre voces críticas contra el islam, y las órdenes de asesinato emitidas por los ayatolás, bajo la forma “legal” de la fatwa, desde Salman Rushide a Kurt Westergaard, el dibujante danés que parodió a Mahoma en sus caricaturas, Fernando Vallejo es consciente de los peligros nada inventados que pueden acarrearle sus opiniones en un libro tan polémico y agresivo como La Puta de Babilonia: “No perdonan. Yo porque soy un irresponsable y estos libros míos circulan poco […]. Con la vagina atómica de esta horda alucinada no compite nadie” (p. 234).

DE “LOS MAYORDOMOS DE LA PUTA” A LOS DOMINI CANES O ‘PERROS DEL SEÑOR’ En sus ataques dialécticos contra la Iglesia Católica, los papas, a los que llama “los mayordomos de la Puta”, tienen un lugar preferente y ocupan buena parte de La Puta de Babilonia, aunque también deja espacio para algunos cardenales, obispos y arzobispos, vinculados con el nazismo, el fascismo y el franquismo, amén de los implicados o conniventes con los regímenes militares de América Latina o los célebres por sus prácticas pederastas, como Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo. Sin embargo, no es la Iglesia popular, la de los barrios obreros, la de las parroquias rurales o los curas vinculados a los movimientos sociales o las órdenes religiosas que predican dando ejemplo con enfermos, indigentes y desahuciados lo que más preocupa al novelista colombiano. Hasta cierto punto hay una invisibilidad deliberada para cierta parte (o concepción) de la Iglesia, posiblemente vinculada a la Teología de la Liberación, que escapa de su pluma lacerante y cáustica, para centrar todas sus energías en atacar a la Iglesia oficial, coqueta y complaciente siempre con el poder y ajena a las necesidades e inquietudes del hombre. Analizada con la suficiente perspectiva histórica, es evidente que la historia de los papas puede resultar, en ciertos periodos, verdaderamente extravagante y disparatada. El carácter rocambolesco y estrafalario de ciertos momentos de la

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Iglesia Católica se concreta en la existencia de un papado tricéfalo. ¿Cómo explicar que en un mismo periodo convivan tres papas enfrentados entre sí: Gregorio XII, Benedicto XIII y Alejandro V? (p. 259). Al referirse a la edad de los papables en el momento de ocupar el sillón de Pedro, la secuencia que plantea Vallejo deja los siguientes datos: “Pocos comparados con los 78 a que se encaramó al trono de Pedro nuestro actual Benedicto XVI, pero muchos frente a los 20 a que fue elegido Juan XI, o los 16 a que fue elegido Juan XII, y ni se diga los 11 a que fue elegido Benedicto IX, el Mozart o Rimbaud de los papas” (p. 9). Y lo mismo hará con los papas cuyo pontificado ha durado menos: “De los doscientos sesenta y tres papas con que el Paráclito ha bendecido a la humanidad, la suertuda, diez duraron menos de treinta y tres días, que es lo que alcanzó a reinar nuestro reciente Albino Luciani, alias Juan Pablo I, y varios otros un par de meses. ¿No se les hace muy raro? ¿Serán los designios inescrutables de la traviesa paloma que a veces empantana un cónclave durante semanas, meses y aun años, para acabar llamando, celosa, a su elegido a los pocos días de coronado?” (p. 14). Tampoco le son ajenos al novelista colombiano los casos seculares de “nepotismo papal”, lo que convierte a ciertas familias en el epicentro de la vida religiosa: Benedicto IX (nombre de pila de Teofilacto) era sobrino de Juan XIX (nombre de pila Romano), quien había sucedido a su hermano Benedicto VIII (otro Teofilacto), quien a su vez era sobrino de Juan XII (nombre de pila Octaviano), quien era hijo del príncipe romano Aberico II, quien era hijo de puta y nieto de puta: hijo de Marozia y nieto de Teodora, el par de putas, madre e hija, que fundaron la dinastía de los Teofilactos que le dio seis papas a la cristiandad, a saber los cuatro enumerados más Juan XI, hijo ilegítimo de Marozia y del papa Sergio III y elevado al pontificado a los señalados 20 años por intrigas de su mamá, y Juan XIII, hijo de Teodora la joven (hermana de Marozia) y un obispo. ¡Seis papas que se dicen rápido, salidos en última instancia de una sola vagina papal multípara, la de Teodora la vieja o Teodora la puta! […] Juan XIX sucedió a su hermano, Benedicto VIII; pero ya antes Pablo I había sucedido a su hermano Esteban III. El papa Hormisdas engendró al papa Silverio; pero ya antes el papa Anastasio I había engendrado al papa Inocencio I (pp. 9-10 y 11).

