Segundo Manifiesto Por La Filosofia

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Alain Badiou Segundo manifiesto por la filosofía

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Segundo manifiesto por la filosofía

Alain Badiou

Segundo manifiesto por la filosofía

MANANTIAL Buenos Aires

Título original: Second manifeste pour la philosophie « Second manifeste pour la philosophie » de Alain Badiou World copyright © LIBRAIRIE ARTHÈME FAYARD, 2009 TRADUCCIÓN: MARÍA DEL CARMEN RODRÍGUEZ Diseño de tapa: Eduardo Ruiz Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de Culturesfrance, opérateur du Ministère Français des Affaires Etrangères et Européennes, du Ministère Français de la Culture et de la Communication et du Service de Coopéra­ tion et d’Action Culturelle de l’Ambassade de France en Argentine. Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo de Culturesfrance, operador del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y Europeos, del Ministerio Francés de la Cultura y de la Comunicación y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.

Badiou, Alain Segundo manifiesto por la filosofía. - la ed. - Buenos Aires : Manantial, 2010. 160 p . ; 17x12 cm. Traducido por: María del Carmen Rodríguez ISBN 978-987-500-141-1 1. Filosofía Contemporánea. I. María del Carmen Rodríguez, trad. CDD 190

Flecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en la Argentina Derechos reservados Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cual­ quier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

índice

0. Introducción........................................... 0 bis. Planificación......................................

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1. Opinión.................................................. 2. Aparición................................................ ?>. Diferenciación......................................... 4. Existencia................................................ 4 bis. Existencia de la filosofía.................... 5. Mutación................................................. 6. Incorporación......................................... 7. Subjetivación........................................... 8. Ideación..................................................

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Conclusión..................................................

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Notas...........................................................

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Esquemas

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0. Introducción

Escribir un Manifiesto, incluso por algo cuya pretensión intemporal es tan potente como la de la filosofía, es declarar que llegó el momento de hacer una declaración. Un Manifiesto contiene siempre un “es tiempo de decir...” que hace que no se pueda distinguir entre lo que proclama y su momento. ¿Qué me autoriza a juzgar que un Manifiesto por la filosofía está al orden del día y, lo que es más, un segundo Manifiesto? ¿En qué tiempo del pensamiento vivimos? Sin vacilar, hay que acordarle a mi amigo Frédé­ ric Worms que hubo en Francia, entre los años sesenta y ochenta -desde los últimos grandes tra­ bajos de Sartre hasta las obras capitales de Althus­ ser, Deleuze, Derrida, Foucault, Lacan, LacoueLabarthe o Lyotard, por citar solo a los muertos-, un fuerte “momento” filosófico. La prueba de este punto “por el ejemplo negativo”, corno dicen los chinos, es el encarnizamiento puesto por la coa-

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lición entre algunas vedettes mediáticas y unos charlatanes entonados de la Sorbona en negar que haya pasado, en esos años lejanos, algo grande o aunque sea aceptable. Esta coalición mostró que todos los medios le resultaban buenos para impo­ nerle a la opinión pública su vindicta estéril, que incluía el sacrificio sin miramientos de una genera­ ción entera de jóvenes arrinconados frente a una elección detestable: o bien el carrerismo salvaje condimentado con Etica, Democracia y -llegado el caso- Piedad, o bien el no menos salvaje nihilismo de los goces breves con salsa no future. El resulta­ do de este encarnizamiento ha sido que, entre los esfuerzos heroicos de la juventud actual por encon­ trar una voz poderosa y la cuadrilla enflaquecida de los sobrevivientes y herederos de la gran época, ^ hay, en filosofía, un gran agujero que desconcierta a nuestros amigos extranjeros. En lo que concier­ ne a Erancia, solo la elección de Sarkozy llega a asombrarlos tanto como lo hace, desde hace veinte años, la merma de nuestros intelectuales. Es que nuestros “amigos norteamericanos” están siempre demasiado prestos a olvidar que, si bien Francia es el lugar de algunas histerias populares grandiosas escoltadas por potentes invenciones conceptuales, es también el lugar de una tenaz reacción versa­ llesca y servil a la que nunca le faltó la adhesión propagandista de regimientos de intelectuales.

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“¿Qué fue de ustedes, filósofos franceses a los cjue tanto hemos querido, durante esos sombríos años ochenta y, más aún, los noventa?”, se nos pregunta con insistencia. Pues bien: proseguía­ mos el trabajo en diversos lugares protegidos que habíamos construido con nuestras manos. Pero he aquí que, a pesar o a causa de que la situación histórica, política e intelectual de Francia parece en extremo degradada, hay signos cada vez más numerosos que indican que nosotros, viejos sobrevivientes que dedicamos nuestra fiel labor a la apremiante demanda, descontenta e instruida, de nuevas generaciones, vamos a volver a encon­ trar un poco de aire libre, de espacio y de luz. Publiqué mi primer Manifiesto por la filoso­ fía^ en 1989. ¡Créanme, no eran tiempos felices! El entierro de los “años rojos” que siguieron a Mayo del 68 con interminables años Mitterrand, la petulancia de los “nuevos filósofos” y de sus pa­ racaidistas humanitarios, los derechos del hom­ bre combinados con derecho de injerencia como único sustento, la fortaleza occidental saciada que le daba lecciones de moral a los hambrientos de la tierra entera, el hundimiento sin gloria de la URSS que acarreaba la vacancia de la hipótesis comunis­ ta, los chinos que volvían a su genio del comercio, la “democracia” identificada por todas partes con la dictadura morosa de una estrecha oligarquía de

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financieros, políticos profesionales y locutores de tele, el culto de las identidades nacionales, racia­ les, sexuales, religiosas o culturales que intentaba aplastar los derechos de lo universal... Mantener en esas condiciones el optimismo del pensamiento, experimentar, en relación estrecha con los proleta­ rios llegados de África, nuevas fórmulas políticas, reinventar la categoría de verdad, comprometerse en los senderos de lo Absoluto según una dialéc­ tica enteramente reconstituida de la necesidad de las estructuras y de la contingencia de los aconte­ cimientos, no ceder en nada... ¡Qué empeño! De esa labor daba testimonio, de modo a la vez sucin­ to y alegre, ese primer Manifiesto por la filosofía. Como memorias del pensamiento escritas en un subsuelo: eso era ese pequeño libro. Veinte años después, vista la inercia de los fenó­ menos, es todavía peor, naturalmente, pero toda noche atesora al fin la promesa del alba. Difícil­ mente se pueda descender más bajo que: en el orden del poder de Estado, el gobierno de Sarkozy; en el orden de la situación planetaria, la forma bestial que tomó el militarismo norteamericano y sus sirvientes; en el orden de la policía, los innu­ merables controles, las leyes criminales, las bruta­ lidades sistemáticas, los muros y los alambrados destinados únicamente a proteger a los ricos y a los satisfechos occidentales de sus enemigos tan

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naturales como innumerables, a saber, los miles de millones de desposeídos de todo el planeta, comenzando por los de África; en el orden de la ideología, la tentativa miserable de oponer a unos supuestos bárbaros islámicos un laicismo en jiro­ nes, una “democracia” de comedia y -para dar el tono trágico—una repugnante instrumentación del exterminio de los judíos de Europa^ por los nazis; en el orden de los saberes, finalmente, lo que se nos quiere hacer tragar: esa extraña mixtura entre un cientificismo tecnologizado, cuyo florón es la observación de los cerebros en relieve y en colores, y un legalismo burocrático cuya forma suprema es “la evaluación” que hacen de todas las cosas unos expertos salidos de ninguna parte que concluyen, invariablemente, que pensar es inútil y hasta per­ judicial. No obstante, por más bajo que estemos, lo repito, aquí están los signos que alimentan la virtud principal del momento: el coraje y su apoyo más general, la certeza de que va a volver, de que ya ha vuelto la potencia afirmativa de la Idea. A este retorno está dedicado el presente libro, cuya construcción, precisamente, se ajusta a la pregun­ ta: ¿qué es una Idea? Desde un punto de vista estrechamente ceñido a mi propia obra, puedo decir, sin lugar a dudas, que este Segundo manifiesto por la filosofía mantiene con el segundo tomo de El ser y el acontecimiento.

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titulado Lógicas de los mundos y publicado en 2006, la misma relación que el primer Manifiesto mantenía con el primer tomo, publicado en 1988: dar una forma simple e inmediatamente movilizable a temas que la “gran obra” presenta en su forma acabada, formalizada, ejemplificada, minu­ ciosa. Pero, desde un punto de vista más amplio, se puede decir también que la forma corta y clari­ ficada apuntaba, en 1988, a testificar que el pen­ samiento continúa en su subsuelo y, en 2008, que tiene tal vez los medios para salir de él. Por eso no es azaroso, sin duda, que la cuestión central de El ser y el acontecimiento, en 1988, haya sido el ser de las verdades, pensado en el concepto de multiplicidad genérica, ni que haya devenido en Lógicas de los mundos, en 2006, la de su aparecer, revelado en el concepto de cuerpo de verdad, o de cuerpo subjetivable. Simplifiquemos, y esperemos: hace veinte años, escribir un Manifiesto equivalía a decir: “La filo­ sofía es completamente diferente de lo que a usted le dicen que es. Intente ver entonces lo que no ve”. Hoy en día, escribir un segundo Manifiesto es decir, más bien: “¡Sí! La filosofía puede ser lo que usted desea que sea. Intente ver realmente lo que ve”.

o bis. Planificación

Así, pues, un Manifiesto por la filosofía declara filosóficamente la existencia de la filosofía en un momento determinado de esa existencia. Lo hace según las reglas que, de modo inmanente, prescri­ ben una declaración de existencia, sea cual fuere. De donde se sigue un orden metódico obligado. 1. Si hay que declarar filosóficamente la exis­ tencia de la filosofía, es porque esa existencia, en la opinión, es dudosa o incluso refutada. ¿Cuál sería, si no, el interés de su declaración? Tenemos que partir, por ende, de la opinión que rige el momento en que la declaración se impone. ¿Cuál es la temá­ tica de esa opinión, cuáles son sus operaciones y por qué contiene, en definitiva, una negación de la existencia de la filosofía? Nuestro primer título será, entonces: Opinión. 2. Si de lo que se trata es de la existencia de la filosofía en el momento actual, y no de su esencia intemporal, es necesario que la declaración se refie-

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ra específicamente a la existencia de la filosofía en el mundo tal como es y no al ser, que se supone transhistórico, de la filosofía. Pero la existencia es una categoría del aparecer en un mundo determi­ nado, mientras que el ser es una categoría de lo que constituye todo mundo, independientemente de su singularidad. En consecuencia, al apuntar a la existencia de la filosofía aquí y ahora, el Manifies­ to debe explicar qué hay que entender por el apa­ recer de una realidad cualquiera. Nuestro segundo título es pues, obligatoriamente: Aparición. 3. Pero si el aparecer de lo que constituye el núcleo de la filosofía en el momento actual es, precisamente, aquello que la opinión niega, no se puede identificar el aparecer que nos importa (el que comanda la existencia de la filosofía) con el aparecer en general. Porque, precisamente, cuando se arguye sobre el aparecer “en general”, la opinión sostiene que nada que sea propiamente filosófico -en el sentido en que lo entiendo- aparece, puede o debe aparecer en el mundo tal como es y seguirá siendo. La investigación conceptual que sostiene el Manifiesto se consagra, por ende, a lo que dife­ rencia el aparecer, singulariza sus formas y presen­ ta en él objetos distintos, o hasta contradictorios. En suma, conviene pensar la lógica de los mundos como diferencia de las diferencias. De donde se sigue nuestro tercer título: Diferenciación.

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4. Sin embargo, no podemos quedarnos en la ifgiilación lógica de las diferencias, dado que lo (|iic cuenta no es solo la relación de la filosofía con ella lo que no es, sino también su existencia y, por lo tanto, su relación consigo misma en el destino que le impone existir o desaparecer. Así, pues, es necesario que hagamos ver la consistencia existen­ cia! de la filosofía hoy en día y, para eso, necesilamos que la aparición de la filosofía sea idéntica a la fuerza de su existencia. ¿Pero qué es existir? ( ai arta cuestión, que impone el título: Existencia. 4 bis. Aplicaremos inmediatamente la catego­ ría de existencia así definida a la existencia de la (ilosofía, comparando esta existencia en el mundo tle hoy con aquella que organizaba el mundo hace veinte años. 5. Empero, esto no es todavía suficiente para hacer ver una urgencia filosófica singular que nada, en la presentación del mundo, pone al orden del día. Si nosotros, filósofos, la declaramos, y si “en general” esta declaración no es convincente, es porque, evidentemente, nuestra percepción de lo que existe de manera intensa y urgente, percepción que funda la legitimidad de nuestro Manifiesto, no es la misma que la que hace ley en el mundo tal como aparece. Debemos, por tanto, sostener y exponer racionalmente lo que sigue: hay momen­ tos tales que lo que organiza la distribución de las

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intensidades de existencia y de las urgencias de la acción cambia de modo esencial. Literalmente, llega para existir de modo máximo aquello que, anterior y unánimemente, por así decir, no exis­ tía. El momento del Manifiesto es el momento en que lo que hace posible la filosofía, como novación y negación respecto de lo que aparece, surge en el contexto de una reorganización fundamental, aunque primero muy localizada, de la distribución de las intensidades de existencia en el mundo, de modo tal que “alguna cosa” aparece en el mundo, alguna cosa que prescribe una preocupación filo­ sófica y cuya aparición es de naturaleza tal que se puede decir, de esta “cosa”: “no era nada, hela aquí todo”. En suma, todo Manifiesto arguye, a la escala del mundo en que hace su declaración filosófica, sobre una suerte de fino e implacable corte en las leyes que rigen el aparecer. Lo cual nos impone, como quinto título: Mutación. 6. Llamemos razonablemente “cuerpo” (somos materialistas) a aquello que existe en el mundo. Si la “cosa” que concierne a la filosofía surge en el mundo, surge en él como devenir de un cuerpo. A lo que invita de manera urgente el Manifiesto es a experimentar la existencia de ese cuerpo de modo tal que se sepa por qué está en juego, en esa novísima existencia, la existencia reafirmada de la filosofía. Experimentar la existencia de un cuerpo

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es ima práctica y no una representación. Es com­ partir su devenir, las contingencias de ese devenir, es hacer del individuo que uno es -tal vez entre millones de otros, tal vez solo- un componente del proceso de despliegue de ese cuerpo en un mundo que, poco tiempo antes, pronunciaba su inexistenua. Se juzgará razonable, sin duda, llamar a esto ima Incorporación. 7. La incorporación no podría reducirse a la dimensión puramente objetiva de un crecimiento lie existencia del cuerpo nuevo, que es, en suma, una suerte de cuerpo glorioso."^ Porque de lo que se trata es de la orientación de tal cuerpo, y es esa orientación, en particular, la que requiere a la filo­ sofía. ¿Qué hay que entender por “orientación”? I,a cuestión propiamente subjetiva es la de aquello tlue se le hace experimentar al cuerpo en su devenir intramundano. Uno puede desplegar su potencia en una sucesión de pruebas; uno puede, desde el inte­ rior mismo de su devenir, limitar, y hasta negar, su existencia; uno puede, finalmente, hacer de él solo la copia servil, o hasta el enemigo, de un Cuerpo extramundano sacralizado. Uno puede, en suma, incorporarse positivamente, incorporarse negati­ vamente o contraincorporarse. Estas variantes de la relación de los individuos con el nuevo cuerpo, que dependen de la conducta de la vida respecto de aquello que sobreviene, están en el corazón del

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examen filosófico. Las llamaremos, sin discusión posible, las variantes de la Subjetivación. 8. El motivo filosófico último es el de la Idea en el sentido siguiente: aquello que ordena una subjetivación, de tal suerte que el individuo pueda representarse como lo que activa al nuevo cuerpo. Es, más simplemente, la respuesta a la pregunta última de la filosofía: ¿qué es una vida digna de ese nombre? El Manifiesto reafirma, en las condi­ ciones del presente, que la filosofía puede dar una respuesta -o al menos la forma de una respuestaa esta pregunta. El imperativo del mundo, como imperativo de los goces cortos, se enuncia simple­ mente: “No vivas más que para tu satisfacción y, por ende, vive sin Idea”. Contra esta abolición del pensamiento-vida, la filosofía declara que vivir es actuar para que no haya más distinción entre la vida y la Idea. Esta indiscernibilidad entre la vida y la Idea se llama: Ideación. Así, el Manifiesto articula su declaración en: Opinión, Aparición, Diferenciación, Existencia, Mutación, Incorporación, Subjetivación e Idea­ ción. Después de lo cual llega el momento de con­ cluir: vivir “en Inmortal”, como deseaban los anti­ guos, está, se diga lo que se diga, al alcance de quien fuere.^

1. Opinión

Se ha vuelto difícil enfrentarse a la opinión, pese a que tal parece ser, desde Platón, el deber de toda filosofía. En primer lugar, ¿no es la liberlad de opinión en nuestros países -quiero decir, los países en que la forma del Estado es la “demo­ cracia” parlamentaria- el contenido inmediato de la libertad más considerada? En segundo lugar, ¿no es ella otro nombre de aquello que se sondea, se consiente y, si es posible, se compra, a saber, la opinión pública? ¿No es el sondeo de opinión aquello a partir de lo cual se construye el singular sintagma “los franceses piensan que...”? Singular al menos por dos razones. La primera es que es más o menos cierto que “los franceses”, al no consti­ tuir en modo alguno un Sujeto, no podrían “pen­ sar” esto o aquello, sea lo que fuere. La segunda es que, suponiendo incluso que los franceses cons­ tituyen un conjunto consistente, se debería resu­ mir el sondeo a lo que cifra y decir, exactamente;

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“Según nuestra últimas mediciones, y descontando los efectos inmediatos de la pregunta estúpida que les hemos hecho, un tanto por ciento de los fran­ ceses opina en tal sentido, otro tanto por ciento en otro sentido, y otro tanto por ciento no opina en ninguna dirección”. Sin embargo -y esta es la tercera razón del fetichismo de la opinión—, lejos de ver cómo se forma allí, en respuesta a un cues­ tionario embarrado, la tríada de un opinar confor­ mista, un contraopinar anárquico y un no opinar prudente, el discurso dominante piensa que esas determinaciones de la opinión son aquello a lo que debe conformarse la acción pública. Tomemos un demócrata indiscutible, Michel Rocard, ese primer ministro socialista al que a Mitterrand le encanta­ ba tironear con la correa y gruñir todos los días. El tenía el don de enunciar magníficas fórmulas políticas que sus sucesores no se cansan de repe­ tir, tales como “Francia no puede acoger toda la miseria del mundo”, fórmula que desde entonces hizo fortuna en todas las leyes criminales contra los obreros de proveniencia extranjera. La que nos interesa, que está también grabada en el bronce de la lengua, propone a Francia y a sus dirigentes otra prohibición: “No se gobierna contra los sondeos”. Y claro, ¡así el filósofo-rey de Platón puede irse a paseo con su obsesión por lo Justo y lo Verdade­ ro! Contra la autoridad de las opiniones, ninguna

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“buena gobernanza” posible, para hablar en la jerga ética de moda. Opinar es reinar. En el fondo, todas estas historias sobre la opi­ nión, su libertad, su sondeo y su autoridad equi­ valen a decir que, en materia de política (pero finalmente, como veremos, en todo lugar donde un pensamiento parece requerirse), no hay que alegar principios, salvo el principio de que no hay principios. El demócrata agregará de buena gana que sostener principios como si fueran absolu­ tos es lo propio del totalitarismo. Sonriendo con amabilidad, visto nuestro retraso mental, evocará el proverbio: “Solo los imbéciles no cambian de parecer”. Se apoyará en la rapidez fulgurante de los cambios del mundo, que por sí sola condena la rigidez de los supuestos principios: ni bien se lo formula, ¡el principio ya es arcaico! Esa es además -concluirá- la razón por la cual solo hay, por una parte, reglas oportunistas para una “gestión flexi­ ble”; por otra, reglas jurídicas para defender, con­ tra la manía de los principios, todas las libertades. La libertad de emprendimiento es, evidentemente, prioritaria: “montar un negocio” y elegir su banco ante todo, del lado de la flexibilidad concreta. Pero inmediatamente después, del lado jurídico, la libertad de opinar como se quiera, salvo contra el derecho de los otros de opinar de otro modo. Ges­ tión y derecho, y todo el resto es literatura.

