Relatos de Nación: La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico 9783964565501

Esta obra reúne a historiadores, sociólogos y juristas con el fin de convertir el estudio sobre la formación de las iden

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Relatos de Nación: La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico
 9783964565501

Table of contents :
Contenido
Agradecimientos
TOMO I
Presentación
I. LOS LENGUAJES POLÍTICOS DE LA EMANCIPACIÓN
El trono vacío. La imaginación política y la crisis constitucional de la Monarquía Hispánica
Criollismo ilustrado y opinión política en el Perú colonial. De la constitución del Reino al primer Congreso Constituyente
Pensamiento político e ideología en la emancipación americana. Fray Servando Teresa de Mier y la independencia absoluta de la Nueva España
El paradigma y la disputa La cuestión liberal en México y en la América hispana
El republicanismo en acción
II. UNA IDENTIDAD PARA LAS NUEVAS NACIONES: LOS DEBATES FUNDACIONALES
El mito comunero y la construcción de la identidad nacional en el liberalismo español
La nación católica. El problema del poder constituyente en las Cortes de Cádiz
Republicanismo y americanismo. Domingo Faustino Sarmiento y la emergencia de la nación cívica
Lenguaje republicano y fundación institucional en Chile
La elusiva y difícil construcción de la identidad nacional en la Gran Colombia
Las concepciones de la comunidad política en Centroamérica en tiempos de la independencia (1820-1823)
Independencia e insuficiencia en la construcción de la nación venezolana
III. LA CONFIGURACIÓN DE UN ORDEN LIBERAL: ESTADOS, CIUDADANOS Y DERECHOS
De la ciudad a la nación. Las vicisitudes de la organización política argentina y los fundamentos de la conciencia nacional
La formación del Estado nacional mexicano. Pasado colonial, ideas liberales y gobiernos locales
La escuela electoral. Comicios y disciplinamiento nacional en Bolivia (1880-1925)
De Audiencia a Nación: la construcción de la identidad ecuatoriana
¿Un proyecto nacional exitoso? La supuesta excepcionalidad chilena
Una identidad constitucional en México
IV. LA METRÓPOLIS POST-IMPERIAL
España y su laberinto identitario
Los ídolos de la tribu en el nacionalismo vasco
Cataluña en la España contemporánea. Interpretaciones sobre la identidad nacional
V. EN POS DE LA CULTURA NACIONAL: LOS DISCURSOS DEL TERRITORIO, LA IDENTIDAD Y EL PROGRESO
La filosofía escolástica y el debate sobre las identidades en el Virreinato del Perú (siglos xvi-xvn)
Lenguaje, formatos literarios y relatos historiográficos. La creación de culturas nacionales en los márgenes australes del antiguo imperio español
El rol del discurso crítico literario en el proyecto andino de nación
Los límites de la tierra. La identidad espacial de la nación argentina
Tomo II
Tiempo nacional e integración. Etapas en la construcción de la identidad nacional chilena
El positivismo en Hispanoamérica y el problema de la construcción nacional. Consideraciones histórico-críticas y proyecto identitario
Identidad y realidad de la nación peruana. El debate de comienzos del siglo XX
VI. LA ELABORACIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA
Memoria, historia y poder. La construcción de la identidad nacional española
¡Libertad o con gloria morir! Himnos nacionales en Latinoamérica
Generación de señas de identidad en el primer franquismo Prensa, radio y formas de comunicación
VII. LA TEZ DE LA NACIÓN: HOMOGENEIDAD CÍVICA Y DIVERSIDAD ÉTNICA
Evolucionismo y eugenismo en las políticas sociales latinoamericanas
Etnias, regiones y Estado nacional en Colombia Resistencia y etnogénesis en el Gran Cauca
Los confines del pueblo soberano Territorio y diversidad en la Argentina del siglo XIX
Blanco sobre negro Debates en torno a la identidad en Cuba (1898-1920)
El fin de la raza cósmica
VIII. IDENTIDADES COMPLEJAS Y CONSTRUCCIONES TARDÍAS
El andamiaje lingüístico de la identidad paraguaya
La nacionalidad uruguaya como problema Entre Habermas y San Agustín
Intelectuales, nación y modernidad en la República Dominicana
Costa Rica, o de cómo se inventan las excepciones
La latinización de América Los latinos en los Estados Unidos y la creación de un nuevo pueblo
IX. LA CULTURA POLÍTICA DEL ANTILIBERALISMO IBEROAMERICANO
La cabeza del rey. Dos modelos y un error
Los orígenes contrarrevolucionarios de la nación católica
La cultura política antidemocrática en el Cono Sur Trayectorias históricas en el siglo XX
El nacionalismo argentino
El mito de la nación violenta. Los intelectuales, la violencia y el discurso de la guerra en la construcción de la identidad nacional colombiana
X. LA NACIÓN EN IMÁGENES
Imágenes, historia y nación. La construcción de un imaginario histórico en la pintura española del siglo XIX
El imaginario nacional latinoamericano
Iconografías nacionales en el Cono Sur
Identidades y territorios. Paisajismo ecuatoriano del siglo XIX
El imaginario de la revolución mexicana. Punto de partida para una iconografía nacionalista
El revés de la trama política. El imaginario nacional argentino a través del humor gráfico
Notas sobre los autores

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Francisco Colom González (ed.) RELATOS DE NACIÓN La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico

INSTITUTO DE FILOSOFÍA CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS COMITÉ DE GESTIÓN DEL PROYECTO DIRECTOR DEL PROYECTO

Francisco Colom González (CSIC, España) COORDINADORES INSTITUCIONALES

José Luis Villacañas Berlanga (Universidad de Murcia, España); Fernando Rueda Koster (O.E.I., España) COORDINADORES ACADÉMICOS

Carlos Ruiz Schneider (Univ. de Chile); Ma Teresa Uribe (Univ. de Antioquia, Colombia); Jesús Rodríguez Zepeda (Univ. Autónoma MetropolitanaIztapalapa, México); Arturo A. Roig (Univ. Nacional de Cuyo, Argentina); Miguel Rojas Mix (CEXECI, España) ASISTENCIA A LA EDICIÓN

Radhis Curí Quevedo (Biblioteca Saavedra Fajardo, España) Pedro Pastur (CSIC, España)

Relatos de nación La construcción de las identidades nacionales en el mundo hispánico

FRANCISCO COLOM GONZÁLEZ (ED.)

Tomo I

Instituto de Filosofía

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IBEROAMERICANA • VERVUERT • 2 0 0 5

Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de

Este libro ha recibido una ayuda de la Fundación Séneca Agencia de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia. Programa de Apoyo a la Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales. PCTRM 2003-2006.

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2005 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 info@ iberoamericanalibros .com www.ibero-americana.net © Vervuert, 2005 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-222-0 (Iberoamericana, obra completa) ISBN 84-8489-196-8 (Iberoamericana, tomo I) ISBN 3-86527-204-5 (Vervuert) Depósito Legal: B-35.399-2005

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Contenido

TOMOI Presentación

13

I. LOS LENGUAJES Francisco Colom

POLÍTICOS DE LA

EMANCIPACIÓN

González

El trono vacío. La imaginación política y la crisis constitucional de la Monarquía Hispánica

23

Margarita Eva Rodríguez García Criollismo ilustrado y opinión política en el Perú colonial. De la constitución del Reino al primer Congreso Constituyente

51

Roberto Breña Pensamiento político e ideología en la emancipación americana. Fray Servando Teresa de Mier y la independencia absoluta de la Nueva España

73

Antonio Annino El paradigma y la disputa. La cuestión liberal en México y en la América hispana

103

Hugo Edgardo Biagini El republicanismo en acción

131

II. UNA IDENTIDAD PARA LAS NUEVAS NACIONES: LOS DEBATES FUNDACIONALES Ángel Rivero El mito comunero y la construcción de la identidad nacional en el liberalismo español

147

José Luis Villacañas Berlanga La nación católica. El problema del poder constituyente en las Cortes de Cádiz

159

Susana Villavicencio Republicanismo y americanismo. Domingo Faustino Sarmiento y la emergencia de la nación cívica

179

6

Relatos de nación

Carlos Ruiz Schneider Lenguaje republicano y fundación institucional en Chile

201

Mana Teresa Uribe La elusiva y difícil construcción de la identidad nacional en la Gran Colombia

225

Víctor Hugo Acuña Ortega Las concepciones de la comunidad política en Centroamérica en tiempos de la independencia (1820-1823)

251

Luis Ricardo Dávila Independencia e insuficiencia en la construcción de la nación venezolana

275

III. LA CONFIGURACIÓN DE UN ORDEN LIBERAL: ESTADOS, CIUDADANOS Y DERECHOS José Carlos Chiaramonte y Nora Souto De la ciudad a la nación. Las vicisitudes de la organización política argentina y los fundamentos de la conciencia nacional

311

Mauricio Merino La formación del Estado nacional mexicano. Pasado colonial, ideas liberales y gobiernos locales

333

Marta Irurozqui Victoriano La escuela electoral. Comicios y disciplinamiento nacional en Bolivia (1880-1925)

351

Jorge Núftez Sánchez De Audiencia a Nación: la construcción de la identidad ecuatoriana

379

Alfredo Jocelyn-Holt Letelier ¿Un proyecto nacional exitoso? La supuesta excepcionalidad chilena

417

Jesús Rodríguez Zepeda Una identidad constitucional en México

439

IV. LA METRÓPOLIS

POST-IMPERIAL

José Álvarez Junco España y su laberinto identitario

463

Josetxo Beriain Los ídolos de la tribu en el nacionalismo vasco

477

Relatos de nación

7

Agustí Colomines i Companys Cataluña en la España contemporánea. Interpretaciones sobre la identidad nacional

507

V. EN POS DE LA CULTURA NACIONAL: LOS DISCURSOS DEL TERRITORIO, LA IDENTIDAD Y EL PROGRESO José Carlos Bailón La filosofía escolástica y el debate sobre las identidades en el Virreinato del Perú (siglos xvi-xvn)

533

Beatriz Bragoni Lenguaje, formatos literarios y relatos historiográficos. La creación de culturas nacionales en los márgenes australes del antiguo imperio español

561

Zulma Palermo El rol del discurso crítico literario en el proyecto andino de nación

597

Domingo Ighina Los límites de la tierra. La identidad espacial de la nación argentina

621

TOMO II Bernardo Subercaseaux Tiempo nacional e integración. Etapas en la construcción de la identidad nacional chilena

647

Arturo Andrés Roig El positivismo en Hispanoamérica y el problema de la construcción nacional. Consideraciones histórico-críticas y proyecto identitario

663

Miguel Giusti Identidad y realidad de la nación peruana. El debate de comienzos del siglo xx

679

VI. LA ELABORACIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA Juan Sisinio Pérez Garzón Memoria, historia y poder. La construcción de la identidad nacional española

697

José Manao González ¡Libertad con gloriaGarcía morir! Himnos nacionales en Latinoamérica

729

8

Relatos de nación

Alberto Sánchez Álvarez-Insúa Generación de señas de identidad en el primer franquismo. Prensa, radio y formas de comunicación

749

VII. LA TEZ DE LA NACIÓN: HOMOGENEIDAD CÍVICA Y DIVERSIDAD ÉTNICA Raquel Alvarez Peláez Evolucionismo y eugenismo en las políticas sociales latinoamericanas ....

777

Oscar Almario Etnias, regionesGarcía y Estado nacional en Colombia. Resistencia y etnogénesis en el Gran Cauca

801

Mónica Quijada Mauriño Los confines del pueblo soberano. Territorio y diversidad en la Argentina del siglo xix

821

Consuelo Naranjo Orovio Blanco sobre negro. Debates en torno a la identidad en Cuba (1898-1920)

849

José Aguilar Rivera El finAntonio de la raza cósmica

869

VIII. IDENTIDADES COMPLEJAS Y CONSTRUCCIONES TARDÍAS Bartomeu Meliá El andamiaje lingüístico de la identidad paraguaya

903

Pablo da Silveira La nacionalidad uruguaya como problema. Entre Habermas y San Agustín

915

Michiel Baud nación y modernidad en la República Dominicana Intelectuales,

933

Alexander Jiménez Matarrita Costa Rica, o de cómo se inventan las excepciones

955

Eduardo Mendieta La latinización de América. Los latinos en los Estados Unidos y la creación de un nuevo pueblo

975

9

Relatos de nación IX. LA CULTURA POLÍTICA DEL ANTILIBERALISMO IBEROAMERICANO Patxi Lanceros La cabeza del rey. Dos modelos y un error

1001

Antonio Rivera García Los orígenes contrarrevolucionarios de la nación católica

1023

Cristian Buchrucker La cultura política antidemocrática en el Cono Sur. Trayectorias históricas en el siglo xx

1045

Carlos Floria El nacionalismo argentino

1075

Carlos Alberto Patiño Villa El mito de la nación violenta. Los intelectuales, la violencia y el discurso de la guerra en la construcción de la identidad nacional colombiana

1095

X. LA NACIÓN EN IMÁGENES Tomás Pérez Vejo Imágenes, historia y nación. La construcción de un imaginario histórico en la pintura española del siglo xix

1117

Miguel Rojas Mix El imaginario nacional latinoamericano

1155

Laura Malosetti Costa y Diana Beatriz Wechsler Iconografías nacionales en el Cono Sur

1177

Alexandra Kennedy Identidades y territorios. Paisajismo ecuatoriano del siglo xix

1199

Elisa García Barragán El imaginario de la revolución mexicana. Punto de partida para una iconografía nacionalista

1227

Andrea Matallana El revés de la trama política. El imaginario nacional argentino a través del humor gráfico

1247

Notas sobre los autores

1275

Agradecimientos

Esta publicación es el resultado de una inciativa iberoamericana de investigación que fue posible gracias al apoyo de la Biblioteca Valenciana, la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura y el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. A lo largo de su desarrollo han sido muchas las personas que, más allá de la participación escrita, contribuyeron a superar las gestiones y dificultades imaginables en una iniciativa de esta envergadura. En primer lugar hay que agradecer a José Luis Vicallañas, en su doble condición de académico y de director de la Biblioteca Valenciana, el interés y la extraordinaria generosidad con que acogió este proyecto durante su desempeño en el cargo. También fue decisivo el apoyo de Francisco José Piñón, María del Rosario Fernández Santamaría y Fernando Rueda Koster, quienes desde la OEI apoyaron la celebración de un seminario internacional de conclusiones en Valencia que contó asimismo con el respaldo del Ministerio de Ciencia y Tecnología de España. En el plano académico, el Instituto de Filosofía del CSIC no sólo puso a nuestra disposición sus medios materiales, sino que su director, José María González García, ofreció en todo momento su respaldo y amistad, especialmente apreciados cuando la gestión del proyecto se hizo más agobiante. El grupo de coordinadores formado por Carlos Ruiz Schneider, María Teresa Uribe, Jesús Rodríguez Zepeda, Arturo Roig y Miguel Rojas Mix fue de gran ayuda para la selección de los participantes y el enfoque de los temas tratados. Por último, aunque no en orden de importancia, he de agradecer el buen hacer administrativo y la inagotable paciencia de Pedro Pastur, quien desde la gerencia del Instituo de Filosofía resolvió más problemas de los que fui capaz de plantearle, así como el esmero de Radhis Curí Quevedo, de la Biblioteca Saavedra Fajardo, en la revisión del manuscrito y la homologación de las notas bibliográficas. Evidentemente, la amplitud del tema escogido se prestaba a múltiples perspectivas. Habrá quien encuentre numerosos olvidos y referencias innecesarias en el elenco de temas abordados. Esto es algo inevitable en cualquier producto académico, sobre todo si es de la envegadura del que aquí presentamos. Aun así, nos daremos por satisfechos si con él hemos sido capaces de aportar una visión de conjunto y actualizada sobre este particular y decisivo aspecto de la historia política y cultural iberoamericana. El Director del Proyecto

Presentación

Francisco Colom González El estudio comparado de la formación de las identidades nacionales a ambas orillas del Atlántico constituye una vieja expectativa de amplios sectores intelectuales iberoamericanos que, en gran medida, estaba todavía por realizar. La ambición de un proyecto semejante es quizá una de las razones que explican su ausencia hasta la fecha, pero no lo es menos el carácter necesariamente interdisciplinar de su desarrollo. El proyecto aquí presentado ha reunido por ello a historiadores, sociólogos, politólogos, filósofos y juristas con el fin de convertir el estudio sobre la formación de las identidades nacionales en punto de intersección para una reflexión actualizada sobre la realidad iberoamericana. Las teorías más difundidas en el ámbito académico sobre el nacionalismo y los procesos históricos de construcción nacional suelen pasar de largo, o muy rápidamente, por la experiencia hispánica. Los tópicos suelen desempeñar en este caso el papel que debería corresponder a una investigación más atenta. Por otro lado, la reflexión sobre las identidades políticas en América latina se ha visto con excesiva frecuencia lastrada por la militancia ideológica, las derivaciones metafísicas o las acartonadas hagiografías oficiales. Tampoco desde el ámbito peninsular ha existido una propensión a estudiar la construcción del Estado nacional español de forma paralela a la trayectoria latinoamericana. La emancipación colonial ha representado en este sentido una frontera difícilmente franqueable para la imaginación académica. Muy al contrario, la obra colectiva que aquí presentamos parte del interés por estudiar los Estados latinoamericanos como una variante de la primera hornada de Estados nacionales en occidente. A su manera, la nación española también es un producto postcolonial, pues las connotaciones políticas, sociales y culturales que se asocian con la idea de nación en la modernidad no se corresponden con el Estado patrimonial amparado por la monarquía española en el momento de la crisis colonial y dinástica del Antiguo Régimen. Por otro lado, si plantearse una teoría general sobre el nacionalismo resulta extremadamente difícil, hablar de la formación de las nacionalidades en el mundo hispánico requiere toda una serie de precauciones adicionales, ya que los elementos disponibles para la construcción de Estados y naciones en las Américas no sólo fueron inicialmente distintos a los de las metrópolis de ultramar, sino que también han diferido notablemente entre sí.

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Francisco Colom González

Durante largo tiempo el estudio de las identidades y los imaginarios nacionales se vio postergado en favor de análisis de tipo socio-económico. Semejante relegación puede atribuirse en parte a los paradigmas epistemológicos dominantes durante las décadas anteriores, pero también sin duda a los excesos retóricos y al acartonamiento ideológico con que frecuentemente se había abordado el tema en nuestro entorno. Durante los últimos años puede apreciarse en cambio una notable evolución en este terreno. El interés por las formas de identidad social en general, y por la etnicidad y los nacionalismos en particular, se ha visto complementado con la aparición de nuevas disciplinas como los estudios culturales y de género. Las perspectivas teóricas para llevar a cabo tales estudios han sido de muy diversa índole, pero por encima de esa diversidad puede reconocerse una coincidencia en atribuir a las identidades sociales un carácter contingente acotado en sus potencialidades por la propia dinámica histórica y política. Las coincidencias, sin embargo, se acaban tan pronto como se trata de hacer una valoración de esos constructos identitarios. Este volumen asume metodológicamente la contingencia histórica que caracteriza a toda forma de identidad nacional. La determinación semántica del término nación entre la tipología histórica de los grupos humanos constituye, no obstante, un problema en sí mismo, pues las connotaciones comunitarias y de singularización política y cultural que se asocian con la nacionalidad pueden encontrarse en contextos y formaciones sociales muy diversos. Por mera profilaxis teórica resultaría conveniente preservar el término nación para un tipo claramente reconocible de organización social; a saber: un grupo humano que se reconoce como mayoritario en el seno de un Estado y cuyos miembros perciben la autoridad del mismo en términos de autogobierno. Estos dos rasgos, el etnológico y el político, explican la anfibología inevitable en todo análisis de la nación, ya que con el mismo término aludimos a una forma de identidad colectiva y a un principio de legitimación. Pero el término está cargado, además, de connotaciones valorativas. Así, difícilmente un grupo con referencias culturales diferenciadas que persiga su autodeterminación colectiva rechazará el calificativo de nacional, mientras que toda autoafirmación en términos nacionales se traduce automáticamente en una demanda de autonomía política. Es precisamente este peculiar prestigio histórico y político de la nación lo que denota su modernidad frente a otras formas previas de identidad colectiva, un rasgo que contrasta con la necesidad compulsiva de la imaginación nacional de procurarse una densidad histórica proyectada, por lo general con tonos épicos, desde el pasado o hacia el futuro. Y es que, por encima de las estructuras económicas, políticas y culturales sobre las que se sostiene como referencia de identidad, la nación constituye también un orden pensado con unos atributos específicos.

Presentación

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El carácter étnico, cultural o cívico-jurídico de los atributos preponderantes en la definición de la nacionalidad es lo que concede una personalidad histórica a cada proyecto nacional y condiciona tanto la determinación de sus confines externos como su forma de organización interna. Pero, por encima de todo ello, la nación se imagina siempre homogénea. Estos múltiples rasgos, unidos a la insistencia en la naturaleza procesual de las identidades nacionales, marcan el grado de invencionismo admitido en su enfoque por cada uno de los autores que intervienen en este volumen, como resultará patente al leer las distintas contribuciones. Por lo demás, no se ha pretendido elaborar una enciclopedia de las nacionalidades iberoamericanas ni competir con las historiografías nacionales al uso, sino explorar las categorías conceptuales y experiencias políticas con que se construyeron las cambiantes autopercepciones del demos en un ámbito geopolítico heterogéneo, pero ligado por claros vínculos históricos y culturales. La configuración de las identidades nacionales en el mundo hispánico a lo largo de la edad contemporánea es en este sentido la historia de un proceso, extraordinariamente complejo y raramente culminado, en el que se persiguió asociar la igualdad cívica pretendida por el liberalismo y los deseos de progreso económico a un cuerpo social con una identidad colectiva homogénea. Puesto que semejante homogeneidad era y es ajena a la realidad multiforme de sociedades en tránsito, la igualdad prometida por la modernidad nacional y atisbada por sus proceres se tradujo de forma sistemática en un proceso ambivalente de inclusión y exclusión social. En América Latina, la estructura social heredada de la colonia, que mantenía a amplios sectores de la población excluidos de los circuitos económicos y de la participación política, se saldó en la práctica con su marginación de la vida cívica y, en última instancia, de los propios confines imaginarios de la nación deseada. Hasta la llegada de nuevos proyectos integradores ligados a las experiencias nacional-populistas de comienzos del siglo xx, los ideales republicanos y las políticas de inspiración eugenésica fueron los instrumentos más socorridos para delimitar esa nación progresista, pero pese a todo oligárquica, y sus procesos conexos de homogeneización y exclusión. Todo ello no ha sido óbice para que la retórica patriótica y el nacionalismo, en la medida en que encarnaron esfuerzos de aglutinación social, hayan gozado por estas latitudes de una valoración histórica más bien positiva. En España, por el contrario, el escaso arraigo de la tradición republicana y los pactos políticos del moderantismo liberal decimonónico, tanto como la propia incapacidad política, fiscal y militar de su Estado, arrojaron unas formas de socialización nacional continuamente desafiadas por las fuerzas católicas y posteriormente, hasta nuestros días, por proyectos nacionales rivales gestados desde su propia periferia. Ni que decir tiene que el nacionalismo y las apelaciones patrióticas gozan en la península ibérica de un prestigio y una precomprensión política muy distintos

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Francisco Colom González

del que poseen en Latinoamérica, si bien el sectarismo inherente a todo proyecto de esta índole sólo suele identificar los vicios del nacionalismo rival, nunca del propio. En cualquier caso, el estudio de las construcciones identitarias resulta vacuo si no se tiene en cuenta las condiciones de su funcionalidad política. Los sociólogos de la modernización solían identificar cuatro fases en los procesos de formación de los Estados nacionales: la fijación de sus límites territoriales, la incorporación de diversos estratos de su población al sistema político, el incremento de la participación cívica y la distribución de los recursos nacionales. La gradación secuencial de esos desafíos como un proceso histórico universal y necesario ha quedado ampliamente desacreditada, pero su sentido funcional en la organización del Estado nacional moderno sigue siendo útil para diferenciarlo de otras estructuras estatales en la historia y para vislumbrar los rendimientos políticos de las identidades nacionales. Al fin y al cabo, esos imperativos funcionales sólo podían encontrar respuesta dentro del perímetro definido por el demos nacional. La identidad nacional es la que identifica los confines físicos y humanos del demos: determina el derecho a participar en su gobierno, a beneficiarse de su protección y de sus recursos, así como las obligaciones que se derivan de semejante pertenencia. Pero las identidades nacionales no se construyen en los desnudos términos de las necesidades funcionales a las que sirven, sino como narraciones que dignifican a quienes participan de ellas y dotan de significado a los derechos, obligaciones y sacrificios que les son imputables. Esta obra ha prestado especial atención, pues, a las pautas con que se construyeron semejantes narraciones en el universo político generado a partir de la crisis colonial hispana: los mitos fundacionales, los lenguajes políticos, la escenificación del tiempo nacional, las metáforas, símbolos y rituales cívicos, las políticas historiográficas y filológicas, etc. Si bien resulta difícil establecer un hilo de continuidad temporal y física entre todos estos elementos, sí podemos reconocer en cambio una cierta sincronía y una confluencia metanarrativa entre los discursos políticos y los movimientos ideológicos que recorrieron ese mundo. El título de la obra y su contenido invitan por ello a entrever que el sentido de la Historia, y en concreto de la nacional, se construye en última instancia a partir de historias. Los elementos de identidad sedimentados a lo largo de los procesos de construcción nacional terminan siempre por remitirnos a los relatos sobre la nación. Es a través de ellos, de su inculcación institucional y difusión social, como los sujetos de la nación elaboran una interpretación, siquiera somera, de su pertenencia a una instancia superior dotada existencialmente de una historia en el tiempo y de un lugar en el espacio.

Presentación

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Resultaba difícil ofrecer un tratamiento individualizado de cada experiencia nacional iberoamericana y preservar al mismo tiempo unas dimensiones asequibles para el proyecto. Por ello se juzgó más práctico combinar el análisis de circunstancias especialmente relevantes para algunos casos con otros ensayos transversales que ofrecieran una visión de conjunto sobre aspectos significativos a escala continental. Atendiendo a estos criterios e intereses, el primer capítulo está dedicado a estudiar los instrumentos intelectuales y el repertorio teórico empleado para articular ideológicamente los deseos de independencia política en el momento de la crisis colonial americana. En él se ha tratado los orígenes y rasgos propios de los liberalismos hispánicos, sus antecedentes ilustrados, los recursos simbólicos movilizados para la promoción del patriotismo y el papel catalizador desempeñado por el experimento constitucional de Cádiz a ambas orillas del Atlántico. Los fundadores de toda nueva nación, y especialmente los miembros de la generación posterior a la independencia, tienden invariablemente a plantearse la pregunta por la identidad colectiva. Este es un rasgo sociológico de la modernidad que fue inevitable para los padres de las patrias latinoamericanas a comienzos del siglo xix. No puede olvidarse, sin embargo, la gran limitación institucional, también en el ámbito cultural, que aquejaba a las nuevas naciones. Por ello, en el segundo capítulo se ha pasado revista a los tempranos debates sobre la identidad nacional: los mitos fundacionales y de origen, la evaluación del legado colonial, la rivalidad entre la opción hispanista, católica y conservadora frente a la anglofilia y la francofília liberal, etc. También hemos incluido en ese capítulo una reflexión sobre las dificultades constitucionales con que se topó el primer liberalismo para fundar la soberanía de la nación española. Sin embargo, la nación, sus instrumentos políticos y demarcaciones territoriales, no fueron imaginados en las sociedades hispánicas, marcadas como estaban por su pasado católico, barroco y corporativo, de la manera geométrica y racionalista consagrada por la revolución francesa. También los experimentos federales de inspiración norteamericana tuvieron que sufrir una aclimatación política. Todos estos rasgos se han rastreado en el tercer capítulo tomando como referencia la cultura jurídica e institucional de los nuevos Estados, la ordenación política de su territorio y las formas específicas de atribución de derechos subjetivos. Este contexto genético es el mismo al que se ha recurrido en el cuarto capítulo para abordar los desafíos internos a los que tuvo que enfrentarse el naciente Estado nacional español y que, de distinta manera, se prolongan hasta nuestros días. Como mostramos en los capítulos quinto y sexto, las políticas culturales jugaron un papel decisivo en la conformación de las nuevas referencias identitarias a finales ya del siglo xix y principios del xx. Por políticas culturales entendemos aquellas iniciativas de socialización

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Francisco Colom González

política animadas desde los Estados que persiguieron la delimitación y singularización de un determinado patrimonio simbólico como cultura nacional. Bajo esa categoría caen los múltiples dispositivos oficiales definitorios del destino y la memoria colectiva, como son las historiografías oficiales, los curricula escolares, los programas de alfabetización y de homologación lingüística o los cánones literarios. Todas estas medidas contaron con un discurso propio e institucionalizado construido a partir de referencias de carácter etnográfico, estético y espacio-temporal. Pero a diferencia de la experiencia europea, la proyección de la etnicidad en las ideologías nacionales latinoamericanas debe menos al romanticismo que al peculiar papel jugado por las ideas positivistas y eugenésicas en la búsqueda del progreso nacional y de una tradición cultural propia. Consiguientemente, los capítulos séptimo y octavo abordan el estudio de las diversas ideologías rectoras de la homogeneización nacional: el indigenismo como nacionalismo sustitutorio, el etnicismo en las políticas migratorias latinoamericanas y en el reconocimiento de los derechos civiles de sus ciudadanos, así como las dificultades para definir un horizonte identitario claro y distinto en algunos casos concretos. El capítulo noveno parte, por el contrario, de una evidencia: la inestabilidad endémica de los regímenes de libertades y del Estado de derecho en la vida política iberoamericana. A ello se añade la relevancia del elemento confesional a la hora de definir las identidades y obligaciones políticas colectivas. Más que buscar una única explicación arraigada en la tradición, en la dinámica de los procesos económicos o en el subdesarrollo, este capítulo ha preferido explorar los factores institucionales y culturales que han obstaculizado la rutinización del carisma político y condicionado la estabilidad y el prestigio de la democracia pluralista en nuestro entorno. Esos factores se han rastreado en registros ideológicos tanto de derecha como de izquierda: el catolicismo político, el caudillismo, los populismos, la recepción de las doctrinas totalitarias, la irrupción ideológica del tercermundismo revolucionario, las doctrinas contrainsurgentes y de seguridad nacional, etc. En cualquier caso, la capacidad movilizadora de las ideologías siempre se ha servido de una variada panoplia de recursos culturales. Entre ellos destacan, como se recoge en el último capítulo, los símbolos y figuras iconográficas empleados para representar y hacer imaginable la nación: desde las primeras alegorías republicanas hasta los modernos emblemas nacionales, pasando por la estatuaria pública, el paisajismo y las políticas estéticas y museísticas oficiales. Todas estas contribuciones aspiraban a confluir en una obra accesible que combinase los criterios de calidad y perdurabilidad. Con este fin se ha primado las visiones de conjunto y las perspectivas de largo alcance sobre la erudición detallista. Confiamos haber logrado nuestro objetivo y ofrecer

Presentación

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una obra actualizada, amena en sus contenidos —dentro de los márgenes del rigor académico— y que sirva de consulta y referencia no sólo para la comunidad latinoamericanista, sino para el público general interesado en las particulares circunstancias de nuestro entorno histórico y cultural.

I. LOS LENGUAJES POLÍTICOS DE LA EMANCIPACIÓN

El trono vacío La imaginación política y la crisis constitucional de la Monarquía Hispánica

Francisco Colom González El colapso y desmembramiento del imperio español en América durante el período de las guerras napoleónicas señala un capítulo decisivo de la modernidad política iberoamericana. La crisis de legitimación creada por la forzosa abdicación de Fernando VII y el experimento constitucional gaditano actuaron como catalizadores de un proceso de fragmentación que proyectaría sobre los nuevos territorios independientes numerosos rasgos compartidos con su matriz hispánica. Sin embargo, dado el declive de la historia política en su acepción événementielle, durante un buen tiempo se insistió en insertar la independencia hispanoamericana en el largo plazo de la modernidad económica y su correspondiente estructura de conflictos sociales, por mucho que, como señalase François Xavier Guerra, en semejante proceso «la burguesía triunfante es una burguesía introuvable»1. Las hagiografías oficiales encarnadas en las historias patrias aplicaron un esquema no menos funcionalista y teleológico en el que la emancipación era presentada como destino obligado en la singladura histórica de unas naciones americanas gestadas a lo largo del período colonial o incluso antes del mismo. Su teleologicismo estriba en un relato «que pone la nación ab initio del proceso y concibe lo que viene después como una historia, sea de anárquicas resistencias localistas al logro de esa organización [nacional], sea meritoria lucha de caudillos locales en pro de ese objetivo»2. La historiografía liberal del siglo xix intentó dignificar intelectualmente los orígenes de esa trayectoria atribuyéndole una concomitancia de propósitos y valores políticos con la Revolución Francesa y con la Ilustración, en general. Por otro lado, la historiografía estadounidense sobre América Latina estuvo marcada durante mucho tiempo por el veterano proyecto panamericano impulsado por Herbert Bolton desde su presidencia de la American Historical Association. Así como existía la conciencia historiográfica de una civilización europea, Bolton defendió la posibilidad de con1 F.X. Guerra: Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. México, Fondo de Cultura Económica-Ed. Mapire, 1992, pg. 14. 2 J.C. Chiaramonte: «El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana», en Cuadernos del Instituto Ravignani, 2 (octubre 1991), pg. 10.

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cebir una civilización americana cuya adecuada comprensión necesitaba trascender los enfoques puramente nacionales3. Según esta línea, el impulso de las revoluciones hispánicas no sería enteramente endógeno ni importado de Francia, sino fruto más bien de la prolongación meridional y anticolonialista de lo que Robert Palmer bautizó como la edad de la revolución democrática4. En claro contraste con ello, una corriente historiográfica hispanófila de talante más conservador puso todo su empeño en reivindicar en esos mismos procesos el trasfondo de una vía hispánica a la modernidad caracterizada por el catolicismo como eje de vertebración cultural y por la raigambre ibérica de sus concepciones políticas y sociales. Las ideas de la insurrección hispanoamericana habrían venido así de Salamanca, no de París, Londres o Ginebra, y la intención del movimiento independentista no habría sido otra que la de restaurar el papel de la Iglesia y de la religión erosionado por las funestas ideas ilustradas5. Durante los últimos años asisti-

3 El manifiesto programático de esta idea se encuentra en su conferencia inaugural de la XLVn Reunión Anual de la American Historical Association en 1932, reimpresa en H. Bolton: «The Epic of Greater America», en The American Historical Review, Vol. 38, 3 (April 1933): 448-474. Sobre la repercusión del enfoque de Bolton, véase R. M. Magnaghi: Herbert E. Bolton and the historiography ofthe Americas. Westport, Greenwood Press, 1998. Bolton nunca llegó a desarrollar consistentemente esta idea en su obra. De hecho, a su muerte en 1953 la idea de una historiografía panamericana estaba en declive en el mundo académico, pero una versión popularizada de la misma consiguió aún alimentar el mito sobre el que el presidente Kennedy fundó su Alianza para el Progreso. Este proyecto de desarrollo panamericano descansaba en la ilusión de que «nuestro nuevo mundo no es un mero accidente geográfico. El arco de nuestros continentes está unido por una historia común: la de la incesante exploración de nuevas fronteras. Nuestras naciones son el producto de una lucha común —la rebelión contra el orden colonial— y nuestros pueblos comparten una común herencia: la búsqueda de la dignidad y la libertad del hombre». «Preliminary formulations of the Alliance for Progress». Discurso pronunciado por el Presidente John F. Kennedy en la Casa Blanca ante diplomáticos latinoamericanos y miembros del Congreso el 13 de marzo de 1961. 4 Véase, por ejemplo, B. R. Hamnett: «Las rebeliones y revoluciones iberoamericanas en la época de la independencia. Una tentativa tipológica», en F.X. Guerra (ed.): Revoluciones hispánicas. Madrid, Editorial Complutense, 1995: 47-72. Lo cierto es que la obra de Palmer tenía un enfoque decididamente transatlántico, no continental. Cfr. R. Palmer: The age ofthe democratic revolution: a political history of Europe and America, 1760- 1800. New Jersey, Princeton University Press, 1959. 5 Las referencias últimas de este casticismo hispano-católico pueden buscarse en Ramiro de Maeztu y su Defensa de la Hispanidad, publicada a comienzos de los años treinta. Sus derivaciones historiográficas fueron sin embargo, amplias y variadas. El argentino Carlos Stoetzer, por ejemplo, las ilustró de forma clara en el tema que aquí nos ocupa al intentar demostrar «que la revolución hispanoamericana es un típico asunto y problema de la familia hispánica, no influida por ideologías extranjeras, y que tiene un profundo sentido español y origen medieval, alentado en su pensamiento político por la tardía escolástica del Siglo de Oro». Más que basada en los deseos de independencia, esa revolución había que entenderla como «una cruzada religiosa contra el ideario de la revolución francesa, un movimiento por

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mos, en cambio, a una progresiva revisión de estos tópicos historiográfícos alimentada por los propios cambios operados en la forma de estudiar las nacionalidades. Esta revisión ha insistido en la naturaleza eminentemente política y cultural de las revoluciones de independencia —fruto de los cambios en las formas de socialización—, en el conflicto estructural entre soberanías fragmentarias y necesariamente rivales generado a partir de la crisis del imperio y en la indeterminación de las identificaciones nacionales a lo largo de los procesos de organización estatal6. En cualquier caso, la redefinición de los fundamentos de la monarquía hispánica a manos de los legisladores de Cádiz y las simultáneas insurrecciones junteras en tierras americanas fueron sin duda la espoleta histórica que inició y aceleró el proceso de fragmentación de un fugaz demos liberal hispánico cuya existencia fáctica apenas trascendió la atribulada imaginación constitucional de los proceres doceañistas. El sueño de la nación bicontinental y de una ciudadanía hispánica habría de disolverse en el propio proceso de su articulación jurídico-política. Es más, fueron esos mismos intentos los que hicieron aflorar las contradicciones que entrañaba la transformación de un imperio dinástico, absolutista y multiétnico en una nación liberal.

IMAGINACIÓN JURÍDICA E IMAGINACIÓN HISTÓRICA

La primera información sobre los contornos del novedoso demos hispánico podemos obtenerla de las estipulaciones constitucionales sobre la ciudadanía. En efecto, el Artículo Primero de la Constitución de Cádiz de 1812 anunciaba una concepción unitaria de la nación como «reunión de los españoles de ambos hemisferios», para proclamar a continuación, dadas las particulares circunstancias del momento, su libertad e independencia, ya que la nación «no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia ni persona». Esta declaración iba seguida en el Artículo 10 de una relación de los dominios españoles a los que se dirigía7. Las proclamas de universalismo mantener vivas las tradiciones españolas frente a una madre patria que había dejado de ser un baluarte del tradicionalismo por la influencia cultural y política extranjera». C. Stoetzer: Las raíces escolásticas de la emancipación de la América española. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1982: 411-12. 6 Véase, a modo de ejemplo de cada una de estas tesis, F.X. Guerra, o p . cit.; J.C. Chiaramonte: Ciudades, provincias, estados: orígenes de la Nación Argentina (1800-1846). Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina/Ariel, 1997 y A. Annino: Soberanías en lucha, en idem, L.Castro Leiva y F.X.Guerra: De los Imperios a las naciones: Iberoamérica. Zaragoza, Ibercaja, 1994: 229-250. 7 «El territorio español comprende en la Península con sus posesiones é islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdova, Extremadura,

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cívico contaban, sin embargo, con importantes matizaciones. En el Discurso Preliminar de la Constitución se advertía ya que «sólo bajo seguridades bien calificadas se puede ser admitido a la asociación política [de la nación española]». La ciudadanía, por consiguiente, no debía extenderse jamás «hasta confundir lo que sólo puede dar la naturaleza y la educación». Atendiendo a este principio, el Artículo 18 especificaba que «son ciudadanos aquellos españoles que por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios». Con respecto a los residentes extranjeros y sus hijos legítimos, se abría la posibilidad de que obtuviesen carta de ciudadanía si gozaban ya de los derechos de español y acreditaban algún mérito especial: matrimonio con española, aportación de capital, invención o industria o haber prestado servicios en bien y defensa de la nación (Artículos 19 y 20). Por el contrario «a los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios de Africa, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos». Más concretamente, se especificaba que «las Cortes concederán carta de ciudadano a los [descendientes de africanos] que hicieren servicios calificados a la patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos, de que estén casados con mujer ingenua y avecindados en los dominios de las Españas y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio» (Artículo 22). En definitiva, peninsulares, criollos, indios, libertos, sirvientes, mujeres, menores, indigentes y residentes extranjeros: todos ellos, salvo los esclavos, eran sujetos españoles, pero no todos los españoles podían ser ciudadanos8. Este conjunto de disposiciones definía un demos sumamente resGalicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las Islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de Africa. En la América septentrional, Nueva-España con la Nueva-Galicia y península de Yucatán, Goatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar. En la América meridional, la Nueva-Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En el Asia, las islas Filipinas y las que dependen de su gobierno». 8 La distinción entre ciudadanía activa y pasiva era ya conocida de los debates constitucionales franceses. Como explicó el diputado liberal Diego Muñoz Torrero: «Hay dos clases de derechos: unos civiles y otros políticos. Los primeros, general y comunes a todos los individuos que componen la nación, son el objeto de la justicia privada y de la protección de las leyes civiles; los segundos pertenecen exclusivamente al ejercicio de los poderes públicos que constituyen la soberanía. La comisión [constitucional] llama españoles a los que gozan de los derechos civiles, y ciudadanos a los que al mismo tiempo gozan de los políticos. La justicia, es verdad, exige que todos los individuos de una misma nación gocen de los dere-

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trictivo, como era usual en la época. En la práctica, la ciudadanía del texto gaditano consistía en la misma clase de sujetos que eran ya subditos en el Antiguo Régimen, pero acreditando ahora una serie de requisitos adicionales para merecer el derecho de ciudad: avecindamiento, familia, propiedad, oficio, linaje y mérito patriótico. A partir de 1830 se preveía también incluir entre tales condiciones la alfabetización. Por otro lado, los extranjeros, y sobre todo sus hijos, accedían a la ciudadanía con más facilidad que los españoles pardos, pero se sobreentendía que ningún español quedaba definitivamente excluido de ella. La única medida que favorecía efectivamente a las castas —negros y mulatos libres— era su inclusión en el elenco de derechos civiles reconocidos a los demás españoles: igualdad ante la ley, derecho a disponer de sí mismos, de propiedad, cultivo y manufactura, ingreso en corporaciones, universidades y monasterios, etc., pero quedaban excluidos del ejercicio político y de los empleos públicos que requerían la ciudadanía. Tras esta discriminación latía, como es sabido, la pugna entre diputados peninsulares y americanos por vencer a su favor la balanza demográfica de la representación política. Una vez admitidos los indios a la ciudadanía, y siendo en la práctica los criollos los únicos capaces de acceder a la función política en América, incluir a las castas en la base de la representación suponía para los peninsulares, al menos inicialmente, conceder un excesivo peso institucional a los delegados ultramarinos 9 . Por otro lado, entre los derechos y libertades de los ciudadanos no se contaba la libertad de credo, un rasgo que sería compartido por las primeras constituciones latinoamericanas. De hecho, habría que aguardar hasta el texto constitucional de 1876 para encontrar en España la primera mención oficial a la tolerancia de la pluralidad religiosa, aunque se siguieron prohibiendo otras manifestaciones y ceremonias públicas que no fuesen las de la religión oficial del Estado: la católica. La lógica circular que caracteriza todo momento constituyente supone un auténtico desafío para la imaginación jurídica moderna: por medio de un acto legal se crea un sujeto colectivo —la nación— que toma en sus manos las riendas de su destino, pero que de alguna manera antecede existencialmente y pro-

chos civiles, mas el bien general y las diferentes formas de gobierno deben determinar el ejercicio de los derechos políticos, que no puede ser el mismo en una monarquía que en una democracia o aristocracia'». Diario de Sesiones de las Cortes, 6 de septiembre de 1811, pg. 1790; citado en M. Chust: La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz. Valencia, UNED-Alzira, Fundación Instituto Historia Social, 1999, pg. 158. 9 Sobre el debate constitucional en tomo a esta cuestión, véase M. Chust, op. cit., pg. 163 y ss. y M.L. Rieu-Millan, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz. Madrid, CSIC, 1990, pg. 146 y ss. Esta última ha señalado cómo el apoyo a la inclusión electoral de las castas entre los diputados criollos fue inversamente proporcional a la importancia de la esclavitud en sus regiones de origen.

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tagoniza el acto de su propia constitución. En el constitucionalismo liberal, la ficción jurídica que arranca con «nosotros, el pueblo» es en realidad un presupuesto, no un derivado de la acción constituyente. El lenguaje liberal de los derechos es incapaz de revelar por sí solo la identidad de quienes están llamados a hacer uso de los mismos. Por eso han sido en general narraciones más densas que las del contractualismo las únicas capaces de insuflar una identidad nacional en el demos liberal. El estudio de los mitos políticos fundacionales en la modernidad nos permite reconocer una variada gama de narraciones estructuralmente emparentadas, pero con anterioridad a la consolidación de los relatos nacionalistas decimonónicos sobre la identidad colectiva, los argumentos para legitimar la construcción autónoma de una comunidad política han de buscarse sobre todo en el repertorio del derecho natural. El iusnaturalismo y su normatividad contractual también poseen, bien es cierto, su propio repertorio narrativo y mitos de origen, frecuentemente referidos a la pérdida de unas libertades primigenias de origen germánico —como el yugo normando de los revolucionarios ingleses o la Franco-Gallia imaginada por monarcómacos franceses—, pero su papel ha sido secundario en lo que constituye uno de los rasgos característicos de la Modernidad: la homogeneización como identidad nacional de las referencias colectivas de los individuos a través de unos procesos de aculturación y etnogénesis políticamente dirigidos. La conciencia criolla americana hubo de sufrir un largo proceso de maduración hasta adquirir un sentimiento de identidad políticamente traducible. Los primeros textos coloniales reflejan ya su inserción en una estructura de prejuicios sobre la supuesta inferioridad del medio natural americano con respecto al europeo, una corriente que culminaría en el siglo xviii con los escritos de Buffon y de Pauw. Tales prejuicios no sólo afectaban al medio natural —a las plantas y los animales, que sufrían un supuesto debilitamiento biológico y una disminución de sus facultades naturales en tierras americanas— sino que se extendían también a los nativos de ese medio, afectados de una imaginaria degeneración anímica —una indolencia tonta, que diría Malaspina—, e incluso a los europeos trasplantados al mismo, tachados con frecuencia de apáticos y engreídos. No es de extrañar, pues, como ha señalado Bernard Lavallé con respecto al caso peruano, que no existiera prácticamente obra literaria de envergadura en la época colonial que no consagrase varios capítulos a ensalzar el marco geográfico en el que nació o vivió el autor. Este patriotismo criollo, un proceso de identificación local cuyas manifestaciones son ya discernibles en el siglo xvn, carecía sin embargo de las connotaciones que se atribuyen a la moderna conciencia nacional. Así, por ejemplo, si los primeros textos coloniales acusaron el impacto del encuentro antropológico con el otro, la figura del indio o la filiación político-sentimental con el territorio están prácticamente ausentes de la literatura barroca americana.

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El siglo xvi había sido para los españoles el de los descubrimientos, los descabellados e interminables periplos por el nuevo continente. Más tarde lo habían surcado los soldados, los funcionarios y los misioneros, reflejando su curiosidad o experiencia en las relaciones geográficas. Los criollos del xvn tienen otra historia y otras preocupaciones. Se nos aparecen, ante todo, como hombres de ciudad, nunca tan a gusto como cuando describen la suya. El criollismo buscaba, ante todo, las razones para afirmar su propia dignidad en los éxitos y los fastos de la civilización urbana. ¿Qué significaba exactamente y qué representaba en aquella época un término como el Perú? Los límites de la administración son fáciles de establecer, pero la conciencia de los criollos sobre los grandes conjuntos territoriales era forzosamente borrosa e incierta. No existía todavía conciencia geográfica del país en la escala de lo que serían más tarde los Estados independientes10.

Con el nuevo siglo cambiarían notablemente las cosas. El conocimiento científico y geográfico del continente encontró su amparo en el movimiento de las Luces y en los intereses de una monarquía preocupada por rentabilizar metódicamente la explotación colonial. Ilustrados españoles y criollos americanos coincidieron así en su interés por la geografía, aunque con profundas diferencias en cuanto al significado que atribuirle: cada vez se entraba más a valorar el estudio del territorio, pero no ya por un afán intelectual o comparativo, sino para poseerlo. Fue, sin embargo, la beligerancia intelectual de los clérigos americanos exiliados, y en particular de los jesuítas, lo que contribuyó de forma decisiva a elaborar una imagen protoromántica de América y su pasado". Esto no los convierte necesariamente en precursores de la independencia, pero sí en agentes culturales de una reivindicación americanista que posteriormente, y sobre todo en México, sería fácilmente aprovechable por los constructores políticos de la imaginación nacional. A comienzos del siglo xix se daría finalmente la ocasión para que esa imaginación histórica y territorial fraguase en nuevas realidades políticas. La monarquía hispánica se derrumbó bajo el peso de sus propias contradicciones y de la presión externa. La fragmentación del orbe imperial antecedió a la génesis de proyectos históricos que serían muy dispares entre sí, pero durante un breve período, la ficción constitucional de un demos unita-

10 B. Lavallé: «El espacio en la reivindicación criolla del Perú colonial», Cuadernos Hispanoamericanos, 399 (septiembre 1983): 32-33. 11 Cfr. Miguel Batllori, América en el pensamiento de los jesuítas expulsos. Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1950 y A. Pagden, El imperialismo español y la imaginación política: estudios sobre teoría social y política europea e hispanoamericana (15131830). Barcelona, Planeta, 1991.

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rio sirvió de acicate para la imaginación política, ya fuese hostil o amistosa, de los constructores americanos de naciones. Como demuestran los apuntes de su viaje por los dominios de la monarquía hispánica, en 1789 Alejandro Malaspina era capaz ya de manejar un concepto moderno de nación: Entiendo por tal una cantidad cualquiera de gentes que siguen las mismas leyes, costumbres y religión que se reúnen para su prosperidad y defensa, y en quienes el mismo suelo y situación local son la principal causa de esta confederación inalterable.

Este mismo criterio le servía para reconocer que «unas costumbres, un suelo, un clima, unas relaciones locales enteramente diferentes, la natural oposición del conquistado al conquistador.... todo concurre a demostrar que la reunión [de la América con la España] fue viciosa, antes bien, imaginaria»'2. Sin embargo, sólo una traslación anacrónica e historiográficamente inducida nos lleva a escuchar poco tiempo después como mexicanos, venezolanos, chilenos o argentinos a unos proceres de la independencia que nos hablaban todavía como líderes locales y como americanosn. Frente al derroche de optimismo patriótico inicial, la percepción finisecular de la trayectoria histórica iberoamericana acabaría consolidándose como la de un despliegue irregular y tormentoso de energías políticas sin un mapa de ruta. Dadas las circunstancias que acompañaron el ingreso del mundo hispánico en la modernidad política, el sentimiento de pesimismo ha sido una de los rasgos más recurrentes en su autopercepción histórica. El deseo de sus clases dirigentes de hacer tabla rasa del pasado se aunaba a la voluntad de copiar unos modelos de construcción nacional tomados de Europa y de los Estados Unidos que ilusionaban tanto como desconcertaban. También en España las frustradas ambiciones de emulación europea terminaron por destilar una conciencia negativa sobre la propia personalidad histórica. En cualquier caso, proyectos políticos cruzados y referencias culturales divergentes impidieron percibir en ambas orillas del Atlántico la similitud de algunos de los problemas heredados y el parentesco de los recursos intelectuales a los que se acudió para enfrentarlos. Luis Diez del Corral, contemplando los rescoldos de otra experiencia traumática, en este caso la última contienda civil española, recordaba que con la guerra iniciada en 1808

12 A. Malaspina, Axiomas políticos sobre la América, (ed. de M. Lucena Giraldo y J. Pimentel Igea). Aranjuez, Doce Calles, 1991, pg 151. 13 J.C. Chiaramonte, El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana, op. cit.,

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se disolvió sencillamente el Estado español. La impericia de nuestros gobernantes, la incapacidad de nuestras clases directoras, junto con las debilidades sustanciales de nuestra construcción estatal, la guerra y un valor generoso y anárquicamente derrochado, produjeron un asolamiento político sin precedente. Si a este desastre se añade el fermento exacerbado de los nuevos conceptos políticos, se podrá formar una idea de cuál ha sido el pórtico de nuestro siglo xix y la razón de tantas de sus desgracias14.

Diez del Corral tenía en mente la resistencia peninsular a la invasión napoleónica y su efecto demoledor sobre la anquilosada estructura de la monarquía hispánica, pero sería quizá más acertado considerar esa guerra como la vertiente peninsular de un doble conflicto, mitad de secesión y mitad civil, propiciado por una misma espoleta histórica y librado simultáneamente en ambas orillas del Atlántico. En el curso de esta guerra, las reagrupaciones amigo/enemigo fueron ambiguas y con frecuencia cambiantes: peninsulares y criollos, realistas, patriotas y afrancesados, liberales y serviles, blancos y castas, indios y esclavos, fueron categorías que no se superpusieron nítidamente sobre las líneas de enfrentamiento político, pese a lo que suelen mantener las historiografías nacionalistas. En ausencia de una predefinición del incipiente demos liberal, saber quién se emancipaba de qué no resultaba fácil, salvo que se tratase, como terminaron por sospechar con el tiempo algunas mentes lúcidas, de la imposible tarea de emanciparse de sí mismos, pues la imaginaria retrocesión de la soberanía monárquica invocada por los insurgentes americanos había liquidado la estructura de jerarquías territoriales y jurídicas del mundo colonial, propiciando con ello un reagrupamiento general de alianzas políticas y sociales. La expresión intelectual de todo este desconcierto y frustración se formuló en España como decadencia y encontró a lo largo del siglo xix sus variantes liberal y conservadora. La versión liberal, quizá la más difundida, enfatizó el sistemático triunfo del despotismo y la reacción como rasgos de la derrotada modernidad española15. Pero a finales de siglo el conservadu-

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L. Diez del Corral, El liberalismo doctrinario. Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1945, pg. 21. 15 En Joaquín Costa, por ejemplo, como en todos los regeneracionistas del 98, podemos encontrar una rememoración positiva del malogrado constitucionalismo gaditano. En una conferencia impartida en 1900 en el Círculo de la Unión Mercantil e Industrial de Madrid, justo tras la pérdida de los últimos reductos coloniales, afirmaba: «Para que España se hubiera salvado le habría sido preciso mantener en el poder a los legisladores de Cádiz, hombres cultos, patriotas y bien inclinados, con su Constitución y leyes progresistas, y que a los otros, a las clases directoras del régimen anterior, las hubiese declarado expatriadas a perpetuidad. No lo hicieron así nuestros abuelos, y ahí tenéis el punto de arranque de nuestra decadencia, la cual lleva, como veis, ochenta y cinco años», i. Costa: «Quién debe gobernar después de la catás-

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rismo español no veía las cosas de mejor manera. En unas reflexiones fechadas en 1883, el procer conservador Antonio Cánovas del Castillo coincidía en advertir que «la revolución moderna fue cuando nos salimos ya del todo, no sé si para siempre, del cauce universal del progreso, porque ella no ha sido entre nosotros pasajero fenómeno, sino el estado normal de tres cuartos de siglo»16. Tampoco la contraparte latinoamericana disponía de razones para ser más optimista. La búsqueda filosófica de una nueva identidad continental en el positivismo no podía ocultar el largo período de ruptura social, estancamiento económico e inestabilidad política abierto con la independencia y la incapacidad para encontrar un sustituto a la referencia unitaria perdida con el mundo colonial. El resultado de todo ello fue una constelación política fragmentaria vivida con frustración tanto por sus protagonistas —el Libertador que reconoció haber arado el mar— como por sus herederos espirituales. Richard Morse intuyó un síndrome de sublimación frustrada a lo largo de ese período fundacional: Los hispanoamericanos estaban condenados a la imposible tarea de negar y amputar su pasado. Sin embargo, España estuvo siempre con ellos. Incapaces de lidiar con el pasado mediante una lógica dialéctica que les permitiese asimilarlo, lo rechazaron a través de una lógica formal que lo mantuvo presente e impidió su evolución. La conquista, la colonización y la independencia fueron problemas jamás resueltos, nunca dejados atrás11.

La atribución de un déficit de capacitación política a un material humano arruinado históricamente por el despotismo, sería un argumento recurrente en los intentos por explicar la inestabilidad endémica de las jóvenes repúblicas. El republicanismo de numerosos proceres resulta meridiano en ese sentido. El discurso bolivariano se expresaba, por lo general, en el lenguaje político del humanismo cívico. Su ideal de libertad, teñido de neoclasicismo, era el de las repúblicas antiguas. Para cumplir con su misión redentora, las nuevas patrias hispanoamericanas debían crearse ex nihilo, apoyándose exclusivamente en la virtud de sus ciudadanos. Sin embargo, más allá de este voluntarismo político, la identidad de ese demos americano se mantenía en una vacilante indefinición. Como reconocía el propio Bolívar en un conocido fragmento de su Carta de Jamaica:

trofe nacional», reimpreso en idem. Reconstitución y europeización de España y otros escritos. Madrid, Instituto de Estudios de la Administración Local, 1981: 222-223. 16 Citado por Luis Diez del Corral, op. cit. pg. 530. 17 R. Morse: «The Heritage of Latin America», en Louis Hartz (ed.): The Founding of New Societies. New York, Harcourt, 1963, pg. 168.

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Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo concibo el estado actual de la América [1815] como cuando, desplomado el imperio romano, cada desmembración formó un sistema político conforme a sus intereses y situación, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a establecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos. Mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y por otra parte, no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos en él contra la invasión de los invasores. Asínos hallamos en el caso más extraordinario y complicado18. A diferencia de los fabuladores de una continuidad con el mítico pasado indígena, Bolívar insistió en un ideal político culturalmente descontextualizado. Como es sabido, la historia y las costumbres desempeñan un modesto papel en la antropología política del republicanismo. En su repertorio normativo, las únicas tradiciones relevantes son las que atañen al cultivo de las prácticas civiles y a las libertades locales cuya sistemática ausencia caracterizaría precisamente el período colonial español: Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interna, conoceríamos el curso de los negocios... He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos era permitido ejercer sus funciones19. La condena a la pasividad, negar el derecho a gobernarse por las leyes que uno mismo se ha dado, impidiendo con ello la formación del juicio y del carácter político, constituyen en el universo de los valores republicanos la esencia de la tiranía y la antesala de la corrupción, esto es, del cultivo desenfrenado de los intereses particulares. La esterilidad de la herencia colonial como escuela de virtud cívica convertía necesariamente la tarea emancipadora en un proyecto de voluntarismo moral. Sin embargo, la obstinada resistencia de unos sujetos recién arrancados del despotismo a comportarse según los cánones cívicos de una Antigüedad estilizada fue motivo constante de frustración para

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S. Bolívar: Carta de Jamaica. Santa Fe de Bogotá, Ed. Panamericana, 1998: 58-59. " op. cit., pg. 60.

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los visionarios republicanos de finales del siglo xvm. En Francia, Robespierre tan sólo atisbo en ese comportamiento la evidencia de la corrupción y una justificación del Terror como instrumento de la virtud. En la América española, Bolívar vio en ello más bien la ausencia de un carácter político desarrollado y la necesidad de instaurar la dictadura —el gobierno paternal de un Gran Legislador— como único medio para realizar la voluntad general frente al disolvente espíritu del partido y la facción. Un republicanismo posterior, como el de Juan Bautista Alberdi en Argentina, se serviría del lenguaje del humanismo comercial para convertir el arte de gobierno en demografía. Resultaba así posible importar la virtud cívica a través de la inmigración y atribuir respectivamente a las formas de vida desarrolladas en las conurbaciones costeras y en el páramo colonial su conocida distinción entre civilización y barbarie.

E L CONTRATO SOCIAL CRIOLLO

Si bien es claro que el punto de partida para la construcción del Estado y la nación era manifiestamente distinto en ambas orillas del Atlántico, no es menos cierto que, en sus aspectos formales, la tarea emancipadora del liberalismo tenía que ser por fuerza parecida. En España, la proclamación de la soberanía nacional pudo proceder mediante el sometimiento de la voluntad regia al imperio de la ley. La idea de unas soberanías en lucha aludiría en este caso tanto a los fundamentos últimos de la legitimidad política: nacional o bien dinástica. En América, por el contrario, la estructura del Estado hubo de ser creada desde abajo, superponiéndose a una pluralidad desarticulada de centros regionales de poder que pugnaban entre sí. En ausencia de instituciones representativas o contractuales, los escalones más bajos de la administración colonia], difusa y rivalmente definida en sus competencias, habían funcionado mediante la intercesión graciosa de una monarquía distante legitimada por la tradición y la fe. El colapso de la monarquía por la invasión napoleónica y el rechazo a reconocer las nuevas fuentes de autoridad terminaron con las complicidades tradicionales que generaban obediencia y, de paso, con los restos de la estructura jurídico-territorial de la colonia. La América colonial española suele ser descrita como una sociedad estructuralmente jerárquica, patrimonial y corporativa. Durante tres siglos la monarquía hispánica puso todo su celo en evitar la formación de una aristocracia feudal en sus dominios americanos. Pese a que entre súbdito y Corona existían más de veinte instituciones, esta sociedad carecía de los dispositivos contractuales típicos del mundo feudal europeo20. La encomienda, sin ir más

20 John Lynch, «The Constitutional framework of Colonial Spanish America», en Journal of Latin American Studies, Vol. 24, Quincentenary Supplement, 1992.

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lejos, era una concesión de trabajo vivo, no de tierra, en la que se reflejaba la estructura patrimonialista del Estado, pues era potestad de la Corona —no de las autoridades locales— adjudicarla y ejercer, al menos nominalmente, la tutela sobre los indígenas. Por otro lado, la monarquía respaldó la creación de una sociedad étnica y estamentalmente jerarquizada en cuya cúspide se situaba una elite blanca y propietaria. Bajo estas premisas se diseñó una estructura burocrática basada en la interdependencia funcional de sus órganos. La función del virrey consistía en coordinar las diversas jerarquías administrativas, más que en gobernar sobre ellas. La imagen que se desprende de todo ello es la de un sistema de autoridad guiado por el tipo de racionalidad que Weber denominase sustantiva —es decir, atenida a los fines, no a los medios— y condicionada para su buena marcha a la mediación arbitral de la Corona y su Consejo de Indias: El administrador colonial español tenía que orientarse por los objetivos «reales» de sus superiores, a menudo no reflejados en las instrucciones efectivas que llegaban de España. De acuerdo con esto, la fórmula «se acata, pero no se cumple» aparece como un dispositivo institucional para la descentralización de la toma de decisiones21.

Esta combinación de rangos, privilegios, descentralización administrativa e incapacitación política permitía a sus actores unos amplios márgenes de acomodación. En la práctica, estos márgenes se tradujeron en una serie de convenciones jurídicas y corporaciones funcionales a través de las cuales se encauzaban los intereses de la sociedad colonial. A falta de una división constitucional de poderes, la superposición de funciones venía a desempeñar el control en el ejercicio de la autoridad. Desde mediados del siglo xvn hasta las reformas borbónicas, y debido a la galopante crisis fiscal de la Corona, la venta de cargos públicos entre la elite criolla se generalizó como medio para la captación de recursos. Sin embargo, lo que desde la sociedad colonial cabía percibir como signo de flexibilidad, para la monarquía era en realidad una manifestación de impotencia22. Las reformas iniciadas con Carlos III —desde el Plan de Intendencias hasta la creación de nuevos virreinatos— se propusieron recuperar para la Corona el control de los asuntos americanos, incentivar el sistema de comercio ultramarino e incrementar los ingresos fiscales. A tono con el mercantilismo de la época,

21

J.L. Phelan, «Authority and flexibility in the Spanish imperial bureaucracy», en M. A. Burkholder (ed.): Administrators of Empire. Aldeshot, Ashgate, 1998: 13-14. 22 Cfr. Mark A. Burkholder-D. S. Chandler: From impotence to authority: the Spanish crown and the American Audiencias, 1687-1808. Columbia, University of Missouri Press, 1977.

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muy crítico con el modelo colonial basado en la extracción de metales preciosos, las reformas se planteaban —según reconoció José de Gálvez, uno de sus principales diseñadores— con el fin de que «los naturales de Indias no se acostumbren a vivir independientes de esta Monarquía para el socorro de sus necesidades»23. La erosión del control sobre los asuntos locales fue vivida como un agravio por buena parte de la elite criolla. Alienados de la actividad mercantil por la concentración financiera y endogàmica de los circuitos comerciales y lastrada la propiedad hacendista por elevadas cargas hipotecarias e irregulares rendimientos, los empleos de la Corona constituían una oportunidad de lucro y status nada desdeñable para amplios sectores criollos, sobre todo si podían desempeñarse en los lugares de origen. Pese al tópico que lo niega, lo cierto es que los cargos públicos siguieron estando accesibles a los criollos durante el período borbónico, si bien a costa por lo general de un desembolso económico24. En la imaginación americana el sentimiento de usurpación y de rivalidad con los funcionarios peninsulares alimentó el mito del compromiso histórico traicionado, tan recurrente en los primeros manifiestos insurreccionales. Incluso un republicano como Bolívar no resistió la tentación de utilizar el argumento pactista con la monarquía como banderín de enganche: El Emperador Carlos V formó un pacto con los descendientes de los descubridores, conquistadores y pobladores de América que es [...] nuestro contrato social. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas..., siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo, existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país originarios de España en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que, con una violación manifiesta de las leyes y pactos subsistentes, se han visto despojados aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código25.

Los orígenes políticos del liberalismo se ubican precisamente en el conflicto entre las tradiciones contractuales del mundo feudal y las prácticas

23

J. de Gálvez: «Discurso y reflexiones de un vasallo sobre la decadencia de nuestras Indias españolas», en L. Navarro García, La política americana de José de Gálvez. Málaga, Algazara, 1998, pg. 139. 24 Por ejemplo, se ha comprobado que el cuarenta por ciento de los nombramientos para las Audiencias americanas entre 1700 y 1750 correspondieron a criollos, pero dos tercios de tales cargos hubieron de ser comprados. Cfr. M.A. Burkholder-D. S. Chandler: «Créole Appointments and the sale of Audiencia Positions in the Spanish Empire under the early Bourbons», en Administrators of Empire, op. cit.: 74-92. 25 op. cit., pg. 62.

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absolutistas de gobierno. La forma en que se resolvió esa tensión habría de marcar indeleblemente los rasgos políticos e institucionales de cada singladura liberal. Por ello, si bien sus antecedentes intelectuales remiten en principio al derecho natural del siglo xvii, el iusnaturalismo de la primera modernidad europea distaba de ser un conjunto homogéneo. Más que la división teológico-jurídica entre católicos y protestantes, la impronta marcada por las distintas realidades y experiencias políticas es lo que nos permite distinguir la personalidad intelectual de cada tradición liberal. El liberalismo inglés se alzó sobre la defensa de las prerrogativas de la gentry y de sus aliados políticos frente a la potestad del monarca. Textos como los de Locke venían, en realidad, a consagrar en términos teóricos lo que las prácticas y luchas políticas habían sedimentado en la vida inglesa. En Francia, por el contrario, el descubrimiento de la libertad como igualdad civil y soberanía popular se hizo abstractamente, a través de la razón amparada por el movimiento de las Luces. Más tardíamente, el liberalismo alemán enfatizaría la generalidad estructural de la ley como garantía frente al despotismo y la responsabilidad ética del Estado en cuanto agente de la paz civil, un papel que la tradición anglo-escocesa del humanismo comercial atribuyó típicamente al mercado. El contraste entre las tradiciones del liberalismo sería particularmente palpable en el caso de las Américas inglesa y española, marcadas respectivamente por la distinta presencia de condicionamientos feudales. En este sentido, las construcciones filosóficas del neoescolasticismo desempeñaron un papel nada desdeñable en el discurso de la emancipación hispanoamericana. La escuela neoweberiana impulsada por Richard Morse y otros autores ligados a la literatura del desarrollo se encargó en los años sesenta de subrayar los nexos existentes entre el patrimonialismo iberoamericano, los esquemas culturales católicos y la preeminencia en estos países de una noción monista de la política. Monismo y patrimonialismo aluden en esta interpretación a la centralización del poder político y al control jerárquico de los intereses potencialmente conflictivos en la persecución de la riqueza, la autoridad o el prestigio social. En el seno de semejante estructura, el poder sería susceptible de ser negociado entre los distintos cuerpos sociales, pero difícilmente compartido sobre el principio de una periódica revisión democrática. La filiación filosófica de este esquema socio-político sería, en última instancia, de origen escolástico: la concepción católica del bien común como propósito de la vida políticamente organizada, algo distinto, si no opuesto, a la suma de los intereses individuales. Lo cierto es, sin embargo, que el discurso de la emancipación hispanoamericana fue más heterogéneo de lo que la historiografía convencional ha estado durante mucho tiempo dispuesta a admitir. La presencia de los argumentos pactistas del escolasticismo ibérico fue perceptible en la justificación de la ruptura criolla con la

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metrópolis, pero la colusión de lenguajes, intenciones políticas y cursos de acción no se presta a explicaciones unilaterales. Como es sabido, las intrigas del Príncipe de Asturias contra su padre, Carlos IV, y la camarilla de Godoy para acceder anticipadamente a la Corona, el posterior secuestro de la familia real por Napoleón en Bayona y la abdicación forzada de ambos, padre e hijo, en favor de José Bonaparte, hermano del genio corso, produjeron un corte en la línea de legitimidad dinástica. Con el alzamiento popular de mayo de 1808, el movimiento juntista se expandió rápidamente por la península y por la América española. En enero de 1810, ante la adversa suerte de las armas y la inminente entrada de las tropas francesas en Andalucía, la Junta Central, que había declarado a los territorios americanos parte integrante de la monarquía y solicitado el envío de diputados, designó un Consejo de Regencia y se disolvió. Desde ese momento, la iniciativa se trasladó al istmo de Cádiz, protegido por la escuadra inglesa. Durante el asedio de la ciudad se desarrolló el proceso constituyente que culminó con el texto de 1812, en cuyas deliberaciones y redacción también participaron algunos delegados americanos. Para entonces, la insurrección ya había estallado en América a través de Juntas que emulaban a las peninsulares e interpretaban la salida a la crisis de acuerdo con sus intereses26. La coordinación de este movimiento asambleario resultaba tan compleja como su propia legitimación política. En el terreno práctico se ha señalado que el recurso a juntas locales, como las de guerra y abasto, para resolver problemas urgentes no era inusual en los hábitos administrativos de la monarquía española del xvni. En este caso, sin embargo, la emergencia que había que administrar era la propia soberanía del reino. Hacerlo sin un poder constituyente resultaba paradójico, y aún más en contra de la abdicación formal del monarca. En este sentido, las viejas teorías pactistas vinieron a ofrecer un recurso intelectual inapreciable. Aunque por todo el territorio de la monarquía se acudió al mismo tipo de institución política de emergencia —las juntas— cada una de ellas entendió su significado a su 26 El núcleo del problema constitucional entre las Cortes de Cádiz y las juntas americanas fue magistralmente resumido por el párroco y patriota mexicano José María Cos: «La disputa es sencilla y se contrae precisamente a la resolución de estas cuestiones: ¿quién debe gobernar América, ausente el soberano; un puñado de hombres congregados en Cádiz que se ha arrogado la potestad real o esta nación [mexicana] que es sui generis desde que desapareció el Rey? ¿El pueblo de España es superior al pueblo de América? ¿No tendrá la América la misma facultad que la península para gobernarse por sí sola? Siendo partes integrantes e iguales de la monarquía ¿llevaría a bien España que de aquí se le dictasen leyes, se convocase a Cortes, se llamasen de allá quince o veinte diputados para formar un congreso compuesto de doscientos criollos a fin de establecer la constitución que debiera regir toda la monarquía?». «Respuesta que el Dr. D. Josef María Cos da al autor del Verdadero Ilustrador de México». Semanario Patriótico Americano, 30 de agosto de 1812,7, pg. 70.

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manera. El lapso entre el levantamiento peninsular y la reunión de las Cortes fue fundamental en ese sentido, ya que en América no tardaron en proliferar los argumentos para negar el reconocimiento a la autoridad gaditana. El vacío de poder y las noticias contradictorias llegadas de la península desataron los conflictos latentes en cada lugar y movilizaron a los distintos grupos de intereses. Allí donde se erigieron, las juntas declararon preservar los derechos dinásticos de Fernando VII, en cuyo nombre gobernaban, pero en México, Buenos Aires, Caracas, Quito y otras ciudades principales se dieron golpes de mano que, independientemente de su resultado, quebraron la continuidad con el orden legal vigente27. En cualquier caso, hablar de la independencia de la América española no deja de ser una cómoda abstracción. Aunque las circunstancias históricas que la propiciaron son claramente reconocibles, la confluencia de actores y fuerzas sociales es demasiado compleja para permitir simplificaciones extremas. El alzamiento fue más el fruto coyuntural de un ambiente generalizado que de una unidad de fines y concordancia de medios. A finales del siglo XVIII se habían dado ya disturbios en tierras americanas, como la rebelión de los comuneros del Socorro en Nueva Granada o las de Tupac Amara y Tupac Catari en el Perú. Estas insurrecciones no pueden inscribirse todavía en el ciclo de la independencia, ya que la primera fue más bien un motín antifiscal animado por la economía moral de la multitud, por emplear el término acuñado por Edward Palmer Thompson; y la segunda, una jacquerie incaica de connotaciones mesiánicas. Aun así existía un inquietante mar de fondo. Los ejemplos revolucionarios de los Estados Unidos y de Francia eran demasiado evidentes. El peligro potencial no sólo venía de los criollos con ideas avanzadas: en Haití, Toussaint de Louverture constituía un mal ejemplo para esclavos y libertos28. Las autoridades virreinales permanecían vigilantes. Sus informes a la Corona estaban plagados de noticias sobre la confiscación de pasquines revolucionarios y rumores de conspiraciones. En el puerto de La Guaira (Venezuela) se desmanteló en 1797 con castigos ejemplares un proyecto de insurrección a manos de españoles y criollos revolucionarios. Francisco de 27

Para una perspectiva local y detallada de los acontecimientos, cfr. J.O. Rodríguez, La independencia de la América española. México, Fondo de Cultura Económica, 1996, pg. 70 y ss. 28 Las advertencias del Capitán General de Caracas en ese sentido eran explícitas: «Ya no puede disimularse el peligro que representa a todos los dominios de las potencias europeas en América el ejemplo pernicioso de una usurpación insolente. Si durasen los triunfos de ese engreído negro, todas las colonias del Nuevo Mundo ofrecerán a la osadía de las gentes de todos los colores un ejemplo tan funesto como irremediable a las respectivas metrópolis. Las posesiones americanas se hallan a las puertas del trastorno más abominable en su comercio, agricultura y substistencia política». Carta de Manuel de Guevara Vasconcelos al Ministro de Estado el 29 de enero de 1802. Archivo General de Indias. Estado, 59, N.17/1.

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Miranda, quizá el conspirador más cosmopolita, llevaba años intrigando contra la dominación española por los cenáculos europeos y norteamericanos. Poco había de tomismo, pues, en las ideas inspiradoras de tanta inquietud prerrevolucionaria. Como advertía el Virrey de Santa Fe, los pasquines que se solía incautar en su territorio venían llenos «de las especies que han corrido y corren por Francia», contra cuya falsa filosofía prevenía29. Por otro lado, las expectativas emancipadoras no necesariamente rezumaban simpatías democráticas. Miranda, conocedor de primera mano de las experiencias revolucionarias finiseculares, advertía por escrito a sus colaboradores de la necesidad de prevenirse frente a los principios jacobinos y de la conveniencia de imitar a los norteamericanos30. Sin embargo, como en seguida veremos, en el momento en que estalló la crisis colonial el discurso al que recurrieron las Juntas americanas fue de un registro teórico distinto.

L o s LENGUAJES POLÍTICOS DE LA EMANCIPACIÓN

La independencia consistió, en última instancia, en una serie de movimientos simultáneos y localmente generados con infinidad de cabecillas, una coordinación muy limitada entre sí —salvo en su última fase continental—, diversos períodos de reflujo y una justificación ideológica cambiante. Por lo demás, si tenemos en cuenta la larga duración de las hostilidades, la devastación provocada, la menguada capacidad de la metrópolis para reaccionar y el hecho de que fuera la propia sociedad colonial, sus recursos y clases rectoras, las que soportaron el peso del conflicto, resulta difícil aceptar las ingenuidades nacionalistas y el teleologismo a base de proceres clarividentes con que se ha escrito la historia oficial. La imaginación política de los insurrectos, y no sólo su voluntad, se vio puesta a prueba durante todo el proceso de la emancipación, ya que el demos hispanoamericano estaba todavía —y siguió estando durante algún tiempo— por definir. Algunos autores han insistido en que con anterioridad a la crisis de 1808, y por efecto de las reformas borbónicas, existía una disputa constitucional en la América española sobre la naturaleza de su inserción en la estructura política de la monarquía31. En sus bandos se alinearían los defensores de la autonomía jurisdiccional y fiscal de los reinos ultramarinos en 29 Carta de Pedro de Mendinueta al Príncipe de la Paz. Archivo General de Indias, Estado 52, N.57/28, 19-08-1800. 30 Cartas de Francisco de Miranda a Pedro José Caro (quien denunciaría la conspiración a las autoridades españolas) el 6 de abril de 1798 y a Manuel Gual, antiguo conspirador de La Guaira, el 4 de octubre de 1799. Archivo General de Indias. Estado 61, N.24/8 31 Cfr. A. Annino, op. cit.

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virtud de un principio historicista y los impulsores de la novedosa teoría del absolutismo. No sería difícil encontrar en la península una posición parecida sobre los derechos territoriales históricos entre los sectores austracistas. La historia institucional aragonesa proporcionaba numerosos mitos parlamentarios de origen que fueron aprovechados por la imaginación política del primer liberalismo español para rescatar el principio de representación y conceder un nuevo sentido a la soberanía32. Sin embargo, la América hispana había carecido tradicionalmente de instituciones representativas, salvo las disminuidas posibilidades que ofrecían los cabildos, muy pronto convertidos en reductos de una aristocracia municipal. Por eso, los dispositivos intelectuales que pudiesen facilitar la abstracción necesaria para enfrentarse y, en última instancia, romper con la realidad institucional emanada del absolutismo, hubieron de ser tomados de la imaginación histórica (los memoriales de agravios) y del derecho natural. Al fin y al cabo, el repertorio teórico del iusnaturalismo venía siendo impartido desde tiempos inmemoriales en las universidades del mundo hispánico, aunque a finales del siglo xvm las medrosas autoridades coloniales cobraron conciencia de su potencialidad subversiva, llegando a prohibir su estudio33. Sobre la manera de interpretar el sentido de esas referencias intelectuales se ha vertido ríos de tinta. Los manuales de derecho natural de la época consagraban en general el origen societario de la soberanía, aunque existían múltiples versiones sobre la naturaleza de su respaldo teológico. La estructura elemental del iusnaturalismo primaba normativamente el orden natural de la sociedad y todos aquellos principios que tienden a restituirlo. En este sentido, los tratados de Francisco Suárez fueron especialmente influyentes en las concepciones jurídicas del mundo hispánico. Para Suárez, como para el iusnaturalismo católico en general, la sociedad no se originaba sobre individuos aislados. Si bien el origen último de toda forma de dominación era de naturaleza divina, la potestad civil del monarca nacía de la sociabilidad natural de los hombres. De ahí que el poder necesario para preservar los atributos naturales de la vida comunitaria emanase de la propia sociedad. Sin embargo, con el fin de preservar la autonomía del gobernante, la versión suareziana del contrato social alienaba la soberanía del pueblo mediante un pactum subiectionis que la trasladaba a la persona del monarca. La excepcionalidad creada por la vacatio regis permitió precisamente a las juntas americanas invocar el estado de necesidad natural que imaginariamente hacía revertir la soberanía pacta-

32 P. Cruz, M. Lorente et. al., Los orígenes del constitucionalismo liberal en España e Iberoamérica. Sevilla, Junta de Andalucía, 1993, pg. 46. 33 Tampoco hay que sobrevalorar el prestigio de esas doctrinas. Camilo Torres incluye en su relación de agravios «nuestros estudios de filosofía, reducidos a una jerga metafísica por los autores más oscuros y más despreciables que se conocen». Memorial de agravios. Santa Fé de Bogotá, Ed. Panamericana, 1999, pg. 24.

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da a la parte emanante de la misma. En este sentido, Antonio Annino ha llamado la atención sobre los instrumentos teóricos que el iusnaturalismo holandés, conocido por la elite intelectual americana, aportaba para atribuir a los cuerpos comunitarios el ejercicio autónomo de la soberanía recobrada, algo que su variante católica no permitía. Con todo, las fuentes teóricas del pensamiento de la emancipación revelan en su uso un eclecticismo fruto de las necesidades políticas de cada momento, sin que sea posible atribuirle la congruencia de un cuerpo doctrinal estructurado34. Así, las rebeliones comuneras en la Nueva Granada recurrieron al lenguaje de la economía moral en su impugnación de medidas fiscales impopulares. Por el contrario, la propaganda subversiva pre-independentista manejaba ya los tópicos revolucionarios franceses, mientras que un mesianismo religioso como el de Hidalgo casaba mal con las nuevas ideas políticas. Por su parte, los cabildos insurgentes y los diputados americanos en Cádiz se desenvolvieron indistintamente en el lenguaje jurídico del iusnaturalismo ibérico y en las figuraciones rousseaunianas sobre la representación35. Lo cierto es que, pese a la retórica en que aparecieron normalmente envueltos los giros republicanos durante la primera fase de la independencia, el contrato social que revelan no es propiamente el del ginebrino sino el de un iusnaturalismo más rancio. Como es sabido, para Rousseau el pacto constitutivo de la soberanía era irreversible. El iusnaturalismo católico, por el contrario, preservaba la distinción entre lo natural y lo constituido. La sociedad se presentaba así como un sujeto natural e ilimitado frente al carácter limitado y artificial del Estado. Acogiéndose a esta ficción jurídica resultaba posible salvar la crisis de legitimidad provocada por la ausencia de Fernando VII sin tener que apelar a una refundación revolucionaria de la soberanía. Es preciso recordar que el movimiento en favor de los cabildos abiertos que recorre el primer momento de las revoluciones hispánicas se hizo todavía en nombre del depuesto monarca y de sus legítimos derechos frente al usurpador francés, por mucho que los agravios criollos contra el mal gobierno viniesen de atrás y se acumulasen a la espera de una crisis largamente anunciada. En América y en España la incapacitación del monarca dio pie, pues, a formas interesadamente distintas de interpretar la ficción del disuelto pacto de soberanía. Para los peninsulares su sentido fue el de que sólo el pueblo español en ambos lados del Atlántico podía ejercer el poder soberano frente a la usurpación dinástica extranjera. Para los hispanoamericanos significaba que, en ausencia del rey legítimo, la autoridad regresaba a los distintos pueblos del

34

J. Andrés-Gallego, «La pluralidad de referencias políticas», en F. X.: Guerra (ed.): Revoluciones hispánicas, op. cit.: 127-142. 35 M.L. Rieu-Millan, op. cit., pg.15.

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imperio, ya que el pacto soberano los vinculaba a la Corona, no al cuerpo de la nación española. En última instancia, sus peticiones se resumían en tres puntos: igualdad de representación en Cortes, comercio libre y Juntas36. Todas estas ficciones constitucionales se asentaban sobre una serie de presupuestos. La prueba de fuego para la versión americana consistiría en la disposición fáctica de acatar la autoridad del soberano tras su restitución en el trono; en el caso peninsular estribaba en el respeto por el anunciado principio de igualdad de representación para los dominios americanos. Más allá de la mera proclamación de principios, la igualdad cívica prometida por el liberalismo gaditano sólo podía sostenerse sobre una cartografía jurídico-política que exigía un conocimiento fiable sobre la composición física y la extensión territorial del demos, una tarea formidable si tenemos en cuenta las dimensiones del imperio español de la época y los instrumentos políticos, científicos y administrativos disponibles para llevarla a cabo. El demos liberal hispánico, en el mismo momento de su creación, tuvo pues que enfrentarse a la inevitable pregunta por su identidad y composición interna. A fin de cuentas, ¿quién era el pueblo? La respuesta a esta pregunta llevaría en última instancia a la fragmentación de la monarquía. Desde la instauración de los Borbones en el trono español, las Cortes habían ido perdiendo su antiguo significado histórico como espacio contractual entre el monarca, sus vasallos y las instituciones corporativas. Por ello, en Cádiz se estaba produciendo una innovación que era absolutamente revolucionaria en la práctica pero que se hizo pasar bajo la guisa de un imaginario tradicionalismo político. Agustín de Argüelles, uno de los más preclaros liberales españoles —el divino era su apelativo—, fue el principal defensor del argumento historicista: la continuidad entre el texto gaditano y las leyes e instituciones tradicionales de la monarquía española. El Discurso Preliminar de la Constitución, cuya autoría se le atribuye, insiste así en que nada nuevo hay en ella, si bien reconoce que no hubiera bastado para la ocasión con una mera ordenación textual de leyes ancestrales. La Constitución, por consiguiente, procuró penetrarse «no del tenor de las citadas leyes, sino de su índole y espíritu, ordenando así su proyecto, [que es] nacional y antiguo en sustancia, nuevo solamente en el orden y método de su disposición». Sin embargo, la naturaleza perturbadoramente novedosa de las disposiciones constitucionales fue rápidamente percibida por los sectores más reaccionarios de las Cortes, como el Padre Vélez, quien en su Apología del Trono y del Altar denunció el carácter mimético del texto gaditano con respecto al francés de 1791. Esta hostilidad ideológica cuajaría definitivamente en el Manifiesto de los Persas, el documento mediante el que un grupo de diputados absolutistas denunció en 1814 ante el retornado Femando VII los excesos de las Cortes, antesala de su disolución.

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Semanario Patriótico Americano, n°10. México, 20 de septiembre de 1812, pg. 105.

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L A CARTOGRAFÍA DEL PUEBLO SOBERANO

La historia política de un territorio es, en última instancia, la historia de unas relaciones específicas entre espacio y poder. En este sentido, el espacio de la América hispana hasta el siglo xvm había sido el de las corporaciones y las jerarquías sociales, pero el colapso de la monarquía y la puesta en marcha del proceso constituyente gaditano habrían de subvertir irremediablemente los dispositivos políticos y simbólicos sobre los que se asentaba ese orden. A la hora de organizar la representación política de la nación, los constituyentes de Cádiz descartaron por razones prácticas hacerlo por brazos (es decir, estamentos) dando por caducos y agotados los privilegios de los Grandes de España y demás títulos y prelaturas. Muy pronto, sin embargo, la organización territorial de la flamante nación soberana chocaría con la falta de claridad sobre sus unidades de demarcación política y administrativa. Una petición de los diputados americanos dirigida a la Junta Central marcó el inicio de ese proceso, ya que puso en evidencia las contradicciones que entrañaba el principio corporativo de representación en el tránsito hacia el nuevo régimen. El llamamiento a Cortes de la Junta Central tan sólo mencionaba en América a los Virreinatos y Capitanías Generales, dejando fuera a las Audiencias de Quito, Guadalajara y Charcas. No es casual, pues, que los primeros movimientos autonomistas se produjeran en los territorios andinos a los que no se había otorgado representación. El proceso de elección de los candidatos se hizo recaer en los ayuntamientos de las capitales provinciales. Muy pronto, sin embargo, otras ciudades dotadas de cabildo reclamaron el derecho a participar en el mismo. Por lo demás, el principio de ternas y sorteos empleado en la elección, más que el de la notabilidad local de los aspirantes, revela el fundamento corporativo de la representación buscada. La convocatoria a Cortes no haría sino agudizar estas contradicciones. La premura de tiempo y las dificultades para organizar las elecciones llevó a que inicialmente la representación americana recayese en buena medida sobre diputados suplentes apresuradamente escogidos entre los criollos afincados o de paso por Cádiz. Al margen de la querella sobre la igualdad de representación entre la península y América, la paulatina llegada de diputados propietarios con instrucciones específicas de sus provincias creó una situación en la que coincidían representantes nominados según criterios políticos y demarcaciones jurisdiccionales de muy distinta naturaleza. La anhelada igualdad de representación, prolijamente detallada por el texto constitucional, se vio así rápidamente frustrada. Las dificultades actuariales y de conocimiento físico y administrativo del territorio americano llevaron finalmente a que el cómputo de la representación se realizase en la península por almas, mientras que en las Indias lo

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fuera por ciudades 37 . Esta estrategia simplificaba enormemente el cálculo electoral, pero terminó por quebrar la ficción igualitaria entre ambos continentes. En última instancia, lo que se reclamó de América fueron informadores y peticionarios, no representantes en su sentido político moderno. El mapa político de la América colonial ha sido descrito como un sistema radial que vinculaba a los pueblos y ciudades con sus cabeceras de provincia y a éstas, a su vez, con los órganos centrales de la monarquía en la península ibérica. En este diseño los cabildos municipales constituían el baluarte del poder criollo frente a los funcionarios reales. En el momento de la convocatoria a Cortes, el margen de autonomía concedido a los dominios americanos para gestionar su representación aceleró el proceso de reagrupaciones políticas y territoriales que marcaría el período fundacional de las nuevas repúblicas. La organización de la representación política por provincias, junto con el sistema de diputaciones y la proliferación de municipalidades, contribuyó así a desbaratar el sistema de organización territorial heredado de la colonia. El término provincia, aplicado al contexto americano, poseía un significado impreciso. Rieu-Millan ha advertido que los diputados criollos lo emplearon como sinónimo de partido, mientras que las Cortes le daban un sentido mucho más extenso, si bien la Constitución parece haber asimilado provincia con intendencia. El problema se hizo evidente cuando hubo que decidir el número de miembros de la diputación provincial, cuyo origen provenía de las múltiples juntas territoriales que proliferaron en la península tras la abdicación del monarca. Los representantes criollos vieron en las diputaciones un posible instrumento para la autonomía local. Sin embargo, la Constitución de Cádiz las desactivó políticamente al convertirlas en cuerpos de naturaleza puramente económica bajo el control directo del jefe político de cada provincia. Así pues, tomado en su conjunto, el sistema desembocaba en una verdadera desmembración administrativa y económica de los territorios americanos. Las nuevas pro37

Hay una referencia explícita en el texto constitucional a esa contradicción: «La Comisión bien hubiera deseado hacer más cómodo y proporcionado repartimiento de todo el territorio español en ambos mundos, así para facilitar la administración de justicia, la distribución y cobro de las contribuciones, la comunicación interior de las provincias unas con otras, como para acelerar y simplificar las órdenes y providencias del Gobierno, promover y fomentar la unidad de todos los españoles, cualquiera que sea el reino ó provincia á que puedan pertenecer. Mas esta grande obra exige para su perfección un cúmulo prodigioso de conocimientos científicos, datos, noticias y documentos, que la Comisión ni tenia ni podía facilitar en las circunstancias en que se halla el reino. Así, ha creído debía dejarse para las Cortes sucesivas el desempeño de este tan difícil como importante trabajo». Constitución Política de la Monarquía Española (1812). Discurso Preliminar. Parte III.

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Francisco Colom González vincias creadas eran todas de la misma categoría administrativa y absolutamente independientes entre sí. Por ejemplo, el Virreinato de Nueva España 'estallaba' en seis provincias, todas dependientes directamente de Madrid y sin ninguna relación institucional entre sí38.

Lo más llamativo de todo es que fueron precisamente diputados criollos quienes provocaron este proceso de división atendiendo a los mandatos profundamente localistas de sus lugares de origen. Con ello se aceptó y aceleró el desmembramiento de las grandes unidades administrativas en América, aunque con la excepción de Cuzco y Guadalajara las fronteras nacionales de las nuevas repúblicas y sus respectivas capitales reproducirían fielmente el mapa de las Audiencias coloniales. En los territorios donde la insurrección había triunfado, la dinámica de fragmentación no fue muy distinta, si bien discurrió por otros cauces políticos. Tan pronto como en Santa Fe, Buenos Aires o Caracas se proclamó un junta soberana, las ciudades de su periferia administrativa se negaron a aceptar su supeditación política. Este esquema se repitió por todo el territorio americano. En la práctica pues, y no ya sólo en la teoría constitucional, la soberanía parecía revertir literalmente a los pueblos. El intento de convertir la monarquía hispánica en un Estado nacional dotado de una soberanía constitucional unitaria se saldó finalmente con un proceso centrífugo. La incapacidad de la propia metrópoli para estabilizar su proceso de transición, unido a su anemia económica y militar, llevó a que los criollos leales, y no sólo los insurrectos, optasen en última instancia por emprender una singladura política independiente. Tal y como había augurado José Blanco White desde la tribuna editorial de su autoimpuesto exilio londinense —el periódico El Español— la crisis de legitimidad abierta tras la caída de los gobiernos virreinales no se resolvió simplemente mediante su sustitución por una autoridad republicana y secular 39 . La crisis de la monarquía hispánica señaló el inicio de una larga y devastadora guerra continental. Apenas enfriados los rescoldos, los territorios independientes estallaron en nuevas luchas por el poder, esta vez entre los distintos caudillos militares, facciones políticas y oligarquías locales. Las fuentes de esta inestabilidad fueron sistemáticamente atribuidas por los proceres de la independencia y sus herederos al legado social y político de la colonia, un período al que se identificaba con términos como corrupción, retraso e ignorancia. Por otro lado, dejando de lado las distintas con-

38

M. L. Rieu-Millan, op. cit., pg. 249. J. M" Blanco White: «Ventajas de la resistencia de España para la Europa y América», en El Español, N° 5, mayo de 1812: 3-27; reimpreso en Conversaciones americanas y otros escritos sobre España y sus Indias (editado por Manuel Moreno Alonso). Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1993, pg. 56. 39

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diciones de partida en la península y en América, los desafíos institucionales a que se enfrentaba el mundo hispánico tras su gran crisis fragmentaria fueron los típicos de la construcción de todo orden liberal: secularización del poder político, implantación de un sistema representativo, creación de mercados, desamortización de los bienes eclesiásticos, reordenamiento territorial, homogeneización jurídica y fiscal, escolarización pública, etc. Estos desafíos cobraron un significado específico en cada momento y lugar, pero americanos y españoles tuvieron que lidiar por igual con la tarea de construir Estados nacionales soberanos y ciudadanos libres e iguales a partir, o más bien en contra, de las estructuras tradicionales de un imperio multiétnico, jerárquico y corporativo.

L A POLÍTICA DEL «BIEN COMÚN»

Si bien el propio proceso de cambio político, según hemos visto, contribuyó a la desmembración del tejido institucional de la colonia, algunos de sus rasgos perdurarían en la cultura política de las nuevas repúblicas independientes. Ello ha llevado a algunos estudiosos a especular con la existencia de una matriz cultural de pensamiento y actitud en las sociedades emanadas de la matriz ibero-católica40. Así, por ejemplo, un análisis comparado de veintisiete constituciones hispanoamericanas de entre 1810 y 1815 señaló no sólo la evidente distancia entre los principios contenidos en los textos legales y la realidad política de aquellos países, sino la ausencia de cualquier trazo de la fe liberal en la capacidad de las instituciones para neutralizar el mal41. Por el contrario, ese temprano constitucionalismo hispánico parecía expresar la convicción de que la política no podía consistir en la satisfacción negociada de intereses privados, sino en la búsqueda del bien común de la nación por parte de ciudadanos moralmente motivados. Sin necesidad de abogar por un argumento culturalista, resulta obvio que la teoría política derivada del iusnaturalismo católico respaldó una estructura de poder distinta de la protestante. No en vano Diez del Corral recordó que el problema de la soberanía había sido medular en la filosofía española del siglo xvi. Frente al cesaropapismo universal de la Edad Media, los teólogos españoles reconocieron la realidad de las monarquías surgidas 40

Me refiero a autores como Richard Morse, New World soundings: culture and ideology in the Americas. Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1989, Glen Dealy, The public man: an interpretation ofLatin American and other Catholic countries, Amherst, University of Massachusetts Press, 1977 y Howard J. Wiarda, Politics and social change in Latin America: the distinct tradition, Amherst, University of Massachusetts Press, 1974. 41 G. Dealy: «Prolegomena on the Spanish American Political Tradition», en Hispanic American Historical Review, Vol.48, 1 (February 1968): 37-58.

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González

del Renacimiento y sus inevitables ambiciones de independencia y autodeterminación. En España —a diferencia del absolutismo europeo, construido como superación de las guerras religiosas— la unidad de la fe habría permitido que la soberanía del Estado se construyese sin graves restricciones internas. El poder real habría así tendido a considerarse vinculado por los límites objetivos del derecho natural, no por los condicionamientos derivados de un pacto de soberanía. Las concepciones monistas de la política, tan frecuentes en las sociedades de herencia cultural católica, estribarían en última instancia en admitir el sometimiento del poder político a unos límites normativos externos, desligándolo sin embargo de su propias condiciones internas de constitución. Esta intuición normativa se expresaría meridianamente en la lógica del pronunciamiento, el dispositivo de cambio político por excelencia en el temprano ordenamiento liberal hispano. [El pronunciamiento] consistía en organizar el momento en que una personalidad militar se pronunciara, con un grupo de patriotas, en cualquier punto del país y leyera un manifiesto a favor de la Constitución, gesto suficiente a sus ojos para suscitar, como un reguero de pólvora, el levantamiento de todos los focos liberales preparados para ello. La insurrección nacional se produciría como consecuencia natural de ese pronunciamiento42.

Detrás del frenético ritmo de golpes de Estado que caracterizó la modernidad política iberoamericana podemos adivinar una repetición sistemática de la idea que sirvió para deshacerse de la monarquía española en América: la de que la nación se constituye mediante un acto de voluntad política que permite revertir la soberanía a sus orígenes cada vez que se consideran fallidas las condiciones pactadas. En su seno late un razonamiento moral que no obedece exclusivamente a los cánones del conspirador romántico, sino a una traslación de la lógica iusnaturalista a la inteligencia política liberal. El Estado, para el liberal español extremo —advertía Diez del Corral— no puede consistir en una conjugación de factores concretos e históricos, sino en la realización directa e inmediata de un logos absoluto. Un logos que, precisamente por ser absoluto, no necesita expresiones cumplidas y de apoyos o cauces sociales, y que puede ser proclamado por un tínico individuo. El autor de un pronunciamiento no tenía que esforzarse por convencer, le bastaba con pronunciar su opinión, como una profecía que repercutiría en toda su verdad43.

42

1. Castells: José María Torrijos. Conspirador romántico, en I. Burdiel-M. Pérez Ledesma (coords.): Liberales, agitadores y conspiradores. Madrid, Espasa Calpe, 2000, pg. 81. 43 Luis Diez del Corral, op. cit., pg. 481.

El trono vacío

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Las pugnas entre federales y centralistas en América y el continuo baile de constituciones durante las primeras décadas de la independencia permiten vislumbrar la convicción de que los principios legales materializan la estructura política de la sociedad y regulan su desarrollo, una noción no muy alejada de la vieja intuición iusnaturalista que concebía el orden de la sociedad y del cuerpo político en virtud de preceptos externos a ambos, no de consensos surgidos de la interacción de voluntades particulares. Con ello se ignoraba, sin embargo, una posibilidad alternativa: la de que no existe garantía alguna de pluralismo político si no encuentra respaldo en la estructura real de la sociedad, en la que necesariamente hay que incluir una multiplicidad de intereses. De todo lo visto se desprende una visión del primer liberalismo hispánico que pone de manifiesto lo engañoso de las concepciones puramente formales del mismo y la necesidad de profundizar en sus particulares raíces históricas y culturales. En cualquier caso, la geografía, la historia colonial, las estructuras económicas y las experiencias políticas fueron excesivamente dispares para permitir una uniformidad explicativa sobre la endémica inestabilidad iberoamericana. Ciertamente, la inexistencia de mercados nacionales y el declive económico prolongaron tras la independencia el viejo síndrome de la empleomanía entre las elites sociales, ahora republicanas. Por el contrario, la consolidación de una economía exportadora de materias primas a finales del siglo xix y la afluencia de capitales foráneos, permitieron a los gobiernos hispanoamericanos aumentar los recursos fiscales y militares para sostenerse, reduciendo así el tirón de la ideología y posibilitando el reemplazo de las ambiciones políticas por el éxito económico44. No obstante, las alianzas políticas fraguadas durante las guerras de independencia tendrían repercusiones a más largo plazo. Ante el desmoronamiento del Estado, el caudillismo militar se erigió como la única estructura política vigente, llegando a cobrar en algunos casos un elevado grado de autonomía. En Argentina y Venezuela los caudillos de la primera época republicana actuaron como agentes de los intereses latifundistas. En otras latitudes, sin embargo, esos cuadros militares se reclutaron entre la joven oficialidad criolla que había servido en los ejércitos realistas contra las fuerzas insurgentes. Fueron ellos los que apoyaron en México la proclamación de Iturbide como Emperador y gobernaron posteriormente hasta la Reforma. Lo mismo puede decirse de los presidentes militares de Perú y Bolivia, todos ellos ex-oficiales del ejército realista del general José Manuel de Goyeneche. Con ello se cerraba un ciclo histórico y otro nuevo, todavía incierto e inestable, iniciaba su curso:

44 Cfr. Frank Safford, «The problem of political order in early republican Spanish America», en Journal of Latin American Studies, Vol.24, Quincentenary Supplement, (1992): 83-97.

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Francisco Colom González La república borbónica, como algunos han denominado a este período, carecía de la intangible, pero necesaria, cualidad de la legitimidad. Los viejos hábitos de obediencia civil y deferencia social se habían perdido. Los nuevos lazos de lealtad e intereses tardaban en emerger. El resultado fue un agrio estancamiento, un sistema político de desorden institucionalizado con un trono vacío en el centro. La monarquía había sido destruida, pero la república todavía tenía que encontrar su alma, o mejor dicho, su principio constitutivo45.

45 D. Brading: Government and elite in late colonial México, en M. A. Burkholder, Op. cit., pg. 136.

Criollismo ilustrado y opinión política en el Perú colonial De la constitución del Reino al primer Congreso Constituyente

Margarita Eva Rodríguez García La nación peruana, como el resto de las naciones latinoamericanas, fue el producto de la guerra de la independencia y de un largo proceso político desarrollado a lo largo del siglo xix. No obstante, muchas de las claves que permiten entender la forma en que se desarrollaron los procesos de construcción nacional en América durante ese período pueden rastrearse en las décadas que antecedieron a las independencias. A finales del siglo xvm un grupo de criollos ilustrados comenzó a reclamar desde Lima mayor influencia sobre las decisiones de gobierno que afectaban a su territorio. La prensa de la época refleja los debates entre este grupo y otra parte de la elite criolla, partidaria ante todo del mantenimiento del statu quo. Al hilo de estas discusiones se gestaría una corriente doctrinal que, con la experiencia política que sacudió los territorios americanos entre 1808 y 1812, cuajaría en la demanda de mayores libertades políticas. No obstante, la existencia de diferencias en el seno de la sociedad virreinal nos aleja de una visión unitaria del criollismo limeño. El objeto de este trabajo es analizar algunos de los citados debates, concretamente los que de alguna forma tuvieron como objeto las posibilidades de participación política de los individuos, la definición de la nación, su constitución interna y la reflexión sobre las libertades civiles y políticas. A través de ellos se perfiló el imaginario político con que la capital del antiguo Virreinato del Perú iniciaría la andadura republicana.

I . - CRIOLLISMO LIMEÑO Y CULTURA POLÍTICA EN LOS DEBATES DE LA PRENSA ILUSTRADA: EL MERCURIO

PERUANO.

Reformismo borbónico y civilización del territorio Entre las publicaciones periódicas que aparecen durante las últimas décadas del siglo XVIII, el Mercurio Peruano, un periódico limeño publicado entre 1791 y 1794, es el principal y casi único representante de la opinión ilustrada. Otras publicaciones periódicas, como El Diario Curioso, Erudito, Económico y Comercial de Lima, las Guías de Forasteros o la Gazeta de

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Margarita Eva Rodríguez García

Lima ofrecían sobre todo informaciones de carácter mercantil, informaban de los acontecimientos políticos que sucedían en Europa y daban publicidad a las decisiones del gobierno peninsular; pero resultan menos interesantes para el estudio de la cultura política limeña del momento. Igualmente, de forma paralela a la publicación del Mercurio apareció El Semanario del Padre Olavarrieta. Aunque en este trabajo hemos desestimado su análisis por la breve duración y el escaso valor científico de sus artículos, de carácter esencialmente moralizante, su aparición es significativa en una época de cambio social y turbulencias políticas. Nos centraremos, por el contrario, en el Mercurio Peruano y en el período de su publicación para vislumbrar, a través de las discusiones desarrolladas en el mismo, el lugar y los límites que los ilustrados peruanos concedieron a la política. A lo largo del siglo xvin se sucedieron en Europa las reacciones políticas contra la paulatina acumulación de poder en manos del príncipe. Por decirlo con las palabras de José María Portillo, crecía la respuesta a la voluntad de los monarcas europeos de convertir su status en el único estado políticamente operativo1. España no fue ajena a este proceso. Efectivamente, las reformas llevadas a cabo por los Borbones en América con el doble objeto de retomar el control del territorio y hacer de él la base para la recuperación de la Monarquía Hispánica, supusieron la adopción de unas prácticas políticas diferentes a las que habían venido caracterizando la actuación de los Habsburgo. Simplificando los procesos políticos que se desarrollaron en la capital del Virreinato peruano a lo largo del siglo xvm, dichas innovaciones obtuvieron un doble tipo de respuesta: mientras que una parte de la elite criolla limeña reaccionó frente al nuevo intervencionismo real mediante la reivindicación del orden político-jurídico tradicional de la colonia, otra parte, la de los considerados modernos, optó por colaborar con el reformismo borbónico, convencida de los beneficios que éste podía procurar a su grupo y, de forma más general, al adelanto y progreso del Perú. La posición adoptada por este último grupo se refleja en el lenguaje político utilizado por los redactores del Mercurio Peruano. El cambio más importante fue el abandono de las reflexiones sobre el origen y forma de constitución de los gobiernos, que hasta la segunda mitad del siglo xvm había acompañado los proyectos de reforma del territorio, para centrarse en el análisis de los progresos de la sociedad civil en el Perú. El Mercurio Peruano, como el resto de la prensa ilustrada americana, ayudó a conocer y limitar el espacio colonial mediante la transmisión de noticias locales o la elaboración de disertaciones geográficas y ensayos históricos. Pero además, los redactores del periódico procuraron que sus artícu-

1 Portillo, J. M., «Política», Vincenzo Ferrone y Daniel Roche (Eds.), Diccionario histórico de la Ilustración, Alianza Editorial, Madrid, 1998, pg. 112.

Criollismo ilustrado y opinión política en el Perú colonial

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los sirvieran a la aplicación de un programa reformista imbuido de los principios ilustrados que acompañaron el desarrollo de las luces en la península, aunque reformulados y puestos al servicio de las necesidades del Virreinato y de los patricios criollos. El esfuerzo del Mercurio por incluir al Perú en el mismo proceso socio-cultural que se desarrollaba en Europa y el apoyo prestado desde sus páginas al reformismo, muestran el desarrollo de la cultura política limeña y nos permiten extender al Virreinato peruano las consideraciones de José María Portillo sobre la Ilustración hispana peninsular. En opinión de este autor, las luces españolas, antes que por los derechos naturales del hombre o por la existencia de un contrato constituyente civil y político, se interesaron por la civilización y progreso de las sociedades modernas2. Consideremos ahora cuál es la traducción política de este aserto. El proyecto de Ilustración impulsado por los criollos peruanos requería, como en la península, un nuevo tipo de hombre dotado de una virtud cívica que le hiciera preferir los intereses generales a los particulares3. José María Portillo y otros autores han denominado a ese sujeto el ciudadano católico4. La labor de este patriota en favor de la felicidad pública se traducía en rasgos como el rechazo de los saberes abstractos y las preocupaciones de escuela a favor del cultivo de las ciencias útiles, el fomento de instituciones benéficas, el descubrimiento y explotación de las riquezas del territorio, el avance de la industria, la agricultura o el comercio, la promoción del buen gusto y, sobre todo, la presentación a sus compatriotas del funesto retrato de los males y miseria de la patria para lograr su recuperación5. También el clero debía participar de esta nueva moral civil. Lejos de seguir constituyendo un estado dentro de la Monarquía, debía adoptar las mismas virtudes cívicas que se predican al resto de los subditos. No en vano, el Mercurio incluyó varios sermones del obispo de Quito y director de su Sociedad Patriótica en los que invitaba a sus feligreses a acatar la ley suprema de la caridad cristiana y civil, consistente en promover y fomentar el bien público. No se trata de una imposición desde el poder civil a la Iglesia, obligándola a participar del proyecto ilustrado, sino de la reformulación de su alianza con cierta ventaja, sobre todo a nivel práctico, para el primero. Lo importante es que la simbiosis entre religión y política que se derivaba de esta nueva alianza condicionó el desarrollo de la segunda, dejándose sentir las consecuencias más allá de la independencia:

2

Portillo, J. M., Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, ¡780-1812, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2000, pg. 31. 3 Progresos del papel periódico que se publique en Santa Fe de Bogotá, Mercurio Peruano, T.III, .87, 3 de noviembre de 1791, pg. 166 . 4 Seguimos aquí el planteamiento de José María Portillo en Revolución de nación...: 33-57. 5 ibid.

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En primer lugar, la inserción del Mercurio en un contexto de Ilustración católica no solo implicaba la apelación a la importancia de los Concilios o la recuperación de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, aspectos todos abordados en el Mercurio6, sino también la delimitación del campo en el que debían moverse las reflexiones filosóficas de los ilustrados. Como se indica en la referencia de un nuevo periódico anunciado en el Mercurio, el discurso y la elocuencia del ilustrado no debía buscar el gobierno de los individuos, sino la influencia sobre «la parte moral: la observancia de las leyes, la rectitud de las costumbres y, con la justicia, lazo el mas estrecho de los hombres, las virtudes todas: su discurso pues, y sus escritos, serán el medio que emplee en formar hombres de bien, fieles vasallos y buenos ciudadanos»1. La actuación civil se valoraba por tanto en términos morales antes que políticos. En segundo lugar, en el terreno filosófico, del que indefectiblemente partía todo planteamiento político, los artículos aparecidos en el Mercurio no contemplaban el origen de la sociedad civil como fruto de un pacto, sino como el estado primigenio de la humanidad, más tarde arruinado por las faltas de los hombres. En la medida en que esta consideración partía de la escasa participación del pueblo en la constitución de los sistemas de gobierno, también le restaba capacidad de actuación política en ellos. El planteamiento de los ilustrados peruanos seguía aquí también una dirección muy parecida a la que había tomado la Ilustración católica peninsular tras de la Revolución francesa, sirviéndose, en palabras de José María Portillo, de un modelo social que no requería el presupuesto de una idea contractualista ni unos derechos poseídos por el hombre estrictamente natural. Prescindiendo del espinoso asunto de los orígenes naturales y contractualistas de las sociedades, interesaba sobre todo la forma en que éstas podían perfeccionarse mediante la instrucción, la comunicación y el desarrollo cultural8. Finalmente, en el contexto de la Monarquía católica las barreras religiosas implicaban también que determinados aspectos del vínculo entre los ciudadanos y el soberano resultan indiscutibles por su carácter sagrado,

6 «Noticia histórica de los concilios provinciales de Lima», Mercurio Peruano, 6 de febrero de 1791, T.1,11: 100-105. 7 «Discurso inaugural pronunciado el 21 de abril de 1783, por un Socio de la Asamblea literaria que comenzaron a formalizar algunos jóvenes estudiosos baxo el nombre de Academia de la Juventud Limana», Mercurio Peruano, 26 de julio de 1792, T.V, 163, pg. 205. 8 Portillo, J. M., op.cit.: 78 y 79. En el Perú, como en el resto de los territorios hispánicos, la Corona había condenado e intentado suprimir de la Universidad aquellas doctrinas teológicas que contemplaban un origen pactado de los gobiernos, aportando así argumentos para defender la existencia de límites al ejercicio del poder político, y aquellas otras que, como el probabilismo, sostenían que entre varias opiniones probables podía optarse por aquellas que presentasen fundamentos sólidos, a pesar de que las demás pudieran parecer también probables, desembocando así en una posición peligrosa con respecto a la obediencia de la ley.

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colonial

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tal y como se afirmaba en una carta redactada por el obispo de Tolón en el contexto post-revolucionario francés y que fue publicada por el Mercurio: Si Dios destinó al hombre para vivir en sociedad, debió imponerle la ley de estar sumiso a qualquiera autoridad que tuviese fuerza para reprimir las pasiones particulares, y velar de este modo por la felicidad de todos... No se puede desconocer esta autoridad sin conmover toda la sociedad, sin dar por el pie a todos sus fundamentos, y el rebelarse contra ella es levantarse contra el mismo Dios que la estableció 9.

Orden social y constitución del cuerpo político A pesar de la aparente armonía del periódico con el ideario político que oficialmente se impulsaba desde la península, el Mercurio refleja también la existencia de un debate interno sobre el lugar que debía ocupar la política en las reflexiones del sujeto ilustrado donde se adivinan posiciones cercanas a las doctrinas liberales. En un artículo publicado en la última etapa del periódico, Francisco de Paula de la Mata Linares proponía crear «un solo e indistinto cuerpo de nación», acabando con la separación «entre los Indios y las demás clases de habitantes»10. En opinión del autor, la separación de intereses que se derivaba de esa división interna estaba impidiendo que las reformas emprendidas en el Virreinato, como los decretos de libre comercio o la abolición de los repartimientos, arrojaran el resultado esperado. Conviene tomar en cuanta el uso que dio el Mercurio al término nación. El término casi siempre fue utilizado con connotaciones culturales y muy frecuentemente para diferenciar a la población peruana por su origen étnico: por ejemplo, la nación índica frente a la nación de los españoles. En este sentido, se afirmaba que los mestizos provenían de dos naciones limpias11 o que la población negra se dividía en naciones como los Terranovos, Lucumés, Mandingas, Cambundas, Carabalíes, Cangaes o Huarochiríes12. La nación únicamente aparece como sinónimo de comunidad política cuando se refiere a territorios y habitantes regidos por un mismo gobierno, como Francia, Inglaterra, España o el antiguo Tawantinsuyu. También en este se-

9

«Versión de una carta pastoral del señor obispo de Tolón, con una Nota precedente a su publicación», Mercurio Peruano, 26 de enero de 1794, T.X, 320, pg. 63. 10 «Carta remitida a la Sociedad...», Mercurio Peruano, 20 de abril de 1794, T.X, 344, pg.257. " Mercurio Peruano, Tomo VIH, 248, pg.46. 12 «Idea de las congregaciones públicas de los negros bozales». Mercurio Peruano, T.II, 48, pg.115.

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gundo caso nos encontramos bastante alejados de las ideas políticas modernas que atribuyen soberanía a la nación, entendida como un cuerpo distinto del príncipe y convertida, además, en fuente de toda autoridad. Sin embargo, en el artículo de Mata Linares la nación, aun librada de sus connotaciones políticas y con un significado predominantemente etnocultural, generaba discusión porque atañía a la constitución interna del Virreinato. Para que las reformas obtuvieran los resultados esperados, Mata Linares se mostraba partidario de abolir el régimen de privilegios particular que cada grupo o nación, según su estatus, disfrutaba en el Virreinato. Su proyecto afectaba, por tanto, a la constitución interna del mismo, lo que representaba una excepción dentro de un periódico preocupado sobre todo por el mantenimiento del orden social: El tributo que pagan los Indios, y no las demás clases, la exención de otros derechos que ellos gozan privativamente así en comercios como en pleitos, y las muchas diferencias de su gobierno privativo, son otras tantas líneas de división que forman dos repúblicas en cierto modo distintas en un mismo Estado: lo cual en Política viene a ser un desorden y a la Sociedad atrae no pocos inconveniente™.

Resulta ilustrativo constatar la existencia de reflexiones similares al otro lado del Atlántico. Pablo Fernández Albaladejo, en un estudio sobre el uso del término nación en la península a lo largo del siglo xvm, recoge el desarrollo de ideas muy parecidas en sus décadas centrales14. Teodoro Ventura de Argumosa, Mora y Jaraba, Andrés Marcos Burriel o Miguel Antonio de la Gándara abogaron también por la unidad del cuerpo social, responsabilizando del infeliz estado de la nación a la poca unión de los naturales en el momento de concurrir a un mismo fin. El objetivo de estos ilustrados consistía en la reforma del Estado, el adelanto de la agricultura, del comercio y de la producción manufacturera, un programa que no difería en nada del perseguido por Mata Linares en el Perú. También los ilustrados peninsulares proponían para lograrlo la recomposición del cuerpo de nación, eliminando el predominio del interés privado de cada individuo15, pero la redacción del Mercurio, en las notas que acompañaban al artículo de Mata Linares, rechazaban su propuesta por las diferencias que, en su opinión, separaban a los indios de los españoles16. Su

13

Carta remitida: 259-269 Fernandez Albaladejo, P., «Dinastía y comunidad política: el momento de la patria», Los borbones. Dinastía y memoria de Nación en la España del siglo xvm, Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 2001: 485-532. 15 ibid.: 515-519. 16 «Carta remitida a la Sociedad...», Mercurio Peruano, 20 de abril de 1794, T.X, 344, pg. 262, nota núm.6. 14

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oposición se basaba en la funcionalidad atribuida a las leyes que se aplicaban a cada grupo de acuerdo con las diferencias naturales y que, en el caso del indio, buscaban su protección. La política puede y debe ayudar a la naturaleza, pero no contrariarla en sus designios. Si ella hizo al Indio de corta capacidad y fuerzas, si el gobierno de los Incas en que se mantuvieron por 500 años no les inspiro ambición ni deseo de propiedad, ¿como podrán hacer una república con el Español de genio, fuerzas, ideas y especulaciones superiores, sin que se subvierta el orden de la equidad y vengamos a caer en los mismos desordenes de los tiempos inmediatos a la Conquista, que tiraron a remediar y aun no lo han podido del todo conseguir las Leyes?17 En nuestra opinión, la oposición de los redactores del Mercurio a las propuestas de Mata Linares está estrechamente relacionada con la voluntad de una parte de la elite criolla de mantener su posición privilegiada. En esa necesidad de mantener su posición de poder contribuyeron a la sacralización de un orden político que, a nivel jurídico, implicaba el mantenimiento de los estatus política, económica y culturalmente diferenciados del sistema colonial. En un artículo aparecido en la primera etapa del Mercurio se había condenado ya todo proyecto de reforma que, más allá del ámbito de la economía o de la moral, en los que habitualmente terciaba el periódico, pretendiera alterar el orden político y social. Junto a la reiteración del origen divino del citado orden se insistía en la armonía que guardaba con el mismo el sistema político de la Monarquía Católica. Se coincidía así con los planteamientos en la península que, tras la ejecución del rey de Francia, subrayaron la confluencia entre catolicismo y Monarquía 18 . En este caso, una parte del criollismo asimilaba la perfección del orden monárquico a la constitución interna de las sociedad, tal y como la había establecido el Creador: Las luces puras de la razón despreocupada, y mucho más las de la Religión santa que profesamos, nos enseñan que el brazo criador que saco de la nada a todos los seres los colocó en el orden mas justo y proporcionado a las diferentes funciones a que los destinaba. En el Empíreo los espíritus celestes forman diversas jerarquías, superiores las unas a las otras, conforme a sus mas o menos sublimes destinos; en el Firmamento, una estrella difiere en claridad y brillo de otra, á proporción del empleo a que se dedico su virtud; en la Iglesia no todos son Apóstoles, todos Profetas, todos Evangelistas; 17 18

ibid., pg. 260, nota núm. 3. Revolución de nación...: 83-121.

Portillo Valdés, J. M.,

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Margarita en el mundo unos son Monarcas, plebeyos, aquellos ricos, estos Providencia ha establecido sobre ciones de los hombres, ni igualar del estado19.

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otros vasallos, unos nobles, otros pobres. Tal es el orden que la la tierra, sin confundir las condilas clases que forman la jerarquía

En la misma línea, algunos colaboradores del Mercurio expresaron su temor a la penetración de ideas igualitaristas capaces de alterar el orden social del Virreinato. En concreto, cabe destacar dos artículos: Carta escrita a la sociedad sobre el abuso de que los hijos tuteen a sus padres20 y Amas de leche. Segunda carta de Filomates sobre la educación21. Aunque aparentemente sólo trataban del orden doméstico, las ideas que se exponían en ellos atañían al ordenamiento general de la sociedad22. Los conservadores ilustrados veían en sus hogares la representación del orden que deseaban para el conjunto de la sociedad y, en las mujeres, las mejores transmisoras de los valores que debían imperar en el citado orden. En ambos textos un padre, supuestamente llamado Filomates, describía las consecuencias que en su hogar había tenido la influencia de la suegra, significativamente llamada Democracia. Las consecuencias habían sido la pérdida de las antiguas costumbres y la adopción de la fórmula del tuteo en el hogar de Filomates, que alteraba las relaciones de subordinación que los miembros de la casa debían al padre de familia. En el segundo artículo citado se criticaba la posición de privilegio alcanzada por los criados negros en la casa y el trato igualitario que emergía entre criadas y señoras23. Aquí también eran las mujeres, y en especial la suegra Democracia, las responsables últimas del mundo al revés en que se había transformado el hogar de Filomates. El texto reflejaba el temor de los criollos peruanos, y especialmente de los limeños, ante una posible insubordinación de las castas con quienes convivían y a las que mantenían en una posición inferior. Por otra parte, si las nuevas ideas y costumbres provocaban la pérdida de autoridad del pater familias y éste, según el pensa-

19 «Disertación histórica-ética sobre el Real Hospicio general de Pobres de esta ciudad, y la necesidad de sus socorros», Mercurio Peruano, 23 de febrero de 1792, T.IV,119: 124-125. 20 «Carta escrita a la Sociedad sobre el abuso de que los hijos tuteen a los hijos», Mercurio Peruano, 16 de enero de 1791, T.1,5: 36-38. 21 «Amas de leche. Segunda carta de Filomates sobre la educación», Mercurio Peruano, 27 de enero de 1791, T.I, 8: 59-62. 22 Sobre los aspectos políticos de estos artículos de «orden doméstico», Mó Romero, E. y Rodríguez García, M. E: «Mujeres y patriotas en el Perú de finales del siglo xvm», Género y ciudadanía. Revisiones desde el ámbito privado, Ortega, M, Sánchez, C. y Valiente, C. (eds.), Instituto de Estudios Universitarios de la Universidad Autónoma de Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, 1999. 23 «Amas de leche...», pg. 60.

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miento político de la época, representaba en la casa lo que el Monarca en el reino, estos artículos suponían un aviso de los peligros que conllevaban las ideas de igualdad tanto en el orden público como en el privado. Más allá de los límites impuestos en los territorios hispánicos a la reflexión sobre las relaciones entre el príncipe y sus subditos o, en palabras de José María Portillo, a la posibilidad de que la política pudiera ser pensada de forma autónoma, sin más limite que la razón, el criollismo peruano representado en el Mercurio rechazó aquellas ideas que implicaban un cambio en la organización interna de la sociedad. En términos generales manifestaron más interés por el orden que por la representación política. Pero el artículo de Mata Linares, y quizás también la voluntad de la redacción del Mercurio de insertarlo en el periódico, revelaba que la búsqueda de la felicidad o la atención al bien público, primera de las obligaciones cívicas del patriota católico, podía derivar peligrosamente hacia una reflexión sobre el sistema de gobierno. De hecho, las afirmaciones de Mata Linares en su artículo limeño se asemejan a las críticas del periódico peninsular El Censor (1781-1787) sobre el hecho de que en España el orden social estuviera determinado por la configuración histórica de estatus diversos, y no en función de una virtud social actualmente probada24. Mata Linares se mostraba partidario de la abolición del status inferior ocupado por la población indígena o, lo que es lo mismo, de los privilegios de los españoles, y encontraba en ellos una de las causas de que las reformas no estuvieran dando los resultados esperados. Tanto los artículos del Censor como las advertencias de Mata Linares discutían, a fin de cuentas, la propia constitución interna de la Monarquía, y si bien esa discusión no conducía necesariamente hacia la independencia, si podía desembocar en demandas de reforma en las relaciones políticas del príncipe con sus súbditos. De hecho, la resistencia de los españoles a realizar trabajos manuales y la necesidad de profundizar en la liberalización del comercio eran, como el propio autor señalaba, materias que atañían al gobierno de la nación y, por ello, extrañas entre las reflexiones de los redactores del periódico25. Como en la península, se perfilaba un sector partidario de hacer sentir su influencia en el desarrollo del gobierno local, sobre todo en lo económico, aunque por el momento dicha intervención se conformara con la voz, más moral que política, que les ofrecía la tribuna de la prensa.

24

Portillo Valdés, J. M., Revolución de nación...: 33-57. «Carta escrita a la Sociedad, que publica con algunas notas», Mercurio Peruano, T.X, 344, pg. 257. 25

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Margarita Eva Rodríguez García

I I . - L A EXPERIENCIA DE LAS CORTES DE CÁDIZ Y LA POSICIÓN DEL CRIOLLISMO LIMEÑO ANTE LA INDEPENDENCIA

La oportunidad de traducir políticamente las nuevas demandas de participación se produjo a partir de 1810, tras la convocatoria en Cádiz de las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación Española, que llevarían a cabo la primera constitución liberal de la monarquía. Como ha mostrado Víctor Peralta en su trabajo sobre el gobierno del Virrey Abascal en el Perú26, así como el decreto de libertad de imprenta, emanado de las Cortes de Cádiz y trasladado a América, facilitó el desarrollo de la prensa periódica, y con ella la discusión política, las elecciones a los primeros ayuntamientos constitucionales permitieron la llegada al poder local de un grupo de criollos partidarios de un reformismo liberal de corte gaditano. En 1794 salió a la luz el último tomo del Mercurio Peruano. La falta de apoyo financiero y el desinterés de las autoridades coloniales por seguir estimulando el desarrollo de la opinión pública, a la luz de los acontecimientos de Francia, terminó por provocar la desaparición del periódico. Paralelamente se incrementó el control político sobre las instituciones universitarias y se vigiló con mayor celo la entrada de libros extranjeros. Sin embargo, en 1804 un nuevo periódico, La Minerva peruana, salía a la luz con el apoyo de las autoridades, interesadas ahora en publicar determinadas noticias de carácter internacional, lograr la difusión de opiniones favorables a la Monarquía Hispana y conseguir apoyos económicos para afrontar el nuevo conflicto bélico con Inglaterra. Este interés oficial por crear opinión logró estimular la génesis de una esfera política pública, incluso si ésta pretendía ser domesticada por las autoridades coloniales27. Pero será a partir de 1811 cuando, al amparo de la libertad de imprenta, se generase un debate político mucho más abierto28. Aparecieron entonces dos nuevos periódicos: El peruano en 1811 y, tras forzar las autoridades su desaparición, de nuevo en 1812, y El satelite del Peruano. Ambos jugaron la importante labor de dar a conocer los debates de las Cortes de Cádiz, especialmente aquellos que afectaban más a los americanos, como las discusiones sobre la igualdad con los peninsulares, la libertad de imprenta o de comercio. Más significativa aún para el estudio de las nuevas representaciones que emergieron en estos años es la capacidad política que los criollos otorgaron a esta prensa doctrinal. Al hilo del debate desarrollado en las páginas del Peruano en tomo a la libertad de imprenta y su función política puede consta26

Peralta, V., En defensa de la autoridad. Política y cultura bajo el gobierno del Virrey Abascal. Perú 1806-1816, Colección Biblioteca de Historia de América, Instituto de Historia, CSIC, Madrid, 2002. 27 Peralta, V., ibid., pg. 40. 28 ibid., pg. 50

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tarse una vez más la voluntad de la elite ilustrada limeña de lograr una mayor participación en los asuntos locales de gobierno y el eclecticismo teórico de su liberalismo, vinculado a un pensamiento político de raigambre tomista. Si atendemos a los comentarios realizados por el propio director del Peruano, la libertad de imprenta debía permitir la labor que los redactores del Mercurio habían atribuido al ciudadano católico: contribuir mediante sus informaciones a la felicidad de la patria. Sin embargo, frente a la sacralización de la autoridad monárquica que había acompañado al reformismo borbónico de las últimas décadas del siglo xvm, resultaba ahora necesario distinguir entre el bienestar del reino y las necesidades patrimonialistas de la Corona. Esto, en el contexto de las reformas de Cádiz, significaba separar o diferenciar la autoridad de los gobernantes de la autoridad soberana representada en las Cortes. Todo puede alabarse o vituperarse en términos correspondientes, a no ser que un Consulado, un Cabildo, una oficina de Rentas, un tribunal, o un gobernador de América se consideren, o quieran considerarlos, autoridades o seres más respetables que la Soberanía nacional representada en el augusto Congreso de las Cortes. Perezca y confúndase para siempre la opinión de quien tal se atreva a creer o decir, y llamémosle un monstruo devorador del orden jerárquico perteneciente a veinte millones de hombres libres29.

Toda discusión política necesita un acontecimiento que la desencadene. En este caso, las continuas presiones del Virrey Abascal, empeñado en lograr la colaboración económica del Consulado y de otras instituciones criollas a la causa monárquica, provocaron las críticas de los criollos al despotismo de unos gobernantes desconocedores de las necesidades del reino. En el origen de esta discusión se encontraba la pérdida de rentas que la abolición del tributo indígena por las Cortes de Cádiz había supuesto a la Hacienda Real. Esta medida había provocado escaso entusiasmo en un sector de la elite criolla, apoyado por Abascal, que se beneficiaba directamente de su vigencia. Por el contrario, recibió el apoyo del sector más liberal, coincidente en gran medida con quienes ahora defendían la libertad de imprenta30. Este grupo de liberales hizo de la prensa un instrumento político. Al denunciar la incapacidad de las instituciones criollas para seguir atendiendo las necesidades hacendísticas de la Monarquía demostraron que la prensa cumplía una función política: neutralizar la acumulación indeseable de poder en manos de las autoridades:

29 30

ibid., pg. 235.

Nuria Sala i Vila ha sugerido que el tributo indígena, una de las grandes cuestiones que se dirimieron en las Cortes de Cádiz, pudo haber dividido a los criollos en torno a la propia aceptación del proyecto libera), puesto que bien si las autoridades, atendiendo a las nuevas

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Margarita Eva Rodríguez García Godoy, Godoy, y otros Godoys existentes en la monarquía sin usar del apellido, no lo habrían sido ni podrán serlo en adelante, teniendo un contrario tan temible como la libertad de imprenta31.

No obstante, la aparente modernidad de esta función política fue matizada por las vacilaciones criollas a la hora de definir el tipo de libertad que reclamada. Frente a quienes veían en la libertad de imprenta un instrumento político para el que los subditos americanos no estaban todavía preparados, Gaspar Rico, uno de los editores del Peruano, consideraba que se trataba de una libertad reglada por exaltar sus derechos en la naturaleza. Víctor Peralta, a tenor de las palabras de Rico, sostiene que la idea de libertad manejada por el editor hunde sus raíces en una cultura libertaria más propia del pasado hispánico que en las nuevas doctrinas revolucionarias 32 . De ser así, Rico estaría manejando un repertorio conceptual muy familiar a los ilustrados españoles: el del iusnaturalismo tomista. Las leyes, además de ser producto de la voluntad del conjunto de los individuos representados en las Cortes, debían adecuarse también a un código moral sobre el que la voluntad general no podía ejercer forma alguna de soberanía. Este código moral, y no el derecho civil, imponía límites «naturales» a la propia libertad de imprenta. Nuevamente, como había sucedido con el Mercurio Peruano, aspectos religiosos muy comprometidos con el cuerpo político señalaban los márgenes en que podía desenvolverse la política 33 . La discusión más libre en la prensa facilitó el aprendizaje criollo de la política liberal, pero reveló también las diferencias existentes en el seno de la sociedad virreinal. Esas diferencias obligan a matizar las tesis historiográficas que reducen el ambiente político limeño durante la segunda déca-

directrices de la metrópoli, debían abolirlo, las acuciantes necesidades fiscales de la Colonia determinaron una alianza para reimplantarlo entre las autoridades y los sectores criollos directamente afectados. En esta coyuntura, afirma la autora, se entretejió el pacto entre los indígenas y los sectores criollos que defendían las libertades consagradas en la Constitución de Cádiz que se proyectaría en las rebeliones de Huanuco de 1812 y del Cusco y el sur andino en 1814. Sala i Vila, N., Y se armó el Tole Tole. Tributo indígena y movimientos sociales en el Virreinato del Perú, 1790-1814, IER José María Arguedas, Huamanga, Ayacucho, 1996: 163-190 . 31 «Carta remitida»..., pg. 224. 32 Peralta, Víctor, En defensa de la autoridad..., pg. 54. 33 A diferencia de lo sostenido por José María Portillo en su análisis del período constituyente en la Península, Antonio Rivera discute la idea de que fuera esa libertad católica la que triunfó en Cádiz. Considera, por el contrario, que en el primer constitucionalismo hispano se impuso una idea de libertad civil limitada por las leyes, y no necesariamente por la libertad natural. Cfr. Nota crítica de Antonio Rivera a la obra de José María Portillo, Revolución de nación, en Araucaria, 6. Sin embaído, las afirmaciones de Rico parecen indicar que, en el Perú, este emergente liberalismo seguía manteniendo estrechos vínculos con las concepciones políticas propias de la Ilustración católica.

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da del siglo xix a la oposición de los criollos, constituidos en bloque homogéneo, a cualquier conato de independencia. En este sentido, el trabajo de Víctor Peralta muestra cómo hasta 1811 el entendimiento entre el Cabildo perpetuo y Abascal, basado en la mutua necesidad de conservar los respectivos fueros políticos, se tradujo en decididas declaraciones de fidelidad hacia la Regencia y la Monarquía, pero revela también cómo a partir de ese año, en el contexto de las primeras elecciones a ayuntamientos constitucionales, accedió al poder local un grupo de tendencia liberal leal a las Cortes, pero crítico con las actuaciones del Virrey. Si el control de la prensa por este grupo le permitió ganar las elecciones en dos ocasiones, las permanentes intervenciones del Virrey en las de 1814 terminaron por desplazarlo del control del Cabildo. La supresión del Peruano Liberal, órgano ideológico de este grupo, parece haber sido determinante a la hora de evitar su triunfo. Sin embargo, la actuación del Virrey Abascal durante las elecciones, las cortapisas puestas a la libertad de imprenta y más tarde su papel como ejecutor de la política de retorno al absolutismo, parece haber sido fundamental para consolidar un segmento social que, si bien no se mostró partidario de la independencia, sí criticó el régimen colonial imperante hasta el momento, tal y como refleja la prensa de la época. A nuestro modo de ver, el carácter de la Constitución de 1823 está estrechamente relacionado con la emergencia de esta corriente política.

I I I . - HACIA EL CONGRESO CONSTITUYENTE

Un gobierno para el Perú: el debate entre monárquicos y republicanos A partir de 1817, las presiones fiscales y militares sobre el Perú aumentaron el número de los partidarios de la independencia. El abandono de Lima por el Virrey La Serna y sus tropas produjo la huida de los realistas al fuerte del Callao, acompañados de quienes, a tenor de las observaciones de algunos viajeros, temían que pudiera producirse en la ciudad una sublevación de esclavos o de indígenas similar a la que en 1804 había precedido la independencia en Haití 34 . Fuera o no acertada la decisión del Virrey de instalarse en el Cuzco, desde donde gobernaría durante tres años, el 15 de julio de 1821, con el apoyo de una gran parte de la sociedad limeña, San Martín entró en Lima para proclamar el día 28 de ese mismo mes la independencia del Perú. Se daba así inicio a la etapa de gobierno que se cono-

34

Basil Hall, «El Perú en 1821», Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo XXVII, Vol.l: 225-227, Comisión Nacional del Sesquicentenario del Perú, Lima, 1971.

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ce como el Protectorado35. Ese mismo año la Sociedad Patriótica, creada por San Martín para lograr apoyos a su proyecto de una monarquía constitucional, iniciaba una serie de discusiones sobre el tipo de gobierno que mejor convenía a las características del Perú. De ese debate nos interesan los términos que muestran cambios y continuidades en la cultura política criolla limeña. Su contenido debía publicarse en la prensa oficial para generar así opinión de cara a la celebración del Congreso constituyente. La relevancia de ese debate queda reflejada en la petición de que se nombraran defensores e impugnadores del proyecto, llegando a cuestionarse la oportunidad de la propia discusión y la legitimidad de la Asamblea para debatir cuestiones que afectaban al conjunto del territorio 36 . Aunque la discusión se desarrolló bajo la promesa de que el Perú no se comprometía a elegir la forma de gobierno acordada por la Sociedad, el propio debate revela la fragilidad del proyecto nacional tras el desmantelamiento de las instituciones coloniales. Si bien ambos grupos consideraron que el sistema elegido debía garantizar la existencia del cuerpo político y asegurar a los peruanos el goce de sus derechos, los partidarios del sistema monárquico insistieron en el primero de estos objetivos. El argumento utilizado fue la falta de espíritu cívico de los habitantes del Perú, lo que, unido a la heterogeneidad de la población peruana, ponía en peligro la propia supervivencia del Estado. A esos argumentos añadían una escasa valoración del funcionamiento de la política liberal. Cada villa lleva a la asamblea general de la república su propio genio, sus peculiares miras e intereses. Desde entonces el Estado es despedazado por las facciones y el poder es la presa del más fuerte... Ni para obviar este mal por mucho tiempo baste el sistema federativo que une y anexa muchas Repúblicas libres; porque, o depende de una autoridad común en el Gobierno interior, y entonces incide en los mismos inconvenientes, o se gobierna cada una por sus propias leyes. [...] Los demagogos lisonjean a la multitud y la conducen al precipicio. Los necios, los fallidos, los malvados, forman reuniones: de sus congresos salen los proyectos de invasión a la autoridad legítima, de

35 En opinión de Carmen McEvoy, «el edificio protectoral fue el primer antecedente de las alianzas cívico-militares que se repetirían a lo largo de la historia republicana, otorgando un puñado de militares la protección y orden, luego del derrumbe del orden político previo, y los civiles los símbolos y rituales capaces de sostener y legalizar una estructura autoritaria.» Me. Evoy, C.: «El motín de las palabras: la caída de Bernardo Monteagudo y la forja de la cultura política limeña (1821-1822)», Boletín del Instituto Riva-Agüero, 23, 1996, pg.100. 36 Obra de Gobierno y epistolario de San Martín, Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo XII, Vol.l, Comisión Nacional del Sesquicentenario del Perú, Lima, 1976: 406-481.

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disolución y de rapiña: todos tiemblan y nadie es seguro: el general mismo cubierto de heridas por la patria es victima de la Anarquía: suceden partidos a partidos: la naturaleza gime, la sociedad camina a su anonadamiento, y tiene por dicha ponerse en las manos de un tirano. Tal ha sido en nuestros días la suerte de la Francia y tal será la del Perú si se constituye en República31.

El principal ideólogo de la opción republicana fue José Faustino Sánchez Carrión, antiguo alumno y profesor del Convictorio Carolino38. En los textos que Carrión publicó en la prensa liberal mientras se desarrollaba el debate en la Sociedad Patriótica se insistía en la tendencia de las monarquías al despotismo y en la necesidad de instaurar un sistema de gobierno que salvaguardase los derechos individuales39. Lima se encontraba sometida a un gobierno crecientemente autoritario, abatida por la situación de carestía y arrebatada por un localismo hostil al dominio de los libertadores extranjeros, pero la postura de Carrión no puede explicarse solo por el rechazo que San Martín, y sobre todo su ministro Monteagudo, comenzaban a generar en una parte importante de las sociedad limeña. Ese autoritarismo se traducía en continuas exigencias económicas a la elite criolla para financiar las campañas militares, en la persecución y expulsión de los realistas y en la presión sobre aquellos que, sin serlo, no se identificaban con el proyecto político del Protectorado. La historiografía convencional ha atribuido a esos factores el triunfo de la opción republicana, antes que a las convicciones políticas de los peruanos, pero en nuestra opinión hay que buscar los orígenes en la corriente ilustrada, localista y crítica del despotismo que se gestó en la sociedad limeña durante las décadas anteriores. Por otro lado, conviene tener en cuenta la influencia ideológica desplegada por Sánchez Carrión en la prensa de la época, origen doctrinal en gran medida de la Constitución de 1823. Frente a quienes temían las consecuencias políticas del sistema republicano, Carrión ensalzó sus efectos morales y sus virtudes políticas. Los defensores de la monarquía, para justificar la necesidad de un gobierno fuerte con el que salvaguardar la independencia, habían apelado a la situación de inestabilidad por la que atravesaba el Perú, dominado en gran parte por las tropas realistas. En nombre de la libertad se defendía el proyecto monárquico. Por el contrario, Carrión insistió en la importancia de una libertad política, entendida como libertad civil, que ase-

37 38

ibid., pg.424 y pg. 437.

Se ofrece incluso el ejemplo del retorno al absolutismo en 1814 en la Península, tras el regreso de Fernando VII. 39 «Carta remitida sobre la forma de gobierno conveniente al Perú», Los Ideólogos, Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo I, Vol, 9, Comisión Nacional del Sesquicentenario del Perú, Lima, 1971, pg. 367.

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gurase la obediencia de las leyes y el compromiso de los gobernantes para su mantenimiento, algo que sólo estaba asegurada en el sistema republicano40. La experiencia política bajo el gobierno monárquico y en la etapa del Protectorado pesaba en la defensa que Carrión hacía ahora de las libertades civiles. Sin embargo, los aspectos morales que Carrión considera ligados al sistema de gobierno republicano de nuevo cobraban más importancia en el discurso que las posibilidades de participación política ofrecidas a los subditos por este sistema41. La República aparece en los escritos de Carrión como posibilidad y necesidad de regeneración del cuerpo civil y político. Carrión consideraba que la monarquía anulaba al espíritu cívico que incita a los ciudadanos a servir a su patria, al generar excesivas dependencias en la distribución de premios y oficios. La necesidad de lograr la aceptación del monarca volvía a los subditos más tolerantes ante las faltas de su gobernante en el cumplimiento de las leyes y hacía peligrar las libertades civiles. Lo primero que hace un ciudadano, aspirante a la tiranía perpetua es relajar la moralidad civil del país, fomentando el espíritu de pretensión, aceptando homenajes de servilidad [...] En las monarquías se procura adormecer a los vasallos con tenerles la esperanza colgada de la real bondad, la que no se digna comunicarse sino mediante un humilde ruego a impulso de vergonzosas y degradantes humillaciones... Más en la república debe ser todo lo contrario, los empleos han de graduarse por la necesidad de ella, y por los verdaderos merecimientos del que llega a obtenerlos*2.

En términos similares, la resistencia de los criollos a realizar trabajos manuales aparece en los discursos de Carrión como un prejuicio característico de los sistemas monárquicos. Tal y como en 1793 había señalado Benito de la Mata Linares, todos esos hábitos morales impedían el progreso y adelanto de las naciones. La caridad civil aparecerá entonces como el principal vínculo de la ciudadanía, la virtud social capaz de poner los intereses generales por encima de los particulares y de garantizar así la cohesión y la unidad del cuerpo de nación.

40 «Apuntamientos sobre la libertad civil», El tribuno de la república peruana, 1, 28 de noviembre de 1822, Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo 1, Vol.10, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1975: 383-387. 41 ibid., pg. 394. 42 ibid.\ 385-386 y «Consideraciones sobre la dignidad republicana», El tribuno de la república peruana, 4 y 5, diciembre de 1822, Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo 1, Vol.10, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1975, pg. 393.

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Desengañémonos, será tanto más sabio un gobierno cuanto bajo la conveniencia personal envuelva la pública, de suerte que, empeñándose un ciudadano con su mismo negocio, trabaje por todos. Pero este milagro es imposible si nosotros mismos no nos detenemos en considerarlo... Entonces se excitarán en nuestros pechos sentimientos nobles, se aligerarán unos con otros y, difundiéndose la caridad civil, serán unas nuestras relaciones unos los motivos de nuestra fortuna43.

En cuanto a las posibilidades de participación política de los subditos, Carrión clarificaba la distinción entre derechos del hombre, o derechos naturales, y derechos del ciudadano, condicionados a la utilidad social44. En la práctica, esta distinción daña lugar en la Constitución de 1823 a una ciudadanía restrictiva, limitada a los varones supuestamente mejor preparados. No obstante, más restrictivo aún era el proyecto de participación política propuesto por el Protectorado. En opinión de Carmen McEvoy, los pilares sobre los que descansó su modelo político fueron «el autoritarismo político, la creación de riqueza nacional y la elaboración de un proyecto educativo capaz de elevar la cultura de las masas posibilitando en largo plazo el surgimiento del espíritu cívico del cual se carecía»*5. Este tipo de proyec-

tos pudo haber encontrado eco en una parte de la sociedad criolla, reformista también, pero de nuevo más interesada en el orden que en la representación. También en el proyecto político borbónico la educación y la ilustración de la población, y no tanto la política, cuyo ejercicio quedaba reservado al Monarca, constituían los medios adecuados para lograr la prosperidad del territorio. Idénticas reflexiones sostuvieron los detractores del sistema republicano, al considerar que sólo un sistema político que asegurase el mantenimiento del orden podía sacar a los proyectos independentistas del «atolladero al que el desborde social, la anarquía política y la destrucción de las bases económicas los había conducido»*6.

La Constitución

de 1823

En los artículos elaborados por Carrión se proponen ya algunos aspectos que figurarán en la Constitución de 1823, como la conveniencia de establecer una Cámara Alta que limitase el poder del legislativo47. A diferen-

43 44 45

46 47

ibid., pg. 395. ibid., pg. 370. Me Evoy, Carmen, op.cit., pg.104.

ibid., pg. 104.

José Faustino Sánchez Carrión: «Carta al editor del correo mercantil y político de Lima sobre la inadaptabilidad del gobierno monárquico al estado libre del Perú empezada a publi-

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cia de los monárquicos, Carrión confiaba en que sería precisamente la representación de los intereses provinciales, facilitada por el sistema republicano, la principal garantía de la cohesión nacional: «Una sola república peruana pretendemos, pero de manera que subsista siempre y que, con ella, se consulten los derechos del pacto social y las grandes ventajas de la independencia de España [...] Tenga cada provincia la soberanía correspondiente; y fíjense las racionales dependencias que deben unirlas con su capital; no sea ésta la única que le de la ley, ni se erija en arbitro exclusivo de sus destinos, y se conservarán unidos y concordes los departamentos. Todos contribuirán en caso necesario, y solo la conflagración universal los destruirá, como ha de suceder en Norte-América, a pesar de los vaticinios europeos»**.

El texto de 1823 representa el triunfo del sector liberal que desde 1811 pugnaba por acceder al control del espacio político limeño y al que las condiciones creadas por el Protectorado permitieron plasmar sus ideas en la Carta Constitucional. Si las reivindicaciones de este grupo, al menos hasta 1812, tuvieron en términos generales un carácter reformista, antes que separatista, la resistencia del Virrey Abascal a aplicar las novedades constitucionales, el retorno al absolutismo a partir de 1814 y, finalmente, las continuas exigencias económicas a la elite limeña radicalizaron las posiciones. La experiencia política de este grupo durante el período gaditano nos parece suficientemente relevante como para hacer del código de 1812 el referente con que evaluar algunas de las diferencias y novedades de la constitución peruana de 1823. Una de ellas es la fortaleza que adquiere el legislativo; otra, la mayor referencia a los derechos individuales, convertidos en límites naturales a la soberanía nacional. Esto fue así tanto en la constitución —dos de los cinco primeros artículos estuvieron dedicados a su p r o t e c c i ó n —

como

en

el Discurso

preliminar

del

proyecto

de

Constitución, elaborado por José Faustino Sánchez Carrión49. La férrea defensa de los derechos individuales puede atribuirse al combate que el sector liberal venía librando desde 1808 contra las actuaciones arbitrarias de los gobernantes. También las atribuciones otorgadas al legislativo persiguieron debilitar el poder del ejecutivo.

car en el N° 17», Colección Documental de la Independencia del Perú, Los Ideólogos, T.I, V.9, 1971: 349-359. 48 ibid.: 373 y 374. 49 Discurso preliminar del proyecto de constitución de 1823, redactado principalmente por el secretario de la comisión, D. José F. Sánchez Carrión, Colección Documental de la Independencia del Perú, Tl°, Los Ideólogos, Vol.10, Comisión nacional del sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1975: 530 -563.

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Otra diferencia fácilmente identificable apunta a la definición que el texto de 1823 ofrece de la nación peruana. Si en la carta gaditana de 1812 la nación española aparece definida como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, la constitución peruana de 1823 define la nación como la reunión en un solo cuerpo de todas las provincias del Perú. François Xavier Guerra ha señalado cómo, tras la abdicación del monarca, aparecieron las primeras diferencias entre peninsulares y americanos. Mientras que los primeros imaginaban la nación de forma unitaria, y tal era la concepción que imperaba en Cádiz, los segundos la concebían como un conjunto de reinos, pueblos y provincias. La visión unitaria tendía a considerar a la nación como una entidad abstracta formada por individuos iguales, y a los diputados como sus representantes. La visión plural, por el contrario, estaba obligada a concebir la nación «no tanto como un contrato entre individuos sino como un pacto entre pueblos»50. Una última característica importante del texto de 1823, a la que ya hemos hecho mención anteriormente, es el establecimiento de una segunda cámara en el legislativo: el Senado. En ella, representantes de las provincias elegidos entre los grandes propietarios y la elite intelectual debían suavizar las decisiones de la cámara baja. Una de sus atribuciones era la de presentar al ejecutivo las listas de las que debían salir los empleados civiles y eclesiásticos. Esta potestad del Senado era concebida por Sánchez Carrión como un medio adecuado para lograr la armonía entre las diferentes provincias: Que las provincias tengan el consuelo de influir casi inmediatamente en la elección de sus mandatarios y que se envíen las quejas y divisiones que por causa de los empleos se han introducido en casi todas las secciones de América... Es necesario que oportunamente se corten los resentimientos provinciales y que al recibir la constitución sepan todos que todos están llamados a todos los destinos de la República... Este es un punto tan interesante que su observancia sola va a sofocar las semillas de una guerra civil y a apresurar también la independencia continental51.

Tal vez el modelo para establecer esa división en dos cámaras fue la carta de Estados Unidos, por la que Sánchez Carrión demostró admiración en repetidas ocasiones. Los liberales norteamericanos consideraron también

50

Guerra, François-Xavier, «El soberano y su Reino», Sabato, Hilda (Coor.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, Fondo de Cultura Económica, México, 1999: 37-38. 51 Discurso preliminar del proyecto de constitución de 1823, redactado principalmente por el secretario de la Comisión, don J. F. Sánchez Carrión...: 548-549.

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que la facultad de distribuir cargos era una de las raíces del despotismo y que, arrebatándosela al ejecutivo, evitaban que incidiera en la vida social y dominase la vida pública 52 . Sin embargo, la peculiaridad del legislativo peruano responde también a la voluntad de establecer un pacto capaz de mantener la cohesión por encima de los diferentes regionalismos en pugna desde 1808. Una mayor autonomía en la elección de los diferentes cargos, y también en la administración provincial y municipal, contribuía a curar antiguas heridas producidas por las reformas borbónicas, como la limitación de los criollos en el acceso a los cargos públicos o el establecimiento de aduanas, cuya administración se encargaba expresamente a funcionarios forasteros que no tuvieran intereses creados en el sur andino. No hay que olvidar tampoco que mientras San Martín seguía luchando por establecer su autoridad en la Ciudad de los Reyes, Cuzco abrazaba la causa realista, probablemente porque parecía ofrecer más posibilidades a sus aspiraciones regionalistas que el ejército patriota53. En este sentido, la Constitución de Cádiz ofreció un modelo apropiado a los republicanos, puesto que devolvía a los ayuntamientos muchas de sus atribuciones y establecía Juntas provinciales a las que atribuía bastantes competencias. La cultura política compartida por muchos de los constituyentes de 1823 y los de la carta gaditana determinó en gran medida la característica de la primera constitución del Perú independiente. Con ella se cerraba también un ciclo político, cuyo inicio hemos situado en los debates políticos tímidamente insinuados en las páginas del Mercurio Peruano. Así parece indicarlo la decisión de Simón Bolívar, con el apoyo de muchos liberales, de eliminar del primer artículo de la nueva constitución peruana de 1826, dedicado a la definición de la nación, las referencias que en la de 1823 protegían los derechos individuales. También es significativa en ese sentido la propia definición de la nación como la reunión de todos los peruanos, desapareciendo las apelaciones al pacto entre pueblos, la reducción al mínimo de los artículos dedicados a las instituciones territoriales y, finalmente, el fortalecimiento del ejecutivo. Asumir, como han señalado algunos historiadores, que el fracaso de la Constitución de 1823 fue producto de la falta de preparación política de la población peruana implica, en primer lugar, asumir la retórica de los partidarios de la monarquía, más preocupados por la permanencia del statu quo que por la buena marcha de la democracia. Difícilmente puede atribuirse a la mayoría de la población el fracaso de un texto que nunca tuvo oportunidad de aplicarse. Pero además, en la práctica,

52 Pérez Cantó, M a Pilar y García Giráldez, Teresa, De colonias a república. Los orígenes de los Estados Unidos, Editorial Síntesis, Madrid, 199: 241-244. 53 Fisher, John, «Monarquismo, regionalismo y rebelión en el Perú colonial, 1808-1815», Historia y Cultura 15, Lima, 1985.

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aún cuando las primeras repúblicas latinoamericanas contemplaban un sufragio relativamente amplio en sus constituciones, las elecciones resultaban ser sobre todo el resultado de acuerdos al interior de las elites, más interesadas por la fundación de la nueva comunidad política que por dar representación a los diferentes intereses y opiniones54. Los desacuerdos entre los miembros de la elite limeña, la pervivencia de una cultura política católica escasamente interesada en la representación y en la participación política y, desde luego, el desarrollo del nuevo proyecto constitucional en un contexto de guerra civil entre realistas y patriotas se presentan como los factores más importantes a la hora de evaluar la temprana suspensión de un texto valioso en muchos aspectos.

54

Guerra, F.X., op.cit:. 52-53.

Pensamiento político e ideología en la emancipación americana Fray Servando Teresa de Mier y la independencia absoluta de la Nueva España

Roberto Breña

El padre Mier es lectura imprescindible para quien aspire a conocer de raíz el origen, los antecedentes y las soluciones de ese gran vuelco histórico que fue la independencia política de las posesiones españolas de América; y más imprescindible aún para quien se interesa por conocer los problemas que en raudal les salieron al paso a aquellos incipientes republicanos, tan sinceros como alucinados. Edmundo O'Gorman

PREÁMBULO

En medio de su prólogo a la recopilación titulada Pensamiento político de la emancipación, José Luis Romero hace un alto en el camino y escribe: «Hubo, sin duda, un pensamiento político de la Emancipación»'. La pausa y la reafirmación tienen, desde nuestro punto de vista, su razón de ser. Luis Alberto Romero es más claro al respecto, pues duda explícitamente de la existencia de un pensamiento político iberoamericano, y explica: «...no se trata de un pensamiento que se presente a sí mismo como teórico. Es pensamiento práctico aplicado; programas, justificaciones, lecturas retrospectivas, siempre relacionadas con un presente acuciante, que guía la interpretación y de alguna manera explica las inconsecuencias. De ahí la imposibilidad de presentar este pensamiento como un cuerpo teórico y la necesidad de explicarlo a la luz de la coyuntura en que nació»2. Si esto es cierto, en términos generales, del pensamiento político que ha visto la luz

1

Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, (dos tomos), pg. xxiv. Este prólogo fue reproducido en el libro Situaciones e ideologías en Latinoamérica (México, UNAM, 1981), del mismo autor. En este caso la frase citada aparece en la pg. 65. 2 «Ilustración y liberalismo en Iberoamérica: 1750-1850», en Historia de la Teoría Política 3, Fernando Vallespín (ed.), Madrid, Alianza Editorial, 1995: 448-449.

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en América Latina desde hace casi doscientos años, lo es quizás aún más durante el convulso periodo que aquí nos interesa: el del proceso emancipador americano, esto es, los años que corren entre la invasión napoleónica de la península ibérica (1808) y la batalla de Ayacucho (1824). Enfatizamos la palabra proceso en la oración anterior porque la búsqueda de autonomía política por parte de los americanos es una errática sucesión de hechos políticos y militares cuya evolución se extiende a lo largo de más de tres lustros, que se caracterizó por vaivenes que hacían el desenlace imprevisible (las fechas en que éste tuvo lugar varían de acuerdo con la región americana de que se trate) y en la que la lucha armada tuvo, con frecuencia, más visos de una guerra civil que de una guerra de liberación en contra de una metrópoli3. No vamos a entrar aquí en una discusión, bizantina en última instancia, sobre las cualidades que debiera tener un texto (o conjunto de textos) para merecer su inclusión dentro del rubro pensamiento político. Pero, al menos por dos motivos, no está de más hacer referencia a esta cuestión. En primer lugar, porque el carácter pragmático del pensamiento político latinoamericano señalado en el párrafo anterior se inició justamente, de modo bastante lógico por lo demás, en el periodo que nos ocupa. En segundo, porque dicho carácter, aunado al afán proselitista que lo acompaña de manera casi natural, puede ser definido con un adjetivo: ideológico4. Si algunos autores tienen reservas para hablar de pensadores políticos de la emancipación americana, seguramente no tendrían reparo alguno en referirse a ellos como ideólogos5. En este punto, tal vez convenga hacer un par de aclaraciones

3 De lo anterior se deriva que seria más adecuado hablar de procesos emancipadores, en plural, pues, insistimos, se trató de un conjunto de hechos históricos bastante peculiares a cada virreinato o capitanía general (en lo que sigue, no obstante, casi siempre utilizaremos el término en singular). En cuanto al vocablo emancipación, aclaramos que su utilización en este trabajo no guarda relación alguna con los enfoques «organicistas» que hacen referencia a una supuesta «mayoría de edad» de las colonias americanas (la cual, por otra parte, suponiendo que pudiera definirse, nos parece insostenible) y, por lo tanto, lo utilizamos prácticamente como sinónimo del término independencia. Esta última palabra tiene una connotación teleológica que no corresponde al proceso emancipador americano (sobre todo en su primera etapa), pero en el caso de Mier, esta deficiencia resulta menor si tenemos en cuenta su temprana vocación independentista. 4 El vocablo «ideología» no es solamente uno de los más utilizados en las ciencias sociales, sino que es empleado en sentidos y contextos muy diversos. Aquí nos limitamos a apuntar que las dos características señaladas se reflejan en lo que Bobbio denomina el significado débil de la palabra: «un conjunto de ideas y de valores concernientes al orden político que tienen la Junción de guiar los comportamientos colectivos». Diccionario de Política, Bobbio y Matteucci (dirs.), México, Siglo XXI, 1984, pg. 785. En lo que sigue, conviene olvidarnos de lo que sería la connotación fuerte del término, la que se deriva de Marx. 5 De hecho, la cita de Luis Alberto Romero continua así: «Más que de pensadores, debe hablarse de ideas, en solución [?] en el proceso social.» ibid., pg. 449.

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respecto a este carácter eminentemente ideológico del pensamiento político latinoamericano: la primera, que resultará superflua para algunos, es que este carácter no posee connotación peyorativa alguna; la segunda es que dicho carácter no exime a los estudiosos del pensamiento político latinoamericano de desvelar y analizar las ambigüedades o contradicciones doctrinales y/o argumentativas que es posible encontrar en los textos que forman parte de la historia de este pensamiento (muchas de ellas derivadas, por cierto, de ese carácter ideológico que hemos bosquejado aquí). El hecho de afirmar que el evento que debe considerarse el punto de partida para el estudio de los procesos emancipadores americanos es la invasión de España por el ejército napoleónico puede ser cuestionado. En cualquier caso, si es cierto lo dicho más arriba, en el sentido de que el pensamiento político latinoamericano es esencialmente pragmático (i.e., muy apegado a la circunstancia inmediata) ¿cómo se explica que durante mucho tiempo se haya prestado escasa atención a la historia política y a la historia del pensamiento de la península para explicar el pensamiento político emancipador? Ello, casi siempre, en favor de explicaciones que remitían a los «antecedentes» doctrinales estadounidenses o franceses y que establecían filiaciones, más o menos directas, entre dichos antecedentes y los ideólogos y líderes políticos americanos. Estas filiaciones tendían además, si bien de manera sutil en ocasiones, a establecer una relación causal entre las ideas y las prácticas políticas que nos parece difícilmente justificable 6 . No se trata de negar la presencia de elementos provenientes de los Estados Unidos o de Francia en el ideario del proceso emancipador americano, pero nos parece imposible aprehender el complejo panorama doctrinal e ideológico de ese proceso si se desconoce el contexto peninsular de la época, sus antecedentes más o menos inmediatos y los aspectos más destacados de la relación político-institucional que, tanto en términos teóricos como prácticos, sostuvo la metrópoli con sus colonias americanas durante casi trescientos años7. En cuanto al devenir político e institucional de la región, las

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Sobre esta cuestión nos parece muy útil el libro Les origines culturelles de la Révolution Française, de Roger Chartier, Paris, Éditions du Seuil, 2000 (véase sobre todo el cap. IV: «Les livres, font-ils les révolutions?»: 99-133); esta edición contiene un postface en el que Chartier se refiere a la temática aquí planteada. 1 Hace ya mucho tiempo, Demetrio Ramos (un autor que dedicó medio siglo al estudio de temas americanos) escribió: «...el estudio de los acontecimientos americanos en esta época sólo puede conducir a pleno resultado si no se pierde de vista lo que sucede en España, única forma de que no resulten incomprensibles.» «La ideología de la revolución española de la guerra de independencia en la emancipación de Venezuela y en la organización de su primera república», Revista de Estudios Políticos, 125,1962, pg. 271. Nuestra coincidencia con Ramos en este punto no se extiende al hispanismo que este autor manifiesta en éste y otros de sus textos. En «Orígenes españoles de la independencia [de Colombia]», por ejemplo, afirma que la emancipación americana no es un fenómeno imitativo, «lo que la empequeñe-

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dificultades para establecer continuidades y causalidades entre las ideas y la práctica política son, como ya se apuntó, enormes (a veces incluso insuperables). Sin embargo, no se puede negar que las ideas inciden, de manera harto compleja, sobre las prácticas políticas y, por lo tanto, también en este campo se requiere de un cierto conocimiento del pensamiento político hispánico. La tendencia a ver la historia política de la región durante dicho periodo, así como al pensamiento político que la acompaña, en clave anti-peninsular, por decirlo así, tenía una de sus raíces en ese empeño de la historiografía latinoamericana por considerar el proceso emancipador como una etapa más de un ciclo que se inició en las trece colonias norteamericanas al despuntar el último cuarto del siglo xvm y que continuó su marcha con lo sucedido en Francia a partir de 1789. Según lo que puede denominarse las interpretaciones clásicas de las independencias americanas, en la confrontación que tuvo lugar entre la metrópoli y sus colonias entre 1808 y 1824, la primera representó, de manera prácticamente unívoca, el absolutismo, mientras que las segundas encarnaron los deseos de libertad e igualdad que, alrededor de tres décadas antes, habían inflamado, primero, a los colonos norteamericanos y, poco más tarde, al pueblo francés. Enmarcada en este contexto interpretativo, la emancipación americana no podía ser vista sino como otro avatar de la lucha que los principios y valores liberales sostuvieron en contra del poder absoluto, en contra del despotismo del Ancien Regime8. Con poco que se estudie la historia política del periodo, resulta claro que las interpretaciones antedichas eran en buena medida el reflejo de los prejuicios chovinistas de los historiadores americanos. La lista de factores a considerar a este respecto es larga; aquí solamente señalamos, a vuelo de pájaro, algunos hechos históricos que nos parecen significativos: a) las reacciones americanas a la invasión napoleónica de la península no reflejaron rechazo alguno a la corona española; muy al contrario, si algo se manifestó durante los primeros meses transcurridos a partir de la primavera de 1808 fue una fidelidad incondicional a Fernando VII y un sentimiento anti-francés sin fisuras en todo el subcontinente; b) las referencias mentales de los americanos hasta por

cería» (!), sino que «podemos tener el orgullo» (!) de afirmar que es «enteramente nuestra, hispánica, sin deber nada fundamental a otras aportaciones» (!). Ximénez de Quesada, vol. III, 12, junio 1962, pg. 130. 8 El término interpretaciones clásicas es el que utiliza François-Xavier Guerra en «Lógicas y ritmos de las revoluciones hispánicas», en Revoluciones hispánicas (Independencias americanas y liberalismo español). Guerra (dir.), Madrid, Editorial Complutense, 1995, pg. 14. Guerra, fallecido prematuramente en noviembre del año pasado (2002), es, desde hace por lo menos una década, una referencia obligada para todo académico interesado en el liberalismo hispánico.

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lo menos 1810, son bastante más tradicionalistas que las que se manifiestan en la península durante esos años; a este respecto, se puede decir que el primer liberalismo español desempeñó, sobre todo en su primera etapa, un papel catalizador vis-à-vis el contexto político americano9; c) los procesos emancipadores americanos se inician cuando en la España peninsular está teniendo lugar una revolución liberal, cuyo logro más acabado y palpable es la Constitución de Cádiz, promulgada en 1812; d) el inicio de la radicalización del pensamiento político americano coincide con la adopción del republicanismo; sin embargo, contrariamente a lo que se pensó durante mucho tiempo, éste no sólo no es necesariamente liberal, sino que puede incluso ser antiliberal; e) esta radicalización fue pronto seguida en varias partes de América por una fase centralista o centralizadora que, paradójicamente, respondía a planteamientos que estaban en consonancia con el espíritu y la letra de la constitución gaditana; f) algunos de los argumentos doctrinales e ideológicos que apuntalaban el autonomismo y el independentismo americanos tenían sus raíces en la idea de plurimonarquía de la época del absolutismo austracista y en las Leyes de Indias, que resultan difíciles de conciliar con el supuesto liberalismo que, como se señaló, se ha adjudicado tradicionalmente a los líderes políticos e intelectuales de las independencias americanas; g) el proceso emancipador del virreinato más importante del imperio español en América, la Nueva España, se consumó cuando los destinos de la península eran regidos por un gobierno que estaba aplicando reformas liberales en ámbitos muy diversos10. Los elementos apuntados no pretenden caer, si bien desde el otro lado (el peninsular), en otra historia parcial y maniquea de las emancipaciones americanas. Sin embargo, nos pareció importante mencionarlos porque constituyen el entramado histórico o telón de fondo de la figura central de este trabajo: Fray Servando Teresa de Mier. Como veremos, algunas de sus fuentes doctrinales más importantes y sus principales argumentos provienen de la historia hispánica; pero, más significativo aún, la influencia más

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El término primer liberalismo español puede prestarse a equívocos. Aquí lo utilizamos para referirnos al conjunto de transformaciones ideológico-políticas que tuvieron lugar en España durante los años transcurridos entre el levantamiento popular en Madrid en contra del invasor francés en los primeros días de mayo de 1808 y el regreso de Fernando VII al trono seis años más tarde. Esta definición requiere de muchas precisiones, que no puedo hacer aquí pero que desarrollo en un libro en el que me ocupo de los nexos entre este liberalismo y las emancipaciones americanas. (Será publicado por El Colegio de México). 10 Sobre este tema escribí «La consumación de la independencia de México: ¿dónde quedó el liberalismo?», Revista Internacional de Filosofía Política, 16, 2000. Es cierto que el Trienio liberal tendría una vida muy corta (1820-23), pero eso no obsta para argumentar, como lo hago en el artículo citado, que la independencia mexicana (consumada en 1821) fue, antes que otra cosa, una reacción a las medidas liberales que las Cortes de Madrid estaban debatiendo y aplicando.

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importante sobre su obra política fue la de un destacado liberal español: José María Blanco White". No debe olvidarse, por último, que Fray Servando vivió directamente los sucesos que tuvieron lugar en la Península a partir de 1808 y que, además, estuvo presente, como espectador, en las Cortes de Cádiz. En suma, pensamos que la obra de Mier resulta incomprensible si no se conoce con cierto detalle el contexto peninsular, tanto en términos históricos, como político-ideológicos.

L A HISTORIA

DE M I E R Y SU IMPORTANCIA PARA LA EMANCIPACIÓN AMERICANA

David Brading afirma que la Historia de la revolución de Nueva España de Fray Servando es «el texto capital para cualquier interpretación de la ideología de la revolución hispanoamericana»12. Los términos ideología e hispanoamericana son importantes: el primero refiere a ese carácter pragmático y proselitista que apuntamos en el apartado anterior; el segundo se explica porque los argumentos que Mier expone y desarrolla, específicamente en el capítulo XIV de su Historia de la revolución, resumen prácticamente todos los alegatos que manejaron los hispanoamericanos para oponerse a la madre patria y para justificar, primero la autonomía, y luego, la independencia13. La Historia es un libro poco leído, no sólo por su extensión (rebasa las 650 páginas) y porque en él Fray Servando recolecta y entrevera documentos muy diversos (lo que en ocasiones hace pesada la lectura), sino porque hasta hace no mucho tiempo no existían ediciones disponibles y manejables. Afortunadamente, hace poco más de diez años apareció una edición

" Los autores del extenso estudio que precede a la edición crítica de la Historia de la revolución de Nueva España que manejaremos aquí son muy claros a este respecto: «...ningún escritor tuvo tanta influencia en él [Fray Servando] como Blanco White... En definitiva, si más tarde Mier fue considerado como el fundador de una corriente conservadora y antifederal dentro del liberalismo mexicano, no cabe duda que se lo debe a Blanco White.» Historia de la revolución de Nueva España, París, Publications la Sorbonne, 1990, pg. XCV (todas las referencias a la Historia que haremos en lo sucesivo proceden de esta edición crítica). 12 Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla 1492-1867, México, FCE, 1991, pg. 636 (el título original de este libro es First America. The Spanish Monarchy, Creóle Patriots and the Liberal State 1492-1867 (la traducción del FCE es de Juan José Utrilla). 13 La llamada Carta de Jamaica de Bolívar es la muestra más evidente y destacada de la influencia ejercida por la Historia de Mier en el subcontinente. La referencia explícita de Bolívar, más allá del sinfín de ideas que toma de Mier, no alude a éste por su nombre, sino a José Guerra, que fue el seudónimo con el que Fray Servando publicó su Historia. Simón Bolívar, Fundamental I, Caracas, Monte Avila Editores, 1992, pg. 102.

