Recorridos urbanos: La Buenos Aires de Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti
 9783865278258

Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Introducción
Primera Parte: La Experiencia De La Ciudad
Lo Exterior
Lo Interior
Segunda Parte: Dos Maneras De Representar El Espacio
De La Relación Exterior/Interior A La Variación Objeto/Sujeto
La Animación Del Mundo Objetivo: La Ciudad Como Máquina Viva
Un Mundo Humano Cosificado: La Ciudad Como Collage
Tercera Parte: A Partir Y Más Allá De La Experiencia
Fabulación Y Ensueño
¿Rebelión O Evasión?
A Modo De Conclusión
Bibliografía

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RECORRIDOS URBANOS La Buenos Aires de Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti CHRISTINA KOMI

COLECCIÓN NEXOS Y DIFERENCIAS, N.º 26

Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos

E

nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campociudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Directores

Consejo asesor

Fernando Aínsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk

Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Kirsten Nigro Sylvia Saítta Luis Duno Gottberg

RECORRIDOS URBANOS La Buenos Aires de Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti

Christina Komi

Iberoamericana ∙ Vervuert ∙ 2009

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2009 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2009 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: 49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-490-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-533-2 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-825-8 Depósito Legal: Cubierta: Carlo Zamora Ilustración de cubierta: “Ciudad y redes”, de Christina Komi Impreso en España por The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS ...................................................................................

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INTRODUCCIÓN ......................................................................................... La ciudad análoga ........................................................................... El contexto del Río de la Plata ........................................................ Buenos Aires y el trasfondo de una afinidad ...................................

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PRIMERA PARTE: LA EXPERIENCIA DE LA CIUDAD LO EXTERIOR ........................................................................................... Erdosain o la experiencia ciclotímica de la ciudad.......................... «A veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle»....... Los trayectos hacia el sur ...................................................... Los trayectos hacia el norte .................................................. Vistas de la periferia urbana ...................................................... Los caminos ondulantes de la quinta de Temperley ................... Fragmentación: la experiencia centrífuga de la metrópoli onettiana .. Desplazamientos en la ciudad: el mundo maravilloso de las impresiones................................................................................. Mutaciones en el espacio y la identidad .................................... Ruidos, imágenes, objetos: los múltiples lugares de tránsito .... Efectos visuales y auditivos .................................................. La descripción detallada ....................................................... Lo exterior y su significado ........................................................ LO INTERIOR ............................................................................................ De la casa negra a fondas, bares y prostíbulos ................................ Los espacios públicos o la amenaza del encuentro.................... Los espacios privados: la propia casa, la propia conciencia .... La experiencia centrípeta, contrapunto de la fragmentación ........... El pozo: un cuarto cualquiera y sus alrededores ....................... Fragmentos de escritura: la ciudad como recuerdo .................. La diferencia en el corazón de la semejanza .............................

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SEGUNDA PARTE: DOS MANERAS DE REPRESENTAR EL ESPACIO DE LA RELACIÓN EXTERIOR/INTERIOR A LA VARIACIÓN OBJETO/SUJETO .......... LA ANIMACIÓN DEL MUNDO OBJETIVO: LA CIUDAD COMO MÁQUINA VIVA ....... La engañosa predominancia del sujeto ............................................ Cosas y paisajes ......................................................................... Personajes .................................................................................. La trascendencia de los objetos tecnológicos .................................. La rosa de cobre ......................................................................... Transiciones y transgresiones en la frontera de la ciudad ........ La experiencia de la barbarie ........................................................... UN MUNDO HUMANO COSIFICADO: LA CIUDAD COMO COLLAGE ...................... Los personajes en los intersticios de las cosas ................................ Una mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas ............................. Locas, solitarias y anónimas ............................................................ Cuando los contornos se vuelven borrosos ..................................... TERCERA PARTE: A PARTIR Y MÁS ALLÁ DE LA EXPERIENCIA FABULACIÓN Y ENSUEÑO ........................................................................... El ciclo de lo virtual: el ailleurs empieza aquí ................................ El Mayor, la abolición de la polis .............................................. El Buscador de oro, el retorno al paraíso.................................. El Astrólogo, la revolución como fabulación............................. La ciudad, trampolín y blanco de la revolución ................... La ciudad, forma de organización de un mundo nuevo ........ El don de la palabra .............................................................. La condición del ensueño: el aquí es soledad, incomunicación, pasividad .......................................................................................... Eladio Linacero o un preludio narcisista ................................... Los no lugares o el narcisismo visto desde fuera ....................... Dejar el aquí y ahora: los ensueños de las mujeres.................... Los efectos de la divagación ...................................................... ¿REBELIÓN O EVASIÓN? ............................................................................ La rebeldía como acto individual .................................................... La fabulación al pie de la letra .................................................. Explosión-implosión................................................................... El ailleurs es el amor, la amistad, la acción extraordinaria ............. El don del ensueño ..................................................................... Las cuatro aventuras: huir hacia dentro ................................ Faruru: un proyecto para todos los gustos ............................ Los límites de la evasión dentro de la ciudad .......................

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La evasión mediante los desplazamientos.................................. Fuera pero cerca de la ciudad ............................................... Hacia la playa y el campo ..................................................... Volver a la ciudad mitificada ................................................ Ya no hay lugar… ............................................................................ A MODO DE CONCLUSIÓN...........................................................................

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BIBLIOGRAFÍA ..........................................................................................

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A mi hijo Leonardo

AGRADECIMIENTOS

Quisiera agradecer a las personas que contribuyeron a la realización de este libro. Ante todo, a Teresita Mauro y a Dolly Onetti, también a los numerosos amigos y colegas argentinos que me recibieron, orientaron mis investigaciones y me procuraron los contactos necesarios, entre ellos Adrián Gorelik.

INTRODUCCIÓN

Y las ciudades están como las prostitutas enamoradas de sus rufianes y de sus bandidos. Esto no puede seguir así. ROBERTO ARLT

Desde el punto de vista del urbanismo y la arquitectura, el espacio urbano se define como la organización material del espacio, el modo en que las construcciones ocupan un lugar y el estilo particular de cada una de ellas. Sin embargo, la ciudad no es sólo un espacio construido ni se puede reducir a una serie de datos demográficos. Una simple aglomeración de calles, casas y personas no bastan para formar una ciudad, ya que para eso haría falta un modo de vida particular. Una ciudad puede condicionar cierta manera de habitar, circular, vestirse, hablar determinados lenguajes, comportarse. El modo de ser en el espacio es un parámetro esencial para la definición de éste. Spengler en La decadencia de Occidente afirmaba que lo que distingue a la ciudad del pueblo no es su extensión ni su numero de habitantes, sino la emergencia del alma urbana: «La naissance de l’âme d’une ville est proprement le prodige […] Âme collective d’espèce entièrement nouvelle, dont les raisons dernières resteront toujours pour nous une éternelle énigme, elle surgit tout à coup et se sépare du psychisme général de sa culture» (1976 [1919]: 85). La ciudad es un ser histórico que condensa la trayectoria cultural de una civilización. En la historia, el paso de un tipo de ciudad a otro coincide con el paso de un modo de percepción del mundo, a otro. Las construcciones materiales no desaparecen tan pronto como cambia el modo de percibir el mundo, sino que permanecen más allá del modo de vida o de las mentalidades que les permitieron nacer; por eso la ciudad es, metafóricamente, un tipo de palimpsesto que acumula sucesivamente los vestigios del pasado. Para establecer la relación entre el espacio y su atmósfera, para determinar la relación entre la ciudad como espacio construido y la ciudad como espacio social y conjunto de mentalidades1 sería necesario un método o una semiótica

1 Michel de Certeau establece una distinción entre el concepto de «espacio» y el de «lugar». Observa que el lugar designa un orden homogéneo y fijo de cosas, mientras que

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urbana, para poder descifrar el lenguaje arquitectónico, el lenguaje de la piedra, y para tener acceso a la significación social de la estructura de un espacio urbano determinado. Falta otro método más para interpretar el lenguaje de sus habitantes, hecho de palabras, gestos, costumbres y actitudes. Ambos lenguajes tienen su propia lógica; representan y crean realidades. Nuestra tarea no es la de descifrar el lenguaje de un espacio urbano exterior, es decir, de una ciudad determinada entendida como realidad arquitectónica o sociológica, sino la de abordar este espacio desde el punto de vista de su reconstrucción ficcional; descubrir la ciudad representada, imaginada parcial o totalmente inventada, como en el caso de una pintura, que no es menos verdadera que la «real». La ciudad de la ficción no está hecha de colores, sino de palabras. Jacques Yves Tadié sugiere que entre estos dos modos de representación hay más semejanzas de lo que uno piensa, sobre todo cuando la diferencia se traduce en términos de distancia: Si la peinture est la trace de l’espace représentatif, la littérature introduit une distance supplémentaire, parce que les signes du langage représentent la représentation. Ils notent un tableau, et c’est bien le nom d’une figure du discours de la rhétorique classique; on est, certes, tenté d’opposer la saisie globale de la perception picturale à la succession de la lecture; mais, outre que, du point de vue de l’artiste, cette opposition disparaît, puisque certains peintres mettent aussi longtemps à produire un tableau que l’écrivain un texte, regarder un tableau, c’est refaire un parcours dynamique, et l’invention instantanée n’est qu’illusion de spectateur superficiel (Tadié 1997: 47-48).

Nuestro interés se centra en la ciudad del texto, narrada o fundada por la escritura, que, como se señala en la cita anterior, no es otra cosa que el conjunto de signos que constituyen un modo de representación de lo real. La ciudad análoga A través de los siglos, la ciudad ha sido objeto de representación de acuerdo con distintas lógicas estructurales y convenciones estéticas que, según la el espacio comporta elementos de movilidad, velocidad y dirección con lo cual funciona como «unité polyvalente de programmes conflictuels ou de proximités contractuelles». Más explícitamente dice que: «Un lieu est […] la configuration instantanée de positions. Il implique une indication de stabilité. Il y a espace dès qu’on prend en considération des vecteurs de direction, des quantités de vitesse et la variable du temps. L’espace est un croisement de mobiles. Il est en quelque sorte animé par l’ensemble des mouvements qui s’y déploient» (De Certeau 1990: 173).

INTRODUCCIÓN

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época y el contexto, prescribían la forma de lo imaginado. La representación de la ciudad se inscribe en el contexto más amplio de la representación de lo real dictada por las prácticas pictóricas y discursivas de los distintos momentos históricos. Esta representación revela una manera de ver y de percibir el mundo. Cada uno de sus discursos produce un orden espacial específico, una imagen de la ciudad que capta cómo se percibe el presente y comporta una combinación particular de elementos reales e imaginarios. La imagen de la ciudad es el resultado de todo un entramado de representaciones y resulta productiva en doble sentido ya que por un lado es producida por la ciudad y, a la vez, esta imagen misma produce nuevas significaciones y nuevos modos de entender la ciudad. Memoria, percepción e imagen conducen en una etapa ulterior a la capacidad de imaginación que nace de lo concreto (Rossi 1981). Para poner de relieve la interacción particular entre el espacio en cuanto valor formal-geométrico y las significaciones que produce su percepción, evocamos aquí el concepto de «ciudad análoga» que nos invita a poner en duda la ciudad como realidad en un sentido convencional. Este concepto, creado por Aldo Rossi (1981), surgió de su estudio sobre grabados y pinturas italianas del siglo XVI que, en su intento por representar una ciudad, combinaban de manera magistral elementos reales con otros míticos, respetando totalmente la índole de la ciudad representada. La expresión señala el punto de encuentro entre los componentes materiales del espacio, la memoria y los elementos imaginativos que forjan, también a su manera, este espacio. El ejemplo que utiliza Rossi para explicar cómo surge esta noción es el Capricho de Canaletto sobre el Ponte de Rialto (1755-1759), grabado en el cual la ciudad de Venecia aparece como un ensamblaje condensado de monumentos reales e imaginarios, de sitios que existen y otros figurados por el arte y la arquitectura; como lugar de valores puramente arquitectónicos. Las formas representadas aparecen como escenas fijadas, dotadas del poder de evocar ficciones importantes de esta ciudad. Funcionan como figuras metonímicas en las que la parte remite al todo: An «analogous city» text, not quite a real city not entirely a fictitious one, is a composition of images produced by two kinds of generators: concrete images drawn from a memory archive of architectural types, or imaginary figures and archaic symbols retrieved from the deep structure of memory (Boyer 1998: 32-33).

Estas observaciones centradas en las artes plásticas y, en particular, en la arquitectura y la pintura, son válidas también para la literatura, teniendo en cuenta las particularidades de este modo de representación. Una parte importante de la ficción nace en la ciudad y hace de ella su tema. En la medida en la que se transforma el espacio, se transforman tam-

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bién las modalidades lingüísticas que hablan de éste: la palabra, la escritura. El período histórico que marca el inicio de la Revolución Industrial condujo al desarrollo de las grandes ciudades de la modernidad, etapa que coincide con una crisis de la representación en el marco de la ficción narrativa, en el doble plano de lo representado y de las opciones enunciativas (Dugast 1993: 10). A la integridad que caracterizaba el espacio urbano en la escritura de Balzac, por ejemplo, le suceden espacios discontinuos, fragmentarios, heterogéneos y dispersos. El concepto que mejor simboliza esta nueva situación es la encrucijada, como la de Berlin Alexanderplatz de Alfred Döblin o la de Manhattan Transfer de John Dos Passos. El entrecruzamiento de lenguajes y códigos en el marco de la ciudad moderna –que toma la forma de un supersignificado– se corresponde con una escritura que pone en peligro hasta la legibilidad del texto. El lenguaje de la ficción percibe, representa e inventa la ciudad y sus lenguajes. Para revelar los secretos de elaboración de tal modo de percibir, representar e inventar se podría hacer un estudio sociológico del espacio urbano a partir de la literatura. Nuestra intención no es la de usar la obra literaria como medio de interpretación o ejemplo de una realidad externa y preexistente, sino la de cotejar esa otra realidad que la obra revela (o crea), que se impone sobre lo conocido para darle nuevos significados. Esa ciudad que «en tanto referente trastocado por complejos procesos de transformación, reclama un acercamiento no lineal sino una inscripción abierta a un campo de figuración multidimensional, que no se deja compactar al modo de un escenario estético» (Ferro 1998: 43). Mas allá del aspecto formal y geográfico de la ciudad, que puede ser objeto de un proyecto descriptivo en una narración, está también la vida urbana, la cotidianeidad y la mentalidad que penetran el sistema de la representación literaria. El concepto de «ciudad análoga» se podría entender en un sentido más amplio, como el encuentro de las imágenes de un contexto sociohistórico concreto con figuras imaginarias, estructuras de una memoria profunda o de una intuición que este contexto evoca en el sujeto de la percepción. El objeto representado, sin que sus rasgos objetivos o su alma se alteren, adquiere dimensiones de un universo inédito hecho de vestigios e imágenes incoherentes, a veces hasta incompatibles, sacadas del depósito indefinido de la memoria colectiva. This system of assembling –really reassembling– incompatible city images searches through the deep layers of a city’s fabric for unconscious and absent figures pressing to be expressed, images drawn from a meta-encyclopaedia or meta-guidebook that create nodes of turbulence and entanglement (Boyer 1998: 189).

INTRODUCCIÓN

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La imagen de la ciudad, pictórica o literaria, sea cual fuere su grado de «realismo», es siempre una abstracción, una figura imaginada, el resultado de un orden espacial que, establecido por medio del discurso, se convierte en un medio de percibir el entorno. Esta relación compleja entre el espacio y su representación crea la necesidad de centrarse no en la estructuración de los signos que producen la imitación del espacio real, sino en el lenguaje original que nos permite imaginar este espacio. La ciudad fundada por la escritura surge en el intersticio entre presente y pasado, entre materia y palabra. Dicho de otro modo: «La fundación de la ciudad por la escritura […] supone una amputación, un olvido, la fundación sólo es posible como acto concreto si la letra significa invención y ausencia, expandiéndose en la red innumerable de remisiones significantes» (Ferro 1998: 18). Esta distancia entre la autoridad del referente y la representación es la que da la posibilidad de múltiples lecturas, la proyección de espacios de invención variados, el establecimiento de una serie de juegos de figuración discursiva y el desarrollo de toda una retórica; este sistema de figuras –en el sentido que lo entiende Gennette, como la forma del intervalo entre lo pensado y lo escrito–, las múltiples maneras de contar la ciudad centra el interés de este trabajo. El contexto del Río de la Plata El fenómeno urbano ha sido una de las preocupaciones principales de la literatura rioplatense a partir de finales del siglo XIX. Poesía, novela, ensayo y teatro buscaron articular el alma de la metrópoli desde distintos puntos de vista. La zona del Río de la Plata en las primeras décadas del siglo XX es la imagen de una modernidad urbana en plena expansión. Una serie de factores históricos, geográficos y políticos contribuyeron a la transformación de esa ciudad colonial de aire más bien provinciano, en un espacio metropolitano. Esta transformación en sí misma fue tema de narración o, de manera menos directa, constituyó el trasfondo de una literatura urbana. Los distintos géneros literarios definieron sus formas respectivas a partir de la representación de la ciudad que rápidamente adquirió un aire mítico. Tal vez porque rápidamente se convirtió en una ciudad agresiva, o porque fue el centro de las decisiones administrativas o tal vez porque se la comparaba con las gloriosas capitales europeas, París y Roma, aunque no poseyera el bagaje histórico que justificara tal comparación. ¿Será porque se puso difícil y vivir en ella fue un privilegio? Pero no, debe ser porque de ella salían las decisiones o quizás porque fue el depósito de los sueños de grandeza de algunos iluminados […] o la posibilidad de una utopía flotante

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emparentada con la de Atenas o Roma imperiales o con una ciudad de Dios levantada desde la nada en una planicie incesante, o con las dramáticas ciudades de la cultura industrial a partir de una inmigración que no sólo la cambió sino que saturó esas calles con gritos y fachadas, de peregrinos recuerdos de identidades abandonadas, de nostalgias sin objeto. Viendo las cosas así, Buenos Aires fue la suma de lo que no había sido de otras ciudades tal vez ni siquiera conocidas, Barcelona sí, París y Londres sí, pero también Yokohama, Cracovia, Compostela o Sassari (Jitrik 1993: 34).

En el ámbito literario, los años veinte estuvieron marcados por la irrupción de la escritura vanguardista –los grupos de Boedo y Florida determinaron dos tendencias distintas, dos topónimos urbanos y a la vez dos maneras distintas de «leer» la ciudad– en detrimento de formas de escritura más tradicionales como el costumbrismo. Es el período de entreguerras, que coincide con el cambio definitivo de Buenos Aires, cuando la ciudad criolla se convierte en metrópoli moderna. El fenómeno de los masivos flujos migratorios desempeñó un papel determinante en la emergencia del nuevo rostro de la ciudad que, a causa de cambios no sólo en términos de cantidad de la población, sino también en términos cualitativos, ya no tuvo nada que ver con el del siglo XIX. Como señala José Luis Romero, en las ciudades donde se produjo una gran concentración de grupos de inmigrantes, el cambio consistió también en la sustitución de una sociedad ordenada y compacta por otra, escindida, en el marco de la cual se yuxtaponían dos mundos diferentes. Una fue la sociedad tradicional, compuesta de clases y grupos articulados, cuyas tensiones y cuyas formas de vida transcurrían dentro de un sistema convenido de normas: era pues una sociedad normalizada. La otra fue el grupo inmigrante, constituido por personas aisladas que convergían en la ciudad, que sólo en ella alcanzaban un primer vínculo por esa sola coincidencia, y que como grupo carecía de todo vínculo y, en consecuencia, de todo sistema de normas: era una sociedad anómica instalada precariamente al lado de la otra como un grupo marginal (Romero 1976: 331).

Paralelamente a los cambios sociales, el nuevo paisaje metropolitano sufrió rápidas modificaciones impuestas por la industria y la técnica, en el marco de un proceso de modernización acelerada. Estas mutaciones indujeron, inevitablemente a una pérdida de los puntos de referencia tradicionales de la ciudad. «Le vieux Paris n’est plus/ La forme d’une ville/ change plus vite, hélas! que le cœur d’un mortel»: los célebres versos de Baudelaire escritos en el contexto de la revolución haussmaniana de la que surge el París de hoy, son perfectamente válidos en el contexto de la metamorfosis que conoció la Buenos Aires de principios de siglo. Se puede verificar una verdadera conmoción en el ámbito de las relaciones sociales y económicas, del perfil

INTRODUCCIÓN

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urbano, del plano y la perspectiva del paisaje, pero también y, ante todo, de la manera de ser, de los comportamientos individuales y de las lógicas institucionales. Tales cambios bruscos y espectaculares contribuyeron a la creación de una dinámica urbana excepcional, con respecto a otras ciudades de América Latina. En esta metrópoli que emergía velozmente surgieron una serie de situaciones y un imaginario que, algunas décadas más tarde, serían los de todas las grandes ciudades modernas en general. La modernidad urbana de Buenos Aires no es la de Londres, París, Roma o Atenas. La memoria urbana de Buenos Aires es mucho más joven que la de cualquier capital del viejo mundo. En el espacio americano, marcado por el imaginario de la utopía, la ciudad adquiere el perfil de un lugar abierto a todas las innovaciones y transformaciones, un tipo de tabula rasa, lugar para conquistar que, en términos al menos simbólicos, da cabida a todo tipo de transformaciones e invenciones sin el peso de tradiciones preexistentes. En este lugar, la exageración y la extravagancia se convierten en regla. La Buenos Aires de los años veinte surge como una ciudad de cemento que crece y se extiende a un ritmo desenfrenado, amenazando no sólo las tradiciones locales sino, más profundamente, la integridad psicológica del individuo que se transforma de repente en hombre de masas dentro de una ciudad masificada, en una fracción de la sociedad o en pieza de máquina. La población se multiplica por doce en sesenta años (de 1869 a 1930). La joven capital entra rápidamente en crisis y se convierte en una ciudad «excusable mais insupportable» –como dice Le Corbusier en su visita del año 1929–, una ciudad a la que se califica de extranjera, impersonal, inmoral, inaccesible. Ésta es la gran escena latinoamericana de una cultura de mezcla. Las inmensas cantidades de inmigrantes modifican radicalmente el modo de vida, la manera de hablar, las costumbres, la alimentación, la ideología de los porteños y componen la versión latinoamericana del melting-pot: «modernidad europea y diferencia rioplatense, aceleración y angustia, tradicionalismo y espíritu renovador; criollismo y vanguardia» (Sarlo 1999 [1988]: 15). La capital argentina de los años treinta olvidó rápidamente su pasado rural y los valores tradicionales. La tensión entre ciudad y provincia alrededor de la que giraban textos como La Gran Aldea de L. V. López o los de Cambaceres pierde parte de su actualidad en esa ciudad masificada, turbulenta e inestable con valores morales determinados por los cambios económicos.2 A pesar de todo, el éxito de una novela como Don Segundo Sombra por esos mismos años (1926) demuestra la persistencia, al menos soterrada, del ámbito del campo y de lo criollo en el imaginario argentino. 2

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El universo ficcional en el que se desarrollan las obras de Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti es justamente el de la zona geográfica que delimitan Buenos Aires y Montevideo. La presencia del puerto, de los grandes ejes urbanos, las alusiones a la vida miserable de los que viven en los conventillos o las pensiones –elementos presentes en ambos autores–, sirven de brújula al lector que busca puntos de referencia cronológicos o históricos, aunque sus obras van más allá de una literatura de color local y alcanzan, de manera a veces premonitoria, cuestiones de carácter universal. El individuo agobiado en el marco de una sociedad hostil y miserable, sin valores, se transforma en un ser solitario replegado en un mundo de imaginación –mitos, sueños, escritura–, con la esperanza de encontrar, milagrosamente, una respuesta a su angustia existencial. La búsqueda de la salvación, paralela a la de la identidad, moviliza mecanismos compensatorios destinados a llenar las carencias de la vida cotidiana o a una actitud de ruptura y de transgresión por medio de la cual el individuo se entrega a los excesos, el vértigo, la violencia y los impulsos más allá de todo límite. Las obras estudiadas en este trabajo recurren a medios de expresión que están en consonancia con la escena literaria mundial, participan plenamente de la modernidad literaria e influyen en su trayectoria. La problemática existencial del yo y su experiencia de la realidad urbana moderna, la búsqueda de una solución como asunto individual –el sitio preponderante que ocupa la subjetividad y la percepción subjetiva– acercan directamente las obras de estos dos autores rioplatenses a las de sus contemporáneos: Faulkner, Dos Passos, Céline y Malraux; también a Dostoievski, el expresionismo alemán y el futurismo italiano. Tanto Arlt como Onetti eran grandes lectores de textos múltiples y variados. En Arlt, aparte de las huellas del autor ruso, se perciben también los ecos del folletín, Rocambole entre otros, de la picaresca española y de otros conocimientos: el saber técnico y los manuales de inventor, el cine, el periodismo, la actualidad, el ocultismo, la magia, la Primera Guerra y la escena política mundial. En Onetti, más joven que Arlt, más cerca de la Segunda Guerra, cuyo eco aparece de manera soterrada en sus escritos, se nota la influencia de los autores norteamericanos y la escritura cinematográfica que ellos han incorporado en su obra ficcional. Ninguno de los dos se puede clasificar ni encerrar en reglas o corrientes literarias fijas, ambos tuvieron actitudes rebeldes o antiliterarias e incluso abiertamente provocadoras, como en el caso de los artículos de Onetti en Marcha o la introducción de Los lanzallamas de Arlt. Autodidactas y de oficios variados, ambos pasaron por la etapa del periodismo. A la manera de Jack London, se sitúan en las antípodas de lo que convencionalmente se podría llamar un «homme des lettres» o «intelectual».

INTRODUCCIÓN

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En el marco del paisaje literario de la Argentina de los años veinte y treinta, Arlt se podría caracterizar como «vanguardista heterodoxo» (Herrera 1997). A diferencia de una vanguardia que rechaza explícitamente la representación realista y busca fundar un mundo autónomo y completamente separado de la realidad, la escritura de Arlt toma el camino de una relación más ambigua que la negación del mundo real. Es una escritura que no aspira a la reproducción fiel del mundo exterior pero que acepta como inevitable el carácter textual y lingüístico de la realidad literaria y procede a la fabricación de una realidad ficcional que mantiene con el mundo externo relaciones múltiples. Arlt es uno de los autores que utiliza el lenguaje realista para alcanzar un resultado que está lejos de cualquier verosimilitud, como para trazar otro camino hacia lo real. El resultado es una retórica extrema: la hipérbole, la exageración, el imaginario exasperado de las soluciones radicales que conduce a «un sistema de explosiones en cadena» (Sarlo 2000: 2-4). Lo fantástico tiene también su lugar en esta escritura ya que la imaginación se convierte en un contrapunto alucinatorio de la experiencia de lo real. Más conocido que Arlt fuera de Argentina, Onetti se autodefinía como un «ferviente arltiano» desde los años treinta. No se lo puede caracterizar como un autor vanguardista, según criterios formales, pero su obra no sería posible sin la asimilación de las lecciones de la vanguardia, entre otras fuentes. En Onetti, el nudo de la historia se encuentra siempre en los intersticios, en lo no dicho, en lo omitido. El relato presenta casi siempre rasgos de una autorreferencialidad y se transforma en un espacio que cuestiona hasta el mismo acto de escribir, lo que es un ataque contra todo lenguaje narrativo que evite autocuestionarse. La imaginación y, por consiguiente la ficción, aparece como un medio de corregir la vida real, que no es sino un pálido esbozo de la «verdadera» vida que, como sabemos desde Rimbaud, no existe. Si la vida no es un sueño, podría ser por los menos un ensueño.

Buenos Aires y el trasfondo de una afinidad Una observación recurrente en los manuales de historia de la literatura hispanoamericana es la influencia de Roberto Arlt en las generaciones posteriores en general y sobre Onetti en particular. Sin embargo, como señalan Maryse Renaud y Rose Corral, la relación entre estas dos escrituras es una cuestión que no ha sido suficientemente estudiada. Estas mismas autoras han tratado el tema en breves ensayos destacando elementos como la violencia, la agresividad, el anticonformismo, la transgresión del buen gusto, de la moral y también de la frontera entre los géneros literarios, la abundancia de ano-

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taciones agrias, algunos indicios de sadomasoquismo, el juego de impulsos, pasiones e instintos abyectos y también la hábil utilización de metáforas que combinan la agresividad geométrica del mundo urbano con la violencia de instintos sexuales frustrados.3 Más allá de los datos geográficos e históricos, los personajes marginales y cierta resonancia de autores europeos y norteamericanos, en el punto de encuentro de la obra de Arlt con la de Onetti, queda todavía por estudiar una multitud de elementos que sería erróneo someter a un único criterio de lectura. En otras palabras, es insuficiente limitar la relación entre los dos autores exclusivamente a la semejanza de los personajes, las descripciones o los ambientes. Se trata más bien de sistemas narrativos que funcionan según lógicas distintas que, no obstante, confluyen hacia una misma concepción del mundo contemporáneo. En las obras de ambos, más allá de analogía, se debería hablar de complementariedad, tanto más vital, cuanto surge de la diferencia. La elección de las obras que forman el corpus de nuestro estudio se debe a las consideraciones siguientes. Los siete locos y Los lanzallamas (1929, 1931) son la cima de la ficción arltiana. Estamos de acuerdo con Julio Cortázar cuando señala que en el ciclo de Erdosain, el mundo urbano es sofocante y opresor y alcanza dimensiones incomparables a las demás narraciones del autor. Cualquier indicio de esperanza desaparece frente a la sensación creciente de estar en un callejón sin salida. La ciudad se revela bajo una multitud de ángulos, perspectivas y discursos interiormente fragmentados y contradictorios sin que sepamos qué perspectiva es la más valida. Entre las calles de Buenos Aires y los pasos de Augusto Remo Erdosain se instala una relación de intensidad particular. En cambio, El juguete rabioso (1926), especie de bildungsroman, con resonancias de la novela picaresca, conserva todavía vislumbres de esperanza. Por otro lado, en El amor brujo el autor vuelve sobre una serie de figuras y técnicas ya conocidas desde Los siete locos y Balder es una versión menos intensa de Erdosain (Cortázar 1981: VII).4 El pozo, Tierra de nadie y los primeros cuentos de Onetti se juntan bajo el signo de la ciudad porteña. Las dos novelas presentan dos aspectos complementarios de un mismo fenómeno –ciudad y alienación– y los relatos agregan una serie de matices. Éstos se caracterizan por un progresivo cambio de 3 Existen pocos trabajos que emprendan un estudio sistemático sobre ambos autores. Entre ellos, la tesis doctoral de R. Perales (1981), los artículos de M. Renaud (1993) y de R. Corral (1992), citados en la bibliografía. 4 Es cierto que también Las aguafuertes de Arlt dan un panorama de la vida cotidiana porteña, pero el pacto de lectura en las crónicas periodísticas es distinto del que propone la ficción.

INTRODUCCIÓN

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tono, inicialmente lúdico y, luego, cada vez más sombrío. Desde «Avenida de Mayo…» hasta Tierra de nadie, se podría trazar una línea de graduación en tensión, aislamiento, alienación. Este primer período de Onetti en el que Buenos Aires y la metrópoli ocupan el centro de su mundo ficcional, ha sido menos estudiado que el posterior, a partir de La vida breve (1950), que tiene como trasfondo la ciudad imaginaria de Santa María. Este trabajo se propone a la vez como una lectura de la ciudad –Buenos Aires símbolo de la metrópoli–, de la escritura de la ciudad y, al mismo tiempo, emprende una exploración sistemática de los lazos que unen a estos dos autores rioplatenses.

PRIMERA PARTE

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E

n esta primera parte, abordaremos el tema de la ciudad como experiencia, idea que, inevitablemente, remite a una concepción fenomenológica del mundo. El espacio urbano, punto de encuentro de los textos aquí estudiados, se abordará a partir de la experiencia de los personajes. Veremos en detalle cómo sus trayectorias en el espacio se articulan con la evolución de la narración. El concepto de experiencia tiene una connotación existencial puesto que trata de la relación del sujeto con su espacio. Esta relación se establece por medio de la percepción, que no sólo es momentánea, sino que lleva las marcas de una vida emocional anterior. El espacio exterior coincide con la imagen de la experiencia del afuera, operación que da a éste un carácter existencial y a la existencia un carácter espacial, según Merlau-Ponty (1945: 339). La experiencia es lo que funda una realidad diferente, que va más allá de la supuesta objetividad; es el vector de las distintas percepciones del mundo. Los desplazamientos de los personajes en el espacio nos inducen a distinguir una relación dialéctica entre el afuera y el adentro, que concierne no sólo a los espacios, sino también al sujeto mismo y a su manera de ver el mundo: dentro y fuera de la ciudad; dentro y fuera de los espacios cerrados; pero también de las conciencias y de la vida urbana en general, vista como un sistema de relaciones públicas o privadas. El adentro y el afuera adquieren dimensiones que van más allá del ámbito topológico.

LO EXTERIOR

Les propriétés spaciales jouissent d’un privilège particulier sur les autres propriétés; car les autres relations participent toujours de la spacialité, tandis que les rapports spaciaux pourraient fournir à eux seuls le contenu d’une intuition. ERNEST CASSIRER

Como sugieren las palabras de Cassirer, el poder ilustrativo del espacio es único, ya que se convierte en instrumento de descripción por excelencia de toda situación. En esta misma dirección van las reflexiones de Bachelard, quien precisa que las nociones de exterior e interior «forment une dialectique de l’écartèlement», que recuerda «la netteté tranchante du oui et du non qui décide de tout». Estas dos nociones contrastadas son los componentes de las imágenes positivas o negativas, crean una geometría implícita que confiere espacialidad al pensamiento, al sentimiento, a toda situación y hasta llegan a crear un mito, el mito de lo exterior y lo interior cuya significación última se entiende en el caso de la demencia: lo que se esconde detrás de esta oposición formal es la hostilidad y la agresividad (Bachelard 1984 [1957]: 191-192). La relación de oposición o de comunicación entre exterior e interior está presente en cada uno de los textos estudiados, pero estas dos nociones adquieren a menudo un valor y una función diferentes según el contexto. Como se verá, de la misma manera que la relación interior/exterior, una segunda relación dialéctica (aquí/allí) adquiere también un poder notable de determinación ontológica. Empezaremos por la noción de exterior y veremos cómo se manifiesta en Los siete locos y en Los lanzallamas. Erdosain es un personaje que pasa gran parte de su vida afuera, en lugares abiertos y públicos de la ciudad (calles, plazas, estaciones, cafés, etc.). Sin embargo, los interiores –los espacios privados y cerrados, delimitados por los muros de un edificio– no están excluidos de la narración. La exterioridad, tal como es vivida y sobre todo recorrida por Erdosain, se podría ver como un itinerario entre cuatro sectores de Buenos Aires: la parte del centro que se extiende al sur de la avenida de Mayo; los barrios ricos del centro, que empiezan al norte de este mismo eje; la zona suburbana indus-

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trial, que Erdosain atraviesa repetidas veces al entrar y al salir de la ciudad; y Temperley, el arquetipo de la anti-ciudad, el espacio suburbano ligado al campo. En la primera parte la novela –y hasta el subcapítulo «Sensación del subconsciente»–, la fundación del espacio exterior de la ciudad se funda a partir de los desplazamientos de Erdosain. En gran medida, el relato consiste en una reproducción, por parte del narrador, del informe de Erdosain. La narración (y, en otro nivel, la lectura) sigue los pasos del personaje por las calles ruidosas de Buenos Aires, Temperley, las estaciones ferroviarias, la choza de los Espila, los prostíbulos, los barrios ricos de la ciudad, etc. A partir del subcapítulo mencionado, la focalización cambia y observamos la aparición de secuencias paralelas. El narrador no se contenta con adoptar la perspectiva de Erdosain ni con reproducir su informe, sino que incluye en la narración segmentos discursivos, o de acción, independientes de la presencia de Erdosain, que incluso ocurren a espaldas de éste o en su ausencia. Es un narrador omnisciente que por momentos parece saber más de lo que sabe el personaje principal. «Sensación del subconsciente» es, en este sentido, un capitulo significativo: se trata de la primera secuencia narrativa en la que el lector tiene la oportunidad de acceder a Temperley (al universo de la quinta y a los razonamientos del Astrólogo) sin la mediación de Erdosain, fuera de su perspectiva y de su experiencia. En Los lanzallamas, los recorridos del personaje se reducen. Más concretamente, los recorridos de Erdosain aparecen únicamente en los subcapítulos siguientes: «Los anarquistas», «Bajo la cúpula de cimento», «El paseo», «La fábrica de fosgeno», «El homicidio». El narrador nos transmite información sobre los distintos lugares de la ciudad y sus alrededores sin la intermediacion de Erdosain. Se podría decir que, una vez guiado por Erdosain hacia lugares y personajes, como si le hubiera sustraído un manojo de llaves, el narrador se permite abrir puertas y dejar que el lector entrevea zonas a las que, en un principio, accedía sólo gracias a la presencia del personaje principal. Si en Los siete locos y Los lanzallamas la experiencia del espacio exterior de la ciudad es dolorosa y aterradora, en los textos de Onetti ésta pierde su aspecto dramático inmediato. La función del espacio exterior, en Onetti, es diferente en varios aspectos. Lo exterior no necesariamente coincide con la exclusión, sino, más que todo, con el acto de transitar, por lo menos en un primer nivel de lectura. Los diferentes sectores de la ciudad (norte/sur/ este/ oeste) no surgen estereotipados como en Arlt; tampoco el grado de agresividad de los elementos que componen el espacio es el mismo que en los textos arltianos. En Onetti, los componentes de la exterioridad permanecen congelados, inmóviles, forman un espacio discreto y a la vez muy presente

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que ocupa el primer plano, mientras que los personajes van borrándose y esfumándose en el segundo plano. Ante todo, cabe decir que, en los textos onettianos, la presencia de la ciudad en cuanto proyecto descriptivo es reducida: la referencia a calles o lugares concretos de la ciudad es limitada. En principio, Onetti no busca la descripción escenográfica realista sino que busca más bien las «cosmovisiones», las pasiones, los miedos de esta nueva especie humana desarrollada, y a lo mejor también generada, en el marco de la macrocefalia urbana rioplatense. El espacio urbano es simplemente el receptáculo de la experiencia humana. El Montevideo de El pozo surge como un eco atenuado de la capital monstruosa que es Buenos Aires: «una ciudad tensa, dramática, moderna, más que nunca parecida a las europeas y norteamericanas, o más decidida a parecerles» (Rama 1965: 73). La representación de la ciudad en El pozo, Tierra de nadie y los cuentos se reduce, en su mayoría, a sitios cerrados y sobre todo en horas nocturnas. La percepción es fragmentaria, al modo de un collage. Reanudando nuestras reflexiones sobre la experiencia, diríamos que la configuración del espacio urbano, en Onetti, no es el resultado de una experiencia marcada por los estados emocionales del sujeto, sino más bien algo presentado como un hecho objetivo. Dispersa e incoherente: así es el mundo en el que vive el sujeto contemporáneo de los grandes centros urbanos. Tal dispersión priva a los lugares, los hechos y los personajes de todo rasgo individual y deja que se disuelvan en un crisol donde predomina el color gris, los gestos insignificantes, los espacios que han perdido sus rasgos distintivos –«les espaces quelconques», para utilizar un término introducido por Pascal Augé y retomado por Gilles Deleuze. L’espace n’est plus tel ou tel espace déterminé, il est devenu espace quelconque […]. Un espace quelconque n’est pas un universel abstrait, en tout temps, en tout lieu. C’est un espace parfaitement singulier, qui a seulement perdu son homogénéité, c’est-à-dire, le principe de ses rapports métriques ou la connexion de ses propres parties, si bien que les raccordements peuvent se faire d’une infinité de façons. C’est un espace de conjonction virtuelle, saisi comme pur lieu du possible. Ce que manifeste en effet l’instabilité, l’hétérogénéité, l’absence de liaison d’un tel espace, c’est une richesse en potentiels ou singularités qui sont comme les conditions préalables à toute actualisation, à toute détermination (1983: 155).

Por eso, la configuración del espacio en Onetti no se puede leer a partir de la intriga del relato, como en Los siete locos y Los lanzallamas, sino en función de la multitud de sujetos y objetos que simplemente están ahí, en un estado de existencia de facto en el tiempo y el espacio, seres que no son otra cosa que posibles productos de esos lugares. La presencia de la ciudad (Buenos Aires o

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Montevideo) en ese primer período de Onetti toma ante todo la forma de una entidad abstracta y difusa. Consideramos que El pozo y Tierra de nadie ocupan los dos extremos de una línea que va del interior al exterior, son dos obras complementarias en el sentido de los puntos de vista que ofrecen. Ambos textos, desde un punto de vista estructural, son composiciones fragmentarias sin intriga lineal. Tierra de nadie, en particular, se podría ver como lo exterior por excelencia: la pluralidad de los puntos de vista y de voces, la fragmentación de las escenas y de los discursos tienden a suprimir todo tipo de convergencia y de unidad. Por el contrario, en El pozo la interioridad del yo salva el relato de la dispersión total.1 En cuanto a los cuentos, dan una perspectiva innovadora y matizada que enriquece las perspectivas ofrecidas por El pozo y Tierra de nadie. Participan también del desarrollo del diálogo entre el aquí y el allá, la ciudad y su opuesto, la exterioridad y la interioridad del yo. Lo exterior se presenta, entonces, bajo diversos aspectos. La metrópoli, con sus vicios, no es una entidad material objetiva, uniforme, inmutable; por un lado parece estar ahí como retirada, en su papel pasivo de realidad exterior; por otro lado, está imbricada con el mundo interior de los personajes y hasta se convierte en la matriz misma que genera y forja al sujeto.

Erdosain o la experiencia ciclotímica de la ciudad y todo eso con un fondo de calles porteñas […] iluminadas y entenebrecidas por los pasos de Remo Erdosain, guía mayor en esta visión abismal de Buenos Aires que los otros escritores de su tiempo no habían sabido darme. JULIO CORTÁZAR

Los siete locos se abre con el personaje de Augusto Remo Erdosain. Este relato se presenta, desde el principio, como una historia lineal, contada por un narrador externo que, según parece, no está implicado en los hechos. Su objetivo es contar las etapas principales de la vida de Erdosain. Éste trabaja de cajero en una compañía azucarera y ha cometido un delito (malversación), descubierto pronto por su jefe. Erdosain ha llegado a este acto como conseAdemás, a diferencia de El pozo, donde la crisis de identidad se resume a una tentativa de evasión en el mundo interior, en Tierra de nadie se observa un esfuerzo por escapar más allá de la sociedad (Molina 1982: 74). 1

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cuencia de una serie de humillaciones profundamente dolorosas, marcado por la experiencia de un agudo sufrimiento y un malestar que lo llevan a la búsqueda desesperada de liberación. Su porvenir parece estar tan comprometido como su pasado: corre el riesgo de terminar en la cárcel, ya que la empresa ha fijado un plazo para la rendición de cuentas. El personaje pasa sus días recorriendo las calles de Buenos Aires y sus afueras, hundido en soliloquios, fantasmas y proyectos. Los momentos claves de la cotidianeidad de Erdosain se convierten en pretextos narrativos que llevan a la revelación paulatina de un mundo inimaginable. El descubrimiento del fraude, la visita al Astrólogo para pedirle ayuda, luego la fuga de su esposa, Elsa, con un capitán del ejército y la decisión de asesinar al primo de Elsa, Barsut, principal humillador de Erdosain, se construyen como puntos centrales que motivan parte de la acción y ocasionan una serie de confesiones, soliloquios y discursos (parte discursiva de la novela). Según Beatriz Pastor, en Los siete locos «el elemento emocional sobre el que se apoya la percepción del espacio urbano es la hostilidad: Esta hostilidad real que vive el personaje en la ciudad que lo alberga crea y a un tiempo limita su percepción de ella» (Pastor 1980: 58). En la gran ciudad industrializada y capitalista, espacio de la cotidianeidad del personaje arltiano, la burguesía y el proletariado surgen como dos categorías sociales antagónicas, como consecuencias de la evolución de las relaciones socioeconómicas. Los personajes, más allá de sus propias características individuales, llevan en sí las huellas de su conciencia de clase y esto es un elemento fundamental para la formación del sentimiento de hostilidad, dominante en la percepción del espacio exterior. Tanto las partes de acción, como las partes discursivas de la novela mantienen una relación compleja con el elemento urbano: la ciudad es un medio y a la vez un invento diabólico, asociado a fenómenos como la mecanización de la vida cotidiana, el surgimiento de una sociedad atomizada, compuesta por masas de individuos desamparados y un sistema de valores unívoco basado en los principios del éxito material y social. Por eso es a la vez causa de sufrimiento y destino irreversible de sus habitantes. Como observa pertinentemente Ricardo Piglia, «Los siete locos mezcla, de hecho, dos novelas: está la novela de Erdosain y está la novela del Astrólogo» (Piglia 1993: 32). Se trata, en efecto, de una novela doble, no sólo en el sentido de dos libros, sino también en el sentido de una ficción que surge a partir de la interacción de dos ciclos que se entrecruzan: la novela de Erdosain es el relato del hombre que sufre en su realidad cotidiana; mientras que la novela del Astrólogo es el relato de los mundos posibles, el de un proyecto ficcional que aspira a cambiar el mundo real.

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Asimismo, el Astrólogo está en las antípodas de Erdosain. Mientras que éste parece estar preocupado por cuestiones de tipo concreto y privado (falta de dinero, falta de afecto, fracaso profesional y familiar), el Astrólogo articula reflexiones abstractas y discursos sobre el destino de la humanidad; sus preocupaciones son de carácter publico y universal. Mientras que Erdosain se describiría como un yo en acción, el Astrólogo sería un yo en discurso. Mientras que Erdosain aparece indefenso, vulnerable, desorientado, el Astrólogo está siempre detrás de una armadura de omnipotencia, elocuencia y misterio, capaz de defenderse frente a toda situación. Mientras que el lector sabe todo de la vida de Erdosain (personaje de carne y hueso), no sabe nada de la vida del Astrólogo (personaje hecho de sustancia más bien espectral). De hecho, al final de la novela, Erdosain muere de un balazo en el corazón, mientras que el Astrólogo desaparece misteriosamente. Para Jorge Rivera, la originalidad de la estrategia narrativa del díptico consiste en contar los hechos desde la perspectiva limitada que ofrece el punto de vista de Erdosain, héroe del ciclo del sufrimiento. Esta técnica narrativa implica que la formación de la «realidad» lleva las huellas del estado psicológico de éste. Sin embargo, entre Erdosain y el lector interviene el narrador anónimo, cuya presencia se vuelve a veces explícita, sobre todo en las notas al pie de página, cuando aparece en calidad de comentador.2 La información que elabora el narrador para la construcción del relato final se basa, en principio, en las confesiones de Erdosain sin que sean ellas su única fuente. El relato comporta una notable mezcla estilística, el paso constante del melodrama social a la crónica policial y a la ciencia-ficción que tiene también implicaciones en la creación de la multiplicidad vocal. Como indica Gerard Genette, «quién ve» y «quién habla» son dos cuestiones distintas. A lo largo del relato, puede haber frecuentes cambios de punto de vista –y por consiguiente variaciones en cuanto al grado de veracidad de lo narrado–, mientras que la voz narrativa puede ser siempre la de un narrador externo, como es el caso en Los siete locos y en Los lanzallamas. Para un lector desprevenido, el paso de la focalización externa (de un narrador omnisciente) a la focalización interna (un narrador tiene acceso al mundo interior de varios personajes) y viceversa resulta imperceptible. La percepción que tiene Erdosain de la realidad se caracteriza por una fuerte tendencia a la mitificación, ya que su imagen del mundo está marcada Como proponen varios estudios de la obra, la voz del narrador no siempre coincide con la del comentador ni con la del autor del libro (ambos aparecen en algunas notas al pie). Aquí no examinaremos esta cuestión en detalle. Para una reflexión más completa sobre esta problemática, véase Herrera (1997: 147-153). 2

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por las sombras que habitan su propio mundo interior y por eso es limitada y alterada. Una cadena circular de sentimientos –dolor, lamentación, resentimiento, remordimiento, rabia, autodesprecio, destrucción, triunfalismo, caída– a veces conduce al personaje a la rebelión, otras, a la evasión: por medio de la «demonización» de algunos aspectos de la vida asociados con algunos lugares y de la idealización de otros, que hacen aparecer ante sus ojos espacios de otro orden, puros y utópicos –como la naturaleza o el universo de los ricos–. Esta sucesión cíclica de sentimientos sella el concepto de fracaso como modo de ser en el mundo; fracaso de integración a la colectividad (trabajo, familia, clase social) y de reacción (rebelión o evasión) en el marco de la metrópoli, este espacio privilegiado en donde se confrontan múltiples dinámicas: The metropolis has invariably functioned as the privileged figure of modernity […]. [It] represents the highest form assumed by both economic and aesthetic forces. The metropolis becomes both a model of economic and social development, and a metaphor of modernity, a metaphysical reality (Chambers 1990: 55).

La metrópoli es el espacio de tensión entre una multitud de fuerzas, pero a la vez el símbolo de una época y de una nueva condición existencial. Erdosain se convierte en el arquetipo de un yo que está mal y en conflicto con la «civilización». Su relación angustiada y contradictoria con el mundo externo, con el sistema urbano como forma suprema de la modernidad, podría ser descrita como un círculo vicioso de sufrimiento, marcado por varias etapas emocionales que se apoderan del personaje y determinan su interacción con el espacio urbano. Concebimos estas etapas de la manera siguiente: Erdosain sufre (el yo: el dolor en cuanto experiencia individual). Sufre porque las ciudades son la causa del sufrimiento de los hombres (el yo como parte de un todo: el dolor como experiencia colectiva). Es un pobre desgraciado, habitante de la ciudad (lamentación). Destrozar las ciudades sería un modo de salvarse (resentimiento: el yo contra todos). Pero destrozar las ciudades significaría destrozar también a la miserable especie humana, a los desgraciados habitantes (remordimiento: el yo contra los otros). Sin embargo, mirados de cerca, los habitantes de las ciudades no son ni desamparados ni desgraciados, sino canallas (rabia: el yo contra los otros). Erdosain es uno de ellos, canalla como ellos (autodesprecio: el yo contra todos). Por eso destrozará las ciudades (destructividad: el yo contra el mundo). Así será un día el rey del mundo (vanidad: el yo solo, sin los otros). Y sin embargo, no será feliz, estará siempre hundido en la tristeza y el sufrimiento (caída: el yo en el dolor). Y el ciclo vuelve a empezar.

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Tal lectura toma en cuenta las transiciones psicológicas del personaje junto con la evolución de la acción; tiene como eje principal la relación del sujeto (Erdosain) con la ciudad, no sólo como espacio, sino como fenómeno más complejo: como estructura material compuesta por un tipo de población, de tecnología y de orden social; como sistema de organización social con determinado tipo de estructura, con una serie de instituciones y una tipología de relaciones; y como conjunto de actitudes e ideas, como constelación de personas implicadas en fórmulas fijas de comportamiento colectivo y sometidas a determinados mecanismos de control social (Wirth 1990: 274). En este contexto, la presencia de la colectividad, es decir, la proximidad de la multitud en todo momento y en todos los sitios es un factor que agudiza las preocupaciones existenciales del individuo, ya que hace emerger la cuestión de la construcción de la identidad individual a partir de la pregunta: ¿con o sin los otros? Así, el circulo de Erdosain –que es a la vez el circulo vicioso de su angustia y el circulo de trayectos en la ciudad de Buenos Aires– comporta una «trayectoria» no sólo a través de las calles de la ciudad, sino también a través de todos los significados y las connotaciones posibles que la ciudad puede tener: lugar, modo de vida y de organización del mundo, sistema de valores, símbolo temporal, proyección de un universo interior, objeto de fantasías futuristas. Buenos Aires es el espacio en el que Erdosain vive con su problema y lo que nos transmite es una versión de este espacio. En otras palabras: El discurso descriptivo vuelve al sujeto: Buenos Aires es lo que Erdosain nos dice, es decir, parte por su visión modulada: fondas oscuras que huelen a comida y a sebo, bares mugrientos donde se reúne el lumpen de la ciudad, calles grisáceas… Así pues, personalidad y espacio resultan anegados por el dilema, de donde se infiere un hecho capital a la modulación: lo social abre la puerta de la angustia y el subrayado de los comportamientos patológicos (Gullón 1995: 227).

Espacio y personaje se construyen uno a partir del otro de tal forma, que la existencia de éste está condicionada por la existencia de aquél. Por un lado, la metrópoli capitalista –un espacio social y económicamente diferenciado– y la posición social del individuo le causan angustia y provocan en él comportamientos patológicos; por otro, el personaje angustiado sólo puede percibir la ciudad –espacio de rupturas y hostilidad infinita– desde el punto de vista deformador de su patología. A eso habría que agregar la cuestión compleja del estatuto del narrador, ya que es un elemento clave en la relación entre espacio y sujeto: la voz del narrador y la del personaje angustiado que anda vagando por las calles a veces se acercan tanto que llegan a coincidir. Sin embargo, en varias ocasiones, el

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lector tiene la posibilidad de comprobar que el narrador es otro y que su voz, por momentos, no sólo deja de reproducir el punto de vista de Erdosain, sino que, al contrario, lo traiciona irónicamente a sus espaldas. El relato es introspectivo hasta tal punto, que los hechos –entre otras cosas las innumerables humillaciones y desgracias que padece el personaje principal– llegan a tener un papel secundario. Desde las primeras páginas de Los siete locos, hay varias referencias al subconsciente del personaje: repetidas analepsis abren, en el centro de la novela, vertiginosas brechas fantasmales que rompen la estructura superficialmente lineal del relato.3 A las descripciones del mundo exterior suceden largas inmersiones en el mundo imaginativo del yo. El resultado de estas alternancias es que los espacios imaginados están en continua interacción con lo que se presenta como realidad. En primer lugar, porque los modelos mentales e imaginativos moldean tanto la percepción, como la experiencia; los esquemas del mundo interior funcionan como filtros de la percepción. En segundo lugar, porque las escenas imaginadas (las metáforas geométricas o geográficas que se usan para hablar de los sentimientos) a menudo están hechas con elementos del mundo real (espacio exterior): tornillos, cubos, círculos sirven para ilustrar estados psicológicos o indagaciones metafísicas. Por eso, se podría decir que los espacios fantásticos son otras versiones, o puestas en escena, de los espacios «reales» que entablan de esta manera un diálogo continuo entre mundo interior y mundo exterior. En tercer lugar, los espacios imaginarios (los mundos alternativos del Astrólogo, por ejemplo) contaminan el espacio real. A partir de estas interacciones, espacios exteriores y espacios interiores forman un panorama topográfico variable, que es a la vez «psicográfico» y «sociográfico», que abarca la ciudad, la descompone, y la yuxtapone a las tierras lejanas «[donde] se salvan las almas que enfermó la civilización», atribuyendo a sus territorios múltiples significados que trascienden el registro de lo geográfico. La clave del relato habría que buscarla no en los hechos del mundo exterior, sino en las huellas que estos hechos dejan impresas en el mundo emocional de los protagonistas. De la misma manera, el contenido de las múltiples posiciones ideológicas que hábilmente manipula el Astrólogo es secundario en comparación con las repercusiones, los efectos impresionantes y el poder «Si por su arquitectura aparente –división en capítulos y subcapítulos– el díptico arltiano recuerda las estructuras novelescas decimonónicas todavía perceptibles en la narrativa de los comienzos del siglo XX, su verdadera originalidad radica precisamente en la insólita extensión de su dimensión introspectiva» (Renaud 2000: 701). 3

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emotivo que tal discurso causa en el mundo interior de los personajes. La contracara de la perversidad de la ciudad monstruosa será la exaltación de la palabra mítica y regeneradora del Astrólogo. La palabra indicará el camino hacia una salida posible del universo urbano y el acceso a un más allá, aunque esencialmente indeterminado. Erdosain es, entonces, el héroe del círculo vicioso de la angustia, mientras que el Astrólogo es el coordinador de la ficción de los mundos posibles. El hecho de que, entre otras cosas, Erdosain acepte participar de los proyectos ficcionales elaborados por el grupo del Astrólogo se puede traducir esquemáticamente en la intersección de los dos ciclos. Los personajes que pueblan la novela provienen tanto del ciclo de Erdosain –el mundo de la cotidianeidad sórdida de la ciudad (Elsa, los Espila, Barsut, Ergueta)– como del ciclo del Astrólogo –mundo de los proyectos ficcionales (el Mayor, el Buscador de oro, el Abogado)– y no se excluye el pasaje, las idas y vueltas de los personajes de un ciclo al otro: el mismo Erdosain en el universo de la vida cotidiana es un empleado despedido, un marido abandonado y un inventor fracasado, mientras que en el universo de los mundos posibles del Astrólogo se convierte en jefe de la industria de los gases asfixiantes. Los dos relatos se entrecruzan y se imbrican. El espacio urbano de la experiencia y la percepción de Erdosain (y de los personajes anexos) se mezcla con el de las teorías y la visión del mundo del Astrólogo (y de los personajes anexos). Así, la ciudad de Los siete locos y Los lanzallamas es, por un lado, un conjunto de imágenes percibidas y experiencias vividas por un cuerpo errante y angustiado y, por otro, un conjunto de visiones ficcionales de un gurú místico (que además es un hombre castrado y por lo tanto, en cierta manera, neutro). Estas dos versiones de la ciudad (topografía versus visión; experiencia versus teoría) se comunican entre sí por medio de imágenes comunes como, por ejemplo, las utopías naturalistas, la demonización y la exaltación simultáneas del mundo tecnológico, los fantasmas de triunfo en un mundo sin ciudades: con frecuencia, los delirios de Erdosain se corresponden con las ficciones que propone el discurso del Astrólogo. Nuestra lectura del espacio urbano parte de los trayectos geográficos y de la observación de los personajes, sobre todo de Erdosain. Estos espacios no sólo componen el decorado de la acción, sino que progresivamente adquieren cierta autonomía con respecto al sujeto y llegan a tener las dimensiones de un mundo diabólico o paradisíaco que, dotado de una fuerza sobrehumana e incontrolable, somete y aplasta al sujeto. Por lo tanto, la parte sur de la ciudad con sus callejones oscuros, sus pensiones, sus prostíbulos, no sólo es el escenario del sufrimiento cotidiano, sino también la causa

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misma de una profunda desgracia. Los barrios ricos de la parte norte son elegantes y lujosos y al mismo tiempo son la puerta dorada para la entrada al mundo de la felicidad negada para siempre a los desdichados. La zona de la periferia industrial se observa y se describe desde la perspectiva del personaje que la cruza y al mismo tiempo constituye el espacio de transgresión mágica hacia nuevos universos fundados sobre nuevos valores. La quinta de Temperley es la sede de los mundos posibles y un tipo de contra-espacio de la ciudad diabólica: un paraíso lleno de fuerzas naturales en el límite con lo sobrenatural.

«A veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle» Impulsado por alguna esperanza, el personaje sale a la calle y vagabundea sin objetivo ni dirección. Erdosain arrastra su cuerpo por las calles del centro de la ciudad, cruzando varias veces la frontera norte/sur marcada por la avenida de Mayo y, otras, avanzando hacia el oeste (plaza Once, Flores, Ramos Mejía), a menudo después de una desgracia. Justo después de que sus jefes descubran la estafa, Erdosain vaga por las calles, llevado por su estado emocional y sumergido en sus pensamientos. La narración de estos trayectos comporta la evocación de varios nombres de calles, cruces y otros sitios de la ciudad porteña, lo que contribuye a la creación de un «effet de réel», como lo define Roland Barthes, con consecuencias sobre la veracidad del contenido de la narración.4 Se puede pensar que el nombre del lugar proclama la autenticidad de la aventura y decir, siguiendo a Henri Mittérand, que «par une sorte de reflet métonymique qui court-circuite la suspicion du lecteur: puisque le lieu est vrai, tout ce qui lui est contigu, associé, est vrai» (1980: 194). La evocación de nombres de calles es, de alguna manera, un acto de fundación que invita al lector a situar a los personajes en los lugares precisos y reconocibles del centro, estableciendo así entre geografía y ficción un vínculo con inevitables efectos sobre el mecanismo perceptivo del lector-habitante de esos mismos lugares. Por otra parte, también es cierto que la importancia del lugar depende de lo que en él ocurra, por eso los personajes y la acción cumplen un papel en el procedimiento de la mitificación del espacio. «Le détail concret de l’espace géographique évoqué, au niveau dénotatif, est formé par la collusion non pas d’un signifiant et d’un signifié mais d’un signifiant et d’un référent: le référent remplace ainsi le signifié qui se trouve expulsé du signe –ou, autrement dit, dont la place est envahie par le référent» (Barthes 1968: 88). 4

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La «ciudad análoga» surge entonces justo en ese momento, cuando las referencias y las descripciones de una realidad «verdadera» se mezclen con elementos novelescos, componiendo así un mosaico heterogéneo y permitiendo que la representación revele otros aspectos diferentes del referente, también verdaderos pero de otra manera. La evocación de calles y rincones precisos de la ciudad en Los siete locos y en Los lanzallamas es un modo de representar las dimensiones de la angustia de un personaje que a menudo recorre distancias increíblemente largas y hasta nos permite asociar cada rincón de la ciudad con un estado de ánimo diferente. En la calle Piedras se sentó en el umbral de una casa desocupada. Estuvo varios minutos, luego echó a caminar rápidamente y el sudor corría por su semblante como en los días de excesivo calor. Así llegó hasta Cerrito y Lavalle (Los siete locos, p. 97).

Desplazamiento y observación, en esto consiste la relación de Erdosain con Buenos Aires. Sus desplazamientos por la ciudad, que podemos llamar vagabundeos, ocupan parte significativa de la narración y hacen posible su percepción. La elección de una dirección determinada y los cambios de ésta revelan nuevos parámetros de significación que no están incluidos en la posición de inmovilidad. Georg Simmel, en sus «Digressions sur l’étranger» observa a propósito que: «Si l’errance est la libération par rapport à tout point donné dans l’espace et s’oppose conceptuellement au fait d’être fixé en ce point, la forme sociologique de l’étranger se présente comme l’unité de ces deux caractéristiques» (Simmel en Grafmeyer/Joseph 1984: 53). La movilidad y el desplazamiento constituyen uno de los rasgos principales del hombre urbano moderno al que se podría considerar como un extranjero con respecto a su ambiente. El individuo desarraigado, habitante de la gran aglomeración urbana, mantiene con el ambiente relaciones que no son orgánicas, una síntesis de proximidad y distancia, de atención e indiferencia, lo que resume, para Simmel, la situación formal del extranjero. El espacio de la ciudad moderna, modelo al que se acerca bastante la Buenos Aires de los años veinte, es el espacio en el que surge la figura del flâneur, de ese observador silencioso que posa su mirada anónima sobre los que no lo conocen. Convirtiendo el espacio externo e interminable de la gran aglomeración en sitio de paseo y en objeto de observación, el flâneur indolente encuentra en él una fuente de inspiración. Figura inevitablemente asociada tanto a la obra de Baudelaire como a la de Walter Benjamin, el flâneur es el hombre de bulevar, que se viste para ser observado y cuya vida depende de la capacidad de suscitar el interés de los demás transeúntes. Para Baudelaire, representa el hombre

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ideal de la clase media parisina, de la misma manera que para Poe, en «The man of the Crowd», representa el hombre ideal de la clase media londinense. Para Benjamin, el flâneur es el emblema de la sociedad burguesa del siglo XIX (1969 y 1989: 435-460). Pero el flâneur, sujeto de un deambular sin objetivo, remite ante todo a una nueva actitud estética y a un nuevo principio de orden público que, en el mundo europeo, se establece a partir del siglo XIX: se trata del hombre que está presente en el escenario público, el de la calle, no para que se le dirija la palabra sino como un espectador pasivo y retirado en su propio mundo. Tal actitud lleva a la apropiación del espacio público de la ciudad como si se tratara de un espacio privado, ya que la observación y la reflexión sustituyen, en la mente del observador, al discurso y la palabra, elementos propios de un orden publico más antiguo (Sennett 1992 [1977]: 116, 212-213). Como lo formula Raúl Scalabrini Ortiz, «sin contratiempos, sin distracciones, el hombre fue el único espectáculo del hombre de Corrientes y Esmeralda. Aprendió a mirarse vivir. Formó un ciclo completo dentro de sí» (1964 [1931]: 50). La gran ciudad, espacio de los paseantes solitarios permite, por un lado, la integración del flâneur en el paisaje observado y, por otro, la perpetuación de la mirada por medio de un número infinito de otros paseantes, cada uno de los cuales es mirado por otro: «Observar el espectáculo: un flâneur es un mirón hundido en la escena urbana de la que, al mismo tiempo forma parte: en abismo el flâneur es observado por otro flâneur que a su vez es visto por un tercero… El circuito del paseante anónimo sólo es posible en la gran ciudad» (Sarlo 1999 [1988]: 16). Arlt en las Aguafuertes porteñas se acerca al modelo baudeleriano de flâneur, ese observador distanciado con respecto a ese gran espectáculo que es la ciudad. Éste no es el caso de Erdosain: sus vagabundeos tienen algo compulsivo; se asemejan más bien a peregrinaciones obsesivas por medio de las cuales el personaje intenta establecer un vínculo entre su angustia y el espacio –es un modo de espacializar la angustia–. Caminar es una manera de canalizar la tensión interna y, a la vez, de afirmarse como ser vivo. Cabe observar que la acción de salir a la calle y caminar va precedida por hechos o reflexiones que conducen a una culminación de la tensión psicológica del personaje, perseguido por un sentimiento de exclusión y de condena a la exterioridad.5

5 Podríamos mencionar los momentos narrativos que corresponden a los subcapítulos siguientes: Los siete locos, después de la revelación del fraude; cuando Erdosain piensa en cómo liquidar su deuda y en las condiciones oscuras que lo llevaron a cometer el delito; después de la fuga de Elsa, su humillación por parte de Barsut y la preparación del secuestro; las vísperas del asesinato de Barsut y después, su conversación con Hipólita

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En su libro sobre la historia urbana contemporánea a Argentina, José Luis Romero llama a Buenos Aires «ciudad de las dos culturas», ya que en ella cohabitaban por un lado la «cultura del centro» –la de las clases altas, las clases medias tradicionales y las nuevas clases medias– y, por otro, una cultura inédita, marginal, la de los barrios en la que se hallaban mezclados grupos muy diferentes: los inmigrantes y sus descendientes, que sin embargo no se conformaban con su estado de marginales, y también otros grupos de origen criollo o inmigrante que formaban un todo. La particularidad de Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX consiste, no en la permanencia de las diferencias, es decir, la cristalización progresiva de una cultura marginal con respecto a una cultura tradicional, sino en la integración progresiva, aunque con conflictos, de ésta en aquélla. Las masas populares, producto de confluencia de todos los grupos, no aspiraban a destruir las estructuras preexistentes sino que, al contrario, sentían un profundo respeto por ellas. Por eso, su objetivo era incorporarse a estructuras cada vez más elevadas de la escala social. En este sentido, la expansión geográfica de la ciudad hacia la pampa iba a la par de la emergencia de nuevos sectores populares a medio camino de la clase media (Romero 1972: 105). Esta particularidad de las evoluciones sociales tiene sus consecuencias en la geometría de la ciudad ya que, más allá de la primera oposición norte/sur (ricos/ pobres) hay otra: el conflicto entre el este y el oeste de la ciudad: el primero representa todo lo que viene de Europa, mientras que el segundo representa el interior del país. Es el conflicto entre el río y la pampa o entre el centro (asociado también al puerto, puerto de Europa) y los barrios limítrofes de la pampa (asociados a un sector en plena evolución: las nuevas clases medias y la industrialización). En este sentido, norte y sur pertenecen ambos a la ciudad tradicional, mientras que el oeste se opone al todo (Gorelik 1998: 177).

Esta división se percibe en la representación espacial de la ciudad en Los siete locos y Los lanzallamas. Como veremos, el norte y el sur aparecen vinculados a un imaginario de carácter «localista», mientras que la zona suburbana oeste aparece como un espacio amorfo, poblado de objetos y construcciones que evocan una imagen universalista de la ciudad, la de la metrópoli que carece de rasgos locales. justo antes del asesinato de Barsut. En Los lanzallamas: el trayecto de Haffner antes de ser asesinado; el trayecto de Erdosain en compañía del Astrólogo hacia la choza de los falsificadores; Erdosain solo; el paseo de Erdosain con la Bizca; los Espila mendigando; el último vagabundeo de Erdosain después de haber matado a la Bizca.