En la historia de la Iglesia no faltan los papas asesinos, que se han servido de la conspiración y el magnicidio para ocupar la vicaría de Cristo, a los que Vallejo llama “papas papicidas”: Bonifacio VII estranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV; pero ya antes Sergio III había asesinado a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal, y Pelagio I había matado al papa Virgilio por corrupto. Ahora bien, hablando con propiedad, un papa no puede matar a otro pues en el momento del crimen el homicida todavía no es

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papa […]. Así pues, por repugnancia teológica, es disparate hablar de papa papicida. Papa asesino y genocida ¡los que quieran! Pero papa papicida no (p. 11).

Sobre la premisa de que “no hay papas buenos. Ni malos. Hay papas peores” (p. 15), Vallejo despliega para el lector un catálogo formidable de pontificados marcados por la desmesura, la violencia, la represión atroz, la vida licenciosa o la pederastia. Papas obsesionados con el dinero, con el sexo, con las bulas —a las que llama “libelos de sangre”—, con el poder, con las cruzadas, con las encíclicas (“papas enciclípedos”) o la reproducción. En ese listado interminable e inabarcable de doscientos sesenta y tres papas, a los que llama “energúmenos ensotanados”, Vallejo muestra una especial inquina contra los Píos IX (Giovanni Maria Mastai-Ferretti), XI (Achille Ratti) y XII (Eugenio Pacelli). Pío IX, al que llama Impío Nono, es en los tiempos modernos uno de los que más bilis le provoca al colombiano16. Su currículum viene marcado por la promulgación de la Inmaculada Concepción y la declaración de infalibilidad del papa, además de ser el pontífice más longevo en la silla de San Pedro (31 años), pero sobre todo, porque “este Impío Nono fue también el que no permitió que se fundara en Roma una Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales (como si él no lo fuera), arguyendo que los seres humanos no tienen obligaciones para con ellos” (p. 187). Y a él recurrirá en muchas ocasiones a lo largo de su obra17. Sin embargo, es Eugenio Pacelli18, Pío XII, el papa más polémico y controvertido de buena parte de su libro, cuya influencia se hace sentir en el propio seno de su familia, a través del diploma gratulatorio enviado por el pontífice para felicitarlos por los 20 hijos nacidos para grandeza de la Iglesia colombiana, al que dedica los párrafos más hirientes. Vallejo desgrana los momentos más sorprendentes de la relación de Pío XII con Mussolini y Hitler, apoyada en todo

  Alejo Carpentier lo recreó en su novela El arpa y la sombra (1979).   Valga este ejemplo: “Vuelvo a Impío Nono para hacerle cuentas y de paso a su sucesor, la alimaña León XIII, otro granuja de limitado horizonte mental y el tercer papa que más ha durado, habiéndole quitado su segundo puesto recientemente nuestro infame Wojtyla. Pío Nono, como dijimos, reinó treinta y un años, siete meses y tres semanas; León XIII, veinticinco años y cinco meses; y Wojtyla, veintiséis años, diez meses y diecisiete días. ¡Cómo ha podido la humanidad resistir tanto! […] Y así hasta el Tratado de Letrán que firmaron en 1929 Mussolini por parte de Italia y el cardenal Gasparri por parte del trepador de montañas y de puestos eclesiásticos Pío XI, el mayordomo de turno de la Puta. La Puta constantiniana se encamó entonces con il Duce, el dictador fascista esclavo de su pequeño pene que lo impulsaba a delirios mayores como por ejemplo invadir a Etiopía, el país más pobre de la tierra” (pp. 188-189). 18   Resulta muy interesante la recreación literaria que hace de este personaje el escritor mexicano Pedro Ángel Palou en su novela El dinero del diablo, Barcelona, Planeta, 2009. 16 17