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¡Diablos, diablos!, dice el filósofo abruma­ do por el discurso de su tiempo. ¡Es muy fuerte! Veámoslo más de cerca. Y entonces le pregunta al demócrata; si no hay principios, ¿qué hay, qué es lo que hace que la diversidad de las opiniones se aferre a algo real? O bien, ¿qué es lo que hace que la decisión sea algo diferente de seguir la corriente como un perro exhausto? ¿De dónde extrae auto­ ridad ese derecho suyo sin principios y de dónde viene que su gestión flexible no consista, la mayo­ ría de las veces, más que en consentir en el devenir de las fuerzas? Digámoslo un poco en jerga: ¿cuál es su ontología? El demócrata responde: en primer lugar, hay individuos que tienen sus opiniones y el derecho de tenerlas; en segundo lugar, hay comunidades o culturas que tienen sus costumbres y el derecho de tenerlas. El derecho regla las relaciones entre los individuos y las comunidades, mientras que la gestión asegura el desarrollo de las comunidades para el mayor provecho de los individuos. A uno le corresponde la armonía, al otro el crecimiento, a los dos el crecimiento armonioso y el desarrollo sustentable. Al filósofo, consternado por el desarrollo susten­ table, solo le queda entonces confesar que, dejan­ do de lado toda argumentación, le es desgraciada­ mente imposible ver las cosas así. Como Platón lo

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estableció antes que todo el mundo, los axiomas tie la filosofía no pueden ser los del “demócrata” o -para que nos comprendamos- los del sofista, es decir, justamente, el hombre de la libertad de opiniones, e incluso de su reversibilidad. Ciertamente, el filósofo aceptará decir con el demócrata que, en cierto sentido, no existen más que individuos y comunidades. Ni Dios, ni Ánge­ les, ni Espíritu de la Historia, ni Razas, ni Tablas de la Ley... De acuerdo. Multiplicidades indivi­ duales y culturas complejas: uno se arregla con eso en el registro de la existencia. Sí, el filósofo comparte hoy en día con el demócrata (o con el sofista, repitamos que es el mismo personaje) este postulado materialista. Lo generalizaremos así: “No hay más que cuerpos y lenguajes”. Diremos que esta máxima es la del materialismo democrá­ tico y que es el centro activo de la filosofía domi­ nante. El filósofo consiente en que una ideología dominante tenga que dominar y se sacrifica a ese consentimiento: él mismo, el filósofo, está domi­ nado por el materialismo democrático. A grandes rasgos, solo existe lo que el axioma del materia­ lismo democrático declara que existe: cuerpos y lenguajes. Pero solamente a grandes rasgos. En el detalle extremo, se encuentran excepciones. Existen tam­ bién “cosas” -seamos vagos por el momento- que

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no son identificables ni con singularidades indivi­ duales ni con construcciones culturales. “Cosas” que son inmediatamente universales en el sentido siguiente: para otro mundo, para otra cultura, para otros individuos que el mundo, la cultura o los individuos que participaron en su surgimien­ to y en su desarrollo, la “cosa” en cuestión posee un valor apropiable, una suerte de resistencia pro­ pia, a despecho de la extrañeza de los cuerpos y de los lenguajes que componen su materialidad. Este tipo de “cosa”, en suma, funciona de manera transmundana, si se entiende por “mundo” una totalidad materialista compuesta por cuerpos y lenguajes. Creada en un mundo, vale actualmente para otros mundos y virtualmente para todos. Es -diremos- una posibilidad suplementaria (puesto que no es deducible solo de los recursos materiales del mundo que se apropia de ella), disponible para todos. Por cierto, la “cosa” está materialmente com­ puesta por cuerpos y lenguajes. Es creada -para decirlo en términos sencillos- por individuos deter­ minados en culturas determinadas. Pero su proceso de creación es de una naturaleza tal que es inteligi­ ble y utilizable en contextos individuales y simbó­ licos enteramente distantes y diferentes, tanto en el espacio como en el tiempo. Ese género de “cosa” puede ser del orden del

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.lile (las pinturas de la gruta Chauvet, las óperas de Wagner, las novelas de la dama Murasaki Shikihu, las estatuas de la Isla de Pascua, las másca­ ras Dogon, las coreografías balinesas, los poemas indios...), de la ciencia (la geometría griega, el álge­ bra árabe, la física galileana, el darwinismo...), de la política (la invención de la democracia en Grecia, el movimiento campesino en Alemania en tiempos de Lutero, la revolución francesa, el comunismo soviético, la revolución cultural china...) o del amor (en todas partes innumerable). ¿Otras cosas aún, otros tipos de cosas? Tal vez. No conozco otras, pero me haría muy feliz, si existen, que me convencieran de su existencia.^ Declinadas en ciencias, artes, políticas y amo­ res, llamo a estas “cosas” de valor transmunda­ no, o universal, verdades. Todo el punto, por lo demás muy difícil de pensar, y que ocupa casi todo el resto de este libro, es que existen verdades, así como existen cuerpos y lenguajes. De allí la excep­ ción que el filósofo debe introducir en el contexto dominante del materialismo democrático.^ En efecto, las verdades no hacen objeción al materialismo democrático. Hacen en él excepción. Por ende, propondremos formular la máxima filosófica, a la vez interna y externa al protocolo del materialismo democrático (“éxtima”, hubiera dicho Tacan), de este modo:

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No hay más que cuerpos y lenguajes, sino que hay verdades. * Evidentemente, esta ligera transformación cam­ bia el estatus de las opiniones. Se dirá que la opi­ nión es lo que puede decirse de los cuerpos o de los lenguajes en un lenguaje determinado, desde el momento en que cuerpos y lenguajes son captu­ rados en el mismo mundo. Así, pues, una verdad no es jamás reductible a una opinión, puesto que su valor es transmundano: su apropiación no se realiza por una captura en el mismo mundo, sino por una captura que acepta una dosis, a menudo elevada, de indiferencia al mundo particular o -lo que es lo mismo- de afirmación de la unidad de los mundos desde el momento en que se los considera desde el punto de vista de las verdades. Todo reposa sobre lo siguiente: una verdad, aun­ que creada en un mundo particular con la ayuda de materiales (cuerpos y lenguajes) de ese mundo, no se manifiesta principalmente como pertenencia a ese mundo determinado y, por ende, arrastra consigo la posibilidad de que ciertos mundos, por otra parte diferentes, sean sin embargo “los mis­ mos” desde el punto de la verdad en cuestión. Marx preguntaba cómo es posible que, en nues­ tro mundo industrial, nos sintamos tocados por los mitos griegos, cuando el rayo de Zeus empalidece al lado de una potente central eléctrica. Su respues-

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fa (el mundo griego representa nuestra infancia, y toda infancia emociona) es tan débil como con­ movedora. Digamos también que es muy alemana, por ese supuesto poema de los orígenes. Es que la cuestión está mal planteada. No hay que partir de la diferencia de los mundos (arcaico e industrial) y constituir lo que les es común (supongamos, una tragedia de Sófocles) en enigma. Por el contrario, hay que partir de la verdad para entrever, a partir de ella, que ambos mundos, en realidad, pueden ser vistos también, desde el punto de la tragedia de Sófocles, como los mismos. Las verdades, y solo ellas, unifican los mundos. Los complejos dispares de cuerpos y lenguajes son transidos por ellas de tal suerte que, en el tiempo de un relámpago, o a veces durante un tiempo más largo, se produce entre ellos como una soldadu­ ra. De allí que toda verdad introduzca, en el juego de las opiniones establecidas, un súbito cambio de escala. Lo que es Uno en tanto cierre mundano accede, por soldadura de los mundos, a una uni­ dad ampliamente superior. El filósofo opone al demócrata la excepción de las verdades como cambio de escala del pensa­ miento. La opinión es limitada, su libertad es, la mayoría de las veces, el derecho de repetir lo que es dominante, la ley del mundo. Solo una verdad abre al mundo a lo Uno de un supermundo, que es

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también el mundo-por-venir, pero tal como existe ya en la guisa de lo Verdadero. Aquí se ve también que, si la norma democrá­ tica de las opiniones es la libertad en las arenas de su limitación, la norma pensante y filosofante de las verdades es la igualdad en las arenas de la ilimitación. Porque ante una verdad, como ante un teorema, se puede decir que, si bien nadie es verda­ deramente libre, nadie tampoco es dejado de lado. Sin embargo, también se puede decir que quien­ quiera se vincule con la verdad es libre, pero con una libertad nueva que se despliega a la altura de todo mundo, y no de uno solo. Por eso, contrariamente a la opinión del demó­ crata común, hay sin duda principios. Mencionare­ mos algunos en lo subsiguiente, ya que se declinan según las verdades singulares y no desde un punto de vista formal. Hay principios matemáticos, o musicales, o amorosos, o revolucionarios... No obstante, la filosofía formula una suerte de prin­ cipio de los principios: Para pensar, parte siempre de la excepción constrictiva de las verdades, y no de la libertad de las opiniones. Es un principio obrero en el sentido siguiente: concierne al pensamiento como labor, y no como expresión de sí. Busca el proceso, la producción, la constricción, la disciplina, y no el consentimiento indolente a las propuestas de un mundo.

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El filósofo es un obrero en otro sentido: al detectar, presentar y asociar las verdades de su tiempo, al reactivar verdades olvidadas, al fustigar las opiniones inertes, es el soldador de los mundos separados.

2. Aparición

Si existen verdades, que sea en excepción de las leyes particulares de un mundo no nos dispensa, en modo alguno, de obedecer a nuestro axioma mate­ rialista: dado que todo lo que existe está tejido de cuerpos y lenguajes, se debe poder pensar cómo llega a la existencia una verdad en tanto cuerpo en un mundo determinado. Cómo, en suma, una verdad aparece. Soy un platónico sofisticado, y no un platónico vulgar. No sostengo que las verdades preexisten a su devenir mundano en un “lugar inteligible” separado, ni que su nacimiento es solo un descenso del Cielo hacia la Tierra. Ciertamente, una verdad es eterna por el hecho de que nunca está confina­ da en un tiempo particular. ¿Cómo podría sopor­ tar este tipo de restricción si no es prisionera de ningún mundo, ni siquiera de aquel en que nació? El tiempo es siempre el tiempo de un mundo. Eso es, como hemos dicho, lo que hizo que el mismo

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Marx se equivocara: la tragedia de Sófocles no nos conmueve, como él creía, en tanto perteneciente a un viejo mundo muerto. Nos conmueve solo en la medida en que aquello que la anuda materialmen­ te a su mundo de aparición no agota su alcance. Por tal razón, además, la presentación “cultural” de las obras de arte que tan de moda está en nues­ tros días, con restitución cuidadosa del contexto, obsesión por la Historia y relativización de las jerarquías de valor, es finalmente solo una vela­ dura: opera en nombre de nuestra concepción del tiempo (la concepción histórica y relativista del materialismo democrático) contra la eternidad de las verdades. Vale más la mezcolanza de las colec­ ciones anárquicas, tal como se la veía otrora en los pequeños museos de provincia, o el trastorno de las analogías (el ángel de Reims junto a una diosa jemera) a partir del cual Malraux componía su “museo imaginario”. No obstante, la eternidad de las verdades debe ser compatible con la singu­ laridad de su aparición. Sabido es que Descartes afirmaba que Dios había creado las verdades eter­ nas. Nuestra paradoja es aún más radical: creadas sin ningún Dios, con los materiales particulares de un mundo, las verdades no dejan por ello de ser eternas. Nos es preciso entonces hacer racional nada menos que la aparición de la eternidad en el tiempo.

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Comenzaremos, naturalmente, por una doctri­ na general del aparecer. En El ser y el acontecimiento, como asimismo en el primer Manifiesto, mostré que, despojado de todos los predicados cualitativos que hacen de él una cosa singular (o aquello que llamaremos más adelante un objeto), reducido estrictamente a su ser, el “hay” se deja pensar como multiplicidad pura. Si tengo un árbol frente a mí e intento sustraer de él, primero, la presencia efectiva en tal mundo (sus entornos, el horizonte, los otros árboles, la prade­ ra cercana, etc.), luego, las determinaciones enma­ rañadas que lo hacen consistir frente a mí como árbol (el color verde, la extensión de las ramas, el juego de luz y sombra en el follaje, etc.), no que­ dará al final sino una multiplicidad infinitamente compleja y compuesta por otras multiplicidades. Ninguna unidad primordial, o atómica, vendrá a interrumpir esta composición. El árbol como tal no tiene átomos de árbol que funden su esencia cualitativa. Al final, no nos encontramos con lo Uno, sino con el vacío. Este árbol es un trenzado particular de multiplicidades tejidas solo de vacío, según engendramientos formales que únicamen­ te la matemática puede explicar. Tal era la tesis axial de la ontología que yo proponía hace veinte años: el ser es multiplicidad extraída del vacío, y el pensamiento del ser en tanto ser no es otra cosa

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que la matemática. O, en términos más sencillos: la ontologia, pensada etimológicamente como dis­ curso sobre el ser, se realiza históricamente como matemática de las multiplicidades. De donde sigue que la cuestión a propósito del árbol, por ejemplo, en el poema de Valéry: Tu penches, grand Platane, et te proposes nu. Blanc comme un jeune Scythe, Mais ta candeur est prise, et ton pied retenu Par la force du site. Te inclinas, gran Plátano, y te propones desnudo, Blanco como un joven escita, Pero tu candor es capturado, y tu pie retenido Por la fuerza del sitio. no es lo que se deja pensar (matemáticamente) del árbol como la forma pura de su ser, sino algo total­ mente diferente, o sea, ese ser tal como aparece en un mundo o constituye, por su aparición, un com­ ponente de ese mundo. El poema no es el guardián del ser, como piensa Heidegger, es la exposición a la lengua de los recursos del aparecer. Y esta expo­ sición misma no es todavía el pensamiento del aparecer, que solo se constituye -vamos a verlocomo lógica. Sea, en efecto, una multiplicidad cualquiera. ¿Qué puede significar que aparece? Sencillamente

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i|Lie, además de su ser en tanto ser, intrínsecamen­ te determinado como multiplicidad pura (o mul­ tiplicidad “sin Uno”, puesto que no hay átomos del ser), se da el hecho de que esa multiplicidad está (es) ahí. * Hegel tiene razón en encadenar una doctrina del ser-ahí a su doctrina del ser puro. Porque, para un múltiple, el hecho de estar de algún modo localizado, de ver la indiferenciamúltiple de su ser asignada a un mundo, sobre­ pasa los recursos de ese ser-múltiple tal como lo piensa la matemática. Una suerte de empuje de esencia topològica hace que el múltiple no se con­ tente con ser lo que es, ya que, como apareciente, es ahí donde tiene que ser lo que es. Pero ¿qué quiere decir ese “ser-ahí”, ese ser que llega para ser en tanto que aparece? No tenemos la posibi­ lidad de separar una extensión de lo que la pue­ bla, o un mundo de los objetos que lo componen. El ser en tanto ser es absolutamente homogéneo: multiplicidad pura matemáticamente pensable. No hay ser localizante de los mundos y ser loca­ lizado de los objetos. No hay tampoco Universo como lugar absoluto de todo lo que es. Se demues­ tra matemáticamente, en efecto, que el motivo de una multiplicidad total, o Multiplicidad de todas las multiplicidades, es incoherente, lo cual quiere decir que, como es insoportable para el pensa­ miento, tampoco puede dar lugar a un ser (pues-

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to que Parménides tiene razón: ser y pensamiento son lo Mismo). De todo ello resulta que el ser-ahí, o aparecer, no tiene por esencia pura una forma del ser, sino formas de la relación. Nuestro plátano aparece como tal en tanto su ser puro (una multiplicidad) se diferencia del plátano vecino, de la pradera, del techo rojo de la casa, del cuervo negro posado sobre una rama, etc. Pero también se diferencia de sí mismo cuando, en el viento, se “inclina”, sacude su follaje como un león su melena, y modifica así su aspecto general, aunque sea también siempre el mismo en tanto “retenido por la fuerza del sitio”. De tal modo, el mundo en que el plátano aparece es, para cada multiplicidad que en él figura, el sis­ tema general de las diferencias y las identidades que la vinculan a todas las otras. Se puede razonablemente llamar “lógica” a una teoría formal de las relaciones. De allí se sigue que el pensamiento del aparecer es una lógica. Se puede sostener, incluso, que decir que una cosa “apare­ ce” o decir que “se constituye en una lógica” es decir lo mismo. El mundo en que la cosa aparece es esa lógica misma en tanto desplegada a propó­ sito de todas las multiplicidades que se encuentran inscritas en ella. Se aclarará un poco la forma técnica de esta lógica en el próximo capítulo. Pero lo esencial.

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para lo que nos importa, es que una verdad, en la medida en que aparece, es un cuerpo singular que entra en relación diferenciante con una infinidad de otros cuerpos, según las reglas de una lógica de la relación. El proceso de una verdad que aparece en un mundo toma necesariamente la forma de una in­ corporación lógica.

