Ser niño. Cuidados para un crecimiento saludable 9788499217543

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Ser niño. Cuidados para un crecimiento saludable
 9788499217543

Table of contents :
Portadilla
Portada
Créditos
Introducción
Las primeras semanas
El niño y su mundo externo
Rechazo del extraño
Aprender a andar
La edad del "no" o "período de resistencia"
Aprende a hablar
Pide sus necesidades
El juego del niño
Rabietas y pataletas
El nacimiento de un hermano
Cuando está enfermo
El niño se masturba
Entrada en la escuela
El rendimiento escolar
Siguiendo el hilo
Sobre la autora

Citation preview

Ser niño

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Eulàlia Torras de Beà

SER NIÑO Cuidados para un crecimiento saludable

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Colección Con vivencias 47. Ser niño. Cuidados para un crecimiento saludable

Primera edición en papel: noviembre de 2015 Primera edición: noviembre de 2015 © Eulàlia Torras de Beà © De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S.L. Bailén, 5 – 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 – Fax: 93 231 18 68 www.octaedro.com – [email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-754-3 Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila Diseño, producción y digitalización: Editorial Octaedro

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INTRODUCCIÓN

Tener un hijo1 es un acontecimiento intensamente emocional e importante en la vida de una pareja. En él convergen vivencias complejas y factores biológicos esenciales de ambos progenitores. El embarazo y el parto son dos momentos de especial relevancia en el proceso, pero la preparación física y mental de los futuros padres hasta llegar a tener un hijo no comienza aquí, sino mucho antes; en realidad comienza durante la infancia del futuro padre y la futura madre. En ese tiempo, desde la amada y reconfortante experiencia de recibir cuidados de sus propios padres e identificándose con ellos, el niño y la niña imaginan ser padre o madre ellos mismos. Esta imaginación, que expresa un deseo, se manifiesta en los juegos, como el clásico de «papás y mamás» y tantos otros; en los dibujos; la imitación de actividades de los padres, etc.; en realidad en todo aquello capaz de reflejar lo que bulle en la mente del niño, sus inquietudes, su curiosidad e interés por comprender la relación entre sus padres y el misterio de su propio origen. Un niño de unos cinco años y medio al que habían comunicado poco antes que tendría una hermanita, de camino a la escuela, medio interrogativamente, comentó a su madre como acabando de darse cuenta: «Primero os casasteis y tuvisteis a Alberto, luego os volvisteis a casar y vine yo, y ahora os habéis vuelto a casar y nacerá una nena. Es así, ¿no?». Por esta vía va revisando y elaborando las experiencias en relación a algo tan importante como el origen de la vida, de su propio origen, el origen de las importantes personas de su entorno: sus hermanos, sus padres… Así, podemos decir que mucho antes de que el bebé esté gestándose en el vientre materno ha existido ya, ha sido imaginado, gestado y comprendido en la mente de los que serán sus padres en el futuro. Cada niño vive a su manera este proceso de elaboración, pero además los niños y las niñas suelen vivirlo en forma diferente. A través de juegos y de fantasías, la niña muestra su identificación con su madre, su deseo de parecerse a ella, de ejercer las funciones que le ve realizar; es decir, ser madre a su vez. También expresa la forma como se imagina a sí misma en el futuro y la forma de vivir la relación con su propia madre en el presente. Una niña de cuatro años comía helados que había hecho su madre para ella y su hermanito. Daba claras muestras de satisfacción y de regocijo con el postre y en ese momento una amiga de su madre que estaba con ellas le preguntó qué quería ser ella cuando fuese mayor. «Como mi mamá», respondió la nena. «¡Ah!, ¡vas a ser maestra!», preguntó la señora. «No. Voy a ser mamá y tendré muchos hijitos y a todos les haré 5

helado de chocolate.» Mostraba así su satisfacción con los cuidados que recibía de su madre y la base de su identificación con ella. El varón, por su lado, imagina sus futuras funciones de padre a partir de cómo vive ahora la relación con su propio padre. Si este participa activamente desde el comienzo en el cuidado de sus hijos, el niño lógicamente lo siente más cercano, valioso, le resulta más fácil entender sus funciones en relación a él y siente el deseo de ser como él en el futuro. En cambio, si el padre está más alejado, se ocupa poco de su hijo y trabaja solamente fuera de casa, al niño se le hace más difícil comprender la aportación inmediata del padre y su rol en el futuro. Un varoncito de unos seis años preguntó a su madre si cuando fuera mayor podría tener un hijo. La madre le explicó que sí que podría, que se casaría con una chica de su edad y que tendrían un hijo que sería de los dos. El niño contestó: «Pero es que yo quiero tener un hijo yo mismo.» La madre respondió: «Bueno, eso ya es más difícil, ya que a los niños los hacen entre el papá y la mamá, pero se hacen en la barriga de la mamá. ¿Pero por qué quieres tener el niño tú mismo?» A lo que el niño respondió: «Porque las mamás comprenden mejor a los niños.» La mamá le respondió: «Pero si tú cuidas mucho a tu hijo lo comprenderás cada vez mejor.» Parece que no hacen falta comentarios. Quizá a alguna persona le sorprenda que un varón exprese este deseo tan abiertamente. Pero no se trata de algo excepcional; si en el entorno cultural del niño este tipo de deseos son aceptados sin alarma el niño podrá expresarlos. En caso contrario, si se rechazan como inaceptables, el niño reprimirá su expresión e incluso el deseo mismo; el niño y su entorno pueden llegar a desconocer que existen. A lo largo de los años, el niño y la niña van viviendo experiencias diferentes en relación a sus padres y en las relaciones con las personas de su entorno en general. A través de estas relaciones van construyendo su idea de futuro y de cómo desean que sea el suyo, especialmente desde el ángulo personal y laboral. Años más tarde, llegado el momento, la posibilidad de tener un hijo real se hace cercana y viable para la pareja que desea tenerlo. Mientras elaboran este deseo y este proyecto, los futuros padres comparten lo que imaginan y lo que viven acerca del hijo que desean tener. Cuando finalmente se concreta la decisión de tener un hijo y se llega al embarazo, los futuros padres ponen en marcha sus recursos para ocuparse de todo aquello que consideran esencial para su hijo: el seguimiento médico del embarazo, de la salud de la madre y del bebé mismo. Por supuesto, también atienden a lo más lúdico, como la preparación de la habitación del niño, la ropita, los primeros juguetes… Todo esto va paralelo a la preparación emocional de los padres para el nacimiento. Ellos tienen al bebé cada vez más presente en su mente y esta imaginación contiene los elementos de la futura relación con su hijo, de algo tan importante como el vínculo con él. A lo largo del embarazo, los futuros padres van recibiendo información del hijo y de su desarrollo en la matriz desde las fuentes médicas, las revisiones y las ecografías, también desde los movimientos del bebé en el útero. De esta forma los padres comienzan ya a conocer a su hijo, a hacerse ideas sobre características del pequeño, como lo tranquilo o movido que parece que va a ser y sobre tantas otras características que el bebé sugiere a los padres. Ya desde ahora ellos captan o creen captar semejanzas y diferencias en 6

relación a ellos mismos y a otros miembros de la familia, como los hermanos, los abuelos, etc. Con esto se inicia ya algo tan importante como la integración del niño en el grupo familiar y el sentimiento de pertenencia a él. En las páginas que siguen nos referiremos a los cuidados que el niño necesita para un crecimiento físico, intelectual y emocional saludable. Veremos que para atender adecuadamente al bebé es necesario dedicar tiempo, de manera que los padres vayan conociendo progresivamente a su hijo y este los conozca. Tener tiempo, no andar siempre con prisas y tensión, les permite disfrutar de una relación relajada y atractiva que hace posible la comunicación. Todas las funciones que el bebé desarrollará en los siguientes meses y años dependen en buena parte de la atención que los padres puedan dedicarle. Los padres le hablan y el niño aprende a hablar; lo escuchan, juegan con él, contestan preguntas, conversan y el niño va entendiendo el funcionamiento del mundo en el que vive. El espacio en que habita se va organizando, va cobrando sentido y su mente se va estructurando. Julia Coromines (1910-2011), la conocida psiquiatra de niños y adolescentes catalana, decía que a los padres les convendría saber que todo el tiempo que dedican a sus hijos pequeños es tiempo que luego se ahorrarán con creces cuando los niños sean mayores. Por supuesto, se refería a las veces en que es necesario compensar en forma especial las dificultades de los hijos. Hace algunas décadas era casi exclusivamente la madre quien se ocupaba de los hijos; el padre tenía en esta área un segundo lugar, generalmente solo lúdico. Apenas participaba en la alimentación, el baño, el sueño…; los deberes de la escuela también podían depender solo de la madre. Hoy en día es habitual que los hombres colaboren en el cuidado directo de sus hijos desde el principio de su vida. Esto hace que la relación del bebé con su padre tenga una proximidad e importancia mayor que años atrás. Esta colaboración, además, suele mejorar la calidad de la relación entre los progenitores, lo que permite también que ambos organicen sus horarios de trabajo y de cuidado del hijo colaborando para poder atenderlo mejor. Muchas parejas se complementan muy bien en el cuidado del niño y cuando llega el momento de volver al trabajo porque se ha terminado el escaso tiempo de baja maternal, al menos en nuestro país, consiguen continuar atendiendo al niño en familia, quizá con el complemento de alguna persona más, como alguna abuela o alguien que entre a trabajar en el cuidado del niño. Es una ventaja que sean pocas las personas que intervienen y que haya una continuidad tanto de cuidadores como de espacios, de forma que todos puedan coordinarse mejor y en menos tiempo. Esto facilitará al niño situarse y a las personas que se ocupan de él ofrecer cuidados coherentes con sus necesidades. Aun así, actualmente en nuestro país, un alto porcentaje de niños inician su asistencia a instituciones para el cuidado de bebés demasiado pronto, a menudo a las pocas semanas de haber nacido y durante demasiadas horas al día. En estos casos es especialmente importante que los padres se den cuenta del gran valor que tienen los cuidados que ellos personalmente prodigan a su hijo, los ratos que pasan con él, los momentos en que le hablan aunque sea muy pequeño y no comprenda aún bien las palabras, los juegos que comparten, que disfrutan, el vínculo que crean. Si 7

reconocen su papel en el cuidado del niño, tratarán de dedicarle todo el tiempo de que pueden disponer a pesar de su trabajo.

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En este libro trataremos de describir la diversidad de formas normales de crecer y cuán variado y rico en posibilidades es ese proceso de hacerse mayor. Por tanto, no presentaremos un niño «tipo», ya que un niño, para ser normal, no necesita seguir unas determinadas pautas fijas en su crecimiento, como se podría pensar.

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1. Para que la lectura no se haga repetitiva hemos optado por usar el género masculino como genérico para referirnos a ambos sexos. Así, a lo largo del libro, solemos hablar del niño para referirnos al niño y a la niña.

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LAS PRIMERAS SEMANAS

El ser humano vive las primeras cuarenta semanas de su vida en el claustro materno o útero, desde la concepción o unión del óvulo con el espermatozoide, hasta el nacimiento. En el útero está sumergido en un ambiente líquido –el líquido amniótico– que lo rodea y lo protege, lo aísla de cambios ambientales bruscos y le permite moverse. Todos conocemos los movimientos del feto en el útero, sus flexiones y extensiones, sus cambios de posición, etc. Gracias a la ecografía conocemos bien la variedad de movimientos que realiza el feto y la impresión de intencionalidad que nos producen la mayor parte de ellos. Así, el bebé en el vientre materno usa sus manos para palpar las paredes del útero, coger el cordón umbilical, explorar la placenta… También, en el útero el feto parpadea, se chupa el dedo, orina, bebe líquido amniótico, muestra distintas expresiones faciales como sonrisa, expresión seria, etc. En esta etapa el aporte de oxígeno y de nutrientes o elementos nutritivos se realiza por vía sanguínea en forma prácticamente continua a través del cordón umbilical de la placenta al niño. Asimismo, el bebé está casi continuamente mecido, ya que todos los movimientos y desplazamientos de la madre constituyen para él un continuo balanceo y estimulación. Durante el embarazo, la ecografía nos muestra también que el feto pasa por períodos en que está despierto – períodos de vigilia– y activo y otros períodos de sueño en que cesa su actividad y duerme. Podemos observar que estos patrones de conducta, que comienzan durante la vida intrauterina, continúan más tarde cuando el niño ya ha nacido. Y luego llega el nacimiento. Este constituye una brusca interrupción del régimen de vida a que el bebé estaba acostumbrado. Así, en muy pocas horas –solo el tiempo que dura el parto– sus condiciones de vida cambian radicalmente y se encuentra en un medio seco en el que tiene dificultades para moverse por su cuenta y apenas puede cambiar de posición; en que debe desarrollar su capacidad de respirar con sus pulmones, utilizando sus músculos respiratorios, y a alimentarse succionando. Durante la gestación al bebé se le suele llamar feto y, una vez nace, le solemos llamar bebé o niño, aunque él sigue siendo el mismo ser viviente, con una organización incompleta y rudimentaria de sus funciones para vivir fuera del claustro materno. A partir de ahora, aquellas funciones que comenzó a desarrollar durante la gestación, se seguirán desarrollando y se irán perfeccionando de manera sorprendentemente rápida.

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El niño recién nacido es un ser sensible y frágil que acaba de atravesar una peripecia arriesgada –el parto–, en que ha puesto en juego su vida y su salud, aunque generalmente nos percatamos poco del riesgo debido a que, si lo hay, se suele recurrir a la cesárea. A partir de este momento, para crecer bien y aprender, para desarrollar sus capacidades tanto físicas como psicológicas, desarrollar autonomía y hacerse capaz de convivir y ser feliz, el niño necesita cuidados sensibles y tiernos, adecuados a sus necesidades de cada edad y de cada momento. Hemos dicho antes que en el útero el feto podía moverse y estaba mecido y alimentado en forma prácticamente continua a través de la placenta. Una vez en el mundo exterior es como si perdiera autonomía y retrocediera en sus capacidades motoras; necesita, por ejemplo, que lo cambien de posición, ya que no puede hacerlo por su cuenta como hacía antes, y ha de entrenar su capacidad de succionar y de respirar con sus pulmones y músculos respiratorios para que estos lleguen a ser suficientes. Así, como todos sabemos, después de nacer duerme o está adormilado durante muchos momentos del día mientras que en otros está despierto y activo. Desde el mismo nacimiento, si está despierto y tranquilo, el bebé gira la mirada hacia la persona que lo tiene en brazos y le habla, especialmente si es su madre, de la cual ya conoce la voz desde el embarazo. Enseguida fija la mirada atentamente en ella, la mira a los ojos. A medida que pasan las semanas está cada vez más atento e interesado en el mundo que le rodea, en alcanzar los objetos que están a su alrededor y en jugar con ellos –tocarlos, lamerlos, tirarlos, observarlos desde distintos ángulos y tratar de encajarlos– y dispuesto a interactuar con la persona que le cuida. Estos son momentos privilegiados para el aprendizaje y el desarrollo del bebé, en que los movimientos del cuerpo, los sonidos bucales, las miradas, las sonrisas, el llanto, son los intercambios y la comunicación que darán lugar al desarrollo progresivo del lenguaje y de las capacidades motoras y sociales. Durante años se creyó que lo que necesitaba el recién nacido para desarrollarse bien era dormir mucho, en cierto sentido «comer y dormir». Esto conducía a que se tratara de mantener al niño durmiendo el máximo tiempo posible. Se creía que si estaba despierto mucho rato recibía un exceso de estímulos, se excitaba demasiado y que esto era perjudicial. Con este convencimiento, la crianza de algunos bebés adolecía de pobreza de estímulos y la evolución sufría retraso. Como hoy en día comprendemos, en aquel entonces se confundía estimular al bebé con sobreexcitarlo con un exceso de estímulos que el pequeño tenía problemas para procesar y asimilar y que, al contrario de lo que se buscaba, dificultaba el aprendizaje y el progreso. Los numerosos e importantes estudios de la primera mitad del siglo pasado sobre el desarrollo psicológico del bebé y los factores que lo facilitan o lo interfieren nos han enseñado que esto no es así: el bebé necesita muchas horas de sueño en comparación con los niños mayores y los adultos, pero necesita también suficientes horas de interacción, relación, juego y comunicación con su mundo circundante para su desarrollo y aprendizaje. Como se ha indicado anteriormente, el recién nacido pasa adormilado muchas horas del día y tiene períodos de más actividad en que se halla más despierto. Los períodos de calma y sueño se alternan con otros en que estímulos como el hambre y la necesidad de 13

movimiento le inquietan y agitan. Este proceso es progresivo: el bebé se mueve, se estira, emite sonidos, pero puede volver al reposo. Al cabo de un rato se mueve nuevamente, comienza a inquietarse y gime. Más tarde su inquietud va en aumento y expresa su malestar llorando y moviéndose enérgicamente y, si no es atendido pronto, llega al llanto intenso y al desespero. En realidad, cuando da muestras de inquietud necesita que se le atienda: que se le tome en brazos y se averigüe a qué se debe su malestar. Puede ser que esté sucio o hambriento. Puede también necesitar compañía –que se le tome en brazos, se le acaricie y se le hable para sentirse reconfortado–, o bien que se le cambie de posición o se le afloje la ropa para moverse más fácilmente. A veces, se tiende a creer que siempre que el bebé está inquieto es debido a que tiene hambre, pero no es así; a menudo su malestar e inquietud expresan su necesidad de contacto, de caricias y de compañía. Además, las caricias y las palabras facilitan la respiración y la circulación sanguínea, precarias aún, y el hecho de atenderle y de hablarle le tranquilizan, le reconfortan y le dan seguridad. Las madres prodigan espontáneamente estos cuidados por intuición y por afecto hacia sus bebés.