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Los trayectos hacia el sur En sus trayectos hacia el sur de la ciudad, Erdosain se encuentra frente a escenas típicas de los barrios pobres de la ciudad. Buenos Aires aparece regida por una realidad nueva después de la llegada masiva de los inmigrantes y la industrialización acelerada. Almaceneros, comerciantes, prostíbulos, conventillos, se convierten en símbolos de este sector de la ciudad y su descripción se hace a partir de formas propias del repertorio local, el folletín y el melodrama social. Predomina una visión grotesca y sombría poblada de figuras típicas de las clases medio bajas: comerciantes y empleados, éstos son los oficios de la mayoría de los miembros de esta clase, a la que pertenece también Erdosain. Según el modelo folletinesco, el héroe a menudo está al margen de la sociedad o, por lo menos, de un sector de ella, por una misteriosa maldición, una pasión imposible o la imposición de una penitencia (Rivera 1968: 28). A menudo, el mundo de los comerciantes representa un universo aparte, del que el personaje principal se siente excluido. Es así: los comerciantes son objeto de odio pasivo y a la vez de profunda envidia. La abyección que causan es consecuencia de la fusión entre sus ambiciones de clase y su función social, algo que no se limita sólo a su sector, sino que constituye uno de los aspectos fundamentales de la ciudad. Detrás de las «cataduras enfáticas» de los comerciantes, Erdosain «veía alzarse al alma de la ciudad, encanallada, implacable y feroz como ellos» (Los siete locos, p. 251). Más que todo oficio específico de la clase media, el de comerciante simboliza el envilecimiento que el individuo padece en el seno de la sociedad. Como observa D. Guerrero «los comerciantes, en definitiva, son individuos mezquinos, sórdidos, envidiosos, y el personaje los odia porque ve en ellos el símbolo de una sociedad que, al incorporarlo a su orden, lo humilla. Ser comerciante es una de sus posibilidades; aceptarla sería instalarse definitivamente en su humillación» (Guerrero 1972: 52). La víspera del asesinato de Barsut, Erdosain recibe la visita de Hipólita, esposa del misterioso Ergueta, en el cuarto de pensión a donde se mudó después de la fuga de Elsa. Ésta le pide ayuda porque su marido «se ha vuelto loco». Erdosain la invita a quedarse con él en el cuarto. Ex prostituta y ex criada, Hipólita está en busca de un «hombre superior» y acaba por reconocer que Erdosain no es más que un pobre soñador. Él, por su parte, perturbado por una mezcla de remordimientos y angustia, confiesa su proyecto de asesinato. Tras dejarla sola en la habitación, sale de nuevo a vagabundear por las calles sin destino concreto. A lo largo de ese recorrido, su incapacidad de pensar se transforma en irritación contra todo lo que encuentra en su camino: «Ya en la calle, Erdosain observó que lloviznaba, pero continuó caminando,

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empujado por un rencor sordo, mal humor de no poder pensar. […] Entonces su irritación se volvió contra la bestial felicidad de los tenderos, que a la puerta de sus covachas escupían a la oblicuidad de la lluvia» (Los siete locos, pp. 250-251). La vida cotidiana de los demás se describe desde la perspectiva que le abre su estado psicológico en esos momentos: los comerciantes y sus esposas son seres que llevan vidas vulgares y sin sentido. La calle es la escena donde se desarrolla la comedia repugnante de las vidas vacías y abyectas de esta clase de gente. Claramente, el espacio exterior y sus actores adquieren su carácter a partir de las intenciones del sujeto que percibe y describe. «Y a medida que iba pasando frente a colchonerías, almacenes y tiendas, pensaba que los hombres no tenían ningún objeto noble en la existencia, que se pasaban la vida escudriñando con goces malvados la intimidad de sus vecinos, tan canallas como ellos […]» (Los siete locos, pp. 250-251). El barrio no es un ambiente pintoresco. Es el infierno de la pequeña burguesía de todas esas figuras grotescas y diabólicas sin objetivos nobles en la vida; seres viles cuya única meta es sacar provecho de la mentira, la hipocresía, el gozo perverso que causa la desgracia ajena, a cualquier precio. El aburrimiento es el rasgo principal de sus vidas, eje central de todas sus actividades y actitudes. Ellos encarnan la «ciudad canalla, implacable y feroz». El alma de la ciudad está en sus caras, sus gestos y sus vidas: «[…] mirando descaradamente las lívidas caras de los comerciantes, que desde el cuévano de los ojos espiaban con una chispa de ferocidad a los compradores que se movían en los negocios fronteros» (Los siete locos, p. 251). Para Simmel, la reserva del habitante de la metrópoli hacia sus conciudadanos, que puede degenerar en un sentimiento de aversión y comportamiento agresivo, se debe a su propio modo de vida y se puede convertir en odio profundo. Intérieurement cette réserve [que l’on remarque chez l’habitant de la métropole] n’est pas seulement de l’indifférence, mais, plus souvent que nous n’en avons conscience, une légère aversion, une mutuelle étrangeté et une répulsion partagée qui, dans l’instant d’un contact rapproché, quelle que soit la manière dont il a été provoqué, tournerait aussitôt en haine et en conflit (en Grafmeyer/ Joseph 1991: 68).

A diferencia de los comerciantes, descritos como personas que deliberada y gozosamente cultivan la sordidez, el empleado y –aún más si está casado– es un ser resignado y casi ya liquidado. La aceptación del aburrimiento, como modo de vida generalizado, y sobre todo en su actividad profesional, es compensada por el ejercicio de la imaginación y la espera de un aconteci-

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miento extraordinario que lo librará de su desgracia. El empleado vive plenamente su estado de impotencia y progresivamente crece en él el sentimiento de desprecio hacia todo tipo de trabajo visto como tarea agobiante e inmunda (Guerrero 1972: 51-53). A lo largo de sus idas y vueltas, Erdosain encuentra a un viejo amigo, el «místico» Ergueta pero éste le niega toda ayuda. Tras haber vagabundeado horas enteras en medio de soliloquios angustiados sobre su situación y las obscuras circunstancias que lo llevaron a cometer el robo, decide pedirle ayuda al Astrólogo. Por eso, la parte sur de Buenos Aires es el espacio de la condena. Erdosain se encuentra ahí por haber padecido una humillación tras otra: ante todo, es un empleado despedido. Un rato más tarde vuelve a su casa y sorprende a su esposa cuando está por abandonarlo con un capitán del ejército. Justo después, recibe la visita de Barsut, quien le confiesa su denuncia a la compañía azucarera. Barsut le recrimina su pasividad ante la fuga de Elsa y acaba por abofetearlo. Más que empleado despedido, Erdosain es también un esposo abandonado y un hombre abofeteado. Secuestrar a Barsut, exigirle un rescate y después matarlo son los proyectos que pondrá en marcha unas horas más tarde con la concurrencia del Astrólogo. En este estado psicológico, Erdosain sigue caminando por la parte sur de la ciudad delimitada por la avenida de Mayo. Notemos que la parte descriptiva del relato transmite información sobre la calidad de los lugares y al mismo tiempo sobre el estado emocional del sujeto: los interiores son repugnantes porque Erdosain se siente «invisiblemente acorralado» y los percibe de este modo. El espacio urbano parece ser una prolongación del mundo interior del personaje y de su estado de conciencia: «Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado muchas horas» (Los siete locos, p. 84). La aventura urbana es doble: la exploración del espacio exterior es paralela a la exploración del mundo interior del personaje. La angustia, sentimiento complejo, inicialmente aparece como un producto propio del espacio urbano. Resultado de la inadecuación entre las aspiraciones del ser humano y el ambiente hostil que fomenta la marginación y la pérdida de toda referencia ideológica o religiosa, acompaña en mayor o menor medida todos los personajes arltianos. Sin embargo, a la dimensión sociohistórica de la angustia se agrega otra más, igual de importante, pero más bien oculta y de contorno menos claro: la dimensión metafísica de carácter eminentemente subjetivo (Renaud 2000: 704).

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El personaje lleva en sí la supuesta mirada de los demás. Su identidad y la percepción que tiene de sí mismo son productos de la interiorización de la imagen que los demás supuestamente tienen de él («sabía que era un ladrón», / «ya que él era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel», Los siete locos, pp. 85, 86). No emprende ningún acto para resistir u oponerse a este destino («esperaba un acontecimiento extraordinario […] que lo salvara de la catástrofe que veía acercarse a su puerta», Los siete locos, p. 85). Al contrario, se apoya en esta presumida mirada negativa y la convierte en la base de sus actos, lo que lo lleva a tener una imagen del mundo desde la perspectiva deformada de una clase social a la que se niega a pertenecer, la pequeña burguesía. El recorrido por la ciudad continúa con incursiones en el pasado, en búsqueda de las razones que lo condujeron a la infracción que resulta injustificable con criterios racionales: Erdosain no robó el dinero para usarlo, sino que lo despilfarra («Entonces gastó el dinero de forma estúpida, frenética», Los siete locos, p. 112). A lo largo de este recorrido aparecen también fantasías que contribuyen a la evasión del personaje de la realidad circundante y que se desarrollan en principio en dos direcciones posibles: una descendente que lo hunde en humillaciones, sufrimientos y angustias extremos; otra ascendente que lo eleva al mundo de los de arriba llevándolo milagrosamente, a la apoteosis, a la cumbre del éxito material y social. Los trayectos por el espacio físico influyen en los pensamientos y estados emotivos del personaje. A la vez, éstos intervienen e interfieren en la dirección que toman sus recorridos. Por eso la experiencia de la ciudad se podría ver como un circuito ciclotímico: «Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo lanzaba a la calle» (Los siete locos, p. 89). A menudo, lo que aparece como una asociación natural y espontánea entre los estados anímicos del personaje y sus recorridos por la ciudad es resultado de las interpretaciones del narrador: Erdosain confiesa sus pensamientos mientras el narrador los interpreta y los relaciona con sus desplazamientos en el espacio: –Bueno, seré cafishio. –Y de pronto un horror más terrible que los otros horrores le destornillaba la conciencia […] Se dejó arrastrar por los impulsos […] Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos (Los siete locos, p. 90).

El cambio de dirección en los pasos de Erdosain hacia el prostíbulo –sitio del lumpen– ocurre, como observa Diana Guerrero, justo después de su paseo por los barrios ricos de la ciudad, que están asociados a sus fantasías

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de ser acogido y milagrosamente salvado por un millonario o de casarse con una joven virgen, modelos de vida frecuentes en los folletines, como veremos. Los vagabundeos compulsivos de Erdosain convierten en meta posible todo lo que encuentra en su camino. No tenía propósito determinado, reconocía que tenía el espíritu sucio de asco a la vida, y de pronto al ver que pasaba un tranvía hacia Plaza Once, a grandes saltos retrepó a la plataforma. Ya en la boletería sacó pasaje de ida y vuelta a Ramos Mejía. Iba para allá como hubiera podido ir en otra dirección (Los siete locos, p. 251).

Más que pasear sin rumbo, errar significa a la vez no acertar, faltar, no cumplir con lo que se debe, como un vagabundeo físico y a la vez mental. El errar y el error, como si fueran dos caras de la misma moneda, llevan a la negación de las verdades admitidas, a ese reducto de la percepción en el que aún sobrevive una parte de la imaginación, como señala Simmel a propósito de los trayectos urbanos del hombre moderno. Así, el personaje arltiano, un yo errante sin propósito concreto, se dirige a cualquier lugar de cualquier manera. Indiferente con respecto a la dirección de sus pasos como también al sentido de sus actos, este personaje se parece al hombre blasé que tras haber padecido una multitud de estimulaciones nerviosas, siente una profunda indiferencia hacia las diferencias de las cosas («indifférence aux différences des choses») y lo vano de su valor: «Elles lui apparaissent dans une teinte uniformément terne et grise, de telle sorte qu’il n’a aucune raison de préférer un objet à un autre» (Simmel 1990: 66). Así, Erdosain sube de un salto al tranvía en dirección a plaza Once, como hubiera podido seguir errando o entrar en un bar cualquiera. Buenos Aires es el sitio de la angustia, independientemente de la hora o del lugar concreto y el personaje vive la ciudad en estado de plena persecución. En horas avanzadas de la noche, tras haber visitado a los Espila, cuando se encuentra de nuevo en las calles del centro, Erdosain sigue vagabundeando inmerso en la ceguera de su angustia. Sin pensarlo, inicia un recorrido que empieza en plaza de Mayo y sigue hacia el oeste, dejando atrás la plaza Once. A las dos de la madrugada, aún andaba Erdosain entre murallas de viento, por las calles del centro, en busca de un lenocinio […]. En este momento no tenía rumbos […]. Un impulso extraordinario arrojaba el cuerpo en largos pasos. Así venía de Plaza de Mayo, y ahora, por Cangallo, dejaba atrás la estación del Once […]. Mas de pronto, al aparecer el cubo rojo o amarillo del zaguán de un lenocinio, se detenía, vacilaba un instante bañado por la neblina rojiza o amarillenta y luego,

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diciéndose «Será en otro» continuaba su camino […]. De pronto se encontró frente al portalón de la pensión donde vivía; entonces resolvió entrar. Su corazón latía impaciente (Los siete locos, p. 274). Buenos Aires es una ciudad damero cuyas calles y avenidas se asemejan a grietas angostas que al juntarse forman ángulos rectos. Vagabundear por las calles de Buenos Aires es como jugar al ajedrez con sus propias piernas, sentirse como un peón desplazado de una casilla a otra del damero (Wilson 1999: 9-10). Esta mezcla particular de angustia permanente e indiferencia ciega al personaje y le quita toda sensibilidad de la percepción hasta el punto de encontrarse frente a la pensión donde vive sin darse cuenta de ello. «Se dirigió a una de las tantas churrasquerías que hay junto al mercado Spinetto, y apresuradamente recorrió algunas cuadras. […] El olor a mojado comunicaba a la soledad matutina cierta desolación marítima. (Los siete locos, pp. 320-321)

En este pasaje, las imágenes visuales son completadas por impresiones olfativas. El asco, sentimiento inherente a estas imágenes, refleja la aversión interior del personaje con respecto a sí mismo ya que se autoconsidera un asesino vulgar. Como observa Iuri Lotman, «le modèle spatial du monde devient […] un élément organisateur, autour duquel se construisent aussi ses caractéristiques non spatiales» (1973: 313). El lugar de la felicidad se percibe y se construye en contraste con todo lo que no lo es y, de esta manera, se organizan una serie de oposiciones entre lugares positivos y otros negativos. Dentro de este sistema, el personaje oscila constantemente entre la ambición de una ascensión al santuario de los ricos y la caída en el mundo obscuro del lumpen. Sus recorridos por la zona sur de la ciudad están asociados, en principio, a su inmersión convulsiva en el mundo del lumpen. Erdosain asiste a la escena del suicida (Los siete locos) en la zona sur. Hipólita se vuelve testigo del intento de suicidio de un desconocido, igualmente en la zona sur (Los lanzallamas). Esta parte de la ciudad está, por cierto, marcada por una angustia generalizada. Es una zona que incita al crimen y al suicidio, lugar de sufrimiento humano. El Rufián Melancólico, figura representativa del sur, donde abundan prostitutas y proxenetas, cae asesinado mientras recorre esta parte de la ciudad. El Rufián también sueña con poder irse de Buenos Aires: «¿Y si me fuera al Brasil? Es tierra virgen» (Los lanzallamas, p. 63). Esa imaginada tierra virgen está en oposición al paisaje que contempla a lo largo de su recorrido: espacio devastado, maltratado, alienado por la intervención humana y por la utopía tecnológica y donde prosperan actividades de carácter bajo y vil –como el proxenetismo, al que se dedica el mismo–. Para él también está claro que la felicidad habría que buscarla fuera de Buenos Aires. «Podríamos ir al Brasil,

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aunque el Brasil me pone triste. Nos iríamos a París» (Los lanzallamas, p. 68). Y la fuga podría ser no sólo hacia el Brasil, lugar presumidamente paradisíaco, sino también hacia otra urbe: París. A medida que camina, Haffner se empapa de la potencialidad sorda y glacial que emana de estos edificios, frescos como una refrigeradora eléctrica. A veces sus ojos tropiezan con un ascensor negro que cae vertiginoso, encendidas las luces verdes y rojas. Junto a las jaulas hexagonales de hierro y cemento que perforan el cielo con una claridad pálida y vertical, en potreros baldíos se extienden, como en un Far West, sobre picos de tablas, chatos cotajes de madera pintada de gris. Fruteros napolitanos venden sandías y manzanas reinetes a «cocottes», con gestos de grandes señores que les ofrecen un ramo de flores a una primera actriz (Los lanzallamas, p. 67).

Éste no es el punto de vista de Erdosain, no se trata del punto de vista deformador de él, correspondiente a su estado psicológico particular, sino de una perspectiva que va más allá de eso. La narración se da en este punto, no desde la perspectiva de Erdosain, sino desde la del Rufián. Él también se siente agredido por el ambiente que lo rodea y su percepción del mundo está regida, como la de Erdosain, por contrastes extremos de luz y sombra. Parece pequeño e insignificante en medio de un universo extenso, pesado, hecho de materias como hierro y cemento y con el horizonte cortado por líneas verticales. Los miserables vendedores de frutas en medio de este paisaje ultramoderno, parecen vestigios de un mundo en vías de desaparición. El mensaje está claro: irse a otra parte porque aquí no hay lugar. Haffner camina y contempla, a veces desde lejos y otras desde cerca, el espacio y los objetos que lo pueblan, proyectando en éste sus sentimientos: malestar y alienación. Los sentimientos del yo que percibe constituyen el vínculo entre los objetos diseminados por el espacio. Gracias a este vínculo se construye la impresión de paisaje.6 Edificios en construcción, ascensores, luces rojas y verdes (igual que las que Erdosain ve en las estaciones ferroviarias), repertorios de colores opuestos, jaulas de cemento e hierro, un cielo azul pálido y terrenos baldíos. El punto de convergencia de todo esto, trabazón casual de cosas heterogéneas, es el sujeto –el Rufián–, su mirada y su mundo interior. 6 Como observa pertinentemente Anne Cauquelin: «Par la fenêtre peinte sur la toile illusionniste on voit ce qu’il faut voir: la nature des choses montrées dans leur liaison. Ce qu’on voit alors ne sont pas les choses, isolées, mais le lien entre elles, soit un paysage. Les objets que la raison reconnaît séparément ne valent plus que par l’ensemble proposé à la vue» (Cauquelin 2000: 74).

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Tras el secuestro y el supuesto asesinato de Barsut, Erdosain se traslada al cuarto de pensión donde vivía antes Barsut, lo que sugiere la posibilidad de considerar a este último como uno de los dobles de Erdosain. Ahí empieza el romance grotesco con la Bizca, hija de la propietaria. Erdosain se encuentra otra vez en la calle acompañado por su nueva novia. Mientras avanza la narración, el espacio diegético –resultado de la operación: observación/ percepción/descripción– cede su sitio cada vez más al espacio intra-diegético de las fantasías y reflexiones de Erdosain. Las imágenes que aparecen en su recorrido con la Bizca por el centro de la ciudad no son las de un espacio exterior percibido, sino más bien las de un mundo interior agitado que llega a monopolizar el campo perceptivo del personaje al punto de ensordecerlo y cegarlo frente a todo lo que ocurre fuera de él. «Caminan ahora […] Atraviesan calles, van a la ventana, sin rumbo. Silenciosos. Piensa despacio, mientras la Bizca hace observaciones pueriles respecto al tráfico, que Erdosain ni escucha ni ve. Camina ensordecido por la baraúnda de sus pensamientos» (Los lanzallamas, p. 209). A medida que avanza la narración y se acerca a los últimos capítulos, las imágenes del mundo interior sustituyen, progresivamente, toda imagen de un espacio externo inmediato al punto de cegar por completo a Erdosain. Se encuentra inmerso en un estado de aislamiento total, no sólo durante las horas que pasa encerrado en la oscuridad de su habitación, sino también durante sus vagabundeos, lo cuales se hacen cada vez mas escasos. En los últimos capítulos de Los lanzallamas, Erdosain ya no sale más a la calle y las raras veces que lo hace es para ir directo a la quinta del Astrólogo.

Los trayectos hacia el norte Según sus confesiones al narrador, Erdosain a menudo tomaba el colectivo que lo llevaba a los barrios ricos, Palermo y Belgrano, para vagabundear. Esta zona residencial, cuartel de las clases acomodadas sobre todo desde que se produjo la alianza entre la burguesía rural y la comercial, no se modernizó de manera homogénea y se caracteriza por una mezcla de mansiones, almacenes, chozas, vertederos y conventillos alrededor de la avenida Alvear, hacia Palermo y Recoleta. Desde su apertura, la avenida de Mayo fue el eje principal de Buenos Aires. Esta vía supuestamente mantenía el equilibrio planimétrico entre el sur y el norte de la ciudad, pero al cabo de algunas décadas se convierte en un tajo que divide la ciudad en dos ya que la buena sociedad empieza a elegir el norte como lugar de residencia. Así, la avenida de Mayo acaba por ser la frontera sur de un espacio público que se extiende

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hacia el norte. Sin embargo, a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, parece que las diferentes zonas de la ciudad presentan semejanzas en el sentido de su heterogeneidad social: conventillos y pensiones populares desparramadas tanto por el sur como por el norte de la ciudad (Gorelik 1998: 196). Hacia finales del siglo XIX, la parte norte de Buenos Aires estaba ocupada por las clases acomodadas que se fueron desplazando gradualmente hacia las zonas de Retiro y de la Recoleta. Este barrio norte residencial está organizado alrededor de la avenida Santa Fe, elegante arteria comercial, prolongación de la calle Florida a partir de la plaza San Martín y rodeada de palacios (Braun/ Cacciatore 1996: 43). Esta diferenciación progresiva de los barrios de la ciudad forma parte del imaginario de los personajes novelescos. Una esperanza apresurada que invade a Erdosain, lo empuja a la calle y conduce sus pasos hacia el norte. Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría pensativamente las silenciosas avenidas, […] El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos descomponían su sombra en triángulos (Los siete locos p. 89).

En este punto volvemos sobre la interacción entre la psicología del personaje y la realidad que lo rodea. Las altas fachadas, los plátanos verdes, las aceras de mosaico blanco, el silencio de las grandes avenidas componen la suntuosidad de los buenos barrios. El recorrido del personaje por estas avenidas lujosas despierta en él una serie de pensamientos, fantasías y ensueños. –Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mirará y comprenderá que yo seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los desdichados, se posará en mí, cubiertos sus ojos de lagrimas […]. Será millonaria […] le ofrecerá una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí […]. Ahora la doncella había perdido su empaque trágico y era –bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala– una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez (Los siete locos, pp. 89, 90).

El recorrido por este lado de la ciudad lleva al personaje hacia un mundo mítico. La esperanza apresurada consiste, entonces, en buscar satisfacción provisoria en un mundo fantasmático no sólo de riqueza material, sino un universo en que la mujer y la sexualidad remediarían los traumas de las experiencias emocionales dolorosas impuestas por una moral pequeño burguesa

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(«Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera», Los siete locos, p. 90). La descripción fragmentaria de algunos detalles propios de estos barrios («veredas blancas», «ovalados cristales de las grandes ventanas, azogados por la blancura de las cortinas interiores», etc.) tiene función metonímica y completa la evocación de nombres de calles y esquinas. Así surge una representación de tipo impresionista hecha de pinceladas fugaces que componen un panorama tanto topológico, como social. Focalizar estos detalles es destacar los signos del consumo ostensible de los propietarios del Barrio Norte, que dan una idea del rango social de sus habitantes. En esta parte de la ciudad, la oposición ricos/pobres coincide con la oposición interior/exterior: los interiores lujosos de estas residencias son «negados para siempre a los desdichados» y el sujeto aparece condenado a un perpetuo vagabundeo por fuera. Anduvo por las solitarias ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, por las esquinas de Charcas y Rodríguez Peña, en los cruces de Montevideo y Avenida Quintana apeteciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura y negadas para siempre a los desdichados. Deteniéndose, observaba los garajes lujosos como patenas, y los verdes penachos de los cipreses de los jardines defendidos por murallas de cornisas dentadas, o verjas gruesas capaces de detener el ímpetu de un león […] ¡Y él debía seiscientos pesos con siete centavos! (Los siete locos, pp. 102, 103).

Para Michel Foucault, las estructuras materiales del espacio –la arquitectura, por ejemplo– tienen la capacidad de reproducir, hasta cierto punto, con más o menos énfasis, las jerarquías sociales. En líneas generales, el discurso del espacio es a menudo un discurso paralelo al de las jerarquías sociales (Foucault 1995). Así, la función urbana del Barrio Norte, como la de todos los buenos barrios del mundo, es encerrar, separar, proteger a los ricos frente a los pobres. Es lo que explica la planificación urbana de este barrio que se distingue marcadamente de la del resto de la ciudad. Al romper con la monotonía de las calles en damero, el Barrio Norte se diferencia gracias a la originalidad del trazado de sus calles que, al estilo europeo, se interrumpen por plazuelas (Carlos Pelegrini y avenida Alvear), pequeñas fuentes (Guido y Anchorena, Arroyo y Esmeralda), calles encorvadas o en declive a veces interrumpidas por escaleras (como Seaver) o en forma de laberinto –el barrio de Palermo Chico– en el que sólo sus propios habitantes saben orientarse (Sebreli 1996: 222). Erdosain llegará a mitificar el espacio lujoso de los barrios acomodados de Buenos Aires, algo que se convertirá en obsesión a lo largo del relato.

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Miraba largamente los pasamanos que en los balcones negros fulguraban redondeces de barras de oro, las ventanas pintadas de color gris perla o leche teñida con unas gotas de café, los cristales cuyo espesor debía tornar aguanosas las imágenes de los transeúntes, las cortinas de gasa tan livianas que sus nombres debían ser bonitos como la geografía de otros países distantes. ¡Qué distinto debía ser el amor a la sombra de esos tules que ensombrecen la luz y atemperan los sonidos! (Los siete locos, p. 103).

Esta descripción es reveladora de una percepción que atribuye a los objetos de este espacio calidades milagrosas y mágicas y remite, una vez más, al melodrama social. En este género, es frecuente el recurso a mecanismos simplificadores que reducen el mundo a un sistema de oposiciones evidentes. Para que el mundo pueda ser percibido y entendido claramente por las masas, tiene que aparecer bajo la forma de oposiciones maniqueas basadas en categorías fácilmente reconocibles (Rivera 1968: 38). Así, los vagabundeos de Erdosain trazan una cartografía social de la ciudad, marcada por la separación de clases: la ciudad de los ricos contra la de los pobres; los barrios que prometen la felicidad contra los que refuerzan el sentimiento de humillación y así conspiran contra el personaje. Tal cartografía social del espacio exterior es completada por un trazado psicográfico y fantasmático del personaje que cambia según la dirección del recorrido. Habría que anotar que los vagabundeos hacia el norte, en líneas generales, fomentan la evasión del personaje en situaciones que lo alivian y lo salvan, por lo menos provisoriamente, de su estado de angustia. En todo caso, tanto el norte como el sur de la ciudad, están asociados al color local de Buenos Aires y la sociedad porteña, esta ciudad desigual, canalla e injusta.

Vistas de la periferia urbana Entre la ciudad canalla y Temperley, espacio campestre y cuartel de los proyectos subversivos, se interpone una zona que delimita y separa, una región fronteriza entre lo urbano y lo rural: la periferia urbana industrial. Es una región que, en cierto modo, pertenece a la ciudad, ya que es la prolongación de ella, que se extiende progresivamente hacia el espacio libre e invade el campo. Tal expansión desordenada implica la destrucción de los espacios libres y el aumento de la zona periférica, que causa un alejamiento progresivo del espacio campestre y lo separa así definitivamente del centro ciudad.

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No sin razón podríamos evocar en este punto, las escenas de lo que Lewis Mumford llama la ciudad «paleotécnica».7 El alejamiento y la separación entre el centro de la ciudad y el campo tienen como consecuencia la aparición en el horizonte visual del personaje, del espectáculo del factory-slam que se interpone entre el centro de la ciudad y la zona rural. De esta manera, la presencia de esta zona se convierte en emblema de una sociedad que por medio de la industrialización completa su carácter metropolitano. Buenos Aires aparece, como un espacio con rasgos universales, no en el sentido del cosmopolitismo, sino en el de la mecanización y la uniformización. El sacrificio de los rasgos formales del espacio al servicio de una funcionalidad mecánica y tecnológica y la aparición de extensos espacios en obras, sin forma, sin identidad, no es característico sólo de la periferia urbana: a veces hace su aparición también en el centro de la ciudad, introduciendo así rupturas en la textura urbana, como se nota en el extracto siguiente que incluye una parte del recorrido del Rufián: En la esquina de Maipú y la diagonal se detuvo. Obstruían el tráfico largas hileras de automóviles, y observó encuriosado las fachadas de los rascacielos en construcción. Perpendiculares a la calle asfaltada cortaban la altura con majestuoso avance de transatlánticos de cimiento y de hierro rojo. Las torres de los edificios enfocadas desde las crestas de los octavos pisos por proyectores, recortaban la noche con una claridad azulada de blindaje de aluminio (Los Siete locos, p. 63).

Es obvio que los nuevos tiempos exigen sus propias formas, ya que la vida urbana es invadida por funciones y rituales cívicos novedosos, asociados a una actitud diferente frente al mundo y a la naturaleza. Las formas de otras épocas ya no corresponden ni pueden satisfacer las nuevas necesidades. Las transformaciones de la sociedad moderna significan la transición de un estado de certidumbre hacia otro que genera incertidumbre. La consecuencia de tal transición ámbito visual es la consolidación del caos. Y como si la anarquía arquitectural no fuera lo suficientemente caótica, el desorden visual aumenta con el enmarañamiento de cables telegráficos, vías de trolebuses, Con este término Mumford hace referencia a las primeras ciudades industriales que se desarrollaron de manera desordenada e insalubre dejando atrás el viejo núcleo de la ciudad medieval, una mezcla rara de industrias y casas improvisadas. Habla, en efecto, de la no planificación de la no ciudad («the non-plan of the non-city») contrastándola con las ciudades medievales. La zona industrial emerge en ese caso no sólo como zona carente de planificación urbana, sino también como zona carente de instituciones y de disposiciones reguladoras de la vida social, en general (Mumford 1977 [1938]). 7

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raíles y puntos ferroviarios, edificios en obras y carteles publicitarios. Todo eso lleva a la pérdida de los rasgos formales que determinan la identidad del espacio, fenómeno típico de la modernidad urbana según Mumford y sobre todo del momento en que nace la metrópolis-megalópolis. Sin embargo, este tipo de paisaje domina sobre todo la periferia, creando un mundo aparte, un universo ignorado por los que no se alejan de los barrios suntuosos. Erdosain cruza en varias ocasiones la zona de la periferia. A veces en posición de observador, sentado en un tren, otras como paseante, solo o acompañado, en medio de calles que parecen «bocas de hornos apagados». A diferencia de varios autores de la época –como Güiraldes, Lynch, Payró, Gálvez o Amorim– la pampa y sus asociaciones simbólicas habituales no atraen el interés de Arlt. Al salir de la ciudad, el personaje arltiano no se encuentra frente al paisaje bucólico de la pampa, sino ante la zona francamente fea y devastada de la periferia urbana.8 Las estaciones ferroviarias son puntos claves de este espacio intermedio, ya que marcan el principio y el fin de esta franja que rodea la ciudad. Más que eso, las vías ferroviarias son el principal medio de acceso a esa zona. La estación de Constitución y la de Temperley son lugares por donde pasa Erdosain con cierta frecuencia, sobre todo a partir del momento en que concibe el proyecto del secuestro de Barsut y toma la decisión de participar en los planes del Astrólogo. Erdosain sale cada tanto del casco urbano para la quinta, donde busca consolación a sus desgracias y soluciones alternativas a la angustia y la damnación asociadas con su permanencia en la ciudad. A lo largo de estos trayectos aparece claramente un tipo de contra-paisaje: ya no se trata de un fragmento de naturaleza contemplada, lo que correspondería al concepto tradicional de paisaje. El espacio –objeto de la mirada– rompe aquí bruscamente con las reglas pictóricas y con lo que la mirada convencional valorizaría como paisaje. Y sin embargo, todo continuaba lo mismo; el sol lucia allá en los campos; habíamos dejado atrás los frigoríficos, las fábricas de estearina y jabón, las fundiciones de vidrio y de hierro, los bretes con el vacuno oliendo los postes, las avenidas a pavimentar con sus llanuras manchadas de yeso y de surcos. Y ahora comenzaba, traspuesto Lanús, el siniestro espectáculo de Remedios de Escala-

8 El paisaje de esta zona aparece sobre todo en los capítulos siguientes: durante los trayectos de Erdosain entre Constitución y Temperley; cuando Erdosain se dirige al cuchitril de los Espila (Los siete locos); durante la caminata de Erdosain y del Astrólogo por el muelle sur, cuando se dirigen a la casa de los falsificadores anarquistas (Los lanzallamas).

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da, monstruosos talleres de ladrillo rojo y sus bocazas negras, bajo cuyos arcos maniobraban las locomotoras, y a lo lejos, en las entrevías, se veían cuadrillas de desdichados, apaleando grava o transportando durmientes (Los siete locos, p. 192).

Igual que el de las locomotoras, el movimiento de estos seres desdichados es mecánico y carente de toda vitalidad. El medio ambiente, deteriorado y contaminado, no deja lugar a la naturaleza que queda expulsada y alejada definitivamente del núcleo urbano. Acerquémonos una vez más a la ciudad «paleotécnica», percibamos los estímulos visuales, auditivos, olfativos. Asociada indudablemente a la modernidad y al progreso, esta zona deteriorada, donde domina el color negro, es la otra cara de la misma moneda de las calles suntuosas del centro; es a la vez causa y efecto de la metropolización de la ciudad (Mumford 1977 [1938]). Para hablar de paisaje hay que definir, ante todo, el vínculo entre las cosas desparramadas en el espacio, que no es otra cosa que el estado psíquico y los moldes conceptuales del yo que ve y describe. La mirada del personaje arltiano abraza lo feo y lo convierte en objeto de contemplación, en tema de relato y de literatura. De esta manera, Arlt procede a una estetización y formalización de la ferocidad que domina en esas zonas deshumanizadas por la mecanización y la tecnología. Se trata de un proyecto presente en muchos textos de Arlt posteriores al Juguete rabioso.9 Mas allá, entre una raquítica vegetación de plátanos intoxicados por el hollín y los hedores de petróleo, cruzaba la senda oblicua de los chalets rojos para los empleados de la empresa, con sus jardincitos minúsculos, sus persianas ennegrecidas por el humo y los caminos sembrados de escoria y carbonilla (Los siete locos, p. 192).

A partir del momento en que se establecen las vastas zonas industriales, desordenadas y devastadas, el habitante de la «selva en damero» tendrá que 9 Tal es el caso, por ejemplo, de las primeras líneas de su cuento «Noche terrible»: «Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón. A lo largo de las cornisas, verticalmente con las molduras, contramarcos fosforescentes, perpendiculares azules, horizontales amarillas, oblicuas moradas. Incandescencias de gases de aire líquido y corrientes de alta frecuencia. Tranvías amarillos que rechinan en las curvas sin lubrificar. Ómnibus verdes trepidan sordamente lienzos de afirmados y cimientos. Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica» (Arlt 1995 [1931]: 5).

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recorrer larguísimas distancias para poder encontrar un trozo de naturaleza o, en caso contrario, contentarse con la existencia del parque, única alternativa a la urbanización en manzanas y la anomia metropolitana de una ciudad en vías de modernización. En el barrio obrero de la periferia, fábricas y casas aparecen como una mezcla indiscernible. En las horas del anochecer todo se funde en un negro uniforme. El tren se detuvo en Ramos Mejía. El reloj de la estación marcaba las ocho de la noche. Erdosain bajó. Una neblina densa pesaba en las calles fangosas del pueblo. Cuando se encontró solo en la calle Centenario, bloqueado de frente y las espaldas por dos murallas de neblina, recordó que al día siguiente asesinarían a Barsut […]. Los faroles ardían tristemente vertiendo a través del fangal cataratas de luz algodonosa que goteaban en los mosaicos haciendo invisible el pueblo más allá de dos pasos. Un enorme desconsuelo estaba en Erdosain que avanzaba más triste que un leproso (Los siete locos, p. 267).

Éste es el espacio a donde ha llevado a Erdosain su conciencia asesina. Frente a él no hay espejo que le devuelva la imagen de su identidad de criminal, sino la vista del barrio que recorre. Su campo visual está delimitado por la obscuridad y la reducida luz de los faroles. La luz artificial es una invención indispensable en este espacio donde predomina el negro. Y Erdosain, a medida que avanzaba, pensaba en su vida como si fuera de otro […] Envuelto en la neblina que llevaba hasta la última celdilla de su pulmón una gota de humedad pesada, Erdosain llegó a la calle Gaóna donde se detuvo para enjugarse la frente cubierta de sudor. Golpeó a una puerta de tablas, la única entrada de un enorme frente de fábrica a cuyo costado estaba suspendida una lámpara de kerosene… (Los siete locos, pp. 267-268).

Cabe recordar que caminar, ver, pensar, imaginar, escribir y describir la zona suburbana de Buenos Aires es un proyecto semejante al del primer Borges. Sin embargo, para Arlt la representación literaria de la zona obrera, de la orilla de Buenos Aires es otra. Ahí donde varios de sus contemporáneos ven una ciudad vieja en vías de desaparición, Arlt ve una ciudad nueva, en construcción. Además, a diferencia de Borges que ya en su primera obra nos inicia al arrabal, Arlt sale a esta zona después de haber pasado un tiempo de maduración como escritor en el centro (me refiero al Juguete rabioso); la periferia hace su aparición por primera vez en el díptico de Los siete locos y Los lanzallamas. Es cierto que «[a] los rosa pastel del primer Borges, Arlt opone una coloración pura, sin blancos y contrastada; a un paisaje amable (el locus

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amoenus de las orillas y los barrios), una iconografía de trincheras abiertas y erecciones agresivas» (Sarlo 1997 [1992]: 46). Los recorridos de la zona suburbana no son, en este caso, evocadores de ningún pasado, no son portadores de rememoraciones ni de nostalgias. A través de la mirada de Erdosain surge un paisaje más bien futurista. No hay higueras ni portales y la pobreza no tiene ninguna gracia. La ternura queda definitivamente expulsada de esa zona.10 En el universo arltiano hay mitificación pero evoluciona en la misma dirección que la de Borges: es la mitificación de la nada, de la inexistencia de pasado, de secretos y de formas urbanas fijas. Condenada a un cambio perpetuo, esta ciudad no se parece siquiera a sí misma; se la podría confundir con cualquier otra. Realismo, ideología de lo social y elaboración futurista participan en la creación de un espacio que pierde su carácter local y revela una versión de Buenos Aires más cercana a algo que sería el final y no el principio del siglo XX. Tal imagen no carece de promesas y de dinamismo: este espacio mecanizado y devastado inspira, al mismo tiempo, cierta fascinación por la tecnología. En el díptico arltiano no faltan pasajes en los que Buenos Aires casi se confunde con Nueva York. Imágenes inspiradas en el paralelismo entre las dos ciudades exaltan la americanidad en el marco de una retórica de progresismo mecanizado: la puesta en escena de una Buenos Aires llena de vitalidad futurista en contraste con la vieja y anquilosada Europa. Los mismos motivos que señalan la decadencia de Occidente pueden ser vistos de manera optimista, como señales de juventud, salud y robustez de los pueblos del nuevo continente. Las palabras de Gerchunoff expresan este mismo optimismo: Ciudad que amontona fábricas, que acumula usinas, que aglomera cómodas viviendas para el grueso público, que rompe sus callejas y las convierte en avenidas, que teje en lo alto pisos y pisos para oficinas, que yergue universidades, colegios, hospitales, donde los mecánicos combinan acueductos, puentes, guinches,

10 Tal contraste es evidente si comparamos los fragmentos citados de Los siete locos con las siguientes frases de «Nueva refutación del tiempo»: «La calle era de casas bajas y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos […] parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón ya pampeano, se desmoronaba sobre el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado» (Borges 1974b: 273).

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donde los químicos estudian fórmulas, es la ciudad moderna, la ciudad del hombre que anda en ferrocarril, que comercia en raudos transatlánticos, que inventa la aviación (Gerchunoff 1960: 17).

Tal punto de vista destaca la superioridad de Buenos Aires en cuanto lugar carente de toda tradición, elemento que condenaría la ciudad a la regresión y que obstaculizaría el progreso. La ventaja consiste justamente en no poseer ni columnas antiguas ni murallas evocadoras de un pasado. Esta adoración del progreso al estilo norteamericano nos remite a la prensa de la época, a la imagen promovida por los medios de comunicación masiva y el cine, el campo de la cultura popular (Sarlo 1997 [1992]: 65-83). Remite también a los conflictos entre la burguesía y los inmigrantes ya que éstos estaban seducidos por todo tipo de novedad y la búsqueda de soluciones originales que pudiera abrirles el camino hacia la riqueza, mientras que aquéllos estaban más bien acostumbrados a la burocracia y la rutina. El paisaje industrial vuelve a ocupar parte de la narración durante el paseo del Astrólogo y Erdosain (subcapítulo «Los anarquistas»), cuando ambos atraviesan en silencio la zona portuaria. Por un lado, el Astrólogo es un orador, creador de un discurso contradictorio y oportunista, sin ningún tipo de dirección ideológica o moral, un discurso que no lleva a ningún lado y por eso está al servicio de todo objetivo posible; misticismo y materialismo, comunismo y fascismo, todo lo que se le pueda ocurrir a la gente inmersa en la desconfianza y la ilusión, gente desesperada, sedienta de un cambio, pero a la vez cobarde, ya que nunca se atreve a dar el primer paso (Jitrik 1987). Por otro lado, de hecho, Erdosain tiene un comportamiento contradictorio y se entrega a una serie de actos, en la que cada uno anula al anterior, preso en un circulo vicioso. Indudablemente, a estos dos personajes se los podría ver como uno solo: dos facetas del hombre moderno descentrado y fragmentado, cuyo modo de pensar y actuar ha perdido su eje de cohesión y se asemeja más bien a un laberinto (un laberinto desmitificado, ya que no esconde ningún secreto en su centro), esquema parecido al de la metrópoli que lo aloja. Erdosain y El Astrólogo cruzan juntos la zona del muelle sur. Las calles parecen bocas de hornos apagados. De distancia en distancia un bar alemán pone en la oscuridad el rectángulo rojo y amarillo de su vidriera. La carbonilla cruje bajo los pies de los dos hombres. Marchan silenciosos, dejando atrás silos de portland agrupados como gigantes, oblicuos brazos de guinches rebasando las cabriadas de los talleres, torres de transformadores de alta tensión erizadas de aisladores y más enrejadas que cúpulas de «superdreadnaught» (Los lanzallamas, p. 151).

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Describir detalladamente los objetos que componen el paisaje presupone saber reconocer las formas contempladas. El modo de organización de la representación espacial equivale a la composición de un mundo. «Une constante révolution agite le couple comprendre-voir. Je comprends parce que je vois et autant que je vois mais je ne vois que par et à l’aide de ce que je comprends qu’il faut voir dans ce que je vois» (Cauquelin 2000: 74). Los personajes caminan mientras observan y clasifican las impresiones del espacio exterior de acuerdo con los esquemas de su propio mundo interior. La mirada selecciona, clasifica, jerarquiza. Las torres contienen transformadores de alta tensión y aisladores, y las llamas que desprenden los altos hornos son de gas azul. Lo que cruje bajo los pies es la carbonilla. La percepción sensorial es precisa y detallada; el ojo y el oído están atentos a los estímulos del mundo industrial. El personaje que percibe y describe está familiarizado con el volumen, el sonido y el olor de los productos y los medios industriales. La altura y el volumen de las torres y los hornos contrastan con la pequeñez del ser humano. De la boca de los altos hornos se escapan flechas de gas azul, la comba de una cadena corta el espacio entre dos plataformas de acero, y un cielo con livideces de mostaza se recorta sobre las callejuelas que más allá de los emporios ascienden como si desearan fundirse en un camino escoltado de pinos (Los lanzallamas, p. 151).

Aparte del referente, que es el primer elemento nuevo en la constitución de un paisaje –la estetización por medio de la literatura y de la pintura de una zona fea, amorfa, poblada por objetos que rompen con el paisaje bucólico tradicional–, hay un segundo elemento que es la emergencia de una nueva conciencia contemplativa: la de un sujeto –personaje que ve y es capaz de valorizar el nuevo objeto – referente. La nueva topografía implica la emergencia de una nueva subjetividad literaria a la que pertenece el ojo que mira y el lenguaje que articula, tributario de un discurso que combina la técnica, la ciencia y una multitud de saberes populares. Así, el hecho lingüístico establece una relación de solidaridad entre el sujeto y esos espacios antiestéticos de la ciudad. Lo que el lector termina percibiendo como un nuevo paisaje es un conjunto inseparable que se forma con estos tres parámetros: el referente, el ojo y el lenguaje. Los caminos ondulantes de la quinta de Temperley Como señala Cassirer en sus reflexiones a propósito del espacio, la diferenciación de los lugares se podría ver como una serie de círculos concéntri-

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cos que tienen como punto de partida el lugar del sujeto y que se extienden progresivamente cada vez más lejos de este centro, hasta llegar a articular el mundo en su totalidad: «La distinction des régions dans l’espace part de l’endroit où se trouve le locuteur lui-même et, à partir de là, par des cercles concentriques qui vont s’élargissant, aboutit à l’articulation du tout objectif, du système et de l’ensemble des situations» (1972: 161). Teniendo en cuenta esta imagen que establece el aquí y el allá a partir de la posición del sujeto que habla, tenemos que precisar que Temperley y la quinta del Astrólogo se definen como un allá a partir de la localización del héroe que es el aquí de la ciudad porteña. Temperley, una de las afueras en las proximidades de la ciudad, que todavía conserva elementos de campo, existe y adquiere su significación a pesar de y gracias a su contigüidad con la metrópoli desnaturalizada, fuente de penas y angustias, causa del sufrimiento de los hombres («Las ciudades son los cánceres del mundo; aniquilan al hombre», Los siete locos, p. 240). Fuga real de la ciudad al campo y fuga imaginaria por medio del sueño y la evasión; destrucción de toda la ciudad, una especie de suicidio colectivo o suicidio individual como ultimo recurso […]. La fuga de la ciudad es una obsesión en las obras de Arlt. La felicidad del hombre, de la humanidad, depende de cómo resuelva el problema de la ciudad, lugar antinatural para el hombre (Gostautas 1972: 442, 448).

Situada afuera de la zona urbanizada, la quinta es entonces la contrafigura de la urbe –con su centro y su periferia industrializada– y se convierte en símbolo de un lugar apto para recibir la humanidad feliz. Este valor de un allá como un lugar idílico y deseable, carente de desgracias propias del aquí y ahora, aparece también en los textos de Onetti: Alaska, Klondike, Holanda (en El pozo), Faruru y la provincia argentina (en Tierra de nadie), Dinamarca, África del sur o, simplemente, la playa y el campo (en los cuentos). Sobre todo, en el cuento «Excursión», la yuxtaposición entre la ciudad y el campo es comparable a la de Los siete locos. Huir de la ciudad, meterse en una casita cualquiera, perdida en los costados de la cuchilla que se azulaba en la distancia. Solo. Hacerse la comida con las manos, cuidar los árboles […]. Ésta era la vida. Todo lo demás, mentira. Monstruosa mentira la civilización, la falsa y sórdida civilización de los mercaderes (Cuentos completos, pp. 56, 58).

En el contexto onettiano, salvo en el caso de «Excursión», los lugares lejanos no son necesariamente símbolos de una humanidad feliz, sino más

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bien sitios que ofrecen una identidad alternativa, liberada de la dispersión y de la fragmentación que impone la gran ciudad en el ámbito individual. Al contrario, en Arlt, el espacio campestre adquiere connotaciones de redención universal. Tras del molino y la casa, más allá de las bardas, negreaba la sierra verde botella de un monte de eucaliptus, apenachando de borbotones y cesterías en relieve de un azul marítimo […]. Le parecía estar en el campo, muy lejos de la ciudad […] y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua (Los siete locos, pp. 106-107).

De golpe, los sentidos del cuerpo humano se reaniman: colores, olores y la ausencia de sonidos violentos dominan la descripción de lo que es la naturaleza. Más allá de todo valor decorativo, lo que destaca es la proliferación barroca, la abundancia de curvas, volutas y espirales que hacen del jardín del Astrólogo un microcosmos lleno de vida y dinamismo. Estas formas son indicios de una vida intensa y ardiente que no se puede encerrar en la esterilidad de los esquemas geométricos. En este espacio natural –en las antípodas del espacio castrador de Buenos Aires–, se sitúa la casa del Astrólogo y hacia allí se dirige Erdosain en busca de su salvación, en el marco de una operación doble: pedir ayuda para resolver sus problemas acuciantes (devolver la deuda a la compañía azucarera y vengarse de Barsut), pero también liberarse de la angustia existencial por medio de su participación en una conspiración para invertir el orden de la «vida puerca». La quinta de Temperley, residencia del Astrólogo, es el sitio de la esperanza, polo de emisión de mensajes diferentes de los que Erdosain recibe en la ciudad. Caía la tarde y de pronto recordó que el único que podía salvarle de su horrible situación era el Astrólogo […]. Quizás el otro tenía dinero. Hasta sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para hacer propaganda comunista en el país, ya que aquel tenía un proyecto de sociedad revolucionaria singularísimo (Los siete locos, p. 106).

En este espacio de caminos ondulantes, lleno de colores y olores, paraíso del microcosmos animal, Erdosain escucha el discurso de los demás participantes de la sociedad secreta, entre ellos el Rufián Melancólico y el Buscador de oro. «Caminaban junto a los bardales, y en el dulce atardecer las palabras del macró abrían un paréntesis de extrañeza en Erdosain […]. Ahora iban bajo las bóvedas de verdura, ramas entrelazadas y ábsides de tallos» (Los siete locos, pp. 119, 120).

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El Rufián explica a Erdosain cuál es su punto de vista sobre el mundo. Le transmite parte de su propia experiencia de la vida en la ciudad, contándole cuáles fueron los medios por los que él mismo ha tratado de salir de la mediocridad y la miseria para construir su propio imperio y forjar un modelo personal de la felicidad. Mezcla de empresario y fascista, el Rufián encarna una combinación paradójica.11 Bajo el sol ardiente del mediodía, la quinta es el trasfondo de la conversación fascinante entre Erdosain y el Buscador de oro. Es el marco en el que se desarrolla su discurso sobre las tierras lejanas y los campos, lugares exentos de las desgracias que alojan las ciudades infernales. Los «edificios vegetales» llevan curvas y líneas ondulantes, contrariamente a las construcciones urbanas hechas de líneas rectas. Tallos, pasteles de todos los verdes y árboles, creaban informes edificios vegetales, crestados por penachos flexibles y bifurcados por laberintos de leñosidades rojas. Esto bajo el aire que ondulaba suavemente, de forma tal, que esas fantásticas construcciones del botánico azar parecían flotar en una atmósfera de oro, que tenía la lucidez vítrea de un cristal cóncavo, reteniendo en su esfericidad el profundo hedor de la tierra (Los siete locos, p. 193).

Los personajes encuentran en Temperley y sobre todo en la utopía que les ofrece el Astrólogo por medio de su palabra y de sus propuestas fabuladoras, un refugio de su angustia, lo que les permite una reconciliación transitoria con el mundo exterior. La recuperación de la naturaleza coincide con la recuperación momentánea de una identidad alternativa que alivia al personaje de sus penas (Corral 1992: 32). El espacio campestre de Temperley se parece a una pintura impresionista con colores vivos, provoca asociaciones mágicas, incluso en los momentos más difíciles y angustiosos para Erdosain, por ejemplo durante el secuestro. En el subcapítulo titulado «Arriba del árbol», Erdosain padece una crisis de demencia a lo largo de este mismo camino en el momento de ir de la quinta a la estación ferroviaria donde tomará el tren para Buenos Aires, después de su encuentro con el Astrólogo y la organización del proyecto del secuestro.

J. Amícola, en su estudio sobre las resonancias fascistas de Los siete locos y Los lanzallamas, observa que «Haffner aúna ante las prostitutas a las que explota al empresario capitalista y al ideólogo fascista […] ve en la prostitución la posibilidad de competir con el empresario capitalista en la obtención de la plusvalía» (1994: 102, 112). 11

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Amanece. Erdosain avanza por el sendero que bordea la vereda rota junto a las quintas. La frescura de la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y toda esa oscuridad desciende a aproximar las cosas a los ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por el canal de callejones, rojean lentamente unas fajas verdegrisas (Los siete locos, p. 167).

La imagen del camino en el alba es refrescante, apaciguadora. La falta de luz alivia los ojos de la agresividad de las imágenes del día y ofrece al campo visual un paisaje de opacidad y de contornos borrosos sin que se pueda divisar el horizonte. El ojo percibe sólo los objetos que están cerca, cada uno por separado. El sentido y la impresión de conjunto se pierden y la distancia no funciona ya como mediadora para la emergencia de un paisaje coherente. Este camino es el espacio intermedio entre el cuartel del Astrólogo –ese ailleurs prometedor de una visión diferente del universo, del bien y del mal, de los dominadores y los dominados, de las identidades y los ideales perdidos– y la ciudad de Buenos Aires –lugar de la angustia permanente, donde se pierden las referencias identitarias. El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada oscuridad envuelve aún los troncos de los árboles. Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes que se pierden en el campo de una tarde abovedada de sol […] (Los siete locos, p. 168).

La descripción del camino está ligada a las proyecciones heterogéneas del personaje. Aferrándose a su nueva identidad, la del asesino, procura salvarse de la nada que lo espera en la ciudad. Erdosain se examina con curiosidad. ¿Por qué piensa tantas cosas? ¿Con qué derecho? ¿Desde cuando los candidatos de asesinos piensan? No sabe pero comprende que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que una pobre alma al enloquecer abandona con gratitud los sufrimientos de esa tierra. Y más abajo de esa piedad, una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con un mohín de desprecio (Los siete locos, p. 169).

A lo largo de este camino, dividido entre la perspectiva de su condición de cobarde e insignificante habitante de la ciudad, y la de un acto de coraje –asesinato, conspiración o simplemente «violación el sentido común»– el personaje padece una crisis de locura. Aunque se trata de una locura sospechosa, quizás fingida, de ahí en adelante, el narrador considerará la locura

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de Erdosain como un hecho: «Tenía que matarlo a Barsut. La explicación de la palabra “tenía” podría encontrarse como la característica de la locura de Erdosain» (Los siete locos, p. 184).

Fragmentación: la experiencia centrífuga de la metrópoli onettiana Quand tout a été dit, quand la scène majeure semble terminée, il y a ce qui vient après… MICHELANGELO ANTONIONI

En los textos de Onetti no es posible establecer un lazo entre los trayectos geográficos de los personajes y la evolución de la intriga novelesca. La razón es que, en primer lugar, no hay intriga lineal y, en segundo lugar, que los trayectos son fragmentarios, sin un hilo unificador establecido por la presencia de la subjetividad y la introspección. El espacio urbano en los textos del primer Onetti aparece instantáneamente, como en relámpagos, o a veces como un eco, que llega desde lejos, de una realidad que existe en algún lugar, pero con la que ni el lector ni los personajes pueden tener contacto inmediato. La cita siguiente nos da una primera idea de ese otro universo en el cual cosas y personajes, palabras y ruidos simplemente coexisten: La mujer estaba sentada en la cama. Tenía la cara flaca, blanca, con una expresión dolorosa, contrastando con el sombrerito oscuro donde un escarabajo verde y vidrioso estiraba las patas. Con los codos en la mesa, Oscar miraba la culata del revolver. Una música, girando en el torbellino de los coches que bajaban por la calle empedrada, recordó al hombre la noche de la ciudad, los teatros, el restaurante del Luna. Maldijo sin oírse, los ojos perdidos en la pared sucia donde relampagueaba, con una luz de vino aguado, el anuncio de la calle (Tierra de nadie, p. 33).

Por consiguiente, en el marco de estos relatos, la relación dialéctica exterior/interior se modifica y adquiere nuevas dimensiones que complementan las que hemos visto hasta ahora. El exterior, en particular, no es simplemente lo que está afuera, sino un espacio discontinuo y disgregado. Por eso utilizamos la expresión «experiencia centrífuga». Los textos en los que aparecen los espacios exteriores de la ciudad –y que a la vez son los textos en los que los hechos aparecen también vistos desde fuera– son más bien Tierra de nadie y los cuentos. En menor medida El pozo, en el que aparecen con más frecuencia vistas de espacios interiores y también los hechos vistos desde

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dentro, desde la perspectiva del habitante solitario de la ciudad. Las pocas veces que en El pozo aparece el espacio exterior de la ciudad –calles, plazas, esquinas– es por medio de la evocación y el recuerdo de escenas igualmente disgregadas, inconexas e interrumpidas. La movilidad es una noción clave también en los textos de Onetti (sobre todo en Tierra de nadie, «Avenida de Mayo…», «Regreso al Sur») pero las consecuencias de la relación entre el espacio y el sujeto no son las mismas que en Arlt. El paseante tiene a veces la actitud de flâneur, otras la del transeúnte apresurado que cruza las calles de la ciudad sin siquiera levantar los ojos para mirar a su alrededor (Tierra de nadie). La mayoría de las veces, el desplazamiento en la ciudad es asociado al cosmopolitismo, rasgo principal de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX. Por medio de sus paseos y vagabundeos, los personajes perciben y a la vez se integran a la realidad urbana. La actitud de Suaid en «Avenida de Mayo…», al cruzar deprisa una avenida después de la otra, (Florida, Rivadavia…) es parecida a la de Baldi, quien se dirige con un aire presuntuoso hacia el barrio de Palermo, o a la del tío Horacio en «Regreso al Sur», que repite la misma caminata todas las noches. El más representativo de esta amplia familia de flâneurs y caminantes solitarios es sin duda Aránzuru, cuyas apariciones y desapariciones repentinas precipitan o paralizan la evolución de la acción y definen su perfil existencial específico (ya que él es el único nexo entre los innumerables personajes de la novela y es el portador principal de proyectos, el viaje a la isla lejana de Faruru). En Onetti, el vagabundeo aparece a menudo vinculado no con la angustia, sino con la juventud, una actitud de adolescente característica de los personajes que se echan a andar sin meta: para Suaid es lo que desencadena el proceso de la imaginación. Baldi en sus paseos por la ciudad expresa el lado inmaduro de su personalidad. Para Kirsten, el ritual de la inmersión en la multitud del puerto es un mecanismo compensatorio en los momentos de nostalgia. En «El obstáculo» y «Mascarada» el desplazamiento por el espacio coincide con la búsqueda ingenua de un momento de felicidad por parte de dos personajes adolescentes. Como señala Maryse Renaud, en el marco de los textos onettianos hay por los menos dos puntos de vista diferentes sobre la cuestión de la movilidad y del desplazamiento. Según el primero, el errar por el espacio urbano está vinculado con el sentimiento de libertad, felicidad y apaciguamiento. Ya estaba entre los ruidos de la otra zona del parque, ensordecida por la mezcla de músicas, risas, llamadas a los mozos, frases repetidas por los mozos a los mostradores […]. Ella era rubia y sonreía acalorada, roja, sonreía con dientes de

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niño, sacudiendo el pelo, marcando de manera excesiva el compás con los brazos, los pies y las caderas, sonreía con un foco de luz blanca en la cara […] («Mascarada», Cuentos completos, p. 120).

Según el segundo punto de vista, el deambular no es simplemente una apropiación feliz e improvisada del espacio urbano sino un tipo de compulsión, el resultado de una frustración, un acto forzado e impuesto al personaje desde el exterior o interiorizado por él de manera trágica (como en Tierra de nadie, en «Esbjerg en la costa» y en «Regreso al Sur»; Renaud 1993: 4046, 53). Tal es la imagen que trasmite el narrador de «Esbjerg en la costa» a propósito de los paseos de la pareja de Montes y Kirsten en los muelles del puerto: […] porque a esta hora deben estar caminando por el Puerto Nuevo, junto al barco o haciendo tiempo de un muelle a otro, del quiosco de la Prefectura al quiosco de los sándwiches. Kirsten, corpulenta sin tacos, un sombrero aplastado en su pelo amarillo; y él, Montes, bajo, aburrido y nervioso, espiando la cara de la mujer […] («Esbjerg, en la costa», Cuentos completos, p. 155).

Estos dos puntos de vista pueden coexistir en el marco del mismo cuento y variar de un personaje a otro: los paseos en el puerto tienen, para Kirsten, un valor de consuelo, mientras que para Montes se trata más bien de una obligación; en Tierra de nadie, el recorrido que traza cada personaje tiene otro valor emocional. La coexistencia se da a veces incluso en el marco de un mismo personaje, en el sentido de la ambigüedad que ofrece varias posibilidades de interpretación: como veremos más adelante, la caminata de Suaid presenta, por momentos, elementos de compulsión y frustración mientras que, en otros, revela una relación más bien lúdica y ligera entre el personaje y la ciudad. En Onetti, como en Arlt, la frontera entre exterior e interior es permeable, pero la impresión del lector del primero va en sentido inverso a lo que provoca la lectura de los textos de Arlt: el mundo exterior no está invadido por las formas de la subjetividad exacerbada, sino que lo exterior y objetivo es lo que impone sus formas y sus leyes al mundo de los sentimientos. Por consiguiente, en Onetti no hay sitio para el paisaje, como unidad de las cosas contempladas. La fragmentación de las cosas vistas, oídas y percibidas por lo general es tal, que la tarea de establecer un vínculo entre ellas es imposible: el rol reducido del sujeto no se lo permite (por ejemplo en «Avenida de Mayo…» o en Tierra de nadie). Se podría decir que los textos de Onetti llevan a un efecto paradójico: no es el sujeto el que mira los objetos, sino éstos los que lo miran a él.

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Desplazamientos en la ciudad: el mundo maravilloso de las impresiones «Avenida de Mayo…», primer texto de Onetti publicado en La prensa (1933), es uno de sus cuentos de Buenos Aires. Los indicios de la realidad urbana son profusos: calles, edificios, carteles publicitarios u otros. La emoción de Suaid cuando respira el perfume cosmopolita de esta metrópolis emergente es, indudablemente, un signo de victoria: a partir de ese momento, Buenos Aires será una ciudad que se aleja cada vez más de su pasado criollo y aldeano. Este nuevo espacio definirá a los protagonistas de las futuras historias de Onetti. Podemos destacamos un primer contraste con la imagen pintoresca y «localista» del centro de la ciudad que nos da Arlt. La acción de este cuento es el paseo, el deambular de Suaid en las arterias centrales y las calles de la capital. Se trata de un recorrido simétrico: empieza en la avenida de Mayo a la altura de Florida («Cruzó la avenida, en la pausa del tráfico y echó a andar por Florida», Cuentos completos, p. 27) y termina ahí donde había empezado: en la avenida de Mayo, eje de simetría para la ciudad ya que: el trazado del boulevard central, la Avenida de Mayo […] ratifica el equilibrio planimétrico entre el sur y el norte de la ciudad […]. Así es posible interpretar la Avenida de Mayo y todos los proyectos y trazados que mantienen el centro en la plaza del Mayo […] también como la manifestación por parte del poder público de un modelo de ciudad homogénea y equitativa (Gorelik 1998: 92, 99).

A pesar de la aparente simetría, no se trata de un recorrido simétrico, ya que a lo largo de este paseo el personaje va del sur al norte de la ciudad (cruza la avenida una sola vez) sin volver más al sur (ya no cruzará de nuevo la avenida). Tal opción se podría interpretar como la elección de una identidad: como veremos a continuación, la vuelta al norte señala el fin de la ensoñación. A lo largo de este deambular, la ciudad se presenta como un espacio exterior fragmentado, percibido por un yo en movilidad, entregado a asociaciones fragmentarias y casuales. La descripción de Buenos Aires como espacio tangible de la realidad cotidiana, lleva las marcas de un realismo exasperado (Rodríguez Monegal 1974: 109, 114). A partir de lo real, se funda un mundo onírico que desplaza, precisamente, lo real, como se ve en el extracto siguiente: «En Rivadavia un automóvil quiso detenerlo; pero una maniobra enérgica lo dejó atrás, junto con un ciclista cómplice. Como trofeos de fácil triunfo, llevó dos luces del coche al desolado horizonte de Alaska» (Cuentos completos, p. 27).

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La percepción instantánea del espacio exterior provoca en el personaje múltiples trayectos imaginarios. Al mismo tiempo, este espacio exterior se convierte en prolongación de la intimidad del personaje, de su mundo interior, sus deseos, sus miedos. Víctor Suaid es agredido, herido por las condiciones objetivas del espacio urbano: los carteles publicitarios, los edificios, el tráfico, el frío. Para Alfredo Pavón, el trayecto de Suaid se podría ver como un esfuerzo constante por evitar todo tipo de contacto con el mundo exterior: «La ciudad es mostrada como enemiga del hombre, como un ámbito negativo donde las potencialidades humanas son destruidas para convertir al hombre en objeto, para cosificarlo» (Pavón 1977: 76). Sin embargo, cabría insistir en que estos mismos objetos se convierten en instrumentos que ayudan al personaje en su evasión hacia un más allá. Para Martín Kohan, los objetos del mundo exterior contribuyen a la fuga del personaje en la medida en que desaparecen como tales para hacer posible la eclosión del mundo imaginario («Era el centro de un círculo de serenidad que se dilataba borrando los edificios y las gentes», Cuentos completos, p. 31). Estos objetos, cuando vuelven a aparecer llevan las huellas del mundo subjetivo. Se podría entonces decir que, de alguna manera, las evasiones de Víctor Suaid (Alaska, Jack London, la costa del Yukón, el Gran Duque Alejandro Iván) pertenecen a Buenos Aires, ya que a pesar de la lejanía que designan, se inspiran y se inscriben en la realidad urbana: el frío de Buenos Aires despierta en Suaid las fantasías de la noche polar y lleva su pensamiento hacia Alaska, Yukón y después a la literatura de Jack London; el cartel publicitario de Clark Gable y las caderas de Joan Crawford despiertan en él los recuerdos de una noche pasada; el cartel luminoso sobre el récord de velocidad automovilística suscita en él el sueño de la participación en una carrera; la publicidad de cigarrillos que parecen cañones lo hace imaginar una ciudad amenazada por una ametralladora; dos filas de personas que caminan en las calles de Buenos Aires le hacen pensar en dos filas de soldados que desfilan a caballo escoltando al Gran Duque y al Zar. Los viajes imaginarios de Suaid no son afuera de Buenos Aires, sino que son desencadenados por la ciudad misma: Buenos Aires le ofrece los elementos de la evasión, activa los mecanismos de la imaginación del sujeto y crea una complicidad (Kohan 2003: 151). Por eso, Buenos Aires, a pesar de la aparente agresividad y hostilidad para con el personaje, es también un espacio abierto ya que permite y hasta facilita la fuga. Las escapadas provisorias de la imaginación salvan al personaje tanto de una realidad exterior agresiva, como de sus recuerdos que revelan un mundo interior turbio. El nombre de María Eugenia, que surge de repente

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y hace referencia a una mujer con la que Suaid no quisiera tropezar en medio del tumulto urbano, remite al universo personal del personaje, el cual existe en interacción con el espacio extrapersonal e impersonal (objetivo) de la realidad urbana. Sabía que María Eugenia venía. Sabía que algo tendría que hacer y su corazón perdía totalmente el compás. Lo desazonaba tener que inclinarse sobre aquel pensamiento; saber que, por más que aturdiera su cerebro en todos los laberintos, mucho antes de echarse a descansar encontraría a María Eugenia en una encrucijada. Sin embargo, hizo automáticamente un intento de fuga: –Por un cigarrillo… iría hasta el fin del mundo… Veinte mil afiches proclamaron su plagio en la ciudad. El hombre de peinado y dientes perfectos daba a las gentes su mano roja, con el paquete mostrando –¼ y ¾– dos cigarrillos, como cañones de destructor apuntando al aburrimiento de los transeúntes (Cuentos completos, p. 29).

Por nuestra parte, diríamos que Suaid no evita todo contacto con el mundo externo, sino que está abierto para un contacto selectivo. La ciudad se convierte en espacio de la intimidad donde se despliegan los conflictos internos del yo y se podría entonces hablar de una percepción ecléctica del espacio exterior que instaura una dialéctica particular entre lo exterior y lo interior: el mundo exterior existe sólo en la medida en que facilita los recorridos internos del personaje, detrás de los cuales éste desaparece provisionalmente para volver a aparecer luego marcado por ellos. A diferencia de lo que ocurre con Erdosain (cuyo mundo interior excesivo y ardiente invade el exterior), diríamos que Suaid representa una subjetividad más abierta hacia el mundo de afuera, menos cargada de intencionalidad –entendida ésta en su sentido fenomenológico–, más libre en su manera de relacionarse con la ciudad, con lo que ella le ofrece y, por eso, más cerca de la verdad de las cosas. Este recorrido «inocente» de Suaid y sus asociaciones imaginativas a partir de los estímulos del espacio exterior de la ciudad, y sobre todo a partir de las imágenes publicitarias –pintorescas, curiosas, exóticas, en sus primeros años de vida– remite a un mundo, no sólo invadido, sino también fabricado en parte por los mensajes publicitarios. Marc Augé nos pone frente a los flashes publicitarios de la ciudad contemporánea que recuerdan el itinerario de Suaid y sus evasiones momentáneas por las solicitaciones que recibe del mundo circundante. Rencontre, identification, image: ce quadragénaire élégant qui semble goûter des bonheurs ineffables sous le regard attentif d’une hôtesse blonde, c’est lui;

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ce pilote au regard assuré qui lance sa turbo-diesel sur on ne sait quelle piste africaine, c’est lui; cet homme au masque viril qu’une femme contemple amoureusement parce qu’il utilise une eau de toilette au parfum sauvage, c’est encore lui (Augé 1992: 132).

Suaid, observador cosmopolita de un mundo que no tardará en globalizarse, se podría ver como el precursor de un tipo de ciudadano que rápidamente perderá su creatividad imaginativa y progresivamente se transformará en un simple consumidor y receptor pasivo. Cuando la cantidad de las solicitaciones exteriores ya no permita que el sujeto proceda a una percepción ecléctica ni que pueda controlar el espacio, las imágenes y los mensajes motivarán circuitos de identificación cada vez más simplificados y estandarizados a escala universal. Por lo tanto, Suaid, fascinado por el espectáculo de un espacio sin límites geográficos, se podría ver como el precursor de un mundo de individuos incesantemente interpelados por mensajes comerciales y sensacionalistas. Tous les consommateurs d’espace se trouvent ainsi pris dans les échos et les images d’une sorte de cosmologie objectivement universelle. […] [Ces images] dessinent un monde de consommation que tout individu peut faire sien parce qu’il y est incessamment interpellé. La tentation du narcissisme est, ici, d’autant plus fascinante qu’elle semble exprimer la loi commune: faire comme les autres pour être soi (Augé 1992: 133).

La gran ciudad es también el escaparate donde se exponen mensajes de otros lugares. Esos mensajes, de múltiples procedencias, dan a los paseantes la impresión de vivir en un presente múltiple. Tanto en «Avenida de Mayo…» como en Tierra de nadie se podría hablar de un espacio invadido por el texto. Como observa M. Augé, «ce sont des textes disséminés sur le parcours qui disent le paysage et en explicitent les secrètes beautés. On ne traverse plus les villes, mais les points remarquables sont signalés par des panneaux où s’inscrit un véritable commentaire» (1992: 122, 125). «Ayer en Basilea – se calculan en mas de dos mil las victimas», «Hoy en Miami alcanzando una velocidad media» (Cuentos completos, pp. 29-30).12 El ayer, como sugiere esta observación, se puede ver como un «ayer en Basilea» y el hoy como un «hoy en Miami». Esta conciencia de multiplicidad geográfica, y por lo tanto La intrusión de otro texto, el de la prensa (títulos de diario sin más comentario), en el texto del cuento recuerda elementos de la técnica narrativa de Dos Passos y su trilogía U.S.A. 12

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de la metrópoli como un medio de transición hacia lo alocal y lo atemporal, viene corroborada por la siguiente reflexión del personaje: Era la hora del anochecer en todo el mundo. En la Puerta del Sol, En Regent Street, en el Boulevard Montmartre, en Broadway, en Unter den Linden, en todos los sitios más concurridos de todas las ciudades, las multitudes se apretaban, iguales a las de ayer y a las de mañana. ¡Mañana! Suaid sonrió, con aire de misterio (Cuentos completos, p. 32).