3. Diferenciación

Para pensar la diferencia entre un cuerpo banal y un cuerpo de verdad, o cuerpo subjetivable, y por ende la diferencia entre el aparecer de una ver­ dad y el aparecer, en tanto objeto de un mundo, de una multiplicidad cualquiera, es preciso captar los protocolos de diferenciación que constituyen la identidad lógica de ese mundo. Si el aparecer es la captura de múltiples ontològicamente defini­ dos a partir del vacío por una red de diferencias y de identidades, entonces una singularidad intramundana, como lo es el proceso de una verdad, debe ser definible según criterios puramente lógi­ cos, internos al formalismo de la regulación de las diferencias o, más generalmente, de las relaciones entre multiplicidades. Para llegar a esta definición, que comanda lo que quiere decir que existen verdades, intentemos representarnos la situación de un mundo. Podemos dibujar las multiplicidades que coexis-

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ten en ese mundo, tal como se dan en su ser puro, bajo la forma de círculos de tamaño variable (lo que sigue supone que se eche una mirada al esque­ ma 1, en la retiración de tapa de la presente obra). La noción de “tamaño” es aquí muy aproximativa por la razón siguiente: dos multiplicidades cuales­ quiera son diferentes desde que un elemento de una no es un elemento de la otra. Es muy posible entonces que dos multiplicidades sean ontològica­ mente diferentes aunque tengan el mismo “tama­ ño”, es decir, el mismo “número” de elementos. Basta con que las multiplicidades en cuestión difie­ ran solo en un punto: tienen los mismos elemen­ tos, salvo que a pertenece a una y no a la otra, la cual posee p, que no está en la primera. Del solo hecho de que a es diferente de P se sigue que las dos multiplicidades son absolutamente diferentes. Esta dimensión local de la diferencia, que se deno­ mina también extensional, hace que la diferencia entre dos múltiples no sea reductible a cuestiones cuantitativas. Pero, en fin, imaginemos que círcu­ los diferentes representan multiplicidades diferen­ tes. Quiero decir: ontològicamente diferentes. Es un punto crucial y delicado: la diferencia ontolò­ gica no coincide necesariamente con la diferencia en el aparecer. Es así como un plátano en el borde de la ruta difiere, sin ninguna duda, de su veci­ no, pero que, a los ojos del viajero apurado, todos

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esos plátanos forman una secuencia monótona, constituida por lo idéntico. Aparecen en una abru­ madora similitud, aun cuando son absolutamente diferentes. Repiten, en el aparecer, el mismo moti­ vo, mientras que su ser-múltiple no repite nada, puesto que toda diferencia, incluso testificada en un solo punto, es ontològicamente absoluta. Si, por el contrario, se fija la escala del mundo en el campo de visión de un individuo que, muellemente acostado en la pradera entre dos plátanos, observa con minucia el encaje de las hojas en el cielo azul o la torsión de las ramas más altas, es claro que los dos plátanos aparecen tal como son: esencialmente diferentes. Así, es posible que lo que vale para el ser en tanto ser valga para el ser-ahí, y es posible también que la evaluación de las diferencias en el aparecer no tenga nada que ver con la que rige el sustrato de ser de ese aparecer. El vínculo entre “ser” y “aparecer” (o existir) es contingente. Algo que el platonismo verdadero afirmó desde siem­ pre, pero que no significa en modo alguno, como se cree cuando se incrimina al platonismo vulgar, que el aparecer sea del orden de lo falso o de la ilusión. La diferencia entre el ser y el aparecer es, antes bien, la que distingue la matemática (como ontologia) de la lógica (como fenomenología). Dos disciplinas formalizadas y rigurosas, tanto una como la otra.

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Pero retomemos la exégesis del esquema 1. Representemos el marco lógico del mundo por un plano situado debajo de los círculos. Ese marco “contiene” elementos especiales, a los que deno­ minaremos grados. A dos elementos dados de una multiplicidad (representados por dos puntos en un círculo) les corresponde un grado en el plano. Ese grado es el de la identidad entre los dos ele­ mentos. Supongamos, por ejemplo, que uno de los círculos sea el múltiple de los plátanos al borde de la ruta. A dos plátanos de la secuencia monóto­ na que la ruta inflige a los árboles les corresponde un grado de identidad, supongamos el grado p. Se dirá entonces que, en la medida en que aparecen en ese mundo, los dos plátanos son “idénticos en el grado p”. Hemos visto que sería posible que ese grado fuera muy elevado, si el mundo y su lógica son los del automovilista fatigado; a fuerza de ver desfilar los plátanos, los confunde unos con otros. Todos devienen “plátanos y todavía más pláta­ nos”. De tal suerte que los plátanos son idénticos con mucha nitidez, incluso si, ontològicamente, difieren absolutamente. Una diferencia ontològica absoluta puede aparecer en la lógica del mundo bajo la forma de una cuasi identidad. Por el con­ trario, para el soñador que, acostado entre los dos plátanos, observa con minucia sus contornos y sus resplandores, los dos plátanos son evidentemen-

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te muy diferentes, de tal suerte que el grado p de su identidad es muy débil. Esta vez, la diferencia ontològica aparece bajo la forma de un grado de identidad débil y, por lo tanto, más en armonía con la estructura de ser subyacente. Comenzamos a ver que los grados de identidad que inscriben -ellos solos- multiplicidades en el tejido de las relaciones que componen un mundo obedecen a reglas particulares. Por ejemplo, debe poder existir un principio de comparación entre ciertos grados para que se pueda decir que dos múltiples que aparecen en un mundo, y cuya iden­ tidad es medida por un grado, son “muy idénti­ cos” o, por el contrario, “muy diferentes”. Porque eso equivale a decir, de hecho, que el grado p que mide la identidad de los dos primeros múltiples es nítidamente “más grande” que el grado que mide la identidad de los dos últimos. Tales los casos de los dos plátanos tomados en los faros del auto­ movilista apurado y de los dos plátanos observa­ dos con minucia por el durmiente del valle. Si los dos primeros son idénticos en el grado p, y los dos otros en el grado q, es preciso poder decir -como acabamos de explicar- que p es nítidamente supe­ rior a q. Conclusión: en lo esencial, la estructura de los grados es una estructura de orden. Vemos también que, si dos múltiples aparecen totalmente diferentes, es porque su grado de iden-

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tidad, en el mundo concernido, es prácticamente nulo. Pero para que eso tenga sentido, es necesario que exista un grado que “marque” esa nulidad, o sea un grado más pequeño que todos los otros, un grado que prescriba una identidad mínima entre dos múltiples, lo cual implica, en lo relativo a la lógica del mundo concernido, una diferencia abso­ luta, tal como se da en el caso de los dos plátanos bajo los cuales sueña nuestro semidurmiente. A la inversa, si dos múltiples, aunque ontològicamente diferentes, aparecen como totalmente idénticos, es porque su grado de identidad es máximo, más grande que todos los otros. Para eso es preciso que exista tal grado. En suma, la estructura de orden de los grados admite un máximum y un mínimum. Un examen cuidadoso de las condiciones lógi­ cas del aparecer, o ser-ahí, muestra que los grados de identidad obedecen también a dos reglas en las que no entraré en detalle aquí, y que se encuentran ampliamente deducidas, analizadas y ejemplifica­ das en los libros II y III de Lógicas de los mundos. Se trata de la existencia de la conjunción entre dos grados y de la existencia de la envoltura de un con­ junto infinito de grados. Esas reglas hacen que el espacio de los grados, constitutivo de la lógica de un mundo, tenga la estructura general de un álge­ bra de Heyting,^ bien llamada en inglés “a locale”. Bien llamada porque se trata, en efecto, de la loca-

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lización de los múltiples que componen todo ser, del “ahí” del ser. Existen numerosas estructuras de este tipo que no son isomorfas. Esta diversidad es presa de una tensión entre álgebra y topología, entre teoría de las operaciones y teoría de las localizaciones, que creo -desde hace mucho tiempo- está en el cora­ zón de todo pensamiento dialéctico.^ Digamos que esa tensión toma aquí la forma siguiente; la estruc­ tura de los grados de identidad que rige al aparecer puede, ya sea pertenecer al registro “clásico” de las álgebras de Boole, ya sea ser mucho más cla­ ramente del registro de los abiertos de un espacio topològico. En el primer caso, el aparecer, vía las medidas de los grados de identidad, obedece a la lógica ordinaria, con tercero excluido, caso que es también el del ser como tal, del que sabemos, desde Parménides, que no tolera un tercer término entre el ser y el no-ser. En el segundo caso, en gene­ ral, a una lógica intuicionista, sin tercero excluido, que viene a imponerle al ser-ahí que se separe de las leyes del ser puro. Lo que nos importa aquí, más allá de los apa­ sionantes detalles de la lógica (o, más bien, de las lógicas) del aparecer, es que agotamos su infinita complejidad aparente con una legislación simple de las identidades y de las diferencias. Orden, máxi­ mum y mínimum, conjunción y envoltura bastan

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para pensar la distancia entre el ser y el ser-ahí. Propuse llamar trascendental al sistema de esas reglas. En el esquema 1, el plano de sección en que todas las diferencias locales son indexadas sobre los grados de identidad representa el trascenden­ tal del mundo. Tal como Kant lo había intuido, seguido en este punto por Husserl, el motivo de lo (del)'-" trascendental es esencialmente un motivo lógico. No obstante, el error consiste en hablar de lógica trascendental oponiéndola a la lógica for­ mal. Porque la lógica de los mundos, de parte a parte, se extrae de ciertas inflexiones de la lógica formal. Sabido es que Heidegger correlacionaba el des­ tino de la metafísica con una mala comprensión de la diferencia ontològica, pensada como diferencia entre el ser y el ente. Si se interpreta al ente como el “ahí” del ser, o como localización mundana de un múltiple puro, o como el aparecer del ser-múltiple -lo cual es, en todo caso, posible-, se dirá que, en lo que Heidegger llama diferencia ontològica, de lo que se trata es de la distancia inmanente entre matemática y lógica. Convendría entonces, para continuar siguiéndolo, llamar “metafísica” a toda orientación del pensamiento que confunda bajo la misma Idea la matemática y la lógica. Ahora bien, existen dos maneras de proceder a esta confusión. O bien se reduce la matemática a no ser más que un

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pensamiento lógico, como lo hacen -cada uno en sil propio registro- Frege, Russell o Wittgenstein; o bien se considera que la lógica no es más que una rama especializada de la matemática, como lo hacen numerosos positivistas modernos. Se dirá entonces que existen dos metafísicas: la primera es la que disuelve al ser en el aparecer, la segunda es la que niega que el aparecer sea distinto del ser. Se reconocerá fácilmente en la primera las varian­ tes del empirismo; en la segunda, las variantes del dogmatismo. La filosofía no existe sino manteniéndose firme en la doble consistencia del ser y del ser-ahí, en la doble racionalidad del ser en tanto ser y del apa­ recer, en el valor intrínseco y la separación entre la matemática y la lógica. En sus dos bordes, empi­ rismo moralizante y teología dogmática, se agitan desde siempre agresivos fantasmas. Hago aquí Manifiesto de los métodos contemporáneos de su exorcismo.

4. Existencia

Un problema fundamental de la filosofía desde sus inicios es el de distinguir, por una parte, el ser (aquel que Aristóteles, antes que nadie, quiere pen­ sar “en tanto ser”), y por otra la existencia, cate­ goría que, precisamente, no es réductible a la del ser. No es exagerado decir que, incluso hoy en día, la elaboración de esta diferencia comanda el desti­ no de una construcción filosófica. El sentido de la palabra “existencia” resulta muy a menudo de tomar en consideración un tipo de ser especial. Tal es el caso en Heidegger, cuando distingue entre Sein y Dasein. Si nos atenemos a un punto de vista etimológico, observaremos que “existencia”, que depende del Dasein, es un con­ cepto topològico. Significa ser (estar) ahí, ser en el mundo. Es evidente que, en el contexto del apare­ cer tal como lo defino, hay que acordarle a Heide­ gger la determinación del concepto muy general de existencia por la necesidad de pensar el lugar.

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el mundo al que cada cosa llega para ser, o más bien para existir su ser. Que ese lugar no sea deducible del ser en tanto tal funda la diferencia Sein/ Dasein, o ser/ser-ahí. Sin embargo, para Heidegger, “Dasein” -y, finalmente, “existencia”- es un nom­ bre para la “realidad humana”, para el destino histórico del pensamiento, para la experiencia cru­ cial y creadora del devenir del ser mismo. Yo voy a proponer, en cambio, un concepto del ser-ahí y de la existencia sin referirme en lo más mínimo a algo como la conciencia, la experiencia o la reali­ dad humana. Desde este punto de vista, sigo en la línea antihumanista de Althusser, de Foucault o de Lacan. “Existencia” no es un predicado particular del animal humano. En la ohra de Sartre, la distancia entre ser y existencia es una consecuencia dialéctica de la dife­ rencia entre ser y nada. De hecho, la existencia es el efecto de la nada en el marco de la plena y estú­ pida masividad del ser en tanto ser, ella nombra la relación compleja entre el ser-en-sí -que se agota siendo sin ek-sistir, sin salir de sí- y el ser-para-sí, que difiere de sí nadificando el en-sí que él correría el riesgo de ser. El ser-para-sí es el sujeto absoluta­ mente libre para el cual la existencia precede a la esencia. Por mi parte, voy a determinar también el concepto de existencia bajo la condición de algo como la negación, y también de la diferen-

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eia respecto de sí. Ontològicamente, esa es para mí la cuestión del vacío, la cuestión del conjunto vacío. Fenomenològicamente, es la cuestión de la negación en los diversos sentidos que puede tomar en lógica (clásica, intuicionista, paraconsistente), y que puede aplicarse al aparecer de un múltiple desde el momento en que uno mide en un mundo el grado de identidad entre él y su negación. Pero tramaré estos vínculos sin establecer ninguna rela­ ción con el sujeto consciente, y menos aún con la libertad. “Existencia” no es un predicado particu­ lar del sujeto libre o de la acción moral. Hemos visto que, para pensar el ser-ahí, tomo algo de Kant: el hecho de que el aparecer de una multiplicidad supone la noción de un grado, o de una intensidad que mide las relaciones explícitas entre ella y todo lo que coaparece en el mismo mundo. Encontramos esta idea en el famoso pasaje de la primera Crítica que concierne a las anticipa­ ciones de la percepción. Pero voy a tomar también algo de Hegel, a saber, que la existencia debe ser pensada como el movimiento que va del ser puro al ser-ahí, o de la esencia al fenómeno, al aparecer, tal como él lo explica en dos profundos y oscuros capítulos de su Lógica. No obstante, me esforzaré por desplegar estas fidelidades limitadas y diversas (Heidegger, Sartre, Kant y Hegel) sin recurrir ni a una noción historial del Ser, ni a una concien-

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cia transparente, ni a un sujeto trascendental, ni al devenir de la Idea absoluta. Será esta una buena ocasión para recapitular nuestro trayecto. Partamos de la pregunta “¿Qué es una cosa?”. Es el título de un famoso ensayo de Heidegger.^^ ¿Qué es una cosa en tanto un “hay” sin ningu­ na determinación de su ser, salvo precisamente su ser en tanto ser? Podemos hablar de un objeto del mundo. Podemos distinguirlo en el mundo por sus propiedades o sus predicados. De hecho, podemos hacer la experiencia de la red compleja de identi­ dades y de diferencias que hacen que ese objeto sea manifiestamente no idéntico a otro objeto del mismo mundo. Pero una cosa no es un objeto. Una cosa no es todavía un objeto. Como el héroe de la gran novela de Robert Musil, una cosa es algo “sin cualidades”. Debemos pensar una cosa antes de su objetivación en un mundo preciso. La cosa es Das Ding, tal vez incluso das UrDing. Es decir, esa forma del ser que se sitúa cier­ tamente después de la indiferencia de la nada, pero igualmente antes de la diferencia cualitativa del objeto. Por ende, tenemos que formalizar el concepto de cosa entre, por una parte, la priori­ dad absoluta de la nada (el vacío del que se teje toda multiplicidad) y, por otra, la complejidad de los objetos. Una cosa es siempre la base preobje-

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liva de la objetividad. Es la razón por la cual una cosa no es sino una multiplicidad. No una multi­ plicidad de objetos, no un sistema de cualidades, una red de diferencias, sino una multiplicidad de multiplicidades, y una multiplicidad de multipli­ cidades de multiplicidades. Y así sucesivamente. ¿Tiene un fin este tipo de “diseminación”, para hablar como Jacques Derrida? Sí, hay un punto de detención. Pero ese punto de detención no es un objeto primitivo, o un componente atómico, no es una forma de lo Uno. El punto de detención es necesariamente también una multiplicidad. Es la multiplicidad que es la multiplicidad de ningu­ na multiplicidad, la cosa que es también nada, el vacío, la multiplicidad vacía, el conjunto vacío. Si una cosa está entre indiferencia y diferencia, entre nada y objetividad, es porque una pura multipli­ cidad se compone de vacío. Lo múltiple en tanto tal tiene que ver con la diferencia y la preobjetivi­ dad. El vacío tiene que ver con la indiferencia y la ausencia total de objeto. Desde la obra de Cantor, a fines del siglo xix, sabemos que es perfectamente racional proponer este tipo de construcción de puras multiplicidades a partir del vacío como marco para la matemática. Ese es el origen y la justificación de la tesis que recordé anteriormente: si la ontología es la ciencia de la cosa, del puro “algo”, debemos concluir de

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ello que la ontología es la matemática. La cosa es formalizada como conjunto; los elementos de ese conjunto son conjuntos, y el punto de partida de toda la construcción es el conjunto vacío. Nuestro problema, ahora, en la vía que nos lleva a la existencia, es comprender el nacimiento de la objetividad. ¿Cómo puede una pura multipli­ cidad (un conjunto) aparecer en un mundo, en una red muy compleja de diferencias, de identidades, de cualidades, de intensidades, etc. ? Es imposible deducir algo de este tipo del pensa­ miento matemático de las multiplicidades en tanto conjuntos de conjuntos compuestos, en última instancia, de puro vacío. Si la ontología, en tanto teoría de las cosas sin cualidades, es la matemáti­ ca, entonces la fenomenología, en tanto teoría del aparecer y de la objetividad, concierne a la relación entre las diferencias cualitativas, los problemas de identidades, y es allí donde encontramos problemas de existencia. Todo esto exige el pensamiento de un lugar para el aparecer, o para el ser-ahí, un lugar al que llamamos un mundo y que, por su parte, no existe, ya que es condición de toda existencia. Después de la matemática del ser en tanto ser, hemos comenzado a desarrollar, en los capítulos precedentes, la lógica de los mundos. Contraria­ mente a la lógica de las cosas, que se componen de conjuntos de conjuntos, la lógica de los mundos

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no puede ser puramente extensional. Esta lógica ilebe ser la de la distribución de intensidades en el campo en que las multiplicidades no se conten­ tan con ser, sino que además aparecen, ahí, en un mundo. La ley de las cosas es ser en tanto puras multiplicidades (cosas), pero igualmente ser ahí en tanto aparecer (objetos). La ciencia racional que concierne al primer punto es la ontología, desple­ gada históricamente como matemática. La ciencia racional del segundo punto es la fenomenología lógica, en un sentido mucho más hegeliano que husserliano. Contra Kant, debemos sostener que conocemos al ser en tanto ser y que conocemos asimismo la manera en que la cosa en sí aparece en un mundo. Matemática de las multiplicidades y Lógica de los mundos nombran, si adoptamos las apelaciones kantianas, nuestras dos prime­ ras “críticas”. La tercera crítica es la teoría del acontecimiento, de la verdad y del sujeto, cuyo desarrollo esbozo a partir del capítulo 5 de este libro, y que es la verdadera meta de toda filosofía contemporánea digna de tal nombre, a saber, res­ ponder a la pregunta; ¿cómo vivir una vida que sea conmensurable con la Idea? En todo esto, la existencia es una categoría general de la lógica del aparecer, de la segunda crítica, y es posible hablar de la existencia independientemente de toda con­ sideración acerca de la subjetividad. En el punto

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en que estamos, “existencia” va a ser un concepto a-subjetivo. Supongamos que tenemos una pura multiplici­ dad, una cosa, que puede ser formalizada como múltiple o conjunto. Deseamos comprender qué es exactamente el aparecer, o el ser-ahí, de esa cosa en un mundo determinado. La idea expuesta en los capítulos 2 y 3 es que, cuando la cosa (el conjunto) es localizada en un mundo, es porque los elemen­ tos del conjunto están inscritos en una novísima evaluación de sus identidades. De tal modo que es posible decir que ese elemento, por ejemplo, x, es más o menos idéntico a otro elemento, por ejem­ plo, y. En la ontologia clásica no hay más que dos posibilidades: o bien x es el mismo que y, o bien no es para nada idéntico a y. Se tiene ya la iden­ tidad estricta, ya la diferencia. A la inversa, en un mundo concreto en tanto lugar del ser-ahí de mul­ tiplicidades, tenemos una gran variedad de posibi­ lidades. Una cosa puede ser muy semejante a otra, o semejante en ciertos puntos y diferente en otros, o un poco idéntica, o muy idéntica pero no total­ mente la misma, etc. Así, todo elemento de una cosa puede ser puesto en relación con otros por lo que llamaremos un grado de identidad. La caracte­ rística fundamental de un mundo es la distribución de este tipo de grados sobre todas las diferencias que aparecen en ese mundo.