Apego y evolución Las investigaciones llevadas a cabo, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, sobre el desarrollo intelectual, emocional y social del ser humano, nos han enseñado que este desarrollo depende, en buena parte, del vínculo y las interacciones que el bebé establece con sus padres desde el comienzo de la vida, y especialmente con su madre si ella le da el pecho. A este importante vínculo, de raíz biológica y emocional, se le ha llamado apego y, según su cualidad, se ha diferenciado en «apego seguro», «inseguro» o «ansioso». Ahora bien, a pesar de la gran importancia de un apego seguro para la buena evolución psicológica del bebé, este vínculo no es un objetivo final, no es una meta a alcanzar y conservar, sino que es un período en la evolución. Especialmente en el marco de un apego seguro el bebé desarrollará capacidades, habilidades motoras, lenguaje, etc., y el vínculo se irá modificando. Nuevas habilidades entrarán en escena, aumentará la capacidad de autoafirmación del bebé, lo cual significa nuevos pasos en la evolución y así sucesivamente. A esta trayectoria que conduce al niño hacia su identidad diferenciada la investigadora estadounidense Margaret Mahler la llamó «separación-individuación». La separación y construcción de la propia individualidad diferenciada no se consigue de golpe, sino que se trata de un proceso gradual de irse separando, compuesto de múltiples pequeñas experiencias de separación. Estas separaciones parciales se dan, por ejemplo, cuando el bebé inicia la primera papilla y utiliza la cucharita, cambios que inician el destete. Cuando lo trasladan a dormir a una habitación propia, cuando comienza a asistir a la escuela, etc. Introduciendo estos cambios los padres dan idea al bebé de que lo consideran capaz de vivir y de aceptar nuevas experiencias y de hacerse mayor. Estas separaciones parciales van confluyendo y constituyendo una trayectoria hacia la diferenciación o individuación, creando una personalidad autónoma como la de una persona adulta.

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Muchos factores contribuyen al proceso de individuación y al progreso del bebé o a las dificultades en este proceso. En primer lugar, sus propias competencias, sus capacidades potenciales y la propia tendencia innata a crecer y a ganar autonomía; también la influencia del entorno, especialmente de los padres, que, según sus características personales, acompañarán al progreso del bebé o bien lo frenarán, manteniéndolo dependiente y regresivo. Los padres contribuyen a formar la personalidad del niño, su grado de dependencia o autonomía y su capacidad de iniciativa y aprendizaje, aprobando o desanimando las iniciativas del hijo, por ejemplo, cuando insiste en subir solo por una escalera a los 18 meses, bajar por el tobogán a una edad parecida, años más tarde ir a dormir a casa de un amigo, participar en nuevas actividades escolares y tantas otras. El niño, que necesita ser un hijo satisfactorio y querido por sus padres, se adapta a los deseos de ellos y a la línea progresiva o regresiva que ellos marcan. La relación regresiva consiste en que los padres «le sigan haciendo todo»: duerma en la cama con ellos; continúe tomando pecho hasta más allá de los 4 años; coma triturado e incluso en biberón cuando la misma biología indica que ya es momento de masticar; lo lleven en cochecito cuando ya es capaz de caminar y de correr, etc. Este freno a las iniciativas del niño trae consecuencias negativas para su futuro, ya que tenderá a una personalidad insegura y temerosa. Los padres retienen a los hijos pegados a ellos como consecuencia de su propia «ansiedad de separación». No es excepcional que una madre lacte durante años por la tristeza que le produce cesar de lactar, ya que para ella equivale a dejar de tener un bebé, perder un hijo. Hay madres que justifican la continuación de la lactancia diciendo que lo hacen por su beneficio nutritivo, lo cual a estas edades es absolutamente dudoso. Un ejemplo es la experiencia de una madre que explicaba la inquietud y las dudas que había tenido ante la idea de dar el pecho a la hija que esperaba y, más tarde, cuando la niña tenía 4 años, la incapacidad que sentía frente a la perspectiva de acabar la lactancia. En su relato era claro el apego sensual entre ellas a lo largo de la noche en una atmósfera de indudable adicción. Dada su imposibilidad de realizar el destete, esta madre decidió continuar la lactancia «hasta que la niña la fuera dejando por sí misma». Pero en una relación adictiva de este tipo difícilmente se puede confiar en que la niña deje la lactancia por ella misma.

Cuando el bebé está inquieto es aconsejable no dejar que llegue al desconsuelo y la desesperación, es decir, no dejar que llegue a un grado extremo de malestar y ansiedad, porque este sufrimiento crea una imagen negativa del mundo que le rodea y de las personas que lo atienden. Esta imagen lo aleja del interés por establecer vínculos con su entorno y por tanto de aprender de él. También a la hora de alimentarle es mucho más beneficioso para el niño que se tengan en cuenta tanto sus necesidades y preferencias alimenticias como sus estados emocionales, es decir, que se le ofrezcan más a menudo aquellos alimentos que más le gustan, se introduzcan sólo paulatinamente los que aún no conoce o los que le cuestan más, y se tenga en cuenta su impaciencia, inquietud, malestar y urgencia. Por esta razón, al principio es conveniente no hacerlo esperar, no dejar que se desespere, por el contrario, alimentarlo cuando tiene hambre, siguiendo, de momento, su propio ritmo, su 15

propio horario y darle la cantidad que acepte sin forzarle. Haciéndolo de esta manera se facilita al bebé ir aceptando los cambios y los alimentos nuevos que se desea que vaya conociendo y aceptando, e ir disfrutando de una dieta progresivamente más amplia. También se le hará más fácil el proceso de aprender a masticar. De esta manera, además de satisfacer su apetito, el bebé se siente seguro y confiado y puede aceptar progresivamente mejor lo que le ofrecen. Por el contrario, si se le hace esperar excesivamente, pasa hambre o se le fuerza a comer más de lo que quiere, se siente agredido, desvalido y asustado. Su malestar e inquietud aumentan. De todos modos, esto no significa que la organización tenga que ser rígida, que no se pueda cambiar nada; la madre –el padre– puede conseguir modificarla lenta, gradual y progresivamente, hacia una forma que, siendo cuidadosa con las características y necesidades del niño, sea más adecuada para las necesidades globales de la familia. No es difícil observar lo que le pasa a un bebé que ha estado esperando su comida por un tiempo más largo de lo que puede soportar: al principio da muestras de estar hambriento, luego comienza a impacientarse, más tarde llora, cada vez con más fuerza, hasta que grita con gran intensidad, enrojece y suda, desesperado y rabioso. Cuando un bebé de pocos meses tiene hambre y llora, suele tranquilizarse al oír los pasos y la voz de su madre (o padre) que llega; pero si la espera y el llanto se han prolongado demasiado, cuando la madre por fin acude, el niño, sumergido en su malestar, puede no percibir su llegada y en consecuencia su presencia no modifica ni sus gritos ni su llanto. No es extraño que al ofrecerle el pecho o el biberón el niño lo rechace y siga llorando sin succionar el pezón aunque lo tenga en la boca. Ya desde el nacimiento todos los niños son distintos; algunos son más impacientes y llegan al desconsuelo en un tiempo bastante más corto. Otros son más pacientes y tolerantes y pueden esperar largos ratos sin llegar a desesperarse e incluso se consuelan más rápidamente cuando por fin son atendidos. Estos últimos parecen tener una sólida confianza en que los padres llegarán para atenderles. Pero cuando el niño ha llegado a desesperarse y enfurecerse puede hacer falta un trabajo paciente por parte de la madre (o padre) para conseguir consolarle antes de que pueda aceptar el alimento; un rato de hablarle, de tranquilizarle con caricias, dando tiempo a que se calme, se mitigue la irritación y se establezca nuevamente una situación afectuosa de confianza. Por el contrario, si también la madre (o padre) se frustra y se irrita cuando el niño rechaza el alimento y se niega a tomarlo, la situación entre ambos puede empeorar y ser mucho más difícil de superar. Y además, si estos conflictos se repiten, a menudo provocan consecuencias desagradables sobre la evolución del niño, no solo en cuanto a la alimentación, sino también en cuanto al carácter y a su equilibrio emocional posterior. Cuando el niño no tiene hambre y no es forzado a comer más de lo que desea, encuentra su ritmo por su cuenta y, en forma gradual, acepta acoplarse a los horarios de vigilia y de sueño de los padres y a ajustarse al ritmo familiar. En general, además, los niños cuidados con más flexibilidad desarrollan más rápidamente su capacidad de adaptarse y de tolerar los cambios.

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Así, los niños que en un comienzo son más impacientes, a los que les cuesta esperar y con facilidad se irritan y se desesperan, requieren mucha más paciencia y tolerancia por parte de la madre, el padre o la persona que les atiende, que necesitarán más tiempo para poder llegar a modificar estas características y aumentar la capacidad de esperar y de soportar contrariedades del niño. Esta modificación se produce a medida que aumenta la confianza en sus padres y se siente más seguro de que ellos no lo desampararán, sino que lo atenderán cada vez que lo necesite. Hay padres más susceptibles a las ansiedades y tensiones del niño, que tienen más tendencia a creer que el niño reclama, llora, exige, les pone dificultades porque quiere, que lo hace a propósito o para «tomarles el pelo». En esta situación, los padres suelen reaccionar enfadándose con el niño y exigiéndole que cambie de conducta inmediatamente. A ellos les es más difícil creer que una respuesta paciente con el niño sea lo más adecuado. Creen que esto no puede llevar a otra parte que a malcriar al niño, a permitirle que «se salga siempre con la suya» y a malograr su educación. Entonces pueden optar por la vía dura, lo cual conduce a un enroque que aumenta el sufrimiento de todos. Los padres que optan por esta vía están dando ejemplo de incomprensión e intolerancia; en cambio, cuanta más paciencia tengan los padres y las personas que cuidan del niño, mejor será la evolución de su carácter. Hay padres, incluso, que creen que para corregir y educar al niño impaciente y que se desconsuela fácilmente, es conveniente hacerlo esperar a propósito, para que se acostumbre, se corrija y llegue a aceptar la demora. La experiencia muestra que los resultados son en realidad los opuestos: el niño suele volverse más inseguro e impaciente, más temeroso y apegado a su madre, tolerando peor los cambios y las separaciones. No es excepcional que los padres que eligen y utilizan estos sistemas que pretenden ser educativos y que en realidad son castigadores, los sigan utilizando años más tarde, cuando su hijo está ya en otras etapas. Un ejemplo sería el niño al que le duele mucho perder, se frustra, se siente humillado, se enfada, llora, lo pasa mal y sus padres quieren que «sepa perder», que lo aguante bien y sea incluso capaz de felicitar a su contrincante. Consideran que debe «aprender» a perder ahora mismo y para «enseñarle» lo derrotan sistemáticamente en los juegos de competición: el ping-pong, los bolos, el ajedrez, las cartas, etc. Por supuesto esta no acostumbra a ser la forma mejor de ayudar al niño a aumentar su tolerancia a la frustración y a poder compartir éxitos y fracasos. Es mucho mejor un acercamiento empático por parte de los padres a la frustración y el dolor del hijo, que les facilite darse cuenta y compartir con él su malestar y que les permita conversar con él, compartir emociones y darle tiempo para ir aprendiendo. Otros ejemplos de este tipo se dan cuando los padres se proponen «curar» a su hijo de sus temores exponiéndolo a las situaciones que lo asustan, por ejemplo la oscuridad, o quieren enseñarlo a compartir obligándolo a prestar todos sus juguetes, incluso aquellos a los que el niño está más apegado, y quitándole o regalando aquellos que no presta. Otras veces quieren «enseñarlo» a tolerar las frustraciones simplemente frustrándolo, por ejemplo diciéndole «no» a todo lo que pide aunque este «no» sea injustificado y cuando se podría decir «sí», darle el gusto y hacerlo feliz. 17

En realidad es justamente lo opuesto: a mayor paciencia y tolerancia en la educación del niño, cuanto más se le acompañe, mejor será la evolución de su carácter. La «educación» basada en la frustración es muy negativa, ya que convierte al educador en un enemigo; es mucho mejor la educación basada en el «sí», en dar gusto siempre que es posible. De hecho, los niños maduran, van siendo más tolerantes y desarrollan deseos de complacer, en gran parte gracias al ejemplo que les dan sus padres con su propia aceptación y tolerancia.

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EL NIÑO Y SU MUNDO EXTERNO

Como han demostrado las investigaciones sobre el apego y la evolución realizadas en el siglo pasado, el bebé nace preparado para diferenciar a su madre y vincularse a ella desde el mismo momento de nacer. Ya entonces reconoce su voz y su olor, y también los de su padre si este participa regularmente en el cuidado de su hijo. Muy pronto reconoce también sus formas de tomarlo en brazos. Este vínculo o apego es esencial para la evolución emocional e intelectual del bebé. En realidad son los padres los que crean la situación propicia y la relación en la que se estructura la mente del niño. De hecho, ya durante la gestación el bebé aprende a reconocer características de la madre que luego reencontrará en la relación con ella en el mundo externo. Donald Winnicott (1896-1971), pediatra y psicoanalista de niños, en su libro Conozca a su niño dice a las madres: «Al nacer, tú conoces aún poco a tu hijo, pero él te conoce a ti bastante mejor. En ese momento, él ya sabe si tú eres una mujer tranquila, quieta, a la que gusta sentarse y leer, o si eres una persona activa, vigorosa, capaz de correr para alcanzar el autobús.» Cuando se le cuida en forma adecuada, se lo acompaña y se alivian sus necesidades y su malestar, como el hambre, el sueño y la necesidad de contacto y compañía, el niño aumenta su interés y su vinculación con las personas que le rodean y también con las cosas que pueblan su mundo, que gradualmente cobran para él significado e importancia. Por el contrario, si continuamente se le frustra debido a una escasa capacidad de captar lo que necesita, el bebé se siente inseguro, inquieto, desconsolado o rabioso, y tiende a aislarse, a desconectar y a desinteresarse: su vinculación a las personas y las cosas se altera, con lo que su capacidad de querer, atender y aprender disminuyen. Si esta situación de frustración y sufrimiento se mantiene durante un tiempo prolongado, por ejemplo meses o años, el bebé tiende a desentenderse cada vez más y a no querer conocer lo que hay a su alrededor. Esta desconexión perjudica su capacidad de aprender y progresar. En condiciones normales, en sus ratos de vigilia el bebé presta una atención progresivamente mayor a las cosas que le rodean. Especialmente, se fija en la cara de su madre mientras esta le alimenta o le cambia, en los utensilios que se usan para cuidarlo, reconoce cada vez mejor los ruidos familiares –la voz y los pasos de la madre y del padre, el ruido de la cucharita y la taza–, y cuando está hambriento e inquieto estos le

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calman y le ayudan a esperar, ya que pronto se da cuenta de que están en marcha los preparativos para alimentarlo. Más tarde sigue con la mirada los movimientos de su madre cuando esta se desplaza alrededor de la cuna y también la trayectoria de los objetos en movimiento que hayan captado su atención: de una luz, por ejemplo. En pocos meses el bebé conoce muy bien los detalles de su realidad externa, los lugares en que su vida transcurre habitualmente, las personas de su familia y las diferencias entre ellas; diferencia a su madre como persona generalmente central en sus cuidados y le dedica sus más amplias sonrisas y sus más sonoras carcajadas. Diferencia también al padre, cuando este participa en sus cuidados y juega con él, y también a sus hermanos según la relación que tenga con ellos. A partir de los cuatro o cinco meses aproximadamente es capaz de alargar la mano hacia los objetos que atraen su atención y estimulan su curiosidad, y cada vez los alcanza mejor. Puede observarse la expresión de sorpresa del bebé cuando su mirada alcanza un objeto que no conoce, o la expresión de extrañeza cuando algo del objeto le parece especialmente distinto o es inesperado para él. Puede observarse también una expresión de reconocimiento y alegría cuando reencuentra algo que le complace. Según la impresión que le causan los objetos, el bebé tiende a interesarse por ellos o a apartarse, pero también su interés depende de quién se lo ofrece, y en este sentido, si se lo ofrece alguien querido por él, importante para él, el objeto, en principio, cobra también importancia e interés. El rico conocimiento que el niño desarrolla del mundo que le rodea se produce gracias a su continuo contacto con él, que le permite tomar unos puntos de referencia constantes y orientadores, y gracias a ellos situar las nuevas experiencias. Por ejemplo, al principio el bebé conoce la cara de su madre, su voz, su forma de sostenerlo, su pecho o el biberón, que le brindan la seguridad de un refugio conocido. Cuando comienza la alimentación complementaria y ella le ofrece la primera cucharada de un alimento desconocido para él, la expresión de su carita después de probarlo mostrará su extrañeza y, según cómo, su aceptación o su rechazo. Pero debido a que este alimento le llega en las condiciones conocidas desde siempre –en su sillita o en la falda de la madre, oyendo su voz o la del padre–, pronto lo reconocerá como alimento y podrá aceptarlo con confianza. La capacidad de diferenciar es uno de los primeros pasos en el desarrollo de la función simbólica. Progresivamente el niño conoce su cuna, sus juguetes, su casa. Todo acontecimiento nuevo que transcurre en este ambiente conocido es más fácilmente aceptado por el niño, ya que se siente suficientemente seguro y orientado en él como para atreverse a intentar nuevas experiencias y asimilarlas: un visitante desconocido es más fácilmente aceptado si el niño está en su ambiente y acompañado por una persona de su confianza. Lo mismo sucede con situaciones nuevas o con objetos desconocidos. Es sabido que el niño que aprende a andar, durante un tiempo lo hace más seguro y mejor en casa que fuera de ella, donde puede incluso ser incapaz de atreverse, de momento incapaz de conseguirlo.

