SER, PENSAR, AMAR Y OBRAR- La ética de Meister Eckhart para la vida

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SER, PENSAR, AMAR Y OBRAR

La ética de Meister Eckhart para la vida.

CLAUDIA DANEU

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“SER, PENSAR, AMAR Y OBRAR- La ética de Meister Eckhart para la vida”. Autora: Claudia Daneu Editor: Lulu.com © Copyright by Claudia Daneu. Todos los derechos reservados. ISBN: 978-1-105-03501-2 Fecha de publicación: Septiembre de 2011

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ÍNDICE PRÓLOGO INTRODUCCIÓN I- RAZÓN DE SER DE LA ÉTICA. II- LA BÚSQUEDA DE LO UNO. III- LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON EL MUNDO IV- LA TRANSFORMACIÓN DEL CONOCIMIENTO. V- REFORMULACIÓN DEL CONCEPTO DE LA ÉTICA. VI- EL DEBER, EL AMOR, Y OTRAS VIRTUDES: El concepto del deber. Las virtudes: el concepto eckhartiano de la virtud. El desasimiento. La justicia. VII- LA LIBERTAD VIII - EL SUFRIMIENTO Y LA VÍA DE LA CONSOLACIÓN: El sufrimiento. La vía de la consolación. IX- LA FELICIDAD X- TEORÍA DE LA ACCION: Necesidad de la acción. La auténtica motivación de la obra buena. La intención y la acción. La intención, la acción y el resultado Caracterización del buen obrar. La acción y el amor entre las personas. CONCLUSIONES BIBLIOGRAFÍA

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PRÓLOGO Un libro, cuando sinceramente quiere brotar del alma, se escribe con el corazón, con la cabeza y con la vivencia. Así me ocurrió a mí con este libro. Desde mucho tiempo atrás, dos cuestiones muy especialmente me hacían pensar: una, el misterio del comportamiento humano, y la otra, la presencia y los motivos de Dios detrás de los acontecimientos. Las preguntas y los planteos se fueron acumulando, fueron creciendo y tomando forma más definida, siempre movidos y alimentados por la realidad de cuanto pudiera ver y oír. Más tarde, de la mano de mis estudios conocí las obras del Maestro Eckhart. Desde la primera lectura quedé encantada con el autor porque en él encontré las mismas cuestiones que siempre rondaban en mi mente, aunque allí las redescubrí tremendamente desarrolladas y resueltas. En los libros del Maestro Eckhart figuran prácticamente todas las cosas que humanamente se pueden sospechar acerca de los designios de Dios, como también aparece con claridad cuál es el significado del mundo y de la vida. Tanto identifiqué las soluciones del Maestro Eckhart con mis preguntas, tanto lo he estudiado, que algunas veces hasta tengo la sensación de haberlo conocido en persona, como si él hubiera viajado desde su lejana Edad Media hasta hoy , tan sólo para enseñarme. Este libro es de cierto modo un diálogo entre alguien en los umbrales del siglo XXI con un sabio del siglo XIV, sin otra ambición que rescatar a la fe, la esperanza, la fortaleza, el amor, la libertad y la acción como pilares sobre los cuales sustentar la vida.

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INTRODUCCIÓN Meister Eckhart es el representante alemán de la mística medieval. Son extraordinarias tanto la riqueza de su metafísica como su sensibilidad para comprehender lo espiritual en su faz afectiva. La intención aquí no es forjar de antemano un esquema determinado e imponerlo a la obra de Eckhart; al contrario, mediante reiteradas lecturas y revisiones se ve más clara la posibilidad de deducir una verdadera ética, a la luz del pensamiento de Eckhart. Si una persona cualquiera de este mundo actual, desorientada, confundida, ignorante o espiritualmente pobre o dañada, se preguntara si puede encontrar en este autor del siglo XIV alguna referencia cierta, que aun hoy día sea válida, acerca de cómo manejarse en la vida, desde luego la encontrará. Es maravilloso observar cómo un antiguo maestro, tan lejano en el tiempo, tiene una visión de la vida tan acabada y tan atinada como para llegar a convertirse en una poderosa respuesta a los problemas de la humanidad de estos tiempos. Para Eckhart la cuestión principal es el camino del alma hacia Dios; de todo ese recorrido que el maestro muestra, es posible rescatar una serie de elementos que hacen a una determinada modalidad de comportamiento, siguiendo cierta disposición general frente a las circunstancias de la vida. Ahora bien, qué clase de ética se deduce del pensamiento de Eckhart? Ciertamente se tratará de un modelo personal de ética. Su cumplimiento dependerá de la capacidad de comprensión y del esfuerzo del hombre individual, más allá de todo sistema social y de cualquier costumbre y estilo de vida. Eckhart nos deja su mensaje sin ninguna ambición de universalidad: “(...) A mí me basta que lo que digo y escribo sea verdad en mi fuero íntimo y en Dios (...)”, aclara en “El Libro del Consuelo Divino”. Eckhart enseña a ser muy observador sobre la propia realidad que a cada cual le corresponde vivir, distinguiendo en ella la voluntad directriz de Dios de la defectuosa voluntad humana, y estableciendo como deber el cumplimiento de la voluntad de Dios, guardando siempre una actitud de amor y reverencia hacia Dios. Puesto que la unión con Dios es el fin, tanto ontológico como espiritual, todo intento de ética eckhartiana jamás deberá apartarse de la unión mística. Para poder actuar conforme a lo que prescribe Eckhart, previamente debe haber una comprensión de la realidad de nivel avanzado, en una visión detallada pero con sentido unitario; y, también se requiere en la voluntad una profunda flexibilidad para aceptar el pasado y el presente, con una perseverancia para pensar y obrar con justicia y por amor a Dios. El permanente punto de referencia del deber es Dios; por eso el hombre ante cada situación concreta tiene que dejar de lado los estrechos criterios 7

mundanos y contemplar el problema según la ley divina que sabemos revelada, para poder así tomar la resolución correcta. Para que una acción sea considerada éticamente, de acuerdo con el pensamiento de Eckhart, habrá que tener en cuenta si el hombre piensa y obra en el mundo por amor a Dios. El mérito moral de toda obra, sea interna o externa, se miden por el amor a Dios que hay en ellas. Eckhart reconoce y celebra el amor natural de la familia, de padres e hijos, de hermanos y amigos; pero también recuerda que el amor al Padre celestial debe estar para todos por encima de aquel amor natural, puesto que es el amor mismo de Dios el que dará ser y sustento a todo amor en la tierra. Por eso, dentro de los criterios de Eckhart, el ámbito ético quedará establecido fundamentalmente en la relación personal, individualizada, de cada ser humano con Dios. La ética de Eckhart, en su aplicación práctica en el mundo, dará al hombre una raíz sólida sobre la cual fundar la historia de su vida. Para poder cumplir con esta propuesta, la fe y el amor a Dios son condición sine qua non; es a partir de esa fe y ese amor que nace una nueva concepción de todas las cosas, pues la inteligencia aprende el verdadero significado de los acontecimientos viéndolos en la sabiduría divina. A toda concepción del mundo corresponde un determinado modelo de ética, entendida como ley o principio mediante el cual armonizar el ser, el pensar, el amar y el obrar conforme a una verdad absoluta. En el caso del maestro Eckhart, su visión de la realidad conduce inequívocamente a redimensionar el valor de cada ser y de cada momento en Dios; así, todo episodio en la vida, sea feliz o penoso, habrá de tomarse como una cierta ordenación de dones que Dios le pone delante al hombre con algún fin. El hombre debe aprender, gradualmente, a reconocer la voluntad de Dios, seguirla y amarla como propia. El desarrollo histórico, temporal del hombre cobra allí una importancia decisiva, como asimismo el mundo material adquiere su justo significado. De la obra de Eckhart no puede desprenderse una ética de máximas puntuales, ni modelos de resolución inmediata de los posibles problemas. Más bien Eckhart ofrece todo un esquema de pensamiento que sí puede, esfuerzo intelectual y volitivo mediante, convertirse en un terreno apropiado para responder a preguntas éticas concretas. Se trata de una ética que hace al hombre pensar, ensanchando lo más posible sus horizontes, de modo tal que siempre llegue a describir la forma de componer respuestas, aunque solamente con la condición de que el hombre se haga cargo tanto de sus problemas como de sus soluciones. Eckhart no deja escritos ni imperativos ni prohibiciones; toda limitación es negación, es la causa de toda imposibilidad, de todo dolor, de toda 8

carencia. Y esos límites son los que impiden asimilarse a lo Uno que es Dios. Eckhart señala como clave del camino a la simplicidad, la cual es asequible sólo si la multiplicidad es reunida en tanto que riqueza infinita de lo Uno. Por eso dice: “(...) debes mantenerte libre del ‘no’ (...) lo que quema en el infierno es el ‘no’. Escucha, pues, un símil! Que tomen un carbón ardiente y me lo pongan en la mano. Si yo dijera entonces que el carbón me quemaba la mano, le haría una gran injusticia (...) porque el carbón contiene algo que no contiene mi mano. Mirad justamente, este ‘no’ es lo que me quema. Mas si mi mano contuviera todo cuanto es el carbón y lo que éste puede hacer, entonces ella poseería toda una naturaleza de fuego (...) mi mano, no me podría doler. De igual modo digo: como Dios y cuantos se mantienen en la contemplación de Dios, poseen en la verdadera bienaventuranza algo que no tienen aquellos que están apartados de Dios, este ‘no’ sólo atormenta a las almas en el infierno (...) Eres imperfecto en la medida que te queda pegado el ‘no’. Por eso, si queréis ser perfectos, debéis ser libres del ‘no’(...)” (sermón Vb). Eckhart aconseja que el primero y el último de los pensamientos del hombre estén cifrados en Dios, por amor, no por un deber exclusivamente intelectual. Sin embargo, la única manera es obrar por amor de Dios dentro del mundo, pues es un error huir de él. El justo equilibrio consiste en permanecer exteriormente en el mundo pero interiormente en Dios, y la única vía para tal modo de vida es la que Eckhart denomina desasimiento. El verdadero camino para conseguir la paz, para eliminar las penas trastocándolas en bienaventuranza, para ser auténticamente libre, y hasta para amar y actuar bien, es el desasimiento: virtud que, según Eckhart es la más noble y que necesariamente va de la mano de todas las demás virtudes. La amplitud, la profundidad, y la abundancia de matices del pensamiento de Eckhart permiten abrir el espacio adecuado para erigir una modalidad ética legítima, diferente y mucho más abarcadora que otras propuestas, tanto antiguas como modernas. Eckhart toma los eternos problemas de la vida del hombre, pero también los resuelve, o intenta resolverlos, desde lugares igualmente eternos. Siendo el hombre un ser sediento de infinitud en todo, no es posible contrarrestar la dificultad práctica y el dolor de la finitud, con más finitud, como quiere hacer la mayoría de los pensadores contemporáneos. Eckhart, aun siendo un místico cristiano, logra sobrepasar los mismos límites del dogma, a fin de comprender, aceptar, amar mejor la realidad y actuar 9

acertadamente sobre ella. Muchas respuestas que se muestran como fallidas o como insuficientes en otros sistemas de pensamiento, se ven perfectamente solucionadas desde la tesis eckhartiana. Curiosamente en un autor medieval, sacerdote y maestro de la mística, la filosofía actual puede rejuvenecer, llenarse de vida, y brindar al hombre una nueva ética, una luz bajo la cual andar por el mundo. La enseñanza de Eckhart es tan eterna, tan adaptada a todo tiempo, lugar y circunstancia, gracias a que toma su sustancia en la eterna abundancia divina; eso explica que diga que “(... )El alma es, en sí misma, tan joven como cuando fue creada, y la edad que le corresponde, sólo vale con miras al cuerpo, por cuanto ella actúa en los sentidos (...)” (sermón XLII). Los principios de la ética eckhartiana son eternos, y tan eternamente jóvenes como “el alma cuando fue creada”; pero la aplicación de los principios tomará la forma de la “edad” histórica, personal o social, variando también las modalidades según requiera la natural adaptación a los casos. El hombre tendrá que saber que siempre obtendrá la verdadera juventud y la vida desde dentro, desde donde nace Dios mismo en el alma, en la chispa, pues de allí sacará ser y fortaleza para transformar su vida.

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I- RAZÓN DE SER DE LA ÉTICA La formulación de una ética, o de una norma de vida si se prefiere, no puede basarse en un simple parecer o en el caprichoso arbitrio del hombre; debe fundarse en alguna razón de ser cuya verdad sea evidente, o al menos suficientemente válida. Concebir una ética conforme a la obra de Meister Eckhart no implica de ningún modo armar un esquema de enunciados puramente formales sino, contrariamente, siguiendo fielmente el espíritu del autor, surge la necesidad de ir moldeando la actitud de la voluntad sobre la marcha, según lo que Dios destine para la realidad del hombre. Un sistema de principios ajeno a la vida cotidiana no tiene sentido aquí. Los dos polos sobre los que gira el pensamiento de Eckhart son, inequívocamente, Dios y el hombre. La necesidad de que Dios sea el punto de partida y de llegada de toda la vida del hombre excede el solo ámbito de la fe y pasa a ser un requerimiento ineludible de su propia metafísica. La visión de Eckhart no permitiría otra alternativa. Todo cuanto el hombre tenga de semejante a Dios será verdadero, indicará el camino correcto y, por consiguiente, hará feliz al hombre. Contrariamente, todo cuanto el hombre tiene de desemejante a Dios equivaldrá al error, a la nada y al sufrimiento. El hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza, con la necesidad de retorno al origen impresa en lo más profundo de su esencia. Eckhart concibe así la verdadera naturaleza del hombre: “(...) el sabio y la sabiduría, el veraz y la verdad, el justo y la justicia, el bueno y la bondad, se miran mutuamente y se relacionan el uno con el otro de la siguiente manera: la bondad no fue creada ni hecha ni ha nacido; sin embargo, es parturienta y da a luz al bueno, y el bueno, en cuanto es bueno, no fue hecho ni creado y, no obstante, es niño nato e hijo de la bondad. La bondad engendra a sí misma y a todo cuanto es en la persona del bueno: infunde en el bueno el ser, el saber, amar y obrar, todos juntos, y el bueno recibe todo su ser, saber, amar y obrar del corazón y fondo más íntimo de la bondad y solamente de ella. El bueno y la bondad no son sino una sola bondad, completamente unos en todo, a excepción de dar a luz (por una parte) y (por otra) nacer; de todos modos, el dar a luz por parte de la bondad y el nacer en el bueno, constituyen cabalmente un solo ser, una sola vida (...)” (“El Libro del Consuelo Divino”). La bondad del bueno, la justicia del justo, la verdad del veraz y la 11

sabiduría del sabio son las mismas bondad, justicia, verdad y sabiduría increadas que existen dentro de Dios: este hecho es el que pone al hombre a la altura de su auténtica dignidad. La diferencia entre la bondad, la justicia, la verdad y la sabiduría en Dios y en el hombre, no es una diferencia esencial sino cuantitativa; de otro modo, si se tratara de una diferencia sustancial, la conexión del hombre con Dios sería imposible. Así, dado ese principio divino, la propia naturaleza del hombre impone la necesidad de un comportamiento que se corresponda con dicho principio. Sin embargo, la persona del bueno encierra dos aspectos: la bondad, que en cuanto tal es increada, y el hecho de que él sea bueno, que en cuanto tal es “niño nato e hijo de la bondad”. Para que sea posible ese nacimiento de la bondad increada en la persona del bueno, es necesario recorrer un larguísimo camino. En sus “Cuestiones Parisienses” Eckhart, parafraseando a Santo Tomás, explica cómo en Dios se identifican el ser, el entender, el obrar y el amar; Dios mismo es su propio principio y su propio fin; todo lo tiene de sí mismo, en sí mismo, no necesita salir de sí: “(...) todo objeto de constituye según su propia actividad. Si, pues, el entender fuera algo distinto del ser de Dios, habría que asignar al mismo Dios un fin distinto de Él y de lo que Él es. Lo cual resulta imposible, porque el fin es una causa. No cabe, en efecto, asignar una causa a lo primero. Asimismo lo primero es infinito y lo infinito no tiene fin (...)” (cuestión I). El hombre, en cambio, no siendo ni simple, ni acto puro, ni ser primero, ni infinito como su Creador, necesariamente su fin último no ha de coincidir con su propio ser. El hombre debe realizar el esfuerzo de partir de sí mismo hacia su propio fin que es Dios, causa primera y última de todo. Al hombre, en tanto ser creado, se le ha dado la circunstancia de que entre él mismo y su propio fin existe una distancia, que debe ser superada sólo mediante una sucesión de pasos acertados. Esa distancia que debe ser superada señala, desde el punto de vista metafísico, la necesidad de buscar una ética, y de que dicha ética esté orientada hacia Dios. El fin que Eckhart busca es el nacimiento del Hijo dentro del alma del hombre; por eso, toda su eticidad se resuelve en la forma de relacionarse el hombre con Dios, ya que es esa misma forma de relacionarse con Dios la que dará la medida de toda otra relación del hombre con los demás, con las cosas y con la historia. Eckhart reconoce que es necesario un esfuerzo de transformación, pues, aunque el hombre es de la misma estirpe de Dios, no es Dios mismo, sino que es creado y es en el alma y en el cuerpo; por eso debe aprender a desnudarse de su propia imagen y nacer en Dios. El hombre está llamado a emprender ese 12

esfuerzo a causa de la forma misma de su constitución más íntima; en este sentido, la modalidad ética de Eckhart involucra metafísicamente al ser del hombre en una medida mucho mayor a la de cualquier ética nomística. No es casualidad que Eckhart, al abordar la tercera de sus “Cuestiones Parisienses”, cuando trata el tema de las alabanzas y el amor de Dios en el cielo y en la tierra, use las expresiones “in patria” para significar “en el cielo” e “in via” para significar “en la tierra”, marcando claramente tanto la correspondencia final entre el hombre y el reino de Dios, como el sentido de distancia y tránsito que tiene el paso del hombre por la tierra. Sin embargo, esta última significación no debe inducir al lector a que acuse a Eckhart de negar el mundo. En diversos pasajes de sus escritos demuestra explícitamente la necesidad teológica y ontológica del mundo natural, y le asigna un valor legítimo, e igualmente revela la necesidad de un desarrollo temporal, de un recorrido histórico para llegar al fin. En primer lugar, el mundo existe porque Dios quiso crearlo y darle existencia; y si Dios mismo lo hizo, dado que Dios es perfecto, necesariamente debe ser algo bueno: “(...) siendo así que en Dios el ser es óptimo y perfectísimo, acto primero y perfeccionador de todas las cosas, perfeccionador de todos los actos, en cuya ausencia todas las cosas nada son síguese que Dios por su mismo ser ejecuta toda obra, ya sea intrínsecamente en la divinidad, ya sea extrínsecamente en las criaturas, aunque según el modo propio de éstas (...)” (“Cuestiones Parisienses” I). Por eso es imposible que exista algo bueno que no venga de Dios, y la auténtica utilidad de este mundo es revelarle al hombre, mediante los bienes parciales, el Bien total e infinito de Dios: “(...) nada es bueno ni puede ser bueno que venga sin Dios y todo cuanto viene con Dios es bueno y solamente bueno porque viene con Dios. Sobre Dios quiero guardar silencio. Si se quitara a todas las criaturas del mundo entero el ser que otorga Dios, quedarían hechas una mera nada desagradable, carente de valor y aborrecible (...)” (“El Libro del Consuelo Divino”). Para Eckhart resulta imposible no vislumbrar a la mente divina detrás de la disposición ordenada de los seres en la naturaleza: “(...) Todos, en efecto, admitimos que la obra de la naturaleza es obra del entendimiento. Por tanto, todo el que mueve tiene entendimiento o se reduce a un ser que tiene entendimiento, por el cual es dirigido en su movimiento (...)” (“Cuestiones Parisienses”). Todos los lineamientos metafísicos hasta aquí expuestos muestran con claridad el sentido integral del pensamiento de Meister Eckhart, cuya mística reivindica el peso ontológico del mundo, dadas la gratuidad del ser, el amor y la sabiduría de Dios con los que el mundo fue creado. De aquí se deduce que una ética eckhartiana comienza y acaba en Dios, pero 13

a la vez estudiará la justa manera de vivir en el mundo. Otro principio fundamental de la metafísica de Eckhart es la superioridad del entendimiento respecto del ser: “(...) el entender es superior al ser y es de diferente condición (...)” (“Cuestiones Parisienses” I). Visto esto desde Dios, la demostración está en el hecho de que es el entendimiento de Dios (que es idéntico a su ser, o más-queser) el que produce el ser del universo; y, por otra parte, visto desde el lugar de las criaturas, el entender supone una perfección muy superior a la de simplemente ser: en la naturaleza hay seres que sólo existen, otros que existen y viven, y otros que existen, viven y entienden. El entendimiento, en el plano de lo creado, supone y sobrepasa a todas las demás perfecciones. A partir de esta doble proyección entendimiento (de Dios) -- ser -- entendimiento (del hombre), se puede estimar la hipótesis de que Dios haya hecho este mundo para que el hombre lo entienda, dándose así el retorno del mundo a Dios mediante su conocimiento y valoración por parte del hombre: “(...) Difiere, en verdad, nuestra ciencia de la ciencia de Dios, por cuanto la ciencia de Dios es causa de las cosas y nuestra ciencia es causada por ellas. Y, por tanto, mientras nuestra ciencia está dentro del ente por el cual es causada, el mismo ente, por idéntica razón está dentro de la ciencia de Dios (...)” (“C.P.” I). La única manera de conocer algo de la infinita trascendencia de Dios es a través de su creación; la única posibilidad de vislumbrar su inescrutable voluntad consiste en descubrir un orden, una armonía y una unidad de sentido tanto en la naturaleza como en la historia, tanto a nivel universal como dentro de los límites personales. En Dios mismo está siempre la historia completa de toda la creación, como trae a colación Eckhart citando a San Agustín: “(...) Para Dios no hay nada que sea lejano o largo. Si quieres que nada te resulte ni lejano ni largo, vincúlate a Dios, pues entonces mil años son como el día de hoy (...)” (“El Libro del Consuelo Divino”). A todo aquello que Dios dispuso desde la eternidad, el hombre sólo puede conocerlo, vivirlo, y responder en este mundo según la medida y el modo de la temporalidad. Así se observa nuevamente la importancia metafísica incuestionable del tiempo, del mundo y de la historia, y por consiguiente la necesidad lógica de diseñar una ética encomendada hacia Dios, pero que no anula sino que asume y resuelve la vida temporal. Si el hombre cuenta con aquel principio divino de identidad sustancial con su Padre celestial, puede escalar con su entendimiento hacia la sabiduría divina increada y participar de ella: “(...) la sabiduría que pertenece al entendimiento no forma parte de lo que puede ser creado (...)” (“C.P.”, I). Ahora bien, aquella superioridad del entender con respecto al ser abre 14

espacio para una cuestión crucial: qué consecuencias éticas implicará que el entendimiento esté por sobre el ser? Para Eckhart, la voluntad y la inteligencia, conjuntamente, crean el ser (en el caso de Dios) o lo modifican (en el caso del hombre), y no a la inversa. Ya en el mismo ser de Dios (“ser” en sentido excelso, incomparable con el ser que el hombre conoce) Eckhart distingue dos clases de actividad: una interna (que es ser, o más-que-ser), y otra externa (que crea en el tiempo a las criaturas). Eckhart proyecta esas dos clases de actividad en lo que él denomina obra interna y obra externa, pero ya aplicándolas al hombre: “(...) Y por eso existe una obra interior que no pueden encerrar y abarcar ni el tiempo ni el espacio, y en esta obra interior hay algo que es divino e igual a Dios a quien no encierran ni el tiempo ni el espacio (...) Es terrestre aquella loa y Dios no ama aquellas obras que son externas y encierran el tiempo y el espacio, que son estrechas y pueden ser impedidas y vencidas, que se cansan y envejecen con el tiempo y la ejecución (...)” (“L.C.D.”). La obra interior trabaja fundamentalmente con el pensar, comprehendiendo todo elemento espiritual, tanto intelectivo como afectivo. La obra exterior se desenvuelve sobre el ser, en la corporalidad, la multiplicidad y la temporalidad, y por eso mismo padece el defecto de llegar, tarde o temprano, a ser caduca. La obra interior, en cambio “(...) es divina y deiforme, y tiene sabor a peculiaridad divina (...)” (“L.C.D.”). A pesar de la diferencia de potencias, operaciones y objetos entre la obra exterior y la obra interior en el hombre, necesariamente debe existir armonía y continuidad entre ambas, siguiendo la modalidad de Dios, cuyos pensar, amar y obrar coinciden plenamente. Así Eckhart admite que: “(...) nunca puede ser pequeña la obra exterior cuando la interior es grande, y cuando ésta última es pequeña o no vale nada, aquélla nunca puede ser grande ni buena (...)” (“L.C.D.”). En cualquier caso, la obra exterior es el reflejo directo de la obra interior. Ésta es la primera, la que funda y determina a la obra exterior: es el entendimiento anterior al ser. Es a partir del elemento increado e increable, presente en el alma del hombre, que se actualiza la obra interior: “(...) La obra interior toma y saca su ser completo sólo del corazón de Dios y en Él y en ninguna otra parte; toma al Hijo y nace como hijo en el seno del Padre celestial. No así la obra exterior: ésta recibe más bien su bondad divina por intermedio de la obra interior, como nacida a término y derramada en el descenso de la divinidad revestida de diferencia, cantidad y división (...)” (“L.C.D.”). La clave de la perfecta coordinación entre la obra interna y la obra externa de Dios, dará la respuesta para dicha coordinación en el hombre, ya que la obra interior 15

“toma su ser sólo del corazón de Dios”, y es Dios mismo quien se mueve en el corazón del hombre. Hasta tal punto es real, y no simplemente conceptual la comunión del hombre con Dios, que Eckhart describe a la obra interior como invencible: “(...) Además, nadie es capaz de impedir la obra interior de la virtud, como tampoco se pueden poner estorbos a Dios. La obra resplandece y brilla de día y de noche (...)” (“L.C.D.”). De toda esta relación obra interior-obra exterior, basada en la superioridad de la primera a causa de la supremacía del pensar por sobre el ser, es posible derivar un principio básico para todo planteo ético posterior: es el hombre quien debe conducirse a sí mismo y conducir al mundo, y no permitir ser él conducido por el mundo exterior; es decir, el hombre debe conocer, tomar, obrar y valorar bienes, pero no tiene que ser dominado por ellos. El hombre avocado hacia una obra totalmente externa, ajena a toda referencia a lo interior, es un hombre desvinculado de su Principio, Ése que está siempre inmediatamente en el núcleo metafísico de su ser; en esencia, la obra interna se resuelve en el amor a Dios, a lo bueno y a la bondad: “(...) es obra íntima: amar a Dios, querer el bien y la bondad en cuyo caso el hombre ya ha hecho todas las buenas obras que quiere y querría hacer con voluntad pura y cabal, asemejándose de esta manera también a Dios (...)” (“L.C.D.”). Sin embargo, aunque en su Primer Principio todas las cosas sean pensadas, creadas, antes de recibir el ser y el existir, en el mundo ya hecho, el orden pensar-ser se le aparece invertido al hombre. La condición de posibilidad de lo bueno (materia y fin de toda operación de la voluntad) es ser; nada es bueno si no “es” previamente. El bien como objeto último de la ética no se busca torpe e indiscriminadamente, a tontas y a locas; justamente para que aquella finalidad no se disuelva en la vaguedad de los conceptos generales, el bien debe perseguirse en cada cosa o circunstancia que se presenta en la vida. Si el bien, es decir, lo bueno querido por la voluntad, es un algo porque cabe en el entendimiento, entonces una ética sólo es válida en su referencia a situaciones concretas de la vida real. No en vano Eckhart dice “(...) quita el ser, nada queda (...)” (“C.P.”, III). Por eso, enfocar una ética formal, según los criterios del maestro Eckhart, carecería de sentido, ya que se pierde así la debida conexión con el ser, con el “esse”. Tampoco es casualidad que los libros de Eckhart sean tan ricos en ejemplos concretos y que, como contrapartida, evite lo más posible las formulaciones abstractas. Precisamente en consonancia con su personal misticismo, el maestro, no obstante trata de señalar un camino verdadero para todas las almas, no lanza ecos exhortativos, no establece “reglas” absolutas ni 16

prohibiciones; sencillamente perfila una ética que contempla la razón concreta por la cual es preciso tomar tal o cual actitud, dado que se detiene a estudiar las consecuencias de obrar de uno u otro modo. Puesto que tiene como objetivo último la simplicidad plena de lo Uno, prefiere unos pocos postulados referidos a verdades primeras, antes que una multiplicidad de imperativos intermedios; además, si tantas cosas imposibles para el hombre son perfectamente posibles para Dios, y si es el propio Dios quien opera en la obra buena del hombre, entonces toda ética excesivamente estructurada aparece como superflua. La unión mística requiere una “ética mística”, la cual solicita el desasimiento de sí mismo y de todas las cosas de este mundo, la transfiguración de la propia voluntad conforme a la voluntad de Dios, reconocimiento y amor interno y externo hacia Dios. El primer principio de la ética de Eckhart es aprender a querer lo que Dios quiere, lo cual implica buscar y examinar la voluntad de Dios en el pasado, en el presente y en el futuro; la mirada omniabarcadora de la vida que Eckhart propone, hace que el hombre no solamente se reconcilie con su pasado, sino que además le enseña a afrontar el presente y a no temer por el futuro. La visión del maestro Eckhart inhibe la aparición de obsesiones angustiosas alrededor de la temporalidad. Retrospectivamente es fácil conocer la voluntad de Dios (aunque más no sea en su manifestación exterior a través de los acontecimientos, sin llegar a indagar sobre sus razones últimas); lo que sea que haya ocurrido, ocurrió indudablemente porque Dios así lo quiso, y lo mismo vale para cualquier circunstancia en el presente; la aceptación de la voluntad de Dios en el pasado incluso abarca hasta la aceptación del pecado cometido: pues, si el hombre pecó, es en el fondo porque Dios así lo dispuso a causa de algún motivo desconocido por nosotros. Con ello Eckhart no está disculpando el pecado, ni tampoco quiere consentir una falta futura; simplemente, como es imposible volver el tiempo atrás y borrar el pecado, sólo queda la admisión de la falta cometida, el asumir las consecuencias y comprehender todo como parte del plan divino. Ahora bien, si se pregunta el hombre cuál sea la voluntad de Dios en el porvenir, solamente el correr del tiempo y de la historia lo van revelando. Sin embargo, desde la perspectiva de Eckhart, el hombre no tiene que temer ni preocuparse por el futuro, siempre y cuando permanezca en su inteligencia y en su voluntad la disposición hacia Dios; dado que es la mano misma de Dios la que dirige la acción del hombre bueno, es inútil preocuparse demasiado de caer en equivocaciones. Curiosamente, Eckhart no se detiene ante el problema del “error”; más bien busca analizar las actitudes equivocadas del hombre sin culpabilizarlas, y su 17

aspiración verdadera es corregirlas, sin apartarse nunca de la realidad cotidiana que muestra por sí sola los resultados del obrar bien y del obrar mal. Eckhart predica incansablemente la confianza en Dios, no hace hincapié en el temor a Dios. Para el maestro, Dios es el Amor, la Verdad, la Unidad, es en sí mismo autoentrega, es también un Dios rico, cariñoso y generoso, y es infinita misericordia. El temple afectivo con el que Eckhart va esbozando cierto retrato de Dios es decisivo en todo lo relativo a una ética, ya que de ello deriva su peculiar concepto del deber. Para Eckhart siempre obramos conforme a algún fin, lo cual es una ley natural; pero es el fin el que está constantemente llenando el corazón del hombre, en tanto que el camino que lleva al fin sólo afecta con respecto al fin. Si amar a Dios es el fin, será eso lo que llene el corazón del hombre y endulce todo dolor; el amor verdadero, que es Dios, es completamente refractario a todo lo que es capaz de herir, y según la forma en que Dios creó las cosas, todo cuanto sufrimos y obramos por amor de Dios se hace dulce dentro de la dulzura de Dios antes de llegarnos al corazón: “(...) Es una verdad ya por naturaleza: si el hombre realiza una obra a causa de otra, entonces se halla más cerca de su corazón el fin por el cual lo hace, y aquello que ejecuta está más lejos de su corazón y lo afecta sólo con miras a ese fin por el cual lo hace (...) Así sucede y en medida incomparablemente mayor y más verdadera, cuando el hombre hace todas sus obras por amor de Dios, en este caso Dios es el mediador y lo que permanece del alma, y nada es capaz de tocar el alma y el corazón de este hombre sin perder, necesariamente, su amargura gracias a Dios y a su dulzura, debiendo convertirse en pura dulzura antes de poder tocar jamás el corazón de esa persona (...)” (“L.C.D.”).

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II- LA BÚSQUEDA DE LO UNO Es esencial en el pensamiento de Eckhart el tema de la Unidad, la cual es en todas y cada una de las cosas creadas la huella inequívoca del Creador y, en lo increado, el propio rostro de Dios. No se comprenderá el núcleo del mensaje de Eckhart, ni la forma de funcionamiento de su sistema si no se conoce con suma claridad su perfectamente resuelta dialéctica de lo uno y lo múltiple. De lo Uno derivan la igualdad y el amor: “(...) La igualdad se atribuye, en la divinidad, al Hijo, el calor y el amor al Espíritu Santo. La igualdad en todas las cosas, mas en especial y en primer término en la naturaleza divina, constituye el nacimiento de lo Uno, y la igualdad de lo Uno, en lo Uno y con lo Uno, es el comienzo y el origen del amor florido, ardiente. Lo Uno es comienzo sin ningún comienzo. La igualdad es el comienzo de lo Uno solo y recibe de lo Uno y en ello, el hecho de ser y de ser comienzo. El amor posee por naturaleza la cualidad de emanar y surgir de dos como uno; de lo uno, en cuanto es uno, no surge ningún amor, de dos en cuanto dos, tampoco surge amor; dos como uno produce necesariamente un amor concorde con la naturaleza, impetuoso y ardiente (...)” (“L.C.D.”). Eckhart asegura que la igualdad y el amor señalan el camino de regreso al Creador; la igualdad llama la atención de la inteligencia y mueve al amor de la voluntad: “(...) La igualdad y el amor ardiente elevan hacia arriba y guían y llevan al alma hasta el primer origen de lo Uno que es ‘Padre’ de ‘todos’, ‘en el cielo y en la tierra’ (Efesios 4,6). Así digo, pues, que la igualdad nacida de lo Uno tira al alma hasta Dios tal como Él es lo Uno en su unión escondida, pues esto es lo que significa Uno (...)” (“L.C.D.”). La búsqueda de la pura unidad no es exclusiva de las almas sino que, de acuerdo con Eckhart, es una ley natural que hace a la constitución metafísica de toda criatura: “(...) la potencia oculta de la naturaleza odia en secreto la similitud por cuanto lleva en sí diferencia y desdoblamiento, y busca en ella lo uno que es lo que ama en la similitud y sólo por amor de lo uno (...) Y por esta razón he dicho que el alma odia la similitud en la similitud y no la ama en sí y a causa de ella, sino que la ama a causa de lo Uno que se halla escondido en ella y es verdadero ‘Padre’, un comienzo sin comienzo alguno, ‘de todos’ ‘en el cielo y en la tierra’ (...)” (“L.C.D.”). Ahora bien, siendo la unidad una ley ontológica fundamental, la cuestión siguiente es averiguar de qué manera puede funcionar la unidad como principio general directivo de la ética. Cuando Eckhart habla de 19

unidad, habla del Padre en el cielo y en la tierra. La orientación del pensamiento de Eckhart propone que cada hombre en esta tierra aprenda a redimensionar en Dios todas las circunstancias de su vida: debe amar a Dios en la criatura y a la criatura sólo en Dios, debe aceptar de corazón la voluntad de Dios que ya se ha cumplido y debe abrirse en el porvenir a lo que Dios designe, debe adherir su alma a la verdad (que va unida al ser, al Bien y a la bienaventuranza) y debe huir del error (que va unido a la nada, a la perdición y al desconsuelo). En definitiva, todas las vías que concretamente prescribe Eckhart ilustran de una u otra manera la búsqueda y el hallazgo de lo Uno: “(...) Y lo Uno obra nuestra salvación, y cuanto más alejados estemos de lo Uno, tanto menos seremos hijos e hijo y con tanta menor perfección surgirá dentro de nosotros y fluirá de nosotros el Espíritu Santo; en cambio, cuanto más cerca estemos de lo Uno, tanto más verdaderamente seremos hijos e hijo de Dios y de nosotros fluirá también Dios-el-Espíritu-Santo. A esto se refiere Nuestro Señor, el Hijo de Dios en la divinidad, cuando dice: ‘En el que beba del agua que yo le dé, surgirá un manantial que salta hasta la vida eterna (Juan 4,14), y San Juan afirma que esto lo decía del Espíritu Santo (Juan 7,39) (...)” (“L.C.D.”). El fin último de la ética eckhartiana resultará ser la unidad del alma con su Padre celestial, unidad que se da en el conocimiento y en el amor conjuntamente, y que como consecuencia conlleva toda la felicidad o bienaventuranza. Es decir, la ética eckhartiana es de naturaleza tal que aspira a superar, en cuanto sea posible, la disimilitud entre el cielo y la tierra. Quizás eso explica que Eckhart diga lo siguiente: “(...) Por eso Dios, también nos dice y advierte en el Evangelio, que roguemos al Padre para que nuestra alegría llegue a ser perfecta (Juan 15,11); y San Felipe dijo; ‘Señor, haznos ver al Padre y ya nos basta’ (Juan 14,8); porque Padre significa nacimiento y no similitud y se refiere a lo Uno en donde la similitud enmudece y se calla todo cuanto tiene apetito de ser (...)” (“L.C.D.”). Una ética a la manera del maestro Eckhart demanda todo el esfuerzo posible por trascender la desigualdad entre el cielo y la tierra porque, ante todo, su búsqueda de la unidad es incesante y se corresponde con el retorno de todo lo creado a su creador; segundo, el hombre bueno puede acceder a una vida feliz tanto en la tierra como en el cielo, puesto que la bondad y la gracia divina en las que puede vivir son tan válidas aquí como allí; además, Eckhart mismo recuerda que el hombre se hace a sí mismo infeliz por propia decisión y que, igualmente la vida terrenal no tiene por qué ser necesariamente desgraciada. Si Eckhart se propone deshacerse de raíz de todas las penas y dificultades, no ocultándolas ni negándolas, sino superándolas y 20

convirtiéndolas en crecimiento espiritual y alegría, es porque en el fondo está convencido del valor propio de la vida terrenal, y aspira a vivirla en bienaventuranza porque así lo merece. Ese plan de unificar el criterio general de comportamiento, aprendiendo a vivir en la tierra con el mismo espíritu con el que se manejaría si viviera en el cielo, se ve netamente reflejado en cierto pasaje de “El Libro del Consuelo Divino”, donde Eckhart se explaya en una metáfora en la cual el alma juega el papel de una chispa que abandona la limitación del fuego material (su padre terrenal) para ir hacia arriba, al cielo, a buscar a su verdadero Padre, el Fuego celestial: “(...) Así digo, pues, que la igualdad nacida de lo Uno tira al alma hasta Dios tal como Él es lo Uno en su unión escondida, pues esto es lo que significa Uno. Para ello disponemos de un símbolo evidente: cuando el fuego material enciende la leña, una chispa obtiene naturaleza ígnea y se iguala al fuego puro que está pegado inmediatamente al lado inferior del cielo. En seguida se olvida y se deshace del padre y la madre, del hermano y la hermana en esta tierra y sube corriendo hacia el padre celestial. El padre de la chispa en esta tierra es el fuego, su madre es la leña, su hermano y su hermana son las otras chispas; a éstas no las espera la primera chispita. Sube apurada hacia su padre legítimo, que es el cielo; pues quien conoce la verdad, sabe muy bien que el fuego, en cuanto fuego, no es el padre verdadero, legítimo de la chispa. El padre verdadero, legítimo de la chispa y de todo lo ígneo es el cielo. Además hay que notar muy bien que esta chispita no sólo abandona y olvida a su padre y madre, hermano y hermana en esta tierra, sino que se abandona y se olvida y se deshace también de sí misma movida por el amor para llegar a su padre legítimo, el cielo, pues necesariamente ha de apagarse en el aire frío; no obstante esto, quiere dar testimonio del amor natural que le tiene a su legítimo padre celestial (...)”. En esta metáfora Eckhart expresa tanto el término en la unidad de Dios, como también el duro camino del desasimiento realizado por amor; el retorno del alma hacia lo Uno es el fin último moral al mismo tiempo que el fin último ontológico o natural. Que la chispa “abandone” todo lo suyo, no quiere significar de ningún modo que el hombre deba alejarse física o sentimentalmente de su gente y sus lugares; simplemente está dando a entender que el amor a Dios ha de estar delante de todos los demás amores, ya que es gracias a Él que el hombre tiene todo lo suyo; no existiría nada para contemplar, realizar o amar si Dios no extendiera su creación para llenarle la vida al hombre. Por otra parte, al hablar de la corrida de la chispa hacia su auténtico Padre, también está manifestando la identidad del fondo esencial del hombre con Quien lo creó: esto no es 21

más que un llamado, tan poético como real, a que el hombre viva de acuerdo con lo más genuino e íntimo de su ser, pues no es contrariando su propio ser sino siguiéndolo en su propia corriente como el hombre puede verdaderamente actuar y ser feliz. La perspectiva ética de los textos de Eckhart también puede considerarse desde tres puntos de vista, difícilmente individualizables dado que están indisolublemente ligados dentro de la unión mística: la disposición del alma para con Dios, para con el mundo y las demás personas, y para con ella misma. La disposición hacia Dios y hacia sí mismo deben coincidir en una sola actitud cuando la voluntad es recta, ya que el alma se transfigura entonces según la voluntad de Dios. Pero si la voluntad no es del todo recta existirá siempre, en mayor o en menor medida, una disociación entre la voluntad divina y la humana, puesto que la segunda deseará siempre sobreponerse a la primera. Con todo rigor, Eckhart critica la actitud habitual de cualquiera que al rezar el Padrenuestro dice “hágase tu voluntad” pero, cuando ésta se cumple, se irrita o llora: “(...) No puede ser un hombre bueno quien no quiere aquello que Dios quiere en determinado caso, porque es imposible que Dios quiera algo que no sea bueno; y justamente a causa y en razón de que lo quiere Dios, llega a ser y es necesariamente bueno e incluso lo mejor. Y por consiguiente, Nuestro señor les enseñó a los apóstoles, y a nosotros por intermedio de ellos –y así rezamos todos los días- que se haga la voluntad de Dios. Sin embargo, cuando sobreviene y se hace la voluntad de Dios, nos lamentamos (...)” (“L.C.D.”). La sujeción y la adaptación de la voluntad humana a la voluntad de Dios es el verdadero núcleo a partir del cual se construye toda la ética eckhartiana, pues de ello depende toda revalorización en la vida, y por consiguiente toda determinación posterior en el obrar. Tan profunda es, como la describe Eckhart, la comunión real del hombre con Dios, aunque no siempre el hombre está dispuesto a reconocerla: recuérdese la relación, anteriormente expuesta, entre el bueno y la Bondad, y el justo y la Justicia. Sin embargo, el hombre debería aceptar esa ley primordial que constituye su esencia, y aprovecharla para vivir en la verdad y en el amor. Pero el hombre, especialmente en la actualidad, desconoce esa ley invisible y pretende autosustentarse metafísicamente, alegando razones de libertad; y así es como comienza a contradecirse a sí mismo y a caer en absurdos, ya no sólo de palabras e ideas sino de hechos, cuando por ejemplo se autoproclama creador de leyes hasta en el ámbito de la naturaleza, o cuando se lleva la realidad por delante al inventar sistemas y antisistemas, careciendo de sentidos completos y de rumbos para poder vivir. 22

Precisamente la imposibilidad de perder el rumbo y las claves para incorporar la buena y la mala experiencia, el orden de la naturaleza, la dicha y la desdicha en la historia, son los valores primordiales de la ética de Eckhart, aparte de la pura aproximación teológica y mística. Es decir, es imposible caer en una falta de visión de sentido de la vida, cuando el pensamiento y la acción se guían por la propuesta del maestro Eckhart. El hecho de que el hombre trate de andar solo por el mundo, apartado de la mano de Dios, como si Dios no estuviera, aun sin ser perverso ni demasiado caprichoso, deriva en varias calamidades, entre ellas, el desconsuelo, la amargura, la pena, el no tener de dónde obtener alguna fuente de ser, de verdad, de amor, de vida. La historia de la filosofía contemporánea viene demostrando que esas calamidades sobrevienen de veras si se escapa el hombre de la mano de Dios. Las fuerzas del hombre sin Dios son muy limitadas, y no superan las angustias y los obstáculos por ellas mismas. El hombre no puede inventarse esa fuerza que lo levante por encima de las adversidades, no es capaz de generarla por sí solo, le viene desde Arriba, del Creador. Eckhart dice que el hombre bueno: “(...) en cuanto es bueno, tiene cualidad divina no sólo por el hecho de que ama y opera todo cuanto ama y opera, por amor de Dios a quien ama y por quien opera, sino que el que ama, ama y opera también por sí mismo; porque aquel a quien ama es Dios-Padre-no-nacido, el que ama es Dios-Hijo-nato. Ahora resulta que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre. Padre e Hijo son uno solo (...)” (“L.C.D.”). El amar y el obrar exigen, de por sí, salir de la unidad pura del sí mismo hacia lo amado o lo hecho; no obstante, el que ama y lo amado, igual que el opera y la obra, son inseparables y su unidad es incontestable, aunque sea una unidad que tiene dos partes. Por eso el maestro Eckhart aclara que el amor sólo surge de la unión de dos, de dos como uno.

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III- LA RELACIÓN DEL HOMBRE CON EL MUNDO En un sentido muy general, el mundo –incluidas todas las personas, las cosas, los lugares y todos los dones- puede ser abarcado dentro de lo que Eckhart denomina “criatura”, dado que todo lo que no es el Creador y es algo, es una criatura. El amor a Dios incluye, en esta tierra, un sinnúmero de obras particulares relativas a la diversidad de cosas y de personas; de otra manera sería imposible para el hombre, en cuanto ser finito, demostrarle a Dios su amor por Él. Es precisamente aquí donde se descubre, con vistas a un pensar ético, la importancia del mundo natural, material e histórico. La disposición ética del hombre en el mundo encierra dos aspectos fundamentales: primero, un aspecto meramente receptivo (el hombre debe aceptar lo que escapa a sus decisiones, como parte de la voluntad de Dios), y, segundo, un aspecto activo (el hombre debe obrar y amar en el mundo para gloria del Creador). Eckhart ofrece una fórmula justa para equilibrar el puro amor hacia Dios, con la atención y acción hacia las criaturas: amar solamente a Dios en la criatura, y amar a la criatura solamente en Dios: “(...) quien amara sólo a Dios en la criatura, y a la criatura sólo en Dios, encontraría en todas partes un consuelo verdadero y equitativo (...)” (“L.C.D.”). El mundo debe ser motivo de conocimiento verdadero, a la vez que motivo de rectitud de la voluntad; es decir, éticamente, el mundo sólo adquiere significado como mediación entre Dios y el hombre. Así, tanto para progresar en el conocimiento del Creador como para fortalecer la virtud moral, la presencia del mundo se hace necesaria. En el camino hacia Dios, el hombre se encuentra inmediata e ineludiblemente dentro del mundo natural, y allí debe emprender todo su esfuerzo de aprendizaje; el mundo existe para que el hombre obre en él y construya su destino; por eso Eckhart se pregunta por la razón de ser del mundo, dado el caso de que el hombre no viviera en él: “(...) para qué le serviría al hombre todo este mundo si él no existiera?(...)” (“L.C.D.”). Mientras Dios es Unidad absoluta abarcadora de toda multiplicidad, la criatura es multiplicidad y desemejanza que desde su unidad finita refleja la Unidad Infinita. Sin embargo, la ética eckhartiana aspira a la asimilación con lo Uno, pero no mediante un distanciamiento del mundo sino, por el contrario, compatiblizando aquella aspiración con la necesidad en esta vida de atravesar la diversidad temporal y ontológica. Este preciso modo de pensamiento, que es el que más acabadamente define al maestro Eckhart, se deja ver en todos sus planteos: la comprensión del vivir en paz y en tribulación, del gozar y del 24

carecer, del adquirir y del perder, del ser y del dejar de ser, de manera conjunta y dentro de un esquema unitario donde sí tienen cabida. El criterio superior desde el cual Eckhart sugiere que el hombre aprenda a tomar sus decisiones, demuestra la perfecta conjunción de lo dispar dentro de lo Uno. Para todo hombre, el mundo puede ser el natural camino hacia la verdad, o bien puede transformarse en la ocasión misma del error o de la perversión, según sea la disposición ética del hombre. En el primer caso, el hombre sabrá amar sólo a Dios en la criatura y a la criatura sólo en Dios; en el segundo caso, el hombre amará a la criatura, olvidando al Creador, lo cual conduce hacia la nada, pues, no siendo Dios mismo, nada hay detrás de las criaturas. Son muy claras las expresiones de Eckhart al respecto: “(...) sólo Dios, de acuerdo con la verdad natural, es el único manantial y la vena fontal de toda bondad, de la verdad esencial y del consuelo, y todo cuanto no es Dios tiene de suyo una amargura natural y desconsuelo y pena, y no agrega nada a la bondad que proviene de Dios y es Dios, sino que ella (la amargura) mengua y encubre y esconde la dulzura, el deleite y el consuelo que da Dios. (...) Mi corazón y mi amor otorgan a la criatura la bondad que es propiedad de Dios. Me vuelvo hacia la criatura de la cual proviene, por naturaleza, desconsuelo y doy la espalda a Dios de quien emana todo consuelo. Cómo puede sorprenderme, pues, que sufra penas y esté triste? De veras, es realmente imposible para Dios y todo este mundo que encuentre verdadero consuelo el hombre que lo busca en las criaturas (...)” (“L.C.D.”). El mundo puede tomar el lugar de vehículo acertado, o bien puede representar un gran obstáculo para la vida del hombre, según éste tome una actitud interna y externa de desasimiento (en el primer caso) o tome una actitud de codicia (en el segundo caso). Mientras la codicia es causa de pérdidas materiales y espirituales, el desasimiento, a través de la renuncia y del estar vacío, llega a estar con Dios y gozar así de su infinita riqueza. Justamente para comprender y ejemplificar el problema del verdadero y el falso camino, Eckhart recurre a la experiencia de vida de San Agustín: “(...) Dice San Agustín: ‘Señor, yo no quería perderte a ti, pero por mi codicia quería poseer junto contigo también a las criaturas; y por eso te perdí porque te resistes a que poseamos, junto contigo que eres la verdad, la falsedad y el engaño de las criaturas’ (...) ‘es demasiado codicioso quien no se contenta con Dios solo’. (...) ‘Quien no se contenta con Dios mismo, cómo podrá contentarse con los dones que Dios da a las criaturas? A un hombre bueno no le debe brindar consuelo sino aflicción todo cuanto es extraño y desigual a 25

Dios y que no es exclusivamente Dios mismo (...)” (“L.C.D.”). Eckhart quiere destacar la natural carencia ontológica de todo lo creado finito, y por consiguiente la falla ética que consiste en sobreestimar el ser, y en comportarse como si las cosas de este mundo tuvieran un valor infinito a causa de ellas mismas. También apelando a las enseñanzas de San Agustín, Eckhart explica que es la concupiscencia del alma la que con su aferrada búsqueda de corporeidad, multiplicidad y temporalidad, aleja al hombre del recto camino que es Dios. El hombre sólo puede ser y crecer si consolida su vida sobre lo no perecedero. El mayor error consiste en creer que la multitud de bienes parciales vale más que un solo bien absoluto; por eso también Eckhart pone lo siguiente: “(...) San Agustín dice: Quita este bien y aquél, entonces queda la pura Bondad flotando en sí misma en su mera extensión: éste es Dios (...) este bien y aquél no le agregan nada a la bondad, sino que esconden y encubren la bondad dentro de nosotros (...)” (“L.C.D.”).

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IV- LA TRANSFORMACIÓN DEL CONOCIMIENTO Sin duda alguna existe una determinada concepción del conocimiento subyacente a las cuestiones principales de los textos de Eckhart. El maestro tiene su propia perspectiva gnoseológica (que en “El Libro del Consuelo Divino” está implícita, aunque es más visible allí que en otras obras), la cual a su vez debe adaptarse al fin último moral y ontológico dado en la consolación divina y la unión mísitica. En el conocimiento, dentro del campo de significación de las enseñanzas de Eckhart, existen dos aspectos fundamentales: uno, el conocimiento proveniente de la exterioridad, y el otro, la impresión espiritual que ese conocimiento produce sutilmente en el interior del alma (lo cual es a su vez un nuevo modo de conocimiento). Según sea este segundo modo, el hombre se relacionará bien o mal con Dios, y en consecuencia tendrá una imagen u otra de sí mismo y del mundo. En cuanto al primer modo, que es lo que estrictamente reportaría una “teoría del conocimiento” a los ojos de la filosofía moderna, no representa para Eckhart ningún problema, puesto que allí no surgen dudas (pues ni los sentidos ni la razón humana son en sí engañosos). La verdad o el error en el hombre dependen entonces directamente de ese especial segundo modo de conocimiento. Es precisamente esa receptividad interna para lo moral y emotivo la que determina un saber, un contenido, un conocimiento vivencial del alma, a través del camino del dolor o del camino del consuelo. El conocimiento externo dice el “qué” de las cosas, mientras que la deteminación interna del alma que viene después dice un “cómo” esas cosas se interrelacionan, se relacionan con el hombre y con Dios, marcando así una cierta modalidad y un sentimiento, una delicada percepción espiritual de orden afectivo. De acuerdo con esto, el hombre perdido y desconsolado “conocerá” las cosas de una manera, y el hombre místico lleno de gracia las “conocerá” de otra; por experiencia el hombre tiene un conocimiento de las cosas y los hechos, pero es desde el modo de considerar ese conocimiento como el hombre va esculpiendo su saber real de todo. Así se descubre una determinada eticidad del pensar. El alma que está unida a su Primer Principio conoce y se conoce en lo increado de su principio mismo: “(...) todo cuanto pertenece al bueno, lo recibe tanto de la bondad como en la bondad. Allí existe y vive y mora. Allí se conoce a sí mismo y a todo cuanto conoce, y ama todo cuanto ama (...)” (“L.C.D.”). El conocimiento, en el pensamiento eckhartiano, tiene una vastedad y una riqueza de matices siempre renovada. Mientras que comúnmente se concibe al conocimiento como pura información a ser manipulada, fría y desabridamente, por la sola inteligencia con vistas a alguna operación con una finalidad específica, 27

para Eckhart el conocimiento viene a ser el medio dentro del cual el hombre se conecta con toda su vida, con su propio ser y con Dios. La verdadera magnitud, la dignidad y la función del conocimiento son permanentemente evidenciadas por los planteos del maestro Eckhart. El conocimiento es algo que no puede ser separado de la vida del hombre, del origen de las cosas, de la espiritualidad íntegra que hace de su ser, pensar, amar y obrar una composición verdaderamente armónica. También en el estado del alma desconsolada y aun dentro del primer modo de conocimiento (sensible, exterior, de hechos y cosas), se puede establecer claramente un vínculo muy estrecho entre el conocimiento y el amor por dos razones: primero, el amor hacia algo inclina al alma a querer conocerlo (o sea, el hombre conoce o quiere conocer aquello que ama), y segundo, el amor que se tiene por aquello que se conoce a su vez imprime en ese mismo conocimiento una determinación propia; Eckhart señala esa inseparabilidad del saber y el amor, tanto en el error como en la verdad. El alma que se vuelca en lo creado, conoce y ama a la vez lo creado, y el alma que se da al Creador, ama y conoce al Creador, y junto con Él a todo lo demás. El vaciamiento que Eckhart propone para el consuelo y la unión con Dios, tiene también su alcance gnoseológico. Eckhart no tiene en mente un ascenso gradual del alma siguiendo la jerarquía de la creación, más bien describe otro cuadro: a partir del vaciamiento se produce un súbito ascenso del alma, y es desde las alturas donde un saber intuitivo y sin imagen revelará al alma la verdad que antes sólo conocía bajo su forma especulativa y repleta de imágenes. El vaciamiento y el ascenso rápido, puestos en relación de causa y efecto, son descriptos de esta manera: “(...) Anteriormente dije con referencia al vacío o a la desnudez, que el alma cuanto más transparente, desnuda y pobre esté y cuanto menor sea el número de criaturas que tiene, y cuanto más vacía se conserve de todas las cosas que no son Dios, tanto más puramente aprehenderá a Dios y a tantas más cosas dentro de Dios y tanto más será una con Dios, y su mirada penetrará en Dios y Dios la mirará cara a cara como transformada en su imagen (...)” (“L.C.D.”). Para Eckhart no existen propiamente escalones en el conocimiento; pero lo que sí es gradual es el nivel de aproximación y asimilación del alma a la unidad original: “(...) Debe saberse, espero, que el poseer la virtud (...) tienen una cierta graduación, como vemos también en la naturaleza que un hombre es más alto y hermoso que otro en cuanto a su apariencia, aspecto, saber y habilidades (...)” (“L.C.D.”). Es decir, las diferencias de grado en la virtud moral y en el conocimiento se dan tanto de persona a persona, como también en una 28

misma persona en un momento u otro de su vida, todo lo cual indica que el conocer consiste en la totalidad de un eterno proceso perfectible. Todo aquello que emane de Dios como creación suya, el hombre deberá recorrerlo por vía cognoscitiva; y, si esa creación divina es eterna, la senda del conocimiento también será eterna. Si bien es en la fe y la sabiduría mística donde reside el grado óptimo de conocimiento, puesto que incluye a cualquier nivel inferior, también es cierto que no es lícito crear oposición entre el conocimiento místico y el natural, ya que de ser verdadera la oposición Dios estaría mintiendo de alguna manera, lo cual es impensable porque Dios es la Verdad. Por eso, mientras el hombre viva en este mundo, deberá modelar su conocimiento equilibrando ciencia y mística. La mística pura queda reservada sólo a los ángeles, los santos y los muertos en la gracia; la ciencia pura, aislada de toda Trascendencia, acaba por agotarse sola. Si Eckhart postula como ideal amar a Dios en la criatura y a la criatura sólo en Dios, eso significa directamente conocer (re-conocer) a Dios en la criatura mediante cierta “ciencia ascendente”, y conocer a la criatura mediante una “teología descendente”. Si el verdadero conocimiento depende de la consideración espiritual posterior a toda percepción y teorización, entonces el hombre avanza en el conocimiento, y el saber tiene sentido, cobra máxima utilidad ontológica y gana en cualidad ética, si y sólo si el hombre lo orienta hacia Dios (ver a Dios en la criatura y a la criatura en Dios); y , si el hombre separa al efecto de su verdadera causa, desvincula dentro de su pensamiento a la criatura de su Creador, el saber está condenado a morir en la incomprensión, la limitación, el desamor y el dolor. En síntesis, los logros auténticos del conocimiento van de la mano de la unión mística.

