Roberto Bolaño: La experiencia del abismo 9789563456837, 9789569139079

Conjunto de ensayos de especialistas internacionales acerca de la obra del escritor Roberto Bolaño.

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Roberto Bolaño: La experiencia del abismo
 9789563456837, 9789569139079

Table of contents :
Créditos
Índice
Fernando Moreno: Presentación
Temas, mundos, discursos
Daniuska González Roberto Bolaño: la escritura bárbara
Edmundo Paz Soldán Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis
Chris Andrews El secreto del mal es un secreto
Christopher Domínguez Michael Roberto Bolaño y la literatura mexicana
Macarena Areco Bolaño no íntimo o la novela de la intemperie
De poesÍa y poéticas iniciales
Patricia Espinosa Tres libros de poesía del primer Bolaño: Reinventar el amor, Fragmentos de la Universidad Desconocida y El último salvaje
Adriana Castillo-Berchenko Roberto Bolaño y la poesía del héroe desolado
Patricia Poblete Imágenes como flashes sin sonido
Myrna Solotorevsky Amberes y La pista de hielo, dos novelas de Bolaño, dos estéticas contrarias
Celina Manzoni Ciencia, superchería y complot en Monsieur Pain
Karim Benmiloud Trangresión genérica e ideológica en La literatura nazi en América
De Cesárea Tinajero a Benno von Archimboldi
Javier Campos El “Primer Manifiesto de los Infrarrealistas” de 1976: su contexto y su poética en Los detectives salvajes
Julia Elena Rial Los no lugares y el desarraigo en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño
Claude Fell: Errancia y escritura en Los detectives salvajes: viaje a los confines de la poesía
Alexis Candia Espadas rotas: la “épica sórdida” en Los detectives salvajes
Carmen de Mora Los espacios del horror en Roberto Bolaño
Jaime Concha Amuleto
Adolfo de Nordenflycht La paciencia del Dios de los críticos. Alegorías de la crítica en Nocturno de Chile
Stéphanie Decante Paratopía creadora y melancolía en el Chile de Roberto Bolaño. Variaciones en torno a Nocturno de Chile
Magda Sepúlveda La risa de Bolaño: el orden trágico de la literatura en 2666
Florence Olivier Sueño, alucinación, visión: la percepción de lo oculto en 2666 de Roberto Bolaño
Marcial Huneeus ¿De qué hablamos cuándo hablamos del mal? 2666 de Roberto Bolaño
Textos e intertextualidades
Chiara Bolognese Fantasmas de poetas en algunos textos de Roberto Bolaño
Ilse Logie Un bestiario transatlántico: reminiscencias de Kafka en la obra de Roberto Bolaño
Joaquín Manzi Resucitando con Belano
Cristián Montes Experiencia, silencio y crisis en Putas asesinas
Ramiro Oviedo El gaucho insufrible y la Segunda Sombra en la épica de lo agónico
Fernando Moreno Los laberintos narrativos de Roberto Bolaño
Bolaño global
Juan Carlos Galdo Roberto Bolaño y la configuración del canon narrativo hispanoamericano contemporáneo
Wilfrido H. Corral Bolaño en inglés: la “nueva literatura mundial” y el apóstata
BibliografÍa
Los autores

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© 2011, FERNANDO MORENO TURNER Chile. ISBN Edición Impresa: 978-956-345-683-7 ISBN Edición Digital: 978-956-9139-07-9 Para más libros, visita: https://tofrontierthinker.blogspot.com/ https://tofrontierthinker.blogspot.com/ . . . . ¡Piratea y difunde!

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ÍNDICE FERNANDO MORENO: Presentación TEMAS, MUNDOS, DISCURSOS DANIUSKA GONZÁLEZ Roberto Bolaño: la escritura bárbara EDMUNDO PAZ SOLDÁN Roberto Bolaño: literatura y apocalipsis CHRIS ANDREWS El secreto del mal es un secreto CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL Roberto Bolaño y la literatura mexicana MACARENA ARECO Bolaño no íntimo o la novela de la intemperie DE POESÍA Y POÉTICAS INICIALES PATRICIA ESPINOSA Tres libros de poesía del primer Bolaño: Reinventar el amor, Fragmentos de la Universidad Desconocida y El último salvaje ADRIANA CASTILLO-BERCHENKO Roberto Bolaño y la poesía del héroe desolado PATRICIA POBLETE Imágenes como flashes sin sonido MYRNA SOLOTOREVSKY Amberes y La pista de hielo, dos novelas de Bolaño, dos estéticas contrarias CELINA MANZONI Ciencia, superchería y complot en Monsieur Pain KARIM BENMILOUD Trangresión genérica e ideológica en La literatura nazi en América DE CESÁREA TINAJERO A BENNO VON ARCHIMBOLDI JAVIER CAMPOS El “Primer Manifiesto de los Infrarrealistas” de 1976: su contexto y su poética 3

en Los detectives salvajes JULIA ELENA RIAL Los no lugares y el desarraigo en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño CLAUDE FELL: Errancia y escritura en Los detectives salvajes: viaje a los confines de la poesía ALEXIS CANDIA Espadas rotas: la “épica sórdida” en Los detectives salvajes CARMEN DE MORA Los espacios del horror en Roberto Bolaño JAIME CONCHA Amuleto ADOLFO DE NORDENFLYCHT La paciencia del Dios de los críticos. Alegorías de la crítica en Nocturno de Chile STÉPHANIE DECANTE Paratopía creadora y melancolía en el Chile de Roberto Bolaño. Variaciones en torno a Nocturno de Chile MAGDA SEPÚLVEDA La risa de Bolaño: el orden trágico de la literatura en 2666 FLORENCE OLIVIER Sueño, alucinación, visión: la percepción de lo oculto en 2666 de Roberto Bolaño MARCIAL HUNEEUS ¿De qué hablamos cuándo hablamos del mal? 2666 de Roberto Bolaño TEXTOS E INTERTEXTUALIDADES CHIARA BOLOGNESE Fantasmas de poetas en algunos textos de Roberto Bolaño ILSE LOGIE Un bestiario transatlántico: reminiscencias de Kafka en la obra de Roberto Bolaño JOAQUÍN MANZI 4

Resucitando con Belano CRISTIÁN MONTES Experiencia, silencio y crisis en Putas asesinas RAMIRO OVIEDO El gaucho insufrible y la Segunda Sombra en la épica de lo agónico FERNANDO MORENO Los laberintos narrativos de Roberto Bolaño BOLAÑO GLOBAL JUAN CARLOS GALDO Roberto Bolaño y la configuración del canon narrativo hispanoamericano contemporáneo WILFRIDO H. CORRAL Bolaño en inglés: la “nueva literatura mundial” y el apóstata BIBLIOGRAFÍA LOS AUTORES

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Presentación

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Fernando Moreno La publicación de las obras póstumas de Roberto Bolaño no ha hecho sino confirmar, con creces, aquello que los lectores conocedores de esa singularísima producción ya habían constatado desde la aparición de sus primeros textos y en particular de La literatura nazi en América (1996): las novedosas y sugerentes proposiciones y concreciones estéticas, la sorprendente pericia narrativa, la inagotable riqueza significativa de los mundos propuestos por el escritor chileno, cuyos libros son ahora considerados como obras determinantes e imprescindibles en el vasto panorama de la literatura hispanoamericana contemporánea. La experiencia del abismo es la expresión que nos ha parecido adecuada para ilustrar esa dimensión sin fronteras que es posible detectar en esta obra, dimensión en la cual nos sumimos o hacia la cual nos empujan las historias y los discursos del escritor chileno. En los textos de Bolaño advertimos la presencia y la expresión de espacios abismantes y abismales, espacios insondables, laberínticos, donde se encarna encarnizadamente el mal, la abyección, el vacío, lo desconocido; son aquellas extensiones de la diégesis que amplían el área referencial haciendo desaparecer los límites entre lo vivido, lo soñado y lo supuestamente vislumbrado, donde se plasma aquello que se oculta y se revela en los sueños, alucinaciones y delirios; en síntesis, el mundo de la emergencia de los misterios del sentimiento y de la razón, de los enigmas de la perversión y de la maldad, el recinto de los horrores de la historia que cubren los elementos de ese universo y que se expanden con una naturalidad muchas veces espeluznante y/o pasmosa. En la obra de Bolaño encontramos además los abismos que se vinculan con la diferencia, con las diversas formas de transgresión, con la heterodoxa manera de plantear problemas y situaciones, con la capacidad de exploración de nuevas modalidades genéricas y narrativas; tenemos aquellos espacios textuales que se construyen a través y mediante otros espacios textuales y que se expanden sin conocer ni reconocer límites, aquella cadena intertextual que produce, nos produce, la sensación de una caída en un abismo de voces y discursos. Roberto Bolaño recoge un elemento textual anterior, lo reescribe y lo traslada a un nuevo contexto en el cual se inserta y en el cual se desarrolla, se diversifica y se expande, tranformándose y cobrando nuevas significaciones. Es un proceso se concreta tanto en un nivel general como particular: la estrategia de traslación y de dilatación atañe no solo al procedimiento genético, también se manifiesta en 7

el interior del nuevo objeto discursivo, por medio de una escritura que se bifurca, se amplía, se desplaza y se ensancha, que crece y se reitera. Bolaño propone un discurso movedizo que se ramifica para trasladar al lector al oscilante espacio de la interrogante, de la inquietud y de la interpelación. Porque la búsqueda, el viaje, nunca concluye en las obras de Bolaño. Un viaje conduce a otro, un texto lleva a otro, como Belano, que lleva a B., éste a Be, y luego a Arturo B. y Arturito a Belaño. Todo siempre en un desplazamiento, un deslizamiento, una caída, un salto inexorable a ese vacío, ese abismo en busca de lo ignoto, un movimiento hacia un espacio de centros siempre desplazados, de verdades huidizas, de secretos nunca totalmente develados: es la experiencia del abismo. Los trabajos que integran este libro comentan, analizan y ahondan aspectos esenciales de esa obra y entregan elementos clave para su comprensión y pistas para otras reflexiones y abordajes de los textos de Roberto Bolaño. Sus autores son especialistas de la literatura latinoamericana y de la obra del escritor chileno. Pertenecientes a distintas generaciones y provenientes de diversos horizontes geográficos y culturales — Argentina, Australia, Bélgica, Canadá, Chile, Francia, España, Estados Unidos, Holanda, Israel, México, Venezuela— los estudiosos ofrecen colaboraciones que leen la obra de Bolaño desde perspectivas diversas y complementarias, por medio de aproximaciones pertinentes y enriquecedoras. Los artículos del volumen, 30 en total, la gran mayoría de ellos inéditos, se han dispuesto según un ordenamiento orientativo que permita una lectura coherente en relación con sus contenidos. En una primera parte —Temas, mundos, discursos— se incluyen aquellos que caracterizan de manera más global y abarcadora aspectos fundamentales de los universos y de la escritura del autor, que indagan en sus vínculos y relaciones, en las imágenes, en las situaciones y temáticas, en las modulaciones de las perspectivas y las categorías narrativas. La segunda parte —De poesía y poéticas iniciales— contiene los trabajos destinados al estudio de la poesía del escritor chileno, género por el que comenzara su labor decreadora, así como al examen de los fundamentos y de los elementos destacados —poética, intertextualidad, trangresión, entre otros— de sus primeras novelas: Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, Amberes, La pista de hielo, Monsieur Pain y La literatura nazi en América. La tercera parte —De Cesárea Tinajero a Benno von Archimboldi— reúne los estudios dedicados en prioridad a la lectura particular de las novelas Los detectives salvajes, Amuleto, Estrella distante, Nocturno de Chile y 2666, destacándose las 8

conexiones con los fundamentos del infrarrealismo, los aspectos contextuales históricos, culturales y literarios, los códigos escriturales, las bases de la producción literaria, la representación del mal y del horror, la creación de una atmósfera, las dimensiones éticas y estéticas. La cuarta parte —Textos e intertextualidades— recoge las colaboraciones centradas en las filiaciones y en los vínculos intertextuales y en los análisis de determinadas particularidades de la estructura, de los motivos centrales, de signos identitarios, de las funciones de la referencialidad y de ciertos procedimientos de representación de algunos relatos de los libros Putas asesinas, El gaucho insufrible, El secreto del mal. En la última parte —Bolaño global— encuentran cabida ensayos abocados al examen de ciertos problemas ligados al lugar del escritor en el canon de la literatura hispanoamericana y a la recepción de la obra de Roberto Bolaño y recopila una información bibliográfica condensada de y sobre las creaciones del autor. Como es sabido, a lo largo de los últimos años el interés creciente suscitado por la obra de Roberto Bolaño ha dado origen a toda una serie de investigaciones y análisis, algunos de cuyos resultados han aparecido en dos pioneras e importantes compilaciones, Roberto Bolaño. La escritura como tauromaquia de Celina Manzoni (2002) y Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño de Patricia Espinosa (2003) y a las cuales se sumó posteriormente la destacada Bolaño salvaje, realizada por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón (2008). El volumen que aquí presentamos, que tendría que haberse publicado hace ya bastante tiempo, se plantea como una continuación de Roberto Bolaño, una literatura infinita (2005), y quiere, además, seguir participando en esta ola receptiva gracias a esta nuevas miradas que lanzan sus autores sobre determinados rasgos primordiales que caracterizan esa literatura abismal, esa inacabable producción de sentidos revelada en y por los textos del escritor chileno. Así, esta publicación espera también poder contribuir a la exploración de esas obras incomparables, así como aspira a suscitar e incitar nuevas lecturas que intenten adentrarse aún más en esos a veces desconcertantes pero siempre subyugantes universos discursivos. Tales han sido nuestros objetivos y el de colaboradores a quienes, lógicamente, reiteramos aquí nuestros agradecimientos por su especial dedicación y compromiso, su paciente disposición y su extrema generosidad. Poitiers-Santiago de Chile, abril de 2011

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TEMAS, MUNDOS, DISCURSOS

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Roberto Bolaño: la escritura bárbara Daniuska González González Escritura bárbara: es la de la narrativa de Roberto Bolaño, que fija lo inhumano, la violencia, el horror, un horror que todo lo atraviesa y que ha sido estetizado hasta un nivel sublime. Sublime por escenificarse como un sentimiento sobrecogedor que prevalece en el sujeto por encima del propio objeto de esa relación —el horror—, que le desconnota de su subjetividad literal (que, en este caso, involucra el sufrimiento), y produce una tensión vinculante no con ese objeto en sí sino con el dolor/emoción que transmite. Al leer el análisis de Lyotard en El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia, en el sentido de que “el sentimiento sublime no requiere una comunidad de sensibilidad o de imaginación; requiere una comunidad de razón práctica, […] [una] idea de libertad”1, en la escritura de Bolaño se puede delimitar que lo sublime radica en un sentimiento sobrecogedor pero también gozoso y libre, en esa disposición del espíritu —utilizando el término de Kant— que origina el encuentro con un objeto que lo ha preparado “para pensar la imposibilidad de llegar a la naturaleza en tanto presentación de las ideas” (69). Aunque paradójico, dada la construcción tradicional de lo sublime como espacio del bien —el propio Lyotard lo expone: “… lo sublime es un símbolo del bien” (76)—, el horror en Bolaño se ha connotado a partir de una imaginación voluptuosa y, al unísono, sobrecogedora, un sentimiento que lo coloca como “el placer de un desplacer” (70), y que, aunque intervenido mediante el dolor —no puede ser otro el nexo frente a la bestialidad de la tortura, por ejemplo—, produce un “afecto del tipo vigoroso (el que despierta la conciencia de nuestras fuerzas, el que nos hace vencer toda resistencia, animi strenui) [que] es estéticamente sublime” (115). Con este vigor como referencia, en su estudio “Kant con Sade”, Lacan puntualiza el vínculo entre la libertad y el tormento, entre el goce y la maldad, todos como espacios intraducibles del discurso del horror, ya que actúan como “barrera[s] extrema[s] para prohibir el acceso”2 a éste. Lo que sugiere, en un primer acercamiento, la legitimación de Sade en Kant, 11

pues este último evidencia la carencia de límites, todo se hace posible, inclusive el horror, el mismo que marca el pensamiento sadiano; y, en un segundo nivel, la imposibilidad de comprender y acceder a ese horror como concepto total, ya que cualquier acercamiento arroga su condición esquiva, su dificultad de definición. Sobre estos señalamientos teóricos se percibe en Bolaño la creación de una expectativa con el horror, una proposición estética trascendental —se continúa con Lyotard—, sublime, en parte, por cuanto no existen reglas para juzgarlo y sobrecoge; e informe por su condición monstruosa, “éticamente, nada tiene que pueda validarse” (83). Se está frente a una escritura que sublimiza el horror, su absoluta naturaleza. En este sentido, la literatura, “una de las cosas más sórdidas del mundo […] [como un] anfiteatro en donde se diseccionan cadáveres”3, se refracta como un objeto sucio, pero esa misma obturación, su informidad, ponen en suspensión el espíritu del observador y revelan “un placer del pesar por oposición al sentimiento de lo bello” (83); lo abyecto ha sido transformado en sublime, en esa nueva clase de sublimidad que señaló Lyotard sobre Auschwitz y otras representaciones del horror: “un abismo abierto cuando hay que presentar un objeto capaz de validar la proposición de la idea, [un sobrecogimiento] sin criterios para sentir dichos abismos” (125). La escritura de Bolaño hace conjunción entre lo hórrido, lo sublime y el placer, el objeto viene como un signo, un signo que, para Lyotard, “es tan solo un indicador de una causalidad libre” (85). Esto conduce directamente a lo inhumano. De entrada, se necesita asentar que la escritura de Bolaño grafía la barbarie, la misma que, para Steiner, cuando se ocupó del vínculo entre la palabra y la agresión física del nazismo, evidencia el paralelismo entre la cultura y el horror, la sobreexposición del segundo sobre la primera. Porque, como sintetizó el filósofo, “Sabemos que algunos de los hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y a Goethe, y que no dejaron de leerlos”.4 Esta idea sobre lo inhumano se correlata en Bolaño como la forja de su escritura. Se había notado la disruptividad entre la cultura y la barbarie, entre lo humanamente acendrado de la primera y lo instintual de la segunda. Esta paradoja se vacía en la narrativa bolañista: lo inhumano, que trasciende el contexto político en el cual lo situó Steiner, aparece fundido con el gesto 12

ejecutor de los sujetos que detentan la cultura, que ofician su discurso; esos que para Steiner administraban Auschwitz al mismo tiempo que leían a Goethe, pero que, en Bolaño, se solidifican todavía más con el horror: ellos hacen ahora la literatura. No se refiere a que el verdugo posea cierta calificación humanística, se trata de que el verdugo es el humanista. Al mismo tiempo que vejan y ejercen la violencia, torturadores, asesinos en serie y criminales de toda índole, se dedican a la creación literaria, copiando sobre su letra la abyección de la sangre. Desplazamiento de rol, un lugar que rompe la representación fijada al intelectual, al poeta, al creador en general. El autor funda el vacío de la negación, la disruptividad de la apariencia; a veces la puede tensar hasta los extremos, cuando refiere a los poetas-criminales, como Ramírez Hoffman o Daniela de Montecristo, quien “perdió una maleta llena de poemas al cruzar clandestinamente la frontera austro-suiza en compañía de tres criminales de guerra” (1996 a, 86). Después de esto, se está apuntando a una escritura cuyo soporte se incrusta en lo inhumano. Entonces, articulándolo con el concepto de lo sublime, ¿puede el primero, sus signos monstruosos, generar sublimidad? Este interrogante permite abrir las compuertas hacia una superficie vital en la literatura de Bolaño: frente a la propuesta estética que el autor elabora, se percibe un sobrecogimiento, el horror (conteniendo lo inhumano) como objeto que entraña una “vacilación” (69), la preparación del espíritu para pensar la imposibilidad de llegar hasta ese objeto. En ese sentido, existe sublimidad. Como señaló Kant y luego retomó Lyotard, este sentimiento, desprovisto de finalidad, se ha producido sin mediar el gusto o la lógica, el sujeto únicamente buscó una forma de relacionarse con un objeto impresentable. Adentrándose en la literatura de Bolaño, un momento de Estrella distante revela que, para el acto de la escritura, se necesita un ritual de destrozos, con sangre, orina y excrementos sobre la literatura, un lugar fundador de lo hórrido y lo inhumano donde predominen la “suciedad y [el] mal olor [y] en donde el aprendiz de literato [lograba] una cercanía corporal que rompía todas las barreras impuestas por la cultura, la academia y la técnica”.5 La violencia como rasgo escritural. Sobre definiciones literarias como ésta 13

se ha construido la narrativa de Bolaño. Sus registros textuales tienen que ver con la literatura, su proceso, sus creadores, hasta con el acto final de recepción y crítica, pero desmembrados desde el horror, sublime de tan sobrecogedor y en el sentido del fracaso de su representación. Literatura como espacio de lo inhumano; un sistema de lenguaje articulado, para utilizar las palabras de Barthes referidas a Sade6, que codifica el horror a partir de múltiples variables, puestas en función de colocar la literatura en escena, en un montaje demoledor porque, para Bolaño, lo literario es un lugar terrible, que crispa el espíritu de tanto sobrecogimiento. Desde este perfil, cuando se lee la narrativa del autor, por ejemplo La literatura nazi en América, ella parece estar sometida a una disección macabra, como si se rasgara con un bisturí, con la misma “frialdad del forense trabajando en la morgue la noche después de un crimen múltiple” (92). Ahora bien, resulta imprescindible acotar que toda la obra de Bolaño, incluida la poesía, construye sus engranajes alrededor de la propia escritura, la metaficciona7, es como si ésta se colocara sobre una mesa de autopsia y se diseccionara por partes, para, al concluir la operación, contrastar sus ángulos, sus perspectivas y sus diferencias y levantar un mapa final: el de la literatura y el horror. Como dice el propio autor, se trata de concebir la escritura con la voluntad de “presidiarios o ex presidiarios luchando contra las Fuerzas del Mal” (151). Como se había acotado, en Bolaño la sublimidad del horror asienta una escritura bárbara, como una epifanía de cuerpos desmembrados. En este sentido, la escritura como “una propuesta seria y criminal”(97); que posee la forma de una “carta de enterramientos clandestinos” (96) de un régimen militar; y como experimento, en el cual cabe desde “trabajar en los Escuadrones de la Muerte” (117) y secuestrar y ayudar a torturar, para escribir desde esas experiencias, hasta llevar a la literatura “violaciones, escenas de sadismo sexual […], incestos, empalamientos [y] sacrificios humanos en cárceles” (116). Si se observan estas definiciones de escritura —porque lo son—, se desprende una palabra que seduce en su sobrecogimiento. Hay una frase que no puede dejarse pasar por alto y que contiene la naturaleza de esta escritura bárbara: la que se refiere al acto de “los hombres del saco llevándose niños” (119). El contexto de esta idea pertenece a un sujeto que 14

escribía y era miembro de los Escuadrones de la Muerte —por eso, “los hombres del saco” para secuestrar a los niños—; para éste, la palabra literaria y el proceso de crear están vinculados con el crimen y lo inhumano. A este nexo, que “necesitaba la literatura brasileña”, el sujeto lo denomina “letras experimentales, dinamita” (119). Respecto a las situaciones límite que Bolaño representa, surge, recurrentemente, la de la tortura. Como acota Sartre en su ensayo Baudelaire, el momento de la tortura construye el espacio de la carne sufriente que se fragmenta en gritos y silencios. Es un tiempo donde se amalgaman el “poseer […], tanto como [el] destruir”8, y en el cual se origina una “indistinción total […] mediante un solo y mismo acto” (21), el de la tortura. Cabe la pregunta sobre cómo la escritura puede hacerse de la misma materia que el horror —la tortura—, darle el cuerpo del lenguaje. En principio, para referirse a estos acontecimientos innombrables, Bolaño propone murmullos, sutilezas e imágenes recortadas, dimensiones inabarcables de tajos de sentidos y elucubraciones, el sentido oblicuo sobre la tortura. No existen aseveraciones, sólo, cual pequeños cristales dispersos, alegorías y conjeturas sobre ella. Quizá porque para aprehender algo tan inenarrable, se requiere de su misma materia; que el lenguaje, como apunta Sergio Rojas en “Cuerpo, Lenguaje y Desaparición”, adquiera el cuerpo de lo que nombra9. O, como simboliza Blanchot acerca del fragmento dentro del lenguaje, que este último se haga archipiélago, como “tierras profundas, infinitamente partidas”10, pedazos y dislocaciones. Por ejemplo, en Estrella distante: […] unas notas escritas a máquina que […] había arrancado de una pared […] algunas de las cientos de fotos que decoraban las paredes y parte del techo de la habitación. […] en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, […] no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. Las fotos […] semejan una epifanía. Una epifanía de la locura. […]. La foto de un dedo cortado, tirado en el suelo gris, poroso, de cemento. (97-98).

En esta cita, convergen varios sentidos. Un primer plano enfoca las notas escritas a máquina, la escritura bárbara, que nunca llega a saberse qué 15

contenían, sin embargo, junto con las fotos, se desliza que consistían en “poesía visual, experimental, quintaesenciada, arte puro” (87). Pero, en definitiva, ¿cuál es su naturaleza? Pues una representación poético-visual de la tortura, de los signos del horror durante el proceso de ejecutarla. Fragmento, quiebres corporales: un lenguaje que nombra lo que está desestructurado, que lo comprime en esas figuras como maniquíes, inmóviles, frágiles e inarticuladas, y frente a las cuales hay un ensimismamiento del espíritu en el espectador. La tortura ha sido doblemente significada, al pasar por un proceso de nueva elaboración impuesto tanto por la palabra como por la imagen. Una forma desviada de representación, ya que fue trabajada y se contaminó con otros procesos por encima de lo meramente físico y de la violencia: se escenificó, se reveló y se intervino como collage. Sucedió igual que en la pornografía: más allá de la vinculación desenfrenada de los cuerpos, se trata de un montaje en el cual lo sexual (la tortura, en el caso de Hoffman) se coloca en una posición oblicua, desplazada, porque lo verdaderamente central es la escenografía, lo actoral de ese arte desviado. Puesta teatral la de estas fotografías-poemas, que adquiere otra dimensión al formar parte de este perfomance del horror vacui en la mirada del observador: “Tatiana von Beck volvió a salir. Estaba pálida y desencajada. Miró a Ramírez Hoffman y trató de llegar al baño. No pudo. Vomitó en el pasillo […] [por] algunas de las cientos de fotografías que decoraban las paredes y parte del techo de la habitación. Un cadete, […] se puso a llorar y a maldecir y lo tuvieron que sacar a rastras” (93). La cita muestra también que se trata de una conjetura, que el lenguaje no construye verdades. Detrás de ella, se ha tejido un entramado de incertidumbres, dudas, disociaciones: “Todo lo anterior tal vez ocurrió así. Tal vez no” (92) o “Pero tal vez todo ocurrió de otra manera” (92), en un antes y un después donde las “noticias son confusas, contradictorias, […] en brumas, se especula” (103). En la escritura de Bolaño, tan inquietantes como la propia tortura, resultan las no evidencias sobre ella, un intento, parafraseando a Lacan, de que todo se yergue sobre el fondo de una falta. Lo que se pespuntea con estos registros, es un espacio en la narrativa del autor que se articula a partir de situaciones límite como la tortura; el crimen y la transgresión. Una escritura de la violencia y la abyección como sus propuestas y en la cual caben desde “un estilo entrecortado y feroz” (1996 a, 199) hasta la palabra que da cuerpo a “aventuras marginales e 16

hiperviolentas” (1996 a, 107). Pero el horror alcanza, además, el propio espacio de la literatura, pues, para Bolaño, ésta constituye el registro más contrastante, también sublime, en el sentido antes expuesto por Kant y Lyotard. La mayoría de su narrativa —La literatura nazi en América, Estrella distante, Los detectives salvajes, Amuleto, Nocturno de Chile, Monsieur Pain, 2666 y algunos cuentos de Llamadas telefónicas, Putas asesinas y El gaucho insufrible— pone en funcionamiento un mecanismo corrosivo que echa por tierra cualquier intento de observarla impoluta, pues la coloca en escena como parte de un horror más siniestro, cuya invisibilidad permite normalizar gestualidades cuyas apariencias no reflejan ninguna maldad. La poesía, los talleres y grupos literarios, los creadores, el submundo que se moviliza alrededor del acto creativo, son desmembrados sin piedad, observados en sus mezquindades más absolutas. El autor insiste una y otra vez: la literatura ocupa el lugar del horror, no sólo el que se vincula con la tortura, el crimen y la transgresión, sino el de uno menos evidente en su intensidad, porque ha desplazado la definición tradicional de lo literario como espejo de lo incólume, de lo que carece de mancha. Como se conoce por Foucault en El orden del discurso, la literatura instituye e impone saberes y discursos que legislan hacia determinados valores. Así, ha creado su propio sistema de intelectuales, cánones, metodologías y estrategias para preservarse, y, precisamente, dentro de este contexto con el cual se resguarda, aparece la imagen reiterada del creador, quien, inmerso en su trabajo, se ha alejado de cualquier espacio que no sea éste: la concentración y el retiro ante la obra, impiden “contaminarse” con la barbarie de un campo de concentración cuando la dictadura de Pinochet, por ejemplo. Bolaño trastoca esta simulación —en el fondo de eso se trata— y ficcionaliza desde esta óptica un sujeto en Nocturno de Chile, por citar un caso: narradora y poeta, María Canales se ha aislado en su espléndida casa, en una urbanización de clase alta chilena, y allí se consagra a realizar la “obra de su vida”, mientras, en el sótano de esta “torre de marfil”, su esposo interrogaba y torturaba. La imagen impoluta se ha quebrado en pequeños vidrios: estaba estructurada, precisamente, sobre el horror. No resulta menos cierto que el talento creativo perfila una cualidad de privilegio, pues la obra artística “es el hallazgo […] de nuevos símbolos 17

significantes para nuevas áreas de la sensibilidad”11 y no todos los individuos pueden lograr este propósito, pero esto ha sido utilizado para que la sociedad armara (o quizá le conviniera armar) una definición del artista que lo ha elevado a un olimpo donde se piensa superior y, por supuesto, más allá del bien y del mal. A desmontar esta subjetividad, apunta la narrativa de Bolaño. Lo que él entiende por literatura está alejado de cualquier retórica clásica, porque su perspectiva se traza desde divergencias y estrategias disonantes, de choque, irreverentes: La literatura, […], vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo.12

Pocos escritores se colocarían en el lugar que enuncia esta cita. Soledad, renuncia al poder y sus instituciones, una literatura salvaje, en el sentido de romper límites por y contra sí misma… Para Bolaño, ésta marca un espacio a la intemperie y el anonimato. Sucede que a partir de aquí se pasa a lo que le interesa realmente al autor: la literatura, su escritura y sus creadores, como una mise en scène del horror. En esta narrativa, lo primero que resalta, es la medianía de la escritura y las vidas de sus hacedores, que monta una galería de escritores fracasados, sin reconocimientos, y si alguno de ellos logra superar el anonimato y la derrota, será convirtiendo su escritura en un acto de vileza. El autor los ha construido como un bestiario, como una muestra de que la literatura se hace, precisamente, desde esa condición. La mediocridad en Bolaño lo inunda todo, es corrosiva, catastrófica. Siempre le interesó la psicología del perdedor13, la lógica del derrotado, en parte, porque el poder institucional ha operado la ilusión contraria: la literatura tiene que ver con la imagen de Neruda, su fama, el dinero, la gran poesía; o con la del dandy, Lord Byron, Shelley o Baudelaire, los primeros ricos y reconocidos; el último, quien eligió mirar la vida desde una buhardilla de París pero mantenido por su padrastro —y luego canonizado, paradójicamente, por quienes despreció—. Al respecto, La literatura nazi en América articula el elemento de la mediocridad como eslabón con el horror y el mal, se convierte en mise en abyme (por su constante duplicación interior). En el primero, por citar un caso, aparece la saga de los Mendiluce, Edelmira Thompson de Mendiluce y sus hijos Juan y 18

Luz, tres escritores cuyas obras literarias rezuman la frustración, la medianía, la falsedad de vidas que convergieron en la literatura como si se tratara de un espacio de sociedad o un salón cortesano. Sobre las historias de estos escritores, Bolaño monta el escenario escritural del problema de la mediocridad a través de frases como dardos. Sobre Edelmira Thompson de Mendiluce se sabe que “En 1921 publica su primer libro en prosa, autobiografía […] plana, […] que, […], pasa sin pena ni gloria por los escaparates de las librerías de Buenos Aires. […]; la crítica la tilda de “cursi […] ‘dama infantil y desocupada que haría mejor dedicando su esfuerzo a la beneficencia…’” (1996 a, 12); escribe “el libreto de una ópera (Ana, la campesina redimida, […], estrenada […] con […] enfrentamientos verbales y físicos)” (15); “Concita burlas, puyas, el desprecio de gran parte de la intelectualidad argentina” (15). Asimismo, “se confiesa hitleriana convencida” (14). Muchas veces la escritura de Bolaño se va a vincular con la mediocridad y el nazismo, con la ideología, los valores y la visión de mundo de éste, lo cual no resulta inocente, al contrario, es demoledor, pues el nacionalsocialismo cartografió un lenguaje del ordenamiento y la intransigencia, una estética gris de lo racional, con una poesía de “versos rotundos y que apuntan al futuro” (14), como los que le dedicó Edelmira Thompson a Hitler cuando lo conoció en 1929. El encuentro se explica por sí solo: […] Edelmira y sus hijos son presentados a Adolfo Hitler, quien cogerá a la pequeña Luz y dirá: “Es sin duda una niña maravillosa.” Se hacen fotos. El futuro Führer del Reich causa en la poetisa argentina una gran impresión. Antes de despedirse le regala algunos de sus libros y un ejemplar de lujo del Martín Fierro, […]. Hitler se muestra complacido. […]. Edelmira, feliz, le pide consejo sobre la escuela más apropiada para sus dos hijos mayores. Hitler sugiere un internado suizo, aunque apostilla que la mejor escuela es la vida. (13-14)

La cita adquiere mayor relieve cuando se correlata con la historia de la poeta Luz, hija de Edelmira, y se puntualiza: “La famoso foto de Hitler sosteniendo a la niña de pocos meses la acompañó toda su vida. Enmarcada en un rico trabajo de plata labrada, presidía el salón de su casa” (25). Aquí entra la consideración del nazismo como objeto de culto: en 1976, todavía la imagen del líder se venera a través de la foto, y “aún, en sueños, podía sentir sus brazos fuertes y el aliento cálido por encima de su cabeza, […] probablemente aquél había sido uno de los mejores momentos de su vida.” (25-26); ese mismo año, la poeta se suicidó. 19

Finalmente, articulando las propuestas anteriores, hay que insistir en que la narrativa bolañista hace el montaje de evidenciar que el ejercicio de la barbarie (la tortura, el crimen, la transgresión) está soldado al de la cultura (específicamente, a la literatura y su creación), y que, dentro de esta última, la mediocridad y el fracaso pueden alcanzar decibeles tan idénticos en su horror como los que dinamizan el golpe, la laceración o el asesinato. En Bolaño, ningún objeto/sujeto aparece fijado, siempre es un modelo a (des)armar con las piezas de la incertidumbre, la ambivalencia y el contraste. Todo deviene ilusión, subjetividad, lógica de desarticulación. A cada paso dentro de los textos se tropiezan frases, sentidos entrecortados, silencios, huellas falsas, puntos neutros, sujetos-fantasmas, relatos que “se nutrirá[n] básicamente de conjeturas” (1996 b, 29), como plantea el propio autor. Pero el horror está atravesado por una condición de sublimidad, en una relación de sobrecogimiento frente a su incomprensión, a cómo definirlo o de qué manera estructurar su naturaleza hórrida y vaciarla en el lenguaje. Como acota Lacan con respecto a Kant, se trata del “objeto, que se ve obligado, […], a confinar en lo impensable de la Cosa-en-sí. […] [y queda] develado como […] agente del tormento” (751). De ahí también las imágenes que evidencian el montaje de la barbarie sobre la cultura y que se vinculan con lo poético, como su enunciado; que construyen, en definitiva, el mapa infinito e inhóspito, movedizo y ambivalente, del horror. 1

Jean-Francois Lyotard, El entusiasmo. Crítica kantiana de la historia, Barcelona, Gedisa, 1997, p. 82.

2

Jacques Lacan, “Kant con Sade”, Escritos 2, México, Siglo Veintiuno Editores, 1998, p. 755.

3

Roberto Bolaño, La literatura nazi en América, Barcelona, Seix Barral, 1996 a, p. 210.

4

George Steiner, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 2000, p. 19.

5

Roberto Bolaño, Estrella distante, Barcelona, Anagrama, 1996 b, pp. 139-140.

6

Como apuntó Barthes sobre Sade, la autora de este texto considera que Bolaño “razona el crimen” (“Sade I/II”, Sade, Loyola, Fourier, Caracas, Monte Ávila Editores, 1977, p. 29), para someterlo “al sistema del lenguaje […], a fin de hacer con estos enlaces y agrupamientos […] una nueva ‘lengua’, ya no hablada sino actuada; la ‘lengua’ del crimen” (p. 30).

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Coincidiendo con la definición de Rolf Breuer: “… una literatura que se ocupa, sobre todo, de sí misma, […], que trata, en general, de la posibilidad del hablar literario o que pone en duda los fundamentos del acuerdo ficcional entre obra y lector.” (“La autorreflexividad en la literatura ejemplificada en la trilogía novelística de Samuel Beckett”, A.A.V.V. La realidad inventada, Barcelona, Gedisa, 1988, p. 122).

8

Jean-Paul Sartre, Baudelaire, Buenos Aires, Losada, 1949, p. 20.

9

En Nelly Richard (edit.), Políticas y Estéticas de la Memoria, Santiago, Cuarto Propio, 2000, pp. 177-186.

10

Maurice Blanchot, El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Ávila Editores, 1970, p. 484.

11

Federico de Tavira, Introducción al psicoanálisis del arte, México, Plaza y Valdés, 1996, pp. 96-97.

12

Roberto Bolaño, Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2004, pp. 284-285.

13

En una entrevista con la autora de este texto, Bolaño señaló: “… prefiero a los perdedores que a los ganadores. O a que creo que todos finalmente somos perdedores y que todos, en nuestro fuero íntimo, lo sabemos, salvo los imbéciles sin remisión posible.” (Daniuska González, “Roberto Bolaño: ‘En mi escritura trato de mantener todos los riesgos, todas las apuestas´”, Revista Ateneo N° 13, 2000, p. 17).

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Roberto Bolaño: Literatura y apocalipsis1 Edmundo Paz Soldán En “Apocalipsis en Solentiname”, Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina: dar una visión naif de la realidad, o testimoniar el horror. En el cuento, el narrador, un escritor argentino llamado Julio Cortázar que vive en París, visita Nicaragua en plena revolución sandinista. Ya en el primer párrafo, las contradicciones asoman en el personaje, y se resumen en la dificultad de conciliar un arte comprometido con el pueblo con una escritura difícil, vanguardista, “hermética” (283). Cuando “Julio Cortázar” llega a la isla de Solentiname, descubre las pinturas de los campesinos, que dan cuenta de una realidad en la que hay una comunión del hombre con la naturaleza, “una vez más la visión primera del mundo, la mirada limpia del que describe su entorno como un canto de alabanza” (285). Esa América Latina de las pinturas contrasta con la sensación del narrador en la misa del domingo, en la que, siguiendo los postulados de la teología de la liberación, el evangelio es leído como si fuera parte de la vida cotidiana de los campesinos, “esa vida en permanente incertidumbre de las islas y de la tierra firme y de toda Nicaragua y no solamente de toda Nicaragua sino de casi toda América Latina, vida rodeada de miedo y de muerte, vida de Guatemala y vida de El Salvador, vida de la Argentina y de Bolivia, vida de Chile y de Santo Domingo, vida del Paraguay, de Brasil y de Colombia” (285). El arte naif de los campesinos no da cuenta del miedo, del horror de vivir en la América Latina de los setenta. Pero no es difícil rasgar la superficie y encontrar las tinieblas, lo siniestro. En el cuento, el narrador, como un turista agradecido y conmovido más, toma fotos de las pinturas y se las lleva a París. Allí, ya instalado con el proyector a su lado, se pone a ver las fotos de Solentiname. De pronto, en un típico giro cortazariano, ocurre lo fantástico para hacer estallar las estructuras del realismo convencional: aparece en la pantalla, en vez de una pintura de un campesino, la foto de un muchacho con un balazo en la frente, “la pistola del oficial marcando todavía la trayectoria de la bala, los otros a los lados con las metralletas, un fondo confuso de casas y de árboles” (287). Después, más fotos del horror: “cuerpos tendidos boca arriba”, “la muchacha desnuda boca arriba y el pelo colgándole hasta el suelo”, “ráfagas de 22

caras ensangrentadas y pedazos de cuerpos y carreras de mujeres y de niños por una ladera boliviana o guatemalteca” (287-8). La mayoría de las fotos remite a la violencia estatal: hay uniformados en jeeps, autos negros de paramilitares, torturadores de corbata y pull-over. Es la violencia de las dictaduras del Cono Sur, tiempos de “guerra sucia” y Operación Cóndor. “Cortázar”, en el paréntesis revolucionario de la Nicaragua sandinista, escribe un cuento sobre los límites de cierto arte para dar testimonio de ese destino sudamericano, esa violencia latinoamericana. Lo que el escritor comprometido debe hacer es, sin renunciar a su proyecto artístico, sin simplificar sus hermetismos, enfrentarse a esa realidad atroz y representarla. En el ejercicio literal del fotógrafo/escritor en “Apocalipsis en Solentiname”, se debe revelar el apocalipsis que está detrás de los paisajes bucólicos y la mirada prístina de los habitantes del continente. Vale la pena detenerse en el cuento de Cortázar para entender lo que ocurre en la obra de Roberto Bolaño. En el escritor chileno, ferviente admirador de Cortázar, no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los años setenta —explorada en novelas como Nocturno de Chile y Estrella distante. En ambas, Bolaño se asoma como pocos al horror de las dictaduras. Nadie ha mirado tan de frente como él, y a la vez con tanta poesía, el aire enrarecido que se respiraba en el Chile de Pinochet: ese aire en que el despiadado Wieder de Estrella distante escribía sus frases y versos desde una avioneta. El aire opresivo de la dictadura lo contamina todo, y si bien es fácil ver a Wieder de la manera en que Bolaño lo describía, como alguien “que encarnaba el mal casi absoluto” (Entre paréntesis 31), lo cierto es que en la novela nadie es inocente, como sugiere uno de los sueños del narrador: Soñé que iba en un gran barco de madera, un galeón tal vez, y que atravesábamos el Gran Océano. Yo estaba en una fiesta en la cubierta de la popa y escribía un poema o tal vez la página de un diario mientras miraba el mar. Entonces alguien, un viejo, se ponía a gritar ¡tornado! ¡tornado!, pero no a bordo del galeón sino a bordo de un yate o de pie en una escollera. Exactamente igual que en una escena de El bebé de Rosemary, de Polansky. En ese instante el galeón comenzaba a hundirse y todos los sobrevivientes nos convertíamos en náufragos. En el mar, flotando agarrado a un tonel de aguardiente, veía a Carlos Wieder. Yo flotaba agarrado a un palo de madera podrida. Comprendía en ese momento, mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, sólo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo. (130-1, énfasis en el original)

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Esta breve alegoría en clave de horror —no es casual la mención a la película de Polanski— se emparenta con otras sugeridas en Nocturno de Chile. Allí, el barco que se hunde es el fundo Làbas de Farewell y la casa de María Canales. En el fundo de Farewell, el narrador duerme “como un angelito” (28), y se va ejercitando al descubrir la literatura como “una rareza” en el país de “bárbaros” (14) y en la crítica literaria como un esfuerzo “razonable”, “civilizador”, “comedido”, “conciliador” (37). El fundo es el espacio de la literatura en Chile, un lugar “allá abajo” donde uno aprende a cerrar los ojos a la realidad, a intentar no mancharse leyendo y descubriendo a los clásicos mientras “allá arriba”, en el país, campea la barbarie. Por supuesto, aquí, tanta civilización, tanta ceguera, termina siendo una forma más de barbarie. La gran casa de María Canales es la casa de Chile, la casa del establishment literario, que sigue con sus cocktails y recepciones mientras en los sótanos de la casa se tortura a los opositores al régimen. En este escena, Bolaño hace suya una anécdota siniestra de la dictadura: las sesiones de tortura en el sótano de la casa de Robert Townley, agente de la dina y asesino de Letelier, mientras en los salones de la casa se llevaban a cabo las veladas literarias de su esposa. ¿Por qué? Ibacache, el narrador, intenta una explicación pragmática: “Había toque de queda. Los restaurantes, los bares cerraban temprano. La gente se recogía a horas prudentes. No había muchos lugares donde se pudieran reunir los escritores y los artistas a beber y hablar hasta que quisieran” (124). Si en el fundo uno aprende a callarse, en la casa uno lleva a la práctica ese silencio. Se puede ver en el sótano a un hombre “atado a una cama metálica… sus heridas, sus supuraciones, sus eczemas” (140) y luego, ¿qué se puede hacer? Callarse por miedo, porque se trata de algo cotidiano y “la rutina matiza todo horror” (142). Nocturno de Chile es la confesión del civilizado que con su silencio es cómplice del horror. Nocturno de Chile es la novela de la complicidad de la literatura, de la cultura letrada, con el horror latinoamericano. En Nocturno de Chile se encuentra una lúcida reflexión sobre las perversas relaciones que existen en América Latina entre el poder y la letra. Nuestros intelectuales han terminado más de una vez seducidos por el poder. Se han escrito grandes, fascinantes —y fascinadas— novelas sobre el dictador latinoamericano, pero muy poco sobre esa figura a su sombra, el amanuense de turno, el intelectual cortesano, el que le escribe los discursos al gran hombre. Bolaño, en Nocturno de Chile, nos muestra la debilidad e hipocresía de nuestras sociedades letradas cuando se trata de su relación con el poder. 24

Ibacache cuenta de las clases de marxismo que tomaron los militares de la junta con él, para saber cómo pensaban sus enemigos. A la última clase sólo asiste Pinochet. Pinochet ataca a los ex-presidentes Frei y Allende, que se hacían los cultos pero en realidad jamás habían escrito un solo libro. Pinochet, orgulloso, para mostrar su superioridad, dice que ha escrito varios libros y artículos. Pinochet le cuenta eso a Ibacache “[p]ara que sepa usted que yo me intereso por la lectura, yo leo libros de historia, leo libros de teoría política, leo incluso novelas” (118). El dictador continúa: “Y además a mí no me da miedo estudiar. Siempre hay que estar preparado para aprender algo nuevo cada día. Leo y escribo. Constantemente” (118). En la novela de Bolaño, Pinochet aparece como la parodia de un letrado. Si la lectura y la escritura le sirven a Ibacache para no ver lo que ocurre en torno suyo, a Pinochet le sirve no sólo para ver mejor lo que ocurre en torno suyo, sino para proyectar el futuro, “imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar” los enemigos del país (118). La escena pedagógica, tan central en la novela latinoamericana fundacional del siglo xix, solía servir para la construcción del nuevo ciudadano de la patria; ahora, la transmisión de conocimiento sirve para eliminar a los ciudadanos que no piensan como el dictador letrado. La literatura, que preparaba a los hombres para su ingreso a la civilización, se ha tergiversado por completo y ahora es un instrumento para la barbarie. Pero no se trata sólo de la escritura. En Estrella distante, las fotografías son también un aspecto central de la revelación del mal. En la novela, el poeta/criminal Wieder invita a sus amigos a una exposición fotográfica en su departamento. Wieder espera hasta la medianoche para abrir el cuarto de huéspedes donde se encuentra el “nuevo arte” (93). La primera en entrar, Tatiana Von Beck Iraola, tiene la esperanza de encontrar el arte naif (“retratos heroicos o aburridas fotografías de los cielos de Chile” (94); cuando sale, vomita en el pasillo. En el cuarto, “cientos de fotos” se encuentran en las paredes y hasta en el techo: Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que se deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea. (97)

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Hay aquí un doble juego, una puesta en abismo de las intenciones de Bolaño. Al interior de la novela, las fotos de Wieder sirven para revelar su condición de asesino aliado al régimen; el “arte nuevo” no muestra otra cosa que la complicidad del artista con el poder; ante esa revelación, el efecto en los espectadores es fulminante. A la vez, Estrella distante se presenta como un texto en la tradición de “Apocalipsis de Solentiname”. Al narrar el horror de la Latinoamérica de los años setenta, la literatura, sugiere Bolaño, debe provocar en los lectores las reacciones fuertes que provocan las fotos de Wieder en sus espectadores. No hay consuelo posible, no hay manera de presentar un Chile pastoral de exportación. Hay, sin embargo, una diferencia importante entre el Cortázar de “Solentiname” y el Bolaño de Estrella distante: en Cortázar, el horror en las fotos aparece a partir de una estrategia narrativa fantástica; en Bolaño, aun cuando algunas fotos son montajes, éstas son claramente testimonio de la realidad, y muestras de la poética realista abarcadora de Bolaño. En Estrella distante hay “alucinaciones” y “epifanías de la locura”, pero todas dentro del más estricto realismo. Pero lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico, en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo xx, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un “cráter”, el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En un texto sobre Huesos en el desierto, del periodista mexicano Sergio González Rodríguez, al que reconoce su ayuda “técnica” y de investigación para la escritura de 2666 (y al que, de paso, convierte en personaje de su novela), Bolaño escribe que el libro es “una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventura sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea” (Entre paréntesis 215). Al hablar del libro de González, Bolaño parecería estar hablando sobre su novela, con el añadido de que la metáfora aquí va más allá de Latinoamérica. 2666 es la aventura y el apocalipsis, diseminados a lo largo y ancho del planeta. La novela recorre Europa, América Latina y los Estados Unidos; cubre casi todo el siglo xx, para ir a desembocar en ese presente turbio en una ciudad fronteriza en México. Bolaño utiliza el hecho macabro de las más de doscientas mujeres muertas en los últimos años en Ciudad Juárez —crímenes todavía impunes— no sólo como símbolo de la violencia en la América Latina post26

dictatorial, sino como metáfora del horror y el mal en el siglo xx. Benno von Archimboldi encuentra su destino como escritor durante la segunda guerra mundial porque ese período histórico es otro de esos “cráteres” que condensan todo lo que hay que saber sobre el horror del siglo xx. Tanto la segunda guerra mundial como las muertas de Ciudad Juárez/Santa Teresa están vinculadas en 2666 por el destino de un hombre que primero, en la guerra, se encuentra como escritor, y luego, en Santa Teresa, se convierte en un escritor extraviado al que los críticos buscan. En el camino que va de la oscilación entre el encontrarse y el perderse de la escritura, se cifra el destino del siglo xx en la versión de Bolaño. En la cuarta sección de la novela, “La parte de los crímenes”, asistimos a una letanía de muertes salvajes descritas con precisión clínica: “La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior” (443), es el primer caso, ocurrido en 1993; el último, trescienta cincuenta páginas después, cierra el siglo: El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, sólo que en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este… El cuerpo estaba desnudo, pero en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de cuero, de buena calidad, por lo que se pensó que podía tratarse de una puta. (790-1)

Son varias las explicaciones que se dan en esa sección para contextualizar las muertes. Algunas están relacionadas con el narcotráfico; otras, con sectas satánicas; otras, con las condiciones económicas paupérrimas de una ciudad de maquilas, fruto del intercambio asimétrico de bienes y trabajo entre las sociedades industrializadas de la economía global y las sociedades en vías de desarrollo; otras, al hecho de que varias de las muertas son prostitutas; otras, a la situación de pobreza de mucha gente en la región: las mujeres son obreras en las maquiladoras, reciben “sueldos de hambre” que, “sin embargo, eran codiciados por los desesperados que llegaban de Querétaro o de Zacatecas o de Oaxaca” (474). Otra de las explicaciones es la misoginia. En una escena clave en la sección, los policías que investigan el caso van a desayunar a una cafetería; mientras lo hacen, se cuentan chistes sádicos sobre mujeres: “¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve” (691). También intercambian refranes, sabiduría popular que no se discute: “Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos… las 27

mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas” (691). El café en el que los policías se encuentran tiene pocas ventanas y se parece a un ataúd. Mientras los policías cuentan chistes sobre esas mujeres cuyos crímenes les toca investigar, mientras se hacen la burla de las leyes que dicen defender, ellos, sugiere el narrador, están desafiando a la muerte con sus risas, pero en el fondo no hacen más que encerrarse en su propio ataúd, encontrar una suerte de muerte en vida. Su forma de entender el mundo es la muerte de la sociedad contemporánea; la imposibilidad de escapar de los prejuicios sexistas y racistas tiene un correlato directo con la imposibilidad de resolver los crímenes. Mientras haya policías como los que se reunen en el café Trejo’s, habrá mujeres muertas, violadas, abusadas en los desiertos del mundo. En “La parte de los crímenes”, un alemán, Klaus Haas —del que luego descubriremos sus conexiones familiares con Archimboldi— es detenido y llevado a la cárcel como presunto responsable de los crímenes. La policía, satisfecha, siente que ha cumplido su parte. Pero los crímenes continúan. La sección termina con la sugerencia de que no habrá una resolución posible para esas muertes. Los crímenes quedarán sin resolverse. La última escena, la de las navidades de 1997, muestra a una Santa Teresa entregada a la fiesta: “Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír’” (791). Pero esa Santa Teresa naif encierra, como en las fotos de “Apocalipsis de Solentiname”, su reverso nefasto: “Algunas de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros…” (791). Esos “agujeros negros” son la derrota de la ley, de la civilización. Todo el siglo xx desemboca allí. En “Autobiografías: Amis & Ellroy”, uno de sus artículo recopilados en Entre paréntesis, Roberto Bolaño escribió que “el crimen parece ser el símbolo del siglo xx” (206). En una entrevista, el escritor chileno declaró: “En mis obras siempre deseo crear una intriga detectivesca, pues no hay nada más agradecido literariamente que tener a un asesino o a un desaparecido que rastrear. Introducir algunas de las tramas clásicas del género, sus cuatro o cinco hilos mayores, me resulta irresistible, porque como lector también me pierden”. Se puede leer 2666 como una monumental novela detectivesca, en la que hay tanto un desaparecido al que se busca —el escritor Archimboldi— como múltiples asesinos. En el trabajo de Bolaño con el género detectivesco, se podría pensar que las muertas de Santa Teresa son parte de un asesinato múltiple, que se trata, si se 28

permite el juego de palabras, de un asesino colectivo en serie. Aquí, sin embargo, como en “La muerte y la brújula” de Borges, el detective (el periodista-escritor Sergio González) y los buscadores (los críticos admiradores de Archimboldi) son derrotados. O mejor: en el caso de los crímenes, a diferencia de Borges, ni siquiera tenemos en Bolaño la posibilidad de encontrar a un asesino victorioso. “La parte de los crímenes” termina como ha comenzado, con un crimen irresuelto, con un asesino o asesinos en la sombra. Como las muertas, los asesinos son también tragados por el “agujero negro” en que se ha convertido Santa Teresa. En Bolaño, además de los guiños de Los detectives salvajes y 2666 al género, se puede encontrar en El gaucho insufrible “El policía de las ratas”, un cuento que reinscribe un texto clásico de Kafka, “Josefina La Cantora”, en el esquema del policial. El detective de Bolaño, Pepe el Tira, tiene algunas de las características que dicta el género: es un solitario, alguien que se siente distinto a los demás (54). Su método es mantenerse al margen del pueblo, dedicarse a su oficio, volver al lugar del crimen todas las veces que sea posible. Como se espera del género, al menos en su versión tradicional, el policía comenta que la vida “debe tender hacia el orden, y no hacia el desorden” (73). Si el orden se rompe —o mejor, se “disloca”—, entonces el trabajo del policía será intentar recuperar el orden. Pepe el Tira es una rata que investiga la muerte de otras ratas. La creencia de la comunidad es que las ratas mueren a manos de otras especies más fuertes —comadrejas, serpientes—, pues “las ratas no matan a las ratas” (73). Sin embargo, en sus investigaciones, cuando se encuentra con un bebé de rata muerto, Pepe el Tira llega a la conclusión de que esa muerte no se debe a un depredador hambriento ya que todo parece indicar que al bebé lo mataron por placer. Las ratas dicen que eso es imposible, no hay nadie en el pueblo capaz de hacer eso. Pepe el Tira, sin embargo, llega a una inevitable conclusión: “las ratas somos capaces de matar a otras ratas” (84). ¿Es la pulsión criminal una anomalía de una rata individualista o parte de la naturaleza de la especie? Sea como fuere, el descubrimiento de Pepe el Tira llega tarde pues ya todo ha cambiado: esa pulsión es un veneno, un virus que ha infectado a todo el pueblo. Pepe el Tira sabe ahora que las ratas están “condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer” (85). El orden no será restaurado.

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En Bolaño no hay ninguna nostalgia de los detectives tradicionales del género —esos razonadores como Auguste Dupin y Sherlock Holmes, capaces de descubrir al criminal sin necesidad de acudir al crimen, utilizando sólo sus poderes de deducción—, pero todavía continúa la fascinación por las figuras de la ley. Esas figuras, que servían para dar fe de la inteligibilidad del universo y de la autoridad de la razón para desbrozar el caos en torno nuestro, existen ahora para decirnos que la razón ha sido derrotada, y para articular una reflexión existencialista en que el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, “condenada desde el principio”, no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de “una felicidad que en el fondo sabe inexistente” (84). En ese contexto, el escritor, figura cada vez más marginalizada en la sociedad contemporánea, deviene esencial en Bolaño, y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz de mantener “los ojos abiertos”, y una “escritura de calidad” es “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso” (Entre paréntesis 36). En las entrevistas que dio y en sus artículos, son constantes las referencias al valor del escritor: “para acceder al arte lo primero que se necesita, incluso antes que talento, es valor”. A fuerza de su constante intervención en sus tan agitados como breves años en la esfera pública, Bolaño reactivó para la literatura el imaginario del escritor como un romántico en lucha constante contra el mundo (“Bolaño es uno de los escritores más románticos en el mejor sentido de la palabra”, ha escrito Rodrigo Fresán). En la escena primigenia de Bolaño, el artista, como el organillero de “El rey burgués” de Rubén Darío —no es casual esta genealogía: como decía Octavio Paz, “el modernismo es nuestro romanticismo”—, se encuentra en la “intemperie”. Pero el jardín modernista del organillero en el palacio del rey burgués ha desaparecido, y Bolaño lo reemplaza por un desfiladero, un precipicio, el abismo. El escritor, al borde del abismo, sólo tiene una opción: “arrojarse” a éste (Entre paréntesis 92). Como en Borges, la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes. Aquí, sin embargo, ya no funciona la analogía del universo como una Biblioteca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives en busca del “origen del mal”, y por ello condenados desde el principio a la derrota.

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En otras escenas del escritor en acción, el imaginario de Bolaño siempre liga al arte con la violencia y la muerte: “Parra escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado” (Entre paréntesis 92); Huidobro aburre porque es un “paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas” (Entre paréntesis 333); “La literatura es como esos lugares donde meten a las reses para matarlas: casi ninguna sale viva” (Braithwaite 94). En la lucha, en el enfrentamiento contra el “monstruo”, el escritor perderá, pero eso no debería arredrarlo: “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura” (Braithwaite 94). En Bolaño hay un modelo de escritor al que se aspira; por ejemplo, el Sensini que sale a ganar premios en concursos de provincias como un “cazador de cabelleras”, y que está dispuesto a trampas como mandar el mismo cuento a varios concursos a la vez; Henry Simón Leprince, “mal escritor” que se ha ganado a pulso un espacio gracias a su valor; el Belano de “Enrique Martín”. La apuesta de Bolaño sería hacer como Sensini o Belano, “ingresar a la industria editorial sin aceptar del todo sus reglas, coqueteando con ella, quebrando algunos de sus códigos”. Son, digamos, la versión contemporánea de “las tretas del débil”: como es imposible enfrentarse a un enemigo poderoso y salir bien parado, lo mejor, entonces, sería, como estrategia de supervivencia, decir sí y no a la vez: formar parte de la industria cultural, pero tratar de sabotearla desde adentro. Hay también antimodelos: el escritor que se adecúa a las reglas de la industria cultural —que parece borrar todo intento de autonomía artística en los años noventa—, y el que se deja deslumbrar por el poder. En el primer caso, están los escritores de “Una aventura literaria”. En el segundo caso se encuentran la mayoría de los escritores de La literatura nazi en América, Ibacache en Nocturno de Chile, Wieder en Estrella distante. En el cuento “Encuentro con Enrique Lihn”, el narrador “Roberto Bolaño”, en un ambiente a medio camino entre la realidad y el sueño, habla de la literatura como un “campo minado” en el que la mayoría de los escritores son cortesanos del poder “han dicho ‘sí, señor’ repetidas veces… han alabado a los mandarines de la literatura” (Putas asesinas 218). Nuevamente, resuena aquí “El rey burgués”; el organillero viene a cantar “la buena nueva del porvenir”, pero se transforma en una más de las posesiones del rey burgués. El artista, en Darío, 31

tiene intenciones exaltadas: se cree un visionario, un profeta. En Bolaño las intenciones son más prosaicas: simplemente, hacerse de un lugar en la corte. En ambos casos, sin embargo, el resultado es el mismo: el artista es despreciado por el poder, que lo usa cuando le conviene. De manera ácida, Bolaño indica en “Los mitos de Cthulhu” que el escritor de hoy parece más interesado en el “éxito, el dinero, la respetabilidad” (El gaucho insufrible 176). Ha sido devorado por el hipermercado en el que se ha convertido la cultura contemporánea: quiere triunfo social, grandes ventas, traducciones, portadas en revistas. Quiere “glamour” (El gaucho insufrible 171), dejar atrás la “casa pequeña” de Lihn y llegar a la casa “grande, desmesurada” del “escritor del Tercer Mundo, con servicio barato, con objetos caros y frágiles” (Putas asesinas 224). Como ha sugerido la crítica y escritora chilena Lina Meruane, la literatura, en Bolaño, debe verse como una máquina textual de guerra. Hay que atacar a ciertos autores para reivindicar a otros (y de paso, en la reformulación, instalarse como el nuevo paradigma del canon). Los ataques se despliegan en diversos espacios: al interior de Chile, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Hernán Rivera Letelier (El gaucho insufrible 171), incluso autores de prestigio como José Donoso y Diamela Eltit; se recupera al vanguardista Juan Emar, se entroniza a Pedro Lemebel. En la poesía, hay ambigüedad con Neruda —se lo respeta con frialdad—, pero el centro del universo de Bolaño lo conforman Parra y Enrique Lihn. En el canon hispanoamericano, se defiende a autores ya consagrados como Sergio Pitol, Fernando Vallejo, Ricardo Piglia (El gaucho insufrible 171); también, por supuesto, a Borges y Cortázar (la literatura argentina ocupa un lugar central en el mapa de Bolaño). Hay un canon alternativo formado por Martín Adán, Rodolfo Wilcock, Osvaldo Lamborghini y Felisberto Hernández entre los más marginales; Reinaldo Arenas, Ibargüengoitia, Manuel Puig entre los conocidos; Horacio Castellanos Moya, Carmen Boullosa, César Aira, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Alan Pauls, entre los escritores de su generación. En poesía, los nombres centrales son los estridentistas mexicanos, Vallejo, Oquendo de Amat, Pablo de Rokha. Demás está decir que Bolaño también intervino en el espacio de la literatura española, a la que vio como parte de un corpus indiferenciado con la literatura hispanoamericana. Fueron frecuentes sus ataques a Cela y Umbral, su defensa de 32

Vila-Matas, Cercas, Marías, Tomeo, su admiración por Cernuda. En la literatura universal, los nombres son legión, pero hay algunos que se repiten constantemente: Cátulo, Horacio, Stendhal, Mark Twain, Rimbaud, Perec, Kafka, Philip Dick. Bolaño se presentó, tanto en entrevistas como en artículos y en sus ficciones, como el escritor rebelde, anti-sistema. Sin embargo, había contradicciones en su postura: después de todo, el escritor publicaba en Anagrama, una de las editoriales más prestigiosas de España, y concursaba y ganaba premios; al final de su vida, había obtenido un enorme reconocimiento simbólico que significaba buenas críticas, buenas ventas, traducciones. Había adquirido esa respetabilidad de la que renegaba. Quizás por eso en sus últimos ensayos, como en “Los mitos de Cthulhu”, su carácter provocador se había exacerbado, llegando incluso a atacar a escritores como García Márquez y Vargas Llosa, de los que previamente había dicho que su obra era “gigantesca”, superior a la de su generación (49). Algunos de esos ataques no deben tomarse en serio; en Bolaño muchas veces había humor, el deseo de de preservar el espíritu contestatario de los infrarrealistas, de seguir a Nicanor Parra en el espíritu de contradicción. En otros casos se trataba de mantener un necesario espacio de rebeldía ante el reconocimiento. Y en otros, se desplegaba esa maquinaria de guerra nada inocente, dispuesta a seguir aniquilando obras incompatibles con el proyecto de Bolaño. Había en el escritor chileno una nada desdeñable intransigencia; esa intrasigencia a la hora de aceptar propuestas estéticas diferentes era, a la vez, su gran virtud y su principal debilidad. Bolaño era a su manera un escritor comprometido con las causas políticas de América Latina: “todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia…” (Entre paréntesis 37). Para ello su escritura no bajó los listones, aunque nunca llegó al hermetismo que preocupaba a los lectores del “Cortázar” de “Apocalipsis de Solentiname”. Lo más difícil de su obra se encuentra en Los detectives salvajes y 2666, pero no por la escritura, sino por lo intimidatorio en su extensión. Una multiplicidad de símbolos y metáforas complejas se despliega en su obra, de la cual todavía no hemos desentrañado todos sus misterios, pero eso no impide una lectura gozosa de sus páginas, debidas a su poderosa fuerza narrativa. El escritor ya no está. Quedan la obra y la leyenda. Quedan la literatura y el 33

apocalipsis. 1

Este artículo es una adaptación del prólogo escrito para el libro Bolaño salvaje. Barcelona: Candaya, 2008.

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El secreto del mal es un secreto

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Chris Andrews Las atrocidades a gran escala del siglo veinte dieron un nuevo impulso a un proyecto filosófico emprendido durante el siglo de las luces: el de extraer el problema del mal del contexto teológico en el cual se había discutido largamente y resolverlo en términos laicos, tratando el mal como un fenómeno natural. Como muchos escritores latinoamericanos de su generación, Roberto Bolaño tenía un conocimiento personal de un aspecto del mal que ha preocupado a los filósofos, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial: los crímenes estatales. Su ficción participa en el proyecto de comprender el mal, hasta cierto punto. Bolaño distingue claramente entre variedades del mal en las acciones y en los caracteres, muestra como dichas variedades pueden ser interdependientes, y pone en escena a personajes motivados por deseos y miedos nada excepcionales que sin embargo los llevan a participar en atrocidades. En el mundo ficticio de Bolaño, el mal tiene cuatro caras: las del dictador, del administrador, del psicópata, y del cómplice. Tres de estas figuras aparecen en Nocturno de Chile. El narrador, Sebastián Urrutia Lacroix, consigue hacer la vista gorda a los crímenes del régimen militar chileno hasta aprender que ha asistido a veladas en una casa en cuyo sótano se torturó a presos políticos. “Yo hubiera podido decir algo,” dice, “pero yo nada vi, nada supe hasta que fue demasiado tarde. ¿Para que remover lo que el tiempo piadosamente oculta?”.1 La pregunta retórica resulta poco convincente; queda claro que el miedo ha enceguecido y luego silenciado al sacerdote. Su ceguera y su silencio lo han transformado en cómplice. El autoengaño de Urrutia Lacroix, emblematizado por el incidente del sótano, va agrietándose progresivamente en el curso de su monólogo delirante hasta desplomarse en el apocalipsis personal anunciado por la frase final: “Y después se desata la tormenta de mierda” (150). Le preocupa no sólo su asociación con María Canales y Jimmy Thompson (personajes basados en Mariana Callejas y Michael Townley, agentes de la dina), sino también una misión secreta que cumplió a instancias de los misteriosos señores Oido y Odeim (con sus apellidos palindrómicos): dar un curso acelerado sobre el marxismo a los miembros de la junta militar. Las páginas dedicadas a las clases de Urrutia Lacroix constituyen una apostilla satírica a la novela del dictador. Pinochet, Merino, Mendoza y Leigh son ignorantes, indisciplinados y lascivos, mucho más interesados por la vida privada de Marta Harnecker que por los conceptos 36

elementales del materialismo histórico. Durante un paseo con su profesor de marxismo, Pinochet revela su deseo frustrado de reconocimiento literario. Unas ansias de superioridad, que el poder supremo en el ámbito político no ha logrado satisfacer, lo impelen a menospreciar los méritos intelectuales de los presidentes Allende, Frei y Alessandri, y a enumerar sus propias publicaciones (115-118).2 La figura del psicópata, marginal en Nocturno de Chile, está al centro de Estrella distante, novela en que Bolaño dijo haber intentado “una aproximación, muy modesta, al mal absoluto”.3 Es una aproximación y no un careo, porque el personaje central, Carlos Wieder, no deja de ser una “figura ausente” o por lo menos distante, como la estrella del título.4 Después del golpe de Estado en Chile, el irónicamente nombrado Alberto Ruiz-Tagle (Eugenio Ruiz-Tagle fue una de las víctimas de la “Caravana de la muerte”), poeta mediocre y imitativo, parece encontrar su propia voz; hace un avance notable respecto a la originalidad sino a la calidad estética. En poemas escritos sobre un nuevo soporte, el cielo, habla de las jóvenes que ha matado con el beneplácito del régimen, y define la muerte en términos elogiosos. La culminación y el fin de su carrera de artista semioficial es una exposición de fotos que muestran a sus víctimas, con sus cuerpos “desmembrados, destrozados”, pero posiblemente vivas aún, según la estimación de un testigo, “en un treinta por ciento de los casos” (97). La cuarta cara del mal, la del administrador o burócrata, aparece en la novela póstuma 2666, que tiene dos puntos focales: la vida y obra de un enigmático escritor alemán, Hans Reiter, que publica sus libros bajo el seudónimo Benno von Archimboldi, y una serie de asesinatos de mujeres en una ciudad mexicana llamada Santa Teresa, que se parece mucho a Ciudad Juárez. En un campo de prisioneros después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Reiter escucha la confesión de otro prisionero, Leo Sammer, que ha cambiado su apellido a Zeller para demorar su interrogación por las autoridades militares americanas. Sammer alarga el cuello en dirección de Reiter y se apoya en un codo, asumiendo la postura de Urrutia Lacroix al comienzo de Nocturno de Chile (11).5 Cuenta que fue el subdirector de un organismo encargado de proporcionar trabajadores al Reich. Un día un tren con destinación a Auschwitz llegó por error en el pueblo polaco donde trabajaba. Sammer recibió el orden de “deshacerse” de los prisioneros judíos, y después de varios días de cavilaciones, organizó el fusilamiento progresivo de los mismos, aunque, como dice él, “la dureza […] va reñida con mi carácter” (951).

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Sammer es la encarnación de la “pura irreflexión” que para Hannah Arendt fue el rasgo sobresaliente de Adolf Eichmann.6 En ambos casos la irreflexión tardó un poco en alcanzar su pureza terminal. En 1941, Eichmann envió un grupo de judíos al ghetto de Lodz en vez de mandarlos al territorio ruso donde habrían sido inmediatamente ejecutados (Arendt 94). Sammer, por su parte, organiza la provisión de pan y mantas para los prisioneros a su cuidado (941, 947), aunque su sorpresa ante las muertes en sus filas muestra cuan superficial es su comprensión de lo que están viviendo. En ambos casos, sin embargo, la compasión cede rápidamente ante el exitismo o, como habrían dicho ellos, la conciencia profesional. Como Eichmann, Sammer está motivado por el deseo de salir adelante según los valores de la institución que lo emplea, en otras palabras, desea satisfacer a los que podrían ascenderlo en la jerarquía. Para conseguir tal meta no es aconsejable interpretar liberalmente las reglas; más vale cumplirlas al pie de la letra7. Cuando el alcalde del pueblo polaco propone la idea de prestar a los prisioneros judíos a campesinos de la región, Sammer le dice: “Eso va contra la ley y usted lo sabe” (945). Una vez recibida la orden de deshacerse de los judíos, Sammer reserva toda su compasión para los verdugos. Cuando se emborrachan, no los culpa (953). Comprende su cansancio. Ejecuta una maniobra mental perfeccionada por Himmler y analizada por Arendt, que consiste en dirigir hacia sí mismo la piedad animal que los seres humanos normalmente sentimos ante el sufrimiento ajeno, de manera que en vez de decir “¡Qué cosas horribles he hecho a estas personas!” uno pueda decir “¡Qué cosas horribles tengo que mirar en la prosecución de mis deberes, qué pesada tarea hay sobre mis hombros!” (Arendt 106). El dictador, el administrador, el psicópata y el cómplice son tipos distintos en la ficción de Bolaño: se retratan en estilos diferentes y tienen destinos diversos. Pinochet y los otros miembros de la junta militar son blancos de la sátira. El relato que hace Urrutia Lacroix de sus clases sobre marxismo es involuntariamente irónico: él queda embelesado por hombres cuya mezquindad y mediocridad resultan evidentes para el lector. O mejor dicho el sacerdote queda embelesado por el poder que las instituciones castrenses dan a esos individuos. El crítico Farewell envidia a su protegido Urrutia Lacroix porque se ha aproximado al verdadero poder y no sólo al poder simbólico otorgado por los suplementos culturales de los diarios. Le pregunta cómo era el general Pinochet: “algo tiene que tener el caballero que lo haga excepcional” (Nocturno 114). Pero Urrutia Lacroix simplemente se encoge de hombros, porque, en sí mismo, el 38

hombre que ha conocido no tiene nada destacable, sino su vanidad de autor. Mientras se mofa de los dictadores, Bolaño trata a los psicópatas con cierto respeto. En su mundo ficticio es una vileza moral dejarse impresionar por el poder institucional, pero hay personajes simpáticos que ceden ante la soberanía del psicópata. En Estrella distante, Wieder embruja a Bibiano O’Ryan y Marta Posadas, y cuando el narrador tiene que identificarlo en Lloret, el mero hecho de estar sentado en el mismo bar que él lo altera muy profundamente. Wieder ha envejecido y parece estar pasando una mala racha, pero sigue siendo dueño de sí mismo: “Y a su manera y dentro de su ley, cualquiera que fuera, era más dueño de sí mismo que todos los que estábamos en aquel bar silencioso. Era más dueño de sí mismo que muchos de los que caminaban en ese momento junto a la playa, o trabajaban, invisibles, preparando la inminente temporada turística” (153). Su soberanía no puede superar a la de toda la gente en los alrededores, porque no muy lejos está el detective Romero que saldrá victorioso de su duelo con el poeta y aviador. En todo caso el mal encarnado por Wieder no es banal, en parte porque el personaje no es totalmente realista. La escena en que Wieder recibe a Bibiano O’Ryan en su departamento incluye una referencia cinematográfica que señala la dimensión fantástica del antihéroe: “Bibiano decía que se había sentido como Mia Farrow en El bebé de Rosemary, cuando va por primera vez, con John Cassavettes, a la casa de sus vecinos. Faltaba algo […] como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda” (17). Después del golpe de Estado, la historia de Wieder se desliga de los recuerdos de la vida cotidiana y se adentra en el terreno del misterio y de la especulación fantástica. En vez de detallar un expediente jurídico, la novela construye una leyenda, dando forma así a miedos colectivos. Se retrata al dictador (Pinochet) y al psicópata (Wieder), de modo satírico y fantástico respectivamente, a través de las miradas de otros personajes, mientras que el administrador (Sammer) y el cómplice (Urrutia Lacroix) cuentan sus propias historias, intentando justificarse y consiguiendo progresivamente el resultado contrario. Sin embargo, Bolaño no reserva el mismo destino para el administrador y el cómplice. En su delirio Urrutia Lacroix ve a un “joven envejecido” que lo atormenta y rechaza el argumento que el sacerdote ha tomado de María Canales: “así se hace la gran literatura de Occidente” (148) —así, es decir, haciendo caso omiso de las atrocidades. A Sammer, por el contrario, no se le concede el lujo de sufrir en un infierno 39

privado. Reiter lo estrangula en el campo de prisioneros, pero nada dice sobre su motivo. Sammer había dicho a Reiter: “Otro en mi lugar hubiera matado con sus propias manos a todos los judíos” (959). Cree ser menos culpable que el hipotético otro por el hecho de no haber participado físicamente en los crímenes que organizó. Quizás asqueado por semejante creencia, Reiter no ha dudado en ensuciarse las manos. La manera en que el asesinato se hace fuera del escenario, por así decirlo, recuerda el destino de Carlos Wieder en Estrella distante. Contratado por un compatriota adinerado y ayudado por el narrador, un detective chileno llamado Romero localiza a Wieder y presumiblemente lo mata. Presumiblemente, porque no hay testigos y el único comentario de Romero sobre su encuentro con Wieder es que fue difícil, “como son estas cosas” (156). Al narrador lo turba su complicidad en un ajusticiamiento extrajudicial, y su inquietud sigue hasta el final de la novela: Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco. Puede ser, admití, pero este asunto ha sido particularmente espantoso. Espantoso, repitió Romero como si paladeara la palabra. Luego se rió por lo bajo, con una risa de conejo, y dijo claro, cómo no iba a ser espantoso. Yo no tenía ganas de reírme, pero también me reí. (157)

Llegado a este punto en la historia, el narrador (como muchos lectores, supongo), siente una mezcla de desasosiego y alivio. Convertirse en justiciero, como lo ha hecho presumiblemente Romero, conlleva un peligro evidente: no hay mecanismos institucionales para impedir que el agente de la justicia informal sea corrompido por la criminalidad. Y Bolaño no excluye la posibilidad de que tal corrupción se haya producido en cierto grado. La risa de conejo de Romero, que no figura en la versión corta de la historia en La literatura nazi en América, le propina al lector una pequeña punzada en la última página del libro, impidiendo que se relaje. Es una versión muy atenuada de la peripecia clásica por la cual, en una película de horror, un personaje supuestamente salvado de los zombis o vampiros se vuelve contra su salvador para morderlo como ya lo mordieron a él. Probablemente no sea una coincidencia que el detective comparte su apellido con George Romero, director de La noche de los muertos vivientes. La abundancia de las referencias literarias en la obra de Bolaño no debería ocultar su afición al horror cinematográfico. Los destinos diversos reservados para el dictador, el administrador, el psicópata y el cómplice y los estilos contrastantes empleados para retratar a estos 40

tipos sirven para diferenciar las variedades del mal en el mundo ficticio de Bolaño, pero la diferencia no implica necesariamente la independencia. Bolaño quiere mostrar también cómo los tipos que ha distinguido pueden relacionarse “simbióticamente” para producir configuraciones de poder relativamente estables que propician crímenes violentos y se sustentan de ellos.8 En Nocturno de Chile, Pinochet y la junta necesitan la brutalidad emprendedora de Jimmy Thompson, pero también la ceguera obstinada y la complicidad de Urrutia Lacroix. En 2666, la implementación local de la “solución final” dictada por Hitler depende del celo administrativo y de la irreflexión de Sammer. En la medida en que la ficción de Bolaño diferencia las variedades del mal y representa situaciones en que esas variedades son interdependientes, avanza hacia la comprensión del mal como fenómeno natural. El dictador ansía la superioridad; el administrador desea seguir el escalafón institucional; el cómplice vive bajo el imperio del miedo: estos motivos son normales y pueden explicarse en una perspectiva evolucionista. Han podido producir el mal sólo por la ausencia o debilidad de otros motivos que los habrían contrarrestado o contrapesado en una estructura motivacional más equilibrada.9 Pero en el caso del psicópata, motivo y estructura motivacional permanecen opacos. Como el auténtico gran escritor, Archimboldi, y a diferencia de Pinochet, Wieder parece ser indiferente al reconocimiento literario. Y no hay nada para indicar que la violencia le da placer. Aquí el proyecto de comprender el mal se ve limitado por dos factores, que operan en niveles diferentes pero son complementarios en sus efectos. El primer factor, al nivel de la historia, es la urgencia de poner un límite a la acción del mal. Antes de enfrentarse con Wieder, al final de Estrella distante, Romero dice al narrador: “En cuanto a que no puede hacer daño a nadie, qué le voy a decir, la verdad es que no lo sabemos, no lo podemos saber, ni usted ni yo somos Dios, sólo hacemos lo que podemos” (155). Romero no puede darse el lujo de ahondar indefinidamente en la reflexión, tiene que hacer lo que puede cuando la ocasión se le presenta. Y como sucede en la mayoría de las situaciones reales, tiene que decidir sobre la base de datos incompletos. Cumpliendo su contrato, privilegia la venganza y la prevención. Esta manera pragmática de combatir el mal dificulta su comprensión en la medida en que suprime informaciones que habrían podido servir en la búsqueda de explicaciones. El segundo factor opera al nivel de la narración. Llegar a una comprensión completa del mal aflojaría la tensión narrativa que Bolaño suele mantener hasta 41

los finales de sus relatos e incluso más allá. En 2666, los asesinos de mujeres no son identificados. El trabajo periodístico de Sergio González Rodríguez apunta hacía el cartel de Juárez y elementos corruptos de la policía, del ejército y del gobierno estatal de Chihuahua, pero Bolaño no ha escogido el camino de la novela “sicaresca”.10 En vez de imaginar las vidas de los asesinos, describe minuciosamente los cadáveres de las víctimas, tirados en espacios públicos como para desafiar a las autoridades y amedrentar a los habitantes de la ciudad. También relata la vida cotidiana de una serie de personajes —periodistas, policías, abogados— que buscan todos, por motivos diversos, la verdad sobre los asesinatos, pero muy poco logran sacar en claro. La Santa Teresa de 2666 ficcionaliza pero también mitifica Ciudad Juárez. Dice un personaje de la novela: “Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo” (439), y en sus notas Bolaño señaló la existencia de un “centro oculto” en la obra, que se escondería debajo de su “centro físico”, es decir, probablemente, Santa Teresa.11 Así que, además de representar a personajes combatiendo el mal de manera pragmática, Bolaño explota el mal de manera fantástica o gnóstica, cargándolo de una significación primordial que a la vez oculta. A pesar de que 2666 fuese concebido como novela integral, y aunque Bolaño sospechaba que sería su última obra, se conforma a lo que el crítico español Ignacio Echevarría ha llamado una “poética de la inconclusión”, y no solamente porque el autor no pudo terminar la escritura del texto (Los detectives salvajes también deja al menos dos preguntas intrigantes sin respuesta clara: ¿quién ha recogido los testimonios de la segunda parte? y ¿qué hubo en los cuadernos de Cesárea Tinajero?).12 La inconclusión es un aspecto de una estrategia más general de incompletitud, que transforma el acabado desigual en fuente de ideas narrativas. Como el prolífico Balzac, Bolaño fue un escritor literalmente expansivo: Estrella distante explota la última reseña biobibliográfica de La literatura nazi en América; Amuleto despliega las diez páginas del monólogo de Auxilio Lacouture en Los detectives salvajes; y 2666, a pesar de su volumen imponente, está lleno de historias extensibles. El libro póstumo El secreto del mal contiene un texto con el mismo título que parece prometer la llave de los enigmas de 2666. En el texto, un periodista norteamericano en París recibe una llamada telefónica de un desconocido que dice tener una información para transmitirle. Se dan una cita. El informador 42

misterioso tiene la cara de quien ha pasado muchos años en una cárcel o un manicomio. Antes de la transmisión de la información el texto se interrumpe, pero no de manera sorpresiva, pues el narrador ha dicho en la segunda frase: “es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final” (23). Como narrador, Roberto Bolaño participó en el proyecto racional de comprender el mal, pero sólo hasta cierto punto. En parte para sostener su capacidad autogenerativa, su escritura necesitó proteger un espacio oscuro interior, de lo cual las muchas habitaciones cerradas en las novelas y cuentos podrían ser figuras. En la ficción de Bolaño —y en esto se distingue radicalmente del periodismo y de la filosofía— el secreto del mal es y tiene que seguir siendo un secreto. 1

Roberto Bolaño, Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 142.

2

Segun Immanuel Kant, las ansias de superioridad son la causa de los “vicios de cultura”. Ver La religión dentro de límites de la mera razón, 6: 27.

3

Roberto Bolaño, “Bolaño por Bolaño”, en Celina Manzoni (coord.), Roberto Bolaño: La escritura como tauromaquia, Buenos Aires, Corregidor, 2002, p. 201.

4

Roberto Bolaño, Estrella distante, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 113.

5

Roberto Bolaño, 2666, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 937.

6

Hannah Arendt, Eichmann in Jersualem: A Report on the Banality of Evil, New York, Penguin, 2006, p. 287.

7

Ver Corey Robin, Fear: The History of Political Idea, Oxford, Oxford University Press, 2004, pp. 115-119.

8

Ver Adam Morton, On Evil, New York, Routledge, 2004, pp. 78-80.

9

Para una análisis evolucionista de los motivos que pueden llevar al mal, ver Mary Midgely, Wickedness, London, Routledge, 1984, pp. 174-201.

10

Ver Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, Barcelona, Anagrama, 2005.

11

Ignacio Echevarría, “Nota a la primera edición”, en Roberto Bolaño, 2666, p. 1123.

12

Ignacio Echevarría, “Nota preliminar”, Roberto Bolaño, El secreto del mal, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 8.

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Roberto Bolaño y la literatura mexicana Christopher Domínguez Michael Todos aquellos que han leído los cuentos, entrevistas, reseñas, poemas, novelas y relatos de Roberto Bolaño saben que es un abuso decir que México es el lugar principal en que ocurre su obra. Desde luego que el México de Bolaño, como la Normandía de Flaubert, la Colombia de García Márquez o el San Petesburgo de Andrei Biely, son tierras de la imaginación cuyo nexo con la realidad geográfica es, por fortuna, aproximado. Pero en México se ha vuelto un lugar común decir que desde Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, que es una novela de 1947, no se había escrito una novela sobre México o teniendo a México de escenario como Los detectives salvajes. Algunos sentimos la necesidad un tanto neurótica, de reclamar a Bolaño, entre las variadas cosas que fue, como un escritor mexicano. Bolaño estuvo en México entre los 15 y 22 o 23 años. En medio, hubo un regreso a Chile, momento en que le toca vivir el golpe militar. Luego, en 1976, se va a Europa y nunca regresa. Pero sus años mexicanos son los formativos —y los años formativos de un hombre de su sensibilidad artística e intelectual no pueden ser sino decisivos: llegó en la adolescencia y ahí vivió la primera juventud, hizo sus primeras lecturas, vio el escenario de toda su obra futura y se fue. Su México tiene una serie de características que lo hacen no sólo entrañable sino también intensamente poético: captó una serie de cosas en las que los nacidos en la Ciudad de México no habíamos reparado, y que tampoco veían, creo, los mismos poetas mexicanos. (Debo aclarar que yo nunca vi a Bolaño ni hablé con él, ni en sus años mexicanos —yo era niño— ni después.) En varias ocasiones, a lo largo de su obra, habla, por ejemplo, de los atardeceres en el Distrito Federal, cómo se tarda en caer la noche de una manera lenta y desesperada. Esto, que puede parecer una nimiedad y que se le puede ocurrir a cualquier poeta, es un descubrimiento, que sólo puede hacer un poeta. También tomó la esencia del lenguaje coloquial, vernáculo y de los jóvenes, que conservó como una especie de tesoro a lo largo de su vida viajera, el resultado de ello son novelas que funcionan como un depósito formidable de la manera en que se hablaba en México entre 1968 y 1976. Aunque a veces se equivoca en algunas declinaciones del verbo chingar. Y está, finalmente, una idea excepcionalmente lúcida de la literatura y la vida literaria en México, como lo 44

muestra la siguiente, inquietante cita: La literatura en México es como un jardín de infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario de infancia, no sé si lo podéis entender. El clima es bueno, hace sol, uno puede salir de casa y sentarse en un parque y abrir un libro de Valéry, tal vez el escritor más leído por los escritores mexicanos, y luego acercarse a casa de los amigos y hablar. Tu sombra, sin embargo, ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado silenciosamente. (2666 161-162)

En Los detectives salvajes —que es la primera gran novela de Bolaño, la segunda será su novela póstuma 2666— hay una idea que me parece muy rica para entrar en materia. Bolaño tiene muchos lectores en este momento y va a tenerlos más en el futuro. Los lectores contemporáneos estamos de alguna manera paralizados ante ese espectáculo que, cuando ocurre, es asombroso pero también un poco escalofriante: nadie espera la aparición de un gran escritor, en el fondo nadie le pide que llegue y cuando llega a veces preferiríamos que no hubiese llegado porque deja esa sensación agridulce propia de la buena grandeza: el sentimiento de que muchas de las cosas que como poetas, narradores e incluso como críticos podíamos hacer ya no es necesario hacerlas porque apareció quien las hizo y éste no es un escritor de la antigüedad sino nuestro contemporáneo, alguien que respiró lo mismo que nosotros y se paseó por nuestras calles y dejó caer la misma mirada boba de adolescente sobre aquello que nosotros hubiésemos querido que trascendiera junto con nosotros. La literatura de Bolaño tiene mucho que ver con Chile y mucho que ver con México. Los detectives salvajes es una novela de formación, es una novela de viaje, y es un escenario donde aparece un grupo de jovencísimos poetas que van a hacer en la Ciudad de México, y luego en los desiertos del norte de México, su educación sentimental. La enorme dimensión de su obra ha provocado que ya tenga un número considerable de intérpretes, algunos de los cuales fueron sus amigos. Ignacio Echevarría, el crítico español, dice que la figura central es el poeta y luego, tal cual lo dice Juan Villoro (citando a su vez a Ricardo Piglia), el detective es una forma callejera del intelectual, un hombre que actúa un poco a la manera del letrado empirista o al sabio loco del siglo xviii, alguien que vive en el mundo del raciocinio, de la prueba, del combate a la superstición. Es el poeta doblado en detective, y yo agregaría a esta sucesión de caracterizaciones que su personaje esencial es el poeta de vanguardia: el poeta como el joven rebelde, es el poeta que tiene la ilusión o que vende la mentira de que la literatura actual se puede 45

exterminar para volverla a inventar. La vanguardia como la modificación del orden de los clásicos, la vanguardia como la alteración del lenguaje y, sobre todo, la vanguardia como un modo de vida. Pero también fue un escritor profundamente chileno. En mi opinión no hay literatura en América Latina donde la vanguardia sea tan bien vista como en Chile, al grado que el vanguardismo chileno también es desde hace muchos años, como le pasa a todos los ismos, un academicismo. La doctrina de la vanguardia latinoamericana tiene en este país una reputación casi oficial, sustentada, desde luego en la recepción excepcionalmente fecunda que todas las vanguardias tuvieron en la mayoría de los poetas latinoamericanos. Chile es el país de la vanguardia, de Nicanor Parra y también de Huidobro y de todas las cosas extrañas y locas que han hecho los poetas chilenos contemporáneos —el happening, el performance, los collages públicos, el surgimiento de un personaje que para mí me parece una especie de Cagliostro moderno, Alejandro Jodorowsky, que también tiene su época mexicana. Ese ambiente de permanente ebullición vanguardista es ajeno a la tradición mexicana. Bolaño lo sabía muy bien y por eso buena parte de Los detectives salvajes está basado en la imaginación novelesca de lo que fue la única vanguardia literaria mexicana con cierto abolengo, el estridentismo. En México la vanguardia no se desarrolló monstruosamente, como se desarrolla toda vanguardia que se respete. El estridentismo, el equivalente al ultraísmo español, duró como un año y medio, porque ocurrió algo que sólo pasa en México: el Gobernador del Estado de Veracruz, el General Adalberto Tejeda, militar de ideas avanzadas, dijo “que esos muchachos de ideas brillantes se vengan a trabajar conmigo”, y los volvió ministros. El servicio público le abrió la puerta y se acabó la vanguardia mexicana. Ello no quiere decir que los otros grandes poetas de la época, como los Contemporáneos, no hayan absorbido algunas o muchas nociones de la vanguardia. Lo hicieron, pero con cautela: eran, para decirlo nerudianamente, gidistas. Cuando dicen que la hegemonía de la poesía mexicana es lo crepuscular, el tono medio, se habla con cierta veracidad. Y los intentos por romper este tipo de cortesía ambiente, como los de Gorostiza, de Jorge Cuesta o más recientemente, de David Huerta, han sido esfuerzos donde la búsqueda de la ruptura no se hace en la calle, en el mundo salvaje, digamos, sino que se vuelca hacia la especulación filosófica. La poesía mexicana ofrece una verdadera colección de poemas filosóficos, intelectuales o teoréticos, como Muerte sin fin, Eduardo Lizalde en los años sesenta con Cada cosa es Babel, o 46

Gerardo Deniz con sus poemas herméticos. El temperamento de vanguardia en México es en el mejor de los casos especulativo, a lo Valéry. Y eso lo sabía Bolaño. Quizá en el origen esté Primero Sueño, el gran poema conceptista de Sor Juana Inés, pero eso es ir demasiado lejos… Bolaño se encuentra entonces con dos tradiciones: la tradición de la vanguardia chilena que trae en la sangre, y este mundo crepuscular que escapa hacia lo clásico, lo ordenado, de la poesía mexicana. En Los detectives salvajes, presenta la relación entre el pequeño grupo de amigos que tenía y los transfigura, pues los infrarrealistas fueron un fenómeno extremadamente modesto (y dicho sea con toda verdad que si de entre ellos no hubiera salido un escritor como él, hubieran quedado en el olvido). Bolaño es un novelista que crea leyendas (adentro y fuera del texto) y algunas de las mitologías propias de la fama ya colocan al grupo infrarrealista como la verdadera literatura mexicana que en aquel entonces vivía oculta, reprimida, obligada a la clandestinidad por la poesía oficial, del establishment. Y así como ahora es frecuente escuchar a medio México proclamándose amigo o compinche de Bolaño, también es desagradable leer esas reseñas anglosajonas de sus novelas recién traducidas que lo presentan como un bohemio milagroso o como un milagro de la bohemia, cuando si Bolaño no fue un escritor profesional, yo no sé quién pueda serlo. Fue un hombre que, ciertamente enfermo, dedicó sus últimos diez años de vida a construir una obra enorme, en su tamaño y en su calidad; y no puede ser sino, insisto, el escritor profesional ante el Altísimo. La segunda parte de Los detectives salvajes es particularmente ilustrativa a pesar de que es donde muchos lectores la abandonan pues impera esa negativa muy latinoamericana a cortar, a abreviar. Pero a mí me encanta esa segunda parte, la pesquisa por el norte de México de esta poeta mítica, Cesárea Tinajero, diosa perdida que guarda consigo los secretos de una vanguardia que no existió del todo, inexistencia que a la vez es una metáfora del destino general de la vanguardia. Quien lea los textos críticos y entrevistas de Bolaño se dará cuenta de que era un hombre con una visión de la literatura mundial, un escritor preocupado por la tradición y cómo organizarla y nada tenía que ver con el vanguardista primitivo, el rupturista a secas. Había una inmensa vocación de orden en él que también era su defecto, pues también le hacía ilusión militarizar el canon. Cuando hablaba de literatura argentina, por ejemplo, de inmediato limpiaba la mesa y empezaba a repartir las posiciones: aquí está Borges, allá Roberto Arlt, aquí esta tal revista, acá esta otra, allá los escritores inclasificables 47

como Lamborghini, etc. Le entusiasmaban, por decirlo así, las tareas de la organización política de la literatura y rechazaba con claridad todo aquello que le era ajeno, lo que le creó enemistades y envidias acá en Chile por señalar lo que no es literatura, porque no todos los que escriben libros son escritores y Bolaño rechazaba sin mayores contemplaciones lo estúpido, lo pasajero, lo únicamente mercantil. Y quizá, esa necesidad jerárquica expresaba su lado mexicano (bromeo): el arte de diseñar la pirámide y habitarla. Tenemos, entonces, al poeta chileno de vanguardia donde no hay vanguardia organizada; y al hombre que recuerda melancólicamente su juventud y comienza a escribir su gran novela, Los detectives salvajes, en los años noventa, hablando y haciendo mitología de su pequeña historia con los infrarrealistas. Este grupo nos remite a ciertas páginas de Mario Praz, en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, donde el crítico italiano se pone a hablar del grupo de locos que merodeaban el panorama del romanticismo francés hacia 1830 y habla de los licántropos —poetas lobos e hidrófobos que sólo bebían alcohol, alérgicos al agua— y afirma que en ese tiempo había que distinguir entre el folklore literario y la verdadera literatura; de ahí que de esos grupos, como también sucedió en la época surrealista, sólo algunos pocos estuvieran compuestos por verdaderos poetas, el resto son apenas protagonistas de una ola de ansiedad cultural. Los infrarrealistas practicaban una poesía muy beat, a lo Allen Ginsberg pero en versión azteca radical. Sus actividades no iban mucho más lejos de ir a las conferencias donde se presentaban los poetas importantes y provocarlos desde el público con pullas ideológicas. Esos pequeños incidentes eran muy infantiles: tocar el timbre y salir corriendo gritando las habituales consignas dizque iconoclastas de la izquierda grupuscular… Quizá, si eso hubiese ocurrido en Chile, que trasmite la mitología de que buena parte de la vida literaria se basa en el respeto, la admiración y el cultivo de la superstición de la vanguardia, quizá hubiesen tenido más atención. Sería extraordinario, por otro lado, que se hiciera una versión anotada de Los detectives salvajes, porque a medida que lo vamos leyendo, empezamos a reconocer una cantidad increíble de personajes de la literatura mexicana (a veces hay nombres verdaderos), sobre todo de la inmediatamente anterior a la mía, de los nacidos en los años cincuenta. Con una edición anotada se podría reconstruir casi a la perfección el mapa literario de México en los años setenta. También me interesa mucho el capítulo dedicado al extraño e inverosímil encuentro de Octavio Paz con Ulises Lima, uno de los poetas que protagonizan la novela. Son unas páginas tiernas, irreverentes, simpáticas: Paz comienza a ir 48

con su secretaria a un parque de la ciudad de México, que se llama Parque Hundido —mucho mejor en la novela que en la realidad. De pronto vemos a un inverosímil Octavio Paz como personaje literario yendo tres veces seguidas al parque donde arregla una cita con un joven poeta, con el que entabla un duelo que consiste en que los dos caminan alrededor uno del otro y van haciendo una especie de combinaciones numéricas. Se da ese rito de paso o de pasaje, el Octavio Paz imaginario de Bolaño se sienta en una banquita con Ulises Lima, tienen un diálogo —del que no escuchamos nada porque lo está narrando la secretaria de Paz que lo ha llevado al sitio. Allí aparece, de pronto y gracias al profundo conocimiento que tenía Bolaño de la naturaleza mutante del espectro como héroe y del poeta como protagonista, un Octavio Paz novelesco, inverosímil, visto desde una óptica juguetona, infrecuente, en México. En Bolaño hay dos ideas complementarias de México, del df: para él es la ciudad de la nostalgia, de la adolescencia, donde es joven, se realiza y sufre la metamorfosis fatal; y, por otro lado, México es una tierra de frontera, el inmenso norte de México que para él es materia de un western. En los años setenta y ochenta ya había escritores, algunos de ellos notables, como Daniel Sada, que habían decidido escribir las novelas y los cuentos de esa zona desértica que estaba un tanto ausente de la literatura mexicana. Pero la versión estrictamente genial, la invención verdadera de este mundo de fronteras, es la que ocurre en la segunda parte de Los detectives salvajes, cuando los poetas salen a la búsqueda de esta poeta estridentista que les revelará, de alguna manera, el secreto del mundo. Tras Los detectives salvajes, Bolaño escribió una novela corta, Amuleto, que es una de las historias de Los detectives salvajes sacada a relucir en 150 páginas; está basado, también, en un personaje real que algunos conocimos —aunque fuese desde la atalaya de la infancia—, la poeta uruguaya que se queda encerrada en un baño de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam el 18 de septiembre de 1968, cuando el ejército ocupa militarmente la universidad. La mujer se aterroriza, teme que la van a matar y se encierra en el baño donde estuvo 10 o 12 días hasta que regresan las autoridades. En Amuleto, que es una especie de pieza intermedia entre Los detectives salvajes y 2666, a Bolaño le sale su lado cursi, izquierdista, guevariano, toda esa pulsión de ese “tango latinoamericano” como él lo llamaba, dolencia de la que no estaba exento pero que sabía reconocer y aislar gracias a su inteligencia crítica. El secreto del mundo, en 2666, ya no está en la búsqueda de una poeta 49

infrarrealista sino en algo mucho más terrible: identificar Ciudad Juárez y los espantosos y recurrentes asesinatos de mujeres en esa ciudad, como una especie de herida sangrienta, sobrenatural del mundo. Porque Bolaño sospechaba, al igual que Antonin Artaud en los años treinta, que México era una especie de pulmón sagrado del planeta, o un lugar como aquellos que detectaba Jules Verne en los volcanes de Islandia, pasajes hacia el centro de la Tierra. Desde luego que no vende el asunto usando con descaro la clave esotérico-popular, como sí lo han hecho otros escritores. Bolaño escribe las cinco novelas de 2666 con la idea metafórica, un tanto religiosa, de que el desorden del mundo se explica en Ciudad Juárez, y que la investigación de esos crímenes trae consigo la posibilidad de ver el futuro. Porque su figura completa es la figura de un poeta. Los versos que escribió a mí no me impresionan demasiado, pero facilitan la comprensión de su obra para quien la quiere estudiar en profundidad: más que borradores son una especie de agenda donde aparecen las principales preocupaciones que él va a llevar al relato corto y a la novela. Creía que la novela es un género muy joven, que tiene como mucho dos siglos de antigüedad, y que no hay nada de la poesía que no pueda llevarse a la novela. Joseph Brodsky, un gran escritor que también murió hacia los cincuenta años, pensaba lo contrario. Un diálogo imaginario entre los dos muertos nos llevaría a la vieja y nunca culminada querella entre la prosa y la poesía. Pero Bolaño apuesta a la videncia, es decir, en la capacidad de los hombres tocados por el misterio de lo poético para ver más allá del tiempo. Los detectives salvajes y 2666 son un díptico: la primera parte es donde se refleja el mundo de los jóvenes, del escritor que se hace a sí mismo, hay enormes y deslumbrantes páginas sobre la iniciación sexual, sobre la manera en que para los jóvenes van cayendo los libros en sus manos y se va volviendo absolutamente vital toparse en determinado momento con Henry Miller y no con Hermann Hesse, por ejemplo. Si se quiere saber, averiguar, cómo se hace un escritor, debe entenderse que Los detectives salvajes es una novela de formación; este libro es como la adolescencia del mundo, una novela matinal. 2666 es la novela del crepúsculo, apocalíptica, en torno a cuyo eje giran los diversos temas que le interesaban, como la crítica de la sociedad literaria (qué es un escritor actualmente, cuáles son sus prejuicios, cuáles sus fobias, cómo escribe en los aviones, cómo es su relación con el dinero, cómo transcribe sus tratos y comercios con los editores) lo mismo que su asombro ante los Estados Unidos, mirados desde la frontera mexicana. Si bien Paz y Carlos Fuentes se habían visto obligados profesionalmente, vocativa y nacionalmente a pensar esa frontera, 50

Bolaño es uno de los escritores contemporáneos ocupados en repensar qué son los Estados Unidos, más allá del amor/odio que impera fatalmente entre los mexicanos. Con una aproximación menos maniquea, trabaja libre del ocio y del negocio de los arquetipos. En 2666 se revisan los mitos populares norteamericanos, a través de uno de sus personajes (el comunista neoyorkino) y se examina la literatura estadounidense de frontera. A diferencia de la gran mayoría de los escritores mexicanos, Bolaño se percató de la importancia que tiene un novelista como Cormac McCarthy. Los crímenes de Ciudad Juárez que iluminan el tránsito del siglo xx al xxi, para Bolaño arrojan luz, luz enceguecedora y siniestra, sobre las grandes matanzas de la centuria pasada. Por ello, una de las novelas que la componen es una reconstrucción del horror del frente ruso en la Segunda Guerra Mundial, con la invasión alemana y la resistencia de los partisanos. Todavía no he hecho las suficientes relecturas como para decir (o decirme a mí mismo) si esa novela es paródica o no. Me dio la impresión de que no, pero la parodia se manifiesta por lo general en la segunda o tercera relectura. Es curioso como Bolaño localizó un centro literario, novelesco, hizo irradiar desde ese punto su literatura; y esto ha significado para los escritores mexicanos —y para los chilenos, pero de otra manera— una situación un tanto angustiosa, como mencioné al principio: el estrépito que produce la aparición de un gran escritor, la sensación de que muchas de las cosas que uno soñaba decir ya han sido dichas. Y, finalmente, la capacidad que tenía para ver tantas cosas en el horizonte al mismo tiempo nos hizo sentir, a los escritores mexicanos, en deuda por su visión de la Ciudad de México o de estos grandes desiertos del norte que nosotros no habíamos visto pero que sí aparecen en la mirada de un “extranjero comprometido”, alguien que pasa por México, toma lo esencial y se va. Su México no se desgasta como se nos desgasta sin remedio a los mexicanos. Bolaño tiene la aspiración, y estas aspiraciones siempre son muy difíciles en cualquier escritor (y más aún en un escritor inteligente como él, que no la va a ofrecer de una manera simplista), más bien tiene la idea descabellada, que quizás no se le ocurre a nadie más que a los rusos —porque a ellos siempre se le ocurren estas cosas— de darle un sentido completo a lo que es México. Tiene la necesidad de decir “México es de esta forma o aquella”. Ese México “posmoderno”, por llamarlo así, no tiene que ver con ciertos Méxicos anteriores, no es el México indígena o lo que las élites nutridas del indigenismo pensaban que era, tampoco es el México de la revolución con las imágenes legendarias y 51

un tanto comerciales de Zapata y Villa. El Distrito Federal tampoco es materia de odio, vergüenza y asco, hímnica, elegíaca o casandresca, como es en la mayor parte de los poetas mexicanos. A Bolaño la Ciudad de México le parece hermosa, emotiva, casi un paraíso muy lejano de los “paraísos infernales” que allí situaron los anglosajones. Traslada el crimen al norte y la capital se conserva como esta especie de paraíso de la adolescencia, en el que hay un lugar que es el Parque Hundido donde alguien como Octavio Paz, que no es Octavio Paz, juega a la rayuela con un joven poeta que cree haber dado con la fórmula lúdica para seducirlo. Hay una frase que puede servir para finalizar. En Los detectives salvajes uno de los personajes está reflexionando sobre lo que es el libro y lo dice inmejorablemente: una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas y de obras sobre cuya existencia nadie conocía una palabra, en medio de un pasaje que acaso fuera el de California o el de Arizona o el de alguna región mexicana limítrofe con esos estados, una región imaginaria o real, pero desleída por el sol y en un tiempo pasado, olvidado o que al menos aquí, en París, (…) —[que es donde está hablando este personaje]— no tenía la menor importancia. Una historia en los extramuros de la civilización. (240) Santiago de Chile, octubre de 2007

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Bolaño no íntimo o la novela de la intemperie1 Macarena Areco Morales Por un lado, departamentos y oficinas en torres hechas de espejos, viviendas en condominios, cuartos en hoteles vintage, refugios en el mar o la montaña, una casa larga que alegoriza el país, junto a diversas figuraciones, tales como bonsáis, piscinas, delfinarios y acuarios; por el otro, la plaza pública donde una mendiga se expone al frío y a las luces, una cueva en un acantilado, una morada hecha de patines, cuartos de azotea, el río Mapocho con su reguero de muertos y mugre. La dicotomía que expresan estos espacios, y que aparece representada en un corpus significativo de la novela chilena reciente, hace referencia a la polaridad público/privado y a las formas como imaginamos la relación individuo-sociedad en la actualidad, marcadas por la preeminencia de la intimidad de la pareja y de la familia, del espacio interior habitacional y psicológico, entendidos como el cenit y el nadir en la ideología neoconservadora y neoliberal.2 A partir de esta bipolaridad es posible postular que en la narrativa actual del país una novela lumpen o de la intemperie (denominación que surge de Lumpérica de Diamela Eltit y de Una novelita lumpen de Roberto Bolaño) le sale al paso a una novela de la intimidad o burguesa (tomando este último nombre del título del conjunto de tres relatos de José Donoso), hegemónica en el periodo, dentro de la cual se pueden mencionar El nadador de Gonzalo Contreras, Cansado ya del sol de Alejandra Costamagna y muy especialmente los dos relatos breves de Alejandro Zambra, Bonsái y La vida privada de los árboles.3 En este marco, la obra de Roberto Bolaño es en gran medida representativa del polo de la intemperie, de lo “lumpérico”, en tanto muestra las grietas que corrompen cualquier posibilidad de intimidad. Si bien el espacio de lo privado suele aparecer en algunas de sus historias, los personajes no tardan en escapar de él, ejecutando un desplazamiento desde el territorio de lo dominado y lo conocido a uno de la incerteza y el desacomodo, “como el automóvil alquilado de un turista que penetra sin saberlo en zonas de guerra” (La Universidad Desconocida 178). De ahí que sea la novela de la intemperie el territorio al que pienso podemos adscribir esta narrativa.

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Trayectos desterritorializados Si consideramos lo que son las obras mayores de Bolaño —Los detectives salvajes y 2666—, se puede constatar que éstas forman una suerte de díptico que efectúa un doble movimiento, complementario, de expansión hacia lugares cada vez más abiertos y desterritorializados —el desierto del norte de México, la guerra civil en Liberia—, en la primera, y de contracción hacia el centro de la intemperie mundial del ordenamiento globalizado —Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez—, en la segunda. Es éste un traslado desde el espacio estriado, es decir ordenado, jerarquizado, al liso y rizomático del desquiciamiento y el caos4, donde se ejecuta una danza de crueldad y muerte carente de forma y de sentido, que parece perpetuarse en un post apocalipsis eterno. Al inicio de Los detectives salvajes, el joven aspirante a poeta Juan García Madero hace este recorrido: huye de la vida estable con sus tíos en la colonia Lindavista y de su futuro como abogado para iniciarse en un paraíso-infierno de drogas, sexo y literatura, practicados en espacios no-íntimos: cafés en las calle Bucareli, casas de familias disfuncionales, cuartos de azotea, hoteles de mala muerte, paseos por las calles y por los desiertos de México, en los que su rastro desaparece. En tanto, sus desviados mentores, los detectives perdidos Ulises Lima y Arturo Belano, se aventuran por espacios cada vez más desérticos en Europa y el planeta; Lima en el denigrado París de los exiliados peruanos, en el de los temporeros de la pesca donde pernocta en unas cuevas al lado del mar, en el desierto de Israel, para terminar en el Parque Hundido en el DF, dando vueltas en círculo con Octavio Paz; Belano desde la errancia europea a la guerra civil africana de donde no se sabe si regresará.5 En el segundo panel que es 2666, los críticos europeos —un español, un francés y un italiano, como en los chistes, a los que se suma una inglesa— que parten en su cerrado mundo de cátedras y congresos, su pasión por el escritor alemán Benno von Archimboldi, otro expatriado, los lleva directamente a Santa Teresa, al basurero llamado Chile, donde son abandonados cientos de cadáveres de mujeres asesinadas. Si bien todos los personajes de esta novela efectúan un trayecto desterritorializado en el que se pierden o casi —Amalfitano desde Chile a la ciudad fronteriza mexicana6 y Fate desde su labor como periodista comprometido con la causa afroamericana en Estados Unidos a reportero de un match de box en esa misma urbe—, me parece importante destacar una imagen 54

espacial que da cuenta de este periplo: el jardín veneciano que Archimboldi cultiva (una de las novelas de la trilogía del autor se titula El jardín) versus el mencionado vertedero de los cadáveres. Algo así como el cielo y el infierno, pues es de este modo como Bolaño describe ambos lugares, Venecia y Ciudad Juárez, en la última entrevista que concedió antes de morir.7 Un viaje, pero sin retorno, que emprenden todos los personajes de esta novela póstuma al centro de la intemperie latinoamericana. En otra de sus obras póstumas, Los sinsabores del verdadero policía, la biografía de su protagonista Amalfitano nuevamente da cuenta del mismo trayecto: yo que me pasé varios meses en el campo de concentración de Tejas Verdes, yo que salí con vida y que me reuní con mi mujer en Buenos Aires… yo que vi a mi hija sonreír en Argentina y gatear en Colombia y dar sus primeros pasos en Costa Rica y luego en Canadá, de universidad en universidad, saliendo de los países por cuestiones políticas y entrando por imperativos docentes, con los restos de mi biblioteca a cuestas, con los pocos vestidos de mi mujer… con poquísimos juguetes de mi hija… yo que participé en la Revolución Sandinista, yo que dejé a mi mujer y a mi hija y entré en Nicaragua con una columna guerrillera… (42-3).