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En consecuencia, el concepto mismo de apare­ cer, o de ser-ahí, o de mundo, posee dos caracte­ rísticas. En primer lugar, un sistema de grados, con una estructura elemental que permite la comparación entre grados. Tenemos que ser capaces de obser­ var si tal cosa es más idéntica a tal otra que a una tercera. Por eso los grados tienen, con toda eviden­ cia, la estructura formal de un orden. Admiten, tal vez en el marco de ciertos límites, el “más” y el “menos”. Esta estructura es la disposición racio­ nal de los matices infinitos de un mundo concreto. Recuerdo que llamé a esta organización de los gra­ dos de identidades el trascendental de un mundo. En segundo lugar, tenemos una relación entre las cosas (las multiplicidades) y los grados de iden­ tidad. Ese es precisamente el sentido de “ser-enun-mundo” para una cosa. Provistos de estas dos determinaciones, tendre­ mos la significación del devenir-objeto de la cosa, luego de su existencia. Repitamos la construcción de lo que, en ade­ lante, denominaremos un objeto, o sea, un múlti­ ple asociado a una evaluación de las identidades y diferencias inmanentes a ese múltiple. Suponga­ mos que tenemos una pareja de elementos de un múltiple que aparece en un mundo. A esa pareja le corresponde un grado de identidad. Ese grado

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expresa el “más” o el “menos” de identidad entre los dos elementos de ese mundo. Así, a toda pareja de elementos le va a corresponder un grado en el trascendental del mundo. Llamamos a esta rela­ ción una función de identidad. Una función de identidad, activa entre ciertas multiplicidades y el trascendental del mundo: tal es el concepto fun­ damental de la lógica del ser-ahí o del aparecer. Si una pura multiplicidad es una cosa, una multiplici­ dad acompañada de su función de identidad es un objeto (del mundo). Por ende, la lógica completa de la objetividad es el estudio de la forma del trascendental en tanto orden estructural y el estudio de la función de identidad entre unas multiplicidades y el trascen­ dental. Formalmente, el estudio del trascendental es el estudio de algunos tipos de orden estructural, es una cuestión técnica. Hay aquí interacción entre fragmentos formales de lo matemático-lógico y una intuición filosófica fundamental. En cuanto al estudio de la función de identidad, se reduce al de un problema filosóficamente importante, el de la relación entre las cosas y los objetos, entre las multiplicidades indiferentes y su ser-ahí concreto. Me limito aquí a estudiar tres puntos. En primer lugar, es muy importante tener pre­ sente en el espíritu que hay muchos tipos de òrde-

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l i e s y, en consecuencia, muchas posibilidades para la organización lógica de un mundo. Tenemos que asumir la existencia de una infinidad de mundos iliferentes, no solamente a nivel ontològico (una multiplicidad, una cosa, es, en un mundo y no en otro), sino también a nivel lógico, a nivel del apa­ recer, y por lo tanto también, como veremos, de la existencia. Dos mundos con las mismas cosas pueden ser absolutamente diferentes uno del otro porque sus trascendentales son diferentes. A saber: las identidades entre los elementos de una misma multiplicidad pueden diferir radicalmente a nivel de su ser-ahí en un mundo o en otro. En segundo lugar, como hemos visto, hay siempre, en un mundo, cierto número de límites de intensidad de aparecer. Un grado de identidad entre dos elementos varía entre dos casos límite: los dos elementos pueden ser “absolutamente” idénticos, prácticamente indiscernibles en el marco lógico de un mundo; pueden ser absolutamente no idénticos, absolutamente diferentes uno del otro, no tener ningún punto en común. Entre esos dos límites, la función de identidad puede expresar el hecho de que los dos elementos no son ni abso­ lutamente idénticos, ni absolutamente diferentes. Es fácil formalizar esta idea. En un orden trascen­ dental, usted tiene un grado mínimo y un grado máximo de identidad. La mayoría de las veces.

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tiene una cantidad de grados intermedios. Si en un mundo, para una pareja de elementos, la fun­ ción de identidad toma el valor máximo, diremos que los dos elementos son absolutamente idénticos en ese mundo, o que tienen el mismo aparecer, el mismo ser-ahí. Si la función de identidad toma el valor mínimo, diremos que los dos elementos son absolutamente diferentes uno del otro, y si la fun­ ción de identidad toma un valor intermedio, dire­ mos que los dos elementos son idénticos en una cierta medida, medida que está marcada por ese grado trascendental intermedio. En tercer lugar, un trascendental, además del orden, incluyendo su máximum y su mínimum, tiene leyes estructurales que la lógica permite pen­ sar y que nos llevan a hablar más finamente de las determinaciones globales de un objeto. Podemos, por ejemplo, examinar la intensidad de ser-ahí de una parte del mundo, incluso infinita, y no solo de algunos elementos. O podemos desarrollar una teoría de las partes más pequeñas de un objeto, a las que denomino átomos de aparecer. En esta teoría interviene un principio totalmente crucial, que llamo el principio fundamental del materialis­ mo. Su enunciado es muy simple: “Todo átomo de aparecer es real”. Este principio indica que, a nivel atómico (lo cual quiere decir: cuando lo que está en juego es un solo elemento del múltiple que apa-

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rece), se pueden identificar el átomo de aparecer y un elemento real del múltiple considerado (en el sentido ontològico: ese elemento le “pertenece”). Hstamos aquí en las más profundas consideracio­ nes sobre la conexión entre ontologia y lógica, entre ser y aparecer. Adoptar el principio del mate­ rialismo es admitir que, en el punto mínimo del aparecer, hay una suerte de “fusión” con el ser que aparece. Un átomo de aparecer es en cierto modo “prescrito” por un elemento real del múltiple. Desgraciadamente, si bien el enunciado del principio es simple, su formalización y el examen riguroso de sus consecuencias superan el marco de nuestro Manifiesto. Que se retenga, así y todo, que toda filosofía auténtica del aparecer se declara aquí materialista, en el sentido del principio. En el primer Manifiesto, yo escribía que la filosofía, al renovar el motivo de la Verdad, debe asumir un “gesto platónico”. El segundo Manifiesto declara que está al orden del día, con todo el rigor con­ ceptual requerido, un materialismo platónico que, como se verá más adelante, es un materialismo de la Idea. Tenemos así una comprensión extensiva y difí­ cil de lo que le ocurre a una multiplicidad cuando aparece verdaderamente en un mundo, o cuando no es simplemente reductible a su pura compo­ sición inmanente. La multiplicidad que aparece

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debe ser comprendida como una red muy comple­ ja de grados de identidad entre sus elementos, sus partes y sus átomos. Eso es lo que, en Lógicas de los mundos, denomino “lógica atómica”, que es la parte más sutil de la teoría del aparecer. Aquí tene­ mos que prestar atención a la lógica de las cualida­ des, no solo a la matematicidad de las extensiones. Tenemos que pensar, más allá del puro ser-múlti­ ple, algo así como una “intensidad existencial”. Henos aquí pues en el punto al que debíamos llegar: ¿cuál es el proceso de definición de la exis­ tencia en el marco trascendental del aparecer o del ser-ahí? Indico inmediatamente mi conclusión: La existencia es el nombre que porta el valor de la función de identidad cuando se lo aplica a un solo y mismo elemento. Es, por así decir, la medida de la identidad de una cosa consigo misma. Dados un mundo y una función de identidad que toma sus valores en el trascendental de ese mundo, llamaremos “existencia” de un múltiple que aparece en ese mundo al grado trascendental asignado a la identidad de ese múltiple consigo mismo. Así definida, la existencia no es una cate­ goría del ser (matemática), es una categoría del aparecer (lógica). En particular, “existir” no tiene sentido en sí. En conformidad con una intuición de Heidegger, retomada por Sartre y MerleauPonty, solo puede decirse “existir” en lo relativo

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lia mundo. En efecto, la existencia es un grado irascendental que indica la intensidad de aparecer de una multiplicidad en un mundo determinado, y esa intensidad no es en ningún caso prescrita por la pura composición del múltiple considerado. Podemos aplicar a la existencia las observa­ ciones formales enunciadas anteriormente. Si, por ejemplo, el grado de identidad de un múltiple con­ sigo mismo es el grado máximo, ese múltiple existe en el mundo sin ninguna limitación. En ese mundo, la multiplicidad afirma completamente su propia identidad. Simétricamente, si ese grado es el grado mínimo, ese múltiple no existe en ese mundo. La cosa-múltiple está (es) en el mundo, pero con una intensidad que es igual a cero. Su existencia es una no-existencia. La cosa está en el mundo, pero su aparecer en el mundo es la destrucción de su identidad. Por ende, el ser-ahí de ese ser es ser un inexistente del mundo. A menudo, la existencia de una multiplicidad en un mundo no es ni máxima ni mínima. La mul­ tiplicidad existe “en una cierta medida”. El poderoso plátano del poema de Valéry se da como una existencia completa, indudable, una afir­ mación existencial ilimitada. Se dirá de él que “se propone” en el mundo, absolutamente idéntico a sí mismo, y tanto más afirmativo cuanto que su “can­ dor es capturado [...] por la fuerza del sitio”. En el .1

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mundo fugaz de los faros de un automóvil, el pláta­ no, que no hace más que pasar, casi idéntico a cual­ quier otro y desapareciendo como una sombra no bien aparece, posee un grado de identidad consigo -y por ende de existencia individual- débil, aunque no nulo. Es un caso de existencia intermedia. En fin, en cuanto al soñador acostado entre dos árbo­ les, si bien la presencia de los otros árboles de la hilera, que forma el fondo indistinto de los follajes percibidos, es presentida, no deja de estar dotada de una identidad consigo mínima, a falta de indi­ viduación, de recorte evaluable de la forma sobre el fondo soleado. Un plátano de esta indistinta y murmurante hilera es un inexistente del mundo. La teoría del inexistente es muy importante: en efecto, que haya inexistente comanda -tal como veremos en el próximo capítulo- que un aconte­ cimiento pueda sobrevenir, que conmocione local­ mente la relación entre los múltiples de un mundo y la legislación trascendental de sus identidades y diferencias inmanentes. Esta teoría tiene en su centro un verdadero teo­ rema metafisico. “Teorema”, porque se lo puede demostrar a partir de la versión un poco formaliza­ da de la lógica del aparecer; “metafisico”, porque se trata de un enunciado que vincula íntimamente el aparecer de una multiplicidad y la no aparición de un elemento de esa multiplicidad. “Metafisico”

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l.iinbién por el hecho de que este teorema está bajo loiidición del principio fundamental del materia­ lismo que mencioné anteriormente y, por lo tanto, ilepende de una orientación en el pensamiento que es una elección filosófica, y no el resultado de un argumento. Este teorema se enuncia, con toda simplicidad, como sigue: Si una multiplicidad aparece en un mundo, un elemento de esa multiplicidad y solo uno es un inexistente del mundo. Observemos bien que el inexistente no tiene caracterización ontològica, no es en modo alguno esa nada de ser-múltiple que es el vacío. “Inexistir” es una caracterización existencial, y por ende ente­ ramente interna al aparecer. El inexistente es sola­ mente aquello cuya identidad consigo es medida, en un niundo determinado, por el grado mínimo. Demos un ejemplo masivo y archiconocido. En el análisis que Marx propone de las sociedades burguesas o capitalistas, el proletariado es propia­ mente el inexistente propio de las multiplicidades políticas. Es “aquello que no existe”. Eso no quie­ re decir de ningún modo que no tiene ser. Marx no piensa ni por un instante que el proletariado no tiene ser, puesto que, por el contrario, va a api­ lar volumen sobre volumen para explicar qué es. El ser social y económico del proletariado no es

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dudoso. Lo que es dudoso, lo fue siempre y lo es hoy más que nunca, es su existencia política. El proletariado es lo que está enteramente sustraído a la esfera de la presentación política. La multi­ plicidad que él es puede ser analizada, pero, si se toman las reglas de aparición del mundo político, no aparece allí. Está allí, pero con el grado de apa­ rición mínima, a saber, el grado de aparición cero. Es evidentemente lo que canta La Internacional: “Los nada de hoy todo han de ser”.’’’ ¿Qué quiere decir “los nada de hoy”? Los que se proclaman como “los nada de hoy” no están afirmando su nada. Afirman sencillamente que no son nada, en el mundo tal como es, cuando se trata de aparecer políticamente. Desde el punto de vista de su apa­ recer político, no son nada. Y el devenir “todo” supone el cambio de mundo, es decir el cambio de trascendental. Es necesario que el trascendental cambie para que la asignación a la existencia, por ende el inexistente, el punto de no-aparecer de una multiplicidad en un mundo, cambie a su vez. Del mismo modo, hasta la invención de los algebristas italianos de una manipulación regular de los números “imaginarios”, la raíz cuadrada de un número real negativo es asignada a un grado de identidad consigo nulo, puesto que prohibido por la legislación trascendental del mundo “cálculo sobre los números reales”. Esa raíz cuadrada es un

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inexistente conceptual de ese mundo. Es necesaria, ,illí también, una mutación en el mundo del cálculo para que, una vez que la regulación trascendental di‘ la existencia haya llegado localmente a cambiar, se pueda escribir el símbolo “i” como marca de la existencia de la raíz cuadrada de - 1. La demostración de la existencia y de la uni­ cidad del inexistente para todo múltiple que llega para aparecer, o para ser-ahí, supera el marco de este libro. Insisto en el hecho de que tal demos­ tración depende del axioma del materialismo, a saber, que todo átomo es real. Tal vez haya que ver en esta dependencia un enunciado dialéctico: si el mundo es reglado a nivel de lo Uno, o nivel atómi­ co, por una prescripción materialista del tipo apa­ recer = ser, entonces la negación es, bajo la forma de un elemento afectado de inexistencia. Punto en el que se verifica la distancia entre ser y existen­ cia y, a la vez, que esta distancia, por la cláusula de unicidad, concentra la potencia de aparecer del múltiple al que afecta. Lo cual esclarece el vínculo, centrado en el inexistente y cuya amplitud vere­ mos, entre un múltiple del mundo y la potencia, inmanente a ese múltiple, de las consecuencias de un acontecimiento que lo afecta. Desde este punto de vista, la doctrina de las verdades que propongo puede invocar, con todo derecho, una dialéctica materialista.

4 bis. Existencia de la filosofía

Si toda existencia se extrae de una evaluación trascendental de la identidad consigo de un térmi­ no, ¿qué puede decirse de la existencia de la filo­ sofía? ¿Y qué es lo que diferencia a esa existencia hace veinte años (en la época de mi primer Mani­ fiesto) de lo que se puede decir de ella hoy en día (segundo Manifiesto)? Sin duda, aún en 1989, el trascendental del cual se desprendía la filosofía continuaba marcado por una lógica general de la sospecha que normaba toda existencia en el mundo intelectual. Digamos que, a partir de los años cincuenta/sesenta, el grado de existencia de las disciplinas heredadas -particu­ larmente el de aquellas que por entonces proponía la Universidad, entre ellas la filosofía- era decla­ rado nulo casi por anticipación, por la razón de que se sospechaba que no eran sino inconsistentes validaciones del orden establecido. En la descen­ dencia del psicoanálisis, Lacan había descifrado

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una proximidad entre la sistematización filosófi­ ca y la paranoia. Había descrito el discurso de la filosofía como distribuido, siempre, entre la arro­ gancia precaria de la posición del Amo y la debi­ lidad repetitiva de la Universidad. Había descon­ siderado la expresión “amor a la verdad” como desprovista de todo sentido que no fuera neuróti­ co. Había acusado a la metafísica de no servir más que para “taponar el agujero de la política”. Las variantes modernas de la política revolucionaria marxista habían subordinado severamente, por su parte, la filosofía a la política. El mismo Althusser había definido a la filosofía, reducida a los gestos casi intemporales del conflicto entre materialismo e idealismo, como la “lucha de clases en la teoría”. Tal como lo había hecho Wittgenstein, con brío, desde principios del siglo X X , la corriente analíti­ ca inculpaba a la filosofía de ser un conjunto de proposiciones “desprovistas de sentido”. Había acometido la tarea de establecer que el pensamien­ to tenía necesidad, ante todo, de un control sin­ táctico de las frases, cuyo modelo se encontraba en la lógica formal, y de una vigilancia semántica que remitía, ya a las evidencias sensoriales, ya a las exigencias de la acción: empirismo de un lado, pragmatismo del otro. En fin, en una interpreta­ ción atormentada de Nietzsche, Heidegger había declarado el fin de la metafísica, realización téc-

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nica del olvido del ser, y la necesidad aleatoria de un retorno al origen que, en diálogo con el decir l i e los poetas, restauraría, más allá de toda filoso­ fía, la figura del pensador. Después de la Segunda ( íLierra Mundial, las interpretaciones francesas de 1íeidegger habían agravado ese veredicto, condu­ ciendo al pensamiento por el lado de la libre exis­ tencia y de la praxis revolucionaria (Sartre), pero también por el lado de las grandes declamaciones poéticas o teatrales (Beaufret, Char, luego LacoueLabarthe) y de un trabajo de deconstrucción tanto en la lengua como en la distribución sensorial de la experiencia (Derrida y Nancy). Es asombroso ver que, contra la filosofía, todos esos dispositivos terminaban por movilizar completamente las fuentes de los tipos de verdad: amor, deseo y pulsiones en la tradición psicoanalítica, política en la tradición marxista, ciencia en la tradición analítica, arte en la tradición nietzscheana. Se puede entonces describir el trascendental en nombre del cual se afirmaba, hace treinta o cuaren­ ta años, la poca existencia de la filosofía: ese tras­ cendental evaluaba las existencias directamente en el nivel de los procesos de creación, o procesos de verdad, y, del hecho de que la filosofía no era ni una ciencia, ni una política, ni un arte, ni una pasión existencial, concluía que estaba condenada

