Redalyc. La construcción de realidades inseguras. Reflexiones acerca de la violencia en Centroamérica. Revista de Ciencias Sociales (Cr)

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Huhn, Sebastian;Oettler, Anika;Peetz, Peter La construcción de realidades inseguras. Reflexiones acerca de la violencia en Centroamérica Revista de Ciencias Sociales (Cr), Vol. III-IV, Núm. 117-118, sin mes, 2007, pp. 73-89 Universidad de Costa Rica Costa Rica Disponible en: http://redalyc.uaemex.mx/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=15311806

Revista de Ciencias Sociales (Cr) ISSN (Versión impresa): 0482-5276 [email protected] Universidad de Costa Rica Costa Rica

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Rev. Ciencias Sociales 117-118: 73-89 / 2007 (III-IV) ISSN: 0482-5276

La construcción de realidades inseguras. Reflexiones acerca de la violencia en Centroamérica THE CONSTRUCTION OF UNSAFE REALITIES: REFLECTIONS ON VIOLENCE IN CENTRAL AMERICA Sebastian Huhn* Anika Oettler** Peter Peetz*** Resumen

En todos los países de Centroamérica se está llevando a cabo una lucha de definición, interpretación y clasificación entorno al campo temático de la violencia, la delincuencia y la inseguridad. Y aunque esta lucha tenga consecuencias políticas y sociales sumamente relevantes, no ha sido objeto de un análisis sistemático. Los autores argumentarán que no son los fenómenos de violencia en sí que desatan histerias de inseguridad o que provocan la implementación de políticas criminales represivas. Más bien, la percepción de y las reacciones a la inseguridad y la violencia se basan en discursos sociales acerca de estos fenómenos. Palabras claves: América Central * violencia * delincuencia * inseguridad * análisis del discurso

Abstract

In all Central American countries we witness a struggle to define, interpret and classify types of violence, delinquency, crime and insecurity. Although this struggle has highly relevant political and social implications, it has not been analyzed systematically. The authors show that moral panic and repressive criminal policies are not direct consequences of the violence phenomena per se. Rather, the perception of and the reactions to insecurity and violence are based on social discourses about these phenomena. Key words: Central America * violence * delinquency * insecurity * discourse analysis * **

Institute of Latin American Studies, Hamburgo, Alemania. / [email protected]

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Institute of Latin Amerian Studies, Hamburgo, Alemania. / [email protected]

Institute of latin American Studies, Hamburgo, Alemania. / [email protected] Rev. Ciencias Sociales Universidad de Costa Rica, 117-118: 73-89/2007 (III-IV). (ISSN: 0482-5276)

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Introducción: La importancia social de la violencia delincuencial

En los años 80 y principios de los 90 Centroamérica captaba continuamente la atención mundial por el alto grado de violencia política de actores estatales y no-estatales. En Europa y Norteamérica, el interés de los medios de comunicación y de los analistas académicos por aquella región resultaba, en parte, del hecho de que los conflictos internos de estos países se interpretaban como manifestaciones del antagonismo global entre los dos bloques ideológicos y políticos de la guerra fría. Contrario a la situación de hoy, entre los intelectuales dentro y fuera de la región no existía en aquel entonces el amplio consenso de rechazar cualquier forma de violencia (Wieviorka, 2006). Desde mediados de la década de los 90, con el sucesivo fin de los conflictos armados en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, el interés del mundo en Centroamérica disminuyó considerablemente, tanto en cuanto a la cobertura mediática como a la producción académica. Sin embargo, hoy en día, siguen siendo temas de violencia y seguridad las que más se discuten (aparte de temas de pobreza y desarrollo). Pero, aunque la violencia política no haya desaparecido completamente de la agenda, desde hace una década la preocupación central consiste en la violencia e inseguridad generada en el contexto de la delincuencia “común” o “cotidiana”. Esa delincuencia se puede manifestar de muchas formas, por ejemplo en secuestros, asaltos, robos, asesinatos, en delincuencia relacionada con drogas, en violencia sexual y doméstica, y especialmente en la violencia juvenil. Desde hace varios años prevalece en el istmo la percepción de que la ola de violencia política de la década de 1980 se disminuyó sólo para dar paso a una ola de violencia delincuencial. Para muchos, esta nueva ola representa una amenaza aún más grave que la anterior por dos razones: primero, porque en algunos países, sobre todo en El Salvador y Honduras, el grado de la violencia actual parece sobrepasar al que se registraba en los peores años de la época pasada; las estadísticas sobre “muertes violentas” parecen dejar poco lugar a dudas y encuentran un

extensivo eco en los medios de comunicación y en la esfera política. Segundo, porque hoy la violencia se percibe como más generalizada o “inevitable”: se cree que la violencia política de antaño afectaba primordialmente a los que estaban “metidos en política” —lo que uno podía evitar— pero que la violencia criminal de hoy amenaza indiscriminadamente a todos los ciudadanos, independientemente de su orientación política, clase social, edad o descendencia étnica. Consecuencia de esa percepción generalizada de la amenaza supuestamente omnipresente de la criminalidad son las medidas individuales y colectivas de protección y de “contraataque”. Con relación a estas medidas, les conviene a gobiernos y a otros actores hablar de “seguridad ciudadana”. Esa expresión está connotada con un enfoque preventivo y, hasta cierto grado, liberal. Pone énfasis en la protección de los ciudadanos y contrasta con el concepto de la “seguridad nacional” que dominaba el discurso público en décadas pasadas y que enfocaba más en la protección y la defensa del Estado (véase también Zaffaroni, 1992). El cambio terminológico sugiere que los Estados ahora protegieran la integridad física, el patrimonio y otros derechos individuales de todos los ciudadanos, aunque en muchos países las políticas de seguridad simplemente consistan en más represión. Dependiendo de los recursos económicos disponibles de cada quien, el miedo a la violencia lleva a muchos ciudadanos a vivir en colonias cerradas, condominios vigilados (gated communities) o casas fortificadas; otros evitan frecuentar lugares identificados como peligrosos, sean mercados, determinadas calles o ciudades enteras. Aparte de las reacciones defensivas, crece la cantidad de personas que se arman o se organizan en comités de vigilancia. Paralelamente, se favorece a opciones políticas que prometen una lucha frontal, despiadada y en muchos casos militarizada contra el crimen y “los criminales”. Estas opciones políticas igual que las mencionadas tendencias desintegrativas, por última consecuencia, podrían poner en peligro unos procesos de democratización que en la mayoría de los países centroamericanos, ya de por si, no están avanzando con ímpetu.

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A pesar del predominio de tendencias desintegrativas y de opciones políticas poco favorables para la democracia, también existen espacios sociales en los que el ideario colectivo basado en principios solidarios fomenta prácticas colectivas tendientes a la integración social y la democratización. Sin embargo, parece que en Centroamérica, en general e independientemente de fronteras nacionales, prevalece un discurso represivo que corresponde con un estilo político autoritario. Esto implica una legitimación de políticas anti-delincuenciales de mano dura y conlleva a un debilitamiento de los principios del estado de derecho y de los derechos humanos. En Nicaragua, en cambio, la violencia juvenil y las estrategias de mano dura no dominan los discursos políticos y mediales (véase Huhn/Oettler/Peetz, 2006). Sin embargo, el tema de la seguridad personal se ha instalado como una de las principales preocupaciones de la ciudadanía, especialmente en los barrios pobres. El temor está ligado a la fuerte presencia del consumo y tráfico de drogas, a la ocupación del espacio público por “ladrones” y violadores, y, finalmente, a la proliferación de pandillas juveniles. Partiendo de estas observaciones se desarrollarán en este artículo unas hipótesis sobre la relación entre la percepción de la situación de violencia y seguridad en Centroamérica, el discurso público que genera esa percepción (y, al mismo tiempo, es fruto de ella) y los procesos sociales y políticos que se llevan a cabo en este contexto. El término “discurso” se refiere a una “práctica de afirmaciones reguladas” (Foucault, 1997: 74) y se entiende como condición y consecuencia de prácticas colectivas. Los discursos construyen, transforman, estructuran y (mediante la repetición y la aceptación) consolidan prácticas colectivas. El recuento de víctimas: la precariedad de la base empírica

La percepción generalizada de un aumento de violencia e inseguridad en Centroamérica se refleja claramente en la producción académica. Por ejemplo, en Guatemala, El Salvador,

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Honduras y Nicaragua, varios equipos de investigación llevaron a cabo estudios acerca de la violencia juvenil, siendo la serie “Maras y pandillas en Centroamérica” (ERIC, et al. 2001, 2004a/b y Cruz, 2006) la más importante. Sin embargo, hay que subrayar que la investigación empírica se mueve en el ámbito de ciertas modas académicas que se generan a través de la búsqueda de temáticas novedosas o metodologías innovadoras (véase Huhn/Oettler, 2006). Además, el problema de la proliferación de las maras se convierte en un eje temático central de ONGs y organismos internacionales (por ejemplo, WOLA , USAID, BID). Hay que insistir, entonces, en el hecho de que la producción académica es una parte importante del discurso sobre la violencia en Centroamérica. Esa producción académica se caracteriza —como en todo el mundo— por una paradoja: la base empírica es altamente cuestionable pero, sin embargo, se sigue recurriendo ampliamente a ella. Es más; en muchos casos datos empíricos constituyen el único fundamento para interpretar la realidad violenta de una sociedad. Pero hay aspectos claves de la temática que no se pueden debatir cabalmente dependiendo de esta base. Para llegar a conclusiones sobre el nivel, las características, las causas y las consecuencias de la violencia en Centroamérica y Latinoamérica los estudios empíricos se basan casi exclusivamente en dos tipos de datos y, como dependen de estos datos, nunca pueden contener críticas fundamentales de ellos: estadísticas oficiales provenientes de diferentes agencias de gobierno (registros de policía, de órganos de justicia o de las instancias de salud pública) por un lado, y datos de encuestas (encuestas de victimización o, en general, encuestas de opinión) por otro lado. En muchos casos se utilizan datos agregados de organizaciones internacionales (OMS, PNUD, etc.) que a su vez se componen o de datos propios de estas instituciones o bien de los mencionados datos de instituciones gubernamentales de los países. La pregunta ¿cuál de los dos tipos de datos (de estadísticas o de encuestas) es preferible? y ¿de qué manera se deben interpretar los datos? se discute en el marco de toda una controversia metodológica. Una corriente formula críticas generales

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(Muncie, 1996; Maguire, 2002; Schmidt, 2005), otra se empeña por el perfeccionamiento y la ampliación de las bases de datos y por aumentar la comparabilidad de las estadísticas internacionales (véase por ejemplo von Hofer, 2000; MacDonald, 2002). Las limitaciones se acumulan cuando se intenta comparar datos de diferentes países. Muchos estudios comparativos elaborados por organizaciones internacionales aparentan reflejar tendencias recientes pero utilizan datos poco actuales y poco comparables. El informe sobre violencia y salud de la OMS (WHO, 2002), por ejemplo, se basa en datos nacionales que fueron recolectados entre 1990 (Uruguay) y 1997 (México). Además, hay discrepancias en cuanto a la definición de la delincuencia y violencia. Los mecanismos de registro de actos criminales varían de país a país. Von Hofer (2000) ejemplifica los dos problemas con las estadísticas de abuso sexual en Suecia: primero, la definición sueca de lo que es violación y acoso sexual es bastante estricta en comparación con otros países. Segundo, los instrumentos de levantamiento de datos son relativamente sofisticados en aquella nación nórdica. Según von Hofer resulta de estos dos factores que el número de casos de abuso sexual en Suecia parece, en comparación con otros países europeos, bastante elevado. Para el contexto centroamericano pueden servir de ejemplo las políticas de “mano dura” en El Salvador y Honduras. Desde que se penalizó la pertenencia a una mara —por lo cual un tatuaje puede ser indicio suficiente— y desde que en el trabajo policial se priorizó la persecución de delincuentes jóvenes, era previsible que en los registros de la policía, y por lo tanto, en las estadísticas de delincuencia, el número de delitos perpetrados por jóvenes aumentara. Otra causa de distorsiones entre las estadísticas de un país y otro pueden ser diferencias en cuanto a la disposición de la víctima a denunciar un acto delictivo. En cada sociedad puede haber un consenso específico sobre lo que se denuncia, lo que se considera bagatela (aunque legalmente sea penalizado) y lo que es tabú. En el caso centroamericano habrá cierta homogeneidad en esa dimensión cultural por la historia compartida, la tradición católica, la

cercanía geográfica y tantos otros aspectos que los cinco países tienen en común. Sin embargo, hay indicios de que también en esa región existen discrepancias en cuanto a lo que la sociedad define como tolerable. Podría ser, por ejemplo, que en una sociedad como la costarricense, donde la clase media con su correspondiente nivel educativo constituye un porcentaje de población (todavía) relativamente alto, la actitud para con jóvenes delincuentes tienda más hacia la comprensión y la ayuda que en sociedades marcadas por una fuerte desigualdad social y un nivel educativo más bajo, como en Honduras o El Salvador. Mucha importancia le corresponde, además, al hecho de que la presencia de la policía y de las instituciones judiciales diverge bastante en el istmo. Según Dennis Rodgers, en Nicaragua muchos delitos no entran a los registros policiales (y por lo tanto a las estadísticas criminales) por la total ausencia de la policía en el 21% de los municipios del país. En otros municipios la presencia de la policía está limitada por causa de la reducción de personal que se efectuó en el marco de las sucesivas reformas policiales o recortes presupuestarios (Rodgers, 2004: 6). Las estadísticas criminales no pueden ser más que estadísticas de actividad policial o, respectivamente, de actividad judicial. Por lo tanto, el número registrado de actos violentos y delitos depende más del trabajo de las agencias estatales de seguridad y justicia, y de su equipamiento con recursos humanos y económicos, que del número real de crímenes que se cometen: “Un ‘incremento del crimen’ se puede deber a más crímenes reportados, en vez de más crímenes cometidos”. (Muncie, 1996: 23, traducción: H/O/P). Los problemas de fiabilidad y comparabilidad de las estadísticas criminales han motivado a los investigadores empíricos a postular que se deba recurrir preferiblemente a los registros de homicidios. Consideran que estos servirían como una especie de meta-indicador para analizar la violencia y la delincuencia en general y que permitirían hacer conclusiones válidas tanto en cuanto a países individuales como en el marco de comparaciones internacionales: “De todos los tipos de crímenes, las estadísticas de homicidios intencionales son los que menos padecen de subreportación,

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subregistro y no-uniformidad de las definiciones, y la incidencia de homicidios parece ser representativa en cuanto a otros tipos de crímenes comunes” (Fajnzylber/Lederman/Loayza, 1998: 238, traducción: H/O/P). No es posible discutir aquí si un análisis serio de fenómenos sociales tan complejos como son la violencia y la delincuencia realmente pueda basarse en un solo indicador estadístico, aunque sea más fiable y comparable que otros. La socióloga Teresa Caldeira está consciente de las limitaciones de estadísticas criminales pero justifica su decisión de utilizarlas, en el caso brasileño, argumentando que las distorsiones se producen con cierta continuidad en el tiempo. Según ella, aunque no se pueda confiar en las cifras absolutas, sí servirían para identificar las dinámicas de violencia y delincuencia a grandes rasgos (Caldeira, 2000: 115). Para el caso centroamericano, en cambio, hay que cuestionar mucho más las estadísticas en comparación a las que se recopilan en los países del Cono Sur o a las referentes a las grandes metrópolis brasileñas. En Centroamérica, ciertos acontecimientos (por ejemplo, la presencia de ONUSAL en El Salvador o la introducción de políticas de “mano dura” en Honduras) y cambios importantes en la infraestructura de seguridad (por ejemplo, alteraciones en la equipamiento de la policía nicaragüense con recursos humanos y presupuestales) implican que las distorsiones estadísticas no parecen tan uniformes a lo largo del tiempo. Aparte de las estadísticas criminales, otro indicador clave de violencia y delincuencia en muchos estudios empíricos son las encuestas. En el contexto centroamericano se recurre frecuentemente, por ejemplo, a los sondeos del Instituto CID Gallup. Dichos datos también se emplean como una de las fuentes del “Latinobarómetro” (www.latinobarometro.org). Las encuestas de CID Gallup se llevan a cabo anualmente en casi toda Latinoamérica y contienen una serie de preguntas referentes a la percepción de seguridad e inseguridad. Los resultados de las encuestas parecen indicar que la violencia constituye uno de los problemas centrales de Centroamérica (véase, por ejemplo, CID Gallup, 2004a; CID Gallup, 2004b; CID Gallup, 2005).