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La experiencia enseña, además, que cuando el niño es aún muy pequeño es mucho mejor no someterlo a una excesiva cantidad de estímulos. La limitación de los mismos le permite orientarse mejor entre ellos, diferenciarlos y asimilar la experiencia. Un niño al que atienden muchas personas turnándose y sustituyéndose según los días, puede sentirse perdido y le costará más aprender de todas ellas que de una sola persona con la que tenga un vínculo constante y que le conozcan bien. Con los juguetes sucede algo parecido, si a un niño se le dan juguetes distintos cada día es más difícil para él aprender a utilizarlos. Esta es una de las dificultades con que se encuentra el niño que asiste a la guardería desde demasiado pequeño: le es más difícil asimilar el exceso de estímulos y de cambios, el exceso de pérdidas y de novedades y orientarse en ellas. Si su vida transcurre en un ambiente más constante, donde haya más tiempo para relacionar y articular las experiencias, comprender las relaciones y sacar consecuencias, el niño puede asimilarlas y aprovecharlas mejor. En cambio, cuando el niño comienza la guardería o la escuela siendo mayorcito, esta red de relaciones y de significados está más establecida y por tanto las bases para asimilar y aprender de lo nuevo están más asentadas. En otras palabras, el niño ha comprendido ya muchas más cosas y tiene las bases para comprender otras muchas. Lo que para un niño muy pequeño puede ser un jeroglífico, para otro mayorcito tiene ya significado. De hecho, aunque el niño sea ya algo mayor, puede sucederle algo parecido más tarde en la escuela si le cambian frecuentemente de maestro. Si por el contrario es atendido por pocas personas, coordinadas por una central, en general la madre o el padre, este pequeño equipo llega a conocer bien al niño y pueden tratarlo adecuadamente. El niño también llega a conocer bien a las personas de su alrededor, a comprender sus gestos, su tono de voz y sus palabras y consigue hacerse entender. Ese intercambio más profundo es un enorme apoyo emocional y un punto de partida básico para posteriores ampliaciones de su red social. Con los juguetes, lugares, etc., sucede algo parecido. Para el niño es mejor disponer de unos pocos juguetes conocidos y atractivos para él, con los cuales repetir sus juegos tantas veces como desee hacerlo, dentro de un espacio suficientemente constante como para que pueda llegar a explorarlo y conocerlo bien. Desde pequeño el niño explora su casa y aprende a orientarse en ella. Cuando gatea, puede ya recorrerla a su placer, hurgar en los rincones, tironear de los salientes –si no se le vigila puede meter los dedos en los enchufes con el peligro que esto significa– y hacer miles de descubrimientos enormemente atractivos. Todos los objetos a su alcance: sillas, cajones bajos, grifos, zapatos, escobas, despiertan su interés y sus deseos de experimentar con ellos. También sus lugares habituales de paseo son propicios para sus andanzas y según va reconociendo los caminos y los detalles de su placita o de su parque puede aventurarse más lejos de su madre, a medida que aprende el camino de vuelta a ella y así se siente más confiado. Todos hemos tenido ocasión de observar cuán perdido se siente un niño pequeño desplazado de sus lugares familiares y rodeado de personas y objetos desconocidos para 21

él, y cuánto alivio le proporciona de repente percibir una cara conocida, por ejemplo un hermano, o aunque solo sea un juguete de su propiedad al cual aferrarse. Pero su expresión se transforma y todo cambia cuando es uno de sus padres quien se le acerca, por el cual parece sentirse rescatado. En ocasiones los padres creen que benefician a su hijo pequeño, de dos o tres años, cuando lo apuntan a muchas actividades, a veces en un idioma nuevo para que lo aprenda, para que tenga mucha relación social, cuando le ofrecen multitud de juguetes de todas clases, paseos o viajes culturales como por ejemplo visitar museos, asistir a conciertos, visitar ciudades extranjeras u otras actividades de este orden. Les resulta realmente un esfuerzo, porque muchas de esas visitas se realizan con el niño sentado en sus hombros y también por el coste económico. Con toda la buena intención, esos padres hacen un esfuerzo prematuro para ampliar los conocimientos del hijo, pero muchas veces resultan contraproducentes, ya que aún no interesan al niño, lo aburren y a veces se pierde su futuro interés por ellos. Más tarde, cuando es mayor, esta misma oferta puede interesar al hijo y proporcionarle realmente un enriquecimiento. En otras ocasiones los padres apuntan al niño a muchas actividades extraescolares para tenerlo «colocado» y poder disponer de más tiempo para ellos. Será mejor si el niño puede escoger las actividades a las que se apunta. Para terminar, cuando un bebé o un niño pequeño no puede ser atendido por sus padres porque estos no se sienten capaces, no desean hacerlo, cuando sufren algún impedimento, es muy conveniente que otra persona ocupe su lugar y se encargue con constancia de los cuidados del niño. Por supuesto, es mucho mejor si esta persona quiere al bebé, si está interesada por él, por su bienestar y su progreso, y si puede dedicarle suficiente tiempo. Con ello, le ofrece la oportunidad de una relación constante, afectuosa y profunda, que le permita desarrollar una organización sólida de su pequeña persona. De hecho, la necesidad de una relación afectiva central y constante, que sustituya la pérdida o ausencia de los padres, existe también en niños mayorcitos, incluso hasta la adolescencia y, de alguna forma, toda la vida.

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RECHAZO DEL EXTRAÑO

A medida que el niño conoce mejor a sus padres y hermanos, se siente más vinculado a ellos y les diferencia cada vez mejor de las otras personas que no conoce o conoce menos. En condiciones normales, hacia los 6 u 8 meses detecta claramente a las personas que no conoce y, a su manera, se niega a tener tratos con ellas. Rechaza su proximidad; por ejemplo, cuando está en brazos de la madre y un desconocido se le acerca, sobre todo si lo hace con el gesto de tomarlo en brazos, puede girarse hacia la madre y agarrarse a ella, a su ropa, de espaldas a la persona nueva para él. Además su expresión puede ser de desagrado. Si a pesar de todo lo toman en brazos contra sus deseos puede llorar y apartar a esa persona con sus brazos. Esta es una etapa normal del desarrollo y con esta conducta el niño no solo muestra que sabe diferenciar mejor, sino también que sabe elegir. Pero en ocasiones esta conducta es mal comprendida y los padres temen que esté «volviéndose poco sociable» y que esto sea un mal indicio para su futuro. Sienten que, con su rechazo, «queda mal» –y «les hace quedar mal»– con personas de la familia o del ambiente –abuelos, amigos–, y presionan al niño para que los acepte. Generalmente esta presión aumenta el malestar y la reacción de rechazo. Esta conducta, que a veces se manifiesta bruscamente, de hoy para mañana, evoluciona espontáneamente, sobre todo si se respeta el ritmo del niño. Poco a poco vuelve a aceptar a las personas que no conoce, aunque ahora primero suele tomarse un tiempo para observarlas e iniciar la relación con ellas y no lo hace indiscriminadamente, como cuando era más pequeño. Lógicamente, los niños más abiertos y confiados por naturaleza suelen necesitar poco tiempo para aceptar a una persona que acaban de conocer, como, por ejemplo, los amigos de los padres o las personas que hay en las tiendas del barrio, y los que son más temerosos y desconfiados requieren mucho más rato para aceptar tratarlos. No es infrecuente que cuando un niño no diferencia suficientemente y se relaciona con todo el mundo con toda familiaridad, como si los conociera «de toda la vida», se le considere muy sociable y esta característica resulte simpática y se vea como una cualidad positiva. Son niños que, debido a insuficiente diferenciación y a cierta inmadurez, hablan con todo el mundo y aceptan irse con cualquier persona que les invite, aunque no la conozcan. Esta insuficiente capacidad de diferenciar puede influir posteriormente en otras 23

áreas de su vida, como, por ejemplo, en el aprendizaje, si le cuesta diferenciar entre signos o entre letras; en el tiempo, si no se orienta bien en relación a hoy, ayer y mañana, o en las relaciones interpersonales, si trata a todo el mundo con la misma familiaridad, a pesar de la diferencia entre esas relaciones.

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De todos modos, algunos padres observan que su hijo es «demasiado sociable», o bien que «no se da cuenta de que no conoce», y captan que se trata de un problema que el niño tiene pendiente de superar, una insuficiente madurez en relación a su edad.

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APRENDE A ANDAR

Hacia la mitad del primer año, el niño es capaz de sostenerse sentado y poco después puede gatear y desplazarse. Pero lo que verdaderamente representa un cambio en sus posibilidades es el hecho de aprender a andar. El inicio de la marcha modifica notablemente las experiencias que el niño puede tener. Ahora puede sostenerse de pie por sí mismo y usar las manos para explorar y manipular. Puede desplazarse, correr hacia sus padres, o huir de ellos y sentirse independiente gracias a ello. Puede pretender por unos momentos ser capaz de «escoger su camino» y de seguir su propia iniciativa, hasta que su necesidad de apoyo y su temor a lo desconocido lo devuelvan a su realidad y sienta deseos de volver a las figuras protectoras de su ambiente. Pero cada regreso es un poco distinto del anterior, ya que cada nueva experiencia aporta algo distinto que modifica paulatinamente la relación, si no produce demasiado temor y ansiedad y en consecuencia retroceso. De hecho, llegar a tener la independencia de un adulto es un largo proceso que se aprende gradualmente, siéndolo primero por cortos momentos para ir siéndolo cada vez más. Por supuesto que las funciones –manipulación, marcha, etc.– no se adquieren por sí solas, independientemente de todo. Es cierto que, por una parte, el sistema nervioso del niño madura y eso permite que se desarrollen nuevas funciones, pero es el ejercicio de estas nuevas funciones lo que estimula la maduración del sistema nervioso. En medicina se dice que «la función hace el órgano»; esta frase aplicada a la evolución recuerda la importancia del entreno de las funciones para el progreso madurativo. Otro factor importante es el progreso emocional y del carácter del niño. Así, un niño con capacidades normales, pero excesivamente temeroso y que busca mucha protección, al que cuesta atreverse a nuevas experiencias, puede aprender a caminar con mucho retraso, debido a que su inseguridad lo frena y le permite solamente experiencias limitadas, y madurar con retraso. Entramos entonces en un círculo vicioso en que el temor y la ansiedad limitan las experiencias y esta limitación retrasa el progreso madurativo. Por el contrario, un niño frustrado en su necesidad de depender y de ser sostenido, demasiado estimulado o incluso forzado a arreglárselas solo prematuramente y a «hacerse mayor» deprisa, puede lanzarse a andar con precocidad como forma de responder a los estímulos y exigencias que recibe. Se trata de una pseudoprecocidad. Existen variaciones individuales notables dentro de la normalidad. Así, cuando un niño de 26

15 o 16 meses aún no camina tememos algún problema que pueda generar cierto retraso. Pero si un niño camina a los 8 o 9 meses sospechamos presión del entorno o poca respuesta a su dependencia normal. Se sabe que la maduración del sistema nervioso, la creación de conexiones y la construcción de la red neuronal dependen de que el niño reciba estímulos adecuados; sabemos también que la marcha y el habla de los niños poco estimulados, que no tienen alguien que se ocupe personalmente de ellos, como sucede por ejemplo en las instituciones maternales y en algunas guarderías, se desarrollan con retraso. En realidad, tanto su evolución emocional como la maduración de su sistema nervioso suelen resentirse de esta pobreza de estímulos. Desde el punto de vista emocional, la capacidad de andar depende de que el niño se atreva a prescindir gradualmente del apoyo, tanto físico como emocional, que al principio necesita intensamente; o sea, de que pueda tolerar separarse, «soltarse» y atreverse a enfrentar la ley de la gravedad. Hay niños que, por temor, solo pueden andar si pueden agarrarse a algo, aunque ese punto de apoyo sea ficticio, como cuando en broma se dice a veces que «anda agarrado a un lápiz». Por supuesto, para llegar a andar, el niño necesita mucho apoyo. Para atreverse a la experiencia de sostenerse sobre sus dos piernas, manteniendo el equilibrio con dificultades y arriesgándose en todo momento a caer, necesita una persona de la confianza del niño, madre o padre o un hermano mayor que esté con él, le acompañe y comparta la experiencia con él, a la vez sin forzarle a hacer más de lo que se sienta capaz. Estimularle excesivamente o presionarle puede aumentar su temor y retrasar estos intentos. Por otra parte, cada paso adelante aumenta la seguridad del niño en sí mismo, lo estimula a intentar nuevas experiencias y amplía su mundo.

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LA EDAD DEL «NO» O «PERÍODO DE RESISTENCIA»

Hacia sus dos años, un buen día el niño descubre que, además de oponerse a su madre y a su ambiente siempre que estos proponen algo que él no desea, puede rubricar su oposición acompañándola de un firme «¡no!». Al fin y al cabo lo ha aprendido, en parte, de sus mismos padres, quienes suelen expresar su oposición a los deseos del niño diciendo «no». Esa es la palabra que él oye cuando trata de jugar con un «objeto precioso», llevarse a la boca algo sucio, subir a un sitio peligroso, o entretenerse vaciando algún armario o rompiendo un libro. Su significado le va resultando claro y con ello aprende su uso. Sucede que, en un intento de aumentar su independencia, hace uso excesivo de la palabra «no» y suele decir «no» tanto a lo que sí desea como a lo que no desea: comer un caramelo, ir a dormir, lavarse, abrigarse, ir de paseo, etc. Esta oposición, excesiva y terca a veces, le hace tener problemas con su entorno. Si los padres comprenden este conflicto, el «no» del niño no les irrita y pueden tolerarlo y tratarlo con tacto para evitar enfrentamientos demasiado violentos o frecuentes y para dar tiempo al niño a que pueda superar esta etapa. Además también revisarán su propio «no» en el caso de que se den cuenta de que están prodigando demasiadas negativas. En cambio, si los padres entienden el «no» como desobediencia, tozudez irritante o provocación hecha a propósito, ellos y el niño se enrocan en una relación en que unos y otros ponen por delante el «no». En este caso se resiente la relación entre ellos, y el carácter del niño corre el riesgo de quedar fijado en esta etapa y de empeorar. Muchos de nosotros hemos tenido la ocasión de observar a una madre o a un padre tratando de preparar a su hijo de dos años para salir de paseo. Cada cosa que le propone o intenta con él provoca un rotundo «no». Le llama para vestirle, pero en ese momento el niño ha tenido otra idea y parece que no oye o directamente se niega. Cuando trata de ponerle una prenda, él adopta posiciones que hacen difícil vestirle. Si la madre es paciente, tolerará esta conducta de oposición del niño y le hablará del paseo, de las cosas que verán y de aquellas cosas que ella sabe que le atraen más, intentando despertar su interés para que se deje vestir sin forcejeos. Luego, cuando se trata de que tome su merienda, la oposición se recrudece y el niño la rechaza, a pesar de que la madre le ha preparado una merienda atractiva. Ella continúa hablándole y trata de convencerlo de que coma, aunque está dispuesta a envolverla y llevársela, porque sabe que, si no le fuerza 28

ahora, el niño puede aceptarla con placer más tarde. Sabe también que aunque coma menos en alguna de sus comidas, puede recuperarlo en la siguiente, o en todo caso que es mucho más importante la relación que ella mantiene con su hijo que la merienda. El paseo podrá disfrutarse gracias a que la madre se ha hecho cargo de la conducta de su hijo y la ha tolerado con paciencia, y asimismo ha sabido en distintos momentos tratarle con tacto y lograr que el niño acceda «por las buenas» a dejarse vestir y prepararse para la salida. Pero a veces los padres están demasiado cansados como para emplear toda la paciencia necesaria y sus reacciones a la provocación y a los «no» del niño son impacientes e irritadas. En este caso la madre puede tironear los brazos del niño para ponerle una chaqueta o empujar la cuchara en su boca para hacerle tragar una papilla. El resultado suele ser un enfado progresivo por parte de ambos que acaba en llanto, gritos e incluso puede ser que en sacudidas o golpes. A partir de ese momento el paseo puede ser un fracaso.

Tenemos prisa La evolución del niño está marcada, además de los factores señalados, por otro factor: la prisa, la falta de tiempo de los padres para dedicarlo a sus hijos. Hoy en día, todo lo hacemos con prisa: no hay tiempo para que el niño aprenda a masticar, se le da la comida triturada y en biberón; llegarán tarde al colegio, se le viste a toda prisa; no hay tiempo para caminar por la calle a paso de niño pequeño, se le lleva en cochecito; no hay tiempo para ir al parque a encontrarse con otros niños y aprender a relacionarse y a jugar en grupo; no existe el tiempo para descubrir las piedrecitas, las hojas, las hormigas…; no puede dedicar un rato a saltar escalones cuando es la edad de hacerlo, etc. No hay tiempo para hablar con él, aprender las palabras, las canciones, para hacer los clásicos juegos con las manos y los dedos mientras desarrolla habilidades y esquema corporal; tampoco para explicarle cuentos, para recordar lo que se hizo el día antes, para escuchar lo que el niño ha hecho en la escuela, lo que lo ha asustado, lo que lo ha divertido… todo hay que hacerlo a toda prisa. Los padres están tan ocupados que, a falta de tiempo para jugar con sus hijos, a menudo recurren a sentarlos ante el televisor, la niñera moderna. El problema es que, años más tarde, cuando ya es demasiado grande para continuar con los hábitos anteriores, los padres suelen querer que de golpe el niño sepa masticar, comer solo, vestirse, caminar deprisa… en definitiva, que sea autónomo, y pueden impacientarse y enfadarse si el niño no sabe o no quiere; también se preocuparán cuando el hijo pasa largas horas ante el televisor. Ellos querrían que fuese un chico activo, con muchos intereses, que lee, pregunta, descubre, y el hijo, ahora, no es así. Por supuesto, las interacciones entre padres e hijos no siguen siempre los patrones de la prisa: hay padres que, observando a sus hijos, se dan cuenta de lo que estos necesitan y son capaces de adecuar su tiempo a estas necesidades. También hay hijos capaces de desarrollar su identidad y autonomía a pesar de la fuerte oposición de padres más temerosos y regresivos. Evidentemente cuando el hijo tiene que conseguir una personalidad diferenciada sobre la base de constantes conflictos graves en casa, el bienestar y la salud de todos los implicados está, como mínimo, amenazada.

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Por supuesto, no todos los niños se oponen ni reaccionan de la misma manera. Algunos atraviesan esta etapa suavemente y a pesar de su progreso en la «autoafirmación» no llegan a cerrarse en oposiciones muy difíciles, dejando siempre una posibilidad de acuerdo.

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Esta etapa, a pesar de las dificultades que crea, y a veces el malestar en los padres y el niño, es también una etapa normal y necesaria en la evolución, ya que es una etapa hacia la capacidad de decidir y hacia la autoafirmación, necesarias en etapas posteriores y en la edad adulta.