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V- REFORMULACIÓN DEL CONCEPTO DE LA ÉTICA Cuanto más se estudia la obra alemana de Eckhart, tanto más clara aparece la diferencia entre su ética y la concepción corriente de la ética. La tesis fundamental de Eckhart es la siguiente: dado que el hombre tiene todo su ser, y todo cuanto tiene, solamente de Dios, y dada la posibilidad del nacimiento del Hijo (la chispa) dentro del alma, el hombre tiene dos caminos posibles: o bien busca la unión con Dios, para poder ser y encontrarse a sí mismo, o bien se aleja de Dios pero pierde fuerzas y se pierde a sí mismo. Teniendo en cuenta esto, y sin olvidar nunca la visión de Dios como lo Uno, como Verdad, como Bondad y como Amor, la ética eckhartiana perfila un rumbo y una dimensión completamente distinta de lo que tanto el pensar cotidiano como el pensar filosófico llaman generalmente ética. Si toda actitud, toda idea, y toda acción sirven para que el hombre esté más cerca o más lejos de Dios, entonces la ética tendrá que investigarlas a todas. La ética mal entendida instaura la ley moral, el deber, que sólo rigen las “cuestiones importantes”, dejando de lado cuestiones supuestamente “menores” o éticamente insignificantes; de este modo instala una división arbitraria, y quizás hasta cruel, entre las cosas de la vida del hombre. Cómo pueden los modelos corrientes de la ética consagrarse tan exclusivamente a conceptos tan estrechos sobre el deber-ser, si la vida es un espectro infinito de circunstancias, posibilidades, problemas, ideas, sentimientos? Es absurdo mirar la vida a través del ojo de la cerradura de la puerta del deber-ser al estilo kantiano; esa clase de ética anula muchísimas facetas importantes del hombre. A la ética eckhartiana le cabe estudiar no sólo aquello que el hombre debe necesariamente hacer o dejar de hacer según la conciencia moral, sino que también le corresponde incorporar todas las alternativas donde no está en juego estrictamente aquel deber-ser casi judicial. Existen muchas cosas en las que el hombre tiene toda la capacidad y la libertad para elegir, sin por ello insultar a Dios. En el corazón humano nacen vocaciones e inclinaciones espontáneamente, sin una razón categórica que las sustente: acaso no habla Dios a través de ellas dentro del hombre? Eckhart no tiene dudas al respecto: negarlas equivale a destruir o dañar al hombre. Como vienen de Dios, hay que recibirlas y respetarlas; además ellas indican y abren el camino cuando el hombre se pregunta qué hacer. Pero toda libre iniciativa que brote, bella y buena, desde el interior del hombre, podrá contemplarse sólo bajo ciertas condiciones, tal 30

que la desmesura no la malogre, y por eso es conveniente incluirlas dentro de la ética. El límite para toda opción libre, tal vez sea esta simple regla: se puede hacer cualquier cosa mientras las consecuencias inmediatas o mediatas contribuyan al ser, al amor, a la unión, a la plenitud, a lo completo y perfecto, y que no acarreen por ningún lado grietas en el ser, es decir, que no destruyan otra cosa buena, que no desunan, que no impliquen desamor o desarmonía. Bajo esta polaridad ontológica puede medirse éticamente cualquier acción libre, aparentemente ajena al estricto campo del deber-ser. Comúnmente la ética estima como territorio suyo solamente aquellas disposiciones y acciones que conciernen directamente al deber-ser necesario e incontestable (es decir, un deber-ser en sentido restringido), dejando de lado todas aquellas cuestiones que aparecen fuera de ese concepto y le son indiferentes. Eckhart, que no es amigo de las categorizaciones puesto que alejan de la Unidad, no consentiría una división entre cuestiones correspondientes al deber, y cuestiones correspondientes a órdenes menores de cosas; tal división pertenece al pensamiento moderno, permanece planteada hasta hoy y merece un análisis. Pero desde la perspectiva de Eckhart la ética más bien tratará ambos órdenes de cosas, ya que todo cuanto el hombre genere, tanto dentro de su alma como hacia fuera en el mundo, hace a su obrar (que es “uno”) en esta vida (que también es “una”), determinando siempre una disposición hacia Dios. La mística eckhartiana tendrá así su resolución concreta en una ética completa que contempla absolutamente todo comportamiento humano. Así la ética, más que un ámbito de restricción, esquemático y jurídico, será el arte según el cual el hombre maneje sus potencias internas y externas, en consonancia y como prolongación del acto creador de Dios. Una ética de tales características no se limitará a señalar la necesidad de amar y respetar a Dios y al prójimo, no matar, no robar, permanecer dentro de la verdad, sino que además involucrará en su aspecto fundamental todo proyecto y operación de crecimiento, el vastísimo campo de lo cotidiano, donde surgen siempre tantas preguntas que frecuentemente la filosofía desatiende. De esta manera, el mejorar un método científico o una técnica artística, el embellecer una casa o una ciudad, el desarrollar algún talento personal particular, y la forma de abordar los conflictos interpersonales de todos los días, serán algunas de las cuestiones de interés para esta ética. Cabe hacer aquí una aclaración: Meister Eckhart no dice explícitamente todo esto, y tampoco sucede que simplemente este planteo no lo contradiga en nada; más bien, se trata de una serie de consecuencias que se van desprendiendo de todo su esquema de pensamiento, cuyo origen es la Unidad del ser, el pensar, el amar, y el 31

obrar. El tema de la Unidad ofrece tanto la justificación metafísica como la clave práctica para esta ética: contiene la unidad del hombre con Dios, la unidad del hombre consigo mismo, la unidad de lo interno y lo externo, la unidad del hombre con sus semejantes, la unidad de los medios con los fines, la unidad de los fines propios y los ajenos, la unidad en las diferencias. No es casualidad que Eckhart inicie el primer capítulo de “El Libro del Consuelo Divino” hablando de la unidad del sabio y la sabiduría, el veraz y la verdad, el justo y la justicia, el bueno y la bondad: de allí extrae tanto la razón de su pensamiento como la forma de ser que deberá adoptar en la praxis; todo cuanto enseña a continuación en ese libro, como así también en el resto de sus tratados y sermones, deriva de allí: de la esencial comunión del hombre con Dios que hace que Dios pueda nacer dentro del corazón del hombre. La unidad es una constante sobre la que descansa todo el pensamiento de Eckhart. Pero, cómo se compatibiliza la unidad con la innegable limitación de la finitud y con el problema de que algunas cosas tienen que morir para que nazcan otras? Cómo juega la dialéctica del ser y del no-ser en este asunto? No hay que caer en un modelo parmenídeo, inmóvil, con tal de contemplar la tan ansiada unidad; más bien es necesario conjugar dicha unidad con aquella dialéctica, pues de lo contrario quedaría abolida toda posibilidad de modificación de las cosas, y por consiguiente perdería sentido el intento de hacer una ética. La salida de este escollo será la siguiente: el desarrollar en todo momento de la vida una actitud de conciencia, que permita combinar los principios generalísimos, simples y unitarios de Eckhart, con la complejidad creciente que se da en todas las cosas. Precisamente la habilidad, el criterio atinado que requiere esta conciencia, hace de la actitud ética un arte. En su “Tratado del Hombre Noble”, Eckhart dice: “(...) Cualquier clase de mediación es extraña a Dios. (...) La distinción no existe ni en la naturaleza de Dios, ni en las personas de acuerdo con la unidad de la naturaleza. La naturaleza divina es una sola y cada persona es también una sola y es lo mismo uno que es la naturaleza. (...) en lo Uno se encuentra a Dios, y a quien ha de hallar a Dios, debe llegar a ser uno. (...) En la diferencia no se halla ni lo Uno ni el ser ni Dios ni descanso ni bienaventuranza ni contento. Sé uno para que puedas encontrar a Dios! Y de veras, si fueras bien uno, permanecerías también uno en lo diferente, y lo diferente se te tornaría uno y así no podría estorbarte en absoluto. Lo Uno sigue siendo exactamente uno en mil veces mil piedras como en cuatro piedras, y mil veces mil es tan seguramente un simple número como cuatro es un número (...)”. La 32

unidad en la diferencia, junto con la diferencia dentro de la unidad es la vía de solución de los problemas éticos, es la condición de posibilidad de la convivencia y de la sociedad. Ahora bien, la verdadera unidad está sólo en Dios: toda unidad que esté por debajo de Dios no es perfecta; el parámetro de unidad será siempre el Uno de Dios, y el hombre noble habrá de manejarse, en la medida de lo posible, según ese parámetro. Cabe destacar un aspecto importantísimo que en este punto sale a la luz: Eckhart dibuja una dialéctica de amor entre el yo y el otro, o lo otro. Mientras otros sistemas en la historia de la filosofía confrontan los elementos de su dialéctica dentro de una relación contradictoria que oscila entre el contactarse y el distanciarse, bajo la forma de un querer anularse mutuamente los opuestos, la particular dialéctica que se deduce de Eckhart consigue que los términos dialécticos se junten, y no se repelan o destruyan, a partir de sus diferencias; en el pensamiento de Eckhart, toda dialéctica, en vez de conducir a dualismos, antinomias o aporías, lleva al hallazgo inequívoco de una unidad mayor rica en matices. Esta particularísima forma de resolución de la dialéctica es la que dará a cada detalle dentro de la obra de Eckhart su sello más profundamente característico. Todo en la vida, cada cosa según su propia modalidad y en su medida, tiene su importancia particular; nada de lo dado en la vida es en vano: toda circunstancia tiene su puesto en la eternidad. Las cosas, separadas de la unidad en la que adquieren sentido, se convierten en una nada, en un absurdo. Parafraseando a San Agustín, Eckhart dice: “(...) Para Dios no hay nada que sea largo o lejano. Si quieres que nada te resulte ni lejano ni largo, vincúlate a Dios, pues entonces mil años son como el día de hoy (...)” (“El Libro del Consuelo Divino”). Esto sirve para justificar una ética que contemple todos los campos de acción y todos los aspectos de la vida humana. Aquella eternidad es la que, por un lado, les otorga peso metafísico a todas las cosas, y por otro lado también las compagina dentro del orden, la justicia y la unidad de Dios; sin esa eternidad, ni el mismo ser ni la unidad de sentido de la diversidad de cosas podría tener cabida. Ubicándose en el terreno de perfecta identidad del bueno y la bondad, el sabio y la sabiduría, el veraz y la verdad, el justo y la justicia, el problema ético no existe, puesto que tal identidad supone el estado de gracia y plena bienaventuranza donde toda limitación y desemejanza quedan superadas en la Unidad. Pero en esta vida no está dada aquella Unidad (que es primigenia y final a la vez) sino que hay que trabajar permanentemente para ir aproximándose despacio hacia ella. El problema ético aparece aquí como el problema general de la conducción 33

de la propia vida en este mundo. Para poder cumplir con la ética eckhartiana es necesario ver el mundo y la historia desde la eterna presencia de todas las cosas en el seno de Dios; quien ya comparte esa concepción, está mejor dispuesto para aceptar las consecuencias éticas. Y, a quien no viera así el mundo, Eckhart lo invita a renovar el significado espiritual de todas las cosas, y puede llevarle incluso a descubrir algún significado valioso donde antes no hallaba nada o simplemente veía ciega casualidad. En el sermón XXIV, Eckhart expone su idea sobre la temporalidad: “(...) La ‘plenitud del tiempo’ existe en dos aspectos. Una cosa está ‘plena’ cuando se halla en su punto final, así como el día está ‘pleno’ cuando anochece. Del mismo modo, cuando todo el tiempo se desprende de ti, el tiempo está ‘pleno’. El otro aspecto se da cuando el tiempo llega a su fin, es decir, la eternidad; porque entonces todo tiempo termina, pues allí no hay ni antes ni después. Allí todo cuanto existe, se halla presente y es nuevo, y allí abarcas en una contemplación presente, aquello que sucedió, y que habrá de suceder en cualquier momento (...) y en esa contemplación presente estoy poseyendo todas las cosas. Ésta es la ‘plenitud del tiempo’, y así ando bien encaminado y soy verdaderamente el hijo único y Cristo (...)”. De aquí salen consecuencias importantísimas: el sentido, la verdadera comprensión y aceptación de la historia, tanto universal como personal, aparece clara sólo en la unidad de todos los momentos. Por otra parte, si de esta forma es como está presente eternamente la historia dentro de Dios, entonces el hombre puede aprender a reconocer la dimensión sagrada de la historia: todo cuanto sucede no es una simple concatenación de cosas y hechos dispersos, inconexos, aislados, sino que tiene un plano de trascendencia muchas veces ignorado. Esta vía de pensamiento es la única que permite revelar el verdadero valor y el significado de la vida del hombre conforme a su irrenunciable dignidad esencial. La auténtica misión de la ética abarca tanto la preparación espiritual del hombre para todo lo que pueda acontecerle (de tal modo que él sepa cómo puede responder mejor a las situaciones que se le plantean), como así también la orientación en toda aquella iniciativa que nazca directamente de él. Cuanto más se observa, más claramente se ve que la ética eckhartiana no puede ser cultivada desde el debate, donde impera el eco ruidoso de palabras más exclamadas que vivenciadas; más bien, deberá decidirse siempre en silencio, dentro del corazón de cada uno. El alma del hombre debe estar abierta y atenta, pero conservando la quietud, sin importar cuánto ruido haya afuera, y allí dentro deberá escuchar la voz de Dios en lo más profundo, trascendiendo la maraña de las confusiones 34

y las dudas. Todo cuanto es complicación de ideas corresponde a cierto nivel inferior de la mente, invadido y sobrecargado de cosas: las auténticas pautas que señalarán el camino están dentro de la “chispita”, esa parte superior del alma que se une directamente con Dios. En el sermón XXVI, Eckhart dice: “(...) Hay una parte suprema del alma que se yergue por encima del tiempo y no sabe nada del tiempo ni del cuerpo . Todo cuanto sucedió alguna vez hace mil años , el día que fue hace mil años , en la eternidad , no se halla más lejos que esta hora en la que vivo ahora , o el día que habrá de llegar en mil años , o en el tiempo más lejano que puedas contar , todo esto en la eternidad no queda más lejos que esta hora en la que vivo (...)”. Precisamente, desde esa parte suprema del alma que se eleva por encima del tiempo, se abre la perspectiva en la cual el hombre tiene que encarar la historia de su vida, pues desde allí es posible reconocer el verdadero peso de todo cuanto sucede, si bien es cierto también que el hombre no puede contestar todas sus preguntas en esta tierra. Eckhart tiene muy claro cómo el hombre ha de conducirse: cuántas veces dice “si estoy bien encaminado” (es ist mir reht), porque tiene una clara idea de quién es el hombre. El hombre es esa creación en la cual Dios vierte algo de su misma Bondad, Belleza, Amor, Justicia y Sabiduría. Dios parece realizarse a sí mismo a través de Su nacimiento en el alma y en la obra del hombre bueno. Eckhart presenta una elevadísima concepción del ser humano, más elevada imposible, hasta el punto que éste llega a ser por la gracia lo que Dios es por naturaleza. Al leer a Eckhart, uno tiene la sensación de que las cosas no podrían ser de otra manera que como él las describe; no parece haber en él una postura de dogmatismo, de falta de autocrítica, ni menos aun el problema de una ingenuidad filosófica. Más bien, la total ausencia de sombras de duda, de miedo, de culpabilidad, de sobrecarga espiritual, de estrecheces mentales, desmiente cualquier eventual recriminación al respecto. La inmensa fe, la asombrosa coherencia de sus ideas tras disolver tantas paradojas, y el lenguaje tan lleno de amor con que se expresa Eckhart, hacen pensar que su obra está movida por algo que la excede, algo sobrenatural. Además, en cuanto a la pura naturaleza del hombre, y de la historia personal de cada hombre, más allá de su íntima conexión con Dios, Eckhart hace referencia a cosas que constantemente aparecen en la realidad: las capacidades y las debilidades humanas, el trato con las cosas y las personas, la felicidad, la tragedia, el dolor y el lamento, el pensamiento, el sentimiento, y la acción. Alguien podría preguntarse cómo es posible hablar de la relación personal del hombre con Dios, como si fuera una relación a la manera del 35

vínculo entre las personas, cuando en la relación del hombre con Dios ambos términos guardan una infinita e insalvable desproporción. A esto Eckhart contestaría que quizás dicha relación puede llegar a ser no tan despareja, puesto que todo hombre tiene en su alma una semilla eterna que es el propio Dios, y allí el hombre es tan increado como Él; así, dada la divinidad esencial siempre presente en la naturaleza del hombre, es legítimo equiparar hasta cierto punto la relación hombre-Dios con la relación interpersonal. En el sermón XXIV, Eckhart dice con respecto al alma y lo que de ella logra Dios: “(...) Hace muchas cosas grandes a causa de ella y se dedica completamente a ella y esto se debe a la grandeza con que fue creada (...) Pero al alma no la ha creado sólo según la imagen que se halla dentro de Él (...) sino que la ha hecho según Él, ah sí, de acuerdo con todo cuanto Él es según su naturaleza, su esencia y su obra emanente e inmanente, y según el fondo donde permanece en sí mismo, donde está engendrando a su Hijo unigénito, del cual sale floreciendo el Espíritu Santo (...) Como Dios se halla por encima del alma, Dios es en todo momento El que fluye en el alma sin poder escapársele nunca. El alma sí se le escapa, mas, mientras el hombre se mantiene por debajo de Dios, recibe el influjo pura e inmediatamente, y no se halla por debajo de ninguna otra cosa: ni del miedo, ni del amor, ni de la pena ni de cosa alguna que no sea Dios (...) Hay un algo en el alma, donde Dios se halla en su desnudez (...) Es y, sin embargo, no tiene ser propio porque no es ni esto ni aquello, ni acá ni allá , porque lo que es, lo es en Otro (=el ser divino) y Aquello (=lo Otro) en éste; ya que cuanto es, lo es en Aquello y Aquello en él (...)”. No existe otro modelo de pensamiento en donde se pueda establecer una divinización mayor del hombre; jamás el hombre podrá imaginarse a sí mismo habitando un lugar más elevado que aquel expresado por Eckhart. De una concepción tal del hombre sólo puede derivarse una ética excelsa que comprometa la totalidad del ser del hombre y de todo cuanto tiene que ver con él. Esta ética, que aventaja enormemente a otros modelos, por un lado demandará un esfuerzo mayor apelando a lo máximo que se puede lograr del ser humano, pero por otro lado también conseguirá un resultado superior. Mientras otras éticas se limitan a reglamentar fría y racionalmente el orden familiar, social, y hasta político (véase Hegel, que separa la eticidad, de la relación natural y de sentimientos entre las personas), o sacralizan un deber-ser autoimpuesto aun a costa de sacrificar la realidad existente (véase Kant), o incluso restringen la ética a una mera técnica de operatividad con los valores concretos (véase la ética material de los valores), o que hasta desacreditan la posibilidad 36

misma de una ética auténtica, pensando que siempre las relaciones interpersonales sólo se desarrollan sobre una lucha por el poder (véase Nietzsche), o culminan el sentido de la ética en la importancia de los fines, de la autarquía, de una felicidad dentro del mérito, y del valor del recuerdo terrenal que se deja en la descendencia como la mejor herencia (véase Aristóteles), Meister Eckhart toma todo esto y mucho más: observa y participa de todo cuanto se da en la vida, pero ubicándose en Dios y por Dios. En el sermón XXXI, Eckhart dice: “(...) cuando la luz dimana e irrumpe en el alma y la asemeja a Dios y la hace deiforme en la medida de lo posible, iluminándola desde dentro, esto es mucho mejor. En la iluminación trepa por encima de sí misma en la luz divina. Cuando ella retorna así a su patria, y se halla unida con Él, es una co-operadora. Fuera del Padre ninguna criatura opera, sólo Él opera. El alma no debe desistir nunca hasta que tenga el mismo poder de obrar que Dios. Así opera junto con el Padre todas sus obras; coopera simple y sabia y amorosamente (...)”. De la mística de Eckhart para vivir en el mundo, a una ética mística, no hay más que un solo paso. En el sermón XXXII Eckhart hace una abierta declaración de la finalidad divina del mundo y de la vida del hombre aquí: “(...) el alma, con las potencias más elevadas toca la eternidad, o sea a Dios, y con las potencias inferiores toca al tiempo (...) Si pudiera conocer a Dios sin el mundo, éste nunca habría sido creado a causa de ella. El mundo fue creado a causa de ella con la finalidad de que la vista del alma fuera ejercitada y fortalecida para que fuese capaz de soportar la luz divina (...)”. La vida en la tierra tiene el sentido total de un aprendizaje, de un crecimiento que le permita al hombre encontrarse con el Creador. En este planteo se vislumbra cierta exaltación de la diversidad, de la multiplicidad y de los escollos (puesto que habla de un “fortalecimiento”) que desde los planteos donde se toca puramente el tema de la Unidad no se ve tan claramente. Las cosas y los hechos de este mundo son como metáforas de Dios. La historia cuenta que los tiempos en que vivió Meister Eckhart fueron especialmente sombríos, teñidos de toda clase de calamidades, pestes y guerras. Sin embargo él, cuando hace referencia tanto a las desgracias como a las fallas más corrientes, las ubica como factibles en cualquier época, como parte integrante de las reglas de juego en esta vida. Existen dos clases de limitaciones con las que tendrá que enfrentarse el hombre en el mundo: primero, las limitaciones del ser natural y finito; y, segundo, las limitaciones originadas por los comportamientos desacertados propios y ajenos. Es decir, en todo tiempo y lugar, el hombre tendrá que padecer tanto el mal natural como el mal 37

ético. Contra la limitación natural, es muy poco lo que se puede hacer más allá de la aceptación o de algún paliativo temporario aportado por la ciencia. Contra el mal ético, de su parte, puede el hombre tratar de cumplir personalmente con la ley del amor a Dios y al prójimo, aunque siempre tendrá que soportar alguna discordia ocasionada por otros. En varios pasajes Eckhart reconoce como inevitables las limitaciones egoístas en las actitudes de los hombres, aquellas que dan lugar a un constante ajedrez ético para el alma buena. Pero a pesar de ello, Eckhart piensa que todas las cosas tienen que traer enseñanza para el alma, tanto las cosas buenas como las malas; en su sermón XXXII dice: “(...) el alma es tan noble y fue creada tan por encima de todas las criaturas que ninguna cosa perecedera (...) es capaz de hablar ni de obrar en el interior del alma sin mediación y sin mensajeros. Éstos son los ojos y los oídos y los cinco sentidos; ellos son los ‘senderos’ por los cuales el alma sale al mundo y el mundo, a su vez, retorna al alma por estos senderos. (...) Por ello, el hombre debe vigilar afanosamente sus ojos para que no traigan nada nocivo para el alma. Tengo esta certeza: cualquier cosa que ve el hombre bueno, lo perfecciona. Cuando ve cosas malas, le da las gracias a Dios por haberlo puesto a salvo de ellas, y reza por aquel en quien aparece el mal, para que Dios lo convierta. Mas cuando ve algo bueno, anhela que sea realizado en él. Esta forma de mirar debe tener carácter doble: que depongamos lo nocivo y suplamos aquello de que carecemos. Ya he dicho en otras oportunidades: quienes ayunan mucho y pasan mucho tiempo en vela y hacen grandes obras, mas no corrigen sus defectos ni su conducta, en lo cual consiste el verdadero progreso, se engañan a sí mismos y el diablo se burla de ellos. (...) el hombre de veras se enriquecería de virtudes, si examinara cuál es su lado más flaco para corregirse y hacer un esfuerzo por superar esa flaqueza (...)”. Eckhart propone así una clave ética motora de grandes cambios: el observar cuáles son los propios defectos y debilidades, y buscar el modo de corregirlos efectivamente. Antes de preguntarse: qué cosa buena puedo hacer? el hombre tendrá que desentrañar y superar sus propias fallas, pues de otro modo resultará muy difícil, o directamente le será imposible realizar las cosas buenas que quiere. Siempre hay que quitar primero todos los estorbos, y después entrarán todas las cosas nuevas y buenas: es parte del proceso de vaciamiento del que habla Eckhart cuando da el ejemplo de la copa que ha de dejar de contener el agua para poder contener el vino. Pero más allá de que ese “tirar” lo malo y viejo para llenarse luego de lo bueno y nuevo marca una ordenación cronológica del proceder ético, también es índice de otra cosa, y quizás de mucha más importancia: 38

quien pretende dar una buena obra externa teniendo por base un corazón impuro, no puede ser sincero en la bondad de su hacer, su intención no es limpia ni consigo mismo, ni con Dios, ni con los demás. El núcleo primordial y la fuente de la cual se nutre toda la ética de Eckhart, es el nacimiento de Dios dentro del alma, nacimiento que es accesible a todas las personas tras una libre decisión y según la medida de su impulso. En el sermón XXXVIII, Eckhart lo explica así: “(...) Pero San Agustín dice: ‘Yo no lo digo, antes bien os remito a la Escritura que expresa: He dicho que sois dioses’ (Salmo 81-6) (...) Nunca cosa alguna llegó a ser tan afín ni tan igual ni tan unida por un nacimiento como le sucede al alma para con Dios en ese nacimiento. Si se ocasiona algún impedimento, de modo que ella no se le asemeja en todo sentido, no es culpa de Dios; en la medida en que se pierden sus insuficiencias, en esta misma medida Él se le iguala (...) ‘Dios contigo’...ahí se opera el nacimiento. A nadie le debe parecer imposible llegar hasta ese punto. Por más difícil que sea, ¿qué me importa ya que Él opera? (...) Algunos dicen que no tienen nada de esto; a lo cual digo yo: ‘Lo lamento. Pero, es que lo deseas?’...´No!’...´Lo lamento más aun’. Cuando uno no puede tenerlo, que abrigue por lo menos el deseo de poseerlo. Y cuando no puede tener el deseo, entonces que anhele tener el deseo. (...)”. De este modo, tanto para con Dios solo, como por extensión para el bien vivir, para la actitud ética, el hombre podrá aprender a guardar la pureza de su intención formulándose la siguiente regla: si ya tiene esa pureza, está muy bien; si no la tiene, la ha de desear; y si no la desea, ha de desear que la deseara. Que el hombre pudiera, aun obrando o habiendo obrado mal, desear tan sólo el poder querer obrar en la bondad, equivale al punto de partida para toda la conversión ética. Ese “desear que deseara” pronto se transforma en un solo desear lo bueno, y así se iniciará el buen camino. Eckhart dice que hay cosas que los espíritus avanzados saben, que deben ser creídas por las mentes burdas: es otra manera de expresar el “crede ut intelligas” (cree para entender) de San Agustín. Si la gente no abre la cabeza y el corazón, y trata de imaginarse, de ver dentro de su propia interioridad, todo lo que enseña la fe, nunca podrá recorrer el camino que muestra Eckhart . En el sermón VII, Eckhart comenta que “(...) un hombre iletrado puede obtener y enseñar el saber mediante el amor y el anhelo (...)”. También asegura Eckhart que: “(...) hay muchos hombres y mujeres simples más gratos a Dios que los muy letrados (...)" (“Cuestiones Parisienses” III). La inteligencia tiende a dividir (aunque luego unifique) y al dividir adhiere a particularidades, limitaciones e impedimentos; el corazón (o la voluntad) tiende principalmente a unir, en sus deseos y sus 39

amores, antes que a dividir. Por eso, un corazón bueno, mejor que un gran cerebro, conduce a la rectitud y a la bienaventuranza; el buen corazón es el que garantiza el buen camino del hombre. Por eso, la bienaventuranza será para los “justos” antes que para los “inteligentes”. Eckhart recuerda que muchos de los discípulos de Jesús habían sido pecadores, y sin embargo, alcanzaron luego la santidad. Eso demuestra que existe realmente la posibilidad de que el hombre cambie y que dé nueva forma a su vida, que la saque del mal y que la lleve hacia el bien. Pero toda modificación ética será el resultado de una modificación interior correspondiente: si no está dada la condición interna, lo exterior carece de sentido. Lo contrario del nacimiento de Dios en el alma, es la distancia respecto de Dios: “(...) El que el alma se separe del cuerpo causa gran dolor; pero el que Dios se separe del alma, duele sobremanera. Así como el alma le da vida al cuerpo, así Dios le da vida al alma (...)” (sermón XXXVII). El alejarse de Dios es una especie de muerte, que el hombre puede evitar (cuando no sucede), o revertir (cuando sucede). Esta clase de “muerte” puede verse reflejada de muchas formas en la sociedad: en todas las formas de la corrupción, en el no vivir de acuerdo con el auténtico ser interior del hombre (que es verdad, amor y unión), en la desesperanza que conduce al desinterés y a la decadencia generalizada. Todo aquello que entorpece o que llena de sombras la vida del hombre, todo aquello que le robe ser al hombre, hace a aquella muerte del alma en esta vida. Cuando Nietzsche dijo “Dios ha muerto”, Eckhart hubiera contestado seguramente que, como el hombre se había separado de Dios hasta un punto límite, sobrevenía la sensación de que Dios había desaparecido, de que había muerto. Y esto no es meramente un problema del hombre individual, sino que afecta íntegramente a la sociedad. Si todos los hombres estuvieran más cerca de Dios, Dios estaría más notoriamente presente entre los hombres, y el hombre bueno individual se sentiría un poco menos solo en su paso por el mundo. La forma en que Heidegger describe la espantosa soledad del hombre al nacer y al morir, la insuperable soledad de la individuación en la existencia, no es más que un reflejo de aquella distancia respecto de Dios. La medida de la cercanía o la lejanía con respecto a Dios tendrá por resultado siempre una determinada modalidad en la vida cotidiana. El hombre se aleja o se olvida de Dios, aunque Dios nunca se olvide ni se aleje del hombre. No se puede imaginar mayor amor de Dios hacia el hombre, que el que describe Eckhart en el sermón XLI: “(...) Dios se adorna pues para el alma y se le ofrece y se ha esforzado con toda su divinidad para resultarle agradable al alma; porque Dios 40

quiere gustar, Él solo, al alma y no quiere tener rival. Dios no tolera ninguna limitación; tampoco quiere que se anhele o apetezca otra cosa fuera de Él (...)”. Con semejante concepción, ¿cómo Eckhart no iba a pregonar la bondad, la sinceridad, el amor, la unión, la paz, y la disolución de todo sufrimiento? Con tanto recurso divino a su disposición, cómo no iba a poder dar la receta para llevar una vida buena, bella, plena y feliz? Eckhart enseña a descubrir y valorar el conocimiento en su sentido espiritual, para que el hombre aprenda cómo debe amar, cómo puede quitar pesos inútiles al alma, cómo construir el lado interior del corazón y el ambiente exterior donde vive, sea cual fuere el grado de dolor y adversidad. La tan deseada tranquilidad que viene de que el hombre se sienta seguro, no tambalea aquí como en otras filosofías, porque la seguridad no le viene al hombre desde fuera ni desde sí mismo, sino recibida directamente de la mano de Dios en lo más hondo del alma. Las concepciones meramente prácticas de la seguridad, dado que la consideran una idea tramposa (puesto que ilusiona pero falla) con la cual el hombre se sugestiona a sí mismo, no resisten mucho el peso de las tribulaciones; el concepto de seguridad que se deduce de todo lo que Eckhart explica, bien llevado en la praxis, no permite que el hombre caiga. Eso es lo que les ocurre indefectiblemente a todas las filosofías sin Dios: sin el sostén metafísico y moral de Dios, al hombre sólo le queda caer en el descuido, en el temor y la inseguridad permanentes, y en la angustia por la propia muerte. Esto, de cierto modo ya estaba anticipado en esta idea: “(...) porque aquello que se anhela sin Dios, es demasiado pequeño (...)” (sermón XLI). Esta auténtica seguridad, una vez establecida en la vida del hombre, se traduce en la paz de espíritu, y hasta en una relativa paz exterior. En el sermón VII, Eckhart hace la siguiente observación: “(..) Cuando alguien parte de la paz y llega a la paz, está bien, es elogiable; sin embargo es defectuoso. Hay que entrar corriendo en la paz y no se debe comenzar en paz. Dios quiere decir: Uno debe ser ubicado y empujado en la paz y terminar en la paz (...) Exactamente en la medida en que uno está dentro de Dios, uno se halla en paz. Aquella parte de nosotros que se halla en Dios, tiene paz; la otra parte que está fuera de Dios, tiene desasosiego (...)”. Con esto Eckhart está indicando la necesidad de aprendizaje: si el hombre evita los problemas, rehuyendo empeños y desafíos, permanecerá en paz pero su ganancia espiritual será escasa. Ahora bien, si por partir de la paz se entiende el basarse en Dios, y desde allí se obra, los obstáculos que vengan y vayan siendo superados harán que el hombre se adentre cada vez más en la paz. También esa frase tiene otra interpretación adicional: que el hombre, actuando, 41

muchas veces pierda su paz, su quietud espiritual, no es señal de que anda por mal camino, sino más bien es señal de una prueba que pone Dios, y que corresponde sólo al natural devenir, a la inestabilidad y la dificultad de todas las circunstancias de la vida. La idea que se perfila aquí es la de un acceso lento y paulatino hacia la paz, que coincide con el recorrido total que tiene que emprender la ética. Permanentemente, en todos los escritos de Eckhart, se percibe con claridad la figura de una ética de carácter progresivo: “(...) Es verdad que en este mundo esta potencia dentro de nosotros, por la cual sabemos y conocemos el hecho de ver, es más noble y elevada que la potencia gracias a la cual vemos; porque la naturaleza comienza su actuación con lo más humilde, pero Dios comienza sus obras con lo más perfecto (...)” (“Del Hombre Noble”). Así como la naturaleza avanza de lo simple a lo complejo, así también la ética tendrá que encararse como un paso paulatino de lo fácil a lo difícil, de lo inferior a lo superior. Dios solo parte de lo perfecto; el hombre, si ha de llegar alguna vez a la perfección, debe asumir todos los grados anteriores, más imperfectos, e ir escalando hacia el grado más alto. En el sermón XXb, Eckhart propone una metáfora donde las horas del día representan los grados de cercanía del alma a Dios; esta metáfora tiene dos lecturas más: las edades de la vida, y los escalones del recorrido de la ética. El texto dice: “(...) Antes de que se llegue al anochecer debe haber una mañana y un mediodía. La luz divina surge en el alma y crea una mañana y el alma trepa en la luz a la extensión y altura del mediodía; luego sigue el atardecer (...) Cuando baja la luz, anochece; cuando todo el mundo se desprende del alma, entonces anochece y así el alma halla su descanso (...)”. Cuando el alma haya aprendido totalmente el desasimiento y la justicia, cuando confíe y se haya abandonado completamente a Dios, cuando ya conozca todo cuanto tenga que conocer en Dios, cuando ya tenga todo y ya haya hecho todo (o sea, “cuando todo el mundo se desprende del alma”), el hombre habrá alcanzado la perfección y su ética habrá llegado a su plena culminación. En términos generales, la ética eckhartiana es flexible, pedagógica y muy comprensiva, no trazada del todo a priori; pero también por otra parte existen algunos principios inamovibles de comienzo a fin: la legalidad del ser y la unidad, del amor, de la verdad y de la trascendencia de todas las cosas en Dios. El movimiento progresivo de esta ética se inicia en la intención del espíritu de cumplirla, y se va llevando a cabo a lo largo del tiempo, pero su plena realización nunca se da en esta tierra sino en el cielo: basta recordar los seis grados del hombre interior según San Agustín. Pero a pesar de lo progresivo, está también la tarea de resolver cada situación 42

que se va presentando, siempre en base a aquellos principios generalísimos: el grado de perfección ética con que se resuelva la situación dependerá de la ubicación del hombre en aquella escala de seis grados; a medida que asciende en la escala, sabrá el hombre resolver mejor las cosas. Los distintos grados de perfección del hombre noble según San Agustín, y que reafirman el perfil de proceso evolutivo ad infinitum de la ética eckhatiana, son los siguientes: “(...) El primer grado del hombre interior y nuevo (...) tiene la característica de que el hombre vive según el ejemplo dado por personas buenas y santas (...) El segundo grado se caracteriza por el hecho de que ya no mira solamente los ejemplos exteriores (...) sino que marcha y corre hacia la enseñanza y el consejo de Dios (...) El tercer grado (...) huye de la preocupación, se saca de encima el miedo de modo que no tendrá ganas de proceder mal y pecar por más que pudiera hacerlo sin escandalizar a todo el mundo (...) La característica del cuarto grado se da en el hecho de que él crezca cada vez más, enraizándose en el amor y en Dios de manera que está dispuesto a cargar con cualquier tribulación, tentación, y contrariedad y a soportar el sufrimiento de buen grado (...) El quinto grado se caracteriza por el hecho de que viva por doquier en paz consigo mismo, descansando tranquilamente en la riqueza y superabundancia de la sabiduría suma e inefable. La característica del sexto grado consiste en que el hombre (...) ha sido atraído por una imagen divina, transformándose en ella, y así ha llegado a ser hijo de Dios. Más allá de esto no existe grado más sublime, y allí hay tranquilidad y bienaventuranza eternas, porque la meta final del hombre interior y del hombre nuevo es: la vida eterna (...)” (“Del Hombre Noble”). En la corriente general del pensamiento medieval, la principal preocupación ético-teológica era la salvación del alma y la vida eterna, mientras que la vida terrenal perdía espacio e importancia. Contrariamente, en la actualidad, aun en el creyente, existe una atención mucho mayor hacia esta vida. Mientras la Edad Media padecía el mal de la negación del mundo y de la vida terrenal, hoy la enfermedad consiste en la exaltación de lo efímero y de lo insignificante, en desmedro de aquello que es sustancial y le da sentido a las cosas. Así como en su tiempo Eckhart dio el remedio justo, es decir, una mística para vivir en el mundo, para descubrir, cultivar y gozar los dones de Dios aquí, así también ahora esa misma mística para vivir en el mundo sirve para contrarrestar el mal de lo efímero e insignificante, reconduciendo todas las cosas de este mundo hacia su preciso significado. Mientras estemos vivos aquí, alguna misión que Dios quiere estamos cumpliendo, aunque nosotros no sepamos cuál es. La ética 43

eckhartiana siempre se orienta en el modo de la superación de la disimilitud entre el cielo y la tierra, por eso hay que darle a esta vida el valor que tiene. El último grado de esta ética únicamente puede cumplirse en el cielo, no por razones de mala voluntad, sino porque resulta física y metafísicamente imposible desde todo punto de vista: por la complejidad, por la finitud, por la imposibilidad de saberlo y abarcarlo todo, por la imperfección esencial de la naturaleza y demás impedimentos terrenales. La propuesta de Eckhart tiene sus miras en el cielo, pero guarda siempre los pies sobre la tierra: hay que mirar bien cómo son las cosas, y para eso hay que pensar bien y dejar de lado algunos sentires errados (la nietzscheana sensación de muerte de Dios, como también las místicas negadoras del ser, y las místicas de los arrobamientos), y desarrollar el amor bien encaminado, a Dios y a todas las cosas. Eckhart, desde su época, critica a esas místicas que se aferran a la devoción, al olvido del mundo, al yo que quiere para sí el mejor lugar ante Dios y la mejor recompensa: la conducta según esas místicas tiene cierto costado de “sálvese quien pueda”, mezclado con un desamorado descuido por las otras personas y las cosas, y con una grave pereza para mejorar y para resolver problemas. Cabe destacar que Eckhart distingue muy bien su propuesta respecto de cualquier eventual confusión con un pensamiento obsesivo acerca de Dios: “(...) Esta verdadera posesión de Dios depende de la mente y de una entrañable y espiritual tendencia y disposición hacia Dios, y no de un continuo y parejo pensamiento cifrado en Dios; porque esto sería para la naturaleza una aspiración imposible; sería muy difícil y además no sería ni siquiera lo mejor de todo. El hombre no debe tener un Dios pensado ni contentarse con Él, pues cuando se desvanece el pensamiento, también se desvanece ese Dios. Uno debe tener más bien un Dios esencial que se halla muy por encima de los pensamientos de los hombres y de todas las criaturas. Este Dios no se desvanece, a no ser que el hombre se aparte voluntariamente de Él (...)” (“Pláticas Instructivas”, VI). Esa distinción entre un Dios meramente pensado y un Dios esencial conduce a una investigación profunda del lenguaje, aquello mediante lo cual el hombre expresa el significado de todas las cosas. Dentro de la obra de Eckhart, el lenguaje no parece traer ninguna dificultad: dado que su mística es muy pensante, y no exclusivamente sentimental, lo expresado encuentra más fácilmente formas afines dentro del entendimiento que dentro de una emoción indefinida (la de los arrobamientos). Sin embargo, no hay concepto alguno a lo largo de los escritos de Eckhart que no contenga, además de su determinación 44

racional, una distintiva coloratura afectiva, espiritual. Haciendo uso de una solución similar a la de Pseudo-Dionisio en “De los Nombres Divinos”, pero con un manejo mucho más rico y más plástico de las palabras, Eckhart logra abrir y ampliar las limitaciones naturales de todos los conceptos. Tras leerlo y releerlo, el lenguaje eckhartiano consigue que el lector imagine los conceptos desde una perspectiva distinta de la corriente, y pueda reconocerlos como ubicados en una dimensión inconmensurable: la de Dios. Cada idea, cada particularidad, remite a una infinitud correspondiente; por eso, cada frase de Eckhart da la impresión de trascender permanentemente con su sentido la delimitación de las palabras. No es casualidad que a Eckhart le agrade tanto hablar del Hijo de Dios como Verbo, como Palabra, presente en Dios desde antes de los tiempos. Todo esto lleva a plantearse el problema de la eticidad del lenguaje: si la palabra tiene una raíz tan honda como para estar presente en el seno de Dios desde la eternidad, el hombre no estará entonces invitado a respetarla más como un valor representativo del ser, de la verdad, de la bondad y del amor? Si es así, eso quiere decir que la regla de respetar la verdad (no mentir) tiene un peso metafísico mucho más importante de lo que comúnmente se cree; pues, en realidad, toda normatividad de la ética (que sólo puede establecerse como principio dentro del ámbito de la palabra) se ha de sustentar en alguna razón metafísica, dentro de la legalidad misma del ser. Así como en Dios la palabra parece haber sido lo primero en su acto creador, tras lo cual fueron apareciendo y haciéndose todas las cosas, así también en el hombre la palabra tendrá que ser acto “re-creador”, elemento constitutivo fundamental de toda la historia de esta tierra. Recuérdese a propósito de todo esto, cómo Heidegger observó que el descuido, la desvalorización, la deformidad y el empobrecimiento del lenguaje, denuncian la enfermedad ética del hombre por excelencia: la existencia inauténtica, alejada del ser y de la verdad. En el hombre común contemporáneo, los valores éticos se exteriorizan, en muchas ocasiones, solamente desde una letra muerta, no vivida, no sentida, ni siquiera comprendida, tan sólo verbalizada, y algunas veces cumplida por obligación: ése es el origen de la hipocresía. La ética jamás puede ser verdaderamente tal, auténtica, si no parte de una firme convicción de la inteligencia acompañada de un impulso sincero del corazón. Por eso, sólo el nacimiento del Hijo dentro del alma da lugar a tal clase de eticidad. El poseer a Dios dentro del alma permanentemente no significa forzar la cabeza a pensar continuamente en Él, se trata de algo más grande, más abarcador que un mero pensamiento; es pensamiento pero que conlleva un sentimiento, una 45

fortaleza y una actitud activa conformes al pensamiento, trascendiendo el pensar y tomando espacio en el ser. En esto habrá de involucrarse el espíritu entero del hombre: de ahí que Eckhart hable de un Dios esencial contrapuesto a un Dios pensado que muere en cuanto se apaga la idea en la cabeza del hombre. El único modo de que sea Dios quien obre la obra buena del hombre, es que ese Dios sea un Dios vivo, no una palabra vacía, no un gélido postulado de la razón pura. Así como se ve la diferencia que existe entre la música escrita en el papel, y la música sonando con toda su plenitud y vitalidad en el aire y dentro del corazón, así también sucede con Dios: para lograr lo que Eckhart dice, deberá ser música viva. Para graficar esa actitud, Eckhart da como ejemplos la sed, o el deseo de alguna cosa, expresando así la idea viviente que acalora y moviliza al hombre desde su interior. Pero esta actitud requiere su aprendizaje en una esmerada ejercitación: “(...) De veras, para esto se necesita fervor y amor y hace falta que se cifre la atención exactamente en el interior del hombre y que se tenga un conocimiento recto, verdadero, juicioso y real de lo que es el fundamento del ánimo frente a las cosas y la gente. Esta actitud no se la puede aprender el ser humano mediante la huida, es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; al contrario, él debe aprender a tener un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté. (...) Comparémoslo con alguien que quiere aprender a escribir (...) si está dispuesto a ejercitarse asiduamente y con frecuencia, lo aprenderá y dominará ese arte (...) Más tarde, cuando domina el arte, ya no le hacen falta en absoluto la representación de la imagen ni la reflexión; entonces escribe despreocupada y libremente. Y lo mismo sucede cuando se trata de tocar el violín o de cualquier otra obra que ha de realizar con habilidad (...)” (“Pláticas Instructivas”, VI). Cuando Eckhart dice de la virtud que, tras mucha práctica, es posible ejercerla casi sin pensar, respondiendo con ella en el momento preciso de modo inmediato y con maestría, está apelando en cierta medida al hábito; pero, la costumbre no tiene que menguar el sentido vivo, original, que dio lugar a la virtud. La costumbre de ejercer la virtud debe reportar la ausencia de esfuerzo y la perfección creciente, pero jamás tendrá que acarrear la pérdida de respeto por el sentido que mueve la virtud, o algún olvido o distanciamiento respecto de ese sentido. Si el hombre tiene adquirida una virtud, y no entiende cuál es su auténtico valor, para qué y por qué la tiene, ya no tiene sentido. Toda ética nace, se desenvuelve y llega, o aspira a llegar, a un Bien. El hombre actual se preguntará: cuál es la idea del Bien que 46

Eckhart maneja? Qué es lo que le hace establecer qué es lo bueno y qué es lo malo? El Bien es Dios mismo, y junto con Él su voluntad íntegramente considerada. Este Bien tiene un doble aspecto: por un lado, hace a la necesidad de incluir lo feliz y lo penoso, lo hermoso y lo feo, lo perfecto y lo defectuoso, dentro de un mismo conjunto; y, por otro lado, y en consecuencia, hace a la necesidad de obrar según una ley de unidad, armonía y amor. Se trata de un concepto no idealizado del Bien, es realista e integrador, pues no se establece desde una perspectiva limitada: no viene de imaginar un bello bien puro y sin mancha, que no compagina distintos ni contrarios, como tampoco es erigido en un elemento combativo, avasallador, ni punitivo. El concepto del Bien trabaja con idéntico material que la Verdad: aquello que es, que tiene ser, tiene que ser parte integrante del Bien. La Verdad no es unilateral (la verdad tomada unilateralmente hace entrar al hombre en una dialéctica negativa con la otra parte de la verdad que le falta). La verdad, en el pensamiento de Eckhart, se ve más bien como la sumatoria de todas las cosas dentro de Dios: lo favorable y lo desvaforable, lo que es Dios y lo que no es Él, lo que gusta al hombre y lo que le disgusta; todo entra dentro de la verdad, no por fe, sino porque se lo percibe en la realidad como sobre una mesa donde están echadas todas las cartas. El Bien es un concepto no derivado de la conveniencia, ni de la utilidad, ni del poder, aunque, paradójicamente, a partir de la eticidad que le corresponde es posible extraer las mayores efectividad, utilidad y recompensa (y esto último lo admite Eckhart explícitamente). Pero, si se enfoca en primer plano el aspecto de la utilidad del ser-bueno (del “estar bien encaminado”), ya se desdibuja inmediatamente su significado primordial: el Bien se realiza por razón de él mismo, en razón de la perfección de todas las cosas, en honor a la verdad misma que es Dios, y nunca en razón de la pura utilidad (pues la utilidad, en sí misma, remite a lo parcial, mientras que el dirigirse al Bien por el Bien mismo apunta a lo Uno, al todo). Algunos objetarán que Eckhart se “agarra” del Bien y de Dios para no caer en el abismo de pensar más allá de razones, causalidades y fines; pero se equivocan, porque Eckhart señala reiteradamente que el ámbito de los “por qué” incumbe sólo a lo pequeño, a lo finito, y que Dios está más allá de toda razón, y que su obrar no responde a ningún por-qué; y, precisamente, el Bien de Dios que Eckhart perfila, está situado en esa zona de Dios que está por encima de todas las razones. La enseñanza de Eckhart concibe a un hombre que no actúa bajo criterios utilitarios, que no contempla sus relaciones según la medida de la compraventa. Eckhart describe a un hombre tremendamente libre, que es conciente de su propia libertad, que obra a partir de ella, y que espera 47

que toda respuesta proveniente de los demás derive igualmente de sus respectivas libertades. El hacer en la vida no está cifrado en un comercio (como el comercio que nota Eckhart en quienes se acercan a Dios por interés) sino en la libertad grande de dar y recibir. La obra éticamente diseñada que prescribe Eckhart, es esencialmente una obra bella. No todas las éticas consiguen diseñar, aparte de todo lo demás, un bello obrar. Eckhart tiene la peculiar característica de fomentar en el hombre el gusto por el bien, aprendiendo a encontrar belleza en la bondad: lo bello de pensar, sentir, y obrar bien queda demostrado en el fruto bueno que siempre sale, pese a los impedimentos. Incluso apela - a modo de incentivo - a la alegría que causa a uno mismo, a Dios, a los ángeles, y a todos los que nos miran desde el cielo, el volcar el alma hacia lo bueno. El llamar al gusto, al placer que puede hallar el hombre en la bondad, es la mejor receta que podía emplear Eckhart para hacer que la gente se decida por el buen camino. Sin ánimo de confrontación, ni de desprestigio, véase por ejemplo en la “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” cierta anécdota que cuenta Kant: en cierta oportunidad le preguntaron cómo era posible que la ética, siendo intelectualmente tan convincente, era al mismo tiempo tan poco efectiva, tan escasamente cumplida; a esto Kant respondía, obstinadamente, que la causa estaba en una insuficiencia conceptual, y que sólo mediante una precisión mayor de los conceptos el problema ético sería subsanado. Kant ignora que únicamente moviendo al corazón mismo del hombre es como éste habrá de comportarse mejor. Kant deja fuera de circuito a una gran extensión del ser del hombre y de su hacer, por eso su sistema ético acaba fallando en la realidad. Sólo el despertar de aquella “chispita” que todos llevamos dentro, y que está por sobre el propio entender y el propio querer, aunque envolviéndolos a ambos, permite hacer fluir una ética en la vida real.

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VI - EL DEBER, EL AMOR Y OTRAS VIRTUDES EL CONCEPTO DEL DEBER El concepto del deber no aparece en los libros de Eckhart expuesto específicamente como un tema aparte de los demás. Más bien, para rescatarlo, hay que ir extrayendo diversos elementos que hacen a su constitución, y que van apareciendo de forma continua en los textos. Ciertamente Eckhart menciona algunos requisitos que el hombre debe cumplir: debe mantenerse libre del no, debe buscar a Dios en todas las cosas y debe ver a todas las cosas dentro de Dios, debe aceptar la voluntad de Dios, debe aprender a no aferrarse y a desprenderse, debe buscar la paz, la armonía, la unidad y el amor en todo, debe obrar con todo lo bueno que tiene, debe encaminarse hacia la felicidad. Como puede apreciarse en este conjunto de “debes”, la noción de deber despierta dentro de la máxima amplitud posible, aquélla que involucra absolutamente a todo: Dios, todas las cosas, el ser total del hombre, todo pensar, todo desear, todo sentir, todo expresar, todo recibir y todo hacer. El concepto corriente de la ética jamás alcanzaría para tocar ni la totalidad de actos y actitudes del hombre, ni la totalidad de sus aspectos. En el hombre bueno, que razona y quiere rectamente, están integradas la inteligencia y la afectividad. Si en Dios el ser, el pensar, el amar y el obrar son una misma cosa, el hombre debe seguir sus pasos para poder llegar a hacerse hijo de Dios. La ética de Eckhart mueve a obrar fundamentalmente por amor: es el amor hacia Dios lo que llama al deber en cada momento de la vida, dando lugar al obrar espontáneo, no premeditado. El deber, para el maestro Eckhart, es inescindible del amor; la acción realizada por un deber simplemente intelectual, es decir, bajo un imperativo racional sin amor, no es válida para Dios. Sobre este punto específico Eckhart aparece como la contrapartida de la ética kantiana, cuyo deber-ser excluye absolutamente cualquier componente afectivo en la acción que pretenda ser éticamente considerada. Más allá de toda la dimensión ontológica del amor (el ser mismo adquiere toda su sustancia y sus formas por obra del amor del Creador), el valor ético del amor reside en que se da gratuitamente y sin necesidad de un merecimiento a priori. En la tercera de las “Cuestiones Parisienses”, en plena polémica acerca de las perfecciones de la inteligencia y de la voluntad, de parte del maestro Gonzalo, se exalta a la voluntad como deiformidad en el hombre, y se habla del amor como el verdadero mérito ante Dios: “(...) Yerra además al suponer que aunque la caridad es más noble en cuanto a su mérito, no lo es, sin embargo, en un sentido absoluto. Esto no es verdad, porque ser mejor ante Dios no es una determinación que 49

rebaje. Y por eso se infiere que si es mejor ante Dios y en cuanto a su mérito, por lo mismo es mejor en sentido absoluto. Tal es el caso de la caridad. Cuanto se arguye, en tercer término, que el entender penetra en la intimidad, debe responderse que con razón se infiere que el entendimiento ocupa el supremo lugar entre las potencias cognoscitivas. Esto es cierto. Y de una manera semejante afirmo que la voluntad ocupa el lugar supremo entre las potencias apetitivas. Pero no se infiere de aquí que el entendimiento sea más noble que la voluntad. Porque así como por parte del entendimiento hay un doble proceso, uno que consiste en hallar nuevas verdades y otro que consiste en analizarlas hasta hallar sus mínimas partes, así también a la voluntad le corresponde un doble proceso. (...) debe responderse que amar constituye una deiformación mayor que entender. Prueba de lo cual es que el orden supremo de los ángeles ha recibido su nombre del amor. Serafín, en efecto, significa ‘incendio de amor’. (...)”. Pero una cosa es obrar por amor y alegría de Dios, y otra muy distinta es obrar en razón de una recompensa; quien obra por la recompensa, obra por interés y no por verdadero amor, y en el fondo nunca accederá a la auténtica felicidad. En el “Tratado del Hombre Noble”, Eckhart pone aquello bien en claro: “(...) no hay bienaventuranza sin que el hombre tenga conciencia y sepa bien que contempla y conoce a Dios, pero, no lo quiera Dios que mi bienaventuranza dependa de esto! Quien, en cambio, se contenta con ello, que guarde su secreto, pero me da lástima (...)”. Los intereses mezquinos y egoístas, que incluyen una obstinada búsqueda de la felicidad, son el indicio seguro de que el hombre se halla completamente aferrado a sí mismo y a las cosas, y ni siquiera se pregunta cuál sea la voluntad de Dios. La recompensa, el honor, el bienestar, contemplados como fines se convierten para Eckhart en dis-valor, pues impiden al hombre ser hijo de Dios. El deber se condensa entonces en un principio simple: amar a causa del amor y obrar a causa del obrar, todo por gloria de Dios y a imagen y semejanza suya: “(...) Dios ama por amor de sí mismo y obra todas las cosas por amor de sí mismo, lo cual quiere decir que ama a causa del amor y obra a causa del obrar (...)” (“L.C.D.”). En cuanto el hombre deja de actuar por amor a Dios, parece como si Dios le quitara su amor al hombre. Y sin embargo no es así, pues es el hombre quien decide mirar o darle la espalda a Dios. El hombre es responsable de vivir en el amor o en el desamor, en la verdad o en el error. La figura central de Dios no debe confundirse aquí con un vulgar pensamiento paternalista: Dios es Padre, y a la vez es tan grande e 50

infinito que sus razones últimas permanecen siempre inescrutables para el hombre. Dios es Padre en pleno sentido, ya que es Él quien da la integridad de su ser creado a las criaturas. No obstante, en lo referente a la eticidad, parece que Dios le diera información escasa al hombre, a fin de que él mismo se encargue de descubrir el camino y obre entonces con libertad. El hombre puede llegar por la gracia a ser lo que es Dios por naturaleza, explica Eckhart en su tratado “Del Desasimiento”, y en “El Libro del Consuelo Divino”: “(...) si el hombre lo ama a Él mismo y a todas las cosas y hace todas sus obras no a causa de la recompensa, del honor o del bienestar, sino sólo por Dios y por gloria de Dios, esto es señal de que es hijo de Dios (...)” . El nacimiento del Hijo en el alma, aunque requiera que el alma se transfigure en la imagen de Dios, conserva e incluso revaloriza la verdadera dignidad de la individuación del hombre, pues es ese mismo nacimiento de la Bondad, la Sabiduría y la Justicia increadas en lo creado, lo que propiamente hace Padre a Dios e Hijo al hombre. El límite metafísico que distingue lo increado de lo creado es evidente, y además insuperable: lo increado nunca perderá su condición de tal, como tampoco lo creado dejará de ser creado por llegar a contemplar y gozar de su Creador. Lo increado es siempre tal, aunque Dios quiere que ello nazca en el hombre para que participe de lo divino y sea su hijo: “(...) Si decimos ‘bueno’, comprendemos que su bondad le fue dada, infusa, engendrada por la Bondad no nacida. De ahí que dice el Evangelio: ‘Así como el Padre tiene vida en sí mismo, así dio también al Hijo que tuviese vida en sí mismo’ (Juan 5,26). Él dice: ‘en sí mismo’ y no ‘por sí mismo’ ya que el Padre se la dio (...)” (“L.C.D.”). La mística de Eckhart deriva en una ética que toma toda la historia, todo el tiempo del hombre reuniéndolo, o redescubriéndolo como unidad dentro de la eternidad en el seno del Padre; de ahí que su noción del deber tiene siempre rasgos de continuidad, sin cortes abruptos. Comúnmente la ética ubica al deber en el ahora y hacia delante, calcula los medios según los fines (temporalidad lineal y finita del deber), se pregunta por la supuesta universalización del modelo de resolución adoptada (temporalidad que falsamente pretende ser eterna, porque sólo quiere perpetuar una determinación particular del deber), o trata de cumplir con el valor inmediato de mayor urgencia (temporalidad casi instantánea del deber). La ética eckhartiana no sólo examina la obra interna y la obra externa de aquí en adelante, sino que también aspira a tomar un criterio ético respecto del pasado: toda la reconsideración de la historia y del sufrimiento soportado, que conduce a la consolación divina, puede también interpretarse como una actitud ética retrospectiva. 51

Si bien es cierto que el devenir impone la necesidad concreta de resolver los problemas que se van dando, que se ubican en el hoy y en el mañana, la visión que tiene Eckhart de todos los tiempos como igualmente importantes dentro del sentido de todo en Dios, hace a la necesidad de un uso retrospectivo de la ética. Asimismo, muchas veces, para poder dar una acertada determinación sobre el mañana, es preciso tomar una cierta determinación ética sobre el ayer. La temporalidad del deber eckhartiano toma todos los momentos de la vida del hombre: recoge el pasado, se proyecta hacia el futuro, y ubica a ambos como las piezas de una sola cosa, eternamente presente en Dios, desde antes de que el hombre naciera y que permanecerá por siempre. Inclusive, el deber que es casi inmediatamente asociado a la actualización exterior, hacia afuera, “desconectado” de todo, en Eckhart aparece en y desde la interioridad. Mientras Kant dice: “(...) El deber ha de ser la necesidad práctica e incondicional de actuar; (...) Contrariamente, todo lo que se deduce de las características naturales particulares de la humanidad, de ciertos sentimientos y propensiones (...) puede darnos una máxima pero no una ley (...)” (“Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”) , en Eckhart, en cambio, el deber comienza con la conformación de la obra interna, de la cual saldrá a su vez la obra externa, la acción. La ética, sobre todo desde la modernidad, fue perdiendo aquel sentido omniabarcador que está presente en Eckhart. Kant ya deslinda el componente afectivo de cualquier obrar por deber. Al separar amor y deber, amor y felicidad fueron quedando, erróneamente, como en la vereda de enfrente respecto del deber. Así se fue armando cierta pesada dicotomía: o el hombre cumple el deber (y es un amargado infeliz), o el hombre es feliz (y es un desprejuiciado inmoral). En ambos casos, se decida el hombre por una cosa o por la otra, se genera una culpa por no poder, o por creer que no es posible reunir las dos cosas en la acción. Quizás sea a causa de esta falsa dicotomía que el hombre común contemporáneo rechaza la “ética”, porque cree que ella le roba la libertad y le cercena los sentimientos. Kant, que no acepta incluir el amor dentro del deber, en el fondo él también incurre en cierta forma de amor. El amor que tendría que estar dirigido hacia las otras personas, hacia las metas, hacia las cosas reales y concretas, y en primera instancia hacia Dios, Kant lo deposita íntegramente en el “deber-ser”, hasta el punto de poner a este deber-ser por encima del propio Dios. Parecería que Kant ubica mal su amor. El simple amor por el solo deber-ser, descartando todos los otros amores que naturalmente existen, hace a una ética que recorta gran parte del ser del hombre y de las cosas, y en este sentido será entonces una ética no 52

completamente correspondiente con la verdad. Por más constancia, valentía y rectitud que haya en la intención de Kant, su ética es un poco “inhumana”, y hasta podría calificarse de “fría para con el amor divino”, como diría el maestro Eckhart. Toda ética que separa el elemento formal (el concepto del deber) de lo material (las circunstancias y las acciones en la realidad), acaba siendo víctima de su propio dualismo: por mantener el principio, termina pretendiendo sacrificar la realidad, y al chocar contra ella queda irremediablemente demostrado su fracaso. En Eckhart, toda diferenciación entre lo material y lo formal es totalmente irrelevante; en su camino místico, y consecuentemente en su ética, ambas cosas vienen juntas porque en la realidad vienen juntas tal como Dios las puso: separar una cosa de otra es una arbitrariedad del criterio del hombre. Recuérdese lo que Eckhart dijo en la primera de sus “Cuestiones Parisienses”: “(...) Al modo como también la imagen, en cuanto tal, no es ente, porque cuanto más consideras su entidad propia, tanto más te apartas del conocimiento de la cosa que representa (...) Por consiguiente, las cosas que pertenecen al entendimiento, en cuanto tales, no son entes (...)”. Cuanto más se vuelque el hombre hacia sus ideas, dando la espalda a todo lo que es y lo que ocurre, tanto más perderá una verdadera visión de las cosas. Este es el defecto de los modelos de ética puramente formales: se apartan excesivamente de la realidad y de lo factible, y luego pretenden forzar la realidad dentro de un supuesto deber-ser, tan imaginario como limitante. Obsérvese lo que Kant llega a decir en el prefacio de su “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”: “(...) La ética, sin embargo, debe también considerar las condiciones bajo las cuales lo que debe ocurrir, frecuentemente no ocurre (...)”. La formalidad, que consiste en la necesidad y universalidad lógicas, como elemento esencial de la ética falla; por eso luego otros autores decidieron crear una ética “material” de los valores, aunque ellos también a su vez caen en un cierto formalismo donde la realidad viva y móvil del hombre está ausente. Así como el dualismo entre lo material y los formal no tiene cabida en el pensamiento de Eckhart, así también sucede con el dualismo entre naturaleza y libertad: por un lado, la naturaleza no funciona bajo una regulación inamovible; Eckhart dice en “El Libro del Consuelo Divino”: “(...) a la naturaleza entera le es imposible romper una cosa, arruinarla o tan sólo tocarla, sin que pretenda lograr algo mejor para lo que toca. No le basta crear algo igualmente bueno; siempre quiere hacer algo mejor (...)”. Eckhart vislumbra cierta libertad dentro del ámbito natural, libertad que le permite a la naturaleza cambiar un poco 53

sus leyes de modo que pueda lograr una mayor perfección de todas las cosas. Si la naturaleza determina su propia actividad dando cierta flexibilidad a su propia legislación, según sea lo que la perfección y el bien demanden, así también tendrá que configurarse el deber moral, no como una regla absolutamente fija, sino ligeramente modificable de acuerdo con las situaciones. Por otro lado, la libertad del hombre nace dentro de su “naturaleza” creada a imagen y semejanza de Dios pero se desarrolla en el escenario de la naturaleza en general, el mundo. La ética tiene también la potestad de administrar la vida natural del hombre. La primera y más grande de las determinaciones del concepto del deber, la da Eckhart en su sermón V: “(...) Debéis pensar puramente en Dios y buscarlo a Él. Cualquiera que sea luego el modo resultante, contentaos con él! Pues vuestra intención ha de estar dirigida puramente hacia Dios y a ninguna otra cosa. Luego estará bien lo que os guste o no os guste, y sabed que otra cosa estaría completamente mal (...)”. Esta idea justifica que dentro de la ética se incluyan aspectos que no correspondan estrictamente al deber-ser jurídico, sino al campo de la libertad de opción, y reconoce el espacio propio de la facultad de desear. Es aquí donde surge una renovada interpretación de la metáfora de la chispa; además de la primordial e inequívoca significación del salto hacia el Padre, se vislumbra una significación adicional: la chispa también es la portadora de todos los sueños buenos que el hombre siempre lleva dentro; y, el salto hacia arriba de la chispa, es el lanzarse del hombre hacia la concreción verdadera de sus sueños, soltándolos para abrirse el camino posible en la existencia, confianza y desasimiento mediantes. Es decir, hay una dimensión ético-práctica de la metáfora de la chispa: sin dudas marca el movimiento, la acción como necesidad metafísica ineludible. Así como Eckhart busca nuevos significados escondidos adentro de las parábolas de Jesús, hoy también es posible descubrir nuevos significados en las metáforas de Eckhart. Todo cuanto el hombre piensa, siente, hace o deja de hacer, elige o descarta, es una parte de la vida misma del hombre, que tiene que ser incluida dentro del deber, porque toda relación del hombre con las cosas de su vida remite siempre en última instancia a Dios. Pero para Eckhart el deber, que es el deber para con Dios, no está movido por una obligación que pesa como si fuera una condena; contrariamente, equivale al amor y a la lealtad para con Dios. Dice Eckhart en el sermón XVIb: “(...) Preguntáis a menudo cómo debéis vivir (...) Debes existir por Él y para Él y no debes hacerlo por ti ni para ti ni para nadie. Ayer, cuando llegué a este convento vi una tumba donde crecían salvia y otras hierbas, y entonces pensé: aquí yace el querido amigo de una persona y 54

por ello ésta quiere mucho más a este sitio. Quien tiene un amigo bien querido, ama todo cuanto le pertenece a él y no le gusta lo que le es desagradable a su amigo. Tomad, por ejemplo, un perro que no es sino un animal irracional. Le tiene tanta lealtad a su amo que odia todo cuanto es desagradable a su señor, y quiere a quien es amigo de su amo sin fijarse en la riqueza o en la pobreza de aquél (...)”. Todo fin perseguido no tiene que ser considerado como el último; más bien el fin verdadero de cada finalidad en particular, el fin de toda intencionalidad, tiene que ser Dios solo por la simple razón del amor y la lealtad debidas al Padre, sin mirar nada más. Aquella identidad irrenunciable del elemento increado en el alma, con lo increado de Dios mismo, dirige ya no solamente por principio sino también en la ejecución real, aquel deber para con Dios: “(...) En aquel hombre que emprende todas sus obras con recta intención, Dios es el principio de su intención, y su intención convertida en obra es Él mismo y es de naturaleza puramente divina y se acaba en la naturaleza divina en Él mismo (...)” (sermón X). También en homenaje a la infinita plenitud de Dios, más allá de su paternidad respecto de todas las cosas, es que hay que obrar por amor de Dios: “(...) Pero algunas personas pretender mirar a Dios con su propia vista como miran una vaca, y quieren amar a Dios como aman a una vaca. A ésta la amas por la leche y los quesos y por tu propio provecho. Así hacen todos aquellos que aman a Dios por las riquezas exteriores o por el consuelo interior; y ésos no aman a Dios como corresponde, sino que aman su propio provecho (...)” (sermón XVIb). La primera regla ética derivada del deber ubicado en Dios consiste en querer el bien y no querer el mal; con esa disposición se ejercen la libertad y la rectitud. En el sermón XXIX, Eckhart explica claramente que el cumplimiento del deber tiene que partir de un libre y amoroso movimiento del alma, y no de otra manera: “(...) Ahora bien, dicen los maestros que la voluntad es tan libre que, a excepción de Dios, nadie es capaz de someterla. Pero Dios no somete a la voluntad sino que la ubica en la libertad de tal manera que no quiere otra cosa que aquello que es Dios mismo y la misma libertad. Y el espíritu no puede querer otra cosa fuera de lo que quiere Dios; y eso no es falta de libertad sino libertad por excelencia. Pues bien, ciertas personas dicen: ‘Si tengo a Dios y el amor de Dios, puedo hacer muy bien todo cuanto quiero’. Esta palabra la interpretan mal. Mientras eres capaz de hacer cualquier cosa que esté en contra de Dios y de sus mandamientos, no posees el amor de Dios, por más que engañes al mundo pretendiendo que lo tengas. Al hombre que se halla afianzado en la voluntad y el 55

amor divinos, le resulta placentero hacer todo cuanto le gusta a Dios y dejar todo cuanto está en contra de Dios; y le resulta tan imposible dejar de hacer algo que Dios quiere que haga, como hacer algo que esté en contra de Dios. Pasa exactamente lo mismo con quien tiene atadas las piernas; tan imposible como sería para él caminar, tan imposible le sería al hombre afianzado en la voluntad divina hacer algo malo. Dijo alguien: Aunque Dios mismo hubiera mandado a hacer el mal y huir de la virtud, yo no sería capaz de hacer el mal (...) Pues nadie ama la virtud sino aquel que es la virtud misma. El hombre que ha dejado a sí mismo y a todas las cosas, que no busca nada de lo suyo en cosa alguna y hace todas sus obras sin por-qué y por amor, semejante hombre está muerto para todo el mundo y vive en Dios y Dios en él (...)”. Eckhart parece no dudar en ningún momento que la rectitud sólo puede subsistir mediante el ejercicio de la libertad y el amor, cuyo origen y fuente eterna es el propio ser de Dios. La expresión “el estar muerto para el mundo” no tiene que confundirse con una supuesta autoanulación. Más bien, el mundo visto en sí mismo, apartado del Padre, donde impera la avidez y la tendencia a acumular bienes y poderío, y como principio y fin de todo en la vida, es aquél que le hace decir a Eckhart que el hombre noble debe haber muerto para este mundo, dando a entender con eso que todo lo que se vive y se obra aquí tiene que ser contemplado solamente en Dios; asimismo, alude a la necesidad de descartar cualquier arbitrariedad humana que pretenda levantarse en contra del orden establecido por Dios. El genuino querer ser sí-mismo, como la otra cara de aquel “estar muerto” significa el abstenerse de imponer leyes en la realidad, ajenas a las que creó Dios, ese común apartarse y hacer la suya el hombre. En la ética eckhartiana, el verdadero motor del deber es la libertad, y nunca la obligación. Mientras que para Kant la fuerza de la ley moral tiene que tener por base a la obligación, para Eckhart, la ley moral cobra realmente fuerza a partir de una decisión y un movimiento libres que involucren a la totalidad del ser del hombre desde su interior. Aquí aparecen como contrarios, Kant y Eckhart, aunque ambos coinciden en el hecho de la necesidad de obrar por deber y no simplemente conforme al deber, es decir, no por ganar recompensa ni por evitar un temido castigo. Kant dice que la acción con valor moral se hace desde el respeto exclusivo hacia la ley, por “el concepto de ley en sí, sólo posbible en un ser racional” (“F.M.C.”); como puede apreciarse, Kant le lava gran parte de su significado espiritual a la ley: la pone como un “concepto” del “ser racional”, como si el hombre agotara su ser en la racionalidad o en la operatividad de las ideas, y como si la vida no tuviera alma y calor, y 56

sólo quedara a modo de esqueleto, una fría dialéctica como representación del movimiento real que es la vida. Mientras para Kant la ley moral tiene su matriz en la racionalidad misma, en la razón pura, (es decir, reside en el ámbito del no-ente, perteneciente al entendimiento), la ley moral eckhartiana tiene una matriz ontológica real (se nutre y opera dentro del alma, con aquello que directamente le dona de sí misma la naturaleza divina), y requiere ser libremente cumplida (recuérdese que Dios no somete a la voluntad sino que la ubica en la libertad). Vale decir entonces que, mientras Kant fundamenta su concepto del deber sólo desde su aspecto lógico, (quedando fuera todo elemento de realidad), Eckhart logra fundamentar el suyo no sólo desde la lógica sino también desde lo metafísico y hasta lo físico (véanse luego todas las posibles derivaciones en la acción concreta que permite). Es más, en la praxis puede hacerse la siguiente observación: al querer imponer el deber como obligación, ya de antemano se instala imperceptiblemente una separación y una contrariedad; es como si la idea misma del deber se colocara “enfrente” del hombre y le dijera “tendrás que cumplirme aunque no te guste”, casi ya suponiendo de entrada el disgusto o la mala voluntad del hombre. Y, planteadas así las cosas desde una separatividad, desde cierto enfrentamiento, la natural reacción corriente es el rechazo: al rechazo que de por sí emana tal concepto del deber, el hombre responde instintivamente con más rechazo. Así no se realiza nunca en el mundo empírico aquel valioso “principio” de la razón pura, como tampoco la tan ansiada Unidad con la que Eckhart sueña. Cuando la “obligación” sólo afecta a la obra interna (es decir, la obra externa puede tomar o no la forma asignada por el deber, porque no existe una necesidad imperiosa real que fuerce a tomar su forma), ahí es cuando el hombre puede percibirse a sí mismo como escindido: si está internamente “obligado”, se supone que él tendrá que hacer o elegir en contra de su voluntad, y que si así lo hace, no será libre (pues hace lo contrario de lo que hubiese querido elegir), y, si no lo hace así, será libre pero tendrá que sentirse culpable por faltar al deber, y tendrá también miedo a cualquier clase de consecuencia nefasta. De razonamientos de este estilo proviene la falsa disyuntiva entre deber y felicidad, tras separar el deber de la libertad y asociarlo a lo forzoso. En cambio, una noción integral del deber que quiere germinar desde el amor más profundo y desde la libertad, tiene muchas más probabilidades de conquistar el corazón del hombre, puesto que llama al descubrimiento y al desarrollo de sus mejores capacidades. En el sermón XXVI, Eckhart explicita los elementos que componen el deber, cuando analiza el concepto del bien: “(...) el bien, 57

tiene tres ramas. La primera rama es la utilidad, la segunda rama es el gozo, la tercera rama es la honestidad (...)”. Eckhart menciona el haber tomado esta idea de otro maestro; pudo haber sido Santo Tomás (“In Eth. Nic.”, I, cp 3 lección 2), o bien directamente de Aristóteles (“Ética Nicomaquea”, II, c.3). Si la idea viene de Aristóteles, eso explica el orden en que aparecen nombradas las ramas del bien: dado que en los tiempos de Aristóteles no existía la conciencia de la libertad que trajo luego el cristianismo (los griegos creían más en el destino que en la libertad), no era tan patente entonces la posibilidad de modificar el rumbo de los acontecimientos; así, sin tener en cuenta la libertad ni la posibilidad de cambiar las cosas, no sobreviene la necesidad de dar un concepto demasiado elaborado del deber. La ética aristotélica es eminentemente práctica, orientada hacia el bien, pero aun no gira alrededor de un deber suficientemente constituido. Por eso, para Aristóteles está primero la utilidad, luego el gozo, y por último la honestidad. La doctrina cristiana, y con ella Eckhart, altera ese orden: primero está la honestidad, la pureza de la intención, luego el gozo que proviene de aquella misma honestidad, y por último la utilidad. El bien es lo más útil por cuanto es el único camino que permite la verdadera y definitiva concreción de cualquier proyecto en la vida; asimismo, el bien es lo más gozoso porque es lo honesto y lo útil de por sí: honestidad y utilidad juntas hacen al gozo. Sin embargo, la honestidad debe iniciar el accionar del bien: lo bueno habrá de buscarse desinteresadamente, en razón del bien mismo y no por el gozo ni por la utilidad. Metafísicamente hablando, la utilidad es la primera cualidad del bien, ya que en ello va la posibilidad de que las cosas funcionen de modo fluido; pero desde el punto de vista ético, la honestidad es condición sine qua non, y la utilidad y el gozo vendrán como premio, a posteriori. No obstante, más allá de toda diferenciación, según los criterios de Eckhart, honestidad, gozo y utilidad se encuentran inmediata e inseparablemente unidas en el bien, lo cual demuestra la integridad de su concepto del deber. Kant dice que cuestionar el concepto de ley moral, tratando de contemporizarlo con los deseos y las inclinaciones, es corromperlo y quitarle mérito. Sin embargo, lo que Kant no ve es que está diseñando una ética para un modelo de persona humana que no existe: un ser puramente cerebral que niega la naturaleza, que desprecia los sentimientos como algo que rebaja al hombre (ignorando que ellos también son el producto de algunas grandes potencias que Dios le regaló al alma), y que desconoce el valor pedagógico (o sea, el conocimiento más su valor espiritual) de la diversidad de cosas en la vida; todo lo concreto, lo real, lo práctico, lo inmediato, en el sistema kantiano pierde 58