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crítica que nos permite hacer una evaluación más objetiva de los méritos y deméritos de la obra de Mier que puede considerarse «una especie de núcleo central de su pensamiento político»14. Fray Servando es pues, desde el punto de vista de la historia del pensamiento político, una de las figuras más importantes de la emancipación americana. A pesar de ello, todavía hoy es posible toparse con historiadores de las ideas del periodo que pasan de largo sobre él, o con autores que lo siguen viendo, de manera exclusiva, bajo lo que puede denominarse el prisma liberal. Este enfoque, al que ya aludimos en el preámbulo, constituye una perspectiva claramente insuficiente para entender la vida pública y los escritos de cualquiera de los líderes políticos o ideológicos de los procesos independentistas americanos, Mier incluido15. El presente trabajo no pretende abarcar o referirse a toda la obra de Fray Servando. Su objetivo es presentar algunos aspectos de sus escritos políticos más importantes, encontrar ciertas continuidades y rupturas temáticas o argumentativas y, de esta manera, contribuir a iluminar el lugar que, en la historia del pensamiento político de la emancipación americana, ocupa un autor cuya obra, poco sistemática y dispersa en más de un sentido, resulta de difícil ubicación. Los textos de Mier en los que centraremos nuestra atención son las Cartas de un americano (1811-12), el libro XIV de la Historia de la revolución de Nueva España (1813), el texto titulado ¿Puede 14 La coordinación de este encomiable esfuerzo historiográfico estuvo a cargo de André Saint-Lu y Marie-Cécile Bénassy Berling, al frente de un equipo de cinco investigadores: Jeanne Chenu, Jean-Pierre Clément, André Pons, Marie-Laure Rieu Millan y Paul Roche (para la referencia bibliográfica, ver nota 11). La cita es de la introducción, p. LXXXVIII. La edición disponible previa a ésta es la edición facsimilar para la cual Manuel Calvillo escribiera un extenso estudio introductorio y añadiera unos apéndices (México, Instituto Mexicano del Seguro Social, 1980). Esta última publicación no es una edición crítica y el estudio mencionado, si bien muy interesante, se centra casi exclusivamente en aspectos biográficos de Mier (de la época en que escribió la Historia); por otra parte, es una texto poco manejable (su formato es enorme y, además, consta de dos volúmenes). 15 Un ejemplo reciente de lo aquí dicho es el libro El pensamiento social y político iberoamericano del siglo xix, Arturo Andrés Roig (ed.), Madrid, Editorial Trotta, 2000. En su contribución, titulada «La tradición republicana. Desde los planes monárquicos hasta la consolidación del ideal y la práctica republicanas en Iberoamérica»: 65-86, Carmen L. Bohórquez pasa de largo sobre Fray Servando (si bien su Historia figura en la bibliografía final). Por su parte, en su artículo «El liberalismo. Las ideologías constituyentes. El conflicto entre liberales y conservadores»: 343-361, Yamandú Acosta sí se ocupa de Mier, al que considera «una de las expresiones de mayor densidad discursiva e histórica» del liberalismo iberoamericano (pg. 346), afirmación que no sorprende demasiado cuando se constata que la fuente utilizada para analizar el pensamiento de Fray Servando es El liberalismo mexicano de Jesús Reyes Heroles. Este voluminoso trabajo (3 tomos), publicado originalmente hace casi medio siglo, adjudica al liberalismo del periodo de la consumación de la independencia novohispana una presencia, una solidez y una homogeneidad que nos parecen muy cuestionables (al respecto, véase mi artículo citado en la nota 10: 74-76).

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ser libre la Nueva España? (1820), la Memoria político-instructiva (1821) y, por último, la alocución conocida como Discurso de las profecías (1823).

EL ARSENAL IDEOLÓGICO DE MIER Y LA INDEPENDENCIA COMO META EXCLUSIVA

La primera de las Cartas de un americano fue escrita por Fray Servando como respuesta a un artículo que Blanco White dedicó a la declaración de independencia de Venezuela. Como es sabido, Blanco era el editor de El Español, periódico que imprimió en Londres entre 1810 y 1814 y que constituye una de las más preciosas fuentes para conocer y analizar los eventos en el mundo hispánico durante los primeros años de los procesos de emancipación16. En su prólogo a las Cartas, Manuel Calvillo afirma que la voz de Mier es la de una ira americana reivindicadora. El hecho de tratarse de cartas (género subjetivista por definición), el haber sido escritas con el fin de rebatir ideas puntuales y, por último, el contexto histórico en el que fueron redactadas (al calor de la primera declaración de independencia americana, la de Caracas), son elementos que refuerzan, si cabe, este carácter reivindicativo. En todo caso, la expresión nos parece acertada; esta ira, aunada a una cultura enciclopédica, a una habilidad retórica envidiable y a una enorme perspicacia intelectual, hicieron de Fray Servando uno de los ideólogos más importantes de la emancipación americana. Ahora bien, si al carácter apasionado de Mier añadimos las tremendamente adversas condiciones bajo las cuales tuvo que trabajar durante la mayor parte de su vida, tenemos como resultado una serie de consecuencias que, desde nuestro punto de vista, restan peso específico a su obra como pensador político: una redacción apresurada, un descuido evidente y generalizado en la utilización de fuentes, una incapacidad para los matices y, por si fuera poco, una capacidad limitada para concatenar argumentos o para detectar en ellos consecuencias que fueran más allá de lo inmediato17.

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«Las noticias de la guerra de España, las de las guerras napoleónicas, los extractos de actas y discursos de las Cortes, los informes sobre América, los documentos europeos, los artículos de Blanco y sus intereses intelectuales y religiosos, hacen de El Español, la publicación más rica y con visión más amplia y enterada en el idioma» Manuel Calvillo, prólogo a Cartas de un americano 1811-1812 (México, SEP, 1987), p. 50 (en lo sucesivo, este texto se citará como Cartas). La expresión que aparece enseguida dentro del texto es de la pg. 5. Sobre Blanco y su posición ante los sucesos en el subcontinente, puede consultarse mi artículo «José María Blanco White y la independencia de América: ¿una postura pro-americana?», Historia Constitucional, Revista electrónica de la Universidad de Oviedo, 3, junio 2002 . 17

En Los orígenes del liberalismo mexicano, Brading afirma que Fray Servando era «incapaz de articular sus ideas más allá de unos cuantos argumentos históricos». México, Ediciones Era, 1995, pg. 95. Por otro lado, sin embargo, en este mismo libro (pg. 73), Brading

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Las Cartas, al igual que la Historia, son un texto poco leído de Fray Servando; en parte porque, según Brading, sus principales argumentos los desarrollaría Mier en el segundo de los escritos mencionados18. Sin embargo, por diversos motivos estas cartas debieran recibir una mayor atención. Uno de ellos, nada despreciable, es que constituyen un intercambio entre dos de los protagonistas intelectuales más destacados de la revolución política que tuvo lugar en el mundo hispánico a partir de 1808. Pero, además, las Cartas, como se podrá constatar en lo que sigue, son un compendio de prácticamente todos los principales argumentos (históricos, políticos, sociales y económicos) que los americanos esgrimirían para oponerse, en el plano doctrinal e ideológico, a las pretensiones peninsulares. Por último, las Cartas de un americano alcanzaron una enorme difusión en todo el subcontinente, lo que constituye un motivo más para prestarles más atención. En la primera de las Cartas, fechada en Londres el 11 de noviembre de 1811, Mier responde a los planteamientos que hiciera Blanco White en el sentido de que la declaración de independencia venezolana (proclamada el 15 de julio de ese año) era un error político de los americanos. Fray Servando recurre a los artículos 2o y 3 o de la Constitución de Cádiz (que no sería promulgada sino hasta marzo del año siguiente) para argumentar que la doctrina de la soberanía del pueblo justificaba la decisión de los caraqueños de constituirse «según la forma de gobierno que mejor les convenga»19. Los territorios americanos, dice Mier, nunca han sido colonias, tal como lo estipula claramente tanto la legislación castellana como la indiana. «Desde la reina católica doña Isabel fueron inseparablemente incorporadas y unidas a su corona de Castilla, mandándose en las leyes de Indias borrar todo título, nombre e idea de conquista, declarándose los indios tan libres y vasallos

dice que Mier era «mucho más consistente y tenaz en sus opiniones de lo que algunos comentaristas han sugerido». Estas afirmaciones son contradictorias sólo en apariencia, como esperamos quedará claro al concluir la lectura del presente trabajo. 18 ibid., pg. 67. De hecho, con base en este argumento, que nos parece discutible, Brading ignora por completo las Cartas en este libro; es cierto, sin embargo, que la idea total del independentismo de Fray Servando, la de la carta magna americana (a la que nos referiremos más adelante), no aparece desarrollada en la Cartas. En todo caso, si además de las dos extensas misivas tenemos en cuenta las 26 prolijas notas que las acompañan, nos parece difícil encontrar algún tema importante del independentismo americano que no haya sido tratado por Mier, con mayor o menor profundidad, en su intercambio con Blanco White. 19 Cartas, op. cit., pg. 67. En realidad, el texto gaditano no habla de «pueblo» sino de «nación», diferencia que es algo más que un matiz, pues, con relativa frecuencia, en el contexto americano el término «pueblo» hacía referencia a comunidades políticas específicas (los reinos o ciudades) y no al conjunto de la monarquía. Sobre estos temas, véase «Mutaciones y victoria de la nación» de François-Xavier Guerra, en su libro Modernidad e independencias (Ensayos sobre las revoluciones hispánicas), México, FCE/Mapfre, 1993: 319-350.

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del rey como los castellanos y los criollos o hijos de los conquistadores y pobladores... Es verdad que el despotismo había hollado enteramente estas leyes, pero la Junta Central, para avocar en su socorro el oro de nuestras minas y que la América tiranizada no se le escapase entre el desorden, volvió a proclamarlas...»20. Enseguida, Fray Servando critica la escasa representación que los órganos de dirección política que se habían constituido en la península concedían a los americanos: nueve de un total de cuarenta y cinco vocales en el caso de la Junta Central y uno de cinco regentes en el de la Regencia. En cuanto a la elección de los diputados americanos para las Cortes de Cádiz, Mier era tajante en el sentido de que era inaceptable que se hubieran utilizado procedimientos distintos a los de la Península para elegir a los representantes americanos21. Mier dedica varias páginas al primer documento reivindicativo presentado en las Cortes por la diputación americana, hecho que tuvo lugar a mediados de diciembre de 1810. Este escrito, al que se conoce como las once proposiciones, era en realidad un conjunto de demandas de diversa índole: política, económica y comercial22. Fray Servando afirma que todas «se negaron o difirieron», pero en realidad eso sucedió con ocho de ellas. Las tres restantes se resolvieron de manera favorable para los americanos23. Entre

20 ibid., pg. 72 (aquí está resumida, en pocas palabras, la idea de la «carta magna americana»), 21 En el caso de la España peninsular, se trató de un complejo sistema de elección (que partía de las juntas parroquiales, para después pasar a las de partido y, Analmente, a las provinciales) que, en todo caso, permitió que la voluntad popular desempeñara un papel importante (se eligió un diputado por cada cincuenta mil personas). En lo tocante a América, fueron elegidos 29 diputados suplentes de entre los naturales del subcontinente que habitaban en Cádiz en aquel tiempo y, en el caso de los diputados propietarios, cada ayuntamiento provincial eligió una terna, para enseguida escoger, mediante sorteo, al representante que iría a las Cortes. No es necesario añadir que las diferencias en los procedimientos garantizaban un amplio predominio numérico de la representación peninsular, a pesar de que la población americana era, aparentemente, algo mayor. Sobre los detalles de ambos procesos véase Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz de Marie Laure Rieu-Millán, Madrid, CSIC, 1990, cap. I: 1-30. 22 El texto de las proposiciones lo reproducen J.M. Miquel Vergés y Hugo Díaz-Thomé como preámbulo a Idea de la Constitución...,, en Escritos inéditos de Fray Servando, México, INHERM, 1985: 245-246. Entre paréntesis, una excelente muestra del estilo, la erudición y la fuerza de la prosa de Mier es la nota sexta de la primera de las Cartas («Sobre los derechos de los americanos a los empleos de América y a toda ella»), que el autor introduce al analizar las once proposiciones aquí mencionadas. Cartas, op. cit.: 103-107. 23 ibid., pg. 77. Los debates a que dieron lugar las once proposiciones se pueden seguir en Dardo Pérez Guilhou, La opinión pública española y las Cortes de Cádiz frente a la emancipación americana 1808-1814, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1981: 97117. Si se quieren consultar los debates de manera directa, desde hace un par de años se puede recurrir al CD-ROM dedicado a las Cortes de Cádiz de la Serie histórica del Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados , 2000, ISBN: 84-7943-141-5.

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éstas no estaba incluida la primera, que en realidad era la más importante (y en la que se consumió prácticamente todo el debate que tuvo lugar en las Cortes sobre las once proposiciones). Esta demanda rechazaba la utilización de criterios distintos a los de la metrópoli para la elección de los diputados americanos. En consecuencia, la representación americana exigía la realización de un nuevo proceso de elección; petición que, implícitamente, invalidaba la legalidad y legitimidad de la asamblea que estaba sesionando. En lo que toca al libre comercio, Fray Servando hace alusión a la orden de la Regencia que lo establecía, pero que fue declarada apócrifa casi inmediatamente a causa de la presión ejercida por la Junta de Cádiz, que siempre se negó a conceder libertad alguna a los americanos en materia comercial. Una negación que las Cortes refrendarían con el rechazo de las proposiciones 3, 4 y 5, que se referían a la libertad de comercio para América. La crítica a las cortes gaditanas por parte de Mier continúa con su rechazo absoluto a la exclusión de las castas de la condición de ciudadanos (que garantizaba el predominio numérico de la representación peninsular). «¿Por qué? Porque tienen una gota de sangre africana ahogada en un río de sangre española, como si hubiese español, incluso Fernando VII, que pudiese probar que no desciende de los africanos cartagineses o sarracenos que dominaron la Península once siglos; o como si fuese mejor que la africana la sangre de los suevos, alanos, vándalos, godos y otros bárbaros del norte progenitores de los españoles tan ilustres como los judíos»2*. Después de criticar el funcionamiento interno de las Cortes por considerar que siempre resultaba perjudicial para los americanos, Mier se refiere al injurioso (para los americanos) documento que el Consulado de México enviara a Cádiz y que fue leído en las Cortes en septiembre de 181125. La conclusión que extrae Fray Servando sobre lo que la constitución gaditana podía ofrecer a América es tajante: «Más libertad creo tendrán los españoles en las Cortes que el tío Pepe [José I] ha convocado para Burgos, que en las de Cádiz para los americanos»26.

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Cartas, op. cit., pg. 82 (énfasis en el original). Sobre este tema en particular, véase el escrito de Mier titulado «Situación sobre las castas de América y demostración de la injusticia con que se les prohibe la representación en las Cortes», en Escritos inéditos, op. cit.: 335353. 25 Con algunas exageraciones, Mier cita lo que él considera la sustancia de dicho documento en Cartas, op. cit.: 123-124. En cuanto a la naturaleza del escrito, algunos de los epítetos aplicados a los americanos hablan por sí mismos: «ignorantes», «vagos», «indolentes», «degradados». Al final de la nota séptima de la segunda de las Cartas, Mier vuelve sobre este asunto y transcribe (pg. 247) la carta que la Regencia envió al virrey de la Nueva España con este motivo. La carta debe ser leída, aunque sólo sea para constatar lo lejos que estaban los regentes de considerar que lo expresado por el Consulado atentaba contra la dignidad americana. 26 ibid., pg. 87. La primera carta termina con una comparación entre la invasión de España por Napoleón y la conquista de México trescientos años antes. El cotejo, si bien de-

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En este su primer documento en pro de la independencia, Mier no erraba el blanco: el debate sobre la soberanía, sobre la nación, sobre el pueblo (o «pueblos») y sobre la representación, que era uno y el mismo, era el eje sobre el cual giraba la justificación del independentismo americano. Este debate constituía, como Fray Servando bien lo sabía, el núcleo que decidiría todas las demás cuestiones importantes y el epicentro político-ideológico que terminaría repercutiendo sobre todo el imperio español en América. Blanco White respondió a la primera carta de Mier en el número XXIV de El Español. Su respuesta trasluce un talante que contrasta con el de su interlocutor. Dado que en este trabajo no podemos detenernos en las ideas y en los planteamientos políticos de Blanco, nos limitamos a hacer una cita, algo extensa, que ilustra el talante referido: Mi principal objeto en el número xix fue probar que la declaración de independencia era imprudente; y como en materias políticas no hay otra regla de prudencia que las ventajas que probablemente han de resultar a la nación o pueblo en cuyo beneficio se toman o deben tomar las medidas de gobierno, si usted quería impugnarme directamente, debiera haber manifestado lo que Caracas y lo demás de América, a quien Caracas da el ejemplo, ha ganado, o es probable que gane con la declaración de independencia. Usted, en vez de esto, emplea su carta en formar una historia de las injusticias de los gobiernos de España respecto a la América. Mis papeles manifiestan que yo no niego este punto; pero tampoco hace al caso en la ocasión presente. Si yo dijese: sométanse los americanos con las manos atadas, estaría muy bien que usted y ellos se irritasen con tan vil propuesta, y expusiesen la cadena de agravios que han recibido. Pero yo procedo por rumbo muy diverso. Supongamos, digo yo, que esos agravios cesen, que se cierre la puerta a toda posibilidad de repetirse, que se ajuste un plan mediante el cual la América española goce de libertad y la España de sus socorros. ¿Por qué han de cerrar los americanos los oídos a tal propuesta?21

masiado forzado en cuanto a algunos de los personajes históricos elegidos, es, sin duda, retóricamente efectivo. 27 José María Blanco White, Conversaciones americanas y otros escritos sobre América, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica/ICI, 1993, Manuel Alonso (ed.), pg. 137 (énfasis en el original; en lo que sigue citaremos este libro como Conversaciones americanas). La respuesta concreta de Mier dentro de la segunda carta a esta pregunta de Blanco es la siguiente: «No, caro Blanco, los españoles son los que han cerrado los suyos a cuantas propuestas racionales les han hecho los americanos. De suerte que el argumento de usted contra mí en sustancia es éste: todos los medios que yo El Español propongo para una conciliación, son los mismos que han propuesto los americanos, y repetido a las Cortes.» Cartas, op. cit., pg. 153.

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Más allá del tono utilizado por cada uno de los corresponsales o de las diferencias en la manera de argumentar, conviene señalar que en su primera respuesta a Mier, Blanco White establece la distinción entre lo que él denomina la independencia absoluta, propuesta por Fray Servando, y la independencia moderada, a la que define como un «convenio general de las Américas españolas con la madre patria, bajo la garantía de la Gran Bretaña, y sobre las bases de igualdad real de derechos y leyes»2*. Es decir, Blanco pensaba en aquel momento que los americanos podrían disfrutar de las ventajas políticas, sociales y económicas que proporciona todo régimen liberal sin necesidad de separarse de la monarquía española. En la carta segunda, fechada el 16 de mayo de 1812, Fray Servando insiste sobre la suerte que tuvieron las once proposiciones y critica la política militarista propugnada por la Junta de Cádiz para poner fin a las insurrecciones americanas. Ante estos hechos, para Mier es evidente el camino que los americanos deben seguir: «Nada tenemos qué aventurar si perdemos, todo vamos a perder si no peleamos, y todo lo ganaremos si triunfamos»29. La declaración de independencia venezolana no es el resultado de los planes urdidos por unos cuantos conspiradores, como Blanco pretende, sino la decisión consciente de «la opinión de la mayoridad», que ha reaccionado de la manera que lo ha hecho, tanto en Venezuela como en México, ante la obstinación por parte del gobierno peninsular de oprimir a los americanos. Lo que está sucediendo en territorio mexicano no son disturbios, como los denomina Blanco en su respuesta. Este punto le sirve a Fray Servando como entrada para dedicar algunas páginas al virreinato que lo vio nacer («cuyo voto ha de arrastrar consigo los del resto», vaticina), para luego referirse brevemente a los casos de Guatemala, Buenos Aires y Chile. Uno de los elementos que, afirma Mier, ha permitido el dominio de América por parte de España es el carácter persuasible de los americanos. «A no ser así..., ¿cómo hubieran podido permanecer 16 o 20 millones de hombres bajo el cetro férreo de los españoles, que no han tenido allí ningunas fuerzas militares, ni otros castillos que conventos? Apenas comenzaron a verse soldados en Nueva España para la expulsión de los jesuítas»30. Por otro lado, critica las políticas peninsulares que han inhibido la educación superior en América: menciona la prohibición de Godoy del estudio del derecho natural y la negativa de Carlos IV de establecer una universi28 Conversaciones americanas, op. cit., pg. 141. Unos párrafos más arriba, Blanco había afirmado que con el paso del tiempo los americanos irían perfeccionando la libertad a la que aspiran, «y al fin los haría capaces de la absoluta independencia siguiendo el curso inevitable de las cosas». Ibid., pg. 139. 29 ibid., pg. 152. Las frases citadas en el párrafo siguiente, en: 160 y 163.

30

ibid., pg. 177.

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dad en la ciudad de Mérida porque «no consideraba conveniente se hiciese general la Ilustración en las Américas» 31 . Fray Servando dedica varias páginas al tema de la mediación inglesa, mecanismo político que podría beneficiar a los americanos, pues está convencido que los ingleses quieren (por conveniencia más que por otra cosa) la independencia americana; sin embargo, no se deciden a contrariar al gobierno español a causa de la situación político-militar que Napoleón ha provocado en Europa. Dicho gobierno, si bien en algún momento pareció interesarse por la mediación, terminó rechazándola, no sin antes pretender imponer condiciones tan onerosas a los ingleses que éstos se vieron obligados a declinar su participación en un mecanismo de pacificación que no podía más que traerles ventajas (de aquí su persistencia en mantenerlo como una opción). Por otra parte, como explica Fray Servando en la nota octava, la situación revolucionaria se había extendido de tal modo en prácticamente todo el subcontinente que, bajo las nuevas condiciones imperantes, los americanos no deseaban ya una mediación que habían buscado en un primer momento. En seguida, Mier arremete una vez más contra la Constitución de 1812: no hay división de poderes (pero no por un poder excesivo de las Cortes, sino porque el rey es un «tirano»); en el Consejo de Estado sólo habrá doce americanos (de un total de cuarenta); no habrá ministros para Indias dedicados a los distintos ramos de gobierno (sino un secretario de Gobernación para Ultramar); habrá Cortes anuales (con los consecuentes problemas financieros y de transporte para los americanos) y, además, cuestión capital, las castas no pueden votar. «Es decir, que como en las actuales cortes la voz de América será cero, y permaneceremos a las órdenes de nuestros amos» 32 . La carta segunda termina en el tono combativo que caracteriza a Fray Servando, pero con un acento «apocalíptico» que no deja margen alguno para el debate de ideas: «Nos insulta quien nos habla de conciliación. No la hay, no puede haberla con tiranos tan execrables. ¿Para qué queremos la vida en compañía de monstruos? Muramos vengándonos al menos, y la América sea también el cementerio de los descendientes de los vándalos. Quede [por] segunda vez, si más no se puede, convertida en un vasto desierto, donde amontonados los cadáveres de americanos y europeos ostenten los siglos venideros nuestra gloria, y su escarmiento» 33 .

31 ibid., pg. 179. Mier omite mencionar el hecho de que la Universidad de Mérida fue finalmente creada, mediante Cédula Real, en junio de 1806. Gonzalo Anes, La Corona y la América en el siglo de las Luces Madrid, Marcial Pons/AFLG, 1994, pg. 149. 32 ibid., pg. 201. Un poco más adelante, Mier se refiere al tema de la libertad de imprenta o, más bien, a su incumplimiento, tanto en la Península como en América, y advierte: «El decreto de la libertad de imprenta será para nosotros lo mismo que las Cortes, y lo mismo que han sido en lo favorable las leyes de Indias: palabras y nombres.» ibid., pg. 205. 33 ibid., pg. 216.

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En la parte final de la segunda contestación de Blanco, publicada en El Español en agosto de 1812, el clérigo sevillano reconoce que la pacificación de América es ya imposible y afirma que el principal responsable de esta situación es el gobierno peninsular: Al desvanecerse para siempre la esperanza de conciliación, me ha sido preciso presentar este pequeño bosquejo de las razones que he alegado en la cuestión presente. Mas nunca tomaré la pluma para atizar el furor de los americanos españoles en esta funesta guerra. Decídala la España, y el Dios de la justicia, sin castigar a mi patria de los errores de sus gobiernos. Yo doy punto aquí sobre la cuestión primitiva, y sólo trataré de dar mis consejos a los pueblos de América (que son los únicos que se muestran inclinados a oírme) a fin de que eviten otros males que les amenazan. Tales son jacobinismo y francesismo. Pero ya me es imposible mezclar en esta carta tan distintas y copiosas materias34.

La Historia de la revolución de Nueva España es, como ya se mencionó, el texto político más importante de Fray Servando. Su redacción fue un proceso algo tortuoso, pues, por diversos motivos, fue interrumpida en varias ocasiones. La primera parte (libros I-VII), es en realidad una réplica a un texto que Juan López Cancelada, un publicista español que vivió más de veinte años en la Nueva España, había editado en Cádiz en 1811 y cuyo título era La verdad sabida y buena fe guardada. Origen de la espantosa revolución de Nueva España. En él, López Cancelada defendía y justificaba el golpe de estado que el comerciante peninsular Gabriel de Yermo había dirigido en contra del virrey Iturrigaray. Fray Servando difiere por completo con la interpretación de López Cancelada, pero es imposible saber si fue decisión propia redactar esta primera parte de la Historia y o si fue producto de una petición directa por parte del círculo del ex-virrey35. Este origen de la Historia, que vería la luz en Londres en 1813, explica la última parte del título completo de la obra: Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, o verdadero origen y causas de ella con la relación de sus progresos hasta el presente año de 1813. A los primeros siete libros, redactados en 1811, se irían añadiendo otros, en los que Mier relata la insurrección del cura Miguel Hidalgo y, a partir del 34

Conversaciones americanas, op. cit., pg. 150. En su Historia de Méjico, Alamán refiere que tanto el abogado como la esposa de Iturrigaray financiaron parcialmente la primera parte de la Historia y que dicho financiamiento llegó a su fin cuando el ex-virrey se dio cuenta que la Historia era una abierta defensa de la independencia. Véase la Introducción a la Historia Edición crítica, op. cit.: XVII, XXV y XXXII. Dicho sea de paso, López Cancelada es un autor mucho más digno de leerse de lo que sugieren algunos historiadores mexicanos. 35

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encarcelamiento y ejecución del iniciador del proceso independentista novohispano, refiere los avatares de la insurgencia bajo la dirección de otro cura, José María Morelos. Finalmente, en el verano de 1813, Fray Servando emprende la redacción del último libro, el XIV, el más extenso, con mucho, de toda la Historia36. En él centraremos nuestra atención; la razón es muy sencilla: este libro constituye la defensa más extensa, documentada y ambiciosa que se había escrito hasta entonces en todo el subcontinente en favor de la independencia absoluta de la América española (y que, sobra decirlo, se escribiría a lo largo del proceso emancipador). El libro XIV repite muchos de los argumentos y de las críticas antipeninsulares que Fray Servando había utilizado en sus Cartas; de hecho, se podría considerar que, en diversos aspectos, la Cartas y este libro XIV constituyen una sola obra, sin solución de continuidad37. Sin embargo, existe una idea fundamental que hace acto de presencia, como «idea-fuerza», en la Historia, y que se convertiría en uno de los pilares argumentativos y doctrinales de la emancipación de América: la idea de una magna carta americana. El núcleo de esta noción, que Mier utilizará de ahora en adelante como el eje ideológico-político de sus tesis independentistas, es que, poco después de la llegada de Colón, los americanos celebraron un pacto con los reyes de España, mediante el cual fueron incorporadas a la Corona de Castilla en calidad de reinos, con idénticas prerrogativas que las demás partes integrantes de la monarquía38. De aquí se derivan una serie de consecuencias, todas las cuales, como puede suponerse, apuntan hacia el objetivo único que Fray Servando se había impuesto desde 1811: la independencia absoluta. América poseía entonces una «carta magna», una «constitución» o unas «leyes fundamentales» (Mier utiliza estos términos de manera intercambia-

36 El motivo específico que impulsó a Mier a redactar este libro XIV fue el resurgimiento de la mediación británica como una opción de pacificación. Con el fin de promover esa posibilidad, o, más bien, con el objetivo de llevarla, más pronto que tarde, por caminos que desembocaran en la independencia absoluta, Mier procedió a su redacción en agosto del año señalado. 37 Este carácter unitario tiene uno de sus principales elementos explicativos en la relación de Mier con Blanco White. «Es interesante recalcar —escribe André Pons— que la elaboración de la Historia está estrechamente ligada a la polémica con Blanco White y a la influencia de éste.» Introducción a la Historia, Edición critica, op. cit., pg. XXIII. Pons es el autor de una extensa e interesante tesis de doctorado sobre Blanco White que, hasta donde sabemos, no ha sido publicada en forma de libro: Blanco White et la crise du monde hispanique Lille, Atelier National de Reproduction des Thèses, Université de Lille III, 1980, 2 tomos. 38 El núcleo de la argumentación sobre la magna carta la toma Mier de Humboldt, a quien remite en la nota que acompaña este pasaje de su Historia (libro XIV, pg. 507, nota del propio Fray Servando), así como también de Burke y de Blanco White (a quienes no menciona en esta parte del texto). Introducción, pg. LXIV.

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ble, dependiendo del contexto y del escrito de que se trate), basadas en un pacto social que los reyes españoles habían establecido con sus subditos americanos poco después de la llegada de los conquistadores. Este pacto convertía a las Américas, no en colonias, sino en reinos independientes confederados con España a través de la persona del rey; el hecho de que, en la práctica, sobre todo a partir de Felipe II, no se hubieran respetado estas leyes fundamentales, no negaba su valor en términos legales e históricos39. Esta carta magna constituía pues un pacto, al que Mier denomina «pacto social», que no podía sufrir variación alguna sin el consentimiento de los americanos. Aquí está el principal argumento en contra de las Cortes de Cádiz, cuyos diputados americanos, como ya se apuntó, no fueron convocados bajo los mismos criterios que los de la Península (lo que, en opinión de Fray Servando, invalidaba automáticamente todas las decisiones que emanaran de dicha asamblea). «En nuestro pacto invariable no hay otro Soberano que el rey. Si falta, la soberanía retrovierte al pueblo americano, que ni por sus leyes ni por las declaraciones de ese mismo Congreso es subdito de España sino su igual, y puede hacer lo que le parezca para gobernarse conforme convenga a su conservación y felicidad, que es la suprema ley imprescriptible, y el fin de toda sociedad política, como asienta con razón la misma nueva Constitución española»40. América era de los americanos porque las madres de los primeros criollos eran indias (pues con los conquistadores no vinieron mujeres españolas) y, en definitiva, porque los criollos han nacido en tierras americanas. Esto es lo que Mier denomina, en un texto muy posterior a la Historia, «el derecho natural de los pueblos en sus respectivas regiones». Dios, añade, había separado con un mar inmenso a América de Europa, de lo cual, por un lado, se derivan intereses diversos y, por otro, priva a España de todo derecho sobre los territorios americanos41.

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Las leyes del Código de Indias debidas a Fray Bartolomé de las Casas, por quien Mier siempre sintió una profunda admiración, formaban parte de dichas «leyes fundamentales». Fray Servando era sumamente crítico de dicho código, que conoce bien, pero, como lo muestra ampliamente la edición de la Historia que utilizamos, maneja de manera bastante descuidada, pues se equivoca con frecuencia al citar las leyes que lo integran y no son pocas las ocasiones en que tergiversa, de una u otra manera, su contenido. 40 Historia, op. cit., pg. 509 (énfasis en el original). 41 El texto en cuestión es la Memoria político-instructiva, México, Banco Nacional de México, 1986, pg. 126 (edición facsimilar de la reimpresa en México en 1822; con prólogo de Manuel Calvillo). El argumento emancipador basado en la ley natural había sido ya utilizado por Thomas Paine y por Juan Pablo Viscardo. La influencia del primero en la obra de Mier no admite discusión, pues él mismo hizo referencias al ideólogo de la revolución de independencia estadounidense (al respecto, sin embargo, y para no establecer filiaciones a la ligera, ver la nota siguiente); en lo que respecta a Viscardo, cuya célebre Carta a los españoles americanos publicara Miranda en Londres en 1799, la relación directa con Mier es más

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Buena parte del libro XIV es un análisis muy crítico de las cortes gaditanas, tanto desde el punto de vista político, como legal y económico. Este análisis, en el que Mier repite muchos de los argumentos que ya había utilizado en su Cartas, concluye, como no podía ser de otra manera, que los americanos tienen todo el derecho para rechazar todas y cada una de las disposiciones de las Cortes. En su parte final, esta crítica recurre a Jovellanos para fundamentar esta desobediencia americana y parafrasea, de manera amplia y muy libre, el Common Sense de Thomas Paine para concluir con un efusivo llamamiento a la guerra contra España y a la unión entre los americanos 42 . La crítica de Mier a las Cortes de Cádiz parte, una vez más, de la idea de la ilegitimidad originaria de las mismas por la manera en que fue incorporada la representación americana. Puede llamar la atención esta insistencia de Fray Servando en criticar una asamblea cuyos mandatos son inválidos de nacimiento, pero debe tenerse en cuenta, por un lado, que en la cortes gaditanas se estaba decidiendo el futuro de los americanos mientras la guerra no decidiera otra cosa (lo cual estaba lejos de suceder cuando las Cortes tienen su primera sesión en septiembre de 1810) y, por otro, que la creencia de que era posible mantener una cierta autonomía dentro del imperio tardó muchos años en desvanecerse en la mente y en los corazones de un número considerable de americanos (o, por lo menos, de sus elites). Mier era consciente de ello y por eso se tomó la molestia de criticar con tanto detalle a las Cortes y a la Constitución de 1812. La pertinencia de muchas de estas críticas está fuera de duda; lo que, en todo caso, nos parece discutible, es su renuencia absoluta a ver en las cortes gaditanas una opción para el desarrollo político de los americanos dentro de una monarquía regida por una constitución liberal. La ilegitimidad de las Cortes como argumento que descalificaba su labor ab origine llama mucho la atención si recordamos que Mier, en un texto posterior, reconocía que el Congreso de Chilpancingo había sido designado de manera igualmente ilegítima y, sin embargo, afirmaba que a nadie «le era lícito variar el pacto social decretado por un Congreso constituyendifícil de establecer pues, como afirma Brading, Fray Servando pudo haber utilizado otras fuentes para su argumento de los derechos ancestrales de los americanos. «Juan Pablo Viscardo y Guzmán: patriota y philosophe criollo», en Juan Pablo Viscardo y Guzmán (17481798). El hombre y su tiempo, Lima, Fondo Editorial del Congreso, 1999, 3 tomos; la referencia es de la página LXXVI (tomo I). 42 La crítica de Fray Servando a las Cortes dentro del libro XIV abarca de la página 541 a la 579. En la nota 263, pg. 579, se señala que Mier (que en esta ocasión en particular, no hace mención de Paine) omite la parte del capítulo 3 del Common Sense en donde éste elogia al régimen republicano. En «Nos prometieron constituciones...», un texto de mediados de 1821, Fray Servando hace referencia a este pasaje y menciona explícitamente que lo tomó del «célebre Tomás Payne». Escritos inéditos, op. cit., pg. 359.

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te»43. Lo mismo sucede si se tiene en mente la despreciable opinión de Fray Servando, en un escrito que revisaremos más adelante, sobre la conformación y la naturaleza del congreso mexicano que debía llevar a cabo la independencia («¿Puede ser libre la Nueva España?»). En cualquier caso, su crítica a las Cortes no es original, pues se basa en los debates parlamentarios y en El Español. «Es preciso reconocer también que esa crítica es a menudo injusta. Mier interpreta libremente algunos artículos constitucionales, anticipa vicios en la aplicación de otros y expone ideas a primera vista sorprendentes sobre algunos puntos... Huelga decir que pasa totalmente por alto los aspectos positivos, no sólo de la Constitución, sino también de la política americana de las Cortes»44. En las últimas páginas del libro XIV, Mier advierte: «No clavéis los ojos demasiado en la constitución de los Estados Unidos, que quizás subsisten porque no hay potencia contigua que se aproveche de su interna fermentación...»45. En ese mismo párrafo hace un encendido elogio de la constitución británica, la cual debe ser el «modelo» a seguir, pues sólo ella garantiza «la verdadera libertad, seguridad y propiedad». Además, «la experiencia de los siglos demuestra demasiado su solidez para que, sin considerarla, arriesguemos ensayos del todo nuevos, demasiado sangrientos, costosos, y tal vez irreparables»46. Enseguida, Fray Servando recurre al caso francés para exaltar aún más las virtudes del sistema político británico. Los franceses, a diferencia del pueblo inglés, han terminado por convertirse en los esclavos de un poder despótico. «Tal suele ser el desenlace de principios metafísicos que, aunque en teoría aparezcan bellos y sólidos, son en la práctica revolucionarios, porque los pueblos, raciocinando siempre a medias, los toman demasiado a la letra y deducen su ruina. De la soberanía del pueblo, que no quiere decir otra cosa sino que de él nace la autoridad que ha de obedecer porque todo él no puede mandar, deduxo Valencia que no debía someterse al Congreso de Venezuela, sino empuñar las armas contra sus hermanos.» La influencia de las ideas de Blanco White en esta parte de la Historia es evidente47. Es cierto que Burke constituye la raíz última de estos planteamientos de Mier, 43

Memoria político-instructiva op. cit., pg. 49. Introducción a la Historia, Edición crítica, pg. LXXII. 45 ibid., pg. 619. 46 ibid. 47 ibid. Un nítido ejemplo, entre otros muchos, del pragmatismo político de Blanco (que tanto influiría en Fray Servando), lo encontramos en la parte final de la respuesta a la primera de las Cartas de un americano: «Sólo el desorden, la desunión y la anarquía pueden atajar los progresos de la América española. Restituyase la paz, quítense los grillos a la industria; bórrense hasta los nombres de las manchas legales de las castas... naveguen los americanos de unos puertos a otros; comercien en el interior y no se acuerden de quien ejerce la soberanía, si las Cortes, o si los Congresos de América. Insistan en ser soberanos de su industria; y 44

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pero Blanco es mucho más que un intermediario: fue él quien «tradujo» el pensamiento de Burke para el mundo hispánico, es decir, quien le dio un sentido en/para el momento político que ese mundo estaba viviendo y quien le adjudicó contenidos concretos, aplicables a ese mundo; contenidos cuya pertinencia el tiempo se encargaría de mostrar. En las últimas páginas de la Historia surge con fuerza ese reformismo y ese empirismo político de Mier que parecen desvanecerse en el aire cuando lo que está en juego es la independencia de América. Fray Servando no transigía un ápice en lo que a esa independencia se refiere y por eso con frecuencia olvidamos que se trata de un hombre a quien le disgustaban sobremanera los cambios bruscos en cualquier ámbito de la vida social y que rechazaba las novedades o los «saltos» en materia política: Los pueblos nunca se han gobernado sino por usos, prescripciones y leyes. Por eso me he tomado tanto trabajo en exhibir las nuestras. Por ellas somos independientes de España, por ellas podemos estar autorizados a serlo enteramente; y no sólo las naciones respetarán así en nuestra separación el derecho de gentes, sino que todos los americanos seguirán unidos porque los conduce la misma costumbre de obedecer al imperio del exemplo antiguo y de las leyes... Dividid las cámaras y estaréis seguros del acierto. De otra suerte tan esclavo puede ser el pueblo representado por un Rey como por muchos diputados. Considerad, si no, lo que pasó en la Convención de Francia, o lo que está pasando en las Cortes de España. Menos hagáis novedades en materias de religión, sino las absolutamente indispensables en las circunstancias...Por más abusos que haya dejad al tiempo y alas luces su reforma...4*

La Historia termina con un encendido elogio a Fray Bartolomé de las Casas, a quien Mier considera el «genio tutelar de la Américas». La admiración por Las Casas, como ya se apuntó, viene de lejos, y es posible encontrar evidencias de ella en prácticamente toda la obra de Fray Servando. La primera de las Cartas de un americano, por ejemplo, termina así: «Bartolomé de las Casas, el verdadero apóstol, el abogado infatigable, el padre tiernísimo de los americanos...nos dejó por testamento que Dios no tardaría en castigar a la España como ella había destruido las Américas: y parece que la justicia divina aceptó el albaceazgo del santo obispo de Chiapa»49. Once años más

créanme que más cerca están de este modo de la soberanía política, a que algunos de sus filósofos aspiran, que declarándola desde ahora con proclamas. El comercio y la industria es quien decide la superioridad respectiva de los pueblos.» Conversaciones americanas, op. cit.: 142-143 (énfasis en el original). 48 Historia, op. cit.: 620-621 (énfasis RB). 49 Cartas, op. cit., pg. 90.

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tarde, como se puede constatar en las páginas que le dedica en su Idea de la constitución..., Mier persistía en difundir y elogiar la santidad, la sabiduría y, sobre todo, el valor y la entereza de Las Casas, así como la contribución que hizo a la «verdadera Constitución», como denomina en este escrito a la «carta magna» americana, a la que ya hemos aludido50.

E L LIBERALISMO COMO INSTRUMENTO Y LA CUESTIÓN REPUBLICANA

Fray Servando ha sido catalogado con frecuencia como «liberal». No obstante, resulta curioso, por decirlo de alguna manera, toparse con un escrito de un autor «liberal» que resulte tan antiliberal como «¿Puede ser libre la Nueva España?», texto que Mier redactó en 1820. Al inicio del apartado cuarto de este documento, Fray Servando hace una burla de los congresos (y, por extensión, de todo tipo de representación política), de tal envergadura, que Vergés y Díaz-Thomé hacen la evaluación siguiente en su nota introductoria al texto en cuestión: «No se pueden pedir palabras de un desprecio más absoluto para la representación nacional; esto inclina a pensar que Mier, como tantos otros insurgentes, se lanzaba hacia el liberalismo por comodidad más que por sentimiento, ya que no es comprensible abrazar una ideología sin fe en ella. Resulta además cínica, hasta cierto punto, la simplicidad con que ve la formación del suspirado Congreso, en el que deposita la confianza máxima para conseguir la independencia»51. El pasaje que ameritó el juicio anterior es demasiado largo para citarlo in extenso, pero la parte final merece ser transcrita. Baste apuntar que en el párrafo precedente Mier propone la creación, expedita y sin mayores complicaciones, de un congreso (procurando que la representación sea de las provincias «más decentitas e inteligentes»), el cual elegirá presidente al general Victoria («u otra persona la más respetable»); enseguida, se asignarán los cargos ministeriales más importantes y, concluye Fray Servando este parágrafo, «ya tenemos el Gobierno y el Congreso necesarios»: ¿ Y esto basta para un Congreso tan preciso y ponderado? Sobra; y si los monos supiesen hablar, bastaría que el Congreso fuese de ellos y dijesen que representaban la nación, Entre los hombres no se necesitan

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«Idea de la Constitución..»., en Escritos inéditos, op. cit., pg. 269 (el elogio en cuestión comienza en la p. 260) .En 1812, Mier escribió un prólogo para la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que sería reeditado en Filadelfia en 1821. La importancia de Las Casas para la causa independentista novohispana rebasa con mucho a Fray Servando. En su prólogo a la Historia de Mier, Calvillo escribe: «Fray Bartolomé fue, y no en sentido alegórico, el Santo Patrono de la insurgencia mexicana.» op. cit., pg. XLIII. 51 En Escritos inéditos, op. cit., pg. 211.

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Roberto Breña sino farsas porque todo es una comedia. Afuera suena y eso basta. La necesidad que no está sujeta a leyes. Salus populi suprema lex est. En toda asociación los miembros que están libres, están naturalmente revestidos de los derechos de sus consocios para libertarlos. Se presume y supone su voluntad. Exigir más, sería sacrificar el fin a los medios. Después que están libres ratifican lo hecho, todo defecto queda subsanado con el consentimiento y todo lo hecho resta firme y permanente52.

Referirse a la impaciencia de Mier respecto a los pocos progresos que parecían estar haciendo los insurgentes mexicanos para explicar y justificar este pasaje sería simplista. Una impaciencia que, por otro lado, se manifiesta desde la primera línea del escrito que nos ocupa, en donde Fray Servando afirma que el título del mismo no es el adecuado, y propone la alternativa siguiente: «¿Por qué no ha sido ya libre la Nueva España desde 1808 en el absoluto trastorno que padeció la monarquía, y se fue a pique la antigua España? ¿Cómo no lo es todavía en la actual impotencia de los españoles?»53. La respuesta a estas preguntas no es muy difícil: la mayor parte de las elites novohispanas no quería ser independiente. La renuencia a aceptar esta respuesta, con toda su simplicidad, fue la causa de que muchos historiadores mexicanos buscaran, durante mucho tiempo, explicaciones más o menos abstrusas para algo que el mismo Fray Servando sabía, pero que resultaba inaceptable para alguien que había sufrido la represión de las autoridades españolas durante un cuarto de siglo y que había luchado incansablemente por la independencia durante casi una década54. 51 toda la América meridional es ya libre, se pregunta Mier, ¿por qué no lo es la parte septentrional? La respuesta, una vez más, es muy difícil de aceptar, pero en esta ocasión Fray Servando sí consigna la respuesta: «Por la ignorancia, inexperiencia y ambición de los que se han puesto a la cabeza del movimiento»55. Es aquí donde surge el planteamiento que terminará llevando a Mier al pasaje citado más arriba; lo que se necesita para lograr la independencia son tres cosas: la primera, un centro de poder supremo; la segunda, que este centro sea civil (i.e., que represente a la nación) y, la tercera, que la independencia declarada sea reconocida por otras potencias. Fray Servando se refiere de tal manera a la representación nacional en las primeras páginas del texto que nos ocupa («Un congreso... es el gobier52 53

ibid., pg. 221. ibid., pg. 213.

54 Ahora bien, una pista para saber por donde se fueron durante tanto tiempo los razonamientos (por no decir la voluntad) de los historiadores mexicanos aludidos, la proporciona el propio Mier unas páginas más adelante. «Yo bien conozco que todo americano es insurgente, porque insurgente no quiere decir sino hombre que conoce sus derechos, aborrece la esclavitud y ama la libertad de su patria.» ibid., pg. 219. 55 i«d.,pg.213.

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no natural de toda asociación...es el órgano nato de la voluntad general.»), que resulta aún más difícil asimilar lo que diría sobre estos organismos un poco más adelante56. Dentro del mismo espíritu liberal que se manifiesta en la cita precedente, Mier manifiesta su enorme recelo ante el poder militar: «Los militares no representan la nación; son los instrumentos de que se sirve para su defensa, y para conseguir su paz y tranquilidad, o sea su independencia y libertad. Antes es un axioma entre todas las naciones libres del despotismo, que la fuerza armada no es deliberante. En una palabra: militares peleando sin un cuerpo civil o nacional que lo autorice, en el mar se llaman piratas, en tierra, asesinos, salteadores, facciosos y rebeldes, aunque en verdad no lo sean»57. Después de referir las causas del fracaso de la expedición que en pro de la independencia novohispana encabezó el joven peninsular Francisco Javier Mina (en la que él mismo participó), Fray Servando vuelve sobre la importancia decisiva de un congreso para lograr la independencia: «Congreso, Congreso, Congreso, luego, luego, luego. Este es el talismán que ha de reparar nuestros males, y atraernos el auxilio y el reconocimiento necesarios de las potencias para que nosotros lleguemos a ser una»58. Fray Servando piensa que la causa por la que la Nueva España no es independiente no es sólo la falta de aptitudes de los líderes insurgentes, sino el hecho de que los novohispanos están divididos por pasiones e intereses. Solamente esta falta de unidad puede explicar que alrededor de 10 millones de mexicanos no puedan independizarse de 40 mil europeos. Mediante razonamientos de este tipo, Mier prepara lo que será la idea más importante de la última parte del texto: para alcanzar su independencia, México necesita del apoyo de una nación extranjera y, dadas las circunstancias, esta potencia no puede ser otra que los Estados Unidos. Todas las naciones que han salido de la esclavitud han requerido del apoyo de otras y México no tiene por qué ser una excepción. El texto termina con una exhortación que adelanta los elogios a los Estados Unidos que Fray Servando verterá sin medida en la Memoria político-instructiva, escrito al que Edmundo O'Gorman considera «la obra capital del Padre Mier»59. 56

La cita entre paréntesis, en ibid., pg. 215. ibid. 58 ibid.: 218-219. La calidad de los hombres que integren la asamblea, nos dirá Mier más adelante, es una cuestión secundaria: «No hay que pararse en que el Congreso por los que lo componen sea bueno o malo. Nada de eso saben los extranjeros, donde ha de hacer el eco más importante. Ya se supone que al principio todo no es lo mejor. Pero más vale algo que nada.» Ibid., pg. 224. Sobre los pormenores de la expedición mencionada, puede verse Xavier Mina (Guerrillero, liberal, insurgente) de Manuel Ortuño, Pamplona, Universidad Pública de Navarra, 2000, cap. 14: 369-397. 59 La referencia de O'Gorman, en el prólogo a Escritos y memorias de Fray Servando, México, UNAM, 1945, pg. XXIV (nota 11). «¿Puede ser libre la Nueva España?» concluye 57

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político-instructiva,

c o m o las Cartas,

c o m o la

Breña Historia,

surge como una réplica, como una reacción. En este caso, el responsable es Agustín de Iturbide, más específicamente, su Plan de Iguala. Fray Servando tiene noticia del mismo, y de las propuestas monárquicas que contiene, durante su residencia en Filadelfia y, desde ahí publica en agosto de 1821 (i.e., un mes antes de ser declarada la independencia de México), la Memoria político-instructiva, de título tan expresivo. Los temas centrales de este texto de Mier son bien conocidos: una diatriba contra la monarquía, un panegírico de los Estados Unidos y de su republicanismo, una severa crítica al que fuera poco antes el modelo político a seguir (Inglaterra), una defensa y justificación del gobierno republicano en general y, por último, una arenga dirigida a Iturbide para que deje atrás las pretensiones de instaurar un régimen monárquico y apoye «la independencia absoluta, la independencia sin nuevo amo, la independencia republicana»60. Sobre el cambio de modelo político, de Inglaterra a los Estados Unidos, que es uno de los aspectos más notorios y más comentados de la Memoria, creo que O'Gorman lo ha dicho casi todo: ...no es sólo que Mier hubiere mudado de clima político, es también que las circunstancias son distintas. Ahora el pacto de la Santa Alianza se le presenta como una cruzada monárquica contra el logro o consolidación de la independencia en Hispanoamérica. Ahora, el restablecimiento de la Constitución y de las cortes españolas se le ofrece como una trampa capaz de inducir a los novohispanos a aceptar una independencia relativa bajo el sistema de una monarquía con príncipe español. Ahora, por fin, es poderosa la influencia de la tesis original del obispo Pradt, según la cual debe concederse a los países americanos la 'soberanía de administración' sin la 'soberanía de comercio', el artero expediente al que recurre Inglaterra para conculcar los derechos inherentes a la libertad y satisfacer sus ambiciones de dominación universal61.

El cambio en las simpatías políticas de Mier es, pues, mucho más que una actitud veleidosa. Por otra parte, este cambio tampoco fue tan súbito de la siguiente manera: «¡Mexicanos! Del norte nos ha de venir el remedio: por acá se ha de trabajar para tener un puerto, mantener comunicación y recibir socorros. Todo cuanto se haga por el sur es perdido. El profeta decía a los judíos que del norte les vendría todo el mal, porque por ahí quedaban sus enemigos. A nosotros del norte nos ha de venir todo el bien, porque por ahí quedan nuestros amigos naturales.» op. cit., pg. 227 (énfasis en el original). 60 Memoria político-instructiva, op. cit., pg. 126. Se podría decir que el segundo de los temas mencionados, la crítica a Inglaterra (no sólo en el plano político, sino también social y comercial) constituye un leitmotiv de la Memoria (ver: 56, 9 0 , 9 2 , 9 4 y 96). 61 Nota introductoria a la Memoria, en Ideario político, Barcelona, Biblioteca Ayacucho, 1978,pg. 191.

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como alguna vez se pensó. Manuel Calvillo ha encontrado un par de testimonios que indican que la identificación de Mier con los principios republicanos comenzó a perfilarse antes de su estancia en los Estados Unidos62. En cualquier caso, la vehemencia con que Fray Servando adoptó la nueva causa y argumentó en su favor es de tal magnitud que la Memoria contiene la que probablemente sea la única justificación de la Convención revolucionaria francesa que se puede encontrar dentro del pensamiento político de la emancipación americana63. La Memoria constituye, en cierto sentido, la entrada de Mier en la arena política mexicana. Es cierto que no existe todavía un país independiente, pero Fray Servando sabe que ese momento está muy cercano y, gran decepción para él, parece que la forma de gobierno que se impondrá, no sólo no es aquella con la que ahora se identifica plenamente, sino que, tal como lo señala O'Gorman en la cita precedente, representa en buena medida una negación de aquello por lo que él había luchado durante muchos años: la independencia absoluta. Esta vez, sin embargo, Mier no tiene que defender esta tesis en contra de un español peninsular que consideraba que la «independencia moderada» era la mejor opción política para los americanos, sino en contra de un criollo que, después de haber luchado encarnizadamente durante años en contra de la causa insurgente, se convertiría, nada menos, que en el artífice de la independencia mexicana. Mier perdería la batalla: Iturbide fue coronado emperador en mayo de 1822. Es cierto que el imperio duraría sólo diez meses, pero lo cierto es que la Memoria no cumplió los objetivos que su autor le fijó. Este fracaso preludia el que será el último y más serio de los descalabros públicos de Fray Servando: la adopción de un sistema federal extremo por parte del congreso que redactaría la primera constitución del México independiente64. La opinión de Mier respecto a la adopción de un sistema al que consideraba la tumba del futuro político de México se manifiesta en toda su amplitud en su famoso discurso del 13 de diciembre de 1823, conocido como «De las profecías», pronunciado en su calidad de diputado por la provincia de Nuevo León ante el congreso que estaba elaborando la que sería conocida como la «Constitución de 1824». Esta alocución, de apenas diez pági-

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Las constancias testimoniales que este autor encontró rastrean las simpatías republicanas de Mier a 1817. Prólogo a la Memoria, op. cit. (este prólogo carece de paginación; en todo caso, dichas constancias aparecen en lo que serían las páginas 21-23, sin contar las ilustraciones y facsímiles que incluye esta edición). 63 Véanse: 80-81 de la Memoria. 64 Estos fracasos políticos de Mier nos recuerdan el caso de un pensador, ya mencionado en este trabajo, que tuvo una larga carrera pública (casi treinta años) y que, la mayor parte de las veces, fue testigo de cómo sus propuestas eran derrotadas o desechadas por sus adversarios políticos: nos referimos a Edmund Burke.

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ñas, es una muestra inmejorable de la sabiduría política que Fray Servando había acumulado, de su habilidad argumentativa (que el paso de los años no había mermado), de su erudición y hasta de su presciencia (ver nota siguiente). El más lúcido de los estudiosos de la obra de Mier, Edmundo O'Gorman, no duda en referirse a este discurso como «uno de los textos más extraordinarios del pensamiento político latinoamericano»65. En él, Mier se manifiesta a favor del federalismo, pero de un federalismo que reconozca las enormes diferencias (políticas, sociales y culturales) que separan a México de los Estados Unidos; es decir, de un sistema federal que no disperse la soberanía entre las provincias, lo que significaba ir en contra de la historia, y, por tanto, sentar las bases de la ruina política de un país que apenas estaba naciendo. Una vez obtenido el que había sido el objetivo principal de su vida durante muchos años (la independencia de México), Fray Servando es capaz de adoptar una cierta serenidad en el tono, en las propuestas y en los modelos a seguir. En el «Discurso de las profecías» deja atrás el maniqueísmo que había caracterizado sus simpatías políticas (inglesas o estadounidenses, según el periodo que se considere) y expresa las ventajas que cada una posee, sin despreciar a ninguna de las dos. Pero además, en este discurso se vuelve a manifestar ese pragmatismo y reformismo políticos que tanto criticara a Blanco White en el debate que sostuvieron doce años antes. De hecho, en algún momento del discurso, Mier reniega del jacobinismo de sus Cartas de un americano y hace una crítica feroz del revolucionarismo francés: «Esa voluntad general numérica de los pueblos, esa degradación de sus representantes hasta mandaderos y órganos materiales, ese estado natural de la nación, tantas otras zarandajas con que nos están machacando las cabezas de las provincias, no son sino los principios ya rancios con que los jacobinos perdieron a la Francia, han perdido a la Europa y cuantas partes de nuestra América han abrazado sus principios. Principios, si se quiere, metafísicamente verdaderos; pero inaplicables en la práctica porque consideran al hombre en abstracto, y tal hombre no existe en la sociedad»66. Enseguida, Fray Servando afirma que se dio cuenta de la falsedad de los principios jacobinos gracias a los representantes británicos más importan-

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Nota introductoria a «El padre Mier en el Congreso Constituyente», en Ideario político, op. cit., pg. 237. El «Discurso de las profecías» abarca las pp. 288-299. En cuanto a la capacidad de predicción de Fray Servando y de su pesimismo respecto al futuro de México, baste citar algunas de las frases con las que termina el discurso en cuestión: «Protestaré que no he tenido parte en los males que van a llover sobre los pueblos del Anáhuac. Los han seducido para que pidan lo que no saben ni entienden, y preveo la división, las emulaciones, el desorden, la ruina y el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos... ¡Dios mío, salva a mi patria!...», ibid., pg. 299. 66 ibid., pg. 293.

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tes de la que llama la «vieja escuela de la política práctica» (Burke, Paley y Bentham)67. En lo que se refiere a los principios políticos a seguir, Mier ha dado un giro radical: «...es curioso observar que, para luchar contra los federalistas que invocaban los principios revolucionarios franceses, el diputado de Nuevo León acude a los argumentos antifederalistas y antidemocráticos de la Historia, libro XIV, precisamente los mismos que Blanco White había utilizado contra Mier en la polémica de 1811-1812: recusación del ejemplo de los Estados Unidos, federación inadaptada a las circunstancias, necesidad del aprendizaje progresivo de la libertad y de una etapa previa antes de que México pueda alcanzar el nivel político de la república norteamericana»68. El giro en cuestión, claro está, no solamente tiene que ver con el hecho de que el objetivo primordial que Mier se había fijado desde hacía más de una década era, finalmente, una realidad, sino con un tema en el que es imposible detenernos: los inevitables desengaños, transformaciones y ajustes que sufre todo hombre de libros al ingresar en la política activa. La tremenda decepción de Mier frente a lo que consideraba prácticamente un hecho cuando pronunció su «Discurso de las profecías» (la adopción de un sistema federalista extremo), es muy similar a la que diez años antes habían manifestado varios de los líderes más importantes de las independencias venezolana y neogranadina (pero no sólo ellos, pues esta queja se expresó, de muy diversas maneras, en casi todo el subcontinente). Llama la atención que ninguno de estos líderes fuera capaz de frenar esos peligros que tan bien percibían y describían (pienso sobre todo en Bolívar y en Nariño), sobre todo porque en ninguno de estos casos estamos frente a intelectuales «de gabinete», sino ante hombres que participaron activamente en la vida pública69.

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ibid. Fray Servando se refiere aquí a los principios jacobinos como «la caja de Pandora donde están encerrados todos los males del universo». El segundo de los autores mencionados por Mier es William Paley (1743-1805), arcediano de Carlisle, autor The Principies of Moráis and Political Philosophy (1785), texto muy conocido en el mundo académico inglés de la época. 68 Introducción a la Historia, Edición crítica, op. cit., pg. XCIII. 69 A reserva de que cada caso es distinto y que, por lo tanto, habría que sacar conclusiones por separado, los avatares públicos y/o el destino político de un sinnúmero de los líderes de las independencias americanas sugieren no solamente un desfase absoluto entre sus propuestas políticas y las realidades político-sociales que terminaron dictando el camino que, en términos efectivos, tomaron sus respectivos países, sino también una decepción, más o menos marcada, ante una serie de eventos sobre los cuales parecían no tener control alguno (además de los ya citados, se puede mencionar a Miranda, Sucre, San Martín, O'Higgins, Monteagudo, Artigas, Moreno, Rivadavia y Rocafuerte, todos ellos «actores» del más alto nivel en el proceso emancipador).

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En el plano del pensamiento político, Fray Servando resulta un autor de difícil adscripción. Ya vimos que renegó de su jacobinismo de la primera hora, lo que podría acercarlo al liberalismo; un acercamiento que, en principio, se vería reforzado por su republicanismo. Sin embargo, por una parte sus influencias doctrinales más importantes nos llevan más hacia el conservadurismo que hacia el liberalismo (o, en todo caso, hacia el liberalismo conservador); por otra, las relaciones entre el liberalismo y el republicanismo son bastante más tenues de lo que se pensó durante mucho tiempo70. En todo caso, el Mier del «Discurso de las profecías» no sólo renegaba del democratismo de las Cartas de un americano, sino que, en el contexto del debate sobre el tipo de república que debía adoptarse, se contó entre los escasos defensores de un federalismo moderado (o, si se prefiere, de un centralismo moderado; carácter intercambiable que muestra, por otra parte, la relatividad de términos que, con frecuencia, han sido utilizados por algunos estudiosos de la historia política americana como talismanes de explicación historiográfica). Como es bien conocido, a partir de 1810 el republicanismo invadió la mente de la inmensa mayoría de los líderes de las emancipaciones americanas. Este republicanismo parecía traer aparejada, de manera casi natural, la adopción del federalismo por la influencia del modelo estadounidense. Hasta cierto punto, pero mucho más, en nuestra opinión, por otros factores, cuya combinación resultó desastrosa para la estabilidad de la región: la situación de incertidumbre generalizada provocada por las guerras autonomistas e independentistas; las transformaciones territoriales y comerciales que varios virreinatos y capitanías generales habían sufrido desde mediados del siglo xvm; la debilidad de las capitales, lo que les impedía imponer su autoridad en el nuevo contexto y, por último, la difusión y el arraigo de la doctrina de la soberanía de los «pueblos» (de raíz netamente hispánica, por cierto); estos elementos, entre otros, «impusieron» el establecimiento de un sistema federal. En cualquier caso, el aparejamiento mencionado entre el federalismo y el republicanismo se ha convertido en un punto bastante más complejo de lo que se había pensado. Como Rafael Rojas ha sostenido recientemente, el federalismo fue el punto de partida y el factor determinante de la adopción generalizada del republicanismo (y no a la inversa), pero además, para los primeros republicanos americanos (Mier incluido), este republicanismo significaba, exclusivamente, una forma de gobierno opuesta a la monarquía, en la que la titularidad del ejecutivo era el único elemento diferenciador71. 70

Un ejemplo reciente que argumenta esta contingencia es el artículo «Pensamiento republicano hasta 1823» de Alfredo Avila, en El republicanismo en Hispanoamérica, México, FCE, 2002, José Antonio Aguilar y Rafael Rojas (coords.): 313-350 (véase, específicamente, la pg. 342). 71 «La frustración del primer republicanismo mexicano», en ibid.: 388-423. Por lo demás, creo que Rojas acierta cuando enfatiza que la recuperación de cualquier «tradición republi-

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Para el Fray Servando diputado, la historia y los precedentes políticos novohispanos debían ser tomados en cuenta por encima de los atractivos del sistema republicano del vecino país del norte; imitarlo implicaba ignorar las diferencias radicales que existían entre las Trece Colonias y la Nueva España72. Además, como Mier lo dijo claramente en su «Discurso profético», no se trataba de rechazar para siempre el republicanismo estadounidense, sino de darle tiempo a los novohispanos para aprender los hábitos políticos y sociales necesarios para que el sistema republicano rindiera los frutos que eran ya evidentes en los Estados Unidos. En otras palabras, había que dar tiempo para que el republicanismo, como tradición cultural, pudiera instalarse y evolucionar en el contexto mexicano (y, por extensión, americano)73. Más allá de las variaciones en cuanto a sus simpatías políticas (Inglaterra o los Estados Unidos), las oscilaciones del pensamiento político de Mier son más aparentes que reales, pues a partir de la Historia de la revolución de Nueva España es posible identificar una serie de valores políticos que se mantienen durante dichas oscilaciones. No obstante, si en repetidas ocasiones el discurso político de Fray Servando parece ser políticamente ambiguo o hasta contradictorio, ello se deriva, en no escasa medida, de la tensión que surge inevitablemente al pretender conciliar su postura en lo relativo a la independencia (una postura que era radical o «revolucionaria») con su posición respecto al sistema político que, en su opinión, debía surgir en México (que era liberal-conservadora y, en esa medida, «contrarrevolucionaria»). Esta tensión, que, por lo demás, puede explicarse en términos de lo expuesto en los primeros párrafos de este trabajo (en el sentido de que Mier era, antes que nada, un ideólogo), desaparece en cuanto México logra su independencia. A partir de septiembre de 1821, el lenguaje y las propuestas políticas que Fray Servando había manifestado desde que escribiera el libro XIV de cana» en Hispanoamérica tiene que realizarse por vías muy distintas de las que Pocock fijó para el caso anglo-estadounidense (ver: 399-400). 72 No debe olvidarse que la cautela y la firmeza de Mier vis-à-vis la imitación del sistema estadounidense se dio dentro de una asamblea en la que este sistema representaba una suerte de panacea política; situación que refleja bien la cita siguiente, tomada de un discurso que pronunció ante el congreso mexicano en abril de 1824: «Se ha citado a los Estados Unidos, como en todo se hace, porque se les tiene por el regulador y la piedra de toque, y yo digo el disparador y la piedra de amolar.» Ideario político, op. cit., pg. 302. 73 «En tanto tradición cultural, el republicanismo se asocia con la implantación de gobiernos templados, el montaje de una simbología patriótica y la construcción de un modelo cívico que aspira a una comunidad de ciudadanos virtuosos, capaces de sacrificar intereses particulares en la realización del bien público.» Esta definición la toma Rojas de Werner Maihofer («La frustración del primer republicanismo mexicano», op. cit., pg. 389). Este aspecto cultural del republicanismo es, en términos ideales, el complemento del republicanismo como forma de gobierno, mencionado más arriba.

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su Historia no tienen que contrabalancearse con su independentismo, tan voluntarioso como inflexible. Su rechazo a toda postura política radical, el peso que concede a la historia y a las leyes detrás de la misma, su moderación política, su escepticismo (por decir lo menos) en cuanto a algunos de los principios básicos del liberalismo y su desprecio hacia el pueblo se convierten en principios que, a partir de ese momento, no tienen que convivir con justificaciones independentistas que, a menudo, eran difícilmente conciliables con dichos principios. La batalla que libró Mier en contra de la «marejada federalista» que siguió a la caída de Iturbide, no solamente refleja la presencia de doctrinas e ideas a las que él mismo se opuso con vehemencia en una etapa de su vida (el reformismo ilustrado peninsular, la constitución gaditana y el moderantismo político de Blanco White, entre otras), sino que constituye también, desde nuestro punto de vista, el mejor legado de Mier como pensador político.

El paradigma y la disputa La cuestión liberal en México y en la América hispana

Antonio Annino A lo largo de la última década la mirada de los historiadores que se ocupan de la emancipación hispanoamericana ha cambiado radicalmente. Uno de los logros más importantes se refiere a la dinámica del evento: a lo largo de casi dos siglos, la versión canónica fue que las independencias llevaron al imperio español a la quiebra, mientras que hoy estamos convencidos que la emancipación fue la consecuencia y no la causa de la crisis de la Monarquía. Las independencias se han transformado así en un conjunto de procesos muy diferentes y a menudo divergentes, un campo de estudio mucho más complejo y fascinante que antes. Las notas que aquí se presentan tratan de las relaciones entre emancipación y liberalismo, un tema clásico pero inacabado, y por razones que merecen una reflexión.

EL LABERINTO DE BOLÍVAR Y LA CONDENA DE HEGEL

Hace unos treinta años un historiador norteamericano empezó su clásico libro sobre el liberalismo mexicano recordando un comentario de un clérigo «culto y genial» sobre el tema: «sí, todavía hay mucha pasión en eso»1. La situación no ha cambiado a pesar de los avances historiográfícos, aunque se podría argumentar que los dramáticos conflictos desencadenados por la experiencia liberal a lo largo del siglo xix justifican las polémicas que afectan todavía a la historiografía y a la propia memoria colectiva de muchos países. Y, sin embargo, quedarse con esta explicación sería aceptar una verdad a medias. Ningún juicio sobre el pasado se funda únicamente en el análisis historiográfico y en sus métodos. Los logros de las investigaciones casi nunca bajan las «pasiones», básicamente porque éstas tienen orígenes muy diferentes de los hechos que consideran. En el caso del liberalismo, las polémicas siguen girando alrededor de un dilema planteado precisamente en los años de la emancipación, el mismo que todavía «apasiona» al imaginario colectivo, y que tiene que ver con la compatibilidad entre el liberalismo y las peculiares condiciones históricas del subcontinente. Lo cual, des-

' C. Hale, Mexicatt Liberalism Esp. México 1971, pg .5.

irt the Age of Mora 1821-1853,

New Haven, 1968, trad.

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de hace dos siglos, implica preguntarse con más o menos énfasis si los dilemas irresueltos del desarrollo político y civil continental no constituyen acaso una responsabilidad histórica del mismo liberalismo, algo que este modelo doctrinario no pudo resolver porque supuestamente no era adaptable a las sociedades hispanoamericanas o, al revés, por ser éstas poco adaptables al modelo liberal. No hay duda de que este planteamiento a veces tuvo matices puramente ideológicos, como en los casos de los conservadores del siglo xix y de los nacional-populistas del xx, pero no es este el punto. La permanencia de las polémicas a lo largo de dos siglos sugiere más bien que estamos frente a algo peculiar y distinto de los procesos políticos que plasmaron la historia del liberalismo, algo que nos puede ayudar quizá a entender mejor las «pasiones» y las dudas desencadenadas por la experiencia liberal. Algo, en fin, que existió en el «elusivo mundo de las creencias colectivas», como diría Marc Bloch, y que podríamos llamar la historia de la cuestión liberal. Su naturaleza es la de una práctica discursiva que, por supuesto, vivió muy de cerca los procesos reales, pero sin confundirse con ellos, por ser parte de un horizonte distinto y más amplio, hasta el punto de que permaneció inmutable a pesar del tiempo transcurrido y del ocaso de su objeto, el liberalismo decimonónico. El primer protagonista fue, no casualmente, Simón Bolívar. Es de sobra conocida la etapa final de su vida, especialmente después del éxito de la novela de García Márquez, que en el título retoma una expresión del mismo Bolívar. Frente al fracaso de sus proyectos constitucionales y a la traición política de muchos de sus seguidores, por no hablar de la indiferencia de las elites locales, que literalmente le dieron la espalda, el Libertador manifestó en sus cartas no sólo su más que comprensible amargura y decepción, sino su total y profundo desencanto hacia la cultura, la sociedad hispanoamericana y el futuro de ambas. Quizá la expresión más terrible de esta actitud bolivariana fue la carta escrita un mes antes de su muerte, en 1830, al recibir noticias del asesinato de Sucre, cuando afirmó que veinte años de mando le habían inspirado esta reflexión: «La América es ingobernable para nosotros. El que sirva la revolución ara en el mar... Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas»2. No se trató de un comentario ocasional. Un año antes, en 1829, Bolívar escribió unas largas y ponderadas reflexiones sobre los países de América, sus guerras civiles y sus luchas por el poder, comparando la situación del continente tras la caída del imperio español a la de Europa tras la caída del imperio romano, un evento que había traído la anarquía política y la disolución social. La conclusión fue que «no hay buena fe en América ni

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S. Bolívar, Obras completas, 3 Vols., Caracas, 1964, III, pg. 501.

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entre las naciones. Los tratados son papeles, las Constituciones libros, las elecciones combates, la libertad anarquía y la vida un tormento»3. Y en 1822 describió así a los habitantes colombianos, por cierto muy poco adictos a la nueva constitución: «Una parte es salvaje, otra esclava, los más enemigos entre sí, y todos viciados por la superstición y el despotismo»4. Un juicio no nuevo: en 1817 Bolívar recomendó a unos de sus generales la máxima punición para un grupo de oficiales desertores con el argumento de que «es lo único que entienden pueblos inmorales, bárbaros y corrompidos como estos»5. Quizá la exposición más sistemática de sus ideas sobre el tema se encuentre en el Discurso de Angostura de 1819, ante el congreso constituyente venezolano, cuando Bolívar renunció a su poder de dictador. Apoyándose en el principio de Montesquieu de que las leyes debían adaptarse al clima y al carácter de los pueblos, el Libertador renovó su tesis de que tres siglos de «despotismo» habían sometido América «al triple juego del la ignorancia, de la tiranía y del vicio», de modo que «no hemos podido adquirir ni saber, ni poder, ni virtud»6. Con mucho acierto, John Lynch observó que «para Bolívar —el constitucionalista supremo— la dictadura consistía en una cura desesperada para enfermos desahuciados, en ningún caso una opción política derivada de un pensamiento político»7. Y lo mismo vale para David Brading, cuando anota que «los comentarios [de Bolívar] sobre el futuro de su país se basaban en la observación de que el régimen colonial se había sostenido gracias a un temor despótico, y que ni la independencia ni la constitución habían cambiado el carácter del pueblo y la naturaleza del gobierno»8. Estas pocas citas, entre las tantas que se podrían sacar de los escritos del Libertador, nos permiten sin embargo dibujar un primer esbozo de lo que hemos tentativamente llamado la cuestión liberal. Su punto crítico es la tensión entre constitución política y sociedad, que lleva en el caso de Bolívar a un juicio negativo sobre la segunda para defender la primera. La sociedad americana sería incapaz de vivir el constitucionalismo de las «nuevas libertades» a causa de una «historia moral» negativa, hija del «despotismo español»9. La actitud de Bolívar, es obvio, se explica con sus fra3

Ibid.: 844-846. cit. en D. Brading, The First America, Cambridge, 1991, trad. esp. Orbe Indiano, México, 1991, pg. 664. 5 Carta de Bolívar a Piar, 18 de junio de 1817, en Escritos del Libertador, X, Caracas, 1964, p g . 6 5 9 . 6 cit. en Brading, pg .659. 7 J. Lynch, Caudillos in Spanish America, Oxford, 1992, trad.esp, Caudillos en Hispanoamérica, Madrid, 1993, pg. 23. 8 Brading, op.cit., pg 665. " Véase, por ejemplo, la carta de Bolívar a Santander, 8 de julio de 1826, en Cartas, VI: 10-12. 4

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casos, pero los argumentos que llevaron al juicio final y negativo no eran ni nuevos ni originales. Más bien formaban parte de un paradigma internacional, este sí nuevo (en aquel entonces), que redefinió la manera de mirar las complejas relaciones entre constitución política e histórica de un país. Un paradigma que perdurará a lo largo del siglo xix en todo Occidente y según el cual la vigencia exitosa de una moderna constitución política define la nueva frontera entre civilización y barbarie, entre libertad y despotismo. En la época de Bolívar este paradigma no se llamaba todavía «liberal» (como veremos más adelante), pero de eso se trataba. Su éxito en el imaginario occidental fue tal que sus argumentos adquirieron el estatuto de verdades evidentes, inmediatamente perceptibles para cualquier observador que se considerase parte de la «opinión pública». Desencantos «a la Bolívar» se encuentran bajo latitudes muy distintas y en contextos culturales muy lejanos el uno del otro. El caso de la Rusia es bien conocido, aunque se lo considera precisamente «muy ruso» y nada más, exactamente como el de la América hispánica. Las polémicas entre «eslavófilos» y «occidentalistas», entre Dostoievski y Turgeniev, para citar los protagonistas más conocidos, giró enteramente alrededor del liberalismo y de su mayor o menor compatibilidad con el «espíritu ruso», y los juicios de los liberales acerca de la sociedad rusa no fueron muy diferentes de los de Bolívar. En este sentido hemos hablado de una práctica discursiva que, además, fue pintada perfectamente por el genio eslavófilo de Dostoievski en una página de El idiota, cuando un personaje desconocido aparece por primera y única vez en la novela confesando no tener nada en contra del liberalismo, a parte no entender «por qué los liberales hablan mal de nuestra Rusia»10. Con su aparente sencillez, aquel personaje perdido nos ayuda a definir una primera cara de la cuestión liberal: la necesidad del cambio liberal se legitimó sobre la base de un juicio histórico negativo, de un «hablar mal» de la patria y de su pasado. Hay que reconocer que se trató de una práctica sin precedentes, de una ruptura de tal magnitud en el imaginario occidental que puede ser oportuno reconsiderar sus orígenes, evitando inscribirlos en aquella «necesidad histórica» con la que la misma práctica pretendió legitimarse. Un dato parece bastante evidente. La cuestión liberal es hija del Artículo 16 de la Declaración de los Derechos de 1789: «Una sociedad que no asegura la garantía de los derechos, ni la separación de los poderes, no tiene constitución». Esto fue no sólo la declaración de un principio jurídico considerado estratégico para el futuro de cualquier sociedad, sino también una clave para evaluar el pasado, cualquier pasado. Un código para evaluar el triunfo —cualquier triunfo— de la nueva forma de gobierno sobre el doble

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Cito la edición italiana de la B.U.R., Milán, 1954, 2 vols. Vol II, pg. 241.

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«arbitrio» de los siglos pasados: el de los reyes y el de los cuerpos privilegiados. La Declaración se transformó de inmediato en una nueva categoría con una carga epistemológica fortísima y con vínculos irrenunciables: antes de 1789, el dominio de lo «irracional» en la forma del despotismo; después de esa fecha, la única forma «racional» de gobierno en pos de la libertad. Nada mejor que el «Antiguo Régimen» definió aquel antes, y su historia fue leída y canonizada como la de una resistencia y una preparación para 1789. En definitiva, el triunfo de la nueva idea del derecho no se legitimó sólo a partir de la razón ilustrada del siglo xvin, sino también, y quizá más, sobre una nueva idea de «razón histórica» plasmada por los acontecimientos revolucionarios, sobre un antes y un después recíprocamente necesarios que redefinieron el sentido del tiempo, de cualquier tiempo. El derecho y la libertad modernos fueron imaginados no sólo racionales, sino históricamente racionales, lo cual legitimó la nueva práctica de llamar a juicio a las historias particulares de los países ante el tribunal de la Historia Universal. Vale la pena observar que en Europa esta práctica discursiva fue compartida a lo largo del siglo xrx por liberales moderados y radicales, por monárquicos constitucionales, por republicanos y por socialistas, es decir, que no se identificó con posiciones ideológicas particulares, sino con el campo de la modernidad política misma, un dato que explica el éxito inmenso de la Grande Revolution a pesar de sus «excesos». Sin embargo, en el caso de la América Hispánica la cuestión liberal tuvo una doble genealogía: el paradigma constitucional-historicista se articuló con lo que Antonello Gerbi denominó hace más de 60 años, en una obra clásica, La Disputa del Nuevo Mundo11. Gerbi tuvo el gran mérito de demostrar que la famosa condena de Hegel de la «inferioridad» americana no fue un accidente insignificante, como pensaron algunos grandes intérpretes del filósofo alemán, Croce y Ortega entre otros, sino que representó el desarrollo coherente de una disputa que involucró a buena parte de la cultura ilustrada a partir de la Histoire Naturelle de Buffon (1761), la obra que sentó las bases de la moderna ciencia de la naturaleza y que teorizó la «deformidad» física de América. Por supuesto, no fue la primera vez que se habló en Europa de la diversidad americana. Sin embargo, ni Oviedo (1526), ni Acosta (1590), ni Herrera (1601-1615), ni Cobo (1653), por citar autores bien conocidos y leídos, derivaron nunca sus reflexiones de una teoría sistemático-clasificatoria fundada sobre el método lógico-formal, que fue lo que hizo Buffon. Lo más inquietante fue el éxito editorial de una obra publicada en Berlín en 1768, Recherches Philosophiques sur les américaines, del abad holandés De Pauw, que extendió la teoría de la inferioridad bioló-

11 A. Gerbi, I, La Disputa del Nuovo Mondo, Napoli, 1955,1983 (2) trad.esp. La Disputa del Nuevo Mundo México 1960, 1982(2).

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gica de los animales americanos a los habitantes del Nuevo Mundo, y no sólo a los indios, sino también a los criollos. El éxito de esta obra es por otra parte bastante comprensible si tomamos en cuenta la autoridad que después de Montesquieu tuvieron las teorías climáticas para la explicación de las diferencias culturales. La disputa involucró a toda la cultura europea y americana, hasta Jefferson, Franklin y a los jesuítas americanos exiliados en Italia tras la expulsión de 1767'2. Es notorio que la obra más importante del exilio jesuítico en Italia, la Historia Antigua de México, de Francisco Javier Clavijero, fue redactada precisamente para atacar a De Pauw13. Hasta ahora no se ha estudiado sistemáticamente cómo la disputa cruzó el Atlántico. De momento tenemos unos fragmentos sueltos, pero significativos: el Mercurio Peruano , publicado en Lima durante el decenio de 1790 por impulso «ilustrado» del gobierno virreinal, en un análisis de la población india, citó «este radical defecto del clima [...] que en el Nuevo Mundo impide la multiplicación de la especie humana»14. No tuvo que ser una nota aislada, puesto que en 1806 el médico y consejero de virreyes Hipólito Unanue, criollo, afirmó polémicamente en sus Observaciones sobre el clima de Lima, escritas para defender la salubridad de la capital, que «los europeos, que hoy triunfan en las otras partes del globo, no menos por la energía de sus plumas que por la fuerza de sus armas victoriosas, se han erigido en tribunal y sentenciado a su favor»15. Lo más clamoroso pasó sin embargo en la ciudad de México en 1771. Nada menos que el arzobispo de la capital, Lorenzana —prestigioso exponente de un catolicismo cercano al jansenismo— envió un informe secreto, que no se quedó tal, a la Corona para sostener la tesis de que los criollos no tenían derecho a los cargos por ser naturalmente «abatidos», provocando la reacción del cabildo que, en nombre del reino de la Nueva España, por ser su cabeza, envió a la Corona una representación para protestar y reivindicar sus legítimos derechos al autogobierno16. Una

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véase también Brading, op.cit.: 456-500. El título original es Storia del Messico cavata da' migliori storici spagnoli e da' manoscritti e dalle pitture antiche degli indiarti, editada en Cesena, la ciudad italiana del exilio de todos los jesuítas americanos, en 1780-84. Vale la pena señalar que la obra tuvo de inmediato cinco ediciones mexicanas, tres inglesas y una francesa. Otras obras anti-De Pauw fueron las del jesuíta ecuatoriano Juan de Velasco, Historia del reino de Quito (1789) Quito, 1946, 3 vols; y la del jesuita chileno Juan Ignacio Molina, Historia geográfica, natural y civil del reino de Chile (1782-1787) Londres, 1809. 14 Brading, op.cit., pg. 282. 15 Ibid., pg. 485. 16 Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de beneficios y empleos de estos reinos, en J.E. Hernández y Dávalos (ed.), Colección de documentos para ¡a historia de la guerra de independencia de México de 1808 a 1821, México, 1877, Voi. I: 427-55. 13

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protesta reiterada en 1792 para defenderse de un ataque similar del arzobispo Núñez de Haro y en 1813, tras un informe del Consulado de Comercio de la Ciudad de México a las Cortes de Cádiz argumentando nada menos que en contra de la inclusión de los criollos en el nuevo derecho de voto liberal, una propuesta que escandalizó a todos los diputados gaditanos17. Sería equivocado pensar que la disputa fue dominante en la cultura colonial, pero sí introdujo unas fisuras en el antiguo sistema identitario de la Monarquía Católica. Ahora, en la época ilustrada, ser americano suponía a veces una ubicación distinta y peor que en el pasado, y no sólo en el ámbito discursivo. Con Carlos III empezó la «reconquista» de América, una empresa que todavía divide a los historiadores en cuanto a sus logros efectivos, aunque dos datos son indiscutibles. El primero fue la expulsión de los criollos de lo altos cargos de las Audiencias comprados a lo largo de los siglos xvii y xvm y el nombramiento de «hombres nuevos», todos peninsulares, en la cúspide de una institución controlada al setenta y cinco por ciento por americanos hasta aquel entonces18. El segundo fue la naturaleza colonial moderna del proyecto de «reconquista», que por cierto nunca fue teorizado oficialmente por varias razones, no la menor de ellas las diferencias existentes entre los mismos hombres de gobierno tras la muerte de Carlos III. Pero no hay duda de que algo, y quizá no poco, había cambiado en la forma de pensar y de percibir las identidades que formaban parte de la Monarquía. Lo que en buena síntesis queremos señalar es la profunda ambigüedad de lo que se sigue llamando la Ilustración hispánica, que por una parte promovió lo más positivo de sí misma, como por ejemplo la difusión oficial del pensamiento napolitano, desde Vico hasta Filangieri, pero por otra lo negó, como en el caso ya citado de los cargos públicos: nombrar a peninsulares para las Audiencias fue anteponer en los hechos el principio tradicional de la sangre (el nacimiento en España) al nuevo de la meritocracia (impulsado por la monarquías ilustradas), negar en América lo que en España permitió a los Floridablanca, a los Campomanes, a los Gálvez lograr lo que llegaron a ser a pesar, precisamente, del nacimiento o de la fortuna. La generación de la independencia pudo así construir una exitosa imagen histórica del gobierno «despótico» español a lo largo de tres siglos,

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Para la primera, véase L. Alamán, Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la ¿poca presente, México, 1850, 5 Vols., 1, pg. 13; para la segunda, Archivo General de la Nación (México), Historia, Vol. 347, exp. 4. 18 Véase el conocido estudio prosopográfico de M.A.Burkholder y D.S.Chandler, From Impotence to Autorithy. The Spanish Crown and the American Audiencias. 1687-1808, Columbia, 1977, trad. esp. De la impotencia a la autoridad, México, 1984.

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supuestamente responsable de los males denunciados por Bolívar, a pesar de que la realidad fue algo distinta: hasta Carlos III los criollos tuvieron más poder que los peninsulares, así que el «despotismo» fue sólo la experiencia de la última generación colonial. Para nuestro tema este punto es bastante importante, porque nos señala cómo la originaria disputa dieciochesca acerca de la naturaleza se mezcló paulatinamente con el nuevo paradigma «historicista», que fue uno de los pilares de la cuestión liberal. A fin de cuentas, la polémica sobre los cargos públicos al término del siglo xvm no era nada nueva, sino que se remontaba al siglo xvi, como es bien sabido. Sus argumentos habían apelado por más de doscientos años al derechos de gentes, una doctrina que no sólo tuvo plena vigencia en Occidente hasta bien entrado el siglo xix, sino que reconoció siempre el derecho de los «naturales» de un país al autogobierno. ¿Por qué, entonces, cambiar? La pregunta suena quizás retórica, pero quiere señalar que la Ilustración se difundió en América junto a la disputa acerca de su naturaleza (deforme por el clima), para luego acompañarse en la etapa de la emancipación con una nueva disputa acerca de su identidad histórica (deformada por el despotismo). Una diferencia llamativa entre las dos disputas fue que los interpretes de la primera fueron exclusivamente europeos, mientras que en el caso de la segunda hubo también americanos, y de la talla de Bolívar. El otro punto es que la sintaxis de esta segunda práctica discursiva, que dio origen a la cuestión liberal, era parte de un imaginario mucho más amplio que el americano, y tuvo en Hegel su exposición más sistemática. Como es bien sabido, para el Hegel de la Philosophie der Geschichte (1822-31)19 el movimiento de la Historia de Este a Oeste (Asia-AfricaEuropa) presentaba al Nuevo Mundo como doblemente nuevo, en el tiempo geográfico y en el político, aunque con un futuro «civilizado». Sin embargo, al considerar las dos Américas, Hegel introdujo una antítesis exitosa: el Norte, a pesar de tener entonces demasiada «geografía» y poca «historia», tendría un desarrollo «europeo», es decir, «civilizado». El Sur no. Para Hegel existía una «antítesis soprendente»: en el Norte «orden y libertad», en el Sur «anarquía y militarismo»; el Norte «colonizado», el Sur «conquistado». Estos y otros argumentos hegelianos no eran nuevos: venían de la cultura de la Leyenda Negra difundida en los países protestantes20. Sin embargo, totalmente novedoso y aplastante fue el enunciado, que no estructuró eventos, sino una visión del mundo y de la historia. Con él liquidó la gran tradición que desde el siglo xvi —por caminos muy diferentes, des-

" Berlin, 1837,4 Vol., trd.it. Lezioni sulla filosofia della storia, Firenze, 1941-63,4 Voi. Véase W.S.Maltby, The Black Legend in England. The Development of Anti-Spanish Sentiment 1558-1660, Duke, 1968. 20

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de un Vitoria o un Montaigne hasta un Montesquieu— buscó en la variedad de las «costumbres» los criterios para clasificar a las sociedades. Ahora el nuevo criterio distinguió «sólo» entre pueblos con o sin historia, y la frontera entre los dos consistió en la existencia del Estado y de su Derecho Público. Hegel lo explicó en otro texto famoso, donde no casualmente se encuentra una de las tesis más conocidas y exitosas del filósofo alemán, según la cual la historia universal es un proceso teleológico y racional que implanta la libertad21. Sin embargo, el actor de la libertad es el Estado: si un pueblo logra tener históricamente plena conciencia de su constitución, entonces será un pueblo libre y no esclavo. Sólo a partir de esta condición se puede hacer concreto lo que la Revolución Francesa había enunciado sin lograrlo cabalmente. Si un pueblo no tiene conciencia de su constitución, entonces no forma parte de la Historia, se queda sencillamente fuera de la Razón y de la civilización. En la América hispánica el «reconocimiento de la libertad» resultó imposible por efecto de la Conquista y de tres siglos de «despotismo» español, que sacrificó ab origine la potencialidades del «espíritu nacional» (Volksgeist), o sea, del fundamento del Estado y del Derecho Público. La Historia como camino hacia la libertad fue así concebida universal en sus valores, pero excluyente en sus actores: una nueva polis donde no todos los pueblos podían estar22. Los planteamientos de Hegel fueron mucho más que una genial (y por supuesto discutible) teoría filosófica: formalizaron algo muy parecido a lo que Foucault llamó episteme, es decir, una condición epistemológica general compartida por el imaginario común de Occidente23. El impacto en las nuevas ciencias históricas, jurídicas y políticas de esta forma de investigar y de evaluar la relación entre desarrollo histórico y desarrollo político-institucional fue tan aplastante a lo largo del siglo xix que se transformó en un sentido común todavía vivo. Sigue, por ejemplo, en pie la idea de que los grandes problemas del desarrollo hispanoamericano dependieron de una supuesta «herencia colonial», en realidad nunca investigada como tal, sino más bien enunciada como algo precisamente obvio y evidente24. Por otra 21 Grundlinien der Philosophie des Rechts oder Naturrecht und Staatswissenschaft im Grundrisse, Berlín, 1821, trad.it. Lineamenti di filosofía del diritto ossia diritto naturale e scienza dello Stato, Bari, 1987 (3). 22 Die Weltgeschichte ist das Weltgericht (la historia del mundo es el tribunal del mundo): esta celebre expresión de Schiller fue utilizada por Hegel para definir su concepción de la historia. Sobre este punto, véase C. Ginzburg, II giudice e lo storico. Considerazioni in margine al processo Sojri, Tormo, 1991, pg. 9. 23 La definición de episteme en M. Foucault, Le mots eí le choses. Une archéologie des sciences humaines, Paris, 1966. 24 Un ejemplo: en los años setenta del siglo xx fueron exitosas las así dichas «teoría de la dependencia» en historia económica. Las tesis de un continente latinoamericano subdesarrollado desde la Conquista, por efecto de la misma, nunca se apoyaron en investigaciones ri-

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parte, la historiografía conservadora católica y la nacional-populista siguen atacando al liberalismo tachándolo de «eurocéntrico», de «extranjero», etc. culpable, pues, de no ser compatible con las «idiosincrasias» americanas, sin darse cuenta de que están repitiendo exactamente las mismas acusaciones que hace un siglo se utilizaron en el Viejo Continente para el mismo efecto25. A pesar del tinte de actualidad que el denominado multiculturalismo ha otorgado recientemente a estos argumentos, estamos frente a un esquema argumentativo viejo que sencillamente invierte el de la segunda disputa sin modificar la tesis de fondo, es decir, la supuesta inconciliabilidad histórica entre la América hispana y liberalismo.

¿ N A C I Ó N CRIOLLA O N A C I Ó N LIBERAL?

Es prácticamente imposible que los textos hegelianos fueran leídos en la América de la época. Entonces, ¿cómo explicar el éxito intelectual de unas argumentaciones que ponían en tela de juicio no sólo el «despotismo» español, sino la identidad histórica del continente? ¿Sobre qué percepción se consolidó en América el nuevo episteme? No hay que olvidar que hasta la emancipación existió una tradición identitaria criollo-americana, la que Brading ha llamado patriotismo criollo: bien arraigada en el imaginario local, fuertemente positiva hacia el pasado, autonomista en lo político, sin nunca desembocar en el independentismo. Una tradición, en fin, no muy diferente de la que existió en las colonias norteamericanas en cuanto a la capacidad de crear nuevas identidades. Sin embargo, mientras que en el Norte los lenguajes de la emancipación no rompieron con los de la tradición, en el Sur la fractura sí se dio. No parece que este punto se encuentre inscrito de momento en la agenda de los historiadores, así que no hay manera de ofrecer una explicación sólida, pero sí es posible llamar la atención sobre este tema recordando un caso bastante conocido, el de fray Servando Teresa de Mier, intachable combatiente por la independencia de México, analista lúcido de los dilemas del proceso y gran polemista, como atestigua el conjunto de su obra escrita. La más importante fue sin duda la Historia de la revolución de Nueva España antiguamente Anáhuac, escrita en 1813 para defender, en contra de la imposición de la carta gaditana, la existencia de

gurosas y fiables, sino en un esquema muy simplista, que consistió en antedatar la condición continental de los años 50-60 del siglo xx pintándola con un aparato teórico-histórico pseudo-marxista. Para una visión critica véase R. Romano, Opposte congiunture. La crisi del Seicento in Europa e in America, Venezia, 1992. 25 En Italia el liberalismo fue acusado de ser «filo-francés» o «filo-inglés», «antipatriótico», en pocas palabras. Lo mismo que en la ya citada Rusia de los zares, y hay muchos más ejemplos que se podrían recordar.

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una constitución histórica americana con el argumento de que «nunca fueron, Señor, las Américas españolas colonias en el sentido de la Europa Moderna» 26 . En la obra no faltaron los ataques en contra del «despotismo» español, pero en un sentido decididamente opuesto al dominante: América tenía su identidad históricamente positiva (nunca fue una «colonia») y necesitaba sólo de la libertad moderna para seguir existiendo. Y sin embargo, esta lectura de la emancipación no tuvo éxito en los medios liberales, a pesar de ser perfectamente compatible con el constitucionalismo moderno, como muestra la participación destacada de fray Servando en el constituyente mexicano de 1824. Un punto, sin embargo, merece atención: fray Servando no aclaró cual era concretamente la constitución histórica de la Nueva España. Podría parecer un fallo de nuestro autor si no supiéramos que el mismo problema se dio también en España entre 1808 y 181227. El planteamiento originario de Jovellanos sobre la existencia en la Monarquía Católica de una constitución histórica al estilo inglés, susceptible de ser reformada modernamente sin caer en las «abstracciones» y «excesos» a la francesa, se quebró frente a la existencia de una pluralidad de leyes fundamentales no sintetizables en una nueva y única carta liberal. ¿La naturaleza «compuesta» de la Monarquía impidió una solución «a la inglesa»? Quizá el problema sea mucho más complejo, pero ésta fue la argumentación de los liberales españoles. Así que «ni antes ni después de 1812 el sentido del tópico (leyes fundamentales) es unívoco, y siempre da la impresión de ocultar más de lo que expresa, como si se tratase de una fórmula elusiva, cómoda para iniciados, pero de hecho ambigua por su pluralidad de sentidos»28. De hecho, la carta gaditana, a pesar de las reiteradas declaraciones del famoso Discurso preliminar de Argüelles, no tuvo mucho que ver con el constitucionalismo histórico. Sin duda, la fórmula ocultaba una cuestión que en la Península y en casi toda América sería de la más conflictivas durante más de un siglo, es decir, la desamortización de los bienes eclesiásticos y la supresión de los fueros correspondientes (algo que en Inglaterra no existía desde la época de Enrique VIII) y que dio casi necesariamente un tinte «rojo» y «jacobino» al liberalismo hispánico y al americano. Pero también es cierto que en América el constitucionalismo histórico fue una opción imposible. En Cádiz dominó el argumento de que las «antiguas libertades» hispánicas se

26 Esta cita es de una de las «Cartas de un Americano», publicada en El Español el 11 de noviembre de 1811, que está a la base del texto de 1813. 27 Véase el excelente estudio de F.Tomás y Valiente, «Génesis de la constitución de 1812. De muchas leyes fundamentales a una sola constitución», en Anuario de Historia del derecho español, tomo LXV, 1995: 13-125. El mismo autor aclara que el termino «constitución histórica» equivale a «ley fundamental». 28 ib id. pg.17.

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habían acabado con Carlos V y la derrota de los comuneros de Castilla. Parece curioso y, sin embargo, la época de máximo esplendor de la Monarquía Católica fue un referente negativo para gran parte de los diputados gaditanos. Las libertades antiguas «a la inglesa» se quedaron así en una Edad Media remota, difícil en la práctica de reivindicar para sustentar las libertades nuevas. Sin embargo, el tema permaneció en el imaginario español a lo largo del siglo xix, más aún porque en toda Europa el Nation-state building liberal buscó sus fundamentos en un pasado de libertades míticas, pero necesarias para formar parte de la Historia «civilizada». También para los americanos el «despotismo» había empezado con Carlos V. Sin embargo, por obvias razones cronológicas, el lenguaje de la emancipación no pudo reivindicar una libertad precedente a la conquista. Desde finales del siglo xvi el patriotismo criollo había celebrado el pasado prehispánico para que los nuevos dominios fueran considerados «reynos» al igual que los demás de la Monarquía, pero nadie después de 1808 se atrevió a identificar en aquel pasado una libertad. La crisis de la Monarquía Católica puso así al desnudo la fragilidad del imaginario criollo y lo dejó sin otra opción más que la disputa y sus paradigmas: como sostuvo Bolívar, América nunca conoció la libertad. La quiebra del patriotismo colonial tuvo consecuencias que merecen atención. La más trascendente fue que las clases dirigentes liberales decimonónicas encontraron mucha dificultad en consolidar un imaginario de la nación adecuado a sus proyectos. En los últimos años, la historiografía ha llamado justamente la atención sobre este punto29. Sin embargo, el planteamiento implica investigar no sólo las estrategias discursivas practicadas, sino también la arqueología de los materiales empleados. Precisamente la Edad Media dio al romanticismo político europeo una cantidad enorme de materiales para consolidar la idea de que la lucha por las modernas libertades tenía un origen antiguo30. A fin de cuenta, los éxitos populares del romanticismo político dependieron de la capacidad para convencer al nuevo ciudadano de que su nación existía desde tiempo inmemorable. Como hubiera dicho Hegel, la libertad garantizada por una constitución no era otra cosa que el «reconocimiento» de una identidad pre-existente. Los liberales hispanoamericanos han dejado de sí la imagen de unos políticos obsesionados por la «sacralidad de la ley», es decir por la «ilusión» de que la norma jurídica por sí sola puede cambiar el mundo y construir el sujeto de la nación a pesar de su pasado. Quizá la imagen sea algo excesi-

29 En particular B. Anderson, Comunidades imaginadas. México, Fondo de Cultura Económica, 1993. 30 Un excelente estudio sobre este punto es el de A.M. Banti, La Nazione del Risorgimento. Parentela, santità e onore alle origni dell'Italia unita. Torino, 2002.

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va y cruel, pero es cierto que esta actitud existió en parte como herencia de la Ilustración, y por otra parte fue la expresión de la dificultad de asentar el constitucionalismo sobre un imaginario adecuado. Para los liberales, la legitimidad de las nuevas instituciones públicas dependió más de una hipotética (o forzosa) voluntad política de los ciudadanos que de una identidad histórica común. Por supuesto, se publicaron muchos catecismos políticos durante la emancipación y a lo largo del siglo, y se desarrolló igualmente la nueva sociabilidad, pero hasta el momento no tenemos evidencia de si estos instrumentos de comunicación modificaron la imagen del pasado colonial. ¿Cómo evaluar entonces la supuesta, y a menudo criticada, naturaleza «abstracta» del discurso liberal? El caso mexicano es quizá el más sugerente, porque hubo un intento exitoso de rescatar el patriotismo criollo en el nuevo orden constitucional, intento que sin embargo fue rechazado por los liberales por razones que merecen atención. Entre 1821 y 1827 el ex-insurgente Carlos Mana de Bustamante publicó por entregas semanales su Cuadro histórico de la revolución de la América mexicana, una obra fluvial que desarrolló el esquema de fray Servando con menos rigor, pero con mucha más creatividad. Bustamante contrapuso teatralmente la crítica de las hazañas de Cortés y de Iturbide con la glorificación de Moctezuma y de Hidalgo. Alzó así un puente entre lo prehispánico y lo insurgente, planteando la existencia de una nación mexicana esclavizada durante tres siglos por los españoles y restituida a la libertad por los criollos. Los años de la publicación coincidieron con la expulsión de los peninsulares y con un climax nativista que sin duda favoreció el éxito de la obra31, pero sus deudas con la cultura del patriotismo criollo colonial son más que evidentes. Los ex-insurgentes nunca se identificaron en una posición política común, y el católico Bustamante, tras la crisis de la primera república (1834), apoyó al grupo conservador de Lucas Alamán, quien sin embargo rechazó la línea interpretativa del Cuadro histórico, defendiendo una visión antitética y totalmente favorable a la idea de que la nación mexicana fue creada únicamente por la conquista. Alamán fue un destacado político de la primera parte del siglo xix y sin duda el más grande escritor de la época, como muestra su Historia de México (1849-1852), escrita precisamente en los años en que su antiguo conservadurismo anti-insurgente se había vuelto abiertamente antiliberal y reaccionario, hasta liderar el proyecto monárquico que, tras su muerte, llevó a Maximiliano a México. Quizá sea significativo el hecho de que ningún liberal destacado de la época publicó una historia del país. Como en otros países del continente, los liberales fueron brillantes ensayistas, más que historiadores de «cuadros». 31

Véase H.D.Sims, La expulsión de los españoles de México (1821-1828), México, 1974.

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El más interesante para nuestro tema es José María Luis Mora, porque al igual que Alamán y Bustamante fue no sólo escritor, sino también un político destacado, aunque con menos fortuna. El conjunto de sus escritos representa la más coherente síntesis del itinerario intelectual del liberalismo mexicano y a la vez la muestra más evidente de sus dilemas. Como escribió Brading: Pese a su fama de radical, prefería Montesquieu a Rousseau, admiraba a Washington y a la revolución norteamericana y condenaba los excesos de Robespierre y de los jacobinos franceses. Dentro de la tradición hispánica estaba en deuda con Jovellanos, cuyos ensayos había publicado en México, y se basaba mucho en los escritos de Abad y Queipo para su análisis de la sociedad mexicana. En efecto, Mora incorporó los principios de la Ilustración española a la ideología del liberalismo mexicano, actuando así como el eslabón esencial entre los ministros borbónicos y la Reforma32. Mora también compartió con Alamán, aunque más realista que ideológicamente, la idea de que sin la conquista no hubiera existido la nación mexicana, y en cuanto a la insurgencia, la consideró «necesaria, pero perniciosa y destructora del país». En buena síntesis, Mora no tenía ninguna visión ilusoria de lo prehispánico, ni de lo hispánico (que no fuera lo ilustrado), ni de lo insurgente, así que su reflexión se quedó sin un pasado «nacional» legítimo. La llamada Ilustración española fue enemiga declarada del patriotismo criollo, no sólo y no tanto porque unas de sus caras fue colonial, sino porque en lo religioso fue jansenista, regalista-galicana y antijesuítica. No fue casual que el sospechado autor del informe de 1771, el arzobispo Lorenzana, estuviese muy cerca de los jansenistas y muy en contra de los jesuítas, además de escribir una curiosa obra, la Historia de Nueva España escrita por Hernán Cortés, obviamente para celebrar la conquista y la España imperial 33 . Más, en general, la Iglesia borbónica oficial, la de los altos prelados, fue enemiga de la Iglesia barroca y popular que había proporcionado al patriotismo criollo del siglo xvn los materiales para su imaginario. Los liberales mexicanos, y en general latinoamericanos, compartieron con los ilustrados de la Península una profunda aversión hacia toda forma de devoción popular por considerarla «bárbara» y «primitiva». El punto es absolutamente central para nuestro tema. El patriotismo criollo había logrado construir un puente

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Brading, op. cit., pg.700. Sobre Lorenzana, véase J. Saugnieux, Les jansénistes et le renouveau de la dans l'Espagne de la seconde moitié du xvm siècle, Lyon, 1976 : 247-280. 33

prédication

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imaginario entre lo prehispánico y lo hispánico insertando a América en el esquema de la salvación y transformando el pasado azteca en la etapa de la «gentilidad romana» del Nuevo Mundo. La evangelización era el único proceso que había ubicado al indio en el mundo del no indio, y las devociones populares lo enseñaban diariamente. En pocas palabras, la nación del patriotismo criollo no podía ser más que católica y monárquica. La nación de los liberales podía ser también, pero no únicamente católica, por razones bastante obvias que cualquier liberal de cualquier país del mundo en aquel entonces hubiera suscrito: el catolicismo podía ser la única religión de la república, como lo fue en México hasta 1857, pero la lealtad hacia la constitución y el Estado, lo que se define como «obligación política», no podía seguir en manos de la Iglesia, porque la república liberal no era de origen divino, como las monarquías. El ser republicano de la nueva nación no pudo practicar de entrada el compromiso de los monarcas liberales europeos: «rey por la gracia de Dios y por voluntad de la nación». Ciertamente, el compromiso no evitó los conflictos Estado-iglesia, pero sí logró evitar las sangrientas guerras civiles que azotaron a las repúblicas americanas. Las difíciles relaciones entre liberalismo y patriotismo criollo tuvieron consecuencias muy concretas. La devoción popular barroca no era algo circunscrito a lo religioso, como les hubiera gustado a ilustrados y liberales de una y otra parte del Atlántico. El imaginario barroco siempre había sido capaz de representar los conflictos básicos de la sociedad colonial, proporcionando a los actores involucrados materiales discursivos pasa pensarse como legítimos protagonistas de un conflicto o, dicho en forma moderna, como sujetos de derechos. El patriotismo criollo, por estar orgánicamente vinculado al lenguaje religioso, siempre había tenido un arraigo popular posible, como fue evidente en la insurgencia mexicana. En la república el fenómeno se reprodujo y escapó a cualquier control, amenazando el orden social. En los años de Bustamante hubo varios intentos de los pueblos indios del estado de México por invalidar las escrituras de tierras (todas las existentes) apelando a la ilegitimidad de la conquista española, un argumento nunca esgrimido en la época colonial (aparte, obviamente, de Las Casas). Quizá el intento más logrado se encuentre en una larga representación (veinticinco hojas) al Congreso federal presentada en 1877 (sic) por cincuenta y seis pueblos indígenas del estado de Guanajuato, que muestra con toda evidencia lo familiar y difundida que era entre las comunidades el esquema de Bustamante. Ya el título del documento es significativo: Defensa del derecho territorial patrio elevada por el pueblo mexicano al Congreso General de la nación pidiendo la reconquista de la propiedad territorial para que nuevamente sea distribuida entre todos los ciudadanos habitantes de la república por

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medio de leyes agrarias y la organización general del trabajo, por la serie de leyes protectoras con los bandos que se han de crear de un banco de Avíou. La nación dibujada en el documento es india, no anti-blanca, pero sí anti-española, y su esquema imaginario es bastante complejo, porque enlaza principios modernos con los mitos del patriotismo criollo en la versión codificada por Bustamante. Esta nación india «no quiere negar la valiosa ventaja que prescribe el procedimiento y modo legal... para que con la razón y el derecho mostremos a quien corresponda nuestras penalidades y sufrimientos, obviando con esta conducta de aquella odiosa calificación con que indebidamente siempre se ha querido degradar nuestra raza, nivelando nuestros sencillos actos al puro hecho de inculto salvaje y de indomable bruto». Y la nulidad de los títulos de las haciendas se origina «por medio de la conquista en las Américas con notorio ultraje del derecho: antes de esta época los habitantes de ellas habían revestido con legítimos y originarios títulos, por haber en este suelo su señalada patria». Ni falta un largo recorrido histórico de las principales medidas coloniales que afectaron a la nación indígena, con un largo homenaje a la memoria de Las Casas y de los «principios eternos del catolicismo». Y con respecto a la independencia: «los españoles más tarde lo entendieron así: pues muchos de estos ricos extranjeros aceptaron la independencia para conservar en el mismo estado de intereses, pasándose al lado de los independientes, traicionando su patria. Tan fue así, que casi ellos mismos impulsaron a que se pusiera en frente de la revolución el general español Iturbide, con el fin de respetar la propiedad... Sensible es decirlo, pero es la verdad. Nuestras autoridades olvidaron el derecho de post liminium con que recobró América sus derechos con su independencia»35. La conclusión lógica de la representación es que «los habitantes de las mismas Américas, cuyas naciones occidentales conquistadoras apenas ejercieron su soberanía sobre ellas 300 años, al fin éstas proclamaron su independencia, reconquistaron su libertad, porque es país de libres, con títulos justos y con el derecho de patria». Bustamante nunca pensó que su discurso proporcionaría recursos para el conflicto social, y cuando se enteró reaccionó decididamente en contra. Queda, sin embargo, el dato: el patriotismo criollo pudo ser fácilmente popularizado para imaginar una nación mexicano-prehispánica-comunitariacatólica que en pleno siglo xix luchaba en contra de una anti-nación de ha34 Para más información acerca de este documento, véase A. Annino, Nuevas perspectivas para una vieja pregunta, en J.Vázquez-A.Annino, El primer liberalismo mexicano, México, 1995: 76-86. 35 El post liminium fue un principio del derecho de gentes clásico, que reconocía al ser aplicado el derecho de los cautivos de guerra a recuperar su originario estatus jurídico una vez liberados.

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ciendas «españolas» defendidas por los liberales. Se podría argumentar que el imaginario del régimen porfiriano, tal como se presentó triunfalmente en 1910 celebrando el centenario de la Independencia, logró unificar la nación prehispánico-criolla con la nación liberal. Sin embargo, la retórica porfiriana no pudo ocultar la fragilidad de su sintaxis. La idea de nación liberal decimonónica fue, en todas las latitudes, no sólo unitaria, sino única, en el sentido de la unicidad del sujeto originario —el «pueblo»— y de la naturaleza «expansiva» de su conciencia y cultura a lo largo de su historia, concebida como un lento y muchas veces difícil camino hacia la libertad plena del Estado, ya fuese en su forma republicana o en la monárquica constitucional. El catolicismo podía ser parte de esta historia, y así fue pensado por los liberales en Italia, Polonia y en la misma Francia, pero sólo en términos de «reconocimiento» de la historia misma, como una dimensión profética de la libertad futura (y plena) del sujeto colectivo, un esquema que funcionó excelentemente en el campo protestante con el Destino Manifiesto de los Estados Unidos. Sin embargo, la retórica del «despotismo» colonial a lo largo de tres siglos condenó al catolicismo mexicano a ser históricamente antinacional, mientras que la supuesta unicidad originaria de la comunidad mexicana se veía menoscabada por la unicidad indígena del mundo prehispánico. La cultura liberal porfiriana abrió su nación a los insurgentes, algo que la generación precedente, la de los Mora, no había aceptado. Esta operación permitió completar el esquema clásico: la Independencia había liberado a México del colonialismo externo (España), la Reforma del interno (la Iglesia). Definitivamente, como dijo Ignacio Ramírez, «nosotros (los mexicanos) venimos del pueblo de Dolores y descendemos de Hidalgo». El imaginario liberal mexicano llegó a ser, a fin de cuentas, muy parecido al de Bolívar: para ambos la comunidad nacional había empezado con el constitucionalismo republicano, sin identidades, ni libertades ni luchas antiguas, lo cual implicaba otorgar a los Padres de la Patria un papel prometeico y por encima de las leyes. A menudo, y es parte de la cuestión, se ha subrayado la contradicción entre los principios y la practica de poder de los liberales mexicanos y latinoamericanos. Habría, sin embargo, que evaluar el tema desde una perspectiva más amplia que la institucional: el imaginario social de muchos liberales fue sumamente moderado, mientras que su imaginario político fue «jacobino,» en el sentido de teorizar la necesidad de poderes fuertes (de la Asamblea o del Presidente) no sólo para ganar las batallas contra la Iglesia o los grupos disidentes, sino también para construir la identidad nacional ab origine. La identificación de la nación con el partido liberal, de la forma excluyeme y no pocas veces autoritaria con que se dio en México y en América Latina, no se puede aceptar sin más, pero tampoco es desechable

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como una manifestación patológica. El punto es que los imaginarios políticos están vinculados a lenguajes que los actores practican en formas sólo aparentemente discrecionales. El patriotismo criollo pudo conciliar la nación prehispánica con la colonial gracias al papel de la evangelización, milagrosamente capaz de unificar lo dividido y lo diferente en una única polis bajo la autoridad paternal del Monarca y de la Iglesia (no es casual que los intelectuales que crearon el imaginario patriótico criollo fueran principalmente eclesiásticos). Este esquema y sus materiales no pudieron ser reproducidos para imaginar la nueva polis liberal, menos aún en su forma republicana. En primer lugar porque faltaba el sujeto único de la historia, y en segundo lugar porque el tiempo de la evangelización coincidió con el tiempo del «despotismo», es decir, con la negación de la historia nacional misma. El único recurso, a falta de Historia, fue maximizar la virtud republicana al estilo bolivariano. Así, a pesar de que no hubo en México un verdadero debate acerca del ser republicano (ni frente al proyecto de Maximiliano), el lenguaje del republicanismo clásico devino el recurso más importante para legitimar el dominio del partido liberal.

PUEBLOS Y PUEBLO: LA DOBLE FRACTURA

Las disputas desencadenadas por la cuestión liberal ocultaron por largo tiempo un dato: a pesar de los conflictos y de la inestabilidad política, el constitucionalismo liberal demostró tener un notable arraigo en el imaginario popular. La citada representación de 1877, por ejemplo, argumentó que los firmantes tenían derecho a apelar al Congreso por ser ciudadanos y electores amparados por la «sabia Constitución». Pero en general, si miramos la abundante documentación producida a lo largo del siglo por los actores colectivos mexicanos, nos damos cuenta de que las protestas siempre utilizaron el lenguaje constitucional para legitimarse. En la guerra contra Maximiliano el gobierno de Benito Juárez logró movilizar a su favor a un gran número de pueblos y ganar gracias a ellos. La guerra de guerrillas, ya experimentada por los liberales españoles contra Napoleón, tuvo éxito también en México. ¿Cómo explicar este dato? A fin de cuentas, no resulta obvio que comunidades campesinas se levanten para defender una constitución liberal. Con la excepción de España, los campesinos de la Europa continental fueron siempre enemigos del liberalismo, por no hablar de Europa oriental y de Rusia. Desde una perspectiva comparada tenemos que reconocer que el caso merece atención, más aún porque la experiencia liberal está asociada tradicionalmente con las clases altas de las sociedades decimonónicas. El hecho de que una comunidad campesina, en el «lejano» México además,

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pudiera luchar para defender una constitución lleva a un dilema: o deslegitimar la experiencia liberal misma de México (y de España) por representar supuestamente una desviación inaceptable de lo que se considera el «verdadero» liberalismo, recayendo así en la disputa hegeliana, o —y sería la segunda opción— reflexionar críticamente sobre la definición misma del «liberalismo». A fin de cuentas, este término aparece sólo en la segunda mitad del siglo xix, mientras que en la primera mitad había sólo «liberales», un calificación en la mayoría de los casos despectiva. Además, la categoría de «liberalismo» está asociada a la historia inglesa, a pesar de que la palabra «liberal», en el sentido político moderno, naciese en Cádiz36. Merecería todo un estudio analizar cómo la cultura Whig reestructuró la historia inglesa utilizando una palabra española y modificando su cronología (el «liberalismo» inglés empieza en el siglo xvii y, a veces, con la Reforma). Sin embargo, hay dilemas conceptuales aún más complejos. El liberalismo está asociado a la propiedad privada y a la lucha en contra de los privilegios eclesiásticos, a pesar de que estos dos puntos existieron también en la agenda de regímenes pre-liberales o anti-liberales. Las mismas dudas valen para la revolución industrial: los liberales clásicos, empezando por Benjamin Constant, teorizaron la superioridad incluso moral de la propriété foncière sobre la industrial. El imaginario liberal europeo y norteamericano de la primera mitad del siglo xix fue sin lugar a dudas ruralista y hasta esclavista. El mismo Montesquieu, reconocido universalmente como un padre del liberalismo, en su obra magna defendió la venta de cargos en los parlamentos regionales franceses y hasta su naturaleza hereditaria. En definitiva, lo que se define como «liberalismo» fue un fenómeno mucho menos coherente de lo que a posteriori se quiso imaginar. Lo que sí unificó las distintas experiencias fue la capacidad de articular los desafíos, fueran preexistentes o novedosos, alrededor de una forma de gobierno representativo que no sólo logró por primera vez limitar eficazmente el poder37, sino que lo hizo en nombre de un nuevo imaginario social: la nación. Este planteamiento se mantuvo a lo largo del tiempo, a pesar de los cambios que se dieron en los distintos países. El gran tema aún inconcluso del liberalismo consiste en reconstruir desde una perspectiva comparada la manera en que su planteamiento originario logró adaptarse a los cambios y a los

36 Véase el excelente estudio de J. Manchal, «Liberal»: su cambio semántico en el Cádiz de las Cortes, en (del mismo autor) El secreto de España, Madrid, 1995: 29-47. 37 Un autor no sospechoso de minimizar la importancia histórica del liberalismo y que, sin embargo, desarrolla una definición parecida, es G. Sartori, Democrazia: cosa é. Sartori, por ejemplo, afirma que ni el individualismo ni la propiedad son necesarias para definir históricamente el liberalismo, aunque por supuesto no niega la importancia de ambos. Para Sartori el liberalismo es la teoría y la práctica en defensa de los derechos políticos por medio del Estado constitucional.

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desafíos del siglo xix. Si miramos entonces a los casos hispánico y americano, el primer dato que salta a la vista es la notable precocidad de los procesos que llevaron al constitucionalismo liberal. Entre 1808 y 1820-24 sólo el mundo anglosajón había logrado consolidar las nuevas formas de gobierno. Tanto es así que la mirada de los liberales europeos sobre América Latina, en lucha contra los «despotismos» de la Restauración, fue mucho más entusiasta que la de Bolívar. El segundo dato, aún más original, fue que las primeras experiencias constitucionales se dieron en un marco imperial en crisis, lo que planteó desafíos totalmente nuevos. Para nuestro tema —el vínculo de los actores comunitarios rurales con el constitucionalismo— el desafío más importante fue que, al quebrar la monarquía, nadie apareció como heredero legítimo de su soberanía. En la Francia de 1789 la Asamblea Nacional reivindicó con éxito la soberanía del rey porque, en una paradoja sólo aparente, la institución monárquica seguía en pie: era todavía el centro que permitió a un nuevo centro apoderarse de los poderes cruciales del sistema político. La monarquía francesa estaba en crisis, pero no en quiebra, y hasta 1791 nadie pensó en gobernar sin el rey. El mundo hispánico de 1808 tuvo que enfrentarse sin previo aviso con algo que hoy es difícil de entender en todo su dramatismo: la entrega voluntaria de la Corona a un extranjero. Mil años de diferentes doctrinas regalistas europeas habían coincidido únicamente en un punto: que un rey no puede deshacerse de sus reinos a su discreción. La impresionante reacción unitaria a lo largo y a lo ancho de una formación política de tal magnitud como era la Monarquía Católica reveló por lo menos dos datos cruciales para el futuro: que la vacatio regís ilegítima fue interpretada como una vacatio legis, es decir, que se consideró ilegítima la continuidad de los representantes del rey (que eran jueces) a nivel local (y no sólo en América), y que al reivindicar la retroversión de la soberanía, las Juntas y los Cabildos se consideraron los legítimos cuerpos intermedios de la Monarquía, en el sentido teorizado por Montesquieu: como «depositarios de la ley». Dejando de lado los numerosos interrogantes que este dato plantea, y por encima de la vacua polémica sobre el grado de escolasticismo en la teoría de la retroversión38, parece indiscutible que entre 1808 y 1810 el imperio se federalizó, no sólo de hecho, sino de derecho.

38 Lo único que esta polémica revela es su derivación de la disputa hegeliana: cuán moderno fue o no «el ideario» de los proceres. Por lo demás, la teoría de la retroversión también gozó de amplia circulación en el iusnaturalismo protestante del siglo XVII. Samuel Puffendorf, por ejemplo, en la parte VII, cap.VI, par.10 de su De Jure Naturae et gentium, al tratar sobre la cláusula comisoria, es decir, sobre la naturaleza del contrato que limita (o modera) la Monarquía, afirmó que «cuando falta la familia real la soberanía revierte a cada pueblo, y éste puede ejercer por sí mismo o por medio de sus delegados cualquier acto soberano necesario para su preservación».

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La revolución de los cuerpos intermedios de la Monarquía hispánica planteó una situación políticamente nueva en el imperio, pero bien conocida para los pensadores del siglo xvni: si Montesquieu fue el gran cantor de los cuerpos intermedios, por los limites que imponían a la Monarquía, Rousseau y los fisiócratas (también los españoles) estuvieron radicalmente en contra de ellos, por considerarlos representantes de intereses particulares en contra del «bien común» (ya fuese éste republicano o monárquico ilustrado). Lo novedoso fue que, después de 1808, los cuerpos intermedios intentaron con éxito limitar la consolidación de las nuevas formas de gobierno representativas, empezando por las Cortes de Cádiz. La gran diferencia del caso español con respeto al francés fue que para la asamblea gaditana el reto no consistió en retirarle la soberanía al rey, sino a los cuerpos intermedios, lo cual quizá explique la feroz lucha de los liberales españoles contra cualquier hipótesis federalista, un asunto que tuvo dramáticas consecuencias para las relaciones entre la España liberal y la América de la emancipación. Sin embargo, hubo algo más: entre 1808 y 1810 las ciudades americanas desempeñaron un papel político trascendental que en los años siguientes perdieron a favor del campo. El caso más famoso es el rioplatense, y vale la pena señalar que el dualismo civilización o barbarie de Sarmiento tuvo éxito precisamente por interpretar de forma más que brillante el lenguaje de la disputa: las ciudades «civilizadas» no eran ni criollas ni argentinas, sino «europeas»39. Es significativo, además, que un libro de lucha política escrito en el exilio chileno en contra del régimen rosista se haya transformado de inmediato en un best seller internacional y en un paradigma historiográfico durante más de un siglo. A pesar de la fuerza retórica del paradigma, o quizá gracias a ella, no hubo sin embargo un esfuerzo analítico para entender cómo las ciudades perdieron su centralidad política, un evento que al fin y al cabo constituyó el proceso estructural más importante de la crisis del imperio y la herencia más difícil para todos los gobiernos republicanos del siglo xix.

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En los últimos años la historiografía argentina ha aclarado definitivamente que La Pampa no era el «reino» de los gauchos, sino una sociedad rural compleja, una frontera agrícola dinámica con tasas demográficas en expansión al final del siglo xvm. Véanse los trabajos pioneros de S. Amaral, «Rural Production and Labor in the Late Colonial Buenos Aires», Journal of Latin American Studies», 1987, 19: 235-278; J.C. Garavaglia, Economía, sociedad y regiones, Buenos Aires, 1987; J. Gelman, «Una región y una chacra en la campaña rioplatense: las condiciones de la producción triguera a fines de la época colonial», Desarrollo Económico, 1989, 28: 577-600.Y no se trata sólo de datos de historia social: hubo también una notable participación de los pueblos rurales en las primeras experiencias constitucionales, como han mostrado los trabajos de J.C. Chiaramonte, Vieja y nueva representación: Buenos Aires 1810-1820, y M. Tarnavasio, «Nuevo régimen representativo y expansión de la frontera política. Las elecciones en el estado de Buenos Aires: 1820-1840»; en A. Annino, Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo xix, México, 1995: 19-65; 67-108.

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El aspecto más interesante del proceso, sin embargo, fue la entrada de las sociedades rurales en la arena constitucional. El paradigma «a la Sarmiento» tuvo éxito más allá del Río de la Plata porque dibujó un escenario clásico, bien arraigado en el imaginario occidental por razones históricas: las ciudades «civilizadas» víctimas de la «barbarie» rural, algo que evocaba potentemente el precedente del Imperio Romano y que Bolívar había ya subrayado. En el contexto del naciente constitucionalismo liberal, esa cita clásica dibujó una segunda imagen, la de un espacio urbano constitucionalizado sitiado por un espacio rural no constitucionalizado. Esta segunda imagen canonizó la tesis de que el desequilibrio entre los dos espacios era la médula de la «herencia colonial», y que la construcción del Estado-nación consistía básicamente en conquistar los espacios «barbaros». En realidad, el reto fue mucho más complejo, además de constituir una novedad absoluta en el contexto del liberalismo decimonónico: los espacios rurales se habían constitucionalizado en la mayoría de los casos ya antes de la emancipación, contribuyendo potentemente a la quiebra política de las ciudades, de manera que el reto para las elites republicanas no fue cómo incluir al campo en la arena constitucional, sino cómo restaurar la primacía de lo urbano sobre lo rural. La imagen tan exitosa de un continente donde la política es un asunto de poderes y de actores rurales, y que la literatura latinoamericana del siglo xx ha difundido brillantemente en el mundo, no viene del pasado colonial, sino de su quiebra. En México, la ruralización de los espacios políticos no fue tan espectacular como en el Río de la Plata, pero se dio igualmente y pesó a lo largo del siglo xix. Hay una imagen que resume claramente lo ocurrido: en 1808, frente al proyecto del cabildo de Ciudad de México de convocar un congreso de las ciudades provincianas, los comerciantes peninsulares promovieron un golpe que destituyó al virrey, y así lograron controlar el país. En 1821, el control de la capital por el Ejercito Trigarante de Iturbide fue el último acto de la independencia, no el primero, y hasta la Revolución Mexicana cualquier cambio de régimen en México tuvo la misma dinámica. Los centros promotores de una rebelión, de un pronunciamiento, etc. fueron siempre lugares desconocidos del interior que, sin embargo, lograban poner en marcha un mecanismo de movilización política y/o militar a lo largo y a lo ancho del país que acababa con la entrada en la capital, casi siempre sin combate. A primera vista, este tipo de dinámica parece confirmar la naturaleza ajena del mundo rural mexicano con respeto al constitucionalismo liberal, más aún porque los protagonistas de los pronunciamientos fueron siempre los famosos caudillos, actores que el imaginario colectivo identifica con la cultura rural y con el «militarismo». Una radiografía de los pronunciamientos revela, sin embargo, algo distinto. El liderazgo de un caudillo dependió, por su-

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puesto, de la personalidad, como siempre en política, pero el recurso distributivo que sólo él controlaba de forma legítima tenía muy poco a que ver con la violencia arbitraria o con el «despotismo», porque el jefe militar era en primer lugar un juez que ejercía una jurisdicción por encima de las demás. Sin duda, el tema del fuero militar tiene que ver con los privilegios que los liberales quisieron borrar, pero no habría que olvidar que en México, y en muchos países de América Latina, las codificaciones en el sentido moderno se dieron a finales del siglo o no se dieron completamente. Durante varias décadas las Leyes de Indias siguieron vigentes, con todo lo que este hecho implicaba en las relaciones entre la justicia y las constituciones. En México, hasta los años ochenta del siglo xix se publicaron los Prontuarios de abogados para enseñar precisamente toda la legislación colonial que seguía vigente en los tribunales. El fuero militar, como el eclesiástico, no era algo aislado en una sociedad que ya había transitado supuestamente al código napoleónico: representaba una jurisdicción ciertamente problemática para el orden político liberal, pero no para el orden legal, y muchos menos para la mentalidad colectiva. Uno de los aspectos socialmente relevantes del fuero militar, desde las ordenanzas de 1767, era el amparo patrimonial que otorgaba a los oficiales40. Todos los bienes, incluidos los de las esposas, de los demás familiares y de los «dependientes», se encontraban bajo el fuero. En fin, el militar juzgaba sobre cualquier asunto penal y civil que fuera, tenía un poder redistributivo que explica bien las oportunidades de ascenso social que el cargo ofrecía a los «hombres nuevos», una perspectiva que no venía de la «herencia colonial», sino de las guerras que siguieron a la crisis de 1808. El otro aspecto crucial de los levantamientos fue su dinámica institucional, algo que la imagen tradicional ha borrado de la memoria. Para tener éxito el Plan de un levantamiento «lanzado» por un caudillo tenía que ser apoyado por la «opinión pública». Los periódicos desempeñaron su papel en la circulación de los textos, pero por razones de alfabetización y de meros recursos materiales su campo comunicativo fue bastante limitado, por lo menos hasta los primeros años del siglo xx en México. Lo que garantizó siempre una información más allá de las barreras sociales y culturales, y que explica la popularidad de los caudillos, fue el papel de los municipios a lo largo del territorio. Fueron estas instituciones electivas las que apoyaron o rechazaron los Planes, informando a las comunidades locales por medio de asambleas públicas y redactando Actas notariales de adhesión o no al levantamiento41. Sin el apoyo de un número significativo de ayuntamientos, un Plan carecía sencillamente de posibilidad alguna de éxito.

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Véase al respecto, F. Colón y Larriátegui, Juzgados Militares de España y sus Indias, Madrid, 4 Vol., 1789. 41 Véase A. Annino, «El pacto y la norma», en Historias, vol 5, 1983.

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La cuestión de los municipios es básica para nuestro tema. La difusión de estas instituciones en el medio rural desestructuró las jerarquías territoriales coloniales, contribuyendo potentemente a quebrar la centralidad política de las ciudades. En primer lugar hay que subrayar un dato numérico: los cabildos no eran muchos, quizás no más de un centenar a lo sumo, o hasta menos, mientras que en 1821 el numero de los nuevos ayuntamientos se acercaba al millar, si no más42. En segundo lugar, la excepcional difusión de las nuevas instituciones electivas se dio precisamente antes de la independencia, por efecto de la aplicación de la constitución de Cádiz y por impulso de las autoridades coloniales. Así que las elites criollas no lideraron el proceso que modificó radicalmente las jerarquías territoriales. La Constitución de 1824 no fue la primera experiencia liberal de México, y los pueblos rurales se encontraron ya incluidos en la arena de la ciudadanía moderna al instaurarse la república. Es también cierto, sin embargo, que estos datos no explican por sí solos lo que pasó. Hubo algo más. La guerra entre insurgentes y realistas tuvo un papel crucial, lo que nos revela otra especificidad del caso mexicano e hispanoamericano. Al estallar el conflicto en 1810 el régimen colonial no tenía una fuerza militar adecuada, no sólo en cuanto al número de soldados, sino también en lo referente a infraestructuras básicas como fábricas de armas, de ropa, de carruajes, depósitos de pólvora a lo largo del territorio, caminos seguros, mapas, cuarteles etc. La consecuencia fue que, al igual que los rebeldes, para sobrevivir los realistas dependieron de los territorios en donde operaban. La política hacia los pueblos se volvió un recurso estratégico: Calleja, el comandante español, elaboró en 1811 un plan para la guerra fundado en la autosuficiencia territorial de sus fuerzas, de manera que la campaña anti-insurgente se desarrolló según un esquema policéntrico que consideró a las ciudades como una retaguardia cuya defensa debía costar lo menos posible. Además, Calleja, a pesar de ser ferozmente antiliberal, utilizó políticamente la carta gaditana promoviendo la instauración de los nuevos ayuntamientos constitucionales en los territorios «pacificados», apoyando así el tradicional autonomismo local. El éxito del plan dependió de la nueva constitución. Hasta Cádiz, los requisitos de acceso a la ciudadanía y al voto en Europa fueron básicamente dos, la fiscalidad y la propiedad, mientras que la carta española optó por la «vecindad», una categoría clásica de la tradición ibérica, cuya efectividad dependía del reconocimiento público otorgado a los individuos por la comunidad de pertenencia. Así que no fue el Estado quien controlaba la en-

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Para una información más completa, véase A. Annino, «Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos 1812-1821», en Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo xix, op. cit.: 177-227.

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trada en la ciudadanía y en la arena electoral, sino la comunidad local. La apertura fue extraordinaria, porque la carta gaditana incluyó en el terreno de los nuevos derechos a los indígenas, algo que no tuvo consecuencias sólo formales. Los pueblos de indios implantaron en sus territorios los ayuntamientos constitucionales por una razón muy clara: los liberales españoles habían suprimido las «repúblicas de indios» coloniales, dejando los bienes de las comunidades sin amparo. Los nuevos municipios permitieron la reconstrucción de las «repúblicas» en el nuevo marco constitucional: los bienes de la comunidad fueron transferidos a la administración de «propios» de los nuevos municipios, y las jerarquías comunitarias tradicionales se articularon con las nuevas. Pero los procesos que consolidaron a los nuevos municipios constitucionales entre los pueblos fueron dos. Un decreto de las Cortes obligó los curas a propagar la Carta con los sermones de las misas. El clero fue uno de los agentes principales del liberalismo constitucional, que entró así en el mundo de los pueblos rurales (e indígenas) sin romper con los códigos comunicativos de la tradición católica local. El segundo proceso involucró a las prácticas de la justicia: en 1812 las Cortes decretaron la división de los poderes en el nivel local con la idea de implantar jueces de paz para la justicia ordinaria, un proyecto que fracasó por la crisis, la guerra y la restauración fernandina. La consecuencia fue que los alcaldes de los nuevos ayuntamientos se apoderaron de la justicia, implantándose así centenas y centenas de nuevas jurisdicciones cuya legalidad fue obviamente dudosa, pero cuya legitimidad frente a las comunidades fue absoluta. Se puede decir entonces que la ruralización de los espacios políticos mexicanos fue la consecuencia de un décalage municipalista del proyecto gaditano, ciertamente no previsto por los constituyentes, pero desencadenado por la crisis del imperio. La continuidad de este cambio estructural se dio porque el constitucionalismo republicano-liberal mantuvo muchos aspectos de la Carta gaditana, en particular la parte relativa a las elecciones y a la ciudadanía. Los liberales, y no sólo los liberales, intentaron a lo largo del siglo minimizar el poder autónomo de los municipios, como atestigua el sinnúmero de «leyes orgánicas municipales» expedidas por las legislaturas estatales, pero el éxito fue mínimo. No conocemos todavía las razones, pero la impresión es que los bandos en lucha no podían subestimar el peso de los pueblos, ya fuese en la contienda electoral o en caso de levantamiento, por no hablar de la guerra civil, lo cual negaba de entrada la naturaleza «administrativa» que las leyes pretendieron imponer a los municipios. El mismo Porfirio Díaz, cuando se levantó en 1876 con el Plan de Tuxtepec, lanzó, al igual que Santa Anna años antes, el lema de la «autonomía municipal», y lo mismo hizo Gustavo Madero cuando se levantó en contra de Díaz con el Plan de San Luis en 1910. Y no hay que olvidar que la rebelión zapatista tuvo por supuesto su origen en los problemas de las tierras de los pueblos,

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pero que el motivo desencadenante fue el control sobre las elecciones municipales intentado por el gobernador de Morelos. El protagonismo de las comunidades rurales tuvo, además, una legitimidad en las practicas discursivas: a lo largo de todo el siglo se habló indiferentemente de soberanía del pueblo y de soberanía de los pueblos. Se trató de un dualismo idiomàtico practicado en la oratoria, en la prensa, en los documentos y en los libros, cuya intensidad totalizante atestigua bien el dilema heredado por la quiebra del imperio. Así que la imagen canónica de una política ruralizada y controlada por caciques y latifundistas no es completa. Los pueblos casi nunca fueron víctimas pasivas. Ciertamente no lo fueron antes del Porfiriato. Aunque no exista una investigación sistemática hay, por ejemplo, evidencias archivísticas de que en algunos estados (México, Oaxaca, Veracruz) los pueblos invadieron muchas tierras de haciendas durante la primera mitad del siglo. Por otra parte, el dualismo idiomàtico sobre las soberanías tiene implicaciones muy parecidas a las del caudillismo, en el sentido de que sería ilusorio imaginar el mundo de las comunidades rurales aislado y separado de la sociedad mexicana del siglo xix: por lo menos hasta el Porfiriato los pueblos conservaron la personalidad jurídica establecida en las Leyes de Indias y, con ella, todas las facultades para practicar los derechos inherentes al libre acceso a los recursos materiales básicos. La fuerza y la legitimidad de estos derechos no dependieron sólo de la iniciativa constante de las comunidades: todo el sistema jurídico existente, como hemos ya subrayado, siguió siendo básicamente el de la colonia, en particular (y quizá no casualmente) en materia de tierras y de aguas43. Los liberales de la Reforma intentaron romper este laberinto jurídico-institucional en 1856: la famosa Ley Lerdo de Tejada, que dio origen a los procesos de desamortización, en su Artículo 6 o incluyó a los ayuntamientos constitucionales entre los sujetos desamortizables, junto a las iglesias, los conventos, los hospitales, las cofradías y las comunidades indígenas. Técnicamente el artículo era aberrante, porque insertó una institución electiva, constitucional y liberal entre unas corporaciones coloniales claramente incompatibles con la nueva constitución. Sin embargo, se trató de algo inevitable, puesto que la naturaleza sumamente incluyente del constitucionalismo mexicano había dibujado un escenario imprevisto e insólito: el clásico enfrentamiento entre liberalismo y corporativismo social se jugó dentro de la constitución, y no en sus márgenes.

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Al igual que los prontuarios de abogados, circularon otras obras de consulta para abogados y ciudadanos interesados. La más famosa fue la de Mariano Galván Rivera, Ordenanzas de tierras y aguas, o sea formulario geométrico-judicial, que tuvo varias ediciones (1842, 1844, 1851, 1868, 1875), y la facsimilar de 1998 por el Ciesas y el Archivo Nacional Agrario.

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A lo largo de casi todo el siglo xix, apelar a la «soberanía de los pueblos» no fue sólo un expediente retórico en las contiendas políticas: significó también apelar a una idea de territorio comunitario dueño de sus derechos inalienables, ajeno a la jurisdicción del Estado y amparado bajo un municipio. El cabildo constitucional electivo fue el enlace entre el pueblo ficticio de las constituciones y los pueblos reales de los territorios. La denominada «tradición municipalista», tan fuerte y tan anti-estatalista hasta nuestros días, expresó este enlace cuyos orígenes se remontan a la crisis del imperio. Por supuesto, se trató de una formulación sumamente ambigua que limitó el proceso de ubicación de la soberanía nacional, en particular en lo que se refiere a la forma federalista. El clevage centro-periferia es parte de cualquier Nation-state building, y la solución federal es una solución posible, pero en el caso de México el clevage se desdobló: no hubo sólo conflictos entre los estados y la antigua capital, sino que cada capital de estado tuvo que enfrentarse con sus propios municipios. El federalismo mexicano fue sólo «externo», es decir, fue practicado en contra de los sujetos fuera de cada estado; en cuanto a lo «interno», fue un conjunto de pequeños estados borbónicos formalmente hipercentralizados, algo muy diferente del federalismo norteamericano, tantas veces citado como modelo ideal44.

CONCLUSIÓN

El intento de estas notas ha sido el de sugerir que el estudio de la cuestión liberal es una manera de reflexionar sobre la ubicación del liberalismo mexicano y latinoamericano en el terreno de la historia comparada. No pocos elementos de la disputa y de sus paradigmas se encuentran en otras experiencias liberales del continente, y hasta de Europa. El 27 de octubre de 1860 un destacado liberal de la Italia del Norte escribió al primer ministro piamontés, el Conde de Cavour, acerca de la empresa de Garibaldi, que había conquistado el Sur de Italia: «Ma amico mio, che paesi son mai questi! Che barbarie! Altro che Italia! Questa è Africa: I beduini, a riscontro di questi caffoni, son fior di virtù civile. E quali e quanti misfatti/45. Pocos años antes, el 2 de diciembre de 1854, Karl Marx le escribía a Engels: «los españoles son completamente degenerados. Sin embargo, y a pesar de todo, un español degenerado representa un ideal frente a un mexicano...»*6. 44 El tema del federalismo mexicano es obviamente importante para la cuestión liberal. Estas notas no lo han tratado por meras razones de espacio y de prioridades, lo que por cierto algo quiere decir. 45 Cit. en N. Moe, «Altro che Italia!. Il Sud dei piemontesi (1860-61)», en Meridiana, 15, 1992, pg. 64. 46 Carta de la misma fecha, en K. Marx- F. Engels, Opere, Roma, 1973, Voi. XXVIII: pg. 416.

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Antonio Annino

¿Qué peso tenemos que otorgar a expresiones como éstas, en varias formas compartidas por el lenguaje liberal de la época, y no sólo en Europa? ¿Se trata de «prejuicios» sueltos o más bien de una práctica lingüística vinculada a un paradigma identitario nuevo (también para un antiliberal como Marx) que buscó articular coherentemente conceptos hasta entonces dispersos, como Nación, Historia y Constitución? Si aceptamos la segunda opción, un análisis comparativo de las experiencias liberales no puede dejar de considerar las ventajas metodológicas de desarticular críticamente el paradigma. La misma definición de «liberalismo» debería entonces ser revisada con los aportes de las experiencias no europeas, como hemos apuntado en las páginas anteriores, principalmente para señalar la naturaleza no tan coherente dogmáticamente de su historia. A fin de cuentas, hay datos de la memoria colectiva que son más significativos, como por ejemplo la movilización de gran número de comunidades campesinas mexicanas en defensa de la constitución de 1857, y nadie ha explicado hasta ahora, sin utilizar el paradigma de la disputa, por qué esa experiencia sería menos liberal que la de la sociedad esclavista norteamericana. Posiblemente no sea en absoluto casual que todos los Aureliano Buendía de García Márquez sean indefectiblemente liberales y federalistas, a pesar de vivir y morir en unos Macondos perdidos en la nada.

El republicanismo en acción

Hugo Edgardo Biagini Este mundo es nuestro mundo; este país, nuestro país; esta sociedad, nuestra sociedad: ¿quién tomará la palabra si no la tomamos nosotros? Domingo French

V I V A LA REPÚBLICA

Dicha exclamación, redactada en letras capitulares por un tribuno de la generación de Mayo como Bernardo Monteagudo, no fue la única aseveración contundente que estamparía su pluma en relación con esa forma de gobierno y modus vivendi. Al comienzo de su meteòrica carrera, el mismo autor llegó a declarar que sólo iba a recurrir al lenguaje de «un verdadero republicano»1. Cabe preguntarse entonces primeramente por los términos y conceptos empleados por la prédica republicana en general, así como por las actitudes y valores enjuego imperantes dentro de ese discurso. Entre las filiaciones primordiales trasuntadas por los republicanos sobresale una cosmovisión racionalista y secularizadora que acentúa el papel de los siguientes factores concomitantes: la voluntad, el patriotismo, la militancia política, los derechos humanos, el interés público, la ciudadanía y la soberanía popular, junto a la postulación de diversas modalidades frontales contra un orden prejuicioso de cosas que no satisface tales exigencias. ¿Cómo han operado esas variables en el pensamiento independentista? Por una parte, el principismo ético-normativo encuentra asidero entre los principales documentos y medidas de la revolución acaecida en las Provincias del Río de La Plata, donde se hace alusión al «dulce» y «sagrado dogma de la igualdad» que impugna el culto a la personalidad y los propios privilegios de la magistratura, exalta la libertad de expresión —aun bajo condicionamientos bélicos— y asegura el debido proceso judicial a los inculpados, la reforma del sistema carcelario, el respeto a la privacidad e incluso el amparo a los desvalidos para facilitar su evolución. Un corpus re-

1

122.

Monteagudo, Bernardo, Horizontes políticos.

B. Aires, Ediciones Jackson, 1944, pg.

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publicano antològico se halla en las resoluciones de la Asamblea Constituyente que inicia sus sesiones en 1813, alcanzando un alto nivel de avanzada ideológica con respecto a su época, en cuanto propician abolir la esclavitud y la servidumbre, los tormentos y la tortura, los títulos nobiliarios, los juramentos y la invocación a Dios en los juicios y contratos. Para que poseyeran un alcance más extendido, varias de esas disposiciones fueron traducidas al guaraní, al quechua y al aimará. Otras salvedades importantes que se sostuvieron en esa circunstancia fueron establecer la virtud como recompensa, la separación de los poderes y la oficialización de los símbolos patrios. En el vocero periódico de dicho organismo, El Redactor de la Asamblea 2 , pueden apreciarse los fundamentos espirituales que lo guiaban, v. gr., la concepción sobre la libertad y la independencia de las naciones como atributos connaturales, la defensa del más débil y de los pueblos oprimidos, la subordinación absoluta a la ley, la función regeneradora del Estado o la autonomía territorial eclesiástica. Todo ello resultó formulado en nombre de la filosofía del nuevo siglo y para mitigar la barbarie. La aún preponderante filosofía de las Luces implicaba la creencia optimista en el valor universal de la razón, el rechazo a las tradiciones y la posibilidad de disolver un pasado oprobioso para crear súbitamente la nacionalidad mediante dispositivos legales. Pese a su apuesta por el contrato social y la soberanía popular, los iluministas presuponen que el gobierno debe ser sustentado por una elite culta que se ocupa de instruir a la masa, en cuanto la ignorancia constituye el origen de los males humanos y la educación el requisito para garantizar el progreso colectivo y sepultar el antiguo régimen con todas sus miserias e iniquidades. Mientras la Iglesia y el cedazo teológico dejan de representar la única fuente del saber, se sustituye sintomáticamente la sotana por el traje civil en la enseñanza de la filosofía, que empieza a ser profesada por laicos y en idioma vernáculo, en lugar del latín. Con la incentivación de las lenguas vivas se agudiza el interés por los asuntos contemporáneos, en lugar de la historia clásica y sagrada; las escuelas del rey se ven reemplazadas por las escuelas de la patria. Un porcentaje apreciable de frailes se inclinan hacia la Independencia —en oposición a la propia posición del papado sobre el particular. Durante ese período se pusieron en vigencia autores antes soterrados y se veneraron nuevos ídolos: además de los fisiócratas y los enciclopedistas, si bien seguía recordándose al «ilustre Feijóo», emergen «el juicioso Gassendi», «los inmortales Locke y Rousseau», Newton —el «príncipe» de las escuelas modernas —, «el sublime Adam Smith» o Bentham, «el oráculo de su tiempo». Una de las piezas donde quedó más explicitado el modelo republicano fue el Catecismo Político Cristiano que, atribuido al jurisconsulto boliviano Jaime Zudáñez, circula en Chile para propalar el ideario revolucionario.

2

Cfr. edición facsimilar, El Redactor de la Asamblea de ¡813, B.Aires, La Nación, 1913.

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En él se afirmaba: «El gobierno republicano, el democrático en que manda el pueblo por medio de sus representantes o diputados que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del pueblo, es el que más acerca, y el que menos aparta a los hombres de la primitiva igualdad que los ha creado el Dios Omnipotente, es el menos expuesto a los horrores del despotismo y de la arbitrariedad, es el más suave, el más moderado, el más libre y es, por consiguiente, el mejor para hacer felices a los vivientes racionales [...] En las repúblicas, el pueblo es el soberano, el pueblo es el rey, y todo lo que hace lo hace en su beneficio, utilidad y conveniencia; sus delegados, sus diputados o representes mandan a su nombre, le responden de su conducta y tienen la autoridad por cierto tiempo. Si no cumplen bien con sus deberes, el pueblo los depone y nombra en su lugar a otros que correspondan mejor a su confianza»3. Entre las personalidades rioplatenses que encarnan la fe republicana cabe rescatar figuras como las de Mariano Moreno, Juan José Castelli, el ya citado Bernardo Monteagudo y, en otra dimensión, José Artigas. El primero de todos, que se autodefinió como un «acérrimo republicano»4, objetó tanto las premisas individualistas como basamento de la nación cuanto la teocracia colonial, mientras que Castelli fue un dechado de austeridad y anticorrupción. Monteagudo, con una mayor obra escrita, señaló la importancia comunitaria del periodismo, combatió los juegos de azar y la discriminación social: «el cetro y el arado, la púrpura y el humilde ropaje del mendigo no añaden ni quitan una línea a los sagrados derechos del hombre»5. El caudillo uruguayo Artigas fue uno de los que más bregó por un gobierno consensuado, democrático y popular, con implementación del sufragio universal; propugnó la reforma agraria, una amplia libertad de conciencia y un régimen confederado para las Provincias Unidas de la América del Sur. Más allá de sus vaivenes propios y sus diferencias mutuas, todos ellos coincidieron en la necesidad de mantenerse intransigente con los enemigos de la revolución y de la independencia americanas, mientras subrayan la relevancia de la opinión colectiva forjada a través de la instrucción pública. En consonancia con algunos testimonios enaltecedores de tratadistas y viajeros pre-independentistas, renovados con la gesta misma de Mayo, con los primeros gobiernos patrios, con la Asamblea del XIII o con la constitución de 1819, se verifica en dichos exponentes una clara reivindicación de nuestros aborígenes, no sólo en su condición humana y civil, sino también por erigirse en valiosos símbolos a emular: «vamos a ser independientes o mo-

3 Romero, José Luis - Romero, Luis Alberto (comps.), Pensamiento político de la emancipación, t. 1 Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977: 214 y 215. 4 Moreno, Mariano, Doctrina democrática, B. Aires, La Facultad, 1915, pg. 246. 5 Monteagudo, op. cit., pg. 56.

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rir como héroes, imitando a los Guatimozines y Atahualpas»6. Otros patriotas asumen una postura similar: Manuel Belgrano les suspende a los indígenas paraguayos el tributo que debían rendir y en el congreso de Tucumán propone un gobierno para las Provincias Unidas encabezado por un descendiente directo del incanato; el libertador chileno Bernardo O'Higgins incita en quechua a los indios del Perú para que se alcen contra los españoles y busca una análoga reacción por parte de los nativos australes evocando sus luchas identitarias: «Las valientes tribus de Arauco y demás indígenas de la parte meridional, prodigaron su sangre por más de tres centurias, defendiendo su libertad contra el mismo enemigo que hoy lo es nuestro»7. Por cierto, semejante plataforma vanguardista se enfrentó con numerosas trabas interpuestas por los beneficiarios y nostálgicos del viejo régimen, por la naciente oligarquía porteña, por los sectores criollos renuentes a compartir los frutos de la independencia con la gente de color, por el propio resabio elitista que arrastraron a veces los patriotas, por lo infructuoso de sus empeños para romper la dicotomía chusma-gente decente o por el rechazo hacia la salida revolucionaria de diversas capas marginales que hicieron causa común con los realistas. Sin embargo, una buena parte de los pensadores hispanoamericanos no apoyó la monarquía y al menos hubo una inclinación intuitiva del pueblo hacia unas formas republicanas que nunca serían, en definitiva, alteradas sustancialmente8.

AFRANCESAMIENTO, HISPANOFOBIA O AMERICANIDAD

La galolatría experimentada por los núcleos dirigentes e intelectuales rioplatenses durante el siglo xix y principios del xx puede remontarse a la época estudiada. Más allá de su puntual verosimilitud, personajes de mucha gravitación como Alberdi y Sarmiento han señalado dicha incidencia en un sentido global y particular: ¿Qué es nuestra gran revolución, en cuanto a ideas, sino una faz de la revolución de Francia? [...] Es ala ciencia francesa que nosotros de-

6

ibid., pg. 43. O'Higgins, «Proclama a los araucanos», en Romero y Romero, op. cit., vol. 2, pg. 200. 8 Lecturas adicionales para esta sección: «Dossier sobre republicanismo», Revista de Occidente, 247 (diciembre 2001); Leiva, Alberto David, Fuentes para el estudio de la historia institucional argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1982; Historia de Iberoamérica, vol. 3, Madrid, Cátedra 1992; Sáenz Quesada, María, La Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2001; Rivera, Andrés, La revolución es un sueño eterno, Buenos Aires, Alfaguara, 1993; Villoro, Luis, El proceso ideológico de la Revolución de la Independencia, México, U N A M , 1983; Biagini, Hugo Edgardo, Panorama filosófico argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1985. 7

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en

acción

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bemos nuestras inspiraciones de libertad y de independencia. En 1810 Buenos Aires pulula de revolucionarios avezados en todas las doctrinas antiespañolas, francesas, europeas [...]. Con las paradojas del Contrato social se sublevó la Francia; Buenos Aires hizo lo mismo9.

Según el historiador chileno Diego Barros Arana, ya a fines del xvm existían «numerosas copias manuscritas de la Declaración de los Derechos del Hombre, proclamada por la Asamblea Constituyente de Francia en agosto de 1789, y de la Constitución de 1791» que «excitaban los ánimos contra las bases fundamentales en que descansaba todo el régimen colonial y contribuyeron a preparar la revolución de la independencia»10. Y en los albores de esa misma centuria, un periódico porteño, El Telégrafo Mercantil hacía, por ejemplo, explícita alusión a Francia como «la Nación de los Filósofos que tanto recomienda en el día los derechos del hombre»11. Si hubiese que seleccionar los dos pensadores más divulgados en Hispanoamérica durante el ciclo de la independencia, Voltaire y Rousseau llevarían probablemente la delantera, hasta el punto de suscitar una franca admiración en casos tan representativos como el de Mariano Moreno, quien conceptúa a ambos exponentes como bienhechores de la humanidad, celebra el homenaje del pueblo francés cuando incorpora sus restos al panteón nacional, un pueblo cuyo ciudadano más humilde poseía para Moreno «más filosofía que todos los Doctores de la Corte de Roma»12. Los escritos del gran ginebrino, del «divino Juan Jacobo» como llegó entonces a calificárselo, constituían un referente obligado para los republicanos y para la génesis de la «inmortal revolución»13. Una renovación teórica del iluminismo se produce con la obra de los partidarios de la Ideología — Lafinur, Fernández de Agüero y Diego Alcorta— quienes, desde la cátedra de filosofía, siguieron muy de cerca a los pensadores franceses encuadrados en la misma escuela. Un balance general de la presencia cultural gala fue suministrado por Juan Cruz Varela desde las columnas de El Tiempo hacia 1828:

9 Alberdi, Juan Bautista, Bases, Buenos Aires, Eudeba, 1966, pg. 61; idem, Estudios Políticos, citado por Barbagelata, Hugo en L'influence des idées françaises dans l'évolution de l'Amérique Espagnole, Paris, s/e 1917; Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo, Buenos Aires, Difusión, 1952, pgs. 132 y 135. 10 Citado por Gazmuri Riveros, Christian, en el volumen colectivo, America Latina ante la Revolución Francesa, México, UNAM, 1993, pg. 82. " Citado por Díaz, Cesar Luis, «El periodismo en la Revolución de Mayo», Todo es Historia, 370 (mayo 1998), pg. 84. 12 Moreno, Mariano, «Estatua del Papa quemada en el Jardín de la Revolución», en Durnhofer, Eduardo, Artículos que la 'Gazeta'no llegó a publicar, Buenos Aires, Casa Pardo, 1975, pg. 60. 13 Moreno, Mariano, «Apoteosis de Rousseau», ibid., pg. 68.

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La España no podía suministrarnos libros originales donde hallásemos los principios de todas las ciencias, porque ella misma no los tenía... ¿Dónde, pues buscaríamos los americanos los maestros que necesitábamos? Indispensablemente en el vastísimo almacén de la Francia. Sus escritos han sido los primeros libros que hemos tomado en la mano y en los que siempre hemos estudiado. Nadie puede desconocer esta verdad práctica. Véanse todas las bibliotecas particulares de Buenos Aires, y se hallará un prodigioso excedente de libros franceses sobre los españoles; véanse los libros que sirven de texto en nuestra universidad, y se encontrará que todos son franceses14.

Más que una suerte de vacío erudito, se produce un rechazo frontal contra todo lo español en sí mismo que iba a extenderse prácticamente durante toda la centuria. Así se refleja en la versión completa del himno nacional argentino cantado en escuelas y actos oficiales a lo largo del siglo xix, donde se expresaba con nitidez la repulsa por los españoles como «bestias sedientas de sangre». En esta primera etapa se reiteran las acusaciones contra una España refractaria al derecho de gentes por entronizarse desoladoramente en el nuevo mundo sin anuencia de los pueblos, cometiendo innumerables atrocidades de lesa humanidad: contra la sabiduría, por el abuso de grillos y cadalsos; contra los hermanos aborígenes, desterrados en su propia patria; contra las mujeres, condenadas a rezar y coser. Una nación a contrapelo de la historia a quien, como ya advertía tempranamente la Gaceta de Buenos Aires, (setiembre 10 de 1810) faltaba «razón, derecho o justicia» para continuar dependiendo de «un país que no existe sino en la memoria». De allí la remoción que sufrieron los españoles peninsulares, esos antiguos opresores, de los cargos públicos —salvo los que habían obtenido la ciudadanía por haber prestado servicios a la revolución— y su alejamiento de las logias masónicas que tanto contribuyeron a la emancipación de España. De allí también el extenso Manifiesto de 1817 dirigido al mundo por las Provincias Unidas — «sobre el tratamiento y crueldades que han sufrido de los españoles y motivado la declaración de su independencia»— para refutar las acusaciones de perfidia y sedición lanzadas urbi et orbe por la metrópoli. En ese documento se precisaba con lujos de detalles la manera en que los españoles se apoderaron del continente americano y cómo recurrieron a la devastación y al exterminio para asegurar su dominación. Entre los muchos considerandos se denunciaban allí «los principios sombríos y ominosos de la corte de Madrid», así como sus distintas derivaciones en cuanto a inmovilismo demográfico, rezago educacional, orfandad política y legislativa. En suma, se argüía que los americanos eran «tratados

14

Citado por Arrieta, Rafael Alberto, La literatura argentina y sus vínculos con España,

Buenos Aires, Editorial Uruguay, 1957: 72-73.

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como rebaños de animales» exentos de moralidad. Con todo, preponderaba la confianza en las propias fuerzas: Despliegue su estandarte sanguinoso enhorabuena España, la tierra entregue a su favor y saña; destruya, arrase, incendie cuanto alcance, nada es capaz de producir temores en los pechos de temple diamantino, que de la independencia el gran camino a nuestro país abrieron15.

Las dilatadas guerras emancipadoras culminan en 1825 con la declaración de la independencia boliviana, donde se invocaba «el odio santo al poder de Iberia [...] símbolo de la ignorancia, del fanatismo,

de la

esclavitud

e ignominia», de una educación bárbara, de una agricultura agonizante, del monopolio escandaloso del comercio y, a la postre, de artes y conocimientos propios del siglo VIII16. Por cierto, ni el escarnio hacia los españoles ni todo ese lenguaje beligerante fue unánimemente compartido por la sociedad rioplatense. Cornelio Saavedra, uno de los líderes más distinguidos y moderados de la revolución, evocaría con bastante minucia a quienes en Buenos Aires se opusieron a ella: los que la juzgaban como una empresa inverificable por el poderío de España, los que la veían como «locura y delirio de cabezas desorganizadas», los sectarios que la condenaban como una «infidelidad contra el legítimo soberano, dueño y señor de la América y de las vidas y haciendas de todos sus hijos y habitantes»".

El último grupo mencionado integraba por lo común el partido del rey que, enfrentado visceralmente al de los patriotas, conspiró para reconquistar la ciudad de Buenos Aires en poder de estos últimos, acusados de impíos o afrancesados, por cuestionar, entre otras materias, una religión que había estado al servicio de los usurpadores. Por otro lado, tanto las versiones tradicionalistas como las de factura conservadora, a ambos márgenes del espectro político mencionado, se dedicaron a denigrar, total o parcialmente, el sentido de la Revolución Francesa. Ya en tiempos de la Colonia el asunto tuvo un tratamiento descalificatorio por parte de las autoridades españolas y sus voceros locales. Estos tildaban de monstruosos acontecimientos, de peste infecciosa lo que ocurría en la Francia revolucionaria, prohibiendo cual-

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López y Planes, Vicente, «Loa», en Miri, Héctor, Antología poética de Mayo, Buenos Aires, Antonio Zamora, 1960, pg. 46. 16 Romero, J. L. - Romero, L. A., op. cit., voi. 2, pgs. 192-193. 17 Saavedra, Cornelio, en el volumen antològico, Memorias de la patria nueva, Buenos Aires, Eudeba, 1966, pg. 37.

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quier información u objeto relacionado con ese medio, donde, pese a las enormes oposiciones para expandir su sistema, no se dejó de propiciar todo aquello que tuviese que ver con la causa de la «Libertad americana». Tras la Revolución de Mayo, y con el desplazamiento del elenco moreniano, la Junta gobernante denunciaría los intentos por profundizar la gesta independentista en una edición extraordinaria de la Gaceta: Ciudadanos: alerta, los enemigos del Gobierno son esos mismos terroristas, que imitadores de los Robespierre, Dantones, Maraes, hacen esfuerzos para apoderarse del mando, y abrir sus escenas de horror, que hicieron gemir la humanidad [...] Que promoviendo nuestra libertad no se diga jamás que hemos probado de ese árbol emponzoñado, semejante al del paraíso, que levantó la Francia, y que regó con sangre de tanto ciudadano (julio 30 de 1811).

Más tarde, Castro Barros y el padre Castañeda levantan sus voces contra lo que estimaban como amenazas jacobinas a la religión del Estado, oponiéndose a la libertad de cultos propiciada en distintos documentos públicos y medidas oficiales. Además, también cabe observar que, a diferencia de los enfoques reduccionistas que acentúan los rasgos puramente imitativos de nuestra cultura general, durante el ciclo emancipador se perfilaron claros posicionamientos tendentes a mantener y perseguir la especificidad y originalidad socio-política e intelectual de lo americano, sobrepasando las barreras geográficas a favor de la unidad continental, una solidaridad y una integración fáctica que fueron puestas de manifiesto, por ejemplo, en tierra peruana, donde confluyen tantos patriotas latinoamericanos a pugnar por su independencia. Además, se trataba de instrumentar un programa vasto y orgánico que venía recorriendo el hemisferio sur a través de expositores tales como Miranda, Monteagudo, Bolívar o Andrés Bello, hasta sobrepasar la Guatemala de José Cecilio del Valle, quien afirmaba: La América será desde hoy mi ocupación exclusiva. América de día cuando escriba: América de noche cuando piense. El estudio más digno de un americano es América18.

Ese plan autoctonista denotó también la negación de una Europa sumida en las peores tinieblas de la monarquía y de la Santa Alianza, empeñadas en someter a los salvajes americanos sin admitir los avances considerables que éstos se hallaban protagonizando en distintos aspectos y que ponían un fuerte mentís a la pretendida inferioridad. En síntesis, del mismo 18 Citado por Canilla, Emilio, La literatura de la independencia Buenos Aires, Eudeba, 1964, pg. 23.

hispanoamericana,

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tronco jacobino puede desprenderse una de las mayores enseñanzas para nuestra América: la moral republicana, el fervor revolucionario y similares expectativas para edificar institucionalmente una nueva humanidad y una nueva nación a través de hondos sentimientos patrióticos sin exclusiones chovinistas. Componentes que pese a todo, no pudieron ser cumplimentados por las truncas epopeyas del siglo xix y que todavía aguardan su más cabal realización. Mutatis mutandi, trasladados esos ideales y objetivos a la actualidad se encuentra el imperativo de medirse con un fenómeno antagónico: el de la globalización neoliberal, incompatible con el mandato histórico de refundar la república desde una democracia social y sobre la base de nuestras identidades culturales, un proyecto humanista seriamente amenazado por la restauración imperial en términos equivalentes a los que pusieron en práctica los propios conquistadores noratlánticos en distintas oportunidades 19 .

JUVENTUD Y REVOLUCIÓN

Más allá de que el estallido historiográfico sobre la juventud provenga recién de los tiempos presentes, de que el siglo xx haya sido considerado como la centuria de los jóvenes, o más allá también de las rebeliones estudiantiles anteriores al Ochocientos, el enrolamiento político del alumnado emerge sobre todo a partir de 1800 como un factor de modernidad, tanto con el advenimiento de los Estados nacionales cuanto de los sistemas republicanos o democráticos. Por otra parte, el adolescente empieza a cobrar un sugestivo relieve en la novelística decimonónica, y por entonces fueron numerosos jóvenes quienes impulsan las sociedades secretas y los movimientos revolucionarios en Europa y América. En tal sentido cabe destacar la importancia que para la causa de la emancipación sudamericana revistió el discurso y la actuación de diversos estudiantes criollos que se formaron en la Universidad de Charcas —fundada por los jesuítas con el nombre de San Francisco Xavier en aquella ciudad virreinal de La Plata, luego conocida como la Sucre boliviana. En ese instituto educativo se llegó a trasmitir doctrinas ilustradas de avanzada, y de

19 Fuentes complementarias para este apartado: Imagen y recepción de la Revolución Francesa en la Argentina, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, 1990; Lewin, Boleslao, Rousseau en la Independencia de Latinoamérica, Buenos Aires, De Palma, 1980; Simian de Molinas, Susana (comp.), La Revolución de Mayo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1984; Oviedo, Gerardo, «De la Revolución de Mayo a la Independencia», Ciudadanos, 4 (invierno 2001), pgs. 83-99; O'Donnell, Mario, Monteagudo, la pasión revolucionaria, Buenos Aires, Planeta, 1995; Biagini, Hugo Edgardo, Historia ideológica y poder social, vols. 2 y 3, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1992.

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allí provinieron muchas figuras principales que se integran a la gesta emancipadora. Por sus filas pasaron jóvenes como José Manuel Rodríguez de Quiroga, gestor de la revolución de Quito, Mariano Alejo Alvarez, precursor de la independencia en el Perú, o Jaime Zudáñez, redactor de constituciones en Chile, Argentina y Uruguay, país éste donde concluye su carrera presidiendo la primera Corte Suprema de Justicia. Una pieza clave que moviliza las revoluciones de Chuquisaca y La Paz (1809) fue escrita por Bernardo de Monteagudo, quien imaginó un diálogo entre Atahualpa, el último Inca, y Fernando VII, a la sazón destronado durante la invasión napoleónica de España. El tema fundamental de esa pieza combativa apuntaba a sostener el derecho a la insurrección y a la independencia: si los patriotas españoles podían repeler legítimamente la tiranía implantada por Napoleón, los americanos estaban también en perfectas condiciones para romper con el yugo ibérico, impuesto por la fuerza y la violencia. Más que en el tus resistendi clásico, Monteagudo se inspiraba en el pensamiento rousseauniano cuando aducía que los españoles habían perdido toda su autoridad en el Nuevo Mundo al violar flagrantemente la justicia y los derechos humanos. Se ha mantenido que el Contrato Social llegó a representar algo así como el evangelio laico para los estudiantes más activos de Charcas. De tal manera Mariano Moreno, otro egresado de ese mismo centro de enseñanza superior, enaltecería dicha obra de Rousseau por su tenacidad en defender la soberanía popular y en vulnerar el supuesto derecho divino de los reyes. Vencida la juventud jacobina, desplazado su líder Moreno y frustrado el levantamiento de sus partidarios, aquél se embarca para Londres, falleciendo en el trayecto. Al despedirse de sus amigos, un 24 de enero de 1811, les había expresado: «Yo me voy, pero la cola que les dejo es muy larga». Era el mismo patriota que poco antes había puesto en evidencia a los gobernantes españoles del Perú por considerar a la universidad de Charcas como simple «receptáculo de abogadillos y estudiantes miserables»20. Más allá de las distintas secuelas en las que cabe encontrar ulteriormente dicho espíritu radicalizado y democratizante pueden rescatarse apreciaciones como las de Germán Arciniegas de que la revolución de la independencia no constituye un producto del caudillaje ni una idea emanada de los cuarteles, sino el triunfo de la conciencia estudiantil de vanguardia superando el cruce helado de los Andes y otros obstáculos similares. Al examinar más de cerca, pero en rasgos generales, la génesis de nuestra independencia política se observa que, hacia las postrimerías del siglo XVIII, el statu quo bajo el dominio español distaba de satisfacer a la mayoría de la población, con lo cual se iría plasmando una actitud proclive a la emancipación

20

Moreno, Mariano, Doctrina democrática, op. cit. pg. 157.