Incluso cuando Bolaño empezaba a escribir novelas e intentó hacer algo que no le gustó en El Tercer Reich, se plantea esa misma escena fundamental: el joven Udo Berger, una suerte de crítico académico retardado o degradado, aspira a pasar unas relajadas vacaciones con su novia Ingeborg, en un balneario catalán, practicando el juego de rol bélico del que es campeón, El Tercer Reich, y escribiendo un artículo para un próximo congreso en París. Pero su bucólico panorama se frustra cuando muere su compatriota Charly y se embarca en una partida con el Quemado, en la que es vencido. De este último personaje, bastante misterioso, se sabe poco: sólo que es latinoamericano, que es muy fuerte físicamente, que tiene gran parte de la cara, el cuello y el pecho quemados, probablemente como resultado de la tortura, y que maneja un negocio de patines en la playa, los cuales son a su vez su morada: Es extraño: por un segundo he tenido la impresión de que con los patines estaba construyendo una fortaleza. Una fortaleza como la que construyen, precisamente, los niños. La diferencia estriba en que ese pobre desgraciado no es un niño. Ahora bien, construir una fortaleza, ¿para qué? Creo que es evidente: para pasar la noche allí adentro (54).

Esta suerte de madriguera donde se encontraría el Quemado “como un 55

conejo enorme, mortalmente asustado” (105), “mitad refugio infantil, mitad chabola tercermundista” (105), morada emplazada en la intemperie, es una vivienda nómade, descrita como un rizoma8, por su hacer y deshacerse, su falta de orden y jerarquía: “La operación, tal como me la figuré aquella noche, es lenta, complicada, carente de utilidad práctica, absurda. Consiste en agrupar los patines, encarados en distintas direcciones, trabándolos entre sí hasta formar… un círculo, o mejor: una estrella de puntas imprecisas” (53). No obstante su carácter de morada —hay en ella lo necesario, luz y comida, y está seca—, se mantiene el frío del exterior: El Quemado permanecía sentado sobre una lona similar a la que cubría los patines. Junto a él había un bolso casi tan grande como una maleta. Encima de una hoja de periódico tenía un pedazo de pan y una lata de atún. La luz, contra mis predicciones, era aceptable, sobre todo si tenía en cuenta que afuera estaba nublado. Junto con la luz, por los innumerables huecos, entraba el aire. La arena estaba seca o eso creí; de todas maneras allí dentro hacía frío (111).

Me parece que el hogar del Quemado es una buena muestra de la intimidad exteriorizada y desarraigada, dominada por la intemperie, que Bolaño representa preferentemente en sus obras. Espacios de la intimidad, espacios de la intemperie Como en la imagen de los real visceralistas, que caminan “de espaldas, mirando un punto, pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido” (Los detectives salvajes 17), los personajes de Bolaño dejan su casa, su familia, sus países, sus ciudades, sus amigos, para internarse en lo no-familiar, en lo antiíntimo, en lo incierto. De ahí que sean casi siempre nómades (Lima, Belano y su familia, Auxilio Lacouture, Archimboldi, Amalfitano), y que, a la inversa, como contraparte, los espacios de la intimidad estén atravesados, en el mejor de los casos, por la locura y, en el peor, por la crueldad. Piénsese, a modo de muestra, en dos ejemplos de Amuleto: la casa de Lilian Serpas y su hijo Carlos Coffeen y el hotel donde el rey de los putos de la colonia Guerrero mantiene secuestrado a un joven que parece estar muriendo, desde el cual Arturo Belano lo salva regresándolo a la calle. Estos dos lugares, que debieran ser de lo interno y lo privado, son descritos como exteriores, marino el primero y desértico el segundo. Veamos el inicial, la casa sostenida “en la no vida, en la antimateria, en los agujeros negros mexicanos y latinoamericanos, en todo aquello que una vez quiso inducir a la vida, pero que ahora sólo conduce a la muerte” (116), cuya 56

“pobreza poseía una característica abisal, como si penetrar en la casa de Lilian equivaliese a sumergirse en las profundidades de una fosa atlántica. Allí, en una quietud que no era tal, observaban al intruso los restos carbonizados y recubiertos de musgo o plancton de lo que había sido una vida, una familia” (114). Desde ese tipo de intimidad en descomposición a Auxilio no le queda otra posibilidad que la huida a lo abierto: Y yo salí de casa de Remedios Varo peor que una sonámbula, porque los sonámbulos siempre vuelven a sus casas y yo sabía que a la casa de Remedios Varo no iba a volver. Yo sabía que me iba a despertar a la intemperie, de noche, o cuando estuviera amaneciendo, qué más daba, en medio de la ciudad que había elegido por amor o por rabia (98).

En tanto, el hotel Trébol, donde tiene su cuartel general el rey de los putos, es descrito como un espacio natural: “aquella cama que poseía las características de un pantano y de un desierto al mismo tiempo” (86), cuyo “aire de la acera” estaba “como compuesto de cactus” (88). La historia se cierra confirmando la desterritorialización que convierte al DF en estéril exterioridad: “Y así fue como entramos y luego salimos del reino del rey de los putos, que estaba enclavado en el desierto de la colonia Guerrero” (88). Un último ejemplo de esta nouvelle es la aparición, con un carácter central, del espacio por excelencia de la intimidad, el baño, en que se invierte esta connotación de lo privado para convertirlo en un punto de fuga o aleph, donde se mezclan todos los tiempos: se plegó y desplegó el tiempo como un sueño. El año 68 se convirtió en el año 64 y en el año 60 y en el año 56. Y también se convirtió en el año 70 y en el año 73 y en el año 75 y 76. Como si me hubiera muerto y contemplara los años desde una perspectiva inédita. Quiero decir: me puse a pensar en mi pasado como si pensara en mi presente y en mi futuro y en mi pasado, todo revuelto y adormilado en un solo huevo tibio, un enorme huevo de no sé qué pájaro interior (¿un arqueopterix?) cobijado en un nido de escombros humeantes (35).

Piensa Auxilio, entonces, mientras está encerrada en el baño de la unam en septiembre de 1968 cuando el ejército entra en la universidad, en los dientes que perdió “en el altar de los sacrificios humanos” (37), aunque todavía no se le habían caído, en el viaje de Arturito Belano a Chile en 1973, en su amiga Elena y su enamorado italiano, en los poetas que perdurarán y en los que no y, sobre todo, en los jóvenes latinoamericanos sacrificados en las guerras floridas del continente. 57

Un ejemplo de cómo los espacios íntimos se convierten en lugares de intemperie y horror aparece en Estrella distante, en el departamento donde Carlos Wieder —poeta vanguardista, aviador miembro de la Fuerza Aérea de Chile y asesino— monta una exposición fotográfica “de poesía visual, experimental, quintaesenciada, arte puro” (87), en la que exhibe a sus víctimas, las que se describen así: “Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea” (97). Wieder insiste en el carácter íntimo del lugar en que presenta su espectáculo: “Su primera reacción [del dueño del departamento] ante el proyecto de Wieder fue, naturalmente, ofrecerle el living, la casa entera para que desplegara sus fotos, pero Wieder rechazó la propuesta. Arguyó que las fotos necesitaban un marco limitado y preciso como la habitación del autor” (87). El narrador enfatiza lo mismo: “La habitación no debía semejar una galería de arte sino precisamente una habitación, una pieza prestada, el habitáculo de paso de un joven” (94). A veces, las menos, aparecen en los relatos de Bolaño la intimidad y la vida familiar como una posibilidad. Es el caso del Ojo Silva —“esa especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había abundado mucho en Chile, pero que solo allí se podía encontrar” (15)—, quien intenta en la India ser el padre de dos niños a los que ha salvado de la prostitución. Los tres se van a vivir a un pueblo y por un tiempo la utopía parece ser factible, pero el lugar es azotado por la peste, que termina matando a los dos niños y lanzando de nuevo al Ojo al mundo: Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme, dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte. Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la aldea y volvió a la ciudad donde había conocido a sus hijos (24).

Si bien el Ojo ha optado por la intimidad como una especie de deber inexcusable, ella no resulta posible, debido a sus circunstancias históricas que hacen de la violencia algo ineludible, según cuenta el narrador al inicio de su relato: Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aún a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta, los que rondábamos los veinte años

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cuando murió Salvador Allende (11).

El resplandor de la marginalidad Pero incluso cuando los personajes de Bolaño eligen la intimidad y ello les resulta, como ocurre con Bianca de Una novelita lumpen —relato cuyo punto de arranque es la familia nuclear formada por la joven y su hermano y cuyo horizonte es la que después ella constituirá con su marido y su(s) hijo(s)—, el centro de la historia es el momento post apocalíptico en que la familia ha sido destruida, luego de que los padres han muerto en un accidente automovilístico, y la acción, el proceso de lumpenización de los personajes. Invirtiendo la jerarquía valórica, esta etapa es descrita como un tiempo de iluminación, pues Bianca empieza a ver sólo luz por todas partes: “A partir de ese momento los días cambiaron. Quiero decir, el transcurso de los días. Quiero decir aquello que une y que al mismo tiempo marca la frontera entre un día y otro. De pronto la noche dejó de existir y todo fue un continuo de sol y sol… Sol y luz y explosión de ventanas” (14). No se trata sólo de una cuestión óptica: la percepción de su realidad que tiene la joven es nítida y certera: Un poder casi sobrenatural… que instauraba un espacio de silencio y oscuridad artificiales… donde podía caminar (o palpar la superficie de la realidad con la yema de mis dedos) sin hacerme ninguna ilusión, sin engañarme, no conociendo el significado de todo pero sí conociendo el resultado final de todo, sabiendo por qué las cosas están donde están, con un grado de lucidez que ya no he vuelto a poseer, aunque a veces la adivino allí, agazapada en mi interior, reducida, desmembrada, por suerte para mí, pero aún en mi interior (100).

Se expresa aquí algo así como el esplendor de la marginalidad en la novela. La delincuencia como una oscura vida radiante, para usar el título de una novela del chileno Manuel Rojas: Y acto seguido sentía ganas de dejar la ventana e ir corriendo en busca de un espejo para contemplar mi propia cara, una cara que yo sabía que estaba sonriendo, y que también sabía que no me iba a gustar, una cara feroz y feliz, pero que era mi cara, la cara que yo tenía, la mejor entre muchas otras caras distorsionadas, una cara que emergía de la muerte de mis padres, de mi barrio donde siempre era de día, y de la casa de Maciste donde yo jugaba con mi destino, pero donde mi destino por primera vez era completamente mío (106).

Así, en lo relativo a la vida privada, Una novelita lumpen va desde una inicial valoración de ésta, hasta una defensa de las relaciones extrafamiliares y 59

matrimoniales (Bianca es amante indistintamente de un libio y un boloñés y del fisiculturista y actor retirado Maciste) y en particular de la marginalidad y la delincuencia. De manera coherente con esta inversión es en la casa de Maciste, como hemos visto, donde Bianca se siente feliz y agente de su destino. El camino hacia lo desconocido que emprenden los real visceralistas, la ineludible atracción por el descampado que lleva a los protagonistas de 2666 a la frontera mexicana, el escenario del crimen, la guarida rizomática del Quemado, el baño-aleph de Auxilio Lacouture, el fracaso del Ojo Silva, el trayecto laberíntico de Amalfitano, la oscura vida radiante de Bianca; en todos estos espacios y desplazamientos se expresa que lo cercano, lo propio, lo íntimo, no es nunca un destino posible para las figuras nómades que pueblan los relatos de Bolaño, sino que todo lo contrario: el cambio permanente, el trayecto inacabable y errático y, a final de cuentas, la intemperie, donde, no obstante, encuentran su espacio de lo vivible. Pienso que por esta deriva exteriorizadora que envuelve y arrastra a los personajes de Bolaño, sus novelas escapan a la ideología actual de lo privado que es expresada por gran parte de la narrativa actual, en donde los protagonistas, al modo de plantas de un jardín japonés, de árboles de invernadero o de peces en un acuario —son todas estas imágenes que se repiten en relatos recientes— intentan mantenerse a salvo en los espacios cerrados de la vida familiar y de la de pareja, en lo que puede llamarse una novela de la intimidad. Nada más lejos de la experiencias de fuga y desarraigo que relata Bolaño en su oscura y radiante novela de la intemperie. Bibliografía Bolaño, Roberto. Estrella distante. Barcelona, Anagrama, 1996. __________. Amuleto. Barcelona, Anagrama, 1999. __________. “El Ojo Silva”. Putas asesinas. Barcelona: Anagrama, 2001. __________. Una novelita lumpen. Barcelona: Mondadori, 2002. __________. 2666. Barcelona: Anagrama, 2004. __________. La Universidad Desconocida. Barcelona: Anagrama, 2007. __________. El Tercer Reich. Barcelona: Anagrama, 2010. __________. Los sinsabores del verdadero policía. Barcelona: Anagrama, 2010. Cánovas, Rodrigo. “Una visión panorámica.” Novela chilena, nuevas generaciones, el abordaje de los huérfanos. Santiago: Universidad Católica de Chile, 1997. 9-71.

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Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Mil mesetas. 1980. Trad. José Vázquez Pérez. Valencia: Pre-textos, 2002. Maristain, Mónica. “La última entrevista de Roberto Bolaño. Estrella distante”. http://sololiteratura.com/bol/bolanolaultima.htm Promis, José. La novela chilena del último siglo (xx). Santiago: la Noria, 1993. Sennett, Richard. El declive del hombre público. Barcelona: Península, 2002.

1

Este artículo forma parte del Proyecto de Investigación “Cartografía de la novela chilena reciente”, financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile, Fondecyt (Proyecto Nº1100543). Una primera versión fue presentada en Barcelona el 8 de febrero de 2011, en una mesa redonda organizada por Casa América de Cataluña llamada “Bolaño íntimo”; de ahí su título.

2

Richard Sennett se refiere a esto en El declive del hombre público.

3

Novela de la intemperie, novela de la intimidad es una denominación temática que dialoga con el concepto “Novela de la orfandad” propuesto por Rodrigo Cánovas en su libro Novela chilena, nuevas generaciones, el abordaje de los huérfanos. Este último a su vez continúa el ordenamiento diacrónico de la narrativa chilena del siglo veinte, formulado por José Promis, en el que distingue cinco modalidades sucesivas: la novela de la descristalización, del fundamento, del acoso, del escepticismo y de la desacralización. En este marco, la orfandad sería el modo propio de los ochenta y de una parte de los noventa, al que seguiría la dicotomía intimidad/ intemperie. La bipartición no es, evidentemente, omniabarcadora, por cuanto hay novelas importantes del periodo que resisten la dicotomía, como Mapocho de Nona Fernández, Bosque quemado de Roberto Brodsky y Cadáver tuerto de Eduardo Labarca.

4

La oposición entre espacio liso y estriado aparece en Mil mesetas de Deleuze y Guattari, principalmente en el capítulo titulado “1127. Tratado de nomadología: la máquina de guerra”.

5

De ambos personajes puede decirse, lo que afirman Deleuze y Guattari de Nietzsche y Kierkegaard: “Donde quiera que habiten, aparece la estepa o el desierto” (381).

6

Este desplazamiento se detalla en la última obra del autor publicada a la fecha, Los sinsabores del verdadero policía.

7

En la entrevista, hecha por Mónica Maristain, se reproduce el siguiente diálogo: “¿Cómo es el paraíso?/ —Como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura, ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa./ ¿Y el infierno?/ —Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”.

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8

La explicación del rizoma se encuentra en la Introducción a Mil mesetas de Deleuze y Guattari, titulada precisamente “Rizoma”.

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DE POESÍA Y POÉTICAS INICIALES

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Tres libros de poesía del primer Bolaño: Reinventar el amor, Fragmentos de la Universidad Desconocida y El último salvaje Patricia Espinosa H. Uno: Reinventar el amor En 1976, en México, bajo el sello Taller Martín Pescador, dirigido por Juan Pascoe, Roberto Bolaño publica el poemario Reinventar el amor1 (“Hay que reinventar el amor” señala Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno). Reinventar el amor es un conjunto de textos en los que predomina una visión de desesperanza y reencanto sobre la vida: “Todo existe más allá de todo” (1976, 7) señala el autor, aludiendo a una mirada que se restringe a la autorreferencialidad, pero que a la vez es capaz de “enrojecer de vergüenza delante de tanta vida, de tanta existencia” (1976, 8). Es una poesía que recupera lo cotidiano, la trivialidad del habitar doméstico precario como sucede en el poema II, en el cual una muchacha se pinta las uñas en el borde de una cama de latón: “Mientras en el radio tocan una marcha fúnebre ella se sienta frente al espejo. Descansa el cuerpo del presidente en un patio de cemento Sus aves cantan en las alamedas arrasan con los jardines […] Y en los salones las damas se dejan apretar un poco más por los transpirados caballeros” (1976, 9). Me parece importante destacar el vínculo evidente del cadáver del presidente con la figura de Salvador Allende, quien fue obligado por el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 a cumplir su promesa de no salir vivo de La Moneda; de igual modo, la imagen de los pájaros que cantan en las alamedas, nos remite no solo a todos aquellos que mantuvieron/mantienen presente su figura sino que además alude directamente al último discurso pronunciado por el ex presidente, emitido por la radio Magallanes a las 9.10 a.m. del mismo 11 de septiembre, donde señala: Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!2 (Las cursivas son mías)

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Estamos ante una visión política del texto lírico que tematiza la ruina, el abandono, la pérdida, la memoria, el mito. Una poesía donde el hablante además no pierde la esperanza de que todo vuelva a rearticularse, “reinventar”, como señala el título del volumen, lo cual puede advertirse en el verso: “Sus aves cantan en las alamedas”. La poesía de Bolaño de este periodo dialoga con la historia chilena. Por lo tanto, hay una mirada oscura pero que se cruza con una actitud vitalista. Así, tras la devastación siempre deviene el viaje, el tránsito en tanto sinónimo de vida. La única posibilidad de seguir vivo es convertirse en un rastreador cuya búsqueda será eterna; ya que si llega a encontrar aquello rastreado, esto morirá. Por ello sus textos nos obligan a operar detectivescamente: buscar sin encontrar es el juego continuo en la obra tanto narrativa como poética de Bolaño. Ya no hay un orden secreto escondido en palabras mágicas como Aleph o Jahwé, o la búsqueda de la inmortalidad y de la mortalidad o el recorrido por el laberinto. Ahora el laberinto definitivamente no tiene centro ni forma y la palabra mágica carece de sentido. Ya no más buscar para encontrar el sentido, porque encontrar no tiene sentido. Solo puede tener sentido la búsqueda, travesía y el escape permanente: “mi sueño es una música que se reconoce en la aventura” (1976, 14). Bolaño nos señala además: “si alguien con las uñas te hubiera levantado los párpados” es decir, si otro ayudara a mirar más allá, ocurriría que: “la vergüenza la culpa el ninguneo se alejan como buques en zoom-back por el océano, para siempre” (1976, 12). El mal puede conjurarse, mientras se realice la búsqueda. Mirar es buscar. En este volumen es recurrente la presencia de un hablante que se dirige a un tú al que identifica como un sujeto que busca, deambula, el eterno abandonado; sin embargo, buscar es vivir. Como le sucede a: “Una clase de muchachos desertores, una generación desnutrida y depravada, que lentamente invadía los autocinemas, con cadenas, y sienes ardiendo como brasas, y mejillas más pálidas que una rosa blanca” (1976, 11). De nuevo un tema permanente en la estética de Bolaño. La presencia de los muchachos émulos de Rimbaud, los poetas que van al abismo cantando como sucede al final de Amuleto. Bolaño alude a toda una generación de jóvenes desertores de una guerra, desesperados, armados con cadenas, enfebrecidos, poseídos por un calor que viene desde dentro, desde las mismas vísceras. Un calor que solo se puede experimentar desde el territorio infra. El territorio infra es tomado por Bolaño del relato “La infra del dragón” escrito por el autor ruso Georgij Gurevic (aparecido originalmente en 1959, y compilado por Jacques Bergier en Lo mejor de la ciencia ficción rusa. Bruguera: Barcelona, 1968). Gurevic cataloga como 65

territorio infra a los planetas calentados desde dentro.3 En el poema vi, el hablante señala: “Un niño es el árbol de la revolución” (1976, 14). La figura del niño es el símbolo del reencantamiento que generará cambio/ revolución. El verso señalado tiene como antecedente un discurso pronunciado por Fidel Castro en la clausura del Congreso Nacional de Alfabetización, el 5 de septiembre de 1961. En el fragmento final, Castro dice así: ¡Es un pueblo en revolución, un pueblo dispuesto a crear su destino! ¡Eso es lo que vence todos los obstáculos! […]¡ eso es lo que vence al imperialismo!, ¡eso es lo que permite que nosotros podamos librar y ganar tantas batallas al mismo tiempo! ¡Eso es lo que explica que un pueblo tenga inagotables fuerzas morales, inagotables energías, inagotables recursos humanos, para hacer lo que está haciendo!, ¡y solo una revolución es capaz de producir este milagro!, ¡y eso es lo que nosotros siempre les estaremos diciendo a los pueblos hermanos de América! ¡Este es el fruto de la Revolución, y solo el árbol de la Revolución puede dar tales frutos!4 (Las cursivas son mías).

“Árbol de la revolución”, insiste Bolaño, hacia el final de este poema, cruzando la revolución social contra el Imperio, que logra desbaratar el dolor, con su experiencia mística al recorrer oscuros pueblos mexicanos, devastados por el abandono pero embellecidos por figuras de niños que logran reinstalar la utopía del cambio. Es usual en la primera escritura de Bolaño, recordemos el Manifiesto Infrarrealista5, la adscripción a un discurso político que promueve los movimientos revolucionarios a partir de la fuerza interna del individuo. El calor o la energía en el territorio infra, viene desde dentro, desde las mismas vísceras de cada individuo, tal como el realvisceralismo de Los detectives salvajes. El poeta está inmerso en la historia y su escritura se niega a la derrota; por tanto la utopía permanece intacta. Instalar un nuevo orden solo se logrará mediante la toma de conciencia de los pueblos, aludiendo con ello a los más desposeídos, situados en “Un orden que irremediablemente parece llevarnos al cagadero o a la revolución” (Manifiesto 6). En Reinventar el amor, la precariedad se adhiere a la escritura a nivel formal y en cuanto a la propuesta vital que el texto convoca: “fumamos cigarrillos de maíz escuchando a la lunacontemplando a los grillos pero la vida pasa dijiste y nos da con sus caderas” (1976, 16). Vivir en una suerte de indigencia trashumante permite asomarse a la felicidad de las imágenes ligadas al pasado y al presente. Es el amor, al igual que la poesía lo que permite la salvación ante la soledad. Estamos ante una enunciación 66

amorosa que ambivalentemente se adhiere a la mujer tanto como a la revolución. “Y amor vendrá con Lucha de Clases en un punto decisivo ¡Bang, bang! de la infrarrealidad venimos, ¿a dónde vamos?” (1976, 18). Flanqueado por el disparo, el amor ligado a la discursividad política se vuelve “un punto decisivo”. El bang, bang es la lucha de clases armada, mostrada a la manera onomatopéyica del cómic; por tanto, juego de representación que se asume provenir de la infrarrealidad, de nuestra condición de soles negros calentados desde dentro, cuyo futuro es pura indeterminación. Nuevamente el trayecto, el viaje y aun cuando conozcamos el origen, la llegada siempre es una incógnita. Solo vale el trayecto, la lucha, el bang bang. Dos: Fragmentos de la Universidad Desconocida Fragmentos de la Universidad Desconocida6, se constituye de tres segmentos: “El atardecer”, “Prosa del otoño en Gerona” y “Tu lejano corazón”. “Prosa del otoño en Gerona”, ha sido publicado en el volumen Tres (Barcelona: El Acantilado, 2000). En el primer segmento, “El atardecer”, aparecen los poemas: “Resurrección”, “Los detectives helados”, “Autorretrato a los veinte años” y “El último salvaje”, todos los cuales se publican posteriormente en Los perros románticos (Barcelona: Lumen, 2000). “El último salvaje”, además, se convierte luego en un volumen, de igual nombre, aparecido en 1995, en México, bajo el sello Al Este del paraíso. El poema “El gusano”, por su parte, es el antecedente de un relato —con el mismo nombre— incluido en Llamadas telefónicas (Barcelona: Anagrama, 1997). En una entrevista aparecida en “Revista de Libros” de El Mercurio7, Bolaño señala: “creo que [en] la formación de todo escritor hay una universidad desconocida que guía sus pasos, la cual, evidentemente, no tiene sede fija, es una universidad móvil, pero común a todos”. Esta es la referencia más literal que Bolaño realiza, fuera de su obra literaria, a la Universidad Desconocida. Aunque también cabe señalar, obviamente, que hacia el final del volumen consigna el nombre de Alfred Bester ligado a la universidad desconocida. Bester, quien también firmó bajo el seudónimo de John Lennox, es un escritor estadounidense, nacido en 1913 y fallecido en 1987. Un prolífico autor de ciencia ficción, para muchos iniciador del cyber punk. En su relato “Los hombres que asesinaron a Mahoma”8, publicado en 1958, está la pista central del texto Fragmentos de la Universidad Desconocida, poemario publicado por Bolaño en 1993, en el Ayuntamiento Talavera de la Reina, España, tras haber ganado el Premio de 67

Poesía Rafael Morales. En el texto de Bester, el científico David Hassel utiliza su máquina del tiempo para asesinar, sucesivamente, al abuelo de su esposa infiel, a la abuela materna de su esposa, a George Washington, a Colón, a Napoleón, a Mahoma, a Madame Curie… y siempre regresa a su habitación, para sorprender a su mujer en brazos del mismo hombre. Texto que nos recuerda El día de la marmota, en donde el tiempo y los sucesos se reiteran infinitamente y donde la realidad emerge de modo inmutable.9 El protagonista del relato de Bester es Henry Hassel, profesor de compulsión aplicada (sic) en la Universidad Desconocida en el año de 1890: Nadie sabe dónde está la Universidad Desconocida, ni lo que se enseña allí. Tiene un cuerpo docente de unos doscientos excéntricos, y unos dos mil estudiantes… que permanecen en el anonimato hasta que ganan el premio Nobel o se convierten en el Primer Hombre de Marte. Se puede localizar fácilmente a un graduado de la Universidad Desconocida preguntando a la gente dónde estudió. Si contestan de forma evasiva, diciendo, por ejemplo: ‘Estado’ o ‘una universidad muy corriente de la que nunca habrá oído hablar’, puede estar seguro de que fueron a la Universidad Desconocida. Espero que pueda hablar algún día más ampliamente de esa universidad, que es un centro de aprendizaje… (Bester 2)

Creo que la filosofía que sustenta el volumen de Bolaño se basa fuertemente en uno de los enunciados de Bester: “Un genio es un individuo que viaja hacia la verdad por una senda inesperada. Por desgracia, en la vida diaria, las sendas inesperadas conducen al desastre” (Bester 2). El concepto de viaje, en toda la obra bolañeana, está asociado a la vida; por tanto, la detención se adhiere a la muerte. Es por ello que sus personajes están en permanente movimiento, en continuo proceso de desplazamiento y búsqueda, aun cuando ello conduzca “al desastre”. Hay que insistir en que el término “desastre” en Bolaño no implica necesariamente muerte. Asumir la contracorriente, la caída o la degradación es el costo que asumen personajes como Ulises Lima, Arturo Belano y Archimboldi. Quizás los mayores símbolos de la nomadía vitalista que recorre todos sus textos. Otro de los aspectos que vale destacar en lo planteado por Bester, y asumido en la obra total de Bolaño, es la concepción del tiempo. En el relato de Bester, el protagonista, hacia el final, señala: “el tiempo es por completo subjetivo. Es un asunto privado… una experiencia personal. No existe el tiempo objetivo, de la misma forma que no existe el amor objetivo o un alma objetiva” (Bester 249) para luego agregar: 68

No existe un continuo universal, Henry. Sólo hay miles de millones de individuos, cada uno con su propio continuo; y un continuo no puede afectar a otro. Somos como millones de hebras de espagueti en el mismo recipiente. Ningún viajero en el tiempo puede encontrarse con otro viajero en el tiempo en el pasado o el futuro. Cada uno debe recorrer su propia hebra en soledad. (249)

Lo primero, es que estamos ante el planteamiento de una concepción del tiempo a partir de la mirada particular de un sujeto, el tiempo es la experiencia personal; en definitiva, no existirían universales, todo pasaría por el filtro de la subjetividad. Lo segundo, se refiere también a una teoría en torno al sujeto como fragmento autónomo, solitario pero constituyendo una trama, un tejido, una textualidad. Podríamos ligar lo anterior con una teoría en torno a la literatura o a las ficciones: es decir, cada relato contendría solo miradas particulares, solo trazas, nada que huela a totalización, generalizaciones. Un texto se constituiría, además, de infinitas hebras o relatos o voces o perspectivas habitando “un mismo recipiente” —el libro— sin posibilidad alguna de tocarse. Bolaño adopta esta teoría en torno al tiempo, la soledad, la subjetividad y la multiplicidad de relatos dentro de un texto. Hasta aquí la teoría de Bester, ya que Bolaño agrega algo fundamental: las hebras que constituyen la textualidad sí pueden espejearse o cruzarse el algún ínfimo punto de su devenir. Lo cual significaría que la fragmentación operaría como hegemonía, pero esa misma fragmentación no significa soledad, autonomía del fragmento. El fragmento logra en algunos casos pervertir su condición de autonomía y establecer un punto de fuga que dialogue con el de otro fragmento, generando una multiplicidad de centros textuales porque tal como lo señala en este mismo volumen: “En el centro del texto / está la lepra” (1993, 84). En el lenguaje bolañeano, la universidad desconocida, siguiendo a Bester, se refiere a una entidad que no tiene lugar físico, por tanto es más bien el acto de aprendizaje individual, continuo, realizado fuera de las instituciones legitimadas como portadoras del saber. Este poemario recoge de manera intensa la estadía de Bolaño en México y en Chile, específicamente Quilpué, lugares catalogados en tanto “el final de mi infancia” (1993, 9). México es el lugar de los amigos, borracheras, convivencia con la muerte y mucha literatura. Pero también es el lugar de la soledad. Chile, por su parte, es un lugar espectral, cargado de mitos asociados al dolor. La espera es un tema central en la actitud de los personajes que habitan esta poesía. Una espera en apariencia calma rápidamente intervenida por la aparición de “el país de la infancia” (1993, 13) sobre el cual pende una espada. El texto gira entonces, hacia un presente en el cual el hablante se sitúa de 69

nuevo en los márgenes del espacio urbano. En “El último salvaje” dice así: “Grandes gorros amarillos/ocultaban el rostro de los basureros, aun así creí reconocerlo: un viejo amigo ¡Aquí estamos! Me dije a mí mismo unas doscientas veces,/ hasta que el camión desapareció en una esquina.” (1993, 14). El sujeto lírico vaga sin rumbo, lleno de preguntas que lo llevan a un pasado cada vez más esfumado, visualizándose como el último de los salvajes. En su recorrido emerge un viejo amigo, “sin duda el más valiente”, inasible, incapaz de romper la soledad que atraviesa al hablante lírico. La trama urbana del poema se conecta con la trama cinematográfica de un filme igualmente denominado, “El último salvaje” que interviene en su captación de lo real. El amigo se pierde en la noche y el hablante deambula hasta llegar a un “Estadio Olímpico de magnitudes colosales” (1993, 17). Imposible no elucubrar que se refiere al Estadio Nacional chileno, lugar de torturas y fusilamientos durante la dictadura militar, ya que el texto más adelante dice: “al salir del cine no tenía a donde ir. De alguna manera yo era el personaje de la película y mi motocicleta negra me conducía directamente hacia la destrucción. No más lunas rielando sobre las vitrinas, no más camiones de basura, no más desaparecidos. Había visto a la muerte copular con el sueño y ahora estaba seco.” (1993, 17). No hay más que deambular entonces, bajo el sino de la destrucción, en la más plena de las soledades: “no más desaparecidos” apunta Bolaño. En un juego de palabras que pareciera querer conjurar la muerte. Eso es, entonces, la constatación total de la vida para el hablante, en un registro que poéticamente lo sitúa muy lejos del poemario anteriormente abordado. Esta vez el espanto, el miedo se vuelven recurrentes al igual que la figura del detective latinoamericano, el poeta trashumante, que mantiene “los ojos abiertos”, mientras emergen crímenes horribles, charcos de sangre y “tipos cuidadosos que procuraban no pisar los charcos de sangre y al mismo tiempo abarcar con una sola mirada el escenario del crimen” (1993, 18). La resurrección en medio del horror solo es posible de realizar mediante la figura del poeta: “más valiente que nadie” (1993, 28), “un buzo inocente envuelto en las plumas de la voluntad” (1993, 28). El horror pierde de tal modo su fuerza, porque hay alguien que mediante su voluntad lo desafiará. El poeta se reinstala así como la mayor utopía de Bolaño. Un poeta envuelto en plumas, que concita, por supuesto, arte, pero también inocencia, valentía, voluntad. “Prosa del otoño en Gerona” es un texto mucho más experimental, oscuro, multifocal y minimalista. Son 33 pequeños y compactos fragmentos narrativos o microrrelatos en torno al trayecto onírico y cinematográfico del protagonista: un sujeto de 28 años, extranjero, que vuelve a su hogar en Gerona tras un verano de 70

trabajo en la provincia. Su tiempo de sobrevivencia es limitado, recibe cartas desde México y una visa de permanencia renovada por tres meses en España. El exilio continuo, el no-lugar es la condena permanente del personaje: un sujeto quebrado pero que logra armarse un sitio desde donde mirar los fragmentos del entorno, su vida que se expone al modo de un texto. La secuencia final del libro, la constituye “Tu lejano corazón”, conformada de diez pequeños poemas, dentro de los cuales solo dos poseen título: “Tu lejano corazón” y “Tardes de Barcelona”. Esta vez, el ánimo es no volver al pasado, desoyendo a Bester, no escuchar a los amigos muertos. El universo onírico atraviesa la totalidad del volumen y, en este segmento, se intensifica. La violencia acosa siempre al sujeto lírico el cual solo pude protegerse con “lo que aún no tiene forma” (1993, 76). Podríamos afirmar que tal protección es la poesía en su estado previo a ser escrita. El hablante se hace parte de los sudacas, condición que se expone a partir de la soledad, la precariedad material, la falta de dinero: “nadie te manda cartas ahora” (1993, 79) aunque “A veces era inmensamente feliz” (1993, 79). El poeta expone su inseguridad ligada a la aventura; es el costo, lo sabe, mientras intenta escribir. Bolaño ha producido un texto que pretende escapar —como sucede en toda su obra— de cualquier centro posible, así señala: “En el centro del texto/está la lepra” (1993, 84). Escapar, huir o viajar por un texto/territorio escamoteando la posibilidad del centro. El centro textual coincide así con el centro ideológico. Texto sin centro, sujeto descentrado, poeta al margen. En el penúltimo texto del volumen hay un poema que me parece particularmente importante. Dice de esta manera: “Querido Alfred Bester, por lo menos he encontrado uno de los pabellones de la Universidad Desconocida!” (1993, 83). En un formato similar a una pequeña carta, el hablante se dirige al viejo escritor de ci-fi, afirmando haber encontrado uno de los pabellones de la Universidad Desconocida. Un pabellón que podría conducir a la genialidad anónima, al conocimiento del horror y de la belleza, al viaje hacia la verdad por una senda inesperada, al desastre. Es decir, a la literatura o a la vida. Tres: El último salvaje El último salvaje aparece en mayo de 1995, impreso en los talleres artesanales Al Este del paraíso, Ciudad de México, 27 pp. Su edición literaria fue realizada por el gran poeta y entrañable amigo de Bolaño, Mario Santiago Papasquiaro. Siete de los nueve poemas que forman el poemario han sido publicados en Los perros románticos.10 Solo se eliminan “Lisa” y “Mira hacia arriba”. El texto se abre con tres poemas dedicados a figuras femeninas: “Musa”, 71

“Poema 7” y “Lisa”. El primero de estos está escrito en 23 cuartetos y comienza así: “Era más hermosa que el sol y yo aún no tenía 16 años. 24 han pasado y sigue a mi lado” (1). Es clara la vinculación del texto con la autobiografía del autor. Bolaño a los quince años decide abandonar los estudios formales y dedicarse de lleno a la literatura. El libro que abordamos alude al origen, a su encuentro, siendo casi un niño, con la Musa que sigue con él en la actualidad del poema, a sus treinta años, viviendo ya en España. La Musa emerge corporizada, asociada a un ángel guardián y el hablante señala: “Musa, protégeme, le digo, en los días terribles de la aventura incesante” (1). La Musa es la inspiración de cuño romántico, una figura asociada a la creación, a sus dones artísticos, que emite un silbido que “nos llama y que nos pierde” (1). La Musa cumple así una función ambivalente, mientras protege también “pierde”. Su rol es binario, pero no excluyente: al mismo tiempo que da protección también impone la perdición. Este último término puede asociarse tanto a la degradación como al desprendimiento; es decir, traspasar o subvertir las normas o centros que la vida impone. El transcurrir del poema confirma que la Musa es para el hablante similar a una figura divina: “Nunca te separes de mí Cuida mis pasos y los pasos de mi hijo Lautaro. Déjame sentir la punta de tus dedos otra vez sobre mi espalda, empujándome, cuando todo esté perdido.” (2). Nuevamente la inserción del registro autobiográfico; la mención a Lautaro, hijo de Roberto Bolaño, confirma tal cruce. Sin embargo, la petición se tuerce nuevamente hacia el hablante cuando este solicita su apoyo en momentos de crisis: “Musa, a donde quiera que yo vaya tú vas te vi en los hospitales y en la fila de los presos políticos.” (3). Estamos ante una poética, en la cual el arte/la Musa acompaña la existencia del autor, es el arte tramado con la vida. Algo que Bolaño instala por primera vez en el Manifiesto Infrarrealista; propone así, una poesía ligada a la acción. Una vuelta al arte-vida, una propuesta antiburguesa en tanto la hegemonía convierte el arte en una institución separada y diferenciada de otras instituciones y de la vida misma. Bolaño no quiere “normalizar” las relaciones entre el artista y la sociedad, sino transgredir las convenciones que la institución arte instala como dominancia y legitimación posible. Se trataría entonces, de derrumbar el muro de la institución, la distancia entre el arte y la vida. “Cortinas de agua, cemento o lata, separan una maquinaria cultural, a la que lo mismo da servir de conciencia o culo de la clase dominante” (Manifiesto 6). En “Musa” el arte está en territorios de dolor como hospitales, filas de presos políticos y en “los callejones/de los pistoleros” (3). Es decir, la Musa opera como una entidad mágica ante el mal. Lo detiene, lo anula porque el poeta vive 72

en la calle, como el paseante baudelaireano, que carga su aura como una suerte de escudo invisible. Resultan particularmente importantes los siguientes versos: “Y aunque pasen los años y el Roberto Bolaño de la Alameda y la Librería de Cristal se transforme, se paralice, se haga más tonto y más viejo tú permanecerás igual de hermosa.” (3). El autor enfatiza nuevamente el aspecto biográfico en el texto; expone así un empalme entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación. “El Roberto Bolaño de la Alameda/ y la librería de Cristal” nos remite a la hibridación territorial del autor. Entre Chile y México, entre la avenida principal de la metrópoli nacional y una librería del df; su identidad se arma a partir de lugares, de una topografía que solo el espacio del texto es capaz de unificar. Hacia el final el poeta dice: “porque contigo puedo atravesar/ los grandes espacios desolados/ y siempre encontraré la puerta/ que me devuelva/ a la Quimera,/ porque tú estás conmigo.” (p. 4). Se instala acá una nueva asociación, esta vez entre el arte y la quimera. El arte opera como un dispositivo que permite el acceso al ideal a la utopía. Es de algún modo, la única posibilidad que el hablante tiene para resistir a la desolación. La presencia de lo divino inscrito en la cotidianeidad, también emerge en el poema sin título de la página número 7. Un texto que podría inscribirse en el registro de la poesía amorosa en el cual aparecen Lupe y la Virgen. Dos figuras de dominio encubierto; la Virgen protege pero también puede destruir si una promesa es incumplida: “La Virgen se llevó al angelito por una promesa no sostenida.” (7). Lupe, por su parte, parecía “tan fácil [de] manejar” (7), sin embargo su intención de poder es absoluta: “y hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones o el latido de mi corazón. Eso es lo que quiero chuparte, me dijo una noche. ¿Qué, Lupe? El corazón” (7). El hablante expone su falso control en el plano erótico, mientras la figura femenina va más allá. Es una suerte de vampiro o caníbal que solo desea su centro. Finalmente, “Lisa”, el tercer poema de este volumen, aborda el tema de la decepción amorosa. La figura femenina nuevamente ejerce el poder mediante su cuerpo. El hablante se expone como una suerte de víctima, un enamorado, un perdedor, frente a una mujer “feliz y fría”, quien para justificar su infidelidad no duda en señalar al hablante: “No es algo serio, dijo ella, pero es la mejor manera de sacarte de mi vida.” (8). Los tres poemas anteriormente señalados abordan la figura femenina a partir de su función protectora (Musa), dominadora (Lupe) y traidora (Lisa). Solo la inspiración, la quimera, el ideal es capaz de subvertir la connotación negativa que el texto atribuye a las mujeres ante el sujeto que habla y expone su enorme desamparo. 73

Uno de los poemas más destacables de este volumen, lo constituye “El burro”. Poema narrativo, casi un relato, en homenaje al poeta Mario Santiago y a la figura de los poetas beatniks; simbólicamente, estos últimos cruzan gran parte de la obra de Bolaño. Tal como en el poema “Lisa”, es el sueño el que permite la aparición del pasado oscilando entre lo terrible y extático. Si en “Lisa” el sueño nos entromete a un pasado doloroso, esta vez el pasado deviene casi como una epifanía: A veces sueño que Mario Santiago/Viene a buscarme con su moto negra./ Y dejamos atrás la ciudad y a medida/ Que las luces van desapareciendo/Mario Santiago me dice que se trata/ De una moto robada, la última moto robada/ Para viajar por las pobres tierras/ Del norte, en dirección a Texas, persiguiendo un sueño innombrable, Inclasificable, el sueño de nuestra juventud,/ Es decir el sueño más valiente de todos/ Nuestros sueños. (9)

Mario Santiago es el mito, el chico de la moto de Rumble Fish de Ford Coppola, el poeta viajero que lleva al hablante hacia la carretera, como en una road movie, hacia el norte, en una moto robada, en pos de la utopía o del sueño. El viaje para Bolaño, es una experiencia casi mística, un itinerario de aprendizaje que escapa a cualquier clasificación. La juventud es así, la etapa de aquellos sueños cargados de un halo romántico, absolutamente antiposmodernos. Porque se cree en un mito o en el metarrelato de la libertad, en un sueño que se entronca con el absoluto. Metafísica pura, utopía pura, modernidad pura. La carretera es el símbolo de la búsqueda frenética que emprenden estos dos poetas: “por aquellos caminos Que antaño recorrieran los santos […] Donde se confunden y mezclan los tiempos: / Verbales y físicos, el ayer y la afasia” (9). Kerouac y Los vagabundos del Dharma u On the road. El intertexto emerge sin pudor, al igual que el tiempo mítico, de confusión entre el hacer marcado por el verbo y el hacer marcado por el cuerpo y la pérdida del habla. El poema luego, experimenta una torsión imprevisible. Mario Santiago se vuelve un poeta sin rostro: “Sólo piel y voluntad” (9). La pérdida de la identidad no implica el desprendimiento de la esencia: ser poeta. Quiero insistir en el carácter trascendentalista, metafísico de esta etapa en la escritura de Bolaño. Hay un más allá, un territorio innombrable al cual acceder; desviado, sin embargo, de un patrón de belleza convencional: “Embarcados en una ruta / Miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia. Tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos Y ventiscas de arena, el único teatro concebible para nuestra poesía” (10). El viaje mítico es por una ruta degradada, desértica, abandonada por el proyecto moderno. Es en definitiva, el territorio de lo residual el marco natural para “nuestra poesía” señala el autor. 74

Es decir, el viaje que los dos sujetos emprenden es concebido como poesía, una performance poética. Nuevamente el leit motiv bolañeano del arte tramado con la vida. La imposibilidad de no vivir haciendo poesía, cruzando cada acto cotidiano con una concepción de la vidapoesía. El poema desde el presente, ve aquellos gestos como la demostración del valor, desafíos que con los años “sin resentimiento, ni amargura” (11), se volvieron “inútiles” (11). Lo que podría leerse como desencanto, rápidamente se anula. En el poema llamado “Palingenesia” (p.13), se instala de nuevo la idea de la mujer como otredad, diferencia, símbolo de extrañeza, asociada esta vez a lo mágico asume el don de profetizar ante un par de poetas que parecen no creerle. Tal como sucede con los augurios de la griega Casandra. La mujer materializada en una estatua de yeso señala que: “Los bárbaros avanzan […] Una masa disforme, grávida de aullidos y juramentos” (13). Tras el sueño del hablante, la estatua emerge rota en mil pedazos frente a un niño que tiembla ante el hablante que señala: “No tiembles, respondí, no ocurrirá nada, La pesadilla, aunque cercana, / Ha pasado sin apenas tocarnos” (13). El augurio se ha materializado, el mal ha irrumpido apenas rozándolos, lo cual lleva al poeta a que asuma él ahora la condición de agorero al afirmar al niño que nada ocurrirá. En este poema, por primera vez en el libro, el hablante da un giro a su reiterado accionar ante lo femenino; si bien anteriormente la mujer concita misterio y lejanía, esta vez se produce una ruptura de la distancia. El poeta adopta el rasgo que, desde su perspectiva, define a lo femenino: ver más allá de lo inmediato. Esto vale tanto para Lupe, la Musa y ahora la estatua de yeso. Lo femenino emerge y desaparece, se plantea como ayuda y como figura adversa cuando no logra el control sobre el hablante; sin embargo, a pesar de tal ambivalencia, siempre es el territorio del amparo. El último salvaje es un volumen donde la figura femenina, el viaje y el tema de la sobrevivencia ocupan un lugar central; temas que constituirían su ars poética. Bolaño sitúa al hablante en tanto sujeto moderno inserto en una programática administrada por un poder que, aunque difuso, es capaz de imponerle una travesía. Bolaño instala al sujeto y al viaje como unidad; se viaja así, sin metarrelatos, sin ideal, quimera o mito de origen. El concepto de viaje que plantea Bolaño es, entonces, plenamente moderno en tanto iniciático, místico y abierto a la novedad que la experiencia puede traerle. En definitiva todo viaje es un trayecto de ruptura. Bolaño marca así una distancia respecto al concepto de viaje romántico. Su poesía jamás escapa de la historia ni tampoco anhela el regreso a un origen (esto último, absolutamente distintivo del romanticismo) o a un paraíso perdido. Bolaño nos expone a un sujeto que viaja a 75

la intemperie y que desea pero ¿qué es aquello que desea? En el poema “Mi vida en los tubos de supervivencia” (16), el poeta señala: “Y como era listo y no estaba dispuesto a ser torturado/ En un campo de trabajo o en una celda acolchada/ me metieron en el interior de este platillo volante/Y me dijeron vuela y encuentra tu destino, ¿pero qué/ Destino iba a encontrar” (16). El hablante expone acá su condena: buscar su destino, pero no tiene respuesta a tal mandato. Su travesía no tiene “sentido” (16) señala, aun cuando: a veces soñaba/ Con un país cálido, una terraza y un amor fiel y desesperado./ Las lágrimas que luego derramaba permanecían en la superficie/ Del platillo durante días, testimonio no de mi dolor, sino de/ Una suerte de poesía exaltada que cada vez más a menudo/ Apretaba mi pecho, mis sienes y mis caderas. Una terraza/ Un país cálido y un amor de grandes ojos fieles/ Avanzando lentamente a través del sueño, mientras la nave/ Dejaba estelas de fuego en la ignorancia de mis hermanos/ Y en su inocencia. Y una bola de luz éramos el platillo y yo/ En las retinas de los pobres campesinos, una imagen perecedera/ Que no diría jamás lo suficiente acerca de mi anhelo/ Ni del misterio que era el principio y el final/ De aquel incomprensible artefacto/ […] Soñando/ Que el platillo y yo habíamos concluido la danza peripatética,/ Nuestra pobre crítica de la realidad, en una coalición indolora/ Y anónima en alguno de los desiertos del planeta. (16)

El sueño permite que emerja la memoria y el mito: un país, un hogar y un amor. El platillo volador funciona como metáfora de la escritura realizada por el autor; lágrimas en tanto testimonio de una “suerte de poesía exaltada” (16) que lo oprimía “cada vez más a menudo” (16). El poeta y la nave convertidos en unidad, dejan huellas perecederas, incompletas, huellas que apenas alcanzan a develar su anhelo ni el misterio de su ser. Estamos ante una voz poética que se constituye a partir del secreto y del deseo, manifiesto en trazas cuyo sino es desaparecer; su escritura se vuelve así “una pobre crítica de la realidad”, un gesto anónimo destinado a morir sin embargo la muerte “no me traía el descanso, Pues tras corromperse mi carne Aún seguía soñando” (18). La muerte se vuelve así un falso término, no detiene el sueño del hablante; el sujeto o héroe se niega así a desaparecer de la historia, por lo tanto sus metarrelatos, sus deseos y secretos continuarán deviniendo. Tras la devastación queda el relato nos señala Bolaño, y queda este héroe soñador, generador de ficciones. En toda la obra bolañeana, especialmente la narrativa, encontramos la radicalización de la experiencia del viaje ligada a su condición de peregrino o eterno exiliado. Estamos así ante un viaje híbrido en cuanto secular, sin dioses que amparen, pero también místico, en tanto búsqueda del equilibrio configurado por la tríada: país, hogar, amor. Bolaño, más que desasirse de la realidad-materialidad, la 76

convierte en el eje de su itinerario. Resulta central en su periplo la memoria, el pasado, los sueños, las figuras de los otros: el país, un amor, sus hermanos, “las retinas de los pobres campesinos”; este verso nos recuerda el poema de Baudelaire “Los ojos de los pobres”, lo cual ayuda a confirmar que el viaje bolañeano no se desprende de la realidad en pos de huir hacia mundos imaginarios. Al respecto cabe señalar lo que dice Lukács11 acerca del viajero romántico: La efectiva realidad de la vida desapareció de su vista y fue sustituida por otra, por la poética, la puramente anímica. Crearon [los románticos] un mundo homogéneo, unitario en sí mismo y orgánico, y lo identificaron con lo real. Así su mundo, que flotaba como los ángeles entre la tierra y el cielo, cobró una luminosidad completamente incorpórea; pero con eso perdieron la tremenda tensión que existe entre la poesía y la vida, la tensión que procura a ambas las fuerzas reales y creadoras de valores. Los románticos no superaron siquiera aquella tensión; se la olvidaron sencillamente en la tierra en su vuelo heroico-frívolo hacia el cielo. (Forster 39)

Lukács denuncia en los románticos el distanciamiento de la realidad, la creación de un mundo interno, “unitario y orgánico”; es decir, construyeron una ficción idealizante, desasida de materialidad. La separación del arte y la vida, la cual denomina un acto frívolo, determinó la pérdida de la tensión inherente a la relación arte/realidad. Bolaño genera un texto poético en el cual la realidad es visualizada de modo binario; es decir, se constituye de dos planos que se retroalimentan. La realidad soñada, el ideal, se contrasta permanentemente con la realidad externa, con el mundo por el cual se desplaza el hablante lírico que incluso llega a señalar que su viaje es una “pobre crítica de la realidad” (16). La realidad jamás queda fuera entonces, a diferencia de los universos oníricos que generó el romanticismo. “El último salvaje” el poema que da título al libro, se constituye de ocho fragmentos, nuevamente escritos a partir de una primera persona. Esta vez el sujeto se encuentra en la calle, en medio de la urbe y lo extraño emerge intempestivamente a través del recuerdo: “me vi a mí mismo como El Último salvaje montado en/ una motocicleta blanca, recorriendo los caminos/ de Baja California.” (19-20). El hablante marca un claro contraste: en el poema “Lisa” Mario Santiago aparecía montado en una moto negra, esta vez él monta una moto blanca. Simbólicamente se instala el binarismo entre la oscuridad y la luz. Surge así la imagen de un camión basurero en el cual viene colgado el esqueleto del más valiente de sus amigos de juventud. El poema asume rasgos de un relato de ciencia ficción, la ciudad parece deshabitada, todo ha cambiado tras el filme 77

recién visto: “los alrededores del cine, los edificios, los árboles,/ los buzones de correo, las bocas del alcantarillado,/ todo parecía más grande que antes de ver la película” (21); “Por un momento creí que los volúmenes/ y las perspectivas enloquecían/ Una locura natural. Sin aristas./ ¡Incluso mi ropa había sido objeto de una mutación!” (21). Tras la experiencia con un objeto artístico, la película, el hablante advierte cambios en sí mismo y en el entorno. Bolaño traza un sujeto que ya no es dueño de la razón, nos hace vacilar ante la fiabilidad de la razón. Solo hay, en cambio, devenir, trayectoriedades, rutas, experiencias estéticas capaces de intervenir en lo real: “De alguna manera yo era el personaje de la película/ y mi motocicleta negra me conducía/directamente hacia la destrucción […] había visto a la muerte copular con el sueñoy ahora estaba seco” (22). Nuevamente la tensión entre realidad y arte, la ruptura de las fronteras entre la ficción y la realidad determinan que el hablante se asuma como un personaje capaz de desautorizar incluso la versión de la historia anteriormente señalada en un verso donde conducía una moto blanca. La moto negra, antes conducida por Mario Santiago, es el vehículo que lo conduce a la destrucción. La utopía, el sueño, la quimera copulan con la muerte lo cual impone el fin de la sustentación de cualquier metarrelato. Emerge sin más el pleno desencanto posmoderno: “Se acabaron los crepúsculos” (23), señala el hablante, sellando con ello no solo a Neruda sino que clausurando su deseo de esperar, de ansiar un nuevo ciclo. La escritura de Bolaño, y me refiero con esto a la totalidad de su obra narrativa y poética, transitan por el deseo de espera, de apertura y el más pleno desencanto: “sudamericano en tierra de godos, Éste es mi canto de despedida” (23) señala el hablante en el poema “El último canto de amor de Pedro J. Lastarria, alias El Chorito”. Versos que marcan un término, versos en los que el hablante asume un territorio de sobrevivencia marcado por el dolor: “¿qué hacer Sino recordar las cosas amables Que una vez me acaecieron? Viajes infantiles, la elegancia De padres y abuelos, la generosidad de mi juventud perdida y con ella La juventud perdida de tantos Compatriotas Son ahora el bálsamo de mi dolor, Son ahora el chiste incruento Desencadenado en estas soledades Que los godos no entienden O que entienden de otra manera” (25). El discurso poético encuentra en el recuerdo la posibilidad de redimir, en parte, el dolor y la soledad del presente. Bolaño expone literalmente su condición de exiliado, un sudamericano en un territorio donde el otro no lo entiende. Cabe destacar la presencia del término “compatriotas”: es la primera y única vez que Bolaño la usa en sus textos poéticos. “Compatriotas” puede leerse tanto en su vinculación con el compartir una patria (Chile), un territorio (Latinoamérica) o la poesía, pero una poesía 78

situada, adherida a un lugar (ChileLatinoamérica). La diferencialidad del sujeto se marca entonces por la condición de pertenencia a un territorio, por su condición de “sudaca” frente a los godos (rae: españoles de clase alta). La condición menor del sujeto se refuerza con su dignidad: “la memoria del fracaso Convertida en la memoria Del valor. Un sueño, tal vez, pero Un sueño que he ganado A pulso […] Sudamericano en tierra De sombras, Yo que siempre fui Un caballero, me preparo para asistir a mi propio vuelo de despedida” (25-6). El presente siempre en contraste con el pasado ambivalizado en su miticismo: el triunfo y la degradación, la heroicidad, el valor y el fracaso. La memoria permite resistir, sobrevivir y el hablante aunque inscribe su discurso en el ámbito del sueño afirma haberlo ganado a pulso. Es decir, ha optado por ello. La ceremonia del adiós comienza ahora en este territorio de sombras. El último poema de este libro, “Mira hacia arriba” (27), resulta fundamental para aproximarse al posible fracaso que los nuevos tiempos le imponen: “Ahora paseas solitario por los muelles de Barcelona Fumas un cigarrillo negro y por un momento crees que sería bueno que lloviese Dinero no te conceden los dioses mas sí caprichos extraños Mira hacia arriba: está lloviendo” (27). El sujeto lírico ya no habla en primera persona; es apelado, en un estilo similar al indirecto libre, por otro que está tan dentro de sí que podría simplemente ser un desdoblamiento de su yo. El presente confirma la soledad del sujeto que atravesó todo el volumen, estamos de nuevo ante el abandono de los dioses; sin embargo, no es un desamparo absoluto porque esos dioses sí le conceden “caprichos extraños”, como la lluvia. El sujeto ha logrado un vínculo con “los dioses” cuyo efecto se materializa en cumplir deseos extremos, caprichos señala el texto. Sujeto y otredad se vinculan en una naturaleza o entorno en sintonía. Es el deseo el dispositivo vinculante entre ambas entidades.

Conclusiones El trayecto que hemos realizado por los tres primeros libros de poesía de Roberto Bolaño, nos expone una lírica que se inserta en lo cotidiano de un sujeto en extremo solitario pero que también contiene una visión política, dirigida al colectivo latinoamericano, tematizada en constatar la ruina, la pérdida, el fracaso del proyecto revolucionario: específicamente de la Unidad Popular y el triunfo de un Estado dictatorial; hablamos entonces de un periodo poético en el cual dialoga con la historia chilena desde la tristeza, el espanto, el miedo pero también con gran esperanza en que todo vuelva a rearticularse. En los tres textos 79

aparece la figura del poeta que mantiene “los ojos abiertos”. Su figura es el mayor símbolo de resistencia. Un poeta ligado a la acción que conjugue el arte con la vida, porque Bolaño no quiere sino transgredir las convenciones que la institución arte instala como dominancia. Se trataría entonces de derrumbar el muro de la institución, la distancia entre el arte y la vida y restablecer la tensión revolucionaria entre el artista y la sociedad. 1

Bolaño, Roberto. Reinventar el amor. México: Taller Martín Pescador, 1976.

2

Cf. http://www.ciudadseva.com/textos/otros/ultimodi.htm

3

Cf. Espinosa, Patricia. “Bolaño y el Manifiesto Infrarrealista”. Rocinante Nº 84, octubre, 2005.

4

Castro, Fidel. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/1961/esp/f050961e.html

5

“Primer Manifiesto Infrarrealista” en Correspondencia Infra, Revista Menstrual del Movimiento Infrarrealista, Nº 1, México D.F., octubre/noviembre 1977.

6

Trabajo con la primera edición del texto aparecida en 1993, Ediciones Melibea, Talavera de la Reina, España. Una ampliación de este volumen, titulada La Universidad Desconocida, ha sido publicada el 2007 por Editorial Anagrama.

7

Berger, Beatriz. “Del juego al humor negro”, El Mercurio, 28 de febrero, 1998, pp. 23.

8

Cf. http://www.munisurquillo.gob.pe/website/libros/Bester/Hombres.pdf o en Cronopaisajes. (Peter Haining y Miquel Barceló comp.). Barcelona: Ediciones B, 2003.

9

Cf. José Manuel Santiago. http://www.gigamesh.com/criticalibros/besterbester.html

10

Cf. Bolaño, Roberto. Los perros románticos. Barcelona: Lumen, 2000.

11

Cf. Forster, Ricardo. Crítica y sospecha. Buenos Aires: Paidós, 2003.

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“¡Bester!¡Bester!”

Roberto Bolaño y la poesía del héroe desolado Adriana Castillo-Berchenko

La poesía entra en el sueño Como un buzo en el lago…

Sólo tres obras poéticas de Roberto Bolaño circulan en el espacio internacional de las letras en español. Publicadas por importantes sellos editoriales barceloneses, dos de estas obras —Los perros románticos (Barcelona, Lumen, 2000, 93 pp.) y Tres (Barcelona, El Acantilado, 2000, 105 pp.)— aparecieron en vida del autor y en edición supervisada por él; la tercera, La Universidad Desconocida (Barcelona, Anagrama, 2007, 470 pp.), es obra póstuma cuyo contenido el autor dispuso para su edición antes de su desaparición. Estos tres volúmenes constituyen hoy el legado poético oficial del autor, quien legitima de este modo el lugar que le corresponde en el ámbito del arte y la lírica en español, su condición inalienable de creador de poesía. Roberto Bolaño afirmó y reafirmó invariablemente su trabajo de escritor y, sobre todo, su ser poeta. Un poeta que razonadamente decidió ser también narrador (sin por ello abandonar la poesía). Y, por cierto, le fue necesario primero el reconocimiento unánime de su arte de narrar para que el genio poético de su palabra venciera las reticencias editoriales y alcanzara la publicación. Los perros románticos, Tres y La Universidad Desconocida revelan hoy sólo la punta del iceberg de una inmensa producción poética. Es en los años 1970 cuando Roberto Bolaño comienza a publicar sus poemas en México y a participar en grupos poéticos latinoamericanos (Movimiento Infrarrealista, en México, 1975; Movimiento Hora Zero, Perú, 1976). Con Bruno Montané (poeta chileno), Mario Santiago, Darío Galicia y otros jóvenes creadores mexicanos reivindican la estética infrarrealista y visceralista que explora y materializa una expresión poética iconoclasta, contra-cultural, el canto de lo residual, de lo oculto, la brutal belleza de los márgenes, de los desechos humanos y urbanos. De este período mexicano son los primeros poemarios —Reinventar el amor (México D.F., Taller Martín Pescador, 1976) y Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (México D.F., Editorial Contemporáneos, 1979)— publicados 81

por Roberto Bolaño. Ya en España desde mediados de 1977, el poeta despliega una gran actividad literaria participando en los grupos de creadores de la diáspora chilena y latinoamericana. En los años 1980, sus textos aparecen en publicaciones poéticas de España, Francia, Holanda, Suecia, u.s.a., México y Chile. Gran parte de esta obra dispersa deberá, algún día, ser recuperada y valorizada. Por esos mismos años Roberto Bolaño tiene una destacada participación en el Primer Encuentro de Poesía Chilena que se realiza los días 1, 2 y 3 de abril de 1983, en Rotterdam.1 La lectura de sus textos y la participación en los debates le distinguen como un joven poeta de talento. En este mismo período, y pese a numerosos obstáculos, Bolaño fija su residencia definitiva en la provincia de Gerona, Cataluña. Durante los años 1990, publica sus importantes novelas y relatos, a la vez que continúa escribiendo y publicando su poesía. El presente estudio concierne sólo los tres poemarios preparados para edición por el autor. Gran parte de los poemas que contienen Los perros románticos (cuarenta y dos poemas autónomos) y Tres (tres extensas secuencias poemáticas) ingresan, en orden disperso, en La Universidad Desconocida. Póstumo y final, este imponente poemario reúne sobre todo la producción lírica europea del creador. En ella se canta la dura adaptación y la difícil integración del poeta latinoamericano en el medio europeo-hispano-catalán, durante los años 1980, y la experiencia límite de la enfermedad y el final inminente de los años 1990. Como se sabe, la estrategia creadora y escritural de Bolaño fue siempre la de los vasos comunicantes, la intratextualidad, la intertextualidad. En este orden, los tres poemarios se refrendan, complementan, interpelan y responden con ecos siempre renovados. Si Roberto Bolaño quiso incluir —al menos en parte— Los perros románticos y Tres en su tercer volumen fue por razones éticas y estéticas muy personales que en las reflexiones que siguen se intentarán dilucidar. En definitiva, el poeta desolado (pero nunca triste, ni derrotado) que Roberto Bolaño fue, habita y palpita —pervive— en sus versos… Esta esperanza yo no la he buscado. Este pabellón silencioso de la Universidad Desconocida2

Narrador indiscutible, analista literario sagaz, Roberto Bolaño es sobre todo poeta. Poeta de talento, auténtico creador de un nuevo tono en la poesía latinoamericana e hispánica de fines del siglo xx. A la vez extraño y conmovedor, desesperado, irónico o enigmático, el discurso lírico bolañesco inquieta y sorprende, deslumbra o desarma al lector. Familiarizado con ella desde la infancia, es en la adolescencia que la poesía se apodera del artista.3 Su 82

práctica constante le acompaña desde entonces a lo largo de su existencia. Así, llama de amor viva —percepción, sensación, pulsión—, la expresión poética se consolida en la lectura y la escritura permanentes. En rigor, Roberto Bolaño se construye a sí mismo, como hombre, como escritor, en la frecuentación infatigable (y para él, vital) de la experiencia lírica. “Esta esperanza yo no la he buscado” declara él mismo cuando el canto le interpela. En efecto, la poesía es hálito y hábito que le nutren y afirman en su devenir. Cobijo, fuente de conocimiento y comunicación, ella es su “universidad desconocida”, la morada y punto de encuentro con la creación que le permitirá forjarse a sí mismo. Déjame sentir la punta de tus dedos otra vez sobre mi espalda, empújándome, cuando todo esté oscuro, cuando todo esté perdido4

En “Musa”, texto escrito en 1994, la relación visceral del creador con la poesía se explicita con clara elocuencia y la poética de Roberto Bolaño se define. Obrita fundamental, el poeta (y también el narrador que fue) logra expresar en ella la honda naturaleza del vínculo que les une. Lazo entrañable, la poesía es amiga, amante y compañera fiel. Esquiva o generosa, su presencia le es indispensable. Voz y silencio compartidos, pensamiento y emoción conjuntos, el poeta tiene sed y hambre de poesía. Habitado por ella, conducido por la “musa” —“Déjame sentir la punta de tus dedos/Otra vez sobre mi espalda”—, su contacto (físico y espiritual), esclarece “cuando todo está oscuro” y orienta “cuando todo está perdido”. Sí, sin duda Roberto Bolaño se estructura a sí mismo gracias a la palabra creadora. Pero construirse como hombre y artista conlleva en sí las, también necesarias, fases de la deconstrucción y la reconstrucción sucesivas del ser. Los flujos y reflujos de una convulsa historia latinoamericana de fines del siglo xx, los avatares de una vida difícil y azarosa marcan con sello indeleble la producción literaria del escritor y, particularmente, su creación poética. Existir es escribir para Bolaño y en este mismo orden escribir es poetizar. De ahí, entonces, todo ser, todo evento, todo espacio, toda experiencia que ingrese en su marco referencial (siempre móvil, siempre cambiante) será digno de poeticidad.5 Los amigos, las amadas, los poetas, los poetas-amigos, México d.f., el desierto de Sonora, Barcelona, Gerona, Blanes, Chile, los amaneceres del desierto, el dinero, las casas, los bares, los libros, nada escapa a la mirada escrutadora del poeta, un mirar acucioso, sensible, 83

epidérmico, visceral e infrarrealista. El viejo momento denominado «Nel, majo»6

Los mínimos sucesos de un día a día abrumador, los avatares (sueños, delirios, fantasmas, pesadillas) de una vida imaginaria intensa plasman en la página blanca del creador. Simbolizada, a menudo, como la ventana, el caleidoscopio o la pantalla del televisor, ella es textualmente el lugar de convergencia de lo real tangible y lo imaginario presentido que desencadena la escritura. Vigilante, el poeta se encuentra al acecho del mundo, de lo perceptible y de lo imperceptible, de lo visible y de lo oculto, de lo aceptable y lo insoportable. Visionario disponible y alerta, el hablante recorre espacios, es un transeúnte, errante pasajero que atraviesa regiones ajenas, extrañas y extranjeras. Escribir (poetizar o narrar) es para él comprender y comunicar, explicarse la contingencia y la inmanencia de lo sufrido y vivido. En su condición de creador “a la intemperie”7, despojado de todo e inerme (por exilio, transhumancia, soledad, violencia, abandono y ausencia), Roberto Bolaño se asume y avanza decidido por el espacio de la vida y las letras. Y de todo lo vivido y de todo lo soñado —y en posesión del viejo momento denominado “nel, majo”8— emerge el canto del desplazado, el desolado lirismo del héroe-poeta. Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro para verme a mí mismo: como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo. Escribiendo poesía en el país de los imbéciles. Escribiendo con mi hijo en las rodillas. Escribiendo hasta que caiga la noche con un estruendo de los mil demonios. Los demonios que han de llevarme al infierno, pero escribiendo9

Chile, México, España son los territorios que nutren la escritura de Roberto Bolaño.10 Chile es el punto de despegue de una vocación que va a enriquecerse con la deslumbrante experiencia mexicana para alcanzar, por fin, su plenitud en la prolongada (y definitiva) residencia española. En efecto, si la vertiente expresiva chilena se limita en su poesía casi siempre a una visión somera y 84

centrada en el hecho poético11, las fuentes mexicana y catalana (porque la España de Bolaño es Cataluña) son cada una, totalizadoras y particularizadoras a la vez. La lengua y el discurso lírico que fluye de lo mexicano y lo catalán es corriente alterna de gran vigor expresivo —puede, incluso, ser violento y brutal — que avanza entrelazándose para terminar fusionando en un canto áspero, atípico, auténticamente original. La metáfora del “nel, majo” alcanza aquí su máximo de significación. Ella refleja, según el creador, la escisión del ser, vivencia del creador fronterizo atrapado entre dos modos de sentir y expresar la violencia de lo real, entremedio de dos lenguas, dos sistemas, dos mundos que pueden chocar y a la vez complementarse. La salida, el artista la encuentra en la opción por un modo —stil— propio, el del nel, majo, es decir, el rechazo rotundo (nel/no) del canon, de la forma pura impuesta por la norma; y la aceptación, en cambio (sí, majo, sí, poeta), de lo marginal y excluído, impuro, bárbaro o bastardo. Bolaño se decide, entonces, por una lengua mezclada, una escritura de lo real visceralmente sentido (vivido) y enunciado (cantado). La metáfora explica también su preferencia por una elocución directa, cogida de la oralidad (popular, argótica, lumpen) que comparte por igual su espacio de expresividad con el verbo lírico de alto vuelo. El anticonformismo, el gusto por la transgresión y la subversión de los códigos genéricos, la confusión de tonos, de realidades, de discursos, la reunión de contrarios, del dolor, del amor, del humor, del horror, del absurdo, de lo monstruoso y lo angélico, todo este magma ardiente (viviente incluso cuando lo poetizado —sobre todo hacia los años 2000— es la muerte) sintetiza la estética bolañesca incomparable del “nel, majo”. Por esto, verse a sí mismo como creador “a la intemperie” y escribiendo “bajo el puente y mientras llueve” se vuelve experiencia límite, trascendente y Bolaño la vive exacerbadamente en Gerona. El desarraigo, la miseria, la soledad y sobre todo el choque de lenguas le avasallan; en efecto, el desfase lingüístico es intenso: el catalán dominante, por cierto, pero también la modalidad expresiva propia del español de la región12 modifican en profundidad algunos de sus postulados creadores. De esta época crucial son algunos textos esenciales como “Prosa del otoño en Gerona”, “Nel, majo”, “Gente que se aleja” o “Manifiesto mexicano”13. Todos ellos ponen en evidencia un crítico momento de cambio y la madurez progresiva de una logradísima escritura poética, una escritura que anuncia ya al que será el gran narrador latinoamericano finisecular. De lo perdido, de lo irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la

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disponibilidad cotidiana de mi escritura14

Exigente en su creación, Roberto Bolaño lleva a cabo una reflexión crítica constante sobre su escritura poética y narrativa. Las secuencias poemáticas que integran La Universidad Desconocida15 proponen, cada cual a su modo, textos que problematizan el ser de la escritura, de la literatura, de la poesía, la condición del escritor y su función. Sobre el poema “Nel, majo”, por ejemplo, el poeta dice: “[este texto quiere ser] el punto de encuentro de dos visiones, la mexicana y la española […], nel, majo [significa] ‘no, guapo, no, poeta’”16. Lúcido, Roberto Bolaño confirma su posición: la naturaleza de su estatuto de artista. Creador límite es él, escritor entre dos campos (el culto y el popular), dos lenguas, tres modalidades expresivas17. En otras palabras, artista compartido, dividido, escindido. Pero —“no, majo/no, poeta”—, la escisión no es aquí un obstáculo sino, al contrario, una apertura, liberación, enriquecimiento y oportunidad de alcanzar una lengua poética otra; realmente original. Los innumerables textos de La Universidad Desconocida despliegan en su diversidad la notable evolución expresivo-temática del autor: la vida personal, intelectual, cultural de Roberto Bolaño, sus búsquedas y obsesiones, sus terrores y fantasmas, sus recuerdos y, por cierto, el descubrimiento deslumbrado de la paternidad y el espanto de la enfermedad y la muerte anunciada. Todo plasma en el canto. Y el poeta nómade, trotamundos existe en él y mira, escruta, escucha y retiene en sus escritos (salvaguarda) la realidad. Bolaño poeta, Bolaño escritor es así receptáculo de una memoria. Su propia memoria, desde luego, pero también la memoria de los suyos y de su generación. El poeta, en este orden, eleva un canto a sí mismo, a sus compañeros y a una historia común. Crecí junto a jóvenes duros. Duros y sensibles a los grandes espacios desolados.18

En La Universidad Desconocida, Roberto Bolaño a la vez que canta su tiempo y sus mundos, se canta a sí mismo. En este sentido, el discurso lírico (y también el narrativo) que nace de sus páginas (así como también de los dos poemarios —Los perros románticos y Tres— publicados en España por el autor19) va definiendo progresivamente la obra y su escritura como una especie de autoficción lírica. El orden cronológico, en la construcción en seccionessecuencias que reflejan la experiencia vital y creadora del poeta “a la intemperie”, los espacios de anclaje a menudo revisitados, odiados-amados, por un hablante lírico siempre presente que se nombra y autoidentifica —“Roberto 86

Bolaño”— con afán recurrente20 y sobre todo, la ficcionalización lírico-narrativa del hijo y del mundo social (familiar) chileno-mexicano (Tercera Parte, años 1990), da sentido a esta afirmación.21 El Yo errante de “Prosa del otoño en Gerona”, que se autocalifica, además, como “el autor” intuye “de improviso […] que [lo escrito] es como una autobiografía”.22 Intuición certera porque, no sólo la dicha “Prosa del otoño en Gerona” sino La Universidad Desconocida en su conjunto se presenta, también, como texto que oscila entre lo autobiográfico, el diario íntimo, la confesión o el diario de viaje sin por ello dejar de ser poesía. Dicho de otro modo, en su condición híbrida, este poemario es el resultado de una fructuosa mezcla genérica, Bolaño se complace en el juego de la combinación de géneros, de la combinación de formas —poemas en verso, poemas en prosa, micropoemas, antipoemas, pequeñas historias que plasman en algunos versos, fuertes emociones que se expresan mejor en prosa— y en el uso de recursos visuales (dibujos, figuras) variados con una dimensión simbólica bien asumida en la estética bolañesca.23 Pero si la dimensión autoficcional de esta poesía es innegable, la sutil graduación de lo real-vivido y lo imaginario soñado24 confirma definitivamente su condición de poesía mayor. (Querido Alfred Benser, por lo menos he encontrado uno de los pabellones de la Universidad Desconocida)25

La situación de Roberto Bolaño en el espacio de las letras en español es contradictoria. Reconocido internacionalmente como un narrador magistral, su obra poética permanece todavía en la penumbra, una penumbra injusta, inexplicable, molesta. El escritor, sin embargo, se reivindica incesantemente como poeta. Roberto Bolaño, por otra parte no sólo escribe, infatigable, su poesía, se ocupa también sin descanso de su difusión. Desde los años 1970 se suceden, en efecto, las publicaciones de sus poemas, primero en México, luego en España y Europa y, desde allí hacia América Latina y Chile26. Esta estrategia de difusión de su obra poética es coherente con la imagen que de sí mismo como escritor quiere proyectar el artista. Y es que, en rigor, Roberto Bolaño se concibe como un creador, un intelectual periférico proveniente del Nuevo Mundo. Ni chileno, ni mexicano sino los dos, el poeta se siente profunda y esencialmente latinoamericano. Esta opción regional fuertemente arraigada en su espíritu le significa críticas acerbas en Chile27, pero le acarrean, por otro lado, el reconocimiento europeo. Y es, precisamente en Cataluña, y en particular en 87

Gerona, donde su trabajo creador ha tenido mayor valoración e irradiación. Es también en Gerona y en su espacio cultural donde perdura la memoria viva del artista.28 En este orden, la poesía contenida en Tres, Los perros románticos y La Universidad Desconocida proponen, sobre todo, el canto de Barcelona (sus gentes, sus barrios, su espacio marítimo) y de Gerona (espacio nocturno y fluvial, sus habitantes y la lengua, comarca de ensueños y pesadillas). Espacios urbanos personalísimos, ambas ciudades encienden la escritura e iluminan el territorio desde el cual se libera la memoria. El poeta afirma que es Cataluña su “Universidad Desconocida” porque allí encontró “el pabellón” donde residía la poesía. El conocimiento, su “instrucción” en las letras (Bolaño dixit) los adquirió en las comarcas catalanas, sus bosques, playas y carreteras; sus ciudades, calles, gentes, bulevares. Pero tal instrucción no concierne sólo la escritura o el espacio considerable de apertura en lo literario, sino, además —y esencialmente— una comprensión y una aceptación de la propia condición, de sus orígenes y de su estatuto latinoamericano y universal. En este sentido, la escritura es la llave, el instrumento de una libertad por fin conquistada y que le permite vencer para siempre a la muerte. 1

Consultar Soledad Bianchi , “Ya que estamos aquí aprendamos algo. La joven poesía de hoy/Neruda/La poesía joven de hoy” in Ventanal. Revista de creación y crítica, Université de Perpignan, ACILA, n° 12, 1987, p. 7.

2

Roberto Bolaño, “Prosa del otoño en Gerona”, La Universidad Desconocida, Barcelona, Anagrama, 2007, p. 287. También en R. Bolaño, Tres, Barcelona, El Acantilado, 2000, p. 52.

3

Es la madre del poeta quien le inicia en la poesía. Bolaño la descubre cuando, niño, escucha a su madre leerle los poemas de Neruda. A fines de los años 1960 el poeta adolescente escribe, en México, sus primeros poemas. Ver R. Bolaño, “Carnet de baile”, Putas asesinas, Barcelona Anagrama, 2001, pp. 217-225.

4

R. Bolaño, “Musa”, La Universidad Desconocida, op.cit., pp. 438-439. También en R. Bolaño, Los perros románticos, Barcelona, Lumen, 2000, pp. 87-88.

5

Este postulado básico: lo real es digno de poeticidad porque la visión lírica abre la percepción de todos los infinitos niveles de la realidad, es válido tanto en la poesía del autor como en sus novelas, cuentos e incluso en los textos críticos.

6

R. Bolaño, “Prosa del otoño en Gerona”, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 280. También en Tres, op.cit., p. 42.

7

La imagen es de Bolaño, quien, al mismo tiempo que se autodefine, define también a

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los jóvenes poetas latinoamericanos de su generación (nacidos a lo largo de los años 1950). La expresión aparece en los poemas y editoriales publicados en los años 1980 en las revistas Berthe Trépat y Rimbaud vuelve a casa que Bolaño editó en Barcelona y Gerona. Allí el escritor afirma que los jóvenes poetas latinoamericanos a la intemperie constituyen un grupo de creadores huérfanos, a la deriva, víctimas de la derrota de la Revolución latinoamericana. El sacrificio de los poetas a la intemperie se encuentra magistralmente narrado en las páginas finales de Amuleto (Barcelona, Anagrama, 1999). 8

“Nel, majo”: sintagma híbrido que combina dos vocablos de la oralidad mexicana, el primero, “nel”-“no”, en el argot urbano de México D.F., e hispana, el segundo, “majo”, “guapo”. Para Bolaño el “guapo” es “el poeta”. La expresión connota una dimensión ética y estética sobre la que se trata supra. Al respecto ver R. Bolaño, “Notas del autor (sin título)”, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 443.

9

R. Bolaño, “Mi carrera literaria“, La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 7-8.

10

Entre 1953 y 1968, años de infancia y adolescencia, el artista reside en Chile (Quilpué, Mulchén, Los Ángeles…). A partir de 1968 y hasta mediados de 1973 permanece en México. Hacia julio de 1973 emprende viaje a Chile, donde llega algunos días antes del golpe de Estado de septiembre de ese año; Bolaño es aprisionado días después del putsch, liberado quince días más tarde regresa a México. Entre 1974 y 1977, segunda residencia en ese país. A partir de 1978 y hasta el año 2003, residencia en España (Barcelona, Gerona, Blanes).

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Chile y su contingencia, Chile y su literatura, la idiosincrasia chilena son sobre todo objeto de ficcionalización en novelas y cuentos del autor. En la producción lírica la temática chilena ocupa un espacio ubicuo y difuso y lo poetizado concierne casi siempre la literatura, los poetas mayores (Pablo Neruda, Nicanor Parra…); también algún poeta de la generación del autor (Rodrigo Lira, Raúl Zurita) puede ser citado. Sólo Nicanor Parra es objeto de un poema (R. Bolaño, “Los pasos de Parra”, Los perros románticos, op.cit., pp. 83-85); Rodrigo Lira es el creador convocado en la dedicatoria de “Los neochilenos”, La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 409-423; Tres, op.cit. pp53-73: los chilenos del exilio, los compañeros de viaje chilenos son también motivo de canto. Ver “Los neochilenos” (los jóvenes de la generación del poeta que dejan el país) o “La Chelita” y “Bruno Montané cumple treinta años”, La Universidad Desconocida, op. cit; pp. 118 y 316 respectivamente. El discurso lírico sobre el mundo chileno puede ser tierno y feroz, rabioso o nostálgico, en todo caso, nunca indiferente.

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Es finalmente en la provincia de Gerona (en Gerona ciudad y en Blanes) donde la existencia del poeta se fija y es allí que su creación literaria madura y su prestigio crece. Pero los comienzos fueron difíciles. El catalán más puro, más cerrado y más hermoso se habla y se escribe en Gerona. En los años 1980, la recuperación lingüística del catalán es generalizada como también el rechazo de los hispanófonos. Roberto

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Bolaño además de saberse “a la intemperie” se siente plenamente “sudaca”, es decir, extranjero, sudamericano, objeto de exclusión. 13

Todos estos poemas fueron escritos entre 1979 y 1984. “Nel, majo”, 1979; “Gente que se aleja”, 1980; “Prosa del otoño en Gerona”, 1981; “Manifiesto mexicano”, 1984. Ver R. Bolaño, La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 169; 175-242; 251-287; 295-306 correlativamente.

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R. Bolaño, “Post-scriptum“, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 242.

15

En 1993, cuando el poeta conoce ya el diagnóstico médico definitivo e ineluctable sobre su estado de salud, la decisión de organizar el conjunto de su obra poética es tomada. Componer este libro que reúne inéditos y la casi totalidad de la obra publicada y/o dispersa, tiene para Bolaño una doble significación: ordenar su poesía y comprender hondamente el sentido de su propia existencia. La Universidad Desconocida es un vasto poemario organizado en tres partes que contienen catorce secuencias poemáticas. Se incluyen aquí los textos escritos entre 1979 y 1994. La organización secuencial obedece a una voluntad cronológica no siempre rigurosa. Todo Bolaño, el hombre, el escritor, el latinoamericano (chileno y mexicano), el europeo (hispano-catalán), el universal está presente en este libro esencial. El propone también la quintaesencia de una creación poética a través del tiempo, así como el anuncio en ella de todos los proyectos narrativos del autor.

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R. Bolaño, “[Notas del autor, sin título]”, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 443. La expresión es recurrente entre los poemas escritos entre 1979 y 1981, “Nel, majo” es también un poema en prosa de la secuencia “Tres textos”. Enigmática, extraña, cerrada sobre sí misma esta obrita pudiera ser delirio o pesadilla. Su contenido no puede esclarecerse sino con la lectura de las secuencias “Gente que se aleja” y “Prosa de otoño en Gerona”. Sin embargo, es el trabajo sobre la lengua, la exploración lingüística y estilística en las que se mezclan aportes chilenos, mexicanos e hispánicos lo más relevante de su composición. El nivel de la oralidad es aquí clave. Es, por fin, en La pista de hielo (Santiago de Chile, Planeta, 1998) donde la poética del “Nel, majo” alcanza su máxima expresividad. Constituida como discurso a tres voces, esta narración de un hecho policial avanza como rico entrecruce de oralidad chilenomexicana e hispano-catalana.

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Les dos lenguas son el español y el catalán. Las tres modalidades expresivas combinadas son el castellano de Chile, el castellano de México, el español peninsular marcado por la impronta catalana. La lengua catalana que Bolaño conoce y comprende perfectamente aparece en algunos poemas del ciclo de Barcelona, sobre todo, a nivel de aporte léxico. Vocablos directamente transcritos del catalán, alguna expresión sabrosa de la oralidad enriquecen los poemas.

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R. Bolaño, “1”, “Los blues taoístas del hospital Valle Hebrón”, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 388.

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No todos los textos que integran Los perros románticos (2000) y Tres (2000) son recogidos por el autor cuando lleva a cabo la composición de La Universidad Desconocida. Del primero, Bolaño quita, por ejemplo, “Los pasos de Parra”. De Tres, el poeta no retiene el extraordinario poema en prosa que es “Un paseo por la literatura” (pp. 75-105). El contenido de Los perros románticos y Tres reúne indistintamente textos que conciernen las etapas chilena, mexicana y catalana, en esta última, preferentemente Gerona. La gran diferencia en la escritura de ambas obras es que en Los perros románticos Bolaño reúne sólo textos en verso. En Tres, por el contrario, domina el poema en prosa. Estas modalidades escriturales combinadas reaparecen en La Universidad Desconocida.

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Si en cuentos y novelas el autor se autodenomina como “B”. o “Belano” (Llamadas telefónicas, 1997; Los detectives salvajes, 1998; Amuleto, 1999; El secreto del mal, 2007), en su producción poética, la figura del autor y el hablante lírico básico son “Roberto Bolaño”, uno e indivisible. La serie de poemas llamados por el autor “Autorretratos” y diseminados en las diferentes secciones enriquece la figura del artista como motivo recurrente de su discurso y de su autoficcionalización.

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La Tercera parte de La Universidad Desconocida reúne los textos escritos luego de la estadía del poeta en el Hospital del Valle Hebrón en Barcelona. Surgen en ese momento los poemas que integran “Un final feliz” y la serie de poemas dirigidos a Lautaro Bolaño, hijo mayor del escritor. Ver La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 429-442.

22

El matiz introducido por el autor es esencial para comprender su postura: “es como una autobiografía”, es decir, “pareciera tal”, no hay afirmación rotunda sino constatación a la que se llega “de improviso”, sorpresivamente. “Prosa de otoño en Gerona” es un extenso texto compuesto de breves poemas en prosa que oscilan entre lo lírico y lo narrativo. Son los poemas de la crisis existencial —ruda e intensa— que sufre el artista en esa ciudad catalana. Ver “Prosa de otoño en Gerona”, La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 281; Tres, op.cit., p. 43.

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Es el caso, por ejemplo, de los dibujos de la ventana o el velero; o de los trazos geométricos ondulados o quebrados. Estos motivos aparecen separados o incorporados dentro de la ventana. La misma representación de la ventana, pero vacía, surge más tarde en las páginas postreras de Los detectives salvajes. La ventana y los trazos geométricos son la metáfora de los “espacios desolados” en los que los “duros y sensibles” jóvenes de la generación “a la intemperie” tienen que sobrevivir. Ver La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 27, 30, 152, 203, 204, 240.

24

Bolaño armoniza y modula con talento sus recursos. En “Prosa del otoño en Gerona” la aparición finamente trabajada de textos muy personales, precisos y marcados por un gran pudor se combinan con otros que poetizan el espacio urbano gerundense y determinan la situación del autor-hablante. El sueño como plasmación del imaginario se impone tras la metáfora del caleidoscopio o del televisor. El sueño, la pesadilla, la

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ensoñación, el delirio inquietan, fascinan y dominan al lector. 25

R. Bolaño, “Entre Friedrich von Hausen…”, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 163.

26

Consultar al respecto la “Bibliografía” que el propio Roberto Bolaño propone al término de La Universidad Desconocida, op.cit. pp. 445-456. Esta “Bibliografía” concierne sólo los años 1978-1994 y los poemas incluidos en esta obra. Están ausentes, por lo tanto, los textos de los años 1970-1978 y los posteriores a 1994. Por otra parte, esta “Bibliografía” no incluye numerosos otros poemas entregados como colaboración en las publicaciones de la diáspora literaria chilena, dispersos en revistas y periódicos europeos, latinoamericanos y norteamericanos publicados a lo largo de los años 1980.

27

La incomprensión entre el escritor y el espacio de las letras chileno es problema delicado y difícil. Hay, sin embargo, algunos indicios de solución y Bolaño y su obra cuentan con el reconocimiento seguro de algunos de sus connacionales. El escritor no cortó nunca los puentes con el mundo cultural nacional. Bolaño afirma sentir una gran nostalgia de México, pero en cuanto a Chile —añade— “un Chile quimérico [es] el que ahora aparece y desaparece en mis poemas”. R. Bolaño, La Universidad Desconocida, op.cit. p. 444.

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Guardián de esta memoria es Guillem Terribas, librero, activo promotor de cultura y literatura en la ciudad de Gerona. Verdadero centro cultural, su librería acogió y acoge aún la obra de Roberto Bolaño. Allí realizó un homenaje, en presencia de la familia de Bolaño, con la participación de numerosos escritores (Javier Cercas, Enrique VilaMatas, entre otros) con ocasión del primer aniversario de su desaparición en el 2004. Roberto Bolaño participó a lo largo de los años 1990 y hasta el 2003 en numerosos encuentros literarios, debates y presentación de sus obras en la Librería 22, centro cultural de Guillem Terribas.

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Imágenes como flashes sin sonido Patricia Poblete Alday Si Roberto Bolaño no hubiese existido, si no hubiese escrito la cantidad de buenas obras que nos legó y, finalmente, si no se hubiese erigido como una de las mayores figuras de nuestra actual literatura en español, el llamado Primer Manifiesto Infrarrealista no tendría para nosotros mayor valor que el anecdótico. Sería apenas el (desconocido) grito rabioso de otro grupo de jóvenes apasionados que quería comerse al mundo y revolucionar la poesía. Sin embargo, en ese canto de cisne negro hoy podemos encontrar los esbozos que más tarde conformarían la poética del fallecido autor, tal y como hoy la conocemos. Como tránsito o bisagra entre esta etapa “mexicana” y su posterior obra narrativa, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984) actualiza los preceptos de aquel manifiesto hasta el punto de desestructurar la praxis literaria desde su mismo núcleo. De esta forma, pareciera que la historia de los jóvenes pistoleros urbanos ya no es narrada a través de la palabra, sino apenas delineada por una sucesión de imágenes fragmentarias, tan enloquecidas y trepidantes como sus propios protagonistas.

Play Entre las cambiantes y contradictorias versiones que Bolaño relataba al ser consultado sobre la escritura de esta novela, y la mala memoria de la que Antoni García Porta se acusa en el prefacio a su segunda edición (Acantilado, 2006), lo más plausible parece ser que éste escribió el borrador en 1979 y luego Bolaño lo pulió. En ese entonces la novela tenía otro nombre, Flores para Morrison; su punto final y el cambio de título no sobrevinieron sino hasta 1983, y en esta dilación contribuyeron tanto la distancia geográfica que separaba a los coautores (Bolaño ya residía en Gerona, mientras que García Porta permaneció en Barcelona), como el desprendimiento de este último respecto al proyecto: Pasados los años, la sensación que guardo de aquel proceso es que para mí no era más que un juego (por aquel entonces yo había dimitido de la pretensión de dedicarme a la escritura) y que para Bolaño se trataba de algo más serio, profesional diría, donde había que poner toda la carne en el asador.1

Pero para efectos de nuestro análisis, más importante que el nivel de 93

compromiso de cada escritor con la literatura y con su novela conjunta, es la perspectiva que finalmente se le imprimió a esta última. En el citado prefacio de A.G. Porta, éste reproduce un fragmento de una de las cartas que Bolaño le envió a propósito del texto en preparación: una de sus sugerencias fue enfocar la novela “como si rodáramos una película de aventuras”(10). A juzgar por el resultado —una novela tremendamente visual y de ritmo indudablemente cinematográfico— tenemos sospechas aún más fundadas para apostar a la preponderancia que Bolaño tuvo en esta obra. Por supuesto, este último criterio puede resultar, cuando menos, problemático. Por lo mismo, considero necesario aclarar que al adoptarlo no desestimo ni el aporte ni el talento de García Porta —cuya obra, confieso, no conozco en profundidad— sino más bien, lo que trato de hacer aquí es, primero, pesquisar las huellas de un naciente universo narrativo, que luego de dos décadas llegaría a ser uno de los más potentes en nuestra lengua; y segundo, ligar esos embriones con su herencia inmediata: el Infrarrealismo, para perfilar desde aquí una determinada estrategia escritural.

FF Mirando de forma prospectiva a partir de Consejos… en esta novela encontramos muchos de los motivos y tópicos que nutrirían la posterior narrativa de Bolaño. La escritura como forma de resistencia asociada al crimen es el principal y más recurrente, y su encarnación total se realizará en el personaje de Ramírez Hoffman/Carlos Wieder (La literatura nazi en América, Estrella distante). Encontramos también las señales vacías, que nos (des)orientan entre la reconstrucción de una causalidad oculta y la aceptación del sin sentido: esta impotencia que aquí es embrionaria luego será llevada al paroxismo con Pierre Pain (Monsieur Pain). Aparece ya la vampirización textual, en las cartas que el narrador escribe a su madre y que luego son incorporadas como notas a su novela inconclusa. La inversión de este proceso aprieta aún más el nudo entre literatura y vida, convirtiéndolas en un continuum indisoluble y borrando, de paso, el límite entre la imaginación y lo que convencionalmente llamamos realidad. Esta indiferenciación, como sabemos, resurge en toda la obra de Bolaño, pero tal vez se nos presenta de forma más evidente en los afiebrados relatos de Auxilio Lacouture (Amuleto) y Sebastián Urrutia Lacroix (Nocturno de Chile). También tenemos, actualizada en la pareja protagónica, la figura del 94

doble como ese “horrendo hermano siamés” que se desea y se repele; la similitud y duplicación de sus nombres —Ana Ríos y Ángel Ros— no hace sino reforzar ese nexo. Más tarde, reencontraremos este tipo de (doble)vínculo entre Urrutia Lacroix y el “joven envejecido” (Nocturno de Chile), en PleumeurBodou y Pierre Pain (Monsieur Pain), Ignacio Zubieta y Jesús Fernández Gómez (La literatura nazi…), Carlos Wieder y Bolaño (Estrella distante), Arturo Belano y Ulises Lima (Los detectives salvajes), etc. Junto a estos motivos, hallamos ya en Consejos… la configuración de un ambiente enrarecido, fosilizado, terminal, que desde aquí será el sugestivo telón de fondo sobre el que se mueven los personajes de Bolaño. Tras el episodio del asalto a la casa de la escritora, Ángel Ros evoca: “Era una mañana serena. El coche atravesaba calles vacías, de un gris luminoso, parecía que la ciudad se hubiese muerto” (72). En la narrativa de Bolaño la ciudad será un escenario desconocido y amenazante, donde se representan trazos de lo incomprensible y lo horroroso del azar; París será un laberinto brumoso; el df una encrucijada de calles oscuras, “como ríos condenados del infierno”2; Santa Teresa, el horroroso sumidero de un destino colectivo, en 2666. En este escenario la cuya única lógica posible es la reiteración pesadillesca, que Ángel Ros concibe “como si durante años y años nada hubiera cambiado y la felicidad siguiera repitiéndose como un afortunado niño mongólico” (25); reiteración que en La pista de hielo será asumida como “una corriente de tiempo que sólo conducía a la miseria y a la tristeza”3 y en Putas asesinas acabará configurándose como “un tiempo atroz que pervivía sin ninguna razón, sólo por inercia”.4 Ángel Ros y Ana Ríos pululan, entonces, por un escenario incierto, que aún no termina de configurarse como campo de batalla tras la masacre, pero por cuyas grietas ya se asoman los indicios del mal; esas pequeñas y perturbadoras puntas de iceberg tan características de la narrativa bolañiana: un revólver envuelto en un pañuelo con dibujos infantiles, un piso franco apenas amueblado, una improvisada y grotesca fiesta de lujo para dos, los dibujos de Ana (cuerpos “sin sexo, sonrientes, helados”, 71), una joven norteamericana que resulta llamarse Joyce, los silencios, el miedo irracional que planea como una sombra sobre el narrador.

Rew Volviendo la mirada hacia atrás, podemos identificar la herencia 95

infrarrealista de la que esta novela se hace cargo. Hablo, sobre todo, desde el manifiesto de este grupo, escrito y firmado en 1976 por el propio Bolaño, y respecto al cual Consejos… bien puede ser considerado como una concreción. Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando5, proclamaban los Infras, porque como Ángel Ros precisa, “Los últimos sueños juveniles se habían convertido en pesadillas, y las pesadillas, en el colmo de la mala suerte, resultaron estar vacías.” (30-31). Ángel y Ana aparecen como los francotiradores —nuestros parientes más cercanos— dispuestos a regar la ciudad de cadáveres como una búsqueda de la acción poética; haciendo una revolución solitaria e inconducente. Ángel y Ana se suman a la ola de violencia veraniega en Barcelona y con ello le dan vida y movimiento al cuadro pincelado en el manifiesto: corporeizan su espíritu, escenifican la muerte del cisne, cuyo canto no está sino en el dolor y la belleza insoportables de las calles. Esta continuidad narrativa y la homogeneidad de sus imágenes son ciertamente interesantes, ya que nos hablan de una voluntad creadora total, comprometida en un proyecto de largo aliento y con ambiciones de trascendencia. Juan Pascoe, editor y fundador del Taller Martín Pescador (bajo cuyo sello se publicó el primer poemario de Bolaño, Reinventar el amor), recuerda que las cartas que el autor le enviaba desde España no eran misivas corrientes, personales, sino más bien “cartas literarias de un joven escritor en la composición de una nueva obra, comunicaciones para el futuro”6. Fruto, podríamos agregar, de lo que Chénetier llama mitopsicosis, que es precisamente: “esa necesidad aterradora de mitologizar la propia existencia, en detrimento de todo lo demás. Quien sufre de mitopsicosis busca relatos en todas partes, en el interior como en el exterior de sí mismo. No puede hacer un gesto sin transformarlo en narración”.7 Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa. Si Rimbaud no puede volver a casa, Ángel y Ana salen a las calles a dinamitar las conciencias, a abrir la percepción colectiva mediante una ética-estética llevada hasta lo último.

Play De la misma forma, Ángel Ros se solapa con su propio personaje, Dédalus, y abandona la literatura, o al menos su ejercicio escritural, porque no renuncia a convertir algunos momentos de su vida en copia de la de algún mito 96

personificado. En el caso de Dédalus, como en el de Ángel: “En la superficie quedaba un hombre que había querido ser escritor o ensayista especializado en el maestro pero al que las cosas no se le habían presentado tal como uno desea, y todo había ido de mal en peor” (30). En efecto: la ilusión de que la literatura dote de forma y sentido a la vida se desvanece junto con la juventud, y en medio del desencanto y la desesperación, tanto Ros como su alter ego abrazan el crimen como última forma de resistencia. Ambos se pierden en un laberinto sin hilos de Ariadna (“en Barcelona no hay huellas de nadie ni de nada”, 119), convirtiéndose en ángeles exterminadores que en medio del sopor de la droga escuchan con indolencia a Jim Morrison (“Este es el fin, hermoso amigo/Este es el fin, mi único amigo/El fin de nuestros planes elaborados”, reza parte del epígrafe). Pero si el Cant de Dédalus anunciant fi no se escribe, sí se representa: se ejecuta en la seguidilla de atracos y muertes que el narrador perpetra junto a Ana. En este sentido se hace significativo el asalto a la casa de una escritora catalana; mientras Ángel conversa con ella de poesía, le parece que los libros de su biblioteca no son sino “guardianes de piedra del ridículo y de la salud.” (64) Sólo una vez que se ha consumado el crimen, esa especie de poesía concreta y brutal, Ángel se siente con la autoridad para confesarle a la mujer que él también es escritor. No se trata únicamente de una pérdida de fe en el campo literario y en sus caprichosas configuraciones, sino que su materia prima, la palabra, aparece como un peso muerto e inerte. El verbo —para hacer eco de la voz de la escritora— puede imitar el movimiento de un espejismo, pero más real, más poderoso que eso, será la imagen que Ángel retiene de ella; la imagen de su paladar “rosado y vacío, que sin embargo atravesaba, como fogonazos, la oscuridad del estudio” (63). De aquí la importancia que adquiere la imagen en esta obra. Consejos… se estructura como una seguidilla de tomas cortas, fragmentarias, que se suceden a gran velocidad. Por cierto que en esto colabora la brevedad de las frases y de los capítulos; sus primeras líneas ya tientan al lector a situar esta novela entre el género negro y la road movie: “La muy puta conducía a toda velocidad. Habíamos tenido mucha suerte y no era necesario ir tan aprisa. La policía estaba atenta a los movimientos de los atracadores del Banco Hispano Americano y quizás aún no sabía nada del asesinato de la vieja” (19). Pero también se debe al tipo de mirada que el narrador posa sobre el universo 97

que lo rodea, y que está fuertemente influenciado por la estética audiovisual (“oía la música y los veía desfilar, turistas y autóctonos, como en un filme sin sonido. Una proyección repetitiva.” (24) Finalmente, el recurso a la corriente de la conciencia de Ángel en sus momentos de euforia y de angustia, también participa en la creación de este imaginario estereoscópico e inconexo: “Cuando uno se decide todo parece más fácil. Nada es lento, nada va demasiado aprisa, el centro de las película eres tú pero también eres el director y el espectador tranquilo que come palomitas en un rincón del cine” (123). De este modo, Consejos… aparece —tal como el narrador apunta en las instrucciones para su propia novela inacabada— al modo de imágenes como flashes sin sonido (77). Tanto Ángel como Dédalus llegan a la literatura a través de la música de protesta que, como es sabido, se sustenta en el contenido de sus letras más que en la armonía melódica, por lo que en la práctica no ofrecen ninguna alternativa sensorial al raciocinio: también son palabras. Desde aquí, ningún maestro resulta tener respuestas para ellos: “Jamás debí amar ninguna estatua, ningún mito. Para qué coño servían, me pregunté mientras daba un mordisco a mi tostada; por ejemplo, ahora: tenía un montón de problemas y ellos no iban a solucionarme ninguno. Bueno, tampoco debía tomarlo así, la realidad estaba en su función. ¿No me gustaba leer o escuchar música? Ahí debía terminar el asunto. Lo malo es que no terminaba ahí.” (116)

La única salida, la verdadera manifestación de la conciencia crítica, parece ser la acción concreta. La revolución, el terrorismo, el crimen, encaminados a socavar los cimientos de un statu quo —social, cultural, político— extremadamente rígido, donde las formas de expresión parecen estar no sólo agotadas, sino también monopolizadas: “Si me pasa algo di que todo esto lo hice como protesta por nuestra situación —le pide Ángel a un amigo— La situación de los artistas jóvenes de todo el mundo, arrinconados entre la pobreza y el silencio.” (89) Si los artistas jóvenes no tienen acceso a la palabra pública —privilegio reservado a las figuras canónicas y consagradas— y si, más aún, se tiene la certeza de que todo está nombrado, se reivindicará la composición de escenas vivas como forma de expresión propia. La violencia y la provocación se harán necesarias por cuanto habrán de subvertir la realidad, en la búsqueda de las nuevas sensaciones y de la verdadera acción poética: Parecía como si la ciudad se hubiera sumergido en una película de gángsters que la aterrorizaba pero que simultáneamente la hacía feliz. La opinión pública en general

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coincidía: había regresado el reinado del terror, estos crímenes en el fondo pretendían desestabilizar la democracia. (73-74)

Subsumido en este arrebato, Ángel borrará la “historia de palabras y no de imágenes” (149) que vivió junto a Ana: sólo conservará algunas impresiones visuales, que se amalgaman sin orden temporal y que terminan de perder toda lógica en el apéndice (“Manuscrito encontrado en una bala: diario de Ángel Ros”). El socavo de la palabra, y con ello la negación de su poder de significación, llega a tal punto que incluso las cartas que Ángel escribe se vuelven material desechable, que se arrojan al Sena o se fagocitan en el corpus de la novela inconclusa. Pero tal vez la imagen más elocuente de esta subversión sea la que cierra Consejos… Ángel ha logrado huir a París, ha cambiado su nombre por algún otro que nunca llegamos a conocer, y desde este anonimato intenta rehacer su vida. Un día que pasea por el Barrio Latino se detiene frente al escaparate de una librería, y a través de su reflejo ve cómo un grupo de policías desciende de un automóvil. “Fue todo tan rápido y silencioso que las imágenes comenzaron a fluir en cámara lenta.” (169). Ante la imposibilidad de escapar, Ángel se queda inmóvil, contemplando los cuerpos de los uniformados sobreimpresos en las portadas de los libros. Entre ambos, se perfila borrosa su propia figura, haciendo de bisagra entre ambas normatividades: la literaria, canonizada y entronizada en la vidriera, y la social, enmarcada en la legalidad e igualmente represora. Entre ambos, las facciones de Ángel no pueden sino desdibujarse, “como un gas” (169), negándose a tomar cualquier posición dentro de aquel limitado panorama de elecciones. Para existir socialmente hay que tener un nombre y una nacionalidad; para tomar parte en el campo literario —tal como apunta Bourdieu — hay que ocupar una posición determinada en su estructura, pertenecer a ciertos grupos, generar redes de relaciones factibles de vincularnos con el poder. Entre ambas áreas, la artística y la social, existe un perverso juego de homologías, de tal modo que una elección literaria (realismo social o ficción romántica; novela o poema; la fórmula probada del best seller o el experimentalismo formal, etc.), nunca es sólo estética, sino también externa al campo artístico.8 Al desprenderse de cualquiera de estas referencias, al renunciar a elegir un papel en este juego, Ángel desaparece del sistema; se auto-anula de forma conciente: por eso la policía no sólo no lo arresta, sino que pasa a su lado sin siquiera reparar en su presencia. Consejos… pone en escena al Bolaño más radical, el que —como el propio 99

Ros— aún escribía al margen del mercado editorial. En esta obra es clara la influencia del Infrarrealismo, movimiento que manifestó de forma explícita su interés por tomar parte en la configuración del panorama literario hispanoparlante, a través de la reivindicación de nuevas formas de concebir y de practicar la poesía. Estas formas apuntan al desborde de la palabra, que se revela incapaz de contener todas las potencialidades del sentido. De ahí la recurrencia a la imagen, ojalá en movimiento; la concreción de una poesía viva: Vamos a meternos de cabeza en todas las trabas humanas, de modo tal que las cosas empiecen a moverse dentro de uno mismo, anuncia el manifiesto. El influjo de esta propuesta resulta igualmente nítido en otra obra que Bolaño escribió a comienzos de los 80, esta vez en solitario: Amberes9, que aparece como una amalgama fragmentada de voces y personajes: un policía perdido en la ruta que media entre Castelldefels y Barcelona, una pelirroja de la que todos hablan pero nadie ha visto, un vagabundo jorobado, una película que alguien proyecta en un bosque, etc. Por último, esta identificación entre la estética infrarrealista y la novela que nos ocupa se puede apreciar de forma más global aún en la presentación de la antología poética Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, publicada por la editorial mexicana Extemporáneos, en 1979. En ella, Miguel Donoso Pareja anuncia el estilo de este movimiento en los siguientes términos: La aceleración es el ritmo preferido. Su interés se dirige al movimiento de las cosas, no a su desenlace; de aquí que el acontecer puede adquirir un sentido confuso, sin metas, que tiende a agotarse en sí mismo. Todo esto produce una visión desesperanzada de la realidad circundante que encuentra en los motivos del amor y del crimen sus mejores caminos de expresión, y que a la vez genera discursos líricos de carácter narrativo y narraciones_fuertemente_indiciales.10

El movimiento autoconsumado que deriva en violencia, el amor malogrado, el crimen como forma de vida radical, son aspectos que nutren toda la narrativa bolañiana, y que despuntan de forma notable en esta narración a través de una estética de imágenes parciales. La herencia infrarrealista aparece ya desde el título, que alude a un poema de Mario Santiago: Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger, y en cuya apertura ya apreciamos la convergencia de ambas estéticas: “El mundo se te da en fragmentos / en astillas”. Observamos también la incipiente creación de cierta poética y la ulterior fidelidad a ella por parte, al menos y en lo que compete a este estudio, de uno de sus autores. Bolaño, a diferencia de Ángel Ros, no sólo no renunció a la praxis 100

escritural, sino que además mantuvo y escenificó con sus personajes la posición previamente asumida en el Manifiesto, y más tarde fue materializándola como provocación no sólo estética, sino también ética. Así comprendemos, por ejemplo, las abundantes y sobrepublicitadas polémicas que protagonizó con buena parte de los escritores chilenos contemporáneos. Cuando Consejos… ganó el premio Ámbito Literario, en 1984, Roberto Bolaño se ganaba la vida como comerciante y como vigilante de un camping: más que un homenaje a sus primeros años de poeta en México, esta novela resulta una afirmación de sus premisas, una forma de luchar por una posición en el campo literario. Fue Bolaño, según recuerda García Porta, quien peregrinó con el manuscrito de editorial en editorial, quien lo envió a los concursos y trató infructuosamente de conseguir un agente. Fue Bolaño quien, a diferencia de su amigo y coautor, se jugaba en esta novela el todo por el todo. Fue Bolaño, por último, quien consciente de los mecanismos que articulan arte y política, reactivó el potencial subversivo del manifiesto infrarrealista para asumir —a través de él— un discurso sobre las industrias culturales y sobre las redes de poder que éstas originan. Un discurso que reafirmó en sus obras posteriores y también en su vida, que en realidad y dentro de su universo, vienen a ser prácticamente lo mismo. 1

Antoni García Porta: “La escritura a cuatro manos”, en Bolaño y Porta, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. Barcelona, Acantilado, 2006, p. 11.

2

Roberto Bolaño, Amuleto. Barcelona, Anagrama, 1999, p. 78.

3

Roberto Bolaño, La pista de hielo. Alcalá de Henares, Fundación Colegio del Rey, 1993, p. 137.

4

Roberto Bolaño, Putas asesinas. Barcelona, Anagrama, 2001, p. 225.

5

En adelante los extractos del Manifiesto serán señalados en cursiva.

6

Felipe Ossandón: “Primeras escaramuzas literarias de Bolaño: 1968-1977”, en Revista de Libros, Santiago de Chile, 16 julio 2004, pp. 5-6, cita p. 5.

7

Marc Chénetier: Más allá de la sospecha. La nueva ficción americana desde 1960 hasta nuestros días. Madrid, Machado Libros, 1997. Cita pp. 201-202.

8

Pierre Bourdieu: Las reglas del arte. Barcelona, Anagrama, 2005.

9

Publicada por Anagrama en el año 2002.

10

Citado en José Promis: “Poética de Roberto Bolaño”, en Patricia Espinosa (comp.):

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Territorios en fuga. Santiago de Chile, Frasis Editores, 2003, pp. 47-63. Cita p. 49.