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a desaparecer, si ya no estaba muerta. En el fondo, la revolución, el amor loco, la lógica matemática y la poesía moderna, multiplicidades dotadas en el siglo XX de una intensidad de existencia excepcio­ nal, prácticamente máxima, se interponían entre la tradición filosófica y su continuación. Razón por la cual, dado que la identidad consigo misma de la filosofía se había vuelto temporalmente casi nula, se podía significar su inexistencia. Mi primer Manifiesto se alzaba contra ese vere­ dicto disponiendo las verdades como condiciones de la filosofía, rechazando, bajo el nombre de “sutura”, toda voluntad de confundir la filosofía con una de sus condiciones, y haciendo de la cate­ goría de Verdad, de sus elaboraciones sucesivas y de su destino práctico, el corazón del trabajo filo­ sófico. Relevada de su inexistencia por separación trascendental de sus condiciones, restituida a una operación propia, la filosofía podía continuar. Yo proponía sustituir la problemática de su fin por la consigna: “un paso más”. O por la de El innom­ brable de Beckett: “hay que continuar”. La necesidad en cierto modo existencial de un segundo Manifiesto se puede describir, entonces, de esta forma: así como se declaraba mínima, hace veinte años, la existencia de la filosofía, se podría sostener que hoy está igualmente amenazada, pero por una razón inversa: está dotada de una existen-

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l ia artificial excesiva. En Francia, singularmente, la filosofía está por todos lados. Sirve de razón social a diferentes paladines mediáticos. Anima cafés y centros de puesta en forma y bienestar. Tiene sus revistas y sus gurúes. Es universalmente convoca­ da, desde los bancos hasta las grandes comisiones de Estado, para disertar sobre la ética, el derecho y el deber. La razón de ser de este trastorno es un cambio de trascendental que concierne no tanto a la filo­ sofía como a su sucedáneo social, que es la moral. Efectivamente, desde los “nuevos filósofos” y la caída de los Estados socialistas, solo se califica de filosofía a la prédica moralizante más elemental. Toda situación es juzgada con la vara del com­ portamiento moral de sus actores, el número de muertos es el único criterio de evaluación de las tentativas políticas, la lucha contra los malos es el único “Bien” presentable; en pocas palabras: se llama “filosofía” a los argumentos de lo que Bush llamaba la lucha contra “el Imperio del mal”, mez­ cla confusa de restos socialistas y de grupúsculos fascisto-religiosos en nombre de la cual nuestro Occidente lleva a cabo sanguinarias campañas y defiende, un poco por todas partes, su indefendi­ ble “democracia”. Digamos que no es posible exis­ tir como “filósofo” sino en la medida en que se adopta, sin la más mínima crítica -en nombre del

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dogma “democrático”, de la cantilena de los dere­ chos del hombre y de diversas costumbres de nues­ tras sociedades en lo que concierne a las mujeres, los castigos o la defensa de la naturaleza-, la tesis típicamente yanqui de la superioridad moral de Occidente. Se podría formalizar así este trastorno: así como la filosofía, hace veinte años, acorralada en ruinosas suturas con sus condiciones de ver­ dad, se veía asfixiada por inexistencia, hoy en día, encadenada a la moral conservadora, se ve prosti­ tuida por una sobreexistencia vacía. De donde se sigue que ya no se trata de reafirmar su existencia mediante operaciones que apunten a de-suturarla de sus condiciones, sino de disponer su esencia tal como se manifiesta en el mundo del aparecer, con el fin de distinguirla de sus falsificaciones mora­ les. Falsificaciones que, como ya he indicado, son tanto más virulentas cuanto que redoblan la expansión del positivismo grosero (neurociencias, cognitivismo, etc.) proveyéndole su indispensable suplemento de alma. De lo que se trata hoy, en suma, es de desmo­ ralizar a la filosofía. Lo cual equivale a arriesgarse a exponerla de nuevo al juicio de los impostores y de los sofistas, juicio que la acusación más grave, de la que fue víctima cierto Sócrates, resume así: “usted corrompe a la juventud”. Muy recientemen­ te, incluso, un crítico norteamericano hizo apare-

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cer, en una prestigiosa revista de Nueva York, un ataque que podía permitirse ser de un nivel con­ ceptual totalmente mediocre, dado que su objetivo no era otro que la rectificación moral. Respecto de los jóvenes estudiantes y los docentes mal informa­ dos, decía este fiscal, filósofos como Slavoj Zizek o yo somos reckless, término que puede tradu­ cirse como “desprovistos de toda prudencia”. Es un tema tradicional de los peores conservadores, desde la antigüedad hasta nuestros días: los jóve­ nes corren gravísimos riesgos si se los pone en con­ tacto con “malos maestros”, que van a desviarlos de todo lo que es serio y honorable, a saber: la carrera, la moral, la familia, el orden. Occidente, la propiedad, el derecho, la democracia y el capita­ lismo. Para no ser reckless hay que comenzar por una subordinación rigurosa de la invención con­ ceptual a las evidencias “naturales” de la filosofía, tal como esa gente la entiende. A saber: una moral blanda, o aquello que Lacan, en su lengua abrup­ ta, llamaba “el servicio de los bienes”. Respecto de la superabundancia de existencia que, hoy en día, amenaza a la filosofía con evapo­ rarla en una figura a la vez conservadora y gruño­ na, asumiremos una evaluación trascendental de su existencia que la lleve muy cerca de su esencia. Por definición, la filosofía, cuando aparece verda­ deramente, es reckless o no es nada. Potencia de

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desestabilización de las opiniones dominantes, ella convoca a la juventud a algunos puntos en que se decide la creación continua de una verdad nueva. Por eso su Manifiesto trata hoy del movimiento, típicamente platónico, que conduce de las formas del aparecer a la eternidad de las verdades. Ella se compromete, sin restricción, en ese proceso peli­ groso. En el mundo en que estamos, la filosofía solo puede aparecer como el inexistente propio de toda moral y de todo derecho, en la medida en que moral y derecho permanecen -y no pueden sino permanecer- bajo la dependencia de la increíble violencia desigualitaria infligida al mundo por las sociedades dominantes, su economía salvaje y los Estados que, más que nunca, según la fórmula de Marx, son solamente los “fundados por el poder del Capital”. O, más precisamente: la filosofía apa­ rece en nuestro mundo cuando escapa al estatuto de inexistente de toda moral y de todo derecho. Cuando, invirtiendo ese veredicto que la abando­ na a la vacuidad de filosofías tan omnipresentes como serviles, adquiere la existencia máxima de lo que ilumina la acción de las verdades universa­ les. Iluminación que la lleva mucho más allá de la figura del hombre y de sus “derechos”, mucho más allá de todo moralismo. Y en estas condiciones es apenas posible, en

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efecto, que una fracción de la juventud reconozca II surgimiento filosófico verdadero sin que lo que la ataba a la pura y simple persistencia de lo que es se corrompa de modo duradero. Es así, eterna­ mente, como Sócrates es juzgado. 11

5, Mutación

Sabemos ahora que una verdad, si existe ple­ namente en un mundo, se dejará determinar en él como grado máximo de identidad consigo misma o, en todo caso, se organizará en torno a un múl­ tiple que tiene esa propiedad existencial. Pero esa condición es de estructura: todo cuerpo que existe plenamente en un mundo la satisface. No hemos llegado aún a identificar aquello que, de una ver­ dad, hace suficientemente excepción a las leyes del aparecer para poder valer universalmente, o de un mundo a otro. La idea que se impone es que todo lo que hace excepción a las leyes del mundo resulta de una modificación local de esas leyes mismas. O, de manera más fuerte, aunque aproximativa: toda excepción a las leyes es el resultado de una ley de excepción. Dicho en otros términos, debemos suponer que una verdad no es un cuerpo que es sustraído a las prescripciones trascendentales del

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aparecer, sino la consecuencia de una modificación local de esas prescripciones. Para comprender bien de qué se trata, definamos lo que es un cambio regular, o interno a las leyes del aparecer. Si, por ejemplo, un plátano tiene una enfer­ medad viral, de tal suerte que pierde sus hojas y se seca, es posible que el sistema de sus relaciones con el mundo -por ejemplo, el espesor de la sombra que él prodiga, superior al de la sombra que dispensan los pequeños árboles vecinos- se vea modificado. El grado de identidad de su sombra con las sombras vecinas, que testificaba la amplitud muy superior de su follaje, era débil, y he aquí que aumenta y hasta tiende hacia el grado máximo, como si el gran árbol se viera disminuido al rango de un aborto. No solo esta modificación no recae sobre la disposi­ ción trascendental, sino que la supone. Es respecto de la estabilidad de las relaciones entre grados, y de la pertinencia del vínculo entre los múltiples que aparecen en el mundo y esos grados, que se puede hablar de la decrepitud del árbol en relación con su pasado cercano. El cambio permanece inmanente a las leyes. Es una simple modificación, interna a la disposición lógica del mundo, un poco como, en Spinoza, el “modo” es una inflexión inmanente y necesaria de los efectos de la única potencia existen­ te, la de la Sustancia. Por otra parte, no se supondrá tampoco un

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I .iinbio súbito del trascendental mismo. Porque el irascendental, hablando con propiedad, no existe. lis medida de toda existencia sin tener que pre­ sentarse, por su parte, como tal. Un poco como eii Spinoza, la Sustancia no existe sino en tanto producción interna de sus efectos y, en particular, de la multiplicidad infinita de sus atributos, de tal suerte que se puede decir tanto que solo la Sus­ tancia existe como que solo existen los atributos y los modos. La segunda hipótesis equivale a lo siguiente: la Sustancia no existe. Tampoco el tras­ cendental como lugar de las relaciones identitarias y diferenciantes por las cuales unos múltiples “hacen” mundo. Ahora bien, lo que no existe no puede cambiar. Hace falta entonces, finalmente, para abrir al pensamiento de una excepción en lo que aparece (o en lo que ocurre, es lo mismo, ya que el ser, por su parte, no ocurre, se contenta con ser), locali­ zarla en la relación entre una multiplicidad y el trascendental. Una multiplicidad, ya que lo que ocurre es siempre local: la idea de una excepción global está desprovista de sentido, porque ¿a qué haría excepción, desde el momento en que todo ha cambiado? Su relación con el trascendental, puesto que es eso lo que declina las posibilidades del aparecer como tal. Pero la relación entre un múltiple fijado y el trascendental es precisamente

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el aparecer de ese múltiple, que evalúa las relacio­ nes inmanentes de identidad y de diferencia entre todos sus elementos. No se ve que esa relación como tal pueda cambiar en su principio sin que el mundo haya cambiado. Hace falta entonces, con toda necesidad, admi­ tir que el cambio verdadero, la mutación, no es ni un cambio global del trascendental, ni un cambio del modo según el cual un múltiple ve sus elemen­ tos diferencialmente evaluados por grados trascen­ dentales. La única posibilidad es que un múltiple entre, de manera -por así decir- suplementaria, en el registro del aparecer. Pero ¿cómo un múltiple ya ahí en el mundo y, por ende, ya evaluado en cuanto a sus recursos inmanentes en el registro del aparecer, puede suplementar a la operación de las reglas trascendenta­ les? O bien, ¿hay que imaginar que un múltiple se agrega desde afuera al mundo, tal un aerolito del aparecer? ¿Por qué ese y no más bien otro? Esto parece totalmente milagroso. Más bien, tenemos que suponer, racionalmente: 1. que el múltiple que localiza la mutación ya está ahí en el mundo, que aparece en él; 2. que el trascendental del mundo concernido no es modificado en sus reglas internas; 3. que la suplementación por el múltiple concer-

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nido mantiene alguna relación con su vínculo con el trascendental, en defecto de lo cual sería flotante, o desarraigada respecto del aparecer de ese múltiple, tal como se lo supone en la con­ dición 1 aquí enunciada. La única salida que nos queda es plantear que hay una mutación local en el aparecer cuando un múltiple pasa a caer él mismo bajo la medida de las identidades que autoriza la comparación de sus elementos. O cuando el soporte de ser del aparecer llega localmente para aparecer. Normalmente, la inscripción de un múltiple se realiza (véase esquema 1, en la retiración de tapa) por asignación de un grado de identidad a todo par de elementos de ese múltiple. Sin embargo, una ley ontològica fundamental (comentada en El ser y el acontecimiento, meditación 18) prohíbe a todo múltiple ser elemento de sí mismo. En conse­ cuencia, la evaluación trascendental de las identi­ dades y de las diferencias para un múltiple dado se hace en inmanencia a ese múltiple, sin tomarlo a él mismo en consideración. La medida de los grados de identidad entre los elementos del plátano (tal y cual hoja, o una rama y una raíz, etc.) opera de elemento a elemento, pero no comprende al plá­ tano mismo. No hay, de manera interna a la ins­ cripción del plátano en el mundo, fijación de un

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grado de identidad entre, digamos, el plátano y un fragmento de su corteza. Por supuesto, tal grado de identidad puede formar parte del aparecer de un múltiple en el mundo, pero ese múltiple no será el plátano, ni tampoco la corteza: deberá contener a uno y al otro como elementos. Si resulta, entonces, que un múltiple cae bajo el protocolo que evalúa de manera inmanente la red de las relaciones que constituyen su aparecer, hay una transgresión evidente del complejo onto­ lògico y lógico que hace llegar al aparecer a un sermúltiple. Esta transgresión, con todo, no supone ni un múltiple suplementario, ni una modificación del trascendental, ni una indiferencia arbitraria del vínculo entre el múltiple y su nueva “entrada” en el aparecer, puesto que es bajo su propia ley de aparición como él llega para contarse. Obedece­ mos, por lo tanto, a las tres condiciones que aca­ bamos de deducir. Llamaremos “sitio” a un múltiple que llega para aparecer de un modo nuevo, en tanto cae bajo la medida general de los grados de identidad que prescriben, elemento por elemento, su propio aparecer. Digamos que un sitio (se) hace aparecer él mismo. Tal es el principio formal de una mutación en el aparecer. Una analítica rigurosa muestra que hay tres tipos de mutación. Primero, según el grado de

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existencia que es el del múltiple cuando cae bajo su propia conexión trascendental. Si ese grado no es máximo, se dice que la mutación es un hecho. I I hecho, que implica una anomalía local en la ilistribución de las relaciones del aparecer, es más cjLie el cambio regular, o modificación “a la Spino/,a”, a la que nos hemos referido. Pero sigue sien­ do ampliamente interno al aparecer en su forma general. Luego, la demarcación entre los sitios cuyo valor existencial es máximo se opera a partir de las consecuencias -y por ende de la potenciade la mutación local. Hemos visto en el capítulo precedente que todo múltiple tiene uno y solo un elemento inexistente. Si ese elemento inexistente permanece invariable o, bajo el efecto de la muta­ ción, no adquiere sino una existencia inferior al máximum, calificaremos a la mutación de singu­ laridad débil. Si el inexistente adquiere un valor existencial máximo, diremos que la mutación es un acontecimiento. Dicho en otros términos, un acontecimiento es un sitio (un múltiple cae él mismo bajo la ley que hace aparecer sus elementos) que está en exceso tanto respecto del hecho (ya que el valor de exis­ tencia del sitio es máximo) como de la singulari­ dad débil (ya que el inexistente llega para existir, él también, con el valor máximo). Se observarán cuidadosamente las característi-

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cas del acontecimiento: reflexividad (el sitio se per­ tenece a sí mismo, al menos fugitivamente, de tal suerte que su ser-múltiple llega “en persona” a la superficie de su aparecer); intensidad (existe máxi­ mamente); potencia (su efecto se extiende a un completo relevo del inexistente, del valor mínimo o nulo al valor máximo: “Los nada de hoy todo han de ser”, como se canta en La Internacional). Para dar un ejemplo de acontecimiento, no podemos, claro está, atenernos a los plátanos empíricos. Propuse y detallé, en Lógicas de los mundos, numerosos ejemplos. Citemos, en políti­ ca, la insurrección de los esclavos bajo la dirección de Espartaco o la primera jornada de la Comu­ na de París; en las artes, las pinturas de caballos realizadas por los artistas de la gruta Chauvet o la arquitectura de Brasilia; en amor, Julia y SaintPreux en la novela de Rousseau La nueva Eloísa, Dido y Eneas en la ópera Los troyanos, de Berlioz; en ciencia, la invención por Galois de la teoría de los grupos o la presentación por Euclides de la teo­ ría de los números primos. Se ve aquí despuntar, en filigrana, la tesis decisiva de todo este pequeño libro: una verdad no puede tener origen sino en un acontecimiento. Si una verdad es universal, habrá que sostener, entonces, que su proceso vincula la universalidad a la pura contingencia, la del acontecimiento.

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IJna verdad aparece en un mundo como conexión supernumeraria del azar y de la eternidad. Por eso se puede volver al plátano en su guisa poética. ¿No es en esta conexión en la que piensa Valéry cuando el plátano responde furiosamente a quien quiere reducirlo a su apariencia particu­ lar, cuando opone a esa particularidad su propia inclusión en lo universal? Leamos su respuesta. Entendamos en “tempestad” la acción acontecimiental y, en la “testa soberbia”, la incorporación del plátano a las consecuencias universales de la tempestad, a la llegada al mundo de una verdad. Esa “testa soberbia” es el cuerpo glorioso del árbol transfigurado, que es también, como resultante de ello, el igual genérico de todo lo que crece, la fra­ ternidad, bajo el pliegue de lo Verdadero, entre el árbol y la hierba: - Non, dit l’arbre. Il dit : Non ! par l’étincellement De sa tête superbe. Que la tempête traite universellement Comme elle fait une herbe ! - No, dice el árbol. Dice ¡No!, por el centelleo De su testa soberbia, Que la tempestad trata umversalmente ¡Como lo hace con una hierba!