Todo ocurre como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que la de las noticias del día, como si cada aventura individual emergiera de la inagotable reserva de un suceder incesante en tiempo eternamente presente. Surge aquí una imagen mucho más cosmopolita de la ciudad que la que nos da Arlt, y eso apenas unos años más tarde, una ciudad en donde «assailli par les images que diffusent surabondamment les institutions du commerce, des transports ou de la vente, le passager des non-lieux fait l’expérience simultanée du présent perpétuel et de la rencontre de soi» (Augé 1992: 131). Suaid es consciente de su situación, de ser uno entre tantos otros: «Entre las corrientes de personas que transitaban, la mujer fue pronto una mancha que subía y bajaba […]. Entonces se vio, pequeño y solo, en medio de aquella quietud infinita que continuaba extendiéndose» (Cuentos completos, pp. 28, 31). Suaid no posee rasgos distintivos que lo individualicen; es uno mas del montón que se concentra en los sitios que M. Augé llama «no lugares»: esquinas y pasajes de peatonales de cualquier ciudad del mundo, salas de espera, estaciones, aeropuertos, espacios comerciales… «Alors que c’est l’identité des uns et des autres qui faisait le ‘lieu anthropologique’, à travers les connivences du langage, les repères du paysage, les règles non-formulées du savoir vivre, c’est le non-lieu qui crée l’identité partagée des passagers, de la clientèle ou des conducteurs du dimanche» (1992: 127). La percepción ecléctica de la realidad material, sumada a la creación imaginativa de una realidad de otra índole que se inserta en la primera, sigue en «El posible Baldi» (La Nación, 1936). La percepción que tiene Baldi del espacio urbano es fragmentada, igual que la de Suaid, y se presta a asociaciones con su propio mundo interior: «Baldi buscaba la frase de adiós en los letreros, los focos y el cielo con luna nueva» (Cuentos completos, p. 50). La historia de Baldi, como la de Suaid, comienza en el momento de cruzar la avenida: «Baldi se detuvo en la isla de cemento que sorteaban veloces los vehículos […]. Se detuvieron los coches y cruzó, llegando hasta la plaza» (Cuentos completos, p. 47).

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La historia de Suaid termina en la avenida de Mayo, cerca de Florida, mientras que la de Baldi tiene lugar en la plaza Congreso, es decir, al extremo oeste de la avenida. Para Gorelik, la plaza Congreso resuelve de modo magistral la desembocadura de la avenida de Mayo en Congreso, introduciendo una perspectiva más de tipo americano que europeo y dando a la avenida una coherencia urbanística que no tenía inicialmente (1998: 194). Para pasar de un cuento al otro, uno tiene entonces que subir la avenida y situarse, esta vez, en la plaza, espacio que, a esta altura, sirve de límite entre la parte norte y sur de la ciudad de Buenos Aires. A lo largo de «El posible Baldi», la focalización cambia de la misma manera sutil que en Tierra de nadie, pasando de la realidad vista desde afuera («Junto a la gran chiquilla dormida en piedra, alcanzó una moneda al hombre andrajoso que aún no se la había pedido», Cuentos completos, p. 47) a los deseos y sentimientos del personaje, perspectiva propia de su universo interno («Ahora le hubiera gustado una cabeza de niño para acariciar al paso», Cuentos completos, p. 47). La ciudad está omnipresente, difusa e impalpable, pero el cuento se reduce progresivamente al diálogo entre dos desconocidos, un hombre y una mujer. El doctor Baldi, abogado y ciudadano bien integrado en la vida urbana, no parece haber sufrido grandes desgracias, ni haber pensado muy a menudo en la insatisfacción profunda causada por su modo de vida. «Seguro frente al problema de la noche», tendría que dirigirse hacia el norte, al barrio de Palermo, donde lo esperaba su novia para pasar la noche juntos, como de costumbre. Sin embargo, por la sola razón de haber fijado casualmente su mirada en una silueta femenina anónima que a veces se perdía en medio de la muchedumbre para volver luego a aparecer, se desvió de su objetivo inicial y es ahí donde empieza la historia: la invención de las múltiples caras extravagantes del personaje asociadas a la presencia de la mujer desconocida y también al espacio urbano. Esta aventura identitaria tiene que ver con la inserción del personaje en la parte sur de la ciudad («la esquina de Victoria donde la noche era más fuerte»), mal iluminada, entregada a la noche y deteriorada. Esta parte de la ciudad es el espacio de liberación del personaje. Unos faroles rojos clavados en el aire oscurecido. Estaban arreglando la calle. Una verja de madera rodeando máquinas, ladrillos, pilas de bolsas. Se acodó en la empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio unos pasos cortos, las manos en los bolsillos del perramus, mirando con atención la cara endurecida que Baldi inclinaba sobre el empedrado roto (Cuentos completos, p. 50).

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El diálogo estrambótico que se desarrolla entre dos desconocidos que caminan en medio de la muchedumbre es otra manera de representar el espacio urbano, desordenado, caótico, lleno de hechos imprevisibles, espacio que permite no sólo el desvió de un programa previsto y los encuentros casuales, sino también y más allá de toda expectativa, la generación de monstruos, la emergencia de universos incongruentes y absurdos, tanto en el ámbito de los hechos, como en el del discurso. Lo que sale de boca de Baldi es una acumulación improvisada de mentiras que culminan con la fabricación monstruosa, y por lo tanto totalmente creíble, fomentada por el contexto del encuentro: «Yo, desde que lo vi esperando para cruzar la calle, comprendí que usted no era un hombre como todos» (Cuentos completos, p. 49). Aquí podríamos recordar las palabras de Rousseau, la gran ciudad es el espacio de gente vaga, sin religión ni principios, corrompidos por la pereza, la inactividad, la seducción del placer y el cumplimiento de sus propias necesidades, lo que genera sólo monstruos e inspira el crimen. Buenos Aires se vuelve, entonces, el espacio de experiencias subjetivas inauditas, permite el encuentro entre personas de orígenes y destinos inimaginables: de una mujer con un ex cazador de negros en África del Sur («En Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros»), de una mujer con un traficante de cocaína en el norte de Argentina, con ese «Baldi que gastaba en aguardiente […] el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas», con ese otro «Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia, con diez dólares y un revolver»… Al principio, el encuentro entre el polifacético Baldi y la mujer se ve desde el exterior y es presentado como un hecho de la realidad objetiva. Sólo hacia el final del cuento se multiplican las vueltas al pasado del personaje y sus reflexiones íntimas, sobre todo por la comparación entre el posible y el verdadero yo del personaje. Su regreso al norte de la ciudad, al final del cuento, está asociado a la reaparición de su identidad habitual: la del doctor Baldi «que tenía una novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota como todo el mundo» (Cuentos completos, p. 53). Algo parecido sucede también con Suaid quien, al tomar el camino de vuelta hacia la avenida de Mayo, pone un punto final a sus viajes imaginarios. Entre la actitud de los personajes de Onetti (Suaid, Baldi, pero también Linacero y Aránzuru) y los de Arlt hay, como se ve, una diferencia notable con respecto a la relación que éstos establecen entre el espacio de la realidad y los espacios imaginarios: a diferencia de la angustia y la obsesión, lo que predomina en estos cuentos es el tono lúdico. En «Regreso al Sur» (cuento publicado en La Nación, en 1946) la ciudad es el objeto de la percepción de varios personajes en movimiento: el trío

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Horacio, Perla y Óscar, el dúo Walter y Horacio paseando por las calles de la ciudad, Óscar solo o Perla sola. En este cuento emerge una geografía claramente subjetiva, marcada por una diferencia entre las partes norte y sur de Buenos Aires: el conflicto, la ruptura y el desencuentro de la pareja Horacio/Perla se traducen en la yuxtaposición de las dos zonas de la ciudad, norte/sur. Belgrano, Rivadavia, Paraná, Corrientes, Talcahuano, Libertad: la ciudad literaria se concretiza en los nombres de las calles. Después de la fuga de Perla, Horacio deja el sur (el apartamento de la calle Belgrano, entre Piedras y Tacuarí): a partir de ese momento vivirá en una pensión a la altura de Paraná y Corrientes y decidirá no volver a cruzar Rivadavia. Perla hará uso del sagrado derecho a vivir la propia vida. El choque que padece el tío Horacio adquiere una dimensión geográfica y se traduce por la supresión del lado sur de la ciudad: nunca más volverá allí. Como es el caso con la narrativa de Faulkner, en Onetti la historia se despliega a partir del final y progresivamente se remonta hacia el inicio. Lo que aparece como una geografía subjetiva de la ciudad es falsamente subjetivo, en el sentido de que lo narrado no es producto del estado emocional del narrador sino de otro: de Óscar, sobrino de Horacio, que cuenta una historia que no lo concierne y en la que está implicado sólo indirectamente. La configuración subjetiva de la ciudad debida al estado emocional del tío Horacio está mediada por Óscar. Esta operación de la configuración subjetiva del espacio urbano es muy diferente de la de Arlt ya que se articula desde afuera –desde el punto de vista de alguien colocado fuera del mundo subjetivo del personaje principal–. Se podría hablar entonces de subjetivismo sólo en apariencia. Óscar es un observador de los movimientos los gestos y las expresiones del tío Horacio y a partir de esta tarea de observación transmite al lector la geografía subjetiva de la ciudad: […] la expresión de leve interés y cortesía con que se enmascaraba al escuchar hablar de personas y cosas que habían estado o atravesado el sur de Buenos Aires, la zona extranjera que se iniciaba en la calle Rivadavia, y a partir del Carnaval del 1938 […] Recordando su rostro muerto, era nuevamente imposible adivinar en qué sentido y con qué intención el odio y el desprecio actuaban sobre las imágenes y los seres del barrio sur […] (Cuentos completos, p. 145).

La ciudad aparece entonces sometida a un esquema rectangular riguroso, Horacio sube, baja y cruza mecánicamente calles, plazas, avenidas en la parte norte de Buenos Aires mientras Óscar observa e interpreta todo eso como indicios de una actitud nostálgica. La concepción geométrica de la ciudad inaugura una correspondencia entre el mundo exterior y el mundo interior del

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personaje. La tentativa que hace Horacio de juntar las dos partes de la ciudad, la noche que decide transgredir la frontera invisible de Rivadavia, al olvidar la ofensa que le ha infligido Perla y al lanzarse a un encuentro posible con la mujer, coincide con el esfuerzo de volver a ver la ciudad como un todo homogéneo. El esfuerzo fracasa ya que lleva a la muerte repentina del personaje. Estos tres cuentos están en directa relación con la cuestión del espacio urbano, y están marcados por referencias directas a Buenos Aires, mientras que en los demás, el papel de la ciudad en cuanto realidad material es más bien secundario. La metrópoli está siempre presente no con detalles geográficos sino más bien como un todo, un conjunto hecho de materia compacta y dura que se opone a la fluidez del río o a la tierra verde más allá del océano (en «Esbjerg en la costa»), a la playa y el campo (en «Convalecencia» y «Excursión»). Otras veces se convierte en objeto de sueño («El obstáculo») o de representación teatral («Un sueño realizado»). Mutaciones en el espacio y la identidad En «Esbjerg en la costa», relato igualmente construido a partir del desplazamiento de los personajes en la ciudad porteña, el sitio privilegiado es el puerto, situado en el extremo este de la ciudad. Esta parte aparece asociada a la fuga, al sueño, a Europa pero también a la sustitución de la libertad por la ejecución repetitiva de un ritual. Es el punto de encuentro de la tierra sólida de la gran ciudad cimentada con las aguas del río que bajan desde el interior del subcontinente para mezclarse, en la desembocadura, con las aguas del océano. Este contraste geográfico de la tierra firme con el elemento acuático en perpetuo movimiento tiene sus repercusiones en el mundo de los sueños y de las emociones de los personajes: la tierra es el ámbito de Montes y su mundo mientras que las aguas corresponden al mundo perdido de la mujer. El nudo de la historia es la confesión de Montes al narrador acerca de la sustracción de una cantidad de dinero. La intriga está construida alrededor de la tristeza de la mujer danesa de Montes y de los esfuerzos de éste por ofrecerle un viaje transatlántico. El narrador de este relato (como en «Regreso al Sur») es un tercero, alguien que no está directamente implicado en la historia: el jefe de trabajo de Montes. Este tercero se pone a relatar una historia que ha oído «sin entenderla bien». Los hechos relatados están vistos desde el exterior, las reflexiones y los sueños de los personajes están registrados por ese narrador neutro que se interpone entre el lector y la subjetividad de los personajes. Estamos de nuevo entonces ante una situación de falsa introspección, técnica narrativa frecuente en autores como Dos Passos, Faulkner, Camus.

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El narrador evoca la imagen de una pareja paseando por el puerto de Buenos Aires durante una tarde de invierno. A partir de esta imagen se lanza a una serie de hipótesis en cuanto a los sentimientos que puede generar una larga vida de pareja. Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordado en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote (Cuentos completos, p. 155).

Buenos Aires es el lugar de vida de la pareja pero también el punto de partida del proyecto, ese viaje hacia la otra orilla. Después del fracaso del proyecto, la ciudad se convertirá en un lugar en que los personajes estarán físicamente presentes pero mentalmente ausentes. Montes abusa de la confianza de su jefe, escondiéndole «muchas jugadas del domingo para bancarlas él». Su deseo por ofrecer a la mujer la posibilidad de ese viaje se convierte en una obsesión a tal punto que se arriesga a jugarlo «contra un tiro a la cabeza». Y a pesar de todo no llega a ofrecerle el regalo prometido «que no podía ser comprado ni era una cosa concreta que pudiese tocar». Montes apuesta y pierde, en un sentido más amplio, en el sentido de la vida ya que sus planes para un viaje de su mujer a la tierra de las emociones y de la adolescencia fracasan. Esa tierra, la otra orilla, permanecerá lejos para siempre ya que no hay vía de regreso. La permanencia en Buenos Aires simboliza entonces la continuación de una vida estéril y privada de emociones. La otra parte de la historia empezó cuando ella, un tiempo después, se acostumbró de estar fuera de su casa durante horas que nada tenían que ver con su trabajo […] hasta que un día la siguió y la vio ir al puerto y arrastrar los zapatos por las piedras, sola, y quedarse mucho tiempo endurecida mirando por el lado del agua, cerca, pero aparte de las gentes que van a despedir los viajeros (Cuentos completos, p. 161).

La otra parte de la historia es aquella en la que el río va a llenar el vacío de la tierra perdida, va a ser el substituto del mundo de las emociones, adormecido y alejado. El río de la Plata, desembocadura del río Paraná en el océano Atlántico, es un río que pierde la modesta y armónica paz de su límpida y tranquila infancia de arroyo y se disuelve en la nada de la inmensidad oceánica; paisaje abierto, símbolo de una vida abierta, de una grandeza no sólo exterior, sino también interior, que va más allá de la objetividad de un espacio geográfico: el océano se convierte en símbolo de un estado de ánimo.

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El viaje prometido podría ser visto como la deuda de una vida sin sentimientos. Tras el fracaso del proyecto del viaje, para pagar su deuda a Kirsten, Montes decide acompañarla en sus caminatas por el puerto. Su presencia física al lado de la mujer durante los momentos de la rememoración y la ceremonia de la inmersión en la muchedumbre del puerto, son un esfuerzo de comprensión y compasión, un acto a la vez benéfico y masoquista, para la pareja. Se van juntos más allá de Retiro, caminan por el muelle hasta que el barco se va, se mezclan un poco con gentes con abrigos, valijas, flores y pañuelos y, cuando el barco comienza a moverse, después del bocinazo, se ponen duros y miran, miran hasta que no pueden más, cada uno pensando en cosas tan distintas y escondidas, pero de acuerdo, sin saberlo, en la desesperanza y en la sensación de que cada uno está solo, que siempre resulta asombrosa cuando nos ponemos a pensar (Cuentos completos, p. 162).

Es un esfuerzo por abrazar con la mirada la inmensidad de las aguas y transformarla en intensidad emocional; un esfuerzo por luchar contra el enemigo primordial de la existencia, el olvido, por medio del ensueño de un regreso imposible a los orígenes (Aínsa 1990). El río océano es el único lugar de consolación, el único espacio donde se respira en el marco de una vida cerrada, asfixiada, estrangulada en una ciudad extranjera y carente de recuerdos. Y el barco encarna y condensa la inmensidad. El contemplar los barcos sirve entonces para no olvidar lo perdido, lo que hay del otro lado de las aguas: es una ceremonia de la memoria. Le dijo que iba siempre al puerto, a cualquier hora, a mirar los barcos que salen para Europa […] y dijo que le hacía bien hacerlo y que tendría que seguir yendo al puerto a mirar cómo se van los barcos, hacer algún saludo o simplemente mirar hasta cansarse los ojos, cuantas veces pudiera hacerlo (Cuentos completos, p. 161).

«Esbjerg…» es una historia cuyo marco es Buenos Aires. Esbjerg y Buenos Aires aparecen como dos ciudades ubicadas en dos costas diferentes, aproximadamente una frente a la otra con la diferencia de que están en dos hemisferios distintos: cuando en Argentina es invierno, en Dinamarca es verano. Esbjerg está del otro lado, en un sentido geográfico y en un sentido psíquico, esquema recurrente en la escritura de Onetti: «Esbjerg tal vez sustituya a Santa María/Montevideo, pues es la costa el fondo definitivo que no tocaremos nunca, cifra de los nostálgicos trasfondos de todos los textos de Onetti» (Nouhaud 1990: 168). Por eso «Esbjerg…» es una historia asociada al regreso, un regreso a un país y a la vez a una identidad perdida.

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Los desplazamientos de otro personaje femenino, María Esperanza, están asociados a la construcción de una identidad diferente, pero esta vez no vinculada con el pasado, sino con el futuro. Su iniciación a la prostitución, en «Mascarada» (1943), coincide con el tránsito de su cuerpo de la zona de oscuridad, a la de luz intensa –en la que se convierte en objeto de las miradas masculinas–. Este tránsito a la zona pública de luminosidad y de ruido es el pasaje de la invisibilidad a la visibilidad. Para prostituirse, María Esperanza tiene que poder capturar y mantener puesta en ella la mirada de un hombre. Tiene que ser vista y percibida como lo que aspira a ser: una figura pública. Como observa M. Millington, en este cuento, el procedimiento de cambio de identidad es diferente de los casos de Suaid y de Baldi. Aquí, la mutación de la identidad tiene que ver con la manera en la que la muchacha es percibida e identificada por un hombre. De manera análoga, en «Excursión», Jasón es rechazado por un tercero, un campesino desconocido que lo mira con desconfianza. Observamos un punto en común con «Regreso al Sur», en el que la identidad de Perla cambia según la zona geográfica de la ciudad en la que se encuentre y de acuerdo con la posibilidad de ser vista por Horacio. A partir del momento en el cual deja de ser visible para Horacio, de alguna manera, deja de existir (Millington 1993: 16, 17). La crítica ve «Mascarada» como una de las novelas más herméticas de Onetti. Sergio Capurro Álvarez considera que el tema principal de esta novela es la búsqueda de la felicidad en un territorio reducido y delimitado por las coerciones y las necesidades que el ambiente impone a María Esperanza. La joven ha recibido la orden de participar en la noche festiva del carnaval, buscar hombres y volver con dinero. Sin embargo, todavía hay un territorio en el que la felicidad, un tipo de felicidad ingenua, sigue siendo posible. «Vio que por un instante el hombre gordo la estuvo mirando con esa cara de bondad». Este territorio no implica ningún tipo de rebelión; permite que suceda el encuentro entre dos seres en un contexto de valores invertidos, un ambiente de degradación y de carnaval, esa noche en medio del parque. A la derecha un hombre de frac mostraba al público un mono encogido sobre una mesa, vestido de groom, mientras otro mono, más grande, triste, de pesados movimientos, guiñaba los ojos apretando un acordeón entre los brazos […]. A la izquierda, más lejos […] una mujer vestida de hombre, con gorra y un pañuelo rojo al cuello cantaba con voz incomprensible, fumando… (Cuentos completos, p. 120).

María Esperanza, al salir de la oscuridad del paisaje arbolado, con el rostro agresivamente maquillado, llevando tacos altos por primera vez, está llena de miedo de que los demás puedan sospechar sus proyectos: «miedo

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de que las caras miraran [su cara] comprendiendo su fraternidad y la miraran en seguida con odio por estar haciendo algo que no debía hacerse cuando se tenía una cara así» (Cuentos completos, p. 119). La adolescente parece haber interiorizado la mirada de los demás y se siente culpable por hacer algo que no se hace, esconder un rostro adolescente y luminoso detrás de un maquillaje violento –transformar su rostro en máscara– lanzándose a la búsqueda de otra identidad. Esta transformación de la joven está relacionada con una «terrible cosa negra» que ella conserva en la memoria, asociada a un momento previo del enmascaramiento y con el orden que le habían dado («aquella espantosa cosa negra que había sucedido unas horas antes, en seguida de la presencia de su cara limpia en el espejo», Cuentos completos, p. 119). El proceso de cambio de identidad ocurre finalmente cuando María Esperanza cruza el parque y llega al otro lado: «Ya estaba entre los ruidos de la otra zona del parque» (Cuentos completos, p. 120). Es la zona de las festividades, el ruido, las luces, las risas, el circo y el carnaval. No camina más entre los árboles, sino entre las mesas, donde se desencadena un juego de miradas: «Al dar un paso nadie la miraba y al mover la otra pierna todas las cabezas se volvían para mirarla, todas las sonrisas, los ojos brillantes, las caras con sudor giraban hacia ella, pero ya al paso siguiente avanzaba sola, no vista por nadie» (Cuentos completos, p. 121). Los miembros de su cuerpo existen en la medida en que alguien los mire. Su yo adquiere substancia, sale de la oscuridad y de la nada cuando se convierte en objeto de la mirada ajena: un momento sí, al siguiente no. Cuando la muchacha está sola es como si no existiese, «como si hubiera traído el árbol consigo, como si escondiera el perfil en la tajeada corteza» (Cuentos completos, p. 121). Su supervivencia dependerá de su capacidad por atraer la atención del hombre gordo que le sonríe amablemente. El despedazamiento del cuerpo de la muchacha recuerda lo que sucede con los cuerpos en Tierra de nadie que, como veremos, forma parte de un procedimiento generalizado de desarticulación de los humanos y de fragmentación. Es otra manera de socavar la identidad, distinta de la que encontramos en los textos de Arlt. Erdosain busca su identidad por medio de la unión o de ruptura con Dios («ser Dios» o «ser a través de un crimen»). En los textos de Onetti, la identidad es una cuestión de montaje de piezas dispersas. En «Mascarada», esta operación se lleva a cabo por medio de la mirada. Y lo mirado (en este caso la muchacha) termina perteneciendo al que le da su integridad. Por lo tanto, en cierta manera, diríamos que este cuento refleja la estética onettiana en general, enfatizando en la fuerza de la imagen visual, el

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vínculo entre ser visto y existir: objetos, personajes y ambientes existen en la medida en que son percibidos por la mirada de un tercero. Sólo así pueden adquirir autonomía y valor propio.

Ruidos, imágenes, objetos: los múltiples lugares de tránsito De manera aún más flagrante que en los cuentos, en Tierra de nadie la presencia de la ciudad es fragmentaria, difusa e impalpable. Penetra el alma de los personajes que la sienten, palpita incesantemente a su alrededor. Es una suma de objetos heterogéneos, ruidos y planos visuales sin conexión. Cualquier intento de lectura lineal o la búsqueda de una intriga concreta fracasarían: Pensaba en la ciudad enorme que lo estaba rodeando, donde se hundían cosas y seres y desde donde otros saltarían inesperados. Lugares y gentes que existían ya, desde años, y que bruscamente pondrían ante él sus rostros y sus gestos, máscaras distintas que mostraban y escondían los pasados (Tierra de nadie, p. 42).

¿Cómo buscar una técnica consubstancial a la materia, una manera de narrar inseparable del tema narrado, sin que el resultado sea una imagen tan incongruente como el daguerrotipo de un rascacielos? La ruptura va más allá de la temática, abarca la experiencia de lectura en su totalidad. Onetti, a semejanza de Dos Pasos, Faulkner y Joyce, inventa una estructura novelesca que funciona como réplica estética del desorden de una civilización: el orden moral y social se desintegran ante los ojos del lector.

Efectos visuales y auditivos Reducida a flashes visuales que de repente ofrecen a la vista una encrucijada, un rascacielos, el reflejo de los carteles luminosos o el río inmóvil, la ciudad moderna en Tierra de nadie aparece como una realidad inestable y discontinua. Una mancha de sangre: Bristol. En seguida el cielo azuloso y otro golpe de luz: Cigarrillos importados. Nuevamente el cielo. En la cruz de las calles las enormes letras golpeaban el flanco del primer rascacielos, su torre escalonada. Bristol, el aire, cigarrillos, pequeñas nubes. Los golpes rojos se corrían por las azoteas desiertas, manchando fugazmente el gris hosco de los pretiles (Tierra de nadie, p. 13).

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Como observa María Milián Silveira, aun una segunda o tercera lectura de este libro sigue siendo una experiencia «esquizofrénica». Símbolo lingüístico de la metrópoli sudamericana y de sus habitantes, Tierra de nadie es una experiencia caótica, un universo donde dominan la confusión, la incoherencia y el desorden. El espacio exterior sólo se percibe por los ruidos y los contrastes de luz que encuadran la acción. A excepción de tres capítulos relativamente largos, el resto de la novela se compone de otros cincuenta y seis capítulos muy breves de no más de una página y media. El trasfondo de la acción cambia continuamente y no hay lugar que aparezca en la novela más de cinco veces. Esta diversidad topológica hace que los innumerables lugares que aparecen no sean reconocibles y que la presencia material de la ciudad se reduzca a una sucesión de interiores sombríos distintos, que terminan siendo uniformes e intercambiables. Ya que el efecto curioso del cambio incesante es que la extrema variación lleva a lo indistinto y lo uniforme. Aquí también, como en «Avenida de Mayo…», la técnica narrativa establece un contrapunto entre lo exterior –la percepción de escenas en el espacio urbano– y lo interior –las incursiones en el mundo interior y las reflexiones de los personajes. El taxi frenó en la esquina de la diagonal, empujando hacia el chofer el cuerpo de la mujer de pelo amarillo. La cabeza doblada, quedó mirando la carta azul que le separaba los muslos. «Nos devolveremos el uno al otro como una pelota, un reflejo…» Mientras suspiraba, «nos devolveremos el uno al otro», sorprendió el nacimiento de un letrero rojizo (Tierra de Nadie, p. 13).

Tierra de nadie, a semejanza de otros textos onettianos, incluye partes de una sobriedad sorprendente, desde el punto de vista sintáctico: frases sencillas y cortas cuyo eje es un verbo de movimiento o de percepción como entrar, salir, caminar, subir, bajar, ver, oír (a diferencia de las oraciones llenas de metáforas que ilustran la angustia del personaje arltiano). Sin embargo, progresivamente y de manera imperceptible, se establecen cierta tensión y agresividad: hostilidad de los sonidos y los colores, discordancia, presencia opresora de la ciudad. A menudo, estos efectos que son visuales y auditivos, intervienen de manera brusca interrumpiendo los diálogos, los pensamientos de los personajes o el hilo narrativo. El lector se detiene casi sin aliento, desorientado y desprovisto de toda certidumbre acerca de lo que ha podido suceder o de lo que podrá suceder más adelante. Esta presencia sonora del espacio, desconcertante y discordante se percibe en: – la música de fondo – el llanto de los niños, el tintineo de pulseras («Se calló el niño de arriba. Unos pasos empezaron a golpear en los escalones chirriantes […]. Alrededor

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la ciudad. Subía una mujer sin sombrero haciendo sonar las pulseras», Tierra de nadie, p. 59); – las puertas que se golpean («Arañaron la puerta y entró el mozo. Cerró con el talón y se acercó», Tierra de nadie, p. 62); – los gritos, los insultos y las burlas («Entre las burlas del rubio, los otros colocaban insultos sin entusiasmo», Tierra de nadie, p. 62); – los ruidos y las voces provenientes de los apartamentos vecinos («Alguien andaba en la pieza de al lado. Se oyó encender un calentador y ruido de voces incomprensibles. Unos tacos de mujer repiquetearon en la escalera», Tierra de nadie, p. 15); – el zumbido de la calle («Ramírez sentía en la nuca los ruidos de la calle», Tierra de nadie, p. 65 / «Lejos alrededor como aprisionada en una caja, zumbaba la ciudad», Tierra de nadie, p. 61); – el frotamiento de las cartas o de las fichas de dominó («En una mesa sonaban las fichas de dominó» Tierra de nadie, p. 63). Todos estos ruidos periféricos propios de un segundo plano encuadran la acción y rellenan el silencio verbal que a menudo domina en un primer plano. El resultado inmediato de tal invento es la impresión de un contraste entre una escena aislada vista desde cerca y sus alrededores, un mundo mucho más vasto y extenso de ruidos que llegan desde lejos: «En seguida [Aránzuru] oyó, mezclados todos los ruidos de los departamentos que invadían el patio […]. Oyó unos pasos que se acercaban crujiendo y los ladridos de un perro, lejos, encerrado» (Tierra de nadie, p. 185). Este segundo plano es un trasfondo principalmente urbano. Otro efecto es la creación de un ambiente que a menudo anticipa la acción. Es el caso de la música melancólica que se oye justo antes del suicidio de Llarvi o el ambiente de la habitación de Mabel antes de su muerte. En cambio, la muerte en sí no es objeto de narración. El lector se entera sólo a posteriori y de manera indirecta por medio de diálogos fragmentados que banalizan estos hechos. Se podría hablar de una invasión del espacio narrativo por el segundo plano en detrimento del primero cuya última consecuencia es la creación de una sensación de incoherencia para el lector (Milián Silveira 1992: 134). Los contrastes de luminosidad completan la presencia acústica del espacio y son el segundo parámetro del universo urbano moderno en el cual la vida nocturna ocupa un sitio importante. De nuevo, estamos frente a una dimensión de la escritura que es de extrema importancia en los textos de ambos autores. Los carteles luminosos, la luz de intensidad variada de las calles, invaden la noche urbana e inauguran un juego de matices entre la oscuridad de los pasillos, los cuartos en penumbra, el ambiente opaco de los

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cafetines donde el humo, como una cortina blancuzca, debilita la intensidad de la iluminación. «En el pasillo vacío, la leyenda DIEGO E. ARÁNZURU en letras negras sobre el vidrio de la puerta. Dentro, un reflejo de luz filtrando la cortina, unas leves ondas de música que bajaban del bar en el piso once. Empezó vibrante la chicharra del teléfono» (Tierra de nadie, p. 17). A diferencia de las imágenes de intensidad expresionista que dominan la visión arltiana –colores vivos en contraste, rojo, verde, azul, amarillo– el tono privilegiado en los textos de Onetti es el de la penumbra. Onetti prefiere los interiores escasamente iluminados; y cuando se trata de calles, avenidas u otros espacios públicos de la ciudad, éstos casi siempre aparecen de noche. Mientras que en Los siete locos y Los lanzallamas la intensidad de las tinieblas está a menudo en contraste con el ardor de una terrible luminosidad que quema al mundo y a sus criaturas,13 en los textos de Onetti día y noche pierden el brillo propio para fundirse en una escala de variaciones de color gris: entre la luz artificial y las sombras, como si luz y oscuridad hubieran padecido un mutuo descoloramiento hasta asimilarse. Afuera, en la luz amarilla del corredor, otra mano avanzó, doblándose en el pestillo. Llave. El hombre gordo dobló los dedos fastidiado y esperó. «Con tal que no se le haya ocurrido…» Golpeó con los nudillos. Pero la única cosa viva en el pequeño cuarto era el temblor luminoso en la pared y la gruesa franja ligera que resbalaba en la colcha (Tierra de nadie, p. 15).

En el extracto citado, el momento fundamental de la reflexión del personaje es el silencio narrativo, los tres puntos que no permiten al lector acceder ni a lo que precede ni a lo que viene después de esta escena. Este silencio, que impide el acceso a un posible pasado o futuro, se llena con el presente de las impresiones visuales y acústicas. Descritas de manera muy detallada, a menudo, éstas interrumpen los diálogos –o bien intervienen entre la palabra y el gesto y producen un efecto de disyunción extrema entre palabra y acto, ya que reducen el hablar a una sucesión de palabras sin coherencia y el actuar a una serie de gestos nunca concluidos–. En otras palabras, contribuyen a que la novela se convierta en una sucesión de momentos sin importancia, sin un supuesto eje de lectura, sin la posibilidad de definir una intencionalidad. «[…] le flamboiement d’une lumière terrible qui brûl[e] le monde et ses créatures», expresión utilizada por Deleuze con respecto a los colores en el cine expresionista (1983: 78). 13

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[…] la cara quedó inmóvil, en un gesto de atención. –Bueno, niñas. Es tarde. Si ustedes resuelven… Nora puso los dedos frente al bostezo y murmuró: –Por mí… La otra se balanceaba en silencio, mirando la tricota blanca y lila de Nora, el largo cuello torcido por la luz. –Sí, vamos a ir en la lancha… –dijo Casal. Estaban quietas sin mirarse. Nora se levantó, recogiendo el saco. Los pequeños senos giraron, haciendo temblar la pollera. Sacó la mano de la bocamanga, con un largo dedo apuntando el entrecejo de Ester. –Soy el hijo del misterio. –Soy el hijo del encanto –contestó Ester, levantándose (Tierra de nadie, pp. 95-96).

Habría que subrayar el papel de ciertos objetos que se convierten en símbolos de un ambiente y determinan el espacio: las cartas, el tabaco, los fósforos, el humo, un revólver. Estos objetos intervienen por medio de una simple mención («Bidart tiró las cartas y avanzó una mano hacia el tabaco», Tierra de nadie, p. 62), o de la percepción sensorial de los personajes –olor, luminosidad, tacto: el tocar el brazo de una mujer y el oler su perfume, la sensación de tocar la culata fría de un revolver («Al paso, en la sombra, un brazo y un olor a perfume conocido lo rozaron», Tierra de nadie, p. 59 / «[…] cruzando la culata fría del revólver», p. 13). El mundo de los objetos es omnipresente y llega hasta impregnar al individuo, unirse con él y convertirse en una parte de su cuerpo. Como observa Esteban Otero, «es bien típico de Onetti la impregnación de los hombres por la ciudad». Los personajes onettianos juntan cada vez más sensaciones que les envuelven no en un sentido espiritual sino absolutamente material (Otero 1974 [1970]: 3). Balbina llegaría de un momento a otro, nueva por algunos minutos, distinta, casi extraña, envuelta por el aire de la calle, cubierta de miradas y ruidos que se irían separando lentamente de ella, como un largo traje complicado, hasta morir en el piso y dejarla otra vez igual. Balbina, sin poder para emocionarlo (Tierra de nadie, p. 84).

Los efectos visuales y auditivos forman parte de la llamada técnica «cinematográfica» de Onetti. La estructura narrativa de Tierra de nadie se arma a partir de los fade-in y los fade-out, el acercarse y alejarse de la cámara narrativa, las escenas interrumpidas y los sonidos propios de una escena que irrumpen en otra. Por eso se podría hablar de superposiciones de planos y montajes:

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Empieza el día y estoy solo en este boliche sucio, con un almanaque de fecha vieja y el empapelado que escucho despegarse. […] Pienso en vos y sé cómo estarás ahora, dormida en el cuarto que se está poniendo claro poco a poco (Tierra de nadie, p. 117).

O bien: La luz en la ventana de Katy se apagó. Podía ver la mancha oscura de la ventana a través de la lluvia y los vidrios mugrientos. El hombre salió por fin a la vereda, vaciló un momento y se puso a caminar en dirección de la iglesia. Era pequeño y parecía solamente una mancha negra y movediza sin espesor (Tierra de nadie, p. 118).

Impresiones acústicas, contrastes de luz, percepciones sensoriales llevan a la representación del todo a partir de lo parcial (por metonimia): el espacio urbano de Tierra de nadie no es más que un montón de fragmentos visuales, táctiles, auditivos, olfativos. Esta técnica cinematográfica es alternada con técnicas teatrales y fotográficas que contribuyen, ellas también, a la configuración del espacio. Con el término de técnica teatral nos referimos a cierto aire de ritual que adquieren los movimientos, varias escenas-clichés estandarizadas (fijadas) y repetidas de manera monótona y casi sin variación. El prostíbulo es el lugar por excelencia representado a través de técnicas teatrales. Como observa Jaime Concha, los gestos de la matrona se asemejan a menudo a los de un director de película invitando a los actores a salir al escenario. La actitud de las mujeres, cada una en su sitio en el salón, recuerda un decorado teatral, los momentos preparativos de una lenta ceremonia. Los trajes, todos de colores distintos y todos completamente monocromos tienen un aspecto irreal, son vestuarios que ofrecen una inmóvil coreografía. La pintura del rostro no es sólo cosmética, sino, también, maquillaje, máscara que oculta y disfraza la identidad personal (Concha 1969: 352).

Así aparece también el bodegón en El pozo: mujeres para marineros, sentadas al lado de ellos en actitudes lascivas, riéndose a carcajadas: imposibilidad de comunicación, incapacidad de entender la lengua extranjera de los hombres. Tanto la risa como el maquillaje son máscaras que ocultan la identidad y disimulan la cara. De la misma manera teatral, en El pozo, los blancos brazos de Ester irrumpen en la oscuridad del bodegón, durante sus idas y vueltas entre las mesas. El ambiente de fiesta se revela a través de la coexistencia simultánea de una serie de objetos (los distintos trajes), de sonidos (timbre, risas), de gestos (servir una cerveza, reír de manera grotesca).

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–Parece de fiesta, un momento de fiesta. ¿Eh? Esos trajes… Si les parece podemos tomar algo. Alguna hizo sonar una campanilla. La mujer de negro, morocha, con la mandíbula saliente le sonrió para preguntarle: –¿Qué quiere tomar? –Cualquier cosa. Pidan. ¿Cerveza? –Traé cerveza. La vieja entró en el comedor con su tintineo de llaves. La mujer de negro le sonreía con sus grandes dientes (Tierra de nadie, p. 137).

La descripción detallada Otra característica del ambiente particular de Tierra de nadie, relativa al acercamiento y el alejamiento de la focalización y al silencio verbal de los personajes es el peso que adquiere la descripción detallada. En primer lugar, hay un énfasis en los detalles periféricos, en todo lo que no es convencionalmente considerado como central, y este énfasis reduce las diferencias y casi suprime la distinción entre primero y segundo plano. Las dos citas siguientes ilustran esta técnica presente a lo largo de la novela: Larsen bajó la escalera, acomodándose los puños. Caminaba pesadamente por el zaguán. Con las manos en la espalda, se detuvo al llegar a la puerta. El hombre sentado en la ventana del café desplegó el diario. Larsen sonrió apenas, moviendo la cabeza. Un auto pasó con bocinazos, volvía a asomar el sol en los baches del empedrado. Compró cigarrillos en el negocio del portal, encendió uno y cruzó la calle (Tierra de nadie, pp. 190-191).

O: El sereno del hotel bajó la escalera lentamente, haciendo bailar la llave colgada del dedo. Veía Rivadavia a través de la ventana: empezaba a aclarar. Quedó inmóvil al pie de la escalera, rascándose el mentón (Tierra de nadie, p. 144).

Este énfasis en el detalle se lleva a cabo por medio de la focalización en gestos secundarios –sentarse, abrir una puerta, bajar las escaleras, tomar, encender un cigarrillo–, momentos que, en la narración tradicional no suelen ocupar un sitio privilegiado, al contrario, la mayoría de las veces ni siquiera constituyen el objeto de la narración sino que se los ignora. En cambio, en Tierra de nadie, y en otros textos onettianos, los acontecimientos tradicionalmente claves para la evolución de la narración –asesinato, suicidio, fuga– se omiten y son men-

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cionados de manera retrospectiva como hechos acabados.14 Los dos casos más flagrantes son los suicidios de Llarvi y de Mabel, completamente silenciados. En el capitulo XLII, la jerarquización del valor narrativo de los gestos y los hechos que merecen ser relatados aparece completamente invertida: proliferan incesantemente los detalles periféricos, falta toda mención de hechos dramáticos y todo termina con una gran ambigüedad alrededor del gesto final, el suicidio de una mujer a la que no se nombra. La frase «Apretó con las manos húmedas el pelo amarillo y muerto» es la única que hace referencia a un indicio de identidad y una anticipación de su muerte. El resultado de tal técnica narrativa es la nivelación total de todo gesto y de todo hecho. De manera semejante, el suicidio de Llarvi se menciona en un momento muy posterior, en medio de un diálogo cualquiera entre Violeta y Aránzuru (capitulo XLVI). El efecto de nivelación y de asimilación de los hechos en un todo, en los textos de Arlt, se desarrolla de manera inversa: la muerte (asesinato de Barsut o de la Bizca), el suicidio de Erdosain y otros momentos dramáticos van asimilándose a un todo donde domina la excitación extrema, la hipérbole y la desproporción deformadora, de tal modo que todo termine cargado de dramatismo. La precisión de las descripciones en Tierra de nadie ocupa tal espacio, que a menudo la acción novelesca se detiene, se aletarga hasta perder todo dinamismo. En los extractos siguientes notamos hasta qué punto la multitud de informaciones puede crear un efecto de saturación y desconcierto en el lector quitándoles a los hechos y a los movimientos toda intencionalidad o dirección: Nora se levantó riendo. Tenía las manos en los bolsillos, la cabeza doblada, mirando allá abajo la punta redonda de los zapatos (Tierra de nadie, p. 123).

O: Mauricio se levantó y anduvo despacio, con los ojos fijos en el azul de los letreros del lavatorio. Pasó junto a María Antonieta, de pie, que se acomodaba el velillo parpadeando (Tierra de nadie, p. 103).

La conjunción de una serie de adjetivos dispares, que no suelen aparecer juntos en el mismo contexto, es un tercer factor que contribuye a la impresión de falta de transparencia y a la composición de retratos que dificultan la Así, el primer encuentro de Aránzuru con Catalina tiene lugar en las escaleras de un edificio cuando él la agarra del brazo. Al «Soltá» que le lanza Catalina, no hay respuesta, pero el lector la ve subiendo las escaleras hasta el piso de arriba y así deduce que Aránzuru a obedecido a la orden de la mujer. 14

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identificación y la diferenciación de los personajes. Es como si la cámara se hubiera acercado al objetivo a tal punto, que impidiera la percepción global de éste. La descripción de la joven en el extracto siguiente es una acumulación de rasgos que, aunque claramente percibidos por separado, no llegan a componer una cara: «Tenía el pelo de un rubio desteñido; la frente era estrecha y la larga boca sin color se inclinaba en las puntas con su gesto burlón y austero» (Tierra de nadie, p. 140). Los capítulos se abren a menudo in medias res, por eso lo que se cuenta en ellos parece ser no más que un fragmento de un hilo de acción mucho más extenso de lo que el narrador transmite (un ejemplo típico de este procedimiento da el capítulo XXXVI): una parte visible dentro de un todo invisible. Personajes en movimiento, un espacio exterior fragmentado, imágenes dispares y superpuestas, cambios sutiles y continuos de la focalización, todos estos son elementos presentes tanto en los cuentos como en Tierra de nadie. La diferencia es que los cuentos dan una versión menos sombría y más lúdica del mundo urbano –que llega hasta el humor en «El posible Baldi»–. En todo caso, se trata de un mundo al exterior, no sólo porque el ámbito de la acción es la calle, sino también porque es un mundo visto desde fuera. Todas estas técnicas de la organización narrativa crean un efecto de distorsión en la presentación de los hechos y socavan todo esfuerzo por recrear un universo claro y coherente. Además, señalan que estamos ante una formulación lingüística (Millington 1985: 64). En este punto, se hace evidente una cuestión que está ya presente en las novelas, pero de manera mucho menos clara: la relación entre el individuo y la colectividad. En Tierra de nadie, semejante problemática surge en un tono grave y sombrío, lejos de la ambigüedad que puede provocar un texto como «Avenida de Mayo…», lo que nos lleva a dos reflexiones complementarias: por un lado la alienación que padece el individuo en el marco de la sociedad; por otro, la imposibilidad de la existencia individual fuera de la colectividad. Esta misma problemática aparece también en El pozo donde se despliega la compleja relación entre el mundo interior del yo, sus tentativas de comunicación con el mundo externo y las estrategias compensatorias de este yo ante la incomunicación con los demás –cuestión tratada en la tercera parte de este libro. Tal problemática es recurrente en el mundo contemporáneo y, como plantea Richard Sennett, revela un estado, si no de guerra, de oposición entre psiquis y sociedad. Este antagonismo ha sustituido el antiguo equilibrio entre universo privado y público, en el ámbito de los comportamientos, en la medida en que se estableció, en la ciudad, una cultura capitalista secular (1992 [1977]: 260-261). En una sociedad que priva al sujeto de un espacio público,

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no personal, en donde éste podría desempeñar un rol, es decir, existir de manera que no sea la estrictamente personal, más allá y fuera de sus necesidades inmediatas, el individuo pierde progresivamente la capacidad de funcionar de manera impersonal. Se vuelve incapaz de asumirse como miembro de una colectividad basada en relaciones que no sean de intimidad o de proyección de deseos propios y, de esta manera, pierde la posibilidad de existir y actuar como un ser social.

Lo exterior y su significado Antes de proseguir la lectura a partir del segundo concepto –que es el de «interior»–, volvamos sobre algunas observaciones clave que resumen lo visto hasta aquí. Por lo que se refiere al vagabundeo, como modo de relacionarse con el mundo de afuera, observamos que en Los siete locos y Los lanzallamas lo que predomina es el sentimiento de angustia y de persecución. En los textos de Onetti, el vagabundeo está asociado a veces con la juventud y la despreocupación (sobre todo en los cuentos) y otras resulta el único modo de estar en la ciudad, en ese espacio de tránsito continuo (Tierra de nadie). La vertiente «localista» o pintoresca de la ciudad es propia de los textos de Arlt, mientras que en los textos de Onetti predomina una visión más neutra del espacio y sus habitantes, con la excepción de las prostitutas y de algunas escenas del mundo de los bajos fondos –boliches sucios y cafetines del puerto frecuentados por marineros, prostitutas y hombres solitarios, silenciosos e inexpresivos, que se acercan a las figuras míticas de malevos y compadritos. En ambos autores, la ciudad está marcada por una línea divisoria entre norte y sur, correspondiente en cada caso, a mundos imaginarios diferentes. Más allá de estas observaciones específicas, habría que subrayar que la exterioridad adquiere aspectos diferentes en cada uno de los autores: lo exterior tiene a la vez connotaciones geográficas y psíquicas. La relación entre el espacio y el sujeto es distinta en cada uno de los autores y por eso las nociones de exterioridad e interioridad no se construyen del mismo modo. Esto se refleja en la cuestión del paisaje urbano: en los textos arltianos, la exaltación de la subjetividad lleva a la deformación del mundo exterior. En los textos de Onetti, no hay paisajes, ya que la ciudad no se da como objeto de contemplación ni de percepción unitaria: la experiencia urbana no se construye nunca como algo continuo e inteligible y esto tiene que ver con la no consolidación del yo (sujeto) en los textos de Onetti aquí considerados.

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En lo que se refiere al espacio de la ciudad moderna, en cuanto lugar mecanizado e industrializado, Arlt emprende la representación literaria de las zonas amorfas, mientras que Onetti no aborda directamente el tema de la tecnología ni tampoco los sitios mecanizados o las zonas degradadas de la ciudad como tales –lo que es coherente con la ausencia generalizada de descripciones y paisajes como posibles puestas en escena desde el punto de vista de un sujeto determinado–. Sin embargo, la versión de la ciudad arltiana está incluida, de manera implícita, en el mundo urbano de Onetti, bajo aspectos diferentes. La sociedad mecanizada e industrializada, la producción en serie forman parte de la misma estructura de un texto como Tierra de nadie: una multitud de personajes parecidos que ejecutan gestos repetitivos y sin sentido; la fealdad del mundo exterior y la presencia de un espacio desolado es el trasfondo permanente. La pérdida de toda forma se comprueba en una estructura sin continuidad y en los aspectos de la vida que ésta revela. Nuestra lectura de la ciudad, como metáfora de una compleja red de relaciones entre el yo y el mundo, se completará con el análisis de lo interior y sus connotaciones, en el marco de las obras estudiadas.

LO INTERIOR

Los textos onettianos nos invitan a pensar en la cuestión de la relación del sujeto con su ambiente, el espacio urbano, según los términos de una relación dialéctica entre lo público y lo privado. El sujeto como actor de un universo privado o como un ser público surge no como resultado de su presencia en un espacio determinado, sino como una predisposición esencial del sujeto. De esta manera, el espacio como producto material objetivo adquiere funciones diferentes, según el tipo de relaciones humanas que aloja y según la predisposición de los personajes que lo pueblan. La ciudad, sus calles, sus plazas, sus esquinas, espacios públicos por excelencia ya que permiten el encuentro con el otro, se pueden transformar en espacios vaciados de todo tipo de función pública cuando el tránsito o la permanencia en estos lugares se convierte en un acto que excluye el encuentro (en el sentido amplio del término). Éste es un tema central también en Los siete locos y Los lanzallamas, como lo veremos sobre todo en la tercera parte de este trabajo: la incomunicación con el otro resulta ser el factor principal para la pérdida de toda forma viable en el espacio urbano. En una primera etapa, consideraremos la distinción entre lo público y lo privado en cuanto a la función de los espacios interiores, examinando hasta qué punto éstos fomentan el aislamiento o el contacto con el otro. En Arlt la distinción entre el interior y el exterior está asociada muchas veces al tabique que separa el mundo de los exitosos del de los desdichados. Aquéllos tienen la suerte de gozar de una vida confortable e interesante en el interior de sus residencias lujosas, mientras que éstos están brutalmente excluidos y condenados a la exterioridad, al eterno vagabundeo, el infierno de afuera, universo de frustración y de deseos incumplidos. Como observa Noé Jitrik, entre el exterior y el interior hay una tensión constante. Los interiores (cuartos de pensión, cafés, burdeles), tal y como los viven los personajes condenados a la exterioridad, funcionan como una caldera hirviente que, sin poder expulsar los gases, termina explotando. La interioridad de los sujetos, aún la de los condenados a la exterioridad, es como una caldera hirviente, limitada por la exterioridad o la otredad, no comprendida en su necesidad de emitir esos gases, de modo tal que, reprimida, termina por estallar: Erdosain asesina a la Bizca en la interioridad de su cuarto, en una cama, en la oscuridad, conclusión y cierre definitivo del circulo adentro y afuera (Jitrik 1987: 123).

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Progresivamente, este contraste entre el interior (espacio de seguridad) y el exterior (espacio de pánico y terror) adquiere dimensiones desproporcionadas y paraliza al personaje. El subcapítulo titulado «Terror en la calle» ilustra tal estado de miedo que seguirá aumentando a lo largo de la novela.

De la casa negra a fondas, bares y prostíbulos L’espace, mais vous ne pouvez concevoir, cet horrible en dedans-en dehors qu’est le vrai espace. H. MICHAUX

El contraste geométrico entre el adentro y el afuera tiene sus implicaciones en la vida pública o la vida privada y sus correspondencias en varios niveles: el espacio de la ciudad o la consciencia subjetiva. El contraste entre espacios abiertos y cerrados (casa/calle) a menudo funciona como metáfora del contraste entre el yo y el mundo (adentro y afuera de la conciencia del sujeto). Los subcapítulos titulados «La casa negra» o «En la caverna» hacen justamente alusión al encierro del personaje en el interior de la propia consciencia, donde busca refugio para salvarse de la hostilidad del mundo exterior. Pero, como dice Michaux, ¿en dónde se puede buscar refugio si el espacio no es más que un horrible adentro/afuera?; ¿si la cárcel existe tanto en el interior como en el exterior de los espacios y de las conciencias? Bachelard habla de hostilidad entre estos dos conceptos. «L’en dehors et l’en dedans sont tous deux intimes; ils sont toujours prêts à échanger leur hostilité. S’il y a une surface limite entre un tel dedans et un tel dehors, cette surface est douloureuse des deux côtés» (Bachelard 1984 [1957]: 196). El contraste doloroso entre lo exterior y lo interior está presente también en los textos de Onetti. Sin embargo, lo que en Arlt se presenta como un contraste violento y brutal, en Onetti se transforma en otra cosa, ya que a menudo interviene la distancia de la rememoración o de la escritura: en El pozo, Linacero no está directamente expuesto a lo que sucede en el exterior de su cuarto, sino a través de sus recuerdos. En Tierra de nadie, el yo y su conciencia no se construyen nunca de manera clara, el sujeto aparece como otro objeto más, construido y visto siempre desde afuera. No se puede acceder al mundo interior de los personajes, ya que éstos surgen de los intersticios de las cosas. En los cuentos, el contraste interior/exterior está atenuado porque el espacio exterior de la ciudad está atravesado constantemente por imágenes fragmentadas y disgregadas, propias de la imaginación subjetiva.

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Por el contrario, en Arlt, la oposición interior/exterior y la representación expresionista de los espacios que resaltan como estampas con líneas nítidas hasta lo agresivo, les otorga un rol dramático, los carga de emociones y de todo un imaginario social. Puertas, ventanas y otros elementos en claroscuro son miniaturas de la estructura estética del ciclo de Los siete locos: esta estructura binaria del espacio busca compensar una historia de fracasos. Como observa Francine Masiello, Los siete locos empieza con una transición (o transgresión) que señala las fronteras que separan una vida humana de otra: «Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder; comprendió que estaba perdido pero ya era tarde» (Los siete locos, p. 83). La puerta es el medio de la transición, marca el abandono de un espacio anterior y la entrada en otro, un tipo de anticipación con respecto a los cambios radicales que ocurrirán en la vida del héroe principal. Como una ruptura en la coherencia de la vida, el gesto de atravesar una puerta sugiere que la autodefinición se lleva a cabo sólo por medio de un acto de separación. Arlt coloca a sus personajes ante una serie de opciones existenciales impresas en lo material: los cuartos, el contorno de las puertas, las entradas y salidas. La puerta es el símbolo de un universo semiabierto. «On dirait toute sa vie si on faisait le récit de toutes les portes qu’on a fermées, qu’on a ouvertes, de toutes les portes qu’on voudrait rouvrir» (1984 [1957]: 201). Según una antigua leyenda retomada por Bachelard, en toda puerta hay dos seres, el que la abre y el que la cierra. La puerta despierta dentro de nosotros dos direcciones de ensueño y por eso es un símbolo doble. Así, hay puertas que llevan a interiores que son accesibles a Erdosain –y a los demás personajes de su especie que, como él, están condenados a la exterioridad– y otras que llevan a espacios inaccesibles. A la primera categoría pertenecen bares, prostíbulos, pensiones, algunas casas, es decir, los espacios fundamentales del lumpen, y también el hogar matrimonial que se convierte en símbolo mayor de la miseria material y emocional: «mi esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el llamado comedor consistía en un cuarto vacío de muebles» (Los siete locos, p. 126). A la segunda categoría pertenecen los interiores de las residencias lujosas de los ricos (que aparecen como tales en las visiones fantasmales del personaje) y también algunos espacios propios de la clase media exitosa, como por ejemplo las casas o las tiendas de los pequeños comerciantes –esos espacios a los que el personaje no entra de inmediato y, por eso, a menudo aparecen mitificados o demonizados. Después de haber decidido secuestrar a Barsut, los vagabundeos de Erdosain por las calles porteñas disminuyen. Esta decisión parece que, por lo menos provisoriamente, llena el vacío de las interminables horas de cuestionamiento acerca de la propia identidad y del sentido de su vida («–¿Qué es lo

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que hago con mi vida?», Los siete locos, p. 86). A partir de ese momento la narración se transfiere del afuera al adentro, de la calle a los espacios cerrados de la vida privada. Los trayectos de Erdosain no son más vagabundeos sin rumbo sino un ir y venir de un punto al otro: de la quinta de Temperley a su cuarto de pensión.

Los espacios públicos o la amenaza del encuentro Cocheros, rufianes y negros componen la clientela del bar Japonés, uno de los cafetines del centro de la ciudad en la esquina de Cerrito y Lavalle. La descripción de la clientela condensa la vulgaridad del sitio que resalta como un daguerrotipo en el que los personajes típicos componen una escena de costumbrismo lumpen. En este espacio, no caben los sentimientos nobles. Estamos en los bajos fondos, el último peldaño de la sociedad. Cocheros y Rufianes hacían rueda en torno a las mesas. Un negro con cuello palomita y alpargatas negras se arrancaba los parásitos del sobaco, y tres «macrós» polacos con gruesos anillos de oro en los dedos, en su jerigonza, trataban de prostíbulos y alcahuetas. En otro rincón varios choferes de taxímetro jugaban a los naipes. El negro que se despiojaba miraba en redor, como solicitando con los ojos que el público ratificara su operación pero nadie hacía caso de él (Los Siete locos, p. 97).

En esta escena los humanos son sólo anexos del decorado, igual que los muebles. Están reducidos a un papel de objeto decorativo y a representar un ambiente determinado. Carecen de vida personal, pero poseen una vida innombrable, una vida supuestamente genérica propia del lumpen. Erdosain siente la amenaza de su inmersión definitiva e irreversible en la bajeza. Beatriz Sarlo observa que la representación del mundo en los folletines de principios del siglo XX, a los que Arlt recurría, como es sabido, revela los códigos de una sociedad fundada en la profunda interiorización de los valores morales de la pequeña burguesía: «En el bajo fondo no se nace, sino que allí se llega. Al bajo fondo se baja, es el último espacio de una historia cuyo primer capítulo incluye una equivocación sentimental o moral» (Sarlo 1985: 103). El contacto de Erdosain con ese mundo se podría resumir en el sentimiento de una amenaza angustiosa, ya que él se percibe a la vez con y contra ese enorme e incontrolable aparato urbano que le pesa y lo lleva hacia abajo: contra en cuanto víctima; con en cuanto sujeto que reconoce y descodifica el significado de cada gesto de los de abajo. En estos ambientes, el encuentro con el otro sólo agudiza el sentimiento de dolor y de sufrimiento.

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[…] El negro de cuello palomita había terminado de espulgarse y ahora los tres macrós se repartían fajos de dinero bajo la ávida mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban con el vértice del ojo. El negro parecía que, bajo la influencia del dinero, iba a estornudar, tan lamentablemente miraba a los Rufianes (Los siete locos, p. 102).

Los miembros del lumpen, reunidos en el espacio que delimitan los cristales del bar, no hablan. Participan de escenas mudas, articulan gestos y movimientos en silencio. No hay palabras que puedan condensar la obscenidad de esos gestos que funcionan como «estándares reconocibles» para el lector.15 El incidente del suicidio frente al que se encuentra Erdosain en uno de esos cafetines, es un elemento de anticipación de lo que ocurrirá más tarde; una poderosa metáfora del estado de amenaza que el personaje siente desde fuera y que conduce hasta la autoeliminación: el yo se convierte en verdugo. El episodio del suicida es una proyección que Erdosain hace de su propio destino sobre un desconocido, uno más de los innumerables desdichados de esa ciudad. El encuentro con el farmacéutico Ergueta tiene lugar igualmente en un bar, al lado del viejo edificio del diario Crítica, en la calle Sarmiento. De nuevo, la clientela de ese sitio, ladrones y vendedores de periódicos, negros, figuras marginales por razones de clase social, de raza, o de ilegalidad, se entregan a actos transgresores del código de la moralidad sexual: homosexualidad y pedofilia, desviaciones del comportamiento que confirman su marginalidad y obstaculizan su integración al mundo de la dicha (Sarlo 1985: 109). En aquel cubo sombrío, de techo cruzado por enormes vigas, y que la cocina de la fonda inundaba de neblinas de menestra y de sebo, se movía el tumulto oscuro de una «merza» de ladrones, sujetos de frentes sombreadas por las viseras de las gorras y pañuelos flojamente anudados en el escote de las camisetas (Los siete locos, pp. 254-255).

Al fondo se oye tango, música que acompaña el mundo marginal, asociada en primer lugar a los prostíbulos y la realidad sexual de una ciudad que ha visto el aumento brusco de su población masculina por la inmigración masiva. Buenos Aires, Montevideo y Rosario, el triángulo del tango en cuanto música y en cuanto fenómeno cultural. Estas ciudades portuarias son Palabras utilizadas por Umberto Eco para señalar la fuerza de los contrastes y de las imágenes fijadas en la literatura popular que tienen como objetivo ofrecer al gran público un retrato de la sociedad fácilmente reconocible y comprensible según sus propios códigos y valores (Rivera 1968: 38). 15

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los sitios donde florece el comercio de todo tipo: de productos pero también de carne blanca. Se puede afirmar que los puertos han favorecido siempre el florecimiento del capitalismo, así como de los prostíbulos. El tango carcelario surgía plañidero de la cajas, y entonces los miserables acompasaban inconscientemente sus rencores y sus desdichas […]. Y esa cúpula terrible y alta adentrada en todos los pechos multiplicaba el langor de la guitarra y del bandoneón, divinizando el sufrimiento de la puta y el horrible aburrimiento de la cárcel que pincha el corazón cuando se piensa en los amigos que están fuera «escolazándose» hasta la vida (Los siete locos, p. 256).

Esta música, propia de los bajos fondos está presente también en el universo de Onetti. Sin embargo, cabría observar que la imagen del tango tal y como surge en ambos autores, pertenece a una época anterior, pues a principios de los años treinta, el tango (como música y como baile) ya había entrado en los salones de las clases medias. A propósito de los cafetines, notamos semejanzas con los que aparecen en los textos de Onetti, aunque con un tono muy diferente en cuanto a los personajes que pueblan esos lugares: Se ríen de los hombres rubios, siempre borrachos que tararean canciones incomprensibles, hipando, agarrados a las manos de las mujeronas sucias. Contra la pared del fondo se extienden las mesas de los malevos, atentos y melancólicos, el pucho en la boca, comentando la noche y otras noches viejas […] (El pozo, p. 18).

Los malevos de Onetti aparecen «melancólicos y taciturnos», como retirados a un rincón, mientras que los personajes de Arlt exhiben de manera grotesca todo lo feo, lo abyecto y lo impúdico de su ser. Prostíbulos y mujeres de la vida están presentes en los textos de ambos autores. Alrededor de 1929, Buenos Aires es un centro internacional de prostitución. El Rufián Melancólico es un personaje representativo de la explotación y del parasitismo de algunos sectores de la sociedad en detrimento de los demás. El prostíbulo aparece a la vez como un espacio de libertad y de protocolo de rituales y de jerarquías. Es el lugar por excelencia donde el desorden –de los actos y de las conciencias– adquiere orden y forma. La prostitución, síntoma de los desarreglos sociales «c’était la représentation ancienne de l’Enfer inversée et renvoyée dans le siècle: deux espaces d’enfermement des corps et de la gestion du mal» (Prodromidès 2000: III). Como observa Michel Foucault, para los hombres de la ciudad el prostíbulo era el lugar de encuentro; los unían las mismas mujeres, las mismas

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enfermedades e infecciones.16 La «casa» –espacio contiguo de la cárcel y del hospital, otra imagen de la cloaca social– tendrá progresivamente su propia escenografía y se convertirá a la vez en teatro del mundo, en ritual de transición, en escuela de todo lo visible y lugar de lo prohibido y de lo marginal, cargada con un extraordinario peso fantasmal. Al contrario de la piazza, del espacio público, del ágora hecha para la visibilidad, la casa de citas instaura un umbral y ofrece otra puesta en escena de lo visible. Por eso, el prostíbulo es un lugar en el que se acentúa la tensión entre el interior y el exterior. Pero es también un crisol de clichés, por encarnar el decorado del deseo, la tensión entre lo verdadero y lo fingido, el cuerpo y el disfraz. Como observa Blas Matamoro: «En el quilombo, a más de la satisfacción genital, el orillero encuentra un lugar de apuestas, un centro de reunión civil y una pista de baile» (1982: 45). En Los siete locos el prostíbulo es un espacio inmundo, en un sentido material y también moral, un lugar que encarna la humillación y la vulgaridad. Es el sitio de la sexualidad transgresora, que provoca en Erdosain sentimientos contradictorios. Como un acto de rebelión, buscará su salvación en el prostíbulo, ya que ahí ve «cierta certidumbre de pureza […] en todo lo más vil e inmundo». Y, sin embargo, no llega a asumir esta rebelión. Sus estadías en esos lugares no lo llevarán a la liberación, sino, una vez más, a la reproducción de la mirada desaprobadora de la sociedad. […] Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las mantas sucias por los botines, que protegían la colcha. Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban […] (Los siete locos, p. 91).

Universo del vicio, en el que la relación sexual mercenaria –degradada y desprovista de todo elemento de espiritualidad– sustituye a la relación amorosa «angelical», tan a menudo idealizada en las páginas de los folletines. El burdel (bordel) es, en cierta manera, un «borde», el umbral por el que se entra a un espacio de teatralización. Allí está el doble de la sociedad, su sombra. Lo contrario del hogar bien ordenado y del matrimonio, el prostíbulo da lugar a lo reprimido, a las pulsiones, al gasto «improductivo» de la sexualidad, a todo lo que la sociedad intenta controlar imponiendo prohibiciones y reglas. Si las prostitutas tienen que ser recluidas, para que el mundo no «des«The men of the city met at the brothel; they were tied to one another by the fact that the same women passed through their hands, that the same diseases and infections were communicated to them» (Foucault en Rabinow 1984: 252). 16

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borde», mientras siga existiendo el matrimonio, la prostitución florecerá, a la espera de un amor libre y vagabundo (Cfr. Simmel 1988). Con sentimientos contradictorios, el personaje arltiano ingresa a ese mundo ilegal y prohibido para la moral pequeño-burguesa. Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado, soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila, una mujer horrorosa de flaca o de gorda (Los siete locos, p. 91).

El burdel es, además, una mise en scène de las mujeres, especialmente del cuerpo femenino y de lo que la sociedad hace de él. En un mundo en desorden y sin valores, valor de uso y valor de cambio se confunden. Las mujeres de esas casas encarnan un estado fabuloso de Eros. Libradas del deber de reproducción, de la apariencia decente del hogar, de las restricciones de la pareja, están destinadas al deseo de los hombres. La presencia femenina en el burdel arltiano es caricaturesca y oscila entre dos extremos: por un lado la fealdad y el asco, la pérdida de todo elemento que pueda seducir (y, por consiguiente, la comercialización de una sexualidad defectuosa y viciosa); por otro, la belleza, la pureza personificadas en la cara de una criatura angelical, convertida en objeto de explotación, víctima de una clientela vulgar. En Onetti, la experiencia del prostíbulo (Linacero-Esther; Aránzuru-Katy) va acompañada de una implícita desaprobación, pero resulta ser más bien un acto reactivo y transgresor: un paso hacia la libertad. La prostituta en el universo onettiano es lo contrario de la mujer casada, la cual ha perdido para siempre el lado seductor de su persona. La teatralidad del burdel como espacio y su figuración como sitio alternativo a la vida convencional van asociados a tres versiones de la existencia femenina que se despliegan en los textos de Onetti, derivadas del imaginario rioplatense: la adolescente-virgen, la mujer casada-ser alterado y la prostituta, una figura que oscila entre la vulgaridad y la trascendencia.17 Erdosain parte también de esta misma intención: transgredir los límites para acceder a la liberación. Pero el resultado es totalmente opuesto a la intención inicial ya que queda prisionero de su propia conciencia pequeño-burguesa. 17 En lo que se refiere a las obras estudiadas en el presente libro, personajes como Nora (Tierra de nadie), María Esperanza («Mascarada»), son ejemplos de la primera categoría; Cecilia Huerta de Linacero (El Pozo) y Balbina (Tierra de nadie) son ejemplos de la segunda; Ester, Mabel o la prostituta del hombro enrojecido de la primera página de El pozo, de la tercera. Más allá de estos textos, se trata de figuras recurrentes en toda la obra de Onetti.

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Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y reguero de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por mallas de alambre. […] Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía: –¿Vamos querido? –y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándose los oídos y con una niebla gigante en las pupilas (Los siete locos, pp. 90-91).

El personaje busca la inmersión en los bajos fondos, alejándose de los espacios «decentes» y la vive a través de la mirada del Otro, interiorizado: el burdel no alivia, sino que aumenta el sufrimiento, ya que Erdosain lo vive como un espacio de decadencia. A pesar de la destrucción de una ideología de clase –que sería uno de los objetivos del personaje– y de la concepción del mundo que esa ideología implica, él se juzga con los mismos criterios morales que esta clase ha creado para su preservación y perpetuación. La sensación de la caída es entonces aún más brutal (Crisafio 1993). –Créame… es muy vergonzoso esperar en un prostíbulo. Nunca se siente uno más triste que allí dentro, rodeado de caras pálidas que quieren esconder con sonrisas falsas, huidas, la terrible urgencia carnal. Y algo además humillante… no se sabe lo que es… pero el tiempo corre las orejas, mientras el oído afinado escucha el crujir de una cama allí dentro, luego, un silencio, más tarde, el ruido del lavabo… (Los siete locos, pp. 285-286).

En este espacio, identificándose implícitamente con canfifleros y rufianes, el cliente ve una manera de evadirse del universo doméstico dominado por la presencia de la mujer (esposa, madre, hermana). Al identificarse con las figuras masculinas marginales, Erdosain llega a construirse, como por arte de magia, un mundo en el que los que dominan son los hombres, mientras las mujeres trabajan para mantenerlos (Matamoro 1982: 49). Sin embargo, este lugar marginal puede movilizar en el interior del sujeto un mecanismo que lo lleve a un aislamiento cada vez mayor. El pudor, la angustia y el sentimiento de desolación se ven vinculados con un tipo de «desgracia merecida» que el personaje siente a propósito de sus pasajes por el espacio de la transgresión: al alejarse de los comportamientos dictados por la moral social, se ve definitivamente alejado de la felicidad. Estas opciones de Erdosain adquieren su pleno sentido cuando se las ve en el contexto más amplio del masoquismo: cada acto de rebeldía se traduce en un acto de condena, según lo que Jaime Giordano llama «la metafísica del siervo»: «La condición socioeconómica del siervo trasciende hacia una condición metafísica […]. El final de la vida rebelde de un siervo será siempre un alcanzar el extremo trágico de su servidumbre […] el buscar cómo extremar la servidumbre» (Giordano 1968: 76, 79-80).

