Raza y política en Hispanoamérica 9783954879311

Esta obra analiza la diversidad de sentidos del término “raza” en el debate público iberoamericano. A través de estudios

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Spanish; Castilian Pages 386 [388] Year 2018

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Raza y política en Hispanoamérica
 9783954879311

Table of contents :
Contenido
A manera de presentación
Seríamos blancos y pudiéramos ser cubanos: raza, nación y gobierno en el Caribe hispano
Raza y construcción nacional. México, 1810-1910
Entre microscopios y crisoles. Raza y nación en el Sur
La raza como teoría viajante: discursos antropológicos a ambos lados del Atlántico a principios del siglo xx
Racismo, genocidio y nación: el dilema de América Central
El indigenismo mexicano: gestación y ocaso de un proyecto nacional
La racialización de un orden moral. “Sentidos comunes” en la Colombia de la primera mitad del siglo xx
Raza e inmigración: algunas reflexiones a partir del caso argentino
Nuestra raza y las otras. A propósito de la inmigración en el México revolucionario
Crear brasileños
Colaboradores

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Raza y política en Hispanoamérica

TIEMPO EMULADO Historia de América y España 58 La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität, München) Jorge Cañizares Esguerra (The University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México, México D. F.) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

Tomás Pérez Vejo y Pablo Yankelevich (coordinadores)

Raza y política en Hispanoamérica

BONILLA ARTIGAS EDITORES

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2018 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Bonilla Artigas Editores S. A. de C. V. Cerro Tres Marías número 354 Col. Campestre Churubusco, C. P. 04200 Ciudad de México. [email protected] www.libreriabonilla.com.mx © El Colegio de México Carretera Picacho Ajusco 20, Col. Ampliación Fuentes del Pedregal, C.P. 14110 Tlalpan, Ciudad de México Tel.: +52 55 54493000 ISBN 978-84-16922-44-4 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-931-1 (Ebook) Depósito legal: M-628-2018 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Ilustración de cubierta: Operários © Tarsila do Amaral, 1933 Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Contenido A manera de presentación.............................................................. 9 Seríamos blancos y pudiéramos ser cubanos: raza, nación y gobierno en el Caribe hispano José Antonio Piqueras........................................................................17 Raza y construcción nacional. México, 1810-1910 Tomás Pérez Vejo...............................................................................61 Entre microscopios y crisoles. Raza y nación en el Sur Patricia Funes..................................................................................101 La raza como teoría viajante: discursos antropológicos a ambos lados del Atlántico a principios del siglo xx Joshua Goode..................................................................................147 Racismo, genocidio y nación: el dilema de América Central Marta Elena Casaús Arzú................................................................175 El indigenismo mexicano: gestación y ocaso de un proyecto nacional Rodolfo Stavenhagen.......................................................................219

La racialización de un orden moral. “Sentidos comunes” en la Colombia de la primera mitad del siglo xx Marta Saade Granados.................................................................... 247 Raza e inmigración: algunas reflexiones a partir del caso argentino Fernando J. Devoto......................................................................... 279 Nuestra raza y las otras. A propósito de la inmigración en el México revolucionario Pablo Yankelevich............................................................................317 Crear brasileños Jeffrey Lesser.................................................................................... 355 Colaboradores............................................................................. 385

A manera de presentación

El papel de la raza en la vida política del mundo contemporáneo resulta complejo y contradictorio pero difícil de soslayar. Al margen de casos obvios como los varios genocidios de las primeras décadas del siglo xx, culminados con el Holocausto judío y continuados por otros más recientes en diferentes regiones del mundo, la raza ha estado presente de una u otra forma y con mayor o menor dramatismo en muchos de los procesos y debates políticos de la modernidad. Presencia paradójica si consideramos la pulsión igualitaria que aparentemente ésta tuvo desde sus orígenes ilustrados, culminada con la Revolución francesa y su Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen. No los derechos de un pueblo, una nación o una raza sino los del hombre abstracto, expresión de una humanidad que se quiere e imagina única. Una voluntad universalista que es, sin embargo, necesario matizar. Por un lado, porque la propia tradición ilustrada se muestra, respecto al problema de la raza, menos unívoca de lo que una primera aproximación podría hacer suponer; por otro, porque esta universalidad de la declaración de la Asamblea Nacional Constituyente francesa va a ser cuestionada desde muy pronto tanto por la contrarrevolución como por la propia tradición liberal-democrática hija de la revolución. La idea de una humanidad dividida naturalmente en razas con diferentes cualidades físicas, morales e intelectuales forma también

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parte del bagaje ilustrado, al menos con la misma fuerza y peso que el de una humanidad única. El influyente Linneo, sobre cuya relevancia en el pensamiento ilustrado nada mejor que la afirmación de Rousseau de que no conocía hombre más grande en la tierra, divide la humanidad en cuatro grandes razas, cada una con sus propias características físicas, morales y, para lo que aquí nos interesa, políticas. Así, mientras la raza blanca, Homo europeus, se rige por leyes, la amarilla, Homo asiaticus, lo hace por opiniones; la cobriza, Homo americanus, por la rutina; y la negra, Homo afer, por lo arbitrario. Parece obvio, a partir de esta clasificación, que sólo la raza blanca, la única regida por leyes, tenía derecho a una vida política civilizada y, en última instancia, al pleno ejercicio de sus derechos políticos. Problema al que, en el plano práctico, la propia Revolución francesa se vería muy pronto enfrentada, como antes la norteamericana, con la guerra de independencia en Haití y el reconocimiento de derechos políticos a los negros de la isla. Resuelto en un primer momento, en consonancia con los principios generales de la Declaración de 1789, el asunto fue rápidamente reconducido hacia una versión más restrictiva. Aunque aquí habría que considerar no sólo el problema de la raza sino el del nacimiento de nuevas formas de organización política de tipo colonial y el enfrentamiento entre los derechos de los individuos y los de los territorios. Nunca, en todo caso, la imaginería de la Revolución volvería a recrearse en la orgullosa imagen del Ciudadano Belley a la sombra de Raynal, pintado por Girodet en 1797. Ser ciudadano y de una raza distinta a la blanca se volvió, pasado el primer entusiasmo revolucionario, en algo que quizás podía ser posible pero no habitual ni, menos todavía, deseable. La evolución posterior, con el desarrollo de un nuevo tipo de racismo de raíz darwinista-spenceriana, no hizo sino agravar el problema dando argumentos para la supuesta existencia de razas superiores e inferiores, definidas a partir de los diferentes y supuestos estadios evolutivos en los que se encontraba cada raza, a las que se asignó derechos políticos diferenciados en función de esta escala evolutiva. Sin embargo, la objeción más radical a la universalidad de los derechos políticos en función de la raza, no vino del tronco cen-

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tral del pensamiento ilustrado sino de una extraña deriva de éste. En el contexto de desacralización ilustrada, la legitimación tradicional del poder, de marcado carácter religioso, acabó encarnando en un proceso tortuoso y de enorme complejidad: en la nación, entendida como una comunidad natural de raza, lengua y cultura. La nación como el único sujeto legítimo y deseable de la vida política. Este es el sermón que Herder, al fin un pastor protestante, predicaría a los pueblos de habla alemana a lo largo de las últimas décadas del siglo xviii y que cristalizaría en el romanticismo prolongando su influencia a lo largo de todo el siglo xix y buena parte del xx. Una idea, la de que la humanidad está dividida naturalmente en naciones, cada una con sus propias características étnico-culturales, permeó el pensamiento occidental desde fechas muy tempranas y no siempre desde la tradición revolucionaria, a pesar de la posterior identificación entre liberalismo y nacionalismo. Una de las críticas más tempranas y radicales a la universalidad de la vida política sería obra de un contrarrevolucionario francés de primera hora, Joseph de Maistre, quien se burlará de la ya citada declaración de la Asamblea Constituyente francesa afirmando que los revolucionarios de 1789 habían hecho una Constitución para el hombre, pero que él que había viajado por toda Europa, había encontrado franceses, alemanes, ingleses, y algunos decían que hasta existían los persas, venenosa alusión a Montesquieu y sus Lettres persanes, pero nunca al hombre del que hablaban los revolucionarios. La humanidad no era una, sino que estaba dividida en naciones, cada una con características y formas de ser únicas, plantas de la naturaleza las había llamado Herder, en cuya definición la raza tenía un papel fundamental y determinante. Unas naciones convertidas en sujeto único de ejercicio del poder, de los derechos y de la vida política en general. Será este extraño conglomerado romántico-liberal el que estará en la base de la forma de entender lo político durante la mayor parte del siglo xix y buena parte del xx y del que no se librarán ni siquiera los liberales más radicales, como el influyente Stuart Mill para quien el gobierno representativo sólo sería posible en comunidades con un sentimiento previo de nacionalidad, fuese éste consecuencia de la

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raza, la religión, la geografía, la lengua, una historia compartida o la suma de algunos de ellos, con la raza jugando un papel hegemónico. No es que la raza formase parte de la política, sino que era el fundamento de la política misma. En este contexto general de racialización de la vida pública y de los debates políticos, común al conjunto del mundo Atlántico, la América ibérica ofrece algunos rasgos sino peculiares sí diferenciados por su mayor intensidad. Sociedades, a diferencia de las del lado europeo del Atlántico, definidas por su carácter multirracial, blancos, indios, negros y las múltiples mezclas entre ellos, con las marcas de la diferenciación racial y social impresas en los rostros. No era lo mismo construir ciudadanos a partir de poblaciones cuya heterogeneidad era sólo jurídica, que hacerlo a partir de aquellas otras comunidades en las que a la diferencia jurídica se añadía la biología. Sociedades en las que, también a diferencia de las europeas, los debates migratorios fueron muy tempranos, coetáneos de hecho al de su formación como Estados-nación. Una especie de gigantesco laboratorio en el que se experimentaron y debatieron, antes que en ninguna otra parte del mundo algunos de los grandes temas del debate racial contemporáneo: las relaciones entre raza y nación, el reconocimiento de derechos políticos homogéneos a razas distintas, la convivencia de razas consideradas superiores e inferiores, la necesidad de políticas migratorias que privilegiasen a unos inmigrantes en detrimento de otros. Las respuestas fueron complejas, variables en el tiempo y el espacio y de consecuencias contradictorias. Si por un lado llevaron a una racialización extrema de la vida pública, con la raza como categoría de análisis y de percepción social prácticamente hasta nuestros días; por otro, condujo a uno de los más tempranos y generalizados reconocimientos de derechos políticos universales de todo el planeta. El objetivo de este libro, de acuerdo con esta complejidad, no es el de ofrecer una respuesta unívoca sino contribuir a la comprensión de las múltiples aristas de las relaciones entre raza y política en el espacio hispanoamericano. No se trata de un estudio general sino de análisis de casos concretos que permiten entender algunas de las principales variables en la relación entre raza y política.

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Desde mediados del siglo xix, a un mapa étnico dibujado sobre comunidades de blancos, indígenas y negros junto a vastas zonas mestizas; se sumaron corrientes migratorias de Europa, Medio Oriente y Asia, fue entonces que la incontenible mezcla agudizó las tensiones entre el clamor por un segregacionismo exclusivista y la utopía de la integración. La heterogeneidad étnica fue valorada como el principal escollo en la construcción de un nuevo orden político puesto que la nación, en tanto soporte de ese orden, resultaba amenazada por una amplia y compleja diversidad social y cultural. Los textos reunidos en este libro atienden a este problema para dar cuenta de proyectos y estrategias políticas, de debates en la opinión pública, de guerras y sistemas normativos, y de reflexiones e investigaciones que colocaron a la raza como la variable explicativa de las dificultades para cimentar una identidad nacional. La tarea de tejer imaginarios en torno a un pasado común, capaz de afianzar un relato nacional, fue un esfuerzo político que se inició apenas rotos los vínculos con España y Portugal en las primeras décadas del siglo xix y que continuó, con intensidades diversas, hasta bien entrada la pasada centuria. El peso de la negritud en Cuba y Brasil, así como la potente presencia indígena en México y el área andina obligaron al diseño de dispositivos para acortar la distancia entre la anómala diversidad racial hispanoamericana y un modelo ciudadano de matriz blanca y europea. La apuesta blanqueadora encaramada en los diversos proyectos inmigratorios que fomentaron las élites ilustradas, no siempre alcanzaron los resultados esperados. En la mayoría de los casos, los deseados flujos migratorios no pasaron de ser frágiles goteos incapaces de alterar de manera significativa la composición étnica de las poblaciones nacionales. Y en aquellas pocas sociedades donde fue mayor la potencia de esos flujos, los prejuicios sobre los países de origen y las propias condiciones sociales de los inmigrantes despertaron alertas sobre los peligros de una apuesta que había confiado demasiado en la potencia civilizadora de los extranjeros. La decena de ensayos que dan cuerpo a este libro revisan y contrastan experiencias nacionales y regionales a lo largo de los siglos xix y xx. De este modo, discursos racistas y prácticas políticas se abor-

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dan en los ejemplos de Cuba, República Dominicana y Puerto Rico donde la negritud de matriz esclavista resultó interceptada por la expansión imperial norteamericana que terminó por definir la suerte de las últimas colonias españolas en América. El negro como problema también es motivo de análisis en las aproximaciones a Colombia y Brasil. En la primera, en tanto desafío a un orden moral criollo empeñado en enaltecer las raíces hispanas de una nación que sólo se podía imaginar blanca; y en el segundo, desde los discursos racializados de una ensayística médica fuertemente influida por el positivismo de cuño darwinista spenceriano. Por otra parte, la persistente presencia indígena y sus derivas hacia posturas interesadas en afianzar la exclusión o en fomentar su integración al cuerpo de la nación se proyectan en distintos ensayos dedicados a indagar las experiencias de México, Centroamérica y Bolivia. Y, por último, la reflexión política y las tensiones sociales que generó la llegada de inmigrantes extranjeros se advierten en los casos de Argentina, Brasil, Colombia y México. Estudios y prácticas médicas y antropológicas, junto a reflexiones generadas en el campo de la sociología y el derecho, nutrieron diagnósticos políticos tratando de explicar las enfermedades sociales que aquejaban a las naciones hispanoamericanas. La diferencia étnica era el problema, y en ella el marcador racial fue central, sobre todo porque aquella diferencia habitaba en las grandes mayorías a las que se debía gobernar y civilizar. Las estrategias fueron tan diversas como los resultados. De ello también da cuenta este libro subrayando los contrastes con que se procesa la extranjería en los casos de Argentina, Brasil y México, así como marcando las distancias entre los dispositivos indigenistas ideados en México a partir de la Revolución de 1910, y el exterminio de poblaciones indígenas en Guatemala en el contexto de la guerra civil que asoló aquel país a lo largo de tres décadas. Raza y política a manera de una urdimbre hecha de juicios políticos y prejuicios étnicos, de marcos legales y prácticas sociales, de saberes académicos y estrategias políticas. Urdimbre sobre la que se asentaron sociedades en las que la heterogeneidad fue la norma que desestabilizó un orden político que por reclamarse nacional exigía unidad y sobre

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todo uniformidad. En suma, a la luz de esta tensión debe valorarse este libro que aspira a contribuir a un debate en el camino por entender y explicar la complejidad de los procesos de construcción nacional en Hispanoamérica. Para la elaboración de este libro hemos contraído diversas deudas que queremos reconocer y agradecer. En primer lugar, con la Dra. Clara E. Lida y la Cátedra México-España de El Colegio de México que generosamente apoyaron la realización de un seminario en 2015 donde se presentaron versiones preliminares de los trabajos que ahora se publican. En segundo lugar, con el Conacyt que ha hecho posible esta publicación a través del financiamiento al Proyecto de Investigación “Nación y Extranjería en México: normas y prácticas de la política migratoria 1910-1946”. Claro está que este libro no hubiera sido posible sin el trabajo y la generosa colaboración de todos los autores. Por último, reconocemos a Erika Pani, directora del El Centro de Estudios Históricos, y a Gabriela Said, directora de publicaciones de El Colegio de México, su ayuda para la realización de las actividades y los trámites que han hecho posible esta publicación. A Luis Sandoval agradecemos el apoyo en las tareas de edición de los textos, y a Rosy Quirós su siempre eficiente ayuda en asuntos administrativos y logísticos.

Tomás Pérez Vejo Pablo Yankelevich

Seríamos blancos y pudiéramos ser cubanos: raza, nación y gobierno en el Caribe hispano1 José Antonio Piqueras

El 10 de octubre de 1868, casi en el extremo oriental de la isla de Cuba, tuvo lugar el “Grito de Yara” que iniciaba la lucha en contra del colonialismo español. Carlos Manuel de Céspedes, autoproclamado general en jefe del Ejército Libertador, pertenecía al más acrisolado patriciado criollo de la región de Bayamo. Concluidos sus estudios de Leyes, había viajado a Europa y residido en España. Liberal y francmasón, unos años antes de alzarse hubiera encargado que le compusieran un escudo de armas con sus apellidos, blasón de hidalguía; en Cuba no se suprimieron los expedientes informativos de limpieza de sangre hasta 1870, y aunque hubieran perdido gran parte de su utilidad, los indicadores de linaje y posición social revelan una concepción jerárquica de los descendientes de los primeros españoles, en especial, en las ciudades de provincia. Céspedes era dueño de un pequeño ingenio azucarero, La Demajagua, lugar del levantamiento. Su primer acto después de proclamar la independencia de Cuba consistió en dar la libertad a sus esclavos y enrolarlos en su tropa. Poseía 53 esclavos, a los que llamó 1

  El texto ha sido realizado en el marco del proyecto HAR2012-36481 (MINECO) y del Programa Prometeo 2013/023 de la Generalitat Valenciana para Grupos de Excelencia.

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“ciudadanos”.2 El partido de Yara había presentado en el censo de población de 1861 cien esclavos de un total de 4 168 habitantes; 3 007 pobladores fueron censados en la categoría de blancos y por encima del millar en la de libres de color.3 Quiere decir que Céspedes poseía aproximadamente la mitad de los esclavos de un partido en donde el trabajo cautivo era una rareza. En 1861 la jurisdicción de Manzanillo, a la que pertenecía Yara, reunía 1 618 esclavos de 24 885 habitantes, el 6.5% del total. La rebelión anticolonial de 1868 prendió con rapidez en cinco de las 31 jurisdicciones en que se hallaba dividida la isla, todas contiguas, entre el Mar de las Antillas y el Atlántico: Bayamo, Jiguaní, Manzanillo, Holguín y Las Tunas. En ellas predominaba la población blanca, entre el 51% y el 78%; los esclavos en ningún caso superaban el 9% de la población de cada jurisdicción. La región centro-oriental en su conjunto poseía otras dos peculiaridades: tenía la mayor proporción de población criolla de Cuba y reunía a más de la mitad de la población libre de color de la isla. El segundo núcleo insurreccional lo conformaron las jurisdicciones de Puerto Príncipe y Nuevitas, el antiguo Departamento Central, el Camagüey. La región se hallaba poco poblada y también la categoría “europeo” constituía una mayoría patente (62%), siendo los esclavos muy escasos (4%). En suma, los núcleos en donde tiene lugar la formulación nacional-patriótica cubana y se produce una respuesta más activa son regiones en buena medida ajenas a las características del desarrollo económico y social que ha tenido lugar en Cuba en el último medio siglo, responden a un patrón étnico-cultural y epitelial blanco, fuertemente matizado en varias jurisdicciones por la presencia de los llamados “libres de color”, negros y mulatos, que se hallan dedicados a tareas agrícolas, a oficios artesanos, al comercio y a empleos urbanos.4 A medida que la rebelión se extienda al extremo oriental, la presencia de la “gente de color” fue en aumento: el 42% de la población de 2

  Ferrer, 2011, 25 y 35.   Noticias estadísticas, 1864. 4   Torres Cuevas, 1996, 8-12. 3

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Santiago de Cuba estaba formada por libres de color, por un 36.7% de blancos, y un 21% de esclavos. Desde el punto de vista de los descriptores raciales dominantes, Cuba, como las restantes islas del Caribe, fue durante varios siglos una isla cromáticamente “negra” en razón de un corto número de españoles y una presencia alta de esclavos africanos y de libertos que obtenían la emancipación.5 La mayoría de las manumisiones tuvieron lugar en ausencia de un sistema intensivo generalizado de utilización del trabajo en la minería y las haciendas. La población indígena se da por extinguida en el siglo xvi, aunque subsiste algún núcleo y, mestizada, se confunde en el mundo rural con quienes pasan por “españoles”. La llegada de nuevos colonos desde la península y el continente en las últimas décadas del setecientos y primeras del ochocientos, con altos patrones de reproducción, hizo de Cuba en 1810 una de las colonias con mayor proporción de población blanca de América a la vez que era la colonia hispana con mayor proporción de esclavos africanos. La cuestión racial, en consecuencia, ofrece en Cuba una importante diferencia con respecto al continente al hallarse ausente la categoría “indio”; también las llamadas castas son concebidas en términos diferentes: comprenden al mulato o “pardo” –cuando se desea destacar su condición libre– y al negro libre, llamado “moreno” a fin de distinguirlo del “negro”, que por antonomasia es el esclavo. Muchos mulatos, con mayor frecuencia negros libres, han nacido en esclavitud o son hijos de eslavos. Así que su experiencia vital está condicionada por esa circunstancia. El mestizaje fruto de la relación con españoles modifica la calidad pero no la condición del esclavo. No obstante, es mayor el número de libertos entre los mulatos porque a los ojos de los dueños y de la sociedad su aspecto birracial lo hace más apto 5

  En el presente estudio se considera que las “razas” son construcciones sociales vinculadas al conocimiento y utilizadas por el poder, pero, siguiendo a Peter Wade, instituidas en la sociedad hasta el punto de convertirse en realidades importantes para quienes clasifican y para quienes experimentan discriminación. Los descriptores raciales basados en diferencias fenotípicas no constituyen elementos objetivos biológicos de diferenciación “racial”, sino variaciones clasificatorias al servicio de un conocimiento político y de políticas determinadas auspiciadas en las etapas de expansión colonial y conservadas con posterioridad por mayorías étnicas o por minorías socialmente hegemónicas. Véase Wade, 2000, 19-23.

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para ser instruido en un oficio y en el servicio doméstico. Cuando disponen de una habilidad adquirida y son alquilados –“dados a ganar”–, se les permite que conserven parte del peculio y en determinadas ocasiones que lleven a cabo su autocompra y la compra de familiares; en el servicio doméstico quizá alcance la gracia de una manumisión en últimas voluntades. La negritud del libre en sus diferentes tonalidades es una evidencia de la cadena que conduce al origen de la presencia de su “raza” en la isla, la esclavitud. El régimen de castas, de dominación colonial y de subalternidad es, en consecuencia, diferente al de las regiones americanas con presencia indígena y mestiza. Cuba comparte características con Puerto Rico, Santo Domingo –hasta 1822– y la región costeña de Tierra Firme. La cuestión racial estuvo presente en la política española en la isla a partir del doble fenómeno de la importación masiva de africanos que comienza hacia 1790 y de la Revolución de los esclavos de Haití que principia en 1791. El desarrollo azucarero convirtió a Cuba en una prodigiosa colonia económica, la última posesión, con Puerto Rico, que a partir de 1825 constituyen el Segundo Imperio español. Toda la política que se hace en y desde la isla, en consecuencia, se ve mediatizada por la doble condición de sociedad esclavista, con el temor a insurrecciones y a conspiraciones de los libres de color, y el afán de acumular riqueza o aprovechar los beneficios que básicamente expande el azúcar, el café y el tabaco. La represión en contra de los sectores “de color” libres llevada a cabo en 1844 a propósito de la confluencia temporal entre una sucesión de insurrecciones en ingenios y una conspiración de los libres urbanos, aplastó todo germen de desarrollo autónomo de este último sector intermedio y lo puso bajo vigilancia para las décadas siguientes, alejando de paso las voces antitrata y antiesclavistas. El censo de 1861 incluyó en toda la isla en la categoría “raza blanca”, junto a los “europeos” –criollos, peninsulares y extranjeros–, a los indios yucatecos (1 046 en el censo) llevados tres lustros antes a la isla para ser vendidos como esclavos o siervos contratados, y a los asiáticos, trasladados desde 1847 desde China en calidad de escriturados. El caso de los culíes chinos es mucho más notable que el de los mexica-

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nos: en el censo constan 34 828, si bien entre la fecha antes indicada y 1874 fueron llevados a Cuba unos 125 000.6 El descriptor racial pudo adecuarse para efectos censales en dos únicas “razas”, prescindiendo de otras consideraciones. El total de “raza blanca” ascendió a 793 484 sobre un total de población para la isla de 1 396 470 habitantes, esto es, el 56.8%; descontados los asiáticos y los yucatecos, el porcentaje “blanco” desciende al 54.2%. No cabe pensar en una política de asimilación sino de laxitud estadística, pues el trato hacia el asiático era muy severo, su adaptación fue muy problemática –con un elevado nivel de resistencia y de suicidios– y la valoración que mereció fue generalmente muy despectiva en términos raciales. La autoridad política, sencillamente, diferencia entre población de origen africano y el resto, entre esclavos y libres de color, entre negros y mulatos, siempre categorizando gradaciones que conducen de la esclavitud a la libertad y de la negritud a las pieles más blanqueadas, comprendidos en la categoría de “clases de color” porque a ellas está unida la esclavitud y la herencia inmediata, la experiencia y luego el recuerdo de la esclavitud, una modalidad de explotación particularmente dramática porque con la apropiación del trabajo el dueño ha estado disponiendo de la vida de sus portadores y portadoras y de sus descendientes. La paradoja de 1868 consistió en un movimiento de emancipación nacional definido y dirigido por descendientes de españoles, en su gran mayoría propietarios, cuyas tropas se nutren de negros y mulatos sobre los que hasta la víspera los patricios sólo han tenido una mezcla de desconfianza, desprecio y paternalismo. Las autoridades españolas presentaron el conflicto por la independencia como una “guerra de razas” que de triunfar conduciría a una república africana en las Antillas, al estilo de Haití. Poco importaba que la mayoría de los oficiales, casi todos los de mayor graduación, hasta los últimos momentos de la guerra, fueran criollos “blancos”, apegados a las tradiciones y poco favorables a modificar el orden social del país. La misma mentalidad se advierte 6

  Pérez de la Riva, 2000.

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en el siguiente escalón social. Cuando en 1878, terminada la guerra, el revolucionario puertorriqueño Ramón Emeterio Betances conoció en París a Tomás Estrada Palma, quien había sido presidente de la República en Armas desde 1875 hasta su captura por las tropas españolas en 1877, le pareció un personaje ridículo que sin venir a cuento citaba a Spencer y Darwin, entre simplezas y vulgaridades. Perspicaz, Betances advirtió que Estrada Palma no cesaba de declarar su aspiración a la libertad de Cuba pero “el hombre no habla nunca de independencia”. La segunda observación que registra por dos veces el puertorriqueño de Estrada Palma –quien en 1902 se convertiría en el primer presidente de Cuba– alude al proyecto de éste: “La libertad –en el orden– […] y la fundación –en el orden– de buenos ciudadanos”. Y hasta que se pudieran “formar ciudadanos virtuosos y amantes de su deber”, creía después de la Paz del Zanjón, faltaba tiempo, pues su experiencia le llevaba a afirmar que en el día los cubanos eran “bastante abyectos”.7 Durante el proceso insurreccional y la guerra que consumen diez años, de 1868 a 1878, se transformó la composición del Ejército Libertador y la mentalidad de una parte de los blancos alzados en armas respecto a la esclavitud o a la cuestión racial. La revolución incorpora con el curso de los años planteamientos más igualitarios. El proceso lleva su tiempo y en él desempeña un papel central la actitud de los propios afrodescendientes, por su adhesión a la lucha y por su actitud disciplinada y “patriótica”, por la utilización de esta incorporación a la vida pública activa en un sentido que los llevaba a afirmar su condición y sus derechos, y a denunciar las actitudes racistas de las que habían sido y, en ocasiones, eran víctimas, modificando en sentido nacional el significado de categorías como “cubano”, “ciudadano”, “compatriota” y “hermano”, ha destacado Ada Ferrer. Los prejuicios, no obstante, persistieron, y en diferentes momentos se manifestaron con crudeza. En el curso de la guerra, los soldados de color fueron ascendiendo en proporción muy por debajo del contingente que representaban en el Ejército Libertador. La significación de los 7

  Correspondencia reproducida por Bonafaux, 1987, XXXIV-XXXV.

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jefes “de color”, ninguno de procedencia esclava, despertó recelos entre el grupo de poder camagüeyano y fue contestada por los mandos villareños, que obligaron al “mulato” Antonio Maceo a renunciar a su jefatura sobre ellos y volverse a Oriente. Los ascensos militares de los afrocubanos fueron acompañados de dos acusaciones de sus compañeros blancos: se favorecían entre sí y albergaban la pretensión secreta de imponer una dictadura negra en el país. Antonio Maceo, firme defensor de la igualdad entre cubanos y ajeno a distinciones de raza, hubo de sufrir en 1895 las mismas acusaciones de Salvador Cisneros y Bartolomé Masó, presidente y vicepresidentes de la República en Armas. La movilización en la primera guerra de la población de color, y su presencia cada vez mayor, ha sido señalada como una de las causas de desánimo de los combatientes blancos y de sus principales representantes militares y políticos, para quienes la nacionalidad se había comprometido. En 1871, decaído el ánimo en el Camagüey, muchos de los combatientes de esa zona se rindieron a las autoridades españolas. Miles de los “presentados” afirmaron que el primer motivo para actuar de este modo había sido que los negros predominaban en el campo insurrecto y el ideal político se había convertido en una causa de destrucción que estaba arruinando al país. Una parte de los entregados pasó a auxiliar a las tropas españolas. En 1878, disueltas las instituciones y pactada la paz con el general Martínez Campos, Maceo rechazó el acuerdo en la Protesta de Baraguá, una paz sin abolición de la esclavitud, y durante unos meses mantuvo los combates antes de aceptar el fin de las hostilidades.8 La amenaza de una guerra racial, las sospechas sobre las ambiciones de Maceo y el peligro de una supremacía negra respondían tanto a la propaganda española como a los arraigados temores de un sector de la población cubana blanca. En la Guerra Chiquita (1879-1880), el capitán general Polavieja supo explotarlo al favorecer la entrega de los oficiales blancos del campo rebelde a cambio de que denunciaran 8

  Véase para todo ello, Ferrer, 2011, 55-62 (evolución de significados), 81-84 (desafecciones del Camagüey), y 99-104 (Baraguá).

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la condición negra de los insurrectos, contribuyendo con esa táctica a “africanizar” la contienda y a descalificarla. Los autonomistas, recién constituidos en partido político legal, se sumaron a la denuncia de hallarse ante una “guerra de razas”. Los rebeldes, a fin de evitar esa impresión, retrasaron la llegada a la isla de jefes militares negros y mulatos de la anterior guerra.9 En la guerra de 1895 a 1898 la composición multirracial del Ejército Libertador, en el que en torno a dos tercios de los combatientes –y hasta el 80% en las zonas azucareras– eran afrodescendientes. Sin embargo fueron postergados de los empleos políticos de relieve. En 1897 se reunió la Asamblea de Jimaguayú para elaborar una nueva constitución. Los delegados eran designados por los cuerpos del ejército, en los que el 16% de los generales eran de color. En la Asamblea no hubo un solo representante negro o mulato, ninguno de los puestos civiles de la administración republicana provisional era ocupado por persona “de color”. Se estaba preparando el gobierno del orden, como hemos argumentado en otro lugar, mostrando al mismo tiempo el carácter clasista y predominantemente blanco de la jerarquía militar rebelde.10 Con el licenciamiento del Ejercito Liberador en 1899 sale reforzada la nación blanca y la extracción social media y burguesa de la nueva República. En la Guardia Rural y en la Policía no quedó ningún alto oficial negro, la presencia de oficiales de color se redujo siguiendo la recomendación de los militares estadounidenses y los negros apenas representaron el 18% de rurales y policías. En junio 1902 un Comité de Veteranos y Sociedades de la Raza de Color denunciaba la postergación que habían padecido durante el gobierno interventor al excluírseles de los empleos públicos.11 Ahora bien, los “no blancos”, como los denomina Fernando Martínez Heredia, se consideraron actores protagonistas del proceso de independencia. Durante la guerra, hombres y mujeres desarrollaron un sentido pleno de libertad, tomaban sus propias decisiones y muchos asumie9

  Ferrer, 2011, 126-131.   Piqueras, 2006, caps. 7 y 8. 11   Ibarra, 1992, 187; Fernández Robaina, 1994, 38-45. 10

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ron como propia la gesta de la liberación del colonialismo, crearon y transmitieron el relato de su proeza a las siguientes generaciones. “No lo olvides, los negros hicimos la independencia de Cuba”, recuerda que de niño le decía a Martínez Heredia su padre, un activo dirigente de la Sociedad de Instrucción y Recreo “El Progreso”, en el pueblo de Yaguajay.12

Raza y formación ideológica de la nación cubana Los prejuicios y la discriminación no impidieron formas de colaboración interracial en las guerras patrióticas y hasta podemos voltear el argumento expuesto, pues a la vez, en mayor proporción que en otras sociedades, en particular en la región de Oriente, los sectores populares, muy mezclados pero entre los que también había blancos pobres, aceptaban la promoción de hombres “de color” a empleos militares de rango. Los avances en ese sentido no deben ser minimizados si conocemos la tradición de la que se partía. Porque en el pasado la construcción de la identidad cubana se había llevado a cabo sobre el fundamento de la exclusividad hispano-descendiente. El sentimiento cubano de pertenencia se expresa políticamente a partir de 1811, en que se elabora una propuesta de legislatura provincial, y se manifiesta a favor de la independencia política del “pueblo cubano” o de “Cubanacán”, bien en forma insurreccional (conspiración de Soles y Rayos de Bolívar en 1823) o con preferencia pacífica (Félix Varela desde 1824). El patriotismo socio-cultural se designa desde la década de los treinta del siglo xix con el nombre de “cubanidad”, y remite a una “personalidad como agregado social”.13 Pero durante buena parte del siglo xix, hasta 1868, la cubanidad intelectual se acoge de modo mayoritario a un reformismo compatible con la pertenencia a España y el fomento de un ordenamiento político dual: la asimilación legal a la nación española y la promulgación 12

  Martínez Heredia, 2002.   Vitier, 1970, 334-336.

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de leyes especiales que posibilitaran, al estilo de las colonias británicas, una asamblea legislativa insular para atender asuntos locales. La patria criolla y la materialización humana de la cubanidad corresponden a un determinado sujeto humano: el poblador descendiente de españoles, europeos asimilados, con una lengua, una cultura, una religión y un carácter específicos, blancos en una isla en la que, por efecto de la progresión de la esclavitud, los esclavos y los negros libres son mayoría en el país: el 56% en 1817, el 58.5% en 1841.14 La conciencia de ser minoritarios contribuye a perfilar la ideología nacional cubana de la mano del más destacado de los intelectuales insulares del segundo tercio del siglo xix, José Antonio Saco. Figura controvertida, Manuel Moreno Fraginals señaló de Saco que su negrofobia no era fruto de un temor social sino resultado de un “odio al negro” en cuanto se interponía en su idea de nación. Esa negrofobia lo incapacita, a juicio de Moreno, para representar a la clase de los plantadores que precisaban del africano como fuerza de trabajo. Moreno resume el dilema político con un significativo título: “Nación o plantación”.15 Saco, concluye Moreno, fue “la última fuerza ideológica de la antigua aristocracia y los viejos valores del criollismo frente a los nuevos ricos, negreros y hacendados”.16 Probablemente, Saco fue una expresión de los dueños de viejos trapiches que subsisten en Oriente, como el que había poseído su familia y cuya parte de herencia, con sus esclavos, vende a su hermano, quien será el que le ayude a salir del país. Pero Saco recibe también la confianza de los plantadores y cafetaleros de Santiago de Cuba cuando en 1836 se movilizan y lo hacen elegir diputado en las Cortes españolas, como él mismo admite.17 Ciertamente, no son lo mismo que la nueva clase de negreros y grandes azucareros, pero la adscripción de este intelectual orgánico tampoco resulta tan mecánica como deduce Moreno. En La Habana, Saco, junto a otros reformadores moderados, atisba una 14

  La Sagra, 1842, 147-163. La Sagra, 1861, 9-12.   Moreno Fraginals, 1953, 241-272. De las reelaboraciones sobre Saco por Moreno y otras consideraciones pertinentes a la construcción nacional en Cuba, García, 2005, 59-72. 16   Moreno Fraginals, 1960, 36-38. 17   Portuondo, 2005. 15

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alternativa a la gran plantación en la que sectores sociales medios y agricultores –no necesariamente arcaicos– podían estar interesados.18 En 1834, Saco opta por salir de la isla en lugar de acatar la orden de destierro lejos de La Habana que le impone el capitán general por protestar una decisión de la máxima autoridad. Viaja a París y después a Madrid, ya que en ausencia es elegido diputado por Santiago de Cuba para las Cortes españolas restablecidas en 1836. En Madrid conoció la decisión del parlamento de excluir a las provincias de Ultramar del ámbito de aplicación de la Constitución y de negarles la representación en Cortes, en abierta contradicción con lo prescrito por la Constitución de 1812. Cuba y Puerto Rico eran parte de la nación española pero la disposición adicional segunda del nuevo texto constitucional establecía que se regirían por leyes especiales. Esas leyes nunca fueron promulgadas, por lo que las provincias antillanas quedaron sujetas a un gobierno militar, como lo venían siendo desde 1823. El capitán general reunía la condición de gobernador general y desde 1825 contó con facultades extraordinarias para que pudiera actuar en las circunstancias en que se reforzaba la autoridad militar en las plazas sitiadas. Las “facultades omnímodas” se conservaron hasta 1879. En 1825 se introdujo la Comisión Militar Ejecutiva y Permanente, que entre otras causas entendía por procedimiento sumario a los enemigos de los derechos del trono, los partidarios de la Constitución, los que alterasen la tranquilidad pública y, a partir de 1841, los tumultos y sediciones contra el sistema legal establecido y las sublevaciones de esclavos en las que estuvieran confabulados más de tres sujetos.19 La nación española reducía en 1837 a las Antillas a la condición colonial más estricta. Saco sostuvo que Cuba pertenecía a la nación española, a un Estado común y a una misma ley. Distinguía la existencia de un pueblo cubano de características particulares y se interesaba por el modelo que los ingleses habían implantado en sus colonias, la concesión de una asamblea que complementara la autoridad del ejecutivo. Su modelo 18

  La complejidad nacional en el personaje, en Opatrny, 2010.   Llaverías, 1929, 14 y 20.

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era Canadá desde los años treinta. Solo que para llevar adelante un plan parecido, la esclavitud se le antojaba una rémora que no podía ser resuelta sin tomarse un tiempo para suprimirla: debían salvaguardarse los intereses creados y debía evitarse el peligro de una libertad inmediata de quienes no se hallaban habituados a ella y era de esperar que albergaran sentimientos de venganza. Ante ese panorama, la trata de esclavos era la principal amenaza a la civilización cubana porque se había convertido en la principal vía de incremento de negros. El africano, y aquí el análisis deviene racista, era asimilado a la barbarie por costumbres y mentalidad, frente a los individuos y la cultura euroamericana que representaban la civilización. La única posibilidad de que Cuba llegara a ocupar un lugar en el escenario de las naciones civilizadas era asimilándose a ellas a través de su población. Es por eso que desde 1833 abogó por la supresión efectiva de la trata de africanos y por las políticas de colonización con familias europeas que transformaran el paisaje humano, “blanqueándolo” con su aporte directo y por el mulataje que diluyera los factores negros que dificultaban la cristalización de la nación cubana.20 La negrofobia estaba perfectamente asentada en la generación criolla que en las décadas de los treinta y cuarenta conformó las bases del discurso de la construcción sociocultural de la nacionalidad cubana, y por lo tanto, de su construcción sociorracial. “La tacha de negrophilo es allí [en Cuba] peor que la de independiente”, escribe Saco en 1843. “Ésta al menos, encuentra las simpatías de un partido; mas, aquélla concita el odio de todos los blancos en masa”.21 Incluso un hombre preclaro como Félix Varela mostró sus prejuicios. Valera había preparado en 1823 una proposición de ley para elevarla a las Cortes españolas, de las que era diputado, sobre abolición gradual de la esclavitud. En ella se mostraba compasivo y negaba al africano inferioridad o barbarie, y le atribuía mera “rusticidad”, admitiendo el derecho que amparaba a los esclavos: “la libertad y el derecho de ser felices”.22 En 20

  Saco, 2001.   Carta a Del Monte, 19.III.1843 en Saco, 2001, 114. 22   Varela, 2001, 116-118. 21

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1834, en cambio, desaconsejó la traducción en Cuba del Traité de législation, de Charles Comte, pues, dijo, “una obra en que no sólo se ataca la esclavitud, sino que se presentan los derechos del hombre en toda su extensión, y se hace ver que corresponden a la raza de color no menos que a la blanca, es un bota fuego”.23 Los derechos naturales, propios del ser humano, no podían ser reconocidos en su extensión, pues el sentido de la prudencia se imponía al de la igualdad. En 1841, un camagüeyano de cultura, Gaspar Cisneros Betancourt, que se inclinó primero por la independencia y después por la anexión a los Estados Unidos, se había propuesto colonizar con inmigrantes blancos su finca de dos mil caballerías de tierra inculta (26 800 hectáreas): “Blancos han de ser los labradores […] aunque se oponga el mismo Diablo”. Poco después vuelve sobre la misma idea: “Deje V. que vengan diez Canarios que he encargado y verá V. como se quedan en Najasa, aun cuando no les acomode trabajar á salario. Si quisieren quedar libres les daré tierras, vacas, bueyes, etc., para que por sí trabajen y me paguen una renta moderada: yo he de poder poco o en Najasa han de trabajar más blancos que negros”.24 Blanquear la isla, comenzando por sus arrendatarios. Porque Cisneros, como Saco, piensa en sentido nacional a pesar de sus cambios de opinión. La incorporación a los Estados Unidos en calidad de un estado federado, sostiene, proporcionaría el acceso a la moderna civilización de la que carecía España. La unión tendría otra ventaja en la composición de pueblo y costumbres: la sociedad insular, afirma en una carta privada, estaba formada por “españoles, congos, mandingas […]”, la anexión proporcionaría el apoyo preciso “contra nosotros mismos”: “españoles somos y españoles seremos –sostenía–, engendraditos y cagaditos por ellos, oliendo a Guachinangos, Sambos, Gauchos, Negros […]”.25 Saco deducía de la anexión conclusiones totalmente opuestas: “la raza anglo-sajona difiere mucho de la nuestra por su origen, lengua, religión, usos y costumbres”. Por “nuestra” raza, ha de entenderse la cu23

  Félix Varela y T. Gener, Nueva York, 12 de septiembre de 1834 en Varela, 2001, 329.   Gaspar Cisneros a Del Monte, 18 y 30 VII.1841 en Del Monte, 2002, 41 y 43. 25   En Saco, 2001. 24

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bana de raíz hispánica. Creía Saco que después de la anexión llegaría una emigración angloamericana que terminaría asumiendo la dirección política de la isla, y que se considerase “nuestra tutora o protectora” al hallarse más adelantados. El resultado, en la previsión de Saco, sería “la pérdida de nuestra nacionalidad, de la nacionalidad cubana”. Y para ser precisos, limita la nacionalidad a los 400 000 habitantes blancos de la isla, en los que comprende a los peninsulares, y excluye a los 700 000 negros, libres y esclavos que había en la fecha.26 Domingo del Monte, uno de los más ilustres intelectuales de la época, abogado formado en España, escritor y promotor de un círculo de escritores criollos, defensor de una asamblea colonial en Cuba, opuesto a la trata, nunca antiesclavista –había contraído matrimonio con la hija de Domingo Aldama, un vasco que se contaba entre los mayores dueños de ingenios azucareros de la isla–, en 1843 escribía: los traficantes de negros en La Habana […] ya hace tiempo que me tenían marcado por abolicionista, porque yo, como el Sr. Luz, y el Sr. Saco, y todo el que piensa en la Isla de Cuba, y no quiere verla convertida en república de africanos, sino en nación de blancos civilizados […] siempre he hablado y, en lo que he podido, he escrito contra la trata, y he hecho, además, todo lo que he podido por acabarla.27

Dos años después exponía ante el capitán general Leopoldo O’Donnell su posición ante la “Conspiración de la Escalera”: “mi ánimo no era, ni ha sido nunca, ver reducido a cenizas mi país, ni destruida bárbaramente mi raza por otra raza salvaje”.28 La minoría criolla ilustrada, decididamente filoeuropea, ha incorporado a su cuadro de pensamiento dos supuestas certezas: 1) no puede haber nación con dos razas tan distintas, con tan diferente grado de civilización, una de ellas con la memoria viva de la esclavitud que invitaba a desplegar su rencor contra la otra; en conse26

  Carta a Gaspar Cisneros Betancourt, 19.III.1848 en Saco, 2001, 253-255.   Del Monte a Alejandro Everett, 12.VII.1843, citado por Andioc, 2002, XIX. 28   Del Monte a O’Donnell, 30.IV.1845 en Del monte, 2002, 443 y 445. 27

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cuencia, debía suprimirse y castigarse la trata de africanos, promover la inmigración blanca y favorecer el mestizaje que diluyera el color negro; 2) la población blanca era la única portadora de civilización y progreso; de las colonias en las que ésta predominaba por completo debía estudiarse las instituciones que posibilitaban cierto autogobierno, la pertenencia a una misma nación política (un mismo Estado) garante de la seguridad interna y protector frente a las ambiciones de terceros. Apenas dos días antes del alzamiento de Céspedes en Cuba, el 8 de octubre de 1868 Saco escribía desde París a Juan Manuel Mestre sobre los acontecimientos de la metrópoli. En cuanto tuvo noticia de la insurrección de Cádiz, se había reunido en la capital francesa con el progresista Salustiano Olózaga, antiguo amigo de los reformadores cubanos, preocupado por “la cuestión de la esclavitud”. Olózaga le tranquilizó diciéndole que “tan enemigo era de la abolición repentina como amigo de la gradual, y que en estos términos había hablado con el General Dulce cuando el año pasado elaboró con él en París el plan de revolución, que fue aprobado también por Prim”. Creyendo que por fin se abordaría una ley gradual de abolición, recordaba su constante oposición al contrabando de africanos: “si […] me hubieran oído y entendido, hoy, al cabo de 35 años, ya seríamos blancos y pudiéramos ser cubanos”.29 La racialidad de la nación es para Saco condición de su existencia política, de la misma forma que los derechos ciudadanos habían sido selectivamente racializados en la Constitución de 1812, con la inclusión indígena y la exclusión africana y de los mestizajes respectivos, y había vuelto a racializarse al establecer en el debate constitucional de 1837 la inferioridad antropológica del negro y la imposibilidad de equipararlo en derechos de representación al blanco, raza superior, en palabras de “fisiólogos” mencionadas por uno de los líderes parlamentarios del liberalismo español del momento, pronunciadas 16 años antes de la aparición del volumen primero del libro de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855). 29

  Carta a José Manuel Mestre, 8.X.1868 en Saco, 2001, 273-274.

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Concluida la guerra en Cuba en 1878, en vigor la ley preparatoria de abolición de la esclavitud de 1870 y la ley de abolición de Puerto Rico de 1873, Saco regresaba sobre sus viejos temores y su noción de nación. En carta a uno de sus amigos, decía: “Me habla V. de sus inquietudes por la causa negrera. Ésta ha sido siempre mi pesadilla; pero le confieso que hoy me sobresalta menos que antes”. Siempre había pensado que el peligro radicaba en una división entre los blancos que fuera aprovechada por los negros. La experiencia reciente de la guerra le había hecho ver lo infundado de su juicio. A diferencia del resto de las Antillas, donde “todas son islas propiamente de negros”, decía, Cuba tenía predominio de población blanca. Respecto a los esclavos, advertía que su número menguaba en aplicación de la Ley de 1870: “no sólo por la muerte de los esclavos, sino porque serán libres todos los que nazcan de ellos”. La población esclava rural, mucho más numerosa, añade, “casi toda se compone de negros africanos, gracias al contrabando que ha existido casi hasta ahora”; en razón de “su misma barbarie, el aislamiento en que se la tiene, y aun su falta de aspiraciones políticas, no me parecen que pueden comprometer la isla cuando los blancos se mantengan unidos”, concluye. Los esclavos urbanos se le antojaban “más peligrosos […] porque tienen alguna civilización y pueden aspirar a su libertad y a otros deseos”. En consecuencia, recomendaba extremar la vigilancia y favorecer “el fomento de la población blanca”. Con esas dos fórmulas, decía, “creo que no sólo sanaremos pronto de la llaga de la esclavitud, sino que podremos asegurar el porvenir de Cuba”.30 La teoría de la paulatina disminución de población negra en Cuba, que hacía presagiar un futuro más esperanzador a los intelectuales racistas, siempre había considerado que el final de la reposición de mano de obra africana directa, y las propias condiciones de la plantación, avanzaban mucho el camino. Eran conocedores de lo que sucedía en las haciendas, bien porque las habían tenido en propiedad o porque estaban familiarizados con los censos e informes oficiales. En efecto, la inmigración cautiva tuvo en Cuba unas características singulares. La primera fue la elevada proporción de varones jóve30

  Carta a José Valdés Fauli, 6.IX.1878 en Saco, 2001, 238-239.

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nes, en edad de ofrecer el mayor potencial de fuerza de trabajo: antes de 1816 se sitúa en el 75%, en la década de cuarenta-cincuenta retrocede al 60%. En segundo lugar, estaba la alta concentración de varones en los ingenios azucareros, donde suponen hasta el 80% del total de esclavos y no son raros los ingenios de 400 y 700 siervos en 1845, según el testimonio del capitán general O’Donnell, donde la totalidad de la dotación está formada por hombres.31 La proporción tiende a equilibrarse pero de media sigue habiendo dos varones por mujer. El índice de masculinidad global y el específico de los ingenios redujeron las posibilidades de crecimiento vegetativo. La mortalidad media del esclavo de plantación se situó en el 63 por mil entre 1835 y 1860, mientras la mortalidad en la población blanca aclimatada era la mitad. Si a lo anterior se añade la sobremortalidad ecológica –adaptación al medio–, la mortalidad pudiera situarse en el 70 por mil de 1830 a 1870.32 El esclavo en Cuba era concebido esencialmente como fuerza de trabajo y las condiciones de su reproducción fueron tardías y secundarias. Entre los libres de color, la mejor proporción entre varones y mujeres y las mayores tasas de fecundidad explican índices de crecimiento muy semejantes a los de la población blanca, en ocasiones son mayores ya que entre los blancos se cuenta una proporción de inmigrantes españoles jóvenes en los que se percibe una propensión más alta que entre los criollos a unirse a mujeres negras y mulatas. El crecimiento vegetativo de la población de color que registra el censo de 1907 con respecto al de 1899 muestra los resultados de una mejor correlación de sexos.33

Pensar la nación entre guerras El Pacto del Zanjón puso fin a la guerra en 1878. Se acordó el reconocimiento por España de la libertad a los esclavos que habían combatido 31

  Reproducido en Marrero, 1983, 181.   Moreno Fraginals, 1978, 88; Piqueras, 2011, 193-230. 33   Pérez de la Riva, 1975, 18-19. 32

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en el ejército mambí y que se presentaran a las autoridades. Su número se estimó en 16  000, después de una década de lucha y de bajas, cifra que da cuenta de la elevada implicación de los esclavos de las jurisdicciones donde se combatió por la independencia. A pesar de su desenlace, el levantamiento y la guerra alumbraron una nación. La idea de una nación o la conciencia de una nacionalidad venían siendo discutidas y fomentadas desde los años treinta. La guerra politizó la cubanidad, la sacó de los debates sobre lo posible y lo eventual y la hizo entrar en el dilema entre soberanía y colonialismo. El Zanjón dejó un resquicio a los antiguos reformistas que creyeron posible conciliar ambos términos en un proceso de autogobierno parcial que redujera de forma paulatina la dependencia de España. Fueron quienes alentaron el autonomismo. Los nacionalistas irreductibles concluyeron que la futura lucha militar debía llevar la guerra al corazón de los beneficios del colonialismo, la región occidental; el liderazgo político debía emigrar de las familias patricias de la región central, ancladas en el pasado y colmadas de prejuicios; en tercer lugar, se hacía imprescindible incorporar a la población de color a la movilización porque constituía un contingente numeroso y bien dispuesto a combatir contra las injusticias y porque era necesario oponer a la dominación española un pueblo cubano unido y en relación de armonía. “Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”, escribirá José Martí.34 Las razas no existen, es su conclusión necesaria, aunque no pueda prescindir de una racialización de las diferencias de la sociedad cubana y del desigual grado de desarrollo cultural y social que tenían unos y otros. Las razas seguían presentes en el nacionalismo cubano. A finales de 1881, Betances se hace eco de la aparición en París del coronel mambí Flor Crombet, huido de Madrid, quien buscaba ayuda para embarcarse hacia América. Ninguno de los liberales cubanos residentes en la capital francesa se prestó a sostenerlo. Para Betances, Flor Crombet era “un hacendado muy conocido en Santiago de Cuba”, donde, en efecto, su familia poseía cafetales antes de 1868. Única34

  Martí, 1991, 299.

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mente el general dominicano Gregorio Luperón, mulato, y el propio Betances, lo habían socorrido mientras sus ricos compatriotas residentes en la ciudad se habían desentendido. De ellos, dice el boricua, sólo podrá esperarse algo “cuando muden de pellejo y se les ennegrezca el pigmento”. Flor Crombet era mulato.35 Muy poco antes el propio Betances había tenido que definirse racialmente en una carta privada. Miembro de una familia acomodada de Cabo Rojo, a donde su padre, dominicano, se había trasladado, realizó estudios de medicina en París y conoció de primera mano la revolución de 1848 y la supresión de la esclavitud en las colonias francesas. Las décadas siguientes las alternó entre el ejercicio de la profesión en su isla y las actividades a favor de la abolición y las libertades políticas, lo que le condujo a dos breves expatriaciones, condición que devino definitiva después de la insurrección de Lares, en octubre de 1868, que se propuso la independencia de Puerto Rico. El Antillano, como firmaba, trabó estrechas relaciones con políticos liberales de Santo Domingo, Haití y Cuba, y albergó el sueño de una Confederación Antillana formada por los tres países hispanos. En 1879, Betances respondía a su hermana a propósito del desaire que ésta había recibido en Barcelona de una compatriota, que le atribuyó ser prieta y de nacimiento ilegítimo. Ramón Emeterio hizo historia a su hermana Demetria del compromiso de matrimonio de la mayor de sus hermanas, tiempo atrás, pues fue denunciado en Cabo Rojo al atribuirse a su familia sangre africana, lo “que ningún Betances, que haya tenido sentido común, ha negado jamás”, añadió él. Las circunstancias de la época, en cambio, llevaron al padre a solicitar información de limpieza de sangre y probar públicamente “que nosotros, gente prieta, éramos tan blancos como cualquier Pelayo […], lo que quedó probado al fin según la ley, que pone a media noche las doce del día”.36 Todo se resolvía ordenándose el traslado del registro al libro de bautismos de blancos desde el libro de pardos. Distinto fue que el cura, por venganza hacia una familia librepensadora, anotara un 35

  Citado en Bonafoux, 1987, 124-126.   Carta a Demetria Betances, 30.III.1879, reproducida en Bonafoux, 1987, VIII-XI.