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y al sentimiento de americanidad. La incipiente burguesía criolla, marginada de los puestos y reconocimientos más importantes, sufría fuertes restricciones comerciales y duros gravámenes destinados a la Corona, mientras el campesinado resultaba prácticamente desprovisto del fruto de la tierra. Por su parte, los jóvenes estudiantes, saturados por el escolasticismo, van asumiendo posiciones disidentes y remisas al principio de autoridad, lo que les lleva a exigir la modernización de la enseñanza y el acceso a los adelantos científicos, mientras se genera una mayor apertura de los claustros universitarios hacia la empiria y el medio circundante. Comienzan entonces a introducirse clandestinamente las ideas ilustradas, junto al impacto provocado por la independencia estadounidense, la Revolución Francesa y la nueva juridicidad que estos fenómenos rupturistas trajeron consigo. El moderno concepto de generación ha sido acuñado precisamente durante la Revolución Francesa. Los jacobinos vieron en la juventud un sector fundamental para defender las libertades republicanas mediante una formación sistemática en la que se inculcase el desprecio a los prejuicios y a la dictadura, así como una actitud reverencial hacia el patriotismo y la fraternidad. Diversos testimonios rioplatenses reflejan un talante similar. Por ejemplo, en la nota dirigida por Monteagudo a las americanas del sur se postula la semblanza del «joven moral» como un sujeto «ilustrado, útil por sus conocimientos y, sobre todo patriota, amante sincero de la libertad y enemigo irreconciliable de los tiranos» 21 . En reiterados poemas temáticos de la época se vierten imágenes similares: Hijos felices de infelices padres ¡Generación presente! Generación de luz, a cuyo oriente se disipan las nieblas temerosas que el sol de libertad nos encubrían22. La firme adhesión de los jóvenes a las lides patrióticas y su especial protagonismo en ellas fue observada incluso por los viajeros del exterior, quienes resaltaron dichas predisposiciones en la nueva generación de Mayo como una característica distintiva frente a la tónica evidenciada por los predecesores. Bajo el ideario de la Ilustración la juventud estudiantil, vanguardia letrada por excelencia, se lanza a propagar los preceptos autonómicos e impulsa diferentes juntas, logias secretas y clubes políticos o núcleos más abiertos, como las sociedades patrióticas y literarias, de Amigos del País, de Agricultura, etc. Por otro lado, esa misma muchachada, junto a dis21

Monteagudo, op. cit., pg. 13. Varela, Juan Cruz, citado en AA.VV., Algunos aspectos de la cultura literaria de Mayo. La Plata, Universidad Nacional, 1960, pg. 62. 22

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tintos sectores populares, había tomado las armas y participa en la insurgencia contra el colonialismo, haciéndose presente en actos de protesta más o menos aislados y en una sucesión de levantamientos brutalmente reprimidos. Tal había sido el caso de la rebelión de un ex estudiante del colegio cuzqueño para caciques — Túpac Amaru— y de los jóvenes allegados que prosiguieron su causa, de la insurrección de los comuneros en Nueva Granada —cuyo capitán había estudiado en el seminario de San Bartolomé en Bogotá, de la sublevación de negros y mestizos en Venezuela por la liberación de los esclavos, del enfrentamiento contra España iniciado en la antigua Universidad Pontificia de Santa Rosa de Lima y de las luchas libertarias del estudiantado en el Brasil. A la postre, fue en los claustros universitarios donde se puso en tela de juicio el espíritu de casta imperante en el pensamiento colonial y de donde salió la generación de 1810, la de los patriotas y libertadores. La universidad hispanoamericana fue el recinto de disidencia donde se produjo el quiebre con la universidad española. Una potente catapulta discursiva acompañó el accionar emancipatorio donde se mezclaban proclamas, discursos y arengas con el panfleto y el libelo, los pasquines, las gacetas, los memoriales de agravios, las cartas y mensajes flamígeros, los catecismos políticos, los manifiestos y proyectos constitucionales, etc. Durante la guerra independentista irrumpen los cánticos alusivos, las marchas y sermones patrióticos, los himnos nacionales o las odas victoriosas que trasuntan grandes ideales de vida. Allí se anuncian días augustos, auroras felices y, sobre todo, un mundo nuevo, una religión (el patriotismo), una gloriosa nación y repúblicas igualmente nuevas: América la Virgen, Hija del Sol, guiada por modelos esclarecedores y por una noble juventud que daría lugar a generaciones verdaderamente libres. En definitiva, se trata de una visión que le sale al cruce tanto a la imagen occidentalista de barbarie y salvajismo con la que se caracterizaba al Nuevo Continente como a las versiones locales de un tradicionalismo que condenaba las posturas igualitarias, la insolencia de los hijos, el pacto social y a su principal propalador, Juan Jacobo Rousseau, quien había trazado el camino para la formación de un nuevo hombre. En la vereda de enfrente, jóvenes poetas como Crisòstomo Lafinur denunciaban la óptica patriarcal en la figura de los pelucones, aquellos representantes de la sorda matraca de un necio fanatismo para contradecir todo lo nuevo, calificarlo de libertinaje y derramar la rabia y el coraje donde sus rayos no penetra Febo sobre cualquier plan e instituciones que no sea el sostén de Pelucones.

El republicanismo

en acción

143

Así es que ellos desechan la lectura de todos los periódicos del día, que tachan de herejía de frivolidad y travesura23.

En resumidas cuentas, según advirtieran Alfredo Palacios y otros intelectuales, «los que declararon que España había caducado y dieron la fórmula jurídica y política de la emancipación [...] fueron jóvenes, algunos adolescentes, hijos de esa tierra de rebeldías cuyo espíritu audaz conmovió a nuestra América, vinculándose al pueblo»24. Esa juventud, amiga de las innovaciones, terminaría a su vez enfrentándose con el militarismo dictatorial y caudillesco que sobrevino a la misma revolución, inaugurando con su principismo el duelo entre la fuerza y la inteligencia, la bayoneta y los libros, los cascos y la cultura. En tal sentido, el estudiantado habría de erigirse en una suerte de avanzada cívica para América y el mundo25.

23

Lafinur, Juan Crisòstomo, Poesías. San Luis, ICCED, 1994. Palacios, Alfredo Lorenzo, «El genial joven Moreno y la estructuración del nuevo Estado», Revista Jurídica de Buenos Aires, 1-2, 1960. 25 Bibliografía suplementaria para este último aspecto: Bermann, Gregorio, Juventud de América, México, Cuadernos Americanos, 1946; Arciniegas, Germán, El estudiante de la mesa redonda, Barcelona, EDHASSA, 1957; Aguirre, Manuel, Universidad y movimientos estudiantiles, Quito, Crespo Escalada, 1987; Francovich, Guillermo, El pensamiento universitario de Charcas, Sucre, Universidad de San Francisco Xavier, 1948; Valcárcel, Carlos Daniel, Rebeliones coloniales sudamericanas, México, FCE, 1982; Marsiske, Renate, Movimientos estudiantiles en la historia de América Latina, vol. 1, México, UNAM, 1999; ídem, La jéunesse et ses mouvements, París, CNRS, 1992; Biagini, Hugo Edgardo, La Reforma Universitaria, Buenos Aires, Leviatán, 2000. 24

II. UNA IDENTIDAD PARA LAS NUEVAS NACIONES: LOS DEBATES FUNDACIONALES

El mito comunero y la construcción de la identidad nacional en el liberalismo español

Ángel Rivero

COMUNERO: El que tomando la voz del común o del pueblo se junta con otros para levantarse y conspirar contra su Soberano. COMUNIDAD: El cuerpo que forma cualquier Pueblo, Ciudad o República regido y gobernado por sus Justicias, Gobernadores, Magistrados y otros superiores. COMUNIDADES: Se llaman también los levantamientos y sublevaciones de los Pueblos contra su Soberano. Diccionario de Autoridades. RAE, 1726. COMUNERO: Liberal de antigua raza que allá por los años de 1520 sembró en Castilla las simientes cuyos frutos estamos recogiendo ahora. Juan Rico y Amat, 1855.

EL ESTUDIO DE LAS TRADICIONES INVENTADAS Y EL ESTUDIO DEL NACIONALISMO

Eric Hobsbawm ha señalado que el liberalismo, durante el siglo xix, fracasó como ideología, al menos en el sentido de que no pudo proporcionar unos lazos de autoridad y de lealtad sociales como los que había en las sociedades anteriores. Para subsanar este fracaso, el liberalismo hubo de llenar este vacío con «prácticas inventadas». Hobsbawm ha llamado a la creación de tales prácticas la «invención de la tradición». Dichas prácticas consistirían, básicamente, en un proceso de ritualización y formalización por referencia al pasado. Siguiendo a este autor, las tradiciones inventadas pueden ser de tres tipos: a) las que establecen o simbolizan cohesión social o pertenencia al grupo, ya sean comunidades reales o artificiales; b) las que establecen o legitiman instituciones, estatus o relaciones de autoridad, y c) las que tienen como principal objetivo la socialización, el inculcar creencias, sistemas de valores o convenciones. Para Hobsbawm los tipos b y c son en general tradiciones artificiales y tienen una existencia subordinada a las del tipo a, esto es, a la invención de la tradición como identificación con la comunidad o con las instituciones que la representan, expresan o simbolizan como nación. En suma, que la principal invención de la tradición desarrollada por el liberalismo para paliar el vacío so-

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cial sembrado por su propia ideología individualista fue la apelación a un pasado mítico de la nación, en la que ésta apareciera dotada ya de los rasgos de una comunidad política liberal y cuyos ingredientes básicos serían derechos individuales y poder político limitado. Acabo de señalar que la invención de la tradición supone apelar a un pasado mítico, pero esto no quiere decir que se trate de la apelación a un pasado falso. Basta con que se seleccionen del pasado aquellos hechos más acordes con la identidad de una nación liberal. Como señaló Renán, una nación está compuesta por dos ingredientes elementales: la voluntad colectiva de vivir juntos en un proyecto político común, el famoso plebiscito cotidiano, y un pasado conjunto de sufrimientos y gestas. Este pasado común, a su vez, está compuesto de memoria y de olvido. La memoria es el recuerdo de todo aquello que activa las funciones identitarias de la invención de la tradición. Ha de recordarse todo aquello que simboliza los rasgos de la nación en el pasado, las grandes gestas, pero también los grandes sacrificios y derrotas que unen a la comunidad. Pero igualmente importante es el olvido selectivo. Ha de borrarse de la memoria todo aquello que socave la cohesión social o la pertenencia al grupo. Como señala el propio Renán, la historia, si se entiende como la abolición del olvido, se convierte en el más peligroso enemigo de la nación. Como aquí no estamos interesados en construir la identidad nacional, sino en analizar su construcción misma, podemos prescindir de este último consejo del polígrafo bretón. El estudio de las tradiciones inventadas tiene, para Hobsbawm, una importancia sobresaliente. A través del mismo podemos ver de qué manera invenciones distintas señalan proyectos políticos distintos o formas radicalmente distintas de entender la nación. Por ejemplo, podríamos comparar las tradiciones inventadas contrapuestas del nacionalismo liberal español (siglos xix y xx) y su modelo sucesorio, el nacionalismo autoritario o nacional-catolicismo representado por el régimen del general Franco durante el siglo xx, y de esta manera aprender bastante acerca del carácter polimórfico y contradictorio del nacionalismo. Esto es, el estudio de las tradiciones inventadas proporciona herramientas útiles con las que examinar ese acontecimiento «relativamente reciente que supone la nación y sus fenómenos asociados: el nacionalismo, la nación-estado, los símbolos nacionales, las historias»' y, de esta manera, abordar la curiosa paradoja de la nación moderna: Las naciones modernas y todo lo que las rodea reclaman generalmente ser lo contrario de la novedad, es decir, buscan estar enraizadas en la antigüedad más remota y ser lo contrario de lo cons-

1

Hobsbawm, E. y Ranger, T., La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2001,pg. 21.

El mito comunero..

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fruido, es decir, buscan ser comunidades humanas tan naturales que no necesiten más definición que la propia afirmación (...) Y justamente porque gran parte de lo que deforma subjetiva crea la nación moderna consiste en tales productos y se asocia a símbolos apropiados y relativamente recientes, y con un discurso creado a medida (como la historia nacional), los fenómenos nacionales no se pueden investigar adecuadamente sin prestar una atención cuidadosa a la invención de la tradición1. Para Dominique Schnapper este fenómeno reciente, la nación moderna, puede representarse mediante un tipo ideal cuyos ingredientes básicos son una comunidad de ciudadanos, soberana, que trasciende, mediante la integración política de la ciudadanía, las identidades grupales particularistas o étnicas, comprometiendo a los ciudadanos en un proyecto político común. La nación moderna es, por tanto, un mecanismo de integración en las sociedades modernas. Pero como señala Schnapper, esta nación moderna, ideal, es susceptible de multitud de realizaciones, de proyectos particulares, esto es, de formas distintas de imaginar la comunidad. De hecho, Benedict Anderson ha señalado que la identidad nacional, las naciones y los nacionalismos son por encima de todo artefactos culturales. Es más, en definición ahora famosa, ha señalado que la nación es «una comunidad política imaginada -imaginada como si fuera limitada y soberana»*. La nación es una comunidad porque el tipo de lazos que unen a sus miembros es propio de este tipo de agrupación. Pero es, al mismo tiempo, imaginada porque hasta en la nación más pequeña, para cualquier ciudadano la mayoría de sus compatriotas serán unos desconocidos. Se trata, por tanto, de una comunidad virtual. Pero imaginado no significa que constituyan falsas comunidades. Las naciones son verdaderas comunidades y lo que las distingue no es que sean genuinas o espurias. La diferencia fundamental entre las naciones es «el estilo en que son imaginadas»4. Estos estilos incluyen, entre los muchos posibles, a la nación francesa, republicana, revolucionaria, fundada en el momento constituyente de la revolución (aunque construida sobre lo que Renán denominó el molde de la monarquía)', o a la nación inglesa, después británica, creada a través del tiempo, que se remonta a lo más profundo de la Edad Media, en torno a la idea de pueblo elegido y que, casi de manera natural, acaba fundiendo en la monarquía constitucional religión y política; o la nación alemana, construida sobre la idea de cultura. Cada una de estas formas representa una estructura diferente de articulación de la nación moderna y, por tanto, la invención de las tradiciones adoptará configuraciones

2

ibid. Anderson, B., Imagined Communities, Londres, Verso, 1991, pg. 6. 4 ibid. 3

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tan diferentes como distintas son dichas naciones. Lo importante es que en todas estas concepciones de la nación ésta es imaginada como limitada (y por lo tanto, no abarca a toda la humanidad), soberana (y por tanto, el emblema de su libertad es un Estado propio) y como una comunidad (un grupo ligado por lazos horizontales de camaradería)5. Para Schnapper lo importante también es que cada nación constituye un tipo particular de unidad, con rasgos diferenciados, en los que la identidad política de la comunidad de ciudadanos se afirma mediante la soberanía frente a otras naciones. Para Conor Cruise O'Brien, por su parte y desde una perspectiva algo más crítica con la nación moderna, estas formas de unidad representarían versiones distintas de un nacionalismo sagrado en las que operaría, por ejemplo, la idea de pueblo elegido (Inglaterra-Gran Bretaña), la sacralización de la nación (Francia) y, en el caso extremo del nacional-socialismo alemán, la divinización de la nación. Las tradiciones inventadas respectivas reflejarían de forma fidedigna estas tres concepciones religiosas de la nación. En el caso español, la invención de la tradición en los distintos nacionalismos hispanos se enfrenta al hecho esencial del catolicismo, una religión universalista hegemónica en España a la hora de articular la identidad nacional. Esto significará, para el liberalismo español, una fuente de conflicto entre dos tipos de lealtades incongruentes: la religiosa y la política. Y esto, en principio, explicaría necesariamente el anticlericalismo del liberalismo revolucionario español. Sin embargo, el liberalismo español no adoptó mayoritariamente la vía francesa de la sacralización revolucionaria de la nación (cosa que algunos lamentan, como Derozier), que necesariamente hacía de la laicidad un pilar básico del Estado, sino que recurrió a la vía más británica de la apelación a las tradiciones nacionales como fundamento de la libertad liberal, pero con la peculiaridad, que enseguida atenderemos, del universalismo asociado a la cultura política del catolicismo y la ausencia, por tanto, de una iglesia nacional6. Como señalan Fuentes y Fernández Sebastián, «contrariamente a la radical novedad de sus pretensiones, es de destacar el fuerte componente historicista que desde sus comienzos distingue a un movimiento empeñado en encontrar en el pasado rastros de un liberalismo antes del liberalismo. La búsqueda afanosa de ese liberalismo avant le mot está presente ya en los primeros liberales (en particular, entre los españoles, más afines en este aspecto a la variante anglosajona que al modelo revolucionario francés), que suelen legitimar sus iniciativas encuadrándolas en un marco histórico multisecular»1.

5

op. cit., pg. 7. Derozier, A., Escritores Políticos Españoles 1780-1854, Madrid, Turner, 1975, pg. 46. 7 Fernández S. J. y Fuentes, J.F., Diccionario político y social del siglo xix español, Madrid, Alianza, 2002, pg. 414. 6

El mito

comunero.

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Por tanto, la originalidad más llamativa del caso español radica en su peculiar relación con la religión católica. De este modo tendríamos, por una parte, su confesionalismo católico manifestado sin rubor en el Título II, Capítulo II, De la religión, Art. 12 de la Constitución Política de la Monarquía Española (Cádiz, 1812): «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera». Y de otro, lo que me parece más notable, su particular teoría política que ensambla el pensamiento político de la Ilustración con el pensamiento político neo-escolástico para delinear un constitucionalismo del todo original que influirá profundamente en las nuevas naciones de la América española. El hecho de que la corriente principal del liberalismo español construyera su identidad nacional en términos estrictamente católicos puede parecer un oximorón, pero ni es algo excepcional ni carece de fundamentos teológicopolíticos8. La invención de la tradición del liberalismo español exhumará esta teoría política de formas diversas. Una de ellas será por medio de la formulación del mito comunero. A sus avatares y a su legado quiero dedicar las páginas que siguen.

E L MITO COMUNERO Y EL LIBERALISMO ESPAÑOL

Mi intención es mostrar que el mito creado por el liberalismo español en torno a la guerra que las comunidades de Castilla libraron frente a Carlos V entre 1520 y 1521 es básicamente un intento deliberado de invención de la tradición y, por tanto, se corresponde típicamente con el intento liberal de crear una identidad nacional congruente con los principios políticos de la sociedad liberal. Los hechos son conocidos. En ausencia de Carlos I, que va a Alemania a ser coronado emperador, se produce un movimiento de descontento que cristaliza en una coalición de la burguesía de las ciudades de las dos Castillas, a la que se une con gran entusiasmo la plebe urbana y algunas comunidades campesinas. El movimiento estaba dirigido indudablemente a limitar el poder del monarca y, en suma, a reforzar el de las ciudades, y este empeño dio lugar a una guerra abierta al hacerse irreconciliable la posición de ambas partes. En un intento de conseguir una solución militar, Juan de Padilla con las milicias de Castilla la Nueva, Bravo con las de Segovia y el salmantino Maldonado tratan de dominar la Tierra de Campos, pero

8 Vid. Kantorowicz, E.H., «Pro Patria Mori in Medieval Political Thought», The American Historical Review, Vol. 56 (April, 1951), pg, 472-492.

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Ángel Rivero son derrotados por las huestes más aguerridas del bando realista en Villalar. Al día siguiente fueron decapitados los tres jefes comuneros —abril de 1521 —. La represión no fue dura, pues de los 285 exceptuados del perdón general otorgado por don Carlos sólo fueron ejecutados 23, pero el efecto fue durable: en adelante nada se movería en Castilla, donde el absolutismo regio quedó fortalecido9.

Sobre estos hechos se levantó el mito comunero, un mito que comienza a narrarse casi desde el momento en que ocurren los sucesos mismos, pero que a finales del siglo xvm y, sobre todo, a comienzos del siglo xix, se utilizará para simbolizar la identidad de España como nación política, para socavar el absolutismo regio, para legitimar las instituciones liberales y, por último, para intentar inculcar y socializar a los españoles en los valores liberales. José Álvarez Junco, en su excelente obra Mater doloroso. La idea de España en el siglo xix, señala, no sin cierta retranca, que «el 'cuarto de hora de gloria' de los Comuneros como mártires excelsos por la libertad y la patria españolas fue, sin duda, el Trienio Liberal, cuando se estrenaron La sombra de Padilla, pieza en un acto, Juan de Padilla o los Comuneros, tragedia en cinco actos. El sepulcro de Padilla y otras. Para colmo, coincidió el Trienio con el tercer centenario de la batalla de Villalar y se vivió entonces la rehabilitación gloriosa de los derrotados trescientos años antes, con ceremonias y discursos pomposos a cargo de políticos metidos a historiadores»10. Como nos ha recordado Manuel Tuñón de Lara, algunos historiadores suelen hablar del periodo liberal de 1820-1823 en términos de menosprecio o conmiseración y, sin embargo, las reformas de la justicia, la educación, la organización administrativa, etc., entonces emprendidas, han tenido un efecto duradero en la modernización de España". Lo que ocurre más bien, en mi opinión, es que aquellos que forjaron la invención de la tradición en torno al mito comunero no estaban interesados en la historia, sino en la construcción de una identidad nacional determinada. Para ellos, como para Renán, el pasado es una fuente de recursos con los que abordar el futuro y, por tanto, lo que merece recordarse es aquello que legitima el proyecto político de la nación moderna. El mito comunero, desde este punto de vista, resultaba bastante prometedor. En primer lugar, no era un mito forjado sobre el vacío, sino que ponía a su servicio una amplia literatura proto-nacional que arranca, precisamente, de la narración y de los escritos producidos por los propios comuneros o por su entorno.

9 Domínguez O. A., «Los Austrias Mayores», en Tuñón de Lara, M., Historia de España, Ámbito, Valladolid, 1999, pg. 241. 10 Alvarez Junco, J., Mater dolorosa. La idea de España en el siglo xix, Taurus, Madrid, 2001, pg. 223. 11 Tuñón de Lara, M., La España del siglo x/x, Akal, Madrid, 2000, Vol. I, pg. 71.

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Además, proporcionaba el ingrediente básico que permite que fructifique, según Hobsbawm, un proto-nacionalismo popular, esto es, algo que llene «el vacío emocional dejado por el retroceso o la desintegración, o por la no disponibilidad de comunidades humanas reales»12, que no es otra cosa que «la conciencia de pertenecer o haber pertenecido a una entidad política duradera»'3. Y apunta como ejemplo Castilla. Pero «como el nacionalismo que los liberales del siglo xix estaban construyendo no era el castellano- según señala el mismo Alvarez Junco- sino el español, los Comuneros hubieron de ser complementados con otros mártires, defensores de demás libertades aplastadas por los Habsburgo [para completar] la tríada simbólica delfín de las libertades en Aragón, Cataluña y Castilla»'4. Si no es historia aquello que rescata la memoria selectiva del liberalismo español del siglo xrx en su propósito de forjar una identidad nacional española liberal, alejada de los funestos rasgos que toda Europa asociaba al carácter salvaje, autoritario y fanático de los españoles, ¿qué es entonces? Un mito político es un tipo de creencia que puede servir tanto para apoyar y justificar una determinada organización política como para socavar e impulsar el desarrollo de una realidad política completamente distinta. La mitopoiesis es la invención deliberada de mitos con alguno de estos fines, y el mito comunero participa de este tipo de invención de la tradición. David Miller, en su encendida y brillante apología de un nacionalismo liberal, ha reconocido que las identidades nacionales tienen un «considerable elemento de mito: la nación es concebida como una comunidad que se extiende en la historia dotada de un carácter distintivo en sus miembros», pero nos advierte que la actitud apresurada de despachar el mito como algo fraudulento es un grave error. Lo que sugiere, por el contrario, es que nos preguntemos «qué papel juegan dichos mitos en la construcción y el sostenimiento de las naciones»'5. La teoría política a la que recurren los propios comuneros a la hora de formular su discurso político facilitó la utilización de este recurso a efectos mitopoiéticos. Esta teoría estaba construida sobre el legado de la tradición republicana clásica, que hacía del gobierno de la ley y, sobre todo, del gobierno mixto (una forma limitada de gobierno por definición), junto al ciudadano como actor político principal, el centro de su concepción política. Esta teoría republicana fue adaptada, a través del cristianismo, a las instituciones municipales de autogobierno que adquirieron las ciudades de Europa occidental en la Edad Media. El fundamento constitucional de estas comuHobsbawm, E., Nations and natiormlism since Cambridge, Cambridge University Press, 1992, pg. 46. 12

13

14 15

1780. Programme, Myth, Reality,

ibid. pg. 73.

Alvarez Junco, J., op. cit., pg. 224. Miller, D., On Nationalily, Oxford, Clarendon Press, 1995, pp. 35 y 36.

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nidades (communitas o universitas),

y de ahí el nombre de comuneros o de-

fensores de la comunidades, les permitía tener propiedades, realizar acuerdos y ejercer diversos tipos de jurisdicción sobre sus miembros, incluido el ejercicio de poderes de gobierno. La ausencia de poder político centralizado, junto con el desarrollo económico de las ciudades, permitió el autogobierno. Éste iba más allá de lo municipal y se extendía a las comarcas. Para el caso de las ciudades del levantamiento comunero, éstas eran típicamente «comunidades de villa y tierras». Este ejercicio del autogobierno municipal significaba que si bien el rey tenía la supremacía, sin embargo compartía el poder político a cambio de beneficios económicos o militares. Esta cultura política empapa el discurso político comunero y pueden encontrarse, por ejemplo, en una pequeña obra, significativamente publicada en castellano en 1521: el Tractado de República de Alonso de Castrillo. No puedo profundizar aquí en el republicanismo popular que destila el libro. Sin embargo, en el prólogo dedicatorio de la obra hay una referencia explícita a la guerra de las comunidades que no carece de interés. Dice Castrillo, Si salud y tiempo me sobraran, como algo escribí de República algo escribiera de las comunidades, lo cual más por experiencia que por letras se pudiera comprender de los días pasados, y paréceme que otros pueblos perecen errando y este nuestro parece que errando se hizo más justo. Y no piense alguno que el daño de las comunidades es a culpa de todos los comunes, más antes de alguno que las novedades y los consejos más escandalosos les parecen más saludables, y estos tales no son nuestros naturales, sino hombres peregrinos y extranjeros, enemigos de nuestra república y de nuestro pueblo16.

Lo importante del legado político del gobierno de las ciudades es que creó un tipo de cultura política ciudadana de muy largo alcance17. Así no resultó difícil que se asentara la percepción de que España, como dijo Maquiavelo, era un desierto salpicado de ciudades, o de Castilla como un reino hecho de ciudades. En suma, fácilmente se ligó la limitación del poder político de la monarquía al ejercicio del autogobierno municipal. Esta conexión entre gobierno municipal y gobierno limitado de la monarquía ha sido reconstruida en el propio discurso político de los comuneros por José Antonio Maravall en su obra de 1963 Las comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna. Para algunos, como Alvarez Junco, esta obra

16 Castrillo, A., Tractado de República [1521], Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1958, pp. 7 y 8. 17 Por ejemplo, Robert Putnam encuentra aquí, para el caso italiano, el origen del capital social que hace que funcione una democracia. Vid. Putnam, R., Making Democracy Work. Civic Traditions in Modern Italy, Princeton, Princeton University Press, 1993.

El mito comunero..

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constituiría en si misma una continuación sofisticada de la construcción del mito liberal por parte del liberalismo español. En esta ocasión, el uso socavador del mito iría dirigido contra la dictadura del general Franco y el propósito constructivo del mito estaría aplicado a la construcción de una democracia liberal. En cualquier caso, lo importante ahora es que Maravall, al analizar el discurso político comunero, encuentra seis rasgos básicos de un programa político que el liberalismo decimonónico español no podía dejar pasar a la hora de inventar su tradición. En primer lugar, es un programa revolucionario, urbano y constitucional en el sentido de fundación proto-nacional, que vincula la representación política a la limitación del poder del monarca,. Defiende, además, el gobierno mixto y justifica el derecho de resistencia frente al tirano, mantiene una concepción poliárquica (frente a la monárquica) de la libertad como autogobierno, por último, tiene un fuerte componente de igualitarismo social o democrático. La derrota de los comuneros fue interpretada por el liberalismo español como el comienzo de la decadencia de España que, a partir de ese momento, se embarca en una política europea onerosa para sus recursos y fatídica para sus libertades. Así, Cadalso escribió en la tercera de sus Cartas Marruecas que el cetro de los Reyes Católicos «pasó a la casa de Austria, la cual gastó los tesoros, talentos y sangre de los españoles en cosas ajenas a España». El carácter auténticamente nacional de los Reyes Católicos se opone a la dinastía foránea y, desde los discursos mismos de los comuneros, la queja contra los avariciosos flamencos constituye uno de los motivos protonacionales y populares constantes en la narración comunera. Esta protesta contra los extranjeros se mantiene, por tanto, tal como fue formulada por los propios comuneros en sus peticiones y como fue descrita por Juan de Mariana en su Historia de España (1592): No les falto diligencia para sosegar la gente popular, que andaba alterada; pero con todo su cuidado, no fueron parte para que no acudiesen a las armas, de donde resultaron las Comunidades, guerra muy nombrada en España. Quejábanse que por la avaricia de los flamencos todo el oro de España había desaparecido, y con su gobierno muy pesado y riguroso la libertad del reino estaba oprimida, los fueros y leyes quebrantada,8.

Como se ve, desde el principio de la narración de los hechos aparecen los dos ingredientes que hacen de la guerra de las Comunidades un recurso excepcional para la constitución de un mito político liberal: nacionalismo en el sentido de defensa identitaria del grupo frente a la amenaza exógena

Mariana, J., Historia de España, [1592], Zaragoza, Clásicos Ebro, 1964, pg. 121.

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y, no menos importante, defensa de las libertades frente al poder despótico. Francisco Martínez Marina, en su Teoría de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales (1813) pudo fácilmente engarzar la memoria de las libertades perdidas frente a los extranjeros, que encarnaba la derrota comunera, con el constitucionalismo liberal que había nacido en Cádiz en 1812. Así, señala que La conservación de éste y otros derechos nacionales [libertad, protección y seguridad que otorgaban las leyes a los procuradores del Reino mientras estaban en Cortes] violados por el despotismo de Carlos Vy por la ambición y codicia de sus ministros, produjo la revolución conocida con el nombre de Comunidades (...) Se enconaron los ánimos, y con la desgraciada batalla de Villalar se eclipsó la gloria nacional y la libertad castellana19. Pero no queda ahí la cosa. El mismo Martínez Marina es muy consciente del valor del mito para generar una identidad nacional que utilice el pasado como recurso para enfrentar el futuro. La desgraciada batalla de Villalar puso término a la gloriosa contienda que tan heroicamente sostuvo el patriotismo y el amor a la libertad contra las ingratas y temerarias empresas del orgullo y la ambición de los príncipes (...) Es necesario correr el velo para ocultar el horroroso cuadro de las pasadas injusticias, violencias, degradaciones, injurias y humillaciones que sufrió la dignidad del hombre y consolarnos con la lisonjera esperanza de la bienaventurada paz y felicidad que nos debemos prometer de la sabia Constitución de la Monarquía Española, en que restablecidas las antiguas leyes fundamentales de estos reinos holladas o abolidas por el despotismo de tres siglos, y mejoradas nuestras antiguas instituciones, y reformados los abusos y declarada solemnemente la soberanía nacional, y asegurados los derechos del hombre y del ciudadano, podemos aspirar a la gloria de que es capaz la nación española, y recuperar el crédito y consideración que ha gozado entre todas las naciones del universo20. Por tanto, no es de extrañar que desde finales del siglo XVIII hasta la mismísima II República Española los liberales se apropien del mito comunero como instrumento de denuncia del despotismo y de afirmación nacional.

19

Martínez Marina, F. «Teoría de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales [1813]», en Obras Escogidas de Don Francisco Martínez Marina, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, Atlas, vol. II, 1965-68, pp. 185-186. 20 ibid., Vol. III, pp. 75-76.

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Dos ingredientes que, como antes señalé, aparentemente se repelen ideológicamente pero que, dadas las limitaciones del liberalismo para crear los lazos que permitan el funcionamiento cooperativo de una sociedad moderna y lo endeble o abstracto de sus principios de legitimación política, aparecen de forma conjunta en la historia de muchos otros liberalismos europeos. Como ha señalado Joseph Pérez, «se comprende el entusiasmo de los liberales al encontrarse con los comuneros: sus adversarios les achacaban la imitación de ideas extranjeras (...), pero los liberales pueden aducir ahora la autoridad y el prestigio de modelos nacionales»21. O de forma todavía más palmaria: «las Comunidades fueron una rebelión popular contra el absolutismo y una reacción nacionalista frente a una dinastía extranjera»22. Sin embargo, el mito comunero no careció de enemigos, particularmente entre aquellos que empezaban a formular a finales del siglo xix un mito distinto de la identidad nacional que acabaría haciendo suyo el general Franco, al apropiarse de la formulación que del mismo hizo el partido parafascista Falange Española en 1933: España es una «unidad de destino en lo universal» destinada a «participar con preeminencia en las empresas espirituales del mundo». En este nuevo mito no hay sitio para las libertades tradicionales ni para la limitación del gobierno. Todo lo contrario. Es precisamente la acción imperial denunciada por los defensores comuneros la que se coloca en el centro de la identidad nacional. Esta versión de la identidad nacional aparece prefigurada en Ganivet, quien afirmó a finales del xix, La decapitación de los comuneros fue el castigo impuesto a los refractarios, a los que no querían caminar por las sendas abiertas a la política de España. Los comuneros no eran liberales o libertadores, como muchos nos quieren hacer creer. No eran héroes románticos, inflamados por ideas nuevas y generosas y vencidos en el combate de Villalar por la superioridad numérica de los imperiales y por una lluvia contraria que les azotaba los rostros y les impedía ver al enemigo. Eran castellanos rígidos, exclusivistas, que defendían la política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos I. Y en cuanto a la batalla de Vülamar, parece averiguado que ni siquiera llegó a darse23.

Contra este anti-mito reacciona Manuel Azaña en su artículo «El Idearium de Ganivet», de 1930, para volver a afirmar la vieja historia: «los comuneros de 1520 y los liberales de Cádiz buscaban lo mismo: el pacto,

21 Pérez, J. La revolución de las comunidades de Castilla 1520-1521, Madrid, Siglo XXI, 1999, pg. 239. 22 ibid. pg. 240. 21 Citado en Azaña, M., Plumas y palabras, [1930], Barcelona, Crítica, 1999, pg. 38.

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la transacción y el concuerdo entre la Corona y los subditos, de que resulta un gobierno limitado». De hecho, Azaña vio en la II República una nueva restauración de las viejas libertades. A modo de conclusión, podemos constatar que el mito comunero tiene hoy día una existencia limitada, aunque el tema no haya desaparecido del interés de los lectores, como atestigua el hecho de que aún se publique y debata sobre el mismo. Lo que sí es cierto es que ha desaparecido del discurso político -al menos del nacional, pues ha sido adoptado por el minoritario nacionalismo castellano-. La pregunta que suscita la desaparición del uso político de dicho mito es si el tipo de creencias en las que buscaba socializar a los españoles forma parte ya de la cultura política de los mismos y, por tanto, la reiteración del mito se vuelve innecesaria. Pero también puede formularse otra hipótesis: quizá haya ocurrido que el anti-mito comunero pergeñado por Ganivet y que funda la identidad de la nación no en las tradiciones del autogobierno, sino en el ejercicio de la soberanía exterior del Estado, en el hecho imperial, haya borrado aquellos valores que los liberales querían inculcar en los españoles para hacer compatible su sistema político con una comunidad de ciudadanos. Me parece que el tiempo histórico de esta segunda opción está mucho más periclitado que el estilo poético del voluntarioso Quintana, quien en 1797, con su Oda a Padilla, inauguraba el mito diciendo «tú el único ya fuiste que osó arrastrar con generoso pecho el huracán deshecho del despotismo en nuestra playa triste»24.

24

Derozier, op. cit., pg. 111.

La nación católica El problema del poder constituyente en las Cortes de Cádiz

José Luis Villacañas Berlanga Podemos describir la constitución de Cádiz como un cuadro de tensiones. Este cuadro mostraría la dificultad que halló el proceso revolucionario en España para imponerse en toda su pureza. Además, explicaría la debilidad del modelo político español para todo el novecientos y clarificaría la esencial deformación española del axioma societas civilis sive res publica propio de la época de los poderes constituyentes. Este cuadro básico sería el siguiente

SOCIEDAD CIVIL LIBERAL VERSUS COMUNIDAD CATÓLICA. RES PUBUCA CONSTITUYENTE VERSUS DERECHO HISTÓRICO

Esta síntesis de elementos contrapuestos no fue caprichosa. Al contrario, vino forzada por la debilidad de las fuerzas republicano-liberales en España y la necesidad de pactar con las fuerzas del catolicismo institucional y los estamentos que encontraban en el derecho histórico el escudo de sus privilegios. Ese pacto fue buscado por las dos partes dada la situación de guerra frente a un enemigo exterior. Las fuerzas republicano-liberales, contra algunas evidencias, entraron en la lucha contra Napoleón porque violaba el principio de la soberanía nacional. Las fuerzas tradicional-católicas lo combatieron porque su dominación reproduciría en España los efectos secularizadores de la revolución francesa. Sin duda, esta constelación produjo una unión política de apariencia nacional que Marchena, con su tino habitual, caracterizó de síntesis de oclocracia y teocracia. Pero, vistas las cosas en perspectiva, la nación española de la época de Cádiz es un estado de excepción que no estabilizó un soberano nacional. Esa unión estaba atravesada por múltiples tensiones de fuerzas que, en sí mismas, eran más potentes que la idea nacional. Los elementos tradicional-católicos asumieron a regañadientes el pacto con las fuerzas republicano-liberales porque para ellas el peor escenario era que estas fuerzas liberales se pasaran en masa al proyecto de José Bonaparte, paso al que alentó Marchena con suma coherencia y perspicacia. Por todo eso, el resultado del proceso constituyente fue igualmente ambiguo. Podemos representarlo así:

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NACIÓN SOBERANA VERSUS NACIÓN TRADICIONAL

Sin duda, de ese Estado de excepción podía haber emergido una nación en sentido moderno si se hubieran realizado las previsiones políticas de las fuerzas católicas reformistas y las fuerzas liberales que entraron en el pacto. Pero la propia naturaleza de éste impedía ese triunfo, como intentaré demostrar, así que la evolución política española no podía canalizarse por una idea nacional moderna y clara, sino que siempre estaba condenada a reeditar los compromisos entre la nación soberana y la nación histórica, en el fondo una verdadera antinación. Ahí reside la tipología y la debilidad del nacionalismo español. En este ensayo me propongo desarrollar un elemento de este escenario: el pacto constitucional acerca de la dimensión católica de la nación española. Aquí nos interesará sobre todo la dimensión política del pacto, que nos llevaría a estudiar las relaciones entre el Consejo de Regencia, la jerarquía episcopal, las Cortes y las juntas provinciales. Nos interesa la dimensión conceptual de ese pacto, aquellas representaciones y conceptos que le dieron su verosimilitud, ya que cuanto más objetivamente contradictorio era esa pacto, más herramientas conceptuales se pusieron en marcha para hacerlo verosímil a sus actores. Por mucho que apreciamos en los autores de la época la normal buena fe, aquí la filosofía política operó ideológicamente, esto es, sirvió para ocultar un proyecto político inviable. El uso de categorías políticas se proyectó para dulcificar la dimensión contradictoria de un pacto que, desde el momento de su puesta en práctica, condenaba a las fuerzas progresistas a la derrota. Nuestro problema puede resumirse así: ¿cómo llegaron los constituyentes de Cádiz a ver como natural la esencialidad del catolicismo a la nación española? ¿Qué cosmos de representaciones políticas pusieron en marcha para defender este punto de vista? ¿Cómo lograron hacer compatible ese catolicismo con los principios del republicanismo liberal? ¿Qué modelo de catolicismo tenían en mente los que creían en ese pacto? Espero dar algunas ideas que nos encaminen a ofrecer una respuesta a estas preguntas.

E L PROBLEMA CONSTITUCIONAL

Recientemente, se ha insistido en la tesis de que la modernidad política de la constitución de Cádiz sería limitada desde el punto y la hora en que consideró a la nación española como sustantivamente católica. Al decir de un conocido historiador, José María Portillo, esta confesionalidad constitutiva de la nación española implicaría déficits importantes de la noción de libertad garantizada por el texto doceañista'. En su opinión, la nación, en1 Portillo, José María, Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional España (1780-1812), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000.

en

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tendida como comunidad de cultura católica, limitó derechos individuales y la libertad política de los ciudadanos2. Portillo asegura que a la constitución de Cádiz le subyace «la asunción de un código esencial católico que delimita el alcance y determina el funcionamiento otorgados a la idea de libertad»3. Su tesis insiste en que si la Constitución de 1812 no incluía un declaración de derechos, era porque los individuos no eran el sujeto político fundamental. Al no poner a los ciudadanos en el primer plano, al entregar esta función a la nación católica, la Constitución de Cádiz no asumió las tesis contractualistas modernas entre hombres libres e iguales4. En resumen, Portillo cree que la asunción del catolicismo por parte de la constitución implica déficits insuperables en la parte republicana-liberal de la misma. Sin embargo, otros críticos han recordado que en el Capítulo I de la constitución de Cádiz no se hace referencia alguna al catolicismo, se reconoce la soberanía a la nación y se obliga a conservar y proteger los derechos legítimos de todos los individuos que la componen5. Estos verbos, conservar y proteger, nos hablan de derechos individuales liberales previos a la constitución. Que para los constituyentes esto era así y que la constitución debía proteger esos derechos, se ve en un pasaje del Mi Viaje a las Cortes de Joaquín Lorenzo Villanueva, donde dice lo siguiente: «Hizo enseguida otra proposición reducida a que se haga en España una ley, semejante al Habeas Corpus de Inglaterra y a otra semejante de Aragón, para proteger las propiedades y la seguridad personal de los individuos del Estado. Fue oída con agrado y aceptación esta propuesta, no habiendo uno sólo que no reconociese su utilidad y el cúmulo de bienes que de esta ley pueden resultar a la causa pública»6. Este texto demuestra la convicción de los legisladores de Cádiz respecto a los derechos individuales, y permite inferir que, a su entender, estaban protegidos por la constitución. Podemos decir pues que, desde un punto de vista moderno, la nación española se compone para las Cortes de Cádiz

2

op. cit., pp. 3 7 1 , 3 8 3 , 3 6 6 . op. cit., pg. 443. 4 op. cit., pp. 375-381. 5 Rivera, Antonio, «Catolicismo y Revolución. El mito de la nación católica en las Cortes de Cádiz», Araucaria, Año 3, 6 (2001): 203-226. Una cosa es que en el catolicismo se limite la noción de libertad y otra que limite los derechos políticos. Rivera demuestra que la noción de libertad que rige en Cádiz no es la católica sino la específicamente liberal como posibilidad de hacer según el propio arbitrio, vinculándose a la ley por la propia voluntad establecida. La idea católica de libertad no implica arbitrio sino la posibilidad de decir sí o no a la ley entregada por Dios. Libertad en este sentido sería capacidad de obedecer o desobedecer. Esto no se da en Cádiz. Tampoco se niega en Cádiz la libertad de conciencia respecto a la creencia en sentido privado. Se niega la posibilidad de dos administraciones religiosas públicas. Por tanto, hay un déficit de sociedad liberal pero no se entiende como límite a los derechos individuales. 3

6

Villanueva, J. L., Mi viaje a las Cortes, Valencia, Diputación de Valencia, 1998, pg. 115.

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de todos los españoles y su constitución es la expresión del pacto político constituyente. La nación, en este sentido, equivale a la unidad política de los españoles como individuos, no a una matriz trascendente y separada de éstos. Aunque la nación tenga su historia, ésta no impide reconocer la libertad y los derechos de los ciudadanos, en cuyo conjunto reside la soberanía. Sea cual sea el juicio que nos merezcan otros aspectos de la constitución, el Capítulo I es claramente expresión del derecho racional moderno. El catolicismo del Capítulo II, a los ojos de los legisladores, no parecía destruir la dimensión republicano-liberal del Capítulo I. No creo, por tanto, que el problema del catolicismo de aquella constitución esté donde lo ve Portillo. No creo que el catolicismo de la Constitución impida pensar un poder constituyente moderno. De hecho, el problema es mucho más complejo. Cuando hablamos de pacto de elementos contrapuestos, hemos de reconocer que cada uno de los elementos pactantes introdujo su principio con nitidez y claridad. Los liberales introdujeron el suyo en el Capítulo I. El pacto se hizo en el Capítulo II, pues no cabe duda de que el texto de la constitución está ahí, con su insistencia en la esencialidad católica de España. Como se recordará, frente a esta aceptación más o menos explícita de las categorías modernas, el Capítulo II reconoce que «la religión de la nación española es y será perpetuamente católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y prohibe el ejercicio de cualquier otra.» Se mire como se mire, este enunciado parece ajeno al republicanismo liberal y al sentido de las luchas modernas por la libertad de conciencia, de iglesia y de religión. De ahí que sea legítima la pregunta sobre la verosimilitud de esta síntesis para los autores de la constitución. Sin ninguna duda, para decidir esta pregunta se impone comprender bien el sentido de este Capítulo II de la Constitución gaditana. Portillo cree que sin la afirmación de la esencialidad católica que contiene no se puede entender el mismo Capítulo I. Esta reversibilidad de lectura de los artículos encierra su afirmación más problemática. Para él, este catolicismo de la nación definiría los límites mismos de las posibilidades constituyentes de la misma. Que la nación sea el cuerpo político significa para Portillo esencialmente que ésta ya se encuentra constituida, que está sometida a la ley católica y que sólo en función de este código es libre e independiente. La libertad y la independencia no la alcanzaría la nación por su estatuto de cuerpo político soberano sino por su ordenación al código católico. Sería una potestas ordinata al sentido católico del bien, no una summa potestas capaz de desvincularse de este orden. Este sería el sentido del Artículo 2, que tendría como misión asegurar que la nación libre e independiente no pueda ser poseída por Napoleón7, el verdadero enemigo tanto de la nación como del catolicismo.

7

Portillo, op. cit., pg. 144.

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Creo que estas tesis no penetran el sentido de la constitución de Cádiz. Sea como fuere, y aunque resulte dudoso que el Artículo 2 tenga en cuenta sólo a Napoleón —y no haya de interpretarse como lo que es, un enunciado contrario a toda forma de patrimonialismo monárquico, incluido el tradicional hispano—, queda siempre el hecho de la primacía de la soberanía nacional. Según la obra de Cádiz, la soberanía «reside esencialmente en la nación». Este esencialmente manifiesta su sentido en el otro adverbio de este Artículo: la nación exclusivamente —esto es, sólo ella— establece las leyes fundamentales. Este hecho viene a arruinar la tesis de Portillo de que la nación de la constitución del 1812 esté ya sometida a un código esencial. En técnica constitucional, cuando se reconoce la soberanía de la nación para establecer leyes fundamentales —entre ellas la constitución misma—, se habla de poder constituyente. El capítulo primero vendría a otorgar a la nación un poder constituyente exclusivo. Respecto a las leyes, la constitución de Cádiz reconoce la primacía del principio nacional sobre el principio católico. No obstante, es cierto que el código de Cádiz reconoce a la nación española como ya constituida y afirma que la fe católica forma parte de aquello que la nación española no puede cambiar por leyes fundamentales. El catolicismo no está a disposición del poder constituyente sino que forma parte de él. Esto, que puede parecer una paradoja para nuestros conceptos actuales, no lo fue para el pensamiento de los padres de la constitución de Cádiz. Sólo si hallamos su mapa conceptual estaremos en condiciones de entender cómo eso era posible. Llegamos, pues, a la gran cuestión: Cádiz ha afirmado la capacidad constituyente exclusiva de la nación y ha afirmado al mismo tiempo su esencia católica, apostólica y romana. Ha entendido la síntesis diciendo que la nación soberana protege la religión mediante leyes fundamentales justas y buenas. Como he señalado, este hecho es aparentemente contradictorio para nuestras categorías. Sin embargo, era perfectamente posible para los juristas de Cádiz. Lo que a nuestros ojos es contradictorio, a sus ojos no lo era tanto. En suma, puede que para aquellos actores fuera coherente lo que para nosotros es contradictorio. De ser así, nuestros constituyentes operarían con un cosmos de categorías que ya no comprendemos ni podemos entender de manera inmediata. Estarían en otro tiempo histórico, dotados de otros conceptos políticos. Lo que nosotros vemos como una verdadera falta de decisión, fruto de la deliberada opción de dejar sin resolver un problema que a nuestros ojos es irresoluble, a sus ojos era una solución pactada y dotada de posibilidad teórica. Para nosotros, la constitución de 1812 sería una complexio oppositorum fruto de la igualdad de fuerzas y del aplazamiento de la futura batalla por la interpretación coherente de España. Para ellos, ofrecía la posibilidad de construir un orden político y social coherente, y por eso sin duda la votaron.

164 VERFASSUNG Y

José Luis Villacañas Berlanga CONSTITUTION

Ante todo, conviene que veamos claro el problema de la nación constituyente y constituida, con el que se encuentra estrechamente relacionado el problema político del catolicismo. Es sabido que Argüelles, en el discurso preliminar a la Constitución, se esforzó por mostrar la conexión histórica entre la constitución de Cádiz y la constitución tradicional española. De esta forma, quería transmitir la idea de que lo sucedido en Cádiz, más que inventar una nueva constitución, trataba de dotar de orden a un edificio histórico necesitado de actualización. Sea cual fuera el margen de esta interpretación, resulta claro que la constitución afirma y promueve el cambio de las leyes fundamentales. Aquí no conviene dejarse llevar. La nación puede estar constituida, pero el texto de Cádiz dice que ninguna de las leyes del pasado es vinculante para la soberanía nacional. Por el contrario, afirma que el catolicismo es vinculante, aunque no que éste posea ya una ley fundamental. Al contrario, afirma que la religión católica es una realidad que se deberá regir por leyes fundamentales emanadas de la soberanía de la nación. Echemos un poco de luz sobre esto. Una cosa es que la nación esté constituida como nación, en el sentido existencial, y otra cosa es que la nación esté ya constituida en su esencia, en su código fundamental, y que éste sea inmutable respecto al catolicismo. Existencialmente, España es una nación antes de la constitución de Cádiz, y en este sentido está constituida, pero en esencia no posee un corpus de leyes fundamentales inmutable y apropiado —ni siquiera en su dimensión católica—, y en este sentido ha de constituirse en un ejercicio de soberanía que pertenece en exclusiva a la nación. La obra de Cádiz se presenta así como una reforma radical de la realidad histórica española ejercida por la soberanía de la nación. La diferencia entre Verfassung y Constitution, entre existencia y esencia —propia de un universo pre-positivista— se hace aquí necesaria para entender el problema. Esta diferencia, apresada en el alemán, nos permite iluminar zonas confusas de nuestro juicio sobre Cádiz. Que España tuviera una Verfassung existencial, un modo de existir histórico como cuerpo político con un espíritu más o menos constante, era una cosa. Pero nada impide que esa nación, que ya existe como cuerpo político, tenga la posibilidad de ejercer su soberanía para dotarse de leyes fundamentales, nuevas o reordenaciones de antiguas. Los legisladores de Cádiz —que no eran positivistas— desearon afirmar las dos cosas a la vez, como es lógico. La soberanía, a sus ojos, no era causa de la existencia de la nación sino consecuencia de la misma. El poder constituyente soberano no fundaba la Verfassung sino que la hace vivir en el tiempo presente. El poder constituyente soberano no funda la existencia de un pueblo ni puede establecer una nación donde antes sólo existían individuos. El pueblo, que ya existe, dispone ahora de poder constituyente.

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Vemos así que la noción de Verfassung ofrece al contractualismo liberal justo aquello que el contractualismo no puede explicar jamás; a saber: la noción de un pueblo previamente existente que, en el momento oportuno, se manifiesta unido y operativo. Pues resulta claro que el pueblo no es la reunión de los individuos separados, como quiere Portillo. Esta es la mayor debilidad de su análisis, que cree que el contractualismo moderno parte de los individuos. No es así. Parte del pueblo unido —omnes et singulatim—, que es el único que contrata entre sí. Pero ese pueblo preexiste en su unidad, en su visibilidad política, y no está formado por cualesquiera individuos unidos, sino por los ciudadanos de ese pueblo unidos en su capacidad de poder constituyente legislador. En cierto modo, podemos decir que el poder constituyente no es una dimensión liberal del pensamiento político moderno. Es más bien una dimensión republicana. Otra cosa es que ese poder constituyente —omnes— se atenga en su legislación a un conjunto de derechos previos y garantizados de los individuos —singulatim— y que, así, defina un republicanismo liberal. En todo caso, esta noción de poder constituyente dependía, para los hombres de Cádiz, de algo así como la noción existencial de la Verfassung de un pueblo. De hecho, el contractualismo nunca explicó cómo surge esta unión de ciudadanos y no otra, esta unión con efectos políticos necesarios y no accidentales. El poder constituyente es la capacidad de darse una constitución que alcanza a un pueblo poseedor ya de una Verfassung. El soberano, como es obvio, no tiene la capacidad de generarse a sí mismo. No es causa sui ni surge por autodeterminación. Es más bien un poder relacionado con las leyes, capaz de reflexionar sobre las antiguas, de crear otras nuevas, mejorar las pasadas y derrocar las demás. Justo porque antes hay una Verfassung existen representantes constituyentes capaces de ser reconocidos, de trabajar juntos y de invocar en su apoyo a los ciudadanos. El contractualismo de Cádiz no tiene nada que ver con la capacidad de los españoles para formar una nación —lo eran por su Verfassung ante los ojos de los legisladores—, sino con la de pactar unas leyes fundamentales, una Constitution. El contractualismo de Cádiz no es el de Hobbes —donde los individuos aislados forman un cuerpo político-sino más parecido al de Kant —un pueblo ya existente que toma en sus manos su propio quehacer legal desde su función constituyente esencial y exclusiva. Así, a los ojos de los legisladores de Cádiz, no había contradicción entre una España constituyente y una España constituida. En este sentido, tenían una compresión de las categorías políticas que nosotros sólo podemos alcanzar si estamos armados con la diferencia entre Verfassung y Constitution. En resumen, el cosmos de Cádiz no se comprende con las categorías exclusivas del actual positivismo jurídico.

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REPUBLICANISMO ANTIGUO Y MODERNO EN 1 8 1 2

Ahora podemos abordar el problema del catolicismo con más rigor. Armados con esta terminología, podemos decir que la Verfassung de España era católica, apostólica y romana. Sin embargo, la Constitution católica estaba por hacer. La constitution católica de España —como conjunto de leyes fundamentales sabias y justas para proteger la religión— estaba entregada a la propia y esencial soberanía de la nación española. Esta soberanía nacional tenía que constituir las leyes fundamentales relativas a la religión católica. Regular legalmente el catolicismo era parte del poder constituyente. La existencia católica de España no. Ese fue el pacto. Existencialmente, España era católica, pero el catolicismo no era ya un código, como quiere Portillo, sino una condición existencial comunitaria. Que estas leyes —incluidas aquellas sobre la creencia católica— conecten con el pasado de alguna manera, mantengan el espíritu de leyes antiguas y sean expresiones de la misma Verfassung hubiera sido una cosa completamente natural para los legisladores gaditanos. Pero ese pasado no determina las leyes del futuro, salvo mediante el ejercicio de la soberanía constituyente por parte de la nación. El poder constituyente era así la capacidad legislativa esencial a la nación de actualizar su Verfassung permanente en una constitution histórica a la altura de los tiempos modernos. Podemos decir, pues, que el poder constituyente reforma la Constitution en el espíritu sustancial de una Verfassung. Esa reforma incluía claramente la reforma de la legislación sobre la Iglesia8.

8

Sin duda, esta teoría de la Verfassung implica una coacción inaceptable para cualquier planteamiento positivista de la ley, que no ve obstáculo ni límite externo a la expresión de la voluntad del legislador. En este sentido, la teoría de la Verfassung no se plegaría al dictum positivista de que «auctoritas, non ventas facit legem», pues la Verfgassurtg implicaría una cierta verdad histórica a la que la leyes deben atenerse. Sin embargo, la auctoritas, la potestas suprema y exclusiva de la nación para expresar esa verdad como ley fundamental, no se pone en duda. Al contrario, puesto que la Verfassung no determina una única posibilidad de constitución ni de actualización, puesto que siempre permite varias posibilidades históricas, deja siempre en plena libertad al poder constituyente, aunque éste, para serlo, haya de mantener la unidad existencial del pueblo. Esto es, aunque la Verfassung es la fuente de verdad a la que debe atenerse una constitución concreta, nunca lleva escrita esta verdad como algo a priori y único sino sólo como aquello en la que se reconoce un pueblo en un momento histórico, manteniendo en ello su unidad y su actividad política. Podemos pensar que estas categorías no integran la noción de potentia absoluta para la soberanía y, en la medida en que así sea, concluir que los legisladores de Cádiz no reclamaron una teoría de la soberanía específicamente moderna. Creo que no es así. La teoría de la soberanía como potentia absoluta es más propia de los órdenes totalitarios de la teología política -desde Hobbes a Cari Schmitt- que del cosmos político moderno, que siempre ve la soberanía política sometida a algún valor superior, sea el moral o religioso. El primero se expresaría mediante el fundamento racional del derecho que la Ilustración ha desplegado como base de la sociedad civil; el segundo, mediante la vivencia cohesionada de la comunidad.

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En este sentido, la constitución de Cádiz, en su Capítulo I, es contractualista y republicana, pero al afirmar la dimensión religiosa en el Capítulo II es más bien comunitarista y no liberal. La posibilidad del pacto que unía el primer capítulo con el segundo, reside en que al republicanismo le sientan bien algunos elementos comunitarios. Para decirlo en nuestro lenguaje: la nación española es una comunidad de individuos que se caracterizan por tener derechos —libertad, propiedad, igualdad—, como quiere el racionalismo moral de la sociedad civil moderna, pero también por tener deberes cívicos republicanos —amar a esa patria, defenderla— y comunitarios religiosos —aceptar la publicidad exclusiva de la religión católica. Estos dos últimos elementos serían claramente republicano-comunitarios. Desde este punto de vista, hemos de reconocer, como creencia implícita de nuestra constitución de Cádiz, que existe una sociedad civil básica liberal pero sobredeterminada por la existencia de una dimensión comunitaria patrióticoreligiosa. Por eso podemos decir que la cultura política de la constitución de Cádiz pasa por el republicanismo clásico, que adopta el contractualismo como forma de expresión moderna específica pero se conecta con un comunitarismo de la virtud y de la religión civil. En suma, en Cádiz habría habido un republicanismo liberal condicionado por un comunitarismo católico, un republicanismo liberal basado no en una sociedad civil pura sino en un orden comunitario religioso. Los detentadores de derechos individuales debían acreditar la pertenencia a la comunidad hispano-católica. Esa acreditación no era en absoluto fruto de una voluntad restrictiva por parte de los legisladores de Cádiz sino una evidencia descriptiva. Y sin embargo, los legisladores de Cádiz debían tener una previsión muy peculiar del futuro político español, de tal manera que esas dos dimensiones —la liberal de una sociedad civil y la comunitaria de una patria católica— no se vieran como contradictorias. El tratamiento de la religión católica que ofrece la constitución de Cádiz se debe contemplar desde este republicanismo comunitario clásico, pues como es sabido, era propio de la comprensión republicana clásica la necesidad de una religión civil. Esta religión formaba parte de las dimensiones existenciales de la comunidad y se vinculaba a su misma fundación. Sobre su ordenación administrativa, institucional, legal y económica —en una palabra, sobre su código—, la nación podía ejercer su soberanía en tanto que capacidad creativa de leyes fundamentales. Sin ninguna duda, la verdad religiosa era anterior a esas leyes, pero la ordenación de los cuerpos administrativos que canalizan esa verdad entre la gente dependía igualmente de la soberanía de la nación. Esta capacidad legislativa de la nación, ejercida desde la soberanía del pueblo, era la clave del republicanismo en general. Por eso, el catolicismo no impide el pensamiento republicano a los ojos de los padres legisladores de Cádiz.

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Ahora podemos preguntarnos por qué los constituyentes de Cádiz no ofrecieron una interpretación liberal de la religión y prefirieron quedarse con una interpretación republicano-comunitaria de la misma. Mi opinión es muy clara: esto fue así no sólo porque favoreciese un pacto con el clero español, ni porque permitiese creer en una síntesis entre soberanía nacional e iglesia católica tal que posibilitase la aceptación de la constitución por parte del clero. Era, sencillamente, porque a los ojos de todos, desde José Canga Argüelles hasta el mismo Agustín Argüelles, la dimensión existencial de lo que ellos llamaban la nación era católica. Era una evidencia sentida, no un cálculo, que la sociedad española no podía organizarse bien sin atender a la ordenación de la administración católica. Pero, justo por eso, todos entendían que debían impulsar una completa reforma de esta administración, anhelo sentido desde antiguo, desde los humanistas del xvi hasta los ilustrados del xvm. De hecho, la teoría sobre la constitución civil del clero que nos propone Canga en sus Reflexiones sociales es compatible con la interpretación que ofrece el Capítulo II de la constitución. Ahora bien, este ensayo de Canga no era fruto de la negociación ni de la indecisión sino de su libre sentir. No tenemos ningún derecho a suponer que sobre Canga Argüelles pesara algún tipo de autocensura. Los legisladores de Cádiz quizás sabían que la reforma de la Iglesia desde la soberanía de la nación era difícil pero no pensaban en reconocer el catolicismo sólo por estrategia y cálculo. Querían dar la batalla por esa reforma y la anunciaron en la letra del pacto suscrito con las fuerzas católicas constituyentes. Quizás pensaron que recibirían la colaboración leal de buena parte del clero, pero su posición reformista chocaba con hostilidades muy serias que un mero reconocimiento de la esencialidad católica de España no podía vencer. Sin duda, aquel pacto apuntaba el tipo de catolicismo que podía constituirse desde el texto de 1812. Ahí es donde finalmente se decantaron todas las cuestiones porque la interpretación de la religión católica, desde el papel de religión civil comunitaria, implicaba proyectar sobre la institución católica la primacía de la nación y de su expresión política, sin duda un clarísimo elemento ajeno —casi pagano. Si ha existido históricamente una religión en el mundo que haya opuesto extremas resistencias a la mera función de religión civil, a su dimensión como religión de la comunidad política, esa ha sido la religión católica. En este sentido, los constituyentes no fueron capaces de apreciar hasta qué punto la Iglesia Católica iba a luchar —frente a la previsión de 1812— contra una interpretación nacional-comunitaria del catolicismo. Éste fue el dilema básico de Cádiz, el irresoluble. Al apreciar el aspecto comunitario de la religión católica, los padres de Cádiz se vieron bloqueados para potenciar el sentido liberal de la religión. Pero al reconocer el catolicismo comunitario de la nación española, por mucho que pensaran en una reforma básica de la constitución civil del clero, daban entrada en el pacto a la iglesia institucional, opuesta a toda interpretación liberal y comunitaria, an-

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ciada en su dimensión canónica, administrativa, jurídica y política. Reducir esa imponente institución eclesial —con sus tribunales, sus jurisdicciones, sus órdenes religiosas dependientes de Roma, su patrimonio eterno— a lo que era funcional para la realidad comunitaria de la nación —educación, administración sacramental, asistencia social— era algo que debía hacer la soberanía nacional dotando a la Iglesia de leyes fundamentales apropiadas. Esta mediación se demostró inviable: ni se podía potenciar un sentido liberal de la religión en la España de 1812, ni se podía reducir la Iglesia católica a la función de una religión civil comunitaria. En frente del pacto constituyente se alzó el poder de la Iglesia institucional que, desde el principio, se resistió tanto a una eliminación liberal de la presencia del catolicismo en la sociedad como a la reducción comunitaria de la religión católica. El problema, pues, no estaba en la definición del carácter católico de la nación española. La cuestión estribaba en quién iba a definir las leyes fundamentales de esta religión católica: si el poder político, el legislador nacional, finalmente pagano, o el mismo poder religioso institucional, finalmente romano. Si lo hacía el primero, se daría una constitución civil del clero que haría del catolicismo una religión sometida al pueblo, a su servicio, y en cierto modo controlada por el poder político —como había logrado la Reforma en Inglaterra o en Prusia. No se tendría un sentido liberal de la religión pero la administración religiosa sería una institución derivada de la política, sometida a la comunidad, entregada a su servicio según leyes políticas. Si se imponía el sentido institucional del catolicismo romano, entonces la nación no tendría capacidad soberana para forjar leyes fundamentales en el terreno religioso, tendría que conceder un fragmento de soberanía a la autoridad eclesiástica, y no sólo no se abriría paso un sentido liberal de la religión, sino que además el disfrute y la administración de la fe estaría organizado por una institución independiente del Estado, superior a él, directamente relacionada con Roma y capaz de mantener inmunidad, jurisdicción y patrimonio propio. En tal caso, esta religión institucional no sólo no permitiría una sociedad liberal plena sino que tampoco permitiría una religión comunitaria. Como es evidente, tan pronto ese catolicismo institucional se tornara un pensamiento coherente y organizado, tampoco permitiría la plena soberanía de una nación constituyente. En suma, el institucionalismo católico estaba destinado a convertirse en el aliado del poder dinástico, antinacional.

D o s TEXTOS CATÓLICOS

Muchos católicos sinceros optaron por la primera opción y aceptaron el planteamiento de las Cortes con plena franqueza y carencia absoluta de reservas. En su previsión entraba la convocatoria de un concilio nacional, presionado por la soberanía política —en la línea prevista por Canga Argüelles—,

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capaz de reformar institucionalmente la Iglesia. Aquí está el punto de encuentro de las dos opciones, la liberal y la católica, y de ese encuentro nació la constitución de Cádiz. Ese pacto, que se concibió teóricamente viable —por mucho que hoy nos parezca contradictorio— liberó a los padres de Cádiz de la presión y la ansiedad de tomar una decisión drástica plenamente liberal. Ese pacto fiie el que definió a España como nación católica. Sin duda, este pacto se firmó no sólo por una cesión del republicanismo sino también porque una determinada interpretación del catolicismo tornaba posible esta síntesis. El más consciente de todo lo que llevamos explicado, quien nos permite reconstruir el pensamiento de los actores —por muy contradictorio que nos parezca— fue el valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva en su libro Las angélicas fuentes. De hecho, el sentido filosófico de este opúsculo nos sorprende por su penetración, aunque nos plantea profundos problemas acerca del sentido en que evolucionó nuestro clérigo desde su obra anterior, el Catecismo del Estado, de 17939. En él, con plena razón histórica, Villanueva muestra que en Santo Tomás existe un republicanismo católico asentado en un protoderecho natural universalista que se basa, su vez, en una interpretación madura y creativa de Aristóteles. Ese republicanismo católico podía claramente ser coherente con la dimensión liberal de la sociedad civil y con la dimensión religiosa comunitaria del republicanismo clásico europeo. Villanueva sortea con toda conciencia la aparente contradicción entre la nación constituida y la nación constituyente, identifica la summa potestas en el pueblo, reconoce el contrato como elemento central en la configuración de las leyes fundamentales y hace de la representación y del gobierno mixto las formas normativas de gobierno católico. Sin embargo, Villanueva no hace referencia al problema institucional del catolicismo. Ofrece una interpretación católica de la constitución de Cádiz, pero no ofrece una interpretación legal-institucional de la nación católica. Su tesis queda clara en esta conclusión de su obrita: «Desde ahora puede asegurar a la faz del mundo que esos diputados que oiga llamar liberales son los restauradores del lenguaje político del Santo Doctor en nuestra monarquía. Y todavía espero que lleguen a hacernos tan liberales las fuentes angélicas, que enmudezcan los que quisieran convertir a España en una sociedad servil de las que, como dice Sto. Tomás, no merecen ser gobernadas sino por déspotas»w. Lo sustantivo de este texto resi-

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Un texto claramente jansenista, fue refutado por un sacerdote navarro, a quien Villanueva contestó en las Cartas Eclesiásticas de 1794. Igualmente serían jansenistas las Cartas de un Presbítero español sobre la carta del ciudadano Gregoire, obispo de Blois, al señor arzobispo de Burgos, inquisidor general de España, de 1798. Cfr., Manchal, Juan, El Secreto de España, Taurus, 1995. 10 Villanueva, J.L., Las angélicas fuentes o el Tomista en las Cortes, Cádiz, Imprenta de la Junta Provincial en la casa de la Misericordia, 1811, pg. 46.

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día en una defensa del republicanismo clásico que el pensamiento neoaristotélico del Santo había sabido integrar en el cuerpo doctrinal del catolicismo medieval. En cierto modo, no se trataba sólo de una operación apologética contra los serviles. Al contrario, se trataba de una sincera defensa de lo más granado y avanzado del aristotelismo tomista, que incorporaba incluso una noción de sociedad civil de hombres libres o ciudadanos sobre la que se fundaba una res publica clásica. Ese neoaristotelismo era coherente con la situación constituyente, que necesitaba diferenciar entre españoles y ciudadanos, tanto como la polis necesitaba diferenciar entre metecos y polités. Forzando la tesis hasta su límite; sin embargo, Villanueva derruía las bases de la sociedad estamental y apostaba por la creación de una clase media mayoritaria, al tiempo que recogía la vieja aspiración —sentida desde la época de Alfonso X— de una nobleza del mérito. En suma, Villanueva venía a decir que se podía avanzar por el proceso de modernización y de libertad regresando al siglo XIII, reemprendiendo y actualizando la batalla que se había perdido con Alfonso X. Pues, y aquí está la clave, no era defensor, como Borrull, de la restauración de la ordenación foral, estamental y basada en privilegios. En su breve libro, todos los principios de la nueva constitución se hacían concordes con el pensamiento católico. Villanueva desvinculaba así el orden católico de la sociedad estamental y de la monarquía absoluta. Se podía ser católico y republicano de la nación católica. De hecho, el pensamiento que invocaba Villanueva era claramente europeísta y pretendía identificar aquello que podía caracterizar el estatuto de pueblo civilizado. En cierto modo, no era un pensamiento nacionalista en el sentido romántico del término, con su heterogeneidad cultural radical. Desde luego que Villanueva habla de la nación española, como la constitución del 12, pero lo decisivo de esa nación es, como en la constitución, la reunión de los hombres libres dotados de summa potestas para dotarse de leyes fundamentales. Lo católico como elemento nacional no era específico de España sino lo propio de la tradición de Europa. Podríamos decir que era una dimensión de nuestra Verfassung, pero no cualitativamente propia, sino común a toda la catolicidad.

L A INTERPRETACIÓN DE LA DOBLE SOCIEDAD PERFECTA

Villanueva, en cambio, no tiene en cuenta en Las angélicas fuentes el problema de la vinculación entre esta res publica soberana y la institución eclesiástica. Aquí es donde se refugiaban todas las dificultades, el último fortín de frontera de la obstinada realidad. Es sabido que la forma clásica de pensar esta relación era la teoría de la doble sociedad perfecta del reino y de la iglesia que, en su síntesis indisoluble, configuraban la sociedad europea

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medieval. En cierto modo, esta tesis le había permitido a esa sociedad medieval escapar tanto de la teocracia como del cesaropapismo. De forma consecuente, la tesis afirmaba la necesidad de colaboración entre las dos autoridades perfectas, cada una de las cuales poseía una summa potestas en su terreno. La soberanía política protegía a la administración religiosa para que ésta tuviera libertad absoluta en la definición de la verdad de la fe. A su vez, la Iglesia colaboraba para legitimar la obediencia a la autoridad secular, y viceversa. El cuerpo místico de la Iglesia y el cuerpo místico de la nación eran el mismo, y por eso las dos autoridades que los organizaban debían operar juntos. Villanueva, que se atenía en todo a la forma tomista de este pensamiento, defendía que esa autoridad secular podía ser republicana. Pensaba que se podía reeditar la vieja teoría de una institución eclesiástica en recíproca colaboración con la res publica. Esta reedición de una tesis católica medieval en pleno siglo xix es lo que ya no vemos de forma intuitiva ante nuestra inteligencia pero era la evidencia para aquellos hombres. En el fondo, la teoría de la doble sociedad perfecta funcionaba sólo sobre la base de una comunidad católica y de una Iglesia íntimamente relacionada con el reino. Esta comunidad católica implicó en el siglo xiii una co-soberanía institucional de la Iglesia y un control social de la fe, en lo que debían colaborar ambas autoridades. Sin duda, este pensamiento, actualizado en el siglo xix, forzaba a defender un republicanismo político basado sobre una comunidad católica. Pero esta actualización era abstracta, teórica y utópica, e ignoraba el sencillo hecho de que el catolicismo español no era una comunidad sino una institución. El pacto no se podía hacer con un catolicismo desiderativo sino con el catolicismo realmente existente. En efecto, la Iglesia que los constituyentes tenían ante sí no era la implicada en la vida de los reinos medievales del siglo xiii. Era la Iglesia institución que había salido del Concilio de Trento. Esta Iglesia había impugnado las formas de las iglesias nacionales fruto de la Reforma, sin duda más afines a las teorías de la doble sociedad perfecta del siglo xiii. Esa Iglesia, que sabía lo que había pasado en el Sínodo de Pistoya, no estaba dispuesta a conceder el principio de la soberanía nacional exclusiva sobre la constitución civil del clero. Al contrario, se hacía fuerte a la hora de reclamar la autoridad exclusiva de Roma y de sus cuerpos supranacionales en materias de organización externa de la Iglesia. Esta exclusividad se había elevado a dogma de fe, por lo que quien la negase era declarado hereje y no-católico. Así pues, nada de interpretación nacional-comunitaria. La iglesia no podía pasar por ahí sin deshacer su mismo entramado supranacional, su mejor defensa. Podía, de momento, contentarse con el reconocimiento formal de la catolicidad de España y de la exclusividad de su administración religiosa, porque sabía que eso entregaba a los obispos la decisión última sobre esta catolicidad. A la hora de la verdad, sin embargo, esto implicaba la tesis tradicional, forjada en la España de los Austrias, del primado de los poderes

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indirectos de la Iglesia sobre el Estado. A su vez, esta tesis, en su interpretación tradicional, destruía cualquier sentido de la soberanía nacional. Ante este problema, Villanueva se mostró muy cauto. Desde el inicio de su diario en las Cortes lo vemos defender que el principio de la soberanía de la nación es conforme a los principios de la religión". Para él no parece haber contradicción alguna entre el principio de soberanía nacional y que las Cortes se embarquen en el problema de la censura de la prensa. Desde el mismo día 2 de noviembre de 1810 ya vemos la estrategia dilatoria a la hora de abordar este problema o el de cómo encarar el asunto del obispo de Orense, que se deja para un futuro concilio nacional12. La posición de Villanueva en este sentido es indicativa de la suma ambigüedad del problema. Reconociendo la desobediencia del obispo, entiende que «cediendo V. M. del derecho que le compete como Soberano, haría un digno obsequio a la inmunidad eclesiástica y un acto de la protección que tiene prestada a los decretos del santo Concilio Tridentino si dejase la decisión de la presente causa al Romano Pontífice»13. Villanueva no se daba cuenta de que esta posición le era necesaria a la Iglesia católica postridentina, ni percibía que resolver así la cuestión no era un modo obsequioso, como él proponía, sino el modo esencial al dogma católico establecido en Trento. En suma, lo que valía para el momento teórico de la sociedad del siglo xra era anacrónico en la sociedad del xix. El pensamiento clásico del siglo xni sobre la doble sociedad perfecta no podía proyectarse en el siglo xix porque, mientras tanto, la Iglesia Católica había ofrecido una interpretación precisa de esa tesis a través del Concilio de Trento, interpretación que iba a estar operativa por mucho tiempo. Pero ese anacronismo por el que se actualizaba una tesis medieval era lo que hacía verosímil y viable el pacto que a todas luces se veía necesario entre el pensamiento de la soberanía de la nación y el catolicismo, dadas las realidades sociales efectivamente existentes a la vista de todos. Si se hubiera dado cuenta de que la Iglesia estaba obligada a operar según el dogma tridentino, Villanueva hubiera llegado a reconocer que la cesión de soberanía en favor de la inmunidad eclesial no era un obsequio sino una necesidad de la institución católica jurídicamente fundada que arruinaba todo pensamiento de la soberanía nacional y la posibilidad de una catolicismo al servicio de las necesidades de la comunidad. De la misma manera, cuando se está regulando el articulado de la libertad de prensa, se ve claramente que no se sabe qué hacer con el tribunal de la Inquisición, una vez establecida la junta suprema de Censura14. Cuando la " Villanueva, J.L., Mi viaje a las Cortes, op. cit., pg. 22. 12 Villanueva, op. cit., pp. 26-27. 13 op. cit., pg. 31. 14 Los católicos piden que «al tiempo de extender el decreto sobre la libertad de prensa se hiciese expresa mención de que en nada se derogaban por él las facultades del Santo

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discusión se pone muy tensa, Villanueva toma la palabra para decir que ninguno de los artículos de libertad de prensa daña los «derechos del Santo Oficio sobre este punto»15. Sin duda, no quería hablar de este asunto pero dejó sembrada la ambigüedad, pues si el tribunal del Santo Oficio tenía derechos, no se podía reconocer la legitimidad de los mismos desde un pensamiento de la nación16. Sin duda, Villanueva podía estar pensando en una censura puramente espiritual —sin las formas jurídicas ni los efectos penales—, semejante a la censura de la opinión pública o de los tribunos en otras comunidades republicanas clásicas. Pero esto no era lo que pensaba la propia institución. Así, cada cosa que Villanueva pensara como expresión de la comunidad católica, la Institución la usaba como una puerta para su afirmación como orden soberano propio dentro del Estado. En la decisión sobre la interpretación futura del pacto, sólo la institución católica sabía a qué atenerse. Los republicano-liberales, incluso con la medida del concilio nacional, abrían de par en par la puerta a la acción anti-nacional de la institución eclesiástica. Esta era la paradoja de la nación católica. La invocación del siglo xra como modelo mostraba aquí sus límites. De hecho, no tenía en cuenta la evolución jurídica e institucional del catolicismo tridentino posterior. Una vez más se mostraba que el pacto con el catolicismo no podía canalizar un pensamiento de la soberanía nacional. El episodio del obispo de Orense lo dejó bien claro, al oponerse éste a la tesis de que la soberanía «está absolutamente en la nación»11. El problema estaba en que este adverbio —tan jansenista a su manera, y tan de Villanueva— implicaba legislar sobre la institución eclesiástica sin vincularse a los dictados del concilio ecuménico o de Roma. Esto era inaceptable para la interpretación de la institución eclesiástica de Trento. Al pensar que el pacto con el catolicismo medieval era posible, el Congreso de Cádiz se ocultó el problema de que la interpretación tridentina de la tesis de la doble sociedad perfecta era incompatible con la noción de soberanía nacional. Y el catolicismo real operaba a través de representaciones tridentinas, no medievales.

Oficio». Villanueva, op. cit. pg. 35. Esta propuesta de Riesco fue apoyada por Tenreyro. Naturalmente, la mayor parte del congreso se opuso, pero representaba la opinión coherente del catolicismo. 15 op. cit., pg. 44. 16 Todavía coleó la cuestión. En la pg. 46 se le reconcen fueros a la Inquisición. La actitud dilatoria de Villanueva es muy clara. 17 Lo recogía el mismo Villanueva: «Si se pretendiese que la soberanía está absolutamente en la nación, que ella es soberana de su mismo soberano, o que el Estado y la sucesión de la Monarquía dependen de la voluntad general de la nación, a quien todo debe ceder, esto ni lo reconoce ni lo reconocerá el obispo de Orense (...). Pero si se exige una ciega obediencia a cuanto resuelvan y quieran establecer los representantes por sola la pluralidad de votos, no podrá hacer este juramento el Obispo», op. cit., pg. 25.

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Respecto a esta cuestión, la obra de las Cortes de Cádiz fue sumamente ambigua. Se trataba en el fondo de si el poder político podía intervenir en la ordenación institucional del clero y en el control social de la fe o, por el contrario, entregaba ambas cosas a la propia potestad suprema de la administración religiosa18. Se trataba de saber si se avanzaba por el camino de la única sociedad nacional o bien si se mantenía la tesis de la doble sociedad perfecta, Iglesia y Estado. Villanueva no quiso jamás reconocer que al catolicismo tomista que él representaba le era esencial la tesis de la doble sociedad perfecta como íntima cooperación de Iglesia y Reino. Pero el catolicismo tridentino imponía una versión diferente que hacía vinculantes las decisiones del Concilio ante las soberanías políticas. Trento obligaba a reconocer que la Iglesia tiene necesidad de limitar la soberanía nacional en relación con la jurisdicción eclesiástica. La organización civil del clero, el reconocimiento del patrimonio material eterno de la iglesia, la dirección de la propia administración desde la propia jurisdicción, el control autónomo de los funcionarios eclesiásticos y su forma de acceso al carisma y el control social de la fe debían ser entregados a la propia institución eclesiástica. Esto significaba que la sociedad perfecta de la Iglesia tenía su propio populus,fiscus,patrimonium,justitia y veritas, y que lo tenía sin poder entregarlo jamás a ninguna otra jurisdicción, siendo en todo una soberanía paralela a la del Estado. Villanueva no ve esto porque quiere vincular el republicanismo medieval con la idea de una Iglesia nacional. Desea volver a la forma clásica de la doble sociedad perfecta que impone la colaboración radical entre las dos autoridades supremas: la res publica y el concilio nacional. Esto, en el fondo, implicaba reconocer que la autoridad política podía incidir en la organización civil del clero y debía ejercer la protección de la fe, tanto como la autoridad religiosa podía incidir en la obra de soberanía de la nación, como de hecho sucedía en las Cortes19. La idea la recoge de una manera clarísima: «Yo le dije que estando la Iglesia en el Estado y el Estado en la Iglesia, así como es de derecho natural que el Estado contribuya a la Iglesia con lo que puede exigir de él por derecho natural, que es que se contribuya a lo que ella necesita para dar a los pueblos el pasto espiritual y la adminis-

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Así, Torrero advierte ante un dictamen de Villanueva, «que se le daba una facultad excesiva al Soberano en materias puramente eclesiásticas, y que éste era efecto de las opiniones de algunos protestantes que habían escrito de jure majestatis circa sacra, que en Inglaterra esto tiene lugar, donde el Rey es mirado por aquella Iglesia cismática como su cabeza, mas no en España.» Villanueva , op. cit. pg. 82. " Villanueva se muestra conforme con la tesis de Villagómez cuando afirma que los reyes han tomado parte «acerca de los puntos, no sólo de disciplina externa, sino de la pureza de la moral y aun de la observada del dogma, alegando en prueba de ello lo que aparece en las Partidas». Villanueva, op. cit. pg. 82.

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tración de los sacramentos, así puede el Estado exigir de la Iglesia lo que necesita para lo que es de derecho natural, que es su conservación; que si para esto necesita de alguna parte de los bienes eclesiásticos, puede exigirlos. [Pero] pertenece al decoro de las Cortes contar con los prelados para saber qué prebendas puede dejar de proveerse por ahora sin detrimento de culto»20. En la práctica, esto implicaba reconocer que era necesaria una continua negociación entre la institución eclesiástica y la política. Sin embargo, la institución eclesial había comprendido, desde bien antiguo, que su mejor resistencia contra la autoridad política estribaba en su dimensión constitutiva europea, al dotarse de un derecho canónico reconocido como derecho interno por los Estados pero al margen de su propio control. Como se puede suponer, allí donde se impuso esta estrategia, se debilitó para siempre la construcción de un Estado soberano moderno. Todavía en 1812 la tensión aplazada por Cádiz implicaba las mismas aguas pantanosas de toda la historia española. En este contexto, el pacto supuso quedar preso de la propia historia y, muy a menudo, la estrategia de la constitución fue optar por la indecisión y por la dilación. La razón de esa dilación era clara: los liberales pensaban que si se lograba disminuir el poder la institución eclesiástica —mediante la interpretación comunitaria del catolicismo— quizás se podría llegar en un futuro a optar por una interpretación liberal de la religión. Los partidarios de una iglesia comunitaria nacional pensaron que con aquellos aliados se podría lograr la anhelada reforma de la Iglesia desde Estado. Pero esta estrategia fallaba, dada la hostilidad de la iglesia institucional a la idea de la nación como legisladora exclusiva. Así, la definición de lo que fuera catolicismo y de cuáles debían ser sus leyes exteriores no podía entregarse a las Cortes sino a la propia Iglesia. En el fondo, el de Villanueva fue un ideal utópico que representaba el tiempo soñado de un equilibrio de poderes que jamás se estabilizó. Los constituyentes gaditanos acabaron fascinados por una idea más bien utópica que, desde la Contrarreforma, se había sustanciado en la clara imposibilidad de construir una soberanía estatal moderna en España. La misma debilidad de la soberanía estatal se proyectó sobre la nueva soberanía nacional. En este caso, la Iglesia institucional se avino a aceptar y a defender la tesis clásica, propuesta por Villanueva, porque sabía que esto implicaba, cuando se pusiera en práctica, la destrucción de la tesis de la soberanía absoluta de la nación. Lo católico, en sentido normal, rompía lo nacional. Así que la ambigüedad de la nación católica finalmente no beneficiaba al pensamiento de la nación sino al pensamiento clásico de la Iglesia católica, en la medida en que reclamaba su derecho a definir el sentido y la verdad de ese catolicismo. Sólo en apariencia la palabra católico era aquí un adjetivo. En el fondo incluía una

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Villanueva, op. cit. pg. 84.

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sustantividad institucional tan orgánica y eterna como el propio pueblo, una institución que, en España, era más fuerte que el sustantivo moderno de la nación y del Estado. Fue esto lo que sucedió cuando los obispos de las diócesis de la Tarraconense refugiados en Mallorca, la anti-Cádiz, escribieron la pastoral más importante del periodo, curiosamente no estudiada por Portillo. De ella podemos extraer esta conclusión: «la iglesia condena en fin todos los errores y qualesquiera doctrina que combatan, así la legitimidad de sus posesiones y propiedades, como el derecho que le pertenece exclusivamente de conservarlas, administrarlas y distribuirlas por medio de sus ministros»21. Resumiendo la tesis de la interpretación post-tridentina de la doble sociedad perfecta, la pastoral invocaba la asamblea del clero de Francia de 1765 y decía: «No, los intereses del cielo y los de la tierra no han sido reunidos en las mismas manos. Dios ha establecido dos ministerios diferentes: el uno para procurar a los ciudadanos días dulces y tranquilos; el otro para la consumación de los Santos, para formar los hijos de Dios, suyos herederos y coherederos de Jesucristo. No pudiendo contradecirse a sí misma la sabiduría divina, tampoco ha podido Dios establecer las dos potestades para que se opusiesen una a otra: ha querido, sí, que ellas pudiesen sostenerse y auxiliarse recíprocamente. Su don es un don del cielo, que les da una nueva fuerza y las pone en estado de cumplir los designios de Dios sobre los hombres. Mas esta unión recíproca no puede ser un principio de sujeción para la una o la otra potestad: cada una es soberana, independiente, absoluta en lo que le pertenece; cada una encuentra en sí misma el poder que conviene a su institución; las dos se deben una asistencia mutua, pero por vía de concierto y de correspondencia, no por vía de subordinación y de dependencia»22.

21 Instrucción pastoral de los ilustrísimos señores obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel,Teruel y Pamplona al clero y pueblo de sus diócesis. Valencia, 1812, y 2a edición 1814, yernos de José Esteban, pg. 101. 22 op. cit. pg. 93.

Republicanismo y americanismo Domingo Faustino Sarmiento y la emergencia de la nación cívica

Susana Villavicencio El día siguiente traía su tarea; organizar el gobierno ¿Serían Repúblicas? La francesa de 1793 había sucumbido. ¿Serían monarquías? Los reyes de España, el uno era imbécil, el otro estaba cautivo. ¿Serían imperios? El grande emperador estaba para escarmiento, atado a la roca en Santa Helena. Despejada la tormenta europea en 1815, iluminado el caos, el mundo político aparece en tres grupos: La Europa continental bajo la Santa Alianza; la Inglaterra liberal y monárquica; los Estados Unidos de América republicanos y federales. ¿Cuál tomará por tipo la América del Sud? D.F. Sarmiento, La Doctrina Monroe, O.C.T. XXI.

Los intentos de dar contenido a una tradición política republicana, intentos que por otra parte han suscitado un creciente y renovado interés en diferentes ámbitos de las ciencias sociales, se encuentran rápidamente con dificultades para definir este término, no sólo por la conflictiva historia que ha tenido este régimen político, sino porque el concepto mismo de República ha admitido diferencias no poco significativas entre los principios, la letra constitucional y las prácticas. La República es uno de esos términos políticos que Claude Nicolet considera «términos viajeros», es decir, que van cargando y cambiando de significado en el curso de los distintos momentos históricos. La historia de la República en Francia es elocuente al respecto: el único Estado europeo que logra el reemplazo de la monarquía por el gobierno republicano a fines del siglo xvin tuvo que pasar por «tres revoluciones, dos monarquías, dos imperios y un fracaso en la guerra de 1870, antes de que la república se probara sostenible»1. Más allá

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Pilbeam, Pamela M., Republicanism in Nineteenth-Century France, 1814-1871. New York, St. Martin's Press, 1993, pg. 1. Al respecto ver también Nicolet, Claude, La Republique en France, Paris, Seuil, 1992.

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de los interrogantes acerca del porqué de tanta dificultad para que un régimen fuese aceptado por los miembros de una comunidad nacional, no queda claro qué conjunto de prácticas específicas y sin retorno podría corresponder a este concepto. No menos compleja se muestra la historia de la República en los Estados Unidos, donde la esclavitud perduró por muchos años como una deformidad frente al reconocido carácter igualitario de la democracia americana. Los principios republicanos, ciertamente, habían sido declarados. El Bill ofRights del Estado de Virginia en 1776 y a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de la Francia revolucionaria en 1798, con sus antecedentes en la filosofía ilustrada, se encuentran en la base del régimen republicano y de la ciudadanía. Pero habrá muchos impasses en su traducción a las cartas constitucionales, muchos debates antes de incluirlos y hacerlos extensivos a todos los miembros de la sociedad. Todo ello denota que entre los principios aplicables a todos los hombres, por pertenecer a su naturaleza, y el reconocimiento efectivo de los derechos que de ahí se derivan existe una amplia brecha que fue preciso acortar. En América del Sur, la República se impone en la mayor parte del continente tras la ruptura del vínculo colonial. A excepción de Brasil, colonia de dominio portugués que después de la independencia mantiene la monarquía hasta 1889, el fin del sistema colonial se produce en la América española bajo la influencia de las grandes revoluciones de Estados Unidos y de Francia en un clima de ideas en el que la República aparece como algo más que un régimen político entre otros: representa el sistema terrenal llamado a llenar las aspiraciones mas elevadas de la condición humana. El siglo xix ha dejado atrás las disputas onto-teológicas de la política y se encuentra de lleno en un momento de legitimación de los sistemas políticos que tienen base en el derecho natural, que concibe los individuos libres e iguales, y en el contrato como nueva representación del lazo social. Podemos distinguir entonces dos aspectos de esta cuestión que van a constituir la peculiaridad del establecimiento de la república en América del Sur. Por una parte, la necesidad de restablecer el orden político tras la independencia de España implicaba no sólo el reemplazo de un régimen político que había caducado, sino también la necesidad de constituir la nación en el antiguo territorio del virreinato. En esa construcción de la nación (con la dimensión imaginaria que contiene) la República aparece como una «autocomprensión histórica» del proceso que se vivía en América y de las identidades políticas que se estaban gestando. En efecto, en el discurso de las elites ilustradas del siglo xix argentino se plasma una representación del lugar de América en el proceso general de civilización y de la construcción de la república como modo de incluirse en esa etapa de evolución de la humanidad. Nadie discute hoy la dimensión imaginaria que encierra el concepto de nación, que amplía la perspectiva de análisis histórico o sociológico con la

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incorporación de la producción simbólica. Pero más aún, como sostiene Jacques Derrida, desde un punto de vista filosófico la afirmación de una nacionalidad «es esencialmente y de parte a parte filosófica»: es lo que se conoce como filosofema2. Esto significa que una identidad nacional nunca se presenta como un carácter empírico o natural, sino que «la auto-identificación nacional tiene siempre la forma de una filosofía que por ser representada por tal o cual acción no deja de ser una cierta relación a la universalidad de lo filosófico»3. El famoso Discurso a la Nación Alemana de Fichte, escrito en 1806, sería representativo de esa relación no empírica con el mundo. Este es a la vez un discurso universal en potencia que se encarna o que está localizado en una nación particular. Por otra parte, las definiciones de la nación no se han producido en abstracto, sino que han surgido como respuestas políticas ante situaciones de defensa o de riesgo, como lo corrobora el ya citado texto de Fichte, escrito después de la derrota de Prusia frente a Napoleón. Podemos admitir, entonces, que la idea de una nación republicana, adjetivada como civilizada y cívica, aparezca como un filosofema que recorre las reflexiones de las elites políticas en un momento de confrontaciones violentas e inacabables y que sea sostenida por esas mismas elites frente a otras formas políticas que representaban una continuidad del orden colonial o límites «naturales» al proceso de civilización. En efecto, esa autocomprensión republicana de la nación chocará con recurrentes dificultades para la efectiva institución de la república. Como escribe con fuerza retórica Botana, «esas vertientes de la tradición republicana se volcaban en la Argentina sobre un paisaje poco feraz»4. Tras el fracaso de las constituciones «ilustradas» de los unitarios argentinos, se suceden años de luchas y anarquía seguidos de la tiranía, como se calificó entonces al gobierno de Rosas. La fundación de la República en 1853 llega al final de un largo recorrido marcado por la violencia, las mutuas proscripciones y las continuas amenazas de disolución. Estos obstáculos, interpretados en clave de oposición entre «barbarie y civilización» o bien entre «república real» y «república posible», para retomar las célebres fórmulas de Sarmiento y Alberdi, expresan el sentimiento de esos sectores dirigentes que, adhiriéndose a las fórmulas de igualdad y de libertad política esenciales a la concepción republicana, no hallaban en el «pueblo real» sino un obstáculo a sus propias convicciones. Por la misma razón, la intervención «desde arriba» será un elemento distintivo de esa concepción de la repúbli2 Cfr. Derrida, Jacques, «Nacionalidad y nacionalismo filosófico» en AAVV, Diseminario. La desconstrucción, otro descubrimiento de América, Montevideo, XYZ Ediciones, 1987. pg. 27. ' ibid., pg. 29. 4 Botana, Natalio, La libertad política y su historia, Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1991,pg.201.

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ca. Retomando la formulación de Halperín Donghi, la Argentina será un caso ejemplar del intento de realizar la nación a partir de los proyectos concebidos por las mentes de sus clases ilustradas, que justificaban su intervención en la claridad y la racionalidad de sus propuestas5. La consecuencia de ese lugar de las elites en la instauración del modelo republicano en América del Sur será un desacople inicial entre la adhesión a un sistema de ideas que proponía la soberanía popular como fuente de la legitimidad política y la descalificación del pueblo real para cumplir con ese lugar asignado en las teorías del contrato. De ahí que el republicanismo sea en la Argentina una tradición ambivalente, en tanto ha quedado vinculada a las prácticas de exclusión que caracterizaron la «república restringida». Son reiteradas en el discurso político del siglo xix las expresiones de ese desfase. José Ingenieros sostenía aún en 1918, al comentar los postulados sociológicos de Alberdi, que «la república no era una verdad de hecho en la América del Sur porque el pueblo no estaba preparado para regirse por este sistema, superior a su capacidad»6. Dicho de otra manera, se necesitaba pasar por una república posible —centralizada y tutelar— para llegar a una república real donde la libertad política se realizara plenamente. La comparación entre los ideales republicanos y las prácticas efectivas que los gobiernos republicanos han llevado adelante ha tenido siempre como resultado expresiones pesimistas, ya que en pocas ocasiones la república ha encarnado aquellos principios de libertad e igualdad sobre los que pretendía basarse. Por el contrario, muchos proyectos que inicialmente se quisieron republicanos fueron acercándose en la práctica a propuestas conservadoras. El motivo de este trabajo no es, sin embargo, constatar las dificultades que los proyectos encontraron en su ejecución, lo que correspon-

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Halperín Donghi, Tulio, Una Nación para el desierto Argentino, (ed. especial), Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1995, reproducido en Proyecto y construcción de una nación (1846-1880), Biblioteca del Pensamiento Argentino, vol. II, Ariel, (Estudio preliminar) Buenos Aires, 1995. Este reconocido historiador argentino es quien ha planteado con más fuerza la pretensión de las elites de constituirse en guías del nuevo país y de justificar su acción política en la idea que la nación argentina «antes que el resultado de la experiencia histórica atravesada por la entera nación en esas décadas atormentadas debía formarse a partir de los modelos previamente definidos por los que tomaban a su cargo la tarea de la conducción política», pg. 15. Este rasgo particular que puede asignarse a los republicanos argentinos se reproduce en las elites políticas de otros países americanos. Ver Murilo de Carvalho, José, Os bestializados. O Rio de Janeiro e a República que naofoi, Sao Paulo, Companhia das Letras, 1987, e ídem, La formación de las almas. El imaginario de la República en el Brasil, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998. Sobre los obstáculos a la realización de las formas políticas republicanas, ver también Escalante Gonzalvo, Femando, Ciudadanos imaginarios, México, El Colegio de México, 3a. ed., 1998. 6 Ingenieros, José, La evolución de las ideas argentinas, Buenos Aires, Elmer Editor, 1957, vol. 5, pg. 71.

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dería a la historia institucional de la república, sino interrogarnos por las representaciones que tenían de la república aquellos que tomaron como misión el implantarla en estas tierras 7 . La historia política, pensamos, es también la historia de sus conceptos, que conjugan en la determinación de sus límites las certezas y las incertidumbres, las fuerzas y las debilidades que gobiernan la acción y la imaginación de los hombres. Comenzamos, entonces, por interrogarnos sobre el sentido atribuible a los discursos de los políticos que, como los análisis de los filósofos, no cesan de denunciar el inacabamiento institucional de la república y la perpetuación del riesgo de desorden o de caracterizar las acciones del pueblo como «males latinoamericanos» que había que superar.

LA REPÚBLICA COMO TAREA

¿Qué significado tenía la república? ¿Qué representaba con relación al antiguo régimen colonial? ¿Qué filosofía de la historia subyacía a los proyectos de establecer ese sistema político en América del Sur? ¿Qué era, en fin, un sujeto republicano? Las respuestas a estas preguntas pueden articularse en torno a una constatación inicial: la república en América del Sur ha sido la naturalización de un modelo que tenía en las revoluciones americana y francesa sus primeras realizaciones. Si en los inicios de la república moderna en Inglaterra, Estados Unidos y Francia se recurre al modelo antiguo —el de Grecia y Roma o de las repúblicas del renacimiento italiano— para buscar las matrices de pensamiento y el lenguaje que permitiera dar sentido a las nuevas experiencias, la república entre nosotros se introduce primero por la vía de «los libros», es decir, por las reflexiones de sus filósofos, así como por la influencia directa de las revoluciones que habían marcado la historia moderna. Comparando las revoluciones de México y de América del Sur, Sarmiento las distingue por su origen. La mexicana se mantiene indígena en su esencia porque los líderes son representantes de la raza de los antiguos aztecas que forman las masas populares y Morelos un personaje religioso y político a la vez, como lo es el cura en los pueblos españoles. Por el contrario en el sur del continente el movimiento seguía un camino inverso, la revolución «descendía de la parte inteligente de la sociedad a las masas; de los españoles de ori-

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Esta línea de desarrollo la propone Claude Nicolet en relación a la República en Francia. Al respecto ver L'idée republicainne en France, Paris, Gallimard, 1982 y La République en France. Etat et Lieux, Paris, Seuil, 1992. Sobre la historia conceptual hay desarrollos interesantes en los últimos años. Ver Koselleck, Reinhardt, Futuro pasado, Barcelona, Paidós, 1993; Rosanvallon, Pierre, Le sacre du citoyen, Paris, Gallimard, 1992.

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gen a los americanos de raza». Caracas y Buenos Aires, las dos ciudades con exposición al Atlántico en las que se inicia el proceso de la independencia, «estaban de antemano en contacto con las ideas políticas que habían trastornado la faz de la Europa» y, agrega luego, «los libros prohibidos andaban de mano en mano, y los diarios de Europa se escurrían entre las mercaderías españolas» (Discurso de recepción en el Instituto Histórico de Francia, I o de julio 1847,0.C.TXXI, p. 16)8. La construcción de la nación republicana y la consecuente búsqueda de una identidad colectiva que le sirviera de base será, por lo tanto, la tarea explícita de una generación intelectual, la autodenominada «nueva generación», de la cual Sarmiento y Alberdi son figuras paradigmáticas. Se trata de un pequeño grupo de miembros de las clases ilustradas. Con los salones literarios que formaron, imitando costumbres europeas, mediante las prácticas de lectura y de discusión que difundieron y por el oficio de publicistas que muchos de ellos ejercieron, esta generación contribuyó a generar un nuevo ámbito, un espacio público en el que las nuevas ideas se fueron introduciendo. De este modo formaron parte de una trama asociativa que constituyó el «soporte material» de una nueva manera de concebir el lazo social y la acción política9. Ubicados entre un pasado colonial que no debía volver, pero de cuyo legado sentían portadores, y abiertos a las nuevas ideas, pero críticos con la frustrada experiencia de Rivadavia, que había sido la puerta de entrada a la anarquía y la tiranía de Rosas, la realidad americana se les presentaba como un «enigma», al decir de Sarmiento, que requería de los recursos del entendimiento y de la imaginación. Es cierto que esta generación, en parte ecléctica y en parte adherida a un sistema de principios con definiciones incompletas, hizo una interpretación de la realidad americana y de sus alternativas políticas desde perspectivas que no tienen una adscripción ideológica precisa10. Sin embargo, percibieron de modo claro la acción política que les correspondía y sus concepciones tuvieron un impacto duradero, de modo que muchas de las posteriores concreciones de la nación cívica fueron concebidas como una realización de sus propuestas.

8 Sarmiento, Domingo F., Discurso de recepción en el Instituto Histórico de Francia, Io de julio 1847. Obras Completas, Buenos Aires, Luz del Día, 1948, vol. 21, pg. 16. 9 Varios estudios historiográficos prestan atención a esa nueva «esfera pública» que había surgido en el paso de la sociedad colonial a la moderna. Esa asociatividad ha sido considerada como base de una nación cívica, como sostiene Pilar González Bernaldo de Quirós, cfr. Civilité et politique aux origines de la nation argentine, París, Publications de la Sorbonne, 1999, o como base de una forma de hacer política que contrapesa la política clientelar de las elites. Cfr. Sábato, Hilda, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998. Ver asimismo , Myers, Jorge, Orden y Virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1995. 10 Halperín Donghi, Tulio, op.cit., 1995, pg. 15.

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En el discurso de esta generación la nación surgía de la revolución, y como toda revolución era un nuevo inicio que rompía radicalmente con lo anterior. Así, si tomamos a Sarmiento, se trataba de construir una sociedad post-revolucionaria próxima a los modelos franceses leídos en Cousin y en Guizot. Esto suponía traer a lo real las ideas y los principios: el Estado-nación, principio de centralización en el orden temporal, y la libertad y la igualdad, principios de despliegue del espíritu humano en el orden espiritual. Estos principios son contrarios, pero se conjugan en el gobierno representativo, en el cual se realiza históricamente la esencia de la civilización. La historia tiene, en ese sentido, una dirección ineluctable, porque es la realización de una idea. Salida de la «nada colonial», la nación no podía tener su base en las instituciones y los hábitos ligados al pasado que se pretendía dejar atrás, ni podía tampoco tenerla en la lengua o la cultura nativa, pertenecientes a una naturaleza americana que representaba sobre todo un obstáculo al proceso civilizatorio, ni en la referencia a los actos heroicos de una raza originaria. Si la nación supone una cultura y la cultura se afinca en una tradición, la tradición que predominaba era la del colonizador, por lo que había que construir otra. Había que darse una lengua, como había que darse una cultura que estuviera a la altura del tiempo presente y de la civilización. Ese será también el sentido mismo de la tarea revolucionaria: la construcción de un nuevo orden como principio de unidad de los elementos dispersos y anárquicos tras la ruptura del régimen colonial. «Nosotros —dirá Sarmiento— al día siguiente de la revolución debíamos volver los ojos a todas partes buscando llenar el vacío que debían dejar la inquisición destruida, el poder absoluto vencido, la exclusión religiosa ensanchada.»11. La república y la nación se conjugaban en esa tarea porque el horizonte de nacimiento no era la naturaleza, ni la sangre, ni la raza, sino la promesa que los principios de la libertad política traían a una sociedad enfrentada al desafío de la construcción democrática. Tal vez por eso la imagen del desierto, que sirve a la vez como metáfora y explicación de los males que impiden la realización del orden deseado, sea la expresión más clara del sentimiento de las élites. Por encima de las grandes extensiones despobladas que caracterizaban el ambiente geográfico, Argentina era vivida como un desierto por la imaginación histórica. El desierto es, pues, esa figuración que presenta Sarmiento en su célebre Facundo y que, según se ocupa de explicar, está en el origen de un sistema de vida social y política marcada por la ausencia de sociabilidad, por la violencia y la autoridad sin ley común. Siendo, como describe en sus páginas, «inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos», no había sino la soledad y el despoblado como límites incuestionables entre una y otra provincia. Entre

" Citado por Botana, Natalio, op.cit., pg. 264.

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esos habitantes del desierto, individuos aislados y expuestos a una naturaleza hostil, no había sociabilidad posible. Dominaba por el contrario «la fuerza brutal», «la preponderancia del más fuerte» y «la autoridad sin límites y sin responsabilidades de los que mandan». El desierto estará, pues, en el origen de la barbarie, esa forma de despotismo igualitario de los caudillos que Sarmiento identifica como el mal de la política de su tiempo. Para construir la nación había que darse valores comunes y hábitos cívicos que se correspondieran con el modelo republicano, pero ausentes en los habitantes del país. Si algo caracteriza los proyectos de esa generación es el intento de construir el orden político a partir de la negación de lo existente. Pero si había que reponer un orden político en el vacío dejado por el colonizador, también había que implantar los ciudadanos que ese régimen reclamaba como su base social, sujetos políticos autónomos inexistentes en el desolado paisaje de la naturaleza americana. Por eso, a la par de los debates sobre la forma de gobierno, se despliega la pregunta por la identidad. Una identidad que «la raza española» en América, ni europeos ni indígenas, se preocupará por revelar.

ARGIRÓPOLIS O EL SUEÑO DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA

Los hombres de la «nueva generación» son conscientes de las dificultades de la construcción de ese orden político en el marco hispanoamericano. Explícitamente o no, sus reflexiones giran en torno a las experiencias políticas, intelectuales y sociales vividas por muchos de ellos personalmente, de las que sacan lecciones cuidadosamente meditadas. Las frustraciones de la generación «ilustrada» mostraban a las claras la inutilidad del intento de establecer un sistema abstracto de principios ajeno a la realidad del país y cuyo único resultado habían sido unas repúblicas debilitadas e ilegítimas. Como dice Claude Nicolet, «la política estaba a la vez en la historia y fuera de la historia»12. Los republicanos del 37, confiados en sus principios, no podían, sin embargo, negar la historia, los fracasos, las inconsecuencias y las oposiciones. La república que se quiere instaurar será, por lo tanto, producto de las luchas y de los compromisos. Partidario de una filosofía y de un régimen de la libertad, oponiéndose a la violencia de su adversario el despotismo, será con «las armas de la libertad» como Sarmiento podrá defenderse o atacar. En 1850 publica Argiropolis13, obra que, al igual que Facundo, fue concebida como una intervención política en los conflictos del momento14. En 12

Nicolet, Claude, op.cit., 1982, pg. 133. Argiropolis, o la capital de los Estados confederados del Río de la Plata, con Introducción biográfica de Ernesto Quesada, Buenos Aires, La cultura argentina, 1916. 14 Sarmiento, exiliado en Chile, denuncia en esta obra la situación «acéfala» de la nación tras el fracaso de la Constitución de 1826, el predominio de Buenos Aires sobre las provin13

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el comentario aparecido en la revista de los republicanos franceses La liberté de penser, Ange Champgobert previene sobre una mala interpretación de este nombre. No se trata de una República de Utopía, como la Atlántida de Platón o la Ciudad del Sol de Campanella. «Argyropolis —dice— es el título de una obra muy práctica, es el nombre expresivo de la futura capital de los Estados Unidos del Río de la Plata»15. El comentario, dirigido a sus compatriotas franceses, elogia el proyecto de Sarmiento y destaca los dos puntales del interés de Europa en América: la inmigración, ya que estas tierras de los márgenes del Plata pueden representar «un lugar para los miles de pobres obreros que mueren de hambre en la vieja Europa», y el comercio, «que puede aportar millones» para la Francia. Recordemos que Sarmiento fue, junto con Alberdi, responsable del proyecto de poblar estas tierras con inmigración europea para incorporar por ese medio hábitos laboriosos y actitudes cívicas de los que carecían los habitantes de la región. Argiropolis resume el proyecto de una «república moderna» en América del Sur. En esta obra Sarmiento imagina sobre bases reales la reorganización del territorio colonial según el modelo de la república federal norteamericana. Prevé que si esos Estados Unidos de América del Sur se forman algún día, Argiropolis será su capital, y que al igual que las ciudades de Filadelfia, Baltimore o Boston le negaban a Nueva York, su rival comercial, la condición de capital, las ciudades de la confederación Suramericana se elevarán contra las pretensiones de una entre ellas. Así, contra la presente dominación de Buenos Aires, se trataba de fundar una Confederación de América del Sud. La isla Martín García, situada en la puerta de entrada del Plata, parecía marcada por la Providencia para ocupar ese lugar de capital. Su condición insular, alejada de las influencias particulares, le permitiría conciliar los intereses y la libertad de los estados confederados. Ubicada, además, en la confluencia de tres ríos, su posición la señalaba de modo privilegiado como el centro material, político y comercial en un país donde faltaban completamente las rutas y donde todas las comunicaciones tenían que efectuarse por los ríos. En esta isla, sostiene enfáticamente Sarmiento, «está el destino del Río de la Plata». Pero ¿qué significado tiene esta propuesta para el establecimiento de la República? Si por una parte Sarmiento, desde el exilio, quiere intervenir en el conflicto de influencias entre Buenos Aires y las provincias de la Confederación, por otra, la obra sirve para desd a s del interior y el poder absoluto de Rosas, que ejercía como comisionado interino de las relaciones exteriores. 15 Champgobert, Ange, «Argyropolis», La Liberté de penser, N° d'aout 1850, pg. 452. Corresponsal de Tribuna en Chile, en su comentario anuncia la traducción de la obra al francés. Coincide con el momento en que la Asamblea Nacional discute de nuevo el tratado con el general Rosas y llama a apoyar a los republicanos argentinos, «exiliados hoy que realizan esfuerzos inteligentes para desarrollar la civilización y la instrucción pública».

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plegar el modelo de la república como un reordenamiento del territorio colonial. En sus argumentos podemos ver los elementos de la tradición liberal, una de las vertientes que nutre el pensamiento político de Sarmiento. El conflicto encierra la oposición de dos sociedades: Si Buenos Aires se apropia de esa isla y déla aduana del único puerto, significa el fin del la igualdad de las provincias (....) El interior, al oeste de la pampa, va a morirse de muerte lenta, muy alejado de los ríos y de la costa, donde el comercio europeo enriquecerá las ciudades ya existentes, y donde crearán nuevas, poblando el desierto y desarrollando la civilización16.

El contraste entre la descripción de Argentina como el país de las grandes extensiones despobladas con la de esta pequeña isla del Plata, rebosante de dinamismo y cuya posición resultaba estratégica en el giro modernizador, es asimismo el contraste entre dos visiones de la vida social. A la quietud colonial se opone la dinámica de una sociedad abierta al comercio y a las influencias externas. En la concepción moderna de la república el comercio es una forma de la virtú. Contrariamente a la idea de la tierra como estancia, como confines sin movimiento, como «despilfarro del terreno», el comercio es la vía de conexión de los pueblos entre sí, y de esa forma es vehículo del movimiento civilizatorio. Toda la vida tiende a transportarse por los ríos navegables, que son las arterias de los Estados. Por ellas arriban de todas partes y se distribuyen en los alrededores el movimiento, la producción, los productos manufacturados; por ellos se improvisaran en pocos años ciudades, pueblos y riquezas, potencia, ejércitos, ideas17.

El proyecto republicano de Sarmiento tiene como condiciones objetivas la idea de la división de la tierra, que imagina parcelada y trabajada por los colonos inmigrantes, y el comercio como punto de contacto con el mundo moderno18. Pero a estas condiciones objetivas hay que agregar las condiciones subjetivas, ya que la república es en definitiva un orden que reposa en la virtud de los hombres. Retomando las teorías sobre la influencia del ambiente en los hábitos, que ya había desarrollado en Facundo, sostiene que «nuestra pampa nos hace indolentes» o que «el alimento fácil del pas16

op.cit., pg. 147. ibid. 18 Esta idea de las condiciones objetivas y subjetivas del modelo republicano de Sarmiento la tomamos de Botana, N., La tradición republicana, op.cit. Para la referencia del comercio como elemento del republicanismo moderno, ver Pocock, J. G. A., The Maquiavellian moment, Princeton, Princeton University Press, 1975. 17

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toreo nos retiene en la nulidad», mientras que «los climas fríos engendran hombres industriosos» o las costas tempestuosas «crean marinos osados». Traducidas estas actitudes a la vida social, es el desafío o el afán de vencer dificultades lo que templa el carácter apto para la vida en sociedad. La virtud no es sólo la vocación antigua por la vida pública, sino que el hombre cívico, aquél que tiene la fuerza de carácter para realizar los valores de lo público en la sociedad moderna, es también un individuo que toma sobre sí los riesgos de la vida. Así, la construcción de las bases sociales que luego serán las bases cívicas de la nación viene de la mano del trabajo y de la iniciativa individual. El momento liberal de la república se cumple en una sociedad cuyo desarrollo y dinamismo reposa en la iniciativa de los individuos. Los trazos del trabajador y del educador, que había admirado en sus viajes por los Estados Unidos, confluyen en la figura del sujeto político republicano. Botana ubica a Sarmiento en la tensión entre las dos tradiciones rivales en la formación de los sistemas políticos modernos: la liberal, defensora de los derechos civiles y del orden espontáneo que deriva de las acciones individuales, y la republicana, que supone la intervención del Estado en la creación de un sujeto soberano por medio de la educación 19 . Por eso la educación pública, institución novedosa de la república cuyas experiencias irá a conocer a Europa y Estados Unidos en 1847 comisionado por el gobierno de Chile, estará en el centro de su proyecto de nación cívica. Ahora bien, ¿qué es lo que se va a crear en Martín García? O más bien, ¿qué es la capital de una república liberal moderna? Sarmiento repasa las instituciones: El Congreso, el presidente de la Unión, el tribunal supremo de justicia, una sede arzobispal, el Departamento Topográfico, la administración de los vapores, la escuela náutica, la universidad, una escuela politécnica, otra de artes y oficios y otra normal para maestros de escuela, el arsenal de marina, los astilleros, y mil otros establecimientos administrativos y preparativos que supone la capital de un Estado civilizado, servirían de núcleos de población suficiente para formar una ciudad20.

En primer término las instituciones políticas, porque la construcción de la nación se confunde con la organización del Estado: el Congreso, porque la forma de gobierno es la república representativa; luego la división de poderes, que establece los mecanismos de control horizontal de los gobernantes y garantiza la existencia de una justicia autónoma. En segundo lugar, el arzobispado, la sede del poder eclesiástico que existe en paralelo al poder 19 20

Ver Botana, N., 1991, op.cit., pp. 201 y ss. op.cit., pg. 46.

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secular. En tercer lugar, el Departamento Topográfico, porque es necesario conocer y mensurar la tierra para establecer las fronteras de la nación21, pero también la administración de los vapores, porque la república moderna está abierta al mundo, a la inmigración y al comercio. En seguida la educación, que abarca desde la enseñanza de artes y oficios hasta los estudios universitarios. Sarmiento, dijimos, hace de la educación el eje de su proyecto de nación cívica. Si la tendencia en la evolución de la sociedad mundial era el desarrollo del capital, que se presentaba irreversible, sin educación no había salida para los habitantes de estas latitudes; estarían condenados a ser servidores de aquellos que cuentan con mayores medios para la explotación económica22. De ahí que su modelo sea más complejo y se separe del propuesto por Alberdi, quien en el marco de la «república posible» sólo otorgaba al conjunto de los habitantes los derechos civiles y la instrucción, reservando los derechos políticos para los pocos responsables de la conducción del país. Para Sarmiento no hay república sin educación, por eso también incluye en su proyecto la formación de maestros educando a los extranjeros. Late en el fondo de esta propuesta una tradición mas antigua, la de la vita activa del republicanismo, que exige un ciudadano con hábitos igualitarios y capacidad de juicio autónomo. «Dirásenos que todos estos son sueños» se interroga, apelando a la vocación utópica que se adelantaba en el título. «Sueños, en efecto, pero sueños que ennoblecen al hombre, y para los pueblos basta que los tengan y hagan de su realización el objeto de sus aspiraciones para verlos realizados»23. Utopía y voluntad se funden en el espíritu de la época. La tendencia moderna de los pueblos a reunirse en naciones, sostiene Sarmiento, se funda en la ley de la marcha de la especie humana, que marca «la reunión por grandes grupos, por razas, por lenguas por civilizaciones idénticas y análogas» y en la ciencia económica, que muestra cómo «desde el mecanismo de las fábricas hasta la administración de los Estados grandes masas de capitales y brazos soportan con menos gasto el personal que reclaman». Argirópolis es portadora de un proyecto nacional para la América del Sur capaz de ubicarla como rival de la América del Norte. Con la mirada puesta en la Francia de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, imagina en estas costas donde fluía la inmigración católica del mediodía de Europa que «así

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Sarmiento rescata el legado del gobierno español en relación con viajes, exploraciones y expediciones: «un tesoro hay sepultado en los archivos del Departamento topográfico de Buenos Aires», independiente de los numerosos trabajos publicados por don Pedro A. De Angelis en su Colección de documentos y el Comercio del Plata, op.cit., pg. 68. 22 Cf. Sarmiento, D. F., Educación popular, noticia preliminar de Ricardo Rojas, Buenos Aires, Librería La Facultad, 1915. 23 Sarmiento, D. F. Argirópolis, op.cit., pg. 102.

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como hay en el Norte una América de tendencias inglesas y protestantes, haya en el Sud una América de tendencias francesas y católicas!»24 Oponiendo lo universal de la historia al particularismo que derivaba de la fragmentación colonial, Sarmiento es un hombre moderno.

AMERICANISMO, O LOS OBSTÁCULOS A LA REPÚBLICA

Si en su dimensión universal la república reposaba en principios tan sólidos que podían ser avasallados y volver a regenerarse, en el orden temporal estaba expuesta perpetuamente a la disolución o el inacabamiento. El republicanismo será en esa lucha la afirmación de un conjunto de ideas y valores a defender, oponiéndolos al americanismo, interpretado como retraso u obstáculo a la instalación definitiva de ese régimen. Sarmiento lo expresa así en Facundo: El bloqueo francés fue la vía pública por la cual llegó a manifestarse sin embozo el sentimiento llamado propiamente americanismo (...) Ala par de la destrucción de todas las instituciones que nos esforzamos por todas partes en copiar de la Europa, iba la persecución del frac, a la moda, a las patillas, a los peales del calzón, a la forma del cuello del chaleco y al peinado que traía el figurín. A estas exterioridades europeas se substituía el pantalón ancho y suelto, el chaleco colorado, la chaqueta corta, el poncho, como trajes nacionales, eminentemente americanos25.

Cabe remarcar el deslizamiento entre las nociones de civilidad de las costumbres y la esfera cívica, representada por las instituciones políticas que dieron pie a las críticas de europeismo dirigidas con frecuencia contra Sarmiento. La civilidad tiene un doble significado. Por una parte se refiera a la amabilidad, la honestidad en el trato, y supone códigos de urbanidad que evolucionan según los valores sociales. Por otra parte se refiere a relaciones que indican la pertenencia a una comunidad política fundada sobre la libertad y la igualdad. Así, la civilidad es un componente de la civilización y, en el tránsito de la sociedad colonial a la moderna, era expresión de las nuevas formas de representación del lazo social fundado en la ciudadanía y en el reconocimiento de una ley común26. En 1852, Sarmiento formu-

24

ibid., pg. 117 y ss. Sarmiento, D. F., Facundo, Introd. de Joaquín V. González, Bs.As., Ed. La Cultura Argentina, 4a red., 1927, pg. 54. 26 Respecto del sentido de civilidad en ese tránsito en el Río de la Plata, ver especialmente González Bernaldo de Quirós, Pilar, op.cit., pg. 34. 25

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la en la Memoria presentada al Instituto Histórico de Francia los siguientes principios de la nación cívica: ¡Abrid nuestras constituciones, nuestro derecho civil! ¡El extranjero no existe! ¡Las razas no existen! ¡Las clases no existen! ¡La Nación la constituyen actos deliberados del pueblo, representado en asambleas, y hay de sus bases y condiciones constancia escriturada, porque es la inteligencia y la voluntad las que constituyen la asociación, y no la tierra ni la sangre. Si todas nuestras leyes no obedecen a esta ley suprema, es que algo queda de la colonia, de las malas tradiciones antiguas y de los hábitos no regenerados21. Siguiendo los trazos descritos por Sarmiento en Facundo, el americanismo es la interpretación del «modo de ser de un pueblo», y es su hipótesis sobre el momento político que impedía la unificación de la nación y la legitimación de un orden. En consonancia con los postulados de Guizot, según los cuales lo social explica lo político, Sarmiento buscará las claves del atraso y la desorganización política en la cultura que se había desarrollado entre los hijos de la raza española en América. En primer lugar, esta cultura política modelada por los hábitos coloniales estaba condenada irreversiblemente a la superación por la civilidad, porque «es ley de la humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas, el progreso, triunfen sobre las tradiciones envejecidas, los hábitos ignorantes, las preocupaciones estacionarias». El pasado colonial es para Sarmiento un mundo cerrado sobre sí mismo, ajeno al proceso de civilización, y si bien su mirada encierra cierta nostalgia bien retratada en Recuerdos de Provincia, el legado hispánico opera como una pesada carga que retiene al pueblo en la inmovilidad por su lengua (recordemos que, entre otras cosas, Sarmiento se ocupó de una reforma ortográfica), por sus instituciones religiosas, por el rechazo a lo extranjero, por los hábitos de aceptación de la autoridad indiscutida 28 . Mirada desde la perspectiva universalista de la civilización, la versión española de la «raza europea» representaba para Sarmiento el fracaso más rotundo de los principios de la modernidad. Pero el americanismo no era solamente la persistencia de lo hispánico, que actuaba como lastre en la cultura: era un producto nuevo de estas tierras, «un orden de cosas, un sistema 27 Sarmiento, D. F., «Memoria presentada al Instituto Histórico de Francia», Obras Completas, op. cit., vol. 21, pg. 106. 28 Respecto de su valoración del pasado colonial, ver Halperin Donghi, Tulio, «Une nouvelle image du passé colonial: Sarmiento et Alamán», en Mémoires en devenir. Amérique latine xvi-xx siècle, Colloque International de Paris, ler-3 décembre, 1992. Edition préparé sous la responsabilité de François-Xavier Guerra. Maison des Pays Ibériques, Bordeau, 1994; Altamirano, C. - Sarlo, B., Ensayos Argentinos de Sarmiento a la vanguardia, Buenos Aires, CEAL, 1983.

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de asociación característico» que juzgó único en el mundo y que utilizó para explicar el sentido de la revolución en el país. Es conocida la hipótesis del Facundo. En este libro polémico, escrito desde la urgencia política, hay una primera formulación del drama nacional: La guerra de la revolución argentina ha sido doble: Io, guerra de las ciudades, iniciada en la cultura europea contra los españoles a fin de dar mayor ensanche a esa cultura; 2o, guerra de los caudillos contra las ciudades, a fin de librarse de toda sujeción civil, de devolver su carácter y su odio contra la civilización. Las ciudades triunfan de los españoles y las campañas de las ciudades. He aquí explicado el enigma de la revolución argentina29.

Las dos sociedades que habían existido sin conocerse, extrañas una a la otra en el período colonial, se encuentran en la revolución. Una, la civilización colonial afincada en las ciudades, tenía los elementos de los pueblos cultos: escuelas, tiendas de comercio, juzgados, talleres. La otra, (incivilizada, «americana, casi indígena», era propia del hombre de campo, con otros hábitos, otros trajes, otras necesidades. Su gaucho es el opuesto exacto del hombre industrioso y civilizado europeo. La acción política espontánea de ese grupo de hombres sometidos al mando exclusivo de un jefe irrecusable es el igualitarismo despótico, que Sarmiento evalúa como el efecto de los principios igualitarios de la revolución expandidos en un ambiente inapropiado. El americanismo es, entonces, una conjunción de sentimientos y costumbres que mantiene al pueblo en el atraso y que constituye la base de la acción política de los caudillos. En su relato la figura de Rosas, el dictador, representa la política de la campaña clavada en la ciudad. Rosas tornaba en política oficial aquello que en los caudillos había sido una reacción espontánea. Sin embargo, lo que aparecía como un ascenso inevitable, que Sarmiento compara con el de Napoleón, era igualmente un instrumento de la providencia, esa revelación de la fuerza de la historia en los hechos humanos. Rosas había servido para alcanzar la unidad de la nación buscada por los unitarios. Lograda la unidad, sólo restaba librarse del tirano. Al final de su escrito cita a Victor Cousin en sus lecciones de 1828: «Après avoir été conquérant, après s'être déployé tout entier, il s'épuise, il a fait son temps, il est conquis luimême: ce jour-là, il quitte la scène du monde, parce qu 'alors il est devenu inutile à l'humanité»30. Porque el «gran hombre» no es un individuo: es aquél que representa mejor los intereses, las ideas y las necesidades de los hombres de su tiempo. 29 ,0

Sarmiento, D. F. Facundo, op.cit„ pg. 100. ibid., pg. .21.

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E L HÉROE DE LA EMANCIPACIÓN

En el modelo republicano de Sarmiento la libertad moderna está en diálogo permanente con la libertad antigua que pensó la Ilustración. Esa conjunción se cristaliza en los hombres que admiró en su vida, como Benjamín Franklin, cuyo impulso inventor y autodidacta lo impactó en sus tempranas lecturas, u Horace Mann, el incansable educador que le transmitió su visión redentora de la educación. Esa libertad antigua vuelve a cobrar vida, en la revolución de América del Sur, en la figura de los hombres que orientan su acción hacia el compromiso con lo público, como es el caso de San Martín. En 1847, durante su viaje por Europa como comisionado por el gobierno de Chile, Sarmiento es recibido como miembro en el Instituto Histórico de Francia. En su discurso de recepción31, elige describir la fisonomía política de dos generales sudamericanos, Bolívar y San Martín, héroes de la emancipación americana. Pero en lugar de describir sus hazañas empíricas los presenta como «verdaderos seres ideales, inventados sin mas antecedentes que un nombre dado». Retomando una vez más la idea de «personaje histórico» de Cousin, estos hombres que se destacan del resto, son la vía de acceso a lo impenetrable de la realidad americana32. Ambos, dice, concentraron la resistencia revolucionaria que cada región americana oponía a la dominación española. Ambos recorrieron gran parte de América dando batallas, proclamando principios e ideas nuevas y, mas allá de las vicisitudes vividas y los logros obtenidos, ambos tuvieron «de grado o de fuerza» que abandonar la escena política que habían abierto ellos mismos. Uno, por una muerte prematura, efecto tal vez del «temprano desencanto de las cosas americanas»; el otro, porque buscará en un exilio voluntario lo que no le ofrecían los estados que acababa de formar. Pero más allá de los puntos que estos personajes tienen en común, Sarmiento pretende ilustrar con la contraposición de sus figuras los diferentes sentidos de la política que cada uno ha contribuido a construir en América. ¿Qué es un héroe republicano? La figura de San Martín, cuya presencia adusta y de gran talla lo acompañará hasta la vejez, se destaca como «personaje histórico» por su espíritu republicano. Educado en España, regresa al país para abrazar la causa de la liberación de América. En el territorio donde desarrolló sus campañas, señala Sarmiento, los españoles expulsados no vuelven a reconquistar ni un palmo del terreno. Por el contrario, las fuerzas de la independencia ocupan el territorio del Virreinato de Buenos Aires y se expanden hacia Perú, Chile, Montevideo, poniendo fin a la dominación

31

Sarmiento, D. F., «San Martín y Bolívar». (Discurso de recepción al Instituto Histórico de Francia, 1847)», Obras Completas, op. cit. vol. 21. 32 ibid. pg. 13.

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española en los lugares donde existía. Pero, y este dato hace la diferencia, nadie se arroga durante la lucha política la representación de la revolución. Sarmiento se ocupa de enumerar las formas de organización popular de la revolución en esta parte de América: «hay congresos, directorios, representantes del pueblo, generales que mandan ejércitos, tribunos, demagogos, revueltas populares que derrocan el gobierno, todas las fases que el poder toma en las revoluciones, menos la dictadura, que nunca fue proclamada»33. Y es que el poder revolucionario distribuido sobre muchas cabezas oponía obstáculos al poder de uno sólo. San Martín es caracterizado, primeramente, como un general moderno: aquél que introdujo la ciencia de la guerra produciendo una revolución en las formas de lucha de los americanos. Esta transformación de los antiguos gauchos en ejército moderno reorganiza las resistencias populares, dando mayor alcance y valor a esa resistencia con la introducción de la táctica, la disciplina y la estrategia. Los resultados se harán visibles en el triunfo sucesivo sobre las fuerzas españolas que se resistían en otras partes de las antiguas colonias. Las campañas a Chile y al Perú, las otras intervenciones del ejército granadero en Venezuela o Quito, darán muestra suficiente de la eficacia de un ejército disciplinado y audaz. El segundo trazo de su perfil corresponde a su posición política, que se muestra tempranamente. San Martín representa para Sarmiento el espíritu republicano que iba tomando forma en América del Sur. Recién liberado Chile, no acepta el mando del gobierno y sólo usa su influencia para favorecer el intento de llevar la guerra al Perú. Será justamente en el arribo a Perú donde se expresará plenamente la actitud republicana del héroe emancipador. Sarmiento describe Lima, la ciudad más rica de las colonias y residencia de los virreyes, envuelta en las costumbres coloniales, y la compara a una corte «por el lujo, la disipación y los placeres»34. Paradójicamente, el general «tan osado para atravesar los Andes» vacilaba ahora ante una ciudad incapaz de resistir sus fuerzas. San Martín detendrá el ejército a las puertas de Lima porque un escrúpulo de conciencia lo frenaba: la ciudad no daba muestras de participar del espíritu de independencia. Ningún patriota se había presentado en su cuartel para darle la bienvenida. Mientras eso fuera así, comenta Sarmiento sobre las reflexiones de San Martín, la intervención no tenía razón, puesto que sólo la opinión pública era el recurso de un nuevo sistema de gobierno fundado en la soberanía del pueblo. Siendo así, eran los habitantes quienes debían dar a conocer lo que pensaban y juzgar cuáles eran sus verdaderos intereses.

33 34

ibid., pg. 19. ibid., pg. 24.

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Mi único pensamiento es librar a este país de la opresión. ¿Qué haría yo en Lima si los habitantes de esa ciudad me fuesen contrarios? Mi plan es enteramente diverso; deseo ante todo que los hombres se conviertan a mis ideas, y que sus sentimientos se pongan actualmente de acuerdo con la opinión pública. Que la capital proclame su profesión de fe política, y yo le proporcionaré la ocasión de dar el paso con entera libertad35.

El tercer elemento es la actitud personal, la ética republicana, para la cual lo público se antepone a los intereses privados. Tras la entrevista de Guayaquil, en la que se juntan los dos generales, San Martín renuncia a la conducción del ejército libertador y cede el mando a Bolívar. En vísperas de la liberación definitiva de América, esta abdicación del poder relatada en una carta personal, «testamento en la que un hombre eminente lega a otro su gloria», revela la otra cara del héroe republicano. Operan en este acto las diferencias del sentido de lo político. Si desde el punto de vista militar Bolívar es considerado un genio, el hombre más extraordinario que haya producido América en su época, en lo político tenía proyectos, ideas que desarrollar, ambición de gloria y de mando que hacían converger el poder político sobre su persona. Por el contrario, para Sarmiento la renuncia «a una obra feliz y gloriosamente comenzada» en una edad donde «el futuro es aún promesa» responde a la convicción de San martín de que sólo el pueblo es el responsable de su gobierno. En la versión que relata el resultado de la entrevista de Guayaquil, San Martín, al igual que los tribunos romanos evocados por los filósofos ilustrados, encarna los valores del humanismo cívico. La actitud republicana de ceder la «gloria imperecedera» que le traía el poder conquistado, de «acallar todo lo que el corazón humano tiene de noblemente egoísta», para separarse de los negocios públicos, dejar un ejército «que se ha formado y enseñado a triunfar» y pasar al destino incierto del exilio, así lo confirman. «Aquella acta de abdicación voluntaria y premeditada —dice— es la última manifestación de las virtudes antiguas que brillaron al principio de la Revolución de la Independencia SudAmericana»36.

35

Sarmiento se enfrenta a otras interpretaciones de los resultados de la célebre entrevista de Guayaquil, y retoma en sus argumentos el testimonio del capitán Basyle Hall, que fuera presentado a San Martín en esa oportunidad y ante quien éste se habría sincerado. Ibid., pg. 24. 36

ibid., pg. 37.

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E L LUGAR DE AMÉRICA EN LA HISTORIA

Si el estado en que se encuentran las repúblicas en América del Sur le resulta desolador a Sarmiento porque sólo se han alcanzado instituciones débiles y deslegitimadas, en su concepción América es una sola y tiene una misión fundamental en la historia de la civilización. En ese mismo discurso llama la atención de los hombres que estudian las causas del progreso o la decadencia de las naciones haciendo dos consideraciones sobre América. En primer lugar señala la unidad de América dada por la lengua y las tradiciones europeas, que se prolongan a lo largo de todo el continente. Así, sostiene que «la América del Sur es europea como la del Norte, y los idiomas, las creencias y las tradiciones e ideas de la Europa se dan la mano por una serie de poblaciones desde Patagonia hasta el Canadá»37. En segundo lugar, estos nuevos Estados tienen condiciones que los favorecen, a pesar de sus propios desaciertos, y están llamados al rápido desarrollo de los pueblos que los habiten y a ocupar un lugar en la escena política de la tierra. En su proyecto, América tiene como misión en la marcha común de la humanidad desarrollar las ideas que inventó Europa. En efecto, esta nueva tierra fecunda a los principios de la libertad, cuyos territorios reúnen condiciones inestimables para el desarrollo de sus pueblos, representa el futuro de la república. ¿En qué se basa esa superioridad de América? ¿De qué condiciones depende su futura influencia en el concierto de las naciones desarrolladas? Sarmiento despliega su visión negativa de la «vieja Europa»: critica con vehemencia la solución mixta de los liberales doctrinarios franceses, que juzgará conservadora, se conmueve frente al espectáculo de las masas empobrecidas que deambulan por las ciudades, ironiza sobre «accidentes locales» que han sufrido los principios de la libertad, como la aristocracia inglesa. En el mundo moral, la América aparecía de modo providencial a la hora para salvar del inevitable naufragio a las grandes ideas sociales, políticas y religiosas que el Renacimiento había hecho surgir en Europa y que habrían perecido faltas de aire para desarrollarse38.

Sarmiento, al igual que Tocqueville, ve en América el terreno en el que se cumplen las promesas de la democracia. Así, frente a los errores de la vieja Europa, las nacientes repúblicas americanas se presentan como democracias independientes o bien como nuevas democracias en cuyas instituciones se ejercen las leyes y de las libertades inglesas. 37

ibid., pg. 12. Sarmiento, D. F., Espíritu y condiciones de la historia en América, Memoria leída el 11 de octubre de 1858 en el Ateneo del Plata, al ser nombrado Director de Historia, en Cuatro Conferencias, prólogo de Alberto Palcos, Buenos Aires, El Ateneo, 1928, pg. 36. 38

Susana Villavicencio

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Esas instituciones se fundan en la industria, que asimila la materia y la hace parte integrante del individuo, con la posesión de la ciencia y los descubrimientos humanos aplicados en gran escala y al alcance de todos; en la desaparición de la fuerza como elemento de orden, en la educación primaria, que facilita el desenvolvimiento de las capacidades de todo ser humano que las posea; en la abundancia de terrenos, que permita absorber la población que crece (...) América absorbe la población que Europa deporta, expatría, y nutre la república con su pensamiento39.

Estos mismos valores trasladados a la América del Sur orientan el pasaje de la barbarie a la civilización. Si América es una sola, sin embargo en el presente está desdoblada, y la misma raza europea ha dado lugar a desarrollos diferentes. Este desfase es determinante tanto de sus inquietudes políticas como de su comprensión histórica. Se trata de un interrogante que se repite en distintos momentos de su obra, toma diferentes formulaciones, indaga en distintas teorías y confronta de diversos modos con la realidad. ¿Cómo es que pueblos salidos de la misma estirpe europea, ensayando organizaciones sociales en la nueva tierra, «deseando y pudiendo hacer el bien no han producido sino una larga e interminable cadena de males»? Por el contrario, la otra porción de la familia europea instalada en el Norte «trastorna en pocos años los cómputos establecidos sobre el acrecentamiento de las naciones y los estados civilizados y antiquísimos»40. Sin embargo, esta confrontación de la realidad de las dos Américas no lo convierte en un ciego imitador. La república moderna que se estaba gestando en América del Norte es un momento en el orden temporal de la república que la América del Sur continuará a su tiempo. No os pedimos indulgencia, sino justicia para la América del Sud. Sólo el tiempo necesario para que cada causa produzca su efecto (...) Los Estados Unidos pusieron diez años en hacer la guerra de la Independencia y cuatro en la de la esclavitud. Como nosotros hicimos las dos cosas a un tiempo, pusimos quince. Estamos a mano... Vosotros no habéis hecho la guerra para establecer la libertad de conciencias que la Inglaterra hizo por vosotros en un siglo de horrores, de persecuciones y de destierros por millares. Vosotros sois el resultado de esa guerra41.

39

Sarmiento, D. F., Estado de las Repúblicas sudamericanas a mediados de siglo. Memoria al Instituto Histórico de Francia, 1852, Obras Completas, op. cit. Vol. 6, pg. 16. 40

41

ibíd., pg. 13.

Sarmiento, D. F., «La Doctrina Monroe», Discurso de recepción en la sociedad histórica de Rhode Island, Providence, 27 octubre de 1865, Obras Completas, vol. 21, pg. 229.

Republicanismo y americanismo

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Sarmiento es, sin lugar a dudas, un personaje controvertido. No cabe duda, sin embargo, de su voluntad de construcción nacional ni de su vocación americana. Sería parte de otro trabajo discutir con sus intérpretes, que han sido muchos y lo retratan desde ángulos ideológicos diferentes, pero valgan como cierre de esta presentación las siguientes palabras de Ricardo Rojas, principal defensor de la necesidad de «argentinizar a la Argentina»: Inspira y conduce esta obra una idea que permite caracterizar lo que hay de original en Sarmiento, entender lo dramático de su pasión cívica, lo ocasional de su pasión política, lo transitorio de sus polémicas, lo americano de su genialidad, lo universal de su grandeza (...) La lucha de civilización y barbarie, en su alma se realiza: conflicto de naturaleza e historia, de tradición y progreso (...) Nuestro drama social del siglo xix, en él se personifica, y ciertos motivos de aquel drama siguen siendo actuales42.

42

Rojas, Ricardo, El profeta de la pampa, Buenos Aires, Losada, 1945, XI.

Lenguaje republicano y fundación institucional en Chile

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El bicentenario de los Estados Unidos de Norteamérica fue la ocasión para que se desarrollara en el país un importante trabajo de revisión de la historia de las ideas sobre la independencia, especialmente en las obras de Bernard Bailyn, Gordon Wood y John Pocock. Sus trabajos contribuyeron a mostrar la importancia del lenguaje político republicano de la virtud cívica y la corrupción, la oposición entre la república democrática y la representación, el tema del gobierno mixto y la división del poder y los debates sobre la posibilidad de una república extensa, primero en los Artículos de la Confederación y luego en los debates sobre la Constitución de 1787. Uno de los puntos en la mira de estos trabajos de revisión fueron las interpretaciones anteriores, como la de Louis Hartz, quien subrayó el peso casi exclusivo de la tradición liberal en los Estados Unidos. Los trabajos más recientes de Michael Sandel y Cass Sunstein sobre la filosofía pública que impregna las instituciones de los Estados Unidos continúan críticamente esos mismos desarrollos en los años ochenta y noventa, mostrando que el liberalismo de los derechos, la neutralidad del Estado y la democracia pluralista son ideas muy posteriores que modificaron y erosionaron progresivamente la matriz básica republicana hacia fines del siglo xix. En realidad, el objetivo de esta revisión histórica no siempre es puramente histórico, sino que incluye también un fuerte componente normativo que busca recuperar, probablemente modificados, los temas del lenguaje político republicano en una crítica de la hegemonía de la ciencia política empírica y del discurso liberal y neoliberal. Para otros autores se trata, en cambio, de una revaloración de la síntesis entre republicanismo y liberalismo alcanzada especialmente por los federalistas. En este debate, liberalismo, democracia y republicanismo son puestos en tensión, y la historia de los Estados Unidos es utilizada como ocasión para argumentar a favor de alguna de estas posiciones o de combinaciones complejas entre ellas. Puede relacionarse estos trabajos recientes con estudios anteriores de Hannah Arendt y Jürgen Habermas sobre la revolución y el espacio público, quienes también argumentaron a favor de una reactivación de la «libertad pública» y la deliberación política frente a los embates de signo liberal que pretenden instrumentalizar y limitar la vida política y la opinión en función de las demandas de la esfera privada y los derechos de los individuos.

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Las lecturas de la independencia y de la consolidación del régimen republicano de gobierno en América Latina, fuera de algunas excepciones, han utilizado poco estos estudios histórico-conceptuales. Es así como interpretaciones, por otra parte excelentes, sobre el siglo xix en América Latina, prácticamente no dan cuenta de la presencia de este tipo de discurso político o, si lo hacen, es de un modo que deja bastante borrosas las fronteras conceptuales del republicanismo con el liberalismo o la democracia1. Uno de los pocos estudios recientes que incorpora esta problemática es La Independencia de Chile, de Alfredo Jocelyn-Holt, pero el centro de este libro no es la historia de las ideas, por lo que el tratamiento del tema es sugerente, pero, naturalmente, incompleto. El estudio que se esboza en las páginas que siguen tiene como propósito precisamente rescatar, en el caso chileno, esa presencia olvidada del lenguaje político republicano, tanto en el campo del derecho político como en la prensa y la educación, y hacer un esquemático seguimiento de sus avatares y transformaciones durante el siglo xix. Esto, en la convicción de que rescatar este componente de la historia de las ideas políticas en Chile debiera permitirnos comprender esa historia de una manera más precisa y reflexionar más informadamente sobre el valor y sentido de las instituciones, las prácticas y los discursos que las sustituyeron posteriormente.

-I-

En ensayos anteriores, escritos en colaboración con Vasco Castillo2, he tratado de mostrar cómo el lenguaje político republicano conforma en Chile, durante el período de la emancipación, una matriz básica de las distintas opciones políticas que pugnan por orientar las decisiones de las clases dirigentes de la sociedad y llenar el vacío producido por el eclipse de la legitimidad monárquica, fruto de la invasión napoleónica. En estos estudios hemos descrito cómo el lenguaje político de la virtud y la corrupción, del amor a la patria y la constitución mixta, de la formación del ciudadano a través de la educación pública y la opinión, o el tema de la milicia y la oposición a los ejércitos permanentes, permea los primeros textos constitucio-

' Cfr. Romero, José Luis — Romero, Alberto, (eds.), Pensamiento Político de la Emancipación, Caracas, Biblioteca Ayacucho, Vol. 23, 1977; los volúmenes pertinentes, en Bethell, Leslie (ed.), Historia de América Latina, Cambridge, Cambridge University Press, 1985 y Roig, Arturo Andrés (ed.), «El Pensamiento social y político iberoamericano del siglo xix», Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, Vol. XXII, Madrid, Trotta, 2000. 2 Ruiz, Carlos y Castillo, Vasco «El pensamiento republicano en Chile durante el siglo xix. Notas de investigación», Revista Jurídica, Universidad de Puerto Rico, Vol. 70, 4, (2001).

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republicano..

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nales y políticos del período (por ejemplo, el Catecismo Político Cristiano y el proyecto de Constitución de 1811, debido a Juan Egaña), los proyectos educacionales (en especial los que se relacionan con la creación del Instituto Nacional) y las expresiones de la «razón pública» a través de la prensa (en opinión de Camilo Henríquez). En las páginas de uno de los primeros y más importantes folletos políticos inmediatamente previos a la emancipación, el Catecismo Político Cristiano, escrito en 1810 por un autor desconocido bajo el pseudónimo de José Amor de la Patria, podemos leer por ejemplo, después de que el autor haya distinguido, a la usanza de Montesquieu, entre el gobierno republicano democrático y aristocrático, que «el gobierno republicano, el democrático, en que manda el pueblo por medio de sus representantes o diputados que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del pueblo, es el que más acerca y el que menos aporta a los hombres de la primitiva igualdad que los ha creado el Dios Omnipotente, es el menos expuesto a los horrores del despotismo y la arbitrariedad, es el más suave, el más moderado, el más libre y es, por consiguiente, el mejor para hacer felices a los vivientes racionales»3. Según Juan Egaña, uno de los más importantes juristas y constitucionalistas de las dos primeras décadas del siglo xix, la naturaleza recomienda para la existencia política de Chile el «gobierno republicano mixto de aristocracia y democracia que, como dice Aristóteles, es el más perfecto» 4 . Egaña justifica el Proyecto Constitucional del año 1811 (del cual es autor, por otra parte) mostrando que se ajusta al modelo republicano de Constitución Mixta: Nuestro Gobierno queda con todo el centro de unión y fuerza de actividad de la Monarquía. Este se descompone por el despotismo civil o militar. Para evitar el primero, hemos puesto en la elección del pueblo todos los empleos de primer orden o administración general (...) La Aristocracia pone la administración en las manos de una clase de personas distinguidas y por lo regular sabias (...) Nosotros hemos practicado esto mismo no sólo en las magistraturas, sino también en los que componen las Juntas Gubernativas, pero evitamos el despotismo de familia o de autoridad, llamando a los empleos a todos los que tienen opinión y mérito. Es cierto que el Pueblo es el verdadero y legítimo magistrado de su soberanía, que no se le puede despojar de estos derechos, sino en cuanto exige la necesidad de su bien. Le hemos dejado, pues, todo lo que puede mantener sin su perjuicio. Conoce el mérito y puede premiarlo, luego debe nombrar a los em-

3 Amor de la Patria, José, Catecismo Político Cristiano, Buenos Aires, Editorial Francisco de Aguirre, 1969, pp. 8-9. 4 Egaña, Juan, Ilustración III, en J.L. y L.A. Romero (eds.), Pensamiento Político de la Emancipación, op. cit., pg. 250.

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pleados. No todos tienen luces para gobernar. Déjesele, pues, que elija para ello a los que conoce por más ilustrados5.

Estos primeros proyectos republicanos descartan la monarquía como forma de gobierno y ponen especial énfasis en los límites del autoritarismo militar, que comienza a producirse en Chile desde la emancipación misma y ejemplifican bien los casos de los hermanos Carrera y de Bernardo O'Higgins. Juan Egaña, por ejemplo, favorece en este sentido las milicias de ciudadanos e insiste en el peligro que representan los ejércitos permanentes, subrayando en una carta en la que desecha una petición de apoyo de Carrera, que «el orden viene de la ley y no la ley del orden». Estas concepciones conceden una fundamental importancia a la formación de los ciudadanos a través de la educación y del desarrollo de la opinión pública. De este modo, en el Proyecto Constitucional de 1811 se afirma que «los Gobiernos deben cuidar de la educación e instrucción pública como una de las primeras condiciones del pacto social. Todos los Estados degeneran y perecen a proporción que se descuida la educación y faltan las costumbres que la sostienen y dan firmeza a los principios de cada Gobierno»6. Para dar concreción a estas ideas, Egaña otorga rango constitucional a la creación de un gran Instituto Nacional para la enseñanza de las ciencias, artes, oficios, instrucción militar, religión «y cuanto pueda formar el carácter físico y moral del ciudadano». De igual manera, las Ordenanzas del Instituto Nacional, que contienen las observaciones de la Comisión de Educación nombrada por la Junta de Gobierno para la creación de este establecimiento, sostienen que las viejas instituciones educacionales del reino de Chile deberían juntarse para cubrir las necesidades de todas las ramas de la educación «como para uniformarla en su centro que, como matriz del reino, forme y dirija la opinión en todas sus partes»7. Como puede verse en estos textos, prevalece en el ánimo de estos intelectuales el tema de la función pública o política de la educación por sobre una concepción utilitaria posterior. De igual modo, los defensores del régimen republicano han buscado formar en Chile a los ciudadanos a través de la fundación e impulso de órganos de prensa que expresen y cultiven la opinión, una suerte de «razón pública». Así, por ejemplo, para Camilo Henríquez, fundador del primer periódico nacional, la Aurora de Chile, cuanto mayor es el despotismo, mayor es la ignorancia del bien público, por lo que

5

Egaña, Juan, Ilustración II, ibid. pp. 247-248. Egaña, Juan, Proyecto de Constitución Política de la República de Chile, 1811, Art. 37. 7 Ordenanzas del Instituto Nacional, Sesiones de los Cuerpos Legislativos, 1811, pg. 297. Texto citado por Sol Serrano en Universidad y Nación. Chile en el siglo xix, Santiago, Universitaria, 1993, pg. 48. 6

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cuando se conmueve y derriba el coloso de la autoridad despótica, se hallan los hombres ignorando lo que más les convenía saber... Al contrario, los ciudadanos de los estados libres, como tienen influencia en los negocios públicos, procuran instruirse en la ciencia del gobierno y la legislación y meditan en las máximas de la economía política. Por esto decía un republicano: por débil que sea el influjo de mi voz en las deliberaciones públicas, el derecho de votar en ellas me impone la obligación de instruirme. Por eso, en dichos estados los papeles públicos tienen un consumo increíble. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo en Nueva York se publican diariamente siete periódicos y se expenden más de veinte mil ejemplares8. Para los defensores de la emancipación, el régimen republicano de gobierno es visto también como una condición necesaria de la independencia. Así lo considera también Camilo Henríquez, quien escribe en uno de los números de la Aurora de Chile que algunos creen que la causa americana no puede sostenerse en todas partes sin grandes riquezas. Absurdo. El pabellón de la libertad se eleva sobre el patriotismo, y se sostiene por la resolución heroica de los hombres entusiasmados y por las virtudes fuertes y republicanas... Y en otro de sus comentarios había escrito: Para que los ciudadanos amen la patria, para que haya patria y ciudadanos, es preciso que ella sea una madre tierna y solícita de todos, que los bienes de que gozan en su país se lo haga amable, que todos tengan alguna participación, alguna influencia en la administración de los negocios públicos, para que no se consideren extranjeros y para que las leyes sean a sus ojos los garantes de la libertad civil9.

-IILa reconquista española de 1814 va a significar un considerable vuelco en este tipo de pensamiento y en sus énfasis en la participación del pueblo y la democracia, vistas ahora como razones de la falta de orden y organización que lleva a la derrota de los patriotas. Este giro es especialmente visible en dirigentes republicanos como Camilo Henríquez y Antonio José de Irisarri.

8

Aurora de Chile, No. 31, 10 de septiembre de 1812, «Del entusiasmo revolucionario». Henríquez, Camilo, «La causa americana necesita de patriotismo», Aurora de Chile, N° 32, 17 de septiembre de 1812 y «Del patriotismo o del amor a la patria», Aurora de Chile, N° 2 6 , 6 de agosto de 1812. 9

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Ambos colaboran con la autocracia de O'Higgins, el primero como secretario de la Convención que aprueba la Constitución de 1822, destinada a legitimar el poder autoritario de O'Higgins, y el segundo como Ministro y diplomático, cargo desde el que defiende, incluso contra O'Higgins, el proyecto de una monarquía constitucional. El cambio en la visión de Camilo Henríquez, uno de los republicanos más radicales de la primera hora, es profundo. En un informe secreto que prepara durante su exilio argentino en 1815 para el Director Supremo Alvear, dice por ejemplo Atendiendo al estado y circunstancias en que sorprendió a Chile su no meditada y repentina revolución, no era difícil anunciar su resultado y la serie de sucesos intermedios. Si se hubiese pedido entonces a algún observador imparcial y reflexivo que señalase el camino que debía seguirse para evitar los futuros males, él debía haber dicho a los chilenos: las formas republicanas están en contradicción con vuestra educación, religión, costumbres y hábitos de cada una de las clases del pueblo. Elegid una forma de gobierno a la cual estéis acostumbrados... Aunque llaméis populares a vuestros gobiernos, ellos no serán más que unas odiosas aristocracias... Por ahora no hagáis más que elegir a un hombre de moralidad y genio, revestido con la plenitud del poder, con título de Gobernador y Capitán General del reino, y que él adopte libremente las medidas que estime oportunas para prevenir el futuro10. Estas opiniones de Camilo Henríquez coinciden con las que manifiestan en este período los más connotados dirigentes políticos argentinos, como el general San Martín y Bernardo de Monteagudo, entre otros. La dimensión casi continental de este giro ideológico puede percibirse también en las opiniones del venezolano Andrés Bello, que será el más importante de los publicistas de Chile en el siglo xix. Testigos de estas convicciones de Bello son varias de sus cartas, de las cuales las más explícitas son dos: una que dirige al exiliado español José María Blanco White el 25 de abril de 1820 y otra que envía al mexicano Fray Servando Teresa de Mier del 15 de noviembre de 1821, en la que podemos leer: Es verdad que la Inglaterra, como las otras grandes potencias de Europa, se alegraría de ver prevalecer en nuestros países las ideas monárquicas; yo no digo que este sentimiento es dictado por las miras filantrópicas, pero sí diré que en este punto, el interés de los gabinetes de Europa coincide con el de los pueblos de América; que la 10 Henríquez, Camilo, «Ensayo acerca de las causas de los sucesos desastrosos de Chile», 1815, en J. L. y L.A. Romero (eds), op. cit., pg. 253-254.

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monarquía (limitada, por supuesto) es el gobierno único que nos conviene. Qué desgracia que Venezuela, por falta de un gobierno regular (porque el republicano jamás lo será entre nosotros) siga siendo el teatro de la guerra civil aún después que no tengamos que temer a los españoles11.

Lo que esperan estos partidarios de una monarquía constitucional en América es hacer respetables los gobiernos independientes ante las potencias europeas, neutralizando así los esfuerzos españoles ante la Santa Alianza para que ésta apoye el retorno de la región bajo el imperio del absolutismo borbónico. La fuerza de estas ideas disminuye, pero no muere, con la formulación por los Estados Unidos de la llamada «doctrina Monroe» en 1823 y con la decisión del Ministro inglés Canning de establecer consulados en los países americanos. Sin abandonar, en cambio, la defensa de un régimen republicano, es esta misma perspectiva de repudio de la democracia la que subyace a la Constitución de 1823, dictada después de la abdicación de CTHiggins y redactada fundamentalmente por Juan Egaña, aunque, como vimos antes, ya su proyecto del año 1811 era muy restrictivo frente a las prerrogativas populares. La Constitución da expresión, en primer lugar, a un sentido civilista explicable tras un Gobierno autocràtico, pero ya no busca conciliar la monarquía, la aristocracia y el gobierno popular, sino que pone todo el peso del poder político en el ejecutivo y en la nueva institución del Senado, que representa orientaciones aristocráticas de la élite. En su Examen Instructivo de la Constitución Política de Chile promulgada en 1823, Egaña subraya clara-

mente que la Carta Constitucional busca poner freno a los excesos de la democracia a través de esta institución, inspirada probablemente en la Constitución estadounidense de 1787, pero de tintes marcadamente más antidemocráticos. Afirma Egaña que, en la Constitución, la instancia que más directamente expresa el poder del pueblo es la Cámara Nacional. Pues bien, las facultades de esta instancia sólo deben limitarse al acto «de aprobar o reprobar la ley por estas fórmulas precisas: debe sancionarse; no debe

sancionar-

se», y aún esto sólo en el caso en que el Director Supremo y el Senado, que son las verdaderas instancias legislativas de la Constitución, no lleguen a previamente un acuerdo. El objetivo es evitar que esta Cámara, que además debe permanecer reunida el menor tiempo posible, «pretenda abrogarse más facultades que las necesarias para su comisión y, por consiguiente, para que no se constituya en un déspota perturbador de la armonía constitucional12.

" Bello, Andrés, Epistolario, en Obras Completas, Tomo 25, Caracas, pp. 115-116. 12 Egaña, Juan, Examen Instructivo de la Constitución Política de Chile promulgada en 1823, en Colección de antiguos Periódicos Chilenos, Voi XVIII, G. Feliú Cruz (Ed.), Santiago, Biblioteca Nacional —Nascimento, 1966, pg. 9. (Citado por V. Castillo en «El es-

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En 1825, defendiendo lo acertado de la Constitución de 1823, suspendida ya en su vigencia, Egaña cita con aprobación las elogiosas palabras del liberal español José María Blanco White —partidario a la sazón de una monarquía limitada para los países americanos— quien comenta favorablemente la distribución de los poderes del texto constitucional, pues «le parece acertada y capaz de evitar los funestísimos males de las frecuentes reuniones populares de las democracias». Según Blanco White, «los autores de la Constitución, que seguramente tienen profundos conocimientos de la historia e instituciones romanas, han tomado de allí el espíritu de la suya, limitando con bastante destreza y tino el influjo del poder popular»13. Sin embargo, el impulso republicano y democrático se hace notar muy pronto de nuevo en Chile, aunque bajo orientaciones políticas diferentes, en el creciente apoyo que los partidarios del régimen federal de gobierno encuentran entre los años 1820-28. El federalismo, que tiene como mentores intelectuales principales a figuras políticas como José Miguel Infante y Monseñor Cienfuegos y cuenta con la anuencia de Ramón Freire, Director Supremo de la nación, encuentra en estos años un apoyo creciente en el anti-centralismo de las provincias chilenas, como Concepción y Coquimbo. Aunque no llega a expresarse en un texto constitucional, el movimiento da origen a leyes federales que podrían llamarse de rango constitucional en 1826 y 1827. Un texto representativo de estas nuevas ideas, que tienen también una gran presencia en América Latina en la época, es un manifiesto «a los pueblos de la república» hecho por la Asamblea Provincial de Coquimbo en octubre de 1826, en que podemos leer, por ejemplo: Para mitigar el odio a la monarquía, se nos dice que tratan de constituir una república; pero la centralidad está en contradicción con ese nombre lisonjero, lo mismo que si dijésemos un despotismo federal. Los títulos de director o rey, emperador o presidente, no varían la sustancia, puesto que las atribuciones son las mismas... A la Asamblea le parece una quimera esa república central. República es aquella en que los pueblos, mirando por su interés particular, protegen el todo de la asociación14.

En la prensa, en especial en la de provincia, pero no sólo en ella, encuentra también este proyecto republicano, democrático y federal muchos defensores. El más conocido de los periódicos en este período que defien-

tado republicano en el debate República-Democracia», en G. Rojo, C. Ruiz y B. Subercaseaux et al. Nación, Estado y Cultura en América Latina. Ediciones Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, Serie Estudios). 13 La Abeja Chilena, (1825) pg. 19, en Colección de Antiguos Periódicos Chilenos. 14 Sesiones del Congreso, Tomo XII, pg. 33-34.

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den esta posición, y junto a ella una concepción republicana de la prensa, es El Valdiviano federal, dirigido por José Miguel Infante. Pero también, desde su fundación y por algunos años, El Mercurio de Valparaíso, el más antiguo de los periódicos en lengua española, animado en este período por Pedro Félix Vicuña, abraza estas posturas. La reacción de los críticos de la democracia federal no se hace esperar. Para Juan Egaña las ideas federalistas son una razón más que justifica la completa oposición entre la república y la democracia, que estaba ya implícita en la Constitución de 1823. En un periódico que dirige, La Abeja Chilena, publica en 1825 una serie de artículos sobre «sistemas federativos en general y en relación con Chile» en los que podemos leer que, detrás de los proyectos federalistas, existe «una lectura superficial de los escritos políticos del día y poco examen de la historia», lo que lleva a creer que «el pueblo alguna vez ha sido un soberano absoluto y omnipotente a cuya discusión y espontánea deliberación se ha vinculado la suerte de los Estados» y que «existía en las Repúblicas lo que hoy quiere entenderse por igualdad republicana; esto es, que todo hombre libre y nacido en el país tiene igual voz y derecho para deliberar de la suerte del Estado». Tales errores —sostiene— falsos en teoría y funestísimos en la práctica, ocasionaron inmensos males en la Revolución Francesa y no han producido pocos en los Estados hispanoamericanos». Precisamente, defender instituciones que protejan a la República del desenfreno popular había sido, según Egaña, la función del Senado en la Constitución de 1823 y del papel completamente subordinado de la Cámara Nacional. Argumenta que, en general, se ha dispuesto que «los representantes populares y territoriales no se reúnan y deliberen por sí solos; siempre han procedido de acuerdo a algún cuerpo permanente por su institución o ejercicio. (...) En cierto modo —asevera, haciéndonos también patente la inspiración de la que surge el Senado en la Constitución de 1823— sucede lo mismo en la extrema democracia de los Estados Norteamericanos, donde un Senado más permanente, compuesto de ciudadanos más notables y con mayores atribuciones, debe concurrir de consuno a las decisiones y las deliberaciones de su Cámara, imitando cuanto le es posible la Cámara permanente o patricia de los Lores de Inglaterra. Y así es que estos Senadores, sobre tener una permanencia triple que los Diputados de la Sala de Representantes, la tienen perpetua en razón de Cuerpo, porque jamás se renuevan absolutamente, sino por terceras partes15. Una opinión muy similar, más radical tal vez, es la que expresa Mariano Egaña —el hijo de Juan, quien se destacará muy pronto como uno de los políticos más importantes de las décadas siguientes— en una carta de 1827 a su padre desde su puesto diplomático en Londres. Dice allí Mariano Egaña, 15

La Abeja chilena, op. cit., pp. 70-73.

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Esta democracia, mi padre, es el mayor enemigo que tiene la América y que por muchos años le ocasionará muchos desastres, hasta traerle su completa ruina. Las federaciones, las puebladas, las sediciones, la inquietud continua que no deja alentar al comercio, la industria y ala difusión de los conocimientos útiles; en fin, tantos crímenes y tantos desatinos que se cometen desde Tejas hasta Chiloé, todos son efectos de esta furia democrática que es el mayor azote de los pueblos sin experiencia y sin rectas nociones políticas, y que será la arma irresistible mediante la cual triunfe al cabo España, si espera un tanto]e.

Corta vida pública tiene, sin embargo, el proyecto federal en Chile. Ya para 1828 las opiniones en contrario se hacen muy fuertes, incluso entre intelectuales y políticos liberales, relativamente afines, como el propio Freire o el nuevo Presidente, el General Francisco Antonio Pinto. Pinto llama en enero de 1828 a elecciones para un nuevo Congreso. La primera tarea será dotar al país de una nueva Constitución que, aunque no coarta las libertades de las provincias, define el régimen político chileno como «popular, representativo y republicano», descartando así explícitamente el federalismo estricto de la Constitución. La figura decisiva de la Constitución de 1828 es el publicista español José Joaquín de Mora, cuyas ideas liberales impregnan un texto constitucional tan preocupado en fijar las atribuciones de las autoridades, como, sobre todo, en precisar sus límites. De hecho, la Constitución da muestra de una lograda articulación entre republicanismo y un constitucionalismo liberal de la división de los poderes y del poder limitado del gobierno. El proyecto de Pinto y Mora, sin embargo, tampoco logra suscitar acuerdos sociales sustantivos que le den permanencia al texto de 1828. La promoción de una limitada tolerancia hacia creencias religiosas disidentes y la abolición de los mayorazgos son tal vez las normas de mayor alcance social de esta Constitución. Pero estas medidas despiertan una radical oposición en el clero y en la oligarquía terrateniente, lo que sellará también la suerte de la Constitución y, por muchos años, del republicanismo liberal como sistema de poder. Si a esta oposición de los mayores poderes sociales en Chile se agrega la debilidad relativa en que la visión liberal de la Constitución deja al ejecutivo y las concesiones a la autonomía de las provincias, se tendrá una visión de algunos de los factores que inciden en la derrota final del proyecto liberal y republicano a manos de una revolución armada entre 1829 y 1830. La expresión política y constitucional de esa rebelión será la nueva Constitución de 1833 que, a pesar de reformas de importancia, tendrá una vigencia de casi 100 años, hasta 1925.

16 Carta citada en Donoso, Ricardo (ed.), Homenaje a Andrés Bello, Facultad de Filosofía y Educación, Universidad de Chile, Santiago, 1966.

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-IIIA diferencia de la evolución ideológica e institucional que describe Michael Sandel para el caso estadounidense17, no fue una ideología de corte liberal la que ha traído consigo la erosión de la política republicana en Chile en el siglo xix, sino más bien la hegemonía de fuerzas conservadoras que entre 1830 y 1860, que no rompieron radicalmente con la idea de república, limitaron y frenaron radicalmente la participación de los ciudadanos en la política, procurando instalar (o reinstalar, según algunos que recuerdan el centralismo absolutista borbónico) con toda su fuerza un poder del Estado central impersonal, relativamente institucionalizado y distante de la sociedad y de la deliberación popular18. Desde 1850 hasta fines del siglo se puede constatar una renovación del republicanismo original, pero muy pronto este republicanismo recibirá la influencia de la «política científica» del positivismo que, si bien va a romper con el conservatismo de la «república autoritaria o conservadora», como se la llama a veces en Chile, dejará intacta en cambio, y aún fortalecerá, la lógica de la acción del Estado, con un relativo olvido de la sociedad civil. Se trata, naturalmente, de orientaciones tendenciales en la sociedad chilena que nunca acaban de determinarla por completo, pero que ciertamente influyen en los marcos conceptuales y los comportamientos incluso de sus opositores. Es a estos dos períodos a los que nos referiremos brevemente a continuación. Como acabamos de ver, el triunfo de fuerzas políticas que incluyen a o'higginistas y oligarcas, aristócratas y eclesiásticos conservadores, junto a sectores de un republicanismo moderado, como Manuel José Gandarillas, se expresa políticamente en la Constitución de 1833. Las palabras con que el General Joaquín Prieto, Presidente de la República, presenta la nueva Constitución al Congreso son una clara expresión de las reservas y limitaciones con que los sectores que triunfaron en la guerra civil de 1829 miran a las ideas republicanas y democráticas del primer período de la emancipación: Despreciando teorías tan alucinadoras como impracticables (los constituyentes) sólo han fijado su atención en los medios para asegurar para siempre el orden y la tranquilidad pública contra los

17

Sandel, Michael, Democracy's Discontent. America in search of a public philosophy, Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 1996. 18 Los historiadores conservadores chilenos, en especial Alberto Edwards Vives, han puesto tempranamente de manifiesto esta característica centralista de la república conservadora, modernizante en definitiva, aunque orientada a frenar la democracia. El concepto de «Estado» que utilizo aquí lo extraigo del ensayo «The State» de Quentin Skinner, publicado en Ph. Pettit et al., Contemporary Political Philosophy, Londres, Routledge, 1997.

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Carlos Ruiz Schneider riesgos de los vaivenes de partido a los que han estado expuestos. La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios, a las que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia. Es el medio de hacer efectiva la libertad nacional, que jamás podríamos obtener en su estado verdadero mientras no estuviesen deslindadas con exactitud las facultades del Gobierno y se hubiesen puesto diques a la licen• 19 cía .

Como puede vislumbrarse en estas palabras, y como el texto de la Constitución aclara, el nuevo modelo político da expresión al ideal de un régimen todavía republicano, pero del que se han expurgado los contenidos democráticos. Requisitos de propiedad más fuertes se exigen, en primer lugar, para el ejercicio de la ciudadanía, con lo que el cuerpo electoral resulta severamente disminuido. Desde un punto de vista social y cultural, se restablecen los mayorazgos y se eliminan las cláusulas con que la Constitución de 1828 favorecía tímidamente la tolerancia religiosa. Desde el punto de vista político institucional, se alarga el período presidencial y se autoriza la reelección. Se aprueba un poder de veto absoluto al ejecutivo para cualquier ley dictada en el país y las facultades del Presidente, ya de por sí muy amplias, se extienden con facilidades para la promulgación de estados de sitio y emergencia. Según constata Vicuña Mackenna en su libro sobre Diego Portales, durante los primeros veinte años de su vigencia, la Constitución estuvo suspendida por esta vía durante un tercio del tiempo. Estas prevenciones se confirman si miramos las ideas de quienes han sido los mayores impulsores de la Constitución. Según asevera el ministro Diego Portales, verdadero motor político del régimen, en una carta de 1822 a una persona de confianza, «la democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República» 20 . Si analizamos de nuevo la concepción de Andrés Bello, que comienza en este momento su carrera, de fundamental importancia para la consolidación de esta república conservadora, nos encontraremos con una visión más moderada, pero de todos modos muy reticente frente a la democracia y la república democrática. En un artículo sobre las repúblicas hispanoamericanas publicado en El Araucano en 1836, nos encontramos primero con un Bello que ahora reconoce la adecuación posible del régimen republicano a los países de la región. Sostiene allí Bello que las ideas de quienes, como él, hace algunos años rechazaban la posibilidad de un régimen republicano 19 20

Valencia Avaria, Luis, Anales de la República, 1986, pg. 172. Portales, Diego, Epistolario de don Diego Portales, Carta a Cea, marzo de 1822.

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o liberal en América, son plausibles, «pero su exageración sería más funesta para nosotros que el mismo frenesí revolucionario; esa política asustadiza y pusilánime desdoraría al patriotismo americano y, ciertamente, está en oposición con aquella osadía generosa que puso las armas en la mano para esgrimirla contra la tiranía. No debemos creer que nos es negado vivir bajo el amparo de instituciones libres»21. Nos encontramos también con esta mitigada defensa del ideario republicano en Bello cuando analizamos sus ideas educacionales. En los ensayos que dedica a esta temática, Bello parte del reconocimiento realista de que la república es el tipo de régimen político que se ha impuesto en Chile quizás definitivamente. Ello exige, de acuerdo con la tradición republicana más evidente —que describen o defienden autores como Montesquieu y Rousseau— que la educación se transforme en un aspecto central de la política pública del país. Bello piensa en este sentido que no puede educarse, en el ambiente de igualdad que favorece la república, sólo a una clase privilegiada. Sostiene, además, desde un punto de vista utilitario, que una educación generalizada es indispensable para la felicidad común y, con perspectiva política, que la educación puede ser también el medio para darle permanencia al régimen político establecido, ahorrándole a Chile el «abismo de las revoluciones en que la América se pierde», como dirán más tarde sus discípulos Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui en su libro clásico de 1856 sobre la instrucción primaria. Lo que Bello considera sobre todo elogiable en el régimen político conservador chileno es precisamente que haya sabido contener la libertad, el emblema de la emancipación americana, dentro del orden, lo que le ha evitado a Chile la perpetuación del ciclo de anarquía y dictadura que parece ser el sino de los países vecinos, según el ejemplo de las «ideas revolucionarias o de perpetua anarquía de 1789 en Francia»22. La hostilidad que muestra este pasaje hacia la Revolución Francesa no es casual. Puede entenderse mejor cuando averiguamos que los marcos conceptuales y filosóficos a que Bello se adhiere en estos años son fundamentalmente el espiritualismo ecléctico francés de Victor Cousin y Théodore Jouffroy, que busca reconciliar en su expresión política la república y la monarquía, la aristocracia y la clase media burguesa. No es extraño, por ello, que en su elogio fúnebre del reaccionario político don Mariano Egaña, que ha llegado a ser uno de sus próximos, Bello sostenga en 1846: La ley fundamental del Estado ha sido en casi todas sus partes obra suya. Y si a la sombra de esa ley, bajo las instituciones mejoradas o

21

Bello, Andrés, Obras Completas, Santiago de Chile, Imprenta Pedro G. Ramírez, 1885, Tomo 8, pg. 471. 22 Bello, Andrés, ibid., pg. 271.