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momento en la complicidad de una jerarquía eclesiástica poco escrupulosa con el respeto a los derechos humanos, que abrazó en buena parte de Europa la causa de los fascismos, como una forma de frenar ese demonio moderno llamado “comunismo”. Vallejo recuerda los casos del cardenal de Múnich, Michael von Faulhaber, que consideraba a Pío XI el mejor de los amigos nazis en 1933 y llamaba a la oración por la victoria de Hitler, o los ejemplos abiertamente pronazis del eslovaco Jozef Tito o su paisano Jan Voitassak (p. 57), el veraniano Volosin, el irlandés Carl Maria Splett (p. 58) o el de los jerarcas austroalemanes —el obispo Werthmann; el arzobispo Jäger, de Paderborn; el obispo Berning, de Osnabrück, o el obispo Buchberger, de Ratisbona–, cada uno de ellos con un currículum siniestro en sus altares, lo que explicaría la adhesión de muchos católicos centroeuropeos a las causas genocidas del Führer y que este fuera recibido con repique de campanas y cruces gamadas en todas las iglesias de Austria para celebrar su ocupación. Vallejo reconstruye la locura de una época en la que se pide desde los púlpitos el reconocimiento y la obediencia a Alemania, y no solo en los países de su entorno más inmediato, sino también en Bélgica, Francia, Noruega, Dinamarca, Yugoslavia o Grecia (p. 58), obviando las atrocidades cometidas por el régimen filonazi en la Croacia de Ante Pavelic o el exterminio perpetrado contra los españoles republicanos y demócratas en la España franquista. Para concluir: “La Iglesia católica, la ortodoxa y la protestante son la maldición más grande de la humanidad, casi tanto como el islam”19 (p. 62). La Puta de Babilonia es un libro atravesado por la actualidad política y religiosa, en donde resulta fácil localizar los acontecimientos que se producen en el mundo al tiempo que Vallejo redactaba su texto. Eso explicaría el desprecio que le produce la actitud de Benedicto XVI tratando de canonizar a Pío XII, a pesar de su complicidad con los regímenes genocidas del siglo xx y sus continuos silencios en materia de derechos humanos, lo que ha sido también contestado por las autoridades israelíes y un centenar de asociaciones de víctimas del Holocausto (p. 214), que no entienden esta necesidad de beatificar a un papa con tantas zonas oscuras en su biografía. Y cuando Ratzinger, en diferentes actos públicos, se lamenta por la suerte de los judíos y se pregunta por la maldad del hombre, Vallejo le responde haciendo un recorrido por las principales bulas y encíclicas antisemitas promulgadas a lo largo de los siglos, realizando las pertinentes calas interpretativas en la historia siniestra de la Inquisición y la persecución implacable de toda forma de pensamiento y religiosidad que no estuviera conforme con la ortodoxia católica.

  De los novecientos obispos del colegio cardenalicio —salvo dos españoles— los demás apoyaron el golpe de Estado de Franco contra la legitimidad democrática de la II República por lo que tenía de “cruzada por la religión cristiana y la civilización” (p. 65). 19

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No solo hay que frenar esta canonización de Pacelli, opina el colombiano, sino que además hay que “descanonizar” a setenta y tres de los setenta y cinco papas ascendidos a los altares: “En los infiernos han de estar ardiendo ahora todos estos ricachones asquerosos” (p. 253)20. Ahora bien, en este corolario papista no podían faltar ni Karol Wojtyla ni Joseph Ratzinger, herederos naturales de un pensamiento ultraconservador, a los que Vallejo atribuye buena parte de los males que azotan a la sociedad actual. Males que tienen que ver con la multiplicación de la humanidad y la escasez de recursos con que cuenta el planeta para tanta gente recién nacida, por eso llama a Juan Pablo II “el máximo azuzador de la paridera” (p. 20). Se lamenta de que los rusos fueran capaces de acabar con millones de personas y no acabaran con la Polonia católica que dio origen al futuro papa: Tener de aliado a la Puta es como meter un áspid en la cama. De todos modos, por más que vaya y venga el péndulo al final se impone la justicia de Dios que lo sabe todo. Dios castigó a los polacos con los rusos y los nazis no por lo que hubieran hecho sino por lo que iban a hacer: parir al endriago Wojtyla que por veintiséis años, diez meses y diecisiete días cabalgó día y noche con deleite indecible a la Puta y le aumentó la humanidad dos mil millones. Eso no tiene perdón del cielo (p. 199).

A Juan Pablo II lo llama “truhán tonsurado” (p. 287), “travestida Wojtyla” (p. 128) y lo considera “el papa más dañino, pérfido y malo que haya parido en sus putos días la puta tierra. Mentía en once lenguas además del polaco en que lo amamantó la Mentira” (p. 287). Esta consideración tan crítica viene por el currículum un tanto hiperbólico del papa, con sus centenares de viajes y los miles de kilómetros recorridos, las entrevistas y audiencias concedidas, las beatificaciones realizadas, los documentos emitidos, las encíclicas publicadas, sin olvidar la inmensa maquinaria de hacer dinero en que se ha convertido el Vaticano y su banca en los últimos decenios a través de todo tipo de negocios —no siempre diáfanos—, que lo han situado muy arriba en el ranking de los paraísos fiscales, y la explotación intensiva de los santuarios marianos como los de Fátima, Guadalupe o Lourdes, en los que se puede comprar absolutamente de todo: “Astillas de la cruz de Cristo, púas de la corona de espinas, plumas del arcángel San Gabriel, prepucios del niño Jesús, sangre menstrual de la Virgen” (p. 22). Tampoco olvida Vallejo la obsesión de Wojtyla con la castidad y el fin último de todo acto sexual, como es la reproduc-