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origen ilegítimo, sin ser cierto, con afán de perjudicarles. “Queda, pues, bien entendido, que somos prietuzcos, y no lo negamos”, declara. Pero apenas un párrafo antes ha pedido a su hermana que queme esta carta y se abstenga de solicitar informes por escrito al archivo parroquial. La historiadora María del Carmen Baerga ha llevado a cabo un sutil análisis de la carta y de las circunstancias del prócer, que en la mayoría de las biografías es presentado como un ejemplo de asunción de identidad racial. Podemos compartir con Baerga que el concepto de calidad en la tradición hispanoamericana no sólo contemplaba los ancestros y las circunstancias de nacimiento, sino que amalgamaba otros elementos que eran resultado de ponderación, como la posición y la conducta moral del sujeto y sus familiares y la afinidad o ausencia de consenso social. Estamos menos de acuerdo, sin embargo, en la conclusión que extrae: “el proceso de asignación de identidades raciales en la sociedad hispanoamericana colonial fue tan fluido y maleable”.37 Porque sólo en los estratos superiores de la “orilla del color”, muy minoritarios, pudo transitarse de una categoría racial a otra mientras estuvieron vigentes los códigos restrictivos sobre castas y matrimonios interraciales. Para el común de las gentes, esas cuestiones les resultaban ajenas o eran inalcanzables. En Puerto Rico, el asunto revestía la particularidad de un temprano, extenso, continuo y sucesivo mestizaje, que en los procesos de ascenso social creaba la dificultad de discernir los orígenes de la población anterior a 1800, incluidos los evacuados de Santo Domingo, donde el fenómeno había sido semejante. Dos oleadas migratorias blancas cambiaron el panorama. La primera combinó la emigración realista del continente y la favorecida por las reales gracias de 1815 que propiciaban el arribo de inmigrantes extranjeros; esta última, en la interpretación de José Luis González, no sólo favorecía el desarrollo de la plantación esclavista –y la consiguiente “africanización” de la isla– sino que pretendía “blanquear” a la élite insular porque la existente era de dudoso origen.38 La segunda campaña migratoria, hacia 37 38

  Baerga, 2015, 159, el análisis sobre Betances, 203-239.   González, 2011, 46-47.

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la década de los cincuenta, aportó mallorquines, catalanes y corsos, en años en los que la trata había cesado, contribuyendo a crear una clase media y una clase parcialmente subalterna blancas, alejando al país del perfil afroantillano que iba adquiriendo. Baerga se pregunta por la extraña y tornadiza identidad racial de Betances, que ni desmiente ni afirma su negritud en público, y que en privado prefiere que no se difunda porque es consciente de las dificultades que añadirían a su empresa política. En cambio, o tenía inconveniente en figurar junto a mulatos connotados de su país, de Cuba, dominicanos o de Haití. Su afirmación de 1867, ante el espantajo de que la insurrección en Puerto Rico llevaría al poder a los mulatos, se reviste de desafío: “¿Y qué? –se interroga– ¿Desde cuándo no ha valido más ser hijo de la víctima que no hermano del verdugo?”.39 Queda la cuestión de la percepción distinta de las identidades raciales de dos hermanos, Demetria, que la ignoraba, y Ramón Emeterio, que únicamente en esta carta da fe de ser “prietuzco” y tenerlo a honra, porque nadie en España o en París conceptuaba a este político, escritor y médico distinguido, de mulato.40 La cuestión racial adquirió nueva actualidad en Cuba a partir de 1870. La insurrección había puesto en armas a “gente de color” y liberaba esclavos que incorporaba al ejército insurreccional. La presencia de gente de color en la tropa y en las milicias provinciales y urbanas no era nueva en Cuba. La diferencia estriba en su número y en la aparición de oficiales negros. La ley preparatoria de abolición de la esclavitud aprobada por el parlamento español en 1870, acrecentaba la proporción de libres de color y anunciaba que los nacidos después de 1868 no llegarían a reponer como esclavos las pérdidas humanas que fueran produciéndose. La abolición en Puerto Rico, en 1873, hacía prever que finalmente habría una ley semejante en Cuba, y que el tema debería abordarse una vez concluyera la guerra, como así sucedió en 1880. La cuestión se trasladaba a la sociedad resultante, donde la población “heterogénea” sería libre en su totalidad, a la vez que se veían reco39

  Betances, “A los puertorriqueños” en Bonafoux, 1987, 3.   Baerga, 2015, 212-213 y 220.

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nocidos una serie de derechos civiles y políticos al conjunto de los insulares. La preocupación de los hacendados era eminentemente laboral; la preocupación intelectual de profesionales de clase media y otros se centraba en el tipo de sociedad resultante de un mundo esclavista y sus efectos en la vida civil, la sociedad entendida como comunidad y, para algunos, como nación. Unos y otros coincidían en la conveniencia de extremar la desconfianza hacia el negro, de tutelar su desarrollo después de haber infantilizado su conceptualización o de haber exagerado su peligrosidad (ritos oscuros, sociedades secretas, tendencia a la criminalidad, etcétera). Fueron los propios negros y mulatos los que, organizados en sociedades, y agrupados en el Directorio de Sociedades de Color, a partir de 1887 reclamaron la aplicación de las leyes y denunciaron la discriminación racial.41 También en el período de entreguerras se puso en evidencia las posiciones enfrentadas que representan dos mulatos, Juan Gualberto Gómez y Martín Morúa Delgado: el primero favorable a no hacer distinciones entre negros y pardos, y a actuar de forma autónoma para reclamar los derechos de la población “de color”, a pesar de las indicaciones de Martí –con quien simpatiza políticamente– de hacer abstracción de la diferencia de razas y centrase en la noción de pueblo cubano. Morúa, autonomista hasta 1896, en que pasa a la independencia, consideraba que el mulato era una raza mixta y distinta de la blanca y la negra, básicamente en términos culturales; no se oponía a la creación de círculos recreativos separados, frecuentes en la época, al mismo tiempo que llamaba a renunciar a una acción desde las “clases de color”, un invento, decía, que perpetuaba la herencia esclavista y la discriminación; los negros y mulatos debían entrar en la senda de la educación y de la asimilación.42 El estudio “científico” de la diferencia fue obra de un grupo de profesionales cualificados. La medicina era una de las carreras que más se había desarrollado en la isla. Muchos de estos profesionales, formados en España, Francia y los Estados Unidos, tenían inquietudes políticas y 41 42

  Helg, 2000, 48-55; Ferrer, 2011, 200-208; Heviá, 1996.   El debate, en Helg, 2000, 54-57.

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las orientaban a través del Partido Liberal Autonomista, fiel exponente del reformismo cauto, legal y de orden de las clases medias y de un sector no dominante de los hacendados, además de reunir a antiguos independentistas. Ejercían un control pleno de la Sociedad Económica de Amigos del País, de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, sobre la principal obediencia insular de la masonería y de varias otras corporaciones.43 La sociedad civil conoce un fuerte impulso en la nueva situación. En 1877 se crea la Sociedad Antropológica de la Isla de Cuba. La “raza” estuvo presente en las discusiones desde el primer momento en ésta, y en las restantes entidades mencionadas. La perspectiva final que domina los estudios y los debates es conocer mejor el nuevo presente y perfilar la sociedad cubana futura, la naturaleza del cubano.44 La definición de la inmigración blanca y sus características ideales es uno de los aspectos principales que llegó hasta el siglo xx.45 El otro problema es el africano y el de sus descendientes en Cuba, con los que se ha de convivir. Las características psíquicas e intelectuales de la “raza africana”, las causas “científicas” de su inferioridad, la raíz del salvajismo, las circunstancias de su mejora con el cruzamiento o su retroceso fueron materias habituales en las exposiciones de la Sociedad Antropológica y de las restantes instituciones consideradas modernas. De su paso por Cuba, Henri Dumont, un médico que había viajado a México en 1863 con las tropas francesas y permaneció en el Caribe hasta su fallecimiento en 1878, quedó un texto, Antropología y patología comparadas de los negros esclavos, que fue leído en la Academia de Ciencias Médicas de La Habana. Dumont se sirvió de estudios antropométricos para describir mandingas, gangas, lucumís, minas, carabalís y congos. Añadió exámenes de craniometría comparando a los congos con los hombres blancos. Se interesó por características, procedencias, rituales, tatuajes, lenguas y patologías. Comparó dentaduras, cabellos, piel, complexión, tonalidades del cuerpo, etcétera. 43

  Palmer, 2014, 60-81. Sobre el asociacionismo, Funes, 2004. El peso profesional de los autonomistas, en García Mora, 1999. Su proyección en la sociedad civil, en Sappez, 2016. 44   Véase Actas de la sociedad, 1996. 45   Naranjo, 1996, 149-162. Naranjo y García, 1996a. Naranjo y García, 1996b.

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No evitó clasificarlos. Su informe incluyó fotografías tomadas a los sujetos que exploraba.46 No faltará quien alegue el estado de la ciencia, y los errores y prejuicios de la época, para exculparlo. Pero después de formarse en París, en 1885 el haitiano Anténor Firmin daba a la imprenta De l’Égalité des races humaines. En ella desmentía los tópicos pseudocientíficos de Gobineau, “hombre de gran erudición, pero de poco entendimiento y carente de lógica”. Firmin encontraba una razón al auge de las teorías racistas en las sociedades avanzadas. En la civilización moderna, escribe, “las acciones políticas y nacionales, al igual que las acciones individuales y privadas, por lo general, necesitan una justificación moral o científica, sin la cual los actores no sienten la conciencia tranquila”. La teoría de la desigualdad de las razas, en la que la blanca, reconocida como superior, tiene como misión dominar a las demás por ser la única capaz de promover la civilización, respondía a las pretensiones europeas de dominio prescindiendo de la moral y el derecho de gentes.47 La preocupación antropológica se mantuvo e incrementó en los primeros años de la República. Una comisión médica exhumó en 1900 los restos de Antonio Maceo, talento militar indiscutido, para llevar a cabo un estudio antropométrico cuyas conclusiones tranquilizaron al público blanco: el informe distinguía entre la longitud de sus huesos, propios de la raza negra, y la proporción de la cabeza cuya conformación superaba a la media de la raza blanca, pues la capacidad craneal permitía deducir un peso mayor del encéfalo, sin duda, herencia de sus ancestros europeos.48

Raza y gobierno: la cuestión de la hegemonía Dos cuestiones sobresalen en todo proceso de construcción de un Estado-nación. La más evidente es la creación de las instituciones y, en 46

  Dumont, 2013.   Firmin, 2013, 473. Véase la “Introducción” a la edición inglesa de la obra, de 2002, de Carolyn Fluer-Lobban, para evaluar la contribución del autor y su libro en Firmin, 2011, 15-76. 48   Helg, 2000, 145. 47

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particular, la forma en que se organiza el ejercicio de la soberanía recién adquirida, esto es, los poderes y la representación. El segundo aspecto, a menudo oculto, impreciso para muchos de sus artífices, discutido, esencial y hasta prioritario –porque lo anterior puede revestirse de formas distintas, provisorias y sucesivas– consiste en la pugna por establecer una determinada hegemonía social, una hegemonía de clase, con lo que esto implica de proyección sobre la mayoría de las formas de pensar que permiten a los gobernantes gozar del consenso de los gobernados desde la diferencia y hasta el antagonismo de los intereses sociales. Veamos tres experiencias antillanas.

Cuba El establecimiento de una hegemonía social de clases medias, que no renuncia a la conciliación con los grandes propietarios, se encuentra presente a lo largo de la guerra de 1895-1898 en el embrión de Estado constituido, se expresa en las actitudes ante la intervención estadounidense y la administración que éstos establecen, se muestra con crudeza después de 1902, en la República, ante la magnitud de los sectores sociales subalternos que han sido movilizados. Y se resuelve reconstruyendo barreras políticas que son socialmente segregadoras, para restablecer el “orden” natural, pero que son absolutamente raciales en la medida en que el negro coincide con los sectores más bajos y pobres de la sociedad, se considera con derechos adquiridos en la guerra por la libertad y la nación, y sin embargo vuelven a ser vistos como un agregado a la propia nación, no parte de la misma, una herencia del colonialismo –en lugar de una herencia de la esclavitud promovida por españoles y criollos– con la que debían bregar. Si en plena guerra, el presidente Salvador Cisneros –marqués de Santa Lucía– había declarado que los negros en Cuba eran superiores a los de su misma raza de los Estados Unidos, y que de naturaleza eran pacíficos “y desean ser blancos como los blancos”, calificación poco generosa, después de 1902 se multiplican los informes, los artículos, los ensayos que criminalizan al negro y lo hacen acreedor de los ma-

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yores vicios y supersticiones. Próceres como Manuel Sanguilly, juristas como Carreras Jústiz, abogados con vocación de antropólogos como Fernando Ortiz, reproducen los tópicos y claman por una política de inmigración blanca que promueva civilización y progreso.49 Entre estos últimos comienza a cobrar cuerpo la conveniencia de preservar la “raza latina” en oposición a la angloamericana, que en la mejor tradición de Saco amenaza la forma de ser, la nacionalidad cubana. Enrique José Varona, máximo exponente del positivismo en Cuba, voz autorizada en su crítica al colonialismo español y más tarde en la defensa de una República evolutiva y honesta, un hombre que transitó al autonomismo y regresó a las filas de la independencia para dirigir en Nueva York el periódico Patria, órgano del Partido Revolucionario Cubano (PRC) fundado por Martí, no quedó a la zaga en 1903 con sus especulaciones sobre el mayor volumen de la masa encefálica de los europeos respecto de los africanos, y otras deducciones sobre el número de las circunvoluciones de la masa cerebral que diferenciaban al negro del blanco.50 Varona llegó a ser vicepresidente de la nación entre 1913 y 1917. Esa desconfianza que contribuye a reducir las pretensiones civiles y políticas de los negros, en la época nunca considerados “afrocubanos” y por muchos tan siquiera cubanos, se traduce en leyes que prohíben la formación de agrupaciones políticas raciales (Ley Morúa de 1910) y la aceptación de discriminaciones en empleos y locales públicos, en medio de indudables avances, por ejemplo, en el plano de la escolarización.51 Hasta llegar a la terrible represión de 1912. En mayo de ese año se produjo el levantamiento de partidas del Partido Independientes de Color, una agrupación que había sido ilegalizada y que reunía a varias decenas de miles de adherentes, muchos de ellos veteranos de las guerras de independencia. Con su acción no hacían algo distinto de lo habitual en la tradición republicana, como fue el alzamiento de 1906 de los líderes liberales, con participación negra, contra la reelec49

  Helg, 2000, 101 (Cisneros), y 143-145 (reproducción de prejuicios). La actitud no es muy diferente de la señalada a la “generación del 900” latinoamericana. Véase Marichal, 2010. 50   García y Naranjo, 1998, 276. 51   De la Fuente, 2001.

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ción fraudulenta de Estrada Palma.52 La negrofobia que se desató llevó a desplazar a 8 000 soldados a Oriente mientras se sucedían las masacres y los linchamientos por todo el país, en medio de una furiosa campaña de rumores y desinformación. El número de afrodescendientes muertos se situó en unos 5 000. La “clase de color”, los morenos y mulatos, volvieron a ser considerados, simplemente, “negros”.53 El temor se apoderó de los sectores civiles organizados y no volvió a haber política desde la condición racial afrocubana en el resto del siglo xx. El escritor Walterio Carbonell afirmó en 1961 que la historia nacional y el ensayo político habían sido en Cuba hasta la fecha una historia falseada, realizada por intelectuales que borraban las experiencias de opresión y discriminación y que glorificaban a los “forjadores de la nacionalidad”. Después de 1902, añade, “África se convirtió en una palabra molesta para toda la llamada gente culta […] y por lo tanto debía ser borrada de la vida política y cultural”.54 Los esfuerzos de integración no habían dado lugar a una verdadera cultura nacional, a una única nación, porque todavía en 1959 subsistía una profunda brecha racial que había fomentado dos condiciones distintas y, por lo común, separadas del ser nacional. Y sin embargo, la evocación de Fernando Martínez Heredia del día, en su juventud, en que con otros muchachos “de todos los colores” se pasearon del brazo por el Parque Coronel Leoncio Vidal, en la ciudad de Santa Clara, segregado por razas, voceando “Nosotros somos trasparentes”,55 nos sugiere una actitud no doblegada a la resignación.

República Dominicana En la República Dominicana, la evolución de la política durante el siglo xix había reducido la tensión interracial hasta el punto de contar 52

  Zeuske, 1999; Zeuske, 2004.   Helg, 2000, 312 y ss. 54   Carbonell, 1961. 55   Martínez Heredia, 2002. 53

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con dos presidentes mulatos, el general Luperón, en 1879-1880, y el que fuera su ayudante, el general Ulises Heureux, de 1882 a 1884, en 1887, y de 1888 hasta su asesinato en 1899. Fueron el fruto de la Guerra de Restauración (1863-1865) contra la anexión a España que había llevado a cabo en 1861 el gobierno del conservador Pedro Santana. La guerra de guerrillas encumbra a numerosos líderes regionales y da lugar a un ejército nuevo en el que varios de sus héroes son mulatos, con otras peculiaridades: la madre de Luperón es una negra llegada de las Antillas inglesas y, presumiblemente, de un comerciante de Puerto Plata; Heureux, Lilís para los dominicanos, es hijo natural de un marino mulato martiniqués y de una mujer negra inmigrada de las Islas Vírgenes, a su vez hija de esclava. Hijos de extranjeros, de extracción esclava, de línea materna negra. Luperón simboliza la causa nacional contra la subordinación a España y las pretensiones del presidente Báez de gobernar de forma autoritaria, y de anexionar el país a los Estados Unidos o de venderles la bahía de Samaná. El proceso de mulatización había comenzado temprano en Santo Domingo, en los siglos xvii y xviii, en medio de una población muy escasa la mayor parte del tiempo. La entrega a Francia de la parte este de La Española a raíz de la Paz de Basilea, en 1795, consumada en 1801, condujo a una gran emigración de los elementos blancos, o tenidos por blancos, que se dirigió a Venezuela, Cuba y Puerto Rico, muchos de los más de los 60 000 emigrados, al menos la mitad de la población total. Pocos volvieron en 1809 al retornar la parte de la isla a soberanía española; la emigración se reanudó al producirse en 1822 la invasión y anexión por Haití. En sentido contrario, después de 1795 se instalaron en Santo Domingo las Fuerzas Auxiliares de Carlos IV, esto es, las tropas negras de Jean François y Biassou que habían participado junto con Toussaint Louverture en la revolución de los esclavos de 1791, que a partir de 1793 contaron con el respaldo y el reconocimiento de España, autorizándose a varios miles de ellos a permanecer en el país mientras sus jefes eran evacuados y dispersados.56 En los 22 años siguientes a la ocupación haitiana de 1822, familias proceden56

  Victoria Ojeda, 2011.

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tes del lado occidental emigraron y se instalaron en el Este; después de 1844 pudieron permanecer en la nueva República Dominicana con sus bienes y apellidos franceses o creoles, sin importar su color, predominantemente más oscuro. Los conspiradores dominicanos que se organizaron en la sociedad secreta La Trinitaria (1838) y aspiraron a la independencia eran, en su práctica totalidad, “tenidos por blancos”. Durante la ocupación de Santo Domingo por los franceses (1801-1809), cuando se preguntaba a los habitantes de la capital sobre su raza o color respondían que eran “blancos de esta tierra”, y como “blancos de la tierra” quedaron los de piel oscura a pesar de que a los observadores les parecían iguales a quienes en otras partes del país pasaban por mulatos. Esa autopercepción se trasladaría a la misma concepción nacional más tarde, reclamándose de un falso nativismo, como ha argumentado Frank Moya Pons.57 La cuestión racial no fue el detonante de la separación de Haití ni desempeñó un papel destacado, aunque tampoco parece que estuviera ausente del sentido de los principales dirigentes patriotas, de posición relativamente acomodada. La Constitución haitiana de 1843 que acababa de ser aprobada, declaraba que eran haitianos los descendientes de africanos y de los indios. A efectos del reconocimiento de la nacionalidad dejaba sentado que el lado oriental de la isla –antes español– estaba formado por unos y otros, en la tradición haitiana inaugurada en 1804, dirigida a evitar la presencia de europeos que atentara contra la soberanía nacional. De otro lado, quienes recelaban de los planes de “los trinitarios” propalaron el rumor de que después de la separación de Haití éstos pretendían unir el país a Colombia, como se quiso en 1822, y se pensaba restablecer la esclavitud, como el promotor del llamado Haití Español independiente, Núñez de Cáceres, se comprometió a conservar en aquella fecha, después de que hubiera sido restablecida por los españoles tras la reconquista de 1809. Los adversarios de “los trinitarios” trataron de atraerse de ese modo las simpatías de la “gente de color”, absolu57

  Moya Pons, 2008, 139 y 141.

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tamente contraria al regreso de la esclavitud. En ese contexto, con el trasfondo del gobierno autoritario de Jean-Pierre Boyer, que concitó la colaboración de los liberales de las dos partes de la isla, con la amenaza de una guerra civil entre negros y mulatos en el sector oeste, la mayoría de los habitantes de la parte que había sido española favoreció la independencia.58 Santana reintegró la isla a la soberanía española en 1861, como se ha indicado, y recibió a continuación un título de Castilla. Las tropas y los administradores españoles que llegaron advirtieron enseguida la diferencia de costumbres y la ausencia de asimilación de la población, incluso a Cuba, en donde los libres de color no eran tan desenvueltos como aquí porque estaban habituados a un régimen de comunidades campesinas que no segrega por el color. Cuando en 1871 el periodista y dibujante Samuel Hazard fue recibido por el presidente Buenaventura Báez, que en la época negociaba la anexión a los Estados Unidos, el norteamericano lo describió como un hombre “elegante y agradable […] y en ningún caso se le podría tomar por otra cosa que por español si no fuera por su cabello, cuando gira la cabeza, presenta una cierta semejanza con el pelo característico de los africanos”.59 La mirada del otro persistía en hallar signos de africanidad en islas tenidas por “negras”. No obstante, la raza no desempeña un papel significativo en las luchas políticas dominicanas durante la mayor parte del siglo xix. La Guerra de Restauración que fortalece el sentimiento nacional encumbra a militares de tez oscura que no tienen reparo en llegar a acuerdos con políticos haitianos para darse respaldo mutuo en sus respectivas pretensiones políticas, por lo común liberales. Al dejar el gobierno en 1880, el mulato Luperón impone a su partido en la candidatura a la presidencia del país al sacerdote Fernando de Meriño, futuro obispo, quien figura como descendiente de españoles y de “indios”. Las cosas comenzaron a cambiar poco más tarde. Posiblemente hay dos factores que intervienen en la progresiva racialización 58 59

  Moya Pons, 2013, 111 y 121.   Hazard, 2012.

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de la política dominicana desde finales del siglo xix. En primer lugar, está la expansión de la industria azucarera a partir de los años ochenta, cuando emigran algunos cubanos y se instalan en el país, llegan después algunos italianos y de otras procedencias europeas; asociados a comerciantes locales, impulsan los nuevos y grandes centrales azucareros. Los nuevos agentes económicos son en su práctica totalidad blancos. A la vez, éstos favorecen la llegada de inmigrantes de color de Puerto Rico y de las Antillas inglesas, que nunca habían cesado de arribar desde la época en que huían de la esclavitud británica. El crecimiento económico atrae haitianos. El país, en suma, refuerza tímidamente su élite blanca y se “ennegrece” en sus estratos populares, siendo la línea del color menos una causa que una consecuencia de la creciente diferenciación social. En segundo lugar, está la presidencia tiránica de Lilís. Como escribió Betances, los tiranos de América se hacían más odiosos porque alentaban en Europa ideas contra la capacidad de los antillanos de civilizarse y ser independientes.60 De lo que se deduce que el problema no era sólo el “tirano antillano”, sino el tirano antillano negro que rememoraba los fantasmas de la Revolución haitiana y de los caudillos de la primera época de su independencia. La nueva élite dominicana, presumiblemente, racializó la oposición a un sistema autoritario que, de otro lado, había resultado conveniente a sus intereses. Finalmente, el censo de 1919, realizado durante la ocupación del país por los Estados Unidos (1916-1924), introdujo una categoría racial nueva, mestizo, para referirse a los mulatos en cualesquiera de sus mezclas. La referencia a la “sangre mezclada” eludiendo el origen africano y, en consecuencia, el estigma de la esclavitud, sería recogida tiempo después por la dictadura de Leónidas Trujillo para su proyecto de nacionalismo, al mismo tiempo que desarrollaba una negrofobia que asimilaba la influencia haitiana y el sentido antinacional. El mestizo fue convertido por disposición gubernamental en “indio”. Y el “color indio” se convirtió en característico de la nación dominicana. En 1919 la población urbana de Santo Domingo era 60

  Carta de 3 de febrero de 1893 en Bonafoux, 1987, 293.

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registrada como blanca en un 39%, mestiza también en un 39%, negra en el 22%. En ese año, en el mundo rural, los blancos eran el 6%, los mestizos el 41% y los negros el 53%. En 1954 la población blanca registrada en el conjunto del país ascendía al 28%, la mestiza era el 60% y la negra sólo un inverosímil 11.5%. En 1996, el padrón arrojaba que un 82% de los consultados se declaraban “indios”, por apenas un 4% de negros y el 7.5% de blancos.61 La conformidad nacional en una determinada categoría racial “neutra” evitaba la tendencia a hacerse pasar por blanco, categoría cuya extraordinaria disminución no era debido a la evolución demográfica sino a que se hacía innecesario ocultar el mulataje, mientras ahora son los negros quienes tienden a ocultar en la medida de lo factible una condición que les estigmatiza. En todos los casos, el lenguaje esconde la raíz africana y escamotea un pasado de esclavitud distante pero a la vez origen de la actual población del país.

Puerto Rico En 1870, escribe Betances: “En cualquier punto de las tres islas donde se inicie tenemos todos el derecho de tomar parte en ella”.62 Las tres islas eran Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico, y lo que había de iniciarse se estaba produciendo en los campos de la primera y había fracasado en la tercera: la revolución, revolución anticolonial en las dos últimas colonias españolas, y contra la reacción y el anexionismo en la Republica Dominicana. Ahora bien, el antillanismo de Betances nunca despertó especial interés en su país, como tampoco mereció demasiado interés la independencia: “Nuestro país es imposible para nosotros”, escribe a Eugenio Hostos en 1893. Tampoco resultó atractiva a unos y otros la alianza con una nación “de color”, como era la isla vecina, en sociedades que hacían esfuerzos por ocultar el suyo. Los patriotas cubanos vieron con simpatía el movimiento por la independencia de Puerto Rico 61 62

  Moya Pons, 2008, 146-152.   En Bonafoux, 1987, LXXIV.

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y varios boricuas –como el general Rius– combatieron en las guerras cubanas. Los cubanos aceptaron la constitución de la Sección Puertorriqueña del Partido Revolucionario Cubano sin tomar muy en serio una futura federación, ausente del discurso nacional cubano. Solo a mediados de la década de los ochenta tres dirigentes exiliados de cada uno de los países –Betances, Antonio Maceo y Gregorio Luperón– trazaron un plan de ayuda mutua que no tuvo mayor repercusión. En 1899, después de la invasión norteamericana de Puerto Rico, Eugenio María de Hostos se apresta a regresar a la isla tras tres décadas de exilio. Admite entonces la debilidad individual y colectiva de la sociedad boricua, incapaz de ayudarse a sí misma, señala el ensayista José Luis González. Hostos tenía una visión del desarrollo histórico “en un grado todavía primario de formación nacional”, donde la sociedad “vivía bajo la providencia de la barbarie” y el pueblo se hallaba incapacitado para darse un gobierno propio en tanto no asumiera con carácter previo su regeneración “física y moral”, en un período que podía llevar veinte años, continúa González. Naturalmente, Hostos opina restringiendo la mirada a su alrededor, la minoría social e ilustrada, de la que forma parte, en su inmensa mayoría blanca, prescindiendo de la multitud que en su mayoría es negra y mulata, y de la cultura a la que ésta daba lugar. Hostos habla del pueblo incapacitado; Betances, en cambio, del rechazo de la clase rica a la independencia por su debilidad intrínseca y el temor a las clases bajas formadas por campesinos y artesanos, negros y mulatos, una parte de ellos descendientes directos de esclavos, todos con una cultura y unos valores distintos de los incorporados por los sectores blancos de hacendados y profesionales y sus respectivas clientelas; ese rechazo de los estratos sociales más elevados los conduce a buscar sucesivamente la asimilación a España, la autonomía y la anexión a los Estados Unidos.63 Sólo cuando no vean reconocida su aspiración a entrar en la Unión y participar del desarrollo del gran capitalismo norteamericano, cuando vuelvan a verse como colonia de otra metrópoli, los intelectuales y dirigentes de las clases propietarias viran 63

  González, 2011, 13-18.

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hacia el nacionalismo y retornan a la indagación sobre la identidad y al discurso de raza, ahora reivindicando la “raza española” o criollo-hispánica, frente al dominio angloamericano.64 Por el contrario, los puertorriqueños negros, hasta mediados de los años treinta, aspiran a la anexión, pensando menos en el lugar que les reservaba una sociedad racista como la estadounidense que en la sociedad racista y discriminadora puertorriqueña a la que circunscriben su experiencia, y en la que sus opresores blancos se muestran tan orgullosos de su ascendencia española o corsa. Entre ellos se cuenta el doctor José Celso Barbosa, el mulato más distinguido del Partido Autonomista, que se presta a crear el anexionista Partido Republicano. Como apunta José Luis González, los independentistas del continente –o Betances– no pretendieron la independencia como fruto de un proceso de formación nacional, sino como condición necesaria para disponer de instrumentos políticos y jurídicos que promovieran y culminaran ese proceso de formación de la nacionalidad.65 El primer Informe de la Dirección del Censo del Departamento de Guerra de los Estados Unidos en 1899, tras la ocupación de Puerto Rico, se hacía eco del trato humano, en general, que en la isla y en otras posesiones españolas habían recibido los esclavos, gozando, entre otros privilegios, del derecho de comprar su propia libertad. Esos mismos esclavos habían resultado “de gran importancia para los intereses azucareros de la isla”, motivo por el que después de la abolición de 1873 la ley estableció que los libertos trabajaran para sus antiguos amos o para otros por un período mínimo de tres años.66 La población ascendía a 953 243 habitantes. El Informe distinguía entre “blancos puros y los que no lo son”, reservándose para éstos la categoría “de color”, que incluía unos pocos asiáticos. Los “de color” representaban el 38.2% del total. La Oficina del Censo 64

  La máxima –aunque no la única– expresión del neohispanismo, en Predreira, 2014. La respuesta antillanista en Blanco, 2003. 65   González, 2011, 15 (independencia y formación nacional), 30-35 (actitudes puertorriqueñas ante la anexión). La actitud pragmática hacia la anexión y a la vez antagónica de los trabajadores respecto a la burguesía insular, en García, 1982. 66   Departamento de Guerra, 1899, 32.

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se apresuraba a comparar esta proporción y la de Cuba con la del resto de las Antillas, para destacar que se trataba de islas eminentemente blancas, a diferencias de las otras, y que incluso siete estados de la Unión tenían un porcentaje de población blanca inferior al de la isla boricua. La proporción de gente “de color”, además, iba en descenso de un censo al siguiente, prácticamente desde 1820, si se descartaba el poco fiable de 1897, lo que parece merecer la aprobación de los funcionarios. Desde el censo de 1877, el primero realizado tras el cese de la esclavitud, al de 1899, la población “de color” había pasado del 43.7% al 38.2%. El oficial del censo llamaba la atención sobre la influencia que ejercía la población blanca no sólo por su número sino porque muchos de los pertenecientes a la “gente de color” “llevan en sus venas bastante sangre blanca”. De hecho, precisaba, el 83.6% del total “de color” tenía sangre mezclada, para expresar que eran mulatos. No obstante, el funcionario llamaba a la cautela: estas cuestiones –decía– debían observarse con cierta sospecha porque los censos no ofrecían exactitud al respecto. De nuevo volvía a la comparación: la “raza mezclada” representaba en Cuba el 52% de la “gente de color”, en Jamaica el 19% y en los Estados Unidos el 14.8%. Los mulatos, desde 1800, siempre habían estado en Puerto Rico por encima del 75% de la población total “de color”.67 Esta cualidad de raza mezclada se expresaba con mayor proporción en la ciudad que en el campo, más en mujeres que en varones, y era algo más joven de media que la blanca. El sufragio introducido en Puerto Rico quedó unido a la alfabetización de los varones mayores de 21 años, por lo que sólo una de cada cuatro personas en edad electoral vio reconocido su derecho de voto; la diferencia racial volvía a hacerse presente: el cuerpo electoral comprendía al 29.4% de los blancos y al 17.2% de la población “de color”. Cayetano Coll y Toste, secretario civil del gobierno de ocupación, indicaba que en términos censales, la “raza negra” no prosperaba, fuera debido al crecimiento natural o al aumento de la inmigración europea. Y aventuraba que manteniéndose el 3% de pérdida anual 67

  González, 2011, 57-60.

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y los ritmos migratorios blancos, los 75 824 negros existentes en la Isla (frente a 242 000 mulatos) “desaparecerían en un período de 300 años, poco más o menos”, excepto si se promovía la inmigración de las Antillas británicas, lo que parece contemplar de forma negativa. La comparación a que hemos hecho referencia, en relación a la evolución de las proporciones de blancos, negros y mulatos en las restantes islas, era calificada de “estudio antropológico”.68 Coll omitía que desde la década de los setenta la isla exportaba braceros a Santo Domingo, Cuba, Panamá y Venezuela,69 y que estos eran, presumiblemente, “de color”. La manera en la que deseaban ser vistos los sectores proclives a la rápida anexión a los Estados Unidos, presentándose como afines y minimizando la raíz afroantillana y la potencial conflictividad racial, era bastante distinta de cómo eran observados por las nuevas autoridades, que ponían el énfasis en el atraso económico y civilizatorio, en la mezcla racial predominante y, en general, en cuanto no hacía asimilable la Isla al conjunto de la Unión. El inicio de disturbios, los asaltos a haciendas, las acciones protagonizadas por jornaleros pobres, mulatos, negros y blancos “tiznados”, una amplia muestra de protesta ante su situación de abandono, orientada hacia los beneficiarios del régimen colonial recién concluido, dio pábulo a las prevenciones de los militares de ocupación, aun cuando esos mismos sectores revoltosos podían dar respaldo al Partido Republicano de Barbosa.70 El informe del general Davis, gobernador militar de Puerto Rico, fechado en 1900, afirmaba que en la Isla era común escuchar la idea de la supremacía demográfica de la población blanca, a pesar –decía– de la existencia de muchos negros y mulatos. Davis ponía en duda la blancura de la población: muchos de los que se decían y pasaban por blancos tenían un color marrón u oscuro no muy distinto de los que en los Estados Unidos tenían sangre india. El origen de esta condición no lo atribuía al mestizaje con la población aborigen, ex68

  Coll y Toste, 1899, 27-28.   Centro de Estudios Puertorriqueños, 1982, 2 y 10ss. 70   Picó, 1987. 69

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terminada, sino probablemente, dice, a la mezcla de sangre mora de los españoles.71 Practicando el arte de la observación a través de lentes prejuiciadas, los “españoles” que habían alardeado de limpieza de sangre y habían juzgado con sus criterios raciales a africanos y mestizos, serán convertidos en “no blancos” por la autoridad angloamericana.

De la raza a la clase para llegar a la política De todos los racismos desarrollados en Occidente, el más arraigado, segregador y persistente ha sido el que separa blancos de negros. La esclavitud precisó de una teoría racial (físico-biológica y moral) y desarrolló prácticas racistas en los comportamientos, pero en su actuar lo central fue la dominación que descansaba en las relaciones de propiedad sobre el esclavo –el derecho positivo– y la compulsión que lo sujeta –amparada por la ley– con el fin de hacerlo productivo o útil a los intereses del dueño. La libertad del negro y el abolicionismo trajeron consigo un nuevo tipo de racismo, a veces legal pero a menudo no-legal, armado sobre consideraciones ideológicas que en las pautas de comportamiento social asimilan al negro a las clases inferiores y lo confinan en la casta de fronteras invisibles de las clases subalternas, asalariadas, arrendatarias, pobres en su autosuficiencia campesina o urbana. El racismo postesclavitud permite prolongar y reconstruir por otros medios, no coercitivos, no-económicos, las relaciones de clase que en el pasado estuvieron confiadas a la fuerza. La subalternidad se manifiesta en la condición (negro), a la que se atribuye ausencia de formación y de habilidades –donde al trabajador blanco se imputa a la pobreza y a las buenas costumbres– y un carácter desordenado e indolente que justifica el disciplinamiento laboral, en realidad extendido al conjunto de los asalariados que entran en un nuevo mercado de trabajo. El racismo adelanta esa tarea de integración subordinada y garantiza una mano de obra corriente a disposición de ser utilizada, como en el pasado sucedía 71

  Davis, 1900, 43.

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en muchos lugares con las castas intermedias. Sólo que interioriza actitudes y comportamientos, y los transmite, e incluso por la fuerza del prejuicio comprende a los sectores afrodescendientes que han experimentado una movilidad social hacia arriba. De ahí la resistencia de este racismo frente a las teorías igualitarias y la racionalidad, porque aúna la utilidad, el prejuicio y la mentalidad en sentido extenso. De ahí, también, que estuviera tan presente en todo proyecto de construcción nacional en el Caribe, y continúe siendo, con más o menos sutilezas, una cuestión abierta, una cuestión pendiente, porque sin conocer su causa e incorporar la cuestión racial a una nueva cultura nacional, sin reparar las consecuencias de la discriminación y de segregación, las diferencias de fondo, sociales y culturales, subsisten, y atenderlas siempre buscará, como en el pasado, el campo de la política.

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Raza y construcción nacional. México, 1810-1910 Tomás Pérez Vejo

Analizar la presencia de la raza en la construcción nacional mexicana, durante el primer siglo de vida independiente pero también en buena parte del siguiente, exige una breve reflexión sobre el papel de ésta en la imaginación de las naciones contemporáneas. Relevante en un doble sentido, el de la raza como marca de nacionalidad, una nación es una raza; y el de la raza como factor que favorece o dificulta el progreso y la civilización de las naciones, consecuencia de la creencia, ampliamente compartidas durante la mayor parte del siglo xix, de la existencia de razas superiores e inferiores y de que las naciones son seres vivos, plantas de la naturaleza en expresión del influyente Herder, en busca de su propia realización al margen y hasta en contra de los individuos que las componen. La primera afirmación, presente con particular insistencia en nacionalismos de raíz étnico-cultural pero que colorea de una u otra forma todos los discursos de nación decimonónicos, parte de la identificación entre raza y nación,1 tanto en su versión de pureza racial, 1

  A pesar de la ambigüedad y nulo rigor científico del concepto de raza, a lo largo del siglo xix se fueron sedimentando tres ideas complementarias: la existencia de cuatro grandes grupos raciales (blancos, amarillos, negros y cobrizos); la subdivisión de estos grupos en familias o subrazas (latina, germánica, eslava, etcétera); y la existencia de características raciales de

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la nación como expresión de una raza primigenia cuyo origen se perdería en la noche de los tiempos; como de mezcla racial, el lento proceso de fusión que a partir de razas distintas habría dado lugar a razas-naciones nuevas con características diferentes de aquellas que les habían dado origen. Identificación convertida en eje de los procesos de construcción de naciones de base étnico-cultural, los que para simplificar podríamos denominar de modelo alemán, pero presente también en los de naciones cívicas, los que también para simplificar podríamos denominar de modelo francés,2 tal como el propio ejemplo de Francia y las habituales referencias de los libros de texto de la III República a “nos ancêtres les Gaulois”,3 muestran de manera más que obvia.4 La segunda afectó sobre todo a los Estados-nación americanos, los primeros del mundo atlántico que tuvieron que enfrentarse tanto a la existencia de naciones multiétnicas (blancos, indios, negros y las mezclas entre ellos) como a la necesidad de políticas migratorias capaces de poner en explotación las riquezas de territorios considerados vacíos. En ambos casos con el dilema de hasta qué punto se tipo nacional (raza española, raza francesa, raza mexicana, etcétera). Unas divisiones que en cada uno de sus niveles incluían rasgos físicos (color de la piel, tipo de cráneo, etcétera) pero también psicológicos, morales, culturales, etcétera. 2   La terminología sobre los distintos tipos de naciones y nacionalismos es en la bibliografía especializada enormemente imprecisa, Hans Kohn (Kohn, 1944) y John Plamenatz (Plamenatz, 1973) hablan de modelos oriental y occidental, por el este y oeste de Europa; Emerich Francis (Francis, 1976) de demótico y étnico; Anthony Smith (Smith, 1991) de cívico y étnico. Denominaciones que en última instancia remiten a dos modelos ideales de nación, cívica y étnico-cultural, modelos sobre los que en todo caso habría que preguntarse hasta qué punto corresponde más una construcción ideológica que a una realidad (Pérez Vejo, 1999, 173 y ss.). Para las características de ambos modelos véase Coakley, 1994. 3  Véase Citron, 2008, 34-36. 4   La existencia de una raza francesa como sustento de la nación está ya presente de manera retórica, pero toda retórica incluye una interpretación de la realidad, en la propia gestación de la idea de nación en la Francia revolucionaria. No es en sentido estricto una invención de la III República. Ya Sieyes en su panfleto sobre el tercer estado incluye vagas referencias a un tercer estado galo frente a una aristocracia franca, eco de una idea ampliamente extendida en el siglo xviii que veía un origen racial en la distinción entre nobles y plebeyos, en palabras de Boulainvilliers “Todo franco fue gentilhombre y todo galo plebeyo, siendo los nobles descendientes de los francos” (Citado en Furet, 1982, 173). Una idea que el propio Sieyes no parece tomarse demasiado en serio, aunque no deja de sorprender que la conclusión de su panfleto sea que la nación sea sólo el tercer estado, es decir los herederos de un solo grupo étnico.

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debía favorecer unas razas en detrimento de otras, tanto de las que se encontraban ya viviendo en cada uno de los países como de los que venían de fuera de sus fronteras. Si el objetivo era mejorar la calidad étnica de la raza-nación, no todos los grupos raciales, los que formaban ya parte de ella y los que se incorporaban desde el exterior, eran igualmente deseables. Las polémicas y debates, también las prácticas político-administrativas, a favor o en contra de unos u otros grupos étnico-culturales fueron como consecuencias habituales en la vida política de todos los Estados-nación americanos. La raza como parte de la política cuando no su eje fundamental.

Raza y nación: el caso mexicano La primera constatación, por paradójica que pueda parecer, es que en el primer México independiente, tanto para los autores de la independencia como para la generación que toma el poder una vez proclamada ésta, el problema de la raza no se planteó en ninguno de los dos sentidos a los que se acaba de hacer referencia. En el primero, porque herederos de una visión vatteliana del orden político el problema fue el Estado y no la nación, la conquista de la soberanía política y no la definición de su sujeto;5 en el segundo, porque hijos del universalismo católico la raza no era para ellos tanto una categoría biológica como jurídica, lo que a pesar de la obvia estratificación étnica de las sociedades virreinales dificultaba la construcción de discursos raciales estrictos como los que se volverían hegemónicos a partir de mediados de siglo. A pesar de la retórica “nacionalista” que puede rastrearse en algunos de los publicistas insurgentes, desde Mier a Bustamante, la 5

  En la tradición política del iusnaturalismo moderno la nación fue entendida como una construcción política, no natural, fruto del consentimiento de individuos libres y autónomos. En definición del influyente Emer de Vattel, “Les Nations, ou Etats sont des Corps Politiques, des Sociétés d’hommes unis ensemble pour procurer leur salut & leur avantage” (Vattel, 1758, 1). La nación como sinónimo de Estado. Definición que convivía con la tradicional de nación como comunidad natural formada por los que tienen el mismo origen, lengua y costumbres, ésta última a diferencia de la anterior sin relación con el ejercicio del poder.

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preocupación de los líderes de la independencia fue el Estado y no la nación. Ni en ellos ni en sus inmediatos sucesores se plantea la necesidad de una definición étnico-cultural de la nación. Posicionamientos reflejados con toda claridad el artículo 8 del Plan de Iguala y su afirmación de que “todos los habitantes de la Nueva España, sin distinción alguna de europeos, africanos, ni indios son ciudadanos de esta monarquía”. Distintas razas, el término europeo hace referencia al color de la piel no al lugar de nacimiento, unidas en un solo cuerpo político que en ningún momento se define como una comunidad étnico-cultural sino geográfica, “la América Septentrional”. Hay que esperar hasta las décadas de los cuarenta y cincuenta para que la influencia del romanticismo, y con él de la alargada sombra de Herder, lleve a plantearse el problema de la nación como una comunidad de raza, lengua y cultura.6 El primer capítulo de un discurso nacionalista que acabará convirtiéndose en una de las señas de identidad más poderosas y persistentes de la vida pública mexicana hasta nuestros días. Algo parecido ocurre respecto a la buena o mala calidad étnica de las poblaciones nativas. No hay un “problema indio”, en su sentido racial, en las primeras décadas de vida independiente. La preocupación por la marginación y exclusión de las poblaciones nativas no se atribuye de manera general a características biológicas sino sociojurídicas. El atraso de las comunidades indígenas, que todos parecen considerar minoritarias y residuales, no se atribuye a ninguna supuesta inferioridad racial sino a las condiciones de separación del resto de la sociedad en las que habían sido obligadas a vivir por el régimen colonial. Una vez desaparecido éste y reconocida la igualdad como ciudadanos de todos los habitantes de la nación la situación de los indios se igualaría progresivamente con la del resto de los mexicanos. Es la afirmación explícita de José María Luis Mora en México y sus revoluciones, publicado en París en 1836, para quien el atraso “de 6

  Se trata de un fenómeno común al resto del mundo Atlántico con el triunfo de una nueva historiografía en la que las naciones son imaginadas como organismos vivos, cada una con su propio “genio nacional” o Volksgeist, expresión de una raza nacional diferenciada de las del resto del mundo. La cronología de este triunfo es variable de unos países a otros pero de manera general se puede afirmar que para mediados del siglo xix se había vuelto ya claramente hegemónica.

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los cortos y envilecidos restos de la antigua población mexicana”, y nótese la percepción de que las poblaciones indígenas son grupos residuales claramente minoritarios, no podía atribuirse a sus carencias genéticas sino al “aislamiento de la raza de que descienden, cuyos hábitos sociales estuvieron por muchos siglos en entera divergencia y secuestración del resto del mundo civilizado”.7 Nada muy diferente a lo que casi una década después, 1842, seguiría afirmando Mariano Otero en su Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana,8 en el que las referencias a los indígenas se limitan a que viven al margen de la sociedad, sin intereses ni afecciones que los liguen con ella, un problema socioeconómico y no racial. Tanto en un caso como en otro, el de la raza de la nación y el de la mejor o peor calidad de las distintas razas, la ausencia de la raza como problema fue en las primeras décadas de vida independiente casi absoluta. A partir de mediados del xix, sin embargo, con la temprana Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarla de Francisco Pimentel9 como ejemplo paradigmático, pocos fueron ya los pensadores que enfrentados al México como problema, que no cayeron en la tentación de utilizar categorías raciales en sus análisis y propuestas, en detrimento de las socioeconómicas o las culturales. En torno a finales de la década de los cuarenta el problema indígena derivó rápidamente hacia planteamientos estrictamente biológicos, con la existencia de razas superiores e inferiores como eje de la discusión. Un debate que, a partir del momento en que la lectura spenceriana del darwinismo permitió el desarrollo de un racismo “científico”, afectó más al pensamiento liberal que al conservador. Este último, de marcada matriz católica, fue por motivos obvios relativamente inmune a la deriva spenceriano-darwinista, con un concepto de raza que siguió siendo mucho más cultural que biológico. Revelador a este respecto 7

  Mora, 1950, 63.   Otero, 1952. Para un estudio reciente de esta obra de Otero, véase Connaugthon, 2012. 9   Pimentel, 1903-1904, 7-149. 8

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resulta el que los relativamente frecuentes artículos de la prensa norteamericana, particularmente de la de Nueva Orleáns, atribuyendo el origen de los males de México a su población indígena, “enemigos por naturaleza del trabajo, y que ignoran completamente las artes mecánicas”,10 fueran respondidos de manera casi exclusiva por la prensa conservadora, que ensalza la laboriosidad de los indígenas, y raramente por la liberal. Muestra de la incomodidad de ésta frente a argumentos que le resultaban cercanos y cuya lógica en última instancia compartía, aunque siempre matizada por la idea de que la degeneración de la raza indígena se debía más a la herencia colonial que a limitaciones genéticas. La coincidencia cronológica, mediados de siglo, entre la irrupción de los dos problemas, el de la raza de la nación y el de las razas mejores para su plena realización como comunidad política civilizada, fue casi absoluta. Un período que iniciaría en torno a finales de la década de los cuarenta, con 1847 y la invasión norteamericana como fecha clave, y concluiría con las conmemoraciones del Centenario de la Independencia en la primera década del siglo siguiente. Esto no significa, obviamente, que el debate comenzase justo en 1847, aunque la crisis generada por la entrada, sin apenas resistencia, de las tropas norteamericanas en la capital del país jugó sin duda un importante papel en el auge de reflexiones sobre el ser nacional de México; tampoco que el final del Porfiriato pusiese fin al debate sobre la buena/mala calidad de la raza mexicana como explicación del devenir de la nación, más bien todo lo contrario, aunque sí cierra un ciclo sobre la forma en que éste fue entendido abriendo otro del que no me voy a ocupar aquí. Cambio de ciclo cerrado de manera simbólica por Andrés Molina Enríquez y su influyente Los grandes problemas nacionales,11 una colección de ensayos, publicados previamente en el periódico El Tiempo, aunque con importantes modificaciones en su edición como libro, que el propio autor califica de “socioetnológicos”, neologismo de su inven10   Picayune, reproducido en “Porvenir de México”, Diario de Avisos, Ciudad de México, 3.III.1859. 11   Molina Enríquez, 1909.

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ción12 que deja pocas dudas respecto al lugar atribuido a la raza en sus reflexiones sobre los problemas de la nación. Un libro cuya influencia sin embargo se prolongaría mucho más allá del momento histórico en que fue escrito, fin del Porfiriato, y que aunque retoma muchos de los tópicos raciales decimonónicos los reelabora desde nuevas perspectivas, tanto fin de un ciclo como inicio de otro.

Si una nación es una raza ¿cuál es la raza mexicana? La primera pregunta, cuál es la raza de la nación, tuvo en el México decimonónico una respuesta compleja y llena de matices. Una nación, en su sentido étnico-cultural no en el político, es sólo la fe en un relato que dice quiénes son los antepasados de un grupo humano y quiénes no, una saga genealógica. El pueblo originario cuyos avatares las historiografías románticas siguieron a través de los siglos en busca del alma de la nación, el Volksgeist que le hacía ser lo que era y al que debía de ser fiel. En el caso del siglo xix mexicano coexistieron dos relatos de nación alternativos e incompatibles, uno, articulado en un ciclo de nacimiento, muerte y resurrección, con una nación mexicana nacida en la época prehispánica, muerta con la conquista y resucitada con la independencia; otro, en la metáfora del hijo que llegado a la edad adulta se emancipaba de la tutela paterna para hacerse independiente, con una nación nacida de la conquista, forjada en los siglos coloniales y llegada a la edad adulta con la independencia.13

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  Basave, 1992, 246.   El origen cristiano del primer tipo de relato es más que evidente, la traslación exacta de los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos del rosario en el que las élites decimonónicas mexicanas habían sido educadas. Más complicado resulta determinar el origen del segundo, una metáfora utilizada ya por Iturbide en Iguala que pudo tener su origen en Dominique Dufour de Pradt. La obra anticolonialista de este abate francés se articula, en gran parte, en torno a la imagen de las colonias como hijas que habían crecido, aunque en su caso con una España más madrastra que madre. Tuvo una cierta difusión en el México de 1821 a través de una serie de folletos impresos en las ciudades de México, Puebla y Guadalajara que reprodujeron partes de su libro De las colonias y de la revolución actual de América, con una primera traducción al español en Burdeos en 1817. Sobre la influencia de De Pradt en México, véase Jiménez Codinach, 1982. 13

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Uno y otro relato, como ocurre con todos los que tienen como protagonistas a las naciones, necesitaron imaginarse una etnia mítica protagonista de la historia. Una especie de tribu errante en el tiempo que atravesaba los siglos siempre fiel a sí misma y a su propio ser nacional, el México a través de los siglos14 del relato de nación por excelencia del México decimonónico. Etnia mítica que en el caso del primer relato sería la de las poblaciones originarias y en el del segundo la de los conquistadores castellanos, tal como los discursos sobre el pasado repetirán una y otra vez a lo largo de todo el siglo xix. Sólo por poner dos ejemplos, González Bocanegra, el autor de la letra del himno nacional, afirma en el discurso de conmemoración de la Independencia del 15 de septiembre de 1854 que los autores de ésta habían sido “los hijos de los que habían hecho flamear en las torres de la Alhambra las enseñas de Castilla sobre la vencida media luna”.15 Los descendientes de los conquistadores como la etnia mítica origen de la nación. Apenas siete años más tarde, sin embargo, Ignacio Ramírez, el Nigromante, afirmará en su famoso discurso de 1861, aquel que según Altamirano la juventud mexicana leía y aprendía de memoria en la escuela, pronunciado con el mismo motivo y en la misma ciudad de México que el anterior, que la etnia mítica sustento de la nacionalidad era exclusivamente la azteca, la “nación que cayó luchando con Cortés y tardó tres siglos en curarse de sus heridas”.16 La conclusión era obvia, para el primer relato la raza y la cultura de la nación no podían ser otras que las españolas; para el segundo indiscutiblemente las indígenas, en palabras del propio Nigromante unos pocos años más tarde, 1869, “la sabiduría nacional debe de levantarse sobre una base indígena”.17 14

  Riva Palacio, 1887-1889.   “Discurso leído en el gran teatro de Santa-Anna la noche del 15 de septiembre de 1854 por D. Francisco González Bocanegra, en celebridad del aniversario de la independencia”, El Siglo xix, Ciudad de México, 16.IX.1854. 16   “Discurso cívico pronunciado por el C. Lic. Ignacio Ramírez, el 16 de Setiembre de 1861, en la Alameda de México, en memoria de la proclamación de la independencia”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 17.IX.1861. 17   Tanto para el contexto de esta cita como para la idea de cultura nacional en el liberalismo mexicano de mediados del siglo xix, véase Girón, 1976, 51-83. La matización de mediados de 15

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Ambos relatos con graves problemas de articulación. El que identificaba a México con el mundo prehispánico, en realidad con los aztecas, tuvo que convivir con el racismo antiindígena de unas élites racial y racistamente blancas, que eran las que estaban construyendo la nación, y con el de qué hacer con el resto de las razas que lo habitaban, “si nos encaprichamos en ser aztecas puros, terminaremos con el triunfo de una sola raza para adornar con cráneos de las otras el templo del Marte americano”; el que lo hacía con los descendientes de los conquistadores con la necesidad de asumir como propios los rasgos de nacionalidad de la antigua metrópoli, lengua, raza y cultura, y, versión de sus enemigos, condenar al país a la reconquista española, “si nos empeñamos en ser españoles, nos precipitaremos en el abismo de la reconquista”;18 y uno y otro con que la marca fisiológica de la diferenciación étnica dificultaba la afirmación de una raza nacional única. Más todavía en una sociedad especialmente adiestrada para percibir diferencias raciales desde la época virreinal, tal como las pinturas de castas, un género exclusivamente novohispano,19 reflejan en todo su esplendor.20 siglo es importante ya que para la generación anterior, la de las primeras décadas del siglo xix, mucho más cercana a la tradición ilustrada, esta afirmación de una cultura nacional de raíz indígena les era completamente extraña. En los escritos de Lorenzo de Zavala o de José María Luis Mora se pueden rastrear burlas, más o menos explícitas, sobre la supuesta civilización de los antiguos aztecas, especialmente en el caso del primero. En esta primera generación liberal sólo alguien como Carlos María de Bustamante, más heredero de la tradición barroca que de la ilustrada, se dejó llevar por un filoprehispanismo que en nada desmerece del de los autores de mediados de siglo, aunque obviamente desde puntos de partida radicalmente distintos. 18   Ambas afirmaciones obra de Ignacio Ramírez, el Nigromante, en el discurso de celebración de la independencia del 16 de septiembre de 1861. Algo nada casual si consideramos que este político liberal es uno de los pocos de la segunda mitad del siglo xix que se atrevió a apostar por una nación cívica estricta, hija de la revolución. Como afirmará a continuación de las dos frases anteriores, “nosotros venimos del pueblo de Dolores, descendemos de Hidalgo y nacimos luchando como nuestro padre por los símbolos de la emancipación”. “Discurso cívico pronunciado por el C. Lic. Ignacio Ramírez, el 16 de Setiembre de 1861, en la Alameda de México, en memoria de la proclamación de la independencia”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 17.IX.1861. 19   Sólo existió algo parecido en la región andina, virreinato del Perú y Audiencia de Quito, y de manera bastante relativa. Frente a las más de cien series documentadas en la Nueva España las de Quito y Lima apenas llegan a tres, dos de ellas ni siquiera pintura de castas en sentido estricto y la tercera posiblemente de influencia novohispana. 20   Aunque las pinturas de castas no reflejasen la realidad y los novohispanos nunca hayan sido capaces de identificar las mezclas raciales con la minuciosidad y precisión con las que

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Este último aspecto, el de la visibilidad de la diferenciación étnica, suficientemente relevante y específico del caso americano, mexicano en este caso, como para merecer una explicación un poco más detenida. Como es evidente, aunque no se ha reflexionado suficientemente sobre ello, no fue lo mismo imaginar etnias míticas como origen de la nacionalidad en poblaciones diferenciadas culturalmente pero fisiológicamente homogéneas, que es lo que de manera general ocurrió en la parte europea del mundo atlántico, que con poblaciones diferenciadas por la cultura pero también por el color de la piel, como de manera general ocurrió en la americana. La afirmación de la existencia de razas nacionales fue en el segundo caso mucho más complicada. No había una raza nacional mexicana sino varias. La declaración universal de ciudadanía no impedía que los ciudadanos fueran percibidos como miembros de razas distintas, y hasta con derechos distintos. Como ejemplo, la carta de un habitante de Michoacán, en una fecha tan tardía como 1857, en la que se queja de que los “mexicanos españoles” deben pagar el doble que “los mexicanos llamados antes indios” en entierros, matrimonios, etcétera, “en contra de los Estatutos generales y del Estado”.21 Si esto era así en el campo de los derechos mucho más todavía lo era en el de las percepciones colectivas donde las referencias al origen étnico de las personas son más que frecuentes, habituales, hacer explícito el origen étnico de alguien es hasta entrada la segunda mitad del siglo xix algo tan natural como hacerlo con sus logros políticos o intelectuales, “[Andrés Oseguera] nacido en la tan patriótica ciudad de Guadalajara, de una de las más nobles familias de la raza conquistadora”.22 La presencia de grupos étnico-culturales diferenciados formaba parte del debate público como una realidad universalmente acepéstas son representadas en los cuadros, no dejan de ser expresión del ideal de una sociedad que se imagina a sí misma ordenada a partir de estrictas categorías biológicas. Véase Pérez Vejo, 2013. 21  “Estranjeros [sic] en su propia patria”, El Estandarte Nacional, Ciudad de México, 3.III.1857. 22   El Monitor Republicano, Ciudad de México, 10.I.1862.