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Amberes y La pista de hielo, dos novelas de Bolaño, dos estéticas contrarias

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Myrna Solotorevsky Amberes, hacia una estética de la descentralización Bolaño ha destacado la ininteligiblidad de Amberes1, rasgo que conecto con la ausencia de un centro omniexplicativo, lo cual permite el despliegue inacabable del juego escritural. Refiriéndose a esta novela, ha dicho su autor: Amberes me gusta mucho, tal vez porque cuando escribí esa novelita yo era otro, en principio mucho más joven y quizás más valiente y mejor que ahora. Y el ejercicio de la literatura era mucho más radical que hoy, que procuro, dentro de ciertos límites, ser inteligible. Entonces me importaba un comino que me entendieran o no. (113)2

El efecto que la obra suscita es de un flujo vertiginoso de imágenes; la trama que, no obstante, se configura es una trama débil, en la que hay sólo esbozos de un código proairético (de las acciones) y en la que no obstante la proliferación de enigmas, no surge, debido a la nebulosidad imperante, el afán de dilucidarlos. El carácter críptico de la novela se inicia peritextualmente con su título. Amberes no es un espacio relevante por lo que respecta a la trama; la mención del topónimo “Amberes” se da en el texto mismo sólo cuatro veces: sirve peritextualmente de título al fragmento 49, en el que el narrador relata a una destinataria a quien llama “querida”, una historia grotesca acaecida en ese lugar, que es nuevamente mencionado: En Amberes un hombre murió al ser aplastado su automóvil por un camión cargado de cerdos. Muchos de los cerdos también murieron al volcar el camión, otros tuvieron que ser sacrificados al pie de la carretera y otros se escaparon a toda velocidad… “Has oído bien, querida, el tipo reventó mientras los cerdos pasaban por encima de su automóvil”. (105)

El sintagma que sigue al momento citado podría inclusive poner en duda que ello hubiera acaecido en Amberes: “En la noche, por las carreteras oscuras de Bélgica o Cataluña” y la indecisión se reitera al final del fragmento: “En Amberes o en Barcelona. La luna. Animales que huyen. Accidente en la carretera. El miedo.” (106). La cuarta vez que “Amberes” es mencionado, dicha ciudad aparece entre signos interrogativos, como una opción entre otras, tal vez la más realzada, respecto de un destino posible: “Por las carreteras europeas condenadas a muerte se desliza el automóvil de sus padres. ¿Hacia Lyon, Ginebra, Brujas? ¿Hacia Amberes?” (118). 104

En cuanto a los títulos de los fragmentos, ellos son, así como el título de la novela, en su gran mayoría títulos literales o cuasi literales; es decir, títulos que repiten un momento del fragmento o son repetidos por éste, pero, a diferencia del título “Amberes”, en la mayoría de los casos estos títulos se conectan con zonas relevantes del fragmento, ej., el título del fragmento 10: “No había nada”, el título del fragmento 51: “No puedes regresar”. En estos casos, el título cumple una función enunciativa, abarcadora de la totalidad, contraria a la dispersión.3 La novela consta de 56 fragmentos, los que provocan el efecto de una rápida y perturbadora yuxtaposición de escenas distintas. En ciertos casos hay, sin embargo, una determinada relación entre fragmentos contiguos. Señalaré algunos ejemplos: —El fragmento 8 se inicia con el sintagma: “Alabaré estas carreteras y estos instantes.” (27) y el fragmento 9 continúa con la idea de alabar: “Enumerar es alabar, dijo la muchacha” (29). —En el fragmento 9 se dice: “Vámonos rápido. ¿Pero adónde? No hay comisarías.” (30) y en el comienzo del fragmento 10 se afirma: “No hay comisarías, no hay hospitales, no hay nada.” (31). —El fragmento 22 desarrolla la explicación ofrecida en el fragmento 21 del sueño tenido cuando niño en el que aparecen tres tipos de líneas, sueño que adquirirá relevancia en Los detectives salvajes4 en relación al único poema de Cesárea Tinajero. Contribuye al efecto de descentralización la presencia de un discurso conjetural, rasgo muy presente en el código de Bolaño: “Probablemente eran las ocho de la noche y el sol se ponía entre las colinas.” (66). Este discurso en oportunidades origina un procedimiento eminentemente desestabilizador, que cumple una muy efectiva función antimimética, al que he denominado: “configuración-anulación”5: el texto borra, anula, aquello que él ha creado, despojando al lector de toda certeza: “¿Realmente hubo un jorobadito que escribió poemas felices?” (57); “Del inglés no hay datos. Posiblemente lo inventó.” (67); “Ella tiene dieciocho años pero no existe, nació en una ciudad industrial de Francia y se llama Rosario o María Dolores, pero no puede existir puesto que aún estoy aquí.” (113). La inestabilidad es persistentemente suscitada por la indeterminación de los referentes y es éste un factor que con inmediatez provoca la desorientación del 105

lector: —“El tipo abrió la puerta con la primera patada y te puso la pistola debajo del mentón…” (25). No se puede dilucidar cuál es el referente del dativo “te”. Podría tratarse de un desdoblamiento del narrador, pero no hay certeza de ello. —“es inútil, dice la voz” (37): el emisor es inidentificable. —“Ahora alguien camina por una calle […] Alguien está afuera. (43)”: indeterminación del sujeto. —“Dije espera un movimiento de cuerpos, pelos, brazos tatuados, elegir entre la cárcel y la cirugía plástica, dije no me esperes a mí.” (51) ¿Quién es el destinatario? El desfase entre imagen/signo y referente, explícitamente señalado, contribuye al efecto de descentralización: “‘Cerré los ojos, la imagen de la pistola no correspondía a la realidad pistola’ […] ‘La pistola sólo era una palabra’” (57). Tal vez ello explique la mención de “imágenes vacías” y de “palabras vacías”: “Se suceden imágenes vacías: la represa y el bosque, la cabaña con la chimenea encendida” (47); “‘Las palabras están vacías’” (54). La aparición de ciertas frases entre comillas, que súbitamente emergen y cuya procedencia es muchas veces difícil o imposible de discernir: “‘Una niña de once años muy gorda iluminó por un instante la piscina pública’… ‘Y a ti también te persigue Colan Yar?’” (16). Resulta difícil adjudicar esas frases a los labios exangües de Sophie Podolski. Frases de esta índole podrían corresponder al “lenguaje de los otros”, que, según señala el narrador, es ininteligible para él, ej., “Palabras que se alejan unas de otras. Juegos urbanos concebidos desde tiempos inmemoriales… ‘Frankfurt’… ‘Una muchacha rubia en la ventana más grande de la pensión’…” (21). Pero a continuación aparecen frases entre comillas a las que corresponde un sujeto en primera persona que uno tendería a identificar con el narrador: “‘Ya no puedo hacer nada’…”; “‘Cansado después de muchos días sin dormir’…”, y ello culmina con la manifestación de un Roberto Bolaño, ficticio, como componente del texto literario, pero que ciertamente apunta a su pseudo-referente real6: “‘Me llamo Roberto Bolaño’…” (22). Resolver si las primeras frases citadas corresponden o no, como estas últimas, al narrador, es tarea imposible. Resulta difícil distinguir en ciertos casos lo mostrado en la pantalla cinematográfica de lo que corresponde a la “realidad configurada”: En el 106

camping se exhibe cine y se utiliza como pantalla una sábana colocada entre los árboles (fragmento 15), pero el mundo configurado es también el presentado a través de escenas y de un despliegue de imágenes, por lo que ocurre que de pronto se pierde el límite entre la película y el mundo que la contiene. En el fragmento 55 se exhibe una película sobre los Nagas y luego se señala lo siguiente: “Escena en blanco y negro de un hombre que se adentra en el bosque después de la sesión de cine.” (118); “Lo que antes reconoció como pantalla se transforma en marea blanca” (18 ss); “Quiero decir que la pantalla se abría a la palabra insólito para que él apareciera.” (72); “Paseaba por la playa al atardecer. En esa escena la playa adquiría tonalidades pálidas” (87); “(En esta escena aparece el autor con las manos en las caderas observando algo que queda fuera de la pantalla.)” (94); “Muchacha desconocida que retorna a la escena del camping desierto.” (102); “Creo que le pediré al enfermero del camping algún antibiótico. La escena se disgrega geométricamente.” (104); “El sudamericano camina por una calle solitaria. Ha reconocido al autor y ha seguido de largo. La pantalla se recompone como si acabara de llover.” (60). Se está, además, filmando una película: “Primer plano de muchacha mexicana leyendo […] Levanta la vista, mira hacia la cámara,…” (46); “La cámara los toma en primer plano” (47); “Hablan pero sus palabras no son registradas en la banda sonora.” (47); “La única escena posible es la del tipo que corre por el sendero del bosque.” (58); “(Como chiste privado, él dice: soy una jaula: luego compra cigarrillos y se aleja de la cámara.)” (59). El texto apunta especularmente a las imágenes que lo constituyen: “Las imágenes son empujadas nuevamente por el émbolo.” (32); “Las imágenes emprenden camino y sin embargo nunca llegarán a ninguna parte, simplemente se pierden” (37); “Las imágenes aún fulguran, no demasiado lejanas, como pueblos que el automóvil va dejando atrás.” (37); “Últimas imágenes de adultos durmiendo la siesta” (118). Lo teatral aparece como provocador de desconcierto. Se da la presencia de momentos que adquieren imprevisiblemente el carácter de una representación, con un público que se manifiesta mediante aplausos, los que muchas veces resultan incomprensibles y perturbadores: En la hora de la ambulancia detenida en el callejón. El camillero aplastó la colilla con el zapato, luego avanzó como un oso. Me gustaría que apagaran las luces de las ventanas y que esos desgraciados se fueran a dormir. ¿Quién fue el primer ser humano que se asomó a una ventana? (Aplausos) […] No puedo hilar lo que digo. No puedo

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expresarme con coherencia ni escribir lo que pienso. Probablemente debería dejarlo todo y marcharme, ¿No lo hizo así Teresa de Ávila? (Aplausos y risas.). (29) El sargento no pareció escucharle, ensimismado en la contemplación de las ventanas oscuras con gente que miraba el espectáculo. (30) Tal vez parezca extraño pero yo nunca deseé acostarme con ella. Alguien aplaude desde un rincón oscuro. (75) Alguien aplaudió desde el vacío. (100)

Se menciona inclusive en un momento a un apuntador: “¿El apuntador dijo Sara Bendeman?” (79). No hay una clara conexión entre lo que se describe y el súbito emerger de momentos no miméticos: Alguien camina a estas horas lejos de aquí, alejándose de aquí, dispuesto a no volver más. ¿Un muchacho desnudo sentado junto a su tienda en el interior del bosque? La muchacha entró en el baño con pasos inseguros y se puso a vomitar. Bien mirado, es poco el tiempo que nos dan para construir nuestra vida en la tierra, quiero decir: asegurar algo, casarse, esperar la muerte. (27) Suponemos que todo esto se ha hecho para que no aturda, una capa de pintura blanca recubre la película del suelo. Huir juntos se transformó hace mucho en vivir juntos y así la fidelidad del gesto quedó suspendida. (56)

El hecho de que esta novela sea eminentemente lírica coadyuva a la disolución de la trama. Considérese que todo el texto ha sido incluido, con el título “Gente que se aleja”, en La Universidad Desconocida7, obra que recopila la poesía de Bolaño. Tan sólo se ha dado el cambio de tres títulos: “Tenía el pelo rojo” pasó a ser: “El policía se alejó”; “No puedes regresar” fue substituido por: “Noche silenciosa”, y “Barrios obreros” se transformó en: “Automóviles vacíos”. Es importante señalar que no obstante Amberes mantiene su efecto alucinante, a lo cual contribuyen los procedimientos que he señalado, no se trata de un texto rizomático y hay en él una serie de elementos que pudieran operar como estabilizadores, en cuanto se los captase como motivaciones naturalizantes: En el fragmento 42 aparece la siguiente frase: “Todo es proyección de un muchacho desamparado.” (94) y ello da pie para entender de esa manera todo el texto. Más aún en el fragmento 50 el narrador se muestra como siendo, él mismo, el extranjero, el autor, el escritor, un camarero; todo estos personajes 108

aparecen, así, como sus proyecciones o sus dobles. Y este sujeto escindido puede ser identificado con Bolaño —como ya he dicho, el Bolaño ficticio que apunta a su pseudo-referente real—, quien aparece cuatro veces en el texto: “Cansado después de muchos días sin dormir”… “Una muchacha rubia bajó las escaleras”… “Me llamo Roberto Bolaño”… “Abrí los brazos”… (22) Me quedé en silencio un momento y luego pregunté si él creía que Roberto Bolaño ayudó al jorobadito sólo porque hacía años había estado enamorado de una mexicana y el jorobadito también era mexicano. (49) en esa época Bolaño no iba muy sobrado de solidaridad o desesperación, dos buenas razones para ayudar al mexicano. En cambio, de nostalgia… (49) Toda escritura en el límite esconde una máscara blanca. Eso es todo. Siempre hay una jodida máscara. El resto: pobre Bolaño escribiendo en un alto del camino. (102)

Las frases que súbitamente irrumpen en el texto podrían ser explicadas mediante los siguientes momentos: “El escritor, creo que era inglés, le confesó al jorobadito cuánto le costaba escribir. Sólo me salen frases sueltas, le dijo, tal vez porque la realidad me parece un enjambre de frases sueltas.” (68 ss.); “Aparecieron frases […] las frases literalmente aparecieron, como anuncios luminosos en medio de la sala de espera vacía.” (92). Estas frases son justificadas en otro momento como producto escritural: “Escribí: ‘grupo de camareros retornando al trabajo’ y ‘arena barrida por el viento’ y ‘vidrios sucios de septiembre’.” (81). Mostrando sintéticamente su propio código, el texto afirma: “No hay nada estable” (81). El texto atiende a la coordenada espacial y temporal: hay un espacio dominante: el camping Estrella de Mar y un explícito desarrollo temporal, si bien no siempre lineal: la diégesis se desarrolla en 1980. El fragmento 20 nos sitúa a comienzos del otoño; el fragmento 23 transcurre en octubre; en el fragmento 31 se declara: “es otoño”; el fragmento 36 nos sitúa en agosto y anuncia septiembre, octubre y noviembre; el fragmento 38 nos mantiene en agosto; el fragmento 46 nos sitúa en el 7 de agosto de 1980. Hay algunas líneas diegéticas, entre las que destacaré la que he denominado “Una aventura amorosa del yo”: En agosto de 1980 aparece un personaje femenino llamado Lola Muriel: “Lola tiene los ojos azules y lee los cuentos de Poe junto a la piscina” (96); el narrador se enamora de ella: “¿Una andaluza de dieciocho años? ¿El vigilante nocturno, loco de amor?” (96); su expectativa se explicita en el título del fragmento siguiente: “Nunca más solo”, el cual aparece 109

irónicamente rectificado al fin de dicho fragmento: “‘Hasta dentro de un tiempo, nunca más solo’”; pero en este mismo fragmento, él afirma: “He encontrado un puente en el bosque.” (98). El desengaño es configurado en el fragmento siguiente, en el que luego de una tentativa amorosa suya: “Este tarro con flores que abandono en el campo es mi prueba de amor por ti.” (99), ella reacciona así: “La muchacha dijo: ‘calamidad’, ‘caballos’, ‘cohetes abiertos en canal’ y me dio la espalda. Su espalda habló.” (99). Se justifica según esto el subtítulo que he escogido: “Amberes, hacia una estética de la descentralización”. Pareciera ser que la escritura de Bolaño se aleja de los polos y se enriquece así con matices de mayor complejidad. No es Amberes un texto rizomático, si bien es el más críptico de los textos de Bolaño. La pista de hielo: hacia una estética de la totalidad Por oposición a lo que sucede con “Amberes”, el título “La pista de hielo” apunta a un espacio central de la novela, el que es reiterado literalmente, espacio en el que ocurrirá un asesinato; el texto ocupará el modelo detectivesco para subvertirlo.8 La pista de hielo9 tiene una estructuración muy clara: se configura también fragmentariamente, como Amberes; pero en ella se da la alternancia de tres voces, las que se presentan siempre según el mismo orden, provocando un efecto rítmico. Estas voces son las de Remo Morán, Gaspar Heredia y Enric Rosquelles. Se constituye así una polifonía que permite captar con total claridad las distintas perspectivas desde las cuales se van construyendo progresivamente los acontecimientos. Cada monólogo finaliza con tres puntos suspensivos, lo cual crea un efecto de apertura. En cada monólogo se anticipa en cursivas, bajo el nombre del personaje al que dicho discurso corresponde, la primera frase de ese texto, la que crea expectativas, pero cuya reiteración pareciera parodiar un procedimiento propio de una literatura fácil. Ya en el primer fragmento, correspondiente a Remo Morán, se distinguen dos tiempos y dos espacios: el “antes”, tiempo de la adolescencia en México y el “ahora”, época de madurez, en un lugar muy distante. En ese “antes”, Remo Morán ha conocido a Gaspar Heredia, juvenilmente llamado en ese entonces: Gasparín; ambos eran miembros de un grupo de poetas. Morán se dirige explícitamente a destinatarios, otorga a su discurso categoría de relato y se 110

estima como substituto autorial del mismo. Sus palabras están impregnadas de nostalgia: Todos éramos adolescentes, adolescentes bragados, eso sí, y poetas y nos reíamos […] y la gente envuelta en aquella estola parecía enérgica e ignorante, fragmentada e inocente, tal como realmente éramos. Ahora estamos a miles de kilómetros del Café La Habana y la niebla […] es más espesa que entonces. (p. 9)

La nostalgia aquí suscitada por México se corresponde con el momento señalado de Amberes en el que se afirma que es por nostalgia que Roberto Bolaño ayudó al jorobadito, quien era mexicano. Remo da a conocer que Gaspar es mexicano y sigue siendo poeta. Hay un claro contraste entre ambos: Remo es económicamente poderoso (“La comida corría a cargo de la empresa, es decir a cuenta mía”) (p. 16); Gaspar se encuentra en una situación económica desmedrada y Remo lo sabe “desamparado, pequeño y solo” (p. 15). No obstante ello, se advierte que Remo admira a Gaspar: O mejor dicho, dedicaba mi tiempo a asuntos que nada tenían en común con Gaspar Heredia, lejano, empequeñecido, como dándole la espalda a todo el mundo, ocultando quién era él, cómo se las gastaba, con qué valor había caminado y caminaba (¡no, corría!) hacia la oscuridad, hacia lo más alto… (p. 16)

Gaspar, desde la perspectiva de Remo, es quien más corresponde a un modelo existencial señalado en el epígrafe del texto, atribuido al gran amigo de Bolaño, Mario Santiago: Si he de vivir que sea sin timón y en el delirio

Este epígrafe marca ya una clara estimativa del texto, estimativa que me parece muy presente en ciertas obras de Bolaño. En virtud de esta estimativa, Enric Rosquelles no será un personaje favorecido por el texto. Entre sus rasgos negativos está, además, su “xenofobia antisudamericana” (p. 43), ello así dicho en términos de Remo. Remo da trabajo a Gaspar en su empresa, un camping, cuyo nombre, Stella Maris es una traducción del nombre del camping que apareciera en Amberes: Estrella de Mar; Gaspar será vigilante nocturno en este camping, es decir, asumirá el trabajo que en Amberes es atribuible al narrador. Recordemos que en Amberes es aludido un personaje llamado Gaspar: “¿Era Gaspar el que contaba historias de policías y ladrones?” (86).10 Remo desea y teme el contacto con 111

Gaspar, a quien él relaciona con la recuperación de un tiempo perdido. Dicho contacto no se logrará. Pero en el presente de la narración, según declaración de Remo, ha habido un cambio y él ha dejado de temer el pasado: “en aquellos días los fantasmas me desagradaban profundamente. No, ahora ya no. Ahora por el contrario, alegran mis tardes.” (15). Remo Morán adjudica a su relato un propósito, el cual ya nos conecta con un asesinato y con la índole detectivesca del texto. Él pretende mostrar que ni él ni Gaspar Heredia son los autores de un crimen acaecido: “¿De la calle Bucareli, en México, al asesinato, pensarán… El propósito de este relato es intentar persuadirlos de lo contrario…” (9). El término “crimen” aparece luego en boca de Enric Rosquelles; su discurso está también dirigido a destinatarios y es dicho con un afán absolutorio, aún más categórico que el de Remo Morán: “Todos ellos dirán que el individuo menos indicado para verse envuelto en un crimen soy yo.” (12). Algunas frases del discurso de Rosquelles son en una primera lectura enigmáticas, constituyendo hermeneutemas: “¿qué pretendía con todo eso? No lo sé. Los hechos, por momentos me sobrepasan. A veces pienso que cumplí el peor de los papeles.” (12 ss). Como corresponde a una obra tendiente a la estética de la totalidad, estos hermeneutemas serán resueltos y más aún, cabe pensar que el personaje mismo, según el texto, debiera tener una respuesta a su pregunta: lo que él pretendía era obtener el amor de Nuria, la patinadora, y de ahí que él cometiera un fraude: utilización de fondos públicos para construir para ella la pista de hielo. Ha de diferenciarse este fraude —fundamental en la trama de la novela— del crimen, que ocurre en ese mismo espacio céntrico: la pista de hielo, en el Palacio Benvingut, “el lugar más idóneo para el crimen”, según Remo (31). Cuando Rosquelles afirma: “La culpa, naturalmente, es mía” (12) el lector no entiende que esa culpa no concierne en absoluto al asesinato. A diferencia de lo que corresponde al modelo detectivesco tradicional, el texto engaña al lector no sólo respecto a la identidad del asesino, quien no será Caridad, frecuentemente portadora de un cuchillo, sino también respecto a la identidad de la víctima, haciéndole creer que ella será la patinadora; sólo estando ya muy avanzada la trama, sabremos que la víctima es una vieja mendiga y cantante, llamada Carmen. No hay aquí como en la novela policial, dos historias: la del crimen y la de la investigación, una de las cuales habría de finalizar antes del comienzo de la 112

segunda11; no hay tampoco un detective; Remo piensa que le hubiera encantado ser detective (108), pero él sólo oníricamente busca al asesino: “A punto de despertar me escuché prometerle que eso haría, pero que primero debía encontrar a su asesino.” (149). No se da el afán por resolver un enigma. El Recluta escogerá a Remo como su confidente y le confesará su crimen, reconstruyéndolo sólo parcialmente. El criminal no tiene un rol céntrico sino es, como su víctima, un personaje incidental. A diferencia del texto policial, esta novela despliega una dimensión existencial por lo que respecta a dos de sus personajes protagónicos: Remo y Gaspar. Así como en Amberes, obra tendiente a una estética de la descentralización, hemos encontrado elementos estabilizadores, en La pista de hielo, obra tendiente a una estética de la totalidad, hallamos ausencias o instancias desestabilizantes: el lugar en el que se encuentra el camping es crípticamente denominado Z, un lugar en España; las exactas circunstancias del asesinato no serán conocidas: Remo preguntó al Recluta si Carmen antes del crimen estaba sola, y como respuesta, el Recluta “dibujó unos signos en el aire” y dijo: “Ya no hay nada más que hablar” (184); el señalado efecto de apertura provocado al final de cada monólogo. La novela se inicia con un monólogo de Remo Morán y no se clausura con un monólogo del mismo personaje, lo que le conferiría redondez, sino con uno de Enric Rosquelles. El final es abierto por lo que respecta a Remo, Gaspar, Eric, Caridad, Nuria, así como es literal y simbólicamente abierto el final de Amberes12: “un automóvil desconocido rueda al encuentro de una luminosidad mayor.” (118). 1

Roberto Bolaño, Amberes, Barcelona, Anagrama, 2004. En adelante, citaré según esta edición.

2

Roberto Bolaño, “Balas pasadas”, en Andrés Braithwaite (ed.), Bolaño por sí mismo, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, pp. 87 - 126.

3

Ejemplos de títulos que son no literales: el título del fragmento 43: “Como un vals”, que se adecúa tal vez al ritmo del fragmento; el título del fragmento 48, que funciona como un párrafo introductor: “BAR LA PAVA, AUTOVÍA DE CASTELLDEFELS (¡Todos han comido más de un plato o un plato que vale más de 200 pesetas, menos yo!)” Ejemplos de títulos que apuntan a lo aparentemente incidental: el título del fragmento

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3: “Cuadros verdes, rojos y blancos”, el título del fragmento 8: “Los utensilios de limpieza”. 4

Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Barcelona, Anagrama, 1998.

5

Myrna Solotorevsky, La relación mundo-escritura, Gaithersburg, MD, Hispamérica, 1993.

6

He desarrollado dicho concepto en Myrna Solotorevsky, “Pseudo-Real Referents and Their Function in Santa María de las flores negras by Hernán Rivera Letelier and Amuleto by Roberto Bolaño”, Partial Answers, 2006, 4 /2, pp. 249-256.

7

Roberto Bolaño, La Universidad Desconocida, Barcelona, Anagrama, 2007.

8

Ha afirmado Bolaño: “En mis obras siempre deseo crear una intriga detectivesca, pues no hay nada más agradecido literariamente que tener un asesino o a un desaparecido que rastrear. Introducir alguna de las tramas clásicas del género, sus cuatro o cinco hilos mayores, me resulta irresistible, porque como lector también me pierden.”, Roberto Bolaño, “Balas Pasadas”, op.cit., p. 118.

9

Roberto Bolaño, La pista de hielo, Barcelona, Seix Barral, 2003. En adelante, citaré según esta edición.

10

Gaspar, así como el jorobadito, están presentes en la poesía de Bolaño. Gaspar aparece como destinatario al que se apela: “no hay dama magnética, Gaspar, sino Miedo”; “La sombra tuya, Gaspar / Entre inyecciones, sonriéndome apenas”; “Ya no hay imágenes, Gaspar, ni metáforas en la zona.” Roberto Bolaño, La Universidad Desconocida, op.cit., pp. 74, 77, 84, respectivamente.

11

Tzvetan Todorov, “Typologie du roman policier”, en Poétique de la prose, Paris, Seuil, 1971, pp. 55-65.

12

Me refiero al final del texto y no considero el post scriptum, correspondiente al peritexto.

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Ciencia, superchería y complot en Monsieur Pain Celina Manzoni

Puede ser que la vida requiera ser descifrada como un criptograma. André Breton

Abril y el círculo se dilataba hasta la náusea. Geometría, todo era geometría y mierda. Roberto Bolaño

De La senda de los elefantes a Monsieur Pain En 1993, Roberto Bolaño con apenas cuarenta años cumplidos ve publicada su tercera novela, como las anteriores en España: La senda de los elefantes.1 En la portada de este libro hoy casi inhallable, atribuida a Marta Matas, el título, más grande que el nombre del autor, aparece debajo de un recuadro en el que se recorta la torre Eiffel por detrás de un elefante. En la contraportada, la foto del escritor de pie y una breve biografía: fecha y lugar de nacimiento, ejercicio de la crítica literaria y de la traducción, director de la revista Berthe Trépat, más los títulos de sus anteriores publicaciones.2 Seis años después, en la “Nota preliminar” a Monsieur Pain, reescritura de La senda de los elefantes, como entonces se supo, Bolaño contabiliza aquellos premios que le dieron dinero y obra publicada.3 Recuerda con humor la ficcionalización de esa picaresca del escritor exiliado que él mismo construyó en “Sensini”, un cuento de Llamadas telefónicas, en el que recupera la memoria de los años duros y que también puede ser leído como un homenaje al escritor argentino Antonio di Benedetto, quien después de sufrir cárcel en Argentina y exilio en España, regresó a su país para morir en medio de la indiferencia de sus conciudadanos. Una breve evocación que articula el eje sobre el que suele construir sus biografías de artista: “Nunca como entonces me sentí más orgulloso y más desdichado de ser escritor” (12). Si sus historias de escritores parecían haberse inaugurado con las novelas 115

publicadas en 1996 y en algunos cuentos de Llamadas telefónicas —“Henri Simon Leprince” y “Enrique Martin”, además de “Sensini”—, la recuperación de La senda de los elefantes, cuya redacción original podría remitirse a, digamos, 1982, confirmaría la obstinación en un proyecto de escritura que en poco tiempo más instalará de manera casi dominante una reflexión acerca de la literatura, el sistema literario y los modos de constitución del canon que Bolaño ya nunca va a abandonar.

Reescritura a dos bandas Con Monsieur Pain vuelve al ejercicio de la reescritura que ya había realizado en Estrella distante respecto del último episodio de La literatura nazi en América y en Amuleto, desarrollo del capítulo 14 de Los detectives salvajes. En los dos casos se trataba de la expansión de un texto propio en la que la distancia entre lo que podría considerarse el Ur-Text y la nueva publicación era de unos pocos meses. En el traslado que va de La senda de los elefantes a Monsieur Pain, en vez, han transcurrido ocho o nueve años en los que el autor alcanzó reconocimiento internacional. A pesar de ese dato, que podría sugerir la concurrencia de conveniencias editoriales y probables estrategias de mercado, creo más bien que con la recuperación de La senda de los elefantes, Bolaño realiza un movimiento que articula fuertemente sus propios orígenes como escritor con la evocación de César Vallejo, un poeta que, según la profecía de Auxilio, “será leído en los túneles en el año 2045”.4 Se recupera una vez más la biografía de artista pero con una intensidad diversa, en primer lugar, por el aura que rodea a Vallejo pero también quizás porque la reescritura, un gesto estético de por sí complejo, se exaspera cuando además sabemos que si Monsieur Pain es reescritura de La senda de los elefantes, el origen lejano del relato se encuentra en unas pocas líneas de la biografía del poeta escrita por su mujer, Georgette.5 La opción de la reescritura instalaría así, de manera sesgada, una tenue continuidad entre el poeta peruano y el desconocido y luego exitoso constructor de ficciones Roberto Bolaño; una articulación característica de la biografía ejemplar del artista —de pobre y desconocido a célebre y exitoso— ratificada en el cierre de la novela con el ingenuo vaticinio de Jean Blockman sobre el futuro del recién fallecido Vallejo:

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—Así es —afirma madame Reynaud—, era un poeta, aunque muy poco conocido, y pobrísimo —añade. —Ahora se volverá famoso —dice monsieur Blockman con una sonrisa de entendido y mirando el reloj.

Novela de misterio y complot Confusas maquinaciones, una conspiración criminal y un héroe convocado para restituir la normalidad perdida parecen la base de una novela de misterio y de cierta manera Monsieur Pain lo es, sólo que su autor es Roberto Bolaño, alguien que ha logrado, en palabras de Marcelo Cohen, lo que Vonnegut y muy pocos otros elegidos: “una suma de espesor semántico, audacia formal, nervio ético e irresistible nitidez narrativa”.6 Un aire de irrecuperable melancolía tiñe la breve novela en la que, lo mismo que en “Diario de bar”, los recorridos por la brumosa escenografía de una ciudad hostil traspasada por la humedad, la persistencia de la lluvia y del gris sobre gris configuran un espacio quizás brutal y hasta premonitorio.7 Las palabras de presentación de Monsieur Pain iluminan con generosidad no exenta de ironía, el origen de algunos episodios que en su momento pudieron parecer meros alardes imaginativos construidos sobre bordes difusos e incluso herméticos. Pese a que en el “Epílogo” de La senda de los elefantes las biografías de algunos personajes parecían prometer un develamiento, esos nombres completados con la fecha y el lugar de nacimiento y muerte de cada uno, impresionan más bien como fichas de un juego traspasado por la sospecha de lo apócrifo. Son los mismos nombres que reaparecen luego en Monsieur Pain bajo un título amplificado: “Epílogo de voces: La senda de los elefantes”, en el que recupera oblicuamente el que fue título original de la novela. Las biografías no alcanzan para desambiguar las alternativas del relato ni para deslindar la tierra de nadie que se extiende entre lo apócrifo y lo históricamente comprobable; es por eso quizá que en esta segunda o quizás tercera oportunidad de Pierre Pain, Bolaño revela que: Casi todos los hechos narrados ocurrieron en la realidad: el hipo de Vallejo, el camión —tirado por caballos— que atropelló a Curie, el último o uno de los últimos trabajos de éste estrechamente relacionado con algunos aspectos del mesmerismo, los médicos que atendieron tan mal a Vallejo. El mismo Pain es real. Georgette lo menciona en alguna página de sus recuerdos apasionados, rencorosos, inermes (12).

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El párrafo destinado a desmitificar el origen del relato y supuestamente a comunicar una epifanía, además de iniciarse con las restricción del “casi”, con la mención de Georgette introduce una pregunta y otro texto (“alguna página de sus recuerdos apasionados, rencorosos, inermes”). Bolaño nos devuelve así los episodios que rodearon los últimos días de César Vallejo, y con ellos, el ámbito de intrigas que impregna la novela y casi la constituye. En el revés de la trama se cruzan las polémicas que caracterizaron al movimiento de solidaridad con la República española en armas, un capítulo de la cultura hispanoamericana que se prolongó en interpretaciones a veces incomprobables construidas en la amargura de la dispersión y la derrota o en el inevitable balance de los errores y las traiciones. La elección de la enfermedad desconocida y el contexto político de decepción, y hasta de descalabro, revierten sin embargo, sobre un fracaso mayor: la imposibilidad de derrotar a la muerte aun en el marco del ilusorio auge de los desarrollos científicos y pseudo científicos. El hálito de esa derrota impregna los recorridos del héroe convocado para conjurarla: Pierre Pain, convaleciente él mismo. La retórica de la enfermedad se instala insidiosamente en la narración de los enigmáticos días finales del poeta en una ciudad traspasada por el aguacero y apenas iluminada por el sol negro de la melancolía.8 Pierre Pain alcanza protagonismo a partir de los desplazamientos operados en el amasijo de biografía y memoria que es el texto de Georgette; de personaje narrado pasa a ser autor de una ficción de diario íntimo que se inicia el miércoles 6 de abril y termina poco después del viernes 15, día de la muerte de Vallejo. En cumplimiento de la ley del género, lo encabezan una datación y una localización precisas: “París, 1938” y aunque a partir de allí no siempre son explícitos los pasajes de uno a otro día, aun en el torbellino de sucesos, visiones y pesadillas, los espacios en blanco logran delimitar veintiún episodios que organizan un cierto orden cronológico. Cuando, según la narración originaria, han fracasado los sucesivos diagnósticos sobre la enfermedad de Vallejo desde su internación en la Clínica Arago el 24 de marzo, cuando Georgette cita al Dr. Max Arias Schreiber: “Nunca se hubiera visto morir a un hombre que sólo está cansado” y cuando el Dr. Lejard, desentendiéndose del caso, sigue sin atribuir “mayor gravedad al estado de Vallejo”, aparece la primera mención a M. Pain: Una amiga mía que acababa de enviudar de su marido de 24 años, me habla de Pierre

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Pain. Practica la acupuntura y ejerce en casos excepcionales su don de magnetizador. Aunque en forma particular, solicitan sus servicios en el Hospital de la Salpétriere. A los 21 años ha tenido los pulmones quemados por los gases durante la guerra de 19141918. El solo se sostiene en vida. Tras vacilar mucho, demasiado tiempo!, me decido y le llamo.9

Bolaño expande la narración original mediante la articulación de la glosa, la ampliación y la invención, que, entre otros recursos, convierten a la amiga de Georgette en Madame Marcelle Reynaud cuya menuda historia personal reinventa, lo mismo que la de M. Pain, a quien le atribuye no sólo un enamoramiento sin esperanzas de la bella y joven viuda, sino una vida digna, incluso heroica.10 Recorridos urbanos, recuerdos, pesadillas, desesperanzadas reflexiones, diálogos con su maestro, con antiguos condiscípulos y con ocasionales interlocutores y vecinos constituyen la materia del diario de Pierre Pain que recupera un clima en el que poesía y ciencia, pero también política se sostienen en la sospecha acerca de la infalibilidad de pesadas racionalizaciones y se fascinan con el inconsciente, la hipnosis, el esoterismo; los “estados segundos”, la experimentación surrealista y la escritura automática son experiencias cercanas y la misma Georgette menciona el aura que rodeaba al poeta en el momento de su primer encuentro en febrero de 1927: “Vallejo quitándose el sombrero me saluda y veo una gran luminosidad blanco-azul alrededor de su cabeza”.11 Casi por los mismos años, Victoria Ocampo en Londres reflexiona sobre el revivalism cuyas muchas formas atribuye a “la nostalgia de Dios” y al que le confiere un interés por la verdad “que las religiones oficiales y la ciencia no se aventuran a explorar”.12 Los nombres de Keyserling, Stefan George, Rudolf Steiner, Krishnamurti, Shri Meher Baba, George Jeffreys, Frank Buchman, Ouspensky, Gurdjieff y su influencia en los intelectuales registran en su testimonio un momento en el desarrollo de la cultura occidental en el que la antroposofía, entre otras doctrinas, aspira a restituir a la medicina sus lazos con el conocimiento espiritual del hombre y del mundo. El entorno del poeta, en cambio, se muestra más bien cerrado a incitaciones que considera una pura superchería como se ve en la carta de Gonzalo More sobre la muerte de Vallejo que su hermano Ernesto reproduce treinta años después: Le hicieron varios análisis para comprobar el diagnóstico, pero tampoco era fiebre de Malta. Cada día el cholo, se hundía más y más y lo veíamos perder terreno con una

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velocidad tremenda. Entonces Georgette desesperada, apeló a una serie interminable de magnetizadores, astrólogos, magos y brujos, que fatigaban horriblemente al pobre cholo.13

La lógica del complot La existencia de un complot contra la vida de Vallejo se sustenta en los signos de la lucha entre Georgette y quienes serán durante años sus enconados enemigos —literarios y políticos— pero quien primero lo propone es el Dr. Arias Schreiber criticando al Dr. Lejard: “¡Cuatro días sin ver a un enfermo que necesita de una y hasta de dos visitas diarias. ¿No será que el gobierno quiere deshacerse de Vallejo?”.14 En la lógica del complot (pero también de la novela de misterio), la evidente desigualdad del combate impone la convocatoria del héroe y con ella la construcción característica: complot contra el complot; en cualquiera de los dos casos proporciona una estrategia sobre la que la novela construye su eficacia narrativa.15 La conjura sigue una lógica que, si acaso y en general es deudora de una lógica de la guerra, aquí no lo es de una guerra abstracta sino de la que se está luchando en esos años en la vecina España y que en la novela se vislumbra como trasfondo de numerosos diálogos. Quizá sea por eso que Pierre Pain empieza a cruzarse con personajes que lo acosan en la oscuridad de las escaleras o lo siguen —suelen andar en pareja y farfullan en español— y a quienes tentativamente identifica, por su palidez o elusividad quizás, con policías, con ángeles, con presidiarios, con oficinistas cansados o enfermos: en cualquiera de los casos, con seres provenientes de la oscuridad y el encierro. Aunque teme y vislumbra un peligro cuya naturaleza ignora, M. Pain —trabajado por el cansancio, la melancolía y la soledad— acude por primera vez a la Clínica Arago, el espacio de lo ominoso, de la opacidad: “[…] comprendí que sobre todas las cosas, incluso sobre la locura, allí había soledad, tal vez la forma más sutil de la locura, al menos la más lúcida” (28). Mientras que en el texto de Georgette la primera (y única) visita de Pain es el viernes 8, en La senda de los elefantes Bolaño lo ubica en la clínica un día antes, apelando casi a un toque cabalístico: a las 7 de la tarde del día 7 de abril, en el momento en que el Dr. Lejard humilla a Pain acusándolo de charlatanería y cuando alguien anuncia la presencia del Dr. Lemière: “Sus palabras resonaron como dentro de una iglesia. Se me pusieron los pelos de punta” (La senda de los elefantes, 20). El diagnóstico del eminente médico ilusiona a Georgette: “¡Todos los órganos son 120

nuevos! No veo qué pueda tener en mal estado este hombre” (La senda de los elefantes, 20). Derrotado por un saber científico intransigente por una parte y sacralizado por otra, Pierre Pain se retira asumiendo que ha quedado fuera del caso. Cuando Bolaño reescriba la misma escena en Monsieur Pain, ampliará los sentimientos de temor jugando con la intermitencia de las luces y las sombras, un recurso de múltiples efectos: “Sus palabras resonaron como dentro de una iglesia. La luz volvió a decrecer y se me pusieron los pelos de punta” (32). Convencido de que Vallejo, más que un ex paciente es un no paciente, participa luego de una escena grotesca, “estrambótica”, en la que los dos españoles lo sobornan: “queremos que se olvide de todo, de Vallejo, de su mujer, de nosotros, de todo” (42). No disminuye su confusión el diálogo con su antiguo maestro, M. Rivette, quien premonitoriamente evoca a sus antiguos condiscípulos: Pleumeur-Bodou, ahora en España del lado de los fascistas y Terzeff, un joven científico suicida. Presiente la existencia de puertas secretas y de vasos comunicantes que se niega a desechar: “[…] es como si oliera algo que está aquí mismo, agazapado… Cogí el dinero… sólo por no bloquear… el orificio… Suena paranoico, sin embargo es así” (49). A partir de allí sus recorridos transcurrirán en un clima entre fantasmagórico y onírico: “Pero el olor de esta noche es especial, es como si algo se estuviera moviendo por las calles, algo impreciso, que conozco, pero que no consigo recordar qué es” (51). Revelación mesmérica Los saberes de Monsieur Pain se vuelven necesarios desde el momento en que Georgette recibe el diagnóstico del eminente Dr. Lemière, que Bolaño ha presentado fragmentado: “[…] han llamado al eminente Lemière, quien declara: ‘todos los órganos son nuevos’, agregando como para sí mismo: ‘¡Ojalá que encontráramos uno en mal estado!… Veo que este hombre se muere… pero no sé de qué…’”.16 Sus memorias lo ubican en la habitación de Vallejo el viernes 8 de abril, el día en que por primera y única vez, lo tratará: Pierre Pain pasa de inmediato a la cabecera de la cama, detrás de Vallejo. Durante dos horas, concentrándose, mantendrá una mano en el aire a unos 40 centímetros de la cabeza de Vallejo, quien, en un delirio no bien determinado, pronuncia de cuando en cuando una que otra palabra y vuelve a cerrar los ojos como si dormitara.17

Una escena que reenvía a la literatura: “Los hechos en el caso del señor Valdemar” y “Revelación mesmérica” (y en otro registro a Les champs magnétiques, firmado por Breton y Soupault en 1925), pero también a la ciencia 121

de la época que M. Pain registra en su diario en un diálogo con Jules Sautreau en el que se despliegan los nombres de los principales teóricos del mesmerismo y los títulos de sus libros aunque su interlocutor se presenta con modestia: “Soy un aficionado que disfruta más con un texto de Edgar Allan Poe, por ejemplo Revelación mesmérica, que con un libro científico, aunque, claro, no desdeño estos últimos”.18 En ese contexto es esperable que el epígrafe de la novela recupere parte del diálogo entre médico y paciente de ese relato de Poe, aunque quizás no lo sea que en la transcripción se reitere una errata, tanto en La senda de los elefantes como en Monsieur Pain, pese a que el diálogo lo mismo que toda la novela fue objeto de una cuidadosa corrección. En La senda de los elefantes: P.- ¿Le aflige la idea de la muerte? V.- (Muy rápido.) ¡No…, no! P.- ¿Le desagrada esta perspectiva? V.- Si estuviera despierto me gustaría morir, pero ahora no tiene importancia. El estado mesmérico se avecina lo bastante a la muerte como para satisfacerme. P.- Me gustaría que se explicara, Mr. Vankirk. V.- Quisiera hacerlo, pero requiere más esfuerzo del que me siento capaz. Usted no me interroga correctamente. P.- Entonces, ¿qué debo preguntarle? V.- Debe comenzar por el principio. P.- ¡El principio! Pero, ¿dónde está el principio?

En Monsieur Pain realiza pequeñas correcciones pero repite la misma errata. P: ¿Le aflige la idea de la muerte? V: (Muy rápido.) ¡No…, no! P: ¿Le desagrada esta perspectiva?

Las dos veces el texto se desvía en la tercera línea del original en inglés: P. Does the idea of death afflict you? V. [Very quickly.] No-no! P. Are you pleased with the prospect? 19

Desconociendo el origen de la traducción que utilizó Bolaño, ya que la de

122

Julio Cortázar —fuente probable pero no única— respeta el original en inglés20, la persistente errata que desplaza la perspectiva de la muerte desde el agrado al desagrado podría ingresar en el incomprobable limbo de los actos fallidos. Más allá de esto, el Dr. Max Arias Schreiber celebra la mejoría de Vallejo en las memorias de Georgette: “‘¡Pero, amigo mío, está usted mejor! ¡Está usted mejor!’ Y sólo repite ‘¡Está usted mejor! ¡Está usted mejor!’”.21 Una expectativa que se frustra por el triunfo de los complotados: “A las tres debe regresar Pierre Pain. Es en vano que le esperaré… ¡Sin avisarme, le han impedido entrar! Sólo lo sabré muerto Vallejo… Hoy día, como entonces, tengo que decir: voluntaria o involuntariamente, han hecho lo que había que hacer para matar a Vallejo”.22 El desenlace se precipita, la violencia y lo desconocido acechan a Pierre Pain, quien ingresa en un espacio brumoso; la ciudad se le vuelve extraña, el cielo siniestro, pierde el rumbo: “Me sentí cansado, un pobre diablo solitario y confundido en medio de un laberinto demasiado grande para él” (106). Es como si se cumplieran las confusas pesadillas que lo atormentaron la noche anterior, teme quedarse solo y tampoco puede volver a su casa, inicia un vagabundeo que desde espacios más o menos familiares lo lleva a lo desconocido en una ciudad extrañamente vacía: “barrios extremos, estaciones en desuso, avenidas que parecían no acabar nunca y que de la manera más abrupta desembocaban en terrenos baldíos que jamás hubiera esperado hallar en esa zona de París” (78). Es el mundo de los constructores de cementerios marinos, de los disfrazados que hablan una lengua incomprensible, de la confusión, la incomunicación y el dolor que sintetizan los cementerios marinos del café El Bosque: “Un mundo sumergido, preservado, donde sólo ondeaban las banderas de la muerte” (71). Si, desde el inicio, el diario de M. Pain acumula señales infaustas, después de la prohibición de ingresar a la Clínica Arago es como si todo se desbaratara. Sentimientos de inercia, inutilidad y cansancio dominan el recuento de esas horas en las que realiza recorridos que lo internan en la zona del mal: sufre violencia verbal y física; humillado y avergonzado ingresa al mundo de la bohemia cercano al de la conspiración.23 En un clima onírico, imágenes de cuerpos fragmentados y frases fragmentarias lo rodean hasta llevarlo, como en las visiones y las pesadillas, frente a innumerables puertas que se abren a formas del delito, el juego, la pornografía o eventualmente ritos oscuros; en la huida termina en un galpón “al borde de la destrucción” concebido como un laberinto (“todos los pasillos convergían al centro” 101). Se somete a la lógica de la 123

conspiración, siente que esa noche han montado un escenario para él, “un singular cementerio” en el que alguien que lo acecha en la oscuridad finge el hipo de Vallejo que antes había definido “como un ectoplasma sonoro o como un hallazgo surrealista”. Perdidas las ilusiones científicas, rompe con su maestro, con un pasado común en el que fueron “aprendices de brujos” y con un presente en el que sólo son espectadores de un laberinto en cuyo centro el Minotauro espera a su víctima propiciatoria, el poeta sudamericano: “Creo que van a asesinar a Vallejo… Mi paciente… No me pregunte cómo lo sé… No hay explicación que valga…” (110). Se expande y dilata la idea del complot presente en el texto original, pero también se intensifica su compromiso con el destino del poeta mediante sutiles ampliaciones. Siente que todo es ilusorio, pero también que junto a él algo le hace señas “desde un espacio intocable” aunque no lo pueda distinguir, y recuerda: “hay un inocente de por medio. Pensé: el sudamericano va a pagar por todos” (128). La separación violenta de los antiguos compañeros, la convicción en la irreversible separación de sus caminos, la responsabilidad lo llevan esa misma noche del 10 de abril a colarse en la Clínica Arago para perderse en los pasillos que recrean las imposibles arquitecturas de Escher y de Piranesi, códigos de una escritura en lengua desconocida que no puede interpretar. Resignado, abandona toda expectativa, lee, realiza paseos erráticos por la ciudad aunque aún ronda inútilmente por la clínica; no sabrá sino después, que Vallejo ha muerto y que en su entierro habló Louis Aragon.

El azar objetivo Cuando todo parece haber terminado, la coincidencia lo lleva tras los pasos de uno de los huidizos españoles en recorridos imposibles y circulares por una ciudad indiferente bajo una lluvia tenaz. La coincidencia, lo que los surrealistas llamaron el azar objetivo —forma manifiesta de la necesidad— lo enfrenta en un cine al arrogante Pleumer-Bodou, oficiante de terribles amenazas y revelaciones, incluso acerca del sentido de su propia vida. Nada es lo que parece: Actualidad, el melodrama presentado en la pantalla como “una historia de amor y de ciencia”, resulta del montaje de un antiguo documental en el que aparecen Terzeff y otros jóvenes científicos y de una historia de amor, engaño y culpa. En contrapunto con las escenas de la película, un diálogo con su antiguo 124

condiscípulo le revela la utilidad de las técnicas mesméricas en los interrogatorios de los republicanos, que Terzeff probablemente ha sido asesinado, que los españoles sólo le están haciendo una broma pesada, de humor negro y que a nadie le interesa el poeta sudamericano. La dialéctica vida-muerte que organiza ese discurso, casi una cita de la situación de Pierre Pain, termina con una reflexión admonitoria de Pleumer-Bodou: “[…] mataran o no a Curie, mi amigo tuvo que descubrir algo terrible que lo llevó a la destrucción” (137). Casi al final de ese imposible diálogo, Pierre Pain le pregunta de manera casi extemporánea por el final de la película Actualidad: resulta que un gran incendio termina con todo, una coincidencia quizás con el final de una película, La senda de los elefantes, dirigida por William Dieterle en 1954, recordada no sólo por la secuencia final del fuego purificador sino por haber sostenido la creencia popular que le atribuye a los elefantes una memoria prodigiosa y la capacidad de vengarse de las injurias recibidas. 1

La senda de los elefantes, Ayuntamiento de Toledo, Concejalía del Área de Cultura, 1993. Todas las citas siguen esta edición con el número de página entre paréntesis.

2

La novela recibió el Premio de Novela Corta “Félix Urabayen” en la decimonovena edición de los Premios Ciudad de Toledo, fallados el 13 de marzo de 1993. Es más que probable que ese jurado, sin saberlo, hubiera corroborado la distinción otorgada a una versión anterior en otro concurso.

3

Roberto Bolaño, “Nota preliminar”, en Monsieur Pain, Barcelona, Anagrama, 1999. Allí remite la fecha de escritura de un texto, cuya fortuna le parece “desigual y aventurera”, a comienzos de los años ochenta: “1981 o 1982”. Todas las citas siguen esta edición.

4

Roberto Bolaño, Amuleto, Barcelona, Anagrama, 1999, p.134.

5

Georgette de Vallejo, Vallejo: Allá ellos, allá ellos, allá ellos! [Lima], Distribuidora Editorial Zalvac, 1978. Los números de página entre paréntesis remiten a esta edición; se respetan la ortografía y la sintaxis del texto.

6

Marcelo Cohen: “La táctica de la muela de oro”, en Otra parte, número 13, Buenos Aires, verano 2007-2008, p. 21.

7

Roberto Bolaño y A.G.Porta, “Diario de bar” [c.1979-1988], en Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce seguido de Diario de bar, Barcelona, Acantilado, 2006, pp.171-182.

8

Como lo sugiere también la fotografía de tapa de la novela que diseña en la distancia la sombra de la torre Eiffel a la espalda, esta vez, de un caminante solitario.

125

9

Georgette Vallejo, op.cit., p.117 y p.130.

10

Ver “Epílogo de voces: La senda de los elefantes”, en Monsieur Pain, op.cit., pp.168171.

11

Georgette Vallejo, op.cit., p. 148; el énfasis es del original.

12

Victoria Ocampo, “Domingos en Hyde Park” (diciembre de 1935), en Domingos en Hyde Park, Buenos Aires, Sur, 1936, pp. 95-138.

13

Ernesto More, Vallejo en la encrucijada del drama peruano, Lima, Perú, Librería y Distribuidora Bendezú, 1968, p.43. Citado también por Georgette Vallejo como parte de un agria polémica con los More y sobre todo con Juan Larrea, acusados por ella de falsa amistad, paternalismo y aprovechamiento.

14

Georgette Vallejo, op.cit., p.118.

15

Ver Jerry Palmer, Thrillers. La novela de misterio, México, Fondo de Cultura Económica, 1983 y Ricardo Piglia, Teoría del complot, Buenos Aires, Mate, 2007.

16

Georgette Vallejo, op.cit., 118.

17

Ibidem, 131.

18

Es irónico que el testimonio de la hija de Sautreau lo recuerde como un bromista. Ver “Epílogo de voces: La senda de los elefantes”, en Monsieur Pain, op.cit., p.159.

19

“Mesmeric Revelation” [1844], Columbian Lady’s and Gentleman’s Magazine. Versión de The Complete Tales and Poems of Edgar Allan Poe, New York, Penguin Books, 1984.

20

Edgar Allan Poe: “Revelación mesmérica”, Obras en prosa, Tomo I, Cuentos, Madrid, Revista de Occidente, Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1956. Traducción, Introducción y Notas de Julio Cortázar, p. 266.

21

Georgette Vallejo, op.cit., 131.

22

Ibidem, p.131.

23

Walter Benjamin, Poesía y capitalismo, Madrid, Taurus, 1998.

126

Transgresión genérica e ideológica en La literatura nazi en América Karim Benmiloud Publicada en 1996 por Roberto Bolaño, La literatura nazi en América1 se presenta bajo la forma de una recopilación de crónicas o de breves monografías apócrifas, dedicadas a escritores, filósofos, intelectuales o editores hispanoamericanos que, en un momento u otro de su vida, adhirieron a la ideología fascista o nazi. Según el caso, dichos escritores se contentaron con reclamarse ideológicamente de los dictadores que marcaron la trágica historia del siglo xx (Hitler, Mussolini, Franco o Primo de Rivera), o los conocieron personalmente y se codearon con ellos y, en algunos casos extremos, hasta llegaron a tomar las armas para defenderlos y comprometerse militarmente a favor de sus regímenes autocráticos y sus proyectos de supremacía nacional o transnacional. LA TRANSGRESIÓN GENÉRICA La primera transgresión operada por el texto de Bolaño tiene que ver con el género propiamente dicho, al presentarse el volumen como una “novela”, como reza el subtítulo de la primera edición de La literatura nazi en América. En efecto, el lector aficionado al género novelístico sensu stricto no puede sino sentirse defraudado por esta extraña colección de crónicas y monografías literarias que, a primera vista, poco tiene que ver con una novela tradicional, por carecer de una historia y de un desenlace (para ser muy esquemáticos). El volumen poco se emparienta con una novela clásica, como lo reconoce un lector tan abierto y lúcido como es el propio Jorge Herralde, quien sería después el editor de Bolaño, al recordar en Para Roberto Bolaño su juicio de la época: “Le escribí diciéndole que si algún día venía a Barcelona, me gustaría hablar con él, y añadí, un tanto escuetamente […] que La literatura nazi en América ‘me causó buena impresión aunque dudaría en calificarla de novela’”2. Un diccionario de autores y una enciclopedia literaria No cabe duda de que el libro es primero un diccionario de autores, que recopila 30 monografías (4 mujeres y 26 hombres), que empiezan todas por una mención del autor, con sus nombres y apellidos, y, si los tiene, con sus alias, 127

apodos o noms de plume.3 Después de la identidad, oficial u oficiosa, se mencionan sus respectivos años y fechas de nacimiento y de muerte, como se observa en los diccionarios tradicionales. Asimismo, las biografías no vienen firmadas y parecen ostentar una objetividad y una seriedad enciclopédicas. Sin embargo, la clasificación no obedece ni al orden alfabético (como en los diccionarios), ni al orden cronológico (como en las historias de la literatura). En realidad, parece obedecer a cierta lógica literaria, en términos de escuelas, movimientos, influencias, géneros y prácticas literarias, por lo cual el libro se parece más bien a un manual de literatura, o tal vez a un “arbitrario de literatura” lleno de subjetivismo, como lo sugieren las 13 rúbricas en que se insertan las 30 monografías. De hecho, el libro sólo parece ser la recopilación aleatoria de varios ensayos o crónicas literarias que versan sobre el mismo tema, la literatura nazi en América, como si de las entregas semanales de un suplemento literario se tratara. Algunos títulos de las rúbricas no dejan por cierto de llamar la atención por su marcado carácter literario: “Los héroes móviles o la fragilidad de los espejos” (2), “Precursores y antiilustrados” (3), “Dos alemanes en el fin del mundo” (6), “Magos, mercenarios, miserables” (8), “Las mil caras de Max Mirebalais” (9), “Los fabulosos hermanos Schiaffino” (12), “Ramírez Hoffman, el infame” (13), a las que se suma un “Epílogo para monstruos”. Esta estructura libre en 13 “capítulos” (sin mención alguna de números) se repite después en cada rúbrica, ya que cada capítulo consta de uno, dos, tres o cuatro biografías. La construcción arquetípica reúne un par o un díptico de escritores (cap. 2, 4, 5, 6, 10, 11, 12). Dos capítulos recopilan tres biografías (cap. 1 y 7); otros dos recopilan cuatro biografías (cap. 3 y 8); y los dos capítulos restantes son monografías sensu stricto, por confundirse con una sola biografía literaria (cap. 9 y 13). Sin embargo, esta última modalidad unicelular esconde una variante, en el sentido en que el capítulo 9, “Las mil caras de Max Mirebalais”, es, como lo sugiere el título, a la vez monográfico y múltiple: “Max Mirebalais, alias Max Kasimir, Max von Hauptmann, Max le Gueule, Jacques Artibonito”. Si nos atenemos a la composición fragmentada del libro, La literatura nazi en América es un texto polifónico y profundamente híbrido: a la vez diccionario de autores, enciclopedia, recopilación de crónicas literarias, arbitrario de escritores, bitácora de viajes y lecturas, libro de posibles prólogos, compendio de notas necrológicas que podrían haberse publicado en algún periódico, galería de retratos (se mencionan por cierto algunas fotos4), o incluso álbum de familia, 128

algo así como la extraña y conmovedora familia nazi.5 De ahí el primer capítulo, “Los Mendiluce”, que se presenta como una suerte de “novela familiar”, y que recoge las biografías de Edelmira Thompson de Mendiluce, la madre, y después, separadamente, la de dos de sus hijos: Juan y Luz Mendiluce Thompson. O sea que el libro se hojea también como un álbum de familia, donde uno va descubriendo la genealogía oficial y las secretas filiaciones, los primogénitos consentidos y los hijos abandonados y rabiosos y, por fin, las auténticas dinastías del poder político y literario y los violentos ajustes de cuentas entre herederos. Pero, como lo revela el “Epílogo para monstruos”, La literatura nazi en América es también un verdadero catálogo editorial6, que propone, para edificación y regocijo de las masas (o más probablemente de los happy few) una subjetiva selección de libros y autores: “Algunos personajes”, “Algunas editoriales, revistas, lugares” y “Algunos libros”. Y el libro es también, por qué no, desfile de sombras, visita a un manicomio, tertulia post-mortem en el infierno7, o paseo literario por un improbable —y solemne— cementerio de escritores nazis, o sea, el exacto envés de un campo de concentración: un monumento dedicado a los soldados y a los verdugos, una verdadera prefiguración de Heldenberg, la Colina de los Héroes que se evocará luego en el apólogo del zapatero vienés en Nocturno de Chile.8 Y la brevedad de algunas monografías las acerca al epitafio que se lee en las lápidas mortuorias o en los monumentos a los muertos. De hecho, la ironía implícita radica precisamente en la voluntad de dejar constancia del paso por el mundo de esta prole del Mal, como si fuera importante devolverles a aquellos monstruos su lugar en la historia del universo, a imagen y semejanza de la famosa Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges. Es importante señalar ahora que la lista de los autores recopilados en La literatura nazi en América no es, ni mucho menos, una selección homogénea, pese a la ideología por la que se comprometieron, en mayor o menor grado, todos los autores mencionados. En el espacio ficcional dibujado por el libro, coexisten o, mejor dicho, coinciden y convergen, como en el Infierno de Dante, una retahíla de hombres y mujeres, teóricos y verdugos, artistas y soldados, hinchas e historiadores revisionistas, filósofos y jugadores de fútbol, de todas las edades y todos los medios sociales: proletarios y aristócratas, campesinos y diplomáticos, en fin, un universo completo y totalizador. Pero a esta lista de difuntos escritores, nacidos entre 1880 y 1962, y muertos 129

entre 1940 y 2017 (o sea mucho después de la publicación del volumen que recuerda sus trayectorias, lo que nos acerca a la literatura de ciencia ficción), hay que añadir también una lista implícita o explícita de otros autores, contra los que escriben precisamente los escritores recopilados en el libro. Así, en filigrana, aflora una historia más canónica de la literatura en la que Bioy Casares, Borges y Cortázar fungen como modelos (24). Lo mismo podría decirse de la historia de la filosofía que se vislumbra gracias a la metódica serie de refutaciones firmadas por el fatal Luiz Fontaine Da Souza, autor de una obra filosófica río (y precisamente nacido en Río de Janeiro), entre las cuales destacan su Refutación de Voltaire, Refutación de Diderot, Refutación de D’Alembert, Refutación de Montesquieu y Refutación de Rousseau, que testimonian un odio obsesivo —y casi conmovedor— por la filosofía francesa del Siglo de las Luces y de los enciclopedistas. Podemos concluir este primer apartado con el guiño de ojo que nos propone el propio Bolaño al describirnos la obra del norteamericano Zach Sodenstern (1962-2021), que tiene un estatuto peculiar en la novela por ser a la vez el más joven de los autores recopilados, y uno de los que más rebasan los límites temporales de la novela, al morirse en 2021: “El Control de los Mapas […], llena de apéndices, mapas, índices onomásticos incomprensibles, se propone como un texto interactivo […]. No hay un personaje principal. Cuando no parece un caos se asemeja a una colección de cuentos salvajemente hilvanados entre sí. […] los textos parecen no un puzzle desquiciado sino un fragmento de un puzzle desquiciado. El Cuarto Reich de Denver aunque presentado y vendido como una novela en realidad es una guía para leer las tres entregas precedentes” (108).9 Como puede verse, la obra del apócrifo Zach Sodenstern tiene mucho que ver con la obra de Bolaño: fragmentariedad, discontinuidad, juegos onomásticos, multiplicidad de protagonistas, estructura en forma de rompecabezas, etc. Una miscelánea de textos Huelga decir que la cuestión genérica rebasa los límites del estatuto del volumen de Bolaño, que por cierto difícilmente se deja encasillar en el género novelístico. Fuera de la originalidad de la composición del libro, esta dificultad se debe también a la multiplicación de los discursos recopilados por La literatura nazi en América. Estos discursos múltiples son primero los de los propios autores antologados, quienes se dedican con gran empeño y afición a todos los géneros literarios posibles: novela, poesía, teatro, crítica literaria y traducción (siendo este último ejercicio, entre todos, el que permite cultivar con 130

más refinamiento la traición de los textos canónicos). La obra maestra de una de las pocas mujeres de La literatura nazi en América, la argentina Daniela de Montecristo es, al respecto, ejemplar: El libro aborda de manera torrencial y anárquica todos los géneros literarios: la novela amorosa y la novela de espías, las memorias, el teatro, incluido el de vanguardia, la poesía, la historia, el panfleto político. (86-87)

Otra evocación cobra una innegable dimensión metatextual cuando se habla de Franz Zwickau, poeta venezolano hijo de “emigrantes alemanes” y autor de un sugestivo poemario titulado El Hijo de los Criminales de Guerra (1967), “libro maldito, espeluznante, mal escrito […], plagado de improperios, maldiciones, blasfemias, detalles autobiográficos absolutamente falsos, imputaciones calumniosas, pesadillas” (91). Pero sería un error creer que la literatura nazi se limita a exaltar la guerra y a complacerse en el horror y el odio racial. Obviamente, algunos escritores cumplen con este requisito, como lo muestra el caso del (salvaje) Silvio Salvático, que aboga por “la reinstauración de la Inquisición, los castigos corporales públicos, la guerra permanente ya sea contra los chilenos o contra los paraguayos o bolivianos como una forma de gimnasia nacional, la poligamia masculina, el exterminio de los indios para evitar una mayor contaminación de la raza argentina, el recorte de los derechos de los ciudadanos de origen judío […]” (49). Pero, amén de estos libros torrenciales y apocalípticos, se notan inesperadas incursiones en el género pastoril o bucólico, las más veces secretas, como si fueran las travesuras inconfesables de unos niños vergonzosos. Así del propio Franz Zwickau, “Sólo póstumamente se conocieron sus poemas escritos en alemán, Meine Kleine Gedichte, una colección de ciento cincuenta textos breves y de ambiente más bien bucólico” (93). La nota biográfica dedicada al colombiano Jesús Fernández-Gómez concluye con semejante sorpresa, al hacer del voluntario de la División 250, la famosa División Azul española que combatió en el frente ruso, el autor de una “novelita galante”, La condesa de Bracamonte, en la que “La descripción de los jardines andaluces es minuciosa y no carece de interés” (44). De hecho, el registro amoroso es también uno de los registros predilectos de los escritores nazis, que no descartan ni el sentimentalismo, ni el amor cursi (en este caso, la transgresión sería: ¡los nazis también aman!). En sus producciones, no descartan tampoco el teatro de vodeville o, en su versión moderna y melodramática, la telenovela brasileña (26). En todo caso, una de las revelaciones del volumen apócrifo es que la 131

literatura nazi no es pura, sino por lo contrario mestiza, híbrida e impura. En ella, la pureza alterna con la trivialidad, lo bucólico con lo pervertido, y lo etéreo con lo escatológico, como lo prueba la alusión implícita a Rabelais que entraña el nombre del personaje de Max Mirebalais, que esconde en realidad un miRabelais (mitad Rabelais), que alude tal vez a otra mitad, complementaria, que apuntaría a una modalidad más seria o más inquietante, como lo sugiere otro alias del personaje, Max le Gueule (literalmente: Max las Fauces). De hecho, Max le Gueule es un evidente avatar del futuro protagonista de Estrella distante, Ruiz-Tagle (léase Ruiz-Ta Gueule en francés, o sea “¡cállate la boca!”), como lo confirmará uno de los halcones de Nocturno de Chile, Ta Gueule, que explicitará a posteriori el juego de palabras translingüístico de Estrella distante, y que remite directamente al silencio mortal de la censura impuesta por la dictadura.10 Otro género practicado por los escritores nazis es, por supuesto, la literatura de ciencia ficción, cuyo mejor representante es sin duda el norteamericano J. M. S. Hill, con sus “[…] laberintos subterráneos por donde pululan monjes guerreros, complots para matar al presidente de los Estados Unidos, naves espaciales que abandonan una Tierra en llamas y colonizan Júpiter, sociedades de asesinos telépatas, niños que crecen solos en grandes patios oscuros y fríos” (103-104). Como puede verse, la mezcla de los géneros y de los registros raya más de una vez en lo grotesco, como lo muestra El Sargento P. del venezolano Segundo José Heredia (1927-2004), una novela que cuenta “la historia de un ex combatiente de las Waffen SS perdido en la selva venezolana en donde se dedica a ayudar a una misión de monjas en conflicto permanente con el gobierno, con los indios y con los aventureros que pueblan la región” (115). Pero, más allá de la literatura clásica, La literatura nazi en América ofrece muestras de otras artes y se abre hacia otros horizontes, como lo ejemplifica la obra de Rory Long (1952-2017), que incluye “cartas, canciones, piezas teatrales, guiones de televisión y cine, novelas inconclusas, cuentos, fábulas con animales, argumentos de cómic, biografías, panfletos económicos y religiosos y, sobre todo, poesía, en donde mezclaba todos los géneros ya citados” (145). En esta nueva serie de géneros destacan los guiones de televisión y cine, cuyos argumentos inverosímiles y perezosos recopila, imita y parodia la “novela” de Roberto Bolaño. Por supuesto, el cine reivindicado por los escritores nazis no tiene nada que ver con el neorrealismo italiano ni con las películas de Bergman: se trata más bien de la subcultura televisiva y del cine gore o porno11, cuando no de los improbables snuff movies. Asimismo, el género periodístico 132

practicado por dichos escritores recuerda más lo morboso de la nota de sucesos y el mal gusto de la prensa amarillista más infame que el periodismo de investigación o la prensa de opinión.12 Por supuesto, conforme vamos leyendo el libro, observamos un evidente mimetismo entre el registro supuestamente adoptado por los escritores referidos y la novela de Bolaño, ya sea bajo la forma de la imitación o del pastiche, ya sea bajo la forma de la exageración, de la sátira y de la parodia, con intención marcadamente irónica y jocosa. La orgía paródica culmina tal vez en la crónica deportiva, y más precisamente en la imitación de la crónica futbolística a la que dan lugar las biografías de Ítalo Schiaffino y su hermano Argentino Schiaffino, ambos miembros de la hinchada del club de fútbol de Boca Juniors. Una “novela de novelas” Si La literatura nazi en América no es una novela, lo que sí es, en cambio, es una “novela de novelas”, que contiene en germen gran parte de la posterior producción literaria de su autor, Roberto Bolaño. Los críticos ya analizaron ampliamente este aspecto fundamental de La literatura nazi en América, que incluye a la vez una primera versión sintética del argumento de la novela posterior Estrella distante en el capítulo final “Ramírez Hoffman, el infame”, y una serie de núcleos generadores de novelas posteriores. Así la complicidad entre los poetas Ignacio Zubieta y Jesús Fernández-Gómez anuncia por ejemplo la amistad poética entre Ulises Lima y Arturo Belano en Los detectives salvajes (1998). Así que si La literatura nazi en América no es una novela, es tal vez una novela de novelas, un sistema significante en constante expansión y con vocación totalizadora, que contiene literalmente todas las novelas posteriores del autor. Es lo que muestra también, en los intersticios de la novela, en la biografía de Gustavo Borda, una novela titulada Crímenes sin resolver en Ciudad-Fuerza, publicada en 1991, que hace juego a su vez con otra novela del mismo autor mencionada tan sólo en la bibliografía final, Apocalipsis en Ciudad-Fuerza, fechada de 1999. Estas dos obras anuncian por supuesto 2666, la novela total — y póstuma— de Bolaño, que evoca los crímenes de Ciudad Juárez (Ciudad Fuerza) en la ficcional Santa Teresa. Entre los elementos intratextuales que favorecen la comparación del núcleo original con la obra posterior, citemos: el tema (los “crímenes sin resolver” de Ciudad Fuerza como prefiguración del feminicidio de Ciudad Juárez); el juego anagramático Juárez/Fuerza (fuera de la 133

letra inicial, J o F, las dos ciudades comparten las letras u, a, r, e, z); el tema de la ciudad fronteriza, o sea ciudad-Border imaginada por un doble de Gustavo Borda, que no es otro que el propio Bolaño; y por fin las fechas 1999/2666 (siendo la segunda, una inversión de la primera, gracias a la lectura al revés de la cifra 9). Así es como se pasa de una novela apocalíptica y milenarista (Apocalipsis en Ciudad-Fuerza, 1999) a una novela también apocalíptica, pero marcada por el número de la Bestia o del Demonio (2666). LA TRANSGRESIÓN IDEOLÓGICA Los escritores nazis en América Pero volvamos a la formidable transgresión ideológica que propone La literatura nazi en América. El primer logro de este libro estriba, desde el título, en el extraño contraste producido por la superposición de una ideología determinada —y de sus poco conocidas manifestaciones literarias—, el nazismo, nacido en la Europa de la primera mitad del siglo xx, y de un espacio con el que dicha ideología poco tiene que ver, América, que no llegó a conocer los enfrentamientos de la Segunda Guerra Mundial en su propio suelo. Del encuentro fortuito e inesperado entre ambas realidades fundamentalmente heterogéneas, un tiempo histórico (el nazismo) y un espacio (América), nace un efecto de sorpresa para el lector, a la que viene sumándose una interrogación o una vaga inquietud, relacionada con la amenaza que parece cernirse sobre un continente que se salvó de la plaga nazi. O sea que el volumen se orienta a la vez hacia el pasado (el nazismo como ideología ya histórica y difunta) y más inesperadamente hacia el futuro, si se considera la actualización llevada a cabo por el título, que remite a las últimas manifestaciones (estéticas) del nazismo, “la literatura nazi”, y a su posible espacio de proyección o de crecimiento, América, considerada como la nueva Tierra de Promisión de una ideología que, como el Fénix, podría renacer de sus cenizas. De hecho, el fantasma de esta superposición de planos o de esta proyección espacial y geométrica del nazismo sobre el territorio americano constituye un motivo recurrente en La literatura nazi en América. Así, en el libro, la segunda serie de poemas de Willy Schurhölz esconde en realidad —según algunos exegetas apócrifos— los “planos de los campos de concentración de Terezin, Mauthausen, Auschwitz, Bergen-Belsen, Buchenwald y Dachau. […] Unos dicen […] que se trata de una propuesta seria y criminal de reinstaurar en Chile los desaparecidos campos” (96-97). La experiencia poética de vanguardia se 134

desdobla y se amplía después con un verdadero proyecto de land art: “Apoyado en un equipo de excavadoras [Willy Schurhölz] rotura sobre el desierto de Atacama el plano del campo de concentración ideal: una imbricada red que seguida a ras de desierto semeja una ominosa sucesión de líneas rectas y que observada a vuelo de helicóptero o aeroplano se convierte en un juego grácil de líneas curvas” (98). Ahora bien, la transgresión ideológica que consiste en postular una reviviscencia del nazismo en tierras americanas no es tan sólo el fruto de los desvaríos de un autor fascinado por el Mal absoluto: se apoya también en varios elementos históricos. El primero tal vez lo represente la también trágica historia del continente, y el “exterminio de los indios” (49), que revela la profética capacidad de los conquistadores para emular a los nazis europeos en la práctica del genocidio. El segundo es más directo aún, al establecer un vínculo estrecho entre los nazis y América, por haber acogido el nuevo continente a los criminales de guerra nazis. Es lo que revela la biografía de Willy Schürholz, nacido en la Colonia Renacer, en la que “[…] se decía que […] habían estado ocultos Eichman, Bormann, Mengele. En realidad el único criminal de guerra que pasó unos años en la Colonia (dedicado en cuerpo y alma a la horticultura) fue Walther Rauss, al que luego se quiso vincular con algunas prácticas de tortura durante los primeros años del régimen de Pinochet” (95). O sea que el posible renacer del nazismo en América se debe ante todo al refugio encontrado allí por los criminales de guerra nazis, que no tardaron en ponerse al servicio de las dictaduras del Cono Sur. Una galería de monstruos La transgresión consiste también en dedicarle tanto espacio a esta galería de criminales de guerra, este desfile de auténticos monstruos, sobre quienes el narrador nunca emite el menor juicio crítico. Como sucederá luego en Nocturno de Chile, el punto de vista adoptado es seudo neutral, como si fuera indecoroso subrayar los errores y las culpas de aquellos escritores nazis. Muchas veces, el narrador tiende incluso a disminuir el grado de responsabilidad de estos individuos, como si fuera posible interesarse sólo por la vertiente literaria de sus carreras respectivas. Para extremar el procedimiento, es como si el narrador se dedicara a la figura del joven pintor Adolfo Hitler, haciendo caso omiso de su protagonismo trágico en la historia del siglo xx e insistiendo en el valor o en las debilidades de su producción artística, como si ésta pudiera enfocarse fuera de toda contextualización. En La literatura nazi en América, se plantea pues, por 135

vez primera en la narrativa de Bolaño, y de forma paradigmática, la cuestión fundamental de las articulaciones entre Poética y Ética, y su necesaria interrelación o interdependencia. Así, por su falta de toma de posición, el narrador anónimo finge creer que la exigencia literaria y poética puede borrar o redimir el odio y el crimen. El ejemplo canónico lo proporciona el caso de Amado Couto: “Luego entró a trabajar en los Escuadrones de la Muerte y secuestró y ayudó a torturar y vio cómo mataban a algunos pero él seguía pensando en la literatura y más precisamente en lo que necesitaba la literatura brasileña” (117). En todo caso, la galería de retratos se transforma poco a poco en el cabinet de curiosités exhibido por un científico o un enciclopedista del siglo xviii, como un entomólogo que reuniera ejemplares excepcionales para su particular colección de escarabajos. De hecho, la recolección no carece de ejemplares extraordinarios: hermanos fabulosos, hermanos siameses, casos de desdoblamientos13 o de personalidades múltiples, que señalan la naturaleza híbrida y monstruosa de los especimenes reunidos. El volumen reúne por lo tanto a la vez seres únicos cuya irreducible individualidad se plasma poéticamente en una identidad tautológica, como lo muestran los casos de Axel Axelrod, Etienne de Saint-Etienne, Luz Mendiluce, Silvio Salvático, Andrés Cepeda Cepeda (o posteriormente H. Ibacache); y seres monstruosamente múltiples, con un sinfín de identidades, alias y apodos, que dan cuenta de las diversas formas que cobra el nazismo, que es como la Hidra de Lerna, el monstruo de siete cabezas en la mitología griega.

El humor negro Fuera de postular la reviviscencia del nazismo en tierras americanas, la transgresión y la provocación estriban sobre todo en el tratamiento cómico del tema y en el feroz humor negro que se despliegan a lo largo de la “novela” de Bolaño. Las explosiones más transgresivas nacen por supuesto de la mezcla del espanto con lo cómico, como en el caso de la desesperada Luz Mendiluce Thompson, abandonada por su esposo, que acaba escribiendo “su famoso poema Con Hitler fui feliz, texto incomprendido tanto por la derecha como por la izquierda” (sic) (27). Después, “los versos de Luz est[ar]án exentos de alusiones políticas, tal vez alguna metáfora (“en mi corazón soy la última nazi”) desafortunada” (29)14. Semejante efecto cómico produce una acotación tan 136

lacónica como ésta: “La novela no está exenta de humor, sobre todo para la época en que fue escrita: París, 1944” (sic) (44). El humor negro se vuelve incluso socarrón cuando se evoca la figura de la poetisa Daniela de Montecristo, “que en la nalga izquierda llevaba tatuada una esvástica negra…” (86). Asimismo, del escritor Segundo José Heredia se sabe que “En los sesenta fundó una Comuna Aria Naturalista (“nudista” según sus detractores) en las cercanías de Calabozo, en el estado de Guárico, de efímera existencia” (116). Otra vez, lo cómico se entreteje con lo horrible, al superponerse —transgresivamente— los cuerpos demacrados de los deportados en los campos de exterminio y los cuerpos libres y desnudos de los nazis nudistas de Venezuela. Una indagación de las raíces del Mal Pero, entre las interrogaciones profundas que nutren La literatura nazi en América, está también la cuestión de la permanencia del Mal, entendido a la vez como fuerza capaz de regenerarse constantemente y encontrar nuevos súbditos y nuevos paladines, y también como resistencia frente a los desgastes del tiempo y a la muerte. La pregunta es: ¿por qué los buenos y los poetas mueren jóvenes, mientras que los malos y los verdugos, si no los matan, mueren centenarios? Es lo que ejemplifica la visión del la unión bestial entre Ernst Jünger y Leni Riefenstahl que se produce en un poema de Rory Long: “Escribió, por ejemplo, un poema en donde Leni Riefenstahl hacía el amor con Ernst Jünger. Un centenario y una nonagenaria. […] ¿Por qué viven tanto los nazis? Fíjate en Hess, que si no se suicida hubiera llegado a los cien. ¿Qué los hace vivir tanto? ¿Qué los hace casi inmortales?” (146-147).15 De ahí la pregunta punzante, hiriente, obsesiva, que comparten a la vez los escritores nazis y el propio Bolaño: “Pero cuál es el secreto de la longevidad. La Pureza. Investigar, trabajar, crear el milenio desde diferentes planos” (147).16 Por este motivo, la novela cobra el aspecto de un texto apocalíptico, en el que abundan las obras, visiones y revelaciones que anuncian el Juicio Final, en que los nonagenarios y los centenarios ya no podrán escapar de su responsabilidad: Apocalipsis en Novo Hamburgo de Luiz Fontaine Da Souza; La Colina de los Zopilotes, de Irma Carrasco, que “propone sin más la vuelta al México de 1899 como única forma de salvar un país al borde del desastre. Según otros, se trata de una novela apocalíptica en donde se atisban los desastres futuros de la nación que nadie podrá impedir o conjurar” (82). Pero el capítulo “Dos alemanes en el fin del mundo” parece menos optimista, porque al final del mundo soñado por Bolaño, siempre habrá un apocalipsis… y serán los alemanes 137

los que ganen el partido (para parodiar una famosa frase del futbolista inglés Gary Lineker). En todo caso, como el libro del poeta Jim O’Bannon, La literatura nazi en América es “un texto apocalíptico que nos traslada por diversos escenarios históricos o del alma humana” (140). Verdadero “Germanismo mental”, como diría Juan Valera, La literatura nazi en América es a la vez un libro fragmentario y totalizador, autosuficiente e interdependiente con el resto de la obra de su genial autor. La literatura nazi en América es, por fin, un libro maldito que se vendió muy mal y fue “guillotinado” (como apunta Jorge Herralde), lo que finalmente no debe extrañar tratándose de un libro sobre criminales de guerra. Pero es también un libro profético, en el que Roberto Bolaño nos promete, como de paso, un Apocalipsis a los cincuenta años (27), que anuncia tal vez su propia muerte prematura, precisamente a los cincuenta años, cuando iba terminando una última novela apocalíptica titulada 2666. 1

Roberto Bolaño, La literatura nazi en América, Barcelona, Seix Barral, 1996 (a partir de esta nota, todas las citas se harán de esta primera edición). Otras ediciones: Buenos Aires, Planeta Argentina, 1999; Barcelona, Seix Barral, 2005.

2

Jorge Herralde, Para Roberto Bolaño, Santiago de Chile, Catalonia, 2005, p. 36.

3

Se leen varias alusiones a diccionarios en La literatura nazi en América: “en sus paredes y estanterías coexistían armoniosamente los diccionarios y los manuales prácticos” (47); “el Diccionario de Autores Cubanos (La Habana, 1978)” (59); un diccionario para aprender afrikaner (220).

4

Sobre el papel de las fotografías y el tópico del álbum de familia, véase el caso ejemplar de la foto de Luz Mendiluce con Hitler: “La famosa foto de Hitler sosteniendo a la niña de pocos meses la acompañó toda su vida. Enmarcada en un rico trabajo de plata labrada, presidía el salón de su casa junto a varios retratos de pintores argentinos en donde aparecía ella, niña o adolescente, generalmente en compañía de su madre” (25).

5

Un buen ejemplo del carácter “familiar” y aparentemente inofensivo de las actitudes de los integrantes del libro, lo da precisamente una foto de Argentino Schiaffino: “Tiene amigos negros y amigos del Ku Klux Klan (entre las fotos del libro hay una donde se ve una parrillada en un patio trasero; todos los comensales visten las togas y capuchas del Klan, menos Schiaffino que va vestido de cocinero y que usa una capucha blanca sobrante para secarse el sudor del cuello)” (176).

6

Sobre el interés de Roberto Bolaño por los catálogos editoriales, véase el testimonio de Jorge Herralde: “Yo mismo conocí bien los fetichismos editoriales de Roberto: uno era

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publicar al menos un libro al año en Anagrama, y así sucedió. También escrutaba y me comentaba minuciosamente nuestros catálogos y boletines, en especial el Deconstructing Anagrama, que habíamos publicado en ocasión de los 30 años, en 1999. En éste figura, a modo de prólogo, una lista de aquellos autores con 10 o más títulos en el catálogo de Anagrama, el ‘club de los 10’ como lo llamábamos” (en Para Roberto Bolaño, op.cit., p. 33). 7

Léase la biografía de Franz Zwickau, autor de un “Diálogo con Hermán Goering en el Infierno, en donde el poeta montado en la moto negra de sus primeros sonetos llega a un aeródromo abandonado en la costa venezolana, un lugar cercano a Maracaibo llamado Infierno, y encuentra la sombra del mariscal del Reich con la que conversa de temas diversos: aviación, vértigo, destino, casas deshabitadas, valor, justicia, muerte” (91).

8

Sobre el descubrimiento de la Colina de Heldenberg como variación secreta sobre el descubrimiento de los campos de concentración y exterminio nazis por el Ejército Rojo (y la Colina como envés o negativo de Auschwitz), véase nuestro artículo, “Figures de la mélancolie dans Nocturno de Chile” in Karim Benmiloud et Raphaël Estève, Les astres noirs de Roberto Bolaño, Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 2007, 109-134, pp. 117-122.

9

Para mayor adecuación de la cita con la obra del propio Roberto Bolaño, léase “todas las obras posteriores”, por supuesto, al final de la cita (y véase luego nuestro apartado sobre La literatura nazi en América como “novela de novelas”).

10

Semejante juego de palabras entraña el apellido de Amado Couto (léase “couteau” en francés, o sea “cuchillo” o “navaja”), como lo revela la frase siguiente: “como si la palabra Fonseca fuera una herida y la palabra Couto un arma” (117).

11

Véase la biografía de John Lee Broocke, que se autoinculpa de cuatro asesinatos: “los del pornógrafo Adolfo Pantoliano, la actriz porno Suzy Webster, el actor porno Dan Carmine y el poeta Arthur Crane, ocurridos, los tres primeros, cuatro años antes y el último en 1989” (153).

12

Véase p. 28.

13

Véase el doble caso de Italo Schiaffino y de su hermano Argentino Schiaffino.

14

Es también divertidísimo imaginar que los proyectos criminales de Hitler pudieron haber nacido de una lectura errónea del Martín Fierro: “El futuro Führer del Reich causa en la poetisa argentina una gran impresión. Antes de despedirse le regala algunos de sus libros y un ejemplar de lujo del Martín Fierro, obsequios que Hitler agradece calurosamente obligándola a improvisar una traducción al alemán allí mismo, cosa que no sin dificultad consiguen entre Edelmira y Carozzone. Hitler se muestra complacido. Son versos rotundos y que apuntan al futuro” (13-14).

15

En cambio, en ciertos casos, algunos héroes o mártires se sacrifican para librar el mundo de algunos especimenes de la prole del Mal; como es el caso de Rory Long

139

(1952-2017), finalmente asesinado a los 65 años: “Y tuvo una salud de hierro hasta un mediodía de marzo del año 2017 en que un joven negro llamado Baldwin Rocha le voló la cabeza” (147). Y como es el caso de Ramírez Hoffman el infame, ajusticiado al final del episodio que narra su vida: “Romero me señaló el banco de un parque. Espéreme aquí, dijo. ¿Lo va a matar? El banco estaba en un discreto rincón en penumbras. La cara de Romero hizo un gesto que no pude ver. Espéreme aquí o váyase a la estación de Blanes y coja el primer tren” (203). 16

Sobre la importancia de la figura de Ernst Jünger en la obra de Bolaño, y especialmente en Nocturno de Chile, véase el artículo de Raphaël Estève, “Jünger et la technique dans Nocturno de Chile”, in Karim Benmiloud et Raphaël Estève, Les astres noirs de Roberto Bolaño, op.cit., pp. 137 sq.

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DE CESÁREA TINAJERO A BENNO VON ARCHIMBOLDI

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El “Primer Manifiesto de los Infrarrealistas” de 1976: su contexto y su poética en Los detectives salvajes1 Javier Campos

I Los poetas abundan en la narrativa de Roberto Bolaño. Pero como escribió Patricia Espinosa sin embargo “…estos siempre viajan para caer a un precipicio donde acaban degradados”.2 El viaje de los poetas en los cuentos, novelas, y poemas de Bolaño podría ser la metáfora del despeñadero de su propia poética (“real visceralista” o “infrarrealista” que explicaré más adelante) parecida a la de aquellos poetas de quinta columna que más de alguien ha llamado el “Panteón Negro de la Literatura”. Es decir, Lautréamont, Sade, Rimbaud, Jarry, Artaud, Roussel. Sin duda, el más viajero de esos poetas de aquel Panteón Negro, y que muy joven abandonó Paris y la escritura de la poesía para siempre —aunque continuaba leyendo otros libros para hacerse rico y únicamente escribiendo cartas a su familia— fue Arthur Rimbaud. El que a los 26 años desapareció de Europa para vivir por 11 años entre Arabia y África tratando de hacerse de alguna fortuna en trabajos, primero, de simple empleado. O de negociante luego, vendiendo y comprando diversos productos, incluida la venta de armas.3 Algo semejante o parecido harán los poetas latinoamericanos “real visceralistas” de la novela Los detectives salvajes de Bolaño (que no son los mismos que los “infrarrealistas” aunque se parecen). Es decir, llevaron su degradación y desaparecimiento, aniquilación total de su literatura o poesía, hasta las últimas consecuencias. Cosa que no hicieron los “estridentistas” o vanguardistas mexicanos de principios de siglo, por quienes Bolaño sintió una fuerte admiración. Pero los jóvenes “real visceralistas” no se parecieron tanto a Rimbaud sino más bien al poeta “El Conde de Lautréamont”, o Isidore-Lucien Ducasse, quien desapareció durante la revuelta de la Comuna de París entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871. Su única obra fue un texto en prosa poética que tituló Les Chants de Maldoror. No existe ninguna fotografía suya, y casi nada se sabe de su vida. Parece que la policía lo mató en aquella revuelta. 142

Oscuro poeta uruguayo/francés quien sería el precursor de todo el surrealismo y la vanguardia posterior de aquel ya muy lejano comienzos del siglo xx. No hay duda de que la imagen del poeta en la obra de Bolaño, aquel que camina hacia el abismo por su propia voluntad, no es más que la repetición y reactualización, durante comienzos de los 60 y 70 en América Latina, del artista surrealista —o los de las primeras vanguardias— que como se sabe aparecen desde mediados del siglo xix y se hacen prolíferos en las primeras décadas del siglo xx en diferentes manifestaciones artísticas (poesía, pintura o cine, principalmente). Y claro, también se reproducen en América Latina pues eran por cierto “aires de época”, como decía el estridentista mexicano Maples Arce, en la entrevista que le hace Bolaño en 1976: “Los movimientos de vanguardia tomaron en Europa otras direcciones, aunque obedecían al mismo fenómeno espiritual e intelectual, de insatisfacción, inquietud y fineza perceptiva” (“Tres estridentistas”, Plural, 1976, 54). No es un azar que los poetas “real visceralistas” de la novela Los detectives salvajes hayan desaparecido para siempre sin dejar rastros al igual que el Conde de Lautréamont. Y en eso se diferenciaron de los “estridentistas” mexicanos, quienes siguieron vivos y, como decían ellos mismos, finalmente “se burocratizaron” (“Tres estridentistas”, 59). Es cierto, los poetas “real visceralistas” —los de la novela— no dejaron textos escritos ni documentación poética por ninguna parte. En la literatura exageraron lo anterior aunque no tanto en la realidad donde se llamaron infrarrealistas, nombre que el propio Bolaño dio al grupo en 1976. Otra cosa también: muchos de los poetas infrarrealistas sobrevivieron —como Bolaño mismo, pero hasta julio del 2003— para contar o reinventar a esos muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego. Los otros sobrevivientes reales del infrarrealismo aún viven, como el caso del poeta Rubén Medina, quien formó parte del grupo en Ciudad de México en 1976, es decir con Bolaño (o Arturo Belano en la novela), con Mario Santiago (o Ulises Lima en la novela). Este último falleció en 1997 atropellado por un auto al cruzar una calle en Ciudad de México. Y el poeta Bruno Montané (otro personaje en la novela) que ahora vive en algún país de Europa. El asunto es que encontré a uno de los infrarrealistas vivos: al poeta Rubén Medina, quien es ahora académico en Estados Unidos y ciertamente un albacea misterioso del grupo (o por lo menos él quisiera serlo). Le pregunté a Rubén Medina, antes de comenzar a redactar ese trabajo, si él era realmente, a lo mejor, el poeta Juan García Madero de la novela. Se quedó callado y no me respondió 143

la pregunta hasta ahora. Quizás sí, quizás no. En todo caso, él únicamente sabe la verdad (o la sabe el poeta Bruno Montané por cierto) que no me quiso decir para, probablemente, no destruir el misterio de Los detectives salvajes. Pero de igual manera, el poeta-académico, ex-infrarrealista de los 70 en Ciudad de México, me ofreció generosamente un documento que pocos han usado hasta ahora y pocos se han referido a si realmente existió o no.4 En general, muchos hablan del infrarrealismo (lo describen), pero no se habla de lo principal: qué importancia significativa tuvo o no tuvo ese Manifiesto en relación a gran parte de la obra de Bolaño. Documento aquél que parecía perdido, quemado quizás, o puro mito de los cuates infrarrealistas, con Bolaño y Mario Santiago a la cabeza. Pero seguiré comentando un poco más de esos muchachos “infrarrealistas” —poetas jóvenes latinoamericanos que se nos confunden con los poetas “realvisceralistas”— antes de entrar en aquel Manifiesto encontrado y de otros tres artículos de Bolaño escritos entre 1976 y 1977. Dos de ellos rescatando del olvido a los “estridentistas” mexicanos, y un tercero sobre poesía latinoamericana. A los que hay que agregar una importante edición que Bolaño hizo sobre poesía latinoamericana en 1976. Todo ese trabajo de rescate del pasado surrealista mexicano, más sus posiciones sobre la poesía latinoamericana joven de los 70, hay que conectarlo a Los detectives salvajes pues en mi opinión son las fuentes poéticas de la historia contada en esa novela y de gran parte de “la poética” de toda la obra de Bolaño. Estos poetas “real visceralistas” caminaron al despeñadero y al auto-olvido en Los detectives salvajes, los que también corren la misma suerte cuando aparecen en sus cuentos o poemas. Quizás el poema más interesante al respecto sea el poema largo “Los Neo-chilenos”, escrito en 1993, que tiene una asombrosa semejanza con la novela. El poema relata un viaje de unos poetas (va también una mujer). Todos no tienen más de 22 años. Pero todos viajan al despeñadero pues salen en busca de algo que ninguno sabe ciertamente qué es. El comienzo del poema dice así: “El viaje comenzó un feliz día de noviembre. Pero de alguna manera el viaje ya había terminado. Cuando lo empezamos.” Es, sin duda, la tragedia de ciertos jóvenes poetas desde Baudelaire adelante. O desde el comienzo de la modernidad occidental. O quizás desde siempre en cualquier civilización cuando aparece la conciencia de hacer arte. O la conciencia del artista marginado por el dominio de lo establecido. Es decir, a los poetas “real visceralistas” poco les importaba la poesía misma, quizás como escritura, como testimonio-objeto, como cosa que se almacenara, 144

como evidencia en alguna biblioteca, o guardada en archivos para el futuro. Aunque sí la padecían como si fuera una enfermedad incurable. Los poetas jóvenes, post-Rimbaud diría yo, o post-Conde de Lautréamont, en Los detectives salvajes, jamás publicaron ninguna palabra, ningún verso. Ni Ulises Lima ni Arturo Belano. Dos caras de la misma medalla romántica. Además jamás añoraron volver a sus orígenes ni volver a la ciudad de México o a la ciudad en general. Realmente, esos poetas autodesaparecieron para siempre en la novela. Belano en África. Ulises Lima quién sabe dónde en Europa o en el Asia. Ni siquiera del poeta joven García Madero, el biógrafo autorizado de los realvisceralistas, se supo más. Pero es sugerencia de que nadie quería dejar vestigios vivos ni archivos en ningún lugar de su paso por la poesía. ¿Para qué? Destruirlo todo como ocurrió con el manuscrito de Cesárea Tinajero. Muy parecido a la quema de la primera edición de Rimbaud, Una estación en el infierno. Al fin de cuentas, lo único que Cesárea Tinajero publicó fueron unos poemas visuales. Una carcajada al lector pues así termina la novela. Lo que sí hay en estos poetas jóvenes, que nada publican, es la obsesiva búsqueda de Cesárea. Al fin la encuentran envejecida, deformada, lejos de la belleza joven que fue en los años 20 cuando era la hermosa poeta “estridentista”. La encuentran sin nada publicado que valiera la pena y por eso la matan accidentalmente. Gran metáfora que Grínor Rojo ha tratado mejor que nadie en su artículo sobre Los detectives salvajes.5 Entonces, agrego yo, más bien preguntándome: ¿No sugiere acaso también —la muerte de Cesárea Tinajero— que la poesía tiene sólo fuerza, poder y divinidad, para enceguecer de placer y dolor a los poetas, cuando únicamente ellos son poetas jóvenes porque sólo en esa edad esos jóvenes artistas de verdad son irreverentes, iconoclastas, altaneros, subversivos e inconformistas del arte viejo que quieren cambiar por uno nuevo, pero el que no saben con certeza cuál?

II Como sugerí mas arriba, El Manifiesto Infrarrealista de 1976 no se puede entender sin los otros tres artículos que Bolaño escribió sobre poesía en la Revista Plural de México los años 1976 y 1977, más aquella antología de poetas jóvenes latinoamericanos que editó en 1979 con el título Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego, donde se incluye un excelente y largo prólogo de 24 páginas del crítico ecuatoriano Miguel Donoso Pareja.6 Este da cuenta con 145

bastante precisión, mirando ese prólogo desde ahora, de varias tendencias importantes de la poesía latinoamericana, incluyendo a los “infrarrealistas”. Tendencias que en los años 50, 60, y 70 querían actualizar aquellos poetas jóvenes a su modo; la poderosa influencia vanguardista de fines del siglo xix y comienzos del xx. Miguel Donoso Pareja, sin embargo, declara en ese prólogo que no existe ni conoce ningún Manifiesto de los infrarrealistas. Es obvio que, aunque editado años más tarde, Donoso Pareja escribió el prólogo en 1975. Por eso él no conoció otros detalles, ni menos los artículos publicados por Bolaño en 1976 y 1977 en la revista Plural, especialmente la influencia histórica de los estridentistas en ese grupito de poetas infrarrealistas.7 El documento que me ofreció el poeta infrarrealista ya mencionado, Rubén Medina, fue el Primer Manifiesto Infrarrealista de 1976, redactado enteramente por Bolaño y que, según entiendo, hasta 2004 nadie había comentado. Son casi seis páginas y media, que en tamaño carta actual son tres páginas aproximadamente. Todo el Manifiesto está dividido en 19 fragmentos escritos en prosa. Fue publicado en la Revista INFRA o Revista Menstrual del Movimiento Infrarrealista, en octubre-noviembre de 1977, en Ciudad de México. Los integrantes allí son: José Peguero, vivía en México (en esa época); Bruno Montané, instalado también en Barcelona en esa fecha; Rubén Medina, en México; Carlos David Malfavón, en México; Javier Suárez Mejía, en México también; Roberto Bolaño, quien ya vivía en Barcelona. Y finalmente el último integrante mencionado en la revista, el mítico poeta mexicano Mario Santiago, quien sería Ulises Lima en la novela, y de quien en la revista aquella de 1976 sólo se dice: “Vive en Israel”.8 Quiero ser breve aquí al referirme a los artículos que Bolaño escribió en la Revista Plural ya mencionada. Los dos que hacen referencia a los surrealistas mexicanos, o estridentistas, son un rescate de aquel movimiento pero también una asimilación para incorporarlos a la poética de ese Manifiesto que luego estará en Los detectives salvajes así como en algunos cuentos y poemas. En el otro artículo más bien teórico que escribió sobre la poesía latinoamericana de ese entonces, Bolaño propone lo que la poesía debe ser en ese momento. Asunto que volverá a repetir en forma más alucinada en el Manifiesto de 1976. En otras palabras, el Manifiesto no es otra cosa que un reprocesamiento actualizado, en esos 70, de toda la poética surrealista de comienzos del siglo xix y principios del xx más la fuerte influencia de dos grupos vanguardistas latinoamericanos de los 60 y 70. El primero era el grupo ecuatoriano llamado “Los Tzántzicos” (1960146

1969), nombre tomado de los indígenas reducidores de cabezas de la selva amazónica. “Los Tzántzicos” hicieron una poesía de denuncia combativa y revolucionaria pero se negaron a publicar poemas, puesto que serían destinados a satisfacer el gusto de capas sociales elitistas e insensibles. Sólo los declamaban en escenarios públicos. Querían en definitiva que el poema fuera una manera de agredir a la burguesía como si éste fuera un palo o una pistola. El segundo era el grupo peruano “Hora Zero”, que en 1971 se definía como “construir lo nuevodestruir lo viejo”. No había realmente mucha diferencia entre ambos grupos — aunque mucho más vanguardistas radicales eran “Los Tzántzicos”— que luego Bolaño readaptó e incorporó en el manifiesto construyendo una poética reprocesada que él llamó “infrarrealista”. De allí que Ulises Lima venga a ser claramente en la novela un poeta cien por cien “tzántzico”. En otras palabras, el poeta infrarrealista debía subvertir lo cotidiano a través de una imaginación igualmente subversiva para descubrir mundos nuevos. El poeta debía ser un francotirador, un aventurero. Debía tener otra manera de mirar, opuesta a la mirada complaciente del arte burgués. El poeta debía fijarse en lo diverso del mundo, especialmente en la diversidad de la urbe y asimilarla en su poesía. El poeta debía crear usando los niveles inconscientes, especialmente lo onírico. Es bien claro que este Manifiesto fue influenciado por los primeros surrealistas y no es un azar que en ese documento aparezca visible e invisiblemente por todo el texto la presencia del poeta adolescente Arthur Rimbaud. El manifiesto tiene una frase en el fragmento 12 que resume todo lo que dije anteriormente: “Rimbaud, vuelve a casa”. Que puede leerse también como “Rimbaud, vuelve a Latinoamerica”.

III Para concluir. Mi primera lectura de Los detectives salvajes fue ininterrumpida hasta terminar sus 609 páginas. Una historia, o varias historias entrelazadas, que no había leído antes en la literatura latinoamericana de los 80 y los 90. Al fin leía lo que muchos poetas, narradores, artistas, jóvenes utópicos comenzaban a reflexionar desde fines del siglo xx hasta ahora, comienzos del siglo xxi. Es decir, ¿adónde se fue la utopía subversiva de esos muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego de los 60-70, o el deseo de cambiar y repensar el continente latinoamericano y el planeta? Yo pensaba que Los detectives salvajes era el fracaso de una generación de aquellos jóvenes portadores de una ardiente impaciencia tanto artística como política. Eso mismo 147

le pregunté a Bolaño en una entrevista que le hice en 2002 publicada en Chile en el diario www.elmostrador.cl. La pregunta era esta: “Los detectives salvajes puede ser leída como una novela del fracaso total de un aprendizaje político y poético de toda una generación (los 60, los 70) que al fin se estrellaría (irónicamente) con el Muro de Berlín y la caída del campo socialista. ¿Sería aquello una de las importantes temáticas de tu producción narrativa a partir de los noventa?”. La respuesta de Bolaño fue la que yo no esperaba: “Yo no creo que Los detectives salvajes sea la novela del fracaso de una generación. Al menos, su lectura no puede, en modo alguno, agotarse allí. Lo importante es otra cosa. William Carlos Williams tiene un poema magnífico sobre esto. Es un poema largo, en donde habla de una mujer, una trabajadora, y cuenta las vicisitudes de su vida, una vida más llena de desgracias que de alegrías, pero que esta mujer afronta con valor. Al final del poema, dice Williams: si no puedes traer a esta tierra algo más que no sea tu propia mierda, lárgate de aquí. Por supuesto, lo dice con otras palabras, creo. Pero la idea es esa”.9 Es cierto, después de haberla leído por segunda vez, me parece que Los detectives salvajes no es la historia de una generación fracasada, sino de una universal condición de ciertos artistas jóvenes que apuestan por vivir su propio fuego creativo hasta las últimas consecuencias. Esos artistas que llegaron hasta el despeñadero sin importar que sus obras, ni las vivencias de su propia hoguera, quedaran en archivos ni menos guardadas en bibliotecas o en librerías globalizadas. El caso de Rimbaud en 1883, a los 19 años, quemando 500 copias de su obra Una estación en el infierno, ha sido el ejemplo que muchos poetas jóvenes latinoamericanos quisieron imitar con bastante autenticidad desde principios de siglo xx hasta quizás mediados o fines de los 80. Tampoco les interesó a esos jóvenes poetas “real visceralistas” latinoamericanos quedar en las historias de la literatura de ningún país. Porque la historia de los poetas de Los detectives salvajes es parte de una historia artística latinoamericana que arranca desde las primeras vanguardias y que, como señalé arriba, se reprocesa en los 70 en los “infrarrealistas” y antes de éstos en el grupo los “Tzántzicos” de Ecuador, luego en el grupo peruano “Hora Zero”, y antes de estos dos en “los estridentistas” mexicanos, y antes de todos los anteriores en ese Panteón Negro originario y famoso ya mencionado, cuyos mejores representantes fueron Rimbaud y “El Conde de Lautréamont”. Únicamente de esa manera se explica y se entiende aquel Manifiesto Infrarrealista ya mencionado que Bolaño escribiera en 1976 (e influenciado quizás por la conducta de su amigo querido, el 148

mexicano, poeta maldito realmente, Mario Santiago). Por eso Los detectives salvajes perdurará por mucho tiempo como una obra universal, porque tiene más relación con la condición del artista joven que con el fracaso de una generación. Y porque quizás es la única obra latinoamericana hasta ahora, en este Tercer Milenio, que nos dice también que con esta globalización ya nunca será posible producir más artistas realvisceralistas. Y en eso reside para mí la inmensa belleza poética de gran parte de la obra de Roberto Bolaño. Bibliografía Bolaño, Roberto. “El estridentismo”, Revista Plural, 1976, 61, pp. 48-50. __________. “Tres estridentistas en 1976”. Revista Plural, 1976, 62, pp. 48-60. __________. “La nueva poesía latinoamericana. ¿Crisis o renacimiento?”, Revista Plural, 1977, 68, pp. 41-49. __________. Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (once poetas latinoamericanos), México, Editorial extemporáneos, 1979. (coord.). __________. “Déjenlo todo, nuevamente. Primer manifiesto del movimiento infrarrealista”, Revista Infra 1. Revista menstrual del movimiento infrarrealista, 1977, octubre/noviembre, México, pp.5-11. __________. Los detectives salvajes, España, Anagrama, 1998. Segunda edición. Bolzman, Claudio. “Roberto Bolaño, Mario Santiago y Los detectives salvajes”, en El canillita digital (http://www.elcanillita.ch), 64, octubre-noviembre, 2003. Campos, Javier. “Entrevista a Roberto Bolaño: ‘Son muy pocos los escritores que se la juegan a todo o nada’”, en www.elmostrador.cl, Santiago de Chile, 3 de agosto 2002. Donoso Pareja, Miguel. “Once poetas, seis países: ¿poesía concreta o poesía en proceso?”, prólogo en Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (once poetas latinoamericanos), México, Editorial Extemporáneos, 1979, pp.13-36. Espinosa, Patricia (coord.). “Entre el silencio y la estridencia”, pp. 31-32, y “Tres de Roberto Bolaño: del crac a la posmodernidad”, en Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño, Santiago de Chile, Frasis, 2003, pp. 31-32, y pp.167-175. Herralde, Jorge www.robertobolano.com (Jorge Herralde coord.). Mason, Wyatt. (coord.). The Letters of Arthur Rimbaud. I Promise To Be Good, New York, Modern Library Edition, 2003. Promis, José. “Poética de Roberto Bolaño”, en Patricia Espinosa (coord.), op.cit., pp. 4763.

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Revista As de Copas. “El manifiesto infrarrealista”, 1, año5, http://www.asdecopas.cl/ (Esta revista en Internet desapareció luego de la red en 2005). Rojo, Grínor. “Sobre Los detectives salvajes”, en Patricia Espinosa (coord.), op.cit., pp.65-75.

1

Este trabajo fue leído por primera vez en el xxxv Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana, realizado en la Universidad de Poitiers, Francia, en junio de 2004. El autor organizó allí una mesa sobre la obra de Bolaño (“Acercamientos desde el Tercer Milenio a la obra de Roberto Bolaño ”) donde participaron Grínor Rojo, Fernando Moreno y Javier Campos. Otra aclaración, cuando preparé esta ponencia, y hasta que la presenté en Francia en 2004, nadie entonces había mencionado aún el “Manifiesto Infrarrealista” en ningún artículo. Revisándolo ahora para ser incorporado en la edición de este libro, constato que en la bibliografía crítica sobre Bolaño ahora se menciona este ¨Manifiesto¨, sin embargo siguen siendo referencias generales, pero no hay una interpretación como la que proponemos, es decir, establecer la relación (del “Manifiesto”) con una tradición poética que deviene de las poéticas vanguardistas pasadas y que se reprocesan en los 50, 60, 70 entre algunos jóvenes poetas de entonces.

2

Ver “Entre el silencio y la estridencia” y “Tres de Roberto Bolaño: del crac a la posmodernidad”, Patricia Espinosa (coord.), Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño, Santiago de Chile, Frasis, 2003, pp. 31-32, y pp. 167-175.

3

Aún así, según una reciente edición en inglés, traducida y editada por Wyatt Mason (2003) nunca perdió la comunicación con su hermana más joven, Isabelle, quien vivía en París, ni tampoco rompió con su madre, a las que regularmente escribía y parece les enviaba un dinerito ocasionalmente. Esta edición es la primera en inglés que publica esas cartas, cerca de 250, que Rimbaud escribió durante su vida. Sólo 30 cartas corresponden al periodo antes de partir a África y Arabia, las restantes las escribe durante esos 11 años de su vida en esos lugares. Aquellas 30 cartas son las más conocidas y han sido exageradas porque levantan un Rimbaud mítico del cual muchos poetas jóvenes han tomado esa única imagen para quedarse con ella para siempre. El editor de la edición en inglés, arriba citado, afirma que las cartas escritas en esos 11 años, comparadas con las de otros artistas famosos —como las de Van Gogh, por ejemplo— son distintas. La diferencia está en el tema tratado, principalmente. Las de Van Gogh son testimonios sobre asuntos artísticos. Las de Rimbaud —ésas escritas en sus 11 años fuera de Europa— son testimonios de un hombre que desea hacerse rico. También resulta extraño que no hayan sido publicadas en inglés hasta ahora. Otra cosa curiosa, según esas cartas, Rimbaud pide a su hermana y a su madre que le envíen libros. Los libros que pide son los que tienen que ver con su relación de comerciante, por ejemplo pide muchos “Manuales”, como Manual para Viajeros, Manual para hacer

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Ladrillos, Manual de Metales, Manual para hacer Velas, Guía para hacer Armas, Manual de Armas, Operación de Minas, Manual para hacer Objetos de Vidrio, junto a tratados de Topografía, Geología, Trigonometría, Mineralogía, Química Industrial. Lo que queda claro es que no pide libros ni de poesía ni de literatura en general. No le interesan ya. Véase Wyatt Mason (coord.), Introduction. The Letters of Arthur Rimbaud. I Promise To Be Good, New York, Modern Library Edition, 2003. 4

En lo que he leído sobre Bolaño únicamente el escritor Claudio Bolzman en un artículo de 2003 lo menciona y dice solamente que el Manifiesto apareció en “una revista de difusión confidencial”. Véase Claudio Bolzman. “Roberto Bolaño, Mario Santiago y Los detectives salvajes, en El canillita digital, 2003. En octubre de 2004 aparece en Internet la Revista As de copas, 1, año 5, http://www.asdecopas.cl/ donde por primera vez se incluye íntegro el mencionado “Manifiesto infrarrealista”. Aún así, no conozco un artículo que conecte el “Manifiesto” a un contexto poético latinoamericano —y europeo— como es el propósito de este trabajo. Por otro lado, la reproducción del “Manifiesto” en As de copas no es idéntica al original. Formalmente queremos decir. El contenido es el mismo pero la reproducción allí en Internet no es similar a la publicada por primera vez en la Revista Infra en México en octubre/noviembre de 1977. No se respetó, por ejemplo, la división de los fragmentos ni tampoco el corte de los versos; alguna puntuación no corresponde al original; hay espacios en un verso que no es respetado; muchas palabras en negritas del original no aparecen en la reproducción de asdecopas.cl; algunas mayúsculas tampoco aparecen (expresan imperativos en el texto original). En junio de 2005 apareció, organizada y editada por Jorge Herralde, la página oficial de Roberto Bolaño en Internet. Allí por primera vez se editan bien los únicos dos “Manifiestos Infrarrealistas” que escribió Bolaño en México. Debemos agregar que el segundo “Manifiesto” no difiere en nada, en propuesta, al primero. Véase Jorge Herralde, www.robertobolano.com.