su importancia de forma creciente. Eckhart, aunque apunta a una pureza y a una perfección supremas en la ética, él sí conoce y acepta las debilidades y fallas comunes del hombre, sabiendo que tal aceptación es la base misma para poder superarlas. La superación en todo, para Eckhart nunca se da mediante negaciones sino siempre mediante la integración del defecto en algo superior, en algo más grande y perfecto que sea capaz de disolver las limitaciones. Kant dice que es un error fatal derivar la ética de la experiencia, ya que la ley moral tiene que venir de la razón pura. Eckhart, por su parte, deriva su ética de la fuente misma de donde brotan toda experiencia, toda racionalidad, y todo ser: de Dios. Eckhart dedica bastantes páginas a explicar por qué el buen camino es buen camino y el mal camino es malo. Las consecuencias reales de obrar bien y de obrar mal, responden a la combinación de nuestras actitudes y acciones con la legalidad intrínseca con que funciona el mundo creado por Dios; es decir, el deber (en cuanto la mejor opción a elegir: la necesidad de seguir la línea trazada por Dios) tiene su fundamento en la verdad presente en todas las cosas, verdad que remite a Dios. En Eckhart, todas las formas de ser y de funcionamiento de las cosas, tal cual Dios las pensó y les dio existencia, son la concluyente razón de ser de la ética. La verdad es el elemento básico, la materia y la forma sobre la cual trabajará la ética: “(...) Por otra parte, lo aprehenden a Él en cuanto es Verdad. El ser, es la verdad? (...) Dice San Agustín: La Verdad es el Hijo en el Padre, porque la Verdad está vinculada al ser (...) la verdad también es una añadidura (...) Entonces el alma, ¿dónde ha de aprender la verdad?¿No encuentra la verdad allí donde es in-formada en una unidad, en la pureza primigenia, en la impresión de la existencialidad acendrada, no encuentra allí la verdad? Ah, no, no halla ningún concepto de la verdad sino que de ello solo proviene la verdad, de ahí trae su origen (...)”. En este caso, obrar por deber puro, un deber como idea autoimpuesta, sin una grave verdad que por detrás lo sustenta, es más amor propio y vanidad que otra cosa. No es casualidad que Kant se ataje tanto contra las confusiones entre deber y amor propio, como que asimismo trate por todos los medios de quitarle a su idea del deber toda sombra de quimera. Kant dice una y otra vez que es el hombre quien se da la ley moral a sí mismo, por su condición misma de ser racional. Para Eckhart, no es así, pues la ley moral le viene al hombre directamente de Dios por varias vías: la naturaleza en general, la inteligencia, el corazón cuando se abre sinceramente, la fe, y la palabra revelada. Lo que hace Kant, en el fondo, es endiosar su concepto del deber, poniéndolo por encima de todas las cosas: él cree que los principios morales “deben 59

subsistir a priori de sí mismos” (“F.M.C.”). En Eckhart, es al revés: Dios hizo todo para dárselo al hombre, y para que el hombre así lo conociera y lo amara a Él, y entonces fuese feliz. Eckhart afirma que este mundo de nada serviría si no estuviera aquí el hombre; en consecuencia, reverenciar (como hace Kant) una idea vacía carece de sentido. Para Eckhart, el fin auténtico de la ética es ayudar a que el hombre descubra y elija un buen camino, a su gusto, a su medida, según sus posibilidades personales, que lo lleve hacia Dios, junto con su ser, su vida, su circunstancia y todo lo suyo. El deber kantiano, que toma tanto permisos como prohibiciones, y que se maneja desde la obligación, hace que el hombre sea su propio tirano y su propio esclavo a la vez: tirano porque se fuerza a cumplir una ley injusta, y esclavo porque se somete al cumplimiento; hace de este modo a un hombre interiormente dividido, lejano a toda libertad y felicidad. Kant quiere salvar el gran escollo de la obligación, diciendo que en la voluntad perfecta tal obligación, o sentirse obligado, no existe ya que tal voluntad coincide con el deber; sin embargo, esta aclaración no hace más que confirmar la violencia y la alienación de su procedimiento, donde el hombre pierde de raíz su natural unidad. Eckhart, que por su parte sólo menciona los permisos de Dios, y a Él mismo como el don más grande junto con todos los dones, hace del hombre una criatura libre y feliz que llega verdaderamente a ser hija de Dios, libremente y en plenitud, no por razones de poder sino de amor y perfección; la ética de Eckhart hace a la unidad del hombre y a su enriquecimiento genuino. Toda puesta en práctica de las enseñanzas éticas, supone como condición sine qua non el respeto por el deber. No obstante, es asombrosa la diferencia entre lo que Eckhart y Kant entienden por respeto. En una nota de la primera sección de la “Fundamentación a la Metafísica de las Costumbres”, Kant se pronuncia así: “(...) Aquí podría objetárseme que me refugio detrás del término respeto en un oscuro sentimiento, en vez de dar una clara solución a la cuestión por un concepto de la razón. Pero aunque el respeto es un sentimiento, no es un sentimiento recibido mediante influencia, sino que es autoconstituido por un concepto de la razón (...) Lo que reconozco inmediatamente como una ley para mí, lo reconozco con respeto. Esto significa simplemente la conciencia de que mi voluntad está subordinada a una ley, sin la intervención de otras influencias en mi sentido (...) Respeto es propiamente la concepción de un valor que se opone al amor a sí mismo (...)”. Kant ve al respeto por el deber como el valor antagónico al amor a uno mismo; aquí se vislumbra de nuevo su contradicción interna: si el 60

hombre respeta al deber pareciera que elige no amarse a sí mismo. En la tesis de Eckhart el respeto por el deber, visto como amor por el deber, se conjuga inseparablemente con el amor a uno mismo: al pensar y actuar sólo por amor a Dios, el hombre consigue cumplir con el deber y con el amor hacia su propia persona. Quizá Kant, al hablar de respeto (al deber) y amor (a uno mismo) como opuestos, quiere expresar sólo la necesidad de que el hombre deponga su orgullo y su vanidad para poder así realizar el deber; recordemos que Eckhart expone esta misma idea cuando dice que el hombre verdaderamente noble ha de estar muerto para este mundo. Sin embargo, desde la visión eckhartiana no es lícito (puesto que no conduce a ninguna verdad, ni es productivo) ubicarse entre oposiciones de valores y de dones. Si el respeto y el amor se enuncian como opuestos, así a secas como hace Kant, la oposición llega al extremo de destruir aquella misma pureza de intención que le dio origen y sentido. El respeto al deber que exige que el hombre se olvide un poco de sí mismo, según los términos kantianos acaba queriendo sobreponerse a toda costa al amor, y el hombre entonces se rebela y expulsa al deber de su vida. Por su parte, Eckhart se refiere al respeto cuando habla de la disposición con la cual se ha de recibir la eucaristía; en el capítulo XX de sus “Pláticas Instructivas”, dice: “(...) A quien desea recibir de buena gana el Cuerpo de Nuestro Señor, no le hace falta mirar qué es lo que siente o nota en su fuero interior, o cuán grande es su ternura o su devoción, sino que ha de observar cómo son su voluntad y disposición de ánimo. No debes dar mucha importancia a lo que sientes; antes bien, considera como grande aquello que amas y anhelas. El hombre que quiere y puede acercarse despreocupadamente a Nuestro Señor, en primer lugar debe averiguar si tiene la conciencia libre de todo reproche en cuanto al pecado. En segundo lugar, la voluntad del hombre ha de estar dirigida hacia Dios de manera que no pretenda ni apetezca nada que no sea Dios ni completamente divino, y que le disguste aquello que no es compatible con Dios (...) En tercer lugar, al hacerlo (=comulgar con frecuencia), ha de notarse en él que el amor del Sacramento y de Nuestro Señor va creciendo cada vez más y que la veneración temerosa no disminuye a causa de las frecuentes comuniones (...)”. El respeto hacia Dios presente en la eucaristía, es por extensión el respeto total hacia Dios, y junto con Él, hacia el deber. En Kant, el respeto aparece como una conciencia pensante, sin intervención de ninguna otra impresión del espíritu, y según una incontestable sumisión; en cambio, para Eckhart el respeto (para con Dios y el deber) es mucho más que una idea: es toda una disposición del espíritu, donde 61

entran la libre determinación, el afecto, el deseo mismo de respetar que nace de una bondad esencial y de una pureza de la intención, y una veneración temerosa. Tal veneración temerosa no significa propiamente miedo sino más bien el núcleo mismo del respeto: un concepto de importancia, sumado a un sobrio sentimiento. El hecho de que Eckhart introduzca al hombre en el deber a partir del amor y la libertad, descarta cualquier posible incremento del temor. Hay razones reales, ontológicas para no tenerle temor a Dios: “(...) Tampoco hay nada en Dios que sea temible; todo cuanto hay en Dios sólo es digno de ser amado (...)” (“Pláticas Instructivas” XXIII). Una vez comprendidas las razones reales para no temerle a Dios, pueden comprenderse también las razones éticas; en el sermón XXa, Eckhart explica: “(...) dice el rey David: ‘Oh, Señor, cuán grande y múltiple es tu banquete y el sabor de la dulzura preparada para quienes te aman, mas no para aquellos que te temen’ (Salmo 30, 20). San Agustín reflexionaba sobre esta comida, entonces se estremeció y no le gustaba. En eso, escuchó una voz de arriba, cerca de él, que dijo: ‘Yo soy una comida para gente mayor, crece y vuélvete grande y cómeme. Pero no creas que yo sea transformado en ti: tú serás transformado en mí’ (...)”. En el sermón XXb, agrega: “(...) Y a quien reciba con miedo esta comida, nunca le gustará realmente; hay que recibirla con amor. Por eso, un alma amante de Dios vence a Dios para que tenga que entregársele por completo (...)”. El camino del temor aleja tanto de Dios como de las personas y las cosas; es decir, dispersa cualquier posible unidad. Por eso, el temor como supuesto motivo para cumplir con el deber falla de base: encierra al hombre dentro de sí mismo, y al no permitir que éste se abra hacia todo, el crecimiento, la obra y la felicidad se encuentran completamente imposibilitados. El temor es siempre la contrapartida del amor: donde está uno de ellos, jamás puede habitar el otro. Reflejo de esa abolición del temor es que la palabra “autoridad” no figura en el vocabulario de Eckhart: de Dios habla como Padre, Bondad, Amor, Verdad, incluso como plenitud infinita del ser más allá de toda creación y de toda paternidad, pero no como autoridad; quizás porque el concepto de autoridad supone cierta distancia insuperable entre el superior y el inferior, cosa que Eckhart no quiere para la relación del hombre con Dios. Cuando Eckhart habla de quitar el temor y reemplazarlo por el amor, no solamente está dando su verdadera base al concepto del deber, sino que a la vez está facilitando enormemente su realización: para poder lograr, en la mayor medida posible en la tierra, la unidad que imite la unidad de Dios, hay que aumentar el amor y disminuir el temor. Es la 62

única manera de que las personas dejen de encontrarse a sí mismas y a los demás como escondidos, atrincherados, cada cual en su propio puesto de combate, al acecho, dominado por la desconfianza y el miedo, casi siempre esperando algo malo de los otros. Sólo el amor puede unir en la acción lo que ya estaba unido en Dios; esto vale para cualquier caso: amigos, parientes, novios, socios, compañeros, vecinos. Hay que tratar de tender los brazos a los demás con amor, sin miedo; en el peor de los casos, si el otro no responde con la misma moneda, no por ello habrá que caer de nuevo en la desconfianza, el temor y el desamor: ésa no es la ley de Dios. Quizás el hombre dejó de confiar en los demás, y dejó así de dar su amor, por haber dejado de confiar (o sea, por temer) a Dios; quien espera lo malo, o nada, de Dios, es muy poco lo que puede esperar de sí mismo y de los demás. Sin confianza, ni esperanza, ni amor, es muy poco lo que el hombre intentará hacer en la vida. Es muy importante la aclaración que hace Eckhart en el sermón XXII: “(...) Lo que da Dios es su esencia y su esencia es su bondad y su bondad es su amor (...) El hombre no debe temer a Dios, pues quien lo teme, huye de Él. Este temor es un temor nocivo. Pero es recto el temor cuando uno teme perder a Dios. El hombre no ha de temerlo sino amarlo (...) Así le sucede también al hombre que cree huir de Dios, y sin embargo, no puede huir de Él: todos los rincones lo revelan. Cree huir de Dios y corre a su seno. Dios engendra en ti a su Hijo unigénito, te guste o te disguste, duermas o estés despierto; Él hace lo que le es propio (...)”. Lo que Eckhart está explicando aquí es que aquel temor nocivo hacia Dios va como a contrapelo de la realidad: Dios es todo en todas las cosas, y Dios es amor, por eso es contrario a la verdad de las cosas percibir a Dios a través del temor y no a través del amor. Igualmente, por extensión, se deduce el error de quienes se manejan en la vida como presas del temor: ese temor no les deja plenamente ser. La actitud general del temor, no el temor que es la contrapartida de la temeridad, sino el temor que se opone al amor, es una de las actitudes más contrarias a la vida, y por lo tanto deberá ser eficazmente contrarrestada por la ética. Si la sustancia misma del deber es amor y verdad, y remite a Dios, es fácil comprender que el temor (asociado a la culpa) adherido al pensar y obrar, llevan al hombre a un inevitable fracaso en la vida. Recuérdese el análisis que hace Kierkegaard acerca de la angustia como consecuencia directa del soltarse el hombre de la mano de Dios; recuérdese incluso la angustia ante la muerte y ante la nada, tal como la describe Heidegger, pensando que no existe un seno de Dios que sostenga al hombre; también los dolores y los pensamientos amargos de Nietzsche se sospecha que son consecuencia de la “muerte de Dios” 63

dentro del corazón del hombre. Eckhart dice que está mal temerle a Dios, y que más bien hay que temer perderlo. Los otros tres autores citados, por su parte, parecen padecer el temor, pero por haber perdido (o creer que han perdido) a Dios, sean o no sean concientes de ello. Es decir, existen tres posibles ubicaciones del hombre respecto del temor, en base a las cuales puede evaluarse la relación con Dios y una consecuente postura ética ante la vida: primero, el temor del que teme perder a Dios (éste es el temor bien encaminado para Eckhart); segundo, el temor del que le teme a Dios (equivale a un primer grado de distanciamiento, trae la duda, la desconfianza, y comienza la ruptura de la unidad natural del hombre con Dios); y, tercero, el temor generalizado que ya deviene enfermedad en el hombre contemporáneo (rota completamente la natural relación ética con Dios, el hombre se siente desprotegido en el mundo, y ya ve sobre su vida una especie de sombra negra; también su eticidad se verá transformada y perjudicada). Precisamente para revertir esa situación, o dado el caso para evitarla, Eckhart cuenta con la posibilidad de que el hombre abra verdaderamente sus ojos y su corazón al mundo que le rodea, sabiendo que las criaturas enseñan sobre Dios a quienes conocen cómo observar bien: “(...) El alma es más fuerte cuanto más elevada se halla sobre las cosas terrestres. Quien no llegara a conocer nada más que las criaturas, no necesitaría reflexionar nunca sobre sermón alguno, pues toda criatura está llena de Dios y es un libro (...)”(sermón IX ). Al hombre que se adhiere a Dios, cuenta Eckhart que le pasa lo siguiente: “(...) Mantente apegado a Dios y Él te añadirá todo el ser-bueno. Busca a Dios, entonces hallarás a Dios y a todo lo bueno (...) Quien se apega a Dios, a éste se apegan Dios y cualquier virtud. Y aquello que tú buscabas anteriormente, ahora te busca a ti; aquello tras lo cual corrías tú, ahora corre detrás de ti y aquello de que huías, ahora huye de ti (...)”(“Pláticas Instructivas” V ). Eckhart está seguro de que es una decisión inteligente y amante la que lleva a que el hombre se deje guiar por Dios. Si el hombre viene de Dios ¿a quién otro puede recurrir si no es a Él? La ética kantiana dice que la sola razón humana conoce qué es lo bueno y qué es lo malo sin que nadie se lo indique; pero entonces, y como el propio Kant se pregunta, perplejo, ¿cómo es que si todos “entienden” la diferencia entre el bien y el mal, no todos se comportan consecuentemente con ello? Eckhart tiene su respuesta a esta cuestión: en la tercera de sus “Cuestiones Parisienses”, él reconoce que las rectitudes intelectuales son compartidas por gente buena y gente mala, en tanto que lo que los diferencia es la rectitud de la voluntad en unos y la deformación de la 64

voluntad en otros; es decir, es la voluntad, la decisión, el corazón del hombre el que determina el camino a seguir, y la correspondiente condición ética. Por eso, la fe que Eckhart señala como necesaria para la conversión ética del hombre, para que éste pueda transformar su vida en un manantial de plenitud, es una fe de la inteligencia, pero movida por un querer. La mística de Eckhart tiene los pies sobre la tierra; no le presta atención a los vaivenes de los estados de ánimo (pues varían según la naturaleza y según muchas cosas, e incluso, a veces engañan): si bien Eckhart no los niega, no les confiere la misma solidez que a una fe que es sentida porque pasa por la inteligencia: “(...) Cuanto menos sientas y más firmemente creas, tanto más elogiable será tu fe (...); pues la fe íntima del hombre es mucho más que meros supuestos. En ella poseemos un saber verdadero. En verdad, no nos falta nada sino una fe recta (...) Pues bien, en la misma medida en que uno cree, recibe y posee (...)” (“Pláticas Instructivas” XX ). El hombre cree a veces que Dios se ha ido, Eckhart lo admite, pero eso no es más que una sensación falsa. Parte de ello es cuando el hombre, lleno de problemas, cargado de contratiempos y frustraciones, cree que no hay salida, que ya no se le abrirá ninguna puerta, y reacciona como si se le hubiese acabado el mundo; pero es un error pensar así; en la medida en que el hombre se abre para creer, recibirá la ayuda de Dios y llegará a destino. Éticamente hablando, en Eckhart el pensamiento en cuanto pura inteligencia es inescindible del pensamiento de amor. Ahora bien, este concepto de amor es muy distinto del concepto que es moneda corriente en el mundo. En el concepto vulgar, el hombre identifica amor con posesión y manipulación egoísta de la persona o la cosa amada; su fin está en el hombre mismo antes que en el alguien o el algo objeto de su amor; su campo de acción y sus resultados tienden a una paulatina particularización, y consecuentemente, a una limitación autoimpuesta de la realidad. El concepto eckhartiano del amor, en cambio, parte del desasimiento: no es amor de posesión y manipulación: “(...) Vierte para que seas llenado. Aprende a no amar para que aprendas a amar. Apártate para que seas acercado (...)” (“El Libro del Consuelo Divino”). El grado mayor de plenitud está en la plenitud de ambas partes, quien ama y el depositario de su amor: “(...) El amor posee por naturaleza la cualidad de emanar y surgir de dos como uno; de lo uno en cuanto es uno, no surge ningún amor, de dos en cuanto dos, tampoco surge amor; dos como uno produce necesariamente un amor concorde con la naturaleza, impetuoso y ardiente (...)” (“L.C.D.”). Para Eckhart, el campo de acción y los resultados del amor tienden cada vez más a ensancharse, enriqueciendo la realidad de la vida: “(...) Cuanto 65

más nobles son las cosas, tanto más abarcadoras y universales son. El amor es noble por ser universal. (...)” (sermón IV). Precisamente en su concepción del amor Eckhart da la clave para resolver toda dificultad respecto de la similitud y la diferencia. Vivir en la unidad no significa que debamos ser todos iguales (para ser iguales habría que eliminar las particularidades personales que hacen que cada cual pueda ser sí mismo, lo cual es tan destructivo como imposible); más bien significa una unidad rica, no simple y monótona, que se hace de la suma de todas las diferencias. De esto saldrá toda referencia en cuanto a las normas de convivencia, y nos hará entender la forma auténtica del ser-uno-con-otro-en-el-mundo, único camino ético para construir una felicidad con los demás. De aquí sale la clave de la pareja equilibrada, la familia equilibrada, y una sociedad que funcione bien. La ética eckhartiana tiene como base el mandamiento del amor; deber y amor son idénticos. El hombre que sabe bien amar, ya cumplió con su deber, porque ello supone indudablemente tanto la recta intención como la actuación esmerada. En el sermón XXVII, Eckhart es muy explícito al respecto: “(...) ‘Este es mi mandamiento de que améis’. ¿qué quiere decir al mandar: ‘que améis’? Quiere decir una palabrita en la cual debéis fijaros: El amor es tan acendrado, tan desnudo, tan retraído en sí mismo que los maestros más destacados dicen que el amor con el que amamos es el Espíritu Santo. Hubo algunos dispuestos a contradecirlo. Pero siempre es verdad lo siguiente: en todo movimiento por medio del cual somos inducidos a amar, no nos mueve nada que no sea el Espíritu Santo. El amor en lo más acendrado, en lo más retraído, en sí mismo, no es sino Dios. Dicen los maestros que la meta por la cual el amor opera todas sus obras, es la bondad, y la bondad es Dios (...) Quiere decir, que el amor con el cual amamos, debe ser tan acendrado, tan desnudo, tan desasido, que no se debe inclinar ni hacia mí ni hacia mi amigo ni hacia cosa alguna a su lado. Dicen los maestros que no se puede llamar obra buena a ninguna obra buena, ni virtud a ninguna virtud, si no se hacen por amor (...)”. Mientras otras éticas alzan su deber ser al margen de lo real y dividen al hombre, Eckhart visualiza un deber que anida en el seno mismo de toda realidad, en el amor y la bondad que es Dios. En el mandamiento de Jesús de amarnos los unos a los otros, el deber único es el amor, que es a la vez lo más eficaz, lo más útil, lo más dulce, y lo que constituye la felicidad. En la enseñanza de Meister Eckhart, el ser, el pensar, el amar y el obrar marchan juntos en la vida del hombre; Eckhart muestra cómo son perfectamente compatibles el ser real del hombre, con un pensar y un sentir rectos, un obrar en consecuencia, y la merecida 66

felicidad. Todo lo que en otras éticas aparece dividido, en Eckhart se da dentro de una unidad armónica, no solamente pensada sino también susceptible de ser realizada. Si bien la ética de Eckhart se basa en un deber de amor, no fríamente intelectual, su mística ajena al sentimentalismo enseña a usar la cabeza: “(...) La intuición (...) podría engañar y fácilmente podría tratarse de una iluminacón falsa (...)” (“P. I.”, XV). Todos los argumentos de Eckhart son esencialmente racionales, por más que contengan igualmente su determinada coloratura espiritual; es decir, son modos conceptuales, no puramente emocionales o pasionales de ver las cosas, lo cual permite hacer posible la búsqueda de soluciones concretas, sabiendo manejar los naturales desbordes del corazón ante la adversidad. Es exactamente ese descontrol del corazón lo que Eckhart quiere quitar, y nunca el amor dulce, calmo, recto y constante. El amor bueno y noble constituye el verdadero deber. El mal sentir, los deseos equivocados, las malas reacciones, y todo cuanto pueda estar en contra del deber, sólo puede contrarrestarse mediante una buena guía de la inteligencia sobre el corazón: eso es lo que destaca Eckhart. Kant, por su parte, distingue entre un “amor patológico” (la pasión) y un “amor práctico” (el puro deber pensado, pero nunca sentido, del amor al prójimo); él dice que la primera forma de amor no puede formar parte de la ética, puesto que no puede ser ordenado, impuesto, en tanto que la segunda forma sí. Sin embargo, la ética sólo puede empezar a funcionar cuando los amores toman el rumbo de la bondad, cobrando fuerza libre y espontáneamente desde el interior del hombre, y dando la forma y el contenido al deber. Toda ética que pretenda mejorar el comportamiento humano bajo la presión de una pura idea obligatoria, pierde: además de ser inhumana, se revela como infructuosa. Kant descarta todo amor, simpatía o empatía como auténtico motor de la acción éticamente considerada, desconociendo que es esa clase de vinculación la que hace de la comunicación, de la relación entre las personas, algo vivo, algo existente, y no algo exclusivamente pensado. Es justamente esa empatía la que hace en realidad al amor al prójimo, a la comprensión, a la misericordia y a la justicia; y, lo que es más importante, esa empatía sólo puede brotar desde la misma “chispita” que describe Eckhart: el recto amor toma su ser de Dios mismo, ¿cómo no nutrirse de ello entonces para actuar? Si se quita al amor de su puesto de motor y elemento esencial del deber, entonces el hombre se preguntará si hay que obrar bien sólo porque la tradición lo enseña, porque es parte de la cultura y de la convención universal de la civilización. Pero eso no es lo suficientemente satisfactorio ni vívido como para fundar allí la vida en el mundo. El puro deber, netamente 67

intelectual, aislado de su principio, acaba siendo porque-sí, y pierde fuerza, eficacia y significado. Solamente el amor es capaz de iniciar movimiento dentro del alma, tal que el hombre se sienta impulsado a hacer, a obrar. El deber alimentado por el amor, a Dios y a todo lo demás, sí se basta a sí mismo para ser y funcionar. Además es parte del amor, a través de la ley de la unidad, que las cosas anden bien y no mal: el deber realizado por amor consigue que el resultado efectivo de las obras sea positiva ganancia. Kant no es el único que concibe al deber como separado del verdadero ser del hombre. El concepto de eticidad de Hegel sigue la misma pauta de la universalidad dentro de la racionalidad que propone Kant; para Hegel “(...) la relación ética de los miembros de la familia no es la relación del sentimiento o la relación del amor. Lo ético (...) se debe colocar en la relación del miembro singular de la familia con la familia íntegra como sustancia, de modo que la acción y la actualidad del miembro de la familia tengan sólo a la familia como fin y contenido (...)” (“Fenomenología del Espíritu”). Esto es válido para Eckhart solamente en su dimensión histórica: el sentido de todo puede vislumbrarse únicamente desde la totalidad. Pero, en el significado puramente ético, personal, la unidad de la familia, y más tarde de la sociedad, conforme a su propia concepción del deber, no ha de estar parada sobre un descarnado concepto universal que es neta racionalidad, sino más bien sobre una realidad metafísica de entidad irrefutable: la unidad en el amor, amor no como operación externa, sino el amor que señala a las cosas que desde siempre estuvieron unidas dentro de Dios. En cuanto a que el fin es lo universal, Eckhart está de acuerdo, ¿pero de cuál universal se trata? En Hegel (estrictamente hablando de eticidad, y no de metafísica ni de teología ni de teleología) es el universal social, donde la entidad propia del individuo se pierde. En Eckhart, en cambio, el fin es Dios (ya desde el primer paso de la ética), el mayor y el más perfecto de los universales, y más aun, más allá de toda creación; pero allí el individuo no se pierde sino que se encuentra a sí mismo del mejor modo posible. En el sistema de Hegel, el valor, la dignidad del hombre individual se ve muy disminuida; en la tesis de Eckhart, en cambio, aparece enormemente destacada. Está bien el respeto por la institución de la familia, de la sociedad y del Estado, en cuanto a que ellos hacen al orden práctico; pero de allí a otorgar a la pura universalidad eidética de los conceptos de familia, sociedad y Estado la razón de ser del hombre individual, hasta el punto de negarle el valor que le corresponde por esencia, hay una gran distancia. En Hegel, el hombre particular aparece como presionado, y de cierto modo anulado, por el orden social de su lugar y su tiempo: la ética 68

es allí la forma según la cual el hombre se somete a su destino en la sociedad y en la historia. En Eckhart, la divinización de la esencia del hombre (o mejor dicho, el descubrimiento de la presencia realísima de Dios dentro del alma humana) hace que ésta en cada cual adquiera un intrínseco valor infinito: la ética es así el camino que cada hombre ha de emprender para hallar libremente su destino para sí en Dios, y con ello, también en la sociedad y en la historia. Esta jerarquizacón única del hombre, en su comunión esencial y personalizada con Dios, hace que la ética eckhartiana parezca individualista, aunque es en realidad todo lo contrario. Ahora bien, el amor que pone Eckhart como la constitución misma del deber, no es el sentimiento caprichoso, ni lo inestable de la intencionalidad. El amor solo, entendido como cariño, ternura, devoción, no bastan para la dirección del deber. En el amor acompañado de la bondad desasida y la precisión de la inteligencia radica el deber. Hegel dice que la relación ética no es la relación del amor. Eckhart dirá que el amor es una gran parte integrante de la relación ética, aunque no es la única; el amor aporta el contenido, la materia, y la inteligencia aporta la forma al deber; sólo así es comprensible el recto amor. En el sermón VII, Eckhart da esta explicación importantísima: “(...) Dice San Juan: ‘Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él´ (1 Juan 4,16). Aun cuando dice San Juan que el amor une, el amor, sin embargo, no nos transpone nunca en Dios; en el mejor de los casos aglutina lo que ya está unido. El amor no une de ninguna manera; sólo aquello que ya se halla unido, lo cose y lo ata. El amor une en una obra, mas no en el ser (...) El conocimiento irrumpe a través de la verdad y bondad y se arroja sobre el ser puro y aprehende a Dios desnudo, tal como es sin nombre. Mas yo digo: no unen ni el conocimiento ni el amor. El amor aprehende a Dios mismo en cuanto es bueno, y si Dios cayera fuera del nombre ‘bondad’, el amor nunca lograría avanzar. El amor toma a Dios escondido bajo una piel, bajo una vestimenta. El entendimiento no hace tal cosa; el entendimiento toma a Dios tal como se lo conoce dentro de él (...)”. El amor ama la bondad, es decir, él percibe o reconoce solamente lo bueno. La inteligencia puede ver todas las cosas, lo bueno y todo lo demás, y llegar hasta el fondo; por eso, la inteligencia es la primera y determinante en el pensamiento. El amor puede lograr la unidad entre cosas o personas que ya estaban desde siempre unidas en Dios, y es por eso que la acción externa del amor no siempre consigue la verdadera unión. Pero la inteligencia y el amor humanos no tienen la capacidad de reconocer de antemano qué es lo que está verdaderamente unido en Dios y qué es lo 69

que no: al poner en práctica la obra externa del amor, a veces se verá el triunfo y a veces el fracaso en el intento de unir, quedando así demostrada cierta imperfección metafísica del amor humano. Sin embargo, esta dificultad no acobarda a Eckhart ante su firme elección -metafísica y ética simultáneamente- definitiva del amor; en el sermón XXVIII lo señala: “(...) Resulta que da mucho placer cuando una cosa da fruto y uno se queda con ese fruto. Pero el fruto es verdadero para aquel que permanece y mora en el amor (...) dice Nuestro Señor: ‘Amaos los unos a los otros como yo os he amado desde la eternidad, y como mi Padre me ha amado desde la eternidad, así yo os he amado. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor’ (Juan 15, 12 y 9) Todos los mandamientos de Dios provienen del amor y de la bondad de su naturaleza; si no provinieran del amor no podrían ser mandamientos de Dios (...) y el amor no tiene por-qué. Si yo tuviera un amigo y lo amara para que me hiciese el bien y me complaciese del todo, no amaría a mi amigo sino a mí mismo. He de amar a mi amigo a causa de su propia bondad y su propia virtud y por todo cuanto es en sí mismo, entonces amo a mi amigo como se debe, cuando lo amo así como acabo de decir. Exactamente lo mismo sucede con el hombre que se mantiene en el amor de Dios, y que ama a Dios sólo por su propia bondad (...). Y éste es el amor verdadero (...)”. La misma idea kantiana de tratar a los demás como fines en sí mismos, y no como medios para los fines de uno, expresada dentro del puro deber ser, Eckhart la encuentra perfectamente manifestada en el mandamiento de amor de Jesús. No es amor verdadero aquel que no contempla al otro en cuanto él mismo; no es amor aquel que utiliza al otro, y una vez que obtiene por medio de él todo lo que quería, lo hace a un lado y se olvida de él. Amor es, entre muchas otras cosas, también la felicidad de la presencia y el bien del otro, lo cual frecuentemente no se ve en el mundo. La civilización lleva a menudo a actuar manipulando al otro, sin importar lo que al otro le duela. A pesar de todos los males, las diferencias, las desavenencias, las debilidades y el desamor que afectan al mundo, Eckhart está convencido de que es realmente posible que el hombre aprenda a manejarse en la vida desde el amor y no desde el interés; Eckhart cree firmemente que la solución ética consiste en establecer vínculos sinceros y generosos entre las personas: ése es el verdadero deber para con el prójimo. Eckhart se pronuncia escasamente sobre el hombre mal encaminado (casi todo lo que dice, hace a la constitución del hombre bien encaminado), y lo poco que dice, tiene el tono de la suavidad y la paciencia, sin reproches, ni rencores, ni indignación. Quienes no ven las cosas igual que Eckhart, o la 70

gente necia, terca o maliciosa no son mencionados en ningún momento en los textos como los “contrarios” o los que están “en contra”; Eckhart rehuye de las negaciones; nunca mide en esos términos las distancias entre los hombres: él más bien habla de semejanzas y diferencias, de los que viven en unidad y de los que viven en desunión, como en la lejanía (o de Dios o de los otros). Un enfoque ético que prácticamente no crea en la sinceridad de la amistad y del amor, es por principio autodestructivo, y tiene el estigma del escéptico que siempre se contradice a sí mismo. Kant pone en duda que existan amistades sinceras (en su “Fundamentación a la Metafísica de las Costumbres”), y hasta algunas versiones cuentan que despreciaba el amor del hombre y la mujer porque consideraba que allí ambos se miran mutuamente como un medio (para la propia felicidad) y no como un fin. Nietzsche, por su parte, ve en todas las relaciones humanas, incluida la pareja, un manejo y una lucha por el poder, o sea, cualquier cosa menos el verdadero amor. Si el hombre es tan ruin en su naturaleza que no se puede esperar ni mucho ni muy bueno de él ¿para qué molestarse entonces en idear una ética? El ejemplo de la amistad sincera deja al descubierto lo forzado de la tesis de Kant: si él mismo afirma que la amistad sincera es la que formalmente corresponde al deber, entonces el componente de amor puro, y el don desasido de sí hacia el otro, serán parte integrante del deber, ya que esos componentes de por sí pertenecen a la verdadera amistad. Como puede apreciarse, el separar todo elemento de amor dentro del deber, no sólo es erróneo éticamente, sino que es desde ya metafísicamente imposible. El abandono y la traición en todas sus formas duelen tanto porque precisamente lo natural reside en el amor y la unión, y allí donde amor y unión faltan el hombre se quiebra. Y si el hombre percibe en sí esta falta, es porque Dios puso en su naturaleza, como impresa de modo indeleble, una legalidad en el amor. Cuando Kant se pronuncia sobre la amistad, desconoce que sí es posible reconocer el amor sincero, distinguiéndolo del amor fingido o del desamor recibido de los demás: Kant ignora que el significado de “conocer” no se agota en la racionalidad formal vacía, sino que se agranda continuamente, siempre en una comprensión espiritual mayor, donde se capta la idea, pero inseparablemente acompañada de su color espiritual (que tiene un elevadísimo nivel de afectividad). Así Kant se pierde lamentablemente lo más precioso del conocimiento. Eckhart asegura que, sabiendo cómo se van revelando las personas, cómo se perfila que son, es posible averiguar qué es lo que ellas realmente aman y de qué manera: “(...) Dice San Agustín: ‘Exactamente así como amas, así eres: si amas la tierra, te vuelves terrestre; si amas a Dios, te vuelves divino’(...)” (sermón 71

XLIV). Aquello en lo cual se ha convertido el hombre, aquello en lo cual ha convertido a su propia vida, señala cuál es su amor. Esa clave para conocer a los demás, sirve para vislumbrar qué se puede esperar o no de ellos. Para Eckhart la única fuente a partir de la cual puede revivir y florecer la vida del hombre en el mundo y con los demás, es el amor. En la sección XIV de sus “Pláticas Instructivas”, dice: “(...) Al amor verdadero y perfecto hay que conocerlo por si uno tiene gran esperanza y confianza en Dios. Porque no existe nada mejor que la confianza para saber si se tiene un amor íntegro. Pues, cuando alguien ama grande y perfectamente a otro, se produce confianza; porque todo cuanto uno se anima a creer de Dios lo encuentra de veras en Él y aun mil veces más. Y así como un hombre nunca puede amar demasiado a Dios, tampoco puede jamás confiar demasiado en Él. (...) pues el amor no sólo tiene confianza sino que posee también un saber genuino y una seguridad carente de dudas (...)”. Así como la gran esperanza y confianza en Dios hablan de un amor verdadero y perfecto, que disuelve dudas y que crea seguridad, lo mismo ocurre en el amor entre las personas. Donde hay amor tiene que haber necesariamente confianza, esperanza y seguridad; si se ama, pero no se puede esperar ni confiar, entonces se va por mal camino, o porque el amor de uno no es lo suficientemente fuerte, o porque el otro no es merecedor de tal amor y confianza. Querer amar, y no poner en ello esperanza y confianza, hace perder la seguridad y acaba por socavar la esencia misma del amor que es unidad, o más que unidad, que trasciende a la semejanza misma. Éste es uno de los males mayores que padece el hombre actual; quizás ocurrió siempre, pero dado el tremendo avance de las comunicaciones, creemos que se trata de algo novedoso. Esperanza, confianza y seguridad en el amor aparecen como metas muy difíciles de alcanzar en el mundo de hoy. Si Eckhart viviera en estos tiempos, tal vez diría que todo este mal ocurre porque el hombre dejó de amar y confiar en Dios, porque el concepto y la vivencia de amor que corrientemente maneja el hombre perdieron de vista su vinculación esencial con Dios, de donde saca el amor verdaderamente su ser, su potencia y su eficacia.

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LAS VIRTUDES: ELCONCEPTO ECKHARTIANO DE LA VIRTUD Eckhart menciona como nota concreta sobresaliente de la virtud, que ella hace fluir lo imposible, haciéndolo real y agradable: “(...) Sócrates, un maestro pagano, dice que las virtudes hacen posibles las cosas imposibles y además las convierten en fáciles y dulces (...)” (“L.C.D.”). La ética eckhartiana se especializa más en eliminar todos los aspectos negativos de la actitud del hombre, que en construir nuevos aspectos positivos determinados; ello tiene una razón de ser: la libertad de pensamiento y de acción, así como el acceso a la Unidad, solamente son posibles si el hombre no se inclina hacia lo particular o unilateral, aferrándose a ello. Eckhart califica al desasimiento como la más noble de las virtudes porque precisamente no configura ni a la inteligencia ni a la voluntad con ningún objeto determinado, sea material o espiritual; precisamente en su tratado sobre el desasimiento, dice: “(...) el puro desasimiento supera a todas las cosas, pues todas las virtudes implican alguna atención a las criaturas, en tanto que el desasimiento se halla libre de todas las criaturas (...)”. La virtud del desasimiento es, en cierto sentido, la contrapartida de las virtudes de corte aristotélico, pues, mientras éstas trabajan y se esmeran sobre lo concreto y determinado (es decir, tienden a unilateralizar la disposición del hombre, alejándolo de lo Uno que es Dios), el desasimiento se desprende (en el corazón del hombre) tanto de las criaturas como del modo de dirigirse hacia ellas. Por eso dice Eckhart que un hombre realmente perfecto debe olvidarse de sí y de todo, debe dejar de asirse y sólo configurarse según la voluntad de Dios: “(...) un hombre realmente perfecto debe, por habituación, haber muerto para sí mismo, haberse desnudado de su propia imagen en Dios y ser transformado, dentro de la voluntad de Dios, en tal imagen que toda su felicidad consiste en no saber nada de sí mismo y de todo lo demás sino conocer únicamente a Dios, y de no querer nada ni percatarse de ninguna voluntad que no sea la de Dios, aspirando a conocer a Dios tal como Dios me conoce a mí (...)”. Esto no implica la negación de la participación del hombre en el mundo, ni tampoco supone la negación física o metafísica del yo; más bien el autor se refiere a la disposición íntima de desprendimiento, que permite al hombre obrar más libremente y con más amor. Después de caracterizar la esencia del amor verdadero, Eckhart descubre allí el nacimiento de todas las virtudes: “(...) El amor de las virtudes es una flor y un adorno y una madre de todas las virtudes y de toda perfección y de toda bienaventuranza porque este amor es Dios, 73

ya que Dios es el fruto de las virtudes (...)” (sermón XXVIII). La virtud que otras éticas hacen surgir desde el deber-ser pensado, Eckhart la ve naciendo directamente del amor. Eckhart tiene razón al respecto, pues una virtud que no es realmente sentida, vivenciada, apreciada con el corazón, no puede ser auténtica; forzar intelectualmente al hombre hacia la virtud da lugar a comportamientos hipócritas, o bien a rebeldías. El hombre vive de acuerdo a su verdadera dignidad sólo siendo sincero en la manifestación de la virtud, de modo tal que la buena obra solamente parta de un impulso gratuito de su corazón bueno; si el hombre practica la virtud en función de otra cosa, comercia con ella y la “desvirtúa”: “(...) Un solo pensamiento o la búsqueda de su propio provecho: ya no es una virtud genuina, más aun, se convierte en un defecto. Así es la virtud por naturaleza (...) Cuando alguien ejerce la virtud por amor de algo que no sea la virtud, su actitud nunca llega a ser virtud. Si busca elogios o alguna otra cosa, vende la virtud (...)” (sermón XLV). De aquí deriva una regla ética fundamental: de nada sirve ser bueno por conveniencia, ser simpático, agradable, sociable, discreto, apacible, solícito, trabajador, veraz o lo que fuera, sólo por interés. Eso no le gusta a Dios y tampoco puede hacer feliz al hombre: a Dios no se le puede engañar, para consigo el hombre siente el peso invisible de su conciencia que no está limpia, teniendo que soportar la dualidad entre lo que muestra y lo que guarda dentro de sí, y delante del prójimo siempre llega el día que queden al descubierto la falsedad externa y la verdadera intención escondida dentro del hombre. Justamente a causa de la pureza y la espontaneidad que requieren las virtudes, Eckhart advierte sobre la gran dificultad de practicarlas realmente: “(...) Es fácil señalar las virtudes o hablar de ellas; pero, para poseerlas en verdad, son muy raras (...)” (sermón LVII ). Para que el hombre quiera crecer en la virtud tiene que adoptar una actitud de profundo amor y aceptación del defecto mismo; nunca puede ser auténtica una virtud que pretende brotar de la negación del defecto, o como contrapartida de un defecto que no existe, de algo equivocadamente considerado como defecto. La inclinación al pecado es algo que el hombre tiene por naturaleza, y que sirve de estímulo para que el hombre busque superarse a sí mismo, para que anhele y procure su propia perfección, derribando sus propias fallas. Eckhart dice que es más meritorio alguien que trata de vencer debilidades, que alguien que simplemente no tiene debilidades o que le afectan en menor grado: “(...) Debes saber que para el hombre recto el impulso de faltar a la virtud nunca carece de gran bendición y utilidad. Ahora escucha! Ahí hay dos hombres: supongamos que uno tiene carácter tal que no lo tiente 74

ninguna debilidad o que esto le suceda en poca medida; el otro empero tiene una naturaleza tal que sufre tentaciones (...) Semejante hombre debe elogiarse mucho más, y su recompensa es mucho mayor y su virtud más noble que la del primero, porque la perfección de la virtud proviene sólo de la lucha, según dice San Pablo:‘La virtud se realiza en la flaqueza’ (2 Cor. 12-9). La inclinación al pecado no es pecado, pero querer pecar, esto sí es pecado (...)” (“Pláticas Instructivas” IX). En la número doce de sus “Pláticas instructivas”, Eckhart vuelve a insistir sobre la utilidad pedagógica del pecado, destacando el valor de elevarse después de haber descendido, de modo tal que el espíritu llega a conocer cosas que no sospecharía siquiera si se hubiese guardado desde siempre en la pureza; sin justificar, ni hacer propaganda del pecado, Eckhart le encuentra una razón de ser: “(...) Por ello Dios permite gustosamente que los pecado hagan daño y lo ha permitido a menudo, y con mayor frecuencia lo ha permitido a aquellos hombres a quienes ha elegido para elevarlos a hacer grandes cosas según su voluntad; ¡Mira pues! ¿Quién fue alguna vez más querido por Nuestro Señor y con quién tuvo más intimidad que con los apóstoles? Ninguno de ellos se salvó de caer en pecado mortal; todos habían sido graves pecadores (...)”. Eckhart admite expresamente la realidad de la debilidad y el pecado, la reconoce como una parte natural del hombre, sabiendo que todo camino místico, igual que toda ética, tiene que enfrentarse con esa parte del hombre si de veras quiere encaminarla. No es plausible establecer una ética que desconozca esa realidad de la debilidad, pues se trataría entonces de una ética para los ángeles. Pero ni los ángeles necesitan una ética, puesto que se supone que su voluntad es más perfecta que la humana, ni los hombres son tan perfectos que pueda equiparse su modo de ser al del ángel. Una ética conforme a la naturaleza humana, y que a la vez pueda ser eficaz, tiene que abordar el problema de los defectos y trabajar sobre él. No está en negarlo, olvidarlo, o evitarlo, la mejor salida: el problema aflorará permanentemente por sí solo. No es tampoco cargándolo de vergüenza, de culpa, de humillación, de escándalo y de sinrazón, como mejor se consigue solucionar el problema. Eckhart enseña a integrar el hecho histórico del pecado, y la imperfección de la capacidad moral misma, como parte de la voluntad divina, dentro de una dirección total de las cosas y las personas hacia la perfección. Desde esta ubicación, molesta menos la presencia del problema, y se hace más grato y menos gravoso todo intento para subsanarlo. Es exactamente esa forma en la cual Eckhart ve todas las cosas dentro de Dios, buenas y malas, temporarias y definitivas, lo que permite dar a su ética una apertura incalculable, imposible de ser 75

alcanzada desde otras perspectivas. Eckhart emplea muy esporádicamente los términos “mal”, “malicia”, “malo”, “injusto”; siendo claro como es en la explicación de los dos caminos que el hombre puede elegir, nunca plantea en letras mayúsculas una polémica arrebatada, indignada, cortante, condenatoria, sobre el “bien” y el “mal”. Esto hay que destacarlo mucho y observar también a qué se debe. Tiene varias explicaciones, las cuales coinciden todas entre sí como partes de una unidad de sentido: primero, la finalidad que Eckhart busca es la Unidad, cosa que jamás se lograría desde antinomias y dicotomías; segundo, su pedagogía, acorde con su espíritu de unidad, enseña siempre con amor, con delicadeza, con comprensión, sin forzar nada, sin obligar; y tercero, el planteo mismo de semejante polémica, como instalado en primer plano, carece de sentido: la dicotomía se disuelve, se vuelve menos impresionante, cuando se la coloca a los pies de la voluntad divina. En el pensamiento de Eckhart no caben jamás la culpa, ni una distinción del castigo-consecuencia nefasta del mal proceder, ni mucho menos imagina la venganza, ni divina ni humana: culpa, castigo y venganza son todas formas del mal, de la pena, del desconsuelo, de la falta de amor; son todas modalidades de la lejanía de Dios. El maestro Eckhart quiere que el hombre desarrolle todas sus virtudes. La virtud siempre acrecienta la perfección interior y la obra del hombre; pero ése no es su mayor valor: lo más hermoso y elevado es el amor que el hombre ha volcado en ellas, y el amor con el que Dios mirará entonces al hombre por eso. En la tercera de sus “Cuestiones Parisienses” Eckhart subraya la preponderancia del amor en el valor ético de una acción: “(...) Las virtudes adquiridas, sin embargo, no son las perfecciones supremas del entendimiento y de la voluntad, sino las virtudes infusas. Por eso, en sentido absoluto es más noble aquella potencia en la cual se da la suprema perfección infusa, como es el caso de la caridad (...) ser mejor ante Dios no es una determinación que rebaje. Y por eso se infiere que si es mejor ante Dios y en cuanto a su mérito, por lo mismo es mejor en sentido absoluto. Tal es el caso de la caridad (...)”. La virtud, que en otros sistemas (estoicos y kantianos) aparece teñida de frialdad y orgullo, y nacida de un alterar la naturaleza humana, en Eckhart sale brotando del amor, y su dirección es hacia la plenitud y la felicidad. Así como deber y felicidad, y deber y amor, van juntos, también virtud y felicidad son inseparables. Eckhart lo dice en el sermón XXXII: “(...) Queremos saber qué es el pecado? Volver la espalda a la bienaventuranza y a la virtud, de esto proviene cualquier pecado (...)”. 76

Si Dios creó al hombre para que fuese feliz, el camino que naturalmente conduce a la felicidad es la virtud. Hay que recordar inclusive que Eckhart en “El Libro del Consuelo Divino” se refiere al concepto que Sócrates formuló sobre la virtud: el hacer posible las cosas imposibles, transformándolas además en fáciles y dulces. A la virtud no solamente hay que contemplarla a la luz del sufrimiento del mártir y de la transfiguración del dolor, sino que hay que tomarla más bien como un vehículo inmediato hacia la felicidad. Las virtudes tienen la particularidad de embellecer al hombre y a la vida, por cuanto conllevan plenitud y bienaventuranza. En el sermón XXXV, Eckhart observa que muchas personas ejercitan y crecen en alguna virtud, pero descuidan otras; y ése es un error que debe ser corregido: “(...) todas las virtudes necesariamente se dan en estrecha unión. Si bien sucede que un hombre esté más dispuesto a ejercitarse en una virtud que en otras, todas están unidas, necesariamente, como una sola cosa (...)”. Si bien es cierto que todas las personas no están dotadas de igual talento para diversas actividades (puesto que cada uno tiene más condiciones para un arte, una profesión, un oficio, una determinada habilidad, que para el resto de las cosas), sí es lícito pensar que, si de virtudes morales se trata, el hombre debe procurar cultivarlas a todas. La rectitud, la nobleza, por ejemplo requiere que el hombre sea sincero, a la vez que honesto, paciente, perseverante y trabajador, entre otras cualidades. Un hombre bueno no puede ser mentiroso (aunque sea apacible), o no puede ser iracundo (aunque sea trabajador y honesto), o no puede caer en la indolencia (aunque sea sincero y paciente). Es por eso que Eckhart subraya el hecho de que, en el hombre noble, todas las virtudes morales funcionan conjuntamente, tejiendo una unidad completa. En este punto, precisamente, es donde muchas veces el hombre tendrá que luchar contra los defectos de su propio carácter, cosa que es bastante dificultosa y dilatada en el tiempo. No obstante, la admisión de este problema, y la sola intención de atemperar el carácter con el fin de equilibrar las virtudes, ya es un avance ético bastante considerable. Otra regla ética importantísima, que también hace al deber, consiste en el no desperdiciar ni dejar de cultivar nada de lo que Dios nos dé, pues sería como una especie de atentado contra el ser: “(...) No existe, pues, nada en Dios que destruya algo que en alguna forma tiene existencia; Él es, al contrario, quien perfecciona todas las cosas. Del mismo modo nosotros tampoco hemos de destruir en nosotros ningún bien por pequeño que sea, ni un modo insignificante a causa de otro grande; sino que debemos perfeccionarlo al máximo (...)” (“P.I.”, 77

XXII). Esto tiene una infinidad de posibles aplicaciones. Todos los dones, talentos, oportunidades, tienen su valor; cada orden de cosas ocupa un lugar importante dentro de la unidad que es el hombre: es parte del deber para con Dios y para con uno mismo, el cultivar y alimentar el mayor campo posible en el ser. Las grandes metas, por ejemplo, no tienen por qué eclipsar a las pequeñas metas cotidianas; el trabajo y las preocupaciones no tienen que eliminar el espacio propio de los momentos aparentemente quietos o insignificantes: que alguien llegue a ser presidente, o descubridor, o famoso, o adinerado, no implica que deje de cuidar su jardín, de cocinar su plato preferido, o de reírse de entrecasa con su familia y sus amigos. Igualmente, el esmero en la profesión no quita que alguien adquiera habilidad en algún arte o deporte. Es común que el hombre vea toda su vida a través de una sola cosa importantísima para él; pero eso es un error: todo tiene su peso y su significado particular en la historia; en cada don está Dios mismo y una parte de la bienaventuranza. Es decir, tanto el crecer en las virtudes eminentemente prácticas (talentos y habilidades), como en las virtudes especialmente morales, hace al ejercicio del deber según la ética eckhartiana. Todo ese conjunto de virtudes, dones y acciones va constituyendo día a día la vida del hombre. Eckhart apuesta al optimismo y a la esperanza; enseña al hombre a tomar conciencia y a amar todos los recursos que posee. En “El Libro del Consuelo Divino”, dice: “(...) recuerda lo bueno y agradable que todavía posees y conservas (...)”. Mirado con atención, esto también es un requisito indispensable para la ética; si uno no sabe, o no cae en la cuenta de lo que tiene, no podrá tener idea de qué hacer ni cómo; y, por lo tanto, cualquier acción se verá impedida, y con ella el crecimiento en la vida y el acercamiento hacia Dios.

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EL DESASIMIENTO En definitiva, Eckhart caracteriza al virtuoso y a su vida de la siguiente manera: “(...) las virtudes se hallan en el corazón de Dios. Quien vive y obra virtuosamente, este hombre va por buen camino. Quien no busca nada de lo suyo en ninguna cosa, ni en Dios ni en las criaturas, éste permanece en Dios y Dios permanece en él. A semejante hombre (...) le da placer realizar todas las cosas con miras a la máxima perfección de ellas. Dice San Juan: ‘Deus caritas est’, ‘Dios es amor’, y el amor es Dios (...)” (sermón X). Para muchos autores, por encima de todo está el amor; para Eckhart, como virtud, por encima de todo está el desasimiento. Amor y desasimiento pueden entrar en conflicto en algunos casos; de hecho no es casualidad que Eckhart los confronte de alguna manera. Eckhart escribió un tratado sobre el desasimiento (Von Abgescheidenheit), y allí se puede ver que apunta a lo más alto que el hombre alcance, como también se revela el anhelo de lograr las cosas lo mejor posible. Eckhart explica: “(...) Los profesores elogian grandemente al amor, como hace San Pablo, quien dice ‘Cualquier obra que yo haga, si no tengo amor, no soy nada’ (1, Cor. 13,1). Yo, en cambio, elogio al desasimiento antes que a todo el amor. En primer término, porque lo mejor que hay en el amor es el hecho de que me obliga a amar a Dios, el desasimiento, empero, obliga a Dios a amarme a mí. Ahora bien, es mucho más noble que yo lo obligue a Dios a venir hacia mí en lugar de que me obligue a mí a ir hacia Dios. Y ello se debe a que Dios se puede relacionar más intensamente y unir mejor conmigo de lo que yo podría relacionarme con Dios (...) el lugar propio y natural de Dios lo constituyen la unidad y la pureza que provienen del desasimiento. Por lo tanto Dios debe entregarse, Él mismo, necesariamente a un corazón desasido (...)”. Esta descripción corresponde a la relación desasimientoamor dentro del solo vínculo del hombre con Dios: allí, el desasimiento se antepone al amor, pero únicamente con el fin de acceder más pronto y más extensamente al amor de Dios. Eckhart en ningún momento quiere significar que es preferible abandonar que amar: la obra del amor es la que consigue armar unidad, pero el desasimiento es el que hace que el hombre suelte hacia la mano de Dios la dirección de la obra. Al destacar tanto al desasimiento, en este caso, se corre el riesgo de distorsionarlo y de convertirlo en el desasimiento mal entendido, bastante frecuente en la sociedad, y que no es otra cosa que el desamor, el “qué me importa” si al otro le duele o le perjudica: nada más ajeno a la enseñanza de Eckhart. Sin embargo, tampoco es posible poner continuamente al desasimiento por delante de todas las demás virtudes; en la vida, las circunstancias 79

difieren enormemente unas de otras, y no siempre se necesita exactamente la misma virtud para resolverlas. Todas las virtudes son igualmente valiosas, cada una en su justa medida, y aplicada del modo apropiado y en el momento oportuno. Eckhart predica el desasimiento, y admite que ello sólo puede lograrse gradualmente y hasta cierto punto; el desprendimiento de la propia voluntad tiene dos contrapartidas que le fijan límites: por un lado, el amor (el amar a Dios en la criatura y a la criatura sólo en Dios) impide que el desasimiento incurra en el descuido, el desprecio o la indiferencia hacia todas las cosas; y, por otro lado, el desasimiento extremo conduciría a la destrucción no sólo moral sino también ontológica del yo y su voluntad, lo cual es imposible (si no existe una voluntad, ya no será posible amar ni obrar, ni tener la intención de querer según los designios de Dios. Además el alma es en sí misma una unidad creada pero que a la vez está hecha de la misma esencia increada e inmutable de Dios). El desasimiento, paradójicamente, debe practicarse por razones de amor: para amar a Dios hay que dejar de encandilarse con la particularidad de la criatura, hay que reunir a toda la multiplicidad dentro de lo Uno, y a través del amor al Uno amar a las criaturas. Ese amor al Uno sólo puede desarrollarse mediante el desasimiento; solamente así es posible amar a cada cosa en su justa medida, sin amar exageradamente a ninguna en especial. Precisamente, la forma recta del amor y el desasimiento que Eckhart postula, van de la mano y hallan su justificación metafísica en la libertad misma: aquella indeterminación natural de la inteligencia y la voluntad, la no-identificación de éstas con ninguna de las determinaciones materiales. A primera vista, amor y desasimiento pueden parecer contradictorios. Sin embargo, bien observado el sentido de ambos, salta a la luz una coincidencia entre ellos: amor, para Eckhart, no significa en sentido propio el querer tomar como posesión, sino el calmo y respetuoso reconocimiento a Dios de corazón en todo; y, desasimiento, por su parte, no significa desinterés y frialdad, sino el no aferrarse a nada y el tomar todo como don gratuito, temporario y bajo préstamo. Amor y desasimiento son como dos caras de una misma moneda: ambos apuntan a la unidad interior del hombre ante la diversidad de cosas en la vida, y dan lugar al nacimiento del Hijo en el alma. Igualmente la virtud del desasimiento se deja translucir en muchas otras virtudes y normas de vida aconsejadas por el maestro Eckhart: la paciencia en el sufrimiento, el agradecimiento, la alegría y el dolor sentidos con ecuanimidad y sin el carácter de pasión desordenada, el sentido del esfuerzo, la caracterización del hombre justo, el desprecio 80

por los lamentos y por las conversaciones afanosas, y el verdadero arrepentimiento. En cuanto a la paciencia en el sufrimiento, adhiriendo a San Agustín, Eckhart le asigna un valor mayor que todo cuanto el hombre puede perder a pesar de sus deseos: “(...) dice San Agustín: que la paciencia en el sufrimiento por amor de Dios es mejor, más preciosa, más elevada y más noble que todo cuanto se le puede quitar al hombre en contra de su voluntad; todas estas cosas son sólo bienes exteriores (...)” (“L.C.D.”). La paciencia en medio de los sufrimientos sólo es posible si el hombre parte de una actitud de desasimiento; Eckhart hace una inversión total de las valoraciones corrientes: lo que comúnmente el hombre cataloga como valioso y cuya “pérdida” duele, la única manera de hacer que deje de doler es “perderlo”, y así aparece el verdadero consuelo. Hay que “perder penas”, y aprender a que “el consuelo nos consuele”. Eckhart enseña el desasimiento, en un primer nivel inmediato, por razones de consolación. Consolar es eliminar penas, y eliminar penas es eliminar la imagen de lo perdido, lo cual es factible únicamente si el hombre aprende a tomar distancia ontológica y ética (nunca distancia óntica) respecto de todas las cosas. Esta vía puede por momentos confundirse con una huída del mundo, o con el intento de una conciencia estoica por borrarlo; sin embargo no debería interpretarse así. Ahora bien, una cosa es el desasimiento, la paciencia, la aceptación y la resignación, y otra cosa muy distinta es la mortificación masoquista. Eckhart no sugeriría una idea semejante; prueba de ello es que no carga de culpabilidad pecaminosa los errores del hombre, ni anticipa un duro castigo por parte de Dios, ni tampoco enseña a tenerle miedo a Dios. El desasimiento, en su faz práctica, ética, tiene la finalidad de resguardar la unidad interior, espiritual del hombre frente a las circunstancias hirientes y frente a la finitud propia del hombre y de todo lo mundano. El hombre siempre sufre a causa de aquello que ama; si ama lo particular, lo estrecho, o lo que escapa a la ley natural o a la ley divina, su desconsuelo y su falta de unidad de espíritu serán indicio de que vive de modo equivocado. En cambio, si ama lo que ama sólo porque lo ama Dios, y lo ama en Dios y ama a Dios en ello, dado que tiene a Dios consigo, logrará la unidad y la paz de espíritu, y así sabrá que ha obrado bien. En cuanto al agradecimiento, también se observa su base en el desasimiento. Eckhart destaca que el hombre no es dueño del ser, ya que Dios se lo ha dado, pero no bajo título de propiedad sino de préstamo, gratuitamente, sin ningún merecimiento previo. Cabe pensar que existe una cierta fuente creatural de consolación, si el hombre aprende a valorar 81

con sincero agradecimiento hacia Dios todo lo que tiene o que ha tenido: salud, hogar, amigos, dinero, alimento, talentos, oportunidades, logros y vivencias. Por eso Eckhart piensa lo siguiente: “(...) En vista de que al hombre le es dado en préstamo todo cuanto es bueno o consolador o temporal, con qué derecho se queja cuando Aquél que se lo prestó lo quiere recuperar? Debe dar las gracias a Dios por habérselo prestado durante tanto tiempo. Tiene que agradecerle también que no le haya quitado íntegramente cuanto le había prestado; y si el hombre se enoja porque le haya quitado una parte de lo que nunca le perteneció y cuyo amo no fue jamás, sólo será justo que Dios le quite todo cuanto le había prestado (...)” (“L.C.D.”). Si el hombre se aferra a los bienes que disfruta, sean materiales o espirituales, pretende entonces tener esos bienes como propios y no como prestados, y quiere ser señor e Hijo por naturaleza, cuando ni siquiera es hijo de Dios por la gracia: “(...) Y así debo comprender en especial la gran equivocación que cometo, cuando me enojo y me quejo tan pronto como pierdo alguna cosa; pues si pretendo que lo bueno que tengo me sea dado como propio y no sólo como prestado, quiero ser Señor e Hijo de Dios por naturaleza y en sentido absoluto, mientras ni siquiera ha llegado a ser hijo de Dios por obra de la gracia (...)” (“L.C.D.”). En cuanto al efecto afectivo del desasimiento en el alma, dada la ecuanimidad que alcanza, la alegría y el dolor nacen en una concepción nueva, ajena al apasionamiento tanto eufórico como desgarrador. La alegría que Eckhart prescribe se da en la paz y no en el desenfreno, y proviene de la vida del espíritu que no carga pesos innecesarios, ya que se procura un recinto interior vacío de criaturas donde Dios solo habita: “(...) porque la cualidad del Hijo de Dios y del Espíritu Santo consiste en observar igual conducta frente a todas las cosas (...)” (“L.C.D.”). Por otro lado, el sufrimiento modelado por la ecuanimidad consigue que el hombre sufra sin sufrir, porque Dios acompaña al hombre que vive de tal modo el sufrimiento: “(...) El que Dios esté con nosotros en el sufrimiento, significa que Él mismo sufre con nosotros. De cierto, quien conoce la verdad, sabe que digo la verdad. Dios sufre junto con el hombre, e incluso sufre a su manera antes e incomparablemente más de lo que sufre quien lo hace por amor de Él. Ahora digo yo: Si Dios mismo quiere sufrir, también debo sufrir yo y con mucha razón, pues si estoy bien encaminado, quiero lo que quiere Dios (...) Digo también con seguridad que a Dios le da tanto gusto sufrir con nosotros y por nosotros cada vez que sufrimos sólo por amor de Él, que sufre sin sufrimiento. El sufrimiento le resulta tan deleitoso que para Él sufrir no es sufrimiento, y en consecuencia, si estuviéramos bien como se 82

debe, para nosotros el sufrir tampoco sería sufrimiento; nos sería deleite y consuelo (...)” (“L.C.D.”). Eckhart construye todo su pensamiento desde el amor: la preocupación por conocer la verdad en todas las cosas, el respeto y la calma que predica, y hasta la dulzura con que corrige la actitud del pecado, son prueba de ello. También es posible que al desasimiento se le acuse de incurrir en una especie de apología del sufrimiento; sin embargo, para comprender bien el sentido completo del sufrimiento en los textos de Eckhart, hay que dejar de lado la significación de tormento y angustia, y equipararlo a la abnegación, a la constancia, a la conciencia de las limitaciones propias y ajenas, y a la aceptación sobria de las responsabilidades. De igual manera, la permanente búsqueda de la unidad, y el vaciamiento de todo lo múltiple, no implican que el hombre adopte una postura de pasividad. Eckhart le da el debido valor al esfuerzo del hombre, siempre y cuando su amor no esté regido por las valoraciones mundanas; si el hombre posee tanta capacidad y entusiasmo para amar y obrar por lo finito, cómo no va a ser capaz de amar y obrar por lo infinito que vale tantísimo más?: “(...) Un caballero arriesga en un combate sus bienes, su vida y su alma por la honra perecedera y poco duradera y, a nosotros nos parece una enormidad que suframos un poco por Dios y por la eterna bienaventuranza! (...)” (“L.C.D.”). Cuando el hombre se dirige íntegramente hacia Dios, y Dios está con él, nada tiene el poder para alterar la paz de su alma si la unión mística verdaderamente se ha logrado; por eso, dentro de esa situación ideal, todos los desórdenes y tormentos de la vida en este mundo se ven como insignificantes, pero ello no quiere significar que el mundo tenga que perder su presencia efectiva para el hombre. Más bien todo adquiere un sentido muy diferente dentro de lo que Eckhart llama la “justicia”. Del lado de la acción debe brillar más el amor que el desasimiento; del lado interior, en la obra interna, lo fundamental será el desasimiento. Las obras nacen del amor; el amor, y no otra cosa, es lo que mueve. Eckhart llega a afirmar que “(...) el desasimiento perfecto no persigue ningún movimiento (...)” (“Tratado del Desasimiento”). Pero también aclara que “(...) el hombre exterior puede actuar y, sin embargo, el hombre interior se mantiene completamente libre de ello e inmóvil (...)” (“T. D.”). El terreno sobre el cual debe brotar el desasimiento es la pura interioridad del hombre. Entendido el desasimiento como manifestación visible externa, se convierte en un grave error. El desasimiento en estado puro es un impedimento para la acción: no es posible tratar con las personas ni con las cosas desde un absoluto desasimiento, porque se bloquearía el hecho mismo de 83

involucrarse, comprometerse y hacerse responsable. Tampoco se puede abordar todo desde un absoluto amor sin desasimiento, porque al involucrarse demasiado, el hombre se confunde, quiere apoderarse de las situaciones, expandirse sobre ellas, y el resultado es negativo, la unidad se quiebra. Ahora bien, tengo dos alternativas: o me abandono a un desasimiento total, y dejo que Dios venga a mí y haga todas las obras por mí, o bien tomo las riendas de la situación -con amor- y obro por mi cuenta. Pero esto es más bien una posición extremista. Existe otra posibilidad más equitativa: hay dos órdenes de cosas, las que dependen del hombre y las que caen fuera de su alcance; entonces, el obrar se hace necesario, es un deber, en lo que depende del hombre, mientras que en lo que no depende de él, es preciso abordar el desasimiento y esperar que Dios haga lo suyo (y esto es también un deber, el deber de Dios). Pretender que el hombre haga todo, sobrecarga excesivamente la responsabilidad y las capacidades humanas, y es el defecto de la soberbia; no es bueno, bajo ningún punto de vista, que el hombre crea que es capaz de hacerlo todo. Por otro lado, pretender que Dios haga todo, amparado el hombre en la fe como pretexto para no actuar, equivale a la negligencia, a la desidia, a la irresponsabilidad, a la inconciencia de la libertad, y al desamor. Cuando Eckhart habla de un desasimiento tal que el hombre entregue absolutamente todo por Dios solo, llegando a soportar los tormentos del mismísimo infierno si fuese necesario, lo que lleva a ese extremo grado de desasimiento (=entrega) es el supremo grado de amor hacia Dios: otra explicación no tiene. Eckhart reconoce que el hombre tiene muchos deseos, gustos, sueños y ambiciones; eso es natural, es parte de su ser-hombre. Pero Eckhart no da a entender nunca que hubiera que anular, criticar, menoscabar, o prohibir todo eso; al contrario, es también parte de la voluntad de Dios que el hombre guarde todo eso dentro de sí y que lo haga florecer en buena obra en algún momento de su vida. Eckhart desaconseja la penitencia. Lo que él quiere significar con su enseñanza sobre el desasimiento es que, dado el caso, si es necesario, el hombre tiene que dejar de lado lo que quiere, tiene que “olvidarse” de algo o de sí mismo y seguir adelante. La renuncia hay que practicarla en el momento, en el modo y en la proporción adecuados: cuando Dios dice que no, o cuando dice basta. Hay que aprender a estar bien tanto disfrutando de lo que se quiere y tiene, como estando privado de ello; el desasimiento no es una triste renuncia permanente e indiscriminada. El desasimiento amoroso, en la relación con las demás personas, llevará en lo posible a dar cuanto más se pueda, a respetar infinitamente al otro, a no pretender contrariar al corazón ajeno, a no herirlo, no sobreponer por 84

la fuerza la propia voluntad a la ajena, no exigir recompensa por lo dado, agradecer, hacer notar el incalculable valor que el otro tiene en sí mismo. El amor tiene que ser el fundamento del desasimiento. El desasimiento sin amor, o puesto como enfrentado al amor, es sin duda alguna frialdad, desunión, ausencia de vida y de divinidad. Más vale hay que pensar lo siguiente: si un rumbo elegido, aparentemente bajo las condiciones del desasimiento, incurre en desamor por algún lado, entonces no está bien encaminado, ya que el desasimiento tiene su raíz en el amor por Dios, Quien ama en Él mismo de igual modo a todas las criaturas. Ejemplo de extremo desasimiento por amor es una madre que arriesga y hasta se deja quitar la vida por los hijos, o alguien que se juega del mismo modo por un buen amigo (este último caso lo cita Eckhart). Sin llegar a casos tan extremos, existen infinitas oportunidades pequeñas, cotidianas, sencillas, sobre las cuales es posible poner en práctica equitativamente el desasimiento y el amor. El tema de la compatibilidad del desasimiento con el amor, en la acción, se resuelve sobre un delicado equilibrio: la disposición interior (el corazón desasido) sumada a la manifestación exterior (amor y acción). Que se trata de un frágil equilibrio, Eckhart lo reconoce en su “Tratado sobre el Desasimiento”, cuando asocia desasimiento y consolación, al amor y padecimiento: “(...) el consuelo espiritual de Dios es sutil (...)”. La unidad bien medida, balanceada, justa, de amor y desasimiento se da a través de una paradoja: si bien el motor de todo y el terreno sobre el cual crece todo, es el amor, a la hora de decidir y actuar, es necesario anteponer el desasimiento al amor: el vaciarse es condición para llenarse luego, el dar es condición del recibir. Eckhart llega a lo siguiente: “(...) Hay un maestro llamado Avicena que dice: La nobleza del espíritu que se mantiene desasido es tan grande que cualquier cosa que vea, es verdadera y cualquier cosa que pida le está concedida y en cualquier cosa que mande se le debe obedecer. Y has de saber con certeza: Cuando el espíritu libre se mantiene en verdadero desasimiento, lo obliga a Dios a acercarse a su ser; y si fuera capaz de estar sin ninguna forma ni accidente, adoptaría el propio ser de Dios (...)” (“Tratado sobre el Desasimiento”). Contrariamente a la virtud de otros modelos éticos, que pueden derivar en una virtud fingida, hipócrita, puramente exterior, en la ética eckhartiana, la virtud del desasimiento verdaderamente ejercida no da lugar a dudas, puesto que se resuelve solamente entre el hombre y Dios; alguien podrá preguntar: no se estará acercando tanto a Dios por interés? pero la respuesta es simple: es directamente imposible engañar a Dios, si el hombre se le acerca por interés, Dios lo sabe y no le dará nada al hombre. No hay espacio en la 85