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En la interpretación de los datos de encuesta se supone frecuentemente que estos reflejen hechos objetivos. Si esto fuese así, la violencia es uno de los problemas sociales más apremiantes de la región porque las personas encuestadas así lo afirman. Empero, se hace caso omiso a la pregunta, sin tomar en cuenta la violencia presentada en los medios de comunicación (Huhn/Oettler/Peetz, 2006) influye en las respuestas de los encuestados. Adicionalmente, en algunos casos la metodología del sondeo es cuestionable1. También es importante el considerar el uso que hacen los medios, la clase política y otros actores de las (dudosas) estadísticas criminales. Por ejemplo, con los datos de sondeos acerca de la violencia juvenil, la mayoría de los encuestados considera legítimas y apropiadas las políticas de “mano dura” contra las pandillas juveniles (véase, por ejemplo, Peetz, 2005: 355), se utilizan para documentar que existe la amenaza. Más las opiniones expresadas en las encuestas no se analizan como indicios por sí mismos de una amenaza a la democracia en Centroamérica. En ese contexto, lo cuestionable no son tanto las encuestas como tales. El método de recolección de datos es, en la mayoría de estas encuestas, lo suficientemente transparente. Que los resultados de las encuestas se presentan como la opinión de “la población” y no como la de un sector específico de la población (personas de la clase media urbana, con teléfono, etc.) no tiene que ver con la recolección de datos sino con la interpretación de los mismos. Esas interpretaciones se efectúan muchas veces de

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Por ejemplo, muchas de las encuestas se realizan por teléfono. La representatividad es cuestionable porque se excluye sistemáticamente a personas sin teléfono. Además, algunas encuestas tienden a la sobre o sub-representación de ciertos sectores de la población. Por ejemplo, Cruz (2004) recurre a datos de una encuesta realizada entre 2914 personas en El Salvador y 1200 personas en Guatemala, haciendo caso omiso de que la población total guatemalteca llega casi al doble de la de El Salvador. Además, en Guatemala se entrevistó sólo a 48 personas que se autodefinían como indígenas aunque se estima que ese sector poblacional llega a un 60% en el país.

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modo selectivo. Igual que las estadísticas criminales, las encuestas son pruebas que demuestran la severidad de la violencia y la delincuencia. Además, se evita constantemente analizar aquellas informaciones, también generadas por algunos sondeos, que ayudarían a descubrir por qué tantos de los encuestados caracterizan la violencia y la delincuencia como un problema tan grande. Una encuesta reciente en El Salvador, por ejemplo, contenía una pregunta acerca de los temas tratados en los medios de comunicación a los que los encuestados mejor se podían acordar. La mayoría recordó sobre todo noticias sobre el crimen y la violencia (CID Gallup, 2005: 7). Caldeira (2000) recomienda no concebir a las estadísticas criminales y las encuestas como hechos objetivos sino más bien como una especie de fotografías instantáneas del discurso público: Estadísticas criminales son construcciones que generan opiniones determinadas sobre algunos segmentos de la realidad social. Construyen imágenes de patrones del crimen y del comportamiento criminal. [...] Pero, aunque la información que las estadísticas aportan sobre el crimen es limitada, pueden sin embargo revelar otros hechos sobre la sociedad que las produce (Caldeira, 2000:106, traducción: H/O/P). [Estas reflexiones son de suma importancia para el enfoque de análisis de discurso, que ofrecería una alternativa viable para estudiar la violencia y la delincuencia en Centroamérica]. Los aportes del microanálisis

La segunda rama de las investigaciones la constituyen micro-estudios antropológicos o sociológicos que analizan detalladamente la situación o el desarrollo de una (o varias) localidad(es) o de un grupo específico de personas 2 . Sobre todo para examinar el 2

Por ejemplo en Guatemala: AVANCSO 1989 y Moser/ McIlwaine (2004); en El Salvador: Smutt/Miranda 1998, Cruz/Portillo 1998, Santacruz Giralt et ál.

fenómeno de las pandillas juveniles se recurre con frecuencia a esa metodología. En estos textos se examinan las condiciones locales que influyen en las dinámicas de violencia y seguridad. Para Centroamérica es muy relevante la investigación sobre la relación entre procesos de segregación urbana, desorganización social y dinámicas de violencia (Har vey, 1988; Davis, 1990; Heitmeyer/Dollase/Backes, 1998). El punto de partida de esta corriente es en muchos casos la realidad de los barrios cerrados (“gated communities” o “ciudadelas de asentamiento”3) de los sectores acaudalados de la población. Estas residenciales protegidas y vigiladas se interpretan como aceleradores de la erosión del espacio público y de la vida pública (Blakely/Zinder, 1997; Eisner, 1997). Los trabajos de Teresa Caldeira son de suma importancia en ese contexto porque relacionan analíticamente la segregación socio-espacial con el surgimiento de “discursos de miedo”, con la (des)integración social y con políticas y acciones policiales violatorios a los derechos humanos. La violencia delincuencial se analiza como fenómeno ambivalente: como “experiencia desorganizativa” (“disorganizing experience”) y al mismo tiempo como “símbolo organizativo” (“organizing symbol”) (Caldeira, 2000: 21). A diferencia de los estudios entre el nivel macro, los estudios sociológicos y antropológicos del nivel micro (nivel de barrio o de algún grupo específico de personas) no dependen de las estadísticas criminales ni de encuestas de opinión (supuestamente) representativas. Su base empírica son datos recolectados por los mismos investigadores; en muchos casos se trata de entrevistas cualitativas con los habitantes del respectivo barrio o de anotaciones del investigador en el marco de una observación participante.

2001, Lodewijkx/Savenije 1998, Savenije/AndradeEekhoff 2003; en Honduras: Save the Children/ACJ 2002; en Nicaragua: DIRINPRO et al. 2004 y Rodgers 2002, 2003 y 2004; en Costa Rica: Sandoval García 2006, Sanabria León 2004 y Ortiz et al. 1998 y en varios países de la región: ERIC et ál. 2001, 2004a/b y 2006. 3 Traducción litera l de la pa la bra a lema na “Siedlungszitadellen”, acuñada por Nogala (2000: 61).

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Los estudios al nivel local contribuyen con conocimientos e interpretaciones muy relevantes a la discusión sobre violencia, delincuencia y seguridad en Centroamérica. Sin embargo, su carácter local también implica ciertas limitaciones en cuanto al alcance de sus resultados. Los micro-estudios difícilmente pueden hacer afirmaciones generales acerca de toda una ciudad, un país o la región. Los datos que utilizan son demasiado limitados como para ser generalizados —salvo las excepciones que examinan una variedad más representativa de localidades, como ERIC et al. (2004) o Savenije/AndradeEekhoff (2003). Difícilmente estos estudios pueden contener afirmaciones empíricamente fundadas sobre el macro-contexto político, social o económico y su relevancia para el surgimiento de las maras— es decir, afirmaciones en cuanto a la influencia de las condiciones geográficasurbanísticas, de las consecuencias de la globalización o de las políticas de seguridad del gobierno nacional, etc. Además, una perspectiva usualmente desatienda por los estudios locales es la dimensión discursiva del problema. Generalmente, las respuestas obtenidas en entrevistas o encuestas con la población local se presentan como manifestaciones de una realidad objetiva (una excepción es, hasta cierto grado, Moser/McIlwaine, 2004 porque la percepción constituye explícitamente el foco de la investigación). Casi nunca se analizan los orígenes ni las consecuencias del discurso que circula en las respectivas comunidades. No se examina, por ejemplo, por qué los habitantes de un barrio perciben la situación de violencia y seguridad de la manera en que la describen en sus respuestas. No se investiga cómo se construye lo que en el barrio se acepta como “la verdad” sobre esta situación. Tomando en cuenta lo que los macro y los micro-estudios contribuyen al conocimiento y al debate sobre la violencia y la seguridad en Centroamérica —pero también lo que hasta el momento no han podido esclarecer— el desiderátum principal en este campo serían investigaciones que analicen el discurso tanto de los hablantes en los microcosmos locales como de los hablantes (relativamente poderosos) en el macrocosmos de la política, de los medios de comunicación, etc. Este análisis tendría que contextualizar el

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respectivo discurso con las condiciones y los procesos relevantes de los niveles local, nacional, regional y global. Negociando inseguridades: La construcción de la realidad violenta

Aparte de los problemas metodológicos inherentes al uso de estadísticas criminales y encuestas, parece aún más importante señalar otro déficit de los estudios empíricos y sobre todo de su papel dominante en el debate sobre los procesos sociales en Centroamérica. Se tiende a desatender el hecho de que las interpretaciones y clasificaciones sociales son construcciones sociales, y, por ende, productos inestables de luchas discursivas. Así, muchos estudios empíricos reflejan un concepto estático del mundo social sin tomar en cuenta la acción discursiva y el dinamismo colectivo. Aunque puedan hasta cierto grado medir y cuantificar la violencia y la delincuencia, contribuyen muy poco al análisis de lo que estos fenómenos significan socialmente o al análisis de los procesos sociales que supuestamente son reacciones a estos fenómenos. Partiendo de la noción de que la realidad se construye socialmente (Berger/Luckmann, 1969) hay que interpretar a la violencia y delincuencia como construcciones sociales y no como fenómenos objetivamente existentes. En la mayoría de los estudios empíricos se presupone un consenso tanto en cuanto a la existencia objetiva y a la definición de la violencia y delincuencia como en cuanto a su valoración (negativa) por la sociedad. De ese modo se eluden preguntas difíciles pero claves: ¿Qué es exactamente lo que se percibe como amenaza? ¿de qué manera y por qué se perciben esas amenazas? “La categorización de una acción violenta es sujeto al cambio histórico y cultural y, sobre todo, es objeto de conflictos sociales y culturales” (Liell, 2002: 6, traducción: H/O/P). La violencia física se puede evaluar de maneras muy diferentes por una sociedad y correspondiendo a eso se define como problema más o menos grave. La violencia, en perspectiva de sentido social, no simplemente existe como hecho objetivo. Se percibe y se evalúa de forma

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diferente según su contexto histórico, social y cultural. Por ejemplo, un puñetazo se puede interpretar socialmente como acto de violencia ilegítima. En otro contexto la misma acción puede categorizarse como hazaña en una competición deportiva, como acto tolerable en la adolescencia de un hombre o como acción legítima en la lucha por un objetivo mayor o una utopía. Matar a una persona se puede considerar simplemente un crimen o, en otro contexto histórico, un acto imprescindible —y por lo tanto aceptable— en la consecución de un fin social (por ejemplo, una guerra). Recientemente Wieviorka (2006: 210) recordó que, sobre todo en la Europa de los 70’s y 80’s y en el marco de algunas utopías, a la violencia se le concedía cierta legitimidad y muchos intelectuales la defendían o la justificaban. Hoy en día, en cambio, la violencia se ha convertido en símbolo indiscutible y ubicuo del mal. Para Centroamérica se puede constatar una reevaluación parecida desde el fin de la época de las revoluciones y utopías sociales de los años 50 hasta los 80. No existía un consenso tan amplio de rechazo rotundo a la violencia como recurso político. Tampoco había tal consenso en cuanto a (ciertas formas de) la delincuencia. De estos procesos de definición y construcción social depende qué es lo que se considera como delincuencia en una sociedad, sea esta, delincuencia violenta o no violenta. En perspectiva sociológica, más importante que el acto de violencia en sí es la asignación social de sentido. Igual que todos los fenómenos sociales, la violencia y la delincuencia sólo se vuelven reales cuando la sociedad las percibe, las denomina, las clasifica y las reconoce (como reales). Sirva como otro ejemplo la violencia domestica4. En el marco de un proceso social el fenómeno se convirtió en un tema

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Los autores utilizan el término “violencia doméstica” conscientes de que es impreciso porque se refiere a un tipo de violencia relacionado con un lugar —la casa (Lang 2004 llama la atención a ese problema terminológico). El término “violencia intrafamiliar” tampoco es preciso ya que excluye los actos de violencia en parejas que no se consideran familia.

público, después se generó un amplio consenso de juzgarlo como negativo y de proscribirlo. Finalmente se penalizó convirtiéndose así en delito. Este proceso no se puede examinar cabalmente con una metodología empírica, ni se puede investigar con ella satisfactoriamente la argumentación hegemónica en que se basó este proceso. Es decir, con un enfoque exclusivamente empírico no es posible descifrar el discurso en el cual el descrito proceso social se fundamentó. Pero desde el punto de vista de las ciencias sociales es justamente el análisis de este discurso, el que permitiría una aproximación a lo esencial del fenómeno. La forma en que una sociedad percibe y reacciona ante la violencia y la delincuencia depende más de los procesos dentro de esta sociedad para “negociar” la definición y el sentido de la violencia y la delincuencia —es decir, depende más del discurso sobre estos fenómenos— que de los actos de violencia o delincuencia como tales. La percepción de (in)seguridad y las reacciones colectivas frente a la violencia y la criminalidad (por ejemplo el aumento de penas, la intensificación de la prevención o la privatización de la seguridad, pero también prácticas solidarias e integrativas que contribuyen a la seguridad) son, en primer lugar, consecuencias y simultáneamente partes de o contribuciones a un discurso. Sólo en un segundo plano son resultados de la violencia y delincuencia en sí. Por ejemplo, después de la introducción de las políticas de “mano dura” contra las maras en el año 2003 en El Salvador, el 52,3 % de los entrevistados por IUDOP (2004: 43) en el año siguiente respondió tener la impresión de que la delincuencia había disminuido. Sin embargo, tanto el gobierno como los medios de comunicación seguían refiriéndose a las pandillas juveniles como amenaza creciente y legitimaban con eso la continuación de las políticas represivas de seguridad. El miedo a la violencia y delincuencia no necesariamente corresponde con las estadísticas. Garland demuestra para los EEUU y Gran Bretaña que no hay una correlación directa entre el miedo y las cifras de criminalidad: Las encuestas de opinión pública desde los años 1970 muestran que la mayoría de la gente cree que el problema de la