5

Véase Grínor Rojo. “Sobre Los detectives salvajes”, en Patricia Espinosa (coord.), op.cit, pp.65-75.

6

Los tres artículos publicados por Bolaño en revista Plural son: “El estridentismo” (1976), “Tres estridentistas” (1976) y “La nueva poesía latinoamericana. ¿Crisis o renacimiento?” (1977). La antología que edita, con presentación de Efraín Huerta (pp. 9-11) y prólogo de Miguel Donoso Pareja, es Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (once poetas latinoamericanos), México, Editorial Extemporáneos, 1979.

7

Debo reconocer el buen artículo de Jose Promis “Poética de Roberto Bolaño”, Patricia Espinosa (coord.), op.cit., pp. 47-63. A partir de su artículo desarrollo mis planteamientos. Promis dice que la influencia de las vanguardias, las primeras, y luego los estridentistas (la vanguardia mexicana de 1912-1918) es importante y fundamental en la poética de casi toda la obra de Bolaño. Y Bolaño lo manifiesta en esos artículos que publica en la Revista Plural de 1976 y 1977. En nuestro trabajo, que podría ser una continuación del de José Promis, intento conectar aún más esos artículos escritos por Bolaño, incluyendo el prólogo de Donoso Pareja a la edición antológica que hace

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Bolaño en 1997, con el Manifiesto Infrarrealista que Promis no menciona. El Manifiesto es el documento donde realmente se ve bien claro lo que Bolaño incorpora a la poética infrarrealista para distanciarse de otras tendencias en ese momento en Latinoamérica que él consideraba viejas e inefectivas, poéticamente hablando (por ejemplo critica a los poetas láricos, incluso a Nicanor Parra aun cuando luego en los 90 lo considerará su principal influencia). Pero también el manifiesto es un documento donde Bolaño reprocesa —actualizándolo— todo el pasado vanguardista europeo y latinoamericano hasta los 70. Ver Promis, op.cit., pp. 52-53. Por otro lado, en la novela Los detectives salvajes, Bolaño copió íntegro el primer manifiesto de los estridentistas mexicanos, especialmente la cantidad de nombres que los estridentistas mencionaban como influencias en esa época (216-220). 8

Bolaño llegó con su familia al D.F. desde Chile en 1968 —me decía el poeta Medina— con 15 años de edad y ahí estuvo hasta principios del 73, de donde regresó luego a Chile —con 20 años— durante los últimos meses del gobierno de Allende. Volvió a México ese mismo año de 1973 luego del golpe militar. A Barcelona se fue desde México en enero de 1977 (a los 24 años) y no volvió. Pasó casi 10 años en este último país, desde los 15 hasta los 25 años, es decir, la parte más fundamental de la formación como joven poeta y narrador.

9

Véase Javier Campos. “Entrevista a Roberto Bolaño: ‘Son muy pocos los escritores que se la juegan a todo o nada’’’, www.elmostrador.cl

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Los no lugares y el desarraigo en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño

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Julia Elena Rial Desde una mesa que reclama organizar las novelas que la colman emerge Roberto Bolaño, con las transformaciones, repeticiones, palimpsestos, espejos de múltiples caras, que confunden y obsesionan, como el muchacho que las escribió y pudo vivir uno de los momentos más ostentosos de la Literatura Latinoamericana, en 1999, al recibir, por su novela Los detectives salvajes, el premio Rómulo Gallegos; al cual sobreviviría sólo cuatro años, en la lucha contra un hígado que, aunque no purificara su organismo, no le impidió depurar la literatura de viejos lastres para abrir senderos insospechados, que contribuirán a comprender las rupturas sociales que el lenguaje explicita en este nuevo siglo. Cuando la vieja casa del lenguaje latinoamericano aparece envuelta en crisis de calidad, los telares de fin de siglo resuelven confundir colores, olores y valores, romper diseños caducos para construir un tejido diferente, cuyos hilados se interceptan en una novela de aguda textura de shock. Bolaño exacerba el desequilibrio de finales del siglo xx con el desdibujamiento del tiempo narrativo, el sexo desacralizado y sodomizado, el espacio despersonalizado, una exagerada meticulosidad en demostrar el desorden cronológico existente y la presencia redundante de los “no lugares”, estudiados por el antropólogo Marc Augé1 como espacios del vivir en anonimato que incrementan la soledad del hombre actual. Carencia de identidades reveladas por Juan García Madero, un narrador que convive con el texto, desde un sujeto cultural al cual observa, siempre temeroso; pero al que nunca se integra. A través de la aventura de leerlo el escritor nos pone en contacto con el desamor, el horror, la amistad interesada, la tristeza, sentimientos humanos que en Los detectives salvajes se revelan cuestionadores. Desde un Quim Font, quien a pesar de su locura es el depositario de la ternura del libro, temerosos al estilo García Madero, o como los de una Lupe desesperanzada, también llevados al límite en el egocentrismo de Arturo Belano. Adjetivos indispensables para explicar la cualidad desintegradora del desarraigo y consecuente pérdida del espacio identitario latinoamericano, que trashuma de cada capítulo bien fraguado en este constructo bolañano. Desde la primera lectura la novela sorprende por la complejidad de la voz de un escritor que se juega entero para descubrir aquello que se esconde, tras la cotidianidad de un grupo juvenil de poetas, en una Ciudad de México cuya repetitiva fractura de la rutina presagia un vivir de distorsionada textura. Con 154

mirada de antropólogo urbano, en una ciudad acosada aún por el fantasma del 68 en Tlatelolco, Bolaño hace hablar al narrador desde un complejo citadino que alberga millones de habitantes, pero estos no lo habitan, sólo sobreviven. Ciudad de México con variados lenguajes, bien descritos por Carlos Freixa2: el náhuatl, el de las chavas banda, el de las colonias populares, el de los jipitecas, conservadores de la identidad prehispánica. Es la ciudad donde un grupo de jóvenes poetas se unen alrededor de un proyecto de poesía visceral, que había tenido vigencia por los años 30, y será Cesárea Tinajero la poetisa que arrastrará al grupo tras su búsqueda, durante tres meses, en un discurso literario que se desarrolla a través de veinte años. Las tretas narrativas, como en una caza del tesoro, se suceden para encontrar a Cesárea, huellas e indicios que también van conformando la personalidad de Arturo Belano, líder del grupo, cuyos rastros aparecen y desaparecen en un desencuentro que no respeta la secuencia cronológica de los acontecimientos. Porque en el texto todo parece estar en un tiempo perdido, un vivir en permanente nomadismo. Los poetas viscerales pueden ser vistos como personas desubicadas que carecían de la casa-madre de Bachelard y tampoco les interesaba ir en “busca del tiempo perdido”. Lo dice Maples Arce luego de conocerlos: “Todos los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero éstos eran huérfanos de vocación”.3 La narración no admite matices ni turgencias interpretativas extrañas, no hay artificios engañosos, porque el escritor no necesita crearse un estilo sofisticado para que se le reconozca su originalidad. La nueva propuesta brota de la sencillez del lenguaje, a veces argot juvenil mexicano, como si al calor de la aparente superficialidad se encerrara lo denso de la problemática humana descrita. Lo narrado se va reafirmando por la fuerza de las palabras, cada una implica la aparición de otra, deformada por los excesos y vigilias. Hasta los nombres y títulos se hacen significativos, con Mexicanos perdidos en México se inicia la novela y Los detectives salvajes terminarán de perderse en El desierto de Sonora, tres paratextos que corresponden al incremento del torbellino sin raíces que es la vida de los visceralistas. El discurso del escritor chileno va dando paso a paso el código de exilio espiritual que quiere dimensionar. Una búsqueda del lenguaje en simbiosis con la temática sobreelaborada. Sistema narrativo que Bolaño inicia con La literatura nazi en América y va dejando huellas en Llamadas telefónicas, Nocturno de Chile y Amuleto. Sin embargo es en Los detectives salvajes donde 155

la escritura resulta envolvente del gran desorden de una realidad que se vive y sólo al leerla nos damos cuenta que cuesta reconocerla. Tal vez sea esta la idea escondida entre 583 páginas, reconocer un mundo que al querer deslastrase de la rutina no sabe cómo construir otra, diferente, propia y enriquecedora. Un modo de vivir sin método, irónico, periférico, sin memoria y sin capacidad de diégesis social, que no reconoce la madurez de la literatura anterior, para deambular por un discurso inexistente, cuya deformidad va “in crescendo”, hasta el horror, varias veces confirmado, es lo que encontramos en nuestra aproximación crítica. Ese horror va interiorizando los personajes y se materializa en el cuadro que pinta María Font. “En los riachuelos de lava (pues seguían siendo de color rojo o bermejo)… flotaban muñecas calvas y cestas de mimbre repletas de ratas… en el cielo se gestaba una tormenta… El cuadro era horroroso” (28). Se describe un estereotipo de inclemencia natural, por donde no se asoma ni un resquicio de posible ternura, constructo asociado al que los jóvenes van creando, con espacios inhóspitos que conjuran las peligrosas energías, ya no naturales sino de paraísos artificiales que acaban hasta el sentido de la amistad. Nada sucede por azar en esta novela, que tan pronto raya en el surrealismo, si lo entendemos como el querer escapar del mundo hacia la libertad absoluta, cortando las amarras que la atan a la lógica, a los valores tradicionales, para crear una sintaxis dinámica que signifique los nuevos referentes. La novela nos habla desde recursos narrativos interceptados, algunas veces, por un onirismo más de vigilia que de sueño real, monólogos autocríticos, una sensación de caos planeado. “Un verdadero escándalo verbal” de palabras que brincan los límites de la retórica académica para alterar la relación tiempoespacio, porque es imposible vincular los testimonios de la segunda parte al crimen que solo conocemos al final y se cometió en Sonora en tiempo anterior. Desenlace que se da como resultado de conductas que van generando un abarcado desarraigo del cual surge la última alternativa: un desierto, la soledad y el desamparo. Los testimonios documentan perfiles de expatriados sin ancladero cultural ni social. Del chileno Belano dice Laura Jáuregui: “En el fondo de su ser era un canalla. Porque una cosa es engañarse a sí mismo y otra muy distinta es engañar a los demás” (137). El controversial Belano es para Bolaño el Maqroll de Álvaro Mutis, personaje reinventado en una y otra novela, trashumante autorreferencial 156

en ambos escritores. En Los detectives salvajes se corporiza totalmente para poder acceder a él por cualquier resquicio de su personalidad, la cual a veces el escritor reformula en cada testigo, sin que pierda lo extraño que surge tras el velo de un personaje, a veces generoso como cuando salva al niño que cae al precipicio, pero otras egoísta y manipulador de sentimientos. Mujeres y amigos son accidentes en la vida de Belano, pero él siempre resurge de cada viaje, de la suma de desarraigos y lugares que nunca son pertenencias. Belano no puede morir, porque como le dice Bolaño a Dunia Gras Mirant en una entrevista: “Belano no muere. ¡Si es como matar la gallinita de los huevos de oro!”.4 El aura que rodea a Belano consume más de la mitad del libro, porque vivimos “la era de los símbolos rotos”, se crean aquellos que desde la periferia cultural inventan un desvalor que los iconiza, una manera de rechazar la modernidad, aun estando el escritor consciente de que ella no muere, se recrea, más o menos violentamente según los postulados sociales y culturales esgrimidos por la sociedad que se va transformando. Es lo interesante de esta novela, ver como el proceso visceralista se diluye porque no tenía ideas que lo sustentara. La historia ha demostrado que las rupturas se dan en los contextos humanos antes que en la literatura, cuando Baudelaire contempla los cambios en el París del finales del xix ya las calles se habían convertido en pasajes comerciales, recorridas por los “flâneurs” y las mujeres salían de sus casas al amanecer, con sus viandas, camino al trabajo. También el discurso de Bolaño legitima la función del lenguaje, un discurso consciente de la necesidad de darle nueva forma a un mundo en ebullición. El escritor chileno no inventa su narrativa como una misión simbólica, no la prepara para un acontecimiento, el acontecer está ahí, en el día a día, exigiendo diferente lenguaje, aunque el espíritu de la ironía permite entender que dentro de la ficción nada es como aparenta, de ahí que Bolaño vaya regando el bosque con letritas negras para guiarnos, unas veces y descontrolarnos otras, hacia el accidental crimen inesperado. También nosotros, como sus personajes, pasamos de una lectura de la juventud a una de la madurez, más compleja y ya inmersos en las continuas paradojas a las que nos obligan Lima, Belano, las hermanas Font y tantos testigos que se contradicen entre ellos. La lógica va perdiendo terreno en algunas declaraciones, como las del abogado Xosé Lendoiro, quien intuye en Belano fuerzas ocultas perversas que logran cambiar y destruir a las personas que compartan su vida. Decía María Zambrano: “No hay conocimiento 157

humano que no tenga como origen, y aun permanentemente una intuición”.5 Interesa observar cómo Bolaño complementa aspectos sistemáticos de una metodología preelaborada, con algunos irracionales, dejados al azar; personajes que no destruyen sus proyectos de vida con otros que se bambolean, sin encontrar espacios que los libere de la necrofilia que va cerrando sus vidas y se esconde en cada relación sexual, sin erotismo, sin romance, sin amor; tras la línea que propició Françoise Sagan, quien en Buenos días, tristeza redimensiona el sexo bíblico y lo convierte en la faceta humana que ya había literalizado Sade en sus días de prisión en el París revolucionario de finales del siglo xviii. Un sexo sodomizado, prehistórico, el cual integra el lenguaje al juego de la transgresión sexual y crea un ambiente donde la violencia resulta indispensable, como en la relación entre Belano con Simón Darrieux, quienes se conocieron en cualquier parte: “Tal vez en un bar, tal vez en una fiesta, en el edificio de Jerry Lewis… En México la gente se conoce en los lugares más inverosímiles” (209). El horror irá incrementando las páginas de esta novela, el lenguaje fermenta desarrollando el lagar de humor negro, que presagia Ernesto San Epifanio cuando dice que Cesárea era el Horror. Sustantivo bizarro, hasta por su misma fonética y que Bolaño acentúa con el episodio de Auxilio Lacouture, encerrada en un baño de la universidad durante la masacre en la Plaza de las Tres Culturas. Igual que lo hizo Poli Délano con Gabriel Canales en En este lugar sagrado, encerrado tres días en el baño de un cine en Santiago de Chile durante el golpe de Estado a Allende. Ya Elena Poniatowska había publicado en 1971 La noche de Tlatelolco, testimonio oral, donde Alcira pasa, aterrada, quince días en un baño de la unam. Tríada palimpséstica que Délano y Bolaño recrean con diálogos interiores y superposición de planos temporales. El baño se convierte en el no lugar de la introspección, imagen que el escritor describe en el Manifiesto infrarrealista de 1976 como un espacio indispensable para morir y nacer. El horror vincula a Bolaño con la literatura latinoamericana del nuevo siglo: Abril rojo de Santiago Roncagliolo, máscara literaria de los crímenes cometidos en Perú del setenta al noventa. En otro contexto, Delirio y El desbarrancadero, donde Laura Restrepo y Fernando Vallejo muestran una visión decadente y crítica de la sociedad enferma bogotana, cuyos excesos llevan a los protagonistas hacia la muerte por droga y sida. Theodor Adorno en Minima Moralia considera que el humor negro es un fermento del horror recreado en momentos de violencia contenida. Sin embargo, 158

Walter Benjamin comenta en Angelus Novus que no hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie, para explicar el horror que refleja el ángel de Paul Klee ante el mundo que deja atrás. No inventa Bolaño la barbarie, ella surge de la relación internarrativa con sus propios códigos simbólicos de horror, visceralismo vital, espacios escatológicos, el desierto en su recurrencia de soledad y desamparo, encubierto en una dinámica de cambios permanentes de lugares, por lo cual consideré pertinente el título para este trabajo. Aunque Bolaño vacila, queriendo introducir la rutina, con escapadas al hogar de Belano, con su madre y hermana, o con ratos familiares en casa de las Font, o reunidos en lugares de la tradición mexicana nocturna de los años setenta, como el Café Quito y el Hórreo, también en las puertas del periódico El Excelsior, reconocido patriarca del periodismo mexicano, la lectura no cree en subterfugios, no se pierde el rigor del discurso elegido cuyos senderos conducen “demonios malsanos”. Una Ciudad de México con sus innumerables subculturas, que ha perdido la fisonomía familiar. Una ciudad que cuestiona el barroco de su colonia pero construye otro tan churrigueresco como el anterior, ya no por sus excesos arquitectónicos sino humanos. Cada palabra del libro revela el choque emocional y las tensiones endógenas que la gran urbe produce en los poetas viscerales, que amontonan ornamentos desestabilizadores, en un ir y venir de acá para allá, siempre en pos de lo lúdico, sesgando lo espiritual. Personajes que viven en espacios en blanco que a nadie pertenecen, que cambian sus inquilinos, ya sean pensiones inhóspitas o cuartuchos de hotel compartidos, en todos ellos la infancia y la familia se convierte en cadáver insepulto, cuya ausencia, a veces escogida, va creando la expresión que los destruye. Bolaño no da respuestas, ni justifica la extraterritorialidad que culmina en el Desierto de Sonora, lugar obsesivo en su narrativa; allí pasa Hilda Carrasco su luna de miel en La literatura nazi en América; en Villaviciosa nació Cesárea. Pueblo destinado a desaparecer, de donde es oriundo Gusano, de Llamadas telefónicas. Zona fronteriza con Estados Unidos, escena del crimen, estado abandonado por sus habitantes, símbolo ideal de la desmemoria histórica, tal como lo plantea el poeta Pedro González Carrera en La literatura nazi en América, una máquina del tiempo que tenía una avería desde el principio de los siglos. Para llegar a Sonora el rompecabezas nos lleva por calzadas de cerro, clínicas mentales, Ferias del Libro, Tel-Aviv, pensiones de París, todos lugares que contextualizan una prosa de urgente desafío al arraigo y estabilidad, un 159

rechazo a las narrativas del boom y postboom en las que la ubicuidad, la región, la historia, lo social y la memoria eran temas prioritarios. La contractura bolañana congela los músculos del lenguaje, sin que se encuentren signos de rehabilitación, porque se va contrayendo el ámbito a una periferia de voces agresivas y un cuerpo vivo que zigzaguea entre signos contingentes de excesos seductores, con una semiótica transmoderna (por adjudicarle un nombre que implique la modernidad oculta que se rehace pero no muere) a la cual Bolaño le brinda la oportunidad de ser transformadora en su discurso y nihilista en su significación. Penetrar los hechos integrándolos al todo ha sido mi propósito. Viajar con García Madero inmaduro, con un Belano que me llevó a lugares exigentes de diferentes lecturas, porque de cada uno de ellos surge una diferente respuesta literaria que va creando la máscara de la ficción. Mecanismos narrativos utilizados en Nocturno de Chile con la duplicidad del Padre Urrutia en “el joven anciano”, recurso que con Belano se logra a través del espejo de múltiples caras que ofrecen los testigos. Fragmentos de sueños, veta surrealista que confunde al ficcionar adentro de la ficción. Exceso de puntos seguidos intencionales, porque ningún discurso es libre si se quiere realizar una buena narrativa. Nada es espontáneo en Bolaño, al estilo Ezra Pound, no le interesan los vicios sino la inteligencia de sus personajes, pero también para Pound la felicidad se consigue cuando se logra, como lo ha hecho el poeta Robert Frost, la pertenencia de un lugar de identidad en el contexto donde vive.6 La verdadera periferia de los desplazados la expresa el escritor chileno en Amuleto cuando Auxilio dice: “Todos iban creciendo en la intemperie latinoamericana, que es la intemperie más grande, porque es la más escindida, la más desesperada”.7 Bolaño apoya y adversa el discurso con su lenguaje, aniquila el pasado para incorporar un hoy contingente, vacilante, móvil, en el que se hunden Belano, Lima, y García Madero como en el pozo profundo de Nietzsche, sólo que en este caso no logran salir airosos a la cima, porque ellos quedan encerrados en un paradójico lenguaje de interdictos, en un lugar donde, como en sus vidas, no había justicia ni ley. Luego de varias lecturas, decido regresar a la primera; la intuición, como piensa María Zambrano, no miente y cuando García Madero dice que el método del taller “Era idóneo para que nadie fuera amigo de nadie o para que las amistades se cimentaran en la enfermedad y el rencor”, se siente que, por 160

senderos o caminos reales, el desarraigo afectivo, identitario, regional, el desamor del desplazado, es el conflicto. Desde luego, la erudición destila por el texto, con un ocultamiento de fuentes primordiales, con aguda percepción de la materialidad del lenguaje, del abuso de sexualidades que liberan violencias, sobre todo con el nicho cultural más emblemático de América convertido, con aires surrealistas y excrecencias barrocas, en un hiperrealismo que entierra cualquier sentimiento que pudiera nacer en tierras aún fértiles. La novela causa asombro, aceptación y rechazo al mismo tiempo. Pero es necesario desandar el camino narrativo del escritor y también avanzar en él para deambular de personaje en personaje, de lugar en lugar y poder construir la integridad de lo diverso, una integridad que se enriquece en cada novela pero no se fragmenta. “El mosaico narrativo” del que hablaba Orlando Araujo, para plasmar el deseo de ofrecer una actualidad en cuyas constelaciones se reconociera la sintomatología simbólica del desarraigo en Latinoamérica. Llego al final, a Sonora “con árboles muriendo”, como un desolado pueblo de los western, donde ocurre el crimen por el cual, sin saberlo, todos hemos perseguido a Lima y Belano. Al llegar aquí nos damos cuenta de que la novela no tiene revés ni derecho, se puede leer desde el final o empezando por el principio, porque toda ella constituye la unidad de lo heterogéneo; ninguna diversidad anula otra sino que la va complementando, siempre en la “línea de la no línea”, en unas páginas donde es el sujeto cultural descentrado quien pide que lo signifiquen, sin dogmas ni absolutismos, sin eludir los rigores que el lenguaje exige para el tratamiento de “la no simultaneidad de lo simultáneo”.8 1

Marc Augé, Los no lugares, Barcelona, Gedisa. 2001.

2

Carlos Freixa, “Bandas o castas neobarrocas en Ciudad de México” en Cuadernos Hispanoamericanos 621, marzo 2002, pág. 10.

3

Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Caracas, Monte Ávila, 1999, p. 163.

4

Entrevista a Roberto Bolaño hecha por Dunia Gras publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, 604, octubre 2000, p. 53.

5

María Zambrano, Persona y democracia. La historia artificial, Barcelona, Anthropos, 1988.

6

Reflexiones tomadas de Hablan los escritores, Barcelona, Kairós, 1981.

161

7

Roberto Bolaño, Amuleto, Barcelona, Anagrama, 1999.

8

Título del libro de Carlos Rincón La no simultaneidad de lo simultáneo, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1995.

162

Errancia y escritura en Los detectives salvajes: viaje a los confines de la poesía Claude Fell

La errancia fundadora De acuerdo con Michel Maffesoli, la errancia forma parte de las “estructuras arquetípicas” fundadoras de todo orden social.1 Reactualizado por el movimiento “hippie” de los años 60, popularizado por la literatura de Jack Kerouac y los escritores de la “beat generation”, el nomadismo “expresa igualmente —según Maffesoli— la insubordinación, violenta o discreta, contra el orden establecido, y ofrece una buena clave para comprender el estado de rebelión latente en las jóvenes generaciones”. Desde este punto de vista, la primera parte de Los detectives salvajes adquiere toda su significación en la medida en que muestra un grupo en repulsa (intelectual) contra las instituciones culturales y la literatura “oficial”2, y políticamente afin a los movimientos anarquistas: Ulises Lima y Laura Damián planeaban fundar un grupo anarquista: queda el borrador de un manifiesto fundacional. Antes, a los quince años, Ulises Lima intentó ingresar en lo que quedaba del grupo guerrillero de Lucio Cabañas (p. 77)3.

Asimismo el nomadismo, tal y como lo viven los dos protagonistas en la segunda parte de la novela, se convierte en prolongamiento de esta actitud “rebelde” (de donde viene el adjetivo “salvajes” del título) y en expresión de un rechazo del statu quo, del inmovilismo, del uniformismo, de la “violencia totalitaria” denunciada por Michel Foucault, de la residencia forzada, propios de cierta “modernidad”. Esta “pulsión a la errancia” anuncia la muerte de la normalización social, del pensamiento pre-establecido, del imperio de Big Brother (Orwell), de la connivencia hecha de resignación4, y se integra en la “tradición de la ruptura” de la que habla Octavio Paz. En este sentido, las deambulaciones de Belano y Lima —que no cesan en ningún momento de hablar de poesía y literatura con sus diferentes interlocutores— pueden interpretarse primeramente como un acto de resistencia, de disidencia con respecto a los poderes establecidos, a la literatura y la historia “oficiales”, a la cultura hegemónica y como un acto de adhesión a la anomia. La contrapartida de esta 163

marginalidad asumida se traduce concretamente por condiciones de vida a menudo extremadamente precarias para los poetas-viajeros (en este sentido, el libro incorpora la función testimonial del relato de viajes). La solución la encuentran en los trabajos temporeros y en la vida en comunidad. A propósito de lo dicho hay que señalar que nomadismo y comunitarismo van frecuentemente a la par, lo que subraya el aspecto “fundador” del primero, incluso si muchas de estas comunidades presentan un carácter efímero. Tanto Ulises Lima como Arturo Belano manifiestan un sentido “tribal” relativamente fuerte —que parece atenuarse a medida que envejecen— y, para ellos, la creación de un “grupo” (la palabra se repite con frecuencia a lo largo de la novela) es una manera de diferenciarse del mundo exterior; este aislamiento implica evidentemente la codificación del lenguaje5 y una práctica constante de la improvisación. Por otro lado, si “toda literatura fundacional es religiosa” (en el sentido que “concierne la puesta en relación, la reunión —vínculo— con los otros y el mundo”), la creación en el seno de un grupo, tal y como la practican los visceralistas, y los numerosos debates que surgen de ella, se presentan como intrínsecamente fundacionales, incluso si el movimiento inicial se disgrega poco a poco y el grupo de partida termina por desintegrarse. La creación poética y la lectura de poesía aparecen aquí como una iniciativa claramente federativa y las múltiples tentativas de definición de la poesía de parte de los diferentes narradores van en la misma dirección. Comentando los famosos versos de Mallarmé, Arturo Belano añade que cuando la lectura y el amor carnal han agotado sus potencialidades creadoras, al poeta le queda aún un recurso: “viajar, irse” (516). Pero el nomadismo tiene también sus contingencias y servidumbres, que Bolaño no elude. A la precariedad de la existencia cotidiana, aparentemente asumida, se añade un problema al que deben hacer frente tradicionalmente los desplazados y los emigrantes: el riesgo de ser explotados por los que los acogen; frágiles por su situación de desarraigo, son víctimas ideales de todo tipo de estafa y Bolaño no pierde la ocasión de llevar a cabo una sátira feroz de ciertas prácticas al uso en los sistemas de acogida parisinos. El exilio (voluntario en el caso de Lima) no siempre es generador de solidaridades. Pero, a pesar de estos abusos, una pequeña comunidad se constituye de nuevo: “siempre estábamos discutiendo y nuestros temas preferidos o tal vez los únicos eran la política y la literatura” (231). La mayoría de las “historias” —en el sentido en que se habla de historias de vida— contadas en el libro contienen una fuerte dosis de desencanto y 164

pesimismo. En varias ocasiones, el tema del mal surge en las conversaciones y los dos protagonistas, así como algunos de sus otros interlocutores, se interrogan sobre su naturaleza “causal o casual”. Más allá del futuro de América Latina, es el horizonte completo de la humanidad el que parece obstruido. Recordando su encuentro con Roberto Belano, una culturista catalana comienza su testimonio con estas palabras: “La historia es triste, pero cuando la recuerdo me pongo a reír” (511). La pulsión al nomadismo pone de relieve la impermanencia y la degradación generalizada, sin por tanto desentenderse de lo que Maffesoli llama “la efervescencia dionisíaca”. Todos los hablantes se encuentran en una situación mental y afectiva ambigua, característica de los personajes que habitan los cuentos y novelas de Roberto Bolaño: “con muchas ganas de llorar y con mucha alegría” (382). Este estado entre la risa y las lágrimas se convierte en una especie de estructura arquetípica del imaginario colectivo. Es ahí donde se sitúa la fuente de este nomadismo fundador, basado en la transgresión, en la “confusión de los códigos” pero también en el intercambio simbólico, en la emoción compartida, en el agitamiento afectivo, que toma a menudo, en Los detectives salvajes, la forma de un comentario colectivo de un texto de Rimbaud (153, 486), de Mallarmé, de Pierre Louÿs (21), del poeta mexicano Efrén Rebolledo (22), de una comparación entre la poesía de Pablo Neruda y la de Nicanor Parra (164) o de reflexiones sobre los aportes renovadores de la obra de Ezra Pound (203-4). El nomadismo geográfico se acompaña de un viaje a través de la literatura; en la novela de Bolaño, ambos son indisociables. De esta manera Belano y Lima, eternos emigrantes, son los catalizadores de un poderoso intercambio simbólico en el que lo imaginario y lo real van de la par y en el que los sueños, a la manera de los que obsesionan al “paseante” de Walter Benjamin6, ocupan un lugar significativo. La travesía del espacio genera a su vez un movimiento interno a los personajes, una suerte de ballet armonioso y fraternal: Los tres íbamos callados, como si nos hubiéramos quedado mudos, pero nuestros cuerpos se movían como al compás de algo, como si algo nos moviera por ese territorio ignoto y nos hiciera bailar, un paseo sincopado y silencioso (152).

El sueño aparece frecuentemente asociado al viaje, al desplazamiento, al cambio, en oposición al inmovilismo y al estancamiento de la vida real: “Entonces soñé que viajaba a Barcelona y que el viaje, de una manera misteriosa y enérgica, era como recomenzar mi vida desde cero” (403), dice un personaje ahogado por sus problemas personales, a la vez identitarios, sentimentales y 165

culturales. Encontramos aquí, al mismo tiempo, la noción de “azar objetivo” de los surrealistas y la práctica de la “deriva psicogeográfica” tal y como la concebían los situacionistas. La ciudad —espacio privilegiado en la novela de Bolaño— se transforma, a pesar de sus trampas y sus peligros, en el teatro de aventuras a la vez oníricas y lúdicas que adquieren a menudo la forma de paseos nocturnos por París o México. Nada tiene, por tanto, de narcisista o individualista esta errancia fundadora que funciona como reveladora de lo que Michel Maffesoli llama la “experiencia del ser”. Nos situamos aquí en el marco de una cultura de la heteronomía, de la desvinculación con respecto de las instituciones y de la vinculación en materia de sociabilidad. Rechazando la “prisión feliz”7, el “encierro egotista” (Maffesoli) o “el mejor de los mundos”, Lima y Belano se ponen en marcha para abrirse al otro y alimentar su propio impulso creativo; cada etapa es una ocasión para renovarse sin olvidar no obstante el pasado. En ningún instante durante sus peregrinaciones sufren el mínimo “derrumbamiento de sentido” aunque, a veces, sus interlocutores hacen referencia a largos períodos de desaparición, lo que no deja de crear cierta tensión en el texto que reactiva el interés del lector. Cuando está en Israel, Ulises Lima escribe poemas “en donde hablaba de las cosas nuevas que veía cada día cuando se quedaba solo y salía a pasear sin rumbo por Tel Aviv […] o aquellos en los que recordaba a México, al d.f., tan lejano…” (288). En el fondo, la función primordial del viaje, tal y como la transcribe Los detectives salvajes, consiste en servir de lazo entre los arraigamientos puntuales y los mitos personales, en una perspectiva de creación y de intercambio. Ulises Lima y Roberto Belano son mediadores. “La utopía desarmada”8 Si centramos el análisis en América Latina, constatamos que, como ha sido a menudo el caso en la historia de la humanidad, el nomadismo de una generación coincide con una derelicción de la sociedad. Las intervenciones de los diferentes hablantes están marcadas por breves evocaciones históricas a acontecimientos que han significado una ruptura, a veces dramática e incluso sangrienta (el terremoto de México de 1975, la candidatura a la presidencia de Cuauhtémoc Cárdenas, el advenimiento de las dictaduras militares en Argentina y Chile, las guerras civiles africanas, etc.). Por otra parte, en un plano más general y en repetidas ocasiones, ciertos personajes se erigen en representantes de “típicos muchachos latinoamericanos de cuarenta y pocos años”, es decir pertenecientes a una generación de hombres y mujeres nacidos —como el mismo Bolaño— en 166

los años cincuenta. Desde esta perspectiva, resulta elocuente el paralelo que establece un fotógrafo de prensa argentino que Belano conoce en África durante los años 90, con ocasión de la guerra civil de Liberia: “ambos (Belano y él) habíamos nacido más o menos por las mismas fechas, ambos habíamos rajado de nuestras perspectivas repúblicas cuando pasó lo que pasó, a los dos nos gustaba Cortázar, nos gustaba Borges, ninguno tenía mucha plata…” (526). Como se puede ver, en esta afirmación, la literatura y la vida son de nuevo inseparables. Bolaño ofrece la imagen de un grupo que se caracteriza ante todo por su nomadismo, ciertas opciones sociopolíticas y una concepción “vitalista” de la poesía… Es este sentimiento de pertenencia que surge con el azar de los encuentros y los desplazamientos, combinado con diferentes “polos repulsivos” —el rechazo de la violencia, de la sociedad de consumo, la denuncia de los abusos autoritaristas o revolucionarios, la burla de todo lo institucional en el campo de la cultura y de la literatura, etc.—, lo que da la unidad al libro de Bolaño y le confiere en parte su calidad de fundacional. Los detectives salvajes es la epopeya desencantada de una parte de la intelligentsia latinoamericana que vivió las dictaduras militares de los años 70 y las catástrofes económicas que golpearon el subcontinente. Es asimismo la oportunidad —que se presenta en varias ocasiones en la novela— de plantear el problema del estatus del texto literario y de sus relaciones con la ideología. En una entrevista con Belano y Lima, un escritor argentino, presentado como laureado del premio de poesía Casa de las Américas, aborda la cuestión de la censura, del derecho del autor de controlar la publicación de sus textos, de las interferencias (molestas según él) entre literatura y política: “La literatura no es inocente, eso lo sé desde que tenía quince años” (149-151). Como en ciertas secuencias de La región más transparente, el discurso se vuelve aporético y la novela de Bolaño roza, en este sentido, la frontera del ensayo. Un debate se establece entre varios interlocutores a propósito del sentido político que habría que dar a las deambulaciones y a los escritos de los dos poetas-viajeros. Uno de ellos reflexiona, viendo a los dos jóvenes recorrer la ciudad de México de un extremo al otro: “Y una noche, poco antes del año nuevo de 1976, poco antes de que se marcharan a Sonora, comprendí que era su manera de hacer política, […] de incidir políticamente en la realidad” (321-2). Otros refutan esta interpretación, en la medida en que el realismo visceral no ha engendrado ningún texto fundacional y en la medida en que una toma de postura política supone “manifiestos, proclamas, refundaciones, mayor claridad 167

ideológica”, como sugiere un poeta cubano, “gran lírico de la Revolución”, considerado como la encarnación de cierta ortodoxia en materia de poesía comprometida que los visceralistas rechazan con violencia y escarnecimiento (323). Bolaño vuelve a tratar en varias ocasiones en Los detectives salvajes el problema del compromiso dándole un enfoque de pastiche bufón y un tono de ironía mordaz. Así ocurre con la reseña de un viaje “de solidaridad” de los poetas campesinos mexicanos a Nicaragua, en compañía de Ulises Lima (que se desentiende totalmente del grupo y desaparece una vez llegado a destino). Este viaje se torna farsa, a través de los enredos entre los poetas mismos y con la poesía local (331-343). Pero los desplazamientos constantes de estos jóvenes latinoamericanos los ponen igualemente en contacto con los ámbitos intelectuales europeos, más particularmente con los franceses y españoles. En este sentido, la constatación es amarga y Roberto Bolaño recupera, de nuevo, la vena paródica e irónica que ha caracterizado frecuentemente el tratamiento de esta isotopía de las relaciones entre literatos de los dos continentes. Por lo que respecta a Francia, Bolaño no hace otra cosa que reincidir en la larga letanía de los escritores latinoamericanos que, desde comienzos del siglo xx, se lamentan de su condición de creador ignorado, cuando no despreciado, por los ámbitos intelectuales nacionales y que denuncian el ostracismo del que son víctimas. Como en el episodio de los “tres artistas jóvenes” evocado por Carpentier en Los pasos perdidos, uno de los hablantes de Los detectives salvajes propone incluso la idea de que la atmósfera parisina puede revelarse particularmente deletérea para los creadores extranjeros: “Vivir en París, es sabido, desgasta, diluye todas las vocaciones que no sean de hierro, encanalla, empuja al olvido” (234). Afirmación que no contradice, evidentemente, la exaltación permanente, a lo largo de toda la novela, de cierta poesía francesa y, más concretamente, la de Arthur Rimbaud. Entre las etapas de los poetas-viajeros, España está presente por dos razones. El registro de la nostalgia se pone en escena primeramente a propósito de la vida en la Barcelona de los años 70, como lo recuerdan diferentes participantes, entre los que hallamos un pintor que “toma la palabra” en junio de 1994 para evocar una estancia en la capital catalana en 1977, en compañía de Arturo Belano: “… en Barcelona en aquellos años, la vida era maravillosa y a los problemas los llamábamos sorpresas” (471).9 El otro aspecto es francamente polémico y viene a reforzar la vocación paródica e irónica del libro.10 En una entrevista otorgada al periódico mexicano Reforma en julio de 1999, Roberto Bolaño declaraba: 168

Yo creo que el escritor debe tender hacia la irresponsabilidad, nunca hacia la respetabilidad. En Los detectives salvajes hay todo un ataque a una serie de escritores españoles, después de haberme cepillado a un montón de escritores mexicanos 76, en donde ataco ese querer hacer carrera mediante las letras.11

El ataque es duro y violento, en ocasiones al límite de la escatología y la obscenidad. El reproche principal se expresa en una denuncia de paseismo, anarquismo y esclerosis, como en el caso del prosista definido como “el modelo de escritor Unamuno, bastante frecuente en los últimos años, que a las primeras de cambio lanzaba su perorata llena de moralina, la típica perorata española ejemplarizante e iracunda, la perorata del sentido común o la perorata sacrosanta” (476-7). Este ataque se expresa entonces a través de una serie de retratos, a veces muy largos, como el del ex-abogado enriquecido Xosé Lendeiro que comienza un viaje “iniciático” (sic) por España para realizar “el mapa ideal”, que habla de sí mismo como “el gigante” (439) y que desgrana en presencia de Belano la lista, apócrifa e hilarante, de los “poetas ilustres de España y de Hispanoamérica” que participan en la revista que él ha creado, como, entre “los jóvenes espadas que forman nuestro equipo de colaboradores habituales” (y que llevan todos nombres de provincias o de ciudades españolas: Cataluña, Logroño, Sevilla, Algeciras, Melilla,…), “Ezequiel Valencia, capaz de componer los sonetos más rabiosamente modernos de la España actual, estilista de corazón ardiente e inteligencia fría” (438). El final de la trayectoria de este personaje, cercano al Pierre Menard de Borges y portador de la simpleza de una crítica ampulosa y hueca, adquiere una tonalidad mucho más sombría, después de una revelación: “supe lo que Arturo Belano supo desde el primer día que me vio: que yo era un pésimo poeta” (444). Además de ser mediadores, Belano y Lima actúan a menudo como reveladores y exorcistas, obligando a sus interlocutores a tomar distancia con respecto a ellos mismos, con respecto a sus convicciones, y con respecto a lo que uno de ellos llama “nuestras vidas absurdas” (481). No es casualidad si, en la serie de nueve secuencias tituladas (excepto la última): “Feria del Libro, Madrid, Julio de 1994” (484 ss), una frase reaparece bajo modulaciones semánticas variadas: “Todo lo que empieza como comedia termina como tragicomedia”; “Todo lo que comien za como comedia termina como ejercicio criptográfico”, “Todo lo que comienza como comedia termina como película de terror”, etc. Esta serie, muy densa, que presenta una fuerte unidad temática y que trata esencialmente sobre el oficio de escritor y sus relaciones con la crítica, el dinero, la ascención social, los editores y el público lector, ofrece un espectro de reacciones individualizadas que se orientan hacia 169

una percepción desengañada de la profesión. Con un estilo similar, varias intervenciones que comienzan por “Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas” contienen en realidad una apología de la cobardía, del arribismo, de la zalamería, del anhelo de riqueza y de honores. El tiempo de la utopía ha prescrito, las esperanzas de los jóvenes se han disipado, el mundo de la literatura es una “jungla” (488), los escritores “funcionan” a base de Prozac, “enmiendan la plana a los políticos”, la Revolución “esa pesadilla ardiente” (500), se ha transformado en un espejismo maléfico, los visitantes del Salón del Libro buscan, no una obra, sino una “certeza que apuntale el vacío de [sus] certezas” (486). Entramos en un “momento de máxima desesperación”. Después de una visión o un sueño, cada uno recobra conciencia y el resultado dista de ser exaltante: Supe entonces, con humildad, con perplejidad, en un arranque de mexicanidad absoluta, que estábamos gobernados por el azar y que en esta tormenta todos nos ahogaríamos, y supe que sólo los más astutos, no yo ciertamente, iban a mantenerse a flote un poco más de tiempo (p. 283).

La utopía de Estridentópolis, la ciudad de vanguardia que Manuel Maples Arce quería edificar en Jalapa, con “sus museos y sus bares, sus teatros al aire libre y sus periódicos, sus escuelas y sus dormitorios donde dormirían Borges y Tristán Tzara, Huidobro y André Breton” (358) ya no es más que una quimera. “El viajero —escribe Alain Robbe-Grillet— hace surgir la realidad objetiva del mundo, su singularidad, en el mismo instante en que ese mundo constituye paso a paso la conciencia singular del propio viajero”.12 Encontramos en Los detectives salvajes este efecto de especularidad: los personajes que se desenvuelven en la América Latina de los últimos decenios del siglo xx tropiezan con las disfunciones sociales, culturales, económicas y políticas del continente que denuncian, a menudo con vehemencia. Paralelamente, este caos modela una mentalidad colectiva (por adición de “conciencias singulares”) víctimas de un “desencanto”, en el que numerosos críticos del libro se han reconocido: “No es una novela que se agota en su propia historia —apuntaba en enero de 2000 la crítica literaria del periódico venezolano El Universal, con ocasión de la edición en su país de la novela de Bolaño— sino que la transciende, pues de alguna manera narra la saga personal de todos aquellos que transitamos este final de siglo”.13 Y esta saga está marcada (¿momentáneamente?) por la muerte de las utopías. “¿Una novela fundacional?” 170

¿Puede hablarse de Literatura fundacional a propósito de Los detectives salvajes? Podemos para empezar decir que, si consideramos que “todo texto fundador es un texto militante (políticamente, estéticamente)” (Pageaux), es evidente, en función de los análisis que preceden, que Los detectives salvajes es un libro fundador, “una novela fundacional”, “un texto proliferante, entrecruzado, vasto, polifónico”, para retomar las palabras de Jorge Edwards, quien habla de “un libro de la familia de Paradiso, de Rayuela, de Adán Buenosayres”.14 ¿Dónde y cómo clasificar esta novela de la errancia, en la que el devenir de la obra literaria, su enfoque crítico y el proceso de lectura están explícitamente relacionados con un viaje, marcado por la desaparición y el resurgimiento cíclico de los críticos y de los lectores y por una extinción inexorable, a más o menos largo plazo, de los críticos, de los lectores y de la obra misma: “Durante un tiempo la Crítica española acompañaba a la Obra, luego la crítica se desvanace y son los lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto” (484). El término “viaje” adquiere aquí su verdadero sentido metamórfico de aventura de la lectura y de la escritura. Podemos aventurar una primera hipótesis poniendo, como ha hecho una parte de la crítica, la novela de Bolaño en paralelo con ciertas obras-hitos de la literatura latinoamericana del siglo xx y en particular con Rayuela, novela a la que se hace alusión en varias ocasiones en el libro, así, Diego Trelles Paz escribe: Con Los detectives salvajes Bolaño retoma, de manera más oblicua, temas fundamentales en los que había profundizado Cortázar como la angustia existencial de toda una generación condenada al fracaso; el juego de los dobles; la persecución circular; la desconfianza permanente con el lenguaje y la paradoja que supone el hecho de que su destrucción sólo pueda ser posible utilizando el mismo lenguaje; la musicalidad de la prosa; la búsqueda de sentido desde el sinsentido y, sobre todo, a partir de la asimilación de fórmulas narrativas propias del suspense detectivesco, la nueva manera de entender el oficio de escritor y la tarea del lector.15

La alegoría de la búsqueda en tanto acto iniciático refuerza la proximidad entre Rayuela y Los detectives salvajes, del mismo modo en que lo hace la polifonía, el humor, la caracterización de los personajes por su lenguaje, la “asfixia existencial”16, el rechazo de “escribir bien”.17 Una de las diferencias primordiales con el libro de Cortázar reside sin embargo en el hecho de que el horizonte de expectativas no está definido aquí a partir de un “tablero de dirección”, sino en la instauración de un juego de 171

referencias literarias, de interferencias entre los personajes ficticios y personas reales, de indicios que permiten descubrir “ausentes” (Cesárea Tinajero en la primera y tercera parte, Belano y Lima en la sección central) o identificar personajes reales (“poetas, editores, burócratas de la cultura y críticos menores”, como apunta el novelista y crítico mexicano Juan Villoro)18 que aparecen bajo seudónimos. Ciertos elementos pueden ya darnos algunas pistas: por una parte, la imprecisión en la caracterización de los personajes, su conducta ambigua e incluso contradictoria; por otra parte, el rechazo de las ideologías y el uso repetido y a veces vehemente de la ironía, del pastiche, de la parodia, del humor, nos orientan hacia la postmodernidad. Es evidente que la errancia de los dos protagonistas, así como los desplazamientos constantes de Juan García Madero en la primera y tercera parte del libro, favorecen, a través de la multiplicidad de sus interlocutores y la polifonía de voces que se expresan en la novela, la emergencia de estas características, a las que habría que añadir otras dos, representativas, si seguimos a Umberto Eco, de la “narratividad postmoderna”: “el double coding y la ironía intertextual”.19 Si ambas se relacionan estrechamente, Eco define la primera como “la mezcla de estilemas elitistas y estilemas populares”. Bolaño hace uso abundante, casi sistemático, de este procedimiento y los ejemplos de double coding abundan en la novela. No citaremos más que algunos. Los comentarios, a veces eruditos, de poemas, “El vampiro” de Efrén Rebolledo (21-2) o “Le cœur du pitre” de Arthur Rimbaud (155-6), citado en francés, alternando con las escenas rocambolescas, que proceden más bien de la paraliteratura, como el duelo de espadas que opone Arturo Belano a un crítico literario, escena contada desde lejos por un testigo ajeno a los hechos y que no comprende en absoluto el porqué de sus aspavientos (468-9). Según los interlocutores (un intelectual español, amigo de Belano, restituye la escena a su vez), la querella literaria se transforma en suceso de actualidad. A la polifonía del libro corresponde la multiplicidad de puntos de vista y la pluralidad de lecturas. La connivencia de los dos registros definidos por Umberto Eco se efectúa a veces en una sola y misma frase. Así, un tópico de la creación poética —evidentemente evocador, para ciertos lectores, de la obra de Machado y Paz— se asocia a una situación totalmente anecdótica y en cierta manera, trivial: “En menos tiempo del que uno se tarda en decir ‘otredad’, ya estábamos borrachos” (154). Los guiños dirigidos al lector “culto” se multiplican y el “sentido de lo real” —es decir, la “sensibilidad hacia el mundo en lo que éste tiene de más concreto y más 172

efectivo”20— no se opone a la emergencia de la “ironía intertextual”: Piel Divina cuenta como se prostituye y roba para sobrevivir; en razón de su homosexualidad, corre el riesgo de ser excluido del grupo visceralista y trata a Belano de “André Breton del Tercer Mundo” (168). En otro lado una evocación de la obra de Mariano Azuela, de Lizardi, de Fernando del Paso convive con una evocación de la carrera de Tongolele, una actriz de dudosa reputación (154), etc. Como en un relato de viaje en el que cada etapa proyecta al lector hacia nuevos descubrimientos, en Los detectives salvajes cada intervención vuelve a despertar el interés del lector y lo confronta a un registro lingüístico, léase a un contexto cultural, diferente. El lector descubre una escritura distinta por mediación de la palabra del otro. La parte central del libro ofrece un abanico de “historias de vida” —su gusto por contar historias desesperadas, mi gusto por escucharlas— donde Bolaño se ha esforzado por captar y reconstruir la espontaneidad y la creatividad de la “palabra antes de la escritura”.21 Como en los relatos de vida, estas intervenciones, posteriores a los acontecimientos relatados y sujetos a los caprichos de la memoria “que magnifica o empequeñece a discreción” (163), representan una invitación a la reflexión y al descubrimiento de sí mismo: “Sólo intento contar una historia y tal vez comprender los resortes ocultos de ésta, aquellos que en su momento no vi y que ahora me pesan” (284). Con mucha frecuencia, oscilan “entre la claridad y la oscuridad, entre la risa y las lágrimas, exactamente igual que una telenovela mexicana o que un melodrama yiddish” (284). De esta manera se despliega una suerte de diario íntimo a varias voces —que responde al diario de Juan García Madero, en la primera y tercera parte del libro—, ofreciendo “la imagen de una puesta al desnudo del escriptor por él mismo, de una búsqueda obstinadamente reflexiva e introspectiva de la verdad, de una confesión sin complacencia”. Evidentemente encontramos de nuevo en estas intervenciones, “las dos líneas temporales del relato memorístico, pasado narrativo y presente comentativo”.22 Algunos de estos relatos tienden en ocasiones a una autonomía tal que Bolaño los ha reutilizado en contextos diferentes: así, la única intervención de Auxilio Lacouture, que se define como “ciudadana del Uruguay, latinoamericana, poeta y viajera”, que inició a Belano en la poesía de T. S. Eliot, de Pound y de William Carlos Williams y que vivió clandestinamente en los baños de la unam cuando la universidad estaba ocupada por el ejército en 1968 (190-199), ha sido reincorporada por Bolaño a una novela corta de 1999, Amuleto. A veces, el traslado se realiza en otro sentido: la secuencia titulada 173

“Heimito Künst, acostado en su buhardilla de la Stuckgasse, Viena, mayo de 1980” (303-316), en el que un joven neonazi cuenta sus peregrinaciones en compañía de Ulises Lima en Israel y después en Austria, envía implícitamente a ciertos relatos de La literatura nazi en América y por tanto a un nuevo viaje al interior mismo de la obra de Bolaño.23 En un texto de 1946, Henri Michaux, habiendo él mismo vivido la experiencia del viaje primero en América Latina24, después en Extremo Oriente, afirmaba que viaje y poesía eran fundamentalmente incompatibles, en la medida en que el relato de viajes exigía cierto “prosaismo” pero terminaba por reconocer, un poco paradójicamente y apoyándose en el poema en prosa de Baudelaire “L’invitation au voyage”, que la poesía constituía una formidable incitación al viaje.25 Por su parte, en un artículo de El gaucho insufrible publicado póstumamente por sus herederos, Bolaño, después de situar a Baudelaire en el seno de una suerte de paralelógramo mágico de la poesía francesa —Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud y Mallarmé— cuya producción gira en torno a cuatro grandes temas presentes en Los detectives salvajes: “la revolución, la muerte, el aburrimiento y la huida” comenta no “L’invitation au voyage”, evocador de una comarca “où le bonheur est marrié au silence”, sino “Le voyage”, un poema de Las flores del mal, conmovedor de desesperación y de lucidez, según él; glosando el verso de Baudelaire: “Une oasis d’horreur dans un désert d’ennui!”, Bolaño pone término al viaje: “No hay diagnóstico más lúcido para expresar la enfermedad del hombre moderno”. El viaje, en sus modalidades y en su objetivo último, es por tanto revelador del espíritu de la época. Por su parte, Blanchot, al comienzo de su largo artículo sobre “L’œuvre et l’espace de la mort”, cita las líneas de Rilke: “Los versos no son sentimientos, son experiencias. Para escribir un solo verso, hay que haber visto muchas ciudades, hombres, cosas”. A esta cita, Blanchot añade el comentario siguiente: “Experiencia significa aquí: contacto con el ser, renovación de sí mismo a través de este contacto —una prueba que permanece no obstante indeterminada”.26 El viaje es entonces una empresa permanente de regeneración y al mismo tiempo la representación metafórica de la duda propia del creador, “incierto de sí mismo y como inexistente” (Blanchot). Desde esta perspectiva, la trayectoria de los personajes de la novela de Roberto Bolaño no ofrece ninguna solución de continuidad: los veinte años de errancia de Arturo Belano y de Ulises Lima se sitúan en el prolongamiento exacto de su “educación poética”, de su voluntad 174

inicial de ruptura, de salir de los camino balizados” y de su búsqueda frustrada. El espacio ficcional se impone al lector con aún mayor facilidad en la medida en que se asocia al movimiento, al cambio, al desplazamiento27, incluso si se reduce a menudo a las didascalias que preceden la voz que habla (“Calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición”, “bar céntrico”, “sentado en un banco del Parque Edith Wolfson, Tel Aviv”, “pulquería La Saeta mexicana”, “en el baño de su casa”, “Avenue Marcel Proust” (?), etc.). En Los detectives salvajes, Bolaño logra “integrar las aventuras literarias en las sórdidas aventuras de la vida”28 y el debate sobre la poesía convive con la experiencia, a menudo desesperante, de lo cotidiano: “… junto a Enrique VilaMatas, escribe Mihaly Dès, Bolaño es el escritor más literario del panorama hispánico. No en su variante argentina (literatura que versa sobre la escritura), sino en la romántica: literatura como forma de vida, riesgo y fin en sí misma”.29 La tentación de rendirse al diario íntimo o a la primera persona era grande, como prueban la primera y tercera parte de la novela. Pero Los detectives salvajes encuentra su verdadero estatus de fundador en la polifonía de su parte central, en su alcance generacional, en su oralidad, en su reflexión sobre la creación literaria, en la transgresión de los códigos, en su instauración de la errancia como forma de “ser-en-el-mundo”, en su humor desopilante y desesperado, en una escritura otra que es la escritura del otro: “Creo que mi novela —comentará Roberto Bolaño— tiene casi tantas lecturas como voces hay en ella. Se puede leer como una agonía. También se puede leer como un juego”.30 Traducción de Olga Lobo 1

Michel Maffesoli, Du nomadisme. Vagabondages initiatiques. Le livre de poche, Coll. “Biblio. Essais”, n°425, 1997.

2

Lo que explica la reflexión escéptica del narrador: “A los visceralistas nadie les da nada. Ni becas ni espacios en sus revistas ni siquiera invitaciones para ir a presentaciones de libros o recitales”, R. Bolaño, Los detectives salvajes, Barcelona, Anagrama, 1998, p. 113. Las páginas indicadas corresponderán a esta edición.

3

En 1967, Lucio Cabañas, un maestro, había dirigido un movimiento de guerrilla en el estado de Guerrero. Fue asesinado por el ejército en diciembre de 1974. Cf. Luis Suárez, Lucio Cabañas, el guerrillero sin esperanzas, México, Grijalbo, 1985.

4

Sobre el miedo al nomadismo manifestado por el ámbito político véase Walter Benjamin, Charles Baudelaire, Paris, Payot, 1982, p. 72.

175

5

A propósito de los “visceralistas”, Bolaño lanza un guiño a Julio Cortázar: “Hablaban en gíglico y así es difícil seguir los meandros y avatares de una conversación” (p. 196).

6

Cf. Rita Bischof, Elizabeth Lenk: “L’intrication surréelle du rêve et de l’histoire dans les Passages de Benjamin” in Walter Benjamin et Paris. Estudios reunidos y presentados por Heinz Wismann, Paris, Edition du Cerf, 1986, pp. 179-199.

7

Gilbert Durand, Figures mythiques et visages de l’œuvre. De la mythocritique à la mythoanalyse. Paris, Dunod, p. 214. De Joseph de Maistre a Stendhal, Gilbert Durand analiza la “claustrofilia” propia, según él, de los escritores del siglo xix, románticos y otros.

8

Tomamos prestado el término, claro está, del título de la obra fundamental de Jorge Castañeda, La utopía desarmada. Intrigas, dilemas y promesa de la izquierda en América Latina, México, Ed. Joaquín Mortiz, 1993.

9

Cf.: “Entrevista de Mihaly Dès con Bolaño”. Lateral, n° 40, abril de 1998: “Barcelona en el año 1977 era una verdadera belleza, una ciudad en movimiento con una atmósfera de júbilo y de que todo era posible […] en Barcelona comencé a moverme en un mundo donde no había escritores”.

10

Cf. Linda Hutcheon, “Ironie et parodie: stratégie et structure”, Poétique, n° 36, Paris, 1978, pp. 472-473.

11

Carlos Bruno, “Roberto Bolaño, premio Rómulo Gallegos 1999”, Reforma (México), 11 de julio de 1999.

12

Alain Robbe-Grillet, Le voyageur. Paris, Christian Bourgois Editeur, Coll. “Points”, n° 1065, 2001, p. 8.

13

María Antonieta Flores, “Notas sobre Los detectives salvajes de Roberto Bolaño”, El Universal (Caracas), 12 de enero de 2004.

14

Citado en la revista Lateral, año VI, abril de 1999, p. 40.

15

Diego Trelles Paz, “El lector como detective en la narrativa de Roberto Bolaño”. Quéhacer (Lima), n°139, nov-dic. 2002.

16

Amadeo López, La conscience malheureuse dans le roman hispano-américain contemporain. Paris, L’Harmattan, 1994, p. 196.

17

Graciela de Sola, “Rayuela: una invitación al viaje”, in La vuelta a Cortázar en nueve ensayos. Buenos Aires, Carlos Pérez editor, pp. 75-102.

18

Juan Villoro, “El copiloto del Impala”, La Jornada Semanal (México), 18 de julio de 1999.

19

Umberto Eco, “Ironie intertextuelle et niveaux de lecture” in De la littérature, Paris, Grasset, 2003, p. 269.

20

Jacques Dubois, Les romanciers du réel. De Balzac à Simenon, Paris, Editions du

176

Seuil, Coll. “Points Essais”, 2000, p. 28. 21

Philippe Lejeune, Je est un autre, Paris, Editions du Seuil, Coll. Poétique, 1980, p. 264.

22

Philippe Gasparini, Est-il je? Roman autobiographique et autofiction. Paris, Editions du Seuil, Coll. Poétique, 2004, p. 217.

23

Esto explica que Celina Manzoni pueda hablar, a propósito de Bolaño, de “vampirización de su propia escritura”, in Roberto Bolaño. La escritura como tauromaquia. Buenos Aires, Corregidor, 2002, p. 39.

24

Henri Michaux, Ecuador (1929), Paris, Gallimard, Coll. “L’imaginaire”, 1968, p. 41.

25

Henri Michaux, Un barbare en Asie (1933). Paris, Gallimard, Coll. “L’imaginaire”, 1967.

26

Maurice Blanchot, “La mort possible, in L’espace Littéraire, Paris, Galllimard, Folio, Essais, 1955, p. 105.

27

Cf. Michel Butor, Essais sur le roman, Gallimard, Collection Tel, 2003, p. 50: “toda ficción se inscribe […] en nuestro espacio como viaje, y podemos decir a este respecto que es el tema fundamental de toda literatura novelística, toda novela que nos cuenta un viaje es así más clara, más explícita que aquella que no es capaz de expresar metafóricamente esta distancia entre el lugar de la lectura y el lugar donde nos lleva el relato”.

28

Juan Antonio Masoliver Rodenas, “Espectros mexicanos”, in Celina Mazoni, op.cit., p. 65

29

Mihaly Dès, Ibid., p. 170.

30

Declaración de R. Bolaño citada por Mihaly Dès, Ibid., p. 204.

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Espadas rotas: la “épica sórdida” en Los detectives salvajes1 Alexis Candia

desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la aguda espada. Homero

Los detectives salvajes están cruzados por un poderoso sentido épico que conserva ciertos elementos de la epopeya pero que, a su vez, realiza una serie de innovaciones respecto de los textos clásicos del género. La novela incluye una pelea con espadas en la Costa Brava española entre el escritor Arturo Belano y el crítico español Ignacio Echavarne que marca un contrapunto con el duelo de Aquiles con Héctor en las puertas de Troya. Mientras los héroes de La Ilíada se enfrentan en un combate a muerte por la necesidad de vengar la sangre derramada del amigo/amante muerto, en un caso, y por el deber de mantener el honor, su “arete” ante sus iguales, en el otro; Roberto Bolaño construye un episodio que mezcla el valor con el absurdo o derechamente con la locura: Belano piensa que Echavarne escribirá una nefasta crítica de su última novela y por eso lo desafía. Sin embargo, Echavarne no ha escrito una sola línea sobre el libro de Belano. De ahí que Jaume Planeéis, testigo del encuentro, sostenga que durante un segundo de lucidez tuvo la certeza de que Belano y Echavarne se habían vuelto locos, “Pero a ese segundo de lucidez se superpuso un segundo de superlucidez […] en donde pensé que aquella escena era el resultado lógico de nuestras vidas absurdas” (481). Así, es dable afirmar que este episodio de Los detectives salvajes está construido bajo los parámetros de una “épica sórdida”, entendida como una degradación de algunas directrices de la epopeya. En la crónica “Nuestro guía en el desfiladero”, al reflexionar sobre Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, Bolaño sostiene que el escritor norteamericano sabe “que toda épica es sórdida, y que lo único que puede paliar algo la inmensa tristeza de toda épica es 178

el humor” (Bolaño, Entre paréntesis 276). Analizar esa “épica sórdida” en Los detectives salvajes, aquella fuerza que camina entre la suciedad y la grandeza, es el objetivo central de este artículo.

La muerte de los dioses Georg Lukács sostiene que la épica mantiene una suerte de continuidad histórica desde la aparición del Gilgamés babilónico, el Ramayana de la India y, por cierto, La Ilíada y La Odisea de Grecia hasta nuestros días. Sin embargo, establece que en este curso continuo de la épica se produce una ruptura que significa el fin de la epopeya y el comienzo de la novela: “Epopeya y novela, las dos objetivaciones de la épica grande, no se distinguen por el espíritu configurador, sino por los datos histórico-filosóficos que encuentran ante sí para darles formas” (Lukács 323). De esta manera, se establece un juego de ruptura y continuidad en la épica, el que permite que muchos rasgos épicos se mantengan en la actualidad. Desde el siglo xvi se produce un notable desfase en la mímesis de la epopeya2, que tiene como telón de fondo un mundo que comienza a desaparecer lentamente. La cosmovisión occidental de la que la epopeya se hacía cargo se desintegra, provocando que este género literario se eclipse: “la epopeya tuvo que desaparecer y ceder el terreno a una forma completamente nueva, la novela” (Lukács 309). La novela es la epopeya del mundo abandonado por los dioses. Mientras la epopeya configura una totalidad vital por sí misma conclusa, la novela intenta descubrir y construir la oculta totalidad de la vida.3 La novela no se hace cargo de una cosmovisión ordenada y coherente debido a que la religión judeocristiana, paradigma articulador de la sociedad occidental hasta el siglo xv, comienza un proceso de descomposición a partir de la reforma luterana. Bolaño sitúa su narrativa en un mundo abandonado por la divinidad, lo que se evidencia en el epígrafe de Malcolm Lowry que precede a Los detectives salvajes: “—¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey? —No” (9). Los detectives salvajes reflejan la época de la “pecaminosidad consumada” al decir de Fichte, la que se manifiesta no sólo en el curso de acción que adoptan numerosos personajes de Los detectives salvajes, que contravienen numerosos límites impuestos por la religiosidad, sino que, a su vez, se evidencia en la irrelevancia que adquiere la divinidad en el desarrollo de la novela. Los detectives salvajes se hacen cargo, en este sentido, de la frase de Nietzsche relativa a que “Dios ha muerto”. De ahí que ni Belano ni Lima ni otros 179

visceralistas decidan aceptar, en ningún caso, a Cristo como rey; Los detectives salvajes es el relato de una errancia y no el de una peregrinación.

Rumbo a Sonora La novela y la epopeya tienen como uno de sus ejes centrales la aventura, sin embargo, en cada una de las formas de la épica ésta adquiere un sello distinto. Para Lukács, la epopeya excluye la aventura en un sentido propio puesto que sus héroes realizan una serie de aventuras amparados por el poder de los dioses y, en este sentido, no se pone jamás en duda que las van a superar interna y externamente.4 Las aventuras en la epopeya constituyen una masa organizada de acontecimientos en que no se cuestiona la consecución del objetivo anhelado por el héroe5, quien se convierte “[…] en mero instrumento cuya posición central se debe a su capacidad de mostrar una determinada problemática del mundo” (Lukács 350). Ahora bien, el héroe de la epopeya tiende a representar a su sociedad. “Rigurosamente hablando, el héroe de la epopeya no es nunca un individuo. Desde antiguo se ha considerado como un rasgo esencial del epos el que su objeto no sea un destino personal sino el de una comunidad” (Lukács 333). El destino de la comunidad que encarna el héroe de la epopeya influye significativamente en que éstos sean caracterizados como sujetos ilustres que concitan numerosas virtudes. Ulises, Héctor y Roldán encajan en esta definición. El héroe de la novela no representa, en cambio, a nadie más que a sí mismo y, en este contexto, ni siquiera los grandes héroes superan significativamente a sus tropas en cuanto a sus habilidades. Ciertamente, en esta lógica se encuentra Los detectives salvajes. No me parece que Belano o Lima puedan ser considerados, por ejemplo, como representantes de Chile o México, respectivamente. Ambos son personajes que tienen escasas o aun nulas posibilidades de ser parte de los símbolos empleados por sus países para dar coherencia a sus comunidades imaginadas, debido a que no encarnan los atributos necesarios —reales o no— para reflejar la imagen ideal que pretende proyectar cada nación. Belano y Lima son, por el contrario, seres que se sitúan en los márgenes de sus grupos sociales. Bolaño tiene su propia concepción de lo que debe ser un héroe. Para él, tanto en la literatura como en la vida el ser humano está condenado a la derrota sin apelaciones; sin embargo, piensa que es necesario salir y dar la pelea “y darla, además, de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel […] 180

e intentar caer como un valiente, y eso es nuestra victoria” (Braithwaite 120). La búsqueda del honor en la derrota es una máxima que mueve a sus personajes, muchos de los cuales encuentran la dignidad en la muerte o en la tragedia. Bolaño cree que estos hombres son los que alcanzan la categoría de héroes. En ese sentido, resulta fundamental que cuenten con dos atributos: el valor y la generosidad. Mientras el valor es necesario para salir a enfrentar el horror, la generosidad es clave para poner las necesidades de otro por sobre sus propios deseos.6 Los detectives salvajes incluyen a héroes que actualizan un sentido épico que, según Bolaño, siempre es posible. Los visceralistas no sólo dan una batalla por la literatura sino que realizan gestos a través de los que ofrecen su vida sin pedir nada a cambio. El incidente que detona la diáspora del grupo en los desiertos de Sonora, donde Cesárea Tinajero, Arturo Belano y Ulises Lima enfrentan al proxeneta Alberto y a un policía renegado, evidencia su heroicidad. Belano, Lima y Tinajero podrían haber entregado a la prostituta Lupe a Alberto, sin embargo, prefieren enfrentar a los criminales: Al pasar junto a Belano éste se le arrojó encima. Con una mano retuvo el brazo de Alberto que cargaba la pistola, la otra salió disparada del bolsillo empuñando el cuchillo […] Antes de que ambos rodaran por el suelo, Belano ya había conseguido enterrarle el cuchillo en el pecho. […] Luego vi a Ulises abalanzarse sobre él (policía). Sentí un disparo y me agaché. Cuando volví a asomar la cabeza del asiento trasero vi al policía y a Lima que daban vuelta por el suelo […] y vi a Cesárea […] derrumbándose sobre ellos, y oí dos balazos más y bajé del coche. Me costó apartar el cuerpo de Cesárea de los cuerpos del policía y de mi amigo. (604)

Los real visceralistas logran neutralizar la amenaza que se cierne sobre Lupe. Tanto el padrote como el oficial acaban enterrados en los límites de Villaviciosa. No obstante, el arrojo del grupo tiene un elevado costo: Cesárea Tinajero, la madre del realismo visceral, cae fulminada por un disparo. Tinajero es parte de esa clase de seres humanos que desprecian y, a la vez, subliman sus vidas entregando lo poco que tienen, o tal vez lo mucho que tienen, a cambio de nada. Arturo Belano sigue los pasos de su mentora arriesgando su vida por causas que le parecen justas. Así, en su papel de vigilante nocturno de un camping español toma la decisión de rescatar a un niño de un abismo denominado “Boca del diablo”. Antes de la intervención de Belano, los familiares del niño habían bajado a un muchacho para que rescatara al niño de la sima, pero, luego de un breve instante, escuchan una serie de gritos que los llevan a subir al rescatista. El muchacho vuelve con unas pocas magulladuras: “¿Qué viste?, repitió el grupo. Entonces el muchacho habló y sólo lo escuchó su pariente, el cual volvió a 181

hacerle la misma pregunta, como si no diera crédito a lo que sus oídos habían escuchado. El mozo respondió: vi al diablo” (431). Nadie desea bajar luego de esa respuesta hasta la aparición de Belano.7 Belano enfrenta el abismo y consigue traer de regreso al niño. El líder de los real visceralistas replica el trágico final de su precursora. Si Cesárea opta por entregar su vida en los desiertos de Sonora, Belano adopta un curso de acción similar en las guerras floridas africanas. El viaje de Belano al continente negro tiene que ver con la búsqueda de la muerte, determinación que responde al dolor que le causa su “gran perdida”: la mujer andaluza que pierde en España. Sin embargo, cambia de opinión luego de diversas peripecias en las convulsas naciones africanas, “sólo hablaba Belano […] estaba contando su historia, una historia sin pies ni cabeza […] hasta que finalmente decía: quise morirme, pero comprendí que era mejor no hacerlo” (547). Belano está narrándole su vida al enloquecido fotógrafo español Emilio López Lobo8, el que se interna con el mismo objetivo que Belano en el continente negro. Durante una noche, ambos se cuentan sus historias y se preparan para ir junto a un grupo de soldados mandingas en una misión suicida: Después Belano me preguntó si me había dado cuenta de lo jóvenes que eran los soldados. Todos son jodidamente jóvenes, le contesté, y se matan como si estuvieran jugando. No deja de ser bonito, dijo Belano […] Le pregunté por qué iba a acompañar a López Lobo. Para que no esté sólo, respondió. (547-548)

Después de intercambiar esas frases con su amigo Jacobo Urenda, Belano se va corriendo tras la columna como si pensara que se iban a marchar sin él, “[…] alcanzó a López Lobo, me pareció que se ponían a hablar, me pareció que se reían, como si partieran de excursión […] luego se perdieron en la espesura” (548). Esta es la última aparición de Belano en Los detectives salvajes. Pese a que había renunciado a la muerte decide asumir, otra vez, un camino a la perdición9 para no abandonar a López Lobo. Creo que pocos momentos de la narrativa de Bolaño evidencian tan bien la sublimación y el desprecio hacia la vida como la determinación de Arturo Belano. Lukács piensa que el rasgo predominante del héroe novelesco es su necesidad de indagar la realidad: “los personajes novelescos son seres que buscan” (Lukács 327). En este sentido, el héroe tiende a llevar a cabo empresas que lo conducen a probarse a sí mismo. En la novela, el sentido de la aventura es diametralmente opuesto al de la epopeya debido a que ésta responde al valor 182

propio de la interioridad del héroe, “su contenido es la historia del alma que parte para conocerse, que busca las aventuras para ser probada en ellas” (Lukács 356). La novela se erige como un proceso en que el individuo se dirige hacia sí mismo. De esta forma, el protagonista de la novela adquiere una altura mayor al de la epopeya en la medida que, a partir de sus propias vivencias, debe crear un mundo entero, el que, además, debe mantener en cierto equilibrio. Ahora bien, son escasas las ocasiones en que los héroes novelescos hallan lo que están persiguiendo. De hecho, la búsqueda acaba con la imposibilidad de encontrar el objeto, el triunfo o el amor anhelado. La novela se articula en torno a la derrota.10 La ausencia de los dioses y la inevitabilidad del fracaso implican que la novela sea, en términos de Lukács, la expresión del desamparo existencial. Los detectives salvajes es la búsqueda de la poesía. Los real visceralistas persiguen nuevas formas poéticas que renueven el escenario lírico latinoamericano. Belano y Lima utilizan las más variadas estratagemas para producir poemas novedosos e innovadores. Pese al impulso inicial todo culmina en el más estrepitoso fracaso: Qué hicimos los real visceralistas cuando se marcharon Ulises Lima y Arturo Belano: escritura automática, cadáveres exquisitos, performances de una sola persona y sin espectadores, contraintes, escritura a dos manos, a tres manos, escritura masturbatoria […] Incluso sacamos una revista… Nos movimos… Nos movimos… Hicimos todo lo que pudimos… Pero nada salió bien. (214)

La renovación de la poesía latinoamericana no pasa de ser una ilusión.11 El mayor símbolo de esa derrota es el encuentro de Ulises Lima con Octavio Paz en el Parque Hundido. Lejos de los planes de secuestro que había formulado anteriormente junto a sus compañeros de “armas”, Lima adopta una actitud condescendiente con Paz: “¿Cuánto rato conversaron? No mucho. Desde donde yo estaba se adivinaba, eso sí, que fue una conversación distendida, serena, tolerante. Después el poeta Ulises Lima se levantó, le estrechó la mano a don Octavio y se marchó” (510). Ulises Lima parece reconocer no sólo la importancia de Octavio Paz sino la vacuidad de sus anhelos juveniles.

El fin de los mundos Auerbach considera que una de las características permanentes de la épica es 183

la libertad con que dispone del tiempo y del espacio, tendencia que se ha intensificado desde las primeras décadas del siglo xx y que sólo podría tener parangón con algunos intentos del Romanticismo. Auerbach cuestiona la influencia que habría tenido el cine sobre la novela y, en este sentido, establece que este es un rasgo que la novela toma directamente de la epopeya. De esta forma, Auerbach sostiene que este proceso cobra especial importancia en las novelas contemporáneas.12 Los detectives salvajes evidencian la autonomía de la novela para tratar el tiempo y el espacio. Bolaño construye una novela que arranca en el DF mexicano durante 1975 y que termina en Pachuca el año 1996, es decir, 20 años después. Durante dos décadas la acción se traslada por cuatro continentes: América, África, Asia y Europa. Bolaño divide a la novela en tres partes denominadas “Mexicanos perdidos en México (1975)”, “Los detectives salvajes (1976-1996)” y “Los desiertos de Sonora (1976)”. Mientras la primera y la última son relatadas por García Madero, la segunda recoge los testimonios de más de 50 personajes que entregan su mirada de las andanzas de Belano y Lima, los detectives salvajes, quienes, tras los trágicos acontecimientos de Villaviciosa en 1976, emprenden una fuga que se convierte en una errancia por varios rincones del planeta. A partir de este punto, Belano y Lima abandonan su rol de cazadores para convertirse en presas de un enigmático entrevistador que sigue sus huellas. Así, recoge testimonios que convergen y divergen, generando una imagen difusa sobre las personalidades de los real visceralistas. De esta forma, Ulises Lima puede aparecer como el poeta más brillante de su generación, como un sujeto fuera de sí o como un vulgar traficante de marihuana. El discurso de Los detectives salvajes está articulado en torno a las figuras de Belano y Lima, puntos de cohesión del relato, cuyo testimonio jamás llegamos a conocer de manera directa, es decir, sólo podemos saber lo que otros dicen de las andanzas de Belano y Lima. Los detectives salvajes se levantan sobre una estructura fragmentaria que intenta reconstruir la historia de los real visceralistas. Aunque las apariciones de Lima y Belano confieren cierta unidad a la novela no se puede soslayar que existen una serie de personajes que tienen escasas o aun nulas conexiones con el nudo central de la novela, como ocurre, por ejemplo, con Andrés Ramírez.13 Asimismo, hay personajes que aparecen y desaparecen de la manera más misteriosa en la novela. Heimito Künst14 constituye un ejemplo paradigmático en este sentido.

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Las aventuras de la épica tienen su origen en la ruptura de un mundo. Para Hegel la epopeya tiende a pulverizar el mundo del mito. Así, la épica es el acto humano que perturba la tranquilidad del ser y su integridad mítica: una especie de arañazo que nos empuja fuera del mundo paterno, lejos del hogar mítico y nos envía a la guerra de Troya y a los viajes de Ulises. La épica es el accidente que hiere la esencia mítica.15 De esta forma, la épica es considerada por Hegel como un acto en el que el hombre se desprende del mito, de su identificación primaria con los dioses como actores para asumir la acción. Una acción consciente de sí, advierte Hegel, que perturba la paz de la sustancia.16 Simone Weil asume una posición similar a la de Hegel. Para Weil, la épica nace cuando los hombres se desplazan y desafían a los dioses. La primera victoria del hombre sobre los dioses es obligarlos a acompañarlos a Troya.17 La épica nace de esa peripecia. El mito permanece junto a las tumbas en la tierra de los muertos, guardando los antepasados y viendo que se queden quietos. Los detectives salvajes surgen de la ruptura de un mundo. No se trata de la pulverización del mito, sin embargo, es dable apreciar una fractura y un quiebre que conduce hacia la aventura. Así, la novela ganadora del Rómulo Gallegos es el texto bolañiano que, en mayor medida, adscribe a esta forma de entender la épica. Bolaño relata en esta novela las errancias de los real visceralistas, grupo de poetas que buscaba renovar de manera radical el escenario poético latinoamericano de la década de 1970: “Coincidimos plenamente en que hay que cambiar la poesía mexicana. Nuestra situación […] es insostenible, entre el imperio de Octavio Paz y el imperio de Pablo Neruda. Es decir, entre la espada y la pared” (30). Belano y Lima no tienen precursores que iluminen su vocación parricida, por el contrario, sienten que la poesía agoniza entre los epígonos de Paz y los poetas campesinos. De ahí que opten por practicar un “terrorismo” poético que los llevaba a interrumpir los recitales de sus adversarios. Ante esta situación, los real visceralistas establecen una curiosa forma de avanzar hacia la ruptura. Para Ulises Lima, “[…] los actuales real visceralistas caminaban hacia atrás. ¿Cómo hacia atrás?, pregunté. —De espaldas, mirando un punto pero alejándonos de él, en línea recta hacia lo desconocido” (17). De estos comentarios es posible deducir que el punto que se mira es el horizonte de su lírica, la línea que está allende del punto de quiebre de la poesía mexicana. La voluntad de caminar hacia atrás responde a la necesidad de contactar su capacidad creativa con un grupo que representa su manera de sentir y comprender la poesía: el grupo realvisceralista de Cesárea Tinajero que actuó en 185

la década de 1920. La reutilización del nombre “realvisceralista” es un gesto y una señal. Belano y Lima emprenden la búsqueda de Cesárea Tinajero, poeta que desapareció de México DF a finales de la década de 1920. La búsqueda de los detectives salvajes tiene que ver con el proceso de formación del poeta planteado por Harold Bloom en Poetic origins and final phases.18 Luego de entrevistar a una serie de escritores que estuvieron relacionados con Tinajero, Belano y Lima descubren que Cesárea se fue hacia los desiertos de Sonora. Así, los detectives salvajes emprenden un viaje que los lleva hacia la precursora que habían identificado en su buceo por el mar de la poesía. Después de una serie de aventuras por el norte de México consiguen encontrar a Tinajero, con quien sostienen una conversación en su casa, sin embargo, no alcanzan a tener acceso a los cuadernos que había escrito la poeta mexicana: Cesárea es asesinada de un tiro en un violento incidente con un padrote mexicano. Para Grínor Rojo, Belano y Lima no viajan a buscar los conocimientos de Tinajero, sino que van a matar a su madre/maestra, es decir, van a ponerle la lápida al proyecto realvisceralista.19 Pese a que los acontecimientos de Sonora acaban con la muerte de Cesárea, Belano y Lima están lejos de querer que los acontecimientos trascurran de esa manera. Es más, Belano se muestra consternado frente al cadáver de Tinajero: “Oí que Belano decía que la habíamos cagado, que habíamos encontrado a Cesárea sólo para traerle la muerte” (605). Belano y Lima no viajan a enterrar a la legendaria fundadora del realismo visceral sino que emprenden un periplo en busca de un determinado saber poético. Además, no tiene sentido que los jóvenes poetas se desprendan de su precursora antes de asimilar sus conocimientos ni menos antes de que generaran su propia obra poética. Los detectives salvajes no se toman la molestia de entrevistar a numerosos escritores y de realizar una acuciosa investigación en Sonora para eliminar a Cesárea. Al contrario, van al encuentro de la precursora que encontraron en un pasado distante. Con todo, la búsqueda de Cesárea resulta un fracaso, lo que, en definitiva, significa la ruptura del mundo en Los detectives salvajes. La muerte de Tinajero, como un pequeño Big Bang, detona el viaje de Belano y Lima por diversos países, errancia marcada por la muerte de la madre, lo que, de una forma u otra, está consignado por Manuel Maples Arce, “Todos los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero éstos eran huérfanos de vocación” (177).

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El camino del guerrero Los detectives salvajes mantienen —al igual que la epopeya— una lección épica que todavía está vigente en la tradición occidental. Simone Weil propone que ningún texto europeo se puede comparar con La Ilíada en cuanto al sentido del honor y del valor que existe en los combates de griegos y troyanos ante el despiadado ejercicio que la fuerza —entendida como el poder empleado para subyugar a los hombres— imprime sobre los guerreros. Para Weil, nada de lo que han producido los pueblos europeos tiene el valor de La Ilíada. Principalmente, porque el poema homérico entrega una lección épica vital para el desarrollo de Occidente: “no hay que creer nada al abrigo de la suerte, no admirar jamás la fuerza, no odiar a los enemigos ni despreciar a los desgraciados”. (Weil 44). La épica bolañiana se encuentra atravesada por la lección épica de Weil. Bolaño construye personajes que poseen un elevado sentido del honor. Belano y Lima pueden situarse en esta categoría. No sólo porque no admiran al poder sino porque se sitúan en un curso de colisión con los detentores de la fuerza. Para el poeta Rosado, los real visceralistas adoptan una actitud similar a los estridentistas de la década de 1920: Monsiváis ya lo dijo: Discípulos de Marinetti y Tzara, sus poemas, ruidosos, disparatados, cursis, libraron su combate en los terrenos del simple arreglo tipográfico y nunca superaron el nivel de entretenimiento infantil. Monsi está hablando de los estridentalistas, pero lo mismo se puede aplicar a los real visceralistas. Nadie les hacía caso y optaron por el insulto indiscriminado. (152)

Belano y Lima despliegan sus acciones contra el establishment poético mexicano, es decir, contra los discípulos de Paz, los poetas campesinos, entre otros, que viven al amparo del Estado mexicano. Los visceralistas se alejan del poder y emprenden sus proyectos a través de sus propios medios. La relación de los real visceralistas con la política cultural se conecta con la disputa por el honor de los poetas que sostuvieron Louis Aragon y Benjamin Péret en la primera parte del siglo xx.20 Los detectives salvajes se sitúan en la línea de Péret, el que sostiene que la poesía debe luchar contra toda forma de opresión, lo que no implica que los poetas se pongan detrás de ciertas políticas, porque eso conlleva su degradación. Los poetas que abrazan causas políticas dejan de ser poetas para pasar a convertirse en agentes de publicidad. Aunque Péret sostiene que no es un problema que el poeta participe en el terreno social, cree que éste 187

no debe confundir los campos de acción. Benjamin Péret establece que de todo poema auténtico se desprende: “[…] un soplo de libertad completa y movilizadora, inclusive cuando esta libertad contribuye a la liberación efectiva del hombre, aunque no sea evocada en su aspecto político y social” (Péret). Los real visceralistas no sólo no están dispuestos a convertirse en agentes de publicidad sino que no toleran la posibilidad de ponerse bajo el alero de ninguna instancia de poder. De ahí que acaben marginándose de todo círculo político. La actitud de Piel Divina ante la posibilidad de ser incluido en una antología está en esta línea: Después me preguntó si la antología de Ismael Humberto incluía a Pancho y Moctezuma Rodríguez. No, dije […] ¿Y a Jacinto Requena y a Rafael Barrios? Tampoco, dije. ¿y a María y Angélica Font? Tampoco […] ¿Y a Ulises Lima? Miré fijamente sus ojos oscuros y dije no. Entonces es mejor que yo tampoco aparezca, dijo él. (279)

Los real visceralistas construyen sus carreras literarias marginados de todo vínculo con el poder. Mientras Belano se dedica a escribir novelas en España, Angélica Font y Ulises Lima continúan su trabajo poético en México. Ahora bien, los real visceralistas son poetas provenientes del proletariado, de manera que no sienten desprecio por los desgraciados sino que se sienten parte de los grupos marginados. Héroes rotos En Valiente Nuevo Mundo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, Carlos Fuentes revisa, a partir de un análisis de Los de abajo de Mariano Azuela, la noción de “épica degradada”. Para Fuentes, ésta surge del fracaso de una épica. Aunque los personajes de Los de abajo actúan dentro de los márgenes de la épica y, en este sentido, su curso de acción constituye un acto humano que daña y quiebra un mundo dado: “Emergen de esa oscuridad: no pueden ver con claridad el mundo, viajan, se mueven, emigran, combaten, se van a la Revolución. Cumplen los requisitos de la épica original. Pero también, significativamente, los degradan y los frustran” (Fuentes 186). Fuentes sostiene que Azuela inicia un proceso de devaluación de la épica revolucionaria mexicana.21 Para él, Los de abajo se trata de una épica degradada y vacilante. Con todo, la “épica degradada” se levantará como una épica del desencanto en la que se habría perdido parte importante del honor antiguo. De ahí que Azuela haga decir a Solís: “nuestra raza —continúa Solís— se condensa en dos palabras: 188

robar y matar […] pero que hermosa es la revolución, aun en su misma barbarie” (Fuentes 227). Los detectives salvajes ofrecen un amplio espectro de personajes que mezclan el valor y el arrojo con conductas que colindan con lo marginal y lo sórdido. De hecho, me parece que la narrativa de Bolaño radicaliza la degradación propuesta por Fuentes. Así, muchos de los personajes que atraviesan la novela son antihéroes quebrados que poseen la más variada gama de facetas abyectas y sombrías. Uno de los elementos que representa la incapacidad de los real visceralistas es la impotencia que padece su joven líder: Arturo Belano, que implica más que una referencia física y sexual: es un símbolo de imposibilidad existencial. Lejos de la virilidad y del poder erótico sexual que envolvía a varios héroes épicos tradicionales, Belano es incapaz de poseer a varias de sus mujeres, lo que constituye un signo de la debilidad que experimenta el líder real visceralista. Ulises Lima siente que nada es más importante que la poesía, concebida no sólo como una manifestación artística sino como una forma de vida, adopta el principio romántico y/o surrealista: superar las fronteras entre la vida y la poesía trascendiendo la moral y la ley citadina para afirmar su voluntad. La determinación de poetizar el mundo y de dar a conocer su propuesta lírica, lo lleva a cruzar el límite de la ley. De esta forma, la edición de Lee Harvey Oswald — revista del realismo visceral—, se hace a través de la ruptura del Estado de derecho: “—¿Y cómo pudo financiar dos números de una revista?/ —Vendiendo mota— dijo Pancho—. Los otros se quedaron callados […] —No me lo puedo creer —dije. —Pues es así. La luz viene de la marihuana” (33). La epopeya no es capaz de incluir ni el crimen ni la locura. Nada de eso ocurre en Los detectives salvajes. Ulises Lima acaba completamente perturbado luego de erigirse como uno de los poetas más destacados de su generación. El testimonio del académico García Grajales es concluyente: Las pasadas vacaciones lo fui a ver. Un espectáculo. Le confieso que al principio hasta me dio un poco de miedo. Todo el rato que estuve con él me trató de señor profesor. Pero, mano, le dije, si soy más joven que tú, así que por qué no nos tuteamos. Como usted quiera, señor profesor. (551)

Los visceralistas siguen la línea de ruptura trazada por la Generación Beat, reconociendo su abierta homosexualidad o bisexualidad y el consumo de drogas, pero irrumpen, además, contra todos los límites establecidos con antelación, 189

situándose, en algunos casos, al margen de la ley. Piel divina es un excelente ejemplo en este sentido; Luis Sebastián Rosado, su ocasional amante, sostiene: Una noche, mientras me penetraba, le pregunte si alguna vez había matado a alguien. No quería hacerle esa pregunta, no quería oír su respuesta, tanto si era de verdad o de mentira, y me mordí los labios. Él dijo que sí y redobló sus embites, y yo lloré al correrme. (351)

Ahora bien, la “épica degradada” se ajusta, en parte importante, a la manera que tiene Bolaño de trabajar el epos en sus novelas, sin embargo, existen diferencias que resulta necesario precisar. La “épica sórdida” de Bolaño reitera el sentido de ruptura y de quiebre de un mundo e incluye en sus peripecias, también, a héroes quebrados y sucios que distan de la pulcritud de los protagonistas de la epopeya. Con todo, me parece que Bolaño extrema la degradación de estos antihéroes, sumiéndolos, en muchas ocasiones, en la más completa abyección. A diferencia de la “épica degradada”, los personajes bolañianos conservan el honor y, en este sentido, adscriben a la lección épica de Weil. Asimismo, poseen una cualidad que no es mencionada por Fuentes: el humor. Para Bolaño, el humor es clave para que sus personajes no se derrumben en medio de las aciagas aventuras de Los detectives salvajes. La “épica sórdida” está atravesada por fuertes dosis de humor e ironía. Ambos elementos intentan atenuar el desamparo de una épica dominada por el fracaso. Bolaño sostiene que el humor es algo parecido a la felicidad, a la revolución y al amor, una de las mayores virtudes del ser humano, “Pienso que, en jerarquía, por encima del humor sólo está el amor. En este sentido, coincido con los surrealistas. El humor negro nos hace permanecer sanos, es el arma para transformar la vida desde la cotidianeidad” (Braithwaite 117-118). Bolaño emplea el humor para reírse de sus adversarios —en sus interminables ajustes de cuenta— y de sus propios héroes. Así, se burla de la apariencia desgreñada y somnolienta de Belano o de las lecturas de poesía de Lima bajo la ducha y, por supuesto, hace acopio del humor negro para hurgar en las heridas de sus personajes, para festinar con su decadencia o para demoler los cánones literarios latinoamericanos. La mayor muestra del humor negro de Los detectives salvajes es la clasificación sexual de la literatura que realiza Ernesto San Epifanio, el que distingue entre literatura heterosexual, homosexual y bisexual: “Las novelas, generalmente, eran heterosexuales, la poesía, en cambio, era absolutamente homosexual, los cuentos […] bisexuales” (83). San Epifanio distingue las corrientes homosexuales de la poesía, diferenciando entre maricones, maricas, mariquitas, locas y filenos. Para San Epifanio, las dos corrientes mayores eran las de los maricones y la de los 190

maricas: Walt Whitman, por ejemplo, era un poeta maricón. Pablo Neruda, un poeta marica. William Blake era maricón, sin asomo de duda, y Octavio Paz marica. Borges era fileno, es decir de improviso podía ser maricón y de improviso simplemente asexual. Rubén Darío era una loca, de hecho la reina y el paradigma de las locas. (83)

Tras las tumbas de Sonora Los detectives salvajes actualizan el sentido épico que sobrevive a la muerte de la epopeya. Para esto, parten del fin de un mundo que provoca la errancia de los real visceralistas. Belano y Lima son parte de un mundo abandonado por los dioses, que carece de una cosmovisión aglutinadora de la sociedad occidental y que se caracteriza por un desamparo existencial. Adolecen de la protección divina y, en consecuencia, disponen de la libertad para trazar sus propios objetivos y emprender variadas búsquedas en sus vidas, las que, en la mayoría de las ocasiones, acaban en fracasos. Los detectives salvajes narran las odiseas de personajes que, a pesar de las derrotas, tienen el honor necesario para presentarse en el campo de batalla. Con todo, es necesario establecer que Bolaño desarrolla una “épica sórdida”, es decir, una épica que mantiene algunos elementos del epos, pero que vulnera y ensucia a sus hombres y mujeres generando héroes rotos, es decir, personajes que comparten el valor y la generosidad más sublime con la abyección. Además, resulta imprescindible diferenciar a la “épica sórdida” de la “épica degradada” propuesta por Carlos Fuentes en la medida que la primera radicaliza la degradación, adscribe a la lección épica de Simone Weil y le da más relevancia al sentido del humor. La “épica sórdida” es parte de la magia bolañiana, aquella parte lumínica de la narrativa de Roberto Bolaño, en conjunto con el sexo, la bruma dionisiaca y el juego, que sirve como contrapunto al mal para conformar lo que he designado como el “paraíso infernal” de las novelas de Bolaño. La “épica sórdida” representa, en este sentido, el valor y la generosidad, la voluntad de internarse en el seno de una batalla imposible; sin embargo, en la disposición con que entran en combate radica la única posibilidad de una victoria, aquella que emerge de la tumba de Cesárea Tinajero en los desiertos de Sonora. Bibliografía

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Auerbach, Erich. Mímesis. La representación de la realidad. México: Fondo de Cultura Económica, 1950. Bolaño, Roberto. Amuleto. Barcelona: Anagrama, 2002. __________. Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2004. __________. El secreto del mal. Barcelona: Anagrama, 2007. __________ . Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama, Compactos 232, 2002. __________ . 2666. Barcelona: Anagrama, 2004. Braithwaite, Andrés. Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2006. Fuentes, Carlos. Valiente nuevo mundo: épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana. México: Fondo de Cultura Económica, 1990. Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu. Trad. Wenceslao Roces. México: Fondo de Cultura Económica, 1985. Lukács, Georg. La teoría de la novela. Buenos Aires: Grijalbo, 1975. Péret, Benjamin. “El deshonor de los poetas”. En: http://www.academiadelapipa.org.ar/ peret_deshonor_de_los_poetas.htm (19/6/2005) Rojo, Grínor. “Sobre Los detectives salvajes”. En Espinosa, Patricia (ed.), Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño. Santiago: Frasis, 2003. 6575. Weil, Simone. La fuente griega. Trad.: María Eugenia Valentié. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1961.

1

Trabajo que condensa el tercer capítulo de mi tesis doctoral, titulado “Espadas rotas: La ‘épica sórdida’ en la narrativa de Roberto Bolaño”.

2

En la Edad Media se escriben epopeyas similares a la épica clásica pero adaptadas a sociedades distintas. Así, es posible encontrar Beovulfo en Inglaterra, el Cantar de los Nibelungos en Alemania y el Cantar de Roldán en Francia. Las epopeyas de la Edad Media subrayan las proezas de héroes de condición social muy variada. Sin embargo, la crisis de la sociedad feudal en la baja Edad Media implica que la epopeya pierda terreno ante formas literarias más cultas. Así, en Italia la aclimatación de las canciones de gesta francesas produce textos como el Orlando enamorado de Boiardo y el Orlando furioso de Ariosto. En los siglos xvi y xvii la epopeya culta florece en Europa. En esta línea, están Os Lusiadas de Camoes y El paraíso perdido de Milton, entre otros. La epopeya española adopta, por su parte, un carácter de inmediatez histórica en sus temas, provocada por la euforia de las gestas imperiales en América, destacando, La Araucana de Ercilla y el Arauco domado de Oña. Desde el siglo xvii,

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el desfase entre la mentalidad que presupone la epopeya y el ambiente general es tan acentuado, que puede considerarse el género épico en franca decadencia. Así, los temas de la epopeya son incorporados por la novelística. De esta forma, La leyenda de los siglos de Victor Hugo y La Atlántida y Canigó de Verdaguer son a finales del siglo xix las últimas muestras del género. 3

En La teoría de la novela, Lukács sostiene que la novela es la epopeya de una época para la cual no está ya sensiblemente dada la totalidad extensiva de la vida, “[…] una época para la cual la inmanencia del sentido […] se ha hecho problema pero que […] conserva el espíritu que busca la totalidad” (Lukács 323).

4

Lukács piensa que los dioses que dominan el mundo han de triunfar siempre sobre los demonios. Lo anterior se traduce en la victoria de los héroes. Así, el ciclo de aventuras que adorna y llena la vida de los héroes de la epopeya “[…] es la configuración de la totalidad objetiva y extensiva del mundo, y él mismo no es sino el luminoso centro en torno al cual gira ese despliegue, el punto íntimamente más inmóvil del rítmico movimiento del mundo”. (Ibidem 356)

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El amparo de los dioses genera un mundo infantil en el cual la violación de las normas implica necesariamente venganza, “la cual, hasta el infinito, tiene a su vez que ser vengada; o bien es teodicea completa, por la cual crimen y castigo descansa, como pesos iguales y homogéneos, en la balanza del juicio final” (Ibidem 327). El ciclo de venganza impide que exista locura y crimen en la epopeya, “Lo que el uso ordinario de los conceptos llama crimen no existe para ellas, o bien no es sino el punto sensorialmente irradiante, simbólicamente enlazado, en el que se hace visible la relación del alma con su destino, con el vehículo de su impulso metafísico hacia la patria” (Ibidem 327). La epopeya tampoco conoce la locura. A excepción de que ésta sea considerada como lenguaje universal incomprensible de un supramundo que sólo a través de él se percibe: Pues crimen y locura son objetivación de la trascendental falta de patria, de una acción en el orden humano de las conexiones sociales, y de la falta de patria de un alma en el orden normativo del sistema supra-personal de valores (Ibidem 328).

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Bolaño entrega la siguiente definición del héroe: “[…] es alguien capaz de sublimar o de despreciar en determinado momento su propia vida y ofrecerla sin pedir nada a cambio, aunque en realidad obtiene mucho a cambio. Lo que obtiene, sin embargo, no cotiza, todavía, en el mercado” (Braithwaite 121-122).

7

Uno de los elementos más interesantes de este relato es la intertextualidad que establece con el cuento “La sima” de Pío Baroja, debido a que subraya el sentido épico de las acciones de Belano. Principalmente, porque el escritor español narra una situación idéntica a la sugerida por Bolaño: un niño cae en un abismo, sus familiares oyen ruidos extraños, un muchacho dice haber sentido al demonio y nadie se atreve a descender a través de la grieta. El cuento acaba en una escena de impotencia absoluta. Cuando cae la noche los parientes de niño regresan a casa y escuchan los lamentos que

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provienen desde la sima. 8

López Lobo pierde la cordura luego de la muerte de su hijo y del divorcio con su mujer. El niño tiene una enfermedad terminal. La relación con su mujer colapsa luego de que el fotógrafo español pierde las cenizas de su hijo en el metro de Nueva York.

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A pesar de la aparente muerte de Arturo Belano, Bolaño recupera al personaje en 2666, novela en la éste que asume el rol de narrador y, además, realiza una fugaz aparición en compañía de Ulises Lima en “La parte de los crímenes”. Asimismo, Belano protagoniza varios cuentos de El secreto del mal, tales como “No sé leer”, “Muerte de Ulises” y “Las jornadas del caos”, que están ambientados con posterioridad a los eventos narrados en Los detectives salvajes.

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Lukács sostiene, en esta línea, que “[…] cada destino singular es mero episodio, y el mundo se compone de un número infinito de esos episodios solitarios y heterogéneos entre sí, que no tienen más destino común que la necesidad del fracaso” (Lukács 401).

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Esa ilusión se relaciona con la definición bolañiana de la literatura. Para Bolaño, la literatura es como las peleas de los samuráis. Un samurái no se enfrenta contra otro guerrero sino contra un monstruo, “Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura” (Braithwaite 90).

12

Auerbach piensa que en las novelas contemporáneas no nos encontramos con un conjunto de acontecimientos entrelazados, “[…] sino que se agrupan sin conexión alguna personajes varios o muchos sucesos fragmentarios, con el efecto de que el lector no pueda tener en sus manos, durante mucho tiempo, el hilo de los sucesos. Hay novelas que intentan reconstruir un ambiente con trozos de sucesos y con personajes constantemente diferentes, que a veces desaparecen para volver a reaparecer” (Auerbach 514).

13

Andrés Ramírez es un inmigrante ilegal chileno que llega a las costas españolas y que comienza a tener visiones de números que le permiten ganar varios concursos de azar en España. No tiene mayor contacto con el argumento central de la novela. Es el jefe de Belano en un restaurante durante algunos días.

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Aparece en la década de 1970 como un nazi borderline que está buscando armas atómicas en Israel, desaparece por 15 años en la historia de la novela, para luego reaparecer como un ejecutivo de negocios que le pide un autógrafo a un escritor español que experimenta nada menos que la aparición de la Virgen María.

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En Fenomenología del espíritu Hegel afirma que el contenido de la epopeya es una acción de la esencia autoconsciente. “El obrar perturba la quietud de la sustancia y excita la esencia, lo que hace que su simplicidad se divida y se escinda en el mundo múltiple de las fuerzas naturales y éticas. La acción es la herida abierta en la tierra, la fosa que, animada por la sangre, evoca los espíritus desaparecidos, los cuales, sedientos de vida, la logran en el obrar de la autoconciencia” (Hegel 423).

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Para Carlos Fuentes la épica hegeliana convierte a la tumba en trinchera, “la vivifica con la sangre de los vivos y al hacerlo convoca el espíritu de los muertos, que sienten sed de la vida y que la reciben con autoconciencia de la épica transmutada en tragedia, conciencia de sí, de la falibilidad y el error propio que han vulnerado los valores colectivos de la polis” (Fuentes 223). Para restaurar esos valores, el héroe regresa al hogar y cierra el círculo en el reencuentro con el mito del origen.

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La visión de la épica de Hegel y Weil tiene una significativa diferencia con la postura de Georg Lukács en cuanto a que sostiene que el desplazamiento de los hombres es una victoria sobre los dioses, los que son obligados a marchar a Troya; Lukács afirma, por el contrario, que los dioses mueven los pasos de los hombres en todo momento y deciden su destino, acompañándolos en sus triunfos y en sus derrotas. Las divergencias entre Lukács y Weil pueden ser funcionales a mi tesis. Creo que Lukács acierta al sostener que la epopeya parte desde el sino de los dioses, no así la novela, que surge, tal como establece Simone Weil, de la ruptura y el fin de un mundo.

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Bloom argumenta que el efebo —el joven poeta— se sumerge en los inicios de su carrera en el mar de la poesía y avanza hacia la identificación de su precursor. Luego se saca de encima a su precursor para llegar a ser el mismo. Para Bloom, el joven poeta debe descubrir, seguir y, al fin, matar al precursor. Por último, ya en posesión de su persona, de sus aptitudes y recursos, y a la vista de una obra considerable realizada se instala dentro de lo que Eliot denominó el museo ideal de los poetas.

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Grínor Rojo establece que: “Belano/Lima va/n entonces a Sonora no a encontrarse con Cesárea Tinajero, para que ésta le/s comunique lo que presuntamente sabe y que él/ellos podría/n reeditar y continuar, sino a sacársela de encima de una sola y buena vez: va/n a darle su tiro de gracia a ella y a todo lo que ella significa” (Rojo 74).

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Aragon y Péret concuerdan en que el honor de los poetas tiene que ver con la capacidad de los creadores para cumplir con sus deberes para con la poesía. Ambos tienden a considerar, además, a la poesía como “el verdadero aliento del hombre, la fuente de todo conocimiento y este mismo conocimiento, bajo su aspecto más inmaculado” (Péret). La diferencia entre Aragon y Péret tiene que ver con la clase de compromiso que la poesía debe establecer con la sociedad. Mientras Aragon aboga porque la poesía tenga un lazo intenso con la cuestión social y, en consecuencia, el honor de los poetas debe evidenciar un compromiso con causas nacionales, religiosas y políticas; Péret sostiene todo lo contrario, es decir, apunta más bien a que la poesía debe ser una liberación total del espíritu y, en consecuencia, no puede estar al servicio de determinadas causas políticas y/o sociales.

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Fuentes cuestiona, en este sentido, si Demetrio Macías merece llamarse héroe: “¿venció a alguien en Zacatecas o pasó la noche del asalto bebiendo y amanece en los brazos de una vieja prostituta con un tiro en el estómago” (Fuentes 223). Bajo esta misma perspectiva, se encuentra la escena en que Macías y Fernández, fingiendo dormir , se dedican a robar. Esa es la épica decadente y manchada por una historia que

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está siendo actuada ante nuestros ojos. Azuela no trabaja con una épica que intenta reflejar el mito ni tampoco justificar la historia: “es un novelista tratando un material épico para vulnerarlo, dañarlo, afectarlo con el acto que rompe la unidad simple” (Fuentes 224).

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Los espacios del horror en Roberto Bolaño

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Carmen de Mora Es sabido que los textos de Bolaño están plagados de referencias intertextuales ya sean de orden externo, relativas a obras de otros autores, o de orden interno, pertenecientes a sus propios libros. Estrella distante no es ajeno a esa ley y mantiene conexiones sobre todo con La literatura nazi en América (1996), publicada unos meses antes, con Los detectives salvajes (1998) y Nocturno de Chile (2000). La autofagia que practica Bolaño con su propia obra se ve favorecida por el fragmentarismo característico de la construcción de sus novelas, cuya estructura suele articularse como un conjunto de historias que tienen entidad propia. La historia nuclear de Estrella distante apareció previamente en “Ramírez Hoffman, el infame” de La literatura nazi en América y prácticamente es la misma en ambos textos (aunque se cambia el nombre del personaje por el de Carlos Wieder), pero en el primero se expande mediante digresiones que refieren las vidas de algunos personajes secundarios, táctica muy habitual en Bolaño. Algunos elementos compositivos de Estrella distante reaparecen de otro modo en Los detectives salvajes, como el grupo de jóvenes amantes de la poesía que frecuentan talleres literarios.1 En las dos novelas se da el motivo de la búsqueda detectivesca de un personaje desaparecido, un poeta habitualmente: Stein y Wieder (ED), Cesárea Tinajero y Belano (LDS), a quien se le pierde la pista en la guerra de Liberia. Sin olvidar que la búsqueda del escritor desaparecido es también uno de los temas de 2666. Pero tal vez lo más curioso sea que en el Preámbulo de Estrella distante el autor confiesa que la historia del teniente Ramírez Hoffman, que se narraba en La literatura nazi en América, se la contó Arturo B, nombre que el lector de Bolaño asocia inmediatamente con Arturo Belano, alter ego del autor en Los detectives salvajes que también aparece en otros textos suyos. Añade, además, en este juego borgeano que fue Arturo quien le propuso convertirla en una historia más larga y se encerró con él en Blanes para escribirla. Siendo muy diferente, Nocturno de Chile es la novela que más se acerca a la atmósfera de Estrella distante. Ambas comparten la ambientación en el período más negro de la historia de Chile, la atmósfera de terror que generó el golpe militar de 1973 asociada con la tortura y el crimen. Me propongo en el presente trabajo examinar la función del espacio en estas dos novelas teniendo en cuenta sobre todo la integración de los personajes en los diferentes lugares, y los espacios en cuanto metalenguaje que explicita la organización interna y la 198

semántica textual. A través de los cambios y desplazamientos espaciales se va tejiendo la trama narrativa. Los espacios de Estrella distante Los espacios en esta novela están ligados principalmente al protagonista, un teniente de la fuerza aérea llamado Carlos Wieder que, al comienzo, bajo la presidencia de Allende, es un joven poeta que frecuenta los talleres literarios de Concepción bajo el falso nombre de Alberto Ruiz-Tagle.2 Aunque los personajes de Bolaño suelen viajar y desplazarse por distintos países en la mayor parte de sus novelas, lo que sucede también en Estrella distante, las relaciones espaciales discurren aquí sobre todo en casas y apartamentos (eje horizontal), y en el espacio aéreo (eje vertical). En el primero intervienen algunos personajes destacados, entre ellos el propio Wieder. En el segundo, solo él se sitúa en las alturas para realizar su trabajo poético. Las casas de Wieder y Juan Stein son las que revisten más interés desde el punto de vista narrativo. Si la casa es “un estado de alma” (Bachelard), la de Wieder en Concepción proyecta el mismo aura inquietante que emana de su dueño, es una prolongación metonímica de la personalidad enigmática que presenta en los primeros capítulos de la novela, cuando asiste a los talleres literarios. La descripción de la casa corresponde a Bibiano O’Ryan, quien en una carta le cuenta al narrador la experiencia que había vivido en ella. En las pocas ocasiones en que había estado “le pareció preparada, dispuesta para el ojo de los que llegaban, demasiado vacía, con espacios en donde claramente faltaba algo”.3 Eso que faltaba era “algo innombrable […] como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda. O como si ésta fuese un mecano que se adaptaba a las expectativas y particularidades de cada visitante” (17). Después añadirá el olor espeso y el sonido que creyó oír en una de las habitaciones. Solo más avanzada la novela el lector podrá sospechar que en los espacios vacíos habían estado colocadas fotografías con escenas horripilantes y que el ruido probablemente correspondía a una de sus víctimas, todavía viva. En la carta aludida, dos detalles insinuaban la personalidad sádica del aprendiz de poeta: la sonrisa entre irónica y satisfecha de Wieder ante el desasosiego de Bibiano, cuyo rostro delataba el deseo de marcharse cuanto antes de la casa; y la sospecha de que aquél lo retenía a propósito disfrutando con la situación. Uno de los pocos objetos que Bibiano describe de la casa casi vacía es la Leika con la que les había sacado fotos a todos los miembros del taller poético, anticipando de ese modo la importancia que la cámara adquirirá en el capítulo sexto, el más representativo de la novela. 199

La descripción de Bibiano se complementa con el relato que la Gorda Posada les hace a él y al narrador de su visita a la casa de Wieder cuando él estaba a punto de mudarse y ya no quedaba en ella ningún mueble; fue también entonces cuando Wieder le confesó que las Garmendia, Carmen Villagrán y todas las poetisas estaban muertas. Juan Stein está ligado a dos espacios, el taller y la casa. Su taller literario, en Concepción, es el punto de encuentro de la mayoría de los personajes al comienzo de la novela. Más interés tiene la casa, que —según describe el narrador— estaba llena de mapas: “Tenía muchos mapas, como suelen tenerlos aquellos que desean fervientemente viajar y aún no han salido de su país” (58). Destacan además, dos fotografías en blanco y negro, una de los padres y otra de un general del Ejército Rojo —que existió en la realidad— llamado Iván Cherniakovski, el mejor general de la segunda guerra mundial, según Stein. Una especie de héroe que durante la ofensiva de 1944 les infligió a los nazis uno de los más duros golpes que recibieron. Stein, tal vez estimulado por su antepasado —como le ocurriera a Juan Dahlmann—, cuando se produce el golpe en Chile, deja su casa, abandona Concepción y se dedica a la lucha revolucionaria en diversos países, convirtiéndose en un nuevo Che Guevara al que resulta difícil seguirle el rastro. No obstante, hay una segunda versión muy diferente sobre su vida tras marcharse de Concepción.4 Juan Stein es una contrafigura de Carlos Wieder. A los dos se les pierde la pista y es necesario llevar a cabo un rastreo casi policial para poder describir sus paraderos; los dos encarnan una polarización ideológica muy habitual en Hispanoamérica en los años 70 y 80: la lucha revolucionaria y el fascismo. Stein tiene su modelo político en Cherniakovski y sus modelos literarios en Parra, Cardenal y Teillier; Wieder sigue las ideas de Raoul Delorme y lee y relee la Biblia. La casa de Stein está repleta de mapas y tiene dos fotografías, una de las cuales da pie al desarrollo de la historia de Cherniakovski. La casa de Wieder está casi vacía y las fotos, quitadas de la vista. La idea de que Stein es un doble de Wieder se refuerza por el hecho de tener una doble vida o una doble historia, profesor de talleres literarios y héroe revolucionario. También Wieder, al principio, cuando se hacía llamar Ruiz-Tagle, era sobre todo un poeta que aspiraba a revolucionar la poesía chilena, pero más tarde se llegará a conocer la otra cara de su personalidad y sus actividades al frente de uno de los escuadrones de la muerte. El verdadero núcleo del relato está en el capítulo sexto de la novela, donde se 200

refiere la coincidencia en 1974, en Santiago, de una exhibición aérea y una exposición fotográfica a cargo de Wieder. La primera exhibición de escritura aérea del piloto había tenido lugar en el cielo de Concepción, coincidiendo con el golpe militar.5 Otro de los viajes fue al Polo Sur, desde Punta Arenas a la base antártica de Arturo Prat, viaje que él describió en términos infernales: “[…] explicó que el silencio eran las olas del Cabo de Hornos estirando sus lenguas hacia el vientre del avión, olas como descomunales ballenas melvilleanas o como manos cortadas que intentaron tocarlo durante todo el trayecto, pero silenciosas, amordazadas” (54).6 En 1974 Wieder es invitado para hacer “algo sonado en la capital, algo espectacular que demostrara al mundo que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos” (86). Preparó dos actos: una exhibición de escritura aérea y una exposición fotográfica en la habitación que ocupaba en el apartamento de un amigo.7 La polaridad que se produce entre la elevación y apertura del espacio aéreo frente a la horizontalidad y estrechez de la habitación es sólo aparente. La relación de verticalidad entre estos dos elementos: alto/ bajo (cielo/habitación) no se corresponde con el universal espacial arquetípico de la novela realista donde alto se identifica con lo espiritual y bajo con lo material. Transgrediendo este simbolismo, Bolaño coloca en un mismo plano las dos categorías. Los mensajes de muerte anunciados en el cielo8, acompañados de una escenografía de nubarrones y tormenta, anticipan las duras imágenes exhibidas en las fotos. No son dos actos independientes, sino dos fases de un solo acto. Así lo sugiere la mirada de Wieder, que, en lugar de recrearse en el paisaje celeste, se orienta hacia abajo y traza una visión de la ciudad “como una foto rota cuyos fragmentos, contrariamente a lo que se cree, tienden a separarse: máscara inconexa, máscara móvil” (89). En el segundo acto, organizó una fiesta en el apartamento que ocupaba en Providencia y a las doce de la noche hizo pasar a los invitados a su habitación. Cientos de fotos decoraban las paredes y parte del techo; la mayoría eran mujeres que parecían maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano, uno de los testigos, no descartaba “que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea” (97). Si asociamos la descripción de la ciudad vista desde arriba y algunos de los enunciados poéticos aéreos con la exposición fotográfica, el vuelo adquiere connotaciones funestas y las imágenes contenidas en las fotos de Wieder serían un caso particular de las torturas y asesinatos cometidos en Chile bajo el gobierno golpista. La neutralización de las polaridades espaciales, al formar parte del mismo círculo infernal, intensifica la naturaleza verdaderamente 201

sádica y demoníaca del personaje.9 A partir de 1992, Wieder aparece públicamente relacionado con torturas y desapariciones, y con los movimientos literarios fascistas en el Cono Sur entre 1972 y 1989.10 Hay otros hechos en la cadena narrativa de Estrella distante que reproducen con variantes el episodio central de la exposición fotográfica: la muerte de Diego Soto, amigo y rival de Stein, acuchillado por unos jóvenes neonazis en una sala apartada de la estación de Perpignan, el crimen ocurrido en la habitación de una pensión de la calle Ugalde, en Valparaíso, resuelto por Abel Romero, “uno de los policías más famosos de la época de Allende”, incluso la fundación, por Raoul Delorme, de la secta de los Escritores Bárbaros en una minúscula portería de la rue Des Eaux, en París11, y la muerte del propio Wieder hacia el final de la novela a manos de Abel Romero, y con la ayuda del narrador.12 El episodio de la exposición en el apartamento de Providencia tiene también su correlato en las torturas que se practicaban en el sótano de la casa de María Canales, en Nocturno de Chile13. Los espacios de Nocturno de Chile A través de Urrutia Lacroix las páginas de esta novela evocan una buena parte de la historia del país en la segunda mitad del siglo xx, a veces con breves pinceladas, otras con trazos más gruesos, como el período de la dictadura militar. A Bolaño debió de atraerle Ibáñez Langlois, el modelo real, por su vinculación con tres esferas de poder que se avenían a su propósito de afrontar la historia reciente de Chile: la Iglesia, la cultura y la política. Llama la atención que en una novela tan corta los desplazamientos del protagonista-narrador y los espacios sean tan variados. Sobre todo si tenemos presente que quien habla está a punto de morir: Ahora me muero, pero tengo muchas cosas que decir todavía […]. Así que me apoyaré en un codo y levantaré la cabeza, mi noble cabeza temblorosa, y rebuscaré en el rincón de los recuerdos aquellos actos que me justifican y que por lo tanto desdicen las infamias que el joven envejecido ha esparcido en mi descrédito en una sola noche relampagueante (11).