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APRENDE A HABLAR

Habitualmente, hacia los tres años, y a menudo antes, el niño habla ya muy bien. Es capaz de sostener una conversación incluso bastante complicada, de comprender un vocabulario amplio y variado y de usar gran cantidad de palabras en frases completas y gramaticales. Este progreso significa mucha «enseñanza» afectuosa y paciente por parte de los padres y de las otras personas de su entorno. Por supuesto que un niño a quien no se hablara no aprendería a hablar, y todos sabemos que los niños sordos o que oyen muy poco no aprenden a hablar si no se les enseña en forma especializada. Lo que no suele ser tan conocido es que el niño comienza a aprender a hablar desde el inicio de su vida. Más bien suele creerse que el aprendizaje del habla empieza cuando ya comprende lo que le dicen, o bien cuando comienza a articular palabras. Sin embargo, este recibe estímulos para aprender a hablar desde el nacimiento. Espontáneamente, por intuición y por afecto hacia su bebé, los padres le hablan, aunque no comprenda aún el lenguaje, mientras juegan con él, le dan de comer o le bañan. Suelen hacerlo desde que el niño nace y así se establece una verdadera conversación, muy especial, en la que los padres se dirigen a él con palabras y el bebé «responde» con pataleos, sonrisas y sonidos. Ellos comprenden el estado de ánimo de su bebé, saben cuándo él se tranquiliza, se alegra, se impacienta o se asusta, y suelen referirse a esos estados de ánimo cuando le hablan. Es fácil observar una escena como la siguiente entre una madre y su bebé de unos tres meses que acaba de despertar: el niño ha dormido varias horas y ahora está hambriento, gime y lloriquea mientras su madre se apresura a preparar el baño y la comida. La madre le habla suavemente mientras trabaja: «tienes hambre, ¿eh?, claro, como eres un dormilón…». El bebé parece que va a llorar, emite un gemido. La madre va hacia él, le hace unas caricias, y le dice: «bueno, bueno, voy deprisa, está casi preparado…», «no te enfades… no puedes esperar más, ¿eh?». El bebé se alegra, mueve las piernas y los brazos y emite sonidos de satisfacción mientras sigue a la madre con la mirada. «Estás contento, ¿eh?, claro, ya sabes que voy a bañarte y eso te gusta mucho…». El bebé patalea y emite sonidos más fuertes… La conversación sigue aproximadamente así durante la alimentación y también mientras juega –la madre le habla de lo que están haciendo. 32

Como decía antes, en estas «conversaciones» la madre suele reproducir los sonidos que el bebé emite, y más tarde sus primeras sílabas. Por su parte, el bebé reproduce cada vez mejor las sílabas y las palabras que oye. Desde el nacimiento, el bebé da muestras de reconocer la voz de su madre y de diferenciarla de las otras voces que oye; así, se tranquiliza cuando la oye aunque no la vea aún. Pronto diferencia también los estados de ánimo de ella a través de sus tonos de voz y la expresión de su rostro. Su propia expresión se modifica también según ellos: se vuelve más expresivo y alegre cuando ella le habla suavemente, sonriente y en tono afectuoso, o se muestra serio y asustado si le habla en tono enfadado. Ambos desarrollan un conocimiento mutuo y una comunicación intensa. Los padres que tienen suficiente contacto con su bebé llegan a conocerle profundamente y pueden comprender sus reacciones, sus expresiones, los sonidos y sílabas que emite. Esto les facilita interpretar bien lo que el niño siente, sus estados de ánimo, su malestar y ponerlo en palabras para él y atenderlo adecuadamente. Esta posibilidad de entender y de completar la expresión del niño no es posible para alguien que le conozca superficialmente, ni para las personas que entran en contacto con él por períodos cortos u ocasionales. Con esta función de los padres, a veces no suficientemente valorada, de al principio «pensar en palabras» por su hijo, no solo le enseñan a hablar, sino también a pensar, con lo cual sientan las bases de su capacidad de aprender. Por esta razón es muy importante que los padres, mientras cuidan a su bebé, le presten atención, le escuchen y se interesen por sus manifestaciones y también le hablen y atiendan a sus respuestas. Solo de esta forma puede darse un diálogo entre ellos verdaderamente estimulante. En cambio, si los padres le bañan, preparan los alimentos y se los administran, pero entretanto están absortos en otros pensamientos, enfrascados en lo que tienen que hacer a continuación o por el programa o el menú del día siguiente, y lo cambian y lo alimentan sin prestarle atención, sin mirarlo, sin hablarle, el niño recibe unos actos mecánicos y sin afecto que le dejan solo. En estos momentos el bebé suele mostrarse poco expresivo, poco activo, retraído, incluso triste. Este tipo de atención mecánica produce un empobrecimiento de la capacidad de comunicarse del niño y de su evolución. Durante el aprendizaje del habla, algunos niños atraviesan períodos de vacilaciones o de tartamudeo que muchas veces superan espontáneamente a medida que progresan, y con ello la función de hablar se consolida. Otros niños experimentan dificultades en aprender algunos sonidos, en pronunciar algunas consonantes, y menos frecuentemente vocales, o en diferenciar unas de otras. Es conveniente darles tiempo, apoyarlos y ayudarlos con paciencia a que superen estas dificultades. Es mejor que los adultos no insistan en corregirlos, en hacerles repetir las palabras mal pronunciadas o en hacerles creer que no se les entiende. Por el contrario, es mejor buscar maneras de comprenderles, ya que, de momento, es más importante comunicarse con el niño que conseguir un lenguaje bien articulado. Todo aquello que hace sentir fracasado al niño lo

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desanima y disminuye su capacidad de progresar, con lo que lo predispone aún más al fracaso. A otros niños les cuesta comprender el lenguaje hablado, pero en cambio comprenden muy bien lo que se les transmite con gestos. También hay niños que tienen dificultades en expresarse verbalmente, pero en cambio encuentran mil maneras de hacerse entender, con lo cual muestran que no es un problema de comprensión, sino un problema con el lenguaje verbal. A veces, estas dificultades desaniman a los padres, que cada vez se comunican menos con su hijo. Este riesgo no se da con los niños más expresivos y habladores, que estimulan a sus padres a conversar con ellos, a prestarles atención y a contarles cosas. Más tarde, cuando el hijo es mayor, es frecuente que los padres se quejen de que es callado, de que no les cuenta nada de la escuela, ni de sus amigos, ni de sus preocupaciones, etc. En ocasiones, ellos sienten que el niño se calla a propósito y les cuesta darse cuenta de que si el niño no se comunica más es debido a sus dificultades, sean las que sean, o debido a dificultades de comunicación entre ellos. En realidad, algunos niños son callados porque son conscientes de que no se les entiende y no saben cómo cambiar esta situación. Necesitan que sus padres se den cuenta de esto y tomen la iniciativa del diálogo, mostrando interés por sus pensamientos y sus actividades, pero sin forzarles a que tenga que explicarlos, ya que esto es casi siempre contraproducente. También es muy importante que los padres, ellos también, compartan cuestiones de su propia vida, trabajo, intereses, manera de pensar, con su hijo. Es una forma de enseñarlo a participar y a que lo haga. Se trata de estar interesado y disponible para la comunicación con el niño, para escucharle sin prisa. No se le puede decir a un niño: «A ver, corre, explícame, que tengo 10 minutos.» La capacidad del niño para el lenguaje hablado suele mejorar mucho con un poco más de tiempo para comunicarse con él y escucharlo.

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PIDE SUS NECESIDADES

Todo el mundo sabe que el niño pequeño «se lo hace todo encima» y que luego, poco a poco, aprende a controlar sus esfínteres y a hacer sus necesidades en el lugar adecuado para ello. Alrededor de los dos o tres años –algunos niños antes– consiguen un control bastante estable, pero existen diferencias notables entre unos niños y otros, dentro de la normalidad. Hay niños que cada vez que algún acontecimiento importante les provoca ansiedad, como es, por ejemplo, su ingreso en la escuela, el nacimiento de un hermano o una intervención médica o quirúrgica, tienden a volver a una incontinencia relativa: se mojan durante algunas noches, «se les escapa» un poco durante el día o ensucian algo la ropa esporádicamente. A otros niños les cuesta más establecer un control y requieren más tiempo para conseguirlo en forma estable. Generalmente los padres ponen pañales mientras el hijo no ha conseguido aún el control de esfínteres. Como es obvio, se le viste así para que, cuando se moje o ensucie, la humedad o la defecación no se extiendan, ya que se supone que es demasiado pequeño para aprender y no sería aún el momento adecuado para tratar de enseñarlo. Y cuando los padres observan que le niño amanece seco la mayoría de noches deciden quitárselo. También suelen dejar de poner pañales en verano durante el día, para facilitar que el niño se dé cuenta clara del momento en que orina y para ayudarlo a controlar. Es habitual que el niño comience por señalar que «tenía una necesidad» cuando ya se ha mojado. En ese momento puede ser que vaya en busca de su madre o padre y le muestre el pequeño charco que ha hecho o bien su ropa mojada. Puede ser que lo haga tranquilo, si se siente lo bastante seguro como para no temer ser reprendido por ello, que se halle simplemente interesado en lo que le acaba de suceder o que le molesten sus ropas mojadas. Más tarde sabe ya indicar que «tiene una necesidad» antes de hacerla y cuando aún hay tiempo de ayudarle para que no se moje o se ensucie la ropa. Más adelante aprenderá a arreglárselas por su cuenta. Como hemos venido diciendo, un entrenamiento paciente y tranquilo a su debido tiempo consigue resultados mejores y más estables que una enseñanza precoz y ansiosa. Además, el control conseguido en estas condiciones se desorganiza más fácilmente cuando se añade que el niño atraviesa un período más difícil, de mayor inquietud o 35

tensión que lo habitual. En este caso puede volver a una nueva etapa de incontinencia diurna o nocturna. Hoy en día, esta función de enseñar al niño el control de esfínteres queda a menudo delegada a la guardería. A veces es esta institución la que da orientaciones a los padres para que colaboren en esta enseñanza. En el fondo, el hecho de que no sean ellos los que se ocupen de estas cuestiones tan íntimas supone una pérdida en la relación entre el niño y sus padres. La institución, por cuidadosa que sea, tiene forzosamente que utilizar la «técnica hospitalaria», es decir: «a tal hora» se toma la fiebre a todos los pacientes, «a tal otra hora» toca tomar la presión arterial, etc. En el tema que nos ocupa significa: «a tal hora» todos los niños se sientan en el orinal a hacer sus necesidades y, como son muchos, no se puede personalizar la enseñanza y adaptarla a las necesidades y al ritmo de cada uno. También la manera de ser del niño influye en el aprendizaje de la limpieza. A algunos les molesta ir mojados o sucios y no solo piden que se les cambie, sino que además aprenden pronto a controlar sus esfínteres sin que se les presione para ello. Otros niños son muy despreocupados en cuanto a su limpieza personal, no parecen sufrir inconvenientes por el hecho de estar sucios y requieren más tiempo para aprender el control de sus necesidades. A veces llegan a preocupar o a irritar a sus padres por su descuido; sin embargo suele llegar un momento en que ese control se establece. El control de esfínteres –como toda conducta que el niño desarrolla– tiene un papel dentro de las relaciones del niño con sus padres y las personas de su ambiente. Así, por ejemplo, en los momentos en que está satisfecho y desea complacer, se halla mejor predispuesto a aprender el control de esfínteres. Por el contrario, en los momentos difíciles del período de resistencia o del «no», se inclina mucho más a autoafirmarse y oponerse, ensuciándose, mojándose y resistiéndose tercamente a aprender. Cuando se enfurece, una de sus reacciones contra la persona que lo ha contrariado puede ser ensuciarse o mojarse encima, de la misma manera que puede reaccionar haciendo una pataleta o tirando con fuerza un objeto que tenga en las manos. Si los padres se irritan ante esta conducta y la reprimen con excesivo rigor o incluso con violencia, consiguen más bien el resultado opuesto al deseado: como antes decía, que persista más tiempo o también que el niño controle, pero en forma poco estable. Por el contrario, cuando pueden tolerar que el niño se moje o se ensucie cuando se enfada y le pueden tratar con paciencia y tacto dándole tiempo para superar esa conducta, suelen conseguir resultados en un tiempo más corto.

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Y si, por la razón que sea, la incontinencia del niño permanece, será necesaria una consulta con el psiquiatra o psicólogo de niños.

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EL JUEGO DEL NIÑO

Clásicamente consideramos juego aquellas actividades que practicamos como entretenimiento o diversión y las diferenciamos de lo que es trabajo, obligación o deber. Pero podemos observar que las diferencias no siempre son tan claras y aún lo son menos cuando se trata del niño pequeño. Hacia la segunda mitad del primer año de vida el niño va aprendiendo a jugar, y su juego consiste sobre todo en explorar el mundo que lo rodea. Es muy lógico, ya que en estos momentos él es algo así como un ser humano que acabara de aterrizar en Marte y al que todo le fuera completamente desconocido. Y aun así podemos imaginar que un ser humano en esas condiciones tendría la experiencia de haber vivido en la Tierra; en cambio, el bebé no tiene siquiera conocimientos elementales que le permitan orientarse, por lo tanto tiene todo por descubrir. En los primeros meses de su vida el recién nacido ha ido «despertando» y prestando atención progresiva a todo aquello que hay y que sucede a su alrededor; ya no se trata solamente de las necesidades vitales que le permiten sobrevivir y los vínculos humanos relacionados con estas necesidades, sino que cada vez está más atento a su alrededor y comienza a alargar su mano hacia los objetos que están a su alcance. Cuando consigue alcanzarlos, los explora mirándolos, cambiándolos de posición, llevándoselos a la boca, golpeándolos y chupándolos. Todos los objetos son atractivos y fascinantes, cualquiera puede despertar su interés y mantenerlo absorto mientras lo manipula durante un rato. Para él, todos esos objetos son juguetes, todo objeto atractivo e interesante de manipular es un juguete. Cuando ya gatea se amplía su radio de acción y en su recorrido puede detenerse ante aquellos objetos que por alguna razón, su color, su tamaño, el ruido que hacen o lo que sea, pueden ser especialmente atractivos. La casa se vuelve entonces un mundo de maravillas. Generalmente, desde antes de nacer, al niño le regalan juguetes: sonajeros, móviles para colgar sobre la cuna y que se mueven con el aire, etc. Más tarde llegan otros tantos, más o menos apropiados a su edad. Sin embargo, es habitual que sean justamente los objetos de la casa, «los de los adultos», los que llamen especialmente la atención al niño. Muchos de estos objetos son justamente aquellos que el niño no debería tocar: objetos que usan los padres, que pueden romperse, con los que el niño se puede hacer daño, que están de adorno en la casa, que son necesarios para esta o aquella función, como barrer, 38

cocinar, telefonear, encender la calefacción… Estos objetos atractivos son muy variados y están por todas partes, encima o debajo de la mesa, en la cocina, en el bolso de mamá, en el cuadro de mandos del coche y en todos los lugares de la casa. Estos objetos son evidentemente mucho más atractivos que aquellos otros que le regalaron y que los adultos consideramos juguetes. Todo el interés del niño, toda su curiosidad y atención están puestos en descubrir en qué consisten esos objetos, qué son, cómo son, cómo funcionan y para qué sirven. Además de este rico aprendizaje, esta actividad de exploración estimula el desarrollo de habilidades manuales, motoras, coordinación de movimientos, agilidad, equilibrio, según el tipo de movimientos que el niño tenga que practicar para continuar su tarea. Toda esta actividad lleva al niño a convertirse en un verdadero investigador, a descubrir y aprender. Esta exploración no se limita al ámbito de la casa y de la familia, pronto continuará en la calle, el parque, la escuela, la playa, y todos aquellos lugares a los que el niño va y en los que tiene la oportunidad de explorar y aprender. Tejido en este mundo de los objetos, hallamos el de las relaciones interpersonales, el de los sentimientos, las vivencias, las emociones… Intercambiando y jugando con las otras personas, el niño va aprendiendo a relacionarse, va comprendiendo cómo funcionan estas relaciones, cuáles son en cada momento las reglas del juego. Se va dando cuenta de los estados de ánimo de las personas de su entorno. Paralelamente al descubrimiento de los objetos, sus características y su utilidad, el niño descubre también el funcionamiento de los sistemas. Así, cuando hacia los nueve meses juega a tirar objetos al suelo y cierra los ojos antes de oír el choque, está investigando y aprendiendo las distintas cualidades del sonido según el material del que esté hecho el objeto; la diferencia de tiempo que tarda en oír el ruido según la distancia entre el objeto y el suelo; la posibilidad de que el objeto se rompa según de qué esté hecho y según sea el suelo… El niño descubre también las características de los objetos, como grande, pequeño; duro, blando; pesado, liviano; frío, caliente… Estas características que descubre por las sensaciones que los objetos le producen tienen también relación con el mundo de los conceptos y, por supuesto, hay una diferencia importante entre aprenderlas de memoria o por experiencia vivida. Lo mismo sucede con el hecho de observar que los objetos que él deja caer van siempre a parar al suelo; se trata de una observación a la que no le prestamos atención a fuerza de conocida, pero que es la misma que condujo al descubrimiento de la ley de la gravedad. El niño observa y llega a entender también el mecanismo del interruptor que según lo acciona apaga y enciende la luz; del enchufe; el mecanismo de la rueda, cuando está más interesado en cómo funciona y qué tiene dentro un cochecito que en hacerlo correr; el mecanismo de la puerta y la bisagra que se abre o cierra según él acciona; la posibilidad de llenar y vaciar; del pequeño objeto que desaparece dentro de una botella o que debido a su tamaño mayor no pasa por el cuello y no consigue meterlo, y tantísimos otros. A medida que va entendiendo estos mecanismos que he descrito, que dejan de aparecer como un misterio o como algo mágico y pasan a ser explicables, el niño pasa de vivir en un mundo mágico a vivir en un mundo científico. 39