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delincuencia es grave y empeora y que la criminalidad irá en aumento en el futuro: esa opinión persiste incluso en épocas cuando las tasas de delitos, tanto registrados como cometidos, están estables o bajando (Garland, 2003: 107, traducción: H/O/P). El ejemplo dado indica que no son los hechos los que más influyen en las opiniones sino más bien los discursos y las prácticas sociales. Está comprobado que sentirse seguro depende fuertemente de medidas públicas (como la intensificación de controles o el aumento del presupuesto de seguridad) y de creer o no que las agencias encargadas de la seguridad tienen la capacidad de mejorar la situación (véase, por ejemplo, Garland, 2003: 122). Además, el miedo ante algún tipo de delito puede ser muy grande en la población aunque este crimen se cometa estadísticamente pocas veces. “El tratamiento sensacionalista de la violencia y de hechos delictivos puede generar un clima de miedo y una sensación fuerte de vulnerabilidad entre la población, que no siempre es real o correspondiente al nivel de violencia observado” (Arriagada/Godoy, 1999: 10, traducción: H/O/P). Por ejemplo, dadas las cifras relativamente bajas de los homicidios en Costa Rica, el miedo en la población ante este delito parece desproporcionado (Córdoba, 2006: 12-13). En este caso el miedo no se basa en estadísticas de homicidios sino en un discurso público que se materializa sobre todo en los periódicos y la televisión donde los reportajes sobre asesinatos tienen una cobertura muy amplia (Córdoba, 2006: 13). La criminología crítica, la cuál se enfoca en las instituciones con capacidad de criminalización, ha subrayado el papel de los medios de comunicación que desvían la atención pública en tiempos de crisis social (Baratta, 1986; Scheerer, 1978). En este contexto también se podrían discutir las motivaciones de grupos de interés que se benefician con la sensación de inseguridad de la población. Estos grupos pueden ser, entre otros, líderes políticos que esperan obtener ganancias electorales por pronunciarse a favor de la “mano dura” o empresarios de seguridad privada quienes —como constata Nils Christie

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(2000: 138iss)— tienen que procurar que el mercado no parezca saturado para sus productos y servicios. Pero el actuar del estado y la percepción colectiva de crisis tampoco están relacionados de forma directamente causal. Más bien, parece haber una relación de interdependencia y de intensificación mutua y hasta podría ser que se originan paralelamente. Para analizar la significación y las consecuencias de la violencia y de la delincuencia hay que investigar los discursos y sus contextos sociales —en vez de postular la existencia (creciente) de la violencia valiéndose, como es común, del meta-indicador de los homicidios y definiendo la violencia como algo objetiva y eternamente mala. La pregunta clave, por lo tanto, no concierne al grado de violencia “medido” en un país o en una región. Más bien, la interrogante central es: ¿cuáles son los discursos de violencia que circulan, en cuáles espacios públicos, y cuáles son las prácticas sociales y políticas relacionadas con estos discursos? Como recomienda Caldeira (2000), los datos estadísticos tienen que interpretarse como reflejos de discursos de violencia y como reflejos de los procesos sociales originados en el marco de estos discursos, pero no como una realidad objetiva. Partiendo del postulado del “doble vínculo” (Verón, 1996: 126) hay que constatar que las estadísticas criminales centroamericanas —como elementos del discurso de violencia— reflejan, pero, al mismo tiempo, crean los fenómenos que se intentan medir con ellas. La importancia analítica del discurso como práctica social

El discurso, o mejor dicho, los discursos de violencia y delincuencia constituyen el trasfondo de la violencia percibida en la población. La existencia y el aumento de esta violencia se postulan públicamente, los medios de comunicación la dramatizan y los órganos del estado la combaten. Con esta afirmación no se pretende negar que halla violencia y delincuencia en los países centroamericanos. Sin embargo, la hipótesis es que el potencial amenazante que se adjudica a la violencia y delincuencia es

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una construcción social. Las reacciones de las sociedades a la violencia y delincuencia —sea el endurecimiento de las penas y de la persecución del delito, sea la desintegración social en las ciudades provocada por un urbanismo segregativo y por el uso extensivo de tecnologías de protección— son consecuencia de esta construcción social y no de la violencia que se mide estadísticamente. Hay que diferenciar en este contexto entre el individuo y la sociedad. La víctima de un acto de violencia, de hecho, reacciona a este acto (y no a un discurso o a una construcción social). Pero como procesos sociales las reacciones son parte y consecuencia de la organización social y de interpretaciones colectivas. La relación entre el discurso de violencia y la violencia es dialéctica, igual que la relación entre el discurso de violencia y el consenso o el conflicto (en una sociedad, en un momento histórico determinado) acerca de cómo reaccionar frente a la violencia. También existe una relación dialéctica entre el discurso de violencia y el statu quo de la autodefinición de una sociedad. “El discurso contribuye a la constitución de la sociedad y la sociedad genera y determina el discurso” (Fairclough/Wodak, 1997: 258, traducción: H/O/P). Un discurso se genera en numerosos espacios discursivos en los que diferentes actores compiten por la definición e interpretación de varios fenómenos particulares. Aunque sea común creer que actores individuales, como los políticos o los medios masivos de comunicación, “crean” opiniones (aceptadas tal cual por la sociedad), parece más razonable el postulado de Jäger de que un discurso es poco controlable: El discurso es creado por el conjunto de todos los individuos. Pero los individuos participan de forma desigual en las diferentes vías discursivas. Los individuos tienen diferentes márgenes de maniobra asignados a ellos por los discursos sociohistóricos preexistentes. Sin embargo, ninguno de los individuos determina el discurso. El discurso es, por así decirlo, el resultado del total del sinnúmero de esfuerzos de los seres humanos para actuar dentro de una sociedad. Este resultado es algo que nadie ha querido

así, pero que todos han contribuido de diferentes maneras y en diversos ámbitos de sus vidas (y con diferente peso). (Jäger, 2004: 148, traducción H/O/P). [Pero esta auto-dinámica que desarrollan los discursos no significa que se generen de manera caótica]. Los autores de la corriente del Análisis crítico del discurso tienen toda la razón en destacar que la producción y las condiciones de producción de un texto —es decir, de una contribución a un discurso— se deben tener tanto en cuenta como el texto en sí. Los discursos no se pueden analizar de manera sensata sin considerar su contexto de poder, historia e ideología. Estos factores determinan qué tan “natural” parece una construcción social, como en este caso la violencia y la delincuencia, en una sociedad y definen cómo y hasta qué grado es posible romper las convenciones (Wodak, 2001: 3; véase también van Dijk, 1999). Para examinar el discurso sobre violencia, criminalidad, inseguridad, vulnerabilidad etc. hay que desmembrarlo; Foucault (1997) utilizaba el término “arqueología” para describir sus exploraciones. La primera pregunta es dónde buscar los actos de habla o los fragmentos del discurso y quiénes son los hablantes y los actores. En el caso del discurso de violencia en Centroamérica, los espacios más importantes donde se desarrollan los diferentes ramos del discurso son: la política, la justicia, los medios masivos de comunicación, las ciencias sociales y “la vida cotidiana”. En los siguientes párrafos se explicará por qué parece fructuoso investigar y “hacer arqueología” —como diría Foucault— en estos cinco espacios sociales. La política en general es un escenario importante. En ese ámbito se negocia el reconocimiento de prácticas sociales y la evaluación y legitimidad de estas prácticas. El principio del monopolio de violencia del estado hace que sea este el ámbito político donde las prácticas se transforman en prácticas reconocidas y legítimas. Aparte de políticos (profesionales) como tales los actores y hablantes en ese campo también son personas y grupos de la sociedad civil. Un área estrechamente vinculada a la de la política es la de la justicia. Para el discurso de violencia

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son muy relevantes tanto la definición de lo legal y lo ilegal (leyes) como las prácticas jurídicas y la aplicación de las leyes. Otro ámbito importante para la construcción social de la realidad (violenta) son los medios masivos de comunicación. Ellos no sólo representan y multiplican opiniones; también las producen y las transforman (Bourdieu, 1998: 28). Los medios son una plataforma para la presentación de las opiniones de hablantes (periodistas, pero también políticos, actores de la sociedad civil, intelectuales, etc.). Pero como instituciones con fines de lucro y con su propia agenda política los medios son al mismo tiempo actores (en muchos casos: actores poderosos). Cocco (2003: 57) se refiere a esa doble función de los medios con la observación de … que más allá de ser una reproducción de la realidad, la noticia es una creación. Los noticieros imitan, pero también crean —crean nueva realidad, reorganizan el mundo y la cotidianidad, dándole sentido. Informar no es solo transmitir, sino dar forma e infundir significación. También hay que considerar el campo de las ciencias porque ahí es donde se originan las bases argumentativas para diferentes fragmentos del discurso. Nuestra crítica de la precaria fundamentación empírica de muchos estudios sobre violencia en Centroamérica es parte de esa consideración. Un discurso sólo puede desarrollar sus poderosos efectos si alcanza reconocimiento en la sociedad. Por eso es preciso investigar cuáles de los elementos del discurso público sobre violencia e inseguridad se absorben y se reproducen entre las personas que no ocupan posiciones de poder en la sociedad porque los elementos discursivos, de esa manera reconocidos, constituyen el “conocimiento válido” (Jäger, 2004: 149). Sin embargo, personas y grupos no poderosos no sólo deben considerarse como reproductores de los actos de habla de hablantes poderosos. Más bien, hay que tomar en serio las experiencias y opiniones de los “grupos dominados” (van Dijk, 2001: 96). Ahora bien, en estos diferentes ámbitos (la política, la justicia, los medios, la ciencia y la “vida cotidiana”) no se producen

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discursos separados unos de otros. Más bien, los hablantes de todos estos ámbitos contribuyen a un solo discurso: el discurso social sobre violencia, delincuencia e (in)seguridad. Para indagar en los discursos que circulan en estos espacios sociales (espacio político, jurídico, mediático, científico y “cotidiano”) es necesario recurrir a fuentes que reflejen los respectivos discursos. Por ejemplo, en el marco del proyecto “Espacios públicos y violencia en Centroamérica” del GIGA Institute of Latin American Studies, Hamburgo/Alemania, los autores de este artículo han recolectado programas y manifiestos de partidos políticos, declaraciones de líderes políticos, leyes y otros textos legales, artículos de prensa, textos científicos, unas 90 entrevistas cualitativas con una amplia gama de personas (de diferentes clases sociales, profesiones, sexos y edades). Además, para captar el discurso cotidiano, se ha pedido a unos 230 estudiantes de secundaria redactar breves textos acerca de la temática. La segunda pregunta importante para desmembrar ese discurso es sumamente difícil: ¿Cuáles contenidos, temas y categorías se pueden diferenciar dentro del discurso y cuáles son los motivos de los hablantes y cuáles los contextos en los que se enmarcan sus actos de habla? (Meyer, 2001: 15). Con “motivos” y “contextos” se refiere, una vez más, a cuestiones de poder, historia e ideología y no a la argumentación de los hablantes. El discurso de violencia se refiere muy pocas veces a la violencia como categoría general y abstracta. Más bien, trata generalmente de fenómenos y formas específicos de la violencia, como son la violencia familiar o la violencia juvenil. En este contexto, otra pregunta es si hay un consenso sobre los contenidos del discurso. Un contenido destacado del discurso de violencia en Centroamérica en general es, por ejemplo, la violencia juvenil. Sobre este fenómeno se discute en todo el istmo aunque el debate tenga distintas características y enfoques en los diferentes países. Se señala que la violencia juvenil está incrementando. “Esto es cierto tanto para referirse a las maras callejeras, extremadamente violentas, que operan en los países de Guatemala, El Salvador y Honduras, como para referirse a las pandillas de barrio que caracteriza a la violencia juvenil en Nicaragua” (Cruz, 2006: 406).

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Conclusión: la necesidad de analizar el talk of crime

En las páginas anteriores se ha expuesto un panorama teórico muy distinto y discrepante de los policy papers de los mayores think tanks dedicados al estudio de la gobernabilidad y gobernanza. El análisis aquí presentado, que enfatiza la creación, divulgación, consolidación e institucionalización de los discursos sobre violencia en Centroamérica, tiene la intención de poner en debate las concepciones vigentes en torno a la inseguridad ciudadana. Centroamérica, una región sumamente heterogénea, se ha caracterizado en su historia reciente por marcadas transformaciones en cuanto a la percepción de la (in)seguridad. Como se pudo ver en las páginas anteriores la relevancia de cada uno de los diferentes fenómenos de violencia varía considerablemente entre los cinco países5. En El Salvador y Honduras los problemas de las maras y de la proliferación de armas son considerados en la prensa escrita, dos temas tan destacados que otros temas de violencia casi parecen no tener importancia. En Guatemala junto con el pandillismo los temas centrales son los feminicidios, los linchamientos y la violencia estatal y para-estatal en el marco del “Estado de Mafia Corporativa” (“corporate mafia state”, expresión acuñada por Amnistía Internacional). En Nicaragua la atención pública se centra, aparte de la corrupción, en la doméstica, en el narcotráfico, en la violencia en el contexto de la migración (especialmente violencia en contra de emigrantes nicaragüenses en Costa Rica), y en algo que se podría resumir como violencia y brutalidad cotidiana. En Costa Rica, lo que más se discute es la violencia y brutalidad cotidiana, la narco-delincuencia, la violencia doméstica y la delincuencia menor. En ese país frecuentemente se intenta buscar o construir una relación entre la delincuencia y la violencia con la inmigración masiva de nicaragüenses (véase, Sandoval, 2006b).

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Para El Salvador, Nicaragua y Costa Rica véase el análisis de la prensa escrita en Huhn/Oettler/Peetz 2006.

A pesar de esa heterogeneidad hay dos aspectos importantes compartidos por los cinco países: La violencia y la delincuencia juegan un papel clave en las percepciones cotidianas y en los discursos sociales. En ese contexto se producen cambios en cuanto a los sistemas de valores de las sociedades, en cuanto a la aceptación de la democracia y del principio del estado de derecho, en cuanto a la convivencia social y también en cuanto a la percepción de los países vecinos y de la región. Los esfuerzos por solucionar otros problemas centrales de las sociedades —como la pobreza, la corrupción o el acceso inequitativo a los recursos económicos, culturales etc.— pasan cada vez más a un segundo plano, o bien se dejan de hacer por completo, en beneficio de la concentración de recursos humanos y financieros en el área de seguridad. Esto no sólo respecta al contexto nacional. La cantidad de recursos que se están invirtiendo en el combate conjunto de las maras (sobre todo de parte de El Salvador, Guatemala y Honduras), en el control de las fronteras y de la migración y en la lucha contra el narcotráfico indican que se trata de procesos y discursos hasta cierto grado regionales. En los cinco países los diferentes fenómenos de la violencia también son vistos como una consecuencia natural de los altos grados de pobreza y desigualdad social. En Nicaragua y en menor medida en Costa Rica prevalecen esfuerzos preventivos para solucionar el problema de la violencia. En Guatemala, El Salvador y Honduras predominan esfuerzos represivos. El talk of crime está muy presente en todos los países del istmo (véase también Huhn/ Oettler/Peetz 2006). En espacios discursivos políticos, mediáticos, jurídicos, científicos y cotidianos la violencia y la delincuencia se convierten en temas cada vez más centrales. La tendencia general parece ser que la inseguridad se va agravando. No se pretende decir que la violencia en Centroamérica solamente sea ficción. Tampoco hay que dudar tan fundamentalmente de

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las estadísticas como para cuestionar que la violencia es un problema “real” y de mucha relevancia. Ni mucho menos se tiene la intención de desvalorar o menospreciar el miedo, la preocupación o la rabia que la violencia y la delincuencia producen en muchos centroamericanos. Pero en todos los países de la región se está llevando a cabo una lucha de definición, interpretación y clasificación entorno al campo temático “violencia/delincuencia/(in)seguridad”. Y aunque esta lucha tenga consecuencias políticas y sociales sumamente relevantes para las sociedades centroamericanas, no ha sido objeto de un análisis sistemático (sólo se han examinado unos aspectos muy específicos del tema; véase, por ejemplo, Fonseca Vindas/ Sandoval García, 2006). Muchos estudios sobre Latinoamérica y Centroamérica destacan la importancia y el poder de los discursos sociales (por ejemplo Berardi, 2005; Caldeira, 2000; Cocco, 2003; Fonseca Vindas/Sandoval García, 2006; Sandoval García, 2002; para sólo mencionar algunos). Mas un análisis comprensivo sobre un problema clave de la realidad social en Centroamérica —el talk of crime centroamericano— aún no se ha elaborado. La “mano dura” en El Salvador, Honduras y Guatemala, la privatización de la seguridad y la segregación espacial en todos los países de la región, igual que muchos intentos comunitarios y a veces muy solidarios de parte de un creciente número de ONG s que trabajan este tema son ejemplos para los cuantiosos procesos sociales que se legitiman como medidas para contrarrestar la violencia y la delincuencia. Lo que hace falta es examinar dentro de sus respectivos contextos los discursos que están interrelacionados dialécticamente con estos procesos. Desde esta perspectiva parece poco prometedor recurrir a las estadísticas criminales; y en cuanto a la cobertura mediática Fonseca Vindas/Sandoval García (2006: 33) constatan que [la] sensación de inseguridad no solo es consecuencia del aumento de hechos delictivos, sino también del incremento de la oferta de los medios en material de sucesos y del surgimiento de programas, especialmente televisivos, cuyo tema preferido son los sucesos.