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tada. Tal como expuso Francisco Pimentel en un informe presentado en la Junta de Colonización en 1865, “en nuestro territorio viven tres razas, la blanca, la india y la mestiza”, cada una con características intelectuales, morales y de civilización claramente diferenciadas: La raza blanca posee en alto grado la civilización europea, y es muy inteligente, pero desgraciadamente apática. La raza india se encuentra en un estado tal de envilecimiento, que no se puede contar con ella más que para trabajos puramente materiales. Los mestizos participan en parte de la civilización de los blancos, y al mismo tiempo son activos e inteligentes; pero se encuentran completamente desmoralizados.23

La pregunta era cuál de las tres podía ser considerada la raza de la nación, el pueblo sustento de la nacionalidad. Las élites decimonónicas mexicanas, racial y racistamente blancas, tendieron en un primer momento a afirmar la condición de la raza española como raza de la nación. Una afirmación que desde muy pronto tuvo que hacer frente a la realidad de una población indígena y mestiza mucho más numerosa de lo que el discurso público parecía dispuesto a asumir y omnipresente en todos los aspectos de la vida cotidiana; también, desde un punto de vista retórico, la incompatibilidad de este discurso con la afirmación de la continuidad entre el México prehispánico y la nueva nación independiente, uno de los fundamentos del relato de nación liberal, el finalmente triunfante. Reto resuelto con un relato de nación en el que lo prehispánico se convirtió en rasgo fundamental de nacionalidad pero conviviendo con la marginación y exclusión de los indígenas del presente, la distinción repetida una y otra vez en los discursos liberales entre los gloriosos indios históricos, “la vigorosa raza” constructora de “una civilización más adelantada que la de sus conquistadores”,24 y sus degenerados descendientes actuales; entre la etnia mítica base de la nacionalidad y etnia 23

  Pimentel, “Informe a la Junta de Colonización”, reproducido en “Junta de colonización”, La Nación, Ciudad de México, 23.VIII.1865. El informe había sido presentado a la Junta de Colonización en la sesión del día 2 de ese mismo mes. 24   “Asuntos del día”, El Diario del Hogar, Ciudad de México,12.IX.1885.

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real usada como elemento de discriminación social. Resolvieron de manera relativa ya que dio origen a una profunda fractura identitario-ideológica en la que los liberales tendieron a asumir el relato de nacimiento-muerte-resurrección, con el mundo prehispánico convertido en seña de identidad, y los conservadores el del hijo emancipado de la madre patria, con la herencia española ocupando el lugar que en el otro relato ocupa lo prehispánico. Y utilizó el verbo tendieron porque se trata de términos ideológicos, liberales vs conservadores, usados aquí para definir un conflicto que no es ideológico sino identitario por lo que las líneas de fractura tienden a coincidir pero sin ser necesariamente las misma. Por poner dos ejemplos distintos y distantes, el liberal José María Luis Mora puede afirmar que el origen de México como nación estaba en la conquista de Cortés y no en el mundo prehispánico, asumiendo el relato de nación conservador, posiblemente porque “no podía concebir que la nacionalidad descansará en un grupo distinto al que él pertenecía”;25 casi un siglo después uno de los grandes artífices de la institucionalización revolucionaria, José Vasconcelos, mantiene un discurso identitario que asume como propio, y de manera particularmente beligerante, todo el relato de nación conservador decimonónico, lo que define la nacionalidad mexicana es la herencia española, lo que por supuesto no le hace ideológicamente más o menos revolucionario ni le ubica más o menos a la derecha que sus correligionarios. El triunfo de uno u otro tipo de relato significó, necesariamente, la atribución a uno u otro grupo étnico-cultural, indios o españoles,26 la condición de pueblo original, la raza expresión del genio de la nación, el Volksgeist al que ésta debía de ser fiel. 25

  Hale, 1994, 246.   Empleo el término grupos étnico-culturales para referirme a indios y españoles y no el de raza blanca y raza indígena ¿o cobriza? porque no se trata de una definición biológica sino cultural, de autodefinición. Y me interesa destacar esto porque en el caso de México es perceptible en los últimos años una cierta tendencia a afirmaciones del tipo de que muchos de los mestizos eran realmente indígenas o que muchos de los blancos eran realmente mestizos. Algo no sólo irrelevante, lo único que interesaría saber era por qué se consideraban una cosa y no otra, sino reflejo de hasta qué punto muchos de los científicos sociales siguen empeñados en ver el mundo a través de categorías raciales cuando no directamente racistas. 26

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En el caso de los indígenas, incluso en aquellos períodos y corrientes ideológicas en el que el primer tipo de relato se volvió claramente hegemónico, la tendencia fue a la exaltación retórica del pasado prehispánico, convertido en el pasado de la nación, pero a la exclusión y marginación de sus descendientes, la “pobre raza que parece haber traído al mundo el estigma de la naturaleza y la maldición del cielo; raza sin la cual nada seríamos, y que sin embargo es mirada con abandono y hasta con desprecio”.27 Aunque con la presencia subyacente de un indigenismo más radical en el que la tentación de reivindicar el carácter exclusivamente indígena de la nación estuvo siempre de una u otra manera presente. Es lo que afirman de manera explícita algunos periódicos liberales de mediados de siglo, creen los indios que ellos “son los únicos dueños legítimos del territorio mexicano, y que los hijos de los europeos nacidos en él […] son tan extranjeros como los rusos y tan usurpadores como los españoles”,28 y que una tardía petición, 1877, al Congreso de la nación de 56 pueblos del estado de Guanajuato, firmada por 18 000 personas, confirma, atribuyendo la condición de extranjeros a los españoles, nacidos en México o no, incluidos los que habían proclamado la independencia “ricos extranjeros” que “aceptaron la independencia para conservar” sus “intereses […] traicionando su patria” y poniendo al frente de ella al “general español Iturbide”.29 Parece evidente que tanto en este caso como en otros muchos, anteriores y posteriores, por ejemplo en el de los seguidores de Emiliano Zapata durante la revolución de 1910, el término español, más frecuentemente gachupín, es utilizado en su sentido étnico, blanco, y no en el de categoría jurídico-administrativa. Y habría que ver hasta qué punto el componente étnico fue central en muchos de los conflictos políticos del xix mexicano, por supuesto en la Guerra de

27

  “Mensaje que el general Mariano Jiménez dirigió al Congreso de Michoacán de Ocampo al tomar cargo de gobernador constitucional del Estado”, reproducido en El Diario del Hogar, Ciudad de México, 24.X.1885. 28   “Indios sublevados”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 23.IX.1848. 29   Defensa del derecho territorial patrio, 1877.

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Castas yucateca, pero también en otros muchos, incluida la propia Guerra de Independencia.30 La reivindicación del pasado prehispánico como el pasado de la nación se volvió más problemática a medida que fue avanzando el siglo y un nuevo racismo “científico” comenzó a afirmar la mala calidad étnica de poblaciones consideradas vestigios de razas primitivas al margen de la flecha evolutiva que había abierto el camino del progreso y de la civilización.31 Dilema particularmente complicado para los grupos liberales que no sólo asumían con entusiasmo el nuevo racismo científico sino que también apostaban, con no menos entusiasmo, por un relato de nación en el que lo prehispánico se convertía en rasgo de nacionalidad determinante; menos para los conservadores, no sólo más impermeables al racismo biológico sino, sobre todo, defensores de un relato de nación en el que lo prehispánico, y por extensión lo indígena, ocupaban un lugar claramente marginal cuando no inexistente, la nación mexicana era hija de la conquista y de los conquistadores, no del mundo prehispánico y de los conquistados. La idea de una nación cuyo origen y rasgos de identidad se remontaban al mundo de las culturas prehispánicas siguió conviviendo sin embargo sin demasiados problemas con la exclusión y marginación de los indígenas vivos. Unos indios convertidos a la vez en “la raza vernácula en que se sustenta nuestro origen”,32 el pueblo originario al que la nación debía de ser fiel, pero también, sin solución de continuidad, en la causa de su atraso, “hombres inferiores […] que a los vicios de los hombres de la ciudad, la imprevisión, la falta de ahorro, de temperancia, aduna la pasividad, la resignación que no reacciona contra su propia miseria, producto de sus vicios”.33 Y son afirmaciones sacadas del mismo periódico, El

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 Sobre el complejo problema de la participación indígena en la guerra civil que daría origen al nacimiento del Estado-nación mexicano véase Van Young, 2006. 31   Véase Quijada, 2003, 310-313. 32   “Sección editorial. Por la Raza Doliente”, El Imparcial, Ciudad de México, 9.III.1910. 33   “Sección editorial. El ilota nacional”, El Imparcial, Ciudad de México, 26.X.1910.

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Imparcial, ambas en una fecha tan simbólica como la de la celebración del Centenario.34 Resulta revelador, sin embargo, que incluso en casos como estos la retórica indigenista acabe de todas maneras aflorando. Unos pocos días después, el mismo El Imparcial glosará la inauguración del Congreso Indianista afirmando que “¡Él [el indio] fue el que en el momento preciso salvó la República y él la carne de cañón de las guerras heroicas, y él la unidad obediente cada vez que el himno de Nuno nos ha convocado a la lid!”.35 Enfáticas y sorprendentes afirmaciones en un artículo cuyo objetivo es mostrar las taras y carencias de una raza degenerada, el título del artículo es “Las taras de la raza india”. Muestra de hasta qué punto la idea de que los indios representaban el ser auténtico de la nación se había convertido en parte central del imaginario de las élites porfirianas. El discurso liberal resolvió esta contradicción no negando la mala calidad étnica de las poblaciones nativas sino atribuyendo sus deficiencias a la degeneración producida por la conquista, “una raza que embrutecieron la conquista y la iglesia católica”.36 Una cosa eran los indios históricos, los constructores de las grandes civilizaciones prehispánicas, y otra muy diferente “los degenerados indios actuales”, frase hecha convertida, como ya se ha dicho, en lugar común del discurso público mexicano decimonónico. La paradoja de una nación que se asumía heredera de las culturas prehispánicas (ningún otro Estado latinoamericano llevó tan lejos en el siglo xix un relato de nación en el que lo prehispánico se imaginaba como fundamento y origen de la nacionalidad), pero que a la vez consideraba a los descendientes de quienes las habían construido un pueblo inferior y degenerado al que era necesario redimir a través del mestizaje con la superior raza blanca. El genocidio blando del mestizaje como solución a los problemas del país y a las contradicciones de un discurso de identidad complejo y en muchos aspectos contradictorio, “Todas las personas sensatas convienen 34

  Simbólica porque la conmemoración de los centenarios de las independencias provocó en todo el continente una auténtica orgía de celebración identitaria. Véase Pérez Vejo, 2010. 35   “Sección editorial. Las taras de la raza india”, El Imparcial, Ciudad de México, 31.X.1910. 36   “En torno del hogar”, El Diario del Hogar, Ciudad de México, 4.VII.1882.

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en la necesidad que hay de que desaparezca la raza indígena, numerosísima en nuestro país y la más atrasada por desgracia en la carrera de la civilización […] haciendo que se pierda esa raza civilizándola y mezclándola con las demás”.37 En el caso de los españoles la línea de fractura predominante fue también de tipo ideológico, para los liberales un grupo étnico-cultural no sólo ajeno y extraño al ser de México sino de una pésima calidad étnico-cultural, “los ilotas de Europa”,38 “una raza fanática y abyecta”39 tanto que “el último pueblo al que desearía parecerse las demás naciones de la Tierra, es al pueblo español”;40 para los conservadores tan afines que ni siquiera se les podía considerar una raza distinta de la mexicana, “la raza que tiene la administración en la República, es la raza todavía pura española, y los padres y los hermanos viven, unos en México y otros en España”.41 Aunque con tantos matices que resulta extremadamente complicado establecer una línea de división entre unos y otros. La afirmación de la raza española como la raza de la nación es también habitual en el liberalismo moderado, “todavía el pueblo mexicano no acierta a darles el nombre de extranjeros [a los españoles], porque en ellos ve su propia fisonomía en lo físico y en lo moral, sus creencias y su idioma, su historia y sus tradiciones”,42 y frecuente incluso en el caso de liberales más radicales, que si acaso substituyen raza española por raza latina, conjurando la referencia directa a España y dando expresión a su declarada francofilia. Así, El Siglo xix, el periódico liberal por excelencia durante las décadas centrales de esta centuria, en el contexto de una polémica con el conservador El Universal, comienza por afirmar el carácter de miembros de la raza latina de sus redactores 37

 “Indígenas”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 4.VI.1849.   “Editorial. Las luces en las tinieblas”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 23.V.1856. 39   “El 15 de mayo de 1876”, El Diario del Hogar, Ciudad de México, 16.V.1882. 40   Ramírez, “La desespañolización”, El Semanario Ilustrado, Ciudad de México, 2.X.1868. Había sido publicado originalmente en La Estrella de Occidente de Ures, en 1865. 41   Pacheco, “Guerra de España con México”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 7.V.1857. 42   Bossero, “Parte política. La cuestión española”, El Estandarte Nacional, Ciudad de México, 1.IV.1857. 38

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“se había figurado [El Universal] que éramos apaches, comanches o lipanes, y ha tenido que leer y volver a leer nuestros apellidos, y que ver y volver a ver el color de nuestros rostros para convencerse de que somos de raza latina”,43 para concluir que ha sido precisamente esta raza la que ha llevado a cabo la independencia de la nación, haciéndola ser lo que hoy es, “sepa este periódico que raza española fue la que hizo la independencia de México, y raza española es la que la ha de sostener”.44 Son los mismos años en los que incluso alguien como el general Álvarez, que hizo de la oposición a España y los españoles uno de los ejes de su programa político, no tendrá empacho en afirmar, en su Manifiesto a los pueblos cultos de Europa y América, la identificación de México “en costumbres, idioma, leyes y religión con la raza ibérica”,45 y el uso de éste último término debe de estar relacionado con la incomodidad que al caudillo suriano le causaba el sintagma raza española para referirse a los mexicanos. Es perceptible sin embargo en los sectores más populares del liberalismo una tendencia a la negación y el rechazo de esta españolidad de los mexicanos. La raza mexicana era la indígena, la azteca para ser más exactos, y la española sólo una raza espuria a la que todo mexicano debía de odiar y rechazar “los que esto escriben, ni pueden, ni deben, ni quieren disimular la aversión que le tienen a España. La masa de su sangre es mexicana, y por tradición y por convencimiento odian a los asesinos de sus padres”.46 Lo que había ocurrido, si acaso, era una contaminación con los vicios de la raza conquistadora, “hemos visto a una raza cambiar a los trescientos años de esclavitud y tomar el carácter de sus dominadores. Tal ha sucedido con los hijos del Anáhuac”,47 pero la raza mexicana era claramente distinta a 43

  “La ambición disfrazada de honor nacional”, El Siglo xix, Ciudad de México, 11.V.1845. Sería interesante saber qué entendía el periódico por excelencia de los liberales por apellidos de raza latina, aunque no parece arriesgado suponer que lo que quería decir era sencillamente apellidos españoles. 44   El Siglo xix, Ciudad de México, 11.V.1845. 45  Álvarez, 1857, reproducido en Diario de Avisos, Ciudad de México, 29.VII.1857. 46   “Editorial. Indignación”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 6.I.1862. 47   Sánchez, “Editorial. El carácter de los pueblos”, El Pata de Cabra, Ciudad de México, 24.XI.1856.

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la española. La auténtica raza de la nación era la indígena, aunque degenerada por su contacto con los españoles, “o la raza se abastardó y adquirió las preocupaciones, y la indolencia de los españoles sus amos, o se embruteció hasta el estado que la vemos hoy remontada en nuestras sierras”.48 Eso es lo que hacía que México tuviese “el dialecto español, los usos, la apatía, la ignorancia y las preocupaciones de la raza que nos subyugó”.49 México no era de raza española, esto era sólo una apariencia engañosa, y su obligación como nación era liberarse de los restos de una herencia colonial que impedía su progreso y desarrollo, cuando no incluso su existencia, “si nuestro pueblo no adquiriera otras ideas y otros hábitos no podría existir”.50 Para finales de siglo, sin embargo, y a pesar de la hispanofobia de los grupos populares, la tendencia, tanto en los sectores liberales como en los conservadores, fue la de la integración de la raza española como parte integrante de la raza de México. Tendencia que llegaría a su máxima expresión en la conmemoración del Centenario de la independencia cuando, paradójicamente ya que lo que se estaba celebrando era la ruptura con España, la exaltación de la raza española como origen de la mexicana tuvo uno de sus grandes momentos, llegando a que en el discurso de inauguración del Monumento a la Independencia, uno de los actos centrales de las celebraciones del Centenario, se hiciese una explícita referencia al origen español de la raza mexicana: Creeríame indigno del honor de haber ocupado esta tribuna si descendiera de ella sin saludar a la madre España, cuando en la lengua que ella compartió con nosotros estamos bendiciendo la Independencia, y cuando en nuestro corazón se estremecen fibras que ella misma forjó, arrojando en este ardiente crisol tropical su sangre y su alma para que fueran fundidas en el alma y la sangre que forjasen nuestro ser.51 48

  El Pata de Cabra, Ciudad de México, 24.XI.1856.   El Pata de Cabra, Ciudad de México, 24.XI.1856. 50   El Pata de Cabra, Ciudad de México, 24.XI.1856. 51   “La inauguración del monumento a la independencia. Discurso del Sr. Lic. Don Miguel Macedo”, El Imparcial, Ciudad de México, 17.IX.1910. 49

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Y esto nos lleva al gran mito del relato de nación mexicano relacionado con la raza, el del mestizaje como origen de la nacionalidad, también una categoría étnico-cultural. Otra vez el bucle melancólico de la raza como fundamento de la nación. Una idea absurda que, llevada a sus últimas consecuencias lógicas, llevaría a afirmar que quien no es mestizo no es mexicano o, peor todavía, que hay naciones de razas puras frente a otras que no lo son; pero que ha recorrido la vida política mexicana como un fantasma casi desde el mismo momento de la independencia. Está ya presente en los escritos de Mora, quien cree que el Estado debe de favorecer la mezcla racial hasta conseguir “la fusión de las gentes de color y la total extinción de las castas”, aunque en su caso más que de mestizaje cabría hablar de la disolución de las razas indígenas en la población blanca ya que era “en ella donde se ha de buscar el carácter mexicano”;52 también en la generación un poco posterior, como refleja la afirmación de José Fernando Ramírez, en una reseña de la Historia de la Conquista de México de Prescott,53 de que para escribir una historia ecuánime del conquistador extremeño, había que ser mexicano, descendiente de los conquistadores y de los conquistados. Un mestizaje que además desde muy pronto, y en contra de las teorías raciales hegemónicas en el resto del mundo Atlántico, fue considerado positivo y no un factor de degeneración racial, quizás una de las peculiaridades más sorprendentes del pensamiento racial decimonónico mexicano. Ya en 1848 un periódico liberal, El Monitor Republicano, podrá afirmar como verdad indiscutible que “está averiguado por los naturalistas que cruzando las razas […] se mejoran […]. Un mulato no es tan débil como un blanco […] ni tan estúpido como un negro”.54 52

  Mora, 1950, 74.   “Notas y esclarecimientos a la Historia de la Conquista de México del señor W. Prescott, por José Fernando Ramírez, ciudadano mexicano”, El Republicano, Ciudad de México, 13.XI.1846. Es la introducción a la Historia de Prescott editada por Cumplido, con notas y comentarios de José Fernando Ramírez, dos años posterior a la primera edición de Vicente G. Torres, ésta con notas de Lucas Alamán. 54   P. M., “Mejoramiento de la especie humana”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 11.III.1848. 53

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La idea de Mora de disolución de la raza indígena en la blanca será retomada por Francisco Pimentel en su Memoria sobre las causas que han originado la situación de la raza indígena en México y medios para remediarla de 1864,55 una de cuyas conclusiones es la necesidad de que las razas indígenas se diluyan en la raza blanca a través de un mestizaje racial y cultural, en su caso ya con un claro matiz de mejora de la calidad étnica de las poblaciones nativas. Mientras que para Mora, cercano a lo que podríamos llamar un nacionalismo cívico, lo que importaba era la voluntad de los individuos de vivir bajo un mismo gobierno, por lo que el mestizaje aparecía como algo ineludible y deseable pero no imprescindible; para Pimentel, mucho más cercano al nacionalismo étnico-cultural, la existencia de una comunidad política sólo era posible a partir de la homogeneidad por lo que el mestizaje se convertía en el centro de un proyecto de construcción nacional a cuyo final se encontraba el ideal de una sola raza-nación, blanca y no mestiza ya que la raza mixta era sólo “de transición, pues después de poco tiempo todos llegarían a ser blancos”.56 Y la idea católica-conservadora de la raza como sinónimo de cultura parece aquí todavía claramente hegemónica: el final del proceso no era otro que el que los indios dejasen de ser indios, olvidando “sus costumbres” y “su idioma”.57 El sueño del mestizo como la raza nacional de México tendría un largo recorrido en la vida política mexicana, con el apoyo tanto de liberales como de conservadores. Una idea que para estos últimos resultaba particularmente útil, hijos de un universalismo católico para el que los términos raza y civilización eran prácticamente intercambiables les fue fácil, y políticamente atractivo, la idea de una nación mestiza en lo racial pero española en lo cultural, permitiéndoles conjugar su defensa a ultranza de un México español con la realidad de una población indomestiza visible en todos los aspectos de la vida cotidiana. Es lo que hace el periódico conservador El Pájaro Verde, que en una fecha tan temprana como 1863 afirmará como una verdad evidente que “una raza 55

  Pimentel, 1903-1904. Para un estudio reciente sobre esta obra véase Pani, 2012.   Pimentel, 1903-1904,147. 57   Pimentel, 1903-1904, 145. 56

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es la que poblaba el país; otra la europea que lo ocupó […] otra finalmente la que resultó de la fusión de ambas; ésta es la mexicana”.58 Pero que será también asumida por el liberalismo moderado, a finales de 1857 el periódico El Estandarte Nacional expone esta imagen de un México mestizo en lo racial pero español en lo cultural con una claridad meridiana. Tras afirmar que ninguna nación en el mundo había podido substraerse al dominio de otras, establecía tres modelos diferentes de conquista: aquel en que la nación conquistada había conservado su existencia anterior y que recobraba con su independencia “las costumbres, la religión y el habla de sus mayores”, era el caso de España frente a los conquistadores musulmanes; aquel en que la nación conquistada, modificada “en su esencia por el roce de los conquistadores” cuando recobraba su independencia adoptaba las costumbres, la religión y el habla de sus conquistadores, era el caso de México; y, por último, aquel en las que los conquistados habían sido simplemente eliminados por lo que la independencia era sólo la continuidad de los hijos de los antiguos conquistadores, era el caso de los Estados Unidos. Concluye mostrando la superioridad del modelo mexicano sobre cualquier otro “porque así la efusión de sangre se evita y la humanidad progresa, pues de estas dos razas que se ponen en contacto, viene a formarse una tercera que anima lo bueno de ambas y rechaza lo malo”.59 Una mezcla racial que según este mismo periódico se habría dado sólo entre los españoles y la parte más inteligente de la raza conquistada, la que había sido capaz de tratar a los conquistadores de igual a igual y mezclarse con ellos. Era esta mezcla el origen de la moderna raza mexicana, blanca y mestiza, que había hecho la independencia y tomado parte en los gobiernos que se habían sucedido desde 1821. Al margen quedaban los indígenas que, incapaces de incorporarse al progreso y la civilización, bien habían permanecido aislados en zonas montañosas y selváticas; bien sólo habían sido servidores de los blancos sin mezclarse con ellos. Construcción ideológica de una cierta sutileza 58

  Ruiz, “Editorial. Aniversario de hoy”, El Pájaro Verde, Ciudad de México, 16.IX.1863.  “Parte Política. El 27 de septiembre”, El Estandarte Nacional, Ciudad de México, 27.IX.1857. 59

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intelectual que permitía resolver varios problemas al mismo tiempo: explicaba el alto nivel civilizatorio de los indígenas históricos que no eran los antepasados de, en la versión decimonónica, “degradados indios contemporáneos” sino una raza inteligente que se había mezclado con los conquistadores; excluía a los indígenas actuales de la vida de la nación, eran los restos degradados de la raza y por lo tanto inasimilables a la vida civilizada; y fundamentaba la superioridad de la raza mestiza sobre los indígenas contemporáneos, fruto de la mezcla entre la raza blanca y la parte más inteligente de la raza conquistada. Una mestizofilia que seguirá presente en muchos de los pensadores del Porfiriato hasta volverse, cosa extraña dado un contexto intelectual internacional contrario a las mezclas raciales, claramente hegemónica en las primeras décadas del siglo xx. Percepción positiva del mestizaje que diferencia el caso mexicano del de otros países de América Latina, quizás con la excepción de Paraguay,60 y que se reflejó de manera particularmente clara en la reacción diferente de la opinión pública mexicana, frente a la de otros países latinoamericanos, hacia un discurso del embajador de Estados Unidos en México en 1910 en el que dijo que lo mejor de los mexicanos era su sangre azteca. Afirmación que dio origen a una catarata de respuestas en la prensa del continente, claramente diferenciadas en función del lugar que la retórica del mestizaje había alcanzado en los distintos países. Así mientras que en Chile El Mercurio de Valparaíso consideró las palabras de Henry Lane ofensivas y que habían hecho que a los mexicanos se les sublevase “la sangre española que es la más fuerte y la que más les honra, y protestaron por encima de los manes de Moctezuma y demás héroes” el mito del mestizaje como blanqueamiento más tradicional; en México, donde la retórica del mestizaje formaba parte ya del discurso oficial, El Imparcial consideró que orgullosos nos sentimos los mexicanos de nuestra sangre española, más no por ello tenemos por menos descender también de los indios, y aun creemos que de la fusión de estas dos sangres heroicas, sangre de los con60

  Véase Pérez Vejo, 2015.

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quistadores y de los héroes indígenas, se ha formado una raza fuerte, la raza nuestra […]. No hay pues entre nosotros este dilema: o indios o españoles. Somos mexicanos.61

Nada muy diferente a lo que unos pocos años antes, 1902, había escrito Justo Sierra en su Evolución política del pueblo mexicano, “los mexicanos somos los hijos de los dos pueblos y de las dos razas; nacimos de la conquista; nuestras raíces están en la tierra que habitaron los pueblos aborígenes y en el suelo español. Este hecho domina toda nuestra historia; a él debemos nuestra alma”.62 El viejo sueño del siglo xix parecía finalmente hacerse realidad y México tenía ya su raza nacional, la mestiza. Justo por esas misma fechas, 1901, Julio Guerrero podrá afirmar como una verdad evidente, en su libro La génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social, que los mexicanos son un “grupo étnico”.63 Un mestizaje que a diferencia del decimonónico, cuyo objetivo había sido la disolución de la raza indígena en la blanca, se fue coloreando de un marcado matiz indigenista, entendido como “recuperación de los legados antiguos y contemporáneos de las culturas mesoamericanas”.64 Indigenismo presente ya de alguna manera en Los grandes problemas nacionales (1909) de Andrés Molina Enríquez, pero sobre todo en la mestizofilia posrevolucionaria, en general de marcada coloración indigenista, en el plano cultural pero en última instancia también en el racial.

La calidad étnica como arma de progreso y civilización Al igual que ocurre con el debate sobre la raza de la nación, el que tenía que ver con la buena o mala calidad étnica de la población del país se fue intensificando a medida que avanzaba el siglo. Fruto de un racismo 61

  “Sección editorial. Orgullo de raza”, El Imparcial, Ciudad de México, 2.VII.1910.   Sierra, 1957, 117. 63   Guerrero, 1901, XIII. 64   Florescano, 1993, 289. 62

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cada vez más estrictamente biológico pero también de la angustia de unas élites que veían esfumarse el sueño de una nación predestinada a ocupar un lugar de honor entre las naciones civilizadas del planeta. El aparente fracaso en el camino de la civilización llevó a plantearse, dentro de los más estrictos parámetros del racialismo decimonónico, si el problema no era la mala calidad étnica de los habitantes del país, su inferioridad genética, algo que algunos periódicos liberales llegaran a afirmar como verdad incuestionable, “esto no se verificara [la homogenización del desarrollo a ambos lados de la frontera norte], por la sencilla razón de que la raza zajona [sic] es superior en energía y virilidad a la nuestra”.65 El debate sobre la mejor o peor calidad étnica de la raza mexicana tuvo una doble vertiente: sobre la calidad de las poblaciones nativas y sobre la de los emigrantes necesarios para su mejora. Debate en el que tuvieron también un relativamente importante papel las opiniones de los extranjeros que, de manera general, tendieron a resaltar la mala calidad étnica de las poblaciones nativas y las dificultades para atraer los emigrantes de razas superiores que el país necesitaba. Véase sino como ejemplo un artículo publicado en la prensa colombiana, reproducido para refutarlo en El Diario del Hogar mexicano, en el que respecto a lo primero se afirma que “la gran plaga del país es la enorme masa de indios estúpidos que posee […], feos, perezosos, indecentes, de inteligencia obtusa”; y a lo segundo, que a pesar de que el progreso podría ser rápido si se favoreciese la llegada de “una inmigración ilustrada e inteligente, tal como la alemana”, dadas las condiciones del país sólo llegarán “italianos y turcos y algunos chinos que ya no toleran en ninguna parte”.66 La polémica sobre la mala o buena calidad de las poblaciones nativas es, como ya se dijo, relativamente tardía y comenzó a hacerse más insistente en torno a mediados de siglo. El 3 de abril de 1854 el periódico El Siglo xix reproduce el discurso pronunciado por el capitán 65   “Asuntos del día”, El Diario del Hogar, Ciudad de México, 26.IX.1885. El artículo compara el distinto nivel de progreso de las ciudades de ambos lados de la frontera. 66   Reproducido en “Pastel de la semana”, El Diario del Hogar, Ciudad de México, 18.01.1885.

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de ingenieros Carlos de Gagern ante la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística el 23 de febrero de ese mismo año. Uno de los más desaforadamente racistas que se pudieron leer en la prensa de la época y curiosamente reproducido no en un periódico conservador sino en uno liberal y sin que en ningún momento la redacción del periódico parezca posicionarse en contra de lo allí expuesto. Para su autor la raza originaria del continente americano “con su frente deprimida, su cráneo pequeño con la parte posterior aplanada […] su absoluta falta de energía, que no tiene sino virtudes pasivas, parece haber sido criada para una servidumbre sempiterna”, perfecto ejemplo de la imaginación racial decimonónica con su mezcla de rasgos biológicos y morales. Una raza inferior, condenada a desaparecer, “la sombra de la muerte cubre ya su fisonomía”, frente a una superior, la caucásica, “destinada a reinar en la tierra”. No sólo condenada a desaparecer sino que su desaparición era un bien deseable, para la nación y para la civilización en su conjunto, “ningún hombre […] [que] desea el progreso de la civilización del mundo, se enternecerá ni aún del completo aniquilamiento de las demás razas por la privilegiada”.67 Todos los tópicos del discurso racista decimonónico pero con una variable que va a impregnar el discurso racial mexicano hasta convertirse en una de sus señas de identidad: condenada a desaparecer pero no de una manera violenta sino como resultado del mestizaje. Una especie de genocidio blando convertido en seña de identidad de muchos de los discursos raciales del liberalismo moderado mexicano de la segunda mitad del siglo xix: la consunción de las razas inferiores […] se efectúa de tres maneras distintas: o por una violenta destrucción individual, como por ejemplo en el Sur de África y en el centro de Asia; o por la mera aptitud mayor en la raza invasora por la cual la indígena puede decirse desaparece y muere naturalmente, como sucede por ejemplo con los indios bárbaros de Estados Unidos del Norte; o en fin por la fusión que no es sino otra forma 67

  “Interior. Discurso pronunciado por el Sr. Barón D. Carlos de Gagern, capitán de ingenieros, al presentarse por primera vez ante la Sociedad de Geografía y Estadística, como socio honorario de ella, en junta de 23 de febrero de 1854”, El Siglo xix, Ciudad de México, 3.IV.1854.

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de aniquilamiento. Un ejemplo de tal amalgama nos ofrecen México y las repúblicas de la América del Sur.68

La mala calidad étnica de las razas nativas encontraba solución en el genocidio blando del mestizaje, con los rasgos negativos de la raza más débil diluyéndose en un proceso de blanqueamiento en el que el componente europeo actuaba de elemento regenerador. Es lo que afirmará de manera literal Francisco Pimentel unos pocos años después en el ya citado informe presentado a la Junta de Colonización del 2 de agosto de 1865, “considero la inmigración europea como el único medio de salvar al país” ya que sólo el contacto y la mezcla con los europeos “podrá servir de algún estímulo al blanco, podrá civilizar al indio, y podrá contener al mestizo”.69 Los problemas sociopolíticos convertidos en raciales, una pesada herencia de la que el pensamiento mexicano tardará años en librarse, si es que se ha librado, y que desde luego seguía todavía plenamente vigente cincuenta años más tarde, en el momento de la celebración del Centenario de la Independencia: hay soluciones de continuidad entre nuestra aristocracia, que es una burguesía criolla y mestiza en su mayor parte, y nuestra clase media, que es una franca burguesía mestiza […] y que, sin embargo, a su vez, está separada de la clase indígena que forma como un inmenso fondo obscuro a nuestro cuadro histórico. El esclarecimiento de este fondo obscuro es nuestro problema económico, social y político.70

Fondo obscuro que no era otro que el de las razas nativas refractarias al progreso y la civilización, “los labriegos indígenas, tan rutinarios y tan pasivos como el labriego que ahonda los surcos. En la confusa imaginación del indio no ha penetrado aún ni penetrará 68

  El Siglo xix, Ciudad de México, 3.IV.1854.  Pimentel,1865. 70   “Sección editorial. La nación mexicana y el doctor Altamira”, El Imparcial, Ciudad de México, 5.II.1910. 69

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jamás la más tenue luz acerca del valor económico del trabajo”.71 Y no se trata sólo de afirmaciones aisladas. La idea de la inmigración europea, el blanqueamiento, como solución a los problemas de México fue ampliamente compartida por las élites mexicanas, por las del Porfiriato pero también las de mediados del siglo xix. Se trataba nada menos que de “aumentar la raza blanca, hacer fuerte a la nación, y enseñarla a ser industriosa”.72 Solución que abría la puerta al otro gran debate racial decimonónico en el proceso de construcción de la nación, el que tenía que ver con la calidad, buena o mala, de los inmigrantes pero también con su contribución al fortalecimiento o debilitamiento de la raza nacional. La coincidencia sobre la necesidad de favorecer la inmigración de razas consideradas superiores, blancas, y así mejorar las carencias de las poblaciones nativas fue prácticamente absoluta. No así sobre cuál de las distintas razas era la más deseable, y aquí, como ocurre respecto a otros muchos aspectos del debate racial mexicano, vuelve a aflorar un concepto de raza no estrictamente biológico sino también con un fuerte componente cultural, no sólo por parte de los conservadores sino también de los liberales. La parte más sencilla, de acuerdo con la jerarquía racial decimonónica, fue qué hacer con los inmigrantes de razas consideradas inferiores. Si el objetivo de las políticas migratorias era la mejora de la calidad étnica de la población mexicana la respuesta era obvia: impedir su entrada en el país. Algo que las polémicas sobre la posible llegada de inmigrantes negros a México en las décadas finales del siglo xix y primera del xx reflejan de forma particularmente clara. A pesar de que la necesidad de incrementar la llegada de inmigrantes que pusiesen en explotación las riquezas del país era una especie de verdad universal indiscutible no todos los inmigrantes eran iguales y algunos como los negros podían resultar claramente nocivos para la raza nacional. El rechazo fue absoluto y con argumentos que no fueron muy diferentes a los utilizados en las 71

 “Notas editoriales. La inmigración y el problema indianista”, El Tiempo, Ciudad de México, 9.X.1910. 72   “Frutos de la guerra”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 9.VII.1848.

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décadas siguientes contra los que la prensa de la época llamó de manera bastante explícita “indeseables”, judíos, turcos (libaneses) y chinos principalmente. El argumento de fondo fue en todos los casos el mismo, se trataba de razas que no sólo no aportaban nada a la mexicana sino que la empeoraban, “razas abyectas, dominadas por costumbres antisociales [que] ejercen un contagio terrible”.73 Una de las primeras campañas contra la llegada de negros a México la inició El Economista Mexicano a partir de la noticia de que los dueños de fincas de algodón de Durango y Coahuila estaban contratando trabajadores negros provenientes de Estados Unidos. Se trataba de una revista especializada y de circulación restringida pero su artículo fue reproducido por El Siglo xix, lo que le dio un mucho mayor eco público, aumentando su importancia como documento histórico. Los argumentos en contra, “lamentamos profundamente que el afán de lucro haga desconocer a las empresas contratistas todo el mal que van a ocasionar al país con la introducción de este elemento por esencia perturbador”, son los habituales del discurso racista decimonónico, los negros son “degenerados en la moral […] hambrientos e impulsivos, con la fogosidad de su sangre africana”. Hasta aquí nada particularmente novedoso. Lo interesante, desde la perspectiva de este trabajo, es cuando el autor del artículo se plantea, ya no los perjuicios inmediatos, sino los que para la configuración de la raza nacional tendrían su mezcla con otra raza también considerada inferior, la de los indígenas mexicanos: Supongamos que por arte de un genio tutelar, estos colonos se apeguen al trabajo, y vivan en santa paz con sus principales y con la sociedad: es de suponer también que formarán familias, que escogerán para formarlas mujeres de raza indígena. ¿Qué resultará de este consorcio andando el tiempo? Una raza esencialmente degenerada de zambos, peor mil veces por sus tendencias inmorales y por sus repugnantes físicos que la raza pura de nuestros indios, de por sí ya harto degenerada […]. Ningún país moderno medianamente civilizado apelaría hoy a este elemento para lle73

  Fausto, “Inmigración china”, El Diario del Hogar, Ciudad de México, 12.IV.1884.

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nar las deficiencias de su población; más bien, las naciones que los poseen, como los Estados Unidos, Brasil, etc., se alegrarían infinito de que por alguna suerte de magia desapareciese de la noche a la mañana toda la población negra que encierran, pues comprenden, no sin razón, que les es ya nociva, ahora, sobre todo, que la abolición de la esclavitud le ha quitado el único mérito que tenía: el de ser una sumisa bestia de trabajo.74

No creo que haya mucho más que añadir. Todos los prejuicios del racialismo decimonónico a propósito de una más o menos intrascendente noticia sobre la llegada de algunas decenas de trabajadores negros a las haciendas algodoneras del norte. La polémica adquirió otro matiz a partir de que la entrada de negros en el país pasó de un asunto privado, más o menos anecdótico, a convertirse en un proyecto de Estado, el establecimiento de veinte mil colonos negros en las costas de Campeche, Tabasco y Tepic. Propuesta que, en principio, cumplía todos los requisitos de lo que se consideraba deseable: inmigración ordenada, con sus propios recursos y con el objetivo de poner en cultivo tierras hasta ese momento improductivas. Todo perfecto, salvo que eran negros. La noticia fue acogida por El Imparcial de manera positiva, era una propuesta del gobierno y si algo caracterizó a este periódico fue su apoyo a cualquier medida gubernamental, aunque mostrando un cierto recelo respecto a cómo iba a ser recibida por la opinión pública, “No faltará, seguramente, quien vea con repugnancia veinte mil individuos de color… sólo porque son de color. Pero esto, bien miradas las cosas no tiene razón de ser. Que haya quien invierta aquí su dinero y que trabaje honradamente y poco importa lo demás”.75 Pero sí que importaba lo demás, y mucho. La proyectada colonización dio lugar a una agria polémica en la que participaron gran parte de los periódicos de la época, la mayoría en contra, y en la que volvieron a ser sacados a relucir todos los viejos prejuicios del debate decimonónico. 74

  “La colonización negra”, El Siglo XIX, Ciudad de México, 28.II.1895.  “Sección editorial. Veinte mil negros para México”, El Imparcial, Ciudad de México, 27.IV.1910.

75

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La defensa del proyecto de inmigración negra tomó desde muy pronto un curioso sesgo que refleja hasta qué punto los prejuicios raciales formaban parte de la cultura de la época. El Imparcial no niega que la llegada de inmigrantes de raza negra fuese nociva, lo que afirma es que eran demasiado pocos para ser considerados un problema, “en materia de negros, como en todas las materias existen tres distintas dosis: la fisiológica, la terapéutica y la tóxica”.76 El número de inmigrantes de color previstos por el gobierno era tan reducido que sus consecuencias negativas sobre el conjunto de la población resultaban despreciables. A cambio, se trataba de colonos que pondrían en cultivo tierras hasta ese momento incultas desarrollando cultivos tropicales en regiones para las que la raza negra estaba mejor adaptada que ninguna otra, tal como demostraban el éxito de la agricultura del algodón y del café en Estados Unidos y Brasil, que sin trabajadores negros ni siquiera existirían. No era la inmigración deseable pero a falta de otra, siempre que no fueran demasiados y que se estableciesen en regiones inhóspitas para los blancos, podía considerarse aceptable. Argumento sorprendente que fue rechazado de manera tajante por el resto de la prensa, El Tiempo, El País y La Iberia principalmente, para los que Estados Unidos y Brasil estarían encantados de poder desprenderse de su población negra, sólo la herencia no deseada de la esclavitud. Entre dos males, el que amplias regiones del país siguiesen vacías o poblarlas con negros, era preferible el primero. No sólo la mayor parte de los periódicos mostraron su oposición a que se permitiese la entrada en el país de miembros de una “raza degenerada” sino también las instituciones científicas, en particular la influyente Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística en la que uno de sus miembros, Alberto Carreño, leyó un discurso oponiéndose a cualquier medida de este tipo.77 Pero el problema no era sólo respecto a qué hacer con las razas inferiores sino cuál de las consideradas superiores era más apropiada 76 77

  “Sección editorial. Blancos y negros”, El Imparcial, Ciudad de México, 28.IV.1910.  Carreño,1910.

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para mejorar el pool genético de la raza nacional. Todos, liberales y conservadores, entendían la heterogeneidad étnica de México como un problema: Toda nación se divide en lo que llamamos gente decente y plebe; pero la gente decente y la plebe de España, Francia, Inglaterra, es española, francesa e inglesa, de suerte que ambas clases forman un pueblo homogéneo. No es así entre nosotros: la gente decente pertenece casi en su totalidad a la raza blanca y la plebe a la de color, y aunque ambas son mexicanas, no forman un pueblo homogéneo.78

La solución óptima, y en esto también estaban de acuerdo unos y otros, pasaba por fundir ambas razas hasta conseguir una población homogénea pero en la que el componente blanco fuese preponderante. Para ello era necesario, dado el desequilibrio a favor de la raza de color, incrementar la población blanca de “manera pronta y extraordinaria” hasta llegar a “neutralizar”79 aquella. La raza indígena se encontraba en tal estado de degradación que sólo había dos soluciones posibles “o exterminarla, o civilizarla y mezclarla con otras”. Desechada la primera de la opciones, por bárbara y criminal, sólo quedaba la segunda, atraer hacia México “el mayor número posible de población europea, para que mezclándose con ésta la indígena, venga a formar un todo con ella”.80 Una especie de genocidio blando en el que el extranjero, el otro, dejaba de ser un problema para convertirse en una solución. Apenas hubo disensiones entre las élites mexicanas del siglo xix sobre las ventajas de favorecer una inmigración europea. Sí las hubo por el contrario respecto a las distintas razas blancas. Para los liberales, cuyo racismos biológico era como ya se ha dicho mucho más estricto, cualquier emigración blanca era deseable, si acaso con excepción la inmigración española, considerada por algunos nociva para el país por motivos político-ideológicos. 78

  “Frutos de la guerra”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 9.VII.1848.   “Frutos de la guerra”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 9.VII.1848. 80   “Indios sublevados”, El Monitor Republicano, Ciudad de México, 23.XI.1848. 79

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Los conservadores, por el contrario, cuyo concepto de raza era, como ya se ha dicho, más cultural que biológico, establecían una clara estratificación de razas afines a la mexicana y las que no lo eran, las que servían para fortalecer la nacionalidad y las que no, con el catolicismo como principal línea roja. Una especie de lista de razas deseables y razas indeseables. Había que favorecer la llegada de franceses que “tienen además de un carácter análogo al nuestro, un talento, una vivacidad y un amor al trabajo que los hace desarrollar con prontitud admirable la civilización de su país”; de belgas “casi tan civilizados como los anteriores” y “los mejores agricultores que se conocen”; de irlandeses “sufridos y laboriosos”, que “en el Sur de la Unión Americana han resuelto la cuestión de si un blanco puede labrar la tierra como un negro bajo el peso del sol en ese clima infernal”;81 y sobre todo hombres de raza española: Indudablemente preferiríamos siempre la raza española a cualquiera otra, por más de un motivo […]. Hombres que tienen nuestro mismo idioma, nuestras costumbres, nuestras creencias; hombres que son y serán siempre nuestros hermanos, nuestra propia familia; hombres de cuya estirpe descendemos; claro es que serían los más a propósito para habitar entre nosotros, para interesarse en nuestra prosperidad, para adunarse a nuestra existencia: los españoles fueron nuestros progenitores, y tres siglos de unión, de vínculos de sangre, de arraigo, de afectos, de intereses mutuos, no pueden borrarse de un golpe […] el español jamás podrá ser considerado extranjero entre nosotros, aunque la ley lo tenga como tal: los descendientes de nuestros abuelos, siempre serán de la familia de nuestros nietos, aunque nuestras esposas y sus hijas hayan venido de otras ramas, o formen troncos distintos [...] el español no podrá ser ministro; pero será nuestro hermano, nuestro hijo; la constitución le segregará; pero las familias le recibirán, y aunque le llamemos extranjero, nosotros los hijos de los españoles, siempre nos envaneceremos de ser de su raza […]. Verdaderamente ninguna otra población fuera mejor […] para colonizar entre nosotros, para continuar esa cadena cuyo primer es81

  “Editorial. Emigración europea”, El Correo, Ciudad de México, 22.I.1852.

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labón fue Cortés y cuya última argolla no verá nuestra generación, ni los hijos de nuestros nietos.82

Conclusión La propuesta de este trabajo es que los debates sobre la raza en el proceso de construcción nacional mexicano están pautados por las tres ideas, hegemónicas y compartidas, a las que se han hecho referencia, la de la necesidad de una raza nacional sin la que no hay nación posible; la de la existencia de razas superiores e inferiores; y la de la existencia de grupos étnico-culturales que fortalecen la nacionalidad frente a otros que la debilitan. Estas son las claves que permean todo el debate sobre la raza en el primer siglo de vida independiente. Un debate en el que el uso de categorías raciales en el debate público acabará contaminando toda la vida política hasta convertirse en uno de los ejes de interpretación del mundo económico, social, político y cultural. La raza no sólo como parte de la vida política sino como el fundamento último del debate sobre lo que la nación era. Un debate cuyo calendario no es lineal y en el que los posicionamientos de los diferentes actores resulta mucho más complejo de lo que la tradicional división entre liberales y conservadores podría hacer suponer. Respecto a lo primero, el debate sobre la raza se intensifica a mediada que va avanzando el siglo y no al contrario; sobre el posicionamiento de liberales y conservadores, éste está condicionado no sólo por el relato de nación hegemónico en cada uno de estos dos grupos sino por el valor diferente otorgado por cada uno de ellos al concepto de raza, de manera general mucho más marcadamente biologicista en el caso de los primeros que en el de los segundos, más religioso-cultural. Quedarían dos últimos aspectos sobre la presencia de la raza en la vida política mexicana del primer siglo de vida independiente no incluidos en este trabajo pero que sí quiero al menos enunciar, ya que tuvieron también un importante papel en las formas que fue imaginada la nación. 82

  “Editorial. A ciertos adversarios”, El Correo, Ciudad de México, 30.XII.1851.

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El primero tiene que ver con la geopolítica y la interpretación de la historia del continente americano como un enfrentamiento entre dos razas, española y anglosajona, y en el que México jugaría el papel de primera frontera. Estuvo presente en todos los debates políticos de este primer siglo, especialmente en el campo conservador para el que se convirtió en uno de los ejes de su interpretación del mundo; menos en el liberal que tendió a substituir el enfrentamiento anglosajones/españoles por el de atraso, representado por la tradición española, y progreso, representado por la anglosajona. Papeles cambiados respecto a lo que va a ser el siglo siguiente en el que el latinoamericanismo se convertirá en una de las señas de identidad de la izquierda del continente, no sólo de la mexicana. El segundo, con un aspecto presente en todos los nacionalismos del siglo xix que es el de la atribución a las razas nacionales de determinadas características políticas, diferentes de unas a otras. Va a ser otra de las constantes de la vida política mexicana del siglo xix donde una de las acusaciones más habituales de los conservadores contra los liberales es la de que la ruina de la nación tiene su origen en el intento de estos de introducir doctrinas ajenas al espíritu de una raza cuya esencia sería su carácter antidemocrático y antiliberal. La respuesta de los liberales por supuesto es justo la contraria. Un debate que se muestra con absoluta nitidez en los conflictos políticos de mediados de siglo, cuando los periódicos conservadores pueden preguntarse con absoluta naturalidad que ¿Dónde están los antecedentes democráticos de la raza azteca?, ¿dónde sus hábitos, sus costumbres, sus inclinaciones democráticas? Su historia nos dice, que el principio de la autoridad desarrollado hasta el extremo, fue siempre el principio fundamental de su sociedad. Y ¿dónde están los antecedentes democráticos de la raza española?, ¿dónde sus hábitos, sus costumbres, sus inclinaciones democráticas? De cuantas naciones se hallan inscritas en la historia, la España, monárquica siempre desde su cuna, y siempre católica desde Recaredo, ha sido en todos tiempos el más enérgico representante del principio de autoridad.83 83

  “La verdadera cuestión del protectorado”, El Universal, 22.VII.1853.

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Y los liberales responder con no menos naturalidad que sólo la revolución liberal, en este caso el Plan de Ayutla, puede salvar de la ruina a una raza cuyo auténtico ser nacional está definido por su espíritu democrático, el nuevo gobierno liberal “no parece sino inspirado por el mismo Dios para librar de su total exterminio y ruina a la raza española en México”.84 La raza, en resumen, como clave y fundamento de toda la vida política del primer siglo de vida del Estado-nación mexicano.

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84

  El Monitor Republicano, 29.VIII.1856.

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Entre microscopios y crisoles. Raza y nación en el Sur Patricia Funes

La nación bajo el microscopio El objetivo de este trabajo es recorrer algunos ejemplos de la ensayística raciológica de la primera década del siglo xx en Argentina, Brasil y Bolivia, para desandar esa lógica interpretativa y sus detractores, poniendo de relevancia aquellas imágenes matrices de la nación deudoras de esas interpretaciones. Si –como escribió Borges– el pasado parece ser la sustancia del tiempo porque se vuelve pasado enseguida, la sustancia de la narrativa acerca de las razas en América Latina parecería imantada hacia el mestizaje y éste hacia el blanqueamiento, prerrequisito que marcaría la frontera para la asimilación de unas y la exclusión de otras. Un dispositivo clásico en los relatos nacionales es la representación de “los muchos” en “uno”. Esa individuación impone sintetizar opuestos, tender a uniformidades desestimando o aplanando diferencias sociales, regionales, clasistas o étnicas. Con distintos énfasis y resultados también diversos, la operación simbólica por excelencia es la de presentar una nación étnicamente homogénea, monocromática, o la propuesta de soluciones para llegar a ese estado de cosas.