  Tampoco sale bien parado el papa Juan XXIII, uno de los iconos del pensamiento liberal y progresista, por ser en sus numerosos cargos dentro de la jerarquía eclesiástica el hombre de confianza de Pío XI y Pío XII,“los dos papas alcahuetas del nazismo”, por lo que no lo considera “santo” sino “cómplice” (p. 47). 20

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ción, haciendo propaganda contra la utilización del preservativo en sus viajes por países africanos, obviando hasta la temeridad la pandemia que representa el sida en el continente negro. Su egocentrismo, sus vinculaciones con el poder, su insensibilidad con los animales o su falta de tacto con la Iglesia de los pobres forman parte del particular ajuste de cuentas que le espeta el antioqueño: Recibió en audiencia privada en el Vaticano al terrorista Yasser Arafat cuatro veces; una al criminal nazi Kurt Waldheim, presidente de Austria; y otra a Fidel Castro, a quien le retribuyó su visita viajando un año después a Cuba a legitimar con su presencia allá la continuidad del tirano. ¿A dónde no fue, dónde no habló, con qué tirano o granuja con poder no se entrevistó? Un poco más y alcanza a abrazar al genocida de Sadam Hussein, al que ya le tenía puesto el ojo. A Angelo Sodano, amigo de Pinochet y alcahueta de sus crímenes durante los once años que fue Nuncio Apostólico en Chile, lo nombró Secretario de Estado, el más alto puesto de la burocracia vaticana después del suyo. Al tartufo cazador de herencias y estafador de viudas José María Escrivá de Balaguer, fundador de la secta franquista del Opus Dei y más perverso y tenebroso él solo que toda la Compañía de Jesús junta, lo canonizó. A su nuncio en Argentina Pío Laghi, en pago por su apoyo a la guerra sucia en ese país donde solía jugar tenis con el dictador criminal Jorge Rafael Videla, lo nombró pronuncio en Estados Unidos, jefe de la Congregación para la Educación Católica, luego lo hizo cardenal y finalmente cardenal protodiácono. En Nicaragua satanizó lo que llamaba “la Iglesia popular” y en El Salvador condenó al cardenal Óscar Romero, cuyas denuncias de los escuadrones de la muerte de su país le habrían de costar la vida: un francotirador lo mató de un tiro en el corazón mientras celebraba una misa en el hospital de La Divina Providencia y en el preciso momento de la eucaristía. El rosario de las bellaquerías de Wojtyla no tiene cuento (p. 290).

Ni siquiera la agonía, la muerte y el entierro de Wojtyla queda libre de su pluma incisiva, ya que imagina al moribundo papa “en el acto final de su farsa protagónica aferrándose a la vida y al poder como una ladilla insaciable al negro pubis de la Puta” (p. 20) y se burla de su entierro: “El más suntuoso de que haya disfrutado cadáver de Homo sapiens en proceso de putrefacción”, al que asistió “la más alta granujería del planeta” (p. 292)21. Las páginas finales de La Puta de Babilonia coinciden con el pontificado de Benedicto XVI y algunos momentos señalados de su ejercicio, como su intervención desafortunada en Ratisbona (12/09/2006) o sus lamentos ante Dios, preguntando y preguntándose por los crímenes nazis en su visita al campo de   Ni siquiera se libra la madre Teresa de Calcuta: “Su último viaje fue a Lourdes, unos meses antes de irse a juntar en los infiernos con su compinche la madre Teresa, la gran limosnera como él, y como él gran alcahueta de la paridera” (p. 210). 21

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concentración de Auschwitz (“¿Por qué permitiste esto, Señor?”), al que Vallejo responde: “Le hubiera preguntado más bien a la momia putrefacta de Pacelli o Pío Doce o Impío Doce por qué no levantó su voz cuando podía contra Hitler” (p. 39). Y remata: “Por lo que les han hecho tus correligionarios y predecesores a los judíos durante mil setecientos años, cabrón” (p. 42). Para Vallejo, Ratzinger es un “inquisidor desdentado” (p. 39), un “inquisidor nato” (p. 278), una “travestida Benedicta” (p. 278) y un “cabrón travestido” (p. 231), lanzando insinuaciones verdaderamente venenosas sobre las pulsiones sexuales del papa y burlándose de los supuestos bastiones culturales de su formación teológica y escolástica, que representan lo más represivo y atrasado de la cultura occidental: La teología es el estudio del que no existe: un Viejo rabioso y malo que brota del cerebro de degenerados como Ratzinger cual un hongo venenoso. Inmenso mal le han hecho los árabes a la humanidad al haber preservado a Aristóteles, el más grande payaso de la Antigüedad, que de todo habló y nada supo. Como nuestro Ortega y Gasset […]. La escolástica adoptó a Aristóteles como el faro de sus desvelos, y junto con él a sus comentadores árabes Avicena y Averroes. Pero no, ahí no hay más que verborrea fangosa. Todo lo que huela a escolástica huele mal. Tomás de Aquino exhala vapores de alcantarilla mefítica, ponzoñosa […] nacido de un huevo puesto por una mosca sobre carne putrefacta (pp. 229 y 242).