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creadas por ella, hemos visto fortalecerse el orden y pudimos esperar que no añadiese Chile otro nombre a la lista de los pueblos que han hecho vanos esfuerzos para consolidar ese orden precioso, sin el cual la libertad es licencia, el gobierno anarquía y el Estado presa de facciones que lo desgarran, si a la sombra de esas instituciones y de esa ley fundamental hemos recobrado el aprecio de las naciones civilizadas ¿olvidaremos lo que debe aquella obra inmortal a las vigilias del ilustre finado, a sus profundas meditaciones sobre nuestros antecedentes, nuestras costumbres, nuestras necesidades, nuestros medios?23

Es, como hemos dicho, en el campo educativo donde el ideario de estos conservadores muestra un compromiso más positivo con el republicanismo original. La Constitución establece en su Artículo 153 que la educación pública debe constituirse en «una atención preferente del Estado». Este compromiso del Estado en la educación no será letra muerta en las políticas públicas de los gobiernos conservadores. Da testimonio de este esfuerzo la instalación en la década de 1840 de dos piezas clave del sistema educacional chileno: la Universidad de Chile y la Escuela Normal de Preceptores, cuya dirección se confía a Andrés Bello y al intelectual emigrado argentino Domingo Faustino Sarmiento respectivamente. Las ideas de Sarmiento son bastante ajenas al modelo conservador chileno. No es éste el caso de Andrés Bello, y acabamos de describir más arriba las razones que conectan en él a la educación con el régimen republicano. En el caso de la fundación de la Universidad de Chile y de su rectorado, que encuentra bastante oposición en la Iglesia Católica, es importante recalcar también el compromiso de una parte importante de los intelectuales y dirigentes políticos conservadores con un liderazgo laico y estatal de la educación que puede ser una mejor garantía de igualdad republicana. Como en el caso de otras actividades de la vida nacional, como las vías y comunicaciones, por ejemplo, le parece a Bello y a los intelectuales que le son próximos, que la acción del Gobierno en la educación es insustituible. Esto es así porque no puede presuponerse en los jóvenes, y menos en los niños, como puede ocurrir con otros bienes de consumo, un interés informado por cuestiones que, en general, no se conocen ni se aprecian sino como efecto de la educación misma. En este punto, como en otros, las ideas de Bello y de estos grupos conservadores laicos entran en conflicto con un incipiente liberalismo que confía sobre todo en la iniciativa privada. También en este punto el empeño de Bello es, sobre todo, la búsqueda de un compromiso entre una política laica y estatal del conocimiento con las creencias religiosas. De este espíritu está impregnado el Discurso de Instalación de la Universidad de Chile, en 1842. Un ejemplo 23

iWd., pg. 213-214.

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revelador de este mismo espíritu ecléctico de conciliación se hace presente también en la cautela que muestra frente a una presencia pública más significativa de la filosofía, disciplina a la que identifica con un espacio permanente de discusión y conflicto. Las políticas culturales del Gobierno en el campo de la prensa son también una expresión de este compromiso. En 1830 se funda por primera vez un periódico estatal, El Araucano, uno de cuyos primeros directores será también Andrés Bello. No se crea —se nos dice en el primer número de esa publicación, el 17 de septiembre de 1830— que las columnas del diario «van a engolfarse en ese borrascoso mar de debates originados por el choque de intereses diversos, ni a ocupar la atención de los lectores con cuestiones promovidas por el espíritu de disensión». El diario se compromete así, desde su primer editorial, a «no entrar jamás en esas controversias de partidos» y entiende de esa manera su contribución a «la actual administración», uno de cuyos logros ha sido que «en Chile la palabra partido ha quedado sin significación», en lo que ve una profunda armonía con «el carácter chileno», que «ama el orden y el sosiego y aborrece las turbulencias y las inquietudes». Las posturas políticas y culturales de Bello y de otros líderes políticos de primera magnitud al interior de los gobiernos conservadores de la época, importan una primera y duradera inflexión, muy significativa del republicanismo de la emancipación chilena, que se expresa en la eliminación del componente democrático de la república original. En el discurso político de Bello, que hemos elegido como representante de este grupo, esta postura se expresa en la subordinación de la libertad al orden cautelado por el Estado. Con esta subordinación, con la marginación relativa de la virtud cívica y de la razón pública formada en la discusión y en el debate, es la libertad republicana y un cierto protagonismo de la política lo que se desdibuja y diluye. La libertad retrocede en función del orden social, de la moderación y de la idea de que un mejoramiento gradual permitirá armonizar poco a poco la emancipación política con las costumbres sociales legadas por el despotismo, temática que Bello recoge de una nueva generación republicana, conformada en no escasa medida por sus jóvenes discípulos.

-IVSi la primera mitad del siglo xix está marcada por el mantenimiento limitado del ideario republicano de la emancipación en el seno de un proyecto global conservador en lo social, centrado en un Estado fuerte y hostil a la deliberación política y a la extensión de la democracia, en la segunda mitad del siglo se acrecentará la influencia de un imaginario republicano hasta cierto punto distinto del que hemos visto hasta ahora: laico y sécula-

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rizante, influido sobre todo por el republicanismo francés de mediados de siglo, y que va chocar de frente con las demandas políticas de la Iglesia católica que, a su vez, asumirá posturas conservadoras ultramontanas. José Victorino Lastarria, los hermanos Amunátegui y Francisco Bilbao, los emigrados argentinos Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi, Santiago Arcos, Manuel Antonio Matta, Benjamín Vicuña Mackenna, Aníbal Pinto, Domingo Santa María, José Manuel Balmaceda, Enrique Maclver y Valentín Letelier son algunos de los nombres que expresan esta tendencia laicista, republicana y liberal en Chile. Como decimos, en este período el modelo político predominante proviene sobre todo del pensamiento republicano francés, cuyos representantes más admirados en Chile son Lamartine y Lamennais, Víctor Hugo, Edgar Quinet y Jules Michelet, Tocqueville y Laboulaye. La revolución de 1848 agudiza esta influencia y conduce también a estos jóvenes republicanos chilenos por vías políticas revolucionarias. A través de algunos de estos autores, sin embargo, se mantiene todavía vigente el ideal republicano estadounidense, pero más en sordina. Curiosamente, es también el ultramontanismo francés en su variado espectro el que marca a los contradictores católicos de los republicanos chilenos. Aquí los seguidores de Veuillot y Montalembert se enfrentan a los seguidores de Quinet y Lamartine. La tradición republicana francesa es muy distinta de la estadounidense. La marca, naturalmente, la Revolución de 1789, cuyo radicalismo, en especial en el período de la Convención, había enfriado el entusiasmo original de los líderes de la emancipación americana. El proceso revolucionario francés es, no obstante, de una gran riqueza, que va desde el radicalismo democrático de los jacobinos hasta el liberalismo burgués del Directorio. Pero ni siquiera el Imperio napoleónico se desvincula del legado social revolucionario, como lo muestra la elaboración del Código Civil, que liberaliza la propiedad y continúa el desarrollo de la laicización de una serie de instituciones como la familia. De acuerdo con el historiador Claude Nicolet, las conquistas irreversibles que los republicanos franceses identifican con la Revolución, a pesar de las vicisitudes que experimentan estos logros durante el siglo xix, son, en primer lugar, la «proclamación y la realización de la igualdad jurídica de los ciudadanos y la desaparición o cuasi- desaparición de todo privilegio en este dominio; en este orden de ideas, el Código Civil aparece como la suma del legado revolucionario, que no fue modificado por los republicanos durante mucho tiempo sino en puntos muy particulares, de los cuales el más importante es el divorcio»24. Según Nicolet, «la segunda gran adquisición es la idea de la soberanía nacional. De (ella)... deriva la idea de unidad nacional, en nombre de la cual fue transformada

24

Nicolet, Claude, L'idée républicaine en France, Paris, Gallimard, 1982, pg. 109.

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desde 1791 la vieja organización provincial más o menos particularista»25. El énfasis en la unidad de la nación y su promoción por el Estado es así uno de los temas esenciales del legado republicano francés. Por último, sostiene este autor, «los republicanos no han negado jamás que para un país como Francia es indispensable la representación política; incluso quienes reclaman, como en 1793 y 1848, y aún después, la más fuerte dosis posible de democracia directa, no piensan que se pueda evitar recurrir, en ciertos límites, al sistema representativo, al que se trataría solamente de controlar»26. José Victorino Lastarria, Francisco Bilbao y Benjamín Vicuña Mackenna son buenos representantes de estas nuevas tendencias republicanas influidas, fundamental aunque no exclusivamente, por el pensamiento francés. Para el primero, la revolución de la independencia ha sido sólo una revolución política. Está pendiente una profunda modificación de los hábitos y costumbres que fueron funcionales al despotismo monárquico colonial y que Lastarria identifica a partir de los tópicos republicanos sobre ausencia de «virtudes sociales» y de «interés público», y del tópico liberal del desprecio por la industria y la actividad económica. Como resultado de esto, según Lastarria, la sociedad chilena es una sociedad profundamente apática, inactiva y pasiva, lo que se deja ver en la generalizada aspiración por status, más que por independencia personal y logros individuales. Estaría pendiente, pues, la tarea de construir la república democrática, lo que es incompatible con una legalidad formalmente republicana que coexiste con unas maneras y costumbres pasivas y arribistas, legado vivo del despotismo. Sus importantes trabajos en el campo del derecho constitucional chileno son un intento de dar expresión precisa y fundamentada a esta visión general. La obra de Bilbao, cuya influencia fue fuertemente reprimida en Chile, pero que ha sido mayor en otros países de la región, requeriría de un análisis más detallado que no podemos hacer aquí. A partir de los trabajos de Lamennais y Edgar Quinet, Bilbao desarrolla una crítica radical de la sociabilidad chilena centrada también en el carácter incompleto de la emancipación. Atribuye especial importancia a las tareas pendientes de la revolución en el campo de la religión. Así como para Quinet la Revolución Francesa produce el Terror porque no hubo Reforma religiosa que la antecediera, para Bilbao completar la revolución quiere decir apoyar la democracia religiosa, la democracia en el espíritu, lo que no se logra sino con la más amplia libertad de cultos y con un impulso decisivo a la educación. Junto a esta tarea espiritual, para Bilbao completar la revolución quiere decir, además, terminar con el carácter servil del trabajo y con la verdadera es-

25 26

ibid., pg. 109. ibid., pp. 109-110.

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clavitud que significa para los grupos campesinos el imposible acceso a la propiedad de la tierra, a lo que se suma el hostigamiento al desarrollo del comercio y la industria. Por último, también hay que terminar con el restaurado despotismo conservador, centrado en el uso de las facultades extraordinarias y los gastos secretos. El hecho de que la temática central del pensamiento de Bilbao sea esta lectura de la política en clave religiosa, y no un simple rechazo de la religión, como es más común en los críticos ilustrados, le restó en su época a sus ideas la valoración que merecían, una valía, por lo demás, reconocida por pensadores tan importantes como el mismo Quinet. En su breve período de regreso a Chile, después de la prohibición de su ensayo «Sociabilidad chilena», Bilbao, junto a Santiago Arcos, Manuel Antonio Matta y Benjamín Vicuña Mackenna, anima la más importante, y tal vez la primera, asociación política moderna en Chile —la Sociedad de la Igualdad— cuyo ideario y forma de organización están inspiradas en los clubes republicanos franceses de 1848. Esta asociación, que llega a tener más de dos mil miembros, de los cuales una importante proporción son carpinteros, sastres y zapateros, es finalmente prohibid .a en 1850 por el ministro Antonio Varas. La Sociedad de la Igualdad representa un intento, de mucha proyección en lo que queda de siglo, de articular el pensamiento republicano con posturas socialistas, que son el aporte sobre todo de Santiago Arcos a la política del período. El caso de Benjamín Vicuña Mackenna es también muy interesante en este breve recuento, porque explícitamente orienta su proyecto político en términos de una continuidad con el impulso revolucionario y republicano de la emancipación. En La Asamblea Constituyente, periódico político fundado en 1858 con el propósito de crear un movimiento capaz de modificar la Constitución de 1833, denomina al período que determina esta carta legal la «república encerrada». En el primer número de esa publicación podemos leer: Esa revolución que nos visitó en 1810 revestida con los atributos de la Patria vuelve ahora a pasar en su misión irresistible. Y se detiene en este rincón de la Tierra, y llama a nuestras puertas diciéndonos que es la libertad.... Sabían que no podían matarla...entonces (los reaccionarios y timoratos) se decidieron a encerrarla como se guarda al demente... Hicieron una jaula de pesados barrotes y echaron adentro la idea vencida. A esta jaula le pusieron el nombre de Constitución de 183321.

27

La Asamblea Constituyente, No.l, 1858, pp. 2-3.

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En el número del 8 de noviembre, Vicuña Mackenna continúa en el editorial su análisis en los términos siguientes: La Constitución de 1833, que es el régimen de la opresión reglamentada hasta los menores detalles, sacrifica todo, hasta la libertad y el movimiento, a la conservación del orden. Pero los que la dictaron desconocieron el espíritu de la historia y el carácter de la revolución hispanoamericana o han incurrido en una funesta contradicción. La Constitución de 1833fue la obra de la reacción triunfante y del espíritu del coloniaje contra los ensayos más o menos felices de vida republicana y de instituciones libres. Desde 1823 hasta 1829 el país se ensayó en la libertad, se acostumbró a la discusión, adoptó contribuciones basadas en el principio de la autonomía provincial. Quizá ese movimiento de ebullición y aprendizaje que se esforzaba de realizar en el mundo de las ideas lo que el de 1810 había realizado en el campo de los hechos, quizá decimos, abandonada a su tormentosa corriente, hubiera cortado a nuestra patria treinta años de horrorosa infamia y cimentado la República28. Junto a un cierto rescate del federalismo, para Vicuña Mackenna es esencial también a la nueva república el hecho de que propicia el reconocimiento de las libertades locales. En esto se aparta del centralismo francés y se inspira en el ideario característico de la república norteamericana. La autonomía local es la primera y más inmediata palpitación de la soberanía del pueblo, el principio del self-government hacia el cual deben marchar incesantemente las naciones constituidas en repúblicas. Representantes naturales del principio de libertad de la colonia contra el sistema opresor de la España, los cabildos llevaban en su seno los gérmenes de la independencia. (En la época del aprendizaje) la organización del poder local llamó con especialidad la atención de nuestros legisladores. Cesaron de buscar sus ideales en la centralización francesa y pidieron ejemplos a las repúblicas Norteamericanas, hijas gloriosas del principio del self-government. Así, la Constitución promulgada en 1833 reconoció y fundó la autonomía provincial, departamental y comunal. El error de esta Constitución fue haber querido fundar a priori la vida comunal en un país como Chile, en el cual no existe la comunidad, la aldea, y en donde el primer eslabón de la cadena es el departamento. Jamás (como con la Constitución de 1833) la centralización estrechó con más fuerza en sus brazos de hierro el progreso y la libertad29.

28 29

La Asamblea Constituyente, No.2, 1858, pg. 25. ibid., No 5, 1858, pp. 36-37.

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El periódico que dirige, La Asamblea Constituyente, difunde también una concepción republicana sobre las funciones de la prensa, que liga a la política y al espacio público. En un comentario del número 12, escrito por Justo Arteaga y titulado «El gobierno de la discusión», podemos leer: El único medio de contener las tormentas populares es dar libre salida a los deseos, a las esperanzas y aspiraciones de la sociedad. Así, todo gobierno que quiera cimentar la paz y el orden sobre sólidas bases, es decir, sobre las bases de la conformidad de las voluntades y la unidad de los esfuerzos, debe tomar por punto de partida de su sistema la discusión: la discusión en todo, por todo y para todo. No hay para ese gran agente de poder, de progreso social, limitación alguna posible. ¿Sabéis cuál es el medio de realizar ese gobierno (de todos por todos)? La discusión en todas las esferas de la vida y de la actividad de la sociedad. Proclámese pues la discusión como primer elemento de gobierno, y todo está conseguido. Libertad de discusión para todos. Libertad de discusión para los negros. Libertad de discusión para los blancos. Libertad de discusión para los rojos. Libertad de discusión para las minorías, porque la minoría de 1858 puede ser la mayoría de 1860. Acaso nos engañemos. Que lo digan los pueblos. Venga el país en masa a deliberar sobre el porvenir30.

Esta brillante generación republicana, liberal y democrática a la vez, iba a ser sin embargo derrotada militarmente por los conservadores dos veces, en 1851 y en 1859. Pese a ello, la huella que va dejando en la política chilena es de primera importancia. En el nivel de las sociabilidades, como lo nota Cristián Gazmuri, la fundación en 1850 de la Sociedad de la Igualdad —inspirada en el republicanismo revolucionario francés de 1848— y del Partido Radical en 1862 —estructurado en asambleas electorales, como los clubs republicanos franceses— se convertirán en paradigmas estructurantes de la acción política chilena en lo que queda del siglo xix y en el siglo xx31. En el nivel propiamente político y constitucional, aliados a otros sectores liberales, estos grupos promoverán la abolición de los mayorazgos en julio de 1852. Incluyendo también a parte del espectro conservador, impulsarán en agosto de 1871 la reforma constitucional que en adelante impedirá la reelección de los Presidentes de la República. En 1874 estos mismos republicanos fomentarán la implantación de los derechos civiles básicos de reunión sin permiso previo, de asociación y de libertad de enseñanza. Implementando en la práctica la división de los poderes, se estatuirá asimismo un conjunto de incompatibilida30

ibid., No. 12, pp. 99-100. Gazmuri, Cristian, El «48» chileno. Igualitarios, bomberos, Santiago, Editorial Universitaria, 1992. 31

reformistas,

radicales,

masones y

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des con la función de Diputado para los eclesiásticos regulares, los párrocos, los jueces de primera instancia y los intendentes y gobernadores. Para llegar a los jueces del Tribunal Supremo se tendrá que aguardar hasta 1892. En 1888 se cambia también el carácter explícitamente censiatario de los requisitos para la ciudadanía, aceptándose como ciudadanos con derecho a sufragio a los varones mayores de veintiún años que supieran leer y escribir. -VMás avanzado el siglo xix, las concepciones centralistas y el peso del Estado se consolidaron por acontecimientos históricos como la victoria sobre Perú y Bolivia en la Guerra del Pacífico, lo que significó un enorme poder económico a través de la tributación del salitre, y de la continuidad de la influencia francesa, en este caso del positivismo, que proporcionaría el marco de referencia intelectual para pensar la nueva república. La obra de Valentín Letelier, Decano de la Escuela de Derecho, fundador del Instituto Pedagógico y Rector de la Universidad de Chile, ejemplifica bien este nuevo tipo de inflexión del republicanismo chileno, que en adelante llevará esta presencia del Estado como algo fundamental. El pensamiento de Letelier tiene como marco filosófico la obra de Auguste Comte y Emile Littré. Para entender sus ideas cabalmente, me parece que es importante situarlas en el contexto de los debates que le dan sentido. Estos debates son, en primer lugar, la defensa del laicismo contra el poder de la Iglesia; en segundo lugar, la defensa de la acción del Estado y la esfera pública contra el individualismo liberal y, en tercer lugar, la defensa de una actitud conservadora frente al avance socialista obrero. Comenzando por este último rasgo, hay que decir que el período histórico en el que escribe Letelier es muy diferente del de mediados de siglo, aunque la revolución de 1848 en Europa, y en especial en Francia, ya había hecho surgir lo que serán nuevas amenazas para la clase media de notables profesionales y educados con que Letelier se identifica. La Comuna de París ratifica esta amenaza, que proviene de la clase obrera y socialista. Por su posición intermedia, Letelier ve a su propio partido en Chile, el Partido Radical, «como el salvador de la sociedad chilena frente a las terribles convulsiones que agitan a las sociedades europeas». Considera también que proveer a las necesidades de los menesterosos «es actuar sobre la causa del descontento, es terminar con el socialismo revolucionario, es hacer una política científicamente conservadora»32. Si recordamos con Robert Nisbet y Claude Nicolet que el positivismo, por lo menos el comtiano, ha sido

32

Cfr. Letelier, Valentín, La lucha por la cultura, Santiago, Imprenta Barcelona, 1895.

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opuesto tanto a la teología como a la metafísica revolucionaria de los defensores de los derechos naturales del hombre, entenderemos mejor la condena de Letelier al socialismo revolucionario, similar a la condena del maestro francés al individualismo anárquico de la Revolución Francesa. En este sentido, Letelier concuerda con el proyecto positivista más global de construir una «política científica». En otros países de América Latina, sobre todo en México, la idea positivista de una política científica, dirigida contra la metafísica de «los hombres del 93», ha desempeñado un papel de primera importancia en la justificación de las dictaduras, en especial de la de Porfirio Díaz33. En el caso de Letelier, esta idea tiene rasgos menos autoritarios, aunque expresa de todos modos una voluntad de reducir la opinión pública y el debate político a la ciencia y a las instituciones científicas del Estado, que ha de ser el agente central de la política. De aquí la enorme significación política que le otorga a las instituciones educacionales y, en especial, a la Universidad. Piensa Letelier que la instrucción no es «una tarea infructuosa sin resultados sociales; es una tarea filosófica que hace partícipes a todos los hombres de la comunión en la verdad» 34 . Pero, además, es a la vez «una tarea política que forma en los pueblos cultos la clase gobernante que ha de reemplazar a las antiguas, derribadas por la revolución y la cultura». Según Letelier, la educación lleva a cabo esta tarea a través de la «formación de un vínculo entre todos los espíritus», instituyendo «una creencia común para todos los entendimientos y armonizadora de todas las voluntades» 35 . Sólo la ciencia, con sus verdades indubitables, puede realizar esta tarea de uniformización de los espíritus que antaño llevó a cabo tan bien la religión, hoy día transformada en fuente de conflicto y presa de disidencias inconciliables. Ahora bien, para Letelier la agencia educacional fundamental de un pueblo es el Estado y, por lo tanto, el núcleo de la educación popular es la instrucción pública. Las instituciones de la «educación popular tienen atención del Estado no para formar doctores, sino buenos ciudadanos capaces de cooperar a los fines sociales del Estado y la política, (por lo que) el Estado no puede ceder a ningún otro poder social la dirección superior de la enseñanza pública» 36 . El blanco de estas observaciones es la Iglesia y la educación privada católica, que defiende en esta época sus instituciones a partir de una retórica de las libertades individuales enfrentadas al Estado. Según nuestro autor, esta fraseología es engañosa. Los que se enfrentan en esta pugna no 33 Véase sobre este punto, Hale, Charles, «Political and social ideas», en Bethell, Leslie, (ed.), Latin America. Economy and society 1870-1930, Cambridge, Cambridge Universirty Press, 1989. 34 Letelier, Valentín, Filosofía de la Educación, Santiago, Imprenta Cervantes, 1892, pg. 141. 35 ibid., pg. 176 y 135 36 ibid., pg. 135

Lenguaje

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republicano.

son el individuo y el Estado, sino un poder (la Iglesia) y otro poder (el Estado) entre cuyos propósitos sociales hay que elegir. Letelier participó también en un tercer debate que lo opuso precisamente a los partidarios del individualismo liberal de Adam Smith, Humboldt, John Stuart Mili y Herbert Spencer. En su oposición a este liberalismo individualista, Letelier reitera, en primer lugar, la homogeneidad necesaria a la instrucción general como condición de cohesión social. Esta condición básica de cohesión social no podría lograrse por la educación privada y su anárquica oferta de visiones de mundo. En segundo lugar, Letelier defiende también la educación pública en función del valor republicano de la igualdad. Desde un punto de vista político, «las democracias tienen que dar la preferencia a la educación pública porque la escuela común es una institución esencialmente democratizadora. Según lo han demostrado muchos educacionistas, forma la escuela una como república sujeta al régimen de la igualdad, república en que desaparecen las distinciones sociales de la fortuna y la sangre para no dejar susbsistentes más que las de la virtud y el talento»37. A ello agrega Letelier que «donde deja de ser pública, la enseñanza pierde su carácter democrático e igualitario, se convierte en simple adorno de las clases oligárquicas y por el mismo hecho, se inhabilita para cumplir sus fines peculiares»38. Frente a los partidarios de esta especie de laissezfaire libertario, sostiene Letelier que la educación no es un bien de consumo: ni los profesores son productores de una industria, ni los estudiantes son consumidores. En el sentir de muchos autores de nuestros días, afirma Letelier —y su discurso suena muy actual— «esta industria debe ser tan libre que un ganapán cualquiera no tenga más trabas para establecer una escuela que para abrir una tienda. Nadie puede suponer que el público carezca de competencia para juzgar entre enseñanza y enseñanza, cuando la tiene para juzgar entre mercadería y mercadería»39. A ello responde que el argumento reposa sobre una falsa analogía porque, a diferencia del consumo, «el que no tiene instrucción alguna carece de competencia para elegir entre enseñanza y enseñanza», como se supone la tiene un consumidor cualquiera para elegir entre mercadería y mercadería. Una industria se establece, nos dice Letelier, cuando la reclama el consumo, y el consumo la reclama en función de necesidades. Lo contrario ocurre con la enseñanza: Cuanto mayor es la ignorancia, tanto más se necesita la y tanto menos generalmente se siente su necesidad. Los

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ibid., pg. 699. ibid., pg. 692. 39 ibid., pg. 703.

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instrucción economis-

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tas sostienen que a virtud de la ley de la oferta y la demanda, cuando el estado no interviene, la iniciativa particular mejora la enseñanza y funda escuelas dondequiera se las necesita. Pero en el hecho ocurre una cosa diferente: las escuelas se abren en las más grandes poblaciones, donde es mayor la cultura y menor la necesidad, y no en las poblaciones más atrasadas, donde es mayor la necesidad, por ser menor la cultura. No son estas, entonces, empresas industriales, sujetas a la ley de la oferta y el pedido. Son empresas morales, sujetas a las necesidades de la cultura40.

Hay, por último, para Letelier una necesidad estrictamente política, el autogobierno, que requiere de la instrucción pública y sus características: la universalidad, la gratuidad y la obligación. Un pueblo ignorante, nos dice, «puede ser gobernado, pero sólo un pueblo ilustrado puede gobernarse. Si, pues, es dable prescindir de la instrucción en los estados autocráticos, se la debe generalizar mucho antes de generalizar el sufragio en aquellos que tienen tendencias democráticas»41. Como se ve en estos últimos textos, es sobre todo en la defensa de lo público y de la educación como forma de sociabilidad donde nos encontramos en Letelier con una problemática republicana de la igualdad y el autogobierno. Pero esta presencia del republicanismo se encuentra bajo tensión por el ideal de cohesión social y por un intento de clausura científica de la opinión y de la lucha política a través de la acción homogeneizante del Estado. A pesar de esta tensión entre ciencia, cohesión social y esfera pública, la dimensión de lo público a través de la educación en sus distintos niveles, y especialmente en el universitario, junto al espacio de opinión y debate de la prensa periódica, continuarán siendo formas culturales que darán continuidad y presencia al lenguaje y al ideario republicano en la política chilena hasta el siglo xx.

40

41

ibid., pp. 703-704.

ibid., pg. 744.

La elusiva y difícil construcción de la identidad nacional en la Gran Colombia

María Teresa Uribe El gran reto para la intelectualidad criolla que se comprometió con el proceso emancipador en el Virreinato de la Nueva Granada fue el de hacer imaginable y deseable la nación moderna en una sociedad de antiguo régimen, fragmentada, estamental, multiétnica, dispersa en un vasto territorio de fronteras difusas y cruzada por divisiones administrativas intrincadas y difíciles de aprehender1. Si bien la guerra de independencia creó el hecho político mediante el cual fue posible la fundación de un Estado propio y distinto, algo bien diferente era encontrarle un principio cohesionador y aglutinante a ese conglomerado social tan diverso que se autodeterminaba y sobre el cual descansaban ahora la soberanía recién adquirida, la legitimidad del orden político y también las posibilidades para el ejercicio del poder de las nuevas elites gobernantes. En este contexto de contingencias históricas, y en un tiempo relativamente corto, el criollismo debió encontrar en el panorama del pensamiento ilustrado de la época un vocabulario nuevo, otro lenguaje político y unos símbolos y emblemas capaces de convencer a públicos y auditorios muy diversos sobre la justeza, la necesidad y la inevitabilidad de la nación moderna. Debieron, además, elaborar retóricas y poéticas susceptibles de conmover a los pobladores de estas tierras y suscitar en ellos lealtades, emociones y sentimientos imprescindibles cuando de identidades nacionales se trata. Requirieron también elaborar relatos históricos con capacidad de convocatoria para establecer ese difícil vínculo del pasado con el futuro a través del presente, otorgándole a esa entidad recién constituida, la nación, un sentido de permanencia, continuidad y trascendencia en el tiempo. De esta manera, los lenguajes políticos y los vocabularios, las retóricas, las narraciones, las metáforas y los imaginarios configurados al hilo de un acontecer ' El Virreinato de la Nueva Granada, tercero creado en América por el imperio español, comprendió los dominios de las audiencias de Quito, Santa Fe y Panamá, así como los de la Capitanía General de Venezuela. Sobre las jurisdicciones administrativas coloniales, ver Ots Capdequí, José María, Las Instituciones en el Nuevo Reino de Granada al tiempo de la independencia, Madrid, Instituto Gonzalo Fernández de Oviedo, 1958. A partir de 1819, cuando se constituyó la República en el congreso de Angostura, el territorio del viejo Virreinato pasó a llamarse la Gran Colombia, hasta que en 1831 se produjo la separación de Venezuela y Ecuador y pasó a llamarse de nuevo Colombia.

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bélico y conflictivo contribuyeron a trazar los puntos cardinales para diseñar el mapa de una identidad posible en esta nueva nación hispanoamericana y orientaron la formulación de las primeras estrategias culturales con las que se divulgaron las nuevas figuras del orden moderno. Los propósitos de este ensayo discurren en esa dirección. Su pretensión es la de identificar el leguaje político, los apoyos retóricos y poéticos, así como los relatos que le otorgaron sentido e hicieron imaginable y deseable la nación moderna, legitimando de paso el quehacer político de las nuevas elites gobernantes. Interesa resaltar «la magia de las palabras» y su capacidad para trastocar los órdenes sociales y producir mutaciones culturales de amplia significación2. Sin embargo, los contextos históricos donde se enuncian las palabras tienen la virtud de nutrir, modificar o cambiar el sentido de las mismas, y este contrapunto entre textos y contextos da lugar a alquimias y mestizajes cuyo resultado siempre es algo nuevo, una acción creadora, mimética, que para bien o para mal marca perfiles diferentes a los órdenes nacionales realmente existentes3. En este texto se abordan dos campos de análisis. El primero tiene que ver con la identificación del lenguaje político predominante durante la emancipación y los primeros años de vida independiente de la gran Colombia. La tesis que se pretende sostener es que ese lenguaje se nutrió del repertorio teórico y del vocabulario político del republicanismo. De ahí que la identidad prevista para los sujetos sociales fuese la de los ciudadanos virtuosos e ilustrados en cuyo conjunto, el demos, descansaba la soberanía de Estado. De esta manera la nación aparecía en escena de la mano de la república, y su suerte parecería depender tanto del triunfo militar como del acto legal fundador mediante el cual se instauraba un orden constitucional que regía las relaciones de los ciudadanos entre sí y de éstos con el aparato institucional. De ahí que las estrategias culturales de los gobernantes estuviesen orientadas a la educación de los nuevos ciudadanos (Ilustración) y hacia la modificación de las costumbres (virtud). No obstante, esta identidad ciudadana, más política que social, resultaba frágil y demasiado abstracta para generar lealtades profundas y sentidos de pertenencia nacional entre los sujetos de los derechos. Esta es la razón por la que la intelectualidad criolla se vio en la necesidad de elaborar una retórica patriótica, emocional, trascendente y salvífica que modificó sensiblemente los referentes políticos del republicanismo fundador. El amalgamamiento entre republicanismo y patriotismo trastocó sus intenciones pacifistas, tolerantes y filantrópicas, le imprimió al discurso cí2

La noción de mutaciones culturales está tomada de Guerra, François-Xavier, Modernidad e independencias. Ensayo sobre las revoluciones hispánicas. México. Siglo XXI, 1993, pp. 85-102. 3 El concepto de mimesis está tomado de Ricoeur, Paul, Tiempo y Narración, México, Siglo XXI, 1995, T. 1, pp. 80 - 139.

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vico un componente bélico, pugnaz y en cierta forma violento y generalizó la imagen del ciudadano en armas. Con ello se proveía una visión trágica de la nación cuya existencia sería impensable sin el concurso de la sangre derramada. El segundo campo de indagación de este texto tiene que ver con la identificación de los relatos que alimentaron el patriotismo y que, al tiempo que justificaron el derecho a la emancipación y a «las justas armas», fueron tejiendo la trama argumental y poética de una identidad nacional posible. Se exploran así tres relatos fundadores que han mantenido una pervivencia histórica de siglos: el relato de la gran usurpación sobre el cual se erigió el ius solis y se justificó la ruptura con la metrópoli; el relato de la exclusión y de los agravios, que permitió la constitución de un punto de convergencia identitario entre los nuevos ciudadanos —el victimismo— ante la ausencia de identidades nacionalitarias preexistentes; por último, el relato de la sangre derramada, que transformó el territorio, el suelo y el espacio geográfico en el «hogar patriótico» de los ciudadanos. Al hilo de estos relatos es posible seguir las huellas de los debates sobre los proyectos en materia de identidades nacionales, la dinámica cambiante, y en cierta medida errática, entre el «adentro» y el «afuera» y las estrategias culturales de los diversos grupos políticos —partidos— para la configuración de un demos que otorgase alguna estabilidad política a la república recién fundada.

EL LENGUAJE DEL REPUBLICANISMO PATRIÓTICO Y LA IDENTIDAD CIUDADANA

El lenguaje político que guió la inmensa tarea intelectual del criollismo en la antigua Colombia fue el del republicanismo4. En consecuencia, la identidad prevista para los sujetos sociales fue la ciudadana. La preferencia por el imaginario republicano tuvo que ver con cierta tradición ilustrada de las administraciones borbónicas en el viejo virreinato, con los fuertes ecos que tuvieron en esta orilla del Atlántico el discurso liberal gaditano y el de la Asamblea francesa de 1789, cuya Carta de Derechos fue traducida y divulgada por Don Antonio Nariño en Bogotá5. Pero también alimentó esa preferencia el hecho de que la forma republicana de gobierno aparecía como un horizonte de posibilidad frente a la incertidumbre generada por la crisis del imperio y la ausencia del rey. 4 Para ampliar sobre el lenguaje político del Republicanismo, ver Colom González, Francisco, Razones de identidad, Barcelona, Anthropos, 1998. 5 Varios autores sostienen la presencia de ideas ilustradas durante las administraciones borbónicas. Ver, entre otros, König, Hans-Joachim, En el camino hacia la nación. Nacionalismo en el proceso de formación del Estado y de la Nación de la Nueva Granada (1750-1856), Santafé de Bogotá, Banco de la República, 1994.

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La proclamación de las juntas de gobierno, primero en la metrópoli y después de 1809 en América, respondían a la necesidad de reconstruir un principio de soberanía en ausencia de un poder monárquico unificado6. Este principio soberano, si bien se ejerció inicialmente en nombre del rey ausente, bien pronto abrió el paso a la autodeterminación política y a la demanda del derecho a fundar su propio orden sin interferencias externas. Se trataba en este caso de la soberanía de los pueblos, es decir, de las unidades administrativas menores, —provincias y ciudades— que no querían depender de otras y, a la usanza del viejo pactismo, reclamaban para sí los fueros y privilegios que tenían en el Antiguo Régimen, demostrando una gran resistencia a someterse a una entidad territorial mayor. Los pueblos se beneficiaron de la ficción del derecho al propio gobierno durante la vacatio regis, y a partir de allí declararon de manera vertiginosa, cada uno por su cuenta, la independencia absoluta7; reunieron congresos constituyentes y redactaron cartas constitucionales muy similares a la Cádiz de 1812, inspiradas en el imaginario republicano que circulaba por el continente europeo8. La proclamación de los órdenes republicanos y la elaboración de constituciones otorgaba algún principio de legitimidad a las nuevas unidades políticas, pero éstas carecían de un principio unificador o centralizador que proyectase alguna imagen coherente de nación. Por el contrario, lo que aparecía era una pléyade dispersa de ciudades y provincias independientes y una yuxtaposición de soberanías fragmentadas cuyos notables estaban dispuestos a defenderse con las armas de cualquier intento centralizador. De ahí que una de las primeras tareas de los criollos republicanos fuese la de proveer alguna forma de agregación a estas unidades menores para constituir entes territoriales más amplios sin disolver las primeras. Por esta razón, el federalismo aparecía como el régimen político más adecuado para poner en marcha la idea republicana. El 27 de noviembre de 1811 las Provincias Unidas de la

6 Entre las juntas más importantes constituidas en el Virreinato de la Nueva Granada están la de Quito, el 10 de agosto de 1809, aunque en 1810 se constituyeron la mayoría: Caracas, el 14 de abril, Cartagena, el 22 de mayo; Cali, el 3 de julio; Socorro, el 10 de julio; Santafé de Bogotá, el 20 de julio. Ver, Tascón, Tulio Enrique, Historia del Derecho Constitucional Colombiano, Bogotá, Editorial Minerva, 1853. 7 Entre las provincias de la Nueva Granada que primero declararon la independencia absoluta están: Quito, el 10 de octubre de 1810; Caracas, en diciembre de 1810; Cartagena, el 11 de noviembre de 1811; Cundinamarca, el 16 de julio de 1813 y Antioquia, el 13 de agosto de 1813. 8 Entre 1811 y 1815 se elaboraron las siguientes constituciones en el territorio de la Nueva Granada: dos en Cundinamarca, dos en Antioquia, una en Tunja, una en Cartagena; una en Mariquita, una en Novita, una en las Provincias confederadas del Valle del Cauca; ver, Pombo, Manuel Antonio - Guerra, José Joaquín, Constituciones de Colombia, Bogotá, Biblioteca del Banco Popular, 1968. Tomos 1 y 2.

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Nueva Granada publicaron su acta de federación y el 21 de diciembre del mismo año se proclamó la constitución de las Provincias Unidas de Venezuela9. Pero la nación seguía siendo un referente elusivo, esquivo y en cierta forma subsumido en la noción de república. Para la intelectualidad de la época, república y nación parecían ser términos equivalentes. Estas actas federales y las constituciones provinciales proclamadas entre 1811 y 1815 se elaboraron a partir de los repertorios y los vocabularios del republicanismo. En ellas se proclamaron sistemas de gobierno electivos y representativos regidos por leyes abstractas, universales y generales consignadas en una constitución escrita. También formaban parte de su repertorio la división de poderes, la conformación de un Estado surgido del contrato y la figura del ciudadano —virtuoso e ilustrado— llamado a ser el sujeto de los derechos y de la acción en la esfera pública. En el conjunto de la ciudadanía —el pueblo— descansaba la soberanía recién adquirida10. Si bien es cierto que las elites ilustradas del criollismo adoptaron el lenguaje republicano que circulaba por lo que se llamaba en la época «el mundo civilizado» —Europa y los Estados Unidos— no se puede deducir de ello que sus modelos políticos fuesen una simple imitación o que se pretendiese una legitimación por el exterior sin referentes internos de ninguna naturaleza. A mi juicio sena necesario matizar estas afirmaciones, pues las determinaciones socio-culturales de las sociedades preexistentes y las contingencias de un período particularmente violento y turbulento modificaron, trastocaron y llenaron de nuevos contenidos y sentidos los vocabularios y los repertorios republicanos, dando como resultado algo distinto, en cierta forma novedoso, muy imaginativo y, lo más importante, se hicieron posibles y operativas las nuevas figuras de la modernidad: el ciudadano, la república y la nación. En otras palabras, la acción creadora de la intelectualidad criolla, su mimesis, en el sentido de Ricoeur", consistió en transformar referentes abstractos en figuras e imágenes con la suficiente fuerza para producir mutaciones culturales y políticas de amplia de significación. Estas figuras resultaron ser, en la práctica y en la esfera de la acción política, mixturas muy sugestivas entre lo viejo y lo nuevo, entre lo externo y lo interno; entre lo propio y lo ajeno. Figuras bifrontes que cumplieron la importante tarea de transformar, en muy poco tiempo, sociedades del Antiguo Régimen en órdenes republicanos modernos. De esta manera, el ciudadano

9

Ver Acta de Confederación de las provincias unidas de la Nueva Granada, en Uribe Vargas, Diego, Las constituciones de Colombia, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1977. Tomo 1, pp. 365 y ss. 10 En las constituciones elaboradas en las provincias después de la declaración de la independencia absoluta se adopta el título de República. Ver Uribe Vargas, Diego, op cit., Tomo 1, pp. 306 y ss. " Ricoeur, Paul, op. cit., pp. 86-139.

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individual de las cartas constitucionales, portador de derechos que obedece la ley y participa en los asuntos públicos en tanto que miembro de la comunidad política, se recrea en la figura del vecino de las villas y ciudades, que tiene casa poblada, paga impuestos al cabildo y es reconocido como persona honorable y distinguida, pero que ahora, además, puede elegir y ser elegido, representar intereses colectivos y reclamar los derechos que le corresponden. El contrato social que funda la república, más que por un consenso entre ciudadanos individuales y el Estado, es representado por la figura del pacto entre el soberano y sus reinos. Por ello, más que un demos nacional formado por individuos aislados y portadores de derechos, predomina la imagen de una nación orgánica, formada por vecindarios, ciudades, repúblicas de indios, palenques negros, estamentos y pueblos donde predominan los derechos colectivos sobre los individuales12. La supuesta imitación de los órdenes republicanos por parte de la dirigencia política de la emancipación admite otro matiz significativo. La percepción que tenían los dirigentes sobre sí mismos era la de ser partícipes, miembros activos de un gran movimiento universal que estaba sacudiéndose las estructuras tradicionales y desconociendo la soberanía de los reyes para acceder a un orden republicano más justo, acorde con el derecho natural, para decidir libre y autónomamente, sin interferencias externas, su propio destino como naciones. Para los criollos instruidos se vivía un momento fundador: la instauración de un orden nuevo en el mundo que no le debía nada al pasado. Por el contrario, se legitimaba en contra de la tradición, de los absolutismos, las supersticiones y la tiranía que no dudaban en identificar con la colonia y la dominación hispánica. Los americanos, con su proceso emancipatorio, estarían contribuyendo desde esta orilla del Atlántico al avance de las fuerzas del progreso y la civilización. En una carta de Vicente Azuero al General Bolívar en 1826 se puede apreciar lo que los criollos pensaban sobre sí mismos. La Europa, desalentada, vuelve sus ojos hoy sobre América. La libertad de estas jóvenes regiones... es hoy el objeto de los votos y las esperanzas del mundo civilizado; es de aquí que aguardan que un día el árbol de la libertad elevado sobre los Andes cubra con sus vastas ramas a la misma Europa. Colombia ocupa la vanguardia de esta revolución y V.E. es el genio designado por la naturaleza para realizarlo'3. 12 Sobre estas alquimias y mestizajes, ver: Uribe, Mana Teresa, «Ordenes complejos y ciudadanías mestizas», en Nación, Ciudadano y Soberano, Medellín, Corporación Región, 2001, pp. 195-215. 13 Azuero, Vicente, «Carta al Señor General Simón Bolívar», en Hernández de Alba, Guillermo - Lozano Lozano, Fabio (ed), Documentos sobre el Doctor Vicente Azuero, Bogotá, Imprenta Nacional, 1944, pp. 261 y ss.

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Por esta razón, más que hablar de una legitimación externa, sería pertinente pensar más bien en una legitimidad cosmopolita14, universalista y abstracta, de perfiles eminentemente políticos, que relegaba los asuntos de la raza, la cultura, la condición social y demás diferencias económicas y culturales a la esfera opaca de lo privado. De ahí que la identidad ciudadana resultase perfectamente coherente y adecuada con los propósitos explícitos de libertad e igualdad. De alguna manera, la pregunta por las identidades socio-culturales parecía excusada, e incluso impertinente, en un momento en el que se pensaba que tales diferencias habían servido para erigir una sociedad desigual, opresiva y excluyente, esgrimiéndolas como argumentos morales para justificar el dominio sobre las tierras de América15. La literatura política del período de la independencia refleja cierto optimismo sobre las posibilidades que se les abriría a estos pueblos con la instauración de las instituciones republicanas, entre otras razones porque los argumentos que justificaron la ruptura con la metrópolis estaban cruzados de referencias retóricas y poéticas sobre el atraso, la ignorancia, la pobreza y el fanatismo que habría propiciado la dominación hispánica durante trescientos años. Pero pese al optimismo sobre la magia de las instituciones, la intelectualidad criolla era muy consciente de los obstáculos que sería necesario remover para generalizar y hacer aceptables en un conglomerado tan fragmentado, ignorante y desmoralizado, las nuevas responsabilidades políticas que significaba para los sujetos sociales el status de ciudadano. Fue quizá por eso que de manera muy temprana, cuando aún no se habían silenciado los fusiles de la guerra de independencia, la dirigencia de la Gran Colombia se dedicase febrilmente a poner en marcha estrategias culturales tendientes a alfabetizar, instruir, civilizar y moralizar al pueblo soberano: en otras palabras, a perfilar la imagen de un ciudadano ilustrado y virtuoso acorde con los principios filosóficos del republicanismo.

CIUDADANOS VIRTUOSOS E ILUSTRADOS

Resulta muy significativo que en la primera Constitución de la provincia de Antioquia (1812) se consigne un artículo especial sobre la fundación de un colegio y universidad donde se enseñarían las nuevas ciencias, los co14

Identidad cosmopolita o legitimidad cosmopolita es una noción tomada de Martínez, Fréderic, Nacionalismo Cosmopolita. La referencia europea en la construcción nacional en Colombia, Bogotá, Banco de la República, 2001. 15 Buena parte de la diatriba de los intelectuales criollos de la independencia se orientó contra las desigualdades y las diferencias que, a su juicio, habían sido los argumentos para sojuzgar a las colonias por razones de inferioridad de raza, de nacimiento, de cultura y ausencia de conocimientos; ver en este mismo texto el relato de los agravios.

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nocimientos útiles y se instruiría a los jóvenes en «los deberes para con la patria»16. Después de la independencia definitiva (1820), y mediante un decreto ejecutivo, se dio la orden de que «cada ciudad, cada villa, cada parroquia, cada pueblo debe tener su escuela pagada de los propios o de las contribuciones de los vecinos, a quienes asiste una obligación sagrada de propender a la educación de los hijos que las naturaleza les ha dado»11. Pero había más. Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, en los albores de la república (1819), contactaron en Londres a un maestro llamado Joseph Lancaster, quien había desarrollado en la India un método para alfabetizar simultáneamente a grupos muy grandes de niños —entre 200 y 500— con apoyo de monitores que eran los alumnos más diestros en la lecto-escritura. Este modelo resultaba útil por la escasez de maestros y el alto número de jóvenes y niños que se pretendía alfabetizar. Lancaster visitó Venezuela a principios de 1820 invitado por el Libertador, y a partir de ahí se fundaron escuelas primarias llamadas lancasterianas o de enseñanza mutua por todo el territorio de la Gran Colombia. Solamente en la Nueva Granada existían en 1832 algo más de setenta escuelas primarias de esta modalidad18. Mas el esfuerzo educativo y las innovaciones pedagógicas de los criollos ilustrados no se quedaron en la esfera de las escuelas primarias. El vicepresidente Santander, en funciones presidenciales y mientras Bolívar continuaba la guerra en el sur (en Ecuador y Perú), elaboró la gran reforma educativa, centrada en la introducción de los estudios de ciencias naturales y de la filosofía moderna19. Paralelamente fundó colegios y universidades en todas las capitales de provincia y se ocupó personalmente de la dotación de bibliotecas y demás recursos para la enseñanza. La confianza de los criollos ilustrados estaba puesta en las capacidades de la educación no sólo para promover el conocimiento y los saberes que requería el crecimiento económico de la república, sino también porque la acción política de los ciudadanos exigía que éstos tuviesen la ilustración necesaria para deliberar, elegir y participar en los asuntos públicos. Pero la instrucción era pensada también como la vía para cambiar las costumbres ancestrales y para mora16

Pombo, Manuel Antonio - Guerra, José Joaquín, Las constituciones de Colombia, op. cit.. Tomo 1, pg. 346. En realidad, la mayor parte de las Constituciones provinciales elaboradas entre 1811 y 1815 consagraban en el título de Instrucción Pública estrategias similares. Ver, Constitución de la República de Cundinamarca, ibid. pg. 187; Constitución de Tunja, ibid. pg. 277; Constitución de Mariquita, op. cit., T.2, pg. 329. 17 Citado por Palacios, Marco, Parábola del liberalismo, Bogotá, Norma, 1999, pp. 3738 . 18 Acebedo Carmona, Jairo, Historia de la educación y la pedagogía, Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 1984, pp. 193-196. 19 Sobre la reforma educativa de Santander, ver Bushnel, David, El Régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, Ancora Editores, 3a edición, 1985, pp. 224 y ss.

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lizar y civilizar a los grandes contingentes de población que habían estado al margen de cualquier relación con el conocimiento. Es decir, la educación era la estrategia cultural para hacer del ciudadano de los textos constitucionales un sujeto ilustrado y virtuoso. A propósito decía Antonio Nariño lo siguiente: No hay duda. La educación es la antorcha brillante que descubre al hombre en sociedad sus vicios y le enseña el camino seguro de sus virtudes sociales. De esas virtudes que desenvuelven en el corazón humano el amor a la patria, ella es la que da consistencia a los gobiernos y asegura su tranquilidad. Las ciencias y las artes la siguen • ->n . en importancia

A más de la educación formal, la intelectualidad criolla desarrolló estrategias pedagógicas diferentes para divulgar las ideas ilustradas, fomentar el sentimiento patriótico y promover la idea de la emancipación. Entre ellas cabe destacar la publicación de periódicos y la formación de Sociedades patrióticas21. No obstante, la discusión sobre el ciudadano virtuoso pasó también por un debate más amplio que tenía que ver con el tipo de régimen político que debía adoptar la república y con el alcance que deberían tener los derechos civiles, políticos y las libertades públicas. Para los intelectuales civilistas y de perfiles más liberales, la virtud ciudadana dependía de las instituciones que rigiesen. En un contexto de opresión y tiranía no podía florecer la virtud, pero si se adoptaban las de la república y se gozaba de libertad e igualdad, los pueblos se regenerarían por sí mismos al descubrir las bondades y la excelencia de las nuevas instituciones. En otras palabras, los cambios en las formas de gobierno eran la condición necesaria y casi suficiente para civilizar, moralizar y conseguir la virtud ciudadana. Se trataba de una confianza ciega, casi mágica, en el poder regenerador de las leyes sobre las costumbres. Pero las contingencias generadas por las múltiples guerras que atravesaron el territorio de la Gran Colombia a partir de 1812

20 Nariño, Antonio, «Proyecto de Escuela», en Hernández de Alba, Guillermo, El proceso de Nariño a la luz de documentos inéditos, Bogotá, Editorial A.B.C., 1958, pp. 161 y ss. 21 Algunos de los periódicos tuvieron una expresa intención de formar ciudadanos y patriotas. Entre ellos, quizá el más importante por la duración y la calidad de sus artículos fue el Semanario del Nuevo Reino de Granada, dirigido por Francisco José de Caldas y Joaquín Camacho. Ver Semanario del Nuevo Reino de Granada (reimpresión), Bogotá, Biblioteca de Cultura Colombiana, Tomos vii, viii y ix, 1942. Otros espacios divulgativos importantes fueron las tertulias. Si bien desde finales de la Colonia estos espacios venían agitando la vida intelectual en el viejo Virreinato, a partir de 1810 tomaron el nombre de Sociedades Patrióticas y tuvieron como propósito expreso la educación política y lo que hoy podríamos llamar la formación de la opinión ciudadana. Sobre este tema, ver König, Hans-Joachim, En el camino hacia la nación, op. cit., pp. 307-321.

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—guerras civiles entre federalistas y centralistas en la Nueva Granada; la derrota de la Confederación Venezolana a manos del español Monteverde; levantamientos de negros e indios a favor del Antiguo Régimen en varias provincias—22 y la amenaza de los ejércitos de la reconquista produjeron en algunos sectores de la inteligencia criolla, especialmente los militares, un amplio desencanto frente a los sentimientos patrióticos de los pueblos y frente al poder de las leyes y las instituciones para cambiar las sociedades. El pueblo empezó a verse como inepto, corrupto, ignorante e incapaz de transformarse por sí mismo. De ahí que, según su criterio, fuese necesario restringir las libertades públicas, limitar los derechos y garantías e instaurar un gobierno centralizado y fuerte que, a la manera de un ejército, garantizara la obediencia y fuese capaz de inculcarle a la población hábitos sanos aún en contra de su voluntad. La virtud republicana no sena el resultado de las instituciones, sino de una acción dirigida a disciplinar, vigilar y castigar23. En otras palabras para salvar a la república era necesaria, paradójicamente, la dictadura o lo que algunos han llamado el cesarismo republicano24. Los debates sobre las estrategias para moralizar, regenerar y civilizar al pueblo, es decir, para abrirle paso al ciudadano virtuoso e ilustrado, se prolongarían durante todo el siglo xix, se convertirían en el parteaguas de los partidos tradicionales y cumplirían un papel importante en las múltiples guerras civiles posteriores a la post-independencia.

22

Sobre los levantamientos de negros en Venezuela y de indios en la Nueva Granada, así como sobre las guerras civiles entre las provincias, ver Restrepo, José Manuel, Historia de la Revolución de Colombia, Medellín, Editorial Bedout, 1969,Tomo III, Cap. V y VI, pp. 6-131, y Tomo IV, Cap. I, pp. 69-85. 23 En una carta de Bolívar a Santander queda expresada la desesperanza del Libertador y su desconfianza frente a las instituciones republicanas para reformar el orden social. Dice Bolívar: «Piensan estos caballeros (liberales federalistas) que Colombia está cubierta de lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja o Pamplona. No han paseado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores de Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los Guahibos de Casanare y sobre las hordas salvajes de África y América que como gamos recorren las soledades de Colombia. Estos legisladores (...), más ignorantes que malos, nos van a conducir a la anarquía, después a la tiranía y siempre a la ruina, de suerte que los que van a completar nuestro exterminio (...) son los suaves filósofos de la legitimidad, (que pretenden) edificar sobre una base gótica un edificio griego al borde de un cráter». Simón Bolívar, Carta a Santander del 13 de junio de 1821, citada por Ocampo López, Javier, El proceso ideológico de la emancipación en Colombia, Bogotá, Tercer Mundo Editores (3a ed.), 1983, pg. 77. 24 La noción de cesarismo liberal o republicano es tomada de Thibeaud, Clément, En la búsqueda de un punto fijo para la República. El cesarismo liberal (Venezuela y Colombia 1810-1830), Bogotá, Instituto de Estudios Andinos, 2002.

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H A C I A UNA RETÓRICA PATRIÓTICA: LA ENCARNACIÓN DEL DEMOS

El modelo republicano y la figura del ciudadano virtuoso e ilustrado resolvieron temporalmente las demandas de legitimidad para el nuevo orden político, pero muy rápidamente se demostró que estos referentes teóricos y abstractos eran incapaces de responder a la pregunta por la identidad de los sujetos de derechos, así como de proyectar una imagen convincente y aprensible de la nación. El pueblo de la nación, más que una realidad histórica, era una ficción jurídica, una entidad metafísica destinada a servir de fundamento teórico a la soberanía, pero que estaba lejos de tener algún significado para los sujetos sociales o de generar en ellos sentidos de lealtad o adhesión. El asunto no era intranscendente, y las ciudadanías virtuales empezaron a mostrar sus grandes grietas cuando a partir de 1812 se polarizó el clima político y se confrontaron, incluso mediante las armas, las distintas corrientes de opinión sobre la revolución de independencia. Las lealtades primarias de los ciudadanos, cuando existían, no parecían trascender los límites de lo local o provincial25. Algunos sectores del demos —tanto entre los plebeyos como entre los patricios— en cuyo nombre se reclamaba la soberanía se mostraban indiferentes o francamente hostiles a los propósitos emancipatorios de los intelectuales y en varias provincias de Venezuela y de la Nueva Granada se presentaron levantamientos de negros e indios a favor del Rey. Esta «guerra de colores», como la llamaba don José Manuel Restrepo, y la guerra de las provincias entre ellas y con el centro, proyectaban una imagen de caos y desorden, demostrando en la práctica las debilidades del demos y la fragilidad de la ciudadanía. Resultaba perentorio entonces configurar imágenes, símbolos, figuras o relatos que encarnasen al pueblo de la Gran Colombia, pues como bien dice Francisco Colom, las únicas narraciones capaces de otorgar sentido de pertenencia a los ciudadanos de las repúblicas recién fundadas parecen ser las identidades socio-culturales, y los republicanismos exitosos fueron aquellos en los que se logró vaciar las identidades preexistentes en los marcos abstractos de la ciudadanía26 Mas en el caso de la Gran 25

A este respecto parecen bien reveladoras las palabras del Doctor Frutos Joaquín Gutiérrez: «Yo no llamo patria al lugar de mi nacimiento o al departamento o provincia a que éste pertenezca. Acaso en este solo punto consiste el estado paralítico en que nos encontramos y del que quizá ya es tiempo de salir si queremos librarnos de los males terribles que nos amenazan. El hijo de Cartagena, el del Socorro, el de Pamplona y, tal vez, el de Popayán no ha mirado como límites de su patria a los de la Nueva Granada, sino que ha contraído su mirada a la provincia o, quizá, al corto lugar donde vio la luz». Discurso ante la instalación de la Junta Suprema en Santafé de Bogotá; citado por König, Hans-Joachim, En el camino hacia la nación, op. cit., pg. 200. 26 Colom González, Francisco, «Ex uno plures: la imaginación liberal y la fragmentación del demos constitucional hispánico», Estudios políticos, 20 (enero-junio 2002): 9-40.

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Colombia, éste era un asunto bien intrincado. No existía un principio de identidad sustantiva que cohesionara los sujetos de derechos o que sirviese de referente integrador a la nación. En este vasto territorio había pueblos distintos y etnias diferenciadas con muy pocas cosas en común. Muchas sangres y mezclas de sangres y una gran diversidad de culturas, creencias, costumbres y tradiciones, pero ninguna de ellas con fuerza suficiente para convertirse en centro aglutinante de la nación. La comunidad de origen o el ius sanguinis que en muchas repúblicas sirvió para otorgar identidad a los ciudadanos no constituía una alternativa posible a corto plazo. Ya lo había enunciado Bolívar en La Carta de Jamaica y lo reiteró en el discurso inaugural del Congreso de Angostura, donde se proclamó la República de Colombia en 1819: «La diversidad de origen requiere un pulso infinitamente delicado para manejar esta sociedad heterogénea cuyo complicado artificio se disloca, se divide, se disuelve con la más ligera alteración»21. Pero había más. La historia colectivamente vivida, la idea de pertenecer a un conjunto social que precede y sucede a los sujetos y les permite imaginar un hilo de continuidad con el pasado y de relación con el futuro, tampoco parecía ser una posibilidad para crear identidad, y menos aún en la coyuntura de la guerra de independencia. El pasado se confundía con la historia del imperio español y del régimen colonial. Estaba nutrido de hispanidad, de referentes culturales y simbólicos que ahora se consideraban ajenos, extranjeros, y que por lo tanto parecía necesario negarlos y desconocerlos. La colonia como oponente y el imperio como enemigo habían sido los argumentos preferidos del criollismo para legitimar la emancipación y justificar la ruptura definitiva con la metrópolis. En sus palabras el pasado era oprobio, exclusión, atraso y fanatismo, una experiencia dolorosa a la que se referían con la metáfora de «los trescientos años de opresión». De ahí que sólo en la ruptura con el pasado, en su amputación y negación, pareciese estar la posibilidad de ser y de existir como nación. Es decir, las identidades preexistentes no podían vaciarse sin más en los marcos abstractos de las ciudadanías republicanas ni el pasado común permitía algún anclaje para imaginar la nación, pero era perentorio encontrar alguno, pues la república sin la nación parecía frágil y precaria, y los derechos civiles y políticos no eran suficientes para proveer algún sentido más o menos sólido de pertenencia a la comunidad política. Ese anclaje, sin embargo, terminó encontrándose por la vía de los derechos naturales conculcados, del despojo que los conquistadores habían hecho de un territorio que no era el suyo, por las vejaciones y los atropellos durante la conquista y a lo largo de

27

Bolívar, Simón, «La Carta de Jamaica», en Itinerario documental de Simón Bolívar. Caracas, Presidencia de la República, 1970, pp. 115-133, y «Discurso pronunciado ante el Congreso de Angostura el 15 de Febrero de 1819», ibid. pp. 148 y ss.

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«los trescientos años de opresión». De esta manera se lograba la recuperación de un pasado posible. Pero éste era un historial trágico de víctimas y victimarios, de sangres derramadas y grandes atropellos. Fue la retórica del patriotismo, nutrida por los relatos de la gran usurpación, los agravios y la sangre derramada, la que permitió encontrar algún principio de identidad al demos, encarnar en el patriota al ciudadano abstracto y proyectar una imagen de nación trágica y melancólica, pero capaz de suscitar alguna lealtad y sentimiento de adhesión.

L o s RELATOS PATRIÓTICOS

La gran

usurpación

El relato de la gran usurpación encontró su espacio de despliegue en las retóricas mediante las que se negó los títulos de dominio de los españoles sobre América y se justificó tanto el derecho «a las justas armas» como a la autodeterminación política. En el origen estaba el despojo, la violencia, la barbarie de la fuerza bruta, la invasión de un pueblo extranjero a un territorio que no le pertenecía. Es decir, en el principio estaba «la gran usurpación». Este fue un relato bastante corriente en la literatura de la independencia, pero quizá fue Bolívar quien lo enunció en el contexto de su reflexión sobre la identidad del pueblo americano. No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos dueños del país y los usurpadores españoles. Siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y mantenernos contra la invasión de los invasores28. De acuerdo con este relato trágico y poético, los españoles no tenían títulos de ninguna naturaleza para justificar su dominio. Eran invasores extranjeros que les habían arrebatado el territorio «a los verdaderos dueños del país», a los antepasados indios que habían estado allí desde siempre, y lo habían logrado mediante la fuerza y la violencia. Así se lo explicaba el cura del Mompox a sus feligreses en el Catecismo de instrucción popular: La conquista no es otra cosa que el derecho que da la fuerza contra el débil, como el que tiene un ladrón que, con mano armada y sin otro antecedente que el de quitar lo ajeno, acomete a su legítimo dueño, que no se resiste o le opone una resistencia débil. Los con28

Bolívar, Simón, op. cit. pg. 115. Subrayado nuestro.

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María Teresa Uribe quistados, así como el que ha sido robado, pueden y deben recobrar sus derechos luego de que sean libres de la fuerza o que puedan oponer otra superior 29.

Este relato permitió a los intelectuales criollos articular un argumento creíble y verosímil que sustituyese con éxito la ausencia de una comunidad de origen: la permanencia ancestral en un mismo territorio. Con ello pretendían convencer a los públicos de dentro y de afuera sobre el derecho indisputable a la nación. La imagen de la nación empezaba a dibujarse en el horizonte como territorio, como espacio natural, como geografía. Se trataba de un lugar distinto y propio, separado de España por un océano inmenso y dotado de unos recursos naturales que en el imaginario criollo aparecían como fabulosos, pero de los cuales no podían disfrutar sus habitantes porque un usurpador extranjero se los había arrebatado. En la dinámica de lo propio y lo extraño que acompaña a todo proceso de construcción de identidades, el territorio, el suelo, aparecía como lo único que la inteligencia criolla podía imaginar como enteramente suyo, pues la cultura, la tradición, la raza y las creencias eran plurales y diversas. Tampoco parecían serlo las ideas cosmopolitas de las que se habían valido para fundar la república, pero el territorio sí. Además, este referente cumplía con otro requisito de la dinámica identitaria: la distinción. Este suelo era distinto. Otros climas, otros productos naturales, otros paisajes que en nada se parecían a los de Europa, y una situación geográfica a su juicio privilegiada, situada en la zona ecuatorial, que les permitiría comunicarse con los grandes continentes de oriente y occidente y abrir las puertas del comercio a todos los pueblos del mundo, posibilidad que la usurpación extrajera clausuraba con los rígidos estatutos del monopolio comercial. La dimensión predominantemente territorial de la nación no era sólo un argumento de ocasión para justificar el actuar revolucionario, pues el interés por la geografía, el medio natural y la influencia de los climas sobre la producción agrícola tenía entre la inteligencia criolla una tradición respetable y de más largo aliento. Los virreyes ilustrados de la colonia tardía, siguiendo las indicaciones de la política borbónica, se interesaron por desarrollar en las tierras de América una explotación más racional de los recursos naturales para incrementar así los ingresos de las cajas reales. De ahí que hubiesen puesto en marcha varias iniciativas para lograrlo30.

29

Fernández de Soto Mayor, Juan, Catecismo de Instrucción Popular, Cartagena de Indias, en la imprenta del Gobierno por el ciudadano Manuel Gonzáles Pujol, Año de 1814. (Reimpreso en apéndice documental), y Ocampo López, Javier, El proceso ideológico de la emancipación en Colombia, op. cit., pp. 461 y ss. 30 Para ampliar sobre la política ilustrada de los Borbones en la Nueva Granada, ver Jaramillo Uribe, Jaime, El pensamiento Colombiano en el siglo xix, Bogotá, Editorial Temis, 1963, pp. 353-377.

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Propusieron así una reforma educativa orientada hacia el fomento de los conocimientos útiles y de las ciencias exactas y naturales 31 , fomentaron la fundación de Sociedades de Amigos del País con objetivos similares a las que existían en España y se divulgaron los escritos de los ilustrados peninsulares: Feijoo, Jovellanos, Campomanes y Floridablanca, entre otros32. También abrieron las puertas a naturalistas europeos tan importantes como Aimé Bonpland y Alexander von Humboldt, pero quizá la acción más importante fue la fundación de las expediciones botánica y minera dirigidas por los naturalistas españoles José Celestino Mutis y Juan José D'Elhuyar, respectivamente 33 . Si bien estas estrategias culturales no lograron lo que se proponían, es necesario subrayar que fue en torno a estas expediciones, en las universidades reformadas, en las tertulias de las Sociedades de Amigos del País y en las Patrióticas y en la colaboración con las naturalistas extranjeros donde se formó buena parte de la intelectualidad criolla que una década más tarde se comprometería con la emancipación. En los años finales del siglo xvhi y los primeros del xix se vivió en el Virreinato de la Nueva Granada una verdadera explosión de publicaciones sobre el medio natural, la población y el territorio, con la particularidad de que estos textos tenían una evidente intención divulgativa y pedagógica. Muchos de ellos fueron publicados en los periódicos de la época para hacerlos accesibles a otros públicos, de los cuales se esperaba que tomasen conciencia sobre su situación y actuasen en consecuencia 34 . En estas publicaciones de perfil científico se fue deslizando una crítica cada vez más abierta al régimen colonial, que a su juicio, mantenía a estas tierras privilegiadas de América en el atraso y la ignorancia, en la exclusión del beneficio de «las luces» y sus riquezas sin ex-

31 Sobre la reforma educativa de Francisco Antonio Moreno y Escandón, ver Marroquín, José Manuel, Biografía de Don Francisco Moreno y Escandón, Boletín de Historia y Antigüedades, N°23, Bogotá, 1936, pp. 525-546. 32 Sobre las Sociedades Económicas de Amigos del País y las Sociedades Patrióticas, ver: König, HJ., op. cit. pp. 73 y ss. 33 Ver Bateman, Alfredo, La influencia de Mutis en la cultura nacional, Bogotá, Editorial Voluntad, 1961; y para una visión crítica, Palacios, Marco, Parábola del Liberalismo, op. cit., pp. 26-39. 34 Existe un amplio repertorio de textos publicados en la primera década del siglo xix sobre estos aspectos. Algunos de ellos son: Fermín de Vargas, Pedro, Pensamientos Políticos sobre la agricultura, comercio y Minas del Virreinato de la Nueva Granada, reimpreso en Bogotá, Banco de la República, 1953. Caldas, Francisco José, «El Influjo del clima sobre los seres organizados», en Obras completas de Francisco José de Caldas, Bogotá, Imprenta Nacional, 1966; Zea, Francisco Antonio, Avisos del Hebephilo. Papel Periódico de Bogotá, N° 8 y 9, (ed. facs.), Bogotá, Banco de la República, 1977. Otras publicaciones muy importantes aparecieron en El Semanario del Nuevo Reino de Granada, como los estudios de Don José Manuel Restrepo sobre Antioquia, los de Don Joaquín Camacho sobre Pamplona y los de Don José María Salazar sobre la provincia de Bogotá.

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plotar. La diatriba contra la desidia y el abandono del imperio, combinada con el elogio desmesurado de las bondades del suelo, constituyó la trama retórica en torno a la cual se fue manifestando un sentido de pertenencia al territorio y un amor a la tierra que cristalizaría en una primera forma de patriotismo. Un fragmento del Memorial de Agravios de Don Camilo Torres, dirigido a la Junta Central de España para protestar por la escasa representación de los americanos en las Cortes de Cádiz, ilustra muy bien este proceso de pertenencias y patriotismos: Este reino generalmente después de su oro, su plata y todos los metales, después de sus perlas y piedras preciosas, de sus bálsamos y sus resinas, de su preciosa quina, abunda en todas las comodidades de la vida y tiene cacao, añil, algodón, café, tabaco, azúcar, la zarzaparrilla, los palos, las maderas, los tintes con los frutos comunes y conocidos en otros países. Su situación local dominando dos mares, dueño del istmo que algún día les dará comunicación y donde vendrán a encontrarse las naves del oriente y del ocaso... esta situación feliz que parece inventada por una fantasía que exaltó el amor a la patria, constituye el Nuevo Reino de Granada, digno de ocupar uno de los primeros y más brillantes lugares en la escala de las provincias de España, pues sin su dependencia seria un Estado poderoso en el mundo35.

A través del medio natural, del conocimiento de la geografía y sus potencialidades, se fue abriendo paso el amor a la patria usurpada y dependiente, pero llena de promesas hacia el futuro. Y lo más importante, se fue haciendo visible y reconocible la nación como el territorio de la república, el lugar del ejercicio ciudadano, soporte material de la soberanía. Mas en ese imaginario difuso se conjugaron visiones contrastantes. Unas miraban al futuro como potencialidad y promesa. Otras, al pasado como usurpación y despojo, contrapunto en el cual se configuró la trama argumental sobre la necesidad de liberar el territorio para restituirlo a sus «verdaderos dueños», a quienes lo habían habitado desde siempre. Pero, ¿quiénes eran? La repuesta implicaba volver los ojos al indio, habitante ancestral de estas tierras, pero ello suponía serios dilemas. Contrario a lo que acontecía con el medio natural, el conocimiento sobre lo indígena era prácticamente inexistente. En los excelentes ensayos sobre la geografía, el clima y la población que se escribieron en la colonia tardía, el indio —y también el n e g r o constituía un tema marginal. Apenas si se los mencionaba de paso. En el

35

Torres, Camilo, «Memorial de Agravios» , Representación del muy ilustre Cabildo de Santafé a la Suprema Junta Central de España, noviembre 2 de 1809, en Ideología de la Independencia (documentos), Bogotá, Editorial Buho, 1989, pp. 15-24.

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mejor de los casos eran vistos como parte del medio natural y, en el peor, como un verdadero obstáculo para el crecimiento económico y la civilización: se los tildaba de bárbaros, primitivos, incultos, perezosos y moralmente degradados36. Don Pedro Fermín de Vargas, uno de los intelectuales más reconocidos de la independencia, proponía como alternativa a la cuestión indígena su liquidación como etnia por la vía del mestizaje, el «blanqueamiento» y la disolución de sus formas tradicionales de organización social, pues para el criollo los mestizos eran «más pasaderos»: «En consecuencia de estas observaciones, sería muy de desear que se extinguiesen los indios mezclándolos con los blancos, declarándolos libres de tributo y dándoles tierras en propiedad»37. Para sustentar sus afirmaciones, Vargas acude a la comparación con lo que ocurre en el medio natural: «Sabemos por experiencias repetidas que entre los animales las razas se mejoran cruzándolas, y esta observación se ha hecho igualmente entre las gentes, pues las castas medias que salen de las mezclas de indios y blancos son más pasaderas»38. En consecuencia, «los verdaderos dueños del país» a los que apelaba Bolívar para argumentar sobre el derecho de suelo, poco tenían que ver con los de carne y hueso, con los que malvivían como peones de hacienda, como habitantes de los resguardos o los que se refugiaban en las selvas. Se trataba más bien de un indio imaginario, de un recurso retórico, de un referente abstracto divorciado de cualquier realidad, pero que resultaba absolutamente necesario en esa coyuntura histórica para reclamar el derecho a la nación. El cura de Mompox, en su Catecismo de Instrucción Popular, se vale de una suerte de mimesis entre la sociedad indígena precolombina y la sociedad moderna para dibujar la figura del indio imaginado. Describe a los primeros pobladores como «hombres libres e iguales» dotados de razón, que si bien no habían alcanzado el nivel de civilización y cultura de los europeos, estaban organizados en comunidades estables y bien constituidas y gobernados por soberanos legítimos. Además, se los imaginaba dóciles y humildes, sin conocimiento de la venganza ni de la codicia, desinteresados y benéficos39. La magia de las palabras logra construir una imagen nueva distinta, donde se mezclaba lo mejor de ambos mundos para revestir de algún contenido ese referente abstracto en nombre del cual se reclamaba el derecho de suelo. Esta suerte de mimesis quedó consignada también en alguna iconografía. En un

36

Sobre esta mirada acerca del indio ver, entre otros. Lozano Lozano, Tadeo, « Sobre lo útil que sería en este reino el establecimiento de una sociedad de Amigos del País», en El Correo Curioso, N°39, noviembre 10 de 1801, Biblioteca Nacional, Fondo Quijano Otero. 37 Fermín de Vargas, Pedro, «Memorias sobre la población del reino», en Pensamientos Políticos, Bogotá, Universidad Nacional, 1968, pp. 99 y ss. 38 ibid. 39 Fernández de Sotomayor, Juan, Catecismo de Instrucción Popular, op. cit., pg. 462.

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óleo de la época, pintado por Pedro José Figueroa, aparecían dos figuras: una india, representando a América, que de la mano del Libertador Simón Bolívar se ponía de pie. Pero la india estaba vestida como las matronas españolas y sus rasgos fenotípicos eran blancos. Sólo portaba como distintivos de su raza un tocado de plumas y un carcaj con flechas. Esto quiere decir que las mixturas y las alquimias no sólo se presentaban en lo atinente a los conceptos abstractos, como los de república y ciudadano, sino también en aquellos sujetos que tenían una existencia real. De esta manera, «los verdaderos dueños del país» también fueron imaginarios.

Pedro José Figueroa: Bolívar y la India América

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E L RELATO DE LOS AGRAVIOS Y LA METÁFORA DE LOS TRESCIENTOS AÑOS

El relato de gran usurpación había resultado muy eficaz para perfilar una primera imagen de nación, para argumentar sobre el derecho a ella por la vía del ius solis y para proveer algunos elementos retóricos en cuya trama arraigó una primera visión de la patria. Pero el patriotismo era más que eso. Era un sentimiento, un cúmulo de emociones capaces de producir entre los sujetos del demos republicano el amor por la patria y la decisión de matar o morir por ella si fuese necesario40. Es decir, el patriotismo exigía que la retórica le abriese espacios a la poética, pues es ésta la que, según Aristóteles, permite llegar a los públicos desde el sentimiento y la emoción41. Más que convencer como la retórica, la poética busca conmover, producir terror y compasión mediante la interpretación de la desdicha inmerecida, el error trágico, el agravio recibido, la desgracia de las víctimas y la omnipotencia de los victimarios. Y fue el relato sobre los agravios el que le otorgó la dimensión poética a la construcción de la nación. El relato de los agravios se anudaba con el de gran usurpación. Para la intelectualidad criolla, los españoles invasores no sólo se habrían apoderado de un territorio que no era el suyo, sino que habían infligido a estos pueblos toda suerte de atropellos, vejaciones, sufrimientos y abandonos a lo largo de «trescientos años de opresión». Esta sentencia, convertida en metáfora para sintetizar en una frase los padecimientos de estos pueblos, permitió configurar una historia trágica que se iniciaba desde la conquista con el genocidio de la población indígena y culminaba con la violencia de reconquista. Los agravios tenían que ver con muchos tópicos: la ignorancia, la barbarie, la degradación, el abandono, el atraso, el maltrato, la exclusión y la violencia. En estos relatos los más diversos sectores, estamentos, etnias y pueblos resultaban ser víctimas y todos los males que aquejaba la patria tenían un único origen: la dominación de los extranjeros. En esta diatriba sobre «los trescientos años» se presenta un giro significativo en relación con la percepción que se tenía del indio en la pre-independencia. Si estaba degradado no era por su culpa o por algún expediente de inferioridad racial, como lo pensaba Vargas, sino por una cadena de agravios recibidos desde la conquista. La degradación del indio hasta el punto en que lo vernos es obra del gobierno opresivo que los ha embrutecido por espacio de tres siglos consecutivos. El indio era hombre en México, en el Perú, en

40 Montesquieu pensaba que la virtud era el amor a la República, «un sentimiento, y no una sucesión de conocimientos, tanto en último como en el primer hombre del Estado». Citado por Thibaud, Clément, En la Búsqueda de un punto fijo para la República, op. cit. 41 Aristóteles, La Poética, Caracas, Monte Avila Editores, 1990, pp. 20 y ss.

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María Teresa Uribe Cundinamarca, tenía artes, edificios, leyes, vivía en sociedad, conocía el arte de la guerra y también su dignidad. Hoy, embrutecido, no sabe sino temer a sus amos y satisfacer groseramente las más urgentes necesidades de la vida42.

Se culpaba también a la Corona y a la burocracia colonial por el estado de atraso de la agricultura, la minería, las artes, las ciencias y, en suma, la ausencia de progreso y civilización . Todo se halla atrasado y el estado actual del reino dista poco de lo que hallaron los conquistadores en sus primeras invasiones. Una inmensa extensión de territorio desierta, sin cultivo, cubierta de bosques asperísimos (...) presenta la misma imagen del descuido, de la ignorancia y de la ociosidad más reprensible43. El agravio de la ignorancia en que se habrían mantenido a los criollos es quizá el más reiterativo. Desde la conquista ha permanecido América en la barbarie y nunca ha dado un paso que la conduzca a hacer brillar el talento de sus gentes... Las artes se hallan en la infancia, no tenemos talleres, desconocemos las máquinas más necesarias y apenas logramos unos tejidos groseros que publican nuestra ignorancia... El labrador camina sobre las huellas que dejaron sus mayores. En trescientos años no hemos adelantado en nuestros conocimientos y parece que estos siglos sólo han corrido para avergonzarnos de nuestra ignorancia44. Se quejaban también los criollos insurrectos del estigma que sobre ellos recaía por el solo hecho de haber nacido en estas tierras, principio diferenciador que los condenaba a una situación de inferioridad y minusvalfa frente a los de origen hispánico. La nominación de criollos era para ellos vergonzante, una suerte «de pecado de origen» que los condenaba a la desigualdad, a la obediencia y que lesionaba su dignidad humana. El criollo o vocablos equivalentes, como «el mancebo de la tierra» o «el manchado de tierra», constituían el expediente mediante el cual se descalificaba a los nacidos en estas latitudes. Era una mancha, una marca, un estigma, una 42 Caldas, Francisco José, «Notas al cuadro físico de las regiones ecuatoriales de Alexander von Humboldt», en El semanario del Nuevo Reino de Granada, op., cit., pg.. 47 y ss. 43 Fermín de Vargas, Pedro, Pensamientos Políticos, op. cit. pg. 23 . 44 Herrera y Vergara, Ignacio, «Reflexiones de un americano imparcial al diputado de este reino de Granada para que las tenga presentes en su delicada misión», Santafé, septiembre 1 de 1809, en Cuervo, Antonio B., Colección de documentos inéditos sobre la geografía y la historia de Colombia, Bogotá, Imprenta del Vapor, 1891, Tomo IV, pp. 57 y ss .

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herida moral en torno a la cual fueron alentando resentimientos, odio y venganzas que se expresarían en los horrores de la guerra de independencia45. Este sentimiento de exclusión y de maltrato queda claramente expresado en el Catecismo del cura de Mompox: «los españoles siempre han considerado a los americanos como gentes de otra especie, inferiores a ellos, nacidos para obedecer y ser mandados como si fuésemos un rebaño de bestias»46. Ya lo habían expresado poco antes Camilo Torres y Frutos Joaquín Gutiérrez en un documento sobre los motivos de la revolución del 20 de julio: «bastaba ser americano para que no fuese atendido su mérito, para que fuese insultada su pretensión; bastaba nombrar a América para saber que se hablaba de un país donde las gentes, reducidas al estado servil, no eran libres sino para sembrar un poco de trigo y maíz y para criar y cebar ganado.»*1 Este sentimiento de exclusión y diferenciación se expresó también en la esfera de la representación política. Decían los criollos que no se les permitía acceder a los cargos públicos, a los puestos de responsabilidad en la administración, y consideraron indigna la participación, a su juicio demasiado reducida, que se les ofreció en la asamblea constituyente de Cádiz. Para completar este memorial de agravios y vejaciones, los criollos incorporaban en sus relatos las crueldades de la conquista, la forma violenta y el exceso de fuerza desplegado para sofocar la revolución de los comuneros en 1789 o a los autores de los pasquines y demás documentos antihispánicos en 1794, culminando con los horrores de la guerra a muerte desplegada durante la reconquista. La rivalidad que ha existido de tiempo inmemorial en América, se exaltó en 1794. En esta época desgraciada vio la capital y el reino lo más precisos de su juventud en los calabozos, vio gemir sobre la cama del tormento a sus hermanos, la esposa vio al esposo, el padre al hijo marchar con cadenas a la península. Este suelo se empapó con lágrimas de todos los americanos. Las prisiones de Naríño, de Azuero, de Rosillo y de otros inflamaron los ánimos hasta el punto que una palabra bastó para romper nuestro silencio el 20 de julio de 1810 48.

45 Javier Ocampo López trae una discusión interesante sobre los estigmas de Criollos y Chapetones durante la época de la independencia. Ver Ocampo López, Javier, op. cit. pp. 79 y ss. 46 Fernández Sotomayor, Juan, Catecismo de Instrucción Popular, op. cit. pg. 463. 47 Gutiérrez, Frutos Joaquín - Torres, Camilo, «Motivos que han obligado al Nuevo Reino de Granada a reasumir los derechos de soberanía, a remover las autoridades del antiguo gobierno e instalar una suprema junta bajo la dominación y el nombre de Fernando VII y con independencia del Consejo de Regencia», en Proceso histórico del 20 de julio -Documentos-, Bogotá, Banco de la República, 1960, pp. 210-219. 48 Caldas, Francisco José - Camacho, Joaquín, en Diario Político de Santafé de Bogotá, N°2, agosto 29 de 1810, en Biblioteca Nacional, Fondo Quijano Otero.

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El relato de los agravios, desplegado en tantas esferas de la actividad social y en contra de los más diversos sujetos que habitaban estas tierras, se convirtió, para bien o para mal, en el gran principio unificador de este universo tan heterogéneo. Todos parecían haber sido víctimas: ellos, sus antepasados y lo continuarían siendo sus hijos si no se sacudían la dominación hispánica. Este era quizá el único punto de convergencia con el cual todos los sujetos se podían identificar y encontrar en él un referente común. La condición de ofendidos, humillados y vilipendiados, es decir, el victimismo, se ponía por encima de las múltiples heterogeneidades sociales, de las diferencias culturales, de la fragmentación política, de la multiplicidad de sangres y de orígenes étnicos y contribuía eficazmente a crear una urdimbre identitaria para las ciudadanías de las cartas constitucionales y para la cohesión del demos. Son los agravios recibidos los que permiten que se constituya un referente de victimización, es decir, que los ciudadanos se autoperciban y se identifiquen como víctimas de un orden sustancialmente injusto, esencialmente opresivo y radicalmente excluyente contra el cual sólo cabe levantarse en armas, haciendo de la guerra y el uso de la fuerza, no sólo una opción entre otras para fundar sus derechos, sino algo necesario, inevitable y, sobre todo, justo: la única alternativa que tendrían las víctimas para instituir sus derechos ciudadanos. Mas el relato de los agravios cumplía también con otro requisito importante para la configuración del demos: era la trama poética para inducir el amor a la patria, el resentimiento contra quienes la vejan y la oprimen, la voluntad de otorgar la vida por ella y de tomar las armas para defenderla. Es decir, se abría el espacio al patriotismo, consolidando por esta vía el frágil republicanismo de las cartas constitucionales. Los relatos de la gran usurpación y los agravios sustituyeron cualquier otra narración identitaria, llenaron el vacío de una comunidad de origen y resolvieron la pregunta sobre quiénes somos de una manera problemática, pero convocante: somos las víctimas.

E L RELATO DE LA SANGRE DERRAMADA Y EL CIUDADANO EN ARMAS

Si el derecho de suelo había sido el argumento retórico para desconocer los derechos de conquista y reclamar la autodeterminación política y el relato de los agravios había permitido configurar una identidad victimista, fueron las narraciones sobre la sangre derramada realizadas durante el período de las guerras de independencia las que contribuyeron a resignificar la dimensión territorial de la nación y a consolidar la idea del patriotismo como principio articulador del demos. Ya no se trataba de argumentar sobre la permanencia secular en un mismo territorio, tal como lo hacía Bolívar en

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Colombia

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181449, sino que este suelo ancestral había sido bañado por la sangre de héroes, y esas sangres vertidas le otorgaban un nuevo sentido al espacio de la república. Un ejemplo de esta literatura poética puede verse en el siguiente texto. ¿Quién no recuerda los furores, la rapacidad, la insolencia, la sed de venganza de aquellos caníbales? Morillo era un Nerón y cada uno de sus soldados un Morillo. Ninguna clase de pueblo fue respetada.... La capital se cubrió de cadalsos, las cárceles públicas no alcanzaban para el número de presos hacinados en ellas... De allí se arrancaban los hijos de los brazos de sus padres para ser conducidos al patíbulo... A este espectáculo de sangre y muerte que se repetía en todas las provincias sucedieron una serie de insultos, violencias y depredaciones50.

De esta manera territorio, víctimas y sangre se complican en un mismo y único referente, y al republicanismo inicial se le adiciona la variante del patriotismo. La sangre derramada por el pueblo de la Gran Colombia durante las guerras de independencia es la que logra resignificar la noción de territorio y hacer de «los pueblos» un solo pueblo. Es decir, esta poética patriótica permite, por primera vez, ofrecer un horizonte nacional para las identidades políticas reacias a trascender los límites de las localidades. El despliegue de la guerra de independencia, la movilización de los ejércitos y de las guerrillas patrióticas y realistas de una región a otra a todo lo largo y ancho del viejo virreinato y más allá, las depredaciones y abusos de los ejércitos y los grupos armados en campaña, las sangres derramadas en los campos de batalla y en los cadalsos permitieron vaciar en los marcos abstractos del ius solis un territorio concreto y realmente existente. Pero éste no era ya el de pequeñas provincias yuxtapuestas y unidas por un débil pacto confederal. Era, ante todo, el espacio de la guerra: el resultado de la sangre derramada. Patria y república devienen una misma y única representación. La primera es el resultado de una vindicación, de un acto supremo de justicia, de una guerra magna y santa que regó el territorio de sangre de héroes e hizo posible que se instaurase la república. En la poética patriótica, los derechos ciudadanos y la nación serían impensables sin la patria. Con esa noción emocional se de-

49

Bolívar, Simón, Carta de Jamaica, op. cit. El texto citado se refiere a la llamada reconquista española, (1816) que dio al traste con las primeras repúblicas fundadas entre 1811 y 1815. A partir del año 1816 se inicia la guerra de independencia. Fernández Madrid, José, Exposición de José Fernández Madrid a sus compatriotas sobre su conducta política desde el 14 de mayo de 1816, Bogotá. Biblioteca Nacional. Fondo Pineda. 50

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signaba la concreción de un sistema político, el referente de un territorio propio y diferenciado de otros, el lugar de residencia de los ciudadanos, el ámbito de la comunidad política y el espacio de ejercicio de la ley. Es decir, la república se representaba en la patria y ésta se concretaba y le daba sentido a la primera. La nación se encarnaba en la patria y las poéticas del período se encargaron de promover la imagen de una nación trágica, heroica, salvífica, casi religiosa, pero muy eficaz a la hora de propiciar alguna forma de cohesión e integración del pueblo de la nación y de garantizar algún nivel de compromiso, lealtad y obediencia de los sujetos al orden republicano. Fray Diego Padilla, editor de Aviso al público, una pequeña gaceta que se editaba en Bogotá en tiempos de la independencia, exhortaba al patriotismo con las siguientes palabras: ¿Quién es el que puede vivir contento en una patria cautiva? ¿Quién puede verla amenazada y descansar tranquilo? El interés de la patria hace valientes a los mismos tímidos, solicita a los perezosos, vuelve elocuentes a los mudos y hace amigos a los contrarios. No hay pasión que no se sacrifique al interés común, no hay gloria que se codicie tanto como servir, como dar la vida por la salud y la seguridad de la patria51. Así como el relato de la sangre derramada contribuyó a resignificar el territorio de la república, lo mismo ocurrió con la noción de ciudadano virtuoso. Éste, además de sus deberes políticos en la esfera de la acción pública, debería ser un ciudadano patriota, dispuesto a entregar la vida para defenderla, un ciudadano en armas, un soldado que podía matar o morir por ella. Éste pasó a ser el verdadero ciudadano virtuoso, el que era capaz de portar armas e ir a la guerra. Pero quizá es en las primeras constituciones donde queda expresada de manera más directa la tesis del ciudadano en armas. En la Constitución de Antioquia de 1812, se señala lo siguiente: «Todo ciudadano es soldado o defensor de la patria en tanto que sea capaz de portar armas. Así nadie puede eximirse del servicio militar en las graves urgencias del Estado cuando peligra la libertad y la independencia... El individuo que no se hiciese escribir en la lista militar, no teniendo una excusa legítima, perderá los derechos ciudadanos por cuatro años»52.

51

Padilla, Fray Diego, Aviso al Público, noviembre 17 de 1810, citado en Martínez Godoy, Luis - Elias Ortiz, Sergio, El Periodismo en la Nueva Granada (1810-1811). Bogotá, Imprenta Nacional, 1965, pg. 417. Subrayado nuestro. 52 Constitución de Antioquia. 1812. Título VIII, De la fuerza armada, en Pombo, Manuel Antonio - Guerra, José Joaquín, Constituciones de Colombia, Tomo 1, op. cit. pg. 522. Iguales determinaciones se tomaron en las Constituciones de Cundinamarca, Tunja, Cartagena y Mariquita.

Identidad nacional en la Gran Colombia

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La imagen del demos que provee esta nueva retórica es aquél formado por los ciudadanos en armas. Ese es el pueblo virtuoso, el pueblo de la república sobre el que descansa ahora la soberanía del Estado y que termina confundiéndose con el ejército libertador, cuyos caudillos, para desarrollar su accionar bélico, acuden al recorte de las libertades y los derechos civiles, tan importantes para los intelectuales de la primera época, (1808-1812) en aras, según decían, de salvaguardar la república en peligro. El ciudadano en armas es una suerte de mixtura, de simbiosis entre pueblo y ejército, que queda claramente expresada en una carta que el general Bolívar le dirige a Francisco de Paula Santander en 1821. «Estos señores —refiriéndose a los intelectuales civiles— piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército, porque realmente está y porque ha conquistado este pueblo de manos de los tiranos; porque además es el pueblo que quiere, el pueblo que obra, el pueblo que puede; lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad, con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos»53. La imagen del ciudadano en armas y su identidad construida en los marcos del relato trágico de la usurpación, los agravios y la sangre derramada no fue una creación exclusiva de los intelectuales de la independencia en la Gran Colombia. De hecho, está presente en toda la América hispánica y acompaña por lo general los procesos de descolonización en el mundo moderno. Lo que habría que subrayar es que, para el caso colombiano, la narración patriótica fue prácticamente hegemónica durante casi un siglo, que otros relatos y narraciones nacionalitarias ensayados durante esa época y otros tantos proyectos culturales orientados a la búsqueda de la identidad no tuvieron el mismo espesor ni semejante capacidad movilizadora, y que la sucesión de guerras civiles y confrontaciones armadas del siglo xix mantuvieron vivas y en presente perpetuo las narraciones sobre la usurpación, los agravios y la sangre derramada, reconfigurando las imágenes del patriotismo y del ciudadano en armas y adecuándolas a las nuevas demandas de la acción política.

53 Bolívar, Simón, en Cartas del libertador, Caracas, Banco de Venezuela, Fundación Vicente Lecuona, 1964, Tomo II, pg. 354.

Las concepciones de la comunidad política en Centroamérica en tiempos de la independencia (1820-1823)*

Víctor Hugo Acuña Ortega El 15 de septiembre de 1821 las autoridades y notables de la ciudad capital de Guatemala, tras conocer la decisión de Chiapas de independizarse y acogerse al Plan de Iguala, y en el marco de una presión popular orquestada por algunos independentistas decididos, proclamaron la independencia de España e invitaron a los demás ayuntamientos y autoridades provinciales del Reino de Guatemala a pronunciarse en el mismo sentido y a congregarse en la capital en una asamblea que decidiese su futuro político. En las semanas siguientes las otras provincias del reino declararon también su independencia de España, pero, simultáneamente, plantearon la cuestión de la comunidad política a construir, al manifestar su voluntad de ser independientes de Guatemala y, muchas de ellas, su deseo de unirse al imperio mexicano. Con el 15 de septiembre de 1821 se inició un periodo en la historia política de Centroamérica marcado por la cuestión de la comunidad política a construir, de la nación a fundar, que se prolongó hasta bien entrado el siglo xix y en el que, no sin dificultades, de las antiguas provincias del Reino de Guatemala fueron surgiendo las actuales repúblicas de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. En este trabajo deseamos explorar las ideas de las elites centroamericanas de aquellos años en relación con la entidad política que pretendían construir. El tema nos interesa tanto por la peculiar emancipación de esa porción del imperio español como por la persistencia en el istmo, hasta el presente, de ambigüedades respecto al estatuto de sus comunidades políticas, ya que la cuestión del llamado unionismo nunca ha terminado de desaparecer y periódicamente revive.

* La primera versión de este trabajo fue preparada durante mi estadía como profesor invitado en la Université de Toulouse Le-Mirail, en el primer semestre de 1999, y fue discutida en el seminario del profesor Michel Bertrand de dicha universidad y en el seminario del profesor François-Xavier Guerra de la Universidad de Paris I. Dejo constancia de mi agradecimiento al profesor Bertrand y a todo el personal del GRAL y del IPEALT de Toulouse por el apoyo y las facilidades que me brindaron durante mi estadía.

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PECULIARIDADES DE LA INDEPENDENCIA DE CENTROAMÉRICA

El Reino de Guatemala permaneció fiel a su metrópoli hasta 1821. En esa porción del imperio no hubo ni movimientos juntistas ni guerras por la independencia. Esa es una de las peculiaridades de su proceso de emancipación1. No obstante, el periodo que se inició con la caída de la monarquía española no estuvo exento de incidentes. En efecto, en agosto de 1808, al conocerse la terrible noticia, las autoridades de Guatemala reafirmaron su adhesión a la monarquía y, a pesar de algunas insinuaciones del cabildo de la capital, no se estableció una junta. Enseguida, el Reino se sumó a los procesos electorales que culminaron con la reunión de las Cortes de Cádiz. Durante este periodo las elites de la capital iniciaron su aprendizaje práctico de la política moderna, pero sólo llegaron a manifestar su adhesión al constitucionalismo, sin expresar claramente una voluntad de independencia, salvo de parte de algunos pocos individuos. Durante los años de 181112 y 1814 hubo levantamientos populares en El Salvador y en Nicaragua que tuvieron ante todo un carácter antifiscal y contra las autoridades de origen peninsular, pero que reafirmaron su fidelidad a Fernando VII2. A fines de 1813, en Guatemala fue descubierto un grupo de personas que conspiraban en el convento de Belén y cuyo supuesto objetivo era derrocar a las autoridades españolas. En el periodo 1811-1818, la vida política del Reino y de su capital estuvo condicionada por el gobierno autoritario del Capitán General José Bustamante y Guerra. En esa etapa, las elites guatemaltecas disfrutaron primero los aires de libertad del proceso gaditano y luego padecieron la represión de Bustamante, tras el retorno de Fernando VII en 1814. La atmósfera cambió con la llegada del nuevo Capitán General Carlos de Urrutia en 1818 y, sobre todo, con el restablecimiento de la Constitución gaditana en 1820. Precisamente, en el periodo que va de mayo de 1820 a septiembre de 1821 se sitúa la coyuntura de la independencia de Centroamérica, que se prolongó hasta 1823, etapa en la cual el viejo Reino primero se anexó al imperio mexicano para luego finalmente constituirse en nación mediante la fundación de las Provincias Unidas del Centro de América en julio de 1823 y la promulgación de su Constitución en 18243.

1

Hamnett, Bryan R., «Process and pattern: a re-examination of the Ibero-american independence movements, 1808-1826», en Journal of Latín American Studies, 29 (1997), pp. 279-328. 2 García, Miguel Angel, «Procesos por infidencia contra los proceres salvadoreños de la independencia de Centromérica desde 1811 hasta 1818», en Diccionario histórico enciclopédico de la República de El Salvador, Tomo I, San Salvador, Imprenta Nacional, 1940. Turcios, Roberto, Los primeros patriotas. San Salvador 1811, San Salvador, Ediciones Tendencias, 1995. 3 Rodríguez, Mario, El experimento de Cádiz en Centroamérica, 1808-1826, México, Fondo de Cultura Económica, 1984.

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La independencia del Reino de Guatemala fue en última instancia la consecuencia del proceso independentista de la Nueva España encabezado por Agustín de Iturbide. En este sentido, durante los años 1820-21 las elites centroamericanas estuvieron en una posición de espera frente a lo que acontecía al lado. Dichas elites carecían tanto de la fuerza como de la voluntad para emprender por ellas mismas la decisión de hacerse independientes. En esta actitud irresoluta se mezclaba tanto el temor a la movilización popular incontrolada como el supuesto de que el Reino no era una entidad política viable, valoración que estuvo presente en la decisión de la anexión a México en 1822. La ausencia de una verdadera movilización popular es otra de las peculiaridades de la independencia centroamericana4. El proceso de la capital y el de las provincias fue un asunto esencialmente de elites urbanas que movilizaron de manera limitada a algunos de sus pobladores, en particular los artesanos y las llamadas castas. En suma, la independencia del Reino de Guatemala fue políticamente cauta y socialmente conservadora. Tal circunstancia permitió que en los primeros días de la independencia se subrayara su carácter pacífico como una peculiaridad de la región frente al resto de la América española. No obstante, no pasó mucho tiempo antes de que la cuestión de la comunidad política a construir se tornara en fuente permanente de conflicto. Así, la independencia fue pacífica, pero el tránsito a la vida republicana estuvo, por el contrario, jalonado de desgarros.

FUENTES Y METODOLOGÍA

En el intento de conocer las ideas sobre la comunidad política en tiempos de la independencia hemos recurrido, como fuente principal, a dos semanarios que se publicaron en Guatemala gracias al restablecimiento de la Constitución en 1820. Se trata de El Editor Constitucional, luego denominado El Genio de la Libertad, editado por Pedro Molina con el apoyo de un grupo de personas claramente favorables a la independencia5. Dicha publicación circuló entre julio de 1820 y septiembre de 1821. El otro semanario consultado es El Amigo de la Patria, editado por José Cecilio del Valle, de ideas más moderadas y, hasta septiembre de 1821, menos claramente favorable a la independencia. Este impreso circuló entre octubre de 1820 y marzo de 18226.

4

Una interpretación opuesta a la nuestra sobre el proceso de independencia se encuentra en Pinto Soria, Julio César, Centroamérica de la colonia al Estado nacional (1800-1840), Guatemala, Editorial Universitaria de Guatemala, 1986. 5 Escritos del Doctor Pedro Molina. El Editor Constitucional, Guatemala, Editorial «José de Pineda Ibarra», 1969 (segunda edición), 3 vol. (paginación continua), 876 p. 6 Escritos del Licenciado José Cecilio del Valle. El Amigo de la Patria, Guatemala, Editorial «José de Pineda Ibarra», 1969, 2 vol., 315 pp. y 247 pp.

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Las fuentes indicadas han sido complementadas con los testimonios de dos protagonistas de la independencia, Manuel Montúfar y Coronado, uno de los redactores del periódico de Molina, Manuel José Arce, líder de los movimientos salvadoreños de 1811 y 1814 y primer presidente de la Federación, y con la del que es considerado el primer historiador del istmo, Alejandro Marure7. También hemos utilizado una colección de documentos del periodo en estudio preparada por el historiador Carlos Meléndez y el útil apéndice documental del libro sobre la independencia del historiador Jorge Luján 8 . La metodología que hemos adoptado es básicamente «artesanal» como diría Pierre Vilar9, ya que nos hemos limitado a leer los documentos, buscando los temas de nuestro interés, y no hemos pretendido hacer un trabajo de tipo cuantitativo o un análisis de tipo lingüístico de los textos. Simplemente hemos leído los periódicos con la mayor atención. La aplicación de métodos lingüísticos complejos a textos históricos estaba fuera de nuestros propósitos y posibilidades. De todas maneras, según algunos balances recientes, su utilidad para responder las preguntas de los historiadores sigue siendo reducida y dista mucho de ser totalmente evidente10.

PROBLEMÁTICA DEL TRABAJO

Nuestra problemática general gira alrededor de la construcción o, más bien, de la apropiación de las elites centroamericanas de la idea de nación en el siglo xix. Sabemos que durante la mayor parte de esa centuria la idea de nación en el istmo y, en general, en América Latina, era predominantemente po7

Montúfar y Coronado, Manuel (1791-1844), Memorias para la historia de la revolución de Centroamérica (Memorias de Jalapa) Recuerdos y anécdotas, Guatemala, Ministerio de Educación Pública, 1963, (1832), 2 vol., 397 pp. Arce, Manuel José (1786-1847), Memoria del General Manuel José Arce, Primer Presidente de Centroamérica, comentada por el Doctor Modesto Barrios, San Salvador, Publicaciones del Comité Pro-Centenario Arce, 1947, (1830), 224 pp. Marure, Alejandro (1806-1851), Bosquejo histórico de las revoluciones de Centroamérica, desde 1811 hasta 1834, Guatemala, Ministerio de Educación Pública, 1960, (1837-1839), 2 vol., 704 pp. 8 Luján Muñoz, Jorge, La independencia y la anexión de Centroamérica a México, Guatemala, Serviprensa centroamericana, 1982; Mélendez, Carlos (ed.), Textos fundamentales de la independencia centroamericana, San José, Educa, 1971. 9 Vilar utiliza esa fórmula en su artículo «Patria y nación en el vocabulario de la guerra de la independencia española», incluido en su libro Hidalgos, amotinados y guerrilleros. Pueblos y poderes en la historia de España, Barcelona, Editorial Crítica, 1982, pp. 211-252. 10 Próst, Antoine «Les mots», in, Rémond Rene (ed.) Pour une histoire politique, París, Éditions du Seuil, 1996, pp. 255-285, quien hace un balance crítico. Un estudio que utiliza métodos elaborados y que es próximo de las preocupaciones del nuestro es el de Goldman, Noemí - Souto, Norma, «De los usos de los conceptos de nación y la formación del espacio público en el Río de la Plata (1810-1827)», Secuencia, 37, (enero-abril 1997): pp. 35-56.

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lítica: la nación era concebida simplemente como la comunidad de ciudadanos, sin entrar en consideraciones de tipo étnico o cultural". También sabemos que durante la primera mitad del siglo xix el término de nación estaba reservado para designar a Centroamérica en su conjunto. Fue sólo después de 1850 cuando las elites políticas e intelectuales empezaron a utilizar la categoría de nación para nombrar a la comunidad política surgida de las provincias del antiguo Reino de Guatemala y de los Estados de la desaparecida Federación Centroamericana (1823-1838). Se podría decir que hubo un corrimiento de la idea de nación desde la Patria Grande hacia las patrias chicas12. Nuestras preguntas más específicas giran alrededor del problema de la idea de nación en Centroamérica en la etapa que va desde la nueva puesta en vigor de la Constitución de Cádiz en 1820 hasta la apertura de la asamblea nacional constituyente de las Provincias Unidas del Centro de América en 1823. Estas son nuestras preguntas: ¿cuál fue el recorrido desde la concepción de la nación, como conjunto de la monarquía española, hasta la nación como Guatemala o Centroamérica?; desde el punto de vista social, ¿cuál era la comunidad política, es decir, los grupos que integraban la nación?; desde el punto de vista político e ideológico, ¿cuáles eran las divisiones de la comunidad política?; ¿cómo se concebía la unidad de la comunidad política?; ¿tenía Centroamérica o Guatemala características o rasgos específicos?; ¿por qué llegó a ser considerada legítima la emancipación y cuál era el tipo de independencia que las elites deseaban? Con tales preguntas en mente realizaremos un recorrido por algunos de los conceptos referentes a la comunidad política utilizados por las elites centroamericanas en la coyuntura de 1820-1823.

L A NACIÓN Y LA PATRIA

En aquella época en Centroamérica, como en Europa y en América, la patria es el lugar donde se nace, mientras que la nación, como ya se dijo, es

11

«Los líderes políticos rioplatenses de las dos primeras décadas posteriores a 1810 utilizaban un lenguaje en el que estaban ausentes los presupuestos románticos implícitos en el concepto de nacionalidad y se regían por la lógica racionalista del contractualismo heredado del siglo xvin. Consideraban que la unión política —Estado— que pretendían organizar con nombre de nación no era fruto de un imperativo del pasado, sino de negociaciones regidas por el principio de la conveniencia mutua, con concesiones recíprocas y formas contractuales», Chiaramonte, José Carlos «¿Provincias o Estados?: los orígenes del federalismo rioplatense», en, Guerra, François-Xavier, Revoluciones hispánicas, independencias americanas y liberalismo español, Madrid, Editorial Complutense, 1995, pp. 192-93. 12 Taracena, Arturo y Jean Piel (comps.), Identidades nacionales y Estado moderno en Centroamérica, San José, EUCR, 1995.

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el conjunto de los ciudadanos. Sin embargo, la patria y la nación específicas cambian durante esta etapa13. La patria En la coyuntura abierta por el colapso de la monarquía española y por el inicio de las luchas independentistas, las definiciones de ciertos términos se convirtieron en asuntos de mucha importancia. Así, el Capitán General José Bustamante y Guerra, en un manifiesto que dirigió a sus gobernados poco después de asumir el mando en 1811, se permitió hacer las siguientes reflexiones a propósito del término «patria»: Confunde el vulgo las palabras patria y país, patriotismo y paisanaje. Cariño merece el país en que se nace, en que se forma la razón, en que toma el espíritu las impresiones más duraderas. Pero cuán distinto es el lato y verdadero amor a la Patria, que se comprende todos los pueblos unidos por los mismos vínculos sociales, todos los que tenemos una Religión, un Rey, una ley, unas costumbres, una voluntad, y un carácter que nos distingue del resto de los pueblos. Patria es de los españoles todo lugar de la tierra, poblado por sus ínclitos mayores, habitado por sus dignos descendientes, gobernado y defendido por sus leyes, santas en su esencia, desfiguradas u olvidadas por los actos homicidas del despotismo. Para el buen Español no hay distinción de reinos, ni de provincias en el vasto ámbito de la Monarquía: ama el Estado, que es su conjunto indivisible; ama en grado igual cada una de sus partes, de cuyo bien resulta el del todo, no pudiendo darse prosperidad, o bien público, que no sea un compuesto de los particulares bienes de todos sus individuosH. Es evidente en este texto la intención de Bustamante de ligar la idea de patria al conjunto de la monarquía española como mecanismo emotivo para 13 La formación del patriotismo de los criollos guatemaltecos en la época colonial ha sido abordado en varios estudios. Véase Martínez Pelaéz, Severo, La patria del criollo. Guatemala, Editorial Universitaria, 1971; Saint-Lu, André, Condition coloniale et conscience créole au Guatemala, París, Presses Universitaires de France, 1970 ; Brading, David, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, en particular pp, 337-341; García Laguardia, Jorge Mario, Orígenes de la democracia constitucional en Centroamérica, San José, EDUCA, 1971. 14 El Presidente Gobernador y Capitán General de Guatemala, D. José de Bustamante y Guerra, a todas las autoridades y habitantes del Reyno de su mando, Guatemala, 13 de abril de 1811, pg. 5. Tuve conocimiento de este texto en el artículo de Timothy P. Hawkings, «José de Bustamante and the preservation of empire in Central America, 1811-1818», Colonial Latín American Historical Review, 4, 4 (1995): pp. 439-463, y obtuve copia del documento original gracias a la gentileza de Guillermo Náñez Falcón, director de la Biblioteca Latinoamericana de la Universidad de Tulane, Nueva Orleans.

Las concepciones

de la comunidad

política.

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obtener el consentimiento de sus gobernados y su sometimiento a la corona en un momento especialmente difícil, tanto en la metrópoli como en América 15 . En el periodo en estudio, la patria, a diferencia de lo que deseaba Bustamante, podía ser América, Guatemala, la provincia o la ciudad donde se había nacido. Tal vez se podría adelantar la hipótesis de que en 1821, las personas más favorables a la independencia absoluta estimaban que su patria era Guatemala, mientras que para aquellos favorables a la anexión a México, la patria era toda la América. En diciembre de 1820, un articulista del Editor Constitucional decía: «La patria es el lugar en que nacemos.», pensando en Guatemala 16 . Valle, por su parte, en 1822, antes de partir como diputado centroamericano ante el congreso mexicano, se expresaba en su semanario en los siguientes términos: La América será desde hoy mi ocupación exclusiva. América de día cuando escriba, América de noche cuando piense. El estudio más digno de un americano es la América. En este suelo nacimos. Este suelo es nuestra patria}1.

Se puede afirmar que en el momento de la independencia la patria se localiza en algún lugar de América y, luego del fracaso de la anexión al imperio mexicano, ésta se encontrará en algún lugar en Centroamérica. No es casual que en abril de 1823, tras la caída de Iturbide, Valle, dirigiéndose a los diputados mexicanos, hablara de «Guatemala, mi patria amada» 18 . La nación No obstante, debemos decir que a partir de 1808, y sobre todo cuando se inicia el proceso gaditano, en Guatemala, como en el resto de América, como ya ha sido ampliamente documentado por el historiador FrançoisXavier Guerra, cuando se habla de nación se piensa en el conjunto de la monarquía española 19 . La nación española es el conjunto de los individuos re-

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En 1811, Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán y opositor acérrimo de la insurgencia iniciada por el padre Hidalgo, también decía que era equivocado creer que la patria era una ciudad o una provincia, ya que ella era «toda la nación española»; citado por Brading, op. cit., pg. 614. 16 Editor Constitucional, pg. 334. 17 El Amigo de la Patria, op. cit., pg. 237. 18 Don José del Valle presenta al Congreso Constituyente de México una amplia exposición sobre la nulidad de la unión de Guatemala y pide que se retiren las tropas al mando de Filísola, 12 de abril de 1823, Luján, op. cit., pg. 211. " Guerra, François-Xavier, Modernidad e independencias, Madrid, Editorial MAPFRE, 1992. Véase también Demélas-Bohy, Marie Danielle - Guerra, François-Xavier, «Un procès-

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sidentes en Europa y en América. Esta es la perspectiva de uno de los documentos más importantes producidos en Guatemala durante el proceso gaditano, las «Instrucciones» del Ayuntamiento de Guatemala para el diputado Antonio Larrazábal20. En agosto de 1820, en el Editor Constitucional, en un artículo en donde se comparaban al «liberal» y al «servil», es claro que se habla de la «nación española»: El liberal verdadero, siempre lleno de un notable ardor por el bien general, quiere que todos los hombres sean libres y no divide los intereses de una nación por razones de Estado y tanto procura las instituciones útiles para España como para América21.

En el momento del restablecimiento de la Constitución en 1820 la nación era concebida como la asociación de los españoles que habitaban en los dos hemisferios. En julio de 1821, cuando en el periódico de Molina se empezaba a plantear más claramente la independencia, se propuso como solución la confederación entre España y las Américas22. Como se observa, la idea de nación va a sufrir un corrimiento en el bienio de 1820-21 del conjunto de la monarquía hacía América y Guatemala. Así, el 15 de septiembre de 1821, día que se proclamó la independencia en la ciudad de Guatemala, El Genio de la Libertad afirmaba jubilosamente: Guatemala se ha elevado al rango de nación (...) ¡Pueblos de todo el Estado de Guatemala! [...] constituyámonos, reunámonos en la primera asamblea de hombres libres que ve en su seno Guatemala; constituyámonos y aparezcamos al mundo como nación después de haber sido provincia infeliz de España23.

Este texto muestra claramente que la nación emana de una voluntad política sobre todo, antes que de una experiencia histórica o de una identidad preexistente. Por eso es posible el corrimiento de la idea de nación del con-

sus révolutionnaire méconnu: l'adoption des formes représentatives modernes en Espagne et en Amérique (1808-1810)» Caravelle, 60 (1993): pp. 5-57. 20 «Instrucciones para la Constitución de la monarquía española y su gobierno» (1811), Anales de la Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala, XVIII, 1-2 (1941). El tema de la concepción de nación durante el proceso gaditano es analizado en detalle en Chust, Manuel, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz (1810-1814), Valencia, Fundación Instituto Historia Social, 1999. 21 Editor Constitucional, pg. 32 22 Anthony Pagden recuerda que el Conde de Aranda hizo una proposición de esa índole al Rey Carlos III, en idem, Señores de todo el mundo. Ideologías del imperio en España, Inglaterra y Francia. Barcelona, Ediciones Península, 1997, pp. 246-247. 23 El Genio de la Libertad, pp. 803 y 805.

Las concepciones de la comunidad política...

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junto de la monarquía a una de sus partes, Guatemala, o como pronto comenzará a denominarse, a Centroamérica24.

L A FUENTE DE LEGITIMIDAD O NECESIDAD DE LA NUEVA NACIÓN

La necesidad de la emancipación de la América española y de Guatemala en particular no surge de la existencia de diferencias culturales o étnicas entre las colonias y su metrópoli, sino más bien de condiciones físicas o espaciales, es decir, de la circunstancia de que el gobierno metropolitano se encuentra muy lejano de los territorios del Nuevo Mundo. La distancia en relación con la península es la base de la legitimidad americana para tener su propio gobierno y para ejercer la soberanía de la nación. Veamos el razonamiento de Valle en noviembre de 1821, luego de proclamada la independencia: El movimiento, que en lo político es comunicativo como en lo físico, se propagó del antiguo al nuevo continente. Yo también soy hombre, dijo al fin el modesto y sensible americano. Yo también he recibido de la naturaleza los derechos que ha sabido defender el europeo. [...] Aquende y allende del océano, separados por montañas o divididos por lagos o ríos, todos somos individuos de una misma especie: iguales y libres por naturaleza. Si el europeo, habitante del antiguo mundo, resiste ser administrado por Gobierno establecido en el nuevo [...] si unos y otros han creído imposible ser bien regidos por un Gobierno distante de sus hogares, los Americanos tenemos iguales derechos para dar el mismo grito y publicar la misma opinión. La voluntad es la base de los pactos que someten a un hombre al poder de otro hombre, y jamás ha debido suponerse en los Americanos la de estar sujetos a un Gobierno tan lejano25. He aquí, por su parte, el punto de vista del semanario de Molina, expresado en junio de 1821, antes de la Independencia. La marina ha inventado puentes movibles de comunicación entre los países más distantes, separados por el océano, y ha trasplantado el etíope a la Siberia y el sueco a Buenos Aires. De esta suerte, las naciones encuentran a sus hijos hasta en las antípodas del país que los

24

Estos desplazamientos son estudiados de manera muy esclarecedora para el Río de la Plata en Chiaramonte, José Carlos, «Formas de identidad en el Río de la Plata luego de 1810», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. E. Ravignani», 111,1, (1989): pp. 71-92. 25 El Amigo de la Patria, II, pp. 181-82.

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vio nacer. De la misma suerte enjambres de hombres, nacidos en Europa, han intentado poblar las otras partes del mundo. No son otra cosa las colonias. La religión, la lengua y las costumbres se han transportado con ellas a países distantes, y este triple lazo ha sido siempre muy poderoso para que hayan podido desunirse del todo de sus metrópolis. Pero el gobierno...¿Me atreveré a pronunciar tal paradoja? El gobierno es el único motivo que las ha impelido a separarse de ellas26.

Tras citar al propio redactor del Amigo de la Patria, que argumenta que no es posible gobernar adecuadamente «espacios inmensos», el artículo continúa: La política, la generosidad, la justicia de las metrópolis alcanza poco a los países distantes, en que los males se hacen efectivos por las órdenes oscuras, no adecuadas y contradictorias que emanan del gobierno; o por la ignorancia y pasiones de los que mandan y de los que creen tener derecho a imperar de absolutos sobre los indígenas de ellos21.

En consecuencia, es claro que la distancia imposibilita que una metrópoli pueda gobernar o asegurar «la felicidad pública» de sus colonias, y tal circunstancia brinda los fundamentos de legitimidad para que las colonias deseen y decidan gobernarse por sí mismas. Estas ideas, compartidas tanto por Molina como por Valle, no eran originales, sino que estaban en la mente de todos aquellos que deseaban la emancipación de la América española. En 1811, fray Servando Teresa de Mier escribía: «por la ley de los mares y las distancias la América no puede pertenecer sino a sí misma»28. Tales argumentos los habían tomado los americanos de los críticos ilustrados de los imperios europeos. No es un azar que en el texto arriba citado del semanario de Molina se haga referencia en varias ocasiones a los escritos del abate de Pradt29. Para estos críticos, como Raynal y Price30, los imperios demasiado extensos no podían asegurar la «felicidad pública» y el destino de sus colonias era forzosamente la emancipación31.

26

Editor Constitucional, pg. 632. op. cit., pg. 633. 28 Brading, op. cit., pg. 639. 29 En mayo de 1821, el impreso de Molina publicó un artículo sobre la obra del abate de Pradt, Editor Constitucional, pp. 560-62. 30 A partir de junio de 1821, y hasta setiembre de ese año, el semanario de Molina publicó por entregas un fragmento de una de las obras de Richard Price. " Pagden, op. cit., capítulos 6 y 7. 27

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La argumentación de la distancia aparecerá de nuevo en los debates alrededor de la creación de la Federación, tras la fallida anexión al imperio de Iturbide. Así, por ejemplo, en 1823 Valle defendía el derecho de Guatemala a ser independiente argumentando que, como parte de México, «sería la provincia de un Estado inmenso que por su inmensidad no podría ser bien gobernada.» Luego agregaba, apoyándose en Montesquieu, «la extensión de un Estado debe ser proporcionada a la energía de que sea capaz su gobierno. En un territorio inmenso es muy difícil mantener el orden en lo interior y repeler las agresiones en lo exterior.» Por último, concluía Valle estableciendo un paralelismo entre la situación de 1821 y la de 1823: Guatemala, viéndose agregada a México precisamente en los momentos en los que comenzaba a ser nación independiente, viéndose sujeta a un gobierno distante en los mismos días en que se separó de España por la distancia, comenzará a meditar planes de independencia de México, así como supo formarlos de independencia de Madrid 32.

En fin, respecto a esta cuestión, es sumamente relevante uno de los considerandos justificativos del decreto de creación de las Provincias Unidas del Centro de América: Que la naturaleza misma resiste la dependencia de esta parte del globo separado por un océano inmenso de la que fue su metrópoli, y con la cual le es imposible mantener la inmediata y frecuente comunicación, indispensable entre los pueblos que forman un solo Estado33.

Tal vez tenga un valor simbólico recordar que un retrato del abate de Pradt, junto con el de Bolívar y el del padre las Casas, fue instalado en la sala de sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente de la República Federal Centroamericana34.

32 «Don José del Valle presenta al Congreso Constituyente de México ...», Luján, op cit. pp. 223-224. 33 «Decreto de independencia absoluta de las Provincias Unidas del Centro de América, 1 de julio de 1823», Luján, op. cit., pg. 252. 34 García Laguardia, Jorge Mario, «De Bayona a la República Federal. Los primeros documentos constitucionales de Centroamérica», en Soberanes, J.L., El primer constitucionalismo iberoamericano. Madrid, Marcial Pons, 1992, pp. 57-58. El abate francés Dominique Dufour de Pradt (1759-1837) escribió varias obras anticolonialistas que tuvieron una gran influencia sobre los líderes independentistas hispanoamericanos; entre ellas, Las tres edades de las colonias, publicada en 1801; Brading, op. cit., pp. 600-602.

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LAS SEÑAS DE IDENTIDAD DE GUATEMALA

Recordemos, en primer lugar, que el nombre de Guatemala simultáneamente remitía a una ciudad, a una provincia y a un Reino. Como ya se dijo, el nombre de Centroamérica apareció después de 1821 y sólo se impuso tras la fundación de la federación en 182435. En todo caso, si nos referimos al reino, podemos decir que Guatemala no era un conjunto cultural o histórico, sino más bien una realidad geográfica o, más exactamente, geopolítica. Guatemala sería en futuro tan alegre la provincia que gozaría más bienes por que es la provincia del centro, la que creo el Autor de la naturaleza en medio de las dos Américas, entre los dos océanos que la circunda36.

La cualidad más manifiesta del Reino es la que se expresa por el lugar que ocupa en el planeta: entre mares, entre continentes. Agreguemos, para recordar algo ya señalado, que aquí Valle llama provincia al conjunto centroamericano, tal vez porque para él Guatemala es una parte de América. La opinión del editor de El Amigo de la Patria es compartida por el editor del semanario rival. Esta es su perspectiva dos días después de proclamada la independencia: El país de Guatemala, independiente, por su naturaleza, extensión y situación geográfica es felicísimo. Su angostura en medio de los mares no parece sino un istmo prolongado entre una y otra América. Sus costas ofrecen puertos muchos y cómodos a las naciones todas del universo. Sus producciones naturales tan numerosas como apreciables lo harán en breve el emporio de un comercio universal. Solo le faltaba un gobierno liberal37.

Con esta misma argumentación se defenderá en 1823 la posibilidad de constituir Centroamérica como nación. Así, por ejemplo, se expresaba el Ayuntamiento de Guatemala ese año: Los mares por los lados y los montes por las extremidades del Reino de Guatemala están demarcando con mojones indestructibles que el

35

El nombre Provincias Unidas de Centroamérica está inspirado en la independencia de los Países Bajos y en el de las provincias del Río de la Plata, según un autor que intenta hacer la historia de esa denominación; véase Townsend Escurra, Andrés, Las provincias unidas de Centroamérica: fundación de la república, San José, Editorial Costa Rica, 1973, pp. 24, 39. 36 El Amigo de la Patria, II, pg. 96. 37 El Genio de la Libertad, pg. 767.

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territorio comprendido entre ellos está destinado para un estado independiente3*. Para Montúfar y Coronado, Centroamérica era «el país más bien situado del continente americano, el que más dones debe a la naturaleza». Además de esta especie de tesoro constituido por la situación ístmica, las elites de la independencia exaltaban la fertilidad de las tierras y la bondad y la diversidad del clima de la región, a pesar de reconocer que era una de las partes más pobres de la América española39. Empero, su futuro estaba dado por la naturaleza, es decir, por la posibilidad de construir un canal interoceánico que haría de ella el centro del mundo.

EL PAISAJE SOCIAL DE LA COMUNIDAD POLÍTICA

En esta sección no nos interesa volver al tema de las características económicas y sociales de las elites políticas centroamericanas en tiempos de la independencia, sino referirnos a los sectores de las clases populares que eran «invitados» a participar en los torneos de las clases dirigentes, en particular en el momento de los procesos electorales, o a aquellos cuya presencia se consideraba indispensable en la constitución de la comunidad política. Durante el periodo en estudio, dos grupos son visibles en los discursos de las elites: los artesanos, que tienden a identificarse con las castas, pardos o mulatos que parecen formar una masa movilizable, y los indígenas, que son el grupo mayoritario de la población40. Los artesanos Los artesanos de la capital y de las ciudades de provincias parecen ser considerados naturalmente como ciudadanos, más allá del círculo reducido de las gentes que hacen política. Es posible que el contacto con las elites en los espacios urbanos haya facilitado una actitud de deferencia e imitación de éstos hacia ellas y una cierta actitud paternalista de ellas hacia éstos. En 38 «El Ayuntamiento de Guatemala a los pueblos y provincias del Reino» (1823), Townsend, op. cit., pg. 54. 39 Montúfar y Coronado, op. cit., pg. 346. 40 Como se sabe, la Constitución de 1812 denegó la ciudadanía a las personas que tuvieran algún origen africano. Esta exclusión intentó aplicarse a algunos artesanos en Centroamérica en 1820. Las elites se oponían a esa discriminación porque reducía de manera notoria el número de ciudadanos en América y, por tanto, la cantidad de sus representantes ante las Cortes en España. La confusión entre artesanos y mulatos y el intento de excluirlos de los procesos electorales se presentó en San Miguel, Comayagua y Choluteca; véase Editor Constitucional, pp. 486-87.

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todo caso, a partir de las primeras elecciones vinculadas al proceso gaditano, las elites buscaron el voto de los artesanos urbanos. No obstante, las actitudes frente a los artesanos por parte de las elites eran ambivalentes, ya que su voluntad de integrarlos se mezclaba con una cierta desconfianza. La cuestión del comercio libre y del contrabando marcó los conflictos sociales, políticos e ideológicos en el reino desde inicios del siglo xix, y en ella tuvieron un papel los artesanos, especialmente los tejedores, que se sentían perjudicados por la invasión de mercancías extranjeras. En esos mismos años el problema de los artesanos fue objeto de distintas reflexiones, tanto por parte del Ayuntamiento de Guatemala como del Consulado y es interesante señalar que en 1811, en los inicios de su mandato, Bustamante y Guerra prometió hacer una reforma de los gremios con el fin de mejorar las costumbres de los artesanos41. Es claro que para Valle y su círculo los artesanos eran una importante clientela electoral, precisamente la que haría posible su triunfo en las elecciones en Guatemala en 1820, gracias a su condena de la importación de textiles extranjeros. Tras las elecciones de diciembre de 1820, el Amigo de la Patria se expresaba en los siguientes términos: El pintor, el escultor, el músico, el texedor no son ya hombres envilecidos por la preocupación. Son ciudadanos, han sido compromisarios, son electores, depositarios de la confianza del pueblo41.

También en las páginas del semanario de Molina se debatió el tema del comercio con los extranjeros y los prejuicios que acarreaba a los artesanos. Empero, en dicha publicación terminó prevaleciendo la tesis favorable al libre comercio. No obstante, también el partido que este periódico representaba intentó conseguir el favor de los menestrales. Así, en un artículo publicado en la coyuntura electoral de diciembre de 1820, se hizo su elogio y se insistió en que debían ser integrados a la vida política. En Guatemala principalmente merecen nuestros artesanos ocupar un rango distinguido en la sociedad. Sus costumbres son morales e íntegras; su ingenio es notorio, especialmente en las obras de imitación. Nuestra sabia Constitución les reintegra todos los honores de que siempre fueron privados.

El articulista concluía con la siguiente exhortación:

41 42

Bustamante, op. cit., pp. 8-9. El Amigo de la Patria, I, pp. 133-34.

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Conciudadanos, no basta con verlos como iguales, aunque lo son en efecto: es necesario comunicar con ellos. Si carecen de instrucción, procurársela, admitirlos a nuestras tareas literarias, a nuestras tertulias, diversiones y paseos; ocupen dignamente los que lo merecen los empleos de la república43. Los artesanos honorables eran percibidos en el impreso de Molina como un posible relevo entre las elites y el populacho, como intermediarios y educadores de la plebe. Tenemos entre nosotros artesanos capaces de entender la Constitución y de explicarla del mejor modo. Recomiéndeseles la enseñanza de sus principales puntos, de aquéllos cuya inteligencia es más necesaria al pueblo. Cada uno en su taller podrá darla a sus menestrales, y éstos la difundirán entre los demás44. A pesar de la invitación a gozar de la vida ciudadana, los artesanos eran advertidos por el Editor Constitucional de no excederse con la idea de igualdad y conminados a saber mantenerse en su lugar. No debían olvidar que la única posible era la igualdad ante la ley, es decir, la igualdad civil, no ninguna malentendida igualdad social. Esta [la naturaleza] dio a todos los hombres el mismo origen y los mismos bienes, mas no les armó de iguales fuerzas ni de igual perspicacia y actividad. Lo primero establece el derecho de la igualdad más perfecta y lo segundo persuade que nunca podrán ser iguales en la fuerza física, en los talentos y en las ventajas que uno y otro proporcionan. De aquí se deduce que la igualdad civil, o delante de la ley, no puede ser otra cosa que la protección igual de que deben gozar indistintamente todos los ciudadanos bajo el imperio de las leyes45. La ambigüedad de las elites en relación con los artesanos no sólo se refería a su potencial desborde en el nuevo marco político creado por la Constitución y luego por la independencia, sino también por su conducta irresponsable tanto en el trabajo como fuera de él. Parece que ocupado el artesano en un continuo trabajo debería ser el más exento de los vicios que engendra la ociosidad. Entre nosotros no solo descansa el día festivo, entregándose a diversiones

43 44 45

Editor Constitucional, pg. 325. ibid., pg. 386. ibid., pg. 363.

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clandestinas, a la embriaguez y disolución en lugares ocultos y sospechosos, sino que continúa en estos desórdenes el lunes de la semana. Si los desarreglos que se permite entonces no le han conducido al hospital o llevado a la prisión, abre su taller el martes. Fácil es figurarse la disposición en que emprenderá sus trabajos. Los excesos de todo género debilitan las fuerzas del ánimo. Y sin éste no puede el hombre entregarse a ocupación alguna, seria o laboriosa. De aquí proviene la falta de exactitud, así en el trabajo material de las obras, como en su entrega46.

Había, pues, en las elites de la independencia un discurso moralizador en relación con los sectores artesanales. No se rechazaba la conveniencia de que fuesen ciudadanos, pero se estimaba que para ello era necesario que mejoraran sus hábitos de trabajo y sus costumbres. Los

indígenas

Los indígenas eran ciudadanos según la Constitución de 1812 y de esa definición se derivaban dos cuestiones: en primer lugar, no podían ser considerados como menores de edad y su estatuto particular de origen colonial debía desaparecer; en segundo lugar, debían ser integrados a la vida de la comunidad política, pero para ello era necesario «civilizarlos». En este sentido, no es posible hablar de una voluntad de exclusión o de una actitud racista hacia los indígenas de parte de las elites que vivieron la independencia y el nacimiento de la Federación. Para esas elites era posible «llevar las luces del siglo» al mundo indígena. Obviamente, su punto de partida era la convicción de la superioridad de la cultura ilustrada sobre la cultura indígena. En el caso de José Cecilio del Valle47, su voluntad de integrar a la población indígena y su deseo de que se mezclara con otros grupos mediante el mestizaje son muy claros antes y después de la independencia:

46

Editor Constitucional, pg. 181. Hay en los escritos de Valle un programa claro de integración de la población indígena por medio del mestizaje racial y cultural. Según Valle, dicho programa debía incluir los siguientes criterios: «la ilustración de todas las clases, especialmente los indios y ladinos; (...) que las Sociedades y Ayuntamientos sean siempre compuestos de indios, ladinos y españoles para que el trato recíproco les dé luces mutuas; (...) los matrimonios de indios con individuos de las otras clases, para que vayan desapareciendo las castas; (...) enviar indizuelos de talento a España a estudiar artes y oficios; (...) tomar medidas suaves, pero eficaces para que los indios se vayan vistiendo a la Española según sus facultades respectivas (...); premiar a los curas que tengan a su cargo el mayor número de indios civilizados y vestidos como los españoles» (...); repartir tierras «en pequeñas suertes a los indios y ladinos que no las tengan» El Amigo de la Patria, II, pp. 136-39. 47

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Merezcamos la confianza del indio: acérquense á él todas las clases: reúnanse en los ayuntamientos de los pueblos los indios y los ladinos; y entonces la porción mas grande de estas provincias, la que tiene más derecho a nuestra protección avanzará en cultura, aprenderá el idioma que debe unirnos a todos; y será mas feliz. Los indios forman la mayor parte de la población; y es imposible que haya prosperidad en una nación donde no la gozare el máximo48.

Valle es más explícito en la idea de integración de la población indígena, mientras que el semanario de Molina, alabando la condición ciudadana del «indio español» (sic), insiste sobre todo en abolir el estatuto particular de esa población, las llamadas protectorías49. Durante el proceso constituyente de la República Federal hubo también una voluntad de integración de la población indígena, aunque no se tradujo en medidas significativas. De todos modos, tampoco en este momento se puede decir que hubo una política de exclusión de los indígenas de los procesos políticos en curso, si bien se daba por entendido que debían adoptar las luces de la ilustración. Los primeros liberales se diferenciaron en este aspecto de los liberales positivistas de fines del siglo xix50.

E L PAISAJE POLÍTICO DE LA COMUNIDAD POLÍTICA

Como ya se dijo, en la coyuntura de la independencia las elites de la capital del Reino estaban divididas por la cuestión del libre comercio y por el problema del contrabando con los ingleses. Desde inicios del siglo xix, la división entre estos grupos había cristalizado en dos instituciones claves, el Ayuntamiento, controlado por los Aycinena, y el Consulado, dominado los comerciantes vinculados al comercio de Cádiz. Con el restablecimiento de la Constitución en 1820 nacieron dos partidos en la capital, el de los liberales o «cacos» y el de los serviles o «bacos», que expresaban dicha división y cuyos voceros eran los periódicos que venimos analizando. En las páginas del impreso de Valle, del partido «servil», se atacaba el libre comercio y el llamado «espíritu de familia», nepotismo encarnado en la poderosa familia Aycinena, favorable al comercio con los extranjeros y acusada de contrabandista. En las del semanario de Molina se acusaba a sus opositores de monopolistas y retrógrados y el calificativo de «servil» les fue aplicado ya desde su primer número. Se debe agregar, además, que las

48

ibid. I, pp.30-31. «El indio en tutela será siempre inútil a la sociedad; el indio libre será la áncora de la España americana», Editor Constitucional, pg. 121. 50 Townsend, op. cit., pp. 289-298. 49

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elites de las provincias tenían un gran resentimiento contra las de la capital y esto marcada otro factor de conflicto del conjunto de las clases altas del istmo. En este contexto de intereses en pugna surgieron ciertos temas políticos en los días de la independencia.

E L MIEDO A LA DISCORDIA Y LA UNIDAD NACIONAL

A pesar de sus manifiestas contradicciones, las elites centroamericanas consideraban que los partidos y las facciones eran censurables e indeseables porque fomentaban la división y la discordia. Resulta paradójico que los individuos que estaban haciendo el aprendizaje de la vida democrática rechazaran los debates y la confrontación de las ideas. Para ellos el patriotismo y el interés general eran contrarios a la presencia de partidos y, sobre todo, de lo que denominaban facciones. Solo podía haber un partido que fuese la expresión del consenso nacional. Tal era la opinión del Editor Constitucional en abril de 1821: No presenta la historia un cuadro más instructivo que el de la Revolución francesa. Todas las pasiones desencadenadas, el edificio social arrancado desde sus fundamentos, la facilidad de derribarlo, la imposibilidad de su reedificación, el aspecto odioso de la tiranía bajo las formas democráticas, la continua mutación de gobierno, pero no de despotismo; todo nos indica que en aquel infeliz país existía toda especie de partidos, menos un partido nacional, y que el interés individual y la ambición fueron los agentes continuos que dirigieron la revolución. Aprended, pues, naciones, que queréis ser libres: formad un partido nacional y haced que este partido se componga del todo de los ciudadanos útiles: de esta masa general de propietarios, de este pueblo instruido o que puede instruirse, en el cual es imposible suponer miras de ambición, miras funestas al bien público, porque su interés individual es el interés mismo de la patria51. En este aspecto, para la generación de la independencia la Revolución Francesa era el mal ejemplo y la emancipación de las Trece Colonias Inglesas era el modelo a imitar. El citado semanario agregaba. Opondremos a los desgraciados efectos de la opinión pública en Francia los saludables que produjo en la revolución de los Estados Unidos de América. Apenas conoció el pueblo sus derechos, en el

51

Editor Constitucional, pp. 538-539.

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momento se formó de la masa general una sola voluntad, distinguida por una sola opinión y un solo deseo51. En la práctica, y sobre todo desde la óptica de los liberales, la negación de las facciones significaba la negación del derecho a existir del partido adversario. En 1832, Montúfar y Coronado, desde su exilio en México, decían lo siguiente: Yo recuerdo la sinceridad con que estaba persuadido en 1820 de la justicia del partido caco, y de la parcialidad con que juzgaba a los individuo del contrario y era porque tenía un partido y me faltaban el mundo, las experiencias y la filosofía necesarios para examinar las razones del gaz. Creía yo que los enemigos de la constitución, los que nos habían inculpado por constitucionales e independientes en el periodo de 1814 a 1820, no debían aspirar a los puestos constitucionales, y esta era una injusticia de partido, porque la simple opinión no puede exceptuar de los derechos comunes de igualdad, y desde que hay pretensiones exclusivas la sociedad se ha dividido en dos facciones y éstas se han puesto en hostilidad o guerra a muerte. Este origen han tenido nuestras divisiones desde entonces; no hay que buscarlas ni en los principios, que no han ofrecido grandes cuestiones, ni en los intereses de las clases que se llaman privilegiadas53. El consenso nacional era considerado el valor supremo, y éste estaba encarnado en la óptica de un solo partido. Veamos de nuevo lo que decía Montúfar y Coronado: Desde el principio de la revolución, el partido que en Guatemala se llamó Liberal solo ha visto la patria en el mismo partido y representada por los hombres que lo han dirigido y dominado; todo lo demás era, de hecho, como extranjero54. El miedo a la discordia estaba vinculado al carácter de la independencia centroamericana, obtenida sin mayores esfuerzos. Todos los protagonistas de la época veían en ello una especie de don de la providencia y, por tal razón, consideraban las discrepancias como el peor de los males. Como bien dice Montúfar y Coronado, los partidarios de la independencia estaban convencidos de que la historia les había dado la razón y que ellos eran no una facción, sino la misma expresión del consenso nacional.

52 53

54

ibid., pp. 543-45. Montúfar y Coronado, op. cit., pg. 341.

Idem, pg. 345.

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270 L A CAPITAL Y LAS PROVINCIAS

El reconocimiento de esta división y los conflictos que podía suscitar se ventilaron en la coyuntura de la independencia solamente en las semanas anteriores y posteriores al 15 de septiembre. En ese momento fueron reconocidas las dolencias de las provincias, pero fueron atribuidas al sistema que acababa de derrumbarse. Desde la capital se les proponía un nuevo contrato en el marco de una eventual federación. Esta era la perspectiva de aquellos que, como Molina, tenían una posición republicana y se oponían a la anexión al imperio de Iturbide: Guatemala no es ya la capital, es la provincia libre que quiere librar a sus hermanas, unirse a ellas contra la tiranía y oír la voz de sus pueblos para establecer con todas el pacto de la sociedad y de la unión. No teme que su voz sea confundida entre la voz, mucho más fuerte, de sus provincias; no le inquieta el corto número de 3 o 4 de sus representantes entre cerca de 80, que se congregarán de afuera. Ella quiere confundir sus intereses con el grano todo que resulte de la unión: ella se somete llena de placer, como cada pueblo y cada provincia, a las decisiones del Congreso. ! Ciudadanos de nuestro territorio, pueblos que antes recibíais el yugo de una capital, como esta lo recibía de la Corte de España! Vosotros que erais los últimos en esta serie de opresores y oprimidos que descendía tiranizando desde el monarca español hasta el preventivo de una aldea nuestra; la cadena de vejaciones se ha hecho polvo y ya la igualdad reinante os llama a dictar la ley sin distinción de clases, sin privilegios odiosos, sin injustas preferencias de un hombre sobre otro hombre ni de un pueblo sobre otro pueblo55. En 1821 el remedio para el conflicto entre la capital y las provincias fue visto en la forma republicana y federal, pero hubo que esperar hasta el derrumbe del imperio mexicano en 1823 para encaminarse a esa supuesta solución, que como es conocido terminó en un gran fracaso.

CONCLUSIÓN: INDEPENDENCIA, VIABILIDAD E IDENTIDAD

La comunidad política que empezó a ser construida en 1823, tras la fallida anexión a México, no escondió las dudas sobre su viabilidad. Alejandro Marure, testigo del proceso, planteó muy bien la cuestión:

55

Editor Constitucional, pg. 804.

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Durante los dieciocho meses que duró la infausta agregación al imperio, aun los más obstinados se convencieron de que, en el falso supuesto de no tener Guatemala elementos para ser nación, México, en vez de dárselos, le quitaría los pocos que tuviera56. En 1823, Mariano de Aycinena admitía que había apoyado la fracasada anexión al imperio mexicano porque «no veía entre nosotros elementos para constituirnos separadamente»57. El mismo argumento había sido desarrollado por la Diputación Provincial de León el 29 de septiembre de 1821, cuando propuso la anexión al imperio mexicano. El Reino todo de Guatemala, por su situación topográfica, por la inmensidad del terreno que ocupan sus poblaciones, por la dispersión de estas, por la falta de seguridad de sus puertos en ambos mares y la imposibilidad de pronta fortificación y por su pobreza, no puede emprender el grandioso proyecto de erigirse en soberanía independiente58. En consecuencia, las elites centroamericanas en 1823 tuvieron que asumir el desafío de fundar una nación con un cierto desgano y conscientes de las dificultades de la tarea. Así, la comisión de la Asamblea Nacional Constituyente que dictaminó en favor de la fundación de la Federación reconoció que Guatemala era despoblada, pequeña y débil, pero podía constituirse como nación porque no tenía enemigos en sus fronteras que se lo impidieran: ni México ni Colombia harían tal cosa 59 . En ese mismo documento se argumentaba un principio de legitimidad que fue fundamental en la formación de los estados y naciones hispanoamericanos: el de ser herederos de una demarcación administrativa con una larga historia colonial. Guatemala, independiente de México bajo el Gobierno Español, Reino antes, Provincia después de la gran Monarquía constitucional de España, mantuvo sin intervención de México sus relaciones directamente con la Metrópoli, y los Gobernadores de Guatemala jamás estuvieron sujetos a los virreyes y demás autoridades de aquel país. Aún más se puede asegurar; a saber, que en todo el tiempo de la dependencia y esclavitud americana, tuvo Guatemala más rela-

56

Marure utiliza en varias ocasiones la expresión «elementos para ser nación», lo que en mi opinión plantea muy adecuadamente la cuestión de la viabilidad, que tanto obsesionó a las elites centroamericanas del siglo xix, y que subraya el elemento voluntarista o puramente político de la idea de nación durante esos años en toda Hispanoamérica, op. cit., pp. 83, 115 . 57 Townsend, op. cit., pg. 321. 58 Meléndez, Textos fundamentales, op. cit., pg. 378. 59 Luján, op. cit., pg. 246.

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ciones de aproximación con la Metrópoli que con las demás provincias continentales y aún limítrofes suyasm.

La comunidad política que nacía en 1823 cifraba sus esperanzas en el sueño de un canal interoceánico y hacía de sus características geográficas su principal signo de identidad. En esta «nación» había una minoría popular ya invitada a participar, los artesanos urbanos más respetables, y había una mayoría del pueblo que se pretendía integrar, ya que sin ella la nación tenía pocas posibilidades de éxito: los indígenas. No obstante, frente a tan grandes desafíos, las elites de la capital y del conjunto del istmo eran temerosas y querían los cambios sin ruptura, pretensión que rápidamente la experiencia federal mostró que era imposible. En 1830 Manuel José Arce, el derrocado primer presidente de la Federación, sacaba la lección de esa contradicción. Los gobiernos se constituyen por la voluntad de la nación, pero se sostienen por la fuerza: un Gobierno que no tiene lo necesario para mantenerse no merece el nombre de tal, porque solo durará mientras falte alguno que quiera destruirlo; y como debe haber muchos que lo deseen e intenten porque no está o porque no se dirige conforme a sus opiniones o a sus intereses, tampoco puede ser que subsista, y de consiguiente no es Gobierno61.

Curiosamente, la idea del cambio sin ruptura, de una independencia importada del vecino de al lado sin mayor costo, fue utilizada durante la coyuntura de 1821-23 como uno de los rasgos de identidad de lo que se iba a llamar Centroamérica62. Su independencia pacífica la distinguía de las otras provincias americanas. Veamos como se expresaban los jefes militares de la ciudad capital pocos días después del 15 de septiembre: Los jefes y oficialidad de esta guarnición, sensibles a la época de LIBERTAD E INDEPENDENCIA de la dichosa patria Guatemala, se han congratulado de este acontecimiento fausto. Tenemos el placer dulce de que se ha conseguido sin que la patria se manchase con una gota de sangre de sus hijos, y la posteridad será la que en la historia de América sepa recomendar esta singularidad de Guatemala y no nuestras manos trémulas de alegría63.

60

Idem. pg. 238. Arce, op. cit., pg. 83. 62 Como dice Montúfar y Coronado, «la emancipación no fue resultado de una guerra; los primeros tiros se dispararon después de la independencia por unos hermanos contra otros», op. cit., pg. 286. 63 El Genio de la Libertad, pg. 769. 61

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de la comunidad

política.

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En los primeros días de septiembre, un articulista que escribía con el significativo seudónimo de «El pacífico Independiente» pedía con tono apremiante: Sr. Editor. Hágame Ud. el gusto de decir a los partidarios de la independencia que si la aman y la desean sólo por el bien de su patria, como debe ser, olviden del todo los partidos y los agravios consiguientes a ellos; que los enojos personales no vuelvan a sonar en su boca; que la distinción de chapetones y criollos tampoco se mencione, y que todo propenda a la paz y a una feliz unión, si no quieren comprar con sangre y lágrimas su libertad, sobre que Dios nos la va a dar gratis a los guatemaltecos. No se ría Ud., mi amigo, porque eso es evidente; nuestra pobreza misma y nuestra debilidad nos han puesto en esta feliz situación: solo nos falta un poco de cordura para no malograrla6*.

Hacia 1823, los atributos identitarios de Centroamérica pretendían ser su condición ístmica y su forma pacífica de acceso a la vida independiente. La experiencia federal hizo añicos el supuesto pacifismo centroamericano, el sueño canalera no pasó de ser una quimera y Centroamérica no resultó viable como nación. Curiosamente, sus atributos iniciales fueron retomados por dos de las naciones surgidas de su desintegración: el pacifismo se convirtió en el signo de identidad por antonomasia de la nación costarricense y el sueño del canal interoceánico en elemento vertebrador del proyecto nacional nicaragüense65.

64 65

ibid., pp. 737-38.

Cfr. Víctor Hugo Acuña, «La invención de la diferencia costarricense, 1810-1870», Revista de Historia, Universidad Nacional y Universidad de Costa Rica, 45 (2003).

Independencia e insuficiencia en la construcción de la nación venezolana*

Luis Ricardo Dávila

«[Les hommes], ces êtres qui engagent sur des mots un destin collectif» Jacques Rancière, La mésentente.

INTRODUCCIÓN

La formación de identidades tiene que ver con construcción de pertenencias, con aquello que los miembros de una comunidad poseen en común, pero también con aquello que los diferencia de otros. Examinar sus procesos inherentes es una cuestión palpitante hoy día en los dominios filosófico, sociológico, cultural, político y literario. Esto se intensifica y se convierte en tema frecuentísimo de discusión académica por diversas razones, entre ellas la presencia de nuevos giros epistemológicos en este terreno. Conceptos como el de los imaginarios nacionales han contribuido a aclarar complejos procesos históricos y políticos. Y, sin embargo, cuando se remite a la noción particular de identidades nacionales las cosas se complican, porque se alude al sentimiento de pertenecer a un territorio, a un grupo, a un «pensar», aquel que está presente en comunidades históricas definidas, y esto se une indefectiblemente al problema de la nación, de las nacionalidades, de las identidades culturales. La identidad nacional —que es el tema que nos ocupa acá— refiere, entonces, a dos componentes principales: el hombre con su cultura y el mundo que le rodea, del que se siente miembro. Lo cual no implica interpretar la identidad nacional como única o dominante sobre todas las demás identidades. La identidad nacional, acaso la forma más compleja de las identidades colectivas, es una más entre el cúmulo de identidades y relaciones que definen al hombre1. El propósito general de este ensayo es tratar el problema de la construcción de una identidad colectiva: la identidad nacional venezolana tal como * Para Alejandro Chanona, por las mismas y por otras razones. A François-Xavier Guerra, in memoriam. 1 Es pertinente recordar la definición de Eric J. Hobsbawm: «lo que entiendo por identificarse con alguna colectividad es el dar prioridad a una identificación determinada sobre todas las demás, puesto que en la práctica todos nosotros somos seres multidimensionales». Revista Internacional de Filosofía Política, 3 (mayo 1994), pg. 5.

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se planteó en la primera parte del siglo xix; cómo se supone que se constituyó la nación venezolana; qué significa ser venezolano. A partir de estas preguntas, el tema específico de mi interés es explorar aquellos elementos que han permitido amalgamar históricamente un conjunto de comportamientos, de representaciones, de instituciones, de creencias, de ritos que caracterizan al venezolano y, en consecuencia, a esa «nación llamada Venezuela»2. Es claro que esa construcción de una suerte de ser nacional tiene que ver con una historia unificadora, con una lengua y religión de enlace, con usos y costumbres característicos, con una cierta manera de instalarse en el mundo, de apropiarse de él y de aprehenderlo, pero también se relaciona con el clima, la geografía y la naturaleza 3 . Tiene que ver con la construcción de una visión integral que condiciona actitudes, imágenes y conductas. Tiene que ver con el imaginario colectivo, es decir, con la construcción simbólica mediante la cual la comunidad se define e interpreta a sí misma. Aquella figura «estructurante originaria» 4 que preside toda representación, todo modo de percibir y simbolizar el mundo. Para hacer esto conviene comenzar considerando algunos rasgos, las dificultades y la importancia actual que tiene este tema.

PROBLEMATIZAR LA NACIÓN Y LA IDENTIDAD NACIONAL Una nación (...) no es tan sólo el empeño material de levantar obras materiales (...) sino la vasta y la fascinadora tarea de construir una morada vital para un destino histórico Arturo Uslar Pietri

Morada vital para construir un destino histórico. De eso se trata. Entre otras muchas cosas fascinadoras, quedan por verse aquellas razones formadoras y justificadoras de la nacionalidad. Comencemos desde lo más general. Para entender lo que denotamos cuando decimos de alguien que tiene 2 Carrera Damas, Germán, Una nación llamada Venezuela (Proceso socio-histórico de Venezuela, 1810-1974. Conferencias), Caracas, Monte Avila Editores, 4 a . edición, 1991, (1980). 3 Estos parámetros de la nacionalidad están presentes en el lenguaje de la época estudiada: «Las costumbres públicas o el conjunto de inclinaciones y usos que forman el carácter distintivo de un pueblo, no son hijas de la casualidad ni del capricho. Proceden del clima, de la situación geográfica, de la naturaleza de las producciones, de las leyes y de los gobiernos; ligándose de tal manera con estas diversas circunstancias que es el nudo que las une indisoluble», Baralt, Rafael María, Resumen de la Historia de Venezuela, Brujas, Desclée et Brouwer, 1939 (1841), capítulo XXII, «Carácter nacional», pg. 455. 4 En el sentido de Castoriadis, Cornelius, L'institution imaginaire de la société, París, Seuil, 5a edición corregida y aumentada, 1975, pg. 203.

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una identidad nacional hemos de tener claro qué es la nación. La introducción del vocablo nación genera la necesidad de precisar los contornos que supone política y discursivamente su empleo, pues ya aceptamos que no se trata sólo del empeño material. La variedad de usos conceptuales a los que se somete el uso del término, así como su variedad en relación a las distintas experiencias históricas, saca a luz una amplia gama de posibilidades. Lo que, a su vez, permite extraer del uso corriente que le damos a la palabra nación diferentes maneras de aplicar el concepto a situaciones y fenómenos que no siempre son idénticos y que con frecuencia son hasta contradictorios. Pero el poder magnético que contiene este vocablo está relacionado con la construcción de su identidad y de la conciencia nacional. Y en eso radica la fascinadora tarea de que habla nuestro epígrafe: imaginar un proyecto político venezolano al menos parecido a lo que hoy se entiende por Venezuela y hacer que sus habitantes se identifiquen, acojan como su morada vital, el mismo. La forma como se presenta el fenómeno en el caso general de las naciones hispanoamericanas y, en particular, de la nación venezolana es la ruptura de un conjunto político multicultural y multicomunitario con una metrópolis imperial5. La América hispánica previa a las independencias es, como todas las sociedades del Antiguo Régimen europeo, un mosaico de grupos de todo tipo, formales o informales, imbricados y superpuestos unos a otros, manteniendo relaciones complejas con autoridades reales igualmente diversas y complejas. Para el caso que nos ocupa: «La población de Venezuela era tan heterogénea como sus leyes. Hallábase dividida en clases distintas, no por meros accidentes, sino por el alto valladar de las leyes y de las costumbres. Había españoles, criollos, gentes de color libres, esclavos e indios»6. Se trata, entonces, de comprender por qué, cómo y en nombre de qué la porción americana de la Monarquía se separa de la Metrópolis y adopta esta nueva forma de existencia, la nación. Una nación no es, por tanto, un ser o instancia atemporal que existe siempre y en todas partes, sino un moderno y novedoso modelo y discurso de organización ideológica, política y cultural de amplio efecto legitimador. Modelo y discurso en un doble sentido: como arquetipo, como algo de orden ideal, que sirve de referencia al pensamiento y a la acción; como un conjunto complejo de elementos vinculados entre sí que refieren la manera de concebir una comunidad política y cultural, esto es, su estructura íntima, el vínculo social, el fundamento ideológico de la obligación política, su re-

5 Ver Guerra, François-Xavier, «La nación en la América hispánica. El problema de los orígenes», en Marcel Gauchet et al., (eds.), Nación y Modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión,1997 (lera. edic. francesa, 1995), pg. 99. 6 Baralt, Rafael M., Resumen..., op. cit., capítulo XVI, «Población».

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lación con la historia, con la tradición, con sus derechos y sus deberes, las creencias mediante las cuales sus miembros se reconocen entre sí. Consideraré en lo que sigue algunos elementos de juicio y testimonios históricos, opiniones, creencias y emociones acerca de la consistencia y especificidades de la identidad nacional en Venezuela.

L o s CONDICIONANTES UNIFICADORES La sangre de nuestros ciudadanos es diferente: mezclémosla para unirla Simón Bolívar

El concepto de nación ha estado siempre vinculado al de unidad. Es más, podría decirse que la nación es siempre el resultado de un condicionante unificador. ¿Acaso la decisión política de fundar una nación no es en sí mismo un acto unificante? ¿Es que todo origen no supone una intención de significación? Aquel fundar una nación, aquel echar los cimientos de un pueblo naciente, como lo refería Bolívar en 1815 («no se trata de ganar una guerra o conseguir la independencia. Estamos aquí para fundar una nueva nación, echar los cimientos de un pueblo naciente»7) expresaba una cierta voluntad aglutinadora, pero al mismo tiempo también supone o sugiere un repertorio discursivo de carácter nacional. Ahora bien, este principio de unidad, como requisito de lo nacional, se ha descompuesto en varias categorías relativas. Se habla de unidad territorial o geográfica, de unidad política, de unidad económica, de unidad cultural, de unidad lingüística, de unidad mental, de unidad simbólica, de unidad histórica, etc. Todas estas unidades son importantes para la determinación de esa entidad llamada nación. Sin ellas no parecería posible plantearse siquiera la idea de nación. La llamada bolivariana de giro étnico en su discurso ante el Congreso de Angostura en 1819 contenía ya el programa para la construcción de las nuevas naciones: «Unidad, unidad, unidad debe ser nuestra divisa. La sangre de nuestros ciudadanos es diferente: mezclémosla para unirla; nuestra Constitución ha dividido los poderes: enlacémoslos para unirlos»*.

7

Quedan enunciados dos elementos básicos: la nación y el pueblo como elementos legitimantes de la estructura de poder. Pero podría pensarse, siguiendo a Bolívar, que la construcción de la nación estaba en el centro de los fines de la independencia hispanoamericana. Llamo la atención, sin embargo, que esto no implica que la nación existía en el momento de la independencia. Hago énfasis en el verbo construir para distinguir entre la nación como «comunidad imaginada», posible, deseada y hasta presentida, y en tanto comunidad realmente existente producto de la construcción por parte de una voluntad dirigida, unificadora. 8 Bolívar, Simón, Escritos políticos (selección e introducción de Graciela Soriano), Madrid, Alianza Editorial, 1969, pg. 116.

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E N EL COMIENZO FUE EL ESTADO Aquellos hombres hicieron su obra, hagamos nosotros la nuestra Luis López Méndez

¿Cómo se origina y en manos de quién o de quiénes está la creación de esa unidad? La experiencia histórica nos señala al menos dos orígenes. Tal como ocurrió en la mayoría de los países europeos, la nación, que había ido forjando su unidad a través de los siglos, esto es, desde la antigüedad, fue progresivamente creando esa estructura política, social y administrativa llamada Estado. De ahí que en Europa se hable muy pertinentemente del Estado-nación, cuyo principal ejecutor fue la triunfante burguesía industrial y urbana de fines del siglo xvin. El segundo de los orígenes es el contrario. Primero se creó el Estado y luego, a partir de éste, se fue fraguando la unidad nacional: es decir, el Estado ha hecho la nación. Este es el caso de las naciones hispanoamericanas. Mi argumento es que la independencia venezolana creó las condiciones para la formación del Estado republicano-liberal, y éste fue fundando la nación, la unidad de ese vasto y disímil conglomerado llamado Venezuela, proceso contingente e inacabado que aún acota sus posibilidades de consolidación en los inicios del siglo xxi. El Estado republicano-liberal fue organizando la voluntad y la persona nacionales, erigiéndose en instrumento de la nación. Estados fundadores de las naciones y sentimientos nacionalistas precediendo la propia existencia nacional parecieran ser rasgos distintivos hispanoamericanos. Las consecuencias de semejante lógica para el caso específico de Venezuela poseen una cadena de rasgos del mayor interés: Si la independencia fue una improvisación sin base histórica, si los Libertadores triunfaron gracias solamente a su valor y constancia, pero no por el arraigo colectivo de la idea que representaban, si llegamos a ser Estado desde el punto de vista formal sin haber adquirido todavía una conciencia política y nacionalista como fundamento y justificación de esa soberanía, todos los elementos de nuestra vida cívica vinculados a la independencia (...) quedan igualmente en el aire, como fruto de un azar afortunado, como construcciones levantadas solamente por el entusiasmo o la imitación (...), siempre vacilantes al igual de un edificio sin cimientos9.

9 Mijares, Augusto, La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana (1938), tomo II de sus Obras Completas, Caracas, Monte Avila Editores, 1998, pg. 201.

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HISTORIA PATRIA E HISTORIA NACIONAL

Fue Venezuela uno de los países donde la Historia se vivió más como tormenta y como drama Mariano Picón-Salas

En Venezuela, luego de declarar la independencia de España, sucedieron muchas cosas «gloriosas» para algunos; «heroicas» para otros10. Los acontecimientos y el giro dado a los mismos por los discursos dominantes obligaron a pensarnos según los cánones de una historia patria11 que no buscaban otra cosa que la proyección de los esfuerzos iniciados en 18101811 para justificar la emancipación del imperio español de Indias. Esfuerzos influidos en buena parte por el natural y drástico antihispanismo reinante como secuela del impulso independentista y del restablecimiento de la estructura de poder interna por parte de aquella elite criolla considerada por el lenguaje lírico de la época como «la elite mental, la flor del porvenir inmediato» (Baralt). Esa historia patria impuso simbólicamente la imagen de una cierta unidad nacional que informaría los inicios de la nación venezolana: éramos nacionales sin saberlo. Pero luego de la independencia comenzó a vivirse una gran desilusión: guerras más o menos civiles de una violencia impactante, el acoso de una disgregación implacable a lo largo del siglo xix. Se nos impulsó, entonces, a suponer la unidad nacional como fórmula lógica de salvaguardar la identidad política republicana y la conformación de un Estado liberal, como manera de arrancar definitivamente a la república de las garras del caos y la anarquía caudillista. A justificar esto contribuyó notablemente el esfuerzo de la historiografía venezolana del siglo xix. Estas son las condiciones que posibilitan la producción de la historia patria que condujo a una acomodaticia y simplista visión según la cual la independencia era un valor en sí misma12. Dedicada a justificar la ruptura del orden colonial, la historia patria no hizo otra cosa que justificar la estructura de poder y la estructura social criolla y el papel preeminente ocupado allí por los independentistas: «Los criollos se consagraron a sí mismos como 10

«Año de 1813. Aquí es donde comienza la historia heroica...», Baralt, op. cit., pg. 223. «Complejo ideológico (...) que se condensa en un conjunto de cuestiones que todavía mantienen en un callejón esterilizante gran parte de la investigación histórica», Carrera Damas, G., Una nación llamada..., op. cit., pg. 32. 12 «(...) resolvió el problema de la continuidad y ruptura con lo hispánico mediante el 'juicio de Dios', es decir, la guerra de Independencia», Carrera Damas, Germán, «El criollo latinoamericano ante los demás y ante sí mismo. (Una perspectiva latinoamericana del problema de la identidad cultural)», en De la dificultad de ser criollo, Caracas, Grijalbo, 1993, pg. 73. 11

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los únicos forjadores de la independencia y los creadores de la patria»13. Por otra parte, la historia nacional que encuentra su mejor expresión a partir de Baralt (1841) posee también su carácter ideológico, maniqueo y simplista. Si bien la justificación de la independencia pasa a un segundo plano, ahora el énfasis es puesto en justificar la república. La historia nacional sirve de recurso conceptual legitimador del proyecto nacional republicano, el cual obtiene su mejor impulso bajo los auspicios del general Antonio Guzmán Blanco después de 1870. Sin embargo, a final de cuentas el discurso historiográfico que contiene esta historia seguirá el hilo conductor que guarda correspondencia con los proceres de 1810-1811.

LA NACIÓN COMO ESTRUCTURA LEGITIMADORA La nación como creación y la legitimación del principio legitimador, es decir la de la nación Germán Carrera Damas

En Venezuela, dada la vehemencia inicial del rechazo popular a la ruptura con el orden colonial, ésta hubo de camuflarse bajo la forma de guerra de independencia14. Para 1814, año de la llamada insurrección popular, el español José Tomás Boves, caudillo militar-popular, irrumpe en el centro del país a la cabeza de un ejército de unos 31.000 llaneros liberando esclavos, repartiendo propiedades de los blancos, es decir, destruyendo violentamente los fundamentos del orden social colonial. Así las cosas, junto a la revolución de la independencia, lo que estaba ocurriendo era un conflicto nacional que «fue al mismo tiempo una guerra civil, una lucha intestina entre dos partidos opuestos compuestos igualmente de venezolanos, surgidos de todas las clases sociales de la colonia»'5. Este hecho es de enorme trascendencia para el tema que nos ocupa, especialmente en relación a si el pueblo —componente importantísimo de la nación— fue o no actor de la independencia. Digámoslo de una vez, sin temor a las equivocaciones: el pueblo venezolano no fue actor de la independencia y, en consecuencia, no fue factor de la creación de la patria, porque por ignorancia o por haber siempre estado con los españoles

13

ibid., pg. 77. Laureano Vallenilla Lanz estuvo entre los primeros historiadores en definir esta guerra como una guerra civil, en lugar de una guerra de carácter internacional. Ver «Fue una guerra civil» (Conferencia pronunciada en el Instituto Nacional de Bellas Artes, Caracas, 11 de octubre, 1911), en Cesarismo democrático. Estudios sobre las bases sociológicas de la constitución efectiva de Venezuela, 1919. Incluido en L. Vallenilla L., Obras completas, tomo I, Caracas, Universidad Santa María, 1983, pp. 5-23. 15 Ibid., pg. 22. 14

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carecía de conciencia sobre los intereses nacionales: «lo que llaman pueblo no tuvo parte en el [movimiento de independencia]. Preguntó el Canónigo Madariaga si querían a Emparan, y el pueblo respondió sí, añadiendo luego no, a las señas esforzadas del patriota que interrogaba»16. Su relación con el rey, con la metrópoli y la Monarquía eran los factores de su identidad, y no con los americanos, con aquellos criollos indolentes y engreídos. Como señala otro autor, para los pardos, negros e indios «(...) la monarquía española era venerada institución que consagraba la ignorancia y sostenía el hábito, por estar estereotipada en sus cerebros con letras de sangre»11. Acaso lo más interesante, por significativo, de esta lúcida visión sobre el carácter de la independencia sea que no se desconozca la gloria de los sectores dominantes. Luego de convertidos en héroes, el cordón umbilical con ellos permaneció indisoluble. A pesar de que en su mayoría estuvieron con la Monarquía hasta el final, sencillamente cuando les convino se reasimilaron en la sociedad como abnegados patriotas. No obstante, esto no afectaba mayormente los aspectos heroicos de aquel momento, según Ballenilla, «decir que la guerra de independencia fue una guerra civil no amengua en nada la gloria de nuestros libertadores (...) Lejos de ser una deshonra para nuestros Libertadores el haber combatido casi siempre contra los propios hijos del país, su heroísmo y su perseverancia cobran, por ese mismo hecho, mayores quilates»1*. Ese material simbólico presente en toda construcción de identidades colectivas va generando discursos históricos, narraciones y creencias que surten importantes efectos sobre los sentimientos y reflexiones que la sociedad se va haciendo sobre sí misma. Se desmitifican importantes aspectos sobre el período y, sin embargo, se mantiene el necesario papel de eje unificador atribuido al héroe nacional. Al papel fundador de los sectores dominantes le corresponde la narrativa histórica que los presenta como verdaderos y únicos creadores de la patria identificada con la nación. Luego, el culto a los héroes se convertirá en el engranaje central de ese discurso ideológico principal generador de la identidad nacional. Lo que se deriva, entonces, es un caso de construcción de un sentido histórico ideologizado que sirve de fundamento básico para construir la identidad nacional. Sobre la brecha abierta por estas percepciones históricas otros pensadores irán depurando y aclarando críticamente —que no heroica ni patrióticamente— el camino. En este contexto, Carrera Damas sostiene que la nación no sirve para otra

16

González, Juan Vicente, Diario de la Tarde, Caracas, 2 de agosto de 1846; también Vallenilla, L., op. cit., pg. 24. 17 Salas, Julio César, Tierra Firme (Venezuela y Colombia). Estudios sobre Etnología e historia, Mérida, Universidad de Los Andes, 1971 (1908), pg. 226. 18 Vallenilla, op. cit., pp. 5 y 6.

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cosa que como principio legitimador de la nueva estructura de poder republicana. Se reemplaza al rey, sin sustituir a Dios, a través del concepto de nación, lo que equivale a afirmar que ésta sustituye al rey como principal factor de sometimiento y subordinación19. En términos de la dinámica política esta afirmación significa que, a pesar de haber sido suplantado el orden monárquico por el orden republicano, se conserva siempre la misma estructura de poder interno, no sin antes hacer aparecer tanto a los criollos como a los sectores subalternos —en lo que el mismo Carrera considera «una auténtica

proeza

ideológica»—

c o m o igualmente oprimidos por los

españoles. De ahí el énfasis en diferenciarse de todo lo hispánico, en lugar de asumir la condición espiritual e institucional española. Algunas expresiones de Bolívar en su discurso de Angostura (1819) hablan por sí solas: La atroz e impía esclavitud cubría con su negro manto la tierra de Venezuela (...) Los que antes eran enemigos de una madrastra, ya son defensores de una patria (...) en nuestras venas no corre la sangre, sino el mal mezclado con el terror y el miedo.

La necesidad de romper discursivamente los vínculos con la Madre Patria contiene una doble operación: reforzar entre la población el intento independentista y ocultar el no haber logrado los ideales de la independencia. Desde entonces la conciencia nacional venezolana, en lugar de afirmar sus rasgos propios, siempre ha tenido que definirse históricamente en términos diferenciadores respecto a otras nacionalidades: la española y la colombiana, por ejemplo.

E L PROBLEMA DEL SENTIMIENTO Y LA IDEA DE LO NACIONAL

Se rinde 'culto' a los hombres que forjaron la nacionalidad independiente, pero un culto que se da la mano con lo sentimental, más que con lo reflexivo Mario Briceño Iragorry

De lo dicho hasta ahora, y en la perspectiva histórica del concepto de nación, su sentido e idea no tienen significados fijos: cada cual tiene su resonancia particular. Nación no significa, pues, lo mismo para el venezolano del siglo xvm que para el de los días de la independencia y después. Para el

" «El concepto de nación ha sido el principio legitimador de la estructura de poder interna una vez que esta función dejó de ser cumplida por el rey». Carrera Damas, Germán, Venezuela: Proyecto nacional y poder social, Barcelona, Editorial Crítica, 1986, pg. 14.