6. Incorporación

Suponemos que sobreviene un acontecimiento. En tanto tal, se desvanece: no podría establecerse o durar la patología trascendental que la llegada a la superficie del aparecer de su soporte de ser (un múltiple, sometido a la evaluación identita­ ria de sus elementos) constituye. Solo quedan las consecuencias y, entre ellas, la que define el valor acontecimiental del sitio: el relevo de su elemento inexistente, que pasa del grado nulo o mínimo al grado máximo. Toda verdad procede por la llegada al esplendor del aparecer de aquello cuya existencia era total­ mente inaparente: en política, esclavos antiguos o proletarios contemporáneos; en arte, lo que no tenía ningún valor formal, transfigurado de pronto por un desplazamiento imprevisible de la frontera entre lo que se reconoce como forma, incluso de­ formada, y lo que reside en lo informe; en amor, toda efracción de la solidez de lo Uno por un Dos

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improbable, y negado por largo tiempo, que expe­ rimenta el mundo por sí mismo y se consagra al infinito de esa experiencia; en ciencia, la sumisión a la letra matemática de toda una parte de lo cua­ litativo material o vital que parecía ser su opuesto. Y los nombres propios conjugados con esos surgi­ mientos: Espartaco o Lenin, Esquilo o Nicolas de Staël, Eloísa y Abelardo, como Edith Piaf y Marcel Cerdan, Arquimedes o Galileo. Llamaremos enunciado primordial al inexisten­ te del estado anterior del mundo que se halla rele­ vado, llevado a la potencia máxima de aparición, por la mutación acontecimiental. No es porque se trate necesariamente de una palabra, sino porque el valor de este término es una suerte de mandato. Nos dice, desde lo alto de la autoridad que le da su relevo: “Mira lo que adviene, y no solamente lo que es. Trabaja en las consecuencias de lo nuevo. Acepta la disciplina apropiada al devenir de esas consecuencias. Haz, de todo el múltiple que eres, cuerpo en un cuerpo, la materia imborrable de lo Verdadero”. Esos imperativos materiales nos dicen cosas como: “¡Proletarios de todos los paí­ ses, unios!” (Marx). O: “El mundo está escrito en la lengua matemática” (Galileo). O “Un golpe de dados jamás abolirá el azar” (Mallarmé). O: “El amor es un pensamiento” (Pessoa). Iniciado por el enunciado primordial, se forma

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en el mundo un nuevo cuerpo, que será el cuerpo de verdad, o cuerpo subjetivable, al que llamare­ mos sencillamente, toda vez que la claridad del contexto lo permita, cuerpo. ¿Cómo se forma ese cuerpo? Se forma según las afinidades entre los otros cuerpos del mundo y el enunciado primor­ dial. Los múltiples que se comprometen en el pro­ ceso de despliegue de las consecuencias del aconte­ cimiento se agrupan en torno a ese enunciado, que es el que concentra el origen y autoriza la novedad de las consecuencias. Pensemos en los “izquierdis­ tas” que forman, hasta fines de los años setenta, el grupo innumerable y heteróclito de los fieles a Mayo del 68. Pensemos en los enamorados arreba­ tados en el mundo por los conmocionantes efectos de ese “te amo” que capta en enunciado primor­ dial el desvanecimiento de un encuentro. Imagine­ mos la ascesis artística y mundana de los grandes alumnos y discípulos de Schónberg, Berg y Webern después del giro dodecafonista del primer decenio del siglo XX. Observemos el deslumbramiento de los matemáticos franceses que, en los años trein­ ta, descubren la innovación radical del álgebra moderna, introducida por la escuela alemana, con Emmy Noether a la cabeza. Mil otros ejemplos muestran qué es, para un individuo alcanzado por la autoridad del enunciado primordial, declararse en cuerpo y alma del partido de ese enunciado y

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voluntario definitivo para el despliegue en cuerpo (“¡una vez más!”) de esos efectos. Porque ese proceso es el de la adjunción, a un cuerpo en vías de constitución, de todo lo que expe­ rimenta una afinidad esencial con lo que ese cuer­ po despliega de las consecuencias del enunciado, y por ende del acontecimiento que sacudió como un relámpago, en un punto, las leyes del aparecer. Por eso el nombre que le conviene es: incorporación. Se puede formalizar la incorporación a partir de los detalles más finos de la lógica del aparecer. Esta tarea se lleva a cabo en Lógicas de los mun­ dos, en particular en el Libro VII, que contiene la teoría del cuerpo de verdad, pero supone todos los refinamientos de la “Gran Lógica”, explicitada, especialmente, en el Libro III. Aquí solo describi­ mos someramente esas cuestiones nodales. ¿Qué significa una “afinidad” entre un cuerpo cualquiera y el enunciado primordial que constitu­ ye una huella de un acontecimiento en un mundo.? Los rudimentos de teoría del aparecer explicitados en los capítulos 3 y 4 del presente libro bastan para comprenderlo. El enunciado, relevo de un inexis­ tente, es en lo sucesivo un múltiple que aparece en el mundo con un valor máximo. Así, el enunciado primordial de un amor, el “te amo” de las bien llamadas “declaraciones de amor”, existe en el mundo subjetivo de los amantes, o futuros aman-

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les, con una intensidad que nada puede sobrepa­ sar. Consideremos ahora un múltiple cualquiera del mundo concernido, por ejemplo, el gusto de uno de los amantes por los paseos al borde del mar. Se dirá que ese elemento se incorpora al cuer­ po de la verdad amorosa en vías de constitución si su relación de identidad con el enunciado primor­ dial es medida por el grado más elevado posible. En términos prácticos, eso querrá decir, claro está, que ese amante desea acostumbrar al otro a ese tipo de paseo, incluirlo en su pasión por las pla­ yas desiertas, reevaluar su amor por los murmullos del mar desde el punto del amor sin más, etc. En términos formales, eso quiere decir que el grado de identidad entre el dato “gusto por los paseos al borde del mar” y el enunciado primordial del amor no puede ser inferior al grado de existencia de ese gusto. La significación es clara: en lo sucesi­ vo, un afecto personal solo puede entrar en la com­ posición del cuerpo de amor si su identidad con el enunciado primordial amoroso no es inferior a su propia intensidad, si puede “componerse” con el amor sin perder nada de su fuerza. Entonces enri­ quece el cuerpo de amor, lo cual quiere decir que entra en el proceso de una verdad: el borde del mar, como fragmento del aparecer, es reevaluado desde el punto del Dos y ya no queda encerrado en el goce narcisista del mundo.

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El análisis formal consolida esta visión empí­ rica. Se demuestra que, efectivamente, si un múl­ tiple del mundo aparece en él con una intensidad de existencia máxima (como es el caso, por defi­ nición, de todo enunciado primordial), la relación de identidad de cualquier múltiple -que aparece en el mismo mundo- con ese primer múltiple no puede tener un grado superior al de la existencia de ese segundo múltiple: el grado de identidad de un múltiple cualquiera con un enunciado primor­ dial es, a lo sumo, igual al grado de existencia de ese múltiple cualquiera. Si es igual, es entonces tan elevado como puede serlo: tiene con el enunciado primordial una relación de identidad máxima. Es eso lo que su profunda “afinidad” con el enuncia­ do designa. Se dirá entonces que un múltiple del mundo se incorpora al proceso de una verdad, o devie­ ne un componente del cuerpo de esa verdad, si su grado de identidad con el enunciado primordial es máximo. Tal es el caso del joven izquierdista elevado más allá de sí mismo por su adhesión sin límites a los efectos del acontecimiento “Mayo del 68”, cuyo enunciado primordial podría expresarse como “reinventemos la política”. O el del gusto del amante por los paseos al borde del mar si esos paseos devienen, bajo la conminación del “te amo”, tiempos extáticos del amor mismo.

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Incorporarse al devenir de una verdad es apor­ tarle al cuerpo que la soporta todo lo que, en usted, es de intensidad comparable a lo que autoriza que usted se identifique con el enunciado primordial, ese estigma del acontecimiento de donde proviene el cuerpo. La simplificación, que es aquí necesaria, nos lleva finalmente a lo siguiente: el proceso de una verdad es la construcción de un cuerpo nuevo que aparece en el mundo a medida que se agrupan en torno a un enunciado primordial todos los múlti­ ples que mantienen con ese enunciado una autén­ tica afinidad. Y como el enunciado primordial es la huella de la potencia de un acontecimiento, se puede decir, también: un cuerpo de verdad es el resultado de la incorporación a las consecuencias del acontecimiento de todo lo que, en el mundo, ha experimentado máximamente su potencia. Una verdad es un acontecimiento desaparecido del que el mundo hace aparecer poco a poco, en los materiales dispares del aparecer, el imprevisible cuerpo.

7. Subjetivación

Suponemos, ahora, la existencia de un cuerpo de verdad tal como se constituye en torno a un enunciado primordial que es, él mismo, huella de un acontecimiento desaparecido. Ese cuerpo está situado en el mundo al que el acontecimiento afec­ tó, se despliega en él visiblemente. Así, la posición tomada respecto de la existencia de ese cuerpo es lo real, la materialidad, de la posición tomada res­ pecto del acontecimiento. Pero un acontecimiento es la perturbación del orden del mundo (puesto que altera localmente la organización lógica -el trascendental- de ese mundo), testificada por el relevo de un inexistente. La posición tomada res­ pecto del nuevo cuerpo vale, entonces, posición en cuanto al orden del mundo y en cuanto a lo que debe existir o no en ese mundo. De modo abstracto, es claro que vamos a tener tres tipos de posiciones. Hemos descrito la primera en el capítulo precedente: incorporación al cuerpo.

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entusiasmo por la novedad, fidelidad activa a lo que llegó para conmocionar localmente las leyes del mundo. La segunda es la indiferencia: hacer como si nada hubiera tenido lugar o, más exactamen­ te, estar convencido de que, si el acontecimiento no se hubiera producido, las cosas serían, en lo esencial, idénticas. Es la clásica posición reactiva, que anula la novedad en la potencia tranquila de la conservación. La tercera es la hostilidad: conside­ rar al nuevo cuerpo como una irrupción extranjera nociva, que debe ser destruida. En este odio de lo nuevo, de todo lo que es “moderno” y diferente de la tradición, reconocemos el oscurantismo. Llamaremos a estas actitudes subjetivacion.es del cuerpo. Y diremos que hay tres tipos de subjetivación, que prescriben, respecto del cuerpo subjetivable, tres tipos de sujeto: fiel, reactivo y oscuro. Lo que hay que entender bien es que los tres sujetos son contemporáneos del acontecimiento y del cuerpo, incluso si esa contemporaneidad es negativa. En consecuencia, son figuras nuevas. Hay que admitir que el sujeto reactivo es una inven­ ción del conservadurismo, por más paradójica que resulte esta expresión, y que el sujeto oscuro es, por su parte, una creación interna a la tradición más obtusa. En tanto definen orientaciones en cuanto al cuerpo, los tres tipos subjetivos participan de la novedad. Los tres son figuras del presente activo en

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que se trama una verdad antes desconocida. Com­ ponen una historia en la cual, arduamente, una verdad hace su camino y se aleja, por su universali­ dad, de las circunstancias de su aparición. Consideremos, por ejemplo, el surgimiento acontecimiental típico que es la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia. Evidentemente, el nuevo cuerpo está constituido, a la vez, por el Estado soviético (que es, de hecho, el devenir-Estado del Partido) y por los partidos comunistas que, a partir de 1920, se crean en el mundo entero y forman la Tercera Internacional. El sujeto fiel es incorporación, lo cual quiere decir sistema, de las pertenencias individuales a ese complejo de Estados nacionales, de partidos y de organización internacional que define el movi­ miento comunista mundial. Orientación militante de su devenir, el sujeto fiel trama el presente del cuerpo como nuevo tiempo de una verdad. El sujeto reactivo es todo lo que orienta la con­ servación de las formas económicas y políticas anteriores (el capitalismo y la democracia parla­ mentaria) en las condiciones de la existencia del nuevo cuerpo. Es el sujeto democrático burgués que asegura su permanencia. En un sentido, el sujeto reactivo niega la efectividad del aconteci­ miento, puesto que sostiene que el mundo ante­ rior puede y debe persistir tal cual. Mantiene una

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distancia infranqueable entre él mismo y el nuevo presente político. Transforma en falso presente su no-presencia en el nuevo presente. Pero en otro sentido, tiene realmente en cuenta la existencia del nuevo cuerpo. En particular, bajo diferentes for­ mas (el laborismo en Inglaterra, las reformas del Frente Popular y de la Liberación en Francia, el New Deal en los Estados Unidos), va a multiplicar las concesiones hechas a los obreros, definir una política social, refrenar los apetitos ilimitados de las potencias industriales y financieras, siempre y cuando todo eso permanezca en el marco del orden anterior (evaluación de las identidades y de las diferencias bajo la ley del mismo trascendental). Y se requieren esas “reformas”, sin duda, para que la incorporación al proceso de la verdad, la expansión del sujeto fiel y la convicción comunista actuante sigan siendo fenómenos suficientemente limitados. Globalmente, el aparecer del mundo anterior debe permanecer bajo el mismo trascen­ dental, de tal suerte que el cuerpo nuevo no pueda desplegar su existencia máxima sino localmente. Tal es la orientación que el sujeto reactivo asigna a ese cuerpo: que se quede en su rincón tanto como sea posible. El Estado norteamericano definió esta línea, respecto del universo comunista, como una línea de containment. En este sentido, el sujeto reactivo es un sujeto nuevo, inducido por el nuevo

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cuerpo: realiza la invención de nuevas prácticas conservadoras. Mediante la construcción de una distancia nueva con respecto al presente de lo Ver­ dadero, mantiene el semblante de la continuidad. Es el presente de la disimulación del presente. El sujeto oscuro quiere la muerte del cuerpo nuevo. No le basta la permanencia del trascenden­ tal a costa de reformas inmanentes. Eso es lo que definió, en la Europa de la primera mitad del siglo X X , la línea fascista. Esta línea es revolucionaria en el sentido siguiente: para terminar con la pre­ sencia del nuevo presente, hay que presentificar la destrucción integral del cuerpo de verdad y, por lo tanto, liquidar al sujeto fiel bajo todas sus for­ mas, puesto que el sujeto fiel es la orientación de ese cuerpo. El problema del sujeto oscuro es que la dimensión puramente contrarrevolucionaria de su revolución no tiene la potencia suficiente para reunir las fuerzas destructivas que necesita. Tiene que inventar por completo, además, un cuerpo fic­ ticio que sea el rival del cuerpo de verdad y que, sin embargo, no ratifique el acontecimiento del que su rival procede, sino que lo rechace y lo nie­ gue. Para eso, es preciso que el cuerpo que invoca el fascismo no sea acontecimiental, sino sustancial: una Raza, una Cultura, una Nación o un Dios. De modo tal que el sujeto oscuro, en primer lugar, va a imponer la soberanía mortífera de un cuerpo fie-

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ticio tomado de la tradición y, en segundo lugar, va a destruir el presente nuevo por medio de un pre­ sente paradójico, que es el de la sustancia eterna. El sujeto oscuro hace presente de lo que considera siempre ha estado ahí, pero disimulado y mutilado por los acontecimientos. Esa es la verdadera sig­ nificación del “Reich de mil años” prometido por Hitler: una vez destruido el presente de las revo­ luciones, y singularmente el presente comunista, se tendrá el presente de la eternidad alemana o aria. Al cuerpo móvil de los procesos de verdad, el sujeto oscuro opone el presente-pasado fijo de la sustancia nacional, racial o religiosa. Pero esa pro­ mesa no puede cumplirse. Como, a diferencia del cuerpo de verdad que despliega las consecuencias de lo real del acontecimiento, el cuerpo del sujeto oscuro es ficticio, su presente aparente no proviene sino de la destrucción de su rival. La eternidad aria existe solo durante el tiempo de la exterminación de los judíos (lo cual explica que los nazis se hayan aplicado a ello hasta el último segundo de su exis­ tencia). El Reich existe solo durante el tiempo de perder la guerra (lo cual explica su rechazo suicida de toda negociación, incluso en la Alemania inva­ dida). Todo el presente del sujeto oscuro proviene de la resistencia encarnizada del cuerpo de verdad. Es presentificación, hajo el signo de la muerte, de la tenacidad del sujeto fiel.

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El torniquete de los tres tipos subjetivos defi­ ne una secuencia de la historia (política, artística, científica o amorosa). Se puede ver, por ejemplo, al sujeto reactivo aliándose con el sujeto oscuro con­ tra el sujeto fiel (en Alemania, la reacción clásica le pasa el mando a Hitler contra los comunistas), al sujeto fiel aliándose con el sujeto reactivo con­ tra el sujeto oscuro (alianza de los Estados Unidos con la URSS contra los nazis). Incluso la tentación -siempre suicida, por cierto- de una alianza entre el sujeto fiel y el sujeto oscuro^^ puede existir (el pacto germano-soviético de 1939). Es que el pre­ sente histórico, contrariamente a lo que afirman la dialéctica hegeliana y el marxismo dogmatizado, no coincide con el presente del cuerpo de verdad. La Historia, efectivamente, es siempre la intrinca­ ción de los tres tipos subjetivos: combina, respecto del cuerpo de verdad, las tres orientaciones de ese cuerpo. Merleau-Ponty, que constataba la disimu­ lación aparente del devenir de una verdad en su presente mismo, decía que “la Historia no confie­ sa nunca”. En realidad, es solo ilegible para quien renuncia a descifrar en ella los estigmas del presen­ te. Hay que partir pacientemente de los aconteci­ mientos y de las construcciones de verdades que de ellos se desprenden; luego, aceptar que la reacción y sus formas extremas son también novedades, con­ temporáneas del presente postacontecimiental que

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el cuerpo subjetivable señala; finalmente, sostener que la apariencia confusa de la Historia resulta del hecho de que la mezcla de las orientaciones subje­ tivas no es calculable en su resultado. Porque no se conocerá lo Verdadero sino en la medida en que, en sus peripecias sucesivas, habiéndose enfrentado con las novedades reactivas u oscuras, haya llega­ do a la eternidad de la que es capaz. Es decir que no se lo conocerá -lo que se dice conocer- sino separado de su presente y, por lo tanto, del mundo confuso que lo vio nacer. Solamente cuando se lo disponga en otro mundo, para servirse de él con el fin de incorporaciones nuevas, su resurrección nos lo librará tal cual. Una verdad no es universal sino en el futuro anterior del proceso corporal que la hizo aparecer. No hay que creer que la política, y ella sola, es paradigmática en lo que concierne al devenir acontecimiental de las verdades y las formas-sujeto que escoltan a ese devenir. Quisiera mostrarlo aquí hablando del amor. Hemos visto que el cuerpo de amor es una forma particular de experiencia del mundo que se ejerce desde el punto de vista del Dos. Para portar ese Dos, los individuos convocados a la incorpo­ ración son dos, de modo tal que constituyen una “colectividad” mínima. Eso no impide en modo alguno que la historia de un amor sea un enma-

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rañamiento tan confuso como la historia de una política de emancipación (o política verdadera), o como la historia de un nuevo régimen del arte, o como el despliegue de una nueva teoría científica. Los tipos subjetivos, en particular, se pueden reconocer sin ninguna dificultad. Por supuesto, el sujeto fiel es todo aquello que orienta al amor hacia la potencia efectiva del Dos que él instituye. Es la incorporación misma, el hecho de que fragmentos incesantemente más numerosos y más intensos del mundo comparez­ can ante el Dos en lugar de quedarse replegados en la satisfacción o el descontento narcisistas. Obser­ vemos, de paso, que el amor es como un átomo de universalidad: no la universalidad transcultural (el internacionalismo político, la comunidad de los científicos, etc.), sino la universalidad transindi­ vidual. Al pasar de uno a dos, y al experimentar el Dos hasta el infinito (puesto que todo elemen­ to del mundo es susceptible de ser tratado por un cuerpo de amor), el amor es el primer grado del pasaje del individuo a un inmediato más allá de sí mismo. Es la forma elemental de sublimación de la singularidad en la universalidad. Por eso, como es sabido, el amor, las historias de amor, apasionan a la humanidad desde siempre. En él se enuncia de modo elemental que vivir, lo que se llama vivir, no es reductible a los intereses individuales, sino a la

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manera en que el mundo se expone a “nosotros”, por más limitado que sea ese “nosotros” y por más arriesgada que sea su construcción aleatoria a par­ tir no de lo que es, sino de lo que “nos” ocurre. El sujeto reactivo, en amor, se rehúsa, justa­ mente, a asumir ese riesgo sin sólidas garantías. Exige en cierto sentido que el (la) amante pueda decir que la vida continúa como antes, siendo el amor entonces no un acontecimiento radical, sino una suerte de complemento interno, requerido para una existencia satisfactoria. Para hacerlo, el cuerpo de amor es filtrado por todo tipo de pre­ cauciones conservadoras, cuya forma general es el contrato: debo saber si las ventajas que saco de la vida de a dos son superiores a los inconvenientes, y debo saber también si mis ventajas individuales valen las que mi partenaire saca de la situación. Se puede llamar “conyugalidad” a esta visión jurí­ dicamente prudente que intenta confinar, en un espacio tan restringido como sea posible, la parte salvaje y desigual que el origen mismo del amor supone: un encuentro incalculable que consagra la vida a experimentar ciegamente las consecuencias de ese encuentro. Poco a poco, el sujeto reactivo metamorfosea el amor en lo que es a la vez su sustrato objetivo y su adversario permanente: la familia. Es ese sujeto el que garantiza que el amor puede y debe asegurar la transición de una familia