Vallejo no podía pasar por alto un tema tan espinoso como el de la Inquisición, sobre todo en una época marcada por la perversión del revisionismo histórico en el que se trata de olvidar o negar los crímenes de lesa humanidad cometidos por el nazismo, el franquismo o la Iglesia Católica, a través de su brazo armado, el tribunal del Santo Oficio, cuyo funcionamiento ha sido de una eficacia extraordinaria a lo largo de quinientos años22. En ese contexto hay que entender la rabia que le provocan actitudes y opiniones como las de Karol Wojtyla cuestionando no solo el número de víctimas de la Inquisición, sino también los métodos empleados por los inquisidores, a los que se les llamó Domini canes o ‘perros del Señor’. Desde su creación por el dominico Domingo de Guzmán en 1232, bajo

22   La bibliografía sobre los estragos cometidos por la Santa Inquisición resulta inabarcable, siendo, en su cómputo general, uno de los temas más tratados en los repertorios bibliográficos internacionales. Además del libro clásico de Henry Kamen, La Inquisición española, resultan de gran utilidad las aportaciones de Ricardo García Cárcel, Herejía y sociedad en el siglo xvi: la Inquisición en Valencia, 1530-1609, Orígenes de la Inquisición española: el Tribunal de Valencia, 1478-1530, La Inquisición, La herencia del pasado: las memorias históricas de España y, junto a Doris Moreno Martínez, Inquisición: historia crítica. De esta autora es de lectura obligada La invención de la Inquisición. Destacamos también el libro de Antonio Domínguez Ortiz, Estudios de la Inquisición española, así como el clásico de Henry Charles Lea, Historia de la Inquisición española.

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el auspicio del papa Gregorio IX, la Inquisición fue la institución más temida en la Europa católica y en la América española por su capacidad para influir en las sociedades de su tiempo a través del miedo como elemento organizador de la vida cotidiana. La Inquisición sirvió para frenar a los nobles y poderosos en su pretensión de cuestionar la autoridad soberana y fue en todo momento una institución represora y temible que reemplazó el precepto romano-germano de la presunción de inocencia por el de presunción de culpabilidad. La gigantesca maquinaria informativa de la Iglesia, sumada a las delaciones anónimas que se prodigaron durante siglos, convirtió a cualquier hombre en sospechoso y culpable de los cargos sostenidos por su tribunal. Vallejo dedica muchas páginas a los “perros del Señor” —Robert de Bourge, Bernard Gui, Conrado de Marburgo (p. 28)—, lo que parece representar un verdadero catálogo de psicópatas legitimados en su barbarie por la curia eclesiástica. De todos estos verdugos ninguno como Torquemada, el inquisidor general y confesor de la Reina Católica, que procesó a más de 114.000 personas sospechosas de herejía, de brujería, de apostasía, de bigamia, sospechosos de ser moros, judíos o gitanos, la mayoría de ellas ejecutadas en la pira de la plaza pública, en un antecedente macabro de lo que serían las purgas genocidas del siglo xx. Vallejo analiza los métodos empleados por la Inquisición —los instrumentos de tortura utilizados, la apropiación de las riquezas de los reos condenados, la purificación de los lugares de tortura con agua bendita, la pantomima de los juicios, etc.— para denunciar el silencio cómplice de una Iglesia que no ha condenado hasta la fecha su existencia y cuyos métodos fueron, en algunos casos, tan devastadores como las hambrunas, las guerras, las catástrofes naturales o las pandemias de siglos pasados.