La incómoda posición del personaje, apoyado en un codo y con la cabeza levantada, anuncia la proximidad de la muerte (caída)14, y esa situación determina la geometría espacial de la novela: el presente corresponde al aquí y ahora de Urrutia Lacroix en la cama, mientras que todas las demás ocurrencias y lugares son internos o mentales, están evocados a través de recuerdos muchas 202

veces evanescentes. La habitación no se describe, todo se concentra en el moribundo. Este encarna una imagen de la melancolía que encontrará obsesivos reflejos en Nocturno de Chile y cuyo referente está en la Anatomía de la melancolía de Burton, obra que se cita en la novela.15 En su libro Entre paréntesis, Bolaño se ocupa de un cuadro de Tiziano que representa a un hombre enfermo y que parece mirar hacia la derecha una ventana que no vemos. “Mira la ventana, si es que la mira, pero probablemente lo que ve está sucediendo en el interior de su cabeza”.16 La misma actitud mantiene Urrutia Lacroix cuando en algún momento se mira (se piensa) también a sí mismo en el proceso de recordar: “Esto lo pienso ahora, mientras yazgo postrado en la cama, y mi pobre esqueleto se apoya íntegro sobre mi codo” (132-133). Es de destacar el efecto de dilatación temporal que produce la narración de los recuerdos concentrando casi cincuenta años en unos instantes que corresponden al tránsito de la vida a la muerte. Con ello se reproduce en la ficción la experiencia real que vive la persona que se dispone a morir: la experiencia de ver desfilar su vida mentalmente sintetizada en unas cuantas imágenes. Desde este punto de vista, Nocturno de Chile es una novela “espacializada” o roman à tiroirs. Como ha explicado el autor, “es el intento de construir con seis o siete u ocho cuadros toda la vida de una persona”.17 Estos cuadros contienen distintas historias y escenarios que se encadenan en la novela, ensartados por el hilo conductor de Urrutia Lacroix, para proponer una visión caleidoscópica de la realidad chilena en la segunda mitad del siglo xx. Sin embargo, no se trata de una simple yuxtaposición; aunque independientes, existen vasos comunicantes entre las historias en el plano semántico y lo mismo sucede con los lugares (El fundo de Farewell, la casa del pintor guatemalteco, la Colina de los héroes, la casa de Las Condes y la casa de María Canales) y los personajes (el joven envejecido, puer senex, es una imagen invertida de Sebastián Urrutia y una proyección del autor; el padre Antonio habla bajo los efectos de la fiebre antes de morir, igual que le ocurrirá a Urrutia; éste es un reflejo de Farewell, su maestro; el niño Sebastián, un reflejo de Urrutia en su infancia, etc.). A veces hasta los gestos y actitudes se repiten.18 Esta vertiente casi onírica de la novela, cuya composición resulta un laberinto de espejos, recuerda la técnica de las fotografías superpuestas de que hablaba Amado Alonso a propósito de la poesía de Neruda. Aquí proyecta el fluir de los pensamientos de Urrutia como una especie de vórtice. El vórtice de la muerte. Muchos de los lugares que aparecen en Nocturno de Chile pertenecen a la 203

ciudad de Santiago, una presencia poco visible que recorre transversalmente las diferentes historias de la novela. La perspectiva del narrador enfoca sobre todo el interior de las casas y, solo a veces, las calles y lugares públicos (cafés y restaurantes). La visión de las calles suele situarse en los momentos de transición entre las historias e intensifica la atmósfera opresiva que recorre la novela.19 Pero, como he dicho, la figuración de la ciudad se resuelve principalmente en círculos o espacios acotados. Uno de los episodios, narrado al comienzo, tiene lugar en el fundo de Farewell20 adonde acude Urrutia invitado por el gurú de las letras chilenas. La visita al fundo constituye un verdadero rito iniciático para el personaje y su entronización en la élite cultural, y todo ello no sin pagar el precio de verse violentado por los toqueteos e insinuaciones de Farewell mientras lo humilla con la superioridad de sus conocimientos. Se aprecia muy bien en este escenario el contraste entre campo y ciudad. Farewell y sus invitados no dejan de ser hombres urbanos y refinados, intelectuales que acuden allí para disfrutar y relajarse. En cambio, los campesinos que viven al otro lado del fundo es gente muy pobre, inculta y sumisa, con un estilo de vida primitivo. Bolaño consigue representar en este episodio el deterioro y atraso de la vida rural en los años cincuenta en Chile.21 La actitud distante y burlona de Urrutia y el asco que siente por los campesinos22 agudiza aún más la diferencia entre campo y ciudad que se deja traslucir en la novela, invirtiendo de ese modo los términos del conocido tópico “menosprecio de corte y alabanza de aldea”. Por ello, en este contexto, el jardín sugiere la imagen de un espacio cerrado aunque conserva parte del significado que tenía en la novela realista.23 Allí el narrador, desde una terraza, adivina por vez primera la silueta de Pablo Neruda; al principio como una sombra y luego de espaldas, murmurándole palabras a la luna. La escena evoca el “Nocturno” de Silva, poema que planea sobre las páginas del libro por la musicalidad y el leitmotiv de la muerte, e irónicamente recuerda a “El rey burgués” de Darío. La asociación de Neruda con el ataúd, en esa misma escena, trae a la memoria la coincidencia de la muerte del poeta con el golpe militar. En Nocturno de Chile hay varios guiños al poeta residenciario. Uno de ellos, creo, son las repeticiones con que Bolaño parodia, a veces, el estilo de Neruda y otro significativo es el de su presencia en la “corte” de Farewell24, que metafóricamente se asocia con la presencia de Urrutia en Las Condes, la casa donde les enseña marxismo a Pinochet y demás miembros de la Junta. En las casas de Farewell, Las Condes y María Canales el jardín se relaciona con el arte 204

y la burguesía, aunque en la de esta última, al final, por la dejadez que presenta, revela la decadencia económica y moral de su propietaria. La retórica espacial refuerza la dilatación temporal de la novela y multiplica los juegos de perspectivas mediante la técnica de las historias encajadas (muñecas rusas). Sin salir de la cama del hablante moribundo, el escenario, a través del recuerdo, se traslada, en otra de las historias, a la casa de Salvador Reyes, escritor y diplomático. Urrutia recuerda cómo Reyes había evocado en aquella ocasión su vida en París, en otra época, cuando estaba destinado en la embajada chilena, y sobre todo el encuentro con Jünger una tarde en la buhardilla de un pintor guatemalteco pobre y enfermo de melancolía. Este pintor se pasaba el tiempo mirando desde la ventana el panorama25 de París cuando iba a estallar o acababa de estallar la Segunda Guerra. De esa contemplación resultó un cuadro surrealista: Paisaje de Ciudad de México una hora antes del amanecer. Se puede entender el episodio como una especie de representación en abismo de la novela. La espacialidad del cuadro, unida a la de su contenido, metaforiza la propia espacialidad de Nocturno de Chile. Los esqueletos, tan arraigados en la cultura mexicana, entran en correlación con el nazismo, con el golpe militar y las torturas en casa de María Canales. El contrapunto que hay en la escena entre arte (o cultura) e historia o política, se da también en la novela, puesto que el mundo de la crítica y la creación literaria discurre en paralelo con las transformaciones políticas de Chile. Y la melancolía del pintor probablemente sea una imagen de la melancolía del propio Bolaño, que se proyectaría de ese modo dentro de su propia obra. Dos personajes de carácter simbólico, Odeim (miedo) y Oido (Odio), le proponen a Urrutia dos misiones. La primera, es el viaje de Urrutia a Europa, por encargo de la Casa de Estudios del Arzobispado, para realizar un trabajo sobre conservación de iglesias. En ese largo recorrido (Italia, Francia, España, Bélgica, Alemania, Suiza, etc.) condensado en pocas páginas, predomina la verticalidad de las torres, donde distintos sacerdotes, adiestrados en el arte de la cetrería, provocan un ritual sangriento de halcones cazadores de palomas y estorninos, con el propósito de conservar las iglesias y protegerlas de los excrementos. Naturalmente, toda esta historia, además de satírica y caricaturesca, es muy alegórica, como sugieren las sotanas ondeando al viento, además de conectar con otras cacerías que se practican en la novela.26 La torre simboliza aquí la cúpula del poder eclesiástico; en asociación con la caza de palomas significaría la persecución de los miembros más subversivos de la Iglesia y que, por tanto, 205

resultaban una amenaza. El enfrentamiento entre una Iglesia conservadora (halcones), representada, entre otros, por Urrutia, y una iglesia progresista (palomas) reproduce en el dominio religioso el conflicto político que dividía a la sociedad chilena. Como sucede en Estrella distante, la oposición verticalidad/horizontalidad propia de la tópica espacial queda aquí neutralizada. La segunda misión es darles clases de marxismo a Pinochet y demás miembros de la Junta en una casa, en Las Condes27, donde prevalece el color blanco28 y abundan los espejos. Estos nos recuerdan las múltiples duplicaciones interiores diseminadas por el texto, como, por ejemplo, la escena que tiene lugar en el fundo de Farewell, en que Urrutia, desde un ventanal, estaba mirando el jardín y allí distinguió a Neruda murmurándole palabras a la luna. Ahora, en Las Condes —las situaciones se repiten con variantes—, son Urrutia (recitando un poema de Leopardi) y “el general” —como llama a Pinochet— quienes se pasean por el jardín y miran la luna, mientras los demás generales, asomados al ventanal contemplaban la noche29. Lo satírico del episodio no debe hacernos perder de vista la centralidad que tiene en la atmósfera de la novela el momento histórico simbolizado en la figura del Dictador. Bajo el gobierno de Pinochet, con el toque de queda, se cerraba todo, las calles de Santiago se quedaban vacías y los intelectuales no disponían de un lugar para reunirse y conversar. En ese contexto está encajada la historia de María Canales, quien solía organizar veladas en su casa a las que concurrían escritores y artistas, entre ellos Urrutia. María Canales es un personaje “inmóvil” (Lotman), metonímicamente ligado a la casa grande y confortable, de tres pisos, rodeada por un jardín lleno de árboles, que abría para los amigos una o dos veces a la semana. Mientras en la planta baja se entretenía y convidaba a los amigos, en el sótano se desarrollaban escenas de tortura30. Las connotaciones espaciales de esta historia son fundamentales y revisten un carácter metaficcional. El eje vertical formado por el salón (lo visible y lo culto, arriba) y el sótano (lo no visible y oculto, abajo) no sólo se refieren a la represión brutal y, muchas veces llevada a cabo de forma clandestina, del régimen; representarían una propuesta de lectura que vaya más allá de la superficie y se adentre por los numerosos “canales” del tejido narrativo. La denuncia implícita, sin duda, no concierne solo a esta mujer colaboradora del régimen, sino a aquellos intelectuales pasivos que, como Urrutia, no querían enterarse de lo que estaba pasando. En suma, si bien la caracterización del espacio físico y de los lugares por 206

donde se mueven los personajes posee un extraordinario poder connotativo en las dos novelas examinadas, el sistema de las relaciones espaciales adquiere todavía mayor alcance al convertirse en una de las bases que sustentan la estructura semántica y en un poderoso factor de cohesión textual. Al mismo tiempo, constituye un lenguaje que canaliza la expresión de otras relaciones, no espaciales, del texto (Lotman). Desde este punto de vista, por la pluralidad de situaciones y niveles espaciales que plantea, Nocturno de Chile es una novela más exigente y compleja que Estrella distante. Se verifica también que Bolaño, con frecuencia, subvierte, neutraliza o parodia el simbolismo implícito en la tópica de la novela realista, en las oposiciones tradicionales como alto/bajo, horizontal/vertical, dentro/fuera, cerrado/abierto, etc. y contribuye, por tanto, a su des-automatización. La función de tales alteraciones es similar a la que desempeñan algunas mises en abyme diseminadas en ambos textos: la de reforzar e intensificar el argumento y hacer de la semiosis espacial un vehículo eficaz de la cosmovisión que el autor pretende comunicarles a los lectores. 1

Se repite también dentro de ese grupo la pareja de hermanas: Verónica y Angélica Garmendia (ED) se transforman en María y Angélica Font (LDS).

2

Para evitar confusiones, en lo sucesivo me referiré a él con el nombre verdadero en la ficción: Wieder. El protagonista de Nocturno de Chile también utiliza seudónimo.

3

Estrella distante, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 17.

4

De ser cierta la versión que le dio a Bibiano una vecina de los Stein en Llanquihue, el profesor no habría salido de Chile, ni habría sido militante activo de izquierda y habría muerto de cáncer en un hospital de Valdivia. El paralelismo con “El Sur” de Borges es evidente. La ambigüedad, no resuelta en la novela, del verdadero final de Stein se corresponde con la ambigüedad del desenlace en el relato de Borges, pero la muerte de Dahlmann en un duelo a cuchillo se ha reemplazado por la lucha revolucionaria. La herencia literaria del escritor argentino es patente en las obras de Bolaño.

5

De ella fue testigo el narrador, que había sido detenido a raíz del golpe y conducido al Centro La Peña, en las afueras de Concepción, junto con otras personas; desde allí contempló la escena. En sintonía con numerosas escenas de Nocturno de Chile, mientras unos se entretienen e ignoran la realidad o, peor, colaboran con el régimen, como Wieder, otros son las víctimas, como les sucede a los recluidos en La Peña. La admiración que produjo hizo que lo llamaran en múltiples actos y conmemoraciones. En otra ocasión, en el aeropuerto militar de El Cóndor —palabra que evoca inmediatamente la conocida “operación Cóndor” en el Cono Sur—, escribió varios poemas en los que hablaba de las hermanas Garmendia y de otras mujeres

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desaparecidas dando a entender que estaban muertas. 6

Una característica de la escritura de Bolaño es la capacidad de sugerir y crear asociaciones a través de las palabras, lo que le infunde una densidad considerable a su prosa que, no obstante, está escrita con aparente facilidad y desparpajo. En esta descripción del silencio la referencia a Moby Dick (“ballenas melvilleanas”) hace de Wieder, en sus hazañas aéreas autodestructivas, un nuevo capitán Ahab. Además, si el personaje de Melville cazaba ballenas, Wieder es un cazador (torturador) de muchachas (“manos cortadas”). Por otra parte, no podemos dejar de asociar este vuelo con ese otro que hacen los personajes de Vuelo nocturno (1931) de Saint-Exupéry, sobre todo Fabien, verdadero héroe, quien viniendo de la Patagonia se ve sorprendido por una aparatosa tormenta que lo conducirá a la muerte, no sin antes haber remontado el vuelo para salir de las nubes y encontrar la serenidad en la contemplación de la luz de la luna y las estrellas. El propio autor fue, como se sabe, escritor y aviador, y murió cuando su avión fue derribado por fuerzas alemanas. Obviamente, el autor de El Principito sería la antítesis de Wieder.

7

Este detalle recuerda las dos obras de Ts’ui Pên en “El jardín de senderos que se bifurcan”, un libro y un laberinto, que eran un solo objeto.

8

Los mensajes-poemas son frases como: “La muerte es amistad”, “La muerte es Chile”, “La muerte es responsabilidad”, etc. Los absurdos enunciados (incoherentes, dirá el narrador) de este acto de seudo-creación vanguardista podrían asociarse con una mala caricatura o parodia (involuntaria por parte del personaje) de Altazor y los antipoemas de Parra. De otro poema de Wieder afirma el narrador: “[…] en mi opinión era como si lo hubiera escrito Jorge Teillier después de sufrir una conmoción cerebral” (23). Vivo ejemplo del tono humorístico que recorre los libros de Bolaño.

9

La foto de una víctima torturada y asesinada cuenta en la literatura hispanoamericana con otros precedentes cuyo modelo original es el suplicio chino de los cien pedazos reservado para los delitos más graves. Georges Bataille, en el tercer capítulo de su libro Las lágrimas de Eros, explica el suplicio que se le aplicó en 1905 a Fu-Tchu-Li por ser culpable del asesinato del príncipe Ao-Han-Ovan. Consistía en una muerte lenta por el Leng-Tché o descuartizamiento. Bataille hace referencia a esta violencia para ilustrar el vínculo existente entre el éxtasis religioso y el erotismo, en particular, el sadismo. Lo que le interesaba de la muerte era “el último instante”, ese momento de transfiguración y éxtasis, más allá del dolor, que precede a la muerte del torturado (véase al respecto la introducción de J.M. Lo Duca a Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets Editores S.A.). Al elegir este intertexto, Bolaño sigue también los pasos de otros escritores latinoamericanos en cuyas obras se alude al suplicio chino como Julio Cortázar (cap. 14 de Rayuela) y Salvador Elizondo (Farabeuf). Sobre estas cuestiones véase el artículo de Juan Carlos Ubilluz titulado “El erotismo místico francés en la literatura latinoamericana”, en www.elperuano.com.pe/identidades/62/ensayo.asp. La atracción de Bolaño por el sadismo se da en diversas obras suyas, basta con pensar en 2666. Pero, el escritor chileno casi nunca pierde de vista el contexto socio-político que

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está detrás de las escenas de tortura ni de la violencia. 10

En la novela se hace referencia a un libro de uno de los personajes, Bibiano O’Ryan, titulado El nuevo retorno de los brujos, un ensayo sobre los movimientos literarios fascistas del Cono Sur entre 1972 y 1989, en que Wieder es la figura principal, y que obviamente es un reflejo de La literatura nazi en América. Y, en su libro, Bibiano lo compara con el Vathek de Beckford, un personaje muy ambicioso cuya sed de conocimiento lo lleva a la perdición. En la novela del mismo nombre Vateck les cuenta su vida a un grupo de jóvenes, también condenados, en una pequeña habitación cuadrada del Palacio del fuego subterráneo. Este sería uno más entre los múltiples guiños literarios de Estrella distante.

11

Con arreglo a la técnica de los espejos enfrentados, tan recurrente en Bolaño, los crímenes de Wieder y su posterior conversión en “arte” a través de las fotografías son una imagen invertida del ritual degradante al que Raoul Delorme sometía a las obras maestras.

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Obviamente, el nombre del policía, Abel, es una de las paradojas e inversiones de la tradición que tanto le gustan a Bolaño. Romero es un policía bueno, pero mata, como Caín. Mientras el narrador, en Blanes, esperaba la llegada de Wieder a un bar al que acudía habitualmente, para identificarlo, tenía en sus manos la Obra completa de Bruno Schulz, uno de los mejores escritores polacos del siglo xx, además de importante pintor. Convivía Schulz en el gueto de Drohobycz protegido por un oficial de la Gestapo que admiraba sus dibujos; en un ajuste de cuentas, un oficial alemán, rival de su protector, le disparó un tiro en la nuca. El artista judío se convierte por tanto, en un contrapunto de Wieder y, de modo oblicuo, anticipa su final. La solución que adopta Romero para terminar con la impunidad en que vivía el teniente poeta después de haber sido autor de tantos crímenes deja un sabor amargo sobre el funcionamiento de la justicia en Chile con la llegada de la Democracia. La elección de Blanes, lugar de la Costa Brava donde residía Bolaño, intensifica la identificación de Bolaño con el narrador y la implicación personal del autor en la novela.

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El protagonista de esta novela, Sebastián Urrutia Lacroix, aparece previamente en Estrella distante, bajo el nombre de Nicasio Ibacache, dedicándole una crítica apologética, en su columna de El Mercurio, a Wieder, “el gran poeta de los nuevos tiempos”. H. Ibacache es el seudónimo que recibe este mismo crítico en Nocturno de Chile. Se hace referencia también a la muerte de Ibacache en 1986 y a la aparición de un libro póstumo suyo, Las lecturas de mis lecturas, donde se ocupa de los grandes autores chilenos y de otros menos conocidos, como Wieder.

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Como muy bien ha visto Fernando Moreno, la situación del personaje-narrador recuerda otras novelas, como Mientras agonizo de Faulkner, Malone muere de Samuel Beckett, La muerte de Virgilio de Herman Broch. Y en la literatura hispanoamericana está el precedente de La amortajada de María Luisa Bombal, en Chile, y, en México, El joven de Salvador Novo y La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. ( Cfr.

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“Sombras … y algo más. Notas en torno a Nocturno de Chile” en Fernando Moreno (coord.), Roberto Bolaño. Una literatura infinita, Université de Poitiers, Centre de Recherches Latino-américaines/Archivos, 2005, p. 204). En general, las historias y los personajes están invadidos por la muerte, la decadencia o el deterioro. Farewell, que estaba en todo su esplendor y poder cuando lo conoce Urrutia, muere en la novela; lo mismo le sucede a su fundo, cuando el narrador regresa mucho más tarde a ese lugar ya no estaban los campesinos y todo había cambiado. Neruda y el padre Antonio mueren, Allende se suicida, Pinochet pierde el poder, María Canales vive condenada a la soledad y al olvido; su casa, visitada en otros tiempos por escritores y artistas se ve invadida por la maleza, etc. 15

Otras imágenes o equivalentes metafóricos en la novela son la del pintor guatemalteco, aquejado de melancolía, contemplando desde su ventana el plano urbano de París durante la Segunda Guerra Mundial; la del “tipo que dormía apoyado en una tumba” que Urrutia y Farewell vieron al salir del cementerio tras el entierro de Neruda (100); la del zapatero vienés de “La Colina de los Héroes” cuyo cadáver, encerrado en la cripta, se encuentra sentado, “las cuencas vacías como si ya nunca más fueran a contemplar otra cosa que el valle sobre el que se alzaba su colina” (10). Tanto la posición del zapatero como la del pintor guatemalteco recuerdan la del anciano Demócrito sentado sobre una piedra, bajo un árbol, que aparece en la portada del famoso libro de Burton y que tan bien recreó García Márquez en el patriarca de Cien años de soledad. El padre Antonio, antes de morir, mantiene una postura similar a la de Urrutia. Cuando éste se encuentra en Las Condes dándoles clases de marxismo a Pinochet y a otros miembros de la Junta, hay una escena en que se pasea por el jardín con el dictador y le recita “El infinito” de Leopardi. Y, como se sabe, este poema recrea también la situación de un hablante que sentado lanza la mirada al horizonte. En la historia de María Canales, la mirada del niño Sebastián también está teñida de melancolía, como el Martín Rivas de Blest Gana. El estado de Urrutia tiene su reflejo en casi todos los personajes de la novela y en él mismo en otros momentos de su vida. Uno de esos momentos coincide con los últimos años de la presidencia de Eduardo Frei, en que sufrió una especie de hastío depresivo que lo tenía sumido en una apatía total y lo llevaba a recorrer las calles de Santiago con la actitud de un flâneur medio zombi: “Me sentaba en un taburete alto y contemplaba con ojos de carnero degollado las gotas de agua que bajaban por la superficie de la botella, mientras la voz de la inquina, en mi interior, me preparaba para la contemplación improbable de una gota que desafiando las leyes naturales subiera por la superficie hasta llegar a la boca de la botella” (74-75) (La gota que cae y no puede subir se convierte a posteriori en un anuncio de la situación que padece en el presente, a punto de morir). Del spleen o fastidio del hombre urbano entendido como enfermedad se ocupó Blest Gana en Una escena social, autor al que Bolaño le hace algún que otro guiño en esta novela.

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Entre paréntesis, pp. 219-220.

17

Véase la entrevista “Bolaño a la vuelta de la esquina” por Rodrigo Pinto, en

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http://www.letras.s5com/bolano061103.htm 18

Cuando, por ejemplo, Urrutia le comenta a Farewell por teléfono que Allende acababa de suicidarse tras el golpe y le pregunta cómo se sentía, le contesta: “Estoy bailando en una patita” (99), repitiendo de ese modo casi el mismo gesto que había realizado Urrutia en el fundo de Farewell cuando vio a Neruda: “Me quedé como el reflejo de la estatua, con la patita izquierda semilevantada”(23).

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Uno de esos momentos transcurre después de salir de la casa de Salvador Reyes. Farewell y Urrutia caminan por una tranquila calle bordeada de tilos en busca de un restaurante “más bien tirando a roteque”, donde le cuenta la historia de la Colina de los Héroes. Desde ese restaurante, el narrador ofrece una visión de la gente que pasa por delante, apresurada por llegar a sus casas, en términos que recuerdan el mito de la caverna (“las figuras chinescas que aparecían y desaparecían como rayos negros en los tabiques del restaurante”). A través de un curioso juego de miradas, Farewell observa hipnotizado las sombras chinescas y Urrutia lo mira sintiendo un terror infinito. Esta escena, que representa la alienación de la ciudad y el carácter alucinatorio de los transeúntes en medio del ajetreo diario, está marcada por una polaridad espacial, dentro/fuera, que queda neutralizada por la misma atmósfera opresiva. Es una escena extraña y delirante, casi apocalíptica, en la que Farewell, medio ebrio, habla como una especie de profeta loco, a través de cuyas incongruencias se presienten los acontecimientos que se avecinaban en Chile. El mito de la caverna puede tener también aquí un valor metaficcional, en cuyo caso sugiere que las historias narradas en Nocturno de Chile son solo sombras que reclaman una lectura más profunda de la novela.

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El fundo de Farewell —seudónimo evidentemente asociado con el título del famoso poema de Neruda— se llama Là-bas, título de una conocida novela de Huysmans. Se trata de una obra ambientada en la Francia del siglo xv, asociada con el ocultismo y el satanismo. El protagonista, Durtal, escribe la historia de Gilles de Rais, quien en su castillo de Tiffauges llevaba a cabo macabros sacrificios. De esta manera, a través de las resonancias que suscita el nombre del fundo de Farewell, se establece una correspondencia entre este personaje (especie de dictador de la cultura) y María Canales, otra propietaria en cuya casa se torturaba a los disidentes políticos bajo la dictadura de Pinochet. Urrutia, al principio, duda y no recuerda exactamente si el fundo se llamaba Là-bas o À rebours o L’Oblat, otras dos novelas del mismo autor. Con las tres se puede relacionar Nocturno de Chile, pero en lo relativo a la estructura guarda cierto parecido con À rebours, construida también mediante episodios independientes que se agrupan alrededor de la figura del protagonista, marcado, como Urrutia, por la decadencia física. A propósito de Gilles de Rais, no está de más recordar la pieza de teatro homónima que Huidobro publicó en París, en 1932, detalle que desde luego a Bolaño no le pasó por alto al escoger el nombre.

21

A partir de 1930, como consecuencia de la creciente industrialización de la economía chilena, las actividades productivas se trasladaron a la ciudad y se produjo el abandono

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progresivo del campo. 22

El mismo desprecio y repugnancia sentirá en el Haití, un café clásico del centro de Santiago tan concurrido que había que permanecer de pie: “Y hacia ese antro me vi arrastrado yo, un hombre que ya tenía de alguna manera un nombre, que de hecho tenía dos nombres, y renombre, y algunos enemigos y muchos amigos […]” (77).

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En la novela realista el jardín representa un espacio intermedio o espacio-gozne donde conviven y se enfrentan fuerzas opuestas: naturaleza y arte o cultura (Finney). Sin embargo, la convivencia podía ser armónica o, por el contrario, polarizarse en un sentido u otro. En el fundo de Farewell esa tensión evidentemente se resuelve a favor de la cultura. En este contexto, constituye sobre todo un símbolo de la “estabilidad y felicidad burguesas” (Cfr. María Teresa Zubiarre, El espacio en la novela realista. Paisajes, miniaturas, perspectivas, México, FCE, 2000).

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En un breve ensayo que le dedica en Entre paréntesis habla de la vocación de cortesanos que la mayoría de las veces tienen los poetas y de la ceguera que les produce. Lo mismo le ocurría a Darío, por ello, el referente implícito de “El rey burgués” induce a establecer un paralelismo entre los dos escritores.

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El panorama es un cronotopo característico de la novela decimonónica que solía representar el ansia de poder y la ambición del personaje que lo abarcaba, mientras que aquí sucede a la inversa, el pintor se siente fracasado e impotente. Con frecuencia, Bolaño retoma los tópicos de la novela realista para subvertirlos. Además de la polaridad alto/bajo, se da también aquí un contrapunto entre la actitud del pintor mirando hacia fuera (hacia el París ocupado) y la de Reyes y Jünger, dentro, abstraídos en la conversación y ajenos a lo que estaba sucediendo fuera del apartamento. Como ha observado con acierto Fernando Moreno, hay varias escenas o historias en la novela que repiten las mismas circunstancias: “[…] un grupo de personajes habla y discute sobre arte (pintura, literatura) haciendo caso omiso o ignorando la suerte de otros personajes que, al mismo tiempo, son víctimas de un sistema, experimentan un sufrimiento, una miseria física y / o existencial”. (Fernando Moreno (coord.), La memoria de la dictadura. Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño. Interrupciones 2, de Juan Gelman, Paris, Ellipses Édition Marketing SA, 2006, p. 164).

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El leitmotiv de la caza asociado a la comida (cena, fiesta, banquete, velada etc.) está presente desde las primeras páginas de la novela; al principio, casi pasa desapercibido, pero la recurrencia hace que su significado se haga cada vez más explícito. Está en uno de los primeros recuerdos de Urrutia Lacroix sobre su infancia: un gobelino y un plato de metal donde se representaban una escena de caza y una cena respectivamente. Una variante se da cuando Farewell lo recibe, en el fundo, en una sala que hacía las veces de living pero era más bien una biblioteca y un pabellón de caza, con estanterías llenas y una docena de cabezas disecadas. Esa misma noche tendría lugar una cena. Todas estas asociaciones, incluida la cacería de palomas, culminan en los hechos (velada y cacería humana) que sucedían en casa de María Canales.

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27

Una de las treinta y seis comunas de Santiago de Chile y uno de los mejores lugares de la capital.

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La ironía de Bolaño parece jugar aquí, de un lado, con la idea de Casa Blanca en cuanto origen del ascenso al poder de Pinochet y demás miembros de la Junta militar; y, de otro, con la contraposición entre la pureza e inocencia que connota el color blanco y la índole de sus habitantes.

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El contraste alto/bajo tanto en la escena del fundo de Farewell como en Las Condes está parodiado: en este caso los generales están arriba (en el ventanal) y Pinochet, que también es un general, abajo (en el jardín), como si fuera un poeta. De la misma manera, Urrutia en el fundo estaba arriba y ahora abajo. Es una forma de representar la implicación entre literatura o cultura y política que se dio bajo la Dictadura, implicación de la que el protagonista de Nocturno de Chile es un caso ejemplar.

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Como es sabido, Bolaño se basó en Mariana Callejas, autora de narraciones que aparecieron en los años 80, y esposa de James Thompson (Michel Vernon Townley, en la realidad), un agente norteamericano que operó en Chile desde 1973. Confróntense todas las referencias históricas relativas a esta historia en Pablo Berchenko, “El referente histórico chileno en Nocturno de Chile de Roberto Bolaño”, en Fernando Moreno (ed.), La memoria de la dictadura…, op.cit. pp. 17-18.

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Amuleto Jaime Concha Cuando, de una manera en el fondo inesperada, falleció en Cataluña el escritor Roberto Bolaño, a los cincuenta de su edad (1953-2003), yo había terminado un trimestre de frecuentación de su obra, en que prácticamente el libro central del curso había sido Los detectives salvajes, una de las principales novelas que publicó en vida. Nunca he recibido tantos e-mails de estudiantes lamentando la triste noticia. A la mayoría de ellos su obra le había interesado realmente; a unos pocos, con mas comprensión tal vez de la cultura latinoamericana y sus contextos implícitos, esa misma obra los había fascinado y algunos me dirían más tarde, marcado de modo duradero. Con posterioridad, tuve la oportunidad de impartir un breve cursillo en la Universidad Católica de Chile, en el que incluí a Bolaño, con una exposición más bien sucinta acerca de su obra, que gravitó en torno a Amuleto. Hernán Loyola se asomó al seminario y estimuló, con sus constantes dudas, observaciones y aportes, una discusión colectiva que resultó especialmente jugosa. En realidad, lo más asombroso para mí era el conocimiento extenso y sólido que todos los estudiantes mostraban sobre el autor. Varios de ellos, ya “bolañistas” de pro, habían escrito papers muy competentes sobre diversos aspectos del corpus. Recibí de ellos, estoy seguro, mucho más de lo que pude entregarles1. Se trata, de hecho, de un fenómeno poco frecuente y harto singular, un verdadero culto “Bolaño”, que pertenece al orden de la sociología literaria, de su recepción y procesamiento por nuevas generaciones de lectores. El autor pareciera interpretar y satisfacer las inquietudes de jóvenes con inclinaciones estéticas, cansados de un culturalismo que todo lo difumina y que, por tanto, hallan en él la voz, casi un oráculo, que los orienta y los confirma en una idea alta y exigente de la experiencia literaria. En el caso chileno, no hay que descontar quizás cierto orgullo nacional, que vendría a llenar un vacío de cumbres en nuestros Andes narrativos. Habituados los chilenos a sentirse campeones en lo que toca a poesía, quieren también destacar y sobresalir en narrativa. Bolaño y su obra los ayudan a mantener en vilo esta parte notoriamente endeble del ego nacional. El “meteoro” Bolaño

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La desaparición de Bolaño, a fines del 2003, cerraba un itinerario bastante excepcional, pero también extraño, tanto en el plano artístico como en el orden más amplio de la cultura. Carrera excepcional, porque Bolaño dejaba una gran novela (ya mencionada), ambiciosa y de grandiosas proporciones; dos colecciones importantes de cuentos (Llamadas telefónicas y Putas asesinas, de 1997 y 2001, respectivamente) donde es fácil hallar media docena de relatos absolutamente sobresalientes, y un grupo no escaso de importantes nouvelles, entre las cuales destacan Estrella distante, La pista de hielo y Nocturno de Chile. Entre ellas o, más bien, junto a ellas figura Amuleto, la novela breve que voy a comentar aun más brevemente. Itinerario extraño también, por los avatares que lo jalonan y la interferencia de circunstancias incontrolables —exilio, fama exigua, enfermedad y muerte. Después de esforzarse, durante década y media por lo menos, por lograr un sitio como escritor reconocido; luego de publicar poco más de un puñado de poemas en antologías fugaces y revistas volanderas, sin nunca llegar al libro de poesía propiamente tal (lo hará más tarde, ya famoso); veterano de concursos literarios en el mundo hispánico, sin nunca conseguir premios importantes, sólo oscuros galardones en lugares de provincia de España (los ayuntamientos de Toledo, Alcalá de Henares, Guipúzcoa, etc.), Bolaño gana definitivamente y obtiene renombre internacional con Los detectives salvajes, gracias al Premio “Rómulo Gallegos” de 1998. De ahí en adelante le restan apenas unos cuantos años de vida en los que escribe y publica desesperadamente. Cuando su presencia es ya insoslayable en las letras hispanoamericanas, ocurre el colapso final, condenado como estaba por una afección crónica al hígado. La imagen que se me impone, en relación con su órbita humana y creadora, es la de un meteoro en la conjunción de dos milenios, que atravesó radiantemente, dolorosamente, el aire abierto de América Latina y de la Península, dejando un rastro fulgurante de su paso por el mundo —huella ardiente que habrá de durar, sin duda. Hay tres rasgos personales y culturales que vale la pena señalar en esta muy somera introducción. Nacido en Chile, Bolaño vive la mayor parte de su adolescencia, juventud y primera madurez en México, donde realmente se forma como poeta, como novelista y como escritor. Su amistad con Mario Santiago y el grupo de infrarrealistas lo marca para siempre y orienta muchas de sus preferencias estéticas y humanas.2 En la última parte de su parábola vital, Bolaño se establecerá en el nordeste peninsular, especialmente en Barcelona, Gerona y sus alrededores, con todos los ajustes culturales que eso implica y con 215

las exigencias técnicas que le impone resolver para la elaboración de sus relatos: cómo hacer hablar a sus personajes, si en español castizo, si en mexicano o en el inexistente chileno. A la postre Bolaño resuelve bien ese conjunto de detalles, mínimos pero esenciales, en el caso de un narrador. Chileno, pero no por completo; mexicano en lo esencial, pero no única ni exclusivamente; español de adopción y por radicación ligada a su alcance como autor, Bolaño es claramente un transnacional, en el buen sentido de esta palabreja que, en el plano cultural de que hablamos, significa pluralidad de coeficientes nacionales, una adición que lo enriquece, no lo extirpa de sus raíces y por el contrario, le presta una gran movilidad cultural: critica a Chile desde México, mira a éste desde dentro y desde lejos, su residencia catalana le permite mirar de reojo a Galicia, tierra de sus antepasados al parecer y no casarse con la meseta carpetovetónica, etc. Su trayectoria sobrevuela la América Latina de norte a sur, desde esa frontera mexicana que fue el anclaje mas obsesivo de sus novelas mayores (Los detectives… y 2666) y todo el orbe hispánico desde el Mediterráneo hasta el Pacífico. Escritor transnacional: por fin, un transnacional de “nuestra” hispanidad. Su inclusión como personaje no demasiado secundario en la novela Soldados de Salamina, de Javier Cercas, muestra y confirma esta proyección. Por temperamento, por imaginación y mentalidad, Bolaño es un escritor esencialmente vanguardista. A veces de modo explícito en sus novelas, trata de reasumir, de recuperar, de reactivar la llama vanguardista que quedó extinguida durante el primer tercio del siglo xx. Lo que recupera no es el vanguardismo oficial y más conocido, sino figuras o movimientos menores, laterales, olvidados o desconocidos. No Breton, sino Vaché y surrealistas franceses muy recientes; no los surrealistas argentinos, sino el modesto, apenas conocido estridentismo mexicano, sobre el cual escribió y publicó varios artículos en la revista Plural.3 Por último, un rasgo personal. Por cosas que he ido sabiendo y que pertenecen a una reciente y aún exigua tradición oral, pero confiable (Rubén Medina para una que otra aventura californiana, Jaime Quezada para Mexico y sobre todo para su fatal viaje a Chile, Carmen Ruiz para actividades conjuntas en el jurado del “Rómulo Gallegos”), la personalidad que emerge es complejísima, difícil, a menudo irritante. Su pasión por la literatura, su alto sentido de ella, lo llevaba a manifestar una implacable náusea ante la falsía literaria. A veces, pocas, fue injusto; en general, hay que admitirlo, casi todos sus juicios literarios han resultado correctos. Cuando dice, por ejemplo, que no lee a un conocido escritor chileno porque le dan ganas de vomitar, cuesta no darle la razón, pese a 216

la forma poco diplomática y asaz visceral con que se expresa el juicio. Es este el escritor del que hablaré mínimamente en esta ocasión.

El relato Amuleto (1999; fechada en septiembre de 1998) es muchas cosas y, por ello mismo, aunque breve, es difícil considerarla como una nouvelle en sentido propio, desde el punto de vista genérico y formal. En su aspecto más externo, es la historia de la exiliada uruguaya Auxilio Lacouture, que llega a México en los años sesenta y que vive allí conviviendo con los emigrados españoles (hay un conmovedor homenaje al dúo fraternal, distinto y complementario de León Felipe, fuerte y “leonino” y al melancólico Pedro, o Pedrito, Garfias). A Auxilio le gusta la literatura, es gran lectora, se junta con los poetas jóvenes de la capital, va al teatro, etc. Tiene una gran voracidad cultural e intelectual, esa curiosidad insaciable de mujer del Río de la Plata y representa en cierto modo la “cosa” literaria, el fenómeno literario como encarnación de vida. Amiga, guía y mentora de escritores, es casi un enlace generacional entre la vejez pertinaz y activísima de los emigrados y las nuevas hornadas (dos, por lo menos) de poetas mexicanos. Se llama, medio en broma, la madre de la poesía mexicana, rango que comparte con la poetisa de origen salvadoreño Lilian Serpas, que figura también como personaje en el relato. Tiene algo de figura de maga (pero es antiMaga cortazariana, en lo físico y en su exterior), Quijotisa, samaritana de las letras y de sus pobres apóstoles. Un episodio crucial de la novela y en la vida de la protagonista es el allanamiento e invasión del campus de la unam (Universidad Nacional Autónoma de México). Auxilio queda encerrada en un baño de la planta alta de la Facultad de Filosofía y Letras, desde donde será testigo de la represión y en el que tendrá que esconderse ante la llegada de un soldado de las fuerzas de “orden”. Para permanecer oculta, debe levantar los pies desde la taza del baño, apoyándolos contra la puerta; queda así en la posición de dar a luz, revitalizando —medio en broma, pero sin burla ni parodia— el símbolo y el dictum de la tradición marxista, la violencia como partera de la Historia. La recontextualización del símbolo, en el lugar concreto y en las circunstancias de la mujer, que probablemente procede del folclor universitario posterior a Tlatelolco4, hace que el episodio sea mucho más que eso, convirtiendo el sitio de Auxilio Lacouture en “atalaya” o “mirador” de todo el relato, adquiriendo así 217

una dimensión de gran flexibilidad temporal. La mujer se adelanta o retrocede en un tiempo homogéneo, casi inmovilizado; profetiza lo que es pasado para el lector y rememora desde su propio aleph de unos cuantos días. En el texto de la contraportada se habla de “túnel del tiempo”, buena imagen que da cuenta de su función principal. El 1968 mexicano engrana inmediatamente con el 73 chileno, en la aventura de otro personaje del relato, constante alter ego a medias autobiográfico, a medias ficticio de la novelística de Bolaño, Arturo, mejor Arturito, Belano. Se crea, entonces, un panorama de fuerzas en que las situaciones más extremas que ha vivido el continente gravitan en la trama y constituyen contexto, trasfondo y referente histórico inescapables. Ahora bien, dejando fuera muchos aspectos importantes del relato, quiero concentrarme en un punto que, con algo de buena voluntad, se podría llamar la “geometría” de Amuleto y del corpus de Bolaño y que se relaciona con dos cosas ligadas entre sí: el paisaje simbólico que la novela esboza, geográfico y geométrico a la vez, y la morfología mayor de sus opera. El mismo autor habla en un momento de “geometrías inestables” (61); y aunque lo haga probablemente en otro sentido y en otra dirección, la fórmula resulta sugerente. Paisaje simbólico Desde su arranque mismo, desde sus primeras páginas, la novela nos propone una visión del paisaje americano que se enlaza, antitéticamente, con las fuerzas de creatividad y destrucción que parecen habitarlo. Lo que empieza en las pampas y en el polvo del sur de la América del Sur se dilata y extiende, haciéndose convulso y sombrío, en las zonas urbanas de la capital de México. Hay continuidad y prolongación entre ese sur lejano, patria y origen de la protagonista, y el universo áspero, sórdido, pero tierno y fascinante, al que se ha trasladado. Esta penetración de lo abierto en el ámbito de la ciudad es algo que ya era perceptible en los notables artículos que Sartre dedicó a Nueva York en la posguerra inmediata o, mucho antes, en la dialéctica de la soledad pampeana que se instala en el interior de Buenos Aires, según la Radiografía de la pampa (1933), de Ezequiel Martínez Estrada. Aquí, en Bolaño, aunque el dinamismo es afín, el coeficiente imaginario es otro: no es conceptual ni histórico, como en el primer caso, ni anti-sarmientino como en el segundo, sino vanguardista, y en lo esencial derivado del surrealismo. Lo geográfico adquiere, así, una gran fuerza expansiva, una energía que lo hace barrer y recorrer, traslaticiamente, como en un plano liso y sin roce alguno, un territorio homogéneo y unitario, pese a las obvias diferencias y a la variedad de las regiones en juego. Esta perspectiva se 218

acusa aún más en los viajes y desplazamientos de algunos personajes, en especial del chileno-mexicano Arturo Belano, que vuelve a su lugar natal para encontrarse allá, a boca de jarro, con el golpe militar de 1973. 68 y 73 resultan, ahora, no solamente cimas cronológicas de una misma barbarie destructora, sino polos, verdaderos extremos, en la vida de un continente desquiciado. Igualmente, la procedencia de otros personajes que cruzan oblicuamente o de modo fugaz por los intersticios del texto, ayudan a marcar esta unidad compacta y menesterosa (las poetisas centroamericanas Eunice Odio y Lilian Serpas, por ejemplo…). Esta diástole del polvo y de la muerte, este ímpetu destructor que recorre el continente, entra en juego con otro eje que se agrega a esta vorágine. Hay una dimensión en profundidad que, en distintos momentos de la peripecia narrada, abre verticalmente un precipicio latente y a la mano. Estas torsiones hacia abajo del espacio casi siempre se asocian con la capital o sus aledaños, con la ciudad nocturna, sus avenidas vacías, su cielo lejano, los entubamientos del viento en el metro, etc., intensificándose en una aventura casi central5 que es en gran medida un remake de los sacrificios humanos: la escena del rey de los putos y la salvación de uno de sus esclavos. Esta composición de fuerzas determina las verdaderas coordenadas de este espacio simbólico, un valle que se hace abismo en profundidad, en el que yacen generaciones y generaciones de jóvenes poetas latinoamericanos y de los cuales solo nos llega “su canto fantasma o el eco de su canto fantasma” (154, ad finem). Este cementerio abierto, esta fosa común a la intemperie es entonces la suma, la suma de los restos de los que han ido cayendo, doblegados por la violencia o la autodestrucción, víctimas de otros o víctimas de sí mismos. Geometrías de la obra En su admirable ensayito sobre Proust (el diminutivo alude por cierto a su brevedad), Samuel Beckett se refiere a “la regla y el compás sagrados de la geometría literaria”, lamentando justamente la fuerza de la convención.6 Líbreme Dios de forzar una comparación, que de ningún modo se impone, entre el gran francés y nuestro escritor transnacional recién desaparecido. Contra el fondo de las enormes diferencias de época, temperamento, credo literario, etc., hay en ellos una común elaboración de tres tipos de memoria: la individual, la colectiva y la literaria. El “Marcel” de A la recherche… (1913 -1927) no es autobiográfico en el mismo sentido que lo es el Arturo Belano de la novelística de Bolaño; el tipo de reconstrucción histórica a que se entrega Proust (el París de la Tercera República, del affaire Dreyfus) no es obviamente el mundo de las 219

represiones y genocidios de nuestros benditos tiempos de globalización. En este sentido, Los detectives salvajes, que concluye en el corazón de Liberia y de Sierra Leona, donde las víctimas devoran a las víctimas, es más bien Un voyage au bout… del siglo, como en la gran novela de Céline, con la carnicería de la Primera Guerra Mundial, el colonialismo en el plexo del África, el Estados Unidos (Chicago, Nueva York) de la Depresión y la locura final, colectiva, de un manicomio. Pero hay en ellos, entre Proust y Bolaño, una problemática común, que tiene que ver con la imbricación de la memoria individual con la memoria colectiva a través del rememorar literario. Aunque Bolaño insista en que su obra no es un “recordatorio”, su función testimonial es indiscutible. Bolaño tiende a evadir las geometrías más obvias. No se puede hablar en él de ciclo, por ejemplo, pese a que sus personajes entran y salen a lo largo de sus libros sucesivos. Lo que era periférico en un momento se hace central en otro, pero aun estos términos me parecen inadecuados. En el caso concreto del que me ocupo, la historia de Auxilio, una de las tantas secuencias en Los detectives salvajes, se desprende en Amuleto, se expande hasta dar origen a una isla autónoma. Hay, en su obra, otros casos parecidos y representativos del mismo continuum expansivo. En el propio Amuleto se anticipa ya la inminencia de su formidable novela póstuma, 2666. ¿Cómo ver esto? En 2666 (publicada póstumamente el 2004) hay un objeto que sin duda proviene de los experimentos de Duchamp, sus famosos ready-made, que uno de los personajes cuelga en el jardín para que se empape de las fuerzas de la naturaleza. Es un tratado de geometría que ha llegado misteriosamente al cuarto de Amalfitano, un Testamento geométrico que tiene que ver, por lo que se nos dice, con las geometrías no euclidianas. Todos los pasajes que se refieren a el —es un motivo conductor bien ostensible en la parte segunda de la novela— son de interpretación delicada, pero es claro que el autor nos ha dejado una clave —paródicamente o tal vez de un modo mas substancial— una especie de señal de su interés y preocupación por el orden de cosas que trato de clarificar.7 Dejando de lado para otra oportunidad lo concerniente a 2666, con su claro nexo con la disolución de la obra intentada por el pintor surrealista8, paso ya, en la última sección de esta ponencia, a ver lo que ocurre en Amuleto. Conjunciones, disyunciones Desde el comienzo mismo de nuestra lectura, llama la atención en la novela la abundancia de las conjunciones disyuntivas. Proliferan de tal modo que, 220

prácticamente, no hay página en que no figuren, a veces multiplicadas y subrayadas de modo relevante. “O,…o,…o”, etc., con sus variantes en locuciones como “tal vez…tal vez” o “ puede que… puede que” (con un dejo a veces chileno, un tonito a veces mexicano en los que el autor se entretiene en jugar), constituyen un verdadero detalle spitzeriano en el texto, detalle propiamente estilístico, en la medida en que permite el acceso al centro interno y vivo del todo. Elemento gramatical, núcleo retórico, leitmotiv constante y rasgo formal más abarcador, la conjunción-disyunción define un modelo de estrategias narrativas, una forma determinada de encarar la digresión y, tal vez, la dinámica profunda de todo el texto.9 La conjunción disyuntiva que, como su nombre lo indica, es conjuntiva y disyuntiva a la vez, crea una cadena de alternativas, que son a la vez alternancias, oscilaciones entre dos o más posibilidades, unificando, bifurcando, a menudo trifurcando las líneas narrativas. En las tres primeras páginas de la novela encontramos ejemplos patentes de esto bajo las fórmulas consagradas que ya he mencionado. Analizaré sólo estos casos, por necesidad de espacio y porque, al estar situados en el umbral de la novela, funcionan con un alcance mayor. En la primera página leemos: Yo soy la amiga de todos los mexicanos. Podría decir: soy la madre de la poesía mexicana, pero mejor no lo digo. Yo conozco a todos los poetas y todos los poetas me conocen a mí. Así que podría decirlo. Podría decir: soy la madre y corre un céfiro de la chingada desde hace siglos, pero mejor no lo digo. Podría decir, por ejemplo: yo conocí a Arturito Belano cuando él tenía diecisiete años y era un niño tímido que escribía obras de teatro y poesía y no sabía beber… (11).

Es obvio que aquí Bolaño presenta ya el diseño estructural de la novela y, al mismo tiempo, su tono característico con la colisión y choque de contrarios (“céfiro de la chingada”). Pero lo hace en una forma de vaivén, con idas, vueltas y revueltas, preludiando así la convolución íntima y endógena que va a signar su relato. En la segunda página se lee: “Yo llegué a México Distrito Federal en el año 1967 o tal vez en el año 1965 o 1962”. E inmediatamente esta flexibilidad e indecisión temporal, que suministrará el marco elástico de la cronología en la novela, se compara así: “Estiremos el tiempo como la piel de una mujer desvanecida en el quirófano de un cirujano plástico” (12). Con lo cual se nos sugiere una percepción dérmica, desollada, del tiempo humano (individual y 221

colectivo) que, como una cinta de Moebius, se estira implacablemente en infinito movimiento topológico.10 Y en la tercera página: Tal vez fue la locura la que me impulso a viajar. Puede que fuera la locura. Yo decía que había sido la cultura. Claro que la cultura a veces es la locura o comprende la locura. Tal vez fue el desamor el que me impulso a viajar. Tal vez fue el amor excesivo y desbordante. Tal vez fue la locura. (13)

La temática principal de la novela se esboza desde ahora, por medio de una tensa y contradictoria gama sentimental. Pero todo se plantea de un modo envolvente, recurrente, como si la línea sintáctica volviera a su origen, ovillándose, para reinsertarse y reinjertarse en un comienzo que deviene, en virtud de ello, un punctum mobile. En realidad, estas cadenas proliferantes, que esbozan líneas que luego se ovillan y enrollan en sí mismas, en el punto de arranque común, diagraman un arte de ramificaciones que, a lo mejor, podría estudiarse a la luz de la teoría del rizoma de Deleuze y Guattari.11 No soy competente para ello. Lo que sí es indudable es que, lejos del libro como unidad textual; lejos de la obra como un opus operorum, esta forma sintetiza las virtualidades de lo informe, crea profundidad a partir del entrelazamiento de superficies, mantiene una elástica tensión entre un átomo o átomos primitivos y un dinamismo expansivo que se puede imaginar como galáctico. La microscópica “o” es el germen, el huevo, el vacío potencial para todas las configuraciones que se sucederán en macroescala. Si Deleuze, con toda razón, define el universo de Proust en su génesis y despliegue como una “nebulosa que se diferencia” (Proust et les signes), tal vez no sea completamente desacertado concebir la morphé del proyecto de Bolaño con categorías geométricas y astronómicas que se asocian con nuestro modelo actual del mundo, descentrado, cinético, turbulento y con esa “estrella distante”, que ya empieza a sernos familiar y vecina, la del mismo escritor. 1

Algunos estudiantes habían trabajado o trabajaron directamente sobre Bolaño. Alexis Candia me permitió conocer su estimulante trabajo sobre Una novelita lumpen; de Carolina Navarrete puede verse ahora: “Amuleto, de Roberto Bolaño: de la representación especular al rito sacrificial”, Agulha. Revista de Cultura, Sao Paulo, maio de 2005.

2

Para esta parte de mi ponencia me ha servido muchísimo el notable aporte de José

222

Promis, “Poética de Roberto Bolaño” (v. Patricia Espinosa, editora, Territorios en fuga. Estudios criticos sobre la obra de Roberto Bolaño. Santiago: Frasis, 2003, pp. 47-63), sólido y bien documentado. En general, todo el volumen, uno de los pocos libros o colectáneas hasta ahora dedicados al escritor y estupendamente presentado y organizado por la compiladora, es de alto nivel crítico y constituye un firme punto de partida para futuras investigaciones. 3

Cf. J. Promis, cit., pp. 52-3.

4

Ver Amuleto (Barcelona: Anagrama, 1999). Cito en adelante por esta edición, dando directamente la página. Carolina Navarrete (cit., ver nota 1) llama la atención sobre Alcira, uruguaya, mencionada por Elena Poniatowska como posible protagonista del episodio. Compárese la situación con En este lugar sagrado, la novela de Poli Délano, que es su versión en masculino y en chileno y en que el protagonista queda también encerrado en un locus “metafísico” similar. La conexión se le ocurrió a Ignacio Álvarez, a quien se la debo.

5

“Casi central”: esta es la noción mas conflictiva respecto a Bolaño. Aunque el problema desborda esta nota, baste indicar dos cosas complementarias. La “aventura” del rey de los putos y de la salvación del muchacho enfermo está contada prácticamente en el centro de la novela, en los capítulos 7 y 8 de un relato que tiene 14. Su relevancia se ve subrayada al enmarcársela entre “entonces empezó la aventura” (73) y “basta de aventuras” (90). Pero, por otro lado, lo que es exactamente central es la alusión a 2666, que figura en la pagina 77 de las 154 páginas del texto. Lo central apunta a lo distante, a lo lejano, a lo que está aún en vías de nacimiento y evolución. Lo central apunta “casi” a lo ignoto, a lo incógnito, al corazón de lo desconocido. El editor de la novela póstuma de Bolaño, Ignacio Echevarría, señala la conexión, pero no alude al lugar especial en que ella se inscribe (“Nota a la primera edición”, 2666, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 1124).

6

Samuel Beckett, Proust, 1931, New York: Grove Press, p. 2.

7

Amén de que en toda la sección, “La parte de Amalfitano” (209-291), tiende a abundar la conjunción disyuntiva que comentaré en seguida, hay también constantes referencias geométricas, geodésicas y a los puntos cardinales que muestran claramente que Bolaño explora o tiene en mente aspectos del espacio-tiempo. En su admirable Relativity and Geometry (1983; New York: Dover, 1996), Roberto Torretti ha defendido brillantemente la posibilidad de representación intuitiva del espacio-tiempo, cosa que evidentemente reconforta a un lego en la materia como yo. Toda experiencia de objeto espacial (una pieza, por ejemplo) implica necesariamente también una cuarta dimensión temporal (v. p. 21).

8

Crítico siempre ecuánime de Paz, sin culto ni iconoclastias (ver, por ejemplo, Los detectives salvajes), Bolaño rinde aquí un implícito homenaje al Premio Nobel mexicano, cuyo magnífico ensayo sobre Duchamp (Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, México, Era, 1973) postula justamente la disolución de la obra en la

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plástica del artista francés. Y Bolaño es, por excelencia, autor no de obra ni de libro como tales, sino de un proyecto de escritura cuya geometría es de ardua conceptualización, si es que no es a todas luces irrepresentable. 9

Si no he contado mal, de todas las páginas que contiene la novela (11-154), la conjunción está ausente en algo así como 30. En aquellas en que figura, lo hace casi siempre en varias ocasiones (2 o 3 veces es muy frecuente, llegando en otras hasta 5 o 6). En la página 62, en una sola línea (cuarta, contando desde arriba), ocurre 3 veces; en la página 105, el recurso se desgrana e hipertrofia en cascada. Cuantitativamente, el hecho es innegable.

10

Habría que comparar este uso de Bolaño con el de cierto Cortázar y con zonas de la obra de Onetti. En “Casa tomada”, uno de los primeros relatos del autor argentino, el ruido que expulsa a los moradores se escucha “en el comedor o la biblioteca” y, luego, “en la cocina o tal vez en el baño” (v. Bestiario, 1951). El par es siempre alternativo, la oscilación simétrica. En El astillero (1961), del novelista uruguayo, la “o” representa más bien posibilidades interpretativas de un narrador colectivo esencialmente falible (v. ed. Cátedra, a cargo de Juan Manuel García Ramos, pp.62, 69, 71, 76, 78, etc.). Y la muletilla “Kunz o Gálvez”, que usa invariablemente el narrador para referirse a los dos subordinados de Larsen, connota la irrelevancia última de sus individualidades. En este ejemplo: “O tal vez se besaron… O tal vez no se besaron” (p. 89) las frases se anulan entre sí, definiendo una inanidad de fondo en que todo se reduce al común denominador de lo que no tiene sentido. En todo caso, en Bolaño el procedimiento parece tener una fuerza y un volumen mayor; es parte del engranaje y dinamismo de la propia narración. A modo de comparación con otro empleo y funcionamiento de la misma partícula, resulta curioso este pasaje de Proust, en que predomina una gama subjetiva, intelectual y psicológica a la vez. El trozo se refiere al marqués de Cambremer y figura al fin del capítulo II de Sodoma y Gomorra II: “Quant a l’intention même du rire, on ne sait trop si elle était aimable: ‘Ah! gredin! Vous pouvez dire que vous êtes à envier. Vous êtes dans le faveur d’une femme d’un rude esprit’; ou rosse: He bien, Monsieur, j’espère qu’on vous arrange, vous en avalez des couleuvres’; ou serviable: ‘ Vous savez, je suis là, je prends la chose en riant parce que, c’est pure plaisanterie, mais je ne vous laisserez pas malmener’; ou cruellement complice: ‘Je n’ai pas a mettre mon petit grain de sel…” (A la recherche …, ed. La Pléiade, Gallimard, 1954, II, pp. 978-9).

11

Si esto es así, y si aceptamos este símil discutible, entonces habría que ver “Amuleto”, título y cabo de la novela, no como una configuración circular, cerrada en ella misma, sino como punto en que se pliega y se abre un nuevo sistema, la formación de la inminente y cercana stella 2666. (Cf. John Fauvel et al., Möbius and his band, Oxford: Oxford University Press, 1993). Fue la opinión de Macarena Areco y de María José Branes. Es muy probable que sea así. El punto evidentemente merece ser estudiado. (Cf. G. Deleuze y F. Guattari, Rhizome. Paris: Éditions de Minuit, 1976).

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La paciencia del Dios de los críticos.1 Alegorías de la crítica en Nocturno de Chile

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Adolfo de Nordenflycht La persistente referencia a situaciones, acontecimientos y personas de la institución literaria que sostiene la narrativa de Roberto Bolaño puede parecer destinada a construir una suerte de parábola metaliteraria en la que realidad y ficción se entretejen disolviendo sus fronteras. Asunto que no deja de tener una larga tradición en la que se sitúan más recientemente los empeños románticos y vanguardistas junto a las ensoñaciones del utopismo. Sin embargo, el propósito de Bolaño parece ser más simple, pero no por ello menos profundo, al confidenciar que dicha referencialidad obedecería a que escribe de lo que conoce: Si fuera carnicero escribiría sobre carniceros y carnicerías, y si fuera mago profesional escribiría sobre el mundo, a veces lleno de rencor, de los magos. Soy o, más apropiadamente, fui poeta, que es lo mismo que no ser nada. Y escribo sobre lo que más conozco. También sobre lo que más me ha defraudado. Y sobre lo que más admiro.2

A primera vista resulta una declaración en la que se proclamaría algo de una obviedad indiscutible que termina remitiendo a un autobiografismo casi ingenuo, pero lo expuesto envuelve una reflexión paradójica, al suponer que lo que más se conoce procede de aquello que se es y como el poeta es nada, de lo que más conoce es de nada. Nada que resulta insistida por la doble privación de la defraudación (ya no) y la admiración (yo no). Más allá de carnicerías y magias, el poeta que “fui”, por ser denegado, deviene conocedor de esa nada que pone en juego esa irreductible libertad que es la vida.3 La puesta en juego de la existencia personal es para Bolaño la particular determinación de esta esfera del quehacer humano que reconocemos como poesía, como literatura. Así cierra su respuesta a Aussenac señalando: El territorio de la poesía es el único territorio, junto con el dolor, en donde aún es posible perderse, en donde aún es posible encontrar fórmulas maravillosas (o mejor dicho la mitad de una fórmula), y en donde uno, consciente o no, pone en juego su vida.4

De modo que el conocimiento del artista es “la experiencia del fenómeno estético” entendida como “una apuesta, en donde el artista pone sobre la mesa su vida”. La referencialidad literaria de los textos de Bolaño no es entonces un asunto de erudición sobre libros y autores, sino de una experiencia, un saber, que es el de la propia vida, que como ya bien lo sugiere la poética aristotélica, para 226

conocerse, por no estar sujeta a ciencia y ser irrepetible, sólo puede ser representada (mímesis), expuesta. Bolaño no desconoce que ese mundo de la experiencia estética instaurado por el acto de la escritura exige no sólo un reconocimiento de sí por y en sí misma, sino también de otra modalidad de escritura, la crítica, que no está al margen de la que normalmente se considera “creativa” y con la cual se va entretejiendo, resultando ambas saturadas por mutuas reverberaciones de una en la otra. Así, el relato incluido por Bolaño en su conferencia Literatura + enfermedad = enfermedad5, viene a desplegar una alegoría de la crítica como escritura intransitiva, inseparable del sujeto, una crítica que es —como quería Deleuze (nos lo recuerda Barei6)— “la salud de la literatura, aun si mantiene sus asperezas y sus crueles estrategias de sometimiento”. Creo que en el bascular de la enfermedad y la salud (“¿Donde está la literatura? me preguntaba a mí mismo”7) como extremos que se implican e intercambian, se inscribe no sólo la trama de Nocturno de Chile sino también la comprensión que tiene Bolaño del quehacer literario en términos de valentía, desesperación, resignación y apuesta de la propia vida. En Nocturno de Chile el personaje narrador, Sebastián Urrutia Lacroix, que a través del extenso monólogo interior va rememorando los que considera episodios relevantes de su existencia más bien anodina, es un crítico literario al mismo tiempo que un poeta frustrado. Como se sabe, no es el único relato de Bolaño que incluye entre sus personajes a la figura del crítico y al acto crítico, por el contrario, se trata —según lo que hemos señalado— de una incorporación recurrente y necesaria al proponerse dar cuenta del devenir de la literatura tras el derrumbe de las utopías. No obstante, es esta novela, junto con la denominada “La parte de los críticos” de 2666, la que tiene como protagonista y narrador a un crítico profesional; nos centraremos en ella para revisarla como una extensa alegoría del sujeto crítico de la modernidad. Eagleton8, aceptando el concepto de esfera pública burguesa propuesto por Habermas, formula las funciones de la crítica literaria en el espacio de la modernidad, estableciendo determinados prototipos de crítico generados a lo largo del proceso de deterioro de la esfera burguesa clásica. Sin desconocer los fenómenos de transculturación y apropiación mediante los que nuestras sociedades latinoamericanas van imprimiendo diversos ritmos, temporalidades y particularidades a dicho proceso crítico, la propuesta “eagletoneana” arroja luces sobre el proceso 227

autojustificatorio que el personaje-narrador de Nocturno de Chile va reconstruyendo entre recuerdos y olvidos (voluntarios e involuntarios) a través de su desvarío monologante. La novela ha sido suficientemente estudiada en cuanto a su referencialidad histórica, revisándose las claves que han permitido señalar con precisión los acontecimientos y personas de la historia política del Chile de los últimos cincuenta años del siglo xx. Por otra parte, los principales estudios interpretativos se han centrado en aspectos éticos, en tanto novela de dictadura, el tema del mal en la literatura, que es recurrente en la obra de Bolaño, y en algunos casos, ocupándose del aspecto de la crítica.9 A nosotros sólo nos interesarán aquí aquellos aspectos en que la ficción hace del discurso crítico su materia narrativa, ya sea de manera directa, o a través de las amplias alegorías que construyen las historias intercaladas en el relato central que puede sustanciarse en iniciación, auge y caída o metamorfosis de la crítica literaria. Dos son los personajes que básicamente articulan las modalidades de la crítica en Nocturno de Chile. González Lamarca (representante de una cierta crítica tradicional, cuyo seudónimo Farewell parece ser un guiño al poema homónimo del joven Neruda) y el narrador monologante en su delirio agónico Sebastián Urrutia Lacroix, crítico literario, poeta frustrado y sacerdote del Opus Dei, que firma su labor crítica como H. Ibacache. Los referentes de ambos, que apenas si están alterados en la novela, son fácilmente reconocidos por el lector al que se dirige Bolaño: el primero es Alone (nom de plume de Hernán Díaz Arrieta, el crítico más influyente en el espacio literario chileno desde su crónicas en El Mercurio entre los años 30 y mediados de los 70) y H. Ibacache (Sebastián Urrutia Lacroix) corresponde a Ignacio Valente (el sacerdote opusdeista José Miguel Ibáñez Langlois, heredero del anterior en su función y columna de crítica, que dominó como el crítico único durante el período de la dictadura). Sin duda que al lector de Bolaño este seudónimo, H. Ibacache, lo orienta a reconocerlo como una versión rediviva del crítico N. Ibacache de Estrella distante10, en el cual aparecen comprimidos en una sola figura los rasgos que posteriormente se desdoblan y desarrollan parcialmente en Farewell y Urrutia Lacroix. Nicasio Ibacache da cuenta de su fe en Carlos Wieder, el tenebroso poeta militar, en su libro póstumo “Las lecturas de mis lecturas”, titulado con esta reduplicación por que pareciera que la tarea del crítico N. Ibacache (no en vano presentado también como anticuario) se encamina a un trabajo arqueológico de filiaciones a través de lecturas descifradoras más o menos 228

inexactas, atribuidas o definitivamente inventadas. La escritura crítica de N. Ibacache no exenta de vanidades y ambigüedades (“florituras o generalidades, las típicas del reseñista de periódico un poco redicho que en el fondo fue”, Estrella distante 114) fracasa estrepitosamente ante las particulares acciones de arte de Wieder y se interrumpe como si “se diera repentina cuenta de que está caminando en el vacío”, (115).11 En Nocturno de Chile, por su parte, el cura Ibacache lo que reconstruye no es otra cosa que una existencia encaminándose al vacío. O bien, desde la lectura que proponemos, los diferentes cuadros con los que se construye en enhebrado la vida de Urrutia Lacroix van revelando estadios de la crisis de la crítica y consecuentemente el descentramiento, la “descolocación” y desarticulación del sujeto crítico, incapaz finalmente de hacer la crítica de la crisis estética en tanto ética. Las relaciones novelescas de Farewell y Urrutia van a desarrollar lo que Eagleton llamó la osmosis de valores burgueses y aristocráticos, representando Farewell, terrateniente, hombre de club, sibarita solterón y sodomita, una crítica aristocrática en la que impera el placer, la vivencia y el gusto, como asimismo una actitud despectiva, desdeñosa del medio social, irónica desde el sitial en que se instala la aristocracia de la lectura: “en este país de bárbaros, dijo, el camino no es de rosas. En este país de dueños de fundo, dijo, la literatura es una rareza y carece de mérito saber leer” (14). Por su parte, Urrutia, descendiente de emigrantes, encarna plenamente la crítica burguesa que ansía ocupar el rol de Farewell, de quien hereda o imita ciertos gestos de menosprecio intelectual sabiéndose árbitro del espacio literario, pero que actúa impulsado por un afán de academización (es profesor universitario) y de apostolización de la crítica. No obstante, más allá del personalismo vanidoso del crítico, el proceso de auge y decadencia de ambos críticos revela las necesidades de autogeneración y autosostenimiento de la crítica, el tránsito desde la diletancia elitista a la profesionalización y, sobre todo, cuestiona los condicionamientos en las relaciones entre lo simbólico y lo político a que está sometido el discurso crítico hasta dejar de serlo auténticamente y deslizarse hasta el desempeño de algo así como un curador. Luego que Urrutia relata a Farewell su cometido como secreto profesor de marxismo de la Junta Militar, susurra: ¿hice bien o hice mal? Y como no obtuve respuesta volví a hacer la misma pregunta: ¿hice lo correcto o me excedí? Y Farewell me respondió con otra pregunta: ¿fue una actuación necesaria o innecesaria? Necesaria, necesaria, necesaria, dije. Esto pareció bastarle a él y, de momento, también a mí. (119).

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Luego, más adelante, al reflexionar sobre su comportamiento durante la dictadura vuelve sobre el argumento de necesidad, ampliándolo ahora como justificación colectiva: A fin de cuentas todos éramos razonables, […] todos éramos chilenos, todos éramos gente corriente, discreta, lógica, moderada, prudente, sensata, todos sabíamos que había que hacer algo, que había cosas que eran necesarias, una época de sacrificios y otra de sana reflexión. (121).

El extenso monólogo interior de Urrutia Lacroix, que constituye la parte sustantiva de la novela, se inicia con el desasosiego del protagonista que se siente morir y la necesidad de encontrar en sus recuerdos aquellos actos que lo justifican y que desdicen las infamias que “el joven envejecido” ha difundido “en una sola noche”, para lo cual Urrutia se dispone a cavilar con la solemnidad de un prócer egregio, en una actitud casi escultórica que revela su afectación e inmodestia y aunque se reclama responsable, de sus actos, de sus palabras y de sus silencios, ante Dios, esa responsabilidad no trae aparejado un sentimiento de culpa. Precisamente Bolaño ha señalado que esta ausencia de culpa es lo que le interesaba en el personaje: En Nocturno de Chile, lo que me interesaba era la falta de culpa de un sacerdote católico. La frescura admirable de alguien que por formación intelectual tenía que sentir el peso de la culpa.[…]Vivir sin culpa es como vivir fuera del tiempo, en un presente perpetuo[…]. Vivir sin culpa es abolir la memoria, perpetuar la cobardía.12

La falsificación del discurso de Urrutia es lo que lo conduce a la “desesperación infinita”, en esa suerte de delirio febril que trae a la memoria los acontecimientos de su vida, deformándolos, recomponiéndolos, enturbiándolos (el discurso reconstructivo de Urrutia está plagado de incertidumbres: “yo creí entender”, “no recuerdo con exactitud”, “mi memoria ya no es lo que era”, “le dije, o talvez no le dije”, etc.), olvidándolos (“hasta de mi propio nombre me olvido”), o inventando los personajes de la Historia, de una historia que se afianza contra el inaudible no de la conciencia. Hacia el final de su delirio nocturno, Urrutia se justifica grotescamente y acalla la conciencia ante el enigmático “joven envejecido”: “Mi fuerza mental lo ha detenido. O tal vez ha sido la historia: Poco puede uno solo contra la historia. El joven envejecido siempre ha estado solo y yo siempre he estado con la historia” (148). No es difícil reconocer en el “joven envejecido” ante el cual Urrutia compulsivamente busca justificar su existencia una suerte de Doppelgänger, mediante el cual se hace presente la tensión existente entre el doble como la soledad de la conciencia 230

individual y el sujeto histórico13, aun cuando también el “joven envejecido” es una figura más compleja dentro de la novela, un personaje fantasmático que interviene como conciencia crítica autorial narrativizada. En las páginas iniciales se deja entender que podría tratarse del propio Bolaño, entregando información que coincide con aspectos de su biografía, como el hecho de tratarse de un escritor que efectivamente (al menos hasta la publicación de Nocturno de Chile) no conoció a “ningún gran escritor de nuestra república”, alguien de quien Urrutia confiesa haber leído sus libros “a escondidas y con pinzas, pero los he leído. Y no hay nada en ellos que se le parezca. Errancia sí, peleas callejeras, muertes horribles en el callejón, la dosis de sexo que los tiempos reclaman, obscenidades y procacidades, algún crepúsculo en el Japón, no en la tierra nuestra, infierno y caos, infierno y caos.” (24), lo que al lector sugiere los temas que abundan en la novelística de Bolaño, todo lo cual resulta afianzado con la alusión a la fecha de nacimiento de Bolaño: “Estábamos a finales de la década de los cincuenta y él entonces debía tener cinco años, tal vez seis, y estaba lejos del terror, de la invectiva, de la persecución”. Hacia el final de la novela, sin embargo, en el suspenso de sus visiones Urrutia Lacroix se pregunta, abriendo una interrogante sobre la naturaleza del personaje fantasmático: ¿dónde está el joven envejecido? ¿por qué se ha ido?, y la verdad empieza a ascender como un cadáver. Un cadáver que sube desde el fondo del mar o desde el fondo de un barranco. Veo su sombra que sube como si ascendiera por la colina de un planeta fosilizado. Y entonces, en la penumbra de mi enfermedad, veo su rostro feroz, su dulce rostro, y me pregunto: ¿soy yo el joven envejecido? ¿Esto es el verdadero, el gran terror, ser yo el joven envejecido que grita sin que nadie lo escuche? ¿Y que el pobre joven envejecido sea yo? (149-150)

De lo profundo del maelstrom de la historia reciente de Chile que rememora Urrutia en su lecho de enfermo (“mi cama gira en un río de aguas rápidas” 147) asciende la verdad como un cadáver, como uno de los innumerables cadáveres de los opositores asesinados que la dictadura ordenó arrojar al mar, más aún, como si aflorara, invirtiendo la caída de ese barranco que es el axis insondable del mundo. Por cierto que el tema de la caída tiene una profusa tradición en la historia literaria, pero el lanzamiento del cadáver a lo profundo del barranco y su afloramiento parece asociarse intertextualmente al cadáver del Cónsul o del perro muerto arrojado al final de Bajo el volcán14, final en el que también se articulan las imágenes del grito, el eco que regresa, el cadáver, el mundo que estalla, (“la tormenta de mierda”). La verdad devuelta desde la profundidad de la muerte plantea la ambigüedad y posibilita una lectura que aparea al personaje del 231

crítico, narrador autodiegético delirante, con el seudo Bolaño innombrado, tal vez el Belano que ha sido su sosias en otros relatos, pero representado alusivamente al interior de la narración. La rememoración delirante de Urrutia, apoyada en un supuesto pragmatismo que disfraza un trastabillante discurso autodignificador, está atravesada por un conjunto de episodios e historias intercaladas en las que se construyen alegorías de diferentes talantes y conductas críticas que funcionan como ilustraciones de los estadios de una crisis que excede al personaje individual, variantes de una ideología de dominación que opera sobre la cultura y la opinión desde el ejercicio crítico. Se trata de la crisis de la crítica y consecuentemente del descentramiento, la “descolocación” y desarticulación del sujeto crítico, incapaz finalmente de hacer la crítica de la crisis estética en tanto ética. En tal sentido, las historias intercaladas pueden leerse como fragmentos de una historia no lineal de la crítica y sus relaciones con el poder y la ideología.15 La primera de tales historias es la de Salvador Reyes y de Ernst Jünger, introducida a propósito de la pureza en tono menor de H. Ibacache, que leía y explicaba en voz alta sus lecturas tal como antes lo había hecho Farewell, en un esfuerzo dilucidador de nuestra literatura, en un esfuerzo razonable, en un esfuerzo civilizador, en un esfuerzo comedido y conciliador, como un humilde faro en la costa de la muerte (37).

Jünger, en la anécdota de Reyes, es el hombre más puro, el admirado héroe, imperturbable, absorto en disquisiciones estéticas y literarias, ajeno a la hecatombe, a la miseria de la guerra que transcurre en el París ocupado por los nazis, y que ejecuta el papel de observador crítico de la obra del desconocido pintor guatemalteco que asume su derrota afectado por el morbus melancholicus. Reyes parece cumplir con el rol del espectador, el lector que espera una iluminación de parte del crítico. Y ésta llega, pero colateralmente, a través de una metáfora con que Jünger busca explicar el cuadro del guatemalteco: “los pozos ciegos de la memoria”, que desatan en Reyes asociaciones cuasi apocalípticas a partir de las que “atisbó o creyó atisbar una parte de la verdad”, a saber, la aceptación de la derrota, la lucidez de la pura derrota, de la pura pérdida. Por cierto que Jünger no ha percibido en lo absoluto lo que desencadenara su metáfora con la que el ejercicio crítico aparece aquí deslizándose, para producir efectos a través de la figura retórica. Deleuze16, en el prefacio de Crítica y clínica (1993) identifica la crítica con la materialidad del hecho de escribir. El problema de escribir, sostiene, es el de inventar una lengua 232

dentro de la lengua para ver y oír, y ello se opera mediante las figuras retóricas. Desde esa postura el ejercicio crítico entonces no se orienta a pontificar, o alcanzar una verdad universal, sino a desvelar y hacer oír la imagen y la voz de los acontecimientos que suceden, que pasan por nuestra vida. Pero advierte Deleuze que estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que forman los personajes de una Historia y de una geografía que se va inventando sin cesar. El delirio las inventa como procesos que arrastran las palabras de un extremo a otro del universo. Se trata de acontecimientos en los lindes del lenguaje.

No obstante, las fronteras abren un espacio equívoco y el pozo ciego de Jünger y el imaginado por Reyes no coinciden. Todo queda bajo la responsabilidad del delirio de Urrutia que en su propia visión de la inmortalidad de Jünger —confesada a Farewell en cuanto salen de la casa de Reyes— “el donaire se vertía a raudales, bruñido como el sueño de los héroes […] y que la escritura de los héroes y por extensión los amanuenses de la escritura de los héroes eran en sí mismo un canto, un canto de alabanza a Dios y la civilización” (51). Esta visión da pie a que Farewell narre la historia de la Colina de los Héroes o Heldenberg, en la que se cuenta del zapatero que se propone erigir un monumento a los héroes del pasado, del presente y del futuro, que funcionaría como camposanto y museo en el que se incluirían aquellos que una comisión determinara, pero “cuya última palabra la tendría siempre el Emperador”. El zapatero convence al Emperador de su proyecto extendiéndose sobre “los beneficios morales de un monumento semejante y habló de los viejos valores, de lo que quedaba cuando todo desaparecía, del crepúsculo de los afanes humanos” (57), entregándose a su obra obsesivamente sin importarle nada más que su obra, “de la que solo conocemos fragmentos, […] unos caracteres que balbucean nuestra historia y nuestro anhelo y que en realidad solo balbucean nuestra derrota” (59). El proyecto y la vida del zapatero atraviesan los avatares de la historia y cuando las tropas de tanques rusos llegan y constatan la desolación y el abandono del lugar y abren la cripta que es lo único que existe aún en lo alto de la colina, se descubre el cadáver del zapatero con las cuencas vacías y “la quijada abierta como si tras entrever la inmortalidad aún se estuviera riendo, dijo Farewell. Y luego dijo: ¿entiendes? ¿entiendes?” (62). Urrutia no parece entender esta alegoría de los rincones de su vocación, del crítico obsesionado por construir, previa decisión del poder político, el definitivo museo de los adalides 233

de la literatura que concluye en el ambiguo triunfo/derrota del crítico que se glorifica a sí mismo con un gesto de haber entrevisto la inmortalidad, un gesto vacío que refleja el deteriorado tránsito del modesto, pero necesario y bien cumplido oficio hasta la vanidad solipsista de la autoglorificación y del personalismo. Solitario y envanecido, Urrutia reflexionando en su reputación se interna en la noche inexorable de Santiago, asediado en su memoria por los escritores que le solicitan que los critique, mientras el cura habiendo iniciado una carrera brillante, penetra en los pliegues fantasmagóricos del tiempo y va siendo ganado por el aburrimiento y el desaliento de una ciudad agobiante en la que el odio y el miedo se pueden encontrar en cada esquina. Urrutia, sin saber cómo, se pone al servicio de los propósitos de los señores Oido y Odeim, que lo “becan” a Europa para estudiar la solución que la Iglesia ha encontrado para combatir la contaminación animal que destruye los grandes monumentos. Nuestra lectura considera este episodio como una nueva alegoría del ejercicio crítico, fundándose en la observación sobre “los ojos de halcón de Farewell” (15), y la paloma fulminada por el halcón, que para los habitantes de San Quintín era “la paloma de Picasso, un pájaro de doble intención” (94). Como los halcones adiestrados técnicamente, el crítico cumple la sanadora y sagrada misión de mantener los grandes monumentos a buen resguardo de la destrucción de la cagada de las palomas que se multiplica geométricamente. Los hay más o menos crueles o agresivos y, como pensaba el padre Angelo en Turín, donde vivían dos rapaces que en ocasiones se habían cruzado en sus viajes aéreos sin temerse, “no estaba lejano el día del enfrentamiento de ambos halcones” (86). Entre Ibacache y Farewell no se produce un enfrentamiento, pero a medida que Urrutia se posesiona de su papel de crítico único y Farewell envejece, ya éste no es visto como su maestro, sino apenas un “viejo chismoso, viejo alcahuete, viejo borracho, así pasa la gloria del mundo” (134). A su regreso a un Chile que se va convirtiendo en un monstruo irreconocible (son los años de la Unidad Popular), Urrutia se encierra y se sustrae de la realidad ensimismado en la lectura de los griegos. Tras el golpe militar y siempre a través de Oido y Odeim, es convocado secretamente por la Junta para que les dé clases de marxismo. Pinochet se revela ante Urrutia como un lector y escritor, un intelectual y un crítico: Leo incluso novelas. La última fue Palomita blanca de Lafourcade, una novela de adelante francamente juvenil, pero yo la leí porque no desdeño estar al día y me gustó. ¿Usted la ha leído? Sí, mi general, dije. ¿Y qué le pareció? Excelente, mi general, publiqué una crítica sobre ella y la ponderé bastante, respondí. Bueno, tampoco es

234

para tanto, dijo Pinochet. En efecto, dije. Volvimos a quedarnos en silencio” (118)

Después de esta conversación en la que Urrutia se retracta frente al dictador de su opinión crítica, la suerte está definitivamente echada, pues en el mismo instante en que la norma de autenticidad fracasa en la producción crítica, se trastorna la función íntegra de esta y en lugar de su fundamentación como discurso evaluador, como praxis liberadora, no interferida por mezquindades, digamos, casi un ritual del debate que cita a la repetición en la que aflora el sentido, aparece, en vez de ello, su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política, de la que se vuelve un esbirro autojustificado por la necesidad, un cómplice por silenciamiento y cobardía, un fantoche del miedo y el odio. Esta es la médula de la cuestión, planteada por la novela de Bolaño conforme a nuestra lectura: una política crítica y una crítica de la política. Con lo que avizoramos que la crítica es y ha sido siempre la otra cara de la ideología, la instancia articuladora de los metarrelatos legitimadores y reproductores de la ideología cursando la censura, otorgando el beneplácito consagratorio, exilando, marginando, incluyendo o excluyendo del canon. El ejercicio crítico de Urrutia, habiendo tranquilizado su conciencia con la excusa de haber hecho supuestamente lo necesario, lo exigido por la patria, se encamina indefectiblemente a una transacción con el poder a cambio de la fama equívoca de reproducir al dictador en el ámbito de la cultura a través de un ejercicio curatorial. La figura del curador, lejos de ejercer un crítico quebrantamiento de los poderes, de los roles definidos o de los discursos oficiales, ha venido a ser asimilada por las partes interesadas en el mantenimiento del statu quo, en tanto es mediador delegado, vocero autorizado del poder político, desplazando la función de la crítica, cursándose así una usurpación por parte del curador del rol que estaba reservado al crítico o el deslizamiento de éste hasta la curatoría. y llegó mi hora de pasear por los aeropuertos del mundo, entre elegantes europeos y graves norteamericanos […] y luego volví a Chile, porque yo siempre vuelvo, si no no sería ese chileno resplandeciente y seguí con mis reseñas en el periódico, con mis críticas que pedían a gritos, apenas el lector distraído rascaba un poco en su superficie, mis críticas que pedían a gritos, que suplicaban incluso” (122).

Árbitro y autoridad de la cultura, desempeñará una función cardinal en las veladas artísticas de la siniestra casa de María Canales. Urrutia no se mezcla con la alegre y despreocupada pandilla de supuestos artistas, sino que “hablaba con los artistas que prometían, con los que estaban dispuestos a crear de la nada (o de unas lecturas secretas) la nueva escena chilena” (129) (la cursiva es nuestra). 235

Ahora bien, si la escritura (incluso en el ejercicio de la crítica) es una exposición pública del autor, los conflictos con la escritura (una escritura que en el poeta Urrutia termina siendo demoníaca) que no coinciden con su posición curatorial van sumergiendo a Urrutia en un desgarro esquizofrénico, en la enfermedad y el delirio que termina por reflotar las diferencias, ciertos rastros o cadáveres, de este enfrentamiento entre lo privado y lo solapadamente público. Si, al menos idealmente, la función de la crítica parece estar siempre más allá del reconocimiento, el curador necesita del reconocimiento del poder y del respeto —aunque sea impuesto— del medio. No obstante, cualquiera que sea la decisión que el curador adopte, estará atravesada indisociablemente por la indecibilidad. Lo cual pone en evidencia que por encima de la elección y selección, está siempre la cuestión de la decisión. ¿Cuál es la buena decisión, entonces, declinar participar con la arriesgada violencia de un no como respuesta o aceptar las reglas de juego, las reglas a que Urrutia es derivado insensiblemente por el odio y el miedo, y decir sí? El curador no puede decir “no”, sólo puede decir “sí”. Y este espacio de no-afirmación implica una suspensión del marco ético. En su desplazamiento desde la crítica a la curatoría dictatorial, el curador cura Urrutia va cavando un vacío detrás de sí a la vez que es arrastrado por la fuerza de una espiral que lo absorbe hacia ese vacío, hacia la contingencia absoluta. Por tanto, el curador es el hacedor de las interpretaciones, un lector cuya lectura es “un acto decisorio” de reasignación de sentido, la obra de un pequeño Dios o demonio, de creación dentro de la creación. Dueño definitivo del sentido, en él descansa la autoridad y la facultad de autorizar competencia a los discursos, de “re-conducir” la historia en la dirección de sus postulados, mediante la creación de relatos subsidiarios de aquellos grandes en los que se legitima el poder político, armando y desarmando a su antojo la historia literaria. Atribuyéndose, apoyada en el poder, la construcción de un contexto interpretativo para las obras que sólo vienen a servir al propósito de hacer legible el proyecto curatorial en cuestión. Y en ese propósito es que hipócritamente o engañándose a sí mismo, sostiene Urrutia, diluyendo su responsabilidad en una totalidad anónima: “Yo dije: todos tenemos defectos, pero hay que mirar las virtudes. Yo dije: todos somos, al fin y al cabo escritores y nuestro camino es largo y pedregoso” (133). Por otra parte, la tarea a que queda reducido el lector es la de hacer encajar las obras en el proyecto curatorial-dictatorial, tal como una letra en un crucigrama. Reconocida la brutalidad que en los sótanos de la literatura —que parecía mirar para otro lado, seguir en fiesta y tertulia, mientras Jimmy practicaba la tortura y asesinaba en el subterráneo de la casa de María 236

Canales—, Urrutia solo se limitará a pensar: Así se hace la literatura en Chile, pero no sólo en Chile, también en Argentina y en México, en Guatemala y en Uruguay, y en España y en Francia y en Alemania y en la verde Inglaterra y en la alegre Italia. Así se hace la literatura. O lo que nosotros, para no caer en el vertedero, llamamos literatura”. (147)

Crítico, escritor, lector configuran la cadena de un pathos angustioso ante la imposibilidad de saber lo que el lenguaje “curatorializado” ha ido, o pudiera, estar urdiendo, puesto que, como concluye De Man17 respecto del pasaje proustiano: Tanto la literatura como la crítica —la diferencia entre ellas es engañosa— están condenadas a (o tienen el privilegio de) ser para siempre el lenguaje más riguroso y, en consecuencia, el lenguaje menos fiable con que cuenta el hombre para nombrarse y transformarse a sí mismo.

De esta condena debe ser responsable el hombre de letras, y asumir la culpa que pueda derivarse de ello. El primer ensayo publicado por Bajtín el año 1919 destinado a exponer sus ideas sobre el asunto de la relación entre el arte y la vida aborda el problema de los actos individuales —los que Urrutia busca justificar— afirmando que las esferas de la cultura (ciencia, arte, vida) logran su unidad en la persona que las incorpora en su propia unidad y que lo que garantiza la unión interna de los elementos de la personalidad es la unidad de responsabilidad. Yo debo responder con mi vida por aquello que he vivido y comprendido en el arte para que todo lo que he vivido y comprendido no permanezca sin acción en la vida. Pero con la responsabilidad se relaciona la culpa. La vida y el arte no sólo deben cargar con una responsabilidad recíproca, sino también con la culpa. Un poeta debe recordar que su poesía es la culpable de la trivialidad de la vida, y el hombre en la vida ha de saber que su falta de exigencia y de seriedad en sus problemas existenciales son culpables de la esterilidad del arte.18 (la cursiva es nuestra).

La evasión de la culpa que lleva a cabo Urrutia con toda “frescura”, engendra el desplazamiento de la crítica hacia la curatoría, una lectura, mejor dicho, una “edición” de la historia que se exime de la responsabilidad y que en definitiva viene a articularse como la propia historia: “y yo siempre he estado con la historia” (148). Al Dios de los críticos sólo le resta tener paciencia. 1

La expresión corresponde al propio Bolaño, en entrevista con Luis García para la revista El Péndulo, Logroño, septiembre de 2001.

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2

Entrevista con Aussenac, Dominique (2002) en La Matricule des Anges, Montpellier, Septembre. Citado en Braithwaite, Andrés. Selección y edición (2006), Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 121.

3

El problema excede los límites de este trabajo. Nuestra comprensión se remite a las ideas de Heidegger en el sentido de que en la nada, descubierta por la angustia (el dolor existencial) flota o sobrenada, bregando por mantenerse, la existencia. También las de Sartre, que sostiene que la libertad radical condiciona la problemática de la nada y que el ser por el cual la nada adviene es su propia nada.

4

Aussenac, Ibidem.

5

En Bolaño, Roberto, El gaucho insufrible (2003), Barcelona, Anagrama, 135-158. En la conferencia, Bolaño apunta a propósito de Mallarmé, que este sabe que “no sólo nuestros actos están enfermos sino que también lo está el lenguaje” y también que Kafka “el más grande escritor del siglo xx comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre”.

6

Barei, Silvia (1998), Teoría de la crítica. Córdoba, Alción Editora, 11.

7

Bolaño, Roberto (2000), Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 135.

8

Eagleton, Terry (1996), The function of criticism, Londres, Verso.

9

Los mejores estudios sobre estos aspectos se hallan recopilados en Moreno, Fernando (ed.) (2006), La memoria de la dictadura. Nocturno de Chile, Roberto Bolaño. Interrupciones 2, Juan Gelman, Paris, Ellipses.

10

Bolaño, Roberto (1996), Estrella Distante, Barcelona, Anagrama.

11

La relación entre N. Ibacache y H. Ibacache ha sido estudiada por Moreno, Fernando “Sombras…y algo más. Notas en torno a Nocturno de Chile”. Moreno, Fernando (coordinador) (2005), Roberto Bolaño, una literatura infinita, Poitiers, CRLA/Archivos. Creemos que H. Ibacache no sólo es repetición (en el sentido kierkegaardeano) de Nicasio Ibacache sino que éste es un modelo que se desdobla repartiéndose en las dos figuras críticas de Nocturno de Chile.

12

Entrevista con Aussenac, Dominique, op.cit.

13

La confusa e irónica seudoconciencia de su culpa parece obligar a Urrutia a trasladar la responsabilidad del sujeto histórico a un doble, a quien, en su monólogo justificatorio, encapsula, aisla, al tiempo que intenta desactivar el peso de la culpa amparándose en la historia. Harry Tucker, en la introducción a la versión inglesa de The Double de Otto Rank (1971), The University of North Carolina Press (traducción al español: Rank, Otto (1982) El Doble, Buenos Aires, Orión), se pregunta: “¿existe alguna relación entre los trastornos más vastos de la sociedad, con sus concomitantes efectos desquiciadores sobre el individuo, y el interés del público letrado por las descripciones

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de los dobles pintados en forma imaginativa?”. Si bien una respuesta definitiva queda pendiente, la profusa proliferación de dobles, parciales o no (Farewell/Ibacache, Ibacache/Urrutia, Oido/Odeim, “joven envejecido”/narrador, etc.) se corresponde con las conmociones sociales de la época contenida bajo la denominación de Nocturno de Chile. 14

Es posible apreciar un guiño intertextual entre el final de Nocturno de Chile y el de Bajo el volcán de M. Lowry, que concluye: “Pero no había nada: ni cumbres ni vida ni ascenso. Ni tampoco era esta su cúspide, una cúspide exactamente: no tenía sustancia, no tenía bases firmes. También esto, fuese lo que fuese, se desmoronaba, se desplomaba mientras él caía, caía en el interior del volcán […] aunque no, no era el volcán, era el mundo mismo lo que estallaba, estallaba en negros chorros de ciudades lanzadas al espacio, con él, que caía en medio de todo, en el inconcebible estrépito de un millón de tanques, en medio de las llamas en que ardía un millón de cadáveres, caía en un bosque, caía… De pronto gritó y fue como si ese grito fuera proyectado de árbol en árbol, como si sus ecos regresasen” (Lowry, M. 1964 (1947), Bajo el volcán, México D.F., Ed. Era, 403).

15

El propio Bolaño ha confidenciado que “Nocturno de Chile es el intento de construir con seis o siete u ocho cuadros toda la vida de una persona. Cada cuadro es arbitrario y al mismo tiempo, paradójicamente, es ejemplar, es decir se presta a la extracción de un discurso moral. Cada cuadro puede ser leído en forma independiente. Todos los cuadros están unidos por ramitas o pequeños tubos, que en ocasiones son más veloces aún, y necesariamente mucho más independientes, que los cuadros en sí”. Entrevista con Rodrigo Pinto, Las Últimas Noticias, Santiago, 28 enero 2001. Citado en Braithwaite, Andrés. Selección y edición (2006), Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas, op.cit., p.116.

16

Deleuze, Gilles (1993), Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama.

17

De Man, Paul (1990), Alegorías de la lectura, Madrid, Lumen, 33.

18

Bajtín, Mijaíl M. (1982), “Arte y responsabilidad” (1919), Estética de la creación verbal, México d.f., Siglo xxi, 11.

239

Paratopía creadora y melancolía en el Chile de Roberto Bolaño. Variaciones en torno a Nocturno de Chile Stéphanie Decante Araya Este artículo conlleva una apuesta: poner en relación las manifestaciones textuales concretas de la paratopía en Nocturno de Chile1 con la circulación, dentro de la novela, de la idea de melancolía. Conlleva una hipótesis: la idea de melancolía —por su cariz multifacético, por su estrecha relación con las nociones de duelo y memoria, por la problemática de la representación que convoca— circula en esta obra de una manera funcional a una revisión crítica de los imaginarios (literarios) de la Transición chilena y a la emergencia de una poética genuina; una poética que aúna ética y estética de la memoria. El “lugar” de Bolaño: de la paratopía del autor a la paratopía creadora Sin duda, las abundantes especulaciones respecto del “lugar” que ocuparía Roberto Bolaño en el campo literario chileno se inspiran en las consabidas características de su recorrido vital y su formación literaria, propicias a una localización paradójica. Más significativo resulta que, en muchas de sus entrevistas, Bolaño se haya encargado él mismo de cultivarla: Cuando estoy en Latinoamérica todo el mundo me dice : “Pero si tú eres español”, porque para ellos hablo como un español. Un español ve claramente que yo soy un latinoamericano. Y este estar en medio, no ser ni latinoamericano ni español, a mí me pone en un territorio bastante cómodo, en donde puedo sentirme tanto de un lado como de otro.2

La posición se hace pues toma de posición, que pone en tela de juicio toda relación exclusiva con un “lugar común”; más aún si consideramos que, mediante sus reservas críticas respecto de la llamada “literatura del exilio”, Bolaño se distingue de sus epígonos3, reduplicando así, de alguna manera, su propia distancia. ¿Cuál podría ser, entonces, la relación mantenida con algún tipo de lugar común chileno? En boca de Bolaño, la respuesta resulta por lo menos esquiva: “Me gustan algunas cosas del Chile actual. Pero también me gusta un Chile más o menos fantasmal, y un Chile inexistente y un Chile literario”.4 Fantasmal, inexistente, literario, el Chile de Roberto Bolaño implica una 240

localización paradójica, aparentemente constitutiva de la gestación de su poética. Para dar luces sobre estos fenómenos, Dominique Maingueneau propone el concepto de “paratopía creadora”, apuntando a una paradoja de orden espacial, inherente a la problemática pertenencia de todo autor al campo social. Aquel que enuncia en un discurso literario no puede situarse ni al exterior ni al interior de la sociedad: está destinado a nutrir su obra del carácter radicalmente problemático de su propia pertenencia a dicha sociedad. Su enunciación se constituye a través de esta misma imposibilidad de asignarse un verdadero lugar.5

Una mirada centrada en este concepto, en tanto que criba de lectura, permite pues poner en evidencia conjuntamente la compleja inclusión de todo autor y su obra en el campo social y los procesos generadores de tal obra —su poética—, con especial atención a sus modalidades de interpelación e intervención en el espacio público. Propiedad invariante en su principio, la paratopía interesa en la medida en que se materializa a través de una actividad de creación y enunciación. Es así como Maingueneau pretende, con este concepto, poner en evidencia las relaciones que se van tejiendo, en el propio proceso creador, entre subjetividad, institución literaria y características textuales. Atento a las formas en que toda obra instituye un lugar legítimo para su propio discurso, preconiza situar la mirada crítica en las inmediaciones de la obra y observar su posicionamiento en relación con la institución literaria, considerando los valores en juego en sus prácticas, modelos de autoría y rituales de escritura. Finalmente, sugiere que aquel lugar paradójico se puede convertir en una posición caracterizada por la distancia crítica, favorable a la expresión de una disidencia tan sutil como radical. Nocturno de Chile y el “referente” chileno Nocturno de Chile ocupa un lugar peculiar en la obra de Roberto Bolaño. En Chile, su relativa desatención crítica contrasta con el enorme interés y la fascinación que ha concitado el resto de su obra narrativa. Sin embargo, es sin duda su novela más clara y profundamente arraigada en el contexto cultural chileno y ello tanto por las características de ciertos hechos y personajes (cuyos referentes históricos son apenas velados por la onomástica), como por su forma de interrogar las relaciones entre literatura y gestión de la memoria histórica del período dictatorial, con sus rémoras de culpas y denegaciones. Este anclaje referencial se instala desde el mismo título de la novela, y contrasta, por lo 241

explícito, con el aparato titular de la obra novelesca de Bolaño. La interpretación de este título se despliega según dos ejes. Por un lado, el sema de la nocturnidad remite al contexto político y cultural que ha marcado la historia reciente de Chile, en ocasiones definido como “apagón cultural”. Por otro lado, inscribe la novela en un corpus artístico de marcada y precisa tonalidad: los nocturnos. En ambos casos, nos sumerge en un ambiente tradicionalmente relacionado con la melancolía, estado anímico que, por lo demás, caracteriza al narrador. Menos explícitamente referencial, el título inicial de esta obra (Tormenta de mierda, en eco a la frase que cierra la novela6) también expresaba —sin duda de otra manera— esta melancolía, por cuanto movilizaba el tópico del retorno de lo reprimido. Ya los preceptos hipocráticos veían como origen del morbus melancolicus la presencia de un humor oscuro y viscoso que fermenta en las profundidades del cuerpo, alcanza el alma y contamina el espíritu, provocando fiebre, mareo y delirio. Huelga decir que, por otro lado, el tópico psicoanalítico freudiano del duelo no resuelto se impone de por sí y orienta la estructura simbólica de la novela.7 Si nos adentramos en el texto mismo, vemos que su materia narrativa la constituyen no sólo los avatares de la memoria de la Dictadura sino también, y más específicamente, los pactos vergonzosos de cierta institucionalidad literaria chilena con el poder. La referencia histórica pasa entonces por una reflexión crítica sobre la institución literaria en Chile. Según Celina Manzoni, la novela “parece condensar de manera despiadada una imagen de la institución literaria puesta en crisis y desenmascarada con la voluntad de arrastrar y quebrar la hipocresía de una política cultural que conforma el canon en complicidad con la transacción y el olvido”.8 Un primer rastreo de los procesos implícitos en la elaboración de esta novela nos lleva a analizar dos crónicas tituladas “Fragmentos de un regreso al país natal” y “El pasillo sin salida aparente”9, viendo en ellas el origen de Nocturno de Chile. Bolaño redacta estas crónicas en 1998, cuando, después de veinticinco años de itinerancia, vuelve a Chile. La escena de enunciación se presenta pues desde una situación eminentemente paratópica: la del regreso. Proyecta, desde este lugar, una radiografía despiadada del mundillo literario chileno. La segunda crónica se centra en el “caso Mariana Callejas”.10 Anteriormente referido en una crónica de Pedro Lemebel11, este caso sórdido arroja luces sobre la impunidad y 242

el tabú de las complicidades con el poder dictatorial de varios autores conocidos de la Transición. Propongo ver en este caso no sólo un embrión narrativo de la novela, sino también la fuente de una reflexión acerca de las relaciones entre literatura y política, memoria e impunidad. La crónica desemboca en una sentencia conclusiva, de amarga ironía (“Y así se va construyendo la literatura de cada país”12), y encuentra un eco en la reiterada declaración “así se hace literatura” (146-148), sintagma nuclear, por la problemática que encierra, de Nocturno de Chile. Vehículo de una crítica a ciertas prácticas, propongo leer, además, este sintagma como lugar de emergencia de una poética. En efecto, de esta frase nace un reto, una necesidad: la de elaborar otra poética, como contrapunto, contradicción y contrapartida. Esta crónica invita a evaluar cuánto una problemática de orden metaliterario se puede inscribir en una coyuntura socio-discursiva concreta, anclada en el contexto bien específico de la postdictadura chilena. El horizonte del debate en el momento en que se publica es el de una batalla por la memoria, su interpretación y su oficialización, al tiempo en que se sigue excluyendo las voces de las víctimas. Rasgos y avatares de un canon melancólico Según Elizabeth Jelin, la última década del siglo xx se caracteriza por la crisis de un modelo de transición que descansaba en la transacción y el olvido, haciendo cada vez más patente la necesidad de concebir la memoria como campo de luchas interpretativas.13 Muchos son los intelectuales chilenos que comparten esta constatación. Varios de ellos traen a colación el concepto de “duelo” y de “melancolización de la sociedad chilena”14, en tanto que Idelber Avelar desplaza la reflexión hacia terrenos más específicamente literarios, buscando las vías de una respuesta al “quiebre irrecuperable en la representación” ocasionado por la Dictadura.15 En conclusión de su ensayo Cultura y melancolía16, Roger Bartra observa la permanencia de aquello que llama “canon melancólico” y lo define como una estructura simbólica con inmenso poder metafórico. Plantea la idea de que, cada época, en un momento dado, selecciona de tal canon los rasgos más aptos para cumplir determinadas tareas necesarias e invita a considerar la función social, política y cultural de la melancolía en contextos políticos concretos. En el caso 243

que nos interesa, la presencia de la idea de melancolía en el corpus sociodiscursivo de la Transición chilena muestra una doble vertiente: se presta a reflexiones de orden político (gestión de la memoria) y de orden estético (crisis de la representación); ambas se articulan en la noción de suspensión del proceso de duelo. Nocturno de Chile rescata, explota y trabaja sutilmente la idea de melancolía. El motivo aparece de forma recurrente en la novela: califica ambientes (13, 16, 53), caracteriza estados anímicos (de Ibacache, pero también del pintor guatemalteco) y moviliza numerosas referencias culturales (los nocturnos, ya sean pictóricos, musicales o poéticos17), haciendo del intertexto el lugar de una arqueología de los imaginarios estéticos del canon melancólico. Solo, afiebrado, oscilando entre exaltación y apatía, Ibacache, narrador y protagonista, reúne claros síntomas de la patología melancólica.18 En segundo lugar, tanto sus actividades de cura, crítico y poeta como sus colaboración intelectual con el poder dictatorial (102-113) y sus recurrentes crisis de inspiración resultan propicias a una reflexión que explota y articula las dos vertientes —política y estética— del canon melancólico. Finalmente, la crisis por la que atraviesa invita a ahondar en los orígenes de tal melancolía y a relacionar culpa y crisis de modelos y sistemas valóricos, en virtud de lo cual la patología individual podría ser leída en términos de patología social. El contrapunto como principio de escritura Uno de los elementos más llamativos de Nocturno de Chile es su estructura narrativa: opera un claro distanciamiento autorial, a la vez que retoma el formato discursivo del testimonio, perturbando nuestras costumbres lectorales. Desde el punto de vista de su composición formal, contrasta con el carácter coral del conjunto novelístico de Bolaño al conformar, junto con Amuleto, un ciclo un tanto distinto. El autor las ha definido como “novelas musicales, de cámara, piezas teatrales de una sola voz, inestable, caprichosa, entregada a su destino, en diálogo con su destino”.19 Estas metáforas musicales invitan a rescatar del acervo bajtiniano el concepto de contrapunto, entendiéndolo como la introducción, en el discurso, de otra voz de la historia, cantada en un registro diferente.20 Según Maingueneau, la paratopía se reinvierte e inscribe en una escenografía21, rastreable muchas veces en el incipit de la novela. En este caso, 244

la escenografía programa una estructura enunciativa que descansa en el principio de contrapunto. Ahora me muero pero tengo muchas cosas que decir todavía. Estaba en paz conmigo mismo. Mudo y en paz. Pero de improviso surgieron las cosas. Ese joven envejecido es el culpable. Yo estaba en paz. Ahora no estoy en paz. Hay que aclarar algunos puntos. Así que me apoyaré en un codo y levantaré la cabeza, mi noble cabeza temblorosa, y rebuscaré en el rincón de los recuerdos aquellos actos que me justifican y que por lo tanto desdicen las infamias que el joven envejecido ha esparcido en mi descrédito en una sola noche relampagueante (11)

Este fragmento liminar echa las bases de un desdoblamiento de la instancia narrativa: el discurso de Ibacache no sería nada sin la voz inaudible, la presencia intangible, de una figura espectral —la del joven envejecido— que surge en la escena de enunciación y se erige, en tanto que fuerza de interpelación y contrapunto, a la vez en origen y motor narrativo de toda la novela. A partir de esta crisis que desestabiliza al narrador y orienta su discurso (abriendo el monólogo interior a un monólogo dramático), entran en tensión dos tipos de búsquedas, dando lugar a un doble movimiento de desenmascaramiento y de encubrimiento. A nivel de la diégesis, si bien la anamnesis del narrador se convierte en una justificación, sus interminables digresiones y elisiones terminan llevando a suponer que la verdad está en lo que falta, en lo reprimido, origen de la melancolía de Ibacache; origen, también, de la novela. Ello concuerda con el epígrafe (“Quítese la peluca”, Chesterton), que anuncia a la vez una intención desenmascaradora y una adscripción al género de la sátira. Este dispositivo narrativo, regido por incesantes juegos de espejo (el joven envejecido, ora contrincante, pepe grillo o alter ego inquietante, irrumpe trece veces), entronca, para retomar las conclusiones de Idelber Avelar, con una de las características de la novela postdictatorial: el recurso a la alegoría entendida como el “hablar otramente”, es decir el hablar de/desde/al otro.22 De este dispositivo surge la voz de aquel que Maingueneau llama “archienunciador” (o autor implícito): su “discurso sobre el mundo” emerge desde la misma confrontación de estas dos voces; se anida en esta fractura; instituye y “gestiona su propia presencia en el mundo”23 desde el nudo de esta dualidad. Es así como el contrapunto se convierte en estrategia de escritura; se materializa en la estructura actancial de la novela, así como en el recurso a ciertos tropos como la parodia; orienta la interpretación del intertexto y de varias alegorías de índole metatextual. 245

Prácticas y estéticas melancólicas: los valores en juego La irrupción del joven envejecido en el escenario enunciativo provoca una crisis y un desequilibrio. Perturba el discurso del narrador, quien oscila entre euforia y abatimiento y, apoyado en un codo, adopta una postura característica del melancólico. En su arqueología de la idea de melancolía, Giorgio Agamben24 demuestra que los orígenes de esta postura se remontan a creencias de la medicina hipocrática, según las cuales el desequilibrio humoral tendría por consecuencias un desagradable zumbido en el oído. Por otra parte, el filósofo italiano recuerda que las primeras ocurrencias de la melancolía —akêdia— veían en el origen de ese mal una negligencia imperdonable: la de dejar un cuerpo sin sepultura. Estos semas de la melancolía dan otras luces sobre la postura de un Ibacache quien comprimiría su oído, sordo a una culpa reprimida; sordo, también al llamado ético de figuras espectrales (el joven envejecido, el padre Antonio, el pintor guatemalteco) o literarias (Sordello, precisamente) que lo van emplazando constantemente. De manera alegórica, estas figuras muestran (las ruinas del cuadro del pintor guatemalteco (44-48), la visión onírica del árbol de Judas (135-138)) o dicen (el “no inaudible” del joven envejecido (148)) lo que el narrador se empecina en eludir, ofreciendo al lector otros discursos, en contrapunto. Por lo demás, la coincidencia entre esta sordera y ceguera ética por un lado y por otro la mención de la postura melancólica, mantiene un lazo sutil con la problemática de la memoria: Luego mi cama da un giro y ya no lo oigo más. Qué agradable resulta no oír nada. Qué agradable resulta dejar de apoyarse en el codo, en estos huesos tan cansados, y estirarse en la cama y reposar y mirar el cielo gris y dejar que la cama navegue gobernada por los santos y entrecerrar los párpados y no tener memoria. (71)

La mención recurrente de la postura del narrador25 señala, por cierto, sus momentos de crisis (coincide a menudo con la interpelación del joven envejecido) pero, por su misma recurrencia, se va tiñendo de grotesco, sugiriendo que esta postura es una pose, una impostura que encubre el carácter dionisíaco del protagonista. La postura se presta en ocasiones a una sátira burlesca, como en aquellas escenas en que la seriedad melancólica de Ibacache desemboca en la contemplación de una botella de Bilz (74)26 o cuando los versos melancólicos de César Vallejo27 cobran, en boca de Farewell, los acentos flatulentos y perplejos de una conversación de sobremesa (64). En otras ocasiones, la alusión intertextual a una novela de Huysmans vehicula una parodia del apolíneo motivo del bautismo literario, al revelar su cariz 246

demoníaco.28 En la novela, la parodia de cierto uso convencional de la melancolía —que retoma a la saciedad el tópico romántico del genio creador— pone en perspectiva prácticas literarias y figuras de autor, planteando el problema de la responsabilidad. Atrincherado en su elitismo literario y su concepción decimonónica de la literatura (123), refugiado en sus lecturas de los clásicos griegos para evadir la urgencia política de los años setenta (95-99), aferrado a valores rancios, genuflexo ante su “mentor”, obsesionado por la “inmortalidad literaria”, sordo al alcance político de la muerte de Neruda (99) a quien idealiza de forma ridícula (24), Ibacache proyecta una imagen del melancólico que es funcional a su voluntad de denegar toda responsabilidad. Ante Ibacache, otras figuras de artistas melancólicos van emergiendo: el joven envejecido y el pintor guatemalteco. Estas figuras, sus características y valores, así como las alegorías relacionadas con ellas, se imponen a la vez como contraste ético y como posibles vías de reflexión, profundamente arraigadas en problemáticas de la representación. Ante un Ibacache que monopoliza el discurso, nos extravía en sus múltiples digresiones, nos impone sus vociferaciones exaltadas que petrifican la literatura en un gran canon universal, antes de terminar retomando, perplejo y balbuceante, las declaraciones de María Canales (“así se hace literatura”, 146), una respuesta pareciera emerger. Ésta descansa en el “no inaudible” del joven envejecido, y en su obra literaria hecha de ruinas, “infierno y caos” (24). También descansa en el mutismo perturbador del pintor guatemalteco y en un cuadro que es un “paisaje nocturno”, a la vez alegórico y fragmentario. La melancolía de éste, lejos de ser señal de pusilanimidad, cobra una profundidad que irradia hacia los demás personajes, perturbándolos (41). Su obra, nocturna, fragmentaria, alegórica, en las antípodas de todo realismo figurativo (44), puede ser leída, tanto por sus condiciones de producción exiliar (48), como por sus motivos y su estética, como una puesta en abismo de Nocturno de Chile.29 Este cuadro se presta a una reflexión metatextual en tanto que asocia creación melancólica y “gesto de soberano hastío” (base de una ética de la resistencia), prestándose a una concepción del arte como gesto, como acto (interrogando el poder preformativo del arte) y no como canon petrificado. Paisaje de ruinas, paisaje fragmentario que se resiste a cualquier tipo de ekfrasis, este cuadro es propiamente alegórico, en la medida en que sólo hay alegorías de 247

pérdidas; alegórico es todo aquello que representa la imposibilidad de representar, sin por tanto renunciar ni a la búsqueda de sentido ni a la crítica. Hacia un poética melancólica La gran mutabilidad de las inflexiones y connotaciones de la melancolía invitan a concebir esta idea como un tópico que implica prácticas, usos, sistemas de valores y creencias, relacionados con la dimensión institucional de la literatura. Centrada en una figura caricaturesca, Nocturno de Chile se instituye en la fractura y el contrapunto, explotando la polarización entre una figura de autor de cariz decimonónico en decadencia y dos figuras emergentes, todas ellas marcadas por la melancolía. Si la melancolía de Ibacache lo sumerge en una contemplación narcisista y escapista de su improbable genio creador, la de los otros dos sirven de recordatorio ético, acorde al tópico de la escisión entre arte y vida. Por otro lado, si esta novela es el lugar de una revisión crítica de ciertas prácticas culturales de la Transición (recordemos la función crucial de la convocación del “caso Callejas/Canales”), también interroga sus propias condiciones de posibilidad en tanto que discurso disidente. A partir de sus lecturas de Robert Burton, Jean Starobinski30 propone delinear los rasgos de una poética melancólica. Destaca una escena de enunciación que multiplica los juegos especulares, estableciendo un pacto de lectura que encubre a la instancia enunciativa y compromete hondamente al lector.31 En virtud de ello, se opera un desplazamiento del alcance del discurso, que relaciona patología individual y patología social, explotando la idea según la que el desarreglo melancólico, reflejo de una perturbación del cuerpo social, también es el lugar más idóneo para poner en tela de juicio el sentido —el lugar — común.32 La “anatomía” de Burton se presta pues a una sátira (el prólogo), a una crítica política y a la proyección de una utopía reparadora, ultra controladora. Es así como, según Starobinski, “la risa, la energía acusadora se transforma en fantasía planificadora”.33 Ajena a toda proyección utópica, la poética de Bolaño comparte sin embargo otros dos rasgos esenciales de la poética melancólica. El primero es el recurso al intertexto como forma de explorar el archivo literario del canon melancólico, sus usos e implicancias, en busca de una mirada justa; de un lugar, también. El segundo rasgo es una constante oscilación de tono que, en eco a las figuras de Heráclito (llanto) y Demócrito (risa), y en respuesta a la quaestio disputata del Renacimiento (¿es mejor reír o llorar ante la agitación, los errores y las desgracias de los hombres?), 248

opta por la superioridad infinita de la reflexión irónica, por una profilaxis del humor y una terapia del saber. Propicia a una sátira de una cierta institucionalidad literaria chilena, la melancolía, en Nocturno de Chile, también cobra aspectos más inquietantes, expresando las hondas consecuencias de la violencia dictatorial, la pérdida, que también es quiebre en las posibilidades de representación. En este sentido, es relevante que las figuras que emergen en contrapunto se caractericen por su mudez o su mutismo. La imagen recuerda otra, usada para definir los estragos dejados por Wieder: “un reguero de sangre y varias preguntas realizadas por un mudo”.34 También recuerda aquélla a la que acudiera Derrida para definir la concepción de la violencia en el pensamiento de Levinas : “La violencia sería entonces la soledad de una mirada muda, de un rostro sin palabra, la abstracción del ver”.35 La melancolía implica una iconografía del duelo; aquello que pone en escena, ante todo, es una ausencia, una pérdida. Así, la melancolía define la imagen como la única salida ante una realidad que, sin embargo, es y permanece irrepresentable. En este sentido, la alegoría resulta ser un elemento esencial de la poética de Bolaño, en busca de un lugar que haga más penetrante el filo de su mirada: “Yo no intento que nadie recuerde nada. Ya suficiente tengo con recordar yo mismo. Más que recordar es mirar. Simplemente mirar algo que uno muchas veces no quiere ni ver”.36 1

Roberto Bolaño, Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 2000 (3era edición, junio 2005). En adelante se citará esta edición indicando entre paréntesis la página correspondiente.