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Para el masoquista, lo esencial es la búsqueda imaginaria del sufrimiento por medio de la autodegradación, lo cual al mismo tiempo le provoca un sentimiento de culpabilidad. Según precisa Freud, «que [la souffrance] soit infligée par une personne aimée ou indifférente ne joue aucun rôle; elle peut aussi être causée par des puissances ou circonstances impersonnelles [car] le vrai masochiste tend toujours sa joue là où il a la perspective de recevoir un coup» (Freud 1992 [1923-1925]: 13). El secreto del masoquista consiste en la capacidad de identificarse con todos los humillados y ofendidos y, además, en la sistemática búsqueda de dolor, sea cual sea su origen y sus consecuencias. Con respecto a las relaciones entre el hombre y la mujer en Buenos Aires durante los años veinte y treinta, Raúl Scalabrini Ortiz señala que «el amor» estaba expulsado de la ciudad y se encontraba en los burdeles y en los bajos fondos míseros del arrabal. Entre hombres y mujeres se había establecido un tipo de rivalidad. El hecho de que la vida sexual del matrimonio estuviera envuelta en un tipo de velo de vergüenza y de pecado, implicaba su consiguiente expulsión hacia el mundo prostibulario. Hombres y mujeres se zanjaron en una rivalidad que ni el matrimonio salvaba. Por la presión del ambiente enrarecido, la mujer veía en el hombre al timador de su honestidad. El hombre en la mujer, la enemiga de su lozanía instintiva […]. Con una mano dura se extinguió el amor de la ciudad (Scalabrini Ortiz 1964 [1931]: 47).

Para concluir, diríamos que a pesar de todo y aunque recurra a los espacios marginales del lumpen –bares, cafés, prostíbulos–, en un esfuerzo de romper su aislamiento y el rechazo que vive en el ambiente de clase media, el personaje arltiano no logra restablecer la comunicación con los demás. Para él, éste es también un medio hostil y amenazante.18 Los espacios privados: la propia casa, la propia conciencia Toute grande image simple est révélatrice d’un état d’âme. La maison, plus encore que le paysage, est «un état d’âme». G. BACHELARD

El individualismo, uno de los rasgos de la clase media porteña, ha sido durante mucho tiempo el obstáculo mental contra la idea del apartamenPara los personajes de Onetti, como veremos más adelante, los espacios públicos no están marcados por este aire amenazante sino que aparecen más bien como espacios indiferentes, vaciados de su función esencial. 18

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to como nuevo lugar de hábitat. La conciencia de esa clase la mantenía apegada a la casona, tipo de residencia poco cómoda y poco adaptada a las necesidades de la vida moderna. Sólo cuando la alta burguesía impuso el apartamento como modo de vida, las clases medias siguieron el mismo camino. En este contexto, el apartamento pequeño-burgués representa el espacio de una vida fácil y confortable. El salón, por ejemplo, es el lugar por excelencia de la respetabilidad que esta clase se quería imponer. El salón pequeño-burgués, dorado e inútilmente lujoso, en la escritura de Arlt, nunca llega a identificarse por completo con los espacios míticos de los de «arriba», ya que siempre presenta indicios de una vulgaridad escondida detrás de la fachada (la suegra que aparece con un trapo en la mano, por ejemplo). El salón pequeño-burgués resulta ser un elemento tan frágil como las demás manías hipócritas en las que se apoya esta clase. El hogar de familia pequeño-burguesa debe su existencia, en principio, a la ambición social de la mujer casada: tener su propio apartamento que, por humilde que sea, le permite ser aceptada por esta clase. Surge así el departamento pequeñoburgués: frentes fastuosos y trasfondos tristes y sombríos para una clase que vive de las apariencias. La sordidez arquitectónica de los inmuebles pequeño-burgueses concuerda con la mezquindad de sus vidas cotidianas. En esos departamentos viven quienes todavía no han podido cumplir con el sueño colectivo de la casa propia. Como observa D. Guerrero, para los personajes arltianos, el hogar es una pocilga. Innumerables prejuicios y malentendidos separan cada uno de sus miembros de los demás. Rencor y asco separan al hombre de la esposa, esa implacable guardiana de casa que lo obliga a soportar la monotonía de un empleo destinado a mantener la otra monotonía, la del hogar. La esposa también vive hundida en el aburrimiento, en la repetición de las mismas tareas domésticas sin posibilidades de cambiar de vida. Su única válvula de escape es la lectura de los folletines sentimentales, mundo imaginario limitado y ajeno al marido (Guerrero 1972: 49-50). En Los siete locos, el apartamento de Erdosain aparece por primera vez en la sección titulada «El humillado». –El comedor estaba iluminado… Pero expliquémonos –dijo Erdosain–, mi esposa y yo habíamos sufrido tanta miseria, que el llamado comedor consistía en un cuarto vacío de muebles. La otra pieza hacía de dormitorio. Usted me dirá cómo siendo pobres alquilábamos una casa, pero éste era un antojo de mi esposa, que recordando tiempos mejores, no se avenía a no «tener armado» su hogar (Los siete locos, p. 126).

Este lugar de residencia que alberga la vida conyugal de esta pareja con aspiraciones pequeño-burguesas es pobre, austero, mísero.

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En el comedor no había más muebles que una mesa de pino. En un rincón colgaban de un alambre nuestras ropas, y otro ángulo estaba ocupado por un baúl con conteras de lata y que producía una sensación de vida nómada que terminaría con un viaje definitivo. Más tarde, cuantas veces he pensado en la «sensación de viaje» que aquel baúl barato, estribado en un rincón, lanzaba a mi tristeza de hombre que se sabe al margen de la cárcel (Los siete locos, p. 126).

Se hubiera esperado que, a diferencia de lo que sucede en los espacios abiertos y públicos, la estancia en los espacios privados hubiera liberado al personaje arltiano de sus desgracias pero, según parece, las cosas no son así. La configuración de los espacios internos (el hogar, la habitación) nos invita a establecer una relación metafórica entre ellos y la conciencia del personaje. Éste es un punto clave para lo que más adelante llamaremos el mecanismo de la explosión, en el sentido del estallido y de la exteriorización del mundo interno. Comparado a un «rincón de basura» (expresión utilizada en El amor brujo), el hogar es el lugar de la vida conyugal, tal y como se supone que tendría que ser, y éste es el primer gran fracaso. La vida matrimonial obliga a los personajes, sobre todo al hombre, a compartir definitivamente los valores y el modo de vida de la pequeña burguesía. De nuevo, un punto de vista que corresponde al folletín sentimental: «El vínculo del matrimonio es tan sólido como deseable para las solteras y tiránico para los casados que encuentran el objeto de la felicidad fuera de él» (Sarlo 1985: 115). Erdosain, víctima del lazo que implica la ceremonia matrimonial, ha tenido que aguantar, encerrado entre los muros del hogar, los esfuerzos de Elsa por convertirlo en un hombre útil. Aparte de las humillaciones del matrimonio, Erdosain padece otras más, en este mismo espacio de la casa: la huida de Elsa junto al capitán; la ofensa de la bofetada que le inflige Barsut. Más que un simple decorado, este interior mísero simboliza entonces claramente el fracaso material y social de la pareja. En los textos de Onetti, está completamente ausente la idea del hogar como sitio de una eventual estabilidad personal.19 En cambio, el cuarto de pensión, símbolo por excelencia de los desarraigados y los solitarios, está presente tanto en Arlt como en Onetti. 19 Una de las raras veces en que aparece el interior de un apartamento es en Tierra de nadie: «Ella entró y enderezó el cuerpo en seguida, la cabeza un poco atrás, con el gesto preocupado […]. Ella estaba mirando la habitación, ya tranquila, contagiándose de la calma de los muebles, sintiendo que la calma se ablandaba en la alfombra, debajo de sus suelas. Había allí adentro algún perfume y aguarrás» (Tierra de nadie, p. 85).

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A partir del subcapítulo «Capas de oscuridad», Erdosain abandona el hogar y se va a vivir a un cuarto de hotel. Es el mismo cuarto que ocupaba Barsut, antes de su secuestro. Ese cuarto no es para Erdosain un espacio privado propio, sino que es como una continuación de la calle. «El hogar no existe para Augusto Remo Erdosain; existe la calle, el deambular y la búsqueda» (Hernández 1995: 229). [Barsut] vivía en una pensión de la calle Uruguay, cierto departamento oscuro y sucio ocupado por un fantástico mundo de toda calaña. La patrona de tal antro se dedicaba al espiritismo, tenía una hija bizca y en cuanto a los pagos era inexorable. Pensionista que se retrasaba veinticuatro horas en pagarle, estaba seguro de que al llegar la noche encontraba sus baúles y trastos arrojados en el centro del patio (Los siete locos, p. 185).

Todo esto transmite al lector una imagen de Buenos Aires de «ciudad-hotel», o de «hotel-ciudad», cuyos habitantes son inquilinos provisorios sin relaciones fijas con el espacio. Para evocar las palabras de Martínez Estrada, «los habitantes de Buenos Aires somos sus inquilinos, la ciudad es una inmensa casa de departamentos donde nada nos interesa de nadie» (1968 [1940]: 49). Observamos la fusión del espacio físico con el psicológico. Erdosain permanece varias horas encerrado en ese cuarto oscuro y percibe la exterioridad como un «oblicuo paralelogramo de luz» que, desde la calle –desde un afuera público, abierto, que le causa inseguridad y angustia– entra e invade su universo privado. Este oblicuo paralelogramo es la prueba de una realidad que sigue existiendo y el encierro en el cuarto no salva al personaje de la angustia. Al contrario, da lugar a los fantasmas: en la oscuridad surgen los signos y los recuerdos de humillaciones anteriores. Ah, la realidad, ¡la realidad! El oblicuo paralelogramo de luz que llegaba desde la calle a platear el tul del mosquitero, era la noción de que vivía como antes, como ayer, como hace diez años. No quisiera ver esa raya de luz, como cuando era pequeño no quería «ver esa claridad azulada que entraba por los cristales, aunque sabía que estaba allí, aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera espantar esa claridad». Sí, semejantemente a cuando su padre le decía que al otro día le iba a pegar. No era lo mismo ahora. Aquella otra claridad era azulada, ésta de plata, mas tan estridente y anunciadora de lo verdadero como la luz antigua (Los siete locos, p. 142).

Todo se traduce en términos de luminosidad: sin piedad, la luz hiere al personaje, al romper la penumbra, su refugio. El terror frente a la realidad de la calle, y el terror que le causaba al personaje el castigo paterno en los tiem-

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pos de la infancia se juntan y forman una sola amenaza. El blanco violento de la luminosidad diurna condensa el mundo terrible de la ciudad y las exigencias paternas de los tiempos de la infancia. La ciudad castradora tiene en el personaje adulto los mismos efectos que el castigo del padre sobre el niño: niega su existencia y le causa una parálisis total. El sol, la calle, los objetos, todo lo que viene del exterior se asemeja a un padre que niega cruelmente la subjetividad de su hijo. «Incapacidad de razonar; miedo; incapacidad de actuar de forma real; huida de la realidad exterior y repliegue para preservar la interioridad; elección final de irracionalismo sobre racionalidad, de fantasía sobre realidad y de acción simbólica sobre acción real» (Pastor 1980: 16). Otro espacio residencial que aparece en la novela es el cuchitril de los Espila. La historia de la familia Espila es una clara representación de la caída espectacular, de la inmersión en la marginalidad definitiva, el camino sin retorno del descenso al lumpen, ilustrada por el interior de este cuchitril ubicado en la zona oeste de la ciudad, en la periferia insalubre, sombría, de callejuelas barrosas. Las zonas de Avellaneda, Lanús, San Martín, San Justo componen el cinturón industrial, una sociedad distinta a la del centro de la ciudad, poblada de gente de «vida irregular», es decir, de marginales (Romero 1983: 216-217). Una lámpara de acetileno iluminaba, con fuliginosa llama, las cinco cabezas de la familia Espila, que hacia un instante estaban inclinadas sobre los platos […]. Hacía siete años que no los veía y se asombró de reencontrarlos a todos viviendo en un cuchitril, ellos que en otra época tenían criada, sala y antesala (Los siete locos, pp. 268-269).

Otro rasgo de esta ciudad que a toda velocidad se transforma en metrópoli es la mezcla de pobres y ricos. Éste es el Buenos Aires de los años veinte en el que, a pesar de la configuración ya mencionada norte/sur, este/oeste, no existe una línea de separación rígida entre antros y palacios que parecen convivir: La irrupción de la chusma (inmigrantes abandonados en el puerto, pobrerío sin estado social determinado, pequeños propietarios, obreros industriales) en los espacios sociales antes reservados a la exclusividad aristocrática […]. Las zonas pobres de la ciudad todavía aparecían como intersticios; era común encontrar conventillos y viviendas muy pobres no lejos, y a veces al lado mismo, de suntuosas mansiones (Mora y Arauyo 1983: 259).

Teniendo en cuenta tal contexto socio-histórico, señalamos que las pensiones míseras de la calle Uruguay no están lejos de las lujosas calles donde

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Erdosain deambula admirando los palacios y las residencias de los ricos, «negadas para siempre a los desdichados» y que revelan la existencia de «otro mundo dentro de la ciudad canalla». El interior de estas residencias, al contrario de lo que sucede con las de la clase media o del lumpen, no son accesibles al personaje, que sólo con su imaginación se infiltra en alguno de los salones dorados. El proyecto de las nuevas residencias adoptaba, a distintas escalas, el del hôtel privé francés: desde el palacete en medio de jardines hasta otros más urbanos, con su fachada sobre la calle y su reducción para terrenos menores, un petit hôtel, más compacto, y con un jardín al fondo ; Con algunas variantes, la distribución interior se estratificaba en varios niveles: uno bajo y semienterrado, con servicios y cocheras; la planta noble, con los salones de recepción; y la planta de dormitorios (Braun y Cacciatore en Vásquez Rial 1996: 49).

Las condiciones de vida en la pensión barata son parecidas a las del conventillo y desde el momento en que se traslada a un ambiente degradado, el de los sectores inferiores de Buenos Aires, Erdosain transgrede definitivamente la línea que separa a la pequeña burguesía del proletariado. Históricamente, estas condiciones de vida significaban una degradación de la libertad y de la dignidad de la vida personal de los habitantes. La imagen que nos ofrece Juan José Sebreli es representativa: «Desde la puerta de la calle veíase en angosta y confusa perspectiva el estrecho callejón llamado patio. Los cuarenta cuartos, veinte de cada lado, que en conjunto formaban el conventillo, más que habitaciones de seres humanos y libres parecían inmundos establos o celdas expiatorias de endurecidos criminales» (Vásquez Rial 1996: 260). Este ambiente degradado aparece también en El pozo: «Las gentes del patio me resultaban más repugnantes que nunca. Estaban como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado […]» (El pozo, p. 7). La lepra moral ha sido a menudo considerada como la característica propia de los conventillos que comparados a tumbas contrastaban la blancura externa a su podredumbre interna (Vásquez Rial 1996: 263). En el umbral de un departamento, una prostituta negruzca, con los brazos desnudos y un batón a rayas rojas y blancas, adormece a una criatura. Otra, morena, excepcionalmente gorda, con chancletas de madera rechupa una naranja y Erdosain se detiene frente a la puerta del ascensor, sucio como una cocina, del que salen un albañil, con un balde cargado de portland, y un jorobadillo con una cesta cargada de sifones y botellas vacías (Los lanzallamas, p. 32).

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Encerrado en ese antro, aislado y sin embargo en medio de la metrópoli, el personaje se dice: «Estoy monstruosamente solo». Entra de nuevo en el círculo vicioso de los escrúpulos, los miedos y la angustia. El cuarto de pensión, símbolo mayor del desarraigo y de la alienación, es también un lugar propicio al suicidio. Hipólita, a través de un hueco en la pared, asiste a una escena de soledad y sufrimiento de alguien que intenta suicidarse. Es el hombre de la puerta de al lado. Es otro de esos seres que sufren, una víctima más de las múltiples agresiones de esa maquinaria horrible que es la ciudad. Erdosain no hace nada para oponerse a la hostilidad de la realidad en la que vive; al contrario, la vive plenamente y busca cómo hacerla aún más aguda. Su traslado a la pensión donde vivía antes Barsut es una nueva experiencia de alienación, un lugar ajeno con el que no tiene ningún lazo. De esta manera, con sus propios actos contribuye a la creación de una doble hostilidad entre él mismo y el espacio: un exterior hostil y un interior ajeno. Los días que precedieron al secuestro de Barsut, los pasó Erdosain encerrado en el cuarto de una pensión, a la que se trasladó provisoriamente después de liquidar su deuda con la Limited Azucarer Company. Le había cobrado terror a la calle. Se pasaba el día en la cama con los puños apoyados en la almohada y la frente aplastada sobre éstos. Otras veces permanecía horas con los ojos clavados en la pared, por la que le parecía trepaba una delgada neblina de sueño y de desesperación (Los siete locos, p. 173).

Cuando se encuentra en esta habitación, el personaje se deja llevar por reflexiones dispares e incongruentes, que presentan una imagen aún más terrible del mundo y ve su angustia llegar a su punto culminante. Su refugio se va achicando cada vez más: se pasa del hogar a la habitación, y de la habitación a la cama. Como el soñador de Baudelaire que, encerrado en la casa, pide un invierno más cruel: «Il demande annuellement au ciel autant de neige, de grêle, et de gelée qu’il en peut contenir. Il lui faut un hiver canadien, un hiver russe. Son nid en sera plus chaud, plus doux, plus aimé» (Bachelard 1984 [1957]: 52).

La experiencia centrípeta, contrapunto de la fragmentación A diferencia de la representación de los espacios exteriores de la ciudad –es decir, de la ciudad como exterioridad, presente en narraciones como «Avenida de Mayo…», «Un posible Baldi», «Regreso al Sur», «Esbjerg en la costa», «Mascarada» y Tierra de nadie–, El pozo es un proceso de recapitulación de las memorias del personaje a partir de su presencia en un espacio

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interior determinado y en un momento de su vida determinado y por eso se podría hablar de la ciudad como interioridad. A semejanza de Erdosain, Eladio Linacero se encuentra en un cuarto de pensión. Construye su identidad como un collage de múltiples fragmentos dispersos en el espacio y en el tiempo y, a la vez, reconstruye el mundo que lo rodea en el momento presente, a partir de una relación dialéctica entre pasado y presente.20 En el centro está el yo y todo gira alrededor de él. La ciudad surge como resultado de un proceso centrípeto, que la define a partir de dos puntos centrales, que dan coherencia a sus múltiples fragmentos: la introspección de Linacero y el proceso de la escritura.

El pozo: un cuarto cualquiera y sus alrededores El pozo se abre con lo que podríamos llamar una abrupta toma de conciencia («Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez», El pozo, p. 7) y la decisión de luchar contra el malestar por medio de la escritura. Linacero, como si de repente se hubiera despertado de un largo sueño, toma conciencia del espacio circundante, ese cuarto sucio, de la vista por la ventana y finalmente de sí mismo, el día de su cuadragésimo cumpleaños (Millington 1985). Como en el caso de Erdosain, el cuarto mugriento y desolado de Linacero se podría ver como una metáfora de su mundo interior. En este contexto hostil hasta el sol es un factor maléfico («el maldito calor») (Concha 1969a: 197-198). Esta sensación de degradación transmite la impresión de que los lugares del nuevo continente (tanto de Buenos Aires, como de América Latina en 20 Cabe recordar que en El pozo, el referente es la ciudad de Montevideo, mientras que en Tierra de nadie y los cuentos publicados entre 1933 y 1946 es Buenos Aires. Sin embargo, como observa M. Renaud, la ciudad de Montevideo no llega a adquirir un estatuto específico en el universo narrativo de Onetti. La evocación de lugares reconocibles en El pozo (como Capuro o la calle Eduardo Acevedo) no basta para fundar una diferencia cualitativa de esta ciudad con respecto a Buenos Aires, ciudad hermana, más que rival. Ambas son producto de un mismo proceso histórico, el del antiguo virreinato del Río de la Plata, el tipo de ambiente y los personajes pertenecen al mismo proyecto literario (Renaud 1993: 27). Por otra parte, en el presente estudio consideramos las obras del corpus como un todo coherente con respecto a la configuración literaria del espacio urbano, otorgando al referente geográfico un papel secundario. Esto no implica suprimir el referente, Buenos Aires o Montevideo como ciudades reales, sino relativizar su importancia frente al significado que es la ciudad ficcional.

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general) ya están agotados y degradados; son lugares que sufren un deterioro prematuro. La realidad inmediata de Linacero, el aquí y ahora, es ese cuarto dentro de un edificio con patio en el centro, que podría ser un tipo de pensión o un conventillo. El edificio está en «un sitio cualquiera de la ciudad». Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados del sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios. Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde el mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes derrama dentro de la pieza (El pozo, p. 7).

Es un espacio desprovisto de todo adorno. Como observa Fernando Aínsa, tanto los personajes como las situaciones en toda la obra de Onetti son un tipo de prolongación natural del medio, como si la atmósfera rioplatense fuera el medio ecológicamente apropiado para el advenimiento de este tipo de ruptura y de desencuentros (Aínsa 1970: 21). La toma de conciencia del espacio-tiempo presente y el hecho de cumplir cuarenta años suspenden de manera implícita el curso de la vida del personaje e introducen imperativamente la pregunta: «¿Quién soy?». La escritura es un sustituto del tabaco que el personaje necesita en aquel momento. La falta de nicotina lo empuja a buscar, desesperadamente, un papel y un lápiz para escribir algo, sus memorias por ejemplo, y luchar así contra el aburrimiento que lo invade. Debajo de la cama de Lázaro, el coinquilino comunista, encuentra un paquete de volantes que le servirán de papel. El cuarto de Linacero es una habitación provisoria, anónima e intercambiable por cualquier otro cuarto de pensión o de alquiler y esto nos lleva otra vez a la idea de la ciudad-hotel. «La falta de apoyatura en los objetos», es decir, la ausencia completa de objetos personalizados que atestigüen una presencia duradera en el espacio, es lo que intensifica el sentimiento de abandono y de soledad y, por consiguiente, la sensación de una falta primordial de hogar (Aínsa 1970: 155). La descripción de este interior se hace por el propio sujeto-personaje y esto nos lleva a hablar de la fundación subjetiva del espacio y, más aun, a observar que «[l]a fundación subjetiva del hábitat permite que la deficiencia de los objetos se haga fuertemente significativa» (Concha 1969a: 197-198). La subjetividad de Linacero se despliega en el acto de escribir y es como resultado de ella. La escritura interviene y establece, inevitablemente, distancia entre el sujeto y el mundo. Esta fundación subjetiva del mundo (espaciohábitat) es muy diferente de la de Arlt, donde sujeto y mundo se encuentran imbricados sin la mediación de terceros (que sea la escritura, un narrador externo o la memoria y la distancia temporal).

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Fuera del cuarto está el patio, lugar de ocio y de actividades compartidas de los habitantes de la pensión. A través de la mirada de Linacero, este lugar resulta ser la configuración mayor de la miseria humana. Ahí tiene lugar una escena conyugal típica: la mujer casada, representación de la vulgaridad, desgastada por el aburrimiento y la vida cotidiana, se dedica a las tareas domésticas. En cuanto al hombre, la postura de su cuerpo es reveladora: acurrucado, encerrado en sí mismo, callado, tomando mate. Está ahí y a la vez no, ya que aparece retirado en posición de simple espectador de los movimientos de la mujer y del niño. Este último no tiene ninguna gracia; se arrastra por el piso, desnudo y lleno de barro, actitud que hace pensar en un animal. Se parece más a un excremento que a un fruto del matrimonio. Esta escena, exterior con respecto al universo cerrado del cuarto de Linacero, pertenece al aquí y ahora y es una de las pocas escenas de la realidad inmediata fuera del cuarto. Como observa Esteban Otero, «las novelas de Onetti se caracterizan por un realismo fundamental. Las descripciones son detalladas y cuidadosas, tanto las descripciones de objetos como las de gestos, en un detallismo que no escatima nada y que nada deja a la imaginación del lector» (Otero 1974 [1970]: 9). Se trata de un realismo nuevo que se aleja del tradicional. Este realismo de la observación fría y minuciosa, que podríamos llamar fundamental, atribuye a los objetos y los personajes, observados desde fuera, un valor extraordinario, como si su sola presencia bastara para llenar el espacio con infinitas connotaciones. El patio rodea al cuarto, que enmarca lo que podríamos llamar el ombligo del mundo de El pozo, es decir, el orificio donde se esconde la individualidad solitaria. El patio, mas allá de parte de la realidad material, elemento de una gramática urbana concreta, es también un espacio imaginario, ya que para el sujeto es un vector de significados sociales: la pensión o el conventillo son escenarios donde se desarrolla la lamentable historia de la especie humana, símbolo de la miseria y de la degradación matrimonial que implica la vida convencional de la pareja. El conventillo acogía gran variedad de habitantes, de diversas clases sociales, desde el lumpenproletariado en sus múltiples variantes, pasando por el obrero industrial, el trabajador independiente, el empleado, hasta el pequeño propietario. Este tipo de edificio debería considerarse no sólo como un objeto arquitectónico, sino como un hecho complejo, una construcción inscripta en el marco de una serie de parámetros espaciales, temporales y esenciales, es decir, según los criterios que utiliza Michel Foucault para definir el espacio arquitectónico, como una base («un élément de support») que regula la instalación y la circulación de la gente en el espacio y, a partir de ahí, determina sus relaciones sociales.

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La disposición estructural ordinaria del conventillo o «casas ómnibus» […] se caracterizaba por su forma rectangular de uno o varios niveles, con una serie de habitaciones poco ventiladas en torno a un patio central, una sola entrada de acceso al edificio, unas letrinas y alguna ducha en la parte trasera. La cocina no existía en la mayoría de los casos, por lo que había que improvisarla en el umbral de la puerta del cuarto o incluso adentro, con el consiguiente riesgo de incendio y de enfermedades respiratorias derivadas de las emanaciones de los braseros de carbón o los calentadores de querosén (Mora Contreras 1999: 117-118).

Los demás indicios de espacios exteriores, que aparecen hacia el final del relato, son el muro de enfrente, que toma un color rosado con la luz del alba, el ladrido de unos perros a lo lejos y el canto de un gallo. Todos estos indicios de un mundo exterior lejano y elemental pertenecen al horizonte abierto e indeterminado: «al norte, al sur, en cualquier parte ignorada» (El pozo, p. 31). Lo que esencialmente rodea al hombre es la noche. El elemento temporal sustituye el espacial y de esta manera, deja el campo libre a la aparición de otros espacios, provenientes no del mundo externo, sino del mundo interno del sujeto. Para Erdosain, encerrado en su propio cuarto, el mundo externo se reduce a un cuadrado blanco, para Linacero, al muro de enfrente. Lázaro pertenece, también, al mundo de la realidad inmediata de Linacero: es parte de la experiencia del cuarto desolado. «Pobre hombre», Linacero lo evoca con estas palabras despectivas que revelan su desprecio no sólo por Lázaro, sino también por todo compromiso ideológico y toda ilusión de cambiar el mundo de los hechos reales. El personaje principal interrumpe el acto de la escritura para bajar a comer al refectorio y este hecho se lo comunica al lector: «Las mismas caras de siempre, calor en las calles cubiertas de banderas y un poco de sal de más en la comida» (El pozo, p. 14). La radio del refectorio transmite las noticias del continente europeo, lugar donde suceden las cosas que marcan la historia: «Italia movilizó medio millón de hombres hacia la frontera con Yugoslavia» (El pozo, p. 14). Como en el caso de Faulkner, aquí también las cosas ocurren siempre en otro lado: en Europa se juega el futuro, mientras el nuevo continente contempla pasivamente. La realidad que transmite la radio es lejana y sin embargo define los parámetros del mundo que rodea al personaje: el Río de la Plata es un espacio aparte, que sólo recibe el eco de lo que ocurre del otro lado del Atlántico en vísperas de la Segunda Guerra. Fragmentos de escritura: la ciudad como recuerdo La evocación de los recuerdos corre pareja al acto de escribir, que aspira a fijar en el papel «la historia de un alma» o la historia de los en-

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sueños del personaje, con el objetivo de llenar el vacío de la experiencia inmediata. La conciencia evocadora del sujeto es la vía por la que surgen, en el aquí y ahora del cuarto, otros espacios geográficamente situados fuera de éste. Se trata de experiencias vividas en tiempo pasado y evocadas en el presente. La distancia temporal, como si fuera un tabique, separa la realidad del recuerdo de la realidad inmediata, creando dos polos de referencia espacial. En el mundo de los recuerdos y de la ensoñación aparecen elementos de la realidad inmediata del personaje –de su proyecto confesional, la escritura de las memorias, que al mismo tiempo es un proyecto de autoexploración del yo. La alternancia y la interacción entre «sucesos» y «sueños» (o «aventuras») es justamente una de las características fundamentales de El pozo. A diferencia de lo que sucede en Tierra de nadie y en los cuentos, aquí el mundo exterior/objetivo se reconstruye como algo coherente por medio de la memoria y adquiere unidad gracias a la conciencia subjetiva y la escritura. La ciudad está hecha de espacios que corresponden a las categorías de relaciones posibles entre los dos sexos: por un lado el patio de un edificio como el en que vive Linacero; por otro, el bodegón y el reservado. Se trata de espacios públicos o semi-públicos que alojan la relación hombre-mujer y también una serie de actitudes sociales que ponen en entredicho la noción de familia, núcleo de la sociedad occidental moderna: el patio es el escenario de una vida familiar miserable; el bodegón, el lugar de la seducción mercenaria entre prostitutas y marineros; el reservado sitio de las relaciones amorosas clandestinas entre amantes. Veamos la función y la significación estos tres espacios más en detalle. El bodegón es el espacio de la socialización. Ahí es donde Linacero encuentra a Esther y donde se desenvuelve el espectáculo de la vida nocturna. Todavía estaba empleado en el diario y me iba por las noches al «Internacional», en Juan Carlos Gómez, cerca del puerto. Es un bodegón oscuro, desagradable, con marineros y mujeres. Mujeres para marineros, gordas, de piel marrón, grasientas, que tienen que sentarse con las piernas separadas y se ríen de los hombres que no entienden el idioma, sacudiéndose, una mano de uñas negras desparramada en el pañuelo de colorinches que les rodea el pescuezo. Porque cuello tienen los niños y las doncellas (El pozo, p. 18).

Lugar de diversión cerca del puerto, el bodegón da lugar al sexo como objeto de comercio. La presencia femenina es elemento indispensable para la diversión y al mismo tiempo algo que provoca asco. La mujer aparece como una caricatura grotesca, símbolo de todo lo sucio y lo feo, en oposición a lo que convencionalmente se considera la seducción. El mundo de los

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bajos fondos adquiere por momentos, dimensiones comparables a las imágenes estereotipadas de los prostíbulos de Arlt y también la connotación de libertad, por el libre albedrío de sumergirse en todo lo bajo y lo marginal. A las mujeronas sucias del bodegón, mujeres para marineros, se las compara negativamente con las doncellas: éstas tienen cuellos mientras que aquéllas tienen pescuezos… El sexo es entonces una grotesca comedia y en medio de esa chusma femenina de piel marrón, Ester, con su piel blanca, es una excepción. El bodegón es también el lugar que frecuentan los malevos, figuras casi míticas del espacio urbano rioplatense, parecidos a los cuchilleros que pueblan los poemas de Borges, y en relación directa con los personajes marginales del mundo arltiano: desde ladrones y proxenetas hasta anarquistas y terroristas. «El desafiante es un nihilista activo que acaba pareciéndose sugestivamente al terrorista, que es también nihilista activo, alguien que convierte en conducta su creencia negativa acerca de la sustancia del mundo» (Matamoro en Navascués 2002: 279). Según la percepción retrospectiva de Linacero, el bodegón es entonces el universo de lo bajo y condensa dos tipos de negación: por un lado, la negación de los valores establecidos y tradicionales (la familia y el rol de cada uno de los sexos); por otro, la negación de toda verdadera rebelión contra estos valores: espacio de la pasividad y de la caída, es un infierno –y no una nueva versión del paraíso–. Ahí, el tipo de relación que se establece entre hombres y mujeres excluye toda comunicación: la reacción de las mujeres cuando no entienden la lengua de los marineros es reírse a carcajadas. El párrafo siguiente ilustra ese ambiente de tensión y de falta de comunicación: por un lado, el silencio de los personajes retirados en el fondo, por otro, los gritos y las risas del pianista. Una noche –era también una noche de lluvia y las mesas del fondo estaban llenas y silenciosas, hoscas–, mientras un muchacho que se movía como una mujer se reía tocando valses en el piano con un medio litro que alzaba de vez en cuando, manteniendo la música ensordinada con un dedo solo y bebía riendo: –¡Cheerio! (El pozo, p. 18).

En el bodegón reina un ambiente de fiesta, de diversión desenfrenada, hasta se podría decir de carnaval, en el sentido de la multitud de lenguajes, del disfrazar hechos y sentimientos. Como observa Bakhtine, la risa ante una situación que se ve como cómica, ridícula o incomprensible, implica la desmitificación del objeto, en este caso de la seducción como forma de comunicación, y anuncia un modo de aproximación violenta a la cuestión: reír, insultar, golpear, todas estas actitudes demuestran la supresión de la distancia necesaria

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para tomarla en serio. Para Bakhtine, el objeto de la burla se presenta desnudo, despanzurrado y, por eso, ridículo; sus órganos habitualmente escondidos, su espalda, sus nalgas, hasta sus intestinos, adquieren un sentido nuevo. La risa causa, de manera violenta, su descuartizamiento (Bakhtine 1978). El reservado es el sitio donde Linacero encuentra a su joven amante, Hanka. El recuerdo de sus encuentros está marcado por la incomunicabilidad y el silencio que esta vez no conducen a la risa sino al aburrimiento. Los compartimentos de esta construcción precaria están separados por tabiques de cañas, lo que permite oír las conversaciones del compartimento contiguo y establecer una realidad múltiple de voces entrecruzadas. El oído de Linacero penetra los finos tabiques para centrarse en elementos periféricos al detrimento del centro de su interés inmediato que es su relación con Hanka. En vez de concentrarse en su comunicación con la joven, Linacero se pone a escuchar el diálogo del cuarto contiguo entre una prostituta y un proxeneta. No podíamos verle la cara. Aquello era un lío entre prostitutas y macros, donde había que resolver si la mujer que deja a Juan para irse con Pedro, tiene o no derecho de llevarse las ropas que le regaló Juan. Y si Pedro puede aceptarla con las ropas (El pozo, p. 15).

En este compartimento, lugar de cita entre amantes, tampoco hay sitio para la comunicación. Los personajes escapan de ella constantemente. Como observa Otero, las raras veces en que hay un intento de comunicación, está condenado al fracaso. Cuando se presenta una situación que favorece el acercamiento interpersonal, los protagonistas de Onetti están siempre en otro lado (Otero 1974 [1970]: 4). El acto de escuchar (la abertura hacia el Otro) se ejerce de manera fragmentaria, periférica y únicamente en cuanto a sonidos y palabras que pertenecen a contextos ajenos. El yo se retira entonces a la posición de tercero y vive su existencia como un observador accidental. Cada uno de esos tres espacios, el patio, el bodegón y el reservado, lleva las huellas de su propia miseria, que se podría resumir en el sentimiento de una incomunicación fundamental. Hasta aquí podemos destacar los elementos siguientes. En El pozo, la ciudad aparece como interioridad y no como exterioridad, puesto que las distintas partes del espacio urbano cobran existencia solamente por medio de la conciencia subjetiva: la ciudad –recordada, imaginada– entra e invade el cuarto que ocupa el personaje. El espacio adquiere sustancia únicamente a partir de las experiencias personales de Linacero. La ciudad existe en la medida en que alberga las experiencias del ámbito privado, ligadas a las necesidades afectivas de un sujeto centrado en sí mismo. Tal mecanismo hace que los espacios de la ciudad cobren un sentido, determinado en función de

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esta experiencia personal, algo así como una continuidad y una coherencia –que no existe en Tierra de nadie– pero, como se demostrará más adelante, es muy limitada.

La diferencia en el corazón de la semejanza Los caminos que toman los dos autores en la elaboración de sus ficciones son distintos. En Los siete locos y Los lanzallamas existe una intriga que evoluciona, por momentos, de manera lineal a partir del estado psíquico del personaje principal. La experiencia de la ciudad se presenta a veces como un círculo vicioso, un sistema en el que dominan la reiteración emocional y la continuidad cíclica. La interioridad exaltada e hipertrofiada explota e invade la exterioridad, contamina la ciudad convirtiéndola en un espacio de altas tensiones, de desconfianza y de locura. En El pozo, Tierra de nadie y los cuentos de Onetti la idea de un resumen argumental resulta una tarea difícilmente realizable, si no imposible, ya que estos textos no están organizados alrededor de una trama y la supuesta intriga se encuentra marginada a un segundo plano, disuelta y, a menudo, desarticulada en provecho de un montón de detalles insignificantes que ocupan el centro del proyecto onettiano. Lo que domina en todos los niveles es la fragmentación: en el ámbito de los personajes, figuras incompletas en medio de una realidad dispersa; en el de la lectura, que, a menudo se vive como una experiencia esquizofrénica; en el de la temporalidad por medio de la discontinuidad temporal; en el del espacio, ya que éste se reduce a una serie de planos discontinuos y superpuestos. Observamos la falta de una mirada unificadora que daría a las cosas dispersas la unidad de un paisaje o la linealidad de un relato continuo: una cortina, un pasillo, el ruido de la lluvia fuera de un cuarto de pensión. En Onetti, la experiencia de la ciudad es la de la coexistencia dispar de fragmentos desconectados. Lo mismo ocurre con las partes del cuerpo humano que, como animales extraños, parecen tener vida propia: no son cuatro personas, sino ocho manos que juegan a las cartas; el cabello amarillo de Mabel, los brazos lechosos de Ester… Son ellos los que actúan. Es un mundo de objetos y sujetos insignificantes, sin identidad, donde la subjetividad se pierde y existe sólo en los intersticios de los objetos. En ambos casos, la configuración literaria del espacio urbano es más que la representación de un lugar. Se convierte en un complejo sistema de intuición de un mundo emergente, el de las metrópolis y las posmetrópolis, un sistema que explora el origen y la formación de los sujetos contemporáneos, su interacción y su relación con el mundo objetivo.

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Señalamos que el mundo de los hechos y los actos padece una distorsión doble. En ambos autores los hechos reales pasan a un segundo plano mientras que el primero ocupa una realidad alternativa, diferente de la objetiva: en Arlt, lo que invade el primer plano es la interioridad subjetiva, la imaginación y las obsesiones de los personajes, mientras que los acontecimientos pasan al segundo. En Onetti, la multitud de los detalles, los innumerables gestos y objetos cotidianos desprovistos de valor connotativo monopolizan la escena narrativa y esto nos lleva hacia una semiología del sinsentido, mientras que la evolución de la intriga no tiene importancia o ni siquiera existe. En la segunda parte de este trabajo nos centramos en las modalidades estéticas de las obras y su importancia para la fundación la ciudad ficcional.

SEGUNDA PARTE

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os años veinte marcaron para Occidente el momento de la emergencia de dos mitos complementarios: el de la disolución del cuerpo social y el de la fragmentación de la persona, que se convierten en temas preferidos del arte. El concepto de realidad, como algo perteneciente al orden de lo exterior y objetivo, se cuestiona y, en el ámbito estético, se inicia un intento de liberación del canon de la representación realista. En esta segunda parte de nuestro trabajo, intentamos explorar las presunciones filosóficas de las obras a partir de las innovaciones estéticas que implican. La ciudad como experiencia ciclotímica, tal y como surge de la lectura del díptico arltiano, se vincula con el expresionismo; mientras que la discontinuidad del mundo urbano, tal y como surge a partir de la escritura onettiana, se asocia no sólo con la novela norteamericana sino también con el cine –norteamericano y también italiano, sobre todo con el neorrealismo. Destacamos una segunda relación dialéctica, la de objetos y sujetos, que determina el tono de la representación, de la misma manera que el color rige el tono de la luminosidad en la pintura. Vemos cómo los objetos se animan y salen de su inercia, cómo los personajes se cosifican perdiendo de esta manera su calidad de humanos. Las dos relaciones dialécticas (afuera/adentro; objeto/ sujeto) abren el camino hacia dos extremos: la ciudad como un mundo incongruente, parecido al del alma de un yo desequilibrado (Los siete locos); y la ciudad como un mundo petrificado cuando el afuera –universo desolado y sin sentido, carente de todo elemento de interacción o comunicación– penetra y moldea el mundo interior de los personajes (Tierra de nadie).

DE LA RELACIÓN EXTERIOR/INTERIOR A LA VARIACIÓN OBJETO/SUJETO

Hasta aquí se expuso cómo la experiencia es uno de los medios que llevan a la creación de una realidad alternativa, la que surge por medio de la relación del sujeto con el espacio transformándolo en «espacio existencial». Tal concepción implica una interacción incesante entre el interior y el exterior, ya que la conciencia perceptiva funda el entorno material. En el caso de Los siete locos, la ciudad es lo que transmite Erdosain. La zona de la percepción es la exterioridad inmediata del cuerpo y las vías de acceso a esta exterioridad son los sentidos del cuerpo humano: oír, sentir, tocar, ver. Los dos mundos, exterior e interior, se confrontan de manera directa (y hasta se confunden). La conciencia del personaje que recorre la ciudad está en el centro de un ciclón en el que giran sin cesar los estímulos provenientes del exterior, para tomar color y forma a partir de los estados emocionales del yo. También en El pozo, el único medio que tiene el lector para acceder al espacio de Linacero es por las confesiones de éste. Siendo a la vez narrador y personaje, Linacero transmite una versión del mundo filtrada por su experiencia. Sin embargo, en este caso, la confrontación del exterior con el interior no es inmediata. En el espacio reducido de su cuarto, Linacero se implica en el proceso de la escritura. Tanto el cuarto como la escritura funcionan como agentes de mediación entre el interior y el exterior, entre la conciencia del personaje y la realidad. La conciencia subjetiva adquiere aquí una dimensión triple: es a la vez perceptiva (los sentidos), evocadora (el recuerdo) e imaginativa (el ensueño) (Concha 1969a: 197). Estas tres dimensiones representan diferentes niveles de percepción que se comunican entre sí por varias vías. En particular, el recuerdo a menudo es estimulado por un incidente en el espacio y el tiempo presentes [conciencia perceptiva → conciencia evocadora]. Como en las primeras líneas del relato, en las que el roce de su hombro con la propia barba sin afeitar, le hace evocar la imagen del hombro enrojecido de una prostituta. […] La barba, sin afeitar, me rozaba los hombros. Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse diciendo: –Date cuenta si serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita (El pozo, p. 7).

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Esta operación se pone en marcha a partir de un procedimiento de asociación libre. De manera análoga, los mundos que surgen del recuerdo y del ensueño afectan la formación de una realidad exterior ya que no existirían como tales fuera de una serie de premisas (a menudo negativas) sobre esta realidad [conc. evocadora → conc. imaginativa → conc. perceptiva]. De esta manera, el mundo exterior se define como un contra-mundo. Este tipo de configuración implica una proyección doble: por un lado, el sueño y el recuerdo existen a partir de la experiencia, como negaciones de una realidad vivida; por otro, la realidad de Linacero se construye, en parte, a través de imágenes presentes en los sueños y los recuerdos. La realidad emerge, entonces, como el resultado de una relación tripartita entre experiencia, ensueños y recuerdos. Tanto en Arlt como en Onetti, el sujeto está en desacuerdo con su entorno y en ambos casos hay creación de mundos alternativos. Sin embargo, la relación entre lo real y lo imaginado aparece bajo dinámicas diferentes. En Onetti, el aquí del mundo inmediato desaparece temporalmente ante los mundos paralelos creados por medio de la escritura o del ensueño, para volver a aparecer más tarde como un contra-mundo, es decir, todo lo contrario de lo imaginado o lo escrito (las aventuras de Linacero, los mil rostros de Baldi, la tierra de la infancia de Kirsten). Los personajes se retiran y viven sus recuerdos o sus aventuras a sabiendas de que el mundo real está ahí, es hostil e insoportable y no se puede modificar por medio de la acción. En Artl, el personaje que ve en la conspiración una alternativa –y se compromete en el círculo de la fabulación y la rebelión– no se retira, sino que busca cómo pasar al acto, a veces un acto suicida. Al mismo tiempo, el mundo exterior en Arlt no es lo contrario del mundo interior, sino su prolongación. En todo momento, los estímulos del mundo exterior penetran al personaje y pueden causarle pesadillas. Las fachadas de las casas pasan ante sus ojos, borrosas como estampas de un filme. Se oye en la distancia un silbido ronco de sirena. Es algún barco que entra al puerto. Erdosain cierra los ojos. Una voz interior le dice: «En estos instantes más de una barca se separa de un puerto de tablas, en la orilla de un río. La barca cubierta de oscuridad lleva su cocina encendida y hombres silenciosos que, en circulo escuchan a otro que toca un acordeón» (Los lanzallamas, p. 209).

En el marco de esos juegos de alternancia del exterior e interior, un texto como Los siete locos atribuye a lo interior un valor excesivo, mientras que en El pozo observamos la interferencia de cierta distancia entre los dos universos. Tierra de nadie, se sitúa en el extremo de una tendencia de exteriorización, ya que la importancia de la interioridad subjetiva aparece notablemente reducida y la presencia de los sujetos personajes se podría ver como una pre-

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sencia completamente exterior: «quoi qu’ils fassent, quoi qu’ils pensent, ils sont tout entiers dehors, avec leurs ‘souvenirs’, leurs ‘désirs’, leurs ‘hantises’ étalés autour d’eux sur le trottoir comme un déballage de camelot».1 La voz narrativa pertenece a un tercero, exterior con respecto a los hechos. Pero el juego entre la voz y la focalización resulta más complejo de lo que parece en un primer momento. El lector se encuentra ante cambios de perspectivas muy sutiles y continuos. El mundo externo aparece compuesto de descripciones hechas por parte de un narrador invisible e impersonal: como fotografías instantáneas, superpuestas y fragmentadas. Pero, al mismo tiempo, esas descripciones distanciadas completan sensaciones, impresiones sensoriales de todo tipo, que pertenecen a los personajes. De esa manera, en el fragmento siguiente, la alternancia de los personajes es muy sutil: hay un cambio imperceptible, entre las imágenes captadas por el ojo del observador externo (el hombre sonriente en la ventana/la imagen de un hombre acostado/la vista de un pasillo mal iluminado) y las impresiones subjetivas que pertenecen a los personajes (la sensación de frío al tocar la culata del revólver/la impresión táctil de la llave/las reflexiones internas del personaje) que crea un efecto muy particular. Atravesando la ventana sucia, sonrojaban la sonrisa del hombre en la lámina pegada a la pared. Un rápido abanico cerrado en los muros y una gruesa barra en la colcha de la cama, cruzando la culata ya fría del revólver. La mano del hombre dormido colgaba junto al piso. Ausente de las sombras y las rápidas palabras rojas, el hombre respiraba lento y sonoro, una mano en la hebilla del cinturón, la derecha hacia las tablas con manchas y escupitajos. Afuera, en la luz amarilla del corredor, otra mano avanzó, doblándose en el pestillo. Llave. El hombre gordo dobló los dedos fastidiado y esperó. «Con tal que no se le haya ocurrido…» Golpeó con los nudillos (Tierra de nadie, p. 13).

El mundo material aparece, de manera igual, sin mediación subjetiva, en otro conjunto de inscripciones textuales que son las tarjetas de visita, los carteles luminosos, las placas profesionales o en otros fragmentos de escritura que invaden el espacio urbano y que aparecen en el texto entre comillas o en cursiva. Estos textos son neutros, escritos por alguien anónimo y destinados a un público igualmente anónimo. El hombre había estado escribiendo en el papel de cartas con timbres de la pensión: «Mabel Madern – Pregunte por la del pelo amarillo – Callao y Tucumán – Mabel Madern – Madern Callao y Tucumán. MABEL MADERN» (Tierra de nadie, p. 97).

1 Esta observación hecha por Gérard Genette a propósito de la obra de Robbe-Grillet puede muy bien aplicarse a Tierra de nadie (1966: 77).

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La luz de afuera ceñía el corredor en curva. Todos los vidrios estaban sucios. Aránzuru dobló la izquierda buscando el letrero: PABLO NUM – Embalsamador de pájaros. Una mano torpe había agregado abajo con una pintura más clara: y de animales (Tierra de nadie, p. 28).

No solamente el emisor de los textos que componen Tierra de nadie es múltiple (carteles, cartas, diarios, diálogos provenientes de cuartos contiguos, etc.), sino que el destinatario es también múltiple y difícil de determinar cada vez según el tipo de texto (Ferro 2003: 136-146). Los únicos fragmentos redactados explícitamente a partir de un punto de vista subjetivo son las cartas (que en Tierra de nadie aparecen entre comillas y sin ningún comentario por parte del autor) y los extractos del diario de Llarvi. Éste es aparentemente un texto cerrado y monológico que como único destinatario tiene a su propio autor. Por otro lado, podría ser visto como una metonimia sugestiva con respecto a todo discurso desarrollado a lo largo de la novela: hermético y autorreferencial. Parecería entonces que en Tierra de nadie hay solamente un nivel de realidad y de narración: el de un «afuera» percibido por un observador neutro. Lo que Gilles Deleuze llama el grado cero de la escritura cinematográfica implica que «las cosas están ahí. ¿Por qué manipularlas?». De lo que se sobreentiende que existe un sentido inmanente en las cosas mismas; bastaría entonces ponerse a la escucha y grabarlo con la mayor fidelidad posible. Destacamos aquí los préstamos que este estilo de escribir saca del cine: una objetividad que llega hasta el behaviorismo; una descripción del mundo exterior carente de comentarios y de interpretaciones psicológicas. La puesta en escena ideal de tal escritura sería invisible. En cuanto a las novelas de Onetti, en algunas que presentan puntos en común con El pozo, observamos la presencia de la conciencia perceptiva, evocadora e imaginativa del sujeto personaje que funciona como instancia mediadora entre el mundo externo y el mundo interno y que crea un vinculo entre las diversas experiencias dispares (sobre todo en «Avenida de Mayo» y en «El posible Baldi»). Al mismo tiempo, otros cuentos se asemejan más bien a Tierra de nadie, en lo que se refiere a la voz –un narrador externo y neutro– y la focalización –cambios sutiles de la perspectiva externa a la interna a la vez que se conserva la neutralidad y el laconismo del narrador externo («Avenida de Mayo…», «El obstáculo», «El posible Baldi», «Mascarada», «Esbjerg en la costa», «Convalecencia»). Esta compleja relación entre lo exterior y lo interior, entre los sujetos y los objetos hace que en Arlt la ciudad tome la forma de una máquina viva, mientras que en Onetti la de un conjunto de objetos que dejan muy poco espacio a la subjetividad.

LA ANIMACIÓN DEL MUNDO OBJETIVO: LA CIUDAD COMO MÁQUINA VIVA

¿Dónde se esconde el secreto del espacio exterior todopoderoso, agresivo, excesivo de la ciudad de Los siete locos y Los lanzallamas, que aparece a la vez horrible y todo poderoso? Los espacios pierden su calidad de lugares reconocibles, delimitados por determinadas calles y plazas, para elevarse a la categoría de espacios genéricos: universos de horror y de desgracia o de maravillas. Estas configuraciones de la ciudad se alternan incesantemente, o bien una como sucesión de la otra, o bien una como condición de la otra y aparecen juntas en una circularidad repetida hasta el infinito. La intensidad es tal, que los componentes materiales de la ciudad adquieren un valor y un poder extraordinarios, lo que nos lleva a hablar de la emergencia de la ciudad como un ser todopoderoso, un tipo de criatura maléfica o más bien de máquina viva, metáfora que nos remite a los artificios del cine expresionista: Metropolis, Frankenstein, El aprendiz de brujo. El terror que inspira el objeto cuando no queda resignado a su posición inerte, sino que, provisto de una energía desconocida e incontrolable, se desliza en el universo de los humanos, rompe la barrera de lo posible y, de esta manera, inaugura un nuevo orden. La estructura del díptico arltiano es caótica y la experiencia de la ciudad también lo es. La crítica ha subrayado, hasta hoy, la importancia de una perspectiva eminentemente subjetiva a partir de la cual se construye la narración.2 Compartimos esta posición, pero en vez de centrarnos en una lectura psicológica y ver al mundo deformado como resultado de los complejos de clase o de las cuestiones existenciales de los personajes, intentaremos acercarnos a las opciones estéticas, semejantes a las del cine expresionista, en particular la coexistencia extraña de sujetos y objetos que tal universo implica. Si ponemos el acento en la vinculación de Los siete locos y Los lanzallamas con el expresionismo, no es por hablar de una adhesión declarada de su autor a ese movimiento artístico, ni por habernos basado en una clasificación de la obra hecha por la crítica de la época de su publicación. En primer lugar, 2 Véanse, entre otros, los trabajos citados de J. Rivera (1968), M. Renaud (1989, 2000), B. Pastor (1980, 1979), D. Guerrero (1972a, 1972b, 2000).

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fundamentamos nuestra reflexión en la reconsideración de esas obras por parte de lectores y críticos de generaciones posteriores, que a menudo ofrecen una perspectiva más perspicaz. Van más allá de las primeras consideraciones hechas en la época de la publicación de las mismas y buscan examinar los textos con ojos nuevos.3 En segundo lugar, como demostraremos, algunos de los rasgos fundamentales de ese movimiento artístico están de facto presentes en la escritura arltiana. Centrarse en ellos ofrece una perspectiva nueva de esa configuración singular del mundo. La engañosa predominancia del sujeto Veamos cómo surge ese mundo tan permeable en el marco del que, en cualquier momento, pueden surgir visiones y fantasmas. «¡Más luz!», las palabras de Goethe agonizando, evocadas por Gilles Deleuze, podrían ser la consigna del expresionismo arltiano. Observemos esos pasajes incesantes del interior al exterior, esas escenas iluminadas por lámparas eléctricas, en estaciones ferroviarias, bares y cafetines, habitaciones miserables; o, más aún, esa extraordinaria rosa de cobre que brilla en medio de la oscuridad de la choza de los Espila. Cosas y paisajes Reflejos y chispas, contrastes violentos entre el espesor opaco de las tinieblas y la dureza artificial del blanco, esos juegos de luz y sombra dibujan un paisaje que sale de la categoría clásica del claroscuro.4 Todo eso para expresar la división de los mundos, la ultranza de los sentimientos, la ausencia de compromiso, la caída brutal de un universo a otro, sueño y realidad, aburrimiento y crimen, razón y locura, según un principio casi pascaliano de exacerbación de los contrarios. «La force infinie de la lumière s’oppose aux ténèbres comme une force également infinie sans laquelle elle ne pourrait se manifester […] la lumière ne serait rien, du moins rien de manifeste, sans l’opaque auquel elle s’oppose et qui la rend visible» (Deleuze 1983: 73). 3 Uno de los primeros críticos que insistió en una nueva lectura de la obra de Arlt, señalando la existencia de elementos fantásticos que alejaban los textos de «la imprenta de un verismo desgarrador», fue Adolfo Prieto (1963: 6-18). 4 «Une juste distribution de la lumière et des ombres», decía Diderot en su Essais sur la peinture (1984: 26).

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Es cierto que la muchedumbre es más densa en la oscuridad. Arlt lo sabe, ya que su mundo está lleno de contrastes sucesivos de luz y sombra que, más allá de su función decorativa simbolizan las diferentes zonas de la vida y de la ciudad. De esta manera, valoriza «el lado obscuro de la existencia, las horas crepusculares en las que lo sombrío aparece aún más sombrío y lo claro aún más claro»5. Vimos, en la primera parte cómo la oscuridad del espacio interior de la habitación donde Erdosain se encuentra encerrado contrasta con «el paralelogramo oblicuo de luz» que es la exterioridad, la vida de la ciudad y al mismo tiempo una amenaza indefinida, relacionada con el poder del padre, entre otras cosas. La desgracia, casi metafísica, que Erdosain atribuye tanto a sí mismo como a toda la especie humana, se alimenta a menudo con imágenes de la parte pobre o de la zona industrial de Buenos Aires, pero rápidamente adquiere un sentido generalizado, de una desgracia inmensa, profunda, devastadora. La ciudad horrible, como un monstruo sin dueño, crece y se apropia de todo elemento, humano o no, sometiéndolo a su propia lógica. Buenos Aires aparece así rodeada por lo que Erdosain llama «la zona de la angustia». Erdosain se imaginaba que dicha zona existía sobre el nivel de las ciudades, a dos metros de altura, y se la representaba gráficamente bajo la forma de esas regiones de salinas o desiertos que en los mapas están reveladas por óvalos de puntos, tan espesos como las ovas de un arenque (Los siete locos, p. 85).

La zona de la angustia, mezcla de inquietud y de somnolencia, de tensión y de inercia, se presenta no como un estado individual del personaje, sino como una situación generalizada, una propiedad de las ciudades, geográficamente localizable («sobre el nivel de las ciudades») y gráficamente representable («regiones de salinas… ovas de un arenque»). Erdosain no considera su desgracia como un caso particular: se sitúa a sí mismo dentro de la categoría genérica de los habitantes de las grandes ciudades cubiertos por una capa que les impide respirar libremente. Esta zona de angustia era la consecuencia del sufrimiento de los hombres. Y como una nube de gas venenoso se trasladaba pesadamente de un punto a otro, penetrando murallas y atravesando los edificios, sin perder su forma plana y horizontal; angustia de dos dimensiones que guillotinando las gargantas dejaba de éstas un regusto de sollozo (Los siete locos, pp. 85-86).

«[…] the dark side of existence, the twilight hour when the dark seems darker and the light lighter»: expresión que pertenece a Julius Langbehn, retomada por Lotte Eisner (1973 [1952]: 55). 5

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La relación de causa y efecto entre la desgracia de los hombres de la ciudad y la zona de la angustia no es unidireccional. El sufrimiento colectivo prolifera continuamente conduciendo a los humanos a la exterminación final. Este círculo de sufrimiento, en el corazón del que se encuentra la ciudad, aparece como un sistema que progresivamente se emancipa y, regido por su propia dinámica, se alza, autónomo, frente a los individuos arrastrados en sus engranajes, sometidos a perpetuidad y sin posibilidad de intervenir. Esta Buenos Aires –donde domina el hierro, el cemento y las redes de cables– está inspirada, parcialmente, en cierta realidad de la época, así como en imágenes cinematográficas. Como señala Beatriz Sarlo, «esta ciudad [Buenos Aires] se funde con una ciudad moderna más inventada que vista, algo que Buenos Aires será pero no es todavía del todo en 1930. Como fantasma, a ella se sobreimprime una ciudad casi imaginaria, hecha de hierro y cemento, erizada de rascacielos y cuyo sonido metálico es el jazz» (Sarlo 1997 [1992]: 48). En la frontera entre lo exterior (objetivo) y lo interior (subjetivo) aparecen grietas. La pena del sujeto invade el horizonte. Su dolor sale de la cascara humana y contamina ese cielo urbano fragmentado por los cables. La fascinación por el mundo tecnológico es solamente uno de los elementos preferidos del expresionismo. Otros son los largos pasillos, los rincones oscuros, las escaleras –todo tipo de sitios que liberando un poder insospechado sorprenden al personaje– y la materia bruta: por ejemplo el césped; el césped se transforma en una superficie sin límites, interminable que, bajo los pies del flâneur, se disuelve, se arruga, se atasca, se vuelve irreal. Así la calle adquiere una función metafísica, un salvajismo sin nombre brota a cada momento. Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte entrevisto a través de los cables y de los trolleys de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra […] y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde? Ni lo sabía (Los siete locos, p. 97).

El dolor se extiende en el horizonte mientras que la angustia está presente bajo los pies: espacio y personaje se ven encerrados en una zona comprimida entre dolor y angustia. Retomando las palabras de J.-Y. Tadié, diríamos que «une obscure vérité semble détenue par l’espace, et non plus destinée à naître de l’affrontement des personnages, ni du déroulement de leur caractère» (1994: 57-58). El espacio, fuera de su sentido clásico de lugar de la acción, adquiere un sentido nuevo, igual de importante que los gestos o las palabras de los personajes en la representación de su interioridad. El espacio participa del drama como si poseyera una versión inefable de la realidad.

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Está presente tanto en los momentos de introspección, como durante los recorridos del personaje, a pie o en tranvía. Lo que domina son vistas oblicuas, perspectivas deformadoras, paisajes sombríos, el despedazamiento del horizonte visual: todo lo que contribuye a la composición de un mundo singular, no directamente visto sino más bien entrevisto. El tren eléctrico cruzaba ahora por Villa Luro. Entre montes de carbón y los gasómetros velados por la neblina relucían tristemente los arcos voltaicos. Grandes huecos negros se abrían en los galpones de las locomotoras, y las luces rojas y verdes, suspendidas irregularmente en la distancia, hacían más tétrica la llamada de las locomotoras (Los siete locos, p. 260).

Erdosain, confortablemente sentado dentro del tranvía, dirige su mirada alternativamente hacia el mundo interior de los recuerdos y hacia el mundo exterior, el paisaje. Los estímulos emitidos por los objetos tecnológicos –las luces rojas y verdes, la velocidad del vehículo, el ruido de las ruedas en los rieles– impregnan su cuerpo y su conciencia. Las luces verdes y rojas del subterráneo le encandilaron los ojos por un instante, luego volvió a cerrarlos. En la noche, el tren comunicaba su trepidación en los rieles, y la masa multiplicada por la velocidad, imprimía a sus pensamientos el vértigo e una marcha igualmente implacable y vertiginosa. Cracc… cracc… cracc… arrancaban las ruedas en cada junta de riel, y ese monorritmo sordo y formidable le alivianaba de su rencor, tornaba más ligero su espíritu, mientras que la carne se dejaba estar en la somnolencia que comunica en los sentidos la velocidad (Los siete locos, pp. 252-253).

La experiencia pone al personaje a prueba: ese mundo nuevo surge con toda la violencia de su rareza, la velocidad del tranvía precipita aún más la energía de las imágenes que vienen a pegarse, literalmente, a la ventana del tranvía –para utilizar una imagen conocida de Breton (1988: 324)–. Observamos entonces que la naturaleza y, en general, el medio circundante (el umwelt) adquiere un papel dramático y participa del drama de manera simbólica. Éste es el caso también de los paisajes bucólicos. La glorificación de la naturaleza, como en el caso de Temperley que pertenece a la categoría de los espacios míticos, es complementaria de la demonización de la ciudad. Tal proyecto forma parte también de las propuestas del expresionismo y contiene, evidentemente, elementos de una actitud romántico-nostálgica: si al hombre degradado de la ciudad le queda una posibilidad de salvación, ésta vendrá sólo con su regreso a la naturaleza. «¡Ah!, entrar en un mundo más nuevo, con grandes caminos en los bosques, y donde el hedor de las fieras

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fuera más incompatiblemente dulce que la horrible presencia del hombre» (Los siete locos, p. 191). Pero maravillas y horrores van juntos y lo que pertenece al orden de la maravilla puede en cualquier momento convertirse en fuente de horror. La naturaleza es también un universo de fuerzas incontrolables y puede fácilmente perder su carácter apacible para transformarse en un mundo monstruoso y amenazante. En otros momentos el terror avanzaba en Erdosain; tenía la sensación de estar engrilletado, la terrible civilización lo había metido dentro de un chaleco de fuerza del que no se podía escapar. Veíase encadenado y con el traje de rayadillo, cruzando lentamente en una columna presidiaria, entre médanos de nieve, hacia los bosques de Ushuaia. El cielo estaba arriba blanco como una chapa de estaño (Los siete locos, p. 191).

Por momentos pierde toda su vitalidad natural para convertirse en un universo cargado de una energía exagerada, sobrenatural, artificial, una naturaleza desnaturalizada, futurista, regida por las reglas de un universo maquinal. Líneas rectas, esquemas geométricos, temperaturas extremas, colores vivos y puros componen ese mundo desnaturalizado, artificial y sin embargo dotado de una energía y una vitalidad de otro orden. Erdosain tenía la impresión de cruzar, en compañía de la Máscara, desfiladeros gigantescos, negros y glaciales, cerrados en el confín por triángulos violeta de más montañas. Los altiplanos desaparecían bajo el altísimo avance del bosque perpetuo de troncos rojizos y follaje de negro verde, y ellos, alucinados, seguían adelante bajo el espacio profundo y liso como un desierto de hielo celeste (Los siete locos, p. 232).

Aquí estamos entonces frente a lo patético e inquietante que crea «la animación de lo inorgánico», para utilizar las palabras de Kasimir Edschmid. El expresionismo evoluciona hacia una «efervescencia y una exaltación perpetuas» (Eisner 1973 [1952]: 21-22). Esas casas o pozos apenas esbozados en la esquina de una callejuela parecen vibrar con una extraordinaria vida interna. Efectivamente, en el fragmento siguiente vemos cómo los verbos de acción contribuyen a la creación de ese universo de objetos vivos: «rodar», «centellear», «cortar» y, sobre todo, «lamer» y «vomitar» introducen metáforas de movimiento y sugieren una comparación implícita con el cuerpo humano. Rodaba la luna sobre la violácea cresta de una nube, las veredas a trechos, bajo la luz lunar, diríanse cubiertas de planchas de cinc, los charcos centellea-

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ban profundidades de plata muerta y con atorbellinado zumbido corría el agua, lamiendo los cordones de granito […]. Erdosain entraba y salía de las sombras celestes que oblicuamente cortaban las fachadas […]. El pesado hedor de aceite quemado que vomitaba la puerta amarilla de una lechería le causó nauseas, y entonces, cambiando de idea se dirigió a un prostíbulo (Los siete locos, p. 320).

Desquiciados por las sombras, carcomidos por la bruma, tanto en el ámbito de la realidad urbana que recorre el personaje como en el de sus fantasmas, los objetos entrevistos pierden su unidad y hasta su forma –es decir, su ser, si nos referimos a la tradición aristotélica de la entelequia–. El mundo de la ciudad, un mundo a menudo nocturno, asiste a la desaparición de las fronteras que separan los objetos entre sí. «El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos mosaicos descomponían su sombra en triángulos» (Los siete locos, p. 89). De esta manera, pierden su calidad de objetos –inertes, diferenciados, inmóviles, dotados con una forma y una frontera corpórea– en beneficio de una vida secreta y desconocida que parece reunir las cosas en un mismo movimiento, esa «obscure vie marécageuse où plongent toutes choses, soit déchiquetées par les ombres, soit enfouies dans les brumes». El secreto del expresionismo arltiano sería entonces esa «vie non-organique des choses, une vie terrible qui ignore la sagesse et les bornes de l’organisme».6 El papel del claroscuro no es simplemente ornamental, sino que es la base de una verdadera creación. Estos juegos de luz complementan los cambios de focalización y de la cámara narrativa. La concentración de ésta sobre un solo objeto, entre los miles de objetos del caos universal, le confiere, inevitablemente, un valor desproporcionado y algunas veces absoluto. La técnica de la «abstracción», como la llaman los teóricos del cine, procede extrayendo las cosas de su contexto natural, arrancando el objeto de sus vínculos con los demás. El aislamiento del objeto, en el plano visual, permite profundizar y comprender su verdadera esencia, tener acceso a su «fisonomía latente», discernir lo que se esconde detrás de su forma accidental. Sin embargo, la fuerza interna del objeto, su potencia de significación no existen fuera del contexto histórico y cultural de la obra: están inevitablemente ancladas en las estructuras subyacentes del imaginario del hombre occidental, en general, pero también en la contingencia rioplatense. Como observa Deleuze, «[u]n mur qui vit est quelque chose d’effroyable; mais ce sont aussi les ustensiles, les meubles, les maisons et leurs toits qui penchent, se serrent, guettent ou happent» (1983: 75-76). 6

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Se imaginó que estaban tramando eternos chanchullos, mientras que sus desventuradas mujeres se dejaban ver desde las trastiendas, extendiendo manteles en las mesas cojas, arramblando innobles guisotes que al ser descubiertos en las fuentes arrojaban a la calle flatulencias de pimentón y sebo, y ásperos relentes de milanesas recalentadas […] (Los siete locos, p. 250; el destacado es mío).

Existen entonces objetos particularmente propicios a la creación de un ambiente de miseria y de rencor, como señalan las palabras destacadas en el extracto citado. Pero existen también otros –como el sonido del un piano, la puerta de un garaje o un coche– que tienen la potencia reveladora de un mundo de felicidad familiar de las clases medias-altas. La potencia significativa de semejantes contrastes no puede existir fuera del contexto de la diferencia entre la situación de los inmigrantes recién llegados a Buenos Aires y la de la burguesía criolla bien instalada en los suntuosos palacios de los barrios del norte porteño; ni sin la perspectiva que nos da J. L. Romero, según la cual la aspiración típica de los inmigrantes no era cómo luchar contra esta burguesía, sino más bien cómo parecerse a ella, cómo subir en la escala social y acercase lo más posible a ella. Sobre la ménsula del piano, piezas de música esparcían la fragancia de los papeles tocados siempre por manos femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones violeta estaba abandonada la cabeza de mármol de una mujer. Veíanse forrados de los almohadones de las fraileras de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el escritorio había ceniceros de bronce negro y polichinelas de mil colores (Los siete locos, p. 105).

Como sucede con la naturaleza, así también ocurre con el mundo de los ricos, que adquiere un aspecto maravilloso, una dimensión mágica, extrahumana y resulta ser una realidad independiente de toda voluntad o actividad individual. El abismo entre los dos universos, el de los ricos y el de los pobres, es infranqueable por naturaleza y por esencia (Pastor 1980: 58-60). Llegó a imaginarse que los ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros […] una madre alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo (Los siete locos, p. 86).

En medio de este universo de oposiciones, el personaje arltiano, alzado hasta la cima de la ambición paroxística, cae de golpe, con sacudidas, sin matices ni transiciones, en el abismo negro de la nada. Este procedimiento de

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brusca caída causa el quebranto interior del personaje y acaba transformándolo en fantoche desarticulado. Personajes El proceso expresionista se corrobora aún más con la combinación de elementos futuristas y otros de inspiración folletinesca del melodrama social. Ya que los folletines ofrecen una visión simplista de la vida, regida por principios a menudo groseramente encarnados en personajes y objetos: el bueno, el malo, el traidor, la víctima, o aun, la mujer perseguida, la obrera infeliz, el veneno que adormece sin matar… Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sombra de los rascacielos, bajo una amenazadora red de negros cables de alta tensión, entre una multitud de hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca, pero ella lo recordaba mientras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil (Los siete locos, p. 137).