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a otra. Ahora bien, la familia ocupa, respecto del amor, exactamente la misma posición que el Esta­ do respecto de la política. En tal sentido, la conyugalidad reactiva es el equivalente estricto de la “democracia” que se quiere imponer hoy en día a la tierra entera, incluso por las armas. Esta “demo­ cracia”, sabemos, es la política sin política, puesto que no tiene otro destino que el de hacer perseverar sin graves disturbios el capital-parlamentarismo, o sea, la forma dominante del Estado moderno. En tal sentido, la conyugalidad es el amor sin amor. Su objetivo es hacer perseverar la familia nuclear moderna. El sujeto oscuro asume en amor, como en políti­ ca, una posición revolucionaria. No se contenta en modo alguno con la conyugalidad. Proclama que el amor, lejos de ser el hijo del azar, está preinscrito en los astros o, en todo caso, en una necesidad que sobrepasa por todas partes su aparente contin­ gencia. Pretende perseguir y destruir toda huella de esa contingencia en la cual no ve más que un riesgo mortal, el de la partida o la infidelidad del otro. Para combatir el hecho de que el amor es sin garantías de ningún tipo, salvo su proceso mismo, debe proponer él también una ficción, y esa ficción es la de lo Uno: el amor no es de ningún modo, para el sujeto oscuro, comparecencia de la infini­ dad del mundo ante el Dos que un acontecimiento

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puso al orden del día. Es la asunción fusional de lo Uno predeterminado. En esta visión mortífera (como lo muestra el mito wagneriano de Tristón e Isolda), el operador más corriente de la destruc­ ción son los celos. El celoso, en efecto, no le deja al amor ninguna parte de libertad o de errancia. Toda distancia respecto de lo Uno supuesto es el punto de partida de una traición. Todo lo que evoca la contingencia es herida de lo Uno supues­ to. Todo lo que no repite el pacto fusional, todo lo que afirma el Dos, es sospechoso. Los celos son la experiencia de esta sospecha y el aguijón subje­ tivo del oscurantismo amoroso. Del mismo modo que el fascismo en el caso de la vida social, los celos transforman la vida de pareja en una serie de episodios policiales. Y del mismo modo que el fascismo, prefiere la destrucción integral al desfa­ llecimiento de lo Uno. Aquellos que, como Proust, piensan que la esencia del amor son los celos, son comparables a nacionalistas extremistas, que piensan que la esen­ cia de la comunidad es lo Uno arquetípico de su existencia empírica o racial. A la larga, no pueden sostener su visión sino con el ejercicio de la tortu­ ra, aplicada a ellos mismos y a otros, y finalmente con el asesinato, real o simbólico. Pero todo amor real se debate, como lo hace la política verdadera, para que el sujeto fiel, aquel que

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deja abierto el riesgo del Dos, no resulte exagera­ damente atormentado o derrotado por la acción, siempre contemporánea del cuerpo que él orien­ ta, del sujeto reactivo o del sujeto oscuro. Entre la familia indistinta y los celos mortíferos, el amor debe sostener la apuesta de su eternidad móvil.

8. Ideación

Denomino “Idea” a aquello a partir de lo cual un individuo se representa el mundo, incluido él mismo, desde el momento en que, por incorpora­ ción al proceso de una verdad, está vinculado al tipo subjetivo fiel. La Idea es lo que hace que la vida de un individuo, de un animal humano, se oriente según lo Verdadero. O también: la Idea es la mediación entre el individuo y el Sujeto de una verdad - “Sujeto” designa aquí aquello que orien­ ta, en el mundo, a un cuerpo postacontecimiental. Este sentido de la palabra “Idea” realiza mi propia interpretación de la idea platónica, y sin­ gularmente de esa “idea del Bien” a la que consa­ gró un pasaje tan famoso como enigmático de La República. Si se reemplaza la palabra “Bien” -que ha sido utilizada, desde los neoplatónicos de la antigüedad, por demasiadas teologías moralizan­ tes- por la palabra “Verdadero”, se puede obtener de la frase de Platón la traducción siguiente:

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Es solo en la medida en que lo conocible lo es en verdad que se puede decir de él que es conocido en su ser. Pero es también a la Idea de lo Verdadero, o Verdad, a la que le debe, no solamente ser conocido en su ser, sino su ser-conocido mismo, o sea aquello que, de su ser, solo puede decirse “ser” en la medi­ da en que está expuesto al pensamiento. La Verdad misma, sin embargo, no es del orden de lo que se expone al pensamiento, ya que es el relevo de ese orden, y se le confiere así una función distinta, tanto según la anterioridad como según la potencia. El problema de Platón, que sigue siendo el nuestro, es saber cómo nuestra experiencia de un mundo particular (lo que se nos da a conocer, lo “conocible”) puede abrirnos un acceso a verdades eternas, universales y, en tal sentido, transmunda­ nas. Para eso es necesario, dice él, que esa expe­ riencia esté dispuesta “en verdad”, inmanencia que hay que entender en sentido estricto: es en la medida en que un objeto particular del mundo de nuestra experiencia se dispone en el elemento de la verdad que se puede decir de él que es conoci­ do, no solamente en su particularidad, sino en su ser mismo. Y, agrega, si ese objeto del mundo es captado en su ser, es porque esa parte del obje­ to que solo es en tanto expuesta al pensamiento se mantiene “en” la verdad. Estamos, pues, en el punto en que son indiscernibles el ser del objeto y

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aquello que, de ese ser, es pensado. Este punto de indiscernibilidad entre particularidad del objeto y universalidad del pensamiento del objeto es, exac­ tamente, lo que Platón denomina Idea. Por últi­ mo, en lo que respecta a la Idea misma, como solo existe en su potencia de hacer advenir “en verdad” al objeto y, por ende, de sostener que hay univer­ sal, no es presentable ella misma, puesto que es la presentación-a-lo-verdadero. En una palabra, no hay Idea de la Idea. Por lo demás, se puede lla­ mar “Verdad” a esa ausencia. La Idea es verdadera porque expone la cosa en verdad, es por lo tanto siempre idea de lo Verdadero, pero lo Verdadero no es una idea. El dispositivo que yo propongo, a guisa de sal­ vación de la filosofía, es, en el fondo, una trans­ posición materialista (a menos que Platón mismo sea ya materialista, que haya creado un mate­ rialismo de la Idea) de esta visión platónica. En primer lugar, nosotros, soportes individuales de un pensamiento posible, animales humanos capa­ ces de eternidad, existimos en la aparición de los mundos, que no exponen por sí mismos nada de verdadero. Los mundos son solo la materia de su lógica trascendental, y nosotros somos ejemplos, entre otros, del juego de diferencias y de identi­ dades entre múltiples que reglan esas lógicas. En segundo lugar, ocurre (acontecimiento o, para Pía-

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tón: “conversión”) que podemos entrar en la dis­ posición de una verdad. Por cierto, ese proceso no es para nosotros una ascensión, ni está vinculado a la muerte de un cuerpo y a la inmortalidad de un alma. Es, como Platón lo sabe también, una dialéc­ tica; la de la incorporación de nuestra vida indivi­ dual al nuevo cuerpo que se constituye en torno al enunciado primordial, huella del acontecimiento. Al hacerlo, pasamos de la figura del individuo a la del Sujeto, exactamente como en el maestro grie­ go pasamos de la sofística (acomodación astuta y sin verdad a las leyes diferenciales del mundo) a la filosofía. Excepto que, en lugar de la filosofía, tenemos el arte, la ciencia, la política o el amor, de los cuales la filosofía es solo una captación segun­ da, a la luz de un concepto de la Verdad. Entrar en la composición de un Sujeto orienta nuestra existencia individual, mientras que en Pla­ tón la conversión dialéctica hace posible una vida justa. Es esta “entrada en verdad” lo que la Idea signa. Si reemplazamos las metáforas ascendentes (se “sube” hacia la Idea a partir de lo sensible) por metáforas horizontales (el proceso de desarrollo del cuerpo de verdad orienta en el mundo, según una ley heterónoma, las vidas individuales que se incorporan a él y producen así una verdad uni­ versal cuyo material es, sin embargo, enteramente particular), comprendemos que la Idea no es otra

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cosa que aquello por lo cual el individuo percibe en sí mismo la acción del pensamiento como inma­ nencia a lo Verdadero. Esta percepción indica de inmediato que el individuo no es el autor de ese pensamiento, que es solamente su lugar de pasaje, pero que, sin embargo, ese pensamiento no hubie­ ra existido sin todas las incorporaciones que cons­ tituyen su materialidad. Así como Platón puede decir que solo la apertura dialéctica a las Ideas rea­ liza la vida justa, yo diría; es en la medida en que el individuo viviente entra en verdad, o sea en la composición de un cuerpo subjetivable, que expe­ rimenta lo universal. Porque sabe, a la vez, que aquello en lo que participa vale para todos, que su participación no le da entonces ningún derecho particular y que, sin embargo, su vida se ha eleva­ do y cumplido por haber participado así de algún más allá de su simple subsistencia. Ese saber es el de la Idea. Digamos que una vida verdadera es el resultado de una Ideación. Deleuze sostiene con fuerza -y, a decir verdad, contra todas las alegres interpretaciones espontaneístas y “anarco-deseantes” de su filosofía—que no se piensa jamás por decisión voluntaria ni por movimiento natural. Uno es siempre, dice, forza­ do a pensar. El pensamiento es como una presión que se ejerce a nuestras espaldas. No es amable ni

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deseado. Es una violencia que se nos hace. Estoy perfectamente de acuerdo con esta visión. Me pa­ rece, además, totalmente platónica. ¿Quién no ve la violencia, encantadora y sutil sin duda, pero implacable, que Sócrates ejerce sobre sus interlo­ cutores? En lo que yo propongo, la constricción es doble. Primero, está la contingencia brutal del acontecimiento, que nos expone a una elección que no hemos deseado: ¿la incorporación, la indi­ ferencia o la hostilidad? ¿El sujeto fiel, el sujeto reactivo o el sujeto oscuro? Luego está la construc­ ción, punto por punto, del cuerpo, que somete al individuo a disciplinas anteriormente desconoci­ das, ya se trate de nuevas formas de la demostra­ ción en matemáticas, de la fidelidad amorosa, de la cohesión del Partido o del abandono de las viejas y deleitables formas artísticas por la aridez sacri­ ficial de las vanguardias. Es también eso la Idea­ ción: la representación de la potencia universal de aquello cuya particularidad inmediata es, muy a menudo, peligrosa, inestable, angustiante a fuerza de no estar garantizada por nada. Quisiera hacer tan concreta como sea posible esta teoría de la Idea como exposición del indi­ viduo simple a su devenir-Sujeto. Tomemos, por ejemplo, el caso de Cantor, el inventor, a fines del siglo XIX, de la teoría matemática de conjuntos. El acontecimiento que le da origen a su trabajo es la

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historia del Análisis y de sus enredos con la noción de infinito. A principios de ese siglo, el trabajo de Cauchy consistió en liberar el cálculo diferencial e integral de toda mención a los “infinitesimales” que, durante todo el siglo xviii, habían constituido su metafísica subyacente y ya habían sido severa­ mente criticados por los filósofos, en particular por Berkeley. Se decía que una cantidad a era “infini­ tamente cercana” a una cantidad b si la diferencia a - b era una cantidad “infinitamente pequeña”. ¿Pero qué significaba una cantidad infitinamente pequeña? No se sabía. Cauchy reemplaza todo eso por la noción dinámica de límite de una sucesión, que le da al Análisis fundamentos axiomáticos fia­ bles, y rechaza fuera del pensamiento matemáti­ co toda idea del infinito actual. Sin embargo, con Bolzano y Dedekind, se comprende que la onto­ logia de todo eso es muy débil y, en especial, que es ampliamente física, o empirista. Cuando usted dice que una sucesión “tiende hacia” un lími­ te, el esquema subyacente es el del movimiento. Las matemáticas están, de hecho, bajo el yugo de intuiciones ligadas a la representación del espacio. Para volver a esquemas puramente matemáticos, hay que confrontarse de nuevo con el concepto de infinito actual, asumir que existen cantidades infinitas. ¿Pero cómo hacer, si nuestra idea del infinito sigue siendo muy vaga, como lo era en el

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caso de los “infinitesimales”? Cantor resuelve ese problema creando el concepto genérico de conjun­ to y haciendo corresponder a los conjuntos infini­ tos, por procedimientos estrictamente racionales, “números” nuevos, los ordinales y los cardinales. Se trata, ciertamente, de una de las más admirables creaciones universales de toda la historia huma­ na. Está claro que el cuerpo de verdad es aquí lo que realiza, en el mundo del cálculo, una nueva apropiación del predicado “infinito” a los núme­ ros, de los que ese predicado estaba racionalmente separado (todo número, en efecto, tomado en su rigor, medía por definición una cantidad finita). ¿Cómo realiza Cantor su propia incorporación al proceso de esta verdad nueva? Por una Ideación extraordinariamente atormentada. El capta muy bien, en efecto, que el pensamiento que lo atra­ viesa, y del que él es uno de los primeros organi­ zadores, trastorna igualmente las relaciones de la racionalidad matemática con la filosofía y con la religión. Elasta él, el infinito estaba vinculado a lo Uno en la forma conceptual del Dios de las reli­ giones o de las metafísicas. El dominio del pensa­ miento humano era lo finito, éramos esencialmente criaturas consagradas a la finitud. Es por eso, ade­ más, que Cauchy separaba estrictamente la noción de límite de todo comprometimiento con un infi­ nito actual. El infinito entra en el dominio de lo

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múltiple con Cantor, que no solo asume la exis­ tencia actual de las multiplicidades infinitas, sino que demuestra que existe una infinidad de infinitos diferentes. ¿Cómo tratar, de ahí en más, la relación entre el pensamiento del animal humano (el indi­ viduo Cantor, tal que incorporado al despliegue de la teoría racional de los números infinitos) y la suposición de una Trascendencia (el individuo Cantor, fiel cristiano) si no puede bastar para ello la oposición entre lo finito y lo infinito, o entre lo múltiple y lo Uno? La Ideación cantoriana es por entero el tratamiento de ese punto y, por ende, la exposición al pensamiento de la novedad radical, transgresiva, universal de su propia invención. En lo sucesivo. Cantor intentará hacer pasar la dife­ rencia entre el infinito matemático y el infinito teo­ lógico en el concepto mismo de infinito, sin estar muy convencido él mismo. Va a escribir a la Curia romana para pedir consejo. También va a volver­ se loco... Allí se comprende cómo, por un lado, la Ideación organiza su determinación heroica, su disciplina demostrativa, hasta las fronteras de lo ininteligible: después de haber ofrecido una prueba rigurosa de que el conjunto de los números racio­ nales -las fracciones- es numerable, y por ende de que esos números, contrariamente a toda nuestra intuición inmediata, no son “más numerosos” que los números enteros naturales, exclama: “Lo veo.

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¡pero no lo creo!”. Pero allí se comprende tam­ bién cómo, por otro lado, la Ideación organiza y transforma la relación del individuo Cantor con el mundo ordinario, expresa su cualidad de animal de ese mundo, atormentado y casi destruido por la violencia ontològica de su incorporación pensante, pero que no cede. El esquema 2 (véase en la retiración de contra­ tapa) presenta la totalidad del recorrido de las ver­ dades, y es por lo tanto como una suerte de concen­ trado de todo Lógicas de los mundos. No se trata aquí de comentarlo en sus detalles. Se observará, solamente, que la línea que va de “multiplicidades indiferentes” a la ruptura acontecimiental organi­ za los soportes objetivos, realmente dados en un mundo, de la construcción de una verdad, mien­ tras que la línea que va del acontecimiento a “ver­ dades eternas” dispone las categorías subjetivas inducidas por la incorporación de los individuos al devenir de esa verdad. Hay una corresponden­ cia vertical entre las dos líneas. Por ejemplo, como hemos explicado, la huella subjetiva de un aconte­ cimiento no es otra cosa que el relevo de un inexis­ tente. O la condición de una existencia depende del trascendental. O los órganos de un cuerpo de verdad sirven para tratar los puntos del mundo, bajo la forma de una elección radical, etcétera. Si se admite que la Ideación es aquello que

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asume, en el individuo en vías de incorporación al proceso de una verdad, la vinculación entre los componentes de este recorrido, se comprende entonces que es aquello a través de lo cual una vida humana se universaliza, a costa, evidentemente, de difíciles problemas con su particularidad. La Idea es la severidad del sentido de la exis­ tencia.

Conclusión

Si comparo este segundo Manifiesto con el pri­ mero, como he emprendido hacerlo a propósito de la cuestión de la existencia de la filosofía en el capítulo 4 bis, me llaman la atención cinco puntos, que son otros tantos rasgos que marcan síntomas del cambio del mundo en veinte años. 1. Tal como lo he dicho, la posición filosófica que yo combatía hace veinte años era principal­ mente la posición heideggeriana en sus variantes francesas (Derrida, Lacoue-Labarthe, Nancy, pero también Lyotard), a saber, el anuncio del fin irre­ mediable de la filosofía bajo su forma metafísica y la consideración de las artes -poema, pintura, teatro- como recurso supremo para el pensamien­ to. Mi “gesto platónico” consistía en reafirmar la posibilidad de la filosofía en su sentido originario, o sea la articulación -por cierto transformada, pero también reconocible- de una tríada catego-

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rial mayor: la del ser, el sujeto y la verdad. Yo sos­ tenía que la filosofía debía sustraerse al pathos del fin, que no estaba en un momento particularmen­ te nuevo y dramático de su historia y que debía, como siempre, intentar dar un paso más en las propuestas que la constituyen, principalmente la construcción de un nuevo concepto de la verdad, o de las verdades. Me oponía, en suma, al ideal crítico de la deconstrucción. Hoy en día, los adversarios principales ya no son los mismos. En uno de mis últimos encuen­ tros con Derrida -nos habíamos reconciliado-, él me dijo: “En todo caso, hoy tenemos los mismos enemigos”. Era totalmente exacto. El blanco de este segundo Manifiesto ya no es la superación de la Metafísica en la forma de su deconstrucción. Es más bien la reconstitución -como se da cada vez que la reacción intelectual, impulsada por el éxito de la reacción a secas, se siente con alas- de algo así como un pobre dogmatismo, vía la filo­ sofía analítica, el cognitivismo y la ideología de la democracia y de los derechos del hombre. A saber, una suerte de cientificismo (hay que natu­ ralizar el espíritu, estudiarlo según los protocolos experimentales de la neurología), acompañado también, como siempre, por un moralismo tonto con tintes religiosos (en sustancia: hay que ser más bien bueno y demócrata que malo y totalitario).