2

Dunia Gras Miravet, “Entrevista Hispanoamericanos, 604, 2000, p. 58.

3

Entrevista con Eliseo Álvarez, “Las posturas son las posturas y el sexo es el sexo”, en Andrés Braithwaite, Bolaño por sí mismo, entrevistas escogidas, Santiago, Ed. Universidad Diego Portales, 2006, p. 60.

4

Entrevista con Gabriel Agosín, “No sé quién soy, pero sé lo que hago”, en Andrés Braithwaite, op.cit., p. 27.

5

Dominique Maingueneau, Le discours littéraire. Paratopie et scène d’énonciation, Paris, Armand Colin, 2005, p. 53. La traducción es nuestra.

6

Al respecto ver las explicaciones de Roberto Bolaño. Entrevista con Rodrigo Pinto,

249

con

Roberto

Bolaño”,

Cuadernos

“Bolaño a la vuelta de la esquina”, Santiago, Las Últimas Noticias, 28/01/03. En www.sololiteratura.com 7

El caso más paradigmático es, al final de la novela, esta alegoría del retorno de lo reprimido: “y poco a poco la verdad empieza a ascender como un cadáver. Un cadáver que sube desde el fondo del mar o de un barranco” (149).

8

Celina Manzoni, “Biografía de artista y contemporaneidad en Roberto Bolaño”, en Celina Manzoni (ed.), Violencia y silencio, Buenos Aires, Corregidor, 2005, p. 40.

9

Roberto Bolaño, “Fragmentos de un regreso al país natal” y “El pasillo sin salida aparente”, Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2004, pp. 59-70 y pp. 71-78, respectivamente.

10

Esta mujer, agente de la DINA, esposa del agente norteamericano Michael Townley, con ambiciones e ínfulas de escritora, organizaba tertulias literarias en su casa, en cuyo subterráneo se interrogaba y torturaba.

11

Pedro Lemebel, “Las orquídeas negras de Mariana Callejas (o ‘el Centro Cultural de la DINA’)”, De perlas y cicatrices, Santiago, Lom, 1998, pp. 14-16.

12

Roberto Bolaño, “El pasillo sin salida aparente”, op.cit., p. 78.

13

Elizabeth Jelin, Los trabajos de la memoria, Madrid, Siglo xxi, 2002, p. 74.

14

Ver, entre otros: Alberto Madrid (ed.), La cultura chilena durante la dictadura, Cuadernos Hispanoamericanos, 482-83, 1990. Nelly Richard (ed.), Políticas y estéticas de la memoria, Santiago, Cuarto Propio, 2000. Jaime Peris, La imposible voz, Santiago, Cuarto Propio, 2005, pp. 163-238.

15

Idelber Avelar, Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo, Santiago, Cuarto Propio, 2000.

16

Roger Bartra, Cultura y melancolía, Barcelona, Anagrama, 2001, pp. 197-230.

17

Figuran Dürer, Burton, Schelling, Huysmans, Asunción Silva, Leopardi, Dante y Vallejo, por citar algunos.

18

Acerca de la ambivalencia de la melancolía en su representación literaria, ver: Patrick Dandrey, “La rédemption par les lettres dans l’Occident mélancolique. Contribution à une histoire de la jouissance esthétique”, Marc Fumaroli, Philippe-Joseph Salazar y Emmanuel Bury (dir.), Le loisir lettré à l’âge classique, Genève, Droz, 1996, pp. 7889.

19

Entrevista con Rodrigo Pinto, “Bolaño a la vuelta de la esquina”, art. cit.

20

Mijaíl Bajtín, “El enunciado como unidad de la comunicación discursiva”, Estética de la creación verbal, México, Siglo xxi, 1982, pp. 248-290.

21

Dominique Maingueneau, Le discours littéraire, op.cit., pp. 190-195.

22

“Si una de nuestras premisas aquí es que la derrota histórica que representan los

250

regímenes militares ha implicado también una derrota para la escritura literaria, se impone la tarea de ‘hablar otramente’ (allos-agoreuein). Este ‘hablar otro’ no se entiende aquí sólo como una mera búsqueda de formas alternativas de habla, sino también el hablar del otro (en el doble sentido del genitivo), de responder a la llamada del otro. [En] la literatura postdictatorial habla al [el] otro. […] Los documentos culturales más familiares devienen alegóricos una vez que los referimos a la barbarie que yace en su origen.” Idelber Avelar, op.cit., p. 316. 23

Dominique Maingueneau, Le discours littéraire, op.cit., pp. 223-225.

24

Giorgio Agamben, Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale, Turin, Einaudi, 1977. Citaremos la traducción española: Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, trad. Tomás Segovia, Valencia, Pre-Textos, 1995.

25

Ver pp. 11, 12, 36, 69, 70, 71, 90, 132 y 144.

26

La Bilz es una bebida gaseosa dulzona de color rojo, bastante popular en Chile. Cabe mencionar la eufonía cómica con la palabra “bilis”, humor cuya predominancia provoca la melancolía, según la medicina hipocrática.

27

La glosa satírica concierne los siguientes versos: “Quiero escribir, pero me sale espuma, /Quiero decir muchísimo y me atollo”. César Vallejo, “Intensidad y altura”, Poemas humanos (1939), (ed. de Julio Vélez), Madrid, Cátedra, 1988, p. 206.

28

Là-bas, topónimo del lugar donde Ibacache vive su “bautismo en el mundo de las letras”, también es el título de una de las novelas más demoníacas de J.K. Huysmans. De modo que las connotaciones del intertexto dicen, en otro tono, lo que el narrador encubre, contradiciéndolo. Ése es, precisamente, el régimen discursivo propio de la parodia: “Ôdè, es el canto; para: ‘a lo largo de’, ‘al lado’; de modo que la parodia consistiría en cantar con otra voz, en contracanto —en contrapunto— o incluso con otro tono, es decir deformar o transponer una melodía”. Gérard Genette, Palimpsestes. La littérature au second degré, Paris, Seuil, 1987, p. 17. La traducción es nuestra.

29

Para un demostración más pormenorizada, ver: Stéphanie Decante Araya, “Mémoire et mélancolie dans Nocturno de Chile: éléments pour une poétique du fragmentaire”, en Karim Benmiloud y Raphaël Estève (eds.), Les astres noirs de Roberto Bolaño, Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 2007, pp. 11-32.

30

Jean Starobinski, “Habla Demócrito. La utopía melancólica de Robert Burton”, en Robert Burton, Anatomía de la melancolía (1631), trad. Julián Mateo Ballorca, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1997, pp. 11-31.

31

Ello es explicitado por Burton desde las primeras líneas de su tratado: “Amable lector, supongo que sentirás gran curiosidad por saber qué bufón o actor enmascarado es el que se presenta en este teatro del mundo, ante los ojos de todos, usurpando el nombre de otro” […] “tú mismo eres el tema de mi discurso”. Robert Burton, “Un nuevo Demócrito al lector”, Ibid., p. 41.

251

32

“La mélancolie est par excellence un état-limite, une tendance-limite qui met en exception le sujet, non seulement par rapport à la ‘santé’ mais aussi et plus encore par rapport à la cité. Une façon d’être le témoin, le gardien et parfois le héros (ou hérault) de cette part maudite, emprisonnée, part que les refoulements ordinaires congédient”, Olivier Douville, “Mélancolie. Génie et folie en Occident”, Figures de la psychanalyse, 12, 2006, p. 207.

33

Jean Starobinski, art. cit., p. 23.

34

Roberto Bolaño, La literatura nazi en América, Barcelona, Seix Barral, 1996, p. 195.

35

Jacques Derrida, “Violence et métaphysique. Essai sur la pensée d’Emmanuel Levinas”, L’écriture et la différence, Paris, Seuil, 1967, p. 147.

36

Dunia Gras Miravet, “Entrevista con Hispanoamericanos, 604, octubre 2000, p. 59.

252

Roberto

Bolaño”,

Cuadernos

La risa de Bolaño: el orden trágico de la literatura en 2666 Magda Sepúlveda1 Cuando leo 2666 de Roberto Bolaño, esbozo una sonrisa, pero no alcanzo a reírme porque siento que hay algo inconcluso en esta escritura. Bolaño traza un combate con las letras, pero una forma de siete cabezas logra siempre escapar. Lo que me causa gracia de Bolaño es su forma de interpretar la literatura.2 En 2666, esta burla asume la forma de sátira menipea, es decir, gran parte del soporte narrativo lo configuran diálogos extensos que trazan una invectiva erudita contra un conjunto de discursos letrados. En la caracterización de la sátira menipea sigo a Kristeva3, para quien esta forma estructura una ambivalencia, puesto que acoge el lenguaje al emplearlo como forma para representar, pero se distancia de él, al comprenderlo como exploración en los sistemas de signos. Usando esa forma retórica en 2666, Bolaño se burla de ciertas formas de la novela policial, de la novela romántica alemana y de la novela gótica.4 La inclusión genérica está tejida en torno al orden trágico5 de los signos. Esto es, el narrador básico de la novela sostiene una postura ética con respecto al signo verbal, al cual comprende como veneno6 que impide el acceso total a una cierta unidad7 humana. Por ello, durante la diégesis se representan las diversas construcciones sígnicas literarias como productoras de sentidos de violencia y de deseo de dominio de unos contra otros. Incluso la narrativa policial, que se estructura para apresar al culpable de una violencia, se describe en 2666 como ineficaz, en tanto se focaliza en un único transgresor, olvidando la violencia de todas las demás personas. A su vez, la novela gótica con sus escenas de deseo sexual emplazadas al lado del cementerio, promueve, de acuerdo a 2666, un eros infecundo cuyo gozo máximo es el martirio del cuerpo. Ni siquiera el ideario romántico salva al protagonista de participar en la violencia. El narrador visita cada uno de estos géneros con una aproximación retórica trágica y cómica a la vez, propia de la sátira menipea. Partamos con el género policial. El argumento de 2666 está adherido a una de las características de la narrativa policial, esto es, se busca a una persona 253

porque ha desaparecido o porque en ella se personifica la culpa de ciertos crímenes. Gran parte de la historia gira alrededor de la búsqueda de un escritor que no se deja ver, Beno von Archimboldi. Sus críticos, o sus perseguidores, desean conocerlo, pero han fracasado en toda pesquisa. Para la estudiosa literaria Patricia Espinosa, “los críticos fracasaron en el Nuevo Mundo y sólo les queda volver a sus aulas milenarias europeas” (Espinosa 71). Efectivamente, hay un desencuentro brutal entre los intelectuales europeos y México, situación que se transforma en el motivo que permite abrir la novela y dar paso a la otra secuencia narrativa, trazada a partir de la mitad de la novela. Esta segunda línea argumental es la búsqueda de un criminal en serie que asesina mujeres en el pueblo de Santa Teresa, ubicado en la frontera entre México y EE.UU. Si bien me sonrío con la representación de los críticos como perseguidores banales, la sátira menipea, con su carácter trágico, comienza cuando la culpa de los femicidios se extiende a la mayoría de los personajes del mundo narrado e incluso a toda la modernidad. No hay posibilidad de un héroe épico, redentor o detective, con la culpa extendida, pues las prácticas discriminatorias hacia la mujer cubren todo el relato. Por ejemplo, el policía mexicano, Espinoza, que ayuda en la investigación concibe a todas las mujeres de la misma forma, en sus palabras: “mujeres con las piernas abiertas. Muy abiertas. ¿Qué es lo que se ve? ¿Qué es lo que se ve? (Un) puto agujero. Una puta rajadura, como la falla en la corteza terrestre” (553). Esta concepción es personal y social, pertenece a la historia mexicana, la mujer como lo rajado, lo abierto. La Malinche, al fin de cuentas. Agreguemos a esta visión de la mujer como cuerpo rajado, la que se desprende de los chistes contados entre el grupo de policía destinado a desentrañar los femicidios. Los chistes van desde, “¿por qué la Estatua de la Libertad es una mujer? Porque necesitaban a alguien con la cabeza hueca para poner el mirador” (690) hasta “¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues unas siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro” (690). Bolaño reproduce infinidad de estos chistes, generando una sátira que actúa por saturación respecto de lo imitado. Además de los policías, las feministas son flanco de la sátira del narrador. Ellas son caracterizadas como participantes de la discriminación hacia las mujeres, mostrándose como absurdo su discurso público. La diputada Azucena Esquivel8 recibe la visita de tres profesoras universitarias feministas que apoyan su moción de investigar los asesinatos de mujeres. Sin embargo, estas 254

académicas no logran impregnar de ideología su espacio privado: “me preguntaron por qué no me había casado nunca, yo me reí, porque en el fondo, les confesé, soy más feminista que ninguna” (778). No contento con mostrar la desprotección de las feministas hacia sus congéneres, Bolaño se ríe también de que el discurso de clase esté por sobre el género. Azucena Esquivel define a México así: “Para mi familia, sépalo usted, los mexicanos de verdad éramos muy pocos. Trescientas familias en todo el país. Mil quinientas o dos mil personas. El resto eran indios rencorosos o blancos resentidos” (739). En efecto, la diputada busca a su amiga Kelly, desaparecida, con quien posee una cercanía de clase y no va tras una “blanca resentida” o una “india rencorosa”. De esta forma, la novela va tejiéndose para que todos terminen participando de la violencia. La literatura escrita por hombres y que toma como objeto poético a la mujer es también vilipendiada en esta sátira bolañesca. Siguiendo la propuesta de la novela, debemos decir que el femicidio ha comenzado en la poesía antes que en Santa Teresa. Bolaño hace una cita al texto “A una carroña” de Baudelaire. Como recordaremos, en ese poema el hablante va paseando con su amada por la frontera de la ciudad y ven el cadáver de una mujer. Baudelaire observa tras la muerta a la mujer gozosa, “las piernas al aire, como una mujer lúbrica, / ardiente y sudando los venenos” (Baudelaire 50). Esta experiencia es la que vuelve a tener el periodista Fate interesado en los crímenes, pero con un poco más de horror que el poetizado por el lector francés de Poe. En el film pornográfico que Fate es obligado a ver, una mujer, luego ser usada como máquina sexual, se transforma en un esqueleto, “un esqueleto mondo y lirondo, sin ojos, sin labios” (406). En esta escena, el narrador de 2666 ve los problemas de la representación sexo-genérica allí donde la mayoría de los críticos sólo han leído modernidad. La visión patriarcal sobre la mujer, de acuerdo a la crítica del narrador, no sólo está en las películas snuff, donde la mujer debe morir después de ser gozada, sino también la literatura. Esta sátira nos hace dudar de nuestras convenciones literarias. Recapitulemos: Bolaño ha extendido la responsabilidad del femicidio a todo el espectro novelesco, evitando así la centralidad de la culpa propuesta en la narrativa policial. Otro aspecto de burla a la novela policial es cambiar las jerarquías, Bolaño le resta importancia al caso particular y, por el contrario, exacerba la relevancia de los crímenes que atañen a cientos de personas. El narrador emplea al investigador internacional de asesinatos en serie, Kessler, para alterar la importancia dada al caso particular. Este “Sherlock Holmes 255

moderno” (762) piensa que la condición de inmigrantes de las asesinadas es decisiva.9 Para el investigador ciertas muertes no le importan a nadie: […] los arquetipos del crimen no cambian (…). En el siglo xvii, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos el veinte por ciento de la mercadería, es decir de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses”. (338)

Bolaño realiza escrituralmente un cambio de énfasis, le resta importancia al crimen del campesino que mató a su mujer, lo narra desprovisto de horror, y por el contrario, resalta, adjudicando un nombre y un conjunto de características, el femicidio colectivo de mujeres mexicanas. En “La parte de los crímenes” el relato sobre la condición de los cuerpos muertos es minucioso, no hay metáfora para ellos, no hay resumen, es uno a uno. Hay una dignidad otorgada a las víctimas. Para el crítico Rodrigo Cánovas, “La parte de los crímenes” es una exhibición del infierno local latinoamericano a través de un ejercicio poético que transgrede las tradiciones anteriores: “La rutina es parte de la sustancia del libro y también la búsqueda de un sistema (lógico, expresivo, ético) que nos devuelva algún sujeto en cuerpo y alma. Como no existe un todo (no estamos en Macondo, donde los personajes están hechos de una sola pieza), existe la obsesión de recopilar partes (la evidencia), fragmentos (de cuerpos, de vestimentas, de frases) que permitan una reconstitución mínima de la escena latinoamericana” (Cánovas 242). Por supuesto, “La parte de los crímenes” es también una discusión con Adorno. ¿Qué es eso de que nada se puede decir después de Auschwitz?, pregunta socarronamente Bolaño a través de esa narración pormenorizada, ejercicio de estilo y de nombrar el horror. Así como la narrativa policial queda deslegitimada, la matriz romántica sufre el mismo curso de desvalorización y sátira. La infancia de Reiter es narrada bajo un prisma que exagera su relación con la naturaleza. Leamos este ejemplo: Cuando la tuerta lo bañaba, (el) niño Hans Reiter siempre se deslizaba de sus manos jabonosas y bajaba hasta el fondo, con los ojos abiertos, y si las manos de su madre no lo hubieran vuelto a subir (él) se habría quedado allí, contemplando (el) agua negra en donde flotaban las partículas de su propia mugre (797).

La empatía que los lectores sentimos hacia Reiter tiene que ver con esta forma en que es narrado el personaje. Reiter es presentado como un desapegado 256

del mundo, un ser acuático. El futuro soldado del Reich vive en armonía con la naturaleza. La referencia no es inocente, sino que cita a un movimiento juvenil pre Segunda Guerra Mundial, los Wandervogel o Pájaros errantes. Los Wandervogel rechazaban el modelo de vida “plana” impuesto por las fábricas y aspiraban a llevar una vida en contacto con la naturaleza, genuina, jubilosa y lejos de toda servidumbre (cfr. Laqueur). Bolaño muestra que una actitud semejante a la deseada por los Wandervogel no configura oposición para entrar al ejército nazi. De hecho, Hitler se apropió de algunos de sus emblemas y prédicas. Indico también que Reiter se traduciría en español como “jinete”, palabra asociada a “jinete de la muerte” o “jinete del Apocalipsis”. Hago presente además que el nacionalsocialismo glorificó el grabado de Dürer titulado “El caballero, la muerte, el diablo”, donde un caballero medieval acompañado de la muerte y arrastrando un demonio se dirige decidido a la batalla, pero su escudo es tan grande que no ve nada. De esta forma, Bolaño se burla de la supuesta inocencia de la comunión romántica con la naturaleza. La lectura desde la sátira nos permite observar cómo el narrador se burla de otra de las figuras románticas, el alienado. El loco es presentado, en la novela, como cuerdo. El desapego territorial y esquizofrénico del protagonista tiene un antecedente en la historia de su padre, un prusiano derrotado que no entiende la división de su país tras la primera Guerra Mundial: “Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia? ¿Tú la ves? Yo no la veo. A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra” (802). La crisis de identidad del progenitor se manifiesta a nivel físico y de personalidad, antes era alto, pero retorna de la guerra cojo y con sentimientos de inferioridad. El pie dañado nos remite al Edipo, al engarce patológico con el mundo simbólico. Si a ello le agregamos que la madre era tuerta, nos damos cuenta que esto es una tomadura de pelo. Bolaño se ríe de que no observemos al loco y que nuestra comprensión se centre en el sujeto romántico. Más adelante, la psiquis esquizoide de Reiter se confirma en el deseo de ser otro y en el seudónimo escogido. Su nombre de pluma, Archimboldi, lo vincula al pintor homónimo renacentista que dibujaba cabezas humanas a partir de animales cazados o frutas. Así, el seudónimo elegido lo identifica como el dibujante de cuerpos a través de trozos de otros elementos, representación que tiene un paralelo con el estado en que el asesino en serie abandona los cuerpos. El narrador elabora de esta manera una sátira sobre la inocencia del loco. El otro personaje romántico es Ingeborg, la enferma tuberculosa. Y el 257

procedimiento es el mismo, el narrador nos crea una fuerte empatía con ella para que olvidemos su aspecto terrible. Cuando Hans conoce a Ingeborg conversan sobre la muerte. A ella le interesan los sacrificios aztecas, “pirámides superpuestas, pirámides que ocultan otras pirámides, todas teñidas de rojo con la sangre de la gente sacrificada cada día” (871). Como gran parte de los personajes románticos, Ingeborg es una loca. Esta condición le es revelada a Reiter por Grete, la hermana de Ingeborg: “le dijo que su hermana había sido visitada por varios siquiatras y neurólogos en Berlín y que todos terminaron dando un diagnóstico de locura” (977). Incluso el narrador en el primer encuentro lo explicita: “si este observador hipotético se hubiera acercado a los ojos se habría dado cuenta de que la joven estaba loca” (870). Cuando hacen la promesa de no olvidarse, la sellan por los aztecas.10 Reiter cumplirá ese juramento, pues viajará a México. Pero la novela finaliza antes que ese desembarco. Su vida allá sólo la podemos imaginar por los sueños de Klaus, acerca de un gigante sangriento que lo vendrá a rescatar. La promesa de los amantes está bajo la égida de la muerte. De esta forma, el narrador nos hace compartir su escepticismo frente a los personajes románticos y desapegados del mundo. La representación de la narrativa policial y romántica ha sido declarada incompetente por Bolaño. El modo de articular estos géneros es mediante la expansión, tal como Leonidas Morales caracterizó la producción de Bolaño: “la escritura narrativa de Bolaño es más un campo (una expansión) que una línea, es más un espacio que una dirección” (Morales 56). La escritura por expansión le permite al narrador continuar con la sátira menipea, declarando ineficaz la representación gótica.11 Bolaño instala, en su secuencia gótica, el castillo, el laberinto y el cementerio. Pero la gracia es que agrega un espacio no considerado habitualmente en el género, este es el salón intelectual.12 Mientras otros seres humanos se asesinan en los límites del castillo, un grupo compuesto por el alto mando nazi rumano, más el escritor del Reich y la baronesa Von Zumpe conversan sobre el sentido de la muerte. Reiter oficia de camarero. Al narrar la conversación, Bolaño ensaya diversos procedimientos cómicos como el absurdo o entender literalmente una sentencia que pretendía ser metafórica. Observemos la opinión del oficial de las SS, quien expresa: “la muerte era una necesidad: nadie en su sano juicio, dijo, admitiría un mundo lleno de tortugas o lleno de jirafas. La muerte, concluyó, era la reguladora” (850). La opinión provoca risa por absurdo, pero la siguiente es un tanto más fuerte. El joven erudito nazi Popescu: “dijo que la muerte, según la sabiduría oriental, era solo un tránsito” 258

(850). Eso de la “muerte como tránsito” connota los trenes de la muerte. He ahí la risa trágica de Bolaño. Luego, el narrador usa el procedimiento de la saturación hacia la narrativa gótica. El cementerio no está sólo en los alrededores del castillo. La cultura humana entera es descrita como un campo de cadáveres. Un sobreviviente de la entrada de los rusos a Rumania lo rememora así: “Recuerdo que cavamos trincheras y encontramos huesos. Son vacas infectadas, dijo uno de los soldados. Son cuerpos humanos, dijo otro. Sigan cavando, dije yo, olvídenlo, sigan cavando. Pero allá donde cavábamos aparecían huesos.” (1068). No sólo el espacio rumano es un cementerio, también el suelo bajo Roma y México. Para el narrador, la actividad civilizatoria consiste en fabricar pequeños agujeros blancos, fosas clandestinas. Eso iguala alemanes, rumanos y mexicanos. Y ahora viene el código anagógico13 de la novela, es decir, dónde la narración se explica a sí misma. Esto sucede con la mención del escritor ruso14 de fines del siglo xix, Vladimir Odoievsky15, uno de cuyos textos más famosos es la novela El año 4338. Esta novela plantea una narración futurista, pero de una manera singular, un habitante del siglo 41 narra lo sucedido en el siglo xix como pasado. Pienso que ahí está la clave de Bolaño. Se trata de que leamos 2666 como si estuviera contada desde el futuro del siglo xxvii. Analicemos este procedimiento en Bolaño. Cuando los periodistas Guadalupe Roncal y Fate van a visitar a Klaus a la cárcel, la escena alude a los campos de concentración. Leamos: —Buenos días —les dijo el gigante en español. Se sentó y estiró las piernas […] Llevaba unos zapatos deportivos, de color negro, y calcetines blancos. Guadalupe Roncal retrocedió un paso. —Pregunten lo que quieran —dijo el gigante. Guadalupe Roncal se llevó una mano a la boca, como si estuviera inhalando un gas tóxico, y no supo qué preguntar” (440)

La escena está narrada como si todo fuera pasado, no importando cuál es más pretérito. Todos los tiempos poseen cruces donde se interceptan. Así hay un punto donde Klaus, el alemán abusador de mujeres en Florida, coincide con Reiter, el integrante del ejército de Hitler y su tío. Desde esta imagen fúnebre puede comprenderse la visión bolañesca16 de la cultura humana como distopía17 y el carácter de fin de mundo que se observa ya en el título de la novela. 259

Odoievsky eligió el año 4338 porque era, según su época, la fecha en que el cometa Biela destruiría la tierra.18 A pesar de que el año 4338 cuenta, en la predicción del escritor ruso, con una serie de adelantos similares a internet, nada impedirá su catástrofe. Al leer 2666 en clave, Odoievsky tendría que decir que el narrador está ante el amenazor final. Toda utopía ha fracasado. Por ejemplo, cuando Ansky sale de su aldea para alistarse en el ejército rojo, Reiter lo cuenta como relato de anticipación: “en el camino vio rostros increíbles, oyó conversaciones o monólogos increíbles, leyó en las paredes proclamas increíbles que anunciaban el principio del paraíso” (885). Sin embargo, Ansky vuelve a su aldea derrotado. Ahora ese pasado es nuestra historia, tal como lo fue el siglo xix para el escritor ruso. Y las cosas sólo empeoran, la ruina y la tierra como cementerio son inminentes. Hemos analizado los aspectos satíricos con que Bolaño trabaja tres géneros: la narrativa policial, romántica y gótica. Esta sátira está movida por un profundo escepticismo respecto de esas matrices literarias, ya sea por la extensión de la culpa en la narrativa detectivesca, la imposibilidad de la comunión con la naturaleza, sin transitar por el mal, en la novela romántica19 o el escenario funesto del salón intelectual en la novela gótica. De esta forma, forma, Bolaño nos ha invitado a examinar otra versión, y también su subversión, de los géneros. Quizás este impulso de Bolaño de volver a literatura contra la literatura, necesite todavía mucho funeral para terminar con el señorío de la muerte. Bibliografía Amícola, José. La batalla de los géneros: Novela gótica versus novela de educación. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 2007. Baudelaire, Charles. “A una carroña”. Las flores del mal. Buenos Aires: Editorial Galia, 1943: 50-52. Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona: Anagrama, 2004. Cánovas, Rodrigo. “Fichando ‘La parte de los crímenes’”. Anales de literatura chilena. Año 2009: 241-249. Capanna, Pablo. Ciencia ficción, utopía y mercado. Buenos Aires Cántaro, 2007. Espinosa, Patricia. “Secreto y simulacro en 2666 de Roberto Bolaño”. Estudios filológicos 41. 2006: 71-79. Laqueur, Walter. Young Germany: A History of the German Youth Movement. 1984. Kristeva, Julia. Semiótica 1. Madrid Fundamentos, 1981.

260

Morales, Leonidas. “Roberto Bolaño: Las lágrimas son el lugar de la esperanza”. Atenea 497. 2008: 55-77. Sepúlveda, Magda. “La narrativa policial como un género de la modernidad: la pista de Bolaño”. Territorios en fuga: Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño. Comp. Patricia Espinosa. Santiago: Frasis, 2003: 103 - 115. __________. “El detective ante un crimen generacional”. Tinta roja. Narrativa policial del siglo xx. Coautoría con Clemens Franken. Santiago: Universidad Raúl Silva Henríquez, 2009: 239-258. Solotorevsky, Myrna. “Anulación de la distancia en novelas de Roberto Bolaño”. Hispamérica 109. Abril 2008: 3-16.

1

Agradezco a la DAAD, Deutscher Akademischer Austausch Dienst German Academic Exchange Service, que me permitió realizar esta investigación y al IberoAmerikanisches Forschungsseminar de la Universidad de Leipzig por su apoyo.

2

En Estrella distante, el narrador traza una polémica oculta con el poeta chileno Raúl Zurita y la Escena de avanzada. En Nocturno de Chile con todo el campo literario de la época de Pablo Neruda. Y en Los detectives salvajes con la vanguardia latinoamericana. Algunos de estos aspectos han sido desarrollados en “El detective ante un crimen generacional”.

3

Expongo aquí algunas caracterizaciones de la sátira menipea dadas por Kristeva: “Ese género carnavalesco, (la) menipea, es a la vez cómica y trágica, es más bien seria, en el sentido que lo es el carnaval, y, por el estatuto de sus palabras, es política y socialmente subversiva” (214). “Género englobante, la menipea se construye como un empedrado de citas. Incluye todos los géneros: cuentos, cartas, discursos, mezclas de verso y de prosa cuya significación estructural es denotar las distancias del escritor con respecto a su texto y a los textos”.

4

Otro modo o convención literaria satirizada en “La parte de Fate” es la novela existencialista, con todas las citas a El extranjero de Camus (la muerte de la madre) y la náusea que caracteriza a este periodista afroamericano.

5

El empleo de la noción “trágico” en este escrito remite a El origen de la tragedia de Nietzsche, donde el filósofo discurre acerca del lenguaje verbal como un velo de Maia que oculta el espíritu unitario y dionisíaco.

6

La idea de la escritura como veneno está ya en Platón (“Fedro”), al referirse a que con ella se pierde la habilidad de recordar el mundo perfecto de las Ideas.

7

Pero no es una unidad al modo platónico, sino al modo nietzschiano, es decir una unidad dionísiaca, plural y no ordenada. La propuesta de 2666 es el rechazo a la letra.

8

Bolaño bromea con el nombre de la diputada, pues lo asemeja al de la reconocida

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escritora mexicana Laura Esquivel, indicando con ello que los artistas no se salvan de promover la violencia. 9

Las asesinadas son mujeres que se han desplazado en busca de trabajo en las maquiladoras, industrias que no cierran, trabajan por sistemas de turnos y a contrata, usando una mano de obra femenina y barata. Estas maquiladoras están ubicadas fuera del radio urbano, son una frontera dentro de las ciudades fronteras. Santa Teresa, en la novela, forma parte de esos lugares liminares que ha creado el capitalismo globalizado, lugares desde los cuales es imposible levantar cualquier épica, por ello, hay que huir de allí. Así lo concibe Amalfitano, que le pide a Fate que saque a su hija de ese lugar.

10

El desorden temporal con que es presentada la novela funciona como los juegos actuales llamados “memory”, donde el ganador es el que logra recordar las imágenes que ha presentado su compañero y entonces, se apodera de su carta. La mención de los sacrificios aztecas y el posterior viaje a México es otra carta del “memory”, otra pista o coincidencia.

11

La representación gótica, de acuerdo a Amícola, fue principalmente inglesa y se desarrolló en el siglo xviii, como una respuesta popular al iluminismo y a la revolución francesa. Es una representación que ve los cadáveres de un proceso histórico, tal como Bolaño en 2666.

12

Este salón generado durante la invasión alemana a Rumania me recuerda la velada artística aludida en Estrella distante y cuyo referente directo son los encuentros literarios que propiciaba la escritora chilena Mariana Callejas, mientras unos metros más allá su pareja practicaba los efectos del gas zarin en la eliminación de secuestrados políticos. Reiter escucha las preferencias literarias de los invitados. El nazi erudito realiza una interpretación nacionalista de Drácula “La historia es cruel, dijo Popescu, cruel y paradójica: el hombre que frena el impulso conquistador de los turcos se transforma, gracias a un escritor inglés de segunda fila, en un monstruo, en un crápula interesado únicamente por la sangre humana, cuando la verdad es que la única sangre que a Tepes le interesaba derramar era la turca” (856). La construcción de castillos lóbregos propia del gótico le sirve a Bolaño para postular que la autonomía del arte no existe, y que al contrario, en esos ambientes cerrados se crean interpretaciones nacionalistas que defienden la violencia como forma de trazar la historia.

13

Barthes plantea el código anagógico en “Introducción al análisis estructural de los relatos: A propósito de Hechos”. Análisis estructural del relato. Buenos Aires: Tiempo contemporáneo, 1970.

14

Para llegar a este artista, el narrador usa un juego de cajas chinas. Durante la ocupación nazi de Rusia, Reiter lee los manuscritos de Boris Ansky, quien es amigo de Ivánov, escritor cuyo éxito se debe a que toma elementos de un escritor de ciencia ficción llamado Odoievsky.

15

Otra de las obras muy conocidas de Odoievsky (1804 y 1869) es Noches rusas, una

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serie de cuentos. 16

La idea de que existe una visión bolañesca me surgió tras leer a Myrna Solotorevsky, quien en “Anulación de la distancia en Roberto Bolaño” plantea que en cada texto de este autor hay una remisión a escritos anteriores, lo que se logra generalmente mencionando a personajes que ya pertenecen a un mundo narrativo anterior. M. Solotoresky piensa que los dos estudiantes que María Expósito, personaje de 2666, encuentra en el desierto mexicano, son Arturo Belano y Ulises Lima, de Los detectives salvajes. Y, por tanto, ella propone como acertada la resolución que Belano sea el narrador de 2666, idea que Bolaño expresó en uno de los manuscritos que dieron origen al libro póstumo. La configuración de hipertextos que remiten a hipotextos, siguiendo a Solotorevsky, me impulsan a hablar de una “visión bolañesca”.

17

El crítico Pablo Capana entiende la distopía como una utopía de carácter negativo que fabula sobre el fracaso de las ilusiones del mundo moderno. Pienso que Bolaño examina toda la modernidad como un fracaso y de ahí su énfasis distópico.

18

Considerando esto, Odoievsky problematizó el lugar de la voz narrativa cuando se relata una catástrofe: ¿quién narra?, ¿es un sobreviviente o un ser de la nueva era? El mismo problema de quién es el narrador aparece en el cuento “The last man” de Odoievsky. De manera similar, el narrador de Bolaño se posiciona como si ya toda la catástrofe hubiera ocurrido.

19

Bolaño cita en 2666 a Goethe en esa relación con el mal. En Goethe, el intelectual doctor Fausto, que no ha obtenido ni bienes ni familia, solo saberes que lo dejan insatisfecho, ha intentado suicidarse; por ello, promete dar su vida a cambio de algo que lo llene de gozo. Mefistófeles indica que le dará esa complacencia a condición de que lo sirva en la otra vida. El pacto se firma con la sangre de Fausto. En Bolaño, todo marcha al revés. Mefistófeles es sustituido por Dios, Fausto por un soldado y Dios no puede cumplir las promesas que satisface el demonio.

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Sueño, alucinación, visión: la percepción de lo oculto en 2666 de Roberto Bolaño Florence Olivier El secreto del mal, título de uno de los últimos libros póstumos de Roberto Bolaño, parecería nombrar el oscuro objeto en torno al que orbitan el régimen y las estrategias de la ficción en el conjunto de la obra del poeta y novelista. 2666, novela que lucha con las figuras del mal, en Europa y América a lo largo del siglo xx y a principios del xxi, pretende acosar ese secreto con las armas de la invención poética que traspasa las apariencias de un realismo de novela vodevil, novela negra, novela histórica, crónica contemporánea. El crimen o el horror, evocados en el epígrafe de la novela: “Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento”, verso del poema “Le voyage” de Baudelaire, también se ve definido en los pensamientos de un personaje como el objeto de la gran literatura, a su vez entendida como combate con algo tan abyecto que resulta imposible de nombrar, y cuya persecución exige un abrirse camino “en lo desconocido”. Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.1

Como se sabe, las cinco partes o novelas que integran 2666 despliegan sus argumentos en torno a “La parte de los crímenes”, la cuarta, dedicada a los asesinatos impunes de mujeres que se suceden entre los años noventa del siglo xx y los primeros años del xxi en Santa Teresa, una ciudad fronteriza entre Estados Unidos y México, réplica ficticia de Ciudad Juárez. Estos asesinatos recurrentes, último avatar del horror contemporáneo, parecerían descender en línea directa de los crímenes de las dos guerras mundiales, del exterminio de los judíos durante el nazismo, de las injusticias racistas en Estados Unidos, de las criminales represiones llevadas a cabo por las dictaduras de los años setenta en Chile y Argentina, evocados directa o indirectamente en las otras partes de 2666. La “parte de los crímenes”, de relato fragmentado igual que el conjunto de 264

las novelas de 2666, parece la más emparentada con la novela negra gracias a sus argumentos bifurcados que narran cómo se investigan los casos de asesinatos. A ello se dedican distintos cuerpos de la policía mexicana, algún experto internacional, varios improvisados y salvajes detectives, siendo algunos cómplices de los crímenes, y otros, reducidos a la impotencia por la colusión entre las autoridades, ciertos empresarios regionales y los criminales de mayor o menor alcance. Sin embargo, la “parte de los crímenes” también es un gigantesco treno dedicado a las muertas descubiertas en zonas suburbanas, en el desierto y en todos los intersticios del tejido urbano de una ciudad en constante proceso de fragmentación. Los fragmentos dedicados a las muertas, ciento seis en total, escanden el relato y repiten una misma estructura con variaciones, remedando fichas policiales o informes forenses. El relato organiza así una exposición macabra y serial, dando a ver el horror de los cadáveres ultrajados. El escándalo de la impunidad en que han quedado los criminales se ve puesto de relieve en la ficción por la constancia del retorno de estos fragmentos en el relato. Si en 2666 existe algún enigma policíaco, y más allá de éste, algún “secreto del mal”, no se trata del paradero de los cuerpos de las asesinadas, ni siquiera de los lugares donde se cometen los crímenes, sino de aquello que permite y mantiene el contraste escalofriante entre la visibilidad de los cuerpos, arrojados como desechos antes que enterrados o disimulados, y la supuesta invisibilidad de los crímenes y los criminales. La atrocidad de la realidad en Santa Teresa consiste en la conversión de la barbarie en hecho común y trivial, cuyo carácter sistemático permanece intencionalmente ignorado por las autoridades, por más evidente que resulte. Si la realidad de Santa Teresa se convierte en pesadilla, la novela explora sus excesos y aparentes carencias de sentido gracias a la tensión entre lo visible y lo invisible en una doble acepción, propia y figurada, de cada unos de estos términos. En los argumentos de investigación de la novela negra, son visibles los cuerpos de las víctimas, invisibles los auténticos criminales para los investigadores de las policías federales, estatales, municipales. En las múltiples vías de acceso de algunos personajes a una percepción alterna de la realidad, son visibles los cuerpos, invisibles los criminales pero se impone a los soñadores o videntes la necesidad urgente de nombrar o enfrentar el horror. Frente a la ceguera voluntaria y relativa de las autoridades, de las policías y de la justicia ante la barbarie, se afirma la percepción agudizada que de ésta tienen algunos personajes visionarios, ultra sensibles, inspirados, que interpretan lo oculto de la realidad gracias a su capacidad de invención poética y, a veces, a su propia 265

experiencia de pasados horrores políticos. De este modo, la interpretación de la realidad en la novela se aleja del realismo y pasa por una orquestación de recursos simbólicos como la alegorización o la metáfora, frecuentes y de fácil manejo en el relato gracias a los estados alternos que conocen los personajes: el sueño, la duda sonámbula entre sueño y vigilia que parece alucinación, o las visiones de una vidente. Los motivos de la percepción de lo oculto se multiplican y corren paralelamente a las investigaciones policíacas o privadas sobre los crímenes. Así, se declinan en el relato, diseminados o intensificados en algunos fragmentos, los recursos de un decir poético de la verdad del mal, sólo que adaptados o acoplados a las estrategias narrativas propias de la novela negra o de la crónica periodística de sucesos. Este juego, al menos doble, entre distintos códigos novelescos no deja de crear efectos de comicidad, desplazándose los ideales del decir poético hacia lo trivial, lo prosaico, lo narrativo, así como en el sueño se propicia el encuentro insólito entre elementos de la realidad. El linaje literario de los recursos del decir poético es de fácil identificación. El manejo del relato de sueño se sitúa en la herencia ironizada del surrealismo; el tema de la videncia alude humorísticamente a las famosas “Lettres du Voyant” de Rimbaud, elogiadas por André Breton.2 En “La parte de los crímenes”, sale la videncia al escenario novelesco con el personaje truculento de Florita Almada, quien, en un foro de televisión de Hermosillo, entra en trance y ve las muertas insepultas de la vecina ciudad de Santa Teresa. Convertida de repente en reencarnación de la Llorona, clama por “sus hijas” y exige de las autoridades que actúen. El carácter jocoso de las escenas dedicadas a las apariciones televisivas de la vidente las inscribe en una estética camp, casando la videncia con la televisión, en una suerte de silepsis de metáfora. Humorísticamente, el relato da letras de nobleza a la cultura popular, capaz de crear un neo sincretismo, y desacraliza la videncia poética otrora exaltada por el jovencísimo Rimbaud. Esta variación sobre lo visible viene a reafirmar en la ficción el tema del escándalo de la impunidad en que quedan los criminales. Florita Almada, alma sencilla y buena como lo indica su nombre, ve lo que todos se niegan a ver y grita lo que las autoridades callan y disimulan. Su visión horrorizada del horror se halla en el extremo opuesto a la mirada obscena y sádica de los policías a quienes denuncia: “La policía no hace nada, dijo tras unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil, los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?” (547). Como se ve mirar no es ver. 266

Si ciertos rasgos del fenómeno del sueño tales como los define Freud se ven remedados en los relatos o fragmentos narrativos dedicados a los sueños amorosos de los personajes en la primera novela o “Parte de los críticos”, sueños relativos a sus conflictos personales, las pesadillas que los acosan durante la primera noche que pasan en Santa Teresa distan de corresponderse con la teoría freudiana para convertirse en una percepción inconsciente del ámbito en el que se encuentran. En esas pesadillas, los críticos y académicos interpretan algún detalle inquietante de las habitaciones en las que duermen. Llegados a Santa Teresa en busca del escritor alemán Benno Von Archimboldi cuya obra estudian y admiran, el francés Jean-Claude Pelletier, el español Manuel Espinoza, la inglesa Liz Norton desconocen la realidad de la ciudad fronteriza y lo ignoran todo de los crímenes que se perpetran en ésta. Sin embargo, el aspecto precario y caótico de la ciudad y los desperfectos o incongruentes adornos del lujoso hotel donde se hospedan despiertan su instinto crítico, comunican con sus temores propios, se infiltran en el “Otro Escenario” de sus sueños. Una taza de baño inconcebiblemente agujereada le hace contemplar a Pelletier en su sueño las huellas orgánicas de una violenta y repugnante escena de ajuste de cuentas. Unos espejos distribuidos de curioso modo hacen surgir en el sueño de Liz Norton una escena de confrontación con la propia imagen, ni del todo la misma, ni del todo otra, en la que se adivina el reflejo de una muerta. Un cuadro que representa a unos jinetes uniformados en el desierto empieza a cobrar vida en el sueño de Espinoza, quien oye voces y palabras sueltas cuyo trayecto se metaforiza macabramente: “Las palabras se abrían paso a través del aire enrarecido del cuadro como raíces víricas en medio de carne muerta.”. Si bien los tres sueños giran en torno a “restos diurnos”, no se trata de situaciones vividas sino de fragmentos o detalles de lo que los críticos vieron en estado de vigilia en los espacios que los hospedan y donde supuestamente se garantiza su seguridad. Tales detalles, en principio anodinos o azarosos, distan de serlo. Funcionan a modo de indicios en una investigación, sólo que ésta es inconsciente. Estos elementos de lo visible en la realidad diurna forman parte de un escenario en el que se insinúan las actividades ilícitas o pornográficas, los desajustes en el ejercicio de la ley y el terror que pueden infundir sus representantes en la ciudad del crimen impune. La interpretación onírica de estas características de las habitaciones del hotel sugiere la presencia de la muerte violenta en un ambiente abyecto a través de las imágenes de mierda o sangre que ve Pelletier y del símil que compara el trayecto de las voces que oye Espinoza con el proceso de la putrefacción cadavérica. Gracias a la identificación de Liz 267

Norton con una muerta de imagen huidiza, se llega a deducir que la o las víctimas son mujeres. El carácter inquietante de los detalles realistas seleccionados para la descripción inicial de las habitaciones en el relato pertenece al código de la novela negra o de la película del mismo subgénero. Trasladados al escenario del sueño, estos detalles se convierten en elementos visuales propios de las pesadillas y, más aún, de los cuentos o películas de horror: baño maculado sin nadie adentro, cuadro que se anima imperceptiblemente y deja oír voces, espejos en los que aparece una suerte de doble y fantasma. En dos de tales casos, se trata en el espacio real de elementos destinados a mostrar una imagen: el cuadro, representación del desierto, el espejo que duplica aquello que se coloca frente a él. Tradicionalmente usado en los cuentos góticos y su larga filiación, ese tipo de elementos se presta para convocar apariciones de seres fantasmales, a menudo con aspecto de cadáveres que llevan las marcas de su muerte violenta. La problemática de lo imaginario antes que de lo real como medio de conocimiento para llegar a la percepción de la verdad ya se ve planteada por la elección de estos elementos decorativos, que parecen señalar la supremacía de lo visible sobre lo visto, ya que se trata de ir más allá de las apariencias de la realidad inmediata. Así, el valor escenográfico que la ficción otorga a los espacios es evolutivo, tanto entre realidad y sueño como dentro del mismo sueño. Una suerte de close up descriptivo destaca primero algún elemento insólito en el impersonal e internacional decorado del hotel, una animación onírica de tales espacios revela luego de modo parcial lo que señalan subrepticiamente de la realidad de Santa Teresa. Como en un puzzle, las piezas que faltan para ver lo que sucede en la ciudad pueden imaginarse a partir de una sola pieza sugerente. En el relato, entre la descripción primera de las habitaciones vistas por los críticos europeos y los fragmentos que refieren sus sueños se establece una relación de vasos comunicantes, por retomar aquí la frase de Breton. También configuran entre sí los tres sueños una suerte de juego móvil, un rompecabezas de tres piezas. Para el lector, la verdad del horror se abre paso en el relato mediante las correspondencias o comunicaciones entre realidad y sueño, así como entre las escenas conjugadas de los tres sueños. El miedo y el asco que experimenta cada uno de los soñadores aparecen como una justa respuesta al horror real que impera en Santa Teresa, aún ignorado por ellos, aunque ya mencionado de paso en el relato de esta primera parte de 2666 gracias a un artículo de prensa leído por el cuarto miembro del cuarteto de los críticos europeos. Mientras sueña, Liz Norton sabe y se repite que tiene que huir de esa ciudad, tan intensa es su 268

identificación con la muerta genérica, ese doble que se le aparece en los espejos de su cuarto. Y es lo que hará, obedeciendo a su intuición y a la advertencia onírica que le llegó. En su caso, el sueño ominoso lleva a la acción así como, en esa primera parte de la novela, unas pesadillas de amor obligan a los personajes a reconocer su deseo y a actuar honrándolo. Sus compañeros, que se quedan un tiempo más en la ciudad, se enterarán por fin, incrédulos, de los crímenes a través de los relatos y comentarios que les hacen al respecto unos estudiantes de Santa Teresa. Quedan explicitados y justificados los temores y sensaciones que experimentaron entre sueños desde su llegada. Lo siniestro se les ha manifestado, como si el sueño fuera el único medio que les permitiese interpretar certeramente una realidad en la que se ocultan intencionalmente los crímenes. Así, el relato de conjunto de 2666 va introduciendo paulatina y musicalmente el tema de los asesinatos, creándose un efecto de crescendo desde “La parte de los críticos” hasta “La parte de los crímenes”. Sin embargo, en su inicio el relato no crea tanto un suspense acerca de estos asesinatos en serie cuanto un subrepticio clima de horror, realzado por alguna que otra descripción poética del paisaje que observan los europeos al llegar y ver el cielo del atardecer en el desierto como una enorme flor carnívora. En efecto, el enigma que intentan —y no pueden— resolver los críticos es el motivo de la presencia de Benno Von Archimboldi en Santa Teresa y su exacto paradero. Enigma que se resolverá, aunque no para ellos, al final de la novela. A la ironizada inocencia inicial de los académicos europeos ante la barbarie mexicana, la segunda parte o “Parte de Amalfitano” opone la percepción que de ésta tiene el profesor chileno Amalfitano, residente en Santa Teresa por azares de la desesperanza y de sucesivos exilios, en quien los críticos ven el “soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie.” Padre de una hija española por cuya vida teme, el melancólico Amalfitano es acosado por alucinaciones o pesadillas, perseguido en la alta noche por una voz que le interpela mientras deambula entre su cama y la cocina de su casa. Aterrorizado, vigila la calle donde aparece a menudo un coche Peregrino negro de vidrios polarizados, similar a aquellos que, en “La parte de los crímenes”, son señalados en muchos casos de desapariciones de muchachas. El recurso del motivo de la alucinación auditiva cobra de inmediato una negra comicidad, puesto que el relato se ciñe a la convicción del personaje, quien no cree estar soñando. Se inicia así una serie de fragmentos en los que Amalfitano dialoga con la voz en una suerte de trance que lo conduce del miedo a la dicha absoluta. Esta voz se 269

identifica como la del “Nono” o la del padre, inscribiéndose en la filiación masculina del profesor chileno. Voz de los valores de la masculinidad o voz del valor, se expresa cómica y satíricamente en un lenguaje machista u homofóbico, llevando sin embargo a Amalfitano a reafirmar sus principios éticos ante el horror circundante y a dominar su miedo sin negarlo. El teatro de la conciencia se torna farsa, restándose así toda solemnidad al debate ético que escenifica el relato. Confrontado al horror por enésima vez desde el golpe de Estado militar en Chile, Amalfitano, en unos raptos nocturnos y luego diurnos, es guiado hacia su valor y una absoluta lucidez. Se reconocerá en esa serie de fragmentos de gozoso humor negro la alabanza del valor, tratada aquí en tono bufonesco, que reitera una y otra vez la obra de Roberto Bolaño, reivindicando esa suprema cualidad para todo poeta, artista o creador que tenga sentido del honor de su vocación y oficio. Nuevamente, se desvía la atención y el suspenso del argumento realista de los asesinatos hacia la percepción de lo oculto por parte de un personaje visionario e intuitivo, aun cuando los miedos de Amalfitano, avezado al desciframiento de lo signos del terror ejercido por militares o policías y criminales, se fundan en indicios que pertenecen a la realidad. El suspenso se desplaza lúdicamente hacia la naturaleza — ¿alucinación?, ¿sueño?, ¿realidad?— de la percepción de Amalfitano, en una bifurcación del relato hacia un código onírico fantástico. Saludando en estos fragmentos lo que Breton definió como el “carácter bufonesco de la aventura nocturna”, el relato de “La parte de Amalfitano” también se entrega a una sátira de la chilenidad, como si aquí otro “Nocturno de Chile”, invertido, respondiera al delirio católico y ultraderechista del agonizante H. Ibacache de aquella otra novela. La noche oscura de Amalfitano lo lleva a una revelación o iluminación ética pese a su desencanto político y al eterno retorno de la barbarie. “La parte de Amalfitano” culmina y termina con un fragmento que relata un sueño también bufonesco y de claro sentido alegórico acerca de lo que el personaje evalúa como la terrible farsa que fue la historia del comunismo en el siglo xx. El profesor de filosofía chileno sueña con el “último filósofo comunista”, ebrio, gordo, tambaleante, impúdico. Figura grotesca, ese personaje onírico tiene los rasgos de Boris Yeltsin, que se desenvuelve en un escenario de letrina de color rojo intenso. De nuevo, como en los sueños de los críticos europeos, se asocian simbólicamente la sangre y la mierda en los elementos del decorado onírico, en una directa alusión a los crímenes cometidos al amparo del 270

comunismo de Estado y a “los basurales de la historia”, frase que, por lo demás, emplea el mamarracho soñado por Amalfitano. Sin embargo, el profesor chileno no experimenta su sueño como una pesadilla. Así, se afirma el efecto liberador del sueño que, en este caso, alcanza a expresar para el personaje una verdad histórica e ideológica con la escenificación humorística de la debacle del comunismo. La sutileza del recurso onírico como medio satírico para esa parte de 2666, que desempeña el papel de “novela filosófica” entre los múltiples subgéneros novelescos manejados en esta obra, permite introducir un comentario jocoso y (auto)crítico sobre la magia que, en otras partes, el relato parecería reivindicar como medio de conocimiento o iluminación en la tradición rimbaldiana: Entonces Borís Yeltsin miraba a Amalfitano con curiosidad como si fuera Amalfitano el que hubiera irrumpido en su sueño y no él en el sueño de Amalfitano. Y le decía: escucha mis palabras con atención, camarada. Te voy a explicar cuál es la tercera pata de la mesa humana. Yo te lo voy explicar. Y luego déjame en paz. La vida es demanda y oferta, u oferta y demanda, todo se limita a eso, pero así no se puede vivir. Es necesaria una tercera pata para que la mesa no se desplome en los basurales de la historia, que a su vez se está desplomando permanentemente en los basurales del vacío. Así que toma nota. Ésta es la ecuación: oferta + demanda + magia. ¿Y qué es magia? Magia es épica y también es sexo y bruma dionisiaca y juego. (291)

Si bien la magia parece equipararse aquí a cierto tipo de experiencia ontológica y poética, la metáfora de la “bruma dionisiaca”, que entra en su composición según la aparición onírica, hace eco a un comentario de Roberto Bolaño sobre el componente dionisiaco de la civilización contemporánea. El discurso satírico y panfletario que sostiene el escritor en su ensayo “Literatura + enfermedad = enfermedad”, incluido en El gaucho insufrible, opone con jocosa irrisión Dionisio a Apolo:

ENFERMEDAD Y DIONISIO […] Dionisio lo ha invadido todo. Está instalado en las iglesias y en las ONG, en el gobierno y en las casas reales, en las oficinas y en los barrios de chabolas. La culpa de todo la tiene Dionisio. El vencedor es Dionisio. Y su antagonista o contrapartida ni siquiera es Apolo, sino Don Pijo o doña Siútica o don Cursi o doña Neurona Solitaria, guardaespaldas dispuestos a pasarse al enemigo a la primera detonación sospechosa.

ENFERMEDAD Y APOLO 271

¿Y dónde diablos está el maricón de Apolo? Apolo está enfermo, grave.3

Con la extensión del campo de lo dionisiaco a las actividades políticas y sociales más comunes, la fe poética en la magia y en los paraísos artificiales o la bruma dionisiaca se ve parcialmente abjurada, precipitada en el abismo de la conjunción entre horror y belleza que la literatura permanentemente ha de conjurar a la vez que ejercer como exorcismo. Suerte de “Nuevo Malestar en la cultura”, “La parte de Amalfitano” encierra así uno de los contra discursos o discursos contrapuestos de 2666 acerca de los derroteros de la poesía y la literatura en su lucha contra el mal. En los diálogos nocturnos que sostiene Amalfitano con la voz que lo visita, ésta le expele despiadadamente: “No hay amistad, [dijo la voz,] no hay amor, no hay épica, no hay poesía lírica que no sea un gorgoteo o un gorjeo de egoístas, trino de tramposos, borbollón de traidores, burbujeo de arribistas, gorgorito de maricones” (268). Como en un juego de cajas chinas, se incluyen unos en otros los discursos y las verdades, los contra discursos y las contra verdades: la degradación de los valores morales y literarios, o la magia desvirtuada de las prácticas dionisiacas, se ven denunciadas con alegre saña gracias, precisamente, a la magia onírica que escenifica el debate. Así, el manejo novelesco del motivo de la alucinación auditiva, el trance o los sueños de Amalfitano acaba restituyendo un valor preeminente a esta magia —ficticiamente onírica, verdaderamente poética y literaria— capaz de imponer un discurso apolíneo entre carcajadas, de teatralizar a lo bufo el desencanto político y moral del nuevo siglo y de apostar de nuevo por “lo nuevo, lo que siempre ha estado allí”.4 1

Roberto Bolaño, 2666, Anagrama, Barcelona, 2004, pp. 289-290.

2

Arthur Rimbaud, “Lettre du Voyant” à A. P. Demeny: “Je dis qu’il faut être voyant, se faire voyant. Le poète se fait voyant par un long, immense et raisonné dérèglement de tous les sens. Toutes les formes d’amour, de souffrance, de folie; il cherche lui-même, il épuise en lui-même tous les poisons pour n’en garder que les quintessences. Ineffable torture où il a besoin de toute la foi, de toute la force surhumaine, où il devient entre tous le grand malade, le grand criminel, le grand maudit, —et le Suprême Savant!— Car il arrive à l’inconnu! Puisqu’il a cultivé son âme, déjà riche, plus qu’aucun! Il arrive à l’inconnu;

272

et quand, affolé, il finirait par perdre l’intelligence de ses visions, il les a vues!”. 3

Roberto Bolaño, “Literatura + enfermedad = enfermedad”, El gaucho insufrible, Barcelona, Anagrama, 2003, p. 143.

4

Roberto Bolaño, El gaucho insufrible, op.cit., p. 158. Comentario del final del poema “Le Voyage” de Baudelaire. Cf. El comentario de Rimbaud en la ya citada “Lettre du Voyant”: “En attendant, demandons aux poètes du nouveau —idées et formes. Tous les habiles croiraient bientôt avoir satisfait à cette demande : —ce n’est pas cela!”.

273

¿De qué hablamos cuando hablamos del mal? 2666 de Roberto Bolaño

274

Marcial Huneeus La novela 2666, a partir de un peregrino deambular por varios continentes y momentos de la historia del siglo xx, abre un cuestionamiento sobre el sustrato de violencia inherente al orden simbólico. A lo largo de las cuatro primeras partes, ocurre un progresivo descenso, desde la realidad ordenada, culta y progresista en que viven los cuatro críticos de Archimboldi, hacia el trasfondo residual de caos y horror, en que se despliega la abyección del crimen, el abuso y la violencia. “La parte de Archimboldi”, en tanto, permite vislumbrar la posibilidad de contrarrestar o, al menos, oponerse a un contexto de horror como el que se canaliza en la ciudad de Santa Teresa. Si bien los signos más claros de dicha violencia comienzan a presentarse una vez que Norton, Espinoza y Pelletier han emprendido su viaje a México, podemos observar la presencia de la abyección del crimen en ciertas dinámicas que surgen de la relación de los mismos críticos. Esto permite apreciar cómo el aburrimiento y el vacío personal pueden conducir a la violencia. Asimismo, analizamos algunos contornos de la variedad del mal que se despliega en “La parte de los crímenes”, pero no el mal en términos abstractos, con un carácter de excepcionalidad, sino como un mal básicamente humano (demasiado humano), ejercido por personajes que no alcanzan a advertir las dimensiones de sus actos. A partir de ambas lecturas, intentaremos construir una imagen de algunas de las temáticas que nos sugiere 2666. Pelletier, Morini, Espinoza y Norton, tras la figura de Archimboldi, buscan ocultar un vacío y soslayar un sustrato de aburrimiento. Ellos son un grupo de solitarios, salvo el peregrino hermano de la inglesa, su ex marido y su aparente amante Pritchard, no hay mención de ningún otro personaje que posea o haya poseído una relación afectiva con alguno de ellos. Bolaño nos escenifica un contexto global, en donde los cuatro críticos viven una realidad inmediata solipsista pero, al mismo tiempo, intercomunicada con el mundo. Gracias a los continuos diálogos telefónicos que entablan, desde sus distintos países, construyen la ilusión de una cercanía espacial y de conocimiento del otro. ¿Qué tiene de particular esta dinámica? El simple hecho de que esta comunicación es artificiosa, mostrando solo un aspecto de ellos mismos, lo que les permite ocultarse tras la imagen de Archimboldi. El escritor alemán llena un vacío en sus vidas, su figura no solo es la fuente del reconocimiento y la posición que han adquirido, sino que también es la excusa que les permite soslayar sus carencias. Sin Archimboldi, los críticos caen en el vacío. A tal grado llega esta situación 275

que, ante la categoría de escritor desconocido, no sólo llenan dicho vacío con el estudio de su obra, sino también con la búsqueda desesperada del propio Archimboldi. Pelletier y Espinoza en la visita que realizan a la casa de la señora Bubis, la dueña de la editorial de Archimboldi, comprenden el vacío que se esconde tras los libros. Por una parte, la señora Bubis no les da ninguna pista que los pueda ayudar a encontrar al escritor, lo que evidencia el terreno brumoso por el que se mueven y, por otra, les relata una conversación con un ex amigo suyo, crítico de pintura, sobre los dibujos de Grosz. A partir de aquel encuentro, la señora Bubis plantea su duda acerca de la posibilidad de una persona de conocer realmente a otra o a la obra de ésta. Ella se reía con los dibujos de Grosz, en tanto que el crítico se deprimía, pero ¿quién conocía a Grosz realmente? De este modo, la búsqueda de Archimboldi se desestabiliza en tanto que, por más que lo busquen no es posible aprehenderlo, solo pueden realizar conjeturas acerca de él. Junto con esto, tras la conversación con la señora Bubis advierten que sus lecturas de Archimboldi no podrán llenar sus respectivos vacíos: “Dicho en una palabra y de una forma brutal, Pelletier y Espinoza, mientras paseaban por Sankt Pauli, se dieron cuenta de que la búsqueda de Archimboldi no podría llenar jamás sus vidas. Podían leerlo, podía estudiarlo, podían desmenuzarlo, pero no podían morirse de la risa con él ni deprimirse con él” (47). De esta manera, los dos críticos caen en la melancolía, en el aburrimiento. Luego de esta revelación, Pelletier y Espinoza advierten el vacío que ya no pueden soslayar mediante la lectura, surgiendo el sexo o la pareja como una alternativa para evadir el aburrimiento. Así, ambos se dan cuenta de que están enamorados de Norton o, podríamos decir, se autoconvencen de que lo están. De forma paralela los dos críticos se convierten en amantes de la inglesa, con quien entablan una relación especular: “la relación entre Norton y el español a menudo era una copia fiel de la que mantenía con el francés” (66). Donde ninguno de los dos consigue acercarse a ella, asirla, incluso después de los encuentros eróticos sus respectivas conversaciones soslayan los temas personales encaminándose al ámbito académico. ¿Me conoces? Le pregunta Norton a Espinoza, a lo que él responde que no está seguro, pero que siente admiración y respeto por ella y por su trabajo como estudiosa y crítica de la obra archimboldiana. Los dos críticos, pese a su deseo de que Norton sea el centro de sus vidas, no logran construir vínculos, tienen un vacío por llenar, que ojalá sea llenado pronto, pero sin exponerse demasiado, sin develar la propia intimidad. Pelletier y Espinoza tienen 276

la necesidad de realizarse en el plano temporal, aspiran a un mundo ordenado y dulce, pero los medios para conseguirlo no son claros. De un modo vertiginoso la figura de Norton comienza a reemplazar el interés por Archimboldi o, más bien, a relegarlo a un segundo plano. Espinoza y Pelletier dejan de preocuparse tanto por su propio trabajo crítico como por el renombre creciente del escritor: “Archimboldi, que volvía a sonar como claro candidato al Nobel, los dejaba indiferentes” (Bolaño: 98), “la participación, ya no digamos el aporte de Espinoza y Pelletier al encuentro ‘La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo xx’ fue en el mejor de los casos nula, en el peor catatónica” (100), “Se olvidaron de Archimboldi, cuyo prestigio crecía a espaldas suyas” (110). La figura de Norton no solo se posesiona en el centro de sus vidas, sino que además va a desestabilizar la noción que poseen de ellos mismos. En un primer momento, la amistad se fortalece, dando paso a un autoconvencimiento de sus respectivos caracteres racionales. Tras conversar telefónicamente acerca de la encrucijada de compartir a Norton, descubren “algo que sospechaban, que daban por sentado, pero de lo que no estaban del todo seguros, es decir, que eran seres civilizados, que eran seres capaces de experimentar sentimientos nobles, que no eran dos brutos sumidos por la rutina y el trabajo regular y sedentario en la abyección” (62). Sin embargo, esta primera certeza se torna frágil tras el devenir de una serie de sucesos, que podríamos sintetizar en la primera ruptura de Norton con ambos, el distanciamiento entre Pelletier y Espinoza, la presencia de Pritchard, el fantasma del ménage à trois, y la golpiza al taxista paquistaní. Ahora bien, ¿qué significa estar sumido en la abyección? ¿Luego de estos sucesos, la mencionada certeza de Pelletier y Espinoza se desvanece? ¿Qué es la golpiza al taxista sino la constatación de que se encuentran en las antípodas de ser seres civilizados con sentimientos nobles? La primera ruptura de Norton dura tres meses, hasta que Pelletier y Espinoza deciden hacerle una visita sorpresa. Al bajarse del taxi que los deja en el frontis de su departamento, ven las sombras de ella y de Pritchard, produciéndose una curiosa escena en que ellos interpretan sus movimientos sin decidirse a subir. Hasta que Norton se acerca a la venta, abre las cortinas y mira hacia abajo, en palabras de Bolaño: “hacia el abismo” (91). Pelletier y Espinoza se encuentran en el abismo y no están allí precisamente para encontrar lo nuevo, sino que están en el abismo de un modo desesperado, mirando hacia la ventana de Norton, a quien ambos han transformado en su único salvavidas posible. Espinoza con un ramo de flores y 277

Pelletier con un libro de regalo, murmurando una cancioncilla que durará hasta avanzado el viaje a Santa Teresa: “sus balbuceos en clave que solo decían una palabra: quiéreme, o tal vez una palabra y una frase: quiéreme, déjame quererte” (100). ¿En qué sentido Norton es el salvavidas de ambos? ¿Acaso se están ahogando? La respuesta es afirmativa, se están ahogando en la rutina, el inconformismo, la abyección. Kristian van Haesendonck señala que “La abyección entraña en el ‘yo’, el sujeto, la incertidumbre —inconsciente— en torno a las fronteras de la subjetividad (o identidad). En suma: ambigüedad identitaria y miedo por situar las fronteras del ‘yo’” (39). Pelletier y Espinoza, al estar sumidos en la abyección, se enfrentan a una dificultad por delinear los contornos de sus identidades. Norton se presenta como el complemento, el sostén o el significante que otorgaría sentido a sus respectivas ambigüedades identitarias. Sin embargo, está el miedo de situar las fronteras del “yo”, por lo que Espinoza y Pelletier se sienten cómodos en esa incertidumbre, en ese espacio medio, en la ambigüedad. Cuando la visitan y le piden que reanuden sus encuentros, le plantean sus respectivos deseos de casarse con ella y la necesidad de que en algún momento ella se decida por uno, una decisión: “que ella podía tomar cuando quisiera, en el momento que más le acomodara, incluso no tomar nunca y postergarla y diferirla y retrasarla y dilatarla y prorrogarla y aplazarla hasta el lecho de su muerte” (95). Zizek postula que, a partir de las dinámicas del capitalismo tardío, ha surgido una: sociedad de la “no relación” en la cual toda forma estable de cohesión social se desintegra, en la cual el goce idiótico de los individuos es socializado únicamente en la forma de invenciones pragmáticas frágiles y cambiantes y de nuevas costumbres negociadas (la proliferación de nuevas formas improvisadas de cohabitación sexual en lugar de la matriz básica del matrimonio, etc.). (40-1).

En esta dinámica de relación entran los tres críticos. Más allá de que posean el deseo último del matrimonio, en la práctica no existe un camino delineado en esa dirección. Pelletier y Espinoza se mueven sin encontrar lo que buscan y sin encontrarse a ellos mismos. Tras la golpiza al taxista paquistaní, Norton vuelve a distanciarse de ambos y ellos se embarcan en una experiencia con prostitutas que termina instalándose en sus cotidianeidades: “Otros es posible que se hubiesen acostado con alumnas. Ellos, que temían enamorarse o que temían dejar de amar a Norton, se decidieron por las putas” (111). Ambos se aferran a Norton, a esa hipotética 278

relación o a esa no-relación, a ese “algo” ambiguo que está siempre en la elucubración, en un proceso de hacerse y deshacerse, pero que nunca llega ser del todo una relación. Pelletier y Espinoza aplazan el encuentro con ellos mismos, la delimitación de los contornos de sus respectivas identidades, mediante el goce idiótico, mediante esos encuentros sexuales frágiles y cambiantes, que les permiten eludir las dinámicas que implican una relación con otra persona. “A las putas —le dijo Espinoza la noche en que Pelletier le habló de Vanessa— hay que follárselas, no servirles de psicoanalista” (115). Este es el espectro de relación que les acomoda, un goce solipsista que les permite soslayar sus propias fragilidades. Retomando el tema de la abyección, resulta pertinente señalar que no se limita a ese estado de indeterminación tan propio de nuestra época, sino que asimismo encierra una oscura dinámica entre el goce y lo amenazante. En el “affaire” con el taxista paquistaní, estallan los deseos ocultos, la irracionalidad, la violencia y el placer. Durante el recorrido en el taxi, Norton, Espinoza y Pelletier, tres individuos modernos y progresistas, conversan distendidamente sobre temas que revelan el carácter liberal de su relación. El taxista, bastante más conservador que ellos, se da vueltas en su asiento y los mira por el espejo retrovisor, hasta que se pierde en las calles de Londres y, en su desesperación, compara la ciudad con un laberinto. Frase que despierta el interés de Espinoza, dado que sin proponérselo el taxista cita a Borges. Norton aclara que no solo está citando a Borges, sino que antes ya habían usado ese tropo Stevenson y Dickens. Este intelectualismo es la gota que rebalsa el vaso y despierta la ira del taxista, dando paso a una seguidilla de insultos en donde llama a Norton puta, zorra, perra y cerda, manifestando que es una mujer indecente e indigna. En tanto que Pelletier y Espinoza reciben los calificativos de chulos, macarras, macrós y cafiches. Frente a esta inesperada situación, los críticos hacen detener el taxi, pero como el paquistaní intenta cobrarles Espinoza se exaspera e inicia la golpiza. Indistintamente, Pelletier y Espinoza patean e insultan al taxista: “sin importarles en lo más mínimo que el asiático estuviera caído, hecho un ovillo en el suelo, patada va y patada viene, métete el islam por el culo, allí es donde debe estar” (103). En este acto de violencia y xenofobia se devela que no son, precisamente, los sujetos racionales y civilizados que pensaban. Sin embargo, esta golpiza no debe ser entendida solo como un acto de violencia, sino que dado el goce que les suscita entra en el terreno de la perversión, lo cual implica que forme parte del 279

imaginario de lo abyecto. El taxista es una voz censuradora, que encarna un discurso conservador que prohíbe el tipo de relación que poseen los críticos. Es probable que la conversación previa hayan rozado el tema del ménage à trois, y la reacción de ambos no sea solo una forma de paliar la injuria recibida, sino que también un enfrentamiento con sus propios resquemores: “Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante” (Kristeva, 7). El taxista no es la amenaza, la amenaza está en ellos mismos, él es solo el objeto en que canalizan sus propias dudas y temores. Una vez que se cansan de golpear al paquistaní, quien queda inconsciente en el suelo, sangrando por todos los orificios de la cara, los tres críticos permanecen en silencio, sumidos en la quietud más extraña de sus vidas: “Pelletier se sentía como si se hubiera corrido. Lo mismo, con algunas diferencias y matices, Espinoza. Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple” (103). El ménage à trois, finalmente, tiene lugar de esta extraña manera. Cada uno de ellos teniendo un goce que solo tangencialmente involucra a los otros. Al día siguiente, Pelletier y Espinoza tienen una conversación sobre la sensación que experimentaron mientras golpeaban al taxista: “Una mezcla de sueño y deseo sexual. ¿Deseo de follar a aquel pobre desgraciado? ¡En modo alguno! Más bien, como si se estuvieran follando a sí mismos. Como si escarbaran en sí mismos” (105). Esta sensación de estarse follando a sí mismos da cuenta de la realidad solipsista en que están encerrados. Sumidos en la abyección su animalidad se desborda, tanto desde el lado de la violencia como de la sexualidad, llegando al límite de la fragilidad de sus respectivas identidades. Tras mirar con calma el evento de la noche anterior, lo único que les preocupa es que la policía los busque y los aprese, no la salud del taxista. ¿Por qué esto los inquieta tanto? ¿Qué implicaría ser descubiertos? Implicaría perder lo único sólido que, en medio de la incertidumbre, han conseguido, es decir, el lugar de prestigio que gracias a su trabajo intelectual han ganado. La golpiza al taxista paquistaní es probablemente el único acto de libertad, si es que lo podemos llamar así, que Pelletier y Espinoza han realizado. Hannah Arendt, en La vida del espíritu, señala que en la experiencia humana son posibles dos tipos de libertad: la libertad política y la filosófica (478-9). La primera implica un yo-puedo. Es una libertad que está circunscrita a una comunidad, lo cual conlleva que es una libertad limitada, ya sea por los hábitos, 280

las costumbres, las leyes, una tradición o una memoria. Mientras que la segunda es un yo-quiero, en donde el individuo dialoga y reflexiona consigo mismo. Esta es una libertad no coartada por ningún tipo de restricciones, lo cual puede devenir en que su ejercicio sea un acto trasgresor de alguno o de todos aquellos elementos que limitan la libertad política. Dicho de otro modo, a partir de la libertad política es posible interpretar o conocer el mundo, en tanto que desde la libertad filosófica es posible cambiarlo. Pelletier y Espinoza siempre se han movido, y con gran destreza, en el ámbito de la libertad política, construyendo sus respectivas realidades desde esta matriz. Sin embargo, en este momento en que trasgreden lo que ellos mismos son, es decir, la identidad que han construido en el espectro de lo político, logran experimentar una sensación inesperada: la quietud más extraña de sus vidas. El problema es que este acto de violencia no es propiamente un acto de libertad filosófica, dado que no conlleva raciocinio, no forma parte del ámbito intelectivo, ni da cuenta del modo en que ellos visualizan el mundo, y, por supuesto, tampoco es un acto de carácter volitivo, es más, ninguno puede explicarse cómo es que llegaron a golpear al taxista. De este modo, nos encontramos con un tercer tipo de libertad, la cual a su vez también posee una potencialidad trasgresora. Eso sí, esta es una libertad instintiva: un yo-actúo, sin la mediación del pensar. Una libertad que podríamos llamar abyecta, mediante la cual es posible alcanzar el goce (no ya los goces idióticos), pero que es perversa y podría terminar por desdibujar los contornos de la identidad, con que nos desenvolvemos en el mundo simbólico. Pelletier y Espinoza paladean la trasgresión, la libertad, el goce. Por un momento cruzan la sutil frontera de la libertad política y lo que encuentran, si bien los sorprende, prefieren relegarlo y no darle más vueltas. Ellos se han adentrado en la abyección y los riesgos que conlleva no son menores. Si bien aquella quietud, que alcanzan tras su acto de libertad abyecta, les gusta, procuran no saber u olvidar ese pequeño affaire con el mal y, así, permanecer en el terreno de lo político, donde son vistos como individuos respetables y educados. “El tiempo, que todo lo mitiga, terminó por borrar de sus conciencias el sentimiento de culpabilidad que el violento suceso de Londres les había inoculado” (117). De este modo, vuelven renovados a sumergirse en su trabajo académico, en los viajes y en los placeres de la comida y la lectura. Si Pelletier y Espinoza, dos sujetos cultos, librepensadores, modernos y, además, beneficiarios de la sociedad de bienestar, pueden verse en la situación 281

de transgredir el ámbito de lo político desde la abyección, cabría preguntarse en qué medida la violencia puede surgir y desarrollarse en un contexto en que la mayoría de las personas están privadas de dichos beneficios socioculturales. Para adentrarnos en la variedad del horror, del descampado, que se despliega en “La parte de los crímenes”, resulta develador realizar una pequeña lectura del relato La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik. La condesa Erzébet Báthory es presentada como la asesina de 650 muchachas, en su gran mayoría sirvientas o jóvenes plebeyas de los alrededores. Desde los quince años se la describe causándole una serie de suplicios a sus sirvientas. Una vez que su marido muere, la condesa conoce a la hechicera Darvulia, quien la inicia en los juegos verdaderamente crueles, donde la tortura y la muerte se vuelven constantes. La receta que su hechicera le aconseja para no envejecer consistía en darse baños de sangre de jóvenes muchachas, en lo posible vírgenes. Sus asesinatos de mujeres no solo eran realizados con estos fines, sino que estaban teñidos por su perversión sexual, alcanzando por medio de ellos un placer que la lleva a complementar las torturas clásicas con nuevas formas de vejación. La leyenda de la condesa Báthory encierra la fascinación y el horror al mismo tiempo. Una mujer de extrema belleza, que a través del crimen sacia sus deseos sexuales y busca mantenerse joven. Las distintas versiones de la historia la presentan como una mujer con un vasto linaje, rica, inteligente, instruida, culta y políglota, emparentada con la más alta nobleza de Hungría y el rey de Polonia. La condesa encarna el vínculo entre el poder y la maldad, dada su alcurnia le parece un derecho la libre disposición sobre sus sirvientas y las campesinas. Una vez que se inician las investigaciones sobre los crímenes, la condesa no intenta negar las acusaciones: “declaró que todo aquello era su derecho de mujer noble y de alto rango […] Nunca demostró arrepentimiento. Nunca comprendió por qué la castigaron” (Pizarnik, 295). Erzébet Báthory no solo es la cara visible y la ejecutora del mal, sino que dados sus atributos es el mismo origen del mal. De este modo, ella pertenece a la concepción del mal que la tradición del pensamiento occidental ha construido, es decir, el mal entendido como algo demoníaco, racional y volitivo, donde quien lo ejecuta es una persona excepcional, totalmente fuera de la norma, un sujeto soberbio que pretende igualarse a Dios, en ningún caso servirlo. Esta excepcionalidad hace de Erzébet Báthory un personaje fascinante. Ella traspasa la libertad política y la filosófica, desplegando una libertad que hemos llamado abyecta, pero que en el caso de ella es más que eso, dado que al actuar 282

de ese modo su identidad no se ve amenazada, sino que se reafirma, se construye desde ahí. La condesa Báthory actúa sin ningún tipo de resquemor o complejos, la suya es una libertad absoluta, que deviene en el horror. Ahora bien, si intentamos buscar esta variante del mal en 2666, no la encontraremos por ningún lado. “La parte de los crímenes”, a diferencia de las otras partes, no tiene como protagonista a un personaje (o cuatro en el caso de los críticos) claramente identificable y con una historia personal, sino que el protagonista de esta parte es el oasis de horror, es decir, los distintos cuerpos de mujeres asesinadas, todo lo que rodea a los crímenes y la misma ciudad de Santa Teresa. De este modo, no hay un personaje que encarne el mal con un móvil determinado, como en el caso de Erzébet Báthory, sino que el mal se difumina. Como señala Amalfitano, todos están metidos en los crímenes (433), un todos que efectivamente involucra a cada habitante de Santa Teresa, ya sea por acción directa, comisión u omisión, dado que el uso de la fuerza y la crueldad se encuentra instalado en la cotidianeidad. Sin embargo, si somos más acuciosos podemos postular que ese todos, además de aludir a los ciudadanos de Santa Teresa, hace referencia al género humano. ¿De qué modo puede ser esto posible? A través de la indiferencia, de una subjetivación que genera cierta apatía hacia el entorno, donde las otras personas pierden relevancia, simplemente no se escucha ni se ve lo que ocurre alrededor. Un ejemplo claro de esto son los críticos, que recorren la ciudad viendo la confusión y el descampado, pero que no logran advertir el horror. Por otro lado, cuando los judiciales investigan los crímenes, los cuales por lo general quedan sin aclarar, es una constante que nadie haya visto u oído nada. El periodista Sergio González se sorprende de que en Ciudad de México las personas no sepan ni les interese saber de los asesinatos que ocurren en el norte (583). En “La parte de Archimboldi”, Ingeborg y Archimboldi le alquilan un cuarto, cerca de la frontera austriaca, a un campesino de nombre Leube, quien vivía solo pues sus dos hijos habían muerto en la guerra, en tanto que su mujer había muerto de pena, pero según la gente del pueblo Leube la había matado. En su momento, esta muerte les pareció rara y sospechosa tanto a los vecinos, como a los funcionarios que llenaron los papeles de defunción, pero nadie hizo nada por indagar más o aclarar sus sospechas. Finalmente, Leube termina confesándole a Archimboldi que él la había asesinado, arrojándola a un barranco (1045). De esta manera, también se advierte una violencia por omisión, encubrimiento, descuido o indiferencia, que involucra a todos en la medida en que no se interviene, se prefiere no saber, no haber visto ni oído nada. 283

Si la maldad y la violencia no la encarna una persona, con rasgos claramente identificables como la inteligencia, la soberbia o una motivación especial para el mal, sino que se encuentra repartida en la sociedad, podríamos aducir que estamos en un contexto social en que el mal se ha generalizado hasta perder su carácter de excepcionalidad. Nos encontramos, entonces, ante lo que Hannah Arendt denomina la banalidad del mal, es decir, un mal que no proviene de “firmes convicciones ideológicas ni de motivaciones especialmente malignas” (1984, 14), sino que tiene su origen en la falta de reflexión, no en la estupidez como se podría pensar. Los agentes de este mal no son personas excepcionales, sino sujetos del montón, campesinos, hombres celosos, policías que violan a las prostitutas, padrastros que se enamoran de sus hijastras y luego las violan y matan. En esta misma variedad del mal, solo que con más recursos y, dada la premeditación, un paso más adentro en la abyección, nos encontramos con narcotraficantes y hombres ricos que realizan brutales orgías, donde las mujeres son víctimas de vejaciones y abusos sexuales. Con esto no pretendo solapar la indudable existencia de crímenes sexuales, realizados con alevosía y con una violencia desproporcionada, donde el snuff movie es uno de los móviles sugeridos, el cual, en parte, es solo un desplazamiento de una violencia de la que participan todas aquellas personas que ven ese tipo de películas y están dispuestas a pagar altas sumas de dinero por verlas. Este contexto de violencia latente, en que las mujeres se vuelven víctimas potenciales de ella, se produce a partir de los usos y abusos de lo que Bourdieu entiende por dominación masculina, es decir, una dominación que al estar arraigada en el orden cultural carece de justificación, siendo admitida tanto por el dominador como por el dominado. La expresión más brutal de la dominación son los crímenes, pero sus rasgos se advierten tanto en los hábitos, como en las rutinas tácitas de la división del trabajo o en los rituales públicos y privados. De este modo, en las bases de la sociedad se encuentra instalada una violencia simbólica que se ejerce en un plano casi invisible o amortiguado incluso para las propias víctimas, haciendo que la relación de dominación aparezca como natural. Dice Bourdieu: El efecto de la dominación simbólica […] no se produce en la lógica pura de las conciencias conocedoras, sino a través de los esquemas de percepción, de apropiación y de acción que constituyen los hábitos y que sustentan, antes que las disposiciones de la conciencia y de los controles de la voluntad, una relación de conocimiento

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profundamente oscura para ella misma. (53-4).

Es decir, la dominación se encuentra inscrita en los cuerpos y para desasirse de ella se requiere más que el puro deseo volitivo de oponerse. Un ejemplo de esto es el caso de la periodista Guadalupe Roncal, quien se declara feminista pero, pese a sus ideas, se ve en la contradicción de pedirle a Fate que la acompañe a realizarle una entrevista al principal sospechoso de los asesinatos, dado que se siente más tranquila al ir con un hombre (378). Asimismo, manifiesta la dificultad de ejercer el feminismo en un país como México, donde a todas luces prima la dominación masculina y la violencia simbólica. La dominación tiene un carácter espontáneo e impetuoso y no es un tema que afecte exclusivamente a las mujeres, sino que también se ejerce sobre los hombres, lo que conlleva para el género masculino un imperativo según el cual debe constantemente estar revalidando su virilidad frente a los otros hombres. Este imperativo (categórico) deviene en que la violencia simbólica no solo se ejerza en un plano cultural, a nivel de restricciones, sino que además se adentre en el terreno de la agresión física: “la virilidad es un concepto eminentemente relacional, construido ante y para los restantes hombres y contra la feminidad, en una especie de miedo de lo femenino” (Bourdieu, 271). Un miedo que, como señala la doctora Elvira Campos, está muy extendido en México “aunque disfrazado con los ropajes más diversos. ¿No es un poco exagerado? Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de las mujeres” (478). Siguiendo esta lógica, podemos observar la matriz propicia para que ocurran los crímenes. Si estamos en un contexto machista en que los hombres son especialmente impelidos a revalidar su virilidad, se acentúa la violencia contra lo femenino. Junto con esto, este odio a lo femenino se ve incrementado con la independencia y la liberación sexual de la mujer, ocurrida durante la segunda mitad del siglo xx, que “con sus exigencias sexuales y sus capacidades orgásmicas vertiginosas […], se convierte para el hombre en una compañera amenazadora, que intimida y genera angustia” (Lipovetsky, 68). Si a todo esto agregamos que el escenario es una ciudad fronteriza, con una constante migración, dominada por la desigualdad que generan las maquiladoras extranjeras y por el narcotráfico, sin espacios propicios para la reflexión de los ciudadanos, el crimen se vuelve una constante. Cuando el periodista Sergio González entrevista a Yolanda Palacios, la encargada del recién inaugurado Departamento de Delitos Sexuales de Santa Teresa, ella le comenta que en esa ciudad violan alrededor de cuatro mil mujeres 285

al año, más de diez violaciones diarias: “Algunas violaciones, por supuesto, acaban en asesinato. Pero no quiero exagerar, la gran mayoría se conforma con violar y ya está, se acabó, a otra cosa” (704). Pese a la magnitud de los delitos, ella es la única persona que trabaja en dicho departamento, el cual poco o nada puede hacer. En parte porque los policías son iguales a los violadores y asesinos ocasionales. Poco después de que Lalo Cura comenzara a trabajar como policía, se encuentra con que en los calabozos sus compañeros estaban dando una fiesta que consistía en la violación sistemática de las prostitutas del local nocturno La Riviera, en donde una mujer había muerto presumiblemente a manos de alguna de ellas (502). En la conversación de unos jóvenes policías sobre la violación y asesinato de Silvina Pérez, se devela la violencia simbólica: “¿Cómo es posible, dijo uno de ellos, que Llanos la violara si era su marido? Los demás se rieron, pero Lalo Cura se tomó la pregunta en serio. La violó porque la forzó, porque la obligó a hacer algo que ella no quería” (549). Para esos policías es un derecho del marido forzar a su mujer a acostarse con él. La violencia simbólica está ahí, esperando, con la potencialidad de materializarse en cualquier minuto, como es el caso del asesinato que el policía Jaime Sánchez realiza sobre su pareja (624). En esta lógica, la violencia sobre las mujeres aparece como algo natural, que difícilmente puede ser cuestionado o mitigado. Esta maldad, al encontrarse arraigada en la cultura, pasa, en cierto modo, desapercibida, lo que equivale a decir que nadie la cuestiona porque ya forma parte de la normalidad. Salvo el elevado número de crímenes y, en ciertos casos la extrema violencia, esas violaciones y muertes no tienen nada de excepcional. Sergio González, en el proceso de investigación sobre los crímenes, entrevista a Florita Almada, la santa, a quien le pregunta sobre los asesinos que ha visto en sus visiones: “¿Cómo diría usted que son sus caras, Florita? Pues son caras comunes y corrientes” (714). Tras poco tiempo en la cárcel, Haas le vende su celular a un individuo que cumplía condena por la muerte de tres personas: “Era un tipo común y corriente, más bien chaparro” (608). Los agentes del mal no tienen nada de demoníaco, son sujetos del montón que canalizan un mal extendido, que proviene de la violencia simbólica de la dominación masculina. ¿Cómo detener este mal? Sin duda eso lleva tiempo y no es precisamente la policía, que está imbuida por él, quien puede hacerlo. Lo que se busca en Santa Teresa, sin embargo, son soluciones rápidas, que no contemplan lo que está en la raíz del problema, dando cabida al constante femicidio. En una conversación, Chucho Flores le explica a Fate el fenómeno de los 286

asesinatos de mujeres: “Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos. La gente también vuelve a hablar de ellos y la historia crece como una bola de nieve hasta que sale el sol y la pinche bola se derrite y todos se olvidan” (362). Luego el mexicano compara los crímenes con una huelga, que va y viene, pero que no tiene solución. La gente sale a protestar a las calles, pero la rutina los obliga a volver al trabajo y todo queda donde mismo. Nadie hace el gesto de cuestionar el contexto que permite que sigan ocurriendo los crímenes, de reflexionar en torno a los procesos de dominación y a los abusos de la violencia simbólica que hacen de Santa Teresa una máquina de muerte, sino que se espera que la policía de una buena vez dé con el asesino, un solo asesino que encarne el mal y libere de toda responsabilidad al resto. De este modo, la leyenda del asesino en serie crece. Haas encarna a ese personaje, pero él no es más que un chivo expiatorio, con quien se pretende llenar el vacío que van dejando los innumerables casos sin revolver de mujeres violadas, torturadas y asesinadas. Poco antes de que Haas entre en escena, los principales burócratas de Santa Teresa se reúnen en una cita privada a discutir las posibilidades de detener los constantes asesinatos de mujeres. La conversación se centra en un nuevo suceso: la firma del asesino en serie (tres víctimas habían sido encontradas con el pecho derecho amputado y el pezón izquierdo arrancado a mordidas). Prueba que sitúa la atención de las máximas autoridades en un solo sujeto que, con la seguidilla de crímenes, se habría ido perfeccionando: “el asesino en serie deja su firma, ¿entienden?, no tiene un móvil, pero tiene una firma” (589). Lo que la prensa y la población necesitan es la figura de un solo individuo que encarne la excepcionalidad del mal, un psicópata que actúe sin un móvil, un mal sin explicación, que exima de responsabilidad a las personas comunes y corrientes. No es verosímil que el asesino de todas esas muchachas sea un mexicano del montón, es por ello que la figura de Haas encaja en este mapa. A diferencia de los mexicanos nortinos, él es un sujeto excesivamente alto, de ojos azules, políglota y, según las versiones de la prensa más sensacionalista, emparentado con el narcotráfico y descendiente de una rica familia europea. Todos estos rasgos permiten construir el perfil de un asesino en serie, pero lo cierto es que sobre Klaus Haas no existe ni una sola prueba que lo incrimine fehacientemente en ninguno de los asesinatos. Sin embargo, la bola de nieve ya ha comenzado a crecer y no hay forma de que él pueda verse libre de cierta responsabilidad en los crímenes. El mismo Sergio González, que posee una 287

mirada crítica sobre las muertes de Santa Teresa, sospecha por el modo de mirar de Haas y por su sonrisa que “aunque él no fuera culpable de las últimas muertes, seguro era culpable de algo” (701). Tras salir de la cárcel, González descarta esa hipótesis porque no considera que él pueda juzgar a alguien, menos por sus ojos o su sonrisa. Sin embargo, ese pensamiento pasa por su cabeza. ¿Por qué se retrasa tanto el juicio de Haas? ¿Cómo siguen ocurriendo las muertes? Preguntas que quedan sin resolver, pero que con el paso del tiempo y con las autoridades manifestando en reiteradas ocasiones que el asesino en serie está en prisión van construyendo una imagen en que la inocencia de Haas se vuelve cada vez más cuestionable. Lo que se olvida con todas estas vueltas es que “La finalidad de todo proceso es hacer justicia y nada más” (Arendt, 2000, 383). Aquí lo que menos interesa es la justicia, más bien lo que se busca es acallar las muertes, dar respuestas que permitan ganar tiempo y centrar la responsabilidad en un solo culpable, en ningún caso solucionar el problema de los constantes asesinatos, tanto de los casos que se archivan sin resolver como de las muertes que día a día engrosan la lista de los crímenes. A partir del cuestionamiento por la excepcionalidad de mal, hemos revisado un tipo de violencia que está extendido en la sociedad, dado que la dominación masculina y el ejercicio de la violencia simbólica forman parte de la matriz cultural. Si bien los críticos poseen un lugar privilegiado en la estructura del orden simbólico (cuentan con una formación académica, reconocimiento y pertenecen a las principales ciudades de Europa), ellos, pese a sí mismos, incurren en una violencia que puede llegar a desestabilizar su pertenencia al ámbito de lo político. En la ciudad de Santa Teresa, una frontera del Tercer Mundo (una periferia del margen), la normalización de la violencia se ha desbordado. En ningún caso es un hecho anecdótico que ésa sea una ciudad industrial fronteriza, en donde priman las maquiladoras transnacionales, que se instalan allí por la cercanía con Estados Unidos y por la mano de obra barata. Tampoco lo es el hecho de que la gran mayoría de las víctimas de los crímenes sean obreras de las maquiladoras. Santa Teresa es una urbe que está concebida desde y para la desigualdad, el motor que la sostiene es la fuerza de trabajo barata, que debe mantenerse así para que las maquiladoras no busquen otros nichos donde sea más conveniente la explotación. Ahora bien, luego de haber realizado este par de entradas a 2666, cabe volver a preguntarse: ¿de qué hablamos cuando hablamos del mal? Bibliografía 288

Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 2000. __________. La vida del espíritu: El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales: 1984. Bolaño, Roberto. 2666. Barcelona, Anagrama: 2004. Bourdieu, Pierre. La dominación masculina. Barcelona, Anagrama: 2000. Van Haesendonck, Kristian. ¿Encanto o espanto? Identidad y nación en la novela puertorriqueña actual. Madrid, Iberoamericana: 2008. Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. México, Siglo xxi: 1988. Lipovetsky, Gilles. La era del vacío. Barcelona, Anagrama: 2008. Pizarnik, Alejandra. Prosa completa. Buenos Aires, Lumen: 2005. Zizek, Slavoj. Amor sin piedad: hacia una política de la verdad. Madrid, Síntesis: 2004.

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Textos e intertextualidades

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Fantasmas de poetas en algunos textos de Roberto Bolaño Chiara Bolognese A lo largo de su vida, Roberto Bolaño siempre declaró su total dedicación a la literatura, y a la poesía en particular. Ya desde sus comienzos en México, el autor bebió de numerosas escuelas y corrientes para su formación intelectual. Determinantes en este sentido fueron los poetas malditos franceses y los movimientos vanguardistas hispanoamericanos, cuya honda vocación rupturista junto a su misión de subvertir el canon literario de la época trazaron un camino que él también quiso recorrer. En particular, la literatura de Bolaño se caracteriza, entre otras cosas, por los constantes guiños a distintos autores y obras, a través de los cuales elogia o critica a las personalidades más destacadas del mundo literario del siglo xx. Esta veta metaliteraria del autor se hace manifiesta por medio de distintas estrategias entre las que destacan algunos episodios en los que Bolaño homenajea o refuta a algunos de sus antepasados, presentándolos como protagonistas de sus historias. Los cuentos y las novelas se desarrollan, pues, en un continuo fluctuar entre escritores “reales” —piénsese en los estridentistas y, en cierta medida también en Octavio Paz de Los detectives salvajes—, escritores ficcionales —sobre todo, Cesárea Tinajero y Archimboldi— y los escritores reales-ficcionalizados —entre ellos sus compatriotas Neruda, Parra y Lihn— en los que estas páginas van ahora a indagar. La incómoda sombra de Pablo Neruda y el magisterio de Nicanor Parra La relación de Bolaño con el poeta más reconocido de Chile es sumamente significativa. El autor en numerosísimas ocasiones mostró su aversión por quienes estaban social y universalmente apreciados, en particular en su país natal, y entre ellos se encuentra, naturalmente, Pablo Neruda. Bolaño le reprocha su actitud mesiánica y el haber trasladado a la literatura su compromiso político ya que, según él, el escritor sólo debería estar comprometido con la literatura.1 Asimismo, lamenta el hecho de que la literatura chilena girara siempre alrededor de él, puesto que lo que pasa es que no es tan así. Para mí el mayor poeta de Chile es Nicanor Parra y después de Nicanor Parra hay varios. Neruda, uno de ellos sin duda. Neruda es lo que

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yo pretendía ser a los 20 años, vivir como poeta sin escribir. Neruda escribió tres libros muy buenos, el resto, la gran mayoría, son muy malos, pero muy malos, algunos son verdaderamente infectos. Pero él ya vivía como poeta y no sólo como poeta, ejercía como poeta sol en Chile, como poeta rey.2

Estas palabras critican una cierta actitud narcisista que, a veces, mostraba Neruda. No obstante, cabe recordar que Bolaño apreciaba sinceramente Residencia en la tierra3, así como algunas obras menos conocidas, como Tentativa del hombre infinito4, y El habitante y su esperanza.5 Independientemente de estas opiniones expresadas en su mayoría en entrevistas o a través de las columnas de algunos periódicos, la ficción puede contribuir a aclarar ciertos aspectos de la posición del autor acerca de Neruda. El cuento “Carnet de baile” (de Putas asesinas) gira precisamente alrededor de eso. Neruda es presentado como un fantasma —uno de esos fantasmas de poetas que dan el título a estas reflexiones—, cuya fama y peso intelectual acechan al protagonista. El rechazo a Neruda, que nace también de la necesidad de liberarse de la angustia de las influencias de las cuales ya hablaba Bloom6, se hace manifiesto en este relato que lo desmitifica, convirtiéndolo en una persona incapacitada para hablar. Arturo Belano, que desempeña la doble función de narrador y personaje, empieza declarando que nunca se pudo explicar el desproporcionado éxito de Neruda. Le horroriza conocer el número de ejemplares vendidos de Veinte poemas de amor y una canción desesperada: aquélla era la edición conmemorativa de un millón de ejemplares. ¿En 1961 se había vendido un millón de ejemplares de los Veinte poemas o se trataba de la totalidad de la obra publicada de Neruda? Me temo que lo primero, aunque ambas posibilidades son inquietantes.(207)

La crítica continúa cuando Belano, haciendo implícita referencia a Confieso que he vivido, declara: “Lo confieso: no puedo leer el libro de memorias de Neruda sin sentirme mal, fatal. Qué cúmulo de contradicciones. Qué esfuerzos para ocultar y embellecer aquello que tiene el rostro desfigurado. Qué falta de generosidad y qué poco sentido del humor” (213-14). Le reprocha Bolaño a Neruda su conformismo, su pertenencia al mundo intelectual que él aborrecía: “Si Neruda hubiera sido cocainómano, heroinómano, si lo hubiera matado un cascote en el Madrid sitiado del 36, si hubiera sido amante de Lorca y se hubiera suicidado tras la muerte de éste, otra sería la historia” (215); tal vez si Neruda se hubiera parecido más a un poeta 292

maldito, Bolaño lo habría apreciado más. Sin embargo, a lo largo del cuento se pueden hallar ciertas ambigüedades en su opinión sobre Neruda. El narrador recuerda un episodio de su adolescencia cuando, discutiendo sobre la poesía chilena con su venerado maestro Jodorowsky —seguidor y amigo de Nicanor Parra—, se declaró admirador de Neruda: “Yo era por entonces un joven hipersensible, además de ridículo y muy orgulloso, y afirmé que el mejor poeta de Chile, sin duda alguna, era Pablo Neruda. Los demás, añadí, son unos enanos” (209). No obstante, el joven Belano no consiguió argumentar su convicción y, deslumbrado por la sabiduría de Jodorowsky, se echó a llorar.7 A la falta de competencia acerca de la obra nerudiana8, se añade otra laguna ya que el narrador, con una mirada retrospectiva, declara que, en la época, todavía desconocía la poesía de Parra y reconoce que pocos años después cambiaría de opinión: En 1971 leí a Vallejo, a Huidobro, a Martín Adán, a Borges, a Oquendo de Amat, a Pablo de Rokha, a Gilberto Owen, a López Velarde, a Oliverio Girondo. Incluso leí a Nicanor Parra. ¡Incluso leí a Pablo Neruda! […] Los poetas mexicanos de entonces que eran mis amigos […] se dividían básicamente entre vallejianos y nerudianos. Yo era parriano, en el vacío, sin la menor duda. (210)

El narrador reconoce también que aquella posición radical se debía más al deseo de colocarse en oposición a los demás, repartidos entre los distintos bandos de los poetas vanguardistas, que a una real preferencia literaria. Sin embargo, tan sólo dos años más tarde, su admiración por el antipoeta se hizo más fuerte y consciente, y la compra de dos textos suyos pasó a marcar también una importante etapa de la vida del narrador, la del regreso: “Llegué a Chile en agosto de 1973 […] El primer libro de poemas que compré fue Obra gruesa, de Parra. El segundo, Artefactos, también de Parra” (211).9 El antipoeta, por lo tanto, representa para Arturo la forma de reconciliarse con Chile y con su poesía, al igual que lo hace Bolaño, quien, durante una de las pocas vueltas a su tierra natal, declaró que a él le debía “no sólo mi poesía, sino también toda mi obra literaria” 10, ya que representaba “su atadura telúricaliteraria con Chile”.11 Así pues, el relato resulta ser un ajuste de cuentas con Neruda y un homenaje a Parra. Siguiendo en la lectura, se puede apreciar cómo la crítica a Neruda continúa. La ironía y la desmitificación culminan cuando Arturo pasa a recordar las visiones en las cuales Neruda se le aparecía como un fantasma, una sombra 293

que se deslizaba por los pasillos de su casa: Neruda hacía ruidos […], se quejaba, murmuraba palabras incomprensibles […] sus pulmones sorbían el aire del pasillo […] sus gestos de dolor y sus modales de mendigo […] fueron cambiando de tal manera que al final el fantasma parecía recompuesto […] A la tercera y última noche […] se detuvo y me miró […] intentó hablar, no pudo, manoteó su impotencia y finalmente, antes de desaparecer con las primeras luces del día, me sonrió (¿como diciéndome que toda comunicación es imposible pero que, sin embargo, se debe hacer el intento?)12

La afasia de Neruda muestra la necesidad por parte del joven escritor novato de liberarse del peso de su fama, de su poesía y, aún más, de su personalidad. Efectivamente, a este último elemento parecen hacer referencia las siguientes palabras: “¡Si Neruda fuera el desconocido que en el fondo verdaderamente es!” (215), con las cuales Arturo quiere sugerir que su éxito tal vez no es tan merecido como parece. Por otra parte, el narrador es consciente de que el mundial reconocimiento tributado a Neruda lo ha convertido en un símbolo imprescindible y, pocas líneas después, se pregunta: “¿como a la Cruz, hemos de volver a Neruda con las rodillas sangrantes, los pulmones agujereados, los ojos llenos de lágrimas?” (215-6). Neruda, pues, en la visión de Belano, desempeña unas funciones opuestas así como la cruz: por un lado, al igual que la meta de los peregrinajes, el poeta es el objetivo a alcanzar para los nuevos escritores; y por el otro, tal y como la cruz es un agravio en la vida de los hombres, Neruda lo es en cuanto modelo demasiado perfecto para las jóvenes generaciones de poetas chilenos. Tal vez ir a la cruz es ir hacia la muerte, de igual manera que la sombra de Neruda ahoga los nuevos intentos de hacer poesía. Es preciso destacar aquí, además, la referencia intertextual al poema de Parra “La Cruz”, de La camisa de fuerza: “Más temprano que tarde caeré / de rodillas a los pies de la cruz”.13 Si según Parra la religión representaba una camisa de fuerza que encarcelaba al hombre, para Bolaño esta función la desempeña Neruda, con su magisterio aplastante. La conclusión a la cual el narrador llega en su reflexión sobre la poesía y la ineludible influencia de Neruda, es que hay una estrecha relación entre el hecho de ser poeta y el estar loco. La previsión es que la estrella de Neruda seguirá brillando y oscureciendo a los demás poetas, quienes tendrán que vivir apartados de la sociedad, mientras sus obras se borrarán poco a poco: Cuando nuestros nombres ya nada signifiquen, su nombre seguirá brillando, seguirá planeando sobre una literatura imaginaria llamada literatura chilena […] Todos los

294

poetas, entonces, vivirán en comunas artísticas llamadas cárceles o manicomios […] Nuestra casa imaginaria, nuestra casa común. (216)

Estas palabras son un reconocimiento a la significación y al valor de la poesía de Neruda, al tiempo que sugieren el miedo y el sufrimiento que pueden sentir los poetas contemporáneos al no ser comprendidos por un mundo intelectual demasiado nerudizado. Esta situación lleva incluso al público a desatender y a olvidar a los demás escritores, que se convierten en productores de una “literatura imaginaria”. Neruda en el mundo de Nocturno de Chile Neruda está presente también en Nocturno de Chile. Es una aparición fugaz pero no por eso fútil, ya que a través de ella Bolaño describe precisamente los aspectos del poeta que menos le agradaban. El narrador, Sebastián Urrutia Lacroix, sacerdote, crítico literario del diario El Mercurio y mal poeta, es invitado a una cena en la mansión del señor González Lamarca, conocido en el mundo literario como Farewell.14 Aquí Urrutia encuentra a un invitado ilustre: Pablo Neruda. El cura no lo reconoce inmediatamente, y al principio sólo ve “una sombra oblonga como un ataúd” (23). Sólo más tarde se da cuenta de que esa persona era Neruda y se siente cohibido ante la idea de estar cerca del gran poeta: Allí estaba Neruda recitando versos a la luna, a los elementos de la tierra y a los astros […] musitando palabras cuyo sentido se me escapaba […] Y allí estaba yo, con lágrimas en los ojos, un pobre clérigo perdido en las vastedades de la patria, disfrutando golosamente de las palabras de nuestro más excelso poeta. (24)

El Neruda que aquí canta sus versos a la luna y parece un desquiciado es el Neruda poeta del amor contra el cual desataba sus invectivas Bolaño; asimismo, la invención del personaje de Urrutia Lacroix proporciona al autor la posibilidad de atacar el servilismo que adulaba a Neruda como “el más grande” (25). La crítica se hace aún más significativa por al hecho de que los lectores informados pueden reconocer en el cura, inseguro e hipócrita, una voz fundamental de la crítica chilena de la época.15 Éste, en su ambigüedad, llega incluso a sugerir una cierta superioridad del arte de Parra con respecto al de Neruda cuando declara: Enrique Lihn, el más brillante de su generación, Giaconi, Uribe Arce, Jorge Teillier, Efraín Barquero, Delia Domínguez, Carlos de Rokha, la juventud dorada. Todos o casi todos bajo el influjo de Neruda salvo unos pocos que cayeron bajo el influjo o más bien el magisterio de Nicanor Parra. (36, cursiva mía)

295

Esta novela también, al igual que el cuento que se ha analizado antes, hace una parodia de Neruda y del mundo cultural de la época que otorga el Nobel (63) a un desquiciado que canta versos sin sentido. Resulta también interesante la dicotomía entre la admiración por Neruda que manifiestan los invitados de Farewell, y la imagen, sugerida sutilmente, de un Neruda poeta romántico y un poco cursi, muy ensimismado en su papel de artista nacional. Incluso se hace alusión a una cierta hipocresía del poeta chileno, cuando el cura reflexiona que “hasta los poetas del partido comunista chileno se morían por que escribiera alguna cosa amable de sus versos. Y yo escribí cosas amables de sus versos” (70). En este comentario se sintetiza la crítica al poeta comunista que se vende por los elogios de un cura del Opus Dei, y que no puede dejar de evocar ciertos versos de Parra que sugerían un planteamiento análogo.16 Frente a los acontecimientos del mundo, y a la relación con la cultura oficial, el único que parece mantener una posición coherente e íntegra es otro protagonista —el joven envejecido— que no aprecia la poesía de Neruda, y es creador de una literatura, según Urrutia Lacroix, de bajo nivel y exagerada, compuesta sólo por “errancia […] peleas callejeras, muertes horribles en el callejón, la dosis de sexo que los tiempos reclaman, obscenidades y procacidades […] infierno y caos” (24). El joven envejecido se permite prescindir de elogios y de pertenencias al mundo de la cultura oficial, es más, parece tener como misión la de acosar al crítico más reconocido de su país. Este singular personaje, como Bolaño y como su maestro Parra, desempeña la función de desmitificar, una vez más, a las figuras consagradas de la crítica y de la literatura chilena.