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¿Cuáles son las causas de la violencia y de la inseguridad desde el punto de vista de los diferentes hablantes y actores? ¿Cuáles son las estrategias de solución del problema que proponen o que implementan los hablantes y actores y cuáles son sus argumentos? ¿Cuáles de las reacciones de las sociedades a la violencia e inseguridad aceptan y cuáles critican? ¿Y cuáles son los efectos de estas reacciones en cuanto a los sistemas de valores de cada sociedad? Investigaciones, que tratasen de los discursos sobre la violencia, revelarían en qué espacios públicos se sitúan los discursos sobre diferentes fenómenos de violencia y sobre las opciones de reducir o contenerlos. De tal modo, se podría detectar una visión supranacional que contempla la divulgación de discursos represivos, los cuales —en el marco de transformaciones socioeconómicas fundamentales— aceleran procesos de segregación social y contribuyen a socavar los fundamentos del Estado de derecho y de la democracia.

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manera que hay mucha gente implicada en esto ahora. W.B.: ¿Y todo a nivel particular, sin honorarios? E.S.: Nosotros nunca hemos tenido una subvención. Hemos tenido muchos debates, si pedirla al Estado, no pedirla, y lo que nosotros ahora hemos propuesto es que lo haga el Estado pero que deje que haya algún mecanismo de control que sea de la Asociación. Por el tema p. ej. del trato a los familiares. Hay otras Asociaciones que la han tenido. Hay unas que tienen convenios con universidades. En el año 2003, la Junta de Andalucía hizo un decreto por la memoria y allí se presentaron 85 proyectos solicitando ayuda. Y entre las Asociaciones, que las han tenido, nosotros nunca las hemos tenido. Hemos tenido gente que nos ha dejado su casa para dormir, y nos han comprado comida. W.B.: Claro, el argumento es ése. Si estáis allí durante el día, ¿ese día no podéis trabajar y ganar dinero? E.S.: Pues, mira, te cuento cómo pagamos la exhumación más grande que hemos hecho. Eran 47 cuerpos en Villa Mayor de los Montes, provincia de Burgos, el mes de agosto pasado. Hace dos años me escribió un fotógrafo, un artista español, que vive en Nueva York y que tiene varias obras en el Reina Sofía de Madrid y que ahora ha decidido pasar de la escultura a la fotografía. Se llama Francesc Torres. El está muy interesado en hacer un trabajo con una exhumación. Se vino de Nueva York a Barcelona, es muy catalán, muy catalanista, y me dice que quiere hacer uno allí. La Generalitat se ha opuesto a las exhumaciones. Pero este hombre como quiere hacerlo, se entera de que vamos a hacer esta excavación y me llama. Y con él 15 arqueólogos, trabajando 15 días. El tiene una beca Fulbright para hacer este trabajo fotográfico. Y él pagó la comida de los 15 arqueólogos. O sea se pagaron

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con una beca Fulbright. Es ridículo y muy representativo a la vez que una beca Fulbright, en un pueblo de Burgos, esté pagando la comida de los arqueólogos. De los pueblos recibimos ayuda en el sentido de que a veces necesitamos una excavadora y nos la consiguen o nos la prestan. Una vez hemos tenido ayuda para pagar un autobús que trajo a republicanos. Pero para las exhumaciones nunca hemos pedido ayuda. Porque además nos parece una forma de decirle al Estado que nosotros estamos haciendo su trabajo, con nuestro dinero: ponte a hacerlo tú. W.B.: Muchísimas gracias por esta entrevista. Emilio Silva es fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (www.memoriahistorica.org). Correo electrónico: [email protected]. Walther L. Bernecker es profesor de Cultura y Civilización de los Países Románicos, en la Universidad de Erlangen–Nürnberg. Correo electrónico: [email protected]

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La telaraña de los discursos sobre violencia en Centroamérica Centroamérica captó la atención internacional en los años 80 por el alto grado de violencia política que se registraba en todos los países de la región, con excepción de Costa Rica. Desde los años 90, en cambio, en el istmo se percibe un aumento exorbitante de la violencia “cotidiana”, la que se define sobre todo como violencia delincuencial. Esa violencia es actualmen-

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te el tema dominante en el debate público centroamericano. La violencia se señala como una de las mayores amenazas para el futuro social, político y económico de la región. Noticias sobre homicidios, delincuencia juvenil (especialmente las “maras” o pandillas juveniles), delitos del crimen organizado, secuestros, robos, atracos, uso ilegal de armas de fuego, violencia sexual e intrafamiliar etc. llenan todos los días las páginas de los periódicos. El debate se diferencia dentro de la región según los fenómenos de violencia percibidos como los más peligrosos en cada país. Desde hace varios años en Honduras, El Salvador y Guatemala la violencia se categoriza en encuestas como el mayor problema social e individual para los ciudadanos. En Nicaragua sólo la pobreza y el desempleo son considerados más preocupantes. Hasta en Costa Rica, el país estadísticamente menos violento en Latinoamérica, la violencia representa un problema importante según las encuestas. Un estudio del Ministerio de Salud costarricense y de la Organización Panamericana de Salud publicado en 2004, por ejemplo, señala que sobre todo la violencia doméstica en particular contra niños y la prostitución infantil preocupan a los encuestados. En los demás países centroamericanos, en cambio, estos fenómenos parecen casi inexistentes en la opinión de las mayorías. El alto grado de violencia y sus diferentes fenómenos han provocado respuestas individuales y colectivas en las sociedades de Centroamérica. Se cierran negocios porque los dueños no pueden pagar las altas sumas de extorsiones ni un servicio privado de seguridad que les proteja su tienda. Partes de la población evitan hacer uso del transporte público y en vez de frecuentar los tradicionales mercados prefieren ir de compras en centros comerciales vigilados. Muchos ciudadanos se retiran,

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sobre todo en las noches, de los espacios públicos y por lo tanto también de la vida pública. Quien tenga los necesarios recursos financieros habita un barrio cerrado (gated community) con vigilancia privada las 24 horas del día. Paralelamente a estas tendencias segregativas se reivindican al Estado cada vez más medidas de seguridad. En las ciudades se organizan marchas masivas en pro de un combate más duro a la delincuencia haciendo caso omiso a que los actores políticos en poder ya desde hace tiempo han emprendido ese camino. Estas acciones colectivas no se pueden entender exclusivamente como reacciones lógicas a los fenómenos violentos como tales. Más bien, se establece la conexión entre la violencia y las acciones para contrarrestarla o protegerse de ella por medio de discursos públicos. Se puede presumir por ejemplo, que ciertas políticas en primer lugar son reacciones a discursos y no a la violencia en sí. De esa manera la política crea las condiciones para un cambio en la percepción cotidiana de un problema. En El Salvador, por ejemplo, después de que se llevó a cabo una política de “mano dura” un 50,6% de los encuestados afirmó que la delincuencia había disminuido, sin tener comprobación estadística de esta percepción. Sin embargo, los discursos públicos muy poco han sido tomados en cuenta por los investigadores. Pero es justamente en los discursos donde los fenómenos de violencia se construyen como crímenes éticos y jurídicos y como problemas centrales de la sociedad. La producción de los respectivos discursos constituye un proceso social en el cual se determina que reacciones a la violencia son o no son legítimas o “correctas”. Considerando que la realidad se construye socialmente, parece fructuoso investigar constelaciones locales, nacionales y transnacionales de discursos sobre violencia en Centroamérica. El término “discur-

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so” se refiere a una “práctica de afirmaciones reguladas” (Michel Foucault) y se entiende como condición y consecuencia de prácticas colectivas. Los discursos construyen, transforman, estructuran y (mediante la repetición y la aceptación) consolidan prácticas colectivas. La percepción generalizada de la delincuencia y de la violencia como problema colectivo en todas las sociedades centroamericanas no es más que la cara visible de una cadena de acontecimientos discursivos en los cuales se reflejan procesos sociales. Esos acontecimientos discursivos son al mismo tiempo precondición y consecuencia de los procesos sociales. “Los acontecimientos discursivos NO son discursos sobre acontecimientos reales. Más bien, son actos de cuestionamiento de lo que anteriormente era definido como una verdad incuestionable. El punto de partida de estos actos son problemas reales que se convierten en lugares de conflictos sociales y simbólicos y que modifican la realidad social” (Hannelore Bublitz). En el contexto de procesos de transformación social, política y económica se puede constatar para Centroamérica una cadena transfronteriza de acontecimientos discursivos en torno a las tendencias de la violencia y la delincuencia. El peso enorme de la violencia delincuencial en la estructuración discursiva de la realidad se refleja en las estadísticas oficiales sobre el crimen. Éstas marcan a la región desde hace años como una de las más violentas del mundo. En Centroamérica los discursos sobre violencia y seguridad tienen un carácter claramente transfronterizo y han desarrollado el potencial de desplazar a segundo plano a otros importantes discursos regionales –como aquellos sobre la integración económica centroamericana–. El 11 de mayo de 2005 el ministro de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld recibió a los presidentes

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de Centroamérica y de la República Dominicana en el Pentágono para conversar con ellos sobre las relaciones entre desarrollo económico, libre comercio y seguridad. En esta oportunidad Rumsfeld señaló como la mayor amenaza para la región la existencia de una “combinación antisocial de pandillas, traficantes de drogas ilícitas, secuestradores y terroristas”. Representantes y funcionarios de todos los Estados centroamericanos, ocasionalmente acompañados por sus colegas de EE.UU., México, Panamá y Belice, han sostenido repetidas reuniones para coordinar el combate contra el crimen organizado y particularmente contra las maras. En ese contexto hay todo un abanico de ideas, incluyendo el intercambio más amplio y eficiente de datos, la cooperación en el refuerzo de controles fronterizos y hasta la creación de una unidad militar conjunta de fuerzas de élite especializadas en la lucha contra el narcotráfico y las maras. El talk of crime (Teresa Caldeira) se refiere en todas las sociedades de la región principalmente a una amenaza permanente (y a la experiencia) de ser atracado, robado, violado etc. Como la espada de Damocles la violencia parece estar amenazando la vida de cada individuo. Aparte de esta característica común se pueden constatar particularidades históricas-específicas en el talk of crime de cada uno de los países del istmo. En Costa Rica el fenómeno de la violencia juvenil organizada llegó a ser un tema apenas marginal en el debate público sobre la delincuencia. Allí, las pocas veces que se menciona el peligro de las pandillas juveniles es casi exclusivamente en el contexto del tema de la inmigración nicaragüense y salvadoreña. Mientras tanto, en otras partes de la región el pandillismo juvenil se ha establecido durante los últimos diez años como el aspecto más discutido en el debate sobre violencia y seguri-

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dad. En Honduras y El Salvador, y en medida un tanto menor en Guatemala, el tema de las maras domina el discurso de la política criminal. Las pandillas son percibidas, sobre todo en el medio urbano, como el peligro más fuerte a la seguridad. En los discursos públicos se acusa a las maras no sólo de perpetrar delitos reales sino que también se ha creado todo un “mito del mal” alrededor de ellas. En Honduras, por ejemplo, muchos colegios quedan vacíos en el “Día de las Brujas” (Halloween) porque los padres de familia temen acciones especialmente crueles de las maras y prefieren que sus hijos no salgan de casa. La marafobia llega al extremo de que en los medios de comunicación se repiten afirmaciones sobre un supuesto nexo entre las pandillas juveniles y organizaciones del terrorismo islamista como Al Qaida y Hamas. Hay que constatar que el conocimiento acerca de la dimensión real de la violencia juvenil, igual que acerca de otros fenómenos de violencia, es muy limitado. Se generan prácticas discursivas en base más bien de suposiciones que de informaciones comprobadas. Esas prácticas discursivas se vuelven constitutivas para el mismo desarrollo del fenómeno. En cuanto a las maras se podrían postular las siguientes hipótesis: 1) el grueso de los delitos violentos se adscriben a ellas sin comprobación fiable de que de hecho esté involucrada una mara. 2) el temor de victimización en Centroamérica se dirige hacia (o en contra de) jóvenes marginados (quizás en contra de toda un generación de adolescentes, en el sentido de un “apartheid intergeneracional”, como lo llama el politólogo y sociólogo alemán Peter Lock). 3) las maras constituyen una forma violenta de integración social la cual 4) crea un sistema de derecho anómico. La masiva producción discursiva sobre las pandillas juveniles centroameri-

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canas distrae la atención tanto de fenómenos de desintegración social como de luchas por el acceso privilegiado a recursos de poder económico y político. Obviamente, esa dinámica conviene a ciertos actores políticos de la región. Además, el debate sobre las maras ejemplifica que los discursos públicos producen esquemas colectivos de interpretación. Esos esquemas de interpretación y las consiguientes estructuras normativas en la sociedad condicionan prácticas colectivas no-discursivas, y son al mismo tiempo una consecuencia de ellas. En el contexto del talk of crime se generan interpretaciones colectivas de la delincuencia juvenil dentro de espacios cotidianos, mediáticos, políticos, jurídicos y científicos. Esas interpretaciones colectivas constituyen a su vez el fundamento para diferentes prácticas colectivas. Tanto la proliferación de los gated communities y la consiguiente privatización de la seguridad como la creciente afiliación a iglesias neoprotestantes pueden ser interpretadas como reacciones a lo que se percibe como la amenaza de las maras. De igual manera, ciertas prácticas políticas –particularmente la política autoritaria de “mano dura”– y hasta algunos programas de la cooperación externa al desarrollo son consecuencias de la evolución de las maras y, sobre todo, de los correspondientes discursos públicos sobre esta evolución. Queda por examinar hasta qué punto el creciente poder de las maras pueda ser a su vez una reacción al endurecimiento del hablar público sobre la delincuencia juvenil. En muchos casos los discursos mediáticos, el endurecimiento de la legislación y las prácticas políticas represivas parecen contribuir al aumento de la violencia en vez de reducirla. En Honduras y El Salvador, por ejemplo, las cárceles –extremadamente sobre pobladas con jóvenes delincuentes– se convirtieron en campos de

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batalla tanto entre una pandilla y otra como entre las maras y las fuerzas de seguridad. Los numerosos casos de autojusticia en Guatemala pueden entenderse como un fenómeno de violencia en sí. Pero también pueden ser interpretados como reacción colectiva a la violencia; reacción de un segmento poblacional pobre que no confía en el aparato gubernamental de seguridad y cuyos miembros se ven estigmatizados en discursos mediáticos como victimarios colectivos. Otro ejemplo son los escuadrones de la muerte en Guatemala, Honduras y El Salvador que probablemente son los responsables de “ejecuciones extra-legales” de jóvenes marginales en el sentido de una “limpieza social”. La existencia de estos grupos tanto como la probable participación de agentes de seguridad públicos y privados es difícil de comprobar, ya que la policía y los medios de comunicación presentan a cualquier asesinato de un joven con tatuaje (señal “inequívoca” que el muerto era marero) como resultado de conflictos entre pandilleros. Como muestra el problema de las maras, entre diferentes segmentos del discurso público (segmento político, jurídico, mediático, cotidiano, científico, etc.) y también entre los discursos y las prácticas colectivas existe una compleja interacción. Además, parece que ciertos fenómenos de violencia sólo se vuelven socialmente “reales” cuando son tematizados en el discurso público. La discusión sobre el fenómeno de los linchamientos en Guatemala, por ejemplo, se intensificó entre 1999 y 2001 y, como consecuencia, desde entonces también se pone más énfasis en registrar, documentar y analizarlos. Asesinatos de mujeres se empezaron a tematizar y a construirse como problema –también en el contexto de los respectivos sucesos en Ciudad Juárez, México– sólo a partir de 2003.