ética eckhartiana para una virtud falsa. En el sermón I, al comentar la expulsión de los mercaderes del templo, Eckhart explica la inutilidad de pretender negociar con Dios, y la bajeza ética escondida en ese criterio: “(...) mercaderes son todos aquellos que se cuidan de no cometer pecados graves y les gustaría ser buenos y, para la gloria de Dios, ellos hacen sus obras buenas, como ser ayunar, estar de vigilia, rezar y lo que hay por el estilo, cualquier clase de obras buenas, mas las hacen para que Nuestro Señor les dé algo en recompensa o para que Dios les haga algo que les gusta: todos esos son mercaderes. Esto se debe entender en un sentido burdo, porque quieren dar una cosa por otra y de esta manera pretenden regatear con Nuestro Señor. Con miras a tal negocio se engañan (...)”. Aquí se ven dos cosas: la acción y la intención. Aunque la acción sea buena en sí misma, si la intención no se basa en un puro amor y en el desasimiento, su valor no es el mismo, y el resultado final tampoco lo será. Esto que Eckhart sugiere sobre la relación con Dios, también es aplicable a las relaciones humanas: con una reluciente obra externa es posible encantar engañosamente a la gente, durante un tiempo más o menos prolongado, pero algún día el falso bueno, el virtuoso hipócrita, muestra la hilacha, y sus expectativas de recompensa se irán al diablo. La historia siempre ha demostrado las consecuencias de las amistades, los amores y los favores movidos por puro interés. Algunas veces el hombre no es tan calculador, pero sí es presa de sus miedos, ve por todas partes la sombra de una posible amenaza, y entonces trata de procurarse la manera de ganar, o de evitar una pérdida, y por ello toma la dirección del “negociar” con Dios, o con los otros. Quizás por eso Eckhart no inculpa a tales “mercaderes”; la cuestión en ellos no es la maldad sino el error; si bien no son falsos específicamente, sí son esclavos a causa del miedo, y de ahí la táctica equivocada de la “negociación”: “(...) Nuestro Señor dijo a la gente que vendía palomas: ‘Quitad esto de aquí, sacadlo!’. A esas personas no las expulsó ni las increpó mucho, sino que dijo muy amigablemente: ‘Quitad esto de aquí!’, como si hubiera querido decir: Eso, si bien no es malo, trae obstáculos para la verdad pura. Esas personas son todas personas buenas que hacen sus obras exclusivamente por amor de Dios y no buscan en ellas nada de lo suyo, pero las hacen con apego al propio yo, al tiempo y al número, al antes y al después. Entonces, esas obras les impiden alcanzar la verdad óptima: es decir, que deberán ser libres y desasidos (...)” (sermón I). Para Eckhart la sincera utilidad del desasimiento funciona por una legalidad ontológica antes que ética: si el hombre se vaciara de todas las cosas, si fuera capaz de estar libre de toda 86

forma, tomaría inmediatamente el propio ser de Dios. Ahora bien, esto se da en el último grado de la escala ética: al llegar a ser por la gracia lo que Dios es por naturaleza. Aquí surge una gran dificultad: Eckhart mismo afirma que estos principios sólo funcionan cuando el hombre no gusta de nada que sea terrestre; entonces el ámbito de la acción, del amor, de la sociedad, de la cultura y de la naturaleza, éticamente tendrá que manejarse con los grados inferiores de la escala agustiniana; de otro modo, ya no sólo ética sino ontológicamente es imposible ser-en-elmundo bajo el grado superior. Asimismo, si no solamente los santos, sino todos los seres humanos llegaran a esa panacea ético-teológica, el mundo histórico y natural del hombre pronto se acabaría, toda actividad, todo deseo y todo crecimiento dentro de lo finito quedarían anulados. Eckhart admite la inmutabilidad generalizada del desasimiento en estado puro: “(...) quien quiere ser esto o aquello, quiere ser algo; el desasimiento, en cambio, no quiere ser nada. Por ello, todas las cosas permanecen libres de él (...)” (“Tratado sobre el Desasimiento”). La ética eckhartiana, por estar basada en una vía mística, nace, crece y florece en esta vida, pero acaba su ciclo en el cielo; está pensada para todo el tiempo del hombre, el que termina y el eterno, y eso explica el empeño de Eckhart en disminuir la desemejanza cielo-tierra. El desasimiento absoluto es tan imposible como contraproducente en el devenir del mundo. El desasimiento se asienta en las absolutas pureza y simplicidad. En el desasimiento del propio Dios, todas las cosas están reunidas, pero dentro de Él y a partir de Él mismo; pero para el hombre, la multiplicidad reunida queda fuera (como el ejemplo del ojo, ajeno a todos los colores para poder ver todos los colores), y de cierta manera le queda negada: si lo alegre y lo penoso tienen que ser iguales para mí, indirectamente quiero lograr que la alegría deje de ser alegría y que la pena deje de ser pena; y, en este mundo los contrastes, las diferencias, aparecen cada una con su particularidad distintiva, y el hombre las recibe según esas particularidades. Eckhart mismo llega a admitir que el desasimiento extremo es inexistente, como lo demuestran los lamentos de Jesús y de María ante el calvario. El desasimiento puro, de ser posible, produciría una inmovilidad parmenídea, rigidez e insensibilidad. En su tratado sobre el desasimiento, Eckhart define: “(...) el verdadero desasimiento no consiste sino en el hecho de que el espíritu se halle tan inmóvil frente a todo cuanto le suceda, ya sean cosas agradables o penosas, honores, oprobios o difamaciones, como es inmóvil una montaña de plomo ante el soplo de un viento leve. Este desasimiento inmóvil lo lleva al hombre a la mayor semejanza con Dios. Porque el que Dios sea Dios, se debe a su desasimiento inmóvil, y gracias a éste 87

Él tiene su pureza y su simpleza y su inmutabilidad (...) estar vacío de todas las criaturas significa estar lleno de Dios, y estar lleno de todas las criaturas, significa estar vacío de Dios (...)”. Este grado de desasimiento es concebible solamente en el retorno del alma al Padre, en el cielo, no aquí. Para poder actuar en el mundo se necesita considerar lo múltiple, aunque tratando siempre de hallar con verdad y amor su unidad de sentido, y aprender a convivir con lo múltiple, con todas sus ventajas y desventajas. A los efectos de una vía de consolación, la virtud del desasimiento es prioritaria, pero no absolutamente en todos los momentos de la vida. Por otra parte Dios nos puso aquí en este mundo, y no hay razón suficiente para tener que huir del mundo a fin de estar más cerca de Dios. Negar el mundo y pegar un salto al vacío, más allá de una búsqueda de quietud y pureza, tiene una segunda lectura: que de este modo, cerrando los ojos a todo, abandonándose a una pura fe y un amor inmóvil, se eliminan (o mejor dicho, se creen eliminados) del panorama todos los problemas de esta vida; conclusión: es la salida ético-religiosa más fácil, pero de cierto modo cobarde y de escaso mérito. Ésa no es la salida que aconseja el maestro Eckhart, ni al laico, ni aun al religioso. Mucho más difícil, y de más valor moral, es enfrentar todas las formas de impedimentos, conflictos, dolores, complejidades, que hay en el mundo, y tomarlos como desafíos, como pruebas a aprobar delante de Dios, para ver cómo aprendemos, cómo crecemos, cómo nos las arreglamos día tras día para imponer a las torceduras de la existencia las divinas leyes del amor, la verdad y la unidad; es la vía ética más costosa, pero la más rica y satisfactoria. Pero esta segunda vía, si bien no trabaja con el supremo grado del desasimiento, sí requiere un avanzado ejercicio del desasimiento en combinación con el resto de las virtudes. Eckhart no pretende que las cosas sean tratadas como si carecieran de valor, ni que las personas amadas nos resulten indiferentes, o que nos dé igual lo deseable que lo indeseable. Lo que quiere expresar es que el corazón tiene que conservar lo más posible su quietud, su calma, su equilibrio natural, ante todo amor, anhelo, triunfo, o tormento. Es tan paradójico el desasimiento que incluso abarca el no aferrarse tampoco a Dios: Eckhart dice que hay que aceptar hasta ser apartado de Dios por amor de Dios, que no hay que adherirse a devociones, ceremonias ni penitencias, y que tampoco hay que buscar la santidad. A Dios hay que buscarlo, pero desde un libre salto del corazón, suelto de todo. A ese grado absoluto de desasimiento imposible de cumplir en la tierra, y que cae en un incomprensible alejamiento de todo lo que tiene cerca el hombre, le cabría aquella crítica que hace Hegel cuando habla de la fe como fuga del mundo real. No obstante, no es de suponer bajo 88

ningún punto de vista que Eckhart hubiese deseado tocar una postura tan exagerada. El desasimiento puro en este mundo redunda en desamor y destrucción. Cuando Eckhart habla del desasimiento, en su aspecto de admitir y recibir tanto lo bueno como lo malo, tal vez está sugiriendo la necesidad de que el hombre esté espiritualmente preparado para todo lo que tenga que sobrevenir en la vida, tanto lo alegre como lo triste, lo fácil y lo difícil, lo previsible y lo inesperado. Sucede que a veces parece que el hombre es sorprendido por las cosas que le ocurren, y eso es causa de desequilibrio interior y de errores. Si, por desasimiento, el hombre está suficientemente listo para cualquier cosa, sabrá manejar mejor tanto sus dolores (evitando caer en la desesperación y en medidas extremas), como sus alegrías (no dejándose emborrachar por el éxito, ni creyéndose por ello con derecho a todo). Ésta es, entonces, otra función de la ética: preparar al hombre para lo que pudiera acontecerle. Otra faceta del desasimiento es que conduce al hombre a trascenderse a sí mismo, y a superar obstáculos y limitaciones: al no quedarse atrapado en un contratiempo, o en un fracaso, o ante una determinada imposibilidad, el hombre no siente que se queda “varado” en dicha situación, sino que se siente lo suficientemente libre como para seguir adelante y buscar una nueva salida. El desasimiento, así dispuesto, colabora con la acción. El desasimiento respecto de fracasos e inconvenientes del pasado, permite emprender un camino nuevo en los respectivos campos donde se ha sufrido el fracaso. El desasimiento respecto al actual estado de cosas equivale a la ausencia de miedo de cambiar, y se abre a la iniciación de proyectos nuevos, y a arriesgarse a hacer cosas nuevas que, de otro modo, el hombre no se hubiera siquiera atrevido a imaginar. El desasimiento en cuanto a lo material, posibilita disfrutar de las cosas sin ver el temor de perderlas, permite el placer de regalar, de convidar, de compartir, y de colaborar con quienes tienen menos. El desasimiento en cuanto al propio cuerpo conlleva la aceptación de la imperfección estética, de la falta de fuerza o de habilidad, y de la discapacidad. En cuanto a la temporalidad, ella también tiene su punto de encuentro con el desasimiento. Eckhart dice que así como el tiempo no toca a Dios en su naturaleza, tampoco toca al alma en su naturaleza; cuando se refiere a la “plenitud del tiempo”, del eterno ahora en el cual están presentes todas las cosas como siempre nuevas dentro de Dios, Eckhart está insinuando el desasimiento con respecto al tiempo; para que el hombre pueda “escaparse” del tiempo, tiene evidentemente que despegarse de cualquier época o momento, bueno o malo, en el cual 89

parezca querer quedarse pese al transcurso marcado por el reloj. Esto, a su vez, tendrá una infinidad de casos a los que aplicarse: el saber crecer, el madurar, el saber envejecer, el dejar atrás épocas duras (con la esperanza de algo mejor) y épocas de placidez (con gratitud, aunque no se hayan perpetuado en el presente). El desasimiento temporal también da lugar a que el hombre regale parte de su tiempo a los demás ayudándolos, escuchándolos, orientándolos cuando se tiene la ocasión, acompañándolos, o de las infinitas formas en que se pueda manifestar el amor al prójimo. El transitar por el mundo sin prisa y sin pausa también es parte del desasirse del tiempo. Ciertamente, cualquier pérdida en la historia general o personal tiene que ser asumida también con un desasimiento en su faz temporal. Pero esto no implica borrar todo lo que pasó, vaciando la memoria, sino más bien implica incluirlo todo en el significado perfecto dentro del eterno ahora de Dios. En el hecho de redimensionar todos los acontecimientos dentro de Dios, dado que en Dios no hay nada largo ni lejano, es oportuna la siguiente pregunta: cómo juegan la memoria y el olvido en la elaboración del sufrimiento y en la consideración general del hombre acerca de su propia vida? Eckhart no aconseja olvidar, pero también recomienda especialmente no torturarse con el recuerdo del dolor y de lo perdido; por un lado, hay que recordar: si no existe la memoria, el hombre no puede reconstruir el plano de su propia historia, ni le es posible hacerse una composición de lugar sobre la voluntad de Dios; y, por otro lado, de cierto modo, hay que olvidar: olvidar que no es un arrancar de la cabeza ni negar empecinadamente, sino que consiste en un soltarse, un “desasirse” de lo malo, de lo doloroso, para mirar el sufrimiento como desde arriba, distanciándose adecuadamente de él. El desasimiento bien llevado es capaz de resolver el clásico dilema del olvido y la memoria. Aun predicando tan insistentemente la ecuanimidad y el desasimiento, es permanente a lo largo de toda la obra alemana de Eckhart un espíritu lleno de fortaleza, de vitalidad, de empuje, el mejor remedio contra el desinterés y la ausencia de entusiasmo; su lenguaje evidencia un amor que permite que el hombre consiga sostenerse y hacer pie, aunque parezca que a su alrededor el mundo se cae a pedazos. El desasimiento tiene infinitas implicaciones. Puede compaginárselo con cualquier orden de cosas. Quien se aferra al solo sueño, a la sola ilusión, y no trabaja lo suficiente para alcanzar lo deseado, procede mal; debe desprenderse un poco de tanta ilusión y dedicar más esfuerzos externos para realizar el sueño. Contrariamente, quien se aferra al producir, al hacer, sin saber ya para qué, sin una meta grande como referencia, debe desprenderse un poco de tanta actividad, y 90

volver a buscar reposadamente cosas esenciales adentro suyo. También, quien depende excesivamente de los demás en sus juicios y decisiones, debe poner a los demás dentro de ese desasimiento para poder equilibrar y dejar ser a su propio sí-mismo. A la inversa, quien parece no depender de nadie, en un sentido u otro, debe desasirse de su ego falso y aprender a escuchar y a dar más importancia a los demás. El desasimiento con respecto a lo conocido, usado, probado y establecido logra en el arte abrir todas las posibilidades creativas inexploradas, y en las ciencias llama a buscar nuevas vías, inventar nuevos métodos y soluciones. También en las pequeñeces de la vida cotidiana, ese desasimiento mental hace lugar para que el ingenio pueda resolver embrollos. Sólo mediante la práctica del desasimiento se consigue mejorar las cosas, dentro y alrededor de uno mismo; si el hombre se mantuviese siempre atado a los mismos objetos y a iguales costumbres, modalidades y estilos, jamás evolucionaría, y la humanidad todavía estaría habitando las cavernas. No obstante el concepto del desasimiento en su sentido más fuerte alude a todo lo que concierne al consuelo y al desconsuelo, no hay que olvidar que dada la unidad esencial del espíritu, y la unidad aun en medio de la multiplicidad de las cosas, el desasimiento desemboca finalmente en ámbitos insospechados en un primer momento: el desasimiento puede funcionar también en cuestiones de la creatividad, y en el campo general de las opciones alternativas. Según el clásico y estrecho concepto de la ética, el desasimiento correspondería solamente a las cuestiones fundamentales (grandes dolores en lo espiritual y lo físico); sin embargo, de acuerdo con ese proceso ético paulatino ad infinitum que Eckhart propone, el desasimiento abarcará también todo el detalle hacia cosas menores aquí enumerado. Si Eckhart dice que la meta última de la acción tendrá que ser la perfección en todas las cosas, seguramente él aplaudiría la idea de emplear creativamente el desasimiento. La falta de desasimiento, en cualquier aspecto en que se lo requiera, incurre en el pecado metafísico de la limitación: el “no” que quema en el infierno. La plenitud va llegando en la medida en que se franqueen las barreras, espirituales, y también materiales. La vía por excelencia para disolver obstáculos y negaciones es el desasimiento. Si bien el desasimiento no es parte del movimiento mismo de la acción (su causalidad eficiente), sí es una condición de posibilidad de la acción. Mientras el hombre permanezca anclado en su pena, en su miedo, en su indecisión, hábito, obsesión, o aquello que sea lo que lo presione y lo ate, ajeno a una actitud de desasimiento, todo obrar posterior se verá paralizado. Toda acción requiere desasirse de algo previamente. Pero 91

luego de actuar, hay que aplicar de nuevo el desasimiento sobre la acción realizada, sobre el resultado y las consecuencias. El ejercicio del desasimiento aparece como un juego de espejos, se va reflejando y multiplicando ad infinitum; por eso Eckhart dice que es tan progresivo. Eckhart destaca en sus últimas “Pláticas Instructivas” la necesidad de actuar en razón del mismo desasimiento, por el hecho de no quedarse pegado, instalado, conforme, en una determinada obra, o en la contemplación, o en el descanso, dado que no hay que detenerse en nada; cada don es una parte tan valiosa como otra dentro de la Unidad, y es necesario que el hombre aprenda a tomar a Dios un poco en cada parte: “(...) El hombre debe acostumbrarse a no buscar ni desear lo suyo en nada sino que ha de encontrar y aprehender a Dios en todas las cosas. Porque Dios no otorga ningún don, y nunca lo otorgó, para que uno posea el don y descanse en él. Antes bien, todos los dones que Él otorgó alguna vez en el cielo y en la tierra, los dio solamente con la finalidad de dar un solo don: éste es Él mismo. Con todos esos dones sólo quiere prepararnos para recibir el don que es Él mismo; y todas las obras que Dios haya hecho alguna vez en el cielo y en la tierra, las hizo únicamente para poder hacer una sola obra, es decir, para que Él se haga feliz a fin de podernos hacernos felices a nosotros (...)” (XXI ). La virtud del desasimiento, contrariamente a lo que vulgarmente puede creerse, no funciona mediante una práctica del despojo y el degradarse. El desasimiento que describe Eckhart funciona alimentándose en una creciente confianza en Dios (fe), confianza que permite al hombre tener seguridad y poder esperar (esperanza) y hallar una fuente infinita de amor (caridad). La renuncia y el vacío no son un estado definitivo creado en el clima del desasimiento; el vacío es únicamente el primer momento, es la condición de posibilidad para que el hombre reciba luego, no sólo en la otra vida sino en ésta también. Hay quienes suelen identificar al desasimiento con ese primer momento de vaciamiento, creyendo que el desasimiento empieza y termina en el estar vacío, pero no ven ni imaginan el verdadero final de la historia: el vacío, igual que la nada, es imposible, es insostenible en sí mismo; la creación de Dios es siempre abundancia, y Dios mismo es más que abundancia donde ninguna cosa es destruida sino construida y reconstituida. El rechazo común hacia el desasimiento se debe a esa falsa identificación con la imagen del vacío, asociada a la carencia, a la soledad y a la angustia. La nada espanta, la vida se desea: “(...) Lo que les repugna a todas las criaturas y les produce disgusto, es la nada. (...) No hay nada que se apetezca tanto como la vida (...)” (sermón Va). Asustado ante la idea de la nada y el vacío, el hombre se aferra a todas las cosas, y acaba 92

perdiéndolas; en cambio, si el hombre se despega de las cosas, se suelta, Dios las devuelve como don de su amor gratuito y como premio a la paciencia y a la humildad. Eckhart se plantea a sí mismo la objeción de muchos: si no estará pidiéndole demasiado al hombre; pero él resuelve la cuestión así en el sermón XLI: “(...) Ahora podríais preguntar: ‘Decid, señor, cómo es esto? Cómo podríamos hallarnos inmediatamente en Dios de modo que no anheláramos ni buscáramos nada más que Dios, y cómo podríamos ser tan pobres y renunciar a todo? Es una afirmación muy dura decir que no deberíamos desear ninguna recompensa! Tened la certeza de que Dios no dejará de dárnoslo todo; y aunque hubiera renegado de hacerlo, no podría renunciar a ello, tendría la obligación de dárnoslo. Le hace mucha más falta a Él darnos que a nosotros recibir; pero no debemos anhelarlo; porque cuanto menos lo deseemos y apetezcamos, tanto más dará Dios. Pero con ello Dios no pretende sino que lleguemos a ser mucho más ricos y que recibamos mucho más (...)”. Paradójicamente, pensar, amar y obrar desinteresadamente, con desasimiento, es provechoso, tanto para con Dios solo como para con las demás personas. El que piensa, ama y obra desde el aferrarse, se cierra a sí mismo y trata de encerrar a los otros y a las cosas dentro de sí; es la actitud base del amor egoísta. Pero es un mal camino: la codicia, la avaricia, el egoísmo y la ambición desmesurada terminan siempre mal. El camino del desasimiento se demuestra en la realidad como el acertado. Sin embargo, para que el hombre se decida a adoptarlo, tiene que bajarse un poco de su orgullo, de su amor propio, y tomar una actitud humilde. El desasimiento requiere humildad, y también la humildad requiere desasimiento. Eckhart pone en evidencia la importancia ética de la humildad, el desinterés, la apertura y la entrega, donde se entrelazan armónicamente el desasimiento y el amor: “(...) Quien quiere recibir desde arriba, necesariamente debe estar abajo con verdadera humildad. Y sabedlo con toda verdad: a quien no se halla completamente abajo, nada le cae en suerte y tampoco recibe nada por insignificante que sea. Si de algún modo has puesto tus miras en ti mismo o en alguna cosa o en alguien, no te hallas abajo y tampoco recibes nada; mas, si te encuentras completamente abajo, recibes también completa y perfectamente. El dar es propio de la naturaleza de Dios y su ser depende de que nos dé cuando nos hallemos abajo. Si no es así y no recibimos nada, le hacemos fuerza y lo matamos. Aun cuando no podemos hacérselo a Él mismo, lo hacemos a nosotros y en cuanto a nosotros se refiere (...)” (sermón IV). Hay que saber cómo ubicarse en la vida para poder recibir los dones de Dios. En el fondo 93

Eckhart, pese a que quiere desprenderse de modalidades y tácticas, para la disposición interna y externa siempre está dada alguna modalidad (en su caso: la unidad, la verdad, el amor y el desprendimiento) y alguna táctica (en su caso: desatarse libre y sinceramente de todo por Dios, para que Dios algún día nos dé todo). Eckhart no escapa del cálculo esperanzado. Pero él decide tomar el camino del desasimiento porque es el que lleva a puerto, sabiendo que la condición para llegar está en la pura y auténtica actitud del desinterés; de otro modo, supeditado todo al interés, falla, y sigue los pasos del amor avaro. La humildad es una de las características más salientes de un espíritu desasido. La humildad hace que el hombre no se sienta dueño de la verdad, de las cosas ni de las circunstancias, le enseña a medir sus fuerzas, sus posibilidades y sus límites, y le da la orientación para ubicarse en el lugar correcto ante Dios, ante el mundo y ante sí mismo. Eckhart da una definición descriptiva de la humildad en su sermón XLIX: “(...) La verdadera humildad es ésta: que un hombre con todo cuanto es por naturaleza , como ser creado de la nada, no se empeñe en nada, ni en el hacer ni en el dejar de hacer, fuera de esperar la luz de la gracia. Que uno sea prudente en su hacer y dejar de hacer, ésta es la verdadera humildad de la naturaleza. La humildad del espíritu consiste en que él (=el hombre) se adjudique o atribuya tan poco de todo el bien que Dios le hace continuamente, como hacía cuando aun no existía (...)”. El punto de partida de la humildad es la sinceridad del hombre consigo mismo, dentro de su propia intimidad: “(...) si alguna vez hemos de llegar al fondo de Dios y a su punto más íntimo, debemos, en primer término, llegar con acendrada humildad a nuestro fondo propio y a nuestro punto más íntimo (...)” (sermón LIVa). Ese camino de humildad es el mismo para el hombre bueno que para el hombre malo: “(...) el alma debe elevarse humildemente con todas sus imperfecciones y pecados y asentarse e inclinarse por debajo de la puerta de la piedad donde Dios se derrama en su misericordia. Y debe elevar también todo cuanto de virtud y obras buenas hay en ella y con eso ha de sentarse por debajo de la puerta donde Dios se derrama al modo de su bondad (...)”. El resultado final, tras haber recorrido el camino de la humildad y el desasimiento, es tan infalible como milagroso: “(...) en la medida en que el alma llega al fondo y al punto más íntimo de su ser, la fuerza divina se derrama totalmente en ella, y opera muy en secreto y revela obras muy grandes (...)”. Si bien la humildad tiene un muy cercano parentesco con el desasimiento, no es idéntica con él; mientras el desasimiento puro es 94

inmóvil e inconmovible, la humildad siempre tiene un fondo de amor. Así lo observa Eckhart cuando analiza las virtudes de María: “(...) Pero si todas las virtudes se hallaban perfectas en Nuestra Señora, entonces debía de haber en ella también el desasimiento perfecto. Luego, si el desasimiento es más elevado que la humildad, por qué se preció Nuestra Señora de su humildad y no de su desasimiento cuando dijo: (...) ‘Él ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva’? (Lucas 1,48) (...) En Dios hay desasimiento y humildad en cuanto podamos hablar de virtudes en Dios. Ahora has de saber que su humildad llena de amor, lo movió a Dios a que se inclinara a la naturaleza humana, mientras su desasimiento se mantenía inmóvil en sí mismo (...) No puede haber ningún efluvio por insignificante que sea, sin que el desasimiento sea manchado. Y ahí tienes la razón por la cual Nuestra Señora se preciaba de su humildad y no de su desasimiento (...)” (“Tratado sobre el Desasimiento”).

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LA JUSTICIA El concepto eckhartiano de justicia, aunque unitario en su significado y aplicación práctica, tiene dentro de sí dos aspectos que, pese a ser inseparables, conviene distinguir: por un lado, se ve la justicia en sentido general como aquella ley, tan inteligible como real, por la cual todos los acontecimientos se dan conforme a la voluntad de Dios, sea cual sea su magnitud y modalidad. Por otra parte, justicia significa también que el hombre reciba y acepte todas las cosas como provenientes de aquella gran justicia de Dios, y que obre entonces conforme a esa aceptación. Es decir, justicia es tanto el nombre del orden divino impuesto a todas las cosas, como el nombre de una virtud ética para el hombre. Exactamente en este punto, y en cuanto a la justicia como nombre del orden divino, es útil recordar aquella distinción en el conocimiento formulada anteriormente: un primer nivel del conocer dice el “qué” de las cosas, y un segundo nivel añade al anterior la determinación espiritual, el verdadero significado integral y esencial de las cosas. Los acontecimientos ocurren, se dan, van surgiendo, y el hombre va captando el “qué” de cada cosa (el orden exterior bajo el que se presentan todas las cosas): ahí está el primer nivel de conocimiento. Que el hombre reconozca el enlace de hechos y cosas como una voluntad divina, a la cual atribuir ordenación y justicia, eso ya corresponde al segundo nivel del conocimiento. Es tarea de la ética entonces el descubrir, analizar y orientar ese segundo modo de conocimiento; puede decirse que la eticidad comienza allí: ese segundo modo aporta la determinación fundamental del entendimiento y del corazón, lo cual a su vez marcará la orientación del ser, pensar, amar y obrar en el futuro. Pero el concepto de justicia, tal como Eckhart lo delinea (es decir, la justicia como virtud ética derivada del mismo orden divino), encuentra mucha reacción reticente en la mentalidad común. Para llegar a la misma idea de Eckhart se requiere una enorme aceptación de todo cuanto ocurre, y de las limitaciones humanas para saber, hacer, poder, controlar, calcular, prever, evitar, modificar, anular, revertir, o lo que fuera. Sin el desasimiento ejercitado, y la firme convicción de que el sentido de cada cosa está en lo Uno y no en su propia parte, es imposible estar de acuerdo con Eckhart en cuanto a la justicia. Eckhart admite -sobre todo en “El Libro del Consuelo Divino”que existen circunstancias injustas, molestias, dolor, sufrimientos inmerecidos, que en sí mismos no son deseables, apreciables, ni justos, pero que dentro de la trama de la historia, personal o general, tienen alguna finalidad más grande. En su concepto de justicia Eckhart incluye 96

lo bueno y lo malo, la paz y la discordia, lo merecido y lo inmerecido, lo dulce y lo amargo, la abundancia y la escasez, lo sano y lo enfermo, lo bello perfecto y lo feo imperfecto. Según él, es deber del hombre ubicar toda su historia dentro de esa justicia divina, y hallarle allí alguna explicación y algún sentido. Pero sucede que a veces el hombre es sometido a pruebas muy difíciles, y el sufrimiento es muy grande, o la pérdida es tan tremenda que el hombre no puede encontrar un significado cuya magnitud sea capaz de superar a esa pérdida. Que todo cuanto ocurre es previsto y permitido por la voluntad de Dios, es un hecho irrefutable. Es decir, la realidad misma empuja a tener que incluir todos los acontecimientos dentro de la Unidad. Si se concibe una justicia donde solamente reine un dorado concepto del bien y una sucesión perfecta de cosas buenas y bellas, sin dialéctica con lo desparejo y lo injusto, se incurre en una idealización del la justicia que no se corresponde con la realidad, y eso redunda en un error muy similar al de quienes conciben un deber-ser imposible de cumplir: construyen una idea perfectamente diseñada pero irreal e ineficaz en la vida. Por eso, tanto la experiencia cotidiana como la fe conducen a un replanteo del concepto de justicia, que trate de abarcar y entender todas las cosas, sin dejar a ninguna fuera de cuestión. Por otra parte, la idealización de la justicia, como fuente de lo bueno y sin dolor exclusivamente, es bastante frecuente en la mentalidad corriente; pero, pese a ser un concepto en sí mismo noble y bello, sólo consigue traer más frustración y dolor al hombre, cuando lo ve hacerse añicos ante los golpes de la vida real. Así, aunque aparezca primero como muy difícil de aceptar, el concepto eckhartiano de justicia es el que a largo plazo le evita dolor al hombre, y le hace ver mejor las cosas. Eckhart dice: “(...) si amáis a la justicia, por cuanto la justicia se halla sobre ti o en ti, no amáis a la justicia en cuanto es LA justicia, y así no la tomáis ni la amáis tal como es en su simpleza, sino que la tomáis como dividida. Como Dios es, pues LA justicia, no lo tomáis ni lo amáis de acuerdo con el hecho de que es simple. Y por ello, tomad la justicia en cuanto es LA justicia, porque entonces la tomáis según ella es Dios. (...) Ah sí, y aunque el infierno se hallara en el camino de la justicia, vosotros ejerceríais la justicia y aquél no constituiría para vosotros ninguna pena, os redundaría en alegría ya que vosotros mismos seríais la justicia (...)” (sermón XLVI). Es evidente que la combinación de la observación de la realidad, con la fe y la presencia de Dios en todo, y con la concepción y búsqueda permanente de lo Uno, derivan en esta idea de justicia, y no en otra. De todo este esquema basado en el desasimiento y en la educación de la voluntad, surge el modelo de hombre justo que Eckhart 97

describe. Pues “justo” es el que recibe de buen grado todo cuanto le toca atravesar durante su vida, dado que todo sucede conforme a la justicia divina, que es inefablemente buena y sabia. Eckhart dice: “(...) La justicia no le puede producir pena, ya que la justicia no es nada más que alegría, placer y deleite (...) Ninguna cosa despareja e injusta, ni hecha ni creada, podría apenar al justo porque todo lo creado permanece muy por debajo de él en la misma medida en que se halla por debajo de Dios, y no surte ninguna impresión ni influencia en el justo y no engendra a sí misma en aquel cuyo Padre es solo Dios (...) el hombre justo y bueno con seguridad se alegra de la obra de la justicia incomparable e, incluso digo, inefablemente más de lo que para él, o hasta para el supremo de los ángeles, son el deleite y la alegría que sienten con respecto a su ser o vida naturales. Por ello, los santos entregaron también alegremente su vida por amor de la justicia (...)” (“L.C.D.”). El hombre justo no pierde el equilibrio del alma ni se deja abatir por las desgracias ni por la maldad de este mundo, puesto que las admite como parte de la divina voluntad. Asimismo, en su manifestación exterior, el justo no acude a las lamentaciones ni a las conversaciones afanosas e inútiles sobre lo malo. Las quejas son índice de la debilidad de la voluntad y de su adherencia dependiente a un algo determinado, y muestran que el hombre llega al extremo de aferrarse, no ya al objeto querido perdido, sino a la pena misma de estar privado de él; de ahí que todo lamento sea para el maestro Eckhart un motivo de vergüenza: “(...) Porque la tendencia hacia lo exterior y el hecho de hallar consuelo en el desconsuelo y las muchas conversaciones placenteras y afanosas sobre ello, son verdadera señal de que Dios no se presenta ni vigila ni obra en mí. Y además él (es decir el hombre bueno) debería avergonzarse ante la gente buena porque notan en él semejante conducta. Un hombre bueno nunca ha de quejarse de daños ni penas; debe lamentarse solamente de que se lamente y perciba en su fuero íntimo lamentos y penas (...)” (“L.C.D.”). No sólo el hombre debe abandonar la costumbre de lamentarse por contratiempos y desgracias, sino también debe dejar de lamentarse por los errores cometidos: “(...) Un hombre marcha por un camino o ejecuta una obra u omite hacer otra y en eso se hace daño (...) Si se empeña entonces en pensar continuamente: Si hubieras ido por otro camino, o hubieras hecho otra cosa, tal cosa no te habría sucedido, entonces quedará sin consuelo y se sentirá necesariamente agobiado por la pena. Por eso habrá de pensar: si hubieras ido por otro camino o hubieses hecho, u omitido hacer, otra cosa, fácilmente habrías sufrido un daño y una pena mucho mayores; y así, 98

lógicamente, se sentirá consolado (...)” (“L.C.D.”). Ahora bien, la justicia empieza en el designio de Dios y acaba en la reacción y las determinaciones del hombre, quedando la totalidad del mundo (incluidas las demás personas) en el medio, entre el hombre y Dios. Por eso, el concepto eckhartiano de justicia es absolutamente ético, y no judicial o masivamente legislativo: es una cuestión que cada hombre debe resolver dentro de sí y para con Dios. Así se sugiere en el sermón X: “(...) Justo es aquello que es igual en el amor y en el sufrimiento, y en la amargura y en la dulzura, justo es aquél a quien no le estorba ninguna cosa para hallarse como uno en la justicia. El hombre justo es uno con Dios. La igualdad es amada. El amor siempre ama a lo igual; por eso, Dios ama al hombre justo como igual a Él mismo (...)”. El perfil ético del justo es el siguiente: “(...) ‘Es justo aquel que da a cada uno lo que es de él’: aquellos pues, que dan a Dios lo que es de Él, y a los santos y a los ángeles lo que es de ellos, y al semejante lo que es de él (...)” (sermón VI). En esta caracterización del justo están implicadas muchas normas éticas: que el justo habrá de ser igualmente responsable y recto en todo orden de cosas, con todas las personas, en todo momento y lugar, sin hacer diferencias, ni escatimar en nada. El hombre justo habrá de cumplir igualmente y con esmero con todo lo que esté a su alcance. Si bien la concepción eckhartiana de la justicia es la que se corresponde con lo más elevado del espíritu, su quietud, conciliación y resolución esencial son sumamente difíciles de instaurar en la praxis. Lo que en Dios está resuelto desde la eternidad, aun aquí está por hacerse, y depende del hombre darle el mejor curso posible. Pese a la intención de abarcar la justicia indivisa en Dios, Eckhart no puede dejar de reconocer que existe en la tierra una idea y un uso de la justicia que no puede ser tan unitivo y que sólo se resuelve en la particularidad. Una cosa es aceptar las maldades inmerecidas, aceptarlas dentro del alma en el solo hecho de que hayan venido, y otra cosa es dejar, bajo esa misma idea, que la injusticia inmerecida acabe con la armonía, con la integridad, o hasta con la vida misma del hombre bueno. Si es parte del deber el hacer el bien y el no hacer el daño, y si también, como dice Eckhart, no hay que desperdiciar ni descuidar ningún don que Dios nos dé, es necesario de cierto modo defender esos dones contra eventuales atentados e injusticias; dejar de defenderlos sería un grave error. Permitir o no combatir el daño inmerecido, es equivalente a cometer un nuevo daño. Por eso, aquí se vislumbran dos planos de la justicia, que se sustentan sobre dos conceptos igualmente distintos: primero, el sentido interior del corazón, que dice que hay que aceptar todas las ingratitudes recibidas inmerecidamente, como parte que son de la voluntad de Dios, 99

sabiendo que pase lo que pase Dios nunca abandonará al hombre bueno. Esto es la justicia “indivisa” en el Uno de Dios; es un aspecto pasivo de la justicia. Segundo, existe el ejercicio exterior de la justicia como un hacer sólo el bien (lo que es grato a Dios) y abstenerse de hacer daño (lo que disgusta a Dios); justo es quien hace sus obras según la ley de Dios y por ella. Esta última justicia va más dirigida al caso particular y es activa, y viene a ser aquella justicia “dividida” que nombra Eckhart. No obstante, siempre habrá que asimilar el segundo plano al primero, en cuanto sea posible, aunque dado el gran problema de lo múltiple, diverso y personal, será una tarea extremadamente dificultosa. Ya Eckhart anticipó que existen personas que jamás llegarán a entenderse y lograr la unidad. De toda esta forma de abordar la justicia no se accede fácilmente a una normatividad detallada, programada previamente para que se adapte a los casos particulares. Sin embargo, de la justicia eckhartiana se deduce indudablemente una regla fundamental: la necesidad de que al obrar por conservar o recomponer la justicia, no se incurra en alguna nueva manera de la injusticia; o sea, no se debe responder al daño con otro daño, al dolor con otro dolor, a una pérdida con otra pérdida. Justicia no es sinónimo de venganza. Dada la aceptación que Eckhart prescribe, se evidencia la necesidad de no adoptar represalias ni revanchas, porque sería como contestarle al enemigo con su mismo lenguaje, con su misma moneda: la destrucción, el odio y el resentimiento. Es más, Eckhart ni siquiera alude a ningún tipo de respuesta exterior a las ofensas recibidas: más bien toda la elaboración del mal padecido deberá hacerse en el fuero íntimo. Eckhart da su opinión desasida y despreocupada por las ofensas: “(...) Es señal de que un hombre es bueno, cuando elogia a la gente buena. Si por otra parte, una persona buena me elogia a mí, me ha elogiado de veras; si, en cambio, me elogia un malvado, me ha insultado de veras. Pero si me insulta una persona mala, en verdad me ha elogiado. (...)” (sermón XIII). Este criterio es muy saludable, hace a la tranquilidad y a la armonía interior, ¿pero cómo se compatibiliza con la necesidad exterior de reimplantar la justicia, en casos realmente graves? El interrogante queda abierto. El hecho de no tomar venganza, no implica inequívocamente el quedarse quieto e indefenso, aguantar y no hacer nada; más bien Eckhart enseña, en cuanto al interior del alma, sí acallar la furia y calmar el dolor, y en cuanto a la obra externa, hacer todo cuanto se pueda siempre y cuando sea algo bueno, constructivo y no destructivo, algo que se sustente en sí mismo (que venga del ser y del amor) y nunca algo que sea a costa de la anulación de un contrario (vendría entonces del no-ser y del odio). Ésta es la única modalidad de 100

“defensa” del hombre noble. Cualquier obrar que no tenga amor sino odio por base, falla en su fundamento y está destinado a la autodestrucción. Si Eckahrt dice que el amor sólo une en la operación y no en el ser, que en el ser el amor sólo puede juntar lo que ya estaba de antemano unido dentro de Dios, entonces las obras basadas sólo en el amor, y que resultan ser victoriosas en la armonía y en la unión, dan señal segura de que estaban bendecidas por la voluntad divina. Si muchas obras hechas por amor fallan, por más amor y empeño que en ellas se ponga, porque aspiraban a unir cosas que en el plan de Dios no estaban unidas, con mayor razón deberá cuidarse el hombre de realizar obras que decididamente no estén sustentadas por el amor sino por el odio. Conforme a la idea del amor como raíz de toda obra, de toda acción y reacción en el hombre, Eckhart no hace mucho énfasis en el “castigo”. Escasamente se refiere a él en las “Pláticas Instructivas”, y solamente con el fin de anunciar que Dios lo anula pronto ante el auténtico arrepentimiento del hombre: “(...) la verdadera penitencia y la mejor de todas, con la cual uno logra enmendarse fuertemente y en el más alto grado, consiste en que el hombre le dé la espalda completa y perfectamente a todo aquello que no es del todo Dios ni divino en él mismo y en todas las criaturas, y que se vuelva cabal y completamente hacia su querido Dios con un amor imperturbable, de manera que su devoción y su anhelo de encontrarlo sean grandes. En aquella obra en la cual estás más dispuesto a ello, eres también más justo; cuanto más aciertas en este aspecto, tanto más verdadera es la penitencia y borra proporcionalmente más pecados e incluso todo castigo. Sí, es cierto, rápido y a la brevedad podrías dar la espalda a todos los pecados con tanto vigor y tanta repugnancia verdadera y dirigirte con el mismo vigor hacia Dios que, aunque hubieras cometido todos los pecados hechos jamás desde los tiempos de Adán y a hacerse de ahora en adelante, todo esto te sería completa y absolutamente perdonado junto con el castigo (...)” (XVI). Dios es todo amor e infinita misericordia; pero, aparte de eso, Eckhart tiene una razón muy poderosa para aventurar sus formulaciones: como maestro que conduce las almas por la buena senda, Eckhart hace muy bien en no poner delante de las narices del hombre el castigo, pues en lugar de acercarlo a Dios para que encuentre curación en él, sólo lograría alejarlo cada vez más de Dios. El pensar en el castigo crea miedo, desconfianza, inseguridad, separación, culpa, vergüenza, debilidad, ira, resentimiento: todo menos que el amor, que es lo único que verdaderamente se necesita para enderezar intencionalidades. 101

Eckhart no identifica justicia con castigo; la justicia vengativa está más llena de odio y de separatividad, que de amor y unidad. Más bien, Eckhart insinúa una modalidad del castigo que sea medio de depuración de los males que salen del alma, por razones de amor y perfección. Un castigo que simplemente quiera “devolver” el mal recibido no solamente estaría mal, sino que además sería inútil. Cabe destacar también que Eckhart no desarrolla el tema del perdón y del amor a los enemigos; en la extensa lista de males que puede recibir el hombre de manos de otros hombres (lista que aparece en “El Libro del Consuelo Divino”), Eckhart no apela al recurso del perdón y el amor a los enemigos: más bien trata de resolver la situación a través del desasimiento respecto del dolor, de lo perdido, y de quien produjo el daño, remitiendo los acontecimientos a su motivo en Dios. Tal vez Eckhart haya considerado que el hecho de tener que perdonar y amar a quienes hacen daño, supone inmediatamente una obligación, una imposición, una atadura y un aferrarse, contradictorios con su enseñanza del desasimiento. Eckhart no parece entender el perdón como una necesidad de ir y realizar una obra concreta que derrame amor positivamente sobre quien le ha hecho el mal a uno; más vale se deduce que el perdón, en su sistema de pensamiento, equivale a un dejar de lado lo ocurrido, encomendarlo a Dios, y continuar el camino de la vida como mejor se pueda, sin incurrir en estrategias y acciones parecidas a las del enemigo. Se puede sospechar que Eckhart era partidario de reservar a Dios solo el derecho de asignar castigos y perdones, puesto que sólo Él conoce las medidas justas y los modos apropiados para cada caso en particular. El castigo de la justicia humana no siempre consigue el arrepentimiento del hombre mal encaminado; la justicia de Dios no quiere revancha, quiere lograr que el hombre abra los ojos del corazón y se dé cuenta de sus errores, y que de allí espontáneamente quiera salir y “darle la espalda al pecado”. El castigo exterior, insuflado desde afuera por los otros hombres, no es tan eficaz a la hora de corregir el mal proceder y la mala intención: únicamente logra evitar, a veces, que la obra externa del malvado se continúe y haga nuevos daños. El castigo divino es el único capaz de guiar el sentido en que marcha el alma, y su fin esencial parece ser la conversión del alma al bien. La justicia vengativa toma una actitud del todo contraria al desasimiento, puesto que está asida al mal recibido, al dolor, al enemigo, y al deseo (-humano, y que es una reacción natural ante el propio sufrimiento) de que el enemigo sufra y pague por su maldad: todo eso es una cadena muy pesada, nunca una liberación. Así como hay dos formas de concebir el castigo: la que se aferra al mal, y la que libera del mal desde todo punto de vista (y Eckhart elige indudablemente la segunda forma), coincidentemente también 102

encuentra una distinción igual en el arrepentimiento: “(...) Hay dos formas de arrepentimiento: una es temporal o sensible, la otra divina y sobrenatural. El arrepentimiento temporal se va sumergiendo continuamente en penas cada vez mayores y le produce al hombre una aflicción tal como si tuviera que desesperarse ahora mismo, y en este caso el arrepentimiento se detiene en la pena y no progresa. Con esto no se llega a ninguna parte. Mas el arrepentimiento divino es muy distinto. Tan pronto como el hombre siente un desagrado, se eleva en seguida hacia Dios y se afianza en una voluntad inquebrantable de dar por siempre la espalda a todos los pecados. Y al hacerlo se eleva hacia una gran confianza en Dios y adquiere una gran seguridad; y de ello proviene una alegría espiritual que sube al alma por encima de toda pena y aflicción, y la vincula firmemente con Dios (...) El mejor escalón, pues, que se puede pisar, cuando se quiere ir hacia Dios con plena devoción, es el siguiente: estar sin pecado en virtud del arrepentimiento divino (...)” (“P.I.” XIII). Es evidente que Eckhart rechaza tanto el castigo como el arrepentimiento “temporal”, que se quedan atascados en el mal y el dolor, no solamente a causa de la pena a la que someten al alma, sino principalmente en razón de la inutilidad, de la ineficacia de tales actitudes. La pena se ata a lo finito, a lo irreversible, a lo que no tiene remedio en sí mismo; el arrepentimiento que se eleva por sobre toda ruina hacia Dios, trasciende o intenta trascender los límites de la pena y de la ruina, y de cierto modo compensa lo irreversible. Por eso el “arrepentimiento divino” llega mucho más lejos que el “arrepentimiento temporal”. De la misma manera, por su parte, el arrepentimiento no consiste en el llanto rabioso ni en la ira contra sí mismo, pues eso sería una nueva forma de aferrarse a sí mismo, al error y a la culpa. El arrepentimiento que describe Eckhart, visto a la luz del desasimiento, significa el querer ser apartado de Dios por amor de Dios, a causa de la justicia divina, de modo tal que el hombre se apene “sin pena” por su pecado: “(...) Y por eso, como Dios en cierto modo quiere que yo también haya pecado, yo no quisiera no haberlo hecho porque así se hace la voluntad de Dios (...) En este sentido, el hombre quiere hallarse privado de Dios por amor de Dios y ser apartado de Dios por amor de Dios, y sólo éste es un verdadero arrepentimiento de mis pecados; así me apeno sin pena del pecado tal como Dios se apena sin pena de toda maldad. Siento pena y la máxima pena por el pecado (...) mas lo haría sin pena; y acepto y tomo las penas de la voluntad divina y por ella. Tan sólo semejante pena es una pena perfecta, porque proviene y surge del puro amor de la bondad y alegría más pura de Dios (...)” (“L.C.D.”). He aquí el 103

arrepentimiento auténtico, en su manera de dirigirse hacia Dios solo. Pero Eckhart también plantea el caso concreto del buen ladrón que se entrega a la justicia: el hecho de que se entregue por amor a Dios y a Su Justicia determina la obra interior, y, el hecho material de entregarse a la justicia humana señala su obra exterior: “(...) Si el ladrón fuera capaz de sufrir la muerte verdadera, completa, pura, gustosa, voluntaria y alegremente por amor de la justicia divina en la cual y de acuerdo a la cual Dios y su justicia quieren que el malhechor sea muerto, sin duda sería salvado y bienaventurado (...)” (“L.C.D.”). Este modelo de malhechor arrepentido sería, de ser posible su universalización, una solución jurídica absoluta. Pero la realidad histórica siempre desmintió dicha posibilidad, y el mismo Eckhart lo sabe. Por eso, su ética es profundamente personal, y a lo sumo, sus alcances incluyen a la familia y la comunidad cercana. La ética eckhartiana escapa completamente a lo jurídico. No hay que olvidar que el maestro aspira a una ética que trate, en la medida de lo posible, de borrar la desemejanza entre el cielo y la tierra. Tal como son distintos en el pensamiento de Eckhart los conceptos de castigo y arrepentimiento, de igual modo su concepto de las faltas difiere de lo que comúnmente la ética entiende. Los modelos más conocidos de ética hablan de obras e intenciones morales o inmorales, lo cual es equiparable a la noción de error: faltar a la ley moral es un error, siempre cargado de culpa y de escándalo. La teología mística de Eckhart pone a las faltas como pecados, en un sentido más integral que el de error, puesto que atañe a la totalidad del hombre, las cosas y Dios; pero “pecado” en Eckhart no se convierte en un peso peligroso con el cual se pueda vulnerar al hombre y tener poder sobre él. Más bien el pecado mismo se hace motivo concreto para que el hombre cambie, crezca, y mejore. Eckhart no es amigo de los gestos que hostiguen, mortifiquen, rebajen o ironicen al hombre. Eckhart asocia la justicia al amor, a la perfección, al bueno que nace en la Bondad, al nacimiento del hombre en Dios y de Dios en el hombre.

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VII - LA LIBERTAD La pregunta por la libertad es inherente a toda ética: de no ser por la existencia de cierta facultad llamada libertad, la noción del deber y el cumplimiento del deber carecerían de sentido. Dentro del sistema de pensamiento de Eckhart, existen dos cuestiones fundamentales alrededor de la libertad: primera, la libertad como “libre albedrío”, como facultad de desear en su relación de concordancia o disidencia con la voluntad de Dios; y segunda, la libertad como facultad que repercute concretamente en la obra externa, incluyendo el problema de cuál modo y medida elegir para ejercerla en la acción, de modo tal que se haga efectivo el camino elegido, sea bueno o malo. No tendría sentido plantearse como problema qué debe o qué puede hacer el hombre, si no existiese la posibilidad real de elegir y determinar las cosas de un modo u otro. Veamos cómo es que funciona esta facultad de la libertad dentro de la constitución humana. La naturaleza y modalidad de operar de toda la actividad espiritual intrínseca, íntima y absolutamente intransferible, se deja ver en todo cuanto Eckhart desarrolla acerca del entendimiento y la voluntad. En la tercera de sus “Cuestiones Parisienses” aparece la antigua polémica; no obstante el autor divide en dos aguas “sus” argumentos y los de cierto maestro llamado Gonzalo, no se debe pasar por alto el hecho mismo de que Eckhart presente en el texto las dos soluciones: la preeminencia del entendimiento (tesis de Eckhart), y la excelencia de la voluntad (tesis de Gonzalo). Es posible suponer que la intención del autor haya sido rescatar todas las proposiciones válidas posibles, para caracterizar con equidad tanto a la inteligencia como a la voluntad. En primer lugar, Eckhart destaca que el entendimiento es siempre anterior a la voluntad, ya que para poder querer algo, ese algo debe ser previamente y debe estar presente de alguna manera en la inteligencia: “(...) el entendimiento, su acto y su hábito son algo más noble que la voluntad, su acto y su hábito. Porque es más noble aquella potencia, acto o hábito cuyo objeto es más simple, superior y anterior. Pero el objeto del entendimiento, su acto o su hábito, que es un ente, es anterior, más simple y superior al objeto de la voluntad, que es un bien, porque toda la naturaleza del bien consiste en el ser mismo (...)”. De este modo, el nacimiento del Hijo en el corazón del hombre, el despertar de la naturaleza increada dentro del alma, debe aparecer antes en la inteligencia que en la voluntad: “(...) es más noble aquella potencia cuyo acto es más noble. Pero el entender, que es el acto del entendimiento, es más noble que el acto de la voluntad, porque el entender al avanzar va depurando y llega hasta la entidad desnuda de 105

la cosa (...) el mismo entender constituye una cierta deiformidad y deiformación porque Dios mismo es puro entender y no es ser (...) el entender, en cuanto tal, es subsistente (...) en cuanto tal es increable (...)”. Eckhart llega a decir que es el desarrollo del entendimiento lo que hace al hombre grato ante la mirada de Dios: “(...) Por eso, uno es grato a Dios precisamente porque sabe. En efecto, quita la ciencia: queda una pura nada (...)”. Por otra parte Eckhart pone en boca del maestro Gonzalo la idea contraria, o sea, que es la voluntad y no la inteligencia la que hace a la nobleza del pensar y del actuar, lo cual es éticamente decisivo: “(...) Porque en los bienaventurados se da la rectitud del entendimiento junto con la acción de entender, y de modo semejante, la rectitud de la voluntad junto con el acto de amar; en los condenados, por el contrario, se dan muchas rectitudes del entendimiento y ninguna rectitud de la voluntad. Puesto que los bienaventurados tienen así, en común con los desdichados, la rectitud del entendimiento y de ningún modo la rectitud de la voluntad, los primeros se distinguen de los segundos más por el amor que por la visión (...)”. Sin embargo, de ambas aserciones se puede acceder a una sola y misma verdad primordial: en el hombre recto inteligencia y voluntad operan conjuntamente siguiendo un solo sentido, o sea, se da en él tanto la rectitud intelectual como la rectitud volitiva. Pero si se hace necesario establecer un ordenamiento cronológico en la dialéctica funcional de la inteligencia y la voluntad, Eckhart no duda en poner a la inteligencia en el primer lugar: “(...) lo bueno y lo óptimo o el fin son objeto de la voluntad. En consecuencia, algo es óptimo porque tiene la naturaleza de lo óptimo. Es mejor, por tanto, aquello en donde se da la naturaleza de lo óptimo. Pero algo tiene la naturaleza de lo óptimo por el mismo ser. Porque quita el ser y nada quedará. Por tanto el ser, que es objeto del entendimiento, es mejor que lo óptimo que es objeto de la voluntad. Asimismo, la naturaleza de lo óptimo está en el entendimiento porque la naturaleza de la verdad en el entendimiento está. Y la naturaleza de lo verdadero es la naturaleza de lo óptimo (...) Quita empero de lo óptimo su naturaleza y nada quedará. Por tanto, la naturaleza de lo óptimo proviene del entendimiento y de su objeto. Algo es óptimo, entonces, en cuanto está en el entendimiento (...) La naturaleza de lo óptimo, según esto, proviene más del entendimiento que de la voluntad (...)”. Todo este basamento metafísico, traducido al contexto de la ética, fundamenta la idea de que es imposible para la voluntad elegir un bien que es completamente desconocido para la inteligencia. La ética no sólo debe manejar el puro querer; tiene que saber qué ha de querer. 106

Si se observan cuidadosamente los argumentos que Eckhart pone como propios y los que atribuye al otro maestro, se llega a la conclusión de que no son contradictorios sino que en realidad, cada uno por su lado, exaltan las virtudes incuestionables de su potencia espiritual defendida: la inteligencia como potencia cognoscitiva, y la voluntad como potencia apetitiva. No obstante, es preciso tener en cuenta otros puntos importantísimos al respecto: la puerta de acceso a la verdad está solamente en el entendimiento, pero el vivir en la verdad y llegar a ser protagonista de la perfecta coincidencia entre lo cierto y lo bueno depende enteramente de la voluntad. Desde el punto de vista metafísico, la inteligencia es anterior a la voluntad, pero desde el punto de vista ético, la voluntad es la que determina el curso de las obras. Todo esto se manifiesta en este análisis que hace Eckhart: “(...) es más noble aquella potencia en la cual se da principalmente la libertad. Ahora bien, ésta se da principalmente en el entendimiento, pues algo es libre en cuanto está a salvo de la materia, según se ve claramente en los sentidos. Pero el entendimiento y el entender están en grado máximo a salvo de la materia, ya que algo es tanto menos reflexivo cuanto más material es. (...) Asimismo, Gregorio Niceno en su libro Sobre el Alma, capítulos XXXIX y XL, dice que la libertad desciende desde la razón a la voluntad (...) algo es libre porque puede tomar diversas direcciones. Pero la voluntad no puede tomar diversas direcciones sino por la razón y a través de la razón. Asimismo, la elección es el término de la deliberación, que es un acto del entendimiento. De donde resulta que la libertad primaria y originariamente está en el entendimiento aunque formalmente está en la voluntad (...) es más libre y más noble aquello que mueve de un modo más noble. Pero el entendimiento mueve de un modo más noble, porque mover a modo de fin es lo más noble. El fin, en efecto, es la causa de las causas, según el libro segundo de la Física. Por eso también Dios mueve en cuanto es deseado, como se dice en el libro duodécimo de la Metafísica. Pero el entendimiento mueve a modo de fin; la voluntad, a modo de causa eficiente (...)”. La inteligencia es la que trae al alma la visión del fin, pero es la voluntad la que transforma esa visión en objeto deseado e inicia el movimiento del alma; de esta manera, la causalidad final y ejemplar de la acción están contenidas en la inteligencia, mientras que la causalidad eficiente le corresponde a la voluntad. Asimismo la “materia” de la acción (todos los elementos de la situación dada) estará como no-ente en las representaciones del entendimiento, y como ente en la existencia concreta de la obra exterior. Eckhart afirma que la libertad en el entendimiento es posible debido a la inmaterialidad, es decir, el entendimiento es “libre” por 107

cuanto puede recibir todas las “formas”, gracias a que no posee en sí la determinación propia de ninguna de las formas que conoce: “(...) el entendimiento, en cuanto entendimiento, no forma parte de las cosas que entiende, pero es preciso que con ninguna esté ‘mezclado’ y que nada tenga en común con ninguna, para que a todas las entienda, según se dice en el libro tercero del tratado Sobre el Alma, así como es preciso que la vista no tenga ningún color para que vea todos los colores. Si el entendimiento, pues, en cuanto entendimiento, nada es, por consiguiente tampoco el entendimiento tendrá ser alguno (...)” (“C.P.” II). El argumento del maestro Gonzalo agrega que la libertad dada por la inmaterialidad es una nota común entre la inteligencia y la voluntad, y completa la descripción del trabajo conjunto de ambas potencias así: “(...) al decir que la voluntad no puede dirigirse hacia términos diversos sino en cuanto es entendida dicen verdad. Pero de ello no se sigue que sólo en le que entiende los términos diversos exista la libertad; (...) la afirmación de que el entendimiento mueve como fin, es falsa. Porque la aprehensión es de por sí necesaria para el movimiento de la voluntad, pero no mueve como fin, porque en tal caso se la desearía por sí misma y como objeto principal, lo cual es falso. La realidad deseable mueve como fin, pero no podría mover si no la precediera la aprehensión. En efecto, la acción del entendimiento es de por sí exigida para las acciones de la voluntad, mas no es causa de por sí informante sino coadyuvante. Esto sucede del siguiente modo: para que el agente obre sobre el paciente se requiere la aproximación del agente al paciente. Aquél no tendría una razón suficiente para obrar si no se diese una aproximación, aun cuando tal aproximación no constituya la razón para ejecutar el acto sino la forma del agente. De manera semejante sucede en este asunto. La aprehensión, en efecto, es como una aproximación, porque por medio de la aprehensión el objeto se hace presente, y así como la aproximación no es la razón para ejecutar el acto sino la forma del agente, así la razón ejecutiva del acto no es la intelección sino la voluntad misma (...)”. Aquí se muestra tanto la mutua necesidad de la inteligencia y la voluntad para su propia función, como también la particularidad e independencia de las dos potencias. La amplitud problemática y la minuciosidad con las que Eckhart encara el estudio sobre la inteligencia y la voluntad en las “Cuestiones Parisienses” deben ser conocidas como base indispensable para lograr una acertada comprensión de la línea de pensamiento del autor en el resto de sus escritos, ya que toda aquella fundamentación está presente en ellos de modo implícito, subyacente a su discurso, o inclusive como dado ya 108

por supuesto. Toda la tesis sobre el desasimiento de la voluntad y el vaciamiento respecto de las criaturas, encuentra su explicación metafísica en aquella libertad de la inteligencia y la voluntad entendida como una inmaterialidad, como la ausencia de toda determinación fija que ate o reduzca a la inteligencia y a la voluntad. No es casualidad que Eckhart traiga a colación el mismo ejemplo aristotélico del ojo que debe carecer de todo color para poder conocer y complacerse con todos los colores, tanto en las “Cuestiones Parisienses”, y en algunos sermones, cuando habla de la libertad del entendimiento y la voluntad, como cuando describe el desasimiento y el vaciamiento en “El Libro del Consuelo Divino”. Así solamente es posible hallar toda la riqueza de ciertos pasajes oscuros como éste: “(...) Dice San Agustín: ‘Vierte para que seas llenado. Aprende a no amar para que aprendas a amar. Apártate para que seas acercado’. En resumidas cuentas: Todo cuanto ha de tomar y ser capaz de recibir, debe estar vacío y tiene que estarlo. Dicen los maestros: Si el ojo cuando ve contuviera algún color, no percibiría ni el color que contenía ni otro que no contenía; pero como carece de todos los colores, conoce todos los colores. La pared tiene color y por eso no conoce ni su propio color ni ningún otro, y el color no le da placer, y el oro o el esmalte no la atraen más que el color del carbón. El ojo no contiene color y, sin embargo, lo tiene en el sentido más verdadero, pues lo conoce con placer y deleite y alegría. Y cuanto más perfectas y puras son las potencias del alma, tanto más prefecta y completamente recogen lo que aprehenden y tanto más reciben y sienten mayor deleite, y se unen tanto más con lo que recogen y esto hasta tal punto que la potencia suprema del alma, no recibe nada menos que a Dios mismo en la extensión y plenitud de su ser (...)” (“L.C.D.”). Todo el camino de desasimiento, de desprendimiento de sí de la voluntad que propone Eckhart, aparece como paradójico o incomprensible metafísicamente sin el soporte de las “Cuestiones Parisienses”. Pero no obstante la inmaterialidad (equivalente a la carencia de colores en el ojo) se da tanto en la inteligencia como en la voluntad, en la primera no significa dificultad alguna, mientras que en la segunda conlleva todo el problema general de la ética eckhartiana. La voluntad humana siempre busca adherirse al objeto deseado, se aúna con él, se determina materialmente con él y quiere hasta transformarse en él. La inteligencia no tiene ese problema, pues, a no se debido a alguna obsesión de la voluntad, no pierde su movilidad, indeterminación o inmaterialidad natural. El apego de la voluntad a su objeto deseado le hace perder al hombre la adaptabilidad requerida para asumir las situaciones que Dios le presenta; y ahí se nota que las dificultades de 109

desasimiento y el desconsuelo tienen su raíz en la voluntad y no en la inteligencia. Lo engorroso no está en la captación intelectiva de la realidad de la vida, sino en su voluntaria aceptación y cumplimiento por parte del hombre como voluntad de Dios. Asimismo todo eso explica la preferencia de Meister Eckhart por las virtudes intelectuales sobre las virtudes morales: “(...) es más noble aquella potencia cuyos hábitos son más nobles. Pero las virtudes intelectuales, a saber, la sabiduría, la inteligencia y la prudencia, que una vez adquiridas están en el entendimiento, son más nobles que las virtudes morales adquiridas por el apetito (...)” (“C. P.” III). La superioridad del entendimiento y el acto de entender por sobre el ser y el apetecer, es de tal magnitud que Eckhart llega a encontrar una razón metafísica del amor en la esencia misma de la igualdad: “(...) Cualquier afición, placer y amor provienen de lo que es igual a uno, porque todas las cosas tienden hacia sus semejantes y los aman. El hombre puro ama toda pureza, el justo ama la justicia y tiende hacia ella; la boca del hombre habla de lo que hay en su fuero íntimo (...)” (“L.C.D.”). La cuestión más urgente a resolver aquí es la siguiente: ¿cómo empalma la aceptación de la voluntad de Dios, con la existencia de una facultad de desear, autónoma, dentro de nosotros? Si tengo una facultad de desear, es porque Dios así lo dispuso. Por lo tanto, el deseo en el hombre es también parte de la voluntad de Dios: de alguna manera, Dios quiere que yo quiera lo que estoy queriendo. Si el hombre quiere bien, según la unidad, el amor, el ser, la creación, Dios aprobará la disposición ética del hombre (más allá de que le permita o no llevar adelante sus propósitos, por motivos fuera del alcance del hombre, Dios consentirá la actitud interior). Si el hombre quiere mal, de acuerdo al no-ser, a la destrucción, Dios no lo consentirá. Eckhart admite la presencia de la voluntad que desea libremente: “(...) Si Dios me quiere dar lo que anhelo, lo tengo pues, y me deleito; si Dios, en cambio, no me lo quiere dar, pues bien, acepto que me falte de acuerdo con la misma voluntad de Dios según la cual Él no quiere (...)” (“L.C.D.”). El hecho de que no siempre Dios disponga que sean cumplidos los deseos del hombre, no significa que en sí el deseo del hombre fuera malo o reprochable; a veces Dios tiene razones desconocidas para nosotros, y la voluntad humana llega a concretar sus deseos en otros momentos y en otras circunstancias. Es decir, que no siempre sea posible satisfacer la voluntad humana, no implica que el hombre tenga que abstenerse de todo libre deseo. Éste es un error de concepto bastante común: creer que porque no siempre el deseo se cumple, la ética, y hasta Dios mismo, han de declarar la negación al hecho de desear. ¿Por qué se tiende a imaginar una voluntad 110

divina coartadora del anhelo del hombre? ¿Porqué cuesta tanto, en general, plantear que Dios lanza al hombre al mundo para que busque su felicidad? Eckhart critica ese error común en el, cuando desarrolla el tema de la auténtica pobreza: “(...) un hombre pobre es aquel que no quiere nada. Alguna gente no entiende adecuadamente el sentido de ello. Son esas personas que se empecinan en conservar su propio yo en sus penitencias y ejercicios exteriores que esas personas consideran gran cosa (...) dicen que el hombre ha de vivir de modo tal que no cumpla nunca, en ningún caso, su voluntad. Más aun: que aspire a cumplir la queridísima voluntad de Dios. Esos hombres están bien encaminados porque su intención es buena, por eso hemos de elogiarlos (...) Mas yo digo, por la verdad divina, que esos hombres no son pobres ni se parecen a los pobres. Son considerados grandes en la opinión de aquellas personas que no conocen nada mejor. Mas yo digo que son asnos que nada entienden de la verdad divina (...)” (sermón LII). Todo lo que le viene al hombre desde fuera, sin haberlo provocado, debe recibirlo como voluntad de Dios, más allá del propio deseo. Pero, a la hora de tomar una iniciativa, el hombre debe abrir las puertas de la libertad, buscar su voluntad -siempre que esté encaminada hacia el bien-, y obrar desde ella invocando la aprobación y la asistencia de Dios. Si Dios puso en el alma del hombre una libre facultad de desear, es para que le dé un uso en la vida: desde allí el hombre tiene que descubrir el camino, desde lo que le dice el fondo de su alma. La facultad de desear quiere siempre un algo determinado, pues no puede funcionar de otro modo. Aun practicando el desasimiento, la justicia y la humildad, ¿qué puede haber de condenable en las inclinaciones y las preferencias, en sentido general? La ética eckhartiana, dada la manera en que articula en sí a la libertad, admite la intervención del juicio de gusto en el juicio ético (entendido éste último como la elección para actuar) de todos los días. Es evidente que esta ética de Eckhart da cabida y resolución a muchas cuestiones que en otros sistemas de pensamiento son directamente inabordables. Dios es el único Absoluto, y todas las demás cosas son dones que participan de su Unidad. Pero hay algo que no debe perderse de vista al estudiar la libertad en el pensamiento de Eckhart: que la libertad está indisolublemente ligada al desasimiento. Si toda norma de la ética se basa en alguna legalidad ontológica, entonces, ¿en qué se basa la norma general del desasimiento? Más allá de la utilidad práctica de la consolación divina, el desasimiento remite a la libertad: así, una mente libre puede siempre buscar soluciones nuevas, aprende a mirar las cosas desde diversos 111