Hasta aquí me he referido al importante mundo de los objetos, de «los juguetes», y a la importante función de «jugar», que sienta las bases del conocimiento del niño sobre las cuales se erigirá todo el edificio de su saber posterior, de lo que aprenderá en la escuela y en todos los ámbitos de su vida. Por todo esto es tan importante que los padres no solo permitan al hijo jugar, sino que faciliten que pueda hacerlo y que jueguen con él. Muchas dificultades a la hora de aprender se deben a que estas bases del aprendizaje y del conocimiento no se construyeron suficientemente bien y no fueron suficientemente vividas y sólidas. Pero esta investigación, este trabajo de explorar y reconocer, no es solamente un ejercicio individual, como podría parecer por lo que he dicho hasta aquí, sino que, siempre que el niño tiene la oportunidad, se convierte en un ejercicio colectivo. Así, jugando el niño aprende a relacionarse con otros niños, con adultos, y en estas ocasiones aprende a compartir, colaborar, hacer equipo, tolerar perder y aprender a soportar mejor la frustración. A medida que el niño ha ido descubriendo su mundo y este ha dejado de ser un misterio para ir convirtiéndose en un espacio dentro del cual se mueve orientado, va interesándose cada vez por más objetos y situaciones de su entorno. Ahora nos acercamos a hablar realmente de juego y también de deporte. Nuevamente, la línea divisoria no es clara. Estas actividades aportan más que entretenimiento y diversión, en la medida en que el niño aprende, practica habilidades y progresa desde variados puntos de vista. En este tiempo, además, se ha añadido una función que lo cambia todo: el habla. El niño ahora pregunta, y todo aquello que antes debía descubrir a través de las acciones ahora llega a conocerlo mejor a través de las palabras. Aprende a hablar, a preguntar y a pensar, se trata de un cambio revolucionario. Antes exploraba para descubrir «qué es esto», ahora pregunta constantemente qué es cada objeto. Algo más tarde, alrededor de los tres años, pregunta «por qué» de forma incansable. Resulta clara la relación entre la etapa anterior y este momento, en que la exploración continúa a través de la palabra. Este gran progreso, además, abre la puerta a actividades que necesitan del lenguaje para la comunicación entre los participantes, entre las que están muchos juegos y deportes. Podemos considerar los juegos y los deportes por grupos, por ejemplo los importantes y variados juegos de pelota, el gran grupo de los juegos de mesa, de los juegos o deportes acuáticos y tantos otros grupos. Podemos también considerar en todas estas actividades la vertiente de la competición. En el conjunto de actividades lúdicas y deportivas observamos que se entrenan habilidades físicas y mentales. Observamos también cuán importante es la cuestión de las relaciones interpersonales en la práctica de todos estos deportes. Por ejemplo, si el niño no tolera perder será difícil que pueda o quiera participar en los juegos y deportes de competición, debido al sufrimiento y a veces las reacciones de enfado o agresivas que le produce este hecho. Otra capacidad que el niño aprende en algunos juegos y deportes es jugar en equipo, es decir, poder pasar del éxito o la derrota individual a colaborar para el éxito de su equipo y tolerar que todos pierdan debido a que algunos juegan peor. O tolerar que el mérito se atribuya al equipo a pesar de que su contribución para la victoria haya sido definitiva. 40

En otro tipo de juegos, los niños representan escenas de su vida cotidiana, generalmente aquellas que son bastante nuevas en su vida o que le inquietan especialmente y que el niño parece repasar: jugar a «papás y mamás»; jugar a escuelas en que la maestra castiga; jugar a alguien enfermo, a hospitales y médicos, a operaciones quirúrgicas; también el juego del coche que se estropea y hay que llevarlo al garaje para repararlo. En estos juegos los niños repiten situaciones que les han acontecido en su vida cotidiana y que les han dejado un fondo de malestar latente. Ahora las reviven activamente; son ellos los que producen la fantasía que dirige el juego y que tiene la función de corregir esas situaciones de malestar o de temor que vivieron realmente en algún momento de su vida. Por tanto, tienen una función fundamental en la tarea de elaboración y superación de las experiencias difíciles vividas. Esta función, también presente en otras actividades lúdicas, es una función esencial del juego que, de formas diversas, realizamos lo largo de toda la vida y es parte importante de los procesos de maduración. Los padres suelen valorar aspectos distintos del juego y también de los deportes. Algunos valoran especialmente su vertiente social, que el hijo juegue con otros niños y desarrolle el aspecto social de las relaciones interpersonales. En este caso se valoran los deportes de equipo y todas aquellas actividades que involucran un desarrollo social. Otros padres valoran especialmente el desarrollo de las capacidades físicas o mentales; así valorarán, por ejemplo, el atletismo o el ajedrez, respectivamente.

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Otro grupo de actividades recreativas se basa en lo que llamamos nuevas tecnologías. Hoy en día padres y maestros se muestran a menudo preocupados cuando sus hijos y alumnos invierten demasiado tiempo en ellos: juegos de ordenador, móvil, tablet, etc. Hoy en día los niños tienen una capacidad asombrosa para aprender estos juegos desde muy pequeños, por eso se los ha llamado «nativos digitales». Pero es muy comprensible esta preocupación por las horas que el chico invierte en estos entretenimientos. A menudo la afición se remonta a los primeros años del niño, cuando, como forma de entretenerlo, lo sentaban ante el televisor, la «niñera moderna», a contemplar imágenes pasivamente. El problema con estos juegos aparece cuando el niño se encierra en ellos demasiadas horas al día, alejándose de la escuela, de sus compañeros y amigos, y de sus otras actividades relacionales y activas. A veces, el problema tiene relación con una tendencia a la adicción del chico, que no se limita a estas actividades, sino que puede ser más general. En cualquier caso, ante la duda es recomendable consultar al psiquiatra o al psicólogo.

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RABIETAS Y PATALETAS

A todos nos contraría que algo no resulte como habíamos planeado, pero como adultos tratamos de tolerar la frustración y contener nuestra reacción. Tolerar la frustración es una capacidad que desarrollamos a lo largo de nuestro proceso de maduración, pero conseguirlo es más difícil para unas personas que para otras. Es lógico que al niño pequeño le cueste más tolerar la frustración y contener su reacción, su enfado y su violencia y que llegue a descargarla en forma de rabietas y pataletas. Estas pueden consistir en chillar y gritar con rabia, tirarse al suelo y patalear, arrojar los objetos que tiene en las manos, golpear unos objetos contra otros, dar patadas a la persona que ha provocado su irritación o a los muebles, morder, golpearse la cabeza contra el suelo o la pared, etc. Esta conducta, si no es muy frecuente ni muy violenta, es normal entre el año y los tres o cuatro años y poco a poco el niño aprenderá a contener sus impulsos y a reaccionar de otras formas. Si no se modifica y persiste en años posteriores, la situación se vuelve preocupante en cuanto a la evolución emocional y del carácter del niño. Estas pataletas y rabietas son a veces desconcertantes, pero sobre todo irritantes para los padres. Por una parte entra en el registro conductual de un niño de corta edad cuando se contraría, pero por otra su conducta pone a prueba la paciencia y tolerancia de los padres, su firmeza y capacidad de aguantar. Si a menudo los conduce a perder el control de ellos mismos y de su propia conducta y a mostrarse ellos también enfadados y violentos, estamos ante el riesgo de un círculo vicioso entre el hijo y sus padres que entorpece la posibilidad de madurar. En ocasiones los padres confunden enfadarse, gritar e incluso amenazar o pegar con tener más autoridad. Pero ¿quién es más fuerte?, ¿el que grita más?, ¿el que llega a pegar?, ¿o el que es capaz de tolerar, aguantar, tener paciencia y dar tiempo? A veces se cree que lo es el que grita y pega más. Además, se confunde el hecho de tolerar la furia del niño con ceder y transigir con lo que el niño exige, pero en realidad es importante diferenciarlo bien: aguantar la pataleta, dar tiempo y no agredir al niño para obligarle a ceder requiere firmeza para mantener la posición que se considera razonable aunque el niño siga chillando. Es evidente que poder aguantar con firmeza pero paciente y afectuosamente las pataletas de su hijo es una función fundamental de los padres, un ejemplo que estimula la

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modificación progresiva de la conducta del niño y le ayuda a desarrollar una mayor capacidad de tolerar la frustración, soportar las contrariedades y gobernar su conducta. Cuando el niño ha conseguido este progreso, por una parte puede atender a las razones de los padres o de quien haya provocado la rabieta; por otra, podrá manifestar sus deseos y su protesta en una forma más productiva, dando la oportunidad de que estos puedan comprender mejor la frustración y que puedan satisfacerle dentro de la realidad de aquel momento. Un ejemplo corriente es el del niño pequeño, por ejemplo de unos dos años, que juega con el camión de su hermano de cinco. El niño es feliz con el juguete –en buena parte porque pertenece a su hermano mayor–, y se abstrae en hacerlo correr, imita ruidos de motor y se halla realmente concentrado en su juego. Llega el hermano y de un tirón le arrebata su tesoro. El pequeño se tira al suelo, llora, patalea y enrojece. La madre interviene hablando a ambos. Trata de poner paz y de satisfacer a los dos niños. Trae otro camión, propiedad del pequeño, y además algunos objetos para cargarlo y descargarlo, apetecibles para el niño y que pueden contentar y compensar su decepción y su enfado. La familia vuelve a la normalidad, la pelea entre los niños ha durado poco. Ambos pueden haber aprendido de esa experiencia. Pero las cosas no son siempre tan fáciles. En otra ocasión, por el contrario, la madre está nerviosa y cansada y su reacción consiste en quitar a su vez violentamente el camión al niño mayor y acusarle de tratar mal al hermano. Pone de pie al pequeño de una sacudida y le grita que deje de chillar y no le devuelve el camión para no ser demasiado parcial. Esta experiencia no ayuda a los niños a desarrollar mayor tolerancia a las contrariedades y mayor capacidad de aguantar, sino que estimula en ellos nuevas reacciones violentas y mayor tendencia a la rabieta, que de hecho también su madre lleva a la práctica. Algunos padres, como en este ejemplo, actúan violentamente con su hijo, tratando de cortar las pataletas de raíz, por todos los medios a su alcance, incluso gritando y pegando, por temor a que tolerarlas conduzca a malacostumbrar al pequeño, a «malcriarlo» y provoque que esa conducta se prolongue.

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Y otros padres se dan cuenta de que por este camino no consiguen mejorar la situación y creen que es mucho mejor «dejarle». Cuando este «dejarle» no es comprendido de una forma adecuada, a veces se convierte en un abandono del niño: el niño es efectivamente dejado en un extremo de la casa y la madre o padre se marchan al otro extremo esperando a «que se le pase». Pero sucede que los padres que «le dejan» le hacen sentir que no son capaces de aguantar su violencia y de ayudarle calmar sus pataletas y su rabia, o sea, que no son suficientemente sólidos, aunque presenten un aspecto de tranquilidad y de distancia. Esta vivencia provoca un aumento de inseguridad en el niño y mayor tensión.

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EL NACIMIENTO DE UN HERMANO

A medida que crece, el niño desarrolla capacidades y funciones: aprende a andar, comienza a hablar, progresa en su forma de jugar y está atento a posibilidades cada vez más amplias. Aunque sigue dependiendo mucho de sus padres va ampliando su pequeño mundo, su vinculación con sus hermanos, e intenta participar en sus juegos a su manera. Va ampliando su interés por otros miembros de la familia o personas vinculadas a ella. De esta forma, se desprende gradualmente de la intensa e íntima relación que tenía con sus padres durante el primer y el segundo año y da cabida a nuevas formas de relación. Cuando esto sucede –habitualmente hacia los 2 o 3 años– es ya capaz de tolerar separaciones de sus padres durante ratos más prolongados y se halla en condiciones emocionales y biológicas para aceptar mejor la llegada de un hermanito a la familia. Es de sobras conocido que el nacimiento de un hermano despierta celos y malestar, debido a que el niño se siente desplazado de su lugar de hijo único o de pequeño entre sus hermanos y teme haber perdido el cariño y las atenciones de que disfrutaba, como si sus padres no estuvieran suficientemente contentos con él. Sin embargo, a veces no se valora de forma adecuada la ansiedad y el sufrimiento que estas vivencias despiertan, sobre todo cuando el niño no es aún lo suficientemente capaz de tolerarlas. En realidad, el niño, que aún necesita mucho de sus padres, tiene motivos reales para estar inquieto, ya que en general los padres están absorbidos por el nuevo hijo que ahora atrae buena parte de la atención. Este cambio suele ser una realidad, y no son solamente imaginaciones del niño, que cree sin motivo estar desplazado. No es excepcional que, años más tarde, mirando fotografías, los padres se sorprendan al descubrir cuán centrados estaban en el pequeño durante ese periodo y la carita poco expresiva o triste del mayor. Con frecuencia se cree que cuanto más pequeño es un niño menos sufre por el nacimiento de un hermano debido a que «no se da cuenta». Por supuesto que la forma de expresar las reacciones a ese nacimiento son distintas en distintas edades y de unos niños a otros y a veces los mayores expresan en forma más clara y directa su sufrimiento y su rechazo, mientras que los pequeños tienen expresiones menos fáciles de reconocer, pero es evidente que el niño muy pequeño necesita cuidados mucho más continuos y mayor disponibilidad de los padres y que, ni emocionalmente ni biológicamente puede prescindir aún de ellos. En cambio, cuando el niño es mayorcito, por ejemplo de tres o 46

cuatro años y especialmente si se lo apoya y está evolucionando bien, está en condiciones no solo de tolerar, sino también de beneficiarse del hecho de tener un hermano aunque también sufra de celos. En realidad, los celos, aunque por una parte produzcan sufrimiento, si se consigue evitar que sean excesivos estimulan nuevos progresos hacia la propia autonomía. Si los padres no toleran los celos de su hijo, si tienen una actitud desaprobadora hacia ellos, el hijo, que desea y necesita ser querido, tiene que esconderlos y negarlos. Los padres pueden confundir este mecanismo de defensa con la ausencia de celos y el niño tiene que sufrirlos solo. A veces los padres solamente se dan cuenta de que el niño está sufriendo por celos si los manifiesta en forma viva, como es, por ejemplo, rechazando al hermano o agrediéndole o queriendo todo lo que él tiene. En cambio, cuando los expresa en forma menos directa, creen que no está celoso, cuando es más bien al contrario; esta forma más escondida o cerrada de vivir los celos generalmente indica un sufrimiento peor tolerado y más perjudicial. También suele prestarse a dudas y a malentendidos la existencia misma de los celos. Socialmente están mal vistos, incluso hay adultos que creen que los celos son un sentimiento a corregir, a suprimir y que al niño que los sufre le sucede algo que no es normal. En realidad los celos son un sentimiento universal a lo largo de toda la vida en situaciones aptas para provocarlos, porque no se trata de sentimientos propios de los niños, sino del ser humano a todas las edades y también de muchos animales. El problema en realidad radica en la intensidad y en la calidad que revistan, y en la capacidad del ser humano para tolerarlos. La intensidad de los celos y el grado de perturbación que crean en la vida del niño varían de uno a otro. Si el niño puede continuar con sus actividades, su relación social, la escuela y disfruta de aquello que le gusta, estamos ante unos celos normales. Significa que a ratos está celoso y lo pasa mal, pero que puede soportarlo y seguir viviendo y disfrutando sin desorganizarse. Pero si la vida del niño se ve perturbada y llega incluso a enfermar, estamos ante una situación de celos patológicos. Entonces los padres y el niño necesitarán ayuda profesional, es decir, atención psicológica o psiquiátrica. Hasta aquí me he referido a los celos que sufre el niño cuando nace un hermanito, pero el niño sufre también por celos antes de que nazca el hermanito, cuando la madre se embaraza. Para el niño es fácil aceptar que él proceda de su madre, que ha estado dentro de ella antes de nacer, pero cuando se trata de aceptar que «otro niño» crece en el interior de su madre, los sentimientos que se despiertan en él son mucho más contradictorios. Además, el niño nota cambios en el estado emocional de su madre porque la atención y la disponibilidad de ella se desplazan parcialmente hacia su nuevo estado biológico. Esto significa que el niño no es el único foco de atención para ella, aunque lo siga tratando con el afecto de siempre. Estos meses de embarazo son para la madre una preparación global para recibir a su nuevo hijo, y para el mayorcito, si lo soporta bien, representan un estímulo para una relación más madura con ella y con las personas de su entorno y para 47

el desarrollo de capacidades y funciones nuevas. Pero si, por el contrario, no lo soporta, puede ser motivo de regresión a conductas anteriores. Debido a todo esto, la forma como los padres, y especialmente la madre, tratan la espera de su nuevo hijo tiene realmente importancia para el mayor. Si los padres comparten con él la nueva situación, en la medida en que su edad lo permita, el niño se siente apoyado por ellos e incluido en el acontecimiento familiar. Cuando un hermano está en camino, suele avivarse la curiosidad de los hermanos mayores, no solo acerca de los procesos vinculados a este nuevo hermano, sino también acerca de su propio nacimiento y de los sentimientos de los padres cuando lo esperaban a él. Quiere saber si estos deseaban o no que él naciera y si deseaban que él fuera niño (o niña) tal como es. Por supuesto que el niño se siente muy reconfortado si esta curiosidad es aceptada y contestan a sus preguntas, y mucho más aún si las respuestas le hacen sentir que fue un hijo deseado, que nació con las características que ellos soñaban y que hizo felices a los padres. Estas vivencias mejoran la imagen que el niño tiene de sí mismo, la que siente que sus padres tienen de él y lo hacen sentirse valioso y querido. Todo esto tranquiliza sus temores acerca de su suerte ahora que llega un nuevo hermano, mitiga sus celos y le facilita aceptar al pequeño. Por el contrario, otras conductas, que a veces los padres ponen en práctica con la mejor intención, aumentan los celos y el sufrimiento de su hijo y vuelven la situación más difícil y perturbadora. No creo que sea necesario citar la costumbre de corregir al niño cuando no ha complacido a sus padres diciéndole que su hermanito no le querrá o que ellos no le querrán. Pero no solo esta, sino también otras conductas menos llamativas pueden contribuir a aumentar las dificultades del niño. Una de ellas, bastante extendida ahora, es la de hablarle excesivamente de su hermanito y también hacerle poner con frecuencia la mano sobre el vientre materno para que palpe cómo se mueve. De ninguna manera tratamos de decir que no hay que nombrar al hermano ni que es contraproducente que el niño mayor palpe sus movimientos; nos referimos a que hablarle con demasiada frecuencia de este hace sentir al niño que su madre tiene siempre su pensamiento ocupado por el otro y que en cambio tiene poco tiempo y disponibilidad para interesarse en sus propias cosas, sus juegos, sus problemas, su colegio, sus amigos, etc. Otros padres tratan de ayudar a su hijo diciéndole que al pequeño «no lo querrán», pensando que de esta forma le tranquilizan y hacen que se sienta seguro de los sentimientos de los padres hacia él. Pero si bien por una parte este comentario puede, en un primer momento, satisfacer al niño, en el fondo aumenta su conflicto, ya que estimula sus sentimientos de culpa y preocupación por la creencia de haber conseguido la complicidad de los padres con el propio rechazo de su hermano y de estar consiguiendo desposeerle de su cariño. Cuando el niño se manifiesta triste y receloso acerca de su futuro al nacer su hermano, es mucho más real y reconfortante que los padres le digan que están contentos de tener otro hijo, que él tenga un hermanito al cual también querrá y que no impide que le quieran muchísimo a él y que le seguirán queriendo después. 48