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Dentro de todos los segmentos del discurso público arriba mencionados se llevan a cabo procesos de clasificación social y disputas simbólicas por la interpretación del cambio social. Pero cada segmento del discurso fundamenta prácticas colectivas específicas que a su vez desenvuelven sus efectos en distintas partes del espacio social. Se puede presumir, por ejemplo, que las prácticas sociales de la segregación socio-espacial y de la privatización de la seguridad se basan en y se legitiman por discursos que se produjeron y reprodujeron sobre todo en espacios discursivos cotidianos, pero también mediáticos y jurídicos. Habría que investigar si los principios antiliberales de “mano dura”, etc. dominan el campo de los discursos cotidianos o si acaso se mantenga una tradición de valores liberales y solidarios en el hablar cotidiano (lo último podría suponerse para Nicaragua y Costa Rica). En cuanto a discursos que reproducen los principios del Estado de derecho (sobre todo el principio de la igualdad ante la ley) y que legitiman reformas políticas destinadas a reforzar la democratización, en cambio, se presume que se fundamentan primordialmente dentro de espacios discursivos no-cotidianos. Más bien, estos discursos se situarían principalmente en las esferas discursivas de la política y de las ciencias. Aquellos discursos que definen los principios del Estado de derecho en espacios cotidianos, mediáticos y políticos son cada vez menos aceptados por la opinión pública. Habría que investigar los conflictos discursivos acerca de la interpretación de violencia y de las posibilidades para reducirla. Estos conflictos se expresan en una tensión en los diferentes espacios y discursos públicos que corresponde a prácticas colectivas antagónicas. Tal tensión entre diferentes segmentos del discurso público no se encuentra exclusivamente en las sociedades centroa-

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mericanas (por ejemplo, existe un alto grado de apoyo para la pena de muerte en la opinión pública alemana lo que contrasta diametralmente con la legislación vigente). Pero la legitimación discursiva de prácticas colectivas como la de la exclusión socio-espacial o de la auto-justicia influye en gran medida en el resultado de luchas de clasificación social en Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua. El desarrollo de las sociedades centroamericanas parece ser dominado por segmentos discursivos y las correspondientes prácticas no-discursivas que se enmarcan en una tendencia de “apartheid espacial” (Mike Davis). En el contexto de un temor creciente de victimización la teoría y práctica de la democratización, en cambio, parecen perder de importancia para el desarrollo social y para el vivir cotidiano de los centroamericanos. Partiendo de la observación de que en todas las sociedades centroamericanas el talk of crime es un elemento central del debate público, hace falta analizar la creación, divulgación, consolidación e institucionalización de los discursos sobre violencia en Centroamérica. Habría que examinar país por país la compleja dialéctica

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entre prácticas discursivas y no-discursivas. También habría que investigar los espacios cotidianos, mediáticos, políticos, jurídicos y científicos en los que se sitúan los discursos sobre fenómenos de violencia y sobre las opciones de reducir o contenerla. Se necesita, finalmente, una visión supranacional que contempla la divulgación de discursos antiliberales, los cuales –en el marco de transformaciones socio-económicas fundamentales– aceleran procesos de segregación social y contribuyen a socavar los fundamentos del Estado de derecho y de la democracia. En los espacios discursivos en Centroamérica están circulando discursos antidemocráticos que contribuyen a una erosión de los fundamentos sociales de los procesos de democratización. El potencial destructivo de estos discursos apenas ha sido tomado en cuenta por los actores y observadores de la vida política del istmo. Anika Oettler es doctora en Sociología e investigadora del Instituto de Estudios Iberoamericanos de Hamburgo. Sebastian Huhn, historiador, y Peter Peetz, politólogo, son investigadores asociados del mismo instituto. Contacto: [email protected].

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El análisis crítico del discurso Teun A. van Dijk

In: Anthropos (Barcelona), 186, septiembre-octubre 1999, pp. 23-36.

A R G U M E N T O Cuatro aspectos configuran esta sección: el análisis crítico del discurso, la semiología como mirada implicada, ideología y dominación simbólica y la semiótica figurativa de los discursos sociales

El análisis crítico del discurso* Teun A. van Dijk ¿Qué es el análisis crítico del discurso? El análisis crítico del discurso es un tipo de investigación analítica sobre el discurso que estudia primariamente el modo en que el abuso del poder social, el dominio y la desigualdad son practicados, reproducidos, y ocasionalmente combatidos, por los textos y el habla en el contexto social y político. El análisis crítico del discurso, con tan peculiar investigación, toma explícitamente partido, y espera contribuir de manera efectiva a la resistencia contra la desigualdad social. Ciertos principios del análisis crítico del discurso pueden rastrearse ya en la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt desde antes de la segunda guerra mundial (Rasmussen, 1996). Su orientación característica hacia el lenguaje y el discurso se inició con la «lingüística crítica» nacida (principalmente en el Reino Unido y Australia) hacia finales de los años setenta (Fowler, Hodge, Kress y Trew, 1979; Mey, 1985). El ACD, tal como se le suele denominar en abreviatura, tiene sus correspondientes equivalencias en los desarrollos «críticos» de la psicología y de las ciencias sociales, algunos fechados ya en los primeros setenta (Bimbaum, 1971; Calhoun, 1995; Fay, 1987; Fox y Prilleltensky, 1997; Hymes 1972; Ibáñez e Iñiguez, 1997; Singh, 1996; Thomas, 1993; Turkel, 1996). Al igual que sucede en esas disciplinas vecinas, el ACD puede entenderse como una reacción contra los paradigmas formales (a menudo «asociales» o «acr ticos») dominantes en los años sesenta y setenta. * Traducción: Manuel González de Avila.

El ACD no es tanto una dirección, escuela o especialidad similar a las numerosas «aproximaciones» restantes en los estudios del discurso como un intento de ofrecer una «manera» o «perspectiva» distintas de teorización, análisis y aplicación a través de dicho entero campo de investigación. Cabe encontrar una perspectiva más o menos crítica en áreas tan diversas como la pragmática, el análisis de la conversación, el análisis narrativo, la retórica, la estilística, la sociolingüística interaccional, la etnografía o el análisis de los media, entre otras. Los analistas del discurso y la sociedad Crucial para los analistas críticos del discurso es la conciencia explícita de su papel en la sociedad. Prolongando una tradición que rechaza la posibilidad de una ciencia «libre de valores», aquéllos argumentan que la ciencia, y especialmente el discurso académico, son inherentemente partes de la estructura social, por la que están influidos, y que se producen en la interacción social. En lugar de denegar o de ignorar las relaciones entre el trabajo académico y la sociedad, los analistas críticos proponen que tales relaciones sean estudiadas y tomadas en consideración, y que las prácticas académicas se basen en dichas observaciones. La elaboración de teoría, la descripción y la explicación, también en el análisis del discurso, están «situadas» sociopolíticamente, tanto si nos gusta como si no. La reflexión sobre su papel en la sociedad y en la vida política se convierte así en constituyente esencial de la empresa analítica del discurso. Como todos los investigadores, los analistas críticos del discurso deberían ante todo ser críticos de sí mismos y de los demás en su propia disciplina y pro fesión. La «crítica» a la que se refiere el adjetivo «crítico» en el ACD va sin embargo más allá de Ias conocidas vigilancia y autocrítica profesionales. Los investigadores críticos no se contentan con ser conscientes de la implicación social de su actividad (como

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cualquier sociólogo de la ciencia lo sería), sino que asumen posiciones explícitas en los asuntos y combates sociales y políticos. Y lo hacen no sólo como ciudadanos, sino también en tanto que, precisamente, investigadores. Aspiran a producir conocimiento y opiniones, y a comprometerse en prácticas profesionales que puedan ser útiles en general dentro de procesos de cambio político y social, y que apoyen en particular a la resistencia contra el dominio social y la desigualdad. Lo cual significa que los investigadores críticos con frecuencia estarán al lado de los distintos grupos y gentes socialmente dominados en el mundo, por los que preferirán trabajar y con quienes se declararán solidarios. El abuso de poder de los grupos e instituciones dominantes puede en tal caso ser «críticamente» analizado desde una perspectiva que es coherente con la de los grupos dominados. El ACD es así una investigación que intenta contribuir a dotar de poder a quienes carecen de él, con el fm de ampliar el marco de la justicia y de la igualdad sociales.

Análisis del discurso críticos vs. análisis del discurso acríticos A pesar de t an elevados propósitos, el ACD sólo puede realizar sus objetivos si es, ante todo, (buen) análisis del discurso. En las disciplinas más avanzadas, y especialmente en los paradigmas más abstractos y formales, con frecuencia se descalifica y se marginaliza a la investigación crítica tachándola de «política», y por tanto de «acientífica». El ACD rechaza tal evaluación: subraya primero que toda investigación es «política» en sentido lato, incluso si no toma partido en asuntos y problemas sociales; se esfuerza después, como lo hacen otros grupos marginales, por ser mejor que el análisis «ordinario» del discurso. Sus prácticas sociales y políticas no deberían contribuir solamente al cambio social en general, sino también a avances teóricos y analíticos dentro de su propio campo. Hay diversas razones por las cuales el ACD puede superar a otras aproximaciones «acriticas» en el estudio del discurso. Ante todo, el ACD no se ocupa exclusivamente de teorías y paradigmas, de modas pasajeras dentro de la disciplina, sino más bien de problemas sociales y de asuntos políticos. Ello garantiza el permanente interés que siente por sus cimientos empíricos y prácticos, que son un necesario sistema de control, y que constituyen también un desafío para la teoría. Las malas teorías, simplemente, no «funcionan» a la hora de explicar y solucionar los problemas sociales, ni ayudan al ejercicio de la crítica y de la resistencia.

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

Por otra parte, en el mundo real de los problemas sociales y de la desigualdad la investigación adecuada no puede ser sino multidisciplinar. El uso del lenguaje, los discursos y la comunicación entre gentes reales poseen dimensiones intrínsecamente cognitivas, emocionales, sociales, políticas, culturales e históricas. Incluso la teorización formal necesita por tanto insertarse dentro del más vasto contexto teórico de los desarrollos en otras disciplinas. El ACD estimula muy especialmente dicha multidisciplinariedad. En tercer lugar, muchas tendencias en análisis del discurso o de la conversación son teóricas o descriptivas, pero resultan escasamente explicativas. La perspectiva del ACD requiere una aproximación «funcional» que vaya más allá de los límites de la frase, y más allá de la acción y de la interacción, y que intente explicar el uso del lenguaje y del discurso también en los términos más extensos de estructuras, procesos y constreñimientos sociales, políticos, culturales e históricos. Finalmente, el ACD, aun cuando pretende inspirar y mejorar otras aproximaciones en los estudios del discurso, tiene también su foco específico y sus pro pias contribuciones que hacer. Además de proveer bases para aplicaciones en varias direcciones de investigación, tiende singularmente a contribuir a nuestro entendimiento de las relaciones entre el discurso y la sociedad, en general, y de la reproducción del poder social y la desigualdad —así como de la resistencia contra ella—, en particular. ¿Cómo son capaces los grupos dominantes de establecer, mantener y legitimar su poder, y qué recursos discursivos se despliegan en dicho dominio? Esas son cuestiones fundamentales concernientes al papel del discurso en el orden social. En lugar de ofrecer reflexiones filosóficas globales sobre tal papel, el ACD proporciona detallados y sistemáticos análisis de las estructuras y estrategias de texto y habla, y de sus relaciones con los contextos sociales y políticos (para más detalles sobre los mentados objetivos de los estudios críticos del discurso y del lenguaje, véase Caldas-Coulthard y Coulthard, 1996; Fairclough, 1995; Fairclough y Wodak, 1997; Fowler, Hodge, Dress y Trew, 1979; Van Dijk, 19936). Fairclough y Wodak (1994: 241-270) resumen como sigue los principios básicos del ACD: 1. 2. 3. 4. 5. 6.

El ACD trata de problemas sociales. Las relaciones de poder son discursivas. El discurso constituye la sociedad y la cultura. El discurso hace un trabajo ideológico. El discurso es histórico. El enlace entre el texto y la sociedad es mediato.

ARGUMENTO

7. El análisis del discurso es interpretativo y explicativo. 8. El discurso es una forma de acción social. Algunos de estos puntos ya se han discutido más arriba; otros necesitan un estudio más sistemático, del que presentaremos aquí algunos fragmentos en cuanto bases más o menos generales para las tesis esenciales del ACD.

Marcos conceptuales y teóricos Puesto que no es una dirección específica de investigación, el ACD no posee tampoco un marco teórico unitario. Dentro de los objetivos susodichos evolucionan muchos tipos de ACD, que pueden ser teórica y analíticamente bastante diversos. El análisis crítico de la conversación es muy diferente de un análisis de los reportajes de actualidad en la prensa, o de las clases y la pedagogía en la escuela. Con todo, dada la perspectiva común y las miras generales del ACD, cabe también encontrar para sus vari an tes marcos de conjunto, teóricos y conceptuales, estrechamente relacionados. Como hemos sugerido, la mayor parte de los tipos de ACD plantearán cuestiones sobre el modo en el que se despliegan estructuras específicas de discurso en la reproducción del dominio social, tanto si son parte de una conversación como si proceden de un reportaje periodístico o de otros géneros y contextos. Así, el vocabulario típico de muchos investigadores de ACD presentará nociones como «poder», «dominio», «hegemonía», «ideología», «clase», «género», «discriminación», «intereses», «reproducción», «instituciones», «estructura social», «orden social», además de otras más familiares y precisas sobre el discurso. Antes de revisar algunos de los trabajos de dicha tradición, y de proporcionar el análisis de un ejemplo concreto, intentaremos construir estas y otras nociones a ellas vinculadas dentro de un entorno teórico tentativo. Macro vs. Micro

El discurso, y otras interacciones socialmente situadas cumplidas por actores sociales, pertenecen típicamente a lo que se suele denominar el «micro-nivel» del orden social, mientras que las instituciones, los grupos y las relaciones de grupos, y por tanto el poder social, se emplazan usualmente en su «macro-nivel». Puesto que el ACD pretende estudiar cómo el discurso está involucrado en la reproducción del poder social, una teoría de ACD requiere salvar este bien conocido abismo entre lo micro y lo macro.