ángulos, evita obsesiones e ideas fijas y limitantes; por lo tanto es una práctica saludable y curativa la del desasimiento. Porque el desasimiento permite ser-libre-de (las limitaciones), mas encaminado hacia un serlibre-para (siempre nuevas y necesarias, determinaciones de la libertad). La inmaterialidad, la indeterminación material del desasimiento, es la base de la libertad. En esta cuestión pueden verse dos aspectos: primero, la libertad como indeterminación natural que ahuyenta toda unilateralidad; y segundo, la libertad de comprehender todas las unilateralidades, pero comprehendiéndolas de a una por vez. El ejemplo del ojo y el color es claro: el ojo es libre del color particular, pero para ver en la realidad todos los colores. Dios dio la libertad al hombre para que la use, determinando cada elección. Tener libertad y no hacer uso de ella, es como no tenerla, o aun peor. Dios quiere que el hombre siembre y coseche los frutos de su vida. Eckhart asegura que en la libertad del desasimiento Dios siempre da la señal de cuál camino tomar: “(...) Todo apego al yo (...) te quita la libertad de estar a la orden de Dios en este instante presente y a seguirlo a Él solo bajo la luz con la cual te indica qué es lo que debes hacer o dejar de hacer, siendo libre y nuevo en cualquier instante (...)” (sermón II). Si yo le doy a Dios todo cuanto soy, Él me dará a mí todo cuanto Él es, dice Eckhart. Cumplido esto por amor y no por la ventaja, ésta es la dinámica de la ética mística, encerrando en sí misma todo el ser y todo el obrar en el mundo. Si bien la pureza del corazón y de la acción externa es algo que debe cultivarse y perfeccionarse, tampoco tiene que salir forzado, ni obligando al hombre, como tampoco arrogándole el protagonismo de un héroe si lo cumple; más bien aquella pureza es algo que debe fluir amorosa, libre, espontáneamente del alma del hombre. Sólo bajo esa disposición de ánimo la voluntad es recta. Y si la voluntad es recta, es libre de desear lo que quiera; o sea, la voluntad recta sabe cuándo quiere bien, según sea lo que quiere (algo bueno) y de qué modo lo quiere (no pensando en sí mismo, sino en la perfección ordenada a Dios). La facultad de desear es libre y despierta al hombre a la vida, si sabe encauzarla bien. Eso justifica la libertad de las vocaciones y preferencias de cada cual. Pues todas las cosas, abordadas de modo correcto, conducen a Dios. Y ahí está lo lindo de la multiplicidad de las cosas de este mundo: que cada una da una posibilidad distinta de llegar a Dios, pues cada una tiene su importancia, su valor, su sentido particular dentro de la unidad de los designios de Dios. A cada hombre, Dios le llama la atención desde el alma de manera diferente. Ahora bien, no hay que confundir las inclinaciones con las debilidades. Éstas últimas (o sea los defectos), deben tratar de suprimirse, o en el peor de los casos, 112

atemperarse o sobrellevarse. Eckhart no tiene una visión ingenua o negadora de la realidad: es muy conciente de todos los defectos humanos; Eckhart es muy exigente en sus principios, pero no es implacable, no es inflexible, pero tampoco es exageradamente indulgente. Eckhart explica lo siguiente: “(...) El Padre engendra a su Hijo sin cesar.(...) Con miras a ello, tampoco debemos desear nada de Dios como si fuera un extraño. (...) Uno no debe tomar a Dios ni mirar a Dios como si estuviera fuera de uno mismo, sino que lo debe tomar y ver como propiedad y como algo que se halla dentro de mí (...) Algunas personas bobas opinan que deberían ver a Dios como si estuviera allá y ellas acá. No es así, Dios y yo somos uno. Mediante el conocimiento acojo a Dios dentro de mí; y mediante el amor me adentro en Dios (...) el obrar y el devenir son una sola cosa (...) Dios y yo somos uno en semejante obrar; Él obra y yo llego a ser (...)” (sermón VI). Solamente cuando el hombre se reconoce pensando y obrando a partir del Hijo que lleva dentro, toma realmente vida y espíritu para dárselos a su acción. Únicamente en ese espacio de comunión con Dios, y nunca separadamente de Él, puede ser concebida nuestra humana facultad de desear. De hecho existe, y la única justificación que Eckhart le daría, estaría contenida en su postulado que asegura que toda la belleza, bondad, sabiduría y justicia del hombre son esencialmente las mismas Belleza, Bondad, Sabiduría y Justicia que tiene Dios en Él mismo. Precisamente en esa instancia de unidad de lo eterno no-nato (de Dios) con lo temporal nacido (del hombre), es donde Eckhart instala la humana facultad de desear. Siempre y cuando descansen en Dios todos los proyectos que se trace, el hombre es libre de desear y de hacer lo que quiera. Cierto pasaje del sermón XXIV confirma esta ubicación elevadísima de la libertad de la voluntad del hombre: “(...) si quieres, todas las cosas y Dios te pertenecen. Esto quiere decir: Renuncia a ti mismo y a todas las cosas y a todo cuanto eres en ti mismo, y acéptate de acuerdo con lo que eres en Dios. Dicen los maestros que la naturaleza humana nada tiene que ver con el tiempo y que es completamente intangible (...)”. Dentro de la ética eckhartiana no es problema la existencia de la facultad de desear; los temas a resolver giran alrededor de la orientación y el mayor alcance que se le puede otorgar a dicha facultad. Si el deseo y la libertad son potencias del alma, no queda otra posibilidad que incluirlas dentro del plan de Dios, y es de esta manera que hay que abordarlas: “(...) El alma fue creada como en un punto entre el tiempo y la eternidad, tocando a ambos. Con las potencias más elevadas toca 113

la eternidad, pero con las potencias inferiores, el tiempo. Mirad, de tal manera obra en el tiempo, no según el tiempo sino según la eternidad (...)” (sermón XLVII). La ética kantiana comete un grave error al ver a la facultad de desear como un peligro, como un eventual atentado contra el deber. Negar la facultad de desear es negar de cierto modo a la libertad misma. Kant mismo se encuentra atascado en su propio falso planteo cuando dice: “(...) de qué modo la ley moral viene a ser motor y, siéndolo, qué es lo que ocurre con la facultad humana de desear, como efecto de ese fundamento de determinación de esa facultad. Pues cómo una ley por sí e inmediatamente puede ser fundamento de determinación de la voluntad (lo cual es esencial de toda moralidad), eso es un problema insoluble para la razón y es idéntico con este otro: cómo una voluntad libre sea posible (...)” (“Crítica de la Razón Práctica”). Lo insoluble de ese planteo pasa por desligar libertad, facultad de desear, experiencia, ley formal y deber. Eckhart nunca desconecta el libre deseo, del deber, ni tampoco divide lo empírico (como algo sucio o que rebaje) de lo teórico (como “lo” supremo). Eckhart enseña que el que decide, para bien o para mal, es el corazón del hombre y su amor, y que es al corazón del hombre al que hay que orientar; esto indica la necesidad de incluir todo elemento afectivo, de libre deseo y deleite, preferencias y elecciones, dentro de la ética. Eckhart dice (en el segundo capítulo de “El Libro del Consuelo Divino”) que Dios da siempre algo con lo que uno puede arreglárselas para salir adelante: eso significa que el hombre deberá descubrir cuál sea esa salida, considerando todas las posibilidades que tiene a su disposición; y, para eso tendrá que emplear su inteligencia y su corazón simultáneamente. Casi ninguna situación problemática en la vida puede ser resuelta exclusivamente por vía de la inteligencia. Kant quiere excluir impulsos sensibles e inclinaciones como algo que peca contra la ley moral; no se da cuenta de que todas esas cosas pueden perfectamente ser elementos tomados a favor de la moralidad y del crecimiento del hombre. Kant aborda la libertad y la ley moral desde un sentido negativo, restrictivo; él mismo lo reconoce en la “Crítica de la Razón Práctica”: “(...) el efecto de la ley moral como motor es sólo negativo (...)”. La ética kantiana se formula y permanece en el “no”, como diría Eckhart. La ética eckhartiana trata de ampliar lo más posible tanto el concepto como el uso de la libertad, procurando averiguar y confirmar todo cuanto más se pueda hacer con ella, siempre de acuerdo a la ley de Dios; es decir, Eckhart maneja una idea de libertad y de ley moral en sentido positivo. Sin embargo, entre otros condicionantes, la libertad se conjuga con dos clases de acontecimientos: primero, los que son fortuitos, no 114

calculados, imprevistos, y segundo, los que son planeados en la obra interior y ejecutados externamente según la voluntad del hombre. Ante ambos tipos de acontecimientos hay que adoptar una determinada actitud ética, aunque distinta. Los acontecimientos que sobrevienen han de recibirse con desasimiento; no obstante, a continuación habrá que arreglárselas para acomodarse a lo venidero, iniciando así un hecho planeado. Todo plan debe partir del “estar bien encaminado”, y hay que jugarse por la opción elegida, pero a continuación las consecuencias y los resultados finales deberán vivirse igual que si fueran acontecimientos fortuitos, es decir, con desasimiento. Todo se mueve dentro del péndulo que va de lo que el hombre puede efectivamente hacer (libertad positiva y acción concreta) a lo que sale fuera de su control (libertad negativa y desasimiento). Que el hombre tenga de hecho una facultad de desear, no tiene que asociarse con una idea de eventual “tentación”, como si el soñar, anhelar y tener metas fueran pecados terribles, o como si sólo existiese la posibilidad de desear el mal; del uso de la libertad depende el desear noble o perversamente. Que yo desee, proyecte o decida algo en especial, que luego será aprobado o retenido por Dios, no invalida que yo acepte de igual modo el resultado definitivo, sea cual sea. Si yo no tuviera una facultad autónoma no podría dar forma y cauce a mi acción, a mi propio camino; y, por lo demás, ello no quita mi respeto por lo que Dios designe: la idea de Eckhart es tal cual lo expresa el antiguo refrán, el hombre propone y Dios dispone. En las “Pláticas Instructivas”, Eckhart dice: “(...) El hombre tiene libre albedrío con el cual puede elegir entre el bien y el mal, y Dios le ofrece para que elija la muerte por mala acción y la vida por buena acción. El hombre ha de ser libre y señor de todas sus acciones, y no destruido ni obligado (...)” (XXII). Eckhart reconoce la entidad irrebatible de la libertad del hombre en la determinación del curso de los acontecimientos. Evidentemente, la libertad no es indeterminación sino decisión explícita y resolución concreta elegida. Las claves para encontrar la determinación correcta de la libertad, las auténticas respuestas, las debe descubrir el hombre dentro de su alma; sólo allí puede hallar a Dios o a la semilla divina que Dios puso en él. La determinación de la libertad es un problema estrictamente individual; todos los consejos, por sabios que sean, son cosa externa. Toda determinación debe partir de la interioridad, pues nadie puede escuchar al corazón salvo uno mismo. Cuando Eckhart habla de la inmaterialidad -ausencia de determinación fija- en el entendimiento y la voluntad, como aquello que hace a la libertad, eso se refiere al momento previo a tomar una decisión. 115

Pero luego es imposible mantenerse indeterminado: deliberación y elección mediantes, la libertad tiene que tomar una forma, una determinación, un camino alternativo, cuyo resultado demostrará ganancia o pérdida. Sin embargo, sea cual sea el resultado final, nunca deja de ser el producto de la libertad primera, es parte esencial de ella puesto que es su propia realización. Vulgarmente suele identificarse la libertad al primer momento de indeterminación, de igualdad de todas las posibilidades puestas sobre la mesa; pero, tras jugarse por una de las posibilidades, y llegados los resultados (aun cuando son buenos) que determinan y niegan entonces ya la posibilidad de otra cosa, ahí el hombre protesta y quiere regresar a la indeterminación para sentirse libre. No tiene en cuenta que todo lo que va haciendo permanentemente es el fruto de alguna libre elección, por pequeña que sea. La libertad se construye solamente cuando se realiza algo elegido. Es inevitable elegir para moverse en la vida. Para Eckhart tanto la obra interna como la obra externa son parte de la libertad. Eckhart compromete a la libertad hasta el punto de hacerla responsable de la dicha o desdicha completa del hombre. Pero si Eckhart concibe así las cosas, ¿cómo no menciona las palabras “compromiso” y “responsabilidad”? Primero, esa terminología no es la correspondiente a sus tiempos. Segundo, y lo más importante, así formulados separadamente, responsabilidad y compromiso tocan ya un “aferrarse” al deber, a la ética, a uno mismo y a los demás, que choca con la actitud fundamental de desasimiento. La libertad tiene dos caras: una que es dirigida hacia la acción, la determinación, lo que el hombre desea elegir; y otra que es absolutamente quieta, receptiva y desasida, y que acepta y toma todo cuanto manda Dios. La responsabilidad, en el pensamiento de Eckhart, no es un interno depender de cumplir el deber, no es un aferrarse temeroso y culposo, sino que es un sencillo y libre adherir la voluntad a lo elegido por Dios, o a lo elegido por el hombre. En el sermón LVIII Eckhart da la siguiente fórmula: “(...) Se debe seguir y servir a Nuestro Señor por cuanto Él dice: ‘Quien me sirve, que me siga’. Por ello, las palabras vienen a propósito para San Segundo, cuyo nombre dice lo mismo que ‘el que sigue a Dios’, pues él (San Segundo) dejó sus bienes y su vida y todo por amor de Dios. Así, todos cuantos quieren seguir a Dios, habrán de dejar cuanto puede ser un estorbo para su trato con Dios (...)”. Eckhart habla de un seguir y un servir a Dios: en el seguir está la libertad receptiva, que adquiere la forma de la voluntad de Dios; y en el servir están las obras de la libertad del hombre que elige y emprende un camino. El dejar todas las cosas por amor de Dios no significa en absoluto alejarse de ellas; más bien el dejar 116

se refiere a una posición netamente espiritual. Eckhart mismo afirma que muy bien se puede vivir entre comodidades, honores y riquezas y ser “pobre” desde lo más acendrado del espíritu. Sucede que muchos hombres ponen a Dios por un lado, y a todas las cosas por el otro, y se vuelcan del todo a las cosas como si Dios y las cosas tuvieran que enfrentarse, como si Dios quisiera siempre quitarle las cosas al hombre; es así como el hombre, enfrascado en las cosas, deja a Dios, y allí comienza la multifacética extinción dentro de lo finito incapaz de autoabastecerse. En cambio, si el hombre aprende a no separar a las cosas del Dios que las creó, todo es diferente, pues se dirigirá a Él cuando quiera hacer o modificar algo, y en Dios sí que encontrará los recursos necesarios. También en el sermón LVIII Eckhart explica esa misma idea: “(...) Como ya he narrado varias veces que un maestro le enseñó a su discípulo cómo podía llegar a conocer las cosas espirituales. Entonces dijo el discípulo: ‘Maestro, tu instrucción me ha enaltecido y sé que todas las cosas materiales son como un barquito que se mece en el mar, y como un pájaro que vuela por el aire’. Porque todas las cosas espirituales están por encima de las materiales; cuanto más elevadas están, tanto más se extienden y van comprendiendo a las cosas materiales (...) Nada es aquello que no puede tomar nada de nada; algo es aquello que recibe algo de algo. Exactamente así sucede con Dios: aquello que es algo, se halla siempre en Dios; allí no falta nada de ello. Cuando el alma es unida a Dios, tiene en Él todo cuanto es algo, en su entera perfección (...)”. Como tantas otras cosas espirituales, la libertad también funciona paradójicamente: cuanto más la libertad se asemeje a la codicia, a la avaricia, al todo para sí, creyendo así el hombre ser más libre y más rico, contrariamente se pierden todas las cosas y no hay verdadera libertad (cuando ya no hay nada, nada queda entonces para elegir). Es decir, una libertad que se aleja de la Unidad, que no sabe ser con Dios en el mundo y con los otros, es falsa y se autoanula. En cambio, siguiendo el camino contrario el hombre puede lograr la verdadera libertad. Tal como Eckhart lo recuerda, “quien quiera guardar su alma la perderá, y quien la pierda la guardará”. Precisamente, todo movimiento en la vida tiene que darse según esta combinación: con una gran fuerza de espíritu, no “depender” de nada, ni material ni espiritual, ni interno ni externo, ni de modo bueno, ni de modo errado, y tan sólo caminar por el mundo descansado en Dios. Este descansar en Dios implica un saber que Él está siempre, que a todo lo contiene y encamina pese a las apariencias; y este saber, a su vez, trae una tranquilidad que da rienda suelta a la libertad de movimientos. Cuando Eckhart habla de asimilar nuestra voluntad a la de Dios, 117

no puede estar negando ni la existencia ni la función de la voluntad humana. Una cosa es aceptar algo ya dado, que se evidencia como voluntad de Dios, y otra cosa bien distinta es la necesidad, en algún momento dado, de tomar sí o sí alguna decisión. En ese momento de decidir, el hombre es libre. Es justamente entonces, en el momento de decidir libremente, de tener que enfrentar las cosas, tomar una iniciativa y efectuar algo o dejar de hacerlo, cuando se configura realmente la voluntad humana, y es allí donde tiene que cuidar muy bien lo que elige, pues allí elige el hombre, y Dios le dará o no su aprobación. En tales circunstancias el hombre puede sentirse solo, como si Dios lo hubiese abandonado -Eckhart menciona esto-: el tener que reaccionar ante algo, la duda a la pregunta sobre cómo resolver, es ese punto donde la libertad produce inseguridad e incertidumbre en el hombre. En el sermón XV, Eckhart dice que: “(...) El ser bueno en sí, o sea la bondad, no tranquiliza al alma (...)”. Expresado esto inversamente, significa que la intranquilidad no es índice inequívoco ni de maldad ni de mala orientación en el corazón del hombre. Aunque la paz sea el resultado del estar bien encaminado, la intranquilidad no necesariamente es causada por algo torcido, pues la humana limitación del temor a lo desconocido y de la incertidumbre, hacen que el movimiento de la propia libertad traiga consigo cierto desasosiego. Pero también la intranquilidad se observa en el campo de la libertad pasiva, receptiva, del desasimiento, cuando el hombre no se decide a dejar de lado todo cuanto lo perturbe. Así lo muestra Eckhart en sus “Pláticas Instructivas”: “(...) En todos nuestros pareceres de que el hombre debería huir de esa cosa y buscar otra -por ejemplo esos lugares y esas personas y esos modos o esa multitud o esa actuación-, en todo eso la culpa de la perturbación no la tienen los modos de proceder ni las cosas: quien te perturba eres tú mismo a través de las cosas, porque te comportas desordenadamente frente a ellas. Por ende, comienza primero contigo mismo y ¡renuncia a ti mismo! De cierto, si no huyes primero de tu propio yo, adondequiera que huyas encontrarás estorbos y discordia, sea donde fuere La gente que busca la paz en cosas exteriores, sea en lugares o en modos o en personas o en obras, o en el extranjero o en la pobreza o en la humillación, por grandes que sean o lo que sean, todo eso no es nada, sin embargo, y no da paz. Quienes buscan así, lo hacen en forma completamente equivocada: cuanto más lejos vayan, tanto menos encontrarán lo que buscan. (...) En verdad, si un hombre dejara un reino o todo el mundo, y se quedara consigo mismo, no habría renunciado a nada. Ah sí, cuando el hombre renuncia a sí mismo -no importa la cosa que retenga, riquezas, honores, o lo que sea- entonces 118

ha renunciado a todo (...)” (III). Cuando surgen problemas (vengan de afuera o de adentro del alma), lo peor que puede querer hacer el hombre es escapar. Hay que aprender a que las cosas no nos perturben, o al menos que no nos perturben tanto como para descontrolarnos y perder el rumbo; hay que conseguir estar interiormente tan bien aquí como allí. La libertad interior, quieta, paciente, desasida, posibilita la adaptabilidad del hombre tanto por dentro como por fuera. Pero esa adaptabilidad a su vez ha de ser una simple consecuencia, no buscada, de la libertad, y no un fin en sí mismo; el verdadero fin es el camino hacia Dios. Porque inducir exclusivamente que todos los lugares, cosas, gente y obras sean igualmente cómodos para el hombre, terminaría haciendo que a éste todo “le dé igual”, lo cual no se diferencia del desinterés y la apatía. El hecho de que todos los momentos y todas las circunstancias deban vivirse con igual paz, se basa en la conciencia de que cada momento y cada circunstancia esconde algún don, alguna enseñanza o alguna prueba que envía Dios; es por eso que la actitud ética que se necesita mantener, prioritariamente, y a lo largo de toda la vida, es una buena disposición de ánimo hacia todas las cosas merced al desasimiento. La huida del mundo, seriamente refutada por el maestro Eckhart, tiene un evidente lado flaco: detrás de una supuesta actitud de renuncia, cabe la posibilidad de estar huyendo a causa de la debilidad; el hombre escapa de las cosas pues tiene miedo de sí mismo, de su propia libertad, de dejarse vencer por tentaciones, flaquezas, dolores y otras miserias. Si es así, el hombre ignora que existen dos maneras de no caer en el mal: primero, en el estado de pura inocencia (no se hace el mal porque no se lo conoce, igual que el niño muy pequeño), y segundo, la manera más perfecta, la legítima y que se maneja según la libertad, que se da cuando el hombre, aun conociendo el mal y teniendo al alcance los medios para efectuarlo, decide concientemente no hacerlo. En este segundo caso quedan felizmente superadas tanto la inocencia como la tentación y la debilidad, y a partir de un pleno ejercicio de la libertad. Y esta segunda opción se halla sólo en la vida dentro del mundo, y nunca fuera de él; no se debe ignorar lo malo: el hombre debe conocerlo bien para vencerlo luego libremente. Ni la inocencia, ni la huida, ni la prohibición causada por el temor de “caer”, contienen un mérito ético. Si se plantean como cuestiones enfrentadas, la adhesión de la voluntad humana a la voluntad divina, y la voluntad humana teniendo que elegir sola un determinado camino, tal vez Eckhart no estaría muy de acuerdo: él quiere que el hombre aprenda a no contraponer ambas cosas. Eckhart no es amigo de las antinomias porque encierran desemejanza, lejanas a la verdad y a la Unidad. Pues, si ambas cosas se ven separadamente, cuando se hable de 119

seguir a Dios, parece como si la libertad quedase olvidada; y a su vez, cuando se habla de la libertad del hombre, parece como si fuera entonces incompatible con el seguir a Dios. Eckhart más bien sugiere la idea de aprender a que ambas cosas sean pensadas, sentidas y vividas conjuntamente. Así, en la unidad de la voluntad humana con la voluntad divina, parece que Dios finalmente le da al hombre un lugar superior desde el cual sí le permite elegir libremente: “(...) Ahora podríais preguntar: ¿cuándo la voluntad es una voluntad recta? La voluntad es íntegra y recta cuando carece de ataduras al yo y ha salido de sí misma y se ha hecho imagen y forma dentro de la voluntad divina. Ah sí, cuanto más suceda esto, tanto más recta y verdadera es la voluntad. Y con semejante voluntad eres capaz de todo, ya se trate del amor o de lo que quieras (...)” (“P.I.”, X). Una parte de la libertad eckhartiana está en la peculiar virtud de librarse de rebusques, de manejos que no conducen a nada: como hace tanta gente que arma embrollos de toda clase, sin ningún motivo y sin ninguna necesidad. El rostro de la libertad tiene los rasgos de la simplicidad. La complicación, la complejidad añadida innecesariamente a las cosas, “ata” al hombre; por eso, mucho mejor es que el hombre no se embarque en proyectos que de antemano sabe que no podrá cumplir, que no prometa lo que no puede o lo que no está verdaderamente dispuesto a realizar, y que no actúe sin sentido; lo que el hombre elige, que lo elija realmente porque así lo quiere, comprometiéndose a ello, no de modo que hoy lo elige (más bien fingiendo que elige) y mañana todo cambió. La libertad eckhartiana en su faz de simplicidad, perfila también la coherencia dentro de la obra interna y su proyección hacia las acciones. El pensamiento de Eckhart es muy libre: él dice que el hombre puede tomar un buen o un mal camino según decida; de ahí en más, las consecuencias son conocidas. No valen culpas ni lamentos. Eckhart cree firmemente en Dios y en el hombre. Sólo un pensar que va más allá de la culpa, el miedo y el resentimiento, es capaz de confiar y esperar en la misericordia y en la providencia de Dios. La simplicidad, la humildad y la misericordia son virtudes que solamente crecen dentro de un espíritu notoriamente libre. Eckhart subraya reiteradamente la certeza de que Dios quiere la felicidad del hombre. No es intención de Dios contrariar, frustrar o herir al hombre. Pero también es cierto que el hombre debe entender y poner en práctica que para recibir tiene necesariamente que ofrecer antes: así es con Dios, y así es también con el prójimo. No es una cuestión de manipulaciones del poder, como lo veía Nietzsche, sino más bien lo contrario: se trata de un entregar previo, y el esperar, confiando y reverenciando la libertad del otro (sea Dios, o sea el prójimo). Eckhart 120

asegura lo siguiente: “(...) Ésta es una verdad cierta y necesaria: quienquiera que entregue por completo su voluntad a Dios, cautiva y obliga a Dios de modo que Él no puede hacer otra cosa sino lo que quiere el hombre. Quien le da por completo su voluntad a Dios, a ése Dios por su parte le devuelve su voluntad tan completa y tan propiamente, que la voluntad de Dios llega a ser propiedad del hombre, y Él ha jurado por sí mismo que no puede hacer nada fuera de lo que quiere el hombre; porque Dios no llega a ser propiedad de nadie que primero no haya llegado a ser su propiedad (...)” (sermón XXV). Coherente con los demás aspectos de su enseñanza, la libertad eckhartiana resplandece en una manera particular de abordar la oración. Eckhart critica la forma común de rezar: el hombre se dirige a Dios como exigiéndole que Él, con todo su poder, realice la humana voluntad, aun en contra de todo, a toda costa; si Dios quiere acceder al pedido del hombre, el hombre se alegra, pero si no es así, el hombre entonces quiere enojarse y enfrentarse a Dios, no ya unirse con Él. Si bien el hombre puede pedirle algo a Dios, también debe aprender a respetar la divina voluntad: “(..) Cuando nuestra voluntad se convierte en la voluntad de Dios, eso está bien; mas cuando la voluntad de Dios llega a ser nuestra voluntad, está mucho mejor. Si tu voluntad llega a ser la voluntad de Dios y si luego estás enfermo, no querrías estar sano en contra de la voluntad de Dios, mas quisieras que fuera la voluntad de Dios que estuvieras sano. Y cuando te va mal, querrías que fuera voluntad de Dios que te vaya bien (...)” (sermón XXV). Antes que una voluntad empecinada, demuestra mucho más nuestro amor a Dios, y una capacidad existencial de libertad mucho más grande, la aceptación y la renuncia. Pero Eckhart también reconoce como válida la aspiración a que Dios apruebe todos nuestros deseos buenos. El desprendimiento de la propia voluntad para tomar la voluntad de Dios (cuando la Suya y la nuestra difieren), corresponde en mayor medida a la libertad que al deber. Más que una exigencia de la ética, es una sugerencia para que el hombre viva más libre y más tranquilo. Eckhart mismo no ubica dentro del pecado el aferrarse al propio deseo: “(...) Miles de hombres han muerto y están en el cielo sin haberse desprendido nunca de su voluntad con cabal perfección (...)” (“P.I.”XI). Esto implica dos cosas: primero, que la ética de Eckhart no es para nada extremista ni absolutista, pues su dinámica no se da por contrastes, por sí-no, por todo o por nada; y segundo, que cierto grado de apego a la propia voluntad no es contradictorio con un grado considerable de desasimiento y bondad en el hombre: bien puede ser bueno y continuar sin poder desprenderse como Eckhart quisiera, la 121

prueba está que Dios lo abriga igualmente en su gracia. Sin embargo, aunque el desapego de la propia voluntad depende directa e inmediatamente de un acto espontáneo de la libertad, cuando es llevado a cabo, su misma realización se revela como un gesto de amor hacia Dios, lo cual es el núcleo mismo del deber en la ética del maestro Eckhart. Por eso, la tesis eckhartiana sobre la oración se define así en el sermón VI: “(...) El Padre engendra a su Hijo sin cesar. Cuando el Hijo ha nacido, ya no toma nada del Padre porque lo tiene todo; pero cuando nace, toma del Padre. Con miras a ello, tampoco debemos desear nada de Dios como si fuera un extraño. Nuestro Señor dijo a sus discípulos: ‘No os he llamado siervos sino amigos’ (Juan 15,14). Quien pide algo de otro es ‘siervo’ y quien paga es ‘señor’. El otro día reflexioné sobre si querría tomar o pedir alguna cosa de Dios. Lo pensaré dos veces, pues si aceptara algo de Dios, me hallaría por debajo de Él como un ‘siervo’ y Él, al dar, sería un ‘señor’. Pero así no ha de ser con nosotros en la vida eterna (...)”. Eckhart habla así porque está convencido de que Dios le debe dar algo y se lo dará, si y sólo si Él quiere dárselo según sea lo mejor para él. Todo depende de la perfección del orden, y de la más libre autoentrega por parte de Dios. Pese a que siempre Eckhart reserva la oración solamente para agradecer, y para pedir fortaleza y voluntad para querer lo mismo que Dios quiere, no puede descartar totalmente que el hombre le pida a Dios las cosas que él quiere. El hombre, de antemano, no puede verlo todo; así que desea y hace proyectos, y no puede evitar pedirle auxilio a Dios en lo suyo; luego Dios le concederá o no al hombre lo que pide, según sea o no lo adecuado para él y para el todo. Hay pasajes donde Eckhart insinúa que no está mal desear y solicitar cosas determinadas a Dios, pues es natural acercarse al Padre y por su amor pedirle algo: “(...) dice un santo con respecto a un alma amante de Dios, que lo obliga a Dios a hacer todo cuanto ella quiere, y que lo seduce completamente de modo que Él no le puede negar nada de todo cuanto Él es (...)” (sermón XX). El hombre ha de tener todo, por cuanto es hijo de Dios, nacido y hecho de su misma esencia; por eso no es necesario, ni es digno, que el hombre se coloque en posición de dependiente y de esclavo: así se ata él a su dependencia, le obliga a Dios a dar, y por consecuencia se vuelve a obligar a sí mismo a seguir pidiendo y dependiendo. Así, ni el hombre es libre al recibir, ni Dios al dar. Por eso, Eckhart ve la relación de otra manera, desde la libertad y la autoentrega. Ahora bien, ¿cómo se traslada toda esta cuestión al ámbito de la comunidad humana? ¿También la libertad habrá de resolverse en el nopedir y el no-tomar, en la decisión de autoentrega, en las relaciones 122

humanas? Esta libertad y esta autoentrega es la única respuesta eficaz que deberíamos esperar de los demás, y que a la vez podríamos ofrecer a los demás. Es decir, el dar y el recibir no tienen que condicionarse por la exigencia y la obligación, sino que deben nacer por una moción de amor a partir de la libertad. Sólo en esta perspectiva la unidad en el amor es auténtica y es libre, ajena a toda esclavitud. Las relaciones que no se basan en la autoentrega recíproca, libre en sí y respetuosa de la libertad del otro, se transforman en relaciones de poder, tal como Nietzsche las descubrió y deploró. Eckhart no gusta mucho el pedirle a Dios cosas que quizás Él no quiera dar, debido a su elevadísimo concepto de la libertad: al querer que Dios, o alguna persona, me dé algo, de cierta manera estoy entrometiéndome dentro del campo de su libertad, y por eso tendré que tener extremados cuidados a la hora de esperar respuestas y resultados. Esta libertad camina de la mano de los mayores respeto y amor; de otro modo, sería una libertad vacía y fría, mental, casi como la del estoico. También, cuando Eckhart dice que quien pide algo a alguien se convierte en su esclavo, parece insinuar que otra gran preocupación suya es que todos fuésemos idénticamente libres: esto es parte del amor y la igualdad que hacen a la Unidad. No obstante, Eckhart no se detiene demasiado a indagar sobre la libertad. ¿Por qué? La libertad en sí misma, considerada separadamente, conlleva independencia, lo cual a su vez implica a la larga, división, separación, desemejanza y alejamiento de la Unidad. Si lo que Eckhart quiere es ser uno con Dios, la libertad entendida como independencia, como ser aparte, no le sirve. La libertad como problema sólo aparece en el juego de las cosas finitas, de las cuales hay que tomar cierta distancia y entre las cuales hay que optar para poder obrar. En el campo histórico de la vida, no en el cielo, se da el problema de la libertad: qué hago, hago esto o aquello. Eckhart explica: “(...) Mientras el hombre todavía posee la voluntad de querer cumplir la queridísima voluntad de Dios, semejante hombre no tiene la pobreza de la cual queremos hablar, pues todavía tiene una voluntad con la que quiere satisfacer la voluntad de Dios, y esto no es pobreza genuina. Pues, si el hombre de veras ha de poseer la pobreza, debe estar tan libre de su voluntad creada como lo era antes de ser. (...) Cuando yo me hallaba aun en mi causa primigenia, no tenía Dios alguno y era la causa de mí mismo; no quería nada ni apetecía nada porque era un ser libre y un conocedor de mí mismo en el gozo de la verdad. Entonces me quería a mí mismo sin querer otra cosa; lo que yo quería lo era, y lo que era lo quería, entonces me mantenía libre de Dios y de todas las cosas (...)” (sermón LII). Así como el pedir de modo dependiente, supeditando todo al cumplimiento del pedido, es una forma de esclavitud, de pérdida de la 123

libertad, también el aferrarse obsesivamente a la intención de cumplir la voluntad de Dios es otra forma de esclavitud, de falta de pobreza y falta de libertad. No puede ser libre, ni auténticamente pobre ni feliz, quien depende del autocastigo material o espiritual, contrariando sistemáticamente lo que el propio corazón le está diciendo. El mayor grado de libertad se alcanza cuando el hombre llega a estar por encima de toda intencionalidad auto-observada, lo cual solamente puede darse en el seno de Dios, cuando siendo el hombre dentro de Él tiene todo y no necesita andar marcando alternativas. La libertad terrenal abarca el manejo de las posibilidades según el criterio del hombre. La libertad en el seno de Dios involucra absoluta y totalmente al hombre. Pero pese a que no es accesible en esta vida, le sirve igualmente a Eckhart para iluminar el camino del hombre en el mundo: no puede el hombre librarse, separarse de Dios, ni de la vida vivida, ni siquiera de su propio ser. Cuando el hombre quiere ser libre de Dios, ahí se pierde. A veces el hombre quiere ser tan libre como Dios, pero eso le resulta imposible desde una distancia respecto de Dios. Cuando la libertad está mal enfocada, quiebra la unidad, así como con Dios, también con las demás personas y las cosas. Ésta es una regla básica para la administración de la libertad: el respeto y el cuidado de la unidad. Compárese esto con el concepto vulgar, actual, de libertad: se trata de una libertad solitaria, amarga y resentida; da las espaldas al amor humano y al amor divino, y es caldo de cultivo del egoísmo y del odio, pues con su exacerbada independencia rompe armonías y sistemas en las relaciones humanas. El hombre que así piensa, conforme a este actual concepto, se convierte en esclavo de su propia libertad. Eckhart, en cambio, se libera de esa clase de libertad donde el hombre se autoproclama autónomo en todo. Para que el hombre pueda acceder a un campo mayor de libertad, que lo abrace metafísicamente, tiene que recorrer el camino inverso al que hace el hombre actual: en vez de pretender ser un dios alejándose de Dios, para poder parecerse a Él hay que entrar en unidad con Él. Solamente tomando de Dios lo que no tenemos, podemos ser como Él. La libertad más plena sólo puede darse si el hombre se mueve dentro de la unidad: en esta vida, en la recíproca disponibilidad de unas personas para con otras nace la auténtica libertad. Hay quienes creen que el hombre es más libre si no se involucra con los otros y con las cosas, si no comparte, si no da, si no abre su corazón; ésa es la falsa libertad que rehuye del compromiso; pero, en realidad, en vez de hacerse más libre se esclaviza y se vacía cada vez más. La libertad vigente en la sociedad actual, es la libertad del desamor. La libertad de Eckahrt es la libertad del amor: al llenar la vida del hombre con Dios, 124

con gente y con cosas, lo colma de plenitud, de movimiento, de actividad, de ser. La libertad eckhartiana es una muy particular mezcla de desasimiento, amor, unidad, y compromiso, pero la genuina riqueza es su punto de llegada: “(...) recibirá cien veces tanto. Pues todo cuanto al hombre le gustaría tener, pero prescinde y se abstiene de ello por amor de Dios, ya sea de índole material o espiritual, lo encuentra todo en Dios (...)” (“P.I.”, X). El hombre actual podrá objetar a su vez, ¿pero para Eckhart, cómo es que somos libres? si la libertad está en tomar tal o cual camino, en todas las acciones que emprendemos; también hay algunas cosas sobre las cuales nunca nadie tendrá la posibilidad de elegir: nadie elige nacer, ni la época que le toca vivir, ni los antepasados, ni las circunstancias fortuitas. Considerando esto último, uno puede creer que no es tan libre. Sin embargo, para esta cuestión Eckhart tiene una curiosa respuesta: “(...) Mas cuando, por libre decisión, salí y recibí mi ser de criatura, entonces tuve un Dios; porque antes de que fueran las criaturas, Dios aun no era ‘Dios’; mas era lo que era (...)” (sermón LII). Si antes de nacer el hombre estaba en Dios, y era parte de Él, de su misma esencia, entonces Eckhart tiene que reconocer la libertad de nacer: estando Allí, el hombre debía ser tan libre como Dios; si Dios le hubiese obligado a nacer, entonces no hubiera sido libre ni hubiera sido parte de su mismo ser increado. Por eso Eckhart supone la elección del alma de venir al mundo, dada aquella identidad del bueno y la Bondad, el veraz y la Verdad, el justo y la Justicia. Precisamente así vistas las cosas, la libertad aparece más clara como directamente heredada de Dios: eso explica también el hecho de que Dios le permita al hombre distanciarse de la verdad, errar, pecar; si no se lo permitiese, no sería fiel a su propia esencia de libertad, la misma que donó al alma humana. En aquel sermón LII se ve condensada toda la metafísica eckhartiana: todo lo que en “El libro del Consuelo Divino” se dice de lo increado y lo creado, la Bondad y el bueno, la Justicia y el justo, a modo de punto de partida de toda postulación posterior (dado que desde ello se justifica el acceso en la tierra al consuelo y la bienaventuranza), en este sermón se ve como punto de llegada y resolución ética y metafísica en el sentido más absoluto. Allí donde Dios es lo que es más allá de toda creación, allí el hombre estuvo antes de existir, y logrará regresar pasada la existencia, y gozará de la perfecta identidad entre lo que es y lo que desea ser: “(...) Ahora diremos que Dios en cuanto es ‘Dios’ no es la meta perfecta de la criatura. Porque tan elevado rango de ser lo ocupa también la criatura más humilde en Dios. (...)”. En este sermón Eckhart llega mucho más lejos que en el resto de sus escritos: en otras páginas 125

hablaba de llegar al Padre, a Dios en cuanto Padre, y ahora ya quiere traspasar el límite entre criatura y Creador, para entrar dentro de lo que es Dios en sí mismo más allá de su Paternidad. Sucede que solamente a partir de allí el hombre consigue reconocerse a sí mismo en la más noble, libre y feliz dimensión: no importa que el hombre no llegue hasta allí en esta vida, pero el solo pensarlo, configurarlo dentro de la mente, hace posible un verdadero despertar de la conciencia humana. Eckhart descubre que desde allí, y sólo desde allí, el hombre consigue ser auténticamente sí mismo: “(...) Hay una palabra de San Pablo donde dice: ‘Por la gracia de Dios soy todo lo que soy’ (...) porque la gracia de Dios obró en él de manera que la accidentalidad fuera consumada en la esencialidad (...)” (sermón LII). A pesar de que a primera vista pueda dar la impresión de que en lo que aquí dice Eckhart, el mundo y el yo quedan como anonadados dentro del seno de Dios anterior a su misma Paternidad, contrariamente, paradójicamente, el yo histórico aparece revelado en su aspecto supremo e indeleble: si el hombre estuvo desde la eternidad en Dios, hay que imaginar que Dios lo pensó según su fisonomía particular y como determinado según una actuación histórica individual. Eckhart es dichoso de su certeza de que así tal cual es, con todas sus particularidades, así siempre estuvo y estará igual en el fondo más recóndito de Dios: “(...) Cuando la gracia terminó, luego de haber hecho su obra, Pablo seguía siendo lo que era (...)”. El ser libre no incluye el deshacerse del propio yo; más bien, el querer renegar de uno mismo es metafísicamente imposible, y además encierra una contradicción: mientras el hombre quiere deshacerse de sí mismo, existe cierta dualidad, la de él contra él mismo, perpetuando así una dialéctica insoluble dentro de la esclavitud. En cambio, el hombre que natural y tranquilamente permanece en sí mismo, sin armar una guerra dentro de sí, ése puede aprender a vivir libremente: “(...) como ya he dicho en varias ocasiones sin que se me haya interpretado correctamente, Judas en el infierno no querría ser otro que en el reino de los cielos. ¿Por qué? Pues, si hubiera de ser distinto, debería aniquilarse en lo que es en esencia. Esto no puede suceder, porque el ser no reniega de sí mismo (...)” (sermón XLVII). Querer no ser uno mismo, ser otro que uno mismo, es querer anularse a sí mismo. Una cosa es querer cambiar muchos aspectos de uno mismo, arrepentirse de alguna mala intención, o tener la voluntad y la fuerza para ir y realizar cosas nuevas; pero muy distinto es desear la total eliminación de uno mismo, como una supuesta forma de liberación. En el hecho de querer ser otro que uno mismo, hay mucho más odio que amor, es el camino equivocado, conduce a una autodestrucción ética, que, como nunca puede acabar de consumarse 126

realmente ni en la tierra ni en el cielo, sólo se perpetúa junto con el dolor y la negación de la libertad y la felicidad. Esta rareza del yo que se desespera por dejar de ser sí mismo, como también la enfermedad del desesperado por conservar o agrandar su propio yo, fueron muy extensamente observadas por Kierkegaard. Eckhart no cree posible la desesperación de no ser sí mismo, de dejar de ser sí mismo; él encuentra una razón metafísica indestructible del amor que naturalmente siente el hombre por él mismo: “(...) Cuando el cuerpo está preparado, Dios le infunde el alma y la forma de acuerdo con el cuerpo, y ella tiene semejanza con él, y a causa de esta semejanza, amor por él. Por eso no existe nadie que no se ame a sí mismo; se engañan a sí mismos quienes se imaginan que no se quieren a sí mismos (...)” (sermón LVII). Eckhart más bien ve como mal común a la desesperación por ser sí mismo, el aferrarse al yo y a todo cuanto incumba al yo; de ahí su nunca suficientemente destacado énfasis sobre la necesidad de ejercitar el desasimiento. Desde su punto de vista, el querer abolir al propio sí mismo, es no sólo éticamente sino metafísicamente impensable. Es prácticamente imposible que el hombre no encuentre en sí mismo algo que le guste, algo que pueda aprobar y que lo conforme, o algo a partir de lo cual sea posible construir un camino nuevo en su vida. Más bien, el hombre debe tener como punto de partida la autoaceptación: ésta es otra clave ética fundamental. La aceptación de las limitaciones espirituales y físicas es algo que también puede aprenderse, y es parte de la libertad eckhartiana. Solamente cuando el hombre decide pensar y obrar desde un yo bien plantado sobre sus raíces, estará en condiciones de reconocer qué es lo que debe modificar, o iniciar, y de qué manera. En consecuencia, cuando Eckhart habla de un despegarse del propio yo, no hay que deducir de ningún modo una pérdida ni de la entidad, ni de la personalidad, ni de la libre determinación de la persona humana individual. Simplemente, al considerar al yo humano, a su libertad, y a todas las cosas desde una separación y puesta en dialéctica con Dios, Su Voluntad y sus designios, allí el pensamiento encuentra trabas de toda clase. Un primer grado de la libertad incluye el desasirse internamente de todo cuanto el hombre trate obsesivamente como propiedad: personas, cosas, planes, ideas, a fin de practicar el respeto y seguimiento de los dictámenes de Dios. Luego viene un segundo nivel de la libertad, el más elevado, desde el cual puede ser superada ya la diferencia entre la humana y la divina voluntad; al no prestar atención a ninguna diferencia, al no habitar en la distinción de una voluntad respecto de la otra, se da una suprema libertad: “(...) Donde el hombre conserva en sí un lugar, ahí conserva una diferencia. Por eso ruego a 127

Dios que me libre de ‘Dios’, porque mi ser esencial está por encima de Dios, en cuanto entendemos a Dios como origen de las criaturas. Pues, en aquel ser de Dios donde Dios está por encima del ser y de la diferencia, ahí estuve yo mismo, ahí quise que fuera yo mismo y conocí mi propia voluntad de crear a este hombre (=a mí). (...) Pero en el traspaso donde estoy libre de mi propia voluntad y de la voluntad de Dios y de todas sus obras y del propio Dios, ahí me hallo por encima de todas las criaturas y no soy ni ‘Dios’ ni criatura, antes bien soy lo que era y lo que debo seguir siendo ahora y por siempre jamás (...) porque en este traspaso obtengo que Dios y yo seamos una sola cosa (...)” (sermón LII). Algún lector contemporáneo seguramente propondría esta pregunta: ¿qué me da a mí, en la tierra, el tener noticia de aquella libertad superlativa del hombre en el corazón mismo de Dios, más allá del mismo cielo y de la tierra? ¿Qué cambia en mi vida el saber eso? ¿Para qué me sirve? ¿En qué modificaría a la ética? La respuesta no es tan evidente pero es simple: el saber de aquella libertad, de dónde viene, cómo es que funciona, tiene la utilidad de reubicar en su legítima dignidad a la libertad terrenal, al mismo tiempo que da pistas sobre cómo manejarla en la praxis. Que la libertad sólo nazca en la unidad que conjuga y conserva las diferencias, y que crezca dentro del saber que se olvida ya del hecho de saber, como también en el dar y el actuar que ya no están pendientes de su propio hacer, hace ver las relaciones humanas desde una perspectiva distinta de la común. Desde lo que plantea Eckhart es posible concebir y vivenciar de un modo muy superior, todo cuanto es la solidaridad, la amistad, el amor del hombre y la mujer, y cualquier forma de relación en la sociedad: los vínculos humanos aparecen allí como verdaderos lazos que unen, pero que no atan sino que liberan y conllevan felicidad y paz. La manera en que Eckhart incluye al hombre individual y a todas las cosas dentro de la eternidad de Dios, tiene que modificar, indudablemente, la forma corriente de considerar y afrontar la vida mundana: si el hombre logra pensar así, ya no verá “casualidades”, “hechos aislados”, ni cosas sin importancia, más bien todo se le manifestará como parte de lo Uno. No se necesita que las cosas cambien para que la vida humana adquiera nuevos sentidos; sólo es necesario que el hombre modifique sus pensamientos y sus acciones. Quien aprende a mirar las cosas de este modo, podrá también aprender a ser realmente libre. Pero es claro que no todas las personas están preparadas para ello: “(...) Quien no comprende este discurso, no debe afligirse en su corazón. Pues, mientras el hombre no se asemeje a esta verdad, no habrá de comprender este discurso; porque se trata de una verdad no 128

velada que ha surgido inmediatamente del corazón de Dios (...)” (sermón LII). Asimismo cuando el hombre llega a comprender lo que dice Eckhart, lo acepta como verdadero y decide recomponer toda su vida desde ello, tiene que ser prudente, no debe dejarse marear por tanta y tan poderosa libertad; ése es el riesgo que el hombre corre cuando cobra conciencia de su libertad. Por eso, como freno, como límite para cualquier eventual desborde de la libertad terrenal, Eckhart encuentra a la obediencia y a la humildad. De la primera, dice: “(...) Allí donde el hombre, en obediencia, sale de su yo y se deshace de lo suyo, justamente allí Dios, a su vez, debe entrar por fuerza (...)” (“P.I.”, I). La obediencia es el nombre de la virtud que sabe seguir la voluntad de Dios, y que es capaz de medir la libertad cuando tienda a excederse. De la segunda, dice en el sermón XIV: “(...) la soberbia escondida y disimulada es la raíz de todos los pecados y máculas y le siguen sólo pena y dolor. La humildad, en cambio, es raíz de todo lo bueno, y lo sigue. (...) El hombre verdaderamente humilde no tiene necesidad de rogar a Dios, puede mandar a Dios, porque la altura de la divinidad no pone sus miras sino en la hondura de la humildad (...) El hombre humilde y Dios son uno (...)”. Obediencia y humildad son virtudes arraigadas en el desasimiento: la gran teoría de la libertad de Meister Eckhart está en todo el desarrollo del desasimiento, con sus implicaciones y aplicaciones. Sin embargo Eckhart no hace de la libertad un problema pesado, alarmante, como viene apareciendo desde la modernidad. ¿Por qué? Porque sencillamente a él le basta con descubrir y fomentar la natural libertad dada por Dios, heredada directamente de Dios, para pensar, sentir y actuar: una libertad de la obra interna y de la obra externa, una libertad metafísica y ética inconmensurable. Eckhart no quiere soltarse de la mano de Dios, pero no a causa del miedo, ni de la culpa, ni de la conveniencia: simplemente siguiendo la misma legalidad ontológica según la cual funciona absolutamente todo lo creado. Eckhart ve que el hombre separado de Dios camina hacia la nada, y allí no puede ser el hombre. No es una cuestión de dogmas, ni de posturas paternalistas de pensamiento, ni de un rígido descanso en la “autoridad” de Dios. Más bien Eckhart se sube al tren de las cosas, tal cual Dios las puso; la realidad tiene sus leyes, a las cuales hay que conocer bien, y respetar, pues de otro modo las cosas se niegan a funcionar: por eso siempre aconseja Eckhart “únete a Dios” (fuge dich zu Gott). El hombre moderno, en lugar de trabajar para realizar la libertad que Dios naturalmente le dio, se ocupa empecinadamente en ensanchar indebidamente- los dominios de su libertad hacia terrenos que en realidad 129

y por esencia no le competen: el querer desestimar las demandas que nacen dentro del espíritu (el desamor en todas sus manifestaciones), o el pretender alterar las leyes de la biología y de la física, muestran dicho deseo de “ensanchar” la libertad, y hay en ello cierta soberbia y presunción de omnipotencia por parte del hombre. Eckhart siempre tiene presente la libertad del hombre para elegir qué pensar, cómo reaccionar, cómo intentar resolver situaciones internas y externas; inclusive tiene en cuenta las imposibilidades materiales, reales, que muchas veces interfieren en la vida. Pero también Eckhart saca a la luz la suprema libertad que puede disfrutar el hombre en el seno de Dios, aunque no sueña con ella aquí a la manera obtusa y negadora del estoico. Eckhart quiere enseñar al hombre a vivir aquí en la tierra, tan bien como sea posible, con toda la libertad que esté a disposición humana. La libertad del estoico es imaginaria, no real, y viene de una ilusión tras encerrarse el espíritu en él mismo, cerrando los ojos al mundo y a la sensibilidad para atravesar la existencia. La libertad eckhartiana es real, es dada en la existencia, y es una verdadera potestad que viene de Dios, a fin de que el hombre la conozca y la use bien, poniendo en marcha un camino elegido, bello y bueno dentro del mundo, para que la vida terrenal logre su más excelsa realización. Cuando Eckhart expresa que la obra del hombre no debe ser insuflada desde el afuera porque entonces sería obra muerta, lo que indirectamente está diciendo es que el hombre tiene, como parte del mismo deber, que defender su más íntima e inalienable libertad. La obra buena, para ser perfecta, tiene que salir de un libre movimiento desde el fondo del alma; una obra buena que sale debido a influencias externas, no es del todo libre. El hombre tendrá que actuar bien, no porque así lo debe, sino porque elige actuar según el deber. Si actuara de un modo u otro simplemente porque lo debe hacer así, no sería libre. Por eso, como para Eckhart la libertad tiene un peso enorme en el juego de las fuerzas éticas, diría que “actuar como se debe”, sin más, simplemente porque se debe, no sólo anula a la libertad como verdadero motor de los actos, sino que además, y a causa de eso mismo se produce cierta falta de autenticidad en la acción, y su mérito ético se falsifica de cierto modo. Eckhart insiste en dos cosas: primero, que “cuanto más te asientes en ti mismo, tanto más podrás volcarte hacia fuera”, dado el peso metafísico de la moción libre desde dentro; y segundo, que el acercarse a Dios, a la verdad y al amor, se ha de dar siempre en una conversión simple: no importa el modo, no importa lo que se haya cometido o no, no importan la habilidad ni la disponibilidad de medios externos, sólo importan la pureza y la autenticidad de la intención recóndita del alma; éticamente 130

sólo cuenta la sinceridad de la acción. La concepción eckhartiana de la libertad es de tal envergadura que brinda sobradas razones para echar por tierra el angustioso y moderno concepto de “deuda”. Nietzsche, en “La Genealogía de la Moral” explica cierto histórico sentimiento de “deuda” para con Dios, supuestamente proveniente de la desproporción insuperable entre la gratuidad y el valor de los dones divinos, y la humana imposibilidad de pagarlos, dando lugar así a la culpa como elemento básico de la relación con Dios. Nietzsche habla de un Dios “acreedor” y un hombre “deudor”, en una evidente y despareja relación de poder, y en una situación donde el hombre se siente tan mal que comienza a negarse a sí mismo todas las cosas bellas y buenas, naturales, instintivas, de la vida en el mundo, solamente desgarrado por la culpa, por la “deuda”. Nietzsche imagina así a un Dios verdugo, cuya santidad no abriga bondad sino crueldad, y cuyo placer y alegría dependen de las desgracias y los dolores del hombre. Si bien es cierto que a lo largo de la historia, muchas veces y en muy diversas culturas se han cometido toda clase de aberraciones y se ha manipulado el alma del hombre común en nombre de Dios, también es cierto que Nietzsche no sostiene su planteo desde la forma natural del hombre de pensar a Dios; los términos en los que Nietzsche instala la relación del hombre con Dios, revelan un alto grado de resentimiento, de rencor, de amor mal llevado; más que ser un descreído de Dios, da todas las señales de estar peleado con Él. Nietzsche no es tan libre como él supone: su malestar lo convierte en esclavo de sí mismo; el amor y la unidad hubieran podido liberarlo. Es mala estrategia la vinculación desde la ruptura. Con el retrato de Dios que se transluce en los libros de Eckhart, y con el lugar que dentro de ese retrato ocupa el ser humano, es imposible que aparezca aquel nietzscheano sentimiento de deuda. Lo único que quiere Dios es darse a sí mismo y darle todas las cosas al hombre, tal que lo conozca, lo posea y sea uno con Él, en la más plena y rica bienaventuranza. Allí no hay cabida para la deuda ni para la culpa, dada la presencia y eficacia permanentes de la sobreabundancia de Dios: todo ser y todo amor. El hombre es niño nato, pero de la esencia increada, nonacida, de Dios; el origen, la búsqueda y el retorno del hombre hacia Dios más allá de su Paternidad, rebaten toda idea de deuda o de culpa. Todo este sistema avala la práctica del desasimiento, de la libertad del hombre para moverse en el mundo, e incluso el ser uno con Dios pero sin “aferrarse” a Él, confiándose a su misericordia. La relación del hombre con Dios se da en el amor y la libertad, nunca desde el interés, la especulación y el poder: “(...) Dios no busca lo suyo, Él es libre y 131

desasido en todas sus obras y las hace por verdadero amor. Lo mismo hace también aquel hombre que está unido con Dios; él se mantiene también libre y desasido en todas sus obras, y las hace únicamente por la gloria de Dios, sin buscar lo suyo, y Dios opera en él (...)” (sermón I). La ausencia de culpa, desde el planteo de Nietzsche, equivale a saltar por encima de un problema no resuelto: primero abre ese abismo entre el hombre y Dios, y eso le trae en realidad la culpa; luego, como no encuentra mejor solución, de cierto modo “niega” la dificultad, y en vez de arreglarlo mediante la unión, decide renegar de Dios; por ese camino la culpa (pero no entendida ya como una deuda metafísica, sino como una especie de herida en el alma), no va a desaparecer jamás. La ausencia de culpa en el pensamiento de Eckhart se sustenta en varias cosas: primero, la comunión esencial del hombre con Dios, más allá de cualquier olvido o distancia o rebeldía en que incurra el hombre; segundo, la misericordia divina que deja siempre la puerta abierta para el hombre a pesar de todo; tercero, la sana elaboración del arrepetimiento que no se disuelve en el lamento; y cuarto, la integración del mal proceder dentro de los propios designios de Dios. La culpa solamente consigue alejar al hombre de Dios, y es por eso que Eckhart rechaza la penitencia y el castigo; la culpa le roba al hombre el amor y la unión que necesita para ser devuelto a la actuación y a la felicidad. Es imposible imaginar una libertad más grande, más hermosa y más perfecta.

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VIII - EL SUFRIMIENTO Y LA VÍA DE LA CONSOLACIÓN EL SUFRIMIENTO Los modelos de ética más conocidos, en líneas generales parecen haber sido diseñados para la vida en condiciones ideales: imaginan posibles problemas, disyuntivas y debilidades, pero casi siempre quitándoles su eminente costado doloroso. Cualquier situación que requiera una solución por parte de la ética, más allá de reportar un reto a la inteligencia, también incluye un componente añadido de espiritualidad dañada. Y si la ética ha de aportarle al hombre todos los recursos posibles a fin de llevar bien su vida, entonces no debe pasar por alto el problema del sufrimiento. La obra donde, por excelencia, Eckhart se dedica a desarrollar su tesis sobre ese tema es “El Libro del Consuelo Divino”. El hecho de que el autor elabore sus pensamientos en “El Libro del Consuelo Divino” sobre el problema del sufrimiento como nudo principal, se explica por varias vías: primero, la finalidad inmediata de la obra es consolar con la verdad y eficazmente a una reina caída en desgracia; segundo, la vida terrena conlleva siempre padecimientos, molestias y pérdidas inevitables, conforme a la finitud esencial del ser natural, lo cual hace necesario proveer a todo ser humano, en cualquier tiempo y lugar, el debido camino de consolación, es decir, el camino del alivio espiritual que no se aparta de una línea de conducta; tercero, dado que el fin último de la ética eckhartiana es la perpetua y progresiva asimilación del alma con el Uno, es imprescindible tomar el sufrimiento e integrarlo a la totalidad de la vida del hombre. Y, paralelamente, para comprender el destino del hombre hay que compaginar la felicidad y el sufrimiento, el bien y el mal, la verdad y el error; elaborar una “sufrimiento sin sufrimiento”, un sufrimiento que se convierta en alegría y se atomice en un consuelo, encierra un pensar paradójico y todo un proceso, que sólo un alma mística es capaz de abarcar verdaderamente. En el texto de Eckhart pueden distinguirse tres clases de sufrimientos: primero, el que viene de perseguir cosas vanas (amar a la criatura por ella misma; querer contrariar el curso de los acontecimientos trazado por Dios); segundo, el sufrimiento del hombre justo perseguido por la maldad; y, tercero, el sufrimiento que le toca indistintamente a cualquiera, sin una causa antecedente aparente (puede ser una desgracia, una gran dificultad, etc.). Eckhart condena la primera especie de sufrimiento y enaltece a la segunda y a la tercera. La primera es perfectamente evitable, y delata el error del hombre. La segunda y la tercera especia de sufrimiento deben servirle al hombre para aumentar su 133

fe y su amor a Dios, para practicar la humildad y la paciencia, y para templar la debilidad y la hipersensibilidad humanas. Estas tres formas de sufrimiento están desordenadamente aludidas a lo largo de todo el texto de “El Libro del Consuelo Divino”; Eckhart no las separa sistemáticamente, aunque sí lo hace de modo implícito. Algunos sufrimientos sepultan al hombre, y otros lo dignifican. Parte de la clave ética para descubrir si alguien va por el buen camino o no, es responder a la pregunta de “qué es aquello por lo cual está sufriendo”. La respuesta dará la pauta exacta de la orientación espiritual de la persona en cuestión, y en consecuencia indicará qué es lo que hay que corregir (si hay error) o perseverar (si hay verdad en el entendimiento y rectitud en la voluntad). De igual modo que en su libro de consolación, en sus “Cuestiones Parisienses”, Eckhart expresa su idea acerca del buen y el mal sufrimiento: “(...) El padecer más no quita nobleza al que padece, a no ser que sea una pasión que se produce por el rechazo de un contrario. Pero padecer más con esa pasión que es salud y perfección, no quita nobleza al que padece. (...)” (“Q.P.” 3º, 32 -15). El espacio total que el alma puede potencialmente recorrer está comprendido entre dos polos: por un lado, el dolor, la angustia, el desconsuelo, la equivocación, la ineficacia y la nada; y por el otro lado, la paz, la alegría, el consuelo, la verdad, la utilidad segura y la plenitud. El hombre toma el primero o el segundo camino según pierda la unidad con Dios o la gane. Es la unidad misma de Dios, pura, simple y plena a la vez, que permite afirmar indudablemente que en Dios no caben infortunios ni sufrimientos: “(...) Para Dios no hay nada que sea largo ni lejano. Si quieres que nada te reslute ni lejano ni largo, vincúlate a Dios, pues entonces mil años son como el día de hoy. De la misma manera digo yo: En Dios no hay ni tristeza ni pena ni infortunio. Si te quieres ver libre de todo infortunio y pena recurre y dirígete solamente a Él con completa integridad. Ciertamente, todas las penas provienen del hecho de que no te dirijas hacia Dios, ni únicamente a El. (...)” (“L.C.D.”). Eckhart reconoce que muchas veces le sobrevienen males al hombre sin haberlos buscado, y no por cargar tampoco con ninguna culpa: sin embargo, en tales casos la responsabilidad y la calificación moral se miden sobre la obra interna y externa posteriores al mal padecido: “(...) Ahora se puede conocer y comprender la mentalidad burda de la gente que por regla general se sorprende cuando ve que alguna persona buena está padeciendo dolores e infortunios, ocurriéndoseles a menudo la idea y el error de que esto sucede a causa 134

de un pecado oculto, y a veces dicen también: Ay, yo me imaginaba que esa persona era muy buena. ¿Cómo puede ser que padezca tamañas penas e infortunios mientras yo creía que no tenía defectos? Y yo estoy de acuerdo con ellos: Ciertamente, si fuera una pena real ya si lo que sufren significara para ellos pena y desdicha, entonces no serían buenos ni libres de pecado. Pero si son buenos, el sufrimiento no implica para ellos ni pena ni desdicha, sino que lo tienen por gran dicha y felicidad. ´Bienaventurados´-dijo Dios, o sea la Verdad-, ´son todos los que sufren a causa de la justicia´ (Mat. 5,10). (...)” (“L.C.D”). Dios le envía al hombre sufrimientos como prueba que debe pasar. En el desenvolvimiento histórico el hombre llega a revelarse tal cual es, y los resultados mostrarán si puede o no se llamado “hijo de Dios”. Eckhart establece al sufrimiento como condición necesaria para estar cerca de Dios: “(...) Dice San Pablo que Dios castiga a todos cuantos acepta y acoge como hijos (Cfr. Hebreos 12,6). Si uno ha de ser hijo corresponde que sufra. Como el Hijo de Dios no podía sufrir en la divinidad y en la eternidad, el Padre celestial lo envió al siglo para que se hiciera hombre y pudiera sufrir. Si quieres ser, pues, hijo de Dios, y sin embargo, no quieres sufrir, estás muy equivocado. Está escrito en el Libro de la Sabiduría que Dios nos examina y somete a prueba para ver quién es justo, tal como se examina y se somete a prueba y se afina el oro en un horno de fundición (Cfr. Sabiduría 3, 5/6). (...)”. Todo cuanto quiere Dios es bueno, justamente porque Dios lo quiere. Eckhart dice que para él no tendría ningún valor que Dios le diera algo porque él se lo pidió, y no porque Dios mismo quisiera dárselo realmente; no es ésta una ética del “pedir” a Dios sino del “seguir” a Dios. Por otra parte, también está mal pedirle pequeñeces a un Dios infinitamente bondadoso y sobreabundante: “(...) No quiero ni debo solicitarle una insignificancia a este Dios rico, cariñoso y generoso (...)” (“L.C.D.”). Eckhart más bien propone abandonarse a la confianza plena en la abundancia de Dios; contrariamente a la generosidad y la prodigalidad terrenales que, cuanto mayores son, tanto más disipan y devalúan aquello que dan, la generosidad divina aumenta inconmensurablemente el valor de sus dones, aun cuando se trate de sufrimientos. Como contrapartida a la actitud de pedirle a Dios que las cosas sean de una manera determinada, Eckhart prefiere pedirle a Dios el querer querer las cosas tal como Él mismo las quiere. En su intención de recibir todas las cosas de igual manera, por cuanto corresponden al mandato divino, Eckhart recuerda las palabras de Séneca: “(...) Séneca, 135

un maestro pagano, pregunta: ¿Cuál es el mejor consuelo en el sufrimiento y en la aflicción?, y contesta: Es éste de que el hombre acepte todas las cosas como si las hubiese deseado y pedido; pues, si hubieras sabido que todas las cosas suceden por la voluntad de Dios, con ella y de acuerdo con ella, tú también habrías deseado que así fuera Dice un maestro pagano: Duque y Padre supremo y Señor del alto cielo, estoy preparado para todo cuanto quieres: ¡dame la voluntad de querer según tu voluntad! (...)” (“L.C.D.”). Con esto Eckhart no está induciendo al hombre a la pasividad. Más bien cabe interpretar que, cuando el hombre ya no puede hacer nada más para mejorar o cambiar la realidad, pedirle a Dios que Él mejore o cambie las cosas, no es lo más correcto éticamente, pues, por encima de los motivos humanos están los motivos divinos que sí son sabios. Por eso, lo mejor desde el punto de vista de la consolación, como lo mejor desde el punto de vista ético, consiste en acostumbrarse a querer aquello mismo que Dios quiere.