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primero la idea dominante era la del imperio en su vasta complejidad, y la constitución de su identidad reposaba básicamente en su condición de sociedad monárquica. En torno a los dominios de la Metrópoli se comenzó a gestar la nacionalidad, es decir, una cierta condición primaria y carácter peculiar del ser venezolano. La nación en cuanto estructura, como entidad política y cultural, como búsqueda de identidad y existencia unitaria, vendría luego. Pero para el segundo la idea de nación tiene otros contenidos: una suerte de creencia, de sentimiento, de sentido de pertenencia a un conglomerado más general y a un cierto proceso histórico y heroico presentes en expresiones tales como «somos porque fuimos», «seremos porque hemos sido», «haremos porque hemos hecho», que no hacen sino remitirnos a aquel Bolívar, miserere nobis con que los venezolanos intentamos conjurar todo fracaso y abrir el porvenir. Pero estos nuevos sentidos no surgen de repente. Surgen del proceso histórico y de su construcción discursiva ideologizante que proyecta complejos dispositivos de poder (instituciones, leyes, rituales, enunciados éticos, narraciones históricas) con posición estratégica dominante: afectan el orden simbólico de la sociedad, construyen el «yo» y el «nosotros», dan la pauta ideológica legitimadora. Más aún, el nuevo sentido «es la obra de un traumatismo, de una creciente reacción que se origina en el sentimiento y que tiene por causa el quebrantamiento de la justicia»20. Traumatismo que se tradujo, en términos del tiempo histórico, en una guerra de emancipación larga, cruenta y costosa, no tanto en términos materiales como espirituales y éticos, seguido de un dificultoso proceso de consolidación política y social como nación. En todo ese proceso es necesario destacar un aspecto que para el caso de Venezuela es de suma importancia: las percepciones de la conciencia nacional en relación a su memoria histórica. En términos de la conformación de un sentido histórico colectivo, éste se revela deformado por la influencia de la historia patria. Y en definitiva, la conciencia histórica patriota que sirve de base para el desarrollo de la conciencia social y, por ende, de la conciencia política, al sobrevivir exageradamente y proyectarse en el tiempo, no sólo obstaculizó la comprensión del proceso de formación de las identidades, sino que también se convirtió en fuente de pensamiento esquemático y deformado, amén de su función de bálsamo adormecedor del pueblo. Como recordó Iragorry «el pueblo, fascinado por la gloria de los héroes, siguió la lección que le dictaban los generales, y terminó por perder la vocación de resistir»21. También ha sido señalado —con metáforas angustiosas que no convocan sino 20 Díaz Sánchez, Ramón, «La independencia de Venezuela y sus perspectivas», estudio preliminar a la edición del Libro de Actas del Supremo Congreso de Venezuela, 1811-1812, tomo I, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1961, pp. 37-38. 21 Briceño Iragorry, Mario, Mensaje sin destino. Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo (1951), incluido en Obras Selectas, Caracas, Ediciones Edime, 1966, pp. 519-520.

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a la reflexión— que la historia de Venezuela es «una historia caprichosamente organizada, en torno a una perspectiva arbitraria, con un borroso arranque, una culminación breve y fulgurante y una interminable decadencia»22. Estas formas de interpretar y escribir la historia que influyen sobre la movilización espiritual de la nación venezolana afectan por igual al desarrollo de su memoria histórica, y ya sabemos que esta memoria es un componente vital en la formación de las identidades. La producción de la identidad de una colectividad no puede prescindir de su memoria social. Esta se nutre de la conciencia de individualidad, de la convicción de ser alguien: «la sociedad es memoria, tal es su naturaleza física»23. Así, la visión deformada, la organización caprichosa de nuestro pasado, ha sido igualmente fuente de oscuridad acerca de nuestro ser nacional. Este señalamiento es una constante en el pensamiento nacional. Baralt veía en las antiguas costumbres venezolanas algo que no dejaba de ser paradójico: la identidad de costumbres con las de España «en las clases principales de la sociedad y la falta total de recuerdos comunes»24, lo que les convertía «en un gran pueblo sin tradiciones, sin vínculos filiales, sin apego a sus mayores, obedientes sólo por hábito e impotencia»25. En cuanto a los criollos, «apenas se acordaban de su origen». Por supuesto, siempre se podría explicar esta interpretación distorsionada de la realidad por la carencia de recuerdos que caracteriza a todo pueblo joven26. Lo interesante es que semejantes señalamientos son una constante en la historia de la sociedad venezolana. Ya en el siglo xx, Vallenilla Lanz escribe: «(...) jamás el pasado tuvo significación alguna. Cada nueva etapa de la evolución nacional no fue (...) sino una solución de continuidad»21. Arturo Uslar Pietri señalará, en términos más enérgicos, que «si carecemos

22 Uslar Pietri, Arturo, «Una oración académica sobre el rescate del pasado», en Del hacer y deshacer de Venezuela (1962), incluido en Obras Selectas, Caracas, Ediciones Edime, 1967, pg. 1371. 23 Montero, Maritza, Ideología, alienación e identidad nacional. Una aproximación psicosocial al ser venezolano, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 3a edición, 1991 (1984), pg. 149. 24 Baralt, «Carácter nacional», op. cit., pg. 456. 25 op. cit., pp. 457-458. 26 A la razón del «pueblo joven», Picón-Salas incorporará también la de la influencia del medio físico, rechazando, sin embargo, las explicaciones positivistas al respecto: «Como la historia es reciente y tiene por escenario una naturaleza inmensa y todavía en trance de domar, el esfuerzo del hombre es discontinuo y el hecho nuevo aparece imprevisible»', ver «Antítesis y tesis de nuestra historia» (1939), incluido en Obras Selectas, Caracas, Ediciones Edime, 1953, pg. 197. 27 «La evolución democrática. Capítulo I», El Cojo Ilustrado, XIV, 333 (1 de noviembre de 1905), pp. 666-672.

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de una visión del pasado suficiente para mirar nuestro ser nacional en toda su compleja extensión y hechura, carecemos de historia en los dos sentidos: de historia como explicación del pasado y de historia como empresa de creación del futuro en el presente»2*. Briceño Iragorry, por su parte, inscribirá el problema histórico del país en el contexto de su crisis de pueblo, insistiendo en que «Venezuela, pese a su historia portentosa, resulta desde ciertos ángulos un pueblo antihistórico, por cuanto nuestra gente no ha logrado asimilar su propia historia en forma tal que pueda hablarse de vivencias nacionales, uniformes y creadoras que nos ayuden en la obra de incorporar a nuestro acervo fundamental nuevos valores de cultura cuyos contenidos y formas, por corresponder a grupos disímiles del nuestro, puedan (...) adulterar el genio nacional».29 Desde todas estas perspectivas puede verse que el sentimiento y la idea de lo nacional fueron ayer, lo son todavía, y acaso siempre lo serán, una herida abierta en la sociedad venezolana. Herida que problematiza de manera particular la conciencia nacional y la identidad del venezolano. Herida, en fin, porque «está desfigurada la imagen que recibimos y transmitimos de nuestro ser histórico»10. Alejados de una lógica viva que persiga en nosotros mismos, en nuestro propio pasado nacional, la sustancia moral de nuestro ser social, nos caracteriza una debilidad de perfiles identitarios que nos ha impedido llegar «a la definición de 'pueblo histórico' que se necesita para la fragua de la nacionalidad»3I. La conciencia nacional e identidad del venezolano se pierden entre lo contradictorio y lo confuso. Ambas coordenadas definen las insuficiencias de la nación. Siguiendo a Picón-Salas, podría señalarse que lo que nos caracteriza es una identidad nacional hecha de «impresiones y retazos no soldados y flotantes» que extravían más que dirigen al «alma venezolana en la búsqueda y comprensión de sus propios fines»32. Problematizada someramente la lógica de una identidad en crisis, paso en lo que sigue a esbozar una arqueología, una superficie de inscripción que dé cuenta de la formación de la conciencia nacional venezolana como recurso para salir de la «trampa ideológica» (expresión de Carrera Damas) montada por las interpretaciones patriótica y nacional de nuestro pasado. En esta parte me ocuparé de la historia de los hombres para conjurar toda interpretación errónea, por interesada o toda abstracción acomodaticia, por incompleta, de esa historia.

28

Uslar Pietri., A., op. cit., pg. 1382. op. cit., pg. 464. 30 Uslar Pietri, op. cit., pg. 1382. 31 Briceño I., ibid., pg. 476. 32 «Comprensión de Venezuela», incluido en Obras Selectas, op. cit., pg. 223. 29

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PROCESO DEL IMAGINARIO DE LA NACIÓN VENEZOLANA Lo que se dice de la nación debe aplicarse al individuo: sólo el que posee y reside puede llamarse ciudadano, y en los ciudadanos solamente reside la Soberanía de aquélla, porque son los que se interesan en su existencia, orden y prosperidad (...) Pretender que todos los habitantes tengan indistintamente igual influjo político en una nación es romper los resortes de la emulación (...) Los no-propietarios, enemigos capitales del orden, porque en el trastorno y confusión hallan ganancia, (...) nada tienen que perder. Van siempre tras un héroe para poseer los despojos del tumulto Semanario de Caracas, 23 y 30 de Diciembre de 1810.

El epígrafe pone en evidencia el poderoso hechizo que el lenguaje ejerce sobre la realidad y el pensamiento. Se introducen en él palabras básicas de una identidad nacional avant la lettre: nación y soberanía, propietario o ciudadano, pueblo o no-propietario, orden y prosperidad, héroe y tumulto. Y, sin embargo, se hace creer en la existencia de una realidad a la cual tales términos sirven de nombre. ¿Será que esos términos comienzan a perfilar una realidad que muy pronto se convertirá en destino colectivo? Las palabras identificadoras y las ideas correlativas que podían tender un puente entre los ciudadanos y el pueblo, entre la nación y sus héroes, sobre una base distinta de la casta, o el origen étnico y social, sino más bien del lugar de nacimiento, del logro del orden y la prosperidad, eran las palabras y las ideas de patria y nación. Lo que logra un texto como el del Semanario de Caracas es hacer visibles, a pesar de la odiosa diferenciación, los distintos sujetos y horizontes de posibilidad del conjunto social. Serán los discursos sobre la patria o la nación los encargados de tejer sus referentes identitarios. Cabría preguntarse entonces: ¿cómo comienzan los discursos sobre la patria y la nación, sobre lo patriótico y lo nacional en Venezuela? La palabra e idea de nación que hemos manejado hasta ahora está menos vinculada a una ficción jurídica o constitucional que a aquella dinámica que constituye la base para generar ciertos principios de coherencia y cohesión histórica y social. Es decir, aquellos principios gobernados por una lógica unificadora cuya función sería la de fijar significados posibles (por veces deseables) a la creación de un imaginario nacional. El estudio de estos significados reconoce la necesidad de estudiar los contextos históricos que proporcionaron a esas formas de identidad su fundamento. En esta parte nos proponemos estudiar esos contextos históricos que confluyeron en la construcción de la identidad nacional en Venezuela. El

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primero, en la oportunidad de la elevación al rango de Capitanía General, rondando los últimos días del 1700, comienza a cargarse de sentido final la palabra Venezuela. En torno a esta coyuntura se ve surgir en el alma del criollo una suerte de sentimiento de diferenciación y autonomía que presagia el inicio de un cambio de actitud histórica, si no estrictamente nacionalista, al menos decididamente «separatista». El segundo, en el momento de la independencia, que posibilita el surgimiento de instrumentos intelectuales y un repertorio teórico y constitucional para construir un «nosotros» que articule lógica e ideológicamente los deseos de emancipación política en el momento de crisis de la sociedad colonial venezolana, al mismo tiempo que legitima tal emancipación ante el menguado arraigo colectivo. Por último, en la invención del republicanismo liberal, que actúa como superficie donde se inscribirán los recursos políticos y simbólicos movilizados para la promoción del patriotismo y el republicanismo en aquellos ciudadanos y en aquel pueblo —hombres y mujeres de las ciudades y del campo— que recién comienzan a dejar de ser sujetos del rey para convertirse en sujetos políticos de la república. Las palabras, las ideas, los conceptos y símbolos que contienen los distintos discursos, van organizando el imaginario nacional venezolano, aquello que va a devenir realidad, presagiando un cambio de actitud histórica que organiza algo de nuevo en el espacio de las identidades colectivas, en los desplazamientos del decir y el hacer social. Suponemos que haciendo esto, prestando atención a aquellos discursos unificadores que van construyendo una realidad, una evidencia, es posible esbozar la emergencia de sentimientos y actitudes colectivas de esa unidad espiritual y cultural mejor conocida como nación.

L o s ANUNCIOS DE LA PATRIA-NACIÓN

Pues ya ve Vuestra Merced que tenemos de obligación el defender nuestra Patria, porque si no la defendemos seremos esclavos de todos ellos33

Patria y nación: aunque por veces se les utiliza como sinónimos y hasta como términos semejantes, su contenido implica diferentes sentidos. Mientras la patria posee rigurosa raíz territorial y expresa un profundo sentimiento de pertenencia espiritual, la nación opera mejor en el dominio ideoló-

33 Apremiante reclamo hecho por Nicolás de León, hijo de Juan Francisco de León, quien entre 1749 y 1751 protagonizó una insurrección contra la Compañía Guipuzcoana, en Mijares, Augusto, op. cit., pg. 202. Este acontecimiento es visto —quizás exageradamente— por Mijares como exponente «de una conciencia política y nacionalista» (pp. 215,219-220).

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gico-legitimador y en el registro de lo imaginario y de lo imaginado, anclándose por lo general en lo religioso, en lo cultural, en lo lingüístico y, por supuesto, en lo étnico. Sin embargo, para el caso de venezolano y americano en general, las cosas pudieran no ser tan expeditas. Siempre quedará el recurso de la observación aguda, del giro de mirada larga: «si no teníamos nombre de raza porque íbamos a llamarnos sencillamente venezolanos, colombianos, hispano-americanos, sí teníamos el de la actividad y el oficio que la naturaleza de América nos impusiera»34. Es decir, desde lo étnico no podría constituirse, ni mucho menos nombrarse, nuestra identidad. El hecho del mestizaje era demasiado complejo para intentarlo. Las palabras y sus contextos variarían constantemente. De españoles coloniales, sujetos a severas restricciones políticas, económicas y sociales, se había pasado a ser americanos por oposición a españoles y peninsulares. Luego de la utopía de conformar una sola nación americana meridional se hablaba de colombianos o grancolombianos, para pasar a nombrarnos como venezolanos una vez disuelta la Gran Colombia. El general Carlos Soublette, hombre de la independencia y luego de la república, decía en 1827: «El nombre de colombiano, entre nosotros, es la cosa más destituida de significación, porque nos hemos quedado tan venezolanos, granadinos y quiteños como lo éramos antes y quizás con mayores enconos»35. Semejantes mutaciones en el nombre y en el reconocimiento del nosotros están en la base de quiénes somos. Y aquí es donde entra, según enunciamos más arriba, la raíz material, territorial del término patria. El mismo Picón-Salas nos alerta sobre ello cuando señala que sí teníamos identidad, pero ésta se constituía mejor en el ámbito territorial: 'Los llaneros de Apure y de Casanare subirán al páramo de Pisba o, a la inversa, los 'guates'de la Cordillera, los 'serranos', se convertirán en lanceros cuando peleen en las grandes llanuras calientes, se informa en los partes de Bolívar»36. A pesar de que estos enunciados de carácter patrimonial se refieren al momento independentista, el apego y la identificación con estos territorios ya existían desde mucho antes. Fue común escuchar en el siglo xvni proclamas «en nombre de los vecinos de la ciudad de Caracas y su Provincia, tanto nobles como plebeyos», o pronunciamientos populares convocando a la Plaza Mayor «en nombre de todos los de la Provincia». Ayuntamientos y cabildos municipales servían como instituciones a través de las cuales se

34 Picón-Salas, Mariano, «Venezuela: Algunas gentes y libros», en Mariano Picón-Salas et al., Venezuela independiente. Evolución política y social, 1810/1960, Caracas, Fundación Mendoza, 1975 (1961), pg. 9. 35 O'Leary, Correspondencia, tomo VIII, «Caitas del General Soublette»; cit., en Vallenilla Lanz, Laureano, «La influencia de los viejos conceptos», en Disgregación e integración. Ensayo sobre la formación de la nacionalidad venezolana (1930), incluido en Obras Completas, op. cit., tomo II, 1984, pg. 100. 36 idem.

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cohesionaban intereses y sentimientos de pertenencia. Pero también el incremento de las actividades mercantiles —debido principalmente a la presencia de la Compañía Guipuzcoana— constituyeron principio de enlace, trato y organización entre las principales ciudades del país que abonaban tanto la pertenencia como el hallazgo de intereses comunes. De manera que durante la larga jornada colonial se fueron formando rasgos identitarios apuntalados por esa conciencia de territorialidad y permanencia pacífica. En consecuencia, ambas nociones, patria y nación, en tanto discursos de la identidad, presuponen la existencia de un nosotros («los llaneros», «los guates», «los serranos», «los lanceros», «las gentes de dichos valles») que se alberga y se reconoce como habitante de un espacio común (ciudad, provincia, territorio), con todo lo que esto implica desde el punto de vista cultural, histórico, político, social y religioso. Pero también presupone la existencia de un ellos extraño o extranjero a ese espacio que mengua o afecta intereses individuales y patrimoniales. De esta manera, todo discurso identitario construye fronteras que delimitan material o mentalmente el sentido de pertenencia. Así, los discursos patrióticos o nacionales se construyen sobre enunciados que evocan la identidad colectiva37. El que los miembros de una comunidad se reconozcan individualmente y en relación a los otros implica la existencia de un espacio, de un territorio común abierto a múltiples perspectivas, entre ellas las relaciones de carácter político y comercial. Y eso comienza en nuestro caso con la Colonia: No existe en el espíritu de las masas populares un solo sentimiento (...) ni un solo instinto (...) en todas las múltiples manifestaciones de la vida social que no tenga su causa determinante en aquellos tres siglos de coloniaje que prepararon el advenimiento de la nacionalidad venezolana3*.

El momento estelar de esta historia es 1777, con la elevación del territorio de Venezuela al rango de Capitanía General39. La nueva posición es-

37 Si no, ¿qué contenido evocan expresiones como ésta?: «Que con motivo del 'clamor de justicia' vinieron las gentes de dichos valles a las cercanías de esta ciudad (...)». 38 Vallenilla Lanz, «La influencia...», op. cit., pg. 93. En términos semejantes se expresa Uslar Pietri: «la historia colonial debe ser entendida por nosotros como la de la formación de la nacionalidad venezolana», en Del hacer..., op. cit., pg. 1374. 39 El 8 de septiembre de ese año se decreta —por Real Cédula de Carlos III— la Capitanía General de Venezuela, que une política y militarmente a las Provincias de Nueva Andalucía y Guayana bajo el control político de «una audiencia, un Capitán General y un Intendente». De esta manera, los territorios de la actual Venezuela, que ya estaban bajo un mismo régimen fiscal y hacendístico desde 1776, se unifican política, militar y jurídicamente para que sean, señala el texto de la Cédula, «mejores regidos y gobernados» y, por supuesto, defendidos. Suárez, Santiago-Gerardo, «Instituciones Panvenezolanas del período hispánico», en Pedro

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tratégica, los dispositivos institucionales, leyes, procedimientos administrativos y mercantiles, los rituales y el nuevo papel político, crearán condiciones para que el nosotros venezolano endurezca su raíz y rostro, para que la sociedad imagine otra visión de sí misma. Y en esto, precisamente, consiste la identidad que se expresa en la conciencia criolla desde antes de la crisis de la sociedad colonial, la cual se gestó y se desencadenó en la agonía del siglo xvm y el alumbramiento del xix. Acaso sea el desarrollo histórico durante todo el siglo xvm lo que nos dé «la clave para explicarnos el desenvolvimiento de los trazos fundamentales de la nacionalidad venezolana»40. Ahora bien, ¿qué contenido expresa esta conciencia criolla? Si por una parte la misma se nutre del sentido de territorialidad y permanencia pacífica, también se observa un sentimiento de pertenencia a lo hispánico que se hace tangible en dos niveles: en la decisión con que se enfrentan los ataques contra el Imperio (las incursiones insolentes de piratas y contrabandistas, por ejemplo) y en ese sentimiento de lealtad a la metrópoli en el momento de la crisis político-militar de la monarquía. Según Carrera Damas, estas posturas criollas tienen expresión historiográfica en el libro de Oviedo y Baños con que se inauguró culturalmente el siglo xvm venezolano, cuando empleó la expresión «los nuestros» para referirse a exploradores y conquistadores de los siglos xvi y xvn41. Lo cierto es que el escaso relieve histórico, económico y cultural que Venezuela había tenido durante los siglo xvi y XVII, comenzará a ser recuperado durante el siglo xvm. Mediante lo que Grases llama evolución perfectiva su sociedad encontrará un nuevo rumbo que la va a encaminar hacia su propio desarrollo y a la definición de una estructura individualizada que le permitirá evolucionar en el orden político, social, económico y cultural bajo el patronato de la cultura cristianohispánica. La Iglesia será, por cierto, una de las instituciones que refuercen su presencia en el siglo xvm venezolano. Así se echan, pues, «los cimientos político-geográficos del gran hogar venezolano y de entonces arranca el proceso formativo de nuestro país como nacionalidad determinada (,..)»n. Con términos semejantes exaltan notables historiadores uno de los puntos de partida de la identidad venezolana.

Grases (compii, y prólogo), Los tres primeros siglos de Venezuela, 1498-1810, Caracas, Fundación Eugenio Mendoza, 1991, pp. 279-371. 40 Grases, Pedro, «Prólogo» a Pensamiento político de la emancipación venezolana, (compii., pról. y cronología P. Grases; bibliografía Horacio J. Becco), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1988, pg. XII. 41 En El criollo latinoamericano ante..., op. cit., pg. 73. La obra de José de Oviedo y Baños es: Historia de la Conquista, y población de la Provincia de Venezuela, Madrid, 1723. 42 Briceño Iragorry, Mario, Formación de la nacionalidad venezolana, Caracas, 1945.

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« E L GRANDE ARTE DE HACER UNA REVOLUCIÓN FELIZ»43

Esta evolución perfectiva, aunada al sentimiento de diferenciación, a fines de 1700 ya exhibe rasgos de autonomía con voluntad decididamente separatista. En 1797 la recién creada Capitanía General de Venezuela se vio sacudida por una conmoción política muy significativa: la conspiración de Gual y España. Fue la primera intención de construir un proyecto político, o al menos algo parecido, para lo que hoy entendemos por Venezuela. Un auténtico movimiento, reducido a papeles, a lenguaje que convoca a la acción, anunciando la expresión de una mentalidad emancipadora con propósitos claramente definidos, con doctrina —apoyada en un plan de acción político y social— que delineaba un nuevo combate por la nacionalidad, al mismo tiempo que aspiraba a la transformación nacional. Asistimos, sin lugar a dudas, a los primeros tiempos de un nuevo drama histórico, al comienzo del discurso patriótico-nacionalista, comienzo que responde de igual manera a la emergencia de nuevos actores sociales y a su necesidad de empezar a reconstruir una historia propia. No se trata, una vez más, de protestas esporádicas ni de acciones transitorias. Se trata, siguiendo a Grases, de «una acción revolucionaria articulada con principios, ideario y un conjunto de documentos preparados para la inmediata acción pública»44. Los documentos básicos de la Conspiración, todos de 1797, son la Proclama a los habitantes libres de la América Española, Derechos del hombre y del ciudadano, con varias máximas republicanas y un discurso preliminar dirigido a los americanos y, finalmente, las llamadas Ordenanzas con ciertas instrucciones para llevar a cabo el magno proyecto de ruptura con el orden colonial: «restituir al Pueblo Americano su libertad». Estas Ordenanzas incluían textos de canciones —Carmañola Americana y Canción Americana— destinadas a inflar de pasión el entusiasmo colectivo por aquel movimiento premonitor de la independencia. Se trata de un estadio en la evolución elaborada de la identidad venezolana que supone la asimilación de una historia común y la conciencia de unidad. La Canción Americana contiene estrofas que no hacen sino evocar relaciones de identidad: «Afligida la Patria! os llama, Americanos/ para que, reunidos/ destruyáis el tirano». O esta otra, donde se utiliza el recurso maternal que contiene la idea y el sentimiento de pertenencia: «La Patria es nuestra Madre! nuestra Madre querida! a quien tiene el tirano! esclava y oprimida». Finalmente, la letra de esta canción presenta sucesivas imágenes que

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Conspiración de Gual y España, (1797). «Discurso preliminar dirigido a los americanos», en Pensamiento político de la Emancipación..., op. cit., pg. 15. 44 «Prólogo», pg. XXI.

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conciben a sus destinatarios como un todo homogéneo y unificado, a la vez que exhiben una conciencia de alteridad, de reconocimiento del otro: «Ya la terrible espada/ del pueblo Americano/ va a destruir tu orgullo/ déspota sanguinario (...) ya es tiempo que pagues/ tus crímenes, malvado,/ y que recobre el Pueblo/ sus derechos sagrados»*5, etc. En relación a los otros textos, dos cosas son significativas para los propósitos de la creación de una identidad colectiva. En primer lugar, sus destinatarios, que eran novedosamente los Americanos, sin distinción ni precisión de parte alguna del continente, pero que es obvio que se incluye de manera general a los venezolanos. Esto implicaba la constitución de un nuevo sujeto histórico y político en torno a una identidad de carácter político-territorial, pero en cuanto discurso identitario contenía esta novedad la construcción de fronteras que delimitaban espiritualmente un ellos. Se hablaba, entonces, de Americanos constituyendo el nosotros, por oposición a los españoles. Estamos en presencia de un nuevo sujeto que no hace sino evocar una identidad colectiva. Tan significativo como lo anterior es el lenguaje utilizado. La mayoría de sus términos se construyen sobre sugestivos e inéditos enunciados propios de lo que se ha dado en llamar el proyecto de la modernidad. Todos ellos se inspiran claramente en el objetivo de la independencia política, proclamando el derecho a la libertad en su más amplio sentido, así como en el principio de la igualdad entre los hombres sin diferencias de razas ni de condiciones. El vocabulario se nutre de términos tales como Estado, pueblo {«un mismo espíritu, una misma voluntad, un mismo interés»), república («se funda en no reconocer otro poder que la justicia y la razón»), soberanía («descansa particularmente en la unidad del Pueblo»), sufragio, democracia («gobierno libre, independiente y administrado por unos hombres virtuosos elegidos por vuestro sufragio y responsables de su conducta»), revolución («todo el arte para obrar una mutación tan feliz en las costumbres»), igualdad-seguridad-libertad-propiedad («derechos naturales e imprescriptibles»), etc. El Discurso preliminar dirigido a los americanos apunta a un propósito más alto: justificar la revolución. Las razones eran evidentes y, sin embargo, se observa, un esfuerzo por abundar en especulaciones de orden filosófico, histórico, político y económico. Acaso este Discurso no quiere ahorrar en dudas. Por el contrario, quiere ilustrar ad nauseam a sus destinatarios la «causa del pueblo» para que, aclarando los motivos, sean más eficaces sus enunciados. El enemigo será en todo momento la tiranía que España venía ejerciendo sobre América: «los desiertos, la soledad, y el si-

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Textos incluidos en Grases, Pedro, «La Conspiración de Gual y España y el Ideario de la Independencia», (1949), en Escritos Selectos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989, pp. 1757.

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lencio son las consecuencias de la Tiranía en todo el universo». En todo este lenguaje fundador no faltarían aquellas palabras que evocaban identidades colectivas: nación {«ciudadanos que representen la universalidad»), patria («objeto amado de todo hombre de bien»), patriota («trabaja para el bien general, siempre une su propio interés al de todos sus conciudadanos»), compatriotas, nosotros, nuestros, ellos {«haced frente a vuestros Tiranos, no importa con qué armas»). La unión racial, política y social estaba a la orden de aquellos días de 1797: «Entre blancos, indios, pardos y negros debe haber la mayor unión: todos debemos olvidar cualquier resentimiento que subsista entre nosotros, reunimos bajo un mismo espíritu y caminar a un mismo fin (...) Establezcamos nosotros la igualdad natural.»46

La propuesta de estructuras políticas modernas, tales como la republicana, sería garantía de tal unidad. «En una verdadera República (...) el cuerpo político es uno, todos los ciudadanos tienen el mismo espíritu, los mismos sentimientos, los mismos derechos, los mismos intereses, las mismas virtudes.»41

En resumen, los textos de esta Conspiración, si bien fracasada, tuvieron enorme repercusión en los días de la Independencia, más de una década después. Estos textos representan aquel momento donde las ideas imaginaron una nueva aventura capaz de precisar y modificar la realidad de una historia nacional. En todos sus términos, el plano de la realidad y el plano del lenguaje parecen superponerse en relación de correspondencia. Las palabras y los sentimientos, las circunstancias y los deseos van tejiendo un complejo de ideas, creencias y representaciones que no hacen sino convocar a la acción. La luz intenta vencer a las sombras y la acción no hace sino presagiar lo que vendrá. Acaso estamos en presencia de los primeros impulsos para manifestar de manera clara y precisa la idea y la emoción de la patria-nación venezolana. Los términos del Discurso preliminar dirigido a los americanos no parecieran dejar lugar a la duda: «Americanos de todos los Estados, profesiones, colores, edades y sexo; habitantes de todas las provincias; patricios y nuevos pobladores, que veis con dolor la desgraciada suerte de vuestro país; que amáis el orden, la justicia y la virtud; que deseáis vivamente la libertad: oíd la voz de un patriota reconocido, que

46 47

«Discurso preliminar...», en Pensamiento político..., op. cit., pg. 15. ibid., pg. 17.

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no os habla, ni aconseja sino por vuestro bien, por vuestro interés, y por vuestra gloria.»48

En el marco de nuestra argumentación, la idea esencial que se desprende de esta cita es la nación como hecho de conciencia, la nación como construcción intelectual. Me explico. No es la existencia de la nación la que permite el surgimiento de unas identidades o una conciencia nacional al estilo de un nosotros (Americanos de todos los Estados...). Diríamos mejor que es la conciencia de la posibilidad de ser una nación —en el pensamiento de los protagonistas de esta conspiración— lo que va perfilando la existencia de la misma (por vuestro interés y por vuestra gloria), lo que anteriormente llamamos condicionantes unificadores. Las naciones existen, entonces, cuando sus miembros se reconocen como compatriotas, creyendo compartir características relevantes. Creencias más que criterios objetivos son el semillero de la nación y de las identidades en torno suyo.

LA INDEPENDENCIA: MITO DE LA IDENTIFICACIÓN NACIONAL ¡Oh días que no se olvidarán nunca! ¡Oh Revolución! ¡Oh República! Juan Vicente González Por eso al glorificar la Constitución de 1811, me esfuerzo en descubrir lo que de ella ha sobrevivido como fuerza moral, como adquisición para el espíritu colectivo Augusto Mijares

Si bien en los textos de la conspiración se expresa una tenue, y por veces confusa, conciencia de identidad, la imagen de nación esbozada es más emoción, más balbuceo de la conciencia social, que una idea elaborada y conceptualizada. Hacen falta aún dispositivos más finos en torno a los cuales establecer una conciencia de identidad nacional digna de este nombre: la asimilación de una historia común y la conciencia de una unidad, entre otros. Falta construir un espacio de simbolización que dé sentido a lo que Pierre Nora ha denominado «lieux de memoire»49, aposento de figuras sig48

ibid., pg. 30. La bibliografía sobre el tema es muy extensa. Entre otros: Nora, Pierre (ed.), Les lieux de mémoire, París, Gallimard, 1984-1986; Beaune, Colette, Naissance de la nation France, París, Gallimard, 1985; Dubois, Claude-Gilbert (ed.), L'imaginaire de la nation (1792-1992), (Actes du Colloque Européen de Bordeaux, 1989), Burdeos, Prensa Universitaria de Burdeos, 1991; König, Hans-Joachim et al. (eds.), Problemas de la formación del estado y de la nación en Hispanoamérica, Colonia-Hamburgo, 1983; Annino, Antonio et al.. De los Imperios a las Naciones: Iberoamérica, Zaragoza, IberCaja, 1994. 49

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nificativas o símbolos identitarios. Las condiciones para llegar hasta allí van a estar dadas por el movimiento independentista de 1810-1811, con toda su fase programática y heroica inherente. A través de los discursos que evocan la emancipación colonial, la libertad política, la unidad y el patriotismo, la conciencia nacional venezolana supone la adquisición de una memoria que funcionará como un lenguaje productor de sentido. Este lenguaje —ideologizado por la historia patria y la historia nacional, como lo mostramos más arriba— será, digamos, una fase intermedia dentro del proceso de construcción de una mitología nacional: forma ideológica, imaginada, metafórica y no conceptual que permitirá la construcción de símbolos unitarios. Esta mitología nacional escapa nuestros propósitos y no viene al caso estudiarla acá. Baste señalar que distingue procesos de fundación e identificación, procesos de resistencia o conquista que dan nacimiento a los héroes nacionales, sistemas emblemáticos —suerte de mobiliario de la imagen nacional— que sirven de referencias identificatorias. En definitiva, procesos generales de producción de símbolos en torno a temas como independencia, libertad, progreso, igualdad, justicia, virtud, orden que integran la retórica de la legitimación política. En esta sección revisaré los términos de la Declaración de Independencia de 1811, tal como fue redactada y firmada por los distintos representantes de la nueva estructura de poder interna, que contenía un lenguaje político fundador, aludiendo a recursos simbólicos movilizados para la promoción de la identidad venezolana.

E N EL NOMBRE DE DIOS TODOPODEROSO, NOSOTROS...

Nosotros, los representantes de las Provincias Unidas de (...) Venezuela. Ellos son los primeros en declarar «solemnemente al mundo», que desde aquel 5 de julio de 1811 existirían como «Estados libres, soberanos e independientes (...) absueltos de toda sumisión y dependencia de la corona de España»50. Sorprende el lenguaje utilizado. Con enunciados que cohesionan (Nosotros, representantes) este texto no pertenece sólo al discurso que constata y describe. Su función más importante es otra: unir, representar, estimular la acción. Siendo este Acta fundadora de Provincias aspirantes a naciones no puede más que contener palabras realizadoras que evoquen la imagen de ser acabadas, con honda y robusta significación. Con unidad de lenguaje y, por tanto, de postura mental, intentan sus términos construir por el desempeño de algunos el nosotros venezolano. Y, sin em-

50 «Testimonios fundamentales. Acta de la Independencia (1811)», en Pensamiento tico de la..., op. cit., pg. 139.

polí-

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bargo, aquellas Provincias tan decididas no fueron formalmente libres sino hasta que Bolívar entró triunfalmente en Caracas (una de ellas) en 1821, tras diez largos años de cruentas luchas. Pero poco importaba. Lo trascendente para aquellos representantes eran otras cosas. Los derechos que alegaban los firmantes de esta Acta de Independencia fueron los recobrados «justa y legítimamente» el 19 de abril de 1810. Recordemos algunos hechos notorios de aquel día. Ese día los criollos descontentos se opusieron a jurar obediencia al Consejo de Regencia y dejaron constancia de la nulidad de su formación, pues el mismo no podía ejercer ningún mando ni jurisdicción sobre estos países «porque no ha sido constituido por el voto de estos fieles habitantes » 5I . Una vez en el país, Francisco de Miranda había contribuido a crear un clima de insurgencia y libertad. El lenguaje habría de ser cauteloso para disimular las verdaderas intenciones revolucionarias, y la cautela llegó a tal extremo que el nuevo gobierno se dio a sí mismo el nombre «Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII». Se reunió el Ayuntamiento ese 19 de abril de 1810 y fijó su mirada en el vacío de poder existente en la metrópolis. Se propuso, en consecuencia, atender «la salud pública de este pueblo que se halla en total orfandad»52. Apelando a razones jurídicas, «el derecho natural y todos los demás», los firmantes del acta de instalación de la Junta, entre quienes figuraban novedosamente algunas personalidades como Diputados del Pueblo, organizaron «un sistema de gobierno». La misión inmediata sería doble: llenar el vacío de poder en lo concerniente a lo local y «ejercer los derechos de la soberanía que (...) ha recaído en el pueblo». Se iniciaba, así, el itinerario de la palabra que perduraría, la palabra que serviría de sostén al protagonista del nuevo drama de la nación: el pueblo. Ese día santo —fue el único jueves santo de 1810— comenzaría a ponerse acción un lenguaje que hasta ese momento lo que había hecho era sublevar los espíritus. Quienes firmaron en el Ayuntamiento de Caracas aquella Acta de instalación del nuevo poder se constituirían en Nosotros y, en lo sucesivo, hablarían «en el nombre del pueblo», que no era otro que los vecinos propietarios53. Si la soberanía había recaído automáticamente en el pueblo, en los firmantes recaería también, como por soplo divino, su representación. Pero este pueblo no existe; al menos no existe en tanto entidad orga-

51

Roscio, Juan Germán, Obras, tomo II, Caracas, 1953, pp. 3 y 10. «Acta de instalación de la Junta Suprema de Venezuela del 19 de abril de 1810», en Alian R. Brewer Carias (ed.),Las Constituciones de Venezuela, Caracas-Madrid, Universidad Católica del Táchira-Instituto de Estudios de Administración Local-Centro de Estudios Constitucionales, 1985, pp. 157-159. 53 Según se aplicaba en el siglo xvm, el concepto de vecino se refería a aquellas personas cuyo interés en la marcha de la sociedad estaba determinado por la propiedad. 52

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nizada antes de la instalación de la Junta y de la firma de su Acta. Luego, las cosas son otras: se le da existencia formal. El pueblo adquiere substancia: nace como sujeto libre e independiente. El acto, el Acta, las palabras, la firma, el poder, inventan el pueblo y comienzan a dar raíz y rostro a ciertas identidades colectivas. La firma construye al firmante. Afuera, en la plaza del Ayuntamiento, sólo se oían «aumentados los gritos y las aclamaciones»54. Había nacido el verdadero firmante, al igual que sus representantes, que fueron quienes en realidad firmaron. Luego «la congregación popular (...) nombró para que representasen sus derechos»55 a un grupo de notables criollos, en calidad de «Diputados del Pueblo». Tras los hechos ocurridos en la Metrópolis, con el desmembramiento de la autoridad real, se presentan las condiciones que posibilitaron que la palabra y los actos fuesen articulados por quienes se oponían al sistema imperante. A tal fin se necesitaban dos cosas: crear la entidad que se iba a representar y justificar la representación. Para esto no había sino que cesar en sus funciones a los representantes del Antiguo Régimen e incorporar a quienes tendrían de ahora en adelante el derecho de firmar y actuar en virtud de una recién creada forma de representación. La antigua autoridad no pudo más que salir al balcón y notificar al pueblo «su deliberación»: la comunidad congregada en la plaza no pudo más que aceptar. Aceptando, ésta dejaría de ser conglomerado para convertirse en «pueblo», en el verdadero firmante que delegaba sus derechos en sus nuevos representantes: aquellos que se daban a sí mismos un poder por su sola habilidad para firmar, para cohesionar, para imaginar. El acto vital y el Acta creadora de una nueva nación quedaban, de esta manera, consumados. En semejante coyuntura lo que seguiría sería invitar a las ciudades vecinas a sumarse a la nueva aventura. La recién nacida Junta Suprema fue más allá de las fronteras patrias y se dirigió el 27 de abril, una semana después del parto, a los ayuntamientos de todas las capitales de América invitándolas a forjar la grande obra de «confederación de los americanos-españoles». Hay ahí un primer atisbo de identidad no sólo nacional, sino también continental. El mot d'ordre fue: «una es nuestra causa, una debe ser nuestra divisa». En cada sitio se dieron modalidades propias, con perfiles diferentes, pero el mecanismo operativo fue omniabarcante. Todo el proceso estaría marcado por las mismas características. El acto siguiente no sería sino consecuencia del precedente. Luego, el 11 de junio 1810, se pasa a elaborar un «Reglamento de Elecciones» para elegir y reunir a los diputados. Es decir, para darle bases jurídicas y políticas a la recién creada representatividad de la Junta había que formalizar la relación firmante-pueblo y apropiarse legalmente de todas las realidades y promesas. La nueva posibilidad exigía revestir el acto inicial con caracteres formales. De

54 55

Las Constituciones de Venezuela, pg. 157. ibid., pg. 158.

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esta manera, se llamaría a participar en la elección a «todos los vecinos libres de Venezuela», varones y mayores de 25 años, para elegir su primer Congreso. Aún cuando no se era independiente, este Congreso declara solemnemente, el 5 de julio de 1811, la independencia de Venezuela. Valiente acto simbólico y retórico el de un país que reafirma su independencia sin haberla logrado. Ahora aparecería explícitamente y en mayúsculas: «Nosotros, los representantes de las Provincias (...) reunidos en el Congreso y considerando la plena y absoluta posesión de nuestros derechos, que recobramos justa y legítimamente desde el 19 de abril de 1810 (,..)»56. Este «Nosotros», almácigo de la identidad nacional venezolana, pasa inmediatamente a emitir el eco de su nueva voz:»(...) patentizar al Universo las razones ( ...) que autorizan el libre uso que vamos a hacer de nuestra Soberanía». Adquiría realidad aquella soberanía de que hablaba la conspiración de Gual y España. Por derecho, el «Nosotros», el firmante, es el pueblo, que en lo sucesivo ejercerá «nuestra soberanía» —un detalle decisivo, porque garantiza el valor de la intención y de la firma de los nuevos Diputados). Es el pueblo quien se declara a sí mismo libre e independiente a través del relevo de sus «representantes», quienes a su vez son representantes de representantes: «de las Provincias unidas»; es decir, de los pueblos que forman la «Confederación Americana de Venezuela». Uno no puede más que asombrarse del impacto y de la fuerza de este interesante acto declarativo, de este acto de lenguaje, sobre todo si se piensa que significaba el comienzo en la construcción de una nación. Lo que sigue en el texto del documento independentista es una larga exposición de las razones («éstas sólidas, públicas e incontestables razones de política») que llevaron al «Nosotros» a tal determinación. Y aquí está, precisamente, contenida la otra razón justificadora, aquella otra razón que daría vida y forma al derecho a la emancipación: la historia de «los trescientos años de dominación española en América». El que un territorio infinitamente más extenso en condiciones, población y posibilidades estuviese sujeto a «un ángulo peninsular del continente europeo» atentaba contra su propia existencia. Esta era ya razón suficiente para recuperar derechos, para diferenciarse, «para recuperar su estado de propiedad e independencia». Desde los tumultuosos días corridos entre un 19 de abril y aquel 5 de julio «la América volvió a existir de nuevo, desde que pudo y debió tomar a su cargo su suerte y conservación»51. Lo que interesa en esta última afirmación es el hecho de que el «Nosotros» venezolano comience ya a hablar en representación de «América». Y esto es de tanto más interés cuanto se piensa que la venezolana fue la primera decla56 57

ibid., pg. 171. ibid.

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ración formal de independencia. Pero si la estructura de dominación era similar en cada región, la causa emancipatoria sería única. Cada pueblo debía seguir el mismo ejemplo: a un mismo acto correspondería una misma Acta. Así las cosas, las demás razones justificatorias vendrían en cadena. La propia España sería responsable de lo que estaban haciendo sus hijos de ultramar: «Hemos permanecido tres años en una indecisión y ambigüedad política tan funesta y peligrosa, que ella sola bastaría a autorizar la resolución (...) diferida». Pero, ¡basta ya!, trescientos años habían sido suficientes. Era la propia «conducta hostil y desnaturalizada de los gobiernos de España» la que llamaba a ejercer «la augusta representación»58. Si la Madre Patria era la responsable, todos sus hijos deberían reaccionar de igual manera. El «Nosotros» hablaba en representación del pueblo, pero más importante aún a la hora de amalgamar e impresionar era el incipit: la Declaración de Independencia se hacía «en el nombre de Dios Todopoderoso». Las cosas ahora quedaban claras y precisas. Al hablar en el nombre de Dios se habla también en el nombre de aquel naciente pueblo, porque sus integrantes son criaturas de Dios. El «Nosotros» declara y firma en nombre de Dios y del pueblo, y desde ese mismo instante se definen los rasgos de la nueva identidad que funda la institución. La rectitud de las intenciones de los representantes quedaba entonces garantizada: Nosotros (...) poniendo por testigo al Ser Supremo de la justicia de nuestro proceder y de la rectitud de nuestras intenciones (...), declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la corona de España (...)59

En este sentido, el Acta de la Independencia es, al mismo tiempo, un vibrante acto de fe, porque declararse independientes «nos restituye el deseo de vivir y morir libres, creyendo y defendiendo a la Santa Católica y Apostólica Religión de Jesucristo». Semejante acto de fe sería reforzado con una actitud y un lenguaje de desprendimiento de las cosas terrenales por parte del «Nosotros»: «Para hacer válida, firme y subsistente ésta nuestra solemne declaración, damos y empeñamos mutuamente unas Provincias a otras, nuestras vidas, nuestras fortunas y el sagrado de nuestro honor nacional.w60

58 59

ibid. pp,172y 173.

pg. 173. 60 ibid.

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«El sagrado de nuestro honor nacional». Curiosa metáfora que no hace más que exaltar la retórica de una nación que apenas muestra sus primeros contornos. La lucha entre los intereses transitorios de convertirse en nación libre e independiente se conectaba, pues, también con lo divino, con la salvación eterna, mediante el reconocimiento y la comunicación con la religión de Jesucristo heredada de la pedagogía colonial española. Del anterior examen quedan, entonces, expuestas las modalidades de lenguaje que contiene un acto instituyente, fundador de una nación, tal como la Declaración de Independencia de un país frente a la tutela de otro. Esta también será una forma sublime de expresar el nacionalismo, como la poesía misma que canta al hombre y a la naturaleza venezolana. Más aún, su lenguaje es complejo y de mayor efectividad semántica que el propio canto lírico. Sus palabras son realizadoras, construyen identidades e incitan a la acción. Pero, al mismo tiempo, sublevan muchas interrogantes: ¿cómo se constituye un Estado?; ¿cómo se funda e imagina una nación?; ¿cómo surgen sus condicionantes unificadores? ¿Es posible decir que un Estado o una nación se fundan a sí mismos? ¿La independencia de una sociedad respecto de otra es un acto discursivo o es un acto inmanente a ciertas condiciones históricas, o acaso es ambas cosas? ¿Cómo se construyen estos nombres, pensamientos y firmas que fundan y rigen las instituciones? Inútil insistir. Dejemos las cosas hasta aquí.

L A INVENCIÓN DEL REPUBLICANISMO LIBERAL Y EL CULTO HEROICO

Unión, unión, o la anarquía os devorará Simón Bolívar (1830) Y del mismo modo que los hombres, surgieron también las instituciones: del régimen despótico de la Colonia pasamos sin evolución a la República democràtico-federativa Laureano Vallenilla Lanz (1930)

Estos atisbos de unidad requerían aún de conciencia colectiva, de la formación de una conciencia nacional venezolana, que no era más que la consecuencia ideológica de la existencia de la nación. Porque la conciencia nacional no sólo es la seguridad de tener identidades propias, sino también, y sobre todo, la conciencia de que la nación la forman todos de una forma integral, y no como un sumatorio de identidades individuales y regionales. Ésta parecía ser la concepción de nación prevaleciente en el alumbramiento de la república: «Así como una nación es el conjunto de todos los ciudadanos, así la felicidad nacional es la suma de todas las felicidades individuales »6i. Había que 61 Vargas, José María, «Discurso en la Sociedad Económica de Amigos del País, de la Provincia de Caracas», (3 de febrero de 1833), en Pensamiento Conservador del Siglo xix.

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ir más allá del conjunto, más allá de las sumatorias individuales. La conciencia nacional es la creación del nosotros, no sólo en términos declarativos, como los vistos, sino como una unidad frente a un ellos. Mientras todo se remita al ellos (a los gobernantes, al poder, a los firmantes) podrá haber un Estado, pero nunca habrá nación. Es bueno insistir que esta conciencia apenas existió después de 1830, y esto muy a pesar de la definición del Nosotros contenida en el Acta de la Declaración de Independencia que acabamos de analizar. Más adelante, tras haber sido durante diez años colombianos, particularizados en aquel experimento conocido como la «Gran Colombia», las elites liberales lucharon, primero, por desmembrar esta estructura y, después de 1830, por una supuesta o fingida libertad e igualdad que estarían en la base de la formación de un sentimiento nacional. Pero la idea de construir una nación, de construir un Nosotros, no fue lo suficientemente consistente, a pesar de los buenos deseos: «el sentimiento más íntimo de Venezuela es, sin duda, el deseo de su consolidación»62. Más bien se observa en la primera mitad del siglo xix un patriotismo, un sentimiento de patria entendido como sentimiento de un «Algunos», antes que de nación. Y, paradójicamente, la fuerza emocional de este patriotismo ha oscurecido, más que aclarado, el complejo proceso que fue llegar a pensar nuestra nacionalidad63. Así se expresó en la pluma de pensadores como Francisco Javier Yánez, Juan Vicente González, Fermín Toro e incluso en la de Cecilio Acosta. Por ejemplo, el primero de ellos, apenas una década después de instaurada la república, se expresaba poco halagadoramente ante lo que veían sus ojos: Cuando la patria no cumple sus deberes, cuando quebranta la fe de los pactos más sagrados, cuando se hacen ilusorios los derechos y los objetos que compraron los ciudadanos a muy alto precio, cuando por el mal gobierno no hay unión civil (...), entonces la patria no es más que un nombre vano. Expresión a retener: un nombre vano, tras tanto esfuerzo y sacrificios que costó forjarla. Actitud compartida en tono más enérgico por González, quien, haciendo gala de la fuerza emocional de su patriotismo, arremete en 1846 contra el liberalismo de Antonio Leocadio Guzmán con un lenguaje acaso también vano:

(selecc. y estudio preliminar, Elias Pino Iturrieta), Biblioteca José Antonio Páez, Caracas, Monte Avila Editores, 1992, pg. 217. 62 Guzmán, Antonio Leocadio, «La nación y los partidos», El Venezolano, Caracas, 31 de agosto.de 1840. 63 Castro Leiva, Luis, De la Patria Boba a la Teología Bolivariana. Ensayos de historia intelectual. Monte Avila, Caracas, 1991.

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Es en medio de las revueltas políticas, a la faz de un bando amenazador y turbulento, cuando falta la base de un gobierno vigoroso y enérgico, cuando sobra la audacia de los malos y sus elementos de acción, cuando tiene ocasión de ostentarse el verdadero patriotismo. ¡Tímidos hombres de orden! No es un circo alegre de heroicos combatientes el que tenéis a la vista; precio de esa lucha es la patria que debemos amar, la libertad tan querida (... ) Nosotros no tenemos sino una vida, y la patria sabe que es toda suya6*. Ese Nosotros referido en la cita alude a los «tímidos hombres de orden», que eran los menos en aquel convulsionado momento, pero no al Nosotros del conglomerado nacional. Por su parte, Cecilio Acosta, hombre de doctrina y no de poder, también del grupo de los tímidos hombres de orden, pero de lenguaje y pensamiento más moderados, se preguntaba en tono de queja veinte años más tarde: ¿Por qué nos dividimos siempre de lo pasado, ponemos muro entre administración y administración, y cortamos la unidad de la vida política?65 La respuesta del propio Acosta le llevaba a hacer su propio inventario: los partidos y su espíritu de círculo, de grupo más que de comunidad, sectario más que republicano, serían los causantes de las formas caóticas que exhibía aquel presente. ¿De qué se trataba, entonces? Más que de una cultura de oropeles, palacios, teatros y academias, se trataba de «invocar la libertad para el orden, el orden para la paz, la paz para el derecho y el derecho como patrimonio de todos para el progreso indefinido». De manera que para estos hombres de doctrina, orden, paz, derecho y progreso la trama republicana liberal era una suerte de comenzar y recomenzar, de tejer y destejer, pero mientras tanto la tan ansiada unidad nacional no terminaba de organizarse y, en consecuencia, tampoco la nación adquiría cuerpo y alma. Por parte de las elites intelectuales y políticas no se observa respuesta a las preguntas que sobre sí misma se hacía la sociedad. Por el contrario, lo que se observan son denuestos e interrogantes. Es que tanto entre los ideólogos y guerreros de la independencia como entre las elites republicano-liberales no se tenía muy claro cómo consolidar y preservar esa estructura moderna llamada nación o, al menos, si se tenía claro, la diatriba política obstaculizaba su mise en scène.

64 En «Patriotismo», Diario de la Tarde, No 26, Caracas, 30 de junio de 1846. Incluido en Pensamiento político venezolano del siglo xix. Textos para su estudio, tomo 2: «La doctrina conservadora. Juan Vicente González», Caracas, Congreso de la República, 1983, pp. 68-69. De ahora en adelante: PPVSXIX. 65 «Deberes del Patriotismo (Discusión con Clodius), 8 de enero de 1868, en PPVSXIX, tomo 9: «Cecilio Acosta», pg. 205.

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Algunas cosas eran necesarias: la invención de la forma de gobierno y la creación de mitos comunes. En relación a lo primero, la comunidad no era sólo pasado: sus raíces también se formaban en una nueva manera de existir, en la construcción de nuevos vínculos sociales, producto de nuevos pactos fundadores que definían la forma política a adoptar, expresados, a su vez, en documentos constitucionales que no harían más que aportar el andamiaje del sistema republicano liberal. De manera que las distintas constituciones nacionales se convirtieron a partir de 1830 en modernos y necesarios instrumentos políticos. De esto daba cuenta, por ejemplo, el encabezado de la Constitución de 1830: Nosotros, ¡os Representantes del pueblo de Venezuela, reunidos en Congreso, a fin de formar la más perfecta unión, establecer la justicia (...) proveer a la defensa común, promover la felicidad general y asegurar el don precioso de la libertad para nosotros y nuestros descendientes, ordenamos y establecemos la presented

Con esta unidad de lenguaje puesta en términos simples, amplios y esperanzadores cabe preguntarse: ¿no serían estas constituciones nuestros roussonianos contratos sociales? Y la creencia en ellas ¿no reflejaría, a su vez, el fundamento y el proyecto de la nueva nación? El fundamento se expresa en la definición de la nación: «es la reunión de todos los venezolanos bajo un mismo pacto de asociación política para su común utilidad». El proyecto está contenido en su mirada al futuro, en el diseño teórico, en imaginar nuevos horizontes históricos. El Nosotros ya no era representante de unas Provincias que buscaban aparecer como unidas frente a un enemigo externo, sino que firma y habla en nombre del pueblo de Venezuela. El espíritu de la letra persigue un motivo superior: formar la más perfecta unión. Y por si esto fuese poco, promete asegurar la libertad no sólo para el Nosotros, sino para nuestros descendientes, esto es, para las generaciones futuras. Al mismo tiempo se dibujan los primeros trazos de la nueva forma de gobierno, que no es ni será otra que el sistema «republicano, popular, representativo, responsable y alternativo». Léase bien el sentido que encierran estas palabras de José María Vargas: La Nación se ha constituido legítimamente y establecido su gobierno, hijo de un grande hecho nacional y de la voluntad de todos legítimamente expresada. El Gobierno de Venezuela es un Gobierno legítimo nacional, de hecho y de derecho61

66

Brewer, op. cit., pg. 335. Vargas fue el primer presidente civil de la nueva estructura política, a la que llegó en 1834. Fue arrojado del poder un año después por una componenda militar («La Revolución 67

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¿Qué duda cabría de esto? La nación y su gobierno eran producto de un hecho nacional: la independencia. Pero, ¿de verdad eran expresión de la voluntad de todos, legítimamente expresada? Se hablaba de una república oligárquica en 1830, que no era otra que la república de los pocos, y no de los muchos. En relación a lo segundo, todo estaba en la patria que nacía, cuya consolidación requería de la creación de mitos comunes. Ninguna comunidad que aspire a convertirse en nación —y mucho menos en patria— puede existir sin la creación de mitos compartidos que vayan formando un sustrato anímico común. La independencia, con sus turbulentos episodios, sus actitudes desprendidas, su patriotismo y heroísmo inherentes, aportaba, sin lugar a dudas, singularidades para construir un mito identificador. No obstante, a la nueva estructura política republicana era necesario añadirle nuevos sustentos ideológicos y políticos. Crear una historia de la génesis de la nación, de sus héroes fundadores o de sus anti-héroes. Crear una leyenda del horrible pasado y del luminoso porvenir eran operaciones que estaban a la orden del día y que no harían sino cimentar y endurecer las frágiles bases de la forma política. La república, desde su nacimiento, está en lucha con ella misma. En esto consiste su ambigüedad y el secreto de sus continuas transformaciones, cambios y debilidades. «Nada nacional es pequeño», señalaba atinadamente Antonio Leocadio Guzmán en 1840. Las implicaciones de esta boutade escapaban a la propia racionalidad de la acción política. Sus consecuencias tampoco serían pequeñas. En aquel momento más de la mitad de los venezolanos habían nacido y se educaron bajo el régimen español. En lo sucesivo sería necesario educar e instruir bajo nuevos parámetros, transmitir a través de la escuela y de la historia nuevos símbolos, nuevas alegorías y nuevo arte, acostumbrar a nuevas ceremonias y rituales, narrar las maneras de la vida autónoma en común. Pero esto no ser llegaría de una vez. La nacionalidad venezolana se nutría —al igual que en el resto del continente— de una ambigüedad: la nación y la república se crearon como estructuras modernas, con todas sus formas políticas y éticas inherentes, en el seno de sociedades tradicionales. La articulación de este par de componentes —tradición y modernidad— disímiles en contenido y en naturaleza, siempre fue ambigua, difícil e inacabada.

de las Reformas»). Estas palabras son parte de un diálogo con Carujo, uno de sus expulsores, el 8 de julio de 1835, sobre la legitimidad del Gobierno de Venezuela. En Blanco, Andrés Eloy, Vargas, el albacea de la angustia, Caracas, Biblioteca Popular Venezolana, 1947, pg. 119; también, Villanueva, Laureano, Biografía del Doctor José María Vargas, Caracas, 1883.

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CONFUSIÓN DE LA CONCIENCIA NACIONAL Y MANIPULACIÓN DEL IMAGINARIO

Pero, ¿cuándo había existido en verdad la República de Venezuela? (...) Caos era la existencia en que gemía Venezuela». Antonio Leocadio Guzmán (1876) Obsérvese (...) que cada generación, cada partido, cada revolución, no abrigó nunca otro propósito sino el de destruir para crear (...) volver a la nada, en la fe absoluta de que era fácil tarea hacer una nueva República, crear otro alma nacional, otro carácter nacional, hacer otro pueblo de acuerdo con sus doctrinas idealistas». Laureano Vallenilla Lanz (1930)

A saber, en el pensamiento venezolano se advierte una (con)fusión entre los conceptos de república, patria y nación que ha permanecido insuperable a lo largo de sus 180 años de historia independiente. Además, la igualdad de sentido dado a estos conceptos ha sido supeditada a su fusión con la figura de Simón Bolívar, que es indistintamente para los venezolanos el creador de las tres y, además, es el punto de referencia moral para todo ciudadano de este país. Ser bolivariano es igual a ser venezolano (expresión de Castro Leiva). Sus prácticas, al contribuir a hacer efectiva la república, la patria y la nación desde 1810, establecieron también las bases para lograr una precaria unidad política en torno a la independencia de España. Esto implicó establecer al mismo tiempo las bases de un sentimiento nacional de pertenencia y de ruptura. En opinión de Vallenilla Lanz, siempre con mirada telescópica al pensar los hechos que caracterizaron el nacimiento de la nacionalidad venezolana, el papel fundador le correspondió a Bolívar: «el Libertador es también (...) el creador de la nacionalidad venezolana»', para luego añadir con más énfasis: «Bolívar creó su patria dejando una tradición de unidad que cobró mayor fuerza cuando los venezolanos pasaron las fronteras para ir a librar las batallas de la independencia de América (,..)»6S. Los términos son precisos: dejando una tradición de unidad. De eso se trataba: fundar para dejar. Pero ¿cómo se construiría lo demás, lo más difícil, lo que vendría? Lo demás vendría dado por el propio proceso histórico, que no fue por cierto muy consecuente con esta tradición de unidad. Bolívar viviría esta inconsecuencia —o, mejor, esta falta de horizontes— en carne propia a lo largo de su vida. En la Carta de Jamaica (1815) observa en tono de presagio que «seguramente la unión es la que nos falta para completar la 68 Vallenilla Lanz, L., «La influencia de los viejos conceptos», en Disgregación..., op. cit., pg- 115.

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obra de nuestra regeneración», para insistir quince años más tarde, cerca de su lecho de muerte, con agrias palabras: «unión, unión o la anarquía os devorará». Lo interesante, a efectos de la construcción de las identidades nacionales venezolanas, es que su desaparición física fue factor de unidad y de (con)fiisión. En este sentido, la apreciación de Vallenilla parece correcta: dejando una tradición de unidad. Pero faltaba, a nuestro juicio, otro elemento: semejante tradición no era una suerte de fait accompli que hacía realidad lo fundado. Aún era necesaria la manipulación ideológica. Convertirle en héroe, primero, para luego de depurar su imagen,crear un culto en torno a su figura y memoria. Luego, hacer de ésta una religión civil, compitiendo con la mismísima religión católica. En torno a semejante operación se fue cohesionando, de manera obsesiva, la conciencia nacional venezolana. Semejante (con)fusión conceptual ha generado profundos efectos sobre lo que Carrera Damas llama «las bases y modos de la conciencia nacional venezolana»69, uno de los cuales es la identificación entre «conciencia nacional» y «culto a los héroes» creadores de la nacionalidad y más, específicamente, el rendido a Bolívar. A partir de 1830 Bolívar, creador de la patria, de la república y de la nación, es condenado al ostracismo, pero apenas tres años después, en 1833, se comienza a reivindicar su figura. Le correspondería al propio Páez solicitar que fuesen repatriados sus restos, que permanecían en Colombia, y se le reconociesen los méritos que las rivalidades políticas habían desconocido durante la desintegración de la Gran Colombia. Así, el primer gobierno republicano se convierte en portavoz de este proceso, «para limpiar de aquella mancha la conciencia nacional». Comienza, de esta manera, la construcción de la identidad entre la veneración del héroe y la nación, modelando la conciencia nacional de los venezolanos a lo largo del siglo xix. En un afán por lograr la unidad política y por crear los contenidos que irían a dar soporte a la identidad nacional, el «culto» en torno al héroe se convirtió en elemento de legitimación del orden político y de un Estado que reclamaba, precisamente, convertirse en nacional. Si el aporte de Bolívar y de todo el movimiento independentista fue de tal significación, habría que esperar hasta la década de 1870 para avanzar un poco más adentro de este proceso de formación del alma nacional. Durante el siglo xix sería más exacto hablar de la «reunión de todos los venezolanos bajo un mismo pacto» no como la expresión de una nación —tal como la definía la Constitución de 1830—, sino de un estadio pre-nacional que comenzaba a ser homogeneizado en términos culturales y políticos, hasta el punto de que sus habitantes apenas si empezaban a verse como una nación. En la medida en que se integraba físicamente el territorio, en que el Estado con-

69 Carrera Damas, G., «Simón Bolívar, el culto heroico y la nación», en American Historical Review, 63 (1), 1983: 107-145.

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trolaba globalmente asuntos mayores, como el sistema educativo, se difundiría una mayor conciencia política y se intensificarían las identidades basadas en rasgos culturales homogéneos. Por lo tanto, el fenómeno que se observa en el país durante el siglo xix puede más bien ser interpretado como un Estado que contribuye, a través de sus elites, a crear una nación —unas identidades culturales y políticas— y no lo contrario, ni tampoco dar por supuesto que la estructura existente era sin lugar a dudas un Estado-nacional. Sin embargo, a estas alturas de nuestra argumentación insistimos en lo planteado anteriormente: ¿puede el Estado crear la nación? La nación, como fuerza simbólica, sólo adquiría sentido y unidad en torno al pasado heroico de los días de la independencia del imperio español. En estas circunstancias, uno de los primeros pasos para concederle contenido y significación a la identidad nacional fue dado por el General Antonio Guzmán Blanco, jefe del Partido Liberal (formado desde la década de 1840) y figura dominante en la política interna entre 1870 y 1887. Durante su tiempo histórico se sustanciarían los elementos básicos del imaginario heroico y cultural de la nación venezolana. Se insistió, sin lograrlo, en la paz civil como fundamento para la construcción de un sentimiento nacional. Se incrementaron los trabajos públicos de caminos y ferrocarriles para la integración del territorio, se fomentó el patriotismo mediante la adopción de símbolos de la nacionalidad, de la identidad y de la soberanía nacional (como la bandera, el himno nacional, el escudo de armas, etc.). Todo esto representaba en sí mismo el fundamento de un pensamiento y una cultura nacionales. Caracas tuvo muy pronto, durante el último tercio del siglo xix, su primer Capitolio Nacional, así como un largo número de instituciones culturales —la Academia de Bellas Artes (1887), la Academia Venezolana de Literatura (1872), la Academia Nacional de la Historia (1890). En adición a esta actividad institucional que preservaba la memoria nacional, el gobierno estableció el Culto a Bolívar70, que no fue otra cosa que el dispositivo ideológico e institucional mediante el cual Bolívar se convertía en el factor de unidad nacional. El Libertador y los demás héroes de la independencia, caídos desde hacía largo tiempo en la ignorancia, fueron objeto en lo sucesivo de una ilimitada alabanza en un esfuerzo por incrementar el patriotismo, la legitimidad del Estado y el orgullo nacional de ser herederos de su magna obra. El presente de la nación se unía a su pasado: somos porque hemos sido. Además, buscando el fortalecimiento del sentimiento cívico y la identidad de la nación, los liberales erigieron bustos del Libertador y estatuas de sus máximos líderes a lo largo y ancho del territorio71.

70 Carrera Damas, G E l Culto a Bolívar. Esbozo para un estudio de la historia de las ideas en Venezuela, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1973 (1970). 71 Sobre el desarrollo de las identidades nacionales durante el tiempo de Guzmán, ver Nava, J., «The Illustrious American: The development of nationalism in Venezuela under Antonio Guzmán Blanco», Hispanic American Historical Review, 15 (4), 1965: 527-543.

III. LA CONFIGURACIÓN DE UN ORDEN LIBERAL: ESTADOS, CIUDADANOS Y DERECHOS

De la ciudad a la nación Las vicisitudes de la organización política argentina y los fundamentos de la conciencia nacional

José Carlos Chiaramonte y Nora Souto

EFECTOS DEL NACIONALISMO EN EL ENFOQUE DEL TEMA

En estudios realizados durante la última década nos hemos ocupado de las distorsiones que, en la interpretación de los procesos de independencia americana, podía generar un diagnóstico errado de la naturaleza de los sujetos soberanos que los protagonizaron1. En principio, debimos enfrentarnos a la interferencia que ejerce el sentimiento de nacionalidad —supuesto fundamento del propio Estado— cuando el historiador afronta el análisis de los orígenes de la nación: el temor a traicionar la lealtad a ese sentimiento del que participa en su condición de ciudadano puede llevarlo a falsear la interpretación histórica al desconocer que lo que se entendía por nación a comienzos del siglo xix, como enseguida veremos, nada tenía que ver con el concepto de nacionalidad. Así, durante mucho tiempo, la influencia excluyente del nacionalismo en la historiografía hispanoamericana trajo aparejados dos tipos de presupuestos que obstaculizaron la tarea del historiador. Por una parte, se postuló la existencia de las actuales nacionalidades en el momento del estallido de las independencias y, por otra, se convirtió a las naciones en los actores principales de los movimientos independentistas,

1 Chiaramonte, José Carlos, «Formas de identidad política en el Río de la Plata luego de 1810», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», 3a. Serie, 1, Buenos Aires, 1989; El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana, Cuaderno N° 2, Buenos Aires, Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», 1991; Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina (18001846), Buenos Aires, Ariel, 1997; «Fundamentos iusnaturalistas de los movimientos de independencia», Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», 3a. Serie, 22, Buenos Aires, 2 o semestre de 2000; «La cuestión de la soberanía en la génesis y organización del Estado argentino», Historia constitucional, Revista Electrónica de Historia Constitucional, Oviedo, España, 2, (junio 2001); «Metamorfosis del concepto de nación durante los siglos XVII y xvni», ponencia en el Seminario Internacional «Brasil: formaf a o do estado e da nafao (c. 1770-c. 1850)», Departamento de Historia, FFLCH, Universidad de San Pablo, en prensa. Goldman, Noemi y Souto, Nora, «De los usos a los conceptos de 'nación' y la formación del espacio político en el Río de la Plata (1810-1827)», Secuencia, México, 37, (enero-abril 1997).

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considerando que se habrían conformado lentamente bajo el yugo del dominio español para emerger triunfales luego de tres siglos de letargo. Sin embargo, en la actualidad, es cada vez más aceptada la tardía emergencia de la nación, reconociéndosela como resultado y no como causa del proceso independentista. Las reflexiones que sobre la nación y el nacionalismo realizaron los historiadores europeos desde los años 80 del siglo pasado contribuyeron no poco a esto, al dejar al descubierto la impronta que el principio romántico de las nacionalidades había dejado en la historiografía desde mediados del siglo xix, y motivaron la revisión de su concepto. No está de más recordar que aquel principio fundamentaba en los comunes orígenes y cultura de un pueblo su derecho a una existencia política independiente. La construcción de los Estados nacionales europeos y americanos a lo largo del siglo se apoyaría frecuentemente en el uso de esa fórmula, que desde entonces devino un supuesto indiscutible. Pero autores como Kedourie, Gellner, Hobsbawm y Anderson2 objetaron el carácter natural que se atribuía al concepto de nación y de nacionalidad y las tesis que hacían hincapié en los fundamentos étnicos de las mismas3. Por el contrario, las naciones fueron consideradas por algunos de estos historiadores como «invenciones», fruto del desarrollo de la sociedad moderna, período signado por las revoluciones norteamericana y francesa. Asimismo, resaltaron que el significado de época asociaba estos nuevos sujetos históricos a conjuntos humanos unidos por lazos políticos, es decir, hombres ligados entre sí por la sujeción a un mismo gobierno y a las leyes emanadas de él. La lengua, las costumbres o la memoria de un pasado común podían ser elementos importantes, pero de ningún modo indispensables para la constitución de estas naciones. Sin embargo, como veremos más adelante, esta noción política del término nación no era una novedad de fines de siglo xvm, sino que se hallaba ampliamente difundi2 Kedourie, Elie, Nacionalismo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988; Gellner, Ernest, Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1983; Hobsbawm, E. J.-Ranger, Terence (eds.), The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1983; Anderson, Benedict Comunidades imaginadas, Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993. 3 En la actualidad Adrián Hastings y Anthony Smith sostienen, por el contrario, que las naciones son anteriores al desarrollo de la sociedad moderna y que los elementos étnicos —entendiendo por étnico no sólo aspectos raciales, sino también sociales y culturales— son esenciales en su conformación, ya que pondrían en evidencia la singularidad de un grupo humano respecto de otros. Para Hastings, por ejemplo, el desarrollo de una literatura en lengua vernácula—en especial, la traducción de la Biblia— es un claro indicador de la existencia de un grupo humano con características peculiares, razón por la cual data la nación inglesa en el siglo ix. El problema en estos autores deriva, en primer lugar, de la rigidez de sus definiciones teóricas (etnia, nación, Estado nacional) y en segundo lugar, de tomarlas como punto de partida para una posterior verificación histórica. Smith, Anthony, The Ethnic Origins of Nations, Oxford, Blackwell, 1996; Hastings, Adrián, The Construction of Nationhood, Ethnicity, Religión and Nalionalism, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.

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da en la literatura jurídica y política, al menos desde la primera mitad del siglo xvm. En cambio, lo que sí constituyó una novedad que se expandió en Europa a partir del proceso revolucionario francés fue la figura de la nación como sujeto de imputación de la soberanía. Este atributo sería, de allí en adelante, el fundamento de su legitimidad política y acarrearía, además, cambios sustanciales desde el punto de vista constitucional. Pero si, como ya dijimos, la tendencia a colocar la nación en un comienzo ha sido prácticamente desterrada en la actualidad, la preocupación por su génesis ha seguido orientando la búsqueda en el pasado de todo indicio que contribuya a explicar un destino nacional. Así, la sola mención del gentilicio «argentino», o la enunciación de un «nosotros» en los escritos coloniales, se juzgan erróneamente como antecedentes del actual sentimiento nacional y, por lo tanto, indicadores de un sujeto nacional o al menos de su prefiguración. Subsiste entonces la pregunta por el carácter de las nuevas entidades políticas surgidas de la caída del imperio español y, en ese sentido, consideramos que centrarnos en las concepciones de los actores de la época se presenta como un camino adecuado para un cambio de perspectiva. Así, el vocabulario político y el trasfondo iusnaturalista que lo impregna nos revelaron usos y formas de pensar e imaginar las naciones y los Estados que difieren de las actuales, cuya proyección sobre el pasado es un anacronismo que lo deforma. Un primer elemento a tener en cuenta es la sinonimia de nación y estado durante el siglo xvm, que se remonta por lo menos a su primera mitad. Los tratados de Derecho Natural y de Gentes de Heinecio, Wolff y Vattel4, entre otros —este último de amplia difusión en Europa y América— dan testimonio de ello. Es importante señalar que en esos textos el término nación se asimila al de Estado y no al revés, razón por la cual el primero abandona toda reminiscencia étnica. Por otra parte, esa equivalencia era posible, ya que la palabra Estado, intercambiable también por «república», refería a un conjunto de personas asociadas en virtud de su dependencia de una misma autoridad y, por lo tanto, distaba de las no-

4

Vattel, Emmer de, El Derecho de Gentes o Principios de la Ley Natural, Aplicados a la Conducta y a los Negocios de las Naciones y de los Soberanos, Madrid, 1834, «Preliminares, Idea y Principios Generales del Derecho de Gentes», pg. 1. En el texto original francés se lee: «Une Nation, un État est, comme nous l'avons dit des l'entrée de cet ouvrage, un corps politique, ou une société d'hommes unis ensemble pour procurer leur avantage et leur sûreté á forces réunies.», Emmer du Vattel, Le droit de gens ou principes de la loi naturelle appliqués a la conduite et aux affaires des nations et des souveraines, Paris, 1863, Primera edición: Leyden, 1758; Wolff, Christian, Institutions du Droit de la Nature et des Gens, Dans lesquelles, par une chaîne continue, on déduit de la NATURE même de l'HOMME, toutes les OBLIGATIONS / tous les DROITS, 6 vols., Leide, Chez Elie Luzac, MDCCLXXII, Le Droit de la Nature et des Gens, ou Système Général des Principes les plus importants de la Morale, de la Jurisprudence, et de la Politique. Par le Baron de Pufendorf, traduit du latin par Jean Barbeyrac, Sixième édition, Basilea, 1750.

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ciones de nuestro mundo contemporáneo, sea en términos de «aparato estatal» y/o de «relación social de dominación». Esas obras son fundamentales para nuestro tema porque exponen los fundamentos que regulaban las relaciones entre los individuos y entre la comunidades, lo que conformaba el sustrato de lo que podríamos llamar el «sentido común» de las personas de aquel entonces. Descubrimos así un mundo en el que aún conviven cuerpos soberanos de diversa condición y en el que es posible establecer confederaciones —es decir, alianzas o ligas que vinculan entidades autónomas para un fin determinado— entre «reinos, provincias, ciudades, pagos o municipios»5. Efectivamente, las figuras principales de los movimientos de independencia serían las ciudades, verdaderas entidades soberanas e independientes, libres de actuar por sí a través de sus ayuntamientos y de la voz de sus «apoderados» en las juntas y congresos por ellas convocados. La imagen de este protagonismo de las ciudades —a partir de las cuales se formarán de inmediato las provincias— se nos manifiesta con claridad al comprender el punto de vista de la época, pero fue desvirtuada por parte de aquellos contemporáneos adversarios del «federalismo» y por los historiadores que los siguieron. Los primeros condenaron las pretensiones autonómicas de ciudades y provincias considerándolas vestigios de un pasado colonial que se oponía a su afán de constituir sobre tierras americanas Estados modernos, centralizados. Los historiadores, por su parte, esgrimieron una equivalente calificación, tanto por los motivos ideológicos señalados más arriba como por conocer el resultado al que arribaría aquel proceso revolucionario, y consecuentemente convertir en «obstáculos» lo que no conducía al mismo.

LAS FORMAS DE IDENTIDAD COLECTIVA EN TIEMPOS DE LA COLONIA Y LA INDEPENDENCIA

Sobre la base de estas observaciones debemos replantearnos la cuestión de la identidad nacional, centrándonos en este caso en el Río de la Plata. En primer lugar, examinaremos la coexistencia de diversas formas de identidad política que se verifica luego de 1810 y los modos en que las elites rioplatenses de la primera mitad del siglo xix concebían el origen y la organización de un estado nacional. 5 Tal como se lee en la citada obra de Juan Altusio [1557-1638], La Política, metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos sagrados y profanos, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1990, pg. 179. Altusio, que tuvo cierto influjo en la independencia de los Países Bajos, no parece haber sido leído en Iberoamérica. Pero esos rasgos de la realidad política del territorio germano no resultan extraños al contexto iberoamericano de los siglos xviii y xix inclusive.

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Hacia 1800 un habitante de Buenos Aires podía identificarse como español frente al resto del mundo y, al mismo tiempo, distinguirse como americano frente a un español peninsular, como rioplatense frente a un peruano o mexicano y como porteño frente a un arribeño o provinciano. En este sentido, el análisis del vocabulario político de la época resulta de suma utilidad, pues al dejar de lado la obsesiva búsqueda de la nación preexistente a las independencias nos permite reparar en los usos de época de voces como «Argentina», «argentinos», «americano», «nación», «Estado», «patria», «pueblo», «país», «provincia», «democracia», «ciudadano», y otras que, entendidas durante mucho tiempo según sus usos actuales, contribuyeron a una falsa interpretación de los sentimientos colectivos. Hace algunas décadas, Ángel Rosenblat recordó que el vocablo «Argentina», que se encuentra por primera vez en el título del poema que Martín del Barco Centenera publicó en Lisboa en 1602, designaba hacia finales del período colonial sólo al habitante de Buenos Aires6. Con ese sentido, el adjetivo «argentino» aparece en expresiones literarias tales como Reino Argentino, Argentina Provincia, Río Argentino, mozos argentinos, ninfas argentinas, gobierno argentino. El sustantivo y el adjetivo, en virtud de la diferenciación regional que implicaba, habían sido adoptados en el lenguaje poético, tal como se los encuentra en la «Oda al Paraná» de Manuel José de Lavardén publicada en 1801 en el primer número del Telégrafo MercantiP. En este periódico, en el que las contribuciones literarias eran frecuentes, la utilización del vocablo «argentino» con esta acepción era particularidad habitual. Además del impreciso territorio al que remitía, es curioso el sentido que se desprende del uso de «argentino» y «Argentina» en el contexto de unos artículos históricos que, sobre la fundación de Buenos Aires, publicó el Telégrafo entre septiembre de 1801 y junio de 1802. Allí el territorio designado es claramente el del Virreinato del Río de la Plata, y del contexto se deduce aún una relación de posesión entre Buenos Aires —su capital— y el resto de las provincias. Expresiones como «la muy noble y muy leal Capital de la Argentina», «las Poblaciones de la Argentina» [subrayado en el texto] o «la fundación más moderna

6 Rosenblat, Angel, El nombre de la Argentina, Buenos Aires, Eudeba, 1964; Martín del Barco Centenera, Argentina y Conquista del Río de la Plata, con otros acontecimientos de los Reinos del Perú, Tucumán y Estado del Brasil, Facsímil de la Ia edición, impresa en Lisboa por Pedro Crasbeeck en el año 1602, Buenos Aires, 1962. 7 Telégrafo mercantil, rural, político-económico e historiógrafo del Río de la Plata, Reimpresión Facsimilar dirigida por la Junta de Historia y Numismática Americana, Buenos Aires, 1914-1915, 2 vol., T. I, N° 1, 1 de abril de 1801, fol. 4-7. El poema se insertó en el marco de un artículo en el que el director del periódico, el español Cabello y Mesa, proponía la creación de una Sociedad Patriótica Literaria y Económica según el modelo de las «Sociedades de Amigos del País» surgidas en España.

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[Buenos Aires], no sólo de la Argentina, sino de una y otra América ...» son evidencia de ello. Sin embargo, cabe resaltar que este particular empleo se encuentra en los artículos de redactores y colaboradores porteños del Telégrafo, mas no en los de autores de otras provincias8. En el uso cotidiano «argentino» era sinónimo de porteño, significado usual en la época si exceptuamos el lenguaje literario. Por otra parte, como también señalara Rosenblat, «argentinos», en cuanto porteños, podían ser los habitantes de Buenos Aires oriundos de otros territorios hispanos, mientras no lo podían ser los nativos si pertenecían a las castas. Esa referencia local, como sinónimo de porteño, propia del término, permite comprender otra significativa variante del lenguaje de la época en lo relativo a denominaciones de identidad colectiva, como la ocurrida durante las invasiones inglesas, momento en el que afloró vivamente entre los habitantes de Buenos Aires un sentimiento patriótico en defensa de su ciudad. Fue entonces cuando el segundo periódico rioplatense, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, optó por utilizar «americanos» o «españoles americanos» para referirse a los criollos que combatían, agrupados en sus propios batallones, junto a los españoles europeos, que también se habían organizado en batallones según sus provincias de origen9. El hecho de que el término «argentino» incluyera a los españoles de ambos hemisferios que habitaban Buenos Aires y excluyera, por otra parte, a las castas, explicaría la preferencia por el uso de «español americano» —en forma elíptica, «americano»— que acentuaba la condición de natural del Nuevo Mundo sin distinción de estamento10 y excluía a los españoles peninsulares. En síntesis, la relación entre territorio e identidad nos indicaba la presencia, en las postrimerías de la colonia, de tres sentimientos de pertenencia no excluyentes, a la manera de círculos concéntricos: una identidad española, una americana y una regional que tanto podía remitir al ámbito virreinal como a uno más restringido: el de la ciudad y su correspondiente jurisdicción.

8

Telégrafo ..., T I I . , N° 23,25 de octubre de 1801, fol. 169-174; T. III, N° 4,24 de enero de 1802, fol. 41-49; T. IV, N° 8,20 de junio de 1802, fol. 113-154; T. III, N° 5,31 de enero de 1802 fol. 66-71; T. III, N° 6 , 7 de febrero de 1802, fol. 81-85; T. III, N°9,28 de febrero de 1802, fol, 131-135; T. III, N° 11,14 de marzo de 1802, fol. 159-167; T. IV N° 14, 1 de agosto de 1802, fol. 237-245 y N°17, 22 de agosto de 1802, fol. 285-296. 9 La mayor parte de los batallones se organizaron en función del lugar de origen. Los patricios eran oriundos de la Intendencia de Buenos Aires; los arribeños lo eran de las provincias del Interior residentes en Buenos Aires; los españoles, a su vez, se agruparon en cinco unidades: catalanes, vascos, gallegos, cantábricos y andaluces. Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, Reimpresión facsimilar publicada por la Junta de Historia y Numismática Americana, Buenos Aires, 1928-1937, vol. 5,passim. 10 Hubo batallones que reunieron tanto a los integrantes de las castas como a los esclavos que residían en Buenos Aires.

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Luego de mayo de 1810 se produjo una lógica variante al declinar la identidad española, mientras subsistía la coexistencia de tres formas de identidad política —americana, rioplatense o argentina y provincial. El sentimiento americano mantuvo su fuerza durante los primeros años. En parte se comprende que haya sido así, porque expresaba no sólo un dato inmediato y reconocible por todos, como era el de haber nacido en el Nuevo Mundo, sino también una señal de diferenciación (u oposición) frente a lo español. Asimismo se correspondía con una primera hipótesis de organización de la nueva entidad política emergente que vislumbraba la posibilidad de una gran nación americana, a pesar de los reparos expuestos tempranamente por el Secretario de la Primera Junta, Mariano Moreno, en los artículos de la Gazeta de Buenos Ayres de fines del año 10 sobre las dificultades que implicaría una unión de todos los pueblos americanos11. Pero no es a través de las formas de identidad colectiva como podremos explicar la formación de las nuevas naciones. Porque debemos insistir en que, en el período que nos ocupa, el vocablo nación era sinónimo de Estado y carecía de toda referencia étnica, así como la noción misma de nacionalidad no existía en el imaginario de los protagonistas de ese proceso, pues se divulgó mucho más tarde, paralelamente a la difusión del principio de las nacionalidades. La presunta preeminencia de supuestas nacionalidades en el origen de las naciones iberoamericanas —preeminencia postulada a partir de aquel principio— es lo que explica la obsesiva búsqueda por parte de muchos historiadores de las formas «identitarias» que habrían condicionado la emergencia de esas naciones. Se ha olvidado así que quienes intentaban unirse en alguna forma de asociación política denominada nación estaban imbuidos de las nociones contractualistas propias de la cultura política del periodo, basada en el derecho natural y de gentes, de manera que la legitimidad política no la fundaban en la identidad, sino en el principio del consentimiento, consustancial al derecho natural. Las formas de identidad colectiva no eran ignoradas, pero se las consideraba uno de los muchos factores que podían favorecer la formación de las naciones, no como fundamento de la organización de un estado o nación. El argumento que legitimó la erección de la Primera Junta de Buenos Aires —como en el resto de Hispanoamérica— fue el de la retroversión de la soberanía a los pueblos. Este plural, pueblos, era reflejo de una situación en la que, roto el pacto de sujeción por la vacancia del trono, la soberanía no pasaba a un inexistente pueblo de una hipotética nación rioplatense que a partir de ese momento hubiera quedado fundada —como los partidarios

11

«Sobre el Congreso convocado y Constitución del Estado», en Junta de Historia y Numismática, Gaceta de Buenos Aires, (reimpresión facsimilar), 6 vols. Buenos Aires, 19101915, T. I, pp. 691-697,6 de diciembre de 1810.

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de la forma de gobierno unitaria primero, y los historiadores después, se empeñaron en afirmar. Se hacía referencia así a las ciudades con Cabildo, las cuales, de acuerdo a los lincamientos esbozados en el Cabildo abierto porteño del 22 de mayo, fueron instruidas por la Primera Junta de Gobierno —creada el 25 de Mayo—, por medio de la circular del 27 de ese mes, para que eligieran un diputado al congreso general encargado de establecer una nueva constitución. A partir de estas ciudades se irían conformando las nuevas provincias rioplatenses. Por otra parte, el nombre con que comenzó a conocerse el nuevo Estado proyectado es revelador de sus fundamentos. A partir del Estatuto Provisional de 1811 sancionado por el Primer Triunvirato, se generalizó la d e n o m i n a c i ó n d e Provincias

Unidas

del Río de la Plata

—aunque en un

principio «provincias unidas» se escribiera con minúscula— aludiendo así, con un lenguaje indudablemente inspirado en la historia de la independencia de los Países Bajos, al origen del nuevo Estado como reunión de provincias. La mención de Buenos Aires como «capital del reino» y la referencia a los diputados de los pueblos que se habían incorporado a la Junta sugerían que el territorio del Estado que se aspiraba a organizar era el del ex Virreinato12. Sin embargo, en las cartas de ciudadanía concedidas por el Superior

Gobierno

de las Provincias

Unidas

a dos extranjeros por sus re-

conocidos servicios a la causa de la revolución, tal denominación se eludía al concederles el carácter de «ciudadano de estos países» o «ciudadano de la América»: EL SUPERIOR GOBIERNO PROVISIONAL de las provincias unidas del Río de la Plata, á nombre del Sr. D. Fernando VII, Teniendo en consideración los relevantes servicio de D. Roberto Billenghurst, natural de Inglaterra, por tanto ha acordado librarle á nombre de ella, y en exercicio del poder que le ha confiado la voluntad de los pueblos, el titulo de Ciudadano de estos países, por el que se le admite solemnemente al gremio del Estado... AVISO. El gobierno superior provisional de las provincias unidas del Río de la Plata ha declarado á M. Diego Poroysien ciudadano de la América, en atención á los importantes servicios que ha hecho en el exército del Perú, no solo como físico y facultativo, sino como uno de los mas interesados en el triunfo de nuestra causa, según lo tiene informado en su itinerario el general en xefe de nuestro exército de operaciones13.

12 Estatutos, reglamentos y constituciones argentinas (1811-1898), Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1956, pg. 27. 13 Gaceta... 17 de diciembre de 1811, tomo III, pp. 53-54, y 27 de diciembre de 1811, tomo III, pg. 71. [cursivas nuestras].

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Es decir que, si reparamos en lo que se entendía debía conformar el territorio de un estado rioplatense, comprobaremos que se trataba de algo bastante ambiguo, porque los revolucionarios no sólo tenían dificultades para definir el origen y la forma de poder que reemplazaría al de la corona española, sino también para establecer los propios límites espaciales del nuevo Estado. A pesar del rechazo por Moreno de la organización de un Estado americano y de su manifiesta voluntad de constituir una nueva nación en el Río de la Plata, que se vislumbra en sus artículos de noviembre y diciembre de 1810, dos cosas llaman la atención: en primer lugar, que los límites de la misma son apenas sugeridos; en segundo lugar, la vaguedad con que alude a los elementos de cohesión entre las provincias que la constituirían. Es de notar que las «íntimas relaciones» entre las provincias del ex-Virreinato que mencionaba Moreno en 1810 al rechazar la posibilidad de una nación americana, o el hecho de compartir rey, leyes, idioma y religión mencionado por Manuel Belgrano en su proclama al pueblo paraguayo, eran considerados elementos aglutinantes, pero que no fundaban la existencia de un Estado 14 . Por otra parte, la independencia se declararía en 1816 en nombre de las Provincias Unidas en Sud América. Pero más allá del cambio de nombre, es notable la claridad con que se expresa que la voluntad de constituir una nación provenía de las provincias. Es decir, que el origen del nuevo Estado era fruto de un pacto entre entidades preexistentes que, habiendo recuperado sus derechos soberanos, sellaban su unión por medio de sus representantes. Nos, los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en el nombre y por la autoridad de los Pueblos que representamos, .... declaramos solemnemente a la faz de la tierra que

14

Escribía Moreno: «Nada tendría de irregular, que todos los pueblos de América concurriesen a ejecutar de común acuerdo la grande obra que nuestras provincias meditan para sí mismas; pero esta concurrencia sería efecto de una convención, no un derecho a que precisamente deban sujetarse, y yo creo impolítico y pernicioso propender, a que semejante convención se realizase. [...] No hay, pues, inconveniente en que reunidas aquellas provincias a quienes la antigüedad de íntimas relaciones ha hecho inseparables, traten por sí solas de su constitución...», «Sobre el congreso convocado ...», en Gaceta ..., 16 de diciembre de 1810, T. I, pg. 694. Por su parte, Belgrano, enviado por la Junta de Buenos Aires al Paraguay al mando de un ejército con el objeto de lograr su adhesión al nuevo gobierno, declaraba: «Nobles paraguayos, paysanos míos [...] abrid los ojos, creed que el exército [de Buenos Aires] es de amigos y paysanos vuestros, que tienen la misma religión, al mismo Rey Fernando, unas mismas leyes y un mismo idioma.». Gaceta ..., 12 de febrero de 1811, T. II, pp. 106-107. [subrayados nuestros].

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José Carlos Chiaramonte y Nora Souto es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas e investirse del alto carácter de una nación Ubre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli15.

Se trataba de una decisión netamente política ajena a cualquier reivindicación de una nacionalidad preexistente.

L o s CONFLICTOS EN TORNO A LA ORGANIZACIÓN DE UNA NACIÓN RIOPLATENSE: UNITARIOS Y FEDERALES

Llegado este punto es necesario abordar la cuestión de la soberanía, que es central para la comprensión de la naturaleza de los conflictos del período en torno a la organización del Estado. Su interpretación ha sido desvirtuada por efecto de dos supuestos: por una parte, el de pensar que las alternativas se reducían a nación independiente o colonia y, por otra, la de desestimar la legitimidad que revestían los reclamos de los «pueblos» a quienes había retrovertido la soberanía por la prisión del rey. Si atendemos a los tratados de derecho natural y de gentes —ampliamente conocidos por las elites de la época, tal como señalamos en la introducción—, observaremos que la existencia de diversos tipos de entidades soberanas era algo posible. En 1832, en su Principios de Derecho de Gentes16 el venezolano Andrés Bello —de extensa trayectoria en Chile— enumeraba distintas formas de independencia estatal a partir ejemplos tomados de la moderna historia europea: Deben contarse en el número de tales aún los Estados que se hallan ligados a otro más poderoso por una alianza desigual en que se da al poderoso más honor en cambio de los socorros que éste presta al más débil; los que pagan tributo a otro Estado; los feudatarios, que reconocen ciertas obligaciones de servicio, fidelidad y obsequio a un señor; y los federados, que han constituido una autoridad común permanente para la administración de ciertos intereses; siempre que por el pacto de alianza, tributo, federación o feudo no hayan renunciado la facultad de dirigir sus negocios internos y la de entenderse directamente con las naciones extranjeras. Los estados de la Unión Americana han renunciado a ésta última facultad y, por tanto, aunque independientes y soberanos bajo otros aspectos, no lo son en el derecho de gentes17. 15

Estatutos..., pp. 103 y 104. [cursivas nuestras]. Principios de Derecho de Gentes, por Andrés Bello, Santiago de Chile, 1832. 17 ibid., pg. 35. Bello sigue al pie de la letra a Vattel: [Emmer du] Vattel, Le Droit de Gens ou Principes de la Loi Naturelle appliqués a la conduite e aux affaires des Nations et des 16

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En este texto aparece mencionada la alternativa «federal», que en el lenguaje de aquel entonces remitía a uniones de tipo confederal o a ligas o alianzas en las que las partes contratantes delegaban expresamente el ejercicio de algunos de sus atributos soberanos, salvaguardando el resto. Esta opción, conocida desde la antigüedad, se diferenciaba sustancialmente de la «federal norteamericana», es decir, del Estado federal aparecido por primera vez en la historia con la Constitución de Filadelfía de 1787. En el Estado federal los Estados miembros, si bien retienen parte de la soberanía que no han delegado al gobierno federal, como indica Bello al final del texto trascrito, pierden su calidad de Estados independientes, estos es, de sujetos de derecho internacional, calidad que es asumida por el nuevo Estado que los incluye. Es importante resaltar que mientras en la confederación la soberanía de cada integrante permanecía casi intacta en cada uno de ellos, en el sistema federal se producía una escisión de la soberanía entre la unión y los Estados, si bien con la supremacía de la primera. La diferencia entre federación y confederación, aunque conocida por algunos miembros de la elite de aquellos tiempos, fue inadvertida durante muchos años por los historiadores argentinos como Ricardo Levene, González Calderón o Ramos Mejía 18 . El supuesto de la preexistencia de la nación respecto de las provincias, como así también la pretensión de buscar en la primera mitad del siglo xix los antecedentes históricos del Estado federal, llevó a varios historiadores a interpretar como «federales» lo que en realidad no habían sido sino manifestaciones de autonomía e independencia. Desde la perspectiva del derecho natural y de gentes resulta comprensible para el caso hispanoamericano que los «pueblos» reivindicaran legítimamente derechos soberanos y buscaran al mismo tiempo alguna forma de asociación política que compensara su debilidad. Esa tendencia a la unificación tuvo manifestaciones antitéticas, ya fuesen propensas a la formación de ligas o de confederaciones, ya a la de Estados centralizados. En este último caso, la tendencia al centralismo, común a varias de las ex capitales virreinales, surgió también apenas derrumbado el imperio español. Las elites centralistas de Buenos Aires o México, aun cuando no podrán apelar a la preexistencia de una soberanía que reuniera al conjunto de los «pueblos», argumentaron en su reemplazo la calidad de «antiguas capitales del reino». Pero lo más común

Souverains, Nouvelle Edition, Tome I, Paris, 1863 [la primera edición era de Leyden, 1758], pp. 123 y ss. Sobre la influencia de Vattel en Iberoamérica, véase el trabajo citado más arriba, «Fundamentos iusnaturalistas de las independencias iberoamericanas...». 18 Levene, Ricardo, Historia del derecho argentino, Buenos Aires, Kraft, 1948, T. IV; González Calderón, Juan A., Derecho Constitucional Argentino, historia, teoría y jurisprudencia de la Constitución, 2da. ed., 3 vol., Buenos Aires, Lajouane, 1923-1926; Ramos Mejía, Francisco, El federalismo argentino, Buenos Aires, Rosso, s.f., [la primera edición es de 1889].

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fue la tendencia a la unión en forma de confederaciones, que salvaguardaba las preferencias autonomistas. Por ejemplo, si bien el Paraguay reconoció la existencia de lazos basados en «íntimas relaciones» con las demás provincias rioplatenses, la asunción de sus propios derechos en tanto pueblo, sumado al autoritario proceder de Buenos Aires, motivó la constitución de una Junta local en Asunción, primera manifestación de autonomía que derivó luego en la formación de un Estado independiente: La confederación de esta provincia con las demás de nuestra América, y principalmente con las que comprendía la demarcación del antiguo virreynato, debía ser de un interés más inmediato, más asequible, y por lo mismo más natural, como de pueblos no solo de un mismo origen, sino que por el enlace de particulares, recíprocos intereses parecen destinados por la naturaleza misma á vivir y conservarse unidos...; pero las grandes empresas requieren tiempo y combinación, y el ascendiente del gobierno, y desgraciadas circunstancias que ocurrieron por parte de esa y esta ciudad, de que ya no conviene hacer memoria, la habían dificultado. Al fin las cosas de la provincia llegaron a tal estado, que fue preciso que ella se resolviese seriamente a recobrar sus derechos usurpados, para salir de la antigua opresión en que se mantenía agravada con nuevos males de un régimen sin concierto, y para ponerse al mismo tiempo a cubierto del rigor de una nueva esclavitud, de que se sentía amenazada19.

Desde el punto de vista de la organización política, el período que media entre la Revolución de Mayo y la constitución de 1853 ha sido dividido tradicionalmente en dos partes. La primera, hasta 1830, habría estado dominada por el enfrentamiento entre centralistas y autonomistas —luego de 1820 unitarios y federales— mientras que la segunda se caracterizaría por el triunfo del «federalismo», consagrado en el Pacto Federal de 1831, que en realidad daba origen a una confederación20. Esta diferencia de concepciones había aparecido en el seno mismo del gobierno central en 1811. A pedido del Primer Triunvirato, creado en setiembre de ese año como poder ejecutivo de un fallido intento de división de poderes, la Junta Conservadora redactó un «Reglamento» por el cual se establecían las funciones y responsabilidades de las respectivas instancias. En ese documento se afirmaba que «después que por la ausencia y prisión de Fernando VII,

19 Gaceta ..., 5 de septiembre de 1811, pp. 717-718, «Oficio de la Junta Provisional del Paraguay, en que da parte a la de la capital de su instalación, y unión con los vínculos más estrechos, e indisolubles, que exige el interés general en defensa de la causa común de la libertad civil de la América, que tan dignamente sostiene». 20 Herrero, Fabián, «Buenos Aires, año 1816», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», Tercera Serie, 12, 2do. Semestre de 1995.

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quedó el Estado en una orfandad política, reasumieron los pueblos el poder soberano», y se agregaba que «para que una autoridad sea legítima entre las ciudades de nuestra confederación política, debe nacer del seno de ellas mismas y ser una obra de sus propias manos.» Recibido el Reglamento por el Triunvirato, lo pasó para su examen al Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, lo que ponía de relieve la preeminencia dada a «la antigua capital del reino como representante del pueblo más digno y el más interesado en el vencimiento de los peligros que amenazan la patria», actitud que provocó el reclamo de la propia Junta por asignarse al órgano soberano de una ciudad una facultad correspondiente al conjunto de ellas21. En el incidente aparecen entonces perfiladas las dos posturas que constituyen el trasfondo de las luchas políticas de la primera mitad del siglo xix y que se conocieron luego como federal y unitaria. Lafederal atribuía la soberanía a cada una de las ciudades americanas, eliminando el orden jerárquico que la Ordenanza de Intendentes de 1782 había introducido entre las ciudades del Virreinato del Río de la Plata y, por lo tanto, tendía a formas de unión confederal. La otra, conocida como unitaria, era partidaria de la centralización política y concedía a Buenos Aires una precedencia que se justificaba en función de haber sido no sólo el antiguo centro político-administrativo virreinal, sino también de poseer mayores recursos e ilustración que cualquier otra ciudad. En virtud de esa invocada calidad, durante este período Buenos Aires intentó en diversas oportunidades organizar el nuevo Estado bajo su liderazgo, aunque sin éxito22. Es decir, que aunque las dos posiciones partían del reconocimiento de «los pueblos» como sujetos soberanos y, por lo tanto, artífices del pacto que daría origen a la nación, la diferencia se planteó enseguida respecto del papel que aquellos desempeñarían una vez organizado el nuevo Estado. Para algunos estuvo claro desde el principio de la revolución que la existencia de múltiples soberanías entrañaba ciertos riesgos, como el de favorecer la liberación de las ciudades subordinadas respecto de sus correspondientes cabeceras23, o la injerencia de los pueblos en el gobierno central a través de sus diputados, que habían ido incorporándose a la que en 1810 se llamó Junta Grande. Estos riesgos provenían de la tendencia predominante en los pueblos rioplatenses a conformar una unión confederal, considerada por gran parte de la elite dirigente asentada en Buenos Aires —aunque con alia-

21

Estatutos..., op. cit., pg. 27. Véase Chiaramonte, José Carlos, «El federalismo argentino en la primera mitad del siglo xix» en M. Carmagnani (comp.) Federalismos latinoamericanos. Argentina, Brasil, México, México, FCE, 1993. 23 De acuerdo con la Ordenanza de Intendentes de 1782, en cada Intendencia se estableció una relación de jerarquía entre la ciudad donde residía el Gobernador Intendente y el resto de las ciudades, denominadas subalternas. 22

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dos en otras ciudades— como fuente de anarquía. De allí que, para esa elite, la soberanía de los pueblos fuera juzgada transitoria hasta tanto se definiera una sola soberanía rioplatense. Esa definición sería la tarea a realizar por el congreso de las provincias, y la constitución que surgiera de él sentaría las bases del pacto fundante de la flamante nación. Durante el período que nos ocupa, las provincias se reunieron en tres oportunidades con propósitos constitucionales. La Asamblea General Constituyente (1813-1815)— conocida como Asamblea del año XIII — no llegó a sancionar ninguna constitución, pero se conoce la existencia de cuatro proyectos, entre los cuales había uno que establecía una unión confederal, es decir, una liga que reconocía la soberanía de cada provincia. Es clara en él la influencia de José Gervasio Artigas, líder de la Revolución en la Banda Oriental, quien esbozó una forma de organización política que se enfrentaba a la fuertemente centralista del gobierno de Buenos Aires. Esas ideas se plasmaron en el proyecto de constitución para la provincia oriental y en las instrucciones impartidas a los diputados que debían incorporarse a la Asamblea constituyente24. La tendencia confederal fue rechazada de plano y, por añadidura, la Asamblea impidió el ingreso de los representantes orientales. No obstante, encontró rápidamente adeptos entre las provincias del litoral occidental (Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe), que incluso aceptaron el protectorado de Artigas en 1814. En virtud de su enfrentamiento con Buenos Aires, se abstuvieron de participar en el siguiente Congreso que, reunido en Tucumán, declaró la independencia en 1816. Este Congreso, a diferencia de la Asamblea, logró sancionar en 1819 una constitución que establecía la forma de gobierno unitaria y que fue inmediatamente rechazada por las provincias. La crisis revelaba que, pese a su afán de constituir una nación, las provincias no habían podido resolver con éxito los términos del pacto de unión. En 1820 la sublevación de las fuerzas militares, llamadas por el gobierno central para sofocar la disidencia de las provincias del Litoral, precipitó su caída25. Las provincias entonces dieron un paso más y, a diferencia de las manifestaciones de autonomía de la primera década revolucionaria, reasumieron sus derechos y se constituyeron en Estados independientes y soberanos26. El he24

Cfr. respecto de estos documentos Petit Muñoz, Eugenio, Artigas y su ideario a través de seis series documentales, Primera Parte, Montevideo, Universidad de la República Oriental del Uruguay, Facultad de Humanidades y Ciencias, 1956. 25 Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental no enviaron representantes al congreso de 1816 ni firmaron el acta de independencia. Tampoco lo hicieron las provincias del Alto Perú, que se hallaban para entonces bajo el dominio de los españoles. 26 Con la excepción de Paraguay, que optó por declararse Estado independiente en 1814, los casos de Jujuy respecto de Salta en 1811 o de La Rioja respecto de Córdoba en 1816 se caracterizaron por la reivindicación de sus derechos como pueblos y, por lo tanto, se limitaron a reclamar contra la sujeción a sus correspondientes ciudades de cabecera y por el establecimiento de relaciones directas con el gobierno central.

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cho de conservar el nombre de provincias, que remite a partes de un todo, no debe engañarnos acerca del nuevo status adquirido. A partir de entonces, en muchas de ellas la soberanía fue ejercida por una sala de representantes —según los casos denominada también junta o congreso de la provincia— que, compuesta por diputados elegidos por medio del sufragio tanto en la ciudad como en la campaña, se encargó de la designación del gobernador y en algunos casos ofició de poder legislativo27. Dotadas en su mayor parte de una constitución, cada provincia manejó sus finanzas, recaudó impuestos, estableció aduanas, en algún caso acuñó moneda, y contó con sus propias fuerzas armadas. La relación con las naciones extranjeras fue el único atributo que consintieron en delegar al gobierno de la provincia de Buenos Aires. Los caudillos que rigieron en varias de las provincias coexistieron con las instituciones así establecidas, y sus relaciones oscilaron entre la sumisión de ellas, la concurrencia y la colaboración. En su mayoría se desempeñaron como gobernadores o comandantes militares, y pocos de ellos lograron extender su influencia tras los límites de sus respectivas provincias28. Desde el punto de vista jurídico, las trece provincias —luego catorce, cuando en 1834 Jujuy se separó de Salta— se hallaban en pie de igualdad. No existía una soberanía supraprovincial ni organismo alguno que rigiera por encima de ellas. Este panorama, por su parte, se correspondía con una realidad socio-política: la provincia como «soberanía independiente». Tras la guerra de independencia, la provincia resultó ser el único ámbito viable para la reconstrucción de la economía, la vida social y el orden jurídico, por lo menos hasta mediado el siglo. De ahí la necesidad de resaltar que este tipo de organización política constituyó una alternativa en el proceso de formación de un Estado que se abrió con la independencia, y no una anormalidad. Por otra parte, es la serie misma de pactos interprovinciales que se formalizaron después de 1820 la que daba cuenta del carácter de las provincias, no sólo por la mención explícita de su independencia en los considerandos, sino por lo que implica el recurso al pacto como forma de relación propia de entidades soberanas29.

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Congruente con la creación de estos organismos de representación moderna fue la progresiva supresión de los cabildos, cuya representación se limitaba a la de la ciudad en tanto cuerpo político o «persona moral», como se decía en el lenguaje de la época. 28 Chiaramonte, José Carlos, «Legalidad constitucional o caudillismo. El problema del orden social en el surgimiento de los estados autónomos del Litoral Argentino en la primera mitad del siglo xix», en Desarrollo Económico, vol. 26, 102, 1986; Goldman, Noemí, «Legalidad y legitimidad», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», Tercera Serie, N» 7, Buenos Aires, 1993. 29 Tal es el caso del Tratado del Pilar (1820) —entre las provincias del litoral—, el de Vinará(1821) —entre las provincias de Tucumán y Santiago del Estero— y el de Guanacache —entre las de Cuyo.

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Sin embargo, la voluntad de las provincias de unirse en una sola comunidad política nunca desapareció. De hecho, algunos de los pactos mencionados más arriba proponían la reunión de un congreso constituyente que diera cauce a aquel anhelo. Variedad de motivos podían esgrimirse en pro de esa iniciativa: la conciencia de la propia debilidad para sostener la autonomía frente a otras provincias más poderosas, la existencia de lazos provenientes de relaciones económicas, políticas y hasta familiares o la necesidad de conciliar políticas arancelarias con Buenos Aires en la medida en que, pese al vuelco de algunas provincias hacia los mercados y puertos de países limítrofes, aquélla seguía siendo el mayor consumidor de mercancías rioplatenses. Buenos Aires, a la par que era potencialmente la salida más ventajosa para las producciones del litoral e interior, condenaba a éstas a sufrir las consecuencias de su política librecambista, consagrada con el tratado de libre comercio y navegación con Inglaterra firmado en 1825. La conveniencia misma de presentarse unidas ante el mundo a los efectos de ser reconocidas como un Estado independiente, sobre todo por la más poderosa de las naciones del momento, Inglaterra, había impulsado en 1824 la convocatoria de Buenos Aires al resto de las provincias para reunirse en congreso constituyente. Ahora bien, dos ejemplos ayudarán a transmitir la percepción que los contemporáneos tenían acerca de la nación, las provincias y de los lazos entre ambas. En 1821, la incorporación al Imperio luso-brasileño de la Banda Oriental —integrante del antiguo virreinato rioplatense— como provincia cisplatina, dio lugar en Buenos Aires a un fuerte discurso sobre la nación, que se puede constatar especialmente en las páginas del oficialista Argos de Buenos Ayres. Esa unión era concebida como derivada de un acto contractual, tal como se puede observar en el párrafo que sigue, en el que se alude a un pacto social entre las provincias que había dado nacimiento a la nación y del que ninguna provincia podía desligarse por su propia voluntad. Es una verdad sin réplica que desde que las provincias del Río de la Plata arrancaron el cetro despótico de las manos del realísimo, y se emanciparon de la España, ellas formaron un pacto social de permanecer unidas. Extendido este pacto, quedaron hechas en su virtud una nación libre e independiente. Por una consecuencia de este principio, cada una de estas provincias quedó sujeta a la autoridad del cuerpo entero en todo aquello que podía interesar al bien común. Someterse a otra nación, sin el consentimiento expreso de la propia, sería un acto nulo, como contradictorio a sus mismos empeños, y eversivo de los derechos soberanos que prometió guardar ante las aras de la patria.... Si por su libre consentimiento pudiese desatarse de las demás e invalidar su confederación, no habría Estado que muy en breve no se viese disuelto110. 30 Argos de Buenos Aires, reimpresión facsimilar, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1931-1942, 5 vols. 15 de enero de 1823, T. III, pg. 19.

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No obstante, el reconocimiento de ese pacto «tácito» —en el sentido de que no había documento escrito que lo avalara— es invocado también en función de la defensa de los intereses particulares de las provincias. Perjudicada Mendoza en su producción de vinos y aguardientes por la política librecambista de Buenos Aires, un periódico de la provincia fundamentó su reclamo en las doctrinas de derecho natural y de gentes, y puso de manifiesto que el deseo de constituir una nación tenía como condición que el pacto de unión colocara a las provincias en una posición más conveniente a sus intereses. En este texto, la naturaleza contractualista del origen de la nación no deja lugar a dudas. Dado el primer caso que las provincias unidas formen un solo cuerpo moral, las garantías de este compromiso no deben ser nominales: ellas, al realizar sus convenciones y al poner en contacto sus intereses, han buscado alguna cosa real y positiva, alguna conveniencia que sirviese de fundamento a la prosperidad común: tal ha sido la mutua protección de la industria y de sus prosperidades, porque, en realidad, la independencia que han jurado sostener por el concurso de todas no es más que la segura posesión de estos bienes ...En el extremo de la disyuntiva, es decir, que ya no subsistan los pactos entre las provincias, no hay una sola linea que añadir si cada una de ellas es otra nación independiente en todos respectos; no hay más consideraciones que guardar que el derecho de gentes o público de las naciones. No podemos reconvenir en nada a aquella provincia, así como ella no tendría el derecho de hacerlo31.

Un redactor del Argos que buscó disipar los temores del articulista mendocino, argüía que «no está roto, ni disuelto, el pacto social que formaron las Provincias Unidas desde la feliz época de su regeneración política». Por lo tanto, reconocía que «ellas hacen un todo moral con todos los derechos y prerrogativas que le son propias» y que «el estado de separación en que se hallan nada tiene de derecho ni de estable: todo es de mero hecho y momentáneo, producido por el imperio de los acasos»32. De ahí que Buenos Aires, concluía, debería contemplar esa situación y revisar su política a fin de mitigar, en la medida en que no perjudicara a sus consumidores nativos, los efectos sobre los caldos mendocinos.

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Argos... 3 de mayo de 1823, T. III, pp. 149-150. Artículo del diario mendocino El Verdadero amigo del país [cursivas nuestras], 32 Argos..., 7 de mayo de 1823, T. III, pp. 153-154. Contestación al art. de El Verdadero amigo del país de Mendoza, en donde hay quejas por la falta de protección a la producción de vinos. La cursiva está en el original.

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L o s PROBLEMAS EN DEBATE

La contienda ideológica entre unitarios y federales tuvo un escenario privilegiado en el Congreso Constituyente que funcionó en Buenos Aires entre 1824 y 1827. Las provincias vieron en él la posibilidad de que el pacto deviniera explícito a través de la sanción de una constitución que debía ser el fruto de una cuidada transacción entre aquellas. La tensión entre soberanías provinciales y soberanía nacional estuvo presente en todos los debates. Para comenzar, los diputados acudieron en tanto representantes de las provincias —no de la nación— y en su mayoría llevaron instrucciones que limitaban su actuación 33 . Asimismo, la llamada Ley Fundamental del 23 de enero de 182534 dispuso no sólo la continuidad de los regímenes interiores de las provincias hasta tanto se sancionase la constitución, sino que condicionaba su promulgación a la aprobación de cada una de ellas. Es decir que, a pesar de que se hallaban éstas «reunidas en cuerpo de nación» —como habitualmente se decía—, el congreso negaba de antemano su condición de cuerpo soberano nacional al someterse en última instancia «a la consideración de las provincias». Similar actitud tomó cuando los diputados decidieron que la forma de gobierno a adoptar debía resultar de la consulta a estas provincias. Pese a que la nación no estaba formalmente constituida, se decidió establecer un poder ejecutivo nacional. Sancionada a tal efecto la Ley de Presidencia en febrero de 1826, resultó electo Bernardino Rivadavia, quien con la adhesión de los diputados de Buenos Aires y de varios de las provincias del Interior dio un fuerte impulso al proyecto «nacionalizador» bajo el liderazgo de la ciudad-puerto. La situación sufrió un sensible cambio cuando el congreso duplicó el número de representantes, lo que fortaleció a los unitarios. Si hasta el momento éstos habían sido conscientes de la necesidad de actuar con cautela, súbitamente mudaron de actitud hasta interpretar de modo abusivo la Ley Fundamental. Sin abandonar las doctrinas pactistas, los unitarios argumentaron fuertemente a favor de la existencia de una nación originada en un pacto tácito que algunos dataron en 1810 y otros en 1816. La capitalización de Buenos Aires como sede de las autoridades nacionales, era juzgada por los unitarios una pieza clave para el éxito del

33 Algunas de ellas, como La Rioja y Santiago del Estero, buscaron salvaguardar su condición de Estados independientes, previniendo a sus diputados de no aceptar su sujeción a otro Estado. Ver Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Documentos del Congreso General Constituyente de 1824-1827, La Plata, 1949. Documentos del Archivo. Tomo XIII, pp. 383,436-437. 34 «Ley fundamental reproduciendo el pacto con que se ligaron las Provincias Unidas del Río de la Plata en el momento de constituirse en nación independiente», en Ravignani, Emilio, Asambleas Constituyentes Argentinas, Buenos Aires, Peuser, 1937-1939,6 vols., vol. 1.

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proyecto centralizador, pero la propuesta de nacionalizar la porción del litoral marítimo más relevante de la provincia no sólo la privaba del puerto y de los ingresos de su aduana, sino que la hacía «desaparecer», al cesar su gobernador y disolverse la sala de representantes, que encarnaba la soberanía provincial porteña. Tales efectos fueron suficientes para resquebrajar la unidad dentro del propio bloque porteño, cuya aceptación del proyecto rivadaviano encontraba así sus límites. A pesar de la pérdida de apoyo entre los diputados, la constitución fue debatida y sancionada en 1826, pero el rechazo de las provincias fue unánime. Este último episodio puede señalarse como un punto de inflexión a partir del cual Buenos Aires desistió de liderar un proyecto de organización nacional para asumir una clara posición confederacionista como la mejor estrategia para la preservación de lo que consideraba el fundamento de su supremacía. Así, la forma más perdurable de ligazón entre las provincias sería el Pacto Federal de 1831 —que nació originalmente como alianza ofensiva—defensiva de las cuatro litorales frente a la Liga Unitaria del Interior, que reunía a nueve. Indicador de la calidad soberana de las provincias reunidas en torno de ambas ligas fue el carácter de «agentes diplomáticos» reconocido a sus representantes. Derrotada la Liga del Interior, el llamado Pacto Federal sentó las bases de una laxa confederación que terminó por nuclear al resto las provincias hasta 185335. En el texto del tratado, las provincias signatarias reconocían «recíprocamente su libertad, independencia, representación y derechos», y a pesar de que uno de sus artículos contemplaba la reunión de un nuevo congreso, éste jamás fue convocado. La comisión representativa integrada por los apoderados de cada provincia fue disuelta al año siguiente por iniciativa de Buenos Aires. Una vez más, el único atributo de la soberanía resignado por las provincias fue la delegación del manejo de las relaciones exteriores en el gobernador bonaerense. Las sesiones preliminares a la firma del Pacto habían dado lugar al planteo de una serie de cuestiones «nacionales» por parte del representante de Corrientes, Pedro Ferré. Corrientes reclamaba a Buenos Aires la revisión de su política arancelaria en favor de una que protegiera a las producciones correntinas y a las de otras provincias de la competencia extranjera, el prorrateo de los ingresos de la Aduana, cuyas rentas consideraba «nacionales», y la libre navegación de los ríos litorales. La negativa del gobierno de Buenos Aires a tratar estos asuntos provocó entonces el retiro del representante de Corrientes, que sólo más tarde suscribiría el Pacto Federal. Hacia 1832, la renovación de aquellas demandas correntinas suscitó una intensa controversia con la prensa porteña en la que voceros del gobierno 35

Véase Chiaramonte, J. C., «El federalismo...», op. cit.

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argüían que esos asuntos eran privativos de la soberanía de Buenos Aires. En las réplicas correntinas dos aspectos resultan novedosos: por una parte, la afirmación de que «la nación está formada», razón por la cual juzgaban falso que la soberanía de las provincias fuera absoluta, como sostenían los porteños. Esto implicaba un cambio en la posición correntina, hasta ese momento confederal, pues implicaba algo más cercano al Estado federal al sustentar el derecho de la nación a inmiscuirse en los asuntos internos de las provincias y reclamar para los diputados su condición de no apoderados de las mismas. En la fundamentación de la existencia de la nación, por otra parte, un argumento conocido cobraba un nuevo sentido: Los pueblos estaban obligados a reunirse en cuerpo de nación por la fuerza irresistible del instinto, que inspiraba esta necesidad a hombres que habitaban un mismo continente, que tienen los mismos hábitos y costumbres, que habían mezclado su sangre en el largo período de más de trescientos años, que se comunican entre sí por relaciones de interés, que hablan un mismo idioma y, finalmente, que profesan una misma religión y un mismo culto; elementos todos que habían producido una masa inmensa de simpatías y de afecciones personales36. Como vimos más arriba, la posesión de este tipo de rasgos «étnicos», que hasta entonces solían ser mencionados como factores aglutinantes de las provincias, ahora aparecían como generadores de la necesidad de conformar una nación, unidos a la invocación de un factor no racional como «los instintos». Sin embargo, los principios contractualistas persistían: ...y así como un hombre puede hacer dueño de la vida de un individuo que invade la suya... podrá por mayoría de razón el cuerpo de la nación usar del mismo derecho y obligar a las partes que le están subordinadas al cumplimiento de los deberes contraídos por la ley del pacto admitido libremente y sancionado11. En materia de relaciones interprovinciales Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires desde 1829 hasta 1852, con un breve intervalo entre 1830 y 1833, postergó una y otra vez el congreso, considerándolo inoportuno hasta tanto las provincias no alcanzaran un orden interior estable. En su reemplazo propuso una política de pactos. El fantasma de los temas 56

«Contestación al Lucero, ó los falsos y peligrosos principios en descubierto» [1832], en Documentos para la Historia Argentina, Tomo XVII, «Relaciones Interprovinciales, La Liga del Litoral (1829-1833)», Buenos Aires, Peuser, 1922, pp. 265-266. [cursiva en el original], 37 ibid., pg. 268.

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esbozados por Ferré, de tratamiento inevitable en una asamblea constituyente, fue razón poderosa entre las que le llevaron a evitar la unión constitucional y a mantener una férrea postura confederacionista. El gobierno General en una República Federativa no une los Pueblos Federados, los representa unidos; no es para unirlos, es para representarlos en unión ante las demás naciones; él no se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno de los Estados, ni decide las contiendas que se suscitan entre sí38.

La hegemonía que Buenos Aires logró sobre el resto de las provincias, particularmente después de 1840, no alteró la calidad soberana de éstas. Así, la delegación de las relaciones exteriores, por ejemplo, era considerada por la provincia de San Juan «una comisión de confianza... sin que por la admisión y consentimiento de tal condición se comprometiese la independencia y soberanía respectiva de que aquella provincia se hallaba en posesión como las demás»39. De hecho, algunas de ellas sortearon la intermediación de Buenos Aires, como fue el caso de San Juan, que gestionó directamente con el Papa la creación de un Obispado con centro en la capital provincial. Tras la derrota de Rosas en Caseros, a comienzos de 1852, se celebró el Acuerdo de San Nicolás con la participación de todas las provincias, en el que se allanó finalmente uno de los aspectos que tantas discusiones había ocasionado en los congresos precedentes: los diputados elegidos por las provincias deberían concurrir al próximo congreso en calidad de representantes de la nación y no del pueblo que los había nombrado. El Congreso Constituyente, pese a la ausencia de Buenos Aires, que rechazó el Acuerdo, logró sancionar una constitución que estableció un Estado federal rioplatense, aunque denominado equívocamente Confederación Argentina. Uno se podría preguntar entonces qué hizo posible la superación del confederacionismo sostenido hasta ese momento por las provincias. Indudablemente, el origen de este Estado unificado fue fruto de un acuerdo o pacto político entre las elites dirigentes provinciales, y a él habían contribuido factores de distinta índole. Es cierto que influyó en buena medida el peso político del triunfador de Caseros, el general Urquiza, fundado en su poder militar, pero también deben tenerse en cuenta las nuevas condiciones del orden económico mundial, que desde el punto de vista de la producción de

38 Carta de Juan Manuel de Rosas a Juan Facundo Quiroga, «Hacienda de Figueroa en San Antonio de Areco, diciembre 20 de 1834», en El pensamiento político de Juan M. De Rosas, Prólogo y Selección de Andrés Carretero, Buenos Aires, Librería y Editorial Platero, 1970, pg. 77. 39 «Fragmento de un debate en la legislatura de San Juan a propósito de la revolución producida en la provincia de Buenos Aires» en, El solitario, San Juan, 22 de febrero de 1829,3.

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bienes comenzaba a asignar diferentes funciones a las naciones. Dentro de este esquema se abrían inéditas oportunidades para algunas producciones primarias rioplatenses que se habían desarrollado en los últimos años. En este sentido, la libre navegación de los ríos, cuestión vinculada especialmente a la de la soberanía de las provincias aledañas, se convirtió en un asunto de urgente resolución, pues permitiría a Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes la conexión con un mercado mundial cuyas perspectivas parecían ilimitadas. Este era un tema irritante para Buenos Aires que, sumado a otras viejas cuestiones, como la de la nacionalización de las rentas de su Aduana y la impugnación de la política librecambista, acrecentaron el conflicto. La pérdida de ventajas que el arreglo de esos asuntos significaba para Buenos Aires motivó en gran medida su persistencia en una postura autonomista hasta 1860. Por otra parte, más allá del acuerdo político y de las ventajas que hipotéticamente traería, en el campo de las ideas había comenzado a modificarse el concepto de los fundamentos de una nación. En los escritos de algunos intelectuales obligados por el régimen rosista a emigrar a finales de los años treinta, la solución al problema de constituir la nación debía derivarse de una «fusión» de los partidos unitario y federal40. Los integrantes de este grupo, conocido en la historiografía como Generación del 37, que tanto a través de las lecturas como de la experiencia directa tomaron contacto con el pensamiento romántico, comenzaron, sobre todo a partir del exilio, a cimentar la existencia de la nación en el principio de las nacionalidades41. Si bien reconocían la necesidad del pacto entre las provincias, adoptaron el concepto de nacionalidad como fundamento de una nación y, consecuentemente, se esforzaron por buscar y definir lo autóctono frente a lo que constituía su modelo básico de referencia: lo europeo. No obstante, fueron conscientes de lo problemático de esa definición, en la que era evidente, por un lado, la carencia de rasgos distintivos respecto de las demás naciones hispanoamericanas y, por otro, la fuerza que revestían aún los sentimientos localistas, el amor a la patria chica. Es por ello que la definición de una nacionalidad argentina se tornó un verdadero desafío que, bajo condiciones muy diferentes a las de mediados de siglo —inmigración mediante— afrontarían las elites dirigentes del 80 y del Centenario de la Revolución. 40 Echeverría, Esteban, Dogma Socialista y otras páginas políticas, Buenos Aires, Estrada, 1948; Alberdi, Juan Bautista, «Prefacio», Fragmento preliminar al estudio del Derecho, Buenos Aires, Hachette, 1955, pp. 51 y ss.\ «República Argentina - ¿Unidad o Federación?», El Nacional, Montevideo, 11 de diciembre de 1838, en Escritos Postumos, 16 vols., Buenos Aires, 1895-1901, T. XIII, pg. 81; «Confederación Argentina», El Nacional, Montevideo, 15 de enero de 1839, ibid., pg. 174; «Cuestión Argentina», El Nacional, Montevideo, 28 de enero de 1839, ibid., pg. 212. 41 Wasserman, Fabio, «La generación del 37 y el proceso de construcción de la identidad nacional argentina», en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», 3ra. Serie, 15, Buenos Aires, 1997.

La formación del Estado nacional mexicano Pasado colonial, ideas liberales y gobiernos locales*

Mauricio Merino Dividir la historia en periodos tiene una función simple: escoger fechas precisas para comprender hechos históricos determinados. Hacer esto arroja luz sobre las líneas que permiten distinguir entre el antes y el después, pero al hacerlo también se ocultan las líneas de continuidad entre los periodos. Esto es particularmente cierto en la historia mexicana, en la que hay fechas evidentes que marcan el día en que el país se hizo independiente, la fecha precisa cuando se restauró la república y el tiempo exacto del final de una dictadura. Pero este énfasis en los cambios no permite poner suficiente atención en las continuidades. En pocos procesos es más palpable esta situación que en el trayecto que terminó en la construcción del Estado nacional en México. La historiografía oficial ha tendido a presentar este trayecto como un proceso lineal, iniciado con la separación de España y que culmina en el orden creado por los liberales al terminar su guerra contra los conservadores1 . Esta visión supone que, por una parte, el orden colonial terminó tajantemente en 1821, y, por otra, que los liberales gozaban de los recursos (económicos, políticos y militares) para implantar un conjunto de ideas innovadoras a pesar de las resistencias. Así, lo que argumento en este texto responde a estos equívocos. Estas páginas demuestran que el arreglo que existía en la etapa postrera del periodo colonial sobrevivió mucho más allá de 1821, cuando se consumó la independencia. Esta supervivencia ocurrió no sólo en las costumbres de los pueblos, sino también en la institucionalidad de la estructura territorial, de manera que cuando los liberales se hicieron por fin con el poder, para poder crear un Estado tuvieron que echar mano de los gobiernos locales, que habían heredado del periodo colonial un amplio bagaje de recursos. Es decir, mi argumento, como he sostenido en otros textos2, es que la verdadera construcción del Estado nacional mexicano comenzó con el triunfo del Partido

* Agradezco el apoyo de Guillermo M. Cejudo en la preparación del texto. ' Para una crítica, véase Florescano, Enrique, Nuevo pasado mexicano, México, Cal y Arena, 1991. 2 Merino, Mauricio, Gobierno local, poder nacional. La contienda por la formación del Estado mexicano, México, El Colegio de México, 1998. Este argumento es el núcleo del libro, pero lo elaboro tal como lo presento aquí en las páginas 251 y ss.

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Liberal y se apoyó, esencialmente, en la institución municipal que, tras la erosión de las fuentes de legitimidad y de poder real que caracterizaron al orden colonial, era la única base tangible para emprender la organización política del país. Paradójicamente, el poder, la capacidad y los recursos que fueron la base de la construcción del Estado liberal provinieron —indirectamente— del orden colonial creado por los Borbones y por los diputados de Cádiz a través de los poderes locales.

L A HERENCIA COLONIAL

La herencia colonial que España dejó al México independiente no se componía únicamente de catolicismo, corporaciones y fueros (todo ello introducido al inicio de la época colonial), sino que también incluía un conjunto de disposiciones que, de hecho, iban en contra de esas mismas tradiciones y que fueron introducidas en el periodo colonial tardío, esencialmente por dos vías: las reformas aplicadas por los Borbones y los efectos de la Constitución gaditana de 1812. Así, la primera parte de mi argumento consiste en la hipótesis de que el rompimiento del orden colonial durante la independencia fue más aparente que real puesto que, por lo menos en lo que se refiere a la institucionalidad territorial, las reformas introducidas por los Borbones y el ideario liberal propuesto en Cádiz determinaron en buena medida lo que ocurrió en el México independiente. Si durante el periodo Habsburgo la Corona había delegado buena parte de sus funciones en diversas corporaciones, los Borbones intentaron exactamente lo contrario. Con el objetivo de poner orden en un imperio cuyo poder económico y político estaba dispersado en múltiples cuerpos religiosos y territoriales, los Borbones emprendieron la reforma más importante de la institucionalidad española en tres siglos. Según Florescano y Gil Sánchez: Las reformas que, a partir de mediados del siglo xvm, comenzaron a implantar los Borbones en todo el imperio español (...) respondían a una nueva concepción del Estado, que consideraba como principal tarea reabsorber todos los atributos del poder que había delegado en grupos y corporaciones y asumir la dirección política, administrativa y económica del reino (...). Todas las reformas borbónicas tuvieron un sentido político final: cancelar una forma de gobierno e imponer otra3.

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Florescano, Enrique - Gil Sánchez, Isabel, «La época de las reformas borbónicas y el crecimiento económico. 1750-1808», en Historia General de México, México, El Colegio de México, 1977, pp. 185-203,passim. Los mismos autores agregan que «de acuerdo con la idea

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Estas reformas significaban, en la práctica, destruir el antiguo orden y acabar con los privilegios que comerciantes, religiosos y pueblos habían acumulado en más de dos siglos. La resistencia de esta intrincada trama de intereses no se hizo esperar, pues los principales afectados eran aquellos que detentaban poderes que los Borbones querían recuperar, para lo cual era necesario someter a individuos y corporaciones a la voluntad del monarca4. En términos de organización territorial, las reformas tuvieron un doble objetivo. Por un lado, con el fin de sustituir las alcaldías mayores o corregimientos, por medio de la «Real Ordenanza para el Establecimiento e Instrucción de Intendentes de Ejército y Provincia en el Reino de Nueva España», del 4 de diciembre de 1786, se creó una nueva unidad territorial, las intendencias, con la intención de reorganizar la estructura administrativa de las colonias y de rescatarlas así del sistema de compra-venta de cargos públicos y de las alianzas de corte mercantil que ese sistema favorecía5. Por otro lado, las reformas buscaban que hubiera funcionarios dependientes directamente de la Corona, por lo que se crearon las subdelegaciones para suplir a los tenientes letrados que asistían a alcaldes y corregidores6. Además, este control administrativo más directo tenía como meta esencial aumentar el control sobre los recursos coloniales. Esto requería centralizar la administración por medio de organismos nuevos, como el que dirigía el «Contador General de la Comisión de Propios, Arbitrios y Bienes de Comunidades de todas las Ciudades, Villas y Lugares del Reino de la Nueva España», adscrito a la Superintendencia de la Real Hacienda, cuyo objetivo era romper la dinámica de alianzas y beneficios personales que había caracterizado la expansión de los cargos municipales durante los siglos xvi y xvn y cuya distribución había sido esencialmente mediante la compra-venta de cargos7. Estos intentos se enfrentaron a la resistencia de los beneficiarios de las prácticas anteriores e incluso al boicot por parte de quienes debían implementarlas8.

de que no podían existir poderes corporativos o privados que rivalizaran con los del soberano, ni privilegio que atentara contra el interés supremo del Estado, una de las primeras tareas de los Borbones fue recuperar las atribuciones que los Habsburgo habían delegado en cuerpo y grupos», ibid., pg. 204. 4 Cfr. Brading, David, Orbe Indiano. De la Monarquía Católica a la República Criolla, 1492-1867, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 512-520. 5 Melgarejo, José Luis, Raíces del Municipio Mexicano, México, Universidad Veracruzana, 1988, pg. 267. 6 Véase Puente Arteaga, Martín, Génesis, Evolución y Desarrollo del Municipio en México, México, UNAM, 1954, pp. 27 y 28. Véase también Florescano - Gil Sánchez, op. cit., pp. 208 y 209. 7 Cf. Ochoa Campos, Moisés, La Reforma Municipal, México, Porrúa, 1985, pg. 194. 8 Véanse, por ejemplo, los informes de los virreyes Antonio Flores y del segundo Conde de Revillagigedo en De la Torre Villar, Ernesto, Instrucciones y Memorias de los Virreyes Novohispanos, México, Porrúa, 1991, tomo II, pp. 1019-1020 y 1035-1036.

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Este sistema de intendencias permitió la primera división administrativa formal del territorio colonial. A su vez, esta reorganización serviría más tarde para la formación de las Diputaciones Provinciales. Con ello se establecieron los primeros controles burocráticos sobre la organización de los pueblos y se abrió la puerta a la instauración posterior de las jefaturas políticas. La vida de los pueblos comenzó, de esta forma, a ser vigilada de cerca por las autoridades centrales y se minó la antigua autonomía municipal que tanto había servido a las oligarquías locales. Sin embargo, dadas las resistencias, el resultado de las reformas fue más bien una especie de empalme entre dos sistemas políticos que enfrentaba a las elites antiguas con los nuevos funcionarios, trastocaba las relaciones entre los niveles de gobierno9 y creaba nuevos centros de poder que más tarde serían de gran importancia en la construcción del Estado, sobre todo a la luz de las transformaciones de mayor calado que traería consigo la Constitución gaditana. La Carta de Cádiz significó, en efecto, la más importante transformación en el plano de las ideas y de las prácticas políticas de la época 10 , a pesar de haberse promulgado en los últimos años de la Colonia, de que oficialmente sólo haya tenido una vigencia de tres meses" y de que jamás llegara a ponerse en práctica íntegramente 12 . La influencia de las ideas y de los métodos de gobierno propuestos en Cádiz, de todos modos, permearon las relaciones políticas del país en sus bases, tanto como las reformas borbónicas lo habían hecho en la cúspide de la organización virreinal. El modelo constitucional gaditano se apoyó en tres criterios: el primero fue el deseo de garantizar la igualdad de los ciudadanos ante la ley, en un impulso típicamente liberal y contrario, por tanto, a las ideas del derecho natural que habían animado las últimas décadas coloniales. Sobre esa base, el segundo criterio consistió en establecer la división de poderes, en busca del rompimiento del absolutismo. Y el tercero, en fin, fue intentar la máxi-

9

Se establecieron 143 subdelegaciones —para el control de los municipios— adscritas a las 17 intendencias que fundó el Visitador Gálvez (12 si sólo se considera el territorio actual del país), para una población que rondaba los 5 millones de habitantes (Florescano - Gil Sánchez, op. cit., pg. 214) organizados en más de 3.500 municipios (Nettie Lee Benson, La Diputación Provincial y el Federalismo Mexicano, México, El Colegio de México, 1955, pg-53) La escasez de información, además, seguramente complicaba la tarea de los nuevos funcionarios. Por ejemplo, en 1794 el Virrey de Revillagigedo escribía: «... por más esfuerzo que he hecho y recuerdos que he repetido, no me ha sido posible lograr que se concluya el plan, estado o padrón de la población de estos reinos. Pero por varias noticias y combinaciones, se puede colegir con bastante probabilidad que la población no pasa de tres millones y medio de almas». De la Torre Villar, op. cit±, pg. 1055. 10 Véase Merino, op. cit., pp. 56 y ss. " Ochoa Campos, op. cit., pg. 226. 12 Villoro, Luis, «La Revolución de Independencia», en Historia General de México, op. cit., pg. 340.

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ma racionalidad y eficacia en la administración del (todavía) imperio español13. Esos criterios guiaron un cuadro de reformas que llegaría hasta el municipio. Con ellos, los constituyentes intentaron aclarar y deslindar la confusión de papeles jurídicos, legislativos y administrativos que la Colonia había depositado en esa instancia. Le quitaron, también, su antiguo privilegio de representante de soberanía por delegación real, que le había caracterizado hasta entonces: Los municipios de Cádiz no son ya cuerpos con derechos, sino divisiones administrativas de una nación formada por ciudadanos iguales. Desde el punto de vista político, los municipios que hasta entonces habrían sido representantes del pueblo y los principales actores de las Cortes, ya no son desde este momento más que simples circunscripciones electorales: su división se hace según las cifras de población. En esta nueva óptica, en la que reina la separación de poderes, pierden también todas sus competencias judiciales y sus fueros particulares. Ya no son más que la división territorial básica del Estado, la agrupación de los ciudadanos que habitan en un mismo lugar. Hay en ello no un cambio de organización, sino un cambio de naturaleza1*.

En efecto, con la anulación del papel representativo de los cabildos, el municipio podía ya convertirse en agente del poder ejecutivo y en instrumento para lograr propósitos diferentes de los que persiguió la primera reforma borbónica: si los municipios habían albergado las oligarquías locales y se habían convertido en una más de las corporaciones protegidas por la corona, bajo la nueva concepción liberal cambiarían de bando. A partir de Cádiz el mismo municipio serviría para combatir los estamentos antiguos a través de un triple proceso. En primer lugar, con su expansión hacia el mayor número posible de pueblos con el fin de contrarrestar el peso de aquellas oligarquías locales, la creación de municipios tenía que dejar de ser el producto de una presión influyente para comenzar a ser un problema técnico de población. En segundo lugar, con la elección popular de alcaldes, regidores y síndicos, los municipios se convertían en un medio para garantizar la igualdad jurídica de los ciudadanos y para desplazar a los antiguos dueños de los cargos públicos municipales. Por último, esta reforma supuso una minuciosa definición de las atribuciones del gobierno local y la creación de órganos superiores de vigilancia y control, que se concretarían en la figura

13 Cfr. De Castro, Concepción, La Revolución Liberal y los Municipios Españoles, Madrid, Alianza Universidad, 1979, pg. 57. 14 Guerra, François Xavier, México: del Antiguo Régimen a la Revolución, México, Fondo de cultura Económica, 1989, pg. 257.

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de los jefes políticos superiores de cada Provincia y de los subalternos para cada partido. Mediante ese triple proceso, los municipios dejarían de ser el instrumento de las clases privilegiadas para convertirse — hipotéticamente— en herramienta del Estado moderno15. La Independencia no quebró ese modelo de organización provincial. Por el contrario, como ha demostrado Nettie Lee Benson, México nació a la vida independiente al amparo de las instituciones políticas creadas por la Constitución de Cádiz16. De hecho, mientras en el centro del país se debatía la conveniencia de restablecer un régimen federal o centralista o una monarquía moderada, en la periferia se creaban nuevas diputaciones provinciales según el modelo de Cádiz. Más tarde, esas diputaciones provinciales se rebelarían contra el centralismo —y algunas de declararían independientes—, por lo que el Congreso mexicano tuvo que optar por el federalismo en una formula ecléctica que recogía, también, el peso de las corporaciones militar y eclesiástica para darles un sistema jurídico propio y a salvo de la dinámica provincial que reproducía el sentido de los debates liberales que llevaron a la Constitución gaditana. Pero la mayor continuidad ocurrió en las constituciones locales de los estados. Todas ellas reprodujeron las ideas e incluso los textos de Cádiz. La explicación más frecuente sobre el federalismo mexicano comparte la visión de Jesús Reyes Heroles, quien afirmó que las constituciones locales «fueron dictadas de acuerdo con la Constitución federal de 1824» y que ésta, a su vez, se había basado en la de Estados Unidos17. Pero todo indica que, en realidad, su modelo fue el gaditano. Sin que pueda hablarse de un «molde» idéntico para cada una de ellas, en los textos de los constituyentes de los estados se aprecian, al menos, tres rasgos de continuidad con el sistema liberal español: 1) la idea de que el poder Ejecutivo necesitaba de un grupo de notables para ser ejercido con probidad y eficiencia, mientras que el peso mayor de poder regional tendría que depositarse en el Congreso local; 2) los sistemas electorales indirectos; y 3) en el ámbito de gobierno interior, en todos fue palpable la reproducción más o menos fiel del título VI de la Constitución de Cádiz18. De este modo, México nació a la vida independiente con un régimen federal mucho más ligado a su herencia española que al modelo democrático de los Estados Unidos. Y es que lo que se debatía no era tanto la soberanía popular cuanto una lucha entre elites de origen mestizo arraigadas fuera de la capital del país y una oligarquía criolla que dominaba el escenario polí15

Merino, op. cit., pp. 59-60. Nettie Lee Benson, op. cit. pp. 62 y ss. 17 El Liberalismo Mexicano, México, Fondo de Cultura Económica, 1974, tomo I, pp. 426-427. 18 Merino, op. cit., 70. Cfr. Constituciones de los Estados Unidos Mexicanos, México, Imprenta Galván, 1828. 16

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tico desde el centro19. De ahí que la Constitución mexicana de 1824 representase un esfuerzo —fallido— por mezclar las tradiciones centralistas de la Colonia con la herencia liberal gaditana: una mezcla del liberalismo español con su antiguo régimen que, a la postre, definió un conflicto entre regiones y centro que perduraría hasta 1867. Pero en la vida de los pueblos el efecto fue innegable: Para la inmensa mayoría de la población —dice Guerra— completamente al margen de los cambios, de los que no conoce el alcance ni sufre las consecuencias, algunas de las disposiciones de Cádiz iban en el mismo sentido que varias de sus aspiraciones más queridas. Entre otras, las que conciernen a la creación de nuevos pueblos, con su ayuntamiento y su territorio, para todas las localidades en que la población, aunque se encontrara dispersa, contara con más de mil habitantes. El hecho de que estos ayuntamientos no tuviesen más que funciones administrativas, diferentes de las de los antiguos municipios, todavía no es perceptible mientras la sociedad siga siendo tradicional10.

Esta visión de una vida municipal prácticamente aislada, en principio, de los conflictos políticos nacionales parece congruente con las dificultades que hubo de afrontar el Estado para reconstituirse después de la Independencia. La historia de México entre 1821 y 1867 es una historia de confusiones, golpes de Estado, asonadas militares, intervenciones armadas y guerras21. Los bandos liberal y conservador se alternaban en el poder (por la vía de las armas) bajo la figura de Antonio López de Santa Anna hasta 19

El criollismo era, en el fondo, el proyecto de un estamento, desde de la ciudad de México, que además de ser eje político, económico y cultural del virreinato, se caracterizaba por una composición étnica distinta a la del resto del país: la mitad de su población era blanca, mientras que en todo el país había sólo 18% de blancos. Sólo 24% de la población de la ciudad podía calificarse de indígena, pero la Nueva España era predominantemente india: el 60%. Más significativo para los futuros acontecimientos políticos era que el 48% de los residentes de la capital eran criollos, aunque sólo constituían 17.8% de la nación. Cf. Anna, Timothy, La caída del gobierno español en la ciudad de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, pp. 25-26, passim. 20 Guerra, op. cit. tomo I, pg. 259. La generalización de Guerra, sin embargo, admite matices en cuanto a la población requerida para fundar nuevos municipios. Aunque Cádiz establecía, en efecto, una población mínima de mil habitantes para formar ayuntamientos, los nuevos estados del México independiente modificaron esa cifra de acuerdo con sus propios conflictos internos o bien omitieron el dato para permitir una legislación secundaria menos estricta. 21 «En los 25 años que corren de 1822 adelante, la nación mexicana tuvo siete congresos constituyentes, que produjeron como obra una Acta Constitutiva, tres Constituciones y una Acta de Reformas, y como consecuencias, dos golpes de Estado, varios cuartelazos en nombre de la soberanía popular, muchos planes revolucionarios, multitud de asonadas e infinidad

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que, tras la revolución de Ayutla, por fin en 1857 una Constitución liberal se implantaría definitivamente en lo que restó del siglo xix (aunque todavía quedaban guerras por librar para asegurar su permanencia). A pesar de esas batallas constantes, ninguna de las legislaciones impuestas por los bandos en pugna fue íntegramente respetada. Frente a la incertidumbre en la capital, durante los primeros años de independencia la organización institucional de los pueblos transcurre por un camino distinto. Fueron las constituciones de los estados, heredadas de la institucionalidad gaditana, las que dieron forma a la vida municipal —con los únicos paréntesis centralistas de 1836 y 1843, que intentaron controlar de un solo golpe la disgregación regional—, a partir de un supuesto federal que dejaba a los gobiernos de los estados la responsabilidad de su propia administración. La herencia de Cádiz daba a los ayuntamientos un poder inequívoco frente a las oligarquías derivadas de las corporaciones coloniales, principalmente la Iglesia y el ejército, que seguían siendo los principales aliados del conservadurismo.

E L TRIUNFO DE LOS LIBERALES

Como ya se ha dicho, el siglo xix mexicano estuvo determinado por la lucha entre dos bandos que se disputaban la supremacía que habría de dar forma al Estado nacional. Por una parte estaban los intereses criollos que, si bien habían sido quienes consumaron la independencia en 1821, en realidad lo hicieron porque deseaban conservar los privilegios del orden colonial. Su poder provenía del arreglo derivado de la independencia y del control de las grandes corporaciones que gobernaban el país: la Iglesia y el ejército. El otro bando lo constituía la incipiente clase media ilustrada, mestiza, que defendería la ideología liberal como respuesta al orden colonial y cuyo poder provenía de la estructura de dominación territorial: las provincias y los municipios22. Ambos bandos, prefigurados desde el primer Congreso Constituyente de 1822, pelearían hasta 1867, cuando los liberales consolidaron su triunfo. Desde la independencia, los liberales buscaban la oportunidad para construir un régimen político capaz de modernizar el país, dejar atrás los estamentos heredados de la Colonia, construir una sociedad de iguales ante la ley, de pequeños propietarios rurales y un gobierno controlado por una asamblea representativa de los mejores intereses económicos y regionales de México.

de protestas, peticiones, manifiestos, declaraciones y cuanto el ingenio descontentadizo ha podido inventar para mover al desorden y encender los ánimos». Rabasa, Emilio, La Constitución y la Dictadura, México, Porrúa, 1990, (facsmilar de 1912), pg. 3. 22 Cf. Jesús Reyes Heroles, op. cit., vol. 2, pp. 20-27.

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Se trataba, sin duda, de dos proyectos claramente antagónicos: los conservadores querían que el país guardara lo mejor de sus tradiciones; los liberales querían convertirlo, con el paso del tiempo, en un país diferente23. La primera batalla había sido precisamente la independencia, puesto que quienes la consumaron en 1821 habían encontrado en la separación de España la forma más eficaz de impedir que la constitución liberal diseñada en Cádiz a principios de siglo se extendiera por la colonia más próspera de la corona española, conservando el estado de cosas que había perdurado por tres siglos. México no nació para ser liberal. Por el contrario, la independencia fue la respuesta pragmática de los conservadores que querían mantener el poder, precisamente para no ser liberales. La lucha continuó, como se ha dicho ya, incluso después de promulgada la Constitución liberal de 1857, pues los conservadores continuaban ofreciendo una muy efectiva resistencia. Para entonces, el costo de medio siglo de enfrentamientos era notable. John Coatsworth ha demostrado ya que, en términos de desarrollo económico y social, éste fue un periodo perdido24. Las condiciones para establecer un país de acuerdo con el canon liberal eran pocas. ¿Cuáles eran las ideas del liberalismo mexicano? Podrían resumirse en cinco postulados que se corresponden con la ideología liberal de su tiempo, pero que, ante todo, son reflejo del rechazo por las formas establecidas en la época colonial. La primera se refiere a la concepción del ciudadano individual frente a los fueros y privilegios de las grandes corporaciones —la Iglesia y el ejército, que eran la fuente de poder de los enemigos de los liberales. En este sentido, el plan liberal era que en México ya no se hablara más de castas u oficios, sino de ciudadanos iguales ante la ley, y esa igualdad sería la base de la estructura política y jurídica del país. Un segundo componente de la ideología liberal fue el objetivo de secularizar a la sociedad. En contraste con lo ocurrido durante los tres siglos de dominación española, para los liberales la construcción estatal exigía su separación de la Iglesia y conducía necesariamente a la libertad de conciencia. Esto no sólo significaba erradicar los fueros eclesiásticos —tan celosamente defendidos hasta antes del triunfo liberal— sino crear un aparato capaz de sustituir al conformado por la estructura jerárquica de la Iglesia, que llegó a ser la única de verdadero alcance nacional. La propiedad privada era el tercer elemento constitutivo del credo liberal. En contra de la riqueza de las corporaciones heredadas de la Colonia, los liberales proponían la propiedad in-

n

Merino, Mauricio, «Notas sobre conservadurismo y municipio», ponencia presentada en el Congreso sobre Conservadurismo, Guadalajara, noviembre de 2001. 24 «Características generales de la economía mexicana en el siglo XIX», en Florescano, Enrique (comp.), Ensayos sobre el desarrollo económico de México y América Latina (15001975), México, Fondo de Cultura Económica, 1979.

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dividual como única forma legítima de generar riqueza. Para ello había que imaginar una clase extendida de pequeños propietarios rurales que trabajaran la tierra en un mercado sin protecciones ni influencias corporativas. El principal obstáculo para este ideal fue, naturalmente, la Iglesia. Pero había también otra forma de propiedad: la de tierras comunales en manos de los pueblos de todo el país. Los liberales también defendieron el sistema federal de gobierno. El gobierno centralizado era un sistema que se derivaba de los tiempos coloniales y estaba ocupado por la elite criolla que consumó la independencia. En cambio, los liberales tenían su base territorial y su fuente de poder en las regiones, así que, por estrategia política al menos, incorporaron el federalismo a su ideología. Pero se trató de un federalismo aparente, pues si bien fue formalizado en la Constitución, lo que ocurrió en la realidad fue la concentración del poder en una sola persona: el Presidente de la República. Finalmente, las ideas liberales también incluían la economía libre, basada en la propiedad individual y atenta a las comentes del capital internacional. La intención era crear —frente al proteccionismo heredado de la colonia y a los privilegios que minaban la competencia— un mercado cada vez más abierto a los productos y a las inversiones del exterior. Estas ideas alcanzarían su máxima expresión en el Porfiriato, una vez anulada cualquier posibilidad de oposición conservadora y agotada la posibilidad de guerras regionales25. Fernando Escalante nos ha advertido sobre lo ajena que era la noción de ciudadanía a la inmensa mayoría de los mexicanos26. A esto hay que agregar la profunda desigualdad del país, predominantemente rural, pobre, con un 38% de personas que sólo hablaban lenguas indígenas27, y cuyas elites eran educadas por la Iglesia. Ante este escenario la libertad, indudablemente, era una bandera ajena. Además, era difícil implementar cualquier política en un territorio amplísimo como en el que se encontraban dispersos los diez millones de habitantes del país, con un puñado de ciudades (sólo once ciudades rebasaban los veinte mil habitantes) y en el que sólo 490.000 de los mexicanos vivía en ellas28. No es exagerado decir que en ningún otro momento de la historia independiente de México hubo una descomposición del Estado tan acusada como la que antecedió al triunfo liberal, aunque, en ese terreno, los municipios continuaron siendo la fuente de estabilidad para la mayor parte de la población29. ¿Cómo pudieron construir entonces un

25

Sobre este último aspecto, véase Merino, Mauricio, La democracia pendiente, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp. 25-33. 26 Ciudadanos imaginarios, México, El Colegio de México, 1995. 27 Campos, Julieta, ¿Qué hacemos con los pobres?, México, Aguilar, 1995, pg. 110. 28 Estadísticas históricas de México, México, INEGI-INAH, 1990, t. 1. 29 En realidad, ninguna de las constituciones locales abandonó la tradición gaditana que veía en el municipio a un agente del poder ejecutivo, carente de representatividad propia —hoy

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Estado los liberales, si el poder político y económico, así como el apoyo de los aparatos corporativos, lo tenían los conservadores? El primer paso fue la edificación de una legitimidad que no se les pudiera escatimar: la Constitución de 1857, que convirtieron en un documento casi sagrado y a partir de la cual desprendieron un sinnúmero de decisiones — incluso para actuar en contra de la propia constitución30. Esta Constitución daría comienzo a la Guerra de los Tres años y a una intervención extranjera. Más allá de la implementación de un proyecto, la lucha de los liberales quedó subordinada a vencer al adversario. Ya sin concesión alguna, y con base en el Manifiesto del 7 de julio de 1859, Juárez inició a partir de ese año el ataque frontal por medio de las leyes de Reforma, haciendo uso de sus facultades extraordinarias —sin mayor trámite— y ejerciendo un precario monopolio legislativo que no tenía equivalente en el monopolio de la coerción ni en una clara autoridad sobre el territorio, mientras llevaba consigo la República a cuestas a lo largo y ancho del país. Las leyes de Reforma eran, desde cualquier mirador, la respuesta final de los liberales para cambiar el orden establecido por la Iglesia católica, tratando de establecer en su lugar un nuevo aparato político secularizado. El 12 de julio de 1859 se expidió la Ley de Nacionalización de los Bienes Eclesiásticos, que consideraba que «el motivo principal de la actual guerra promovida y sostenida por el clero es conseguir sustraerse de la dependencia a la autoridad civil». El 23 de julio, la Ley del Matrimonio Civil, sustentada en la independencia de los negocios civiles del Estado respecto a los eclesiásticos, lo que suponía reasumir «todo el ejercicio del poder en el soberano». El 28 de julio, la Ley Orgánica del Registro Civil, para organizar el proceso de secularización en contra de los poderes (fácticos) de la iglesia católica, y que incluía la expedición de actas de nacimiento, de matridiríamos: de personalidad jurídica— y sujeto al control estatal no sólo para fines políticos, sino también tributarios. En contraste con ello, la evolución de las leyes centralistas de 1836 y 1843 es reveladora del modo en que se concebía el papel de los municipios. En el punto sexto de la primera de esas leyes se otorgaba a los gobernadores de los departamentos la autoridad para suspender ayuntamientos y calificar sus elecciones internas. Pero a éstos se les facultaba para emprender obras públicas de beneficio común, atender la educación básica, propiciar el «adelanto de la agricultura, el comercio y la industria», cuidar la paz pública y conciliar en juicios verbales, como una suerte de primera instancia judicial. Las Bases Orgánicas de 1843, en cambio, eliminaron la elección popular de ayuntamientos y facultaron a las asambleas departamentales para aprobar planes y presupuestos municipales. Ese cambio de criterios, aún desde la óptica centralista, no estaba lejos de las constituciones locales ni de la tendencia, compartida por liberales y conservadores, a controlar con mayor rigor la autonomía real de los pueblos. 30

Como señala Daniel Cosío Villegas, «Juárez y Lerdo, efectivamente, procedieron constitucionalmente para gobernar sin la Constitución: acudieron al Congreso pidiendo por tiempo limitado la suspensión de algunas garantías individuales y facultades extraordinarias en los ramos de hacienda y guerra». La Constitución de 1857 y sus críticos, México, Hermes, 1957.

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monio y de fallecimiento. El 31 de julio, el decreto que declaraba cesante toda intervención del clero en «los cementerios y camposantos». El 11 de agosto de 1859, otro sobre la secularización de las fiestas y, finalmente, el 4 de diciembre de 1860, la Ley sobre Libertad de Cultos, que en realidad trataba sobre el control de los cultos, para impedir que los ritos de la Iglesia siguieran siendo un medio de coacción política para los ciudadanos31. Sin gobierno nacional, ¿cuál era el aparato que se utilizaría para implantar este ambicioso programa? Los liberales voltearon al gobierno local. Era evidente que la única forma de crear un Estado era a partir de lo ya establecido, y la única institución con legitimidad, recursos y capacidad administrativa eran los ayuntamientos. El Registro Civil, la administración de panteones y la ejecución puntual de la Ley de Libertad de Cultos estuvieron en manos de los gobiernos locales. Esta fue, para los liberales, una alianza fortuita. En realidad, la conciencia liberal sobre la importancia de los gobiernos locales fue más producto de la necesidad que del cálculo. Para el proyecto defendido por los liberales lo importante era el federalismo, pero no los gobiernos municipales. De modo que solamente al comenzar la Guerra de los Tres Años los liberales se vieron forzados a cambiar de estrategia. Ante la falta de respuesta de las entidades federadas, cuyos gobernantes preferían el pragmatismo propio de los conservadores que la aventura ideológica de los liberales, éstos optaron por bajar hacia los municipios para tomar de ellos hombres, armas, dinero y alianzas. Como resultado, el nuevo orden secular, que exigía tanto la concentración del poder como una jerarquía válida de la autoridad administrativa, se fundó en ese arreglo con el orden local. Durante la guerra los liberales no sólo toleraron, sino que se beneficiaron de prácticas abiertamente contrarias a los principios que defendían: la leva se empleó como método para formar las milicias que combatían al ejército del enemigo conservador. Las alcabalas, prohibidas expresamente en la Constitución del 57, eran sin embargo el único medio eficaz para allegarse dinero seguro. Las leyes de Reforma se llevaron hasta los ámbitos de los municipios para garantizar paulatinamente que, en efecto, se expidieran las nuevas actas que fueron sustituyendo a los registros del clero y que la gente fuera sepultada en los cementerios civiles, a riesgo de ser acusada por homicidio. Las propiedades corporativas, en manos de los gobiernos municipales —y muy a pesar de la Ley Lerdo— sirvieron como antídoto para impedir que el clero siguiera acumulando las tierras de nadie. Gracias a las alianzas con los gobiernos locales, en fin, se fueron organizando las «elecciones a modo» que fueron otorgando una cierta legitimidad a los gobernantes aliados. Dicho de otra manera: sin el respaldo de los gobiernos lo-

31

Véase Mauricio Merino, Gobierno Local, Poder Nacional, op. cit., pp. 164-165.

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cales los liberales no habrían logrado ningún triunfo, pues de ninguna otra parte hubieran conseguido extraer los medios para la guerra, ni mucho menos para imponer un nuevo orden político capaz de sustituir al que gobernaba la Iglesia católica. No obstante, una vez alcanzado el triunfo definitivo de los liberales sobre los conservadores, daría inició la fase final de la «ofensiva» contra la autonomía municipal. Esa ofensiva adoptaría un triple sesgo: primero, con la aplicación cada vez más estricta de la nueva legislación administrativa municipal, supervisada por los jefes políticos de la mayor parte de los estados; segundo, por medio de una errática política de reconocimiento jurídico de los pueblos y, sobre todo, de la creación de ayuntamientos —que propició un buen número de rebeliones rurales; y, finalmente, mediante la política de desamortización de la propiedad colectiva, en busca de la pequeña propiedad privada: Atacados una primera vez en su autonomía y sus recursos por los gobiernos ilustrados de la Colonia, reducidos legalmente por la constitución liberal de Cádiz a no ser más que una colectividad territorial en la que individuos indeterminados se funden en una unidad exterior, sin lazos internos, los pueblos van a sufrir después la última etapa de la ofensiva liberal: la de la desamortización civil, que los privará de sus bienes comunales32.

En efecto, esa ofensiva comenzó, con carácter ya nacional, con la aplicación de la Ley Lerdo, de junio de 1856, y culminó con la Ley de Terrenos Baldíos promulgada por Díaz en marzo de 1894. Pero buena parte de las tensiones generadas en el medio rural mexicano durante este periodo no se explicarían sin tomar en cuenta las resistencias de los pueblos a perder su dominio sobre la propiedad colectiva. Pese a las previsiones de la propia Ley Lerdo sobre los ejidos municipales, la visión liberal no dejaba lugar a dudas en cuanto a su preferencia por la propiedad individual. Esta ofensiva liberal no carecía de propósito. De hecho, la reducción de la autonomía municipal fue, ahora sí, resultado de la construcción estatal tardía que intentaban los liberales. El aparato colonial había sido destruido, por lo que no podían servirse de él para ejercer el gobierno. En consecuencia, hubo que construir una nueva institucionalidad que, como se ha dicho ya, sólo podía provenir de los municipios. Es natural que, una vez ganada la guerra, los liberales quisieran poner en práctica el proyecto que habían defendido. En este punto, aquellos antiguos aliados se convirtieron en el obstáculo más importante.

32

Guerra, op. cit., pg. 263.

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L A DERROTA DE LOS MUNICIPIOS

El esfuerzo por someter a las fuerzas sociales y territoriales a la dinámica de un proyecto central tuvo como principales destinatarios a los municipios. Por tanto, la entrada de los gobiernos locales a la lógica del Estado nacional mexicano simbolizó el rompimiento entre la cúspide formal y la base social y territorial del país. Esa ruptura reflejó también la incapacidad del Estado naciente para definir un espacio institucional en el que tuviera cabida la organización de los pueblos. Durante el siglo xix, más bien, los municipios fueron perdiendo funciones, atribuciones y recursos, sin encontrar a cambio una ubicación clara en la construcción del Estado. Fueron más un objeto de dominación y control que un vehículo para organizar las instituciones. En efecto, en la ofensiva planteada contra los municipios y a favor de la concentración paulatina del poder político hubo una larga secuencia de decisiones y acciones que se apoyaron en los últimos cambios registrados durante el periodo colonial y que no concluyó sino hasta la promulgación de la Constitución de 1917. Pero, más allá de vaivenes y mudanzas en la cúspide del poder, a lo largo de ese largo periodo no cambió la tendencia a dominar la vida municipal como condición para consolidar el Estado. Todos los proyectos que se sucedieron en ese lapso coincidieron en la necesidad de someter al municipio a la lógica de las instituciones centrales con el propósito explícito de evitar la disgregación del Estado. La formación del Estado nacional mexicano pasó, pues, por el desmantelamiento paulatino de la influencia tradicional de los gobiernos locales en una trayectoria ligada a las ideas liberales. La exclusión explícita de la vida municipal constituyó uno de los hilos conductores de la inevitable concentración del poder exigida por la formación del Estado, pero también marcó la estructura institucional del país. De esta manera, es posible identificar desde el mirador del gobierno local un proceso paralelo al de la formación del Estado. Ese proceso comenzó antes de la independencia y culminó con la revolución mexicana, y consistió en el minado de la autonomía de los pueblos en una secuencia eslabonada de acciones y decisiones. En esa secuencia existe una línea de continuidad: cada etapa le quitó una porción adicional de autonomía a los municipios, acotó más su ámbito de atribuciones, de funciones y de recursos. Con cada nueva frontera municipal el Estado ganó nuevos poderes. Como ya se esbozó anteriormente, en un primer momento la autonomía de los municipios sufrió su primera limitación con las reformas borbónicas a finales del siglo xvm. La busca de una nueva racionalidad en el orden colonial llevó a la instalación de nuevos controles sobre la recaudación que llevaban a cabo los municipios y sobre la organización de su vida política interna. Sistemas de control contable centralizados y nuevas autoridades te-

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rritoriales acotaron la caótica libertad de que habían gozado los municipios en todo el transcurso de la colonia. Fue todavía en los últimos momentos de ese período cuando la Constitución de Cádiz, apoyada en una nueva división territorial del imperio, creó la institución de los jefes políticos provisionales y subalternos como primera autoridad intermedia, constitucional, entre los municipios y el poder central. Las funciones municipales, todavía amplias, se sujetaron así al control y la vigilancia de funcionarios formalmente ligados a la Corona, pero, sobre todo, la Constitución gaditana anuló la representatividad política que tuvieron los municipios durante trescientos años, pues dejaron de ser representantes de la soberanía real para convertirse en agentes del ejecutivo, de acuerdo con la división de poderes que instauró la propia Constitución. Ser agentes del ejecutivo significó para los municipios perder la calidad de instancias judiciales, con la consiguiente capacidad para intervenir y resolver los conflictos locales. La misma separación de poderes que los llevó a formar parte del ejecutivo ordenó que trasladaran todo asunto relacionado con la interpretación de la ley y con la administración de justicia al ámbito de las Audiencias, que se convirtieron así en representantes del poder judicial en España y sus colonias. Con la independencia sobrevivió el orden instaurado por la Constitución gaditana. Los municipios se adscribieron entonces como parte del poder de los nuevos estados miembros de la federación —y, eventualmente, de los departamentos en los periodos centralistas—, sometidos constitucionalmente a las reglas dictadas por las legislaturas locales y al control de los jefes políticos regionales. Así, durante los años de mayor confusión del Estado ya independiente, la vida municipal se supeditó al control político regional y a la dinámica de una tributación y de una orientación del gasto impuesta por los estados. Finalmente, con el triunfo final de los liberales, el gobierno federal emprendió la desamortización contra la propiedad colectiva de los pueblos, que constituía una de las claves para sostener, a pesar de todo, una cierta autonomía en la vida municipal del país. La desamortización se diseñó en favor de los individuos y en contra de todas las corporaciones, incluido el municipio. De manera adicional, a finales del siglo xix el gobierno federal eliminó también las alcabalas, que constituían la otra fuente de ingresos municipales. Naturalmente, estaba en la lógica del proyecto permitir la libertad del comercio, pero también evitar la disgregación de la autoridad. Así, el municipio que llegó al siglo xx se parecía poco al de finales del siglo xvim. Conservaba su viejo papel como instrumento de control político y social en el vasto territorio de México, pero había perdido en cambio sus funciones de árbitro judicial de primera instancia, su dominio sobre la producción colectiva de los pueblos rurales, su autonomía respecto a los poderes formales que lo separaban de la autoridad central y sus medios tradicionales de supervivencia. El municipio llegó al siglo xx constre-

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ñido a cumplir una función administrativa más bien imprecisa —y carente de medios efectivos para llevarla a cabo— y a ejercer el papel de representante de las órdenes dictadas desde los gobiernos de los estados o desde la capital del país33. Las funciones del municipio al comenzar el siglo xx estaban dictadas por las constituciones locales. No obstante, puede decirse que cubrían, en general, cinco áreas distintas: preparar los procesos electorales, cobrar los impuestos que decidiera la legislatura local, cuidar de la policía, administrar los establecimientos de instrucción primaria y vigilar el funcionamiento de los servicios públicos y los bienes comunales, donde los hubiera. Pero cada una de esas funciones se ejercía —con las únicas excepciones de Nuevo León y de Hidalgo— bajo la vigilancia estricta de los jefes políticos, que representaban la verdadera autoridad en la vida de las comunidades de México34. Junto al papel de los jefes políticos, otras dos grandes tendencias derivadas de la ideología liberal se sumaron a lo largo del siglo xix en contra de la importancia tradicional de los municipios: en primer lugar, una estricta separación de poderes que confinó al municipio al ámbito del ejecutivo local y no sólo eliminó su antigua capacidad representativa, sino también su carácter de gobierno interior de los pueblos; segundo, una forma distinta de explotación colectiva que canceló sus medios de organización y supervivencia. Al aparato de dominación ejercido por la Iglesia durante siglos se impuso un nuevo aparato —el de los jefes políticos— que permitió finalmente afianzar los procesos de concentración del poder y de jerarquización de la autoridad.

EL LARGO CAMINO DE LA CONSTRUCCIÓN ESTATAL

Tras este análisis no es exagerado afirmar que, en México, las reformas borbónicas no lograron su cometido de concentrar la autoridad y combatir las corporaciones sino hasta 1867, ya con el país independiente y nuevas instituciones a cargo. Al final del camino, las características del Estado nacional consolidado durante la denominada República restaurada le deben más al proyecto liberal español (tanto a las reformas borbónicas como al ca-

33 La bibliografía crítica —que no descriptiva— sobre el tema municipal en el México independiente es notablemente pobre, lo que revelaría su importancia menor hasta nuestros días. En cambio, es difícil encontrar una investigación sobre los tiempos de la Colonia que no aluda a la importancia política que llegó a cobrar la instancia municipal como contrapeso de los poderes centrales y fácticos de esa época. Cfr., por ejemplo, Chevalier, François, La formación de los latifundios en México, México, Fondo de Cultura Económica, 1976; y Brading, op. cit. 34 Véase, Ochoa Campos, op. cit., pp. 251-261; y Guerra, op. cit., vol. I, pp. 249-301.

La formación del Estado nacional mexicano

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tálogo liberal introducido por los legisladores gaditanos) que al grupo criollo que culminó la independencia mexicana en 1821. La pugna de cambios y resistencias que dominó los últimos años de la Nueva España continuó en el México independiente en las guerras entre liberales y conservadores. En ese panorama, la línea de continuidad estuvo marcada por los cambios en la estructura territorial introducidos en las postrimerías de la colonia. El mejor ejemplo de ello es la constitución de Cádiz, que si bien quiso poner orden en el gobierno del imperio, en la práctica sirvió para estructurar al nuevo país independiente. En suma, el Estado nacional mexicano fue el resultado de una estructura de poder construida con elementos arrancados a los ayuntamientos, que fueron los que permitieron el triunfo de los liberales frente a los conservadores y a una tradición que, en múltiples formas y durante mucho tiempo, se resistía a amoldarse a las ideas del liberalismo. De hecho, cuando tras medio siglo de conflictos los liberales alcanzaron a consolidarse como la única elite nacional capaz de ejercer algo cercano al monopolio de la violencia legítima —esto es, durante la República restaurada—, los municipios fueron la base sobre la que se asentaron las nuevas instituciones. Fueron los aparatos militares, hacendarios, civiles y políticos apoyados en los municipios los que dieron forma al Estado nacional mexicano. El Estado consolidado por los liberales basó su poder militar en una Guardia Nacional, núcleo del nuevo ejército federal mexicano, alimentada de los hombres y los dineros controlados por los municipios. También fueron éstos la fuente de legitimación formal de los cargos públicos —pues eran quienes organizaban las elecciones— y el origen de la mayor parte de los recursos presupuestarios con que sobrevivía el gobierno nacional. La capacidad administrativa de este último dependía asimismo de la estructura burocrática del registro civil, sustentado en la institución municipal. En definitiva, pues, fueron el ejército y el contingente administrativo arrancados a los municipios los que permitieron al Estado afianzar de una vez por todas su hegemonía frente a los poderes locales y al aparato de la Iglesia. Al final del camino, los municipios aparecen como la punta de lanza —y también como una de las primeras víctimas— del proceso de instauración de las instituciones políticas liberales, diseñadas a contrapelo de las tradiciones de México 35 . El golpe más fuerte de esta ofensiva liberal fue fruto de su estrategia económica, que llevó a que los municipios dejaran de ser corporaciones populares de individuos ligados por la vecindad y la posesión de bienes comunes para pasar a ser vistos como meras entidades administrativas obligadas, además, a convertir en individual la propiedad común, que no sólo era su patrimonio, sino la fuente de su identidad municipal. La concentración del poder estatal significó en México extraer los poderes locales para traspa-

,5

Los detalles de esta «derrota municipal» los relato en Gobierno local... op.

cit.,passim.

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sarlos al centro, lo que constituiría uno de los principales motivos de la revolución de 1910. Paradójicamente la revolución, iniciada como rebelión contra el centro, daría paso en pocos años a la pauta que definiría la estructura estatal diseñada por los constituyentes de 1917, quienes elevaron al máximo grado la concentración del poder en manos del Presidente de la República.