Elsa, la esposa que abandonó el hogar matrimonial, no puede sino llevar en el rostro y el cuerpo las huellas de sus actos: pálida e infeliz, la mujer traidora aparece condenada a un eterno vagabundeo por la ciudad, cuyas calles y muros parecen reconocerla y se alzan frente a ella sombríos, pesados, amenazadores. […] pero ya Erdosain la veía en la firme desdicha de su vida, avanzar por la acera de una calle empedrada con lascas del río. Ella se adelantaba por la ancha vereda. Un tul oscuro le cubría la mitad de semblante, y encaminándose hacia el lugar donde la conducía el deliberado deseo, avanzaba con rápidos y seguros pasos (Los siete locos, p. 176).

Estamos efectivamente muy cerca de la visión sombría de los expresionistas alemanes. El personaje-tipo de Arlt se parece extrañamente a la figura patética del cuadro de Ludwig Meidner titulado Yo y la ciudad (1913), con la cabeza comprimida por la ciudad, como en medio de un terremoto apocalíptico. Las palabras de Grozs que acompañan algunos de sus propios cuadros son reveladoras de este tipo de configuraciones y podrían perfectamente ilustrar una operación como la de Arlt: Hop! le ciel étoilé tourne au dessus d’une tête rouge, le tram crève l’image, les téléphones sonnent, une femme en gésine pousse des cris, pendant ce temps coup-de-poing et couteau sommeillent paisiblement dans la jolie poche du soute-

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neur […] et les nuits rouge porto et rongeuses de reins où la lune est à côté de l’infection et du cocher de fiacre qui rouspète et où, dans la cave à charbon poussiéreuse, on meurt par strangulation – ô émotion des grandes villes! (Kranzfelder 2001: 22-24).

Diríamos, no sólo de Elsa, sino de todos los personajes de Arlt, que ante todo son figuras que encarnan principios, un tipo de fantoches. Por lo tanto, se podría considerar como un tipo de mise en abyme la escena del subcapítulo «Sensación de lo subconsciente», en la cual el Astrólogo saca de un cajón una serie de fantoches, cuyos rostros corresponden a los personajes de la novela: Erdosain, Haffner, el Buscador de oro, el Mayor. Sin cuidarse por las bocamangas del gabán que se llenaban de tierra blanca, destapó el cajón. Mezclábanse allí soldados de plomo con muñecos de madera, y era aquello un hacinamiento de payasos, generalitos, clowns, princesas y extraños monstruos gordos con narices averiadas y bocas de sapo (Los siete locos, p. 306).

Como los muñecos del Astrólogo, el cuerpo humano en las narraciones de Arlt es un elemento decorativo, es decir, estático y carente de vida individual. Fijado en su simetría, aparece artificial, sacudido, ejecutando gestos estereotipados, con una mímica exagerada. En aquella bruma hedionda los semblantes afirmaban gestos canallescos y se veían jetas como alargadas por la violencia de una estrangulación, las mandíbulas caídas y los labios aflojados en forma de embudos; negros de ojos porcelana y brillantes dentaduras entre la almorrana de sus belfos, que tocaban el trasero a los menores haciendo rechinar los dientes; rateros y «batidores» con perfil de tigre, la frente huida y la pupila tiesa (Los siete locos, p. 255).

El gesto, brusco y «galvanizado», por sí sólo encarna la vulgaridad y la abyección. Estos movimientos sin transiciones ni matices componen un modo de gesticular caricaturesco y artificial. La angustia, la desesperación, la felicidad o el rencor tienen valor de máscaras o de cáscaras. […] hombres terribles que durante el día arrastran su miseria vendiendo artefactos o bíblias, recorriendo al anochecer los urinarios donde exhiben sus órganos genitales a los mozalbetes que entran a los mingitorios acuciados por otras ansiedades semejantes (Los siete locos, p. 180).

Parecida a la que puebla Berlin Alexanderplatz, toda esta extraña población –mendigos, prostitutas, cafishios, desempleados, «negros» perversos– es receptáculo de sentimientos como la angustia o el malestar, o en todo caso

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un tipo de abstracción metafísica de nuevas figuras: los muertos vivos que poblarán las grandes urbes. De nuevo, las siguientes palabras de Grosz podrían referirse tanto a Berlín en el período de entreguerras, como a la Buenos Aires de Arlt: Dans une rue étrange, se glisse, de nuit, une procession diabolique d’êtres qui n’ont plus rien d’humain, sur leur visages se lisent l’alcool, la syphilis, la peste. L’un souffle dans une trompette, un autre crie «hourra»; […] La destruction est universelle, la haine est dirigée contre tout, la ville est l’enfer, peuplée d’animaux ayant forme humaine (Kranzfelder 2001: 22-24).

De esta manera, el cuerpo se convierte en vehículo de principios y de sentimientos en su versión abstracta, general, universal y carece de vida concreta e individualizada. La angustia adquiere substancia material cuando aparece directamente vinculada a la temática del cuerpo. Aunque tradicionalmente se la considera como sufrimiento mental, la angustia se materializa, ya que nace de la insidiosa miseria de cuerpos sonámbulos, grotescos, violados, mutilados e interiormente vacíos que deambulan sin dirección definida, por las calles de la ciudad. La desgracia se transforma en aventura del cuerpo. Esta misma temática del cuerpo está relacionada con las metáforas de tipo técnico: el ser humano aparece «laminado» interiormente por todo tipo de estructuras metálicas –cilindros, cubos, dreadnaugts, pedazos de acero, máquinas aplanadoras– que torturan implacablemente cuerpos y almas. Los engranajes mortíferos de la maquinaria urbana son completamente interiorizados y transformados en instrumentos de tortura inconsciente que desmantelan la unidad psíquica del individuo. Determinado por las metáforas maquinistas, el personaje arltiano sigue conservando sin embargo un tipo de vida. Citando las palabras de Kasimir Edschmid, diríamos que se le ve «el corazón pintado sobre el pecho», es un ser absoluto y original, capaz de sentimientos excesivos (Eisner 1973 [1952]: 141). Las diez de la noche. Erdosain no puede conciliar el sueño… Los nervios bajo la piel de su frente, son la doliente continuidad de sus pensamientos […]. Y esta certidumbre no aliviana ni rompe el nudo que eslabona la franja de sus pensamientos, sino que introduce un vacío angustioso en su pecho. Este semeja a un triángulo cuyo vértice le llega hasta el cuello, cuya base está en su vientre y que por sus catetos helados deja escapar hacia su cerebro el vacío redondo de la incertidumbre. Y Erdosain dice: «Podrían dibujarme. Se han hecho mapas de la distribución muscular y del sistema arterial, ¿cuándo se harán los mapas del dolor que se desparrama en nuestro cuerpo?» (Los lanzallamas, p. 53).

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De esta manera, los personajes aparecen asimilados y fundidos con el mundo de las máquinas y de los objetos; poseen una vida excesiva, ya que se les ve el corazón sanguinolento pintado sobre el pecho o los nervios esculpidos en la frente, un tipo de pensamiento materializado. Estos dos procesos no son sino dos aspectos complementarios de uno sólo, ya que el ser humano es regido por las mismas reglas que determinan la animación de los objetos; en primer lugar éste aparece reducido a un fantoche, la encarnación de un papel o de un principio y luego es dotado de una vida excesiva y terrible. Finalmente, termina siendo nada más que una marioneta con una agitación exaltada. Tal técnica conduce a menudo a una inversión total de los papeles. Por ejemplo, en el siguiente fragmento observamos la cosificación de los humanos, comparados a soldados de plomo, mientras que el techo (elemento inorgánico, inamovible, inexpresivo) parece tener alma y sentimientos. Lo animal pierde su elemento orgánico mientras que la materia adquiere vida. […] pues era la primera vez que observaba que en su recuerdo ciertas figuras tienen la dimensión normal con que se las ha conocido en realidad, mientras que otras figuras o cosas son pequeñitas, como soldados de plomo o tan sólo presentan un perfil, careciendo de profundidad. Así, junto a la corpulencia de un negro, cuya mano perdíase en el trasero de un pequeño, veía una mesita minúscula, como para muñecas, sobre la que estaban aplastadas las pequeñas cabezas de unos hombres ladrones, mientras que el techo, de altura real, daba un aspecto de desolación más extraordinaria al gris paisaje del recuerdo (Los siete locos, p. 253).

La trascendencia de los objetos tecnológicos La rosa de cobre En lo que se refiere a la absoluta confianza en la ciencia y la razón, en el discurso científico y tecnológico que se vuelve objeto de literatura, remitimos a la introducción de Scientific Romances de H. G. Wells: hasta finales del siglo XIX, para crear el efecto de lo fantástico había que recurrir a la magia. A partir del momento en que creer en la magia se volvió imposible, esta vía se sustituyó por el recurso a la ciencia y a la tecnología, que instauraban un orden milagroso, pero de mucha más actualidad (Sarlo 1997 [1992]: 58-59). Se fabricarían camisas de pechera, puño y cuellos metálicos, tomando género, bañándolo en una solución salina y sometiéndolo a un baño galvanoplástico de cobre o de níquel. Gath y Chaves, Harrods, o San Juan podrían comprarle la patente, y Erdosain, que no creía sino a medias en esas aplicaciones, llegó a pensar

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un día que se había extralimitado en hacer soñar esa gente, porque ahora, a pesar de que no pagaban a nadie y se morían casi de hambre, lo menos que soñaban era adquirir un Rolls Royce y un chalet, que de no estar en la Avenida Alvear no les interesaba como propiedad (Los siete locos, p. 270).

Especialmente en Buenos Aires durante las primeras décadas del siglo XX, los sueños de carácter futurista formaban parte del imaginario de la ciudad, que parecía prometer un camino fácil hacia la fortuna, lugar de utopía y de éxito rápido (Sarlo 1996). La rosa de cobre es un producto fascinante del mundo de la ciencia y la fuente de la redención del personaje. Es el símbolo de un poder alternativo en este mundo injusto. La técnica, igual que la alquimia, aparece aquí como el medio de rebelión. Erdosain inspira en la decadente familia de los Espila el sueño de un porvenir feliz que les dará acceso a «vestidos de seda, un novio buen mozo, un automóvil a la puerta de un chalet» (Los siete locos, p. 285) y a un apartamento en el aristocrático Barrio Norte, nuevo Saint-Germain porteño.7 En la noche de los suburbios industriales, la fábrica abandonada donde se aloja esta familia que pasó de las riquezas a la más sórdida miseria, es el lugar no sólo de la caída, sino de un nuevo ascenso social gracias a milagros inesperados. Dentro de esa pocilga, Erdosain es testigo de la realización de su propio invento paradójico, mezcla rara de lo orgánico con lo inorgánico: la rosa de cobre, única cosa que brilla en medio de la oscuridad («En el miserable cuchitril, la maravillosa flor metálica exfoliaba sus pétalos bermejos», Los siete locos, p. 270). La luminosidad de este objeto increíble y extraordinario es la única esperanza de esta familia para salir de la oscuridad de su pocilga. El invento tecnológico les abrirá las puertas del paraíso y les permitirá la entrada al mundo de la felicidad. Este objeto del mundo bucólico surge fuera del marco de la utopía naturalista, en un medio completamente opuesto, el de los desechos industriales, y está hecho de una materia ordinaria, ni siquiera de un metal noble como sería el oro. Es, sencillamente, de cobre. Fácilmente degradable, la rosa de cobre representa un objeto cuya utilidad y valor estético se reducen a una utilización decorativa, kitsch. Está condenada a ennegrecerse (como dice Hipólita, menospreciando el talento de inventor de Erdosain) y destinada a desvanecerse en la oscuridad de la que surgió. La rosa artificial, rojiza, brillante es otro elemento expresionista; objeto poderoso ya que el mensaje que lleva es doble: más allá del denotado existe 7 Como señala Sebreli, «los petulantes palacios del Barrio Norte señalaban el rango social de sus poseedores como un escudo de armas» (1996: 219).

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un mensaje connotado, que cubre totalmente los signos prestados del mundo externo. Resultado de una rosa natural tratada con baños de cobre y otras substancias químicas, este objeto es, a la vez, encarnación de la belleza, de los estados ideales y de una capacidad técnica, así como un objeto comercial que hará rico a su inventor. La importancia de esta rosa, como la de los demás inventos del universo arltiano, consiste en la «capacidad de usurpación del control de los signos que circulan en el marco del discurso social»: representa un desafío que pone en entredicho y rompe con el orden de la cultura dominante (Masiello 1986: 214). Esta rosa que no está hecha de oro es como si fuera de oro, ya que lleva en sí ese poder de invertir el curso de las cosas y de sacar, milagrosamente, a su inventor del estado paupérrimo en el que vive. Como observa Ricardo Piglia (1993), el deseo de Erdosain de ser inventor, de querer comprometerse con una acción creadora, es el deseo de encontrar la piedra filosofal moderna, de descubrir cómo se puede usar a los nuevos saberes para transformar, milagrosamente, la miseria en riqueza. La redención del sujeto pasa por la creación de un objeto. Este objeto será la materialización de la utopía naturalista, de un valor económico y también el símbolo por excelencia de las interminables transformaciones del mundo material.

Transiciones y transgresiones en la frontera de la ciudad A partir de estas reflexiones, podemos afirmar que el poder simbólico de la zona industrial consiste en favorecer la vida secreta de los objetos y también en ser el lugar de paso y transformaciones, en un sentido narrativo y también semiológico. El recinto industrial, como las estaciones ferroviarias, parecen tener su propia energía mágica. Se convierten en escenas privilegiadas de la vida secreta de los objetos, como también en lugares de una milagrosa transformación del mundo. «En otros parajes, centelleantes lámparas eléctricas iluminan rectangulares ventanillas pintadas de ocre, de verde, de lila. En un paso a nivel rebrilla el cúbico farolito rojo que perfora con taladro bermejo la noche que va hacia los campos» (Los lanzallamas, p. 152). La estación de Temperley es el espacio donde gime la vida secreta de la materia que sigue su curso sin la menor intervención de los humanos. Ahí se despiertan las máquinas. Protagonistas de ese escenario son los discos rojos o verdes que a veces suben y otras bajan, los semáforos, el riel galvanoplastiado, la luz y la oscuridad que se alternan en un juego continuo, las cadenas y las roldanas, que al tocarse rechinan, como si fueran cuerpos abrazados que gimen. La deformación visual debida a los juegos de perspectiva y de luz (miradas

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de reojo o desde lo alto) es una versión de la complejidad óptica que, de acuerdo con las reglas del expresionismo, tiene la capacidad de restituir la «vida interna» del objeto. Un trozo de anden de la estación de Temperley estaba débilmente iluminado por la luz que salía de la puerta de la oficina de los telegrafistas […]. Un disco rojo brillaba al extremo del brazo invisible del semáforo; más allá otros círculos rojos y verdes estaban clavados en la oscuridad, ya la curva del riel galvanoplastiado de esas luces sumergía en las tinieblas su redondez azulenca o carminosa. A veces la luz roja o verde descendía. Luego todo permanecía quieto, dejando de rechinar las cadenas en las roldanas y cesando el roce de los alambres en las piedras. Experimentaba la impresión de que la idea criminosa era la continuidad de su cuerpo (Los siete locos, p. 153).

Este espacio aparece bajo una perspectiva múltiple: por un lado, es un paisaje sombrío, un infierno desnaturalizado, una Tierra de nadie; por otro, es un espacio que permite las transiciones. En primer lugar, la transición física: de la ciudad canalla hacia el campo, el paisaje bucólico alrededor de la quinta de Temperley. Luego la transición narrativa: el secuestro de Barsut, es decir, el pasaje de Erdosain a una identidad nueva, la del asesino. La idea del secuestro es el primer paso hacia una vida en rebeldía, hacia el crimen como otro modo de ser y para llegar a eso hay que transitar por esa zona. El acto del secuestro consiste de hecho en eso: alejar a Barsut de Buenos Aires y llevarlo al reino del Astrólogo. Este mismo acto es a la vez la primera etapa de participación de Erdosain en los proyectos de la sociedad secreta. Pero este tránsito incluye además una transición metafórica y semiológica: la periferia industrial, esa zona amorfa, en obras y en perpetuo cambio, es símbolo de una sociedad en vías de transformación, una alusión a un futuro en el que la ciencia y la tecnología salvarán a la ciudad de la miseria y de la canalla, tal y como lo vive el personaje. Más aún, esta zona está asociada a la milagrosa transición hacia un orden distinto. Tanto Erdosain como el Astrólogo ven en la ciencia y en sus aplicaciones técnicas un instrumento de rebelión y de cambio radical. Si la ciencia ha carcomido toda fe, representa, al mismo tiempo, el único recurso que puede restituir el mito en el marco de una cotidianeidad vacía y horrible. El infierno tecnológico y la violencia científica son el medio de abolición de un orden en el que la incorporación social del sujeto ya no es posible y la evasión por medio de la ensoñación tampoco: «Es necesario instalar fábricas de gases asfixiantes» (Los siete locos, p. 307). Al mismo tiempo, la mecanización y la realidad industrial producen belleza, prometen liberación, son materia de sueños y de ensueños, como los de Erdosain invadidos por fragmentos de máquinas. «Su imaginación ocupaba

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las noches de máquinas extraordinarias, trozos incompletos de mecanismos girando sus engranajes lubricados…» (Los siete locos, p. 285). Tal imagen confirma el carácter contradictorio de la tecnología y de sus efectos tal y como éstos se perciben a través de la doble novela: la industrialización, con la inquietante presencia de intoxicación y contaminación, conduce a la miseria y a la muerte, al aniquilación progresiva de la especie humana, pero al mismo tiempo es un espacio que simboliza la transición hacia la otra orilla, el más allá del presente miserable. Calla el Astrólogo investigando en la oscuridad una franja de pampa casi virgen, colindante con poblados siniestros formados por cubos de conventillos más vastos que cuarteles. Es aquella una sucesión de cartujos forrados de chapas de cinc, donde duermen con modorra de cadáveres cientos de desdichados, calles con baches espantosos, donde se descuadrilaría una carreta para montaña (Los lanzallamas, p. 155).

En el subcapítulo «Los anarquistas», la meta de la caminata de Erdosain junto al Astrólogo, perdidos en medio de ese desierto tecnológico, es la choza de los falsificadores anarquistas. Al margen de la ciudad se sitúan los saberes marginales que conspiran para apoderarse de ella. Falsificar dinero –truco propio de una técnica o alquimia capaz de producir milagros– fomenta la ilusión y la transgresión de los límites impuestos por la miseria, el anonimato, la falta de identidad. A lo largo de la lectura, conceptos como los de estafa, fraude, falsificación y delación se identifican con el de la ficción, ya que tienen como denominador común producir efectos maravillosos y transformadores de la realidad. ¿Qué otra cosa es la sociedad secreta, sino una fábrica de fabulaciones y de búsqueda de dinero? El poder del dinero aparece así entrelazado con el de la ficción y la tarea de los personajes de «hacer dinero» (y no de ganárselo) esta vinculada con la falsificación, la estafa, la magia, la teosofía y la alquimia. Como observa F. Masiello: El fraude, el robo y la decepción constituyen las preocupaciones temáticas más importantes y resumen el interés de Arlt por la tergiversación de los hechos en la ficción. […] El dinero otorga el bálsamo mágico que estimula la imaginación, inspira asociaciones no convencionales y provoca la apertura del espacio narrativo (1986: 211, 216).

En ese sitio marginal, la choza de los falsificadores, los personajes desarrollan un discurso doble: ideológico –con elementos a la vez comunistas, fascistas y anarquistas– y técnico –sobre la repartición de los deberes de la acción revolucionaria y los medios destructores más eficaces.

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Las bombas estaban muy bien en el año 1850… Hoy debemos marchar con el progreso. ¿Qué desastre puede provocar usted con el petardo que tiene entre manos? Nada o muy poco. En cambio con el fosgeno… El fosgeno no hace ruido. No se ve nada más que una cortina amarillo verdosa. Un pequeño olor a madera podrida. Al respirarlo los hombres caen como moscas (Los lanzallamas, p. 160).

El irracionalismo macabro que demuestra la imaginación arltiana recuerda algunas ramas del expresionismo alemán que degeneraron hacia una dirección fascista. Precisamente, la historia de un personaje desequilibrado o perverso que inventa un juego que luego se transforma en fantasmagoría sangrienta y criminal es un tema clásico de la literatura, desde Fausto hasta El Golem. Sin embargo es impresionante la semejanza del proyecto arltiano con el de H. Heinz Ewers, por ejemplo, autor de novelas consideradas Trivialliteratur –una especie de literatura dirigida a los lectores de prensa amarilla y de escándalos–. Ewers desarrolla el tema de un personaje mediocre y sádico, un tal Frank Braun, el cual «por razones obscuras transformará a una secta de iluminados en secta de asesinos y sádicos» (Palmier 1978: 432-433). En este sentido, los puntos en común con el personaje principal de Los siete locos son evidentes y no es por casualidad que esta visión retorcida del mundo esté asociada a una actitud de barbarie –que no está muy lejos del proyecto fascista, como veremos enseguida–.

La experiencia de la barbarie Las formas que dan lugar a sentimientos de alivio y de bienestar pueden, de repente y sin ningún aviso previo, convertirse en fuentes de horror. El paso de un estado a otro es tan imperceptible como un ligero cambio en el matiz de la luz o una mutación mínima de la focalización; de manera análoga, las formas que producen horror son susceptibles de causar fascinación. Durante las idas y vueltas de Erdosain en tranvía, exacerbada por la velocidad, la confusión alucinada de su mirada revela la energía primitiva, la fuerza sorda que gime en todo objeto y transforma al mundo entero, organismos y objetos mezclados, en un conjunto lleno de vida. La representación se produce a partir de un modelo de convulsión: una mente en desorden percibe, bajo la apariencia de un orden, la realidad fundamental de un desorden, de una confusión. Así, las fronteras que habitualmente ponen orden en nuestra manera de percibir y representarnos el mundo (animado/inanimado, dentro/ fuera, real/ilusorio y natural/artificial, útil/inútil) pierden su sentido dando paso a una percepción novedosa del cosmos: ya no es cuestión de un mundo

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compuesto de entidades interpretables y clasificables por medio de la razón, sino de un todo en movimiento, enérgico, opaco e inclasificable. Cualquier idea de composición orgánica ya no tiene sentido en ese mundo fragmentado y descompuesto en manchas de luz y de sombra contrastadas e incomunicadas. Al contrario, el paisaje nocturno de Buenos Aires se encuentra bajo el signo de lo inorgánico: no sólo ha perdido la organización lógica que permitiría, de día, decir «esto es una calle, esto es un edificio», sino que sus elementos hasta pierden la posibilidad de articularse unos con otros. ¿Cómo se puede armar un paisaje a partir de objetos y seres mal vistos, deformados, incompletos, demasiado oscuros o demasiados claros? Ahora bien, así se presenta lo que Erdosain ve por la ventanilla del tranvía: «[…] y su carne acostumbrada ya a la velocidad multiplicada por la masa del tren eléctrico, se dejaba estar en una inercia vertiginosa; y ahora que el recuerdo había vencido la inercia de todas las células, aparecía ante sus ojos la fonda, como un cuadrilátero exactamente recortado» (Los siete locos, pp. 253-254). Este pobre diablo, preso entre los tentáculos de la ciudad monstruosa, recuerda a los «Sonámbulos» de Hermann Broch (futuros nazis), esos individuos atrapados en una metrópoli que sólo les permite gemir, lamentarse ante una situación que se presenta como destino inevitable. El sujeto delirante es ante todo reducido a un objeto. Y pensar […] que este es el plato de todos los días, el amargo postre de los empleados de la ciudad, de los cobradores de las compañías de gas, de las sociedades de ayuda mutua, de los vendedores de tiendas. Un panorama lividecido por los flujos blancos de todas esas hijas de obreros, anémicas y tuberculosas, cuya juventud se desploma como un afeite bajo la lluvia a los tres meses de casadas. Unos panoramas de preñeces que espantan al damnificado. Anonadado, Erdosain amontona ante sus ojos, con el espanto de un condenado a muerte, la inmundicia cotidiana que extenúa a los empleados de la ciudad […] (Los lanzallamas, pp. 213-214).

Un mundo en el que domina la deformación visual sólo puede ser el doble de otro mundo, el de la deformación mental: así, el sueño, los ideales, la redención de un yo que tiene una visión retorcida, oblicua y alterada del mundo surgen a partir de esta misma perspectiva. Todo eso es el preludio a un desenlace apocalíptico. Erdosain marcha cavilosamente. Tiene la sensación de que «hay algo en él» que se aproxima insensiblemente al drama final. Erdosain sabe que contiene la «necesidad del drama». Un drama definido, preciso, terco, material. Sabe que aflojando su fuerza de voluntad en una mínima cantidad (como la que equivaliera al esfuerzo tenue de respirar) toda su vida se volcaría en el drama (Los lanzallamas, p. 210).

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El personaje lo siente, ya que en esta deformación generalizada hay algo que compromete su experiencia. Esta percepción es el origen de una aventura, porque la confusión de lo vivo con lo no vivo del mundo objetal, ¿no está acaso en el centro mismo de la experiencia terrorista, de ese vértigo tecnológico que consiste precisamente en mezclar categorías, en tratar a los humanos como si fueran cosas? Los paisajes urbanos descompuestos por la velocidad del tranvía o la mirada alucinada; los trayectos por las calles de la ciudad aparecen, en una segunda lectura, como un esbozo de lo que será la experiencia central de Los lanzallamas: técnica y locura reunidas para destruir a la humanidad, para derrumbar las fronteras establecidas por la civilización entre el hombre, la naturaleza y las cosas, en provecho de esa primitiva falta de discernimiento que se llama barbarie. El recorrido expresionista es el de una línea perpetuamente fracturada que no dibuja ningún contorno en el que se pudiera discernir lo externo de lo interno, sino que pasa en zigzag entre las cosas, fundiendo lo animado con lo inanimado. Y la locura del sujeto consiste en considerar a los demás sólo como objetos. Lo vital no es cualidad inherente a los humanos, sino que se convierte en «[une] puissante germinalité pré-organique, commune à l’animé et à l’inanimé, à une matière qui se soulève jusqu’à la vie et à une vie qui se répand dans toute la matière» (Deleuze 1983: 76). Objetos y sujetos intercambian sus cualidades, actuando unos sobre otros. El cosmos es un espejo de la psiquis humana y la diferencia entre el yo y el no-yo se suprime: «exterior facts are continually being transformed into interior elements and psychic events are exteriorized» (Eisner 1973 [1952]: 15). El yo se confunde así con el mundo externo y contempla su imagen refractada. El espacio se vuelve un espejo de la conciencia que lo percibe y los personajes se desplazan en medio de una proyección del propio yo. ¿Cómo imaginarse la etapa ulterior de tal proceso de exteriorización? Posiblemente como una explosión, un estallido: un mundo dinamitado y, por eso, quizás un mundo nuevo. Inventaría el rayo de Muerte, un siniestro relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnaughts, como un horno funde una manteca de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades de portland, como si las soliviantaran volcanes de trinitolueno (Los siete locos, p. 327).

Esta exteriorización adquiere un doble sentido, ya que es la proyección del interior al exterior (angustias, fantasmas, visiones subjetivas), pero también un ultraje: la ruptura de un orden, la confusión que a la vez puede ser desequilibrio y locura, fraude y tergiversación, cortinas de gas o tiro de pistola.

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Cuando amontona el desastre cotidiano de un millón ochocientos mil habitantes que tiene la ciudad Erdosain se dice […]: –Tiene razón el Astrólogo. Esto hay que barrerlo con cortinas de gas […]. Piensa que los profetas tenían razón cuando hacían caer sobre las ciudades agotadas por la inmundicia sus hipotéticas lluvias de fuego entre hedores de ácido sulfúrico (Los lanzallamas, p. 215).

La estética sangrienta, la fascinación por la muerte y la destrucción tampoco conocen fronteras: todo puede ser objetivo de destrucción, el yo o el mundo que, de hecho, no es más que otra versión del yo. «–Darse al fuego, Dejarse quemar vivo. Ir a la montaña. Tomar el alma triste de las ciudades. Matarse. Cuidar primorosamente alguna bestia enferma. Llorar. Es el gran salto, pero, ¿cómo darlo?» (Los lanzallamas, pp. 61-62). Bar-bar, el sintagma fonético griego de la Antigüedad de donde nace la palabra barbarie remite a los que no saben hablar, los que hablan como pájaros –y, de ahí a los que se puede machacar como si fueran pájaros–. Erdosain, en sus itinerarios urbanos, ve el paisaje civilizado de la ciudad en vías de descomposición y de transformación en otra cosa que ya no es una ciudad, en algo que ya no tiene nombre y que está hecho de objetos indiscernibles, sin forma ni identidad, imposibles de nombrar o de clasificar en una nómina regida por la razón, es decir, fuera del logos. La experiencia de la ciudad, desde este punto de vista, se podría leer como una experiencia de la barbarie: un fracaso de la razón, del lenguaje y de la percepción, incapaces de poner orden en el mundo y de separar sus elementos. Erdosain cumple así el sueño de Rimbaud: volverse bárbaro.8 Explosión estética, descubrimiento alucinado, otra manera –maravillosa– de ver el mundo. Pero al mismo tiempo asoma la otra cara de la barbarie moderna, la que ve al hombre confundiendo objetos y seres, hombres y animales. Siguiendo con Rimbaud: «Cette famille est une nichée de chiens» (Rimbaud 1990: 233). La revelación de un mundo diferente es aquí sinónimo de una vertiginosa alteración que lleva a la absoluta in-diferencia entre hombres y cosas, como también entre la razón y la demencia, o, dicho de otro modo, Evocamos aquí el concepto de barbarie, no en el sentido que tuvo en el contexto latinoamericano desde Sarmiento, sino más bien en el de una tradición filosófica europea que lo ve como sinónimo de la brutalización de la existencia. E. Levinas considera la denominación de bárbaro adecuada para designar toda civilización «qui accepte l’être, le désespoir tragique qu’il comporte et les crimes qu’il justifie». Ve en el paganismo un aspecto de religión bárbara que consiste en la impotencia radical del ser para transgredir los limites de este mundo y en el hecho de situar espíritus y dioses en este mismo mundo. (Levinas 1982: 98). 8

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entre la utilización de la razón, en este caso la razón científica, para alcanzar objetivos completamente irracionales. Esta revelación será el tema de Los lanzallamas y será también, más allá de la novela, esa mezcla inaudita de barbarie y de técnica que se llamó la Shoah. En este contexto, los itinerarios de Erdosain son mucho más que una simple travesía por la ciudad. Tienen la dimensión de una verdadera iniciación, al cabo de la cual se llega al lugar de todas las dichas y, a la vez, de todos los horrores: la quinta.

UN MUNDO HUMANO COSIFICADO: LA CIUDAD COMO COLLAGE

Los objetos vuelven a ocupar su sitio, muertos, inanimados; pero arrastran también a los humanos a un ambiente de pasividad y lentitud. En el universo del primer Onetti las cosas existen, simplemente: un personaje al lado de otro, un hecho al lado de otro, fragmentos de impresiones y de pensamientos sin la menor conexión… Esta lógica de la yuxtaposición atañe a la estructura misma de una novela como Tierra de nadie, hecha de capítulos y párrafos heterogéneos acumulados unos tras otros y con puntos de sutura visibles. Estamos lejos de la inquietante visión del expresionismo. Hemos visto cómo en Arlt el «impulso vital» excede y al mismo tiempo niega la representación orgánica. En cambio, en Onetti, la frialdad del mundo de los objetos, las formas objetivas de la vida en la gran ciudad, como diría Simmel, parecen impregnar al individuo, su mundo psíquico y su comportamiento, nivelándolo y convirtiéndolo en un ser pasivo, inerte, indiferente. L’individu est réduit à une «quantité négligeable», à un grain de poussière en face d’une énorme organisation de choses et de pouvoirs qui lui ôte des mains, comme en jouant, tous les progrès, les biens de nature intellectuelle, les valeurs de toutes sortes et les transfère de la forme de vie subjective à celle d’une vie purement objective (Simmel 2000 [1979]: 75).

En Onetti hay un acercamiento y hasta una asimilación entre sujetos y objetos pero con un procedimiento muy diferente al de Arlt. Tierra de nadie se sitúa en el polo opuesto a Los siete locos y Los lanzallamas. La sobrecarga subjetiva, el clima emocional y la vitalidad exageradas de Los siete locos están en intensa oposición a la casi absoluta ausencia de interioridad subjetiva del universo de Tierra de nadie: un mundo externo que no presenta ninguna huella de conciencia subjetiva. En Tierra de nadie –novela carente de personaje principal, cuyos elementos dominantes son la aglutinación y el foco caleidoscópico–, la pluralidad de personajes, difícilmente identificables, tiene como resultado la disminución del rol de la subjetividad en la novela dominada ante todo por un fuerte objetivismo. Las descripciones se limitan, en su mayoría, a la observación –muy perspicaz y detallada– y el texto rechaza todo psicologismo. De hecho, los diálogos constituyen apenas un modo de acceso al mundo interior de los sujetos; los innumerables personajes, la pluralidad y la repetición de

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escenas similares, paralelas e inconexas crean una fuerte impresión de mutación constante y socavan todo esfuerzo del lector por construirse un resumen sintético de lo narrado. Fragmentación y dispersión son las características principales en todos los niveles: los capítulos cortos, incompletos y sin conexión; la acción interrumpida por singulares desvíos descriptivos; el cuerpo humano presentado como una suma de partes sin unidad. El efecto es una falta de determinación en la acción que nunca aparece fundada en una decisión del sujeto sino, al contrario, como resultado accidental de movimientos dispares de sus miembros. «Sentía que no eran sólo los ojos de la mujer quienes miraban. La boca misma, tan grande, la nariz corta y ancha, toda la cara blanca y triste, las manos que colgaban cruzadas sobre el vientre» (Tierra de nadie, p. 128). El espacio fragmentado de la gran ciudad es habitado por figuras también fragmentadas: manos en vez de cuerpos, cabellos en vez de rostros, brazos en vez de mujeres: […] y los brazos, gruesos y blancos, como si al hundirse en la vida hubiera alzado las manos en un gesto desesperado de auxilio, manoteando como los ahogados y los brazos hubieran quedado atrás, lejos en el tiempo, brazos de muchacha, despegados del cuerpo largo, nervioso, que ya no existía (El pozo, p. 18).

Los blancos brazos de Ester en El pozo simbolizan algo como la porción de inocencia preservada por la mujer, con respecto a su cuerpo grande, alterado y degradado, definitivamente perdido. Cuando cruza el local, pasando de una mesa a otra, sus miembros aparecen fuera del tiempo y contrastan con el resto del cuerpo que sucumbe y parece cada vez más envejecido, deteriorado y enfermo. Las ocho manos estaban dentro del cono que recortaba en la sombra la pantalla verde. Las manos velludas barajaban los naipes rápidamente, haciendo un suave chaschás. Las manos blancas dormían su sueño agitado encima de la carpeta. Una redonda e hinchada rascaba la punta del cigarrillo en el cenicero, mientras la otra se perdía fuera de la luz, sosteniendo el peso de la cabeza triste y desgreñada (Tierra de nadie, p. 18).

En esta escena, la cabeza y en particular la cara (que expresa y encarna la identidad personal) tienen un papel secundario con respecto a las manos que las sostienen. La función de la cara como principal portador de la identidad individual, tan necesaria para la existencia del sujeto, se pone en entredicho y las manos se convierten en el único indicio de identificación y de posible definición de una identidad.

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Este proceso recuerda las observaciones de G. Genette a propósito de la obra de Robbe-Grillet, válidas también para el universo onettiano. Les objets y apparaissent comme des surfaces mesurables et géométriquement réductibles, à mi-chemin de la chose et de la figure simple, jamais comme des substances ouvertes à la rêverie, à la projection d’un goût, d’une possession, d’une profondeur symbolique […]. De même les gestes, les actes accomplis sont généralement indifférents, ou si l’on veut, insignifiants […] des automatismes dénués de valeur affective. […] Les conduites n’ont pas plus de profondeur que les choses (Gennette 1966: 76).

Onetti no aspira a representar la experiencia humana en su totalidad –éste es para él un proyecto tan restringido como el descriptivo–, sino más bien a focalizar zonas muy limitadas y periféricas de la realidad, las cuales ofrece al lector como si se tratara de una interpretación orgánica de la realidad (Concha 1967). El campo de acción es reducido, la narración se centra en las experiencias vividas por ciertos personajes, experiencias desarticuladas, incoherentes, vulgares, absurdas. En El pozo, los pedazos de un mundo disperso encuentran en el yo aislado y replegado en sí mismo un punto de unión. Y por eso esta novela corta ocupa un lugar intermedio entre el subjetivismo exacerbado de Los siete locos y Los lanzallamas, por un lado, y el objetivismo dominante en Tierra de nadie. La técnica de focalización crea la ilusión de un sujeto unitario y coherente: tanto la voz como la mirada pertenecen al mismo sujeto y el universo aparece destilado por la conciencia de Eladio Linacero. Pero esta conciencia surge en los intersticios de una serie de hechos insignificantes y dispares que, según parece, siguen su curso independientemente de la presencia del yo («Pero ahora siento que mi vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta», El pozo, p. 31). El esfuerzo del sujeto por dominar estas fracciones, por darles un sentido y un valor por medio de la escritura, permanece incompleto ya que, cansado y agotado, finalmente se deja llevar por la noche. «Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como una gran mariposa nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche abajo» (El pozo, p. 32). En los cuentos, el mundo maravilloso de las impresiones es nada más que una sucesión de flashes en un mismo tono objetivo y elíptico, como en Tierra de nadie, ya se trate del mundo externo, de la imaginación («Avenida de Mayo…», «Esbjerg en la costa»), de los sueños («Un sueño realizado») o de mentiras («El posible Baldi»).

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Obtuvo, primeramente, una exagerada visión polar, sin chozas ni pingüinos; abajo, blanco con dos manchas amarillas, y arriba el cielo, un cielo de quince minutos antes de la lluvia. Luego: Alaska –Jack London–, las pieles espesas escamoteaban la anatomía de los hombres barbudos; las altas botas los hacían muñecos incaíbles a pesar del humo azul de los largos revólveres del capitán de Policía Montada […] («Avenida de Mayo…», Cuentos completos, p. 27).

Los hechos de la realidad urbana están mezclados con las excursiones imaginarias de Suaid y la frontera entre el interior y el exterior ya no es clara. Los recuerdos de Dinamarca que evoca Kirsten son como tarjetas postales comparadas con la realidad, que transcurre al lado de Montes, en Buenos Aires, y es descrita también al estilo de fotos o tarjetas postales. Él dijo de broma que ella quería irse, y Kirsten lo negó. Y aquella noche o en otra muy próxima le tocó el hombro cuando él empezaba a dormirse y estuvo insistiendo en que no quería irse; él se puso a fumar y le dio la razón en todo mientras ella hablaba, como si estuviese diciendo palabras de memoria, de Dinamarca, la bandera con una cruz y un camino en el monte por donde iba a la iglesia (Cuentos completos, p. 157).

Para llegar hasta el oxímoron del cuento «Un sueño realizado», cuyo tema es la realización de un sueño ajeno en la escena de un teatro, que no es más que la reproducción de una escena trivial y ordinaria en las calles de una ciudad. «–En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar una impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde» (Cuentos completos, p. 111). Los personajes en los intersticios de las cosas Estamos entonces definitivamente ante una nueva forma de realidad que calificaríamos –según criterios estéticos y formales– de dispersa y elíptica, «avec des liaisons délibérément faibles et des événements flottants»;9 ante una Adoptamos las palabras de H. Bazin a propósito de la visión del mundo que ofrece el neorrealismo italiano, esencialmente basado, no en la acción, sino en la descripción y la imagen (cfr. Deleuze, 1985: 7). La escuela del neorrealismo italiano es la que mejor 9

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objetividad que llega hasta el behaviorismo, ya que las descripciones están hechas desde fuera, sin comentarios ni interpretaciones. Hablamos de cámara narrativa en la medida en que la novela adopta técnicas cinematográficas. Es evidente que la meta de la yuxtaposición de planos visuales sin interpretación es más mostrar que decir. Tal estética lleva implícita la idea de que la única realidad (y verdad) es lo que puede captar una cámara fotográfica. Casal calentaba la copa con los dedos entrelazados. Pensaba en Aránzuru, sintiendo que atrás de su hombro estaba Nené con una inmovilidad de animalito asombrado. Pasó un camarero sin ruido hacia el rincón. El hombre alzó la mano. Otra vez solos, María Antonieta cerró los párpados mientras se tocaba las sienes. Deletreó, fría, tomada de sorpresa por el cansancio: «Tiene la más hermosa cabeza del mundo. Cuando lo miro, cuando lo miro, cuando lo miro…». Suspiró y se puso a revolver en la cartera. «¿Por qué él no puede apagar el fuego que él mismo…?» El hombre golpeaba el cigarrillo en el cenicero. La dicha era une enroscada posición de feto, un nirvana de feto entre los grandes pechos de Antonieta. Llarvi se acomodó en la silla. Paseaba por los otros una mirada triste (Tierra de nadie, p. 102).

Los gestos, los hechos –múltiples y sin importancia– los planos visuales –como si fueran percibidos por un ojo neutro– no son signos de una realidad comprendida, interpretada, inteligible, sino componentes de una realidad que queda por descifrar. Ambigua y críptica, esta realidad es el blanco –no sólo mirado sino puesto en el centro de la atención– y constituye un hecho en sí, no depende ni de la acción ni del tema de los diálogos para adquirir un sentido. Usando la terminología cinematográfica, podríamos hablar de un mundo hecho de «imágenes-hechos» (images-faits) (Deleuze 1985: 7-37). La acción, en cámara lenta e inmovilizada por la descripción minuciosa, a menudo interrumpida (el ojo que describe se desplaza y no puede captar a la vez todos los movimientos) pierde su importancia, dejando la prioridad a la imagen (una taza entre las dos manos de Casal; un camarero que pasa sin ruido; un hombre que sacude el cigarrillo en el cenicero; Llarvi instalándose en un sillón). La realidad psicológica, también, sólo es una sucesión de gestos, palabras, gritos y muecas: escribirla consiste en registrar sonidos, describir mueencarna los principios de la escritura elíptica y objetivista, que plantea los avatares de un mundo visto desde afuera. Sin embargo, no hablamos de influencias –ya que sería un anacronismo–, sino que evocamos esta escuela a propósito de los principios que ha puesto de relieve.

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cas, estenografiar discursos, relatar comportamientos, proyecto muy semejante al de los autores norteamericanos de principios de siglo: Dos Passos y Faulkner. En este contexto, en el que la acción no cuenta más, lo que hay son innumerables hombres y mujeres en tránsito por las páginas de la novela y, a la vez, por las calles de Buenos Aires. Sus entradas y salidas de la escena narrativa son incesantes y su identificación se vuelve problemática ya que la mayoría de las veces carecen de rasgos propios: no tienen ni nombre, ni lenguaje propio, ni formas de expresión que permitieran imaginarse la existencia de un universo interior individual. La abundancia de escenas de contenido puramente visual hace que los mismos personajes se transformen en espectadores de un mundo que sigue su curso de manera automática, como si no dependiera de subjetividades ni de voluntades. El único espacio que se le otorga al sujeto es envolver el mundo objetivo con su mirada (o con algún otro de los cinco sentidos: olfato, oído…). Reducir la realidad psicológica a una serie de comportamientos y la acción a una serie de descripciones visuales y auditivas significa también convertir el relato en una serie de planos carentes de articulación temporal (Deleuze 1985: 11). Estas mismas modalidades aparecen en El pozo: Linacero pasa de la escena imaginada, en la que ve a Ana María acostada en la cabaña de troncos, al presente inmediato de la pensión donde vive en el momento de la escritura y se pone a relatar, incluso hasta los recreos que hace a lo largo de esa noche de escritura. En la medida en que la situación visual sustituye a la acción motora, la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo tiende a perder parte de su importancia. Objetos y personajes componen la imagen, ese sistema visto por una mirada externa y no hay cómo saber qué es sujeto y qué es objeto, no hay por qué preguntárselo. Todo esto nos transfiere a un espacio donde domina lo indiscernible, lo indeterminado. En la ciudad de Los siete locos y Los lanzallamas, este efecto se debe a una confusión entre objetos y sujetos, mientras que en la ciudad de Tierra de nadie se debe más bien a la poca importancia que tiene todo: la notable tendencia a la uniformización de las situaciones, la deliberada omisión de nombres y la insistencia en los innumerables gestos cotidianos que de por sí no revelan nada –al menos nada que valga la pena señalar– de la subjetividad de los personajes. Éstos terminan siendo títeres entregados a una serie de costumbres cotidianas que se repiten ad eternum. Se trata ante todo de encender un cigarrillo, jugar a los naipes, salir en búsqueda de una prostituta, ligar con cualquier mujer, repetir fragmentos de conversaciones banales –como por ejemplo sobre la guerra en Europa.

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Volvió a colgar el tubo. Doblado sobre la mesa, movía con la lengua el resto apagado del cigarrillo. –¿Cuantas? –Una. El hombre de las manos blancas comentó, refugiado en lo oscuro: –Era el gordo Larsen, ¿no?, ¿qué quería? –Anda a la pesca de Aránzuru. –Cierto… Hace mucho tiempo que no viene por acá. –Y, María Luisa… Desgraciao en el amor… La risa bailó un solo círculo sobre la mesa (Tierra de nadie, p. 19).

De acuerdo con la alusión que se hace en el último párrafo del segundo capitulo de Tierra de nadie, los personajes y sus vidas podrían ser simplemente los inventos aleatorios de alguien que, como Nora, pasa el tiempo atribuyendo un pasado y un rostro cualquiera a cada uno de los nombres mencionados en el repertorio de clientes de un abogado. Nora había robado del estudio un papel con el membrete: SUMA. Debajo estaba la lista de nombres y direcciones. Casal, Balbina, Ernesto, Llarvi, Mauricio Offen, Demetrio Sala, Martín Samuel Rada y Violeta. Empleaba horas en inventar rostros y pasados para los nombres y los buscaba sin éxito, sin desalentarse, en las ediciones dominicales de los diarios (Tierra de nadie, p. 32).

Los efectos del objetivismo no serían tan espectaculares si no estuvieran combinados con la elipsis, la utilización de un estilo sencillo, sobrio y despojado que, paradójicamente, en vez de favorecer la claridad, la socava. –¿Se puede fumar aquí? –Si tiene… –Naturalmente. Sacó la cigarrera y la deslizó, abierta, suavemente, bajo la nariz del hombre. –¿Fuma? –No, no… Sacudía la cabeza sin mirarlo, inclinado hacia el sobre. Mauricio encendió el cigarrillo y caminó unos pasos; se acomodó en el pasto y fue contando los hombres de las reposeras (Tierra de nadie, p. 79).

El carácter elíptico de la escritura procede de una perspectiva que excluye toda subjetividad y corresponde a un punto de vista supuestamente neutro, el del espectador común. Esta opción estética adquiere valor metafísico: es el modo retórico propio de la nada. Los hechos existen pero no se dicen, no se transforman en palabra. Sólo se transcriben los ruidos periféricos que rellenan el silencio verbal. Como en Dos Passos, en Onetti, lo esencial es lo que no se dijo.

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Así, los personajes surgen como figuras esencialmente silenciosas, casi secundarias, y ocupan un sitio sólo en la medida en que las cosas se lo permiten, en los intersticios de ellas, cuando lo exigen las situaciones visuales, a fin de completar una foto instantánea.

Una mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas10 Sin ninguna duda, Tierra de nadie es una novela sin héroe, sin personaje principal. Por medio de esbozos incompletos, de breves escenas sin conexión aparente entre sí, más allá de la aparición recurrente de algún personaje o la referencia repetida a un color, un objeto, un estado de animo (que sirven para pasar de un capítulo a otro), surge ese grupo heterogéneo de gente moralmente indiferente. Casi todos alrededor de los cuarenta años o un poco más, pertenecientes en su mayoría a la clase media alta: abogados, editores, académicos más o menos parasitarios, artistas poco activos. En suma: un tipo de bohemios de salón con actitudes provocadoras pero muy apegados a sus privilegios de clase. Al lado de ellos, aparecen, como sombras, prostitutas y proxenetas que completan el panorama de los habitantes de la ciudad. La impresión del lector es que el libro, como una fotografía instantánea, inmortaliza una multitud de situaciones que están en movimiento continuo, y que son sólo un extracto de un universo mucho más amplio que sigue existiendo fuera del campo de focalización (un hors-champ). Cada uno de los innumerables personajes, en gran parte determinado por las condiciones de su clase social, es sorprendido en medio de una conversación, una reflexión o una acción. Si tomamos en cuenta la teoría cinematográfica según la cual toda focalización (cadrage) determina un hors-champ, observamos que el cadrage de las escenas en Tierra de nadie es tal, que el hors-champ adquiere una importancia fundamental, se convierte en un parámetro de significación indispensable de los múltiples cuadros sin conexión, que comunican entre sí sólo por la vía de lo omitido y lo silenciado. La divisibilité de la matière signifie que les parties entrent dans des ensembles variés, qui ne cessent de se subdiviser en sous-ensembles ou d’être euxmêmes le sous-ensemble d’un ensemble plus vaste, à l’infini. C’est pourquoi la

El título de este capítulo retoma un verso del tango «Cafetín de Buenos Aires» (letra de Enrique Santos Discépolo y música de Mariano Mores, 1948): «En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas/ yo aprendí filosofía, dados, timba/ y la poesía cruel/ de no pensar mas en mí». 10

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matière se définit à la fois par la tendance à constituer des systèmes clos et par l’inachèvement de cette tendance. Tout système clos est aussi communiquant (Deleuze 1985: 29).

La metrópoli, crisol que lo digiere todo, se presenta entonces como un conjunto de múltiples sistemas cerrados que, al mismo tiempo, comunican con un todo, un tipo de universo urbano infinito. Tierra de nadie es la historia de un ser colectivo, como también lo es la trilogía U.S.A. que tiene como tema una latitud geográfica, una fecha, una era social. La soledad ontológica del hombre, claramente perceptible en la gran ciudad, es típica de una fase concreta de la historia urbana que ve la soledad como un mal, cuyo único remedio es la búsqueda de relaciones personales íntimas. «El primer secreto consistía en que el disco giraba muy lentamente, despacio, despacio. El segundo secreto era que la vida no tenía sentido. Estoy aquí en una ciudad cualquiera» (Tierra de nadie, p. 142). Por eso la «Tierra de nadie» es la metáfora de un espacio en el que no sólo la consolidación de las identidades personales es un asunto difícil, sino que la noción de humanidad como un todo no existe: existen individuos sin conexiones entre sí o grupos aislados. Colectividad e individualidad representan dos distintas maneras de ser en el mundo caótico e impersonal de las grandes ciudades. La barra que se reúne alrededor de una mesa de café (entre otros Mauricio, Casal, Balbina, Semitern, Aránzuru, Violeta, Nené y otros) funciona como un sistema existencial distinto de la presencia de individuos aislados. Según estas dos modalidades (grupo opuesto a individualidad), hay personajes que aparecen sólo en escenas de grupo, otros que entran y salen (como Aránzuru y Llarvi) y aun otros que aparecen solos sin vínculo con grupo alguno (como Mabel y Gerardo). Entre individuo y grupo existe un tercer modo de ser, la pareja. En Tierra de nadie la única pareja aparentemente estable es la de Casal y Balbina, carcomida por el aburrimiento y la falta de originalidad. Las demás son parejas efímeras o construidas sobre las ruinas de relaciones efímeras anteriores y semidemolidas. En el marco de la pareja, la relación entre los dos sexos aparece corroída por la vulgaridad y la monotonía de los años. La figura de la mujer está marcada por una fuerte tendencia a la degradación y la entrega, sin mayor resistencia, a la alienación de la vida cotidiana. Así, la imagen de la mujer se superpone con la de la muchacha; el odio se superpone con el amor; la descomposición y la amargura con la pureza y la ternura. Como vemos en El pozo: «Terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo» (El pozo, p. 20).

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Otro punto en común con Roberto Arlt, la imagen de la esposa pequeñoburguesa que asfixia la creatividad del hombre, mutila su libertad y contribuye a la creación de una sensación general de encarcelamiento, componente fundamental de la alienación del personaje masculino en Onetti (Maloof 1995: 46). Linacero aparece psicológicamente castrado por su esposa, mujer de clase media. Esta categoría de figuras femeninas, las esposas, tiene la particularidad de constituir un obstáculo, un peso en el camino del hombre en búsqueda de su identidad. Independientemente del modelo de relaciones (grupo, individuos solitarios o parejas efímeras), Tierra de nadie pone en evidencia que el cosmopolitismo del medio urbano junta a individualidades muy heteróclitas: profesionales, comerciantes, artistas, ex estudiantes comprometidos, desempleados, ricos, sindicalistas o especuladores ocasionales. Así, en uno de los primeros capítulos del libro asistimos al acercamiento entre Bidart (un sindicalista) y Larsen (un proxeneta). Ambos forman parte de la barra y frecuentan los mismos lugares. Estos acercamientos paradójicos e inesperados hacen que Larsen pida la ayuda de Aránzuru, que Nora se encuentre finalmente bajo la «protección» de Larsen y que, aún más inesperadamente, Aránzuru tenga dos identidades completamente distintas y pase del papel de abogado al de proxeneta. La maleabilidad ya no es sólo un rasgo del grupo, como observa M. Renaud, sino también de la personalidad individual. A diferencia de los personajes arltianos que parecen estar prisioneros de su identidad fija, contra la cual tienen que luchar para liberarse y para adquirir otra, los héroes de Tierra de nadie entran y salen muy fácilmente de sus papeles, ya que la identidad personal no llega a consolidarse nunca. Se asemejan así a esbozos incompletos, borradores hechos con un lápiz cuyas líneas borrosas no llegan a constituir nunca figuras que salgan de la penumbra. «Buenos Aires está lleno de tipos así, individuos infinitamente más pequeños que aquello que se proponen hacer. Sí, y también están los otros, los que tienen la fuerza de hacer cualquier cosa y se pudren despacio, aburridos» (Tierra de nadie, p. 64). Estos personajes son siempre iguales tanto en los momentos de intimidad y soledad, como en los momentos de presencia en el espacio público: el discurso, interno o externo, se construye siempre según las mismas modalidades (los fragmentos del diario de Llarvi, por ejemplo, presentan los mismos rasgos que cualquier otro discurso, despojado y superficial). Y, sin embargo, estos personajes no dejan de ser sinceros con ellos mismos, ya que no tienen nada para esconder o revelar, puesto que no son nada. La facilidad con la cual estos seres se dejan llevar por los hechos (como aceptar estar al lado de mujeres que pronto abandonan sin razón) hace de Tierra de nadie una novela poblada por seres desposeídos de ellos mismos.

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Todos esos artistas e intelectuales fracasados, profesionales en decadencia, marginales, cínicos, escritores suicidas dependen de una serie de personajes femeninos. La importancia de las mujeres consiste, justamente, en encarnar el papel del otro a partir del cual se define y se construye la identidad y la autoridad masculina. La mujer es un punto de referencia, un índice que revela lo que pasa en el hombre: si es una figura conservadora, el próximo paso del hombre es abandonarla; si, en cambio, pertenece al mundo de los marginales, seduce al hombre y representa para él un medio de evasión (Millington 1987: 359). Llarvi es quizás el único personaje de la novela que presenta indicios de una subjetividad. Más aún, es uno de los raros casos entre los personajes onettianos que vive su crisis de identidad, esa sensación de una vida despojada de todo sentido, de manera intelectual. Llarvi vive torturado por el sentimiento de una existencia falsa y la percepción de una vida interior vacía, que desearía llenar de manera total con el recuerdo de la mujer que lo obsesiona, Labuk. Los fragmentos de su diario permiten al lector acceder a su mundo interior. Sin embargo, son pocos y no tienen ni principio ni fin. El diario permanece incompleto por el suicidio de su autor. En la escena de la sesión con el psicoanalista, éste habla mucho más que Llarvi. Este personaje encarna una subjetividad defectuosa y mutilada, y a pesar de todo es la única figura que tiene algo de subjetividad en un mundo de fantoches. Llarvi hace esfuerzos desesperados por escribir un libro; la escritura aparece como una búsqueda de redención, un proceso paralelo al del psicoanálisis que el personaje rechaza explícitamente más adelante. No se puede dejar de compararlo con Eladio Linacero: Llarvi es una versión incompleta de Linacero. Al contrario de éste, que termina redactando sus memorias a pesar de una forma paradójica y fragmentada, Llarvi no lo logra nunca. Su incapacidad para fijar su subjetividad en el papel –que permanecerá suspendida y mutilada para siempre– lo llevará a la autoeliminación. En vez de una muerte parcial, que equivale a una existencia defectuosa, Llarvi preferirá la muerte definitiva, el suicidio. Igual que Linacero, Llarvi también está obsesionado por figuras femeninas inexistentes, lo que es un medio de fuga. El personaje de Aránzuru presenta también un interés particular. Es el único que está en relación con todos los demás y por eso representa en único vínculo entre las múltiples individualidades dispersas. Parece ser un personaje angustiado, en búsqueda de un más allá, un paraíso indefinido. Entra en contacto carnal con varias mujeres, pero cada relación es un nuevo fracaso: Nené, Nora, Katy, Rolanda. Al lado de cada una de ellas cumple un papel distinto. Con la primera cumple el rol del amante; con la segunda, el de abusador; con la tercera, el de proxeneta; sólo con la cuarta llega a acercarse a

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un estado de felicidad y, sin embargo, no consigue convencerla de irse juntos a la paradisíaca isla de Faruru. La historia de Aránzuru es la de la lucha de un hombre por esquivar la sociedad, con el objetivo de alcanzar un estado de existencia e identidad auténticas. Es también la historia de un viaje simbólico incompleto: una odisea moderna, al modo occidental que, después de todo, se realiza no yendo a ningún lado (Molina 1982: 81). Casal y Bidart son otros de los personajes masculinos, cuyo perfil –seguramente muy borroso– se esboza con sus entradas y salidas de la escena narrativa. El primero es el único personaje que se propone una solución artística contra el aburrimiento y la disgregación que corroen las vidas de todos: pintor, esnob y mediocre, lleva una vida monótona al lado de su mujer, Balbina, que lo mantiene. «Ahora estaba seguro de que nunca había pintado, ni ahora ni antes, y que aburrido en el diván, en el atardecer, era un hombre que nada tuvo que ver con una suerte de cosas que no acaban en tumba sobre la tierra» (Tierra de nadie, p. 84). Bidart, sindicalista, metido en las luchas del proletariado, adquiere importancia sólo gracias al personaje de Rolanda. Mauricio funciona como vínculo entre, por un lado, Rolanda, Nené y Nora y, por otro, Llarvi, Casal y Aránzuru. A lo largo de la novela, estos tres últimos aparecen menos como entidades físicas con rasgos determinados que como cabezas pensantes. Aránzuru es el personaje que más se acerca a un posible protagonista (aparece en dieciocho capítulos). Por lo que se refiere a Llarvi, no se da ningún dato sobre su apariencia física, si bien los fragmentos de su diario íntimo dan acceso directamente a su mundo interior. El narrador exterior y neutro de Tierra de nadie adopta la perspectiva de todos estos personajes a la vez. No es un narrador omnisciente, porque los acontecimientos y las situaciones se le presentan tal y como ocurren, no dispone de ninguna información suplementaria que pudiera llevarlo a interpretar o contextualizar lo narrado. Aunque la voz narrativa sea única e impersonal, la focalización cambia constantemente: la mayoría de las veces es externa; otras, interna; en otras se trata de una focalización cero, con todas las etapas intermedias que implica el pasaje de una a otra. En Onetti, igual que en Faulkner, la descripción de comportamientos y hechos vistos desde fuera se alterna con datos y elementos que sólo los personajes pueden conocer. Por lo tanto se puede hablar de una objetividad que en muchos casos es falsa. Además, habría que tener en cuenta que la diferencia entre los distintos puntos de vista nunca es clara. Una focalización externa con respecto a un personaje puede a veces definirse como interna con respecto a otro y viceversa (Genette 1972: 208). En todo caso, por más que la cámara narrativa se desplace rápidamente, nunca llega a adoptar simultáneamente todos los puntos de vista. El

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párrafo siguiente ilustra bien los sutiles pasajes de una focalización a otra: se abre una frase neutra; a partir de los hechos presentados así surgen los pensamientos de Bidart indirectamente y luego de manera más directa. El párrafo cierra con una frase tan neutra como la del principio. Bidart dobló la hoja y la empujó sobre la mesa, aplastándola con la mano abierta. Fumaba rápidamente, observando las paletas inmóviles del ventilador en el techo. Esta noche leería la nota en el Sindicato. Las caras sobre los uniformes desprendidos irían aclarándose con la esperanza. Aceptada por unanimidad. Un voto de aplauso para el Secretario. Las líneas de humo subían casi rectas hasta el ventilador (Tierra de nadie, pp. 63-64).

A pesar de todo, los cambios en la focalización no implican ningún cambio con respecto a la autoridad del narrador, es decir, con respecto a la calidad y la cantidad de informaciones que se le da al lector. Los hechos (en caso de focalización externa) o los pensamientos y las impresiones de los personajes (en caso de focalización interna) aparecen registrados tales y como son, de manera directa y hasta torpe a veces, sin ninguna intervención que pudiera homogeneizar, jerarquizar o interpretar todo ese material dispar (Millington 1985). Estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que tanto el objetivismo como la elipsis pueden crear efectos paradójicos: Onetti crea una falsa objetividad en muchos extractos de Tierra de nadie y una falsa introspección tanto en El pozo, como en los capítulos del diario de Llarvi. Locas, solitarias y anónimas La figura de la mujer aparece bajo diferentes matices en Tierra de nadie, El pozo y los cuentos. Amo a las locas de Onetti. No las oficiales, clásicas, pertenecientes a la historia pública de Santa María […] sino a las locas subrepticias, las que lo parecen o no lo son, las que son nombradas como locas por el tedio y la rutina de los hombres. Estas locas solitarias aunque tengan un hombre como presencia-testigo, han cometido en algún momento, una infraccion respecto a la realidad, llevan adentro de sus corazones una convicción total respecto a un deseo preciso y sutilísimo, tienen una capacidad de absoluto (vivencia y acto) que las expulsa necesariamente de la vida del relato (Migdal 1989: 19).

Existe una tipología de las figuras femeninas de la que destacamos tres o cuatro tipos: la adolescente, símbolo de una pureza inaccesible; la mujer casada, figura carente de alma y de misterio, un ser psíquicamente descom-

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puesto; la prostituta, figura indefinida ubicada en medio camino entre las otras dos, con rasgos contradictorios para el imaginario masculino. En Tierra de nadie aparece una cuarta variante: la mujer embarazada. Su estado, en vez de ser símbolo de vida y de esperanza se convierte en símbolo de vejez y de podredumbre. El mismo Onetti comenta esta inversión de los valores a propósito de la Lolita de Nabocov: «[…] el libro contiene una gigantesca estafa: Lola, Dolores, Dolly, Lolita aparece en las primeras páginas a los doce años de edad. Pero cuando se cierra el libro es ya una repugnante aunque respetable anciana de quince. Y con agregado el horror de encontrarse en los últimos meses de un embarazo» (Onetti 1975: 151). A pesar de los innumerables detalles de la descripción, ninguno de los distintos personajes que desfilan a lo largo de Tierra de nadie llega a obtener rasgos verdaderamente propios. Difícilmente se puede diferenciar uno del otro. Así se refuerza la impresión de multitud y de anonimato en la novela. Larsen, Semitern y Mabel son los únicos que tienen algún rasgo físico particular. Entre ellos, la figura de Mabel resalta por su pelo amarillo que aparece como un Leitmotiv: el único detalle descriptivo que se repite constantemente, y que, a veces, hasta sustituye su nombre. Como observa Millington, la individualización física de estas tres figuras periféricas (sobre todo la de Mabel, que es un personaje absolutamente ajeno a la barra) está en contraste con la presencia de otras tres figuras (Rolanda, Nené y Nora), cuya apariencia física, aunque se describe detalladamente, no llega a cristalizar en un rostro o cuerpo distinguible del de las otras. Estas tres jóvenes, más o menos de la misma edad, son figuras sin coherencia, collages hechos de pedazos dispares, ya que la descripción de su aspecto físico se hace de manera inconsecuente y discontinua, muchas veces completando una descripción iniciada e interrumpida muchas páginas antes. En lo que se refiere a su mundo interior, no se da ningún dato, por lo tanto hasta la última página siguen siendo figuras enigmáticas e incomprensibles (Millington 1985: 74). El hecho de dar la prioridad a las escenas visuales y auditivas (resultado de la descripción detallada), en detrimento de las escenas de acción, conlleva la desaparición de la imagen-acción –lo que hacen los personajes– y la preponderancia de la imagen visual –el cómo son los personajes–. De manera análoga, el hecho de que gran parte de la novela contenga diálogos y conversaciones totalmente banales desplaza la importancia de su contenido (vacío) al puro hecho de hablar, a la imagen auditiva de la charla. Por eso, la configuración física y moral de los personajes es un elemento de gran importancia. Si se tratara de una obra de teatro, hablaríamos de la necesidad de un nuevo tipo de actores que no llamaríamos actores-no-profesionales sino noactores-profesionales o actores-médiums (Deleuze 1985: 31), cuya función

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principal no sería actuar, sino ver y permitir que los espectadores vean; más que replicar o tener un verdadero diálogo, deberían tener el talento de quedarse mudos, o de mantener una conversación cualquiera e interminable. Así son los personajes de Onetti y sobre todo las mujeres, todas parecidas entre ellas, intercambiables e implicadas en conversaciones sin contenido. Sin embargo, no están solas, ya que cerca de cada una de ellas hay un hombre que las observa o que está relacionado con ellas. Parece que ellas son una parte constitutiva, un sine qua non, de esas identidades masculinas provisorias. Observamos la interdependencia entre personajes masculinos y femeninos en el marco de parejas provisorias, formadas en el universo caótico de la megalópoli. Por lo tanto no es posible hablar de esas mujeres sin hacer referencia a los hombres, cuya mirada tiene sobre ellas un papel decisivo. […] imposible hablar de estas locas sin nombrar sus correlatos, sus opuestos, sus cómplices, sus incomprendedores, sus crueles o piadosos observadores […]. Pero hay que desconfiar de la mirada de los hombres de Onetti que son siempre los que cuentan la historia: es parcial, interesada, muchas veces mezquina, y temerosa (Migdal 1989:19)

Destacamos las relaciones, o correspondencias, siguientes que, entre otras, se revelan cruciales en el esfuerzo por obtener una identidad. Llarvi-Labuck, Aránzuru-Nené, Nora, Katy, Rolanda, Casal-Balbina, Nora, Bidart-Rolanda, Semmitern-Violeta, Larsen-Katy, Nora y otras. Habría que señalar que no se trata de relaciones fijas sino casuales y móviles. Se podrían intercambiar los nombres, trazar líneas cruzadas entre las parejas, imaginar cualquier combinación posible, porque el nombre no refleja una subjetividad consolidada y, como observa J. Concha, «las entidades subjetivas pasan a ser objetividades sociales e históricas» (1967: 179). Una parte de la critica11 subraya que, en el universo onettiano, la subjetividad masculina se construye a partir de la negación de la subjetividad femenina («the denial of feminine subjectivity»), ya que en cada una de las relaciones lo que predomina son las tendencias narcisistas del hombre, frente 11 Me refiero a los estudios que privilegian un punto de vista feminista. El libro de Maloof (1995) ofrece un panorama bastante completo de este tipo de lecturas.

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a la mujer que siempre surge como el arquetipo de la alteridad, como un significante de la diferencia y nada más. The ideology of gender inscribed in Onetti’s narrative tends to reproduce without calling into question the patriarchal paradigm of male power and female subordination. This phallocentric model is presented as though it were natural and universal […] as if the gender were an essential category, rather than a socially and historically constructed one (Maloof 1995: 2, 3).

Sin duda, esta configuración tiene que ver con el contexto sociohistórico de Uruguay (y de Argentina) y con los procesos sociales de formación del sujeto masculino en una sociedad esencialmente patriarcal e impregnada por el catolicismo al que se debe la dicotomía clásica de la figura femenina en virgen versus prostituta –que hemos visto también en Arlt (asociada además con la geografía de la ciudad: el sur, lugar de prostitutas versus el norte, lugar de doncellas)–. Pero en los textos de Onetti el machismo no es simplemente un rasgo sociocultural. Es una postura que surge a través de un verdadero trabajo de escritura que lo convierte en un motivo literario. Destacaríamos aquí alguno que otro eco lejano del melodrama, tal y como se refleja en los versos del tango: la fatalidad social junto con la fatalidad de las relaciones hombre-mujer, una estructura inamovible y sometida a las leyes sociales que la encuadran. Algunos de los motivos clásicos de esta estructura son la pareja condenada al fracaso, la fuga del hombre, el miedo a relacionarse con la mujer (Matamoro 1982: 119). Sin embargo, más allá del contexto estrictamente local, eso tiene que ver también con las transformaciones que conoce la sociedad occidental en general en las primeras décadas del siglo XX. En el marco del universo urbano y en la medida en que las sociedades se impregnan cada vez más del capitalismo industrial y de sus valores, la búsqueda del amor se ve progresivamente reemplazada por la búsqueda de la sexualidad. El asunto de formar una pareja, que antaño era una cuestión de socialización, se convierte en una cuestión de identidad personal. Mientras que el amor implica expresión, compromiso, actos, la sexualidad es una actitud pasiva que ve el acto erótico sólo como un producto de la naturaleza. De ahí la actitud de decepción permanente que tiene que ver con el nacimiento de un modelo de intimidad ideal en el imaginario moderno (Sennett 1992 [1977]: 6-12). Lo que busca Linacero en su relación con Ester es justamente esa intimidad ideal. Pero el fracaso es inevitable en el universo onettiano, donde los personajes incesantemente vuelven a la soledad: la intimidad ideal no existe o en todo caso no es accesible. Sin embargo, el querer relacionarse con una prostituta no es solamente el síntoma de esa soledad insuperable. Los personajes de Onetti convierten ese intento de relación en un medio de evasión. Es un esfuerzo por transgredir el tabique rígido que separa la clase media del lumpenproletariado, un desafío,

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un acto de rebelión con respecto al modelo de vida convencional. El cuerpo público de la prostituta funciona muchas veces como punto de intersección de varias clases sociales, como locus de interacción y de expresión de valores contradictorios desde el punto de vista del narrador masculino: conformismo y subversión; represión y transgresión. Así se entiende la importancia de las prostitutas en el universo onettiano. Llarvi es perseguido por el recuerdo obsesivo o el fantasma de una prostituta, Labuk. No llega a liberarse de este fantasma y tampoco puede volver a encontrar a esta mujer. La existencia y la identidad de Llarvi se construyen alrededor de su obsesión por Labuk y se le podría llamar «el hombre-obsesionado-porLabuk». Para él la ciudad entera está poblada por Labuks «apresuradas, furtivas, Labuks siempre con aire de cita, que doblan las esquinas, entran en los portales, pasan metidas en la penumbra de los taxis» (Tierra de nadie, p. 83). La ausencia total de descripción del aspecto físico de Llarvi se compensa, curiosamente, con la descripción detallada de Labuk, una creación de pura fantasía: «[…] fue una mujer pequeña y morena, redonda, velluda, con ropas llamativas. O, desnuda, más vellosa aún, de gruesos muslos, rodillas torcidas, varios lunares, senos excesivos y redondos sobre el pequeño pecho» (Tierra de nadie, p. 39). Como observa Millington, esta extraña criatura curiosamente parece ser lo opuesto de la naturaleza abstracta de Llarvi. Hay un extraño fenómeno de encajadura: por un lado Labuk espacial y temporalmente ausente y sólo evocada en la memoria aparece con rasgos físicos muy fuertes, pero carece del don de la palabra y más aun del de la reflexión; por otro, Llarvi, espacial y temporalmente presente, está enredado en sus problemas abstractos y carece de rasgos físicos (Millington 1985: 75). Labuk es la imagen de una criatura deseada por su lascivia, una figura femenina reducida a la función sexual y, sin embargo, hechiza y obsesiona completamente al personaje masculino. Es «una bestia», una figura ante la cual Llarvi presenta síntomas de adicción. No se sabe si se trata de un ser parcial o totalmente imaginario. Es una obsesión. De improviso las mujeres de Florida toman formas y andares de Labuk; los salones de peluquería tienen su mismo perfume, alguna risa que viene de un balcón es la suya. Y fuera, más allá de los detalles, de lo que puede contarse: el cielo, el aire de la calle, la «allure», alguna cosa así, contenida, salvaje, como era la bestialidad de ella (Tierra de nadie, p. 83).