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LA VÍA DE LA CONSOLACIÓN Queda ahora por estudiar la ética de Eckhart a partir del tema de la consolación. Pues, trazar el plan de una ética eckhartiana sin dejarle un espacio propio al camino del consuelo, equivaldría a traicionar al espíritu del autor. En el texto van apareciendo, desordenadamente, una serie de treinta argumentos de consolación; pese a la informalidad metodológica, es sumamente interesante seguir cierta coherencia interna entre los argumentos. Si se observa cuidadosamente, se ve que Eckhart elabora con mucha delicadeza, no sin una intencionalidad pedagógica, todo un pasaje del alma desde el desconsuelo más hondo hasta el consuelo más pleno y verdadero, a partir de una metamorfosis “ética”; tal metamorfosis consta de una cadena de pasos ordenados gradualmente: aceptación de la realidad, renuncia a todas las cosas, vaciamiento de sí y de toda imagen, transfiguración del hombre en la voluntad divina, reconocimiento de Dios en todo, agradecimiento a Dios, felicidad y alegría. De este modo Eckhart muestra cómo se puede transformar la realidad penosa en realidad ilimitada y feliz. Además hay que hacer notar que, vista la cuestión desde la unión mística o desde la consolación, coincidentemente, los pasos que el alma debe seguir son siempre los mismos; así, tanto el místico como el hombre común angustiado tienen por delante el mismo camino y el mismo fin. Aunque los argumentos de consolación no pueden llamarse en sentido estricto “preceptos” éticos, es indudable que sí suponen muy determinadas condiciones y disposiciones del alma, y mientras se trate de determinaciones de la voluntad, se puede hablar de ética. Según van dándose a lo largo del libro (el autor no los enumera específicamente), los argumentos se resumen en los siguientes puntos, en este orden: 1) “(...) ningún desasosiego ni daño carecen de sosiego y que ningún daño es mero daño. (...) la lealtad y bondad de Dios no permiten que cualquier prueba o aflicción se haga insoportable. (...) Dios y la naturaleza no permiten la existencia del mal o de la pena puros (...)”. En este argumento de corte metafísico, la clave ética radica en descubrir la punta de ovillo que Dios tira, en medio de la situación mala, para que el hombre se sobreponga y resuelva los problemas. 2) “(...) Aquello que es algo y bueno, sabe consolar; pero lo que ni es ni es bueno, lo que no es mío y está perdido para mí, tiene que producir necesariamente desconsuelo y pena y pesares (...)”. Es argumento de aceptación. El hombre debe gozar en la contemplación de lo bueno que tiene o que ha tenido, y debe dejar de mirar hacia lo 137

perdido; sólo así su ánimo se dispondrá a aceptar la realidad penosa. 3) “(...) si quieres ser consolado, olvídate de quienes están mejor que tú y piensa en todos aquellos que están peor. (...)”. Es un argumento de aceptación, similar al anterior. 4) “(...) Toda pena proviene del amor y de la afición. Por eso, si me apeno por cosas perecederas, tengo aún, y tiene mi corazón, amor y afición a las cosas perecederas y no amo a Dios de todo corazón (...) ¿Cómo me sorprendo entonces cuando Dios permite que soporte con toda justicia daños y penas? (...)”. Es argumento de renuncia. Es necesario desasirse de lo deseado por dos razones: primero, porque Dios no quiere que yo tenga lo que yo quiero (y por eso no lo tengo) y, segundo, porque para quitar la pena hay que dejar de adherirse a la pena y al deseo contrariado. 5) Un hombre bueno nunca debe quejarse de sus penas; sólo debe lamentarse de sus lamentaciones. Es un argumento de renuncia: en este caso, aplicada al falso consuelo en el lamento. 6) Rezamos a Dios: ¡hágase tu voluntad!, pero cuando ésta se cumple, el hombre se queda contrariado. Es argumento de aceptación que pide que el hombre reciba igual todas las cosas como si fueran conforme a sus deseos. 7) “(...) Un hombre bueno debe confiar en Dios, creerle y estar seguro y conocerlo bien, sabiendo que a Dios y a su bondad les resulta imposible permitir que al hombre le sobrevenga algún sufrimiento o pena, a no ser que con ello Dios le quiera evitar al hombre una pena mayor o darle ya en esta tierra un consuelo más fuerte o lograr con esta pena y por ella una cosa mejor. (...)”. Este es un argumento basado en la fe y en la doctrina. Tanto la fe que guarda el corazón como la fuerza que empuja al entendimiento, ambas hablan al alma acerca de un sentido de los acontecimientos; no siempre ese sentido es tan evidente, aunque es deber del hombre siempre descubrirlo. 8) El hombre perfecto debe, por habituación, haberse muerto para él mismo, y no conocer ni desear nada fuera de Dios y Su voluntad. Es un argumento sobre el vaciamiento del alma. 9) “(...) ¡Observa qué vida maravillosa y deliciosa tiene tal hombre ´en la tierra como en el cielo´ en Dios mismo! (...) pues, cuando poseo la gracia y la bondad (...) siento un consuelo y una alegría iguales y completas en todo momento y en todas las cosas; pero, si no tengo nada de esto, he de carecer de ello por amor de Dios y de acuerdo con su voluntad. (...)”. Es argumento de renuncia, vaciamiento y reconocimiento hacia Dios. 10) “(...) Y ciertamente, en el sentido más propio se toma a Dios 138

hallándose privado y no tomando; pues, cuando el hombre toma, el don en sí mismo posee aquello que le produce al hombre alegría y consuelo. Pero cuando no toma, no tiene ni encuentra ni sabe nada de qué alegrarse, a no ser sólo Dios y su voluntad. (...)”. Es un argumento de vaciamiento. 11) Todo cuanto el hombre pierde, sea un ser querido, bienes materiales, o una parte de su cuerpo, Dios se lo tiene en cuenta al precio por el cual él no hubiera deseado perderlo, siempre y cuando el hombre lo sufra con y por amor a Dios. Es un argumento de renuncia. En la pérdida pueden hallarse dos aspectos positivos: primero, mediante ella el hombre aprende a darle valor a las cosas (a veces es necesario perderlas o estar alejado de ellas para descubrir cuánto significan, Eckhart lo dice) y, segundo, la fe enseña que Dios en algún momento y en alguna forma devuelve al hombre bueno lo que ha perdido o le regala algo que compense su dolor. 12) El hombre debe admitir la debilidad de su naturaleza conforme a la voluntad divina; y, si fuera el deseo de Dios que el hombre careciera de sus defectos, el hombre también se sentirá bien si lo recibiera como voluntad divina. Es argumento de aceptación y renuncia. 13) “(...) Si por consiguiente, un hombre durante un año quisiera prescindir de su ojo para salvar de la muerte a un hombre que de todos modos habrá de morir dentro de breves años, entonces debería prescindir de alguna cosa con razón y más gustosamente durante los diez o veinte o treinta años de vida que acaso le quedaran para lograr así su eterna salvación (...)”. Este es un argumento de renuncia que enseña a modificar el orden de importancia de las cosas; lo fugaz y contingente se considera comúnmente como imprescindible mientras lo eterno cae en el olvido. Eckhart sugiere la renuncia a toda cosa en particular, confiando en la imposibilidad de caer en la nada, puesto que la infinitud de Dios guarda todo en sí, y es allí donde debe ir el hombre. 14) A un hombre bueno le resulta penoso e insoportable lo que es esto o aquello; perderlo quiere decir perder la pena. Perder penas es el consuelo verdadero. También éste es un argumento de renuncia; en este caso, el concepto de renuncia alcanza hasta la pena misma: es necesario renunciar a la pena, pero para perder la pena el alma debe soltarse del deseo particular o del objeto perdido. Aferrarse a la pena, por otra parte, es otra forma de adherirse a ese deseo o a ese objeto. Acceder al consuelo implica aprender a renunciar tanto a la pena misma como al objeto perdido que causa pena. 15) “(...) Dios dice la verdad y hace promesas por El mismo, que es la Verdad. Si Dios renegara de su palabra, de su verdad, 139

renegaría de su divinidad y no sería Dios porque El es su palabra, su verdad. Su palabra, empero, dice que nuestra pena habrá de ser trocada en alegría (...)”. Este argumento está basado en la revelación, aunque tiene también su fundamento metafísico. Que todas las “piedras” serán convertidas en “oro” significa que todo lo que es limitación y negación, “el no que quema en el infierno”, será eliminado puesto que Dios es el Uno y el Todo y en El no cabe la nada sino sólo la plenitud del ser y del amor. La privación y el no-ser no se sostienen en sí mismos. 16) Si el hombre se consuela en la criatura, en realidad no hallará consuelo en ningún lugar; en cambio, si la criatura no lo consuela, hallará verdadero consuelo en todas partes. Este es un argumento de vaciamiento del espíritu y reconocimiento hacia Dios en todo. 17) La igualdad atrae a lo semejante, y no hay paz hasta lo que atrae y lo que es atraído se convierten en uno. Es argumento metafísico sobre la transfiguración del hombre en Dios, cuya clave es la unidad: unidad esencial, unidad en el movimiento (proceso de retorno al Uno de Dios), y unidad en el fin (la unión del alma con Dios al término es tal, que la simplicidad en la cual se resuelve llega hasta superar los conceptos de semejanza y de igualdad, por cuanto ellos implican diferencia, distancia de la unidad, aunque más no sea en su mínimo grado). Esto último señala Eckhart cuando dice: “(...) Padre significa nacimiento y no similitud y se refiere a lo Uno en donde la similitud enmudece y se calla todo cuanto tiene apetito de ser (...)”. 18) “(...) Un hombre marcha por un camino y ejecuta una obra u omite hacer otra y se hace daño, y piensa mal cuando dice: ¡ay, si hubiera ido por otro camino!, pues tal vez si hubiera tomado otro camino, habría podido sufrir un daño mucho mayor (...)”. Como el propio Eckhart lo dice, se trata de un argumento lógico; pues, seguramente, de entre varios males posibles, Dios sólo permite el menor o el que al final redunde en un bien mayor. 19) “(...) Puesto que al hombre le es dado en préstamo todo cuanto disfruta ¿con qué derecho se queja cuando Quien se lo prestó lo quiere recuperar? Más bien tiene que agradecer que aquello le fuera prestado durante tanto tiempo. Incluso debe también agradecer a Dios que no le haya quitado íntegramente todo cuanto le había prestado; y si el hombre se enoja por perder algo de lo que nunca le perteneció, será justo que Dios le quite todo cuanto le había prestado. (...)”. Es un argumento de reconocimiento y agradecimiento hacia Dios, pero alcanza también la noción de justicia: si Dios permite que le sobrevenga una pérdida al hombre, ello es parte de sus designios, que necesariamente son justos. Si el hombre no acepta la pérdida, no es justo, y entonces es 140

“justo” que sienta pena en su corazón. En cambio, si en vez de contemplar la pérdida, contempla el hecho de que tuvo un tiempo lo que luego perdió, revaloriza lo que tuvo y el hecho mismo de que lo tuvo, y practica la paciencia y el agradecimiento. 20) “(...) Debe haber algo más íntimo, más elevado e increado, sin medida y sin modo, en lo cual el Padre puede acuñar su imagen y verterse y demostrarse íntegramente: el Hijo y el Espíritu Santo (...)”. Es un argumento de transfiguración y reconocimiento. 21) Dios está presente en todas partes de igual manera en todo momento. Nadie puede impedir la obra interior de la virtud, y nadie puede poner estorbos a Dios. Es un argumento lógico y metafísico. El hombre debe recordar siempre la omnipresencia de Dios que dirige el curso de los acontecimientos. 22) Queriendo el bien y la bondad, el hombre ya ha hecho cuanto quiere y querría hacer. En este argumento de transfiguración, Eckhart destaca que para Dios, la intención tiene exactamente el mismo valor moral que el acto efectivamente realizado. Hay que tener presente la omnisciencia de Dios, por cuanto ella conoce perfectamente la dirección de las voluntades. El recto amor en el alma, aun oculto o exteriormente impedido, señala el mérito moral del hombre ante la mirada de Dios; y, ello mismo ya es un motivo de consolación. 23) Cuanto más importante y más semejante a Dios es la obra, tanto más fácil, voluntaria y placentera es. Y entonces, todo el sufrimiento del hombre está en que piensa que su obra exterior siempre es demasiado pequeña. En este argumento están presentes la transfiguración, el reconocimiento, el agradecimiento y la felicidad consecuente. 24) Dice San Pablo que quisiera ser apartado de Dios por amor de Dios, para que sea aumentada la gloria divina. Aquí hay renuncia, reconocimiento y agradecimiento. 25) “(...) ´Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios´ (Mateo 19,26). Esto vale también en general y en el ámbito natural: lo que es imposible para la naturaleza inferior, es habitual y natural para la naturaleza superior. (...)”. Esto se basa en la revelación y en el pensamiento metafísico. 26) Si el hombre solamente ama a Dios y por El obra, y no busca recompensa, ni honor ni comodidad, es entonces hijo de Dios. Este argumento habla de la transfiguración y el agradecimiento. 27) “(...) Dios ha creado el mundo de manera tal que todavía lo sigue creando sin cesar. (...) Dios nunca se cansa del amar y obrar, y todo cuanto El ama significa para Él un solo amor. Y por consiguiente 141

es verdad que Dios es el Amor (...)”. Este es un argumento eminentemente metafísico, pero también llama al hombre a la paciencia y al esfuerzo. El fin último de toda acción es el amor a Dios; la motivación misma de la acción debe ser ese amor, como asimismo ese amor mueve a su vez al hombre hacia la acción. La inseparabilidad del amor y del obrar configura al hombre según la modalidad de Dios, y por constituir la esencia misma del deber, al cumplirlo se abre espacio a la consolación. 28) El hombre bueno, mientras sufre, tiene todo cuanto quiere, porque tiene a Dios consigo, y eso hace toda su bienaventuranza. Este argumento reúne la transfiguración, el agradecimiento y la felicidad final. 29) “(...) Nuestro Señor, cuando dijo: ´Quien quiere llegar hacia mí, debe desasirse de sí y negarse a sí mismo y ha de levantar su cruz´ (Mateo 16,24), esto es: se ha de despojar y desasir de todo cuanto es cruz y sufrimiento. Pues seguramente, quien se hubiera negado a sí mismo y hubiera abandonado del todo su propio yo, a éste nada le resultaría ni cruz ni pena ni sufrimiento; todo constituiría para él un deleite, una alegría, un placer entrañable, y este hombre acudiría a Dios y lo seguiría de veras. Pues, así como nada puede entristecer ni apenar a Dios, tampoco existe cosa alguna que pueda preocupar o apenar a semejante hombre. (...) no se trata tan sólo de un mandamiento, como se dice y cree comúnmente; antes bien, es una promesa y una enseñanza divina relativa a cómo, para el hombre, todo su sufrimiento, toda su actuación, toda su vida, llegan a ser deliciosas y alegres, y antes que un mandamiento es una recompensa. (...)”. Este argumento contiene en sí resumidos todos los pasos que debe dar el alma. El hombre no puede negar, disfrazar ni esquivar el sufrimiento. Paradójicamente, para liberarse de él, el hombre tiene que hacerse cargo de todos sus dolores, pero según la múltiple modalidad del desasimiento. Es la única forma de convertir la angustia en calma y la pena en dicha. 30) El sentido o razón de ser de los males es un bien posterior. El plan trazado por Dios guarda constantemente una dirección perfectiva, y por eso algunas cosas deben ser cambiadas o destruidas en este mundo: “(...) a la naturaleza entera le resulta imposible romper una cosa, arruinarla o tan sólo tocarla, sin que pretenda lograr algo mejor para lo que toca. No le basta crear algo igualmente bueno; siempre quiere hacer algo mejor (...)”. Y, asimismo, lo más importante es siempre la totalidad (sea el hombre entero respecto de alguna de sus partes, o sea una situación en toda su complejidad respecto de algún detalle en particular dentro de ella), pues la totalidad hace a la verdadera unidad: la 142

parte por sí sola no tiene sentido, sólo significa en y por la unidad del todo. Por mejorar el conjunto, Dios siempre sacrifica alguna parte, y ésa es su sabia justicia. El consuelo aquí consiste en la justificación de la existencia del mal, descubriendo en él una bondad escondida y una continuidad de significación entre todas las cosas. Este argumento es profundamente metafísico y lleva a la universalidad la necesidad de aceptación, renuncia, vaciamiento, transfiguración y agradecimiento.

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IX - LA FELICIDAD Si la ética ha de ser el arte de conducir la vida, sin apartar ningún aspecto del ser del hombre, entonces corresponderá a la ética considerar también el tema de la felicidad. El deseo de ser, inseparable del deseo de ser feliz, es un sello creacional indeleble que Dios puso en el hombre. Los consejos del maestro Eckhart no señalan un camino que tenga estrictamente como meta apremiante a la felicidad, ni en este mundo ni en la eternidad. La finalidad de toda búsqueda, de todo conocimiento, de todo amor y de toda actividad, es siempre la unión del hombre con Dios. El hecho de que sea la unidad de lo humano con lo divino la portadora de todo don, y por consiguiente, de toda bienaventuranza, impide encontrar en el pensamiento de Eckhart una vía que sugiera el propósito de salir deliberadamente en busca de la felicidad como necesidad inmediata. Más vale hay que pensar que una búsqueda de la felicidad por ella misma implicaría tomar una actitud del todo opuesta a la práctica del desasimiento y de la aceptación de la voluntad divina. No en vano Eckhart cita muy especialmente, y reiteradas veces, dos de las bienaventuranzas del “Sermón de la montaña”: “Bienaventurados son los pobres en Espíritu” (Mateo 5-3), y, “Bienaventurados son los que sufren a causa de la justicia” (Mateo 5-10); quizás Eckhart da preferencia a estas bienaventuranzas por sobre las demás porque ve en ellas más puntualmente y mejor sintetizado todo el sentido de su propuesta ética. De todas formas, la posibilidad de ser feliz o infeliz está en manos del hombre, sean cuales sean las circunstancias en que vive, dado que cuenta siempre con las potencias espirituales y los dones temporales adecuados a ello, que Dios le puso dentro de su alma y a su alrededor. El ser feliz o bienaventurado es sencillamente la consecuencia directa de haber llevado el buen camino (o del “estar bien encaminado”, como dice Eckhart), así como la desdicha y el desconsuelo son el resultado del alejamiento del hombre respecto de Dios. La felicidad llega al corazón del hombre solamente si obra desinteresadamente y por amor a Dios y a sus designios. Contrariamente al concepto vulgar de la felicidad, que supone cierta embriaguez y extravío en las cosas deseadas, el concepto de la felicidad, que nace del pensamiento de Eckhart, implica más bien una serena satisfacción del alma tras haber amado y obrado en el mundo por amor de Dios. En cada caso particular, la felicidad depende de la libertad del hombre, y por eso mismo, de la manera según él forme su obra interna y su obra externa. Eckhart afirma que el hombre se hace a sí mismo infeliz por decisión propia: “(...) que los que están en el mundo tampoco son, en cuanto tales, desdichados, porque uno se hace 144

desdichado por propia voluntad (...)” (“C.P.”, III). Eckhart subraya el peso metafísico innegable del deseo de vivir: “(...) Por entre todas las cosas no hay nada tan querido y tan apetecible como la vida. Y, por otra parte, no hay ninguna vida tan mala ni onerosa que el hombre, pese a todo, no quiera vivir. Dice un escrito: Cuanto más cerca se halla una cosa de la muerte, tanto más apenada está. No importa lo mala que sea la vida, quiere vivir, no obstante. ¿Por qué comes? ¿Por qué duermes? Para que vivas. ¿Por qué apeteces bienes y honores? Lo sabes muy bien. Pero, ¿por qué vives? Por la vida, y sin embargo, no sabes por qué vives. La vida en sí es tan apetecible que uno la apetece a causa de ella misma. Quienes están en (el infierno sufriendo la pena eterna, no quisieran perder su vida, ni los diablos ni las almas, porque su vida es tan noble que fluye de Dios al alma sin mediador alguno. Como fluye tan inmediatamente de Dios, por eso quieren vivir (...)” (sermón VI). El hombre apetece la vida porque desea ser; y desea ser porque en el ser está dada la felicidad, o la posibilidad de la felicidad. Así como la vida, el ser y la felicidad componen una especie de trinidad indivisible en la criatura, inversamente lo hacen la muerte, el no-ser y la pena para con la nada: aquello que más repugna a la criatura. Entonces, es evidente que la ética no tiene que separar el deber y la felicidad, porque la felicidad está impresa en la esencia del hombre, más allá de toda responsabilidad y de todo derecho, recibida directamente de Dios. El hombre fue creado por Dios para ser encaminado hacia la felicidad: de ello a Eckhart no le queda ninguna duda. En el pensamiento de Eckhart la felicidad no es un simple estado empírico, exterior del hombre; tanto el goce mismo de la felicidad, como la aspiración a ella, involucran totalmente al hombre, y metafísicamente se sustentan en el ser, el amor, la bondad, la sabiduría y la unidad que Dios guarda dentro de sí, y que también extiende al hombre . En “El Libro del Consuelo Divino”, a raíz de la metáfora de la chispa, se ve cómo Eckhart ubica a la alegría y al placer en su origen excelso y eterno: “(...) El devenir del fuego se realiza en el combate, la excitación, el desasosiego y el tiempo; pero el nacimiento del fuego y el placer se realizan sin tiempo y sin distancia. El placer y la alegría, a nadie le parecen largos ni distantes. A todo cuanto acabo de decir se refiere Nuestro Señor cuando dice: ‘La mujer cuando da a luz a un niño, siente angustia y pena y tristeza; pero cuando ha nacido el niño, se olvida de la angustia y pena’ (Juan, 16,21). Por eso Dios también nos dice y advierte en el Evangelio, que roguemos al Padre para que nuestra alegría llegue a ser perfecta (...)”. Precisamente por todo esto es imposible, a través de la visión 145

eckhartiana de la felicidad, desembocar en el hedonismo o en el facilismo: en primer lugar, no puede ser hedonista una vía que sigue la misma dirección que Dios, sin intentar torcer el rumbo, no importa cuán escarpado sea el camino; y, en segundo lugar, tampoco cabe aquí el facilismo, teniendo en cuenta el progreso constante, el amor activo y la soñada perfección que predica Eckhart. Así como redefine la auténtica felicidad, Eckhart esboza una imagen de la verdadera alegría: no es el hacer bulla, ni alardear, ni llenar de ruido el espacio tal que queden acallados los tormentos, ni el satirizar la realidad; más bien, la verdadera alegría es el resultado de haber superado realmente las dificultades y los sufrimientos, y está profundamente enraizada en el corazón, no es algo “por encima”, superficial. Esto es lo que la gente confunde comúnmente con la alegría: la manifestación exterior del alboroto risueño que, si bien algunas veces es el fiel reflejo de una alegría sincera interior, otras veces no es más que un recurso falaz para convencerse a sí mismo el hombre, o convencer a los demás, de que está feliz. La certeza de que el hombre fue creado para la felicidad, la presencia de la esperanza y la confianza en Dios, junto a la idea de una perfección final y un sentido verdadero de todas las cosas, hacen que Eckhart abra un nuevo espacio a la ilusión: ilusión no en su acepción de fantasía bella y engañosa, no como mentira bonita, sino ilusión entendida casi con el peso de un futuro ser (dentro del corazón y de la obra interna) que busca existir y que tiene posibilidades suficientes como para llegar a existir. En este contexto, la esperanza y la ilusión tocan a la capacidad de amor que hay en el hombre, y lo mueven a emprender las obras; es aquí todo lo contrario del nefasto concepto de esperanza enunciado por Kierkegaard, según el cual la esperanza sólo logra perpetuar el dolor por lo que no se tiene o por lo que se está perdiendo; esto, diría Eckhart, más bien proviene del estar mal encaminado. Ciertamente la ausencia de esperanzas hace que el hombre pierda vida, que esté más cercano a la muerte, parece como si el alma fuese apagándose y ya no hallara motivos para ir y actuar, o para actuar bien, para acceder a un feliz estado. La esperanza tomada desde la angustia, desde la lejanía de Dios, significa un esperar contra toda esperanza, es un sentimiento contradictorio, desgarrador, y que escinde al alma. El alma quiere esperar, pues la esperanza es parte de su misma naturaleza, pero por otro lado, el libre rumbo de su pensamiento que tomó distancia del Creador y desarrolló angustias, le dice que es vana su espera y que no hallará calma en ningún cumplimiento de lo deseado. Es claro que así vistas las cosas, la esperanza es más un tormento que un recurso. Por eso, la esperanza enraizada en Dios es la luz del camino, es un arma muy poderosa que 146

hace al hombre capaz de afrontar problemas, demoras y desafíos. La confianza en Dios es fuente de seguridad y de alegría. Es natural en el hombre la búsqueda de seguridad y de alegría, pero frecuentemente busca mal, cuando pretende encontrarlas en cosas o en circunstancias temporales o fácilmente destructibles. Si se concibe a Dios como fuente real, y no ideal, de seguridad, de confianza, de estabilidad, más allá de los percances y sobresaltos de la existencia, ya el concepto de seguridad deja de ser tramposo (como comúnmente se lo ve desde el pensamiento corriente actual). Con el concepto y la vivencia de la seguridad ocurre exactamente lo mismo que con la felicidad: cuanto más en lo precario, en lo accidental, en lo azaroso de la existencia finita se le ubica, tanto más se convierte en una falacia que influye negativamente en la vida del hombre. Cabe destacar que Eckhart distingue una seguridad esencial, respecto de la natural “sensación” de seguridad o inseguridad en el sentido de protección o desprotección; de eso habla en sus “Pláticas Instructivas” (XI: Lo que debe hacer el hombre cuando extraña a Dios y Dios se ha escondido): “(...) Tienes que saber además, que la buena voluntad en absoluto puede perder a Dios. Pero sí lo extraña a veces en la sensación de su ánimo y a menudo cree que Dios se ha ido. ¿Qué debes hacer entonces? Exactamente lo mismo que harías si gozaras el mayor de los consuelos (...) No existe ningún consejo tan bueno para encontrar a Dios como el que dice que se lo halla allí donde uno se desprende de Él. Y así como te sentías cuando lo tuviste por última vez, así haz ahora mientras lo extrañas y de esta manera lo encontrarás (...)”. Una objeción muy frecuente, entre quienes siguen un pensamiento posmoderno, consiste en descalificar aquella seguridad del creyente poniéndola como una idea bonita que el sirve al hombre a modo de bastón, un imaginario soporte de la triste existencia. A ellos habría que preguntarles: ¿cómo se explica entonces que muchas veces, gracias a esa fe y confianza, el hombre logra hacer cosas que superan sus propias fuerzas? ¿de dónde saca el hombre todo lo que no tiene, y que en algún momento de su vida necesita y pide? Aquello que el hombre no puede inventar ni crear de la nada, lo obtiene únicamente de manos de Dios: no existe otra posibilidad. Ninguna alegría es tan amplia, y ninguna seguridad es tan auténtica e imbatible como lo son la alegría y la seguridad del creyente. Recuérdese lo que demuestra la historia misma de la filosofía contemporánea: cuanto más pretende el hombre huir de un mundo supuestamente imaginario (Dios y todo lo celestial, como algo que nada tiene que ver con la tierra), tanto más se extingue, se hunde, pierde sentido y alegría la vida aquí. Heidegger, por ejemplo, tanto 147

quiere cortar todo contacto con Dios, que finalmente queda atrapado en una angustiante existencia que marcha exclusivamente hacia la muerte, hacia la nada. ¿Dónde caben allí la felicidad y el sentido de todas las cosas? ¿No se dio cuenta Heidegger de que el hilo de su pensamiento lo condujo a una visión de las cosas que no se corresponde con la realidad que naturalemente se da? ¿Cómo puede ser que Heidegger en “Ser y Tiempo” visualiza sólo lo finito y lo triste, el constante sabor amargo de una nostalgia por el solo hecho de que el tiempo parece tragarse, junto con él mismo, las sensaciones vividas por el espíritu; mientras que en “Arte y Poesía”, y en su “Carta sobre el humanismo”, sabe encontrar y solazarse en las formas excelsas donde se manifiesta la verdad, la belleza y la maravilla del ser? Muchos autores llegan a dificultades muy serias con la felicidad a causa de su paulatino alejamiento de Dios. Otros, en cambio, tienen problemas con la felicidad porque la conciben como algo puramente práctico, de menor importancia, y de cierto modo enfrentado al imperativo del deber y la virtud. Es muy llamativo el recorrido de Kant sobre ese preciso punto. En la “Fundamentación a la Metafísica de las Costumbres”, Kant pinta un oscuro panorama: allí dice que la felicidad es un concepto indefinido, empírico, y que ningún hombre, ni siquiera el más sagaz, es capaz de precisar qué es exactamente lo que desea; además, Kant le quiere buscar a todos los componentes de la felicidad terrena, alguna desventaja que la descalifique: a la riqueza le opone la ansiedad, la envidia y los desengaños; al conociemiento y discernimiento le encuentra como contrapartida la conciencia del peligro y del mal; a la vida longeva la ve como una eventual miseria prolongada; a la salud la ve como algo que muchas veces falla e impide ir a los excesos. Kant no halla felicidad en nada: téngase en cuenta que al amor ni lo nombra; a todo le agrega un borde fastidioso y antipático. Kant seguramente es el único capaz de hallar estorbos en la felicidad. No es que Kant vea irracionalidad en la felicidad; simplemente, como algo sensible, viviente y experimentable que es por esencia, Kant incluye a la felicidad entre las categorías menos elevadas de la realidad, ignorando que es desde las verdaderas cumbres de la realidad (Dios mismo, y todas las cosas emanando directamente de Él) donde nace y se tiene la experiencia trascendental de la felicidad. Eckhart es la contracara de todo esto: él enseña al hombre a descubrir el lado feliz, bendito, útil y bienhadado en todas las cosas, aun en las difíciles y dolorosas. Eckhart está convencido de que, pese a todos los sufrimientos y problemas que pueda haber, el hombre tiene a su alcance alguna manera de pararse por encima de toda ruina y descubrir 148

que la felicidad puede ser, porque es una tarea del hombre en esta vida el crecer en plenitud. El escepticismo kantiano cae en su propia trampa: tiene que reconocer forzosamente el peso metafísico de la felicidad, y el verdadero color de su esencia, cuando acepta como deber indirecto el procurarse el hombre su propia felicidad, puesto que el estar disconforme con la situación personal, y las presiones de la ansiedad por aspiraciones insatisfechas, pueden convertirse en una peligrosa tentación para transgredir el deber. Eckhart, de cierta manera, parece intuir ese peligro cuando aconseja al hombre mantenerse igual y mirar a Dios, tanto en la felicidad como en la desdicha: “(...) todos los hombres que se mantienen libres y unidos en sí mismos (...) si reciben a Dios en medio de la paz y la tranquilidad, deben recibirlo también en la discordia e intranquilidad; entonces, todo anda perfectamente bien. Pero si lo aprehenden menos en la discordia e intranquilidad, que en la tranquilidad y la paz, las cosas andan mal (...)” (sermón XXIX). Justamente porque es previsible que el hombre desdibuje los rasgos naturales de su espíritu ante el dolor y la frustración, Eckhart trae a colación ese consejo. Pero mientras el peligro que ve Kant está casi al borde del resentimiento, la forma de decir de Eckhart se articula en el desasimiento y la sanación, y no en el resentimiento. Igualmente Kant, en un momento incluye dentro del deber el promover la felicidad de los demás desinteresadamente: aquí hay otra contradicción subyacente: primero, si hay que procurar la felicidad, entonces la felicidad no solamente existe sino que además es algo muy bueno, de lo contrario no se debería desear para el otro; y segundo, la felicidad atañe al bienestar afectivo ¿cómo es eso: no decía Kant que había que eliminar todo rastro de afecto en el deber y en el pensamiento ético? Luego, en la “Crítica de la razón Práctica”, Kant vuelve a separar felicidad y ética: “(...) La majestad del deber no tiene nada que ver con el goce de la vida (...)”. Habiendo extirpado del deber todo amor, toda alegría y todo placer, ésa era la consecuencia lógica, que lo lleva a creer que, o bien cumple con la moral, o bien cumple con la naturaleza. Desde el planteo kantiano, esta disyuntiva no tiene solución. Es inexplicable el marcadísimo desprecio de Kant por la experiencia. No tiene en cuenta, como lo hace Eckhart, que la experiencia verifica cuál camino es bueno y cuál es malo, sin pensar en la ventaja, sino como vía para confirmar dónde está el bien en lo práctico. Para Kant la experiencia tiene el significado de algo superficial, que pasa por fuera de la esencia del hombre y de las cosas, algo intrascendente; ésa es una de las consecuencias nefastas del dualismo irreductible de su sistema, aquél que divide todo entre esencia ideal perfecta, y ejemplar concreto material 149

imperfecto, incomparable con su modelo ideal. Kant siempre quiso buscar los rastros del fundamento de la realidad en un algo que fuese totalmente ajeno a ella, y así jamás logró tocar ese fundamento. En el concepto de experiencia que se configura en el pensamiento de Eckhart, en cambio, la realidad toma una dimensión capaz de conjugar materia y espíritu, sensibilidad corpórea y sensibilidad espiritual, temporalidad y eternidad, lo diverso y lo igual, lo bueno y lo malo, el dolor y la felicidad, el deber y la libertad, lo que viene heredado del Creador y lo que ha de crear el hombre. Lo físico y lo metafísico, la pura legalidad y su interrelación con las cosas a través del funcionamiento: todo eso es experiencia. El a priori donde Kant funda la ley moral, la libertad y el respeto, es una instancia menor, comparada con el ámbito divino de donde se nutre Eckhart. Todos los elementos que entran en juego dentro de la ética, están muy separados en el sistema kantiano; en cambio Eckhart, al sostener que el hombre toma todo su ser y obrar directamente del ser y obrar de Dios, entonces aparecen perfectamente unidas y en armonía, como en una sola pieza, la libertad, el deber, el amor, la acción, la felicidad, el cuerpo y el alma, la naturaleza y el espíritu. Si se concibe a todas esas cosas juntas dentro de lo Uno de Dios, entonces las antinomias y paralogismos kantianos quedan borrados de inmediato. La fuerza de la realidad obliga finalmente a Kant a poner juntas como los dos componentes del sumo bien, a la virtud y la felicidad, aunque sin ser mezcladas. Para el maestro Eckhart, en cambio, virtud y felicidad van de la mano, y andando sobre el mismo carril: si bien el hombre ha de avocarse a la virtud, no con miras ansiosas de hallar felicidad, sino por el valor intrínseco de ser virtuoso (porque el amor de la virtud es parte del deber), lo cierto es que la virtud conduce indefectiblemente a la felicidad; más allá del merecimiento de la felicidad que tiene el virtuoso, la virtud conoce los caminos y los modos de producir felicidad, porque el camino del bien no puede conducir a otro lado que no sea la felicidad. Mientras Kant se detiene en una consideración moral puramente conceptual (la virtud que merece la felicidad), Eckhart va mucho más lejos, abarcando concepto y existencia: aunque el mérito está primero, virtud y felicidad encuentran un auténtico enlace en el fruto feliz de la virtud, el buen resultado del obrar, que encierra bienaventuranza. Eckhart admite que algunas veces el hombre cree que va a hallar felicidad en un camino equivocado; pero no hay que asustarse por eso porque bien se sabe que la realidad le va a demostrar por sí sola su error al hombre. La felicidad tiene un solo camino, una sola dirección: el de lo 150

bueno y la virtud, pues de otro modo, se hace añicos. Así el camino virtuoso conduce necesariamente a la felicidad más o menos mediata; y tiene dos niveles en los que le es dada esa felicidad: primero, el correspondiente al mérito (ya el solo ser virtuoso y merecer lo mejor, es motivo de felicidad), y segundo, el correspondiente a la obra externa (el éxito de la acción virtuosa trae una felicidad más eficaz y completa). El mérito como condición necesaria para la felicidad, puede leerse en el sermón XLV: “(...) Todo el mundo anhela la bienaventuranza. Resulta que dice un maestro: Todo el mundo anhela ser elogiado. Ahora bien, San Agustín dice: Un hombre bueno no anhela ser elogiado, mas sí desea ser digno de elogio (...) el hombre no debe sentir pena porque estén enojados con él; se debe apenar porque merezca el enojo (...)”. Kant dice, muy atinadamente, que los principios de la búsqueda de la felicidad no pueden producir una moralidad, es decir que el tema de la realización de la felicidad no es suficiente por sí solo para construir una ética. El maestro Eckhart está enteramente de acuerdo con eso. Así como se dice “quien quiera salvar su alma la perderá”, lo mismo pasa con la felicidad: quien la persigue afanosa y obsesivamente, de modo egoísta y cerrado, adquiere una actitud de codicia y avaricia, contrarias al desasimiento, y pierde; practica un comportamiento contrario a la ética, y resulta derrotado en su aspiración. Reiteradas veces Eckhart explica que la codicia es un defecto que extravía al corazón humano, y que está de por sí condenada a la pérdida y a la infelicidad. El hombre no puede centrar sus observaciones bajo una lógica bipolar del placer y el dolor, porque sale perdiendo, como evidentemente le sucede al hombre contemporáneo. Eso no le sucede a Eckhart porque no queda atrapado en esa dialéctica: más bien reconoce que la realidad es una interacción de muchas cosas, y que el hombre tiene que aprender a mirar por encima del placer y del dolor para poder ubicarse en la vida. El bien ha de pensarse, desearse y tratar de practicarse, para sí y para los otros, no en función de la conveniencia, siempre más allá de cualquier especulación para conseguir algo. El mayor triunfo de la ética consistiría en hacer que todos vivieran en el convencimiento de que vale la pena proyectar y actuar en el bien, que a pesar de todo siempre tiene sentido configurar la obra interna y la obra externa según la bondad; ni el dolor y la frustración de la desdicha, como tampoco la exaltación y la pujanza de una circunstancia afortunada, jamás tendrían que apartar al hombre de su orientación hacia el bien. La ética tiene entonces que ayudar al hombre a ser digno de ser feliz, y a que pueda hacer reales sus sueños de felicidad. Sin embargo, no siempre el hombre alcanza a concretar su felicidad, por más indiscutibles 151

que sean sus méritos y sus obras. En ese caso Eckhart tampoco ve estropeados sus argumentos: apela a la recompensa debida por Dios al hombre, llama a la Providencia, a la misericordia, y a la asistencia divina que no puede ser negada al hombre bondadoso; jamás decaen las esperanzas de Eckhart de que la felicidad acontezca, no sólo en el cielo después sino en la tierra ahora. Es aquí donde se hacen visibles dos planos de la felicidad: uno perfecto, dentro de Dios, donde el acceso a la bienaventuranza no acarrea dificultad alguna, ya que todo está allí al alcance en Dios, y otro nivel, imperfecto, en la vida terrenal, donde la bienaventuranza se ve impedida o afectada por un sinfín de factores. La felicidad en Dios es positivísima. La felicidad terrenal puede abordarse desde un punto de vista positivo observando lo que directamente trae placer, alegría y felicidad, o bien desde un punto de vista negativo, construyendo la felicidad sobre la superación de todos los dolores. Esa felicidad inmediata, vía positiva, es la primera en manifestarse en la vida: “(...) el hombre justo y bueno con seguridad se alegra de la obra de la justicia incomparable, e incluso digo, inefablemente más de lo que para él, o hasta para el supremo de los ángeles son el deleite y la alegría que sienten con respecto a su ser o vida naturales (...)” (“L.C.D”). Aunque la alegría en Dios, o en su Justicia aun en la tierra, es de nivel superior, Eckhart celebra también el deleite proveniente de la propia vida natural: aquí hay una forma de felicidad, aunque más pequeña, que no viene como corolario de ninguna consolación, es decir, es una felicidad por vía directa y no por vía paradojal. Hay que darle su justo valor a la sencilla felicidad proveniente del solo hecho de ser y vivir en el mundo. Parte de esta forma de felicidad también incluye el valor de dar cosas buenas que hagan dichosos a los demás: “(...) Si una persona es capaz de entregar sus bienes y soportar molestias para dar alegría a su amigo y hacerle un favor (...)” (“L.C.D.”). Eckhart asegura que Dios dispuso las cosas tal que el hombre hallara deleite en ellas, pero a condición de recordar siempre que ese deleite remite a Dios: “(...) Es cierto que Dios infundió suficiencia y placer en las criaturas; pero la raíz de toda suficiencia y la esencia de todo placer se las ha reservado Dios en Él solo (...)” (sermón XLI). Una felicidad parcial, limitada, creatural, es legítima y hasta necesaria, pero no ha de ser desconectada nunca de su fuente esencial. El hombre tiene que considerar los goces de las cosas como señales de Dios, como hitos que lo dirigen hacia Él. Sólo así las cosas conservan su significado y su sabor a felicidad. Tanto la naturaleza como el bienestar entre las personas, son fuentes creaturales de felicidad. Sin embargo esas fuentes son de cierta 152

manera precarias, pues son intrínsecamente limitadas en el tiempo, y están sujetas a un sinnúmero de circunstancias que juegan en su contra. La felicidad más fuerte y segura se da por vía negativa (mediante el desasimiento, el abandono de sí, la consolación divina, y la superación de la limitación y la pena), y no por vía positiva, es decir, sin haber mediado la superación de algún dolor: la realidad de la vida demuestra permanentemente que aquella primera felicidad vía positiva es muy frágil, muy poco duradera, o peor aun, a veces resulta directamente imposible dadas todas las formas de pérdida que en este mundo todos conocemos. Comenta Eckhart en el sermón XXVI: “(...) ¡Ay, cuántos hay que adoran un zapato o una vaca u otra criatura y se preocupan por ellos; es gente muy tonta! Tan pronto como imploras a Dios por amor de las criaturas, solicitas tu propio perjuicio porque la criatura, en cuanto tal, lleva en sí amargura y perjuicio y mal y molestia. Y por eso le sirve bien a la gente que tenga molestias y amarguras. ¿Por qué? Las han solicitado (...)”. La búsqueda de esa felicidad vía positiva cuenta con pocos recursos para mantenerse, y es la vía a la que más frecuentemente adhiere toda la gente, sea en razón de comodidad y facilidad, o sea por ingenuidad de la conciencia que aun desconoce el sufrimiento, o sea por testarudez (el hombre perdido que insiste en vivir perdido y no sale del fracaso). Eckhart contrarresta la tristeza del mundo (la cual sólo puede transformarse en alegría mediante la consolación divina) con la promisoria idea de una felicidad más allá de los límites del dolor y el consuelo, dentro del mismo ser de Dios. Vale decir, la auténtica felicidad, la que no puede ser destruida ni menguada de ninguna manera, únicamente se da en la gracia de la bienaventuranza eterna, en el cielo; aquí en la tierra sólo puede saborearse un esbozo de ella, esbozo que de ser alcanzado ya es muy grande. La felicidad vía negativa en este mundo se corresponde con la felicidad positivísima en Dios. La alegría y el deleite vienen de instalarse el hombre en un nivel superior de conciencia que sabe ubicarse por encima de todas las cosas; es más, esa alegría y ese deleite están por sobre el propio consuelo divino, trascienden al dolor y su consolación, para nutrirse del fondo más recóndito de Dios. En “El Libro del Consuelo Divino” Eckhart se explaya mucho en su descripción de una felicidad pura y perfecta: es aquélla que viene de estar solamente en Dios, y saber verse a sí mismo y a todas las cosas dentro de Dios. En esta felicidad positivísima se da una relación paradojal entre riqueza y pobreza: cuanto más el hombre sabe no depender de todo lo creado, tanto más abre espacio para guardar al Creador dentro del alma, y guardando al Creador, con Él vienen todas las cosas por añadidura; por lo tanto, en 153

términos que podrían llamarse “celestiales” se da esta ley: la pobreza conlleva riqueza. Contrariamente, en términos “terrenales” ocurre esto: la riqueza (o mejor dicho, la codicia) conlleva pobreza. Sin embargo, todo esto no debe conducir a pensar que Eckhart aconsejara al hombre abstenerse de bienes y goces terrenales; el tema no es el no tenerlos cerca y el no usarlos, sino cómo es la actitud invisible del espíritu al dirigirse hacia ellos. Precisamente de esto habla Eckhart en sus “Pláticas Instructivas” (XVIII), y allí establece principios fundamentales: primero, que está bien aceptar honores y comodidades, siempre y cuando se los reciba igual que si se careciera de ellos, es decir, con desasimiento; y, segundo, que no está bien ir a buscarse el sufrimiento: una cosa es aceptar el dolor enviado por Dios, y otra cosa muy distinta es ir uno mismo a provocarlo: “(...) No has de inquietarte por la comida y vestimenta de modo que te parezcan demasiado buenas. A tu fondo más íntimo y a tu ánimo créales más bien el hábito de estar muy por encima de eso. (...) Lo mismo rige para la comida y los amigos y parientes y para todo cuanto Dios te dé o te quite. (...) que el hombre (...) si Dios quiere imponerle una carga (...) antes de colocarse él mismo en tal situación, se deje guiar por Dios. (...) Procediendo de este modo también es lícito aceptar honores y comodidades. (...) Y por ello pueden comer con pleno derecho quienes estarían igualmente dispuestos a ayunar (...)”. Nadie tiene que sentirse culpable de encontrarse en el bienestar o en la felicidad; es más, es parte del deber el abstenerse de hacer cosas que destruyan o pongan en peligro a la felicidad. Quien hace referencia a este problema de la culpa por ser feliz es Nietzsche, cuando en “La Genealogía de la Moral” describe un cuadro indeseable: la figura del débil y resentido, intencionadamente despertando, de mil maneras, el malestar del hombre feliz, hasta que éste llegue a avergonzarse y querer retirarse de su propia felicidad; expresa Nietzsche: “(...) ‘es una ignominia ser feliz! ¡hay tanta miseria...!’ Pero no podría haber malentendido mayor y más nefasto que el consistente en que los afortunados, los bien constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de su derecho a la felicidad (...)”. Una cosa es la misericordia y la solidaridad correspondientes al amor al prójimo; pero algo bien distinto es aquella “culpa”, que convierte al precioso don en deuda, esta vez no para con Dios sino para con los demás hombres. El deber, el alcance y la efectividad de la solidaridad tienen un límite, más allá del cual uno nada puede hacer; y es entonces cuando uno debe recordar la idea (también citada por Eckhart) de que cada cual ha de cargar con su propia cruz: el hombre individual no puede hacerse cargo de todas las miserias de su prójimo. Quizás no sea a causa 154

de un manejo de poder de los débiles sobre los fuertes (como sí lo interpreta Nietzsche), sino una cuestión de natural aprehensión, de temores y angustias ante los avatares de la existencia, lo que ocasiona ese sentimiento de culpabilidad; culpabilidad que se ha transmitido históricamente a la ética, bajo aquella “abnegada” y cruel separación entre deber y felicidad. Una perversa evolución de las ideas derivó en la creencia de que el vivir en el deber se asocia al padecimiento, y no a la felicidad cuando, por el contrario, toda eticidad tiene que construirse para realizar el bien del hombre, y con ello su felicidad. Por eso, quienes hayan alcanzado la felicidad deben celebrarla como regalo de Dios; pero también, a quienes encuentren obstáculos para alcanzarla Eckhart aconseja pensar que Dios “(...) por lo menos se lo tiene todo en cuenta al precio por el cual no hubiera querido sufrirlo (...)” (“L.C.D.”). Eckhart tiene la certeza de que Dios administra el orden de las cosas en base a una ley de las compensaciones: “(...) Dios dice la verdad y hace promesas por Él mismo, que es la Verdad. Si Dios renegara de su palabra, de su verdad, renegaría de su divinidad y no sería Dios porque Él es su palabra, su verdad. Su palabra, empero, dice que nuestra pena habrá de ser trocada en alegría (Jerem. 31,13). Ciertamente, si yo supiera con seguridad que todas mis piedras serían convertidas en oro, estaría tanto más a gusto cuantas más piedras tuviera y cuanto más grandes fueran: ah sí, incluso pediría me diesen piedras y, si pudiera, adquiriría unas piedras grandes y éstas en cantidades; me gustarían tanto más cuanto más numerosas y más grandes fuesen (...)” (“L.C.D.”). Eckhart siempre apuesta a la esperanza y a la posibilidad de la felicidad; Eckhart tiene en ello una certeza que espera ver convertida en florecida realidad. Eckhart enfatiza tanto el irreemplazable valor cognoscitivo del dolor, como la lealtad de Dios que no puede consentir una continuación indefinida de las situaciones dolorosas; ambas cosas deben ser consideradas conjuntamente, pues lo primero pertenece a la realidad y lo segundo a la fe, y no está bien que el pensamiento las separe; ésta es la enseñanza de Eckhart: “(...) Dios libra a sus amigos de sufrimientos grandes y numerosos; de otro modo no lo podría permitir su inconmensurable lealtad (...)” (“P.I.”, XVIII ). Una pura visión celestial de la bienaventuranza de Dios en medio de la vida terrena, negando los sufrimientos, no estará bien encaminada, porque mientras se sueña con aquello, se pierden tiempo y ocasión de resolver los problemas terrenales, y alcanzar así también una felicidad terrenal. Por otro lado, una visión exclusiva de los sufrimientos, sin intuir una salida ni eterna ni temporal, también es éticamente contraproducente: el desconocer una 155

felicidad eterna quita fuerzas y motivación a la voluntad humana para que vaya a construir su felicidad terrenal. Hasta Kant tiene presente la necesidad de asumir ambas cosas, es decir, tanto las dificultades como la imbatible esperanza de la felicidad; es así como establece Kant su “prueba moral” de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma: dadas las innumerables trabas que en el mundo se encuentran para la realización del Bien y de la felicidad, es lógico deducir un espacio infinito en donde éstos puedan ser cumplidos y disfrutados, es decir, en Dios y a través de la inmortalidad. Eckhart está permanentemente anhelando la felicidad en Dios, tal como es en el fondo de su simplicidad y unidad que reúne a todas las cosas. Es el sueño del místico que sólo puede cumplirse acabadamente en el cielo, no aquí en la tierra. Pero por eso no hay que pensar que Eckhart menosprecie la riqueza creatural y la acción humana en el mundo; más bien Eckhart está encandiladísimo con la belleza perfecta de aquella felicidad divina, la cual, aunque por un lado parezca opacar a la felicidad terrenal, en el fondo es la que le da a ésta su verdadera entidad y sentido. Parte de aquella felicidad, vía positivísima, de Dios, puede no obstante serle evidenciada al hombre que sepa verla: “(...) hay en el alma una potencia que no es tocada ni por el tiempo ni por la carne; emana del espíritu y permanece en él y es completamente espiritual. Dentro de esta potencia se halla Dios exactamente tan reverdecido y floreciente, con toda la alegría y gloria, como es en sí mismo. Allí hay tanta alegría del corazón y una felicidad tan incomprensiblemente grande que nadie sabe narrarla exhaustivamente. Pues el Padre eterno engendra sin cesar a su Hijo eterno dentro de esta potencia (...)” (sermón II). El nacimiento en el centro del corazón del hombre, donde Dios hace nacer a su Hijo, allí donde está dada la conjunción del tiempo (el nacer) y la eternidad (lo dado a luz), es el origen de la suma felicidad del hombre, que supera aun hasta el escalón de la felicidad vía negativa. Pueden distinguirse entonces cuatro grados de felicidad: primero, la felicidad inmediata, vía positiva, meramente creatural, que aun no ha atravesado la experiencia del sufrimiento; segundo, la felicidad vía negativa, construida en base a la asimilación y la superación del sufrimiento; tercero, la felicidad pura, positivísima que nace junto con el Hijo dentro del alma (es decir, una felicidad vía positiva en la tierra); y cuarto, una felicidad vía positivísima pero no en la tierra sino en la eternidad, dada antes y después del paso del hombre por este mundo). En el sermón IX Eckhart da su descripción de la felicidad dentro de Dios mismo: “(...) Existe una palabra enunciada: ésta es el ángel, el hombre y todas las criaturas. (...) Mas hay todavía otra palabra no 156

enunciada ni pensada y que nunca sale afuera, sino que se halla eternamente en Aquel que la dice; mora en el Padre que la dice en continuo acto de ser concebida y de permanecer hacia dentro. El entendimiento siempre está actuando hacia dentro. Cuanto más sutil y más espiritual es una cosa, tanto más poderosamente obra hacia dentro (...) Mas no sucede lo mismo con las cosas corporales; cuanto más vigorosas son, tanto más obran hacia fuera. Pero la bienaventuranza de Dios reside en el obrar-hacia-dentro del entendimiento, donde el ‘Verbo’ permanece adentro. Ahí el alma debe ser un ‘adverbio’ y obrar una sola obra con Dios para recibir su bienaventuranza (...)”. La felicidad de Dios se da en todo un entendimiento hacia dentro, que empieza y termina en Él. La felicidad humana no puede comparársele porque no es “per se” como la de Dios. La condición creatural del hombre, por más divinidad que Eckhart sepa descubrir en ella, es insuperable, de ahí que el alma sólo pueda llegar a ser “adverbio” junto al “Verbo”. También Eckhart da la siguiente caracterización de la felicidad de Dios: “(...) La bienaventuranza divina reside en tres cosas: precisamente en el conocimiento con el cual Él se conoce íntegramente, en segundo término, en la libertad de modo que permanece incomprendido e incoercible para toda su creación y finalmente, en la completa suficiencia con la cual es suficiente para Él mismo y para toda criatura. Pues la perfección del alma reside también en lo siguiente: en el conocimiento y en la comprensión de que Dios la ha aprehendido, y en la unión con el amor cabal (...)” (sermón XXXII). La felicidad humana, aunque nunca alcance las alturas inimaginables de la felicidad de Dios, siempre tendrá sus mismos rasgos esenciales. Eckhart destaca que la felicidad nace adentro, en una comprensión de la perfección en la unidad del amor. Aun en aquellos casos donde la felicidad sea encendida por los motivos más naturales, más materiales, la felicidad es siempre espiritual. El placer de los sentidos, por ejemplo, siempre trasciende tanto a los objetos sensibles como a nuestras facultades para percibirlos: todo el deleite sensible despierta las emociones del alma, y cuando esas emociones son bellas, amorosas, armónicas, llaman a la felicidad en el espíritu. Igualmente los logros, los éxitos, las buenas relaciones humanas, como recursos de felicidad, surten su efecto dentro y no fuera del alma. La realidad, los acontecimientos, no son en sí “felices”; feliz es el bien temperado ambiente que ellos inspiran en la intimidad del alma. Es ya histórico el errado criterio que cree que la felicidad natural, material, motivada por cosas exteriores, empieza y termina en la materialidad y la exterioridad; 157

sucede que el hombre se conoce muy pobremente a sí mismo, y no se detiene a observar dónde le brota la felicidad, cuando le es dado el disfrutarla. La metáfora de la pared, el color y el ojo, pone en evidencia, indirectamente, aquel error: “(...) La pared tiene color (...) no conoce ni su propio color ni ningún otro, y el color no le da placer (...) El ojo no contiene color y, sin embargo, lo tiene en el sentido más verdadero, pues lo conoce con placer y deleite y alegría (...) (“L.C.D.”). En la vida terrenal, el valor divino del deleite está dado en un perfecto enlace de materialidad y espiritualidad: la materialidad tiene que ser abordada, amada y gozada como vehículo para que el espíritu halle en sí la felicidad. La ética tiene que habérselas tanto con el espíritu como con la materia, pues el hombre aquí es un alma encarnada que se mueve en medio de la materia, y si bien la felicidad es un tesoro del espíritu, es imposible aislarla (igual que la acción) del ámbito múltiple, material y finito de la vida terrenal. La pretención de separar la espiritualidad de la materialidad en esta vida, es inconducente, y es camino contrario al de la felicidad. Inversamente, bajo el pretexto de estar viviendo aquí, quedarse en la materialidad y negar la espiritualidad, tampoco conduce a la felicidad: es la figura del “hombre exterior” recordada por Eckhart y exhaustivamente vivenciada, estudiada y superada por San Agustín. El “pecado”, la equivocación ética, no consiste en vivir la vida mundana, sino en vaciar al mundo de su significado espiritual dentro del hombre y dentro de Dios. Vicios y malicias vienen de endiosar objetos materiales, o cosas espirituales contrarias a la naturaleza tal cual Dios la creó. La felicidad tiene una sola orientación metafísica posible: la que concuerda con la verdad, el amor, la unión, el orden, la armonía y la belleza, que son creación de Dios. Manteniéndose sobre dicho carril, toda opción es válida y tiene reservado un destino feliz a modo de premio. Eckhart sugiere cierta definición tangencial de la felicidad: el no querer nada malo; en un pasaje de “El libro del Consuelo Divino”, al referirse a la alegría del hombre noble y justo, afirma: “(...) Porque un hombre de tal carácter posee todo cuanto quiere y no quiere nada malo y ésta es la bienaventuranza (...)”. Pero así como el hombre no tiene que perderse en lo material, corporal, múltiple y externo, tampoco tiene que marearse y perderse en sus anhelos de felicidad, por más que sea parte del patrimonio del espíritu. La felicidad no es el equivalente de la recompensa, ni el honor, ni la mera comodidad, ni la ostentación vanidosa, ni el alarde de una humana magnificencia. Natural y legítimo es buscar la felicidad como vocación ontológica impresa hasta en el más simple elemento de nuestro ser; no es legítimo, ni es tan natural buscar la felicidad como quien busca 158

un trofeo, para regodearse y exhibirlo: quien hace todo cuanto hace no en razón de su buena intención o de la perfección de las cosas, sino para “ganarse” su felicidad, encara a la felicidad desde una maniobra de compraventa. Quien así se comporta desconoce que no existe acción que garantice como efecto inmediato a la felicidad: nadie en este mundo tiene “comprada” la felicidad, si ni siquiera es segura la propia existencia. La felicidad auténtica tiene que ver con lo integral y la plenitud del hombre, y no con cosas o cuestiones unilaterales. Si bien éticamente es correcto, y hasta necesario, procurar la felicidad (puesto que es una especie de imperativo ontológico), sí está mal que el hombre se venda a sí mismo por ciertos logros. El hombre desea ser feliz, y ha de prepararse y movilizarse para eso; no obstante, no tiene que adelantarse al hacer de Dios, sino que debe esperar su gracia. Hay una íntima e indisoluble conexión entre la gracia y la bienaventuranza: “(...) La voluntad quiere bienaventuranza. Me preguntaron cuál es la diferencia entre la gracia y la bienaventuranza. La gracia, tal como la experimentamos aquí en este cuerpo, y la bienaventuranza que poseeremos más tarde en la vida eterna, son una a otra como la flor al fruto. Cuando el alma está toda llena de gracia, y de todo cuanto hay en ella ya no le queda nada que no sea obrado y acabado por la gracia, entonces, sin embargo, no todo tal como se halla en el alma llega a la obra de modo tal que la gracia acaba todo cuanto el alma debe obrar (...) La gracia no une al alma con Dios, ella constituye una consumación; su obra es ésta: llevar al alma de retorno a Dios. Allí le toca en suerte el fruto de la flor (...)” (sermón XXI). El hombre, sea que moderadamente esté conforme con su vida, o sea que se encuentre realmente desdichado, tiene que aprender a ubicarse interiormente de modo tal de abrirse a la gracia de Dios: ésa es la única vía posible de acceso a la verdadera felicidad. La gracia divina, de por sí ilumina al alma y le infunde felicidad, que más tarde, algún día, será completa. La gracia es la flor y la felicidad es el fruto. Tal como el niño, que siempre tiene los ojos abiertos y el corazón bien despierto, esperando recibir o ser partícipe de algo bueno, así debe también hacer el hombre que quiere descubrir la bendición de la gracia; esta disposición clara y simple del alma modifica tanto el tomar como el dar, el aceptar y el emprender: “(...) Cuando el hijo ve el amor que le tiene el Padre, entonces sabe por qué le debe una vida pura e inocente. Por esta razón nosotros también tenemos que vivir con pureza ya que Dios mismo dice: ‘Bienaventurados son los limpios de corazón, porque verán a Dios’ (Mateo, 5-8) (...)” (sermón XXI). Por eso, aunque el hombre no tenga en sí el poder de hacer real su felicidad de modo inmediato, sí tiene 159

la posibilidad práctica y la potestad de encaminarse de manera que en algún momento dado -bendición de Dios mediante-, esa felicidad se realice. Aquí se torna evidente aquella idea de Eckhart que afirma que nadie se hace infeliz sino por propia decisión: leída al revés, esta idea es un llamado al hombre a que camine hacia la felicidad, pero sabiendo que es la libertad humana la que se decide por la felicidad o por la desdicha. La conexión, en Dios, entre libertad y felicidad está dada por la autosuficiencia, la omnipotencia, el ser “per-se” de Dios. En el hombre la conexión entre libertad y felicidad está dada de la siguiente manera: mediante la libertad, hay que elegir el camino correcto para ser feliz, y más tarde, allí en la felicidad es donde llega a descubrirse una libertad aun mayor y más bella. La libertad humana entra a jugar su papel a lo largo de todo el recorrido histórico de la acción, mientras que la felicidad viene a ser una especie de último capítulo: es decir, la ética (y con ella, los pasos del hombre en la vida) comienza en la libertad y culmina en la felicidad. Puede haber libertad sin felicidad, pero jamás puede haber felicidad sin libertad: quien no es libre, física o espiritualmente, no es feliz. En el cuadro de los sufrimientos, esto tiene doble interpretación: primero, la libertad mal llevada conduce al sufrimiento despreciable (el hombre eligió mal, aun sabiendo que no era lo mejor que podía hacer, y por eso es desdichado); segundo, ante un sufrimiento no buscado, inmerecido, se es libre de aferrarse al dolor (es el sufrimiento no condenable, pero mal elaborado, cuando el hombre elige quedarse varado dentro del dolor), y también se es libre de deshacerse del dolor (por vía del desasimiento y la consolación divina). La determinación de la libertad puede derivar en la felicidad o en la desdicha. Cuando la determinación trae con ella a la felicidad, la libertad finalmente será magnificada y enaltecida; pero cuando la determinación llama a la desgracia, la libertad del cuerpo o del alma se desmorona. ¿Pero qué es lo que hace que la felicidad sea lo que es, como contrapartida de la desdicha? La felicidad consiste en la calma unidad del hombre con aquello que ama, siempre dentro de Dios, tanto en la tierra como en el cielo: “(...) La bienaventuranza depende de cuatro cosas, a saber: que se posea todo cuanto tiene ser y es placentero para desearlo y trae gozo, y que uno lo tenga enteramente indiviso, con toda el alma, habiéndolo recogido en Dios (...) allí donde lo toma Dios mismo esto es la bienaventuranza (...)” (sermón XLV). Existe un lazo incorruptible entre felicidad y amor; en aquel tomar en Dios, de donde toma Dios mismo, el amor está omnipresente: en Dios mismo como puro Amor, en las cosas en tanto simplemente creadas por ese Amo, en las cosas en cuanto ofrecidas por Dios al 160

hombre, y en cuanto recibidas por el hombre de manos de Dios. Sin ese “medio” donde florece el amor por todos lados, la felicidad no sería perceptible para el alma. En la tercera de las “Cuestiones Parisienses”, Eckhart inscribe como parte de los argumentos del maestro Gonzalo la siguiente concepción del amor dentro de la bienaventuranza: “(...) Pero el amor en la tierra y en el cielo son de la misma especie y el amor en el cielo es más noble que la visión en el cielo. Porque siendo la bienaventuranza lo más noble de todo, será más noble aquello en lo cual la bienaventuranza más se funda. Ahora bien, la bienaventuranza en el cielo se funda más en el amor que en la visión de Dios (...) Pero la bienaventuranza se distingue de la miseria más por el amor que por la visión o el conocimiento, porque el estado de miseria que se opone a la bienaventuranza en el cielo no es el estado terrenal sino el estado de condenación (...) Por tanto, en la bienaventuranza, el amor es más importante que la visión y por consiguiente, más noble. Por eso, también el amor en la tierra es más noble que la visión en el cielo (...)”. El amor es casi el elemento constitutivo por excelencia de la felicidad; su contrapartida, la miseria, se revela como el resultado material o espiritual del desamor. Pese a que la vía mística de Eckhart es profundamente intelectual, su último grado en Dios, e incluso el último peldaño de la ética aquí en la tierra, sucede por y en el amor, mucho más que en el entendimiento. El amor ya trasciende en este contexto un sentido puramente volitivo, y pasa a significar un inmenso ámbito metafísico. Las almas perdidas, en su mal, no desconocen a Dios, o sea, con su entendimiento lo ven, pero están privadas del amor de Dios. El hombre desdichado puede también tener presente en su mente a Dios, e inclusive puede haber acumulado un sinnúmero de conocimientos hasta saber todo del mundo, pero el estar separado de lo que ama le causa infelicidad. La felicidad sólo crece en el amor, y el primero que toca la felicidad y la experimenta es el corazón; pero luego, la inteligencia también entra a conocer esa situación. En el “Tratado del Hombre Noble”, Eckhart dice: “(...) algunas personas se han imaginado -y parece plausible- que la flor y el núcleo de la bienaventuranza residen en ese conocimiento donde el espíritu conoce el hecho de conocer a Dios; pues, si yo tuviera todo el gozo imaginable sin saber que lo tenía, para qué me serviría y qué gozo sería para mí? Pero yo digo con toda certeza que no es así. Únicamente es verdad que el alma sin esto no sería bienaventurada, pero la bienaventuranza no reside en ello; pues lo primero en que reside la bienaventuranza es el hecho de que el alma contemple a Dios desnudo. Ahí recibe todo su ser y su vida y saca todo cuanto es, del fondo divino y no sabe nada ni del 161

saber ni del amor ni de cualquier otra cosa. (...) Mas cuando sabe y conoce que contempla, conoce y ama a Dios, este hecho constituye según el orden natural, un éxodo y un retorno con respecto a lo primero (...)”. El tema del éxodo y el retorno aluden tanto a un circuito físico y metafísico, cuanto a un recorrido “fenomenológico” del espíritu: cuando el alma era feliz en Dios (antes de nacer) ella era uno con Dios, con el ser y la felicidad; luego, cuando vino al mundo (supuesta aquí cierta condición de felicidad), ya más separada de Dios y del ser, tomó conciencia y aprendió a conocer qué es lo que la hace feliz, y más tarde se dio cuenta del hecho de que conoce, de que tiene conciencia: descubrió así su autoconciencia, y entonces cree que ese es el polo de su felicidad, el darse cuenta de que se sabe feliz. Un paso más del pensamiento, y el alma se encuentra saltando con su inteligencia entre mediaciones: su autoconciencia, la conciencia de lo que ama, el ser mismo y Dios. Ya está muy lejos de la Unidad primigenia, al calor de la cual era realmente feliz; ahora su felicidad peligra, y por eso quiere emprender el retorno, porque llegó finalmente a la conclusión de que sólo trascendiendo mediaciones regresa a la Unidad con Dios, con el ser y con la bienaventuranza. No hace falta que el hombre vuelva al cielo para que su alma consiga espiritualmente el retorno; cuando el hombre, con su entendimiento y con su amor aprende a reunir todas las cosas, materiales y espirituales, remitiéndolas a Dios, ya marcha hacia el retorno. La felicidad no puede depender de la conciencia de estar en ella. El perfil de la felicidad es mucho más simple que un pensamiento reflexivo, es mucho más amplio y abarca al alma íntegramente: de otro modo, bienaventuranza y estancia en Dios no podrían ser idénticas. La felicidad es algo que pertenece más al corazón que a la cabeza, aunque esencialmente absorba la totalidad del ser del hombre. Que el núcleo viviente de la felicidad no está en el tener conciencia de ella cuando se la tiene, queda demostrado por el hecho de que mucha gente alcanza a cobrar conciencia de la felicidad que tenía una vez que la perdió, es decir, antes era feliz sin saberlo, pero era feliz. Si la mayor felicidad es estar solamente en el Uno perfecto de Dios, a través del cual se recupera la totalidad de las cosas, entonces se ve más claro que la felicidad traspasa a todas las potencias y aspectos del hombre: su cuerpo, su alma y también su mente. La auténtica felicidad consigue superar la distinción entre el cielo y la tierra; es posible ser tan feliz en la tierra como en el cielo: “(...) A despecho de Dios mismo, (...) de los ángeles, (...) de las almas y de todas las criaturas, digo yo que allí donde el alma es imagen de Dios, 162

no la podrían separar de Dios! Ésta es la unión genuina, en ella reside la verdadera bienaventuranza. Algunos maestros buscan la bienaventuranza en el entendimiento. Yo digo: La bienaventuranza no reside ni en el entendimiento ni en la voluntad sino por encima de ellos (...)” (sermón XLIII). La felicidad va más allá del entender y del querer, no es una actividad, es un estado que viene de la mano de la gracia. Todos los seres humanos pueden acceder a la unión con Dios y gozar de los dones divinos: Dios no le niega su gracia a quien sabe cómo recibirla. En el sermón LII, aparecen pensamientos que dan la impresión de ser una especie de corolario de todo cuanto Eckhart fue diciendo en sus anteriores sermones: todo lo anterior viene involucrado, retomado, pero es nuevamente elevado a un nivel aun superior; en ese sermón Eckhart se ubica en Dios, pero no ya en cuanto Creador y Padre sino en lo que Él es trascendiendo todo engendrar y todo nacer. Y es desde allí que Eckhart hace una nueva afirmación de la bienaventuranza, no ya una definición que en cuanto tal es una forma precaria, limitada, de expresión; el lenguaje de Eckhart es aquí quizás más poético que en otros pasajes: “(...) Ahora surge la pregunta de cuál es la cosa en que reside antes que nada la bienaventuranza. Varios maestros dijeron que reside en el conocer, algunos dicen que reside en el amar; otros afirman que reside en el conocer y en el amar, y éstos ya aciertan más. Pero nosotros decimos que no reside ni en el conocer ni en el amar; más aun: hay algo en el alma de lo cual fluyen el conocer y el amar; ello mismo no conoce ni ama como lo hacen las potencias del alma. Quien llega a conocer este algo conoce en qué reside la bienaventuranza. Este algo no tiene ni antes ni después y no está a la espera de ninguna cosa adicional porque no puede ni ganar ni perder. Por eso se halla privado también del saber de que Dios obra en él; antes bien: es lo mismo que disfruta de sí mismo a la manera de Dios (...)”. El hombre no puede tener de sí mismo la felicidad como Dios. Solamente puede recibirla, le llega; pero en su más recóndito fondo únicamente puede obtenerla de Dios. Cuanto más esté el hombre en Dios y Dios en el hombre, tanto mayor y más poderosa será la felicidad. El concepto eckhartiano de la felicidad es absolutamente interior y unitario; el concepto actual, corriente, publicitario, enfoca una felicidad exterior, dispersa y entrecortada, más bien superficial, no muy convencida de sí misma, y altamente endeble. El modelo actual de felicidad es el sucedáneo del modelo pagano que corría en tiempos antiguos. El concepto de Eckhart tiene mucho de San Agustín: la interioridad, la reunión de lo múltiple dentro de lo Uno (y no la atomización de lo Uno en lo múltiple, como marcha el pensamiento común), y el retorno a Dios, 163

así lo muestran. Sin embargo, Meister Eckhart consiguió ir aun más lejos que San Agustín. San Agustín, en su bienaventuranza, no quiere perderse el gozo de saberse contemplando a Dios y viviendo en su amor; así lo parafrasea Eckhart, entre otros textos, en el sermón XXa: “(...) Dice San Agustín: Dios es de tal índole que aquel que la comprende, nunca más puede descansar en otra cosa. Dice San Agustín: Señor, si te nos quitas a ti, danos otro tú, o no descansaremos nunca; no queremos nada más que a ti (...)”. En la bienaventuranza que imagina Eckhart, la unión con Dios en el amor es tan grande que todas las limitaciones, los costados finitos de la conciencia, se encuentran tan extraordinariamente contenidos, enlazados y trascendidos, que ya no importa si el hombre conserva o pierde aquella atención de la inteligencia sobre el hecho de ser feliz.