La escuela electoral Comicios y disciplinamiento nacional en Bolivia (1880-1925)

Marta Irurozqui Victoriano

L A PROMESA ELECTORAL

En Palabras Sinceras, el presidente boliviano Bautista Saavedra (19211925) señalaba que un pueblo empleaba el sufragio «para expresar una voluntad hecha, formada y esclarecida que es resultado de una larga vida cívica y moral»1. A la pregunta de cómo podía adquirirse esta vida cívica en un contexto de sufragio restringido, el presente artículo responsabiliza de ello a las elecciones, por entenderlas como un escenario de politización, disciplinamiento e integración nacionales y de ordenamiento social2. Esto es, no sólo fueron generadoras y productoras de opinión, sino también transmisoras y asentadoras de valores. Aunque esta aseveración se discutirá a partir del «estudio de caso» boliviano, es preciso indicar que no se con-

1

Bautista Saavedra, Palabras sinceras. Para una historia de ayer. París, Ed. Le Livre Libre, 1928, pg. 73. 2 Con excepciones como Francia, España o Argentina, donde hubo experiencias tempranas de sufragio universal masculino, la mayoría de países con regímenes representativos organizaron la participación popular a lo largo de los siglos xix y xx a partir del principio de sufragio censatario —capacidad, utilidad y autonomía. En este texto se defiende que, más que mostrar una voluntad gubernamental de excluir a parte de la población de la acción pública o de institucionalizar y legitimar el principio de influencia social (cfr. Annino, Antonio, «Introducción», en Annino, Antonio (coord.), Historia de las elecciones en Iberoamérica. Siglo xix, Buenos Aires, FCE, 1995, pg. 19), el sufragio censatario ejerció de mecanismo disciplinario tanto de las características cívicas de los futuros ciudadanos como de las acciones a las que debían tender los gobiernos para lograr electores conscientes de sus obligaciones cívicas. Por ello puede afirmarse que se trató de un revulsivo social para que la magnitud fundamental de la ciudadanía, es decir, su dimensión activa de decisión, gestión y transformación de lo público, se materializara . Cfr. Peralta, Víctor - Irurozqui, Marta, Por la Concordia, la Fusión y el Unitarismo. Estado y caudillismo en Bolivia (1825-1880). Madrid, CSIC, 2000. Para mayor información sobre el proceso cronológico de adquisición de sufragio universal, cfr. Romanelli, Raffaelle, «Sistemas electorales y estructuras sociales. El siglo xix europeo», en Córner, Salvador, (coord.), Democracia, elecciones y modernización en Europa, siglos xix y xx. Madrid, Cátedra, 1997; Pérez Ledesma, Manuel, «Ciudadanía política y ciudadanía social. Los cambios de fin de siglo», Studia Histórica. Historia Contemporánea, vol. 16. Salamanca, 1998; Pérez Ledesma, Manuel, (comp.), Ciudadanía y democracia. Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 2000.

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sidera exclusiva o característica de este ámbito, sino consustancial al desarrollo del sistema representativo y, por tanto, extrapolable a otras experiencias americanas o europeas. La realidad boliviana sirve, así, como ejemplo ilustrativo con el que contrastar una propuesta conceptual que otorga a las elecciones un papel central en el proceso de la construcción ciudadana. Hasta ahora los comicios han sido estudiados desde dos perspectivas básicas. Mientras la primera sostiene que el voto define la ciudadanía y suele hacer coincidir la existencia de democracia con la vigencia de sufragio universal, la segunda considera que las elecciones sólo reflejaban un mundo corrupto de arreglos de poder y competencias intra-elitistas, siendo a través del asociacionismo y las manifestaciones como se expresaron y adquirieron entidad los ciudadanos. Sin ánimo de descalificar ninguna de estas dos opciones, este texto aboga por una tercera vía que, si bien no asume al sufragio como definidor de la ciudadanía o garantía del correcto desarrollo del régimen representativo, sí lo interpreta como una de las vías para su aprendizaje y la asunción de su valor3. ¿Cómo fue esto posible? Puesto que se trataba de un régimen censatario que no sólo excluía a las mujeres del voto, sino a todos aquellos que fueran analfabetos, servidores domésticos o no alcanzaran una determinada renta anual, se podría inferir que únicamente se vio inmersa en la dinámica de politización y de adquisición de filiaciones nacionales una porción minoritaria de la población. Sin embargo, eso no ocurrió así, debido a la constante infracción pública —traducida en clientelismo, fraude y violencia electorales— que introdujo en el sistema político la competencia partidaria entre elites. La movilización de los bolivianos en calidad de matones, manifestantes, mirones o votantes hizo de las elecciones un momento crucial en el aprendizaje colectivo de lo público, ya que se constituyeron en un espacio de integración social, de conocimiento de los nuevos hábitos políticos y de adquisición de conciencia de las posibilidades políticas de acción, con la consiguiente y progresiva individualización del voto. De ahí que, en contra de lo sostenido por la historiografía tradicional, se defienda que la infracción no impidió o desvirtuó la democracia ni tam3

Para mayor información sobre las opciones mencionadas, véanse estudios colectivos: Annino, Antonio, Castro Leiva, Luis y Guerra, François-Xavier, De los Imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, Ibercaja, 1994; Annino, Antonio, (coord.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, op. cit.; Malamud, Carlos, González de Oleaga, Marisa e Irurozqui, Marta, Partidos políticos y elecciones en América Latina y la Península Ibérica, 1830-1930, Madrid, IUOYG, 1995, 2 vols.; Sábato, Hilda, (ed.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas en América Latina, México, FCE, 1999; Posada-Carbó , Eduardo, (éd.), Elections before Democracy. The History of Elections in Europe and Latin America. Londres, Institute of Latin American Studies Series, 1996; Malamud, Carlos, (ed.), Legitimidad, representación y alternancia en España y América Latina. Reformas electorales 1880-1930. México, Colegio de México-FCE, 2000.

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poco entorpeció la aparición de ciudadanos 4 . Al contrario, y paradójicamente, la posibilitó, ya que en un contexto de sufragio restringido los sectores excluidos de la ciudadanía sólo tuvieron acceso a lo público a través de lo «ilegal» y lo «corporativo». En este proceso de incorporación de los nacionales bolivianos a la comunidad de ciudadanos, las elecciones actuaron como una matriz de reconocimiento, representación e identificación que les ofrecía certidumbre sobre sí mismos y sobre el mundo que habitaban. Esto es, la identidad de los sujetos en tanto miembros de la nación boliviana estaba asegurada en la medida en que participaban en la formación y el mantenimiento de la comunidad de ciudadanos, por ser asumida ésta como un referente de reconocimiento grupal, concretándose tal operación mediante una participación multiforme en los comicios 5 . De las múltiples posibilidades públicas en el proceso de construcción nacional que se desligan de su celebración, este texto se centrará únicamente en su dimensión disciplinaria. Esta abarca dos ámbitos concatenados por el principio de movilización electoral. El primero se refiere a la forma en que las elecciones fueron modificando en el tiempo el modo de hacer política, siendo la dinámica entre legislación y práctica pública cotidiana básica para comprender la evolución del fenómeno democrático y la naturaleza de la gobernabilidad del país6. El segundo

4

Es preciso señalar que los comportamientos calificados de «ilegales» no siempre lo fueron en un sentido estricto. Primero, las normas de los sistemas representativos de la época no abarcaban todas las áreas del proceso electoral, y había temas sobre los que no ofrecían instrucciones. Estos espacios de vacío quedaban a merced de la práctica política, que no necesitaba tutela del derecho, porque poseía la legitimidad de la tradición. A este ámbito informal pertenecen la gran parte de los comportamientos que se han definido posteriormente como ilícitos. No se trataba de evasión o corrupción de la norma, sino que ésta se concretaba en función de los conocimientos políticos preexistentes. Esto es, la normativa presente en los reglamentos electorales sobre la infracción fue construyéndose a medida que se fueron celebrando los comicios, de manera que lo que en un momento se tipificó como delito no lo fue siempre y su conversión en tal dependió de la experiencia electoral. Segundo, la construcción de la legalidad republicana se desarrolló en un contexto en el que convergían nociones del Antiguo Régimen con otras ligadas al ideario liberal, de manera que esa heterogeneidad generó lecturas y usos diferentes del texto jurídico. Tercero, la infracción, más que una realidad, fue también un discurso de descalificación partidaria con fuertes ingredientes de discriminación étnica, de ahí que sea necesario repensar la expresión «ficción democrática» con que se suele calificar a los sistemas representativos en la época y entenderla, más que como un hecho, como una retórica de ¡legitimación política del contrario. 5 Esta reflexión es deudora de Izquierdo Martín, Jesús, El rostro de la comunidad. La identidad del campesino en la Castilla del Antiguo Régimen. Madrid, CAM, 2001. 6 Esa perspectiva está presente en Irurozqui, Marta, «Sobre leyes y transgresiones: reformas electorales en Bolivia, 1826-1952», en Malamud, Carlos, (ed.), Legitimidad, representación y alternancia en España y América Latina, op. cit. pp. 260-289 e idem «Ese oscuro objeto de la discordia. Las elecciones presidenciales de 1917 en La Paz». Historias de La Paz, 3. La Paz, 1999, pp. 45-71.

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muestra el modo en que la creciente importancia de las elecciones como espacio de construcción y modificación de hábitos políticos favoreció su conversión en un escenario de redistribución de papeles sociales entre la población. Si gracias a la infracción y a su retórica esta escenificación tuvo, por un lado, un carácter inclusivo y favoreció la progresiva conversión de ciudadanos «de hecho» en ciudadanos «de derecho», también sirvió para que cada nacional percibiese el lugar que debía ocupar en la nueva nación bajo parámetros de jerarquía de clase y étnica 7 . De los dos ámbitos que tipifican el proceso disciplinario público, este texto se centrará en el segundo. Para que los comicios pudiesen convertirse en una escuela de representación pública del estatus y de consagración de un determinado orden social debían, primero, adquirir valía y atractivo para el elector. En un contexto de sufragio censatario, la cohesión grupal implícita en las clientelas políticas y expresada en la contienda electoral, en los tribunales o en revoluciones, rebeliones y golpes de Estado proporcionaba a los participantes protección, empleo e identidad en un contexto de inseguridad laboral y discriminación social. Aportaba, en definitiva, formas de reconocimiento ciudadano. La convivencia entre las categorías representativas y las prácticas del antiguo y del nuevo régimen, continuamente resignificadas y retroalimentadas, provocó que a lo largo del siglo xix este término, ciudadano, fuese a la vez incluyente y excluyente. Precisamente por su carácter doble y contradictorio significó mucho más que un mero conjunto de derechos y deberes. La ciudadanía fue interpretada como un status que otorgaba existencia, crédito y respetabilidad sociales, como un mérito de jerarquía social e incluso racial que disminuía la minusvalía social y otorgaba certidumbre a los sujetos sobre su identidad grupal. Por tanto, era un status ambicionado tanto porque posibilitaba movilidad social como porque generaba poder. La dimensión de privilegio implícita en la ciudadanía la tornó en objeto de deseo, cuya conquista colectiva no sólo estuvo acicateada por las exclusiones, sino que fueron éstas las que la dotaron de atractivo y contenidos. A su vez, el recurso a soluciones corporativas desarrolladas por los sujetos excluidos de la ciudadanía tendía a corregirse o nivelarse, en la medida en que la participación electoral forzaba a sus miembros a admitir la dimensión prescriptiva que las leyes conculcaron al acto electoral. Aunque

7 Sobre esta temática, véanse los sugerentes estudios Rossana Barragán, Indios, mujeres y ciudadanos. Legislación y ejercicio de la ciudadanía en Bolivia (siglo xix). La Paz, Fundación Diálogo-Embajada del reino de Dinamarca en Bolivia, 1999; idem, «Entre polleras, ñañacas y lliqllas. Los mestizos y cholas en la conformación de la «tercera república», en Henrique Urbano (comp.), Modernidad y tradición en los Andes. Cusco, CBC, 1992; Josefa Salmón, El espejo indígena. El discurso indigenista en Bolivia 1900-1956. La Paz, Plural, 1997; Marcia Stephenson, Gender and Modernity in Andean Bolivia. Austin, University of Texas Press, 1999.

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no existió desde un principio un pueblo deseoso de ejercer sus derechos electorales, sino más bien una población reclutada para votar, armar ruido, hostigar o simplemente intervenir en los desfiles cívicos y manifestaciones callejeras, la prédica hecha por los contendientes políticos sobre la virtud republicana y el «deber ser» político en periódicos, folletos y tribunas públicas ayudó a la población al aprendizaje y ejercicio de nociones como las de soberanía nacional y representación popular. Fue, entonces, la convivencia de la utopía política con la intimidación, la extorsión o la persecución electorales lo que facilitó la asunción del valor del voto desde una posición individual. A fin de ahondar en el peso de las elecciones en el proceso de nacionalización de la sociedad boliviana y en el tipo de sociedad resultante, este texto las asume como una ceremonia pública dedicada a formar opinión, modelar conductas y crear estatus, esto es, como un escenario donde se hacían visibles las virtudes y vicios de la sociedad y a partir del cual se generaban correctivos sociales que podían ser incorporados por los sujetos como elementos sustantivos de su universo de representaciones8. Esta lectura de los comicios rescata como elemento estructurador del devenir social el relato coetáneo de éstos. A través de la narración del acto y acontecimientos electorales en lo relativo a la naturaleza y acciones de los participantes, se trata de mostrar no sólo el disciplinamiento de la población como miembros de la nación boliviana, sino también su adquisición de una identidad nacional jerarquizada. Asimismo, si desde momentos muy tempranos los comicios fueron concebidos como un instrumento ligado a la constitución nacional, su estudio como un espacio de recreación de hábitos políticos y ubicaciones sociales se inicia a partir de los comicios celebrados tras la Guerra del Pacífico (1879-1881) y concluye con los acaecidos en 19259.

8 Sobre la dimensión simbólica y ritual del acto electoral, véanse Rosanvallon, Pierre, Le sacre du citoyen. Historie du suffrage universal en France. Paris, Gallimard 1992; Garrigou, Alain, Le vote et la vertu. Comment les françaises sont devenís électeurs. Paris, Editions du Seuil, 2002; Desoye, Yves, «Rituel et symbolisme électoraux. Réflexions sur l'experience française», en Romanelli, Raffaelle (éd.), How Did They Becomes Voters? The History of Franchise in Modern Eurpopean Representation. La Haya, 1998, pp. 53-76; O'Gorman, Frank, Voters, Patrons and Parties: The Unreformed Electorate of Hanoverian England, 1734-1832. Oxford, Clarendon, 1991. 9 A excepción de Eliodoro Camacho (1881-1884), de Manuel Pando, Partido Liberal (1899-1904) y Bautista Saavedra, Partido Republicano (1921-1925), fueron elegidos como presidentes por las urnas Gregorio Pacheco, Partido Demócrata (1884-1888), Aniceto Arce, Partido Constitucional (1888-1892), Mariano Baptista, Partido Conservador (1892-1896), Severo Fernández Alonso, Partido Conservador (1896-1898) Ismael Montes, Partido Liberal (1904-1908), Fernando Guachalla, Partido Puritano Liberal (1908-1909), Eliodoro Villazón, Partido Liberal (1909-1914), Ismael Montes, Partido Liberal (1914-1917), José Gutiérrez Guerra, Partido Liberal y Radical (1917-1920) Junta de Gobierno —Bautista Saavedra, J. M.

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Esta periodización no niega una interpretación semejante de las elecciones durante la etapa republicana anterior10. Obedece simplemente a una voluntad de acotar un problema tomando como excusa el hecho de que, en la percepción pública de la época, 1881 supuso el inicio de una refundación nacional asentada en el poder civil como única garantía del libre sufragio y a que, a partir de 1925, el proceso de politización de la sociedad mediante los comicios se vio modificado y superado por otras actuaciones públicas".

¡ Q U E COMIENCE EL ESPECTÁCULO!

«Tras la entrada a la plaza de los gendarmes a caballo, llegaron los jurados con «silueta de bandoleros y cretinos», capitaneados por su presidente, «un cholo de tez roja, de ojillos oblicuos, la boca bribona y cinco pelos por bigote». A éstos les sucedió «una turba que hurreaba a su partido», seguida de otras más que «en el paroxismo de la pasión y el alcohol atacaron al grupo contrario y saciaron su furor». Por una bocacalle apareció un piquete de soldados que, en vez de imponer la paz, «mojaron sus puntas con la sangre ciudadana». Derrotados así los opositores, «los astrosos que habían atacado a ciudadanos tímidos e indefensos, daban uno, dos, tres hasta diez y veinte sufragios ante las mesas receptoras por el candidato Peña». Lo mismo hacían los soldados que, «arma al brazo, ponían su firma temblorosa al pie de veinte votos» a cambio de un billete por cada sufragio y «un vaso de licor que sorbían con deleite». A ellos les seguían los presos que sabían escribir, sacados de la cárcel por el alcaide, «de carnes cholas con olor de presidio y de alcohol», para sufragar hasta diez veces a cambio de una rebaja de la pena. Terminada la votación, el diputado, «esmirriado, con la espalda torcida, el perfil de un simio», con ojos que encerraban «una malicia plebeya y una perversidad prestigiosa», era aclamado intensamente por las turbas y salía al balcón para saludar a sus subditos. El «pueblo» ya no estaba, «había huido muy lejos, unos a sus casas, temblorosos, custodiados por sus mujeres, ante el lloro de ellas y de sus

Ramírez y José María Escalier— (1920-1921), Felipe Segundo Guzmán, Partido Republicano (1925-1926), Hernando Siles, Partido Nacionalista (1926-1930). 10 Irurozqui, Marta - Peralta, Víctor, «Las elecciones bajo el caudillismo militar en Bolivia, 1830-1878». Iberoamericana. Nordic Journal of Latin American Studies, vol. XXVI: 12. Stockholm, 1996: 33-63; «Ni letrados ni bárbaros. Caudillos militares y elecciones en Bolivia, 1826-1880». Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales, no. 42. México, 1998, pp. 147-176. " Sobre esa concepción véase Marta Irurozqui, «Democracia en el siglo xix. Ideales y experimentaciones políticas: el caso boliviano (1880-1899)». Revista de Indias, no. 219. Monográfico del Dpto. de Ha de América. Madrid, CSIC, 2000, pp. 395-419.

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electoral

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criaturas; otros, los más valientes, allá, en el fondo de los calabozos, desmayados, con el cuerpo hecho retazos, confundidos entre montones de escoria y barro». Por la noche continuaban los abusos y los ultrajes, como los de»diez embozados, la cara india, los modales de salvaje, recubiertos de capotes militares», contra algunos obreros borrachos que se atrevían a dar vivas al candidato vencido. Era el triunfo de la «barbarocracia y la canallacracia» que habían sido impuestas por un presidente liberal, en cuya cara «se adivinaba al mestizo, (...) al engendro fatal de negro africano, pervertido y sátiro, hablador y tirano, con la pasividad del indio, esclavo y vil»12.

El valor de los comicios como un escenario interactivo en el que se define quiénes forman el cuerpo de la nación y en calidad de qué deben participar en su constitución queda ejemplificado en este pasaje de la novela de Gustavo A. Navarro Los Cívicos (1918)13. Navarro ofrece, por un lado, una síntesis de los participantes relativa a quiénes son y por quiénes están y, por otro, una calificación y una clasificación de los mismos en virtud de prejuicios sociales y étnicos. Respecto a los asistentes, las autoridades responsables del acto, jurados y presidentes de mesa, custodiadas por gendarmes, eran las primeras en acudir al lugar —la plaza— donde estaban colocadas las mesas electorales. Tras ellos aparecía el «pueblo», tanto el que debía votar como el que finalmente votaba. A éste se unía un conjunto variopinto de personas a las que las leyes prohibían el sufragio, como era el formado por soldados, presos y analfabetos. Finalizada la votación se hacían presentes dos actores electorales que habían permanecido como espectadores durante el acto: el candidato y la población que no votaba —mujeres, menores y domésticos. Pese a que ambos elementos coincidían en estar distanciados físicamente del resto del público, al estar situados en los balcones que daban a la plaza y a las calles adyacentes por las que habían desfilado los otros participantes, desempeñaban papeles distintos. Mientras el primero había estado supervisando la operación, los segundos creaban con sus vítores, protestas, silbidos o el arrojo de flores un clima de animación que dotaba de sonoridad y color al acto; esto es, el candidato generaba la tensión escénica y los otros definían el ambiente. Como colofón de la representación, la mayoría de los participantes volvía a hacerse visible en la plaza, pero esta vez no seguían un estricto orden de aparición, sino que se entremezclaban en el paroxismo del triunfo y de la derrota. En lo relativo a la caracterización de los participantes, se realizaba a partir del principio de perversión racial. El fraude y la violencia electorales do-

12 Navarro, Gustavo A., Los Cívicos. Novela de lucha y dolor, La Paz, Arnó Hnos., 1918, pp. 29-70. " Gustavo A. Navarro, conocido bajo el seudónimo de Tristán Maroff, líder del Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR).

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minaban las elecciones porque la mayoría de los asistentes eran «cholos» e «indios», siendo tal característica étnica la que convertía al régimen representativo boliviano en una farsa que imposibilita la realización nacional. Desde esta perspectiva, las autoridades eran delincuentes que no se responsabilizaban del orden público, sino que consentían y propiciaban el ejercicio deliberado de la violencia contra los opositores. El pueblo elector dejaba de existir cuando los ciudadanos resultaban derrotados y sustituidos por una turba que sufragaba junto a colectivos excluidos del voto y cuya conciencia había sido comprada con dinero y alcohol. Por último, el candidato ganador era un tirano y la concurrencia que lo ensalzaba y festejaba ejercía de sus súbditos, que celebrarían la victoria con abusos y ultrajes al verdadero pueblo, que nada podía hacer ya ante el dominio político de una población tarada física y mentalmente por su origen indigno. Dejando a un lado lo parcial, prejuicioso e intencionado del relato, su contenido permite dos aseveraciones. Primera, las elecciones eran un acto colectivo en el que no sólo votaba mucha más gente que la establecida legalmente para hacerlo, sino que en ellas se veía involucrado en el desempeño de diversas funciones el resto de la población que no sufragaba. Segunda, se jerarquiza la validez electoral de los bolivianos a partir de características culturales. La coexistencia de ambos fenómenos muestra una realidad político-social en la que la digresión introducida por las habituales infracciones busca ser corregida mediante una narrativa de desigualdad racial y de clase. Veamos a continuación de qué forma fue posible que el relato de un día de elecciones de Gustavo Navarro fuera percibido por los lectores como verosímil y, con ello, que siguiese cuestionándose la credibilidad del voto popular. Al contrario de lo sucedido en Europa y Estados Unidos, la trayectoria política latinoamericana no fue de progresiva ampliación ciudadana, sino de gradual restricción. La herencia de la Constitución de Cádiz permitió un enorme cuerpo electoral basado en los requisitos de vecindad y no en los de fiscalidad o propiedad14. La posterior restricción electoral en aras de la 14 Laure Rieu-Millan, Marie, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz. Madrid, CSIC, 1990; Guerra, François-Xavier, Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas. México, FCE-Mapfre, 1993; Rodríguez, Jaime, La independencia de la América española. México, FCE-CM, 1996; Chust, Manuel, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz. Valencia, Centro Francisco Tomás y Valiente-Fundación Instituto Historia Social-UNAM, 1999; Aguilar Rivera, José Antonio, En pos de la quimera. Reflexiones sobre el experimento constitucional atlántico. México, FCE-CIDE, 2000; Peralta, Víctor, «Elecciones, constitucionalismo y revolución en el Cusco, 1809-1815». Revista de Indias, 206. Madrid, CSIC, 1996; idem, En defensa de la autoridad. Política y cultura bajo el gobierno del virrey Abascal Perú, 1806-1816. Madrid, CSIC, 2003; Irurozqui, Marta - Peralta Ruiz, Víctor, «Los países andinos. La conformación política y social de las nuevas repúblicas (1810-1834)», en López-Cordón, María Victoria, (coord.), La España de

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gobernabilidad se debió a un continuo riesgo de disgregación territorial a partir de las parroquias y del fortalecimiento de las representaciones corporativas de tipo territorial15. Consecuencia de ello fue, por un lado, que dejase de considerarse a las instituciones estatales las encargadas de la transformación cívica nacional, entendiéndose que la conversión de los habitantes de un país en ciudadanos dependía de sus esfuerzos individuales; por otro lado, que algunos colectivos catalogados a inicios de la República como ciudadanos fuesen a lo largo del siglo xix perdiendo ese estatus y que una población inicialmente ciudadana pasase a dividirse en «ciudadanos, proletarios e indios» 16 . A partir de 1881, finalizada la Guerra del Pacífico, la derrota boliviana frente a Chile generó una retórica de refundación nacional que atribuyó al carácter civilizatorio implícito en la democracia la única capacidad para otor-

Fernando VII. La posición europea y la emancipación americana. Historia de España de Menéndez Pidal, tomo XXXII-II. Madrid, Espasa Calpe, pp. 465-520; Irurozqui, Marta, «El sueño del ciudadano. Sermones y catecismos políticos en la Charcas tardocolonial, 18091814»; Quijada, Mónica - Bustamante, Jesús, Elites y modelos colectivos. Mundo Ibérico, siglos xvi-xx. Madrid, CSIC, 2003, pp. 219-250. 15 Véase Annino, Antonio, «Cádiz y la revolución territorial de los pueblos mexicanos, 1812-1821», en Antonio Annino (coord.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo xix. Buenos Aires, FCE, 1995; «Soberanías en lucha», en Annino, Antonio; Castro-Leiva, Luis; Guerra, François-Xavier, (dirs), De los imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, Iber-Caja, 1994; Carmagnani, Marcello - Hernández, Alicia, «Dimensiones de la ciudadanía orgánica mexicana, 1850-1910», en Sábato, Hilda, (ed.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas en América Latina. México, FCE, 1999; Chiaramonte, José Carlos, «Ciudadanía, soberanía y representación en la génesis del Estado argentino, 1810-1852», en Sábato, Hilda, (ed.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas en América Latina. México, FCE, 1999; idem «Modificaciones del pacto imperial», en Annino, Antonio et al., De los imperios a las naciones, op. cit.; idem «La formación de los Estados nacionales en Iberoamérica». Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana «Dr. Emilio Ravignani», 15. Buenos Aires, 1997; Demelas, Marie Danielle, «Modalidades y significación de las elecciones generales en los pueblos andinos, 1813-1814», en Annino, Antonio, (coord.), Historia de las elecciones en Iberoamérica, op. cit.; Soux, María Luisa, Autoridad, poder y redes sociales entre colonia y república. Laja 1800-1850. Tesis de Maestría. Universidad de La Rábida, 1999; Herzog, Tamara, «La vecindad: entre condición formal y negociación continua. Reflexiones en torno a las categorías sociales y las redes personales». Anuario del IEHS ,15. Tandil, 2000: 1231131; Alda, Sonia, La participación indígena en la construcción de la república de Guatemala, s. xix. Madrid, UAM, 2000; Morelli, Federica, «La revolución en Quito: el camino hacia el gobierno mixto», en Guerra, F.X. (coord.), La Independencia de la América Hispana. Monográfico de Revista de Indias, 225. Madrid, 2002: 335-356; idem «El neosincretismo político. Representación política y sociedad indígena durante el primer liberalismo hispanoamericano: el caso de la Audiencia de Quito (1813-1830), en Kruggler, Thomas Mücke, Ulrich, Muchas Hispanoaméricas. Antropología, Historia y enfoques culturales en los estudios latinoamericanos. Vervuert, Iberoamericana, 2001. 16

«Cuestión de orden público». El Constitucional, Cochabamba, 22 de julio de 1884.

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gar a Bolivia consistencia nacional y credibilidad internacional. Este supuesto se materializó en un esfuerzo gubernamental para que las elecciones, «esencia de la democracia»17, fueran omnipresentes e implicasen a la población. Esto condujo a la reelaboración del discurso de la «nación de ciudadanos» bajo una estricta regulación normativa que impidiera el regreso de aquella triada —demagogia, anarquía y dictadura— que estimulaba el deseo de medrar de la «masa ignorante». La responsabilidad de impedirlo residía fundamentalmente en los candidatos, de manera que aunque los electores cometieran actos delictivos, serían ellos los culpables de hacerlos vivir «a la sombra del desorden alimentado por las ambiciones y la relajación del principio de autoridad»18. Así, aunque en las elecciones de 1884 y 1888 fueron recurrentes las historias sobre el incorrecto uso que los artesanos y mineros hacían de las oportunidades electorales, se culpabilizó a los líderes de los Partido Demócrata y Constitucional, Gregorio Pacheco y Aniceto Arce, de pervertir las conciencias y ganar prosélitos mediante la política «del cheque contra el cheque» y de impedir el triunfo de los liberales con sus donaciones al Estado boliviano, a las iglesias de Cochabamba, Santa Cruz, Tarija, Potosí y La Paz para la reparación de templos, a las municipalidades de Potosí, Tarata y Tupiza, a las prefecturas de Tarija, Chuquisaca y Cochabamba y a las cajas de ahorro de la «clase artesana» paceña, potosina y cochabambina19. La asunción de los candidatos como educadores políticos mostraba que, si bien oficialmente la libertad de sufragio era la esencia de los comicios, lo primordial no era su cumplimiento, sino la obligación teórica que tenía cada partido de hacerlo. Esto se debía a que la retórica de los partidos sobre el respeto a la libertad de sufragio generaba una discusión y una negociación entre éstos que iba poco a poco organizando un sistema representativo. El frágil consenso partidario sobre la necesaria honestidad de los comicios los convirtió en un escenario para la demostración del derecho de los candidatos al triunfo. La necesidad de legitimidad política de los partidos para ser reconocidos como ganadores en las urnas fue imponiendo entre ellos una retórica de descalificaciones que terminó por hacer responsable del estado del país al propio cariz moral de los candidatos. En un contexto donde el control legal de los participantes no era efectivo, por la omnipresencia de la infracción, un modo de regular su presencia fue equiparar sus características de origen y profesión

17 Mensaje del presidente de la República al Congreso Ordinario. El Estado, La Paz, 9 de agosto de 1909. 18 Lucas Jaimes, Julio, «Cuestión de orden público». El Constitucional. Cochabamba, 25 de julio de 1884. 19 Condarco Morales, Ramiro, Aniceto Arce. Artífice de la extensión de la revolución industrial en Bolivia. La Paz, Ed. Ameridindia, 1985, pp. 505-507; «Las elecciones presidenciales bolivianas bajo el periodo conservador, 1884-1896», Anuario del Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, 7, Sucre, ANB, 1999: 243-275.

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a las del mal elector. El hecho de que en la categoría de analfabeto y de doméstico quedase englobada parte de la población mestiza urbana y rural, así como muchos indígenas comunitarios y colonos, tornó a estos colectivos en vulnerables a la descalificación política. La necesidad de los partidos de desautorizarse e incapacitarse recíprocamente a través de los caracteres de sus votantes fortaleció la creencia de que a un determinado origen y actividad correspondía un comportamiento público. Como no todo comportamiento era tolerable, la legitimidad de un resultado en las urnas dependió de la fama social de los votantes. En cierto sentido, el juego de insultos entre partidos explotó y potenció los prejuicios clasificatorios de la sociedad. A medida que la competencia partidaria aumentaba y, con ella, la imprevisibilidad de un resultado electoral, lo que forzaba un mayor y disciplinado reclutamiento de adeptos, también lo hacía la agresividad con que se describía la acción del conerario. Fue así como se enquistó socialmente y se reafirmó a través de las «novedades científicas» la percepción de que sólo determinados rasgos y orígenes eran compatibles con la democracia. Mientras la lógica partidaria y la competencia entre elites que la sostenía fomentaron la ampliación del voto, la anulación de su valor homogeneizador se fue haciendo imprescindible para regular el ascenso social y conservar un orden basado en interdependencias corporativas. Esto se tornaba más urgente cuando los colectivos denostados como artesanos, mineros, indios de comunidad o colonos de hacienda demostraban su conocimiento y uso del sistema representativo a través del clientelismo, las sublevaciones, la participación en guerras nacionales y las reivindicaciones judiciales20. Cuanto más los necesitaban los partidos y más se hacían presentes en la nación, más imperioso se volvía el control social sobre ellos. Por tanto, a través de la ficción del mal elector se estigmatizó discursivamente a una parte de la población y se la culpó del fracaso democrático con el fin de regular su intervención pública y de controlar la redistribución de funciones en la tarea conjunta de la construcción nacional. Podemos acercarnos a este proceso mediante el examen de la participación electoral tal y como se publicitó en las descripciones periodísticas y de folletería realizadas entre 1892 y 192521. Prestaremos atención a cuatro aspectos concatenados: la escenifica-

20 Irurozqui, Marta, «Las paradojas de la tributación. Ciudadanía y política estatal indígena en Bolivia, 1825-1900». Revista de Indias, 217, Madrid, 1999: 705-740; «The Sound of the Pututos. Politicisation and Indigenous Rebellions in Bolivia, 1825-1921», Journal of Latín American Studies, vol. 32-1. London, 2000: 85-114; «La guerra de civilización. La participación indígena en la Revolución de 1870 en Bolivia», Revista de Indias, 222. Madrid, 2001: 407-432. 21 En cuando a las novelas, véase Irurozqui, Marta, «La amenaza Chola. La participación popular en las elecciones bolivianas, 1900-1930». Revista Andina, 26, Cusco, CBC, 1995: 357-388 e idem «Sobre caudillos, demagogos y otros males étnicos. La narrativa antichola en la literatura boliviana, 1880-1940», Jarhbuch für Lateinamerika, 35, Hamburg, 1998.

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ción de la participación electoral en desfiles y manifestaciones, la identificación de los votantes deseados, con la distribución jerárquica de sus funciones y obligaciones, la estratificación interna del universo popular y el asentamiento del mal elector como votante mayoritario. Como ya se ha señalado, las elecciones no se reducían al momento de la votación, sino que iban acompañadas de una sucesión de festejos en la que los desfiles actuaban como anuncio y prueba de que lo que ocurriera en las urnas ya había sido refrendado públicamente por los seguidores de cada agrupación22. En las elecciones de 1892, los meetings y desfiles descritos en dos periódicos de La Paz, El Comercio y El Nacional, fueron de dos tipos. Por un lado estaba el formado por los manifestantes respetables: «numerosos grupos de distinguidos caballeros y jóvenes de lo más selecto de nuestra sociedad» y «honrados y conocidos artesanos llenos de entusiasmo y patriotismo» iniciaron una «procesión patriótica de 2.600 electores» a los que, desde los balcones, «distinguidas señoritas de nuestra sociedad que tomaban parte del entusiasmo popular» arrojaban «una lluvia constante de flores, ramilletes y guirnaldas sobre las cabezas de los defensores de la gran causa del pueblo». Esta concurrencia se disolvió «en el mayor orden, vitoreando sólo a la causa del pueblo y sin dar mueras a nadie». Por otro lado estaba el desfile integrado por los «ultramontanos», que salió a la calle terminada la «manifestación de la gente decente». Para agruparlos, desde las cuatro de la mañana «los agentes de la secreta» habían estado «recolectando por la fuerza adherentes y conduciéndoles al local del Colegio de Artes donde eran acuartelados y no se les permitía la salida, haciéndoles la oferta de pagarles tres bolivianos después de la manifestación». Asimismo, de los «tambos sacaron a todos los arrieros», a los que se unieron «rondines disfrazados» para participar en un «desfile de emponchados» de sólo «setecientos treinta y un» miembros. Después de hacer su recorrido dando «vivas al partido del ogro de Huanchaca, a Baptista y mueras a los liberales y demócratas (...) se encaminaron al Colegio de Artes, donde aún existían restos de licor para fomentar la embriaguez»23.

22 En los reglamentos electorales de 1839 y 1852 se señalaba que los comicios debían durar cuatro días, introduciéndose en el de 1877 la variación de que las mesas receptoras durarían cuatro días en las capitales y dos en las provincias. La reducción de las elecciones a un solo día y el establecimiento de múltiples mesas receptoras en una única localidad se consignó en la Ley de 1890. Véase Reglamento de elección sancionado por el soberano congreso jeneral constituyente en mil ochocientos treinta y nueve. Chuquisaca, Imprenta del Congreso administrada por Manuel Venancio del Castillo, 1839; Ley de reforma electoral de 1852. Chuquisaca, Imp. Sucre, 1852; Reglamento de elecciones de Bolivia. La Paz, Imprenta de la Unión Americana de César Sevilla, 1877; Reglamento electoral de la República de Bolivia 1890. La Paz, Imp. La Tribuna, 1890. 23 «Los meetings de ayer». El Nacional. La Paz, 25 de abril de 1892; «El meeting del oficialismo». El Nacional. La Paz, 25 de abril de 1892. La versión contraria se escribe en «El

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De la polarización anterior se deduce que los partidos no sólo necesitaban demostrar públicamente que contaban con el apoyo de la población, sino con «lo mejor de ella»24. Aunque en la práctica el triunfo no dependía de las cualidades de los votantes, sino de su número, del dinero para movilizarlos y de los métodos coercitivos que se empleasen con el contrario, esa frase estaba en consonancia con la prédica de una democracia regida por una minoría selecta. Como ya no se podía imponer en Bolivia una monarquía o una presidencia vitalicia, sólo quedaba entender la democracia «como la dirección de las fuerzas de la mayoría numérica por una minoría dinámica, a la cual correspondía el poder y la responsabilidad de la orientación de los intereses particulares hacia intereses sintéticos y superiores»25. En términos generales, «lo mejor de la ciudadanía» se dividía en tres grupos: los «miembros principales de la sociedad», la juventud y los trabajadores. El objetivo electoral era probar que los mejores elementos de cada fracción conformaban su base de apoyo, mientras que los peores sostenían al contrario. Un ejemplo de la primera estrategia se advierte en el relato sobre la proclamación oficial en Oruro el 13 de febrero de 1904 de la candidatura de Aniceto Arce, jefe de la facción del Partido Constitucional no integrada en la Unión Liberal26. Sus seguidores constituían una población compuesta por «quinientos ciudadanos» que acudieron en traje de gala al local del club y que resumían «todo lo que en Oruro significa elemento político, posición social y económica, trabajo, honradez e independencia»27. En consonancia con la modalidad anterior, en los comicios de 1917

meeting del Partido Nacional». El Comercio, La Paz, 25 de abril de 1892; «¡Qué cinismo!». El Comercio, 26 de abril de 1892. Citado en «Una de las características de la prensa en el siglo pasado». La Paz de Ayer y Hoy, no. 11, pp. 18-20. 24 Los miembros ideales de un partido eran: «1- la juventud intelectual; 2- los obreros que viven honradamente de su trabajo; 3-los caballeros que han prestado importantes servicios al país; 4- los que impulsan el comercio y las industrias; 5- los espíritus cultos amantes de la verdadera libertad; 6- los que no están dominados por las rancias ideas conservadoras; 7- los que jamás insultaron a los héroes nacionales; 8- los que no traicionan al liberalismo; 9-los que no son analfabetos; 10- los que no apedrean en estado de embriaguez; 11- los que no asaltan a piedra y bala los domicilios particulares; 12- los que no insultan atrincherados en la prensa; 13- los que quieren ante todo que reine la paz en la república; 14- los que desprecian a los pasquinistas; 15- los que son verdaderos patriotas», en «La gran asamblea liberal de hoy». El Tiempo. La Paz, 15 de abril de 1917. 25 Saavedra, Bautista, Política nueva. Opiniones del candidato a la Senaduría, Bautista Saavedra. La Paz, Imp. Artística, 1914, pp. 3-13. 26 Arce, Aniceto, Circular del ciudadano Aniceto Arce, candidato a la presidencia de la República proclamado por la asamblea del Partido Constitucional. Sucre, Imp. Bolívar, 1904, pp. 1-14; Actas de la asamblea del Partido Constitucional. Sucre, Imp. Bolívar, 1904, pp. 3-24; Aniceto Arce candidato a la presidencia de la República proclamado por la asamblea del Partido Constitucional. Su programa. La Paz, Tip. La Nación, 1904, pp. 1-2. 27 Boletín de El Estandarte. Suelto (16 de febrero). Oruro, Tip. La Joya, 1904.

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el Partido Liberal señalaba que la fórmula presidencial Gutiérrez-VázquezQuinteros estaba secundada por adherentes de «guante blanco, leales y caballerescos»28. Siempre cumplidores de los acuerdos que concretaran con la oposición, como lo probaba el hecho de no llevar armas el día de las elecciones29, en todas sus reuniones cívicas jamás expresaban «una frase hiriente para los contrarios políticos», siendo ese comportamiento el que sintetizaba «el grado de civilidad y respeto de que se hallaban armados los liberales»30. Este grupo de «distinguidos personajes» era el responsable de organizar clubes y asociaciones en las que participaban «fraternalmente» los otros dos sectores, la juventud y los trabajadores. Dado que la primera estaba integrada por «todos los elementos jóvenes de prestigio y posición social, política, intelectual, comercial o industrial», se establecía una relación dependiente y jerárquica con los trabajadores, según la cual la juventud educaba y reformaba los hábitos cívicos de éstos, quienes debían admitir pasiva y felizmente tal subordinación, destinada a mejorar y corregir su «catadura moral». Tal labor la desempeñaban miembros destacados de las guardias cívicas y de los clubes electorales, responsables de organizar fiestas campestres y «match de fútbol» para la «clase trabajadora»31. Aunque este era el objetivo fundamental del partido, pues «la mayor fuerza del liberalismo descansa en su clase trabajadora»32, no todos sus integrantes valían lo mismo. De ahí que el Partido Liberal se esforzase en afirmar que contaba con el apoyo de la mayoría de los maestros de taller33, los únicos conscientes de que, además del «trabajo material», debían desarrollar «su criterio sobre el deber cívico» mediante la organización de agrupaciones obreras vinculadas a los partidos y encargadas de «educar a los hijos del pueblo»34. Ciento cincuenta de estos personajes, «el elemento que más vale de la clase obrera de La Paz», organizaron una fiesta campestre en honor de Gutiérrez Guerra, lo que sirvió para que los liberales dijeran que no sólo contaban «con las simpatías de los miembros principales de la sociedad intelectual y comercial, sino también del pueblo trabajador significado en sus representantes»35. En contrapartida, existía también la estrategia de demonizar a un partido denunciando que secundaba lo «peor de la población». Así podemos ver-

28

«El país fatigado». El Diario, La Paz, 2 de mayo de 1917. «El resultado electoral del domingo», El Diario. La Paz, 8 de mayo de 1917. 30 Editorial, El Diario, La Paz, 1 de mayo de 1917. 31 «La mejor juventud de La Paz», El Diario, La Paz, 2 de mayo de 1917. 32 «¿Quién es el presidente del grupo republicano en Tanja? Por los prestigios de mi tierra», El Diario, La Paz, 1 de mayo de 1917. 33 «Obreros principales de taller», El Diario, La Paz, 4 , 5 de mayo de 1917. 34 «La clase obrera», El Fígaro, La Paz, 13 de abril de 1917. 35 «Manifestación obrera», El Fígaro, La Paz, 3 de abril de 1917. 29

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lo en la descripción de los seguidores del Partido Republicano en las elecciones de 1917. En esas elecciones el partido republicano fue apoyado por los gremios artesanales más pobres, «artesanos descalificados de la peor especie» 36 , que no tenían «el menor reparo para exteriorizar sus opiniones de forma violenta y asaz agresiva»37, vinculados a la población india y «con adherentes entre algunos comerciantes (judíos)» 38 . En las manifestaciones desfilaba, en primer lugar, «el pueblo suburbano, luego la cabeza compacta y nutrida de cholitas y una abigarrada muchedumbre de ex -comunarios de algunos ex-ayllus y obreros de la más baja capa social». La comisión oficial en la que iban los líderes republicanos estaba cerrada por otro grupo de cholas «que en un momento dado comenzaron a desempedrar las calles, proveyendo de material de guerra a los presentes»39 y causando más de un incidente, como el protagonizado por «una cholita republicana de esas furiosas vitoreadoras de Escalier», que hirió con un cuchillo de zapatero al comisario de la policía de seguridad»40. Los manifestantes «daban mueras al gobierno, al Partido Liberal y a su candidato» y contestaban a pedradas a quienes les insinuaran que desfilasen con «orden y cultura», llegando incluso a desoír las amonestaciones de los dirigentes de su partido por hallarse «visiblemente ebrios» 41 . La razón de esa conducta estaba en que los seguidores republicanos eran un «grupo abigarrado en el que había más indígenas que ciudadanos», «obreros con vestiduras raídas y personas absolutamente desconocidas» 42 , sirvientes y peones «recolectados en los arrabales»43. En Potosí, el día de los comicios se unían a ellos «caras siniestras de mineros alcoholizados», subordinados a los dictados de la casa Soux, que trataban «de imponerse por el terror»44, acudiendo a la plaza con «armas, cartuchos y bombas de dinamita que fueron especialmente preparadas para agredir a los adherentes del Partido Liberal». Junto a la «turbamulta de los mineros con sombreros amarillos»45 aparecía la indiada que, alcoholizada, merodeaba por la plaza «provocando manifiestamente a todos». Su presencia alarmaba a los concurrentes, debido a que las deficiencias educativas de la mayor parte de los miembros de este colectivo les im-

36 37

El Fígaro, 13 de abril de 1917. El Diario, La Paz, 17 de abril de 1917.

38 «¿Quién es el presidente del grupo republicano en Tarija? Por los prestigios de mi tierra», El Diario, La Paz, 1 de mayo de 1917. 39 «La llegada de Escalier», El Fígaro, La Paz, 10 de abril de 1917. 40 «Los republicanos en acción», El Tiempo, La Paz, 19 de abril de 1917. 41 «Ecos de la manifestación de los republicanos», El Diario, La Paz, 1 de mayo de 1917. 42 «El resultado electoral del domingo», El Diario, La Paz, 8 de mayo de 1917. 43 «Fracaso de la manifestación republicana», El Diario, La Paz, 2 de mayo de 1917. 44 «Los sucesos de Potosí», El Diario, La Paz, 9 de mayo de 1917. 45 «Los sucesos del domingo en Potosí», El Diario, La Paz, 17 de mayo de 1917.

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pedía ser reconocidos como ciudadanos plenos, interpretándose su participación en «asuntos ajenos a su índole»46 como el deseo de iniciar «una guerra de castas» entre obreros y la juventud liberal e intelectual47. Junto a la descripción de los participantes y de sus acciones, aparecían quejas porque «lo mejor de la sociedad estaba ausente» y dominaba «la canalla», impidiéndose de este modo que el país tuviese representantes adecuados y el consiguiente asentamiento de la democracia48. Así, en las elecciones de 1908 se calculó que el número de ciudadanos inscritos en los comicios no correspondía con el número real de los que deberían inscribirse. Esto sucedía debido «al indiferentismo de ciertas clases sociales que, por las funciones especiales que practican, ya sea el comercio, la agricultura u otras profesiones independientes de la política militante, se creen con el derecho de alejarse de los deberes republicanos y no concurren al primordial deber de organizar los poderes públicos». Este colectivo fue denominado en los comicios de 1909 como los indiferentes o escépticos, quedando englobados en esta categoría los sectores acomodados y la juventud. A los primeros se les censuraba por no desempeñar los cargos públicos que les correspondía por gozar de «una situación superior», las ventajas de la riqueza y el grado de instrucción y cultura. Eran así calificados de «patriotas a la inversa» no sólo porque dejaban en manos del «populacho ignorante» la construcción de la nación y no hacían nada para mejorar los niveles de preparación de ésta, sino también porque se dedicaban a criticar los resultados electorales sin haber hecho nada para evitarlos49. A la juventud se la censuraba por renunciar a la lucha propia de su edad, ya que su abstención en la contienda electoral dejaba «que las medianías» asaltasen «los puestos espectables y cargos de responsabilidad». Además, su actitud evidenciaba la decadencia de los partidos, por ser éstos incapaces de arrastrar gratuitamente la voluntad de las multitudes y disgregarse en «una inmensa falange de candidatos anónimos que se han presentado al torneo o, mejor, a la gran farsa electoral»50. Aunque preocupaba la apatía de ambos grupos, la razón fundamental por la que resultaba grave su ausencia era que la ocupaban «mayorías» no siempre dispuestas a delegar «sus derechos en un candidato que merezca el apoyo del elemento más ilustrado del distrito»51. Esas mayorías solían estar

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«El resultado electoral del domingo», El Diario, La Paz, 8 de mayo de 1917. «Las castas», El Fígaro, La Paz, 11 de abril de 1917. 48 «La teoría del sufragio», El Tiempo, La Paz, 16 de noviembre de 1909; «Campañas electorales», El Tiempo, La Paz, 1 de octubre de 1909. 49 «La indiferencia por la cosa pública. El quietismo de nuestra sociedad», El Tiempo, La Paz, 16 de diciembre de 1909. 50 Arguedas, Alcides, «Carnet mundano», El Tiempo, La Paz, 16 de diciembre de 1909. 51 «Estadística de elecciones», El Estado, La Paz, 21 de agosto de 1908. 47

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integradas quienes constituían el objetivo primordial de los políticos y sus agentes electorales: los artesanos. El desmentido público realizado por el aspirante a diputado por La Paz, Bautista Saavedra, referente a que «contrariamente a lo que se ha dicho, declaro que estimo a los artesanos y obreros como elemento sano y valioso del país», subrayaba su estratégica importancia electoral52. Los políticos visitaban los talleres repartiendo personalmente folletos y boletines, acto al que seguían invitaciones a las cantinas, «donde esperaban impacientes las redondas tinas de chicha, las botellas de mosta verde que estiran sus cuellos rebosantes, junto a platos de conejo, gallina y costillares». Como la aspiración a comprometerles con un partido no iba acompañada del deseo de que practicaran el libre sufragio, sino de que vendieran su voto y el de sus subordinados, el adiestramiento del electorado se limitó a buscar en éste un apoyo inmediato a través de las donaciones y prebendas. La naturaleza coyuntural de ese tipo de alianzas favoreció que los candidatos no viesen a sus adeptos como ciudadanos comprometidos con la causa democrática, sino simplemente como clientes interesados en la ganancia personal, no en el bienestar del país. Esta visión parcial, magnificada por la narrativa del fraude y de la violencia electorales, redundó negativamente en los trabajadores, tornándolos sospechosos de cualquier falta y culpables de las votaciones múltiples, la confabulación de los jurados, la «dejadez» de las autoridades y la intromisión de los partidos53. Este descrédito político ese acrecentaba por la cercanía de muchos artesanos al mundo rural indígena y a los estados de analfabeto y doméstico, proclives por tanto a carecer de una «incólume reputación»54.

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El Comercio de Bolivia, La Paz, 29 de abril de 1908. «Cuando no haya dónde invadir, a eso de la una de la tarde o antes, comenzarán los ciudadanos a depositar su voto; pero como eso de votar una sola vez no tiene gracia alguna, repetirán la votación dos, tres, cuatro, cinco y hasta diez veces. La primera votación de esa clase de electores será hecha como artesanos honrados y con sus nombres y apellidos verdaderos, así como su estado civil correcto y su oficio. La segunda vez, diciendo que perdieron la carta electoral, declararán su nombre y se prestarán el apellido de algún compadre; en esa segunda ocasión ya no serán sastres, sino polleros o sombrereros, que lo mismo da. Para la tercera vez que voten tomarán nombre, apellido, oficio y estado todo prestado de algún amigo difunto. Salvo que algún Argos haga el alto a uno de ellos en alguna mesa de sufragio y le diga: «ud. no es fulano, es mengano so...». Pero el muy taimado responderá que sí, que es fulano y no mengano. Entonces los pobres jurados, aturdidos por la batahola infernal que se armará y por las protestas y vivas y mueras del amigo del elector, dirán que se confronten las firmas y generales del sufragante. Entonces unos asegurarán la suya y otros dirán que no. Las generales de ley tampoco estarán en conformidad con las anotadas en el libro de inscripciones; pero como el ciudadano elector no es «cualquier cosa» para sufrir un rechazo en la mesa y para ir a la central de Policía «así nomás», resulta que con el apoyo del agente del candidato terminará votando». El Diario. La Paz, 6 de mayo de 1908. 53

54 «El Municipio. Organicemos debidamente la Comuna», El Tiempo, La Paz, 3 de diciembre de 1909.

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El desdoro discursivo sufrido por «la clase artesana» subrayó no sólo la polaridad entre «distinguidos caballeros» y «cholos bebedores de chicha» 55 , sino también la necesaria preeminencia de los primeros para organizar la nación por las virtudes que les confería su origen, estado y formación. Ello no fue óbice para que la centralidad electoral de los cholos obligase a recatalogar su conducta en términos de cooptación social: artesano ilustrado y artesano corrupto. Mientras que al primero ya no era fácil comprarle el voto, porque «merced a la inteligente labor de algunos, se han fundado sociedades y ligas de obreros» 56 , el segundo se pasaba la vida sin «ver más allá de su mostrador o banco de trabajo». Su ausencia de discernimiento y de «cualidades de carácter» lo igualaba a los votantes «campesinos», que no lograban «consignar su firma entera», o a los indígenas «bajados de las punas» 57 . Además de responder a estrategias de partido, esta división remitía a la estratificación del universo subalterno y a los conflictos internos que generaba. Por un lado, estaban las rivalidades en el interior de los gremios, las diferencias entre los artesanos a causa de sus oficios y el reacomodo que sufría su estatus social por la continua inmigración indígena a las ciudades y por la supresión jurídica de los gremios. Por otro lado, pervivía el cliché de las castas como argumento clasificador de la sociedad, lo que hacía del voto popular un sufragio siempre sometido a censura. La instrumentalización que hicieron los partidos de la competencia laboral, salarial y de status entre los grupos con el fin de corregir el riesgo del «descenso de la política a las masas» tuvo dos consecuencias inmediatas contradictorias 58 . Primero, aceleró la concienciación política y amplió el espectro de los afectados; segundo, reforzó las tensiones jerárquicas entre ellos. El espectro del triunfo de las «masas de obreros, campesinos y lugareños» guiados por «los que obran por el imperio del odio, por el dinero y el engaño» 59 se concretó durante la presidencia de Bautista Saavedra (1921-1925). Persistía el binomio tradicional de «ciudadanos contra chusma», pero ahora con el matiz de que la chusma sostenía al gobierno e iba a dar rienda suelta a su «resentimiento popular y étnico» como pago gubernamental a su apoyo político. El efecto del mal elector se había ampliado del periodo electoral a toda una presidencia. Aunque el reclutamiento y la movilización política constante había adquirido fuerza durante el segundo gobierno de Ismael Montes (1914-1917), fue con Saavedra

55

El Comercio de Bolivia, La Paz, 5 de mayo de 1908. «Campañas electorales», El Tiempo, La Paz, 1 de octubre de 1909. 57 Las elecciones en Capinota y Arque. La cuadrilla conservadora: soborno y pandas. Cochabamba, Imp. Ilustración, 1914, pg. 9. 58 Angulhon, Maurice, La République au village. Lespopulations du Var de la Révolution á la seconde République. París, Le Seuil, 1979. 59 idem, pg. 1. 56

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cuando se consolidó60. Una de sus consecuencias fue la modificación de los compromisos, derechos y prebendas de los militantes. Saavedra los dividió en «la juventud universitaria y el obrerismo consciente»61. La primera, además de formar parte del grupo de parlamentarios, seguía el modelo de la Guardia Blanca de Montes al participar en los Regimientos de Unión y Defensa Republicana encargados del orden público. Esto autorizó a la juventud militante a organizar la violencia contra el adversario bajo la disculpa de «corregir los desmanes de ciertos elementos perniciosos»62. Asimismo, debía disponer y supervisar los almuerzos campestres, las fiestas y desfiles patrióticos en los que participase la «clase obrera». En ambos casos actuaba de directora y disciplinadora de la misma63, a la vez que de agente ideológico, ya que la Liga de la Juventud Independiente influía en la Liga de la Juventud Obrera Independiente y expandía el programa republicano destinado «al progreso de la nacionalidad». Este programa constaba de cuatro puntos encaminados a resolver las torpezas que el egoísmo de la «aristocracia liberal» había ocasionado al país: la reintegración de la región del Litoral, la sólida y desinteresada protección del proletariado mediante la elevación de su capacidad moral, el combate del regionalismo y la incorporación del indio a la civilización64. Como respuesta a la preocupación del gobierno por la causa obrera, expresada en el lema de que «al obrero ya no se le hace caridad, sino justicia», porque es pueblo y no «chusma»65, los trabajadores debían aceptar la tutela de la juventud universitaria. En consecuencia, el colectivo obrero formado por las distintas sociedades de trabajadores —sobre todo las de La Paz, Oruro, Cochabamba y Santa Cruz— guiado y entrenado por la juventud en las lides electorales, debía adherirse públicamente al Partido Republicano. A modo de refuerzo simbólico de la alianza entre gobierno y «proletariado» proliferaron en época de comicios los dramas alusivos a la indefensión de éste, siendo La huelga de mineros una de las obras más

60 «Una de las diferencias fundamentales entre los gobiernos doctrinarios y el primero republicano es precisamente ésta: antes se acordaban de los obreros los políticos montistas en vísperas de elecciones porque necesitaban sus votos; los hombres de gobierno de hoy han dedicado sus horas y sus desvelos a estudiar los medios de hacer justicia a los elementos trabajadores, de regenerarlos, de asegurarles sus derechos, de garantizarles sus intereses, de educarlos para que sean capaces de luchar ventajosamente en la vida». «El partido republicano y el obrero», en La Reforma, La Paz, 24 de abril de 1925. 61 Editorial, La Verdad, La Paz, 5 de septiembre de 1925; «La juventud en la hora presente». La Reforma, La Paz, 20 de abril de 1925. 62 «Juventud de Unión y Defensa Republicana», La Reforma, la Paz, 16 de abril de 1925. 63 «La juventud y la clase obrera», La Reforma, La Paz, 26 de abril de 1925. 64 «La Liga de la Juventud Obrera Independiente se adhiere a la fórmula VillanuevaSaavedra», La Reforma, La Paz, 27 de abril de 1925. 65 «La clase obrera y el Partido republicano», La Reforma, La Paz, 23 de abril de 1925.

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representada en 1925, de la que los críticos reseñaron «el garbo, el sentimiento y la gracia de la chola paceña»66. Aunque estas dos «grandes fuerzas de la patria» habían sido objeto de apelación por todos los partidos, la oposición —formada por el Partido Republicano Genuino y el Partido Liberal— criticaba ahora su protagonismo. Respecto a la juventud, se incidía en lo ridículo y perjudicial que resultaba para la nación la convivencia en el Parlamento de los «patricios» y los «muchos jovenzuelos que habían llegado a ser padres de la patria por obra de don Bautista»67. Respecto a los obreros, se lamentaba que los que otrora fueran «sencillos, ingenuos y patriotas» se hubieran corrompido, «perdiendo su independencia política, sugestionados por un tirano teutónico a quien le hacen coro para ser conducidos como manadas de ovejas con el falso silbido del pastor que es lobo»68. La explicación que los opositores daban al hecho de que la juventud y los obreros, antes dignos, hubieran sucumbido a la demagogia del gobierno consistía en que, al tratarse de «mestizos infidentes», sus características raciales les habían impelido hacia un éxito fácil, provocando su envilecimiento y convirtiéndoles en «sicarios» y «hombrecillos inescrupulosos» dedicados a arrebatar «a la mayoría del pueblo sus sagrados derechos y garantías»69. La catalogación peyorativa del gobierno de Saavedra como un «gobierno de cholos» volvía a recrear la estrategia partidaria de malear la imagen de un partido por la ascendencia de sus votantes70. Pero pese a sus alegatos en favor de sanear «el ejercicio de la soberanía popular» y de dar dignidad al «proletario», el presidente no tuvo ningún interés en corregir ese tópico ni en ofrecer una imagen pública diferente de este colectivo71. Al contrario, el fomento de un «culturalismo mestizo» sintetizó la explotación política de la antipatía chola contra lo blanco y oligárquico, presentando a 66

La Reforma, La Paz, 27 de abril de 1925. «Incidencias parlamentarías». La Verdad, La Paz. 2 de abril de 1925. 68 «Lo que es y lo que debe ser», El Republicano, La Paz, 4 de noviembre de 1925. 69 «Política sin entrañas», La Verdad, La Paz, 4 de septiembre de 1925. 70 Ya en las elecciones de diputado en Sorata (La Paz) de 1919, los liberales habían acusado a Bautista Saavedra de pertenecer a «los apóstoles y predicadores de los republicanos, que hacen consentir a los artesanos y mediocres que subiendo al poder el partido republicano no pagarían impuestos, todo sería gratuito, no habría ejército, no existirían impuestos nacionales y departamentales, vendría la dicha suprema, el pobre entraría en los bienes de los ricos y, así, los puestos estarían desempeñados por sastres, zapateros y labradores. Con esta propaganda bolschevikista consiguen adherentes y algunos exaltados que ya no trabajan, sino que esperan la llegada del maná», en Los crímenes republicanos en Sorata. La Paz, Casa Editora González y Medina, 1920, pg. 6. 71 Uno de los textos fundamentales en defensa de la revolución republicana del 2 de julio de 1920 hacía responsable del despotismo de los liberales a «las taras morales de mestizo» que poseía Ismael Montes. Fernández, Vicente - Navarro, Gustavo A. (Tristán Maroff), Crónicas de la Revolución del ¡2 de julio. La Paz, González y Medina editores, 1920, pg. 6. 67

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la Guardia Republicana como institucionalización por excelencia de la amenaza popular72. Esta aparente toma de poder tuvo dos consecuencias: autoritarismo y desautorización pública. Por un lado, la promesa de resarcimiento social implícita en el apoyo a Saavedra hizo partícipes a los sectores populares de un sistema clientelar más amplio y flexible auspiciado desde el gobierno bajo el principio de la cooperación, con el que se pretendía regular la progresiva independencia de los grupos subalternos. Pese a que por ley todos los trabajadores bolivianos podían beneficiarse de la nueva legislación social, en la que figuraban la jornada de ocho horas, el ahorro obligatorio, la remuneración por accidentes de trabajo, la Ley de Protección de los empleados de comercio e industria, la pensión y jubilación para los empleados de telégrafos y la instauración de un Departamento Nacional del Trabajo73, la optimización de tales beneficios procedía de la pertenencia al ámbito de influencia presidencial. Por tanto, aunque Saavedra había dicho que gracias a la legislación social el obrero «había pasado de elemento de explotación y de abuso a ser hombre», convirtiéndose así en «un ciudadano»74, tal status no dependía de la mejora laboral, sino del cumplimiento de sus obligaciones clientelares, pues sólo éstas le permitirían el disfrute de los derechos. Acciones como el ataque contra la Convención del Partido Republicano Genuino, perpetrado por Carlos L. Vargas, presidente del directorio obrero de La Paz, en colaboración con la policía y la subprefectura de Oruro el 28 de marzo de 1925, supuestamente sintetizaba cómo «el pueblo netamente obrero de Oruro» reconocía los beneficios reportados por la legislación obrera y social del gobierno y manifestaba su desagrado hacia Salamanca y «su alianza con el Partido Liberal», al que calificaba de «enemigo de la clase obrera»75. Por otro lado, la centralidad y respaldo gubernamental con que contaban esos sectores les hizo acreedores del descontento de la oposición, exacerbándose la narrativa étnica estigmatizadora que les culpaba de la irrealización nacional. El gobierno de Saavedra contribuyó a la desautorización pública de sus adeptos, aunque lo hizo de modo ambiguo, ya que utilizó a su favor el pavor social que generaba su encumbramiento. Un ejemplo de esta conducta ambigua lo constituye el asesinato del matrimonio Vilela en presencia de sus hijos en la localidad de Achacachi (La Paz). En la madrugada del 13 de julio de 1920, con motivo de los enfrentamientos que gene-

72

La Guardia Republicana era un cuerpo integrado por milicias populares y por una fuerza policial paramilitar cuyo origen estaba en las mazorcas electorales destinadas a proteger a sus dirigentes y a arremeter contra los contrarios. 73 «El proletariado y la acción del gobierno republicano», La Reforma, La Paz, 14 de abril de 1925. 74 «El partido republicano y el obrero», La Reforma, La Paz, 24 de abril de 1925. 75 Proceso electoral de Oruro. Mayo de 1925. Oruro, Imprenta Eléctrica, 1925, pp. 11-28.

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ró el golpe de Estado republicano, un grupo de vecinos del pueblo, comandados por Mariano Imaña, perpetró el crimen y posterior vejamiento de sus cuerpos tras el saqueo de su domicilio y del almacén de abarrotes que poseían76. Cuando estos acontecimientos se hicieron públicos, se utilizó para definir el delito las mismas alusiones a la ferocidad, salvajismo y bajos instintos de las clases populares empleadas con anterioridad para describir y explicar la matanza de 1899 en el pueblo de Mohoza77, en un intento de equiparar la amenaza social que implicaban ambas situaciones: Entretanto se cometían estos atentados de lesa civilización y a pocas leguas de la ciudad de La Paz, en medio de algarabía canibalesca, ahí mismo las furiosas mujeres querían acabar con los niños huérfanos de la familia Vilela. Las hienas humanas procedieron al festín rojo, sobre cadáveres, saboreando su criminalidad impúdica viscera por viscera; hasta llegar a los órganos generadores con un instinto indomeñable de saciar esa sensualidad de sangre inextinguible. Enajenadas estas ménades, furiosas de bilis y alcohol, balbuciendo extraña jerigonza, mezcla confusa de aimara y castellano con las bocas preñadas de coca y maldiciones, se entregaron primitiva78. a los más refinados actos de crueldad

Las coincidencias verbales en las referencias al canibalismo y a la falta de instrucción, así como la interpretación del asesinato como una fiesta popular en la que a través del consumo de coca y alcohol se manifestaban pasiones políticas, mostraba a los cholos seguidores del Partido Republicano como iguales a los indios aimaras apadrinados por el presidente Manuel Pando (1900-1904). Pero aunque tal equiparación reducía la capacidad ciudadana de los cholos, al convertirlos discursivamente en indios, no hay que olvidar que Imaña y sus hombres no sólo eran militantes republicanos, sino mestizos vecinos de Achacachi, un pueblo convertido durante el gobierno de Saavedra en el núcleo de reclutamiento de sus milicias y mazorcas, conocidas bajo la denominación de «las ovejas de Achacachi». Esto marcó las diferencias entre ambos acontecimientos. Aunque en ambos se cometieron los crímenes al amparo de un conflicto na-

76

«La espantosa masacre de la familia Vilela en Achacachi», El Diario, La Paz, 10 de marzo de 1921. 77 Irurozqui, Marta, «La masacre de Mohoza, 1899: la (re)invención de una tradición». Revista Andina, 22, Cuzco, 1993: 163-200 e «Insolidarios y sangrientos. El indio en Juan de La Rosa y la Guerra Federal de 1899». Cortes, Teresa, Naranjo, Consuelo y Uribe, Alfredo (eds.), El Caribe y América Latina: el 98 en la coyuntura imperial. Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo-CSIC-Universidad de Puerto Rico, 1998, pp. 335356. 78 Vilela del V.. Luis F„ «13 de julio». La Paz, 1929, pp. 16,43,48-49.

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cional —la Guerra Federal de 1899 y el golpe de Estado del 12 de julio de 1920 respectivamente— los motivos no eran equiparables. En la primera ocasión los «criminales», movidos por el deseo de construir «una nación india sobre las cenizas de los blancos», habían actuado contra sus aliados políticos, mientras que en la segunda, su ensañamiento con las víctimas se debía a un exceso de celo con el partido al que servían como clientes políticos. Por tanto, aunque se reconoció públicamente que Imaña y sus hombres actuaron con brutalidad y saña, lo hicieron por lealtad al Partido Republicano, siendo esa adhesión al gobierno lo que les destinó una suerte distinta que a los cabecillas de la sublevación de Mohoza. En vez de ser encarcelados y ejecutados quedaron exculpados, ante el descontento de la oposición política a Saavedra, que continuaba reclamando en 1929 su condena. Ese resultado significó, primero, que el gobierno de Saavedra potenció la autoridad y la libertad de sus clientelas políticas con el fin de maniatar las iniciativas de sus opositores y hacerles conscientes de su poder en el desarrollo o reducción de su violencia. En segundo lugar, aunque su gobierno no se caracterizó por reprimir los desmanes de sus adeptos, sí mantuvo vivo el discurso de la brutalidad mestiza e india como medida contra el descontrol popular que se advertía en las huelgas mineras y ferroviarias y en las sublevaciones indígenas. Es decir, por un lado favoreció la presencia popular a través de la informalidad política y, por otro, quiso inutilizarla desde un punto de vista cualitativo al permitir a la oposición vincular los rasgos étnicos de sus seguidores políticos con lo criminal. Esta contradicción entre quienes realmente participaban en las actividades públicas nacionales y quienes debían participar se mantuvo en posteriores comicios, con la salvedad de que cada vez fue más imprescindible hacer visible la colaboración política indígena, hasta entonces el actor social más denostado cívicamente79, no sólo en calidad de votantes, sino también de candidatos80.

79

Sobre la presencia política indígena Irurozqui, Marta, «La ciudadanía clandestina. Ciudadanía y educación en Bolivia, 1826-1952», en Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol. 10, 1 (1999): 61-88; Brienen, Marten, «The Clamor for Schools. Rural Education and the Development of State-Communiy Contato in Highland Bolivia, 1930-1952», en Revista de Indias, 226, 2002) : 615-650; Martínez, Françoise, Qu'ils soient nos semblables, pas nos égaux? L'école bolivianne dans la politique liberal de «régénération nationale» (1898-1920). Tesis Doctoral, Universidad François Rabelais de Tours, 2000. 80 La presentación de Manuel Chachawayna, oriundo de la provincia Omasuyos, como candidato a diputado por las provincias de Muñecas y Camacho, del departamento de La Paz, en 1927 fue un ejemplo de esto último. El Partido Nacionalista justificó su candidatura en dos hechos. Primero, Chachawayna formaba parte de los indígenas que habían colaborado políticamente en el éxito del Partido Republicano, ya que en la revolución del 12 de julio había cortado «en la calle Sucre el cable de conexión telefónica en presencia de don Bautista Saavedra y don Sebastián Estenssoro» y efectuado «comisiones importantes a provincia y al interior, acciones por las que nunca pidió recompensa alguna». Segundo, el apoyo del go-

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Víctimas o autores del matonismo, los sectores populares urbanos y rurales fueron elementos clave para decidir el triunfo de una o otra facción en un contexto donde los partidos competían entre sí para demostrar cuántos gremios, mutuas y federaciones obreras les apoyaban y podían ser movilizados para falsificar inscripciones, votar reiteradamente, amedrentar a los opositores, boicotear sus mítines, desfiles y manifestaciones, etc.81 Este panorama de rivalidades convertía a las elecciones en generadoras de poder y en distribuidoras del mismo. El control de esa doble capacidad electoral por parte de múltiples actores generó una paradoja. Por un lado, se necesitaba electores que concediesen a Bolivia crédito internacional por ejercitar prácticas democráticas ajenas a los pronunciamientos. Por otro lado, era preciso controlar los réditos públicos y sociales que se obtuviesen de ese protagonismo. Esa operación dual implícita en las elecciones hizo que se convirtiesen en un acto colectivo incluyente y, a la vez, segregador. Las infracciones electorales ampliaban los márgenes de maniobrabilidad pública y el electorado en un sistema de sufragio censatario, pero el discurso de corrección política liberal y democrática tenía un efecto excluyente. La interacción entre ambos niveles dio como resultado que el ciudadano-tipo que debía sufragar no respondiese a la realidad de los votantes. Ese desfase no tuvo consecuencias en la práctica electoral, ya que a ésta no la afectaba la narración que se hacía de la misma, pero sí influyó en la percepción pública que los bolivianos tenían de sí mismos y sobre su capacidad pública. Por tanto, la dinámica de contrapeso entre la infracción electoral y una retórica contraria a la misma, convirtió los comicios en un proceso de escolarización política que abarcó tres ámbitos: la integración nacional, la diferenciación social y la distinción grupal. La asunción de las elecciones como una escuela de integración nacional alude a su papel en la construcción de la legitimidad política. Debido a la pervivencia de hábitos y códigos corporativos del Antiguo Régimen y a las prácticas fraudulentas consustanciales al desarrollo del sistema representati-

biemo a un candidato indígena era el mejor modo de mostrar la voluntad de los nacionalistas de realizar en el país «una obra bella» que no sólo había servido «para fundamentar la inscripción de cerca de dos mil indios en las provincias de Camacho y Muñecas», sino también para hacerles conscientes de que «la raza indígena tiene el derecho a que se la escuche en el parlamento, los comicios, los municipios..., etc., y siendo electores tienen el derecho de ser elegibles para cargos representativos de la democracia», en La Razón, 1927. Citado en Esteban Ticona Alejo, «Manuel Chachawayna, el primer candidato aimara a diputado». Historia y Cultura, no. 19, pp. 97-98. 81 Puede verse un resumen documental en Documentos para la historia del gobierno del Dr. Bautista Saavedra. La Paz, Tip. El Republicano, 1929.

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vo, los comicios electorales fueron entendidos por una gran parte de la población como un espacio de intercambio de favores que dotaba a los votantes de recursos públicos con los que transar en su específica situación cotidiana. Esta percepción del acto electoral como un momento adecuado para la negociación de prebendas individuales y exigencias grupales fortaleció la certeza de la población de estar interviniendo en una acción pública con repercusiones nacionales. La toma de conciencia sobre la relación entre los acontecimientos locales y los problemas de la vida privada con las estructuras políticas a escala nacional supuso la progresiva conversión de los comicios en un objeto de deseo que congregaba cada vez a mayor número de interesados. Ese factor, unido a la vigencia de sufragio censatario, propició que los sectores afectados por la exclusión legal o por la inexistencia social a que les condenaban las categorías denigratorias de «sujetos sin crédito» o «desconocidos», tomasen interés en el aprendizaje de los elementos de la narrativa democrático-liberal que pudieran ayudarles contra la discriminación de que creían ser objeto. En suma, el interés de individuos de diferente sexo y extracción social por el nuevo sistema político como medio de dignificación individual, el constante y enconado debate electoral sobre el «deber ser» democrático y la dinámica de competencia de los partidos, no sólo favorecieron una ampliación práctica del electorado, sino que también ayudaron a comprender el significado del principio de representación. Ambas acciones apuntalaron el autorreconocimiento colectivo de la población como miembros activos de la nación boliviana e integrantes de la comunidad de ciudadanos, contribuyendo a estructurar sus apelaciones grupales e individuales en función de esa pertenencia. El hecho de que las elecciones catalizasen la dinámica de la vida pública, de reorganización de las fuerzas sociales y de autorreconocimiento nacional y ciudadano también puso en evidencia la posible subversión del orden social que conllevaba su ejercicio. Con el fin de corregir los riesgos de una jerarquización indeseada o un exceso de pluralidad en el ejercicio del poder, las elecciones también se convirtieron en una escuela de diferenciación social y de distinción grupal. El libre sufragio se presentaba como una garantía democrática y, por tanto, de la existencia nacional de Bolivia. Su posible quiebra no era responsabilidad de los partidos que inducían a los bolivianos a malversar su voto, sino de los votantes incapaces de resistir los ofrecimientos malignos de los agentes electorales. Esta concepción, basada en la incapacidad pública de parte de la población por su calidad moral, afectaba fundamentalmente a los excluidos del censo político: desposeídos, analfabetos y domésticos. Dado que la población estaba integrada en su mayoría por los sectores populares urbanos y rurales, el descrédito electoral del que se les acusaba erosionaba su derecho a dirigir el destino del país. El margen de libertad y de presión que podían ejercer los electores sobre sus

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representantes se vio así diluido al cuestionarse la credibilidad de su voto y su independencia de juicio. Esto no evitó que las elecciones se mantuvieran como mecanismos cívicos y nacionalizadores, pero sí reguló la progresiva asimilación popular del «espíritu democrático». Se quería evitar, primero, que las discordancias entre las distintas fidelidades políticas de los electores y la defensa de sus intereses socio-económicos desarticulasen el sistema político vigente; segundo, que se invirtiera el papel de los partidos, poniéndolos al servicio de las demandas de los ciudadanos y restringiendo su papel como articuladores de la vida política nacional. Para eludirlo, los relatos sobre los comicios recurrieron sistemáticamente a la estrategia de la subordinación y la estigmatización para recordar su cuestionable calidad pública. Así, en la descripción de los desfiles cívicos, de las manifestaciones callejeras o de las arengas, se insistía en colocar a los sectores populares en la retaguardia, subordinándolos de este modo a los «ciudadanos decentes» y haciéndoles depender de sus iniciativas. Esta voluntad de supeditarlos como sujetos secundarios, inmaduros y sin ideas propias se reiteraba en el hecho de que su participación estuviese regulada por la «juventud» y se les organizase como un colectivo que grupalmente debía rendir pleitesía al candidato en fiestas campestres y similares, mostrándolo de hecho más como su patrón que como su representante82. Con respecto a la estigmatización, los insultos entre partidos no fueron ejercicios de consecuencias inocentes. La polarización de los electores en categorías contrapuestas —«decentes» versus «chusma»— era una vía socialmente aceptada de cuestionar el legítimo acceso del opositor al poder. Asimismo, identificar al mal elector con «emponchados» o «arrieros» confirmaba que se le reconocía como poseedor de una determinada adscripción socio-profesional. El descrédito del acto electoral a partir de la estigmatización de los rasgos étnicos de determinados sectores sociales —cholos e indios— asentó los prejuicios culturales y sociales existentes y añadió un filtro más a la ciudadanía. Ante la sublimación del problema racial ya no sólo había que cumplir con los requisitos de los reglamentos electorales, sino que era necesario también satisfacer un estereotipo cultural y social como prueba del voto responsable83.

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«Debemos velar también por nuestra clase obrera, tan digna de ser respetada, protegiéndola contra el abuso, levantando por medio de la instrucción su nivel moral, enseñándole la higiene que ha de conservar su salud, haciéndola beneficiaría de todas aquellas ventajas que leyes sabias y prudentes han establecido conforme a la índole de modalidad de cada pueblo». El halago popular». Política boliviana. Partido Liberal de Bolivia. La candidatura presidencial de Don José Gutiérrez Guerra y la opinión públicaA La Paz, 1917, pg. 4. 83 Sobre la cuestión racial, véase Condarco Morales, Ramiro, Historia del saber y la ciencia en Bolivia. La Paz, Academia Nacional de Ciencias en Bolivia, 1981; Francovich, Guillermo, La filosofía en Bolivia. La Paz, Ed. Juventud, 1987, pg. 206; Albarracín Millán,

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Si la república precisaba electores y no todos poseían iguales méritos para intervenir en la dirección de la misma, los comicios ayudaron a distinguir quiénes eran los elegidos para esta misión. Afirmaciones como que, en una manifestación, no había «una sola persona conocida que pudiera responder de cualquier atentado» mostraban la existencia de un vínculo entre «votar» y «ocupar algún puesto en la sociedad». Sólo un sujeto que fuera reconocido públicamente podía alegar la suficiente «cultura y moralidad» para ejercer su derecho como pueblo soberano. En este sentido, el compendio de los vicios del mal elector lo encarnó el indio. A mayor parentesco con el mundo indígena, mayor incapacidad pública. Esta jerarquización no pretendió excluir del sufragio a la población indígena y mestiza, sino subrayar la superioridad y, por tanto, la idealidad y capacitación de los sectores acomodados, en tanto que individuos socialmente blancos, para regir la nación. Pero la potenciación de prejuicios arraigados en todos los estratos sociales y el recurso al desprecio colectivo no sólo contribuyó a contener, regular y disciplinar la tan necesitada y buscada intervención política popular. El cuestionamiento de su pertenencia al grupo social delimitado por el «trabajo, el estudio, la honradez y la decencia»84 también exacerbaba la competencia en el seno del universo popular. La narrativa de las taras étnicas aumentó la tensión a que se veían sometidos los individuos para demostrar su superioridad personal y hereditaria, con la consiguiente ruptura de solidaridades horizontales y descrédito del principio de igualdad universal. Esta concepción explica en parte por qué los sujetos cuya ciudadanía era cuestionada o negada, en lugar de exigir el voto universal, dieron por válido el sufragio censitario y se esforzaron por demostrar su valía cívica ingresando en redes clientelares, participando en revoluciones o planteando demandas educativas y pleitos judiciales. En virtud de todo ello, los procesos electorales propiciaron en Bolivia un clima de continua y creciente movilización popular. En tales procesos puede apreciarse una pauta de construcción de ciudadanía ligada a la homogeneización de la sociedad, pese a la sistemática vulneración por el poder de los principios electorales que estaban en la base de su legitimidad 85 . Ambos aspectos convirtieron la capacidad de los comicios para for-

Juan, El gran debate. Positivismo e irracionalismo en el estudio de la sociedad boliviana. La Paz, Editora Universo, 1978; Demelas, Marie Danielle, «Darwinismo a la criolla: el darwinismo socia] en Bolivia, 1880-1910». Historia Boliviana V 2. La Paz, 1981: 55-82; Irurozqui, Marta, «Desvío al paraíso. Socialdarwinismo y ciudadanía en Bolivia, 1880-1929», en Ruiz, Rosaura, Puig-Samper, Miguel Angel y Glick, Thomas, (eds.), El darwinismo en España e Iberoamérica. Madrid, UNAM-CSIC-Doce Calles, 2000, pp. 265-288. 84 «La gran asamblea liberal de hoy», El Tiempo, La Paz, 15 de abril de 1917. 85 Sobre el desarrollo procesual del concepto de homogeneidad, véase Quijada, Monica, Bernard, Carmen y Schneider, Arnd, Homogeneidad y nación. Con un estudio de caso: Argentina, siglos xix-xx. Madrid, CSIC, 2000.

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mar opinión, modelar conductas y crear status en una dinámica que modificaba las relaciones sociales al tiempo que potenciaba prejuicios que dificultaban la cohesión del país. No obstante, semejante dualidad también confirma el carácter de las elecciones como instrumento fundamental de la construcción nacional, en la medida en que fomentaron la certidumbre de los individuos acerca de su pertenencia a la nueva comunidad de ciudadanos.

De Audiencia a Nación La construcción de la identidad ecuatoriana

Jorge Núñez Sánchez

L A IDEA DE LA PATRIA CRIOLLA

A lo largo del siglo XVIII se produjo uno de los fenómenos más interesantes de la historia ecuatoriana: el desarrollo y consolidación de una inicial identidad nacional bajo la forma de una emergente «conciencia de patria criolla». La colonización del territorio ecuatorial apenas se había iniciado en el siglo xvi y habría de continuar en los cuatro siglos posteriores, ya no bajo el empuje de los españoles, sino de sus descendientes criollos. Elevadas cordilleras, grandes ríos y selvas impenetrables dificultaron esa tarea hasta el extremo límite y marcaron el carácter de los colonizadores a la vez que determinaban el aislamiento de las diversas regiones coloniales y el surgimiento de sociedades regionales poco comunicadas entre sí y mutuamente recelosas: la de la Sierra Norte (Quito), la de la Sierra Sur (Cuenca) y la de la Costa (Guayaquil). En la primera mitad del siglo XVIII ese proceso de colonización se incentivó, entre otras razones, con la llegada de la Misión Geodésica Franco-Española, que viniera con el objeto de medir un arco del meridiano terrestre y de buscar una directa salida al mar para la región central de Quito que la aproximase al gran centro comercial de Panamá. A partir de entonces, empezó a desarrollarse entre los criollos una conciencia geográfica respecto del territorio de su país, que alcanzó su más alta expresión en los trabajos de Pedro Vicente Maldonado, quien recorrió el territorio quiteño y elaboró la primera carta geográfica moderna de la Audiencia de Quito, mereciendo por ello la admiración de los académicos franceses y el ingreso a la Academia de Ciencias de París y en la Real Sociedad Científica de Londres. Al estudiar y determinar la base física del país, Maldonado sentó las bases para un auto-reconocimiento nacional y para una reflexión generalizada sobre el destino quiteño. Un segundo momento en el desarrollo de la ideología criolla se produjo a fines del siglo xvin, cuando el padre Juan de Velasco, uno de los jesuitas expulsos, concluyó su trascendental Historia del Reino de Quito, que marcó un hito en la formación de la conciencia histórica quiteña y vino a sumarse a la conciencia geográfica aportada por Maldonado. Mirando a su país con los ansiosos ojos del ausente y la aguzada conciencia del desterrado, y por otra parte empeñado en demostrar que el mundo americano no era

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una invención de Europa sino un mundo en sí, con una naturaleza espléndida y una cultura particular, Velasco reconstruyó el panorama de la historia quiteña a partir de la rica mitología preincásica, planteando la idea del fabuloso Reino de Quito, «tierra del sol y del oro» que a su turno había atraído el interés y la codicia de los incas y de los conquistadores españoles. De este modo, a partir de esa mezcla de realismo histórico y realismo mágico, nacía en la elite quiteña una matinal conciencia criolla, que históricamente sería nuestra primera forma de conciencia nacional. Un tercer hito en el desarrollo de esa original ideología criolla fue sin duda la conciencia económica aportada por Miguel Gijón y León, primer conde de Casa Gijón, un ilustrado quiteño que fuera colaborador del rey Carlos III y amigo de los enciclopedistas franceses. Reflexionando a la luz de su propia experiencia de productor agropecuario y comerciante intercolonial, este pensador liberal estableció la viabilidad de lograr un desarrollo económico armónico y combinado en las diversas regiones de la Presidencia de Quito que debía complementarse con un sistema de libre comercio en el ámbito del imperio español, superando el anticuado sistema monopolista mantenido desde el siglo xvi, cambio que en su opinión redundaría en un mayor enriquecimiento de la metrópoli y sus posesiones ultramarinas. Obviamente, su presencia y acción motivadora calaron hondo en la elite intelectual quiteña, que halló en el pensamiento económico de Gijón un nuevo elemento de articulación de su inicial conciencia nacional. El cuarto y definitivo hito ideológico fue la conciencia política aportada por el sabio mestizo Eugenio Espejo, quien sintetizó las ideas de Maldonado, Velasco y Gijón con las suyas propias para formular una teoría patriótica en la que la imagen de la patria española se difuminaba y era reemplazada por la figura de la patria quiteña. Pero la imagen de la patria quiteña era mostrada por Espejo con los tintes oscuros de la dominación colonial y el abandono, virtualmente muerta en manos del explotador extranjero. Por eso proclamó, esperanzado: «¡Un día resucitará la patria!» y atribuyó la tarea de revitalizarla a los jóvenes estudiantes quiteños, confiando en que «en ellos renacerán las costumbres, las letras y ese fuego de amor patriótico que constituye la esencia moral del cuerpo político». Finalmente, la proclama patriótica se complementó con una proclama política en la que la idea romántica de «patria» era completada con el concepto sociológico de «nación». Así nació, pues, la idea de la «nación quiteña», entidad a la que el precursor atribuyó la tarea esencial de identificar y defender sus particulares intereses como medio para alcanzar su propia grandeza. El pensamiento de Espejo, en el que latía ya un espíritu de emancipación, fue la savia nutricia que alimentó a sus discípulos intelectuales a través de la matinal logia Escuela de la Concordia y de la Sociedad Patriótica de Amigos del País, cuyo periódico, Primicias de la Cultura de Quito, se convirtió en vehículo

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de esas lecciones de patriotismo. Por lo mismo, se puede afirmar que el pensamiento de Espejo animó los primeros esfuerzos de independencia quiteña, iniciados tres lustros después por sus discípulos Juan Pío Montúfar, Manuel Rodríguez de Quiroga, Juan de Dios Morales y otros.

U N A INDEPENDENCIA POR ETAPAS Y POR REGIONES

Las contradicciones socio-económicas existentes entre las sociedades regionales quiteñas dieron lugar a fines del siglo xvm a la consolidación de uno de los fenómenos culturales más notables del Quito colonial, el cual habría de proyectarse vigorosamente hacia el futuro y terminaría por convertirse en uno de los elementos ideológicos negativos del ser nacional. Nos referimos al regionalismo, que estaba alimentado por los prejuicios mutuos que se profesaban los pobladores de las diferentes regiones. Antes que una actitud frente a los otros, es decir, ante las demás regiones, el regionalismo implicaba una actitud mental de la sociedad regional respecto de sí misma por la cual cada región pretendía vivir anárquicamente y con independencia de las demás. Obviamente, se trataba de una pretensión absurda, pues las mismas realidades de la economía quiteña (falta de minas, necesidad de atraer moneda desde el exterior, etc.) imponían una creciente comunicación e intercambio entre las regiones quiteñas y una estrecha vinculación del país con el mercado colonial, especialmente con las regiones norperuana y neogranadina, hacia las que se orientaban las exportaciones de bienes primarios o manufacturas. De este modo, se daba la curiosa circunstancia de un país crecientemente atravesado por vínculos de comercio pero aislado por diferencias culturales y animosidades políticas. Esas diferencias socio-culturales que enfrentaban a las regiones quiteñas, y que en buena medida estaban causadas por el desigual desarrollo económico regional, provocaban competencia y conflicto entre las elites locales y dificultaban la unificación política de los diferentes núcleos regionales de la clase criolla. En consecuencia, impedían la formación de una elite integrada y de un proyecto político nacional. Por el contrario, cada elite regional estaba imbuida de un localismo estrecho y competitivo que frustraba la ejecución de cualquier proyecto de gran alcance que pudiera cumplir una función integradora de todo el territorio quiteño. Desde luego, hubo esfuerzos por superar el espíritu regionalista y ensayar una temprana «visión nacional», pero terminaron por estrellarse contra la muralla de intereses divergentes de las diferentes regiones, acrecentadas con las reformas borbónicas, que estimularon el desarrollo de las regiones agro-exportadoras y deprimieron la economía de las regiones manufactureras. Entonces, de un modo casi natural, la elite de la región capitalina, que había sido la más afectada por esas reformas, asumió por sí y ante sí la representación del país

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ante los poderes coloniales y abanderó los primeros esfuerzos de promoción de los intereses quiteños. Fue ella la que estimuló el proyecto del presidente Carondelet para elevar a Quito a la categoría de Capitanía General y liberarlo de la doble dependencia de Santafé y de Lima. Y, tras la frustración de ese proyecto, fue ella la que maduró el proyecto de emancipación limitada que animó a la insurgencia de 1809, presidida por la Junta Soberana de Quito. Quito fue el primer país hispanoamericano en iniciar la lucha por la independencia, y eso determinó en buena medida que los primeros insurgentes carecieran de un proyecto único y fluctuaran entre una opción monárquica y otra republicana. Luego, tras la masacre de la elite patriota capitalina efectuada por los realistas (agosto de 1810), el proceso se radicalizó, con lo que se abrió paso la opción republicana, que tuvo su mayor expresión en la Constitución del Estado de Quito aprobada en 1812 por un Congreso Constituyente de diputados de los barrios de la ciudad y de las ocho provincias de su distrito (el Congreso de los pueblos libres de la Presidencia). La Constitución proclamaba la soberanía popular y la independencia política del Estado quiteño, aunque estaba abierta ésta a una posible confederación de Estados hispanoamericanos. Instituía un gobierno popular y representativo con tres poderes independientes y garantizaba a los ciudadanos la inviolabilidad de sus derechos civiles y políticos, de su religión y de su fuero civil. Empero, en la práctica dicho estatuto legal tuvo poquísimo tiempo de vigencia en razón de la derrota militar que los patriotas sufrieron ese mismo año a manos del pacificador Toribio Montes, lo que dio paso a la restauración del poder colonial. Mientras la elite capitalina luchaba por la emancipación y veía morir a sus mejores cuadros, las elites regionales de Cuenca, Guayaquil y Pasto —satisfechas con los beneficios del libre comercio— colaboraban con el poder colonial en la represión de los insurgentes de 1809-1812. Fue sólo ocho años más tarde cuando Guayaquil y Cuenca optaron por la independencia como medio de liberarse de las extorsiones que el Consulado de Lima había impuesto al libre comercio de cacao y cascarilla. El 9 de octubre de 1820 la elite del puerto, liderada por la logia Estrella de Guayaquil, proclamó su independencia y dictó un Reglamento de Gobierno liberal que consagraba el libre comercio, la libertad de imprenta, las garantías individuales y suprimía la Inquisición. Poco después la Junta Legislativa dictó un Reglamento Constitucional que, en lo sustancial, proclamaba que la provincia de Guayaquil era «libre e independiente», pero estaba «en entera libertad para unirse a la grande asociación que le convenga de las que se han deformar en la América del Sur.» Proclamaba también que la religión del país era la católica y su gobierno era electivo, consagraba la plena libertad de comercio y el respeto a las garantías ciudadanas e instituía un gobierno tripartito de elec-

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ción popular directa y un sistema de administración municipal. El 3 de noviembre de 1820 la elite de la Sierra Sur se adhería a la independencia y proclamaba la efímera República de Cuenca, aplastada al poco tiempo por las fuerzas realistas. Por su parte, la región de Pasto, bajo la influencia de un clero fanáticamente realista, siguió siendo fiel al Rey y combatió a todas las fuerzas emancipadoras hasta 1823. En medio de esa marea regionalista, la integración nacional se sostuvo gracias a la acción unificadora de la Junta de Gobierno de Guayaquil, que organizó un ejército y abrió una campaña militar para liberar al resto de Quito. Fortalecido con la ayuda de tropas colombianas y peruano-chilenas, y bajo el mando del general Sucre, ese ejército culminó la liberación del país en la Batalla de Pichincha (24 de mayo de 1822). Poco después, llegó a Quito el Libertador Simón Bolívar, quien de inmediato captó la existencia de ese galopante regionalismo y escribió al vicepresidente Santander: «Quito, Cuenca, Pasto y Guayaquil son cuatro potencias enemigas unas de otras, todas queriéndose dominar y sin tener fuerza ni para poderse sustentar, porque las pasiones interiores despedazan su propio seno»x. Quito y Cuenca se adhirieron de inmediato a la República de Colombia, y Guayaquil lo hizo algo después, tras una disputa de influencias entre los dos grandes libertadores sudamericanos Bolívar y San Martín. En síntesis, todas las regiones quiteñas, salvo la de Pasto, aceptaron sin mayor dificultad el sistema republicano y la incorporación a Colombia. Para esta república, que se proclamaba heredera del antiguo Virreinato de Nueva Granada, no había discusión posible acerca de la pertenencia territorial de la antigua Audiencia de Quito, pero la incorporación del país quiteño a esa república resintió gravemente a la elite del Perú, país que había iniciado en el siglo xvni un proceso de expansión hacia el Norte y que ambicionaba poseer el puerto y la provincia de Guayaquil, sobre los que por un tiempo logró ejercer autoridad comercial y militar, pero no administrativa, judicial ni religiosa. En el futuro, eso se habría de convertir en un punto de fricción entre las nuevas Repúblicas de Colombia y del Perú, primero, y del Ecuador y del Perú más tarde.

EL ESTADO COLOMBIANO

En la corta vida de la República de Colombia afloraron ya todas las experiencias políticas fundamentales de nuestra posterior vida republicana: la búsqueda de una democracia institucionalizada, el recurso dictatorial clásico, de tipo romano, y la dictadura militar caudillista, que luego se convertiría en 1

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típica del siglo xix latinoamericano. En cuanto al esfuerzo por crear una institucionalidad democrática, Colombia bien puede inscribirse entre los principales ejemplos de la historia universal. Desde el primer momento hubo por parte de los representantes al Congreso Constituyente un esfuerzo cabal por crear instituciones democráticas firmes que respondieran tanto a las ideas del liberalismo europeo como a las realidades concretas del país. Mas la tarea no era fácil, pues había que inventar, casi de la nada y en medio de una terrible guerra de liberación nacional, un modelo republicano de Estado y un sistema democrático de gobierno. Recordemos que en aquel momento de la historia (hacia 1815-1820), casi no había repúblicas en el mundo. La república francesa había sucumbido ante el imperio de Napoleón, primero, y la restauración monárquica después, y también habían sucumbido las «repúblicas dependientes» creadas por Napoleón en el resto de Europa. Tan sólo en América existían dos repúblicas, los Estados Unidos y Haití, de las cuales la primera era una república democrática y la segunda una república autoritaria. Así, pues, algunos de nuestros padres fundadores, cansados de estudiar los ejemplos de las repúblicas griega y romana de la antigüedad clásica, volvieron los ojos hacia el ejemplo contemporáneo de los Estados Unidos, tratando de copiar su modelo institucional. Pero esto también constituía un error, pues pretendía ignorar las diversas realidades sociales y las distintas experiencias históricas de los pueblos norteamericano e hispanoamericano. Fue entonces cuando Simón Bolívar afirmó que la propia realidad social era «el código que debemos consultar, ¡y no el de Washington!». Pese a las dificultades y tropiezos propios de tal circunstancia histórica, los diputados colombianos lograron articular un Estatuto Fundamental y más tarde redactaron y aprobaron la Constitución de Cúcuta, texto político en el que se fijaban las líneas maestras de la futura vida republicana: el carácter y organización del Estado, los derechos y deberes de los ciudadanos, el sistema de representación electoral, la jurisdicción y competencia de magistrados y jueces, etc. Adicionalmente, Bolívar y los representantes más avanzados propusieron la eliminación de las lacras sociales heredadas de la colonia: la esclavitud de los negros, el trabajo personal y el tributo de los indios. Empero, la mayoría de diputados, vinculados al poder terrateniente, redujeron el proyecto de manumisión a una simple «libertad de vientres» y, luego de eliminar el tributo indígena, buscaron restablecerlo aduciendo que no había otro rubro equivalente de ingresos para el fisco. Ya en los hechos, el Estado colombiano se esforzó por organizar la administración pública central y el nuevo régimen seccional, incluido el régimen municipal. También buscó dar vida práctica a los derechos ciudadanos y sentar bases sólidas para el sistema democrático. Partiendo de la teoría bolivariana de que era necesario «educar al pueblo soberano con el mismo afán con que las monarquías educan a los príncipes, sus futuros soberanos», el Estado

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dictó avanzadas leyes educativas y multiplicó rápidamente el número de escuelas de primeras letras, colegios, universidades y escuelas náuticas. Sin embargo, el punto débil de la nueva república estuvo en el campo de la economía, donde la política ultraliberal del vicepresidente Santander (que gobernaba el país mientras Bolívar se hallaba en el Perú) impuso un régimen de libre comercio absoluto que benefició a las zonas costeras de Colombia -agro-exportadoras de cacao, añil y tabaco— pero perjudicó gravemente a las zonas interiores, como la sierra quiteña, que eran agrícolas y manufactureras. A la recesión económica causada por la guerra, se sumaron otros elementos tales como el agobiante peso de la deuda exterior contratada para la emancipación, la corrupción del régimen santanderista, donde altos personajes festinaron los nuevos empréstitos extranjeros, y el sostenimiento de un gran ejército sobre las armas, a causa de la campaña del Perú y de las amenazas de reconquista colonial planteadas por la Santa Alianza. Esas y otras razones determinaron que entre las elites regionales de la antigua Audiencia de Quito, llamada ahora «Distrito Sur de Colombia», disminuyera el antiguo entusiasmo colombianista, especialmente cuando empezaron a aplicarse las leyes republicanas que afectaban a la antigua estructura socio-económica colonial. Eso fue especialmente notorio en las zonas interiores del país, donde la aristocracia terrateniente se opuso a la aplicación de reformas sociales tales como la «libertad de vientres» y la supresión del tributos de indios. A ello se sumó luego la resistencia de las sociedades regionales de la Sierra a la política económica del Vicepresidente Santander, que arruinaba la producción nacional. Fue así como la elite del Quito central encabezó la crítica al librecambismo y la promoción del proteccionismo, mientras que las elites de la Costa (Guayaquil) y la Sierra Sur (Cuenca y Loja) buscaban defender la pervivencia de sus vínculos sociales e intercambios económicos con el norte del Perú, amenazados por el reordenamiento político republicano y la delimitación fronteriza de los nuevos Estados. El nuevo orden liberal traía consigo muchos cambios que en buena medida alteraban la vida y las formas de relación social de las gentes. Eso era particularmente notorio en las regiones de frontera, donde el antiguo y leve lindero administrativo colonial, cruzado con facilidad por los súbditos de un mismo rey, empezaba a ser sustituido por una nueva frontera que dividía y segregaba a las gentes y familias al asignarles distinta ciudadanía y les imponía nuevas aduanas, reclutas militares forzosas y redobladas exacciones económicas. Algo similar, pero de distinto signo, ocurría con los nuevos mecanismos de movilidad y de promoción social creados por la guerra y consolidados por la república. En una sociedad aristocrática como la de la Sierra quiteña, donde durante siglos los mecanismos de ascenso social

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habían sido mínimos, la llegada del orden republicano los multiplicó, permitiendo la elevación de gentes del común y el surgimiento de nuevos grupos de poder. El nuevo ejército nacional fue el primer canal abierto a la movilidad de los sectores marginados del sistema colonial. Blancos pobres, mestizos, negros e indios subieron socialmente gracias a su participación en las luchas de independencia y al sistema de ascensos militares, llegando en algunos casos a ocupar altas funciones públicas, ante los ojos asombrados de las antiguas elites coloniales, que de inmediato empezaron a clamar contra la pardocracia. Finalmente, la crisis económica estimuló la afloración de una crisis política. Creció la oposición entre el poder militar, representado por los grandes oficiales y caudillos de la guerra de independencia, y el poder civil, integrado por las autoridades electas y la burocracia organizada por el gobierno de Santander y formada por hijos de las buenas familias. También aumentó la desconfianza de los distritos periféricos de Colombia (Venezuela y Quito) hacia el gobierno central de Bogotá. Al fin, varias municipalidades venezolanas proclamaron al general José Antonio Páez como Jefe civil y militar del departamento y desconocieron la autoridad del gobierno central (30 de abril de 1826), lo que era un paso inicial hacia la total segregación de ese país y la disolución de Colombia, donde empezaban a aflorar variados intereses localistas de peligrosa proyección. Con todo, ambos bandos solicitaron la intervención del Libertador, a quien una variedad de grandes y pequeños intereses habían retenido en el Perú después de lograda su independencia. Bolívar volvió a su país en medio de sucesivos pronunciamientos populares que proclamaban su dictadura, pero él la rehusó. Con gran esfuerzo logró aplacar en algo la crisis, pero finalmente se vio envuelto por ésta, por lo que convocó a un Congreso extraordinario para resolverla. Al fin, ante el fracaso del congreso y su autodisolución, asumió en 1828 todos los poderes de Estado, atendiendo a los cientos de actas populares que le exigían tal decisión. La dictadura de Bolívar fue del tipo romano clásico, pues respondió a un estado de necesidad y buscó solucionar una grave emergencia política nacional. Eso queda probado plenamente por los términos del amplio Decreto Orgánico con que el Libertador asumió el poder supremo de la república, el cual era un verdadero estatuto político de emergencia. Por él se creaba un Consejo de Estado que supliera al poder legislativo, se consagraba la independencia del poder judicial, se garantizaban las libertades personal, de opinión, de imprenta y de industria y los derechos de propiedad y de petición y, finalmente, se fijaba un término para el gobierno dictatorial, señalando el 2 de enero de 1830 como fecha de reunión de un nuevo congreso constituyente. El carácter superior de esa dictadura también fue probado por los hechos. El Libertador se empeñó en reformar la administración pública y re-

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orientar la política fiscal. Entre otras cosas, mejoró las juntas de manumisión, buscando aumentar sus fondos y acelerar la extinción de la esclavitud. Aumentó y disciplinó las tropas del ejército para enfrentar la amenaza española que venía desde Cuba. Reorganizó las aduanas de la república, «convencido de los fraudes que se cometen cada día por parte de los comerciantes» y en busca de mejorar los ingresos fiscales2. Por fin, en un acto de grandeza moral, no ejerció persecución ninguna contra sus enemigos políticos y conmutó la pena de muerte a quienes atentaron contra su vida. Respecto del Distrito Surcolombiano, la dictadura de Bolívar arregló unos problemas y agravó otros. Así, restableció el tributo de indios y dictó decretos para proteger la industria manufacturera, atendiendo a las recomendaciones de la Junta Superior de Quito. Ello le garantizó el sostenido respaldo de la elite del andino Departamento del Ecuador, pero no logró disipar la resistencia de los liberales comerciantes de Guayaquil, que recelaban tanto de la dictadura bolivariana como de la política proteccionista que promovía. Al fin, las elites regionales de los Departamentos de Guayaquil y el Azuay (Cuenca) se embarcaron en un proyecto separatista que apuntaba a segregar el Distrito Sur de Colombia y conformar la República del Ecuador. Contaban para ello con el respaldo del gobierno peruano, cuyo Jefe de Estado, el mariscal José de Lamar, era nativo de Cuenca y estaba emparentado con poderosas familias de Guayaquil. Es en ese marco como debe entenderse la invasión militar peruana del territorio de Colombia entre 1828 y 1829, que las elites quiteñas del Azuay y Guayaquil veían como una «liberación del yugo colombiano» y que los liberales neogranadinos (y sus amigos de la diplomacia norteamericana) apreciaban como una valiosa ayuda exterior para liquidar la dictadura de Bolívar. Pero el proyecto fracasó en el plano militar, puesto que las aguerridas tropas colombianas, bajo el mando del mariscal Sucre y el general Flores, derrotaron en la Batalla de Tarqui a las mayores fuerzas peruanas dirigidas por Lamar. Este, que según el plan debía convertirse en fundador y presidente de la nueva República del Ecuador, terminó vencido por los colombianos, derrocado del poder por los generales peruanos y desterrado a Costa Rica, donde murió más tarde. No terminó ahí la disputa política por el control del antiguo país de Quito. Tras la renuncia de Bolívar a la dictadura se perfiló como su sucesor en la presidencia de Colombia el mariscal Sucre, que en 1830 fue electo presidente del Congreso. Eso amenazó los planes secesionistas del general Juan José Flores, un militar de origen venezolano casado con una rica heredera de la oligarquía terrateniente quiteña. Finalmente, Sucre fue asesinado en el camino de Bogotá a Quito, lo cual garantizó la disolución de la Gran Colombia y dejó vía libre al proyecto de

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Gaceta de Colombia:

14-IX-28,21-IX-28.

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Flores. De inmediato éste convocó al Congreso Constituyente de Riobamba, donde 21 representantes de las oligarquías regionales quiteñas convinieron en la fundación del Estado del Ecuador, aunque manteniendo una suerte de vínculo federal con la Nueva Granada y Venezuela.

E L ESTADO DEL ECUADOR INDEPENDIENTE

El nuevo Estado fue fundado sobre una base estructural y conceptual claramente oligárquica, por la cual unas pocas familias, que detentaban ya una suma de poder económico, influencia social y superioridad cultural, aspiraban a controlar y manejar monopolizadoramente el poder político de la nueva república, con exclusión del resto de la sociedad. La suya era una república criolla, o sea, una versión actualizada de la antigua república de españoles existente en la colonia. Eso conllevaba una abierta exclusión de la población no blanca, es decir, de los indios, los negros y los mestizos. El 14 de agosto de ese año se reunió en Riobamba el Congreso Constituyente que fundó el Estado del Ecuador, sustituyendo el nombre histórico del país (Quito) por uno geográfico (Ecuador). Esa absurda decisión estuvo motivada por el regionalismo de los diputados costeños y azuayos, que no deseaban que el nombre de la capital del distrito central lo fuera también del país. Fue designado presidente del Estado el general Juan José Flores y vicepresidente el doctor José Joaquín Olmedo, gran hacendado liberal costeño, quien después fue reemplazado por Modesto Larrea, el más rico hacendado de Quito. Los veintiún diputados de esa asamblea representaban a las oligarquías regionales de los departamentos de Quito, Guayaquil y Cuenca. Pasto no estuvo presente en la reunión, pero luego envió diputados al Congreso ecuatoriano. La Constitución de 1830 estableció que el nuevo Estado era «popular, representativo, alternativo y responsable», declaró ecuatorianos a los hijos del país y a los colombianos avecindados en él y señaló a la religión católica como la religión oficial del Estado. Pese a la proclamada igualdad de los ciudadanos ante la ley, se creó un sistema electoral restringido por el que sólo votaban los propietarios, profesionales o empresarios que tuvieran más de 22 años y supieran leer y escribir. Para ser elegido, el requisito básico era ser un rico terrateniente y poseer, en el caso de los diputados, una propiedad raíz de 4.000 pesos, y en el del Presidente y el Vicepresidente, una propiedad raíz de 30.000 pesos. Se impuso de este modo un régimen oligárquico en el que las grandes familias terratenientes conservaron y aun acrecentaron su antiguo poder social y económico, compartiendo el poder político con una camarilla militar de origen extranjero. El sistema terrateniente se fortaleció en este período mediante el despojo de las tierras indígenas de comunidad. Casi todas las leyes civiles coloniales siguieron vi-

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gentes y también pervivieron instituciones como la esclavitud de los negros, el concertaje y el tributo de indios. Asimismo, se endureció el trato hacia los peones indios que fugaran de las haciendas. Comparativamente hablando, si la República de Colombia había sido un frustrado intento de constituir un Estado Nacional, la República del Ecuador fue desde sus inicios un logrado proyecto de Estado oligárquico, en donde una alianza de oligarquías regionales tomó el poder y lo manejó monopolizadoramente para impedir que accedieran a él los sectores sociales subordinados o marginados del sistema. Mas era una alianza inestable en razón de los contradictorios intereses que motivaban a cada elite regional, según cual fuera su base productiva. La Sierra, agrícola y manufacturera, con una producción orientada básicamente al mercado interno, abogaba por una política económica proteccionista y una política social conservadora que radicara la mano de obra en la región y mantuviera las antiguas relaciones sociales de producción. La Costa, agroexportadora y mercantil, con baja demografía y creciente necesidad de mano de obra, favorecía una política económica librecambista y ciertas reformas sociales que liberaran y facilitaran la movilidad de la mano de obra desde las haciendas y hacia las plantaciones: la liberación de los esclavos, la supresión del tributo de indios y del concertaje. Desde otro punto de vista, el Ecuador naciente no fue —ni llegó a ser en todo el siglo xix— un espacio integrado bajo la autoridad del Estado nacional, sino que se mantuvo como un territorio disperso, ocupado por pueblos de distinta cultura y constituido por áreas de antiguo poblamiento colonial (la Sierra y la faja litoral), áreas de nuevo poblamiento (la Costa central) y áreas no integradas en la autoridad estatal, generalmente pobladas por selvícolas (la Amazonia y la Costa interior). En tal circunstancia los límites territoriales eran más bien líneas imaginarias o referencias históricas que constaban en antiguas cédulas coloniales o en nuevos tratados suscritos con los países limítrofes, antes que una realidad tangible y comprobable que delimitara un territorio ocupado efectivamente y reconocible con facilidad o al menos con razonable certeza. Incluso en el territorio bajo claro dominio estatal, existían sociedades regionales diversas vinculadas entre sí por la geografía y por cierta dependencia económica mutua, pero distanciadas por su diversa cultura (andina en la Sierra y caribeña en la Costa) y enfrentadas por sus intereses económicos y ambiciones políticas. Ese vigor de las sociedades regionales, aún manifiesto en la vida ecuatoriana, sería ya desde entonces la causa principal de la debilidad del Estado. Las grandes y desintegradas regiones ecuatorianas actuaban en todo momento como una suerte de países confederados, aunque formalmente se trataba de departamentos de un Estado unitario. Sus capitales (Quito, Guayaquil y Cuenca) siguieron actuando como centros autónomos, creando con ello una suerte

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de conflicto perpetuo y un evidente vacío de poder, del que los países vecinos buscaron aprovecharse de la peor manera. En rigor, en la población del naciente Ecuador no existía para esta época un sentimiento ni una conciencia nacional, salvo en reducidos círculos intelectuales. El Estado que concebían las elites era un simple aparato para el ejercicio de la dominación social. Por lo mismo no debe extrañarnos que, a pocos años de fundado el Estado ecuatoriano, el mismo presidente Flores anduviese ya en planes para la creación de un Imperio de los Andes con un príncipe extranjero a la cabeza, entidad que debía estar integrada por Ecuador, Perú y Bolivia y convertirse en una especie de Santa Alianza sudamericana para defender el status quo y combatir a las revoluciones en el área. El general Juan José Flores gobernó al Ecuador o influyó en sus destinos durante quince años gracias a una alianza del poder terrateniente nativo con el poder militar extranjero. Durante esos primeros quince años el Ecuador sufrió cuatro guerras civiles y dos conflictos internacionales, tuvo tres gobiernos centrales y dos regionales. Además, se mantuvieron latentes dos tendencias anexionistas: una en Guayaquil, que deseaba la vinculación al Perú, y otra en Quito, que buscaba y aun llegó a proclamar la incorporación a la Nueva Granada. En el interregno Flores compartió el poder con un caudillo rival, el guayaquileño Vicente Rocafuerte, quien gobernó primero como Jefe Supremo y luego como Presidente Constitucional, tras ser legitimado su poder por la Asamblea Constituyente de 1835. Se inventó así uno de los más socorridos mecanismos políticos del Ecuador: la zaga golpe de Estado/Asamblea Constituyente/Consagración constitucional del dictador. Como garantía de la devolución oportuna del poder, el general Flores fue nombrado Jefe Vitalicio del Ejército. Rocafuerte era un liberal teórico y práctico. Hizo un gobierno duro y autoritario, pero honesto y civilizador. Persiguió y aún fusiló sin juicio a algunos revolucionarios, pero fomentó la educación pública como nunca se había hecho hasta entonces, garantizó la libertad de imprenta, intentó arreglar la deuda interna y buscó disminuir los aranceles aduaneros para estimular el comercio, aunque el contrabando era tan poderoso que los mismos comerciantes se opusieron a tal proyecto. Además, decretó la abolición del inicuo tributo de indios en el Departamento de Guayaquil y suprimió en todo el país las doctrinas parroquiales de haciendas, supervivencia de las encomiendas coloniales, hábilmente mantenidas por el clero para proveerse de mano de obra gratuita. En ejercicio del Patronato Estatal refrenó los abusos políticos del clero y secularizó algunos colegios religiosos. En síntesis, su gobierno fue un ejercicio de despotismo ilustrado que buscó una modernización general de la sociedad ecuatoriana. Esos dos gobiernos iniciales marcaron la huella de lo que sería el Ecuador durante el resto del siglo xix: un país carcomido por el cáncer regionalista, una sociedad atrapada en la estructura socioeconómica

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heredada de la colonia y un Estado Nacional inacabado, en cuyo interior se enfrentaban intermitentemente las fuerzas conservadoras del sistema post-colonial y las fuerzas que pretendían reformarlo.

L A REPÚBLICA OLIGÁRQUICA Y SUS CONFLICTOS POLÍTICOS

En general, durante la primera mitad del siglo xix la instauración y existencia del sistema republicano fue un hecho político que influyó poco en la estructura socio-económica heredada de la colonia. Esta siguió asentada en el «sistema hacienda» y en las relaciones serviles de trabajo impuestas a los campesinos por los hacendados, quienes manejaban su propio sistema de justicia privada, que incluía el uso de cárceles, cepos y penas de azotes. Las oligarquías regionales —expresión mayor de ese poder terrateniente local— fueron el factor político decisivo en el nuevo Estado. Manejaban el poder municipal a su antojo y de sus alianzas o enemistades surgían la paz o las guerras civiles. Los tres departamentos originales —Quito, Guayaquil y Cuenca— se dividieron en provincias, pero siguieron existiendo de hecho como núcleos de poder regional que disputaban el control del Estado central. Los recurrentes conflictos del período respondieron precisamente a esas disputas regionales, que eran a la vez enfrentamientos ideológicos entre los conservadores proteccionistas de la Sierra y los liberales librecambistas de la Costa. Después de cada crisis, una nueva Asamblea Constituyente dictaba otra Constitución (generalmente similar a la anterior) y en la mayoría de los casos legalizaba el poder de facto alcanzado por el gobernante de turno, que de dictador pasaba a convertirse en presidente constitucional. Las sucesivas constituciones repitieron y aun mejoraron las solemnes declaraciones de libertad e igualdad de los ciudadanos ante la ley, reglamentaron la separación e independencia de los tres poderes del Estado y en algunos casos llegaron inclusive a proclamar su preocupación por los indios y otros sectores marginados del país. Pero siguieron manteniendo la principal limitación legal para su participación electoral, que era la de que el elector supiera leer y escribir, cosa que evidentemente ignoraban casi todos ellos. Además, en la práctica, eran los terratenientes o jefes militares quienes manejaban el sistema político a través de un mecanismo caudillista y mediante la actividad de pequeños propietarios, comerciantes locales y paniaguados a su servicio, que actuaban como correas de transmisión de la voluntad oligárquica. El sistema fiscal reflejaba cabalmente la estructura social, pues los únicos que pagaban impuestos personales eran los indios, siendo también rubros de ingresos estatales los impuestos aduaneros, ingresos de estancos, diezmos, papel sellado y otros. Productos estancados

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eran el aguardiente, la sal, el tabaco y la pólvora. El cobro de impuestos era rematado por el Estado a particulares, quienes se encargaban de su cobro y de la represión de los deudores. Los mayores ingresos provenían del tributo de indios y las aduanas3. Toda esa compleja situación exigía un cambio que estimulara la economía y dinamizara la vida social, y finalmente ese cambio vino de la mano de la única fuerza social capaz de realizarlo: el ejército nacional. Surgido de la raíz popular y aparecido en el tiempo como la primera institución republicana, la milicia era el elemento más dinámico y progresista del Estado nacional y el único con una mentalidad realmente republicana, mientras que en el conjunto de la sociedad civil seguían prevaleciendo las ideas y valores de la antigua sociedad colonial. En general, esa afirmación del Ejército como primera institución pública permitió también la consolidación de los militares como categoría socio-profesional, rompiendo parcialmente la estructura aristocrática heredada de la colonia y creando una avanzada de la llamada clase media. Dado el hecho de que el país vivía anarquizado a causa de las luchas por la hegemonía política entre las diversas oligarquías regionales, los líderes del naciente ejército nacional asumieron en 1851 la representación de los intereses generales de la nación y los particulares de la incipiente burguesía. El principal de ellos, el general José María Urbina, sostuvo que «diga lo que diga la exageración demagógica, la fuerza armada es la base del poder público, y mucho más en los pueblos incipientes, donde no hay aún hábitos arraigados de obediencia a la ley, donde faltan costumbres republicanas y donde la democracia necesita todavía que hacer conquistas»4. Más tarde, este líder del militarismo nacional proclamó: «El elemento democrático es ya entre nosotros una realidad imponente que rechazará en lo sucesivo todo poder usurpador, toda tendencia oligárquica, toda pretensión extranjera, y esto hace presagiar un próspero porvenir para la República». Vista esa ideología que alentaba en los líderes del naciente militarismo nacional, no debe extrañarnos que éstos se lanzaran luego a la realización de una audaz reforma político-social tendente a eliminar los más notorios rezagos del sistema colonial: la esclavitud de los negros y el tributo de indios, con el agregado de que la mayoría de los negros libertos pasaron a in-

3 En 1831 los ingresos del Estado eran de cerca de 388 mil pesos. De ello se egresaban 200.000 pesos para sueldos del ejército, 12.000 pesos para sueldos del presidente y el resto para el pago de los ministros y empleados públicos y para inversiones directas del Jefe de Estado. El presupuesto del ejército lo consumía la alta oficialidad —casi toda extranjera— por lo que la tropa impaga y hambrienta efectuaba alzamientos y cometía actos de pillaje contra las ciudades. 4 Mensaje del Presidente de la República al Congreso Nacional. Quito, a 15 de septiembre de 1854.

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tegrar la tropa del ejército urbinista. Ese régimen militar nacionalista se enfrentó también con la Iglesia, que actuaba como brazo ideológico del poder terrateniente. Urbina dispuso la expulsión de los jesuítas, lo que provocó la ira conservadora, y refrenó con habilidad los nuevos intentos de Flores por invadir el país. Ejército fuerte y bien pagado, honestidad fiscal, pago de la deuda interna y construcción de vías y puentes completaron la labor de este gobierno. En 1856 sucedió legalmente a Urbina su camarada y amigo el general Francisco Robles, quien siguió la política social de aquel, decretando la abolición del tributo de indios. Además, buscó promover el poblamiento del territorio amazónico y el pago de la deuda externa. Para ello negoció con los acreedores ingleses y firmó el convenio Icaza-Pritchett, por el que se les entregaba dos millones de cuadras cuadradas en el oriente y 620.000 cuadras en la costa para que fueran trabajadas por colonos ingleses bajo la soberanía ecuatoriana. Ello provocó protestas del Perú, que reclamaba como suyos esos territorios, y finalmente causó la invasión peruana de 1859. La invasión aprovechó el proceso de descomposición política que vivía el país, donde todos los poderes regionales se habían alzado contra el gobierno reformista de Robles y constituido gobiernos seccionales beligerantes. Así, en cierto momento llegaron a existir, paralelamente al gobierno nacional, el gobierno del pentavirato presidido por Gabriel García Moreno en Quito y la sierra norte, el gobierno del vicepresidente Jerónimo Carrión en Cuenca, el gobierno federal de Manuel Carrión Pinzano en Loja y el gobierno militar de Guillermo Franco en Guayaquil, con algunos de los cuales el gobierno peruano de Castilla jugaba a su voluntad. A todo eso se agregó un intento de «polonización» del Ecuador entre Colombia y Perú (Convenio Mosquera-Zelay a). La crisis de 1859-60 reveló cuan débiles eran las bases de sustentación del Estado ecuatoriano en comparación con las vigorosas estructuras regionales. Desde su fundación en 1830 se había enfrentado una costa agro-exportadora y proclive al librecambio con una sierra agro-manufacturera y apegada al proteccionismo. Pero para evitar la secesión del país, las elites regionales habían establecido un sistema de iguales cuotas de representación para las tres regiones históricas y, sobre esa base, habían logrado mantener un equilibrio conflictivo, teniendo a Quito como capital del país, a Guayaquil como puerto único y a Cuenca como poder regional dirimente. Desde luego, no hubo una negociación pacífica y una planificación meditada de la organización estatal, sino una suerte de debate armado, donde los contendientes conquistaron derechos o hicieron concesiones mediante amenazas o negociaciones de fuerza. Esas enfrentadas oligarquías regionales aún veían al país con una óptica semi-colonial y lo concebían como un simple territorio dividido en grandes haciendas y poblado por peones in-

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dios, negros o mestizos. La misma idea básica de nación —es decir, de una comunidad unida por lazos históricos y culturales— no había florecido plenamente en esos grupos de poder. Conceptos políticos tales como ciudadanía, igualdad de derechos, democracia, libertad de conciencia y poder público eran vistos con recelo y considerados subversivos, puesto que se oponían a unas prácticas coloniales que ellos buscaban mantener: exclusión social y extorsión económica del indio, marginación y explotación del mestizo, esclavitud del negro, sometimiento total de los peones al sistema hacienda, monopolio ideológico de la Iglesia, intolerancia religiosa y uso del poder político para beneficio privado. Así se explica que, enfrentadas al reformismo social del militarismo nacional, esas oligarquías hayan buscado anexarse a los países próximos o, en su defecto, convertir al país en un protectorado francés,convencidos —igual que los conservadores mexicanos— de que sólo un nuevo régimen colonial podía garantizar el orden y el progreso. Tras un año y medio de guerra civil se impuso finalmente el bando de García Moreno y los terratenientes de la Sierra Central. En 1861 se reunió una nueva Asamblea Constituyente que dictó la séptima Constitución y, según el ritual ya establecido, consagró como presidente al Jefe Supremo de la república. A García Moreno le correspondió el rol histórico de caudillo unificador de las oligarquías regionales. Hijo de la oligarquía porteña (el llamado «Gran Cacao»), estaba vinculado por matrimonio a la oligarquía quiteña, lo que le permitió aproximar los principales intereses de Costa y Sierra. Completó su sistema de poder mediante una hábil política de alianzas con los principales clanes familiares de otras regiones. De esta manera logró integrar un poderoso partido aristocrático, que fue su principal fuerza de sustentación. También tuvo como aliada a la Iglesia católica, a la que protegió y sostuvo económicamente, recibiendo a cambio un apoyo incondicional. Con esa fuerza política se lanzó a reformar el ejército, al que limpió de oficiales liberales y reconstituyó mediante la inclusión de las milicias conservadoras y el sometimiento absolutamente al poder civil. El régimen garciano fue mucho más que una dictadura personal. Puede calificarse como una tiranía conservadora, tanto por el absoluto control que impuso sobre el Estado y la sociedad ecuatorianos como por su estabilidad y larga duración (15 años). Su solidez política fue tal que el tirano inclusive pudo darse el lujo de gobernar por mano ajena en ciertos períodos, pero conservando siempre la resolución final de los acontecimientos. García Moreno compartió con otros conservadores del continente la idea de que nuestros pueblos eran ingobernables y que era necesario sujetarlos con dureza con el apoyo de un poder extranjero. Por ello, solicitó un protectorado francés para el Ecuador y fue el único gobernante latinoamericano que apoyó la intervención francesa en México y los sueños imperiales de Maximiliano. Católico intransigente, renunció al patronato estatal sobre la

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Iglesia y clamó en defensa del Papa cuando las tropas de Garibaldi tomaron Roma. Pero también fue un gobernante honesto y apasionado por el progreso material. Moralizó las aduanas y saneó la hacienda pública, organizó técnicamente el presupuesto del Estado, buscó nivelar las contribuciones y perfeccionar su recaudación y redujo los gastos militares. Como resultado, duplicó los ingresos fiscales y pudo destinar más recursos a las obras públicas y a la educación nacional. ¿Cómo fue posible la implantación de esa tiranía? Además del sistema de alianzas ya descrito, aquel despotismo se sostuvo sobre el favorable clima social que encontró en el país, caracterizado por el cansancio del pueblo frente a las guerras y conflictos y por un ansia paralela de estabilidad política y tranquilidad social. Precisemos que, desde que se inició la independencia en 1809, el país había sufrido 31 guerras, revueltas y campañas militares que arrasaron reiteradamente su población masculina y su economía y pusieron de luto a la mayor parte de la población civil5. En cuarenta y un años de vida republicana, el naciente Ecuador había tenido sólo seis años completos de paz: el año de 1842 y el período que fue de 1853 a 1857. A consecuencia de ello, para la mayoría de la población los términos república y política habían devenido sinónimos de revolución, anarquía, muerte, dolor y lágrimas. Fue sobre ese trágico y desgarrado escenario social que se levantaron «la paz y el orden» de la tiranía garciana, oleados y sacramentados adecuadamente por la Iglesia y aceptados de buena gana por la mayoría de la población, especialmente por las mujeres, casi todas ellas víctimas sobrevivientes de los conflictos armados. El tirano gobernó directa o indirectamente durante quince años y al fin, inconforme con sus testa-

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Estas guerras fueron las siguientes: I a campaña de independencia (1809-1810); 2a campaña de independencia (1811-1812), 3a campaña de independencia (1820-1822), Ia campaña de Pasto (1822-1823), 2 a campaña de Pasto (1823-1824); Campaña del Perú (1823-1825); Campaña contra la Tercera División Colombiana (1827); Campaña de Tarqui (1828-1829); Campaña de Urdaneta (1830-1831); Alzamientos y pillajes militares (1831 y 1832); Ia guerra con la Nueva Granada (1832); Guerra de los Chihuahuas (1833-1834); Ia guerra civil (1834-1835); Invasiones militares de los emigrados (1835-1836); Frustrado alzamiento de Otamendi (1837); Sublevación militar de Riobamba y campaña contra Quito (1838); Intervención en la guerra civil neogranadina y campaña de Pasto (1840-1841); Protestas y motines contra la «Carta de la Esclavitud» y la capitación de tres pesos (1843-1844); Revolución marcista (1845); Cuasi conflicto con la Nueva Granada (1846); Alzamiento militar en Guayaquil (1846); Aprestos contra las invasiones floreanas (1847-1848); Frustrada revolución de Elizalde y Urbina (1849); Alzamiento militar en Guayaquil, campaña contra la Sierra y caída del gobierno de Ascásubi (1850); 2 a guerra civil y dictaduras regionales de Noboa y Elizalde (1850-1851); Intervención en la guerra civil neogranadina (1851); Levantamiento militar en Guayaquil y destierro del presidente Noboa (1851); Sublevación militar en Ibarra y campaña fracasada contra Quito (1852); Campaña contra la nueva invasión floreana (1852); Bloqueo naval e invasión peruana (1858-1860); 3a guerra civil (1859-1860).

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ferros, recapturó el poder en 1869 y convocó una nueva Asamblea Constituyente que convalidó su acción y aprobó la octava Constitución del país, llamada Carta Negra por los ideólogos liberales, pues consagraba un régimen totalitario, confesional e intolerante en el que se destacaban la restricción de las garantías ciudadanas: la pena de muerte por delitos políticos, el catolicismo como primer requisito de ciudadanía y el predominio del Ejecutivo sobre los demás poderes. Armado con ese estatuto totalitario, Gabriel García Moreno gobernó por seis años más, mientras el ideólogo liberal Juan Montalvo lo acusaba de buscar «la dictadura perpetua». Finalmente, el tirano fue asesinado el seis de agosto de 1875 por un grupo de jóvenes liberales. Su muerte desequilibró totalmente el sistema político que había creado y marcó también el fin del arbitraje entre las distintas elites regionales, que se abocaron a la búsqueda de un nuevo sistema de equilibrio político. Surgió como respuesta el progresismo, un movimiento político que buscaba aunar un catolicismo tolerante con un liberalismo moderado para evitar que el país cayera en manos del conservadurismo terrorista garciano o del liberalismo radical que había ajusticiado al tirano y al que temían los católicos. El resultado fue un híbrido llamado indistintamente liberalismo católico o conservadurismo progresista. No fue fácil implantar un sistema de equilibrio democrático en un país que durante cuarenta y cinco años había vivido en permanente crisis política y luego había permanecido quince años sujeto al yugo de una implacable tiranía. No existían hábitos de consenso y negociación pacífica y los partidos políticos existentes no eran formaciones ideológicas abiertas a la participación ciudadana, sino más bien clubes cerrados, organizados alrededor de poderosos clanes familiares (los conservadores) o nucleados alrededor de círculos intelectuales (los liberales). Por lo mismo, al interior de esas reducidas formaciones o tendencias pesaban decisivamente las voluntades, afectos o desafectos personales, con lo cual los problemas políticos se enquistaban y volvían difíciles de resolver. Esa situación permaneció indiscutida hasta que desde la base social empezó a levantarse un movimiento de reforma política. Comenzó en las provincias marginales de la Costa, en forma de montoneras, y se proyectó luego sobre el puerto y las grandes ciudades del país bajo el liderazgo de Eloy Alfaro y otros caudillos radicales. Finalmente conquistó el poder en 1895, tras una durísima guerra civil. Se inició así la Revolución Alfarista, que en algo más de tres lustros habría de reformar sustantivamente al sistema político, fortaleciendo al Estado republicano, separándolo de la influencia religiosa y abriéndolo a la influencia de los sectores sociales subordinados. Esa revolución creó un sistema de educación pública, laica y gratuita, instituyó el registro civil de las personas, implantó el matrimonio civil y el divorcio, suprimió los impuestos y gabelas eclesiásticos, nacionalizó los

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bienes de manos muertas y los cementerios, creó un sistema de beneficencia pública, abrió la educación superior a las mujeres y modernizó al país en todos los órdenes. También profesionalizó a la milicia y construyó grandes obras públicas en todo el país, siendo la mayor la construcción del ferrocarril trasandino Guayaquil-Quito, que se contrató en 1897 y se concluyó en 1908. Con todo ello, el Estado Nacional acabó de perfilar su figura tras un siglo de conflictos con la estructura postcolonial.

L A S INSTITUCIONES REPUBLICANAS: EL EJÉRCITO N A C I O N A L

Si la vieja estructura económica cambió poco en el Ecuador del siglo xix, no sucedió lo mismo con la estructura social y la superestructura política, donde el período estuvo marcado por rupturas y enfrentamientos. Sucesivas crisis políticas, guerras civiles, protestas y levantamientos populares marcaron a ese siglo con el signo de la inestabilidad y el desconcierto. Pero ese siglo estuvo signado también por la afloración de formas de renovación y cambio en los demás espacios de la vida social. En lo político, el cambio mayor fue sin duda el nacimiento del Estado republicano, cuyo cuerpo jurídico-político empezó a crecer a partir del Ejército patriota, que fuera la primera institución republicana históricamente constituida. Ese hecho —el nacimiento del Estado republicano a partir del Ejército— marcaría para siempre nuestra historia como país independiente. En él se originó esa función tutelar, de autoridad de última instancia, que las Fuerzas Armadas desarrollaron a lo largo de los siglos xix y xx y que mantienen hasta hoy respecto de la vida pública, una función que no sólo forma parte de la mentalidad militar, sino también de la mentalidad colectiva, puesto que la sociedad civil ecuatoriana ha reconocido y convalidado esa tutela militar y todavía, en la actualidad, la invoca como recurso supremo para la solución de sus conflictos políticos6. Inevitablemente, el surgimiento del Estado Nacional como una institución nueva y poderosa de carácter político-militar debía generar y generó choques con la otra gran institución histórica del país: la Iglesia. Durante tres siglos ésta había sido parte sustantiva del andamiaje de poder colonial y sus funciones traspasaban largamente el campo estrictamente religioso para alcanzar otros ámbitos propios de la autoridad pública: el juzgamiento de delitos, el cobro de tributos, la educación y la colonización de territorios. En verdad, ese enorme poder empezó a ser recortado por el mismo

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Para no ir muy lejos en el tiempo, recuérdese que fue la sociedad civil quien clamó por la intervención militar para poner fin al desgobierno de Bucaram (1997) y luego al de Mahuad (2000).

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Estado monárquico que, en la época del despotismo ilustrado, impuso el Patronato Regio sobre la Iglesia y exigió la sumisión de ésta al poder real. Luego, al producirse la guerra de independencia, las jerarquías eclesiásticas y el alto clero optaron mayoritariamente por la defensa de la monarquía, aunque buena parte del bajo clero, más próximo a los sectores populares, plegó a la causa patriótica. Ello produjo graves enfrentamientos entre los jerarcas de la Iglesia y los líderes militares del bando nacional y fueron esas experiencias las que determinaron la imposición del Patronato Estatal sobre la Iglesia, medida con la cual la república buscaba demostrar su soberanía absoluta y marcar su hegemonía sobre cualquier otra institución existente en el país. En uso de esas atribuciones el gobierno grancolombiano eliminó por decreto ejecutivo a las Comisarías de la Inquisición existentes en el país y prohibió la censura eclesiástica a la publicación o importación de libros. Más tarde, obedeciendo los mandatos del Congreso de Cúcuta, el gobierno tomó varias otras medidas de reforma eclesiástica: decretó la supresión de conventos con menos de diez religiosos, amplió el patronato estatal sobre la Iglesia, fijó en veinticinco años la edad mínima para profesar como religiosos, suspendió el nombramiento de prebendas eclesiásticas vacantes en beneficio del erario nacional, liberó del pago del diezmo eclesiástico a los nuevos cultivos y plantaciones del país y reguló el cobro de derechos eclesiásticos en busca de eliminar abusos contra la ciudadanía. De otra parte, el Ejército, en su calidad de primera institución republicana, se convirtió de modo casi natural en el supremo árbitro de las disputas políticas entre oligarquías regionales, reivindicando para sí un papel tutelar respecto de la vida pública. Ya en el Ecuador, fue precisamente el general José María Urbina, primer líder del militarismo nacional, quien hizo la formulación teórica correspondiente, al decir en su mensaje presidencial al Congreso de 1854 que «el Ejército es la base del poder público en países con débil institucionalidad». Hay más: tanto para definir su propia identidad institucional como para luchar con mayor eficacia contra la Iglesia, su institución rival, la fuerza armada asumió una ideología liberal y, a través de ella, se identificó con los emergentes sectores burgueses del país, en especial con los comerciantes de la Costa. De este modo, hasta la instauración de la tiranía garciana, los ejes visibles del enfrentamiento político fueron un Ejército liberal y una Iglesia conservadora, tras los cuales se alineaban clases como la burguesía comercial y la aristocracia terrateniente. Sin embargo, resulta muy aventurado hablar del Ejército ecuatoriano del siglo xix como una institución continua, estable y permanente. Por el contrario, lo que vemos es una sucesión de ejércitos temporales que existían en tanto eran capaces de refrenar y controlar a las fuerzas político-sociales enemigas, pero que, al concluir cada conflicto civil, eran reestructurados por las fuerzas vencedoras, que buscaban poseer una milicia fiel, sumisa y funcional a su proyecto político. De

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lo que se conoce, esas reestructuraciones no solían abarcar únicamente a los mandos y la alta oficialidad, sino que regularmente incluían también a buena parte de la antigua tropa, que era sustituida por tropa fiel al nuevo caudillo.

E L CAMBIO DE LAS MENTALIDADES SOCIALES

Pese a que fue importante el cambio habido en las instituciones a raíz de la independencia, quizá el cambio más trascendente, profundo e irreversible fue el que se produjo en las mentalidades sociales, tanto respecto de la vida en sociedad como de la concepción misma de la política, que dejó de ser vista como un eco de la voluntad divina para pasar a ser entendida como parte fundamental de la actividad humana. Hasta entonces, no habían existido ciudadanos sino vasallos del Rey. La palabra política significaba únicamente administración de los hombres y de las cosas, tarea que era ejercida por funcionarios reales que aplicaban la voluntad del monarca, el cual por su parte —según la prédica de la Iglesia— cumplía con el mandato de Dios. Las únicas acciones políticas parecidas a las de hoy eran las gestiones y cabildeos de los bandos familiares y sus redes sociales, disputándose prebendas oficiales y espacios de influencia en la administración colonial. Pero la independencia y la república cambiaron el panorama social en este campo y abrieron la puerta a la acción política, reconocida en las leyes como un ejercicio legítimo de los ciudadanos e inclusive como obligación cívica de éstos. El cambio de mentalidades sociales fue traumático. Todas las ideas y anhelos colectivos, y aún muchas opiniones y ambiciones personales que habían estado largamente represadas, pudieron expresarse ahora en ejercicio del derecho de opinión consagrado en la ley. Claro está, eso no significaba que todas las personas pudieran hacer uso de ese derecho. La mayoría de ellas, por su ignorancia, estaba en la práctica al margen del ejercicio de la libertad de opinión y, por tanto, al margen de la política, que comienza precisamente con la posesión de una opinión. Aquello determinó que el ejercicio real de la política quedara, de entrada, en manos de una minoría más o menos ilustrada constituida por quienes estaban en capacidad de ejercitar el derecho de opinión. Pero determinó también otro asunto todavía más inquietante: que en aquella circunstancia histórica concreta no hubiera, ni pudiera haber, la llamada soberanía popular, que en teoría había sustituido a la soberanía de los reyes y se había constituido en la base del poder político republicano. La cuestión respondía a un claro silogismo: sin una cultura básica no había opinión política, sin opinión política no había ciudadanía y sin ciudadanía no había soberanía popular. Si siguiéramos con la ecuación, concluiríamos que sin soberanía popular no podía haber república. Pero

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esto, que parece lógico en la teoría política, no fue muy lógico en la realidad histórica, pues sabemos que efectivamente se constituyeron Estados republicanos ahí donde antes existieron colonias de España habitadas por vasallos del Rey. Esto nos lleva directamente a preguntarnos qué tipo de repúblicas fueron las que se organizaron tras la independencia. Como hemos señalado antes, se formaron repúblicas oligárquicas donde una minoría culta, surgida básicamente de la clase terrateniente, expropió al pueblo el poder de decisión soberana y construyó un sistema político hecho a la medida de sus intereses. De otra parte, esas repúblicas, que surgieron históricamente como una negación del colonialismo, mantuvieron vigentes los mecanismos de dominación colonial sobre los pueblos indígenas y la población negra. Así, el colonialismo externo fue sustituido por un colonialismo interno similar al que más tarde ejercitarían los colonos blancos en Sudáfrica y Rhodesia. Pero la respuesta al primer interrogante planteado nos lleva a nuevos interrogantes. ¿Sobre qué base asentaban su poder esas repúblicas oligárquicas, si no lo hacían ciertamente en la soberanía popular? ¿Y quién cubría el espacio de acción política correspondiente a esa inexistente ciudadanía? Si nos atenemos a los límites de participación política impuestos por la Constitución de 1830, el naciente Ecuador debió ser prácticamente una república sin ciudadanos, puesto que sólo podían ser tales los propietarios que supieran leer y escribir, poseyeran bienes evaluados en 300 pesos o más o los profesionales o industriales independientes; sólo podían ser electores quienes gozaran de una renta anual de 200 pesos y sólo podían ser diputados quienes tuvieran una propiedad valorada en 4.000 pesos o una renta anual de 500. La segunda Constitución (1835) mantuvo esa situación e incluso la agravó, al señalar que para ser senador, vicepresidente o presidente se requería poseer «una propiedad raíz valor libre de ocho mil pesos o una renta de mil.» La tercera Constitución (1843) elevó todavía más las exigencias sobre riqueza para las distintas categorías políticas y creó una nueva categoría, la de elector secundario, para la cual se requería poseer «una propiedad raíz, valor Ubre de dos mil pesos o una renta de doscientos, proveniente de empleo o profesión lucrativa.» Las Constituciones de 1845,1850 y 1852 mantuvieron iguales o parecidas exigencias de riqueza para ser ciudadano, legislador o gobernante. Recién en la Constitución de 1861 se suprimió el requisito de riqueza para ser ciudadano, aunque se mantuvo para ser legislador o gobernante, al igual que en las Constituciones de 1869 y 1878. Sólo fue en 1883 cuando se eliminó del todo la exigencia de ser rico para ser legislador o gobernante. Durante más de medio siglo, pues, se fijó como disposición constitucional el criterio de que sólo los ricos podían ser ciudadanos de pleno derecho

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y participar en la vida política del país. Pero los pobres también existían y tenían sin duda expectativas políticas que, al no tener canales legalizados de expresión, se manifestaban a través de revueltas, motines y montoneras populares o mediante la participación en las guerras civiles. En síntesis, durante ese período de la historia ecuatoriana existió una república para ricos —es decir, para minorías— donde la enorme mayoría de habitantes del país no eran ciudadanos, pero fueron adquiriendo una inicial conciencia política a pesar de la voluntad excluyente del sistema. Creemos que éste fue precisamente otro de los cambios fundamentales ocurridos en el siglo xix: la adquisición de una inicial conciencia política por parte del pueblo, pero no tanto porque la república la hubiese promovido, sino sobre todo por el propio descubrimiento de las masas, alcanzado a contrapelo del sistema y en oposición a las acciones de la oligarquía gobernante. En verdad esa conciencia popular no alcanzó mayor nivel y, por lo mismo, no le permitió al pueblo comprender toda la complejidad del sistema político republicano, pero al menos le ayudó a tomar conciencia de su marginación social y política y le facilitó en buena medida la identificación de sus amigos y enemigos. Bajo esas circunstancias surgieron por primera vez en nuestra historia ciertas figuras emblemáticas de la vida republicana que por distintos medios lideraron u orientaron la acción política de las masas populares: el caudillo, el cacique y el político profesional. El caudillo fue una herencia de las guerras de independencia y, más tarde, de las guerras civiles que asolaron al país. En un país de hacendados, peones analfabetos y artesanos, el jefe militar devino inevitablemente jefe político y se proyectó como líder de una causa o grupo social. Para ser caudillo se requerían algunas cualidades particulares: imagen de hombre vigoroso y enérgico, probado valor personal, capacidad de comunicación con la base social y disposición al esfuerzo y aún al sacrificio personal por la causa. Pero no todo jefe militar tenía condiciones de caudillo, como lo comprobaron muchos ilusos y aventureros. En cambio, hubo muchos civiles corajudos que se ganaron la condición de caudillos por méritos de lucha, convirtiéndose en generales o coroneles gritados (aclamados por su tropa) y luego en oficiales graduados (con grado reconocido por el Estado). La otra figura emblemática del período fue la del cacique, cuya figura surgió más bien de la estructura socio-económica. El cacique era un personaje prominente de la región, generalmente un gran hacendado, cuyo poder patronal se proyectaba como influencia política más allá de los límites de sus propiedades. Hay caciques que, llegada la hora del combate, se convirtieron también en caudillos, como Manuel Serrano (El Oro) o Carlos Concha (Esmeraldas), pero la mayoría ejercieron su poder e influencia de modo más silencioso y permanente que aquellos, mostrándose a los ojos del país sólo cuando llegaban al parlamento como senadores o diputados de su

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provincia. Ellos y los curas fueron las correas de transmisión del poder oligárquico, pero a diferencia de éstos, los caudillos fueron también correas de transmisión de las inquietudes y aspiraciones de la base popular hacia las esferas del poder. Así, el cacique cumplía una variada función: por un lado, ostentaba la jefatura política local (similar a la de los coroneles brasileños); por otro lado, era una bisagra que intermediaba entre la base social y el poder nacional como vocero de su región ante el poder central e interesado representante de los grupos de poder local ante las estructuras gubernativas del Estado. La tercera figura de la vida pública fue la del político profesional, quien provenía de las elites intelectuales y era casi siempre abogado, lo que equivale a decir que era un hijo segundón de familia aristocrática. Él era quien volvía legalmente viable al Estado republicano y le daba imagen ideológica a un sistema político que, de otro modo, habría parecido una simple tiranía de los poderosos sobre los débiles o una prolongada disputa de poder entre familias influyentes. Fue él quien redactó constituciones, reformó leyes, animó las convenciones y congresos nacionales, redactó periódicos de combate y ejerció las tareas de agitación y conspiración política.

IDEOLOGÍA, CULTURA Y ARTE

En un plazo relativamente breve, el proceso de independencia recreó todo el escenario histórico y por tanto el orden social y las perspectivas de la política y de la cultura. Como efecto de aquel proceso, cambió el antiguo sentido de patria y de pertenencia nacional, por lo cual los habitantes del país optaron por considerarse americanos, quiteños o ecuatorianos, en vez de españoles. Igualmente cambiaron los actores fundamentales de la vida social y política: los militares impusieron su autoridad, de jure o defacto, y sustituyeron en la preeminencia social a los curas, mientras que, en el campo de la política, los funcionarios chapetones fueron reemplazados en el protagonismo por los políticos criollos. De santos a héroes — Los mencionados no fueron los únicos cambios del período. Cuestión menos visible, pero de la mayor significación, fue el trastrocamiento de los personajes simbólicos de la historia y la historiografía como efecto inmediato e inevitable de la guerra. Y es que las guerras marcan a fuego la conciencia colectiva de los pueblos y recrean notablemente el imaginario colectivo. De una parte, la muerte violenta e inesperada de seres queridos, próximos o al menos conocidos por referencias, provoca, más allá del dolor y de la tristeza, un sentimiento de solidaridad colectiva que lleva a cada persona a reconocerse parte de una gran familia social: patria, nación, región o partido. De otra parte, la imaginación popular agranda, magnifica y distorsiona a su gusto y sabor los datos de la realidad. Así, las acciones mi-

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litares se convierten en hazañas, los vencedores se convierten en héroes y los vencidos en mártires. Nada debe extrañarnos, pues, que la larga y terrible guerra de independencia haya producido héroes y mártires en abundancia y que, como inevitable consecuencia ideológica, éstos hayan sustituido a los santos en el renovado altar patriótico. Vistas así las cosas, tampoco debe asombrarnos que de este fenómeno se hayan derivado varias consecuencias culturales del mayor interés. Una de ellas fue la relativamente pronta reorientación de la percepción histórica y de los estudios sobre el pasado, área en donde la novedosa crónica político-militar prácticamente desterró a la crónica religiosa y la hagiografía. De este modo, una vez concluida la lucha y asentado el poder republicano, cada país, ciudad o núcleo intelectual buscaría escribir su crónica heroica, lo cual era estimulado por la elite criolla, que de este modo buscaba justificar su presencia en el poder. En el caso de la Gran Colombia y los países nacidos de ella, una obra que sirvió de modelo a muchas otras fue la Historia de la Revolución de Colombia, del doctor José Manuel Restrepo, quien a sus dotes de historiador y geógrafo unía su condición de Ministro del Interior y promotor de la educación pública. Ya en el campo estrictamente ecuatoriano, obras de significación histórica fueron la Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la Provincia de Guayaquil, escrita por el general José de Villamil, el Viaje imaginario por las provincias limítrofes de Quito y regreso a esta capital, de Manuel José Caicedo, los Recuerdos de la Revolución de Quito, de Agustín Salazar y Lozano, y la Historia de la Revolución de Octubre y campaña libertadora, de Camilo Destruge. La renovación de las artes — El arte fue, junto con la historiografía, uno de los escenarios más destacados del notable cambio ideológico que se fue produciendo en el país a consecuencia de la irrupción de una mentalidad seglar y laica. También en este campo fue la guerra de independencia la causa principal de las transformaciones formales y conceptuales. Es que los pueblos querían eternizar para la posteridad su gesta de liberación nacional y ello podía lograrse mejor a través de los mecanismos de la historia (crónicas, relatos, leyendas) o del arte (pinturas, esculturas, poemas, canciones, joyas, medallas y condecoraciones). En el caso del actual Ecuador, las primeras manifestaciones del nuevo arte heroico se dieron en Quito, a consecuencia de las resoluciones tomadas en el Cabildo Abierto celebrado el 29 de mayo de 1822, cuatro días después de la batalla del Pichincha, que resolvió eternizar su gratitud al ejército libertador creando una condecoración de honor y disponiendo que se erigiese una pirámide conmemorativa de la victoria de Pichincha, se instituyese una fiesta anual por la independencia y se colocasen en su sala capitular los retratos de Bolívar y Sucre. De esta manera se inició un fenómeno cultural de gran trascendencia por el cual prácticamente todas las municipalidades de la república y otras en-

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tidades públicas buscaron engalanar sus salones con los retratos de los héroes y grandes personajes de la nación. Así, en el lugar donde ayer no más se exhibían los retratos de Jesucristo y de los santos, pasaron a colgarse los retratos de los héroes y gobernantes del país, provocando con ello dos fenómenos ideológicos paralelos: en primer lugar, la aparición de un culto oficial a los héroes de la Patria, vistos como símbolos de identidad nacional y ejemplo moral a seguir por las nuevas generaciones, y luego, como consecuencia de esto, la iniciación de un proceso de secularización artística, que llevó a muchos pintores y escultores a especializarse en la elaboración de retratos, bustos, monumentos y medallas de héroes y grandes personajes históricos. Buen ejemplo de ello fueron Antonio Salas y su hijo Rafael, Luis Cadena, José Miguel Vélez y Juan Pablo Sanz. Obviamente, siguieron haciéndose obras artísticas de temática religiosa, pero el horizonte artístico republicano estaba dominado cada vez más por la temática del arte heroico, que posteriormente, por el mismo impulso nacionalista y la influencia del romanticismo, sirvió de base al desarrollo de una temática naturalista centrada en el paisaje, las costumbres sociales y los tipos humanos del pueblo. Como se puede apreciar, el fenómeno de cambio iba más allá de la temática y apuntaba a una renovación ideológica del arte y los artistas. Hasta entonces, el arte había estado bajo la motivación, tutela y financiamiento de la Iglesia y sus entidades adicionales (órdenes y hermandades religiosas, feligresía), pero desde ese momento encontró nuevos motivos de inspiración, nuevos poderes tutelares y nueva clientela artística alrededor de las acciones y entidades republicanas. Eso permitió que el arte y los artistas pudieran liberarse de la tutela eclesiástica y ensayar la búsqueda de una ideología más abierta y propicia a su creación intelectual. Más tarde, ese fenómeno se expresó públicamente con la constitución de la Escuela Democrática de Arte Miguel de Santiago el 31 de enero de 1852. Aunque la finalidad explícita de la nueva entidad era mejorar la formación técnicoacadémica de los artistas, en realidad su acción apuntaba a combatir el viejo espíritu colonial superviviente y apuntalar el nuevo espíritu republicano. Por eso su pénsum de estudios abarcaba cuestiones tan aparentemente desconectadas como «cultivar el arte del dibujo, la Constitución de la República y los principales elementos de Derecho Público». Uno de los principales animadores de esta Escuela fue su vicepresidente, el pintor, caricaturista, pianista y compositor Juan Agustín Guerrero, quien fuera además un adalid de las ideas más avanzadas de su tiempo. Entre los alumnos de ese centro destacaron Joaquín Pinto, Juan Manosalvas, Luis Cadena y Rafael Troya, que culminaron aquel esfuerzo de renovación artística y acabaron por nacionalizar el arte ecuatoriano, vinculándolo a las realidades naturales y sociales del país.

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Otro arte que conoció una reorientación al calor de la afirmación republicana fue el de la orfebrería. Durante la época colonial la labor de joyeros y plateros quiteños se había concentrado mayoritariamente en la producción de obras de carácter o uso religioso, alcanzando justificada fama internacional. Pero las exigencias cotidianas de la independencia y la república obligaron a los orfebres a reorientar su trabajo hacia la elaboración de condecoraciones e insignias militares, medallas de honor, medallas conmemorativas y diversas joyas de obsequio para los héroes, destacando entre estas últimas las espadas enjoyadas. Recordemos, a modo de ejemplos, que el Congreso del Perú creó una Medalla del Libertador, grabada con el busto del general Bolívar y acuñada tanto en oro como en plata, para condecorar a personalidades nacionales o extranjeras, y que igualmente regaló espadas con empuñadura de oro e incrustaciones de piedras preciosas al Protector José de San Martín, al Libertador Simón Bolívar y al Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre. Y también que el Congreso Nacional del Ecuador regaló una espada de este tipo al general Juan José Flores. La arquitectura — Otro ámbito artístico en el que se manifestó el cambio cultural fue el de la arquitectura, donde se produjo un abandono definitivo del barroco en favor del neoclásico, que fue asumido oficialmente como el estilo arquitectónico republicano. Es cierto que el neoclásico había empezado a cultivarse ya en el país a fines de la colonia, especialmente durante el gobierno de Carondelet —quien encargó la construcción de la fachada lateral de la catedral de Quito y la construcción del palacete que lleva su nombre— pero no es menos cierto que es en el siglo xix republicano donde este estilo arquitectónico alcanza su plenitud, con la construcción del Teatro Nacional Sucre, iniciado en 1880 por el gobierno de Veintemilla y concluido en 1888, durante el gobierno de Flores Jijón. Las letras — Las letras reflejaron vivamente esa nueva vitalidad de la cultura republicana. Ahí donde antes reinaba la literatura religiosa (oratorias, catecismos, misales y otros), el ambiente se pobló rápidamente de proclamas, anuncios y bandos militares que anticiparon la llegada de una literatura cívica, primero, y de una literatura de combate después. Hasta entonces, las apacibles ciudades del país no habían conocido prensa alguna, salvo el legendario periódico Primicias de la cultura de Quito, publicado por Espejo a fines del siglo XVIII y de efímera existencia. De pronto empezaron a recibir la prensa colombiana, principalmente el periódico oficial Gaceta de Colombia, que se publicaba regularmente y en el que aparecían las leyes, decretos y proclamas de los líderes de la independencia, así como artículos de opinión y variadas noticias nacionales e internacionales. Ese contacto con la prensa informaba a los ciudadanos lectores sobre la marcha de las armas y el gobierno de la república, al tiempo que les demostraba

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también el poder implícito del nuevo sistema político. Labor trascendental cumplió también la prensa republicana del país quiteño, particularmente la de Guayaquil, donde se fundaron desde 1821 varios notables papeles periódicos, como El Patriota de Guayaquil, El Republicano del Sur, El Chispero, La Aurora, La Miscelánea del Guayas, El Colombiano del Guayas, El Garrote, El Ruiseñor, El Atleta de Guayaquil, El Atleta de la Libertad, El Colombiano y varios otros7. Y un buen ejemplo de los propósitos y alcances que tuvo esa naciente prensa ecuatoriana lo tenemos en el Prospecto de El Patriota de Guayaquil, que comenzaba manifestando: La Imprenta por la primera vez ha hecho su ensayo en este bello país; y gracias a la Revolución, los guayaquileños de hoy en adelante tienen la libertad y medio de publicar sus pensamientos. No nos detendremos en ponderar las ventajas de la imprenta..., pero sí observaremos, que los tiranos la han visto siempre con horror y han procurado sofocarla para oprimir más fácilmente a los pueblos. Sin embargo, ella ha sido su azote en todas partes, y las provincias de nuestra América, al proclamar su independencia, han dado todas este primer paso hacia la libertad, porque han creído con justicia que ésta no puede existir sin ilustración; y que uno de los mayores bienes de la sociedad es el poder que cada hombre tiene de manifestar libremente su opinión a sus conciudadanos, comunicándose mutuamente sus conocimientos: combatir los vicios o defectos de sus gobiernos y censurar y contener la conducta de los malvados8.

Desde entonces, la prensa pasaría a convertirse en un elemento fundamental de la política republicana y en un medio de orientación de la opinión ciudadana, que encontraba en ella una información muchas veces alternativa a la del poder. No debe extrañarnos, pues, que los antiguos poderes ideológicos, con la Iglesia a la cabeza, se resintieran de la labor periodística y trataran de controlarla mediante presiones, amenazas y sanciones tales como la censura o la excomunión de redactores, editores y lectores. Tampoco debe extrañarnos que las dictaduras y la Iglesia buscaran reiteradamente reimplantar la censura de prensa para contrarrestar críticas y acallar opiniones contrarias. En fin, ese carácter libérrimo de la mayoría de la prensa republicana le ganó el derecho a convertirse en un espacio privilegiado del debate político, de la difusión literaria y de la intercomunicación social. Junto con la prensa floreció también en la naciente república la creación literaria y particularmente la poesía épica, destinada a exaltar las glorias de la patria y los triunfos de sus

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Cfr. José Antonio Gómez, «Los periódicos guayaquileños en la historia», Archivo Histórico del Guayas, 1998, 3 tomos. 8 ib id., 1.1, pg. 40.

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campeones. Destacó en esta tarea, en el ámbito americano, nuestro gran procer y hombre de letras José Joaquín de Olmedo, quien plasmó en La victoria de Junín. Canto a Bolívar un modelo a seguir por toda Hispanoamérica. En las décadas siguientes concluyó el tránsito de la literatura religiosa a la literatura cívica, que a su vez dio paso a la literatura de combate y a la literatura romántica, signadas por el enfrentamiento ideológico entre liberales y conservadores. Dos grandes escritores ambateños marcaron el desarrollo de cada una de estas tendencias políticas: Juan Montalvo y Juan León Mera. Aguerrido, revolucionario y cosmopolita, Montalvo fue a la vez un gran esteta del idioma y un gran insultador, que se atrevió a completar la obra de Cervantes y también a desafiar a los grandes tiranos y dictadores de su patria. Calmo, romántico y nacionalista, Mera fue un enamorado de la cultura nacional-popular y al mismo tiempo un activo político que buscó estimular la evolución del Estado Oligárquico hacia un pleno republicanismo. La música — Con la independencia llegaron las primeras manifestaciones de música militar en forma de marchas, fanfarrias y toques de clarín. Luego las bandas militares fueron incorporando aires nacionales a su repertorio y se convirtieron en el primer medio de difusión de la música local, gracias a las retretas públicas que interpretaban en parques y plazas del país. El ilustrado y terrible Gabriel García Moreno fundó el 28 de febrero de 1870 el primer Conservatorio Nacional, que por desgracia duró poco, pero dejó huella profunda y, sobre todo, un ansia de mayor conocimiento. Bajo la dirección pedagógica del maestro Antonio Neumane y de un grupo de importantes músicos nacionales (Juan Agustín Guerrero, Miguel Pérez, José Manuel Valdivieso, Felipe Viscaíno, Manuel Jurado, Manuel Jiménez, etc.), ahí se formaron los primeros músicos de escuela que tuvo el Ecuador, que además fueron los adelantados del nacionalismo musical ecuatoriano: Aparicio Córdoba y Carlos Amable Ortiz9. Más tarde, con la Revolución Liberal, se abrirá el segundo y definitivo Conservatorio Nacional, creado por Alfaro el 26 de abril de 1900. Un brillante grupo de profesores nacionales y extranjeros sería el núcleo del nuevo establecimiento, contándose entre ellos los italianos Enrique Marconi, Pedro Traversari, Ulderico Marcelli y Domingo Brescia, y los ecuatorianos Sixto María Durán y David Ramos10. De las aulas de este establecimiento saldrá prácticamente toda la generación musical nacionalista, con Segundo Luis Moreno Andrade y Francisco Salgado Ayala a la cabeza. Pero esa es ya una historia del siglo xx.

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Ver al respecto Guerrero Gutiérrez, Pablo, Músicos del Ecuador, Musicològica Ecuatoriana, Quito, 1995, pg. 13. 10 ibid.

Corporación

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Las inclinaciones de las elites — Uno de los fenómenos más significativos en este campo fue el surgimiento de una mentalidad afrancesada en las elites regionales criollas, en reemplazo del antiguo hispanismo. Mas esto no se produjo únicamente por causa de la independencia y el inevitable distanciamiento mental de las elites republicanas con la antigua metrópoli colonial, sino sobre todo por la emergencia de Francia —nación latina y católica— como nueva potencia económica y cultural del mundo, hecho que generaba simpatías políticas en todos los países hispanoamericanos, que entonces empiezan a buscar una nueva definición para sí mismos. José María Torres Caicedo propone desde París, en 1865, el nombre de América Latina y la política francesa halla en ese nombre un símbolo para su ansiada influencia neocolonial en la América antes española. Francia y lo francés llegan a estar de moda en todos los órdenes. En la cultura, los escritores hispanoamericanos siguen las pautas y temáticas de sus colegas franceses y nuestros países se llenan de novelas y novelitas románticas al estilo de Chateubriand (v. g. Cumandá de Juan León Mera) y de una poesía modernista influenciada por los simbolistas franceses (Rimbaud, Boudelaire, Verlaine). En ese clima cultural, nuestras grandes familias criollas envían a sus hijos a estudiar a París, de donde muchos regresan convertidos en apologistas de la civilización francesa y en donde otros se quedan para siempre. Así, el Ecuador llegó a tener el curioso honor de ser el país natal de Alfredo Gangotena, un poeta que escribió en francés y que, al ser un perfecto huairapamushca (en quichua, «hijo del viento»), nadie puede precisar si tuvo influencia en alguno de los dos países, aunque la derecha ecuatoriana postmoderna intenta hoy mismo rescatarlo como su símbolo. También estudió en Francia, en el Politécnico de París, nuestro terrible Gabriel García Moreno, que luego intentaría afrancesar por vía conservadora al Ecuador, llegando al extremo de querer convertirlo en protectorado francés. Desde luego, todo ello ocurría en medio de los conflictos civiles que agitaban a nuestra América y en un momento en que la estrella francesa se hallaba en el cénit, tanto por la gran fama internacional de la cultura francesa como por el hecho concreto de que Francia se había convertido en un gran importador de los productos primarios de los países sudamericanos y en un gran proveedor de mercancías a éstos. La modernidad — Quizá el primer gran símbolo de la modernidad que llegó al Ecuador republicano fue el buque de vapor. Su presencia implicó una verdadera revolución en el transporte de gentes y mercancías, tanto porque ahorraba tiempo y costos de viaje, facilitaba el tránsito de personas entre la Costa y el interior y también agilitaba la exportación cacaotera, como porque liberó al transporte naval y fluvial de los imprevistos y sorpresas de la naturaleza, al determinar que el impulso de la nave dependiera de una máquina y ya no del capricho de los vientos. Los barcos y lanchas

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de vapor se metieron por todos los rincones navegables de la Costa: llegaron hasta Babahoyo y más arriba, hasta Caracol. El presidente Rocafuerte, que como buen ilustrado era un enamorado de la modernidad y la tecnología, estimuló la instalación y desarrollo de la navegación a vapor en el país, al punto que él mismo se convirtió en socio de una empresa naval. En fin, el papel de estos barcos mecanizados fue tan importante en la economía y la vida social que el buque de vapor fue tomado como el símbolo de modernidad a ser incluido en el escudo nacional. En el sentido más general, gracias a su condición de puerto y a las facilidades de comunicación con el mundo exterior —que eran equivalentes a las dificultades de comunicación con el interior— Guayaquil se convirtió en un gran centro exportador y también en un gran consumidor de productos alimenticios extranjeros: harinas y embutidos californianos, menestras y vinos chilenos, aceitunas y piscos peruanos, entre otras cosas. Ese activo comercio le dio una notable riqueza y atrajo hasta sus playas a un número cada vez mayor de inmigrantes, que llegaron con sus lenguas, costumbres, modos de vida y formas productivas, dando al puerto un aire moderno y cosmopolita que contrastaba con el aire colonial y aun aldeano de las ciudades del interior. No es de extrañar, pues, que desde el puerto vinieran hacia el interior los vientos de la modernidad y el progreso, que casi siempre chocaban con los farallones de tradicionalismo que aún se mantenían enhiestos en la Sierra andina.

L A ICONOGRAFÍA REPUBLICANA

Toda sociedad crea sus propios símbolos como un necesario recurso de identidad. La naciente sociedad republicana debió crear los suyos a efecto de marcar diferencias con el Antiguo Régimen y afirmar su imagen política. Los principales fueron los siguientes: La bandera nacional — El primero y mayor de los símbolos patrióticos fue la bandera, por el mismo hecho de que era un elemento de organización y reconocimiento militar, indispensable para la guerra de independencia. Los insurgentes quiteños de 1809 izaron una bandera roja y los revolucionarios guayaquileños de 1820 usaron una bandera azul y blanca de listados horizontales pero, finalmente, el país adoptó el tricolor colombiano. En 1845, los líderes de la Revolución Marcista instituyeron un pabellón de tres cuarteles verticales: blancos los de los extremos y azul con tres estrellas el del interior. Empero, prevaleció el uso del antiguo tricolor colombiano (amarillo, azul y rojo), que hasta hoy sigue constituyendo el pabellón nacional, aunque en Guayaquil se sigue usando profusamente el bicolor azul y blanco como un símbolo de identidad regional.

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El escudo de armas — El segundo de los símbolos patrióticos fue el escudo nacional, recreación artística del antiguo escudo de armas, donde se estamparon las figuras o iconos distintivos del país. Para efectos prácticos, el escudo nacional sirvió también como cuño o sello oficial, pasando a figurar necesariamente en las monedas, diplomas y publicaciones estatales, así como en el papel de uso legal (papel sellado), en todos los cuales reemplazó a los antiguos sellos reales o imágenes de la monarquía española. El primer escudo nacional fue el de la Gran Colombia, creado por decreto legislativo de I o de octubre de 1821, que expresaba: «Art. Io. Se usará en adelante en lugar de armas de dos cornucopias llenas de frutos y flores de los países fríos, templados y cálidos, y de las Fasces Colombianas, que se compondrán de un hacecillo de lanzas con la segur atravesada, arcos y flechas cruzados, atados con cinta tricolor por la parte inferior. Art. 2°. El gran sello de la República y sellos del despacho, tendrán grabado este símbolo de la abundancia, fuerza y unión, con que los ciudadanos de Colombia están resueltos a sostener su independencia, con la siguiente inscripción en la circunferencia: REPUBLICA DE COLOMBIA. Art. 3o. En las monedas de oro, platina y plata se imprimirá este símbolo nacional por el reverso, con expresión de su valor respectivo ... Art. 4o. Por el anverso, tendrán impreso el busto de la libertad, en traje romano y ceñida la cabeza con faja en que se vea grabada la palabra Libertad, y en la circunferencia República de Colombia año de ...»" Por su parte, el primer escudo nacional del Ecuador fue instituido por decreto de la Convención Nacional de 1843, dictado con fecha 18 de junio, cuyo artículo único rezaba: Las Armas de la República serán en la forma siguiente: El Escudo tendrá una altura dupla a su amplitud; en la parte superior será rectangular y en la parte inferior elíptico. Su campo se dividirá interiormente en tres cuarteles: en el superior se colocará sobre fondo azul, el sol sobre una sección del zodíaco; el cuartel central se subdividirá en dos: en el de la derecha, sobre fondo de oro, se colocará un libro abierto en forma de tablas, en cuyos dos planos se inscribirán los números romanos I, II, III y IV, correspondientes a los cuatro primeros artículos de la Constitución, en el de la izquierda sobre fondo simple o verde se colocará un caballo. En el cuartel inferior, que se dividirá en dos, se colocará en fondo azul un río, so-

" Gaceta de Colombia, N° 20, pg. 1.

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bre cuyas aguas se representa un barco; y en el de la izquierda, sobre fondo de plata, se colocará un volcán. En la parte superior del Escudo, en lugar de cimera descansará un cóndor, cuyas alas abiertas se extenderán sobre los dos ángulos. En la orla exterior y en ambas partes laterales se pondrán banderas y trofeos.

El himno nacional — El tercero de los símbolos nacionales fue el himno, concebido como una conjunción de música marcial y letra patriótica en la que se realzaban las gestas cívicas y los principios políticos de la nación. José Joaquín Olmedo, líder político liberal y notable poeta, escribió el Himno del Nueve de Octubre al mismo tiempo que ejercía la presidencia del primer Gobierno nacional en el Guayaquil independiente. La letra de ese himno está cargada de simbología masónica y refleja el ánimo feliz de la libertad recién conquistada: Saludemos gozosos, en armoniosos cánticos, esta aurora gloriosa que anuncia libertad, libertad, libertad. ¿ Veis esa luz amable que raya en el Oriente, siempre más esplendente y en gracia celestial? Esa es la aurora plácida que anuncia libertad, libertad, libertad.

Posteriormente, Olmedo escribió la letra de un himno nacional que fue musicalizada por el artista argentino Juan José Allende. Sin embargo, la obra no entusiasmó al país y fue dejada de lado, al igual que otro proyecto elaborado sobre un texto del general Juan José Flores. La letra definitiva del himno nacional sería obra del gran político y escritor ambateño Juan León Mera, quien compuso este texto en 1865, a pedido del Congreso Nacional, mientras que la música fue obra del notable artista y maestro italiano Antonio Neumane, un masón de avanzadas ideas liberales que se había radicado en Guayaquil y que luego fuera director fundador del primer Conservatorio Nacional. Mera, por su parte, fue un hombre de ideas conservadoras, pero profundamente nacionalista, como se refleja en ese hermoso texto, de abierta proclama anticolonial. Lástima grande que un gobierno timorato, buscando evitar una supuesta ofensa a la antigua metrópoli, suprimiera hace unas décadas la interpretación pública de la primera estrofa del himno nacional, que dice: Indignados tus hijos del yugo que te impuso la ibérica audacia, de la injusta y horrenda desgracia que pesaba fatal sobre ti, santa voz a los cielos alzaron,

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Jorge Núñez Sánchez voz de noble y sin par juramento, de vencer a ese monstruo sangriento, de romper ese yugo servil.