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Con tal fin necesitamos, en principio, comprender que esa distinción es un constructo sociológico (Alexander, et al., 1987; Knorr-Cetina y Cicourel, 1981). En la realidad social de la interacción y de la experiencia cotidianas, los fenómenos de los niveles micro y macro forman un todo unificado. Un discurso racista de un miembro del Parlamento es un acto perteneciente al micro-nivel, ejecutado por un político individual o por el miembro de un partido, pero al mismo tiempo es parte constitutiva de un acto legislativo de la institución parlamentaria en el macronivel, o de la política de inmigración de una naciónestado. El distingo, esto es, depende de la focalización de nuestro análisis; y existen múltiples niveles intermedios de análisis (mesoniveles). Sin embargo, a fin de vincular el discurso con la sociedad en general, y con la desigualdad social en pa rticular, necesitamos un marco teórico que nos haga capaces de enlazar dichos diversos niveles de descripción. He aquí algunas de las maneras en las que niveles diferentes del análisis social pueden relacionarse: a) Miembro de un grupo. Los actores sociales, y por tanto también los usuarios del lenguaje, se involucran en el texto y en el habla al mismo tiempo como individuos y como miembros de variados grupos sociales, instituciones, gentes, etc. Si actúan en tanto miembros de un grupo, es entonces el grupo el que actúa a través de uno de sus miembros. Quien escribe un reportaje puede escribirlo como periodista, como mujer, como negra, como perteneciente a la clase media o como ciudadana de los Estados Unidos, entre otras «identidades», alguna de las cuales puede ser más prominente que las otras en un momento dado. b) Relaciones entre acción y proceso. Lo anterior no es sólo cierto para los actores sociales, sino también para sus mismas acciones. Escribir un reportaje es un acto constitutivo de la producción un periódico o de un noticiario de televisión por parte del colectivo de periodistas de un periódico o de una cadena de televisión; en un plano más elevado, dichas acciones colectivas son a su vez constituyentes de las actividades y procesos de los media en la sociedad, p.e. en la provisión de informaciones o de entretenimientos, o incluso en la reproducción de la desigualdad (o en su crítica). De este modo, las acciones de los niveles más bajos pueden conformar directa o indirectamente procesos sociales o relaciones sociales globales entre grupos. c) Contexto y estructura social. Los participantes actúan en situaciones sociales, y los usuarios del lenguaje se implican en el discurso dentro de una es-

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tructura de constreñimientos que ellos consideran o que hacen relevante en la situación social, esto es, en el contexto. Pero la situación social (p.e. la de una sala de redacción) es ella misma parte de un «entorno» social más vasto, tal como las instituciones, los períodos cronológicos, los lugares, Ias circunstancias sociales, y los sistemas. De ahí que el contexto de las noticias pueda ser no sólo el trabajo del reportero o de la sala de redacción, sino también el periódico al completo, las relaciones entre los media y la política, o entre los media y el público, o el entero papel de los media en la sociedad. d) Representaciones sociomentales . Además de estos aspectos sociales de los vínculos micro-macro, no deberíamos tampoco olvidar la crucial dimensión cognitiva. En cierto sentido dicha dimensión mental hace posibles los restantes vínculos. Los actores, las acciones y los contextos son tanto contractos mentales como constructos sociales. Las identidades de la gente en cuanto miembros de grupos sociales las forjan, se las atribuyen y las aprehenden los otros, y son por tanto no sólo sociales, sino también mentales. Los contextos son constructos mentales (modelos) porque representan lo que los usuarios del lenguaje construyen como relevante en la situación social. La interacción social en general, y la implicación en el discurso en particular, no presuponen únicamente representaciones individuales tales como modelos (p.e. experiencias, planes); también exigen representaciones que son compartidas por un grupo o una cultura, como el conocimiento, las actitudes y las ideologías. De suerte que encontramos el nexo faltante entre lo micro y lo macro allí donde la cognición personal y la social se reúnen, donde los actores sociales se relacionan ellos mismos y su acciones (y por consiguiente su discurso) con los grupos y con la estructura social, y donde pueden actuar, cuando se lanzan al discurso, en tanto que miembros de grupos y de culturas.

Considerando más específicamente la dimensión discursiva de tales niveles diversos o planos de «mediación» entre lo macro y lo micro, los mismos principios pueden aplicarse a las relaciones entre a) las instancias específicas del texto y del habla (p.e. un reportaje); b) los acontecimientos comunicativos de mayor complejidad (todas las acciones concernientes a la producción y a la lectura de reportajes); c) los reportajes en general como género; y d) el orden del discurso de los medios de masas (véase también Fairclough y Wodak, 1997: 277-8). Vemos pues que los nexos ent re los niveles macro y micro del análisis pueden ser articulados a partir de las dimensiones superiores de los acontecimientos de comunicación: los Actores, sus Acciones

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

(incluyendo el discurso) y Mentalidades, y sus Contextos. Ellas proporcionan el marco que nos permitirá explicar cómo los actores sociales y los usuarios del lenguaje consiguen ejercer, reproducir o desafiar el poder social de los grupos y de las instituciones.

El poder como control Una noción central en la mayor parte del trabajo crítico sobre el discurso es la del poder, y más concretamente el poder social de grupos o instituciones. Resumiendo un complejo análisis filosófico y social, definiremos el poder social en términos de control. Así, los grupos tienen (más o menos) poder si son capaces de controlar (más o menos), en su propio interés, los actos y las mentes de los (miembros de) otros grupos. Esta habilidad presupone un poder básico consistente en el acceso privilegiado a recursos sociales escasos, tales como la fuerza, el dinero, el estatus, la fama, el conocimiento, la información, la «cultura», o incluso varias formas del discurso público y de la comunicación (de entre la vasta literatura sobre el poder, véase p.e. Lukes, 1986; Wrong, 1979). Hallamos de entrada entonces, en nuestro análisis de las relaciones entre el discurso y el poder, que el acceso a formas específicas de discurso, p.e. las de la política, los media o la ciencia, es en sí mismo un recurso de poder. En segundo lugar, como hemos sugerido antes, nuestras mentes controlan nuestra acción; luego si somos capaces de influenciar la mentalidad de la gente, p.e. sus conocimientos o sus opiniones, podemos controlar indirectamente (algunas de) sus acciones. Y, en tercer lugar, puesto que las mentes de la gente son influidas sobre todo por los textos y por el habla, descubrimos que el discurso puede controlar, al menos indirectamente, las accio nes de la gente, tal y como sabemos por la persuasión y la manipulación. Cerrar el círculo del discurso-poder significa, por último, que aquellos grupos que controlan los discursos más influyentes tienen también más posibilidades de controlar las mentes y Ias acciones de los otros. El ACD se centra en la explotación de tal poder, y en particular en el dominio, esto es, en los modos en que se abusa del control sobre el discurso para controlar las creencias y acciones de la gente en interés de los grupos dominantes. En este caso cabe considerar el «abuso», muy latamente, como una violación de normas que hace daño a otros, dados ciertos estándares éticos como las reglas (justas), los acuerdos, las leyes o los derechos humanos. En otras palabras, el dominio puede ser definido como el ejercicio ilegítimo del poder.

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Disponemos ahora de una muy general descripción de la manera en la que el discurso funciona en la reproducción del poder y del dominio en la sociedad. Simplificando incluso aún más tales harto intrincadas relaciones, dividiremos el entero proceso de la reproducción del poder discursivo en dos cuestiones básicas para la investigación en ACD: a) ¿Cómo los grupos (más poderosos) controlan el discurso? b) ¿Cómo tal discurso controla la mente y la acción de los grupos (menos poderosos), y cuáles son las consecuencias sociales de este control? La primera pregunta requiere especialmente investigación interdisciplinar en los límites entre los estudios del discurso, la sociología y la ciencia política, y la segunda involucrará sin duda a la psicolo gía cognitiva y social. Obviamente, para entender cómo el discurso contribuye a la desigualdad social hay que estudiar también las consecuencias de la pregunta b), en particular cómo el control de la mente y de la acción en beneficio de grupos dominantes constituye la desigualdad social o conduce a ella. Asimismo, a fin de comprender la disidencia y la oposición necesitamos saber cómo los grupos dominados son capaces de resistir frente al control dei discurso, de la mente y de la acción, o de adquirirlo.

El acceso al discurso y su control Detallemos los dos modos principales de la repro ducción discursiva del dominio, comenzando por la relación entre los grupos poderosos y el discurso. Hemos visto que, entre muchos otros medios que definen el poder básico de un grupo o de una institución, también el acceso al discurso público y a la comunicación, y su control, son un importante recurso «simbólico», como sucede con el conocimiento y la información (Van Dijk, 1996). La mayoría de la gente únicamente tiene control activo sobre el habla cotidiana frente a miembros de su familia, amigos o colegas, disponiendo de un control sólo pasivo sobre, p.e., el uso de los media. En muchas situaciones, la gente común es un blanco más o menos pasivo para el texto o el habla, p.e. de sus jefes y maestros, o de autoridades tales como los policías, los jueces, los burócratas estatales o los inspectores de Hacienda, quienes pueden decirles sin más lo que deben o no creer o hacer. En cambio, los miembros de grupos o instituciones socialmente más poderosos disponen de un acceso más o menos exclusivo a uno o más tipos de discurso público, y del control sobre ellos. Así, los

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profesores controlan el discurso académico, los maestros el discurso educativo institucional, los periodistas el discurso de los media, los abogados el discurso legal, y los políticos el discurso de la planificación y otros discursos de sesgo político. Aquellos que gozan de mayor control sobre más y más influyentes discursos (y sobre más propiedades discursivas) son también, según esta definición, más poderosos. Dicho de otro modo, proponemos aquí una definición discursiva (al igual que un diagnóstico práctico) de uno de los constituyentes del poder social. Estas nociones concernientes al acceso al discurso y a su control son muy generales, y es una de l as tareas del ACD el esclarecer tales formas del poder. Por ejemplo, si se define el discurso en términos de acontecimientos comunicativos complejos, el acceso al discurso y su control pueden ser definidos a su vez tanto en relación con el contexto como con las propias estructuras del texto y del habla. El control del contexto. El contexto se considera como la estructura (mentalmente representada) de aquellas propiedades de la situación social que son relevantes para la producción y la comprensión del discurso (Duranti y Goodwin, 1992; V an Dijk, 1998). El contexto consiste en categorías como la definición global de la situación, su espacio y tiempo, las acciones en curso (incluyendo los discursos y sus géneros), los participantes en roles variados, co municativos, sociales o institucionales, al igual que sus representaciones mentales: objetivos, conocimientos, opiniones, actitudes e ideologías. Controlar el contexto implica controlar una o más de esas categorías, p.e. determinando el estatuto de la situación comunicativa, decidiendo sobre el tiempo y el lugar del acontecimiento comunicativo, o sobre qué participantes pueden o deben estar presentes en él, y en qué papeles, o sobre qué conocimientos u opiniones han de tener o no tener, y sobre qué acciones sociales pueden o no cumplirse a través del discurso (Diamond, 1996). Sucede por tanto que el contexto de un debate parlamentario, de una comisión, de un juicio, de una conferencia, o de una consulta con el médico están controlados por (miembros de) grupos dominantes. Así, sólo miembros del parlamento tienen acceso al debate parlamentario, y sólo ellos pueden hablar (con el permiso del presidente del parlamento, y durante un tiempo limitado), representar a sus electores, votar un proyecto de ley, etc. En un juicio, únicamente los jurados o los jueces tienen acceso a roles y géneros de habla específicos, como p.e. los veredictos. Y los secretarios pueden tener acceso a los consejos, pero sólo en el papel de silenciosos redactores de actas. El ACD se ocupa especí-

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ficamente de aquellas formas de control del contexto que trabajan en favor de los intereses del grupo dominante. El control del texto y del habla. Crucial en la realización o el ejercicio del poder de grupo es el acceso a las estructuras del texto y del habla, y su control. Si relacionamos el texto y el contexto, por tanto, vemos enseguida que los (miembros de) grupos poderosos pueden decidir sobre los (posibles) géneros del discurso o actos de habla de una ocasión concreta. Un profesor o un juez puede requerir una respuesta directa de un estudiante o un sospechoso, y no una historia personal o un debate (Wodak, 1984a). Cabe examinar, más críticamente, cómo los hablantes poderosos pueden abusar de su poder en tales situaciones, p.e. cuando los policías utilizan la fuerza para obtener una confesión de un sospechoso (Linell y Johnsson, 1991), o cuando directores masculinos impiden a las mujeres redactar noticias económicas (Van Zoonen, 1994). Los géneros suelen del mismo modo tener esquemas convencionales que consisten en varias categorías. El acceso a algunos de ellos puede estar pr o hibido o ser obligatorio, como sucede cuando la apertura o el cierre de una sesión parlamentaria es la prerrogativa de un hablante, y algunas formas de saludo sólo pueden ser utilizadas por hablantes de un grupo social, de un rango, una edad o un sexo específicos (Irvine, 1974). Vital para todo discurso y comunicación es quién controla los temas (las macroestructuras semánticas) y los cambios de tema, como cuando los editores deciden qué asuntos noticiables serán cubiertos, los profesores qué materias se tratarán en clase, o los hombres los tópicos, y sus transformaciones, de sus conversaciones con mujeres (Palmer, 1989; Fishman, 1983; Leet-Pellegrini, 1980; Lindegren-Lerman, 1983). Como ocurre con otras modalidades de control del discurso, tales decisiones pueden ser (más o menos) negociables entre los participantes, y dependen mucho del contexto. Aunque la mayor parte del control del discurso es contextual o global, incluso fragmentos locales del significado, forma o estilo pueden ser controlados, p.e. detalles de una respuesta en el aula o en el juzgado, la elección del léxico o la de jerga en tribunales, clases o salas de redacción (Martín Rojo, 1994). En muchas situaciones el volumen es susceptible de control, ordenándose a los hablantes que «bajen la voz» o que «estén tranquilos»; las mujeres pueden ser «silenciadas» de muchas maneras (Houston y Kramarae, 1991), y en algunas culturas se debe «mascullar» como forma de respeto (Albert, 1972). El uso público de determinadas palabras puede ser prohibido como subversivo en una dictadura, y los desafíos discursivos a los grupos dominantes (p.e. los varones, blancos, occidentales) por

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN parte de sus oponentes multiculturales pueden ser ridiculizados en los media como «políticamente c o rrectos» (Williams, 1995). Y finalmente, las dimensiones de acción e interacción del discurso pueden controlarse prescribiendo o proscribiendo actos de habla específicos, distribuyendo o interrumpiendo selectivamente los turnos de habla, etc. (véase también Diamond, 1996). Lo que puede concluirse del análisis en numero sos estudios críticos de todos estos niveles es la preeminencia de una estrategia global de autopresentación positiva por parte del grupo dominante, y de heteropresentación negativa de los grupos dominados (Van Dijk, 1993a, 1998b). La polarización del Nosotros y del Ellos que caracteriza las representaciones sociales compartidas y sus ideologías subyacentes se expresa y se reproduce entonces en todos los planos del texto y del habla, p.e. en temas contrastados, en significados locales, en metáforas e hipérboles, y en las formulaciones variables de los esquemas textuales, en formas sintácticas, en la lexicalización, las estructuras profundas y las imágenes. En suma, virtualmente todos los niveles de la estructura del texto y del habla pueden en principio ser más o menos controlados por hablantes poderosos, y puede abusarse de dicho poder en detrimento de otros participantes. Debería subrayarse, sin embargo, que el habla y el texto no asumen o envuelven directamente en todas las ocasiones la totalidad de las relaciones de poder entre grupos: el contexto siempre puede interferir, reforzar, o por el contrario transformar, tales relaciones. Es obvio que no todos los hombres dominan siempre todas las conversacio nes (Tannen, 1994a), ni todos los blancos o todos los profesores, etc. El control del texto y del contexto es el p ri mer tipo de poder asentado en el discurso. Examinemos ahora el segundo tipo: el control de la mente.