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X - TEORÍA DE LA ACCIÓN NECESIDAD DE LA ACCIÓN Los pasos que sigue Eckhart en la búsqueda y el hallazgo de Dios no se agotan en la formación del pensamiento y el sentimiento; a raíz de esa misma formación espiritual surge la necesidad de actuar, de moldear la vida en el mundo según las leyes del espíritu. El fin en Dios, lejos de convertir a la vida mundana en un paso obligado, la eleva a ser el instrumento mismo imprescindible para el retorno. Ciertamente, según como el hombre trace su historia en la tierra, será realizado o no aquel retorno a Dios. No es negando, ni eludiendo, ni imposibilitando, ni distorsionando la vida terrenal como se logra el retorno. El hombre noble, el hombre interior es aquél que sabe recorrer el mundo descubriendo a Dios en cada cosa: “(...) Nuestro señor dice en el Evangelio: ‘Un hombre noble marchó a una tierra lejana para conquistar un reino y volvió’ (Lucas 19, 12) (...)” (“Tratado del hombre Noble”). La participación del hombre noble en el mundo temporal no sólo es posible sino que además es ineludible. Aunque la nobleza del hombre y su sabiduría y su disposición hacia Dios comiencen en la interioridad, todo ello también tiene que verse exteriormente reflejado. La gradual aproximación a la Unidad no es relativa al alma sola, atañe a todas las cosas y a todos los acontecimientos de la vida. El retorno exige ser, en la acción exterior, consecuente con los principios que gobiernan adentro del alma. Es precisamente en la obra externa donde ha de verificarse la eficacia del pensamiento eckhartiano (“Und dieses Eine macht uns selig”, “L.C.D.”). Que la Unidad sea la clave del destino y de la bienaventuranza significa que la ética eckhartiana no sólo habita en el entender sino también en el ser, significa el cumplimiento verdadero del deber ser: el retorno a Dios nace junto con la “chispita”, pero ha de crecer y extenderse en la acción externa. La obra externa es toda actuación y comunicación, es donación y construcción, y es todo movimiento que el hombre ejerza para instaurar o modificar las cosas y las circunstancias de su vida. La obra interna se compone de la orgánica combinación de todas las funciones del alma; en la obra interna caben conocimientos y reflexiones, sentimientos y reacciones, decisiones e intenciones, proyectos y disposiciones. Toda actividad intrínseca espiritual hace a la constitución de la obra interna del hombre. La obra exterior siempre es determinada por la obra interior. Sin embargo, consideradas en sí mismas y separadamente, la obra interior funciona siempre dentro de la unidad del entendimiento y la voluntad, 165

con la libertad que proviene de su indeterminación material; la obra exterior, en cambio, está condenada a la desventaja de estar sometida a límites, multiplicidad y temporalidad, por cuanto para funcionar necesita adherirse a las cosas dadas materialmente. Y siendo la obra interior la depositaria de la potestad del libre albedrío, es por ella que se mide la calificación ética de una persona. Así Eckhart reconoce que la obra exterior no añade ningún mérito a la cualidad de la obra interior: “(...) Así como todas las criaturas, aun en el caso de que hubiera mil mundos, no superarían ni por le ancho de un pelo el valor de Dios solo, -así digo yo (...) que esa obra exterior, su cantidad y su magnitud, su largor y su anchura no aumentan absolutamente, en ningún caso, la bondad de la obra interior; pues ésta contiene su propia bondad (...)” (“L.C.D.”). Paralelamente, el impedimento para realizar la obra exterior tampoco disminuye el valor moral de la intención auténtica de la voluntad; el querer hacer algo bueno equivale, para Dios, al ya haberlo hecho: “(...) el hombre bueno ya en este momento ha hecho en el cielo y en la tierra todo cuanto querría hacer, asemejándose a Dios (...)” (“L.C.D.”). Pero igualmente es imposible vivir en el mundo y no realizar obra exterior; como así también el valor ético de la obra exterior consiste en que lleva a la existencia el recóndito fin de la obra interior, que de otro modo sólo sería conocido por Dios, y jamás alcanzaría a ofrecer su amor al prójimo. Una ética puramente mística volcaría todo su empeño en el hombre interior y la obra interior; el maestro Eckhart, por su parte, parece no olvidar que el hombre vive en el mundo, y que el debido camino hacia Dios lo hace desde esta vida terrena misma. Es decir, la vida y el amor naturales son inherentes a la esencia del hombre indiscutiblemente: “(...) un hombre bueno bien puede ser un hombre bueno, y sin embargo, puede afectarlo y hacerlo titubear en mayor o menor grado el amor natural a su padre, a su madre, a su hermana y a su hermano sin que reniegue ni de Dios ni de la bondad. Él será, empero, bueno o mejor en la medida en que el amor natural y la inclinación hacia el padre y la madre, la hermana y el hermano y hacia sí mismo, lo consuelen y afecten en menor o mayor grado y él se percate de esos sentimientos (...)” (“L.C.D.”). También es necesario tener en cuenta que la debilidad y las limitaciones de la voluntad humana, como también el mundo exterior que da ocasión a tales debilidades y limitaciones, son parte misma de la sabia voluntad de Dios. Eckhart dice: “(...) Si un hombre fuera capaz de aceptar (...) en cuanto sea la voluntad divina que la naturaleza humana tenga este defecto justamente por divina justicia a causa del pecado del primer hombre, y 166

si él, por otra parte, si las cosas no fueran así, quisiera prescindir gustoso de este defecto según la voluntad divina, entonces andaría del todo bien y seguramente recibiría consuelo en su sufrimiento. Se piensa en esto cuando San Juan dice que la verdadera ‘luz resplandece en las tinieblas’ (Juan 1,5) y cuando San Pablo afirma que ‘la virtud se realiza en la flaqueza’ (2 Cor. 12,9) (...)” (“L.C.D.”). Dios quiere que el hombre viva en camino de aprendizaje, y por eso lo creó con defectos, inmerso en la multiplicidad corpórea y temporal; de ahí la idea de la virtud naciendo a partir de la flaqueza. El movimiento es imprescindible para concretar la vuelta al Padre: “(...) El hecho de que Dios sea constante, pone en marcha todas las cosas. Existe algo muy placentero que mueve y empuja y pone en marcha a todas las cosas para que retornen hacia allí de donde emanaron, en tanto que este algo permanece inmóvil en sí mismo. Y cuanto más noble sea una cosa, tanto más constante será su correr. El fondo primigenio las empuja a todas. La sabiduría y la bondad y la verdad añaden algo; lo Uno no añade sino el fondo del ser (...)” (sermón XIII). El hombre no debe ni puede quedarse quieto: siempre tendrá que elegir una alternativa y actuar, si quiere cumplir con el retorno propio, el de los otros, y el de todas las cosas al Uno. Dios insertó en las almas una especie de motor, para que fuese real el don del movimiento, y que entonces se prolongara a través de la actuación del hombre Su propio acto creador. El deber de amor que Eckhart predica abraza también la idea de descubrir y cultivar toda esa fuerza del alma que se traduce en acción. Eckhart exalta el valor de la fecundidad (tanto del alma como del cuerpo) por encima de la virginidad (que no da frutos ni espirituales ni materiales): “(...) En la virginidad se reciben muchos dones buenos, pero no se los da a luz nuevamente en Dios por medio de la fecundidad femenina, y con loa agradecida. Estos dones perecen y se anonadan todos, de modo que el hombre nunca llega a tener mayor bienaventuranza ni mejoraría a causa de ellos. En tal caso su virginidad no le sirve para nada porque él, más allá de su virginidad, no es mujer con plena fecundidad. En esto reside el mal (...)” (sermón II). El hombre está llamado, de acuerdo con la forma en que fue creado, a dar fruto siempre: a través de su descendencia y de todas sus obras materiales y espirituales. La vida en la tierra, y por consiguiente la eticidad, está eminentemente signada por la acción. En definitiva, el estado o los resultados del alma se conocen según sea la medida de las obras: “(...) Por ello tampoco produces fruto alguno si no has hecho tu obra (...)” (sermón II). El verdadero crecimiento, el que da frutos, exige 167

que el hombre produzca y obre. La obra exterior tiene verdaderamente un valor divino cuando es el fiel reflejo de una interioridad noble: es en este cuadro donde se halla realizada plenamente la imagen y semejanza del hombre en Dios. Por eso Eckhart dice que es el mismo Dios quien actúa en la obra del hombre bueno. Teniendo esto en cuenta, la ética tendrá que reverenciar con justicia a la buena acción concreta. No se trata de una deducción, el propio maestro Eckhart en “El Libro del Consuelo Divino” destaca que la tercera parte de su libro está dedicada a ejemplos de palabras y obras que ilustran históricamente sus enseñanzas; es decir, es evidente que Eckhart estaba muy conciente de la necesidad y la trascendencia de la obra externa. Si es Dios mismo quien obra en la obra del hombre bueno, Dios hace cuando el hombre hace, o Dios sigue creando mediante el hacer del hombre; entonces no hay que sentarse a esperar a que Dios solo haga las cosas, limitándose el hombre a rezar y nada más. No es así; más bien, para que Dios nos ayude hay que ir y hacer algo. No está bien la inacción, la pasividad. En ningún momento Eckhart dibuja una fe inactiva, contemplativa: su mística llama siempre a la acción. No hay que olvidar la identidad del amor, en la manifestación, en la obra, con la presencia del Espíritu Santo. Cuando Eckhart encara al sufrimiento como prueba que Dios pone delante del hombre, deja traslucir la necesidad de que el hombre atraviese esas pruebas para superarlas efectivamente, lo cual supone la intervención y el compromiso humano en la historia; la metáfora que elige Eckhart para graficar su idea es ésta: “(...) Es señal de que el rey o un príncipe confía del todo en un caballero cuando lo envía a combatir (...)” (“L.C.D.”). Las circunstancias en las que Dios sitúa al hombre invocan al movimiento y a la acción en la vida con toda la fuerza de la realidad. Eckhart se ubica en la fe de un modo muy diferente al de otros místicos: la suya es una fe que se mueve, que se abre al mundo y trata de pensar y hacer en la unidad, no es una fe que se encierra sobre sí misma. Encerrarse es limitar el ser. La propuesta del maestro Eckhart es la siguiente: conciente de la realidad ppresente, algo tengo que hacer, busco la mejor alternativa, encomiendo a Dios mi obrar, y dejo que Él guíe mi mano. La guía de Dios vendrá indefectiblemente sobre la marcha, jamás en la reclusión y la pasividad. En ese sentido, desde la ética eckhartiana queda absolutamente sin efecto aquella objeción hegeliana al pensamiento religioso que concebía a la fe como una fuga del mundo real. Dios no hizo al mundo de modo tal que el hombre tuviera que acabar escindiendo fe y realidad. El nacimiento del Hijo en el alma del 168

hombre requiere también el obrar: de lo contrario el hombre permanece como el árbol que ni florece ni da frutos. Una relación con Dios que se instala en la devoción sentimental, o en un vacío pensamiento conceptual puro, es estéril para Eckhart. La ética eckhartiana consiste en la integración de un pensar, un buscar, un amar y un hacer. El amor, el desasimiento, la justicia y la libertad sólo pueden ejercerse dentro de los vínculos con el mundo; desde el claustro, o desde la soledad y la distancia, todas esas virtudes y potencias pasarían a ser casi quiméricas. Aun sabiendo de la eternidad y de la inmortalidad del alma, o tal vez con mayor razón a causa de ello, el rumbo de todas las acciones temporales guarda una importancia indiscutible: cada cosa que el hombre haga o deje de hacer en la tierra, buena o mala, permanecerá por siempre, así tal cual la hizo, en el eterno ahora de Dios, dentro de la trama total de la historia; ni lo efectuado ni lo omitido jamás serán borrados. La determinación, el valor, y el sentido de absolutamente todas las acciones del hombre son tan eternas como lo es la creación entera dentro de Dios. La mística de Eckhart es para vivir en Dios en el mundo; es una mística para la vida, por eso es material óptimo para componer una ética. En el sermón IX esa idea está claramente expresada: “(...) Qué es lo bueno? Es bueno aquello que se comunica. Llamamos bueno a un hombre que se comunica y es útil. Por eso dice un maestro pagano: En este sentido un ermitaño no es ni bueno ni malo porque no se comunica ni es útil. Dios es lo que más se comunica. Ninguna cosa se comunica a partir de lo propio, porque todas las criaturas no existen por sí mismas. Todo cuanto comunican lo han recibido de otro. Tampoco se dan ellas mismas (...)”. Así como no es ni correcto ni útil separarse de Dios, tampoco lo es separarse de personas y cosas. Dios diseñó absolutamente todo según la impronta de la Unidad. La vida terrenal es como una gigantesca tela donde se entrecruzan los hechos, las cosas y la gente, siendo el hombre individualmente sólo una parte de todo el conjunto. Si la unidad es la clave, Dios ubicó el sentido primario antes en la totalidad que en la parte; allí, dentro del todo, dentro del mundo que le toca vivir, el hombre tiene que buscar su propio sentido individual. Dios hizo todo por el hombre; el hombre tiene una misión en la tierra: solamente averiguando cuál es y cumpliéndola, es decir, actuando en el mundo, es como se hace pleno y verdaderamente sí mismo. Por eso el hombre solitario carace de sentido: alejado de los demás, de una unidad, al no entrar en el movimiento de una conjugación de roles humanos, pierde significado su historia, no traza una historia propiamente dicha. Únicamente la comunicación y la acción son el medio para que el hombre se realice a sí mismo. El amor de formar una 169

familia y de desarrollar una profesión son imposibles en la ermita. La idea de muchos místicos y filósofos, de tomar distancia de todo creyendo encontrar así la paz, la plenitud y la felicidad, es falsa, contraria a la naturaleza tanto física como espiritual. La clave de la unidad que abraza lo diverso se ve siempre en la vida; es tal cual lo cuenta Eckhart: el hombre bueno, bien encaminado, es uno solo, pero él puede ser hijo, hermano, amigo, esposo, padre, profesional, y todo cuanto además pueda ser, todo eso por separado y a la misma vez: la unidad de su mente y de su corazón consiguen que en él estén todas esas facetas enlazadas. Allí se hace más notoria la imagen y semejanza divinas, en aquella casi perfecta conjunción de lo uno y lo diverso de la cual es capaz el hombre. El tema de la unidad es una constante: hay unidad dentro del hombre (su alma y su cuerpo, todos sus pensamientos y sentimientos, y todas las cosas reales y soñadas presentes en su mente), hay unidad en la acción (la coherencia del medio con el fin, y del fin con el fin de Dios), hay unidad de sentido con el mundo y la gente. La unidad es siempre una complejidad bien organizada, no una simplicidad llana; es como un organismo o como un engranaje: sólo funciona si está dado el perfecto equilibrio de todas sus partes. Dentro de la inteligencia caben todas las ideas (y a través de ellas, todas las cosas), así como dentro del corazón (cuando brota en él la semilla divina), caben todos los amores. En eso se parece el hombre a Dios: en que puede unificar en su interioridad, aunque limitadamente, lo diverso y disperso del afuera. La forma de ser uno el hombre, y unido con los demás hombres, es una manera de imitar la unidad de todos en Dios. Alimentar el amor y la unión es otra vía positiva de la felicidad, y a la vez demuestra el aspecto activo de esta ética. La ética eckhartiana dibujará el recorrido del hombre en el mundo siguiendo la imagen y semejanza del Creador: la ética parte del fondo del corazón del hombre, donde nace la chispa y todas las potencias del alma capaces de dar forma a la obra interior; luego, ya establecida la obra interior, el hombre habrá de actuar exteriormente, movido por el amor, siguiendo el sentido de la obra interior. Tanto el origen como el resultado de la obra interna y externa (o sea, la determinación primera, el producto real de la acción, y la consiguiente condición espiritual de la situación) se dan solamente dentro del alma del hombre. La ida y el retorno sirven para que el alma aprenda a reunir y guardar todas las cosas dentro de ella misma. Así también hace Dios, que desde su eternidad plena, obra y pone existencia e historia para que todo vuelva algún día a Él.

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LA AUTÉNTICA MOTIVACIÓN DE LA OBRA BUENA Esta cuestión de derivar una ética desde una mística encierra cierto riesgo: el de tomar el modelo en su dimensión práctica olvidando su verdadero sentido primordial de la unidad con Dios. Ciertamente Eckhart ya vislumbra ese peligro cuando comenta el caso de quienes aman y buscan a Dios igual que a la vaca que les da leche o la vela que les da luz: el defecto del pragmático ventajista aparece atinadamente reflejado en lo humorístico de esa comparación. El motor de toda acción, absolutamente siempre, debe ser el amor, pero según el modo de Dios. El amar y el obrar del hombre deben ser más bien una donación, a semejanza del amar y obrar gratuitos de Dios. Sabiendo eso, es más fácil comprender por qué Eckhart dice que es Dios mismo quien opera en la acción del hombre bueno. Ahora bien, asalta aquí una cuestión grave: quién opera entonces en la obra del hombre malo? Cómo contestaría Eckhart ante esa pregunta? Eckhart decididamente no habla en términos de personas buenas y personas malas; él prefiere hablar de procederes buenos y malos, de intenciones o de creencias buenas y malas, pero no de seres humanos encasillados según categorías. En la mala acción obra simplemente el hombre (no digamos el hombre-malo), pero allí no obra Dios, no acompaña Dios a esa obra; Dios permite que ello ocurra, con alguna finalidad, sea para que el mismo hombre errado aprenda, o que otros aprendan, o que algunos reciban alguna cosa como consecuencia de la situación ocasionada por aquella acción. Esos motivos sólo los conoce Dios. Pero mirando la mala acción en sí misma, sin considerar su incidencia histórica, puede observarse que allí el hombre está separado de las divinas leyes de la unidad y del amor, es como si se desconectara del todo: de Dios, por lo contrapuesta que es la intención, del mundo y de las personas por el daño que genera. El hombre que actúa mal quiere imponer sus propias reglas a la realidad, y juega su juego solamente para él mismo. En el camino del mal proceder sólo hay egoísmo, ruptura y soledad: allí nunca puede estar Dios. No puede ser buena la obra de alguien que centra toda su intencionalidad en sí mismo, y que todo lo calcula en función de su propio beneficio. En el sermón XXXIX Eckhart explica su principio del obrar sin ningún por-qué: “(...) El justo no intenta conseguir nada con sus obras; pues quienes intentan conseguir algo con sus obras o también aquellos que obran a causa de un por qué, son siervos y mercenarios. Por eso, si quieres ser in-formado en la justicia y transformado en su imagen, no pretendas nada con tus obras y no te 171

construyas ningún por qué, ni en el siglo ni en la eternidad ni con miras a una recompensa o a la bienaventuranza o a esto o a aquello; porque semejantes obras de veras están todas muertas. Ah sí, aun cuando configuras en tu interior la imagen de Dios, todas las obras que hagas con esa finalidad, están muertas, y las buenas obras las echas a perder. Y no sólo echas a perder las buenas obras, sino que cometes también un pecado; pues procedes exactamente como un jardinero que debía plantar un jardín y luego talaba los árboles y, para colmo, reclamaba su paga. De la misma manera echas a perder las obras buenas (...)”. Eckhart hace hincapié en la necesidad de que el hombre actúe sin ningún por qué. Qué significa eso? Obrar bien, totalmente desde adentro, más allá del fin, del resultado concreto y de la intención misma. Obrar sin ningún por qué no implica movilizarse careciendo de finalidades, azarosamente o en el absurdo; más bien quiere exaltar el valor del buen obrar en sí mismo, aparte de que salga bien o no, aparte de que redunde en recompensa, e incluso más allá de que eso sea del agrado de Dios. El deber, tal como Eckhart lo pinta, pide que el hombre se resuelva libremente, por puro amor hacia el buen obrar, dejando de lado (en su consideración) toda consecuencia. La distinción entre el deber (obrar bien) y la felicidad, que Kant arrojaba sobre la realidad vivida, en la enseñanza de Eckhart tiene que ser una distinción en el pensamiento y la intencionalidad, pero no en la realidad; el hombre tendrá que tener presente estas dos cosas bien diferenciables: por un lado, deberá saber (y confiar en ese saber) que Dios le ha creado para la felicidad, que Dios quiere que él sea feliz, aun más allá de sus escasos méritos, es decir, la felicidad (por una ley ontológica primera) ha de llegarle al hombre de por sí y no a modo de simple recompensa; por otro lado, el hombre tendrá que ofrecer su corazón y su obra en el bien por el bien mismo, trascendiendo todo condicionamiento, toda circunstancia particular y toda esperanza. Solamente quien concibe a la verdadera felicidad más allá de todo cálculo y de todo movimiento, aparte de toda contemplación y de todo amor, en una superación de toda diferenciación, es capaz de comprender la libertad, la belleza y la alegría que hay en la idea de obrar bien sin un determinado por qué. Eckhart dice: “(...) Algunos profesores opinan que el espíritu consigue su bienaventuranza en el amor; otros afirman que la obtiene en la contemplación de Dios. Mas yo digo: No la consigue ni en el amor ni en el conocer ni en el contemplar (...) Por eso, la bienaventuranza del espíritu reside allí donde ha nacido y no donde todavía está por nacer, porque vive donde vive el Padre, es decir, en la simpleza y en la desnudez del ser. Por eso, dales la espalda a todas las cosas y tómate 172

puro en el ser; porque cuanto está fuera del ser, es ‘accidente’ y todos los accidentes producen un por qué (...)” (sermón XXXIX). Un pensamiento que calibra y dispone las acciones en función de los “por-qué”, viene atado a una lineal concatenación de causas y efectos, y se acostumbra a autolimitarse. Ése es el origen de la estrechez de criterio que se observa en algunas personas, que paulatinamente va anquilosando la inteligencia y la voluntad. Ese modo de pensar que se mueve entre los por-qué, a veces aparece como un extravío entre detalles, o como la maraña compleja que conforma un plan, otras veces se ve en lo que suele llamarse “preconceptos” o “prejuicios”, otras veces como temerosidad o excesiva prudencia. Bajo cualquiera de sus posibles formas, siempre resta movilidad, libertad, espontaneidad y amor al actuar, a la vez que le quita la pureza y autenticidad a su valor ético. El obrar sin ningún por qué tiene su clave en el desasimiento aplicado a la acción, el cual, al hacer que el hombre se suelte, se despegue (en este caso, del mismo “por-qué”) obtiene la ductilidad y disponibilidad para actuar. La ética eckhartiana enseña al hombre a tomar un lugar que supere el mundo del accidente, pensando más allá de las razones, sin una limitada causa mediando siempre. Eckhart dice que Dios obra sin por qué y que nosotros debemos hacer lo mismo. La única manera de existir en la unidad es aprendiendo a no quedarse en lo accidental, a mirar por encima de ello. El pensar y obrar sin atarse a las causas, tiene dos usos fundamentales: primero, con respecto a una interpretación de la historia que le toca presenciar o protagonizar; y, segundo, con respecto a la actividad, a lo que concreta y decididamente haga el hombre. La interpretación de los hechos que remite los por-qué parciales y temporales a los motivos de Dios, hace a la paz de espíritu; pero el aprender a obrar sin por-qué es lo que verdaderamente caracteriza al valor moral de la acción: “(...) Dios no descansa jamás ni a causa del apogeo de la vida ni a causa del apogeo de la paz; sino que acosa e incita en todo momento para que se revele el justo. En el justo no ha de obrar ninguna cosa sino únicamente Dios. Pues si algo fuera de ti te impele a obrar, de veras, todas esas obras están muertas; y aun en el caso de que Dios te estimule desde fuera para que obres, por cierto, todas esas obras están muertas. Mas, si tus obras han de vivir, Dios tiene que impelerte en tu interior, en lo más acendrado del alma (...)” (sermón XXXIX). Dios obra sin un por-qué puesto que no necesita buscar nada fuera de Él mismo, y entonces todo lo que obra lo hace por la sobreabundancia de su amor. Si el hombre es de la misma estirpe de Dios tendrá también la capacidad de aprender a obrar sin calcular las respuestas que reciba, obrando de todas maneras, a causa de una 173

abundancia de amor en el alma. Cuando el hombre llega a identificarse con esa forma de hacer de Dios, y entonces así es uno con Él, allí es verdaderamente libre su opción de obrar sin por-qué, no como una pauta impuesta desde afuera. Cuando el hombre ve a la justicia, al bien puro y a la bondad como algo extraño, no conseguirá jamás ser sincero y libre en su buena acción, pues esta acción no sería propiamente suya sino de la autoridad que la dicta. La gratuidad del obrar consiste en lo siguiente: para que una buena acción sea auténticamente buena, el motor de la acción tiene que ser el corazón, y no un razonamiento interesado; obrar siguiendo cálculos sin sensibilidad producen una obra éticamente pobre. Es cierto que el pensar es anterior al ser, como dice Eckhart; pero también es cierto que el ser tiene que darse como fruto de ese pensar. Así como Dios da existencia a su pensamiento eterno, así también tiene que hacer el hombre: la “creación” del hombre es su obrar cotidiano, su construir la vida en todas sus facetas, el cumplimiento de sus sueños y sus metas más preciadas (siempre y cuando estén bien encaminados). La única condición para que el hombre pueda cumplir con todo esto es que deje que sea Dios, dentro de su propio corazón, el que opere todas las obras. El seguimiento de la voluntad de Dios (lo cual incluye tanto lo no previsto por el hombre, como también sus propios anhelos y hasta sus defectos) supone todo un trabajo de interpretación de la realidad por parte de la inteligencia, pero principalmente supone una determinada orientación del corazón. En ese exacto punto donde la voluntad se decide y realiza un camino u otro, es donde se evidencia la libertad de la voluntad como casi más poderosa que la libertad del entendimiento: “(...) Cuanto más sutil es una cosa, tanto más vigorosa es (...) Toda riqueza y pobreza y bienaventuranza residen en la voluntad. La voluntad es tan libre y tan noble que no recibe [ningún impulso] de las cosas corpóreas, sino que opera su obra por su propia libertad (...) en este aspecto la voluntad es más noble (...)” (sermón XXXVIb). La clave para descifrar la auto-regulación de la voluntad al elegir y largarse a actuar libremente, es algo tan misterioso y tan escondido dentro del alma, que sólo el Padre que la creó puede conocerla. Ésta es la explicación que da Eckhart en el sermón Vb: “(...) Así como es verdad que el Padre en su naturaleza simple engendra a su Hijo en forma natural, también es verdad que lo engendra en lo más entrañable del espíritu y esto es en el mundo interior. Ahí el fondo de Dios es mi fondo, y mi fondo es el de Dios. Ahí vivo de lo mío, así como Dios vive de lo suyo. (...) Desde este fondo más entrañable has de obrar todas tus obras sin por qué alguno. (...) Si alguien durante mil años preguntara a la vida: ‘Por qué vives? ‘...ésta, si fuera capaz de contestar, no diría sino: ‘Vivo porque vivo’. 174

Esto se debe a que la vida vive de su propio fondo y brota de lo suyo; por ello vive sin por qué justamente porque vive para sí misma. Si alguien preguntara entonces a un hombre veraz, uno que obra desde su propio fondo: ‘Por qué obras tus obras?’ ...él, si contestara bien, no diría sino: ´Obro porque obro’. (...)”. El hombre ama la vida por ella misma, y de igual modo el hombre noble ama a Dios por todo lo que Él es. Eckhart dice que a Dios no lo amamos simplemente por ser Dios, sino porque es la Verdad, la Bondad y la Justicia; si Dios no tuviera en sí todas esas cosas, el hombre correría a buscarlas a alguna otra parte. Esto lo expone, entre otros textos, en el sermón XLI: “(...) Al hombre justo la justicia le hace tanta falta que no puede amar nada fuera de la justicia. Si Dios no fuera justo, él no se fijaría en Dios, según ya he dicho varias veces. La sabiduría y la justicia son una sola cosa en Dios y quien ahí ama la sabiduría, ama también la justicia; y si el diablo fuera justo, este hombre lo amaría en cuanto fuera justo y ni un pepino más (...)”. El desasimiento llega aquí hasta la relación misma del hombre con Dios: no se pega a Él ciegamente por ser quien es sino por ser como es; por eso dice Eckhart que si Dios cambiara o fuera distinto de lo que es, el hombre bueno se apartaría de Él y continuaría su camino de otra manera. Es posible que algún lector que todavía no entienda lo suficientemente a Eckhart, se alborote con esta pregunta: ¿cómo deslindar el abandono, el desasimiento aplicado a los dolores y a la propia voluntad, del triste concepto del no-hacer, no-producir, no-obrar? El desasimiento no tiene que convertirse en una traba para la acción: no hay que olvidar que Eckhart constantemente quiere derribar impedimentos, dificultades y limitaciones. Errónea es la postura de quien no hace nada, o su obra no sale de su propia interioridad; pero es muy distinta la actitud de quien va y obra siempre, sabiendo que tiene que poder dejar atrás lo malo y lo bueno pasado para seguir adelante. Cómo puede el hombre obrar en la vida sin planear propósitos determinados? Si se queda quieto, pensando en el sinfín de posibilidades aceptables, y no opta por ninguna, termina igual que el ermitaño: ni bueno ni malo, pero totalmente inútil. Ése no es programa para la ética: así el hombre no aprende nada nuevo, no pasa las pruebas que le pone Dios, no contribuye al sentido del todo, y lo que es peor aun (rozando ya las fronteras del pecado) hace igual que si tirara a la basura el tiempo de su vida, los talentos, los dones y las oportunidades concedidas por Dios; y, desechando a todas esas cosas, el hombre estaría también desechando al Dios que se las ofrece. Ya ontológicamente es imposible mantener un estado de indeterminación del espíritu; entonces, éticamente es de igual 175

modo imposible. Explica Eckhart: “(...) Todo cuanto recoge el recipiente espiritual es de su naturaleza. La naturaleza de Dios consiste en entregarse a toda alma buena, y la naturaleza del alma consiste en recibir a Dios; y, esto se puede afirmar con miras a lo más noble que el alma es capaz de realizar. Ahí el alma lleva la imagen de Dios y es igual a Dios (...)” (sermón XVIb). El hombre hace sus planes, si Dios los aprueba los llevará felizmente a cabo, y si Dios no los aprueba, habrá que cambiar de planes y obrar de todas maneras, según las cartas que fueron echadas por Dios. Hay un ejemplo en “El Libro del Consuelo Divino” que combina perfectamente el desasimiento y la disponibilidad para actuar: “(...) Ahora pongo por caso que un hombre tenga cien marcos; pierde cuarenta y retiene sesenta. Si el hombre piensa entonces continuamente en los cuarenta marcos perdidos, queda sin consuelo y apenado (...) Si, en cambio, él se volviera hacia los sesenta marcos que todavía posee y diera la espalda a los cuarenta que están perdidos (...) sin duda alguna sería consolado (...)”. Con esto Eckhart da a entender que no hay que quedarse atrapado en el pasado, mirando para atrás; precisamente gracias a una actitud desasida el hombre puede permitirle al pasado que se vaya, dejando así el horizonte despejado para mirar hacia el futuro con todas sus posibilidades. Detenerse a llorar por el pasado y no obrar, sería una actitud del todo anti-ética. Cuando Eckhart subraya la inutilidad de decirse a uno mismo “ay, si hubiera...!, ay, si no hubiera...!” (entre los argumentos de consolación) está proponiendo igualmente al desapego como liberador para la acción. Asimismo la regla práctica de no sentirse ni obrar como dueño de las cosas, ni de las personas, ni de las circunstancias, tiene su núcleo en la misma idea. La compatibilidad del desasimiento y la acción queda aquí bien evidenciada. Hay un doble aspecto en la concepción eckhartiana de la acción. Por un lado, pone la finalidad (por ejemplo cuando menciona que el carpintero jamás cortaría la madera si no fuera para construir una casa, puesto que su fin es tener la casa construida, y no en sí el hecho de tener la madera cortada). Por otro lado Eckhart también dice que hay que obrar por obrar, gratuitamente, siguiendo el impulso interior que da la vida (es decir, obrar sin detenerse mucho a pensar en las probabilidades de éxito o de fracaso, e incluso sin forzarse a pensar en actuar por santidad o perfección). Dos cosas son necesarias para la acción: el fin (que determina la dirección y la forma de actuar) y la disposición del corazón desasido (yo obro, más allá de las consecuencias, yo hago, y que salga lo que Dios quiera). Sólo según esta doble perspectiva la acción tiene un valor en ella misma: si hago algo (la determinación la da el fin), la visión 176

de su gratuidad me hace dar valor al hecho mismo de ir y obrar (puesto que no hace depender todo de las consecuencias). Allí se ve la conexión posible (en la realidad) y necesaria (según la eticidad), entre el desasimiento interior y la obra exterior. Separar desasimiento y acción equivale a destruir el sistema ético eckhartiano: ambas cosas han de funcionar juntas siempre. Coherente con todo ese planteo es el consejo de Eckhart de aprender a vivir bien tanto aquí como allí, en cualquier parte del mundo, en cualquier circunstancia, en cualquier época, de modo tal que cualquiera que sea su situación el hombre logre armar su camino, conservando su igualdad de espíritu, su ecuanimidad ante todas las cosas. El desapego permite la adaptabilidad del hombre, y con ello abre espacio para la acción. Aun en el desasimiento más excelente no queda excluido el mundo creado. En el sermón I Eckhart compara al alma con un templo; el alma desasida se parece al templo que Jesús un día vació de todos los mercaderes. Pero el alma desasida vive entre las cosas a la vez que por encima de ellas, aunque nunca apartada de ellas: “(...) Cuando este templo se libera así de todos los obstáculos, es decir, del apego al yo y de la ignorancia, entonces resplandece con tanta hermosura y brillan tan pura y claramente por sobre todo y a través de todo lo creado por Dios, que nadie puede igualársele con idéntico brillo a excepción del solo Dios increado (...)”. Necesariamente habrá un lapso de tiempo en que el alma se sentirá sola, tras soltarse de todas las cosas y lanzarse desasidamente hacia la nada (o sea, hacia el no esperar nada, ni recompensa, ni felicidad, ni siquiera a Dios mismo), antes de que Dios la sostenga sobre su seno. Eckhart dice: “(...) cuando el alma (...) cae en su nada y en esa nada se halla a tanta distancia de su algo creado, que ella es absolutamente incapaz de volver por fuerza propia a su algo creado. Y Dios, con su ser increado se ubica por debajo de esa nada y sostiene al alma en el ‘algo’ de Él. El alma se ha arriesgado a ser aniquilada y no puede retornar a sí misma por fuerza propia, tanto se ha alejado de sí misma antes de que Dios se colocara por debajo de ella. Tiene que ser así , necesariamente (...)”. El desasirse implica el animarse a soportar el momento de temor que provoca el mismo soltarse. El hombre ha de saber que siempre está Dios detrás de él, pero aun así le sobreviene cierta angustia y soledad por el hecho de despegarse y soltarse. En todo esto Eckhart está describiendo el valor del arriesgarse y el entregarse. Ahora bien, eso no puede verse en esta vida si no es mediante la acción. Si bien es verdad que, para Dios, con la sola intención el hombre tiene igual 177

mérito que con la obra hecha, también es cierto que la vida histórica solicita el arriesgarse y entregarse el hombre en su actuación, en su manifestación exterior.

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LA INTENCIÓN Y LA ACCIÓN Más allá de que las acciones partan del amor, de un puro obrar sin “por-qué”, Eckhart habla también del misterio insondable del alma en la emanación de sus potencias y en su directa inserción dentro de la acción: “(...) Dice San Agustín: Así como es inefable aquello donde el Hijo en el primer efluvio violento emana del Padre, así existe también algo muy secreto por encima del primer efluvio violento allí donde emanan el entendimiento y la voluntad (...) todo el saber humano nunca penetra en aquello que es el alma en su fondo. Para comprender lo que es el alma, hace falta un saber sobrenatural. Dónde emanan las potencias del alma para entrar en las obras, de esto no sabemos nada: sabemos, es cierto, algo de ello, pero es poco. De lo que es el alma en su fondo, de esto nadie sabe nada (...)” (sermón VII). Toda ética podrá estudiar, medir, entusiasmar hacia una obra o disuadir de emprenderla, desde la perspectiva que se quiera, pero siempre tendrá que recordar que el comportamiento humano es esencialmente misterio: nada es capaz de signarlo de modo unívoco. La dificultad de acceder al íntimo motivo de la acción de otro, y aun a veces hasta de uno mismo, resulta un desafío insuperable para la ética. La individuación, es decir, el ser una-en-símisma del alma, es algo tan indiviso, impredecible e incomunicable como la propia experiencia de vida. Por eso, tanto para la experiencia de vida como para todo lo que compete a la resolución de cada acción, la historia ya vivida de la humanidad sólo sirve de ejemplo ilustrativo, pero siempre como exterior al corazón del hombre individual, nunca tocándolo en carne propia. El hombre vivirá y conocerá verdaderamente sólo aquello que pertenezca a su propia historia, y deberá emprender por sí solo su recorrido ético; en este sentido de individuación, sí tiene su parte de razón la idea heideggeriana según la cual nacemos y morimos solos. Si el hombre toma conciencia de eso, ya tiene bastante para contemplar en su yo, por mucho que dedique a Dios sus pensamientos y sus actos. Pese a lo que pueda parecer a primera vista, para poder cumplir con la ética eckhartiana el hombre precisa conocerse muy bien y saber muy bien ser sí mismo: nada puede salir del hombre si nada hay en él. Eckhart dice: “(...) De acuerdo con la nobleza de su natura, toda criatura se brinda tanto más hacia fuera cuanto más se asienta en sí misma (...)” (sermón XIIIa). La ética eckhartiana destaca como rasgo distintivo de la buena acción el hecho de que el soporte de la acción resida en el “ser” del hombre; la bondad de la acción no se reafirma en la ejecución exterior, más bien resplandece solamente desde la interioridad de quien la hace: 179

“(...) La gente nunca debería pensar tanto en lo que tiene que hacer; tendrían que meditar más bien sobre lo que son. Pues bien, si la gente y sus modos fueran buenos, sus obras podrían resplandecer mucho. Si tú eres justo, también tus obras son justas. Que no se pretenda fundamentar la santidad en el actuar; la santidad se debe fundamentar en el ser, porque las obras no nos santifican a nosotros sino que nosotros debemos santificar a las obras. Por santas que sean las obras, no nos santifican en absoluto en cuanto obras: sino en cuanto somos santos y poseemos el ser, en tanto santificamos todas nuestras obras, ya se trate de comer, de dormir, de estar en vigilia o de cualquier cosa que sea. Quienes no tienen grande el ser, cualquier obra que ejecuten, no dará resultado (...)” (“Pláticas Instructivas”, IV). En la pureza de la intención, en el obrar sin por-qué, desde el amor verdadero, desde la más íntima y espontánea libertad brota la auténtica purificación del hombre. Castigos exteriores, penitencias y actitudes obligadas en nada cambian al hombre puesto que no pasan por su corazón, son cosas que caminan por fuera sin alcanzar jamás el fondo del alma. Éticamente, las acciones serán contempladas bajo esta ley: “(...) Dios no mira cuáles son las obras sino únicamente cuáles son el amor y la devoción y la disposición de ánimo en las obras (...)” (“P.I.”, XVI). Que la intención recóndita sea el núcleo vivo de la obra, y el valor ético por excelencia, no significa por ello que la realización de la intención sea cuestión de menor importancia, y no justifica que se diga que Eckhart no entusiasma al hombre para que actúe. Más bien, el criterio de considerar la intención es posible sólo cuando alguna acción es llevada a cabo: únicamente cuando alguien hace algo (hace concretamente o se abstiene de hacerlo) se puede empezar a pensar en sus motivos y finalidades. No se puede hablar de intenciones loables u objetables en un terreno puramente imaginario o de inactividad. Eckhart destaca la necesidad del contacto con la praxis para hacer real la perfección ética: “(...) También es muy útil que el hombre no se contente con poseer en su ánimo las virtudes (...); antes bien, el hombre ha de ejercitarse, él mismo, en las obras y frutos de la virtud y ponerse a prueba con frecuencia, anhelando y deseando que la gente lo ejercite y lo ponga a prueba (...)” (“P.I.”, XXI). La teoría de algunos pensadores (entre ellos, los místicos negadores del mundo) que sostiene que la virtud, para mantenerse en su pureza no debe “contaminarse” con el andar por el mundo, queda completamente derribada por los argumentos de Eckhart: la virtud que no entra a jugar en la vida real, bajo la excusa de no descender de su pedestal, de no ensuciarse al contacto con las cosas, no es más que una virtud imaginaria, o una virtud 180

“verbal”; si a quien así tuviera para sí mismo a cualquier virtud se le sometiera a prueba en la praxis, seguramente demostraría la deficiencia, la ineptitud de su supuesta virtud. Es tal cual el ejemplo que señala Eckhart: nadie llega a ser virtuoso en el arte de tocar el violín si no templa su virtud en el ejercicio, pues la virtud nace en cuanto se tiene vencida la dificultad o el obstáculo. La virtud que sólo se piensa o presume de tal, y que encima se ufana de estar lejos de lo contingente y pasajero, es vanidad, y en el fondo no es más que el vacío mismo que la virtud verdadera y ejercida debería llenar. La concepción que considera que las personas virtuosas, bondadosas, están condenadas a quedarse fuera del circuito de cosas que rondan el mundo, es totalmente falsa, es sólo un mito que se corresponde con las ideologías dualistas y con las tendencias éticamente relativistas; únicamente un negador del mundo y de la vida (amparado en la transparencia de sus ideas), o alguien que obra con reglas perversas (la permisividad y la tolerancia moral que muchas veces se observa), podrá afirmar que la genuina virtud está destinada a no participar de la historia. Eckhart dice que “(...) todo objeto se constituye según su propia actividad (...)” (“Cuestiones Parisienses”, I); por lo tanto, lo que hace al hombre existencial e históricamente en el mundo es su obrar, su actividad. Con miras a una mayor claridad metafísica en su concpeto del obrar, Eckhart agrega: “(...) la operación y la potencia (...) reciben su ser del objeto (...) Es así que el sujeto da el ser a aquello de lo cual es sujeto; por consiguiente, también el objeto dará el ser a aquello de lo cual es objeto, es decir, a la potencia y la operación (...)” (“C.P.”, II). Capacidades, talentos, posibilidades, soluciones, opciones, sólo cobran realidad cuando les es dado algún objeto: todas ellas sólo tienen sentido en el uso, en la praxis, no en estado de latencia. Sólo el movimiento y la acción sobre alguna cosa realizan la virtud, y junto con ella la esencia del hombre. Por otra parte, en ese ejercicio práctico, es el hombre (el sujeto) quien encuentra el sentido para el objeto: dibuja la trama de la historia y le da determinada coloratura espiritual. Esta misma idea consta también en las “Pláticas Instructivas” (VII): “(...) a aquel que ha de estar bien encaminado, le debe suceder una de dos cosas: o tiene que aprender a tomar y retener a Dios en las obras, o debe dejar todas las obras. Pero, como el hombre en esta vida no puede estar sin actividades, ya que éstas pertenecen al ser hombre, y se dan en múltiples formas, le hace falta aprender a poseer a su Dios en todas las cosas y no sentir impedimento en ninguna obra ni lugar alguno (...)”. La inacción y la inercia quedan completamente refutadas por los principios de Eckhart. La unidad como clave de la metafísica y de la ética no es un globo vacío, 181

sino lleno de todas las cosas. La única manera de compaginar la unidad (la impronta de Dios solo) con lo múltiple del mundo, es aprendiendo a descubrir el hilo sutil que conecta todas las cosas y que nunca colma la humana capacidad de asombro. Una vez que el hombre logra ver la unidad abrazando todas las cosas, está en condiciones de obrar sus obras y abrirse a todos los espacios y tiempos en paz y con buen ánimo. Eckhart menciona muchas veces la idea de progreso constante y de vencer impedimentos. Su ética es el mejor antídoto contra la pasividad, la apatía, el estancamiento, el aburrimiento y la cobardía. No basta con alcanzar lo bueno, siempre hay que continuar tendiendo hacia lo mejor. Esto no significa en absoluto desechar lo que uno tiene, o lo que ha hecho, por ir en busca de lo mejor; más bien significa ir haciendo cada vez mejor todas las obras en base a un espíritu cada vez más crecido. Justamente, Dios le pone delante al hombre la imperfección, las flaquezas y los obstáculos, para que el hombre los derribe y pueda cada vez más plenamente ser él mismo. Si el hombre no cumple con esto, cosa que sólo conseguirá mediante un comportamiento éticamente calibrado, queda inconcluso en su ser-hombre, no es tan rico y feliz como pudiera realmente ser, y muchas bellas posibilidades acaban muriéndose en el camino.

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LA INTENCIÓN, LA ACCIÓN Y EL RESULTADO La clave para el buen resultado del obrar consiste en saber usar toda la fuerza y las capacidades de Dios escondido dentro del alma. Sin embargo, éticamente no se debe hablar de la búsqueda de un “éxito”, es decir, agarrarse del poder de Dios porque allí está dada la suma ventaja. Tal éxito (o sea, la conformidad del resultado final con nuestros planes previos, permiso de Dios mediante) únicamente depende de la gracia divina. Eckhart distingue tres niveles posibles dentro de los cuales puede ubicarse la voluntad del hombre: primero, el adelantarse a Dios y el no aceptar la voluntad de Dios (lo cual está mal); segundo, el ir al lado de Dios, pero pidiéndole que apruebe y haga realidad la humana voluntad (lo cual es perdonable, aceptable, pero no del todo correcto); y tercero, el seguir la voluntad de Dios a dondequiera que vaya (lo cual es perfecto). Así especificados, esos distintos niveles son examinados en el sermón LIX. En su hacer virtuoso (que abarca tanto el actuar como el dejar de actuar a veces), el hombre tendrá que evitar decididamente el “adelantarse a Dios”. La segunda posibilidad, la que ruega a Dios y le solicita su consentimiento para que sea hecho el propósito humano, es algo más natural, y es de cierto modo inevitable. Contrariar, o querer contrariar a Dios implica una falta contra la unidad y contra el amor: una obra que se inicia en contra de las reglas de Dios, es casi seguro que está constituida por el desamor. El pedir a Dios, en cambio, guarda amor hacia Dios (en el gesto de ir y reclamar su permiso como condición necesaria para que el deseo humano sea digno de aceptación divina), pero el amor en esa situación todavía está en el estadio de los apegos. En el perfecto seguimiento de la voluntad de Dios está el equilibrio entre amor y desasimiento: el hombre hará todo cuanto esté a su alcance, pero librará a su espíritu del peso de aquello que él no puede realmente hacer, dejando todo en manos de Dios, tanto lo que él mismo dé como lo que reciba. En ese sentido, la ética eckhartiana logra trascender la clásica dicotomía entre éticas de intención y éticas de resultados: dada la pureza de la intención humana, la grandeza del Creador garantiza el buen resultado. Mirar la ética desde la sola intención no basta: intención sin cumplimiento efectivo es como un árbol sin fruto, o como un rostro que no es capaz de reflejar su propia imagen; y por otro lado, la ética desde el resultado solo, delata interés, cálculo premeditado, falta de autenticidad y escaso mérito en la intención, lo cual es aun peor. Pese a que Eckhart no instala el dualismo entre intenciones y resultados, sí es notorio en su pensamiento que la pureza de la intención constituye el núcleo viviente 183

del mérito moral, al mismo tiempo que apela a la necesidad de que ese núcleo viviente llegue, en el momento oportuno, a brillar entre las tramas de la existencia. Eckhart se detiene a observar separadamente intención y resultado; paradójicamente, para que ambos sean conjugados en la unidad, la intención tiene que nacer y crecer por ella misma, sin estar condicionada por la obtención del resultado; y al mismo tiempo, el resultado (que no es ni más ni menos que el producto de la mano de Dios que guía la acción del hombre) es independiente del mérito de la acción, pues es sólo por la gracia divina y por la libertad de Dios que el buen resultado corona a la buena intención del hombre. La única vinculación directa que hay que concebir entre la intención y el resultado, ha de tomarse de la relación del entender con el ser: la superioridad del entender (y con ello, de la intencionalidad) por sobre el ser (la acción) significa la posibilidad fáctica de la ética; si la inteligencia (junto con la voluntad en la intención) no fuese capaz de modificar el mundo que tiene delante, sólo podría ser una espectadora pasiva del devenir. Afortunadamente no es así: la inteligencia y la intención pueden dirigir el curso de muchas cosas. Quien aprende a considerar de ese modo a la intención y al resultado, comprende uno de los pilares de la ética eckhartiana: “(...) Si concentramos, pues, nuestra vista pura y exclusivamente en Dios, Él, en verdad, habrá de hacer nuestras obras y nadie, ni la muchedumbre ni el lugar, son capaces de detenerlo en sus obras. Resulta, pues, que a tal hombre nadie lo puede estorbar porque no ambiciona ni busca ni le gusta nada fuera de Dios; porque Él se une con el hombre en todas sus aspiraciones. Y así como ninguna multiplicidad lo puede distraer a Dios, así nada puede distraer ni diversificar a este hombre ya que es uno solo en lo Uno, donde toda multiplicidad es una sola cosa y una no-multiplicidad (...)” (“P.I.”, VI). El problema de la unidad de la obra interna (intención) con la obra externa (acción) da ocasión al análisis de la coherencia entre el pensar, el sentir y el obrar, la sinceridad en nuestra manifestación o la ficción de las intenciones. A Dios no se le puede engañar; pero implica realmente un problema para la ética el hecho de que el hombre sí puede engañar a los demás hombres. Sin embargo, esto no es una dificultad insalvable: la ontológica ley de la unidad para todas las cosas, algún día delata al mentiroso o al simulador; por un detalle u otro siempre queda al descubierto su “incoherencia” con la unidad, y entonces su verdadera finalidad resulta desenmascarada. Analizar integralmente las actitudes de los demás deja ver su coherencia (unidad, y por tanto, autenticidad) o discontinuidad (ruptura de la unidad, engaños, manejos, complicaciones 184

para retorcer la realidad). Si en una situación dada, los distintos comportamientos de una persona aparecen como contrastantes unos con otros sin una razón valedera, como “cosas que no encajan”, como un círculo que no cierra, habrá que andar con cuidado: seguramente llegaremos a descubrir alguna trampa o alguna voluntad sucia; nuevamente la unidad da la clave. Una misma acción, una misma actitud, puede partir de intenciones recónditas muy diversas; por eso es necesario observar el resto de las conductas de la persona, mirar el conjunto integrado por todos sus actos. El hombre puede regalar bienes materiales o espirituales por diversos motivos: para quedar bien delante de los otros, para pasar por bondadoso y convencerse a sí mismo de que es bueno, para destacarse con respecto a los demás satisfaciendo un ego exagerado, o bien puede hacerlo sencillamente por amor a Dios, considerando la posibilidad que tiene concretamente para ayudar al prójimo. Ahora bien, esta distinción en la última intención detrás de las acciones, es la que proporciona éticamente su medida, y si en esa intención figuran el ser, amar y obrar con Dios, Dios innegablemente acompañará al hombre en sus intentos. Hay dos casos en los cuales Dios no acompañaría al hombre en su intención: si el hombre piensa y obra centrado en sí mismo apartado de la rectitud; y, si el hombre obra conforme al deber (deber pensado, intelectual, eidético) pero pensando en él mismo (como en el ejemplo de la caridad hipócrita). Eckhart admite éticamente sólo las acciones realizadas por un deber sentido y efectuado por puro amor: así, y sólo así, Dios aplaude la intención del hombre. Eckhart alude al honor de la lucha ganada y la recompensa, tras trabajar por vencer las propias debilidades y las dificultades externas. Comúnmente el hombre tiende a pensar que le conviene el camino más fácil, el más corto, aunque sea malo, pero de éxito rápido; como el hombre a veces tiene dormida la fe, cree que aquélla es la única forma de procurarse alguna recompensa: pero se equivoca, puesto que la real recompensa, la que verdaderamente puede ser duradera y plenamente satisfactoria, es la que se constituye en base a algo, a un trabajo sobre el ser, no una felicidad o una ganancia ilusorias, construídas como castillos de naipes sobre la nada. Como requisito indispensable para la disposición ética hacia la acción, Eckhart propone el pensar mucho, el sensibilizar al máximo la inteligencia y el corazón, el observar todo sin descuidar detalle alguno: ésa es la única manera de atar cabos, descubrir la mejor alternativa, esquivar un posible daño, y entrever qué sea lo que Dios quiere. En las “Pláticas Instructivas” (VIII), Eckhart dice: “(...) El hombre nunca ha 185

de tener una opinión tan buena de una obra, ni debe ejecutarla considerándola tan acertada, que en ningún momento se sienta tan libre y seguro de sí mismo en las obras, que su entendimiento en ningún instante se vuelva ocioso o se duerma. Debe elevarse continuamente con las dos potencias: el entendimiento y la voluntad, y al hacerlo aprehender en grado sumo lo mejor de todo para él, y debe cuidarse con prudencia de que exterior e interiormente no le suceda ningún daño si procede así, no desatenderá nunca nada, en ninguna cosa que sea, sino que progresará mucho y sin cesar (...)”. Hay que evitar el daño: esto tiene una infinidad de significados, consecuencias y circunstancias a las que debe aplicarse. “Daño” no es solamente hacer una maldad premeditada grande o pequeña; daño, más bien desde la perspectiva eckhartiana, equivale a limitar el ser que podría ser más pleno y más perfecto, es crear impedimentos, es romper la armonía y la unión, es engendrar desamor, es llevar las cosas a un terreno absurdo donde pierden valor y sentido, es generar infelicidad. “Daño” es siempre alguna forma de “muerte”, sea material o espiritual. Sin embargo, el evitar el daño no debe convertirse en la primera de las reglas: si se la tiene exageradamente en cuenta, se transforma en una obsesión que impide actuar despreocupadamente, y lo negativo de su formulación (“no” incurras en daño, “evita” el daño, “rechaza” el daño) se instala como una norma que limita al pensamiento y a la realidad. Más bien, el evitar el daño tiene que ser interpretado así: como el no que se le dice a cualquier tipo de no, como la negación de la negación, como una regla que sirve de contrapeso, o de correctivo de otras reglas éticas que trabajan directamente con el ser vía positiva (por ejemplo, “amar al prójimo como a uno mismo”). Nada debe inhibir la actuación del hombre, ni la posibilidad de fallar, ni las fastidiosas fallas ya existentes. Eckhart parece estar convencido de esta idea: “(...) El hombre que hubiera abandonado lo suyo, nunca podría echar de menos a Dios en ninguna actividad. Pero si sucediera que el hombre diese un paso en falso o dijese palabras equivocadas o si las cosas realizadas por él resultaran mal hechas, Dios, que ya se hallaba en el comienzo de la acción, debería cargar por obligación con el daño pero en tal caso, tú no debes en absoluto abandonar tu obra. (...) En esta vida nunca es posible librarse del todo de semejantes percances. Mas no debes rechazar el noble trigo porque, de vez en cuando, cae neguilla por entre ese trigo (...)” (“P.I.”, XI). El error, o el mal resultado, como respuesta a las buenas intenciones y acciones del hombre, no deben tomarse como una señal de Dios para que el hombre deje o modifique su proyecto. Más bien, si el hombre estaba 186

bien encaminado, Dios tendrá que ocuparse personalmente de la situación y resolverla para ayudar al hombre. El hombre bueno no tiene por qué cargar su alma con culpas inmerecidas ni con responsabilidades que no le corresponden.