Precisemos que esa mutilación de la letra destinada a la interpretación pública se hizo violando la ley, pues el Congreso Ecuatoriano había declarado en 1948 que el texto del himno nacional era intangible, es decir, invariable e intocable. Las órdenes y condecoraciones — Además de los tres mayores símbolos nacionales, se crearon en el siglo xix otros destinados a relevar los servicios hechos a la nación por ciudadanos distinguidos. Así, se crearon las Condecoraciones Nacionales al Mérito12 que inicialmente se otorgaban en las categorías de «mérito civil» y «mérito militar» y más tarde se abrieron a nuevas categorías adicionales: mérito cultural, mérito artístico, mérito científico, etc. Parte de este proceso de afirmación identitaria fue la eliminación legal de las antiguas órdenes nobiliarias españolas y la creación de nuevas órdenes republicanas, concebidas como grupos de prestigio social a los que se podía ingresar únicamente por méritos de servicio a la república, y ya no por fidelidad al Rey o por compra a la corona del hábito correspondiente. Entre las órdenes creadas al calor de las luchas de emancipación se destacaron la Orden del Sol del Perú, la Orden de los Libertadores de Venezuela y Cundinamarca de la Gran Colombia y la quiteña Orden de San Lorenzo, creada por la Junta Soberana de Quito en 1809, y mantenida hasta hoy como la máxima condecoración oficial de la República del Ecuador, con los grados de caballero, oficial y comendador. En este mismo plano simbólico, encaminado a fijar la igualdad republicana, debe entenderse la eliminación de los antiguos títulos nobiliarios y mayorazgos, que fue impuesta por las sucesivas constituciones del Ecuador, y la paralela disposición de que en la república no existiesen «títulos, denominaciones y condecoraciones de nobleza, ni distinción alguna hereditaria», reiterada en las sucesivas cartas políticas del país. En igual sentido se orientaba la prohibición constitucional de que los ciudadanos admitiesen «condecoración de un gobierno extranjero» sin permiso especial del poder legislativo, so pena de la pérdida de sus derechos de ciudadanía13. La moneda — La primera ley de monedas de la historia independiente del Ecuador fue dictada por la Junta de Gobierno de Guayaquil, que decretó por ese medio la amonedación de platina y la acuñación de monedas de cobre. Años más tarde, tras la separación de Colombia y en busca de tener 12 La República de Colombia instituyó como su máxima condecoración cívica la «Cruz de Boyacá». 13 Esta última prohibición se hizo constar en las Constituciones de 1835, 1843, 1845 y 1850, entre otras.

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una moneda propia que identificara al nuevo Estado ecuatoriano y facilitara las transacciones comerciales, el Congreso Nacional dictó el 8 de noviembre de 1831 la primera Ley de Monedas, que mandaba se acuñaran «doblones de a cuatro, escudos y medios escudos de oro; pesetas, reales, medios y cuartillos de plata.» Sin embargo, tardó en aparecer una unidad monetaria propia del Ecuador. Entre tanto circularon con autorización legal las monedas extranjeras en uso, principalmente los antiguos pesos españoles de plata (peso de ocho reales) y los pesos colombianos del mismo metal. Estos últimos tenían como sus símbolos, en el anverso, la imagen del cacique indígena Calarcá, que resistió a la conquista española, rodeada por la frase «República de Colombia» y el año de emisión, y en el reverso una cajeta o cáliz de la flor de adormidera, rodeada por el nombre del departamento y ciudad de emisión (Cundinamarca. Bogotá) y los datos del ensayador. En el Ecuador de entonces se buscó «nacionalizar» a estos últimos mediante un decreto ejecutivo del 26 de diciembre de 1832 por el que se disponía el aditamento de una inscripción local: MDQ, que quería decir Moneda de Quito. Poco antes, el 30 de agosto de 1832, se habían lanzado las primeras monedas fraccionarias ecuatorianas, de valor de dos reales, por parte de la Casa de la Moneda de Quito, creada por decreto del Libertador el 28 de julio de 1823. Esas monedas llevaban símbolos republicanos, según lo mandado en la ley de 1831: «dos cerritos que se reúnen por sus faldas, sobre cada uno de ellos aparecerá un águila; y el sol llenará el fondo del plano. ... En la circunferencia se escribirá este mote: El Poder en la Constitución». En el reverso figuraban las armas de Colombia: dos cornucopias con ramas de olivo y laurel, para simbolizar el ánimo de paz y los triunfos militares de la Patria, y un lío de haces consulares cruzado por un arco y flechas. Rodeando la circunferencia, el lema El Ecuador en Colombia. Como se puede ver, eran símbolos destinados a reemplazar en el imaginario colectivo a los de la expulsada monarquía española, que habían sido el rostro perfilado del Rey de España y el escudo de armas reales, con el lema N. N. Dei Gratia, Hispan, et Ind. Rex (N. N., Rey de España y de las Indias por la Gracia de Dios). Lamentablemente, esas nuevas monedas republicanas eran de baja ley, lo cual determinó su creciente desprestigio y devaluación frente a las monedas americanas de mejor ley. La legislatura de 1845 quiso remediar esta situación y dispuso la acuñación de pesos fuertes de ocho reales, hechos con plata de buena ley (900 milésimas de fino) y similares a los antiguos pesos españoles. Mas la pobreza del Estado determinó que se acuñaran apenas 1368 pesos que fueron acaparados por los comerciantes y pronto desaparecieron de circulación. Una nueva Ley de Monedas fue emitida por la Convención Nacional de 1845 disponiendo la emisión de pesos fuertes de buena ley, pero la falta de producción local de plata y la carencia de recursos para importar el metal impidieron ejecutar

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esta disposición legal. Un año después se emitió una nueva Ley de Monedas, considerando que era necesario «determinar la ley y tipo de moneda» y que ésta debía tener en lo comercial «una ley de aceptación en todos los países». Así se dispuso la emisión de monedas de oro de 21 quilates, de onzas, medias onzas, doblones y escudos, que en el anverso llevaban la imagen perfilada del Libertador con el nombre «Bolívar», rodeada por la frase «El poder en la Constitución», y al reverso el escudo nacional rodeado por la frase «República del Ecuador. Quito». En uno y otro lado se repartían los detalles monetarios de ley (iniciales del ensayador, valor de la moneda, ley de fino y año de acuñación). Más tarde, el Congreso de 1856 buscó resolver el problema monetario abandonando el antiguo sistema octavario español (pesos de ocho reales, medios pesos de cuatro reales, pesetas de dos reales, reales, medios reales y cuartillos) y adoptando el sistema decimal francés. También dispuso que la moneda nacional se hiciese siempre con plata de 900 milésimas de fino, y que se amortizara la antigua moneda de baja ley. Dos años después, cumpliendo con lo mandado en esta ley y bajo el impulso del comercio con Francia y la admiración liberal por lo francés, se acuñó una hermosa moneda ecuatoriana de plata pura con valor de cinco francos. En una de sus caras mostraba una mujer con gorro frigio que simbolizaba la libertad al estilo de la Revolución Francesa; en la otra, llevaba un escudo con pabellones estrellados en recuerdo de la Revolución Marcista. Pero esta moneda tuvo la misma suerte que los pesos fuertes de 1845: su emisión fue hecha en pequeña cantidad y las nuevas monedas fueron acaparadas por los interesados. A eso se sumó el hecho de que el Estado no disponía de recursos para amortizar la moneda feble o de baja ley, por lo cual esta siguió circulando e impidiendo la entrada de la buena moneda de valor equivalente. A esas circunstancias se sumó la incuria gubernamental frente a la Casa de la Moneda, a la que los gobiernos no sólo abandonaron a su suerte sino que, en ciertos momentos, saquearon sistemáticamente para obtener recursos de emergencia que no fueron repuestos jamás. Un nuevo esfuerzo de saneamiento monetario se hizo en 1861, cuando el Estado autorizó al Banco Particular de Guayaquil a emitir hasta 200.000 pesos fuertes de plata fina. Empero, el esfuerzo se frustró cuando iban labradas y lanzadas al mercado 35.000 monedas, porque el banco emisor encontró que perdía un 19% en la acuñación, dado el alto costo del metal importado14. Estas monedas llevaban por el reverso el escudo nacional rodeado por la frase República del Ecuador. Quito y por el anverso la imagen de la libertad, unas, y de la diosa Ceres (símbolo de la abundancia),

14 Ortuño, Carlos, Historia numismática del Ecuador, Banco Central del Ecuador, 1977, pg.72.

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otras. El sucre sólo llegó a convertirse en la unidad monetaria ecuatoriana en 1884, cuando la Convención Nacional de aquel año lo instituyó como unidad monetaria del país dentro de una serie de monedas15. El diseño de las monedas fue encargado al poder ejecutivo, quien dictaminó que todas ellas debían llevar por el anverso el busto del general Antonio José de Sucre con la inscripción República del Ecuador con el año de acuñación al pie, y por el reverso el escudo nacional rodeado de los siguientes datos monetarios: valor de la moneda, peso, ley, iniciales del ensayador y nombre del lugar de acuñación. Este último detalle determinó una de las curiosidades de la nueva moneda, reflejada en los nombres: Lima, Santiago de Chile, Birmingham o México, lugares donde se acuñaron las primeras monedas ecuatorianas de oro y plata.

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Esa serie incluía, en oro, las modedas del doble cóndor, de veinte sucres y con 32.258 gramos de peso y ley de 900 milésimos; el cóndor, de diez sucres; el doblón, de cuatro sucres; el quinto de cóndor, de dos sucres, y el décimo de cóndor, de un sucre; y en plata: el sucre, de 25 gramos de peso y ley de 900 milésimas; el medio sucre, los dos décimos, el décimo y el medio décimo.

¿Un proyecto nacional exitoso? La supuesta excepcionalidad chilena

Alfredo Jocelyn-Holt Letelier The one duty we owe to history is to rewrite it... It is because Humanity has never known where it was going that it has been able to find its way. Oscar Wilde, The Critic as Artist

La excepcionalidad de Chile en el contexto hispanoamericano es una tesis recurrente, sostenida con creciente intensidad desde el siglo xix, al punto que ha terminado siendo en nuestros días un lugar común. Se la encuentra en la literatura de viajeros, en la retórica conmemorativa pródiga en elogios, en los ensayos más lúcidos de nuestros historiadores, en el pensamiento nacionalista de viejo cuño o en sus versiones estratégico-comunicativas más recientes, como también en análisis contemporáneos científico-políticos en que suele compararse favorablemente a Chile con el resto de la región. Dada semejante reiteración y variadísimas expresiones, llama la atención que la tesis no haya sido sometida a un examen crítico, y eso que, para cierto revisionismo historiográfico actual, ofrece una tentación difícil de rehuir.

L A HISTORIA DE UNA IDEA

En su versión decimonónica más cristalizada, se postula que Chile constituiría una excepción: «la república modelo de Sud América», según la fórmula dictaminada por The Times en 1880', y con «más energía nacional... que en todo el resto de la América del Sur», en palabras de un publicista brasileño allá por 18952. Dos aseveraciones copulativas que, sin embargo, suelen remontarse a anteriores aproximaciones de la idea. Por de pronto, al frecuentemente citado juicio admirativo de Bolívar en su Carta de Jamaica de 1815: 1 The Times, 22 de abril, 1880, citado en Blakemore, Harold, British Nitrates and Chilean Politics 1886-1896: Balmaceda and North, Londres, The Athlone Press, University of London,1974,pg.1. 2 Joaquin Nabuco, Balmaceda, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1999, pg. 24.

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El reino de Chile está llamado por su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre3.

El texto, leído con cuidado, sin embargo, pareciera apuntar a una propuesta programática más que a una excepcionalidad acertadamente diagnosticada por el «Libertador». Bolívar cree ver en Chile características, como el aislamiento y virtudes ancestrales, que nos predisponen a ser una república ideal y posible, concordante con los paradigmas ilustrado dieciochescos que maneja. Otro tanto nos encontramos en los escritos de Juan Egaña contemporáneos al período emancipatorio, imbuidos del mismo espíritu utópico, referentes al tema del «carácter chileno»4. Según el jurista peruano avecindado en Chile, dicho carácter aún no se daba históricamente porque mientras estuvimos bajo la monarquía fuimos una mera «nulidad política». Carecíamos de una tradición cívica y jurídica adecuada a un pueblo libre. Contaríamos, a lo sumo, con un factor a nuestro favor, la geografía, que el Legislador haría bien en considerar a fin de plasmar dicho carácter nacional aún pendiente. Chile goza de un clima seco y relativamente frío, su extensión no es ni grande ni pequeña y está aislado por montañas y distancias. Atributos que predisponen a Chile a la moderación, aconsejan una república mixta de aristocracia y democracia y desincentivan cualquier ánimo conquistador respecto a sus vecinos. En definitiva, afirma Egaña, Chile «debe ser la Suiza de América». Todo esto en el entendido de que se está refiriendo a una voluntad política, no a una voluntad de ser, ontològica, que necesariamente nos lleve al cumplimiento de un destino manifiesto. Es más, en el ideario moral público de Egaña, para que este «carácter nacional» se pueda llegar a materializar se precisan leyes, todavía por dictar, capaces de engendrar costumbres cívicas aún inexistentes.

3 «Contestación de un Americano Meridional a un caballero de esta isla», Kingston, 6 de septiembre de 1815, en Simón Bolívar, Escritos políticos, Madrid, Alianza Editorial, 1982, pg. 80. 4 Al respecto, véase Mario Góngora, «El rasgo utópico en el pensamiento de Juan Egaña», en Estudios de historia de las ideas y de historia social, Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Universidad Católica de Valparaíso, 1980, pp. 207-230.

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Nuevamente, lo mismo: no es que Chile sea una nación, en un sentido genealógico-histórico o predeterminado, sino que puede llegar a ser, en el mejor de los casos, una república. De consiguiente, leer en textos como los de Bolívar u Egaña un alcance visionario o profético, confirmatorio de nuestra supuesta excepcionalidad, suena a exageración retrospectiva5. Excepcionalidad que tampoco parece haber sido mayormente detectada por viajeros extranjeros. La imagen de Chile que se desprende de estas noticias, hasta bien adentrado el siglo xix, es coincidente, en términos generales, con la del resto de las repúblicas recién emancipadas de España. Son varios los visitantes que insisten que en todas ellas se ha ido arraigando el «espíritu de independencia... y aun cuando los comienzos de su historia se hallen manchados por los disturbios civiles, todos están firmemente resueltos a no volver jamás a someterse a extraño poder», en palabras de Samuel Haigh6. Lo que sí destacan como singular a Chile es su peculiar geografía, factor al que vuelven una y otra vez; por ejemplo, para decir que su composición geográfica impediría que disensiones internas militares se lleguen a prolongar más de la cuenta7. Típico comentario lúcido, pero que suele intercalarse con otros, como cuando se dice por enésima vez que «Chile marcha a la cabeza de los países sudamericanos, beneficiado por un clima sano y agradable» o que «de Chile puede decirse con verdad que es un país que mana leche y miel» y donde la «naturaleza esparce sus tesoros...»8. En realidad, el afán de los viajeros en querer singularizar a Chile a menudo resulta tan sólo en una imagen extravagante. Radiguet, por ejemplo, aventura las siguientes razones de por qué el chileno cree «ser el inglés de la América del Sur»: «el sentimiento nacional que lo anima, el instinto mercantil que distingue particularmente al habitante de Valparaíso, su gusto por lo confortable, la rápida adopción de las costumbres británicas y la poca simpatía del pueblo en general por los franceses»; aunque pensándolo mejor, recapacita Radiguet, el chileno «tiene más del holandés que del in-

5 Por ejemplo, véase Cabero, Alberto, Chile y los chilenos: Conferencias dictadas en la Extensión cultural de Antofagasta durante los años 1924 y 1925, Santiago, Editorial Nascimento, 1926, pg. 62; Eyzaguirre, Jaime, Fisonomía histórica de Chile [1948], Santiago, Editorial Universitaria, 1973, pg. 103. 6 Haigh, Samuel, «Viaje a Chile en la época de la Independencia, 1817», en Haigh, Samuel, Caldcleugh, Alejandro, Radiguet, Max, Viajeros en Chile, 1817-1847, Santiago, Editorial Pacífico, s.f., pp. 113-114. La misma idea la encontramos en Bladh, C.E. , La República de Chile, 1821-1828, [Estocolmo, 1837], Santiago, Instituto Geográfico Militar de Chile, s.f.,pp. 211-212. 7 Cfr. Radiguet, Max, «Valparaíso y la sociedad chilena en 1847», en Haigh, Caldcleugh, Radiguet, op. cit., pp. 239-241. 8 Bladh, op. cit., pg. 156; Johnston, Samuel B., «Cartas escritas durante una residencia de tres años en Chile, 1811-1814», en José Toribio Medina, Viajes relativos a Chile, Santiago, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1962, tomo I, pg. 283.

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glés»9. El alemán Paul Treutler, quien residiera en Chile entre 1851-1863, admite como el principal motivo que lo llevó a avecindarse el que «no hay ningún país del mundo comparable a la República de Chile que contenga en su seno... iguales cantidades de minerales de oro, plata, cobre y carbón, de las que sólo se han explotado y beneficiado pequeñísimas porciones hasta ahora». Y aún cuando no le pudo ir peor en sus negocios en esta «República modelo», la sigue recomendando a sus compatriotas después de doce años por el amor al orden, sus sabias leyes, la hospitalidad, la protección de la propiedad, el respeto a la bandera alemana, la libertad religiosa, el magnífico clima, las buenas condiciones sanitarias, y por último, porque «Chile es un país donde no hay fieras ni serpientes o insectos venenosos.»10 Evidentemente, el último recurso, a falta de otro mejor, que predispone al visitante extranjero a singularizar a Chile, contrastándolo al resto de las otras repúblicas, es el inefable «color local». Sucede hasta con Eduard Poeppig, quizás el visitante más agudo de la primera mitad del siglo xix, de seguro el más perspicaz a la hora de desentrañar sentido o «carácter nacional» a partir de rasgos psicológicos y físico-estructurales. Poeppig es un finísimo exponente del romanticismo alemán". Así y todo, su insistencia en querer distinguir a Chile del Perú, en especial cuando alaba al chileno y denuncia al peruano por su deferencia o falta de trato para con el extranjero, no pasa de ser un alcance un tanto tópico, como lo es toda esta literatura por lo demás. En definitiva, de lejos el argumento más concreto con que nos encontramos hacia mediados del siglo, en cuanto a propósito explicativo y no mera diferenciación, es que Chile ha sabido potenciar mejor sus ventajas geográficas, su creciente vínculo con el comercio exterior a través de Valparaíso y la autonomía política ya consolidada. Como le manifestara doña Isabel II de España a un general chileno en 1856: «Chile es el único país de América que ha ganado con la revolución. Los otros..., vea usted»12. No es que Chile, pues, sea tan diametralmente distinto como que se habría adelantado a los otros países, impulsando y ejecutando los nuevos patrones políticos introducidos por la independencia, igualmente compartidos por todos los hispanoamericanos. Chile habría podido no lo que los otros no

9

Radiguet, op. cit., pg. 238. Treutler, Paul, Andanzas de un alemán en Chile, 1851-1863 [1882], Santiago, Editorial del Pacífico, 1958, pp. 17,569-570. " Véase Poeppig, Eduard, Un testigo en la alborada de Chile (1826-1829), Santiago, Editorial Zig-Zag, 1960. 12 Citado en Barros Van Burén, Mario, Historia diplomática de Chile, (1541-1938), Santiago, Editorial Andrés Bello, 1970, pg. 87. Similar opinión la leemos en De Irisarri, Antonio J. Historia crítica del asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho, [1864], Buenos Aires, W. M. Jackson, 1945, pp. 23-24. 10

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pudieron, sino lo que aún no habrían alcanzado. Idea no tan lejana a la de la generación fundante, la de Bolívar y Egaña, expresada a estas alturas (mediados de siglo), ya no como un mero desiderátum, sino como un potencial de grandeza hasta ahora mejor aprovechado. Citemos nuevamente a Poeppig: Que el chileno se encuentra favorecido por la naturaleza en sus condiciones espirituales en igual grado que lo es su patria en el sentido físico, y que posee todas las condiciones necesarias para lograr la grandeza que tiene a su alcance, eso lo comprueba de una manera contundente la alta situación que ha logrado conquistarse en pocos añosn.

Nótese cómo todavía se sigue hablando en términos prospectivos. El punto no es menor, porque no es infrecuente que junto con referirse a los éxitos chilenos, se deslice cierto temor respecto a la fragilidad de los logros. Radiguet, por ejemplo, celebra que exista, en 1857, un despertar cultural «que no puede por menos de aumentar y de robustecerse». Claro que, de inmediato, añade la condición: «si Chile se mantiene, como lo esperamos, libre de guerras civiles y extranjeras»14. En fin, tanto más que la excepcionalidad nacional, lo que de veras importa es seguir siendo república en Hispanoamérica. Resulta curioso, por tanto, que esta imagen no se altere mayormente cuando Chile entra en sucesivas guerras contra Perú y Bolivia, y eso que, como hemos dicho, se pensaba que de su aislamiento y progresos pacíficos dependía su carácter republicano. El papel de potencia agresora en 1879 a causa de la guerra del salitre, y que recuerda su anterior castigo a los aliados peruano-bolivianos durante la década de los 30, complica más que niega esa imagen original. Mencioné anteriormente el comentario del Times de Londres en que se refiere a Chile como «república modelo», publicado en plena guerra (1880). Vale también el juicio del brasileño Nabuco después de que Chile superase su crisis institucional y guerra civil de 1891. El texto es complejo y merece citarse en extenso: Por Chile he tenido siempre una gran admiración. Hay más energía nacional, me parece, en esa estrecha faja comprimida entre la cordillera y el Pacífico que en todo el resto de la América del Sur... No sé que hombre de espíritu dijo, hace años, que sólo había encontrado dos naciones organizadas y libres en la América Latina: el Imperio de Chile y la República del Brasil. No obstante ser nosotros

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Poeppig, op. cit., pg. 457. Radiguet, op. cit., pg. 253.

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(la historia dirá si a pesar de la monarquía o gracias a ella) la sociedad más igualitaria del mundo, sin excepción alguna, y de ser Chile, por el contrario, una aristocracia política, teníamos la misma continuidad de orden, de gobierno parlamentario, de libertad civil, de pureza administrativa, de seriedad, decoro y dignidad oficial. Uno y otro gobierno eran excepciones netas en la América del Sur, muestras de tierra firme entre olas revueltas y ensangrentadas15.

Está visto que a estas alturas no basta con decir que Chile es una república a carta cabal, menos si estamos ante una salida de guión en que los chilenos, ahora sí, que se «exceptúan» del paradigma político hasta entonces directriz. A lo sumo, corresponde conciliar —confusa u oblicuamente, ya algo de eso se atisba en el texto de Tabuco— trayectoria republicana pasada y nuevo papel imperialista. Es lo que Domingo Faustino Sarmiento procura hacer sin pestañear cuando en 1884 afirma: Chile ha triunfado en la guerra con el Perú y Bolivia por sus hábitos de gobierno regular, practicados durante cuarenta años, su economía y su pureza administrativa, sus militares educados en las Escuelas Militares y Navales de cuarenta años a esta parte16.

Lo que para Egaña habría constituido una aberración político-moral, para Sarmiento no es más que la consecuencia obvia de un buen orden administrativo. Mucho más elegante, en cambio, es la tesis que esgrime un observador francés, André Bellessort, en 189517. A su juicio, los chilenos serían «los romanos de la América del Sur», por su «espíritu tenaz y rudo», porque «gozan de una inmensa superioridad sobre sus vecinos», porque han logrado «unidad nacional», ventaja que se habría probado frente a los peruanos y que la inmigración extranjera en la vecina Argentina tiende a «ahogar». Los chilenos poseen, además, un pasado guerrero, épico incluso. Como le intimara uno de sus informantes, «es que todos nosotros, de arriba abajo de la escala social, nos sentimos ciudadanos». Sus mejores mentes cultivan, además, el derecho, y aún cuando no hay luchas sociales («todavía no ha tenido sus Gracos, ni nadie ha soñado aquí con las leyes

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Nabuco, op. cit., pg. 24. Sarmiento, Domingo Faustino, «Chile en el Pacífico», en El Nacional, Santiago, 8 de marzo de 1884, citado en Lavín, Carlos, Chile visto por los extranjeros, Santiago, Editorial Zig-Zag, 1949, pg. 22. 17 Bellessort, André, «Los romanos de la América del Sur», publicado inicialmente en El Mercurio, Valparaíso, 12 de febrero de 1895; también en el libro del autor, La jeunes Amérique. Chili et Bolivie, Paris, 1897; reproducido en Godoy Urzúa, Hernán, El carácter chileno: Estudio preliminar y selección de ensayos, Santiago, Editorial Universitaria, 1981, pp. 277-282. 16

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agrarias»), Chile se mantiene por su oligarquía y porque «la gloria militar ejerce indecible prestigio sobre esta nación joven». La virtud del texto de Bellessort por sobre otros de la misma época y de un similar tenor, es que nos devuelve a un patrón histórico conocido. Puede que Chile sea excepcional si se le contrasta con sus vecinos, aunque no quede nunca claro qué exactamente lo hace distinto: ¿su geografía, su apertura al exterior, sus leyes, su tradición épica-guerrera? De lo que no cabe duda es que siguen admitiéndose similitudes o analogías con modelos europeos. Sutilmente, Bellessort concluye el artículo definiendo a los chilenos como «imitadores de primer orden [que] no son más artistas de lo que lo eran los romanos». De aceptar cierta ironía implícita que pareciera desprenderse del texto, ¿qué tan excepcionales pueden ser los imitadores?

UNA TESIS ARGENTINA

No habiendo ningún motivo específico, ni combinación poco menos que alquímica por desentrañar, que haga de Chile un ente no sólo singular, sino excepcional, cabe la posibilidad de que esta insistencia, algo cliché, se deba a un referente aún más preciso y no a todo el universo republicano hispanoamericano. El punto lo sugiere el hecho de que quienes más insisten en esta excepcionalidad chilena del xix son los argentinos exiliados en Chile durante la dictadura de Rosas. Los mismos, se supone, que años más tarde, a partir de 1852, contribuyeron a que la Argentina post-rosista fuese — ¡vaya coincidencia!— una «excepción» (¿otra más?) en América Latina. El juicio más favorable a Chile corresponde a Juan Bautista Alberdi. Su epistolario está plagado de arranques elogiosos del siguiente tenor: «Si nuestras provincias persisten quietas en la actitud noble y digna que han tomado, pronto serán agregadas al honor que Chile tuvo hasta hoy de ser visto como la excepción de la América española» (1856); «no hay república cuyas desgracias hagan más mal al crédito de América que las de Chile» (refiriéndose a la revolución de 1859 en contra de Montt); «ese lindo y quieto Chile, cuya vecindad para la República Argentina es un presente del cielo» (1861); «Chile es el único país habitable en Sud América» (1868); «[Chile] la mejor república de la América» (1879)18. ¿Palabras de buena crianza escritas desde lejos? Le está escribiendo a un argentino que vive en Chile. Se trata, después de todo, de un agudo pensador que puede fundamentar con algo más que halagos su visión. En sus Bases (1852), Alberdi eleva a Chile a la calidad de paradigma para resolver el «problema del go-

18 Alberdi, Juan Bautista, Epistolario, pp. 63 ss„ 98, 161, 231, 548, 769-771.

1855-1881,

Santiago, Editorial Andrés Bello, 1967,

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bierno posible» en América, a su juicio, el principal desafío pendiente de la república transandina: ¿Cómo hacer, pues, de nuestras democracias en el nombre, democracias en realidad? ¿Cómo cambiar en hechos nuestras libertades escritas y nominales? ¿Por qué medios conseguiremos elevar la capacidad real de nuestros pueblos a la altura de sus constituciones escritas y de sus principios proclamados?... Felizmente la república, tan fecunda en formas, reconoce muchos grados y se presta a todas las exigencias de la edad y del espacio. Saber acomodarla a nuestra edad, es todo el arte de constituirse entre nosotros. Esa solución tiene un precedente feliz en la república sudamericana y es el que debemos a la sensatez del pueblo chileno, que ha encontrado en la energía del poder del presidente las garantías públicas que la monarquía ofrece al orden y a ta paz, sin faltar a la naturaleza del gobierno republicano. Se atribuye a Bolívar este dicho profundo y espiritual: «Los nuevos Estados de la América antes española necesitan reyes con el nombre de presidente». Chile ha resuelto el problema sin dinastía y sin dictadura militar, por medio de una constitución [la de 1833] monárquica en elfondo y republicana en la forma: ley que anuda a la tradición de la vida pasada la cadena de la vida moderna Lo que Alberdi admira de la república chilena es su molde patricio y centralista, que haya podido conciliar orden tradicional y republicanismo moderno y que, a la fecha, exhiba una trayectoria institucional probadamente estable. Imagen coincidente con la de Sarmiento, con quien Alberdi, lo sabemos, no siempre congenió. Sarmiento valora por sobretodo que se trate de un autoritarismo progresista amén de eficaz. Refiriéndose al decenio que transcurre entre el segundo gobierno de Prieto y el primero de Bulnes (1835-1845), Sarmiento celebra, más allá de cualquiera tacha que legítimamente se le pudiera enrostrar, el que se haya elaborado un principio de gobierno, sin el cual todo orden social es imposible y aun la libertad misma. De las luchas y arbitrariedades del famoso decenio salió armada de todas las armas la autoridad; es decir, ese sentimiento instintivo de los pueblos de respetar el gobierno existente y desesperar de destruirlo por medios violentos mientras queden expeditos otros menos desastrosos20. 19 Alberdi, Juan Bautista, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Buenos Aires, W. M. Jackson Inc., 1945, pp. 57-59. 20 Sarmiento, «Representación nacional IV: Falta oposición», El Progreso, 10 junio 1844, artículo en que debate con Francisco Bilbao, citado en Botana, Natalio, La tradición republicana: Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1984, pg. 370.

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Régimen presidido por conservadores-liberales, en que le toca participar y al cual defiende públicamente, aún a costa de rechazar la invitación a integrarse a la oposición más liberal. Su explicación en Recuerdos de provincia es iluminadora: Estábamos acusados por el tirano de nuestra patria de perturbadores, sediciosos y anarquistas, y en Chile podían tomarnos por tales, viéndonos en oposición siempre a los gobiernos. Necesitábamos, por el contrario, probar a la América que no era utopía lo que nos hacía sufrir la persecución y que, dada la imperfección de los gobiernos americanos, estábamos dispuestos a aceptarlos como hechos, con ánimo decidido, yo al menos, de inyectarles ideas de progreso... Esto en la política trascendental, que en cuanto a la de las circunstancias, y que se liga a las personas y a los partidos, mi carácter en la prensa de Chile venía marcado desde el principio, asociándome espontánea y deliberadamente al partido de los de Chile en que militan Montt, Irarrázaval, García Reyes, Varas y tantos otros jóvenes distinguidos... El movimiento en las ideas, la estabilidad en las instituciones, el orden para poder agitar mejor, el gobierno con preferencia a la oposición, he aquí lo que puede de mis escritos [chilenos] colegirse con respecto a mis predilecciones11.

En Chile, pues, Sarmiento no sólo entabla una larga amistad y asociación con sus máximos líderes, contribuye a idear proyectos de educación y se erige en una figura pública de muy alto perfil, sino que se forma como futuro gobernante, define su ideario político y piensa la Argentina sobre la base de realidades posibles. Ahora bien, sabemos que tanto Alberdi como Sarmiento barajaron otros modelos (e.g. la Francia post-revolucionaria, EEUU). De hecho, ambos reflexionan sobre su país a partir del exilio, que en el caso de Alberdi —el «ausente»—, se prolonga prácticamente durante toda su vida. De ahí los debates, desencantos y distanciamientos que se irán generando y repercutiendo en la historia transandina de las décadas siguientes. En todo caso, Chile sería esa primera experiencia posible, ese paragone, el más cercano, no sólo geográficamente. A los argentinos, Chile les sirve como una perspectiva, un promontorio desde donde combatir a Rosas y pensar la regeneración de Argentina. Lo afirma Sarmiento textualmente en Facundo, apuntándole el dedo acusador: es que desde Chile nada se puede hacer, nada se les puede dar a quienes están sometidos por la barbarie: «¡Nada!, excepto ideas, excepto consuelos, excepto estímulos: arma ninguna no es dado llevar a los combatientes, si no es la que la prensa libre

21 Sarmiento, Domingo Faustino, Recuerdos de provincia [1850], Navarra, Salvat Editores, 1970, pp. 146, 159.

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de Chile suministra a todos los hombres libres. ¡La prensa!, ¡la prensa! He aquí, tirano, el enemigo que sofocaste entre nosotros»22, pero que en Chile revive o, si no, que lo digan sus propias obras. La prensa es la excepción. Vista así la excepcionalidad, Chile consistiría en una excepción metafórica relativa a la Argentina. Un contrapunto retórico referencial: la excepción liberal o, si se quiere, conservadora-liberal, autoritaria institucional, constitucional o simplemente civilizada, que denuncia y desmiente esa «otra» regla de la lógica binaria sarmientina: la opción caudillesca, la salvaje, la bárbara, la sudamericana, la autoritaria brutal.

¿ Q U É TANTO PROYECTO NACIONAL?

Hasta ahora me he detenido en las opiniones de extranjeros respecto a Chile. ¿Qué dicen los propios chilenos? ¿Se ven a sí mismos como excepcionales? ¿Conciben su propuesta nacional como exitosa? Hay manifestaciones de evidente orgullo, en espiral decididamente creciente hacia fines del siglo xix —y que se volverán a repetir durante las celebraciones del Centenario de la República—, pero estos momentos de exaltación, nunca desbordantes, como ya veremos, admiten toda suerte de matices. Desde luego, mientras predomina cierto ánimo proyectual —ya lo decíamos respecto a Bolívar y Egaña— no corresponde hablar de éxito propiamente tal. Por el contrario, como lo dan a entender las principales figuras que lideran el llamado movimiento cultural de 1842 —nuestra primera manifestación de nacionalismo programático —, a lo que responde el querer pensarse en términos nacionales es a un diagnóstico crítico del país. Lo dicen esos dos manifiestos hitos del movimiento del 42, el discurso de Lastarria inaugurando la Sociedad Literaria y el de Bello al instalar la Universidad de Chile: falta una «literatura» nacional para complementar la recién adquirida independencia política del país; falta aún por librar «la guerra contra el poderoso espíritu que el sistema colonial inspiró en nuestra sociedad»; «apenas ha amanecido para nosotros el 18 de septiembre»; «no tenemos modelos históricos en qué basarnos, y no está del todo claro de qué modelos externos podemos hacernos sin faltar a la originalidad a que se aspira; apliquemos la forma europea a nuestros contenidos locales...» Precisamente porque sienten las falencias, porque se cuestionan cuán verdaderamente adelantados están, surge esta temprana conciencia nacional proyectual23. 22

Sarmiento, Domingo Faustino, Facundo [Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga] [1845], Buenos Aires, Editorial Huemul, 1978, pp. 65-66. 23 Cfr. Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, «La idea de nación en el pensamiento liberal chileno del siglo xix», en Opciones, Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea, Academia de Humanismo Cristiano, Santiago, mayo-septiembre, 1986: 67-88.

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Veinte años después, el sentido nacional cobra un carácter muchísimo más seguro de sí. Un texto como el Ensayo sobre Chile, de Vicente Pérez Rosales en 1859, exuda autosuficiencia de principio a fin24. Explicable tono tratándose de una obra publicitaria para divulgación en el extranjero (no conozco otra mejor en su género) en que se da cuenta de los incuestionables progresos que se han ido verificando en estas últimas dos décadas. Consideraremos logrado nuestro objeto si consigue llamar sobre Chile la atención del europeo, cuyo pensamiento pasa superficialmente sobre el nuevo mundo y no se detiene sino ante los nombres tradicionales del Perú i Méjico, con los cuales Chile no tiene otra analogía que la comunidad de origen. Lo repetimos, Chile es el único asilo de la paz, del orden y del progreso en la antigua América española; allí, las garantías individuales son un hecho consumado...25.

La lista de logros que sigue, de verdad, impresiona, no poco porque su autor se cuida en no caer en engreimientos inmerecidos, redacta sobriamente, se apoya en detalladas estadísticas y es inteligentísima su retórica patriótica. Cierra el libro, a modo de claroscuro, retrotrayéndose a 1823 y 1827, cuando hasta los gobernantes reconocían (de hecho, los cita) que estaba todo por hacer, que si bien habían ganado la libertad les angustiaba no saber cómo utilizarla y no habían, todavía, definido siquiera la forma de gobierno. Por cierto, Chile, en el entretanto, había cambiado. Hasta el mismísimo Pérez Rosales debe admitir, páginas antes, que no ha sido fácil: se ha ensayado y errado; han cundido las desavenencias entre facciones, y si bien la Constitución de 1833 fue un acierto, al poner atajo a la anarquía de las primeras décadas, ésta no sería perfecta (un eufemismo a todas luces, puesto que las crisis del xix, por lo general, se debieron a dicha Constitución). Por último, reconoce que hay quienes siguen insistiendo «que el estado próspero i tranquilo de que goza Chile no es más que un estado anormal, que tarde o temprano deberá asimilarse al que predomina en las demás naciones de origen español». A su juicio, sospecha pueril, pero a la cual le dedica sendas páginas exculpatorias, explicando cómo el actual presidente Montt ha debido capear crisis tras crisis. De hecho enfrentó dos revoluciones, al inicio y al final de su mandato decenal. En verdad, lo que Pérez Rosales celebra, y ya antes Alberdi y Sarmiento también, no era sino una dictadura presidencial, latamente repudiada por una oligarquía que prefería el parlamentarismo y a la que se le puso término en 1891, precisándose para

24

Pérez Rosales, V., Ensayo sobre Chile, escrito en francés i publicado en Hamburgo, Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1859. 25 ibid., pp. 501-502.

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ello a lo menos tres guerras civiles. En consecuencia, es cierto, disponemos de visiones autocelebratorias, pero más interesante que la ufanía que revelan es cómo hasta la más hábil de las autocomplacencias deja traslucir las deficiencias de un autoritarismo presidencialista percibido crecientemente como un injustificable mentís de los notables otros éxitos logrados. Aunque repensándolo, ¿qué tanto éxito, si hubo tanta guerra? Antes ya insistí en la correlación inicial que se hace entre república, geografía y ánimo pacífico. Vimos cómo, incluso, se debió recurrir a un subterfugio retórico —la analogía imperial romana— para intentar salvar la notoria contradicción producida con el criterio fundante. Las guerras, sin embargo, son un hecho en el xrx, y no menor. Tuvimos cuatro externas: una contra España en la década del 60, tres en contra del Perú, si añadimos la guerra de independencia, con invasión de Lima incluida en cada una de estas últimas. Cuatro guerras o «revoluciones» internas (independencia, 1829, 1851, 1859,1891). De hecho, el siglo mismo culmina ferozmente en 1891. Todas, además, confirmatorias del carácter guerrero épico-chileno de siempre. Es decir, admiten ser conceptuadas independientemente de sí hay o no «proyecto nacional» republicano-liberal. Es más, las guerras externas contra Perú y Bolivia tienen que ver con la falta de riqueza de Chile o con el temor de un virreinato redivivo y rico. De hecho, nos brindaron la principal fuente de entradas desde fines del xix hasta hoy. Nos permitieron, también, sortear crisis económicas y evitar guerras civiles. ¿Es que, también, obedecieron a un propósito nacional? La guerra del salitre admite esa interpretación, aunque con el agravante de tener que preguntarse qué tan excepcional fuimos como país si tuvimos que recurrir a expediente bélico tan extremo. De seguir con esta lógica, no es descartable el argumento de que dicha guerra del salitre o del Pacífico haya tan sólo postergado el enfrentamiento fratricida tremendo que vino igual una década después. Hay quienes incluso, previo a ese enfrentamiento, cuestionaban cuán auténtico era nuestro ethos guerrero. Más que heroísmo, el nuestro habría sido un patrioterismo vulgar, enmascarador de un brutalismo salvaje, y que muy luego se confirmaría. En Chile somos esencialmente patriotas: tenemos la furia del patriotismo, que es una de las tantas enfermedades heroicas que sufren los pueblos jóvenes, sin tradiciones, con un pasado nuevo i que todo lo aguardan de su propia fuerza, de su virilidad. Todo lo queremos chileno, las fábricas, las industrias... I la marea creciente del patriotismo, del «amor sagrado de la patria» amenaza convertirse en la más estrepitosa revolución, en el socialismo artístico más desenfrenado, que sólo reconoce a los héroes que gritan desde las estatuas, que levantan mui en alto las manos, que montan a caballo con toda la coquetería de un aficionado a la alta escuela... I conozco jentes cuya vida no es más que una perpetua canción nacional, can-

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toda en todos los tonos imajinables, pero sin acompañamiento de música. El pueblo, aquí en Chile, es perfectamente bochinchero, truhán, festivo, i anda siempre a caza de emociones picantes... Cuando anunciaban Carmen, la galería estaba repleta; porque Carmen muere apuñalada por don José, —una puñalada a la chilena... Tenemos héroes, pero no tenemos estatuas dignas de los héroes26.

No tan distinta será la guerra de 1891, todavía hoy difícil de explicar. Su violencia brutal es absolutamente desproporcionada, no se compadece con el motivo puntual constitucional que supuestamente la desató27. A lo que voy es que, cualesquiera que hayan sido las razones esgrimidas y que inspiran o alientan el propósito bélico, la sociedad chilena, hacia fines del siglo xix, manifestaba profundas debilidades y grietas en tanto comunidad que nos distanciaban, muy lejos, de tan mencionada «excepcionalidad», para qué decir, «civilización». Lo anterior respecto a cómo terminamos el siglo. Miremos, pues, el asunto desde un ángulo distinto, desde el origen mismo del supuesto proyecto nacional. Si por proyecto nacional entendemos la puesta en práctica del ideario republicano-liberal, el problema no se nos presenta menor, atendida su aceptación inicial durante la coyuntura critica de la independencia. El republicanismo-liberal puede ser visto no tanto como una propuesta conscientemente buscada, programada o que se anticipa a la crisis de la monarquía, sino más bien por lo que efectivamente fue: un orden de legitimación, del cual se sirvieron grupos oligárquicos tradicionales para justificar el poder ex post facto que accidentalmente les cayera en sus manos28. En cuyo caso, de haber algún «proyecto», éste se entrañaría en el lenguaje mismo, en la ideología liberal y, por tanto, todo lo que viene después se derivaría de ese proyecto implícito al cual se adhieren, no siempre a sabiendas de lo que se estaba haciendo o de lo que eventualmente implicaba. En el fondo, el asunto en cuestión estriba en calibrar cuánta autoconciencia hubo en dicha recepción y posterior puesta en práctica. Tiendo a pensar que, en

26 Balmaceda Toro, Pedro, (A. de Gilbert), Estudios i ensayos literarios, Santiago, Imprenta Cervantes, 1889, pp. 87-89,97. 27 Sobre la guerra de 1891, véanse: García de la Huerta, Marcos, I., Chile 1891: La gran crisis y su historiografía: Los lugares comunes de nuestra conciencia histórica, Santiago, Publicaciones del Centro de Estudios Humanísticos, Universidad de Chile, 1981; Ortega, Luis, (edit.), La guerra civil de 1891: Cien años hoy, Departamento de Historia, Universidad de Santiago de Chile, Santiago, 1993; Subercaseaux, Bernardo, Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Fin de siglo: La época de Balmaceda, Santiago, Editorial Universitaria, 1997. 28 Para un desarrollo mayor de esta tesis, véase Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, La Independencia de Chile: Tradición, modernización y mito, Madrid, Editorial Mapire, 1992; Santiago, Planeta/Ariel, 1999.

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el caso chileno, no poca, aunque nunca tanta como el pragmatismo rector en que se inserta necesariamente dicho propósito voluntarista. Como bien dijera Poeppig, el hecho de haberse constituido en Chile, después de las revoluciones, mucho antes que en otras partes de la América del Sur, una organización política bien consolidada, es sin duda una prueba de que sus ciudadanos supieron reconocer y conservar con precisión lo que más les convenía29.

La respuesta a esa conveniencia es clarísima en el xix. En un plano estrictamente ideológico, lo que primó en el Chile del xix fue un liberalismo doctrinario de corte francés, cauto, autoritario, dirigista, desconfiado de la democracia, claramente de la revolución, y al servicio de un grupo dirigente oligárquico que, a pesar de los avances modernizantes que estuvo dispuesto a auspiciar o conceder, nunca olvidó que su poder derivaba de una sociedad rural, fuertemente jerarquizada. En otras palabras, primó una transición que aprovechó dicho orden señorial para hacer cambios calculados liberalizantes de orden político y cultural, proporcionándoles un alto grado de legitimidad en el mundo moderno, al cual iban insertándose cada vez más. En el plano social, como ya lo postulara Portales, primó el «peso de la noche», la sumisión de las masas inertes que en caso de desaparecer y, por lo mismo, de hacernos desembocar en estallidos sociales, aconsejaban recurrir a lógicas ilustrado-liberales sucedáneas30. Entendido así el liberalismo-republicano y, por ende, la propuesta nacional como un recurso pragmático para hacer persistir la sociedad tradicional, vale volver a la pregunta inicial: ¿qué tanto «proyecto»? ¿qué tanto se sale de su propio curso tradicional anterior? En suma, ¿qué tanta excepcionalidad?

U N A TESIS CHILENA DEL SIGLO XX

Decía que mientras se mantiene el prurito propositivo no cabe hablar de éxito. En realidad, el asunto es bastante más complejo. Mencionaba, también, que la exaltación triunfalista de parte de los chilenos va in crescendo a lo largo del siglo xix, logrando su máxima expresión al inicio del siglo siguiente, durante las celebraciones del Centenario de la República. Ello, sin embargo, no desmiente una serie de contradicciones, diagnosticadas en paralelo, que se irán vertiendo en un doble discurso paradojal. Se trata de un 29

Poeppig, op. cit., pg. 452. Cfr., Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, El Peso de la Noche: Nuestra frágil fortaleza histórica, Buenos Aires, Ariel, 1997. 30

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«balance», tanto a favor como en contra de la trayectoria alcanzada, que se irá perfilando como el nuevo guión discursivo, una matriz dual que recorrerá, incluso, todo el nuevo siglo y de la que todavía, hoy día, no nos podemos desprender31. Buena parte de esta ambigüedad arranca de la forma contradictoria como se resuelve la crisis de 1891. Por de pronto, nunca se explica el por qué de la violencia, y eso que el sistema político sale airoso. Los bandos se reconcilian institucionalmente en tiempo record, aunque subsistirán las sospechas mutuas. Una vez aplastado el presidencialismo, el parlamentarismo oligárquico seguirá su hasta ahora incontrarrestable trayectoria de más de tres décadas, aún cuando el ideal autoritario no desaparecerá. Es más, a partir de la década del 20 cobrará carísima su revancha. Lo mismo ocurre con el salitre, riqueza inédita que se goza y administra extraordinariamente bien, yo diría. Sin embargo, se la castiga como corruptora del grupo dirigente tradicional. Por último, las nuevas voces críticas que irrumpen se expresan doctrinariamente (la llamada «cuestión social»). Se trata, después de todo, de una sociedad cada vez más plural que demanda y denuncia la miseria que nace del progreso. Pero, obviamente, no todo será reflexión o simple crítica. La organización de base popular, y su consiguiente movilización reivindicativa, desatan fuertes tensiones, estallidos sociales, represión, frustración y resentimiento. En concreto, huelgas y matanzas obreras mayúsculas. El establishment se autocuestiona, aunque no siempre sabe qué hacer; entre que contempla reformas posibles que no se materializan o simplemente se contenta con manifestar su angustia. Ya Enrique Mac Iver, un político típicamente moderado, exclama en 1900: «me parece que no somos felices»32, versículo obligado de la más que centenaria y canónica malaise chilena y que, por supuesto, tiene mucho de razón a su favor. Se trata de un malestar profundo. De lo contrario no se explica por qué se vuelve a él una y otra vez. Es más, no vislumbra una salida, sino muchas. En definitiva, nada muy excepcional y que no recuerde desgarros y malestares de la cultura en el resto del mundo finisecular occidental. Llegado 1910, pues, se celebra, y se cuestiona el rumbo. ¿El que se quería o el que se iba develando? Una cosa es la modernidad prepositiva, a la cual se aspira —el proyecto—; otra, la sintomática, la que efectivamente resulta. Tratándose de un doble discurso paradójico y de un proceso modernizante que comienza a amenazar con desbordarse, se celebran y cuestionan

" Cfr. Correa Sutil, Sofía, Figueroa Garavagno, Consuelo, Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, Rolle Cruz, Claudio y Vicuña Urrutia, Manuel, Historia del siglo xx chileno: Balance paradojal, Santiago, Editorial Sudamericana, 2001. 32 Mac Iver, Enrique, Discurso sobre la crisis moral de la República, Santiago, 1900, reproducido en Godoy, op. cit., pp. 300-304.

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ambos. Se autofelicitan, y con razón, por la institucionalidad liberal, por el recién logrado pacifismo externo y por haber frenado la revolución social. En suma, lo que festejan son los triunfos del reformismo moderado33. Pero la estridencia con que se hace acompañar el ceremonial tiene mucho de baile de máscara y de fin de fiesta, y respecto a lo que falta aún por hacer, se delata cierta culposidad apenas confesable. Es evidente que se han quedado cortos en lo social, económico y educacional. Lo dicen todos los sectores —políticos y sociales, emergentes o consolidados—, uno de los cuales cabe destacar : el nacionalista. Se trata de un pensamiento de extraordinario impacto y persistente influencia a partir de esas primeras décadas y durante el resto del siglo. De hecho, el ideario nacionalista se filtrará en todas las demás líneas ideológicas. Curiosamente, sin embargo, los nacionalistas insisten en la excepcionalidad, como nunca antes incluso, pero con la salvedad de que ahora es pretérita, perdida, no actual. De ahí la insistencia en la «decadencia del espíritu de nacionalidad», obsesión recurrente en por lo menos dos prominentes figuras de esta escuela: Nicolás Palacios y Francisco A. Encina34. Las causas invocadas son múltiples: la degradación de la raza chilena por la inmigración, el desprecio del sustrato popular, la degradación moral de la clase dirigente, el ánimo imititativo de nuestra educación, su prejuicio intelectual enciclopédico y no técnico, una economía no fomentadora de la producción manufacturera, el socialismo, la democracia, etc. Al contemplar los ochenta años empleados en adiestrar nuestras aptitudes para rimar versos, coleccionar antiguallas históricas, clasificar insectos, defender pleitos, vivir a expensas del fisco, copiar municipalidades suizas o parlamentarismos ingleses, es humano que el desaliento nos invada. No hay pensamiento más melancólico... que el de «aquello hubiera podido ser». Y nosotros pudimos ser los primeros en Sudamérica. La energía de nuestra raza y nuestra temprana organización habrían suplido a los elementos físicos, si el ciego espíritu de imitación no nos hubiera encauzado en la tarea suicida deformar el cerebro antes que el cuerpo35.

33

Véanse Rodó, José Enrique, «El Centenario de Chile», Santiago,17 de septiembre de 1910, reproducido en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1967, pp. 570-573; Darío, Rubén, «Chile» [1911], reproducido en Godoy, op. cit., pp. 282-284. Sobre la vertiente liberal moderada, véase Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, «El liberalismo moderado chileno (Siglo xix)» en Estudios Públicos, Santiago, Centro de Estudios Públicos, 69, (verano, 1998): 439-485. 34 Palacios, Nicolás, «Decadencia del espíritu de nacionalidad», conferencia pronunciada en la Universidad de Chile el 2 de agosto de 1908, reproducido en Campos Menéndez, Enrique, (comp.), Pensamiento nacionalista, Santiago, Editora Nacional Gabriela Mistral, 1974, pp. 164-181; Encina, Francisco A. Nuestra inferioridad económica: Sus causas, sus consecuencias [1911], Santiago, Editorial Universitaria, 1972, pp. 210 y ss. 35 Encina, op. cit., pg. 224.

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De toda esta batería de argumentos nacionalistas, los que más perduraran y con mayor razón, al retomarlos líneas posteriores más progresistas — v. gr. la Falange que eventualmente se convierte en Democracia Cristiana y el desarrollismo de corte socialista y marxista—, serán la crítica antioligárquica y anti-liberal, vale decir el sesgo anti-político o anti-partidista, cierta inclinación al populismo, el fuerte prejuicio anti-extranjerizante, y, por último, el diagnóstico histórico, estructural y explicativo de nuestro desarrollo económico frustrado. Su mayor impacto, sin embargo, va a ser en el plano historiográfico-ideológico. En concreto, el discurso del orden, cuyo planteamiento será ampliamente divulgado, entre otros por Encina, pero que suele asociarse preferentemente con la obra de Alberto Edwards. La tesis sostiene que Chile fue excepcional en el xix porque Diego Portales tuvo la genialidad de «restaurar» el principio de autoridad, remedo del orden monárquico, exitosamente refundido en moldes republicanos, y que puso fin a nuestro único período «sudamericano» o anárquico, el anterior a 1829. Autoridad fuerte, impersonal, centralizadora y creadora de una temprana organización estatal, la que suele llamarse «régimen» o «Estado portaliano». Fórmula política que habría llegado a su culminación durante la «República Conservadora» o «Aristocrática» (1830-1860), para luego decaer al imponerse el espíritu «frondista» de la oligarquía parlamentaria, celoso de los gobiernos fuertes y coincidente con el declive de Chile como potencia continental. Conste que esta tesis —según Mario Góngora «la mayor y mejor interpretación de la historia del siglo pasado»— ha servido para legitimar el golpe de 1973 y la dictadura militar. Fue planteada originalmente en 1928 para, también, justificar la dictadura militar de Ibáñez y promover la revancha presidencialista que terminó con el régimen parlamentario. Es decir, es una tesis altamente ideológica que suele invocarse cada vez que se piensa que no hay orden, que está amenazado o se cree necesario «restaurarlo» a fin de volver a nuestros cauces autoritarios tradicionales que garantizarían la estabilidad y el progreso36. Lo que anima la tesis revisionista conservadora y nacionalista, por tanto, es un impulso crítico de un presente para nada excepcional y que, a modo de alivio nostálgico, concibe la primera mitad del siglo xix como un modelo, como una utopía pretérita, en tanto experiencia política exitosa y paradigmática de cómo siempre se debe gobernar este país. Últimamente se han estado proyectando variantes de este «nuevo», de puro viejo, argumento nacionalista. Por ejemplo, el maquillado intento en torno al pabellón chileno en la Exposición Universal de Sevilla de 1992, esfuerzo conjunto de nuestro primer gobierno «democrático» con empresa-

36

Cfr. Edwards Vives, Alberto, La fronda aristocrática [1928]; Góngora, Mario, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos xix y xx, Santiago, Ediciones La Ciudad, 1981, pp. 12 y ss.\ Jocelyn-Holt, A. (1997), op. cit.

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nos hasta hace poco identificados con la dictadura, en el que se pretendía proyectar la idea-imagen de Chile como país frío, no tropical, sólido, confiable; en suma, moderno y no latinoamericano37. Empeño tan caricaturesco que a más de alguien lo llevó a pensar, en su momento, que nos estábamos con virtiendo en los «argentinos de Sudamérica». En paralelo ha vuelto a aparecer, también, cierta obsesión con la idea de un orden restaurado para justificar, directa o indirectamente, una supuesta transición «exitosa» de la dictadura militar, en que otrora enemigos encarnizados deponen sus diferencias ideológicas, se «consensúan» y miran juntos con optimismo los logros económicos de los últimos quince años y el horizonte auspicioso que actualmente se nos ofrece. En el fondo, estas «propuestas-país» no pasan de ser meros guiones publicitarios concebidos como estrategias comunicacionales para promover y refundar a Chile como marca comercial, aprovechando, además, el contraste que presenta el país -nuestra «ventaja comparativa» por excelencia con el tensionado panorama actual por el que pasa el subcontinente. Donde pareciera apartarse esta versión de su antecesora es que el acento está puesto más bien en el futuro, reclama para sí la necesidad de olvidar, tiende a no querer rescatar el pasado, ningún pasado, y se postula en términos economicistas antes bien que políticos.

DECEPCIÓN Y DESENGAÑO

Los juicios históricos basados en la grandeza, ya lo dijo Burckhardt refiriéndose a los grandes hombres, nos pueden inducir a todo tipo de falacias: confundir grandeza con poder, exagerar la importancia propia, hacer del pasado una excusa para defender o atacar anacrónicamente tendencias de nuestros tiempos38. La grandeza puede, además, perderse, si es que la hubo alguna vez. Otro tanto puede ocurrir con el éxito, la superioridad o la excepcionalidad. Ahora bien, si hay un caso histórico que aconseja relativizar pareceres basados en supuestas superioridades, es la Argentina contemporánea. Me basta con citar las siguientes palabras de Tomás Eloy Martínez para dar cuenta de lo que estaría en juego: La decadencia argentina es uno de los más extravagantes enigmas de este siglo. Nadie entiende qué pudo pasarle a un país que en 1928

37 Cfr. Subercaseaux, Bernardo, Chile, ¿unpaís moderno?, Santiago, Ediciones B, 1996; Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, «Chile, fértil provincia señalada en..Su refundación podmodernista», en Proposiciones. Problemas históricos de la modernidad en Chile contemporáneo, Santiago, Sur Ediciones, 1994, pp. 358-366. 38 Burckhardt, Jacob, Reflexiones sobre la historia universal, México, Fondo de Cultura Económica, 1961, pp. 264 y ss., 318.

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era la sexta potencia económica del mundo y que de pronto, en seis décadas, quedó sepultado cerca del quincuagésimo lugar... ¿Cómo se construyó la ilusión de superioridad e, inversamente, cómo se vinieron abajo las esperanzas de grandeza?Antes y después del Centenario, algunos extranjeros ilustres desembarcaron en Buenos Aires para estudiar qué pasaría con la prosperidad argentina. La mayoría celebró las ilusiones de grandeza. Recuérdense las entusiastas rimas de Darío: «¡Hay en la tierra una Argentina! He aquí la región del Dorado, he aquí el paraíso terrestre, he aquí la ventura esperada, he aquí el Vellocino de Oro, he aquí Candan la preñada». Pero algunos políticos, como el astuto Georges Clemenceau, supusieron que los argentinos estaban aquejados ya de cierta embriaguez. En sus apuntes de viaje, Clemenceau advirtió que, si bien la palabra «futuro» estaba en todas las bocas, había un exceso de confianza en que nunca se acabaría tanta riqueza. «El éxito suele perder a las naciones inmaduras», dictaminó. Poco después, en la séptima serie de El Espectador (1930), Ortega y Gasset fue aún más implacable que Clemenceau: «Acaso lo esencial de la vida argentina es ser promesa...» Ya no somos como fuimos ni tenemos muchas esperanzas de ser algún día lo que pensábamos ser. La grandeza se nos fue escurriendo implacablemente de las manos en las últimas décadas. Las necrofilias de ahora tal vez sean, entonces, tan solo un juego de ilusiones y apariencias, en el que, por no saber lo que somos ni lo que tenemos, nos aferramos a los despojos de lo que ya fue39. Terribles palabras en que la realidad actual, si es que no buena parte de la trayectoria desde los años 30 a la fecha, desmentirían el «sueño argentino» convirtiéndolo en pesadilla. Con todo, el argumento no es novedoso. Tulio Halperín ha afirmado que hacer una historia argentina es dar cuenta de un fracaso40. Del nacionalismo de los años 30, como del revisionismo remontable incluso a Alberdi, se desprende una Argentina gaucha, provinciana, caudillesca, en tándem con los anhelos de crear o proyectar una Argentina «reflejo de Europa, sin indios y sin negros». Argentina tendría, pues, una singularidad propia, compleja, tensionada, cuya explicación no pasaría por negar a Rosas y demás, sino lo contrario. Hasta un Mitre —postula Halperín— comprendió de manera genial los cambios que en buena medida había traído ya la dictadura de Rosas y, lo que es más, coincide en ello con lo que ya habría estado «indeleblemente grabado... en la memoria colectiva porteña». Mitre, en la medida que intuyó cierto sentido común de

39

Martínez, Tomás Eloy, El sueño argentino, Buenos Aires, 1999, pp. 100-101, 136. Cfr. Hora, Roy - Trimboli, Javier, Pensar la Argentina: Los historiadores hablan de historia y política, Buenos Aires, Ediciones El Cielo por Asalto, 1994, pg. 51. 40

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la historia reciente ya asentada y acumulada, pudo ser hasta mucho más exitoso que Alberdi y Sarmiento. Ocurre que Mitre no advierte nada distinto que sus compatriotas «no supieran ya». Lo que [sus propuestas] venían a declarar era ya patrimonio de un sentido común compartido por todos ellos acerca de la historia nacional. Pero [Mitre] logró persuadirlos también de algo más, a saber, de que la justeza de ese modo de ver a la Argentina, que se apoyaba en todo el pasado, estaba destinada a ser confirmada por todo el futuro. La visión que Mitre proponía del pasado y el presente se fundaba así en la que del futuro anticipaba un saber profético cuyas conclusiones habían sido también ellas presentidas por la oscura lucidez de las masas argentinas41.

Por último, el argumento civilizatorio puede servir a quienes menos se sospecharía. Ha sido esgrimido, de hecho, por bárbaros que torturan y matan. Tienen razón, entonces, quienes, como Ricardo Piglia42 o Eloy Martínez, argumentan que hemos llegado a un punto de autoconciencia máxima que, al fundar un país en ficciones tan plásticas, se anula la realidad y se imponen distintas versiones o representaciones en las que se llega a admitir todo, incluso legitimar lo ilegitimable. Suficiente razón como para prevenir a cualquiera que pretenda volver a insistir en ficciones de excepcionalidad, por de pronto los chilenos hoy o, mejor dicho, la corriente autocomplaciente que nos gobierna. Valga de ejemplo la respuesta que Ricardo Lagos da para explicar por qué concita aún tanto apoyo: «Creo que lo ocurrido en la región [se refiere a Sudamérica] ha hecho que el sentido común de los chilenos tienda a apoyar lo que tiene, aunque sea malo»43. Habla absolutamente en serio. En verdad, al igual que en Argentina, después de lo que nos ha venido sucediendo desde la década de los 70, no cabe seguir pensando en Chile como excepcional. Venimos de sufrir al menos dos intentos en convertirnos en test case —que es otra manera más contemporánea de insistir en nuestra excepcionalidad— que fracasaron rotundamente: proponer a Frei Montalva

41 Halperín-Donghi, Tulio, «Alberdi, Sarmiento y Mitre: Tres proyectos de futuro para la era constitucional», 2002, manuscrito inédito facilitado por su autor. Véase también, Shumway, Nicolas, The ¡nvention of Argentina, Berkeley, Los Angeles, London, University of California Press, 1993. 42 Cfr. Piglia, Ricardo, «Sarmiento the Writer» en Halperín Donghi, Tulio, Jaksic, Iván, Kirkpatrick, Gwen, Masiello, Francine, Sarmiento, Author of a Nation, Berkeley, Los Angeles, London, University of California Press, 1994, pp. 127 y ss. 43 Lewin, Yasna, «Ricardo Lagos: Ya ni se habla de la ceremonia del adiós», entrevista en Anuario de Chile / Universidad de Chile 2002/3, Santiago, Universidad de Chile, 2002, pg. 30.

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como una alternativa «revolucionaria» a la Cuba de Fidel Castro, pero desde el centro; y Allende otro tanto, pero en su caso desde una izquierda respetuosa de la institucionalidad liberal. Nadie se imaginó, además, que el golpe de 1973 pudiera ser como fue. De hecho, el concepto es tan jabonoso que uno podría argumentar que el Chile militar fue «excepcional», perversamente excepcional, comparado con las otras experiencias del Cono Sur. Desde luego, fue más «económico». Su «guerra sucia» fue quizás más «limpia» y, por lo mismo, más terrible y tortuosa (mató menos, pero torturó más). Y por cierto, qué duda cabe, como dictadura, infinitamente más exitosa y perdurable. En efecto, desde el golpe nos hemos estado cuestionando seriamente, no tan distinto a los argentinos. Desde un punto de vista historiográfico, por de pronto, cunden las posturas revisionistas. Se están planteando preguntas que nunca antes habían sido abordadas: qué tan ordenado es y ha sido Chile, qué tan civil ha sido nuestra historia política, qué tanto Estado vis-ávis qué tanta elite, qué otros sujetos fuera de los consagrados (v. gr. el sujeto popular) han marcado nuestra historia, qué tanta democracia, qué tan fuerte fue nuestra institucionalidad previa a 1973, etc.44 Y si bien las posturas autocomplacientes respecto a la dictadura como a su proyección cívicomilitar en estos últimos doce años han tenido una enorme cobertura, también le han salido al paso, en especial desde hace cinco años, una serie de críticos que han puesto en seria duda el régimen neoliberal, la transición, el consensualismo, el margen de disenso posible dentro de un régimen autoritario. Una crítica coincidente con un malestar deslegitimante no despreciable45. A lo largo de este trabajo he tratado de minimizar, para cada período histórico, la validez del argumento de la excepcionalidad. ¿Invalida ello la existencia de un proyecto nacional? Si se considera a esta excepcionalidad como un componente o una manifestación confirmatoria de un supuesto proyecto nacional, claro que sí. De una excepcionalidad dudosa no se deduce un proyecto menos claro. Más bien, los historiadores entran a «proyectar» esa pretendida excepcionalidad a partir de cierta lógica implícita y obligada de proyecto nación que impone el discurso liberal republicano, del

44

Cfr. Correa Sutil, Sofía, «Historiografía chilena de fin de siglo», en Revista chilena de humanidades, Santiago, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 21, 2001: 47-62. 45 Véanse Moulián, Tomás, Chile actual: anatomía de un mito, Santiago, Lom Ediciones y Universidad Arcis, 1997; Subercaseaux, 1996, op. cit.; Jocelyn-Holt Letelier, Alfredo, El Chile perplejo: Del avanzar sin transar al transar sin parar, Santiago, Planeta / Ariel, 1998, y también Espejo Retrovisor: Ensayos histórico-políticos, 1992-2000, Santiago, Planeta, 2000; Portales, Felipe, Chile: Una democracia tutelada, Santiago, Sudamericana, 2000; Marras, Sergio, Chile, ese inasible malestar, Santiago, Editorial Universitaria, 2001.

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cual somos aún deudores. El problema, en buena medida, reside en que se confunde una y otra vez excepcionalidad con singularidad o individualidad, siendo sólo esta última el elemento propiamente histórico. Al decir de Meinecke, «todas las formas particulares, aunque en último término sean reductibles a un principio común unitario, tienen su genio peculiar»46. Por cierto que Chile es distinto a Argentina y a otros países. En algunos aspectos Chile parece ser incluso más exitoso, quizá porque se dan mejor en nuestro caso las condiciones para dicho éxito. Por ejemplo, no es tanto que Chile sea una nación integrada como el hecho de que los presupuestos de un Estado nación quizás son más fáciles de imponer y luego detectar, alabar, pregonar... En ese sentido, no se estaba del todo errado cuando se insistía, por ejemplo, en la elite, en factores geográficos y en la tesis guerrera. Visto así, el caso chileno es diferente históricamente: en el xix hay una sola elite, no hay regionalismos fuertes y las guerras, en la medida que son externas, evitan las internas. Argentina, para seguir con las comparaciones —siempre odiosas— es en cambio toda una región complejísima. Involucra geográfica, económica e históricamente a Paraguay, Bolivia y Uruguay. ¿Qué hay de raro, pues, en que les sea tanto más difícil a los rioplatenses? Con todo, lo que verdaderamente interesa desde un punto de vista histórico es que ninguno de estos elementos individuales se «proyecta», se «diseña» o «planifica». Son variantes históricas, tanto más cruciales, por lo mismo que relativamente autónomas de cualquier pretensión de control. El constructivismo suele fracasar. Lo hemos descubierto penosamente. Debemos, por tanto, ser cautos al distinguir entre ficciones. La historia no la hacen los historiadores, aunque ciertamente los historiadores, entre otros, no pierden la fe en sí mismos a la hora de pensar que ellos la guían. Conforme, pero, ojalá, con cuidado.

46 Meinecke, Friedich, El historicismo y su génesis, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, pp. 26-27.

Una identidad constitucional en México

Jesús Rodríguez Zepeda

U N A LECTURA IDEOLÓGICA DE LA CONSTITUCIÓN MEXICANA

El propósito fundamental de este texto es trazar una ruta de reflexión acerca tanto de la capacidad histórica de cohesión social de los valores constitucionales en México como del futuro de éstos en el nuevo contexto democrático. Creo que se trata de una reflexión necesaria en el marco de una experiencia nacional en la que el discurso constitucional ha estado siempre presente, pero en la que, de manera correlativa, la ausencia de una estructura político-legal claramente constitucionalista ha sido constantemente denunciada por críticos situados en diferentes emplazamientos políticos e intelectuales. La sociedad mexicana construyó su discurso y supuesta identidad constitucionales en el siglo xx en forma paralela al proceso de despliegue del régimen autoritario. No obstante, esta sociedad ha atravesado, en el momento finisecular, por la experiencia de una transición a la democracia sin que haya variado el referente constitucional fundamental del Estado mexicano. La persistencia del texto constitucional y la constatación de este tránsito a la democracia, en su conjunto, instalan un punto complejo de referencia que obliga a la reflexión acerca de la viabilidad del modelo de discurso constitucional todavía dominante. El enfoque que aquí se busca defender es el relativo a la idea de una «lealtad constitucional» como forma de identidad política democrática, ya sea que se considere que tal identidad política es real, inexistente o meramente posible. Lo distintivo de este enfoque es su carácter normativo-filosófico, es decir, su capacidad de evaluar el proceso político y el discurso jurídico de la Constitución desde un argumento situado en el orden del «deber ser» y no en el de los procesos empíricos de la vida política. Cabe aclarar desde ahora que esta evaluación normativa se justifica en la medida en que se asume que una identidad constitucional en México está lejos de un arraigo razonablemente extenso en la cultura pública de la ciudadanía y de las propias elites políticas, y que, a la vez, es posible fijar conceptualmente los rasgos generales y distintivos de tal identidad sin caer en un normativismo abstracto ni en un empirismo reduccionista. Por ello, el modelo de identidad o cultura constitucional que aquí se busca construir es ideal y ajeno al empirismo, aunque en modo alguno especulativo, y tal construcción se entiende como una tarea que cae en el terreno de la filoso-

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fía política antes que en la historia, en la ciencia política empírica o en cualquier teoría jurídica constitucional. Considero que dicho enfoque es necesario, fundamentalmente, porque las prácticas sociales que pueden relacionarse con la idea de una cultura constitucional tienden con frecuencia a alejarse del modelo normativo o de plano a desmentirlo. En el caso mexicano, hablamos de una distancia tan amplia entre prácticas sociales y el modelo ideal, que se hace legítima la pregunta por la existencia misma de una cultura constitucional. Esta evaluación de los valores de la Constitución no se desentiende de la autonomía de las formas jurídicas respecto del proceso socio-político que las enmarca ni de la legitimidad teórica de los estudios de la estructura jurídica de la Constitución, pero pone particular énfasis en la dimensión político-normativa y en la evaluación de largo plazo de la experiencia constitucional en México. Así, la intención es construir una indagación razonable que sea capaz de explicarnos, en un plano más abstracto que los usuales en este tipo de objetos teóricos, los condicionantes y los efectos políticos de la fragilidad de la Constitución en México y el carácter contradictorio de la cultura política que la ha acompañado. Aunque las referencias a algunos elementos de corte legal o jurídico serán necesarias, éstas se subordinan siempre a la búsqueda de una interpretación política y, sobre todo, al bosquejo de una respuesta normativa para la cultura de la Constitución en la sociedad mexicana. En este sentido, bajo un enfoque pragmatizado, este artículo se sitúa en el horizonte del giro constitucionalista que la filosofía política registró en los años finales del siglo xx1. Ello implica la necesidad de que la propia concepción de lo normativo que aquí predomina quede clara desde un inicio. Cuando se formulan enunciados respecto de la dimensión o modelo normativos de la Constitución, éstos deberán leerse como ideas regulativas o enunciados situados en el dominio del «deber ser». Por ello mismo, cuando aparece el sentido estrictamente jurídico de lo «normativo»

1 Entiendo la pragmatización del discurso de la filosofía política como «la tendencia a formular los proyectos normativos de la filosofía política sobre la base y en el horizonte de comunidades políticas nacionales o regionales, sin desligarlos de los procesos de democratización y formación de ciudadanías diferenciadas o de defensa de los derechos humanos y de lucha contra toda forma de dominio no democrático, que son tareas de aliento universal. Una recuperación de la pragmatización significa la posibilidad de pensar problemas y recrear discusiones que son, en efecto, propias del universalismo normativo, pero siempre sobre la base de nuestras condiciones socio-históricas específicas. En este sentido, la perspectiva pragmática que aquí se sostiene se halla en un punto intermedio entre el universalismo abstracto y el contextualismo, pues no descarta el recurso a argumentos universalistas sobre la política, al tiempo que incorpora en su análisis las diferencias específicas nacionales y regionales.» Rodríguez Zepeda, Jesús, «El futuro de la filosofía política en Hispanoamérica» en. Cruz Revueltas, Juan C. (ed.), El futuro de la filosofía en América Latina, México, Ediciones Cruz, 2003.

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(que supone no sólo la existencia de un sistema que cuenta con una «regla de validez o de reconocimiento» para sus normas, sino también la acción coercitiva del Estado para imponerlas) se hará saber al lector de manera explícita. La evaluación normativa del proyecto del Estado de Derecho en México no es accidental. Precisamente, la construcción de un Estado social y democrático de Derecho, es decir, un Estado constitucional con prioridades sociales, fue el reclamo histórico y el discurso ideológico del régimen hegemónico del Partido Revolucionario Institucional en el siglo xx. En el discurso oficial y en la historia broncínea que le ha acompañado, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (nombre oficial de la Carta Magna promulgada el 5 de febrero de 1917) se entendió siempre como el marco normativo que habría permitido la edificación de dicho programa político. Esta evaluación normativa tiene que partir del dato de que la Constitución en México, por su compleja relación con el autoritarismo priista, ha sido siempre mucho más y mucho menos que un ordenamiento constitucional convencional. Ha sido mucho más que una constitución regular porque, por una parte, se la instituyó como espacio simbólico donde habrían de fraguarse los intereses nacionales y, por ello, como posibilidad de superación del conflicto social en cualquiera de sus manifestaciones, y porque, por la otra, se la interpretó de manera generalizada como texto condensador de la identidad política esencial del Estado mexicano, vale decir, como relato unificador de la experiencia histórica común y como representación del espíritu nacional a lo largo de un proceso histórico de recorrido secular. Esta doble cualidad (superación de todo conflicto social y relato de la identidad nacional) parecería provenir, en gran medida, de su supuesta capacidad de integrar la tradición liberal decimonónica y la social revolucionaria, es decir, de la capacidad de articular la construcción de un liberalismo fundacional enriquecido con la tradición social del proceso revolucionario 2 . La Constitución, como portadora de los argumentos político-jurídicos que están a la base del «liberalismo social» mexicano, se presenta entonces como el momento discursivo de la reconciliación nacional no sólo del periodo post-revolucionario, sino de toda la historia independiente del país. Una interpretación clásica de dicha continuidad es, precisamente, la del gran promotor intelectual de la ideología del liberalismo social, Jesús Reyes Heroles: 2 Mitificado, el liberalismo mexicano no se presenta como un proyecto a construir, sino como un pasado mítico a celebrar. Por eso, el liberalismo mejor valorado en México es el del pasado, y en modo alguno el del presente y el futuro, es decir, el que pudiera defenderse en los proyectos reales de la política democrática. Véase la brillante formulación de esta idea en Aguilar Rivera, José Antonio, El fin de la raza cósmica: consideraciones sobre el esplendor y decadencia del liberalismo en México, México, Océano, 2001.

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Contamos con una excelente perspectiva para divisar el liberalismo mexicano. Conocemos su desenlace cronológico: el porfirismo. Sabemos de una eclosión liberal plena de sentido social: la Revolución Mexicana. Hemos presenciado, por último, intermitencias en la Revolución, que a algunos -no escasos ni poco valiososhan hecho creer que asistimos a la liquidación o terminación del proceso. Todo ello nos proporciona un magnífico mirador que puede conducirnos a que, estudiando el liberalismo mexicano, un pasado no tan lejano, demos salida a una presión histórica favorable para el futuro de México. Podemos ver el liberalismo mexicano en una magnitud nada desdeñable: medirlo no sólo como fenómeno ocurrido, sino en su significación y en su rendimiento3.

Es debido a esta interpretación, según la cual el liberalismo mexicano no sólo no se interrumpe con la Revolución de 1910-1917, sino que se prolonga y adopta con ella un sentido social, por lo que la Constitución de 1917 se convierte en un «monumento» capaz de transparentar el sentido histórico de la formación de la identidad política nacional. Como monumento, la Constitución se instala en el altar de una nueva religión civil, entendida no en el sentido rousseauniano de una compenetración entre el ciudadano y el orden del Estado o de la Civitas4, sino en un sentido similar al del catolicismo popular mexicano, en el que la ritualidad y la parafernalia simbólica sustituyen a la fe racional. Un monumento laico, ciertamente, pero atado a un discurso y una simbología propios del mundo religioso, más vinculados a la metafísica histórica que a la idea de una nación de ciudadanos. La Constitución, llevada al terreno de la extraña religión civil del nacionalismo revolucionario, aparece como un discurso sin límites y sin ataduras con los procesos políticos efectivos ni con los dilemas de su aplicación jurídica. La ideología del nacionalismo revolucionario celebra a la Constitución tanto como tiende a disecarla y, desde luego, menosprecia su fuerza legal imperativa. Pero la Constitución también ha sido bastante me3 Reyes Heroles, Jesús, El liberalismo mexicano, I. Los orígenes, México, F. C. E„ 1994, p. XIV. También existe la interpretación contraría, según la cual el régimen de la Revolución Mexicana no sólo no puede calificarse de liberal, sino que está construido sobre las base de la derrota de los partidos que en la década de los años veinte del siglo pasado privilegiaron la lectura liberal de la Constitución, como fue el caso del Partido Liberal Constitucionalista. Véase Cárdenas, Nicolás, La reconstrucción del Estado mexicano. Los años sonorenses (1920-1935), México, UAM-Xochimilco, 1992, pp. 39-49. Mi perspectiva está más cercana a esta segunda linea de interpretación. 4 Dice Rousseau: «Existe, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos deben ser fijados por el soberano no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales no se puede ser buen ciudadano ni subdito fiel.» El contrato social, Madrid, 1983, Sarpe, pp. 205-206.

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nos que un ordenamiento jurídico regular. Esta limitación reside en su incapacidad histórica para tutelar la existencia efectiva de un Estado de Derecho con un poder judicial autónomo y con una despolitización de la aplicación de la ley en los conflictos relevantes. En efecto, la poca fuerza imperativa de la Constitución dio lugar a que las prescripciones liberales fundamentales de división de poderes o de la organización federal del Estado fueran, a partir de la aparición del fenómeno del presidencialismo mexicano en los años treinta y hasta finales del siglo xx, prácticamente letra muerta. Por ello, la evaluación de la cultura constitucional debe implicar la formulación, por parafrasear a Norberto Bobbio, de una crítica a las «promesas incumplidas» de la Revolución Mexicana y del régimen político que de ella surgió5. El déficit democrático en México no puede explicarse por la ausencia de una Constitución, pero sí en gran medida por la constante subordinación del orden legal que ésta prescribe a las rutinas de un poder político concentrado en la larga experiencia del autoritarismo presidencialista del Partido Revolucionario Institucional y, desde luego, de sus formas organizativas previas6.

CONSTITUCIÓN E IDENTIDAD CONSTITUCIONAL

Una constitución es un organismo vivo, una construcción normativa (tanto en el sentido político como en el jurídico) en la que se encuentran y mutuamente se influyen la historia sociopolítica de una nación y la codifi-

5 Bobbio habla de las «promesas incumplidas de la democracia» como criterio para evaluar el fenómeno democrático en el siglo xx. Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, México, Fondo de Cultura Económica, 1987. También las promesas de la Revolución y la Constitución mexicanas podrían ser emplazadas a una confrontación con la historia política real del país en el siglo xx. 6 En 1929, como fórmula para resolver políticamente las luchas entre los diversos líderes revolucionarios, los caciques regionales y demás poderes fácticos, Plutarco Elias Calles funda el Partido Nacional Revolucionario (PNR). En 1938, bajo el gobierno de Lázaro Cárdenas, esta estructura política se convierte en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), cuyo rasgo distintivo sería la ordenación del partido en cuatro sectores corporativos: el obrero, el campesino, el popular y el militar. Luego, en 1946, durante el gobierno de Miguel Alemán, con la decisiva eliminación del militar como sector del partido, el PRM se transforma en el hasta ahora Partido Revolucionario Institucional (PRI). Este partido, con sus avatares nominales, gobernó la República desde 1929 hasta el año 2000. Aunque evidentemente se trata de tres formas partidistas distintas, teniendo cada una sus propias mutaciones internas, la historiografía las simplifica reduciendo todas al nombre de su última etapa, y lo hace, razonablemente en mi opinión, por la persistencia del fenómeno autoritario del presidencialismo a lo largo de ellas. Véase Meyer, Lorenzo, «El primer tramo del camino» y «La encrucijada» en VV AA, Historia general de México, Vol. 2, México, El Colegio de México, 1977, así como Carpizo, Jorge, El presidencialismo mexicano, México, Siglo XXI editores, 1983.

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cación precisa de los derechos y deberes de los ciudadanos que la componen. Es también un modelo o pauta que puede trascender las experiencias nacionales para construir programas normativos como el de la paz perpetua de Kant en el siglo xvni o el constitucionalismo global de Ferrajoli en nuestros días7. Por eso, una constitución no se reduce a su condición de código superior de leyes; es, también, un acuerdo político fundamental que estabiliza el conflicto social y adjudica posiciones relativas de poder, y es un crisol donde se decantan los valores públicos dominantes de una comunidad específica. Pero siendo o pudiendo ser todo eso, no deja de ser en ningún momento un código de leyes que exige rutas de concreción y rutinas de ejercicio judicial que aseguren su regularidad. En nuestros días, una constitución genuina es necesariamente democrática. El pensamiento constitucionalista contemporáneo considera constituciones legítimas sólo a aquellas que prescriben un régimen político de carácter democrático. Por ello, el constitucionalismo no acepta la legitimidad de las leyes que rigen a las sociedades autoritarias o totalitarias. Como señala Manuel Aragón: ... la democracia es el principio legitimador de la Constitución, entendida ésta no sólo como forma política histórica (...) sino, sobre todo, como forma jurídica específica, de tal manera que sólo a través de ese principio legitimador la Constitución adquiere su singular condición normativa, ya que es la democracia la que presta a la Constitución una determinada cualidad jurídica, en la que validez y legitimidad resultan enlazadas8.

Pero este principio democrático del concepto de Constitución es un principio «calificado» por exigencias liberales. Esto implica que si bien las constituciones de los países democráticos se legitiman por el principio de mayoría democrática que las sostiene, existe también un límite normativamente insuperable para la decisión de la mayoría, a saber, la preservación tanto de las garantías fundamentales de la persona como de la propia estructura democrática de la sociedad. Esta «calificación» liberal de la democracia es tan relevante que es posible entender el constitucionalismo, sin más, como una teoría de los límites del poder democrático. Jon Elster señala que:

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Véase, Kant, Inmanuel, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Crítica de la razón práctica, La paz perpetua, México, Porrúa, 1977; Ferrajoli, Luigi, «Más allá de la soberanía y la ciudadanía: un constitucionalismo global» en Carbonell, Miguel (comp.), Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, México, Porrúa e IIJ-UNAM, 2000. 8 Aragón, Manuel, Constitución y democracia, Madrid, Tecnos, 1989, pg. 27.

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... las constituciones cumplen dos funciones (que se solapan): proteger los derechos individuales y constituir un obstáculo a ciertos cambios que tendrían lugar si fueran del interés de la mayoría9.

En el mismo sentido, pero de una manera más enfática, Carlos Santiago Niño declara que: El sentido más robusto de constitucionalismo reclama no sólo la existencia de normas que organizan el poder y permanecen inalterables frente a los procesos legislativos, sino que también, y fundamentalmente, requiere de estructuras específicas de procedimiento y contenido de las leyes que regulan la vida pública10.

Por ello, es necesario insistir en que un régimen constitucional es un sistema de restricciones de cara a los riesgos de lo que, en el siglo xix, John Stuart Mili definiera como «tiranía de la mayoría»11. Por ello, un modelo razonable de constitución implica que ninguna mayoría, por abrumadora que sea, puede introducir cambios constitucionales que impliquen el desconocimiento o la suspensión de los derechos fundamentales de la persona o de los grupos minoritarios. Ninguna mayoría debe pisotear el «coto vedado» de los derechos fundamentales12. En este sentido, el constitucionalismo contemporáneo sólo tiene sentido sobre la base de una sólida combinación entre los derechos inalienables de la persona, el régimen democrático, la legitimidad política y la fuerza legal y coercitiva que hace valer estos principios en la práctica. Toda constitución es, no cabe duda, un punto de llegada y un punto de partida. Es, en cuanto punto de llegada, el resultado de profundas transformaciones sociales que pueden tener incluso dimensiones revolucionarias. El momento constituyente de una sociedad es siempre un hito histórico, una coyuntura decisiva donde se genera un nuevo equilibrio entre los actores políticos y donde, muchas veces, se asiste al deceso de un antiguo régimen que no puede sostenerse más. El momento constituyente, a través de la promulgación de una constitución, instaura un nuevo orden de cosas, define un

9 Elster, Jon, «Introducción» a Jon Elster y Ruñe Slagstad, (comps.), Constitucionalismo y democracia, México, F. C. E -Colegio Nacional de Ciencias Políticas y Administración Pública, 1999, pg. 35. 10 Niño, Carlos Santiago, La constitución de la democracia deliberativa, Barcelona, Gedisa, 1997, pp. 18-19. " Cfr. Stuart Mili, John (1859), On Liberty, en On Liberty and Other Essays, Oxford, Oxford University Press, 1991. 12 Para el concepto de «coto vedado», o derechos fundamentales blindados contra los vaivenes de la política regular, véase Garzón Valdés, Ernesto, Derecho y filosofía, Barcelona, Alfa, 1985 y Derecho, ética y política, Madrid, CEC, 1993.

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nuevo espacio para la acción de las fuerzas sociales y acota el terreno de la legalidad y la institucionalidad positivas. Por eso, los momentos constituyentes son escasos: convocan una energía social que destruye tanto como construye y que requiere ser encauzada a través de nuevas leyes e instituciones para alejarse del caos y el desorden que la amenazan de manera constante. Un congreso constituyente es, por ello, no un mero cuerpo colectivo redactor de leyes establecido mediante mecanismos convencionales, sino una representación extraordinaria con un alto nivel de legitimidad y portador de un programa y un consenso políticos no existentes con anterioridad. Pero más allá del momento fundacional está la regularidad constitucional. Tras la natural crisis de su alumbramiento, se instala poco a poco el funcionamiento de una sociedad que cuenta con un marco normativo que proporciona orientación para la vida social regular13. Contra lo que con frecuencia se pretende, esta regularidad constitucional no es necesariamente pasiva. Como ha señalado Bruce Ackerman, las reformas o enmiendas constitucionales son el mecanismo mediante el cual un poder legislativo y (en los casos en que existe la llamada «revisión judicial») una Suprema Corte son capaces de dar expresión normativa a las transformaciones históricas de una sociedad democrática sin tener que acercase a los dilemas de la fundación o refundación constitucional14. En este sentido, las enmiendas constitucionales vienen a completar o actualizar los propósitos sociales ya expresados en el momento fundacional o a reformular algunos de ellos cuando los nuevos consensos de la ciudadanía ya los han hecho obsoletos. Todo esto sin una transformación revolucionaria de las estructuras políticas existentes o sin abrogaciones totales. No obstante, como he señalado antes, existe un límite objetivo para la acción de la mayoría sobre una constitución y, en el caso de las constituciones escritas, respecto de las enmiendas que pueden hacerse a un texto constitucional. La estructura garantista y democrática de una constitución no puede ser alterada sin negar la existencia misma de un régimen democrático y constitucional. Por su propio sentido normativo, la cancelación por mayoría de derechos fundamentales implica no un proceso de enmienda, sino uno de destrucción constitucional. Una constitución es también un proyecto. En ella se contienen tanto la idea de sociedad a la que un Estado aspira como los modelos de resolución de conflictos que ha decidido privilegiar. En este otro sentido es también

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Una explicación de esta peculiar dialéctica entre promulgación de las leyes y acatamientos de las mismas en el horizonte constitucional (actos per lege y sub lege, respectivamente), está en Bobbio, Norberto, El futuro de la democracia, México, F. C. E., 1986. 14 Ackerman, Bruce A., Social Justice in the Liberal State, Yale University Press, 1981, pp. 29-32.

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una entidad dinámica. El marco constitucional no es sólo un espacio de resolución de conflictos y disputas en última instancia, sino también, y sobre todo, una plasmación del tipo de sociedad y del modelo de justicia que una comunidad política desearía ver concretados. Pero las posibilidades de concreción de este proyecto exigen que la Constitución no sólo sea capaz de generar los órganos e instituciones que la salvaguarden y hagan valer, sino también, y sobre todo, que sus valores y principios se interioricen en la comunidad política como una fuente generadora de la identidad pública de la ciudadanía y de la cultura política. Por ello, a esta visión normativa de la constitución debe añadirse el supuesto de que la lealtad social a la Constitución o alguna forma fuerte de apego, defensa o compromiso con ella es un requisito inexcusable para la normalidad de una sociedad democrática. Esta lealtad no es vista como un mero sentimiento subjetivo, espontáneo o voluntarista, sino como un rasgo característico de la cultura política de lo que Popper llamaba una sociedad abierta15. Como forma de la cultura política, el apego a los valores y normas de una constitución admite registros empíricos de distinta índole y proyecciones respecto de sus posibilidades de avance o retroceso. La lealtad constitucional es, así, mensurable y en alguna medida susceptible de convertirse en meta de algunos proyectos políticos y estrategias institucionales. Pero en el caso de este trabajo lo que interesa no es la determinación de las actitudes concretas respecto de la Constitución, sino sus rasgos generales y su cadencia histórica. La mencionada lealtad es la que posibilita el compromiso de los principales actores políticos de ajustar sus estrategias y acciones a un orden constitucional común, pero también es la que, en una forma más extensa y bajo la figura de la cultura política, garantiza la generación de una identidad constitucional en las capas mayoritarias de la ciudadanía. Tal lealtad es la forma práctica y material de la legitimidad propia de las democracias constitucionales. Es precisamente esta lealtad como rasgo socialmente extenso lo que ha fallado en la conformación de la cultura política del México del siglo xx y lo que constituye una de las principales asignaturas pendientes de la agenda pública del país para el siglo xxi. En el discurso filosófico, Jürgen Habermas ha avanzado en la conceptualización de la relación simbólica entre la estructura político-jurídica de la Constitución y las evaluaciones y orientaciones de los ciudadanos respecto de las cuestiones públicas. El patriotismo de la Constitución es un

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Karl Popper señalaba que lo característico de una sociedad democrática es la atmósfera de libertad e igualdad en que viven sus ciudadanos, el respeto a los derechos de los individuos, una ideología humanitaria y la existencia de un método democrático que permite el logro de reformas sociales y el cambio de gobernantes de manera pacífica. Cfr. The Open Society and its Enemies, Vol. 1, London, Routledge, 1991, pp. 4, 173, 174 y 183.

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término provocador utilizado por el filósofo alemán en aras de ofrecer una alternativa al supuesto, defendido por Charles Taylor, de que la identidad grupal como una forma de lealtad simbólica tiene su fundamento en la etnia o el grupo de ascendientes16. Y digo «provocador» porque Habermas resignifica el concepto de patriotismo, tradicionalmente vinculado a la idea de la pertenencia étnica o histórica (es decir, a los términos teóricamente abonados por Taylor), para formularlo como el contexto moral y político de los motivos, intenciones y actitudes de una comunidad no étnica de ciudadanos que se consideran recíprocamente como libres e iguales. Dice Habermas: ...una cultura política, para que en ella puedan echar raíces los principios constitucionales, no necesita en modo alguno apoyarse en una procedencia u origen étnico, lingüístico y cultural común a todos los ciudadanos. Una cultura política liberal sólo constituye el denominador común de (o el medio cívico-político compartido en que se sostiene) un patriotismo de la Constitución (...). Tenemos, pues, que la ciudadanía democrática no ha menester quedar enraizada en la identidad nacional de un pueblo, pero que, con independencia y por encima de la pluralidad de formas de vida culturales diversas, exige la socialización de todos los ciudadanos en una cultura política común11.

El sentido de lealtad a los principios constitucionales por parte de los ciudadanos se concibe como un rasgo de la cultura política que debe predominar en una sociedad pluralista. Así, la existencia material de los valores constitucionales no se refiere sólo a los proyectos, discursos e ideología de la esfera estatal, sino también, y sobre todo, al ambiente cultural en que se socializan los individuos. Acaso lo más relevante de este argumento sea que la lealtad a la Constitución se postula como un modelo normativo alternativo a las identidades fundadas en la sangre, la tierra, la historia común y la lengua. La vigencia material y cultural de la Constitución se explica, bajo esta perspectiva, por su relación con la motivación social para aceptarla. Así, la Constitución se convierte en una estructura simbólica que proporciona, como otras formas relevantes de identidad social, razones para la acción que son vistas como inmanentes por sus actores. El que el patriotismo de la 16 Véase, Habermas, Jürgen, Facticidady validez, Madrid, Trotta, pp. 628 y 635. La noción de identidad de Charles Taylor está explícita en los siguientes textos: «The Politics of Recognition» en Amy Gutmann (comp.), Multiculturalism. Examining the Politics of Recognition, New Jersey, Princeton University Press, 1994 e «Identidad y reconocimiento» en Revista Internacional de Filosofía Política, 7 (mayo de 1996). 17 Habermas, J„ op. cit., pg. 628.

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Constitución, como forma precisa de una identidad constitucional, proporcione razones inmanentes para la acción, permite concebirla como una fuerza social tan poderosa como la pasión nacionalista o los sentimientos vinculados a la identificación étnica. En la obra de John Rawls pueden encontrarse también algunos aportes significativos para la conceptualización de la identidad constitucional. En efecto, en el proceso de construcción de su teoría del liberalismo político, que se sustancia en la búsqueda de principios contractuales de justicia bajo el supuesto de un ambiente social caracterizado por la existencia de una cierta cantidad de doctrinas filosóficas, morales o religiosas que, siendo razonables, son tan diferentes como irreductibles entre sí, Rawls se ve llevado a la construcción del concepto de «consenso constitucional»18. Es necesario señalar que esta forma de consenso no es, para Rawls, el punto de equilibrio óptimo para alcanzar la estabilidad por buenas razones en el horizonte de una sociedad pluralista. Sin embargo, el logro de dicho ideal de estabilidad pasa por el momento de un consenso constitucional. Para Rawls, la formación del consenso constitucional equivale a la generación de una lealtad social hacia la Constitución que tiende a fijar o perpetuar valores liberales en el marco de la cultura pública de una sociedad democrática. Así: Cuando los principios liberales regulan con efectividad las instituciones políticas básicas, cumplen con tres requisitos de un consenso constitucional estable. Primero (...) los principios liberales cumplen el urgente requerimiento político de fijar, de una vez por todas, el contenido de ciertas libertades y derechos políticos básicos, y de asignarles una prioridad especial. (...) El segundo requisito de un consenso constitucional estable está conectado con el tipo de razón pública que involucra la aplicación de los principios liberales de la justicia. (...) El que sea cumplido el tercer requisito del consenso

18 El origen de este concepto está en la crítica de Kurt Baier a la primera formulación de la teoría rawlsiana del «consenso traslapado o por superposición». Según Baier, el ideal de estabilidad social pretendido por Rawls no requiere la figura de un consenso moral como el superpuesto, y puede alcanzarse mediante el consenso, más probable en el orden de la política práctica, alrededor de los principios y valores de la Constitución. Rawls aceptaría sólo parcialmente la crítica de Baier e introduciría la noción de consenso constitucional como fase normativa previa al consenso traslapado, mismo que, a la postre, se mostraría como continuidad y superación de aquél. Véase Baier, Kurt, «Justice and the Aims of Political Philosophy», Ethics, 99, julio de 1989. La propuesta original de Rawls aparece en «The Idea of an Overlapping Consensus», Oxford Journal of Legal Studies, 7 , 1 , 1 9 8 7 ; y la versión «revisada» en Political Liberalism, New York, Columbia University Press, 1993, pp. 158-168. Para una evaluación general de la teoría rawlsiana del liberalismo político, véase Rodríguez Zepeda, Jesús, La política del consenso: Una lectura crítica de El liberalismo político de John Rawls, Barcelona, Anthropos, 2003.

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constitucional estable depende del éxito de los dos anteriores. Las instituciones políticas básicas que incorporan estos principios y la forma de la razón pública mostrada en su aplicación (cuando trabajan efectiva y exitosamente durante un periodo sostenido de tiempo) tienden a estimular las virtudes cooperativas de la vida política19.

Los criterios rawlsianos del consenso constitucional nos permiten idealmente identificar las formas prácticas de la lealtad social a una Constitución. Si, en primer lugar, la Constitución logra «blindar» los derechos y libertades básicas de una sociedad democrática (que en el propio recuento rawlsiano se identifican con los llamados derechos civiles, los derechos políticos de corte democrático, las protecciones del Estado de derecho y el acceso a las oportunidades sociales)20, habrá logrado la victoria política de «proteger» o «blindar» los principios constitucionales básicos respecto de la agenda política regular. Este blindaje es un triunfo consensual que genera certidumbre social, toda vez que los ciudadanos tienen la seguridad de que los fundamentos de su sociedad democrática no están en riesgo en cada cambio de legislatura o de gobierno. En segundo lugar, el consenso constitucional se identifica con la creación de un circuito de «razón pública», es decir, de un espacio de argumentación política que obliga a los políticos y a los responsables de ramas del Estado a proponer y justificar sus acciones siguiendo criterios reconocidos del debate público y reglas objetivas para evaluar datos y evidencias. Este segundo elemento instala en la vida social la seguridad de que los actores políticos, cuando se refieren a principios de justicia y fundamentos constitucionales, argumentan según criterios políticos públicos y no desde su parcial visión del mundo, sea ésta filosófica, moral o religiosa. Éste sería también un freno normativo para la frivolización de los asuntos centrales de la vida pública. Para Rawls, finalmente, el cumplimiento continuo de estas condiciones políticas alienta en los ciudadanos las virtudes de la razonabilidad, el sentido de la justicia, la disposición a encontrar soluciones negociadas y el deseo de cooperar unos con otros bajo condiciones que sean públicamente aceptadas. La lealtad política hacia la Constitución, ya sea que se contemple como una forma del patriotismo constitucional de Habermas o como una actualización del consenso constitucional de Rawls, puede pensarse como la interiorización moral del pluralismo, la democracia, los derechos humanos y las reglas del «debido proceso» por parte de la ciudadanía y de las elites políticas. Esta lealtad, que concebimos como la forma de existencia práctica

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Rawls, John, Political Liberalism, pp. 161-163. Cfr. ibid, pg. 6 y A Theory of Justice, Oxford, Oxford University Press, 1973, pg. 61.

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de la legitimidad en una sociedad democrática, es el vínculo orgánico entre, por una parte, una ciudadanía que reconoce en el orden constitucional la legitimidad del régimen político que la rige y, por otra, los poderes públicos y la acción institucional que son establecidos al amparo de esta legitimidad. En consecuencia, el contenido de la identidad constitucional ha de leerse en los discursos e instituciones que alimentan una cultura política democrática, es decir, como presencia socialmente extensa de la lealtad constitucional. Así, ser leal con un orden constitucional significa no sólo aceptar explícita o implícitamente la normatividad positiva que se deriva de ese texto fundamental, sino también participar en un consenso social acerca de las tareas, prioridades y valores compartidos por una sociedad democrática. Este modelo normativo de identidad constitucional expresa experiencias y programas políticos de distintas democracias constitucionales, pero no pretende describir a ninguna en particular. Nos sirve, pensando en el caso mexicano, para evaluar la distancia entre el ideal de lealtad constitucional y la función real que la Constitución ha desempeñado en esta sociedad. Nos sirve, en suma, para evaluar de manera abstracta la materialidad de nuestra identidad constitucional.

L o s AVATARES DE LA CONSTITUCIÓN

Los avatares de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos son innumerables. Acaso su principal problema, aunque sin duda no el único, sea la escasa fuerza normativa que posee y la debilidad del Estado de derecho que debería amparar. Esta debilidad está causalmente relacionada con su largo periodo de convivencia (y de connivencia de algunos de sus teóricos y divulgadores) con el régimen de presidencialismo autoritario que predominó en México durante la mayor parte del siglo xx21. La debilidad de nuestra Constitución no es un resultado aleatorio. En realidad, buena parte del luengo trabajo del presidencialismo autoritario en México consistió en eliminar la efectividad constitucional y en disminuir casi hasta la desaparición las condiciones de lealtad constitucional que la debían haber legitimado. En su funcionamiento legal, las instituciones de la nación debían haber quedado sujetas al modelo constitucional que se estableció en 1917. Aunque decirlo nos lleve a un lugar común en las evaluaciones de la histo-

21 Una brillante crítica a las interpretaciones académicas y políticas de la Constitución que la pusieron en sintonía con el régimen autoritario está en Cossío, José Ramón, «La teoría constitucional moderna (Lecciones para México)» en Metapolítica, 15, vol. 4, julio-septiembre de 2000.

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ría mexicana, la Constitución de 1917 formuló un modelo normativo muy avanzado para su época y que cumple discursivamente con las exigencias que podría hacer el constitucionalismo de nuestros días, es decir, con el garantismo, la división de poderes, la definición democrática de la estructura del Estado e incluso con la prescripción de una forma de gobierno republicana. Además, tiene la virtud de haber constitucionalizado demandas sociales como las relativas al trabajo, a la educación pública y a la propiedad de la tierra22. Empero, el proyecto normativo en ella contenido no sólo no se concretó de manera estructural, sino que fue abiertamente contradicho por la experiencia del autoritarismo priista. Un autoritarismo que canceló garantías individuales cuando lo juzgó necesario, que subordinó ante el omnipotente Poder Ejecutivo a los poderes Legislativo y Judicial y que controló de manera facciosa e ilegal los procesos electorales. Es cierto que toda constitución alberga una serie de principios normativos que no son metas establecidas con precisión, sino ideas regulativas que pocas veces pueden ser plenamente satisfechas, pero también es cierto que en la historia política del México posrevolucionario no se logró que la Constitución tuviera siquiera una autonomía mínima para fortalecer los elementos de legalidad y democracia que en ella misma se definen como esenciales para la estructura del Estado. Por ello, no es un hecho fortuito que la esfera constitucional haya perdido su capacidad normativa (en el sentido jurídico) frente al pilar real de la reconstrucción del Estado mexicano tras la Revolución: el presidencialismo. En efecto, las dos principales herencias de la Revolución Mexicana, la Constitución y el Partido Nacional Revolucionario, generaron un sistema político contradictorio y lastrado por graves problemas institucionales que sólo se hizo funcional en la medida en que, sobre todo a partir de la década de los cuarenta, subordinó tanto el conjunto de poderes públicos como los criterios constitucionales al poder de la figura presidencial23. El partido político que gobernó al país durante siete décadas ha mantenido una relación perversa con la Constitución. Por un lado la ha instalado como uno de los recursos simbólicos de su legitimidad, la ha celebrado y la

22 Don Jesús Silva Herzog, en su Breve historia de la Revolución Mexicana, Vol II, La etapa constitucionalista y la lucha de facciones, México, F. C. E., 1960, señala que la mayor originalidad de la Constitución reside en sus artículos sociales: el 3 o , relativo a la educación pública, laica y gratuita, el 27°, que ordena la restitución de las tierras a las comunidades tradicionales y valida la ñgura de propiedad comunal del «ejido», el 28°, que prohibe los monopolios, y el 123°, que introduce los derechos laborales. Véanse las pp. 303-341. 23 Daniel Cosío Villegas, en su precursor y brillante libro El sistema político mexicano (México, Editorial de Joaquín Mortiz, 1972), señalaba que las «dos piezas centrales» del régimen político en México eran «la Presidencia de la República» y «el Partido oficial». Véanse pp. 22-52. Desde luego, dejaba fuera a la Constitución.

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ha convertido en una pieza clave de su retórica; por otro lado, sin embargo, ha desatendido con regularidad, aunque con distintos acentos según la época, sus prescripciones acerca de las garantías de la persona, la democracia, la separación de poderes y las obligaciones gubernamentales acerca de la justicia social. Tras su pérdida del poder federal en el año 2000, el discurso priista sobre la Constitución no ha variado significativamente. En su prolongada existencia, el priismo logró sobrevivir sobre la base de un vaciamiento constante de la fuerza normativa (en el sentido jurídico) de la Constitución. En efecto, aunque el régimen autoritario instaló y promovió una ritualización y una parafernalia propias de la Constitución (y esto es lo que hizo pasar, mediante los aparatos ideológicos del Estado, por una cultura o identidad constitucional), en realidad alejó los contenidos de la Constitución del debate público y los hizo ajenos a los criterios de gobierno y, sobre todo, de impartición de justicia. Esta visión gubernamental de la Constitución, que la fetichizaba al tiempo que secaba su savia normativa, encontró un poderoso aliado en numerosos constitucionalistas que, al asumir lecturas como la del decisionismo de corte schimittiano, contribuyeron a interpretar la Constitución como un documento más expresivo de la historia nacional y condensador de sus grandes decisiones que como un aparato de normas que se podía discutir, criticar y reformar desde criterios razonables y con el recurso a métodos democráticos. Tomemos unas líneas de un acreditado constitucionalista mexicano como un ejemplo muy claro de esta lectura de la Constitución como monumento inmune al debate social y a la política efectiva: En 1917, y durante los años que inmediatamente le siguieron, las ideas avanzadas de la Constitución pertenecían a una minoría; una decisión democrática les hubiera sido desfavorable. Hay, pues, que convenir en que la Constitución de 17 fue en sus orígenes una Constitución impuesta. Pero más tarde la paz se organizó de acuerdo con esa Constitución; su vigencia nadie la discute, sus preceptos están a la base de toda nuestra estructura jurídica y son invocados para justificar o combatir los actos de los gobernantes. La Constitución impuesta ha sido, de ese modo, ratificada tácitamente por el pueblo mexicano y reconocida como su ley suprema por los países extranjeros1*.

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Tena Ramírez, Felipe, Derecho constitucional mexicano, México, Porrúa, (I a . Edición: 1944), 1987, pp. 73-74. En consonancia, Ignacio Burgoa argumenta que «Nuestra Ley Fundamental vigente es el instrumento jurídico dinámico para la consecución de la reforma social que preconiza la Revolución, pero desde que se expidió y a través de las modificaciones que en el decurso del tiempo se le han introducido, ha respondido generalmente a las transformaciones sociales, económicas y culturales que ha operado la evolución misma del pueblo mexicano.» en Derecho constitucional mexicano, Porrúa, México, 1973, pg. 307.

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Lo que destaca de esta interpretación es la identificación de una vigencia prolongada de la Constitución (que en todo caso fue más formal que material) con un proceso tácito de legitimación que sustituye al debate abierto acerca de su funcionalidad, eficacia y pertinencia social. También está presente en la interpretación un argumento que sería crucial para la justificación del régimen priista, a saber, el de que la estabilidad social del Estado emanado de la Revolución mexicana es una garantía de la justicia de sus cimientos políticos y jurídicos. A fin de cuentas, debido a que la Constitución recibe por parte del autoritarismo un trato de «monumento» puede devolverle a éste un criterio de legitimidad política. Precisamente por la manera en que este tipo de interpretaciones de la Constitución permeó la cultura política mexicana y se convirtió en un recurso para validar al partido hegemónico en el poder, se hace necesaria una revisión de la estrategia discursiva del grupo dominante de los constitucionalistas mexicanos. Por eso, la crítica que ha hecho José Ramón Cossío a estas interpretaciones es de enorme importancia: Si la Constitución, en síntesis, era producto de una decisión tomada por una voluntad y esa voluntad se mantenía viva y actuaba a través de las normas constitucionales, no había otro remedio que aceptar las decisiones de tal voluntad. Igualmente, al identificarse y aceptarse tal voluntad, no era relevante el estudio normativo de la Constitución de 1917, pues éste era puramente «formal» y «superficial», en tanto no podía captar la esencia del pueblo mexicano cuya voluntad había dado lugar a la Constitución. Por el contrario, lo verdaderamente determinante era captar esa esencia, esa sustantividad y, a partir de ahí, realizar el estudio e interpretación de las normas constitucionales25.

El resultado de esta lectura esencialista y voluntarista de la Constitución, construida conjuntamente por políticos y académicos, no fue, desde luego, la expansión de una cultura democrática de la Constitución entre la ciudadanía y las elites gobernantes, sino más bien la exacerbación del respeto retórico a este documento como parte esencial del repertorio ritual del nacionalismo mexicano del siglo xx. Así, resulta que nuestra Constitución no sólo

25 Cossío, José R., «La teoría constitucional moderna (Lecciones para México)», op. cit., pg. 119. En la misma línea, Jesús Silva Herzog Márquez señala que «entendida como decisión, la Constitución mexicana es analizada como un acto de voluntad del soberano, como una determinación política, no como un principio normativo que deslinda con claridad lo que es políticamente posible de lo que es jurídicamente lícito. La adhesión teórica no es inocua: disuelve la norma en voluntad del poderoso. De esta manera, aunque suene paradójico, la Constitución sobrepolitizada se convierte en Constitución inerme.» Diálogo y Debate, 11, enero-marzo de 2000, pg. 15.

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es una entidad débil e incapaz de generar la lealtad política ciudadana que haría efectiva su capacidad regulativa y transformadora de la vida social, sino que también se encuentra ayuna de un debate constitucional serio en cuanto a su capacidad normativa (jurídica) real, a los criterios de su posible reforma y a su conexión con un modelo político que debería transparentarse en ella. Paradójicamente, el proceso de construcción del «monumento» constitucional en México estuvo acompañado de una gran capacidad de enmendar su redacción. Desde su promulgación, la Constitución ha experimentado, según el registro que hace el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, ciento cincuenta y tres reformas, aunque como muchas de ellas implican más de un cambio específico, se puede hablar de más de quinientas modificaciones al texto constitucional original26. Estoy muy lejos de sostener que la Constitución debiera ser un texto intocable y permanecer al margen de las transformaciones sociopolíticas de la nación. Sin embargo, más allá de algunas reformas que son del todo justificadas, muchas de las enmiendas constitucionales se han realizado para desahogar conflictos del Gobierno y no del Estado, para recompensar a los participantes en acuerdos políticos o para favorecer o bloquear a personas con nombre y apellido27. Lo cierto es que la Constitución, abrumada por la estructura política del presidencialismo, no pudo quedar al margen de las luchas coyunturales por el poder y, sobre todo, fue incapaz de perfilar su capacidad normativa (jurídica) de acuerdo con la estructura del Estado democrático, y no según los proyectos de corto o mediano plazo de los ocupantes en turno del poder. En la medida en que muchas negociaciones políticas de la política autoritaria incluían con frecuencia en su menú de opciones al-

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Aunque, desde otro punto de vista, esta alta cantidad de enmiendas no debería ser alarmante. Algunos juristas mexicanos han puesto el grito en el cielo al contrastar esta cantidad superlativa con las veintisiete enmiendas operativas de la Constitución de los Estados Unidos de América. Olvidan, sin embargo, que esta otra Constitución también se enmienda de manera indirecta por vía de las Actas de estatuto federal y de las resoluciones de su Suprema Corte de Justicia. 27 Un solo ejemplo puede ilustrar este uso faccioso de la enmienda constitucional en México: el de la última reforma al Artículo 58°, que establece las condiciones de elegibilidad para el Senado de la República. Aunque no existía una demanda social al respecto ni ningún movimiento político que la tuviera como prioridad, en julio de 1999 el Congreso de la Unión, de mayoría priista, acordó rebajar la edad obligatoria para ser Senador de la República de 30 años a la de 25. La razones del cambio fueron un acuerdo de alianza entre el PRI y el Partido Verde Ecologista de México respecto de procesos electorales locales en el Estado de México y el deseo del líder de este último partido de que su hijo, entonces diputado y lejano todavía a los treinta años, pudiera aspirar a una senaduría en las elecciones federales del año 2000. Actualmente, el delfín «ecologista», ahora ascendido a líder del partido fundado por su padre, es Senador para el periodo 2000-2006.

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gún tipo de reforma constitucional, lo que se terminó por devaluar fue la importancia de la idea misma de cambio o reforma constitucional. La Constitución ha sido maltratada y subestimada. Se la ha debilitado no sólo a través del presidencialismo, sino también a través de la escasa eficacia institucional de los poderes e instituciones que deberían defenderla, fortalecerla y hacerla valer. La debilidad y carencia de certidumbre del Estado de derecho en México es el resultado, entre otras cosas, de la enorme facilidad con que se rechazan los principios constitucionales cuando estos no coinciden con los intereses políticos o económicos dominantes, cosa que sucede con una gran frecuencia. No obstante, esta Constitución tan débil y lastrada por los ataques de los poderes fácticos ha sido capaz de amparar cambios decisivos para la vida pública de México en el último tramo del siglo xx. La estructura constitucional bajo la que vivimos ha sido suficientemente flexible como para permitir el necesario cambio en las reglas efectivas de la política nacional, al grado de haber amparado una transición democrática sin graves rupturas sociales ni estallidos masivos de violencia. En efecto, el largo proceso de transición democrática en México se sustanció en una serie de enmiendas constitucionales que ampararon la generación de legislación específica y de instituciones públicas «autónomas» capaces de regular la competencia electoral con crecientes limpieza legal y certidumbre. La transición mexicana a la democracia que (si se acepta una interpretación gradualista) tuvo su despliegue durante casi tres décadas, no generó, como sucedió en transiciones como la española o la chilena, las condiciones para una nueva constitución, sino que ella misma se desarrolló sobre la ruta legal de la constitución existente. Es cierto que, tras el tránsito democrático, hemos arribado a una democracia que sólo puede calificarse como de baja calidad, es decir, a un sistema representativo todavía influenciado fuertemente por la inercia del autoritarismo priísta e incapaz de funcionar sobre la base de acuerdos de Estado y consensos de largo aliento entre las mayores fuerzas políticas del país. Pero también es cierto que las reformas constitucionales, a cuya sombra se han formado instituciones electorales más objetivas e imparciales que las que existían antes, han permitido procesar una conflictividad política que, de haberse vertido en otras vías, hubiera tenido efectos devastadores para el país. No se puede negar que la mayor debilidad de nuestra Constitución reside en su lejanía con las prácticas efectivas del poder. No obstante, la existencia de esta brecha no debería llevarnos a aceptar mecánicamente que ello invalida su potencial normativo. Desde luego, la fragilidad de una identidad constitucional en México no puede ser compensada con llamadas sentimentales o retóricas a la obediencia y lealtad constitucionales, pero la clarificación de las reglas del juego político y las buenas notas de la Constitución respecto del proceso de resti-

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tución de derechos políticos en México permite avizorar algún futuro para esta necesaria estructura normativa. Resulta claro que, tras la alternancia en el poder presidencial, es necesario construir los acuerdos políticos necesarios para generar la solidez constitucional que tanto echamos de menos, y ello será posible sólo si los actores políticos cruciales son capaces de avanzar en la vía de consensos de Estado necesarios para acercar la letra de la Constitución al funcionamiento efectivo de las leyes positivas que ampara y al rendimiento social de las instituciones públicas que prescribe. La tarea de la democracia mexicana, en este sentido, es la de construir un nuevo contrato social constitucional que tenga, por su capacidad normativa y por su eficacia en la regulación de las instituciones y la impartición de justicia, la posibilidad de hacer crecer esa forma práctica de la legitimidad que es la lealtad social a la Constitución. Un nuevo contrato social constitucional podría darse con la convocatoria a un nuevo Congreso Constituyente. Si las condiciones políticas hicieran improbable tal convocatoria, tal vez la salida sería un proceso de (para usar términos de José Ramón Cossío) «resignifícación» de la Constitución. En todo caso, el que este nuevo contrato social constitucional adquiera la forma de la promulgación de una nueva Constitución o de la resignificación de la actual no es una cuestión que se pueda decidir desde la teoría. La elección de alguna de estas opciones, e incluso la decisión de permanecer en la inercia ahora privativa, sólo puede ser resultado de la acción de los grupos políticos y de la presión social.

¿ H A Y UNA NUEVA CONSTITUCIÓN EN NUESTRO FUTURO?

Históricamente, la ley ha sido vista en México por los propios ciudadanos como algo impuesto desde arriba, como algo ajeno a las prácticas sociales cotidianas. Sin duda, esta percepción arraigada en el imaginario colectivo tiene que ver con el hecho de que todas nuestras Constituciones han sido producto de una asonada o de una victoria militar: la Constitución de 1824 fue la proclama política de quienes habían derrotado y derrocado al autonombrado emperador Agustín de Iturbide. En el Congreso Constituyente de 1856-57, no hubo espacio para quienes no se afiliaran a las triunfantes facciones liberales, y gran parte de sus contenidos era una revancha contra el régimen conservador derrocado. La Constitución que rige ahora a México, promulgada por un Congreso Constituyente que trabajó entre 1916 y 1917, fue el resultado de un debate muy profundo y socialmente sensible, pero allí no cupieron los representantes de los grupos de Pancho Villa o de Emiliano Zapata y, mucho menos, los resabios del antiguo régimen de Porfirio Díaz. La Constitución, concebida como el programa de los vencedores, fue fra-

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guada por los grupos del llamado Constitucionalismo, algunos de los cuales naufragarían política y militarmente en la agitada década de los años veinte. Pero la idea de una Constitución incluyente ha tenido una nueva proyección a la luz del proceso de democratización. La confirmación de la normalidad democrática dada por la alternancia presidencial del año 2000 ha supuesto un nuevo debate sobre el sentido y vigencia de la Constitución mexicana. Como señala Silva Herzog Márquez: ... lo que observamos estos días es el despertar de la siesta constitucional. Los controles políticos empiezan a activarse, el Congreso se levanta como barrera efectiva al poder presidencial, la judicatura adquiere una centralidad desconocida en buena parte del siglo, el federalismo cobra una vitalidad extraordinaria. Así, el despertar de ese letargo significa el redescubrimiento de la Constitución29.

La ausencia de las condiciones necesarias para una nueva constitución puede ser coyuntural o de largo plazo. Por ello, varias rutas se plantean como posibles para avanzar hacia el modelo de Constitución incluyente que exige el nuevo momento democrático. El propio Silva Herzog Márquez argumenta que no es necesario hacer equivalente el proyecto de la reforma constitucional al reclamo de una nueva Constitución, y agrega que es posible una «adecuación» de la ley fundamental a las condiciones del pluralismo29. José Ramón Cossío señala que una nueva Constitución o la resignifícación de la actual exige precisar los supuestos a partir de los cuales pretende construirse esa Constitución, así como la representación que de la misma quiera hacerse, es decir, señala como requisitos traer a la luz la vinculación de la Constitución con el régimen democrático y lograr un consenso acerca de su naturaleza normativa jurídica para poder superar la visión esencialista de la Constitución, que tanto daño causó a la construcción del Estado de Derecho30. Jorge Carpizo argumenta a favor de una «Constitución renovada» en la que tengan cabida nuevos pesos y contrapesos políticos y figuras como el referéndum y la iniciativa popular. Pide, además, dar una oportunidad a la Constitución actual, ahora que «comienza a funcionar como siempre debió haber funcionado»31. Desde otra perspectiva, Miguel Carbonell aboga por avanzar en la discusión y aplicación nor-

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Silva Herzog Márquez, Jesús, «La Constitución como proyecto», op. cit., pg. 16. lbid., pg. 18. 30 Véase Cossío, José Ramón, «La teoría constitucional moderna (Lecciones para México), op. cit. 31 Carpizo, Jorge, «Reformar o reemplazar. Constitución nueva o Constitución renovada», Etcétera, 331, 1999. 29

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mativa de derechos a favor de la igualdad y contra la discriminación que ya están en el texto constitucional32. Todas estas rutas exigen un debate público y el uso de una razón dialógica que no ha acompañando a la formación de la frágil cultura constitucional en México. Exige también el desarrollo de un debate constitucionalista en el horizonte de una desmitificación de la Carta Magna, y exige, desde luego, la construcción colectiva de una nueva cultura de la legalidad y el respeto a los derechos humanos. En el debate del futuro de la Constitución, varios líderes políticos, democráticos y no democráticos, han propuesto en los últimos tiempos una nueva Carta Magna. No es mi interés, por supuesto, personalizar esta discusión, sino entrar en la discusión de este argumento. Más allá de los problemas de teoría jurídica, que no son cosa menor —¿el Congreso constituyente sería uno elegido por vía convencional y luego autoproclamado como fundador o sería necesaria la convocatoria a un Congreso Constituyente? ¿puede convocarse a una nueva Constitución desde las estipulaciones de la actual o hay primero que derogar ésta?, etcétera— está el problema político presente en cualquier convocatoria de este tipo. En efecto, un pacto constitucional (lo más parecido que existe en la realidad a la idea clásica del contrato social) requiere un amplio y mayoritario acuerdo entre las principales fuerzas políticas del Estado mexicano. Nuestra pregunta no sería ni siquiera si existe una fuerza política capaz de generar ese nivel de consenso, sino simple y sencillamente si ahora y en los años por venir existirá la disposición entre las fuerzas políticas para alcanzar los acuerdos propios de un nuevo pacto constitucional. Pero ello no debe significar el abandono de los intentos de reforma mayor de la Constitución. Ahora, por primera vez en la historia mexicana, estamos ante la oportunidad de «resignificar» nuestra ley suprema como efecto de consensos democráticos. Se trata de una tarea dialógica en la que podría estar representada buena parte de la pluralidad nacional, sin exclusiones significativas. Un proceso de cambio constitucional en el que participase el conjunto de las fuerzas políticas tendría un enorme valor en la construcción de la legitimidad que el orden jurídico requiere para ser efectivo, pues no hay Estado capaz de hacer cumplir la ley si ésta no es percibida por la ciudadanía no sólo como un marco justo para la convivencia pacífica, sino como manifestación pública de una serie de valores que concibe como propios. Esa es la gran oportunidad que abre la democratización en curso y sería un buen puerto de llegada para la ya demasiado larga transición mexicana a la

32 Véase Carbonell, Miguel, La Constitución en serio. Multiculturalismo, rechos sociales, México, Porrúa-UNAM, 2001.

igualdad y de-

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democracia. Sólo entonces aparecería la ventana de oportunidad para dar concreción a esa identidad esquiva de la Constitución que aquí hemos venido rastreando. En la historia de México, nuestras constituciones han sido siempre el resultado de movimientos revolucionarios. No obstante, bajo el paradigma democrático, ahora tenemos la posibilidad de pensar en un programa de transformación constitucional sobre la base de consensos y no de la destrucción entre los actores políticos. Porque eso es lo que da la política democrática: oportunidades, no seguridades. Y la identidad constitucional en México es una oportunidad democrática.

IV. LA METRÓPOLIS POST-IMPERIAL

España y su laberinto identitarie)

José Alvarez Junco Los estudios publicados en las últimas décadas sobre el tema de la construcción de identidades nacionales, como los de Ernest Gellner o Eric Hobsbawm, convertidos rápidamente en clásicos, han tendido a tomar sus ejemplos de Estados recientemente formados, post-coloniales o post-revolucionarios, que necesitaron socializar a sus ciudadanos en una nueva «comunidad imaginaria». Fue en ellos donde, de manera más evidente, hubieron de ser inventadas banderas, fiestas nacionales y ceremonias patrióticas, y donde hubo que erigir altares —monumentos, museos, academias, bibliotecas— en los que se veneraba una cultura sacra hasta entonces desconocida y que tomaba el nombre de «nacional». A la vez, por medio de un sistema educativo generalizado, en muchos casos estatal, justificado en principio por la necesidad de combatir el analfabetismo, se impuso la lengua adoptada por el Estado como oficial, que hizo desaparecer los dialectos locales o los idiomas hablados por los inmigrantes, y se grabó en las tiernas mentes infantiles de forma indeleble que el sacrificio por la patria constituía una actitud moral superior al egoísmo individual. Similares procesos de etnicización fueron necesarios también en los Estados pre-existentes, en las viejas monarquías europeas (tan viejas que procedían, algunas de ellas, de finales de la Edad Media) que quisieron sobrevivir y adaptarse a las condiciones de legitimidad del mundo contemporáneo. Historiadores como Eugen Weber, Theodore Zeldin, Sidney Tarrow o Charles Tilly han estudiado el caso francés, sin duda el de mayor éxito en un proceso de este tipo, donde la construcción e implantación de un fuerte sentido de identidad común fue una política constante a partir de la tradición jacobina, impuesta principalmente a través del sistema escolar y el servicio militar. Fue éste un proceso en el que, a la vez que se expandían los derechos políticos y los servicios públicos, se erradicaban costumbres y lealtades locales que habían resistido el paso de los siglos. También en Inglaterra se inventaron, según el afortunado término usado por el propio Eric Hobsbawm y Ralph Samuel, las tradiciones nacionales a partir de finales del siglo xvin y, sobre todo, durante el xix. Las viejas monarquías, tras las revoluciones liberales, se vieron obligadas a vestirse de «naciones» ante los ojos de sus hasta entonces súbditos, ahora ciudadanos. Todas, en mayor o menor grado, lo intentaron, pero no todas lo consiguieron con la misma eficacia que Francia o Inglaterra. El imperio de los Habsburgo, el otomano,

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el zarista, los Estados papales o la república veneciana son ejemplos de actores de primera fila en la política europea durante más de un milenio que no pudieron «nacionalizar» su estructura política y desaparecieron. Y aquí reside el interés del caso español. España, como escribió Juan Linz en 1973', es un caso de construcción estatal temprana combinada con una «nacionalización» o integración político-cultural incompleta. Con la expresión «construcción estatal temprana» se refiere este autor, obviamente, a la monarquía creada por los Reyes Católicos, que abarcó toda la península ibérica excepto Portugal, es decir, que se estableció sobre unos límites casi coincidentes con los del actual Estado español. Este es un dato político básico que proyecta su sombra sobre todo el proceso posterior: la existencia de un Estado —una monarquía, tenderían a matizar hoy los historiadores, dada la enorme diferencia entre sus rasgos estructurales y los de un Estado moderno— dotado de una estabilidad sorprendente si se piensa en la volatilidad de otras fronteras europeas. Aunque consideremos éste el dato básico que inicia el proceso, de ningún modo pretendemos decir que al llegar a sus tronos Fernando e Isabel «España» fuese un concepto completamente novedoso. Las naciones son identidades modernas, «inventadas», en el sentido descrito, en las épocas moderna y contemporánea —sobre todo, en esta última—, pero no inventadas sobre la nada. Si los constructores de las identidades modernas no saben o no pueden utilizar datos culturales previos al servicio de sus proyectos políticos, éstos están irremediablemente destinados al fracaso. Como ejemplo de la dificultad de una invención completamente artificial de este tipo, piénsese en la «Padania» de Umberto Bossi. En el caso que nos ocupa, el término «Hispania», y su sucesor España, se había venido utilizando ampliamente desde las Edades Antigua y Media, aunque en un sentido meramente geográfico e incluyendo siempre a Portugal. No parece que durante el medio milenio de dominación romana —ni, por supuesto, antes— se generase una conciencia de identidad cultural o política hispana diferente a las demás provincias del imperio. Entre los siglos v y vn sí comienzan a surgir, en las historias particulares de los pueblos germanos invasores, algunas expresiones de identidad y orgullo específicamente «hispanos», obra de obispos como Orosio, Hidacio o San Isidoro. Este último, en su Historia Gothorum, incluye un hermoso Laus Hispaniae, en el que conecta los hechos bélicos gloriosos de un grupo humano, los godos, con la belleza y fecundidad incomparables de Hispania como territorio. Tales expresiones se repetirían en los reinos cristianos medievales, en parte por el interés de éstos en legitimarse, frente a los musul-

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Linz, Juan J., Early State-building and the Peripheral Nationalisms against the State: The Case of Spain. Beverly Hills, Sage Publications, 1973, pp. 32-116.

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manes, a partir de su supuesta continuidad con el reino visigodo y en parte por el interés de los propios cronistas, monjes u obispos, por idealizar la situación iniciada con Recaredo a partir de una conexión esencial entre el catolicismo, la monarquía y una identidad colectiva que se describe como «española». Obviamente, sin embargo, aquel mito goticista (aunque hubiera de reaparecer en épocas muy posteriores, utilizado ya en un sentido plenamente nacional) no tenía nada que ver con el nacionalismo contemporáneo, sino con la legitimidad de las monarquías y de la Iglesia. El comienzo de la Edad Moderna no sólo fue testigo de la unificación de los reinos peninsulares a cargo de los Reyes Católicos, sino que vio cómo la nueva monarquía hispana, heredada por los Habsburgo, alcanzaba la supremacía europea. Esta supremacía se logró en parte por la habilidad diplomática y fuerza militar de los propios Fernando e Isabel, pero se debió también en parte a azares sucesorios y al afortunado descubrimiento colombino. En todo caso, fue un hecho inesperado, al tener su base en un territorio no muy rico ni poblado y al tratarse de una potencia hasta entonces marginal, carente de experiencia en política internacional. Lo cierto es que, como no podía por menos, alrededor de aquellos sorprendentes éxitos diplomáticos y militares se fue formando un halo carismàtico, no sólo a favor de la dinastía sino también de ese grupo humano, los «españoles», que acumulaban triunfos sobre sus enemigos exteriores y que, por otra parte, vivían un período de gran creatividad cultural, expresado sobre todo por la literatura en castellano y la pintura del llamado Siglo de Oro. Al mencionar los factores culturales que se añadieron a la unificación y el predominio político de la monarquía hispánica es imposible no recordar en lugar preeminente su identificación con el catolicismo contrarreformista. El historiador y antropólogo Benedict Anderson ha conectado el surgimiento de las identidades pre-nacionales al comienzo de la Edad Moderna con la Reforma Protestante y la expansión de la imprenta. Según Anderson, la popularización de este último invento favoreció la difusión de libelos y la pugna ideológica, pero a la vez creó zonas unificadas, con miles de familias leyendo la palabra de Dios en una misma versión e idéntica lengua. De ahí el origen de unas culturas y estereotipos comunitarios, cuyo reflejo es ya patente en las obras de Erasmo o Bodino, que más tarde serían nacionales. Todas las guerras de religión fueron internas, civiles, pero se presentaron como enfrentamientos con entes colectivos externos, enemigos de «nuestra forma de ser». El caso español no puede responder exactamente al modelo de Anderson, ya que las sociedades católicas vieron vedada la lectura de la Biblia en lengua vernácula. Pero eso no quiere decir que no se generara también en la monarquía hispánica una fuerte identidad católica, en paralelo con las inequívocas posiciones pro-papistas adoptadas por los monarcas Habsburgo. Por otra parte, al tratarse de un territorio de frontera, que en la

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Edad Media se había caracterizado por la mezcla de razas y culturas, se produjo otro fenómeno de enorme impacto, y trágicas consecuencias, que por fuerza tuvo que generar también identidad colectiva: la limpieza étnica. Los propios Reyes Católicos expulsaron u obligaron a la conversión a judíos y musulmanes, y en los dos reinados siguientes los descendientes de aquellos, conversos o moriscos, fueron marginados por medio de los llamados «estatutos de limpieza de sangre». Puede que en el origen de aquel esfuerzo hubiera un intento de superar la excentricidad, de hacerse aceptable a aquellos europeos que se habían sentido clásicamente escandalizados ante un mundo como el ibérico, «contaminado» de población no cristiana. Si fue así, la operación resultó fallida, pues los prejuicios se mantuvieron, y lo español siguió siendo identificado con la brutalidad y depravación moral «orientales» que a finales del xvi se suponían demostradas por el propio sadismo inquisitorial contra las minorías disidentes. Medio siglo más tarde, para el resto del mundo «España» era el país del fanatismo, la crueldad y la fatuidad aristocrática, cuyos personajes representativos eran el fraile inquisidor, los temibles tercios de Flandes, el conquistador avaricioso y genocida de indios, el Felipe II parricida, el noble engreído e inútil... Era una imagen muy negativa, pero también muy fuerte. Tan fuerte como su contrapartida, la que, tras largas décadas de tensiones, se había logrado imponer en el interior de la monarquía, marcada por la lealtad al rey y el orgullo del linaje antiguo y la sangre «limpia». Esta identidad generada a lo largo de los siglos de la Edad Moderna daría lugar a diversos problemas en el futuro: primero, por el hecho de que lo que desde fuera se percibía como «España» no era un reino, sino un complejo agregado de reinos y señoríos con diferentes leyes, contribuciones e incluso monedas; y segundo, por la confusión del conjunto étnico con la institución monárquica en sí misma, así como por la ausencia de alternativas a la monarquía (por ejemplo, la nobleza o las instituciones representativas de los reinos) que tomaran sobre sí la tarea de construir la identidad colectiva. Pero los problemas se derivarían sobre todo de las dificultades con que los ilustrados primero y los liberales después se iban a encontrar para conciliar aquella identidad cristiano-vieja, nobiliaria y contrarreformista con su proyecto modernizador (lo cual les convertiría en fácil blanco de los ataques de los sectores conservadores como «antipatriotas»). Apenas hay espacio en este texto para hablar del siglo xvni, etapa interesante de transición hacia el conflictivo período de la revolución liberal. Digamos solamente que la sustitución de la dinastía Habsburgo por los Borbones, y el deseo de rectificar el curso decadente de la era anterior, dio lugar a un giro político bastante radical que tomó como modelo a la Francia de Luis XIV. Se hicieron esfuerzos por centralizar el poder y homogeneizar jurídica y políticamente el territorio, a la vez que la propia monarquía iba pasando paulatinamente a presentarse como «reino de España» —un reino

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que, al desprenderse de los territorios flamencos e italianos y aceptarse como hecho consumado la independencia portuguesa, se identificó cada vez más con lo que hoy entendemos por tal nombre. El fomento de las «luces», por otra parte, con objeto de modernizar la sociedad y hacer que creciera la economía y, con ella, los recursos del Estado, se vinculó con la intención, por primera vez explícita, de construir una identidad cultural colectiva ligada al Estado, y que por tanto podemos llamar ya pre-nacional. Las Reales Academias serían el ejemplo más evidente de este esfuerzo cultural, y hay múltiples y muy elocuentes testimonios, en terrenos tales como la historia o la literatura, de esta nueva conciencia que preludia lo nacional. Pero hay también testimonios de otro tipo, como los avances en el terreno de los símbolos: la bandera roja y gualda, establecida por Carlos III como «bandera nacional» para la marina de guerra, o la «Marcha de Granaderos», compuesta también en aquel reinado y que acabaría siendo himno nacional, son claros embriones del futuro proceso de nacionalización. Si la «invención de la tradición» fuera tan fácil como dan a entender algunos teóricos actuales, el proyecto ilustrado hubiera triunfado, porque disponía de todas las bazas en su poder —para empezar, de la baza ganadora en época de absolutismo, como era el apoyo real. Pero aquel temprano nacionalismo de los ilustrados se encontró con dificultades derivadas, sobre todo, del casi imposible engarce de su proyecto modernizador con las tradiciones heredadas. Para lograr sus objetivos, los reformistas borbónicos se veían obligados a rectificar o eliminar muchos hábitos y creencias populares muy arraigados, pero culpables, según cualquier mente avanzada del momento, de la decadencia anterior. Los círculos conservadores no dejarían de usar esta contradicción para acusar a los reformistas de antipatriotas o enemigos de la «tradición». Este obstáculo con que se enfrentaron los ilustrados no haría sino agravarse con sus sucesores liberales, privados ya del apoyo regio. Pese a desaparecer casi al inicio del siglo xix la figura del monarca ilustrado, para dar paso a su opuesto, aquella centuria pareció comenzar de una forma que sólo podía considerarse positiva desde el punto de vista de la construcción nacional: con una guerra que, por mucha que fuera su complejidad, quedó registrada en la memoria de las generaciones siguientes como un movimiento popular, espontáneo y unánime contra un invasor extranjero. A continuación se sucedieron, además, una serie de décadas en las que los creadores de cultura se dedicaron a reformular la historia, la literatura, las artes e incluso las ciencias en términos nacionales, de forma muy semejante a lo que se estaba haciendo en otros países europeos. En el interior parecía, por tanto, irse creando, sin aparentes problemas, una sólida identidad española, en sentido ya plenamente nacional, es decir, tal como la definía la Constitución gaditana: como el pueblo depositario de la soberanía política en este rincón del universo.

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En el exterior, a la vez, el romanticismo hacía cambiar la imagen procedente de los tiempos de la «Leyenda Negra». Frente a la agresividad del mundo protestante temprano, y frente a los desprecios y burlas de los ilustrados hacia el país «decadente» y ridículo, los viajeros ingleses o franceses del xix, sin cambiar el contenido de sus descripciones, variaban por completo su valoración, que pasaba a ser admirativa. Un rápido repaso a los textos de lord Byron, Víctor Hugo, Gautier o Mérimée, o una ojeada a los grabados de Gustavo Doré, permite constatar la imagen oriental y arcaizante de España (alrededor del flamenco, el taurinismo, las procesiones, las ejecuciones por garrote vil, el alhambrismo) en la que se complacen los románticos. El país seguía siendo visto como muy atrasado en relación con Europa, pero la nueva sensibilidad romántica valoraba ahora el atraso, considerado fidelidad a la propia identidad. Nadie negaba que la intolerancia religiosa siguiera imperando en la península, pero bajo tal intolerancia los observadores detectaban una profundidad y sinceridad de creencias ante las que no podían por menos de admirarse, frente al «escepticismo» y «materialismo» que creían dominante en las sociedades de donde ellos provenían. Nadie, por tanto, ni fuera ni dentro, dudaba hacia 1850 de que existiera una «forma de ser» española, un carácter que figuraba entre los cinco o seis más marcados de Europa. Y, sin embargo, el siglo xx recibió del xix una identidad nacional problemática. ¿Cuáles pudieron ser los motivos? El primer problema fue, sin duda, la debilidad política y económica del Estado. Política, porque fue un sistema en perpetuo cambio —de absolutismo a liberalismo, de monarquía a república; dentro de la monarquía, de una dinastía a otra, y, dentro de la república, de unitaria a federal— y, por tanto, con una legitimidad constantemente cuestionada. Cualquiera que fuese la situación, siempre había importantes sectores de la opinión que no se sentían representados por quienes ocupaban el poder. A ello se añaden las penurias financieras del Estado. Cargado con una deuda pública que venía de las guerras de finales del xvni y se había agravado con los conflictos napoleónico y carlista, la mayor preocupación de cualquier ministro de Hacienda a lo largo del siglo fue cómo pagar los intereses de esa deuda para el año siguiente. En tal situación, era imposible crear servicios públicos, carreteras, hospitales, escuelas. El Estado no podía moldear de forma profunda ni duradera la vida social. Y no sólo por falta de recursos. La enseñanza, terreno crucial para la nacionalización de la sociedad, se abandonó en manos de la Iglesia, en buena medida porque los gobernantes conservadores pensaban que la religión seguía siendo el lazo social esencial. Un problema que quizá esté en la raíz de la debilidad del proceso nacionalizador español en el siglo xix es que carecía de objetivos definidos. Los nacionalismos son construcciones culturales que pueden servir para múltiples objetivos políticos: la modernización de la sociedad o, por el contrario, la preservación de tradiciones heredadas frente a la modernidad; la

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formación de unidades políticas más amplias o, al revés, la fragmentación de imperios multiétnicos en unidades más pequeñas que se independizan; el fortalecimiento del Estado, por medio de su expansión frente a Estados vecinos o rivales, o por la asunción de áreas y competencias que previamente le eran ajenas... En el caso español, durante los primeros treinta años del xix, la potenciación de la identidad nacional corrió a cargo de los liberales revolucionarios y estuvo vinculada a su proyecto modernizador. Pero éste era un proyecto minoritario, que ante el cúmulo de obstáculos con que se enfrentó se hallaba, hacia las décadas centrales del siglo, empantanado. Algo semejante ocurrió en otras sociedades europeas, y el acuerdo entre los sectores liberales (capas intelectuales y profesionales y burguesía comercial e industrial) y las antiguas oligarquías o restos nobiliarios no fue, en absoluto, un fenómeno exclusivo de España. Pero, hacia el fin de siglo, en esos otros países se había encontrado un objetivo que acompañaba o sustituía a la revolución liberal como pretexto o acicate para el impulso nacionalizador: la expansión imperial. Y tampoco la construcción de un imperio era un proyecto posible para la débil monarquía española de aquel período. Ni funcionó como objetivo la Unión Ibérica, pese a ser un ideal acariciado durante largo tiempo por círculos minoritarios, tanto en España como en Portugal. Ni se podía pensar en movilizar al país alrededor de la reclamación de un territorio irredento, como Gibraltar, dada la supremacía mundial de los ingleses en el momento. Al revés que el resto de las monarquías europeas, la española había iniciado la Edad Contemporánea perdiendo la casi totalidad de su imperio americano, lo que la relegaría a una posición irrelevante en el complicado y competitivo tablero europeo de los siglos xix y xx. Pese a la decadencia de los últimos Habsburgo, la monarquía española había seguido siendo una potencia europea de considerable relieve hasta finalizar la Edad Moderna, como prueba su participación en todas las contiendas europeas de alguna importancia. Pero a partir del final del ciclo napoleónico dejó radicalmente de participar en ellas. En un período de tan frenética actividad europea como es el siglo xrx y primera mitad del xx, el Estado español se vio obligado a mantener una actitud pasiva, de «recogimiento», según expresión de Cánovas. Lo que se enseñaba, en definitiva, a los niños españoles para fomentar su orgullo nacional en ese período eran glorias pretéritas, aparentemente renovadas hacía poco con la guerra contra Napoleón, pero sin incitación a ninguna empresa nueva. Lo que explica que tanta inestabilidad interna y tanta ausencia de protagonismo internacional se impusieran sobre las exhibiciones retóricas en torno a Numancia o las Tres Carabelas y que, en la práctica, circulara una imagen muy negativa de la propia identidad colectiva. Los grabados de la prensa satírica del xix reflejan, quizás con mayor elocuencia que ninguna otra fuente, una España representada de forma

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auto-conmiserativa: como madre crucificada o enferma de muerte, desesperada ante las perpetuas peleas de sus hijos o desangrada por políticos sin escrúpulos; acompañada en ocasiones por su clásico león, pero ahora cabizbajo y exangüe. No es una imagen triunfal, como las que se elaboran en la Francia o Inglaterra del momento. Más bien recuerda a una Virgen Dolorosa, tan típica del imaginario católico, abrumada por la muerte de su Hijo. Mucho antes de que la guerra cubana se iniciara, se detectaba así un ambiente lúgubre que no estaba tan lejos del que luego emergió con el «Desastre». Esta nueva guerra, la de Cuba, dejó definitivamente al descubierto la vacuidad de las glorias recitadas en los libros de historia nacional. Aunque la guerra comenzó también con una retórica disparatada (un pueblo de advenedizos, los yanquis, desconocedores de nuestras gestas históricas, se atreve a retar al invencible pueblo español...), su desarrollo fue humillante: en dos breves batallas navales, mero ejercicio de tiro al blanco por parte de los buques norteamericanos, fueron hundidas las dos escuadras españolas de las Filipinas y de Cuba. Tras aquel espectáculo, las mentes pensantes españolas se entregaron a un ejercicio de autoflagelación colectiva. El «Desastre» generó una enorme literatura sobre el llamado «problema español». Pero, a la vez, se observó una considerable pasividad popular, lo que fue interpretado en aquel momento como un síntoma más de la «degeneración de la raza». Hoy podemos intuir que fue el resultado lógico de aquel siglo xix en el que no se había «nacionalizado a las masas» por medio de escuelas, ni fiestas, ni símbolos nacionales (bandera, himno, monumentos, nombres de calles). La desmesurada reacción de las elites, interpretando en términos colectivos y raciales lo que no era sino un fracaso del Estado, se entiende también por las circunstancias. Por un lado, por el proceso nacionalizador, que a ellos, las elites escolarizadas, sí les había afectado. Por otro, entre los intelectuales de mayor entidad, porque esta crisis nacional coincidió con la del racionalismo progresista que había dominado todo el xix. De ahí los disparatados planteamientos de un Ganivet, que equipara el problema de España al de la Inmaculada Concepción de María, o las soluciones políticas arbitristas, autoritarias y melodramáticas que tantos otros proponen para regenerar el país. En definitiva, no hay que olvidar que, pese a que apelaran tanto a la modernización o europeización de España, ni siquiera eran unos intelectuales en contacto con el mundo moderno, exceptuando quizás los terrenos estéticos. No conocían el mundo industrial, sino que procedían de clases medias provincianas, básicamente de rentas agrarias, y no sentían afición por la economía ni por el mundo científico o técnico. Sus mayores creaciones fueron literarias, gracias a la fusión de la crisis nacional con su crisis de conciencia individual.

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La complicada reacción posterior al 98 fue decisiva para la España del siglo xx. La derrota cubana suscitó una crisis gravísima, no de tipo económico ni político inmediato, pero sí de conciencia. Todas las fuerzas políticas, y el conjunto de la opinión, se convencieron de que eran inevitables profundas reformas para «regenerar» al país, un término que, desde luego, significaba cosas muy diferentes para los diversos sectores o fuerzas políticas. Tras unos años de desconcierto, aquellas propuestas complicadas, críticas y contradictorias de la generación del 98 se fueron viendo sustituidas por un «casticismo» más sencillo y optimista. Fueron los años de Salaverría o Marquina. Fue la nueva fase de la guerra de Africa, a partir de 1920, en la que surgen los únicos himnos patrióticos que gozan de alguna popularidad, como «Banderita, tú eres roja» o «Soldadito español». Fue el festival españolista bajo Primo de Rivera, con banderas o cuadros histérico-nacionales reproducidos en los sellos de correos, insignias para la solapa o cubiertas de turrones. Es significativo que el dictador invocara siempre a la nación, y no al rey, como símbolo de la unión y de la legitimidad política. Esta reacción nacionalizadora era excesivamente tardía y se topaba con dos tipos de problemas. El primero era que las elites modernizadoras se sentían ya atraídas por ideales nuevos, ajenos, o incluso incompatibles con el esfuerzo nacionalizador español. Por un lado había surgido con gran fuerza el mito de la revolución social, la construcción de una sociedad justa e igualitaria por medio de la colectivización de bienes. Los intelectuales y las elites descontentas tendían a sentirse atraídas por el socialismo, o incluso el anarquismo, y a partir de 1917 por el comunismo. Por otro lado, desde el comienzo de siglo iban ganando fuerza los nacionalismos alternativos al español. En especial, el catalanismo ejercía gran atractivo sobre las elites culturales barcelonesas. El segundo tipo de problemas fue que la participación del Estado en la tarea nacionalizadora seguía siendo todavía escasa. El propio rey inauguró con gran pompa, como monumento principal de su reinado, el Sagrado Corazón del Cerro de los Angeles, cerca de Madrid. Y España se abstuvo de intervenir en la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento más importante del primer tercio de siglo, lo cual ahorró millones de vidas y benefició grandemente a la economía, pero hubo intelectuales y políticos —desde Unamuno a Azaña, pasando por Lerroux— que fueron partidarios de intervenir porque veían en ella la única vía para la nacionalización de la sociedad, tarea que consideraban imprescindible para afianzar el Estado y modernizar el país. Sin embargo, y pese a no participar en aventuras bélicas, la obsesión por la «regeneración» de España hizo que todo el primer tercio del siglo xx fuera una época de muy fuertes cambios modernizadores. Diferentes partidos y regímenes, desde el conservador Maura al anticlerical Canalejas, y desde la monarquía parlamentaria hasta la dictadura de Primo, coincidieron en

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construir carreteras, pantanos, escuelas, tal como había pedido Joaquín Costa. Quizá nada simbolice la transformación del país como su intensa urbanización. Millones de campesinos abandonaron el mundo rural y se integraron en una España urbana que se duplicó entre 1900 y 1930 y en la que emergió una cultura laica, moderna, emancipada de clérigos y caciques. Fue este inicio del despegue modernizador, más que una opresión o una miseria seculares e insoportables, el que explica los resultados electorales de abril de 1931 y las tensiones políticas de la década iniciada entonces. Con la II República, pareció haber triunfado al fin el proyecto modernizador y el nacionalismo laico y liberal, heredado del siglo xix. Considerando la pedagogía clave de la transformación, el nuevo régimen hizo un esfuerzo especial en la creación de escuelas y la formación de maestros. Sus gobernantes estaban motivados sin duda por un impulso patriótico, ya que deseaban la transformación del país para ponerlo en condiciones de competir con sus vecinos europeos. Pero resurgió el clásico problema de las elites modernizadoras españolas, obligadas a imponer cambios que atentaban contra sentimientos y tradiciones seculares, y en particular el catolicismo. Cambios necesarios, en muchos casos, pero prescindibles en otros, como los de la bandera, el himno o la fiesta nacional, producto del sectarismo y la falta de habilidad de los nuevos dirigentes, y que restaron capacidad integradora a un régimen convertido en partidista. Todo ello facilitó la movilización de una oposición anti-republicana que adoptaría como consigna la defensa de las tradiciones y creencias, en especial religiosas. La Guerra Civil de 1936-1939, en la que culminó aquel intento de cambio político, fue, entre otras cosas, un conflicto entre las dos versiones de la nación que venían del xix: la liberal, laica y progresista, y la católico-conservadora. Fue un conflicto muy complejo, en el que hubo aspectos internacionales (tropas y armamento proporcionados por Hitler, Mussolini y Stalin), aspectos sociales (lucha de clases), culturales (la España laica contra la católica), diversas concepciones de la estructura estatal (tensiones centro-periferia), enfrentamiento entre la España urbana y la rural... La propaganda de ambos bandos simplificó toda esta maraña en términos nacionalistas: «España» luchaba contra sus enemigos exteriores. Tanto Franco como la República pretendían repeler una «invasión extranjera» e invocaban a Numancia o el Dos de Mayo como precedentes de su lucha. Obviamente, quienes acabaron ganando esta batalla propagandística, y apropiándose del adjetivo «nacional», fueron los franquistas. Durante la Guerra, y en especial a partir de su finalización, se inició, por fin, una intensísima etapa de nacionalización de masas. La España autárquica de los años cuarenta se vio sometida a un verdadero diluvio propagandístico en términos patrióticos: fiestas nacionales, cruces de los caídos, desfiles, himnos, campamentos juveniles, películas, hasta tebeos infantiles... Pero, de nuevo, era demasiado tarde y, sobre todo, aquella campaña de

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nacionalización carecía de capacidad —y de voluntad— integradora. En la nueva España sólo cabía lo católico-conservador. Había serias intenciones de borrar de la historia (y del presente, por medio del pelotón de fusilamiento) a todo intelectual heterodoxo, lo cual incluía a un Pérez Galdós o a la práctica totalidad de las generaciones del 98 o del 27. En segundo lugar, aquella forma de implantar una identidad nacional era demasiado brutal, impuesta por la fuerza: se humilló a catalanes católicos y conservadores con imperativos como los de «no hables como un perro» o «habla la lengua del imperio». Tercero, toda esta mitología nacionalista se mezclaba con la propaganda del régimen. Al final de la saga de pérdidas y recuperaciones nacionales aparecía siempre el Caudillo como redentor del país frente a la última y más reciente amenaza, la del bolchevismo y el separatismo. No hay que olvidar que un «¡Viva Franco/» era inseparable del «¡Arriba España!». Medio país, al menos, se sentía ajeno a aquel conjunto de mitos y símbolos, aunque no pudiera expresarlo. A la presión nacionalizadora de tipo totalitario típica de la primera fase del régimen franquista se añadieron los límites intelectuales que, tanto sobre el régimen como sobre la oposición, imponía el planteamiento mismo de los problemas políticos del país en términos de «carácter» o «esencia nacional». Hasta casi un cuarto de siglo después de terminada la guerra siguió produciéndose, tanto entre los intelectuales del interior como entre los exiliados, una considerable literatura sobre el llamado «problema español» en términos raciales y esencialistas. La intensidad del planteamiento nacionalista se detecta incluso en la propaganda difundida por los propios «maquis» o guerrilleros antifranquistas, donde abundan los llamamientos a favor de la lucha por «la reconquista de España, mi patria, independiente y libre...», o los ataques contra Franco por ser agente al servicio del imperialismo germano. «¡Español!», termina alguna de estas proclamas, «Tus compatriotas te esperan. La liberación nacional de ti lo exige. [...] Se ama o no se ama a España [...] Piensa en tu Patria sojuzgada y envilecida. Piensa en España, en sus sufrimientos...». Si esto era en el terreno de la lucha armada, en el intelectual no se quedaban atrás. Como venían haciendo desde 1898 hasta finales de los años cincuenta, poetas e intelectuales —tanto del interior como del exilio— siguieron cultivando todo un género literario sobre el llamado «problema de España», que conectaba con la literatura del xvn sobre la decadencia y la del 98 sobre el «fracaso» español, a lo que se sumaba ahora el cainismo racial demostrado por la Guerra Civil. El tema aparece de manera casi obsesiva en la creación literaria, con desgarrados cantos a una España mítica y mística, madrastra devoradora de sus hijos,«miserable y aún bella entre las tumbas grises...», como escribe Cernuda. En el terreno ensayístico, fue célebre la polémica desarrollada en el exilio entre Américo Castro y Sánchez Albornoz. Para todos ellos, la pregunta fundamental seguía siendo: ¿por

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qué el fracaso español ante la modernidad? Y la culpa se trasladaba, como hace todo nacionalismo, hacia el exterior: no en el espacio, en este caso, sino en el tiempo. Para unos tenía que ver con las guerras sertorianas o con la belicosidad cristiana de la Reconquista. Ortega había culpado, en los años veinte, a los visigodos, a su incapacidad de renovar y vigorizar la civilización romana, creando un feudalismo potente, con «minorías rectoras». Frente a él, Sánchez Albornoz defendía a los visigodos, pero no dudaba de que un «homo hispanus» había existido desde la noche de los tiempos, anterior desde luego a la invasión romana. Américo Castro, con mayor sentido histórico, negaba la posibilidad de llamar «españoles» a los iberos o a los visigodos. Para él, la «morada vital» española se había formado en la Edad Media, con la convivencia de tres razas y religiones. Pero la represión de esa libertad medieval en los siglos modernos había hecho que las elites españolas vivieran en un constante «desvivirse», conflictivo y agónico, con lo que Castro acababa elaborando también una especie de esencia nacional que explicaba desde el anarquismo a los nacionalismos periféricos o la Guerra Civil. El anacronismo de tales planteamientos resultó patente tras la II Guerra Mundial, cuando los excesos nazis desprestigiaron de manera fulminante las teorías raciales, y era casi surrealista que en plena era atómica se debatiera con tanto ardor entre Princeton, California y Buenos Aires sobre si la responsabilidad de la Guerra Civil española debía recaer sobre los visigodos o sobre la represión de los conversos. Finalmente, hacia finales de los años 1950 se produjo una reacción, tanto desde el interior de España como desde el exterior. Intelectuales más jóvenes (Francisco Ayala, Maravall, Caro Baroja) denunciaron la irrelevancia de estos debates alrededor de lo que calificaron de «mito de los caracteres nacionales», frente a lo que no dejó de replicar airadamente Salvador de Madariaga. Curiosamente, cuando las discusiones sobre la esencia de España empezaban a resultar arcaicas, la obsesión por la identidad renacía en la península bajo la forma de los nacionalismos periféricos. Especial éxito tuvieron el catalanismo y el vasquismo como fuerzas de oposición al último franquismo, pero a ellos se añadió, en los años de la transición, un verdadero festival de identidades locales o regionales que se distanciaban de lo español. No sólo en Galicia, Andalucía, Baleares o Canarias, sino incluso en la Rioja, Cantabria o Murcia, zonas donde nunca había existido conciencia nacionalista, se explotaron todos los rasgos culturales de tipo diferencial con objeto de conseguir ventajas en el proceso de descentralización política que se abría. Todas las fuerzas políticas buscaban distanciarse del franquismo, y una de las maneras de hacerlo era buscar antepasados culturales que permitieran proclamarse nacionalidad oprimida por «España». Y es que, a medida que habían pasado los años, el régimen franquista se había ido asociando con la imagen de «atraso» o «excepcionalidad» política

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europea, al menos entre las generaciones jóvenes, y en especial entre quienes viajaban o conseguían mantener algún contacto con el mundo exterior. Fundida con el régimen se hallaba la esencia misma de España, consiguiendo hacer olvidar que había existido un españolismo liberal. Esta identificación de lo español con la dictadura, el subdesarrollo y la brutalidad, frente a la democracia y la modernidad representadas por Europa, era especialmente fuerte en las zonas industrializadas y más cercanas a Francia, como Cataluña o el País Vasco. La Constitución de 1978 ha reconocido, por fin, la diversidad cultural de España y ha establecido un régimen descentralizado, cuasi-federal, basado en las «comunidades autónomas», sentando en su artículo segundo la soberanía sobre una identidad un tanto ambigua: una España de unidad «indisoluble», compatible con la existencia de unas «nacionalidades» en su interior. En definitiva, la identidad nacional española se está redefiniendo alrededor de la lealtad al sistema constitucional y el reconocimiento de la diversidad cultural del país. Todo ello dentro de un proceso general de redefinición de las identidades colectivas en el mundo entero, enfrentado ahora con problemas radicalmente nuevos, como la globalización cultural y económica o la «guerra de civilizaciones», que han alterado los planteamientos clásicos del nacionalismo. Paradójicamente, este largo recorrido histórico nos lleva a concluir que, en el caso que nos ocupa, el factor decisivo no es el peso de la historia, sobre todo de la historia más antigua. Los conflictos actuales, lejos de proceder de agravios o reivindicaciones que se remonten a la noche de los tiempos, se han originado en un pasado relativamente reciente: los problemas del siglo xix y, mucho más cerca aún y más importante, el franquismo. Nuevos fenómenos acaecidos dentro y fuera del país han alterado radicalmente los conflictos identitarios. Piénsese en las reformas democráticas de los setenta, que han dotado al régimen político actual de una legitimidad desconocida por cualquiera de sus antecesores; el crecimiento económico, que viene de los sesenta, pero no ha dejado de continuar en las décadas siguientes y ha hecho sentir, por fin, a los españoles que pertenecen a una nación moderna, «normal» en Europa; la pertenencia misma a la Unión Europea y a otras instituciones u organismos supranacionales, que han reforzado también la legitimidad del Estado; o los nuevos fenómenos migratorios, con oleadas de magrebíes y latinoamericanos que, lógicamente, deberán alterar las líneas divisorias entre sectores culturales en el país... No parece posible que, tras tanto cambio, los conflictos culturales y los sentimientos de identidad colectiva puedan mantenerse en sus líneas nacionalistas tradicionales.

Los ídolos de la tribu en el nacionalismo vasco

Josetxo Beriain

Estamos experimentando a escala universal masiva un apiñamiento compulsivo de gente en torno a innumerables clases de agrupamientos —tribales, raciales, lingüísticos, religiosos, nacionales. Es una gran comunión separadora que improvisará —así se cree— asegurará o extenderá cada poder o lugar grupal y lo mantendrá más seguro frente al poder, amenaza u hostilidad de los otros. Harold Isaacs Los ídolos de la tribu tienen su fundamento en la naturaleza humana misma y en la tribu o raza de los hombres... Todas las percepciones, así como el sentido del espíritu, funcionan según la medida del individuo y no según la medida del universo. Y el entendimiento humano es como un falso espejo que, recibiendo los rayos irregularmente, distorsiona y confunde la naturaleza de las cosas mezclándola con su propia naturaleza. Francis Bacon

E L BASERRITARRA Y LA MITOLOGÍA MONOTEÍSTA

El nacionalismo vasco, por boca de Sabino Arana, su principal creador, y en el contexto de una crisis de identidad colectiva, proclamará en 1893, en el célebre manifiesto intitulado Bizkaia por su independencia, la independencia política del País Vasco peninsular1. Esa crisis fue generada por el choque en1

Sobre el concepto de crisis de identidad en el plano colectivo, Cfr. Schlesinger, A, «Nationalism in the Modern World», en Palumbo, M - W. O. Shanahan, (edits.), Nationalism: Essays in Honor Louis L. Snyder, Wesport, Conneticut, 1981, ix. Jon Juaristi ha puesto de manifiesto la importancia de la crisis de las colonias, sobre todo Cuba y Filipinas, lo que se ha venido en llamar crisis del 98, en la específica articulación del discurso del primer nacionalismo vasco. Cfr. idem El bucle melancólico. Historias de nacionalistas vascos. Madrid, Espasa, 1997. Esta misma conexión entre surgimiento del nacionalismo y los procesos de descolonización —en Cuba, Vietnam, Argelia, etc— también se pondrá de manifiesto en los albores, estrategia y organización del nacionalismo post-aranista de ETA.

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tre tradición y modernidad visible en la emergencia de la «cuestión social» con la llegada de la inmigración masiva al País Vasco. Ambos procesos fueron inherentes a su industrialización y a la erosión del mundo tradicional comunitario. En la proclamación de Arana podemos reconocer, además, una invención de la tradición, un reencantamiento político que bebe en las fuentes del movimiento romántico. El humus sociocultural que servirá de catalizador para el surgimiento del nacionalismo vasco será la abolición forai expresada en la Ley Abolitoria de los Fueros de 1876. Sabino Arana se presenta así como el profeta regenerador de un pueblo vasco supuestamente agonizante, como el Mesías redentor que procede a una renovación carismàtica de la vieja mitología forai de «Dios y Fueros» —Jaungoikoa eta Foruak. Estos fueros serán presentados ya como códigos nacionales, es decir, no como mera tradición recuperada sino como tradición inventada — «Dios y Leyes Viejas», Jaungoikoa eta Lagizarrak— y el criterio diferenciador del grupo se determinará por una concepción genealógica de la raza2. Con el universo simbólico elaborado por el Partido Nacionalista Vasco aparece en el movimiento nacionalista un nuevo criterio de etnicidad vasca basado en la raza, la religión y la comunidad doctrinal y ritual. No obstante, existen tres líneas complementarias que configurarán a lo largo del siglo xix los temas y los argumentos de la síntesis nacionalista vasca3. En primer lugar, el fuerismo político, que en especial desde 1838 insiste sobre el conflicto entre el régimen constitucional español y la organización propia del país en el Antiguo Régimen. Aquí se inscribe la obra del jesuíta Manuel de Larramendi, Corografía de Guipúzcoa, de 1754, en donde se apunta el origen divino del poder y la diferencialidad de la provincia de Guipúzcoa, basada en su entramado fuerista, frente al Rey español. En segundo lugar, la literatura costumbrista, de gran difusión en la España isabelina a través de publicaciones como el Semanario Pintoresco y que, mediante autores como Antonio Trueba, da forma al «tipo vasco» y a la correlativa imagen armónica del régimen de producción agrario y preindustrial. Por último, la fusión de una historiografía romántica nacionalista con la narración de corte legendario, destinada a proyectar hacia el pasado las virtudes del estereotipo nacional según un esquema dual nacional/extranjero. Aquí se inscribe el gran antecedente del polifacético zuberotarra Joseph Augustin de Chaho que, en su libro Voyages en Navarre pendant l'insurrection des basques (1830-1835), escrito en 1835, procede a una idealiza-

2 Sobre los aspectos mesiánicos del nacionalismo vasco, ver el trabajo de Aranzadi, J., El escudo de Arquíloco. Sobre Mesías, mártires y terroristas, Voi. 1 : Sangre vasca, Madrid, Ed. A. Machado, 2001, pg. 512 y ss., en donde se encuentra un interesante análisis deconstructivo del concepto de etnicidad vasca. 3 Antonio Elorza los recoge en su trabajo Un pueblo escogido: génesis, definición y desarrollo del nacionalismo vasco. Barcelona, Crítica, 2001, pg. 41 y ss.

Los ídolos de la tribu en el nacionalismo vasco

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ción de los «euskerianos» en supuesta insurrección por defender sus fueros. Chaho no sólo cubre de leyendas el pasado vasco, creando así la protocomunidad imaginada de referencia, empezando por el mito de Aitor4, sino que presenta, a modo de testamento político de Zumalacárregui, el tema de la necesaria unidad de los vascos de España y Francia e incluso el viejo sueño larramendiano de la eventual independencia en el seno de una federación cantábrica5. En esta línea, Francisco Navarro Villoslada, ex secretario del pretendiente carlista en Vitoria, aunque natural de Viana, publica en 1879 Amaya o los vascos en el siglo vm, una novela histórica que se convierte en uno de los textos de mayor eficacia en la formación de la conciencia nacionalista. Esa novela retoma de Chaho, a quien conoció, el mito de Aitor, situándolo como sujeto histórico singular: el Abraham vasco. Toda sociedad, desde el presente, recurre selectivamente a la tradición y al pasado para hallar un determinado sentido al futuro. Toda sociedad debe establecer un nexo entre el espacio de experiencia del pasado y el horizonte de expectativas del futuro. El espacio de configuración del presente se articula en la conexión entre el espacio prefigurado del pasado y el espacio refigurado del futuro. Aquí es donde el nacionalismo reduce la contingencia del futuro al proyectar la necesidad, si no el destino, como contextura temporal de referencia en la que comparecen los ídolos de la tribu, las voces ancestrales cuya «llamada» se manifiesta en símbolos, rituales colectivos, canciones, monumentos, composiciones literarias, etc.6 Frente a la absolutización del pasado presente que procura el nacionalismo tenemos que afirmar que la auto-alteración perpetua de la sociedad es su ser mismo, un rasgo que se manifiesta por la creación de formas/figuras relativamente fijas y por su estallido, pues jamás pueden ser otra cosa que creación de otras formas-/figuras7. Por tanto, nunca debemos pensar que las significaciones imaginarias son dadas ab origene, in illo tempore por Dios, la naturaleza o el rey y que permanecen inmutables determinando el curso de lo social-histórico desde fuera. Es más bien lo social-histórico como auto-alteración, como devenir y cambio, lo que engendra todo el proceso de metamorfosis,

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A este mito le ha dedicado J. Juaristi la que probablemente sea su investigación más consistente: El linaje de Aitor: la invención de la tradición vasca. Madrid, Taurus, 1987. 5 Elorza, A., op. cit., pp. 46-47. 6 En su famoso libro, Anderson ha apuntado la idea que el nacionalismo transforma el azar en destino. Cfr.: Anderson, B., Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pg. 29. 7 Para una genealogía del imaginario nacionalista, ver las excelentes contribuciones de Colom, F., «E Pluribus Unum: La gestión política de la etnicidad» en, Razones de identidad, Barcelona, Anthropos, 1998, pp. 235-283, así como: «El nacionalismo y la quimera de la homogeneidad» en El espejo, el mosaico y el crisol, (F. Colom, editor), Barcelona, Anthropos, 2001, pp. 11-33.

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de historicidad y de significaciones sociales imaginarias. Así, en la modernidad, el Prometeo de Esquilo se transforma en el Fausto de Goethe y de Mann, y éste en el Ulrich («hombre sin atributos») de Musil. En definitiva, «en el ser por hacerse (o haciéndose) de lo social-histórico emerge lo imaginario radical como alteridad y como origen perpetuo de alteridad que figura y se figura; al figurar y al figurarse es creación de «imágenes» que son lo que son y tal como son en tanto figuraciones o presentificaciones de significaciones o de sentido»*. Frente a este devenir histórico contingente Arana bendice la tradición, o más específicamente «lo bueno de la tradición», en forma de usos y costumbres. Así como en el siglo xvi el mito igualitarista vasco fue utilizado por la clase ascendente contra los parientes mayores, también Arana lo retomará como una defensa de los intereses de los pequeños y medianos campesinos, cuya entidad como grupo social se hallaba amenazada por la sociedad burguesa. El aldeano o baserritarra, el natural de las anteiglesias, es el único y verdadero vizcaíno. Siguiendo al padre Larramendi, el comunitarismo ruralista de Arana se manifiesta en la idea de que baserri y baserritarra son el paradigma de la nobleza vasca9, e incluso de «lo vasco» en cuanto tal, a diferencia del trabajador industrial moderno descrito por Max Weber como «especialista sin espíritu y hedonista sin corazón», como «mercancía» por Marx o como «hombre-masa» por Ernst Jünger. Los usos tradicionales del endogrupo {folkways, recogiendo un viejo término acuñado por el sociólogo norteamericano W. G. Sumner a comienzos de siglo10), son socialmente aceptados como el modo bueno y correcto de entenderse con las cosas y los semejantes. Se los presupone porque han sido confirmados hasta el momento y, puesto que son aprobados socialmente, no se les exige explicación ni justificación alguna. Estos usos tradicionales representan la herencia social que se transmite a los niños que nacen y crecen dentro del grupo. El extraño que se acerca al grupo y desea ser aceptado por él tiene que aprender, al igual que el niño, no sólo la estructura y significación de los elementos por interpretar, sino también el esquema de exégesis que rige en el endogrupo y es aceptado por éste sin discusión. El primer nacionalismo vasco de finales del siglo xix logró construir como problema social relevante en la esfera pública las distinciones de nosotrosellos y de adentro-afuera frente a la distinción arriba-abajo que ya había producido el movimiento obrero. La atadura primordial sobre la que se estructu8

Castoriadis, C. La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets, 1989, Vol. 2, pg. 327. Al respecto ver también el interesante ensayo de Zemelman, Hugo, Necesidad de conciencia, Barcelona, Anthropos, 2002. 9 Ver esta idea en Elorza, A., «El mito rural sabiniano», en Un pueblo elegido, op. cit., pg. 198. 10 Sumner, W. G. , Folkways: A Study of the Sociological ¡mportance of Usages, Manners, Customs, Mores and Moráis. Boston, New York, New American Library, 1940.