El control de la mente Si controlar el discurso es una primera forma de poder mayor, controlar l as mentes de la gente es el otro medio fundamental para reproducir el dominio y la hegemonía. Nótese no obstante que «control de la mente» es poco más que una cómoda apelación. La psicología cognitiva y las investigaciones sobre la comunicación de masas han mostrado que influenciar la mente no es un proceso tan directo como las ideas simplificadoras sobre el control a veces sugieren (Britton y Graesser, 1996; Glasser y Salmon, 1995; Klapper, 1960; Van Dijk y Kintsch, 1983). Los receptores pueden ser bastante autóno-

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mos y variables en su interpretación y uso del texto y del habla, que son también una función de la clase, del género o de la cultura (Liebes y Katz, 1990). Pero aunque los receptores raramente aceptarán de modo pasivo las opiniones recibidas o los discursos específicos, no deberíamos olvidar, por otro lado, que la mayor parte de nuestras creencias sobre el mundo las adquirimos a través dei discurso. En un marco de ACD, por lo tanto, «el control de la mente» implica más que la simple adquisición de creencias sobre el mundo por medio del discurso y de la comunicación. Los elementos del poder y del dominio, en este caso, entran en la descripción de varias maneras: a) A menos que sean inconsistentes con sus creencias y experiencias personales, los receptores tienden a aceptar las creencias (conocimientos y opiniones) transmitidas por el discurso de l as fuentes que consideran autorizadas, fidedignas o creíbles, tales como los académicos, los expertos, los profesionales o los media de confianza (Nesler et al., 1993). En este sentido, el discurso poderoso se define (contextualmente) en términos del poder manifiesto de sus autores; por las mismas razones, las minorías y las mujeres pueden con frecuencia ser percibidos como menos creíbles (Andsager, 1990; Khatib, 1989; Verrillo, 1996). b) En algunas ocasiones, los participantes están obligados a ser receptores del discurso, p.e. en la educación y en muchas situaciones laborales. Las lecciones, los materiales de aprendizaje, las instrucciones de trabajo, y otros tipos de discurso necesitan en tal caso ser atendidos, interpretados y aprendidos como lo pretenden sus autores organizativos o institucionales (Giroux, 1981). c) En muchos casos no existen otros discursos o media que provean informaciones de las cuales quepa derivar creencias alternativas (Downing, 1984). d) Y, en directa relación con los puntos previos: los receptores pueden no poseer el conocimiento y las creencias necesarias para desafiar los discursos o la información a que están expuestos (Wodak, 1987). Estos cuatro puntos sugieren que el control discursivo de la mente es una forma de poder y de dominio si tal control se realiza en interés de los poderosos, y si los receptores no tienen «alternativas», p.e. otras fuentes (habladas o escritas), otros discursos, ni otra opción que escuchar o leer, ni otras creencias para evaluar tales discursos. Si por libertad se entiende la oportunidad de pensar y de hacer lo que uno quiere, entonces tal falta de alternativas es una limitación de la libertad de los receptores. Y limitar la libertad de otros, especialmente en el propio

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interés, resulta ser una de las definiciones del poder y del dominio. Mientras tales condiciones del control de la mente son ampliamente contextuales (dicen algo acerca de los participantes en el acontecimiento comunicativo), otras condiciones son discursivas, esto es, son una función de la estructura y de Ias estrategias del texto o del habla en sí mismos. Dicho de otro modo: dado un contexto específico, ciertos significados y formas del discurso ejercen más influencia sobre las mentes de la gente que otros, tal como la noción misma de «persuasión» y una tradición de dos mil años de retórica pueden mostrarnos.

Analizar la mente La noción de control de la mente es vaga también porque con frecuencia se utiliza sin explicar con exactitud lo que «mente» significa. Es decir, no es imaginable una teoría del control discursivo de la mente sin una detallada teoría cognitiva de la mente, y una teoría de cómo el discurso influencia la mente. Al igual que el texto y el habla, la mente (o la memoria, o la cognición) tiene muchos niveles, estructuras, estrategias y representaciones. No es éste el lugar para presentar una teoría de la mente, de modo que nos contentaremos con introducir unas pocas nociones capitales en una teoría crítica del control discursivo de la mente (para más detalles sobre la teoría cognitiva y el papel del discurso en la cognición y en el «cambio del modo propio de pensar», véase p.e. Graesser y Bower, 1990; V an Dijk y Kintsch, 1983; Van Oostendorp y Zwaan, 1994; Weaver, Mannes y Fletcher, 1995). Una distinción útil es la que suele establecerse entre la memoria episódica y la semántica, que denominaremos respectivamente memoria personal (subjetiva) y social (intersubjetiva). La memoria personal (Tulving, 1983) consiste en la totalidad de nuestras creencias personales (conocimiento y opiniones). Es ampliamente autobiográfica y ha sido acumulada durante nuestra vida a través de nuestras experiencias, incluyendo los acontecimientos comunicativos en los que hemos participado. Además de conocimiento personal sobre nosotros mismos, sobre otras gentes, objetos o lugares, la memoria personal también presenta creencias sobre hechos específicos en los que hemos participado o sobre los que hemos leído, incluyendo las opiniones personales que tenemos sobre ellos. Estas representaciones memorísticas subjetivas de acontecimientos específicos se denominan modelos (mentales) (Johnson-Laird, 1983; Van Dijk y Kintsch, 1983). Así, si

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leemos o miramos las noticias construimos o ponemos al día modelos (personales) sobre los sucesos. Entender o interpretar un texto es (re)construir tales modelos. Del mismo modo, también construimos un modelo de la propia situación comunicativa, p.e. de la lectura de un periódico, que incluye conocimiento y saberes sobre el periódico o sobre un concreto periodista o escritor. Es este modelo mental lo que hemos definido como el contexto: la construcción subjetiva de las propiedades de la situación social que son relevantes para el discurso en marcha. Por ejemplo, la credibilidad que concedemos a los expertos, como se ha discutido más arriba, es una de las propiedades de dicho contexto (Van Dijk, 1998). Puesto que los contextos (los modelos contextua-les) influencian el modo en el que entendemos los discursos y los acontecimientos representados, también influencian nuestros modelos de acontecimientos. Luego hemos definido ya un modo de control discursivo de la mente: influenciar los modelos de contexto y los modelos de acontecimiento construidos por receptores en un acontecimiento comunicativo. Desde una perspectiva más crítica, tal control de modelos involucra la construcción de «modelos preferenciales», es decir, modelos escogidos por quienes hablan o escriben, que son consistentes con sus intereses y con su interpretación de los acontecimientos. La memoria social (tradicionalmente llamada «memoria semántica») consiste en las creencias que poseemos en común con otros miembros del mismo grupo o cultura, y que en ocasiones se denominan «representaciones sociales» (Farr y Moscovici, 1984). Porque tales creencias sociales se comparten con otros, son presupuestas habitualmente en el discurso (o enseñadas por el discurso pedagógico). Unas cuantas distinciones son útiles aquí. Como sucede con la memoria personal, también las creencias so ciales pueden ser de tipo más específico o más general y abstracto. Así, la gente puede compartir conocimiento sobre hechos históricos concretos, como guerras, sobre la base p.e. de lo que aprenden en los libros de texto o de los medios de masas. La Segunda Guerra Mundial o el Holocausto pueden ser objeto de alusiones en los media sin mayor explicación sobre lo que fueron estos hechos capitales de la hist3ria. Pero gran parte de nuestro conocimiento so cialmente compartido es general y abstracto, p.e. el que poseemos sobre las guerras y el genocidio en general. Lo mismo vale para nuestro conocimiento sociocultural relativo a muchas otras cosas de nuestro grupo o cultura, a Ia gente y los objetos, o a la organización de la sociedad (Wilkes, 1997).

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

Por otra parte, cabe distinguir entre el conocimiento social y las opiniones sociales, tal y como lo hacen los propios sujetos sociales, aunque el distingo entre dichas creencias pueda ser impreciso. El co nocimiento social lo componen aquellas creencias que los miembros de un grupo o cultura consideran verdaderas, de acuerdo con los criterios de verdad (históricamente cambiantes). Tales creencias se presuponen habitualmente en el discurso y no necesitan ser afirmadas. Las opiniones son creencias evaluativas, es decir, creencias que están basadas en normas y valores. Grupos diferentes pueden estar en desacuerdo sobre opiniones, y a diferencia del conocimiento compartido, éstas no se presuponen, sino que se afirman y defienden, p.e. en discusiones. Por tanto, las actitudes de grupo sobre el aborto, la energía nuclear o la inmigración consisten por lo general en racimos de opiniones esquemáticamente organizadas que pueden diferir de un grupo social a otro, dependiendo de sus respectivas ideologías (Van Dijk, 1998). Obsérvese no obstante que tales diferencias de opinión suelen presuponer un conocimiento compartido: podemos estar en desacuerdo sobre si el aborto, la energía nuclear o la inmigración son buenos o malos, pero todos nosotros sabemos más o menos lo que son. Porque se comparten socialmente, las creencias sociales son igualmente patrimonio de la mayoría de los miembros individuales de grupos y culturas, y por tanto influencian también sus creencias personales sobre los acontecimientos del mundo, es decir, sus modelos. De hecho, somos incapaces de construir un modelo (de entender un acontecimiento específico), y por ello de comprender un discurso, si no disponemos de un conocimiento social abstracto y general. Y viceversa, podemos adquirir conocimiento social general por abstracción de los modelos personales, esto es, aprendiendo de nuestras experiencias, incluidas nuestras lecturas de textos específicos, y comparando y normalizando tales creencias generales con las de otros miembros de nuestro grupo o cultura. Estamos ahora en disposición, gracias a estas pocas distinciones, de definir el segundo modo de control discursivo de la mente: influenciar las creencias socialmente compartidas (conocimiento, actitudes) de un grupo. Dado que dichas creencias son mucho más generales, y pueden ser utilizadas por mucha gente en muchas situaciones con el fin de entender acontecimientos o discursos concretos, este tipo de control de la mente es, por supuesto, mucho más influyente. Al interesarse el ACD especialmente por cómo el poder y el dominio se reproducen en la sa ciedad, es tal modalidad de control social de la men-

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te el objeto central de su atención: una vez que so mos capaces de influenciar las creencias sociales de un grupo, podemos controlar indirectamente las acciones de sus miembros. Este es el núcleo de la reproducción del poder y la base de la definición de la hegemonía.

Las estrategias discursivas del control de la mente Disponemos ahora de una comprensión elemental de algunas de las representaciones de la mente, y de lo que significa controlarlas. La cuestión crucial es entonces: ¿cómo son el discurso y sus estructuras capaces de ejercer tal control? Según lo visto más arriba, en el análisis del control sobre el discurso, dicha influencia discursiva puede deberse tanto al contexto como a las propias estructuras del texto y del habla. La influencia del contexto Hemos afirmado que una dimensión significativa del control de la mente es contextuai, p.e. la que se fundamenta en las características de los participantes. En realidad, los hablantes poderosos, autorizados, creíbles, expertos o atractivos, serán más influyentes, digan lo que digan, que quienes no poseen esas pra piedades. Recuérdese, con todo, que el contexto se define en términos de modelos contextuales: no es la situación social (incluyendo a sus participantes) en sí misma la que «objetivamente» influencia nuestra interpretación del discurso, sino la construcción subjetiva de su rasgos relevantes en un modelo mental de contexto (Giles y Coupland, 1991; Van Dijk, 1998). Así, la credibilidad es algo que los receptores asignan a los hablantes o a los escritores, sobre la base de conocimiento socialmente compartido y de actitudes acerca de grupos y roles sociales. Del mismo modo también los otros rasgos de los modelos subjetivos de contexto controlan la influencia del discurso, p.e. la definición de la situación, los papeles comunicativos y sociales de los participantes, las relaciones entre participantes (de conflicto, dominio o cooperación), los actos sociales que se están cumpliendo, el escenario (tiempo y lugar), y las creencias de los participantes (intenciones, objetivos, co nocimiento, opiniones, etc.). El análisis crítico del discurso se centra en aquellas propiedades de las situaciones sociales, y en sus efectos sobre los modelos preferenciales de contexto, que contribuyen al control ilegítimo de la mente, como hemos dicho antes. Un caso típico de control

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de la mente basado en el contexto es el abuso de poder y de sus recursos sociales (fuerza, ingresos, estatus, conocimiento, competencia, etc.) destinado a realzar las propias credibilidad y legitimidad (Martin Rojo y Van Dijk, 1997). Así, los profesores tienen la posibilidad de presentar sus prejuicios étnicos en tanto «hechos científicos», tal como lo han mostrado numerosos ejemplos de racismo científico (Downing, 1984). En términos generales, el control de la situación social por los grupos dominantes puede entonces conducir a modelos de contexto que hacen aparecer su discurso como más creíble, p.e. mediante la eliminación o el desprestigio de fuentes alternativas de información y de opinión. Cómo el discurso controla la mente Los usuarios del lenguaje leen textos o escuchan el habla, usan sus informaciones y estructuras con el fin de construir modelos mentales personales de los acontecimientos, e infieren (o confirman) creencias sociales compartidas más generales, dentro del marco de la representación del contexto. Resumamos el modo en que algunas propiedades del discurso son capaces entonces de controlar el proceso: 1. Los temas (macroestructuras semánticas) organizan globalmente el significado del discurso. Puesto que tales temas con frecuencia representan la información más importante, pueden influenciar la organización de un modelo: las proposiciones relevantes serán colocadas en una posición más alta, en la jerarquía del modelo, que las proposiciones menos importantes. Lo mismo sucede con la organización de las representaciones sociales más generales. Así, si los refugiados son caracterizados en el discurso político o en un editorial de periódico en términos esencialmente socioeconómicos, y por tanto como impostores, como gente que sólo viene aquí para vivir a costa de nuestro bienestar, entonces una opinión genérica como esa puede también definir la representación social (el esquema de grupo) que la gente construye (o confirma) sobre ellos (Van Dijk, 1991). 2. Los esquemas discursivos (superestructuras, esquemas textuales) organizan primariamente las categorías convencionales que definen la entera «forma» canónica de un discurso, y por tanto parecen menos relevantes para la construcción de modelos. Sin embargo, como sucede con todas las estructuras formales, las categorías esquemáticas pueden enfatizar o subrayar información específica. El simple hecho de que una información sea transmitida en un titular o en una conclusión consigue asignar a tal proposición

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una posición más conspicua en los modelos de acontecimiento o en las representaciones semánticas, y hacer que sea información mejor memorizable, y en consecuencia más persuasiva (Duin, et al., 1988; Van Dijk, 1988a; Van Dijk y Kintsch, 1983). 3. El significado local. Los significados locales del discurso influencian información local en los esquemas mentales (modelos, representaciones semánticas). La coherencia, p.e., está basada en relaciones funcionales o condicionales entre las proposiciones y los hechos a los que se refieren (en un modelo mental). Lo cual significa que el conocimiento presupuesto o establecido en el discurso puede requerir que los receptores establezcan «hechos» o relaciones similares entre ellos en sus modelos. Eso vale también para l as presuposiciones, l as implicaciones y otra información no expresada, sugiriéndose así fuertemente que tal información se considera incontrovertida o dada por sentado, aunque en realidad no lo sea o no lo esté. Al mismo tiempo, lo implícito puede servir para esconder a la formación de la opinión pública creencias específicas. Proporcionar muchos detalles sobre un aspecto de un acontecimiento, y no proporcionarlos sobre otros, es otra manera semántica de orientar los modelos mentales de los usuarios del lenguaje. 4. El estilo. Las estructuras léxicas y sintácticas de superficie son susceptibles de variar en función del contexto (Giles y Coupland, 1991; Scherer y Giles, 1979). Y dado el modelo de contexto de los receptores, aquéllas pueden ser capaces de unir tales variaciones de estilo con la estructura del contexto. Un rasgo global del estilo es no sólo el señalar propiedades del contexto (p.e. las relaciones entre participantes, etc.), sino también el subrayar significados apropiados. 5. Los recursos retóricos como los símiles, las metáforas, los eufemismos, etc., al igual que los esquemas globales, no influencian directamente el significado. Más bien lo hacen resaltar o lo difuminan, y con ello también la importancia de los acontecimientos en un modelo de acontecimientos. 6. Los actos de habla son ampliamente definidos en función de los modelos de contexto, pero el que un enunciado sea o no interpretado como una amenaza o como un buen consejo puede determinar vitalmente el procesamiento del texto (Colebrook y McHoul, 1996; Graesser, et al., 1996). 7. Finalmente, las múltiples dimensiones interaccionales del discurso, como p.e. la distribución de turnos, la división en secuencias, etc., están igualmente fundadas en el contexto y en los modelos de acontecimientos, e influencian su puesta al día. El poder y la autoridad de los hablantes, tal y