Mabel Madern, «la mujer de pelo amarillo», personaje que no entra nunca en contacto con la barra, es otra prostituta cuya existencia está marcada por una soledad y un silencio implacables. Los distintos nombres que la designan muestran la inconsistencia de su identidad. Para el lector resulta imposible

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identificar a «la mujer de pelo amarillo» hasta el capítulo XXVI, cuando se entera de que se trata de Mabel Madern. «‘Mabel Madern’ – Pregunte por la del pelo amarillo – Callao y Tucumán – Mabel Madern – Madern Callao y Tucumán. Mabel Madern […] Mabel o Meibl» (Tierra de nadie, p. 97). En principio, protagoniza escenas silenciosas, en las cuales el punto de vista suele ser el del narrador anónimo y otras el de Gerardo, otro personaje exterior al grupo, como en el capitulo XXVI: Todo esto y el silencio y los gestos de Mabel Madern. La miraba. A veces ella dejaba la sonrisa para mirarlo; tenía el pelo revuelto, amarillo, la cara chata […]. Una mujer de pelo amarillo, entre pieles, arrinconada en la cama (Tierra de nadie, pp. 99, 100). Casi nunca habla y sus únicas palabras son: «estoy podrida». Siempre aparece sola en una pieza en donde casi siempre hay un espejo («desnuda, sin cuadros, con la cama, el espejo y la repisa llena de chirimbolos [que] [e] n el invierno el frío parecía ir dejándola […] cada vez más desnuda», Tierra de nadie, pp. 97, 98) y cobra sustancia únicamente a partir de una serie de gestos y muecas observadas desde un punto de vista exterior. Más aún, el conjunto de gestos y muecas ejecutados por los miembros de su cuerpo que nunca llegan a componer un todo, una persona, una personalidad. La frase «[d]e pronto su cabeza empezó a llorar» revela que esta cabeza no es vehículo de una identidad personal. Es, simplemente, un fragmento biológico de esa corporeidad sin comunicación con el resto; más aún, sin relación con un supuesto mundo interior propio. La función de lo que Deleuze llama situación auditiva y visual (Deleuze 1985: 7-37) es activar en el lector/espectador un mecanismo de intuición/ adivinación a partir de sus propias experiencias o fantasmas. Las escenas en las que participa Mabel son puramente descriptivas y causan al lector un sentimiento de miedo soterrado. Encendió un cigarrillo y se puso a tomar café a sorbos, siempre sola en su casilla de madera, rodeada por una infranqueable soledad. Era un silencio de bestias dormidas. A veces escuchaba el lloro de la cabeza. Era un llanto calmoso, con una extraña nota repetida, como si el sueño ensayara una y otra vez la pronunciación de una vocal en lengua extranjera (Tierra de nadie, p. 134).

Mabel, la mujer de pelo amarillo, termina suicidándose, igual que Llarvi. El instrumento de muerte es aquí la media de seda, símbolo de la femineidad urbana. Para dar prueba de este acto y su resultado en la narración hay solamente una frase: «[…] que ya no tenía cabeza». Las prostitutas son figuras ambiguas que ejercen en los hombres una inexplicable seducción o son vehículos de una desgracia profunda. Por vulgares

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y ordinarias que sean, son los seres con los que toda la gama de las figuras masculinas entra en relación inevitablemente: desde Llarvi hasta Aránzuru y Larsen. Catalina, Katy, la amante de Aránzuru se presenta más bien como una prostituta de temperamento ligero y alegre. Sus palabras no van más allá de cuestiones banales de la cotidianeidad material. Como la describe Aránzuru no es más que «[una] pobre mujer caliente y sencilla que vivía e iba a morirse y ya nadie sabría nada de su alma, nunca» (Tierra de nadie, p. 143). Con ella, Aránzuru toca el fondo de su degradación. La búsqueda de una alternativa al aburrimiento y la angustia de una vida sin sentido lo llevan al hundimiento en los bajos fondos. Se muda con ella al interior del país y se convierte en su proxeneta. Pero al poco tiempo, Catalina lo echa. En lo que se refiere a la figura de la adolescente, tanto en El pozo como en Tierra de nadie y en toda la obra de Onetti, es una versión particular de la femineidad. «Había allí, rodeando el cuello de la muchacha, viniendo desde la sombra tibia de la blusa, una zona donde se anunciaba la esperanza de la primavera» (Tierra de nadie, p. 86). Nora es la hija del viejo Num, el embalsamador que conoce los secretos para prolongar la vida de la carne después de la muerte. Esto no es pura casualidad. Ella, gracias a su estado de adolescente, encarna la esperanza de una verdadera vida, lejos de lo estéril y corrupta de la vida adulta, sinónimo de la muerte psíquica. Por la abertura de los vidrios Nora asomó una cara extraña. Sonrió en seguida mientras Aránzuru caminaba hacia ella, echando el cuerpo hacia atrás, parpadeando despacio. Vio que la muchacha no tenía senos. Alargó una mano con cautela mientras una bocina de barco sonaba lejana y amenazante. Tocaría el brazo y el hombro; luego, delicadamente, el encaje amarillo que rodeaba el cuello. La muchacha retrocedió con una expresión burlona (Tierra de nadie, p. 28).

La adolescente onettiana se podría ver como una femineidad incompleta: entre lo femenino y lo masculino, sin los rasgos distintivos de la mujer todavía y, por eso, a salvo de las desgracias que marcan la vida de las mujeres. Sin embargo, ella también, una vez perdida su virginidad, llega rápidamente a la decadencia y la corrupción. La dimensión metafísica de la adolescencia se liquida rápidamente y su relación con Aránzuru no la lleva a ningún lado, como tampoco a él. Termina siendo una madre histérica y en una relación degradada con Larsen. La cara de ella estaba quieta, mirando el doble remolino que hacía el pelo en la cabeza de la criatura; los párpados, gruesos, caían sin fuerzas, mientras la boca sostenía en las puntas la curva doble y burlona. La había acariciado, gol-

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peado, la tuvo sin comer, le dio de comer en la mano, le regalo cinco vestidos. Una vez ella había dicho: «Cuando hago la comida te puedo envenenar» (Tierra de nadie, p. 189).

Todos esos personajes-clichés que animan la serie de imágenes-hechos (images-faits) con sus conversaciones banales y sus rasgos absolutamente comunes y corrientes, intercambiables entre ellos, participan en situaciones totalmente ordinarias, sin nada que merezca una atención particular: Linacero sólo es un pobre hombre que escribe para combatir su aburrimiento; Nora no es más que una mujer histérica alimentando a su bebé. Surge así la pregunta: ¿en qué consiste el interés de narrar cuando no hay acción, cuando no hay contenido en los diálogos? La narración es simplemente una sucesión de imágenes, un collage urbano en el que no pasa desapercibido ningún detalle, a diferencia de lo que es propio de los detalles, agudizando la percepción del lector y, al mismo tiempo, hurtándole lo que en una narración convencional ocuparía el centro de su atención. Esta inversión de posiciones entre lo importante y lo insignificante nos lleva a pensar que los «verdaderos» acontecimientos, los hechos espectaculares de la vida, después de todo, son otros tantos clichés (un suicidio más, un aborto más, una adolescente más que toma el camino de la prostitución) y que el sentido de la vida está en lo imperceptible. Cuando los contornos se vuelven borrosos Al cerrar esta segunda parte, veamos adónde nos llevan las reflexiones hechas hasta aquí a propósito de la ciudad ficcional y su significación. Uno de los aspectos es el de un espacio que cobra forma a partir de una sucesión de imágenes-hechos (images-faits), una ciudad poblada de millones de figuras difícilmente identificables. Otro es el de un espacio invadido por una vitalidad extraña, por una fuerza motora que hace que en todo momento broten los fantasmas. Cada uno de estos dos aspectos revela otra cosmovisión sobre la ciudad. En Arlt, el mundo emocional y los trayectos ciclotímicos producen composiciones sombrías, extrañas, deformadas, mientras que en Onetti el mundo heterogéneo de la ciudad no adquiere nunca la forma de un todo: sigue siendo una serie de componentes que nunca llegan a tomar la forma de una composición. La técnica del collage expresa la percepción de la ciudad como una interminable red de relaciones en medio del anonimato urbano. La ciudad onettiana es una ciudad sin paisajes, ya que la técnica narrativa conspira contra la unidad y la continuidad que presupone la idea de paisaje.

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Se podría decir que en Arlt percibimos una tensión que va del adentro hacia el afuera –del yo hacia el mundo– ya que la incoherencia, la absurdidad y la locura forman parte de la conciencia del yo y, al mismo tiempo, aparecen como algo que desborda al sujeto convirtiéndose en fundamento de este mundo y de la realidad que lo rodea: Erdosain lleva una vida terriblemente angustiada, por causa de su conciencia deformada, pero esta perturbación se generaliza y llega más allá de sus pensamientos, fantasmas y proyectos; se convierte en una fuerza que lo desborda y adquiere dimensiones de un mecanismo que rige al mundo. El Astrólogo, Ergueta, El Buscador de oro, El Mayor encarnan una forma de incongruencia que excede el marco de la conciencia de Erdosain. A lo largo de la escritura arltiana, se instala un ambiente de frenesí, tensión y violencia de la misma manera que en los cuadros expresionistas dedicados a este mismo tema de la ciudad, como por ejemplo los del alemán Ludwig Meidner (el famoso de ellos La ciudad en llamas, de 1931) o de Georg Grosz (La ciudad, de 1916, y Homenaje a Oscar Panizza o Explosión; ambos de 1917). Mezcla de horror con entusiasmo, agitación intensa, bombardeo de sonidos agudos, colores contrastados, rostros agresivos, gestos impulsivos, un ambiente de descarga generalizada (¿guerra o fiesta de carnaval?) convierten a la ciudad en un espacio de alta tensión que alimenta la desconfianza, el crimen, la desesperación, la locura y, al mismo tiempo, en una celebración perversa de la devastación. Los siete locos y Los lanzallamas se inscriben en el marco de las evoluciones históricas del momento: la Primera Guerra (y algunos signos que anuncian la llegada de la Segunda), los indicios de la sociedad de consumo como modelo de vida pronto dominante, los irreparables golpes que sufren instituciones tradicionales como la familia o la vida en comunidad (pueblo, pequeña ciudad); y al mismo tiempo la persistencia de una moral obsoleta que genera sentimientos de culpa, sueños e ideales en los sujetos-personajes que desorientados arrastran sus cuerpos en un espacio alterado que no reconocen ni se pueden apropiar. En esta misma dirección, del interior hacia el exterior, va la búsqueda de soluciones o de alternativas de parte de los personajes: aspiran a utilizar sus rarísimos inventos, frutos de la más loca fantasía, para transformar al mundo externo. El efecto «dramático» se debe en gran medida a ese acto de «exteriorización» del mundo interior, que convierte la escena de lo real en lugar de realización de cualquier proyecto descabellado: fraudes, secuestros, conspiraciones, actos de violencia, asesinatos. Esta irrupción del mundo de adentro en el afuera en su versión extrema se asemejaría a un estallido: un mundo que ha explotado en mil pedazos, sin pies ni cabeza, un mundo al revés. Este estallido es el paso necesario hacia una nueva sociedad, hacia «La ciudad del Rey del mundo».

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El mundo de Los siete locos y Los lanzallamas deja brotar un tipo de barbarie, donde dominan la confusión y la incapacidad de distinción: lo que está cerca a la vez está lejos, lo que causa horror puede ser a la vez la cima del placer (y viceversa), el objeto inerte vive igual que los humanos, mientras que éstos se transforman en títeres y, todos juntos, en una cosa indeterminada en movimiento: así es la muchedumbre excitada, en las calles de la ciudad que se mueve como una repugnante serpiente o, como dice el Astrólogo, los innumerables hombres, mujeres y niños que, como una cadena, envuelven el globo terrestre. Ponga en fila a esos hombres con su martillo, a las mujeres con su cazuela, a los presidiarios con sus herramientas, a los enfermos con sus camas, a los niños con sus cuadernos, haga una fila que puede dar varias veces vuelta al planeta, imagínese usted recorriéndola, inspeccionándola, y llega al final de la fila preguntándose: ¿Se puede saber qué sentido tiene la vida? (Los lanzallamas, p. 17).

En Onetti se percibe una tendencia inversa, desde afuera hacia adentro, lo que crea la impresión de que el mundo exterior –gris, monótono, devastado, un mundo sin sentido– penetra al sujeto y lo corroe desmantelándolo hasta la aniquilación. Los personajes –ya sean Cecilia Huerta de Linacero, Aránzuru, María Esperanza, Llarvi u otros– se dejan llevar por el tiempo o las circunstancias y su única acción es un repliegue sobre ellos mismos, un proceso silencioso, sombrío, que los lleva a la pasividad y la inercia, como si los hechos reales pertenecieran a una esfera separada de la de los personajes: «Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no» (El pozo, p. 8). En esta misma dirección va la búsqueda de salvación o de alternativas de parte del sujeto que encuentra refugio en la ensoñación. Aquí, el efecto dramático no proviene de un choque, explosión o estallido sino de la reticencia, de la actitud de encierro y retracción ante un mundo irremediablemente condenado a la decadencia. No hay nada de espectacular o de ruidoso en este drama silencioso, persistente, recurrente. En este contexto, lo indiscernible adquiere otra forma. El lector siente que, de todas maneras, cualquier distinción carecería de sentido: los ruidos periféricos se mezclan con conversaciones fragmentadas y a menudo repetidas, con historias sin principio ni fin, sin importancia ni otra función que la de llenar el silencio y los gestos son registrados en todo detalle. Todo esto socava sistemáticamente la coherencia del hilo narrativo. Esta estética de lo elíptico y lo redundante a la vez desplaza el peso de la significación del plano de la acción al de la descripción visual; del plano de la palabra, al del silencio. La distinción entre lo subjetivo y lo objetivo tien-

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de a perder su importancia; el único hecho es la imagen y las situaciones obtienen un carácter principalmente visual. Los personajes no evolucionan y a menudo están en posición de espectadores. Los acontecimientos, ya terminados cuando el lector se entera, se anuncian con la simple presencia –o desplazamiento– de un objeto en el espacio. Por lo tanto, se podría aquí evocar la frase de la escenografía cero: «…les choses sont là, pourquoi les manipuler?» Obviamente, tal tendencia está en los antípodas de la propuesta expresionista, tal y como aparece en la configuración arltiana de la ciudad. En este caso, el mundo circundante existe solamente por medio de la voluntad del sujeto que da forma a las cosas en todo sentido: empezando por las perspectivas oblicuas (deformación en el ámbito visual) hasta llegar a la tergiversación generalizada (deformación en el ámbito de los valores), la idea de un mundo al revés dominado por la mentira y el fraude. Aquí estamos frente a una propuesta estética inversa: «les choses sont là. Il faut les manipuler» (Metz 2003: 44). El dispositivo expresionista se aleja del lenguaje de las cosas mismas; igual que el arte barroco, es un lenguaje «oblicuo», en el extremo opuesto de la concepción del mundo que propone la escritura fotográfica, es decir, del carácter inviolable de lo real representado: la ciudad de Los siete locos y Los lanzallamas surge por medio de una técnica de agresión a lo real. En ambos casos, la ciudad aparece como un mundo indiferenciado, un crisol en el cual objetos y personajes pierden sus cualidades iniciales para renacer con otras formas. En ambos casos hay transgresión, ruptura de la frontera que separa el afuera del adentro y de la que separa los sujetos de los objetos, lo animado de lo inanimado. Esta ruptura a veces conduce al acercamiento, la fusión, la mezcla indiscernible de lo vivo con lo no vivo y así prepara el terreno para ese más allá de la experiencia que puede llevar a la barbarie (Los lanzallamas) o al repliegue narcisista (El pozo). Esto ya lo abordaremos en la tercera y última parte de este libro.

TERCERA PARTE

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as formas de la ciudad favorecen un modo de ser y al mismo tiempo se convierten en símbolos de este modo de ser: en los cristales de los rascacielos se refleja el estado deplorable de la vida social de la ciudad. De acuerdo con esta reflexión, la tercera relación dialéctica que atraviesa este trabajo es la de vida pública opuesta a la vida privada. Veremos hasta qué punto la ciudad resulta un espacio abierto a la interacción y al encuentro con el Otro, un espacio social esencial que promueve una vida más allá de las necesidades estrictamente individuales o, más bien, un espacio social reducido y degradado, vestigio de las innumerables historias individuales, de millones de microcosmos privados librados a la búsqueda desesperada de calor humano e intimidad. En esta última parte, nos centraremos en el más allá de la experiencia de la ciudad. El allá es una vaga denominación para los universos imaginados. Se construye a veces a partir de la fabulación –articulación de un discurso que deshace las estructuras de la razón–; otras, por medio de la ensoñación –fabricación de mundos alternativos exclusivamente en el ámbito de lo privado–. Estos espacios redentores, tanto discursivos (las versiones del mundo que propone el Astrólogo) como imaginados (los ensueños de Eladio Linacero, Suaid o Kirsten y otros personajes onettianos) revelan la otra cara de la experiencia: el allá es, en gran parte, un espejismo del aquí, y el aquí, a su vez, se reconstruye a partir de ese allá. Entre el aquí y el allá puede haber distancia, tajo, abismo; o acercamiento, fusión, continuidad. En la primera hipótesis, el mundo del allá se convierte en meta de proyectos de evasión –los soñadores onettianos proponen el viaje o el repliegue hacia el mundo interior–. En la segunda, se tienden puentes y se crean vínculos –los personajes arltianos pasan a la acción asumiendo una actividad que pueda invertir el orden establecido y acercar el allá imaginario al aquí y ahora de su propia realidad. Este acto es la rebelión.

FABULACIÓN Y ENSUEÑO

La experiencia de la ciudad como la de un atolladero aparece con gran intensidad, tanto en Arlt, como en Onetti. ¿Cómo buscar una posible salida? ¿Cómo vivir? ¿Con la ciudad o sin ella? Estas primeras preguntas son sólo la punta del iceberg de una serie de ellas: ¿con los demás o sin ellos?, ¿dentro de la ciudad o fuera de ella?, ¿dentro de la sociedad o fuera de ella?, ¿acabar con la ciudad o simplemente dejarla de lado? En los textos aquí estudiados resaltan las actitudes extremas. El desenlace es a veces apocalíptico, otras totalmente estático. En principio, podemos decir que Los siete locos y Los lanzallamas exploran la vía de una acción total, equivalente a una explosión generalizada, a la celebración desenfrenada de lo irracional y, finalmente, a la aceptación triunfal de un mundo al revés. La impresión de un desequilibrio total no se debe solamente a la percepción alterada del mundo exterior por parte del personaje principal, sino a la creación de todo un universo perverso en el ámbito discursivo: los proyectos del Astrólogo –entre ellos, la fábrica de gases asfixiantes planificada por Erdosain– y todo un repertorio de soluciones imaginadas para acabar con la «vida puerca». Mirando más detenidamente, nos damos cuenta de que la importancia de la palabra excede la de la acción. La palabra se transforma en acción todopoderosa, en una rebelión sui géneris que llega a crear un universo nuevo e independiente de la dura realidad. El medio que abre vías más allá de la experiencia degradante de la ciudad es la fabulación. El don de la palabra caracteriza, ante todo, al personaje del Astrólogo aunque sus colaboradores, sobre todo el Mayor y el Buscador de oro, recurren también a la palabra como medio para la creación de mundos imaginarios alternativos. La sociedad secreta es una entidad pensada, ante todo, para fabricar mitos y echa mano de elementos ideológicos, religiosos, sin despreciar los principios comerciales y el crimen al servicio de sus objetivos. Esta mezcla inaudita no dista mucho de un soñar despierto, o más bien de una pesadilla con los ojos abiertos, pero ahora no se trata de fantasmas y de deseos que tienen lugar dentro del universo subjetivo, sino de propuestas explicitadas y compartidas con otros que adquieren dimensiones de un proyecto colectivo. A diferencia de este proceso, ni en El pozo ni en Tierra de nadie predomina ningún tipo de acción –fuera de los desplazamientos de los personajes

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para salvarse provisoriamente del ambiente sofocante de la ciudad (Tierra de nadie)–. El cómo salir del atolladero es un proceso que se pone en marcha a partir de un estado de inercia: retiro e introversión son las vías que designan los textos onettianos: replegarse en uno mismo o escapar por medio de la imaginación hacia lugares lejanos y exóticos y, a la vez, evocar estados ideales del yo (El pozo). En Onetti, las proyecciones imaginarias constituyen una creación puramente individual y a menudo evocan estados ideales: los ensueños de Linacero no se pueden compartir con otros (los episodios con Cordes y Ester demuestran bien esta imposibilidad) y todo esfuerzo de este tipo parece condenado al fracaso. El único caso en que lo imaginado aspira a ser una ficción colectiva es la idea de la evasión a la isla exótica de Faruru, propuesta por Aránzuru al resto de los personajes de la barra, operación que también parece condenada desde el principio. Entre la explosión (que implican la acción o la explicitación por medio de la palabra) y la introversión (por medio del repliegue y la ensoñación) existe una serie de situaciones intermedias que, según parece, ofrecen al sujeto una alivio provisorio y, en todo caso, muy frágil, contra la angustia y la falta de sentido que le causa la experiencia urbana (tal como sugieren los cuentos de Onetti). En ambos casos, las construcciones imaginarias (la ficción en el ámbito individual o colectivo) afectan el mundo de los hechos reales: a veces éste se define como su contrario y otras como su prolongación. Además, el tipo de alternativa propuesta revela la índole de la desgracia contra la cual hay que luchar.

El ciclo de lo virtual: el ailleurs empieza aquí El ciclo del Astrólogo inaugura una relación con la ciudad completamente distinta de la del ciclo de Erdosain.1 En un intento de esquematizar, diríamos que Erdosain y los demás pobres diablos –Erguera, los Espila, Brsut, Haffner, Hipólita– son los que viven la ciudad como experiencia por estar en un contacto directo e inmediato con ella, espacio anónimo, violento, en muchos ca1 En términos de bibliografía existe abundancia de estudios sobre el personaje de Erdosain, sus desgracias y puntos de vista, mientras que sobre el personaje del Astrólogo y sus discursos el material es considerablemente menos cuantioso. Uno de los trabajos de mayor interés que, aunque breve, destaca las connotaciones filosóficas del equipo del Astrólogo es el artículo de Blas Matamoro citado en la bibliografía (1993).

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sos degradado, y marcado por fuertes contrastes sociales. En cambio, el papel del Astrólogo y sus compañeros –el Mayor, el Buscador de oro, el Abogado– no se construye a partir de una relación inmediata con el espacio urbano sino de otra, abstracta y teórica. Su tarea consiste en concebir discursos dirigidos a aquellos otros, solitarios y desgraciados habitantes, que sí están en contacto directo; fabricar fabulaciones y sueños colectivos destinados al consumo masivo por parte de la muchedumbre que ha perdido toda fe y esperanza y vive embrutecida, definitivamente sumergida en una realidad cruel.

El Mayor, la abolición de la polis Insertado en el marco más amplio del discurso del Astrólogo, el discurso del Mayor tiene lugar ante los demás miembros de la sociedad secreta con el objetivo de corroborar los fundamentos de los planes revolucionarios. Auténtico y apócrifo, entre la verdad y la farsa, este monólogo hecho de incesantes conversiones y mutaciones, demuestra que la identidad, tanto del orador como del discurso, no se estabiliza en ningún momento. La ciudad como concepto equivale, en el marco de este discurso, al conjunto de instituciones de la vida pública. El Mayor, con tono cínico, dibuja el paisaje institucional de la polis argentina subrayando cuatro elementos: el papel del ejército como Estado superior frente al resto de la sociedad; la mentira, el fraude y el crimen como eje del poder legislativo y ejecutivo; el parlamentarismo como grotesca comedia y la política como asunto comercial trivial. El Mayor, inicialmente presentado como un militar decepcionado de la democracia y el parlamentarismo, inicia un discurso en el que yuxtapone al hombre político (estúpido y corrupto) con el militar (inteligente y activo) y donde el modelo de gobierno ideal es el de un «capataz de estancia». Mezcla curiosa de elementos fascistas y comunistas: en una primera etapa, con la ayuda de una organización de células bolcheviques, se implantará el terror y se logrará el golpe de Estado. Después del triunfo se fusilará a los terroristas y se establecerá el nuevo orden, una dictadura militar, suprimiendo todo tipo de vida política. A pesar de denunciar los males existentes, el orden futuro que propone el Mayor no es el de un mundo democrático en el que estos males se remediarían –como se lo podría imaginar un idealista– sino, al contrario, un mundo en que estos males se reforzarán: la injusticia y la violencia del poder serán los principios generalizados. El objetivo será crear una situación indeterminada de sometimiento y exaltación de la muchedumbre, una desorientación que conducirá a la pérdida definitiva de toda referencia.

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La «inquietud revolucionaria», yo la definiría como un desasosiego colectivo que no se atreve a manifestar sus deseos, todos se sienten alterados, enardecidos, los periódicos fomentan la tormenta y la policía les ayuda deteniendo a inocentes, que por los sufrimientos padecidos se convierten en revolucionarios; todas las mañanas las gentes se despiertan ansiosas de novedades, esperando un atentado más feroz que el anterior y que justifique sus presunciones; las injusticias policiales enardecen los ánimos de los que las sufrieron, no falta un exaltado que descarga su revólver en el pecho de un polizonte, las organizaciones obreras se revuelven y decretan huelgas y las palabras revolución y bolcheviquismo infiltran en todas partes el espanto y la esperanza (Los siete locos, p. 226).

Las palabras del Mayor recuerdan sin ninguna duda las alucinaciones de Erdosain y al mismo tiempo las exceden. La utilización del tiempo presente por parte del orador crea la impresión de una inmediatez, no de un proyecto futuro sino de una realidad que ya existe en el aquí y ahora: es la imagen del mundo como pesadilla. Se ha observado la relación de este delirio discursivo con el contexto histórico, la Argentina de los años treinta. En efecto, con gran intuición, Arlt prevé claramente los extremismos políticos que brotan en el país en las décadas siguientes, en particular la superioridad del ejército sobre la sociedad civil, las reivindicaciones nacionalistas de inspiración fascista, las predicaciones de un nuevo orden social, presentes en todas las proclamas de los golpes de Estado. Enseguida, el mismo Mayor desmiente su identidad de militar, dejando que el Astrólogo glorifique el poder de la mentira mientras que, en una nota al pie, el comentador, igual que un traidor, señala al lector que la verdadera mentira del Mayor no era el haberse presentado como militar, sino el haber desmentido esta identidad. Ejército, pueblo, poder sin límite, parlamentarismo, capitalismo, todo se mezcla en una teoría política fundamentada en el principio de la máscara, la reversibilidad y el disfraz. Éste es uno de los puntos en los que culmina la tergiversación a lo largo de la novela, un momento en que se suspende toda identidad, se pierden los puntos de referencia y se lleva a cabo una grandilocuente celebración del sinsentido. La esencia del discurso del Mayor reside en la imagen de un poder basado en la conversión: militares disfrazados de bolcheviques y bolcheviques convertidos en soldados después de la caída del despotismo militar. La abolición de la polis es no sólo un resultado hipotético y esperado de la futura conspiración de los miembros de la sociedad secreta sino un acto ya cumplido en el ámbito de la palabra: el incoherente e inconsecuente discurso del Mayor suprime todo tipo de debate, toda posibilidad de discutir o argumentar. ¿Qué más es la polis sino una institución fundamentada en la preeminencia de la palabra sobre el resto de los medios de poder? Sin ella no existe ni política

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ni debate y mucho menos negociación, acuerdo o desacuerdo. La palabra –y el reino de la razón que ella comporta, el logos– es lo que permite que el público pueda juzgar a los oradores, como haría un juez. Cuando la palabra pierde su coherencia y, en vez de ser el instrumento del sentido, comunicación y comprensión, se convierte en agente de confusión y saboteador del sentido, ya no puede funcionar como el medio político supremo que fundaría la polis, no puede sostener el dialogo ni dar al público el lugar de destinatario, del Otro. El Astrólogo utiliza las palabras del Mayor para alimentar sus planes confusos y la fundación de un orden político arbitrario. La metamorfosis como estilo enigmático de una presencia en el mundo, como forma indiscernible de seducción, señala las continuas mutaciones de la subjetividad que marcan la falta de continuidad del yo. Tal discurso basado en la disolución de la identidad busca sus destinatarios entre los que experimentan, de manera aguda, un tipo de aflojamiento del lazo particular entre el yo y las cosas: Erdosain, Haffner, Ergueta, individuos desesperados perdidos en la metrópoli y adherentes posibles a la sociedad secreta. El Astrólogo y su discurso no existen sin Erdosain y los otros «genios apócrifos» de su especie. –Esa es la frase. Quiero ser mánager de locos, de los innumerables genios apócrifos, de los desequilibrados que no tienen entrada en los centros espiritistas y bolcheviques… Estos imbéciles […] Literatos de mostrador. Inventores de barrio, profetas de parroquias, políticos de café y filósofos de centros recreativos serán la carne de cañón de nuestra sociedad (Los siete locos, p. 216).

En otros términos, la ciudad como objeto de discurso en el marco de los posibles mundos del Astrólogo, constituye una aproximación de tipo teórico y abstracto, que tiene sus correspondencias en el ámbito concreto y local en los sufrimientos de la vida cotidiana de los innumerables sujetos anónimos de un sistema urbano y en su deseo por convertirse en alguien. Mas, ¿por qué su vida era así? Y la de los otros también, también «así» como si el «así» fuera un cuño de desgracia que visto en otro era de relieve más borroso. ¿Qué se había hecho de la vida fuerte, que ciertos hombres contienen en su envase como la sangre de un león? La vida fuerte que hace de pronto que una existencia se nos aparezca sin los tiempos previos de preparación y que tiene la perfecta soltura de las composiciones cinematográficas (Los siete locos, p. 252).

Tanto en un marco general y abstracto como en un marco local y cotidiano la cuestión de la alteridad surge como un punto clave. El yo y el otro en el ámbito de los individuos, partículas de la multitud; el yo y el otro (o el

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nosotros y los otros) en el ámbito de una teoría política que define a los otros como objetos despreciables de un poder que aspira a su exterminación; el yo y el otro como dos polos de un sistema sin verdades. La propuesta del Mayor es la exterminación. La lucha contra la ciudad se tendría que hacer utilizando los mismos medios que la civilización urbana ha puesto a la disposición de los humanos: la técnica, el dinamismo del sistema industrial, el cuerpo de funcionarios y soldados que llevarían a cabo la movilización integral de La Nación. Recordamos aquí la ideología de Mein Kampf. ¿Cómo se podría imaginar la etapa que sigue a la abolición de la polis? Lewis Mumford presentando un breve esbozo del infierno que puede ser la ciudad después de ciertas transformaciones («A Brief Outline of Hell»), describe una situación que no está lejos de lo que planifica la sociedad secreta. Habla de «metropolitan barbarians» que, igual que los personajes arltianos, serían cautivados por los discursos grandilocuentes: «Essential to this metropolitan regime are these passive atoms: metropolitan barbarians: a million of cowards upon whose blank minds the leader writes: Bravery. A million scattered, bewildered individuals whom the rulers cajole, bully, and terrorize into a state of unity» (Mumford 1977 [1938]: 274). ¿Qué le pasa, pregunta, a una ciudad cuando se la entrega a uno, o más, millón(es) de bárbaros urbanos? A las innumerables contradicciones internas se suman conflictos externos. En el plano psicológico, una violenta paranoia con fuertes alucinaciones de grandeza contagia a las clases dominantes y lleva a un tipo de demencia colectiva precoz: desconfianza, odio, destructividad, bajo formas extremas. Estos estados psicológicos pueden ser cultivados deliberadamente por medio de un culto consciente de la irracionalidad. La desintegración intelectual es inevitable en una sociedad que, con el afán de establecer nuevas verdades desprecia la obligación de la verificación objetiva: en otras palabras, cultiva el misticismo, como lo propone la sociedad secreta. La inactividad, resultado de la desesperación colectiva, alterna a menudo con delirios de persecución acompañados de tentativas de infligir a los supuestos perseguidores. Las diatribas de odio de la Primera Guerra Mundial son una referencia de intensidad, igual que los fascismos europeos que la sucedieron. Tal estado colectivo de alarma es propio de una ciudad en plena desintegración y se podría hablar de psicopatía colectiva. […] from the Hassgessang of the Germans to the Hang the Kaiser campaign conducted by the righteous Lloyd George. Recall the extravagant hatreds expressed by the Italian fascists for the «sanctionist» powers: that is, for a major part of the civilized world. These exhibitions plainly belong to the domain of collective psychopathology (Mumford, 1977 [1938]: 274).

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La sociedad secreta es una parodia que oscila entre célula política y banda de delincuentes. La teoría política del grupo del Astrólogo se podría ver como una degeneración de la polis hacia la necrópolis,2 pasando antes por la etapa de la tyrannopolis, etapa en la cual los miembros de la célula sacarían el máximo provecho de la posesión del poder explotando al Otro. Esta etapa favorecería una actitud destructiva con el único criterio de la eficacia. Por eso, en la sociedad secreta debe gobernar la mentira, el misticismo industrial, la exaltación del Superhombre, el deseo de convertirse en Dios, y todo eso combinado con la actividad delictiva. La tyrranopolis se caracteriza por una apatía generalizada y la falta total de responsabilidad civil: cada grupo, cada individuo explota el sistema en provecho individual propio al máximo grado. Las palabras del Mayor dan una imagen de la etapa ulterior también, la de necrópolis, es decir, la del final de la ciudad: se podría imaginar la transformación de la megalópolis en un tipo de madriguera, después de la exterminación de sus ocupantes por una banda criminal que saquee lo que quede de valioso y secuestre a las últimas mujeres. Necrópolis es la ciudad de la guerra, el hambre y la enfermedad, la ciudad de la muerte en que la carne se transforma en cenizas y la vida en un inútil pilar de sal. Lo que antes era vida en la vieja ciudad se convierte en tumba, en lugar de muerte: como en Roma, Babilonia, Níneve. Así se acumulará la arena sobre las ruinas.

El Buscador de oro, el retorno al paraíso Las ciudades son los cánceres del mundo. Aniquilan al hombre; lo moldean cobarde, astuto, envidioso, y es la envidia la que afirma sus derechos sociales, la envidia y la cobardía. Si estos rebaños se compusieran de bestias corajudas lo hubieran hecho pedazos todo. Creer en el montón es creer que se puede tocar la luna con la mano. […] En nuestro siglo los que no se encuentran bien en la ciudad que se vayan al desierto […] Cuando los primeros cristianos se sintieron mal en las ciudades se fueron al desierto. Allí a su modo se construyeron la felicidad. Hoy, en cambio, la chusma ladra en los comités (Los siete locos, p. 240).

Según el discurso del Buscador, la degradación del mundo moderno tiene una explicación sencilla: los males se deben al abismo que separa el hombre actual de la naturaleza. Sus interpretaciones giran alrededor de una fataliÉstas son la primera y la última etapa de una serie de seis que marcan la evolución de la ciudad en la historia de la humanidad de P. Geddes y retomadas por L. Mumford (1977 [1938]: 283-292). 2

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dad de tipo biológico. El hombre ha abandonado los ríos, los desiertos y las junglas para encerrarse en las ciudades, que son los cánceres del mundo. Abandonar la ciudad es el único modo de sobrevivir y regenerarse como ser humano. El cambio de espacio implicará automáticamente el surgimiento de un carácter diferente: el cobarde se transformará milagrosamente en valiente, el esclavo urbano en aristócrata de la naturaleza. –El buscador de oro nos va a dar noticias de la zona donde pensamos instalar nuestra colonia […]. − Allá abajo hay mucho oro. Nadie lo sabe. Es en el Campo Chileno. Primero estuve en Esquel… están tiradas las máquinas de una explotación que fracasó, después anduve en Arroyo Pescado… caminé… allá, no sé si ustedes lo sabrán, los días no cuentan y entré al Campo Chileno. Selva, puro bosque de miles de kilómetros cuadrados (Los siete locos, pp. 230, 231).

El lugar de instalación de la colonia de la sociedad secreta estará, entonces, fuera y lejos de la ciudad, un sitio desconocido, bello y lleno de riquezas. El exotismo de los bosques vírgenes simboliza la belleza y la abundancia en un estado de perfección. En ese lugar no cuenta más ni el tiempo ni la presencia humana ya que nadie jamás ha puesto el pie allá y las horas no tienen sentido. La fuga al bosque, sitio virgen e idealizado, es sinónimo de la vuelta al paraíso perdido: el antiurbanismo expresionista alcanza su apogeo. Observamos aquí una relación de mise en abyme entre el jardín que rodea la choza del Astrólogo y el paraíso de las tierras lejanas, otro jardín simbólico, como fantasía del Buscador de oro (nivel intradiegético). Como el paraíso de la Biblia, el del Buscador de oro surge como una figura del lenguaje, un lugar inventado en el momento de hablar; igual que una quimera, este espacio improbable se va tejiendo a partir de representaciones múltiples y referencias mucho más de tipo literario que de tipo geográfico. Así, el extracto siguiente juega a la vez con el recuerdo de la entrada al infierno de Virgilio, con la iconografía cristiana del paraíso lleno de pájaros, y también con el imaginario moderno de un El Dorado, el país del oro: –Luego, una mañana llego al desfiladero negro. Era un círculo de piedra negra, basáltica, crestada, un brocal empenachado de estalagmitas oscuras, donde lo celeste del espacio se hacía infinitamente triste. Pájaros errantes rozaban en su vuelo los bloques de piedra, sombreados por otros círculos de montes más altos… Y en el fondo de aquel pozal, un lago de agua de oro, donde refluían hilachos de cascadas destrenzados por las breñas […]. Al pronto se le ocurrió que el agua sería de oro, pero desechó la hipótesis por absurda, porque no había leído ni oído nunca nada semejante, y continuó contando […] (Los siete locos, p. 232).

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Esta quimera modular y multifacética es una abstracción y el orador ni siquiera se toma el trabajo de darle un aspecto realista y creíble. Lugar ideal para la salvación de los cuerpos –etapa necesaria para alcanzar la salvación de las almas– el río de oro invita al bautizo, preludio del renacimiento del converso. Reconocemos aquí el imaginario religioso de la regeneración que comporta la lógica sectaria. Sin embargo, la experiencia religiosa de la conversión no es sólo felicidad. Para que nazca el nuevo hombre, primero hay que matar al viejo. Lo que, en el marco de las religiones tradicionales se concibe como un itinerario personal e íntimo, en el marco de Los siete locos adquiere una dimensión colectiva y, sobre todo, literal. Es decir, matar al viejo hombre no es sólo una metáfora de la conversión, sino un acto real: se trata de liquidar literalmente a la ciudad y sus habitantes. Éste es el precio del acceso al paraíso. Se entiende mejor el estado ferviente de los personajes cuando evocan este Apocalipsis –que no es puro impulso destructivo sino que se ve como parte de una promesa escatológica–. El Astrólogo, el hombre que sabe conversar con el futuro, aparece aquí como un lejano descendiente de los profetas de la Biblia y en particular del último de ellos, San Juan. Los fantasmas del envenenamiento colectivo o la contaminación por medio de los bacilos de la peste evocan las páginas del Apocalipsis en que la fuente de las aguas se vuelve amarga. «¿Sabe que es formidable hacer la revolución con bacilos de peste? […] Peste y cloro. ¿Sabe que revolucionaremos esta ciudad?» (Los siete locos, p. 236). Envenenar la ciudad para revolucionarla, hundir a los hombres en la amargura mortífera de las aguas contaminadas: esta experiencia, obviamente propia del impulso de muerte, es también una prueba religiosa que aspira a la regeneración del hombre, al bautizo en el río de oro que propone el Buscador. El fantasma del paraíso y la promesa del bautizo, autorizan entonces todas las derivas: Lo que proyecta el Astrólogo es la salvación del alma de los hombres agotados por la mecanización de nuestra civilización […]. En último extremo sembraremos bombas de trinitrotolueno para divertirnos un poco con el espanto de la canalla. ¿Qué cree usted que eran las viejas patotas y los malevos del arrabal? Hombres que no habían encontrado cauces donde lanzar su energía (Los siete locos, p. 238).

De manera vertiginosa, este párrafo vincula la dimensión escatológica de la salvación de las almas, el fin del mundo, con una visión mucho más local, no muy diferente del marco provincial en que Dostoievski sitúa la acción de Los endemoniados. Los protagonistas de la revolución mundial son al mismo tiempo hombres de carne y hueso y pertenecen a un lugar y un momento temporal precisos, una ciudad y un tiempo casi irrisorios por contingencia.

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De la misma manera, «la salvación del alma» es contigua a la idea del «divertimiento» y los lectores de Pascal saben bien el valor (o más bien el antivalor) teológico de este acto. «Divertirse», en la tradición agustiniana, es precisamente pasar al lado de su salvación… Salvación de las almas y pequeñeces, revolución mundial y provincianismos latinoamericanos: Los siete locos juega continuamente con esa tensión entre lo épico y lo irrisorio, la tradición profética y la astrología… El interés de una ciudad como Buenos Aires reside en el hecho de que reúne aspectos locales y universales: la mecanización y la civilización modernas, las bombas y la canalla –flagelos mundiales– las viejas patotas y los malevos de arrabal, figuras recurrentes también del universo borgeano y los versos del tango. Las patotas, grupos compuestos de individuos de clases relativamente altas, actuaban de manera provocativa o agresiva y aspiraban a inaugurar otros códigos de honor, reconocimiento e identidad (Matamoro 1982: 3141). Los malevos de arrabal, personajes míticos, pertenecientes a un orden premoderno, actuaban a partir de un código de heroísmo; un código de valores totalmente distinto de los principios de la vida moderna en las grandes ciudades, que rompe con el anonimato y valoriza los principios del coraje y las satisfacciones que puede ofrecer el vivir peligrosamente. La transgresión y el crimen aparecen entonces, en el marco del discurso del Buscador, como manifestaciones propias de un orden premoderno –por eso son objeto de nostalgia–, y golpes simbólicos contra un mundo dominado por la cobardía y las hipocresías de la sociedad pequeño-burguesa. Cabría señalar que el imaginario del paraíso además de los elementos bíblicos se teje también con los jirones de ese pasado pintoresco y local. El heroísmo aparece en su versión local asociado con las figuras de un universo premoderno. Aquí reconocemos los elementos de una situación sociológicamente real: los avatares de la transformación brutal de la sociedad argentina debidos a la llegada masiva de los inmigrantes, el paso vertiginoso de un tipo de sociedad a otro. El modo de vida de esas muchedumbres consiste en una ida y vuelta entre el trabajo y el dormitorio. ¿Cómo salir de ese círculo vicioso que no permite al cuerpo existir de otra manera fuera del trabajo mecanizado y la muerte provisoria que es el sueño? La idealización del pasado y el imaginario de una posible regeneración –regreso al paraíso, la edad en que los ríos eran de oro– es una respuesta al traumatismo de la vertiginosa transformación de esta ciudad y su entrada en la categoría de las grandes metrópolis capitalistas. En este contexto, pureza y heroísmo aparecen juntos. La dimensión religiosa de la salvación de las almas corre parejas con la dimensión épica y la exaltación del coraje: el paraíso que esboza el Buscador está ahí no más, en

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las montañas y la pampa argentina. El atravesar el desierto es un acto simbólico del carácter doble de la fuga: referencia heroica y a la vez teológica, la figura del aventurero se junta a la del santo y ambas se oponen a la debilidad física y psíquica del habitante de la ciudad. La salvación de las almas presupone destruir los sistemas urbanos, que acostumbraron los cuerpos y las almas a un ritmo de vida carente de verdaderas y de luchas, falto de heroísmo, y volver a modos de vida míticos: huir hacia los bosques, los desiertos y los montes. «Todo es grande… enorme… eterno allá […]. Allá se salvan las almas que enfermó la civilización. Enviaremos a la montaña a todos los nuestros» (Los siete locos, p. 239). Limpiar las almas y fortalecer los cuerpos… Situado en este mundo «verdadero» e idealizado, la naturaleza, el Buscador se entrega a una crítica de la ciudad como mundo «falso». No habría que confundir todo eso con el heroísmo adulterado que ofrecen la literatura y el cine, otro motivo de alienación de los habitantes de la ciudad. Fascinados ante los héroes de novela y de cine, los ciudadanos olvidan su propia frialdad, pasividad y debilidad. Para ellos, las cosas de carne y hueso parecen menos verdaderas que las hechas de papel y celuloide.3 Por eso, se vuelven cada vez más cobardes, víctimas de miedos y obsesiones. El Buscador articula y da forma a la idea de la destrucción y de la huida, algo que para Erdosain existía solamente como sueño, fruto de su resentimiento profundo contra la ciudad canalla. Corrobora sus sentimientos y les da una dimensión colectiva. Desafiando la soledad, los peligros, la tristeza, el sol, lo infinito de la llanura, uno se siente otro hombre […] distinto del rebaño de esclavos que agoniza en la ciudad. ¿Sabe usted lo que es el proletariado, anarquista, socialista de nuestras ciudades? Un rebaño de cobardes. En vez de irse a romper el alma a la montaña y a los campos, prefieren las comodidades y los divertimentos a la heroica soledad del desierto. ¿Qué harían las fábricas, las casas de modas, los mil mecanismos parasitarios de la ciudad si los hombres se fueran al desierto… si cada uno de ellos levantara su tierra allá abajo? (Los siete locos, p. 240).

En boca del Buscador la cobardía, lejos de ser un rasgo individual, aparece como un defecto generalizado de los habitantes de las ciudades, esas verdaderas plagas del mundo, causas de todo mal. La justicia y las leyes, propias de la sociedad civil, son, ellas también, productos de la cobardía y la 3 Cabría recordar aquí que Barsut, único personaje que prospera al final de la novela, se vuelve actor de Hollywood.

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envidia: sabotean a los más bravos que hubieran podido hacerse justicia con las propias manos. La convivencia de los ciudadanos basada en las leyes exige obediencia y sumisión. Cuando Erdosain dice: «yo soy el hombre cobarde de la ciudad», el Buscador se encoge de hombros y le contesta: –Usted piensa que es cobarde porque las circunstancias para vivir no lo han obligado a jugarse la piel […]. Lo que hay es que en la ciudad no se puede ser valiente. Usted sabe que si le estropea la cara a un desgraciado los trámites policiales lo van a molestar tanto, que usted prefiere tolerar a hacerse justicia por su mano. Esa es la realidad. Y uno se acostumbra a ser un resignado, a refrenar los impulsos… (Los siete locos, pp. 241-242).

En el bosque, el monte y el desierto no existe la problemática de la convivencia obligatoria con los demás. Ensueño romántico de la vuelta a los orígenes, a un mundo simple y, a la vez, irremediablemente perdido, todo este artefacto discursivo seduce a Erdosain y encuentra en él un terreno fértil. De repente, el Buscador cierra su monologo dándole otra dirección y decepcionando a Erdosain cuando se pone a hablar del poder de la mentira, exhibiendo lo falso de todo lo que acaba de decir. Él también, igual que los otros miembros de la sociedad secreta, tiene un discurso multiforme e inconsecuente, cuya esencia no reside en el contenido de lo que propone, como nueva verdad, sino en el poder disimulador y seductor de esta versión de la verdad que, por supuesto, no es sino una mentira más. Termina concluyendo que por insoportable y desesperante que sea el orden establecido, es el único vigente. El resto no es sino una grotesca fábula. El ensueño es un acto de contenido vacío: el oro es sólo una hermosa ilusión. Erdosain no se imaginaba tal violencia en el Buscador de oro. El otro adivinó el pensamiento porque dijo: Nosotros predicaremos la violencia, pero no aceptaremos en las células a los teóricos de la violencia, sino que aquel que quiera demostrarnos su odio a la actual civilización tendrá que darnos una prueba de su obediencia a la sociedad. ¿Se da cuenta usted ahora del objeto de la colonia? ¿El oro no es también una hermosa ilusión? (Los siete locos, p. 241).

A pesar del rechazo de la vida en la ciudad y las proclamaciones para una huida hacia el desierto, el Buscador admite que el orden establecido y sus paradigmas de organización –casernas, monasterios, grandes negocios en donde el trabajo se hace de manera militar– son los modelos que hay que imitar para construir el nuevo orden.

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El que quiera que se sacrifique con nosotros. El esfuerzo lo convertirá en un superhombre. Entonces se le otorgarán poderes. ¿No sucede lo mismo con las órdenes monacales? ¿No está así organizado el ejército? […] En las mismas empresas comerciales… por ejemplo, en la casa Gath y Chaves, en Harrods, me han contado los empleados que el personal se gobierna con una disciplina junto a la cual la disciplina militar es un juguete (Los siete locos, p. 241).

Erdosain no puede sino quedar boquiabierto ante la elocuencia de su interlocutor y aceptar sus argumentos como «verdades gruesas e indiscutibles». Ante todo, acepta la tesis teórica del Buscador que presenta su cobardía no como una opción personal sino que la sitúa en el contexto más amplio de las consecuencias inevitables de la vida moderna: sin ninguna duda la causa principal de su desdicha es la ciudad. Él mismo no es más que un producto social y su único error es seguir viviendo en ese espacio que lo priva definitivamente de la posibilidad de convertirse un día en un hombre valiente. El Astrólogo, la revolución como fabulación La ciudad como concepto ocupa un sitio importante también en el marco del discurso del Astrólogo y aparece bajo versiones contradictorias: por un lado, como causa de la desgracia humana y meta de destrucción después de una posible revolución; por otro lado, como elemento indispensable para la realización de tal revolución, la cual sería inconcebible sin la movilización de las multitudes urbanas. La manipulación de las masas es un requisito para derrumbar el orden establecido. Hay que conquistar a las masas para luego poder destruirlas. En tercer lugar, la ciudad como concepto aparece como único modo de organización del mundo bien instalado en la conciencia discursiva de los personajes: después de la destrucción cosmogónica, que llegará con la aplicación generalizada de la violencia y la conquista del poder absoluto, el modelo de organización del nuevo orden será otra vez una ciudad: «La ciudad del Rey del mundo». La ciudad, trampolín y blanco de la revolución En el primer capítulo de Los lanzallamas, Hipólita se encuentra en Temperley, en búsqueda de la quinta. En este espacio campestre y virgen, donde las calles no tienen nombre ni números, en el jardín de la «casa chata» del Astrólogo, se desarrolla una extraña amistad entre la ex prostituta y el hombre castrado. A lo largo de su conversación, el Astrólogo señala el contraste

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entre ese espacio verde e idílico en el que se encuentran y la brutalidad de las «realidades» que ocurren en el resto del globo terrestre: Nosotros estamos sentados aquí entre los pastos, y en estos mismos momentos en todas las usinas del mundo se funden cañones y corazas, se arman «dreadnaughts», millones de locomotoras maniobran en los rieles que rodean el planeta, no hay una cárcel en la que no se trabaje, existen millones de mujeres que en esto mismo minuto preparan un guiso en la cocina, millones de hombres que jadean en la cama de un hospital, millones de criaturas que escriben sobre un cuaderno su lección (Los lanzallamas, p. 17).

El mundo de los hechos reales, tal y como surge de las descripciones del Astrólogo, presenta rasgos comunes con las imágenes de los delirios de Erdosain. Los objetos parecen dotados del mismo impulso vital. Las frases impersonales («se funden cañones», «se trabaja») dan la impresión de un mundo que ha escapado de las manos de los humanos y adquirido independencia y vida propia. En este contexto, los humanos serían simplemente peones. Y, ¿no le parece curioso este fenómeno? Esos trabajos: fundir cañones, guiar ferrocarriles, purgar penas carcelarias, preparar alimentos, gemir en un hospital, trazar letras con dificultad, todos estos trabajos se hacen sin ninguna esperanza, ninguna ilusión, ningún fin superior (Los lanzallamas, p. 17).

Las referencias del Astrólogo no remiten a una ciudad concreta. Buenos Aires es una más de las grandes urbes del mundo, todas parecidas entre ellas y entregadas a una fiebre generalizada. Cárceles, escuelas, fábricas, astilleros, arsenales: en esos espacios hombres y mujeres están condenados a un perpetuo trabajo mecánico cuyos objetivos ignoran. Nacen y mueren lejos de todo cuestionamiento sobre el sentido de sus actos.4 La imagen infernal del mundo que el Astrólogo le transmite a Hipólita contrasta con la tranquilidad, la intimidad y la armonía que suscitan las descripciones líricas de la naturaleza alrededor de la quinta, ese jardín casi arcádico en donde todavía hay un sitio para el ser humano. Tal contraste se refuerza con la lectura de un extracto de diario que anuncia las noticias del mundo: indicio de una globalización precoz que todavía no tiene nombre y adquiere la forma de una difusión en cadena de los incidentes catastróficos del globo. Es inevitable asociar estas imágenes con las producciones más políticas del cine expresionista: Metrópolis, por ejemplo. Los humanos son partículas de una maquinaria enorme, mientras el mundo circundante aparece convertido en una máquina. Las diversas máquinas individuales –locomotoras, fábricas, cañones– tienen vida propia. 4

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En el Támesis se hundieron dos barcos. En Bello Horizonte se produjo un tiroteo entre dos facciones políticas. Se ejecutó en masa a los partidarios de Sacha Bakao […]. Cerca de Mons, Bélgica, hubo una explosión de grisú en una mina. Frente a las costas de Lebu, Chile, se hundió un ballenero […]. Cuando un periódico aparece sin catástrofes sensacionales, nos encogemos de hombros, y lo tiramos a un rincón (Los lanzallamas, p. 18).

Surge aquí una imagen premonitoria de lo que llamamos hoy la sociedad del espectáculo. Mundo compuesto de centros urbanos, en el que la transmisión inmediata de noticias, escándalos, accidentes, ejerce un tipo de seducción. La sociedad globalizada de las grandes ciudades inaugura una era en que el mundo se convierte en una «feria de atrocidades» y presenta una uniformidad terrorífica. Londres, Buenos Aires, Nueva York, Tokio o Berlín… «The same standardisation of ugliness; the same mechanical substitutes; the same cockney indifference to nature; the same flippant attitude; the same celluloid pleasures and canned noise» (Mumford 1977 [1938]: 254). Ante el estallido, el espectador de este tipo de escenas queda atónito y sometido a la reproducción de lo que Paul Virilio llama «la alucinación colectiva de una imagen única, teatro óptico de un panorama terrorista giratorio» (2004: 90). La estética expresionista (que vuelve el objeto obscuro, disforme, terrible) evoluciona hacia una estética que podríamos llamar de la desaparición, es decir, una estética marcada por la indiferencia ante el terror que inspira el objeto, como si lo ignorara y lo condenara a la anulación; lo que también lleva a la anulación del sujeto. Violencia e indiferencia. El Astrólogo habla de un mundo urbanizado, lleno de sitios de paso neutros, de no lugares: aeropuertos, aviones, grandes espacios comerciales que reciben cada vez mayores cantidades de gente. Ya sabemos cómo estos espacios se convierten fácilmente en blancos privilegiados de los atentados y de todos los que empujan su pasión de conquista territorial hasta el terrorismo. Sin duda por cuestiones de eficacia, pero también porque, en el fondo, todos estos espacios son, de alguna manera, el contra-espacio de una sociedad ideal. Los que reivindican nuevas socializaciones y localizaciones ven en estos lugares la negación de su ideal. «Le non-lieu est le contraire de l’utopie: […] il n’abrite aucune société organique» (Augé 1992: 140). Sin embargo, no habría que confundir el horror que inspiran las grandes ciudades con una promoción de la vida en provincias: Arlt no la presenta para nada como una alternativa viable; al contrario, la sensación de lo insoportable se extiende también a las ciudades de provincias, habitadas por seres mezquinos. Ahí, la fatalidad del dinero adquiere un aire casi cómico de manía. Ante la pesadilla urbana descrita por el Astrólogo, Hipólita ofrece un esbozo sobrecogedor de la tristeza y la soledad de la provincia.

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El profeta sigue con la retórica de la demonización de la ciudad en tonos cada vez más agudos. Como un jefe político, desarrolla una serie de teorías conspiratorias con respecto a la fundación de mundos nuevos, en el marco de la vida «civilizada». La masa es un mal inevitable y su extinción es imperativa. La clase de los dirigentes y sus privilegios sobrevive no gracias a aquélla y sus intereses sino a pesar de y en contra de aquélla: el poder es algo exterior y opuesto al pueblo/masa y funda un orden independiente de los hombres que lo padecen. Ellos, los de abajo, no son más que un obstáculo y cuentan sólo como eso, en la medida en que pueden causar problemas a los de arriba. Para sus adeptos, el Astrólogo es más que un jefe político ya que los objetivos de la sociedad secreta van más allá de la adhesión a cualquier ideología concreta. El fundamento de sus proyectos es la gran miseria metafísica del hombre urbano y su necesidad urgente de emociones y aventuras: los muertos vivos que pueblan las ciudades, «simios tristes» que recorren sus calles en toda dirección, son, al mismo tiempo, soñadores terriblemente impotentes. El profeta entiende la fuerza de todos estos deseos reprimidos y se decide a articular, a su manera eminentemente subjetiva, irracional y absurda, una respuesta plural y catártica. Más de una vez, a lo largo de su discurso, reconoce que la realización del proyecto es algo imposible. Su objetivo consiste, simple y locamente, en despertar el deseo de imaginación y de emoción en el alma del hombre urbano. Este hombre, castrado físicamente, se dirige de manera consciente a un montón de otros hombres simbólicamente castrados, y les anima a proceder a una inversión de los signos: la desgracia, de manera mágica, podría ser sinónimo de la felicidad, ya que se podría imaginar a la muchedumbre «sangrando de alegría». La confusión, mezcla de lo verdadero con lo falso, es el medio más eficaz para inaugurar un mundo nuevo o, aún mejor, para que el mundo actual siga funcionando: «mentiras poéticas, mentiras sociales, narcóticos psicológicos, mentiras noveladas, esperanzas» (Los lanzallamas, p. 22). Después de todo, revelar la Verdad sirve sólo para crear una brecha separadora, un abismo definitivo entre dominadores y dominados que, salidos de su letargo, se transformarían de pronto en animales salvajes. El objetivo supremo de la revolución sería la destrucción de la ciudad misma que la ha generado: «terminar la ciudad» en cuanto sistema material e inmaterial. La condición de la nueva vida es la destrucción de la vida actual; el crimen es el preludio del amor; en otras palabras, Thanatos anuncia a Eros (Matamoro 1993: 90-91). La ciudad se convertiría entonces en ciudadela, es decir, en «blanco de todos los terrores domésticos y estratégicos»

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(Virilio 2004: 99). Los instrumentos de la revolución serán los materiales que esta misma sociedad puso a la disposición de los hombres: la industria pesada, los medios de telecomunicación, el cinematógrafo. Estos son los medios que pueden difundir la palabra fabuladora y transformarla en nueva realidad.

La ciudad, forma de organización de un mundo nuevo No. Cuando hayamos triunfado levantaremos el Templo de las siete puertas de oro… Tendrá columnas de mármol rosado y los caminos para llegar a él estarán enarenados con granos de cobre. En torno construiremos jardines… y allá irá la humanidad a adorar el dios vivo que hemos inventado (Los siete locos, p. 211).

Y, sin embargo, en el discurso del Astrólogo, el orden nuevo, el que seguirá a la destrucción de las ciudades, aparece también bajo la forma de una ciudad, esa vez ideal: «la ciudad del Rey del Mundo». La destrucción de la materia no implica la destrucción de la idea y la ciudad es, ante todo, una idea. La historia humana demuestra que es el modelo supremo para el gobierno de los territorios. La ciudad sagrada, centro del mundo, ombligo del universo, remite a concepciones arcaicas y míticas de la Creación que ven en ella –y en el templo sagrado– un axis Mundi, el punto de encuentro del Cielo con la Tierra y el Infierno. Espacio organizado y por eso fácil de controlar, la ciudad es también una metáfora para hablar de un Estado o un imperio: su capital sería la plaza central y sus carreteras las calles. La historia humana abunda en utopías presentadas bajo la forma de ciudades fantásticas (Foucault 1991: 241). Al fomentar la imaginación de una cosmogonía, el Astrólogo se convierte en agente de una nueva Creación del mundo y fundador de un Centro para el nuevo imperio. Más que un modelo del pasado, el concepto de la urbe es, para los personajes arltianos, un modelo prospectivo, el del orden nuevo que reproducirá, descaradamente y sin ningún escrúpulo, los peores aspectos del orden actual: mentira generalizada en lugar de la verdad; injusticia en lugar de justicia; explotación en vez de respecto; abolición de los códigos de la moral en vez de moralidad hipócrita; apoteosis de la tecnología y supresión de toda forma de cultura. Recordamos los ecos de los manifiestos futuristas en los que hay una inversión flagrante del orden de las cosas. ¿Qué son la parodia y la ridiculización, sino una inversión de los valores? «Nous serons tous fous de gaîté, nous, les derniers étudiants révoltés de ce monde trop sage!», declara Mari-

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netti en su Discours futuriste aux Vénitians (1910). Y Aldo Palazzeschi en su Manifeste de la contredoute (1914) proclama: «nous futuristes, nous voulons guérir les races latines et surtout la nôtre de la douleur consciente, syphilis passéiste aggravée par le romantisme chronique, par l’affectivité monstrueuse et par le sentimentalisme pitoyable qui déprime chaque Italien». Palazzeschi expone un proyecto de acción para realizar su propuesta: «transformer les hopitaux en cercles récréatifs grâce à des “five o’clock tea” particulièrement hilarants, à des cafés chantants et à des clowns. Imposer aux malades des vêtements comiques, les maquiller comme des acteurs afin de provoquer parmi eux une continuelle gaîté» (Œuvres futuristes 1980: 26). Comparemos estas ideas con las propuestas del Astrólogo: «Van a sobrar solicitudes para ir a explotar la ciudad del Rey del Mundo y a gozar de los placeres del amor libre… De entre esa ralea elegiremos los más incultos… y allá abajo les doblaremos bien el espinazo a palos, haciéndolos trabajar veinte horas en los lavaderos» (Los siete locos, p. 214). Al elemento lúdico se agrega el de la violencia. Parecida a la parodia futurista, la ciudad del Rey del Mundo, hecha de mármol blanco a la orilla del mar, será el lugar de propagación de todos los males llevados a sus extremos, único modo de poder conjurarlos.

El don de la palabra Al juntar todos estos fragmentos discursivos, se puede entrever un segundo ciclo, complementario al ciclo de sufrimiento de Erdosain, esta vez teórico. Se le podría llamar «el ciclo de los mundos posibles», ya que inaugura una serie de ambientes y conceptos forjados a partir de la palabra del Astrólogo y sus camaradas. Un universo hecho de explosiones en cadena, fantasmagórico, disperso, irracional, suicida y, sin embargo, seductor. Lo llamaremos «el ciclo de lo virtual», pues este término expresa mejor la relación compleja entre lo real y lo imaginario: el mundo de la fabulación termina siendo la nueva realidad. El más allá empieza en el aquí y ahora y la verdadera revolución es la fabulación. Las etapas se articulan de la manera siguiente: – El discurso del Astrólogo, que sugiere la fundación de otros mundos, empieza por la descripción (representación por medio de la palabra) de un mundo real insoportable. Hay que destruir las ciudades, causa de penas y desgracias, y fundar un orden nuevo: ciudades nuevas. – El orador se dirige a las masas y su objetivo es convencerlas aunque esto importe poco, ya que, de todas formas, se las destruirá.

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– Es un seductor y su talento consiste en dar una versión de los hechos en la que no hay distinción posible entre lo verdadero y lo falso, la verdad de la mentira. – Su verdadera ideología es la ausencia de toda ideología y también la disimulación. – Mistificación, mentira y fraude cumplen tanto el papel del instrumento como el del objetivo supremo del proyecto: el orden nuevo será un mundo de simulacros. – Se predica la acción subversiva, etapa necesaria para el advenimiento del nuevo mundo, pero basta la palabra, autónoma y liberada de todo referente, que funda, ella sola, un mundo nuevo en el que todo es posible y aceptable. – La palabra fabuladora constituye una cortina de opacidad y misterio detrás de la cual no necesariamente hay algo substancial: la nada, el Thanatos es la única substancia y el único punto de convergencia de todas las incongruencias. La ciudad emerge como objeto del discurso, identificada con una experiencia común y universal de la desgracia. Llevando a su apogeo los monólogos del Mayor y del Buscador de oro, el Astrólogo asume el papel del Hacedor: sin cabeza ni pies, sin dirección clara, la proliferación discursiva de todos los oradores está marcada por la alternancia entre verdad y mentira, disfraz y simulación. El resultado es una palabra sin subjetividad –y sin objetividad tampoco– ya que borra y suprime la frontera entre el mundo de los hechos reales y el de los artificios de la imaginación. A pesar de las apariencias, entre los miembros de la sociedad secreta no hay ningún tipo de diálogo, la palabra del Astrólogo constituye un monólogo que sitúa a sus interlocutores en el marco de su propia locura (González 1996: 27-44). No hay lugar para el diálogo, pues para eso haría falta una comunicación mínima basada en el intercambio de distinciones (es decir, de categorías nocionales aceptadas como tales por parte de un conjunto de sujetos). El discurso del Astrólogo tiene el mérito de derogar todo tipo de distinción y por lo tanto, sólo es un monólogo.5 M. Renaud observa que la lógica poética que alimenta la empresa del Astrólogo termina convenciendo a sus interlocutores y que el poder de la palabra y de la fabulación reúne alrededor de él una comunidad que «gracias a la palabra humana, sustituto de la inexistente palabra divina», se establece entre los seres mutilados que componen la sociedad secreta, un tipo de convivencia y comunicación mínima, una forma de círculo familiar. No estamos de acuerdo con esta interpretación. La supuesta comunicación está profundamente mutilada. Ante todo es una ilusión, una comunicación tan parodiada y virtual, como los proyectos que aspira a promover. En este aspecto, seguimos más bien la 5

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Más allá de la ciudad canalla existe entonces la posibilidad de otro mundo que no es simplemente fruto de la resignación y del ensueño del individuo hacia su interior, sino un mundo compartido con los demás a partir de un proyecto: en primer lugar hay que convertir el ensueño en palabra dirigida a la muchedumbre y organizar la participación de la acción común; en segundo lugar, hay que lograr la confusión de las conciencias a partir de la mezcla indiscernible de las nociones, es decir, embarullar y borrar las distinciones conceptuales que fundamentan la percepción del mundo real. Mi sociedad está inspirada en aquella que, a principios del siglo noveno organizó un bandido llamado Abdalá-Abén-Maimún. Naturalmente sin el aspecto industrial que yo filtro en la mía y que forzosamente garantiza su éxito. Maimún quiso fusionar a los librepensadores, aristócratas y creyentes de dos razas tan distintas como la persa y la árabe, en una secta en la que implantó diversos grados de iniciación y misterio. Mentían descaradamente a todo el mundo (Los siete locos, p. 214).

Este ciclo teórico del Astrólogo se cruza con el ciclo de la angustia de Erdosain: aquél articula y explicita las ideas vagas, impulsivas y desorganizadas de alguien como Erdosain y las inserta dentro de un programa de actividades que prometen la desorganización de las categorías conceptuales, la toma de control del discurso público y, para colmo, la manipulación de la verdad. Gracias a la ceguera generalizada y la falsificación, los personajes podrán desconocer las restricciones de su clase de marginales y los tabiques que les impone la vida en la ciudad. En este sentido, el Astrólogo es el verdadero mago, ya que lo que en un principio no es más que una pesadilla alucinatoria de un ser desamparado como Erdosain –mezcla indiscernible de todas las materias, supresión de todas las fronteras, barbarie– en boca de él adquiere dimensiones de un verdadero proyecto: «Dichosos de nosotros si con nuestras atrocidades podemos aterrorizar a los débiles e inflamar a los fuertes. Y para ello es necesario crearse la fuerza, revolucionar las consciencias, exaltar la barbarie» (Los siete locos, p. 215). Las palabras del Astrólogo construyen una versión apocalíptica de lo real y, al mismo tiempo, el principio de una alteración: el esquema del éxito social se basa en la mentira y el fraude (Masiello 1986: 216). Ventajas de la conducta hipócrita. –Todo idealista sincero, que sistemáticamente se ve obligado a representar una comedia que contradice sus sentimientos, se convierte en un eficientísimo elemento revolucionario ocultando sus senti-

interpretación de Enrique Pezzoni, según la cual más que de diálogo se trata de una serie de monólogos entrecruzados (Pezzoni 1986: 178-181).