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CARACTERIZACIÓN DEL BUEN OBRAR Eckhart dice: “(...) Todo cuanto ha procedido alguna vez de Dios, está orientado hacia un obrar puro. Mas la obra propia del hombre consiste en el amar y el conocer. (...)” (sermón LII). Nombra Eckhart primero al amar porque es el amor lo que hace realmente buena a una acción: la buena y la mala acción se diferencian no por el nivel de inteligencia que se esconde detrás de ellas, sino por la dirección y la intensidad del amor que las impulsa. El conocer, no obstante, es la condición de posibilidad de la acción buena: no es posible elegir un objeto o un camino cuya existencia o posibilidad ignoramos. Ése es el problema práctico por excelencia: si no sé qué hacer, cuál resolución tomar, no podré dar con la salida correcta más que por mera casualidad, por muy grandes que sean la buena voluntad y el deseo de que todo resulte bien; en este punto la inteligencia tiene prioridad por sobre la voluntad. Asegurada la intención de obrar bien, la inteligencia tiene dos fuentes de las cuales obtener datos, una externa y otra interna que son independientes pero que deben estar permanentemente conectadas. La interpretación de la realidad, es decir la visión acertada de lo que realmente ocurre, es todo un problema concomitante que la ética debe tratar de subsanar. La fuente externa de información consiste en una desarrollada habilidad para mirar, abriendo bien los ojos al mundo: “(...) Pues el ser humano debe ser tal como dijo Nuestro Señor: ‘Habéis de ser semejantes a hombres que a toda hora están despiertos y esperando a su señor!’ (Lucas 12-36). A fe mía, la gente que espera así, está alerta y mira alrededor suyo para ver de dónde viene aquel a quien están esperando, y lo aguardan en todo cuanto suceda, por extraño que les resulte, pensando si acaso no se halla ahí. Nosotros debemos de la misma manera mirar concientemente todas las cosas por si se esconde en ellas Nuestro Señor. Necesariamente hace falta mucha diligencia para tal empeño, y uno no debe ahorrar gastos, dando todo cuanto puedan rendir los sentidos y las potencias (...)” (“P.I.” VII). Eckhart aconseja ser muy observador y estar atento a todas las cosas. De cualquier lado puede venir escondido o disimulado algún mensaje secreto de Dios. Esto no quiere decir perderse en menudencias, irse por las ramas, sino más bien solicita el aprender a explorar la riqueza de sentidos que existe en todas las cosas. Eso ayuda a formarse una comprensión de la realidad. La fuente interna de información consiste en saber escuchar, dentro del corazón, qué sea lo que Dios pueda estar diciendo. En el sermón I, Eckhart explica esta vía: “(...) Ya que el Padre 188

ha dicho esto, qué está diciendo Jesús en el alma? (...) Su manera de habla consiste en que Él se revela a sí mismo y a todo cuanto el Padre ha hablado en su interior, según la manera en la cual el espíritu está predispuesto, Él revela el poder soberano del Padre en el espíritu con el mismo poder inconmensurable. Cuando el espíritu recibe este poder en el Hijo y por el Hijo, él mismo se vuelve poderoso en cualquier acontecimiento de modo que llega a ser igual y poderoso en todas las virtudes (...)”. A quien aprende a mirar y a oír hacia dentro del alma, buscando las respuestas que vienen de Dios, le ocurre lo siguiente: “(...) Cuando esa sabiduría se une con el alma, se le quita completamente (a esta última) cualquier duda y equivocación y niebla, y se la ubica dentro de una luz pura y clara que es Dios mismo (...) Ahí, Dios se conoce en el alma por intermedio de Dios; luego el alma se conoce con esa Sabiduría a sí misma y a todas las cosas (...) conoce el poderío del Padre en su fecunda facultad procreativa (...) Jesús se revela, además con una dulzura y una plenitud inconmensurables que emanan del poder del Espíritu Santo y rebosan y se derraman y fluyen con desbordante superabundancia y dulzura en todos los corazones susceptibles (...)”. Ahora surge otro problema: cómo saber cuándo la voz que habita el corazón viene de Dios, y cuándo sólo es el hombre que contempla la danza de sus propias ideas? Eckhart mismo hace la advertencia de que el sentir no puede tomarse como índice inequívoco para interpretar correctamente la realidad: el hombre puede hacerse la ilusión de tener una revelación iluminadora cuando de verdad sólo tiene una intuición fallida. Los únicos indicios de la autenticidad de esa voz interior, son la ausencia de duda (antes de obrar, o tras haber ocurrido algo), y la ausencia de error (el resultado correcto queda demostrado después de la acción); sin embargo, no siempre la falta de dudas y el resultado satisfactorio son señal de la voz de Dios: hay veces en que el hombre no duda porque está encandilado con alguna idea, o porque simplemente ignora algunas cosas que lo harían dudar, o porque está convencido de poder con todo; asimismo, el éxito no marca un señuelo divino, puesto que a muchos les es dado el acertar con propósitos perversos (el ladrón que logra robar, el asesino que logra matar, el estafador que llega a concretar su estafa), aunque es impensable que Dios hubiese encomendado al alma ir a hacer esas cosas. Solamente cabe pensar que la voz de Dios anida en las buenas intenciones que desencadenan buenas obras y que alcanzan un final feliz: sólo allí es evidente la bendición de Dios. Es necesario aprender a escuchar al corazón y saber distinguir qué puede venir de Dios y qué no; esto orientará muchísimo el obrar. Es 189

un valioso recurso ético el saber acallar el barullo interior y llegar a oír apaciblemente lo que suena en el fondo del alma, de tal modo que sólo Dios dirija la palabra; así sabremos exactamente qué hacer. Esta misma idea aparece en el sermón III expresada de esta manera: “(...) ‘Ahora sé verdaderamente que Dios me ha enviado su ángel’. Cuando Dios envía su ángel al alma, ella se vuelve realmente cognoscitiva. No fue en vano que Dios le encomendara la llave a San Pedro (...) pues el conocimiento tiene la llave y abre y penetra y atraviesa y encuentra a Dios en su desnudez, y luego le dice a su compañera de juegos, la voluntad, qué es lo de que se ha posesionado por más que ya anteriormente haya tenido la voluntad de hacerlo; porque busco lo que quiero. El conocimiento va a la cabeza (...)”. Eckhart insiste muchas veces sobre la prioridad (no estrictamente superioridad) de la inteligencia a la voluntad. Trasladado desde la metafísica a la ética, ese principio significa la imperiosa necesidad de tocar, conocer, e interpretar correctamente la realidad con el fin de determinar atinadamente cada acción en la vida. Sin embargo, para que la inteligencia pueda recibir la sabiduría de Dios necesaria para actuar, es imprescindible que el corazón del hombre se abra a la verdad: “(...) La Palabra yace escondida en el alma de modo que no se la conoce ni oye, a no ser que se le asigne un lugar en el fondo del corazón; antes no se la oye. Además, deben desaparecer todas las voces y todos los sonidos y debe haber una tranquilidad pura, un silencio (...)” (sermón XIX). Si el hombre supiera siempre cómo acceder a ello, y si estuviera dispuesto, ahí hallaría respuesta a todos sus problemas interiores y exteriores, oyendo directamente la voz pronunciada por Dios. Así se terminarían todas las preocupaciones de la ética, pues Dios mismo diría abierta e inequívocamente qué hacer. Pero eso es algo sumamente difícil de conseguir: sólo se les da a algunas personas, y sólo en determinadas ocasiones. Dada la natural separación en esta vida del alma con respecto al Padre (la “chispa” y su “padre celestial”), ontológicamente insuperable, pese a toda la fe y el amor posibles, no siempre es fácil saber si un pensamiento viene realmente de Dios o simplemente de la conciencia humana. En este sentido, éticamente, el escuchar lo que hay en el fondo del corazón sólo funciona en una conciencia tremendamente limpia y ordenada; en los demás casos es demasiado riesgoso: cualquier deseo caprichoso e insistente, igual que algún temor que genere dudas e inquietudes, puede confundirse con una indicación divina. De todos modos, Dios no puede estar diciendo todo al hombre, pues si le diera completamente todas las indicaciones sobre su vida, el hombre no tendría oportunidad de aprender, experimentar por él mismo, elegir libremente, 190

errar y levantarse por encima del error. Pero quien logra adentrarse en el fondo inefable de su alma, logra también tocar el fondo inefable de Dios; dice Eckhart en su sermón LVIII, refiriéndose a la chispa y a la luz: “(...) quiere penetrar en el fondo simple, en el desierto silencioso adonde nunca echó mirada alguna la diferencia, ni el Padre ni el Hijo ni el Espíritu; en lo más íntimo que no es hogar para nadie. Allí esa luz se pone contenta y allí reside más entrañablemente que en sí misma, porque ese fondo constituye un silencio simple que es inmóvil en sí mismo; y esa inmovilidad mueve todas las cosas y de ella se reciben todas las vidas (...)”. Congruentemente con esto, en “El Libro del Consuelo Divino”, cita también a Oseas 2,14: “Yo –dice el Padre- quiero conducirlos a un desierto y allí hablaré a sus corazones”. Dios habla de un conducir al hombre, desde un desierto dentro del corazón: allí están tanto la orientación interior como la necesidad de movimiento y acción exterior. Ahora bien, el descubrir y explorar ese desierto es la clave para llevar bien el andar por la vida, y no para desperdiciarla o echarla a perder. La vía eckhartiana de la interioridad es un camino místico en profunda comunidad con la vida. Eckhart lo explica muy bien, refiriéndose así a quien sigue ese camino: “(...) Este hombre merece un elogio mucho mayor ante Dios porque concibe a todas las cosas como divinas y más elevadas de lo que son en sí mismas. De veras, para esto se necesita fervor y amor y hace falta que se cifre la atención exactamente en el interior del hombre y que se tenga un conocimiento recto, verdadero, juicioso y real de lo que es el fundamento del ánimo frente a las cosas y a la gente. Esta actitud no la puede aprender el ser humano mediante la huida, es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; al contrario, él debe aprender a tener un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté (...)” (“P.I.”, VI). Este camino de interioridad tiene la particularísima virtud de establecer un lazo seguro entre el mundo y Dios, convirtiendo al hombre en artífice (o co-artífice) de la unidad divina en el mundo, con lo cual se cumple efectivamente el “retorno” de todo a Dios. El trabajo sobre la propia interioridad es todo lo contrario de una evasión de la realidad; su verdadera finalidad es servir de puente entre la obra interna y la obra externa, aboliendo la separación abismal entre inmanencia y trascendencia. Dice Eckhart: “(...) Uno debe aprender a estar interiormente libre en plena actividad. Mas para un hombre inexperto constituye una empresa inusitada llegar a un punto donde no lo estorbe ninguna muchedumbre ni obra -para ello se requiere un gran fervor- y que tenga continuamente presente a Dios y que Él 191

resplandezca siempre, todo desnudo, en cualquier momento y en cualquier ambiente (...) Ahora podrías decir: Mas el hombre debe dirigirse hacia fuera si ha de obrar cosas externas; porque ninguna obra puede ser realizada a no ser en su propia forma de presentación. Esto es bien cierto. Sin embargo, las apariencias externas no son ninguna cosa externa para el hombre ejercitado porque todas las cosas tienen para el hombre interior una divina e interna forma de existencia (...)” (“P.I.”, XXI). Justamente en ese integrar lo múltiple de afuera con lo uno de adentro, comprehendiendo la realidad circundante a la luz de la palabra de Dios dentro del alma, es como el hombre puede llegar a saber qué hacer, tanto en las cuestiones más importantes como en las pequeñas cosas de la vida. El hombre debe estar convencido de que sus decisiones, sus elecciones, sus pasos, no deben estar regulados por ninguna regla ajena; para eso tiene que aprender a ser y atenerse a sus capacidades, sus talentos, las posibilidades concretas, su propia circunstancia, porque a través de todas esas cosas también habla Dios: “(...) Debes reconocer y haber observado cuál es la actitud que Dios te exige más que ninguna otra; porque en absoluto todos los hombres son llamados a recorrer un único camino hacia Dios, según dice San Pablo (1 Cor. 7,24). (...)” (“P.I.”, XVII). Esto justifica que en la ética eckhartiana queden legítimamente incluidas las distintas vocaciones, las preferencias, la libertad de opciones que abren el camino no desde un deber-ser único y extremadamente limitado, sino desde algo mucho más amplio y primordial: la idea de que cada forma, línea, estilo, o sendero, bien seguido, conduce indefectiblemente al Uno de Dios. Aceptado esto dentro de la ética, hay que aprender a respetar y valorar las diferencias, abstenerse de críticas amargas, y sopesar sólo las bondades del proceder ajeno: “(...) Porque Dios no ha vinculado la salvación de los seres humanos a ningún modo especial. Lo que tiene determinado modo, otro no lo tiene; pero Dios ha dado eficiencia a todos los modos buenos sin negársela a ningún modo bueno, porque un determinado bien no está en contra de otro. Y por lo tanto, la gente debe darse cuenta en su fuero íntimo de que hacen mal cuando por casualidad ven a una persona buena u oyen decir de ella que no observa el modo de ellos, entonces (en su concepto) todo está perdido. Si no les gusta el modo (de esas personas) tampoco aprecian lo bueno de su modo y su buena intención. Eso no está bien! Con respecto al modo de proceder de los hombres, uno debe fijarse más en el hecho de que estén bien dispuestos, sin despreciar el modo de nadie. No es posible que cada cual tenga el mismo modo y tampoco que todos los hombres tengan un 192

solo modo, ni que un hombre tenga todos los modos, ni el de ningún otro (...)”. Justamente esta exposición de la validez y eficacia de todos los modos buenos particulares da pie a una observación muy importante para la ética: desde aquí se puede hallar uno de los puntos débiles del imperativo categórico. Kant definió ese imperativo como la necesidad de actuar de modo tal que la máxima que rige la acción particular pueda al mismo tiempo convertirse en ley universal. Si bien la intencionalidad autocrítica, reflexiva, del imperativo categórico, es digna de elogio, básicamente su principio es en sí impracticable. No existen dos casos iguales en la realidad a los que pudiera aplicársele una máxima idéntica, con idénticas resoluciones en los detalles concretos; por otra parte, tampoco hay dos personas iguales, y entonces tampoco serán iguales sus mentes, sus personalidades y sus modalidades. Eckhart destaca mucho la potencialidad contenida en la diversidad de los modos: todo camino construido desde Dios llega igual, sin importar el modelo accidental que se adopte, y por eso éticamente un camino es tan válido como otro. No es necesaria, ni compatible con la realidad, la univocidad que demanda el imperativo categórico. La verdadera unidad es imposible en el “a priori” racional independiente de la experiencia; la unidad es perfectamente posible “a posteriori”, cuando ya verdaderamente se ha realizado y comprobado que todos los caminos (buenos) conducen a Roma. Eckhart da una clara refutación de la rígida y absurda idea de la unicidad de la regla y la univocidad del modelo; es ésta: “(...) Que cada uno conserve su modo bueno, incluyendo en él todos los demás y que aprehenda en su modo todo el bien y todos los modos. El cambio de modo perturba la manera de ser y el ánimo. Lo que te puede dar determinado modo, lo puedes lograr también con otro, siempre y cuando sea bueno y elogiable y se refiera sólo a Dios. Por lo demás, no todos los hombres pueden seguir por un solo camino. Así sucede también con la imitación de la rigurosa vida de esos santos. Seguramente debes amar semejante modo de ser y te puede gustar, pero sin que tengas la obligación de imitarlo (...) Es justo que sigamos a Nuestro Señor, pero no de todos los modos. Nuestro Señor ayunó durante cuarenta días. Pero que nadie se proponga imitarlo a este respecto (...) porque a Él le interesa más nuestro amor que nuestras obras (...)” (“P.I.”, XVII). La ética no debe unilateralizar ni el pensar ni el obrar del hombre. Pero tampoco el hombre tiene que dejarse unilateralizar por otros imperativos, por ejemplo los dictámenes arbitrarios provenientes de la época, las costumbres, los mitos, los prejuicios, las modas. Lo que se dice afuera, en la sociedad masiva y despersonalizada, no es lo que debe 193

determinar el pensar y el actuar del hombre; la sociedad se arroga el derecho de dictar sus propios imperativos categóricos, pero muchas veces (no absolutamente siempre) lanza los imperativos equivocados. La ética eckhartiana nace y se resuelve en el interior de cada persona, y especialmente en la posición del hombre relativa a Dios. Ahora bien, que en base a ese punto de partida sea elaborada una eticidad conjunta social, eso ya viene después, como segunda instancia. Pero volviendo a lo primero, a la instancia original de la ética eckhartiana, no hay que olvidar lo siguiente: que cuando al hombre se le despierta un sueño, una meta, una afición a algo, siempre y cuando se trate de algo bueno, y no algo caprichoso y retorcido, no hay que desdeñarlo; más bien se debe interpretarlo como la forma mediante la cual Dios le indica una ruta específica al hombre. Aquello que anida tan íntimamente en el corazón del hombre es lo que le hace verdaderamente sí mismo, a la vez que cumplidor de una voluntad divina: de ahí la necesidad, bajo todo punto de vista, de realizarlo, de darle existencia. Es voluntad de Dios que yo siga el camino de mi vida conforme a mi modo personal, y no según el modo de otros. Pero así como los proyectos que luchan por ver la luz y nacen y prosperan en medio de la felicidad y la pujanza, son señal indudable de la aprobación por parte de Dios, así también la resistencia invencible de la realidad a los cambios que quiere implantar el hombre, indica la no autorización por parte de Dios. Eckhart le aconseja al hombre: “(...) que hoy no emprenda una cosa y mañana otra y que se mantenga libre de toda preocupación con respecto a que pueda perder una oportunidad. Porque con Dios nada se puede perder (...) Pero, si se demuestra que no hay armonía de manera que una cosa no tolera a otra, entonces tómalo como señal certera de que no procede de Dios. (...) aquel bien que no admite a otro, ni siquiera un bien menor, o que lo destruye, no proviene de Dios. Debería rendir y no destruir (...)” (“P.I.”, XXII). Esta otra clave para reconocer la voluntad de Dios por vía negativa, también aporta una orientación, por descarte, acerca de cuál alternativa continuar. Para poder desempeñar un rol en este mundo el hombre tiene que tener un rostro, una personalidad, un estilo, una modalidad propia, a condición de que sea solamente aquella que concuerda con el fondo del corazón, que sale naturalmente, que rechaza los rebusques y los artificios. Dice Eckhart: “(...) Sobre todo debes rehuir cualquier peculiaridad, ya sea en la vestimenta, ya sea en la comida, ya sea en las palabras -como por ejemplo usar palabras grandilocuentes- o también tener gestos raros, lo cual no sirve para nada. En cambio, debes saber también que no te está prohibido tener ninguna peculiaridad. Hay 194

muchas peculiaridades que uno está obligado a observar en algún momento y con muchas personas; pues, quien es un hombre peculiar, tiene que hacer también muchas cosas peculiares en determinados momentos y de muchos modos (...)” (“P.I.”, XVIII). Saber guardar la sencillez en medio de las complicaciones de la vida, ayuda mucho a alivianar los modos y a allanar el terreno a las acciones. Eckhart predica la simplicidad, la conjunción de sencillez y carácter definido: eso también es parte de lo Uno. El hilo de pensamiento de Eckhart es simple: en él no tienen cabida segundas intenciones ni distorsionadas interpretaciones de las cosas. Su sencillez y su pureza no son índice de ingenuidad (como podría objetar algún complejo posmoderno) sino todo lo contrario: Eckhart conoce esas marañas de ideas que impiden ver la verdad, pero él salta por encima de toda esa maraña. Eckhart sigue una vía calma y llena de amor, a sabiendas, con plena conciencia de todo lo que implica y con una libertad que no se ve en otros autores. Quien considera que cultivar un modo personal implica el agudizar razonamientos y actitudes aparatosas, y se instala en una crítica desdeñosa hacia los demás modos, recluyéndose en conceptos fijos y convirtiéndose en un mal-pensado, solamente consigue llenarse de desamor, de una intencionalidad con tendencias destructivas, y no es ni remotamente libre como se cree. Eckhart enseña al hombre a inaugurar sus actos en un medio de amor y libertad superiores. Todo obrar en la vida debe estar auspiciado por la gratuidad del amor, por la espontaneidad, por la armonía de todas las cosas materiales y espirituales, por el lazo que une a todo lo creado con su Creador, por una plenitud idéntica a una bienaventuranza invulnerable. Ahora compárese ese hábitat de la ética eckhartiana con el escuálido panorama de las éticas racionalistas, formales. Kant dice que la condición de una buena máxima para convertirse en ley, es el no contradecirse a sí misma. Kant, y más tarde también Hegel, ponen como requisito de la norma ética la no-contradicción: vale decir, instalan a la acción sobre una base de pura lógica. Toda acción debe tener indudablemente una armazón lógica, pero su material, sus ingredientes, son la realidad que se vive. Eckhart no gusta ver la realidad como una contienda dialéctica entre negaciones de instancias diversas; para él todo principio ético tendrá que sostenerse de una absoluta afirmación, más allá de toda dialéctica sobre el principio de no-contradicción. El pensamiento de Eckhart supera cómodamente la bipolaridad lógica del principio de no-contradicción; sucede que Eckhart no pretende apretar, deformar o podar la realidad para envasarla dentro de recipientes conceptuales artificiales: más bien la realidad misma va despertando 195

dentro de su mente los distintos conceptos que van tejiendo la historia, y que van mostrando trocitos particulares de la infinita riqueza de lo Uno. Por eso, examinar las máximas morales a la luz de la limitación lógica, de aquello que es de por sí tan estrecho que se coloca como la negación de otro igualmente estrecho, sería para Eckhart adoptar un criterio sumamente cerrado. En todas las cosas, y así también en la maduración de la ética, hay que mirar siempre cuanto se conecte con lo Uno, sin quedarse en lo puramente accidental. La coherencia de la ética eckhartiana no se agota en el que todos los elementos accidentales concuerden, “peguen”, o no se contradigan unos con otros; más bien su coherencia se eleva al nivel de una armonía muchísimo más amplia y más profunda: la de todas las cosas esencialmente presentes dentro de la Unidad increada. Así como en Dios coinciden el ser, el pensar, el amar y el obrar, siendo en Él la coherencia no solamente conceptual sino también afectiva, volitiva y real, de igual manera el hombre deberá tratar por todos los medios posibles, de que su coherencia ética no sea meramente conceptual, sino tan integral como la coherencia de Dios. Una coherencia ética de pura naturaleza lógica, conceptual, acaba a corto plazo transformándose en “ilógica”, carente de sentido. De qué sirve una ética que opere con lo muerto (el concepto como universal lógico, la máxima universal, el imperativo categórico) en desmedro de lo viviente, cuando es lo viviente lo que está aquí y ahora agobiado de problemas y necesitado de soluciones “vivas”? De qué sirve tratar de reglamentar la vida desde una instancia que le resulta ajena? La pura universalidad eidética de las éticas formales, nunca puede ocupar el lugar de razón de ser del hombre y de su actuación en el mundo. Estas éticas que se mantienen en el terreno de la abstracción jamás llegan a tocar la materia viva de la realidad. En el pensamiento de Eckhart las cosas son bien distintas: si bien el deber se basa en el Bien y la Verdad de Dios, aquella dura formalidad de la no-contradicción queda fuera de cuestión; el hombre tiene que resolver cada problema desde la ley de Dios, pero adaptándola a la circunstancia particular y a su modo personal según el caso que en la realidad se presenta. La famosa inversión de los valores planteada por Nietzsche, muy probablemente haya tenido su causa en aquella estrechez de criterio, que llevaba a reducir todo a la formalidad lógica y a la dialéctica con el principio de no-contradicción. Demasiado parcializados por principio, valores y máximas se crean automáticamente su “opuesto”. El cumplimiento del valor y del deber, al modo kantiano, si es sincero, elimina la mejor parte del hombre, su corazón, su capacidad de crear 196

heredada de Dios, su amor y su vida misma; y cuando no es sincero, transforma a la ética en una vulgar hipocresía, aquella que tanto exasperó a Nietzsche. Eckhart está maravillosamente lejos de todo eso. La ética tiene que caracterizar lo que es esencialmente el deber, pero también tiene que dar pautas que ayuden al hombre para poder actuar en la vida según ese deber: en primer lugar, con el fin de que el hombre consiga llevar adelante su vida de la mejor manera posible, y en segundo lugar, y consecuentemente con ello, para que así el deber pueda ser efectivamente cumplido. ¿Qué utilidad hay en una ética que se piensa pero que no puede aplicarse a la obra? No es el hombre para la ética, sino la ética para el hombre. Eckhart logra sortear esa dificultad de manera excelente. En el pensamiento de Eckhart el hombre aparece expandiéndose en tres niveles: primero, la participación dentro de la propia esencia increada de Dios; segundo, la presencia y el crecimiento de ese elemento participado dentro del hombre ya nacido (la obra interna); y tercero, la proyección en la existencia, a través de la actuación (la obra externa). La ética de Eckhart busca la perfecta armonía entre estos tres niveles, tal que el tercero y el segundo sean elevados cada vez más hacia el primero.

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LA ACCIÓN Y EL AMOR ENTRE LAS PERSONAS Así como aporta un modo para afrontar a los hechos y a las cosas, también la ética eckhartiana tiene su propio modo de encarar el amor y la conducta entre las personas. En la propuesta de Eckhart, el modelo ideal de conducta para con el prójimo cobra vida, aunque inmersa en el mundo natural e histórico, siempre dentro de la relación hombre-Dios/Dioshombre. Las mismas circunstancias de la vida en las que Dios nos pone a prueba y nos examina para ver quién es justo, deben servir a los hombres para descubrirse a sí mismos y a los demás tales como de veras son; así aprenderá el hombre a distinguir quién merece su confianza y su dedicación; cuenta Eckhart: “(...) He visto un señor que a veces, cuando había aceptado a alguien entre su servidumbre, lo hacía salir de noche y luego lo alcanzaba montado a caballo y luchaba con él. Y un buen día sucedió que casi fue muerto por un hombre a quien de tal manera deseaba poner a prueba; y a este siervo lo quiso luego mucho más que antes (...)” (“L.C.D.”). Esto, sin embargo, no significa que el hombre tenga que andar “probando” a los demás; simplemente, el trato mismo y las adversidades inevitables hacen a los hombres poner en evidencia su verdadera identidad. Precisamente para que puedan respetarse y amarse, tanto al prójimo como a sí mismas, las personas deben aprender a comprenderse y hallarse en la unidad: “(...) si el hombre ha de conocer a Dios, en lo cual consiste su bienaventuranza, entonces tiene que ser junto con Cristo un único hijo del Padre; y por eso, si queréis ser bienaventurados, debéis ser un solo hijo. Habéis de ser bien distintos según el nacimiento carnal, mas en el nacimiento eterno debéis ser uno solo, porque en Dios no hay nada más que un solo origen natural (...) Entonces: si habéis de ser un único hijo, debéis desasiros y separaros de todo cuanto provoca diferenciación en vosotros. Porque el hombre individual es un accidente de la naturaleza humana, y por tanto separaos de todo cuanto es accidente en vosotros, y consideraos de acuerdo con la naturaleza humana libre e indivisa. (...) En consecuencia: si queréis ser un solo hijo, separaos de cualquier ‘no’, porque el ‘no’ produce diferenciación. Cómo? Fijaos! Por el hecho de que no seas aquel hombre, el ‘no’ produce una diferenciación entre tú y aquel hombre (...)” (sermón XLVI). Cuando el hombre mira más lo que lo separa de los otros, y mucho menos o nada, aquello que lo une a los demás, aprende a acentuar las diferencias; y llega a perfilar toda su vida desde la diferencia. Cerrándose dentro de la propia diferencia, el hombre se niega la posibilidad de conocer y amar al otro tal como es; y si no lo conoce ni lo ama, no puede respetarlo de verdad y obrar hacia él 198

como se debe. Ésta es la causa de los desacuerdos, los malos entendidos, y la separación general entre las personas, y puede decirse también que es el origen metafísico más remoto de las peleas (pequeña desunión) y de las guerras (el colmo de la desunión y la destrucción). Toda forma de pelea y de guerra equivale a un efectivo atentado contra la Unidad, el cual es hecho con toda intencionalidad la mayoría de las veces; por eso, aun entre quienes resultan vencedores, o aun habiendo luchado por una causa justa, por defender lo justo, los enfrentamientos no ocasionan más que desgracia e infelicidad. En escalas menores, en conflictos menos violentos, solamente verbales, también sucede lo mismo: todos salen lastimados, los que hacen daño y los que lo reciben. Trazar las relaciones humanas a partir de las diferencias (entendidas como motivo de oposición, de discordia, de rechazo) tiene tal resultado y no otro. También Eckhart habla de la relación entre señor y siervo en le sermón LVIII, y allí compara el caso del señor que presta servicios interesadamente, a fin de aprovecharse de su siervo (señor que merecerá poca atención como recompensa), con el caso del señor que sirve primero, de antemano y con generosidad (éste sí merecerá ser atendido, buscando la gloria para él). Comprendido esto, se hace bien evidente por qué Eckhart afirma que el amar a los otros como a uno mismo, es tanto un mandamiento como una recompensa: “(...) Parece difícil aquello que mandó el Señor: que uno debe amar al hermano en Cristo como a sí mismo (Marcos 12,31 – Mateo 22, 39). Las personas de mentalidad grosera suelen decir que la idea es ésta: uno los debería amar a ellos (los hermanos en Cristo) con miras al mismo bien por el cual uno se ama a sí propio. No, no es así Uno debe amarlos tanto como a sí mismo y esto no es difícil; si queréis pensarlo bien, el amor antes que mandamiento es recompensa. El mandamiento parece defícil, pero la recompensa parece apetecible. Quien ama a Dios como ha de amarlo (...) tiene que amar a su semejante como a sí mismo y regocijarse de sus alegrías como de sus propias alegrías y debe ansiar la honra del otro tanto como la suya propia y amar al forastero tanto como al pariente. Y procediendo de esta manera, el hombre halla siempre un estado de alegría, honra y ventaja, y así está verdaderamente como en el reino de los cielos y siente alegría más a menudo que si se regocijara únicamente de su propio bien. Y sabed por cierto: si tu propia honra te hace más feliz que la de otro, eso está mal (...)” (sermón IV). Eckhart explica así que el sentido del todo, para uno mismo, no puede empezar y terminar en uno mismo. Más bien el sentido, y con ello también la felicidad, lo encuentra el hombre en el espejarse los unos en los otros. Y hay también en ese pasaje otra cosa digna de 199

observación: entre los ingredientes del amor al prójimo, Eckhart enumera la alegría, la honra y la ventaja, no habla aquí de sufrimientos y desgracias; no es por casualidad: cuando alguien está atravesando un infortunio, es más fácil que los otros se le acerquen, o por compasión, o por curiosidad, o por placer morboso en el dolor ajeno; pero cuando alguien es galardonado con el éxito y la prosperidad, y vive bienaventurado afectiva o materialmente, los otros, muchas veces, no tienen una capacidad de amarlo que pueda superar la envidia, los celos, la malicia. Por eso, el buen amigo, o el buen pariente, es aquel que se acerca a uno con su amor sincero tanto en la desdicha (para ayudar a salir adelante), como en la dicha (para celebrar, compartir y poner toda la fuerza espiritual posible para perpetuar la bienaventuranza). Ahora bien, surge aquí otro punto a resolver: cómo se hace para equilibrar la alegría y la pena sentidas por lo que le pasa a los demás (el compartir, la empatía), con aquel aspecto negativo de la misericordia, por el cual el corazón se sobrecarga de tristezas y de euforias ajenas, sumadas a las emociones personales que él ya tiene? Eckhart dice que amar al prójimo como a uno mismo implica el sentir las penas y las alegrías ajenas tanto como si fueran propias. Cómo hay que tomar todo esto entonces? Tal vez Eckhart quiere significar la necesidad de prestar atención a lo que viven los demás, preocuparse por comprenderlos, acompañarlos, asistirlos, porque sus problemas y sus historias tienen tanto espacio en la realidad como los problemas y la historia de uno, porque todo ser humano es tan creatura de Dios como otro. Pero el darle a los demás igual importancia que a uno mismo no tiene por qué implicar la absorción total del problema o la emoción ajena. Eckhart aconseja no agregar los vaivenes emocionales ajenos a los propios por razones de desasimiento, ya que cada cual debe cargar con su propia cruz. Cada cual debe levantar su propia cruz y consagrar a Dios su dolor. Es decir, nadie debe pretender depositar sus limitaciones, problemas y sufrimientos en los demás; es responsabilidad de cada uno aceptar la realidad y actuar debidamente. El deber, el pensar, el amar y el obrar, al igual que el ser, son absolutamente intransferibles: nadie puede aprender, crecer, hacer ni transformarse por otro. De todas maneras, también hay que tener en cuenta que la individuación (que cada cual sea sí mismo y no otro, tanto corporal como espiritualmente) colabora a no quedarse adherido al sentimiento que está sintiendo el otro. Asimismo, ese desasimiento a nivel emocional no impide, sino que al contrario, favorece la acción de escuchar, comprender, contener y ser solidario con el prójimo, tanto en las buenas como en las malas. La alegría de un amigo debe ser motivo de alegría en el alma, y de movilización externa para todo hombre: “(...) Si 200

una persona es capaz de entregar sus bienes y soportar molestias para dar alegría a su amigo y hacerle un favor (...)” (“L.C.D.”). De aquí se deduce el papel de la solidaridad como parte del deber. El tema del amar al prójimo como a uno mismo es el problema ético interpersonal por excelencia: da para toda clase de cuestiones, y es de muy difícil resolución en le praxis; quizás por ello ha sido objeto de algunas críticas, entre ellas la de Hegel, la cual dice que no basta con querer amar al prójimo, sino que además hay que saber cómo hacerlo, y poder efectivamente hacerlo, teniendo los medios necesarios para eso. Pues se necesita conocer bien al otro, reconocer qué sea lo mejor para él en su situación y de acuerdo con su propio modo. La objeción hegeliana contiene una parte de la verdad; la otra parte consiste en que toda la situación, el modo propio, los gustos y los pareceres del prójimo están siempre incluidos indudablemente dentro de lo que Eckhart llama la naturaleza humana libre e indivisa: las funciones del espíritu humano están regidas por unos pocos principios fundamentales, no importa cuáles sean las diferencias de criterio y comportamiento. Entonces, para cumplir con ese mandamiento de amor se requiere contemplar tanto lo libre e indiviso de la naturaleza humana, como la particularidad del caso y de la persona que se tiene delante. El cumplimiento depende también de las posibilidades concretas con que contamos. Pero, principalmente depende de dos cosas: primero, de la buena inteligencia y el arte para hallar la resolución correcta; y, segundo, el movimiento interior del corazón que empuja a ir y cumplirlo. Si este mandamiento de amor al prójimo, igual que otras fórmulas generales eckhartianas, no cobran vida en el corazón del hombre, y son simplemente razonadas o calculadas, acaban fosilizándose y transformándose en letra muerta, cosa que ocurrió durante la modernidad con el duro y frío “deber-ser”. Eckhart casi insinúa la idea de amar al otro antes que a uno mismo, dada la natural tendencia al egoísmo que tenemos todos. Ésa es una gravísima dificultad ontológica que desafía a todos los recursos de la ética. Pero Eckhart señala cómo, por vía del desasimiento, la recompensa por dar es mucho más feliz y más fuerte que por recibir. En el sermón XII Eckhart describe a la genuina amistad: “(...) Si te amas a ti mismo, amas a todos los hombres como a ti mismo. Mientras le tienes menos amor a un solo hombre que a ti mismo, nunca has llegado a amarte de veras (...) Algunas personas dicen, empero: Prefiero a mi amigo que me hace el bien, a otro hombre. Eso está mal, es una imperfección. Sin embargo hay que dejarlo pasar, así como alguna gente cruza el mar a medio viento y llega también (a destino). Así sucede con las personas que prefieren un hombre a otro; es natural. Si yo lo amara en verdad 201

como a mí mismo, cualquier cosa que le pasara, ya sea alegría, ya sea pena, ya sea muerte, ya sea vida, todo esto me gustaría tanto si me acaeciera a mí como a él, y ésta es la verdadera amistad (...)”. Lo más valioso que puede ofrecer el hombre a sus semejantes es el amor sincero; ningún ofrecimiento ni obsequio contiene mérito moral si no proviene de un auténtico don del corazón. Eckhart dice: “(...) De cierto, hablando al modo humano: Yo preferiría que un hombre rico y poderoso, por ejemplo, un rey, me amara y sin embargo me dejase, por un rato, sin darme nada en vez de que me hiciera dar algo enseguida sin amarme con sinceridad (...)” (“L.C.D”). En la amistad sincera está como base la unidad de dos que se consideran iguales entre sí, uno tan valioso y tan digno de amor como el otro, sin exaltar la alteridad de modo que sean evitados los manejos de poder de uno sobre el otro. Eckhart también analiza otras dos formas de relación humana, cuyas igualdad o desigualdad marcan el amor o noamor presente en ellas: “(...) tu amor ha de ser uno solo porque el amor no quiere estar sino allí donde hay igualdad y unidad. Entre un patrono y un siervo suyo no hay paz, porque ahí no hay igualdad. Una mujer y un hombre son desiguales entre sí, mas en el amor son bien iguales (...)” (sermón XXVII). No son casuales los ejemplos específicos que Eckhart toma aquí. Por un lado, el patrón y el siervo llevan una relación de desproporción que conduce a lo que Hegel denomina “la diléctica del amo y el esclavo”; allí, al haber desigualdad, no puede haber unidad ni amor. Ahora bien, si en vez de exacerbar las diferencias de patrón y siervo, intentaran verse como dos seres humanos con vida propia y sensibilidad, trascendiendo cualquier terreno de los intereses, ahí sí puede llegar a darse el amor al prójimo y la unidad. También habla Eckhart de la relación entre señor y siervo en el sermón LVIII, y allí compara el caso del señor que presta servicios interesadamente, a fin de aprovecharse de su siervo, con el caso del señor que sirve de antemano y generosamente, en cuyo caso se demuestra la posibilidad de la humana hermandad entre el superior y el inferior. Por otra parte, Eckhart parece ver a la relación entre el hombre y la mujer como aquélla en donde pueden realizarse por excelencia el amor y la unidad, el ser uno con el otro; las diferencias naturales hacen que cada uno sea sí mismo, pero a la vez posibilitan la relación de amor con el otro: precisamente ese ser-otro (del otro) respecto de sí mismo, es el motivo de atracción y unión entre el hombre y la mujer; sólo siendo sí mismo puede ser en el otro y dejar que el otro sea en él. Eckhart afirma que toda persona sale a buscar fuera de sí aquello que a ella le falta: esa carencia da lugar al deseo e inicia el movimiento de búsqueda. Es reflejo de una ley ontológica el hecho 202

irrefutable de que “(...) Cualquier criatura está buscando siempre fuera de sí, en las otras, aquello que ella no tiene (...)” (sermón XIIIa). Así, en esta reciprocidad perfecta se concreta el “dos en cuanto uno” en la vida en la tierra. El corriente desequilibrio entre el amor por uno mismo y el amor por los demás, es la verdadera causa de las tan comunes desidia, desinterés y falta de responsabilidad para con el prójimo que tanto abundan hoy en día. El famoso “¿y a mí qué me importa?” nace del desamor hacia el otro, asociado a un amor encerrado en sí mismo. Quizás la mejor forma de despertar el sentido de la responabilidad, no está en un camino de educación de la inteligencia exclusivamente sino en una concientización y una sensibilización del corazón (aunque sin olvidar que, como dice Eckhart, para toda cuestión volitiva van delante los conceptos de la inteligencia). Ese elemento emocional, espiritual, es el que comúnmente le falta a los más conocidos modelos de ética. Kant, en la “Crítica de la Razón Práctica” saca a relucir la acertada idea de que no se puede obligar a amar, pero como argumento para descalificar el mandamiento de amor al prójimo. Es cierto que si el hombre ama de veras, no es por obligación, y que si no ama, es completamente inútil tratar de obligarle. Pero la ética de Eckhart no obliga, enseña al hombre y le deja que libremente elija amar y ame bien. Eckhart muestra que el amor está tan metido adentro del alma, y tan escondido como la chispa; el amor se gesta y anida en el alma si y sólo si la semilla de Dios (la chispita) está despierta y activa: “(...) Ahora preguntas: cómo podría tener yo ese amor mientras no lo siento ni percibo tal como lo veo en muchas personas, y en quienes observo una gran devoción y cosas maravillosas en tanto que yo no tengo nada de esto? Aquí tienes que observar dos cosas inherentes al amor: una es la esencia del amor, la otra es la obra o un efluvio violento del amor. La esencia del amor radica únicamente en la voluntad; quien tiene más voluntad, tiene también más amor. Pero quién es el que tiene más, esto no lo sabe nadie con respecto al otro; esto yace escondido en el alma, mientras Dios yace escondido en el fondo del alma (...)” (“P.I.”, X). En el amor, lo principal es que sea real y que anide verdaderamente en el corazón; la manifestación exterior viene después. Es más, a veces la manifestación exterior puede no corresponder a un amor verdadero, o a un amor tan grande como se lo pinta. Esto vale tanto para el amor a Dios como para el amor al prójimo. Es imposible saber lo que hay dentro del corazón de un hombre, salvo que se lo mire según un espíritu igual al de ese hombre. El alma en su intimidad encierra tanto misterio como Dios; y, por eso, para acceder al alma de otro se hace necesario abrir una 203

brecha de comprensión, semejanza y unidad: “(...) Nadie es capaz de conocer y saber qué es lo que hay en el hombre sino el espíritu que está dentro del hombre, y nadie es capaz de saber qué es el Espíritu de Dios y en Dios, sino el Espíritu que es de Dios y es Dios (...)” (“L.C.D.”). Así como es un deber moral el conocimiento y el amor hacia Dios, también es imprescindible acercarse al conocimiento amoroso de las demás personas. Para que la obra externa, el efluvio violento, la demostración del amor sea auténtica, debe alimentarse de una fuente esencial, interior, invisible e inefable. Por eso Eckhart explica que no hay que preocuparse por ganar elogios, sino por ser merecedores de elogio; como así también no hay que afligirse por el enojo exterior de los demás, sino que hay que afligirse por haber incurrido en algún mal proceder que causó el enojo o que lastimó a los otros. Para permanecer en el amor, la comprensión, la ayuda y la compañía de los demás, primero hay que ser digno de todas esas cosas: quien más amor tenga adentro, más digno será. No se puede pretender recibir si no se da nada antes: si el hombre arroja piedras, no puede aspirar a que le regalen rosas. Si el hombre cultiva desunión, discordia, no puede cosechar unión y armonía: eso es algo que siempre se comprueba en la vida cotidiana. La clave del amor y la unidad consiste en que conectan a las cosas y a las personas por el lado de las semejanzas: “(...) La unión requiere semejanza. No puede haber unión sin que haya semejanza (...)” (sermón XLIV). Pero, pese a toda su prédica sobre la unidad, Eckhart admite que las personas no se entienden entre sí cuando difiere el punto hacia el cual se dirigen sus intencionalidades: cuando algunos van por el camino que conduce a la prosperidad espiritual mientras otros van hacia la ruina, en ese caso sí la comunicación verdadera es imposible. Pero si el problema es simplemente la diferencia de modos, es perfectamente subsanable: quienes por distinto modo se encaminan hacia la misma meta, ésos sí pueden llegar a entenderse. Dice Eckahrt: “(...) Aquel cuyo ser y obra están ubicados completamente en la eternidad, y aquel otro cuyo ser y obra se dan por completo en el tiempo, ésos nunca concuerdan; jamás se encontrarán (...)” (sermón XLIV). Muy a pesar de toda su enseñanza Eckhart sabe que siempre habrá gente que jamás logrará una auténtica reconciliación. La ley de la unidad que puso Dios, no siempre funciona en la tierra, pero no porque la ley de Dios falle, sino porque el hombre reniega de hacer uso de ella. Sería importante estudiar el significado completo de que el hombre tenga su ser y obrar puestos en la eternidad; ello implica aprender a vivir y disfrutar en lo trascendente y no en las nimiedades, en la naturaleza de las cosas tal como Dios las diseñó, y no según las sofisticaciones urdidas 204

por el hombre, en la verdad llana y lisa y no en la deformación de las cosas. Por ejemplo, mientras hay gente que dedica su vida a acumular dinero y poder, muchas veces por medios nefastos, también hay otros que trabajan gratis, por caridad, o que regalan de lo poco que tienen. También existe gente que ve la vida con cierta chatura, como una rutina gris, aburrida e insignificante, mientras otros saben ver belleza, poesía, grandeza, milagro, maravilla, misterio, hasta en las cosas más pequeñas. Hay corazones de piedra, pero también los hay repletos de amor. Cada cual cuenta con iguales potencias y potestades espirituales como para hacerse desdichado o feliz; pero ello no quita la posibilidad de mostrar a otros la verdad y el camino acertado hacia la bienaventuranza: “(...) que algunas personas brutas digan que muchas cosas escritas por mí en este libro, y también en otras partes, no son verdad. ¿Qué culpa tengo yo si alguien no lo entiende? (...) ama demasiado a sí mismo aquel hombre que quiere cegar a otras personas para que permanezca oculta su ceguera. (...) Dirán también que estas enseñanzas no se deberían decir ni escribir para la gente iletrada. A eso digo: Si no se debe enseñar a la gente iletrada, nunca nadie llegará a ser letrado y en consecuencia nadie sabrá enseñar o escribir (...)” (“L.C.D.”). Si bien todos los seres humanos deberían aspirar a que este mundo fuera bello y bueno como un vergel, Eckhart sabe muy bien que es prácticamente imposible el paraíso en la tierra. Y tanto por ser imposible como por acarrear un peso desmesurado al alma, Eckhart no aconseja de ningún modo tener en la mente la idea de cambiar el mundo; el hombre tiene que hacer lo suyo lo mejor posible, pero sin esperar que su edén se universalice, sin hacer de su buen obrar y de sus principios una bandera o una facción. Al hacer de su ética una facción confrontada con otras ideologías, el hombre (de concepción eckhartiana) acabaría pisoteando sus propios principios: la confrontación, la lucha para vencer resistencias en la realidad, el oponerse como actitud sistemática, el ver al otro en su alteridad como motivo de incomodidad y discordia, todo eso es ajeno al desasimiento, a la libertad y a la conjunción de las diferencias dentro de la Unidad. La “virtud eckhartiana” quiere ser ella misma y nada más; brota como una flor: es plena en sí misma, pero no es combativa; por eso Eckhart dice que la virtud perfecta sale “(...) sin designio propio y especial en aras de una causa justa y grande (...)” (“P.I.”, XXI). Eckhart enseña que hay que adaptarse a todo: a los buenos y malos lugares, a los buenos y malos momentos, a las buenas y malas personas. La adaptabilidad a las circunstancias es otra regla importante de la ética eckhartiana: “(...) Quien está bien encaminado en medio de la verdad, se siente a gusto en todos los lugares y con todas las 205

personas. Mas, quien anda mal, se siente mal en todos los lugares y entre todas las personas (...) y por ello no lo estorban únicamente las malas compañías sino también las buenas y no sólo la calle sino también la iglesia, y no sólo las palabras y obras malas, sino también las palabras y obras buenas, porque el impedimento se halla dentro de él, ya que Dios, en su fuero íntimo, no se le ha convertido en todas las cosas (...)” (“P.I.”, VI). Al describir a quien está siempre mal, incómodo, aun dentro de circunstancias favorables, está describiendo a mucha gente: a quienes no saben ubicarse a sí mismos en la vida y por eso caminan con ánimo adverso, como a contramano, no aguantan ni penas ni alegrías; esto le ocurre a personas que, si bien no son malas, ni andan por mala senda, están muy atrasadas en su desarrollo espiritual: desconocen la natural vía hacia la paz y el bienestar, desconocen el manejo de la propia interioridad y sienten entonces que todo lo externo les sobrepasa. Aquella idea eckhartiana de que nadie se hace infeliz más que por propia decisión, encuentra aplicación en dos sentidos: primero, en la obra interna, como la adaptabilidad a las circunstancias, sabiendo procesar el dolor, sabiendo mirar el lado bueno de las cosas cotidianas, y aprendiendo el hombre a crearse a sí mismo su feliz rincón dentro del alma; y, segundo, en la obra externa, esta idea implica la necesidad de poner en movimiento todos los recursos concretos disponibles para construir una feliz existencia. Es decir, el hacerse feliz o desdichado no sólo depende de una “reacción interna” del espíritu ante las cosas de la vida, sino que también depende en gran medida de la forma de disponer el hombre sus posibilidades y ponerlas en acción. Felicidad no es tan sólo un estado del alma, involucra también toda la actividad del hombre en cualquier faceta posible. A la felicidad no hay que guardarla bajo llave dentro de los sueños: hay que salir a realizarla; para eso nos dio Dios a todo este mundo como escenario, y al cielo entero como premio definitivo. El “cielo”, la verdadera bienaventuranza, la eterna y la de la vida terrenal, es el don infinito que Dios le da al hombre a cambio de su amor finito: “(...) San Dionisio dice que Dios pone en venta su reino de los cielos; y no hay cosa de tan poco valor como el reino de los cielos cuando está en venta, y nada es tan noble y su posesión hace tan feliz con tal de que se lo tenga merecido. Se dice que es de poco valor porque se le ofrece a cada cual por cuanto él sea capaz de procurar. Por ello, el hombre ha de dar todo cuanto posee a trueque del reino de los cielos (...)” (sermón LVIII). La ética eckhartiana tiene la virtud de alivianar el peso del alma ante las acciones y circunstancias accidentales, a la vez que enseña a no 206

negar sino a aceptar y atravesar todas las acciones y circunstancias, como parte que son del Uno y de la voluntad divina. Según Eckhart, a veces, las actitudes de los demás señalan alguna cosa que Dios quiere. Observada así, la conducta entre las personas es un medio que Dios usa para comunicarle algo a uno o a varios; la acción del hombre no tiene así en sí misma un sentido si no se la contempla a la luz de una verdad más amplia en Dios. Eckhart recuerda: “(...) alguien maldecía al rey David y lo hacía objeto de graves improperios. Entonces dijo uno de los amigos de David que querría matar a ese perro malo. Mas el rey dijo: ¡No! Porque acaso Dios quiere hacer lo que es mejor para mí y lo hará por medio de estos improperios. (Samuel 16,5 ss.) (...)” (“L.C.D.”). A partir de esto no debe interpretarse que Eckhart toma a las personas como medio y no como fin: basta con considerar que el maestro destaca el esfuerzo y el sacrificio por el amigo, como prueba de amor al amigo y a Dios; sí debe entenderse que las palabras y las acciones de los demás (sean loables o deplorables, sin justificar en sí mismas a estas últimas) deben tomarse como un signo de la voluntad de Dios (aun abarcando la propia determinación humana de la libertad), y por lo tanto es mejor guardarse de condenarlas desde una parcializada justicia humana. Eckhart aconseja abordar con ecuanimidad las pequeñas y grandes victorias y derrotas de la vida; todo tiene su importancia y su sentido, solamente hay que saber hallar la justa medida para cada cosa; eso da el equilibrio: “(...) cuando se habla de igualdad, no se afirma que todas las obras o todos los lugares o toda la gente tengan que considerarse como iguales. Esto sería un gran error, porque rezar es una obra mejor que hilar y la iglesia es un lugar más digno que la calle. Debes conservar, empero, en todas tus obras un ánimo y una confianza y un amor hacia Dios y una seriedad siempre iguales. (...)” (“P.I.”, VI). También Eckhart asegura que hay más amor a Dios en quien deja rezos y contemplaciones para ir a dar de comer al vecino enfermo o al pobre; e igualmente recuerda el antiguo ejemplo del pobre, para quien es preferible enriquecerse un poco antes que filosofar. Eckhart es realista, ve la fuerza imperiosa de la necesidad; es flexible en sus normas porque contempla la situación en la que se vive. La ética no tiene que dejarse perder bajo sus propias jerarquizaciones: si los órdenes de prioridades se juntan en una escala de valores fija, pasarán luego a inmovilizarse, y su aplicación a lo real se verá bastante dificultosa (esto de cierta manera parece ocurrirle a las éticas materiales de los valores). Por eso Eckhart enseña a contemplar acciones y situaciones como diferentes y jerarquizables en sí mismas, pero como iguales dentro del seno del Creador: “(...) Es igual la medida en la que Dios provee a todas las 207

cosas, y así como emanan de Dios son iguales; ah sí, en su primera emanación los ángeles y los hombres y todas las criaturas fluyen de Dios como iguales. (...) Cuando se toma una mosca en Dios , ella en cuanto tomada en Dios es más noble que el ángel supremo en sí mismo. Ahora resulta que en Dios todas las cosas son iguales y son Dios mismo (...)” (sermón XII). Eckhart remodela los conceptos de modo que todo interesa pero que nada agota la voluntad, la inteligencia ni la vida del hombre. Cada acción tendrá la dedicación y el esfuerzo que merezca según su jerarquía: ni las pequeñas cosas deberán obturar las acciones grandes, como tampoco las grandes cuestiones harán tanta sombra como para anular a las acciones menudas. Igualmente, el amor a las personas y a las cosas habrá de crecer en el alma sin ser ocasión de descontrol, ni en sentido positivo ni en sentido negativo. Es en el terreno de la acción donde mejor puede apreciarse la diferencia sustancial entre amor y deseo, entre amor e interés, entre amor y posesión. Dice Eckhart en su sermón XLV: “(...) La voluntad tiene dos clases de obras: el anhelo y el amor. (...) Mientras uno apetece las cosas, no las tiene. Cuando las tiene, las ama; así el deseo deja de existir (...)”. Evidentemente, junto con el amor también hay deseo: en ello reside que el amor mueva a la acción, y sea así la causa agente de la obra. Pero mientras estén el anhelo y la carencia, parece como si ellos tuviesen preponderancia casi por sobre el amor; por eso cuando el anhelo se calma (con la presencia de la persona o de la cosa amada), muchas veces el hombre cree haber dejado de amar. Si es ésa su creencia, el hombre confunde amor y deseo y no comprende verdaderamente la esencia del amor, la cual sobrepasa el límite del anhelo, la carencia, la ansiedad y la posesión. Por eso, da la impresión que Eckhart quiere que el hombre consiga concebir y sentir el amor más allá de simple deseo: sólo a partir de allí podrá elaborar su virtud de obrar sin un “por-qué” y hacer efectiva su práctica de amor al prójimo. El hombre tiene que ordenar su mente y su corazón; así estará en condiciones de actuar bien y colaborar en la creación de una realidad dichosa. Eckhart tiene escrita una bella metáfora en el sermón LVII, en la cual se ve a la ciudad como un alma, y al alma como una ciudad; el sentido es tan válido para el mundo que hay dentro del alma como para el mundo material y social en el cual vive el hombre: “(...) Una ‘ciudad’ significa dos cosas. Primero: que está fortificada de modo que nadie pueda dañarla; segundo: la armonía entre la gente. (...) Esa ‘ciudad’ significa cualquier alma espiritual (...) En primer lugar, uno debe fijarse en la paz que ha de reinar en el alma (...) San Dionisio dice: ‘La paz divina atraviesa y ordena y termina todas las cosas; y si la paz no lo 208

hiciera todas las cosas se desparramarían y no habría orden en ellas’. En segundo lugar: la paz hace que las criaturas se viertan y fluyan por amor y no para dañar. En tercer lugar hace que las criaturas se vuelvan serviciales unas con otras de manera que mutuamente se den estabilidad. Aquello que una no puede tener por sí misma, lo recibe de otra. Por ello una criatura proviene de otras. En cuarto lugar hace que las criaturas se vuelvan a plegar otra vez hasta su primer origen, es decir: hasta Dios (...)”. En esta metáfora está sintéticamente descripto el amor al prójimo como a uno mismo. La ética eckhartiana es eminentemente personal, pero su plenitud y su verdadero fruto sólo se alcanzan en la “ciudad” de todos, donde las diferencias se completan, complementan, colaboran y no desentonan unas con otras. En esa “ciudad de todos” el amor y la acción son lo primero, y la estabilidad y la paz son la consecuencia. La bienaventuranza es la coronación de todo ese recorrido ético. Ojalá fuese el deseo de muchos corazones el convertir esta metáfora en poesía viviente, en una hermosa historia real. CONCLUSIONES En un momento histórico en que la diversificación, la complejidad creciente y la aceleración extrema de los acontecimientos, de la información y de las decisiones, parecen desbaratar cualquier intento de orientación, el problema de la ética requiere urgente solución. Ya no reduciendo la ética al discernimiento entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la cuestión general de la ética equivale al descubrimiento y ejercicio de todo el ser, pensar, amar y obrar del hombre dentro del bien. Cómo enfocar y resolver la propia vida según la mejor manera posible: éste tiene que ser el auténtico fin de la ética. Las enseñanzas de Eckhart ofrecen todo lo necesario para esa ética que tanta falta hace en el mundo. Siguiendo su tesis de no limitar el ser atándose a divisiones de las cosas, Eckhart no da nombre especial de teología, filosofía, ni dogma a todo cuanto explica y predica. Él dice todo cuanto tiene para decir con una riqueza asombrosa donde cabe, en enlace perfecto, una diversidad de cosas que la modernidad fue subdividiendo y clasificando en distintas disciplinas. La unidad conceptual de Eckhart no implica confundir unas cosas con otras, mezclando unas cualidades con otras; sencillamente él las distingue todas, pero siempre dentro del funcionamiento del conjunto. Siendo profundo como es, el maestro Eckhart mantiene constantemente una calidez y sobriedad, sin caer nunca en la solemnidad, la dureza, la exageración, ni el amaneramiento. El discurso eckhartiano es fluido y natural. La ética eckhartiana quiere formar personas libres, espontáneas, sinceras, sin vanidad ni afectación; la intencionalidad y la 209

acción transparentes, sin manchas, no solamente se perfilan como posibles sino que también se muestran como la única salida realmente sustentable en la praxis. Otras éticas, más precisamente las formales, establecen la relación personal del hombre a la ley moral desde la presunción, el reproche, el falso orgullo, el recelo, una competencia malsana con los demás, y una vacía dialéctica de poder que empieza y termina en uno mismo. Es una manera demasiado exterior, superficial e ineficaz de abordar el personal acercamiento a la eticidad. Las éticas formales inspiradas en el modelo del derecho, están llenas de tecnicismos y de “argucias de la razón”, dejando que la realidad misma pase a segundo plano. Eckhart, que maneja su pensamiento con racionalidad pero en y desde la realidad, realidad que reúne a Dios y a todas las cosas, sí hace más fácil, más natural y más efectivo el intento de que el hombre adopte una buena actitud ética. Eckhart es flexible, pero no es relativista: habla de lo recto (reht) y lo no-recto (unreht). La ética de Eckhart es preventiva, correctiva y curativa. Es preventiva porque puede evitar que el hombre siga cometiendo errores graves o que incurra en errores nuevos. Es correctiva y curativa porque da lugar a una verdadera curación y a una transformación integral de la persona en el bien. Otras éticas no sirven para prevenir ningún mal moral: no convencen a la mente por ser estrechas y fragmentadas; como tampoco conmueven al corazón, ya que el corazón sólo entiende el lenguaje de la espiritualidad afectiva, y la formalidad lógica pretende ser ajena a ese lenguaje. Las otras éticas tampoco alientan al hombre caído a que se levante y cambie, porque desconocen el concepto de conversión y de modificación gradual, y porque ignoran a la esperanza y a la fe; la ética formal casi exclusivamente nace, crece y permanece en la crítica, sin trascenderla jamás. Eckhart tiene mucha fe en el hombre, y siempre espera que la semilla de Dios en el alma brote, en cualquier oportunidad, en cuanto el hombre le quite la sombra de encima. Dada la directa participación del hombre en la misma esencia de Dios (y Dios es absoluto e infinito ser en acto), la libertad, la bondad, la buena actuación y la felicidad tienen que ser perfectamente posibles en este mundo. Quien cree en la imposibilidad de realizar tales cosas, habita un pensamiento separado de Dios, y por eso ve al ser humano apretujado mortalmente por todas partes a causa de la finitud y la insuficiencia; y, lo que es peor aun, pretende resolver el problema estrictamente solo, desde lo finito y la separación de su Hacedor. Con toda tranquilidad puede asegurarse que la ética eckhartiana evita que el hombre “se ahogue” ante el devenir de la vida. Es una ética que atesora la suprema utilidad: es 210

para ser usada, ejercitada, practicada, y para que la transmita la madre a su hijo o el maestro a su discípulo. La ética eckhartiana es para ser vivida en todo momento y para hacerle bien al hombre, y se desenvuelve mediante una profunda educación del espíritu. Es un sistema de pensamiento tan completo que cuenta con un componente específico para cada aspecto del hombre: para la inteligencia tiene siempre nuevas ideas, con claridad, precisión, orden y ductilidad para ser compaginadas; para el corazón y la voluntad tiene la comprensión y expresión de toda la gama de la emotividad. Eckhart observa y describe los sentimientos del hombre en cada situación, desde la más desgraciada, pasando por la menos relevante, y hasta la más excelente y feliz. La armonía central de la ética eckhartiana consiste en la atinada combinación de varios principios atemporales, los cuales tienen la capacidad de iluminar cualquier clase de resolución en lo temporal. Si puede afirmarse que esta ética tiene los pies sobre la tierra y sus miras en el cielo, también puede decirse que guarda sus verdaderas raíces en el cielo y crece hasta tocar la tierra, tal que allí el hombre consiga las flores y los frutos de su vida. La mística de Eckhart no es impedimento para pensar y vivir lo placentero, sino todo lo contrario, todo lo feliz y placentero del mundo encuentra dentro de la visión mística su auténtica entidad. La ética de Eckhart es válida para todo tiempo y lugar porque se basa en principios que remiten a una realidad infinita y eterna: Dios, y el hombre como criatura de Dios que habita el mundo y debe habérselas con el problema general de su vida. No en vano Eckhart celebra todas las modalidades buenas que sean posibles; toda forma de civilización, de cultura, de costumbres, de modas, de gustos, pueden ser igualmente aceptables y hasta meritorias éticamente, mientras sigan la orientación que marca lo Uno de Dios. La historia de la filosofía ha mostrado siempre una tendencia a construir castillos y fortalezas lógicas y metafísicas, para continuar luego contemplando casi estéticamente sus propias ideas, cada vez más lejos de la realidad y cada vez más olvidada de los acuciantes problemas del hombre. En su pensamiento Eckhart logra mantener su profundidad conceptual, a la vez que su cercanía hacia los dolores, las dudas, las decisiones, las debilidades y las cosas felices de la vida humana. El esquema teórico de la ética está primero, pero la última palabra la tendrá la experiencia, de acuerdo con el buen uso y la eficacia de los principios. La vieja fórmula de la necesidad, y la universalidad como la esencia misma del deber se ve totalmente sobrepasada por la realidad de la vida, y la ética de Eckhart se halla libre de esa dificultad. La necesidad y la universalidad ya nos son rasgos esenciales del deber en la ética 211

eckhartiana: basta con encomendarse a Dios andando por la senda del ser y el bien, y esquivando el no-ser y el mal, para que toda modalidad, estilo, personalidad, estrategia o alternativa en general sea válida éticamente. A qué afecta que el cumplimiento del deber y el hacer las cosas bien sea universal y necesario (como quiere Kant) o contingente (como dice Hegel en cuanto a la posibilidad concreta de llevar a cabo lo que dictan los mandamientos)? Eckhart simplemente consolida su pensar en la absolutez del principio: la identidad sustancial, no cuantitativa, de la criatura con su Creador. El tiempo y la historia se limitan a ser la revelación existencial de lo que está desde la eternidad dentro de Dios. De nada le sirve a la ética averiguar si los hechos y las cosas son en sí necesarios o contingentes: si ocurren, Dios los tenía reservados desde siempre, incluidas todas nuestras libres decisiones humanas. Toda esa distinción entre lo contingente y lo necesario no afecta realmente a la ética: con las cartas como están echadas en la realidad y con lo que sucesivamente se vaya presentando, es con lo que la ética tiene que hacer su obra, no con la señora necesidad ni con la señora contingencia. Eckhart descubre una perfecta reciprocidad entre accidentalidad y esencialidad, entre temporalidad y eternidad: lo temporal, accidental y particular es el fiel reflejo de lo eterno, esencial y universal; el único medio que Dios encontró para que el hombre conociera, amara, viviera y se compenetrara con la eterna esencialidad es justamente el mundo accidental y temporal. La ética de Eckhart concibe y realiza la ida y el retorno del hombre a su Creador: no es posible imaginar un recorrido mayor para la ética. Eckhart parte de una fe, continuamente alimentada y engrandecida, pero la certeza de su fe es elevada a verdad en el buen resultado que obtiene en la praxis. En el éxito y la bienaventuranza de la obra exterior queda verificada la buena dirección de la fe y de los principios. Pero la bienaventuranza, el éxito, la fe, y los principios de Eckhart no se nutren simplemente de “ideas” sino que cobran la entidad verdadera de fuerzas porque toman “ser” directamente de Dios. El pensamiento de Eckhart es esencialmente paradojal; casi todos sus planteos guardan esa forma. He aquí algunas de las paradojas: Por un lado, Eckhart estudia detenidamente los sufrimientos y los infortunios, pero no por ello es pesimista, ni melancólico: la resolución está en la consolación divina y en la superación del dolor y aun hasta del consuelo. Aun sabiendo que todo está presente en Dios desde la eternidad, Eckhart no es determinista sino que vislumbra la más grande de las libertades. El hombre elige; pero sólo Dios sabe desde siempre lo que el 212

hombre elegirá. El hombre tiene en sí un alma, que es lo más parecido a Dios que puede haber, pero también el hombre debe aprender a ascender, de modo que pueda recibir la gracia de parecerse a Dios. No hay que vivir buscando la felicidad, aunque si se sabe pensar y vivir bien, la felicidad es posible, y en un momento dado, acontece. La diversidad mundana distrae, aleja de Dios; y, sin embargo, sólo a través del modo en que el hombre maneja su vida en el mundo y con las cosas, puede acercarse a Dios en esta vida. El amor más excelente parte del desasimiento, porque el desasimiento contrarresta tanto los arrebatos y los delirios posesivos, como el afán de distancia para preservar el ego. El egoísmo y la avaricia conducen a la pobreza y a la soledad. Lo que se da en la realidad externa es voluntad de Dios; pero lo que ama, anhela y guarda el libre corazón del hombre, también es parte de la voluntad de Dios. El sentido último de las cosas está en la unidad del todo. Sin embargo, cada persona (y también cada cosa y cada acontecimiento) tiene en sí un infinito valor metafísico y ético. La verdadera relación del conjunto al individuo es de perfecta reciprocidad. La unidad no es supresión de diferencias, sino coexistencia, suma abarcadora y superación de las diferencias. El aferrarse lleva a la pérdida; sólo el previo vaciamiento posibilita el llenarse. No hay que pedirle nada a Dios; pero a Dios le gusta dar y perdonar a lo grande, no por menudencias; renunciando a todo sinceramente por Dios, Dios acaba dándolo o devolviéndolo todo. El hombre bueno que sólo ama y obra por Dios, ama y obra también por sí mismo (porque el hombre bueno está en y con Dios). Todos estos planteos eckhartianos, si se ha de comprenderlos a fondo, deben ser mirados más allá de su forma paradojal, para ver así la verdad simple y clara que guardan, tal como la luz diáfana y constante del sol está siempre por detrás del torbellino de las nubes de tormenta. Es necesario ir y volver muchas veces para poder acceder al mensaje puro de las formulaciones de Eckhart. Si de todo este largo estudio sobre la enseñanza del maestro Eckhart se deduce que la ética debe ser el arte de conducir bien la vida humana, entonces la ética eckhatiana podrá ser adoptada por toda persona. Eckhart dice que la sierra se hace de igual material para el rey que para el carpintero, ya que su fin es cortar la madera (“Cuestiones Parisienses” II): el fin de obrar bien, de hacer todo lo posible, de hacer 213

las cosas lo mejor posible, con libertad, con felicidad, es un fin compartido por toda la humanidad; por eso una ética que esté dedicada a ese fin compartido, tendrá la misma extensión que la humanidad. Otras éticas parecen creadas exclusivamente para los filósofos: un filósofo escribe para que otros filósofos vengan después, se solacen jugando con las ideas, y piensen de todo menos que ayudar a solucionar los problemas reales de la vida. La enseñanza de Eckhart, traducida en una ética, no es exclusiva de filósofos, teólogos ni sacerdotes; más bien su finalidad es que el “iletrado” acerca de las cuestiones del espíritu y del buen criterio, despierte y crezca como “letrado”. Eckhart mismo, en varias ocasiones, dice que la enseñanza y el aprendizaje se han de destinar a quien no sabe, para que de la ignorancia pase al conocimiento, de la inconciencia a la conciencia, de la indecisión a la elección determinada. Es decir, la ética eckhartiana está al alcance para quien quiera aprender a pensar, a elegir, a reaccionar ante los hechos, y a trabajar por descubrir e incrementar los dones que Dios le dio. De todo lo que desarrolla Eckhart pueden extraerse consecuencias éticas aplicables a muy diversas cuestiones. En política y economía, por ejemplo, la elevada concepción del hombre colaborará para establecer pautas y reglamentaciones más humanas; por su parte, la apelación a la unidad servirá para no perder de vista el fin genuino que es el bien de todos. El conocimiento y el dominio sobre la legalidad del ser y del noser alertan contra el peligro de acumular bienes y poder en perjuicio de otros: todo crecimiento es bienaventurado mientras no acarree el mal para otros. Igualmente compárese la noción de comercio, de mercado, que Eckhart deja deslizar (cuando analiza la expulsión de los mercaderes del templo) con la noción de mercado vigente en tiempos actuales: Eckhart dice que comercio es cambiar una cosa por otra, bajo una cierta relación de equivalencia; mientras que hoy comercio significa obtener lo máximo y mejor posible, pero a cambio de lo mínimo posible. En el arte, el uso de los principios de Eckhart implicará la no emisión de mensajes negativos, destructivos; todas las manifestaciones del arte (sea música, artes plásticas, teatro o cualquier otra) tendrán que crecer dentro de las leyes de la armonía y de la belleza, no solamente en cuanto incumbe a su forma exterior sino principalmente en cuanto toca a su núcleo significativo; es decir, para que el arte particular de una época o de una región, o de un artista individual, sea verdaderamente tal, habrá de desarrollarse a partir del ser propio, de lo que le pertenece, y no como movimiento combativo de otra cosa. Recuérdese el carácter negativo que Eckhart da en las “Cuestiones Parisienses” al hecho mismo y al mal 214

ocasionado por el “rechazo de un contrario”. Nunca corresponde verdaderamente a uno mismo, ni a una virtud esencial propia, un movimiento general o una obra personal que salga a la luz solamente como contrapartida de otros sistemas, modalidades o ideologías. A la ética eckhartiana son extrañas las contraculturas y las revoluciones. La verdad debe salir a la luz, y su hallazgo debe ser celebrado en razón de la verdad misma, sin más. Asimismo, todo este pensamiento podrá ser utilizado para reformar y mejorar la labor de los medios masivos de comunicación. También esta ética podrá extender su aplicación hacia las ciencias y la tecnología, porque sabe aportar el justo significado de la natualeza en la persona humana como también el significado de la persona humana en la naturaleza, tal que el mayor número de potencialidades se realice sin provocar estrago físico o espiritual por otro lado. Finalmente, y quizás lo más importante para con lo temporal y finito, es que la ética eckhartiana impide que al hombre le pase de largo la vida. En nada hay que detenerse, pero tampoco hay que restarle atención a ninguna cosa. Esta ética puede conseguir que el hombre cobre realmente conciencia de la magnitud de la incidencia de todo cuanto piensa, siente, y hace de su vida. Cada etapa de la vida debe ser bien llevada; cada aspecto del hombre debe ser cuidado y cultivado. Nada es para desperdiciar; ningún don debe ser despreciado. Todo tiene una razón de ser y un sentido que en Dios empieza y en Dios acaba.

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BIBLIOGRAFÍA Meister Eckhart– “MEISTER ECKHART: DIE DEUTSCHEN UND LATEINISCHEN WERKE”. Herausgegeben und übersetzet von Josef Quint. Stuttgart 1988, Kohlhammer Verlag. Meister Eckhart– “MAESTRO ECKHART– OBRAS ALEMANAS: TRATADOS Y SERMONES”, traducción, introducción y notas de Ilse de Brugger; notas de Quint. Barcelona. Edhasa, 1983. Meister Eckhart– “QUAESTIONES PARISIENSES”, Herausgegeben und übersetzt von Bernhard Gever. Meister Eckhart– “CUESTIONES PARISIENSES”, Eudeba, 1967. F. W. Wentzlaff-Eggebert – “DEUTSCHE MYSTIK SWISCHEN MITTELALTER UND NEUZEIT”. Berlin. Walter de Gruyter & Co., 1969. Kant– “FUNDAMENTAL PRINCIPLES OF MORALS”, en “The Harvard Classics”, tomo 32, translated by T.K. Abbot. New York. P.F. Collier & Son Corporation, 1965. Kant– “CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA”, traducción del alemán por E. Miñana y Villagrasa, y M. García Morente. Madrid. Espasa Calpe, 1984. Nietzsche– “LA GENEALOGÍA DE LA MORAL”, introducción, traducción y notas de A. Sánchez Pascual. Madrid. Alianza Editorial, 1990. Nietzsche– “ASÍ HABLABA ZARATUSTRA”, traducción directa del alemán de B. Ballester Escalas. Barcelona. Editorial ARH, 1964. Hegel– “FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU”, según el texto de la edición de la Rheinish-Westfälische Akademie der Wissenschaft. Düsseldorf. 1980, editada por W. Bonsiepen y R. Heede. Traducción, estudio y notas de A. Llanos. Bs As. Editorial Rescate, 1991. Kierkegaard– “OBRAS Y PAPELES DE SOREN KIERKEGAARD” VII: LA ENFERMEDAD MORTAL O DE LA DESESPERACIÓN Y EL PECADO. Madrid. Guadarrama, 1969.

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NOTA FINAL

Le recordamos que este libro ha sido prestado gratuitamente para uso exclusivamente educacional bajo condición de ser destruido una vez leído. Si es así, destrúyalo en forma inmediata. Súmese como voluntario o donante y promueva este proyecto en su comunidad para que otras personas que no tienen acceso a bibliotecas se vean beneficiadas al igual que usted. “Es detestable esa avaricia que tienen los que, sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos”. —Miguel de Unamuno

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El camino del hombre por esta tierra trae consigo toda suerte de limitaciones, complejidades, fallas y dolores que, muchas veces, desatan pensamientos, sentimientos y acciones erradas y hasta indeseables. Se hace imprescindible entonces una ética, entendida como el arte de vivir en el mundo, el arte de SER, PENSAR, AMAR Y OBRAR. La incomparable magnitud de las ideas de Meister Eckhart abre legítimo paso a una ética que supera tanto los alcances teóricos como la eficacia misma de otros sistemas reconocidos a lo largo de la historia de la filosofía. La mística de Meister Eckhart no puede sino derivar en una ética bien determinada e integral, diseñada para ser aplicada a la realidad, en todo tiempo y lugar. Son dos las claves para ello: 1) El concepto eckhartiano del deber que, a diferencia del concepto convencional, incluye como elementos primordiales al amor y la libertad. 2) La posibilidad de transformar el sufrimiento en consuelo: Eckhart enseña cómo, paradójicamente, la contracara de toda tragedia es redención, bendición y bienaventuranza. La ética eckhartiana permite hallar un significado para cada acontecimiento grande o pequeño, para cada don en la vida, remitiendo siempre a una unidad de sentido mayor, donde permanentemente se conjuga la voluntad del hombre con la voluntad de Dios.