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El ensayo positivista de la primera década del siglo estuvo transido de metáforas orgánico-biologistas para expresar la nación. La medicalización del discurso, la naturalización y la reificación de lo social impregnó unos relatos en los que la sociedad se definía como un organismo funcional. Con los debidos matices de cada caso, el dato fatal para definir ese organismo era la constelación racial y en la ponderación de cada elemento, el señalamiento de dominancias y subalternidades, salud y enfermedad, asimilación o exclusión. También: élites y multitudes. El tejido de la nación bajo el microscopio de los intelectuales positivistas, se explicaba bajo funcionalistas criterios de corrupción, degeneración y selección, apelando a las artes del bisturí o del laboratorio. De allí que una primera cuestión fuera la defensa de ese conocimiento “positivo” no despojado de las valentías de la travesía. Por ejemplo, el boliviano Alcides Arguedas afirmaba: “debemos convenir, franca, corajudamente, sin ambages, que estamos enfermos, o mejor, que hemos nacido enfermos y que nuestra disolución puede ser cierta”.1 No muy otra era la confesión del cubano Fernando Ortiz, en sus primeras obras que estimaba el estudio de las razas en Cuba indispensable “para poder aportar con virilidad el remedio, para poder usar con ciencia y corazón del cauterio o del bisturí”.2 La lectura de la sociedad en clave médica diagnosticaba patologías. Carlos Octavio Bunge, no duda en exaltar algunas virtudes de vicios y enfermedades: “la viruela y la tuberculosis –¡benditos sean!– habían diezmado a la población indígena y africana”.3 Los pensadores positivistas adjudicaban a la composición racial de las sociedades latinoamericanas la morosidad del progreso. Subyace en estos análisis cierta decepción, cuando no un rotundo pesimismo respecto del poder de la libertad individual y la autodeter1

 Arguedas, 1937, 176. Ortiz, 1985, 2. Entre otras obras de este período, véase Ortiz, 1906, prologado con una carta de Cesare Lombroso. Cabe señalar que Ortiz cambió estas posturas en las décadas de los treinta y cuarenta. En esos años procede a una sistematización y revisión crítica sobre las razas y racismo, que son publicadas en El engaño de las razas, 1944. 3  Bunge, 1911, 56. 2 

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minación, cualidades que desde el terreno filosófico se desplazan al plano político. El tejido ideológico del período se halla fuertemente influido por el concepto de “alma nacional” de Gustav Le Bon para el que cada raza tenía una constitución física determinada y determinante de las características psicológicas y morales, transmitidas por la herencia. ¿Cuál es el alma nacional? era la primera pregunta metodológica para plantear un orden político acorde con la misma. Así se filia la genética social con el tema de la identidad y ésta con el orden político. Las argumentaciones comenzaban señalando el carácter asistemático, precientífico y, en casos, “utópico” de la tradición liberal-individualista precedente sobre todo en lo atinente al principio de igualdad y, como contracara, la convicción de que el “Conocimiento Positivo” (así, en mayúsculas, como suele aparecer en los textos) ofrecía no sólo una garantía de análisis objetivo sino también fundacional del orden. Institucionalmente, se orientaba hacia el aparato estatal en su proceso constitutivo (la educación, el derecho, la seguridad, la salud pública) y también hacia la sociedad para modificarla en un camino que se consideraba menos ingenuo. Objetos tales como la “turba”, las “multitudes”, la “plebe” señalaban no sólo los frenos a la modernidad, la pulsión hacia la anarquía y la consecuente imposibilidad del orden sino también la legitimidad de las élites en el ejercicio de la dominación política, más aptas conforme a sus rasgos psicofísicos. Así, un imprescindible paso científico era la clasificación y la jerarquización de esa masa indeterminada y potencialmente peligrosa, naturalizando así conductas sociales y morales. Esa naturalización apelaba a “metáforas vitalistas de determinados valores sociales sexualizados: energía, decisión, iniciativa y, generalmente, todas las representaciones viriles del poder o, por el contrario, pasividad, sensualidad, femineidad, incluso solidaridad, espíritu de cuerpo y generalmente todas las representaciones de la unidad ‘orgánica’ de la sociedad”.4

4

  Balibar, 1988, 95.

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Por ejemplo, Alcides Arguedas afirmaba que el aymara era “duro, rencoroso, egoísta, cruel, vengativo y de un quietismo netamente animal”.5 Desde estas lentes, no sorprende la caracterización genérica que Carlos Antonio Bunge traza para los mestizos, cargan en su genética cierta inarmonía psicológica, una relativa esterilidad y falta de sentido moral. Entre ellos, el mulato, es “veleidoso como una mujer, y, como una mujer, como degenerado, como demonio mismo” como un nuevo Luzbel, eternamente rebelado.6 Es decir, una doble degeneración: femenina y demoníaca “¿Será necesario declarar ahora que trazando este esbozo etnográfico no fui ni detractor sistemático, ni amigo ciego del hermano negro?”, se preguntaba el médico brasileño Nina Rodríguez en 1896. Ponía en evidencia las pasiones que quizá despertaran su estudio criminológico sobre las razas, tan próximo a la abolición de la esclavitud, para refutar interpretaciones tendenciosas o románticas. Aclara que los negros no son ni mejores ni peores que los blancos; simplemente pertenecen a otra fase del desarrollo intelectual y moral. Y el caso “clínico” (muy frecuente en la estructura argumental de estos tratados) es el de Haití. La figura excepcional que rompe la regla es Toussaint L’Ouverture que pudo adquirir en situaciones excepcionales cierto talento “por la fricción con elementos étnicos más altos”, sin embargo: La independencia de Santo Domingo sirve al menos para mostrar lo que vale el negro abandonado a sus propias fuerzas, y la lección está llena de enseñanzas para todos aquellos que no los ciega el espíritu de partido. En los países que se rigen por las fórmulas de las civilizaciones europeas, los negros se conservan negativos o atrasados, siempre en acechante conflicto. No sienten ni entienden como los arios, así como anatómicamente no son como ellos. No pueden absorber, sino una cierta porción de razón [...] el resto es muy indigesto para ellos y provoca reacciones que multiplican el delito y el crimen.7 5

 Arguedas, 1937, 37.  Bunge, 1911, 140-141. 7  Rodrigues, 2011, 49. La traducción es de la autora. 6

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Estas crudas descripciones se sintetizaban en proposiciones políticas. Los caracteres “somáticos” influían de manera fatal en la organización social y la gobernabilidad. Lo que lleva a problematizar la cuestión del caudillismo, el caciquismo, la personalización del poder y las diversas formas vernáculas de ejercicio de la dominación, enunciados como forma de neutralizar esas tendencias y proponer correcciones institucionales que recogen los temas más caros de la tradición política conservadora. En síntesis el racialismo se constituyó en un principio descriptor de desigualdades para legitimar la dominación de las élites “blancas” o “blanqueadas” por la estirpe y el linaje.

Los argentinos venimos de los barcos. Una blanquitud ambivalente Los análisis raciológicos en Argentina a comienzos del siglo xx ponderaban negativamente la composición racial nativa con la misma contundencia con que señalaban los beneficios de la inmigración europea para garantizar dos requisitos de la formación estatal: el territorio y la población. Retomaban una tradición fundante de las interpretaciones nacionales desde mediados del siglo xix: la agorafobia frente al “desierto” y las inhabilidades “atávicas” para el progreso de indios y negros considerados rémoras del carácter español. Juan Bautista Alberdi fundamentaba su “gobernar es poblar” en las bases mismas de la organización del Estado argentino: “el roto, el gaucho, el cholo, de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción, en cien años no haría de él un obrero inglés, que trabaja, consume, vive digna y confortablemente”.8 En ese y en otros asuntos polemizaba con su interlocutor preferido, Domingo Faustino Sarmiento, quien también suscribía la necesidad de importar brazos para neutralizar la anarquía (asimilada a ruralidad/ caudillos/naturaleza/barbarie) y fomentar una economía en expansión 8

 Alberdi, 1858, 43.

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(ciudades/hombres de ideas/cultura/civilización) aunque difería respecto de las posibilidades de la educación no sólo para la población nativa sino ante los peligros de la extranjerización babélica que traía aparejada la inmigración masiva que él mismo alentara sin ambages desde la presidencia de la República. El consenso de las élites dirigentes desde los años ochenta del siglo xix sobre las virtudes de la inmigración fue inequívoco y generalizado. En principio, para los “indígenas”, a excepción de algunas experiencias negociadas en el “desierto”, la política más contundente fue la campaña militar (la más cruenta, denominada hasta hoy “Conquista del Desierto”), las reservas, la musealización o la profecía de su disolución como raza por efectos del Remington, del ferrocarril o de sus propias debilidades psicofísicas. El carácter prometeico adjudicado a la llegada de inmigrantes europeos laboriosos y sumisos pondría fin a las “turbas rurales”, anárquicas y bárbaras, al tiempo que aseguraría la creación de un homo economicus que expandiría la frontera agropecuaria. Por añadidura esa población se moldearía conforme a la idiosincrasia de un “espíritu nacional” que si bien aún no estaba definido haría que la “república posible” dejara atrás posturas ilusamente jacobinas e iluminismos exóticos que no tomaban en cuenta las posibilidades de ascenso en una sociedad abierta y sin conflictos. En síntesis la revolución había dado paso a la evolución. La primera década del siglo pasado fue prolífica en diagnósticos y prospectivas. Definido el perímetro estatal, los espesores, símbolos y representaciones de la nación (en los dos sentidos: cívico e idiosincrático) fue una búsqueda tan obstinada como científica. Finalmente, eran los mestizos la composición étnica predominante en las sociedades latinoamericanas, asunto sobre el cual los ensayos positivistas desplegaban su arsenal biologista: hibridismo, atavismo, primitivismo, degeneración, como señalaba Bunge en su paradigmático ensayo de psicología social. Los caciquismos y caudillismos que habían dominado la escena política argentina en gran parte del siglo xix tenían su explicación última en la síntesis de tres herencias: la pereza criolla, la arrogancia mulata y la tristeza zamba. Esos caracte-

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res “se avienen muy imperfectamente a la letra de las constituciones republicanas”, razón por la cual el parlamentarismo, la “empleomanía” y la debilidad para el trabajo disciplinado no era más que “una sangrienta irrisión” respecto al diseño institucional de los fundadores del Estado. Los vicios de la “política criolla” la molicie y desidia “ancestral de los colonizadores” era reforzada por la apatía de los aborígenes y de los esclavos negros. He aquí aquello que formulamos anteriormente: el sinuoso e inacabado concepto de “raza” se combinaba con la influencia del medio y los avatares de un pasado que había que transformar para borrar las rémoras del orden colonial. Si bien la “pereza, tristeza, y arrogancia” aparecían como rasgos incrustados en los caracteres somáticos como prueba de carencias e inaptitudes, también fueron leídos bajo los imperativos de una economía en expansión, el consecuente disciplinamiento de la fuerza de trabajo y la necesidad de trabajadores dóciles. Las jóvenes repúblicas eran representadas como “una joven lánguida de pupilas negras [...] tendida sobre una hamaca que voluptuosamente se balancea colgada a la sombra de los árboles que la protegen de un sol equinoccial”. Nótese que en la mayoría de estos tratados las metáforas sobre debilidades y corrupciones referían a lo femenino, asociándolo a condiciones pueriles o salvajes. El gaucho era el mestizo por excelencia y el emblema de la naturaleza irredenta y libre de las pampas. Dicho con brevedad: las combinaciones mestizas vernáculas asociadas a la ruralidad (indio/ español o criollo, negro/blanco o el más infrecuente negro/indio y sus combinaciones) fueron descartadas como colectivos sociales aptos o deseables para el proyecto modernizador de la nación argentina. En el caso del gaucho, Bunge se entrampa entre la simpatía y la melancolía. En su análisis evolutivo de la historia de las razas en la historia argentina, el período de las luchas internas entre “los mestizos aindiados del campo contra los criollos europeizados” homologa el gaucho a los mestizos “semi-indios”, aunque considere el mestizaje débil de los gauchos por la permanencia de su sangre andaluza. Aguerrido para los levantamientos más no así para el trabajo. Desde esas valoraciones, para Bunge la inmigración estaba destinada, “después de adaptarse y

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argentinizarse suficientemente, a hacer casta en este país”. Los inmigrantes serían uno de los tantos fundadores “de la nueva patria”, contribuiría a formar una psicología argentina, “la que amalgamará y refundirá en su crisol todos los factores y regiones para que fluyan en purísimo oro”.9 Ese crisol, sin embargo, planteaba incógnitas que era necesario despejar, ya que el mismo proceso modernizador en el que aún lo no sólido se desvanecía en el aire imponía recaudos y revisiones históricas del pasado en un tema muy áspero: la relación entre minorías y mayorías, o mejor, el análisis del papel jugado por las “multitudes” y sus líderes, conductores o meneurs (en términos lebonianos). Para ello vendrían en auxilio un conjunto de herramientas gnoseológicas que hacia finales del siglo xix conformaban un campo aun poroso entre la psicología, la psiquiatría, la medicina, deslizadas desde lo individual a lo colectivo: la “cuestión social”, la “mala vida” y las “clases peligrosas”. Hipnosis, sugestión, simulaciones, histerias colectivas, criminales seriales o revoluciones sanguinarias fueron auscultadas con preguntas acerca del comportamiento de muchedumbres, turbas y masas para encontrar las formas adecuadas para su control social. A los trabajos de Gustav Le Bon (Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos, 1894, y Psicología de las masas. Estudio sobre la psicología de las multitudes, 1895) o la extensa y muy ambiciosa La Révolution Française et la Psychologie des Révolutions (1912), se sumaron los análisis de la escuela de alienistas franceses: por caso, las obras de Gabriel Tarde (Les Lois de l’Imitation, 1890), las de Charles Lasègue y Jules Falret sobre las formas histéricas de las manifestaciones fanáticas colectivas (La folie à deux ou folie communiquée), y la criminalística italiana (Cesare Lombroso, “L’Uomo delincuente, 1876; Scipio Sighele, La folla delinquente, 1891, y La coppia criminale, 1892), además de la vasta literatura francesa conservadora que reaccionó contra la Comuna de París. Una explicación pionera atravesada por ese filtro de ideas fue Las Multitudes Argentinas (1899) del médico, intelectual y político José 9

  Bunge, 1911, 230.

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María Ramos Mejía. Un trabajo anterior La neurosis de los hombres célebres en la historia argentina (1878), galería biográfica de los grandes hombres y sus formas de liderazgo, fue el primer texto psiquiátrico en Argentina en el que “el biologismo, el evolucionismo y la psicología tuvieron su primera afirmación dogmática”.10 Con ese bagaje Ramos Mejía se propuso analizar el papel y el “alma colectiva” de las multitudes en la historia del país desde la colonia hasta los tiempos modernos (la obra fue en principio una introducción al libro Rosas y su tiempo). También, la etiología y características de sus dirigencias: los hombres procedentes de esas multitudes, su psicología y cualidades que pudieron y eventualmente podrían dirigirlas y transformarlas. ¿Por qué la multitud será alternativamente bárbara o heroica, sanguinaria o piadosa a la vez?, se pregunta. El texto se imprime con una doble intención: moral y política en la convicción que las muchedumbres, si bien han jugado distintos roles en la historia argentina han llegado a su época de manera magmática para protagonizar una escena que requiere del mayor celo y diligencia interpretativa ya que la multitud “es función democrática por excelencia y el recurso y la fuerza de los pequeños y anónimos”. Para atrapar esas causas subterráneas y actuantes en su presente establece una “biología de la multitud” conforme analogías que mucho le deben a los marcos teóricos antes señalados, sobre todo los estudios de Le Bon: Por eso éstas [las multitudes] son impresionables y veleidosas como las mujeres apasionadas, puro inconsciente; [...] amantes ante todo de la sensación violenta, del color vivo [...] porque la multitud es sensual, arrebatada y llena de lujuria para el placer de los sentidos. No raciocina, siente. Es poco inteligente, razona mal, pero imagina mucho y deforme.11

Según Le Bon (revisando la irrupción de las masas durante la Revolución francesa) todos los hombres pueden incorporarse al “estado de multitud” independientemente de su “composición cerebral”. Ra10

 Vezzetti, 1985, 96.   Ramos Mejía, 1994, 19.

11

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mos Mejía modifica con autonomía el paradigma leboniano: en las sociedades menos “avanzadas”, es “el individuo humilde, de conciencia equívoca e inteligencia vaga y poco aguda, de sistema nervioso rudimentario y sin fisonomía moral propia el que ha conformado las muchedumbres en el país”.12 Es decir, exime a los miembros de las clases ilustradas, reservándoles soberanía individual y sobre todo moral. Irracionalidad, pasiones, energía, desmesuras, definen un comportamiento colectivo que es mucho más que el agregado de individualidades. Asume que hay un arcano en la manera en que “un signo, una voz, un grito lanzado por un individuo en determinadas circunstancias, arrastran inconscientemente a una ciudad o a todo un pueblo a los más horribles excesos como a las más grandes heroicidades”.13 Apelando a una metáfora químico-biológica aplicada al comportamiento colectivo, los hombres también se combinan como las moléculas para formar multitud ya que indudablemente existe una “atomicidad moral”. El integrante de esos colectivos indeterminados es el hombre-carbono, de la morfología y comportamiento de los átomos cuando se unen entre sí. Con esos presupuestos y una clasificación mecánica (multitudes estáticas y dinámicas) reconstruye las acciones de la plebe durante el virreinato, la independencia, las tiranías, para llegar a “los tiempos modernos”. Las tres multitudes descritas marcan las distintas fases del desenvolvimiento de la raza argentina en la historia. Muy sintéticamente: las multitudes de la colonia y el virreinato se organizan en las ciudades y son al principio genuinamente españolas. En las tiranías es india, heterogénea, mestizada, inculta y constituida por el hombre “formado en la soledad y el aislamiento de los desiertos inmensos que se deslizan desde el litoral hacia las ciudades”. Sus líderes acompañan esas naturalezas: por ejemplo Facundo “representa el primer grado de rusticidad porque es la genuina expresión de la barbarie sanguínea e impulsiva de los campos”.14 La “filogenia” entre el caudillo o meneur y las muchedumbres, tema privilegiado de sus intereses, se produce 12

  Ramos Mejía, 1994, 20.   Ramos Mejía, 1994, 196. 14   Ramos Mejía, 1994, 154. 13

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muchas veces de manera casual. Aún en la cerrada hermenéutica de las causas y los efectos deterministas, Ramos Mejía admite casi como un límite científico, el azar como parte de la construcción de esos liderazgos. De allí que resulte tan desprejuiciada y casuística la descripción del fenómeno, como si los detalles por sumatoria acortaran la distancia para entender “eso que se nos escapa” (el “nos” seguramente es el plural de la razón y superioridad) que es imprescindible analizar para desentrañar sus misterios (palabra utilizada en más de una ocasión) y neutralizar en el futuro sus consecuencias. Por ejemplo, la superioridad de Juan Manuel de Rosas (obsesión de las élites ilustradas desde la generación de 1837) se establece por circunstancias fortuitas y cualidades muchas veces pueriles (un buen caballo, superioridad, sugestión casi hipnótica, entre otros) pero construye su poder por la combinación de comportamientos de origen urbano sumados a instintos campesinos y bárbaros: La relación con las masas tanto urbanas como rurales está entretejida por medio de sensualidades bajas, casi eróticas y primitivas, voluptuosas nupcias en que la sangre de un sadismo feroz parecía mezclarse a la alegre zarabanda macabra de una borrachera de sátiros encelados por el olor de una hembra inabordable.15

Las multitudes en los tiempos modernos, aun no se han conformado, su contemporaneidad aparece como un momento de tránsito, suerte de estado “protoplásmico” no por eso menos auspicioso para fraguar de una vez por todas un “espíritu nacional” que se encuentra aún suspensivo. Con medido optimismo, Ramos Mejía presume que en la inmigración, en el litoral y en la argamasa cosmopolita de la ciudadpuerto están los caminos para sellar y estabilizar los contenidos de la nación. Las dinámicas de la emancipación eran sentimentales y románticas, las de la tiranía, belicosas y emocionales y la moderna, desde la caída de Rosas lo fue primero creyente y revolucionaria para ser después escéptica y mercantil. Aunque desengañado, no duda en señalar las bondades de ese inmigrante que llega a la ciudad 15

  Ramos Mejía, 1994, 8-147.

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“amorfo, larval, vigoroso, y acepta con profética mansedumbre todas las formas que le imprime la necesidad y la legítima ambición”. Ese medio algo cianótico y desgastado requiere de las energías del “afuera” y “opera maravillas en la plástica mansedumbre de su cerebro casi virgen”.16 La profecía no deja de alertar sobre desviaciones y degeneraciones (el guarango, el canalla, el huaso). Sin embargo no duda que será la primera generación inmigrante el elemento que animará el sentimiento futuro de la nacionalidad. En esa plasticidad del inmigrante, suerte de pura materia indeterminada que es necesario moldear, Ramos Mejía cifra sus ilusiones para la construcción de las nuevas mayorías que destilen aquellos afluentes rústicos de las multitudes del pasado descriptas algo teleológicamente hacia el acrisolamiento de la argentinidad: Percíbense en la historia argentina como dos fuerzas e influencias poderosas que partiendo del litoral y del interior [hacia], el centro de la capital fenicia y heterogénea todavía, pero futuro crisol donde se funde el bronce, tal vez con demasiada precipitación, de la gran estatua del porvenir: la raza nueva. Por eso la multitud que se forme aquí tendrá más tarde su tinte nacional, porque necesariamente la circulación general concurre a este centro de oxigenación a refrescar la sangre que ha de enviar después hasta el más humilde capilar de la Nación.17

Como señala Terán la ideología de Ramos Mejía muestra “esa conjunción de misantropía más esperanza que le permite proyectar un futuro de gran nación para esta parte del planeta sobre la base de un diagnóstico sin ilusiones en torno a los móviles ocultos y demasiado humanos de las masas”.18 Sin embargo sus proyectos no se quedaron en las artes de la escritura y no es una excepción, asunto que retomaremos al final. En 1908 el presidente Figueroa Alcorta lo designó en la presidencia del Consejo Nacional de Educación para que llevara a 16

  Ramos Mejía, 1994, 159.   Ramos Mejía, 1994, 157. 18  Terán, 2000, 130. 17

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cabo un plan nacional de reformas en la educación primaria. Aquel admirador del último Sarmiento, el de Conflictos y Armonías de las razas en América, dejaría su sello en las más diversas intervenciones: construye decenas de escuelas (en la capital, en las provincias y más de veinte en los huérfanos Territorios Nacionales), reglamenta escuelas públicas al aire libre, la gestión de hospitales y asilos, le propone a Leopoldo Lugones una historia del sanjuanino, creaba un Museo Histórico Escolar para promover la enseñanza de la historia nacional y formar la “conciencia patria”, propuso para su sanción la Ley Láinez de escuelas nacionales en las provincias y fundó la revista El Monitor de la Educación para la formación de los docentes (que en varias épocas y de manera intermitente, sale hasta la actualidad), entre otras marcas de su gestión. La más perenne: define las efemérides patrias, sus contenidos, los libros de lectura, los cantos y poemas, los rituales de cada una de ellas en todo el país, “una liturgia cívica de intensidad casi japonesa” como escribió Halperín Donghi, de una gran vigencia a lo largo del siglo xx. Su discípulo más destacado, el inmigrante italiano Giuseppe Ingegnieri (José Ingenieros, como él mismo nacionalizara su nombre y apellido) es una referencia insoslayable en el campo intelectual argentino en general y en el desarrollo de la medicina legal y la criminología. Desde 1907 dirigió el Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires, creó y dirigió la revista Archivos de psiquiatría, criminología, medicina legal de ciencias afines, fundando y fortaleciendo un campo de estudios que dialogaba con los expertos más destacados y recíprocamente legitimaba esos saberes en las instituciones estatales. Polemiza con Bunge por su extremado determinismo y también debate en francés desde las páginas de Archivos con el criminólogo brasileño Nina Rodrigues sobre interpretaciones que considera exageradas en la relación entre alienados y multitud en los textos de Sighele.19 Para Ingenieros el diagnóstico acerca de la sociedad argentina también era de “enfermedad”. El tema del parasitismo social, de unas 19

  Sobre este debate véase Mailhe, 2014.

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mayorías hipócritas, simuladoras y movidas por instintos mercantiles y vulgares se enraizaba con la sensibilidad modernista de lo “justo, lo bello y lo bueno”, refugio de las minorías morales frente a la avidez de las muchedumbres y las mezquindades burguesas, leídas en clave biologista. Ingenieros concibe las naciones –al igual que los organismos– como entidades que luchan por sobrevivir y las que triunfan en la contienda son aquellas mayoritariamente blancas. La relación entre blanquitud y civilización es directa y necesaria: “el título de civilizadas sólo puede discernírseles en la justa medida en que a la mestización inicial ha sucedido el predominio de la raza blanca”. El discurso médico-biologista de Ingenieros le debe bastante a las influencias de su maestro José María Ramos Mejía. Si en el siglo xix se había centrado en las multitudes o turbas del ámbito rural en el proceso de construcción estatal, con el cambio de siglo se desplazará hacia el ámbito urbano. La contracara de esta reflexión sobre las multitudes será, para Ingenieros, la legitimidad de las minorías ilustradas blancas, meritocráticas, empujadas por inherentes fuerzas morales en la dirección del país y en el proceso constitutivo de la nación. Si bien atenuado por la incorporación de los factores estructurales y económicos, el análisis de Ingenieros a comienzos del siglo se inscribe cartografía ideológico-científica antes citada. Con este bagaje reactualiza los clásicos románticos argentinos del siglo xix, sobre todo a Alberdi y Sarmiento. Esa recuperación está desprovista de cualquier nostalgia por el pasado, ya que para Ingenieros hay muy poco que rescatar del mundo colonial (para él “feudal”), ni de su composición étnica ni de sus tradiciones, incluida la española con su rémora de catolicismo y fanatismo personalista. Ingenieros analiza la historia de las razas en el continente americano a partir del siglo xvi, concluyendo que en las zonas templadas se efectúa una progresiva sustitución de las razas aborígenes de color por razas inmigradas engendrando nuevas sociedades en reemplazo de las autóctonas”.20 La homogeneidad étnica es más exitosa y más firme en relación con la dominancia de la raza blanca. Esta idea de 20

 Ingenieros, 1946, 438.

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“raza” si no despojada de determinaciones biológicas, pivotea sobre los conceptos de “unidad de esfuerzos e ideales” y en factores estructurales: la inmigración transformaría el régimen feudal en régimen agropecuario, contrapesando el latifundio. Así, le augura a la Argentina un lugar privilegiado en el escenario mundial y un decidido liderazgo en América meridional: “su extensión, su fecundidad, su raza blanca y su clima templado la pondrán, naturalmente a la cabeza de los pueblos neolatinos del continente”.21 La función providencial que Ingenieros adjudica a la inmigración para barrer el pasado, no descarta la consideración de los nuevos desafíos que esa misma inmigración plantea a las élites dirigentes: el “aclimatamiento” y la “nacionalización” de las mismas. El pasaje de lo étnico a lo social no es un paso analítico diáfano, habida cuenta la matriz organicista que inspira su interpretación. Si en la campaña los peonesmestizos son siervos arrastrados por pasiones primarias y liderazgos patrimoniales, en las ciudades las “multitudes”, las “muchedumbres”, aparecen en su análisis como manchas sociales amorfas, indiferenciadas, un suelo legamoso pasible de corrupciones y debilidades que pueden albergar “simulaciones” y, aún más grave, delincuencia, degeneración y locura en el cuerpo social. Su obra criminológica de la primera década del siglo aborda los tópicos de una sociedad que se transforma más vertiginosamente que la capacidad analítica y comprensiva para gobernar esos cambios. El discurso ingeniereano, entonces, presenta tensiones entre la defensa científico-política de una inmigración definida por rasgos somático-raciales y la condición estructural socioeconómica de una modernidad/nacionalidad que los requiere como condición de posibilidad del progreso, pero que necesita de conducciones morales y dispositivos estatales e intelectuales para detectar aquellos que deben ser excluidos/recluidos. La Gran Guerra matizó todas las mayúsculas decimonónicas: Razón, Civilización, Progreso, Ciencia, Positivismo. Finalmente si los “bárbaros” europeos se habían suicidado en una guerra, como proclamaba no sin desconsuelo José Ingenieros en El suicidio de los 21

 Ingenieros, 1946, 263.

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bárbaros, el carácter de “civilización” podía ser revisado, incluso, invertido. Ingenieros giraba la mira de sus anteriores colocaciones racialistas adoptando una “nueva sensibilidad” en función de los “ideales nuevos”: la reconsideración del tema racial en la definición de la nación, el juvenilismo, la democracia funcional, el antiimperialismo, la unidad latinoamericana.22 En otros casos los efectos regresivos de los flujos migratorios como producto de la guerra sumados a la protesta obrera, inquietaron a las élites dirigentes en otras direcciones. El conflicto social y las grandes huelgas de 1919 (“Semana Trágica”) y 1921-1922 (huelgas patagónicas) llevaron a revisar con animosidad las políticas pasadas de “puertas abiertas”. Un intelectual representativo del humor prevaleciente en las élites tradicionales es Lucas Ayarragaray, quien fuera autor de la Ley de Defensa Social en 1910. Después de la guerra abogaba por el abandono de la “ingenua” política inmigratoria generosa y por la fijación de medidas restrictivas “con un triple fin: rechazar individuos lisiados e incapaces, carga social; preservarnos de razas con las cuales no deberíamos encastar, y, por fin, impedir la infiltración del proletariado revolucionario cosmopolita”.23 Respecto de la “salud pública”, los patrones “normalidad-anormalidad” tenían dos aristas. Por un lado había que corregir la “monstruosa” distribución poblacional que concentraba Buenos Aires con el mayor número de inmigrantes, pero también de recursos, de poder y, consecuentemente de las protestas contra ese poder. Lo rural, el campo, la colonización, la llegada de agricultores o campesinos, contribuiría a la armonía social. El otro peligro de la “salud pública” era más literal: la extrema libertad para entrar al país lo había inficionado de locos, delincuentes y extraviados. La selectividad étnica reactualizaba los discursos raciológicos en función directa con el conflicto social, aunque “blancos” proponía evitar la entrada al país a los inmigrantes de origen ruso, por su ajenidad respecto de la civilización occidental, el carác22

  Hemos trabajado en profundidad ese giro de los años veinte en América Latina. Véase Funes, 2006. 23  Ayarragaray, 1926, 7.

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ter “semi-asiático” y revolucionario de una Rusia poblada de “hordas sedentarias, analfabetas y fanáticas”.24 Otro tanto los judíos, esa raza “vetusta, de sistema nervioso deprimido por los repudios y persecuciones seculares, habiendo estado constreñida a cruzamientos consanguíneos que contribuyeron a cargarla con mayores estigmas degenerativos que a otras razas que tuvieron existencia histórica más holgada”.25 Ruso, judío, delincuente, agitador, expatriado, comunista, o anárquico son aquellos extranjeros inasimilables a los verdaderos cánones de la nación aun cuando sus características somáticas se advirtieran completamente “blancas”. En los años veinte cristaliza una sentencia esgrimida una y otra vez por los discursos conservadores a lo largo del siglo xx: la protesta social nunca está animada por vernáculos sino que viene “de afuera”. El exterior y el interior, lo “extranjero” y lo “nacional”, lo “civilizado” y lo “bárbaro” eran, pues, categorías bastante móviles, que adquirían perímetros menos diáfanos en las fronteras gnoseológicas que en las fronteras sociales. El resquebrajamiento del consenso liberal habilitó a los intelectuales de los años veinte a pensar alternativas, “etnicidades ficticias”. La recuperación del gaucho como emblema de la nacionalidad expresa la ruptura antes aludida. El gaucho había sido ese mestizo “híbrido”, levantisco e irredento. Por caso: Juan Moreira era para Ingenieros, “un amoral congénito, es decir, un delincuente nato con las características impresas por el ambiente gaucho”. El primer nacionalismo argentino comenzó a ver en esa figura mestiza más virtudes que defectos, cualidades resignificadas frente a la nueva “barbarie” inmigrante. La entronización del Martín Fierro como emblema de la nacionalidad argentina será objeto de disputas entre Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas, incluso por parte de las vanguardias estéticas. Claro está, cuando los gauchos habían dejado de ser un colectivo social activo. En la relación entre raza, cultura y política se advierte esa ambivalencia de la blanquitud frente al conflicto social y la recusación de los círculos oligárquicos. Tanto más si en la elección de 1916 llegaba 24

 Ayarragaray, 1926, 74.  Ayarragaray, 1926, 237.

25

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a la presidencia de la República la “chusma” yrigoyenista y los “hombres mediocres” (como tituló Ingenieros un libro dedicado a Roque Sáenz Peña, algo despechado porque el entonces presidente le había negado la cátedra de Medicina Legal en la Universidad de Buenos Aires). Más allá del pleito personal, la ampliación de la ciudadanía política, la democracia del número o “de las piaras”, nunca contó con su apoyo. El Estado argentino y sus agencias, particularmente la escuela, la salud pública, el servicio militar obligatorio fue una máquina de aplanar diferencias, trocando ciudadanía por homogeneización.26 Todavía hoy en el contexto del giro identitario de las minorías y los derechos de cuarta generación, quedó fijado ese sentido común reproducido en la escuela, en los medios de comunicación, en las tiras humorísticas, incluso en alguna canción popular: “los argentinos venimos de los barcos”.

Candinho y democracia racial El pasaje del Imperio a la República “del café con leche”, la abolición de la esclavitud, la rebelión de Canudos en el Sertão, con intensidades diferentes, fueron algunos de los mojones que marcaron a una generación de intelectuales que repensaron desde la bandera nacional hasta las heterogeneidades raciales y los consecuentes símbolos de la nación en Brasil a principios del siglo xx. El cadinho de raças, nuevamente el crisol, en las primeras décadas del siglo se asoció al Ordem e Progresso impreso en la bandera republicana y a la perdurable consideración del espacio como matriz de la nacionalidad en Brasil. El territorio fue una presencia tenaz en los relatos de la nacionalidad brasileña. Como escribiera Plinio Salgado en su Geografía sentimental: “la patria en otros países es una cosa hecha de tiempo; aquí es toda espacio”. La transición del Imperio a la República y la abolición de la esclavitud dejaban muchas dudas 26

 Segato, 2007, 58.

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sobre la integración territorial, étnica, social, de Brasil. La constitución republicana de 1891 establecía la formal “igualdad ante la ley” en el contexto de las alertas sobre los peligros de las fuerzas centrífugas: territoriales o étnicas. Reaparece aquí esa mancha temática sobre los contenidos de constituciones exóticas y románticas inspiradas en las ideas de la Revolución francesa que habían ejercido sobre intelectuales y políticos “una fascinación magnética, que daltonizaba completamente la visión nacional de nuestros problemas”, como acusaba Oliveira Vianna en su libro Populações meridionais do Brasil. De allí que el mestizaje definiera las coordenadas del debate, tanto en las más cerradas interpretaciones raciológicas cuanto en las más idealistas y románticas. En conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de Brasil (1900) Affonso Celso escribe Por que me ufano do meu país. Esa petición de principios fue distribuida por el sistema escolar brasileño de principios del siglo xx, como cartilla moral y cívica destinada a fortalecer los símbolos nacionales y las virtudes cívico-morales (hacia 1926 tenía diez ediciones). El opúsculo mostraba los datos grandilocuentes de una nacionalidad brasileña evidente pero aún no sellada y acuñó el término “ufanismo” (manifestación del nacionalismo exacerbado) hasta el día de hoy. La obra repasa a partir de once argumentos la superioridad del Brasil: grandeza territorial, belleza física, las riquezas naturales, la variedad y amenidad del clima, la ausencia de calamidades, la excelencia de los elementos que conformaron el tipo nacional, entre otros y en ese orden de prelación. En tonos superlativos aborda la configuración y el aporte de cada raza (término despojado de connotaciones somáticas) que construyeron la nacionalidad y que sólo había que fortalecer. Los negros, por ejemplo, se destacaban por “sus sentimientos afectivos, la resignación estoica, el coraje, la laboriosidad”.27 Incluso entre los hechos históricos que elige para afirmar sus argumentos destaca la formación de la República de Palmares en el siglo xvii y la épica defensa de su líder negro Zumbí. Celso plantea otra 27

 Celso, 1937, Apartado XVIII, 52. Las traducciones son de la autora.

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colocación respecto de los análisis positivistas contemporáneos más cerrados. Hiperbólico y optimista resalta virtudes y aportes de cada raza resaltando un patrón simbólico de la brasileidad: los bandeirantes, ya que “San Pablo, es el lugar en que más considerablemente se operó el cruzamiento con los indios y marcha a la vanguardia de nuestra civilización”. Sin embargo, también rescata a los gaúchos y –con un esfuerzo notable– la valentía de los jagunços de Canudos. En síntesis, defiende la positividad de las tres razas: “el blanco portugués”, el “salvaje americano” y el “negro africano”. Ese manifiesto contrapesaba los juicios del conde de Gobineau (que estuvo en delegación diplomática en Brasil entre 1869-1870) que afirmaba que los brasileños todos (excepto su amigo el emperador Pedro II y su corte) tenían alguna parte de sangre negra y una “excesiva depravación. Son todos mulatos, la ralea del género humano”.28 Para Celso sólo sería cuestión de tiempo, educación y confianza para llegar a la formación de una nación homogénea tanto étnica como socialmente (en mucho menos tiempo que los presagios de Gobineau que estimaba al menos 200 años). Ingenua y romántica la obra es una versión edénica que se distribuyó por el sistema escolar a modo de religión patriótica en la naciente república.29 Como señala Murillo de Carvalho destacados intelectuales escribieron en las primeras décadas del siglo textos de difusión en el sistema escolar: Silvio Romero, Olavo Bilac, Manoel Bomfim, Afrânio Peixoto. Algunos de ellos escribían para niños imágenes mucho más positivas, aunque no menos ufanistas que las que adoptaban en sus obras científicas.30 Los estudios médico-raciales bajo el omnicomprensivo positivismo de Brasil, abordaron el cluster racial con tanta meticulosidad como fruición y aunque abrevaran en las mismas fuentes, las conclusiones a las que arribarán distarán de ser consensuadas en el estrecho 28

  En Raeders, 1988, 96.   Acerca de las pervivencias de esas imágenes, véase Carvalho, 1998. 30   No sólo en Brasil, el ya citado Carlos Antonio Bunge, por ejemplo, morigera sus juicios sobre las razas en su libro Nuestra Patria (1910) destinado a los alumnos de la escuela primaria, por razones pedagógicas y para “evitar en el aula toda pasión política o religiosa que solo corresponde a hombres adultos y ya formados”. 29

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círculo intelectual y político. El “problema negro” racializaba el resto de los enunciados, así, la panacea del mestizaje colonizó los análisis y propuestas que años más tarde fijaría los contenidos de la denominada “democracia racial”. Finalmente, si los negros eran libres se imponía dar respuestas a los horizontes que esa incógnita amenazante oficiaría en el progreso de la nación. Taxonomías jerárquicas se pusieron a la orden del día: el estudio de las multitudes, las “taras” de las razas, su clasificación, también los alcances y límites del mestizaje que –como siempre– llevaba el norte de la brújula hacia el blanqueamiento. Ese “laboratorio” racial era el signo de una brasilidade que en todos los casos se juzgaba incompleta. Las tensiones y ambigüedades –aún en el campo biologista-antropológico– guardaban estrecha relación con las “fugas” respecto de un orden en pleno proceso de fijación de sus sentidos. Es decir, la doxa antropométrica, medicalizada, criminalística, no fue apropiada de manera mimética y si bien fue dominante y permeó la mayoría de las representaciones de la nación debió construir esa hegemonía debatiendo con otras argumentaciones que también pugnaban por imponer sus significados y contenidos. Entre el parasitismo, la degeneración, las razas y la historia, por ejemplo, se extendió el debate entre Manoel Bomfim y Silvio Romero. Bomfim en su libro A América latina: males de origem (1903) afirmaba que “sin negros el Brasil no habría existido”. El “problema” no eran los negros sino el “parasitismo social” y los residuos de las costumbres de la colonia y el Imperio que había creado una cadena de sumisiones: de la colonia a la Metrópoli y a la Iglesia, de los esclavos a los señores de ingenio, degenerando el carácter de esa sociedad, degeneración más sociológica que biológica. Ese parasitismo “esclaviza los espíritus, asegura la obediencia de los pueblos, siembra supersticiones de modo tal que se torna imposible cualquier tentativa de reforma y progreso social”.31 Las debilidades y corrupciones del cuerpo social no estaban determinadas por las razas. Asesta sus críticas a los seguidores de Gobineau y sus “sofismas objeto del egoísmo 31

 Bomfim, 2008, 81.

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humano, hipócritamente enmascarado de ciencia barata y cobardemente aplicado a la explotación de los débiles por los fuertes”.32 Sin embargo, guarda la lógica determinista a partir de un símil que dialogaba con el clima dominante “lo que sustenta el régimen de parasitismo biológico es la incapacidad de cambios debido a la atrofia de la inteligencia, lo mismo acontecería en el sistema de ‘parasitismo social’”. La interpretación de Bomfim es muy pesimista respecto de esas herencias sobre todo cuando aborda las responsabilidades de las élites, y en eso no encuentra diferencias entre el Imperio y la República. De ese pasado lo más agobiante es “un conservadurismo, no se puede decir obstinado, por ser en gran parte inconsciente, pero que se puede llamar un conservadurismo esencial, más afectivo que intelectual”.33 También descree de las panaceas mestizófilas de blanqueamiento por medio de la inmigración europea blanca ya que dadas las condiciones sociales “inferiores”, la inmigración europea fomentaría la inestabilidad social, impediría la asimilación y provocaría resentimiento y odio en los pueblos naturales. La propedéutica que propone es instrucción/educación, el fortalecimiento de la industria, la colonización de la tierra y el desarrollo de una ciencia vernácula (positiva y conforme a la realidad del país) que valorizara el trabajador nacional. Sin embargo, no fue la interpretación dominante en el paisaje de las ideas del período. El destacado médico y hombre de letras Silvio Romero escribe un largo libro para refutar cada una de las tesis de Bomfim (América latina: analise do livro de igual título do Dr. M. Bomfim, 1905). Discute los presupuestos metodológicos, los ejemplos sobre los que asienta su argumentación, el concepto de “parasitismo social” y el nacionalismo exacerbado del autor que, a su juicio, obnubilaba la reflexión crítica. Romero concebía el progreso y la evolución conforme a un mestizaje que también consideraba fatal y teleológico aunque propusiera formas de intervención para acelerar ese proceso. El mestizo no sólo era el mestizo fisiológico –sobre todo el mulato– sino todos los hijos de 32 33

 Bomfim, 2008, 190.  Bomfim, 2008, 116.

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la colonia incluidos los criollos. Denuncia el estado deficiente de los estudios sobre la cultura negra, que estima imprescindible para conocer a los mestizos que con insistencia define como un colectivo aún desconocido, en un tránsito indeterminado. De esos estudios saldrían las políticas para incorporar el elemento negro al mestizaje ya que piensa que el negro es “civilizable”. Pero su convicción más firme es que por “selección natural” el tipo blanco irá tomando preponderancia hasta mestizarse “puro y bello como en el viejo mundo”. El indio, en cambio, “no es asunto de ciencia sino de poesía”. Defensor de rígidas e inalterables jerarquías raciales, confiaba en que las razas superiores iban a eliminar sus degeneraciones y taras positivamente por medio de la inmigración blanca, centro de su propuesta: “Se sabe que en el mestizaje la selección natural, al cabo de algunas generaciones hace prevalecer el tipo de raza más numerosa, entre nosotros de las razas puras, la más numerosa por la inmigración europea tiende y tenderá a serlo la blanca”.34 Más aún: le confería al mestizaje la posibilidad de creación de una cultural original en Brasil. La obra del médico de Sergipe aboga sin dudas por el blanqueamiento y no considera que ninguna de las tres razas tenga una conformación biológica que impida ese destino, quizá en tiempos y modalidades diferentes pero plausibles en concordancia con el medio físico y la “aclimatación” benéfica del Brasil. No consideraba lo mismo Nina Rodrigues –médico criminólogo y etnólogo de la Escuela de Bahía– uno de los fundadores de los estudios etnográficos de la cultura y la raza negra. Su artículo O animismo fetichista dos negros baianos, publicado en Revista Brazileira entre 1896 y 1897 fue pionero en los estudios de las religiones afrodescendientes y tuvo un considerable impacto y legitimidad en el campo criminológico. Publicó varios artículos en la revista Archivos de Criminología Medicina Legal y Psiquiatría de José Ingenieros y formó parte del comité académico de esta revista hasta que la polémica con su director antes citada, lo alejó definitivamente. También se apartó de los análisis de Silvio Romero y de la escuela de Recife 34

 Romero, 1906, 292.

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respecto de la confianza evolucionista en la perfectibilidad de todas las razas. Nina Rodrigues abrazó con ortodoxia el darwinismo social y las teorías eugenésicas daltonianas, considerando las razas identidades estancas, inalterables y ontológicas, sobredeterminadas por los rasgos somáticos, considerando que el negro y las variantes de su cruzamiento eran inequívocamente inferiores. En su libro iniciático As Raças Humanas e a Responsabilidade Penal no Brasil (1894) esa relación entre raza y delito muestra con cerrada dureza la imposibilidad evolutiva incrustada en la anatomía racial. Discute las premisas liberal-individualistas, el libre arbitrio y las consecuentes políticas universalistas del Código Penal sancionado en 1891. Para Rodrigues a cada fase de la evolución de la humanidad correspondía una criminalidad propia en armonía y de acuerdo a su grado de desarrollo intelectual y moral.35 El texto está atravesado de sentencias racialistas, y citas respaldatorias de la criminalística italiana (sobre todo de Cesare Lombroso, Enrico Ferri y Rafael Garófalo), medidas fenotípicas craneométricas, casos clínicos puntuales, para llamar la atención de los legisladores, bajo el mandato legítimo de la ciencia, exigiendo correcciones al código, sobre todo respecto de la incapacidad de “personas jurídicas”, es decir inimputables de las razas inferiores.36 Nina Rodrigues tuvo un lugar protagónico como profesional criminólogo en una estación muy elocuente del “espectáculo de las razas”: la Guerra de Canudos que desató los más crudos abordajes de la antropometría y la antropología criminalística. Si un ejército federal con más de mil hombres experimentados recorría casi dos mil kilómetros desde Río de Janeiro hasta la aislada aunque próspera aldea de Canudos en el estado de Bahía, le costaba vencer a un grupo de jagunços, sobraban razones para profundizar una comprensión científico-estatal. El ejem35

 Rodrigues, 2011, 12.   No muy diferente era la concepción de José Ingenieros: aunque menos demandante a las instituciones del Estado consideraba que “los hombres de razas inferiores no deberían ser, política y jurídicamente, nuestros iguales: son inaptos para el ejercicio de la capacidad civil y no debieran considerarse ‘persona’, en el concepto jurídico. Por supuesto que en la regla caben mil excepciones; esta verdad relativa sería un error tomándola en absoluto, como todas las afirmaciones absolutas respecto de fenómenos biológicos y sociales”. “San Vicente”, La Nación, Buenos Aires, 15.V.1905, tomado de Fernández, 2009, 23. 36

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plo que apenas podemos esbozar aquí por razones de espacio, a nuestro juicio, muestra dos asuntos: la profundización del discurso legitimador de la ciencia-raza por parte del incipiente campo biomédico-criminalista en un momento muy delicado del recientemente instalado régimen republicano y, por otro, la réplica contemporánea que mostró otra interpretación (originaria del mismo canon argumental pero en un espejo invertido). Quizá se reproducía de manera menos explícita el escenario de la polémica entre Bomfim y Romero, entre los escritos de Nina Rodrigues y Euclides Da Cunha con un agregado que fue una sección áurea de la psicología de las multitudes: la anormalidad e irracionalidad de las masas. En la denominada Guerra de Canudos (1896-1897) el Nordeste mostraba toda la carga “atávica” y “bestializada” del sertón. Los rebeldes nordestinos, liderados por Antônio Conselheiro, fueron acusados de bárbaros, fanáticos, criminales y monárquicos. Recién la cuarta expedición militar enviada por el poder federal logró finalmente derrotar a un heterogéneo grupo compuesto por campesinos, vaqueros, jagunços y ex esclavos, del poblado de Belo Monte, tras cinco días de combate. Los que no murieron en él y lograron huir fueron atrapados, fusilados y degollados (se calculan los muertos en 5 000), las mujeres violadas, los niños robados. El pueblo fue arrasado con bombas de kerosén para que no quedara ni el recuerdo de esa barbarie. Frente a la muerte de su líder, para evitar la santificación fanática de los jagunços o la creencia en la fuga del Consejero, las autoridades exhumaron su cadáver. Para demostrar su carácter patológico, ordenaron una autopsia que realizó Nina Rodrigues en persona. En La locura epidémica de Canudos (publicada pocos meses después de la insurrección, hacia finales de 1897) y La locura de las multitudes, nueva contribución al estudio de la locuras epidémicas en Brasil, publicada luego de la autopsia (1901), analiza el delirio patológico del Consejero (el meneur) y sus relaciones con la multitud. Delirio, contagio, alienación mental, degeneración, sugestión, recorren los dos textos en la búsqueda de explicaciones partiendo a priori de sus premisas científicas: el hibridismo y la degeneración del mestizo, muy presentes en su libro anterior. El mestizo del sertón era

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la mezcla de negros, indios, blancos: los denominados “jagunzos”, seres híbridos, atávicos y hereditariamente patológicos. “Antônio Conselheiro es seguramente un simple loco” que desarrolló una psicosis colectiva (crónica, paranoica y mística). Sin embargo reconoce que hace falta más que una simple locura en las multitudes para que un hombre encendiera una verdadera “epidemia vesánica”.37 Y, nuevamente, la argumentación y el supremo interés se desliza hacia el comportamiento de las multitudes. La masa dirigida por Antônio Conselheiro “era reclutada de una población de mestizos donde todavía era poderosa la influencia de los ascendentes salvajes o bárbaros, de indios o negros”. En ella se observaban “todas las manifestaciones mórbidas del desequilibrio mental, desde la neuropatía, a los simples temperamentos nerviosos, hasta las grandes neurosis, la neurastenia, la histeria, la epilepsia, incluso la alienación mental”.38 Todas esas enfermedades se habían expresado hasta el paroxismo en Canudos. En el análisis del “caso clínico” del Conselheiro posterior a la autopsia, Nina Rodrigues recorre pormenorizadamente todo el aparato erudito de la criminalística europea y con ella realiza la historia médica del alienado meneur. Su honrada conclusión es que “no presenta ninguna anomalía que denunciase trazos de degeneración”: es un cráneo de mestizo donde se asocian caracteres antropológicos de razas diferentes, dolicocéfalo con atrofia en las arcadas alveolares y una serie de detalles fenotípicos que nos exceden. Era, entonces, “un cráneo normal”. Euclides da Cunha, ingeniero militar, escritor y periodista, compartía inicialmente las mismas sensibilidades y juicios acerca de la barbarie sertaneja y el ethos civilizatorio de la República. Acompañó al ejército federal a Canudos como corresponsal de guerra del diario O Estado de São Paulo. Permaneció allí entre agosto y octubre de 1897. En sus notas se advierte la influencia de Taine, ya que sus relatos atienden al patrón raza, medio, momento y al archivo de ideas positivistas de la época. Da Cunha se había formado en la escuela militar que contó 37 38

 Rodrigues, 2006, 48.  Rodrigues, 2006, 85-86.

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entre sus profesores a Benjamin Constant. Su mirada de la barbarie ha sido muchas veces comparada con el Facundo de Sarmiento que comparte entre otros rasgos el de ser textos sobre las fronteras físicas y culturales. Da Cunha describe todas las anomalías y desviaciones del nordeste. El sertón es un paisaje incoherente, ilógico, cataclísmico, la psicología de los rebeldes es de un “heroísmo mórbido” dominado por impulsos casi animales, de mentes hipnotizadas y monstruosas.39 El Conselheiro es “una especie bizarra de gran hombre en sentido invertido”, representación cabal de todas las malformaciones del subsuelo popular de Brasil. Discute las ideas de Nina Rodrigues sobre las taras somáticas, Antonio Maciel no es un desequilibrado sino un producto del medio y del tiempo, un “documento vivo del pasado”.40 Con gran claridad interpretativa revisita una idea central de la construcción nacional de Brasil, reflejándola con gran dramatismo: las diferencias entre el Sur y el Norte. Un Sur pujante, práctico, laborioso, progresivo y un Nordeste atrasado, amorfo, inmóvil, despojado de historia y de futuro. Sin embargo, luego de haber sido testigo de la feroz campaña militar, escribió Los Sertones, en la que cambia su postura inicial: niega la conspiración monárquica, no oculta su admiración por el valor de los jagunços y reflexiona sobre la barbarie del ejército civilizador: “nosotros mismos poco nos habíamos aventajado a los toscos compatriotas retardatarios”, repugnaba aquel triunfo, avergonzaba esa victoria: La animalidad primitiva, lentamente borrada por la civilización, resurgía, enteriza. Se desequilibraba al fin. Encontró en las manos, en vez del hacha de diorito y el arpón de hueso, la espada y la carabina. Pero el cuchillo le recordaba mejor que el antiguo puñal de sílex adelgazado.41

La barbarie también habitaba en la civilización. Inversión curiosa y excepcional en los patrones interpretativos dominantes. Un epígono muy relevante tanto por su radical racismo como por su 39

  Da Cunha, 2003, 73, 83.   Da Cunha, 2003, 123 y ss. 41   Da Cunha, 2003, 396. 40

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participación política durante el Estado Novo fueron las obras de Francisco Oliveira Vianna (Populações Meridionais do Brasil [1920], Evolução do Povo Brasileiro [1923] y Raça e Assimilação [1932]). Paladín de la ideología del “blanqueamiento”, de un “arianismo casi místico” –­como las definiera Gilberto Freyre– Oliveira Vianna volvía a apelar a las cerriles jerarquizaciones biológicas para reponer la demonización del mestizaje y del negro como los males sociales del país. En 1933 se publicaba Casa-Grande & Senzala de Gilberto Freyre y con ella se desplegarían obras cuya afinidad está puesta en las revisiones (en ocasiones inversiones) de la ensayística raciológica de comienzos de siglo (como las obras de Sergio Buarque de Holanda o Caio Prado Jr.) que positivizaban aquellas herencias despojadas de atavismos como las productoras de una síntesis de la verdadera brasileidad. Freyre, discípulo de Franz Boas y teniendo como telón de fondo los conflictos y exclusiones raciales en Estados Unidos, presentaba un Brasil en el que el mestizaje cultural y social había sido exitoso, superado los traumas esclavistas, los conflictos raciales en una sociedad abierta y armoniosa. Considerado el difusor del mito de la “democracia racial” su obra fue tan celebrada como objeto de críticas desde las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo xx (sobre todo en la producción de la denominada Escuela Sociológica Paulista) hasta hoy día por los intelectuales del Movimiento Negro, asunto que se sigue debatiendo.

¿Qué hacer con el indio? o la guerra de razas Entre finales del siglo xix y principios del pasado un conjunto de contenciosos externos e internos conmovieron las representaciones instituyentes de la nación en Bolivia: las derrotas en Guerra del Pacífico (1879-1883) y en la del Acre con Brasil (1899-1903), el tratado desfavorable con Chile en 1904 e, internamente, la Guerra Federal en 1899. Si bien acosados por las frustraciones de las derrotadas externas, como se ha señalado en más de una ocasión, la construcción de una “guerra de razas” interna auspiciada por los indios y los temores con-

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comitantes ha sido un hilo constructor de la nación criolla liberal.42 El miedo a la invasión a la ciudad, el cerco, las piedras en los caminos, la “venganza” y la “traición” de los indios, se expresaron crudamente en muchas oportunidades a lo largo del siglo xx (incluso en el siglo xxi) para sellar consensos en el interior de las élites, sobre todo cuando esos acuerdos daban señales de resquebrajamiento. Como señala Ximena Soruco: en los momentos constitutivos del período republicano boliviano, la independencia de 1825, las sublevaciones de Zárate Willka en 1899, la Revolución Nacional de 1952 y los levantamientos del altiplano y El Alto desde el 2000, el pensamiento criollo utiliza el miedo a una guerra de razas como el mejor dispositivo para cohesionar a la sociedad contra las movilizaciones populares.43

Un hito fundacional en la construcción de la guerra de razas fue la Guerra Federal una y otra vez recreada discursivamente con el fin de justificar la legitimidad de las narrativas segregacionistas y excluyentes de las mayorías en Bolivia. En 1899 los liberales (federales y paceños) se levantaron contra los conservadores (centralistas con sede en Sucre). Una parte de la élite criolla (los liberales andinos) pactó con los indígenas del altiplano liderados por el cacique apoderado Zárate Willka, nombrado jefe del ejército auxiliar aymara. Esto rompía uno de los presupuestos implícitos de los sectores dominantes desde los levantamientos de Tupac Katari: la inconveniencia de sumar a los indígenas por parte de las élites blancas, fuera cual fuere su signo y motivo. En febrero de 1899 un regimiento aymara se enfrentó a un ejército en el pueblo de Mohoza produciendo la matanza de alrededor de un centenar de hombres de un regimiento de signo liberal (sus “aliados”) y varios vecinos de ese pueblo. No nos podemos extender aquí sobre los complejos derroteros del conflicto ni acerca de sus interpretacio-

42

  Véase, por ejemplo, Irurozqui, 2005; Soruco, 2012.  Soruco, 2011, 37-38.