Si el niño es demasiado pequeño para esta clase de conversaciones, solo se le puede reconfortar cuidándole, dedicando tiempo a sus intereses, siendo pacientes y tolerando los períodos que pase de irritabilidad, nerviosismo u oposición. El padre puede brindar una ayuda insustituible durante todo este período, no solo secundando a la madre en su atención al mayorcito y completando los cuidados que esta le da, sino también compartiendo los intereses del niño, apoyándole e incrementando su «amistad» y su comunicación con él. De esta forma, cuando llegue el nacimiento, el niño mayor no se encontrará desamparado en casa, sino que tendrá el importante apoyo de una relación intensificada con su padre que le ayudará a soportar todos los cambios que la llegada del hermano produce. Cuando llega el nacimiento, se suele acudir a un centro hospitalario. El padre y otros familiares están pendientes de la madre y del desarrollo del parto. Antes de que llegue este momento es muy importante tener previsto todo lo necesario para el cuidado del hijo mayor. Es muy natural que sea el padre quien se ocupe de él, pero en todo caso necesitará ayuda para poder estar junto a la madre y participar del importante acontecimiento. En general, la mejor ayuda puede proporcionarla algún familiar, por ejemplo un abuelo o tío (más frecuentemente abuela o tía), pero si no es el caso se suele recurrir a una persona contratada. Una forma de hacerlo es que la persona que va a quedar al cuidado del niño, sea pariente o no, venga a vivir a casa antes del nacimiento o visite frecuentemente a la familia para que el niño se familiarice con ella. Hay que darse cuenta de que el padre, aun queriendo estar al lado de su hijo mayor para apoyarle, se verá también afectado por el nacimiento del nuevo hijo, deseará estar presente junto a su esposa en los momentos más importantes, y quizás no esté emocionalmente en disposición de atender con suficiente continuidad al mayorcito. Representará la presencia más importante para él en estos días, pero a veces requerirá ser secundado por alguien más. Si el niño está atendido, el nacimiento de su hermano le despertará menos ansiedad, resentimiento y celos, y esto facilitará la convivencia posterior. Si la llegada del hermanito no se prepara con tiempo, el parto se produce antes de lo que se esperaba o aparece alguna complicación, el niño mayor puede sufrir a causa de la improvisación y desorganización que puede crearse. Por ejemplo, encontrarse de pronto perdido entre desconocidos y que nadie conozca sus rutinas y necesidades en cuestión de alimentación, sueño, baño, ropa, etc. Aunque el padre esté presente y se ocupe de ayudar a su esposa y del cuidado de sus hijos, la madre, al volver a casa, se encuentra con la tarea doble de atender al mismo tiempo a su hijo mayorcito y cuidar al pequeño, que le absorbe mucho tiempo. Esta dedicación de la madre también al hijo mayor ayuda a que no se sienta tan excluido de la atención materna y soporte mejor y con menos celos el nacimiento de su hermano. Muchas madres hallan intuitivamente una conducta apropiada que satisfaga suficientemente al mayor sin desatender al pequeño. Algunas permiten la colaboración del mayor en las atenciones y cuidados de su hermano, pidiéndole que haga algún encargo para ella como traerle un pañal o la esponja que necesita para el baño del bebé. Por supuesto, esta colaboración variará mucho según la edad del hijo, ya que los 49

hermanos ya mayores pueden realmente brindar ayudas efectivas, mientras que los aún pequeños brindarán solo pequeñas ayudas. Hay que diferenciar bien lo que es aceptar la colaboración de los hermanos de lo que es imponérsela, lo cual tiende a aumentar el resentimiento y los celos hacia el hermano pequeño. Es beneficioso que los padres se den cuenta de que, aunque los hermanos sean mayores y puedan colaborar en el cuidado de los pequeños, no siempre tienen el estado de ánimo indicado para hacerlo. Por ello, es mejor para la relación entre todos aceptar la colaboración cuando estos la ofrecen o pueden darla sin forzar y sin que se convierta en una carga impuesta, dado que en realidad es una responsabilidad que no les corresponde. Unos meses más tarde, el bebé comenzará a tomar parte más activa en la vida de familia, desplazándose a gatas, comenzando a hablar, andando, jugando y tocándolo todo. Estas nuevas habilidades del bebé suelen ser apreciadas y celebradas por los padres como antes lo fueron las de los hijos mayores. Pero este aprecio suele producir un nuevo aumento de celos y de rivalidad por parte de estos últimos, quienes fácilmente pueden ver en el pequeño el único centro de atracción de la atención de los padres. Según las edades de los hijos mayores, los padres tienen distintas posibilidades para encarar estos problemas. Si el «mayor» es aún muy pequeño –menos de dos años, por ejemplo–, comprende poco el lenguaje de los padres y por tanto estos no pueden conversar con él o darle explicaciones, pueden tolerar sus manifestaciones de celos y sus expresiones de rivalidad –no reprimiéndolas ni reprochándolas– como, por ejemplo, cuando el niño mayor imita al pequeño en gatear, cuando habla como él, se hace dar la comida o vuelve a orinarse encima. Cuando se le tolera esta conducta y al mismo tiempo se le estimula amistosamente a desarrollar sus propias capacidades y a comportarse como es capaz de hacerlo en otros momentos, se le ayuda no solo a proseguir su propio desarrollo, sino también a diferenciarse del bebé y a hallar satisfacción en las oportunidades que él tiene como mayorcito. Si el niño es mayor como para comprender el lenguaje, los padres pueden ayudarle conversando con él. Los celos pueden ser mitigados dedicando atención a sus inquietudes y hablándole de ellas. Se le puede ayudar explicándole cómo era él cuando era pequeño, las cosas que hacía, los progresos que conseguía, y la satisfacción de los padres al contemplarlo. Se le pueden explicar anécdotas de cuando era pequeño. De esta forma, se le hace saber cómo era él de bebé y de lo satisfactorio de esa etapa, pero al mismo tiempo se la sitúa en el pasado, como algo que se ha modificado ya con el crecimiento; y también se le puede ayudar en su situación presente recordándole las cosas que él ya ha aprendido, las que sabe hacer como mayor y aquellas en las que está progresando. Le resulta también una muestra de aceptación y de apoyo que los padres le hagan saber que se dan cuenta de que, a veces, a él también le gustaría ser pequeño y no tener que andar, ni hablar, poderse ensuciar encima y ser tenido en brazos. Esta aceptación por parte de los padres le hace más capaz de sacar provecho de sus recursos de niño mayor. También se le puede recordar que el bebé no continuará siendo siempre un bebé, y por lo tanto no tendrá ni las características ni los privilegios de ahora. Además aprenderá a jugar y podrán compartir juegos y lo que quieran. 50

Pero en un intento de disuadir al niño mayor de su competencia o de su imitación del pequeño, algunos padres ridiculizan su conducta, la misma que celebran en el hijo menor y esto, en general, le hace sentir inseguro, no querido y aumenta su ansiedad y su problema. Por supuesto que a todas las edades los hermanos tienen tendencia a rivalizar entre ellos. Cuando esta rivalidad no es muy hostil, puede estimular el progreso y desarrollo de las habilidades que el niño ensaya en su tentativa de «conseguirlo él también» o «hacerlo mejor». Con frecuencia, sin embargo, la hostilidad es acusada, los conflictos son intensos y la rivalidad se convierte en algo perturbador que crea ansiedad y sentimientos de culpa. Los padres pueden contribuir a suavizarla, en primer lugar, no fomentando los conflictos ni tomando partido en las desavenencias entre hermanos y, en segundo lugar, estimulándoles a diferenciarse y a cultivar cada uno sus propias habilidades e intereses, con el objetivo de ayudar a cada hijo a desarrollar su propia vida a su manera, según sus aficiones y capacidades. Si se hace así, contrariamente a lo que puede parecer, se incrementa la capacidad de colaboración y de intercambio entre los hermanos.

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Resulta evidente que las formas que toma la rivalidad se ven influidas por las edades y por el sexo de los hermanos; por ejemplo suele ser más fácil la relación entre hermanos de distinto sexo, pero existen muchos matices.

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CUANDO ESTÁ ENFERMO

Cuando el niño está enfermo su vida se altera, tanto por la enfermedad misma como por la interrupción de sus actividades recreativas y escolares habituales. Lógicamente, la repercusión de la enfermedad sobre la vida y personalidad del niño depende de la clase de enfermedad de que se trate, de la gravedad de la misma, de las acciones que se necesiten para atenderla, así como de su duración, y también del sufrimiento y la ansiedad que produzca tanto en el niño como en sus padres y en su entorno en general. Cuando se requieren exploraciones especiales, y más aún ingreso hospitalario o intervención quirúrgica, el grado de temor y de sufrimiento aumenta. Una enfermedad leve que retiene al niño en casa unos días, provocando una relajación de los horarios y de las costumbres habituales y unos cuidados especiales, puede al principio ser incluso gratificante para él. Pero si el niño en el día a día de su vida lo pasa bien en la escuela, tiene amigos con los que se divierte y actividades recreativas y escolares que le atraen, esa gratificación se ve enseguida disminuida por la pérdida de todo esto. Generalmente, pasados los primeros días, la situación se convierte en aburrimiento y frustración. Evidentemente la situación es más difícil cuando el niño padece una enfermedad que le produce sufrimiento –dolores, escozor, ahogo, náuseas u otros síntomas– o cuando requiere exploraciones dolorosas o que le despiertan temor. Cuando el diagnóstico y el pronóstico resultan inciertos y los padres viven una continua ansiedad que pone en peligro su entereza y su capacidad de sostener y reconfortar al niño, las repercusiones sobre él son importantes. En estos casos no sorprenderá que el niño vuelva a formas de comportarse que tenía cuando era más pequeño y que ya había superado. Es frecuente que aumente su dependencia, reclame más atenciones, se muestre sensible y llore con facilidad. Por ejemplo, un niño de cinco años puede pedir que se le lleve en brazos al lavabo, o bien, a pesar de saber comer solo con habilidad, puede querer que se le dé la comida. Otro niño de ocho años puede necesitar ayuda para cambiarse el pijama o puede pedir compañía por la noche, y un tercero de doce, aficionado a leer, dibujar y a los juegos de ordenador, puede perder transitoriamente esas capacidades y requerir compañía para entretenerse. Niños de distintas edades pueden orinarse nuevamente en la cama o volver a hablar en la forma o el tono de voz de cuando tenían dos años o dos años y medio. 53

A veces el niño se muestra impaciente, exigente, irritable y terco, y a los padres les resulta difícil recordar que este estado de ánimo es también consecuencia de estar enfermo y que será transitorio. A todo esto se añade el problema de que también los padres están angustiados y, por tanto, con más dificultad para hacerse cargo de la irritabilidad o miedo del niño. Sin embargo, su tolerancia y capacidad de sostenerlo y reconfortarlo son esenciales para evitar consecuencias prolongadas sobre su personalidad y para estimular una recuperación más rápida del nivel de comportamiento anterior, una vez superada la enfermedad. Para el niño es esencial poder manifestar su malestar y su miedo, y que sus padres se hagan cargo y lo reconforten. Si se le obliga siempre a comportarse como si no tuviera esas inquietudes, se le priva de la oportunidad de llegar a superarlas de verdad. La voz popular expresa sabiamente esto diciendo que «el susto se le quedó dentro». De todas maneras, en las enfermedades leves y que no se prolongan demasiado tiempo, todos estos problemas suelen ser transitorios. Cuando el niño se encuentra mejor, desaparecen sus molestias y sus síntomas, y sus padres están más tranquilos; lenta y espontáneamente vuelve a ser el de antes de enfermar. Incluso la experiencia puede ser madurativa. Si el niño requiere ingreso o intervención quirúrgica la situación se convierte en más inquietante y difícil de soportar para todos. En este caso su sufrimiento no puede ser evitado del todo, pero puede hacerse mucho para aliviar su ansiedad y su miedo y para hacer su situación más soportable. Por ejemplo, hoy en día, en muchos hospitales, si no en todos y a diferencia de años atrás, está permitido que los padres acompañen a su hijo en todas las situaciones médicas, exploratorias y quirúrgicas posibles, incluso hay hospitales en los que esta medida es obligatoria. Anteriormente, el niño ingresaba solo y los padres tenían horas de visita estipuladas. La razón era especialmente obligar al niño a «portarse bien», a aceptar las curas, exploraciones y lo que hiciera falta sin protestar ni quejarse; a obedecer, y que no se atreviera a armar los escándalos que, por ansiedad, podía atreverse a organizar en presencia de sus padres. Se consideraba que estas conductas eran simplemente propias de niño malcriado. Gracias a estudios psicológicos que enseñaron la importancia de acompañar y aliviar al niño en momentos de ansiedad y el efecto tóxico de que tuviera que soportar más ansiedad de la posible para él, las prácticas hospitalarias evolucionaron en estas materias hasta la situación actual. Cuando el niño tiene que salir de casa para exploraciones o ingreso hospitalario es definitivamente importante que uno de los padres pueda acompañarlo. Solo excepcionalmente puede ser mejor la compañía de otra persona. La salida del ambiente protector familiar, la separación de sus hermanos y objetos que le pertenecen –como son su habitación, sus juguetes, etc.– es ya una separación dolorosa de la que, con frecuencia, los adultos que rodean al niño se dan poca cuenta o la minimizan. Ellos pueden creer que esas cosas no tienen importancia y que la pena del niño o su miedo son solo mimos. Sin embargo, la intuición de muchos padres y su sensibilidad les inducen a permanecer al lado de su hijo, estar a punto para apoyarlo en los momentos difíciles, reconfortarle y brindarle toda la seguridad posible. Esta compañía es conveniente durante 54

todo el tiempo que dura el ingreso, durante todas las horas posibles del día y especialmente de la noche. Cuando uno de los padres está con el niño, sin lugar a dudas este se siente muchísimo más protegido; su presencia evita la soledad, mitiga el miedo y le ayuda a no sentirse abandonado. Además, el niño, que no conoce bien al personal del hospital ni le conocen a él, puede no atreverse a manifestar sus temores con la misma libertad con la que lo haría con sus padres. Es útil hablar con el niño y clarificarle sus dudas en forma orientadora, que no sea angustiante. Hoy en día no es necesario recordar que toda intervención quirúrgica que no sea imprescindible debe ser evitada y que las que sean necesarias, pero puedan postergarse, es conveniente practicarlas lo más tarde posible, cuando el niño sea mayor, con una personalidad más sólida y con más capacidad para comprender y soportar la experiencia. Hay que aceptar, no obstante, que algunas intervenciones quirúrgicas son inaplazables y que en este caso el riesgo físico que el niño corre debe estar por encima de la sacudida emocional que sabemos que sufrirá. Lo mejor que podemos hacer en estas circunstancias es tener en cuenta esta repercusión emocional innegable y acompañar al pequeño lo mejor posible para mitigarla. Es conveniente que los padres puedan contener su propia inseguridad y ansiedad acerca del futuro. Naturalmente, ellos sienten el temor de un curso inesperado, incluso frente a una operación quirúrgica sencilla y poco arriesgada. Nunca hay una seguridad completa en los resultados y ellos lo saben. Pero esta incertidumbre es mejor no transmitirla al niño, ya que aumentaría su ansiedad y sería contraproducente. En cambio, es beneficioso informar todo lo posible para que los acontecimientos no le tomen por sorpresa y también para que sienta que sus padres están orientados y son suficientemente sólidos como para tolerar la situación. Naturalmente, las explicaciones que se darán al niño serán distintas según su edad y capacidad de comprender. Suele ser útil informarle en forma resumida de lo que los padres saben: necesitará radiografías que se hacen con un aparato raro pero que no hace daño; puede hablarse también de inyecciones, si se sabe que van a ser necesarias, y admitir que pueden dar miedo a pesar de que duelan poco; aclararle que además uno de los padres estará con él durante todo el tiempo. Por supuesto, se puede dar esta información al niño, siempre y cuando se sepa que en el hospital están permitidas estas regulaciones, en caso contrario es mejor esperar a saber hasta qué punto los padres podrán acompañarle según las licencias del hospital. No es conveniente dar al niño detalles que lo inquieten y que luego no se cumplan, ya que le harán sentir que los padres van desorientados o que ha sido engañado. No es necesario describir una operación quirúrgica con detalles angustiantes, es suficiente explicarle que van a curarle el problema que tiene: dolor en la barriga, en la garganta, problema en un ojo, etc., pero que aunque dé miedo, no le van a hacer realmente daño, ya que va a estar dormido y uno de los padres estará allí todo el tiempo y también cuando despierte.