Homenajes a Parra Tampoco Nicanor Parra puede sustraerse a ser presentado como un fantasma de escritor —un escritor real-ficcionalizado—, y es así que al fantasma de Neruda de “Carnet de baile” le corresponde el fantasma de Parra en el poema a él dedicado con el título “Los pasos de Parra”. Así empieza dicho texto: Ahora Parra camina Ahora Parra camina por Las Cruces Marcial y yo estamos quietos y oímos sus pisadas […] Llueve y nadie se moja

296

Excepto Parra O sus pisadas.17

Sin embargo, Parra no es un fantasma incapacitado para hablar, sino más bien un hombre cuyas pisadas se unen a las de los marginados, a “los sueños de generaciones / Sacrificadas bajo la rueda / Y no historiadas” (Los perros 85). Otra vez Parra y Bolaño están juntos, homenajeando a los más olvidados. Este poema hace referencia al encuentro entre Bolaño y el antipoeta que propició Marcial Cortés-Monroy y del cual el autor da razón en Entre paréntesis. Allí Bolaño cuenta que, al hallarse con su gran maestro, se pone en actitud de escucha de sus palabras. Parra aparece como una figura que, al igual que Neruda y, como se verá a continuación, Lihn, se mueve entre realidad y fantasía. Nicanor habla de literatura, de escritores de distintas épocas y de la vida, hasta que Bolaño refiere tener la sensación de estar cayendo en un pozo asimétrico, el pozo de los grandes poetas, en donde sólo se escucha su voz que poco a poco se va confundiendo con las voces de otros, y esos otros no sé quiénes son, y también se escuchan sus pasos que resuenan por toda esa casa […] pasillo arriba y pasillo abajo. (70)

Estas palabras muestran a Parra representado como una persona real, pero con algunos rasgos muy desdibujados que, tal y como en el poema citado antes, camina arriba y abajo en un desplazamiento repetitivo, recordando un poco la actitud que ya se ha evidenciado al hablar de Neruda. Luego Bolaño lo describe como “el poeta que duerme sentado en una silla, el galán que se pierde en un cementerio, el conferenciante que se mesa los cabellos hasta arrancárselos […] el eremita que ve pasar los años” (91), haciendo clara referencia a las palabras del mismo Parra cuando pregunta “¿Qué es un antipoeta: / […] un poeta que duerme en una silla?”18, o cuando amenaza “Contestad o me arranco los cabellos”.19 Es el Parra desacralizador y destructor de mitos, el que más homenajea Bolaño en estas palabras. El autor, en efecto, al igual que el antipoeta, quería desmitificar todas las certezas y mostrar el derrumbe de los valores, sin postular ningún gran relato alternativo20, a través de la creación de seres perdidos a merced del azar, marginales y marginados, grotescos y profundamente humanos.21 De las observaciones llevadas a cabo hasta aquí se puede concluir que 297

Bolaño era consciente del papel fundamental que había que reconocerle a Neruda en el ámbito de la literatura, pero se oponía al endiosamiento al que se lo sometió en su época. Un texto de Entre paréntesis parece zanjar definitivamente la cuestión, aclarando la posición del autor frente al panorama dividido entre nerudianos y parrianos. En “Una propuesta modesta”, Bolaño sugiere “hacerle una estatua a Nicanor Parra en la Plaza Italia, una a Nicanor y otra a Neruda, pero de espaldas” (85), una idea que, con un humor muy cercano al del antipoeta, subraya el hecho de que Neruda es efectivamente digno de una estatua en Santiago, pero no lo es tanto como Nicanor Parra, que es el sujeto de la estatua mejor. Bolaño con estas palabras parece pagar el tributo a sus dos grandes compatriotas y predecesores.

La presencia de Enrique Lihn Enrique Lihn también está presente —un nuevo fantasma de poeta— en la ficción de Bolaño. Esto ocurre en el relato “Encuentro con Enrique Lihn”, también de Putas asesinas, a lo largo del cual se percibe además una velada crítica al oportunismo y a la falsedad que caracterizaban el entorno de la joven poesía chilena. El texto consiste en un sueño contado por un narrador llamado Roberto Bolaño. La atmósfera muestra con precisión la realidad fantasmal en la que se mueve el poeta chileno, que ya está muerto tanto en el momento histórico como en el mismo cuento22. El poeta se le presenta a Bolaño en una situación que se tambalea entre ficción y realidad, como declara él mismo: “Al principio yo apenas lo podía reconocer, su cara no era la misma que aparece en las fotos de sus libros […] En realidad, Lihn ya no se parecía a Lihn […] Pero al mismo tiempo era Lihn (2178). El narrador está seguro de lo que dice ya que, tiempo antes, había tenido una intensa relación epistolar con Lihn, quien le ayudó a no dejar la literatura en un momento de profunda crisis personal y económica. Esta situación de escritor latinoamericano en Europa la experimentaron en la realidad tanto Bolaño como Lihn, y constituye un tema reiterativo de ambos. Tal vez sea éste el aspecto que más retoma Bolaño en su producción, junto con la voluntad de manifestar 298

siempre sus opiniones de forma directa y tajante. Y con estas palabras reconoce el narrador la imprescindible ayuda de Lihn: durante un tiempo […] me había carteado con él y sus cartas en cierta forma me habían ayudado […] cuando vivía encerrado en una casa de Gerona casi sin nada de dinero, ni perspectiva de tenerlo, y la literatura era un vasto campo minado en donde todos eran mis enemigos, salvo algunos clásicos […] y dar un paso en falso hubiera sido fatal. (218)

El narrador empezó a escribir a Lihn porque se sentía perdido y en una de esas cartas le comentó que “la literatura chilena, salvo dos o tres excepciones, [le] parecía una mierda” (219). A partir de esta afirmación, se trabó una profunda amistad entre los dos, puesto que, posiblemente, el comentario del narrador acerca de la literatura nacional, reflejaba la opinión de Lihn. El poeta chileno es descrito como un escritor-sombra, fusionado, al igual que Bolaño, con su literatura: un Lihn […] que se parecía a sus poemas, que se había establecido en la edad de sus poemas, que vivía en un edificio similar a sus poemas y que podía desaparecer con la misma elegancia y rotundidad con que a veces desaparecen sus poemas.(220)

En ese tiempo, Lihn apreció mucho los poemas de Bolaño, a quien puso entre los seis mejores poetas —“tigres” en palabras de Lihn— del futuro año 2000: “Los seis tigres éramos Bertoni, Maquieira, Gonzalo Muñoz, Martínez, Rodrigo Lira y yo”(219). Luego, sigue el narrador en su reflexión: difícilmente hubiéramos podido los seis ser algo en el año 2000 pues por entonces Rodrigo Lira, el mejor, ya se había suicidado […] Bertoni, hasta donde sé, es una especie de hippie que vive a orillas del mar recolectando conchas […] Maquieira leyó con cuidado la antología de poesía norteamericana de Cardenal y Coronel Urtecho, después publicó dos libros y se dedicó a beber. Gonzalo Muñoz se perdió en México […] Martínez leyó con atención el Duchamp des cygnes y luego se murió […] Más que de tigres, gatos […] Gatitos de una provincia perdida.(219)

Estas últimas palabras poseen una honda relevancia porque muestran que el narrador —y Bolaño a través de él— es escéptico acerca de su capacidad como creador, no se considera fuerte como un tigre, sino más bien se reconoce como perteneciente a un grupo de “gatitos”, derrotados ya de antemano, a pesar del aprecio que les brinda un poeta del valor de Lihn. A medida que la historia evoluciona, el narrador comprende que Lihn “sabía que estaba muerto. El corazón ya no me funciona, decía. Mi corazón ya no 299

existe”(221). Aun así, la situación no deja de parecerle surreal ya que “Lihn murió de cáncer, no de un ataque al corazón” (221). En efecto, Lihn encarna a otra figura de escritor que se mueve entre la realidad y la fantasía, al tiempo que le da consejos al narrador que está iniciándose en el oficio de la poesía. El hablante considera que la situación de la literatura chilena ha degenerado y que los jóvenes sólo pueden contar con el apoyo de Lihn, pero de un Lihn fantasmal que se está muriendo. El cuento representa el fracaso definitivo de la posibilidad de expresión: “Se acabaron los tigres, y: fue bonito mientras duró” (224), le dice Lihn a Bolaño cuando salen a pasear por una ciudad ausente. El cuento proporciona la imagen de un poeta que sufre la marginación y la incomprensión, a pesar de que la gente, hipócritamente, vaya a visitarle y busque su protección.23 Una situación análoga le tocó a su poesía, protagonizada por excluidos y, a su vez, también marginada e incomprendida a pesar de su valor, como lo reconoce en Estrella distante Bibiano, quien declara que “la poesía chilena […] va a cambiar el día que leamos correctamente a Enrique Lihn, no antes. O sea dentro de mucho tiempo” (26). Bolaño tributó también otro homenaje a Enrique Lihn en la novela Amuleto. Allí, el escritor propone un doble diálogo: uno entre su texto y un texto de Lihn, y otro entre él y su lector que tiene que ser su cómplice y entender las referencias implícitas que se hacen. Se trata, pues, de un reconocimiento a la veta lihniana más relacionada con la reflexión sobre el valor y la función de la escritura. La historia está relatada en forma de monólogo por la protagonista, Auxilio Lacouture, quien, encerrada en los baños de la unam durante la violación de la autonomía universitaria, se salva transcribiendo versos en el papel higiénico. Al recordar este episodio, años más tarde, la mujer concluye que la poesía la salvó: “porque escribí, resistí” (147), declara, en lo que se revela una clara referencia intertextual al conocido poema de Lihn que recita “Ahora que quizás, en un año de calma, piense: la poesía me sirvió para esto: no pude ser feliz […] / pero escribí”24. Y la analogía continúa, ya que tanto Auxilio como Lihn reconocen la profunda relación entre la escritura y la muerte: la mujer tira sus escritos al water y corre el riesgo de que el ruido la delate: “porque destruí lo escrito me van a descubrir, me van a pegar, me van a violar, me van a matar […] Ambos hechos están relacionados, escribir y destruir, ocultarse y ser descubierta” (147), y, de forma parecida, Lihn reflexiona en el libro citado: 300

Me condené escribiendo a que todos dudaran de mi existencia real, […] escribí y hacerlo significa trabajar con la muerte codo a codo, robarle unos cuantos secretos. […] Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo. (81-84)

Escritura, muerte e infelicidad representan las tres constantes del personaje de Auxilio, de Roberto Bolaño y de Enrique Lihn. Finalmente, cabe concluir que los escritores hasta aquí reseñados, enmudecidos, desquiciados o desdibujados, podrían hacer suyos los versos de Parra: Se me pegó la lengua al paladar Tengo una sed ardiente de expresión. Pero no puedo construir una frase. […] Tengo un dolor que no me deja hablar. Puedo decir palabras aisladas […] Estoy hecho un cadáver ambulante.25

Y es que incluso el verbo fracasa ante la imposibilidad de una lucha que sólo deja espacio para una vida de supervivientes. Bolaño propone, a través del balbuceo de estos personajes, una poética de la derrota y del silencio, que sucumbe, al tiempo que, tal vez, reacciona, al abismo que caracteriza la época actual. Bibliografía Alonso, María Nieves, 1989, “El espejo y la máscara de la antipoesía”, en Revista Chilena de Literatura, 33, pp. 47-59. Binns, Niall, 1999, Un vals en un montón de escombros, Bern, Peter Lang.

301

Bloom, Harold, 1977, La angustia de las influencias: una teoría de la poesía, Caracas, Monte Ávila. Bolaño, Roberto, 1996, Estrella distante, Barcelona, Anagrama. __________. 1998, Los detectives salvajes, Barcelona, Anagrama. __________. 1999, Amuleto, Barcelona, Anagrama. __________. 14 de abril de 2000, “Todo se lo debe a Parra”, en El Mercurio, p. 19. __________. 2000, Los perros románticos, Barcelona, Lumen. __________. 2000, Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama. __________. 2001, Putas asesinas, Barcelona, Anagrama. __________. 2004, Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama. Lihn, Enrique, 1969, La musiquilla de las pobres esferas, Santiago, Editorial Universitaria. Morales, Leonidas, 1990, Conversaciones con Nicanor Parra, Santiago, Universitaria. Neruda, Pablo, “Silencio”, 2000, en Fin de mundo, Obras completas III, Barcelona, Galaxia Gutemberg. Parra, Nicanor, 1969, Obra gruesa, Santiago de Chile, Editorial Universitaria. ___________ , 2001, Páginas en blanco, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca. VV. AA., junio—octubre 2005, “Cartapacio: Roberto Bolaño”, en Turia, 75, pp. 149-296.

1

Ambos autores trataron muy de cerca los diversos acontecimientos dramáticos de la historia y de su historia personal, pero lo hicieron de forma distinta: Bolaño se alejó mucho del poeta social y del matiz ideológico que caracterizó una buena parte de la obra nerudiana.

2

Eliseo Álvarez, “Roberto Bolaño: “Todo escritor que escribe en español debería tener influencia cervantina” (entrevista), en Turia, 75, junio-octubre 2005, p. 259.

3

El autor no dudó en reconocer el valor de algunas de sus obras fundamentales, y cuando Mónica Maristain le preguntó cuál era el mejor poema de Pablo Neruda, contestó con seguridad “Casi cualquiera de Residencia en la tierra” (Roberto Bolaño, 2004, Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, p. 333). En otra ocasión, Bolaño definió el de Residencia en la tierra como “probablemente el Neruda más alto” (Ibid., p. 154).

4

Calificado como fruto de “un Neruda juvenil y lleno de hallazgos” (Roberto Bolaño, ibidem).

5

Definido “un libro interesantísimo” (Ibidem).

302

6

Harold Bloom, 1977, La angustia de las influencias: una teoría de la poesía, Caracas, Monte Ávila.

7

Este episodio se cuenta también, enfocado desde el punto de vista de Perla Avilés, novia de Arturo, en Los detectives salvajes (pp. 164-165).

8

El narrador declara, además, que no sabe cómo pudo defender a Neruda, ya que tenía un conocimiento muy superficial de su poesía: “sólo había leído los Veinte poemas de amor (que por entonces me parecían involuntariamente humorísticos) y el Crepusculario, cuyo poema “Farewell” encarnaba “el colmo de los colmos de la cursilería, pero por el cual siento una inquebrantable fidelidad” (Putas asesinas, p. 210).

9

Ya en Estrella distante, Arturo B decía que este texto le encantó (p. 57). Una admiración, esa por los artefactos, que se ve reflejada en la forma de escribir de Bolaño, ya que éstos, en su objetivo de “tocar puntos sensibles del lector con la punta de una aguja, [para] galvanizarlo de manera que el lector mueva un pie, mueva un dedo o gire la cabeza” (Nicanor Parra, en Leonidas Morales, 1990, Conversaciones con Nicanor Parra, Santiago, Universitaria, p. 100) responden mucho a la idea de literatura que él profesaba.

10

Cfr. Roberto Bolaño, “Todo se lo debe a Parra”, en El Mercurio, 14 de abril de 2000, p. 19.

11

Ibidem.

12

Putas asesinas, p. 214. Tal vez en estas palabras se puedan ver algunas analogías con los versos del mismo Neruda: “tendría mucho que decir, / pero aprendí tanto silencio / que tengo mucho que callar” (Pablo Neruda, “Silencio”, 2000, en Fin de mundo, Obras completas III, Barcelona, Galaxia Gutemberg, p. 445).

13

Nicanor Parra, 1969, “La Cruz”, La camisa de fuerza, en Obra gruesa, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, p. 146.

14

Farewell es la transformación en la ficción literaria del crítico chileno Hernán Díaz Arrieta (Santiago de Chile, 1891-1984) que firmaba con el seudónimo de Alone —acerca de la elección del nombre es interesante subrayar que Alone significa a solas y Farewell significa adiós.

15

Este personaje es el trasunto ficcional y paródico de José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago de Chile, 1936). Cabe además destacar que Ibáñez Langlois escribió una obra titulada El marxismo, que tiene clara referencia en las clases de marxismo que el personaje de Bolaño imparte a Pinochet. Ibáñez Langlois ya había aparecido en Estrella distante con el nombre de Nicasio Ibacache y así era descrito por Arturo B: “anticuario y católico de misa diaria aunque amigo personal de Neruda y antes de Huidobro y corresponsal de Gabriela Mistral y blanco predilecto de Pablo de Rokha y descubridor (según él) de Nicanor Parra” (Estrella distante, p. 45).

303

16

Ahora bien, en el plano político / Ellos, nuestros abuelos inmediatos, […] Se refractaron y se dispersaron Al pasar por el prisma de cristal. Unos pocos se hicieron comunistas. Yo no sé si lo fueron realmente. Supongamos que fueron comunistas, Lo que sé es una cosa: Que no fueron poetas populares, / Fueron unos reverendos poetas burgueses (Nicanor Parra, “Manifiesto”, Otros poemas, en Obra gruesa, p. 165).

17

Roberto Bolaño, 2000, Los perros románticos, Barcelona, Lumen, pp. 83-84.

18

Nicanor Parra, “Test”, en 2001, Páginas en blanco, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, p. 250.

19

Nicanor Parra, “Discurso fúnebre”, en Ibid., p. 197.

20

Cfr. Niall Binns, 1999, Un vals en un montón de escombros, Bern, Peter Lang, p. 64.

21

La estética de Parra y la de Bolaño presentan muchos más aspectos comunes. Sus técnicas de escritura tienen afinidades, y lo dicho por María Nieves Alonso se pueden extender a la obra de Bolaño: “intenso diálogo textual […] la antipoesía no sólo remite a discursos exteriores sino a sí misma en un permanente proceso de autocitación, de autorreferencia […] en una evidente tentación incontrolable al proceso de la reescritura” (María Nieves Alonso, 1989, “El espejo y la máscara de la antipoesía”, en Revista Chilena de Literatura, 33, p. 47).

22

El narrador también, en la época del desarrollo de los acontecimientos, era consciente de eso, como revelan sus palabras: “por supuesto yo sabía que Lihn estaba muerto pero cuando me invitaron a conocerlo no opuse ningún reparo. Tal vez pensé en una broma de la gente que iba conmigo, todos chilenos, tal vez en un milagro. Lo más probable es que no pensara en nada” (Putas asesinas, p. 217).

23

Por eso en Entre paréntesis, Bolaño lo define como “un lujo inmerecido” (p. 88) para Chile.

24

Enrique Lihn, 1969, La musiquilla de las pobres esferas, Santiago, Editorial Universitaria, p. 81. Este texto es considerado por muchos críticos como el manifiesto de su poética.

25

Nicanor Parra, “Se me pegó la lengua al paladar”, Versos de salón, Páginas en blanco, p. 189.

304

Un bestiario transatlántico: reminiscencias de Kafka en la obra de Roberto Bolaño1 Ilse Logie

[…] que Kafka comprendía que […] los libros son caminos que no llevan a ninguna parte, y que sin embargo son caminos por los que hay que internarse y perderse para volverse a encontrar o para encontrar algo, lo que sea, un libro, un gesto, un objeto perdido, para encontrar cualquier cosa, tal vez un método, con suerte: lo nuevo, lo que siempre ha estado allí (Roberto Bolaño, El gaucho insufrible, 158). Les pregunté si habían visto algo raro durante el paseo. Todo es raro, me gritó el viejo mientras nos alejábamos en distintas direcciones, lo raro es lo normal, la fiebre es la salud, el veneno es la comida” (Ibid., 70).

La literatura y el mal En la mayoría de los estudios que han sido publicados sobre la obra de Roberto Bolaño, se hace hincapié en la formidable capacidad del autor chileno para convocar el mal, preocupación que aflora una y otra vez en su obra. Convencido de que su propia época era agónica, el epílogo de una orgía que había dado rienda suelta a fuerzas signadas por la destrucción, Bolaño delegaba su visión del mundo en narradores familiarizados con la experiencia del horror hasta rozar el límite de lo inefable. En su libro-bisagra entre dos siglos, 2666, de claro cuño apocalíptico, Bolaño captó lo oscuro hasta el estremecimiento al mostrarnos que en la caverna del feminicidio perpetrado en la imaginaria ciudad mexicana de Santa Teresa se escondía la cifra de nuestra era: en los asesinatos en serie estalla el universo concentracionario del siglo xx y se manifiesta la tendencia humana a provocar su propia devastación. Antes que mero espejo de la realidad circundante, la literatura debía ser, para Bolaño, herramienta de conocimiento, hilo de Ariadna en la búsqueda de la incorporación de lo político a registros narrativos que recuperan de otro modo complejas tradiciones universales. Habiéndose despedido de la dimensión 305

transcendente y metafísica de la escritura, con sus fuertes resonancias utópicas, Bolaño anteponía el arte a la vida sin por ello abdicar de las apuestas éticas. Contrariamente a los movimientos vanguardistas, por los que se sentía permanentemente atraído, Bolaño no estetizaba la política recurriendo al viejo ritual mágico, tal como lo hacía el Manifiesto de Marinetti, cuya afinidad con el fascismo fue revelada por Walter Benjamin; no abrazaba el proyecto radical de su propio personaje Carlos Wieder en Estrella distante, sino que se preguntaba, a través de sus narradores, cómo relatar el derrumbamiento del viejo ideal humanista y cómo poner en escena la antigua y contagiosa seducción ejercida por el mal. Uno de los clásicos acerca de la relación entre la literatura y el mal es el estudio que escribió Georges Bataille en 1957, La littérature et le mal. Su lectura nos ofrece una buena perspectiva de las discusiones sobre ética y cultura, precisamente porque vislumbra en la literatura una vía de acceso al pensamiento de lo imposible y porque la concibe como forma de indagación. Si para la política la ética es o debería ser un principio subyacente, en el arte no lo es ni debería serlo por definición, ya que el arte cuenta con dimensiones similares a las que ostenta el principio del mal: posee soberanía, característica que le permite transgredir los valores morales y epistemológicos. La figura del mal, tal como la analiza agudamente Bataille, equivale a la idea del exceso, del derroche, de la desmesura, a lo indómito que habita en las pasiones que se alcanzan a través de procesos de desencadenamiento como el impulso erótico, ciertas formas de rebelión política, o la escritura cuando reviste formas radicales como en Memorias del subsuelo de Dostoyevski, Una temporada en el infierno de Rimbaud u Obsesión de Jelinek. El pensamiento de Bataille es esencialmente paradójico: el mal que se vincula con la muerte es, de alguna manera, un fundamento vital del ser, un brote de energía. Bataille sostiene que sólo en la suprema conmoción del enfrentamiento con la angustia de la muerte hay oportunidad para la verdad. A lo largo del siglo xx, el mal se ha extendido como una mancha de aceite y, a medida que se fue alejando del sacrificio, cuyo fin último seguía siendo el bien, se ha introducido en el núcleo del arte. El mal que le interesa a Bataille es el mal puro, el maleficio, el sadismo que goza con la destrucción contemplada, que rompe de forma brutal el equilibrio entre las dos fuerzas adversas de la realidad humana: la razón, el bien que hace la vida posible al establecer normas y posibilidades, en definitiva la ley, y una tendencia opuesta, irracional, llámese 306

deseo, instinto, desenfreno de la imaginación y de los sentidos… que representa el mal y que exige la transgresión de la ley, la “parte maldita” que el hombre debe reprimir para garantizar la supervivencia de la especie, pero al precio de perder la soberanía. Para recuperarla se abren varias vías, siendo la creación artística una de ellas. En lo que concierne a la literatura posromántica, Bataille le atribuye un potencial (auto)destructivo, ya que el mal no sólo se manifiesta en ella como tema, sino también como condición de producción que reside en su corazón. En su estudio La littérature et le mal, Bataille aborda en ocho ensayos el mal y lo demoníaco, que tanto abundan en las obras de arte. Dedica cada ensayo a la obra de un autor y el séptimo gira en torno a la figura de Franz Kafka, que ya en su día intuía y describía la fuerza disolutoria del mal. En la hipótesis de Bataille, Kafka no sienta en el banquillo de los acusados al arte, sino a la vida, invirtiendo los términos. Los relatos obsesivos de Kafka, que ponen en entredicho a la burocracia y a la seudojusticia, deben ser interpretados a partir de un rechazo visceral de la “actividad eficaz”, encarnada por la figura paterna, y elevada al rigor de un sistema sofocante basado en la razón. A esta actividad Kafka opone otra actividad intransigente y propiamente autonómica, pero sumamente inútil según la ley del padre: la escritura. Sin embargo, esta concepción a primera vista persuasiva de la literatura como portavoz del mal reprimido resulta insatisfactoria. No establece conexión con el poder totalitario ni arroja luz sobre los enigmas que el siglo xx ha propuesto a la razón histórica, como el nazismo. No explica por qué el mal, que siempre ha estado allí, se tolera cada vez más hasta confundirse con la ley, una ley que se hace injusta, se convierte en perversión y se constituye en violencia infligida a la razón, que ya no protege al ser humano ni garantiza la continuación de la especie, sino que la aplasta sin rendir cuentas del mal como agujero negro político que atrae y devora a la humanidad. Aunque la biografía de Kafka empuja a la tentación de caer en su mito personal, su escritura debe ser vista asimismo como cuestionamiento de las relaciones de poder, sobre todo cuando funciona como hipotexto en la literatura de Bolaño, que privilegia las dotes visionarias de su predecesor praguense y su aplicabilidad a la sociedad contemporánea. Así, en el fragmento 31 de Tres, “un paseo por la literatura”, Kafka aparece retratado asistiendo impasible al apocalipsis: “Soñé que la Tierra se acababa. Y que el único ser humano que contemplaba el final era Franz Kafka. En el cielo los Titanes luchaban a muerte. Desde un asiento de hierro 307

forjado del parque de Nueva York Kafka veía arder el mundo”.2 Y en 2666 Bolaño pone en boca de su personaje, el señor Bubis, palabras de índole análoga: “[…] si apareciera un nuevo Kafka […] yo me echaría a temblar”.3 Pero vayamos por partes. En primer lugar, destacaremos lo que comparten los proyectos de Bolaño y de Kafka, centrándonos en un ejemplo concreto: la reescritura paródica de “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”, realizada en “El policía de las ratas” (El gaucho insufrible). La refuncionalización del sustrato kafkiano y su adaptación a un entorno posdictatorial nos obligan a ir más allá de las interpretaciones propuestas por Bataille. Ahora bien, en busca de modelos que puedan esclarecer esta cuestión, juzgamos oportuno presentar las tesis provocativas del filósofo italiano Giorgio Agamben, que ponen el dedo en la llaga de coherencias monstruosas en el seno de las culturas occidentales. Tratando de profundizar en las causas del nazismo, Agamben se interesa por la categoría de soberanía y mantiene al respecto un discurso particularmente atrevido, de índole más histórico-filosófica que historiográfica. En sus estudios Homo Sacer I, el poder soberano y la nuda vida y Homo Sacer III, lo que queda de Auschwitz (1995 y 1998, respectivamente, para la publicación original), Agamben sostiene que el holocausto no es una realidad incomparable y hace del campo el paradigma de acercamiento a la situación contemporánea, en la medida en que ésta se caracteriza por la inclusión de una manera cada vez más directa de la vida biológica dentro del orden del poder, inclusión que para Agamben constituye la esencia misma de todas las formas del poder político en Occidente.

Varias veces Kafka La insistencia con que Roberto Bolaño remite a Franz Kafka no se debe exclusivamente a la admiración que siente por la obra del precursor checo, por mucho que la califique como “la más esclarecedora y terrible (y también la más humilde) del siglo xx”4, sino también a la intensa identificación existente entre sus biografías. Como es sabido, las vidas de los dos escritores discurrieron por derroteros paralelos: para ambos, la literatura se practicaba con frenesí como estrategia para combatir la enfermedad mortal de la que estaban aquejados (Kafka de tuberculosis, Bolaño de insuficiencia hepática). El ensayo “Literatura + literatura = enfermedad” (El gaucho insufrible, 135-158) termina con una lacónica pero muy significativa nota sobre el paradójico alivio que los primeros síntomas de tuberculosis provocaron en Kafka al permitirle abandonar su trabajo 308

en la burocracia: “Cuenta Canetti en su libro sobre Kafka que el más grande escritor del siglo xx comprendió que los dados estaban tirados y que ya nada le separaba de la escritura el día en que por primera vez escupió sangre”.5 Kafka prefigura a Bolaño en más de un concepto. Para empezar, en su actitud absolutista ante la escritura. En Kafka se cumple el mandamiento nietzscheano de “escribir con sangre”. Todo lo que obstruía o impedía su dedicación plena a la literatura era considerado un estorbo. Supo como nadie que la literatura básicamente es un oficio compulsivo y peligroso, que consiste en “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío”.6 No nos sorprenden, por tanto, las huellas de Kafka en la obra de Bolaño, quien suele imprimir, eso sí, inesperados y retorcidos giros intertextuales a situaciones narrativas o a personajes kafkianos. Raramente son fortuitas semejantes reminiscencias, ya que es sabido que la producción de Bolaño funciona como un enorme sistema interconectado, cuyos procedimientos de transtextualidad establecen hilos que unen y proyectan una estructura mayor. Así, el personaje más conocido de Kafka, el escarabajo Gregor Samsa de La metamorfosis, se reencarna, aunque en cuerpo ausente, en el relato “Sensini”, recogido en Llamadas telefónicas. Por otra parte, y como ha observado Gonzalo Garcés7, en la despiadada crítica de la institución literaria que es la novela Nocturno de Chile, el padre Sebastián Urrutia Lacroix, cura del Opus Dei con vocación de crítico literario, experimenta una fuerte sensación de déjà vu cuando dos hombres misteriosos irrumpen en la habitación donde se dispone a desayunar (102-103). Le hacen una propuesta delicada que él difícilmente puede rechazar, como sugieren en un tono amenazante, mientras se toman el desayuno: pretenden que dé clases de marxismo al general Augusto Pinochet como servicio a la Patria. La escena recuerda el comienzo de El proceso de Kafka, donde un hombre es acusado y detenido sin que nadie le informe de los cargos que se le imputan, lo cual desencadena toda una maquinaria aterradora. Los dos extraños al final terminan comiéndose también el desayuno del protagonista K. Pero el homenaje más explícito a Kafka se titula “El policía de las ratas” y figura en el volumen de relatos de publicación póstuma El gaucho insufrible. Su personaje principal y narrador es sobrino de nada menos que de Josefina la Cantora, eje de “Josefina la Cantora o el pueblo de los ratones”, inquietante parábola de Kafka sobre la recepción de la obra de arte. Pertenece a una serie de relatos escritos en los últimos años de su vida (1923-1924), protagonizados y narrados por animales. Según la crítica, estos escritos breves expresan la 309

quintaesencia del pensamiento del escritor praguense, de su concepción siniestra del mundo y de la sociedad. “Josefina la Cantora” es narrado por un miembro del pueblo de los ratones que hace gala de un notorio escepticismo. Nos cuenta que su pueblo, siempre apremiado, lucha por la subsistencia en un entorno hostil, pero deja de lado todas sus tareas y abandona su carrera, irresistiblemente atraído por el peculiar canto de Josefina, a pesar de que todos lo consideran un chillido casi molesto. La comunidad de los ratones se apiña, pues, en torno a la cantante con una actitud de respeto inversamente proporcional a la conciencia que tiene de la extrañeza de su arte, de la arrogancia que emana de su actitud. Nadie parece entender a Josefina, es una outsider total aunque su comunidad finge quererla y hasta compadecerla. Creyendo en el poder salvador de su canto, que juzga imprescindible para su pueblo, Josefina exige cada vez mayores privilegios. Finalmente, ella desaparece sin dejar rastro. Al principio el pueblo la espera, pero pronto queda olvidada sin que los suyos la echen mucho de menos. A fin de cuentas, el arte no rebasa el estatuto de simulacro que a la larga se derrumba como un castillo de naipes. La alegoría de Kafka ha sido leída de diversas maneras, entre otras como el planteamiento en toda su crudeza de la (dis)función social del arte o como la puesta en escena del artista, aquí Josefina, portavoz de una época nueva en la que el derrumbamiento final del proyecto ilustrado se vio anunciado por una serie de tentativas de infrahumanizar o sobrehumanizar al hombre. No olvidemos que Kafka redactaba su “Josefina” cuando Heidegger incubaba Ser y Tiempo y cuando se producía el fracaso del primer golpe de Hitler, en 1923, que anticipaba el dominio del totalitarismo sobre Europa. En un nivel más profundo, “El policía de las ratas” evoca asimismo ecos de otro eminente relato de Kafka, inconcluso esta vez, de la misma época, “La madriguera” o “La construcción”, en torno a la figura de un topo que trata sin cesar de mejorar y apuntalar su guarida. Está orgulloso de lo que ha logrado, ya que ha satisfecho sus necesidades vitales y de resguardo en su cueva, hasta que un pequeño ruido lo saca de su tranquilidad y la repetición continua pero tenue de éste le hace sentirse inseguro y cada vez más desesperado. Al suponer que se trata de un agresor, trabaja febrilmente para protegerse de un inminente ataque, intuyendo sin embargo la inutilidad de sus esfuerzos. La obra con la que se identifica resulta un refugio ilusorio y se da a entender que el animal narrador de “La madriguera” terminará por hundirse en el laberinto de su propia 310

construcción. Hablando de la construcción de un lugar seguro, al abrigo de toda eventualidad, pero que acaba siendo una trampa de la que no hay modo de escapar, Kafka nos pone en la pista, prematuramente, de los riesgos de la política moderna. Advierte que la modernidad y sus derivados políticos, pensados para poner coto a la inseguridad animal y garantizar el ejercicio de la libertad, pueden convertirse en trampas tan bien blindadas que ni la libertad es ya posible. Prefigura una idea aparentemente excesiva sobre la que volveremos al final: la de Giorgio Agamben, según la cual el campo sería un símbolo de la política porque ya no hay exterior al campo, sino que todos, víctimas y verdugos, detentores del poder y oprimidos, todos estamos dentro, aunque con discursos distintos.

Un bestiario posmoderno Ahora bien, si los intertextos de Kafka echan luz sobre la obra de Bolaño, lo hacen sobre todo por su modo de operar en el nuevo entorno que difiere del funcionamiento original, lo hacen por lo que hoy pueden significar. A través de su relectura, Bolaño confiere contemporaneidad a uno de los monstres sacrés del canon occidental del siglo xx, del que extrae una formulación de elementos para la poética del siglo xxi. Con este gesto audaz, convalida un proyecto de escritura en el que desde el principio ha dominado la reflexión acerca de la literatura y del sistema literario. En “El policía de las ratas” Bolaño recupera las dos fábulas de Kafka arriba mencionadas con toda su carga simbólica, siguiendo las pautas del género policíaco y reorientando la trama en una dirección detectivesca. Pepe el Tira, el policía de las ratas, es un roedor solitario que patrulla las alcantarillas y galerías subterráneas de su comunidad para indagar una serie de misteriosos asesinatos. Nadie le impuso la tarea, sus jefes incluso le han ordenado que se olvide del caso, cuya solución esconde una terrible revelación. Desde el principio, el policía de las ratas sospecha que el asesino que busca no es una comadreja ni una víbora, ningún depredador de fuera, sino una rata, y que las ratas son capaces de matar a sus congéneres y no por hambre (no comen a sus víctimas) sino de una manera gratuita e incluso sádica, por placer o capricho o en aras de un vago concepto de “libertad”, justificándose con “palabras que eran ideas o pictogramas, palabras que reptaban por el envés de la palabra libertad como el 311

fuego repta, o eso dicen, por el otro lado de los túneles, convirtiendo éstos en hornos” (798), en clara alusión a los crematorios. Cuando por fin consigue desenmascarar a la rata culpable, Héctor, Pepe se encuentra con un torturador que amordaza a sus víctimas y que ha matado de hambre a un bebé tal vez porque quería “presenciar el proceso de la muerte desde el principio hasta el final, sin intervenir o interviniendo lo menos posible” (84). La transgresión de las reglas que rigen la comunidad y aseguran su supervivencia (ratas que matan ratas) perturba profundamente a Pepe9. Su descubrimiento causa gran alarma entre sus superiores, que le prohíben terminantemente hablar del caso con nadie y prefieren continuar como si nada. Tal como temía Pepe, una vez que hubo identificado y eliminado a Héctor10, todo sigue igual y sacan enseguida su cadáver de la morgue, exactamente como lo predijo el asesino en tono burlón: “¿Crees que deteniéndome a mí se acabarán los crímenes? ¿Crees que tus jefes harán justicia conmigo? Probablemente me despedazarán en secreto y arrojarán mis restos allí donde pasen los depredadores” (81). A pesar de que la colonia de ratas ha vivido una experiencia colectiva desestabilizadora, no saca consecuencias para que aquello no se repita, sigue adelante indiferente y hasta cómplice. Tal vez esta indiferencia, al sacar a la luz la persistencia de una lógica despiadada, constituya la mayor perversidad, al tiempo que excluya cualquier perspectiva de redención, contrariamente a lo que ocurre en los relatos apocalípticos “clásicos”. Como se desprende de este resumen, la versión que Bolaño realiza de “Josefina la Cantora” y de “La madriguera” radicaliza los modelos kafkianos reinterpretándolos a la luz de las catástrofes políticas que han acontecido mientras tanto, catástrofes de la envergadura del Tercer Reich, de la represión estudiantil en Tlatelolco (Amuleto) y del 11 de septiembre de 1973 en Chile (Estrella distante, Nocturno de Chile), y los fenómenos de la devaluación de la vida humana y de la desarticulación de las comunidades ciudadanas que conllevan. Lo que en Kafka se sitúa en el plano de la angustia profética se ha vuelto historia y triste realidad para la generación de sobrevivientes latinoamericanos de los años 70 y la posterior diáspora de los 80 a la que pertenece Bolaño. La desaparición de Josefina a raíz del cortocircuito entre la cantante y su comunidad, que tiene lugar al final del relato de Kafka, aún podía ser considerada una retirada. Cuando el joven Eustaquio, que tenía la “peculiaridad” de componer y declamar versos, muere asesinado en “El policía de las ratas”, se trata sin lugar a dudas de una eliminación deliberada que, junto 312

con otras parecidas, ocupan el centro del relato. De la misma manera, la amenaza que se cernía sobre el futuro del topo de “La madriguera” se ha cumplido en la versión de Bolaño y el animal protagonista ha perdido la contienda con el intruso. El mundo de Kafka, poblado de hombres perplejos y pasivos que viven fuera del tiempo, sólo se corresponde en parte con el universo de Bolaño. El visionario Kafka no habla de la guerra moderna en sí, sino de la constelación que la determina: el acoplamiento de la técnica y de la barbarie, el fracaso europeo para detener la catástrofe que tiene sus orígenes en las contradicciones del proceso civilizador, la insensatez de la burocracia y su expresión definitiva en el Estado totalitario. Bolaño también omite el discurso explícitamente histórico y político, pero con una diferencia capital. Su obra posee una dimensión retrospectiva, se configura como distopía posapocalíptica. Muestra que las premoniciones han sido plenamente concretadas, que el mal ha amaestrado al mundo de forma irreversible y sostiene que el manicomio llamado Latinoamérica “es lo más parecido que haya a la colonia penitenciaria de Kafka”.11 Chile conoció la revolución, los interrogatorios, el golpe de Estado, la noche de la dictadura, los sótanos de tortura comparables a las cloacas por las que vaga Pepe; por ejemplo, el de la pareja María Canales y su marido Jimmy en Nocturno de Chile, situación agravada por el absurdo propósito de María de continuar su obra literaria en el mismo emplazamiento donde antes operó la tortura. Desde un punto de vista ético el silencio es más peligroso aún que las palabras, como el que reinó durante la dictadura de Pinochet sobre los desaparecidos, el silencio de tantos intelectuales enmudecidos por el miedo y por su colaboracionismo cómplice con el terror.12 El relato de Bolaño descansa en la estructura policíaca, pero la supera al tematizar como objeto de la indagación no un bien robado o una persona secuestrada, sino las desapariciones políticas, cuestionando de este modo la legitimidad del método detectivesco. Se crea así una confrontación de paradigmas interpretativos entre la terrible verdad posdictatorial y el género policíaco como discurso explicativo sobre esa realidad inenarrable, un discurso de origen moderno en el que la voz de la razón ordena lo informe. La misma tensión caracteriza a la categoría de la fábula. Si en la fábula esópica, una de las formas literarias más antiguas que existen, el personaje es predominantemente educativo, un modelo para el comportamiento humano, y en la modernidad el discurso del progreso resulta satirizado (dominan los bestiarios 313

deshumanizadores en la tradición de Kafka donde los seres resultan aplastados como insectos, o desgarrados de lo cotidiano, como es el caso de Cortázar), la fábula de Bolaño adopta rasgos que pueden ser relacionados con la posmodernidad. Lejos de educar al lector, “El policía de las ratas” exige que sea el propio receptor quien extraiga la conclusión desengañada que acaba siendo antimoraleja. Aunque sabe que será en vano, Pepe se compromete a colaborar con sus colegas cuando corre el rumor de que las comadrejas han acorralado a tres ratas y a varios cachorros. Se pregunta cuál fue el momento exacto en que se torcieron las cosas: “¿En qué momento se hizo demasiado tarde? ¿En la época de mi tía Josefina? ¿Cien años antes? ¿Mil años antes? ¿Tres mil años antes? ¿No estábamos, acaso, condenados desde el principio de nuestra especie?” (86). Para evitar que las representaciones simbólicas degeneren en repetición compulsiva de la “escena primitiva” del mal, Bolaño, a su manera, se inscribe en la cadena literaria occidental personificando un modo de relectura de la matriz kafkiana. Las raíces de la barbarie Muchos autores presentan como anómalas, como desvíos desmesurados, ciertas prácticas que se han llevado a cabo bajo los regímenes autoritarios. Sin anular la especificidad de la política nazi, Agamben precisa que constituye la radicalización de la modernidad13, el franqueamiento de un umbral, en tanto que excepción que perdura y que en ese sentido tiende a convertirse en regla. Una de las aportaciones más fundamentales de Michel Foucault (La volonté de savoir) ha sido su penetrante análisis de la transformación de la política en biopolítica, transformación que supone la inclusión de la vida natural en los mecanismos y los cálculos del poder estatal (“biopoder”) y que conduce a una gradual animalización del hombre. Partiendo de algunos principios foucaultianos, Agamben los reformula en su propio aparato conceptual. A su modo de ver, el acontecimiento decisivo de la modernidad en Occidente consistió en la politización de la “nuda vida” del homo sacer14, de la “vida biológica”, que ingresa en la esfera de la “polis”. A pesar de la separación aparente que los griegos aplicaban a la pareja zoe (vida natural) y bios (vida política), Agamben considera semejante oposición, tal como la planteaba por ejemplo Aristóteles, sumamente problemática y opina que esta inclusión del hecho de vida (zoe) en la polis es en sí misma antiquísima, anterior a la distinción sagrado y profano, religioso y jurídico. Sostiene Agamben que siempre ha existido un vínculo secreto que unía el poder con la “nuda vida”, al ser este lazo inherente a la estructura de la tradición política: es, de hecho, el 314

elemento político originario, antes que la simple vida natural. Con el paso del tiempo, la excepción del homo sacer se ha ido, sin embargo, convirtiendo en regla, ha irrumpido en el ordenamiento normal para coincidir con él. Con el nacimiento de la democracia, se ha ampliado el alcance del “estado de excepción”: la “nuda vida” queda liberada en la ciudad, que se conforma cada vez más como una zona de irreductible indiferenciación. Nuestras sociedades no conocen hoy ningún otro valor que la vida y regímenes como el nazi hicieron de su disposición sobre la “nuda vida” su criterio político extremo. Agamben postula la tesis de una íntima solidaridad entre democracia y totalitarismo, ya que tanto las políticas del totalitarismo moderno como las sociedades de consumo están fundadas en la exceptio de la “nuda vida”. Por otra parte, cree firmemente que no ha quedado eliminada en modo alguno la paradoja de la soberanía. Si bien en ninguna concepción de la democracia la soberanía pertenece a la ley, al mismo tiempo el soberano dispone del poder de suspender el orden jurídico mismo proclamando el estado de excepción. Lo que sucede ahora es, pues, que el estado de excepción se instala como estructura permanente. El estado de excepción no constituye, de ninguna manera, una regresión o una forma superada, una aberración del pasado, sino “el ‘nómos’ de la tierra, que tiende a extenderse por todo el planeta” (5515). A partir de estas ideas, Agamben comenta “Ante la ley”, otro relato de Kafka que recoge el abandono del hombre moderno como culminación y raíz primera de toda ley (69), una ley que se ha hecho tanto más invasora cuanto que carece de contenido. Narra la historia de un campesino que decide un buen día acceder a la Ley, pero no lo consigue pese a que la puerta está abierta y que el guardián se aparta. Allí, esperando, pasará toda su vida sin atreverse a dar el salto, a vencer los obstáculos. Ante la ley, la posición del campesino es la de negarse a hacerse cargo de su destino singular, tal como le dice al final el guardián: “Esta entrada estaba reservada sólo para ti” (158). En “Ante la ley” Kafka ha representado la estructura incontrolable del bando soberano: “Nada —y desde luego no la negativa del guardián— impide al campesino franquear la puerta de la ley, a no ser el hecho de que esta puerta está ya siempre abierta y de que la ley ya no prescribe nada” (68). Siendo así la situación, ya no es posible distinguir entre la transgresión de la ley y su ejecución, y resulta más interesante leer los textos kafkianos como revelaciones implícitas del nexo irreductible que une violencia y derecho que como meras violaciones de la ley paterna. Kafka captó que hoy todos somos virtualmente 315

homines sacri. Agamben discrepa por tanto de las interpretaciones de Bataille sobre “soberanía” que parten de la teoría de la ambigüedad de lo sagrado, que tilda de “mitologema científico incorrecto” (104). Reconoce que Bataille sacó a la luz el nexo entre “nuda vida” y soberanía, pero le reprocha el haber optado por la sacralidad como línea de fuga, “dejando la vida completamente apresada en el vínculo ambiguo de lo sagrado” (145), y opina que su mayor error consiste en haber confundido una lógica de excepción (la del homo sacer) con una lógica de transgresión (105). Agamben relee el episodio del exterminio de los judíos situándolo en la dimensión de la biopolítica, como un flagrante caso de homo sacer. Se niega a conferirle un aura sacrificial mediante el término “holocausto”. El campo de concentración se explica básicamente como el efecto “natural” de la instauración durable de un estado de excepción, práctica esencial y hasta dominante de los Estados contemporáneos, incluidas las democracias. Sólo así es posible comprender la rapidez con que en el siglo xx las democracias parlamentarias han podido transformarse en Estados totalitarios (155). El campo es, pues, el espacio que se abre cuando el estado de excepción se convierte en regla, un margen que contamina al centro. El Estado nazi puede ser presentado, por tanto, como el primer Estado fundamentalmente biopolítico, es decir, en el que el poder se estructura enteramente a partir de decisiones sobre la vida y el cuerpo como tales, ya que los judíos no fueron exterminados en un holocausto delirante, sino literalmente como “piojos” (147), insectos, “nuda vida”, es decir, reencarnaciones del homo sacer, seres legítimamente suprimibles. Dentro de esta lógica, la “vida nuda” se considera la traducción moderna de esta figura, que reaparece en el siglo xx en los campos de concentración o en los centros en los que son recluidos inmigrantes expulsados sin papeles, en cuya creación desembocan las grandes operaciones de saneamiento, de eliminación física no sólo de adversarios políticos, sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón no sean integrables en el sistema político.16 La “nuda vida” o vida desnuda equivale a una existencia despojada de todo valor político, de todo sentido ciudadano, siendo el campo de concentración el espacio más radical, pero no el único, donde se ejecutan las biopolíticas contemporáneas y donde la vida, privada de todo derecho, puede ser objeto de toda clase de experimentaciones científicas. En la época de la biopolítica, el poder de decidir cuál es la vida a la que se puede dar muerte sin cometer homicidio tiende a emanciparse del estado de excepción y se convierte 316

en un poder que decide sobre el momento en que la vida deja de ser políticamente relevante. Agamben pretende que el hombre ha alcanzado ya su telos histórico, y que para una humanidad que ha vuelto a ser animal, no queda otra ambición que la despolitización de las sociedades humanas a través del despliegue incondicionado de la propia vida biológica, de la gestión de la “nuda vida”. Define el conflicto político decisivo de nuestra cultura como el que existe entre la animalidad y la humanidad del hombre. El mundo como inmensa “colonia penitenciaria” En “El policía de las ratas”, Bolaño subvierte un género tradicional y se apropia de modelos de uno de los grandes maestros de la modernidad para indagar una vez más en la arquelogía del Mal. Como un Kafka del siglo xxi, explora las relaciones entre poder político y ficción sobre el trasfondo del golpe de Estado chileno de 1973. De acuerdo con el diagnóstico que Idelber Avelar formula en Alegorías de la derrota (2000), que Bolaño visiblemente comparte, la derrota de la militancia política ha abierto un horizonte posdictatorial para el cual urge formular un nuevo proyecto ético y literario, nuevos conceptos de ciudadanía. Las ratas que se matan entre sí impunemente han marcado el final de una época, y el arte de Bolaño, que se sitúa en un momento de inflexión entre la crisis del gran relato y la sumisión al modelo liberal, asume la responsabilidad de testimoniar esta crisis tan honda. Más allá de la denuncia y de la resistencia, importa pensar en las causas y mutaciones de la nebulosa de indescifrable opacidad que es la barbarie, ya que su mera condena sólo contribuye a hipostasiar el mal. Con este fin, merecería la pena ampliar el somero ejercicio presente y analizar cómo funciona el campo semántico del mal en la obra de Bolaño a partir de los conceptos de un pensador de la envergadura de Agamben, que ha desmontado de modo tan implacable las “anomalías” de la barbarie contemporánea. Bibliografía Agamben, Giorgio, Homo Sacer I, el poder soberano y la nuda vida, Valencia, PreTextos, 1999 (traducción de Antonio Gimeno Cuspinera). __________. Homo Sacer III, lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testimonio, Valencia, PreTextos, 2000 (traducción de Antonio Gimeno Cuspinera). Avelar, Idelber, Alegorías de la derrota: la ficción posdictatorial y el trabajo del duelo, Santiago, Cuarto Propio, 2000.

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Bataille, Georges, La littérature et le mal, Oeuvres Complètes IX, Paris, Gallimard, 1979. Bolaño, Roberto, Llamadas telefónicas, Barcelona, Anagrama, 1997. __________. Nocturno de Chile, Barcelona, Anagrama, 2000. __________. Tres, Barcelona, El Acantilado, 2000. __________. El gaucho insufrible, Barcelona, Anagrama, 2003. __________. 2666, Barcelona, Anagrama, 2004. __________. Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Edición a cargo de Ignacio Echevarría, Barcelona, Anagrama, 2004. Espinosa, Patricia (ed.), Territorios en fuga. Estudios críticos sobre la obra de Roberto Bolaño, Santiago, Frasis, 2003. Garcés, Gonzalo, “Nocturno de Chile, el sueño de la historia”, Quimera, n° 241, marzo 2004, pp. 15-17. Kafka, Franz, Cuentos completos (textos originales), Madrid, Valdemar, 2000 (traducción de José Rafael Hernández Arias). Manzoni, Celina (compilación, prólogo y edición), Roberto Bolaño: la escritura como tauromaquia, Buenos Aires, Corregidor, 2002. Moreno, Fernando (coord.), Roberto Bolaño. Una literatura infinita, Poitiers, Université de Poitiers CNRS, Centre de recherches latino-américaines/Archivos, 2005. Piglia, Ricardo, Respiración artificial, Buenos Aires, Seix Barral, 1980.

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Este artículo es una versión reelaborada de la conferencia que presentamos en el seminario “Les lieux et les figures de la barbarie”, Université Charles-de-Gaulle-Lille III, el 27/01/07. Agradecemos a Norah DeiCas la invitación y a Pablo Catalán sus valiosas sugerencias de ampliación.

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Tres, Barcelona, El Acantilado, 2000, p. 93.

3

2666, Barcelona, Anagrama, 2004, p.1011.

4

Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2004, p.43.

5

El gaucho insufrible, Barcelona, Anagrama, 2003, p.158.

6

Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2004, p.36.

7

Gonzalo Garcés, “Nocturno de Chile, el sueño de la historia”, Quimera, 2004, n° 241, p.15.

8

Las páginas entre paréntesis remiten a “El policía de las ratas”, incluido en El gaucho insufrible, pp. 53-86.

318

9

Pepe está convencido de que nada será como antes, que un virus ha infectado a su pueblo y que la especie está condenada: “Nuestra capacidad de adaptación al medio, nuestra naturaleza laboriosa, nuestra larga marcha colectiva en pos de una felicidad que en el fondo sabíamos inexistente, pero que nos servía de pretexto, de escenografía y telón para nuestras heroicidades cotidianas, estaban condenadas a desaparecer, lo que equivalía a que nosotros, como pueblo, también estábamos condenados a desaparecer” (84).

10

Se trata aquí de un guiño del autor a la ironía del destino o de una advertencia del disfraz que puede tomar el mal; se establece además una interesante y reversible dialéctica dentro/fuera, ya que el personaje principal es un policía, o sea, alguien que representa el aparato represor.

11

Entre paréntesis, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 96.

12

A estas alturas, es imposible no establecer un paralelo con otra relectura de Kafka: la que realiza Ricardo Piglia en Respiración artificial (Buenos Aires, Seix Barral, 1980, pp. 198-204), a través de su evocación del apócrifo encuentro entre Hitler y Kafka en el café Arcos en Praga, a fines de 1909, donde Hitler refiere a quien empieza a ser Kafka sus proyectos fanáticos. O sea que, de este modo, Piglia (o su personaje Tardewski que lee a Kafka desde Hitler) tilda de “visionaria” aquella propuesta de Kafka al saber oír el escritor checo en Hitler “la voz abominable” (204) de la historia, la sugerencia de un modelo paranoico que a continuación convierte en un modo de lectura de lo cotidiano. Convencido como está de que lo que puede ser hablado tambien puede ser efectuado, sabe presentir el oculto sentido criminal de las palabras. Piglia y Bolaño rescatan de Kafka su visión de la literatura como refugio de prácticas distópicas que se plasman en las ficciones que crean los poderes establecidos para poder sostenerse.

13

Agamben sitúa el comienzo de la modernidad a finales del siglo xvii y la define como un proceso en virtud del cual el hombre (o el Estado en su lugar) empieza a asumir el cuidado de su propia vida animal, y la vida natural pasa a ser el objetivo de lo que Foucault ha denominado el “biopoder”.

14

La “nuda vida” es un término acuñado por Agamben. Remite a la vida del homo sacer, una figura aparentemente incompatible del derecho romano arcaico, que designa al hombre cuya vida, consagrada a Júpiter y separada del resto de las vidas de la polis, no puede ser sacrificada en el sentido religioso-ritual al estar excluida tanto del derecho humano como del divino; lo que sí puede el homo sacer, porque está fuera de la ley, es ser asesinado sin que su asesinato constituya delito. Agamben interpreta este concepto como un concepto límite, no como herencia de la noción etimológica de tabú (p. 96 de la traducción española de Homo Sacer I).

15

Las páginas entre paréntesis remiten a la traducción española de Homo Sacer I.

16

El campo puede ser un lugar anodino, hay campo cuando se crea un espacio en el que

319

la “nuda vida” entra en un umbral de indistinción, independientemente de la gravedad de los crímenes que se cometan allí.

320

Resucitando con Belano Joaquín Manzi Con La Universidad Desconocida y El secreto del mal1, volviste al inicio, o al centro ciego, de toda la obra de Roberto Bolaño: a la experiencia de un presente inmediato, el suyo, el tuyo, y de la inminencia de la muerte, la propia y la ajena. Estas experiencias, vitales y siempre inacabadas, fueron adquiriendo otro espesor de tiempo y espacio en el vaivén del leer y el escribir, que las vuelve comunes (y corrientes). Este vaivén no es más que otro intento provisorio, otro ensayo riesgoso donde el cuerpo está —lo quieras o no— presente, incluso si a veces se oculta detrás de la tercera y bien llamada “no persona”. Por eso, dándole presencia, la tuya de lector, la de la segunda persona, ahí estarás también vos con los textos (los propios y los ajenos), unos y otros trenzando algo nuevo entre la nada, que niegan, y el todo, incompleto, al que aspiran. Otra vez, el final Hace unos pocos meses, la maravilla y el placer de tener entre manos otros dos nuevos libros de Bolaño volvieron a ceder paso a la extrañeza y a la angustia velada por estar recibiendo a destiempo un presente de parte de alguien ya muerto. Ahí estaban otros libros póstumos. Ahí seguía brillando Bolaño después de muerto, aunque en el fondo, nada más ajeno al estrellato que el chileno. A medida que la curiosidad voraz se fue saciando y surgió una lectura más pausada y pensada, lo extraño se fue haciendo si no familiar, quizás menos inquietante. En lugar de buscar explicaciones tranquilizadoras para lo que te estaba pasando, fue preciso dejarse llevar, a tientas, por las pistas de lectura que se iban abriendo entre esos últimos textos y los anteriores, los suyos y los tuyos. Suicida, en vida Ni bien entraste en El secreto del mal, te topaste con Belano y su sombra esquiva, reapareciendo en el México DF de su juventud —“Colonia Lindavista”, “El viejo de la montaña— o de su adultez tardía —“Muerte de Ulises”—, y en el 321

Berlín del año 2005, buscando a su hijo desaparecido —“Las jornadas del Caos”.2 Y te sorprendiste, porque lo dabas por muerto en África, y ya desde hacía tanto tiempo, desde la primera vez en que supiste de él, “veterano de las guerras floridas y suicida en África” en el prólogo de Estrella distante.3 Con él, desde aquel principio, cada nueva vez parecía ser la última, la del final. Y sin embargo la muerte (la suya) no termina de llegar y queda para otra vez. Cuando en los dos años que siguieron a aquella novela, adviene esa otra vez, el final no llega y parece de nuevo inminente pero a la vez incierto. Una y otra vez Belano aparece a través de una voz ajena que rememora una situación límite: el reencuentro de dos antiguos compañeros de escuela en una cárcel, luego del golpe de Pinochet, o el de dos colegas reporteros en un pueblo africano perdido y sumido en la guerra civil. En “Detectives”4 Belano se inmiscuye en la conversación nocturna de dos colegas policías que viajan en un coche. Aquí él es un recuerdo ajeno, lejano pero perturbador: el de estar tentado de descerrajarle un tiro luego de haberse entrevisto juntos en un espejo donde también estaban los demás prisioneros políticos. El relato se cierra con la negativa ostentosa de cometer ese gesto y suspende allí el destino ulterior de Belano, dándole más tarde, y a los ojos de la narradora de Amuleto, el brillo jactancioso de un “machito latinoamericano”.5 A lo largo de Los detectives salvajes6, Belano va asumiendo los tres riesgos que, según Michel Leiris, son decisivos para un escritor: matar, morir y dar la vida.7 Cada uno de ellos va siendo referido diversamente a lo largo del monólogo de Jacobo Urenda —un colega argentino del chileno, ambos reporteros en Africa —: con dramatismo, cuando se evoca su enfermedad y su deseo de morir, con humor cuando se trata de dar la muerte8, y con gran pudor cuando se alude a su paternidad9. Aunque ya asumidos y en apariencia resueltos, cada uno de esos riesgos regresa a cada nuevo reencuentro con Belano. Al final del monólogo de Jacobo Urenda, Belano es tan sólo una silueta que se interna en la sabana rumbo a una muerte probable.

322

En los años y los libros siguientes, se va desdibujando aquel suicidio vital, un primer acto fallido y pospuesto. Y es precisamente por eso que Belano puede acoger a la muerte porque, a diferencia del suicida, que reduce la muerte a un gesto o un proyecto10, él la mira al hueco de sus ojos, la tiene delante de sí como un destino a la vez cercano y en perpetua fuga. Los relatos editados en vida del escritor, y también los últimos, van entonces combinando el reenvío —al pasado del personaje y a textos anteriores, como lo hace “El viejo de la montaña” respecto a Los detectives salvajes— con la remisión de la muerte del protagonista y también la remisión a otros textos futuros —tal como lo hace “Las jornadas del caos”, insistiendo en la supervivencia perpleja de Belano y en la reanudación de sus aventuras, otra vez inconclusas—. Así es la vida textual de Belano: una perpetua prórroga, una suspensión indefinida. Reaparecer, desaparecer Ese doble lazo contradictorio —en inglés, double blind— del reenvío y la remisión es profundizado en el relato “Muerte de Ulises”. A él, vos lector, le vas dedicar estas líneas, estos instantes de tu precioso y preciado tiempo. Aquí Belano aparece y desaparece al mismo tiempo puesto que, si vuelve a estar en México, y frente al lector luego de una prolongada ausencia, en cambio falla a la Feria del Libro de Guadalajara, a que había sido invitado. Así su presencia imprevista en la dimensión narrativa es tan sorpresiva como su desaparición de la dimensión diegética, ante al público lector de Guadalajara. El primer párrafo del relato da espesor a esta doble exigencia característica del personaje —nacido muerto, pero sin cesar reaparecido— poniendo en escena un retorno a la ficción y al país de su juventud en no-lugares, en espacios desprovistos de identidad, de relación y de historia: los pasillos, una sala de espera y la zona de tránsito del aeropuerto del DF, donde espera el enlace con el avión siguiente. Los comportamientos que están prefijados en esos espacios (esperar, circular, embarcarse en otro avión) quedan puestos fuera de lugar por el lento caminar de Belano, por su prolongado fisgonear a un amigo escritor argentino y su esposa mexicana, y por su huida al centro de la ciudad. 323

Paralelos, dobleces Ajeno a sus amistades de Barcelona y a sus compromisos en México, Belano vuelve a ser aquí el depositario (in)fiel y parcial de una experiencia personal del escritor cuando, en 1999, Chile fue el invitado de honor de la Feria del Libro de Guadalajara y lo contaba a Bolaño entre la veintena de escritores chilenos invitados, aunque finalmente desistió de asistir al evento.11 Incluso si el relato no precisa ninguna referencia temporal para la diégesis, alude a varios paralelos con el recorrido vital del escritor: han pasado más de dos décadas desde que Belano se fue de México (163) y en el momento de la intriga tiene ya 46 años (167), tal como el escritor en aquel entonces. El regreso a México que el escritor realizó por intermedio de Belano, uno de sus dobleces literarios, no es entonces ningún resarcimiento respecto a una frustración, ningún desquite ante la realidad que vivía en Blanes, puesto que también Belano falla a la invitación de sus anfitriones de Guadalajara. Por lo demás, el regreso más eficaz y perturbador al DF lo había hecho ya con el poemario “Un final feliz”12 y la novela Amuleto, dedicada a Mario Santiago Papasquiaro, muerto el año anterior y conocido referente de Ulises Lima. “Muerte de Ulises” pareciera una transposición oblicua y agridulce, como lo deja entrever la alusión a Rodrigo Fresán, ese “joven escritor argentino”, amigo de Belano del que se esconde en el aeropuerto (162). Así, la ficción transpone marginal y maliciosamente un enésimo plantón del escritor al mundo editorial establecido y matiza con humor absurdo una primera escena de espera perpleja que se renovará luego con angustia creciente. Pero también y sobre todo, pone en el espejo deformante y roto de la ficción, la ambivalencia ante un retorno sobre los espacios y los tiempos de su propia vida. Intermedios, entremiedos El viaje a México de Belano es la ocasión de abrir un espacio intermedio y permeable, no tanto o no sólo entre la realidad biográfica del escritor y la ficción narrativa, sino sobre todo entre la vida y la muerte de los amigos: por un lado, el amigo argentino, presente y en vida, acompañado, en pareja; y por otro, el muerto, mexicano y ausente. Entre ambos, el tercero, el chileno protagonista, cuya muerte es desde hace tiempo inminente, una y otra vez prorrogada. El traslado al centro de la ciudad abre un paisaje extraño en el que el tiempo y el espacio se licúan en “una mañana de camposanto” hecha de nubes que se 324

asemejan a “cementerios perdidos” (162). Ese paisaje de colores amarillentos y grises es un atajo entre el presente y el pasado por medio de la imagen “un chirrido de tierra seca”, proveniente del contacto entre las nubes del cielo, y causante de una jaqueca al protagonista, tal como cuando era joven y vivía en México. Este chirrido, silencioso para todos excepto para el narrador, es signo de una vecindad entre el cielo y la tierra, entre el pasado y el presente, entre los presentes anónimos (el narrador, único en escuchar el ruido) y los ausentes perdidos (los muertos sin tumba ni nombre). Atribuyendo a ese ruido atmosférico el malestar de Belano, el texto convierte al cuerpo enfermo de Belano en una frágil caja de resonancia de todo lo que lo rodea, cercano o lejano, vivo o muerto, presente o pasado. Su cuerpo es un receptor de señales diversas, alteradas, como más tarde en el hotel, ante la televisión, infiltrando los viejos programas, vistos en su juventud, en los nuevos, desconocidos (165). Cuando uno de esos programas se materializa por fin en la pantalla, Belano concluye que a Tin-Tan, su protagonista, tanto como al Loco Valdés, entrevisto antes entre un programa y otro, seguramente también se lo habrá llevado la muerte. El deambular solitario por el aeropuerto primero, el tránsito hacia y por DF después, van sugieriendo más que el retorno insistente del o al pasado, la copresencia simultánea de todos los tiempos, incluido su cese aparente, suspendido y pospuesto otra vez en el desenlace. Ese presente, inquieto e incierto, es el tiempo cero de todos los relatos protagonizados por Belano narrados en tercera persona (una docena). Ese presente es un punto vacío, indefinido, y por eso una referencia siempre relativa. El presente es el único tiempo en el que (sobre)vive Belano. Retornado, renacido Belano, regresado otra vez a México y a la ficción, pero también y sobre todo a la vida, aparece sin embargo cansado, maltrecho y enfermo. Durante el viaje en avión, lo asedia una constante “sensación de malestar” (161) y más tarde, un retrato refiere que “está mal” (167). Este adverbio, aparece también actualizado para referir el recorrido de Ulises Lima en bares y cuartos defeños donde “se sintió mal” (169). Aunque a la distancia —temporal y existencial—, el mal pareciera volver a poner a dos personajes no en contacto, sino frente a frente, tal como ocurre en varios otros libros de Bolaño.13 Belano, llamando a la puerta del último departamento de Ulises Lima, ya 325

muerto. Ahí, llamando, a sabiendas de la muerte ajena, habiendo dado su nombre a los vecinos para que lo dejen entrar al edificio, con la loca esperanza de escuchar los pasos del otro viniendo hacia él y de ver por fin su rostro asomándose a la puerta. Belano ahí se queda, cautivado por la posibilidad remota de un regreso y un reencuentro imposible. Belano, el amigo que lleva encima, consigo, el duelo (y no ya el dolor) del amigo desaparecido. Luego de una primera decepción —ni bien llegado en taxi al último domicilio de Ulises en el DF—, Belano regresa otra vez, más tarde, ya cayendo el día, ante la puerta silenciosa y cerrada de su amigo muerto, como si con una vez no hubiera bastado. Belano, por segunda vez frente a la puerta, visto y narrado por otro, sin nombre, que te quiere y te apostrofa a vos y a los demás lectores, cálidamente —“queridos lectores” (p. 167)—, para que nos apersonemos, y recordemos que estamos frente a un enfermo, por si no anduviste atento por aquellas otras páginas, las de la primera y la segunda novela donde Belano dejó su estela. Ahora que recorrés estas otras páginas, nuevas para vos, pero quizás tan viejas como aquellas prefaciales y primeras de Estrella distante, estás en este libro igual que Belano en el pasillo, deambulando en esas páginas porque otros, terceros (un narrador sin nombre, los herederos, los editores), te permitieron franquear la entrada del libro, sin por eso penetrar el secreto de una escena que queda inconclusa. La vida, el secreto Ese departemento que permanece cerrado, infranqueable y ajeno a Belano, es una puesta en espacio del pasado y de la interioridad del amigo, dimensiones íntimas que quedan para siempre apartadas, aisladas y fuera de alcance: esto es “secreto” en el sentido etimológico de la palabra. La muerte de Ulises, atropellado por un Impala negro tal como lo cuentan más tarde sus vecinos, es otra figura enigmática y ausente, similar a aquella otra que Belano fue a buscar sin éxito al África, primero bajo la forma de un suicidio, y luego bajo la de una huida —suicida y compartida— con López Lobo en 326

Liberia. A pesar de haberlo reencontrado en “Fotos”14, leyendo un libro en la sabana y fantaseando con las retratos de poetas francesas, no sabías si aquel intento de huida a pie hubiese sido logrado o fallido. Aquella muerte o aquel intento de supervivencia a compartir con un amigo quedó entonces pospuesta hasta este momento de vuelta en el DF, llevándola a cuestas, consigo mismo, como un adelanto o un aviso de la propia, que a su vez no podrá ser vivida sino por él mismo. De ese obstinado quedar vivo, de ese paso del tiempo sin el amigo, el relato póstumo te ofrece otra imagen espacial al abrirse la puerta del departamento vecino. Esa puerta a la que se asoma una cabeza, inquisidora, y que se desmultiplica luego en otras dos más, es un acceso a un duelo. No el duelo del amigo, sino un duelo de miradas que lo retrotae a las peleas a puñetazos, como cuando era joven. Esa puerta abre un espacio impensado, impensable, que hasta entonces había quedado fuera (de lugar). Es allí donde Belano podrá (des)encontrarse en parte con el amigo muerto: en un espacio sucio, astroso, patético, el de “una película tan triste que él jamás iría a ver” (p. 168). Vos lector asistís a la proyección de esa película, a ratos patética, a ratos cómica, y cuya proyección se suspende, se congela en un intercambio de miradas que cifra quizás la imposibilidad de la muerte en la mente de un ser vivo.15 Y como en el relato mayor (el del retorno de Belano a México que lleva por título “Muerte de Ulises”), en este relato menor y enmarcado (el de la muerte de Ulises), importa más la escena narrativa que la anécdota contada.

Tan joven y tan viejo La puerta de ese departamento vecino finalmente abierta es la concreción espacial de otro reencuentro, o mejor dicho, del reencuentro del otro (y también con el otro). No el reencuentro que Belano había ido a buscar dos veces. No el esperado, con Ulises. No el imposible con el desaparecido, sino otro, inverosímil, entre terceros: los jóvenes desafiantes y el mayor, sobreviviente. En efecto, es uno de los tres gordos vecinos quien recuerda su nombre entre 327

los pronunciados por el maestro, finado, y hacen de ese nombre y apellido un ábrete sésamo. Pero a su vez, el trío abre paso al otro yo, pasado, extraviado, pero no perdido. Una vez dentro del departamento, Belano deja de ser un intruso molesto, apostrofado (“buey” 167) e insultado (“cabrón”, “pendejo” 168) y pasa a ser un huésped incómodo en casa ajena, un invitado forzado (a escucharlos y a beber con ellos). Recibiendo lo que los tres gordos jóvenes tienen para darle (su versión de la vida y la muerte de Ulises, sus propias historias en los suburbios del df), Belano se inmoviliza, se desdobla y se ve a sí mismo, en presente (168), así como antes se había reconocido, joven, semejante a los tipos de la camiseta del segundo vecino (167). Entonces adviene la acción más temida de todo el relato, la que te había acosado a vos lector desde la reaparición de Belano y la promesa incierta de un reencuentro con el fantasma de Ulises Lima. Se trata de algo vago pero emotivo y puramente imaginario. Algo limitado a la perspectiva de Belano, que asiste a la escena como si se tratara de “una película tan triste que él mismo jamás iría a ver” (168). El doble cariz de la escena —“caótico y sentimental” (169)— aleja provisoriamente las lágrimas de tristeza y las desdibuja en algunos detalles astrosos, dotados de ribetes cómicos, por ejemplo un sillón destartalado, estampado con flores marchitas. Un último intercambio de miradas con los afiches colgados de las paredes cifra esa ambigüedad: los jóvenes rockeros retratados miran desde muy arriba, con desdén, o desde muy abajo, con frío y miedo. La escena se congela en esta alternativa irresuelta, en esta fractura abierta que retoma la ambigüedad existencial de Belano y sus amigos en los 70, tal como aparecía ya en Amuleto.16 Obstinado, extranjero Con la mirada perdida en las fotos y el brazo agarrotado, sosteniendo un vaso de agua que el huésped se resiste a beber, Belano también se detiene y queda ahora sí tocado por los peligros de ese DF que hasta entonces había ignorado. Ni los asaltos cerca del aeropuerto, ni la altura, ni la soledad lo habían afectado. Pero sí el riesgo de una diarrea provocada por el agua del grifo. Contra ese riesgo, no sólo no está inmunizado, sino que además está particularmente indefenso, enfermo “del hígado, del páncreas e incluso del colon” (167). Como años atrás en Los detectives salvajes, tomando sus remedios en África 328

sin que Ureda lo entendiera (528), Belano sigue cuidándose incluso si hasta ese momento su cuerpo había permanecido en silencio. Un cuerpo vivo aunque también enfermo, y que por eso se expresa en un idioma extranjero, el de la propia precariedad. Un cuerpo que requiere atención y traducción respondiendo con gestos cuidados y prudentes a la propia dolencia, incluso cuando los órganos están en provisorio silencio. En Belano, enfermo y extranjero, convergen la afirmación de un no estar ya —en su sitio, o en la salud— con la certidumbre de no poder permanecer —en un lugar preciso o figurado, como el de una identidad definida—. Este acceso contradictorio al estar fluyendo en el tiempo aunque permaneciendo en un lugar es el que había ya motivado la salida imprevista del aeropuerto, cuando quiso “quedarse en México” (162). Más tarde reaparece en tanto que ilusión de un instante detenido en un lugar: en la acera, frente al edificio de Ulises (164), y frente a la puerta de su departamento. Se trata de “unos segundos interminables y a su manera, felices” (166) en los que una mirada paciente, y una consciencia aguda, desgarran en sí mismo la aparente fijeza de las cosas y los seres, para volver a asumir en sí mismo esa desgarradura inscripta ya en su propio cuerpo en tanto que dolencia o enfermedad. En el enfermo y el extranjero convergen el asombro —de estar todavía vivo y para siempre lejos de casa— con la extrañeza —de haber perdido definitivamente la salud y la patria—. Así al taxista que le pregunta si es mexicano, Belano le responde “Más o menos” (164) y al segundo gordo que le pregunta si conoce al grupo de rock de su camiseta, le confiesa: “No, yo no soy de aquí” (168). Estas son formulaciones liminares, enunciadas desde un umbral —un límite, una tierra de nadie— y con la mirada puesta a uno y otro lado. Saber, pensar Varias otras frases detienen tu atención lectora, y te mecen en oscilaciones que se obstinan en no decir del todo, en no decirlo todo, porque también el todo es tan sólo una parte. Y sin embargo son frases declarativas, en las cuales ciertos giros adversativos, a veces repetidos, se terminan falseando: Nada ha cambiado, piensa, aunque sabe que todo ha cambiado. (163) Cuando está dándose la vuelta, dispuesto a abandonar el edificio (aunque no para siempre, él lo sabe), la puerta de al lado se abre y una cabeza enorme, sin pelos […] se

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asoma y le pregunta a quién busca”. (166) […] y el gordo de la camiseta sonríe y dice no me vaciles, tú no te puedes llamar Arturo Belano, aunque por la forma como lo dice Belano se da cuenta de que el otro, aunque no lo crea, quiere creerlo”. (p. 168)

La perspectiva cruzada del huésped y la de los anfitriones parecieran cuajar en pensamientos fugaces, en corazonadas de un saber insostenible fuera del discurrir verbal. Ahí y entonces —y también aquí y ahora—, en el tránsito de las frases, se puede pensar lo increíble, o formular lo impensado: primero, la persistencia del pasado en el presente y luego la del presente en el futuro. También, y por fin, la persistencia de Belano, ausente de México durante tanto tiempo, de Belano presente también más tarde, en otros —su hijo Gerónimo—, en otros futuros —el de “Las jornadas del caos”—.

Autos y egos Belano: el alter ego, otro yo ficcional de un escritor que sin embargo no dudó en practicar la escritura auto(biográfica y ficcional).17 Bolaño: un auto escriturario irreverente, insolente —en el sentido etimológico de la palabra: excesivo, insólito—. Un auto fabricado para mostrarse raudamente y asumirse en público en tanto que persona —máscara hecha de papel y palabras— visible en textos de tonos y alcances tan diversos como la conferencia “Literatura + enfermedad = enfermedad”18, la evocación nostálgica de “Carnet de baile”19, y varios artículos de Entre paréntesis.20 Entre Belano y Bolaño, la divisoria de aguas es en apariencia esquiva. Belano no termina de morirse ni siquiera cuando Bolaño ya está muerto. Inclusive si algunas notas autoriales inéditas, evocadas por el editor al final de 266621 tienden a afirmar la identidad dudosa entre el narrador de esa novela y Belano22, ése y otros textos póstumos como “Las jornadas del caos” desmienten esa identificación entre alter y el ego. Belano no termina de desaparecer aunque su fin haya sido darle una provisoria encarnadura ficcional al desaparecer inminente del escritor. Ese fin era también asumir un epílogo siempre aplazado, un reaparecer literario futuro.

330

Entre una y otra escritura las únicas fronteras visibles parecieran situarse en exclusiones complementarias: —Bolaño no retorna a México así como tampoco Belano retorna a Chile después del golpe de Estado. “Muerte de Ulises” y “Fragmentos de un regreso al país natal”23 son dos caras textuales diversas (la del auto y el alter ego) de una misma pero invisible moneda. —Si por periodos Bolaño practicó asiduamente la escritura apócrifa, en La literatura nazi en América24 por ejemplo, Belano queda excluido de ella. Los libros de éste, aunque mencionados, carecen de títulos y también de textualidad conocida; quedan tan sólo referencias indirectas a alguna trama, como en “Una aventura literaria”. Una sola vez la primera persona de la narración puede serle quizás atribuida, y sin seguridad absoluta, en “Colonia Lindavista”. —Belano es un personaje desprovisto de voz poética y narrativa (a excepción del relato anterior, no quedan literalmente voces o textos suyos). Como si para regresar a la ficción tuviera que despojarse de la voz y de la primera persona. —Bolaño en cambio multiplica esas voces y esas personas para escapar, o al menos salirse de la figura que de él fueron delineando sus propios personajes, y los personajes ajenos, sus lectores, que vieron en él un fantasma de Belano.25 —El tiempo final de Bolaño —la última decena de años— fue una carrera recta y continua contra la fatalidad. El tiempo final de Belano es el originario, el del principio (en la felicidad de México y en el trauma de Chile). Un tiempo que sin embargo sigue siendo contradictorio y plural: el de un futuro que no llega, un pasado que no pasa, un presente que sin embargo se inmoviliza y se escapa. Belano: un espejismo perdurable que acompañó a Bolaño en el sobrevivir y que te acompaña a vos, también ahora, cuando se acerca y sobreviene el final. 1

Barcelona, Anagrama, 2007, 182 y 459 pp.

2

Ibid., respectivamente, pp. 15-22, 27-30, 161-170 y 181-182.

3

Barcelona, Anagrama, 1996, p. 11.

4

En Llamadas telefónicas, Barcelona, Anagrama, 1997, pp. 114-133.

5

Barcelona, Anagrama, 1999, p. 66.

6

Barcelona, Anagrama, 1998, 609 pp.

331

7

Fourbis, en La règle du jeu, París, Gallimard-La Pléiade, 2003, p. 459.

8

“Después, como quien no quiere la cosa, le pregunté por la gran muerte buscada y me dijo que ahora le daba risa pensar en eso y que la gran muerte de verdad, la más-más, la menos-menos, ya la iba a ver yo personalmente al día siguiente. Estaba, como diré, cambiado. Podía pasar días enteros sin tomar sus pastillas y no se le veía nervioso. Aunque cuando lo vi estaba contento porque acababa de recibir medicinas desde Barcelona. ¿Quién te las envió?, le pregunté, ¿una mujer? No, un amigo, me dijo, un tal Iñaki Echavarne con el que una vez tuve un duelo. ¿Una pelea?, dije. No, un duelo, dijo Belano. ¿Y quién ganó? No sé si yo lo maté a él o él me mató a mí, dijo Belano. ¡Fantástico!, le dije. Sí, fantástico dijo él.” Op.cit., p. 530.

9

El relato póstumo “Las jornadas del caos” vino a confirmar la paternidad que dejaba entrever el propio Urenda cuando refiere la vida del fotógrafo López Lobo a quien acompaña finalmente Belano: “Dijo que había tenido dos hijos y una mujer, como Belano, como todos, y una casa y libros.” Ibid., p. 545.

10

A título de ejemplo, en “Diario de bar” y en “Días de 1978”, el suicidio viene a cerrar un recorrido vital con un exceso de sentido que excluye al personaje de toda ficción ulterior. Respectivamente en Consejos de un discípulo Morrison de a un fanático de Joyce, Barcelona, El Acantilado, 2006, pp. 171-182, y en Putas asesinas, op.cit., pp. 61-79.

11

Ver Rodrigo Fresán, “La feria feliz”, Página 12, Radar, Buenos Aires, 7 de diciembre 2003.

12

En La Universidad Desconocida, op.cit., pp. 427-441.

13

Ver Joaquín Manzi, “Lire, voir le mal à l’œuvre“, Les langues modernes n° 2/2006, Dossier “Enseigner le mal”, pp. 46-53.

14

En Putas asesinas, Barcelona, Anagrama, 2001, pp. 197-205.

15

En The physical imposibility of Death in the Mind of Someone Living, de Damien Hirst, un enorme tiburón nada detenido detrás del cristal de su caja blanca y encarna ominosamente un entremedio de vida y muerte. 1991, Londres, Saatchi Gallery. Ver: http://www.artchive.com/artchive/h/hirst/hirst_impossibility.jpg.

16

Por ejemplo: “[…] no somos de esta parte del DF, venimos del metro, de los subterráneos del DF, de las alcantarillas, vivimos en lo más oscuro y en lo más sucio, allí donde el más bragado de los jóvenes poetas no podría hacer otra cosa más que vomitar. […] Arturito ahora estaba en la categoría de los que habían visto a la mnuerte de cerca, en la subcategoría de los tipos duros […]”. Op.cit., pp. 70-71.

17

Ver Joaquín Manzi, “L’auto de Bolaño”, Néo-Latines n° 330, Chili 1973-2003, Arts et histoire, 2004, pp. 65-84.

18

En El gaucho insufrible, Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 135-158.

332

19

En Putas asesinas, op.cit., pp. 207-216.

20

Barcelona, Anagrama, 2004. Ver en particular “Autorretrato”, “Discurso de Caracas” y “La cocina literaria”, pp. 19-20, 31-93 y 321-323.

21

Barcelona, Anagrama, 2004, p. 1125.

22

A propósito de los umbrales en esta novela póstuma, ver Pedro Araya y Joaquín Manzi, “Pinche desierto”, Le texte et ses liens II, J. Roger (ed.), http://www.crimic.paris4.sorbonne.fr/actes/tl2/arayamanzi.pdf.

23

En Entre paréntesis, op.cit., pp. 59-70.

24

Barcelona, Seix Barral, 1996.

25

Ver por ejemplo la declaración a Philippe Lançon, “No quisiera convertirme en un personaje” en “69 raisons de danser avec Bolaño ”, Libération, Livres, Paris, 26 junio 2003.

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Experiencia, silencio y crisis en Putas asesinas1 Cristián Montes Capó La intención de estas páginas es proponer una lectura del libro de cuentos Putas asesinas, de Roberto Bolaño, a partir del problema de la “crisis de la experiencia”. Por experiencia se entiende aquí lo que Martin Jay define como “el punto nodal entre la intersección entre el lenguaje público y la subjetividad privada, entre la dimensión compartida que se expresa a través de la cultura y lo inefable de la interioridad individual […] la experiencia puede […] sugerir lo que nos sucede cuando somos pasivos y cuando estamos abiertos a nuevos estímulos en el conocimiento acumulado que nos ha dado el pasado” (22-23). A partir de este concepto de experiencia, es posible afirmar que la idea de la crisis de la experiencia remite a la incapacidad del sujeto para articular su subjetividad a las complejas tramas sociales, culturales e históricas donde transcurre el devenir humano. Respecto a esto mismo, tanto Walter Benjamin como Theodor Adorno realizaron un diagnóstico de la época moderna en el que atribuyeron a las guerras mundiales —a la primera en el caso de Benjamin y a la segunda en el de Adorno— el haber iniciado un proceso de degradación de la experiencia. Estos sucesos traumáticos habrían producido la ruptura con un acontecer de hechos positivos y negativos que habían ido constituyendo una sabiduría trasmitida por generaciones. Dicho saber portador de una verdad épica, en la cual la memoria individual se fundía con la tradición colectiva, fue degradándose progresivamente y dio paso a una experiencia caracterizada por la inmediatez, el aislamiento y la dispersión. Como parte del mismo proceso, la dinámica capitalista, con su violencia y fragmentación creciente, fue derogando aceleradamente la vivencia de la colectividad. En tal escenario la identidad de la experiencia y la vida continua y articulada que permitía anteriormente la actitud consistente del narrador quedaron en definitiva clausuradas. Una narrativa con sentido era reemplazada ahora por la sensación cruda e inmediata de la información.2 En esta misma línea de reflexión, Giorgio Agamben, plantea, en el año 2004, que la destrucción de la experiencia no depende actualmente de una eventual conflagración mundial, pues su deterioro puede apreciarse igualmente en el acontecer enajenado de las grandes ciudades, en el incesante flujo invasivo de los medios de comunicación y en la vida opaca de individuos cuyos actos no 334

logran transformarse en experiencias integradoras ni en relatos comunicables (78). Agamben postula que en la actualidad los seres humanos carecen de una autoridad que pueda, a diferencia del narrador tradicional del cual habla Benjamin, disponer de la suficiente autoridad que permita garantizar una experiencia. Al no considerarse valiosa una autoridad que se sostenga únicamente en la experiencia se produce “la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como autoridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia” (9-10). Finalmente, el filósofo italiano aclara que no es que las experiencias no existan en la actualidad, sino que estas parecieran generarse fuera del sujeto, dado su deseo inconsciente por liberarse de ellas. Un común denominador en la reflexión de los pensadores mencionados es que la crisis de la experiencia se expresa en la imposibilidad de convertir los acontecimientos en una vivencia interior que devenga comunicatividad significativa. Esta conclusión permite desplazar la reflexión hacia el ámbito literario y, específicamente, al análisis de Putas asesinas (Bolaño 2001). Lo que aquí se propone es que en estos cuentos se aprecia una crisis de la experiencia, la que se escenifica en una forma de enmudecimiento que se apodera de la representación en sus diversos niveles. Surge así un espacio de silencio que se inscribe en la escritura, tanto a nivel de los personajes como en el ámbito de la enunciación.

Una particular forma de mutismo Respecto al nivel de los personajes, la crisis experiencial se potencia en el despliegue del motivo del viaje, formante privilegiado de la aventura que revela aquí su desgaste simbólico. A diferencia del viaje iluminador de una nueva emergencia vital que, según Idelber Avelar, proliferó en la literatura moderna, el viaje en Putas asesinas consagra la improductividad del mismo (59). Deviene más bien ausencia de una revelación existencial que pueda salvar a los personajes de su deambular extraviado por una comunidad global y anónima que acentúa su desconexión con el lugar que habitan. Lo que queda en el paisaje citadino son personajes que “vagabundean a la intemperie sin rumbo ni dirección […] En su desorientación no tienen ni fuerza para rebelarse contra el desorden de lo real ni tampoco tienen nostalgia de un desconocido e hipotético valor central y unificador […] el fin, el objetivo del viaje ha sido reemplazado por una 335

miríada de objetivos parciales, momentáneos y siempre revocables […] Huérfanos de valores y de fines propiamente tales, el discurrir de la vida no parece iluminado ni hacia atrás, en lo que la memoria registra, ni hacia delante, en la espera de un objetivo a alcanzar” (Peña 45-46). El itinerar constante por espacios transitorios agudiza en los personajes una crisis de alteridad, puesto que en todos los lugares la tonalidad parece ser la misma y por ello no resulta significativo en qué lugar se está: “No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás, recuerdo que se le pregunté y que él ignoró mi pregunta” (17). El desapego por los territorios que habitan se une a la dificultad de los personajes para establecer vínculos sociales. Elocuente en este sentido es la conciencia del desasimiento que tiene el personaje central de “Vagabundeo en Francia”, quien alude a la inexistencia de “puentes” para referirse a la profunda desconexión con el otro, en este caso con el padre de su nueva amiga: “En realidad nunca hubo puentes, ni siquiera colgantes” (87). En “El Ojo Silva”, por su parte, la fragilidad de los vínculos se evidencia en que tanto el Ojo Silva como el narrador-personaje revelan una suerte de anestesia de los afectos. Al no conquistar realmente espacios afectivos con el otro la separación no pasa de ser una acontecimiento trivial: “El Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie” (14). Estos ejemplos atraídos permiten apreciar una visión de mundo signada básicamente por la imposibilidad de constituir una experiencia auténtica de comunicación. En este sentido, la perspectiva semántica que regula los verosímiles textuales se condice con el diagnóstico de época que señala que “En tiempo donde prima el narcisismo individualista y el capitalismo hedonista y donde la necesidad de excluir la necesidad de comunicación, negociación y compromiso mutuo es la respuesta deseable a la incertidumbre existencial producida por la fluidez de los vínculos sociales la relación entre lo individual y lo colectivo parece ser productiva en términos de reflexión sobre el sujeto contemporáneo y la violencia.” (Bauman 1999: 103). En la totalidad de los cuentos, pero especialmente en aquellos donde es gravitante la presencia del exilio, los personajes encarnan la figura del sobreviviente imposibilitado ya de generar un impulso subversivo que permita transformar la realidad degradada. Es el caso de U, en “Días de 1978”, cuya debacle psicológica redunda en el suicidio anunciado y también del Ojo Silva, 336

quien además de haber sufrido el exilio, la clausura de la utopía y la violencia de los “nacidos en Latinoamérica en la década de los cincuenta”, (11) pierde a los niños que le otorgan sentido a su vida; pérdida que concentra todas las otras pérdidas que lo han marcado como un sobreviviente. La figura del sobreviviente no acarrea en su significado únicamente el miedo y el terror, sino también la pulverización de los sueños colectivos. En este sentido, “el sobreviviente aparece como portavoz de un reconocimiento que todavía hoy no puede ser escuchado por muchos: el proyecto revolucionario sufrió una derrota en esas miles de vidas y en el terror que con la represión de Estado se impuso en la sociedad” (Longoni 297). La dolorosa resignación de los personajes convive con un tipo de orfandad que se expresa en la ausencia de certezas respecto a qué es lo que les falta, qué se espera de ellos y qué pueden esperar del otro. Ejemplar al respecto es “Vagabundeo en Francia y Bélgica”, donde el personaje central busca en las calles a cualquier mujer para establecer algún vínculo, “pero sólo encuentra figuras espectrales” (87). El desencuentro con el otro parece ser la consecuencia de la dificultad por alcanzar una conexión consigo mismo: “Al llegar a su hotel se mira en el espejo […] encuentra y esquiva sus ojos en una fracción de segundo” (96). El texto entra así en consonancia con la idea de Bolaño de que en situaciones límite de supervivencia se pierde el sentido del otro, ya que “el otro deja de ser un ser humano y se convierte en algo irreal” (Bolaño 2006: 80). Estas características de los personajes los hace representativos de una sintomatología posmoderna que, según Gilles Lipovetski, se define por la ausencia de proyectos históricos y una sensación de “vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni Apocalipsis” (47). La carencia de referentes sociales, de alternativas utópicas, como también la imposibilidad de entrelazar la memoria individual con la colectiva inciden en la dificultad que tienen los personajes para armarse una imagen coherente de sí mismos y constituirse como sujetos integrados. Esta crisis de identidad entra en consonancia con las afirmaciones que realiza Zygmunt Bauman sobre el momento actual: “Hoy en día el problema de la identidad deriva fundamentalmente de la dificultad de conservar cualquier identidad durante mucho tiempo y de la necesidad de no aferrarse demasiado a ninguna”. (La posmodernidad y sus descontentos 185). Reiterando la hipótesis inicialmente formulada, lo que se plantea aquí es que la dificultad para extraer experiencias de lo vivido se concretiza en el 337

enmudecimiento de los personajes ante situaciones psicológicamente comprometidas. Puesto que los aspectos sustantivos de la vivencia no logran ser procesados integralmente en sus conciencias, no pueden, por lo mismo, comunicarlos ni convertirlos en relato, y de esta forma la experiencia no logra consolidarse.3 Es el caso del Ojo Silva, personaje fuertemente desconectado con las cosas del mundo, cuyo relato de los niños castrados en la India y ofrecidos como mercancía sexual queda suspendido en la angustia de constatar que del espanto no se puede finalmente hablar: “¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije. Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos, ni los espectadores. […] Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio” (20). Otro ejemplo pertinente al respecto es el cuento “Vagabundeo en Francia”, donde el personaje se debate entre la abulia y la indolencia vital: “Se pasa cinco meses dando vueltas por ahí […]. Sacrificio ritual, acto gratuito, aburrimiento” (81). En su deambular “sin rumbo determinado” llega a las puertas de los museos pero no entra, compra libros que finalmente no lee y realiza una serie de actos que solo le permiten interpretar los objetos que lo asaltan como “esculturas incomprensibles, el desfile de la humanidad doliente y riente hacia la nada”. (90) Sin embargo, su extravío existencial parece al fin encontrar reposo al conocer a una mujer, hija de exiliados, que lo conecta a una realidad vital diferente. Pareciera que a pesar de las diferentes formas de exilio que ambos experimentan la realidad les ofreciera una posibilidad auténtica de comunicación. Pero, a pesar de lo anterior, ambos constatan finalmente que tanto del pasado como del presente no pueden hablar y por lo mismo el silencio se instala entre ambos: “Finalmente no tienen nada que decirse y se quedan callados” (86). Esta situación de enmudecimiento se exacerba en los relatos donde los personajes son nombrados únicamente a partir de letras; carencia nominal que revela la ausencia de rasgos definitorios de identidad y la alienación del sujeto en un mundo donde el anonimato imposibilita la constitución de la experiencia. Ejemplar, al respecto, es “Últimos atardeceres”, donde B y su padre realizan un viaje de reencuentro familiar que va dejando, en cambio, al descubierto, una catástrofe afectiva: “más bien [como un] desastre, un desastre peculiar, un desastre que por encima de todo aleja a B de su padre, el precio que tienen que pagar por existir” (56). El desencuentro que ambos sufren se escenifica en los momentos que el padre se sumerge en el agua para buscar su billetera y B, 338

creyendo que su padre puede estarse ahogando se lanza al agua a salvarlo. Sin embargo, mientras su padre sube a la superficie con la billetera en la mano, B sigue sumergiéndose sin poder cambiar su trayectoria. Se cruzan, pero no se encuentran. Esta incomunicación radical es a la vez una crisis de comunicabilidad de experiencias que no han logrado configurarse en las conciencias de ambos. Es elocuente, en este sentido, que cuando B pregunta a su padre por el nombre del caballo que cuando niño le obsequió, éste no recuerde nada. De esta manera, un acontecimiento significativo no logra aquilatarse como experiencia ni como relato comunicable y por lo mismo el silencio se densifica: “Su padre, que no sabe de qué habla, se sobresalta […]. Era un caballo, de Chiloé, dice, y tras pensar un instante vuelve a hablar de los burdeles […]. Pero luego ambos se quedan callados” (43). Por último, en el caso de “Dentista” se está también en presencia de dos personajes aquejados por una decepción que abarca todos los ámbitos de su existencia: “Y de alguna manera procuramos desinteresarnos del lento naufragio de nuestras vidas, del lento naufragio de la estética, de la ética de México y de nuestros chingados sueños” (187). Tanto la ruptura con su novia, por parte del narrador, como el sentimiento de culpa de su amigo dentista por el fallecimiento de una paciente india en su consultorio, constituyen el punto de partida de un relato cruzado por el fantasma de la muerte. Tal desazón, sin embargo, parecerá neutralizarse gracias a un acontecimiento altamente significativo para ambos. En las afueras de Irapuato y en medio de la extrema pobreza, un adolescente indígena les posibilitará leer sus cuentos, acontecimiento que los hará ingresar en un nivel de realidad excepcional y diferente. La lectura de los relatos generará un cambio en la concepción del tiempo y en el estado anímico del narrador personaje: “El cuento tenía cuatro páginas, tal vez lo escogí por eso, por su brevedad, pero cuando lo acabé tenía la impresión de haber leído una novela […] ahora me sentía completamente despierto, completamente sobrio” (194). Todo parecerá concentrarse en esa “noche decididamente literaria” que les permitirá “sentir la apertura de un agujero en lo real” y entrever “durante un segundo escaso [en el transcurso de un sueño] el misterio del arte, su naturaleza secreta” (195). Sin embargo, dicha superrealidad es derogada en el momento que tratan de entender y compartir lo sucedido: “Comprendí que poco era lo que podíamos decir sobre nuestra experiencia de aquella noche. Ambos nos sentíamos felices, pero supimos […] que no éramos capaces de reflexionar o de discernir sobre la 339

naturaleza de lo que habíamos vivido” (195). Al intentar compartir el acontecimiento vivido, el enmudecimiento de su habla se impondrá nuevamente y se clausurará, en definitiva, la comunicación: “Tratamos de hablar de lo que nos había pasado el día anterior. Fue en vano” (196). Como puede apreciarse en estos ejemplos, al no poder afirmar su identidad ni integrar lo vivido, los personajes de Putas asesinas no logran conectarse con su propia interioridad. Por tal razón sus vivencias no les permiten entender las razones de su infelicidad ni generar las eventuales salidas de sus crisis. Lo que queda de ello es una particular forma de silencio que es resultado, entre otras razones, de la desrealización del otro, producto del trance existencial que los personajes adolecen. Este enclave psicológico, determinante en la dificultad para elaborar una experiencia, es descrito por el mismo Roberto Bolaño al referirse a ciertas situaciones existenciales límites: “Creo que cuando estás en situaciones extremas pierdes el sentido del otro. La supervivencia sólo te abarca a ti y a los tuyos; el otro deja de ser un ser humano y se convierte en algo irreal” (2006: 80). Escritura, indeterminación y crisis de lo inteligible En cuanto al nivel de la enunciación, la crisis de la experiencia se evidencia también en la crisis de la narrabilidad, esto es, la dificultad de abarcar y traducir en lenguaje la tensión existencial de los personajes, sus engranajes psicológicos más profundos, sus deseos, las razones de su desesperación, en definitiva, su subjetividad. La insuficiencia de los medios narrativos para develar los contenidos de conciencia proyecta a los textos algo que queda sin decirse, un espacio de silencio correlativo al que se apodera de los personajes. De esta forma, aspectos como aquello que produce la violencia o la turbación existencial de los personajes queda en el ámbito de lo inefable y deviene núcleo inaccesible para el lenguaje. La crisis de la experiencia incide narrativamente en la activación de un intenso dispositivo de indeterminación, procedimiento fundamental para el efecto de la prosa literaria que, según Iser, se intensifica a partir del siglo xviii con Joseph Andrews de Fielding hasta llegar al Ulises de Joyce, donde el lector pierde definitivamente el control sobre dicha indeterminación (112-117). En Putas asesinas este mecanismo se expresa tanto en la imprecisión del acto de habla, en la inestabilidad referencial y en un nivel de la enunciación que “se sostiene con frecuencia sobre voces que han perdido su seguridad narrativa o sobre un dialoguismo discursivo que puede contribuir ya sea a la contradicción 340

recíproca de voces o a establecer significativas relaciones intertextuales” (Espinoza 54). En este sentido, si pudiese hablarse de una filiación literaria de Bolaño habría que remitirse a autores donde el procedimiento de la indeterminación posee un alto grado de elaboración estética, como es el caso de Joyce, Kafka, Benet o Borges. Sin embargo, en los cuentos de Bolaño se radicaliza la incertidumbre respecto a qué es lo que ocurre en la interioridad de los personajes y en los núcleos de realidad e irrealidad en la que estos se debaten. Lo posmoderno de esta narrativa radica, entre otras cosas, en esta indeterminación de la realidad, ya que, desde ciertos ángulos, “la posmodernidad se destaca […] de la modernidad y de la premodernidad, en que contrariamente a estas dos no acepta la existencia de realidad alguna que se presente como absoluta y suficiente, trátese de Dios, del Hombre, o de la Razón” (Fullat 27). Pero, y esta es una diferencia evidente respecto a otras escritura posmodernas, la posmodernidad de los relatos de Bolaño no deja fuera la carga política que su escritura posee y potencia. Al respecto Chris Andrews postula que “Otra vertiente importante en la constitución de su obra es el postmodernismo, cuyos temas, motivos, y procedimientos Bolaño utiliza permanentemente. Desde el rasgo central y definitorio del rescate y la reapropiación de cuanto desecho cultural se pueda imaginar, hasta la celebración de la autodestrucción, del alcohol, del sexo, de la droga, de la violencia, […] para conformar el mundo narrado por la reiterada preferencia por el relato de enigmas, por la forma narración / pesquisa. Pero (…), Bolaño se distingue de las tendencias dominantes en el postmodernismo por su discurso político intrínseco, que atraviesa toda su obra” (97). En el universo narrativo de Bolaño el tema de la indeterminación se articula al de la crisis de la experiencia, revelando la disolución de los marcos de inteligibilidad. Según Félix Martínez Bonati, con la pérdida de la autoridad de las categorías éticas tradicionales y de las doctrinas abarcadoras, lo inteligible del texto, es decir aquello que queda subordinado a un orden conceptual preexistente, comienza, a partir del siglo xx, un proceso de disolución progresiva. Se fragmenta así el sujeto narrativo y los mundos evocados carecen de sentido y estabilidad. En este contexto lo único que puede afirmar el narrador con fuerza cognitiva es aquello irreductible a categorías universales, esto es: la subjetividad, la casualidad, la inmediatez del vivir, etc. (7-12). Los cuentos de Putas asesinas radicalizan esta crisis de la inteligibilidad y devienen representativos de una sintomatología posmoderna en la que se diluyen los marcos conceptuales que otorgan seguridad a la experiencia. Son textos 341

receptivos a las inquietudes contemporáneas que, según Jean Baudrillard, se desprenden del nuevo imaginario social: “¿Qué queda del bien y el mal, de lo falso y lo verdadero, de todas las grandes distinciones útiles para descifrar el mundo y mantenerle bajo el sentido? Todos estos términos, descuartizados a costa de una energía loca, están siempre dispuestos a abolirse el uno al otro” (5051). En Putas asesinas estas categorías de organización y valoración de la realidad son desarmadas a partir de la relativización de sus fundamentos clasificatorios. Paradigmáticos son, en este sentido, los cuentos “Putas asesinas” —donde el narrador apoya su impecable lógica amoral con la tortura aplicada a su escogido amante— y “El retorno”, en el que la necrofilia alcanza una particular legitimidad poética. Respecto a esto mismo, José Promis afirma que en la escritura de Bolaño “los conceptos del bien y del mal no funcionan de acuerdo a los criterios que utiliza la moral convencional para definirlos. Los términos de normalidad y anormalidad […] se diluyen y reacomodan para asumir una fisonomía que es expresión pura de lo distinto, de lo anormal que al devenir normal se transforma en extraño, en arte, en poesía” (56-57). Crisis de la experiencia y limitaciones de la escritura En síntesis, tanto a nivel de los personajes como de la instancia narrativa, los cuentos de Putas asesinas productivizan estéticamente el problema de la crisis de la experiencia. Dicha crisis se reelabora en un contexto epocal responsable de la constitución de un tipo de sujeto representativo de lo que Fredric Jameson llama “el sistema internacional del capitalismo multinacional de nuestros días” (17), un sujeto volátil y flotante que Stuart Hall caracteriza como poroso, volátil, descentrado, proclive a asumir identidades diferentes; un sujeto posmoderno caracterizado por el síndrome de la fragmentación (27). Este nuevo tipo de sujeto inaugura, según Félix Guattari, la época “del capitalismo mundial integrado”(31), la que se caracteriza por el derrumbe de las utopías, el descreimiento de la política, el relativismo creciente, la legitimación de una ética del consumo, la mercantilización de la experiencia, la negación de los discursos totalizantes, la crisis de lo local y la lógica de la globalización.4 Respecto a esto último, Zygmunt Bauman realiza una lúcida reflexión sobre los efectos de la globalización en el sujeto de la actualidad. Uno de los ángulos que potencia en su análisis es justamente uno de los tópicos más recurrentes en la narrativa de Bolaño, esto es la desterritorialización, tanto del espacio como del sujeto. Ya sea en sus novelas como en sus cuentos, la vida de los personajes se define básicamente por la inestabilidad y por el sentimiento de despertenencia a 342

cualquier idea de patria.5 Dicha característica del mundo representado coincide plenamente con lo que señala Zygmunt Bauman respecto a una condición definitoria de la actualidad, como es el permanente movimiento al que se enfrenta el sujeto y que al mismo tiempo reproduce: “En la actualidad todos vivimos en movimiento […] algunos no necesitamos viajar: podemos disparar, correr o revolotear por la Web […] Pero la mayoría estamos en movimiento aunque físicamente permanezcamos en reposo. Es el caso del que permanece sentado y recorre los canales de televisión satelital o por cable […] En el mundo que habitamos, la distancia no parece ser demasiado importante […] A veces, da la impresión que solo existe para ser cancelada; como si el espacio fuese una invitación constante al desdén, al rechazo y la negación” (La globalización 103). En el plano estético y específicamente en el literario, esta nueva sensibilidad se traduce en relatos que evidencian la crisis de desestabilización del sujeto y el intento, según palabras de Bernardo Subercaseaux, de “borrar las huellas del pensamiento teleológico y erosionar la idea tradicional de la unicidad del sujeto como fuente de significación” (132). La escritura de Bolaño revela de qué modo el descentramiento del sujeto se vincula al tema de la crisis de la experiencia y a la imposibilidad de articular lo vivido en una narrativa unificadora. Lo que queda en la escritura es la configuración de un sujeto escindido que evidencia, a su vez, los límites del lenguaje. Ricardo Piglia, teniendo como referencia la catástrofe de los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, señala que hay acontecimientos imposibles de ser trasmitidos y que suponen una relación nueva con las palabras (32). Con relación a esto, Stéphanie Decante señala que “el desamparo frente al horror —fuente, acaso, del terror—, este miedo extremo que infunde espanto y angustia, que perturba y paraliza la misma escritura, constituye un núcleo estructurante de la obra de Roberto Bolaño” (123). En el caso de Putas asesinas los límites del lenguaje tienen como telón de fondo no sólo las masacres dictatoriales y el duelo irresuelto ante esas muertes, sino también una modalidad de existencia caracterizada por la disolución posmoderna. Son relatos que prefiguran una “épica de la tristeza”6 y ponen en escena el estigma cotidiano que define a los tiempos desastrosos, esto es, el experimentar la vida como trauma. Por ello se entiende el presentimiento generalizado de que las catástrofes acontecidas puedan nuevamente volver a suceder. En palabras de Gregorio Kaminsky: “lo que se teme se teme porque es una espera presente de algo que ya aconteció […] Lo inminente induce a la 343

corrosión de todo presente existente; es el intempestivo presentimiento de estar y no ser, la nada que irrumpe no solo ante o frente sino, lo que se define dentro del propio ser” (48-49). Teniendo en cuenta esta concepción del trauma, el advenimiento del desastre que presiente B en “Últimos atardeceres”, el llanto incontrolable del Ojo Silva por todas las pérdidas sufridas, la angustia indefinible que sufren los personajes de “Dentista” ante la vigilancia anónima que los acecha y el enmudecimiento en el que todos recaen, podría tener como origen no solo la percepción desesperanzada del presente o la memoria angustiosa del pasado, sino el temor de que el futuro traiga consigo la repetición de lo ya vivido. El trauma resultante es lo que define, en último término, el doblez posmoderno en el que la crisis de la experiencia se despliega en los mundos fictivos de Putas asesinas. Bibliografía Adorno, T. H. “La posición del narrador en la novela contemporánea”, en Notas sobre literatura, Barcelona: Ariel, 1962. __________. Minima moralia. Madrid: Taurus, 1987. Agamben, Giorgio. Infancia e Historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2004. Andrews, Chris. “Algo va a pasar: los cuentos de Roberto Bolaño”, Roberto Bolaño. Una literatura infinita, Fernando Moreno (coord.), Centre de Recherches Latinoaméricaines / Archivos Université de Poiters — CNRS, 2005, p. 97. Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota. Santiago: Cuarto Propio, 2002. Baudrillard, Jean. El otro por sí mismo, Barcelona, Editorial Anagrama, 1994. Bauman, Zygmunt. La globalización—Consecuencias humanas, Buenos Aires: F:C:E:, 1999. __________. La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Ediciones Akal, 2001. Benjamin, Walter. “El narrador”, Sobre el programa de filosofía futura y otros ensayos. Barcelona: Planeta, 1986. Bolaño, Roberto. Putas asesinas. Barcelona: Anagrama, 2001. __________ Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Selección y edición de Andrés Braithwaite. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2006. Decante Araya, Stéphanie. “Llamadas telefónicas: claves para una escritura paratópica”, en Fernando Moreno (coord.), Roberto Bolaño. Una literatura infinita, Centre de Recherches Latino-américaines / Archivos Université de Poiters — CNRS, 2005. Eltit, Diamela. Signos vitales. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2008.