43

1 3 0 ›   R A Z A Y P O L Í T I C A E N H I S PA N O A M É R I C A

nes.44 Las conclusiones que quedaron cristalizadas y repetidas en la memoria de los sectores dominante fue el carácter irredento, sanguinario y amoral congénito de los indios que podían asesinar hasta a sus propios aliados. El episodio abroqueló a ambos sectores y tuvo como resultado una negociación entre liberales y conservadores que terminó con la división de la capital del país en las ciudades de Sucre (ex Chuquisaca/La Plata/Charcas, centro colonial del Alto Perú) y La Paz hasta la actualidad. También, con la presidencia de la República de José Manuel Pando en octubre de 1899, iniciando veinte años de hegemonía de los liberales paceños. Es importante señalar que en el momento en que se selló la alianza entre Pando y Willka, las comunidades del altiplano estaban transitando un proceso de reclamos por sus tierras (frente al avance de la hacienda sobre las comunidades desde las leyes de tierra de Melgarejo) y el consecuentemente fortalecimiento de los caciques apoderados, el caso de Willka en Sica Sica es uno de ellos. La recomposición de las élites después de la Matanza de Mohoza llevó a la satanización de los campesinos del altiplano homologados a la criminalidad aymara. Los indios aymaras fueron encarcelados y acusados de “traidores a la patria”. El juicio penal “marca el apogeo del darwinismo social boliviano. Ahí se encuentran aunados todos los ingredientes necesarios para una experimentación de las teorías criollas: en una situación política confusa, dos centenares de indios acusados de asesinato, juzgados y defendidos por darwinistas sociales”.45 El abogado defensor de algunos de los indígenas acusados fue Bautista Saavedra, profesor de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, un importante hombre de letras del período que posteriormente fuera presidente de la República entre 1921 y 1925. La curiosa estrategia defensiva de Saavedra en el juicio se basó en los siguiente argumentos: la autonomización de la sublevación respecto de sus objetivos iniciales con el fin de enfrentarse a la totalidad de los bandos en 44

  Sobre la Guerra Federal, la participación indígena y la Matanza de Mohoza, véanse, entre otros, Mendieta, 2010; Irurozqui, 2005a. 45  Demélas, 1981, 71-72.

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disputa (fueran liberales o conservadores) racializando el conflicto entre “blancos e indios”, el carácter grupal del delito (imposible de tipificar en el código penal) y la consideración de la conducta de los aymaras como “la manifestación feraz y salvaje de una raza moralmente atrofiada o degenerada hasta la inhumanidad”. Para fundamentar sus aseveraciones, incluye relatos pormenorizados de los crímenes en el templo de Mohoza, por ejemplo la antropofagia y canibalismo de los aymaras: Arrancaron los ojos, cortaron las lenguas, mutilaron los testículos para devorarlos con indescriptible placer. [...] este género de canibalismo es el más común entre los aymaras pues se funda en la preocupación supersticiosa de que bebiendo la sangre del enemigo se adquiere gran valor y se satisface plenamente la venganza.46

Las escenas de antropofagia fueron prototípicas, reapareciendo como fantasmas en cada estación del miedo a una “guerra de razas”, incluso el canibalismo fue elegido como feroz desenlace de la influyente novela Wata Wara de Alcides Arguedas. Por el sendero de la criminalística europea y bajo su inspiración y legitimidad intelectual Saavedra aduce que la perversión moral de los jóvenes indios aymaras es “la confirmación de la analogía que establece Lombroso entre el criminal nato y el salvaje en el que predomina el embotamiento de toda sensibilidad humanitaria”.47 Pero es en la psicología de las muchedumbres donde Saavedra encuentra la llave de interpretación de lo ocurrido en Mohoza y su paradójica defensa. Como en Las multitudes argentinas de Ramos Mejía, los trabajos de Ingenieros sobre la plebe urbana o los de Nina Rodrigues, reaparece esa mancha amorfa, instintiva y criminal de los “muchos/otros”: un individuo que se encuentra envuelto en una muchedumbre apenas constituye un átomo del conjunto sin opinión ni conciencia de nada. 46

 Saavedra, 1903, 185.  Saavedra, 1903, 186.

47

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En estos fenómenos psicológicos de las multitudes no solo hay un simple sumado aritmético sino verdaderas combinaciones químicas.48

Las citas de su alegato, convertidas en un artículo de 1901 (“La criminalidad aymara en el proceso de Mohoza” incorporado a su obra etnográfica El Ayllu, 1903) recorren explícitamente el campo de las psicologías de las muchedumbres dotando de racionalidad y legitimidad a sus intervenciones: la muchedumbre “‘está más predispuesta para el mal que para el bien’ de Sighele”, la diferencia “entre criminalidad atávica y evolutiva”, de Ferri, entre otras, aunque tomándolas con cierta liberalidad respecto a esas autoridades intelectuales. Asimismo reflexiona acerca de los liderazgos, comparativamente con menor detalle, quizá por formar parte de la “subcultura” indígena. A Zárate Willka, “de prosapia incaica según él” le adjudica la responsabilidad del levantamiento de toda la raza aymara contra la República ya que “inculcó a los ayllus de su mando el exterminio de los blancos”.49 También como se verá más adelante describe los rasgos de Lorenzo Rodríguez, el general a cargo del ejército aymara en Mohoza, o a la participación del cura (que expresa una serie de conflictos sociales-étnico-religiosos que no podemos desarrollar aquí). Como en casos anteriores el colectivo racial fuera cual fuere la “raza”, se subordinaba a la condición orgánica de “muchedumbre”. Si ella era el centro explicativo de la acción social, también lo sería para mostrar la imposibilidad de juzgar a los aymaras como sujeto de derechos de la matriz liberal y, más aún, para su potencial inclusión en la nación. La defensa de Saavedra esgrime la imposibilidad de juzgar la masacre con los códigos de la República ya que se trataba de un delito de una “ferocidad inaudita” y una “criminalidad atávica” pero no era individual sino colectivo (asunto que no estaba contemplado en las leyes liberales) eso justificaba la inimputabilidad, pidiendo así el indulto. Como en los casos antes citados, la argumentación de Sa48 49

 Saavedra, 1903, 193.  Saavedra, 1903, 180.

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avedra es pendular, incluso, contradictoria al poner de manifiesto la opresión de los indios desde la conquista española hasta su actualidad, sin embargo no duda en afirmar que sus acciones no eran más que “obsesiones de orangutanes sangrientos”. Esa idea del indio como víctima de su condición racial, de la dominación conquistadora, republicana, de los gamonales y sobre todo de los cholos, será radicalizada por el pensamiento de su contemporáneo Manuel Rigoberto Paredes que tomando la figura ya descripta del “parasitismo social” hizo del indio (y de Bolivia) una víctima de los mestizos, asunto que retomó y profundizó Alcides Arguedas. En el año 1903 arribó a Bolivia una expedición francesa bajo la dirección de Crequi-Montfort y Senegal de la Grange destinada a estudiar las diferencias existentes entre aymaras, quechuas y mestizos, por medio de las mediciones craneométricas entonces en boga. Para sus mediciones, utilizaron a los prisioneros de Mohoza, entre ellos al líder Lorenzo Ramírez, estudios que Saavedra incorporó a sus conclusiones en el artículo citado. La misión definió a Ramírez con cráneo asimétrico, arcadas zogomáticas pronunciadas, orejas pequeñas planas y sin bordes, ojos oscuros y vivos, barba rala, negra e hirsuta, maxilar inferior pronunciado (entre otros rasgos) que lo convertía en un criminal nato y consecuentemente imposible de ser asimilados a la nación. Las frustraciones antes nombradas reabrieron un febril debate sobre la conformación estatal-nacional en clave racial sobre un interrogante instalado desde antaño en el mundo andino en general y en Bolivia, especialmente crispada por la delicada situación que sólo comenzaría a estabilizarse en esas décadas: ¿qué hacer con los indios? Degeneración, regeneración, redención corren por los carriles de las razas en la revisión de la historia de Bolivia a comienzos del siglo. La figura del mestizaje vuelve a presentarse como fatalidad o proyecto con distintas valoraciones ya que la construcción del mestizo no fue unívoca. Dos ensayos acerca de las razas, sus sentidos y proyecciones muestran colocaciones diferentes frente al mismo problema: Pueblo Enfermo de Alcides Arguedas (1909) y Creación de la Pedagogía Nacional de Franz Tamayo (1910).

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En la lógica de Arguedas, las causas de la enfermedad, el atraso, incluso de la viabilidad de Bolivia era su constitución racial. Algo contrafáctico afirmaba que “de no haber predominio de sangre indígena, desde el comienzo habría dado el país orientación consciente a su vida y estaría hoy en el mismo nivel que muchos pueblos más favorecidos por corrientes inmigratorias venidas del viejo continente”.50 Se ha señalado con anterioridad su valoración de los aymaras (rencorosos, duros, crueles, de un “quietismo netamente animal”). Si bien menos implacable con los quechuas cochabambinos, se apropia de la ya mencionada misoginia de Le Bon para señalar unos vicios de lo que quizá fueran a primera vista, una virtud (la imaginación, por ejemplo): “lo que dice Le Bon de las muchedumbres en general se puede aplicar a Cochabamba en particular: es la más femenina de las muchedumbres bolivianas. Allí la imaginación prima en desborde impetuoso e incontenible [...]. Y esto que no es cualidad apreciable, sino, al contrario, vicio”.51 De La Paz o Cochabamba, imaginativo o huraño el indio es la extensión de la naturaleza, el paisaje o el pasado (el Tawantinsuyu, por ejemplo). Para Arguedas, la omnipresencia del indio marca desfavorablemente todas las razas, sobre todo los mestizos. Como en los casos anteriores, el mestizo es considerado el factor racial/social mayoritario de la bolivianidad. Arguedas siguiendo muy cerca las proposiciones lebonianas sentencia que “Bolivia es chola por excelencia”, sometida a un hibridismo en el que dominan las taras de su estirpe, origen de todos su males y patologías. Otros temas comunes a los anteriormente tratados, son revisados por Arguedas que da vuelta a la proposición ingeniereana siguiendo su misma lógica y contenido: “Bunge ha sostenido con fundamento [...] que la manera de ser de los pueblos hispanoamericanos difiere según la cantidad y calidad de sangre indígena predominante en cada uno de ellos”. En el autor de La Raza de Bronce advertimos esa tensión entre lo racial y lo histórico-social (degenerado/explotado). Más allá de sus inherentes inferioridades, Arguedas radicaliza el discurso del indio-víctima 50 51

 Arguedas, 1937, 36.  Arguedas, 1937, 79.

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de los mestizos y de sus dominadores (corregidor, cura, gamonal), actitud que plasmó literariamente en Wata Wara y Raza de Bronce sin, por ello, reivindicar su autonomía ni su inclusión definitiva a la nación boliviana ya que la oscilación entre la debilidad y la fuerza del levantamiento siempre está al acecho: Sojuzgado, pues, el indio por diferentes creencias contradictorias, enteramente sometido al influjo material y moral de sus yatiris, de los curas, de los patrones y funcionarios públicos, fue depósito de rencores acumulados. Y ese odio ha venido acumulándose conforme la raza perdía sus caracteres y rasgos predominantes. Cuando [la explotación] llega al colmo el indio se levanta, olvida su manifiesta inferioridad, pierde el instinto de conservación y desfoga sus pasiones: roba, mata, asesina con saña atroz.52

Desagregando el rosario de los males de su país, señala otras herencias derivadas de la deprimida condición racial: la “empleomanía” y el “funcionarismo estatal” (característico de las razas latinas, según Le Bon), la megalomanía y la pereza “intelectual y la física, y ambas en grado superlativo”.53 En su síntesis de la historia boliviana del siglo xix pasa revista a la agitación política y las endémicas revoluciones responsabilizando a los “cholos arribistas y amorales” y a la cianosis de la condición mediterránea de Bolivia que impide la llegada de inmigración blanca para “sanear” esas condiciones enfermas. De allí que su narrativa pesimista y dramática sea más descriptiva que prospectiva: no hay fórmulas claras que proponga para salir de ese estado de cosas más allá de la una prudente confianza liberal-positivista en la regeneración de minoritarias élites ilustradas ligadas a La Paz que con discretos gestos paternalistas redujeran la presión sobre unos indios segregados pacíficamente de la nación. Una voz disonante en el coral de ideas hegemónicas de los inicios del siglo xx boliviano es la de Franz Tamayo. En 1909 critica el decadentismo arguediano y las propuestas pedagógicas en las que 52

 Arguedas, 1937, 41.  Arguedas, 1937, 92.

53

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cifra su confianza la regeneración liberal (los modelos spencerianos de Daniel Sánchez Bustamante y Felipe Guzmán) en una serie de artículos periodísticos que luego se convertirían en el libro Creación de la Pedagogía Nacional. Tamayo propone cerrar los libros y abrir los ojos. Descree de los “bovarismos científicos”, se aleja de los diagnósticos que insisten en negar una nacionalidad boliviana, incluso, rechaza explícitamente la idea de crisol positivista, las jerarquías y heterogeneidades y pone al indio en el centro de la reflexión para llegar a un mestizaje “ideal” acorde a las necesidades de la nacionalidad. Se habla de conglomerados étnicos sin unidad histórica ni de sangre, que nuestro fondo étnico es un crisol donde se han fundido diversas humanidades y se saca como consecuencia –no sabemos con qué fundamento– de que no existe o no puedo existir un carácter nacional [...]. Basta preguntarse dónde están las enfermedades mentales y nerviosas entre los indios; cuántos casos de locuras, de imbecilidad, de atrofia muscular […] de degeneraciones grasosas en los tejidos internos, de parálisis y neurosis multiformes, etc., etc., se presentan en individuos nativamente indios.54

En un gesto que puede explicarse por su excepcional colocación modernista-vitalista considera que el indio es el verdadero depositario de la energía nacional, “el único que, en medio de esta chacota universal que llamamos república, toma a lo serio la tarea humana por excelencia: producir, producir incesantemente en cualquier forma, ya sea labor agrícola o minera, ya sea trabajo rústico o servicio manual dentro de la economía urbana”.55 Regeneración y autoctonía son las propuestas para “formar bolivianos y no simios franceses o alemanes”. Una cifra de la originalidad de un pensamiento quizá no comprendido por sus contemporáneos ilustrados (y forma parte de esa élite económica y social) es su defensa si no de una soberanía intelectual, una actitud menos arraigada a los compases de la música fatal de agregados somáticos y modas in54 55

 Tamayo, 1979, 32.  Tamayo, 1979, 57-58. Las itálicas son nuestras.

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telectuales europeas. Propone despojarse de modélicas racionalidades que poco han servido para definir una identidad nacional por “adentramiento”. La metáfora de la nación como una “bella durmiente” que hay que despertar aparece en un pensamiento vitalista con notas irracionalista, espiritualizando una pedagogía que le debe bastante a las intuiciones y la observación, cualidades que Tamayo propone para un Estado educador que debe reeducarse. Es la potencia energética del indio lo que hay que rescatar y moldear. Tamayo no abandona la lógica de las dinámicas jerárquicas del período: hay superiores e inferiores, estratificaciones, heterogeneidades, pero no asocia esos datos a determinismos ni fatalidades. Nuevamente, como en los textos antes analizados, apela al tropos del “parasitismo social”, encarnado en los mestizos, menos por biología que por instrucción. Sin embargo ese mestizaje es más productivo cuanto mayor es la sangre india, ya que disminuye el parasitismo y potencia la energía raigal imprescindible para modificar el extrañamiento y exotismo de una nación “divorciada de sí misma”. Su propuesta de regeneración nacional invierte la carga de la prueba: no hay que civilizar al indio sino reeducar a los “blancos o pseudo blancos, educar a los mestizos e instruir a nuestros indios”. La deriva entre educar e instruir no es desprevenida. No son ni las escuelas ni las universidades que existen en Bolivia las adecuadas, ya que esa educación libresca vuelve a los cholos “pretenciosos e indisciplinados”, fracaso que no se debería repetir con la educación de unos indígenas vírgenes de las deformaciones y extrañamientos de la artificial educación republicana. La educación en Bolivia momifica la inteligencia y neutraliza las fuerzas vitales. La “instrucción”, en sus términos, despliega las energías de las razas. En los pocos casos que el indio ha pasado por la escuela, ha sufrido la pérdida de las virtudes características de la raza: la sobriedad, la paciencia, el trabajo. La mayoría de ellos “como no saben leer ni escribir, no presumen nada, no tienen ciudadanía de qué envanecerse. Su naturaleza está intacta de la influencia de la letradura, que no lo ha hecho aún más fuerte pero tampoco más vicioso”.56 56

 Tamayo, 1979, 68-69.

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¿Qué hacer con el indio? Tamayo reconoce en él una “natural inclinación” hacia la tierra considerándolo el 90% de la clase laboriosa del país: como agricultor, minero o soldado: “esto es ya el indio, y lo es de manera inmejorable, en cuanto puede serlo alguien que lo ignora todo. Una educación sabia debería desarrollar estos tres tipos de hombre en el indio”.57 Una instrucción que podríamos llamar “técnica” y la imprescindible enseñanza del español fortalecerían su asimilación y pertenencia a la nación. Educación “con amor y paciencia” más por las costumbres y los acercamientos que por medio de la alfabetización sistemática. La contraparte es la reeducación de los que “por ley, sangre, educación, costumbre” se sienten “más arriba del indio”. Este indianismo paternalista no propone entronizar al indio como centro de gravedad de la nación. Nuevamente el mestizaje aparece como promesa y como proyecto: “el mestizo no es azar sino fatalidad, una de las formas de nuestra nacionalidad destinada un día a realizar la síntesis” en la que idealmente, para Tamayo, confluiría la energía y voluntad del indio con la inteligencia del mestizo. El mestizo conjuga los tenaces rasgos autóctonos de los indios y la facilidad para absorber la inteligencia del europeo, pero carece de la voluntad de éste. La educación del mestizo, según Tamayo, debería insistir en una disciplina que estimulara esa capacidad volitiva y emprendedora –sobre todo– hacia el trabajo, “de esa manera el alma de la tierra y la escuela” serían ese crisol vitalista que conciliara aquellos rasgos más potentes y originales de la siempre esquiva identidad nacional en Bolivia. La pedagogía y las propuestas de Franz Tamayo no fueron escuchadas sino muy excepcionalmente en los años diez, a diferencia de sus obra poética modernista e incluso sus intervenciones políticas (en 1911 fundó el Partido Radical y fue candidato a la presidencia de la República en 1917). Hacia finales de los años treinta, después de la derrota de Bolivia en la Guerra del Chaco, el campo político, social e intelectual revisó nuevamente las debilidades tanto del Estado como de la nación. La denominada “generación del Chaco” realizó una reapropiación y resignificación del pensamiento del poeta paceño, sobre todo en la li57

 Tamayo, 1979, 180.

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teratura de Augusto Céspedes y de Jesús Lara, en el giro soberanista, anticolonial y nacionalista que confluyó en la Revolución de 1952.

Algunas conclusiones Lo sabemos: no existen las razas humanas en la naturaleza, son el racismo y las raciologías los que las crean y recrean. Más allá de sus fijaciones biologistas pseudocientíficas, el concepto “raza” aparece tan versátil y transeúnte como poderoso para crear efectos de realidad, estereotipos y sentidos comunes desde el poder. Quizá mejor enunciado: es la creencia en la lógica taxonómica y jerárquica de las relaciones sociales racializadas aquellas más perdurables con o sin la palabra raza. Los ensayos raciológicos a comienzos del siglo pasado en esta parte del mundo, adoptaron –no sin libres adaptaciones– un aparato gnoseológico considerado legítimo para subir los peldaños del progreso, definiendo los perímetros de unos saberes en la encrucijada entre la medicina, el derecho, la antropología, la psicología, que sin embargo se resistían a dejar las formas líricas de las bellas letras. Con excepciones entre los pensadores que hemos abordado (Nina Rodrigues o José Ingenieros) la mayoría fueron poetas, escritores, novelistas además de médicos y abogados. Las conjugaciones entre discurso médico-legal y las metáforas pasionales (aun cuando escribieran contra las pasiones) no descartaban la poética del símil y del oxímoron, recursos líricos de literatos, que en América Latina han sido los mayores productores de símbolos de la nación. La existencia de las razas y sus jerarquías, las taxonomías y las conclusiones sobre estigmas y debilidades de las mayorías, fue el camino metodológico para explicar y definir unas sociedades en pleno proceso de modernización. Es decir, de secularización. Estimamos que la relación modernización-secularización siempre ha sido un nudo gordiano complejo de la interpretación de las sociedades latinoamericanas que exceden los objetivos de este artículo, pero es una presencia que dialoga subyacente en el argumento positivista y que, a nuestro juicio, explica

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las mayores adaptaciones del ensayo raciológico latinoamericano respecto de las referencias europeas a las que apelaba. Consideramos que los sustantivos imaginación, pasión, fanatismo, superstición, religión, femineidad, erotismo ligado a lo primitivo, conllevan modulaciones y énfasis muy distintos a las citas de la bibliografía médico-legal original. Dejamos apenas planteado el problema. Un elemento que contribuyó a la gravitación e intermitente presencia en los sentidos comunes, imaginarios y representaciones de lo social en términos de razas, superioridades e inferioridades de colores y cuerpos, refiere –a nuestro juicio– menos a los alcances de la ensayística (de la que hemos apenas esbozado algunos ejemplos) que a la yuxtaposición de la condición intelectual con la acción política en y para el Estado de sus autores. Multifacéticos y polifónicos, los escritores de estos ensayos plasmaron sus ideas en textos científicos y de divulgación, fundaron periódicos y revistas, escribieron libros para las escuelas primarias, tratados y cátedras que instalaron en las universidades. Pero también crearon partidos políticos, instituyeron leyes y decretos, fueron diputados, ministros, incluso, presidentes. Esos ensayos positivistas se enraizaron en las políticas públicas y en el aparato estatal en su momento constitutivo dejando marcas indelebles en la educación, la justicia, la salud, los organismos de control social. Vayan unos pocos y acotados ejemplos. Manoel Bomfim fue director de Instrucción Pública del Distrito Federal (1906-1907), Ramos Mejía fue presidente del Departamento Nacional de Higiene (cargo que años antes había ejercido Lucas Ayarragaray) y del Consejo Nacional de Educación (1908-1912), Bautista Saavedra fue ministro de Educación (1909-1913) y luego presidente de Bolivia (1921-1925). José Ingenieros dirigió el Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional y la Sociedad Médica Argentina. Otros presidieron instituciones poderosas para definir campos de conocimiento que establecían la legitimidad de esos saberes: Nina Rodrígues fundó y presidió la Sociedad de Medicina Legal de Bahía, Affonso Celso fue presidente del poderoso y fundacional Instituto Histórico y Geográfico desde la muerte del estratégico barón de Río Branco, Silvio Romero creó y presidió la Academia de Letras. Fueron diputados (Arguedas, Aya-

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rragaray, Bomfim, Celso, Romero), tuvieron una activa participación en la redacción de leyes y códigos fundamentales: Lucas Ayarragaray la ley antiinmigrante de Defensa Social (1910), Nina Rodríguez la reforma del Código Civil Republicano (1901). Intervinieron en los más resonados casos conflictivos, contenciosos y legales de su época, aquellos que sentaron no sólo jurisprudencia sino también sentidos comunes (con la intensidad ejemplificadora que tienen las crónicas policiales): Bunge como fiscal de la Nación en lo Criminal, estuvo a cargo de la acusación de los anarquistas del atentado al Teatro Colón (1910), Bautista Saavedra de los indios inculpados en el asesinato de Mohoza, Nina Rodrígues de la autopsia del Consejero y el estudio oficial del autor del asesinato del ministro de Guerra en el atentado al presidente de la República, Prudente de Morais (1897), por parte de Marcelo Bispo, un militar ex combatiente de Canudos. Intervinieron en la definición de las fronteras externas del Estado: Lucas Ayarragaray participó en los debates sobre los pactos de Mayo (acuerdo entre Argentina y Chile por los diferendos limítrofes, 1902) y como ministro plenipotenciario en el Brasil, participó en las negociaciones del Tratado del A.B.C. que consolidó vínculos con Brasil y Chile (1915). Euclides da Cunha fue nombrado jefe de la Comisión Mixta Brasileño-Peruana para la demarcación de los límites entre Brasil y Perú (1905). Hombres de laboratorio, de leyes, de letras, de élites y del Estado, movidos por la convicción explícita de un ethos civilizatorio, acuñaron esa superposición entre nación y las razas en la búsqueda de alternativas para legitimar formas de dominación del estrecho círculo oligárquico. La ciencia y el orden encontraron así un maridaje que permitía reemplazar unos principios que aunque prospectivos y aún inalcanzables estaban en la letra de las constituciones como proyecto: el individuo, la universalidad de los derechos y sobre todo el principio de igualdad. La hermenéutica de las psicologías clínicas y antropologías sociales estableció cuatro sentencias: la existencia de razas, las jerarquías entre ellas, la determinación del grupo sobre el individuo y el diseño de una política acorde con esos presupuestos. La comprobación científica de la negatividad de prácticas y moralidades de indios, negros

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y blancos insumisos se visibilizaba en el estudio de las turbas, plebes, muchedumbres y de aquellos liderazgos que habían emanado de ellas, acción social que se evidenciaba con crudeza cuando el orden estaba potencialmente en riesgo. La conclusión más general y consensuada, con las mismas bibliotecas y en ocasiones las mismas citas en los paisajes raciales más diversos, encierra una paradoja: el mestizaje fue a la vez el problema y la solución. Sobre todo en las más cerradas interpretaciones racialistas el mestizaje del pasado considerado “natural” ponía el énfasis en la incapacidad que combinaba deformaciones y ruralidades de cholos, jagunzos o gauchos para adaptarse a las condiciones productivas y morales de la modernidad/progreso, frecuentemente denominado “parasitismo social”. Sin embargo, ante la imposibilidad de modificar la carga somática de las mayorías más “puras” (negros, indios) los mestizos aparecían como una identidad en tránsito, suspensiva y por eso pasible de ser modificada. Si el mestizaje del pasado era una rémora en el que dominaban los caracteres oscuros y bajos de indios y negros, el mestizaje del futuro tendería teleológicamente hacia un “blanqueamiento” mucho menos psicofísico que cultural y social, ya que como hemos visto, tampoco la blanquitud física era garantía de aptitudes para habitar la nación si comprometía el orden. La metonímica y omnipresente figura del crisol, ese recipiente de material refractario que se emplea para fundir metales a temperaturas muy elevadas, combinó distintas propuestas: educación, instrucción, disciplinamiento del trabajo, inmigración. Y en el límite, la exclusión de aquellas más refractarias que el material del crisol. La inimputabilidad de los “primitivos” les negaba la posibilidad de ser sujetos de derechos incluso para condenarlos, menos aún para su incorporación cívica o simbólica a la nación. No fueron las más cerriles e irreductibles interpretaciones racialistas aquellas que trascendieron, ya que contemporáneamente fueron desafiadas y debatidas por otras visiones más optimistas (aunque no menos jerárquicas) que también ponían en el centro un mestizaje, más cultural que somático fugando hacia el futuro otros materiales que no se mezclaron entre los metales del crisol: los derechos y las ciudadanías.

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La raza como teoría viajante: discursos antropológicos a ambos lados del Atlántico a principios del siglo xx1 Joshua Goode

Si bien parecería fácil señalar que las actitudes respecto del final de un imperio dependen por completo de la relación que se tenga con éste, las reacciones ante el final del Imperio español en América en 1898 resultaron mucho más complejas de lo que hubiera podido esperarse. Para algunos intelectuales, en particular los españoles, el fin del Imperio marcó el comienzo de décadas de debate sobre el futuro de España, un debate que ofreció innumerables diagnósticos y soluciones al problema. En su mayoría, empero, estas reacciones eran históricas y ubicaban las causas del fin del Imperio y la posición relativa de España en el mundo como resultados previsibles de la desviación respecto de los componentes positivos del pasado español, o bien como confirmaciones de las fuerzas negativas endémicas a lo largo de la historia española. Estos acercamientos también resultan presentistas, pues muestran el pasado de una manera sobredeterminada por las preocupaciones del momento. Como apuntó Virginia Santos-Rivero, el recuerdo del Imperio en las décadas posteriores a 1898 representaba el “espacio ontológico” mediante el 1 

Parte de este ensayo ha aparecido en Empire’s End: Transnational Connections in the Hispanic World, de Tsuchiya y Acree (eds.), 2016. El autor agradece al Vanderbilt University Press la autorización para esta publicación.

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cual podía definirse la historia española, y, al mismo tiempo, el lugar para definir su decrepitud.2 Santos-Rivero y otros académicos han encontrado varios trabajos que describen las numerosas ideas y conceptos que definían el futuro del Imperio español o su legado para la Península Ibérica. Desde hace tiempo, la atención de estos estudiosos se ha concentrado en las décadas posteriores a 1898, en las animadas conversaciones sobre un vínculo espiritual, racial y económico con el antiguo Imperio que respaldaba los conceptos de hispanidad, latinidad, raza, hispanismo, además de otros que podrían calificarse de neonacionalistas y que buscaban rehacer el nacionalismo español ante la pérdida del Imperio, o bien justificar el creciente liberalismo económico de las clases medias españolas y las bases políticas del conservadurismo español.3 Sin embargo, al margen de esta discusión se encuentran los debates científicos entre las comunidades de antropólogos españoles que también apoyaban los intentos por explicar la pérdida del Imperio en el período anterior y posterior a 1898. Estos debates son particularmente iluminadores porque, a menudo, los mismos antropólogos que estudiaban las posibles causas del fin del Imperio tenían a su cargo identificar los mecanismos para comenzar uno nuevo en Marruecos. En otras palabras, los mismos antropólogos encargados de diagnosticar el declive imperial de España también buscaban trazar los planes para su futura expansión. Como resultado, no es de sorprender que la explicación de los fracasos del Imperio en el hemisferio occidental coincidiera con la lectura de su éxito en Marruecos.4 El presente ensayo analiza estos momentos en torno al fin del Imperio en América Latina y su restablecimiento en el norte de África, con el fin de mostrar cuán flexibles eran las interpretaciones científicas de estos acontecimientos. Cabe destacar que este trabajo demuestra la forma en que esa misma flexibilidad permitió que este 2

  Santos-Rivero, 2005, 8.   Mateo Dieste, 1996, 70-86. Consúltese también Gabilondo, 2003, 247-266; Loureiro, 2003, 65-76. 4   Para una discusión más amplia de la fusión racial como explicación del control imperial, véase Goode, 2009, 88-91. 3

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debate científico prefigurara las discusiones neonacionalistas que tendrían lugar más adelante en España y sus ex colonias, y que en su mayoría estarían marcadas por una retórica conscientemente anticientífica. ¿Podría, por ejemplo, decirse que las discusiones sobre biología y cultura expresadas en términos de fusión racial, mestizaje e hispanismo estaban mucho más interrelacionadas de lo que afirmaban sus defensores? Los esfuerzos conscientes de escritores, políticos e ideólogos de las primeras tres décadas del siglo xx por disociar sus ideas de las nociones biológicas raciales no deben aceptarse con tanta facilidad. Al contrario, en las reacciones en torno al fin del Imperio en 1898, la mezcla y la fusión racial constituyeron ideas atractivas que fueron desplegadas en cuantiosas formas, en distintos contextos históricos, y con numerosos significados y valencias políticas. Este ensayo concluye con una breve discusión sobre la calidad híbrida que tenía esta opinión antropológica del pensamiento racial, en un momento en que las ideas de fusión, mezcla e hibridez atravesaban océanos para más adelante ligarse a una celebración más efusiva de la fusión, conscientemente desconectada de cualquier contenido biológico o racial. En última instancia, la idea de fusión racial sirve como ejemplo clásico de un texto viajante –o teoría viajante– saidiano, pues tiene distintas interpretaciones en distintos contextos, a pesar de que sigue existiendo en la misma forma estructural sin importar a dónde vaya.5 Si bien el interés en los pueblos de África y Marruecos existió durante todo el siglo xix, aumentó debido a las pérdidas coloniales de España en 1898. En su reciente libro, Disorientations, Susan Martin-Márquez examina el papel ambivalente de África, o al menos de la imagen de África, en la imaginación cultural, intelectual y política de España en el siglo xix y principios del xx. La autora explica, por ejemplo, la forma en que África surgió como contrapeso del sentimiento fatalista sobre las pérdidas de 1898 y la preocupa5

  Said plantea la importancia del contexto y de los significados cambiantes de los textos en la introducción a su obra Orientalism, de 1978, y explora la idea de las teorías viajantes con mayor detenimiento en un texto de 1983, “Traveling Theory”. Said, 1994, 12; véase también Said, 1983, 226-247.

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ción en torno a la fuerza del espíritu conquistador de los españoles.6 En particular, Marruecos sustituyó a las colonias en tanto promesa continua de las misiones imperiales españolas.7 Para los antropólogos españoles que participaron en este debate, no sólo como voces académicas y científicas, sino también como asesores militares, África y la fusión racial constituían elementos importantes, si no es que esenciales, de cualquier nueva misión imperial española. El estudio de estos dos contextos imperiales resultó fundamental para los antropólogos, pues les permitió afirmar por una parte que la fuerza de la raza española radicaba en la fusión, y por otra que el éxito de cualquier iniciativa imperial de España dependería del diligente cuidado de esa fusión. Irónicamente, para los antropólogos que buscaban explicar el fin del Imperio español en 1898, la idea de fusión racial no sólo fue una forma eficaz de explicar su colapso, sino que resultó ser el mecanismo necesario para imaginar el éxito de la aventura imperial en África. El presente ensayo pone este amplio tema bajo el microscopio, concentrándose en el desarrollo de las definiciones de raza a medida que las planteaban las distintas voces antropológicas que estudiaban el fin del Imperio en Cuba y abordaban el surgimiento del de África. De especial interés para este trabajo son dos partes de un tríptico sobre estudios raciales que Manuel Antón y Ferrándiz presentó en el Ateneo de Madrid a partir de 1891, justo antes de su asignación como titular de la primera cátedra de Antropología en la Universidad Central de Madrid, y en 1900, justo al inicio de la expansión imperial en Marruecos. Estas conferencias, como buena parte de las conferencias antropológicas en el Ateneo, se contaron entre las más populares y con mayor asistencia durante ese período.8 Antón era una elección lógica en aquellos años para ofrecer retratos científicos extensos sobre la composición racial de los imperios españoles. Antes de obtener la cátedra de Antropología, había sido director del venerable Museo de Historia Natural en Madrid, luego de haberse formado tanto en Madrid como 6

  Martin-Márquez, 2008, 32-49.   Para una discusión mas ámplia sobre las esperanzas militares y políticas de que Marruecos reviviera el imperialismo español, consúltense Jensen, 2001, 210; y Balfour, 2002, 10-11. 8   Notas para la Historia, 1912, 14; Villacorta Baños, 1985, 122. 7

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en la Sociedad de Antropología de París, bajo la tutela de Armand de Quatrefages. El museo había funcionado a lo largo del siglo xix como el principal centro de investigación para las misiones coloniales de España y era el repositorio de las colecciones reunidas a partir de las no muy numerosas expediciones españolas a América durante ese mismo siglo. Bajo el liderazgo de Antón, el museo desempeñó la importante función política de proyectar y materializar el poder imperial de España. El personal del museo aprovechó sus colecciones para diseñar varias exhibiciones públicas sobre el Imperio español, entre ellas la Exposición General de las Islas Filipinas, llevada a cabo en el Parque El Retiro en 1887.9 Antón también contribuyó a iniciar el proceso formal de medición craneal de las colecciones de cráneos coloniales y nacionales que albergaba el museo desde hacía tiempo.10 Fue desde esta posición que Antón pronunció su primera conferencia para el Ateneo, cuando Cánovas del Castillo fungía de presidente. Su ponencia se concentraba en las raíces antropológicas de los “Pueblos de América anteriores al descubrimiento [de Colón]”. La conferencia de Antón, que excedía las 47 páginas, algo típico de estas charlas, era un sinuoso recorrido por los “caracteres físicos, intelectuales y morales” de los habitantes de América, así como un estudio de las organizaciones sociales de los grupos que allí vivían.11 En su síntesis de las interpretaciones antropológicas existentes sobre América, Antón disentía particularmente con el antropólogo estadounidense Samuel George Morton y su Crania Americana en tres volúmenes (1839-1849) en el tema específico del poligenismo, es decir el origen múltiple de distintos pueblos. El poligenismo se desviaba de la explicación bíblica y monogeísta, más aceptada en ese entonces, según la cual toda la humanidad descendía de una pareja original de seres humanos, Adán y Eva. Morton y la escuela americana que fundó eran conocidos especialmente por afirmar que las razas humanas habían surgido por líneas separadas y que, por lo tanto, poseían 9

  Antón presentó la exhibición, describiendo su disposición y sus contenidos, en el periódico El Globo (Madrid) en 1887; para mayor información al respecto, véase Sánchez Gómez, 2003. 10   Goode, 2009, 38-39. 11   Antón y Ferrándiz, 1892, 7.

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características distintas y permanentes; sus ideas siempre habían resultado atractivas para los defensores de la esclavitud.12 En su conferencia, Antón ofreció una meticulosa exposición del hecho de que, a pesar de los múltiples factores que influían en la fisonomía de los habitantes de América, la explicación más clara sobre su diversidad era la fusión de pueblos europeos y asiáticos a lo largo de los milenios anteriores. El antropólogo también se atrevió a sugerir la posibilidad de que las distintas poblaciones de América presentaran varias características europeas, incluida la dolicocefalia o cráneo largo, una posible influencia neandertal en el desarrollo de los pueblos americanos. Este recurso de Antón a la posibilidad de que los neandertales hubieran desempeñado un papel fundamental en el desarrollo humano constituía también una creencia común en la antropología española de la época. Antón planteaba que la presencia de la dolicocefalia en varias partes de Europa donde no debería haberse presentado (como el País Vasco) era producto de una mezcla neandertal en el pasado prehistórico.13 No obstante, la importancia de este ensayo radica menos en la explicación antropológica de los orígenes humanos, que en su aparente iluminación en torno al fin del Imperio en América Latina. Antón escribe que “los americanos constituyen un grupo de razas mixtas, y el problema cuya solución persigue actualmente la Antropología, consiste en investigar los elementos étnicos fundamentales cruzados y confundidos al formarse la trama de los variados colores de las razas americanas”.14 El autor pensaba, empero, que rehacer esta trama mediante mediciones físicas y craneométricas era demasiado difícil. En última instancia, concluyó que el único hecho conocido que podía apuntar al catalizador de esta fusión de distintas razas americanas era la conquista imperial española. Las fusiones tardaron milenios en llevarse a cabo, pero pudieron verse aceleradas por una fuerza unificadora importante. Para Antón, la conquista española era un catalizador esen12

  Haller, 1971, 31-34; véase también Gould, 1996, 82-104.   Antón y Ferrándiz, 1892, 8-10. 14   Antón y Ferrándiz, 1892, 10. 13

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cial. El “genio de Colón”, escribe, inició el proceso de fusión, pero la fusión final no fue ni física ni biológica. Al contrario, fue producto de “los briosos alientos de aquel pueblo español templado en la lucha de ocho siglos para aventurarse á las más arriesgadas empresas que, como hazañas y heroicidades, ha podido registrar la humanidad”.15 En otras palabras, una buena fusión racial era siempre producto de actos contradictorios: uno de fusión y otro de expulsión. Lo que permitió a los exploradores españoles ser tan efectivos al unir las distintas razas de América fue una destreza fusionadora nacida de la extracción de elementos negativos: la expulsión de los árabes de España. Al final de su larga conferencia sobre las incursiones raciales que dieron forma a los pueblos del hemisferio occidental, Antón concluye que la complejidad de las fusiones es prueba de las múltiples influencias de quienes cruzaron el estrecho de Bering y los océanos. La mezcla era una cacofonía hasta que el genio de Colón conectó ambos continentes, no en términos biológicos, sino culturales, y el impulso fusionador que destacó la conquista cobró vida mediante la expulsión final de los invasores árabes, iniciada 800 años antes de Colón. El discurso de Antón de 1891 revela que estos dos contextos del imperialismo español estaban enlazados en su imaginación. Tanto África como América proporcionaron una justificación similar para la conquista española. Después de 1898 y la pérdida del Imperio español en América, Antón volvería a plantear el argumento de fusión racial para justificar la nueva misión imperial en Marruecos. Sin embargo, para 1908, cuando Antón fue enviado por el ejército español al Protectorado de Marruecos para efectuar un amplio estudio sobre las razas locales, se desvió ligeramente de su conclusión de 1891. En la nueva investigación, si bien la fuerza imperial española seguía enraizada en el genio de fusión y expulsión de los españoles, los atributos de los cuales se derivaban estas cualidades eran producto de la mezcla con los africanos. El imperialismo era un proceso físico y cultural, pero el ímpetu nacía de la mezcla física. El énfasis en la creación española del Nuevo Mundo en el hemisferio occidental había 15

  Antón y Ferrándiz, 1892, 46.

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desaparecido. El ingenio del imperialismo y la fuerza racial españoles eran en buena parte producto del Viejo Mundo: Europa y África. Ésta vez, sin embargo, la influencia árabe desempeñó precisamente el papel opuesto en el proceso de fusión. En su estudio de 1909 sobre las “razas y tribus” de Marruecos, Antón muestra los potenciales vínculos culturales y biológicos entre las razas norafricanas de Marruecos y la composición física y de temperamento de los españoles. Una mejor comprensión de las poblaciones regionales no sólo justificaría la expansión de las iniciativas españolas en Marruecos, así como el apoyo a los esfuerzos militares que habían iniciado un largo período de insurgencia colonial en la región, sino que también contribuiría a demostrar, en términos antropológicos, una mayor afinidad de los marroquíes con los españoles y mestizos que con los franceses, que también buscaban controlar Marruecos.16 Para Antón, España tenía un vínculo étnico más cercano a la región, pues la Península Ibérica había sido testigo de una fusión racial similar a la que había tenido lugar en Marruecos. España se encontraba en la encrucijada de dos incursiones raciales: la primera a cargo de una raza europea, marcada por rasgos rubios y cráneos largos, o dolicocéfalos, que había dejado pocos rastros étnicos en la población española; la segunda a cargo de grupos raciales de ascendencia norafricana, calificados por Antón como el pueblo libioibérico, con raíces en el norte de África, y el siro-árabe, con raíces en el Mediterráneo oriental y Asia Menor. A decir de Antón, la asimilación de estos últimos grupos a la mezcla racial española proporcionó la base de la raza española. El autor ubicó las raíces de los españoles entre sus vecinos del sur, bajo el argumento de que, con base en la raza y el comportamiento, la afinidad racial más cercana de España se hallaba al sur. Los primeros pasos en el camino de la investigación de las razas de España conforme á los metódos antropológicos modernos, nos guiaron irremisiblemente del lado de Marruecos, porque á la más superficial 16

  Ausejo Martínez, 1993, 91; véase también Jensen, 2001.

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observación apareció ya con claridad que de las dos razas más genuinamente europeas […] Homo europeus, de Linneo […] y Homo alpinus […] la primera había influído muy poco en nuestra población, y la segunda […] representaba una serie de infusiones desigualmente distribuídas en un macizo étnico anterior, que forma el conjunto de la población de toda la Península desde más allá de los Pirineos hasta el Estrecho y desde el Mediterráneo hasta el Atlántico.17

Repleto de fotografías, tanto de tipos raciales como de ejemplos de sus mezclas, el estudio de Antón buscaba ofrecer un modelo para entender no sólo las razas de Marruecos, sino también las divisiones sociales y políticas en la España de ese entonces. En otras palabras, mediante el estudio de los pueblos del norte de África, Antón también estaba estudiando a los españoles; a su parecer, la formación racial marroquí era idéntica a la española. Además de las características físicas reconocibles de estos dos grupos, también podían discernirse rasgos culturales y de temperamento. El primer grupo, el libio-ibérico, que en palabras de Antón era el “núcleo” de los grupos raciales presentes entre los Pirineos y Egipto, podía reconocerse por su “estatura regular,” su cabeza moderadamente larga, y sus “narices prominentes pero no excesivas”. Además, eran “congeniales, francos y resolutos, con un carácter independiente, igualitario, democrático y separatista”. El segundo grupo, el siro-árabe, era alto y de cabeza muy larga, con nariz prominente, estrecha y aguileña, y un temperamento suspicaz, impredecible y nervioso.18 Debido a las numerosas invasiones de griegos, pueblos germánicos, moros, fenicios y romanos, España había heredado de estos grupos una mezcla de características físicas y de temperamento, con lo cual se convirtió no sólo en una raza europea más fuerte –de las que según Antón formaba parte España–, sino también en una raza intermedia, responsable por el intercambio cultural entre Oriente y Occidente que, para este autor,

17

  Antón y Ferrándiz, 1903, 5.   Antón y Ferrándiz, 1903, 6.

18

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marcó el desarrollo de la civilización europea. A decir de Antón, España representaba un nuevo grupo racial, la raza mediterránea:19 Estos dos tipos raciales son tan entremezclados y entrelazados en casi toda la Península que han producido de esta íntima mezcla una nueva raza, la cual uno puede llamar Mediterránea, cuya gran hermosa expresión se puede encontrar en la estatuaria romana.20

En su estudio de 1892 sobre la formación racial en América, Antón no se esmera demasiado en detallar las cualidades interactivas del contacto racial. No menciona nada acerca del impacto de las razas americanas en las europeas. Curiosamente, en su estudio de 1909 sobre Marruecos, el enfoque del antropólogo se centra en el supuesto flujo de poblaciones entre África y España, entre Europa y el sur. A su parecer, el flujo siempre era unidireccional: iba de España hacia el exterior. Además, si bien el proceso de fusión involucraba la mezcla biológica de pueblos, en los efectos de la fusión cultural solía destacar la contribución española. De nuevo, en su ensayo de 1909, Antón señala que el contacto con España brindaba los efectos atemperadores de la cultura y la religión españolas sobre las características de las tribus del norte de África.21 Lo que distinguía a la raza mediterránea surgida de la fusión de los pueblos norafricano, árabe y español era que el cristianismo la había galvanizado. Lo que existía en el norte de África antes de la incursión árabe en la España cristiana era un Islam fanático, carente de razón y civilización. Espíritu meditabundo y soñador que adivinó la unidad de Dios, inventó la variedad sensual del harén, la poesía de David y la sabiduría de 19

 Un término que recién había acuñado el antropólogo italiano Giuseppe Sergi. Sin embargo, para este último la raza mediterránea era un compuesto de grupos raciales tanto europeos y norafricanos como del Medio Oriente, mientras que Antón, en un intento por aislar el tipo racial español, había argumentado que la raza española no se había visto muy influida por sus invasores del norte de Europa. 20   Antón y Ferrándiz, 1903, 6. Para profundizar acerca de la noción del mito de la belleza y la percepción de la estatuaria clásica como modelo de dicho mito, véase Mosse, 1985, 1-2. 21   Antón y Ferrándiz, 1903, 5.

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Salomón en las verdes laderas de Jericó y á la sombra de los cedros del Líbano; pero en el Desierto, hijo de Ismael, el sol, que le tuesta todo el largo día, infiltró en su alma los ardores y delirios de Mahoma con un fanatismo perezoso que rechaza la actividad razonada de la civilización europea, y sólo se agita en convulsiones histéricas é intermitentes hipnotizado por su fanatismo religioso.22

De este modo, la raza mediterránea, que había atemperado el fanatismo religioso con una razón sobria, contribuyó en parte a conformar una raza distinta. El cambio racial fue, pues, producto no sólo de una alteración física, sino también de una asimilación cultural. Sin embargo, algunos elementos de las incursiones árabes en la Península Ibérica dejaron su huella en la vida social y política de España. Si bien los elementos divisivos y bélicos de las razas marroquíes se habían pacificado en España, algunos remanentes tanto de la naturaleza independiente de los libio-ibéricos como del comportamiento bélico de los siro-árabes siguieron expresándose en ese país. Claro está que la población peninsular alcanza un grado de fusión mayor bajo el influjo de la civilización cristiana; pero la fisiología de la raza se revela en el separatismo nacional de Portugal y en el separatismo regional de muchas comarcas españolas. Todavía el kalifa saca la punta de su naturaleza por un atavismo muy frecuente, en las peleas de Béjar y Candelario, en las pedreas corrientes entre los muchachos y aun los mozos de los lugares vecinos.23

Los dos estudios de Antón demuestran que hubo fusión racial y ofrecen un modelo según el cual el contacto español atemperaba las distintas influencias. Claramente, la fusión biológica era sólo parte de la historia; la asimilación cultural constituía el verdadero genio de España. Al final, Antón y otros académicos parecían estar anticipando las confusiones en torno a las definiciones espirituales y biológicas de 22

  Antón y Ferrándiz, 1903, 10.   Antón y Ferrándiz, 1903, 12.

23

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la raza que algunos intelectuales españoles posteriores se esforzarían por definir. Las ideas de mezcla y fusión no sólo les resultaron atractivas a los antropólogos españoles, sino también a algunos escritores ajenos a la disciplina que también confrontaron el fin del Imperio con las esperanzas de su restauración en los debates políticos peninsulares después de 1898. La hispanidad –movimiento literario y cultural que imaginaba una cultura compartida emanada de España y después diseminada por todo el mundo de habla hispana– es un ejemplo de ello. El concepto de hispanidad ha sido sometido al tipo de análisis que los historiadores reservan para fenómenos pintorescos que no logran afectar a un número importante de personas, o bien gozan de un amplio impacto, pero permanecen marcados por su inconsecuencia. En parte, este tipo de atención se debe a los tipos de personas involucradas en la formación y discusión de la idea de hispanidad. Esta última ha sido considerada como una manifestación predominantemente militar y de derecha del deseo poscolonial de volver a orientar la cultura y los negocios españoles hacia América Latina.24 Además, la prosa grandilocuente y las afirmaciones a menudo audaces, pero mal defendidas, que se usaron para promover el concepto de hispanidad han convencido a los historiadores de que el movimiento fue una atracción secundaria estridente e interesante, pero en buena parte trivial, en la creación de la hegemonía franquista política e ideológica durante el período posterior a la guerra civil. En consecuencia, pocos estudios han explorado de manera sistemática el desarrollo de esta idea, o el universo ideológico que le dio vida.25 La hispanidad, junto con la reorientación general hacia lo que se consideraba el mundo hispánico, se basaba en la presunción de que una identidad cultural, un sistema de valores, actitudes, formas de expresión, es decir lo que George Kubler llamó una semejanza familiar, vinculaba a españoles y latinoamericanos.26 La idea 24

  De particular interés resulta Mateo Dieste, 1996, 82-84.   Véanse Mateo Dieste, 1996; Gabilondo, 2003; Loureiro, 2003; y Escudero, 1994. 26   Reese, 1985, 76. 25

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de hispanidad es claramente española, pero pocos han buscado ubicar el debate en un marco más amplio. Por ejemplo, vistas desde una perspectiva general externa a la historiografía española, las discusiones actuales sobre la hispanidad entre los historiadores de España parecen imitar los debates en la historia latinoamericana sobre la idea de mestizaje, mezcla y su papel en la creación de la sociedad latinoamericana contemporánea.27 A decir verdad, incluso considerando el contexto histórico de fines del siglo xix y principios del xx, las diferencias en la definición y el uso de los conceptos de hispanidad, hispanismo y mestizaje no parecen demasiado significativas. Algunos historiadores del arte, por ejemplo, en fechas tan tempranas como las décadas de los treinta y cuarenta del siglo xx, comenzaron a buscar e identificar posibles artefactos culturales y restos materiales de la forma artística española en el arte latinoamericano.28 Las preguntas que investigaban estos historiadores del arte eran las mismas que planteaban los historiadores españoles en sus debates en torno a la herencia española en América Latina. ¿Qué impacto tuvo el arte español en las formas artísticas indígenas? ¿Cómo rastrear los efectos del contacto cultural? ¿Cómo identificarlos? Los historiadores del arte estadounidenses y latinoamericanos estudiaban el llamado arte mestizo explorando cómo las formas indígenas y precolombinas se mezclaban con las formas europeas, no cómo el arte “primitivo” precolombino se transformaba y hacía más complejo gracias a los estilos europeos. Con el tiempo, la tensión entre estos historiadores se combinó con su propio sentido de chauvinismo. Distintos historiadores debatieron sobre en qué medida la fusión de estilos había nacido del genio de los conquistadores españoles sobre los artesanos indígenas, o sobre si más bien el movimiento de fusión iba en ambas direcciones. Estos mismos debates han tenido lugar entre aquellos historiadores políticos e intelectuales que reflexionan sobre el impacto de las nocio27

  Wade, 1993; véase también Miller, 2004, 1-26.   Beate Salz fue la primera en identificar, en 1944, el arte mestizo como algo que simbolizaba la fusión artística entre España y América Latina. George Foster continuó con el proyecto de identificar y separar las distintas tradiciones y George Kubler organizó estas ideas en forma de ensayo. Véanse Reese, 1985, 76-77; y Kubler, 1962. 28

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nes de hispanidad, hispanismo e intercambio cultural entre España y América Latina. Algunos historiadores, como Frederick Pike, han propuesto que la insistencia en un vínculo cultural imperecedero entre España y América Latina en las décadas del diez y veinte era en realidad una expresión afortunada de los modernizadores liberales de España. El llamado de estos últimos en favor de un mundo hispano o latino basado en afinidades culturales naturales habría de servir de base para la reorganización y el fortalecimiento de los lazos económicos y las relaciones comerciales entre España y sus ex colonias.29 Otros estudiosos, al examinar el movimiento promovido por la derecha española en la década de los treinta, incluidos la Acción Española y su portavoz, Ramiro de Maeztu, veían la hispanidad como un elemento de legitimación política e ideológica franquista.30 Consideraban al movimiento como el pegamento ideológico con que el régimen había tratado de reparar las grandes divisiones creadas antes de y durante la Guerra Civil.31 Con toda razón, no asociaban a la hispanidad con sus pretensiones internacionales de ser un puente entre distintas culturas, de abrigar distintos grupos bajo una égida española. Más bien, la veían como una pieza de propaganda empleada sólo para uso interno, para acorralar a los pueblos de la Península Ibérica, diversa y regional, en una unidad cultural, histórica y racial junto con el resto del mundo hispanohablante.32 Sin embargo, todos los que participaron en estos debates, ya fueran historiadores o figuras históricas, compartieron una premisa básica que dejaron sin explorar en sus estudios. Todos coincidían en que, de alguna manera, los distintos grupos y pueblos se encuentran unos a otros, se juntan, forman nuevas identidades y, como resultado, expresan elementos de todo aquello que las conforma. También asumían que, independientemente de cómo y cuándo comience el proceso, las culturas dominantes absorben a las débiles. Este proceso 29

  Pike, 1971, capítulos 3 y 6.   González Cuevas, 2003, esp. 288-316. 31   Véanse Pike, 1971; y González Calleja y Limón Nevado, 1988. 32   Delgado Gómez Escalonilla, 1988; Abellán y Monclús, 1989. 30

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se describe universalmente con un dejo de presunción imperialista sobre los más fuertes y los más débiles. Por lo tanto, así como los historiadores del arte se involucraban en sus debates desentrañando artefactos artísticos y cultura material para identificar los componentes de fusión, deberíamos ver cómo los proponentes de la hispanidad explicaron el proceso de fusión cultural en un período en que ésta surgió como el nuevo pilar de la ideología nacionalista militar y de derecha en España. Lo que resulta interesante en este punto es el concenso general que prevalecía en España, tanto entre liberales como entre conservadores, entre las décadas de los veinte y cuarenta, sobre los mecanismos básicos que animaron el intercambio cultural o la dominación cultural, así como cuán cercanos eran esos mecanismos a las ideas expuestas por antropólogos anteriores. A decir verdad, como apuntó Susan Martin-Márquez, no es que estas discusiones fueran producto de un rechazo activo de la raza biológica, sino que, en realidad, lo que estas figuras estaban haciendo era “sublimar” las definiciones biológicas de raza en la discusión sobre la hispanidad y el hispanismo de las décadas de los diez y veinte.33 Lo que pensadores como Ramiro de Maeztu y Miguel de Unamuno esperaban forjar, un vínculo no biológico, una familia espiritual, entre el sujeto ex colonial y el eterno, aunque ahora algo suavizado, conquistador español, fue presentado por primera vez en las excursiones antropológicas de Manuel Antón, pero sin la compulsión de evitar los argumentos físicos y biológicos. En realidad, la discusión antropológica de Antón no necesariamente contradecía estas opiniones conscientemente no científicas. El rastreo de estos vínculos parece comprobar el punto de Martin-Márquez, aunque el proceso no siempre se sublimaba; en ocasiones era explícito. Por ejemplo, los historiadores de la derecha española suelen compartir una suposición según la cual la derecha radical, autoritaria y antidemocrática española tuvo sus raíces en las postrimerías del siglo xix, así como en la crisis y las divisiones de la Restauración.34 33

  Martín-Márquez, 2008, 17.   Blas de Guerrero, 2000, 15.