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Lo más recomendable es que los padres expliquen al niño lo que saben y que luego contesten a sus preguntas y aclaren sus dudas y sus temores hasta donde puedan. Por supuesto, los padres desconocen mucho acerca del acto quirúrgico y también de otros detalles alrededor de él: cuánto rato durará, si necesitará una o más inyecciones, qué molestias tendrá al despertar, etc. Es correcto que le transmitan a su hijo las cosas tal como sean; pueden, por ejemplo, decirle: «eso no lo sé, pero no te preocupes, el médico lo sabe» o «no es importante», «cuando lo sepa te lo diré», «si tienes molestias te atenderán», etc. De esta forma el niño siente que sus padres se han informado, pero que, además, sienten confianza hacia el equipo médico, por lo que dejan parte de la responsabilidad en sus manos. Añadir que, por supuesto, es muy importante el tono de voz y la firmeza amable con que los padres le hablan. Los niños mayores pueden también recibir información directamente del médico y formularle a él sus preguntas y sus dudas. Pero es bueno recordar que, aunque sea mayor, necesitará también apoyo y ayuda de sus padres, ya que el hecho de que pueda comprender las explicaciones no implica que no esté emocionalmente afectado. Cuando se trata de un niño pequeño, en cambio, a menudo la única forma de tranquilizarle y confortarle es teniéndolo en brazos o en la falda, hablarle y acariciarlo. La sola presencia de uno de los padres y las explicaciones que pueda ofrecer no es suficiente para él; lo que realmente lo tranquiliza es el contacto físico con el padre o la madre. Aun cuando son capaces de hablar y comprenden bastante bien el lenguaje, en los momentos de más ansiedad requieren una protección de tipo físico. Algunas personas creen que a la hora de practicar unas radiografías, análisis de sangre, electroencefalograma u operación quirúrgica es mejor tomar al niño por sorpresa para ahorrarle el temor y el sufrimiento de la espera. Sin embargo, la experiencia muestra que esta clase de sorpresas tambalean la confianza del niño en sus padres y, contrariamente a lo que se persigue, le llevan a vivir con temor y desconfianza, sabiendo que la próxima vez tampoco será informado, o sea que en cualquier momento pueden ocurrirle cosas desagradables sin que lo informen.

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EL NIÑO SE MASTURBA

Aunque hoy en día los padres, en general, conocen mejor el significado y la importancia de la masturbación y esta práctica no suele llevar la carga moral y de patología que llevaba hace años, aún son numerosos los que ven en ella una señal de tendencias sexuales excesivas o desviadas que los inquietan y les hacen temer por el futuro del niño. Algunos padres son especialmente susceptibles a este problema, que les evoca ideas de perversión sexual u otras desviaciones. El niño y la niña descubren pronto la sensibilidad placentera de sus genitales y lógicamente esto provoca el deseo de tocarse o de que le toquen para estimular este placer. Pueden recurrir a estas sensaciones placenteras a modo de compensación cuando se hallan frustrados, aburridos, se sienten solos o muy excitados. No son infrecuentes escenas como la siguiente: tres niños de cuatro o cinco años están jugando con sus coches, camiones, garajes, carreteras, etcétera. Dos de ellos se ponen de acuerdo para utilizar un garaje, aparcar en él sus coches, hacerlos lavar y reparar. El tercero quiere también intervenir, pero no le dejan; el garaje está lleno, le dicen. El niño se marcha contrariado a un rincón y comienza a tocar sus genitales. Otros niños, cuando se sienten cansados, tristes o excitados, les cuesta dormir o se sienten frustrados se succionan el pulgar, se mesan los cabellos o hacen movimientos de balanceo. Algunos se succionan el pulgar mientras, con la otra mano, se mesan los cabellos o tocan sus genitales. Buscan en estas prácticas consuelo y alivio a su malestar y a su tensión. La importancia de la masturbación tiene relación con la frecuencia e intensidad con que el niño recurra a ella. Algunos niños recurren a esta práctica cuando su malestar aumenta o esporádicamente, mientras su vida transcurre normalmente: son activos, disfrutan jugando, participan en las actividades de los demás niños, de la familia y de la escuela y progresan normalmente. Estos niños habitualmente no necesitan ninguna atención especial. Otros niños, por el contrario, recurren muy frecuentemente a la masturbación o a los otros hábitos que hemos citado. Con frecuencia se desinteresan de las cosas que suceden a su alrededor, se apartan de los otros niños y personas de su ambiente, abandonan sus juegos, se aíslan y se masturban. El problema no es que estas prácticas dañen al niño física o mentalmente, como se había sostenido desde prejuicios morales, sino que indican 57

que tiene mucha dificultad para manejar su relación con su entorno, con los otros, con los problemas que se generan normalmente en su vida y, no pudiendo tolerar las dificultades, frustraciones y contrariedades, se evade y desconecta de todo. Lo que preocupa aquí es precisamente esta desconexión, el aislamiento, el hecho de dejar de participar y, por tanto, los problemas sociales y académicos resultantes. Los padres pueden ayudar mucho a su hijo dedicándole atención: proponiéndole actividades atractivas, jugando con él y estimulando sus intereses, especialmente los ratos en que el niño tiene más tendencia a aislarse y masturbarse. Pueden también hacer más simpático el momento de ir a dormir haciéndole compañía, escuchando lo que nos quiere explicar, o bien contándole cuentos, etcétera. Con ello se suaviza la inquietud del niño frente a la separación y la oscuridad de la noche, facilitándole, así, conciliar el sueño. Si este apoyo y ayuda de los padres no modifica suficientemente la situación y el niño sigue recurriendo frecuentemente al aislamiento y al síntoma de la masturbación, es recomendable una consulta especializada que debería atender al niño en su globalidad: sociabilidad, aprendizaje escolar, intereses, sueño, apetito, estado general, etc. No parece necesario insistir en lo perjudicial que es para el niño que los padres, cuando albergan temores a algo patológico o moralmente punible, lo amenacen con enfermar, ser castigado, dañarse mentalmente u otros desastres. El aumento de ansiedad que estas amenazas provocan no disminuye la tendencia a masturbarse, sino que tienden a intensificar el síntoma.

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ENTRADA EN LA ESCUELA

Antes de entrar en la escuela, el niño ya ha aprendido mucho acerca del mundo que le rodea. En su casa y en sus lugares de paseo, dentro del protector marco familiar, ha vivido gran cantidad de experiencias, ha desarrollado cierta independencia y su interés investigador le ha llevado a preguntar e informarse sobre muchísimos aspectos de su mundo habitual. En este momento –alrededor de los tres o cuatro años–, es capaz de establecer una relación de intercambio o juego en común con otros niños de su edad, y de disfrutarla. Está ya emocional e intelectualmente preparado para entrar en la escuela y continuar su progreso gracias a la ampliación de su mundo y al enriquecimiento que esta proporciona. La escuela suele proponer edades fijas para cada curso: a los cinco años el último curso de parvulario, a los seis se inicia la enseñanza primaria, etc. Pero la edad de ingreso a la escuela, por razones de trabajo de la mujer mucho más que por necesidades de los niños, ha sido rebajada año tras año en los últimos lustros. El niño resulta muy beneficiado cuando el ingreso en la escuela se puede decidir según su propio nivel evolutivo y, por tanto, de la posibilidad de sacar provecho de su asistencia a ella más que de las necesidades de los adultos, que a menudo producen una institucionalización prematura. Dentro de ciertos márgenes, el paso a cada etapa está regularizado por la Ley de Educación, pero el ingreso en la etapa preescolar depende mucho más del criterio, posibilidades y preferencias de los padres. Estos pueden contribuir decisivamente en este ingreso y que la organización de los primeros pasos en la escuela sean apropiados a las necesidades del niño y favorezcan su desarrollo. Los niños que evolucionan lentamente tardarán algo más en aprovechar los estímulos que la escuela aporta y, si asisten antes de que puedan aprovecharlos y durante muchas horas, tenderán a retrasar su desarrollo en lugar de acelerarlo. Si se les permite evolucionar un poco más dentro del ambiente familiar conocido y estable, donde los estímulos son menos numerosos y, en general, más asimilables y en consonancia con las necesidades emocionales del niño, podrá avanzar unos pasos en su maduración, lo que le permitirá posteriormente integrarse mejor en la escuela y avanzar en ella. Como sabemos, los niños que viven en instituciones sin una persona especialmente interesada en ellos, que les quiera, les conozca a fondo, les hable y juegue con ellos, evolucionan con retraso. También resulta empobrecida su capacidad de relacionarse con 59

los otros y de establecer lazos estables de afecto, y este empobrecimiento, tanto emocional como intelectual, deja huellas profundas en la vida futura del niño. Y aunque tenemos tantas evidencias de este hecho, en ocasiones se desaprovecha el impulso evolutivo que en realidad puede ofrecer la misma familia y se «institucionaliza» al niño prematuramente. Por el contrario, cuando el niño inicia su asistencia a la escuela en el momento en que está preparado, muy pronto se hacen evidentes los progresos que consigue gracias a ello. Aun así, la iniciación de la escuela significa un cambio tan grande en su vida que requiere cierta ayuda para adaptarse positivamente a ella. Aunque sucede que nosotros, adultos, estamos tan acostumbrados a las dificultades que el niño experimenta en su primera época de escuela que no damos importancia a sus lloros y a sus protestas y esperamos simplemente que se calle pronto. En general, no valoramos que el sufrimiento de los primeros tiempos repercute en la integración posterior y la hace más insegura y forzada. Además, el régimen de las escuelas, a veces no tiene prevista una forma de tratar adecuadamente la ansiedad y el temor del niño en el ingreso y en el período inicial. Antes de iniciar la escuela, el niño suele pasar el día en un ambiente familiar, entre personas que conocen sus gustos, sus dificultades y sus reacciones en lugares habituales que él puede recorrer confiadamente. El primer día de escuela el niño se halla de golpe en un medio completamente extraño para él: lugares, caras y costumbres nuevas le rodean, enorme cantidad de cambios simultáneos difíciles de asimilar para él. La gente que está con él no conoce sus costumbres ni sus necesidades; quizá incluso ni siquiera sepa comprender su forma de hablar. La experiencia de hallarse perdido y asustado es lo habitual. Si cuando comienza a asistir, el niño es lo suficientemente mayor como para entender bien el lenguaje, puede ayudársele explicándole por anticipado en qué consiste el colegio, hablándole de la maestra, de sus compañeros, de las actividades escolares y de los recreos, sin olvidar hablar de lo que debe hacer cuando tenga sed o necesidad de orinar o de hacer caca. Si es demasiado pequeño para una explicación así y a pesar de todo es necesario dejarle unas horas al día en una guardería, lo mejor para él será que el tiempo que pase en esta se vaya incrementando progresivamente, por ejemplo, que los primeros días asista una hora y media o dos y más tarde el horario se amplíe hasta permanecer toda la mañana o toda la tarde. Pasado un tiempo, entre un trimestre y un curso, por ejemplo, podrá ampliar la duración hasta asistir al horario completo, con una interrupción a mediodía para comer en casa. Haciéndolo así se da tiempo al niño para aprender las costumbres del centro por experiencia directa, o sea, viviendo lo que sucede en su nuevo ambiente. De hecho, la asistencia de forma progresiva sería de desear siempre para los niños pequeños, incluso para los de tres y cuatro años, de forma que pudieran permanecer en la escuela el tiempo que toleran sin sufrimiento, sin añoranza y, por tanto, con posibilidades de disfrutarla. No se trata de algo exclusivo de la escolaridad, sino que es un fenómeno general de la vida del niño el hecho de que los cambios, para ser asimilados, deben introducirse en forma progresiva y gradual. Así, durante el primer año introducimos los nuevos alimentos poco a poco y sabemos que si de golpe le diéramos al niño un plato entero de algo nuevo 60

no sería capaz de asimilarlo y le produciría diarrea o trastornos digestivos. Por ello, iniciamos la aportación de nuevos alimentos con unas pocas cucharaditas, sabiendo que estas estimulan nuevas capacidades digestivas y preparan al niño para raciones más completas. Sucede exactamente igual con todos los otros cambios, especialmente la asistencia a la escuela, aunque sea mucho más difícil hacerlo evidente. Además de la ampliación progresiva del horario descrita, para el niño en las etapas iniciales es mucho más beneficioso asistir a una clase de pocos niños y siempre con la misma maestra, con la que puedan gradualmente conocerse y establecer un puente o etapa intermedia entre el ambiente familiar y las exigencias escolares posteriores. Todos estos cuidados, que a veces se consideran excesivos e incluso en ocasiones se creen contraproducentes o se entienden como «mimar», hacen la asistencia a la escuela más feliz y atractiva para el niño y contribuyen a una adaptación más positiva y a una mayor seguridad de los resultados académicos en las etapas posteriores. Cuando la asistencia al centro escolar no es bien tolerada y resulta traumatizante para el niño, este suele manifestarlo de diversas formas a las que vale la pena prestar atención, ya que si estas manifestaciones son reconocidas, puede brindársele ayuda a tiempo y prevenir dificultades más profundas y más duraderas. A veces su carácter cambia y se hace más retraído, triste, tiende a aislarse, vuelve a chuparse el dedo o incluso vuelve a orinarse en la cama. Otros niños se contagian de todas las infecciones o resfriados y debido a ello deben interrumpir frecuentemente su asistencia a la institución escolar. Los niños que ingresan algo mayores a la escuela suelen adaptarse más fácilmente y tener menos dificultades. Suelen mostrarse abiertos con su maestra, hacen amigos, juegan con ellos, se interesan por las actividades del colegio… Todo ello nos indica que se está adaptando normalmente.

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EL RENDIMIENTO ESCOLAR

Una parte importante de las consultas al psiquiatra y al psicólogo de niños y adolescentes tienen que ver con el rendimiento escolar. La mayor parte de los padres está muy interesada en los resultados escolares de su hijo. Sienten que de las notas y de los aprobados depende el futuro profesional y el éxito en la vida de su hijo. Si bien es cierto que los resultados académicos son importantes y que el nivel a que el niño llega en su formación influye en su futuro, muchos otros factores juegan también a favor o en contra del éxito o el fracaso. Porque una cosa es el nivel de aprobados, de títulos, de másteres que se consigan y otra diferente es la capacidad de sacar partido de ese nivel académico y de organizarse una vida globalmente satisfactoria. Esto último, que es lo realmente importante, depende especialmente de la personalidad, de la manera de ser y de la madurez emocional de cada uno. Con el rendimiento escolar sucede algo parecido: es evidente que este depende del desarrollo intelectual, pero no solo de este factor, ya que la personalidad y la madurez emocional del niño tienen sobre él una influencia definitiva. Así pues, hay niños inteligentes cuyo rendimiento escolar está muy por debajo de sus capacidades, debido a que su personalidad no es suficientemente madura y, como consecuencia, su nivel de intereses y de responsabilidad se sitúa por debajo de su edad. Cuando los padres y los maestros se dan cuenta de esto pueden brindarle la clase de ayuda que necesite para madurar, lo cual puede requerir una consulta especializada previa que lo oriente, o darle tiempo para madurar sin exigirle lo que ahora no pueda conseguir. El problema empeora si los padres y los maestros no se dan cuenta de la naturaleza del problema y toman actitudes inadecuadas, como por ejemplo recriminarle, exigirle lo que no puede dar de sí en ese momento o castigarle, con lo que se cierra un círculo vicioso y el rendimiento escolar empeora.

Los castigos

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En la consulta de psiquiatría-psicología de niños y adolescentes, los padres plantean a menudo la cuestión de los castigos. Se preguntan cómo se eligen para que sean eficaces y proporcionados a la conducta negativa del niño. Pero hay otras cuestiones que hay que aclarar para situarnos correctamente en cuanto a los castigos. En un grupo de trabajo para familias, un padre comenta que es muy difícil saber cuándo y cómo se debe castigar para ser justo y eficaz. Decía: «A menudo te pasas y después no sabes si tienes que cumplirlo; otras te quedas corto y entonces no debe servir para nada». Una de las psicólogas preguntó: «Pero ¿hay que castigar?». Hubo sorpresa y silencio, seguido de comentarios como: «Pero no se puede permitir todo», «hay que educarlos», «¿cómo los corregiremos si no?»… Sin lugar a dudas, todo no se puede permitir; padres y maestros deben educar, sin embargo, ¿es cuestión de castigos? Lo que hagamos dependerá de cómo entendamos el comportamiento de nuestro hijo. Si estamos convencidos de que va mal en la escuela «porque no le da la gana de hacer nada», «es un pasota», «un vago» o «nos toma el pelo», le dejaremos tres meses sin ver su programa preferido o sin asistir a los entrenamientos de futbol, que es la única actividad que lo motiva, donde tiene éxito y se siente valorado. Porque hay que darle donde hace más daño. A veces, es irónico, se le pega para enseñarle a no pegar. A menudo se llega a un pulso entre padres e hijo a ver quién puede más. Todo esto es cada vez más negativo para la relación entre padres e hijo. Cuando se priva a un muchacho que no va bien en la escuela, o en otras áreas, de una actividad que lo motiva, en la que tiene éxito y es valorado, en la que se apoya su autoestima, como puede ser un deporte, una actividad musical u otra cosa, se corre el riesgo de que acabe en desánimo o incluso en depresión. Si por el contrario nos damos cuenta de que el fracaso en la escuela, en las relaciones sociales o en otros ámbitos es la expresión de problemas emocionales, intelectuales u otros que el mismo chico no sabe explicar y menos aún resolver por su cuenta, no tendremos duda alguna de que lo que hemos de hacer es buscar cómo ayudarlo, conversar con él, explicarle lo que observamos, nuestra preocupación, interesarnos por lo que él piensa. A menudo los padres se desorientan porque el muchacho, defensivamente, adopta una actitud pasota, de desafío y desprecio, que los estimula a entrar en el conflicto y en el enfrentamiento. Al fin y al cabo los padres también tienen su propio orgullo. Pero si no se dejan dominar por él y por la provocación y pueden ver más allá de la fachada defensiva, podrán, a pesar de todo, estar a su lado, ayudarlo y reforzar la buena relación. Esta forma de abordarlo puede aportar resultados importantes de fondo. En realidad, los castigos empeoran la relación con el hijo, fomentan la desconfianza, el resentimiento, la distancia y las mentiras. Por tanto, a la pregunta del inicio de este escrito, ¿hay que castigar?, contestamos sin dudarlo: ¡No!, ¡por supuesto que no! Los castigos son el fracaso del método educativo.