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El presente trabajo forma parte del Proyecto fondecyt Número 1071130: “Política y

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cultura en Chile: transformaciones y continuidad (1939-2000), dirigido por Bernardo Subercaseaux, donde participo como coinvestigador. 2

Según Walter Benjamin: “Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está haciendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias […] Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar en experiencias comunicables, volvían empobrecidos”, (1986, 190). Por su parte, Theodor Adorno señala que “está destruida la identidad de la experiencia, la vida continua en sí y articulada que es la única que permite la actitud del narrador. Basta para verlo con parar mientes en la imposibilidad de que cualquiera que haya participado en la guerra la narre como en otro tiempo no podía narrar sus aventuras”, en “La posición del narrador en la novela contemporánea” (1962, 46). Posteriormente, en Minima Moralia, señala que: “La vida se ha convertido en una discontinua sucesión de sacudidas entre las que se abren oquedades e intervalos de parálisis […] El completo enmascaramiento de la guerra por medio de la información, la propaganda, los formadores instalados en los primeros tanques y la muertes heroica de los corresponsales de guerra, la mezcla de la opinión pública sabiamente manipulada con la abstracción inconsciente, todo ello es una expresión de la agonía, del vacío entre los hombres, su destino en que propiamente consiste el destino” (1967, 53).

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Esta dificultad para acceder a la subjetividad de los personajes parece responder a una característica general de Bolaño en cuanto a la construcción de éstos: “Llama la atención el poco interés que concede al mundo subjetivo de sus personajes […] Su escritura no depende de la introspección, sino del recuento de los datos. Aunque sus personajes opinan mucho, no ofrecen ideas sobre ideas, sino actas de descargo” (Juan Villoro 18-19).

4

Respecto a los efectos de la globalización en el mundo, Diamela Eltit señala que las identidades locales son tensionadas por los efectos globales extraterritoriales que promueve la tecnología globalizada: “La globalización cerca y asalta lo local e implanta la pertenencia a una ventana tecnológica como imperativo de universalismo” (Diamela Eltit 171-172).

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Esta característica de los personajes coincide de cierta forma con la idea mutante de patria que tenía el autor: “Nunca me he sentido exiliado. Extranjero me he sentido en todas partes, empezando por Chile. Como fui un niño pedante, ya desde niño me sentía extranjero” (Jorge Herralde 87). Igualmente, en el Discurso de Caracas enfatiza esta desaprensión con los sentimientos convencionales de pertenencia: “A mí lo mismo me da que digan que soy chileno, aunque algunos colegas chilenos prefieran verme como mexicano, o que digan que soy mexicano, aunque algunos colegas mexicanos prefieren considerarme español […] aunque algunos colegas españoles pongan el grito en el cielo”, (Manzoni 210-211). La patria parece ser, en definitiva, un territorio afectivo y no una inscripción en una geografía determinada: “Mi única patria son mis hijos.

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Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en un segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria”, (en Jorge Herralde 62). Según Masoliver Ródenas es esta extraterritorialidad del autor lo que dificulta encasillarlo en una demarcación nacional. En su reseña de Los detectives salvajes señala que ésta es “una de las mejores novelas mexicanas contemporáneas escrita por un chileno que reside en Cataluña” (64). 6

Así define Ignacio Echevarría una de las características de Bolaño: “Dicha épica alude a una escritura donde el dolor y del sentimiento de fragilidad existencial son rasgos que caracterizan la totalidad de su obra” (Manzoni 193).

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El gaucho insufrible1 y la Segunda Sombra en la épica de lo agónico Ramiro Oviedo

Parecía que Pereda y las vacas se dirigían al fin del mundo, pero sólo habían salido a dar una vuelta Roberto Bolaño, El gaucho insufrible El poeta es un vaca Gerrit Achterberg2 La vaca es un curioso animal piense lo que piense para sus adentros su última palabra es siempre mú K. Schippers3

Bolaño, que parecía estar muriéndose, sale a dar una vuelta con Bianco, Borges, Dahlmann, Di Benedetto, que parecen estar muertos, pero en verdad sólo dan una vuelta por la pampa. Todos sabemos que la pampa y los Países Bajos son tierra de vacas, lo que justifica los epígrafes de Pereda y de los poetas neerlandeses. Lo curioso es que Achterberg diga que el poeta es una vaca en un poema escrito en 1930, coincidiendo con la promoción de escritores argentinos memorialistas (rumiantes) de los años 30. Que Pereda bautice a su caballo con el nombre de José Bianco, se inscribe en esa misma lógica. Ahora bien, la identificación entre la vaca y el poeta entra en el orden de lo sentimental, como se puede ver en esta traducción: Ella, la vaca, medita un poco y dormita mientras está tumbada en la hierba, rumiando tranquilamente. Mira asombrada su sombra en la acequia y se pregunta, por ejemplo: “¿Cómo se ha puesto esa vaca boca abajo? Se deleita pensando en cómo la ordeña el granjero y en cómo de noche sueña que vuelve a ser pequeña, que es una ternera que descansa junto a su madre”.

Podemos suponer que la vida de las vacas holandesas es más placida que la 348

vida de las vacas de la pampa argentina. Basta leer El gaucho insufrible o Don Segundo Sombra, para constatar el enorme estrés a la que éstas se hallan expuestas, a diferencia de las vacas de las praderas nordistas que, a lo mejor, pasan una vida de sueño entre hierba y leche, viendo las verjas y las fuentes de agua o elevando apenas la cabeza al paso de un avión. Aquí la cuestión se agrava, aunque carezca de elementos dramáticos visibles, en la medida en que estamos ante un escritor que se está muriendo y que antes de morirse quiere dar un paseo con algunos colegas entrañables. Por lo demás, el libro entero es una colección de personajes que se van, que están por irse y que desaparecen, haciendo obvia la temática del no retorno. En la alegoría, igual que la vaca, el poeta rumia (escribe) y la hierba (la realidad) se convierte en leche (poesía). Esa leche se puede beber (leer); el granjero que ordeña no es otro que el editor, que puede llevar al mercado un cubo de versos.4

Como se puede ver, este cuento, “El gaucho insufrible”, es engañosamente nacionalista, en la medida en que las vacas, que podrían ser el símbolo nacional, han sido reemplazadas por la celeste de la selección nacional de fútbol. El hecho de que un escritor apátrida elija a Argentina como la patria de su texto, puede ser una manera de abordar ciertos problemas de identidad de la escritura. El objeto de nuestro trabajo consistirá, en primer lugar, en efectuar un protocolo de reconocimiento de los poetas circulares, interpretando las razones de su asociación y la función que cumplen en este cuento; en segundo lugar se tratará de identificar y explicar las simetrías entre El gaucho insufrible y la Segunda Sombra (otro nombre del mestizaje). Por último se buscará delinear la épica de la agonía, en tanto línea de acción practicada por Pereda, y en tanto poética del propio narrador, asociado a Di Benedetto, Dahlmann o José Bianco, ejes actanciales y egos experimentales del intertexto.

Los poetas circulares El texto deviene simultáneamente la epopeya de la agonía del propio Bolaño, confundiéndose con la de Pereda, el abogado y político frustrado que se empecina en refugiarse en la pampa en el momento de la debacle política y de la bancarrota económica. Las proyecciones del intertexto plural y la complicidad subyacente entre el autor y el abogado Pereda se amplifican hasta delinearnos los perfiles del escritor Antonio Di Benedetto (estudios de abogacía y crítico de cine, con comentarios esparcidos en el cuento) y de alguno de sus personajes de 349

ficción, en son de homenaje, así como de Dahlmann, en un guiño a Borges (que admite su predilección por el cuento El Sur, no sólo por lo que tiene de autobiográfico, sino por su poder de condensación de sus temas preferidos: el sueño, el destino, el tiempo y la muerte)5 y todo esto, al tiempo que bordeamos una versión viril de la estética de la incertidumbre, como un homenaje a José Bianco —evocado aquí con un humor triste como el caballo del Gaucho Insufrible, y que nos lleva a pensar en la hermosa broma del propio Borges, cuando dice que los gauchos fueron inventados para entretener los caballos en las estancias—, pero también un homenaje a Martín Fierro y a Don Segundo Sombra, en lo que tienen de umbilical y de individual, que Bolaño saluda, en oposición a la disciplina homogeneizante y encasilladora del mundo, con sus escritores de éxito, señoritos mimados, hijos de papá y rodeados de todo confort, como el escritor hijo de Pereda. La función de estos parientes cercanos de Bolaño, indirectamente reunidos mediante evocaciones opacas, siendo plural, puede resumirse básicamente en el acto selectivo que obedece a las imponderables leyes del afecto, de las afinidades mostradas en ese combate de espartanos de la escritura y de una cierta pedagogía que rentabiliza y dignifica el sufrimiento. En suma, el texto nos sitúa en primer lugar frente a una versión remozada del ser nacional, inhabilitado —por la globalización neoliberal— o mutilado de su doble sombra, que era en sí un signo de identidad, como lo fue para Don Segundo Sombra, connotando el misterio que rodea su persona y su pasado oscuro; en segundo lugar, nos hallamos ante la confirmación contundente del canon argentino en lo que respecta a la narrativa de los años treinta. Precisamente, convendría preguntarse si los guiños a los íconos de esta generación no constituyen una manera de evocar a esa Argentina “desaparecida”, la de los años “locos” y prósperos, esa “Argentina de buenas maneras”, como dice Blas Matamoro6, y en la que José Bianco practicaba la moral de la reticencia, antes de ser vergonzosamente rebasada por el menemismo, la cultura de los bocones y de los gánsters responsables del “corralito”. Es en este contexto en el que Bolaño traza el croquis de un desencanto inmenso que coincide con las postrimerías de su vida, pues sabe que está enfermo y grave. Desencanto que es desaliento y rabia ante la ridiculez de un mundo regido por madrastras, puesto en la balanza con su antípoda, la madre literatura, en medio del encanto o la fascinación que supone para Bolaño 350

resucitar a escritores entrañables, cuyo aliento le permite confrontar el apocalipsis como un varón, acompañado de gauchos de verdad, no de viejos inútiles y extraviados como los que le acompañan en la estancia. El gaucho insufrible y la Segunda Sombra En “Derivas de la pesada”, el primero de los “Tres discursos insufribles”, que abren Entre paréntesis, Bolaño se refiere al Martín Fierro como “una novela de la libertad y de la mugre, no una novela sobre la educación y los buenos modales, […] una novela sobre el valor, no sobre la inteligencia, mucho menos sobre la moral”. Después, al hablar del gaucho de Fierro, lo trata como “paradigma del desposeído, del valiente (pero también del matón)”, y por último, dice que “cuando Borges glosa a Hernández, no lo hace con el cariño y la admiración con los que se refiere a Güiraldes.7 Basten estos elementos para intentar ubicar la Segunda Sombra que subyace en toda novela o ficción sobre el gaucho. Nos parece oportuno citar de manera complementaria la definición del propio Pereda sobre Argentina, Buenos Aires y la pampa, y que la comparte con los pobres gauchos, aunque estos no comprenden nada: Argentina es una novela, les decía, por lo tanto es falsa o por lo menos mentirosa. Buenos Aires es tierra de ladrones y compadritos, un lugar similar al infierno, donde lo único que valía la pena eran las mujeres y a veces, pero muy raras veces, los escritores. La pampa, en cambio, era lo eterno. La copia fiel de la eternidad. Un camposanto sin límites. (34-35)

Condensando ambas citas, deduciremos que la Segunda Sombra es la proyección literaria de la culpa argentina y de la culpa latinoamericana: la cobardía, el marasmo, la inacción y la irresponsabilidad en la jerarquización de los compromisos. Esa costumbre gaucha de rasgar la guitarra sin jamás decidirse por un aire determinado. Eso que convierte en gatos a los tigres y en conejos a las vacas. Bolaño diseña entonces la Segunda Sombra refundando “la circularidad del desastre”, volviendo a la literatura memorial y replanteando algunas cuestiones sobre literatura e identidad, que pasa por la reescritura de Güiraldes y de Borges. Convertido a la fuerza en gaucho insufrible, el abogado Pereda alude de manera paródica en sus reflexiones de jurista y de político frustrado a las perversiones culturales y socioeconómicas de la mundialización, y a la vez exhibe las antinomias entre civilización occidental y mundo semicolonial, que 351

niegan el mestizaje cultural y la posibilidad de que éste pueda ser un laboratorio de mestizaje sin fronteras. El material intertextual y la posición de Bolaño, escritor esencialmente apátrida y marginal, definen mejor que nada lo que es el ser o lo que tiene que ser, antes de declararse nacional, leyendo el mundo como una entidad ambigua y opaca, por no decir mestiza, en la que la pampa y la ciudad vienen a conformar una trampa bifronte por efecto de la sombra que la una proyecta en la otra y en su gente, o algo parecido a una anécdota ficcional en la que asociará el destino personal al destino de la nación o al de la literatura misma convertida en territorio. La Segunda Sombra puede también ser delineada desde otro ángulo por el sempiterno juego de espejos entre Europa y América Latina, los viajes a doble vía, las mutuas influencias, las interferencias culturales, la admiración y la decepción recíprocas, materializada por ejemplo en la gestión de los traductores del inglés y del francés: Cortázar, Nicanor Parra, Borges, José Bianco, para mencionar unos pocos de este lado, con sus correspondientes en el otro lado. No podemos descartar las huellas de la historia en la proyección de esta doble sombra. Entre las primeras manifestaciones que marcan las relaciones entre Francia y Argentina recordamos el bloqueo francés del puerto de Buenos Aires, en marzo de 1838, provocado por la prisión y luego por la muerte del litógrafo Bacle. En el fondo, todo no es sino el resultado de la reacción de los sectores progresistas locales y extranjeros (franceses) contra la política despótica y represiva de Rosas. El “americanismo” hábilmente explotado por Rosas como lema de combate, desemboca en un antiextranjerismo que raya en la barbarie. Es en ese contexto donde el dictador se autoproclama defensor de la independencia americana. Al final, el episodio dejaría en claro el carácter deleznable de las relaciones entre Europa y América. En el plano nacional, en cambio, si se comenzaba a gestar una revolución positiva para el país, Rosas se encargaría de aniquilarla mediante la represión y el terror, que obligó a los bonaerenses a refugiarse en el campo, fundiendo al hombre urbano con el medio rural y viceversa, lo que resultó un paso positivo para la construcción de la nación, según lo dicho por Sarmiento. La Segunda Sombra es, también —entonces—, el espacio distante entre dos puntos, “lo otro”, que obsesiona al hombre. Y si bien hablamos de Buenos Aires y de la pampa, hurgando en el texto veremos que éste convierte a la literatura en una zona bifurcada. En una están los escritores con mecenas y padrinos, y en la otra los huérfanos, a los que el escritor decide convocar como si fueran sus 352

parientes. La asociación entre patria y literatura salta a la vista, dejándonos ver que la condición insufrible del gaucho reside en su conducta existencial. La Segunda Sombra alude también, por una parte, al lado oscuro y sospechoso de Don Segundo Sombra, y por otra, a su lado protector con Fabio, el chico huérfano que abandona a sus tías para seguirle y aprender el “más macho de los oficios”. Pereda por su parte, comparte la carencia afectiva del huérfano, siendo viudo joven y solitario, pero negándose a dar una madrastra a sus hijos, convencido de que […] el gran problema de la Argentina de aquellos años era precisamente el problema de la madrastra. Los argentinos, decía, no tuvimos madre o nuestra madre fue invisible o nuestra madre nos abandonó […] Madrastras, en cambio, hemos tenido demasiadas y de todos los colores, empezando por la gran madrastra peronista. Y concluía: Sabemos más de madrastras que cualquier nación latinoamericana. (16)

A este primer estadio de ambigüedad entre Buenos Aires y la pampa, ambas miopes, huérfanas acogidas primero bajo el manto de la madrastra peronista y luego por la madrastra menemista8, y que obnubiladas por el mito del progreso asentado en el sobre endeudamiento masivo, terminan haciendo cola frente a los bancos en quiebra, se sucede un segundo estadio que evoca la faz semicolonial de nuestros pueblos. La idea generalizada de concebir a Buenos Aires como espacio de la felicidad (Pereda piensa que es difícil no ser feliz en Buenos Aires), y como una mezcla perfecta de París y Berlín, será corregida de inmediato por el propio Pereda, quien precisa que se trata mejor de una mezcla perfecta entre Lyon y Praga, lo que es muy distinto. Nada más fácil y banal que generalizar, y nada más serio que singularizar, evitando la globalización reductora. Es entonces el distanciamiento entre el observador y la zona cultural en cuestión el que determina la validez del juicio y la opción final de Pereda por la pampa, aunque ésta se haya degradado en todos los niveles. Visión que depende de la memoria de quien observa, de su implicación en el drama (la espera, la crisis, la muerte) y de la sobriedad para no extraviarse en melodramas baratos. Prematuramente avejentado y casi convertido en un estorbo para su hijo escritor, Pereda acude a la cafetería El Lápiz Negro (toponimia de la oficialidad castradora), donde le aburren las charlas de literatura, mientras que se interesa en las discusiones políticas. Sus hábitos cambian. Comienza por ordenar su biblioteca, luego se pone a buscar en los libros algo que ni él sabe, pero nosotros 353

podemos colegir que está leyendo a Di Benedetto, entre otros. Se vuelve austero en la bebida y en la comida, seguramente en solidaridad con los autores que lee; adivina que Buenos Aires se hunde y siente que la ciudad se pudre. Las lecturas y los viajes le vuelven visionario y muy sagaz cuando se trata de señalar con el dedo la afasia y la inercia: “A nadie se le ocurrió pensar en una revolución, a ningún militar se le ocurrió encabezar un golpe de Estado. Fue entonces cuando Pereda decidió volver al campo” (20) ¿Puede no ser esto una declaración flagrante de desencanto? Es obvio que para Pereda la inacción es un acto cómplice de la ignominia. El comportamiento gregario vuelve cobarde e irresponsable al individuo. Entonces, contraviniendo sus juicios sobre la pampa, lugar que él considera estéril para la cultura e inadecuado para la buena educación de sus hijos, decide irse a la vieja estancia, abandonada cuando niño y prácticamente borrada de su memoria. La estancia, llamada El Álamo Negro, resulta ser la metáfora exacta de la Argentina de la crisis: “una casa sin un centro, un árbol enorme y amenazador y un granero donde se movían sombras que tal vez fueran ratas” (21), y no es fortuito que esta imagen sea simétrica a otras estancias del mismo cuento, pero también a algunas que aparecen en Don Segundo Sombra, alusivas esencialmente a la miseria, a lo fatídico y a la corrupción campeantes. Valga precisar que estos estigmas se vuelven más notorios en los cuentos que Don Segundo incrusta a la ficción matriz, como si se requiriera potencializar el grado de la ficción para que la realidad se vuelva legible y aceptable. La intertextualidad propuesta por El gaucho insufrible cumple exactamente el mismo rol, pero ocultando o camuflando la autoficción, por pudor y reticencia, para entregarnos un cuento político, con un desencanto lúcido, una atmósfera poética y un humor algo anacrónicos, en la medida en que no parecen compatibles con el momento crucial que atraviesa el narrador. En efecto, los cangrejales, las hormigas rojas, las reses lisiadas, mutiladas y enfermas del libro de Güiraldes, son la sombra de la primera metáfora ya mencionada y que persiste en su actualidad, aunque en el texto de Bolaño la hipérbole se invierta. Lo que sobra en Güiraldes, se vuelve vacío, ausencia, hueco, en Bolaño, o máxime una aparición bochornosa de roedores sangrientos, que van turnándose, corriendo en tandem, intentando ir al ritmo del tren, antes de devorar al líder, en una metáfora bien lograda de la competencia absurda y de la barbarie cotidiana, mimetizada por los hombres, incapaces de controlar la tecnología. El viaje en tren que conduce a la pampa, generalmente largo y monótono, es 354

otro leitmotiv de los relatos gauchescos. Las visiones del paisaje, los sueños de la llanura que tiene Dahlmann en su viaje hacia El Sur, la austeridad de las estaciones, las calles y suburbios, visiones entre las cuales intenta leer Las mil y una noches, hallan relativamente su doble en el tren de Pereda, con sus vagones medio vacíos y sus estaciones nuevas o suprimidas, suponemos que debido al éxodo o a las mutaciones demográficas; pero en este tren nadie lee ni discute, sólo se habla de política, de la bancarrota nacional, y del nivel de la selección argentina antes del mundial. El honor nacional reposa exclusivamente en la celeste, suprimiendo así la responsabilidad del resto de la población. Luego, los temas de conversación de los pasajeros terminarán fastidiando a Pereda, quien piensa “no tenemos remedio” (22), como otra afirmación del desaliento y de la impotencia. El espíritu sensible y la memoria viajera de Pereda (proyección del bagaje cinematográfico de Di Benedetto) le lleva a comparar la masa humana de su tren con la “de los trenes que salían de Moscú en la película El Doctor Zhivago […] aunque en los trenes rusos de aquel director de cine inglés la gente no hablaba de hockey sobre hielo ni de esquí” (22)9. Para colmo, un tipo aindiado que está junto a Pereda lee un cómic de Batman (que acumula otro sintagma a la alienación o al terreno de las madrastras, en correspondencia con el del tema del fútbol). Como es de esperarse, el indio se bajará en la estación El Apeadero, para no contradecir las normas, lo que lleva a Pereda a cuestionarle si eso es una estación o una fábrica. La sátira de Pereda conlleva un sacudimiento de la realidad y del comportamiento gregario, al tiempo que siente que la pampa le ha modificado la enunciación, que le sale “directa, varonil, sin subterfugios” (23), como consecuencia de una especie de simbiosis invisible. Es de pensar que si el indio no se hubiese bajado en ese lugar, Pereda le habría confiscado el cómic de Batman y quién sabe, le habría dado una lección sobre los gauchos y sobre la pampa. El rol de los medios de comunicación y concretamente de los cómics en la cultura popular de alto consumo, puede ser una escuela de huérfanos o más bien de bastardos a la deriva, que no es el caso de Fabio, el huérfano del libro de la pampa, quien se siente atraído desde niño por la personalidad de Don Segundo Sombra. El encuentro del abogado con su compañero de escuela Severo Infante, viejo ferrocarrilero, mal pagado y de aspecto descuidado, que se recuerda bien de Pereda, mientras éste no logra ubicarlo, da cuenta de la sombra vista desde otro ángulo. Aunque ambos luzcan como jóvenes envejecidos, es innegable que el 355

aspecto del ferrocarrilero —que parece mucho mayor— no es el de un compañero de escuela de Pereda, cuya voz y tono autoritarios repiten lo ocurrido con el lector de Batman. Al despedirse, Pereda le tutea y con esto se marca la distancia entre el porteño y el campesino. La diferencia radica en que Pereda, hijo de estanciero latifundista, vivió en Buenos Aires, bebía vino francés, su poder de influencia como juez era capaz de modificar el comportamiento de la policía, y sus hijos tenían profesores particulares de piano y de lenguas con profesores extranjeros, mientras que el pobre ferrocarrilero, de cuyos padres e hijos nada se sabe, jamás abandonó la pampa y seguirá siendo un ferrocarrilero mal pagado toda su vida. Al llegar Pereda a la estancia halla que está casi en ruinas, en medio de un paisaje austero del campo desierto. Capitán Jourdan es un pueblo destartalado y perdido. Después de comprarse un caballo, temiendo por sus huesos “habituados al confort de Buenos Aires y a los sillones de Buenos Aires” (29), Pereda se inicia con dificultades en la vida gaucha. Se da cuenta de que no es el único que ha vuelto de la ciudad, pues Don Dulce, negociante de pieles de conejo, ha llegado igual que él, no hace mucho, y habla como criollo dándose aires de pampero. Su léxico cambia, en un ejercicio de descolonización del lenguaje, reformando la formulación inicial y suprimiendo los tópicos. Sea lo que fuere, aquí apenas se encuentra un caballo. En cambio hay un jeep. Los gauchos han vendido sus caballos al matadero y ahora van a pie o en bicicleta o hacen autostop por las pistas de la pampa. Los sueños que tiene al regreso a la estancia, al quedarse dormido, son muy significativos: una lluvia de sillones sobrevuela Buenos Aires. Luego los sillones se queman e iluminan el cielo de la ciudad. Después sueña en su infancia y en el forzado abandono de la estancia con su padre completamente abatido. Estas dos imágenes, conectadas a la del retorno imprevisto de Pereda, poseen una sobrecarga semántica, puesto que explican el fracaso de la huida como solución posible y la vuelta a los orígenes, mientras tiene lugar oníricamente el acto subversivo del narrador, haciendo volar por los aires la perezosa burocracia porteña, antes de prenderle fuego. El espacio, entonces, no es el problema, sino quienes lo ocupan y la manera cómo lo ocupan. La medida del tiempo y del espacio en la pampa tiene dos segmentos: de un lado se focaliza existencialmente en la medida de la agonía —sugerido mediante las distancias engañosas entre el hombre y un punto referencial—, y de otro lado, en la alusión al tiempo extrañamente pervertido por las relaciones económicas 356

(44). La falta de circulante para pagar los jornales hace que el mes pueda tener cuarenta días y el año años cuatrocientos cuarenta, sin que esto fastidie en absoluto a los empleados, que prefieren no topar el tema. Lo que les importa es vivir —sobrevivir— y ahí están ellos, sin otra alternativa. El rol socializador y dinamizante de Pereda en la pampa es casi nulo y no rebasa el de las aspiraciones románticas y exhibicionistas. Él se constituye en centro pero los cambios son mínimos. Los únicos signos de progreso que se observan en la estancia se dan a partir de la llegada de la india con la que se amanceba Pereda, pues él mismo y todos los gauchos son una banda de viejos inútiles, incapaces de reparar un techado o de hacer una huerta para producir hortalizas. Su ineptitud técnica hace que las herramientas de la ferretería no sirvan para nada. El pasaje que narra la popularidad de Pereda, improvisado contador de historias —al estilo de Segundo Sombra— ante un nutrido público de gauchos, comerciantes y hasta niños, revela el nivel de influencia del antiguo juez, hombre cultivado, inventando historias de gaucho y atribuyéndose heroísmos ajenos ante un auditorio compuesto por gente inocente que no puede sino respetarle y callarse cada vez que él entra a la pulpería, que también ha dejado de ser lo que era. La referencia al caballo parecido a José Bianco, muerto en un entrevero con la policía, es una sutil alusión a los crímenes de la policía contra los escritores e intelectuales, y de la que el jinete logra salir libre por su condición de juez. Si la policía es el orden y los jueces la justicia, cabe entender la ironía de Pereda, sugiriendo la inexistencia del orden y de la justicia, aunque sobren jueces y policías. La cocinera le escribe una carta contándole los pormenores de la vida en Buenos Aires con las secuelas de la gran estafa, acusando “a los peronistas, a los políticos y en general al pueblo argentino, masa de borregos, que finalmente habían conseguido lo que merecían”(32). A veces Pereda, nostálgico, va a la línea férrea, pero el tren no pasa nunca, es “como si ese pedazo de Argentina se hubiera borrado no sólo del mapa, sino de la memoria” (37). Paulatinamente van a llegar las visitas desde Buenos Aires. Primero llega la cocinera, quien reprocha a Pereda estar viviendo en un chiquero. Después llega el hijo escritor, otros dos escritores y un editor, y les recibe a la usanza local (“En honor a los invitados de su hijo, aquella noche el abogado mandó hacer una gran fogata y trajo de 357

Capitán Jourdan al gaucho que mejor rasgueaba la guitarra…”, 38), con una práctica ortodoxa de los rituales gauchos, que reduce todo a folclor jactancioso. La adopción del universo del “otro” se asume de manera flagrante, evidenciando una parodia de mestizaje, mediante la adopción forzada y romántica del espacio. Los elogios ridículos del editor-ecologista a la vida “bucólica” de la pampa, así como la incoherencia del comportamiento de la psiquiatra que recita de memoria a Hernández y a Lugones, pero agraviando a los chicos de la pampa por su comportamiento arisco, ironizan sobre el esnobismo de los porteños que elogian lo rústico y el exotismo, sin tener la menor idea de la realidad cotidiana en esos lugares. Esto confirma el puente sin bases que tiende la mayoría de los porteños con el mundo rural. Por último llegan una doctora y un enfermero, cesantes en Buenos Aires, y que trabajan ahora para una ONG española. El lector vislumbra la impotencia de sus esfuerzos ante una Argentina convertida en pampa total. Este es el infierno del que no han podido librarse los escritores “traídos a cuento” por Bolaño, para hacerlos pasear en el camposanto infinito de la literatura, que es lo más parecido a la pampa, según Pereda. La épica de la agonía Recordaremos que con este libro Bolaño se despide de su familia, de sus amigos y de su médico. El lacónico paratexto de Kafka “Quizá nosotros no perdamos demasiado, después de todo” (11) es un elogio a cierto tipo de escritores. La voluntad de reunir en estos siete textos (cinco cuentos y dos ensayos) a gente que desaparece o que va a desaparecer, incluyéndose a sí mismo, se traduce en una evocación intertextual y anacrónica, confirmando que “para el escritor de verdad, su única patria es su biblioteca” (Entre paréntesis, 43), patria ésta que se extiende a otros libros, con los nombres de Sensini, Lihn, Teillier, Lira y otros. La debilidad de Bolaño por los escritores samuráis se repite en el cuento “Sensini”, de Llamadas telefónicas, en el que el personaje homónimo —viejo escritor apátrida y cazador de premios baratos para sobrevivir — no es otro que Di Benedetto. Sobrevivir es un lujo más que un delito, y Bolaño para hablar de la espera agónica decide darse mil vueltas, irse por las ramas montado en el caballo del humor que entra donde quiere. Al fin de cuentas, la escritura autobiográfica puede servir como remedio. Con esos desvíos rebosantes de pudor, Bolaño nos hace avizorar el escaso tiempo que le queda, registrando la reticencia a lo enfático y a lo confesional directo y optando por el distanciamiento irónico. La 358

sobriedad con la que maneja el tema resulta perturbadora, en la medida en que revela la potencia de un enfermo, su capacidad memorial de venganza o de reivindicación y el arte suyo de saber irse a tiempo, como buen gaucho. Varios indicios sirven de ejemplo: en el viaje de Pereda a la pampa, el narrador alude a la mujer y los niños que se bajan con él en la estación de capitán Jourdan. La mujer y los niños echaron a caminar por una pista de carreras y aunque se alejaban y sus figuras se iban haciendo diminutas, pasó más de tres cuartos de hora, calculó el abogado, hasta que desaparecieron en el horizonte. ¿Es redonda la tierra?, pensó Pereda. ¡Por supuesto que es redonda!, se respondió, y luego se sentó en una vieja banca de madera pegada a la pared de las oficinas de la estación y se dispuso a matar el tiempo. (24)

El lector atento no podrá sino sobrecogerse ante el cuadro que encierra al tiempo y al espacio, con dimensiones distintas para cada uno de los personajes, particularmente para el viejo Pereda, a su vez “observado” por el ojo del narrador, y éste a su vez, seguido de cerca por el narratario. Sea lo que fuere, Pereda se da el lujo de sobrevivir, planteándose preguntas galileicas, rebosantes de humor existencial y que le desvían de su lamentable situación, en franco contraste con la supuesta incomodidad de su hijo, escribiendo en un ordenador en una universidad norteamericana. (23) Cuando está aburrido sale en su caballo a pasear a las vacas (escritores del intertexto, escritores de la intemperie), provocando el asombro de los conejos (escritores funcionarios). Siguiendo esta lógica, podemos colegir lo que quiere decir cuando afirma que nada volverá a ser igual en la pampa mientras no vuelvan las vacas. (44) En la pulpería de Capitán Jourdan, al oír que alguien rasgaba una guitarra, sin decidirse jamás a tocar una canción determinada, piensa en su “jodido destino americano” (30), que le lleva a asociar de nuevo la suerte personal a la de un continente indeciso. Piensa en Dahlmann y en su muerte, entra a la pulpería endureciendo el rostro, imitando una escena de un cuento de Di Benedetto o más bien de alguna película de Clint Eastwood, granjeándose el respeto de los clientes, como queriendo evitar la suerte corrida por Dahlmann. El coraje con que afronta la presencia de varios hombres, es una versión corregida y aumentada de la escena final de Dahlmann, vengándolo secretamente. Después, la cocinera viene personalmente a Álamo Negro, trayendo el dinero 359

con el que Pereda puede pagar todas sus deudas, contratar dos gauchos viejos y sin familia, a los que les cuenta historias y cosas de Argentina, Buenos Aires y la pampa. En este momento el narrador aprovecha para definir la pampa como un cementerio, y establecer la simetría con su agonía. Y pese a sus declaraciones pomposas, “Hemos caído muy bajo […] aún podemos levantarnos como hombres y buscar una muerte de hombres” (36-7), Pereda termina haciendo lo que critica: cazando conejos como todo el mundo, para sobrevivir. Por último, un pasaje de enorme tensión nos revela la conciencia de Pereda imaginando su entrada en Buenos Aires, similar a la entrada de Jesucristo en Jerusalén o en Bruselas, para ser luego arrestado y crucificado como un pobre gaucho. La asociación polisémica nos remite en esencia la idea de universalización del gaucho (escritor insufrible), a quien vemos después penetrar montado en su caballo en una bonita calle del centro de Buenos Aires, donde recibe las flores que le arrojan los muertos desde lo alto de los edificios. Conclusión Si Pepe Bianco hablaba de los personajes de Proust como si fueran sus parientes o conocidos, Bolaño hace lo mismo con los memorialistas argentinos, abordando los mismos temas, desdoblándose o surgiendo púdicamente como de un espejo oblicuo de esa literatura, para abordar su individualidad y contarse dejando pistas de una escritura en diálogo con otras de varios escritores que jamás practicaron las “ceremonias unánimes” y que, lejos de dejarse encasillar en capillas, a las que se refiere Borges como “una de las tristes monotonías nacionales”, prefirieron decretar el imperio del yo y desertar como Arquíloco. El gaucho insufrible, en este contexto, parece corroborar aquel aserto tan pertinente del propio Borges: “¿Habré de recordar a los lectores del Martín Fierro y de Don Segundo Sombra que el individualismo es una vieja virtud argentina?”. En el avatar de especulaciones intelectuales que rodean al tema, el mestizaje resulta más que una asignatura pendiente, una utopía y un cuento de nunca acabar, manejable únicamente mediante la escritura, como un baño de nostalgia por el mundo gauchesco, una buena ocasión para hacer el informe de la situación de un continente en crisis y un pretexto para revisar la literatura como zona de afirmación identitaria. Desde este contexto, la excentricidad practicada por Di Benedetto, que tratando de explicar el ser nacional escribe desde Mendoza una novela (Zama) que ocurre en el Paraguay, marca quizás el punto de arranque del libro de Bolaño, en una simetría visible. Tanto Zama como El gaucho insufrible 360

postulan la imposibilidad de un lugar, por eso el abogado Pereda, pese a sus afectos por Buenos Aires y por la pampa, no será sino un porteño despechado, un turista a la fuerza en un no-lugar, porque ni la pampa ni Buenos Aires existen. Convertido en un hombre fuera de foco cercano a la muerte, su gesto raya la impostura romántica que le lleva a vivir en un territorio sin geografía, es decir meramente textual.10 1

Todas las referencias a la obra remiten a la edición de Anagrama, Barcelona, 2003.

2

Jean Schalekamp (composición y redacción). El poeta es una vaca. Antología de poesía moderna holandesa y flamenca, Universitat de les Illes Balears, Palma, 1995, p. 12.

3

Id. p. 13.

4

Ibid., p.13

5

Se dice del personaje de Bolaño que “Recordó, como era inevitable, el cuento El Sur, de Borges, y tras imaginarse la pulpería de los párrafos finales los ojos se le humedecieron” (24).

6

Blas Matamoro, José Bianco. El teatro del viento, letraslibres.com, art.7576.

7

Bolaño Roberto. Entre paréntesis, Anagrama, 2004. (23-24)

8

Borges prefiere llamarle “circularidad del desastre” a la madrastra. La cita corrobora que las asociaciones aparentemente dispersas y anacrónicas de la memoria permiten una lectura cabal del todo nacional, a la vez que proveen de instrumentos y alternativas en detrimento de la madrastra perpetua: la carencia.

9

La cursiva es nuestra. Se evidencia la relación arte-sociedad, en una esfera universal, no provinciana. Borges pregonaba la universalidad de la escritura, Bolaño, “su heredero malicioso”, puede ficcionalizar lo que quiera, ratificando el carácter “impuro” y mestizo del objeto de arte.

10

Remitimos al lector al magnífico estudio de Gonzalo Basualdo, Zama: hombre de ningún lugar, o la tradición en construcción, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2006 Hologramática literaria, http:/www.cienciared.com.ar

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Los laberintos narrativos de Roberto Bolaño Fernando Moreno

Citas y comentarios Primero voy a contar un cuento, o a recordar un cuento o, mejor para todos, intentar resumir un cuento, el cuento. Se trata de “Laberinto”, de El secreto del mal. Comienza así: Están sentados. Miran a la cámara. Ellos son, de izquierda a derecha, J. Henric, J.J. Goux, Ph. Sollers, J. Kristeva, M.Th. Réveillé, P. Guyotat, C. Devade y M. Devade. La foto no tiene pie de autor. Están sentados alrededor de una mesa. La mesa es común y corriente, tal vez de madera, tal vez de plástico, puede que incluso de mármol y pies metálicos, en cualquier caso nada más lejos de nuestra intención que describirla hasta la saciedad. La mesa es una mesa suficientemente grande como para que quepan los arriba mencionados y está en un bar. O eso parece. Por el momento digamos que está en un bar. (65)

Estaban entonces instalados ahí, atentos al momento en que debían ser captados por el lente, y si creemos en lo que dice el narrador, lo siguieron estando en esa existencia en blanco y negro que debería haber quedado ahí fija, durante mucho tiempo —por no decir para siempre— sin sospechar que, años más tarde otra mirada los sacaría de ese instante para instalarlos en el tiempo sin tiempo del relato. Del espacio de la fotografía —evocada pero no reproducida en el texto— y del espacio referido por la fotografía, se pasa al dato cronológico —“La foto, con casi toda probabilidad, está fechada alrededor de 1977”, (66)— y luego a la descripción de los personajes. Así, del primero de ellos se dice: En el lado izquierdo tenemos, como ya hemos dicho, a J. Henric, es decir al escritor Jacques Henric, nacido en 1938 y autor de Archées, de Artaud traversé par la Chine, de Chasses. Henric es un hombre fuerte, un tipo ancho, de complexión musculosa, probablemente no demasiado alto. Viste una camisa a cuadros arremangada hasta la mitad del antebrazo. No es lo que se dice un tipo guapo, más bien tiene una cara cuadrada de campesino o de obrero de la construcción, cejas pobladas y mentón oscuro, de esos mentones que necesitan (según algunos) dos afeitados diarios. Tiene las piernas cruzadas y las manos entrelazadas sobre una rodilla. (66)

362

La mirada del narrador, sus observaciones hechas discurso se mueven en un terreno donde alternan datos supuestamente objetivos, informaciones, aparentemente precisas, y opiniones que le hacen abandonar su posición de un ojo neutro y objetivo y que se encaminan hacia la amalgamada expresión de buen sentido y de arbitrariedad. Y aunque de su examen nada parece escapar, confiesa su ignorancia, sin que por esto se altere el estatuto que él mismo se ha conferido, muy por el contrario, como lo comprobamos al continuar la lectura: A su lado está J.-J. Goux. Probablemente se llama Jean-Jacques, pero en nuestro relato, y por comodidad, lo seguiremos llamando por sus iniciales. J.-J Goux es joven, rubio, lleva gafas, su rostro no es un rostro de facciones agraciadas (aunque comparado con Henric no sólo parece más guapo sino incluso inteligente, la línea de su mandíbula es simétrica y sus labios están rellenos, si bien el inferior es ligeramente más grueso que el superior. Viste un suéter de cuello alto y una americana oscura. (66)

Lector y observador de esa instantánea que no es tal, el narrador construye su relato, recompone la representación con una perspectiva no exenta de ironía, sin dejarse llevar por aquello que puede parece evidente o por la interpretación simple o fácil, obligando casi a su lector a seguirlo por un dédalo de observaciones y deducciones. Inspeccionando cada milímetro de la imagen, escrutando detalles de aquellos seres nunca mejor llamados de papel, los desviste y los viste con otras prendas a sus medidas, los diseca para intentar aprehender algún atisbo de verdad y/o de mentira, estudia las miradas, las actitudes, considera lo probable, lo inquietante o perturbador, avanza cuestionando, respondiendo, respondiéndose. A partir de lo que el narrador llama la presencia de ciertos símbolos en la foto (como una cierta disposición de los objetos o “la presencia aterrorizada y musical” de un rododendro), va a presuponer un entramado más complejo y más sutil en las relaciones que los miembros de este grupo mantienen entre sí, haciéndoles abandonar ese instante del tiempo al caer la noche, la que procura el ambiente propicio para revelar, como en la foto, la intimidad de sus envolturas materiales y carnales las que, por lo demás, él entrega al lector, ahora cómplice de este mirón y de su efracción: “Imaginemos, a J.-J. Goux, por ejemplo, a J.-J. que nos observa desde el fondo de sus gruesos anteojos submarinos” (72). Y ese trabajo de la imaginación devela, entre otras cosas, que este personaje se encuentra confrontado a una soledad inconsolable que intenta atenuar con dos copas de coñac y dos cafés, sentado en un bar cerca de la estación de metro Mabillon, mientras afuera ha comenzado a llover. Y el narrador afirma que 363

Si nos acercamos podemos notar que alrededor de sus ojos se ha abierto una zona de guerra: son sus ojeras. En ningún momento se ha sacado los lentes. Su aspecto es desolador. Tras una espera desmedida, vuelve a salir a la calle, en donde sufre un estremecimiento tal vez producido por el frío […] Al llegar a la boca del metro se toca el pelo, se lo echa hacia atrás, varias veces como si de pronto creyera que está despeinado, aunque no es el caso. Después desciende por las escalinatas y la historia se acaba o se inmoviliza en un vacío en que las apariencias poco a poco se difuminan. ¿A quién ha estado esperando J.-J. Goux? ¿A la persona que ama? ¿A alguien con quien pensaba acostarse esa noche? ¿Y cómo afectará a su espíritu delicado la incomparecencia de esa persona? (73)

Con idéntica disposición, e indiscreción, volviendo sobre sus personajes, rehaciendo las parejas y rehaciendo las noches, reconstruye las situaciones y las existencias de estos seres para introducirse en el fondo escondido de cada uno de ellos, el que no puede percibirse sino mediante estas incursiones que incluyen en un mismo nivel tanto certezas como suposiciones: Dentro de poco, Sollers y la Kristeva estarán juntos, leyendo, después de haber cenado. Esa noche no harán el amor. Dentro de poco, Marie-Thérèse Réveillé y Guyotat estarán junto, en la cama, y el la sodomizará. Se dormirán sobre las cinco de la mañana, después de cruzar unas palabras en el lavabo. Dentro de poco Carla Devade y Marc Devade estarán juntos y ella va a gritar y él va a gritar y luego ella se irá al cuarto y cogerá una novela, cualquiera de las muchas que tiene sobre su mesita de noche, y él se sentará en su escritorio y tratará de escribir pero no podrá hacerlo. (75)

La mirada impúdica del narrador penetra en el centro de esas interioridades en las que el mal de vivir está instalado, llenas de un vacío que se repite abismalmente y donde casi sin cesar vuelven la desazón, la pesadumbre, el tormento, los engaños, la incomprensión, la soledad, el abandono. Hurga en ellos, en sus vidas privadas, incluso cuando duermen, penetra en los sueños, en ese espacio de donde emerge una dimensión despiadada, una materialización inflexible de la tragedia y del mal, la del destino ineluctable que les espera: Dentro de poco J.-J. Goux, que ha sido el primero en dormirse, tendrá un sueño en donde aparecerá una foto y en donde se oirá una voz que le advertirá sobre la presencia del demonio y sobre la infausta muerte. El sueño, o la pesadilla auditiva, conseguirá despertarlo de golpe y ya será incapaz de volver a dormir durante el resto de la noche. (75)

El narrador se apodera de esas almas que deambulan por un camino hecho de intrigas, apariencias y mentiras y las pone frente a la situación de infortunio. Por eso también puede inmiscuirse en la pesadilla de Philippe Sollers quien, en una 364

playa de Bretaña, camina en compañía de un científico que posee la clave para destruir el mundo. El narrador explica, le ayuda a comprender, a darse cuenta de que el sabio es él, y de que quien camina a su lado es un asesino. Cual demiurgo, el narrador ve siempre más allá, puede atravesar la materia, hacer caso omiso del tiempo y del espacio, se burla de las apariencias, pone al desnudo todas las manifestaciones y formas de temor o pavor, e incluso de las vanidades, que aquellos individuos experimentan y sienten, pero que quisieran disimular. Clarividente, traduce la realización de una suerte de aciaga profecía. Y si el día viene a iluminar la fotografía, marcada todavía por la huella tétrica del mal —“Y entonces la noche acaba (o la parte pequeña de la noche, la parte manejable de la noche acaba) y la luz envuelve la foto como un esparadrapo ardiendo” (78)—, pronto vuelve la noche a cubrir toda su superficie. Y con ella el movimiento de los personajes. El narrador invita al lector además, y por ejemplo, a desenmascarar a ese joven periodista o escritor centroamericano que ha visitado las oficinas de Tel Quel y que ha tenido una conversación con algunos de los presentes y al que Carla y Marie-Thérèse observan; esta última, al cruzarse con él en el rellano del primer piso “descubre en sus ojos, tras el cómodo disfraz del resentimiento, un pozo de horror y de miedo insoportables” (80). Al mismo tiempo, el hablante espía la mirada de Guyotat, que se desliza como una caricia por la nuca de una bella desconocida, pero […] el centroamericano está más allá de los bordes de la foto y la desconocida a la que mira Guyotat y que por el momento sólo blande la ventaja de su belleza, comparte con él ese territorio inmaculado y engañoso. Entre ellos no se cruzarán miradas. Pasarán como dos sombras que comparten brevemente la misma superficie de espanto: el teatro giróvago de París. Él podría convertirse sin mayores problemas en un asesino […] La desconocida, por su parte, no caerá en las redes de amianto de Pierre Guyotat. Espera en la barra a su novio y con él o con el siguiente no tardará en iniciar una desastrosa y por momentos consoladora vida matrimonial. La literatura pasa junto a ellos, criaturas literarias, y los besa en los labios si que ellos se den cuenta” (85-86)

Aproximándonos hacia el final del relato, nosotros, lectores, constatamos que, esta vez, la dinámica noche y día que orientaba la descripción de las imágenes y de las imágenes en movimiento se desvanece: “Y entonces la foto se ocluye y sólo queda en el aire el humo del Gauloises, como si la foto se escorara repentinamente hacia la derecha, hacia el agujero negro del azar, y Sollers de golpe se detiene en una calle cualquiera…” (87). Y la foto de nuevo “se pierde 365

en el vacío”. Y la historia finaliza —sin terminar— con el comienzo del día : “Aurora boreal. Amanecer de perros. Casi transparentes, todos ellos abren los ojos” (88). Henric, otra vez, camina por el interior de un parking oscuro y sus botas resuenan sobre el cemento, recuerda a Pierre Guyotat y su relación con la llamada Carla Devade: Los ve sonreír una vez más y luego los ve alejarse por una calle en donde las luces amarillas se quiebran y se recomponen a ráfagas, sin ningún orden aparente, aunque Henric, en su fuero interno, sabe que todo obedece a algo, que todo está causalmente ligado a algo, que lo gratuito se da muy raras veces en la naturaleza humana. Se lleva una mano a la bragueta. Ese movimiento, el primero que hace, lo sobresalta. Está empalmado y sin embargo no siente ninguna clase de excitación sexual. (89)

Ahí termina el texto de este “Laberinto”. “Origen” del texto: foto, écfrasis y evidentia Como se ha visto, en este cuento, el elemento seminal y desencadenante del relato lo constituye la descripción de una fotografía de un grupo de personas. El narrador va recorriendo con sus ojos esa imagen, que no tiene pie de autor, estableciendo el marco espacial, identificando una por una a las personas fotografiadas, explicando sus posiciones, sus rasgos físicos —lo que ellos podrían significar—, y sus ademanes, informando sobre la actividad o sobre los textos escritos por ellos cuando lo sabe, refiriéndose además con precisión y detalle a la manera cómo están vestidos, y a sus actitudes ante el lente. Como también sabemos, la fotografía es un dispositivo que aparece de manera relativamente frecuente en la obra de Roberto Bolaño y en relación con sus funciones se ha afirmado que es mencionada o que aparece bajo dos formas: en primer lugar, como elemento que permite establecer una relación con la “realidad” en la medida en que permite certificar de que algo sucedió o de que alguien existió y, segundo, como un factor perturbador, que contiene enigmas y misterios no siempre elucidados. “El dispositivo fotográfico es presentado como pista o prueba fragmentaria que permite iniciar una búsqueda y orientarse —aunque la mayoría de las veces de manera improductiva— en un territorio hostil del que han desaparecido los puntos de referencia”, dice Valeria de los Ríos (74); así, parece que en la fotografía, concluye la citada estudiosa, “se experimenta con un poder casi mágico ante su presencia, como si ella cifrara un misterio epifánico, adquiriendo entonces una sello aurático en la medida en que en la sociedad contemporánea los referentes se han desvanecido” (80). En “Laberinto” la fotografía se sitúa en el centro de un dispositivo que incluye, 366

activa y fundamenta la fabulación, la invención narrativa. En este texto de Bolaño estamos entonces frente a una nueva modalidad de esta presencia discursiva de la imagen visual, tanto más cuanto que el recurso a la écfrasis es llevado aquí más allá de los límites de la tradicional representación verbal de una representación visual de la realidad. Se trataría, claro está, no de lo que se ha llamado una écfrasis descriptiva —ese paréntesis narrativo que significa la descripción detallada de un objeto o de una obra de arte—, en general de una obra pictórica, sino de algo más cercano a una écfrasis narrativa, es decir aquel procedimiento que implica introducir un relato al describir la historia representada en un objeto o en una obra artística. Más aún, en “Laberinto”, el recurso a la écfrasis puede ser considerado como una suerte de puesta en escena de la evidentia, una figura del pensamiento que, según Heinrich Lausberg, es la “descripción viva y detallada de un objeto mediante sus particularidades sensibles (reales o inventadas por la fantasía…)” (224). Como observa Camila Mardones, aunque la evidentia significa una descripción del proceso de percepción, posee un carácter estático, el que se traduce por un intento de recreación de la simultaneidad de lo abarcado por la mirada, y tiende a hacer un uso generalizado del tiempo presente, el que incluye o reemplaza las dos otras dimensiones temporales situando el discurso en una duración única, tal como hace la fotografía con las imágenes ya convertidas en pasado. La evidentia es, en este caso, un recurso que posibilita el despliegue de un conjunto de reacciones que inciden directamente en el proceso de recepción y de comunicación, así como en el de la propia representación narrativa. Frente a la fotografía, el espectador —en este caso el narrador— no sólo accede a la información contenida en las imágenes, también a lo que las imágenes sugieren, a lo no dicho por ellas, a lo que éstas podrían ocultar. Por ello la mirada del narrador va, primero, a observar las imágenes y su discurso a traducir esa percepción; luego esa reconstrucción textual será acompañada por aquellos elementos que, frutos de la suposición y de la imaginación, complementan el primer nivel de referencialidad. El resultado es un relato, en el cual el presente narrativo alterna con el futuro, que se separa de la representación estrictamente realista y que propone algo así como un espacio laberíntico, hecho de muchos otros espacios, de caminos y senderos en el que resuenan voces múltiples y dispares. El lector y el espacio laberíntico: ecos textuales e investigación

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La intratextualidad y la intertextualidad se dan cita y acuden a este espacio. Y contribuyen a la concreción de una escritura laberíntica, de un poética discursiva del laberinto. El lector se mueve en ese espacio donde las acciones son también bifurcaciones que lo conducen a otros textos, otros nombres, otros signos, otros ámbitos, en un recorrido que parece no tener fin. Intentemos la experiencia. Ante este “Laberinto”, el lector que soy, los lectores que somos, nos paseamos y nos extraviamos primero por los textos del propio Bolaño, porque como lo hemos constatado y como la crítica ya lo ha advertido, muchos de los cuentos (y las novelas) de Roberto Bolaño constituyen no sólo discursos que ponen en escena algunos de los aspectos centrales del mundo de la literatura (con personajes escritores y/o lectores, por ejemplo, como aquí sucede), sino que también se manifiestan como relatos dentro de relatos y, en este contexto, como relatos de historias o de argumentos de películas (“Días de 1978”, “Prefiguraciones de Lalo Cura” —en Putas asesinas—, “El Gusano” —en Llamadas telefónicas—, “El hijo del coronel” —en El secreto del mal—, por ejemplo), como relatos en los cuales las fotografías desempeñan una función destacada (Estrella distante, entre otros) o como relatos sustentados en la visión y la descripción de fotografías: “El Ojo Silva”, “Fotos” (en Putas asesinas), “El viaje de Álvaro Rousselot” (en El gaucho insufrible) y con los cuales podemos relacionar este “Laberinto” o en los cuales este “Laberinto” nos hace pensar. Y luego el lector sigue adentrándose en este laberinto porque también puede recordar a Enrique Lihn (que es, como sabemos, personaje de Bolaño y uno de sus poetas chilenos preferidos), quien dijera que “La fotografía y el lenguaje tienen en común el silencio y la retórica.” (Vuelta, 5, 56, julio de 1981), afirmación que reitera el vínculo esencial entre la imagen visual y la palabra, con sus posibilidades e insuficiencias en su acción representativa. Ni el texto literario ni la foto pueden decirlo todo; la complejidad de lo real implica necesariamente que en ambas instancias haya un más allá no dicho —lo que está fuera del ámbito discursivo y del marco visual— pero cuya presencia, paradójicamente, se advierte, se intuye y se adivina en su propia ausencia. De modo que el lector constata una atracción por la posibilidad conjetural que implica toda fotografía y que incluye el ingreso del propio narrador en la fotografía que le sirve de entrada. Y puede evocar el epígrafe de David O. Selznick con el que Bolaño encabeza el primer relato de Amberes: “La vida concluye en el momento en el que se la fotografía” (15). Y constatar que, a la 368

inversa, la actividad del narrador de “Laberinto” se encamina hacia la reactivación y la reconstrucción de la vida, de esa otra vida que se encuentra encubierta por la imagen fotográfica, detrás de ella, fuera de ella. Más que un atestado de realidad y veracidad, la fotografía aparece como un entramado de pistas, de indicios; es fuente de suposiciones, origen de sospechas: el observador —el narrador, el lector— se ve impulsado a la investigación y a la pesquisa. Simultáneamente, o incluso antes, el lector, a quien no se le ha escapado el título borgesiano del cuento, ha recordado que Julio Cortázar, admirado por Bolaño, compara la novela con una película y el cuento con una fotografía y que en algunos de los relatos del argentino las fotografías cobran vida, en particular en “Las babas del diablo”, donde asume una función metafórica, la de la creación artística. Al mismo tiempo, el lector puede evocar la cámara multifuncional que emplea en su pesquisa el detective Rick Deckard —de la película Blade Runner de Ridley Scott, pero antes protagonista de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick, otro de los escritores preferidos de Roberto Bolaño— y que le permite ver lo que hay detrás de la imagen fija de una fotografía. El lector podrá además vislumbrar, por ejemplo, los vínculos que, a partir de la lectura de este texto, y de muchos otros de Bolaño, se establecen con la escritura de Georges Perec (con quien comparte la estrategia de la escritura descriptiva y de las asociaciones inexplicables), y que es varias veces mencionado en textos del escritor chileno (Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, Tres), un vínculo que se hace más evidente aún sobre todo si se considera que la obra más conocida del francés —La vida instrucciones de uso— se inicia con la cita de Miguel Strogoff: “Abre bien los ojos, mira” (11). Tal como sucede ante un puzzle, donde deberían intentarse todas las combinaciones, incluso las aparentemente más estrafalarias, el autor francés propone en su novela la necesidad de establecer una mirada atenta y diferente hacia el entorno; además, muchos de sus personajes llevan a cabo búsquedas e investigaciones; allí el lector actúa como investigador, es compilador e intérprete de los textos. Georges Perec aparece incluso citado en Estrella distante, al lado de Pierre Guyotat, a quien hemos “visto” actuar en este “Laberinto”. Recordemos que de Diego Soto, uno de los personajes de aquella novela de Bolaño, se cuenta que También intentó traducir a Sophie Podolski, la joven poeta belga suicidada a los veintiún años (no pudo), a Pierre Guyotat, el autor de Eden, Eden, Eden y Prostitution

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(tampoco pudo), y La Disparition, de Georges Perec, novela policiaca escrita sin la letra e y que Soto intentó (y sólo consiguió a medias) trasladar al español aplicándose en lo que Jardiel Poncela había hecho medio siglo antes en un relato en donde la consabida vocal brillaba por su ausencia. Pero una cosa era escribir sin la e y otra muy distinta traducir sin la e. (76)

Espacio abismal, discurso opaco, imagen, representación El texto que investigamos pone en evidencia también el laberinto como sustrato poético, esto es, los procedimientos y estrategias que construyen un estética laberíntica. No sólo, en algunos caso, la imagen errática de los personajes que se mueven en un espacio tortuoso y enrevesado. No sólo la imagen de la obra literaria por recorrer, del libro —de la fotografía— por descifrar paso a paso, venciendo obstáculos y dificultades o siendo maltratado por ellos. Se trata en realidad de aquellos elementos dispositivos y discursivos que convierten el texto en un espacio laberíntico, una experiencia de la cual sale airoso, cuando sale, el lector detective. Entre ellos cabe citar la abolición de lo estrictamente lineal y cronológico en provecho de la simultaneidad, la ubicuidad, del escorzo o de la imprecisión; la complejización y la fractura de la diégesis con la inclusión de elementos heterogéneos (intertextualidad, metatextualidad, mezcla de géneros y estilos); inestabilidad de la ficción (rupturas, codificaciones, preguntas, contradicciones, discontinuidad, cuestionamiento de lo narrado y de lo narrable, arbitrariedad manifiesta, propulsión de los relatos a partir del secreto o el misterio, los signos laterales, los indicios y las anomalías sutiles; enfoque prospectivo o conjetural de la substancia que narra); inserción de otros discursos y de otras voces; presencia de un juego constante entre los niveles ontológicos que hace de la distinción realidad-irrealidad una nimiedad irrelevante; puesta en evidencia de lenguaje de la opacidad en vez de un lenguaje de la transparencia. Una poética laberíntica que termina por erigirse en factor determinante de un cuestionamiento a propósito de las posibilidades del lenguaje y de las libertades de la imaginación en su tarea de construir y desplegar mundos y sentidos. La literatura es el único territorio donde, de manera móvil se inscriben espacios e identidades, en una búsqueda que, qué otra cosa puede hacerse, vuelve sobre sí misma, busca en sí misma. Porque al lector de “Laberinto” le dan incluso ganas de parafrasear lo que dijo el propio Bolaño sobre Mantra, la novela de Rodrigo Fresán, en “Un paseo por el abismo” (reproducido en Entre paréntesis): “Es una novela sobre México, pero en realidad, como toda gran novela, de lo que verdaderamente trata es sobre el paso del tiempo, sobre la posibilidad e 370

imposibilidad de los sueños. Y también trata, en un plano casi secreto, sobre el arte de hacer literatura, aunque muy pocos se den cuenta de eso” (310). “Laberinto” resulta un texto paradigmático de la práctica del cuento en Bolaño. Es un cuento que cuenta. Digamos entonces que, en este texto y en la mayor parte del resto de la producción cuentística del escritor chileno, la irrupción de la intertextualidad (externa e interna) en los relatos, la presencia de micro-historias, la repetición del discurso dada la fractalización de las voces, la preferencia decidida por la opacidad y la evacuación de la transparencia, la elisión de lo que sería un desenlace convencional, la presencia de esbozos de literatura fantástica; en definitiva, la concreción de una escritura del laberinto, lo sitúan, si no como renovador del relato breve, al menos como excelso artesano de un género plenamente vigente, sujeto a constantes transformaciones, situación de la cual, y por lo demás, dan cuenta las actuales poéticas y sus diversas concreciones (por ejemplo Becerra, 2006). El narrador de “Laberinto” mira, lee, comenta interpreta, descifra, investiga una foto. Es lo que hace el lector en su nivel. Y en su tarea de pesquisa puede llegar a descubrir también “la” foto. Aquella de la que habla el narrador, aquella que le habla al narrador. Pero, claro, esa foto, ausente del texto, sólo puede quedar como testimonio de este trabajo de representación de la representación, de la aproximación intentada, de la adecuación y de la transformación realizadas, de las posibilidades infinitas de la literatura, territorio sin límites: nada dominamos en este mundo, pero el arte y la literatura, en su trabajo de interrogación y de búsqueda, luchan encarnizadamente para contrarrestar o atenuar este estado, ese malestar, ese estar convertido en ser. Bueno, he aquí la foto de “Laberinto”1:

Una vez que el lector puede contemplar a su vez esta imagen que ha llamado la atención y ha desplegado la imaginación del narrador, volverá quizás sobre el texto para iniciar incluso un trabajo de comparación y de verificación. ¿Y 371

después? Otra vez el laberinto, porque probablemente pensará en otras fotos, en un conjunto de imágenes. O sólo en una foto. Basta que la asociación se active para que se produzca un nuevo comienzo, o un eterno recomenzar, pero un inicio nunca idéntico a sí mismo. Pensar, por ejemplo, en esta fotografía en la que aparece Bolaño con los poetas infrarrealistas, en el parque de Chapultepec, en 19762:

Y, luego, empezar su propio relato: “Están sentados. Miran a la cámara. Ellos son, de izquierda a derecha…”. Y seguimos en nuestro laberinto. Bibliografía Becerra, Eduardo. El arquero inmóvil. Nuevas poéticas del cuento. Madrid: Páginas de Espuma, 2006. Bolaño, Roberto. El secreto del mal. Barcelona: Anagrama, 2007 [“Laberinto” 65-89]. __________. Amberes. Barcelona: Anagrama, 2002. __________. Estrella distante. Barcelona: Anagrama, 1996. __________. Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2004. De los Ríos, Valeria. “Cartografía salvaje: mapa cognitivo y fotografías en la obra de Bolaño”. Taller de Letras, 41, 2007. Lausberg, Heinrich. Manual de retórica castellana. Tomo II. Madrid, Gredos, 1967. Mardones Bravo, Camila. (La imagen entre paréntesis). Hacia una poética de Bolaño. http://www.cybertesis.cl/tesis/uchile/2007/mardones_c/html/index-frames.html Perec, Georges. La vida instrucciones de uso. Barcelona: Anagrama, 1992.

1

En el sitio http://www.mondesfrancophones.com/espaces/Politiques/creations/dossierphotographique/ En esta fotografía, se identifica a Jacques Henric, Jean-Joseph Goux, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Pierre Guyotat y a Marc Devade. De acuerdo con las

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informaciones allí proporcionadas, fue tomada en 1970, durante la llamada “Fête de L’Humanité”, que tiene lugar cada año en el mes de septiembre. 2

En http://www.uam.es/personal_pdi/stmaria/jmurillo/Roberto.Bolano/Fotografias.html. Publicada inicialmente en Pájaro de calor. Ocho poetas infrarrealistas. México-Lora del Río: Ediciones Asunción Sanchís, 1976.

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BOLAÑO GLOBAL

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Roberto Bolaño y la configuración del canon narrativo hispanoamericano contemporáneo Juan Carlos Galdo En cierta ocasión Faulkner dijo que cada persona al morir deja tras de sí una biblioteca en llamas. Cuando esta persona además ha sido un ávido lector, cuya obra en prosa ha tenido un impacto poco común en la escena literaria de su tiempo, este incendio cobra visos de propagarse por todos lados. Este verdadero incendio que ha dejado Bolaño tras su prematura muerte se da entre un coro de elogios desmedidos, rechazos, a veces igualmente desproporcionados, e intentos algo más reflexivos de intentar la explicación del fenómeno Bolaño desde diversas aristas. Lo anterior no es poca cosa para un escritor de muerte aún relativamente reciente y que desarrolló el grueso de su obra narrativa en un lapso no mayor de diez años. Pero tampoco sorprende. Las evaluaciones suelen darse con cierta distancia temporal, cuando las aguas revueltas han vuelto a su nivel (si esto es posible) y cuando el tiempo ha puesto las cosas en su lugar. Hay, sin embargo, una urgencia en la escritura de Bolaño, una inmediatez que se contagia a sus lectores y que incita a continuar el diálogo con una obra en ascenso interrumpida de manera abrupta. Además, claro está, queda ese fértil espacio abierto para la polémica que el mismo escritor chileno se encargó de trazar con una serie de juicios categóricos, de evocaciones y celebraciones comprendidos en artículos, conferencias y entrevistas cuando no incorporados directamente en su obra de ficción. En pocas palabras, el legado del autor de Los detectives salvajes nos interpela, abre una serie de interrogantes que empiezan y terminan alrededor del ejercicio de la literatura, pero que en el amplio arco que recorre incorpora una gama de cuestionamientos sobre los usos y abusos del poder, sobre los discursos e instituciones que se movilizan en torno a éste, sobre su época, que es la nuestra. El presente artículo se propone, aunque sea de manera somera, seguir los movimientos de esta lectura continuada que Bolaño entabla con su tradición más inmediata, la hispanoamericana contemporánea, tradición que discute y ciertamente prolonga en los textos que dejó.

Viejas y nuevas vanguardias Es inevitable que un conjunto de influencias se manifieste de manera 375

implícita o explícita en una obra literaria y no es infrecuente que un escritor (o un grupo de escritores) dé fe pública de sus preferencias y sus rechazos. Todo ello queda enmarcado dentro de los cíclicos flujos propios de la circulación de productos culturales y la reconstitución del canon. En Hispanoamérica habría que remontarse por lo menos al Modernismo para apreciar estos procesos de recambio con claridad. Con la publicación de Los raros (1896), Rubén Darío no sólo está dando a conocer una serie de semblanzas biográficas donde pone de manifiesto un catálogo de gustos personales a contrapelo con los aún dominantes en la tradición en lengua castellana, sino que está interviniendo efectivamente en la reformulación de la misma.1 Con las vanguardias este fenómeno se pone de manifiesto de una manera aún más enfática debido a la publicación de manifiestos y proclamas y sobre todo con la emergencia de una producción cultural cuyo principio rector está guiado por un beligerante afán de ruptura. Octavio Paz en Los hijos del limo la atribuye a un proceso de intensificación de una “tradición de la ruptura” iniciada desde el Romanticismo, mientras que Peter Bürger, en su influyente Theory of the Avant-Garde, enfatiza el carácter radical de esta empresa. Es cierto entonces que el acento recaerá en una renovación estética inspirada en la adopción y reformulación de modelos metropolitanos, pero no por ello hay que olvidar el transfondo social e institucional siempre subyacente bajo esta clase de impugnaciones. A propósito de lo que denomina “vanguardias excéntricas” en el Río de la Plata, Julio Prieto llama la atención sobre la insuficiencia de un acercamiento al fenómeno de las vanguardias que no tome en cuenta los aspectos socioeconómicos.2 No por casualidad un rasgo sobresaliente que distingue la trayectoria literaria de Roberto Bolaño reside en una permanente recusación de la institución literaria, una recusación que iba simultáneamente avalada por una producción poética y ficcional a contracorriente de lo consagrado por el establishment y por los gustos de lectura promovidos por las grandes casas editoriales. Esta actitud hay que rastrearla en la atmósfera contestataria que se vivía durante la década del setenta, cuando el joven Bolaño al mando de los infrarrealistas —esa suerte de movimiento Dadá mexicano como lo llama el mismo autor—, irrumpió en la escena mexicana de manera simultánea a como lo hicieron otros colectivos poéticos de similares características a lo largo del continente.3 Bajo el nombre de real-visceralistas aparecen recreados en las páginas de Los detectives salvajes (1998), donde se mueven bajo el signo de la marginalidad, la utopía y la desmesura. Por lo menos desde la publicación de su 376

primer libro acogido por una editorial importante, La literatura nazi en América (Seix Barral, 1996), esta impronta rebelde se pondría nuevamente de manifiesto. Desde el título, pasando por su estructura atípica y por el humor corrosivo que la atraviesa, hasta el hecho de que reclame para sí el estatuto de “novela”, todo en el texto está destinado a desestabilizar las nociones al uso de percepción de una literatura anclada en modelos estandarizados y de fácil consumo. No es el de Bolaño “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias” (10), como escribiera Borges sobre sí mismo en el prólogo de 1954 de su Historia universal de la infamia (1935). O no es sólo eso, aunque en rigor tampoco lo fue en el caso del escritor argentino. Es la obra de uno de los renovadores de la prosa castellana de finales de milenio y es al mismo tiempo la obra de un provocador. Justamente “El provocador” es el título de uno de los relatos incompletos recogidos de manera póstuma en El secreto del mal (2007). El protagonista es un joven catalán, desempleado y admirador de Alfred Jarry, que sale a protestar en las manifestaciones contra la invasión estadounidense de Irak y confecciona pancartas alusivas a la guerra. Un iconoclasta, al mejor estilo de esos vanguardistas de primera hora, o mejor aún, de sus antecesores inmediatos, quienes nunca dejaron de ser sus modelos de artista. Esa foto de la solapa de La literatura nazi en América, con un cigarrillo entre los labios, con una expresión entre desafiante y burlona, es ya toda una declaración de la batalla sin cuartel que va a plantear Bolaño, y que va a dejar un largo reguero de contusos y heridos entre los que por supuesto se cuenta al propio escritor. Si no, véase lo que sucedió con esa primera edición de La literatura nazi en América, la misma que, a pesar de la favorable acogida crítica con que fue recibida, no se libró de ser guillotinada a consecuencia de los pocos ejemplares que vendió4. Es cierto, como lo hace notar Celina Manzoni en su indispensable estudio sobre Bolaño, que éste “hace coincidir el momento de la crítica con el de la ficción” (33), y que en ello se aprecia una diferencia sustantiva con los escritores del boom que mantenían ambas actividades en esferas separadas. Sin embargo, como se puso en evidencia con la publicación póstuma de los artículos y conferencias recogidos en Entre paréntesis (2004), desde la publicación de Los detectives salvajes (1998) y la consiguiente consagración que esta novela le supuso, Bolaño mantuvo una nutrida actividad crítica simultánea a la de ficción que alcanza su punto culminante en El gaucho insufrible (2003), el último libro 377

que dejó listo para entrar en prensa. Este volumen termina con “Los mitos de Cthulhu”, una conferencia en la que se arremete frontalmente contra el estado actual de la literatura latinoamericana. “En realidad la literatura latinoamericana”, opina Bolaño, “no es Borges ni Macedonio Fernández ni Onetti ni Bioy ni Cortázar ni Rulfo ni Revueltas ni siquiera el dueto de machos ancianos formado por García Márquez y Vargas Llosa. La literatura latinoamericana es Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos nombres ilustres que en este momento no recuerdo” (170). Es decir, sobre todo aquellos autores que, injustamente o no, el autor considera como figuras epigonales del realismo mágico, aquellas poéticas que se adecuan al principio de “legibilidad” que demanda la lógica del mercado. En “Literatura + enfermedad = enfermedad”, la otra conferencia incluida en este volumen, y sobre la que se cierne la sombra de la grave dolencia que al poco tiempo acabaría con su vida, Bolaño inicia una meditación cuyo núcleo central gira en torno a la poesía francesa del siglo xix. La lectura de “Brisa marina” de Mallarmé y “El viaje” de Baudelaire le llevan a vislumbrar una vía de escape a este “callejón sin salida” en el que está inmerso el hombre moderno y cuya nota dominante es la del horror. “Pero mientras buscamos el antídoto o la medicina para curarnos, lo nuevo, aquello que sólo se puede encontrar en lo ignoto, hay que seguir transitando por el sexo, los libros y los viajes, aun a sabiendas de que nos llevan al abismo, que es, casualmente, el único sitio donde uno puede encontrar el antídoto” (156). Esta contigüidad entre antídoto y veneno, enfermedad y salud recuerda al uso del concepto del fármacon en la célebre interpretación de Derrida. De hecho en la obra del escritor chileno hay una constante disposición a la paradoja cuando no a la aporía (algo similar sucede en Borges), pero que a diferencia del filósofo francés, busca su razón última fuera de los dominios de lo textual. El orden de aparición de las conferencias en el texto invita a leerlas como un díptico en el que la una se ve reflejada y complementada en la otra. El estado actual de la literatura en lengua española se encuentra en una situación tan precaria como el de la sociedad en la cual ésta se produce. En un caso se propone la demolición del mito del auge de la literatura latinoamericana, exponiendo los mecanismos del mercado que impulsan el consumo de cierto tipo de textos en detrimento de otros. Mientras que en el otro de lo que se trata es que el artista encuentre vías alternas, que son por naturaleza de índole radical, para 378

salir de la encrucijada en que se encuentra. Sin embargo, hay un margen de esperanza que se vislumbra en la narrativa latinoamericana de fines de milenio. Lo nuevo en ella habrá que buscarlo en las obras de escritores como Sergio Pitol, Fernando Vallejo y Ricardo Piglia, tan distintos entre sí pero que tienen como común denominador el ofrecer en sus obras vías alternativas a aquellas derivativas del boom y comercializadas en forma de bestsellers. Hay algo más, y Bolaño lo repetirá una y otra vez: no es posible alcanzar una obra radicalmente innovadora sin que al mismo tiempo exista una distancia crítica que posibilite su génesis. La excelencia de una obra literaria, difícilmente o nunca puede ser disociada de la integridad intelectual con que se acomete esta empresa, de la rebeldía que en todo momento debe animarla. Son las dos caras de la misma moneda y no pueden ser separadas una de la otra, tal como lo demuestra la trayectoria del autor del Tríptico del carnaval: “Pitol, que tiene actualmente setenta y seis años, sigue siendo, está de más decirlo pero hay que decirlo, un hombre rebelde y valiente” (“Sergio Pitol” Entre paréntesis, 135). Bolaño alude a la inutilidad de la valentía y al mismo tiempo lo exalta como una cualidad indispensable. Así en Borges, la expresión máxima de la literatura en lengua española del siglo pasado, “la búsqueda de la palabra” (290) se da “lejos de los gobiernos y las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo” (284). No por casualidad uno de los artículos que Bolaño dedicara al autor de Ficciones lleva el título por lo demás elocuente de “El bibliotecario valiente”.5 Aquí Bolaño recuerda sobre todo al Borges poeta. Y son precisamente los poetas, al situarse por lo general en los márgenes de la ciudad letrada, aquellos que ofrecen una mayor resistencia a plegarse a los engranajes del Poder.6

Asalto a la ciudad letrada En su ya clásico ensayo La ciudad letrada (1984), Ángel Rama apunta la emergencia de una franja disidente al interior de los férreos límites de la ciudad letrada hacia fines del siglo xix. Un pensamiento crítico, opositor, que sin embargo limitó el alcance de su crítica a casos individuales pero que pasó por alto la crítica a la concentración del poder central, al que sólo atacó tangencialmente. A comienzos del siglo xx, el advenimiento de la prensa supuso sobre todo la ampliación de la base simbólica escritural que se consolida como locus del privilegio epistemológico. Por otro lado, el logro de la autonomía 379

universitaria no fue más allá de constituir un mecanismo de recambio de cuadros que terminaron por ceder a las demandas institucionales. En este contexto, la reforma educativa se convierte en una palanca de ascenso social mientras que la literatura se constituye como un discurso que tiende a normalizar una serie de prácticas culturales heterogéneas y a fijar una tradición con las operaciones de inclusión y exclusión que esto conlleva. Con la división del trabajo que acarrea la modernización la figura del letrado se divide en una serie de saberes especializados de la que surge la figura del literato. Lejos de mantenerse aislado en una presunta “torre de marfil”, éste asume activamente la función de ideólogo, de guía espiritual que con el declive de la esfera de influencia de la religión en los sectores seculares urbanos reemplaza al alicaído sacerdote y se erige en el encargado de mantener vivos una serie de valores trascendentales de cara a un mundo materialista. Son los escritores modernistas (en sus variantes de escritores-intelectuales y escritores-artistas) los que asumen con mayor o menor visibilidad esta “función de ideólogos” que se vuelve inseparable de su quehacer profesional. El caso de México, donde el modelo instalado durante el Porfiriato sobrevive a la Revolución, le sirve de ejemplo a Rama para ilustrar esta “codicia de la participación intelectual” (120) en América Latina. Allí convergen el ansia de los letrados por participar del poder central con el ansia del Estado para “atraerlos a su servicio, obtener su cooperación y hasta subsidiarlos” (121). Así, desde la prensa o la cátedra, los intelectuales quieren ejercer una capacidad crítica, pero ésta se ve menguada o neutralizada por la política de subsidios del Estado. Este último aspecto es el que a menudo no suele ser tomado en cuenta. Un caso emblemático de una crítica a las instituciones que pasa por alto el rol que los intelectuales cumplen en ellas es el de Octavio Paz. En El ogro filantrópico el escritor mexicano alerta contra la voracidad del Estado y su legión de servidores conformada por una burocracia tecnócrata. Sin embargo, más allá de la denuncia explícita del grupo de intelectuales que en sociedades totalitarias sirve obsecuentemente al poder central, Paz no parece tomar en cuenta que la colaboración de escritores y artistas con el Estado ocurre de maneras menos evidentes, o en ocasiones inclusive más conspicuas que la de sus tecnócratas, comisarios y escuderos de turno. La división que propone Paz entre “intelectuales comprometidos” e “intelectuales políticos” resulta insuficiente y en el fondo replica el formulismo maniqueo con que a menudo la izquierda más intransigente se apresuraba a 380

descalificar el “decadente” pensamiento liberal-burgués. No hay duda de que el diagnóstico de Paz nace de una exigencia ética por denunciar la concentración del poder en el seno de un sistema burocrático que alcanzó proporciones monstruosas como fue el caso del pri. Pero esta crítica acaba sobre todo convirtiéndose en una exaltación de la figura del escritor como esa entelequia que, alejada de las ideologías, desde la marginalidad y la incertidumbre sobre su propia existencia, cultiva una independencia de pensamiento que le garantiza el ejercicio de la libertad y lo aleja del dogma. Paz afirma que la nueva religión de la modernidad es la política y que lo que era materia de debates teológicos se ha trasladado de lleno a la arena pública. Pero sabemos que la esfera política no ha sido la única depositaria de este saber y que, como lo hace notar Rama, la institución literaria ha compartido con largueza esa función. Asimismo, en lugar de ser aquel “refugio de disidentes y heterodoxos” (191) la Universidad ha sido acaso con más frecuencia bastión de la ortodoxia, la intolerancia de todo cariz ideológico o la franca reacción. Y que el camino del ascenso social no pasa únicamente por la militancia partidaria sino que también encuentra un nicho apetecible en el ejercicio de la literatura.7 El de Paz es un modelo (o una estrategia) similar al que adoptan los narradores del boom. Por un lado, denuncia de los totalitarismos de derecha e izquierda: las avanzadas del imperialismo norteamericano, los gulags soviéticos y la guerra de Vietnam; del “caso Padilla” y del 11 de setiembre en Chile. Por otro, entronización del letrado como consciencia vigilante de la sociedad y concentración del debate en términos casi estrictamente literarios, en el que los relevos generacionales se explican por la adopción de modelos asociados con las vanguardias estéticas y a una nueva sensibilidad urbana en contraposición a otros modelos de herencia decimonónica localizados en un pasado rural y premoderno. Sin embargo, existe un consenso crítico por el cual se interpreta el boom no solamente como un acontecimiento literario de primer orden sino también como un fenómeno económico que hubiera sido impensable sin las transformaciones del mercado editorial y las condiciones históricas y materiales que posibilitaron esos cambios. No de otro modo se puede entender la profesionalización del escritor latinoamericano, su inserción en un mercado de bienes de consumo en expansión y su vinculación con los mass media, a veces en calidad de estrellas o celebridades. El declive del boom hacia principios de la década del setenta responde asimismo a esta lógica en la que se mezclan factores extra textuales con aquellos propios al desarrollo particular que siguieron las 381

respectivas poéticas de los escritores que participaron de la eclosión del boom8. En este nuevo contexto los monopolios editoriales que empiezan a tomar forma en la década de los setenta se decantarían por la difusión masiva de los productos epigonales del realismo mágico, mientras que los proyectos innovadores volverían a esa condición de semi insularidad local que los habían acompañado anteriormente. En Escenas de la vida posmoderna, Beatriz Sarlo ha discurrido con agudeza sobre el lugar del arte y el rol del intelectual en la sociedad contemporánea. Sarlo explica de manera convincente cómo el análisis proveniente de la sociología de la cultura ha servido para minar el elitismo y los esencialismos que rodean el campo del arte. El arte es una institución, “un espacio de profundo conflicto” (153), donde se dirimen luchas de legitimidad estética y social. ¿Se puede reducir el arte a una encubierta pero constante batalla por la legitimidad y el prestigio social? No, pero tampoco se puede pretender el seguir ignorando la realidad material, profana y hasta prosaica del campo de valores artísticos. Por una vía se llega a la consabida mistificación que reclama para sí el reino del desinterés y consagra al intelectual como el portador de los más altos valores del espíritu, por la otra se desemboca en un relativismo cultural que se acomoda perfectamente a las demandas del mercado de bienes simbólicos y sólo se somete al arbitrio de las leyes de la oferta y la demanda. Existe, sin embargo, una diferencia específica que Sarlo localiza en una significación densa del hecho estético. Está densidad ofrece resistencia a una cultura que sufre un efecto de dispersión, en medio de un retroceso de la cultura letrada caracterizado por la diseminación audiovisual posmoderna y la perdida de sentidos. Así, la celebración del presente sanciona el olvido de la historia y condena como anacrónicas a las artes y las humanidades. Pero sin una inmersión en la historia —en sus pliegues, en sus fracturas, en esas cicatrices que ha dejado en el presente a las que alude Sarlo (193)— es imposible construir un proyecto crítico sobre el futuro. Aquí es donde entra a tallar nuevamente la figura del intelectual. No la vuelta a ese modelo clásico de intelectual que ha hecho crisis con la modernidad, aquel que “interpretaba” todos los deseos y necesidades del otro cuando no pretendía hablar directamente en su nombre. Tampoco en su desvaída variante tecnocrático-académica que en su prurito de independencia o especialización a menudo se amolda con docilidad a los requerimientos del sistema. Porque si bien la realidad ha cambiado, las funciones sociales que le dieron origen no han desaparecido: aún se imponen como necesarias “la crítica 382

de lo existente, el espíritu libre y anticonformista, la ausencia de temor ante los poderosos y el sentido de solidaridad con las víctimas” (Sarlo 178). Y es en el campo del arte, escindido de los gustos mayoritarios desde las rupturas vanguardistas, pero portador de una densidad semántica que se resiste a disolverse en la oferta indiferenciada de la industria cultural, donde la intervención del intelectual, del escritor, puede abrir nuevas vías. A diferencia de los escritores del boom, quienes canalizan el peso de su arsenal crítico dentro de los límites de lo literario o lo político (casi siempre como esferas separadas), la intervención de Bolaño guarda mayor semejanza con el análisis desmitificador que emprenden no precisamente los creadores —con algunas excepciones notables, como la de Piglia— sino ciertos sectores de la crítica cultural en Latinoamérica. Parte de esa labor consiste en desestabilizar esos mitos románticos tan arraigados en la institución literaria de la región (y que ahora se cultivan alrededor de la propia obra de Bolaño) y que han servido en la mayoría de los casos para la preservación de prerrogativas en la esfera pública. Hay entonces una superación del paradigma a lo Paz, sin transitar tampoco por el desacreditado modelo del “artista comprometido” o del posmoderno individualismo acrítico. Ni escritor-intelectual ni escritor-artista ni heraldo de la posmodernidad o de cualquier forma de utopía social, la literatura de Bolaño está concebida a manera de graffiti: el autor se sitúa ante su texto como si estuviera frente a una pared (o a un cartel, como sucede con su personaje del relato “El provocador”). Y cuando la pared se le acaba se sube a ella y desde allí grita. Así, aunque de manera precaria, el artista se ve urgido a llevar su requisitoria al terreno de la escritura para subvertirla desde dentro con sus propias armas. No es sólo una crítica a nivel textual sino en lo fundamental es una posición que cabe dentro del orden de lo ético. Bolaño critica burlona o acremente ciertos modelos de escritura que ya sea por su carácter formulario, repetitivo (el realismo mágico epigonal) o por su probada eficacia entre los lectores (el folletón) se ajustan dócilmente a la lógica del mercado. Pero su crítica más acerba la reserva a los escritores: “Ahora es la época del escritor funcionario, del escritor matón, del escritor que va al gimnasio, del escritor que cura sus males en Houston o la Clínica Mayo” (El gaucho insufrible 171). Y párrafos más adelante: “Los escritores actuales no son ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la respetabilidad, deseosa de respetabilidad” (172). Esta aspiración no es tan condenable por la mala literatura 383

que engendra cuanto por el vacío que deja el abandono de una función social. El escritor termina siendo así cómplice, en ocasiones bastante activo, de un sistema aberrante que ha engendrado autoritarismos y en el que se han perpetrado y se continúan perpetrando atrocidades de toda clase. La importancia o no de conocer a alguien como Alfred Jarry o Jacques Vaché (“Los últimos latinoamericanos que supieron quién era Jacques Vaché fueron Julio Cortázar y Mario Santiago y ambos están muertos”, El gaucho insufrible 174), no estriba tanto en estar familiarizados con la escasa obra que dejaron sino en la actitud desafiante, anticonformista que éstos representan. Un inconformismo militante que, en opinión de Bolaño, ha dado paso a posturas acomodaticias, complacientes. Este vanguardismo, como bien lo puntualiza Javier Cercas, hay que entenderlo sobre todo como una actitud, un ademán de rebeldía. La obra de Bolaño, observa el novelista español, posee un alto grado de legibilidad (y narratividad) que la aleja de los experimentalismos vanguardistas que, como lo señala Sarlo, ayudaron a crear una brecha insalvable con el gran público. El vanguardismo de Bolaño no es heredero inmediato de ese vanguardismo que privilegia la experimentación lingüística (un fenómeno que se reedita, por ejemplo, en varias de las novelas del boom) sino de la (neo)vanguardia poética hispanoamericana de la década del setenta. Lo que prima en Bolaño, para frasear el título de Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984), novela escrita en colaboración con Antoni García Porta, no es el discípulo de Joyce cuanto el fanático de Morrison. Es esta legibilidad, atravesada por el bajo continuo de la contracultura, de la poesía, una muy diferente de la que denuncia el autor de 2666. Con acierto, Bruno Montané diferencia “la mera legibilidad” (101) de esa búsqueda de claridad que no distingue poesía de prosa ni alta de baja cultura sobre la que Bolaño funda su poética. Pero, como ya es sabido, la destrucción de unos mitos da paso a la (re)instauración de otros. Entre “los claroscuros pasillos de la Universidad Desconocida” (Montané 99) y los laberínticos corredores y sótanos del canon es donde se sitúan la trayectoría y los alcances de la obra de Bolaño.

Mapas de lectura En una de las varias entrevistas que concedió hacia el final de su vida, interrogado sobre quiénes integrarían un supuesto “conjunto selecto de narradores”, Bolaño declaró lo siguiente: “En Latinoamérica, en líneas 384

generales, sólo ha habido dos generaciones de narradores. La primera, la grande, empieza, digamos, con Macedonio Fernández y termina con Reinaldo Arenas y Manuel Puig. La segunda, en donde estarían ubicados los autores que usted menciona [en su pregunta el entrevistador menciona los nombres de Juan Villoro, Rodrigo Rey Rosa, Enrique Vila-Matas, Horacio Castellanos, César Aira, Javier Cercas y Roberto Bolaño], empieza con Piglia o tal vez con Fernando Vallejo y no se sabe quiénes la cerrarán” (Braithwaite 73). Ésta es, en efecto, sino necesariamente una clasificación con la que se tenga que estar de acuerdo, sí una que refleja bien el marco temporal aproximado en que se concentra y sobre el que escribe el escritor chileno. A la luz de algunas otras declaraciones y textos de Bolaño es una clasificación que adquiere matices aún más específicos. De tal modo, son al menos tres los niveles de la intervención del autor de Los detectives salvajes en la escena literaria de finales del siglo xx y principios del nuevo milenio. Un primero es el de una revisión del canon hasta llegar al punto de inflexión que supone la obra de unos cuantos narradores que renuevan el panorama literario una vez terminados los fastos del boom. Un segundo en el que de manera no sistemática Bolaño emprende un inventario de sus contemporáneos y donde da testimonio de sus preferencias y sus fobias. Y un tercero, aunque todavía en relación estrecha con el anterior, en el que aventura algunos juicios y premoniciones sobre la obra de algunos jóvenes narradores. En la obra de todos ellos, por sobre sus diferencias generacionales, estéticas o ideológicas, hay esa densidad que resiste a la reificación que propugna el mercado y al mismo tiempo hay una clara postura o distancia crítica frente a los mecanismos de captación del poder. Respecto a los escritores que conforman el primer grupo, habría que mencionar en primer lugar a uno que, a pesar de que no aparece nombrado en el párrafo anteriormente citado, resulta crucial en este proceso de recambio esbozado por Bolaño: el mexicano Sergio Pitol. Como el mismo Pitol se encarga de enfatizar, siempre se mantuvo al margen de modas y desarrolló una obra personal, al margen de las tendencias prestigiosas en su momento en América Latina. Su paso por el servicio diplomático de su país fue discreto y más bien cimentó sus lazos con regiones periféricas, como Europa oriental, de entre cuyos escritores tradujo obras de la envergadura de Witold Gombrowicz o Bruno Schulz. Hay una clara preferencia de Pitol por un linaje de escritores excéntricos (la lista es extensa, y entre los autores latinoamericanos incluye nombres como los de Augusto Monterroso, César Aira y el mismo Bolaño). Incluso cuando se trata de autores canónicos como Gogol, Henry James, Jane Austen o Benito 385

Pérez Galdós hay en ellos un elemento de excentricidad que los hace atípicos. Sobre la obra de Ricardo Piglia, Bolaño siempre se refirió en términos muy elogiosos a ella, no obstante el hecho que desde hace años el autor de Respiración artificial ejerce una de las profesiones más denostadas por Bolaño al desempeñarse como docente de literatura latinoamericana en una universidad de los Estados Unidos. Sin embargo, Piglia no participa del circuito académico, o, mejor dicho, de cierto academicismo vacuo, pomposo y con frecuencia servil, que es lo que realmente despierta la indignación del autor de Los detectives salvajes. De esta trinidad consagrada por Bolaño el caso de Fernando Vallejo tal vez sea el más extremo, y por más de una razón. Biólogo de profesión, con estudios de cine y algunas películas en su haber, Vallejo publica dos biografías atípicas que se cuentan entre lo mejor que ha escrito: El mensajero, que versa sobre la vida del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, y Chapolas negras, dedicada al poeta José Asunción Silva. Luego emprendería la escritura de un ciclo autobiográfico en cinco volúmenes que sería reunido bajo el título de El río del tiempo. Su paso a la ficción se da con La virgen de los sicarios (1994), novela que lo catapulta a la fama y con la que impone un estilo que sin mayores variantes ha venido repitiendo en ficciones más recientes. ¿Qué tienen en común entre sí estos tres escritores de estilos y poéticas tan distintos? La respuesta que ofrece Bolaño en “Los mitos de Cthulhu” es más bien escueta: hacer literatura. Esta literatura supone un carácter innovador respecto a las tendencias al uso en el circuito editorial. Supone también, ya lo hemos visto, una distancia crítica, una independencia intelectual. La obra de Bolaño no deja de tener puntos de contacto con las de estos escritores: un interés en el lenguaje oral asociado con usos “delirantes” en Piglia —pienso, por ejemplo en algunos cuentos de Nombre falso y en La ciudad ausente— y “carnavalescos” en Pitol, como lo delata el título genérico de su para estas alturas famosa “Trilogía del carnaval”, además de ciertos usos del policial en ambos —en Respiración artificial y El desfile del amor, principalmente. Una tendencia a la proliferación, un aliento entre lírico y apocalíptico, es el que lo acerca a la literatura de Vallejo. En ninguno de estos casos, sin embargo, se puede hablar de influencia en un sentido estricto. Más bien de coincidencias que son procesadas de manera distinta en cada una de estas propuestas literarias. Dos escritores más que se podrían sumar a este terceto son el argentino Osvaldo Lamborghini (1940-1985) y el guatemalteco Augusto Monterroso (1921-2003). Del primero de los nombrados ha dicho Bolaño: “Otro de los 386

padres fundadores, por llamarle de algún modo, aunque a él, sin duda, el término ‘padre’ le hubiera molestado mucho, es Osvaldo Lamborghini” (Braithwaite 73). En “Derivas de la pesada” (Entre paréntesis 23-30), otro de sus provocadores discursos, Bolaño le atribuye a Lamborghini el inicio de una tercera línea —las otras dos están representadas por Osvaldo Soriano y por Piglia, en conexión este último con Roberto Arlt— en la narrativa argentina post-borgiana, caracterizada por su nihilismo extremo. Como apunta Héctor Libertella en las notas finales del volumen Copi, Lamborghini, Wilcock y otros. 11 relatos argentinos del siglo xx (una antología alternativa), Lamborghini, “Considerado el escritor más radical de la literatura argentina en el último cuarto de siglo” (269), sólo publicó en vida tres breves libros: El fiord (1969), Sebregondi retrocede (1973) y Poemas (1980). La edición de sus Obras Completas a cargo de César Aira, su albacea literario, se inició en 1988. De “insólito escritor” (19) calificó con justeza José Miguel Oviedo a Augusto Monterroso en un artículo que sirvió de prólogo a Movimiento perpetuo (1972), libro inclasificable donde las fronteras entre géneros se diluye, clave en la apertura de nuevas vías en la literatura latinoamericana contemporánea y cuya lección es discernible en autores como Pitol y el mismo Bolaño. Recuérdese que La literatura nazi en América abre con una cita de Monterroso extraída de Lo demás es silencio (1978), novela absolutamente atípica en la prosa hispanoamericana de ese entonces y aún de ahora. La escasa difusión de la obra de Monterroso no le debe poco al hecho de que haya cultivado géneros poco favorecidos comercialmente como el cuento y el ensayo. Su condición de autor en buena medida “secreto”, se debe además al hecho de haber sido confinado a la categoría de “humorista”, por lo que el amplio espectro de su obra se ha visto reducido al de un escritor de género (el mismo malentendido sufrió la obra del autor mexicano Jorge Ibargüengoitia), en una tradición como la hispanoamericana en la que, por lo demás, se tiende a la solemnidad y se desdeña el humor. El caso de Monterroso se sitúa a medio camino entre los ya mencionados y aquellos aún más extremos como los de los argentinos J. Rodolfo Wilcock (1919-1978) —“grandísimo escritor” (“las posturas son las posturas y el sexo es el sexo” 42), como lo llamó Bolaño— y Copi (1939-1987), que desarrollaron obras importantes en lengua italiana y francesa respectivamente. Bolaño pone como ejemplo el hecho de que haya tenido que pasar más de una década para que la traducción de La sinagoga de los iconoclastas (1982), libro de Wilcock que se sitúa al final de la larga genealogía de la que es deudora La literatura nazi en América, fuera reeditada en español. La traducción de la obra completa de 387

Wilcock emprendida por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires a finales de la década del noventa parece haber pasado mayormente desapercibida. Mientras que la obra de Copi, a quien César Aira le ha dedicado un magnífico ensayo, continúa siendo de difícil acceso. Asimismo han tenido que pasar varios años para que finalmente apareciera, en el 2005, una traducción al español del Diario (1953-1969) de Gombrowicz (el Diario argentino, que proviene de las páginas de éste, fue traducido por Pitol en 1969). Casi tan importantes son los puntos de contacto de Bolaño con los renovadores del canon de los ochenta como lo son con los escritores del boom. No únicamente con el Cortázar de Rayuela, con quien la deuda es obvia y reconocida, sino que la misma va bastante más allá. Con perspicacia, Javier Cercas ha reparado en las semejanzas del autor de 2666 con la narrativa del boom, llegando al extremo de afirmar que Bolaño no fue su detractor “sino precisamente su continuador más disciplinado”. Estas semejanzas se advierten sobre todo con Vargas Llosa en lo que respecta a la estructura arquitectónica y el tratamiento coral de sus novelas. Algo similar ocurre con el García Márquez de sus primeras novelas y de El otoño del patriarca o con el Cabrera Infante de Tres tristes tigres. Por cierto, como lector, Bolaño se expresó en términos bastante elogiosos, y siempre la diferenció tanto de la literatura epigonal que generó, aquella escrita por autores “llamados serios por la crítica, que aún se debaten en las cada vez más pestilentes aguas del boom” (Entre paréntesis 204), así como de la imagen pública que cultivaron o aún cultivan algunos de sus representantes. De hecho, varias de sus novelas breves como Estrella distante, Amuleto, Una novelita lumpen o Nocturno de Chile son equiparables a esas nouvelles “perfectas” de las que escribió con tanta admiración como Los cachorros, El coronel no tiene quien le escriba, El lugar sin límites y El perseguidor.9 Mientras que sus textos de más largo aliento como Los detectives salvajes o la monumental 2666 guardan semejanza en la concepción “totalizante” que caracterizó a un buen número de las novelas más representativas de los “nuevos novelistas”. Con una diferencia importante, sin embargo. En Bolaño esta impresión de totalidad no está puesta al servicio de la representación de un mundo cerrado, orgánico. Aunque la mayor parte de las veces la realidad se revele como defectiva e incluso pesadillesca, no se ha cejado en el intento de querer aprehenderla, de dotarla o investirla de un significado trascendental. Piénsese sino en novelas como Conversación en La Catedral, El obsceno pájaro de la noche y la misma Cien años de soledad. La proliferación 388

en la escritura de Bolaño está más bien para poner en evidencia la dispersión, para celebrar esta diseminación de sentidos y también para acusar el vacío que deja su pérdida. Un segundo grupo tiene que ver con autores inmediatamente posteriores al boom aunque algunos de estos autores —como sucedió con Pitol— publicaron sus primeras obras de manera simultánea a la de sus encumbrados predecesores. Entre ellos se cuentan nombres como el de Manuel Puig y sobre todo Reinaldo Arenas. La obra (y la figura) de Arenas representa un punto de inflexión puesto que se desarrolla cuando la utopía revolucionaria, aún en apogeo en Latinoamérica, empieza a revelar su lado siniestro. En Arenas convergen la figura del perseguido, del marginal absoluto, del que jamás hizo concesiones ni se doblegó al poder (a su llegada a los Estados Unidos rebautizó a Miami como “el mierdal”) ni sucumbió a la autocompasión. El retrato nada favorable que hace de Carlos Fuentes en Antes que anochezca bien podría haber salido de la pluma del propio Bolaño. Y el retrato de ese “Narrador Feliz” (497) cuya historia ejemplar se relata en Los detectives salvajes, esa historia que da cuenta de un escritor cubano que conoció tempranamente la fama, que fue perseguido por el régimen a causa de su homosexualidad y que logra escapar de la isla a los Estados Unidos, donde enfermo de sida se suicida luego de terminar su último libro, remite de manera transparente al caso del autor de Un mundo alucinante. De la vasta constelación de escritores hispanoamericanos que Bolaño lee, discute e interpreta, quizá Arenas sea el que le es más próximo. En el escritor cubano repercute ese mismo aliento entre lírico y épico sostenido sin resuello página tras página. Resulta significativo que al evocarlo en Los detectives salvajes por boca de Felipe Müller, quien a su vez recuerda una historia que le contara Arturo Belano, lo adscriba a su misma generación. En efecto: en la vida y la obra de Arenas (1943-1990) quedan inscritas mejor que en ninguna otra el fin de la utopía, un camino sin retorno. “El sueño de la Revolución, una pesadilla caliente” (500), tal como se lee en Los detectives salvajes. ¿Qué ha pasado con la obra de Arenas? Algunos escritores importantes que lo recordaron tras su muerte, como Vargas Llosa y Cabrera Infante, lo trataron más bien con condescendencia, resaltando su “voraz” sexualidad en desmedro tanto de la obra que dejó como de su gesto trasgresor. Pero desde entonces, a no ser por su autobiografía de la que incluso se hizo una versión fílmica, su obra ha quedado reducida a un círculo reducido de lectores. De ello pareciera dar fe el hecho de que desde hace algunos años circulan sus novelas bajo el sello catalán de Tusquets Editores, sin que se agote la primera edición. “La obra de Reinaldo 389

Arenas ya está perdida. La de Puig, la de Copi, la de Roberto Arlt. Ya nadie lee a Ibargüengoitia. Monterroso, que perfectamente bien hubiera podido declarar que sus tres personajes inolvidables son Mandela, García Márquez y Vargas Llosa, tal vez cambiando a Vargas Llosa por Bryce Echenique, no tardará en entrar de lleno en la mecánica del olvido” (“Los mitos de Cthulhu” 170), dice un pesimista Bolaño, y parece no faltarle razón. Entre sus contemporáneos —aquellos nacidos alrededor de 1950— Bolaño señaló una serie de nombres de narradores a los que consideraba no como representativos de tendencias específicas sino más bien como innovadores dentro del panorama general de la literatura latinoamericana. Con mayor o menor frecuencia aparecen citados los mexicanos Daniel Sada, Juan Villoro y Carmen Boullosa. El argentino César Aira, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya, el cubano Pedro Juan Gutiérrez, el chileno Lemebel, la argentina María Moreno. En Sada resalta su trabajo con el lenguaje, al que considera único en el ámbito de la lengua española. Y de Villoro su labor como cuentista más que de novelista o cronista. Cierta mezcla ecléctica de géneros, tal como se da por ejemplo en la novela Cielos de la tierra, marcan algunos puntos de contacto con Boullosa, quien también es poeta y dramaturga. De Aira llegó a escribir que era “uno de los tres o cuatro mejores escritores de hoy en lengua española” (Entre paréntesis 137) aunque también señaló cierta tendencia acrítica en su prolífica obra. De Rodrigo Rey Rosa alaba la parquedad del estilo, la economía expresiva que rige su poética. Las similitudes con Rey Rosa no están en el orden del estilo sino que hay que localizarlas en el origen mismo de su escritura. El erotismo, la violencia y la experiencia del viaje que informan toda la obra de Rey Rosa son también las que están en la base de la obra de Bolaño. Erotismo y violencia también son los polos de atracción entre los que se mueve la obra de Gutiérrez, a lo que se añade una buena dosis de humor. El autor de La trilogía sucia de La Habana es un sobreviviente que se mueve como un personaje de la novela picaresca en el devastado paisaje de la Cuba castrista de finales del siglo xx. En Castellanos Moya, uno de los escritores más radicales del panorama actual de la literatura latinoamericana, la violencia alcanza cotas tan altas que se fusiona con el lenguaje mismo: un lenguaje crispado, paranoico, iracundo y repetitivo como una letanía. Hay similitudes con Fernando Vallejo —no sorprende esta coincidencia si se tiene en cuenta que su literatura está ambientada en dos de las zonas más convulsas de la región—, y la obra de ambos remite a la del gran dramaturgo y novelista austriaco Thomas Bernhard. La prosa de Lemebel, la cual tiende hacia el derroche barroco, en sus 390

mejores páginas alcanza un lirismo que llevó a decir a Bolaño que encontraba en él al mejor poeta de su generación (dice lo mismo de Rodrigo Lira en una entrevista), a pesar de que Lemebel no escribe poesía y ni siquiera ficción, pues hasta ese momento sólo había publicado libros de crónicas.10 Una reacción frente a las tendencias nacionales o regionales dominantes hasta ese momento caracteriza la obra de todos estos escritores. Rey Rosa se aleja del barroquismo lingüístico y la temática regionalista de Miguel Ángel Asturias; Castellanos Moya opta por una literatura del exceso ante las simplificaciones conceptuales y la “buena conciencia” de cierta literatura de cariz socialista; Lemebel no le debe nada al realismo mágico del tipo Allende, Serrano o Sepúlveda y tampoco entra dentro de la esfera de influencia que ha dejado en Chile un escritor como Donoso. Los escritores mexicanos como Boullosa y Villoro se distancian de la temática juvenil asociada con la Onda y tampoco están abocados a la construcción de complejas estructuras narrativas a lo Fernando del Paso o a continuar con una literatura epigonal, tal como sucede con autoras como Laura Esquivel y Ángeles Mastretta. Y Aira, el más excéntrico de todos, se diría ajeno a todo lo que le precede en la tradición en lengua hispana aunque Bolaño le adjudica una línea de filiación procedente de la obra de Osvaldo Lamborghini. Algunos de los cuentos de Putas asesinas y El gaucho insufrible guardan cierto aire de familia con esas novelas cortas de Aira, pobladas de fantasmas y gobernadas por la paradoja y el absurdo. En la década de los setenta Bolaño realizó una similar labor de lectura de sus contemporáneos, cuando antologó en el volumen Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego (1979) la obra (incluida la de él mismo) de once jóvenes poetas hispanoamericanos. El criterio es similar al usado para elogiar la obra de sus predecesores: se celebra como valiosa una obra original, arriesgada en su propuesta estética y al mismo tiempo crítica de los mecanismos de un mercado editorial que empieza a promocionar autores hispanoamericanos pero sin la cohesión que alcanzó durante la década del sesenta. Quien eche una mirada a los escritos o declaraciones del joven Bolaño cuando vivía en México comprobará que aunque el género sobre el que se discute y los nombres han cambiado, su actitud polémica es la misma, así como lo es su exigencia de que ética y estética no pueden ser separadas. “La lucha contra la simulación en el arte se transforma siempre, más o menos, en lucha contra la falsedad de las relaciones sociales” (49), citaba Bolaño a León Trotsky en un artículo que precede a la reeimpresión del “Manifiesto estridentista” de 1923. 391

Es más bien tenue y fluida la línea que separa a los narradores nacidos alrededor de los años cincuenta de aquellos nacidos a partir de la década del sesenta. Sobre estos últimos, entre otros, Bolaño ha hecho mención de autores como el chileno Alberto Fuguet, los mexicanos Mario Bellatin y Jorge Volpi, y ha comentado textos del peruano Jaime Bayly y de los argentinos Andrés Neuman, Rodrigo Fresán y Alan Pauls. Sus opiniones acerca de la obra de estos dos últimos son particularmente reveladoras. En Fresán, Bolaño celebra una vena lúdica, ecléctica, teñida de melancolía, y en Pauls una poética de la extrañeza, del descentramiento, aspectos que revelan más de una afinidad con su propia obra. Así, en Bolaño mismo se observa el paulatino tránsito de un conjunto de textos tempranos donde, junto con un humor negro, lo que prima es una mirada entre escéptica y satírica ante la defectividad humana y la comedia de la historia —piénsese en textos como La literatura nazi en América, La pista de hielo o Monsieur Pain (publicada originalmente en 1994 bajo el título de La senda de los elefantes)— a una visión distópica, donde el componente lúdico cede paso al horror, que se pone de manifiesto en sus últimos libros de cuentos y que alcanza su punto culminante en Nocturno de Chile y 2666. Las novelas y cuentos de escritores como Fresán y Pauls remiten tanto a esa estética como a ese cambio epocal que se ha dado en llamar posmodernismo con bastante más claridad que una serie de textos hispanoamericanos mayormente comprendidos entre las décadas de los sesenta a los ochenta, a los que aún se les adjudica esta condición. En cambio, a pesar de que en Bolaño hay una renuncia, cuando no una denuncia de las mistificaciones de los grandes relatos de la modernidad, hay al mismo tiempo una mirada que lo lleva a un centro, a un absoluto perdido en medio de una realidad cada vez más degradada. El de Bolaño es un canon personal, que recuerda al que propone Harold Bloom para la literatura occidental, aunque sin esa pretensión de sistematicidad que anima al crítico norteamericano. No obstante, dada la magnitud de la influencia del escritor chileno, se vuelve un referente ineludible y acaba teniendo una apariencia de organicidad que en principio no se propuso ni tiene. Este mapa de lecturas presupone, además, la invención de una genealogía —a la manera de “Kafka y sus precursores” de Borges— y también, e inevitablemente, genera sus propios mecanismos de exclusión. Uno podría objetar el por qué no aparecen nombradas más escritoras o preguntarse por qué no se mencionan las obras de algunas y algunos jóvenes narradores que, al menos en apariencia, parecieran guardar una mayor afinidad con la poética de Bolaño. Sin embargo, el conjunto de su obra crítica no debe ser tomado como un cuerpo orgánico de proposiciones 392

incontrovertibles sino más bien como parte de un diálogo inconcluso y en clave polémica, al que no le son ajenas ni las omisiones ni las contradicciones. Tal como lo escribiera Gonzalo Garcés a raíz de la publicación de Entre paréntesis, la obra viva del autor de Los detectives salvajes invita a la discusión y al disenso. Es imposible predecir con exactitud qué nuevos rumbos hubiera tomado Bolaño en su voracidad de lector siempre guiada por una insaciable curiosidad intelectual. Lo cierto es que, como lo han señalado varios de sus mejores lectores, entre ellos Ignacio Echevarría en su “Presentación” a Entre paréntesis, la esfera de influencia de Bolaño recién está por comenzar. Bibliografía Bolaño, Roberto. Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Madrid: Editorial Anagrama, 2004. __________. El gaucho insufrible. Madrid: Editorial Anagrama, 2003. __________. Los detectives salvajes. Madrid: Editorial Anagrama, 2000. __________. “El estridentismo”. Plural 61 (1976): 48-50. Bolaño Roberto; Boccanera, Jorge Alejandro. La nueva poesía latinoamericana. ¿Crisis o renacimiento? Plural 68 (1977): 41-49. Borges, Jorge Luis. Historia universal de la infamia. Madrid: Alianza Editorial, 1998. Braithwaite, Andrés, ed. Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2006. Cercas, Javier. “Print the legend!”