A MODO DE CODA: VITUPERIO DE LA RELIGIÓN, ALABANZA DE LA NATURALEZA Detrás de sus dentelladas contra toda forma de pensamiento o creencia religiosa hay un hombre con una extraordinaria sensibilidad hacia los animales y hacia todo lo que tenga que ver con el mundo natural, como ya se encargó de demostrar con el Premio Rómulo Gallegos23, cuyo montante fue entregado por Vallejo a una protectora de animales. El gesto, calificado de insólito y extravagante por muchos, fue interpretado como una medida “epatante” para provocar y hurgar en las miserias de una sociedad colombiana —y por extensión, latinoamerica-

23   Su discurso de aceptación se puede leer completo en la dirección: . Fecha de consulta: 05/09/2016.

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na— cuyos niveles de pobreza y de necesidades básicas harían pensar en otras prioridades, como la de los niños de la calle, los desplazados, las víctimas de la violencia o del narcotráfico, las víctimas del maltrato familiar o los discapacitados, por poner solo unos cuantos ejemplos. Sin embargo, en La Puta de Babilonia Vallejo se ha encargado de demostrar la pasión, la sensibilidad y la solidaridad que le provoca cualquier forma de vida animal, víctima secular de la barbarie humana y de la crueldad religiosa: Autorizados por la Biblia, los evangelios y el Corán, hoy dos mil millones de cristianos, mil cuatrocientos millones de musulmanes y diez millones de judíos se sienten con el derecho divino consagrado en el Génesis de disponer como a bien les plazca de los animales: de enjaularlos, de rajarlos, de cazarlos, de befarlos, de torturarlos, de acuchillarlos, en las granjas-fábricas, en los cotos de caza, en las plazas de toros, en los circos, en las galleras, en los mataderos, en los laboratorios y en las escuelas que practican la vivisección. “Dios es amor” dicen los protestantes. No. Dios es odio. Odio contra el hombre, odio contra los animales. E infames las tres religiones semíticas que invocan su nombre (p. 175).

Como ha hecho con otros temas, Vallejo recorre la Biblia página a página para certificar el lenguaje violento e implacable con que el libro sagrado se refiere a los animales, o cómo ha utilizado sus nombres y sus características para insultar, maltratar o denigrar a los hombres, poniendo en evidencia el trato cruel y sacrificial que se le da a los corderos, a los cerdos, a las vacas, a los gallos, sin importarle lo más mínimo su sufrimiento o su dignidad, a veces como sacrificio para contentar a un dios implacable que necesita de la sangre animal como sustituto de la sangre humana24. El libro que más repugnancia le provoca es, sin duda alguna, el Levítico, al que llama “manual de los carniceros”25 y al que considera la obra más abyecta que se haya escrito nunca26. Por el contrario, su admiración   Véase la obra de René Girard, La violencia y lo sagrado (1995).   “Y la orgía de sangre e infamias contra los animales del Levítico, el manual de los carniceros, el libro más vil que se haya escrito, tampoco esas las condenó” (p. 134). 26   “De cuantos libros ha escrito la humanidad en arcilla, en papiro, en pergamino, en papel, con ideogramas, jeroglíficos, caracteres cuneiformes o letras de alfabeto, el tercero y cuarto de la Biblia, el Levítico y Números, son los más viles. En ellos Yavé “el Monstruo” le exige a su pueblo de carnívoros sacrificios de animales. Ya en el Génesis leemos: “Y vio Yavé que la maldad del hombre era grande en la tierra y que todos sus pensamientos tendían siempre al mal. Se arrepintió entonces de haberlo creado y se afligió su corazón. Entonces dijo: ‘Borraré de la faz de la tierra a los hombres y a los animales, pues me arrepiento de haberlos creado’” (Génesis 6:5-7). ¿Y por qué también a los animales? ¿Qué culpa tenían ellos de la maldad del hombre? ¿Por qué tenían que pagar ellos por él? Después de lo cual manda el diluvio […]. Desde el Génesis queda pues consagrado el atropello a los animales” (p. 169). 24 25

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por las figuras históricas del pensamiento libre y contestatario se multiplica hasta lo indecible cuando estos han llevado a cabo una defensa apasionada del mundo animal, como ocurre con Porfirio y su obra Sobre la abstinencia de la carne27, o el caso de Mamavira (s. vi a.C.), quien fundó en la India el primer asilo para animales enfermos y viejos, proclamó el vegetarianismo y el rechazo absoluto a toda forma de violencia. Su admiración se hace extensible a “Pitágoras, Platón, Epicuro, Apolonio de Tiana, Plutarco, Porfirio… y en los tiempos modernos Shelley, Thoreau, Tolstoi, George Bernard Shaw, Gandhi…” (p. 305), convirtiendo el final de La Puta de Babilonia en un alegato a favor de los animales y el respeto a toda forma de vida, ultrajada con el aval de las religiones: Gústenos o no habremos de terminar aceptando que los animales no son cosas, ni máquinas, ni un manojo de instintos y reflejos; que cada uno es un individuo irrepetible y distinto de los demás de su especie tal y como somos irrepetibles y distintos unos de otros los seres humanos; que no se pueden vender ni comprar; que no se pueden matar por deporte ni con pretextos científicos ni como comida y que matarlos es un acto cruel que conduce a desvalorizar la vida humana; que no son instrumentos de nuestros deseos ni de nuestra voluntad; que pueden sentir el placer, el dolor, la felicidad y la infelicidad como cualquier ser humano y que tienen alma o conciencia o como la quieran llamar: alma perecedera como la nuestra (¡el gordo Aquino creía que teníamos alma eterna!); que no están por fuera de nuestra moral sino que ésta debe incluirlos; que deben tener derechos legales; que el especismo o discriminación con base en la especie es tan inaceptable como el racismo; que existen límites morales en el trato que les demos así como existen en nuestro trato a los demás seres humanos; y que hay que actuar en consecuencia respetándolos. Los derechos del hombre son inseparables de los derechos de los animales. Con un esfuercito de redacción podríamos juntar la declaración de la ONU y la de la UNESCO en una sola (p. 307).