En general, los padres y los maestros desean estimular, motivar a sus hijos o alumnos para que sus resultados académicos mejoren, pero a veces se confunde el estímulo con la exigencia y los reproches. Estimular significa apoyar al niño dedicándole tiempo y atendiéndole para que logre hacer lo que de hecho es capaz de hacer. Algunos padres, cuando sus hijos obtienen resultados escolares flojos y como consecuencia se desaniman y cada vez están menos interesados en aprender, tratan de hacerlos reaccionar amenazándolos y asustándolos con un porvenir degradado en el que 63

no serán socialmente aceptados. Este tipo de monólogo (porque suele tomar esta forma) paterno o materno, llega a hacerse tan repetitivo y aburrido que, en cuanto comienza, el hijo ya ha desconectado. Este procedimiento, que desanima al niño, no tiene en cuenta el fondo del problema, sino que lo trata como si el niño lo hiciera a propósito o, en caso de querer resolverlo, lo pudiera conseguir de hoy para mañana. No valora el hecho de que el niño necesita ayuda adecuada a sus características personales y a la naturaleza de su problema. Hay padres que cuando su hijo, por ejemplo, de diez años, obtiene un aprobado, le dicen: «Está bien, pero podías sacar más, estaría contento si hubieras hecho todo lo que puedes, pero deberías haberte esforzado más.» Cuando los padres están siempre descontentos, su hijo nunca está a la altura de sus expectativas, el chico siente que siempre está fracasando, siente que es un fracasado. Otros padres entienden el estímulo de una forma más beneficiosa para el niño. Si el chico no va bien en la escuela, en lugar de enfadarse se preocupan por él, por cómo se siente, tratan de orientarse en relación a la ayuda que el chico necesita y la ayuda que pueden brindarle ellos personalmente: estar con él mientras hace sus deberes, ayudarle a repasar sus lecciones, etcétera. Pueden estar a su lado animándolo, con palabras semejantes a estas: «Está bien, has aprobado, has hecho todo lo que has podido y estamos contentos, ¿y tú, cómo lo ves, cómo te sientes?». Para un niño es muy diferente recibir dedicación, interés y tiempo por parte de sus padres, que estén dispuestos a trabajar con él y a compartir sus actividades, a que lo presionen y lo sermoneen sin compartir sus problemas. Durante su crecimiento, el niño puede vivir experiencias que le producen sufrimiento y disminuyen su interés, como por ejemplo una situación familiar difícil, un cambio de escuela –especialmente si el niño estaba bien integrado y ha tenido que cambiar por traslado a otra ciudad o factor similar–, una enfermedad u operación quirúrgica que deba practicársele y muchas otras razones. También le afecta la mala integración en la escuela, una relación conflictiva con su maestro o dificultades de relación con sus amigos y compañeros. Antes de la pubertad, los niños viven también períodos de mayor dificultad, en que se hallan más ansiosos y tensos y en los que el trabajo escolar les cuesta más. Lo importante en estos períodos críticos es que los padres y maestros puedan darse cuenta a tiempo de que ese niño necesita ayuda. Atendiéndole a tiempo y adecuadamente se evitará además la formación de círculos viciosos que empeoran la situación. Más tarde, en la pubertad y la adolescencia son evidentes los cambios en las relaciones entre el muchacho o la chica, sus padres y su entorno, así como los cambios en su propio cuerpo y en sus emociones y deseos. Debido a ello, su capacidad de concentrarse en el trabajo intelectual y su interés por él pueden disminuir. Además, a estas edades aumentan las exigencias académicas, lo cual a menudo agudiza el problema. Hasta aquí hemos considerado que el rendimiento escolar es lo que el niño aprende y los resultados que obtiene en sus exámenes. Pero creemos que debe entenderse en un sentido más amplio, que deben incluirse en él los «rendimientos» sociales, culturales, 64

deportivos y recreativos que aporta la escuela directa o indirectamente. La escuela ofrece al niño la oportunidad de relacionarse con otros niños de su edad y de otras edades y de ambos sexos. Puede trabar con ellos amistades individuales o formar parte de un grupo, esto último especialmente a partir de los siete u ocho años en adelante. En estas relaciones de compañerismo o amistad, el niño comparte aficiones e intereses tanto culturales como recreativos, sea en el marco de la escuela o paralelamente a ella. Pero para ser admitido por los otros niños y por el grupo, debe conseguir progresos personales, en su manera de ser y en su conducta, que le permitan compartir los juegos y otras actividades. Tiene que aprender a tolerar suficientemente las frustraciones, a controlar mejor sus emociones y su conducta que cuando era pequeño. En definitiva, ha de madurar. Eso le obliga a renunciar a parte de sus propios deseos y a ceder en favor de los intereses del grupo o de sus amigos, cuando sea necesario. En los primeros tiempos de asistir a la escuela, e incluso hasta los seis o siete años, los niños tienen a menudo problemas entre ellos debido a que todos quieren elegir el juego, ganar siempre, ser los primeros… También pelean porque todos quieren representar un papel importante o el papel «del bueno» en sus juegos. Poco a poco aprenden a controlarse y continuar jugando aun cuando estén perdiendo, a esperar a que les toque el turno, a aceptar que en ocasiones otro niño elija a qué jugarán, a aceptar distintos papeles, etcétera. También el niño aprende a «ser un buen compañero», o sea, a ser leal con sus amigos y no acusarles a la maestra o a sus padres cuando jugando le han hecho daño, a prestar sus juguetes y útiles escolares, a compartir los trabajos, etcétera. Al llegar a este nivel, el niño da prioridad a su amistad con sus compañeros y a su integración en el grupo sobre su deseo de sobresalir y de ser el preferido de su maestra. Progresivamente se hace más realista acerca de sí mismo, de sus capacidades y de sus limitaciones y también evalúa mejor a sus compañeros. Ha superado la etapa en que necesitaba creerse el mejor en todo y cuando la realidad le demostraba lo contrario se sentía muy herido y humillado. Ahora puede aceptar, por ejemplo, que algunos compañeros sean mejores que él en deportes, mientras que él obtiene mejores resultados en matemáticas o viceversa. Gradualmente va siendo más capaz de reconocer cualidades en sus compañeros, aun en aquellos que no le caen bien, y podrá admitir su parte de responsabilidad en los conflictos que vive en lugar de echar siempre las culpas a los demás –compañeros y maestros, hermanos y padres– como hacía cuando era más pequeño. Con estos progresos, el niño está mejor preparado para poner de su parte en la solución de conflictos con los otros, y también para pedir ayuda cuando la necesite a los compañeros mejores que él en las distintas asignaturas o deportes. Esta evolución social del niño se desarrolla desde los primeros años de escuela hasta alrededor de la adolescencia y no todos los niños consiguen estos progresos a la misma edad, depende de su sensibilidad y su intuición. Los niños hasta los diez u once años desarrollan sus actividades dentro del marco de las organizaciones adultas, especialmente familia y escuela y también centros deportivos y recreativos. Más tarde, en la adolescencia, ellos crearán sus propias organizaciones 65

sociales. En todas las edades, la relación con los compañeros de clase, de deportes y de aficiones en general es, además, una ventana abierta a otros mundos, a otros grupos culturales, a otras ideas que ayudan a ampliar las propias. Así, cuando los niños van a jugar a casa de compañeros de clase o de actividades extraescolares, y de la misma forma si se quedan a dormir, descubren costumbres, relaciones entre hermanos, relaciones con los padres, organización familiar diferentes a las que él conoce, a las de su familia; y no se trata solamente de descubrir otros modelos, sino también del estímulo a replantearse los propios. De la misma forma, a través de un compañero aficionado a los deportes, un niño –o adolescente– que no ha tenido este contacto con ellos, descubre los atractivos de participar en un deporte de equipo, de pasear en bicicleta, de nadar, de jugar al tenis… En muchas ocasiones estas actividades resultan ser un puente entre la familia, el grupo adolescente y el desarrollo progresivo de la autonomía. Hasta los cinco o seis años, niños y niñas suelen jugar juntos sin que la diferencia de sexo represente una traba para ellos. A partir de los ocho o nueve, los niños y las niñas tienden a componer grupos separados, integrados por un solo sexo para apoyarse en lo propio del género. A menudo conservan sus amistades individuales con niños del otro sexo y pueden ser muy amigos, por ejemplo, de su compañera de banco o de su vecino, y jugar juntos cuando tienen la ocasión, pero siempre manteniendo su grupo de género. Los grupos de niños y los de niñas se concentran en juegos que consideran más apropiados para ellos y suelen calificar de «brutos» o de «tontos» los juegos del otro sexo. Pueden, por ejemplo, establecer que saltar a cuerda es juego de niñas, con lo que habrá niños que desearían participar, pero por temor a la reacción y tal vez a las burlas de los otros no se atreven. Estos tabús son como obligaciones en relación a su identidad de género. De todos modos, los niños que se sienten más seguros en cuanto a su identidad desobedecen al tabú y saltan a cuerda. Más adelante, hacia los doce o trece años, la atracción por ese «sexo opuesto» suele abrirse paso a través de todos los ajustes anteriores y muchachos y muchachas suelen aproximarse nuevamente, venciendo lentamente todas las dificultades que puedan presentarse: inseguridad, timidez, miedo al rechazo, vergüenza de las actitudes que tome su propio grupo, o sea, los amigos del mismo sexo, etcétera. Esta aproximación señala la entrada en la pubertad y la adolescencia.

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SIGUIENDO EL HILO

Hasta aquí lo que me proponía explicar. En realidad, un escrito como este no tiene una terminación natural; muchos hilos lo continúan y lo amplían en distintas direcciones, pero, si los siguiéramos, tampoco llegaríamos a completar el libro y a no tener nada más que decir. Sabiendo esto, he tratado de explicar algunos puntos básicos en el crecimiento, la conducta, el aprendizaje y la evolución de los niños, las emociones y las reacciones que todo ello estimula en los padres y las consecuencias mejores o peores en la relación que se establece entre ellos y en la salud física y mental del hijo. He tratado de que el escrito no fuera demasiado largo ni difícil de leer, con el deseo de ayudar, a aquellos que lo lean, a revisar, si lo desean, sus propios planteamientos en relación a sus hijos. Estaré contenta si algo de esto he conseguido.

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SOBRE LA AUTORA

La doctora Eulalia Torras de Beà es médica, psiquiatra de niños y adolescentes y psicoanalista de la Sociedad Española de Psicoanálisis, filial de la IPA (International Psicoanalitical Association). En 1969 inició el Servicio de Psiquiatría y Psicología del Niño y del Adolescente, en el hospital de la Cruz Roja de Barcelona, que en 1990 pasó a constituir la Fundación que lleva su nombre. Actualmente colabora también como supervisora en otros equipos de la especialidad.

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Soy adulto, soy adoptado Negre Masià, Cristina 9788499218533 294 Páginas Cómpralo y empieza a leer Ser adoptado es una circunstancia para toda la vida, presente también en la edad adulta, más allá de la infancia y la adolescencia. La huella emocional del hecho adoptivo, igual que la de otros sucesos significativos, no influye por igual a todas las personas, que vivirán de formas diversas los cambios vitales, la toma de decisiones y la gestión de las relaciones personales. Este libro pretende ser de ayuda para acompañar y entender los procesos internos y emocionales que las personas adoptadas pueden presentar ante situaciones cotidianas que se dan a lo largo del ciclo vital y que a menudo estan relacionados con su realidad específica. El libro va dirigido a quienes conviven y se relacionan con personas adoptadas y las acompañan en su camino, como las parejas, los hijos, los padres, los hermanos, los amigos, etc. Por otro lado, puede interesar a profesionales que trabajan e investigan sobre la adopción. También será de interés para las mismas personas adoptadas, ya que se recogen múltiples testimonios que describen experiencias vinculadas a la adopción, en las que se verán reflejadas. Cómpralo y empieza a leer

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Las redes sutiles de la educación Traveset Vilaginés, Mercè 9788499218342 212 Páginas Cómpralo y empieza a leer La aplicación de las aportaciones de la visión sistémica al marco educativo abre la puerta a un nuevo paradigma pedagógico que permite que los docentes miren la realidad educativa como un todo, vinculando los sistemas familiares, sociales, culturales, históricos y espirituales, y vean cómo ello influye, repercute y está en la base de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Hoy en día sabemos que el ser humano está constituido por una red inmensa de complejidades neuronales, sensoriales, psíquicas, sociales y espirituales que se influyen continuamente unas a otras. Tanto la física moderna como la neurociencia y la biología, por citar solo algunos campos de la ciencia, muestran descubrimientos que van en esta dirección. La pedagogía sistémica multidimensional pone la mirada en el desarrollo de la consciencia, la interioridad y las dimensiones transgeneracionales, intergeneracionales, intrageneracionales e interpersonales, y en cómo la inclusión de esta información llena de sentido el aprendizaje y vincula el ser, el pensar, el sentir y el hacer. Esta educación incluye la razón y la intuición, une la mente y el corazón, escucha el cuerpo, las emociones, los sentidos y significados de cada persona, dignifica las raíces y la identidad de cada una, y ordena la complejidad de los vínculos para que cada cual esté en su lugar y que las nuevas generaciones puedan desarrollar al máximo sus potencialidades. En este libro se presentan los fundamentos de todo ello y algunas herramientas para llevarlo a la práctica. Cómpralo y empieza a leer

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El filósofo desnudo Jollien, Alexandre 9788499214917 184 Páginas Cómpralo y empieza a leer ¿Cómo vivir más libremente la alegría cuando nos tienen presos las pasiones? ¿Cómo atreverse a distanciarse un poco sin apagar un corazón? A partir de la experiencia vivida en carne propia, Alexandre Jollien intenta, en este libro, diseñar un arte de vivir que asume lo que resiste a la voluntad y a la razón. El filósofo se pone al desnudo para auscultar la alegría, la insatisfacción, los celos, la fascinación, el amor o la tristeza, en resumen, lo que es más fuerte que nosotros, lo que se nos resiste... Citando a Séneca, Montaigne, Spinoza o Nietzsche, Jollien explora la dificultad de practicar la filosofía en el corazón de la afectividad. Lejos de dar soluciones o certidumbres, Jollien, junto a Hui Neng, patriarca del budismo chino, descubre la frágil audacia de desnudarse, de desvestirse de uno mismo. Tanto en la adversidad como en la alegría, nos invita a renacer a cada instante lejos de las penas y de las esperanzas ilusorias. Esta meditación inaugura un camino para extraer la alegría del fondo del fondo, de lo más íntimo de nuestro ser. Cómpralo y empieza a leer

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Conocer y alimentar el cerebro de nuestros hijos Aguirre Lipperheide, Mercedes 9788499217529 248 Páginas Cómpralo y empieza a leer La doctora en Biología Mercedes Aguirre Lipperheide (Getxo, 1966) tiene ya publicados dos extensos libros relacionados con la alimentación, la suplementación y la salud: Guía práctica de la salud en la infancia y la adolescencia (Octaedro, 2007) y Salud adulta y bienestar a partir de los 40 (Octaedro, 2011). En este tercer libro, saca a relucir la importancia que la alimentación (y puntualmente la suplementación) puede llegar a tener de cara a apoyar el desarrollo cognitivo y emocional de niños y adolescentes, un aspecto que gana más relevancia, si cabe, en aquellos jóvenes que tienen un problema declarado en dichos ámbitos. La escalada de niños etiquetados con algún problema de aprendizaje y/o comportamiento (TDA/TDAH, problemas de concentración, dislexia, etc.) resulta en ocasiones llamativa y necesariamente requiere un análisis más profundo sobre sus posibles orígenes. En esto se centra precisamente este libro. Por un lado, se intenta explicar al lector, de una manera didáctica y cercana, las bases que sustentan una adecuada maduración cerebral, para luego poder entender qué puede ir mal en este proceso que explique posibles problemas de aprendizaje y/o comportamiento (primera parte). La segunda parte del libro, más extensa, se centra en analizar nuestra alimentación y el modo en que puede afectar, para bien o para mal, el desarrollo cognitivo y/o de comportamiento de niños y adolescentes. Este enfoque es, sin duda, novedoso y a buen seguro va a ayudar a muchos padres a entender mejor cómo apoyar las necesidades de sus hijos, bien sea para reforzar un adecuado desarrollo cognitivo y emocional o, en caso de existir alguna alteración, para superarla con mayor éxito. Cómpralo y empieza a leer 77

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Leer en el centro escolar Zayas Hernando, Felipe 9788499217925 160 Páginas Cómpralo y empieza a leer Ser lector competente es imprescindible en la actualidad para satisfacer necesidades personales, actuar como ciudadanos responsables, alcanzar los objetivos académicos, lograr la cualificación profesional y seguir aprendiendo a lo largo de la vida. La competencia lectora incluye destrezas muy complejas que hasta hace varias décadas eran logradas únicamente por una minoría de la población y que en la actualidad constituyen un objetivo básico en todos los niveles escolares. La magnitud de este objetivo incita a promover, en los centros, planes de lectura que impliquen a toda la comunidad educativa. Este libro está concebido como una ayuda para elaborar y poner en marcha los planes de lectura en los centros escolares: se define el marco conceptual en el que se puede basar el plan, se dan criterios para analizar el marco contextual al que se han de adecuar las acciones programadas, se describen estas acciones y se proporcionan criterios y medios para su evaluación. Cómpralo y empieza a leer

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Índice Portadilla Portada Créditos Introducción Las primeras semanas El niño y su mundo externo Rechazo del extraño Aprender a andar La edad del "no" o "período de resistencia" Aprende a hablar Pide sus necesidades El juego del niño Rabietas y pataletas El nacimiento de un hermano Cuando está enfermo El niño se masturba Entrada en la escuela El rendimiento escolar Siguiendo el hilo Sobre la autora

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