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mientos. El sujeto acumulará en su psiquis una fuerza de odio tan enconada que el día de la revolución la explosión será formidable. En síntesis, el individuo debe convertirse en un maquiavelo organizador (Los lanzallamas, p. 92).

Igual que los inventos (la rosa de cobre) o el dinero falsificado (en la choza de los anarquistas), este delirio iconoclasta genera un juego, desde un punto de vista teórico, cuyo objetivo supremo es el control del discurso. Por ese medio busca insuflar la esperanza en los miserables habitantes de la ciudad canalla. El Astrólogo es, entonces, un «hombre neutro», no sólo porque está físicamente castrado, sino también porque es portador de un discurso vacío, que transgrede incesantemente los límites de los campos discursivos e ideológicos (moralismo, destruccionismo, humanismo, socialismo, comunismo, utilitarismo) neutralizándolos y vaciándolos de todo contenido ideológico, de todo objetivo y, por consiguiente, de todo sentido. Sus palabras componen un universo, más que absurdo, espectacular y casi maravilloso porque fragmentos teóricos de variados orígenes se combinan en todo sentido y producen resultados increíbles. «El zigzagueo ideológico, la falta total de principios y el cinismo, el uso de la mentira y el engaño para realizar una escalada de la explotación, la “Extrapolación” –es decir, introducir en la cadena de un razonamiento juicios falsos típicamente irracionales […]» (Amícola 1994: 46). Como observa María A. Semilla Durán, este discurso destruye sistemáticamente todos los códigos de la razón y la decencia y sabotea los fundamentos de toda construcción mental. La violencia empieza, ante todo, como violencia de la razón (2003: 21). «¿Se dan ahora ustedes cuenta del poder de la mentira?», pregunta el Astrólogo en medio de sus múltiples tergiversaciones. Y cuando los demás miembros parecen desconfiados ante la posibilidad de llevar a cabo todos estos proyectos descabellados, él responde: «Yo sé que no puede ser. Pero hay que proceder como si fuera factible» (Los siete locos, p. 209). A propósito de esta cuestión, R. Corral habla de la eficacia simbólica de estos mundos imaginarios que sirven para compensar la incapacidad (o la imposibilidad) de acción, es decir, el hecho de no pasar nunca a la acción.6 Nosotros modificamos esta propuesta –que sobreentiende una distinción clara entre el mundo de los hechos (lo real) y el mundo representado/imaginado (fabricado por la palabra)– y señalamos que esta distinción no es, para nada, 6 «La disyuntiva es clara: no se trata de hacer revolución, sino simplemente, como lo admite el mismo Astrólogo, de sustituir la acción de la cual son sin duda todos incapaces, por un plan o un proyecto que vuelve “factible” en la fantasía la tan anunciada revolución. Con la sociedad secreta se construye un mundo imaginario compensatorio, se afirma el poder de la ficción, su eficacia simbólica» (Corral 1992: 261, 262).

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obvia. Al contrario, la gran innovación de las palabras del Astrólogo consiste en su poder de usurpar lo real. El Astrólogo sabe explotar las nuevas posibilidades que ofrece el mundo de las metrópolis, esos sistemas caóticos en los cuales circulan millones de seres que rara vez tienen la posibilidad o el interés de confirmar la veracidad de lo que ven y oyen. Para ellos el vínculo referencial con una realidad exterior tangible e inmediata tiende a desaparecer ya que están dispuestos a aceptar por verdad todo lo que puede agregar un toque de emoción, esperanza o excitación a su miserable cotidianeidad, privada de toda presencia divina. El Astrólogo pone en marcha todo un arsenal de «desrealización» (Virilio 2004: 53), mezcla verdades y mentiras, quiebra el espejo de lo real y se convierte así en precursor del mundo del espectáculo y, más aún, de un mundo que podríamos llamar virtual: un universo en el que toda relación de referencialidad (entre un hecho y su imagen –o su relato–) se suspende. La consecuencia es el alejamiento progresivo, y hasta la desaparición, del mundo tangible de la referencia, en beneficio de un mundo alternativo, hecho de representaciones o fabulaciones cada vez más extensas y poderosas: en este valioso mundo nuevo, todo podrá incluirse en el registro de lo posible.7 Hay varios diarios que rabian por venderse o explotar un asunto sensacional. Y nosotros les daremos a todos los sedientos de maravillas un dios magnífico, adornado de relatos que podemos copiar de la Biblia… Una idea se me ocurre: anunciaremos que el mocito es el Mesías pronosticado por los judíos… Hay que pensarlo… Sacaremos fotografías del dios de la selva… Podemos imprimir una cinta cinematográfica con el templo de cartón en el fondo del bosque, conversando con el espíritu de la Tierra (Los siete locos, p. 213).

En este sentido, la fabulación es la revolución, la palabra y la imagen que ella aspira a crear termina siendo el sustituto de la acción: no es porque se mantiene fuera del mundo de los hechos reales; al contrario, participa plenamente ya que lo transforma, lo convierte en algo maleable, modulable y por eso puede, en todo momento, eliminarlo completamente o hacerlo resucitar a partir de sus cenizas. La condición del ensueño: el aquí es soledad, incomunicación, pasividad Si no existe salvación posible de forma colectiva, si la ciudad ha tomado definitivamente el camino del caos, habría que buscar alternativas en el ámbito individual. En Onetti, el ensueño y la búsqueda de salvación son asuntos

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Parte de estos comentarios tiene su inspiración en Baudrillard (1981).

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individuales como si la experiencia colectiva fuera algo totalmente ilusorio. El personaje onettiano, contrariamente a los oradores arltianos, no se dirige al público. Todo tiene lugar en el interior de su alma, un mundo regido por principios propios independientes del mundo externo. La crisis de la ciudad moderna tiene como efecto principal descalificar lo social, recusar lo colectivo y dejar a los individuos en su soledad: en otras palabras, llevar la vida pública a la decadencia. La megalópoli futurista de Arlt, la de las alucinaciones de Erdosain, marca la estructuración del espacio externo –los rascacielos hechos de hierro y acero, las obras, las grúas– y a la vez determina la estructuración de las formas de acción y de comportamiento social: la comunicación termina siendo imposible. Los espacios públicos, deshumanizados, quedan vacíos y por eso se les abandona: son nada más que lugares de tránsito de individuos atrapados en una concepción cada vez más íntima de la existencia. De cierta manera, la abolición de la polis, deseada por el Mayor, es ya una realidad en el universo onettiano. Y esta abolición no se limita a lo político, sino que afecta a toda la gama de las posibles participaciones de la vida pública que, ante todo, se define como encuentro e interacción con el Otro. Sin embargo, el mundo urbano de Onetti no está condenado al autismo. Si Arlt echa los fundamentos de un espacio posmetropolitano, Onetti intenta, por su lado, explorar lo poco de luz que queda en el proceso de la descomposición del tejido social urbano. Éste se transforma en receptáculo de las necesidades individuales, expectativas y búsquedas de carácter estrictamente privado. La antigua vocación política del ser humano resulta cada vez más atrofiada. El pozo y Tierra de nadie nos permiten indagar cómo la experiencia de la ciudad genera el deseo de un más allá. Esta vez la vía es el ensueño y la introversión, dejando afuera la ciudad zumbadora y amenazante. Si la ciudad es un monstruo que aplasta a los individuos solitarios, es a la vez una entidad frágil e inestable entregada a ellos, que disponen del terrible poder de desmantelarla y vaciarla de todo sentido.

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Eladio Linacero o un preludio narcisista Narcissism thus has the double quality of being a voracious absorption in self needs and the block to their fulfilment […]. This absorption in self, oddly enough, prevents gratification of self needs; it makes the person feel at the moment of attaining an end or connecting with another person that «this isn’t what I wanted». RICHARD SENNETT

Para el personaje de El pozo, la experiencia de la ciudad, como presente –los estímulos que percibe en el espacio circundante– y como memoria de un pasado –los recuerdos fragmentarios que intervienen e invaden el presente de su intimidad– marcan la falta de comunicación y el aislamiento: encierro dentro de las cuatro paredes de su cuarto en tiempo y espacio presentes; memoria de la incomunicación como principal hilo conductor de su conciencia en el momento de elegir los recuerdos que evoca. Los recuerdos asocian la vulgaridad y la monotonía de la vida conyugal con la ex mujer Cecilia, a la incapacidad de establecer lazos de comprensión y amistad con los demás (Cordes y Ester) y a la imposibilidad de enamorarse. Cecilia no volverá a ser nunca más «la Ceci de entonces», y Hanka, la joven novia actual, le inspira sólo lástima. Realidad del recuerdo y realidad del presente están en una relación de vasos comunicantes y forjan un mundo hostil, carente de valores sentimentales estéticos o morales, un mundo sin calor humano, que parece ser inviable. A lo largo de este proceso, surge una verdadera topología de la alienación –patios, reservados, bodegones–, todos lugares estériles, aunque correspondientes a distintos estilos de vida pero todos marcados por la misma soledad afectiva. El pozo establece entonces una relación dialéctica particular entre la ciudad, como espacio geográfico y social generalizado, y el cuarto, como espacio privado del yo, de la memoria, la imaginación y el ensueño. Recuerdos y ensueños, dispares, fragmentarios, incoherentes, tienen como único punto de convergencia la falta de sentido vital que, progresivamente, se revela como una falta de comunicación y calor humano, la imposibilidad de trabar relaciones auténticas y de ser uno mismo en un medio hostil. Esta soledad fundamental del sujeto, que le causa un agudo sentimiento de angustia, remite a una de las preocupaciones principales del individuo moderno: ¿cómo desarrollar su verdadera personalidad con experiencias de aproximación al calor humano? Éstas son vistas como algo benéfico mientras que los males de la sociedad industrial y capitalista se ven como consecuen-

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cias de las relaciones impersonales –es decir, ni familiares ni comunitarias–. ¿Cómo encontrar la fraternidad perdida si la noción de individuo –άτoμo en griego– designa una partícula de materia infinitamente pequeña e indivisible y si la sociedad de los individuos es un montón de partículas indivisibles, autónomas e imposibilitadas para fusionarse? Ésta es una de las paradojas que alimentan la frustración: el individuo aislado nace con y gracias al espacio urbano capitalista y a pesar de eso vive oprimido en esta misma sociedad que lo ha generado, hasta tal punto que se rebela contra ella. Esta partícula autónoma e insecable encarna una tensión y una contradicción esenciales: la subjetividad individual nace y adquiere substancia a partir de los elementos que sellan su destrucción. El egocentrismo del sujeto es la condición de su existencia y a la vez le genera la terrible sensación de falta de sentido. Nuestra interpretación coincide con la de Iber Verdugo, que ve la historia individual de Linacero como una historia de «la circunstanciación social que sobre esa vida se abate, la marca y la determina», es decir, «la historia de una sociedad circunstanciada, donde el individuo queda rígidamente determinado en su destino personal y social» (Verdugo 1989: 121). En la gran ciudad moderna, los innumerables individuos están cada uno preocupados por su propia historia de vida, sus emociones particulares, como nunca antes en la historia de la humanidad, lo que resulta ser más una trampa que una liberación. El retiro del sujeto del espacio público al espacio privado señala la transformación de la ciudad: se trata del surgimiento de un tipo de individualismo que alimenta un espacio privado hipertrofiado en detrimento de un espacio público en declive (Sennett 1992 [1977]). Una ideología de la intimidad nace entonces con el objetivo de equilibrar (y hasta substituir) la incapacidad del individuo para asumir su rol público: es decir, situarse frente al otro, en un espacio urbano impersonal y buscar un modo de ser fundado en el diálogo y no en la fusión con el otro. Por el contrario, lo que se busca es recuperar el sentimiento de fraternidad por medio de una ideología de la intimidad: considerar como únicas relaciones válidas y auténticas solo aquéllas que responden a las preocupaciones y necesidades estrictamente personales del yo. El yo narrador del El pozo es el producto cultural de una vida en sociedad. Examinando los resultados de un proceso histórico social –«las coordenadas formantes de una vida entrevista como destino agónico» (Verdugo 1989: 121)–, el yo se proyecta en los demás por medio de un sistema de rupturas y oposiciones permanentes que crean su aislamiento progresivo, su inmersión en la noche junto con los espectros de su mundo interior. Es una situación presentada como algo que no es voluntario; lejos de ser una opción personal el aislamiento se presenta como algo impuesto por una sociedad decepcionante y degradada.

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Ubicamos aquí las graves contradicciones internas que la misma práctica social genera en el individuo: voluntad de inserción versus voluntad de deserción, dos polos entre los cuales oscila el egocentrismo y el individualismo voraces del yo (Sennett 1992 [1977]: 126, 130). El personaje considera su soledad como un mal, una situación no deseada pero, al mismo tiempo, no tiene voluntad de salir de ella. Con actitud pasiva y retirada contempla su estancamiento; sin llegar hasta el suicidio, el héroe de El pozo se detiene en la consideración: «Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, y yo nada tengo que ver con ella». La realidad se percibe como hostil, desprovista de valores sentimentales, estéticas o morales, un mundo sin calor humano, inviable. Linacero se pone a escribir «la historia de un alma», se sumerge en el mundo de los recuerdos y los ensueños con la esperanza de llenar el vacío que le causa la toma de conciencia de su entorno y el hecho de cumplir cuarenta años. Se entrega a mundos alternativos, imaginarios, que él llama «aventuras». Situadas en espacios lejanos, en las antípodas de la ciudad rioplatense (Alaska, Klondike, Holanda), estas aventuras incluyen episodios de una emotividad primordial (la aventura de las cabañas de troncos, la amistad con Ester) o son puestas en escena de heroísmo y acción fuera de lo común (la aventura de los contrabandistas de armas, la supervivencia en las noches frías del Polo Norte). El elemento crucial es el reconocimiento y la intimidad con el otro y una versión idealizada del yo. Obviamente, en todas esas situaciones, el yo ocupa la posición central, ya que el otro es manipulado y forjado según los deseos y las necesidades del yo (la Ana María que aparece desnuda en la cabaña de troncos no tiene nada que ver con la muchacha de aquella nochevieja humillada por Linacero). El otro es aquí objeto de una alienación, pues es manipulado con el objetivo de convertirse en protagonista de las aventuras de Linacero, único director de ese teatro imaginario. Siguiendo la reflexión de M. Millington, observamos que la actitud de Linacero muestra las huellas de un modelo principalmente narcisista.8 Como de costumbre, el narcisismo se manifiesta a través de un proceso de inversión. El yo, en un supuesto monologo interior, se lanza a una serie de hipótesis «The use of negation and the idiosyncratic strength of fantasy are both ways of minimizing the role of the Other in Linacero’s life, to eliminate what is perceived as external to the core of the self and its auto-identifications. This involves the emphasis on polarized, imaginary thinking, on establishing precise divisions between inner and outer, self and other. The narcissistic self-images of the fantasies show a relative commitment to the self at the expense of the Other, and, moreover, the commitment to a sovereign self» (Millington 1985: 32). 8

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que finalmente llevan a una decepción final: si solamente pudiera sentir; o si solamente pudiera sentir verdaderamente, entonces sería posible tener verdaderas relaciones con los demás. Pero en cada contacto humano tengo la impresión de no sentir nunca con bastante intensidad. El contenido obvio de esta inversión es una culpabilización del yo, pero, en el fondo, se esconde el sentimiento de un mundo decepcionante. Como la serpiente de dos cabezas, el narcisismo es un proceso con movimiento doble, un pozo sin fondo que, por un lado, pide incesantemente la satisfacción de las necesidades del yo y, por otro, se convierte en un terrible obstáculo que impide su satisfacción. El efecto es circular: la insatisfacción se puede colmar sólo con sustitutos que distorsionan y pervierten las distancias entre el yo y el no-yo. En este contexto, las aventuras de Linacero son esfuerzos del yo por «sentir» y relacionarse con los demás de manera supuestamente auténtica; por restablecer los lazos rotos y atenuar el sentimiento de decepción que domina el mundo de la experiencia. Inauguran un circuito cerrado, un mundo de sustitutos cuyo efecto final es perpetuar la decepción del sujeto con respecto al mundo de los hechos reales: «si solamente pudiera sentir…». Siguiendo la reflexión de R. Sennett9, asociamos este modo de ser con una etapa concreta de la historia de la humanidad urbana. Se trata del momento en que ese espacio que antes favorecía la vida pública –un tipo de relación basada en la impersonalidad de los roles sociales y no en la personalidad– se marchita y se transforma en un sitio donde se congestiona una multitud de individuos, cada uno centrado en sus propias necesidades. Progresivamente, la mirada del habitante solitario dirigida hacia su interior llega a ocupar un sitio en la vida urbana. Ahí donde los dioses ya murieron y la vida pública Sennett habla de la transformación de la noción de identidad –tal y como se percibía en la gran ciudad– del siglo XVIII al siglo XIX, en términos de un desplazamiento del peso de lo exterior (la expresión de las emociones y la implicación directa con los demás) hacia el interior (la observación silenciosa, lo que ocurre en el interior del individuo), lo que significó la pérdida progresiva de la identidad del hombre como ser público. Del hombreactor (figura característica de una sociedad como la del ancien régime) pasamos a la percepción de la personalidad individual como categoría social, en el marco de la sociedad industrial capitalista. «The image, two centuries ago, of public man as an actor was a very definite identity; precisely because it was so forthrightly declared, it serves in retrospect a valuable purpose. It is a point of reference; against it, as the material and ideological conditions of public life grow confused, fragmented, and finally blank after the fall of the ancient régime, man’s sense of himself in public can be charted […]. When a culture shifts from believing in presentation of emotion to representation of it, so that individual experiences reported accurately come to seem expressive, then the public man loses a function, and so an identity» (1992 [1977]: 107-108). 9

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está en declive, la psiquis irrumpe en la ciudad como un valor nuevo y llega a invadir y regir lo social y lo público. Los individuos no buscan más que calor humano e intimidad en su implicación con el mundo externo. En vez de buscar el Thanatos y el delirio abiertamente nihilista –como hacen los personajes de Arlt–, Linacero busca el calor humano ideal, con el objetivo de compensar así las faltas que le genera el vacío en el espacio urbano contemporáneo. El segundo hilo conductor de El pozo, complementario al de la soledad y la incomunicación, es la capacidad de soñar. La experiencia de la hostilidad se compensa por el ensueño, único universo en que se puede restaurar el orden deseado y generar un mundo aceptable, soportable; el ensueño como otro modo de ser, como otra forma –una forma alterada– de la experiencia, funciona como compensación de lo vivido y obtiene su valor a partir de la convicción de que la realidad no se puede cambiar, entonces el plano de la acción se abandona y se sustituye por la introversión.10 Los ensueños de Linacero, repetidos y evocados varias veces, se podrían ver como procesos de lo imaginario, en el sentido de que abren la vía a las identificaciones idealizadas del yo por medio de imágenes de unidad y plenitud que compensan la experiencia dispersa y fragmentaria de los hechos vividos. Alaska, Klondike o un chalet en Suiza son lugares lejanos y diametralmente opuestos al mundo de los hechos reales. En el marco del ensueño, el calor de la noche, de esa nochevieja de la humillación de Ana María (tiempo de los hechos reales) se transforma en su contrario: una noche de frío y de nieve. El contenido aventurero de estos ensueños, la acción fuera de lo común, la excitación y la tensión que incluyen, está en fuerte contraste con la experiencia pasiva de Linacero y con el incoherente y fragmentado aquí y ahora propio del habitante de la gran ciudad. Sin luchas contra la tempestad, sin la angustia del contrabando de armas o de la navegación en el océano, el aquí y ahora es insignificante, carente de una verdadera acción crucial para la supervivencia, marcado por un aburrimiento esencial e inevitable. La lucha social, encarnada en el personaje de Lázaro, tampoco tiene sentido, si se la considera como un acto que aspira al beneficio de la sociedad en su conjunto. El rechazo toma forma de burla cuando Linacero comenta la actualidad de Alemania. La ironía llega hasta el cinismo cuando «la nueva mística germana», el nazismo ascendente en Europa de los años treinta, se ve como una nueva fe que pudiera salvar el individuo de la falta de sentido («Hay En ciertos aspectos, Tierra de nadie presenta algunas diferencias: por ejemplo, Aránzuru, a pesar de todo, sale de la inmovilidad, se va de la ciudad o busca compañía para su proyecto de viaje a Faruru. 10

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posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntario imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos», El pozo, p. 27). Definitivamente, lo que monopoliza la atención del yo es la preocupación por sí mismo y por la posición del otro con respecto a él. Esta obsesión llega a alterar completamente la percepción que el sujeto tiene del entorno. «Narcissism is an obsession with “what this person, that event means to me”. This question about the personal relevance of other people and outside acts is posed so repetitively that a clear perception of those persons and events themselves is obscured» (Sennett 1992 [1977]: 8). Así, la búsqueda del contacto sexual (que sustituye la búsqueda del amor) se hace con el objetivo consciente de rellenar el vacío del aburrimiento y no resulta ser nunca una relación libre y sin reservas. Es un ritual que se cumple como cualquier otra formalidad cotidiana hasta el cansancio y cuyo resultado es la insatisfacción. Los personajes onettianos no están casi nunca presentes en el aquí y ahora, sino siempre mentalmente ausentes de los lugares donde se encuentran físicamente. Linacero desea insertar sus ensueños en el mundo de los hechos reales. O, en otras palabras, aspira a establecer un lazo de comunicación con los demás en la base de su mundo privado, interior. Intenta pagar el amor de la prostituta Ester o las confesiones de su amigo Cordes con la narración de sus ensueños, pero el resultado es una distorsión: distorsión de los ensueños que se «desprivatizan», fuera del mundo interior del sujeto y, más aún, fuera de contexto; distorsión con respecto a la identificación (y reconocimiento) de Linacero por lo otros, ya que Ester lo trata de loco y Cordes lo toma por un cuentista, ambas imágenes ajenas a la manera en que Linacero se percibe a sí mismo. Después de haberle relatado la aventura de Holanda, Ester lo insulta, lo trata de borracho, loco y asqueroso. Cordes, poeta profesional, mira a Linacero con una expresión de «lastima y distancia», tratando de dar a sus ensueños un sitio dentro del mundo de los hechos reales: le pregunta si la aventura que acaba de contarle es un borrador para una novela, es decir, una creación destinada a la publicación. Violando el pacto entre cliente y prostituta, Linacero paga la presencia de la mujer de una manera insólita: «Tengo, vagamente, la sensación de que, al decir aquello, le pagaba de cierta manera» (El pozo, p. 23). Al implorar la complicidad de Ester con su propio mundo imaginario, Linacero se mete en un proceso de comunicación imposible que convalida in fine la experiencia urbana de la incomunicación. El ensueño se convierte, con la iniciativa de Linacero, en hecho público con el objetivo de compartir su mundo interior –y, con eso, la imagen que tiene él de sí mismo–. Obviamente fracasa.

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Los no lugares o el narcisismo visto desde fuera Veamos qué queda entonces del espacio público que comparten los innumerables individuos solitarios que, desde hace mucho tiempo, han abandonado la vida en comunidad (Gemeinschaft) viviendo mal la vida en sociedad (Gesselschaft). Están atrapados en el atolladero de un proceso de autoafirmación y búsqueda de contactos humanos supuestamente auténticos. El universo de Tierra de nadie puede considerarse como la otra cara de la medalla de las memorias de Eladio Linacero: una focalización externa de lo que, en El pozo, se ve desde dentro: el narcisismo. Si El pozo es una focalización interna del narcisismo, Tierra de nadie introduce una focalización externa del mismo fenómeno. La impresión que tiene el lector de Tierra de nadie es que no hay ningún acceso a los ensueños o los deseos de los personajes y que por lo tanto la novela no cuenta nada importante, o nada que merezca atención: sólo un gran vacío, silencios o frases entrecortadas, monólogos y gestos interrumpidos y desencuentros. Igual que Erdosain, Ergueta, Haffner y los demás «genios de hojalata», cuyos trayectos en medio de la multitud urbana pasan desapercibidos, hecho que les provoca una gran frustración, los personajes de Tierra de nadie siguen cada uno su propio itinerario, ignorando lo que el otro lleva dentro de sí. «Ciudad abierta [donde] todo lo barre el viento, nada se guarda. No hay pasado» (Tierra de nadie, p. 158). Salvo que, en los trayectos de los personajes arltianos, aunque llenos de desvíos, se puede entrever una dirección (por provisoria, errónea o borrosa que sea) y la intención de llegar a algún lado. En Tierra de nadie, al contrario, los personajes están en un vaivén sin fin, que carece de toda dirección o meta, un errar perpetuo. Se trata de una sucesión de permanencias de corta duración en espacios cerrados (pasillos, cuartos de hotel, cafés, bares a menudo sucios y miserables, oficinas de actividades sospechosas) y una serie de trayectos por espacios abiertos (calles, avenidas, estaciones) que tienen como única función servir de sitios de paso entre un espacio privado y otro. Éste es otro síntoma del espacio público en declive.11 Cuando la ciudad se convierte en lugar de tránsito, se neutraliza, pierde su calidad de espacio público 11 Sennett llama «perverso» este modo de concebir el espacio público ya que termina privándolo de su calidad de lugar donde estar y reduciéndolo a un lugar de paso. «The erasure of alive public space contains an even more perverse idea –that of making space contingent upon motion […] the public space is an area to move through, not to be in […] the public space has been a derivative of movement» (Sennett 1992 [1977]: 14).

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y ya no es más que un conjunto de no lugares.12 Este mismo ambiente transmite también el cuento «Avenida de Mayo…», que marca el umbral de una época que, de acuerdo con M. Augé, podríamos llamar «supermodernidad» (surmodernité), caracterizada por la proliferación de los no lugares y nuevas desventuras y experiencias de soledad para la conciencia individual. Todo ocurre entonces como si los fragmentos de los delirios de Erdosain tomaran substancia no en un futuro indeterminado, sino en el presente de la realidad concreta: la ciudad de Tierra de nadie es un montón de no lugares por donde pasan innumerables individuos en tránsito permanente sin otra perspectiva que su mundo privado –mundo de necesidades materiales y psicológicas–. El espacio externo es un vestigio, una reliquia de las innumerables intimidades sin satisfacción. «La surmodernité […] procède simultanément de trois figures de l’excès que sont la surabondance événementielle, la surabondance spatiale et l’individualisation des références» (Augé 1992: 136). ¿Qué ejemplo mejor que Tierra de nadie y «Avenida de Mayo…»? Un mundo en que dominan los gestos mudos y funcionales, la observación silenciosa, la acumulación de humanos en colas de espera, salas de espectáculos, medios de transporte (igual que la acumulación de objetos en los estantes de los negocios) indudablemente inaugura un nuevo objeto de estudio antropológico. Un monde où l’on naît en clinique et où l’on meurt à l’hôpital, où se multiplient, en des modalités luxueuses ou inhumaines, les points de transit et les occupations provisoires (les chaînes d’hôtels et les squats, les clubs de vacances, les camps de réfugiés, les bidonvilles promis à la casse ou à la pérennité pourrissante), où se développe un réseau serré de moyens de transport qui sont aussi des espaces habités, où l’habitué des grandes surfaces, des distributeurs automatiques et des cartes de crédit renoue avec des gestes du commerce ‘à la muette’, un monde ainsi promis à l’individualité solitaire, au passage, au provisoire et à l’éphémère […] (1992: 100).

12 M. Augé opone esta noción del no lugar a la del «lugar antropológico»: «Comme les lieux anthropologiques créent du social organique, les non-lieux créent de la contractualité solitaire. […] Si un lieu peut se définir comme identitaire, relationnel et historique, un espace qui ne peut se définir ni comme identitaire, ni comme relationnel, ni comme historique définira un non-lieu» (1992: 119). Merleau-Ponty, en su Phénoménologie de la perception, distingue el «espacio geométrico» del «espacio antropológico» como espacio «existencial», lugar de una experiencia de relación con el mundo de un ser esencialmente situado «en relación con el ambiente». Augé agrega que se trata del lugar del sentido inscripto y simbolizado e incluye en la noción del lugar antropológico «la possibilité des parcours qui s’effectuent, des discours qui s’y tiennent, et du langage qui le caractérise» (1992: 104).

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Cada uno de los personajes tiene sus propias experiencias y trayectorias. Sin embargo, entre tantas experiencias y situaciones diferentes se observa cierta relación de semejanza o de contraste.13 Se podría hablar de modelos de experiencias comunes: los cuatro personajes masculinos de la novela –Aránzuru, Llarvi, Casal, Mauricio– comparten problemas parecidos y traban relaciones con las mismas mujeres, aunque por razones distintas. Cinco de los personajes femeninos –Nora, Nené, Rolanda, Balbina, Violeta– parecen víctimas del mismo espiral degradante de la pérdida de la juventud –mal recurrente de las mujeres de Onetti. Estos personajes son productos de circunstancias y hechos casuales frente a los cuales no oponen ninguna resistencia. La preocupación por construirse una identidad personal auténtica a pesar de los condicionamientos de la sociedad, y la tensión entre individuo y colectividad están muy presentes, especialmente en frases como la siguiente: Casal: Todo está en que yo sea yo y no otro. Yo que me llamo así y de ninguna otra manera. Casi todo queda encerrado en uno y no hay comunicación (Tierra de nadie, p. 156). Aránzuru a Rolanda: Me voy a dedicar a inventarte. ¿Me entendés? Imaginar quién sos. Pensá un poco. Todos estos días juntos, piel con piel. Pero cada uno está preso en sí mismo y… Todo el resto es ilusión (Tierra de nadie, p. 207).

Aránzuru es el lazo principal entre las innumerables situaciones fragmentadas y los personajes que participan en ellas (aparece en 18 capítulos de los 59 que componen la novela). Aránzuru actúa en los espacios siguientes: en la ciudad de Buenos Aires –oficinas (la propia pero también la de Num en los capítulos I, II, VIII); calles y estaciones ferroviarias (en el capítulo I con Nené y en el capítulo XIV con Katy); cuartos de pensión (o «amuebladas», en el capítulo VI con Nené); su apartamento (con Violeta en el capítulo XLVI); bares (con Larsen en el capítulo XLIX)– y fuera de la ciudad –el molino de la alemana (capítulos LII y LIV con Rolanda); la provincia adonde huye con la prostituta Katy (cuartos de pensión y «boliches sucios», capítulos XXXVIII y XXIX)–. En la mayoría de los casos, Aránzuru actúa en espacios cerrados. Salvo en el último capítulo de la novela que es la única excepción: Aránzuru frente al río dando la espalda a la ciudad. Así, el suicidio es el final de las vidas, tanto de Llarvi como de Labuk; Casal y Llarvi expresan opiniones semejantes a propósito del arte –capítulos XX, XXI–; entre Rolanda y Nené hay a veces un acercamiento y otras, un contraste de intenciones –capítulos XII, XIII–; Nora vive la soledad de su adolescencia y Llarvi la de sus cuarenta años, etc. 13

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Los demás personajes de la barra suelen reunirse diariamente la calle, espacio abierto y público, sino un lugar cerrado, un café (capítulo I: Casal, Mauricio, Balbina, Llarvi; capítulo XLV: Violeta, Sam, Balbina, Nené, Mauricio; capítulo LVI: Sam, Violeta, Mauricio, Semitern). Ahí forman un círculo que tiende a reproducir las relaciones de una familia o la estructura cerrada de un clan, un microcosmos que facilita la adquisición de una identidad para cada uno de sus miembros. Destacamos cuatro modelos de experiencias comunes que sirven a ese fin. En primer lugar, el modelo de la acción política compartida (entre Bidart, Rolanda, Mauricio y Semitern); en segundo, el de las relaciones íntimas entrecruzadas en el seno del mismo grupo (AránzuruVioleta/Aránzuru-Nené/Aránzuru-Nora/Aránzuru-Rolanda/Casal-Balbina/ Casal-Nora/Semitern-Violeta/Aránzuru-Katy/Larsen-Nora, etc.); otro modelo es el de las actividades ilegales –o transgresoras– compartidas (entre Aránzuru y Larsen; Aránzuru y Katy; Larsen y Nora); y por ultimo, el sueño común: irse a Faruru (entre Aránzuru, Violeta, Larsen, Rolanda). Ahora bien, estos cuatro modelos, en cuanto esfuerzos de comunión, encuentro y coexistencia fracasan. Son intentos de crear lazos de fraternidad en el marco de un mundo impersonal y hostil, esfuerzos por reconstituir circuitos cerrados en el espacio abierto de la ciudad («donde todo lo barre el viento»), como contrapeso de la imposibilidad de producir cambios más radicales, que devolverían a la ciudad las formas de comunión de antes. Lo que se intenta establecer es un tipo de fraternidad por exclusión (de todos aquellos que no pertenecen a un clan definido), basado en la simpatía (y a veces la pasión) hacia los pocos elegidos y el rechazo hacia los demás. Tal actitud conlleva una lógica de fragmentación y división interna, ya que el verdadero «nosotros» colectivo, siempre susceptible de revisiones, no se consolida nunca. Este tipo de fraternidad puede entonces conducir al fratricidio. Comparemos la idea de la sociedad secreta (un grupo de elegidos basado en rechazo y hasta el exterminio de los otros) con la actitud de los personajes onettianos. En Tierra de nadie, los lazos de alianza y complicidad, implícitamente basados en la exclusión de los que no pertenecen al clan, no llevan a ningún lado porque ninguno de los cuatro proyectos mencionados trae frutos; ni la acción política, ni las relaciones de pareja, ni las actividades ilegales ni el viaje a la isla exótica. Mientras Arlt pone en escena la parodia de una comunicación y del establecimiento de un orden nuevo, Onetti pinta simplemente un panorama de fracasos. Fuera de sus reuniones en el bar, en situaciones independientes una de la otra, estos personajes se presentan, cada uno por separado, con su propia soledad o en parejas. En términos estéticos, mostrar la soledad se traduce en la concentración del plano de la cámara narrativa sobre un sólo personaje:

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«la centralización totalitaria en los sujetos» (Otero) y el uso de la segunda persona son, sin duda, los rasgos más notables: Y está también el pausado brillo misterioso del pelo suelto en la almohada. Hay un codo rugoso bajo el oscilante seno izquierdo y éste queda rodeado, redondo y dormido en el ángulo del brazo. Un hilo de aire que sopla de tu boca o de la mañana roza el vello sombrío junto al sueño del seno, defendiendo la noche de tu cuerpo. Aquí la mañana, los hombres pesados y graves que despiertan sin ganas, quemándose el pecho con el café amargo humeante. Allí tus sueños, el silencio y la mañana […] (Tierra de nadie, p. 119).

El narcisismo en Tierra de nadie toma la forma de un «egocentrismo materialista» (Otero): el modo de ser de esos personajes consiste en preocupaciones muy concretas, carentes de todo elemento de espiritualidad o de reflexión –filosófica o religiosa–. El materialismo y el individualismo extremos se convierten en una manera de situarse frente al mundo y llegan hasta la experiencia del propio cuerpo como objeto que puede causar aversión (las axilas de Linacero en el principio de El pozo, las manos de Aránzuru en el capitulo XLIII de Tierra de nadie): de ahí, la descripción de los miembros del cuerpo como objetos ajenos a sus dueños, como pequeños bichos que se mueven y se transforman en insectos y que, a pesar de todo, siguen siendo miembros del cuerpo humano, pero vistos bajo una luz nueva y penetrante. Ésta es otra versión de la asimilación de los personajes al mundo de los objetos, no sin relación con la estética objetivista. En el marco de las relaciones íntimas, el materialismo se convierte en componente dominante y el narcisismo brota al primer plano. Esto revelan las siguientes reflexiones de Casal sobre el amor: «No era el deseo ni el alma; era el amor, aceptar en otro, amar en otro el calor y el cuerpo animal de uno mismo. Admitir y gozar en otro la propia animalidad» (Tierra de nadie, p. 199). El sujeto se sitúa en el centro pero esta posición no lo hace feliz: el yo es un agujero negro voraz y absorbente y conduce sólo a la destrucción, la propia y las de los demás. Como observa Otero: «En cuanto el sujeto acabara todo para sí, se destruyen también “los demás”, que sólo pertenecen a ese “uno” primario y creador, que con su mirada determina a los otros» (Otero 1974 [1970]: 4). Como en Arlt, la destrucción de los otros –en el sentido de una guerra generalizada– trae fatalmente la destrucción del yo; así, para los personajes de Onetti, la eliminación del otro en beneficio del yo acarrea su inevitable hundimiento –en el sentido del fracaso de todo intento de comunicación. El fondo común para todas las situaciones heteróclitas de Tierra de nadie es la experiencia del aislamiento y de la pérdida. Cada uno de los personajes pierde algo vital: Llarvi pierde a Labuk, Semitern a Violeta, Nené a Arán-

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zuru, Gerardo a Mabel, Nora pierde su adolescencia, Casal su creatividad y Aránzuru pierde Faruru. Más precisamente, el principio común de todas las relaciones de pareja es el de la desintegración. La continua permutación de parejas no hace más que agudizar la sensación de un aislamiento irremediable porque reproduce incesantemente el modelo de la incomunicación (Millington 1985: 83). La cuestión crucial del estar mal en la sociedad se articula ahora más claramente: por un lado el yo individual está condicionado indudablemente por lo colectivo, resultado de la inmersión del individuo en el mundo social; por otro, la autenticidad y la integridad personales resultan un proyecto imposible en el marco de la sociedad. Autenticidad y sociedad aparecen entonces como dos conceptos antinómicos y los esfuerzos que hacen los personajes para esquivar este dilema tienen que ver con las tentativas de evasión de la ciudad –el proyecto de Faruru, las reuniones en el molino de la alemana, la huida de Aránzuru a la provincia. El aspecto público de la vida en sociedad implica que el espacio urbano no está al servicio de objetivos estrictamente personales ya que éstos no pueden ser la base para la organización de lo social. Entre psiquis y sociedad, existe, entonces, un conflicto. Para abordar la cuestión, Tierra de nadie pone en marcha un movimiento doble y contradictorio: por un lado, una tentativa de acercamiento del yo hacia los otros y una búsqueda de identidad colectiva por medio del grupo; por otro, una tentativa de alejarse del mundo para alcanzar un yo auténtico, lejos de la sociedad. En ambos casos, el afuera tiene poca importancia: el espacio fuera del grupo o fuera del individuo importa sólo como receptáculo de sus movimientos.

Dejar el aquí y ahora: los ensueños de las mujeres El soñador es un ser solitario en medio de la multitud, insatisfecho de la realidad. El acto de soñar (o soñar despierto) es un acto individual y muy personal que tiene lugar en soledad y a partir de los más íntimos deseos. Sin embargo, en varios cuentos de Onetti, los sueños y los ensueños salen a la luz del día, al espacio público, se los comunica a los demás o hasta llegan a «realizarse». El Baldi de los mil rostros imaginados existe sólo gracias a la presencia de la mujercita que encuentra en medio de la muchedumbre y que se pone a escuchar sus historias. Minimizada en medio de la monstruosidad de la «isla de cemento», aparece como un objeto más entre todos los que pueblan el espacio urbano. Por un momento, pasa al lado de él, después se pierde

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en el tumulto de la ciudad, pero la mirada del hombre la vuelve a ubicar al cabo de unos segundos. Buenos Aires es menos caótico de lo que uno piensa y por momentos se convierte en un espacio que permite y hasta fomenta el acercamiento y la intimidad. Los múltiples rostros de Baldi adquieren substancia gracias a la palabra. El ensueño se transforma en fabulación gracias a la presencia de la mujer durante el paseo hacia la plaza Congreso en el sur de la ciudad. […] siguió creando Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa atención de ella, […] extrajo el Baldi que gastaba en aguardiente, en una taberna de marinos en tricota […] el dinero de amantes flacas y pintarrajeadas […], el Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia, con diez dólares y un revolver (Cuentos completos, p. 53).

En «Regreso al Sur», Perla abandona el aquí y ahora por un más allá, la parte sur de la ciudad, que nunca es objeto de descripción en el relato. El sur en este relato es el territorio de un supuesto deseo de Perla, una abstracción, fruto de la imaginación de Óscar y del tío Horacio: «[…] dentro del tío Horacio seguía paralizada la visión fantástica del territorio perdido, donde Perla conversaba y reía y donde era frecuente que hubiera una Perla en cada café ruidoso, cerca de un torero, cerca de un hombre de pelo retinto, inclinado encima de una guitarra» (Cuentos completos, p. 148). Este más allá imaginario tiene tanto poder que el desplazamiento de Perla de un lado de la ciudad al otro implica un cambio de identidad. Zona prohibida para las mujeres respetables, la de la vida nocturna de Buenos Aires al sur de Rivadavia, está asociada con el mundo de la prostitución. Esto queda demostrado, para Óscar, por el modo de vestir de la mujer en el momento de su encuentro en la pensión de Paraná y Corrientes la noche de la crisis del tío Horacio. Al final del relato, Perla, después de su breve paso por el norte, vuelve al sur. Se pierde en la noche corriendo, como si obedeciera a un impulso oscuro de su nueva identidad, y deja atrás al joven Óscar, narrador y, por lo tanto, creador de esta historia de fronteras. La tristeza de Kirsten, en «Esbjerg en la costa», tiene que ver con sus síntomas de nostalgia. Al lado del fuego («Sentada al lado de la cocina de hierro y mirando el fuego que ardía adentro», Cuentos completos, p. 157), deja que crezca en ella el deseo por algo perdido y lejano. Los esfuerzos por recuperar lo perdido consisten en reanudar los lazos cortados («Por un tiempo siguieron llegando y saliendo cartas»; «ella le explicó que había escrito a unos parientes lejanos y ahora llegaban respuestas», Cuentos completos, pp. 157, 158); o en recordar y restaurar el significado de ciertos símbolos: («[…] mientras ella hablaba, como si estuviese diciendo palabras de memoria, de

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Dinamarca, de la bandera con una cruz y un camino en el monte por donde iba a la iglesia», Cuentos completos, p. 157). Kirsten es una mujer soñadora que no está aferrada a la inminencia del aquí y ahora, sino entregada a la transcendencia del ensueño. A pesar de su apariencia, desgastada y avejentada, es una esposa nostálgica y discreta, una figura muy distinta de la vulgar Cecilia Huerta de Linacero. Estaba triste y no quería decirle qué le pasaba. «No tengo nada», decía como dicen todas las mujeres en todos los países. Después se dedicó a llenar la casa con fotografías de Dinamarca, del Rey, los ministros, los paisajes con vacas y montañas o como sean […] Después empezaron a llegar cartas de Dinamarca (p. 157).

Otro cuento de Onetti en el que aparece una mujer soñadora y abre una brecha en el mundo cerrado de los personajes masculinos es «Un sueño realizado». Langman (director de un teatro en bancarrota) vive la realización de un sueño en la escena de su propio teatro. La ciudad del sueño representada en la escenografía se sitúa dentro de la otra ciudad, la de la realidad, en que Langman vivió su fracaso. El sueño pertenece a una mujer, descrita como casi demente, hasta el momento en que Langman pone a su disposición los medios para la realización: escena, actores, decorado. Entonces ocurre algo extraño: «Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario», dice Langman. La realización del sueño acarea la muerte de la mujer mientras Langman es el que vive el misterioso momento de plenitud y felicidad, consecuencia de la realización del sueño ajeno. Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta, de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo (Cuentos completos, p. 115).

La mujer cincuentona no tiene nombre. Pagó con dinero propio a estos dos hombres incrédulos, Langman y su colaborador, que la trataron de loca, para armar la escenografía de una obra que quería contemplar ella sola. Por primera y última vez cumplió con un ritual que le devolvería un momento de felicidad indescriptible y eso la llevó a la muerte.14 Aquí seguimos la interpretación de M. Milián Silveira: «Realizar un sueño y morir en él o morir al realizar un sueño […] la imposibilidad de ser feliz o al menos de disfrutar la felicidad siquiera temporalmente […] o sea [que la mujer] paga con su vida el precio de una realización» (1986: 176). 14

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Se podría hacer un paralelismo entre los dos personajes femeninos, el de «Un sueño realizado» y el de «Esbjerg en la costa». Ambos preservan en su mente escenas recurrentes, imágenes que vuelven con cierta persistencia. Sacar estas imágenes a la luz del día es un acto de locura, ya que introduce en el marco de la realidad convencional, al sesgo, otra realidad fuera de lugar y de contexto, más allá de las reglas de la moral. Ceder ante el deseo de estos personajes femeninos (realizar el viaje de Kirsten a Dinamarca o armar la escenografía del espectáculo destinado a un solo espectador) son actos de infracción a las reglas y los comportamientos aceptados. En todo caso, las iniciativas que los personajes masculinos dudarían tomar las emprenden ciertas mujeres: ante el aburrimiento y la sensación de un malentendido generalizado, dejan atrás el modo de vida convencional para poder vivir plenamente –aunque sea por un momento– sus emociones desbordantes. Las mujeres de estos dos cuentos son las sombras que acompañan a los hombres: Montes y Blanes (Migdal 1989). Si asociamos estos dos cuentos con un tercero, «Convalecencia», vemos que las tres heroínas desean salir de la ciudad y buscar la felicidad en otro lado. La diferencia con respecto a este último cuento es el espacio y tiempo de la felicidad, es el aquí y ahora de la playa, lugar de convalecencia. Por lo tanto, se trata de prolongar la estancia lo más posible y habrá que evitar un futuro fatal. Había presentido, anteriormente, aquella libertad, el sentimiento de libertad que me llenaba la playa en las montañas iluminadas. Era como si alguno, diestramente, aflojara todas mis migaduras. Me sentía instalada en un tiempo remoto, segura en mi tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses (Cuentos completos, p. 100).

Sin embargo, en ninguno de los tres cuentos la mujer tiene la autonomía suficiente como para poder llegar sola a la realización del sueño. Las mujeres dependen del poder masculino, que es a la vez el poder de realizar sus deseos y el poder de narrar: el narrador de la experiencia y el deseo femenino es siempre un hombre que, además, en el momento de comenzar la narración, confiesa que no entiende lo que cuenta. Los efectos de la divagación Fabulación y ensueño, dos actividades de la imaginación, crean otros mundos, autónomos de (y a la vez vinculados con) el mundo real ya que tienen efectos sobre éste.

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Vimos de qué manera en El pozo la autonomización de las creaciones imaginarias, del yo ideal, agudiza la percepción de hostilidad en la realidad externa. Esta percepción de un aquí y ahora hostil, donde no hay espacio para la comunicación y, más en particular, para la comunión, condiciona el ensueño y viceversa. Así es también en los cuentos: las mujeres, afectadas por una especie de locura, nostalgia enfermiza o enfermedad (en vías de convalecencia) están obsesionadas por algo que les hace apartar su mirada del espacio y tiempo presentes y dirigirla hacia un mas allá. Tierra de nadie ofrece una versión complementaria a todo esto, una puesta en escena peculiar de estas tendencias de introversión: la imposibilidad de acceder al mundo interior de los personajes corre pareja a la sensación de que la ciudad es un desierto. Éste es otro modo de representar un espacio público, defectuoso, mutilado, reducido, donde fuera del universo personal de los individuos, no queda más nada por ver, decir o sentir. La ciudad es una sucesión de no lugares vaciados de toda vida pública. Estos lugares vaciados, de vida y sentido, son especialmente propicios a la emergencia de nuevos mitos: «la mentira metafísica» del Astrólogo es una ficción que se vuelve autónoma en el momento mismo de su explicitación, una creación, por medio de la palabra, de un mundo fascinante, excitante, maravilloso, que poco importa si es verdadero o falso. Su fuerza reside en la capacidad de lograr la sincronización de la emoción, hacer que todos esos individuos carcomidos por la pasividad y la indiferencia, incluso frente al terror, y desesperados por sentir verdaderamente, puedan, al menos por un momento, tener una emoción. Así, la ficción puede ser lo contrario del mundo real, pero también su prolongación –el más allá podría empezar en el aquí y ahora–, ya que los simulacros del interior pueden en cualquier momento irrumpir fuera: la feria de la confusión, maravillosa amalgama de espectros y vestigios del mundo tangible, ésta será la esencia de las nuevas ciudades, las metaciudades de un individualismo de masas. Pueden tomar la forma de un mundo descentrado y diseminado como nuevas tierras de nadie, o con un centro que será el verdadero ombligo del mundo –como lo es para Los siete locos la quinta de Temperley–, a la vez lugar de acción y espacio arcádico. Ahora bien, quedan por ver cuáles son los intentos de los personajes para alcanzar el más allá, en sus variadas versiones. A pesar de todo, los habitantes solitarios de la ciudad parecen disponer de un mínimo de iniciativa. Dejando atrás sus experiencias dolorosas se lanzan a diversos proyectos cuya meta es la redención.

¿REBELIÓN O EVASIÓN?

¿Rebelión o evasión?, el punto de interrogación plantea una duda no sólo sobre la decisión que se debería tomar, sino también sobre el sentido de estas dos nociones: ¿se trata de dos cosas realmente distintas? La rebelión ¿no será acaso otra versión de la evasión? Y, a la inversa, la evasión ¿no será, en cierta manera, también un modo de protesta y rebeldía? La diferencia más obvia entre estos dos modos de eludir el aquí y ahora es que la rebelión implica acción –acción violenta, un tipo de presencia– mientras que la evasión, física o mental, es sinónimo de deserción y, por lo tanto, de ausencia. Violencia o deserción, en ambos casos se trata del cómo situarse frente al otro: atacarlo o abandonarlo.

La rebeldía como acto individual Cada uno de los futuros miembros de la sociedad secreta –los receptores del discurso del Astrólogo– tiene sus propias razones para ir a la quinta de Temperley, ese centro emisor de discursos. El Rufián Melancólico ve su participación en la sociedad secreta como consecuencia de un «terrible aburrimiento». –Dígame… ¿usted cree en el éxito de la empresa del Astrólogo? –No. –¿Y él sabe que usted no cree? –Sí. –¿Y por qué usted lo acompaña? –Yo lo acompaño relativamente, y de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene ningún sentido, es igual seguir cualquier corriente (Los siete locos, p. 122).

Este representante del lumpen comparte con los demás miembros el rechazo del orden establecido, pero excluye toda idea de acción. No aspira a desempeñar el rol de revolucionario. Ergueta, por otro lado, se compromete con una rebelión emocional y caótica fundamentada en el fanatismo bíblico. Sus continuas referencias a los textos sagrados lo llevan a interpretar la crisis del mundo urbano contemporáneo en términos religiosos. Él también, como el Astrólogo y Erdosain, prevé un final apocalíptico del mundo urbano, no como resultado de la acción humana y los avances tecnológicos, sino como un destino determinado por Dios.

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–Tengo que salir a predicar. Hace varias noches he tenido una visión singular por lo simbólica y profética. Yo me encontraba en la azotea de la casa de gobierno, en compañía de una ángel amarillo. Este detalle es importante, porque lo amarillo es manifestación de peste, guerra, desolación y hambre. Sin embargo, a pesar de encontrarme en la azotea de un edificio tan alto, los techos de las casas no eran visibles. La ciudad íntegra estaba cubierta de agua azul. El agua no se movía, sino que estaba quieta hasta el horizonte. De pronto, del río comenzaron a saltar grandes pedruscos en el aire, y el ángel, mirándome, me dijo […] (Los lanzallamas, p. 246).

La quinta, centro de fundación de mundos nuevos, recibe a Ergueta y su propia versión de la redención, la del hombre que desea urgentemente creer en algo, en un orden sobrehumano que pueda servir de punto de partida para salvarse de la «vida puerca». Por lo que se refiere al Buscador de oro, la autoanulación de su teoría biológica revela la falta total de puntos de referencia ideológica, lo que encaja muy bien con el programa confusionista de la sociedad secreta, espacio de todas las ideas, atrocidades y milagros. El que mejor asimila las lecciones del profeta y más energía invierte en su aplicación es Erdosain.

La fabulación al pie de la letra ¿Quién es este habitante solitario de la ciudad que se aplica con perseverancia a la realización de los proyectos del profeta? Un ejemplar del hombremasa sin objetivos que ignora su propia mediocridad. Ortega y Gasset lo define de la manera siguiente: «el hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la deriva» (Ortega y Gasset 1972: 103). Las confesiones de Elsa (en el convento de las Carmelitas donde buscó refugio) dan una visión panorámica sobre la personalidad de este hombre en sus momentos más íntimos. Igual que sus trayectos por la ciudad –vagabundeos sin meta, andares compulsivos y precipitados por la angustia y un masoquismo de origen desconocido– los actos de Erdosain trazan un itinerario embrollado que no lleva a ningún lado. Su propia esposa lo presenta como un ser incomprensible y el destino de la mujer cambia a partir de su casamiento, ya que este hombre parece llevar en él el genio malo de las cosas: «Tenía la impresión de que algo horrible se estaba elaborando en él» (Los lanzallamas, p. 127). A partir de ese momento, objetos y elementos naturales parecen perseguir en permanencia a los personajes, como si conspiraran contra ellos dentro de un proyecto maléfico: el sol, por ejemplo –contrariamente a lo que tradicionalmente simboliza,

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el calor y la luz– revela su aspecto demoníaco. Los personajes buscan refugio aislándose del mundo exterior y encerrándose cada vez más en el interior de las paredes del hogar matrimonial. Y el sol, que para los otros era sol de fiesta, lucía para nosotros en lo alto, fúlgido y siniestro. Entonces yo cerraba los postigos de las piezas, y en la oscuridad de mi dormitorio me quedaba pensando en ese muchacho distante, mientras que una mancha amarilla corría lentamente por las flores del empapelado (Los lanzallamas, p. 128).

Erdosain se entrega progresivamente a actos carentes de sentido y su esposa hace referencia a un tipo de «locura». El único eje que podría dar una ilusión de coherencia a sus actos es su alejamiento sistemático de todo lo que le resulte más querido y la búsqueda constante de sufrimiento y de humillación («renunciaba con una especie de indiferencia burlona a todo lo que le era más querido […]. Buscaba ya el sufrimiento», Los lanzallamas, p. 126). Sus actos componen entonces un circuito cerrado y repetitivo: un zigzagueo histérico y angustiado. A la ternura inesperada sucede una crueldad atroz y viceversa; luego, todo se convierte en una burla, una farsa innombrable. Si el Astrólogo es un farseur por su discurso, Erdosain lo es por sus actos. Tal propensión explica por qué las semillas del discurso confusionista del profeta encuentran un terreno tan fértil en Erdosain, que se compromete con entusiasmo a su realización. La primera es la violación de la razón, que Erdosain cumple en varias ocasiones, dando muestras de un comportamiento fuera del sentido común, como si se comprometiera con una rebelión momentánea contra las reglas que rigen este mundo –ya sean las de la razón o las del mercado–. En este contexto, para F. Masiello, el acto de gastar de manera irracional y desmesurada el dinero robado es un tipo de rebelión, aunque impulsiva y provisoria: «Erdosain despilfarra una cantidad hurtada en bebidas y comidas suntuosas, como si estuviese realizando une rebelión momentánea contra el moderno mercado capitalista que regula la circulación de bienes y esclaviza a aquellos que ganan el dinero mediante el trabajo» (1986: 212). La capacidad extraordinaria que tiene el Astrólogo para transformar las figuras del discurso en significantes vacíos y, de ahí, susceptibles de cargar con significados pervertidos y hasta invertidos, tiene sus correspondencias en el modo de ser de Erdosain. Los mitos, los signos y los símbolos se resemantizan (vírgenes corrompidas, prostitutas angelicales, maternidades monstruosas, confesiones mentirosas, parodias del juicio final) y los actos pierden su valor convencional (se roba dinero para despilfarrarlo; se busca la plenitud por medio del sufrimiento; se humilla a la esposa pero se venera a

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las prostitutas…). Todo esto inaugura un mundo desestabilizado y contradictorio cuyo sentido es amenazado al extremo y tiende a desaparecer (Semilla Durán 2003). Sin embargo, «celui qui frappe par le sens est tué par le sens» (Baudrillard 1990: 232): una vez puestos en marcha los procesos de de-semantización, nivelación e indiferenciación, no se detienen más. La distancia de la razón y de la moral es cada vez más grande. En este nuevo universo, en el que las fronteras conceptuales se suprimen, la palabra (en cuanto representación del mundo) adquiere una fuerza inédita: su rol fundacional se refuerza y la distancia entre realidad y representación se acorta; dicho de otro modo, la frontera entre lo metafórico y lo literal se suprime y, por lo tanto, se puede pensar en la aplicación de la palabra al pie de la letra. Por contradictorias y descabelladas que sean las incitaciones del Astrólogo, se aplican de manera literal por parte de Erdosain, quien se lanza con entusiasmo al estudio de la fábrica de gases asfixiantes. He escogido el gas fosgeno, no arbitrariamente, sino después de estudiar las ventajas industriales, facilitadas de fabricación, economía y toxicidad que ofrece sobre otros gases de guerra. La experiencia que esta nueva arma dejó a los directores de combate de la última guerra pueden concretarse en estas palabras de Foch: «La guerra química se caracteriza por producir los efectos más terribles en los espacios más extendidos» […] (Los lanzallamas, p. 272).

Si la frontera entre lo posible y lo imposible no existe más, aquella entre lo legítimo y lo ilegitimo tampoco; toda acción es moralmente aceptable: Dios ha muerto y con él desapareció todo punto de orientación identitaria; nadie es nadie. Reconocemos aquí una vez más la huella de Dostoievski y en particular del personaje de Iván Karamazov. La identidad se diluye y la percepción de la alteridad se transforma en una tarea imposible. No hay padre que reconozca a Erdosain como hijo propio, ya que la cadena de legitimación, que tiene su inicio en el padre supremo, se rompió. Otra vez estamos ante una extraña convivencia del existencialismo con el folclor local; junto al nihilismo se perciben lejanas resonancias de las letras de tango: la figura de un hogar sin figura paterna. El mundo familiar del tango cantable parece responder, y aun de manera escolástica, a los roles atribuidos por los hallazgos del sicoanálisis a la familia burguesa: la creación intuitiva de una estimativa moral en el niño, la internalización de las nociones de culpa y castigo, la imitación de las figuras parentales. Sólo que en el esquema familiar según el tango, mientras el rol materno está cubierto por una persona concreta, individual, física, o sea la madre de cada cual el padre es una abstracción, una paradójica carencia absoluta, un rol vacío que como tal se padece también de forma abstracta, sin saberse que se padece (Matamoro 1982: 119).

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El mundo que proyecta el discurso del Astrólogo es un consuelo al problema identitario de Erdosain. Le ofrece la posibilidad de realizar su fantasía: pasar del anonimato al nombre y convertirse en «Erdosain el terrible». En otras palabras, un inútil contempla su reflejo en el espejo que le tiende un castrado y éste, a su vez, se contempla en el espejo vacío de la dispersión, la tumba de Dios (Matamoro 1993). Éste es el punto de convergencia entre el círculo vicioso de la angustia cotidiana de Erdosain y el ciclo de lo virtual y de los mundos posibles fomentado por el Astrólogo. El resentimiento y los proyectos de venganza contra la ciudad implacable van más allá de una realidad estrictamente cotidiana para alcanzar una esfera de acción universal: Erdosain provocará la explosión de las ciudades. Inventaría el Rayo de la Muerte, un siniestro relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnaughts, como un horno funde una lenteja de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades de portland, como si las soliviantaran volcanes de trinitrotolueno. Veíase convertido en Dueño del Universo. Con una esquela terminante citaba a los embajadores de las Potencias (Los siete locos, p. 327).

Sin embargo, esta configuración –el deseo de destrucción total y universal de las ciudades como consecuencia del resentimiento y del odio del hombremasa contra la sociedad– es solamente una de las posibles interpretaciones de la situación y está basada en la aceptación de una relación causa-efecto determinada. Nosotros quisiéramos invertir los términos de esta causalidad y plantear la pregunta siguiente: ¿Erdosain existe antes y fuera de los mundos imaginarios del Astrólogo? o ¿acaso es –desde el principio y antes de meterse en los proyectos de la sociedad secreta– un producto de estos mundos virtuales? La fabulación (el universo del Astrólogo) ¿es simplemente consecuencia de las penas que causa en los pobres hombres la dura realidad de la «vida puerca»? o ¿acaso lo «real» (Erdosain, sus penas y sus actos) es un aspecto de un sistema enteramente imaginario? Explosión-implosión Comme il serait beau d’être terroriste, si la mort, y compris celle du terroriste, avait encore un sens. JEAN BAUDRILLARD

Erdosain se orienta definitivamente hacia una solución apocalíptica, el estallido de la ciudad en mil pedazos.

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Los Estados debían entregarle sus flotas de guerra, millares de cañones y gavillas de fusiles. Luego de cada raza se seleccionarían algunos cientos de hombres, se les aislaría en una isla, y el resto de la humanidad sería destruida. El Rayo volaba las ciudades, esterilizaba campos, convertía en cenizas las razas y los bosques. Se perdería para siempre el recuerdo de toda ciencia, de todo arte y belleza (Los siete locos, p. 327).

La única manera de apropiarse de este espacio, símbolo del sufrimiento de los hombres, es la destrucción. Paradójicamente, la ciudad ofendida sería al mismo tiempo salvada y se convertiría en el espacio del triunfo: por medio de una explosión espectacular, parecida a la risa resplandeciente de los futuristas italianos, se establecería una nueva forma de vida15: esterilización, transformación de la materia en ceniza, una belleza salvaje de líneas rectas y sonido metálico. Ambiciones que recuerdan las de Marinetti y el sueño fascista: «Nous voulons désormais que les lampes électriques aux mille pointes de lumière déchirent brutalement les ténèbres mystérieuses, fascinantes et persuasives», anuncia en su Discours futuriste aux Vénitiens. Un elogio de una vida altamente industrializada y urbanizada, del culto a la guerra que movilizaría los medios tecnológicos para alcanzar una sociedad ultramoderna, no sin cierta sensación de desolación y terror. No estamos lejos de la imagen que propone Pierre Mac Orlan: «la cité future ne sera donc que l’agrandissement solennel d’une chambre de torture».16 De pronto, en la plataforma de una torre, junto a él, se ilumina verdosamente, como una ampolla de Croockes, un torpedo de cristal. La atmósfera se carga de estáticos, y de pronto, rectilínea, una descarga cónica de luz verde hace estallar los tirabuzones de porcelana. Una locomotora se levanta sobre sus ruedas delanteras, vacila una milésima de segundo, y estalla en tres distantes alturas de metal licuado. Erdosain, en su cabina de cristal plomo, gira suavemente el torpedo de cristal. Los rayos chocan en las piedras, y los cimientos de las viviendas estallan. Hasta llega a observar el detalle siguiente: en la proximidad de los rayos los cabellos de una mujer se ponen verticales, mientras que el cuerpo se desmorona en cenizas (Los lanzallamas, p. 230).

Nos referimos otra vez al Manifeste futuriste de la contredouleur de Palazzeschi en el que vemos claramente la importancia atribuida a la risa: «Au lieu de s’arrêter dans l’obscurité de la douleur, il faut la traverser avec élan pour entrer dans la lumière de l’éclat de rire». Recordamos también la famosa pintura La Risa (1911) que representa un estallido de alegría (Œuvres futuristes 1980: 25, 26). 16 Esta frase profética del autor de Quai des Brumes fue escrita en 1924, unos diez años antes de la construcción de los campos de concentración. Citada por Virilio (2004: 85). 15

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Para Erdosain, la ciudad salvada es la generalización del aspecto universalista y futurista de Buenos Aires, nunca del aspecto «localista» con sus connotaciones de miseria de la clase media y del lumpen. Los artificios técnicos, la parafernalia eléctrica moderna, liberarían la ciudad de las luces moribundas, los olores asquerosos y la fealdad de la pobreza. Se transformaría en una ciudad luminosa, resplandeciente, de belleza caótica y transgresora, sin los pintoresquismos de la ciudad vieja. El párrafo citado presenta una escenografía monstruosa y radical, la estetización de una hipótesis que no deja de recordar, al lector de hoy, Hiroshima. La combinación de la estética expresionista –que dota los objetos y a los personajes de una vida inexplicable– con el imaginario futurista, que atribuye un aire maquinista a todo lo vivo convirtiéndolo en una fantasmagoría artificial, genera una fuerza que desintegra y vacía los organismos vivos, un culto de la muerte y de la materia reducida a sus partículas. Ambiciones e impresiones se mezclan en un cóctel explosivo. De ahí nacerá una versión inédita de la ciudad, marcada no sólo por la desnaturalización, sino también por la deshumanización y la desrealización. Espacio diseminado, y por eso terrible, sin centro, sin principio ni fin, espacio de la homogeneización, de la indiferencia y por eso neutro. Para Erdosain, el camino de la redención es el de la deslocalización de la ciudad (un proceso que borraría sus rasgos locales), de su transformación definitiva en algo irreconocible. De las ruinas de este mundo en pedazos, surgirá una ciudadela, una ciudad cerrada reservada a las élites, un espacio restringido y artificial: «–La ciudad de nosotros, los Reyes, será de mármol blanco y estará en la orilla del mar. Tendrá un diámetro de siete leguas y cúpulas de cobre rosa, lagos y bosques. Allí vivirán los santos de oficio, los patriarcas bribones, los magos fraudulentos, las diosas apócrifas» (Los siete locos, p. 328). Este tipo de metaciudad no tendrá ya nada que ver con el concepto tradicional de ciudad como espacio abierto. Será una claustrópolis, un espacio de exclusión en el que la horrorosa vista de la nada será una causa de risa y de diversión, una escena donde se desempeñan múltiples juegos teatrales: maravillas y torturas, rituales y guerras, actos magnánimos y crímenes; un caos permanente y divertido: «Toda ciencia será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados de ángeles y cuando los hombres se multipliquen demasiado, en castigo de sus crímenes, luminosos dragones voladores derramarán por los aires vibriones de cólera asiático» (Los lanzallamas, p. 187). Todo esto ¿no anunciaría el fin de las ciudades? Retomando las palabras del narrador de Las ciudades invisibles diríamos: «là où les formes urbaines

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épuisent leurs variations et se défont, commence la fin des villes». En las últimas tablas del Atlas que tiene en sus manos Kublai Khan las ciudades se disuelven en manchas sin principio ni fin: urbes que se parecen a Los Ángeles, Kioto-Osaka, ciudades sin forma.17 En este universo de lo indiscernible, el acontecimiento, el verdadero acontecimiento, no es otra cosa que un ultraje imprevisible, un tipo de accidente intempestivo, algo que trastorna completamente las relaciones de causalidad. Erdosain aspira a crear el acontecimiento. Ya está preparado para eso. –Tenemos que terminar. ¿No le parece a usted que ha llegado la hora? ¿Ha visto el mundo en qué estado se encuentra? Jamás ha pasado la humanidad por una crisis de odio como ahora. Podría decirse que estos últimos años del planeta son como la agonía de un libidinoso, que se aferra a todos los placeres que pasan al alcance de sus manos (Los lanzallamas, p. 187).

Tras largas noches de estudio, llega por fin a la quinta de Temperley con los planes de la fábrica de gases terminados. Sin embargo, el Astrólogo parece haber cambiado de proyecto y opta por la solución de la huida. –Yo me voy muy lejos. Resuélvase. –Está resuelto. Me quedo. El Astrólogo lo envolvió en una mirada serena. –¿Tiene pensada alguna barbaridad? –No sé… –Bueno –y el castrado se puso de pie–, Erdosain, váyase. Ahora necesito estar solo… Otra vez: ¿quiere acompañarme? El pensamiento de Erdosain voló hacia la Bizca. –Me quedo… Adiós (Los lanzallamas, p. 280).

Erdosain está decidido a quedarse en el aquí y ahora, con los planos de la fábrica de gases entre las manos. La ambición de hacer explotar el mundo, realizar la fantasmagoría del aniquilamiento queda como un proyecto suspendido, sólo palabras, y sin embargo no sin efectos sobre lo real: de cierta manera, el aquí y ahora se contamina por lo que propone la fabulación. Lo real incluye también las versiones de lo posible y da lugar a todo el repertorio de personajes: el profeta, el empresario de lupanares, el explotador de tierras vírgenes, el intérprete de las escrituras, la prostituta sublime y también ese otro tipo antropológico, el exterminador; y en la cima está el actor, el mimo, el simulador que dará el golpe final: la transformación integral de la realidad

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Se trata de escenas sacadas del libro citado de Calvino (1996: 161).

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en simulación. Con el éxito hollywodiano de Barsut, el «drama de Temperley» se convertirá en un drama de pantalla. La explosión deseada por Erdosain –estallido, dispersión violenta hacia afuera– se transformará en implosión –detonación interior–: en la obscuridad del cuarto de pensión, en el momento de hacer el amor con la Bizca, Erdosain la asesina con el revolver escondido debajo de la almohada y así el disparo, ese rumor tan representativo del estallido, queda silenciado, como si nada. Fue tarde, Erdosain, precipitándose en el movimiento, hundió el cañón de la pistola en el blando cuévano de la oreja, al tiempo que apretaba el gatillo. El estampido hizo desfallecer. El cuerpo de la jovencita se dilató bajo sus miembros con la violencia de un arco de acero. Durante varios minutos, Erdosain permaneció inmóvil estirado oblicuamente sobre ella, la carga del cuerpo soportada por un brazo. Cuando el silencio externo reveló que el crimen no había sido descubierto, descendió de la cama, diciéndose extrañado: «¡Qué poco ruido ha hecho la explosión!» (Los lanzallamas, p. 289).

El placer del cuerpo, la sexualidad se convierte en pretexto de humillación y fracaso. Es un triunfo a la vez psíquico y sexual contra el otro débil e indefenso lo que ofrece a Erdosain el sentimiento momentáneo de fascinación, comparable a la que le producía el discurso del Buscador a propósito de los lagos de oro en el lejano sur. Encendió la lámpara y quedóse sorprendido ante el espectáculo extraño que se ofrecía en sus ojos. En la almohada, la jovencita apoyaba la cabeza con la misma serenidad que si estuviera dormida. Incluso, en un momento dado, con la mano derecha se arañó ligeramente una fosa nasal, como si sintiera allí alguna comezón. Después dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo y volvió la cara hacia la luz (Los lanzallamas, p. 290).

La rebelión degenera en un acto puramente individualista en el espacio cerrado de la intimidad: entregarse a la fascinación producida por el horror primitivo de la sangre. La Bizca paga a la vez el pecado de ser el otro (y además mujer), el otro concreto y real en un mundo de simulacros; y también el pecado de pertenecer al lado popular «localista» de Buenos Aires (hija de Doña Ignacia, encarna lo pintoresco y lo vulgar). El asesinato de esa miserable caricatura de la alteridad demuestra lo imposible (lo vano) de una operación ofensiva contra un Otro generalizado: puesto que éste es una abstracción, una entidad completamente imaginada. «Ser a través de un crimen»: el único acto por medio del cual el personaje, por una vez, afirma su existencia como sujeto actuante en un mundo poblado por objetos animados, es un crimen común y corriente.