Analizadas en su conjunto las reflexiones del escritor colombiano sobre los animales y su entorno medioambiental, da la impresión de que Vallejo cree en una religión natural, en alguna forma de deidad que hermana a los hombres con el resto de los seres vivos y a todos con el mundo vegetal, planteando una especie 27   “A Cristo no le dio su almita pequeñita para sentir el dolor de los animales; a Porfirio sí le dio para ello su alma grande. No hay una sola palabra de amor o de compasión por los animales en todos los evangelios. En cambio Porfirio escribió el libro ya mencionado Sobre la abstinencia de la carne, cuyo solo título nos dice tanto. Ese respeto a los animales con la consiguiente defensa del vegetarianismo, que le venía directamente de su maestro Plotino, en realidad se remontaba entre los griegos hasta muchos siglos atrás, hasta Pitágoras, con quien empieza la filosofía. ¡Pero qué! Cristo viene de la religión de Yavé el carnívoro y sus levitas carniceros que oficiaban con cuchillo y fuego en la gran carnicería del templo de Jerusalén que en buena hora Tito destruyó. De ese Yavé viene Cristo, ese es su padre. De tal palo, tal astilla” (p. 150).

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de contradicción por la que sus declaraciones, marcadas siempre por un ateísmo beligerante, quedan diluidas en una suerte de panteísmo en el que el hombre necesita reconciliarse definitivamente con el mundo que le rodea.

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Capítulo 10º Fronteras con espinas. El sueño neoyorquino en Paraíso Travel, de Jorge Franco

EL PARAÍSO QUE NO EXISTE El estudio de la frontera como concepto social y cultural, más allá de las interpretaciones diplomáticas o políticas, es un campo de investigación relativamente nuevo, que algunos investigadores sitúan poco antes de la primera mitad del siglo xx1. Aunque las fronteras, sobre todo las naturales, han existido siempre, refiriéndose en el plano simbólico a una realidad indómita e inaprehensible, localizada de forma imprecisa en un punto más allá del mundo conocido y controlado, la propia definición del término entra en multitud de ocasiones en colisión con el concepto de “límite”, lo que ha sido un incómodo obstáculo para la sistematización de su estudio2. Como recuerda Douglas Taylor: Tal vez la distinción más importante entre frontera y límite es que aquel término no significa una mera demarcación territorial, como sugiere su definición formal, sino que más bien es un fenómeno social. Además de ser territorio limítrofe, la frontera representa una zona o ambiente de transición y cambio, en medio de la cual se encuentra el límite o línea divisoria entre dos países. Las fronteras cumplen con una función dual de ser barreras divisivas y membranas permeables a la vez; bajo ciertas circunstancias, actúan como particiones para bloquear el movimiento de personas de un lado a otro, y, en otras ocasiones, sirven como un tipo de filtro o tamiz con el propósito, hasta cierto punto, de controlar el movimiento a través de sus límites3.

  Así lo cree uno de los grandes especialistas en el tema, Lawrence Douglas Taylor, quien considera que el estudio propiamente de las fronteras como campo de la investigación historiográfica moderna comienza con la obra de Owen D. Lattimore Inner Asian Frontiers of China, publicada en 1940. Véase su estudio “El desarrollo histórico del concepto de frontera” (1996). Agradezco al historiador Salvador Bernabéu Albert la bibliografía sobre la frontera que me ha facilitado para realizar el presente trabajo. 2   Véanse los trabajos de Rotger (2004) y Turner (1991). 3   Taylor (1996: 34). 1