34

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Una figura clave de este movimiento fue Marcelino Menéndez y Pelayo, quien en sus influyentes obras de historia presentó una imagen de España y su Imperio como productos del espíritu unificador del catolicismo.35 Como se ha demostrado en otros textos, Menéndez y Pelayo no era un ludita intelectual; la religión podrá haber unido a los españoles, pero la evidencia física de la fusión racial sólo confirma el papel catalizador y cohesionante del catolicismo en la formación de una nación española fuerte y singular.36 Conocedor de la antropología española, Menéndez y Pelayo trabajó en una arqueología de la cultura española, buscando rasgos como el lenguaje y el arte que demostraran la fusión de distintas influencias, bajo la égida del catolicismo. Es posible argumentar que Menéndez y Pelayo habría podido vivir sin verificar sus teorías científicamente, pero su deseo de buscar un indicio de comprobación científica, en especial al inicio de su carrera, al tiempo que defendía una teoría anticientífica, es de destacarse. Lo que resulta quizás mas notable son los intentos de verificación científica llevados a cabo más adelante por los seguidores del pensamiento de Menéndez y Pelayo. Muchos cedieron ante el impulso de modernizar los recuerdos españoles del pasado y los vínculos con su Imperio mediante la inclusión de ideas y un lenguaje más científicos. Sin embargo, el impacto de este método derivó a menudo en formulaciones contradictorias, o por lo menos confusas. La religión, como único adherente para la cultura y la biología, no podía soportar el peso de la hispanidad y sus pretensiones. Un espíritu no pudo haberse formado de la nada, y siempre que los pensadores intentaban explicar el proceso de fusión cultural, recurrían al lenguaje de lo que consideraban la fusión racial o biológica. Es en este punto donde la “defensa de la hispanidad” solía venirse abajo en su intento por explicar el mecanismo de fusión cultural, al tiempo que evitaba la comprobación científica y el lenguaje asociado con la raza, el linaje biológico y la jerarquía. 35

  Cabe recordar que Raymond Carr calificó a Menéndez y Pelayo de “padrino del fascismo español”, en Carr, 1982. 36   Goode, 2009, 61-63.

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Una de las expresiones más abiertamente no biológicas (o antirraciales) de la hispanidad proviene de Ramiro de Maeztu, quien negó cualquier posibilidad de que ésta describiera algo más que un vínculo ideológico entre España y América Latina: La Hispanidad, desde luego, no es una raza. […] Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse a través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.37

Sin embargo, más adelante en el mismo libro, Maeztu descubre que el léxico de la raza no es del todo inexacto, siempre y cuando la historia de la fusión de los distintos pueblos sólo imite la fusión cultural generada por la religión. En realidad, las luces del espíritu generan una fusión biológica: no sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano, gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores, a hombres de raza de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza gracias a una fusión, en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior […].38

37

  Maetzu, 1942, 22.  Maetzu, 1942, 108.

38

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Cualquier distinción que Maeztu pudiera estar haciendo se perdió en la traducción para otros estudiosos que intentaban seguir su discusión histórica. Algunos se esforzaron por explicar la hispanidad como una forma no biológica de comunicar ideas, culturas, comportamientos y creencias religiosas a otras personas y de transmitirlas de generación en generación. Otros simplemente sustituyeron la retórica no biológica con mecanismos biológicos o, en otras palabras, con ciencia: Hay un concepto hispánico de la raza: “la raza para nosotros está constituida –enseña Maeztu– por el habla y la fe, que son espíritus y no por oscuridades protoplásmicas. La raza no representa una unidad antropométrica ni una categoría antropológica […] el factor protoplásmico de nuestra raza sólo es la religión […]”.39

En un principio, lo que se pretendía con la hispanidad en estas formulaciones era subvertir la exclusividad racial basando la identidad en la religión. A diferencia de sus colegas antropólogos o biólogos, estos teóricos leían la historia de España no en los cuerpos de los españoles, sino en la historia de conversión asociada con la Iglesia católica. Sin embargo, al explicar cómo la transmisión de esta conversión se vuelve hereditaria o compartida entre las siguientes generaciones, a lo que recurren estos escritores es el lenguaje de la biología. Podría argumentarse que los usos del lenguaje racial y biológico son sólo ejemplos saludables de metáforas en la imaginación de los pensadores radicales de derecha durante las décadas de los treinta y cuarenta. Una respuesta rápida a esto sería preguntarse por qué habrían de usar esa metáfora. Podría decirse que el punto más débil en la defensa de la hispanidad es este rechazo contradictorio de una supuesta base biológica y la constante apropiación del lenguaje biológico y racial para explicar el funcionamiento de este mecanismo no biológico. Sin embargo, al considerar las ideas que existían en ese entonces en la antropología y la cultura popular sobre la herencia

39

  Citado en González Calleja y Limón Nevado, 1988, 49.

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española, no sólo se encuentran formulaciones sorprendentemente similares, sino también vínculos importantes. La idea de la herencia, por ejemplo, no sólo representaba la transmisión de características físicas. En su libro Organic Memory, Laura Otis describe cómo la idea de la memoria, ya fuera cultural, nacional o individual, se integraba en diversas teorías biológicas y psicológicas sobre la herencia.40 España, escribe la autora, no era la excepción en este proceso. Al examinar las obras de Pío Baroja, Miguel de Unamuno y Emilia Pardo Bazán, Otis demuestra la apropiación de varias teorías europeas en torno a la herencia, incluidas las nociones lombrosianas de atavismo, las ideas freudianas sobre los residuos y una tendencia general hacia la lógica científica y el naturalismo.41 De hecho, en 1904, Baroja llamó a examinar diversas teorías para plantear un criterio final sobre la herencia que vinculara las características tanto físicas como morales: “En el fondo, aunque la fisiología no puede apreciarlo con exactitud, tenemos retinas, conductos bronquiales, estómagos, hígados y piel distintos de los de un alemán, un inglés o un ruso, y no podemos sentir como ellos sienten”.42 Mientras que Baroja podría haber abierto una puerta para las características físicas, Unamuno argumentaba que las memorias culturales se transmiten mediante largas series de acumulación, algo que los científicos sociales contemporáneos llaman aculturación y que Unamuno denominaba “intrahistoria”. Según este autor, el lenguaje, la religión y los patrones sociales son elementos discernibles y rastreables de una nación; más aún, superan las diferencias físicas o raciales que de otra forma podrían dividir a los pueblos. Unamuno se involucró en este debate en 1920, cuando escribía sobre la reciente codificación de la Fiesta de la Raza, el 12 de octubre. El filósofo apuntaba que la celebración no debía confundirse con una defensa de una condición racial española biológica o visible. Las condiciones materiales de un pueblo, escribe Unamuno, aunque sean producto de

40

  Otis, 1994, 1-40.   Otis, 1994, 83-92. 42   Citado en Otis, 1994, 91-92. 41

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inequidades raciales, son transitorias, reales pero fugaces. Lo que define a una nación o a la raza hispánica es en realidad su unidad cultural: Hay, claro, en la América española un problema de razas en el otro sentido, en el naturalístico y animal aunque mucho menor que en otras de aquellas naciones […] ya que ni el indio, ni el negro, ni el mestizo, ni el mulato son allí un problema grave. Y donde persisten esas razas animales es la historia la que hace su fusión en una raza humana, histórica, civil, fundada en la lengua y lo que ésta lleva consigo es la cultura.43

Unamuno y Baroja difieren en cuanto a la importancia de la raza en la creación del pueblo español. Sin embargo, ambos logran dar cuenta de la biología y la diferencia racial: Unamuno las descarta en favor de una afinidad lingüístico-cultural y Baroja argumenta la necesidad de estudios más detallados. Como bien formula Laura Otis, circulaban en España nociones del paso cultural, y muchos de sus más famosos pensadores las adoptaban y matizaban con nociones de herencia tanto biológicas como culturales. Para concluir este ensayo, es importante regresar al período final del Imperio español y recuperar la perspectiva de quienes desde dentro de una ex colonia reflexionaron sobre las ramificaciones antropológicas del final y el inicio del Imperio. En este punto, el análisis se guía por los comentarios admonitorios de Alejandro Mejías-López en torno al peligro de replicar la ideología imperialista cuando sólo se estudia a los intelectuales españoles.44 También debe considerarse el intercambio transatlántico –o híbrido– de ideas entre científicos latinoamericanos y españoles, y no necesariamente como un intercambio unidireccional de España hacia América Latina o viceversa. Aquí, en un breve esbozo, puede estudiarse una discusión postimperial sobre la raza basada en ideas que se desarrollaron en contextos geográficos distintos.

43

  Unamuno, 1968, 21-22.   Mejías-López habla sobre la “supresión de la América española” entre los intelectuales españoles en Mejías-López, 2009, 113-114. 44

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Antón y sus estudiantes formaron a cientos de antropólogos, sociólogos, abogados y otros profesionistas que pasaron por sus clases. Desde su posición en el Museo de Historia Natural, así como desde su posición aún más influyente dentro de la universidad, Antón formó a una gran cantidad de antropólogos en España. Entre 1896 y 1898, dio clases sobre las raíces antropológicas de los españoles a más de 190 estudiantes de posgrado en el Ateneo de Madrid.45 Entre ellos se encontraba el antropólogo cubano Fernando Ortiz, quien pasó buena parte de su carrera durante los años sesenta intentando definir los mecanismos y el impacto de la mezcla y la trasculturación en las poblaciones cubanas y caribeñas.46 Ortiz pasó cerca de tres años estudiando en Barcelona y Madrid, y más adelante desempeñándose como cónsul en la ciudad gallega de A Coruña. Mientras estudiaba leyes y antropología criminal en Madrid, sostuvo una correspondencia que se extendió durante décadas con antropólogos criminalistas como Rafael Salillas y Pedro Dorado Montero, así como con el sociólogo Manuel Sales y Ferré.47 Como están descubriendo algunos historiadores con acceso a las cartas de Ortiz en la Biblioteca Nacional José Martí en La Habana, las primeras opiniones positivistas de este autor sobre el papel de los afrocubanos en la cultura y la criminología cubanas tenían una profunda conexión con las ideas de los antropólogos españoles.48 Un ejemplo de esta conexión podría iluminar la manera en que esta idea particular de raza se compartió a través del Atlántico y cómo, al mismo tiempo, se aplicó de forma distinta según el contexto. En su análisis de 1906 sobre el crimen en Cuba, intitulado Hampa AfroCubana: Los Negros Brujos, Ortiz tomó prestado intencionalmente su análisis sobre las raíces de la delincuencia de su maestro en Madrid, Rafael Salillas, antropólogo y criminólogo español estudiante de Antón. Ortiz demostró su deuda intelectual con Salillas en su primera obra 45

  Véase Villacorta Baños, 1985, 289-291.  Font y Quiroz, 2005, XIII-XIV. 47   Naranjo Orovio y Puig-Samper, 2005, 10-16. 48   Naranjo Orovio y Puig-Samper, 2005, 16. 46

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importante publicada. Siguiendo el texto de Salillas, El Delincuente Español: Hampa (1898), que incluía un prólogo del criminólogo italiano Cesare Lombroso, Ortiz pidió a este último un comentario que respaldara su trabajo. En respuesta, recibió una carta que sirvió de “carta-prólogo” para Hampa Afro-Cubana. Otras similitudes entre ambos libros son menos prosaicas. Por ejemplo, la descripción de los efectos de la fusión y del legado de la mezcla humana en Cuba, en especial después del contacto con los españoles siglos atrás, también sigue el contorno de los argumentos de Salillas sobre la fusión con la Península Ibérica y los errores en el proceso fusionador –es decir la mezcla con grupos “no saludables”, como los sinti y los romaníes (“gitanos” en las formulaciones de Salillas y Ortiz)– que originaron el crimen en España. De igual forma, Ortiz parece seguir las ideas de Antón sobre la composición racial de la fusión cubana. Para Ortiz, el espíritu guerrero de los castellanos había dejado un impacto indeleble en la sociedad cubana. En su libro describe cómo la introducción en Cuba de la “raza blanca”, lustrada por ocho siglos de guerra, dejó una clara inclinación al combate y la violencia en la sociedad local: La raza blanca entró en Cuba representada por los españoles de la conquista y por las sucesivas inmigraciones que importaron el temperamento, el grado de cultura, las costumbres y los vicios de los habitantes de las diversas regiones de España. Los primeros colonizadores vinieron á las Indias como aventureros. Ellos trajeron con los prolegómenos de la civilización la impulsividad propia de su pueblo y profesión guerrera, impulsividad filtrada á través de ocho siglos de guerras incesantes.49

Citando el trabajo de Salillas, Ortiz apunta que la llegada de los “guerreros” castellanos trajo consigo tendencias de lucha y una falta de compasión que se habían visto exacerbadas por la expulsión de los judíos y musulmanes, así como por el esfuerzo generalizado en Europa por convertir a los infieles. Aquí, de nuevo, la historia ayuda a 49

  Ortiz, 1906, 3.

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forjar una predisposición psicológica que los contextos social e histórico terminarían por moderar. Ortiz sugiere que la influencia de la raza blanca en Cuba fue, en última instancia, una de sosiego: Pero, no obstante, á los nobles y á los andaluces en general, que llegaron en los primeros siglos, se deben las costumbres gentiles y la esplendidez de la hidalguía castellana, que transmitieron á sus descendientes y que formaron la estratificación básica del carácter de las antiguas familias cubanas, asi como otros muchos caracteres de nuestra psicología.50

La visión de Ortiz concuerda con el primer sentir de Antón en torno al papel de la fusión de razas. Sin embargo, su presentación del contexto social e histórico de la Cuba colonial difiere bastante de la de Antón. El final del Imperio permitió una percepción más clara del papel que el colonialismo había desempeñado en la definición del pasado y el futuro de Cuba. Los tres grupos raciales que Ortiz había identificado como de mayor importancia en la formación de la Cuba contemporánea –la negra, la blanca y la “amarilla” o china– habían dejado huellas indelebles en la vida social de Cuba. De manera un tanto mezquina, el libro de Ortiz culpa sobre todo a las poblaciones negras por la criminalidad en Cuba, si bien buena parte de la obra explica el proceso y las complejidades de la fusión racial en la creación de los distintos tipos de delincuencia. En general, a decir de Ortiz, la mezcla de estas razas originó nuevas formaciones sociales y culturales, algunas veces en beneficio de Cuba, y otras en su detrimento. Aquí puede verse en sus inicios el desarrollo de la idea de “trasculturación” por la que Ortiz es más conocido. Empero, en este trabajo temprano, enfocado en el tema de las raíces de la criminalidad en la sociedad cubana, el autor asume que la fusión positiva de distintas razas también generó, mediante “las varias cloacas” de su predisposición racial original, “patógenos detritus” particulares en la sociedad cubana; es decir, cada grupo racial produjo su propio tipo de criminalidad.51 50

  Ortiz, 1906, 4-5.   Ortiz, 1906, 15.

51

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Curiosamente, cada versión de este detritus también llevaba la marca del sistema imperial que conformaba el contexto social y político donde la fusión se efectuaba. En un registro ligeramente distinto de las descripciones que Antón hace del genio de Colón, Ortiz sostiene que el sistema imperial afectó la expresión de la criminalidad en cada una de las razas que dominaron la sociedad cubana. Los españoles que llegaron a Cuba encontraron pocos inconvenientes para el libre ejercicio de sus ideas de supremacía despótica o de corrupción administrativa. Sin embargo, los blancos nacidos en Cuba tuvieron que enfrentar durante mucho tiempo los obstáculos que les imponían las autoridades españolas.52 El resultado fue una continua tendencia al bandolerismo aportada por la “raza blanca” a la delincuencia cubana, tendencia nacida del resentimiento derivado de la frustración profesional e intelectual (sobre todo entre la población criolla) y del excesivo poder burocrático (legado de la población peninsular). Este bandolerismo, aunque fuera un fenómeno compartido entre la totalidad de la raza blanca en Cuba, fue una reacción a dos factores muy claros en la sociedad cubana que dependían por completo de la relación individual con el gobierno del Imperio.53 Sin embargo, Ortiz escribe que la fusión fue, en general, un proceso atemperador que permitió el desvanecimiento de los elementos negativos. Estas marcas negativas de la “raza blanca” en la criminalidad cubana también se estaban desvaneciendo, presumiblemente con el advenimiento de la independencia cubana y la eliminación de los efectos raciales del sistema imperial. Naturalmente, Ortiz no se muestra del todo optimista sobre la rapidez con que se acabaría con el bandolerismo. Apunta que la persistencia de este último, signo revelador de la delincuencia blanca, aún podía encontrarse del “otro lado del Atlántico”.54 Quizá Ortiz busca insinuar que la conquista en ese momento final del Imperio en realidad se había invertido, y que el proceso de fusión racial en Cuba estaba superando

52

  Ortiz, 1906, 7.   Ortiz, 1906, 11. 54   Ortiz, 1906, 16. 53

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al de Europa.55 La persistencia del bandolerismo era un signo claro del estado del desarrollo racial. Regresando a la idea de hibridez, un análisis continuo de los estudios sobre la mezcla, el mestizaje y la fusión racial podría cubrir un examen más amplio de la identidad durante los últimos días del Imperio español y sus ex colonias. Estas conversaciones, a menudo bidireccionales, ayudaron a producir una reivindicación clara y nacionalista de la raza española basada en la pérdida del Imperio en América Latina, y que también sirvió de justificación para la expansión del Imperio en Marruecos. El tema también atrajo a un joven antropólogo que más adelante regresaría a Cuba y se convertiría en un gran formulador de un lenguaje fusionador y antirracista. Quizás trazar los vínculos que unen el lenguaje de fusión explícitamente no racial o biológico con las discusiones anteriores, más abiertamente científicas, sobre raza y fusión, permitan hallar un sentido de continuidad de las ideas a través del tiempo y un sentido más fuerte de los contextos históricos, sociales y políticos que dieron forma a esas ideas.

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Racismo, genocidio y nación: el dilema de América Central Marta Elena Casaús Arzú

Introducción América Central es una región que cuenta con múltiples pueblos indígenas y afrodescendientes especialmente situados: los pueblos indígenas, en el altiplano y las tierras altas, y los afrodescendientes, en las costas atlántica y pacífica. El número total de la región es de más de ocho millones de indígenas y medio millón de afrodescendientes, sobre el total de 34 millones de habitantes. Guatemala es el país que posee el mayor número de población indígena (60% de la población total, 6.5 millones de indígenas), frente a El Salvador (17%), Honduras (8%) y Costa Rica (1%). No obstante, estos dos últimos países poseen una importante población de afrodescendientes: Honduras (12%) y Costa Rica (2%).1 El hecho de que desde la Colonia se introdujera el régimen de separación de castas o grupos étnico-raciales, que configuraron las repúblicas de “indios” y de españoles, marcó ya la segregación residencial y la discriminación étnica y socio-racial entre quienes se consideraban blancos y descendientes de españoles, peninsulares y criollos, y quie1 

Hall y Pérez Brignoli, 2003.

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nes representaban las otras castas –mestizos, ladinos, mulatos– que se encontraban en la franja intermedia de la pirámide social, con escasos derechos frente a los indígenas que ocupaban el escalón inferior de la estructura social, pero estaban protegidos jurídicamente por las Leyes de Indias, y sobre quienes recaía todo el peso de la economía colonial. Esta estructura social piramidal, rígida y endogámica y con escasa movilidad social, se complejizo aún más tras las independencias y con el sistema liberal, cuando desaparecieron los indígenas, mestizos, ladinos y otras castas para convertirse en ciudadanos y ciudadanas, aparentemente iguales ante la ley. Este proceso de homogenización racial, denominado por otros autores ‘racialización’2 de los grupos indígenas y afrodescendientes fue común en toda América Central, como fruto del positivismo racialista y del liberalismo político en que fundamentaron su doctrina, basándose en el deseo de homogeneizar a la población para construir una comunidad de ciudadanos civilizados, libres e iguales ante la ley. Para conseguir dicha homogenización, los gobiernos liberales y las élites diseñaron y planificaron una serie de estrategias.3 Sin embargo, en algunos países de América Latina, con una diversidad étnica muy elevada y una presencia de pueblos indígenas y afrodescendientes numerosa, y en donde el sustrato positivista de las élites intelectuales era también muy relevante, los afanes homogeneizadores fracasaron y las políticas referentes a procesos de hibridación cultural o de mestizaje biológico fueron marginales. Se impuso más bien el proyecto eugenésico de nación o su blanqueamiento. De ese 2

  Todorov define el racialismo como aquel conjunto de doctrinas basadas en las teorías raciales pseudo-científicas que surgen en el siglo xix, a partir de la aplicación de las teorías de Darwin al campo social –el social-darwinismo– para explicar la existencia de razas inferiores y razas superiores, de acuerdo con la teoría de las especies y de la ley de la supervivencia del más fuerte. Las teorías raciales fueron uno de los principales fundamentos del positivismo. Todorov, 1991. 3  Por nación homogénea estamos entendiendo lo que algunos de los autores, entre 1900-1930, definían como una nación “racialmente homogénea” y por la idea de una homogeneización racial por medio del mestizaje, en primera instancia. También estamos incluyendo en la acepción, el proceso histórico y político, propio del liberalismo entre 18801930, de intentar la integración del indígena y convertirlo en ciudadano y miembro de la nación. La homogeneización, para Quijada, tiene un elemento racial, pero no es el único sino que hay otros medios para alcanzarla. Quijada, 1994.

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modo la homogeneidad, propia del liberalismo decimonónico, se llevó a cabo parcialmente, pero no se produjo mediante el mestizaje, sino con el blanqueamiento de la nación. Por ello nos planteamos, a principios del siglo xxi, las siguientes preguntas: • ¿Por qué invisibilizamos a los indígenas y a los afrodescendientes y no los consideramos parte integrante de las naciones centroamericanas? • ¿Por qué asumimos que el “indio” era el problema, en lugar de la nación?, ¿por qué nos empeñamos en construir una nación sin “indios” ni “negros” o nos empecinamos en blanquear la nación? • ¿Por qué el mestizaje no fue la ideología dominante en Centroamérica a pesar de tener tan cerca la experiencia mexicana? • ¿Por qué el Estado racista en Guatemala desembocó en un genocidio de la población indígena? Buena parte de estas preguntas intentaremos responderlas en este artículo, con el fin de comprender la correlación entre la construcción de una nación eugenésica y un Estado racista, y entre la modalidad de construcción nacional y su contribución al genocidio en Guatemala.

El positivismo racialista europeo y su difusión en las élites intelectuales centroamericanas Durante el siglo xix, la raza, como motor de la historia, pasó a ser el criterio fundamental de la gran construcción de los Estados nacionales, destinada a explicar de manera pseudocientífica la desigualdad social y la inequidad en términos de jerarquía racial, de inferioridad y superioridad. En este contexto, al indígena y al afrodescendiente se les asignó el papel de salvajes por excelencia, con mitos de origen que se habían ido fraguando desde el descubrimiento de América, con los viajes de Colón y los relatos de los viajeros europeos de los siglos

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xvi, xvii y xviii, en los que figuraban esas particulares visiones del aborigen y otras razas.4 La dicotomía civilización-barbarie se convertirá en uno de los temas más debatidos entre los intelectuales europeos y centroamericanos del siglo xix. A mediados del siglo, miembros de la sociedad etnológica inglesa disertaban sobre las aptitudes de las razas. Frederick Farrar dividió las razas en tres grupos: salvajes, medio civilizadas y civilizadas, y solamente la raza aria y la semita se encontraban entre las últimas. A juicio de este autor, las razas salvajes “no tienen pasado alguno y tampoco futuro [...] están condenadas a una rápida, total e inevitable extinción”.5 Desde entonces, la imbricación de los conceptos raza, cultura y etnicidad es inseparable. Casi todas las definiciones de cultura de esa época están relacionadas con categorías raciales de modo que –podríamos afirmar como lo hace Todorov– a lo largo de este siglo se experimenta una racialización del pensamiento como fruto del positivismo. A juicio de Young y Quijano, ante la expansión colonial europea, se creó la raza como mecanismo para su justificación y la de la desigualdad, convirtiéndose en el motor determinante de la historia del siglo xix.6 Este siglo está influido por la ideología liberal y el positivismo, y a juicio de Charles Hale, impregna todas las esferas de la sociedad, generándose un consenso ideológico en casi todos los pensadores de la época. Nos centraremos en la importancia del pensamiento positivista en la vertiente spenceriana y su influencia en algunos pensadores americanos positivistas en México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, fuertemente influidos por las teorías del darwinismo social, especialmente por autores como Gustav Le Bon (1841-1931), Hippolyte Taine (1828-1893), Arthur de Gobineau (1816-1882), Ernest Renan (1823-1892) y Francis Galton (1822-1911). 4

  Gruzinski, 1991.   Farrar, 1979, 141-155; Lindquist, 2004. 6   Young, 1995; Quijano, 1997. 5

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¿Cuáles son los autores europeos que influyeron más en el pensamiento de sus homólogos centroamericanos en relación al mestizaje y a la visión del “indio” americano? ¿Cuáles fueron los postulados más relevantes sobre los que fundamentaron sus teorías racialistas? En primer lugar, la idea de la jerarquización de las razas basada en las características físicas y morales de los grupos raciales, en donde el color de la piel, sin duda, jugó un papel relevante. El hombre blanco europeo sirvió como punto de referencia para la jerarquización racial. Si bien estas ideas no fueron exclusivas del positivismo, porque el pensamiento ilustrado ya las sostenía. Especialmente para De Pauw y Buffon el color de la piel estaba directamente relacionado con la barbarie o la civilización, y lo determinaban la alimentación y el clima. Fue la nueva ciencia del positivismo la que confirió el carácter de cientificidad a unas ideas como éstas, que se basaban en la aplicación del darwinismo a las teorías sociales. Es lo que Todorov denomina racialismo vulgar y Hale racismo decimonónico, cuyos máximos exponentes fueron Taine, Gobineau, Le Bon y Renan. Lo interesante de estos autores es que atribuyen unas características morales y psicológicas a las razas. Así para Renan: “las razas inferiores están constituidas por los negros del África, los indígenas de Australia y los ‘indios’ de América [...] las razas superiores, como la blanca y la aria, además poseen la belleza y la cultura”7; y para Le Bon, entre las razas superiores sólo pueden “figurar los pueblos indoeuropeos”.8 En segundo lugar, se parte del supuesto de que las razas inferiores no son perfectibles al ser genéticamente inferiores; por lo tanto, no se pueden civilizar ya que sus genes y su carácter están predeterminados, pierden sus energías vitales y tienden a desaparecer. De nuevo Renan, Taine y Le Bon expresan su pesimismo, al afirmar que: “la experiencia demuestra que todo pueblo inferior que queda en presencia de un pueblo superior, está condenado fatalmente a desaparecer bien pronto”.9 7

  Ernest Renan, citado en Todorov, 1991, 120.   Todorov, 1991, 135. 9   Todorov, 1991, 144. 8

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El determinismo pretendidamente científico fue consagrado por los positivistas de diferente rango antes citados, como Le Bon y Gobineau, que tuvieron una amplia difusión en América Central. El determinismo racial del primero depositaba en el clima el elemento que predeterminaba la jerarquización racial y creía que no era superable ni siquiera en el caso de que se produjera un cambio de ambiente y de clima. Le Bon iba aún más lejos, acercándose a los presupuestos de Gobineau, cuando consideraba que la inferioridad la determinaba la raza: “La raza lo decide todo […] es la constitución mental de las razas de donde se deriva su concepción del mundo y de la vida”.10 En tercer lugar, la degeneración de las razas era inevitable y la única solución para forjar una nación era su hibridación. En este aspecto Gobineau dio una vuelta de tuerca al determinismo racialista de los anteriores autores positivistas, al considerar que las hibridaciones podían provocar una civilización superior. En su libro La desigualdad de las razas humanas (1853), consagra estos presupuestos para toda la historia de la humanidad y para la formación de las naciones. En su organicismo, asocia el cuerpo humano a las naciones, y la nación, al igual que la civilización, resulta de la absorción de la heterogeneidad, “la civilización no es otra cosa que una feliz mezcla” pero ésta ha de ser controlada para evitar cruzamientos con razas inferiores, ya que sólo mediante el cruce con razas superiores o medias se logra superarla, “formando aquello que es civilizable en nuestra especie”.11 Si para Gobineau la raza se convirtió en el motor de la historia, para Galton era la eugenesia la única forma de mejorar la raza; por su lado, para Nordau (1895) esta degeneración de la raza se extendía y permeaba la literatura y las manifestaciones artísticas, y era la responsable de la decadencia del fin de siglo. Llevaba así a sus últimas consecuencias los planteamientos de Lombroso, cuando afirmaba que la degeneración no afectaba sólo a los criminales, a las prostitu-

10 11

  Le Bon, 2000.   Gobineau, 1915.

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tas y a los dementes, sino que estaba estrechamente vinculada con el arte y los artistas de fines de siglo.12 En cuarto lugar, muy imbricadas con las teorías citadas, surgen dos propuestas que derivaban del racialismo: el degeneracionismo somático y cultural de los pueblos y la eugenesia o mejora de la raza como la única vía para afrontar el determinismo genético y la degeneración de razas y pueblos. Francis Galton, en su libro Herencia y Eugenesia (1869),13 planteaba los principios darwinianos de la degeneración de las especies y de su capacidad de adaptación y los aplicaba a los pueblos y a las civilizaciones. Planteaba la necesidad de hacer mejoras genéticas y experimentos que permitieran la supervivencia de las razas puras. En sus mismas palabras: “la eugenesia es la ciencia que trata de todos los factores que mejoran las cualidades innatas de una raza; también de aquellos que desarrollan hasta el máximo su superioridad”. A su juicio, la ciencia eugenésica debía conseguir mejorar el stock de esa población e impedir cruces que resulten nefastos o que “degeneren al resto”. El antecedente de este planteamiento genetista se encuentra en los teóricos degeneracionistas que habían publicado su teoría un año antes de El origen de las especies (1859). El primero en utilizar el concepto fue el alienista Benedict Augustin Morel en su Tratado sobre la degeneración (1857) para referirse con ello a: “una desviación enfermiza de la especie humana, una mutación patológica vinculada al sistema nervioso y que afectaba al carácter y personalidad de los individuos”.14 Años más tarde, otro degeneracionista y seguidor de Morel, Valentín Magnan, en 1882, definía la degeneración como un estado patológico que se trasmite por herencia y que genera una progresiva degradación y decadencia de la raza humana. Para hacer frente a esta progresiva degeneración, física y mental, el único remedio era evitar cruzamientos con otros seres patológicamente enfermos o degenerados, o exterminar a la especie inferior. El degeneracionismo 12

  Nordau, 1895.   Galton, 1909. 14   Morel, 1976. 13

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fue una corriente que prendió de modo especial entre los médicos, higienistas y psiquiatras de la época y que se confundió, en cierto modo, con la eugenesia, aunque el surgimiento y planteamiento de origen fueran diferentes.15 Tenemos una gama muy amplia de autores que, desde diferentes posiciones y disciplinas, recrearon y adaptaron a los teóricos racialistas europeo; entre otros: Faustino Sarmiento (1811-1888), Carlos Octavio Bunge (1875-1918) y José Ingenieros (1877-1925) para Argentina; Miguel Ángel Asturias (1899-1974), Carlos Samayoa Chinchilla (18991978) y Carlos Federico Mora (1889-1972) para Guatemala; David J. Guzmán para El Salvador (1843-1927); Mauro Fernández Obregón, Manuel de María Peralta y León Fernández para Costa Rica (1840-1887); Justo Sierra (1814-1861), Francisco Pimentel (18321893) y Vicente Riva Palacio (1832-1896) para México; Alcides Arguedas (1879-1946) para Bolivia; Euclides da Cunha (1866-1909), Raimundo Nina Rodrigues (1862-1906) y Francisco José Oliveira Vianna (1883-1951) para Brasil; Eusebio Hernández (1853-1933) y Domingo Ramos (1884-1961) para Cuba. Todos ellos abrazaron los principios del positivismo racialista y adaptaron las tesis lebonianas o gobineanas sobre el blanqueamiento, el determinismo genético, psicológico y medioambiental y la eugenesia, e incluso esbozaron teorías sobre el exterminio de los “indios” y de los negros americanos.

Hipótesis sobre Centroamérica Mi hipótesis al respecto es: América Central no escapó a la influencia de estas corrientes liberales homogeneizadoras ni al positivismo racialista; no fuimos capaces, durante este período, de pensar en un proyecto de nación racialmente homogénea por la vía del mestizaje, y preferimos blanquear la nación e invisibilizar al “indio” y al afrodescendiente, antes de pensar en un proyecto mestizo de nación, como fueron los casos de México o de Brasil. La influencia de los 15

  Morel, 1976.

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intelectuales centroamericanos, muy condicionados por el positivismo y las corrientes degeneracionistas de la época, obstaculizó la construcción de un proyecto de nación mestiza. Fue esa repugnancia por el mestizaje, por el cruce de razas, y esa desvalorización de lo mestizo, considerado como una raza inferior, impura o degradada, lo que obstaculizó la búsqueda de soluciones que crearan una conciencia de identidad nacional. Cuando se pensó en nación homogénea lo que se estaba concibiendo eran los proyectos eugenésicos de mejorar la raza o de blanquear la nación.16 Otros pensadores trataron de romper con ese determinismo biológico, posiblemente estaban influidos por las corrientes teosóficas y espiritualistas basadas en otras fuentes de inspiración regeneracionistas e hinduistas, en conceptos como la igualdad y fraternidad entre las razas; y en la valorización de todas las culturas. Pensaron que se podría evitar la degeneración de la raza indígena por medio de la educación y de la incorporación plena a la ciudadanía de los indígenas y de las mujeres. Sin embargo, no fueron escuchados y sufrieron un fuerte rechazo en su medio, y su discurso fue periférico hasta la década de los cuarenta del siglo xx.17 La corriente positivista, el pensamiento racial y las teorías degeneracionistas se convirtieron en parte del discurso hegemónico durante todo el período estudiado (1900-1930). Resulta una característica muy específica del pensamiento social centroamericano, especialmente costarricense, salvadoreño y guatemalteco, e influyó notablemente en la polarización de la sociedad en categorías antagónicas “indio”, “ladino”, “negro”, y en aplicar etiquetas socio-raciales para describir a la población. Esta visión del “indio” y del “negro”, como razas 16

  Algunos intelectuales centroamericanos, como Taracena, Euraque y Lauria, consideran que se produjo un proyecto de nación mestiza y que hubo nacionalismos mestizos en Centroamérica. Homologan el término de ladinización con el de mestizaje, sin analizar que ello fue un afán de blanqueamiento de la nación, de ahí que la homogeneidad racial no fuera la prioridad para ellos. La influencia de las teorías eugenésicas desplazó, desde el inicio, el proyecto de integración por la vía de la ladinización. Euraque, Gould y Hale (eds.), 2004. 17   En este sentido, es probable que el caso salvadoreño posea una cierta peculiaridad de las élites intelectuales proclives a un proceso nacionalista de valoración del pasado indígena, debido a la enorme influencia de la teosofía en dicho país. Casaús Arzú, 2005.

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genética y culturalmente inferiores es la que producirá las políticas de la mejora de la raza o de exterminio del “indio”, pero sobre todo, impidió recrear el proyecto de nación mestiza. Para ello analizaremos el caso de tres repúblicas centroamericanas, para centrarnos en el caso más paradigmático como es el de Guatemala.

Las teorías raciales y la construcción de la nación eugenésica en Costa Rica, El Salvador y Guatemala Costa Rica Costa Rica es la república en donde el mito de la raza blanca y de la nación homogénea y civilizada es uno de los elementos clave para forjar el proyecto de identidad nacional a lo largo de la segunda mitad del siglo xix. Resulta muy interesante el hecho de que, en los censos del siglo xviii, la idea de la existencia de un alto porcentaje de mestizos era generalizada. Iván Molina Jiménez y Ronald Soto Quirós18 consideran que la composición étnica mestiza costarricense fue común a lo largo de la Colonia hasta el siglo xviii, en casi todos los compendios de historia o geografía, donde constata una presencia mayoritaria de ladinos o mestizos. Sin embargo en el siglo xix, especialmente a partir de 1830, se inició la nueva construcción de la blancura en Costa Rica, fruto de los relatos de viajeros y científicos, pero también de los intelectuales costarricenses que empezaron a reinventarse la existencia de una población mayoritariamente blanca. Este imaginario de blancura se va transmitiendo de unos intelectuales a otros y, a este blanqueamiento de la nación se le va añadiendo una serie de tópicos.19 Felipe Molina Bedoya considera que de los 100 000 habitantes, 90 000 son blancos y 10 000 “indios”, negando la existencia de mulatos y negros y que esa característica somática es lo que hace que el costarricense sea un pueblo “industrioso, emprendedor, económico, 18

  Molina Jiménez, 2001; Soto Quirós, 2008b.   Soto Quirós, 2008b.

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pacífico y hospitalario con los extranjeros”. El imaginario de blancura se va recreando a diario y se considera que en la raza “tica” se debe a que los primeros españoles eran oriundos de Galicia, población que gozaba de estos rasgos fenotípicos, y que es lo que ha permitido la construcción de una nación homogénea en idioma, cultura e instituciones. A ello se debe, por lo tanto, también el progreso y la civilización de Costa Rica frente a sus repúblicas hermanas con mayores desequilibrios étnicos y mayores conflictos étnico-culturales.20 Coincido con Soto Quirós y Palmer en que, para mediados del siglo xix y sin duda por la influencia del positivismo racialista, las élites intelectuales costarricenses y la mayor parte de las élites centroamericanas, así como buena parte del contexto internacional, ya habían asumido el mito de Costa Rica como una nación blanca, homogénea y civilizada. A juicio de Stephen Palmer, uno de los primero investigadores en abordar el tema sobre la influencia del positivismo racialista y de las corriente eugenésicas en Costa Rica, el blanqueamiento de la nación ya era una preocupación constante en las élites intelectuales costarricenses a mediados del siglo xix, y se convierte en una estrategia de superación racial, a partir de 1880, cuando los liberales costarricenses negaron la heterogeneidad étnico-cultural de la población y apostaron por la ficción de una raza pura, negando la presencia de indígenas y negros en el país.21 Una de las razones de esta ficción, a juicio de estos autores, es plantear que cuando las élites intelectuales están recreando el mito de la homogeneidad por la vía del blanqueamiento, no están pensando en la totalidad del país ni en el conjunto de la población, sino que se están refiriendo al Valle Central de Costa Rica, sin tener en cuenta al resto del país ni visualizar a la población afrodescendiente de la Costa Limón.22 Lara Putnam va más lejos al plantear que la política de inmigración que proponen las autoridades costarricenses, a partir de 1897, 20

  Molina Bedoya, 2001, 7.   Soto Quirós, 2008a, 237; Palmer, 1996, 99-121. 22   Palmer, 1996, 118. 21

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tiene un claro cariz eugenésico al excluir a las poblaciones chinas y negras como nocivas para el progreso y bienestar de la República, y porque “su raza, sus hábitos de vida y espíritu aventurero es inadaptable al medio ambiente […]. Serían para el país un motivo de degeneración fisiológica y elemento propicios para el desarrollo de la holganza y el vicio”.23 Gudmundson, en su libro con Wolfe, da un paso adelante al demostrar que la negritud estuvo ausente en la construcción nacional centroamericana y que, en las escasas menciones que se hacen del mestizaje en la región, se encubre a los afrodescendientes, que fueron numerosos, tanto en Honduras como en Nicaragua y Costa Rica. Ambos autores consideran que la “blancofilia” invisibilizó la presencia de afrodescendientes en América Central durante el período poscolonial.24 Este blanqueamiento de la nación o la invisibilización del “indio” y del “negro”, también está presente en una de las revistas más emblemáticas y progresistas del país, de la región centroamericana y de todo el continente americano: Repertorio Americano. Esta revista estaba dirigida por uno de los mejores intelectuales de la época, Joaquín García Monge, que –a juicio de casi todos sus biógrafos– fue uno de los principales constructores de la nación de esa generación. Como muchos otros intelectuales de la época, enfatizaba la importancia de la instrucción y la educación en la cuestión social y la construcción nacional, en donde el imaginario nacional tenía un cariz continental. Sin embargo –a juicio de Pakkasvirta– las élites intelectuales blancas que escribían en Repertorio poseían un imaginario homogéneo y de blanqueamiento de la nación, y nunca pensaron en los otros como parte de esa nación. Según Pakkasvirta 23

  Putnam, 2002; Putnam, Chambers y Caulfield 2005a, 1-24.   Según los trabajos de Gudmundson, el mito de la blancura en Costa Rica se recrea con el positivismo ya que, a mitad del siglo xix, los censos hablaban de un 10% a un 20% de afroamericanos, un 15% de indígenas y el resto se hablaba de mestizos y no de blancos. Sin embargo, el positivismo racialista blanqueó la nación hasta hacer desaparecer a todos los grupos étnicos, incluso a los mestizos, como referentes propios de la nueva nación, para convertirla en una nación blanca. Gudmundson, 2010, 209-246. 24

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la imagen de Costa Rica siguió siendo blanca y progresista en todos los números de Repertorio de la década. La Nación era el valle central y a veces Puntarenas […] Sin embargo, la ciudad de Limón –la ciudad negra– no era mencionada en este contexto. En el mundo de Repertorio no existían los indígenas costarricenses, aunque muchas veces publicaran poemas y leyendas indígenas […] y la población negra de la Costa Atlántica era un problema para la imagen homogénea, blanca y progresista de Costa Rica.25

Pakkasvirta coincide con Cruz Molina, otra autora que ha analizado la indianidad y la negritud en Repertorio Americano, en que hubo muchos intelectuales que publicaron artículos abiertamente racistas contra los negros; que García Monge no se pronunció en ninguna ocasión al respecto, guardando un silencio cómplice. A juicio de estos autores, esta posición obedecía a la necesidad imperiosa de construir un imaginario de Costa Rica, como país blanco, homogéneo progresista y pacífico y cuando se hablaba de “nuestra raza” se estaba hablando de la raza hispana, blanca y europea, en donde “el otro” era invisibilizado o no tenía cabida.26

El Salvador El Salvador no escapa a las teorías eugenésicas y degeneracionistas propias del siglo xix y del pensamiento racial spenceriano, que se manifiestan en buena parte de sus intelectuales. David J. Guzmán y Francisco Galindo están implicados en la idea de hacer desaparecer al “indio”, convertirlo en mestizo o mejorar la raza. Galindo procede de una familia de políticos y terratenientes del añil de San Miguel, y es en la Universidad de San Carlos de Guatemala donde adopta los principios básicos del pensamiento liberal europeo, a través de los teóricos 25

  Pakkasvirta plantea que en Centroamérica se creó una nación fragmentada y que hubo dos proyectos nacionales –el del centro y el de la periferia, costa o altiplano– en donde la nación fue un imaginario excluyente y casi inexistente. Pakkasvitra, 1997, 142. 26   Cruz Molina, 1999, 134.

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del liberalismo y del positivismo como Quesnay, Turgot, Smith, Taine y Locke y, posteriormente, estudió en Francia en donde sus ideas se vieron influenciadas por el darwinismo social y el degeneracionismo francés. Todos estos pensadores influyeron en las líneas de investigación y en sus proyectos higienistas que realizó a lo largo de su vida profesional.27 David J. Guzmán considera que el indígena: Es un ser pasivo en el estado civil y social de nuestra sociedad á pesar de estar plenamente rehabilitado por las leyes de la República. Es necesario que el espíritu realmente liberal y humanitario de nuestras instituciones penetre por todos lados en el hogar del indígena, instruyéndole, sacándole de la apatía, y si es posible haciéndole desaparecer gradualmente en la masa de la civilización actual que es por una parte la suerte reservada á los vestigios espirantes [sic] de otras civilizaciones ya muertas y por otra la gloriosa misión encomendada al apoyo paternal de los gobiernos liberales e ilustrados.28

Mientras que el mestizo o ladino, para Guzmán, posee unos caracteres más positivos y debe ser el elemento central de la construcción de la nación salvadoreña Los ladinos o mestizos son de una constitución fuerte y sana; activos, inteligentes de perseverancia notable en todo lo que emprenden […]. Su color trigueño oscuro que caracteriza su piel comienza a desaparecer en las sucesivas alianzas con los blancos de la segunda a la tercera generación, como sucede también con la mezcla del negro, cuya tez obscura desaparece a la quinta generación. Los mestizos son los hombres de resistencia a todas las intemperies de nuestro clima cálido, los que ejercen las artes y los oficios, los mejores soldados de la República. Ilustrados, son los mejores y desinteresados patriotas y un elemento útil al progreso del país.29 27

  López Bernal, 2009; Hernández, 2009.   Guzmán, 1883, 507. 29   Guzmán, 1883, 49. 28

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Esta idea temprana de exterminio del “indio” o de la eugenesia la fueron recreando las élites políticas e intelectuales del país, en la medida en que la economía cafetalera se desarrollaba, las tierras de las comunidades indígenas pasaban a manos de los ladinos y terratenientes y las comunidades indígenas se rebelaban y se enfrentaban a esta situación de despojo. No es casual que a lo largo del siglo xix hubiera más de 45 sublevaciones indígenas en El Salvador, casi todas en los departamentos de Nahuizalco, Izalco, Santa Ana y Cojutepeque, y que la movilización rural e indígena de 1931, que precedió a la insurrección de 1932, tuviera un carácter marcadamente indígena, en donde se intensificaron el racismo local y los tópicos en contra esta población.30 En todos estos autores vemos claramente la influencia de las teorías degeneracionistas francesas de Gobineau, Taine o Le Bon, en las que la genética, el clima o la geografía marcaban y determinaban raza y carácter. Coincidimos con Tilley en que la historiografía salvadoreña ha minusvalorado la importancia del pensamiento racial decimonónico en este país. A nuestro juicio, sin ese componente de degeneracionismo y de racialismo en las élites intelectuales, políticas y económicas, no se puede comprender el genocidio de 1932.31 Para Oliva, en El Salvador hubo un claro proyecto social higienista, que llegó a ser hegemónico durante el gobierno liberal de Zaldívar. Se manifestó en leyes de carácter eugenésico que establecieron el carácter obligatorio del trabajo, la educación y la salud; en las leyes inmigratorias, que afectaron sustancialmente a las poblaciones campesinas y a las tierras ejidales de los indígenas. Esta política de concentración de la riqueza en un pequeño grupo generó la pauperización del resto de la población y dio inicio a una dinámica de violencia gradual, pero irre-

30

  Gould y Lauría-Santiago, 2008.   Tilley llega a la conclusión de que, en El Salvador, se ha negado la matriz del pensamiento racial del siglo xix y se ha encubierto con un mestizaje cultural, pero que, “la revuelta en sí, sus slogans, liderazgo y metas, sugieren una ‘guerra de razas’, con grupos indígenas asaltando los emblemas del poder ladino. Ciertamente el ejército desempeñó un papel asesino en los primeros días y semanas, pero el alcance genocida de la matanza, fue responsabilidad de grupos civiles ladinos y autoridades municipales que desearon con particular inquina ‘que se extermine de raíz la plaga indígena’”. Tilley, 2005, 123. 31

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versible, que estalló a principios de la década de los años treinta del siglo xx.32 Las políticas higienistas, por lo tanto, fueron mucho más comunes de lo que se ha escrito hasta el momento en El Salvador y, sin duda, contribuyeron a la invisibilización de los “indios”. Posteriormente se convirtieron en una obsesión para las élites intelectuales finiseculares, y en un mecanismo poderoso de justificación racial que culminó con la matanza de campesinos indígenas en 1932, en donde se considera que fueron asesinados más de 12 000 indígenas, punto de partida de un imaginario nacional que va a recrear el mito de la nación mestiza.

Guatemala Guatemala fue la república centroamericana donde tuvieron más influencia el positivismo spenceriano, las teorías degeneracionistas y la eugenesia, posiblemente porque era el país que contaba con mayor población indígena y necesitaba mano de obra barata para consolidar una economía cafetalera; o probablemente porque la influencia de la Revolución mexicana aterrorizó a las élites intelectuales y políticas. Fue el país en donde la influencia del racialismo y del degeneracionismo fue mayor, especialmente en las redes de intelectuales entre 1900 y 1930. Muchos intelectuales de la época aparecen muy influidos por las teorías degeneracionistas francesas, no en balde muchos de ellos habían sido formados en Francia o habían pasado largas temporadas de su vida en París, como Samayoa Chinchilla, Miguel Ángel Asturias, Federico Mora y Epaminondas Quintana. En todos ellos, la influencia de Gobineau, Taine y Le Bon se dejó sentir, en concreto en la idea de la fusión de razas como el principal motivo de la caída de la civilización occidental al provocar la degeneración de la especie. Partían del supuesto de que las razas mixtas no eran fértiles ni positivas, por el contrario estaban ya degeneradas, y la fusión de ambas producía una degradación mayor, 32

  Oliva Mancia, 2011, 89.

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porque las razas se adulteraron y esa alteración de las sangres fue lo que provocó una progresiva degeneración. Como dirían estos autores, la degeneración de una nación se produce por el cruzamiento de sangres, como resultado de esta atracción fatal; y fruto de esta confusión racial se produce el atraso y la inferioridad de las razas y de algunos pueblos como el africano, americano o asiático.33 Miguel Ángel Asturias interpreta la degeneración de la raza indígena desde otra óptica. Se pregunta si los indígenas mejoran o se degeneran con el tiempo, y llega a la conclusión, por sus estudios fisiológicos, anatómicos y psicológicos, de que: “En rigor de verdad, el ‘indio’ psíquicamente reúne signos indudables de degeneración; es fanático, toxicómano y cruel”; considera que, por su etiología, “resulta evidente la decadencia de la raza indígena”.34 Entre las múltiples causas que enumera, la mayor parte son de índole económico y social, la mala alimentación, la falta de higiene, el excesivo trabajo, el casamiento prematuro, las enfermedades y el alcoholismo, y ya apunta a lo que será el núcleo central de su tesis: La falta de cruzamiento. Es en este punto, sigue a Le Bon, Renan e Ingenieros, cuando afirmará que el principal problema de los “indios” ha sido la falta de cruzamiento: Los “indios” se han gastado ellos mismos, su sangre no ha hecho a través de incontables generaciones, sino girar en un círculo [...]. Hace falta sangre nueva, corrientes renovadoras que resarzan la fatiga de sus sistemas, vida que bulla pujante y armoniosa.35

A juicio de Asturias, “el estancamiento en que se encuentra la raza indígena, su inmoralidad, su inacción, su rudo modo de pensar, tienen origen en la falta de corrientes sanguíneas que le impulsen con vigoroso anhelo hacia el progreso”.36 33

  Grandin, 2007.   Asturias, 1923, 7. 35   Asturias, 1923, 7. 36   Asturias no es el único de su generación que posee este discurso, corresponde al imaginario hegemónico de la época, en donde la eugenesia es la solución propuesta por muchos autores. Asturias, 1923, 7 y 8. 34

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Siguiendo esta línea de pensamiento, Asturias considera que, “El ‘indio’ no pudo, ni ha podido, ni podrá incorporarse de golpe a la cultura avanzada que tiene la minoría, puesto que se ha producido [...] una degeneración permanente de la raza indígena, lo que le impide acceder al progreso y a la civilización moderna”.37 El máximo exponente de este discurso racialista y degeneracionista lo tenemos en Carlos Samayoa Chinchilla para quien El indio de Guatemala, es un valioso elemento decorativo, forma parte de nuestros paisajes y en lo que respecta a su condición merece nuestro respeto humano [...]. Pero, el indio, cargado de conocimientos y favorecido por todas las circunstancias imaginables será siempre indio, es decir un ser huraño ante toda idea nueva, impenetrable y como sonámbulo entre el enjambre de inquietudes que acosan al hombre en su marcha hacia la conquista del futuro [...].38

En estos párrafos están todos los tópicos acerca del indígena: “haragán, degenerado, huraño, irredimible, un elemento decorativo”, y lo que es más grave, en la construcción del estereotipo y del prejuicio racista, es su carácter absoluto e inamovible. Samayoa Chinchilla, como Asturias, opina que el indígena tiene una incapacidad psicológica para evolucionar porque “no ha podido evadirse de su mundo mental [...] son pueblos milenarios cuyas energías primitivas, por una u otra causa se agotaron y todo esfuerzo por volverles a su antigua vida sería vano”. Es esa la causa por la que el “indio” será siempre “indio” y su redención sólo será posible, “cuando su vieja sangre tenga oportunidad de mezclarse con representante de la raza blanca”.39 37

  Este mismo concepto es utilizado por Manuel Gamio en México, quien solicita que se efectúe una política eugenésica eficaz, basada en los conocimientos antropológicos de los indígenas y de los emigrantes europeos para “facilitar con criterio eugenésico su cruzamiento con los ‘indios’”. Gamio, 1930. 38  Samayoa Chinchilla, Carlos, “Algo más acerca del ‘indio’”, El Imparcial, Ciudad de Guatemala, 28.I.1937. 39   Samayoa Chinchilla, “Algo más acerca del ‘indio’”, El Imparcial, Ciudad de Guatemala, 28.I.1937. En este párrafo el proyecto eugenésico está muy claro, resulta la única forma de integración a la nación, por la vía de la mejora de la raza ya sea por mejora de cruzamientos o por la inmigración de razas superiores.

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Federico Mora, médico forense y psiquiatra graduado en París, en un artículo titulado “Nuestro modo de ser”, plantea las reformas que debería de hacer el hombre guatemalteco por medio de la higiene, de la moral, de la educación y “de la raza por medio de la eugenesia”. Para este autor, no cabe duda de que la mezcla entre español, como raza superior, y el indígena, como raza inferior, produjo la degeneración racial del mestizo, provocó un grave lastre a “nuestra civilización” y contribuyó a la incorporación de una herencia progresiva de patologías propias del guatemalteco: “venga por donde viniere la inferioridad biológica del mestizo con relación a sus ancestros, el hecho es que esa inferioridad existe y plantea el más arduo problema para el sociólogo y para el hombre de Estado”.40 Con estos argumentos, esgrimidos por buena parte de los intelectuales de la Generación del 20, observamos cómo la eugenesia en Guatemala, al igual que en Costa Rica y en El Salvador, se convirtió en la solución para alcanzar una nación homogénea; formó parte del discurso hegemónico de la construcción nacional de las élites intelectuales centroamericanas; y, sin duda, configuró buena parte de los Estados nacionales centroamericanos. Por ello, no coincidimos con la afirmación de Palmer, cuando apunta que el racismo y la eugenesia no constituyeron un proyecto relevante en el imaginario nacional de las élites guatemaltecas, sino que desde el inicio tuvieron una visión mestiza. Al contrario, por el análisis pormenorizado de la prensa diaria y de las revistas de la década de los veinte y por el análisis del discurso de un buen número de intelectuales de la época, la mejora de la raza y el desprecio hacia una nación homogénea basada en el mestizaje, formaron parte sustancial del imaginario nacional de las élites guatemaltecas. La idea del blanqueamiento de la nación fue un imaginario común para todo Centroamérica, pero se agudizó de una manera más profunda en las

40

  Mora, 1925, 3. De este modo Mora, como otros teóricos franceses del degeneracionismo, trataban de definir los comportamientos patológicos en términos biológicos, y ligaban los rasgos somáticos anormales a la patología mental.