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ra la idea que la sociedad ha de tener sobre sí misma es Jaungoikoa (Dios celeste, Señor de Arriba), algo que Arana afirma explícitamente: «Si en las montañas de Euskeria, antes morada de la libertad, hoy despojo del extranjero, ha resonado al fin en estos tiempos de esclavitud el grito de independencia, sólo por Dios ha resonado»11. Arana construye así un nivel de trascendencia en tres planos que se resumen en el acrónimo GETEJ (recogido en nota a sus «Apuntes íntimos»): Gu Euzkadirentzat ta Euzkadi Jaungoikoarentzat (Nosotros para Euzkadi y Euzkadi para Dios)12. El imaginario social religioso católico (Jaungoikoa) sirve en última instancia de elemento simbólico de legitimación para configurar una comunidad política imaginada a su servicio (Euzkadi, el pueblo elegido) en la cual se integran sus miembros (los euzkos). A juicio de Arana existe una fuerza, en muchos casos inmaterial —podemos decir «imaginal»13—, que funda lo sociopolítico, le sirve de certidumbre y de legitimación a lo largo de las historias humanas. Esto producirá una sacralización de la política, observable en la vinculación incuestionada entre religión y política {Jaungoikoa eta Lagizarrak). Arana es enemigo de toda diferenciación funcional de tareas, poderes, estilos de vida y formas de pensar. Su remedio radica en un reencantamiento simbólico unificador basado en ataduras primordiales como la raza, la tradición y la lengua. Estos son los patrones de significado que configuran la «cultura vasca» en libertad. La modalidad de identidad que emerge de este planteamiento está fundada en instancias «más allá» de la voluntad humana, es decir, en Dios y la «naturaleza». Es un tipo de identidad colectiva preireflexiva cuya plausibilidad se sitúa «fuera» del horizonte de la acción y decisión humanas. Para Arana, pues, la raza es la primera y la más importante característica nacional. Si se pierde la raza se pierde la patria. El importantísimo papel de la unidad y pureza de la sangre era uno de los fundamentos políticos imprescindibles en la recuperación de Euskeria, por cuanto la «diversidad de las razas determina la diversidad de caracteres, de hábitos y de costumbres». En su reflexión racial-integrista está presente el siguiente encuadre interpretativo: el adentro-natural-auténtico y el afuera-extraño-inauténticou configuran los límites socio-espaciales que operan como categorías de normalidad o patolo-

" Arana, Sabino, La patria de los vascos. Antología de escritos políticos, (edición de A. Elorza), Donostia, R & B Ediciones, 1995, pg. 168. 12 Arana, Sabino, op. cit., pg. 20. Antonio Elorza apunta cómo recientemente otro gran especialista de la historia del nacionalismo, Javier Corcuera, ha descubierto el significado del acrónimo «Gustija Errijarentzako ta Errija Jaungoikoarentzako» (Todo para la patria y la patria para Dios). 13 Sobre esta idea se puede consultar el trabajo de M. Maffesoli, «La fuerza "imaginal" de lo político» en La política y su doble, México, UNAM, 1992, pp. 2-12. 14 Ver al respecto Douglas, M., «External Boundaries», «Intemal Lines» en Purity and Danger: an analysis of concepts of pollution and taboo. London, Routledge and Kegan Paul,

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gía moral. La raza, para Arana, es una cierta aptitud religioso-moral definida sobre todo negativamente en relación con los defectos de la raza española. La decadencia histórica del pueblo vasco, manifiesta a su juicio en la degradación social, cultural y étnica, tiene su explicación en la mezcla racial, en la pérdida de pureza de sangre debido al contagio con el pueblo español. Recordemos su expresión de que «si no hubiese maketos no habría huelgas». El maketo, el inmigrante español que todo lo invade, es el enemigo del pueblo vasco independientemente de su clase social, pues todos «nos aborrecen a muerte y no han de parar hasta extinguir nuestra raza». El maketo «es nuestro dominador y nuestro parásito nacional»; «el maketo ¡he ahí nuestro enemigo!»15. En torno al maketo Arana realiza una proyección de la sombra, usando los términos del mitólogo judío-alemán Erich Neumann. Proyecta las causas de la crisis de identidad en un colectivo que forma parte de la propia sociedad, presentándolo como una «sombra peligrosa». El «hermano oscuro»: este es el maketo. Esa «sombra» contradice los hábitos de la propia sociedad, no es presentada como una contradicción inherente a la propia estructura social (la existencia de obreros nativos e inmigrantes) y proyectada hacia fuera para experimentarla como elemento ajeno a la propia estructura: la negatividad de lo externo/extraño, no como lo que realmente es, es decir, la negatividad de lo interno/propio16. Hemos pasado del «hermano» que caracterizaba a la relación con el otro dentro de la comunidad tribal al «extranjero» que funge como enemigo característico de la relación con el otro dentro de la comunidad nacional17.

E L GUDARI Y EL «TERRORISTA-NIHILISTA» EN LA MITOLOGÍA ETNO-TEÍSTA

El maestro dice que morir por la fe es una cosa gloriosa. Papá dice que morir por Irlanda es una cosa gloriosa. Yo me pregunto si hay en el mundo alguien que quiera que vivamos. Frank McCourt, Las cenizas de Ángela

Lo que el nacionalismo radical vasco posterior a Arana, sobre todo a partir de 1960, sacralizará como «pueblo de la nación», como quintaesen1966, pg. 114; ver asimismo, Neumann, E., Hefenpsychologie und neue Ethik, Frankfurt, Fischer, 1990, pg. 41 y ss. 15 Arana, Sabino, op. cit., pp. 155-6. 16 Ver Neumann, E., op. cit., pg. 38 y ss. 17 Sobre este respecto se pueden consultar los extraordinarios trabajos de B. Nelson, The Idea of Usury. From Tribal Brotherhood to Universal Otherhood, Princeton, Princeton

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cia de la identidad colectiva vasca, como algo construido, pero hipostasiado, permanece ligado en su pensamiento a un horizonte de sentido supramundano. En realidad, los epígonos del aranismo procedieron a secularizar el núcleo del imaginario social que legitimaba el mito nacionalista mediante su correspondiente narrativa. En el lugar de Jaungoikoa aparecerá Euskadi o Euskalherria: el pueblo de la nación vasca será el macro-sujeto al cual quedarán referidas todas las ataduras primordiales que estaban anteriormente vinculadas a Dios. En su obra Nostalgia del Absoluto, George Steiner recurre a las expresiones «credo sustitutorio» y «teología sustituía» para referirse a «sistemas de creencia y de razonamiento que pueden ser ferozmente antirreligiosos, que pueden postular un mundo sin Dios y negar la otra vida, pero cuya estructura, aspiraciones y pretensiones respecto del creyente son profundamente religiosas en su estrategia y en sus efectos»18. Pero veamos con más calma cuáles son los hitos fundamentales de esta mutación semántica. El sociólogo Emile Durkheim, en su estudio de 1912 titulado Las formas elementales de la vida religiosa, proponía una interesante interpretación del totemismo. El tótem es ante todo un símbolo, una expresión material de alguna otra cosa ¿Pero de qué? Del análisis al que hemos dedicado atención se desprende que tal símbolo expresa y simboliza dos tipos de cosas diferentes: por un lado, constituye la forma exterior y sensible de lo que hemos llamado el principio o Dios totémico, Pero, por otro lado, constituye el símbolo de esa sociedad determinada llamada clan. Es su bandera, es el signo por medio del cual cada clan se distingue de los otros, la marca visible de su personalidad, marca que llevan sobre sí todos aquellos que forman parte del clan en base a cualquier título, hombre animal y cosas. Así pues, si es a la vez el símbolo de Dios y de la sociedad, ¿no será porque el Dios y la sociedad no son más que uno?... El Dios del clan no puede ser más que el clan mismo, pero hipostasiado y concebido por la imaginación en la forma de las especies sensibles del animal o vegetal utilizados como tótem19.

Eso que Durkheim observa en el simbolismo de las primeras sociedades humanas lo podemos trasladar al nacimiento de la realidad nacional al calor de la Revolución Francesa. Por ejemplo, en la definición de la nación University Press, 1949 y de Z. Baumann, Modernity and Ambivalence, London, Cambridge, Polity Press, 1991. 18 Steiner, G., Nostalgia del Absoluto, Madrid, Siruela, 2001, pp. 16 y 19. " Durkheim, E., Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1982, pg.

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como forma de identidad colectiva moderna que realiza el abate Sieyés en su celebrado Qu'est ce que le Tiers Etat? de 1789, nos damos cuenta de que se ha producido una transferencia de numinosidad de «lo absolutamente otro» (Dios, Jaungoikoa) al «otro generalizado» (el pueblo de una nación: el clan, en los términos de Durkheim). Se ha substituido la presencia de seres sobrenaturales por una sacralización del constructo el «pueblo de una nación». Este constructo social comparece como el nuevo dios secularizado de nuestro tiempo, un nuevo objeto de culto que generará sus propios altares sacrificiales, como muy bien han apuntado Bellah20, Gellner21 y Llobera22. El leimotiv del abate Sieyes era situar a la nación como entidad moral preexistente a todo fenómeno y a toda institución social: «La nación es antes que todo. Es el origen de todo. Y siempre será legal, es la ley misma... La imagen de la Patria es la única a la que es permisible tributarle culto»23. Según Durkheim, lo que adora la sociedad en el culto religioso es su propia imagen hipostasiada. Lo que define al fenómeno religioso no es el contenido sino la forma. Por tanto, lo que es relevante no es tanto la presencia o ausencia de seres sobrenaturales sino el potencial religador de determinados símbolos para todos los miembros del grupo. Del imaginario social de la Revolución Francesa emerge una nueva fe cuyo objeto de culto es la nación. Esta comparece como «nuevo dios» secularizado. El movimiento nacionalista radical vasco de mediados de la década de 1960 redefine el mensaje y lo convierte en una religión sustitutiva24 en la que el «pueblo» funge como entidad sacra: sujeto nacional orgánico, supraindividual e intergeneracional. La comunidad religiosa se ha convertido en comunidad nacionalista de creyentes que veneran al nuevo ídolo de la tribu —el pueblo de la nación, Euskadi— y escuchan la voz de su autoproclamado portavoz e intérprete: E.T.A. La religión política inaugurada por Sabino Arana hace cien años ha dejado en el camino algunos de sus elementos primordiales, como Dios y la raza vasca, pero no es menos religión política, porque los ha sustituido por Euskadi y por el euskera como nuevas primordialidades. E.T.A. adoptará este planteamiento y lo hará realmente visible a través de las siglas que sirven para identificar al grupo: Euskadi ta Askatasuna (Pueblo

20

Bellah, R.N., «Civil Religion in America» en, Beyond belief; essays on religion in a post-traditional world, New York, Harper & Row , 1970, pp.175 y ss. 21 Gellner, E. Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988, pg. 20. 22 Llobera, J.R., The God of Modernity: the Development of Nationalism in western Europe, Oxford, Berg, 1994, pp. 187, 206,221. 23 Sieyès, E., Qu'est ce que le Tiers Etat, citado en Josep R. Llobera, op. cit., pp. 182184. 24 Tomo el término del excelente trabajo de Izaskun Sáez de la Fuente: El Movimiento de Liberación Nacional Vasco, una religión de substitución, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2002.

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Vasco y Libertad). Jaungoikoa ha sido substituido por Euskadi —marcando una diferencia con el discurso de Arana—, un pueblo todavía sometido al yugo de la invasión —aquí sí manteniene la semejanza. Cualquier medio será bueno con tal de acabar con el yugo de la colonización. El discurso de E.T.A. es fundacionalista y fundamentalista. Hace tabula rasa de toda interpretación previa y se convierte en el nuevo profeta y guardián de una identidad vasca reinventada. El problema no es que lo haga. Esto hoy día resulta evidente. El problema radica en que lo hace monopolizando la representación de la identidad vasca por el recurso del terror y la violencia. Es decir, E.T.A. hace suya esa moderna antimodernidad que procede también de la Revolución Francesa y que se manifiesta en su vertiente jacobina, totalista, participatoria y totalitaria25. Esta racionalización política limitada que considera al «pueblo de la nación» como el portador indiscutible de la soberanía nacional, subyuga las contingencias derivadas de una democracia deliberativa y la pluralidad de los actores potenciales a las demandas de un guión escrito por un sujeto político hipostasiado que actúa en nombre de un Ethnos, de una Muumbi nacionalista que pretende representar ahora a todas las demás Muumbis26. El problema radica en que el nuevo imaginario social central, el «pueblo de una nación», existe más allá de toda duda. Pero este es un aspecto difícilmente justificable, pues lo que caracteriza a la modernidad es precisamente haber institucionalizado la «duda», la posibilidad de falsación argumentativa como modus operandi específicamente moderno. Todos sabemos que el sustantivo pueblo se puede adjetivar de muchas maneras y para muchos fines, no todos ellos generalizables. Así se manifiestan las adjetivaciones étnicas, territoriales o lingüísticas, que al representar valores sólidos incuestionables conformarán etnomanías, topomanías y linguomanías. La exorcización de la violencia es el acto fundacional universal de constitución de la sociedad, como lo han puesto de manifiesto Hobbes, Kant y más recientemente el antropólogo René Girard. E.T.A., de forma ininterrumpida, trata de construir la sociedad violentamente. La violencia constituye el acta de su nacimiento y su exclusivo y permanente mecanismo de autoafirmación. Como dice Aranzadi, «E.TA. no es una organización política que practica la violencia, sino un grupo armado que racionaliza polí-

25

Al respecto, ver el clásico e imprescindible trabajo de Jacob Talmon: The Origins of Totalitarian Democracy, London, Seeker & Warburg, 1952 y el no menos imprescindible de S. N. Eisenstadt: Fundamentalism, Sectarianism and Revolution. The Jacobin Dimension of Modernity, New York , Cambridge University Press, 1999. 26 La alegoría de las casas de Muumbi, hogar de la madre progenitora de la tribu los Kikuyu, fue utilizada por Harold Isaacs para aludir al refugio identitario primordial buscado por los seres humanos ante la desintegración o incoherencia de sistemas de poder y de organización social más amplios. Véase Isaacs, Harold R., Idols of the tribe: group identity and political change. New York, Harper & Row, 1975 (N. del Ed.).

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ticamente sus acciones violentas»27. E.T.A. se autoadjudicada la violencia en régimen de monopolio frente al monopolio de la violencia ejercido por Estado {«Euskadi se halla en estado de guerra contra España y Francia») y la define como «pegajosa, demoledora, crónica, rentable, que nos haga cotizables. Aún más, la ornamenta: «no puede haber terror revolucionario sin una preparación escénica de tragedia, sin romanticismo de la muerte. El poder se toma por fascinación... Sólo la invocación y el hecho inminente de una gran tragedia colectiva es capaz de suscitar tal fascinación»2*. E.T.A. adopta la violencia no sólo por razones de eficacia política sino también por su eficacia mágica, por su eficacia icono-política. Georg Simmel, en su trabajo sobre la lucha, retrata esta situación con gran acierto. Los grupos, y especialmente las minorías, que viven en conflicto.. A menudo rechazan las aproximaciones o la tolerancia procedentes del otro bando. La naturaleza cerrada de su posición, sin la cual no pueden seguir luchando, se haría borrosa... En el seno de ciertos grupos puede que incluso sea una muestra de sabiduría política encargarse de que haya algunos enemigos con el fin de que la unidad de los miembros sea efectiva y para que el grupo siga siendo consciente de que esta unidad es su interés vitaí29.

El «pueblo de una nación» se apoyará fundamentalmente en un atributo primordial: la lengua. Después de Auschwitz y la espantosa Shoah no es posible ya adjetivar al pueblo de una nación a través de la raza sin herir la conciencia de cualquiera en su sano juicio30. Así lo pone de manifiesto Federico Krutwig en su obra La nueva Vasconia, identificando al euskera como el atributo que llena de contenido la pretendida autoimagen colectiva vasca, en cuyos presupuestos se apoyarán los porqués y los paraqués de la acción de E.T.A.: «El euskera era la fuerza motriz que impulsa al euskaldún a conservar el sentimiento de hermandad que lo liga a las comunas...El euskera era el símbolo de la autonomía y fraternidad libertaria. El castellano suponía el régimen del explotador»11. Como ha apuntado recientemente 27 Aranzadi, J, El escudo de Arquttoco: sobre mesías, mártires y terroristas, Madrid, Ed. A. Machado, 2001, Vol. 1, pg. 523. 28 Estos fragmentos se encuentran en diversos Zutik de los años sesenta y en el folleto: «La insurrección en Euskadi». De todo ello encontramos extensa documentación en el trabajo de Gurutz Jáuregui: Ideología y estrategia política de ETA. Madrid, Siglo XXI, 1981. 29 Simmel, G., «La lucha» en Sociología. Estudios sobre las formas de socialización, Madrid, Revista de Occidente, 1977, Vol. 1, pp. 265-355. Ver también el importante trabajo del simmeliano L. Coser: The Functions of Social Conflict, Glencoe, Free Press, 1956. 30 Ver Elorza, A. , en la Introducción a Sabino Arana. La Patria de los vascos, op. cit., pg. 15 y ss. 31 Sarrailh de Ihartza, F. (Seudónimo de Federico Krutwig), La nueva Vasconia, San Sebastián, Ediciones vascas, 1979, pp. 40-41.

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Mikel Azurmendi, en esta variedad de nacional social-vasquismo se ha presentado al euskera como aquél atributo que hace a uno vasco; por tanto, «sin euskera no hay pueblo vasco»32. Krutwig va a proporcionar al nacionalismo radical una forzada afinidad electiva entre la liberación nacional y la liberación de clase en la que el pueblo vasco aparece readjetivado como pueblo trabajador vasco, otro macro-sujeto que se proyecta como portador salvífico de la emancipación social y nacional, nueva tropa de elegidos para catalizar el agonismo revolucionario violento. José Miguel Beñaran, alias Argala, dirigente de E.T.A. a mediados de los años setenta y con estudios de sociología realizados en la Universidad de Deusto, hará suya esta propuesta de Krutwig: Vasconia se convierte en el catecismo político del soldado-creyente de E.T.A. Pero lo que de ninguna manera debemos olvidar es que en la formación de la identidad de una sociedad lo importante no es la masa de individuos que la componen, ni el territorio que ocupan, ni la lengua (en este caso el euskera) que hablan, la religión que profesan o la sangre que recorre sus venas, sino más bien la idea, hoy sólo esbozable en común y sin exclusiones, que la sociedad tiene sobre sí misma33. La autoimagen colectiva, en los términos de Norbert Elias34. Toda identidad nacional puede sobrevivir a alteraciones substanciales en el lenguaje, la religión, el estatus económico o cualquier otra manifestación tangible de su cultura35. El nacionalismo postaranista, es decir, E.T.A. y el Movimiento de Liberación Nacional Vasco, dos caras de un mismo fenómeno, ha sustituido el tipo social característico de los usos tradicionales del endogrupo del primer nacionalismo, el baserritarra, por unos nuevos tipos representados en el gudari (el guerrero vasco) y el terrorista-nihilista. Mientras el baserritarra se limitaba a imitar y reproducir un modo de vida que había recibido, el gudari está galvanizado por una actitud «frente a». Recordemos la famosa palabra con la que E.T.A. se presenta en sociedad: zutik (en pie). Aunque cronológicamente el gudari nace durante la guerra civil de 1936, es E.T.A. quien va a desarrollar esta variedad de militante-creyente-soldado. No debemos pasar por alto que E.T.A. nace a comienzos de la década de los sesenta, época en la que la libertad está cercenada en todos los ámbitos debido a la dictadura franquista. El gudari representa un modelo de actuación basado en la confrontación física. Para él son importantes pala-

32

Azurmendi, M. La herida patriótica: la cultura del nacionalismo vasco. Madrid, Santillana, 1998, pg. 117. 33 Durheim, E. , op. cit., pg. 394. 34 Elias, N., Studien über die Deutschen, Frankfurt, Suhrkamp, 1989, pg. 214. 35 W. Connor ha efectuado una importante labor de aclaración semántica del nacionalismo en su extraordinario trabajo Ethnonationalism. The Quest for Understanding. Princeton, Princeton University Press, 1994.

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bras como indar (fuerza), ekintza (lucha), ez (no)36, que denotan el choque de culturas adversarias o politeísmo beligerante. Su universo de discurso se caracteriza por la ausencia de la ambivalencia, es decir, de la posibilidad de afirmación y negación. Las bases culturales se reducen a una: la negación mutua de los contendientes en la ekintza militar. En su universo de discurso se ha procedido a una suspensión teleológica de las convicciones éticas que determinan la diferencia entre lo justo y lo injusto («no matarás») en aras de un bien superior, es decir, de aquello que aparece como lo bueno y deseable a su juicio. El modelo aquí es Abraham, en quien encontramos el ejemplo más impresionante de nuestra propia tradición cultural, tal como nos lo narra el Génesis: «Y Dios puso a prueba a Abraham y le dijo, coge a Isaac, tu único hijo, a quien más amas, llévalo al país de Moriah y ofréceme ahí, en la montaña, su sacrificio» (Génesis, 22, 1-2). Abraham no llega a consumar el mandato divino porque el mismo Yahvé detiene su mano asesina justo cuando iba a asestar la puñalada mortal a su hijo («sangre de su sangre»), Zulaika y Douglass37, apoyándose en la exégesis veterotestamentaria de Kierkegaard, señalan que Abraham no se rigió por el baremo crítico de la razón. No sintió la necesidad de ir más allá de la fe, algo que para nosotros nunca puede ser aceptable. Abraham no es un héroe trágico, sino algo bastante diferente: «o bien un asesino o un creyente»38. Y en medio de esta paradoja es donde se sitúa la ortopraxis del gudari, agente provocador, terrorista. Aunque el moderno terrorista, magníficamente radiografiado por primera vez por Joseph Conrad en The Secret Agent39, haya substituido el «reino de Dios» por el «pueblo de la nación» y le haya transferido a éste una buena parte de la numinosidad de aquél, su modelo de acción social sigue siendo un «juego profundo» 40 , un juego sagrado en el que se dramatiza ritualmente el sentido de la vida y de la muerte propia y de los demás. En el mismo se juega con la «experiencia límite», con la muerte, con la posibilidad de la absoluta imposibilidad. Su acción se sitúa en lo que Michael Walzer llama el «compromiso cultural profundo» (matarás en el nombre de...) frente al más «débil procedimiento ético» (no

36 Sobre la semántica y el uso de estos términos en la sociedad vasca, ver Zulaika, J., Violencia vasca. Metáfora y sacramento. Madrid, Nerea, 1990. 37 Ver sobre ésta interpretación del sacrificio de Isaac el excelente texto de J. Zulaika y W. Douglass, Terror and Taboo. The Folies, Fables and faces of Terrorism, Londres, Routledge, 1996. Cap. 5, 123ss. 38 S. Kierkegaard, Temor y temblor. Diario de un seductor. Madrid, Editora Nacional, 1975, p. 95ss. 39 J. Conrad, The Secret Agent, Nueva York, Bantam Books,1995. 40 Zulaika y Douglass adoptan este concepto de C. Geertz para ejemplificar el tipo de acción social del agente provocador.

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matarás en nombre de nada ni de nadie). Ahí radica su grandeza y al mismo tiempo su tragedia41. En la objetivación de este «juego profundo» tiene especial relevancia el despliegue pautado de un calendario litúrgico en donde «un pueblo en lucha» dramatiza y muestra sus «heridas» en lo que Pierre Nora ha llamado los lugares de la memoria, que en nuestro caso se manifiestan en los homenajes a los así llamados mártires, en los funerales por los caídos, en los presos, en definitiva, en el despliegue de una peculiar comunidad de símbolos, recuerdos, amores y odios aderezada en el seno de un collage totalizador y totalitario42. Este núcleo no racional de la nación ha sido alcanzado y desencadenado a través de símbolos nacionales, de la poesía nacional, de la música y también del uso de metáforas familiares donde aparece la llamada43 de los «fantasmas», de los «ídolos de la tribu» cuyas voces, representando a seres míticos de la memoria colectiva, pretenden evitar la amnesia de la historia propia. Así sucede con Cathleen ni Houlihan, el trabajo más nacionalista y más propagandista escrito por William Butler Yeats en 1902. A juicio de Conor Cruise O'Brien 44 , esta es la poesía más impresionante de propaganda nacionalista que jamás se haya escrito. Cathleen, la hija de Houlihan, es un ser mítico, el más conocido de un elenco de nombres femeninos usados para personificar en la poesía gaélica a Irlanda. Cathleen adopta la forma de «una pobre vieja», que visita el hogar de una próspera familia de granjeros católicos, los Gillane, que se preparan para el matrimonio de su joven hijo Michael. La Vieja está ahí para cancelar el matrimonio y reemplazarlo con un sacrifico sangriento dentro de una revolución nacionalista. Así se expresa la vieja: «Algunas veces mis pies están

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M. Walzer adopta otro concepto de Geertz, el de «descripción densa», que le sirve para determinar las concepciones «fuerte» y «débil» de la moralidad. Véase Walzer, M., Thick and thin : moral argument at home and abroad. Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1994. 42 Nora, Pierre, Les lieux de mémoire. Paris, Gallimard, 1997. Para el caso alemán, véase Koselleck, R., «Kriegedenkmale in Identitätsstiftungen der Uberlebenden», en O. Marquard-K. Stierle (eds.): Poetik und Hermeneutik: Identität, Vol. VIII, München, Fink, 1979, pp. 255-277. En el caso vasco, Begoña Aretxaga ha puesto de manifiesto cómo los lugares de la memoria crean el poso de recuerdos que configuran las distintas estrategias de «nacionalización». Véase Aretxaga, B., Los funerales en el nacionalismo radical vasco. San Sebastián, Primitiva Casa Baroja, 1988. 43 Evidentemente, no estamos hablando de la «llamada-vocación» que, como una metafísica del heroísmo humano dirigida por una voluntad fáustica y orientada a la acción intramundana, lleva al burgués-puritano occidental , a finales del siglo xvn a crear lo que se ha venido en llamar primera modernidad. Así lo expresan Max Weber a comienzos del siglo xx y Charles Taylor más recientemente. 44 Las referencias a Cathleen ni Houlihan de W. B. Yeats las tomo de C. Cruise O'Brien: Ancestral Voices. Religion and Nationalism in Ireland. Chicago, University of Chicago Press, 1995, pg. 61 yss.

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cansados y mis manos quietas, pero no hay tranquilidad en mi corazón. Cuando la gente me ve tranquila, piensa que he envejecido y que toda emoción se ha evaporado de mi [una referencia a la desaparición aparente del nacionalismo revolucionario en Irlanda a comienzos del siglo xx], Pero si el problema radica en mí debo hablar a mis amigos [a los nacionalistas revolucionarios]... Si alguien quisiera ayudarme, debiera ayudarme a mí [a Irlanda], debiera dármelo todo [incluida la propia vida]». En la obra, las conclusiones finales de Cathleen exponen las condiciones de su servicio y cómo puede ser recompensado. Esto se pone de manifiesto cuando abandona la casa de los Gillane entonando la siguiente canción: Ellos serán recordados siempre, Ellos vivirán siempre, Ellos hablarán siempre, La gente los oirá siempre45

La pobre vieja, Cathleen ni Houlihan, no sólo representa a través de una metáfora a la nación irlandesa herida, sino que además funge como llamada al sacrificio ritual que suture la herida en el nombre de la patria. Yeats, por supuesto, no inventa a Cathleen ni Houlihan. Ella ha estado ahí siglos y siglos en poemas e historias. Yeats la trae a la vida —a una especie de muerte en vida— a través de su escenificación teatral. El espíritu de Cathleen ni Houlihan reaparecerá unos años después en los escritos, y sobre todo en la praxis política, de una de las personalidades más carismáticas y extraordinarias del siglo xx: Patrick Pearse, el alma del levantamiento irlandés de 191646. Según Pearse, el pueblo, que será señor en Irlanda cuando ésta sea libre, englobará a aquellos que hayan obedecido las voces ancestrales de ciertos fantasmas privilegiados: los fantasmas de los muertos, que nos han legado una fe a los vivos. En definitiva, los fantasmas de la nación. Pearse reinterpreta el sacrificio de Cristo en un contexto nacional. El sacrificio redimirá a la nación así como Cristo redimió al mundo. Pero para ésta nueva misión de sacrificio será preciso disponer de un Mesías colectivo, que no puede ser sino el pueblo. En el nacionalismo postaranista vasco no faltarán tampoco los «soldados-mártires» que encarnen este nuevo papel en la convicción de que ante Dios o ante la nación nunca serán héroes anónimos, como acertadamente ha puesto de manifiesto el análisis de Jon Juaristi en El Bucle Melancólico41.

45

O'Brien, C.C., op. cit., pp. 66 y ss. Sobre el nacionalismo místico de Patrick Pearse, ver asimismo O'Brien, C.C., op. cit., pp. 96 y ss. 47 Juaristi, J. , op. cit., 1997. 46

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Ante este destino fatídico no viene mal recordar que la muerte adquiere sentido en y por la vida, como con gran elocuencia lo ha puesto de manifiesto el premio Pulitzer de literatura Frank McCourt refiriéndose al caso irlandés: «El maestro dice que morir por la fe es una cosa gloriosa, y papá dice que morir por Irlanda es una cosa gloriosa, y yo me pregunto si hay en el mundo alguien que quiere que vivamos»**. Pues sí, hubo alguien que quiso que viviéramos y lo ejemplificó magistralmente: el antihéroe griego Arquíloco con su defensa inequívoca de la vida frente a los ardores heroico-patrióticos de Pericles: «Algún tracio se ufana con mi escudo, arma excelente que abandoné mal de mi grado junto a un matorral. Pero salvé mi vida ¿Qué me importa aquel escudo? Vayase enhoramala: ya me procuraré otro que no sea peor»*9. A pesar de los cantos de sirena con sus voces ancestrales, el héroe-gudari puede devenir antihéroe y exorcizar el fatum que le acecha. Volviendo al relato veterotestamentario, el supremo acto de fe ciega de Abraham (o de los autoproclamados Mesías individuales posteriores que comparecen en el nacionalismo revolucionario) tiene su reverso en la pérdida de fe de Isaac. La idolatría del padre abre los ojos del hijo. La paradoja abre el discurso de la moralidad del asesinato. Aprendemos que la rendición a valores sólidos incuestionables, bien sea en clave religiosa o en clave profana, conduce a la barbarie última de repudiar a la humanidad. Es enormemente arriesgado mantener o escudarse en la premisa de que «Dios o el pueblo están de nuestro lado». Isaac se libera de la teleología e imaginería de su padre. El nacimiento de una nueva cultura es posible. En su impresionante novela Sacrifice of Isaac, Neil Gordon ha aplicado la parábola de Isaac al ejército israelí. Un hijo reflexiona sobre su padre, Yossef Benami, un profesor y general que es un héroe nacional israelí y cuyo otro hijo, Danni, ha desertado del ejército durante la invasión del Líbano en 1982. En medio de una discusión familiar, la esposa de Benami le replica: «Yossi, ¿cómo puedes ser tan imbécil?...Tu propio hijo te ha dejado y tu piensas que se trata de una historia sobre los judíos. Tu hijo se ha ido ¿Dónde está el jodido simbolismo?»50. Más tarde, en la novela el «tu hijo se ha ido» se convierte en «tú has matado a tu hijo». Al final, Benami, para quien «no esperar morir por otra cosa que no sea Israel es impensable», ha sacrificado a su padre, a su mujer y a sus hijos, no a los pies de los ángeles enviados por Dios, como aparece en el Isaac de Caravaggio, «sino mucho peor: a una idea, a un país, a un país de soldados». Como en el Isaac de Kierkegaard,

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McCourt, F., Las cenizas de Angela, Madrid, Maeva, 1997, pg. 120. Arquíloco, fragmento 12 de «Elegías y fragmentos dactilicos», citado en Aranzadi, J., El escudo de Arquíloco, op. cit., pg. 1. 50 Gordon, N. Sacrifice of Isaac, Nueva York, Random House, 1995, pg. 60. 49

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el Danni de Gordon se da cuenta de que su padre se ha convertido en un verdugo. Los árabes no son sentidos como el enemigo: ellos se sienten como él mismo. Quizás está pensando en lo mismo Amos Oz cuando afirma «dentro de la sociedad israelí, los territorios [ocupados] sólo son el lado oscuro de nosotros mismos [es decir, de la sociedad israelí]»51. No es Dios el que pone a prueba a Abraham, sino éste el que pone a prueba a Dios. En España, a partir de la muerte del dictador en 1975 y, sobre todo, a partir de la promulgación de la Constitución como Carta Magna en 1978, existen dos poderosas razones para renunciar a la violencia política, no para renunciar a la construcción nacional vasca como nación posible, aunque nunca como nación inevitable. En la geografía espiritual de los lugares de la memoria que configuran la iconografía de mártires del nacionalismo radical, Txabi Etxevarrieta ocupa un lugar sin duda destacado, más allá de que la consabida hagiografía nacionalista lo haya investido como mártir. Militante de E.T.A., muerto en un enfrentamiento armado con la Guardia Civil el 7 de junio de 1968, después de que él mismo abatiese horas antes a un guardia civil de tráfico en un control de carreteras, Etxevarrieta representa al nacionalista romántico radical que empuña las armas frente a un régimen político de excepción, como los gudaris vascos empuñaron las armas contra las tropas franquistas durante la guerra in-civil. Pero, dirijamos ahora nuestra vista a ese otro icono del gran panteón vasco de inocentes que han derramado su sangre: Miguel Ángel Blanco, concejal del Partido Popular en Ermua asesinado por E.T.A. después de haber sido secuestrado. Percibiremos así una importante metamorfosis que nos lleva a través de un juego de espejos desde el gudari, el héroe militar, al «terrorista-nihilista», el nuevo tipo social que va a caracterizar la praxis de E.T.A. en los últimos veinte años. Ha tardado todo ese tiempo en hacerse plenamente visible tal metamorfosis, pero finalmente está ahí. El activista actual de E.T.A. no es Etxevarrieta, ni Pertur, ni Txikia, ni Yoyes, sino alguien que se asemeja enormemente al protagonista de El Agente Secreto, la novela donde Joseph Conrad radiografía la auténtica provocación terrorista moderna. Esta provocación se expresa así: La locura considerada aisladamente es verdaderamente aterrorizante, en la medida en que no puedes aplacarla por medio de amenazas, persuasión o sobornos. Además, yo soy un hombre civilizado. Nunca soñaría dirigirte a organizar una mera carnicería, incluso si esperase los mejores resultados de ella. Pero no esperaría de una carnicería el resultado que deseo. El asesinato siempre está con nosotros. Es casi una institución. La demostración debe ser contra el aprendizaje de la ciencia. Pero no cualquier ciencia sirve. El ata-

51

Oz, A., La tercera condición, Barcelona, Seix Barral, 1993, pg. 44.

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que debe tener todo el sinsentido sorprendente de una blasfemia gratuita. Ya que las bombas son tus medios de expresión, sería realmente significativo si alguien pudiese arrojar una bomba en la matemática pura. Pero eso es imposible ¿Qué te parece hacerlo sobre la astronomía? Nada sería mejor. Tal atrocidad combina la mayor atención posible dirigida a la humanidad con el despliegue más alarmante de imbecilidad feroz. Yo desafío la ingenuidad de los periodistas para persuadir a su público que cualquier miembro del proletariado puede tener un agravio personal contra la astronomía. El hambre difícilmente podría servir para tal propósito. ¿Verdad? Y existen asimismo otras ventajas. Todo el mundo civilizado ha oído hablar de Greenwich. La voladura del primer meridiano está llamada a producir un alarido de horror52.

El hiperactivista actual del nacionalismo radical es un «terrorista-nihilista» consumado que no se somete a un trabajo doctrinario ni es esclavo de una filosofía o de una concepción del mundo. Simplemente juega, actúa. Para él el mundo es un juego de suma cero. La nada no es ahora la negación del Bien —justicia, bienestar, libertad, desarrollo— que postula la democracia liberal como secularización política del Bien en sentido religioso, sino la negación del Mal que se manifiesta como contingencia itinerante de enemigos múltiples, aleatorios, arbitrarios y cambiantes. Su juego ya no es el «juego profundo» del gudari, sino simplemente el juego por el juego. Cuando la violencia se hace rutina, el «soldado-creyente» se convierte en «terrorista-nihilista», porque el combustible que movía a aquél, la metáfora de la sangre derramada por Dios o por la patria, se sustituye por la nihilina, por la dinamita del espíritu. El «terrorista-nihilista» actual ha elegido la intensidad, la eternidad inmediata. En ese «mato, luego soy», brutalmente radical y por primera vez accesible a cualquiera, se hace presente una gran verdad injusta: «muero sin llegar a ser como consecuencia de tu ser matando». Como afirma André Glucksmann, «nueva o vieja idea, la idea no es la que dirige el baile, sino el baile el que hace danzar las ideas, ya dance un campesino iletrado, un noble letrado, un monje-soldado o un libertino.»53 Esta variedad de nacionalismo exige lealtad a valores sólidos incuestionables, a voces ancestrales aproblemáticas. Es decir, exige creyentes sin caer en la cuenta de que, en las sociedades modernas diferenciadas, lo único que podemos exigir es lealtad a procedimientos que garanticen la inclu52

Conrad, J. The Secret Agent, op. cit., pp. 43-44. Sobre el trasfondo nietzscheano del terrorismo actual, «como dinamita del espíritu, quizás una nihilina descubierta recientemente», ver el interesante trabajo de Navid Kermani: «A Dynamite of the Spirit», Times Literary Supplement, (March, 29), 5165,2002: 13-15. 53 Glucksmann, A„ Dostoievski en Manhattan, Madrid, Taurus, 2002, pg. 145.

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sión social de todos. Ni la sociedad ni el Estado pueden aceptar como canónico ningún fin en sí mismo, sino que deben velar por el reconocimiento de todas las culturas, especialmente las de aquellos grupos que están en desventaja. ¿Lo está hoy Euskadi? Habiéndose declarado la tregua de E.T.A. y habiéndola roto la propia E.T.A. unilateralmente, creo que la respuesta podía ser, paradójicamente, muy semejante a la que daba Sabino Arana hace un siglo: tienen la palabra todos los vascos, pues de su conducta depende su porvenir.

E L «HEREJE-CIUDADANO» Y LA MITOLOGÍA POLITEÍSTA ¿Hacia dónde cabalga el señor? No lo sé —respondí—. Sólo quiero irme de aquí, Solamente irme de aquí. Partir siempre, salir de aquí. Sólo así puedo alcanzar mi meta. ¿Conoce, pues, su meta?— preguntó él. Si —contesté yo—. Lo he dicho ya. Salir de aquí, esa es mi meta. Franz Kafka De los diversos tipos de culto que prevalecían considerados en el mundo romano, todos eran igualmente verdaderos por el pueblo, igualmente falsos por los filósofos e igualmente útiles por los políticos. Así, a través de la tolerancia, se obtenía no sólo la indulgencia mutua, sino también la concordia religiosa. Edward Gibbon Vivir, dejar vivir, ayudar a vivir y convivir. Javier Oses Flamarique (Obispo de Huesca)

Este último motto que tomo de una hermosa proclama cultural del ya fallecido obispo de Huesca, Javier Osés Flamarique, y que ha sido recientemente tematizado por el mitólogo navarro-aragonés Andrés Ortiz-Osés54, me sirve para adentrarme en lo dramático que resulta expresar la identidad multicultural de Euskalherria55. Qué pena que cuando proclamamos «nosotros, los vascos» sin tener un enemigo externo, pues ni Francia ni España

54

Ortiz Osés, A., De lo divino, lo humano y lo vasco, Donostia, Oria-Hiria, 1998. Ver al respecto la interesante formulación de la afinidad existente entre multiculturalismo y democracia en un texto reciente de N. Glazer: We are all Multiculturalists Now, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1997. 55

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lo son, tengamos que constatar que es una identidad que procede de la yísión interna, más que de la fusión en torno a algo. La evocación de un enemigo externo, o la invención de tal enemigo, tanto en el aranismo como en el post-aranismo, a través de la profecía que se autorealiza, ha creado una realidad de consecuencias inintencionadas para todos en Euskalherría que todos debemos ayudar a transformar creando un mínimo común denominador: poder convivir aquí y ahora. Para algunos la novedad, gran novedad, por cierto, será vivir (los elegidos como víctimas del terror); para otros será dejar vivir y ayudar a vivir (los verdugos que matan), y sin ninguna duda para todos la novedad será convivir. Cada sociedad produce su propia forma de violencia y la nuestra no es una excepción. El moderno conflicto vasco no es una expresión de la lucha de clases que se enfrentan entre sí en pos de oportunidades vitales desiguales. Tampoco es expresión de la colonización, la invasión o la conquista de un colectivo por otro, como pretende el nacionalismo vasco radical. Más bien la «herida vasca» es el producto del choque irreconciliable entre irreductibles constelaciones de valor, entre culturas políticas adversarias56 representadas grosso modo en tres ideas-fuerza57 con sus correspondientes portadores de acción colectiva: el no-nacionalismo vasco, el nacionalismo vasco moderado y el nacionalismo vasco radical (tres tercios, como ha apuntado de forma acertada el sociólogo Emilio Lamo de Espinosa). Este choque entre culturas políticas adversarias no es una novedad. Ya era una realidad a finales del siglo pasado, cuando Sabino Arana reinterpretaba los Fueros. Parafraseando el concepto de «lucha entre los dioses» de Max Weber58, podemos decir que los viejos dioses reanudan su eterna lucha agónica en la forma de valores sólidos incuestionables —frente a los «valores tenues», en los términos de Michael Walzer. No existe una cultura vasca. No existe una homogeneidad cultural, una conciencia colectiva unitaria que englobe uniformemente a todos los vascos en torno a la noción de sociedad ideal, sino que coexisten muchas culturas vascas: aproximadamente dos millones y medio, tantas como vascos y vascas habitan en la Comunidad Autónoma, sin contar a los vascos y vascas de la diàspora. Es decir, la visión de los vascos sobre lo vasco es enormemente plural. La lucha moderna entre culturas adversarias se funda en la evidencia del carácter socialmente contingente de las cosmovisiones. Todas ellas son la consecuencia de una construcción social y, por tanto, pueden ser obje-

56

Ver el concepto de «guerra cultural» en Hunter, J.D., Culture wars: the struggle to define America New Cork, Basic Books, 1991, que tiene su origen en 1976, cuando D. Bell publica sus Contradicciones culturales del capitalismo. 57 Tres ideas-fuerza que el decurso de los acontecimientos en Euskalherría parece haber reducido a dos: la gran «cultura cívica» antiviolenta y los portadores de la «gran negación» violenta. 58 Weber, Max, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1967, pp. 215-217.

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to de una de-construcción, de crítica, de genealogía. Strictu sensu, ningún valor ha sido donado por Dios o la naturaleza al hombre o a un grupo de hombres que habitan hoy éste territorio, ayer aquél otro y mañana quién sabe cuál. Fueron hombres, más concretamente, una tribu de pastores nómadas entre los ríos Tigris y Éufrates hace 5000 años, quienes elevaron al cielo una significación social imaginaria, llamada JHWH, que ha funcionado como imaginario central en occidente al menos durante los últimos dos mil años. Y también son hombres quienes construyen la «tradición vasca» a finales del Siglo xix y durante el siglo xx haciendo genealogía de otras genealogías precedentes, es decir, substituyendo un imaginario central, Dios, por otro imaginario central desacralizado: la nación. Esta nación hoy no es un panteón monoteísta donde se venera a un Dios o a un substituto suyo, secularizado como nación o pueblo de la nación, y se sacrifica a los enemigos en su nombre —como ocurría en las pirámides de sacrificio de los aztecas—, sino un panteón politeísta ante el que la condición de «hereje-ciudadano» deviene normal59. No hay archetexto o archeprincipio en el ámbito social. Construimos, imaginamos e inventamos, hoy más que nunca, sobre las construcciones de otros que a su vez construyeron sobre las de sus predecesores. Como afirma Nathan Glazer, «todos somos hoy multiculturalistas» por el hecho de vivir en sociedades multiculturales, pero quizás hemos olvidado, entre tantos olvidos, que debemos ser demócratas como condición de posibilidad de nuestra identidad anterior. El imperativo herético politeísta de la multiculturalidad sólo puede sustentarse en el imperativo categórico del reconocimiento mutuo. Para Max Weber la pluralidad de cosmovisiones era la nota más significativa del tiempo social moderno. Peter L. Berger compartía este diagnóstico en su obra de 1967 The Sacred Canopy™. En una obra posterior, The Heretical Imperative61, apostilló que la situación moderna se caracteriza por una «expansión de las opciones disponibles». Es decir, no sólo han aumentado los ámbitos institucionales independientes, sino que han aumentado igualmente las «oportunidades vitales» de acceso o las posibilidades de «inclusión» de toda la población62. La conciencia moderna significa un mo-

59

Ver al respecto el concepto de «usos de la diversidad», en Geertz, C., Available Light, Princeton, Princeton University Press, 2000. 60 Traducida al español como Para una teoría sociológica de la religión, Barcelona, Kairós, 1971, pp. 184 y 194. 61 Berger, P.L., The Heretical Imperative: Contemporary Possibilities of Religious Affirmation. Garden City, N.Y., Anchor Press, 1979. Esta obra ha sido injustamente olvidada, sin caer en la cuenta de que ofrece sugestivos y acertados análisis sobre las estructuras de conciencia de la modernidad. 62 No digo «derechos de inclusión», porque el acceso «de todos a todo» es una tendencia sociológica generalizada, pero no un hecho constatable en cada individuo. Así, en las sociedades occidentales los derechos políticos ciudadanos están garantizados para todos, pero el

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mentó de lo social-histórico, no su cumbre, su culminación o su final, como algunos observadores apocalípticos —desde Comte hasta Fukuyama— han apuntado. La modernidad conlleva como distintivo específico un movimiento que va «del destino dado al destino elegido»63. En toda sociedad existe una conexión entre la red de instituciones y el repertorio de identidades. En una sociedad tradicional esta conexión es mucho más próxima que en la sociedad moderna. Las instituciones y las identidades tradicionales son consideradas tan objetivas como los hechos de la naturaleza. La sociedad y el individuo son experimentados como un destino, y así lo pone de manifiesto la noción griega de /noíra64. La característica fundamental del pensamiento griego —sobre todo en las tragedias de Esquilo, Sófocles y en las filosofías de Platón y Aristóteles— es el paso de un destino externo al hombre a una concepción de la vida determinable internamente. Aunque no puede negarse que, en gran parte, somos seres necesitados, confusos, incontrolados, enraizados en la tierra e indefensos bajo la lluvia, hay en nosotros algo puro y puramente activo que podemos llamar divino, inmortal, inteligible, unitario, indisoluble e invariable. Parece que este elemento racional, el logos65, podría gobernar y guiar el resto de nuestra persona, salvándonos así de vivir a merced de la fortuna, del accidente, de la coincidencia y la contingencia (láchesis). La razón ocupa el lugar de Zeus, como éste había ocupado el de la moira66. Esta esperanza espléndida, frágil y equívoca ha sido una de las preocupaciones centrales del pensamiento griego en torno al bien humano67. Lo que acontece a una persona por fortuna es lo que no le ocurre por su propia intervención activa, lo que simplemente le sucede, en oposición a lo que hace. «En general, eliminar la fortuna de la vida equivaldría a poner esa vida, o al menos sus aspectos

Estado de Derecho moderno no puede garantizar de igual manera la inclusión de toda la población en el rol de trabajador. Asimismo, existen muchas colectividades en África, China y el Sureste asiático que no han accedido todavía a los derechos políticos ciudadanos. Por ejemplo, un neoyorkino, un madrileño o un frankfurtiano de clase media pueden elegir pasar sus vacaciones en Asia, mientras que un vecino suyo de clase obrera sólo puede elegir pasar sus vacaciones viajando a la costa mediterránea o visitando el interior de la Península Ibérica. Todas estas son opciones posicionales, pero en cuanto opciones, caracterizan específicamente a la modernidad. 63 Berger, P.L., op. cit., pg. 10. 64 Greene, W., Moira: Fate, Good and Evil irt Greek Thought. Gloucester, Mass., Smith, 1968. 65 Ver los fragmentos de Heráclito contenidos en Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1981, Vol. 1, Fragmentos: 639-647, pp: 352-355. El concepto de logos se interpreta como razón, juicio, concepto, definición, razón de ser, fundamento, proposición. Ver, asimismo, la crítica de Heidegger en Sein und Zeit, Tubinga, Niemeyer, 1963, pp. 32 y ss. 66 Cornford, F. N., De la religión a la filosofía, Barcelona, Ariel, 1984, pg. 52. 67 Nussbaum, M., La fragilidad del bien: fortuna y ética en la tragedia y en la filosofía griega, Madrid, Visor, 1995, pp. 30 y ss.

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más importantes, bajo el dominio del agente, suprimiendo la dependencia de lo exterior»6*. La responsabilidad radicaría así en aquél que elige. Dios queda exonerado de culpa69. El fatalismo se transforma en humanismo racionalista e idealista. La sociedad moderna, continuadora de ésta posición, abre el horizonte de nuevas posibilidades, rompiendo con el mundo de la necesidad. Así se puede elegir entre el divorcio o la continuación del matrimonio, entre el embarazo, la anticoncepción o el aborto. La posibilidad de elección se puede extender a gran parte de contextos vitales en las sociedades modernas. Según Georg Simmel, «la ausencia de algo definitivo en el centro de la vida (moderna) empuja a buscar una satisfacción momentánea en excitaciones, satisfacciones y actividades continuamente nuevas, lo que nos induce a una falta de quietud y de tranquilidad que se puede manifestar como el tumulto de la gran ciudad, la manía de los viajes, la lucha despiadada contra la competencia, la falta específica de fidelidad moderna en las esferas del gusto, los estilos, los estados de espíritu y las relaciones»10. Berger se hará eco de esta misma posición cuando afirma que «el hombre moderno se confronta no sólo con múltiples opciones sobre posibles cursos de acción, sino también con múltiples opciones sobre posibles formas de pensar el mundo»7I. Cada individuo puede elegir entre un elenco de automóviles, diferentes estilos de vida sexual, entre preferencias religiosas particulares, etc. La modernidad no sólo tiene un elenco plural de instituciones como consecuencia del proceso de diferenciación funcional, sino un elenco de estructuras de plausibilidad o pretensiones de validez asimismo plural72. El cambio del destino a la elección está representado en el arquetipo prometeico descrito por Esquilo y Goethe, ya que el titán-semidios griego «roba el fuego a los dioses», para entregárselo a los hombres73. De esta acción heroica que busca el calor74, la luz, el logos, el «bienestar» humano, se derivan unas consecuencias perversas para Prometeo, que es encadenado a una roca por orden del dios central del Olimpo, Zeus, pero también para los hombres, ya que su actitud heroica, subjetiva (en los términos de Gehlen), les hace depender de sí mismos —una nueva dependencia— y de un medio, el fuego, factor de desencadenamiento, dominio y control de la naturaleza. La mo68 69 70

Nussbaum, M. , op. cit., 1995, pg. 31. Greene, op. cit. pg. 9. Simmel, G., Filosofía del Dinero, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1977, pg.

612. 71

Berger, P.L., op. cit., pg. 15. Vattimo, G., La società transparente. Milano, Garzanti, 1989, pp. 50-53. 73 H. Blumenberg, en Work on Myth, Cambridge, MIT Press, 1985, ha analizado con gran acierto el mito de Prometeo en Esquilo, Goethe, Gidé y Kafka. 74 Ver Heráclito, Los filósofos presocráticos, op. cit., Vol.l, pp. 330-1; ver, asimismo, Heidegger, M., «Logos», en Sein und Zeit, Tübingen, op. cit., pp. 32-34. 72

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dernidad se caracteriza por esta ambivalencia arquetípica que oscila entre la gran liberación y la angustia, entre el escape del mito y el retorno a él, entre la emancipación y la alienación e incluso el terror. La palabra herejía tiene su raíz en el verbo griego hairein, que significa elegir. Para el hombre premoderno la herejía es una posibilidad más bien remota. Por el contrario, «para el hombre moderno la herejía deviene típicamente una necesida; la modernidad crea una nueva situación en la que elegir deviene un imperativo»15. La modernidad, en este sentido, significa una universalización de la herejía, de la capacidad de elegir, y así, del destino, ya que la elección es un «nuevo destino» que, en sus consecuencias, se manifiesta como contingente. Podemos condensar lo dicho afirmando que elegir representa el destino inescapable de nuestro tiempo. Por tanto, el hereje-ciudadano es ese tipo social que debe abandonar su fase de latencia en la sociedad vasca y hacerse manifiesto en todo orden de vida. Gibbon, el historiador británico, en su monumental Historia de Roma, describía el politeísmo romano como aquella constelación socio-simbólica en la que la coexistencia de herejes estaba garantizada institucionalmente, puesto que para el populacho todos los dioses eran igual de buenos y verdaderos, para los sacerdotes del monoteísmo todos eran igual de falsos y para los políticos todos eran igual de útiles. Entre la democracia liberal y el politeísmo existe una clara afinidad, puesto que aquélla es el régimen político que garantiza la existencia de éste, mientras que todo régimen autoritario, del signo que sea, presupone un unitarismo uniformador. Cuando alguien aprieta el gatillo contra un objetivo (juez, ertzaina, militar, policía, profesor, periodista, trabajador, ama de casa, etc) no hay duda sobre quién ejerce el rol de verdugo y a quién se atribuye la culpa. Todos sabemos que el monopolio del mal tiene un ejecutor único, E.T.A., aunque ninguno de nosotros logremos tener el monopolio del bien. Sin embargo, con los años que lleva Euskadi ta Askatasuna en el candelera, todavía me asaltan algunas dudas. Muchos, la mayoría, casi todos, dirán, y llevan razón, que entre dejar vivir o matar no hay espacio para la duda. Pero en medio del punto de inflexión marcado por el proceso de movilización colectiva que experimenta la sociedad civil vasca contra la violencia al final del siglo xx, cuando el miedo privatizado se desvanece en el seno de una autoafirmación individual y colectiva antiviolenta, todavía me asalta la duda sobre si este estadio es el ansiado final del túnel o más bien el comienzo del fin de la violencia que sólo puede llegar con la reconciliación de todos los vascos76. La

75

P. L. Berger, op. cit., 25 Ver el interesante estudio comparativo sobre la cultura de la reconciliación en las grandes civilizaciones de Etzioni, A. - D. E. Camey, Repentance. A Comparative Perspective. Lanham, Rowman & Littlefield Publishers, 1997. 76

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luz al final del túnel sólo se da una vez que el monstruo ha sido exorcizado y sus apoyos han sido socialmente incluidos de motu propio en la dialógica del reconocimiento mutuo. La reconciliación nacional española que supuso la transición política jalonada con la Constitución de 1978 se apoyó en una autolimitación racional de todos los actores políticos en liza recurriendo a un cierto «olvido» del pasado como mecanismo de sutura de ciertas heridas nacionales. Pues bien, quizás queda por realizar una reconciliación nacional vasca que, bajo un mínimo común denominador político, permita convivir en paz a las diversas herejías vascas, que son muchas. El comienzo del final de todo conflicto violento no puede provenir sino de asumir recíprocamente el rol del otro, en los términos de George Herbert Mead77. Ponerse en el lugar del otro, en términos religiosos, sería padecer lo que padece el otro. Después de la segunda guerra mundial dos enemigos irredentos, como son las fuerzas del trabajo y las fuerzas del capital, decidieron asumir la perspectiva del otro beneficiándose ambos de tal decisión en lo que se ha venido en llamar la sociedad de suma positiva, no en una sociedad de suma cero o negativa, como es nuestro caso. Más recientemente la historia nos ha vuelto a obsequiar con una nueva experiencia similar. En Irlanda del Norte, en una situación con similitudes evidentes, aunque no sean casos idénticos, todos y cada uno de los interlocutores válidos —David Trimble, John Hume (galardonados con el premio Nobel), Jerry Adams, Bertie Ahern y Tony Blair— han decidido libremente asumir el rol del otro ante la constatación de la imposibilidad fáctica de imponer el propio ethnos, la propia Muumbi sobre los demás. Todos ellos tienen pasados diferentes, como los tenían Sean MacBride, Menahem Beguin, Yasir Arafat o Nelson Mandela, consumados «terroristas» según el «geómetra de todas las perspectivas»78, el Estado, a los que más tarde o más temprano se ha reconocido como hombres de Estado, siendo algunos de ellos galardonados incluso con el premio Nobel. Por tanto, todos han decidido racionalmente autolimitarse para beneficiarse todos y cada uno de ellos. El beneficio dependerá, evidentemente, del conjunto de posibilidades socialmente disponibles para todos, pero, asimismo, la autolimitación no será igual para todos. El que ha ejercido de verdugo sencillamente deberá reconocer al otro con todas las consecuencias. Dejarle vivir significará dejarle vivir con sus ideas, siempre que éstas no impliquen la aniquilación del agente provocador. Esta no es sino la condición de posibilidad de cualquier orden social democrático en una sociedad multicultural o politeísta. Nunca existirá un

77

Mead, G.H., Mind, self & society from the standpoint ofa social behaviorist. Chicago, The University of Chicago Press, 1934. 78 Tomo la expresión de Pierre Bourdieu, quien la retoma a su vez de Leibniz, al referirse éste a Dios de esta manera. Cfr. Bordieu, P., Cosas dichas, Barcelona, Gedisa, 1988, pg. 139.

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consenso real para integrar a unos que signifique la exclusión de los otros. Podremos acelerar o ralentizar el proceso de construcción nacional vasca, pero nunca de espaldas a una parte, o a pesar de ella o contra ella, a menos que queramos transformar el proceso de nation building en un proceso de nation destroying. La comunidad nacionalista con un concepto de nación inevitable deberá tener en cuenta la realidad sociológica de la sociedad vasca con un concepto de nación posible19. No podemos adoptar el criterio de la pars pro toto una parte representando a toda la sociedad. Desde el nacionalismo vasco se entiende la violencia en Euskadi como la consecuencia de un conflicto político todavía irresuelto. Pero debiéramos prestar atención a la inversión de las variables, es decir, al hecho de que sea la presencia de la violencia la causa del conflicto político. Quizás hoy más que nunca se hace visible el hecho de que, en Euskadi, la frontera que crea un abismo insalvable es la cultura de la vida frente a la cultura de la muerte, dejando en una disputa habitual, en un conflicto democrático de interpretaciones, la existencia de luchas por el poder y de diferencias de clase, incluso de diferencias cosmovisionales. El nacionalismo español, que desde el siglo xix ha desarrollado una labor de «nacionalización débil»80 comparada con las «nacionalizaciones fuertes» y exitosas de Francia, Inglaterra y Alemania, no ha ensayado otra estrategia para acabar con la violencia en Euskadi que la solución policial. Pero desde el nacionalismo vasco no se ha visto con claridad no sólo que España es plurinacional o multicultural, sino que Euskadi es, asimismo, plurinacional, pluricultural, mestiza y politeísta. El nacionalismo vasco, mayoritario en la Comunidad Autónoma, preso de una concepción soberanista-territorialista, no se ha percatado todavía de que el otro no está en España o en Francia, sino en Euskadi, en todos aquellos vascos no-nacionalistas que, con toda legitimidad y al igual que los vascos nacionalistas, proclaman nos-otros, los vascos. Estos no son algo externo o extraño, sino

79

Ver el trabajo de Arregui, J., La nación vasca posible, Barcelona, Crítica, 2000. Para corroborar esta posición me remito al trabajo de J. Alvarez Junco, Mater dolorosa. La idea de España en el siglo xix, Madrid, Taurus, 2001, donde el autor delinea las estrategias de nacionalización «débil» en España comparándolas con los trabajos de Eugen Weber, que analiza el caso francés, de Georges Mosse, que estudia el caso alemán, y de Linda Colley, que se dedica al caso británico. Así, afirma que «cuando en Inglaterra se inventa la orgullosa Britannia y en Francia la pura y desafiante Marianne -que ya había tenido un precedente pictórico en La libertad guiando al pueblo de Delacroix-, los que piensan en España la imaginan con frecuencia como madre plañidera, en un ambiente enlutado... Una madre doliente que vagaba entre ruinas humeantes y banderas enlutadas, desesperada por la muerte de sus hijos, vejada por aquellos mismos a los que un día dominó. No se trata de algo nuevo en la cultura mediterránea. Era, en definitiva, una trasposición de la tradicional Mater Dolorosa del imaginario católico. Para alguien educado en el catolicismo mediterráneo, nada era más fácil de evocar que la madre anegada en lágrimas al pie de la cruz». Op. cit., pp. 568 y ss. 80

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algo interno y propio de la sociedad vasca, quizá aquello que permite hablar de la existencia de un nos-otros postmoderno y no de un eth-nosotros premoderno. Y lo mismo cabría decir, invertidos los roles, al nacionalismo español mayoritario en Navarra: los nacionalistas vascos, minoritarios ahí, también son navarros, frente a todo intento de excluirlos cultural o políticamente. Hablábamos al comienzo de este trabajo de mitos y lo cierto es que en toda sociedad mínimamente diferenciada hay una tensión entre al menos dos mitos directores. En la sociedad vasca hay al menos tres mitos políticos, como hemos afirmado más arriba. Si la sociedad no quiere reconocer esta dualidad, si su superego reprime toda mitologización antagonista, entonces hay crisis o disidencia violenta. Todo autoritarismo nace del exclusivismo y de la opresión —muchas veces con la mejor fe del mundo— que provoca el asentamiento de una sola lógica, y esto sirve para todos los presuntos implicados en la resolución del conflicto. Toda sociedad produce sus representaciones colectivas, es decir, su mundo instituido de significado. Ese mundo incluye todo un conjunto de clasificaciones y representaciones o, si se quiere, de reglas a seguir. Dicho con el último Wittgenstein, esas reglas configuran un marco de referencia para todos aquellos que pertenecen a tal colectivo. En las sociedades tradicionales el propio cosmos o imagen del mundo servía para producir un nomos, esto es, su estructura normativa de orden social. Sin embargo, en las sociedades postradicionales cosmos y nomos están claramente diferenciados, y esto es una garantía de reconocimiento de todas las culturas existentes y de las venideras. La sociedad sólo es posible si los individuos y las cosas que la componen se encuentran repartidos entre diferentes grupos y si esos mismos grupos se encuentran clasificados unos en relación a otros. La sociedad supone, pues, una organización consciente de sí, lo que no es otra cosa que una clasificación. Observamos que sin los otros no podemos definirnos a nosotros mismos. Es decir, el encuentro con el otro es un apriori sociocultural inmanente a todo colectivo. Desde las páginas del Deuteronomio veterotestamentario hasta las modernas reflexiones sobre la sociedad multicultural se pone de manifiesto este apriori. En el Deuteronomio se muestra que dentro de la comunidad hebraica la relación ego-alter es de hermandad tribal, pero no así con el exterior, que son considerados como otros. Todas las sociedades han creado y utilizado la distinción axiológica que separa el bien del mal y han asociado el bien a una determinada constelación social de orden. Por tanto, todas las sociedades experimentan más tarde o más temprano una situación de crisis por una lucha cultural en torno a la autoimagen colectiva, es decir, en torno al orden instituido y su clasificación. Se produce algo que, siguiendo a Weber y Bourdieu, podemos denominar como una lucha por el monopolio de la representación legítima del mundo sociocultural. Se pro-

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duce el cuestionamiento de una visión del mundo por otra visión del mundo, una lucha entre lo instituido y lo instituyente, un conflicto entre dos constelaciones de valor inconmensurables que se perciben mutuamente de forma asimétrica. Ésta es la tesis del moderno politeísmo sin dioses detectadada por Max Weber, o en otras palabras, del antagonismo de valores que recorre la estructura simbólica de las sociedades modernas. Para articular tal antagonismo, las sociedades modernas han desplegado un dispositivo regulativo que permite creer a todos en algo, pero creyendo con otros que no creen en eso que yo creo. Este dispositivo es el patriotismo de la Constitución81, un conjunto de procedimientos que crean una instancia caracterizada porque no cree en nada y cree en todo, es decir, no adopta ninguna visión del mundo como canónica, pero reconoce a todas como igualmente significativas. Este patriotismo constitucional es un producto histórico y como tal contingente, no es algo dado, «natural», sino algo producido y, por tanto, objeto de crítica y revisión, sin perder de vista que cualquier nuevo patriotismo de la constitución que los ciudadanos se den a sí mismos deberá preservar su carácter vinculante para todos con arreglo a la premisa de un orden abierto de inclusión. Como recientemente ha afirmado Xavier Rubert de Ventos, deberíamos poder interpretar la Constitución «como opera aperta y no como stazione termini, como contenedor más que como tapón, como marco o método más que como diseño acabado»82. Una sociedad autónoma, una sociedad verdaderamente democrática, es una sociedad que puede cuestionar todo lo que es pre-dado, y por la misma razón libera la creación de nuevos significados. En tal sociedad todos los individuos son libres para crear los significados que deseen para sus vidas. Por tanto, frente a toda posición esencialista, primordialista, que defienda unilateralmente la identidad basada en lo dado, en nociones como la sangre, la raza, la lengua o la religión, debemos defender el constructivismo, la imperdurabilidad, la autoalteración de lo social-histórico, es decir, su constante y perpetua transformación. La realidad no está hecha de fragmentos insulares separados unos de otros sin ningún tipo de ambivalencia por límites claramente diferenciados, sino de entidades con contornos vagos y borrosos que a menudo «vierten» unas en otras. Normalmente no se presenta en blanco y negro, de forma inequívoca, sino con matices grises y con zonas ambiguas, así como con esencias intermedias que conectan entidades varias. La labor de segmenta-

81

O pluralismo constitucional, como acierta en proponer Daniel Innerarity en el trabajo «Pluralismo constitucional», en Beriain, J.- Fernández Ubieta, R., (eds.), La cuestión vasca, Barcelona, Proyecto A Eds., 1999, pp. 135-148. 82 Rubert de Ventos, X., De la identidad a la independencia: la nueva transición, Barcelona, Anagrama,1999, pg. 168.

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ción de tales archipiélagos de significado —políticos, económicos, territoriales, religiosos— frecuentemente se apoya en alguna convención social. La mayor parte de los límites son, por tanto, meros artefactos sociales. Tales marcos de significación, así como las líneas que los separan, varían a menudo dentro de una misma sociedad, de una sociedad a otra y a lo largo de los períodos históricos. Por este motivo, la precisa localización —sin hacer mención ya a su existencia— de tales clasificaciones es a menudo objeto de disputa dentro de una sociedad dada83. Quizás podríamos finalizar este trabajo aludiendo a la acertada afinidad que establece Richard Rorty entre contingencia y liberalismo con el objeto de apoyar nuestra propuesta anterior. Concebir el propio lenguaje, la propia existencia, la propia moralidad y las esperanzas más elevadas que uno tiene como productos contingentes, como tipificación de lo que una vez fueron metáforas accidentalmente producidas, es adoptar una identidad que le convierte a uno en persona apta para ser ciudadano de un Estado idealmente liberal... Una sociedad liberal es aquella que se limita a llamar verdad al resultado de los combates (entre hablantes), sea cual fuere ese resultado9*.

La cultura no aparece, por tanto, como un puro conjunto de patrones de significado instituidos, sino como una contextura espacio-temporal en donde existe una pugna formalmente democrática entre actores portadores de interpretaciones alternativas sobre la realidad. Si esto es así, la definición de la situación no será algo que preceda a tales actores, sino el resultado de tal e irrenunciable pugna interpretativa. La sociedad que vota libremente en el presente decide su futuro interpretando su pasado, o quizá debiéramos decir sus pasados. Cuando los ciudadanos votan se confrontan no sólo comunidades de interpretación, sino comunidades de memoria que leen, interpretan y viven de diferente forma el pasado. En Euskadi, desgraciadamente, hemos producido otro tipo de comunidad: además de la comunidad de interpretación y de memoria, la comunidad de odio. El consenso real en Euskalherria no está al comienzo. El consenso surge a posteriori: es el producto del dolor. ¿Por qué es así y no al revés? Una buena pregunta a la que Hölderlin, en clave poética, nos responde en su Patmos: «Cercano está el Dios, difícil es captarlo. Pero donde hay peligro crece lo que nos salva». La reconciliación aquí, como en otros lugares y tiempos, tiene un precio inconmensurable, la sangre de los inocentes, de aquellos cuyas voces fue83

Zerubavel, E., The Fine Une: Making Distinctions in Everyday life. Chicago, University of Chicago Press, 1993, pg. 62. 84 Rorty, R. , Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991, pg. 71.

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ron silenciadas en el nombre de Dios, de la nación, del pueblo o de un país de soldados o clérigos, y hemos de ser conscientes de que tal inocencia nunca podrá ser redimida plenamente, como nos han recordado Adorno, Levinas, Levi y Wiesel. La identidad colectiva moderna no puede estar basada sino en el supuesto, empíricamente verificable, de que la moderna conciencia individual surge de la experiencia de pertenecer a distintos órdenes de realidad que se multiplican sin límite. Soy una identidad múltiple, luego existo: liberal en política, socialdemócrata en economía, conservador en cultura. Strictu sensu, en la vida práctica todos somos co-nacionalistas, puesto que comulgamos en el seno de varias comunidades imaginadas, aunque lo hagamos inconscientemente. La democracia es aquella condición de posibilidad que permite el reconocimiento de tal politeísmo cultural. Entre éste y aquélla existe una afinidad, mientras que todo régimen autoritario, del signo que sea, presupone un unitarismo uniformador.

Cataluña en la España contemporánea Interpretaciones sobre la identidad nacional

Agustí Colomines i Companys Durante el siglo xvni, la lucha por la identidad nacional cobró un alcance y profundidad que no había tenido en los siglos precedentes: los artesanos, los trabajadores rurales y urbanos y otros grupos sociales no aristocráticos exigieron ser considerados parte de la nación, lo que hasta entonces había sido un privilegio sólo de monarcas y aristócratas. Esta reivindicación de las clases medias y bajas de formar parte de la nación tuvo implicaciones antiaristocráticas y antimonárquicas, en tanto que el centro de gravedad de lo que era la nación se desplazaba de las minorías dirigentes hacia la gran mayoría de la sociedad, pero fue acompañada de una vertebración de las ciudades y los gremios que también repercutió en la forma en la que cada cual definió su propio concepto de identidad. En este sentido, la obra de Thomas Paine, Rights of Man (1791-92) fue el intento europeo más influyente de «democratizar» la teoría de la identidad nacional1. Paine había expuesto por primera vez esta tesis durante la revolución americana, al amparo de la declaración de derechos civiles del pueblo soberano y del establecimiento de una democracia republicana sobre una base federal totalmente nueva. Llegó a la conclusión de que la lucha en favor de un gobierno representativo —con elecciones periódicas, legislaturas de mandato fijo, derechos universales de voto y libertad de reunión, prensa y otras libertades civiles— exigía el reconocimiento del derecho de cada nación a decidir su propio destino. La tesis de Paine de que la nación y el gobierno democrático constituyen una unidad indivisible gozó de un vasto predicamento en la Europa del siglo xix, volcada por aquel entonces hacia la industrialización. El concepto de ciudadanía defendido por Paine se acompañaba, e incluso a veces se justificaba, por una visión económica de la nación, ligada a la construcción de un mercado «único» o «nacional» que asegurase la libre circulación de bienes y personas y la libre competencia. La implantación de una soberanía unificada e indivisible, la unificación fiscal y monetaria, judicial y legislativa, militar y territorial, fueron los instrumentos para edificar los modernos Estados-nación, los cuales políticamente debían sostenerse y alcanzar una sólida legitimidad social mediante la 1 Paine, Thomas, Rights ofMan: Common Sense and Other Political Writings, edición e introducción de Mark Philip, Oxford, Oxford University Press, 1995.

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adhesión de los individuos al proyecto «nacional» común que se ponía en marcha. El lema Un roi, une foi, une loi fue sustituido por este otro: La Nation, la loi, le roi. Todo lo que antes era «real» se convirtió en «nacional» y quedó ligado al denominado proceso de modernización administrativa, política y económica del capitalismo, que sin embargo resultó ser profundamente desigual e injusto para con las minorías sociales, nacionales y también de género. El Estado se tornaba en nación y no al revés, que es lo que hubiera sido más lógico. Grande fue esta empresa, pues la construcción de la «nación política» debía enfrentarse a las antiguas identidades de los individuos, que a menudo eran de tipo cultural-lingüístico o, en cualquier caso, expresaban lo que los sociólogos y politólogos designan como «nación cultural»2. Para ello el liberalismo ideó una estrategia de armonización cultural basada en la aplicación de la instrucción pública, la construcción de un espacio de comunicación unificado, la imposición de una lengua «nacional» (por medio de la oficialización de la del grupo dominante y la supresión de las lenguas minoritarias) y la imposición de unos símbolos «nacionales» de nuevo cuño (himnos, banderas, fiestas y conmemoraciones, monumentos, leyendas y mitos...). Los nuevos Estados perseguían hacer coincidir su base social con la realidad política creada por el impulso de las revoluciones burguesas a través de la fidelidad de los nuevos ciudadanos, ya fuese por la extensión de los derechos democráticos, ya fuese mediante el ejercicio de la coerción, que se convirtió en la práctica más habitual. Como ejemplo de ello, sirva el argumento que utilizaba Cánovas del Castillo para justificar la consolidación de España como Estado-nación a partir de la derrota de la Corona catalano-aragonesa en la guerra de 1714 o de Sucesión: «... durante la serie de los tiempos (...) un hecho de fuerza es lo que viene a constituir el derecho, porque cuando la fuerza causa Estado, la fuerza es el derecho (...) Es preciso no desconocer que la tendencia que

2

Según esta concepción, en un momento determinado de la historia la idea de nación política «habrá de surgir en el marco europeo como una referencia ideológica básica para asegurar el funcionamiento del aparato estatal, aglutinando a los individuos que la integran en el espacio económico, social y político abarcado por el Estado (...). El proyecto de nación de esos estados nacionales nace así libre de hipotecas históricas, dominado por un sentimiento de racionalidad y unas preocupaciones empíricas a la medida de sus protagonistas sociales». La nación cultural, en cambio, «tiene como soporte la existencia de un grupo étnico diferenciado, de un pueblo. (...) La idea de nación que tiene su fundamento en una realidad cultural reclama, pues, como indispensable esta realidad pre-política que es el grupo étnico. Determinar cuál es el elemento clave que garantiza la existencia de éste, en función de las circunstancias de cada momento y de la posibilidad de singularidad que mejor garantice el objetivo de diferenciación perseguido por los nacionalistas (se refiere a los movimientos de las minorías nacionales). La idea de nación política y de Estado actúan en un orden legal bien delimitado, en contraste con la amplitud y generalidad de las naciones culturales». De Blas Guerrero, Andrés, Nacionalismo e ideologías políticas contemporáneas, Madrid, Espasa-Calpe, 1984, pp. 27-41.

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lleva a los pueblos a fundirse en grandes nacionalidades, aunque providencial, está servida y ayudada por medios prácticos y reales, y estos medios son muchas veces las guerras, que obligan a cambiar el Estado de las cosas»3. Al margen de la apelación retórica a la providencia que hacía Cánovas (muy propia del liberalismo conservador), lo fundamental se resumía en el lema «la fuerza es el derecho», principio que él mismo tuvo la oportunidad de aplicar cuando abolió los fueros vascos, después de finalizada la tercera guerra carlista, por medio de la ley de 21 de Julio de 1876. A pesar de que antes de la Revolución Francesa en Europa existían, aunque pocos, algunos Estados, a partir de 1789 apareció lo que podríamos denominar el Estado consolidado, o sea, una entidad administrativa grande en extensión, y consiguientemente garante del gobierno directo de territorios heterogéneos, que al mismo tiempo estaba bien delimitada por un trazo fronterizo que en muchos casos costó sangre, sudor y lágrimas que fuese respetado. Este Estado consolidado obra del liberalismo es lo que se ha dado en llamar Estado-nación4. Los nuevos Estados reclamaban a sus ciudadanos que mantuviesen un comportamiento nacional, patriótico, de fidelidad y defensa del Estado-nación por encima de cualquier otro tipo de vinculación, fuese ésta cultural, territorial o étnica. El Estado moderno, representación suprema del imperio de la ley y del impulso económico capitalista, se convertía así en elemento civilizador y expresión de cultura, que es lo que decía Stuart Mili que debían aceptar, por poner unos pocos ejemplos, vascos, bretones, galeses o escoceses: Nadie puede suponer que no sea más beneficioso para un bretón o un vasco de la Navarra francesa, ser llevado hacia la corriente de ideas y sentimientos de un pueblo altamente civilizado y cultivado —ser miembro de la nacionalidad francesa, admitido en igualdad de condiciones a todos los privilegios de la ciudadanía francesa, compartiendo las ventajas de la protección francesa, y la dignidad y el prestigio del poder francés— más que obstinarse en sus propias raíces, en las reliquias medio salvajes de tiempos pasados, dando vueltas en la propia órbita mental sin participar o interesarse en el movimiento general del mundo. La misma observación se puede hacer en relación a un galés o a un escocés de los Highlands, como miembros de la nación británica5.

3

DSC, leg. 1876-77, n°. 107, p. 2.785. Véase, también, Cánovas del Castillo, Antonio, Discurso sobre la nación. Ateneo de Madrid, 6 de noviembre de 1882, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 1997. 4 Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1993. 5 Mill, John Stuart, Considerations on Representative Government, Longmans, Green & Co, 1861, pp. 122 y si.

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En su opinión, pues, había nacionalidades de primera clase y otras que viajaban en el furgón de cola, como los paddy (denominación despectiva que los ingleses aplicaban a los irlandeses católico-gaélicos), hasta que las más rezagadas pudieran, por un método u otro, cambiar de asiento, como fue el caso, entre otros, de Irlanda al separarse del Reino Unido en 1922 6 . Mili contradecía así su principio universal según el cual «es en general una condición necesaria del gobierno libre que los límites del Estado coincidan fundamentalmente con los de las nacionalidades»1. Tilly, sin embargo, ya ha señalado que el término Estado-nación es equívoco, puesto que en muchos casos más que dar nombre a una realidad expresaba una esperanza, un deseo. Aunque muchos Estados consolidados reivindicaron poseer ciudadanías homogéneas provenientes de un único pueblo unido, pocos realmente están cualificados para ello: quizá Suecia y Noruega después de su separación en 1905, Finlandia después de la finlandización de las décadas de 1920-1930, Dinamarca después del colapso de su Imperio, Irlanda y Holanda si descontamos la división protestante-católica, Hungría después de la reducción de su territorio tras la I Guerra Mundial, y no mucho más. Ciertamente Bélgica, Suiza, el Reino Unido, España, Francia y Prusia nunca estuvieron cerca de tener poblaciones culturalmente homogéneas8. Pero el liberalismo insistiría en su esfuerzo por imponer idiomas y prácticas culturales uniformes con el fin de hacer realidad el sueño de que el Estado-nación se apoyase en una población coherente, conectada y homogénea. El camino que tomó fue impregnar a los nuevos Estados de un sentimiento nacionalista que se justificaba en sí mismo y por el cual las viejas lealtades cívicas (al rey o a la Iglesia) del Antiguo Régimen debían transformarse en lealtad a la Patria, que se identificaba, naturalmente, con el Estado para con el cual el ciudadano estaba obligado. Hay otro elemento que debemos considerar, y es que hasta el momento las interpretaciones sobre la cuestión de la construcción del Estado-nación y de la nacionalidad española han estado marcadas por una orientación excesivamente politicista, lo que me parece que acaba distorsionando la realidad histórica, ya que a menudo, como nos hace ver Linda Colley, la acumulación repetitiva de documentación política se convierte en el árbol que

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Foster, R. F., Paddy & Mr. Punch. Connections in Irish and English History, Londres, Penguin Books, 1993. 7 Mazzini, Giuseppe, Scritti politici, edición de Terenzio Grandi y Augusto Comba, Turin, UTET, 1972. 8 Op. cit., pp. 79-80

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impide ver el bosque, convirtiendo en predominante aquello que, en realidad, sólo afecta a la elite gobernante9. Pero es que, además, como asegura Eugen Weber que ocurría en el caso francés, durante el fin de siglo la política sólo tenía un pequeño papel en la superficie de los acontecimientos en comparación, por ejemplo, con la vida privada10. No se trata ni mucho menos de eliminar la interpretación política del análisis histórico ni, claro está, negar que la política condicionase la vida privada, pero me parece que tiene razón Mercedes Cabrera cuando, refiriéndose a la Restauración española, afirma que la apatía y la desmovilización política fueron precisamente la base del clientelismo y el caciquismo". Los conflictos «nacionalistas», pero también las conspiraciones y agitaciones sociales, no cabe duda que estuvieron marcados por la acción política (en favor o en contra) del Estado, como lo prueba, por ejemplo, que a partir de 1898 el gobierno español decretase en Cataluña la suspensión de las garantías constitucionales durante largos períodos de tiempo, pero no creo que ello sirva para explicar la resistencia de la gran mayoría de los catalanes a la nacionalización castellanizante que puso en marcha el Estado a través de los medios habituales (escuela, funcionarios, organización administrativa y territorial, oficialización del castellano como lengua común, etc.). Lo cierto es, sin embargo, que las líneas historiográficas de interpretación sobre el nacionalismo español y sus orígenes, y sobre los efectos que tuvo en el empuje de los nacionalismos alternativos, entre ellos el catalán, giran en torno al eje político, excepto en el primer caso que vamos analizar aquí y que voy a denominar visión conservadora, para la cual la acción política sólo da cuerpo a lo que a su entender ya existía desde los tiempos más remotos: la nación española.

L A NACIÓN HACE AL ESTADO

En el libro Nación y Estado en la España liberal, que coordinó Guillermo de Gortázar12, éste no duda en dejar claro de entrada qué es lo que pretende con la publicación de dicho volumen, a pesar de que las tesis que defiende cada autor no siempre coincidan con el espíritu de lo que él

9

Colley, Linda, Britons. Forging the Nation 1707-1837, Londres, Vintage, 1996 (2a. ed.), ver «introducción». 10 Weber Eugen, Francia, fin de siglo, Madrid, Editorial Debate, 1989. " Cabrera, Mercedes, La industria, la prensa y la política. Nicolás María de Urgoiti (1869-1951), Madrid, Alianza, 1984. 12 Gortázar, G., Nación y Estado en la España liberal. Madrid, Editorial Noesis, 1994. Este libro reproduce las conferencias ponunciadas en 1993 en la Fundación Ortega y Gasset por Miguel Artola, Carlos Dardé, Juan Pablo Fusi, Thomas F. Glick, José María Jover, Antonio Morales, Charles T. Powell, Carlos Seco Serrano, Pedro Schwartz y José Varela.

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escribe en la introducción: «El objetivo del ciclo de conferencias —dice— (...) era poner de relieve el fecundo y positivo proceso de construcción del Estado nacional español (...) por medio de la acción política de liberales y conservadores a través del constitucionalismo y parlamentarismo en los siglos xix y xx (...). En una época en la que las grandes naciones europeas han iniciado un camino de defensa de sus propios intereses en el contexto de la Unión Europea, parece conveniente destacar la poderosa personalidad de la cultura y tradición histórica de la nación española. La Nación española hizo el Estado (en la época contemporánea muy claramente desde la Guerra de 1808 y las Constituciones y leyes posteriores) y no ala inversa. En otras palabras, hay Estado español porque existe una nación española y esto es algo que conviene recordar»13. Como vemos, Gortázar, un historiador de conocidas tendencias conservadoras, parte de una valoración una tanto optimista sobre el proceso de construcción del Estado nacional español, «fecundo y positivo» según él. Pero a mi entender no está nada claro que el pretendido «constitucionalismo y parlamentarismo» al que alude fuese tan efectivo como plantea y, todavía menos, que realmente existiese. Antes al contrario: es conocido que uno de los «defectos» del desarrollo político español contemporáneo fue su falta de democratización, que no se correspondió con el alto grado de institucionalización política. No se trata de negar que en España ha habido Constituciones desde la quiebra del Antiguo Régimen. Las hubo y muchas, pero la existencia de codificación no siempre es garantía de eficacia, ni tampoco de que lo codificado sea aplicado o consiga ser aceptado por el conjunto de la ciudadanía. En cuanto al parlamentarismo, me parece aún más arriesgada la idea que en la España de los siglos xix y xx éste fuera un mecanismo de representación real del sentir popular y no, como han demostrado muchos autores, una forma de reparto de poder entre la elite social e incluso una forma de dominación sobre al pueblo llano14. Como ha escrito J. F. Fuentes, «si en algún momento de ese viaje pirandelliano, pueblo y elites llegaron a cruzarse en el camino, puede asegurarse que jamás se reconocieron»15. O sea, que la confianza en la acción política para explicar un proceso tan complejo como es la construcción del Estado, no en un sentido burocrático-administrativo, sino con respecto a su carácter nacional, es evidentemente excesivo y no responde a la realidad. 13

Los subrayados son míos. Ver, en este sentido, dos buenos libros que tratan de épocas diferentes: Burdiel, Isabel, La política de los notables. Moderados y avanzados durante el régimen del Estatuto Real (1834-1836), Valencia, Edicions Alfons el Magnánim, 1987 y Varela Ortega, José, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900), Madrid, Alianza, 1977. 15 Fuentes, Juan Francisco, «Pueblo y elites en la España contemporánea, 1808-1939 (Reflexiones sobre un desencuentro)», Historia Contemporánea, 8 (1992). 14

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Más allá de este desencuentro que acabo de exponer, cabe destacar la visión historicista que Gortázar mantiene de la nación española, esa, a su entender, «poderosa personalidad de la cultura y tradición histórica de la nación española» que le empuja a afirmar que la nación hizo al Estado, y no al revés, que es, como veremos, lo que defienden otros científicos sociales de tendencia progresista. Presuponer que la España del siglo xix era una realidad nacional preexistente desde, pongamos por caso, la unión dinástica del Reino de Castilla con la Corona de Aragón, es conocer muy mal la historia de dicha unión (de las instituciones anteriores y posteriores a la misma), y no dar ningún tipo de importancia a los choques de las instituciones y la población catalanas con el poder, que a menudo derivaron en rebeliones de carácter anti-centralista, ni tampoco a los elementos de identificación «nacional» alternativos a la identificación española, en la medida que reflejaban un mundo histórico distinto que nunca dejó de transmitirse a través del imaginario colectivo. Esta tesis «conservadora» de Gortázar no es nueva en absoluto. Al fin y al cabo conecta con la interpretación que a lo largo del siglo xix y buena parte del xx mantuvieron políticos e intelectuales españoles de las tendencias más variadas, como se puede comprobar en el menosprecio generalizado hacia el regionalismo que reflejan las discusiones habidas en la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid entre los meses de Enero y Junio de 1899'6. Lo que distancia una interpretación de la otra es, sin embargo, que la apelación de Gortázar a la preexistencia remota de la nación española es hoy anacrónica. En cambio, en el caso de los participantes en el debate de finales del siglo xix esa convicción respondía, no cabe duda, a un «ambiente», a una coyuntura intelectual por aquel entonces predominante en España. De todos modos, la tesis conservadora de que la nación española tiene unos orígenes casi providenciales es hoy, claro está, ahistórica, y por lo tanto no ayuda a explicar el proceso de construcción del Estado ni tampoco, si no se recurre a la teoría de la «tradición inventada», por qué la innegable estructura multinacional de España ha llegado hasta nuestros días para configurar el actual Estado de las Autonomías y por qué la población española no ha sido jamás culturalmente homogénea. Como

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Extracto de la discusión habida en la Academia sobre el tema «Hasta qué punto es compatible en España el regionalismo con la unidad necesaria del Estado», Madrid, Imp. Asilo de huérfanos del Sagrado Corazón de Jesús, 1899. En este debate participaron el vizconde de Campo-Grande, Francisco Sil vela, E. Sanz y Escartín, J. Sánchez de Toca, Gumersindo de Azcárate, el conde de Tejada de Valdosera, el duque de Mandas, Linares Rivas, Laureano Figuerola, el Marqués de la Vega de Armijo, García Barzanallana, Orti y Lara y J. Isern. Veáse, Colomines i Companys, Agustí, «Remors i negacions. El catalanisme regeneracionista a les Corts espanyoles a les albors del segle xx», en VV.AA., Miscehlània d'homenatge a Josep Benet, Barcelona, PAM, 1991, pp. 239-282.

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tampoco nos permite entender por qué la centralización política no consiguió que un nutrido segmento de la población catalana o vasca se sintiese «nacionalmente» española.

EL ESTADO COMO EJE DE LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL

La interpretación de Azafta acerca de que la «nacionalización» de España fue paralela al ciclo ascendente del liberalismo español que desembocó en la Segunda República, constituye el fundamento de la visión liberal y de izquierdas, por llamarla de algún modo, sobre la acción política del Estado en favor de la construcción de la nación española17. Al fin y al cabo responde a la tarea que se marcó el liberalismo decimonónico y que Alcalá Galiano enunció de forma clara en 1835 en las Cortes del Estatuto Real: «Uno de los objetivos principales que nos debemos proponer nosotros —afirmaba— es hacer a la nación española una nación, que no lo es ni lo ha sido hasta ahora»18. Pero el aspecto que debemos considerar de esta visión es que concede un protagonismo absoluto a la política, lo que me parece un inconveniente. Es una forma de tomar la parte por el todo, de confundir el efecto con la causa y el contenido por el continente. Cuando, por ejemplo, Juan Pablo Fusi afirma que el Estado español moderno fue «resultado de un largo proceso social de asimilación nacional que terminó culminando en la formación de una nacionalidad común», sólo tiene en cuenta una parte de lo ocurrido, aquélla que hace referencia a la «exigencia» liberal, en España como en todas partes, de fomentar «el crecimiento y la integración de mercados, regiones y ciudades; el desarrollo de un sistema de educación unitario y común; la creación de un servicio militar nacional obligatorio y la expansión de los medios modernos de comunicación de masas (prensa, telégrafos, transportes interurbanos, ferrocarriles, etc.)», a pesar de que aún está por verificar cómo se produjo ese proceso en España, bajo qué impulsos, con qué intención y con qué grado de eficacia19. Hasta que no sepamos esto, es un poco arriesgado asegurar que la construcción del Estado-nación español fue un proceso lento «de cristalización de una voluntad y de una conciencia verdaderamente nacionales y de procesos más o menos largos de aprendizaje social y de control».

17 La teoría azañista de que el liberalismo nació entre guerras fue expuesta por éste en 1930 en el artículo «Tres generaciones del Ateneo», en Azaña, Manuel, Antología, I: Ensayos, edición de Federico Jiménez Losantos, Madrid, Alianza Editorial, 1982. 18 Cfr. Fontana, Josep, Lafide l'Antic Régim i la industrialització, 1787-1868, vol V: Vilar, Pierre (dir.). História de Catalunya, Barcelona, Edicions 62, 1988, pg. 453. 19 Fusi, Juan Pablo, «Centralismo y localismo en la formación del Estado español», en Gortázar, Guillermo (ed.), op. cit., pp. 77-90. Como vemos, el libro de Gortázar contiene artículos que no encajan completamente en su interpretación historicista.

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Y es que la tesis de Fusi se sostiene sobre una premisa dudosa, que él mismo ya desdibuja cuando afirma que dicho proceso fue resultado de un «aprendizaje social y de control» que requirió que «la colectividad viniese a ser la base de la autoridad política y de la legitimidad del poder». Pero ésta no es toda la historia, por lo menos no lo que ocurrió históricamente sino sólo la exposición de un programa —el de los liberales, que nunca fue efectivo— para favorecer, eso sí, la «cristalización de una voluntad y de una conciencia verdaderamente nacionales», una idea que partía ya del impulso de los ilustrados del siglo xvm. Lo que olvida Fusi, como Gortázar y los demás colaboradores del libro objeto de mi comentario, es que todo lo que nos cuentan estuvo precedido de una guerra que no sólo sirvió para dirimir qué dinastía se hacía con el trono de España —y en este sentido fue un conflicto europeo—, sino que enfrentó a los antiguos territorios de la Corona de Aragón con el resto de la península y acabó siendo determinante para la implantación de un modelo de Estado unificado y centralista. ¿Cómo puede hablarse de la formación del Estado español moderno sin tener en cuenta lo sucedido durante la Guerra de Sucesión y, posteriormente, con la promulgación del decreto de Nueva Planta? ¿Es que la historia de la Gran Bretaña puede explicarse sin conceder ninguna importancia a la Union Act de 1707 y a la batalla de Culloden de 1746, que acabó con la resistencia de los highlanders escoceses a integrarse en el Reino Unido? No, de ningún modo. Pero es que, además, y volviendo al caso español, si todos reconocen que no es posible entender el proceso de formación del Estado liberal sin referirse a las tres guerras carlistas (1833-40, 1846-49 y 187276), también debería ser imposible sin detenerse en los acontecimientos de 1640, que acabaron con la separación de Portugal del reino de España —y la pérdida, por el Tratado de los Pirineos de 1659, de una parte del territorio catalán, que pasó a manos francesas— y, en segundo lugar, en los acontecimientos de 1714. La conexión entre estas dos revueltas catalanas ya fue planteada por Pierre Vilar hace años. La comunitat catalana perdía (después de 1640) una bona cinquena part de la seva poblado i del seu territori tradicional; l'esperanza de retrobar-los animará, en part, la segona revolta deis catalans (1714) que tindrá lloc a l'hora contra Madrid i contra Franfa20.

Unos acontecimientos y otros quedaron fijados en la memoria hispana de modo muy distinto. Incluso su interpretación historiográfica es contradictoria, ya que mientras una cierta historiografía española ve en aquella fecha (1714) el símbolo de la liberación de Cataluña de un supuesto arcaísmo

20

Vilar, Pierre, Catalunya dins l'Espanya moderna, Barcelona, Edicions 62,1964.

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institucional medieval y el inicio del crecimiento económico catalán, la historiografía catalana reciente, superando la interpretación romántica que le atribuía la causa de todos los males, pone en duda que el nuevo Estado se cimentase sobre criterios político-económicos modernos. La lucha planteada a raíz de la Guerra de Sucesión significó al fin y al cabo, como ya planteó J. Nadal i Farreras, el enfrentamiento entre las «classes dominants a Castella, que prestaven suport a Felip V», y la nueva burguesía catalana surgida del cambio económico regional de las últimas décadas del siglo xvn. Esta era una burguesía «aglutinada darrera la candidatura de Caries d'Austria, i no necessàriament, com s'ha prêtés fins ara, entre les classes dominants a Castella i 1'oligarquía catalana encasellada darrera unes institucions i uns privilegis concrets»2I. No podemos olvidar que para la sociedad catalana contemporánea aquellos acontecimientos se convirtieron en referentes de su identidad nacional pasada y posterior. El himno catalán, Els Segadors, es un canto que esgrimían los amotinados del siglo xvii, aunque no se convirtió en himno nacional hasta 1899, con la letra modificada (que es la actual) por el tipógrafo anarquista Emili Guanyavents, y la fiesta nacional catalana se celebra el día 11 de septiembre, fecha de la rendición de Barcelona ante las tropas borbónicas22.

21 Nadal i Farreras, Joaquim, La introducción del Catastro en Gerona, Barcelona, Pub. de la Cátedra de Historia General de España, 1971, pg. 211. Un buen ejemplo de estas discordancias historiográficas es, pues, la interpretación divergente sobre el carácter «modernizador» de la aplicación del catastro: «Encara que formalment resulti un impost modern —escribía Nadal — , a la práctica és només un intent de regularizar unes pressions fiscals-militars extraordinaries originades per la guerra, i, en conseqüéncia, no es pot dir que sigui el resultat d'una política fiscal coherent (....). La significado del cadastre ve donada, dones, peí canvi polític introdui't per la Nova Planta, que transmet al rtou estat centralista dues qüestions fonamentals: a) la decisió de quins impostos s'havien de cobrar, i b) el destinatari d'aquests impostos», op. cit., pg. 213. La misma idea es defendida por Antoni Segura cuando escribe: «Es evidente que entre las finalidades del Catastro no figuraba sino marginalmente la de estimar la riqueza. Las disparidades entre los cupos inicialmente asignados y la realidad económica de Cataluña en los primeros años de su vigencia, y la escasa atención que puso posteriormente la Administración en actualizar la información catastral a medida que el crecimiento catalán se hacía patente, así lo ponen de manifiesto. El Catastro de Patiño respondía a una finalidad eminentemente fiscal y en este sentido, a pesar de los rasgos de modernidad con que a veces se le invoca, reflejaba una actitud en última instancia rentista, y en esencia feudal». Segura i Mas, Antoni, «El Catastro de Patiño en Cataluña». Este artículo se incluye, junto a otro del mismo autor («Felipe V y la introducción de la contribución directa en la Corona de Aragón»), en que defiende lo mismo en relación con el Equivalente valenciano y a la Talla General de Mallorca, en AA.VV., El Catastro en España. Madrid, Centro de Gestión Catastral y Cooperación Tributaria-Lunwerg Editores, 1988, 2 vols. La cita corresponde al vol. I, pg. 38. 22

Continúa siendo imprescindible para el caso de la revuelta de 1640 el libro de Elliott, John, The Revolt of the Catalans, a Study in the Decline of Spain (¡598-1640), Cambridge, Cambridge University Press, 1963, aunque es mejor utilizar la versión castellana. La rebelión

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Es de suma importancia superar el lapsus que comete Fusi, ya que de lo contrario nuestra interpretación sobre los fundamentos del Estado-nación español será sesgada e impedirá comprender el cambio de estrategia que desde entonces se operó en Cataluña en relación con la política española. Fue a partir de ahí cuando se abandonó la resistencia violenta a la asimilación política para construir una estrategia «intervencionista» respecto al Estado, que fue más o menos importante según la coyuntura, pero que no conllevó en absoluto la renuncia a la identidad catalana de los ciudadanos de Cataluña, aunque en algunos casos, sobre todo entre la elite política y cultural, ésta se compartiera con la aceptación de la nueva identidad española y las reglas del juego del Estado. Según parece, también fue lo que pasó con los highlanders de Escocia de finales del siglo xvin23. La contradicción aparente que ve Fusi entre la implantación de un modelo estatal centralista y el desarrollo de una conciencia «provincial» (en el sentido de antiguo reino), sería más fácil de resolver si los historiadores tuvieran presente que antes de 1714 la organización político-territorial de la península era otra, con fidelidades definidas y tradiciones distintas. Para decirlo de otro modo, existían en ella mundos simbólicos diferentes —fiestas, cantos, monedas, banderas o demarcaciones territoriales— que permitieron que muchos catalanes mantuviesen un «imaginario patriótico» por encima del hecho evidente de que Cataluña, desde el siglo xvm, había perdido los instrumentos de representación colectiva y, con la imposición de la división provincial en 1833, su unidad política. La conciencia lingüística, que las clases populares alimentaron con la utilización del catalán como idioma real por encima del castellano oficial, y esa memoria histórica actuaron en favor del mantenimiento del simbolismo patriótico catalán al que aludo. Otra cosa es la valoración que cada uno haga de lo acontecido durante el Siglo de las luces: positiva para Ricardo García Cárcel o Carlos Martínez Shaw, por entender que las medidas antiforales impulsaron la moderniza-

de los catalanes (1598-1640), Madrid, Siglo xxi, 1982, corregida y ampliada respecto a ésta y a la catalana de 1966. Sobre lo que representó la guerra de Sucesión y la Nueva Planta, ver Albareda, Joaquim, Els catalans i Felip V. De la conspiració a la révolta (1700-1705), Barcelona, Vicens Vives, 1993. Para la historia del himno y la fiesta nacional, veáse Massot, Josep, et al., Els Segadors: Himne Nacional de Catalunya, [s.l.], PAM-Generalitat de Catalunya, 1993; Espinàs, Josep Maria, El llibre de la Diada, [s.l.], Galaxis, 1977; Abertí, Santiago, L'Onze de Setembre, [s.l.], Albertí, 1964; Riera, Sebastià, et. al., La commemoració de l'Onze de Setembre a Barcelona, Barcelona, Ajuntament de Barcelona, 1994. 23 En el prefacio de la obra ya citada de Colley, Linda, op. cit., pg. ix, se dice: «Cuando un highlander escocés hacía incidentalmente mención en 1788 a miles de británicos, particularmente escoceses, estaba reivindicando una identidad nacional dual: su carácter británico combinado con, no sustituyendo a su carácter escocés. Esto es algo que pocos escoceses habían suscrito medio siglo antes y que ahora, a finales del siglo xx, ya sólo está vigente de manera residual».

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ción de España, o menos positiva, c o m o apunta Josep Fontana al poner en duda que el reformismo despótico borbónico fuese tan beneficioso y «modernizador» c o m o se ha afirmado hasta ahora 24 . Lo que he dicho de Juan Pablo Fusi también podría aplicarse a Miguel Artola y a su balance político de la España contemporánea, cuya conclusión es que «somos c o m o cualquier otro (pueblo), de cualquier otra parte del mundo. Ni más violentos, ni más incapaces para la democracia o para el ejercicio de la política. Lo que ocurre es que, durante muchos momentos, el carácter de las instituciones adulteró la práctica política o creó 'sistemas de poder' marcadamente autoritarios, que evidentemente no eran el mejor terreno para que se desarrollaran las virtudes políticas del ciudadano» 25 . A su modo de ver, pues, la historia de la España decimonónica es homologable a la de Francia, el Reino Unido o Alemania, sólo que, c o m o resultado de la

24

Ricardo García Cárcel así lo afirma en el prólogo del libro de Fernández, Roberto, La España moderna. El siglo xvm, Barcelona, Crítica, 1993, en el cual expone el concepto de España que tenían los ilustrados del Setecientos. Carlos Martínez Shaw, por su parte, en la reseña publicada en El País (7-VIII-1993) de este mismo libro hace suya la tesis de García Cárcel, para concluir con una rotunda afirmación: «un hecho que ha atraído hacia el reformismo la animadversión de la historiografía (catalana) nacionalista, a veces de un modo marcadamente sectario». Josep Fontana expresa esta duda en el prólogo al libro de Albareda, Joaquim, op. cit., pg. 1, del modo que sigue: «La visió tradicional de la historia catalana del segle xvii i començaments del xvm estava basada en dos moments 'crucials', les dues guerres 'de Separado' i de 'Successiti', i en un gran buit intermedi. Si aixd tenia la virtut d'accentuar-ne el dramatisme, i permetia ais uns exaltar el patriotisme d'uns homes que no havien vacilJat a jugar-se la vida per la llibertat dues vegades en poc mes de seixanta anys, també facilitava la visió crítica deis que, des d'una óptica contraposada, no sabien veure en aquesta resistència altra cosa que l'entestament d'una societat conservadora a acceptar les propostes 'moderitzadores' d'Olivares, primer, i de Felip V, més endavant (...). Confesso que sempre m'ha admirai la miopia que cal per a considerar el 'programa' de l'absolutisme borbònic, comparai amb el de l'austriacisme català, com un element modernitzador. Per a sostenir tal bajanada cal ignorar l'estât de desaire en que es trobava la Franga de Lluís XIV en els anys finals del seu régnât. Avui sabem que els intents de crear un estât fort i centralisât no van anar més enllà d'aconseguir treure més recursos —i això encara amb la mediació d'uns 'fermiers' que s'enriquien a costa de la hisenda pública— d'una poblado cada vegada més empobrida. Un estudi recent mostra que durant la crisi de fam, misèria i mortaldat de 1693-1694 va haver-hi a França més morts que en un període comparable deis pitjors temps de la Revolució, les guerres napoledniques o la Primera Guerra Mundial (en proporció, va haver-hi quatre vegades més morts que en la guerra del 1914 al 1918, malgrat que aquesta va èsser especialment sagnant a França). No ha d'estranyar, per consegüent, que Huís XIV morís enmig de les malediccions deis seus súbdits i que la valorado histórica actual del seu régnât —si n'exceptuem algún adepte francés del 'culte a Lluís XIV'— el faci responsable del fracas de la monarquía francesa del segle xvm en els seus esforços per posar ordre en la societat i l'economia. Unfracàs que va conduir, com és ben sabut, a la crisi de 1789». 25 Artola, Miguel, «El siglo xix: Un balance político» en Gortázar, Guillermo (éd.), op. cit., pp. 91-104.

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«creación del estado unitario e igualitario», tuvieron lugar dos conflictos característicos que hacen singular dicha historia: el conflicto foral de los territorios vasco y navarro (con las tres guerras carlistas) y las alteraciones del orden público como consecuencia de las reivindicaciones laborales y sindicales de las clases populares. Ciertamente, la lucha foral y la lucha social definieron la España del siglo xix, lo que a mi modo de ver ya la aleja del modelo europeo. Pero, además, Artola debería haber incluido también en este balance suyo la incidencia del carlismo en Cataluña y el País Valenciano, nada despreciable. Y con más razón todavía debería haber tenido en cuenta la configuración del catalanismo político en el proceso de construcción del Estado liberal español, claro está, como movimiento nacionalista catalán. Desde la perspectiva de la ciencia política, Andrés de Blas publicó en 1989 un breve ensayo con el título Sobre el nacionalismo español que, en realidad, es una recopilación de artículos dispersos, más que un estudio de conjunto sobre el tema26. Sobre todo porque, como nos advierte el mismo autor, este ensayo no aborda algunos aspectos que resultan imprescindibles para comprender el origen y consolidación de dicho nacionalismo: no atiende a la denominada literatura del Desastre de 1898, olvida el diálogo y la tensión entre los distintos nacionalismos, deja a un lado el nacionalismo tradicionalista o ultraconservador (que va de Vázquez de Mella hasta Ramiro de Maeztu, para desembocar en el franquismo a través de Acción Española), no menciona el nacionalismo militarista o claramente fascista y pasa por alto nombres tan destacados como Ganivet, Baroja o Machado. Incluso deja de lado la relación entre historiografía liberal y nacionalismo español. Así pues, lo que analiza De Blas es la ideología del nacionalismo español vista desde el enfoque político, sirviéndose del pensamiento, por otra parte importantísimo, de Joaquín Costa, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset y Manuel Azaña. De Blas, a diferencia de Gortázar, defiende, como Fusi, que el Estado fue el agente que fomentó la creación de la «nación española», aunque sin justificación histórica alguna nos diga que «la lucha contra los musulmanes, mejor que la acción inexistente hasta fecha relativamente avanzada, es la responsable de un difuso pero real sentimiento nacional hispánico». De este modo retoma la imagen anacrónica de la Reconquista que «inventó» la historiografía nacionalista española27. Las tesis de De Blas parten de la dife-

26

De Blas Guerrero, Andrés, «Sobre el nacionalismo español», Cuadernos y debates, 15, Madrid, CEC, 1989. 27 Son muy interesantes las observaciones en este sentido de Linehan, Peter, History and the Historians of Medieval Spain, Oxford, Clarendon Press, 1993, especialmente el capítulo, «Ways of Looking Back», pp. 1-21.

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renciación clásica que hace la ciencia política y la sociología entre nación política y nación cultural. Esa diferenciación se basa, al menos teóricamente, en el hecho de que el Estado resulta de la creación de un espacio económico-social homogéneo a través de la cohesión social (el consenso), de la consolidación de un orden legal-administrativo sólido y duradero y de la democratización de la sociedad. Para el caso español, Josep Fontana ya advirtió que durante el siglo xix no pude decirse, ni en un sentido económico ni en cuanto a la cohesión social a la que alude De Blas, que existiera un «progreso de la nación»28. El principal problema de De Blas es, pues, de conocimiento histórico, lo que de entrada le impide situar el nacimiento del Estado-nación y, con él, del nacionalismo español. ¿Fue en 1492 con la conquista del reino nazarí de Granada o en 1496 con la incorporación de las Islas Canarias? ¿Fue en 1475 con la proclamación de Fernando II como rey de Castilla o en 1515 con la incorporación de Navarra a Castilla? ¿Fue en 1580 con la anexión del reino de Portugal a la Corona de Castilla o en 1640 con la separación definitiva de aquél? ¿Fue en 1659 con la pérdida de la actual Cataluña francesa o en 1705 con la pérdida del Peñón de Gibraltar en favor de los británicos con la ayuda de las tropas catalanas austracistas? ¿Fue en 1808, después de la Guerra contra Napoleón y la promulgación de la Constitución de Cádiz, o en 1939, con la victoria del bando nacional franquista? Dicho de otro modo, el proceso de edificación del Estado moderno (lo que en inglés se conoce como State building) trajo consigo la construcción de la nación, del Estado-nación, cuya consolidación pasaba por conseguir la destrucción de las anteriores lealtades «locales», derivadas del influjo que aún podía tener el recuerdo de los diversos reinos y demarcaciones en que estaba dividido antiguamente el territorio. En España, el hecho que la monarquía borbónica adoptase un modelo de nacionalización francamente excluyente y conservador, renunciando a los símbolos y mitos que podían poner en duda el modelo, se encuentra está en la base de muchas de las luchas nacionalistas, o mejor dicho patrióticas, que se dieron por aquel entonces y después. No cabe duda de que el Estado y la historia oficial recuerdan, celebran fiestas y conmemoraciones, pero también silencian, ocultan, usurpan, arrebatan y desposeen a los demás de su propia historia. El desconocimiento de las circunstancias históricas, acompañado de una confianza desmedida en la eficacia de la acción política como factor de «modernización», es lo que invalida la interpretación que otorga al Estado una capacidad de «nacionalización» que en España, a pesar de los muchos intentos habidos, estuvo lejos de tener. Pero, además, si bien cabe acordar que existió una voluntad «nacionalizadora», quienes sólo recurran al análi28

Fontana, Josep,

Lafide l'Antic Régim..., op. cit., pp. 453 y

ss.

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sis político para observarla no podrán comprender por qué en el proceso histórico de creación de un modus vivendi español el policentrismo político y cultural, parejo a la dualidad económica española, resultó ser más fuerte y más estable que el propio Estado. Tampoco entenderán que la resistencia de algunos territorios no castellanos a perder su identidad respondió a estímulos «desde abajo», y no sólo al empeño de las elites locales, por lo que su traducción en acciones políticas concretas fue más bien escasa. Los movimientos de resistencia al patriotismo español ponían de manifiesto que la gran mayoría de los ciudadanos de aquellos pueblos conservaba, incluso tras la pérdida de las instituciones propias, un patriotismo alternativo que iría adaptándose y reelaborándose en cada coyuntura29. Su fuerza consistió, precisamente, en esa adaptabilidad.

LA DÉBIL NACIONALIZACIÓN ESPAÑOLA Y LOS NACIONALISMOS ALTERNATIVOS

La construcción del Estado liberal en España constituye, pues, uno de los temas importantes de la historia contemporánea española. Se han dedicado abundantes y buenas páginas a analizar las instituciones y la organización del Estado, los programas de cada sector político y el pensamiento de algunos de sus protagonistas, pero sólo de un tiempo a esta parte se ha despertado el interés por la construcción de la identidad española y de los mecanismos de nacionalización, en concreto, sobre si esta nacionalización fue débil o incompleta y la influencia que tuvo en la aparición de los nacionalismos alternativos30. 29

James Casey, por ejemplo, al describir el patriotismo de los valencianos de principios de la edad moderna apunta la idea, que deberíamos desarrollar para la época contemporánea, de que se manifestaba en la confección de historias locales, en la celebración de actos conmemorativos de su grandeza pasada y en la defensa de los fueros valencianos. Si en el País Valenciano esto ocurrió incluso después de una rápida integración de la elite a la Corte, ¿qué debemos pensar que pasó en Cataluña, cuya elite tardó más en integrarse y, además, con el paso de los años pasó a ser notoriamente marginal en los ambientes gubernamentales? Carsey, James, «El patriotisme en el País Valenciá modern», Afers. Fulls de recerca i pensament, 23-24 (1996): 9-30. 30 Veáse Riquer, Boija de, «Nacionalidades y regiones en la España contemporánea. Reflexiones, problemas y líneas de investigación sobre los movimientos nacionalistas y regionalistas», ponencia presentada en el primer congreso de la Asociación de Historia Contemporánea (1992) y que después fue publicada en catalán bajo el título «Reflexions entorn de la débil nacionalització espanyola del segle xix», L'Aveng, 170, (1993): 8-15. Existe una versión en castellano de dicho artículo en Historia Social, 20, (1994): 97-114. Más tarde la incluyó en Escolta Espanya. La cuestión catalana en la época liberal, Madrid, Marcial Pons, 2001. En la misma línea de considerar la débil nacionalización española como una precondición para el despegue de los nacionalismos periféricos, véase Núñez Seixas, Xosé Manoel, Los nacionalismos en la España contemporánea (siglos xixyxx), Barcelona, Hipótesis, 1999.

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La tesis de Borja de Riquer es que los nacionalismos alternativos se desarrollaron como consecuencia del bajo nivel de nacionalización española durante el siglo xix debido, en primer lugar, a la debilidad del Estado para imponer unas pautas culturales e idiomáticas uniformes y emprender una modernización político-administrativa destinada a eliminar las diferencias territoriales y jurisdiccionales y, en segundo lugar, porque las elites periféricas impulsaron una recuperación nacionalista al verse apartadas del poder político y económico, dominado en aquel entonces por los partidos turnantes. Esta idea de la débil nacionalización de España por parte del Estado recuerda bastante a la ya clásica tesis orteguiana de 1922 sobre la falta de elementos de modernización política, social y cultural en una España invertebrada condenada a la desintegración de no ponerse algún remedio31. Al hilo de este mismo debate, José Alvarez Junco publicó en 2001 un extenso libro acerca de la consolidación de la nación española durante el siglo xix32. Su tesis es que España no llegó a consolidarse plenamente como nación, retomando así la vieja concepción de la singularidad esencial de España, la famosa idea de anomalía que marcó a la historiografía española decimonónica33. Si bien es cierto que la maquinaria estatal española era en el siglo xix pequeña e invertebrada y que el grueso del gasto público se destinaba a Marina, Guerra y a absorber la deuda del Estado, la tesis de la insuficiente nacionalización (concebida en términos normativos) no contradice el hecho de que existió una férrea voluntad nacionaiizadora por parte del liberalismo español. Se recurrió, así, a elementos simbólicos de unificación. Por ejemplo, la obligatoriedad de la enseña rojigualda en los edificios públicos, así civiles como militares, los días de fiesta nacional mediante el decreto de 25 de enero de 1908, o bien la oficialización del castellano como idioma común y administrativo del Estado sin tener en cuenta la pluralidad lingüística del mismo34.

31 Ortega y Gasset, José, La España Invertebrada, Madrid, Revista de OccidenteAlianza, 1993. 32 Alvarez Junco, José, Mater Doloroso. La idea de España en el siglo xix, Madrid, Taurus, 2001. 33 Sobre las distintas interpretaciones historiográficas de España, veáse los clásicos artículos de Jover Zamora, José M., «El siglo xix en la historiografía española de la Época de Franco (1939-1972)», (1974), «Corrientes historiográficas en la España contemporánea», (1976) y «A qué llamamos España» (1996), reunidos en el volumen Jover Zamora, José M., Historiadores españoles de nuestro siglo, Madrid, Real Academia de la Historia, 1999, pp. 25-271,273-310 y 359-386, respectivamente. Véase también, Dardé Morales, Carlos, La idea de España en la historiografía del siglo XX, Santander, Universidad de Cantabria, 1999. 34 Decía el profesor Carlos Serrano que la «extensión al universo civil de la bandera era, pues, el reflejo de cierta inquietud ante la creciente posibilidad de encontrarse algún día, por falta de la pertinente legislación, con un Ayuntamiento cualquiera que hiciera ondear una bandera antimonárquica, republicana o... catalanista». Serrano, Carlos, El nacimiento de Carmen. Símbolos, mitos y nación, Madrid, Taurus, 1999, pg. 85.

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Las acciones político-administrativas para fomentar dicha nacionalización fueron múltiples: la reorganización político-territorial, con la implantación de las provincias en 1833; el impulso de la Reforma fiscal en 1845 y la proclamación del Banco de España como única autoridad monetaria en 1856, lo que fue reforzado con la oficialización en 1868 de un sistema monetario unificado; la promulgación de la Ley Moyano de Instrucción Pública en 1857 o bien de la Ley del Notariado en 1862. El control del Estado sobre la sociedad se reforzó, también, con la aprobación de un nuevo Código Penal en 1848 y de las leyes judiciales unificadas en 1870: la de Enjuiciamiento Civil y la de Enjuiciamiento Criminal, la Ley Orgánica del Poder Judicial, además de la compilación del Código Civil en 1889. Como vemos, pues, el Estado se impuso una tarea nacionalizadora que, aunque lenta, acabó siendo real en un sentido burocrático y político. A esta uniformidad y centralización de mediados del siglo xix debemos añadir otro rasgo significativo: desde las Cortes de Cádiz, el Estado liberal español se aseguró de que los aparatos de control político y social fueran eficaces a través de la creación de la Guardia Civil en 1844 y de la militarización de las autoridades provinciales (teóricamente civiles). Este rasgo definió el proceso de implantación del régimen local liberal35. Los esfuerzos por conseguir hacer realidad una tradición nacional española provinieron también de los ambientes intelectuales. Entre ellos destacó la contribución de los historiadores románticos, paladines del nacionalismo español, así fuesen progresistas o conservadores: Modesto Lafuente (1806-1866), Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), Rafael Altamira (1866-1951) y Ramón Menéndez Pidal (1869-1968). Si tenemos en cuenta que una buena parte de la elite intelectual catalana estaba bastante comprometida con lo español y que, desde finales del siglo xvni la burguesía catalana reiteró una vez y otra la oferta a la clases dirigentes españolas de compartir un proyecto nacional español, entonces debemos concluir que el fracaso de la tan trabajada nacionalización no debió ser resultado de su debilidad ni de la falta de voluntad del Estado para conseguirla, sino de otra cosa. Tal vez deberíamos considerar que la dinámica de las formaciones sociales periféricas fue más resistente de lo que se dice a los embates del centralismo36. Este sigue siendo, sin embargo, el gran interrogante que los his-

35 Veáse Ballbé, Manuel, Orden Público y militarismo en la España constitucional ( 18121983), Madrid, Alianza, 1983; Lleixà, Joaquim, Cien años de militarismo en España. Funciones estatales confiadas al Ejército en la Restauración y el franquismo, Barcelona, Anagrama, 1986, y Risques Corbella, Manuel, El Govern Civil a Barcelona al segle xix, Barcelona, PAM, 1995. 36 Véase Almirall, Miquel, «L'espanyolitat deis fundadors de la Renaixen^a», L'Aveng, 169 (1993): 58-61, donde el autor cuenta que el mismo día de la restauración de los Juegos Florales, en 1859, Antoni de Bofarull, actuando como secretario del consistorio, dijo clara-

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toriadores debemos resolver. La nacionalización de España, más que débil, fue, de entrada, ineficaz. En primer lugar, por la resistencia que encontró en la vida cotidiana de los pueblos peninsulares con cultura propia y, en segundo lugar, por su dogmatismo, al considerar la idea de nación española como una unidad política perfecta y armónica, que también debía serlo, sobre todo, en la historia y en la lengua. Como ya denunció Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) en su disertación en las oposiciones a la cátedra de Historia Crítica de la Literatura Española de 1878, el error de los críticos literarios de identificar la historia de la literatura española con la historia de la literatura castellana era un ejemplo, a su modo de ver, funesto, de ese nacionalismo español castellanizante y estéril37. Ocurrió lo mismo cuando el discurso nacionalista español decimonónico buscó en la historia un horizonte identitario homogéneo y acabado. La representación del reinado de los Reyes Católicos y de los Austrias adquirió un significado extra-académico que no se le escapa a nadie. En la postguerra de 1939 constituyó incluso un componente de la identidad del vencedor fascismo español. «La divulgación de los principales argumentos y tópicos comenzaba —según el profesor Gonzalo Pasamar— con la misma práctica vulgarizadora, y en algunos casos militante, de determinados profesionales o asimilados y terminaba en los manuales de Bachillerato»38. Esta labor se inició en plena Guerra Civil, cuando se pusieron en circulación la obra de T. W. Walsh sobre la reina Isabel o la de Ludwig Pfandl sobre Felipe II. En la postguerra siguieron las traducciones de los libros de estos dos autores sobre Felipe II (Walsh), Juana la Loca (Pfandl) y la Inquisición (Walsh). Así pues, aunque atribuir a los Reyes Católicos el nacimiento de la nacionalidad española es un argumento que, con un sentido liberal y hasta progresista, adquirió validez académica durante la Restauración, la lógica y difusión de los principales tópicos historiográficos conservadores sobre los Reyes Católicos y los Austria procede de la plubicística extranjera de los años treinta, que fue aprovechada por el conmente: «(...) si bè gosem en lo recort de allí ahont venim com catalani [...] pera martxar ab més goig y ab més companyia allá ahont anem com espanyols». Cfr. Ghanime, Albert, Joan Cortada: Catalunya i els catalans al segle xix, Barcelona, PAM, 1995. En cuanto a la actitud de la burguesía catalana respecto al proyecto español, Josep Fontana la resume de la siguiente manera: «fem, entre tot, una nació, i acceptarem fins i tot renunciar a la nostra llengua i a la nostra cultura, signes de la nostra identitat. Però fem una nació 'moderna ', on es puguin realitzar les nostres capacitats de progrés económic: no ens vulgueu convertir en l'India d'una Anglaterra agrària i endarrerida».

Fontana, Josep, La fi de l'Antic Règim..., op. cit., pg.

455. 37 Veáse Menéndez Pelayo, Marcelino, introducción y Programa de Literatura Española, publicado por Miguel Artigas, Madrid, Cruz y Raya, 1934, pp. 3-13. 38 Pasamar Alzuría, Gonzalo, Historiografía e ideología en la postguerra española: La ruptura de la tradición liberal, Zaragoza, Prensas Universitarias, 1991, pp. 316 y ss.

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servadurismo hispánico del grupo editorial Cultura Española para dar legitimidad a la voluntad de nacionalización de la historia de España39. La publicística militante fascista hizo suyo este argumento para establecer un eficaz paralelismo entre la España de los Reyes Católicos y la España del bando franquista. La lista de libros que se propusieron dicha tarea seria bastante larga, pero entre ellos destacan el de César Silió sobre Isabel la Católica, de 1938, y el del Marqués de Lozoya sobre los orígenes del Imperio, de 1939. En honor a la verdad, esta corriente interpretativa se asentaba sobre una vigorosa tradición historiográfica castellana atenta a la afirmación de Castilla como heredera de la monarquía visigoda y como primus inter pares dentro del conjunto peninsular. La ilación establecida con la monarquía goda y, a través de ella, con la Hispania romana, estuviera fundamentada en la realidad o en una construcción mítica, se convirtió en una motivación activa para interpretar el proyecto político de los Reyes Católicos cuando unieron las Coronas de Castilla y Aragón, conquistaron Granada, incorporaron Navarra y llevaron a cabo una planificada estrategia matrimonial que permitiera la integración de Portugal a la Monarquía. Pero como explica con audacia José M. Jover, «lo que constituía la clave del proyecto político de los Reyes Católicos era una unión personal en la figura del monarca; la edificación de una Monarquía que dejara enteramente a salvo las instituciones peculiares de cada reino o Corona. Si fuera lícito aplicar palabras y conceptos del siglo xx a una formación política de finales del siglo xv, yo diría (afirma Jover) que es una confederación de reinos, unidos entre sí por la común dependencia de un monarca, la forma de organización de España que alientan en los círculos castellano-aragoneses y portugueses, mientras prosiguen una política resueltamente encaminada a la unión de las tres Coronas, de acuerdo con un modelo forjado de antemano por la Corona de Aragón sobre las dos orillas y las islas del Mediterráneo occidental»40. Otra de las imágenes que se repitió hasta la saciedad durante el franquismo y que, sin embargo, es harto discutible, es la de la colaboración y paridad entre los dos monarcas. El trasfondo de esa imagen fue la creciente fobia antifernandina que intentaba rectificar la interpretación, procedente del mismo siglo xvn, sobre el protagonismo de Fernando en la unión, pese al papel más destacado que tenía Castilla a nivel internacional. Lo que me interesa resaltar es el componente ideológico que subyacía en la interpretación del reinado de Isabel y Fernando. Ese componente se condensa en la lucha entre la civilización cristiana y las fuerzas del mal (masones, pro39

En la obra de Pfandl sobre la vida, el tiempo y la culpa de Juana la Loca ya se argumentaba que los Reyes Católicos procedieron a la «unidad nacional» tras una época de caos. 40 Jover, Zamora, José M., «Auge y decadencia de España. Trayectoria de una mitología histórica en el pensamiento español», en Historia y civilización. Escritos seleccionados, Valencia, Publicacions de la Universität de Valéncia, 1997, pp. 63-92.

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testantes y judíos), otorgando a la Inquisición la clave de la unidad nacional española después de la toma de Granada y de haber completado con éxito la mal llamada Reconquista del territorio patrio. El substrato ideológico lo dio Menéndez Pidal, quien al interpretar la idea imperial de Carlos V indicó que el suyo fue un ideal moderno, porque consistió en gestionar la herencia de Isabel y Fernando con un significado no tanto de expansión territorial como de misión católica. La leyenda estaba servida. En el exterior esta leyenda se tiñó de negro, mientras que en el interior ayudó a confeccionar una interpretación exagerada sobre la misión nacional de los Reyes Católicos. Este lenguaje patriótico al servicio de la mitificación de los Reyes Católicos tenía un objetivo nacionalizador español que exaltaba sus grandes gestas, como la toma de Granada, y en cambio no consideraba hechos históricos similares, como la toma de Mallorca por parte de rey Jaume I el 31 de Diciembre de 1229, con la que se inauguraba el doble nacimiento, civil y religioso, catalán y cristiano, de la isla arrebatada al dominio musulmán. Los dos mitos, el de los Reyes Católicos y el del rey Jaume, no ligaban de ninguna manera, porque los dos llevan incorporados un significado fundacional distinto, si bien ambos arrancan de hechos históricos verdaderos. Como se dice popularmente, «en todas partes cuecen habas». Lo que ocurre es que los mitos evolucionan de una manera o de otra según las circunstancias políticas. Al rey Jaume I la historia de España no le ha sido favorable porque forma parte de la historia de otra entidad política previa, el Principado de Cataluña y, posteriormente, de la de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca. El carácter marcadamente elitista del liberalismo y lo poco que se consiguió en el terreno de la democratización, uno de los elementos clave para conseguir consenso nacional, se subraya incluso al analizar el papel de la prensa en la España de la Restauración. «Era una prensa —escribe Mercedes Cabrera— substitutiva de una opinión política, que no se manifestaba claramente a través de unas elecciones dominadas por el caciquismo; quien quisiera hacer carrera política necesitaba contar con un periódico adicto, y los directores de los más importantes diarios eran diputados casi permanentes en las Cortes» 41 . La construcción del Estado-nación moderno no se consiguió realizar acertadamente en ninguna parte a través de entes territoriales o administrativos, sino mediante la aplicación de una política capaz de reunir el máximo consenso posible entorno a una idea cómoda de la nación e integradora de las identidades histórico-culturales par-

41 Cabrera, Mercedes, op. cit., pg. 51. En otro pasaje de su libro, al comentar los objetivos de Urgoiti en su aventura de crear El Sol, el periódico que dirigió J. Ortega y Gasset, la autora afirma: «...Urgoiti quería formar opinión. (...) una opinión nacional independiente que insuflara en la marcha política del país un aire de modernidad», pg. 99.

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ticulares. Nadie deja voluntariamente de ser lo que era si no consigue con ello algún beneficio, aunque éste a veces sea ficticio. Y si no se entrega pacíficamente, entonces el Estado recurre a la fuerza para doblegar su resistencia, que es lo que propusieron algunos políticos en la España del siglo xix, como ya habían hecho otros en el xvm y en el xx los militares no dudaron en aplicar dramáticamente. Lo importante en relación con la construcción del Estado-nación y el origen de los nacionalismos alternativos es, pues, saber por qué un pueblo vive su propia identidad y la conserva de generación en generación; por qué se siente una comunidad singular y se empeña en utilizar la lengua propia y en preservar la cultura de sus antepasados a pesar de la presión del Estado para sustituirlas; en definitiva, por qué en un momento determinado ese pueblo, consciente de su pasado y dispuesto a mantenerlo, en primer lugar en plazas y cafés o con rituales, fiestas y bailes42, decide organizarse políticamente en movimiento de reivindicación nacionalista positivo, digamos cívico, basado en un peculiar sentido de la solidaridad ciudadana, para combatir la imposición de unas pautas identitarias que considera extrañas y no, como sostienen algunos historiadores, para definirse y afirmarse en su negación del Estado43. Desde mi punto de vista, la indagación sobre los orígenes sociales del catalanismo, que constituye uno de los principales déficits de la historiografía catalana, nos permitiría refutar con mayor acierto las tesis primordialistas sobre España y el nacimiento de los nacionalismos alternativos. Pero hasta el momento este déficit ha sido sólo parcialmente solventado a través de los breves artículos, muy sugerentes por otra parte, de Josep Termes, Pere Gabriel, Enric Olivé, Jordi Castellanos, Teresa Abelló y Pere Sola, así como de los perfiles biográficos confeccionados por Josep M. Ollé Romeu, Jordi Llorens y Joaquim Coll, Josep M. Calbet i Camarasa y Daniel Montaña i Buchaca sobre los catalanistas del siglo xix44. A ellos debemos añadir el estudio de Manuel Lladonosa sobre el CADCI y

42 Esto es lo que dice Kaplan, Temma, Red City, Blue Period. Social Movements in Picasso's Barcelona, Berkeley, University of California Press, 1993, cuando quiere explicar la fuerza de la cultura catalana frente a los ataques exteriores. La autora tiene razón cuando afirma que los rituales comportan un sentido de comunidad distinto para la derecha que para la izquierda. Pero los rituales también permiten desarrollar, como ella misma reconoce, un sentido de comunidad nacional compartido por una y otra. 43 Así lo afirma, por ejemplo, Beramendi, Julio G., «La historiografía de los nacionalismos en España», Historia Contemporánea, 7 (1992): 135-154. 44 Termes, Josep, «El nacionalisme catalá. Problemes d'interpretació», y «El desvetllament nacional de Catalunya al segle xix», en La immigració a Catalunya i altres estudis d'histdria del nacionalisme catalá, Barcelona, Empúries, 1984; Gabriel, Pere, «Anarquisme i Catalanisme», en VV.AA., Catalanisme. Historia, Política, Cultura, Barcelona, L'Aven?, 1986; Olivé, Enric, «La Tramontana, periódic vermell (1881-1893) i el nacionalisme de Josep Llunas i Pujáis», Estudios de Historia Social, 28-29 (1984); Castellanos, Jordi, «Aspectes de les relacions entre intel.lec-

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el libro de Xavier Fábregas sobre la raíces legendarias de Cataluña, centrado en los usos del folklore45. Siguiendo orientaciones metodológicas y temáticas muy distintas, estos autores intentan poner de relieve los orígenes populares del catalanismo y de su cultura, entendida como un producto social e histórico dinámico. Se trata de una interpretación que se enfrenta a otra, más tradicional y teoricista, basada en lo que en otro momento he denominado historiografía del invento de la tradición, que pretende demostrar que el catalanismo es de origen burgués y conservador y que, en lo tocante a la nación catalana y al patriotismo, todo es mera mistificación46. No voy a poder resolver ahora lo que aún está en discusión, pero me permito apuntar que, seguramente, la discrepancia básica entre unos y otros reside en el modo divergente de entender el concepto de cultura. Para los primeros la cultura refleja un sistema simbólico heredado del pasado, al mismo tiempo que es una forma de adquirir y transmitir valores que no nacen arbitrariamente, sino que, como decía Marx, son legados por la historia. Para los segundos, en cambio, la cultura se reduce al pensamiento puro y es casi siempre doctrina, mensaje, lo que les lleva a entender el catalanismo como una fabricación conservadora, literaria y a menudo panfletista, para dar satisfacción a las aspiraciones burguesas de poder político y de control social. En honor a la verdad, Borja de Riquer matizó y rectificó hace ya tiempo los excesos de su planteamiento sobre la débil nacionalización española como origen del catalanismo, sustituyéndolo por otro —el del catalanismo como uno de los factores de modernización en Cataluña—47 que, de hecho,

tuais i anarquistes a Catalunya al s. xix», Els Marges, 6, (1976); Abelló, Teresa, «El nationalisme i les clases populars en el sí de la Unió Catalanista», Estudios de Historia Social, 28-29, (1984); Solà, Pere, «Acerca del modelo asociativo de culturización popular de la Restauración» en Guerreña, José Luis - Tiana, Alberto (eds.), Clases populares, cultura, educación. Siglos xtx y xx, Madrid, 1994; Ollé Romeu, Josep M. (dir.): Homes del catalanisme. Bases de Manresa. Diccionari biogràfic, Barcelona, Rafael Dalmau, 1995; Coll i Amargos, Joaquim - Llorens i Vila, Jordi, Els Quadres del primer catalanisme polític, 1882-1900, Barcelona, PAM, 2000; Calbet i Camarasa, Josep M. - Montañá i Buchaca, Daniel, Metges i farmacèutics catalanistes (1880-1906), Valls, Cossetània Edicions, 2001. 45 Llodonosa, Manuel, El CADCI. Catalanisme i moviment obrer, Barcelona, PAM, 1988; Fábregas, Xavier, Les arrels llegendàries de Catalunya, Barcelona, Edicions de la Magrana, 1987. 46 El libro clásico de este tipo de interpretación es el de Solé Tura, Jordi, Catalanisme i revolució burgesa. La síntesi de Prat de la Riba, Barcelona, Edicions 62, 1967. Pero en los últimos años han aparecido otros ensayos, influidos más por Eric Hobsbawm que por Solé Tura, que sin embargo vienen a defender lo mismo que éste planteó hace casi treinta años, si bien con mayor erudición: Fradera. Josep M., Cultura nacional en una societat dividida, Barcelona, Curial, 1992 y Marfany. Joan-Lluís, La cultura del catalanisme. El nacionalisme català en els seus inicis, Barcelona, Empúries, 1995. 47 Riquer, Borja de, «Per una historia social i cultural del catalanisme contemporani», en VV.AA., Le discours sur la nation en Catalogne aux XIX et XJC siècles, París, Éditions E

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recupera el sólido esquema interpretativo elaborado por Josep Termes hace tres décadas y que ahora vuelve a circular48. Así, pues, la mayoría de historiadores catalanes ha asumido su justísima ponderación de que el nacimiento del catalanismo político fue el resultado de la mayor modernidad de la sociedad catalana respecto al resto de España. Para poder avanzar en el conocimiento de lo que el nacionalismo catalán ha sido históricamente y cómo se ha desarrollado, deberíamos propiciar una investigación exhaustiva, sin maniqueísmos presentistas, sobre la importancia que tuvo en dicho proceso y en su nacimiento la fidelidad de la gente normal y corriente a su identidad natural. Esa fidelidad propició la creciente recuperación de la catalanidad a partir de 1833 y fue un ingrediente básico y previo a la constitución consciente de un movimiento político alternativo entre los sectores burgueses y conservadores que con entusiasmo se habían comprometido con la monarquía española y con la política de notables. En este sentido, es posible que no les falte razón a quienes afirman que el conservadurismo catalán aliado del españolismo borbónico tardó mucho en darse cuenta de que las concesiones arrancadas al gobierno de Madrid eran más bien consecuencia del potencial interno catalán que de la política benefactora de un Estado al que, por otra parte, se habían supeditado. Eso, y no otra cosa, explicaría con mayor acierto el giro catalanista que efectuó la burguesía catalana en el convulso y crítico fin del siglo xix. El carlismo y los republicanos federales, dos tendencias ideológicamente antagónicas, pero que tenían un componente anticentralista similar, supieron conectar mejor, cada uno a su manera, con lo que Jordi Casassas llama el «trasfondo vital que animaba la persistente voluntad catalana de no integrarse en el proyecto de Estado liberal español», sin que tal cosa comportase alimentar las filas de la reacción49. Un trasfondo vital, que también podríamos llamar catalanidad, basado en la reivindicación historicista de las libertades individuales y colectivas suprimidas al llegar al trono la dinastía borbónica. Al fin y al cabo 1714 no les quedaba tan lejos porque,

Hispaniques, 1996, pp. 153-163, y muy especialmente su prólogo, «Modernitat i pluralitat, dos elements básics per entendre i analitzar el catalanisme»; véase asimismo el libro de Anguera, Pere et al., El catalanisme conservador, Girona, Quaderns del Cercle, 1996, pp. 723, donde defiende que el despotismo del nacionalismo institucional liberal español, junto a la falta de consenso en torno a dicho proyecto, propició la politización del tradicional «provincialismo» catalán para convertirse en una doctrina de carácter catalanista. «/ aquesta politització -concluye- de la 'causa' [lengua, cultura, tradición histórica, etc.] éspossible i tindrá éxit perqué acabará vinculant-se al discurs de major modernitat de la societat catalana», pg. 14. 48 Véase J. Termes, Les arrels populars del catalanisme. Barcelona, Empúries, 1999. 49 «Descentralización y regionalismo ante la consolidación del Estado liberal», en D'Auria, Elio - Casassas, Jordi, El Estado Moderno en Italia y España, Barcelona, Publicacions de la UB, 1993, pp. 175-202.

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como sostiene Pere Anguera, la constatación de que un cierto espíritu catalán, orgulloso de serlo, se mantuviese fuerte entre 1842 y 1856 se basa en el reconocimiento y aceptación generalizada por parte de la mayoría de la gente del imaginario patriótico catalán, símbolo de su forma de ser50. Ese imaginario patriótico sólo pudo mantenerse apoyado en el aludido trasfondo vital, que desde la Renaixenga se reforzó mediante la identificación romántica de la Edad Media catalana como la época de plenitud en la que el poder político de matriz propia fue acompañado de la riqueza material y artística del país.

50 Anguera, Pere, «Catalanitat i anticentralisme a mitjan segle xix», en Anguera, Pere et al., El catalanisme d'esquerres, Girona, Quaderns del Cercle, 1997, pp. 7-29.

V. EN POS DE LA CULTURA NACIONAL: LOS DISCURSOS DEL TERRITORIO, LA IDENTIDAD Y EL PROGRESO

La filosofía escolástica y el debate sobre las identidades en el Virreinato del Perú (siglos XVI-XVII)

José Carlos Bailón La reflexión filosófica sobre las categorías y sensibilidades discursivas constitutivas de las identidades y diferencias de la cultura peruana fue quizá inaugurada por Historia natural y moral de las Indias1, escrita por el teólogo jesuita José de Acosta (1540-1600) y publicada en Sevilla en 1590, obra precedida por De Procurando Indorum Salute2, escrita en Lima entre 1575 y 1576 y publicada en 1588. El carácter paradigmático de la obra del padre José de Acosta reside en haber sugerido cuatro tópicos problemáticos que constituyeron el centro de numerosas reflexiones posteriores sobre los horizontes culturales de sentido de nuestra comunidad. En primer lugar, el tópico naturalista, originado por el carácter excepcional del espacio natural americano, en apariencia resistente a las formas de vida modernas debido a la heterogeneidad determinante de sus pisos ecológicos. En segundo lugar, el tópico de la comunicación interlingüística o intersemiótica, originado no tanto por la conquista misma sino por la estabilización colonial que inauguró una convivencia de larga duración. En tercer lugar, el debate sobre la institucionalidad política estatal requerida por una comunidad étnica y culturalmente heterogénea, conflictiva con la pretensión de universalidad de las nacientes categorías contractualistas, igualitarias y formalistas de la filosofía política moderna europea. Finalmente, el tema de la moralidad pública, impuesto primero por el catolicismo y más adelante por el despotismo ilustrado moderno para la regulación universal de las relaciones intersubjetivas, recurrentemente problematizado por estimarse inaplicable a una comunidad formada por un conglomerado heterogéneo de formas de vida cuyas relaciones intersubjetivas se encontraban regladas de manera local. En el presente trabajo nos remitiremos sólo a los planteamientos iniciales, pues el curso posterior que este debate adquirió en la evolución de la cultura peruana, desbordaría en mucho los límites de la presente publicación y será objeto de una publicación futura.

1

Acosta, José de, Historia natural y moral de las Indias, en Obras del Padre José de Acosta, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1954, t. LXXIII, pp. 1-247. 2 Acosta, José de, De Procurando Indorum Salute, en Obras del Padre..., op. cit., pp. 387-608.

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EL TÓPICO NATURALISTA

La crisis desatada en la teología natural de la escolástica tomista con el descubrimiento de América inició el debate filosófico como parte de un debate teológico 3 . En el mundo hispánico, la llamada «segunda escolástica» 4 va a constituir una respuesta específica del pensamiento cristiano a la crisis ideológica desatada por la naciente modernidad. En el «Proemio» de su monumental trabajo de 1590, Acosta estableció con gran claridad el objetivo de su discurso: Del nuevo mundo (...) han escrito muchos autores diversos libros y relaciones en que dan noticia de las cosas nuevas y extrañas (...). Mas hasta ahora, no he visto autor que trate de declarar las causas y razón de tales novedades y extráñelas de naturaleza, ni que haga discurso o inquisición en esta parte (...) Se podrá tener esta historia por nueva, por ser juntamente histórica y en parte filosofía, y por ser no sólo de las obras de naturaleza, sino también de las del libre albedrío, que son los hechos y costumbres de los hombres. Por donde me pareció darle nombre de Historia natural y moral de las indias, abrazando con este intento ambas cosas5. Reconstruir este orden natural o cadena causal unitaria era un asunto vital para la Contrarreforma católica. Acosta advertirá que el nombre mismo de Indias era resultante del uso y lenguaje vulgar moderno, el cual originaba un significado muy peligroso, referido no sólo a la existencia de tierras muy apartadas y ricas, sino fundamentalmente muy extrañas a las nuestras, a las que se denominaba como nuevo mundo6. A partir de esta consideración, pensadores como Giordano Bruno lanzaron en 1584 la desafiante idea de que el descubrimiento del hombre americano y del «nuevo mundo» cuestionaban de raíz la descendencia adánica de toda la humanidad, la consecuente universalidad del pecado original y, por lo tanto, la labor redentora universal de la iglesia católica 7 . Para evitar la aporía, Juan 3 En la dedicatoria (1577) de su opúsculo De Procurando Indorum Salute, Acosta señalaba que «La causa principal que me movió a componerlo fue ver que muchos tenían varias y opuestas opiniones sobre las cosas de Indias y que los más desconfiaban de la salvación de los indios, además de que ocurrían muchas cosas nuevas y difíciles, y contrarias a la verdad del evangelio, o que al menos lo parecían», (op. cit., pg. 389). 4 «El Cursus Philosophicus en voluminosos tomos generales es un producto característico de escolasticismo de los siglos vi - y xvn». Boehner, Philotheus, Collected Anieles on Ockham, Nueva York, F.I. St. Bonaventure, 1958, Introduction, pg. xvi. 5 Acosta, Historia natural y moral..., op. cit., pp. 3-4 (subrayados nuestros). 6 ibid., Lib. primero, cap. XIV, pg. 23 (subrayados nuestros). 7 Cfr. Bruno, Giordano, La cena de las cenizas, Madrid, Alianza Universidad, 1987, Introducción, pg. 33, y Primer diálogo, pp. 60-81. Véase también Acosta, Historia natural y

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Ginés de Sepúlveda cuestionó la naturaleza humana del hombre americano8. Pero ¿cómo podían ser animales —replicaba Acosta— hombres como los peruanos o mexicanos que habían construido civilizaciones con políticas tan iguales como las de los griegos y romanos?9 Más aún, ¿cómo era posible que en las Indias hubiese plantas, frutos y especies animales que no existiesen en otras partes del mundo ni estuviesen registradas en el arca de Noé?10 Contra la opinión de Aristóteles y San Agustín, ¿cómo era posible la existencia de las antípodas, de vidas y climas tan diversos en la llamada zona tórridaV1 ¿Y cómo era posible que hombres salvajes y primitivos, así como animales silvestres de especies tan numerosas12 hubieran pasado el océano sin grandes barcos a vela y sin brújula?13 Peor aún, «¿cómo sea posible haber en Indias animales que no hay en otra parte del mundo?»H Por ser los americanos no uno, sino numerosos pueblos muy distintos —innumerables naciones—, ¿cómo explicar una migración tan masiva?15 Había demasiadas excepciones «en esta gran diversidad». Ni la razón ni el orden naturales parecían respaldar la continuidad causal universal que requerían las vías de Santo Tomás y, con ello, la autoridad universal que se atribuía la iglesia católica, acosada en el viejo mundo por la reforma protestante y por la tarea de evangelización del nuevo mundo. Acosta respondía: Quien mirase estas diferencias y quisiera dar razón de ellas, no podrá contentarse con las (causas) generales. Hallo tres causas ciertas y claras, y otra cuarta oculta. Causas claras y ciertas digo: la primera, el océano (agua); la segunda, la postura y sitio de la tierra (con respecto al sol, el fuego); la tercera, la propiedad y naturaleza de diversos vientos (aire). Fuera de estas tres, que las tengo

moral..., op. cit., Lib. primero, cap. XVI y XXV, pp. 26 y 39: «...nuestra fe, que nos enseña, que todos los hombres proceden de un primer hombre». 8 Cfr. Alcina Franch, José (ed.), Bartolomé de Las Casas. Obra indigenista, Madrid, Alianza Editorial, 1985, cap. 3: Controversia Las Casas-Sepúlveda, pp. 163-280. 9 Cfr. Acosta, Historia natural y moral..., op. cit., Lib. sexto, caps. I y XIX, pp. 182-183 y 198-199. 10 ibid., Lib. primero, caps. XVI y XX, pp. 26 y 32. Véase también el Lib. cuarto, cap. XXXIV, pg. 129: «Halláronse, pues, animales de la misma especie que en Europa, sin haber sido llevados de españoles. Hay leones, tigres, osos, jabalíes, zorras y otras fieras y animales silvestres...que no siendo verosímil que por mar pasasen en Indias...y embarcarlos consigo hombres es locura, (pero)...conforme a la divina Escritura, todos estos animales se salvaron en el arca de Noé, y de allí se han propagado en el mundo». " ibid., Lib. segundo, caps. III-IX, pp. 40-47. 12 ibid., Lib. primero, cap. XX-XXI, pp. 32-35. 13 ibid., Lib. primero, cap. XVI, pp. 2 7 , 2 8 y ÍS. 14 ibid., Lib. cuarto, caps. XXXVI-XLI, pp. 130-137. 15 ibid., Lib. primero, cap. XXIV, pg. 38.

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José Carlos Ballon por manifiestas, sospecho que hay otra cuarta oculta, que es propiedad de la misma tierra que se habita y particular eficacia e influencia de su cielo16.

Los Libros II, m y IV de su Historia natural y moral de las Indias intentaron una minuciosa reconstrucción —a partir de los cuatro elementos naturales simples (agua, aire, fuego y tierra) y los tres compuestos (metales, plantas y animales) del edificio cósmico aristotélico y escolástico— de la peculiar armonía jerárquica que ordena causalmente nuestra rica y monumental diversidad natural. Es recién en el Libro V que Acosta consideró que «..después del cielo y temple y sitio y cualidades del nuevo orbe, y de los elementos mixtos (...) que en los cuatro libros precedentes se ha dicho (...) ¡a razón dicta seguirse el tratar de los hombres que habitan el nuevo orbe»11. El objetivo de esta cosmología naturalista no fue sólo justificar el dominio colonial español sobre el territorio americano y su población indígena, sino también —y he ahí la clave de su posterior perpetuación— justificar una estructura jerárquica que diera estabilidad al nuevo régimen colonial americano a partir de dos mecanismos básicos de enraizamiento considerados naturales: las relaciones de parentesco por consanguinidad y las de propiedad patrimonial sobre la tierra y los hombres (servidumbre indígena). La función pragmática de dicho tópico, vale decir, su uso comunicativo para forjar distintos tipos socializados de discursos en la cultura peruana, habría consistido en «naturalizan) los procesos imaginarios de identidad (de los grupos y castas que componen la sociedad peruana) y las diferenciaciones jerárquicas (de subordinación o exclusión del otro), como una suerte de trasfondo cósmico discursivamente inapelable. El descubrimiento y la conquista del Perú atrajeron a una enorme masa de aventureros en busca de alguna colocación en el aparato estatal colonial y también a comerciantes independientes, llamados «llovidos». Los consiguientes procesos de mestizaje empezaron a minar el viejo régimen aristocrático andino de propiedad colectiva y su sistema de parentesco jerarquizado y centralizado de prestaciones de mano de obra para la extracción de riqueza. Ello dio origen a una amplia gama intermedia de subcastas plebeyas y desarraigadas, las cuales crearon una gran inestabilidad social y política, y la consecuente dilapidación de una riqueza que iba a parar en manos privadas en desmedro de la corona, la Iglesia y las castas aristocráticas. El naturalismo constituyó entonces un instrumento simbólico para la exclusión de esas incontrolables castas intermedias de criollos, mestizos y mulatos, cuyo oscuro linaje, como señaló el II Concilio Límense™, hacía de ellos gentes dudosas y 16

ibid., Lib. segundo, cap. XI, pg. 49. ibid., Lib. quinto, Prólogo..., pg. 139, subrayado nuestro. 18 Acosta, De Procurando Indorum..., op. cit., Lib. IV, cap. VIII, pg. 517; Lib. VI, cap. XIX, pp. 601,602. 17

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sin lugar en el estricto mapa naturalista aristotélico, tanto a nivel cosmológico (ubicación geográfica, histórica, antropológica, zoológica y botánica del nuevo mundo) como moral y político (parentesco y consanguinidad) y, por tanto, carentes de alguna garantía de fidelidad al orden jerárquico natural: «el criollo...ocupaba un lugar...dudoso y borroso... ambiguamente situado»19. Por otro lado, la recurrente aparición de este tópico discursivo desde la segunda mitad del siglo xvi está vinculada a una encarnizada resistencia de las identidades y jerarquías tradicionales (andinas e hispánicas) frente a las tendencias disolventes propugnadas desde la corona por la nueva administración colonial, expresadas en la promulgación de las Nuevas Leyes —que prácticamente ponían fin (hasta por dos vidas) al régimen de las encomiendas establecido con la conquista, castrando así la consolidación en el poder colonial de una aristocracia local de origen hispánico—, y el inicio del proceso de extirpación de idolatrías —que finalmente erosionará el contexto sacralizado que garantizaba el control de la población indígena por la aristocracia nativa, representada en el personaje del curaca. Una primera etapa de la mirada naturalista estará caracterizada por un determinismo geográfico-climático, inspirado en las tradiciones filosóficas y teológicas heredadas de la época clásica y medieval20. La Geografía se constituyó en la base de la Filosofía Moral21. Alrededor de las ideas de Aristóteles se debatieron los dos tipos de esclavitud posibles: la esclavitud legal y la natural. Se apeló luego a la doctrina de Santo Tomás expuesta en la Suma contra gentiles, la cual justificaba, a partir de razones climáticas, ciertas formas de esclavitud natural. A comienzos del siglo xvi, el dominico F. Bernardo de Mesa esgrimió motivos geográficos para justificar un régimen de servidumbre, intermedio entre la esclavitud y la libertad de los indios22. El naturalismo fue también esgrimido por los defensores de los indios. El padre Bartolomé de Las Casas dedicó los 32 primeros capítulos 19 Lavallé, Bernard, Las promesas ambiguas. Criollismo colonial en los Andes, Lima, PUC-IRA, 1993, pg. 45. 20 «En el siglo xvi, las teorías sobre la influencia climática en el hombre y todo el reino animal o vegetal, conocieron una notable difusión... Dichas teorías, que provenían de la antigüedad, y que los siglos medievales habían trasmitido fielmente, fueron una de las fuentes a las que acudieron los españoles cuando, confrontados con realidades humanas desconocidas en el momento del descubrimiento de América, tuvieron que plantearse con urgencia los problemas fundamentales de la naturaleza del hombre y de las diferencias físicas o sociales...». Lavallé, Bernard, Las promesas ambiguas, op. cit., pg. 50. 21 «...la geografía del siglo xvi, renovada y estimulada por los descubrimientos principalmente americanos, se transformó al poco tiempo en una basta encuesta sobre el hombre, en la que la filosofía moral había de inspirarse en abundancia». François de Dainville, La Géographie des humanistes, les jésuites et l'éducation de la société française. Paris, 1940, cap. III, pp. 1-2, citado por Lavallé, B., Las promesas ambiguas..., op. cit., pg. 106. 22 Cf. Zavala, Silvio, Servidumbre natural y libertad cristiana según los tratadistas españoles de los siglos xvi y xvn. Buenos Aires, Emecé, 1944, pg. 62.

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de su Apologética historia de las Indias23 a una larga y minuciosa exaltación de las favorables condiciones naturales del nuevo mundo, de las que se derivaría la humanidad de los indios. Sus propios títulos resumen dicha intencionalidad: «Seis causas naturales», «La influencia del cielo», «La disposición y calidad de la tierra», «La compostura de los miembros y órganos de los sentidos», «La clemencia y suavidad de los tiempos», etc. A fines del siglo xvi (1572), Juan López de Velasco24, cosmógrafo oficial del Consejo de Indias, describía este mismo medio natural como causa de la degeneración de los hijos de los españoles que se afincaban en América: «Los que allá nacen de ellos, que llaman criollos (...) salen ya diferenciados en la color y tamaño... declinando a la disposición de la tierra». Más aún, «no solamente en las calidades corporales se mudan, las del ánimo suelen seguir las del cuerpo y, mudando él, se alteran también» 25 . La procedencia lusitana del término «criollo» (crioulo), sugerida por Garcilaso de la Vega, alude precisamente a ese origen «oscuro» que hace inferior a toda casta intermedia, pues era usado para referirse a los esclavos negros nacidos en América, distintos de los «bozales» nacidos en «Guinea»26, diferenciación que tenía un carácter denigrante para los propios negros. Según Garcilaso, sus padres «se tenían por más honrados y de más calidad por haber nacido en la patria, que no sus hijos porque nacieron en la ajena»27. Igual connotación despectiva tenía la palabra «mulato», derivada de «muía», símbolo de infertilidad de toda casta mezclada. Según Garcilaso, «al hijo de negro y de india —o de indio y de negra— dicen mulato y mulata. A los hijos de estos llaman cholo (...) Quiere decir «perro», no de los castizos sino de los muy bellacos gozcones»28. Finalmente, «A los hijos de español y de india —o de indio y española— nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados (...) en Indias, si a uno de ellos le dicen 'sois un mestizo' o 'es un mestizo' lo toman por menosprecio» 29 . El mestizaje suponía pérdida de pureza y degeneración, una «mancha de color vario», un «peligro potencial para el orden colonial»30, punto de vis23

Las Casas, Bartolomé de, Apologética historia de las Indias, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1958, t. CV. Véase particularmente los caps. XXIII, XXIV, XXIX y XXX. Cfr. asimismo Apologética historia sumaria, México, FCE, 1967. 24 López de Velasco, Juan, Geografía y descripción universal de las Indias, Madrid, BAE, 1971, t. CCXLVIII, pg. 27. 25 ibid., pp. 37-38. 26 «A los hijos de español y de española nacidos allá dicen criollo o criolla... Es nombre que lo inventaron los negros». Garcilaso de la Vega, Inca, Comentarios Reales de los Incas, México-Lima, FCE, 1991, t. II, Lib. Nono, cap. XXXI, pg. 627. 27 ibid. 28 ibid. 29 ibid. 30 Lavallé, Bernard, Las promesas ambiguas, op. cit., pg. 46.

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ta válido tanto para la aristocracia hispánica como para la andina. La sospecha naturalista recaía incluso en aquellos hijos criollos de padre y madre españoles, por haber sido amamantados por sirvientes indias o negras, como señala el dominico F. Reginaldo de Lizárraga31. Guamán Poma de Ayala muestra el lado andino de esta exclusión aristocrática: Ahora, un mitayo tiene título, el mundo está perdido (...) Sacra Católica Real Majestad, es muy gran servicio de Dios nuestro Señor y de nuestra Majestad y aumento de los indios de este Reino que no estén ningún español, mestizo, cholo, mulato, zambaigo, casta de ellos, sino fuera casta de indio, que a todos los eche, a chicos, grandes, casados, llevando sus mujeres, les eche a las ciudades, villas, por donde pasaren, no estén un día en los tambos de estos reinos, y si no fuere, le envíe a su costa, con alguaciles que le lleve a las dichas ciudades, o que sean desterrados a Chile, y así le dejen vivir y multiplicar a los indios libremente, porque no se sirve vuestra majestad de los mestizos, sino ruidos y pleitos, mentiras, hurtos, enemigos de sus tíos; y mucho más de los mestizos sacerdotes (...) ¿qué hacía aquella casta? Ha de saber vuestra Majestad que también hay muchos padres y su multiplico en este reino es lo propio, y así hay tantos mesticillos32. La concordancia entre ambas aristocracias sería confirmada por el Obispo de Popayán (Quito) en 1635, quien descalificaba a los curas doctrineros criollos amamantados por indias en los siguientes términos: «...aún los indios conocen esta diferencia y cuando hallan ocasión piden doctrineros españoles y no criollos» 33 .

DISPUTA POR EL PODER SIMBÓLICO

Las «nuevas leyes» y la «extirpación de idolatrías» marcaron el nuevo contexto simbólico en el que se desarrolló la estabilización del poder político colonial a fines del siglo xvi y comienzos del xvn, al problematizar el 31

«Nacido el pobre muchacho, lo entregan a una india o negra que le críe, sucia, mentirosa, con las demás inclinaciones que hemos dicho, y críase ya grandecillo con indiezuelos ¿Cómo ha de salir este muchacho?... El que mama leche mentirosa, mentiroso, el que boiTacha, borracho, el que ladrona, ladrón». Lizárraga de, F. Reginaldo, Descripción breve de toda la tierra del Perú, Tucumán y Río de la Plata, Madrid, BAE, 1968, t. CCXVII, pp. 101-102. Habría que añadir en este punto que Lizárraga coincide con Acosta (De Procurando Indorum...op. cit., Lib. cuarto, cap. VIII, pg. 517) y con Felipe Guamán Poma de Ayala (Nueva Coránica y Buen Gobierno, México-Lima, FCE, 1993, t. II, f. 537). 32

Guamán Poma de Ayala, Felipe, Nueva Coránica..., op. cit., t. II, pp. 806, 808, 809. Popayán, 20 V 1635, Archivo General de Indias, Quito 605, citado por B. Lavallé, Las promesas... op. cit., pg. 49. 33

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derecho de conquista de la aristocracia hispánica (perpetuidad de los encomenderos) y el poder político de la aristocracia indígena (legitimidad de los curacas). La imagen económica, social y política del encomendero y el curaca ha sido largamente estudiada por cronistas, historiadores, antropólogos y otros especialistas, pero las disputas simbólicas en que dichos sujetos se desarrollaron apenas han sido analizadas. Todos han conceptualizado la figura del curaca como sujeto central en la sociedad prehispánica y colonial («señor supremo» o «representante» del mundo andino). Todos coinciden en vincular dicha figura a dos factores materiales que sustentaban su legitimidad y poder. Por un lado, las «relaciones de parentesco», esto es, su pertenencia a una comunidad de clanes y familias34 que proceden de antepasados comunes; y, por otro, la extensión limitada de su poder político a una esfera local o regional. Su función es la de representante e intermediario étnico frente a comunidades consideradas «externas» a la propia. Esta relación de parentesco le otorga capacidad de manejo, distribución y negociación de la «mano de obra subordinada» y de los «recursos naturales» disponibles en su territorio (considerados propiedad colectiva). La magnitud de su poder de negociación o de intermediación tiene relación directa con el número de subordinados de que dispone («su gente»), y la ausencia de propiedad individual de estos. Ello fue rápidamente percibido por los primeros conquistadores para establecer alianzas matrimoniales que llevaron al aislamiento y derrota del poder central incaico, pero no captaron con igual nitidez la decisiva importancia que tenía para el poder local del curaca la mediación simbólica como instrumento de sujeción al interior de la comunidad andina, que siempre les resultó impenetrable. La solidez del poder curacal provenía del carácter «sagrado» de su intermediación (sacerdotal) entre los miembros vivos y los antepasados comunes de la comunidad (reunidos en la huaca). Era el único miembro que no hablaba como «individuo». González Holguín definía en 1608 al hatum rimak curaca como «el que tiene la voz de todos»35. La función sagrada de intermediación posibilita que el curaca tenga esta «voz impersonal». El mecanismo discursivo fundamental —al igual que en el discurso platónico— es la reminiscencia. Este intermediador es vocero del pasado, condición de la cual proviene su autoridad cohesionante del grupo. Él le otorga identidad al grupo y su condición lo hace superior al resto de los individuos de su comunidad. La no existencia de identidad individual es el mecanismo de subordinación comunal al poder del curaca. Esto es incomprensible para una mentalidad moderna en la que se ha operado un

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Aristóteles, Política, en Obras, Madrid, Ed. Aguilar, 1964 (1280-b). González Holguín, Diego, Vocabulario de la lengua general de todo el Perú lengua qqichua o del Inca, Lima, UNMSM, 1952, pg. 55. 35

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proceso histórico de individuación social. Más inexplicable aún le resultará la idea de que el pasado sea fuente de poder, pues, a diferencia de la sociedad antigua, la moderna está dirigida al futuro y devalúa el pasado. En cambio, para la sociedad antigua la historia no es un simple registro de acontecimientos pasados, sino modelo escenográfico («todo tiempo pasado fue mejor») o paradigma de carácter sagrado que pálidamente se reproduce en el presente como ritual36. De allí que el curaca tenga rasgos sacerdotales 37 , esté legitimado por fuerzas sobrenaturales y sea «percibido como sagrado» 38 . Sin este carácter sagrado que envuelve las relaciones de parentesco es imposible entender la sujeción servil de los miembros de su comunidad al curaca y el alcance estrictamente local de su poder, a diferencia de sus lazos con el poder central, que no aparecen como «naturales», sino como alianzas externas sujetas a un equilibrio circunstancial de intercambios materiales. Con ello sugiero que la fuerza motriz del pensamiento critico filosófico en el Perú a partir de fines del siglo xvi no residió fundamentalmente en el conflicto económico y político externo del mundo andino con el Estado colonial español —como erróneamente han sobrestimado muchos de nuestros estudiosos de la teoría de la «resistencia Inca», siguiendo la interesada versión dicotòmica de Guamán Poma o Gracilazo—, sino en las contradicciones internas que debilitaron el poder simbólico tanto en el mundo andino como en el hispánico. En el mundo andino, dichas contradicciones tienen su origen en el debilitamiento interno de las tradicionales estructuras simbólicas de parentesco debido a la aparición y crecimiento de nuevos sujetos: los hijos «mestizos» (paradójicamente producto de sus múltiples y antiguas alianzas matrimoniales con los encomenderos) y los llamados «caciques intrusos» (provenientes de labores comerciales). Estos sujetos sociales no fueron resultado de una simple imposición administrativa del poder político o económico imperial, sino que adquirieron importancia en la disputa simbólica por el poder desatada por la evangelización cristiana, basada en un discurso y un panteón universalista que entró en evidente conflicto con la cosmología local del panteón y la religiosidad andina (huaca), minando el papel central de intermediario del curaca, ahora disputado por párrocos,

36 Cfr. al respecto Pease, Franklin, El pasado andino: ¿Historia o escenografía? Lima, IRA-PUC, 1994. 37 Szeminski, Jan, «Why kill the Spaniard? New perspectives on Andean insurrectionary ideology in the eighteenth century» (1987), University of Wisconsin Press, cit. por Ramírez, Susan E.: «La legitimidad de los curacas en los Andes durante los siglos xvi y xvn», BIRA, Boletín del Instituto Riva-Agüero, 24 (1997): 479. 38 Martínez Cereceda, José Luis, «Kurakas, rituales e insignias: una proposición», Histórica, XII/I (1988): 65.

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doctrineros y órdenes sacerdotales que, dicho sea de paso, eran de creciente composición criollo-mestiza como consecuencia del deterioro de las encomiendas. Pero el auge de los llamados «caciques intrusos» tampoco condujo a una simple victoria de la evangelización cristiana. Por el contrario, su presencia tornó más complejo el panorama simbólico (dándole al discurso una aparente forma retórica barroca, plagada de imágenes «sincretistas»), pues desacralizó el poder sacerdotal basado en el panteón familiar del curaca, mas no impuso el panteón cristiano universal, sino que adaptó o se apropió de sus santos en la forma de «patronos locales» en beneficio de su mayordomía. Asimismo, desaristocratizó el poder del curaca, pero no lo sustituyó con algún proceso de individuación plebeyo moderno, sino lo empató con otras genealogías imaginadas, compadrazgos, paisanajes y demás formas de sujeción igualmente oligárquicas. Con ello debilitó el clientelaje aristocrático andino, pero agudizó los procedimientos abiertamente autoritarios. En otras palabras: no destruyó la representación simbólica sagrada del poder ni su monopolio discursivo, sólo les cambió de forma. El curaca siguió teniendo «la voz de todos». Las campañas de extirpación de la idolatría llevadas a cabo entre 1608 y 1660 por el clero culparon directamente a los curacas del «fracaso de la evangelización» por llevar una doble vida y manejar una «doble verdad», engañar a los curas doctrineros con una aparente sumisión ritual mientras preservaban realmente la autoridad de la huaca o poder simbólico local. La corona, si bien admitió el propósito de tales campañas de liquidar la mediación simbólica interna del poder curacal, cuidó al mismo tiempo la preservación de su poder de intermediación externa (autoridad para negociar la mano de obra subordinada y recursos naturales), tan necesario al régimen colonial. Dicha pugna simbólica —y los recursos categoriales que puso en juego cada uno de los sujetos intervinientes— fue preparada mucho antes del inicio de las campañas públicas de extirpación de idolatría. Los testimonios escritos al respecto son numerosos. Ya en 1558 Bartolomé Álvarez, clérigo doctrinero de Potosí, dirigió a Felipe II un memorial titulado Costumbres de los indios del Perú, denunciando el «fracaso de la evangelización» así como la presencia de una enorme cantidad de huacas en todo el territorio39. Pero la peligrosa importancia del poder simbólico local del curaca estalló en 1565 con el intento de revolución político-religiosa, conocido como Taqui Onkoy, que hizo evidente el propósito de los curacas para que las huacas volvieran a ser la base religiosa del poder en los Andes. El padre Bartolomé Álvarez parece ser el primero que re-

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Ver al respecto el interesantísimo trabajo de Martín Rubio, M. Carmen, «Costumbres de los indios del Perú. Un temprano antecedente de la política de extirpación de idolatrías en el virreinato peruano», BIRA, 24 (1997): 295-308.

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paró en el dato histórico de que los Incas habían combatido el culto a las huacas o ídolos locales para dominar a los curacas, aunque cometieron el error mortal de no haberlo destruido40. Alvarez criticará duramente la estrategia de evangelización desarrollada por el padre Acosta y los jesuitas, la cual, en su opinión, dejaba intacta la estructura simbólica tradicional y, con ello, el poder del curaca. Asimismo, fustigará la «soberbia» implícita en esta actitud de los jesuitas (crítica válida también para los lascasianos en general) por considerar a los indígenas «débiles» e «inocentes» y suponer falsamente que carecen de «conocimiento y discurso»41.

COMUNICACIÓN INTERLINGÜÍSTICA Y RETÓRICA AUTORITARIA

En realidad, los jesuitas habían iniciado una estrategia discursiva muy compleja y relativamente novedosa frente a la tradición evangélica previa para derrocar el poder simbólico de los curacas. El trasfondo de esta estrategia giraba alrededor de la solución de dos problemas fundamentales de la filosofía del lenguaje, planteados desde los inicios del régimen colonial. Por un lado, el llamado «problema de la traducción» o de la «comunicación» (bautizado por Chomsky como «problema de Descartes»), que básicamente consiste en responder a la pregunta ¿cómo es posible acceder al conocimiento de otras mentes? El otro problema, cuyos orígenes se remontan a la clásica disputa medieval sobre la naturaleza de los universales (bautizado por Chomsky como «problema de Platón»), consiste en responder a la pregunta ¿cómo es posible adquirir conocimientos que desbordan nuestra experiencia individual? En este punto, el debate filosófico en el Perú del siglo xvii se centrará en la polémica entre los representantes de las tres escuelas fundamentales del pensamiento filosófico católico: la tomista (defendida por el dominico cusqueño Juán Espinoza Medrano)42, la escotista (defendida por el franciscano de Chachapoyas Jerónimo de Valera)43 y la

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«(...) su principal adoración eran las huacas que ellos llamaban, y ese ídolo era lo que más reverenciaban. Dícese que después que fueron sujetos a los Ingas, les era prohibido por esos señores adorar huaca alguna, si por los Ingas reyes no les era dado o concedido.» Alvarez, Bartolomé, Costumbres de los indios del Perú [1558]. Inédito, caps. 134-135, pp. 113-114, citado por Martín Rubio, M. Carmen, «Costumbres de los indios...», op. cit., pp. 297-298. 41

ibid., pg. 301. Juan Espinoza Medrano (1632-1688) Philosophia Thomistica Seu Cursus Philosophicus. Tomus Prior, Romae, 1688, ex typhographia Reu. Cam. Apost. El original se encuentra en la Sala de Investigaciones de la Biblioteca Nacional del Perú, Lima, Cod. X189.4/E7/C. 43 Jerónimo de Valera (1568-1625) Comentarii ac quaestiones in universam Aristotelis ac subtilissimi Doctoris lhoanis Duns Scoto Logicam. Limae, 1610. Existe un ejemplar de la edición original en el «Fondo Medina» en la Biblioteca Nac. de Chile, Santiago, y otro en la Biblioteca Nac. del Perú, Lima, en la Sala de Investigaciones, Cod. XI 15.1-L23V. La obra 42

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nominalista (defendida por el jesuita limeño Alonso de Peñafíel)44. La respuesta a ambos problemas fue considerada la clave de los debates originados sobre la evangelización americana: cómo cuestionar las idolatrías andinas sobre entes particulares en términos universales y cómo construir para ello una «lengua general» de los indios sujeta a una gramática universal que permitiera la comunicación evangelizadora. Continuando el trabajo iniciado en 1560 por el ilustre dominico fray Domingo de Santo Tomás en su obra Grammatica o arte de la lengua general de los Yndios del Perú y Lexicón45, el Tercer Concilio Límense, realizado en 158246, se abocó a dicha tarea normalizadora, uno de cuyos resultados fue el monumental trabajo lingüístico del padre jesuita Diego González Holguín, Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua quichua o del Inca [1608]47. El objetivo central de toda esta estrategia discursiva fue demostrar que era posible —a partir de lenguas totalmente fragmentadas como el quechua y el aymará, por composición y selección de algunas variantes locales como la cuzqueña, y aprovechando sus antecedentes de autoridad estatal durante la hegemonía incaica— construir una lengua general «tan conforme a la latina y española»48 que resulte adecuada para transmitir el dogma cristiano, cuyo contenido simbólico universalista era cultural e ideológicamente adverso a la estructura simbólica local que sostenía la fragmentación lingüística de las lenguas índicas, la religiosidad y el poder social del curaca. Se trataba pues —como bien ha señalado el lingüista peruano Rodolfo Cerrón Palomino— de una «auténtica codificación»49. A la reestructuración sintáctica y a la recopilación lexi-

consta de seis folios iniciales que no están numerados, a los que le siguen 35 páginas correspondientes a las llamadas «Summulaes» y luego otras 384 páginas con una nueva numeración que corresponden a la llamada «Dialéctica». 44 Alonso (Ildephonsi) de Peñafiel (1593-1657) Cursus integri philosophicus, Tomus Primus, Complectens disputationes de summulis, de universalibus ac in libros Aristotelis de Interpretatione :*>*> »>**»*.***«pM>»r ' : ¡uííf.«, m*}i>r*f. tfiiíifiK^'-yñMmsíitnim i .i;•| •mu «>% ;**: »f-itmw*» «>?«*»*r> • f:> :••.••:•;>{jí