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De allí que, si bien pongo siempre el acento en la tríada del ser, el sujeto y la verdad, de lo que se trata ahora es de su aparición efectiva, de su acción observable en el mundo, puesto que es jus­ tamente aquello cuya existencia quieren negar el cientificismo (que solo conoce la naturalidad de los objetos, jamás la inmortalidad de los sujetos) y el moralismo (que solo conoce el sujeto de la ley y el orden, jamás el de la elección radical y la vio­ lencia creadora). Digamos que a un Manifiesto por la existencia continuada de la filosofía (contra el pathos de su fin) sucede un Manifiesto dedicado a su pertinencia revolucionaria (contra el dogmatis­ mo servil que hace de ella un componente de las propagandas de Occidente). 2. En el primer Manifiesto, yo declaraba por primera vez que la existencia de la filosofía depen­ de de cuatro tipos de condiciones genéricas, o de procedimientos de verdad: la política de emancipa­ ción y sus variantes, las ciencias formales y expe­ rimentales (las matemáticas y la física), las artes (artes plásticas, música, poesía y literatura, teatro, danza, cine) y el amor. Formulaba la modernidad de algunas de esas condiciones: el leninismo y el maoísmo, la revolución cantoriana, la edad de los poetas entre su apertura por Hölderlin y su clau­ sura por Paul Celan, el psicoanálisis de Freud a

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Lacan... Sostenía que allí están los procedimientos de verdad efectivos a partir de los cuales la filoso­ fía intenta construir un concepto original de lo que es una verdad. Hoy en día mantengo ese sistema de condi­ ciones. No obstante, su ilustración se ha vuelto mucho más oscura. En lo que se refiere a las cien­ cias, están cada vez más reducidas a su impacto en la dimensión mercantil de las tecnologías. Lo que recubre la palabra “arte” se encuentra dilui­ do entre la idea débil de “comunicación”, el deseo “multimediático” de integrar todos los medios sensibles en nuevas construcciones imaginarias y el relativismo cultural que disuelve toda norma. En verdad, la palabra “cultura” parece tener que prohibir, poco a poco, todo uso claro de la palabra “arte”. Bajo el nombre de democracia, y después del desmoronamiento del comunismo de Estado, la política se reduce en general a una suerte de mixtura entre economía y gestión, salpicada de abundante policía y control. En cuanto al amor, como he dicho, está acorralado entre una concep­ ción contractual de la familia y una concepción libertina de la sexualidad. Digamos, para ser bre­ ves, que la técnica, la cultura, la gestión y el sexo vienen a ocupar el lugar genérico de la ciencia, el arte, la política y el amor. Resulta de ello que, además de recordar las con-

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diciones y su figura moderna, habría que defender también su autonomía activa. Lo cual equivale, de hecho, a disponerlas en la historia contemporánea de sus procesos. No he hecho aquí ese trabajo, más descriptivo que teórico. Las pistas, sin embargo, son bastante claras. Habría que mostrar que un nuevo marco teó­ rico cambia por completo la presentación mate­ mática, y singularmente la matematización de la lógica. Ese marco es la teoría de las categorías. En el campo de la física, las hipótesis que generalizan la relatividad considerando que todo fenómeno incluye, en su singularidad fenoménica, la escala de su existencia, son las más prometedoras, tanto más cuanto que tienen, con la geometría fractal, un referente matemático moderno y sólido. En lo que concierne al arte, habría que mostrar cómo, en la estela del cine (la invención artística más grande del siglo pasado), surgen posibilida­ des nuevas, sin que su exploración haya produci­ do todavía, por el momento, un vuelco decisivo en el sentido de una reorganización fundamental de la clasificación y de la jerarquía de las actividades artísticas. El advenimiento de imágenes sin refe­ rente, o virtuales, abre indudablemente una nueva etapa en las cuestiones de la representación. A partir de ahora, en todo caso, las formas concen­ tradas de la pintura, incluida la monumental, indi-

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can lo que hay que entender por el retorno de la afirmación!^ después de decenios de nega­ ción crítica. El arte puede y debe tomar posición a propósito de la Historia, hacer el balance del siglo pasado, proponer las nuevas formas sensibles de un pensamiento no solamente rebelde, sino tam­ bién que unifique en torno a algunas afirmaciones que podríamos llamar “principios sensibles”. En política, la extensión (prevista por Marx) del mercado mundial modifica el trascendental (el mundo, la escena activa) de la acción eman­ cipadora, y solamente hoy, tal vez, se reúnen las condiciones de una Internacional Comunista!^ que no sea estatal o burocrática. En todo caso, ya hay experiencias políticas continuas, que conllevan el balance de la historia política del siglo pasado y se arraigan en lo real obrero y popular, que muestran dos cosas: primero, es posible desplegar una polí­ tica que se mantenga a distancia del Estado, que no tenga ni el poder como cuestión nuclear ni el parlamentarismo como marco; luego, esa política propone formas de organización muy alejadas del modelo del partido que dominó en todo el siglo X X .!^

Habría que preguntarse, finalmente, sobre la significación de las acometidas encarnizadas que se dirigen contra el psicoanálisis desde hace diez o veinte años, y que acompaña a una suerte de ñor-

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malización insulsa de todas las prácticas sexuales, poniendo estos hechos en relación con la transfor­ mación de los procesos amorosos. Este trabajo queda propuesto para todos... 3. En el primer Manifiesto, yo llamaba a mi tentativa un “gesto platónico” y caracterizaba mi filosofía con la expresión paradójica de “platonis­ mo de lo Múltiple”. La referencia a Platón sigue siendo fundamental en este segundo Manifiesto, pero su orientación es diferente. Hace veinte años, deseaba convocar a Platón contra el antiplatonis­ mo de todo el siglo X X . Para hacerlo, movilizaba dos temas: primero, la referencia a la significación ontològica de las matemáticas contra la apela­ ción retórica y lingüística de la sofística, antigua o moderna, a la poesía; luego, la convicción de que existen verdades a las que se puede llamar “abso­ lutas” y, en tal sentido, el mantenimiento de las ambiciones de la metafísica clásica contra el moti­ vo de su fin o de su superación. Hoy en día, apa­ recen dos temas suplementarios que refuerzan la filiación platónica. El primero es la sospecha filo­ sófica que debe alcanzar a la propaganda, hoy tan hegemónica como guerrera, por la “democracia”. Platón propone la primera crítica sistemática de la democracia, y estamos compelidos a retomar ese trabajo. Por supuesto que debemos hacerlo desde

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un punto de vista totalmente diferente, pero es sorprendente que, al menos en lo que concierne a la aristocracia dirigente, la solución propuesta por Platón sea de tipo comunista. Porque, justa­ mente, la pregunta fundamental del mundo con­ temporáneo podría ser: ¿capital-parlamentarismo (o sea, “democracia”) que conduce a la guerra o renovación victoriosa de la hipótesis comunista? El segundo tema nuevo es el de la Idea. Como hemos visto en el capítulo precedente, intento sos­ tener, en efecto, que la vida verdadera es una vida hajo el signo de la Idea y que, en muchos aspectos, se puede interpretar en mi sentido la construcción dialéctica de Platón. Finalmente, lo que sostiene a este segundo Manifiesto es la necesidad de un segundo gesto platónico. Ya no el platonismo de lo múltiple (así y todo, siempre mantenido), sino un comunismo de la Idea. 4. Del mismo modo que en El ser y el aconteci­ miento, en el primer Manifiesto, que concentraba su argumentación, el concepto fundamental -títu­ lo, además, de su último capítulo- era el de “gené­ rico”. Esa palabra indicaba la principal caracterís­ tica ontològica de las verdades: si, como todo lo que es, su ser en tanto ser es pura multiplicidad, las verdades son multiplicidades genéricas. Entre las multiplicidades que componen un mundo (lo que

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yo llamaba, en esa época, una “situación”), ellas se caracterizan por su ausencia de características. Testimonian para el mundo entero -por eso son su verdad-, ya que, al no ser definibles a partir de ningún predicado particular, su ser puede pensarse como idéntico al simple hecho de pertenecer a ese mundo. En ese sentido sostenía Marx que el pro­ letariado, despojado de todo salvo de su fuerza de trabajo, representaba a la humanidad genérica y devenía, por ese hecho, la verdad de la situación histórico-política moderna. Yo mostraba que la universalidad de las verdades -que son creadas, sin embargo, en mundos particulares- se liga precisa­ mente a su ausencia de particularidades. El punto central consistía en demostrar que pueden existir multiplicidades genéricas -para esa demostración sirve un famoso teorema de Paul Cohén- y luego en dar como norma a toda acción que se quiere productora de verdades (o de universalidad, es lo mismo) la capacidad para crear, en situaciones dis­ pares, subconjuntos genéricos de esas situaciones. En este segundo Manifiesto, el concepto central es el de cuerpo subjetivable. Se trata siempre de verdades, pero lo que importa ya no es su ser pen­ sado en el formalismo matemático de las multi­ plicidades genéricas. Lo que importa es el proceso material de su aparición, de su existencia y de su desarrollo en un mundo determinado, e igualmen-

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te el tipo subjetivo ligado a ese proceso. Así como la esencia de una multiplicidad genérica es una universalidad negativa (la ausencia de toda iden­ tidad predicativa), la esencia del cuerpo de verdad reside en ciertas capacidades, particularmente en la capacidad de tratar en lo real toda una secuen­ cia de puntos. ¿Qué es un punto? Es un momen­ to crucial del desarrollo del cuerpo, un momento en el que elegir una orientación en lugar de otra decide su suerte. Es, si se quiere, la contracción del proceso entero en una alternativa simple: esto o aquello. Para tratar victoriosamente tal punto, es preciso que el cuerpo disponga de lo que llamo “órganos” apropiados. Por ejemplo: para resistir el choque de la contrarrevolución armada, un par­ tido revolucionario (en la secuencia leninista de la política) debe organizarse según una disciplina de tipo militar. Esa disciplina es el órgano apropia­ do del cuerpo político en el momento en que hay que decidir (como se ve en el texto de Lenin La crisis está madura) elegir positivamente entre la insurrección y el inmovilismo. O, cuando Jackson Pollock decide, contra toda la tradición imitativa o expresiva, volver la pintura directamente transi­ tiva al gesto de pintar -y ya no a un referente obje­ tivo o sentimental cualquiera-, debe disponer de las superficies y de los instrumentos de proyección de los colores adecuados, y también de una suerte

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de disposición corporal, orientada hacia la pronti­ tud nerviosa, la saturación del instante. Esos son los órganos de la verdad pictórica de tipo action painting. Se ve, finalmente, que el complejo del cuerpo, de la orientación subjetiva, de los puntos y de los órganos construye, en este segundo Manifiesto, una visión afirmativa de la universalidad. Es que, así como lo genérico designa lo que una verdad es, en tanto que se la distingue así de todo otro tipo de ser, el cuerpo y su orientación designan lo que hace una verdad, y por lo tanto la manera en que ella comparte -al mismo tiempo que se separa dela suerte de los objetos del mundo. En cuanto a las verdades, lo que sostiene al primer Manifiesto es una doctrina separadora del ser, lo que sostiene al segundo es una doctrina integrativa del hacer. A una ontología de la universalidad-verdadera suce­ de una pragmática de su devenir. 5. En el momento del primer Manifiesto y en los años que siguieron, hasta -sin duda- la mitad de los años noventa, la batalla en torno a la uni­ versalidad de las verdades fue de una gran violen­ cia. Mis tres libros más leídos de esta secuencia fueron, además del Manifiesto, mi ensayo sobre San Pablo (San Pablo. La fundación del univer­ salismo) y el pequeño manual titulado La Etica.

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Todos esos textos tenían por centro de gravedad la oposición entre el culto a la particularidad, inclu­ yendo la apología “democrática” del individuo, y la dimensión genérica y universal de las verdades. Es en tal sentido, por lo demás, que yo hablaba de una “ética de las verdades”, y que la oponía radi­ calmente tanto a la logomaquia de los derechos del hombre como al relativismo cultural. Desde hace algunos años, como se ve en parti­ cular en diversos pasajes de Lógicas de los mundos, insisto más bien en la eternidad de las verdades. Es que la universalidad es una cuestión de forma (la forma de la multiplicidad genérica), mientras que la eternidad se refiere al resultado efectivo del pro­ ceso. Lo que me interesa es que, aun cuando una verdad es producida con materiales particulares en un mundo definido, dado que es comprendida y utilizable en un mundo enteramente diferente y a distancias temporales que pueden ser inmensas -comprendemos la potencia artística de pinturas rupestres realizadas hace 40.000 años-, es induda­ blemente necesario que sea transtemporal. Llamo “eternidad” de las verdades a esta disponibilidad inagotable que hace que puedan ser resucitadas, reactivadas en mundos que son heterogéneos a aquel en que fueron creadas, y franquear así océa­ nos desconocidos y oscuros milenarios. La teoría debe absolutamente hacer posible esta migración.

Conclusión

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Debe explicar cómo existencias ideales, a menudo materializadas en objetos, pueden ser creadas en un punto preciso del espacio-tiempo y tener, a la vez, esta forma de eternidad. Descartes hablaba de la “creación de las verdades eternas”. Yo retomo ese programa, pero sin la ayuda de Dios. En definitiva, este segundo Manifiesto resul­ ta del hecho de que el momento actual, confuso y detestable, nos impone decir que hay verdades eternas en la política, en el arte, en las ciencias y en el amor. Y que si nos armamos con esta convic­ ción, si comprendemos que participar -punto por punto- en el proceso de creación de los cuerpos subjetivables es lo que hace a la vida más potente que la supervivencia, poseeremos lo que Rimbaud, al fin de Una temporada en el infierno, deseaba más que todo: “La verdad, en un alma y un cuerpo”. Entonces, seremos más fuertes que el Tiempo.

Notas

1. Existe en Francia una vigorosa generación de filó­ sofos verdaderos, ni papagayos de la moral portátil, ni académicos de las ciencias dormitivas, que tienen un poco más de treinta años y un poco menos de cuarenta. Entre los de las generaciones precedentes, son numero­ sos los que llegan a perpetuar en la escena pública el esplendor de los años fastos, aun cuando divergen en cuanto a la naturaleza y a las referencias de ese esplen­ dor. La situación en el extranjero, donde se ha sosteni­ do por mucho más tiempo el impulso francés inicial, es todavía mejor. No es el momento de desesperar. La partida se juega, en primer lugar, en el nivel de lo que se transmite, lo cual supone otra cosa que la comunicación o el academicismo; en segundo lugar, en el nivel de las operaciones de transformación aplicadas a esa trans­ misión, lo cual supone una contemporaneidad nueva. Los dos procesos están suficientemente avanzados como para que sepamos que la alianza dominante entre el cientificismo y la fenomenología, es decir, entre la “rea­ lidad” constrictiva y la moral vulgar, será vencida.

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2. Manifieste pour la philosophie, París, Seuil, 1989. Este libro está traducido: - En español, por V. Alcantud, Madrid, Cátedra, 1989; Buenos Aires, Nueva Visión, 2007. - En danés, por K. Hyldegaard y O. Petersen, Arthus, Slagmark, 1991. - En portugués, por M. D. Magno, Angélica, Río de Janeiro, Aoutra, 1991. - En italiano, por E. Elefante, Milán, Feltrinelli, 1991. - En alemán, por J. Wolf y E. Hoerl, Viena, Turia + Kant, 1998. - En inglés, por N. Madarasz, Nueva York, Suny, 1999. - En coreano, Seúl, 2000. - En croata, por K. Jesenski i turk, Zagreb, 2001. - En ruso, por V. E. Lapitsky, San Petersburgo, Machina, 2003. - En esloveno, por R. Riha y J. Sumic-Riha, Liubliana, Zalozba ZRC, 2004. - En japonés, Tokio, 2004. - En sueco, por D. Moaven Doust, Estocolmo, Glánta produktion, 2005. - En turco, por Nilgün Tutal y Hakki Hünler, 2005. - En griego, por Ada Klabatséa y Vlassis Skolidis, Atenas, Psichogios Pub, 2006. Quisiera decir, de paso, que casi la totalidad de los filósofos vivos, mis contemporáneos, a quienes citaba

Notas

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y con quienes discutía en ese primer Manifiesto, falle­ cieron después; Deleuze, Derrida, Lacoue-Labarthe, Lyotard... Se tendrá alguna idea de lo que me vincu­ laba a ellos si se recorre el Petit Panthéon Portatif que publiqué en 2008 en las ediciones La Fabrique, dirigidas por mi amigo Éric Hazan [trad. cast.: Pequeño panteón portátil], 3. Sobre este punto, se podrá leer el dossier que realizamos con Cécile Winter, Portées du mot “ juif ” [Alcances de la palabra “judío”], número 3 de la serie Circonstances que vengo publicando desde hace cinco años, primero en Léo Scheer, luego en las ediciones Lig­ nes, dirigidas por mi amigo Michel Surya. 4. Me gustan las grandes metáforas que vienen de la religión: Milagro, Gracia, Salvación, Cuerpo Glorio­ so, Conversión... De ese gusto se concluyó, evidente­ mente, que mi filosofía era un cristianismo disfrazado. El libro sobre San Pablo que publiqué en 1997 en PUF no arregló las cosas. Mirándolo bien, me gusta más ser un ateo revolucionario escondido bajo una lengua reli­ giosa que un “demócrata” occidental perseguidor de musulmanes(as) disfrazado de feminista laico. 5. Sobre este punto, el texto que más se despliega es la conclusión, bajo el título “Qu’est-ce que vivre?” [“¿Qué es vivir?”], de Logiques des mondes. Seuil, 2006 [trad. cast.: Lógicas de los mundos]. Aunque concentra un libro espeso y complejo, es, en lo esencial, legible en sí misma. 6. Los cuatro tipos de “procedimientos genéricos”, para hablar en la jerga puesta a punto en El ser y el

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acontecimiento, a saber: política, amor, artes y ciencias, no pueden deducirse de modo racional como los únicos tipos posibles de producciones humanas capaces de aspi­ rar a alguna universalidad. Pero las otras propuestas, que no faltaron (trabajo, religión, derecho...), no son en modo alguno, a mi modo de ver, satisfactorias. Para algunos estudios detallados de los cuatro tipos funda­ mentales, haremos referencia a Conditions, Seuil, 1992 [trad. cast.: Condiciones] y, sobre todo, a la trilogía de 1998, también en Seuil: Court traité d’ontologie tran­ sitoire [trad. cast.: Breve tratado de ontologia transito­ ria], Abrégé de métapolitique [trad. cast.: Compendio de metapoUtica] y Petit Manuel d’inesthétique [Pequeño manual de inestètica]. 7. La introducción más simple a esta equivalencia entre teoría del aparecer y lógica se encuentra en el últi­ mo capítulo del Court traité d’ontologie transitoire (op. cit.). 8. Esta estructura es, por lo tanto, tan fundamental en filosofía como la de conjuntos. Juega, efectivamente, el mismo rol en la lógica del aparecer que la axiomática de los conjuntos en la ontologia de las multiplicidades. Permítaseme entonces -única incursión de este libro en los formalismos- presentarla aquí: a. Se tiene un conjunto T, llamado conjunto de grados, o trascendental del mundo. Se llamará unifor­ memente “grados” a los elementos de este conjunto. “Grado” abrevia “grado de identidad entre dos múl­ tiples que aparecen en el mundo cuyo trascendental es T”. Los grados se anotan por las letras p, q, r, s, t...

Notas

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b. Una relación de orden, anotada clásicamente