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN como los presenta el control de los turnos, pueden al mismo tiempo reforzar la credibilidad de aquéllos, y por eso mismo la construcción de modelos como «verdaderos». La complejidad de las relaciones entre el discurso y el poder Hemos adelantado que uno de los objetivos principales del ACD es entender y analizar la reproducción del dominio y la desigualdad social que surge del discurso, y resistir contra ella. Más concretamente, el ACD estudia su papel en dichos procesos: los grupos poderosos tienen acceso preferente al discurso público y lo controlan, y a través del discurso controlan l as mentes del público, en el sentido amplio más arriba explicado. Esto no sólo significa que mucha gente interpretará el mundo del modo en que los poderosos o las élites se lo presentan, sino también que actuará (más) en consonancia con los deseos y los intereses de los poderosos. Parte de tales acciones del público son también discursivas, y éstas tendrán de nuevo las propiedades, y las consecuencias entre otros públicos, previstas, con lo cual se reforzarán los discursos de los poderosos. Debido a que el control de la mente y de la acción es lo que define el poder, el control del discurso confirma y extiende el poder de los grupos dominantes, al igual que su abuso de éste. Y finalmente, puesto que el abuso del poder o el dominio se caracterizan en los términos de los intereses de los poderosos, el discurso puede también contribuir a la confirmación, o incluso al incremento, del desequilibrio en la igualdad social, y por consiguiente a la reproducción de la desigualdad social. Aun cuando este razonamiento parece impecable, y aunque en términos muy generales es empíricamente verdadero, el poder, el dominio y el papel del discurso en ellos no resultan tan evidentes. Existen algunos frenos y compensaciones, especialmente en las sociedades más o menos democráticas, donde diversos grupos compiten por el poder (Dahl, 1985). Cabe esperar contracorrientes en el proceso descrito, comprendidas muchas formas de lucha y de resistencia. No hay un único grupo que controle todo el discurso público por completo; e incluso si lo hubiera, el discurso puede con frecuencia controlar sólo marginalmente la mente de los grupos dominados, y en menor grado aún sus acciones. Después de todo, también los grupos dominados tienen, conocen y siguen sus propios intereses, en ocasiones contra todo pronóstico. Y no sólo existen varios grupos poderosos (tal como los definen el género, la clase, la casta,

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la etnia, la «raza», Ia edad, las profesiones, o el control sobre los recursos materiales y simbólicos), que pueden tener intereses enfrentados; también es posible que algunos sectores de los grupos de poder sientan y muestren solidaridad con los grupos dominados, y que los apoyen en su lucha contra la desigualdad. Tan pronto como esos «disidentes», del mismo modo que los grupos dominados, logran asegurarse una influencia creciente sobre el discurso público, Ia misma lógica explica cómo se erigen en un contrapoder, también gracias a su influencia general en las mentes del público. Y dicha influencia tenderá a disminuir la influencia, y por tanto el poder, de los grupos dominantes. Es este análisis el que mejor parece dar cuenta de muchas de las formas del conflicto del poder en la sociedad democrática. Así, resulta innegable que los hombres disponen, en detrimento de las mujeres, del control sobre la mayor parte de las formas del discurso público, y que tal control contribuye indirectamente al machismo y al sexismo. Sin embargo, las pasadas décadas han visto un significativo incremento en el acceso de las mujeres al discurso público y a las mentes de otras mujeres, lo mismo que a las de los hombres; de ahí el aumento de su poder, y una disminución de Ia desigualdad entre los sexos. Idéntico proceso había tenido lugar antes respecto de la clase trabajadora, en paralelo con el de los grupos de etnias minoritarias, de los homosexuales, y de otros grupos dominados o marginados en la sociedad (véase p.e. Hill, 1992). Es por tanto una necesidad imperativa que el ACD estudie la compleja interacción de los grupos dominantes, disidentes y opositores y sus discursos dentro de la sociedad, con el fin de esclarecer las variantes contemporáneas de la desigualdad social.

El discurso y la reproducción del racismo Podemos examinar, a título de ejemplo de las relaciones entre el discurso y el dominio, el papel del texto y del habla en la reproducción, hoy día, del racismo y de la desigualdad étnica o «racial» en la mayor parte de los países occidentales (o dominados por los europeos). Debida mayormente a la inmigración laboral y postcolonial en Europa, y a la esclavitud y a Ia inmigración en Norteamérica, la presencia de varios grupos de minorías lia ido incrementándose con regularidad (Castles y Miller, 1993). Virtualmente en todos los casos, y según casi todos los indicadores sociales, tales grupos viven en una situación de agudo contraste con Ia de la población autóctona de Europa occidental y de Norteamérica.

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Esta situación se debe en parte y sin duda a su estatuto de recién llegados o de forasteros que, al menos durante una generación o dos, tendrán que abrirse un camino en sus nuevas tierras de adopción. Su desigualdad, no obstante, está también asentada en un más o menos sutil sistema de racismo, que agrava la desigualdad social y la redefine como desigualdad étnica. Es posible analizar dicho racismo en dos niveles. El primero es el de las estructuras, acciones y arreglos cotidianos caracterizados en términos del tratamiento discriminatorio de los Otros por la población original. El segundo nivel concierne a las representaciones mentales compartidas por amplias capas de la población dominante, tales como creencias erróneas, estereotipos, prejuicios e ideolo gías racistas y etnocéntricas (y eurocéntricas). Es este nivel simbólico socialmente compartido el que sustenta el primero: las acciones discriminatorias están (intencionalmente o no) basadas en representaciones negativas de los otros y de su posición en la sociedad (de entre los numerosos estudios del racismo, hechos desde distintas perspectivas, véase p.e. Barker, 1981; Dovidio y Gae rt ner, 1986; Essed, 1991; Katz y Taylor, 1988; Miles, 1989; Solomos y Wrench, 1993; Wellman, 1993). La cuestión aquí es que esas representaciones negativas son básicamente (si bien no únicamente) adquiridas y reproducidas a través del habla, y del texto, de y entre el grupo dominante (blanco, occidental, europeo). Una de las tareas mayores del ACD consiste en examinar cómo sucede exactamente tal cosa, esto es, cómo el discurso de la mayoría contribuye a las creencias etno céntrica y racista, y las reproduce, entre los miembros del grupo dominante. Siguiendo el marco teórico arriba expuesto, resumiremos algunos de los resultados de nuestros trabajos anteriores sobre las relaciones entre el discurso y la reproducción del dominio étnico o «racial». Aunque hay, por supuesto, amplias variaciones relativas a los diferentes grupos minoritarios en los diferentes países, cabe hacer generalizaciones aproximadamente fiables (para detalles, véase Van Dijk, 1984, 1987, 1991, 1993). 1. Las formas del discurso público que dominan en la mayor parte de las sociedades occidentales son las de la política, los media, la enseñanza, los negocios, los juzgados, las profesiones y la(s) iglesia(s). Denominaremos a éstos los discursos de las élites. Como hemos visto antes, la gente ordinaria sólo tiene un acceso marginal y esencialmente pasivo a ellos, acceso sobre todo en cuanto ciudadanos (al discurso político), audiencias (para los medios), consumidores o empleados (en los negocios corporativos), sujetos (en la enseñanza), clientes (de las pro-

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fesiones), víctimas o sospechosos (en el juzgado), o creyentes (en la iglesia). 2. La minorías (los aborígenes, inmigrantes del Sur, refugiados, descendientes de esclavos, etc.) sólo disponen de un acceso reducidísimo a tales formas del discurso público de élite. Excepto en los USA, las minorías cuentan con muy pocos políticos importantes, no controlan ningún medio, ni ningún negocio mayor; pocos de sus miembros son periodistas, académicos o jueces prestigiosos, y están escasamente representadas en las profesiones liberales. A los cruciales campos simbólicos de la política, de los media, de la educación y de la ciencia, que forman el núcleo de la gestión por la élite de la mentalidad social, las minorías poseen reducido acceso, y virtualmente ningún control sobre ellos. 3. Así, en los media las rutinas de la elaboración de noticias caracterizan a los grupos minoritarios como de menores importancia y credibilidad. Se los ve poco «noticiables», salvo si son percibidos como causas de problemas o como responsables de crímenes, violencias o desviaciones. Se los invita, entrevista y cita menos, incluso en las noticias sobre ellos mismos. La prensa descuida sus organizaciones (si existen), tiende a desplazarlas hacia las «páginas de la basura» en lugar de ponerlas en las p rimeras, y sus conferencias de prensa (si se dan) son ignoradas por la corriente principal de los periodistas blancos. 4. La minorías no sólo gozan de menor acceso a los discursos de élite en tanto actores o expertos, sino que también son discriminadas cuando intentan entrar en instituciones de élite, cuando intentan encontrar un trabajo. Y si entran o lo encuentran, tienen dificultades para obtener promoción. Es decir, también desde el interior son incapaces de cambiar las rutinas, actitudes y criterios dominantes (blancos, de clase media, occidentales). 5. También a causa del limitado acceso de los grupos minoritarios al discurso de élite en general, y al de los media en particular, tal discurso puede ser más o menos tendencioso, etno- o eurocéntrico, estereotipado, cargado de prejuicios o racista. Es decir, las creencias étnicas prevalecientes entre el grupo dominante influencian sus modelos mentales de las relaciones y de los acontecimientos étnicos. De acuerdo con nuestra teoría, ello puede producir discursos similarmente tendenciosos en todos los niveles de las estructuras y estrategias del texto y el habla: selección de temas estereotipados (crimen, desviación, drogas, problemas, dificultades culturales, etc.), historias negativas, citas parciales, estilo léxico, titulares sesgados, etc. 6. Dado que la población blanca dispone en general de poca información alternativa sobre grupos

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

minoritarios, y no tiene interés en practicar la originalidad de pensamiento, propende a adoptar, y posiblemente a adaptar, el discurso de la élite dominante blanca. Se ha mostrado que ello conduce a resentimientos crecientes, a prejuicios y a racismo entre los usuarios de los media, que con frecuencia se manifiestan abiertamente en actos de discriminación, y en el racismo cotidiano. 8. Un análisis similar es aplicable al acceso y al control sobre el discurso político, el discurso educativo, el discurso académico, el discurso corporativo, etc. A pesar de la competencia ocasional ent re grupos de élite, no existe virtualmente conflicto entre ellos en lo que concierne a las minorias y a su representación. Por lo tanto, los discursos políticos o académicos sesgados pueden adoptarse con facilidad, reforzándose así el retrato negativo de las minorías en los media, los cuales a su vez confirman o influencian otros discursos de élite. De este modo se establece una relación general entre el poder de la mayoría y sus discursos en la reproducción del status quo étnico. Los estereotipos y los prejuicios étnicos, dirigidos por ideologías subyacentes, etnocéntricas o nacionalistas, se expresan entonces, y se reproducen, en los discursos de élite y en sus versiones populares, dentro del grupo dominante en sentido amplio. Y tales representaciones sociales a su vez constituyen la base de la acción y de la interacción social, contribuyendo entonces a la reproducción de la discriminación y del racismo cotidianos. Existe, por supuesto, oposición a ello, tanto por parte de los mismos grupos minoritarios como también de fracciones disidentes del grupo dominante. Sin embargo, el discurso de oposición, y en especial sus versiones «radicales», tiende a ser marginalizado, y sólo posee un acceso activo muy limitado a los media, y por tanto a la mentalidad pública. Lo mismo vale para el discurso y las desigualdades de clase, género, orientación sexual, regiones del mundo, etc. Es decir, además de la desigualdad de acceso y de control sobre los recursos materiales, los grupos dominantes también tienen acceso y control privilegiados sob re los recursos simbólicos, tales como el conocimiento, la especialización, la cultura, el estatus y, sobre todo, el discurso público. Obsérvese con todo que el discurso no es sólo un recurso más entre otros: como hemos argumentado más arriba, quienes controlan el discurso público controlan ampliamente la mentalidad social, e indirectamente la acción pública; y, por consiguiente, controlan también la estructura social, a despecho de los desafíos, de la oposición y de la disidencia. He aquí, para concluir, una sucinta enumeración

ARGUMENTO

de los principales campos de investigación en el ACD: el discurso del poder, el discurso político; los discursos de los media; los estudios feministas; el análisis del etnocentrismo del antisemitismo, del nacionalismo y del racismo Otros campos adyacentes: las relaciones de poder entre doctores y pacientes, entre implicados en la institución jurídica, en las instituciones educativas y en sus textos oficiales, en el mundo de los negocios y de las corporaciones, etc.

Evaluación Tomado en sentido amplio, el ACD ha producido una gran cantidad de obras. Muchos de los estudios sociales y políticos sobre el lenguaje, su uso o el discurso también tratan cuestiones concernientes al poder y a la desigualdad. Así sucede explícitamente con Ia mayoría de los trabajos feministas sobre el lenguaje y el discurso, al igual que con los análisis del racismo y del antisemitismo. Las investigaciones de géneros o de dominios sociales enteros del discurso (como el discurso de los media) son más o menos descriptivas o más o menos críticas dependiendo de los géneros que se consideren. Numerosos estudios del discurso en los medios, en la política y en la educación tienden a ser críticos, mientras que no ocurre lo mismo en el caso del habla médica o de la comunicación corporativa, por ejemplo. Aunque las nociones cruciales del poder, el dominio y la desigualdad se usan a menudo, la mayor parte de las perspectivas lingüísticas sobre el discurso rara vez analizan esas nociones con mucho detalle, descuido que perjudica también a la indagación sistemática del contexto social en general. A causa del papel preponderante de la gramática en la lingüística, muchos estudios tempranos se limitaron al análisis del uso de Ias palabras, de la sintaxis, y de aspectos de la semántica y la pragmática del enunciado. Sólo en un momento posterior también otras estructuras conversacionales y textuales recibieron atención, una vez que la tarea crítica se hubo desplazado explícitamente hacia una perspectiva discursiva. Debido precisamente a que el paradigma crítico se centra en los lazos entre el lenguaje, el discurso y el poder, las dimensiones sociales y políticas han recibido en él una atención casi exclusiva. Sin embargo, el nexo cognitivo entre Ias estructuras del discurso y las estructuras del contexto social pocas veces se hace explícito, y usualmente aparece sólo bajo forma de nociones sobre el conocimiento y Ia ideología (Van Dijk, 1998). Así pues, a pesar de un largo número de estudios empíricos sobre el discurso y

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el poder, los detalles de la teoría multidisciplinar del ACD que debieran relacionar el discurso y la acción con la cognición y la sociedad están todavía en la agenda.

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