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Esta historia personal, individual, privada, surge en el espacio de la intimidad; sin embargo, el uso de violencia implica su transformación en asunto público. Lo que parecería pertenecer al ámbito de lo privado irrumpe en el campo de lo público (Žižek 1995). Erdosain, el pobre diablo de los interminables vagabundeos por las calles de Buenos Aires, víctima de los mecanismos implacables de la vida urbana, en la intimidad del cuarto se convierte en repugnante asesino. Pero esta nueva identidad es algo que no sólo le concierne a él, sino a todo el cuerpo social, ya que Erdosain la adquiere por medio de la agresión contra otro ser humano. Si el personaje no pudo llevar a cabo su acción revolucionaria en el marco de la sociedad secreta y dar a la violencia directamente un carácter público al realizar sus fantasmas totalitarios y facistoides, en el momento de la intimidad absoluta –en la cama– deja libre esa cosa que envuelve el centro de su ser, la semilla negra de los fantasmas, los deseos y placeres perversos. En términos lacanianos, anticipa de esta manera su aphanisis, es decir, su desaparición como sujeto ante esa cosa dura que está ahí como un hecho cumplido (Lacan [1964] 1973). La exteriorización y la realización de los fantasmas destructivos hace que todos los demás aspectos de la identidad del sujeto, relativos a lo simbólico, todo relato que el sujeto se pueda contar sobre sí mismo, no tengan ningún sentido (Žižek 1995). La realidad se desintegra porque el tejido simbólico –el vínculo entre el sujeto y el mundo externo– se descompone y lo que queda al descubierto es el núcleo fantasmal (noyau fantasmatique) del goce: la autoconfirmación que recibe Erdosain por medio del crimen sólo conduce a la negación y la eliminación de la existencia del propio sujeto: el suicidio. –Para usted, Secretario –grita un hombre. Rápidamente, el Secretario se acerca. Se pega al teléfono. –Sí, con el Secretario. Oigo… Hable… Más fuerte, que no se oye nada… ¿Eh?… ¿Eh?… ¿Se mató Erdosain?… Diga… Oigo… Sí… Sí… Sí… Sí… Oigo… Un momento… ¿Antes de Moreno?… Tren… Tren número… Un momento –el Secretario anota en la pared el número 119–. Siga… Oigo… Un momento… Diga… Pare la máquina… Diga… Sí… Sí… Va en seguida (Los lanzallamas, p. 298).

Su suicidio es, igual que el asesinato de la Bizca, un acontecimiento silenciado en el marco de la narración. Carente de fuerza dramática, adquiere sentido sólo por medio de su difusión como noticia. Pero la difusión tampoco tiene intensidad y fuerza emocional, ya que es una operación mecánica: una señal, un botón marrón, el ruido de las impresoras, del papel y la noticia ya está, impresa en un trozo de papel cualquiera.

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El Capataz le hace una señal al Jefe de Máquinas. Éste aprieta un botón marrón. El ruido del oleaje merma en el taller. Resbala despacio la sábana de papel. La rotativa se detiene. Silencio mecánico. El Secretario se acerca rápidamente al escritorio del taller y escribe en un trozo de papel cualquiera: En el tren de las nueve y cuarenta y cinco se suicidó el feroz asesino Erdosain. Le alcanza el título a un chico, diciendo: –En la primera página en todo lo ancho (Los lanzallamas, p. 298).

Este crimen, acto insignificante en comparación con la tan deseada revolución, cobra importancia sólo porque su autor llega a salir del anonimato: «En el tren de las nueve y cuarenta y cinco se suicidó el feroz asesino Erdosain». El asesino se convierte en héroe de la primera página de un diario; de una historia descubierta (o acaso también inventada) por los medios de comunicación masiva. Su nombre figurará, entre otros, dentro de un universo de accidentes, crónicas policiales y otras aventuras. «Fue fotografiado ciento cincuenta y tres veces en el espacio de tres horas» (Los lanzallamas, p. 302). Este pequeño triunfo se podría ver como una presencia del personaje en la escena pública. La vida de Erdosain se convierte en un asunto que puede atraer a todo un mercado de lectores. En esta dirección va la interpretación de F. Masiello cuando dice que, después de todo, el relato de Erdosain cobra sentido cuando el crimen, como elemento que merece ser transmitido, comparable a thrillers y folletines, adquiere estatuto y reconocimiento en diarios importantes. Sin embargo, consideramos que tal interpretación de lo público es inexacta: la presencia de Erdosain en el diario, como héroe de un crimen más o menos ordinario, servirá sólo para distraer por un momento del aburrimiento a millones de lectoresconsumidores que consumirán la noticia cada uno en su ámbito privado.

El ailleurs es el amor, la amistad, la acción extraordinaria Hasta aquí hemos visto cómo se intenta modificar el aquí y ahora por medios que pertenecen al orden del más allá: la fabulación incita a la rebelión. En cambio, en el universo onettiano se llega al más allá por medio de la introversión: el ensueño es el secreto de la evasión. Los personajes no intentan aportar cambios, sino abandonar el aquí y ahora en beneficio de un ailleurs idealizado.

El don del ensueño En El pozo, la incomunicación que determina el aquí y ahora se compensa con la capacidad de soñar despierto, que establece un ailleurs. El ensueño adquiere su valor a partir de la convicción de que la realidad no se puede

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cambiar, por eso la posibilidad de acción no se toma en cuenta y la mirada del sujeto se dirige hacia su interior. Una primera observación a propósito de los ensueños de Liancero es que se parecen a los sueños. Todas las aventuras tienen una estructura de primer nivel clara y coherente: son historias breves sin los efectos de distorsión o condensación ni las zonas de obscuridad que caracterizan los sueños. Llevan títulos como si fueran cuentos o historias de aventuras: «El regreso de Napoleón», «La Bahía de Arrak», «Las acciones de John Morhouse». Además, el personaje las puede evocar repetidas veces sin dificultad. Todas las aventuras de Linacero ofrecen visiones de un yo idealizado. Como señala M. Millington, la relación entre ensueños y realidad concreta no es simplemente de derivación –no todas las fantasías tienen su punto de partida en experiencias concretas– sino más bien de inserción (1985: 22). El pozo es una indagación acerca de cómo un fragmento de las cosas deseadas se puede insertar en el contexto de un mundo insoportable. El medio por el que Linacero intenta introducir sus ensueños en el mundo de la experiencia es la palabra, cuando se las cuenta a Ester y Cordes. Por consiguiente, sería inexacto considerar estas aventuras solamente como un intento de suavizar el dolor que le dejaron ciertas experiencias. Tendríamos que comparar la actividad del soñar despierto con lo que Lacan define como imaginaire: un estado típico de la etapa del espejo, en la que el yo infantil se construye a partir de la imagen que le devuelve el espejo; es también la fase de la primera percepción de sí mismo como un todo unido, identificado con su reflejo. Se trata de una imagen idealmente coherente, producto de la relación narcisista del yo. Lacan señala que el proceso de identificación, en esa etapa, se construye a partir de un equívoco, la idealización del yo que, en realidad, es una alienación –la primera de una larga serie de otras que vendrán después de la etapa del espejo–. Vimos de qué manera la exteriorización de los ensueños y la ambición de crear, a partir de ellos, lazos sociales con los demás dan lugar a una distorsión de la identificación de Linacero por parte de ellos (Ester lo toma por un loco y Cordes por un autor de cuentos). La etapa del espejo, definida por Lacan, designa un tipo de relación particular con la realidad: «La fonction du stade du miroir s’avère pour nous dès lors comme un cas particulier de la fonction de l’imago, qui est d’établir une relation de l’organisme sa réalité –ou comme on dit, de l’Innenwelt à l’Umwelt» (Lacan 1999 [1966]: 95). Esta etapa precede la entrada del niño al orden de lo simbólico –es decir, el lenguaje y la inserción en el mundo social– considerada como una subordinación que, a su vez, implica una segunda alienación: la introducción del sujeto en el sistema de la cultura, la ideología y los roles sociales, un tipo de normalización. Sin embargo, la

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inserción en el orden de lo simbólico no elimina el imaginario, que persiste dentro del sujeto como un núcleo de consistencia, homogeneidad y estabilidad personal, una ilusión de continuidad y coherencia del yo en una vida marcada por la búsqueda imaginaria la una unidad ideal.18 Los ensueños de Linacero dan lugar a identificaciones idealizadas del yo. Su contenido aventurero, la acción extraordinaria, la excitación y la tensión que comportan, generan imágenes de unidad y plenitud que compensan la experiencia fragmentada, dispersa y pasiva de Linacero en el aquí y ahora incoherente (Millington 1985: 25-28). Una de las reacciones posibles del sujeto frente al dualismo y la incompatibilidad entre hechos y ensueños es la negación, que funciona como medio de separación de los dos universos: lo personal y lo público aparecen como dos experiencias separadas. Los contrastes geográficos que marcan los ensueños de Linacero se pueden interpretar como síntomas de esta negación: las aventuras se localizan todas en lugares exóticos y distantes (Alaska, Arrak, Holanda) del Río de la Plata. Esta evasión mental a lugares lejanos se puede también interpretar como un esfuerzo por minimizar el rol del otro –de la experiencia y de la ciudad como exterioridad–, un intento de trazar una línea clara entre el exterior y el interior en cuanto dos espacios en los que la identidad se construye de maneras distintas. Sin embargo, tal separación resulta utópica ya que el yo es él mismo un producto de la propia experiencia y no puede existir fuera de ella. El Otro –el mundo de los hechos reales, el entorno, el pasado y el presente, las mujeres, etc.– ha marcado definitivamente al yo y seguirá marcándolo a lo largo de toda la vida: los valores y los puntos de vista del otro habitan inexorablemente el mundo interior del sujeto. La ciudad, de la que intenta alejarse este habitante solitario, está para siempre instalada en los rincones más profundos de su conciencia.

Las cuatro aventuras: huir hacia dentro La lógica y la estructura que rigen la evasión del personaje hacia el mundo de los ensueños se parecen a las que rigen su realidad. Los ensueños son igual 18 Y más aún, hay otra alienación, todavía más dramática, que surge del inevitable conflicto entre la impresión que el yo tiene de sí mismo y la que tienen de él los otros, una impresión externa del sujeto, de índole semejante a lo que el yo ve en el espejo. La imagen especular es, para Lacan, una primera causa de agresividad hacia los otros (1999 [1966]: 93).

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de caóticos, desorganizados y descentrados que el mundo real: «Cuando, en la huida, se abandona la realidad, el sueño que viene a reemplazarla tiene sus mismos carácteres, su mismo detallismo y morosidad» (Otero 1974 [1970]: 10). Los planos de la escritura, de la experiencia y del ensueño pertenecen al mismo tipo de proyecto descriptivo: elíptico y objetivista. En el mundo de los hechos reales, yo no volví a ver a Ana María hasta seis meses después. Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, muerta, con una luz que hacía vacilar los pasos y que le movía apenas la sombra de la nariz. Pero ya no tengo necesidad de tenderle trampas estúpidas. Es ella la que viene por la noche, sin que yo la llame, sin que sepa de donde sale. Afuera cae la nieve y la tormenta corre ruidosa entre los árboles. Ella abre la puerta de la cabaña y entra corriendo. Desnuda, se extiende sobre la arpillera de la cama de hojas (El pozo, p. 12).

El mundo de la divagación se construye a partir de elementos de la realidad, lugares y personajes que existen –no es un universo de monstruos ni de maravillas– pero la imaginación del personaje los elije de manera arbitraria y los sitúa en lugares y composiciones extravagantes. El recuerdo de Ana María, como personaje de la experiencia, termina con el episodio en la casa del jardinero y, más tarde, con la noticia de su muerte. Ana María se transforma en personaje del ensueño y este cambio de registro tiene que ver con el hecho de situarla en el contexto de un lugar con nieve: Alaska, Klondike o un chalet en Suiza: «Es en Alaska, cerca del bosque de pinos donde trabajo. O en Klondike, en una mina de oro. O en Suiza, a miles de metros de altura, en un chalet donde me he escondido para poder terminar en paz mi obra maestra […]. Pero, en todo caso es un lugar con nieve» (El pozo, p. 12). El calor del ambiente de la experiencia, la noche de Año Nuevo en Uruguay, es sustituido por una noche de frío, en un lugar lejano y esencialmente indeterminado. Los tres sitios que se mencionan alternativamente son aislados, en altitud o a distancia extremas: algo como el fin del mundo. Se trata de una visualización del espacio donde encuentra refugio la conciencia del soñador: los rincones más alejados de la subjetividad, fuera del contexto social y de las reglas del comportamiento civil (Concha 1969: 218). En Alaska, estuve aquella noche, hasta las diez, en la taberna del «Doble Trébol». Hemos pasado la noche jugando a las cartas, fumando y bebiendo. Somos los cuatro de siempre: Wright, el patrón, el sheriff Maley, y Raymond el Rojo, siempre impasible y chupando una larga pipa. Nos reímos de las trampas de Maley, que es capaz de jugar un póker de ases contra un full al as. Pero nunca nos enojamos; se juega por monedas y sólo buscamos pasar una noche amable y juntos (El pozo, p. 12).

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El frío, la compañía masculina alrededor de una mesa de juego y la amenaza de una tempestad de nieve componen el trasfondo de los momentos de felicidad que culmina con la aparición de Ana María. Esta puesta en escena remite a un tipo de soledad «sana», no la de la ciudad, sino la del hombre en la naturaleza, una soledad que genera comunicación, participación en algo común y el despertar de un mundo emotivo que la vida repugnante de la ciudad ha llevado, si no a la extinción, por lo menos a la narcosis. Otro capítulo que, para Linacero, pertenece al mundo de lo imposible es la amistad entre el hombre y la mujer que da lugar a otra aventura. La amistad imposible entre Ester y Linacero, en el marco de los hechos reales, da lugar a un ensueño que presenta la comunicación como algo sencillo y natural, un proceso que se lleva a cabo fácilmente y sin obstáculos. «A veces pienso en ella y hay una aventura en que Ester viene a visitarme o nos encontramos por casualidad, tomamos y hablamos como buenos amigos» (El pozo, p. 24). Diferentes de estas dos aventuras, que incluyen personajes sacados del mundo de la experiencia, son las dos siguientes, la de la Bahía de Arrak y la de Holanda. La de la Bahía de Arrak contiene obviamente elementos míticos que remiten a cuentos infantiles. El barco sin nombre, el capitán Olaff, la brújula del náufrago, la llegada a ciegas a la bahía de arena blanca que no figuraba en ningún mapa. Y la medianoche en que, formada la tripulación en cubierta, el capitán Olaff hizo disparar 21 cañonazos contra la luna que, justamente veinte años atrás, había frustrado su entrevista de amor con la mujer egipcia de los cuatro maridos (El pozo, p. 30).

Se trata de un mundo atormentado, inaccesible y extraordinario, y de un lugar que no existe en los mapas. Es la aventura de la acción fuera de lo común, del heroísmo y del coraje, de la valentía y la intrepidez, todos componentes del registro de la acción mítica. En este contexto, la acción humana tiene un sentido pleno, pues resulta esencial para la supervivencia saber manejar una nave, evitar el naufragio, ejecutar al culpable, disparar con el cañón, llegar a tierras salvajes. En cambio, en la realidad presente no hay acción interesante ni crucial, hay que aceptar la idea de una vida convencional y llana. La última aventura, la de Holanda, que Linacero cuenta a Ester como para pagarle por sus servicios, es la única en la que se destaca un sentimiento de intensa soledad. –Hace rato estaba pensando que era en Holanda, todo alrededor, no aquí. Yo le digo Nederland por una cosa. Después te cuento. El balcón da a un río por donde pasan unos barcos como chalanas, cargados de madera, y todos llevan una capota de lona impermeable donde cae la lluvia. El agua es negra y las gabarras

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van bajando despacio sin hacer ruido, mientras los hombres empujan con los bicheros en el muelle. Aquí en el cuarto yo esperaba una noticia o una visita, a veces era una visita y yo me había venido desde allá para encontrarme con esa persona esta noche (El pozo, p. 23).

La presencia del río, las naves, la lluvia incesante remiten al ciclo siguiente de la escritura onettiana: Santa María y El astillero. El contrabando de armas, centro de esta aventura, remite a la idea de que la transgresión puede ser un sustituto de la libertad, algo recurrente en Tierra de nadie, en los cuentos de Onetti y en el universo arltiano. Las aventuras funcionan como puntos de referencia de la identidad, como el hilo unificador de un yo fragmentado. La imagen especular es la «matriz simbólica», dice Lacan, el espacio en que el yo se construye, en forma primordial, antes de objetivarse en una dialéctica de la identificación con el Otro. A eso recurre Linacero evadiendo la amenaza de un presente decepcionante. El ensueño y la escritura son el contrapunto de la experiencia, el centro alrededor del cual intenta juntar los pedazos dispersos de la realidad. Sin embargo, al final de la escritura de sus memorias, Linacero se encuentra ante su propia incapacidad de manejar todas las faltas de continuidad de la vida (los fragmentos de experiencia, memoria, ensueño) y, con un sentimiento de fracaso, se entrega a la noche. Millington propone que la noche se podría ver como símbolo de todo lo que le pasa a lo largo de la escritura. The word «noche» is shorthand for all that occurs to Linacero during the course of writing (through the night), in other words, for all that he remembers and experiences in writing. And Linacero finds no sovereign control of this «night» through the writing experience, but has, rather, to admit the power of external factors in shaping and producing him – the passivity of his final position, swept away by the night, is indicative of his subjected condition (Millington 1985: 36).

Lo que salva al personaje de la dispersión absoluta y del caos es su imaginación –su identificación con el reflejo que le ofrece el espejo de sus ensueños–. Ésta se convierte en agente principal de su existencia individual en tanto sujeto-cuerpo único de todas esas experiencias fragmentadas. Linacero es el héroe y narrador de un relato sin trama, sin unidad ni coherencia más allá de la que le dan la escritura (la perspectiva de un yo narrador) y los ensueños. La continuidad del relato se forma a partir de las imágenes que el sujeto se hace de sí mismo, un mundo que permite la existencia de un yo deseado, es decir, de un eje sobre el que se pueden articular los fragmentos dispersos de la experiencia. Pero esta salvación es provisoria ya que el yo, tarde o temprano, volverá a enfrentarse con el Otro.

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Faruru: un proyecto para todos los gustos La capacidad de soñar está presente también en Tierra de nadie, ese universo de no lugares y de subjetividades atenuadas. La idea del viaje a la isla exótica de Faruru es el único elemento que pertenece al mundo interior de los personajes –la imaginación– al que tiene acceso el lector. En realidad, se trata de un ensueño compartido, que parte de Aránzuru y se transmite a los demás personajes de la barra. Por medio de la palabra, esta utopía irrumpe en medio de esa ciudad llena de no lugares y en la que circulan innumerables personajes. Igual que Tahití o Marrakech, el nombre de Faruru tiene el poder de hacer soñar, de activar la imaginación. La médiation qui établit le lien des individus à leur entourage dans l’espace du non-lieu passe par des mots, voire par des textes. Nous savons tout d’abord qu’il y a des mots qui font image ou plutôt images: l’imagination de chacun de ceux qui ne sont jamais allés à Tahiti ou Marrakech peut se donner libre cours à peine ces noms lus ou entendus (Augé 1992: 119, 120).

Tan sólo el nombre de la isla, pronunciado «así, con una efe de la garganta» (Tierra de nadie, p. 31), tiene el poder de atraer la atención de todo un círculo de personajes. Aparece por primera vez en el taller del viejo Num, a lo largo de una conversación con Aránzuru, en la penumbra, con las cortinas corridas. Num justifica la invención de esta isla con el objetivo de mantener vivas la alegría y la esperanza de su hija Nora. Sin embargo, el carácter irreal e ilusorio de ese lugar se insinúa varias veces en el relato, de manera que, para el lector, se trata desde el principio de otro no lugar, de una atopía. Como vimos, la casi totalidad de las escenas de Tierra de nadie ocurren en espacios interiores. La transparencia o la opacidad de las ventanas, debida a la suciedad de los cristales o a las cortinas corridas, se podría ver como una metáfora para ciertos estados de ánimo: en términos de una topografía psicológica, la transparencia señalaría un contacto posible con el mundo exterior mientras que la opacidad señalaría lo contrario, el aislamiento y la introversión. «Atrás de la cortina y su moña roja estaba la ciudad. Tres millones de personas. Y, sin embargo, una vez al día, era forzoso oler un aire de provincias, lento y sin madurez» (Tierra de nadie, p. 41). Este juego de espacios, ventanas y cristales tiene un papel evidente en los encuentros entre Aránzuru y el embalsamador. Las observaciones sobre el estado de las ventanas en el taller de Num preceden su conversación sobre Faruru: hay que mantener las cortinas corridas para que la luz no destruya los animales embalsamados.

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Num, de hecho, observa la posición de Aránzuru: «Usted se sienta en la ventana. Así está con las cosas afuera, y también está adentro. Los vaporcitos y los pájaros. Tiene las dos cosas» (Tierra de nadie, p. 29). Aránzuru vacila entre el mundo interior y el exterior: el primero es un mundo privado, lleno de creaciones imaginarias, simbolizadas por las criaturas embalsamadas de Num; mientras que el segundo es el espacio público, visible por la ventana, espacio de las experiencias compartidas con los demás. Num pone a Aránzuru ante el dilema: «Afuera o adentro, ¿eh? Me gustaría saber qué piensa hacer». Éste mira por la ventana, perplejo ante esta pregunta y finalmente a pesar de la pérdida y el aislamiento que esto implica, corre las cortinas y se dirige hacia el interior del cuarto. La decisión está tomada, de eso no cabe duda. Como observa Millington, el alejamiento de la ventana y la vuelta al espacio sombrío del interior equivale a la aceptación del proyecto utópico de la huida a la isla y el abandono de la ciudad. «Aránzuru se había levantado, y se apoyó en la ventana. Se puso a fumar mirando el río. Una luz brillaba solitaria en la orilla. Algo iba a perderse para siempre. “Ya estaba bastante solo”. Se vio soplando el humo con fuerza» (Tierra de nadie, p. 30). A partir de ese momento, la misión de Aránzuru es propagar el mito de la isla, cuyo nombre basta para darle el prestigio resplandeciente de las pinturas de Gauguin. Intenta implantar en la gente de la barra el entusiasmo por el viaje. Violeta, Larsen, Rolanda y Nora se implicarán en el proyecto. Violeta, no habiendo podido encontrar la felicidad al lado de Semitern ni de Mauricio, ni de otros hombres, en el momento más inesperado, cuando el mismo Aránzuru abandona la idea, termina creyendo que la isla imaginaria existe. Pero para ella se trata sólo de una escapada turística. Para ella, la isla es otro no lugar, en el sentido del cliché y de la utopía banalizada. La imagen de Violeta vestida de javanesa en su apartamento ilustra bien un exotismo parodiado. Para Larsen, esta propuesta de fuga es nada más que otra versión de un viaje de negocios. Rolanda, que estaría dispuesta a acompañarlo, llega demasiado tarde, cuando la posibilidad del viaje ha quedado excluida. Entonces Aránzuru le ofrece una alternativa banal: «Tengo que irme a fin de mes. Un asunto de cooperativas en el Norte. Quiero saber si vamos juntos o si voy solo» (Tierra de nadie, p. 215). A lo largo del relato, este ensueño, adaptable a todos los gustos, padece una degradación significativa y termina siendo el símbolo de una fuga fallida. El sueño colectivo convertido en sueño mutilado; el mito que se banaliza y termina en un tipo de farsa, una historia kitsch que los personajes se cuentan para pasar el tiempo. «Bueno, ya estoy vestido como el más cretino de

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los porteños elegantes. Faruru, Tahití, las islas Marquesas y la gente seguirá apretándose en el asfalto o reventando en los bombardeos. Me voy a llevar un taparrabo, nada más que un taparrabo» (Tierra de nadie, p. 178). El intento de un ensueño común cae entonces en el vacío. Faruru, Tahití y las islas Marquesas están ahí como promesas o mundos aparte. Y también como símbolos precarios de una vida fuera de la sociedad, convertidos en clichés, afiches que hacen publicidad de un mar transparente y una arena blanca: un exotismo que se vende bien en el ambiente urbano. Como observa Augé, estos sitios adquieren su existencia como polo opuesto de un aquí. Inauguran una realidad lingüística que reúne la cotidianeidad carente de encanto con el ailleurs, ese espacio en el que supuestamente se preserva el mito. Certains lieux n’existent que par les mots qui les évoquent, non-lieux en ce sens ou plutôt lieux imaginaires, utopies banales, clichés. Ils sont le contraire du non-lieu selon Michel de Certeau, le contraire du lieu-dit (dont on ne sait, presque jamais, qui l’a nommé et ce qu’il dit). Le mot, ici, ne creuse pas un écart entre la fonctionnalité quotidienne et le mythe perdu: il crée l’image, produit le mythe et du même coup le fait fonctionner (Augé 1992: 119-120).

El embalsamador desaparece un día sin previo aviso y con él se desvanecen también las indicaciones para la realización del viaje. «Ahora sí, ya no hay nada que hacer, ya no hay nada donde ir. El viejo tenía la isla y se murieron juntos» (Tierra de nadie, p. 212). Aránzuru tiene conciencia de que no puede ir a ningún lado y de su absoluta soledad. «Ya no había isla para dormir en toda la vieja tierra, ni amigos ni mujeres para acompañarse» (Tierra de nadie, p. 216). Sin embargo, no puede elaborar su frustración ni aceptar la inmovilidad como único destino ni encontrar la paz «como si acabara, por fin, de llegar a alguna parte» (Tierra de nadie, p. 212). Ante la imposibilidad de realizar su proyecto de viaje a la isla, Aránzuru toma un camino distinto del héroe de El pozo. No se encierra en un espacio interior propio con el objetivo de preservarse. Al contrario, aunque enfrentado las mismas problemáticas que Linacero –el yo y el otro, el interior y el exterior–, se expone a la exterioridad. En el momento crucial, en que la fuga del mundo resulta imposible, Aránzuru se confronta a la ciudad y a la alteridad del mundo. Reconoce los efectos de las fuerzas que no puede ni excluir ni controlar por medio de la acción, los efectos de lo que llamaríamos, utilizando otra vez una expresión de Lacan, el estatuto objetivo del sujeto –su inmersión en el universo del lenguaje, de los roles sociales y de las instituciones y su construcción a partir de estas experiencias–. En su esfuerzo por confrontarse con el mundo exterior –el dominio de lo público–, Aránzuru dirige

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su mirada hacia el río y da la espalda a la ciudad: «Aránzuru tenía la ciudad a sus espaldas; estaba inmóvil frente al río, solo en el centro del enorme círculo que encerraba el horizonte» (Tierra de nadie, p. 213). Tierra de nadie enfatiza la fragmentación del mundo exterior y la imposibilidad de negarla o compensarla con un mundo ideal compartido por una comunidad. Aránzuru, situado cuidadosamente en el medio de estos fragmentos surge como el sujeto potencialmente soberano (the would-be sovereign subject), a pesar de su incapacidad de prever o controlar el mundo externo.

Los límites de la evasión dentro de la ciudad Ante las opciones de espacio que proponen El pozo y Tierra de nadie, los cuentos representan una serie de soluciones intermedias: la posibilidad de instalar un diálogo entre la experiencia y el ensueño, es decir, pequeñas evasiones provisorias, pero siempre bajo la condición de una vuelta al aquí y ahora. Las mentiras de Baldi forman parte de la realidad urbana y los itinerarios imaginados por Suaid, también; pero soñar en medio de la ciudad es algo precario y frágil ya que la nube del ensueño se puede disipar en cualquier momento. Al contrario de Linacero, Suaid y Baldi tienen, después de todo, un comportamiento que calificaríamos de «razonable», propio de los adultos. Su yo imaginado progresivamente se desvanece y al final se quedan solos con su yo ordinario. «While both Baldi and Suaid appear to include a strong adolescent element in their fantasies, what is adult about them is that they are both left with their familiar selves at the end of the stories: the Imaginary other is not sustained» (Millington 1993: 14). Suaid tiene una hiperactividad imaginativa, pero sus evasiones (Alaska, Jack London, la costa de Yukón, Alejandro el Gran Duque Iván) pertenecen a Buenos Aires, es decir, son provocadas por las imágenes que él ve a lo largo de su paseo por la ciudad. Algo parecido ocurre con las fabulaciones de Baldi: están condicionadas por la presencia de la mujer desconocida. Buenos Aires se eleva al rango de una ciudad cosmopolita que aloja y tolera la actividad imaginativa y Suaid vive plenamente su situación de habitante metropolitano, dejándose llevar por los ensueños que le causa el espacio urbano. Sus fugas de la realidad son provisorias y su regreso al punto geográfico de partida coincide con su vuelta a la identidad convencional. Al final de su trayecto, Suaid vuelve a la avenida de Mayo, pasando por la calle Florida, que esta vez es una calle «desierta de ensueños». La barrera de indiferencia que protegía al personaje del mundo externo y que le permitía un contacto selec-

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tivo con los numerosos estímulos del mundo externo se cae y así él aterriza en la realidad. «Ahora caían las costras de indiferencia que protegieran su inquietud y el mundo exterior comenzaba a llegar hasta él. Sin necesidad de pensarlo, inició el retroceso por Florida» (Cuentos completos, p. 31). Si es verdad que la experiencia inmediata del mundo moderno –universo sin coherencia, en mutación continua– se parece a un bombardeo de impresiones sensuales que llevan a la desorientación del sujeto, es verdad también que éste no puede existir fuera de este universo. Aprendió a no vivir en la inmediatez del presente sino en un mundo de sombras proyectadas alrededor de él en todo momento, hechas de papel o de celuloide: el universo mágico de las publicidades, las informaciones, las películas. Para el habitante de las metrópolis mundiales, los más intensos momentos de la vida, son los que vive por intermedio del papel, cuyo ruido es el trasfondo sonoro principal, junto con el gemido de las máquinas: el incidente publicado en el diario, el drama en la pantalla, la palabra descarnada del anunciador en la radio componen un mundo de «saber sobre» (knowledge about) y no de «contacto con» (acquaintance with) y lo verdadero se convierte en sinónimo de lo visible (Mumford 1977 [1938]: 255-258). Así, Suaid sigue viviendo en el presente, conciliado con su identidad inicial y sin un deseo suficientemente profundo de ser otro. Pero su presente queda en parte vacío de inmediatez, ya que lo ocupan varios ailleurs comerciales. Las fugas imaginarias de Baldi se dirigen hacia diversas latitudes geográficas –norte, sur– y siempre condicionadas por las reacciones posibles de la mujer que lo escucha («¿qué cara pondría la mujer si él saltara sobre las maderas?»). Cada una de sus evasiones se asocia a una identidad distinta, cada espacio aloja a un yo imaginario diferente. Pero Baldi también vuelve al conformismo de su identidad inicial de la que no se puede liberar: «Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo que contaba historias a las Bovary de la plaza Congreso […]. Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza, pesada de bolsas o maderas» (Cuentos completos, p. 53). En «Esbjerg en la costa», Kirsten no llega a pisar la tierra de su infancia más allá del océano y se conforma con los paseos repetitivos al puerto como si se tratara de un ritual. […] le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos de los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol con un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único aún mezclado con los otros olores de los bosques (Cuentos completos, p. 158).

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Detrás de las descripciones de la patria lejana de Kirsten, Montes llega a sentir las vibraciones de un aspecto desconocido de la mujer. El viaje de vuelta a Europa se convierte en símbolo de un desplazamiento hacia la otra orilla, en la que se habla una lengua desconocida, más cercana al mundo de las emociones. Kirsten volvió a hablarle de Dinamarca. En realidad no era Dinamarca; sólo una parte del país, un pedazo muy chico de tierra donde ella había nacido, había aprendido un lenguaje, donde había estado bailando por primera vez con un hombre y había visto morir a alguien que quería. Era un lugar que ella había perdido como se pierde una cosa, y sin poder olvidarlo (Cuentos completos, p. 159).

Más que de un país concreto, el deseo de Kirsten es el de volver a un sitio que mantenga vivas las huellas de la vida emocional, de los momentos iniciáticos de la vida humana. Es el territorio de la ternura, perdido para siempre pero vivo en la memoria. Fragmento de espacio en el tiempo o de tiempo en el espacio, el pasado cronológico y psíquico de Kirsten ha quedado muy lejos. El lugar de la evasión se constituye, en este cuento, a partir de la memoria y la experiencia del pasado. Aunque menos fantástico que el Alaska de Suaid o el Far West de Baldi, se trata siempre de un lugar idealizado e inaccesible.

La evasión mediante los desplazamientos Además de los intentos de evadirse de la realidad inmediata por medio del ensueño, a veces, los personajes onettianos emprenden viajes hacia lugares fuera de la ciudad, pero cercanos; otras hacia la playa y el campo, lugares opuestos a la ciudad y por eso idealizados. A veces, se añora la vuelta a la ciudad, a menudo, después de una larga ausencia.

Fuera pero cerca de la ciudad Aránzuru se retira a menudo a un sitio llamado «el molino de la alemana» (cuyo nombre hace referencia a una novela policial, como explican los demás personajes de Tierra de nadie), una choza en los alrededores de Buenos Aires, fruto de sus esfuerzos por alejarse de la ciudad y la civilización moderna que representa. Ahí encuentran refugio también otros personajes de la barra. El paraíso es sencillo, sencillo, sencillo… El rancho perdido y la naturaleza, grandes letras con el lomo hinchado. Pero Mauri: ¿qué corno hago yo con eso?

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El arroyo y los arbolitos. Un paraíso sencillo, el paraíso, Nuestro Señor Dios. Yo estaba allí, y no tenía nada en el alma, vacío (Tierra de nadie, p. 56).

Éstas son las palabras de Casal a Llarvi y a Mauricio un día que se encuentran ahí. Este sitio representa para ellos lo opuesto del universo complicado y corrompido de la metrópoli. Es «una choza del fin del mundo» –que, por supuesto, recuerda la cabaña de troncos de El pozo. El alejamiento –y el aislamiento consecutivo– se ve entonces como un gesto de salvación. Sin embargo, la pregunta que se plantean los personajes es: «¿aislarse de qué?», puesto que el aislamiento es ya un hecho en la gran ciudad en medio de la multitud. La choza de Aránzuru remite también a esa otra choza, la del Astrólogo, igualmente situada en las cercanías de Buenos Aires, otro sitio de encuentro para los que conspiran contra la ciudad. Con una diferencia: en vez de figuras grotescas, personajes del lumpen y el discurso confusionista y destructivista de la banda de Los siete locos, aquí estamos ante varios representantes de la clase media –abogados, artistas– confortablemente instalados en sus vidas aburridas, que se pasan el tiempo en conversaciones sobre todo a propósito del arte y los avatares del destino de artista dividido entre la necesidad de vivir dentro y a la vez fuera de la civilización, dentro y fuera de la sociedad. Casal, pintor él mismo, habla de la incapacidad de llegar a la plenitud artística y la imposibilidad de pensar el arte como algo que no sea consumo u ornamentación. La figura de Gaugin es para Casal lo que es para Aránzuru la isla de Faruru, símbolo de evasión hacia lo primitivo en cuanto modo de acercarse a lo auténtico. Como para Aránzuru, para Casal también la salvación y la liberación son condicionadas por un alejamiento físico de la vida pequeñoburguesa convencional: la autenticidad de la vida es la autenticidad del arte. Lo bárbaro, lo primitivo, lo negro son valores que se oponen a la civilización, vista como un estado de decadencia y falta de vitalidad. La problemática se reduce, después de todo, a una oposición entre lo auténtico y lo falso y la afirmación de que la búsqueda de autenticidad implica romper con la civilización entendida ésta como la sociedad urbana, un razonamiento común para todos los personajes reunidos en esa casa de campo que se convierte en símbolo de una escapada provisoria del mundo civilizado. Otro intento de romper con el mundo civilizado es el viaje de Aránzuru con una prostituta, alternativamente llamada Catalina o Katy. Liberado de su identidad convencional de abogado, Aránzuru huye a una pequeña ciudad argentina de provincias, en compañía de esta mujer que lo mantiene. Se trata esta vez de buscar la autenticidad en los márgenes dejando de lado los códigos sociales y morales de la sociedad. El objetivo del viaje transforma esa

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insignificante y miserable ciudad provincial en una especie de lugar utópico que puede ofrecer al personaje la ocasión de ser otro. De la misma manera que Linacero trata de compensar su falta de libertad por medio de substitutos, Aránzuru sustituye el viaje ya imposible a Faruru con ese otro viaje a la provincia. Como observa C. Freyre, la perversión es un tipo de transgresión, un sustituto de la libertad, que provisoriamente ofrece al personaje la impresión de una victoria o de una venganza contra este mundo y la imposibilidad de cambiarlo (Freyre 1989: 25). Sin embargo, la integración de Aránzuru al universo de la prostituta es algo que resulta muy difícil. Ésta no tarda en descubrir la verdadera identidad de su pareja: a pesar de haber dejado atrás su oficina de abogado, Aránzuru lleva consigo varios de sus documentos que traicionan su identidad socioprofesional. Este hecho lo devuelve brutalmente al mundo de los hechos reales, a la identidad y la clase social de las que quiso escapar en vano. Se dirige entonces de nuevo hacia la estación de tren y vuelve a Buenos Aires. Se alejó de la ventanilla. Un hombre de azul entraba por los portones arrastrando una zorra. Un ómnibus pasaba vacío por la plaza. Contempló la mano que sostenía el cigarrillo. Estaba sucia, con los nudillos hinchados y las uñas rotas y negras. Bostezó, mirando siempre la mano, como si no fuera suya, oscura y encogida frente a sus ojos como un animal enfermo (Tierra de nadie, p. 152).

En sus manos quedan grabadas las huellas del espacio exterior desolado y degradado, que Aránzuru observa mientras espera el tren. Hacia la playa y el campo En los cuentos titulados «Convalecencia» y «Excursión» aparece un contraste de tipo binario entre la ciudad, lugar de angustia y de frustración, y el campo, lugar de reposo y felicidad. La ciudad y la no-ciudad aparecen como dos espacios separados e incomunicados. La particularidad de estos dos cuentos es que el ailleurs no es objeto de un proyecto futuro, sino que los personajes lo disfrutan en tiempo presente. Esta estructura contrasta con la tendencia que en su mayoría caracteriza la actitud de los personajes onettianos: su insatisfacción del presente y el hecho de soñar con una posible fuga hacia otras localidades y temporalidades. En «Convalecencia» el aquí y ahora es la playa y el más allá la ciudad. Sin embargo, el punto de vista es el de alguien que viene de allá (la protagonista tiene la mirada de un habitante de la ciudad que provisoriamente ha dejado atrás y a la que volverá pronto). La playa es un lugar asociado a experiencias

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extraordinarias, la promesa de su cumplimiento y también a la felicidad de la vida familiar: en la playa aparecen, a veces, jóvenes muchachas llenas de alegría y, otras, una familia con niños. La salud de la protagonista depende de su estancia en ese lugar donde se siente libre y bien. Su vuelta a la ciudad es sinónimo de su vuelta a la enfermedad. Desde el coche, yendo a la estación, derrumbada entre maletas, busqué el pedazo de playa donde había vivido. La arena, los colores amigos, la dicha; todo estaba hundido bajo un agua sucia y espumante. Recuerdo haber tenido la sensación de que mi rostro envejecía rápidamente, mientras, sordo y cauteloso, el dolor de la enfermedad volvía a morderme el cuerpo (Cuentos completos, p. 101).

Estos dos espacios representan dos experiencias distintas, dos universos separados que se autoexcluyen. Es una estructura que corresponde a la imagen que se hace el personaje de su propia vida y situación, directamente vinculada a la cuestión de la identidad, a esa preocupación frecuente en los personajes onettianos por ser el otro imaginado (Millington 1993: 16). Sin embargo, en este cuento no hay nada que señale un esfuerzo activo para luchar contra esta vida insoportable en la ciudad. Los días de vacaciones en la playa son entonces una escapada sin futuro, otra de las tantas evasiones onettianas que no llevan a ningún lado. El personaje tendrá, de todas maneras, que volver a la ciudad. –Hola. Estaba dormida, ¿eh? Bien, distinguida y apreciada señorita… Sucede que… la carta de hoy… Ultimátum, damisela. Inaplazable. Se da el plazo para telefonear hasta la una. […] Le debe quedar una media hora de plazo. Estoy seguro que se va a arrepentir. De todos modos ya está curada. Día más o menos tendrá que volver («Convalecencia», en Cuentos completos, p. 100).

A este mismo registro de los obstáculos que impiden la integración de un habitante urbano a la naturaleza, pertenece el cuento «Excursión». Jasón busca refugio en la naturaleza, intenta encontrar la verdadera vida y «romper con su vida estúpida y sin color», pero le resulta imposible incorporarse en el aquí y ahora de ese lindo día de campo. «Ésta era la vida. Todo lo demás, mentira. Monstruosa mentira la civilización, la falsa y sórdida civilización de los mercaderes» (Cuentos completos, p. 58). Estas reflexiones hablan de la miseria inherente a la ciudad, observada desde la distancia que el personaje ha tomado de ella. Mentira los edificios grotescos con el guiño de los sangrientos letreros luminosos. Mentira la superficie pulida de las calles. Mentira los trenes veloces y trepidantes. Mentira las fábricas de chimeneas audaces, ensuciando día y no-

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che los arrabales. Mentira las máquinas brillantes, mostrando con impudicia sus entrañas de acero […] En la ciudad no se vivía, se producía dinero, se ganaba dinero, se compraba, se vendía… La verdad estaba allí, en la naturaleza (Cuentos completos, p. 58).

Aquí también, la vuelta va asociada a la miseria, la enfermedad, el estancamiento y la falta de autenticidad. Sin embargo, al intentar comunicarse con un desconocido que sí forma parte del aquí y ahora del lindo día de campo, espacio virgen y sano, Jasón fracasa. El otro desconfía de él: «El hombre había desconfiado; posiblemente por culpa de su traje. En realidad, lo había echado como a un perro; y acaso tuviera razón. Él vestía como los otros» (Cuentos completos, p. 62). Jasón está vestido como los otros, la gente de la ciudad y, a diferencia de lo que se imaginaba, no se puede liberar de su apariencia en medio de la naturaleza. Lleva y llevará para siempre en él las huellas de la ciudad castradora.

Volver a la ciudad mitificada Los papeles se invierten y la ciudad aparece como objeto de sueño en «Un sueño realizado» y «El obstáculo». En estos dos cuentos los personajes se encuentran fuera de Buenos Aires que, por una vez, se presenta con dimensiones míticas. En «El obstáculo» (La Nación 1935), es un espacio asociado a la realización de proyectos, la libertad, un mundo soñado: los personajes son adolescentes encerrados en una institución correccional de las afueras y su objetivo es huir para volver a la ciudad. El narrador cuenta cómo Negro, encerrado en esa escuela durante los últimos diez años de su vida, sufrió un proceso psicológico que lo llevó a la mitificación de Buenos Aires, ciudad sagrada para él ya que representa el lugar perdido de los orígenes. Aquí, el proyecto de evasión toma una dirección contraria.19 La vuelta a la ciudad es la vuelta a la identidad perdida y el espacio deseado de la ciudad se presenta como indefinido e idealizado, ya que la visión que tiene el Negro de Buenos Aires es un collage de recuerdos fragmentados de su infancia y de los relatos transmitidos por sus compañeros o los diarios. Aunque esta última imagen, comunicada por los compañeros y los diarios, es muy diferente de la que tiene de su infancia, ejerce una seducción sobre él. 19 «“Obstáculo” apparently reverses this repeated structure of evasion of the city into an exotic and rural other» (Millington 1993: 15).

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Las palabras de Michel de Certeau adquieren, en este caso, un valor más que metafórico: «pratiquer l’espace» dice, es «repérer l’expérience jubilatoire et silencieuse de l’enfance: c’est, dans le lieu, être autre et passer à l’autre» (De Certeau 1990: 164). M. Augé continúa esta idea y, a propósito de la forma de vivir el espacio que establece la infancia, escribe: L’expérience jubilatoire et silencieuse de l’enfance, c’est l’expérience du premier voyage, de la naissance comme expérience primordiale de la différenciation, de la reconnaissance de soi comme soi et comme autre, qui réitèrent celles de la marche comme première pratique de l’espace et du miroir comme première identification à l’image de soi (Augé 1992: 107).

La noche en la que el grupo de amigos tenía previsto escapar, ocurre algo imprevisible: otro amigo se está muriendo. Este acontecimiento se podría ver como el obstáculo al que hace alusión el título. Negro se encuentra de repente frente a la muerte y esta experiencia lo perturba y no lo deja participar en la operación colectiva de fuga clandestina hacia la ciudad.20 Según nuestra interpretación, este obstáculo aparente es secundario y se suma a otro, interior, preexistente y más profundo: la duda primordial de Negro con respecto a su capacidad de emprender la fuga hacia la ciudad. Porque detrás del nombre estaban el bajo de Flores, los diarios vendidos en la plaza, la esquina del banco Español, el primer cigarrillo y el primer hurto en el almacén. Estaba la infancia, ni triste ni alegre, pero con una fisonomía inconfundible de vida distinta, extraña, que no podía entenderse del todo ahora (Cuentos completos, p. 38).

Detrás del nombre de la ciudad está la infancia, ese «algo» que tiene otra cara, un universo extraño que como otra realidad, de soslayo, entrecorta y altera el presente. Pero, al mismo tiempo, existe la imagen del Buenos Aires actual, que no tiene nada que ver con sus recuerdos de allá: «Pero también estaba el Buenos Aires que habían hecho los relatos de los muchachos y los empleados, las fotografías de los pesados diarios de los domingos. Las canchas de fútbol, la música de los salones de tiro al blanco en Leandro Alem […]» (Cuentos completos, p. 39). 20 Pavón observa que «la noche que decide realizar tal aventura, en compañía de otros jóvenes, surge un obstáculo insalvable para el Negro; el estado moribundo de un –¿amante?– compañero. El autor enfrenta al joven con la muerte y la experiencia es desequilibradora, tanto que más tarde cometerá un asesinato con tal de fugarse del plantel» (1977: 79).

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Negro no puede conciliar las dos imágenes que parecen incompatibles entre sí. «No podía juntar las imágenes, comprender que la ciudad contenía ambas cosas» (Cuentos completos, p. 38). Esta ciudad ya no es el lugar de la inocencia y de la ternura, sino el de la obscuridad, los bajos fondos y la perversión. En este cuento, el acto transgresor –el crimen– no sustituye a la libertad, sino que es la condición para llegar a ella. La transición de Negro hacia su nueva identidad se lleva a cabo por medio de un crimen. En un momento insospechado, Negro asesina a un hombre desconocido. Pero antes de cometer ese acto, reconoce que: «Ahora todo estaba claro y sencillo; y aunque ni a sí mismo hubiera podido explicar la causa de su repentina dicha, sabía por fin qué era necesario hacer. Como si alguien, invisible en el quieto anochecer helado, le derramara la verdad en los oídos» (Cuentos completos, p. 45). Después de ese paradójico ritual de iniciación a la madurez, Negro puede abandonarse a la noche, realizar la huida hacia la ciudad, en un estado de felicidad salvaje. «Venía la noche […]. La gran noche incomprensible y secreta venía veloz en su busca y se deslizaba bajo su cuerpo incansable» (Cuentos completos, p. 45). Ya puede conquistarla y por fin apropiarse de ese espacio que lo esperaba desde hacía años y ahora ya no bajo la forma de recuerdos nostálgicos. Este sentimiento de atracción irresistible ¿no sería acaso el fondo común del terror, la aversión y el delirio que experimentan todos los que conspiran contra la ciudad? Si para conquistarla hay que conspirar contra ella, entonces la transgresión es sinónimo de una desesperada demanda de inclusión de todos aquellos que se sienten excluidos. Al principio del cuento «Un sueño realizado», el verbo «escapar» ilustra bien el punto de vista de Langman: para él Buenos Aires representa un lugar mejor, un espacio de salvación, si se lo compara con la ciudad provinciana en la cual se encuentra prisionero junto con su compañero Blanes. Ambos son directores de un teatro en decadencia. «No quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires» (Cuentos completos, p. 104). La metrópoli es el único lugar donde se puede seguir creando y realizando los sueños. La imagen soñada y realizada más tarde en la escena de ese teatro, como lo pidió la desconocida cincuentona medio loca, incluye la representación de un espacio que obviamente es urbano. […] hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre

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cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio (Cuentos completos, pp. 107-108).

La mujer señala que se trata de un espacio urbanizado y los objetos en la escena están organizados de tal manera que dan la impresión de un fragmento de gran ciudad. En la escena hay casas y aceras pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar una impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. […] En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomate en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella (Cuentos completos, p. 111).

Diríamos entonces que la verdadera evasión, al contrario de «Esbjerg en la costa» y de «Convalecencia», consiste aquí en vivir una escena soñada en una ciudad soñada; o, más concretamente, en el marco de la representación teatral de la ciudad soñada (vivir un momento hipotético en una ciudad hipotética). Sin embargo, esta ciudad soñada es un sitio indeterminado que no presenta nada que pueda darle especificidad y diferenciarlo de una ciudad ordinaria, una ciudad cualquiera: una mujer, un hombre, una jarra de cerveza, aceras y una calle. Única particularidad: esta escena incluye indicios de una emoción perdida que la mujer quisiera recuperar: «Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza» (p. 111). La fuga está asociada a un regreso al pasado, a la ternura y la simplicidad. El fragmento de la ciudad imaginada y representada corresponde más bien a un fragmento, no de espacio, sino de tiempo: el tiempo de la felicidad. La estructura circular de «Un sueño realizado» se podría ver como una metáfora del destino de todos los personajes onettianos, esos espectadores solitarios de la vida: el momento de la satisfacción absoluta, que trae la inevitable muerte del yo, es el momento en que el yo llega a contemplar, en la escena de lo real, sus ensueños realizados. Ya no hay lugar… Antes de cerrar este trabajo que empieza con la experiencia de la ciudad y llega hasta su más allá, quisiéramos reconsiderar los caminos que toman los distintos personajes para escapar de su tiempo y espacio presentes.

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En Los siete locos y Los lanzallamas, la rebelión en el ámbito individual degenera en un acto de transgresión común. La ambición de dar sentido a una vida que no lo tiene lleva a la realización de profundos deseos destructivos que, a su vez, llevan a la aphanisis del sujeto y su autoeliminación concreta. La voluntad de romper con el anonimato de la vida urbana se limita en la aparición del nombre de Erdosain en una página de diario, como autor de un crimen escandaloso, repugnante y ordinario. En este sentido, la rebelión es una evasión degradada, una perversa aceptación de la imposibilidad de cambiar el mundo. Y, más allá, la pérdida de toda orientación, la muerte de Dios, la desaparición del profeta –ese fabulador que sabía devolver al mundo su dimensión mítica por medio de la confusión– culmina con la apoteosis de un simulador vulgar: Barsut recupera el sitio tanto de Dios como del profeta y se convierte en el centro de interés de este mundo despistado protagonizando una nueva puesta en escena de lo real: el rodaje de la película El drama de Temperley. El repertorio de las distintas tentativas de redención no se agota aquí. Onetti propone la evasión por medio de la introversión, según varios modelos. Los artificios del imaginario forman un núcleo que puede salvar al yo de la dispersión que le inflige el mundo de la experiencia. Ante la incoherencia y la discontinuidad del mundo real, los ensueños superponen un yo unitario y coherente. Esta imagen especular, referencia fija de orientación, sirve de apoyo y de contrapunto al mundo fluctuante de la experiencia. Sin embargo, esta evasión hacia el interior es un signo de incapacidad y constituye indudablemente una retirada del espacio público y la concentración absoluta en el plan de lo privado. En cuanto a la evasión por medio de un proyecto compartido –Faruru, por ejemplo–, no es algo viable ni suficiente para crear complicidad y, más allá de ésta, una comunidad. La utopía colectiva se banaliza y al final fracasa. Una serie de sustitutos surgen de ahí, como la acción delictiva (en el caso de Aránzuru) o las interminables teorizaciones sobre la autenticidad de una vida fuera de la sociedad. Las evasiones temporarias que sugieren los cuentos de Onetti, sirven como paréntesis que sella la condición del homo urbanus: su inevitable vuelta al aquí y ahora de la ciudad, marcada por los múltiples ailleurs, a veces fabricados por los medios de comunicación masiva, otras por un mundo de ensueño, estrictamente privado y personal, otras a partir de la memoria de un pasado idealizado e irrecuperable.

A MODO DE CONCLUSIÓN

C’est en vain, ô Kublai magnanime, que je m’efforcerai de te décrire la ville de Zaïre aux bastions élevés. Je pourrais te dire de combien de marches sont faites les rues en escalier, de quelle forme sont les arcs de portiques, de quelles feuilles de zinc les toits sont recouverts; mais déjà je sais que ce serait ne rien te dire. Ce n’est pas de cela qu’est faite la ville, mais des relations entre les mesures de son espace et les événements de son passé. ITALO CALVINO, Les villes invisibles

Antes de finalizar este trabajo, retomamos el concepto de la ciudad análoga a partir de esta lectura paralela de las obras de Arlt y de Onetti. Recordamos que se trata de una composición hecha de imágenes libradas de la representación realista del referente. Como sugiere el fragmento citado de Las ciudades invisibles, hemos abordamos esa faceta oculta de la ciudad, resultado de las relaciones invisibles entre «las medidas de su espacio» y «los hechos de su pasado». Buenos Aires surge como la ciudad de los itinerarios sin sentido que captura a sus habitantes en una red de angustia. Erdosain, el Astrólogo, Linacero, Aránzuru, Suaid, Baldi, Kirsten, entre otros, estos personajes que no se pueden concebir fuera del mundo moderno urbanizado, son algunos de los nombres que pueblan el universo de caminantes solitarios, de soñadores y manipuladores de lo real en la narrativa urbana. Buenos Aires y Montevideo surgen como realidades con múltiples facetas, a veces con aspectos lúdicos; otras, grotescos, como lugares de estancamiento e, incluso, de terror. Tanto en Arlt como en Onetti, la ciudad se vive como un mundo atroz, difícilmente tolerable y, a menudo, asociado a la marginación, deliberada o casual. La realidad de la megalópoli aplasta a los individuos y es urgente buscar alternativas. En este contexto, la fabulación, el fraude y el ensueño son mecanismos que introducen en lo real partes de mundos alternativos, con el objetivo de restituir lo que falta. Hemos demostrado cómo Los siete locos y Los lanzallamas dejan al descubierto un sistema basado en la subjetividad hipertrofiada, en la fabulación y en la transgresión: la del orden establecido social, moral o mental y, sobre

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todo, la transgresión de los límites entre fábula y realidad. Actos como el asesinato de la Bizca y el suicidio de Erdosain resultan inútiles como formas de rebeldía y sólo expresan la impotencia. El pozo, Tierra de nadie y una parte de los cuentos, por otro lado, componen un universo regido por la fragmentación, tanto en el ámbito de la realidad objetiva como de la experiencia subjetiva de la ciudad moderna. La compensación se busca por medio del ensueño y de la evasión hacia el mundo interior del sujeto. En el marco de Los siete locos y Los lanzallamas, estas cuestiones surgen a propósito de un mundo objetivo cargado de energía y voluntad (y más aún, de vida, subjetividad, intencionalidad) que se anima, respira y conspira contra el sujeto. En el caso de El pozo, Tierra de nadie y los cuentos, la tendencia es a la inversa: hacia la objetivación de las relaciones humanas en la ciudad. Ésta se reduce a un conjunto de impresiones visuales y auditivas en un lugar vaciado de ánimo, sitio de tránsito, escenario de itinerarios sin importancia, lugar que dificulta o excluye el encuentro con el otro. Esta configuración nos induce a una reflexión sobre la ciudad como experiencia de un orden público o privado. Ambos sistemas, cada uno a su manera, plantean la cuestión de una tensión entre el individuo y su ambiente, entre lo exterior y lo interior, entre la ciudad y lo que se podría llamar la no-ciudad: la periferia, el campo, las provincias, la playa, u otros lugares lejanos símbolos de un exotismo vago y banal, como Faruru, Alaska, Patagonia… El espacio urbano, lugar de la vida en sociedad (Gesselschaft) se opone a otro modo de vida, el de la vida en comunidad (Gemeinschaft), propio de un orden premoderno, no urbanizado, espacial o temporalmente alejado del aquí y ahora de los personajes. La evasión funciona como el catalizador de este conflicto. Una de las consecuencias primordiales de tal perspectiva es el dilema naturaleza versus civilización y la reflexión acerca de la noción de civilización, tal y como ésta ha evolucionado durante la primera mitad del siglo XX en los grandes centros urbanos. Buenos Aires, entonces una de las metrópolis del mundo, carente de la tradición de las ciudades del viejo continente, es el terreno virgen que recibe y permite que crezcan sin impedimentos las semillas de la nueva civilización industrial –capitalista y secular–. Con este término designamos no sólo una sociedad que ha perdido la fe, sino, en un sentido más amplio, una sociedad basada en la inmanencia y no en la trascendencia. El egocentrismo materialista de los personajes onettianos revela una nueva dinámica de la vida social que tomó el camino de una vida pública vacía y de una vida privada desequilibrada. En El pozo surge una relación dialéctica entre la ciudad, vista como espacio geográfico y social generalizado, y el cuarto como el espacio privado del

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sujeto, de su memoria, imaginación y ensueño. La retracción del yo hacia el espacio privado es el indicio de la transformación de la ciudad, de la pérdida de su carácter público. Ésta se convierte en un espacio en el que los individuos están preocupados cada uno por su propia historia de vida y necesidades afectivas que aspiran a convertir en bases de interacción social. El sujeto solitario se proyecta en los demás por medio de un sistema de rupturas y oposiciones permanentes que acarrean su aislamiento progresivo, su inmersión en la noche y los espectros del mundo interior. Lo exterior se percibe como un universo inhóspito, decepcionante y degradado. La voluntad de deserción de la vida pública es paralela al sentimiento de una inserción fracasada: Linacero encarna una contradicción primordial, inherente al espacio urbano moderno de la era capitalista: la subjetividad individual, unidad indivisible e imposible de fusionar, nace y prospera en el mismo ambiente que sella su aniquilación. Cuando la industrialización capitalista aparece como un proceso irreversible y se pierde toda esperanza de retorno a las relaciones sociales basadas en modelos precapitalistas, una actitud frecuente en el ámbito colectivo es el arrepentimiento. A partir de ahí se desencadena un ciclo de reacciones relativas: el deseo de restituir lo que se considera como perdido, por medio de una vuelta hacia el pasado; o un apremio por orientarse hacia el futuro con una confianza ciega en la razón y en la técnica. En este caso, los medios que el progreso puso a disposición de los humanos, no necesariamente se utilizan para mejorar la sociedad, sino para anularla y destrozarla. Otra puede ser una actitud de dimisión e introversión, cuando la vuelta hacia atrás se ve como imposible y la marcha hacia el futuro se percibe como vana. Estas posiciones que evocan un trasfondo romántico suponen y producen, a la vez, determinadas hipótesis: lo real es insoportable porque está desmitificado, carece de mitos religiosos u otros. Es un universo cuantificado, regido por cálculos fríos, ya que la era industrial expulsó la imaginación y redujo la vida a una rutina sombría y monótona a tal punto que se llega a pensar en la mecanización de lo humano. Esta última idea vincula lo mecánico con lo demoníaco. Los lazos sociales están descompuestos y el silencio, el anonimato y la impersonalidad se viven como los males mayores de la civilización occidental. En un mundo en el que los objetos adquieren cada vez más importancia, la exaltación romántica de la subjetividad es una reacción contra la clasificación, contra el allanamiento y la asimilación del sujeto al mundo de los objetos. Éste es uno de los aspectos del proyecto arltiano. Los siete locos y Los lanzallamas ponen en escena un delirio subjetivo, el mundo visto a través del cristal deformador de una conciencia alterada, en

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las vísperas de una explosión. Plantean la cuestión de la rebeldía por parte de una subjetividad ultrajada y sofocada, representan también el triunfo de una imaginación proliferante y matricida que se alza contra los principios que la engendraron y, en primer lugar, contra la razón. La verdadera revolución está en la palabra subjetiva que se apodera de los objetos, atribuyéndoles una intencionalidad nueva, domesticándolos, sometiéndolos a los poderes del hombre que se convierte en otro dios. Tierra de nadie es su contraimagen, presenta un universo en el que sujetos y objetos, personajes y cosas, sentimientos y hechos se mezclan en el gran crisol de la reificación y dan como resultado un mundo inorgánico, silencioso y callado. En un extremo, entonces, Los siete locos y Los lanzallamas; en el otro, Tierra de nadie: por un lado, el suicidio de Erdosain en la primera página de los diarios, pequeña gloria provisoria; por otro, el suicidio silencioso de una prostituta sin nombre, de «la mujer de pelo amarillo», cuyo cuerpo público queda sin vida en la cama de una pensión cualquiera. Erdosain sale, provisionalmente, del anonimato al precio de la autodestrucción mientras que Mabel o Meibl, al morir, se mantiene en el anonimato igual que en vida, sólo un cuerpo de pelo amarillo, inmóvil, igual que el par de medias «Tax» con las que se ahorcó. En Los siete locos y Los lanzallamas las distintas partes de la ciudad se presentan como paisajes o antipaisajes, en el sentido de una provocación contra todo sentido convencional del mismo. Mientras que en los textos de Onetti, sobre todo en «Avenida de Mayo…» y Tierra de nadie, la noción de paisaje prácticamente no existe. No es porque esos textos carezcan de proyecto descriptivo, sino porque nunca se consolida un punto de vista determinado, propio de una subjetividad coherente. Llevada a sus extremos, esta tendencia da la impresión de una mirada invertida, no es el sujeto el que mira el objeto, sino éste que mira al sujeto. El tema en cuestión es pues quién mira a quién lo que, inevitablemente, lleva a una inversión de los papeles entre sujeto y objeto. El Astrólogo es el genio que concibió el magnífico proyecto de la remitificación del mundo, y sus proyectos confusos conciernen a los demás. Su misteriosa desaparición junto a Hipólita deja entrever la esperanza de un posible retorno, la posibilidad de una futura fecundación de la palabra. Por el contrario, Linacero inventa, por medio de sus ensueños, mundos que le conciernen a él y a nadie más, un repertorio de estados ideales cuyo eje central está en la unidad imaginada de un yo coherente, resistente a la dispersión que le impone el mundo de la experiencia. No obstante, al final se deja llevar por la noche, como perdido en el fondo oscuro de un pozo, hacia la nada, hacia un universo irremediablemente disperso que le resulta imposible de contro-

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lar. En ambos casos, la palabra queda suspendida, como una semilla que busca su terreno: las predicaciones del Astrólogo esperan su aplicación; las de Linacero, una posible publicación. Es pertinente preguntarse si la nueva fundación de la ciudad por medio de la palabra llevará al encuentro con el Otro, al redescubrimiento del tú y a la restauración del diálogo. El concepto de ciudad designa el espacio del encuentro por excelencia, el lugar privilegiado del Otro y en el que el yo juega a ser otro. A la inversa, la no-ciudad es todo lo que impide el juego, lo contrario de la alteridad –la familia, el hogar, la identidad (Barthes 1986)–. La ciudad en tanto construcción –y también la ciudad análoga en cuanto representación– es ante todo un símbolo en el sentido de un todo sintagmático y paradigmático, una organización de sentido, dotada de significaciones siempre abiertas y flexibles. Los significados de un primer nivel son significantes en un segundo nivel y viceversa. Estamos así ante una cadena infinita de metáforas: los primeros rascacielos, como las demás estructuras a gran escala y los edificios de alta densidad revelan el tipo de la vida social en el espacio, el hecho de que existe una tendencia, cada vez mayor, a despreciar los espacios públicos, a considerarlos inútiles y a vaciarlos de todo sentido. Vividos como lugares de paso y de tránsito, se los abandona para avanzar progresivamente hacia una visión intimista de la vida. La versión que ofrecen las descripciones arltianas de Buenos Aires hecha de metal y de vidrio, llena de grúas y gigantescas obras en construcción –más inspirada en el cine norteamericano y menos en la realidad argentina de los años veinte– es una metáfora profética. Utiliza las formas arquitectónicas para hablar de las evoluciones que afectan el conjunto de la realidad urbana como sistema humano. La disposición material de la ciudad invade el campo de relaciones sociales y produce en ella un efecto específico. La respuesta a la disolución definitiva del tejido de relaciones públicas en la gran ciudad del siglo XX es el deseo de privatizarla y la desesperada necesidad de refundarla a partir de la experiencia privada de calor humano y de intimidad. Por lo tanto, las pensiones anónimas, los rascacielos y los carteles luminosos, en Arlt y en Onetti, los cuchitriles de la zona industrial, las enormes obras, en Arlt, los carteles publicitarios, los semáforos y las avenidas ruidosas, en Onetti, son, no solamente agentes organizadores de la vida en la ciudad, sino también sus emblemas. Una ofensiva eventual contra estos objetos sería entonces una ofensiva simbólica contra el sistema de vida que esos objetos encarnan pues, como dice Baudrillard (2003), sólo la violencia simbólica puede generar singularidad. Cuando personas y objetos se funden en un todo indiferenciado dañar a aquéllas, que son como éstos, es también simbólico: es el caso de la violencia proclamada en Los lanzallamas que

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combina la magia –y la luz– blanca del cine con la magia –y la luz– negra del terrorismo. La barbarie generalizada que propone el grupo de la sociedad secreta es una experiencia del sinsentido, en un mundo cada vez más saturado de sentido, de finalidades y de eficacia. En términos de relación de fuerzas, una victoria contra este mundo insoportable no sería jamás posible. Por lo tanto se debe «déplacer la lutte dans la sphère symbolique, où la règle est celle du défi, de la réversion, de la surenchère», de tal manera que el sistema no pueda responder al desafío múltiple de la muerte, sino con una muerte igual o superior (Baudrillard 2003: 9). La barbarie gratuita de la sociedad secreta no está lejos del terrorismo contemporáneo, que demuestra una preferencia por los no lugares de las grandes ciudades. Como sugieren en varias ocasiones las reflexiones de Erdosain, el miedo de morir como víctimas de un ataque equivale al miedo de seguir viviendo en un sistema en el que personas y objetos tienen el mismo valor. La muerte de Erdosain no alcanza su objetivo simbólico; sólo es una más entre las múltiples noticias que difunden los medios, un nombre en un artículo de las páginas de la prensa amarilla. Este mismo sistema lleva a la glorificación de Barsut triunfalmente presente –y vivo– en el mundo del espectáculo, confirmación mayor de un sistema que permanece a salvo de rebeldías y revoluciones. Luis Gusmán afirma que Los siete locos y Los lanzallamas se podrían leer como un tratado sobre la búsqueda de Dios en la ciudad. La búsqueda de Dios se hace evocando la metafísica, la ciencia, la mística –discursos ya agotados para el habitante urbano moderno– hasta lo grotesco y la parodia: «todos los discursos residuales cohabitan entre sí» (Gusmán 2000: 9). El nuevo Dios será el que sepa actualizar y reunir todos los discursos residuales sin disimular su falta de vigor. Todo lo contrario, al demostrar que ningún discurso es válido, se autoproclamará nuevo autor/creador de una cosmogonía-ersatz que elevará al orden de lo mítico, lo que no lo es, y al orden de lo verdadero, lo que tampoco lo es: «Yo sé que no puede ser, pero hay que seguir como si fuera factible» (Los siete locos, p. 209). En este sentido, la actividad de inventar tiene un papel decisivo pues es el medio para restaurar milagrosamente la vida de lo muerto. El Astrólogo propone inventar un dios vivo que encarne el poder y el dinero. Para Erdosain, en cambio, ninguna teoría es satisfactoria. Busca a su dios por medio del crimen y así se aleja definitivamente de la comedia humana. En Onetti también, la muerte de Dios es una cuestión ineluctable. Dios ha muerto, es un hecho, nunca se dice de manera explícita, no hay intento de reemplazarlo y la búsqueda existencial toma otro camino. El centro de gravedad se desplaza: la cuestión de la fe en Dios es sustituida por la de la fe

A PARTIR Y MÁS ALLÁ DE LA EXPERIENCIA

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en un hombre y la metrópoli es la escena privilegiada en la que se despliega este cambio en todas sus dimensiones. Sería útil recordar, al final, cómo terminan todos estos personajes, héroes de historias solitarias de la ciudad castradora. Erdosain asesina a una adolescente ingenua y se suicida poco después. El Astrólogo desaparece misteriosamente. Eladio Linacero, agotado y cansado, se deja llevar por la noche. Aránzuru da la espalda a la ciudad, que sigue zumbando, y mira hacia el río. Llarvi se suicida. Kirsten termina ejecutando un ritual repetitivo, con precisión y devoción: las caminatas cotidianas por el puerto de Buenos Aires remplazan su libertad. Para Suaid y Baldi, los cambios de identidad resultan puro juego. Al final de sus paseos urbanos vuelven a la realidad, como lo haría un adulto razonable. El Negro se gana una nueva identidad por medio del crimen, antes de su inmersión en la noche urbana. Los personajes de «Convalecencia» y de «Excursión», contra su voluntad, se conforman con la vuelta a Buenos Aires, sitio de las mentes enfermas. Sólo la mujer de «Un sueño realizado» llega a la realización de su deseo: vivir, por un momento, la ciudad como un lugar idílico, un sitio que permite las emociones y donde el encuentro con el Otro todavía es posible. Pero lo hace únicamente dentro de un universo que exhibe su calidad de ficción. Desde la posición clave del espectador, del único espectador de teatro en el que se desarrolla la tragicomedia humana. En ese mundo horriblemente indiferenciado en el que las cosas y los seres se funden en un todo inerte, la heroína de este cuento llega a distinguir y a diferenciar, por lo tanto a dar existencia a, las formas de interacción humana en la ciudad. Pues existir es ante todo estar aparte, ex-istere,21 ser algo diferenciable en el seno de un todo indiferenciado.

21 Así define Cassirer el sentido del verbo existir: «C’est uniquement lorsqu’un contenu est déterminé spacialmente, lorsqu’il est arraché par la délimitation fixe de ses limites à la totalité indistincte de l’espace, qu’il acquiert sa propre configuration d’être: l’acte de mettre au dehors et de séparer, l’acte d’ex-istere, lui donne seul la forme de l’existence autonome» (1996 [1975]: 158).

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