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En esa zona permeable por donde se filtra la vida a ambos lados de la frontera se produce una inversión en los valores, códigos y normas que caracterizan los centros neurálgicos del poder. En cierto sentido, la frontera, comprendida siempre entre dos o más límites políticos, conforma una especie de antisociedad, o mundo al revés, por utilizar un topos medieval, que puede llegar a parecerse al modus operandi de las sociedades delictivas y criminales que se organizaron en Europa a lo largo de la Edad Moderna4. La frontera puede ser sinónimo de anti-Estado, y en ningún otro espacio resultan tan factibles las prácticas mafiosas y la violación sistemática de las leyes y normas que rigen el funcionamiento de la sociedad. Una atrocidad de nuestro tiempo como el genocidio de mujeres en Ciudad Juárez sería poco menos que imposible en otro espacio que no fuera la frontera, dura y despiadada, que se extiende entre Estados Unidos y México. La novela analizada en el presente capítulo, Paraíso Travel5, del escritor colombiano Jorge Franco, invita a una lectura ecléctica, desde diferentes enfoques, algunos de ellos interdisciplinares, dado que el autor ha planteado en esta novela el desconsuelo social de un país como Colombia, que convierte al ciudadano en un inmigrante, ha recreado con gran intensidad la realidad y la mitología que impregnan el cruce de la frontera y ha ofrecido al lector un formidable mural cotidiano sobre el fenómeno de la transculturación en EE. UU. Tratándose de una emigración por motivos económicos —además de los políticos, que convierten al individuo en exiliado—, el personaje adquiere la dimensión del “sujeto migrante” tal y como lo llamó Cornejo Polar6, lo que permite articular la cultura heterogénea derivada de su contacto con otros pueblos en el difícil contexto de la supervivencia. Resulta incluso sugerente relacionar al “sujeto migrante” con todos los héroes y antihéroes del camino, algunos de ellos con resonancias cervantinas, entre los que habría que destacar a los peregrinos, los caballeros andantes, los viajeros coloniales o los pícaros andariegos, por citar solo unos casos bien conocidos, dando una puntada más en el arquetipo literario del homo viator. El motivo central de Paraíso Travel tiene que ver con el sueño norteamericano, el viaje hacia el norte del continente, la llegada a Nueva York, como símbolo último de ese formidable crisol de la cultura moderna donde todo es posible. A través de esa inmensa “frontera de cristal”, como la ha llamado Carlos Fuentes, que es el río Bravo (o río Grande), el viajero, el exiliado, el prófugo, el emigrante queda atrapado en el magnetismo de los escaparates y las luces de neón   Véase Geremek (1990).   Jorge Franco, Paraíso Travel, Barcelona, Mondadori, 2002. En adelante cito siempre por esta edición. 6   Cornejo Polar (2003). Esta idea la desarrolla Silvia Valero en su artículo “Descentramiento del sujeto romántico en la narrativa de migraciones colombianas” (2004). 4 5

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que aparecen en las vallas publicitarias, globalizadas y multiplicadas hasta en los rincones más humildes de los hogares latinoamericanos a través de los medios de comunicación. Los reclamos irreprimibles del mundo moderno, acentuados por la tergiversación, la falta de escrúpulos y el carácter hiperbólico y fraudulento de la publicidad moderna, actúan sobre las clases más desfavorecidas como cantos imprevisibles de sirenas tecnológicas, ejerciendo toda su capacidad de fascinación y magnetismo. Cruzar la frontera es un rito iniciático que transforma al viajero, lo despoja de parte de su pasado y de su identidad, para “bautizarlo” nuevamente en las aguas contradictorias de la cultura norteamericana. Es por ello que en esta novela tenemos muy presente el concepto de transculturación desarrollado por Ángel Rama: Entendemos que el vocablo transculturación expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una cultura, que es lo que en rigor indica la voz angloamericana aculturación, sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y, además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse neoculturación7.

Al igual que ocurriera con Rosario Tijeras (1999), la historia tiene como motivo recurrente la búsqueda y la espera de una mujer, que aparece concebida con rasgos paradigmáticos y siempre bajo el prisma idealizado del amor, llamada Reina. Es ella, con sus zalamerías eróticas y sus presiones amorosas, la que empuja al protagonista a cambiar de país y de vida, para perderse de forma sorprendente por el laberinto de calles de la gran ciudad. En los doce meses que dura la búsqueda afanosa de Reina, el protagonista, llamado Marlon Cruz, vive progresivas etapas, que le llevan desde la indigencia más absoluta hasta la dignidad laboral de un sin papeles en el complejo mundo neoyorquino. La acción se mueve en diferentes niveles, lo que concede gran movilidad a la novela. En el primero de ellos tenemos al narrador de la historia, que cuenta su llegada a Nueva York, junto con Reina, a una pensión inmunda de cualquier barrio periférico. Allí, en su primera noche, tras un malentendido con la policía   Ángel Rama (1982: 32-33). En la formulación del concepto de “transculturación”, el crítico venezolano siguió muy de cerca al antropólogo Fernando Ortiz, quien había sustituido el término aculturación (