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élites intelectuales guatemaltecas y costarricenses en quienes no llegó a cuajar el mito del mestizaje.41 En conclusión y por lo analizado en los discursos de las élites intelectuales y el desarrollo histórico de la construcción nacional, consideramos que el mestizaje no tuvo cabida en la construcción del imaginario nacional de Costa Rica, El Salvador y Guatemala, porque lo que sus élites intentaron fue blanquear la nación e invisibilizar a la población indígena o afrodescendiente o, en el mejor de los casos, establecer políticas eugenésicas para mejorar la raza, pero nunca vieron el mestizaje como la piedra angular para la construcción de la identidad nacional. Si bien en el caso de Costa Rica fue más efectivo ese mito, al situarse en un área demográficamente vacía y con escasa población afrodescendiente e indígena en esos momentos, en Guatemala y en El Salvador tuvieron que acudir a políticas eugenésicas más eficaces y al exterminio de la población indígena –en El Salvador en 1932 y en Guatemala en 1945 y posteriormente, en 1982– para blanquear la nación. El pretexto aducido de la penetración del comunismo en ambos casos fue el considerar al indígena como “enemigo público”.

Consecuencias del proyecto eugenésico de nación y de las políticas de exterminio en El Salvador y Guatemala en el siglo xx El imaginario de la blancura o del blanqueamiento de la nación, en El Salvador y Guatemala, lo construyeron las élites intelectuales y lo fundamentaron para justificar la puesta en marcha de una economía agraria cafetalera, que se basaba en la sobreexplotación del campesino y en el despojo de las tierras comunales. Muy pronto se hizo sentir en las élites políticas regionales y nacionales con el recrudecimiento o intensifica-

41

  Stephen Palmer plantea que esa corriente racialista y eugenésica sí se produjo en Costa Rica, pero que Guatemala evolucionó en dirección opuesta hacia el mestizaje. Sin embargo los trabajos que hemos presentado nosotros avalan que Guatemala y Costa Rica tuvieron una evolución de su historia intelectual muy similar. Casaús Arzú, 2001, 1-51; Palmer, 1996, 118 y ss.; López Bernal, 2007.

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ción de un racismo profundo contra la población indígena.42 A juicio de Gould y Lauría-Santiago, el racismo de la clase media y de la élite a menudo giraba en torno a la noción del indígena como sucio, degenerado y como un impedimento para el progreso. Los tópicos del “indio” o “indito” como ignorante, retrasado, incapaz de progresar se intensifican con las movilizaciones indígenas en la década de los treinta del siglo xx, para convertirse en “‘indios’ bárbaros y comunistas”, que deben de ser exterminados.43 A nuestro juicio, el positivismo racialista y su imaginario del “indio” como un sujeto fuera de la cultura y de la civilización se agravó con las movilizaciones indígenas contra la usurpación de sus tierras y provocaron el primer extermino de la población indígena en Centroamérica –“la matanza de 1932”– que hasta hace poco tiempo era leída por los historiadores y antropólogos en clave de clase social, como una masacre de campesinos instigados por el partido comunista. Sin embargo, en los últimos años, investigaciones como las de Alvarenga, Ching y Tilley44 han llegado a la conclusión de que la variable de clase y la étnica se entrecruzan y que, lo que se produjo en El Salvador fue una sublevación indígena, en la que el Partido Comunista aprovechó a ésta y sus demandas, para lanzar una insurrección; sin tener plena conciencia de que los campesinos, al margen de su variable de clase eran a su vez indígenas, y que el racismo de las élites políticas y económicas iba a provocar un auténtico genocidio en contra de esta población. Los autores anteriormente citados, basándose en los testimonios de los escasos supervivientes y en una relectura de todos los diarios y testimonios de la época, han llegado a la conclusión de que la “matanza del 32” tal vez no fue de 30 000 “campesinos” asesinados, sino de 12 000, en su mayor parte indígenas, y que lo que se produjo fue un genocidio en contra de esta población, porque por parte del Estado hubo claramente un móvil, una intencionalidad y una planificación de exterminar a estos indígenas.45 42

  Casaús Arzú, 2008a, 209-231.   Gould y Lauría-Santiago, 2008, 164 y ss. 44   Casaús Arzú y García Giráldez, 2005; Alvarenga, 1996; Ching y Tilley, 1998. 45   Una de las hipótesis que me lleva a pensar que el discurso racial fue hegemónico y la idea del blanqueamiento de la nación también en El Salvador, es el genocidio de 1932. 43

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A juicio de Gould y de Lauría-Santiago, el racismo y el desprecio de las élites económicas locales y políticas jugaron un papel clave para llevar a cabo una política de limpieza étnica. Para ello ponen como ejemplo dos de las masacres más emblemáticas, que se producen después de la derrota militar de los insurgentes: la del terrateniente Gabino Mata en “El Canelo” en la que, reunidos cientos de indígenas, fueron asesinados brutalmente, y la del alcalde de Nahuizalco que reunió a todos los indígenas en la plaza del pueblo y ejecutó a más de 4 500 hombres, mujeres y niños. En estas matanzas hubo una clara intencionalidad de asesinarles, dado que las órdenes del ejército fueron: “cuando capturen a un sospechoso, si es ‘indio’ mátenlo y, si es ladino, tráiganlo para ser interrogado”. Además, aunado al hecho de considerarlos racialmente inferiores, ahora se convertían en “indios” comunistas, con lo cual “se fusionó el odio y el racismo contra el ‘indio’” como clase insurrecta, con el odio de clases y, como resultado, “se mató a miles de personas en una forma de genocidio”.46 A partir de este genocidio, los salvadoreños empezaron a construir el mito de la nación mestiza, negando que la matanza fuera un genocidio en contra de un grupo étnico, elaborando el discurso de que “pagaron justos por pecadores” y que “los pobres inditos” fueron engañados por los comunistas; pero a partir de entonces los “indios” desaparecen de la escena política y de la nación, y es una desaparición física y cultural que se resume en la frase “en El Salvador no hay ‘indio’”, y que se produce después de la insurrección del 32, y la comparten todos los sectores de la sociedad, las élites económicas, políticas, intelectuales y los sectores de izquierda que encubrieron a los “indios” bajo el manto de “campesinos” y que contribuyeron a erradicar del imaginario nacional el protagonismo de los indígenas en la insurrección y las masacres dirigidas especialmente en contra suya, borrando así de la memoria colectiva y de los censos a los indígenas como sujetos históricos de la insurrección, de las masacres y de la nación. Sin duda contó con la complicidad de las élites políticas e intelectuales y la colaboración de la población ladina, de lo contrario no se hubiera producido. Esta misma opinión es compartida por Ching y Tilley, 1998. 46   Gould y Lauría-Santiago, 2008, 285.

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Ching y Tilley confirman esos supuestos y consideran que el etnocidio estadístico se inicia con la supresión, en los censos de El Salvador, de la categoría racial a partir de 1925, pero sobre todo a partir de 1932 y se sustituye por la de “mestizos” y de esta manera “los indígenas se evaporan del censo y de la nación”, afirman los autores. Sin embargo los datos demográficos de su invisibilización en los departamentos de la masacre, Sonsonate y Ahuachapán, se desmienten. Tras el genocidio, la población indígena se incrementa del 32% al 34%, aunque no figure así en los censos.47 El supuesto mito de la nación mestiza de los salvadoreños, que había emergido unas décadas antes del genocidio, según López Bernal y Lindo se refuerza después del mismo, para favorecer el mito de la nación mestiza, sin “indios”.48 Sin embargo, no coincidimos con aquellos autores que consideran que El Salvador tuvo un patrón de mestizaje para la construcción de la homogeneidad, como Nicaragua y Honduras porque –a nuestro juicio– difiere sustancialmente de estas repúblicas y se parece mucho más a la estrategia eugenésica y de blanqueamiento de la naciones de Argentina, Costa Rica y Guatemala. La única diferencia es que El Salvador lo consiguió por la vía del exterminio físico y la supresión en los censos, mientras que Argentina lo llevó a cabo mediante el genocidio cultural. En cambio, a Costa Rica le resultó más fácil al ser un área demográficamente vacía, haber planificado el blanqueamiento en los censos, convirtiendo a toda la población –indígena, afrodescendiente y mestiza– en una nación de blancos.49 De esta forma, podemos afirmar que el primer experimento genocida de blanqueamiento de la nación y exterminio del “indio” se experimentó en El Salvador en 1932, y no en Guatemala. Las corrientes del positivismo racialista, de las élites intelectuales salvadoreñas 47

  Erik Ching y Virginia Tilley consideran que se produjo un etnocidio físico y estadístico y a partir de allí se reforzó la idea del Salvador como nación mestiza o nación sin indios. Ching y Tilley, 1998, 135. 48   López Bernal, 2011; Lindo-Fuentes, 2002. 49   Los últimos trabajos de Gudmundson y Wolfe (2010) ponen en duda el trabajo de Hale acerca del proyecto mestizo de nación para Nicaragua, así como este mismo modelo aplicado a Centroamérica. Gudmundson y Wolfe (eds.), 2010. Véase Gould, 2004.

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jugaron un papel clave para justificar este genocidio y después para invisibilizar a los “indios” y hacerles desaparecer del mapa nacional, como forma de conseguir “homogeneizar la nación”, por la vía del exterminio físico y estadístico. Como reflexión final del análisis discursivo de las élites intelectuales, consideramos que el grave problema de las aproximaciones a la raza y la construcción nacional elaboradas en los últimos años en Centroamérica y al intento de afirmar la existencia de un proyecto mestizo de nación en todas las repúblicas del istmo, es que parten de una premisa falsa, ya que resulta casi imposible e inimaginable pensar y probar, a la luz de los hechos y según el desarrollo de los procesos en la región, que el mestizaje fuera un proyecto de las élites intelectuales liberales y positivistas, así como que la vía de la homogeneización fuera el mestizaje. Ni siquiera se puede asumir que, fuera la vía planificada por las élites intelectuales o, en el mejor de los casos, fuera un proyecto hegemónico con éxito en alguna de las cinco repúblicas. A nuestro juicio, a la luz de los hechos, en tres de los cinco países estudiados, nunca se pensó en la homogeneidad racial por esa vía, en los años del Nation building (1880-1930), en América Central. Ese fenómeno ocurrió en otros países de América Latina, en Brasil y México. A nuestro juicio, se debió a que el imaginario de las élites intelectuales, el denominado “nacionalismo mestizo”, nunca se lo apropió la ideología liberal de las repúblicas centroamericanas o al menos nunca como ideología dominante, y ello se debió a varias razones que pueden contribuir a esclarecer este fenómeno y que son un elemento central de la correlación entre raza, etnia y nación.

Guatemala como caso paradigmático de nación eugenésica y de Estado racista El caso de Guatemala, sin duda, es el más paradigmático de todos porque con una mayoría indígena, en el siglo xix y principios del xx, las élites intelectuales decidieron aplicar una política eugenésica y de exterminio de esta población, que era inviable por razones demográficas

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y porque suponía eliminar a la principal mano de obra para el cultivo extensivo del café. Sin embargo, esta intencionalidad de las élites intelectuales y de algunos gobiernos –con las políticas migratorias– no pudieron llevarla a la práctica a pesar de que era el país con mayor número de intelectuales que abogaban por la eugenesia y el exterminio, a que pusieron en marcha políticas masivas de despojo de la población de las tierras comunales, a que decretaron la conversión de los pueblos “indios” en ladinos, y a que establecieron una política de inmigración blanco-europea y nuevos mecanismos de trabajo forzado.50 A partir de entonces, el racismo, como ideología dominante, basada en las corrientes degeneracionistas y eugénicas del siglo xix, empezó a operar como un racialismo, que valoraba las diferencias biológicas y raciales en lugar de las diferencias culturales o sociales. El imaginario racista se modificó sustancialmente por la influencia del liberalismo, el positivismo y el darwinismo social y empezó a operar como un fuerte mecanismo de diferenciación política y social y de exclusión económica. El racismo fue un elemento clave en el nuevo Estado liberal oligárquico, en donde el indígena –que durante la colonia estaba reconocido jurídicamente como un grupo socio-racial y gozaba de cierta autonomía para garantizar la buena marcha del Estado corporativo– perdió todos sus derechos y pasó a ser invisibilizado. La metamorfosis del racismo, a partir del siglo xix, se vinculó a las nuevas formas de dominación capitalista, en las que operó de forma más virulenta y enérgica, pero también, más sutil y difusa. Es la fase que Miles denomina de racialización; Foucault, de racismo de Estado; y Young de la raza como motor de la historia. Fue cuando el racismo se articuló con otros discursos: el de la construcción de la nación, el reforzamiento del machismo y la aplicación burda del darwinismo en su vertiente más racialista. Estas variables reforzaron el imaginario racista de la élite, el espacio del racismo se difuminó y dispersó por toda la sociedad, y las formas de dominación tradicional se solidificaron,

50

  Casaús Arzú, 2008a, 209-231.

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gracias al sistema clientelar que las élites criollas reprodujeron, recrearon y reforzaron, desde el Estado.51 A principios del siglo xx, una buena parte de la intelectualidad del país abogó por una política eugenésica y de mejora de la raza que recurriera a la inmigración de europeos. Fue una de las razones para una pervivencia tan consistente del racismo en Guatemala. Las élites intelectuales y políticas en las décadas de los veinte y treinta, apostaron por un modelo de nación eugenésica, racista y excluyente, en lugar de imaginar una nación homogénea o mestiza, y generaron con ello un tipo de Estado autoritario fundado en el ejercicio de la violencia como principal fuente de control social.52 Coincido con la opinión de González Ponciano, en que la conversión de la blancura en autoritarismo político fue la ruta que los liberales guatemaltecos adoptaron –incluso al aplicar los criterios de inmigración selectiva de alemanes, anglosajones y nórdicos– para mantener el Estado racista y excluyente. A juicio de este autor, “la blancura guatemalteca ha sido una estrategia cultural eficaz para consolidar el orden socio-racial o sociocultural”. En ese sentido la blancura como ideología y los estudios de los otros grupos en su consideración de “no blancos”, podría ser un buen punto de partida para analizar la historia de Guatemala.53 En la investigación citada de Hale, Euraque y Gould sobre el mestizaje en Centroamérica, a pesar de los enormes esfuerzos que hacen estos autores y algún otro, por encontrar un proyecto mestizo de nación en Guatemala –incluso los más partidarios de que existió un proyecto ladino de nación, durante el periodo liberal– llegan a la conclusión, tanto Hale como Taracena, de que el proyecto de blan51

  Casaús Arzú, 2007.   Disiento de la opinión de Manuel Vela Castañeda (2014), en que no existió una política racista y de exterminio en la élites intelectuales guatemaltecas. Nuestras investigaciones prueban lo contrario y la idea del exterminio del indio y de la degeneración del mismo está presente desde finales del xix y principios del xx. Es por ello por lo que sostengo que el racismo es un elemento histórico-estructural que estuvo presente en las élites intelectuales y políticas desde el siglo xix y que se agudizó con la guerra y la política contrainsurgente. Vela Castañeda, 2014; Casaús Arzú, 2005. 53   González Ponciano, 2004, 111-165. 52

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queamiento de la nación en Guatemala excluyó el proyecto mestizo de nación y lo encubrió con un proyecto ladino, que estuvo liderado y dirigido por las élites criollas, que se consideraban blancas y que despreciaban tanto al mestizo y al ladino, como al indígena.54

Del Estado racista al genocidio ¿Por qué afirmamos que en Guatemala el racismo fue un elemento histórico-estructural que permeó los aparatos ideológicos y represivos del Estado para constituirse como el Estado racista por antonomasia y por qué excluyó a los indígenas y a los afrodescendientes de la nación durante su construcción y justificó, en parte, el genocidio del siglo xx? El tema de los espacios y de las lógicas del racismo y de la discriminación nos lleva al papel que juega el Estado en la conformación de un modelo racista excluyente, patriarcal y autoritario de nación. Considero que el aporte del concepto de racismo institucional o racismo de Estado es clave para entender la relación entre el Estado y las políticas públicas. Coincidimos con los trabajos de Foucault sobre el racismo como uno de los principales mecanismos de poder del Estado, el cual le permite ejercer un poder soberano y decidir quién debe morir o vivir en función de una legislación homogénea, sin respeto a la diversidad. El racismo ejercido por el Estado opera como un ejercicio de dominación y opresión de clase, género y etnia, en nombre de la soberanía y de la igualdad de derechos. El racismo se inserta como un nuevo mecanismo de poder del Estado, como una tecnología de poder con la prerrogativa de que se ejerce el derecho a matar o eliminar al otro en nombre de la soberanía, y, en este orden de cosas, las mujeres y los indígenas ocupan el último escalafón de la cadena. Partiendo de este desplazamiento del concepto de soberanía y de la incorporación del racismo como elemento intrínseco de la estructura de poder del Estado, Foucault afirma que los Estados más homicidas son también los más racistas. El problema radica en la on54

  Taracena Arriola 2004, 79-110.

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tología misma del Estado. A su juicio, es la base filosófica y política de la constitución del Estado moderno la que posee un fuerte componente racial, lo que denomina, el bíopoder.55 Ahora bien, ¿por qué tipificamos al Estado guatemalteco de racista?, ¿cuáles son los rasgos que nos permiten hacerlo y cómo se produce el tránsito de un Estado racial a uno racista hasta consumar un genocidio? El Estado guatemalteco emplea el racismo de Estado, como tecnología de poder, cuando pierde el control de la población indígena, ante el temor de que ésta pueda sublevarse y tomar venganza. En este sentido el racismo cotidiano y la naturalización del racismo juegan un papel fundamental en el imaginario del ladino, de la élite militar y política quienes reavivan el temor del racismo a la inversa, como un efecto contrario a su dominación histórico-social. • El Estado racista es, por naturaleza, excluyente, autoritario y discriminador; utiliza todos los medios coercitivos a su alcance para ejercer el poder y consolidar un sistema de explotación y de dominación, de modo que la raza se convierte en el elemento articulador de las diferencias y de las desigualdades. • Es un Estado que, frente a una crisis de dominación o a una pugna interoligárquica recurre al genocidio como última solución para mantener el control; se apoya sustancialmente en la represión como principal vía para sustentarlo. • Es un Estado que, en todas sus manifestaciones legales, culturales, artísticas, simbólicas, niega, no reconoce o invisibiliza las culturas e identidades étnicas. • Es un Estado que reinventó su identidad nacional en función de su blancura, negando u ocultando la identidad cultural del otro y elimina todo rasgo en los símbolos patrios, la bandera, el escudo y el himno nacional. • Es un Estado cuya estrategia ha sido asimilar o integrar al otro en el modelo homogéneo de nación y ha recurrido histórica55

 Foucault, 1992.

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mente a la eugenesia como estrategia para la mejora de la raza y al genocidio para mantener el estado de dominación. Los rasgos señalados han formado parte sustantiva del Estado guatemalteco y por ello acudimos a su tipificación como: Un Estado racista, es aquel que favorece el racismo de Estado o empleo masivo e indiscriminado de la fuerza bruta en contra de uno o varios grupos étnicos, como el mecanismo más común para justificar el control por medio de la violencia y asegurar un sistema global de dominación. El Estado racista guatemalteco, perpetró un genocidio contra la población indígena en virtud de que histórica y estructuralmente, poseía, en su naturaleza interna, los aparatos represivos, ideológicos y jurídicos para ejecutarlo.

Este modelo de racismo de Estado ha sido una construcción nacional común a muchos de los países coloniales con similares características, en donde se han producido en los últimos años genocidios, como los de Ruanda, Bosnia, Irak y Guatemala. Explica en parte, por qué no sólo no ha desaparecido la polémica sobre las razas, sino que más bien se ha agudizado, ya que el racismo no ha muerto simplemente ha cambiado de registro: de la guerra de las razas al racismo de Estado. Estos supuestos de partida nos permiten situar el racismo en el Estado y analizarlo, no sólo como una ideología de la diferencia y de la desigualdad; no sólo como una forma de discriminación y opresión entre clases o grupos étnicos, sino como una lógica del exterminio y de exclusión, como una tecnología del poder. Es aquí donde radican las bases histórico-políticas del genocidio, y la forma como se construyeron los Estados homogéneos en los países coloniales. En este tipo de Estados y en sus aparatos represivos es donde opera el genocidio como la máxima expresión del racismo, y constituye un elemento intrínseco del mismo, y forma parte de uno de sus ejes vertebradores, utilizados y manipulados por las élites de poder que se consideran blancas.

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Racismo y genocidio En el caso del genocidio de Guatemala que fue perpetrado en contra de la población maya durante la década de los ochenta del siglo xx, especialmente durante el mandato del general Efraín Ríos Montt, consideramos que el racismo operó como ideología de Estado, porque proporcionó una estrategia política para la acción que lo planificó y lo ejecutó directamente desde el Estado y sus aparatos represivos e ideológicos en contra de los pueblos mayas. Fue durante este período cuando la élite de poder, los políticos y militares, proyectaron una estrategia de represión selectiva e indiscriminada, empleando para ello la tortura, la guerra psicológica, la violación sexual y todo tipo de métodos represivos contra la población civil, y especialmente contra la población indígena. Ello explica el porqué de la alianza militar-oligárquica, junto con la tendencia neo-pentecostal basada en la doctrina calvinista del más rancio puritanismo, representada por Ríos Montt, que justificó el exterminio de miles de indígenas porque “no eran sujetos de gracia, porque son idólatras, pecadores y representan las fuerzas del mal y además eran comunistas”.56 Durante este período, los niveles de racismo se manifestaron en casi todas las instituciones del Estado: las fuerzas armadas, la administración pública, la escuela; en las instituciones de la sociedad civil, las iglesias neopentecostales, y en los medios de comunicación, así como en los partidos políticos, las asociaciones gremiales, etcétera. En la estructura social se reforzaron las divisiones étnicas y se polarizaron los antagonismos entre los grupos socio-raciales, especialmente en el campo, y se consideraba que los “indios” eran los causantes de la guerra y la represión.57 En el ámbito ideológico, el prejuicio contra el “indio” se incrementó y mitificó. A los rasgos absolutos y definitivos de la Colonia y del período poscolonial, se unieron los nuevos estereotipos: comunistas, infieles, resentidos y no conversos. En pocas palabras, se satanizó al 56 57

  Casaús Arzú, 2008b.   Le Bot, 1995; Sanford, 2003; Casaús Arzú, 2008b, 25 y ss.

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“indio”. Los partidarios de la oligarquía de la teoría del exterminio, encontraron nuevas justificaciones ideológicas, políticas o religiosas para llevar a cabo el etnocidio; entre ellos, el mismo tópico de los terratenientes salvadoreños, el indígena es haragán, idólatra y traidor, y, además, “es un comunista”.58 Por ello no coincido con la interpretación de Manuel Vela Castañeda en su trabajo, Racismo y genocidio I y II, en el que argumenta que el racismo no es una causa suficiente ni necesaria para argumentar el genocidio de Guatemala. Si bien es cierto que no es la única causa y que no es un elemento determinante, sin duda es coadyuvante y ha sido uno de los mecanismos más comunes utilizados en casi todos los genocidios que se han cometido a lo largo del siglo xx. En el caso de Guatemala, que ha padecido un racismo histórico-estructural y cuyas élites intelectuales y políticas han construido un modelo de Estado racista, se ha ejercido la violencia racista desde el propio Estado, y esto es una evidencia más que probada. Tampoco comparto su tipificación de los tres tipos de racismo –cotidiano, radical y de los espectadores– que amablemente me adjudica la autoría, aunque yo nunca he establecido esta tipificación del racismo, ya que mi posición es la contraria: el racismo es un elemento histórico-estructural que se inicia con la Colonia, se consolida con el liberalismo spenceriano y se agudiza con la contrainsurgencia. Forma un todo, un sistema global, que explica y justifica un sistema de violencia sistemática y un sistema de dominación, basado en la violencia ejercida 58

  La respuesta sobre el exterminio del indio en una encuesta que hicimos en 1979 a varios miembros de la élite económica y política es muy elocuente “Yo no encuentro otra solución más que exterminarlos o meterlos en reservaciones como en Estados Unidos. Es imposible meterle cultura a alguien que no tiene nada en la cabeza, culturizar a esa gente es obra de titanes, son un freno y un peso para el desarrollo, sería más barato y más rápido exterminarlos”. Un joven agricultor, de 26 años, que se considera “blanco” opina: “Integrarlos no sería una solución, tampoco repartirles tierra, ni darles dinero, ni siquiera educarlos merece la pena. En el fondo yo soy un reaccionario, porque algunas veces me dan ganas de exterminar a todos los indígenas del altiplano”. Un empresario declara: “La única solución para esa gente sería una dictadura férrea, un Mussolini o un Hitler que les obligara a trabajar y a educarse, o los exterminara a todos”. Estas respuestas son lo suficientemente elocuentes para percibir el profundo desprecio, temor y odio que un sector de la oligarquía siente y expresa hacia el indígena y que sin duda ejecutó estas prácticas racistas y genocidas entre 1982 y 1985, cuando tuvo acceso al poder. Casaús Arzú, 2007, 245 y ss.

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por las propias instituciones del Estado. Por ello, me refiero al Estado racista y a un racismo de Estado, siendo ésta una argumentación que difiere de una tipificación que sólo señala algunas de las expresiones y manifestaciones del racismo, pero no aborda su esencia ni su naturaleza histórica y social, tal y como lo expreso en el epígrafe anterior.59 Manuel Vela Castañeda y otros autores cuestionan la incidencia del racismo en el genocidio de Guatemala, incluso cuando ha sido claramente tipificado por los organismos internacionales y se desprende de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), así como de la “Sentencia por genocidio en contra de Ríos Montt”, en la que se evidencia claramente el susodicho racismo ejercido en contra de la población indígena y, en particular, del pueblo maya ixil.60 Claro que no fue la única causa que provocó el genocidio, pero indudablemente fue un elemento coadyuvante, tal y como lo prueban innumerables testimonios, como los que citamos a continuación. • Nos trataban como si fuéramos animales, hasta después de haber pateado a un chucho nos da lástima y ni siquiera somos chuchos. • Eso no se hace ni siquiera con los perros. […] ¡No éramos gente pues! • Era como si fuéramos un grupo de pollitos que se llevaron a su madre. Todos nos quedamos amontonados llorando, eso fue lo que nos sucedió. • Mis hijos se murieron […]. ¿Por qué nos llegaron a matar sin razón alguna?, ¿no somos gente pues? • Los soldados nos gritaron que nosotros, los indígenas, no éramos nada, éramos animales, no nos merecíamos el respeto de un ser humano. 59

  Vela Castañeda, 2016; Vela Castañeda, 2014.   Sin embargo, Vela Castañeda, en su libro, cita innumerables ejemplos de prácticas racistas y discriminatorias de los tenientes hacia los soldados indígenas, llamándoles permanentemente “indio asqueroso, burro abusivo”. A juicio de Vela el racismo facilitó la ejecución de las operaciones militares, al considerar a los soldados indígenas inferiores. Vela Castañeda, 2014, 407. 60

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• [H]abía mucha discriminación con el indígena. A los indígenas nos golpeaban y nos insultaban casi por gusto, porque no podían decir casi ni palabra. • Hacían todo lo que querían con nosotros, parecíamos unos animales, unos perros, ya no teníamos respeto, no les importábamos en nada, es como si mataran a un animal sin importancia, si querían lo enterraban o lo tiraban al monte, eso es lo que les hicieron a las personas.61 Según la investigación del Consorcio Actoras de Cambio: la lucha de las Mujeres por la Justicia: las cifras evidencian que la violencia sexual se inscribió dentro de la ideología racista dominante, que se expresó en la destrucción del pueblo maya [...]. Las formas masivas, públicas, sistemáticas y generalizadas de ejecutar la violencia sexual, planificada y ordenada por los altos mandos militares, fueron los patrones de violencia sexual contra mujeres de origen maya [...] obedece a que eran consideradas seres inferiores por ser mujeres e indígenas [...]. Las atrocidades cometidas contra las mujeres expresaban misoginia, odio racial u odio de clase.62

Considero que todos estos testimonios y muchos más que podríamos seguir recabando –después de la “Sentencia por genocidio de Efraín Ríos Montt en contra del pueblo maya ixil” (2013) o la “Sentencia por violación sexual y crímenes de deberes contra la humanidad de las mujeres qeqchíes de Sepur Zarco” (2016)– ya constituyen pruebas fehacientes, que nos permiten afirmar que no fue una casualidad que se produjeran hechos de esa violencia y brutalidad contra una población indígena indefensa, dado que la mayor parte de ellas iban acompañadas de insultos, como “raza de coches”, “indias de mierda”, “vacas”. 61

  CEH, 1999, 199 y ss.; “Sentencia por genocidio”, 2013; Paredes, 2006, 35.   ECAP y Consorcio Actoras de Cambio, 2014; ECAP y Consorcio Actoras de Cambio, 2006, 16-17. 62

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Esa deshumanización y desvalorización del otro, que implica el tratarlo como un animal, conlleva una fuerte carga de racismo y de estigmatización por considerarlo como un ser inferior, prescindible, y que se agrava cuando a quien se dirige es además mujer. Este debilitamiento sistemático de su identidad étnica, de género y cultural, el resquebrajamiento psíquico, el deterioro mental, la humillación y las vejaciones de los sobrevivientes son los efectos del modo de operar del racismo y del genocidio, las dos caras de la misma moneda.La sistemática despersonalización y deshumanización de las víctimas –a juicio de algunos expertos en genocidio Fein, Verdeja, Feirenstein–63 es uno de los elementos más significativos y relevantes para establecer la distinción entre casos de violencia aislada, actos de genocidio o genocidio y su relación con la ideología racista que justifica estas prácticas racistas, como “ladinizarlos”, “normalizarlos”, “borrarles lo Ixil”, siendo uno de los aspectos más relevantes para catalogar un caso de genocidio o de crímenes de lesa humanidad.64

A modo de conclusión Una visión holística y con perspectiva de sociología histórica nos permite comprender mejor las bases y los orígenes del racismo en la construcción de las naciones centroamericanas, especialmente en Guatemala, y cómo la consolidación de una nación eugenésica dio origen a un Estado racista y puso en marcha unas políticas racialistas o de racismo de Estado. Este modelo de construcción nacional, contribuyó, con el ejercicio violento del poder especialmente en contra de la población indígena, y en momentos álgidos de crisis de dominación a provocar un genocidio y unos crímenes de lesa humanidad en contra de un grupo étnico: la población maya.

63 64

  Fein, 1990, 1-126; Verdeja, 2002; Feirenstein, 2008, 25 y ss.   Casaús Arzú, 2016.

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No fue un factor casual, sino un modelo de construcción nacional que desembocó en el genocidio. En ese contexto, sin duda, las mujeres indígenas como botín de guerra y la estigmatización del otro como ser inferior, jugaron un papel relevante, por ello afirmamos que racismo y genocidio son dos caras de la misma moneda. Otro factor relevante fue el papel de las élites intelectuales en la creación de esos imaginarios nacionales, desde el siglo xix hasta el siglo xxi. Los discursos de las élites intelectuales centroamericanas y, en especial, las guatemaltecas, intentaron blanquear la nación e invisibilizar a la población indígena y afrodescendiente o, en el mejor de los casos, establecer políticas eugenésicas para mejorar la raza, pero nunca consideraron el mestizaje como la piedra angular para la construcción de la identidad nacional. En la segunda mitad del siglo xx, la supuesta penetración del comunismo y la consideración de los indígenas como enemigo interno o enemigo público, junto con la estigmatización del otro como ser inferior, sirvieron de justificación ideológica al alto mando del ejército y a la oligarquía, para llevar a cabo una limpieza étnica y cometer actos de genocidio y crímenes de lesa humanidad. A la luz de los hechos, de los testimonios recabados y de los informes, peritajes y sentencias que se han producido en Guatemala durante los últimos años, como la “Sentencia por genocidio en contra del pueblo maya ixil” (2013) o la “Sentencia por violación sexual y crímenes de deberes contra la humanidad de las mujeres qeqchíes de Sepur Zarco” (2016), podemos concluir sin temor a equivocarnos y sin querer priorizar cuál fue la causa determinante, la existencia del racismo como un factor histórico estructural y coadyuvante con el genocidio y que, el racismo de Estado, en Guatemala, contribuyó o facilitó el exterminio de la población civil, en su mayoría maya y sirvió de justificación al ejército para llevar a cabo el genocidio.65

65   Casaús Arzú, 2013, 245 y ss.; Velázquez Nimatuj, 2016; Segato, 2016, “Peritaje antropológico” en “Sentencia por violación”.

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El indigenismo mexicano: gestación y ocaso de un proyecto nacional Rodolfo Stavenhagen

En la primera Constitución política del México republicano independiente (1824) los indígenas no aparecen mencionados, como tampoco lo fueron en los diferentes documentos aprobados durante los años anteriores. Desde la Constitución de Cádiz (1812), en cuya preparación participaron representantes novohispanos, “los indígenas fueron integrados a la categoría de ciudadanos, individuos regidos por el derecho común y no por privilegios segregadores”.1 Con todo, la Constitución de Cádiz permitió que las antiguas “Repúblicas de Indios” de la época colonial se convirtiesen en “ayuntamientos constitucionales” manteniendo así las comunidades, el derecho de elegir sus cabildos, administrar la justicia local y ejercer el dominio sobre sus recursos económicos y bienes territoriales. En consecuencia, aumentó considerablemente el número de ayuntamientos en el país a 630, la mayoría de ellos en zonas de fuerte densidad indígena. Pero como ha señalado Florescano “desde el nacimiento de la república ninguna de las fuerzas políticas que la nutrían le dio cabida a las naciones indígenas en su proyecto histórico”.2 1

  Ávila, 1999, 134.   Florescano, 1997, 344.

2

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Los diversos grupos sociales que buscaban su representación en las luchas por el poder durante la transición de la Nueva España al México republicano, se limitaban a una realidad asociada con lo urbano y letrado, de la cual quedaban excluidos los indígenas y castas.3 Las desigualdades socio-económicas y culturales heredadas de la Colonia, basadas en la propiedad de la tierra, el dinero, el poder y la descendencia, siguieron caracterizando la estructura social de la nación independiente a lo largo del siglo xix. Desde entonces, la campaña contra los pueblos indios y sus derechos tradicionales se concentró en las tierras comunales, culminando en la Ley Lerdo de 1856 y la Constitución liberal de 1857.4 En el pensamiento social de la época, el peso político de “casta”, en tanto definía una comunidad que flexibilizaba el ideal de las “Dos Repúblicas”, la de españoles y la de indios, va atenuándose durante la primera mitad del siglo xix para ser reemplazado por el de raza: “un concepto nuevo, para los nuevos tiempos, que aludía a una nueva forma –racializada– de concebir la diversidad de colores y culturas de la sociedad mexicana”.5 Durante la segunda mitad del siglo las élites mexicanas absorbieron las ideas del positivismo francés y del evolucionismo inglés, incluyendo la clasificación de la humanidad por razas, visión que echó raíces durante el Porfiriato. Las reformas liberales de la mitad del siglo abrieron el camino a la constitución de las haciendas, la concentración de la propiedad, el creciente despojo de las comunidades indígenas y su paulatina transformación en fuentes de mano de obra barata para los grandes propietarios. Los peones de las haciendas –muchos de ellos acasillados en situación semifeudal– provenían de los pueblos indígenas que pronto fueron identificados en su conjunto como la “raza indígena,” mayoritaria en el país.6

3

  Ávila Quijas, 2011.  Florescano, 1997, 363-367. 5   González Undurraga, 2011. 6   González Navarro, 1988. 4

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La creciente racialización de la población campesina se adueñó del imaginario nacional y se fue incorporando en el discurso de políticos e intelectuales. A lo largo del siglo xix se fue borrando la diferencia conceptual entre “indios” o indígenas y peones o campesinos pobres, al mismo tiempo que fue aumentando el tamaño de la población identificada como “mestiza”. Desde entonces, estos términos han sido utilizados indistintamente y de manera ambigua según las circunstancias económicas y sociales del país y las distintas regiones. Hacia fines del siglo xix la idea de “raza mexicana” ya se utilizaba para distinguir a la población nacional de los norteamericanos y otros extranjeros. Al interior del país, sin embargo, se seguía discriminando a los “indios salvajes o bárbaros” y a la “raza indígena” al tiempo que las élites económicas y políticas se identificaban como “blancos” y “criollos”. Los mestizos intentaban ocupar un espacio cada vez más importante entre estos dos extremos. Aunque el uso del concepto “raza” conducía a una concepción racista de la sociedad basada en supuestos atributos físicobiológicos y psicológicos inmutables de los individuos, en la práctica cotidiana conllevaba más bien características económicas y culturales que resultaban ser modificables según las circunstancias. La “superioridad” de unos a costa de la “inferioridad” de los otros podía variar según las relaciones de poder en juego. Los intelectuales de la época del Partido Liberal no podían ponerse de acuerdo en su uso del concepto de raza y la clasificación racial de la población mexicana, y los llamados “científicos” de Porfirio Díaz disputaban sin fin alrededor de este problema.7 Durante el período independiente la ciudadanía estaba limitada a unos cuantos y los derechos humanos parecían más bien el privilegio de una minoría. La transición a un régimen político representativo fue un proceso largo y no exento de conflictos, quedando como la más fuerte de las “supervivencias funcionalistas” del antiguo régimen la de las comunidades indígenas que, si bien inexistentes en la ley, en la práctica seguían existiendo.8 El voto universal masculino y el sufragio 7

  González Navarro, 1988; Knight, 1990.  Ávila, 1999, 299.

8

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efectivo no se conquistaron sino hasta la Constitución de 1917; y las mujeres no recibirían sus plenos derechos políticos sino hasta 1952. Las desigualdades entre distintos sectores de la población mexicana no solamente eran políticas. Eran sobre todo sociales y económicas y se fueron ahondando durante el último tercio del siglo xix. Pero las desigualdades también fueron étnicas y culturales, expresadas a través de un rígido sistema de estratificación en cuya cúspide se hallaban los “criollos” y cuya base estaba compuesta por los indígenas. En las capas intermedias han sido colocados los mestizos, categoría sociodemográfica en franca expansión desde los principios de la vida independiente hasta la actualidad. Su presencia e importancia, sin embargo, no han modificado en lo esencial los parámetros de esta pirámide social. Para no hablar de la población negra –o afrodescendiente– que prácticamente no recibe atención de los analistas y que ha sido identificada desde hace algunos años como la “tercera raíz” del México histórico.9 Todavía al despuntar el siglo xx, México era considerado por observadores nacionales y extranjeros como un país de indios. En 1894 el diario El Partido Liberal escribía: “hay dos elementos componentes de la actual nacionalidad mexicana: uno de ellos apto para la civilización, el descendiente, por la sangre o por el espíritu, de los españoles; y el otro completamente inepto para el progreso, el indígena”.10 El Boletín de la Sociedad Indianista Mexicana anunciaba en 1913 que Al lado de nosotros, cerca de nuestras ciudades en que impera la vida moderna hecha de comodidad, de lujo, de energía, de trabajo inteligente, de codicia y de todas las vanidades [...] hay poblaciones primitivas, vírgenes y sencillas que no tienen más necesidades que las puramente animales comunes a las bestias. Y esos hombres, ese peso de catorce millones de indígenas que llevamos ahora atado al tobillo, como una bala que arrastra el presidiario, necesita que una voz amiga le grite 9

  Martínez Montiel, 1994; Hernández Cuevas, 2004; Vinson, 2004; González Ibarra, 2007.  Florescano, 1997, 503.

10

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que ha llegado el momento en que debe salir de su etapa puramente animal, para entrar de lleno en la humana [...]. Las diversas tribus de indios difundidas en todo el territorio nacional son otros tantos organismos parásitos, que llevan una vida como enquistada a la vida nacional.11

Andrés Molina Enríquez quien escribió en la época revolucionaria, ya opinaba que La Revolución comenzada en 1910, no ha terminado todavía: ha sido uno de tantos episodios (el más profundo y trascendente), de las luchas agrarias comenzadas desde la Independencia, para destruir los latifundios que son las raíces madres de la organización social por castas que subsiste todavía; y no ha llegado a su fin, porque los indios y los indio-mestizos, paralizados por un incomprensible complejo de inferioridad, no han acertado a liberarse de la aparente superioridad social y de la perversa acción política de los españoles, de los criollos y de los criollos-mestizos.12

La identificación de la población indígena en el país sigue siendo un tema de debates y controversias, un problema no resuelto. Habiendo sido descartado desde hace décadas el criterio biológico o racial, la antropología mexicana se inclinó tempranamente por los indicadores culturales. De éstos, el que ha prevalecido es el lingüístico, y desde finales del siglo xix los estudiosos recopilaron materiales etnográficos para confeccionar mapas etnolingüísticos del país. El famoso atlas geográfico de México de Antonio García Cubas13 ya señalaba la distribución territorial de los grupos indígenas, pero se disponía aún de pocos datos cuantitativos. Los estudios antropológicos también acuñaron el concepto de “comunidad” y “pueblo” como unidad territorial, social, cultural y a veces económica, para distinguir a la población rural indígena de la de los ranchos y asentamientos de campesinos no indígenas. 11

  Urías Horcasitas, 2001, 229.   Molina Enríquez, 1985, 504. 13   García Cubas, 1884. 12

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La diferenciación étnica de la población se entrelazó con la terminología agraria que apareció en la Constitución de 1917 y en las leyes de la materia, creando confusiones semánticas y conceptuales que subsisten en las ciencias sociales hasta la actualidad. Las políticas públicas de desarrollo social utilizan de preferencia criterios cuantificables como “pobreza” o “marginalidad” en vez de criterios de etnicidad para enfocar a la población indígena en sus programas. Aunque la mayoría de la población rural seguía siendo indígena, los constituyentes del 1917 enfocaron la ardiente cuestión campesina exclusivamente desde el ángulo agrario. El nuevo artículo 27 constitucional reconoció los derechos a la tierra de los “núcleos de población” y la organización y explotación colectiva de los ejidos y comunidades. Los núcleos de población, que guardaban el estado comunal, tendrían capacidad para disfrutar en común sus tierras, bosques y aguas. En la historia del México rural esto se refiere fundamentalmente a las comunidades indígenas. Pero según el espíritu de la época, los campesinos indígenas eran considerados solamente como trabajadores de la tierra que vivían en estado de pobreza, y las demandas de los zapatistas de entonces eran esencialmente agrarias, no étnicas o culturales. En efecto, en las dos décadas subsiguientes fueron desmembrados numerosos latifundios y restituidos o dotados con tierras y títulos agrarios millones de campesinos indígenas y no indígenas agrupados en comunidades y ejidos. Otros más tuvieron acceso a la pequeña propiedad privada de la tierra cultivable. En la época posrevolucionaria se hicieron diversos ensayos de política pública para atender a la población indígena. La Secretaría de Educación Pública creó el Departamento de Educación y Cultura para la Raza Indígena en 1921. Dos años más tarde fueron establecidas las Misiones Culturales para la educación rural, que operaron durante más de setenta años principalmente en zonas indígenas.14 La experiencia de las misiones fue saludada con mucho entusiasmo en el país y también por observadores extranjeros, pero a la larga su impacto sobre las condiciones de vida de las comunidades indígenas fue mínimo, y como otros 14

  Santiago Sierra, 1973.

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organismos gubernamentales del área educativa e indigenista, también sufrieron de raquíticos presupuestos y excesivo burocratismo. La Casa del Estudiante Indígena, empresa redentora, como la llamaron sus creadores, maravilloso experimento sicológico social, como lo calificó el secretario de Educación en la época, se estableció en 1925 y sobrevivió hasta 1932, cuando fue sustituida por los internados indígenas. Su propósito inicial fue reunir en la capital indios “puros” para someterlos a la vida civilizada moderna y anular la distancia evolutiva que separaba a los indios de la época actual transformando su mentalidad, tendencias y costumbres.15 Se confiaba en que una vez adquiridos los hábitos y el idioma de los blancos, regresarían a sus comunidades a contagiar su nueva y superior forma de vida a sus vecinos y a actuar como líderes o consejeros de sus compañeros. El contacto de estos emisarios de sus pueblos con los citadinos contribuiría a acortar la distancia entre ambos y a que se borrara poco a poco la desconfianza, la mala voluntad que en general se tiene en los pueblos indígenas para los habitantes de las ciudades.16 En 1948 el gobierno creó el Instituto Nacional Indigenista (INI) cuyo primer director, Alfonso Caso, trazó las grandes líneas del indigenismo institucional de la época del “nacionalismo revolucionario”. El indigenismo, decía Caso, era una política pública que tiene por objeto la integración de las comunidades indígenas en la vida económica, social y política de la nación. “Se trata de una aculturación planificada por el gobierno mexicano para llevar a las comunidades indígenas los elementos culturales que se consideren de valor positivo para sustituir los elementos culturales que se consideren negativos en las propias comunidades indígenas”.17 Luis Villoro captó bien el momento al comentar que esta política consiste en convertir al indígena al grupo social inmediatamente superior; cambiar totalmente su régimen de vida y propiedad, su mentalidad 15

 Loyo, 1996.   Aguirre Beltrán, 1973, 126. 17  Caso, 1962, 82. 16

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y sus costumbres, hasta acoplarlas con las del sistema mestizo. “Incorporar” al indígena quiere decir aquí hacerle abandonar cualquier ideal exclusivo de su raza o de su clase para que –convertido al mestizo– acepte la dirección y dominación de éste.18

A través de sus centros coordinadores indigenistas, que fueron establecidos progresivamente en las principales regiones indígenas del país, el INI se propuso atender las necesidades de las comunidades indígenas en materia de educación, salud y promoción económica incluyendo pequeñas obras de infraestructura. El INI tenía por objetivo hacer realidad la consigna de “mexicanizar al indio,” lanzada por el presidente Cárdenas en su discurso ante el congreso de Pátzcuaro en 1940. El indigenismo, pues, fue desde el principio una política del Estado mexicano, diseñada y llevada a cabo por intelectuales mestizos en beneficio de los indígenas, pero sin la participación de éstos. Un experimento de ingeniería social, concepto muy de moda en las ciencias sociales en los años cincuenta. Durante treinta años, hasta mediados de los ochenta, el indigenismo mexicano fue presentado, aún a nivel internacional, como un modelo de política progresista cuando no revolucionaria. Su principal teórico, Gonzalo Aguirre Beltrán,19 decía que la finalidad última del indigenismo era la formación de una nación a partir de la pluralidad de grupos étnicos establecidos en el territorio que constituye la base material del Estado y el indigenista tenía puesto su interés en la nación como una globalidad y no en el indio como una particularidad. La política indigenista tenía por objetivo promover el desarrollo y el bienestar de las poblaciones indígenas, las cuales en 1950 representaban el 12% de la población nacional con un total de 2.5 millones de hablantes de lenguas indígenas (el uso de la lengua era el principal criterio para distinguir a los indígenas de los no indígenas en el país).

18 19

 Villoro, 1950, 23.   Aguirre Beltrán, 1976.

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Más allá de fomentar el mejoramiento de las condiciones de vida de estos pueblos, el principal propósito político y social del indigenismo ha sido la “incorporación” de los indígenas a la nación, para lograr el objetivo mayor que era la “integración nacional”. Este concepto de “integración nacional” tiene diversas interpretaciones, pero como idea central de la política indigenista en aquella época (hace medio siglo) consistía sobre todo en la aplicación de un conjunto de programas y proyectos del Estado tendientes a fortalecer la “cultura nacional”, mediante adecuadas políticas lingüísticas y educativas. Así, uno de los objetivos fue la “castellanización” de los indígenas, la diseminación de los “valores nacionales” compartidos por todos los mexicanos, a cargo de los cuales estaría el Estado benefactor y paternalista. A través del indigenismo oficial, la antropología social aplicada fue llamada a jugar un papel importante y creativo en este proceso. La antropología retoma la figura del mestizo y el proceso de mestizaje no sólo como parte de una dinámica socio-cultural existente e innegable, sino también como una meta a alcanzar a través de las políticas públicas del indigenismo. Las controversias en torno al mestizaje siguen dándose en el medio académico hasta nuestros días. Para algunos estudiosos, el mestizaje tiende a desplazar a los indígenas del escenario nacional (y en todo caso, encerrarlos en los museos); para otros los mestizos serían una categoría intermedia más entre los distintos estratos sociales que conforman a la sociedad mexicana. Y desde otra perspectiva, los mestizos representarían a la clase media que comienza a surgir precisamente a partir de la segunda mitad del siglo xix y se desenvuelve a lo largo del siglo pasado. El mestizaje como concepto analítico se sitúa en la intersección del concepto de “raza” (ampliamente usado por los primeros antropólogos), el concepto de “cultura” (que vino a desplazar el anterior), y el concepto de “clase” que proviene de la sociología. Hasta la fecha existen animados debates entre los académicos en torno al significado del mestizaje en relación con estos tres conceptos.20 20

 Basave, 2002.

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Pero para los políticos e ideólogos del siglo xx no había dudas: México era y debía ser un país mestizo, y el mestizaje de la población seguía siendo un objetivo de política pública. Así, Gonzalo Aguirre Beltrán, el principal teórico y ejecutor del indigenismo en nuestro país, escribió: “La base orgánica de la ideología del indigenismo no es el indio sino el mestizo”.21 El discurso del indigenismo oficial adopta algunas categorías de la antropología cultural norteamericana de mediados del siglo xx y las coloca en el centro de sus preocupaciones. En primer lugar, desecha el enfoque racial (y racista) de las generaciones anteriores, para fincar “lo indígena” firmemente en el mundo de la cultura (el uso de la lengua, el concepto de “comunidad”, la vigencia de distintas tradiciones, el ciclo de fiestas y ceremonias religiosas [las cuales son producto de la evangelización, es decir, del mestizaje cultural], formas propias de impartir justicia y solucionar conflictos, nombramiento y respeto a autoridades locales propias distintas a la estructura política nacional, etcétera). Así, el indigenismo reconoce la singularidad de las culturas indígenas, pero su objetivo sigue siendo impulsar el proceso de aculturación para alcanzar la deseada integración nacional. Viéndolo de cerca, este proceso acabaría en la desindigenización de México. Para alcanzar esta meta, el indigenismo se propuso crear un cuerpo especializado de intermediarios, conocidos como “promotores culturales”, reclutados en las comunidades indígenas con la tarea de impulsar los cambios culturales requeridos para la modernización de sus pueblos. El principal escenario para lograr estos cambios fue la escuela rural, que el Estado promovió activamente desde la época del secretario de educación José Vasconcelos en la década de los veinte. La hispanofilia de Vasconcelos lo llevó a elevar a los mestizos a ser la “raza cósmica,” la cual aparece glorificada en el lema de la Universidad Nacional Autónoma de México: “Por mi raza hablará el espíritu”.22 El auge de la educación rural indígena se dio durante el gobierno de Lázaro Cárdenas. Desde entonces maestros, lingüistas y antropó21 22

  Aguirre Beltrán, 1957, 113.   Vasconcelos, 1983.

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logos han debatido en torno a los conceptos y métodos que debían emplearse en la educación de los niños y jóvenes indígenas. El sistema más utilizado durante años fue el de la alfabetización y castellanización directas, pero las evaluaciones que se hicieron demostraron que, si bien se lograba disminuir el monolingüismo en lengua indígena, la deserción escolar se mantenía alta. Surgió entonces la teoría que lo mejor sería alfabetizar a los escolares en sus propias lenguas y proseguir con una escolarización en lenguas indígenas, al menos hasta el tercer año de primaria para luego pasar a la enseñanza en castellano, y lograr así un proceso de educación bilingüe. Para ello se produjeron con el tiempo gran número de cartillas de alfabetización en las distintas lenguas indígenas y se formaron miles de profesores en estas lenguas. Sin embargo, la educación indígena no logró consolidarse, hasta que en una tercera etapa se comenzó a construir un sistema de educación multicultural e intercultural con el cual se espera aumentar la eficiencia terminal de la enseñanza básica y encarrilar a los estudiantes hacia niveles superiores de educación (como serían las universidades interculturales que se han establecido por ahora en solamente unas cuantas regiones del país). El debate sobre la educación indígena que fue abierto en los años veinte no ha terminado hasta la fecha; en él participan antropólogos, lingüistas, pedagogos y maestros. El enfoque culturalista, impulsado por los antropólogos indigenistas, reconoce que México es un país pluriétnico y multicultural, pero que debe dejar de serlo si quiere integrarse plenamente al mundo moderno. De esta manera, el indigenismo generó sus propias contradicciones que estallaron a partir de la década de los setenta del siglo pasado. Contra la visión integracionista comenzaron a alzarse voces de algunos antropólogos jóvenes y de un creciente número de profesionistas y líderes indígenas, muchos de los cuales habían salido de las filas del INI. Su crítica se enfiló también hacia la creciente burocratización de esta institución y su destacado papel como organismo de control político de los pueblos indígenas por parte de los gobiernos priistas.23 Las nuevas demandas de los pueblos indígenas se expre23

  Bonfil Batalla, 1970, 1987.

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saron en distintos congresos nacionales e internacionales y en la formación de asociaciones y movimientos diversos.24 El Congreso Indígena organizado en 1974 por el gobierno de Chiapas y la diócesis de San Cristóbal las Casas para hacer frente a las crecientes demandas y conflictividad en zonas indígenas por los cambios socio-económicos en la región, impulsó el desarrollo de un nuevo lenguaje de derechos humanos entre las organizaciones indígenas que se iban formando en el país. El gobierno del presidente Echeverría (1970-1976) organizó un Congreso Nacional de Pueblos Indígenas en 1975 del cual surgió el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI) compuesto de varios Consejos Supremos Indígenas regionales, controlados por el pri y la Confederación Nacional Campesina para encauzar las inquietudes de los movimientos indígenas independientes, pero estos Consejos fueron pronto rebasados por la dinámica organizacional de los movimientos de base. El ini respondió con una apertura bajo el nombre de “indigenismo participativo”, pero en la realidad sus presupuestos seguían disminuyendo y la participación indígena fue más cosmética que real. En 1990 México ratificó el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes de la Organización Internacional del Trabajo. Entre otros puntos, este Convenio establece la obligación de los Estados de “consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente”. La ratificación por México de este Convenio fue uno de los antecedentes de la reforma constitucional de 1992. La idea que México es un país multicultural y pluriétnico, y que esto constituye un patrimonio de toda la nación, poco a poco se abrió camino en el discurso oficial y comenzó a desplazar el viejo discurso indigenista integracionista. En este cambio de visión, impulsado por el creciente movimiento indígena, intervinieron no pocos académicos y activistas de las ciencias sociales y los derechos humanos. Con 24

  Mejía Piñeros y Sarmiento Silva, 1987.

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todo, en la actualidad hay quienes prefieren atenerse al discurso indigenista antes que adoptar el paradigma de una sociedad intercultural. La polémica sigue viva. Desde mediados del siglo xx se instauró la educación indígena bilingüe en el país a través de la Secretaría de Educación Pública. En 1978 se crea el subsistema de educación indígena con las escuelas indígenas bilingües a cargo de la Dirección General de Educación Indígena. El Plan Nacional de Educación 2000-2006 establece la educación intercultural para toda la población, pero como señala un estudio de evaluación, ha predominado una concepción educativa asimilacionista, que se opone a los intentos de aplicar políticas públicas basadas en el pluralismo cultural. La encuesta encuentra que siguen presentándose distintas formas de discriminación contra niños y niñas indígenas, incluso en escuelas bilingües diseñadas para las propias comunidades indígenas.25 Conforme se acercaba la fecha del quinto centenario del llamado “descubrimiento de América”, la presión de las organizaciones indígenas, que se opusieron masivamente a que se celebrara el infausto comienzo de la “invasión europea,” se hizo más intensa. La fecha, ahora rebautizada como el “Encuentro de dos mundos,” dio lugar a que algunos organismos internacionales y los gobiernos de los países iberoamericanos se dieran a la tarea de organizar eventos conmemorativos. Respondiendo al Zeitgeist, el gobierno de Salinas de Gortari promovió en 1992 una reforma del artículo 4º constitucional que a la letra reza: La Nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La Ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas.

25

  Tovar Gómez y Avilés Quezada, 2005.

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Por primera vez los indígenas no solamente eran reconocidos como pueblos en la Constitución política de México, sino también se les atribuye el origen de la composición pluricultural de la nación. Sin embargo, el flamante artículo 4º no mencionaba los derechos humanos de los pueblos indígenas. Dos factores intervinieron para complicar la vigencia de este artículo constitucional. En primer lugar, durante nueve años, hasta su derogación en 2001, prácticamente fue ignorado y no se le dio ningún seguimiento efectivo ni fueron redactadas las leyes a que hace referencia. En segundo lugar, el mismo año fue reformado el artículo 27 constitucional que clausuró definitivamente la reforma agraria en el país y abre el camino a la privatización de las tierras ejidales y comunales que fueron conquistas de la reforma agraria de años anteriores. En tanto muchas de las violaciones a los derechos humanos de las comunidades indígenas tienen carácter agrario, la reforma constitucional en materia agraria modificó de una vez por todas las reglas del juego a las que habían de someterse de ahora en adelante estas comunidades. La demanda indígena se amplió durante los años noventa, a través de múltiples actividades de las organizaciones civiles, a las que se agregó el considerable impacto que tuvo a nivel nacional e internacional el levantamiento a principios de 1994 del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas. La literatura sobre este movimiento es considerable; baste citar, entre muchas otras valiosas contribuciones, a Mattiace, Hernández y Rus,26 para una visión de conjunto de la rebelión zapatista.27 Después de algunos días de enfrentamientos violentos, el gobierno federal y los zapatistas acordaron un cese del fuego que fue seguido de varios meses de negociaciones. A principios de 1996 se firmaron los Acuerdos de San Andrés sobre derechos y cultura indígena. Éste era el tema de la primera mesa de negociaciones. Las siguientes mesas de negociación no se realizaron por lo que los acuerdos firmados cubrieron nada más esta temática.28 26

  Mattiace, Hernández y Rus, 2002.   Harvey, 2000. 28   Arnson, Benítez Manaut y Seele, 2003; Gutiérrez Chong, 2003; Conai, 2001; Bernal Gutiérrez y Romero Miranda, 1999. 27

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Pasaron más meses de controversias abiertas y conversaciones discretas entre los actores para que la Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso de la Unión preparara un texto conocido como la “Ley Cocopa” que sería la base de la nueva legislación prevista en los Acuerdos. Sin embargo, el gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000) decidió no proceder con la legislación, traicionando así las esperanzas que las negociaciones habían despertado entre los pueblos indígenas y buena parte de la opinión pública nacional. Los zapatistas se retiraron del diálogo y el conflicto se estancó en una “paz armada” salpicada de “guerra de baja intensidad” por parte de las fuerzas federales y estatales. En resumen, los resultados de la primera fase de la mesa de diálogo de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígena enfatizaron, entre otros, los temas de la autonomía, derechos de las mujeres indígenas y los medios de comunicación.29 Al asumir la presidencia Vicente Fox en 2000, desempolvó la Ley Cocopa y la envió como iniciativa suya al Senado, pero no negoció con las fracciones parlamentarias su aprobación. La fuerza política zapatista, apoyada en una amplia movilización indígena y civil en el país, se hizo presente en el Distrito Federal a través de la “marcha del color de la tierra” que reunió a miles de participantes de numerosos pueblos indígenas y estados de la República. Pero el diálogo anhelado no se dio y los delegados del EZLN y sus simpatizantes se retiraron, desilusionados, de la Ciudad de México.30 El Senado de la República modificó el artículo 2º constitucional sin haber procedido a una amplia consulta y discusión en las comisiones correspondientes. Como han señalado diversos analistas, la reforma constitucional en materia indígena representa una modificación fundamental del principio de constitución de la nación mexicana. González Galván31 señala que con ella el poder constituyente reconoció principios 29

  Ce-Ácatl, 1995, 12-16, 24, 37.   EZLN, 2001. 31   González Galván, 2005. 30

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inéditos: el pluralismo cultural, el pluralismo político y el pluralismo jurídico que marcan la pauta del país hacia un Estado pluricultural de derecho. No tardaron en plantearse numerosas críticas a la nueva ley indígena. El EZLN y organismos afines rechazaron la reforma porque el texto no se atuvo a la Ley Cocopa que había sido negociada con los zapatistas. Más importante fue que el grueso de la oposición se ha centrado en algunas formulaciones substantivas del nuevo texto constitucional. Al reconocer el derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación, la ley indígena afirma el carácter de estos pueblos como sujetos de derecho público, pero al mismo tiempo deja a la competencia de las entidades federativas establecer las características de este derecho y las normas para el reconocimiento de las comunidades indígenas como “entidades de interés público”. Es decir, en el mismo texto no se les reconoce como sujetos de derecho sino solamente como objetos de “interés público” como, digamos, un parque nacional. Sin resolver esta contradicción quedó claro que el derecho a la libre determinación y “en consecuencia, a la autonomía” no podía ser efectivamente ejercido por los pueblos indígenas. La aplicación de sus propios sistemas normativos (fracción ii del apartado A del artículo segundo) está sujeta a la “validación por los jueces o tribunales correspondientes”, lo cual constituye una limitación clara al ejercicio de ese derecho. La fracción vi se refiere “al uso y disfrute preferente de los recursos naturales de los lugares que habitan y ocupan las comunidades”, pero no está formulada claramente en términos de un derecho exigible y justiciable, problema que ha sido tradicionalmente una de las fuentes de las violaciones de los derechos de los pueblos indígenas. Además, este uso y disfrute preferente está sujeto, entre otras limitaciones, a “los derechos adquiridos por terceros”, otro problema que ha sido motivo de numerosos conflictos en los que se ven envueltas las comunidades indígenas del país. El descontento generado por la forma en que el poder legislativo despachó la iniciativa presidencial en materia indígena tuvo por consecuencia que varios estados federales no ratificaron la reforma constitucional. Hasta mediados de 2015 veintitrés entidades fede-

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rativas habían ratificado el artículo 2º constitucional o bien habían incorporado el texto en la legislación estadual. Otras nueve entidades (incluyendo el Distrito Federal) no lo habían hecho. Poco después de su adopción, la reforma fue impugnada en una controversia constitucional interpuesta por más de 300 municipios indígenas en el país. Sin embargo, la Suprema Corte en un cuestionado y cuestionable fallo decidió en 2002 que la controversia era improcedente. Un paso importante en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas, que pasó prácticamente desapercibido, fue la entrada en vigor en 2003 de la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas que reconoce a las lenguas indígenas como lenguas nacionales con la misma validez que el español. Esta ley sirvió de base para la creación en 2005 del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, que entre otras atribuciones tiene la de formar traductores e intérpretes en lenguas indígenas. Además de las tradicionales luchas por la tierra, los servicios sociales (agua, educación, salud, electricidad) y los apoyos necesarios para la producción y la comercialización, los campesinos indígenas se organizaron también en torno a la idea de autonomía, concepto que adquirió mayor fuerza política después del levantamiento armado del EZLN en 1994. Varias organizaciones indígenas regionales y nacionales, tales como la Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía (ANIPA), el Frente Independiente de Pueblos Indígenas (FIPI), el Congreso Nacional Indígena (de inclinación zapatista), la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), o bien la Coalición de Campesinos y Estudiantes del Istmo (COCEI) y los Servicios del Pueblo Mixe (Ser) en Oaxaca, pugnaron por distintas formas de autonomía según las circunstancias locales y coyunturales. Las propuestas fueron ampliamente discutidas en congresos y mesas redondas, así como en la prensa, y fueron introducidas en las negociaciones de San Andrés (1995-1996). Como es sabido el gobierno rechazó entonces la idea de la autonomía indígena, considerándola altamente peligrosa para la estabilidad e integridad del país. En los medios,

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diversos comentaristas se lanzaron contra el peligro de la “balcanización” y el “separatismo” que llegarían si fuera reconocido el derecho a la autonomía. Algunas organizaciones indígenas procedieron por su cuenta a construir sus autonomías de facto, sobre todo en Chiapas, ya sea a nivel municipal o regional. Así fueron declaradas varias Regiones Autónomas Pluriétnicas en más de treinta municipios en distintas regiones del estado. En 2003 los zapatistas reorganizaron las áreas bajo su control, estableciendo diversas Juntas de Buen Gobierno.32 En un país en donde los procesos electorales plurales (es decir con la contienda entre varios partidos políticos) son aún una novedad histórica, la ausencia de la participación indígena en la lucha electoral ha sido una de las expresiones más claras de la exclusión política de los pueblos indígenas. Como consecuencia de la reforma constitucional en materia indígena, y en paralelo con la dinámica en torno a la autonomía, fue propuesta una redistritación electoral para estimular una mayor presencia indígena en los órganos legislativos. En 2005 fueron constituidos 28 nuevos distritos electorales indígenas de un total de 300. En las elecciones del 2006, 141 diputados federales fueron electos en estos distritos indígenas, que incluyen solamente el 53% de la población indígena nacional, significando que el 47% restante, que vive en condiciones de mayor dispersión, seguiría sufriendo las limitaciones tradicionales para su efectiva participación en los procesos electorales. El impacto en la participación política de los pueblos indígenas ha sido prácticamente inexistente, ya que por una parte, los partidos políticos no transformaron sus métodos de elección de candidatos para adaptarse a la distritación indígena, y por otra parte, los pueblos indígenas se sienten ajenos a la redistritación por no haber participado en ella y porque tienen un alejamiento histórico con los partidos políticos ya que los han utilizado como “carne de cañón electoral”, es decir, objetos de manipulación política, y no sujetos políticos libres y conscientes.33 32 33

  Cubells Aguilar, 2005.   González Galván, 2006.

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La demanda indígena por la autonomía no se refiere solamente a una alternativa institucional en la forma de gobierno (ya sea comunal, municipal o regional), que tiene que ver con problemas del poder territorial, la gobernabilidad y la jurisdicción, sino también –y tal vez sobre todo– con el ejercicio de los derechos humanos de los pueblos indígenas, que ahora ya están plenamente garantizados en el derecho internacional, y desde 2011 como artículo 1º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Una de las controversias más agudas ha tenido lugar en torno a la cuestión de los derechos individuales y colectivos, como si estos fueran mutuamente excluyentes. Ante la demanda indígena por el reconocimiento de los pueblos como sujetos de derecho y por la autonomía como una forma de ejercicio de sus derechos, algunos críticos argumentan que de ser aceptada la idea de derechos de los pueblos indígenas se violarían las libertades individuales de las personas garantizadas en nuestras leyes. Se dice, por ejemplo, que reconocer oficialmente el derecho indígena (“usos y costumbres”) llevaría a la violación inevitable de los derechos individuales, especialmente de las mujeres indígenas; que la tenencia colectiva de la tierra contradice el derecho a la propiedad privada; que el acceso de las comunidades a los recursos naturales frenaría el desarrollo del país (que está mejor en manos de las empresas transnacionales); y como si eso fuera poco, que la autonomía indígena socavaría la unidad nacional y haría peligrar el Estado mexicano. A estos criterios se agrega con frecuencia la pregunta crítica de por qué habría que “dar” a los indígenas derechos especiales que otros mexicanos no tienen, concluyendo que esto sería una forma de discriminación en contra de los mexicanos no indígenas que “también tenemos derechos”. Por otra parte, quienes asumen la existencia de los derechos colectivos de los pueblos indígenas se dividen en dos corrientes. En la primera, estarían aquellos que algunos llaman de “indianistas” quienes idealizan la unidad y solidaridad de las comunidades tradicionales indígenas, su vinculación estrecha con la tierra, los recursos naturales y el medio ambiente. Diversos planteamientos de algunas organizaciones indígenas han asumido esta postura, alegando ade-

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más que todos los males que sufren estas comunidades y los pueblos indígenas en general no son más que el resultado del genocidio y etnocidio cometidos por los conquistadores y colonizadores españoles. La otra corriente se deriva no tanto de una idea de la comunidad sino del concepto jurídico-político de pueblo, identificado en términos étnico-culturales y portador de derechos humanos. Es esta corriente la que ha impulsado al movimiento indígena politizado en México como en otros países. Concebido de esta manera, el pueblo indígena es el sujeto histórico del derecho colectivo que comparten todos los pueblos, el derecho de libre determinación, del cual, según interpretaciones contemporáneas, se derivan los demás derechos tanto colectivos como individuales. En esta visión, la comunidad está subordinada a la noción más general de pueblo indígena. La Constitución Política acepta esta interpretación al destacar que: “Son comunidades integrantes de un pueblo indígena, aquellas que formen una unidad social, económica y cultural, asentadas en un territorio y que reconocen autoridades propias de acuerdo con sus usos y costumbres” (artículo 2º). La controversia entre los derechos colectivos y los derechos individuales ha dividido a legisladores, magistrados, juristas, políticos, comentaristas y científicos sociales, así como a los propios indígenas. Por ello, y porque está fundamentada en perspectivas filosóficas divergentes, no será resuelta en lapso breve. Mientras tanto, las políticas gubernamentales hacia los pueblos indígenas se siguen ejerciendo como de costumbre, aunque ahora están fundamentadas en el apartado B del artículo 2º constitucional que constituye todo un programa de gobierno. Las políticas indigenistas encuentran su sustento en los planes nacionales y estatales de desarrollo, formulados por el ejecutivo y aprobados por el poder legislativo, quien determina los montos presupuestales a ejercer. Es en el área de la justicia que se han reportado las mayores desigualdades y violaciones a los derechos indígenas en México. Aunque la Constitución estipula que los indígenas tienen el derecho a “acceder plenamente a la jurisdicción del Estado”, es en el acceso a la justicia que se presentan numerosos problemas para ellos. Sobre esto alerté al

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gobierno en el informe sobre mi misión a México en 2003 como Relator Especial de la ONU para los derechos de los indígenas.34 A pesar a la progresiva mejora de la situación de los indígenas en el sistema de justicia falta aún mucho por hacer. Hernández y Ortiz35 plantean que los mismos operadores del derecho son particularmente renuentes a modificar sus prácticas tradicionales que no concuerdan con la consolidación de una nación mexicana plural, y afirman que existe en el país una situación de discordancia entre normatividad del Estado y realidad empírica que configura un entramado de ficciones legales. No cabe duda que en el plazo de un siglo ha cambiado la relación entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas. Pero a pesar de la retórica política, el discurso de los derechos humanos, la legislación nacional e internacional, así como los considerables cambios socioeconómicos y demográficos, esa relación aún denota una problemática no resuelta de la sociedad mexicana. En términos generales debemos reconocer que los ideales progresistas de algunos sectores involucrados en el movimiento revolucionario mexicano de principios del siglo xx que se cristalizaron en torno a la reforma agraria y la escuela rural, imprimieron una línea ideológica a la acción indigenista de la primera mitad del siglo que se cristalizó en la primera etapa del indigenismo oficial. No solamente se trataba de “mexicanizar al indio” mediante medidas de asimilación y modernización dirigidas por el Estado benefactor a las comunidades marginadas y tradicionales, sino también se pensó así llegar a la integración de una nación más igualitaria, equilibrada y fuerte frente a las presiones del exterior. Esta corriente encontró su expresión teórica más acabada entre los dirigentes de la política indigenista del Estado mexicano durante tres décadas. En un proceso de aculturación dirigida desde el Estado, los pueblos indígenas estaban destinados a desaparecer como tales. Quedarían, como recuerdo de un glorioso pasado, el Museo Nacional de Antropología y la prolífica investigación antropológica de varias generaciones de estu34

 Stavenhagen, 2004.   Hernández y Ortiz, 2008.

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diosos en los campos de la arqueología, la etnohistoria, la lingüística, y la antropología cultural. Pero las realidades del siglo xx condujeron al país por otros rumbos. La corriente indigenista fue cooptada y avasallada por el Estado corporativo priista con su patrimonialismo, su clientelismo y su autoritarismo. Los promotores culturales indígenas, anunciados como portadores de la buena nueva del desarrollo y la modernización, pronto se transformaron en transmisores de las correas del poder y de la corrupción que penetró hasta los últimos recovecos del México indígena y rural. Crecieron los conflictos y las desigualdades inter e intracomunales, la burocratización se adueñó de las instituciones estatales. El modelo de desarrollo implantado a partir de los años cincuenta pronto aisló e ignoró al campesino indígena y la acción indigenista se fue transformando en mera extensión de un asistencialismo más o menos ilustrado. Durante sexenios, una secuela de candidatos presidenciales afirmaba su amor por los indios, se disculpaba ante ellos por las promesas incumplidas, empeñaba su palabra en colmar los rezagos ancestrales, y luego olvidándose de todo ello, seguía haciendo lo mismo. A partir de los setenta, el indigenismo oficial entró en crisis y el modelo de crecimiento se olvidó de los principios de la Revolución mexicana. Con la llegada de la globalización neoliberal el campo mexicano acabó de desintegrarse, millones de indígenas emigraron a las ciudades o a Estados Unidos, las desigualdades económicas y sociales entre los de arriba y los de abajo se ampliaron, y los indígenas fueron exhortados por el poder a ser más competitivos en la lucha por la supervivencia de la era del mercado libre. A la aculturación corporativa siguió ahora el individualismo pluralista. No importaba si fueran indios o dejaran de serlo mientras laboraban y consumían en la nueva economía global. Al régimen de ciudadanía corporativa siguió ahora un régimen de ciudadanía neoliberal. Frente a estas dos corrientes que alimentaron las principales décadas del siglo xx, se alzó primero como resistencia pasiva y luego con voz altisonante, la presencia persistente de los pueblos y comunidades indígenas. A través de sus diversas expresiones, el movimiento social

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indígena viene planteando nuevas alternativas de vinculación con el Estado mexicano. Apoyado en recientes desarrollos internacionales, así como nuevas perspectivas de las ciencias sociales, las humanidades y el derecho, se ha ido consolidando una tercera perspectiva. El modelo de la ciudadanía multicultural se expresa en el campo de la autonomía democrática, el pluralismo legal, la educación intercultural, las vías alternativas al desarrollo (planteadas en torno al Foro Social Mundial) que cuestionan al modelo neoliberal globalizador, ya debilitado por sus propias contradicciones que estallaron en 2008. Este enfoque contiene numerosas incógnitas metodológicas, teóricas y prácticas que seguramente acompañarán el desenvolvimiento de las ciencias sociales a lo largo de las primeras décadas del siglo xxi.

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La racialización de un orden moral. “Sentidos comunes” en la Colombia de la primera mitad del siglo xx Marta Saade Granados1

La asociación entre “raza” y política en América Latina remite a las historias nacionales, a los esfuerzos de intelectuales por afrontar los problemas de la diversidad cultural y de la desigualdad social en medio de una preocupación entre pasado y futuro en permanente tensión. Sitúa una historia vigente entrecruzada por esfuerzos que buscan pensar la diferencia cultural para domesticarla, moldearla y orientarla. En la actualidad se impone la fórmula del multiculturalismo que pretende superado el racismo, antes se buscó en el indigenismo de factura latinoamericana una posibilidad entremezclada con las ideas que se venían cimentando desde el siglo xix. La existencia perpetuada del racismo en Colombia, no requiere mayor examen investigativo y frente a él basta con referir una serie de trabajos académicos;2 en cambio, se propone indagar sobre qué tipo de ideas, nociones e interpretaciones están cobijadas en las alusiones “racializadas”, en otras palabras, ¿qué incertidumbres, posiciones y argumentos posibilitan unir “lo racial” en Colombia entre 1914 y 1940?; ¿cuáles son las asociaciones que han 1

  Esta investigación fue realizada con la colaboración de Sandra Babativa, a quien debo mis agradecimientos por el trabajo realizado. 2  Véanse, entre otros, Wade, 1997; Restrepo, 2013; Meza, 2010; Walsh, 2009; De la Cadena, 2008.

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permitido hacer de “lo racial” un sentido común, cuando su primera cualidad es justamente su imprecisión? Quisiera comenzar enfatizando en la transversalidad de la discusión abordada en toda América Latina, que remite a la existencia de un campo de elaboración de un saber sobre “lo nacional”, estructurado al menos desde las tres últimas décadas del siglo xix y la primera mitad del siglo xx, que permitió articular interrogantes bajo su nominación como asuntos asociados con la “raza”. Brevemente, quisiera recordar que en la región se suele unir en un solo marco analítico, con mayor o menor intensidad, asuntos como: las preocupaciones salubristas en torno a enfermedades contagiosas y hereditarias, las llamadas “enfermedades sociales” como el alcoholismo o la prostitución, los bautizados como “problema indígena” o “problema negro”, con los diagnósticos generales sobre las naciones; especialmente concentrados desde el xix en la desarticulación territorial, la urgencia de mayores progresos agrarios e industriales, y en la heterogeneidad poblacional. Tales diagnósticos, se plantea de manera genérica, deben ser enfrentados con acciones en el marco de la higiene y la salubridad, la educación y las políticas migratorias, como campos privilegiados para la intervención pública en términos de “regeneración racial” y diseño poblacional.3 En tal marco regional, la idea central que quisiera argumentar se refiere a la pertinencia de pensar la racialización de las reflexiones sobre los problemas nacionales en el caso colombiano, en términos de la reproducción y legitimación de un orden político específicamente “moral”. Propongo que el período de estudio comprendido entre 1914 y 1940, forma parte de un engranaje histórico en el cual se reproduce un orden moral para regir los asuntos de la nación referidos a su población. En términos históricos es posible advertir una breve pausa a tal continuidad en los años treinta. El contexto histórico se entreteje en la articulación entre: 1) la situación de inestabilidad política generada por las tensiones regionales con respecto al centro del país y las oposiciones políticas entre liberales y conservadores con las 3

  He explorado este argumento en otros trabajos, específicamente en uno sobre el mestizaje en México (Saade, 2009) y en Colombia con referencia a la campaña de restricción a la producción, venta y consumo de chicha (Calvo y Saade, 2002).

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cuales se inicia el siglo xx con la Guerra de los Mil Días (1899-1910); 2) una tradición colonial hacendataria regionalista profundamente arraigada, amenazada por un débil proceso de emergencia: por un lado, de sectores burgueses, y por el otro, de efervescencia indígena y campesina desde la década del diez, y de intensificación obrera en las décadas del veinte y treinta. En este escenario, se reproduce un régimen moral para el sostenimiento del poder político en el país, que es regido por una institucionalidad estatal tambaleante.4 En tal campo de tensiones y de afianzamientos del poder político de raigambre colonial, se establece la trama de relaciones sociales específica dentro de la cual se cuece un orden racializado.

Rastreando “lo racial” como sentido de época En un escrito titulado “Notas para un ensayo sobre el estado del alma nacional”, publicado en 1898, el político liberal y general de la Guerra de los Mil Días, Rafael Uribe Uribe, plasmó con claridad las ideas sobre la inferioridad “racial” colombiana asociada con la incapacidad para constituirse en un país civilizado: Algo acontece aquí que es dominio de la patología. Este es un pueblo enfermo, y si hubiese refugios para las naciones, Colombia debería ser enviada a un hospital. […] Creo sinceramente que la gran mayoría de los colombianos pertenece al grupo que se llama de los Degenerados, incapaces del esfuerzo necesario para fijar persistentemente la atención en un solo punto, pueriles, volubles, olvidadizos, faltos de energía mental para comparar las ideas [...].5

Con argumentos como el expuesto por el general, la “raza” se producía e imaginaba como un vértice del problema nacional. La bibliografía que en Colombia explora la formación de un pensamiento racialista 4

  Véase Guillen Martínez, 1979.   Uribe Uribe, 1979, 232.

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muestra una suerte de línea genealógica que articula a una serie de pensadores durante la segunda mitad del siglo xix y la primera mitad del xx. Tal secuencia suele iniciar con José María Samper (1828-1888), quien dibujará a una nación en estado de incivilidad e improductividad, determinada por su condición tropical. Continúa con Miguel Antonio Caro (1843-1909) ideólogo hispanista del partido conservador, centrado en la educación como la vía para la formación de la patria, cuyo verdadero centro era la religión católica, entendida como “elemento histórico de la nacionalidad”. Entre 1882 y 1902 el proyecto de la Regeneración daría a sus ideas nivel constitucional, con la máxima de “una sola lengua”,6 “una sola raza”, “un solo Dios”, con el hispanismo más rancio a la cabeza, abogando por la “madre patria”, defendiendo al castellano y a la religión católica y la promesa de reducir a los indios a la vida civilizada de la mano de la tutela de la Iglesia católica, esgrimida en la ley 89 de 1890, “Por la cual se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada”.7 De allí se continúa con Miguel Jiménez López (1875-1955), aquel médico pionero de los estudios eugenésicos en Colombia, quien tornaría radical el debate con su célebre e inaugural conferencia: “Nuestras razas decaen. Algunos signos de degeneración colectiva en Colombia y en los países similares: el deber actual de la ciencia”.8 Y se corona con Luis López de Mesa (1884-1967), quien profundizó el debate con una posición más sociológica, apegada al determinismo climático, que le sirvió para plantear las condiciones específicas del “deterioro de la raza” en relación con el medio ambiente y el proceso de colonización. Hasta llegar a Jorge Bejarano, aquel médico higienista, verdadero publicista dedicado a luchar en contra del que consideró como veneno y causante de la degeneración de la raza en Colombia: la chicha.9 6

  Magnificada en los estudios gramaticales de Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo, hasta dar nombre a la dependencia pública encargada del respeto y preservación del español (Instituto Caro y Cuervo). 7   La Ley 89 marca la forma como fueron excluidos de la nación los pueblos y comunidades indígenas, dejándolos por fuera de la normatividad constitucional general. 8   Su conferencia fue reeditada en: Los problemas de la raza, 1920; y Muñoz, 2011. 9   Véanse, sobre la historia de la prohibición de la chicha en Colombia, Llano y Campuzano, 1994; Calvo y Saade, 2002.

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La idea según la cual el tema o la alusión a la “raza” era una fuente de conflicto que amenazaba la “unidad nacional”, es recurrente y se podría decir que marca el hecho de que en Colombia la discusión en las instancias de decisión política en ocasiones no haya alcanzado los niveles que tuvo en otros contextos nacionales de América Latina, como México por ejemplo. La sombra de la inestabilidad política y de debacle económico causados por la Guerra de los Mil Días y la pérdida de Panamá, marca el tono de las discusiones políticas de las tres primeras décadas del siglo xx. Rafael Reyes, el presidente modernista colombiano que además estaría involucrado en el etnocidio cauchero de la amazonía colombiana, prohibiría expresamente tocar el tema de la raza en Colombia. Lo anterior podría aportar argumentos para explicar la poca proliferación del tema en las discusiones públicas, sin que esto implique que la preocupación estuviera ausente de las sensibilidades y del sentido común de la época. De ello será testimonio contundente el debate convocado por los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia en 1920 en el teatro principal de Bogotá. “Los problemas de la raza en Colombia”,10 como se tituló la convocatoria, logró reunir a los principales intelectuales y activistas del debate sobre los problemas poblacionales y nacionales en un mismo escenario, que vale la pena considerar brevemente, a pesar de la proliferación de reflexiones al respecto durante los últimos años.11 Atendiendo que ésta fue una polémica atada por un lado, a la búsqueda de los fundamentos biológicos, morales o culturales de la nacionalidad, y a la vez, un esfuerzo de intelectuales y políticos por sobreponerse al vértigo de los acontecimientos de la época y al despliegue de nuevas fuerzas y sujetos de la modernidad, en el contexto de la Primera Guerra Mundial y al calor de las revoluciones mexicana y bolchevique. El escenario se dispuso en el principal teatro público de la capital, inaugurado por el médico Miguel Jiménez López, reconocido 10   Las memorias del evento fueron publicadas en Los problemas de la raza, 1920; y Muñoz, 2011. 11   Véase, al respecto, Sáenz Obregón et al., 1997, vol. I, 107.

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racialista, afiliado a las tesis degeneracionistas, inspiradas en Morel. Con los más férreos conceptos biologicistas y aseveraciones clasistas sobre la desigualdad, urdió un cuerpo interpretativo en el cual unió la “degeneración física y psíquica”, con la “degeneración moral” y la pobreza, para dibujar el sino trágico de un pueblo condenado. Las memorias del evento son testimonio de la escenificación de al menos dos posiciones encontradas: por un lado los racialistas defensores del pesimismo racial matizado en algunos ponentes en relación con apreciaciones regionales, que como en Luis López de Mesa, depositaron sus esperanzas en el “mestizaje paisa” (antioqueño) considerado como ejemplo racial y quien además comprendería a la raza no sólo como “sangre”, sino también como “espíritu” y “nacionalidad”; o bien con argumentos que encontraban en la intervención higienista un mecanismo de mejoramiento. Por otra parte, se disponen los pensadores como el médico liberal Calixto Torres Umaña (1885-1960), Simón Araujo (1857-1930) y Lucas Caballero (1869-1942), quienes se inclinaron del lado de la emergente “cuestión social”, para alejarse del pesimismo racial y situar en la pobreza y en las precarias condiciones de vida de la población las razones del atraso y en su solución estatal las posibilidades de levantar a un pueblo debilitado.12 A su lado, Jorge Bejarano defendería una interpretación histórica de los problemas asociados con el pueblo colombiano: las condiciones políticas y sociales que había vivido la población y que habían entorpecido su sano desarrollo fisiológico. Finalmente, Lucas Caballero se orientaría más a la comprensión de la estructura mental de la nación. La crítica al pesimismo racial que inauguró el debate, prohijó la ampliación de la acción del Estado con disposiciones institucionales encargadas de transformar las prácticas sociales populares. No bastaba “levantar”, “asimilar” y “transformar” al pueblo en términos biológicos; era necesario dotar aquel programa con un nuevo sentido político, demarcado por la necesidad de instituir la “paz social”. Como lo sostuvimos en otro momento, se trataba de: 12

  Los problemas de la raza, 1920; y Muñoz, 2011.

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levantar la calidad de vida entre los trabajadores de acuerdo con las conquistas de los saberes modernos, generalizando la acción sanitaria y profiláctica encomendada a la ciencia y especialmente a la higiene pública; asimilar los grupos populares al sistema político, para que estos legitimen y exijan las reformas necesarias para su “propia redención”; transformar las formas de vida y las prácticas sociales de los trabajadores a través de la instrucción escolar, las campañas de temperancia, la propaganda masiva y la acción coercitiva del Estado.13

Un año antes, en 1919 se convocó en Bogotá el I Congreso Obrero, al cual asistieron el indígena Quintín Lame (que acababa de salir de la cárcel por haber respondido a la ampliación de las haciendas con tierras de resguardo indígenas14 en el Suroccidente colombiano); los dirigentes obreros Eduardo Mahecha e Ignacio Torres Giraldo; las mujeres campesinas Otilia y Tulia (destacadas dirigentes de la región de la Mojana, al norte del país); María Cano, también llamada la Flor del Trabajo, quien se convertiría en la referente histórica más importante del feminismo en Colombia; y diversos representantes de campesinos, obreros y artesanos del país. En este escenario se inició un debate sobre la participación social en los rumbos políticos de Colombia, cuyo ciclo se cerró trágicamente en 1928 durante la Masacre de las Bananeras.15 Estos dos eventos simultáneos: el debate sobre los problemas de la raza y el Congreso Obrero, marcan la forma como se disponen las preocupaciones sobre la diversidad cultural en el contexto nacional de la época: los unos desde la reivindicación del trabajo y la tierra, dentro de la cual emergerán décadas más tarde organizaciones obreras y campesinas –como la Unión Sindical Obrera (en 1922) y décadas después la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (creada por decreto presidencial de Lleras Restrepo en 1967)– el Consejo Regional Indígena del Cauca (fundado por el mo13

  Calvo y Saade, 2002, 70.   En Colombia los resguardos son las demarcaciones territoriales con ascendiente colonial, reglamentadas por la Ley 89 de 1890, destinadas a las comunidades y pueblos indígenas. 15   Véase Vega Cantor, 2002. La bibliografía sobre la masacre es abundante: véase LeGrand, 1989. 14

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vimiento indígena en 1971) y la Organización Nacional Indígena de Colombia (en 1982). Los otros, fueron convocados desde la academia y la actividad política institucional a debatir sobre el carácter racial y social de los asuntos nacionales. La perpetuación del que llamaremos tentativamente como el “orden de los apellidos” –como garantía de una sucesión del privilegio restringido, garantizado por la vía del parentesco– considero que se constituye en el antecedente inmediato y constituido en la larga duración, para la producción ideológica de la “raza” como forma de ordenamiento naturalizado de la sociedad.16 Tal orden naturalizado, lejos de presentarse como una tipología poblacional fija, establece más que cualquier cosa, “fronteras” para marcar pertenencias, para designar privilegios y preestablecer horizontes o futuros posibles; para demarcar existencias colectivas o grupales asumidas con la lógica de un “ascendiente” común. La clave está en poner en relación la emergencia de sujetos sociales y reivindicaciones populares, en un contexto social que ha cerrado en la práctica las posibilidades de modernización del país, con la lógica e impronta de un orden de privilegio, genealógicamente perpetrado y racializado. Para rastrearlo en breve, fue adelantada una revisión puntual de prensa, concentrada especialmente en el periódico El Tiempo, por ser el principal órgano periodístico –hasta nuestros días– con circulación nacional. Las perspectivas allí publicadas fueron contrastadas con algunos diarios de circulación regional como la Revista Decenal Ilustrada de Barranquilla (en la Costa Atlántica), El Trabajo de Popayán, Fe y Razón de Pasto, al suroccidente del país, entre otros. La revisión fue concentrada en el 12 de octubre, día en el cual se 16

  De la persistencia de tal lógica genealógica asociada con los apellidos, se nos da cuenta frecuentemente en la prensa. A manera de ilustración reseño el extracto en el cual “El señor don Bonifacio Espinosa”, invocando su abolengo como exsecretario del general Santander (héroe de la independencia), declara que se “casó en Bogotá, el 3 de febrero de 1820, con doña Rita Escallón y de Castillo, su única y legítima mujer […] fueron legítimos y únicos hijos de este matrimonio: don Bernardo, doña Dolores […] en nombre de mi padre […] y para evitar desagradables equivocaciones, hago esta oportuna aclaración”. Firma: Eduardo Espinosa Villamizar (El Tiempo, Bogotá, 2.XII.1921, 6). En una revisión sobre la historia de la noción de herencia biológica, Carlos López Beltrán sustenta la relación histórica entre la lógica que sustenta la herencia de la tierra y la noción de herencia biológica. López Beltrán, 2003.

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celebra en Hispanoamérica el llamado desde 1916 “Día” o “Fiesta de la Raza”. Tres aclaraciones para delinear la decisión metodológica: 1) la cualidad ritual de la festividad permite encontrar sentidos condensados con referencia al problema que nos convoca; 2) se trata de un ritual “civil” con un carácter político, que alude a procesos de construcción ideológica y política de comunidades panacionales y nacionales; y 3) su elección permite ser coherente con el carácter asignado al problema en términos de su determinación internacional y su concreción nacional. La revisión de prensa realizada arroja una serie de asociaciones “lógicas” que permiten dibujar los contornos flexibles y difusos, aunque existentes, que constituyen a la “raza” como parte del sentido común de la época. Tal amplitud es la que paradójicamente garantiza su capacidad de convocatoria y su poder como descriptor de una serie de situaciones sociales advertidas, en su momento, al mismo tiempo como problema y como posibilidad. La primera asociación que parece destacable permitió constituir un espacio a “lo corporal” dentro de los asuntos a referir en el debate público y como campo de intervención en los asuntos de gobierno; campo inaugurado en las últimas tres décadas del siglo xix y potenciado en la primera mitad del siglo xx. Las voces se hacen escuchar en términos similares al siguiente: “Fortalecer las clases populares, hacerles conocer los grandes beneficios, y placeres del sport, es la mejor manera de trabajar por la raza y de hacer las escuelas curables”. Con estas palabras se justificaba un acuerdo aprobado por el Concejo de Bogotá en 1922 y titulado en la prensa: “Por la salud de la raza”. Con frecuencia se leen comentarios que endilgan “problemas de la raza” al “desprecio por la parte fisiológica del cuerpo” –que en ocasiones termina con un llamado a “reconectarse con la naturaleza”, en tanto ruta posible de regeneración racial–. El fomento de la cultura física en los procesos educativos, se establece paulatinamente como un campo importante para la intervención en asuntos “de la raza”.17 Tal convocatoria a la cultura física conduce al fomento público del deporte y 17

  El Tiempo, Bogotá, 11.XII.1921, 2; El Tiempo, Bogotá. 25.IX.1922, 3.

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está conectado con una siguiente alusión que vincula a la “raza” con la infancia y en consecuencia con un problema educativo e higiénico. La “raza” como motivo remite al posicionamiento de la higiene como campo privilegiado de intervención pública en materia poblacional; asunto atado a la instauración de un lenguaje modernizante para llamar a las cosas por su nombre, mediante enunciados científicos y hacer referencia a los asuntos del cuerpo sin temor al pecado. “Y para que no degenere una raza lo primordial es darle salud y fuerza. La higiene es salud. Quien sigue sus reglas se aleja del vicio, y se torna en bondadoso y alegre”.18 Dentro de esta estrategia la higiene es planteada como medida para una intervención sobre colectividades, cuya forma de agrupación es la “raza”. Su bienestar, se argumenta, traza una ruta que va del cuerpo al espíritu. “Si la agricultura es la base de la riqueza” –se afirma en una provocadora columna de prensa– “La higiene es el factor más importante del mejoramiento de la raza, tanto en lo físico como en lo moral […] la falta de higiene promueve el alcoholismo para olvidar las malas condiciones; por su parte, la sana inmigración traerá consigo buenas costumbres”.19 El diagnóstico total referente a la raza permitió en la época dibujar un escenario múltiple de intervención política con una singular carga emotiva, vinculada con alusiones adscripticias como pueblo, nación o determinado grupo poblacional. La situación paradójica que parece dibujar el sentido común de lo racial alude a una noción que presupone existencias de “colectividades” (los indígenas, los negros…)20 y que a la par establece unas medidas de “individualización” a través de campañas y políticas para la promoción de cuidados “corporales” y “morales”. Enseguida aparece como asunto de primer orden, la asociación entre “indígenas” y la precariedad social y económica.21 En Colombia, 18

  “Comentario con respecto a la reciente traducción de un libro editado de Nueva York y traducido en Santa Marta, titulado ‘El cuerpo humano y la salud’”. El Tiempo, Bogotá, 4.VIII.1922, 7. 19   El Tiempo, Bogotá, 25.VIII.1922, 7. 20  Véase El Tiempo, Bogotá, 4.IV.1914, 1. 21   En conjunto de la Sierra Nevada de Santa Marta (territorio actual de los pueblos indígenas kogi, arwaco, wiwa, kankuamo y wayuu) es designado en la prensa, como una zona central para la inmigración y la colonización. Se señala que a pesar de esto “la comunidad indígena

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el argumento privilegiado por muchos pensadores para explicar el atraso nacional durante el siglo xix fue su carácter tropical, su ubicación en la zona tórrida.22 Y el mismo argumento seguirá apareciendo en ocasiones tensionantes durante el siglo xx. Sin embargo, en el período que estudiamos, también se hacen sentir voces disonantes que justamente intentan controvertir desde el Tercer Congreso Médico Nacional “el precepto según el cual la zona tórrida es inhabitable para las razas superiores”.23 Tal caracterización suele ser el correlato del establecimiento de una geografía racializada que coincide con el establecimiento de los llamados “territorios nacionales”24 y con las coyunturas históricas de ampliación de la colonización, como estrategias de incorporación/ aculturación a la nación.25 En tal medida, la descripción de sus poblaciones en términos raciales legitima su aptitud para la colonización agraria. Las regiones de la Guajira al norte del país en los límites con Venezuela, del Caquetá al suroriente amazónico del país y del Putumayo en plena entrada al Amazonas en el extremo sur del país, una vez se ha descendido por los Andes, se dibujan en la prensa de la época como nodos de esta geografía racializada bajo el mote de “lo indígena”. También se van dando cita las imágenes de la Guajira como territorio de “horribles matanzas”,26 en medio de la asociación arquetípica entre regiones inhóspitas, poblaciones indígenas y violencia; justificación última de su colonización. está diezmándose por la emigración, las enfermedades, la falta de agua”. El Tiempo, Bogotá, 23.VIII.1922, 3. 22   Hasta se llegó a plantear a la “anemia tropical” como causante de la degeneración de la raza: “porque degenera la raza en lo físico, en lo intelectual y en lo moral porque un pueblo en estas condiciones de inferioridad, no puede proceder al progreso y engrandecimiento de la Nación”. Respuesta del Dr. Villamil a una encuesta sobre higiene realizada en 1930, El Trabajo, Periódico Liberal. Popayán, 3.II.1931, 2. 23   El Tiempo, Bogotá, 14.III.1914. 24   Los llamados “territorios nacionales” aparecen desde 1843 como porciones del país caracterizadas por su baja densidad demográfica, generalmente poblados por indígenas, distantes de la capital y de los demás centros urbanos del país. 25   Para un seguimiento detallado en el siglo xix a la forma como “la nación se funda en una imagen de homogeneidad que genera patrones jerárquicos de incorporación”, véase Arias Vanegas, 2007, 4. 26   El Tiempo, Bogotá, 6.II.1914, Noticias del Día.

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La asociación entre raza, progreso agropecuario y colonización produce una serie de reflexiones públicas importantes, con las cuales se circunscribe el ámbito de “lo racial” hacia el campo y las zonas rurales colombianas. Cuando el tema “racial” se nombra en las ciudades, no pareciera ser un descriptor de asuntos poblacionales, sino un invocador de asuntos regionales o nacionales. En tal sentido, “lo racial” está atado con los proyectos económicos modernizantes, así como con la caracterización de formas productivas “premodernas” y la detección de una potencia productiva que debe ser encausada. En tal coordenada se sitúa el problema de la colonización de tierras con fines agrarios en el corazón de los asuntos asociados con la raza. La promoción de estas zonas como aptas para la colonización marca una descripción racialista de lo indígena como “vacío” o “disponible”.27 Se dispone la creación de colonias extranjeras en el departamento de la Guajira, mayoritariamente indígena, situado al extremo nororiental del país.28 Una suerte de campaña publicitaria se da cita en las publicaciones periódicas, con especial énfasis en las de carácter regional: “tenemos fertilísimos terrenos baldíos en donde se producen con exuberancia todos los frutos de la zona tropical” –consigna un diario liberal del suroccidente del país–.29 Esto aclarando que en el país la inmigración representó aproximadamente entre el 0.43% y el 0.71% en el período que estudiamos. Y sin embargo, desde los deseos de los gobernantes, “la inmigración se impone como uno de los instrumentos de colonización interior, de la ocupación y la valoración del territorio nacional”.30 Misión que asumieron intentando promover la inmigración europea y restringir otras como la asiática.31 27

 Véase Serge, 2011.   “Ley 1 del 20 de mayo de 1851”. Codificación nacional, 1929, 410. Once años después concede la naturalización a todos los extranjeros que ingresaran. “Decreto de 10 de junio de 1862”: Codificación nacional, 1930, 87. 29   El Trabajo, Periódico Liberal, Popayán, 30.VIII.1930, 3. 30   Gómez Matoma, 2009, 7. 31   En la Ley 1 el gobierno debe suplir los gastos del pasaje y los primeros días de establecimiento de los extranjeros, se le autoriza para hacer contratos que fomenten la inmigración, se disponen de tres millones de fanegadas para ser distribuidas, y se otorgan exenciones por varios años e incluso se les permite libertad de culto, Codificación nacional, 1928, 135. 28

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La “civilización” se expone como tarea y futuro que requiere estimar las poblaciones sujetas a dicha empresa. El censo de 1928 es citado para alertar acerca de la existencia en el país de “300 000 salvajes”, descritos en términos del evolucionismo decimonónico: “El número de tribus que en su mayoría se pueden calificar de semicivilizadas por su contacto con los colonos, asciende a 69 221” –sostiene un diario payanés al suroccidente del país. “Lo cual da el 8.8 por 100 del total de la población. Absolutamente salvajes sólo pueden considerarse algunas tribus del Vaupés, del Vichada y del Caquetá en decadencia”. Estos últimos departamentos se sitúan al oriente del país en la gran zona selvática. Tal dibujo permite situar con frecuencia el problema migratorio, anunciando su poco peso dentro de la población del país. “Menos del 4,5 × 1000”, se afirmará en la prensa con cierta alerta, que corresponde con cerca de 35 251 extranjeros en 1928.32 Con un espíritu similar y desde el suroccidente del país, la Diócesis de Pasto se permite alabar el reciente decreto del alcalde de Caquetá, a través del cual obligaba a los “indígenas a usar pantalones y no sólo calzones”. El mismo departamento del que se menciona la “facilidad que brinda el inmenso territorio de Caquetá, a quien desee conquistar su independencia, o por lo menos ganarse el pan para su hogar”.33 Se pregunta entonces: no podrá el funcionario a quien corresponda en nuestro municipio, dar una disposición semejante para prohibir severamente a las indígenas de el Caquetá que se presenten en esta ciudad sin pantalones, y sobre todo a las mujeres indígenas […] si en vez de su escaso envoltorio de bayeta, lo usaran de algodón o seda, en nada se diferenciarían de las muy civilizadas de nuestras cultas sociedades.34

Al mismo tiempo, denuncia los más de 1 000 indígenas que ya habían sido asesinados por la Casa Arana (la principal empresa cauchera 32

  El Trabajo, Periódico Liberal, Popayán, 24.X.1930, 4.   El Trabajo, Periódico Liberal, Popayán, 30.VIII.1930, 3. 34   Fe y Razón, Pasto, 11.II.1927. 33

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peruana, responsable del genocidio de comunidades y tribus indígenas enteras en la región de la Amazonía colombiana); la prensa del sur del país, en la ciudad de Pasto, dedica algunas columnas a informar sobre la colonización en Caquetá y Putumayo por parte del gobierno.35 “Higiene, inmigración y lucha antialcohólica” –como titula una elocuente nota de prensa– son los tres asuntos invocados comúnmente en las alusiones a la raza como una suerte de terreno de trabajo para nivelar al país en el escenario “de las naciones más justas y adelantadas”. La continuidad de la idea decimonónica de la existencia de una vida social desordenada e irracional se constituye en argumento de primer orden para marcar un futuro de intervención política higienista que llevará el orden y la razón a la sociedad, pues se adelanta a la aparición de las enfermedades.36 La lógica de la profilaxis se postula como misión civilizadora, tal como será planteado en las campañas antialcohólicas. En Colombia, la prevención del llamado “flagelo de la raza” concentra todos sus esfuerzos en contra de la bebida fermentada de maíz, campesina e indígena: la chicha. Entre políticas de salubridad, educación, urbanismo, ornato y disciplinamiento laboral se desarrollan férreos esfuerzos sustentados en argumentos eugenésicos y racialistas, en contra de su producción, venta y consumo. Fueron esfuerzos liderados en el período que estudiamos por el higienista Jorge Bejarano, quien había participado en los congresos regionales de eugenesia que referiremos más adelante y quien además, había participado en el célebre debate sobre “los problemas de la raza en Colombia”. La chicha, acusada de ser la causa de una enfermedad “100% colombiana” –“el chichismo”– sería diagnosticada como la causa de la degeneración de la raza; con lo cual se urdía, con la voz de la ciencia, un cuerpo que iría produciendo una articulación entre enfermedades sociales con patologías clínicas, problemas de indisciplina laboral, falta de ornato y causa de sedición política.37 35

  Fe y Razón, Pasto, 22.II.1929, Sección Noticiosa; Fe y Razón, Pasto, 1.I.1929. Sobre el genocidio protagonizado por la Casa Arana, vale la pena citar los estudios realizados por Pineda, 2000; Pineda et al., 2014 y Gómez, 2014. 36   El Tiempo, Bogotá 25.VIII.1922. 37  Véase Calvo y Saade, 2002.

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En aquella campaña como en los esfuerzos infructuosos de colonización rural a partir de la inmigración de extranjeros, se fueron estableciendo los sentidos comunes asociados con la raza. Con ellos, se fue perpetuando una lógica con la cual se trazaron las fronteras de una sociedad deseada por un puñado de gentes que se encuentran aquí y allá, frecuentemente relacionados con los mismos apellidos de quienes gobernaban al país. Al menos resulta posible hasta el momento, referir cuatro argumentos urdidos en las alusiones a “la raza”: 1) la raza funciona como una forma de clasificación social que para finales del siglo xix y la primera mitad del siglo xx congrega una serie de reflexiones dispersas sobre lo que llamaremos “problemas o debates nacionales”; 2) la raza forma parte de una construcción ideológica caracterizable, que logra constituir una forma de interpretación hegemónica de la diversidad humana, instaurada en los lugares de la vida social donde se confirman las jerarquías y desigualdades sociales; 3) el proceso de construcción ideológica se realiza y se consolida durante el proceso mismo de producción de “lo racial” como relación social práctica y concreta; y 4) por todo lo anterior, el comportamiento de “la raza” como clasificación, es paradójico: muta para cimentarse, se expande para definirse y se contrae en el momento que se requiera para definir fronteras más claras. Es una alusión con una enorme capacidad de interpelación en el período, cuyo “uso” es básicamente heterodoxo; por lo mismo es útil para organizar argumentos políticos tan disímiles como los que se han podido rastrear en la revisión de prensa realizada con motivo de la “Fiesta de la Raza”.

El Día de la Raza: narrativas políticas entre la guerra y la unidad En los textos referentes al Día de la Raza es posible advertir una narrativa generalizada sobre las ideas asociadas con la noción de raza en términos de “guerra racial”.38 Noción que se expresa, bien sea anunciando una situación de “tiempos pasados”, o bien, convocando a la reconciliación y a la unión, entrevista como destino determinado en términos 38

  Concepto trabajado ampliamente por Foucault, 1996.

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raciales. Dentro de la misma, la conmemoración parece constituirse en una suerte de ritual moderno para “superar” las que se inauguran en la prensa como “viejas rencillas” u “odios antiguos”, relacionados con el origen de la nación: la independencia. El reclamo de “unión intelectual y moral” es la premisa central que le otorga en este marco ritual un carácter claramente político e ideológico a la alusión racial.39 La discusión central parece urdirse en términos del establecimiento paradójico de una suerte de “comunidad moral”. La alusión racializada de la historia política permite generar una narrativa que pretende urdir los lazos entre la nación y una imaginada “comunidad panacional” inaugurada por un acto de guerra: la conquista. El esfuerzo de los países latinoamericanos, parece estar, tanto por el lado de hispanistas como de quienes no se enfilan completamente entre sus líneas, en una búsqueda de un camino posible de “reconciliación” que permita articular especificidades locales con una creación idílica de un “espíritu hispano”. La forma como aquel “espíritu” es completado con “lo americano” suele ser objeto de posiciones diferenciadas. En Colombia, la exaltación hispana a partir del idioma se torna superlativa, especialmente durante la Regeneración Conservadora (1886-1930), que hará de la religión católica y del castellano, el sustento ideológico del que se tornará en el partido conservador. Los destinos de la nación –al decir de Miguel Antonio Caro– estarían idealmente regidos por Dios y sus designios. De tal suerte, que el discurso hispanista general encaminado a que se “unan todos los pueblos de habla castellana en un solo sentimiento de solidaridad espiritual, y afirmen ante el mundo la comunidad de su origen y de sus ideales […]”,40 realizado desde la década del diez del siglo xx; era un terreno abonado por la Constitución de 1886 y el régimen conservador que con ella se implantó en el país.41 39

  El Tiempo, Bogotá, 13.X.1919, 3. En la prensa suelen aparecer pequeñas notas en las cuales se cubre la celebración en otros lugares de Hispanoamérica (véanse entre otras: El Tiempo, Bogotá, 13.X.1928; 13.X.1929 y 14.X.1929). 40   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1915. 41   Vale la pena mencionar aquí que en un festejo realizado en el Gimnasio Moderno, principal centro educativo de la moderna élite colombiana donde se educará una parte de los

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Tan intenso culto hispanista estará matizado con un reproche y guiño desafiante, que depositará en España la agencia de la articulación hispana, como retaliación por mostrar desdén frente a su correlato americano: Por eso creemos nosotros que es ante todo a España a quien corresponde trabajar porque esa fiesta de la raza (que ya fue convertida en ley en Colombia), de sentimiento americano y estará hecha la unión castellana, unión intelectual y moral que podría tener incalculables consecuencias para el futuro […]. Que España vuelva los ojos a sus hijos, y les abra los brazos; que nos conozca y nos juzgue con justicia; que haga un esfuerzo por corresponder. Otros, darán una vuelta más larga para reconocer las debilidades de España y voltear la dirección y agencia de la misión civilizadora. “Hace más de cuatro siglos” –afirmará Calibán, uno de los reconocidos columnistas de El Tiempo– España nos redimió, nos resucitó a una nueva vida. Hoy nos toca a los pueblos latinoamericanos devolverle la vida que nos dio; toca a nosotros la conquista de España en el siglo xx, conquista en la que no pondremos nosotros sino sangre nueva, nuevas energías que reanimen el debilitado organismo de la gloriosa madre. Ella dio alma a nuestra vida; hoy demos nosotros vida a su alma, que no ha muerto que no morirá, porque nada muere de lo que vivió con el espíritu.42

Desde el Congreso de la República se promoverá la festividad con usuales saludos a “la Nación Española y a todas y cada una de las repúblicas latino-americanas y reafirma sus votos por la solidaridad de todos estos pueblos para mantener en alto el prestigio de la civilización latina en el mundo”.43 Por otra parte, el fortalecimiento hispanoamericano como contenedor del imperialismo estadounidense y anglosajón, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, aparece como enunciado político para urvarones gobernantes, se menciona a “la liga del bien Hablar” fundada por los estudiantes del Colegio con motivo del Día de la Raza. El Tiempo, Bogotá, 13.X.1916. 42   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1915. 43   El Tiempo, Bogotá, 9.X.1922.

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gir el crecimiento hispanoamericanista en términos defensivos. La labor latinoamericana se plantea en fortalecer lo que se denomina como “el espíritu de la raza” o “el alma hispanoamericana”, porque de allí se sacará la “fuerza moral para combatir los imperialismos que nos amenazan”.44 Otros elevan desde allí una estrategia de defensa de “Sur América”, abogando “porque se conforme una confederación defensiva de las repúblicas del Sur contra toda amenaza de potencias poderosas de otra raza […]”.45 Tal convocatoria se plantea en términos de unión intelectual y moral, a la que debe seguir un acercamiento político y económico, espiritual; donde se cifra la fortaleza de las civilizaciones. Cierta reacción a adscripciones “materialistas”, relacionadas con posiciones ideológicas liberales y de izquierda, van dando énfasis a un marcado “espiritualismo” conservador, hasta llegar a aseveraciones como la siguiente, en reacción también frente a las tesis “etnicistas”, más alejadas de Dios y más cercanas a las ciencias humanas o bien a la biología: “los pueblos no pueden constituirse en base a territorios, lenguas o semejanzas étnicas, sino por la comunidad espiritual, la tradición, la genealogía”.46 La raza aparece como un problema de identidad y de sensibilidad que se orienta hacia un sentido de comunidad, como se plantea en este aparte: La raza hispanoamericana que hoy celebra su fiesta no es lo que los profesores de etnología llaman una raza, sino más bien lo que el jefe de gobierno italiano califica como tal, es decir, un sentimiento nacional, continental o regional que agrupa a los hombres para un esfuerzo místico en común. No es ciertamente, una raza el conglomerado de sangres unidas de todas las partes del mundo a ingresar en el torrente circulatorio de los mestizos de indio y español.47

44

  El Tiempo, Bogotá, 12.X.1916 y 13.X.1916.   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1916. 46   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1919, 3; El Tiempo, Bogotá, 12.X.1928, Sección especial “Cosas del Día”. 47   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1933, 4. 45

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Resulta oportuno recordar que sólo encontramos una alusión a la “blanquitud” con respecto a las reivindicaciones hispanistas, para aludir a “magníficos ejemplares de la raza blanca, de la raza conquistadora”; realizada bajo la misma lógica genealógica instaurada en el sentido común de los apellidos con la que iniciamos este recorrido atada al orden hacendatario (y con la cual se regulan las jerarquías sociales, especialmente en las zonas rurales y agrarias del país). Tal aseveración acude a una elocuente descripción estética: Muchachos rubios fornidos, llenos de inteligencia y de viveza; otros, morenos, quemados por el sol de los campos, pero descendientes también en línea recta de los españoles; niños a quienes una educación intelectual y física adecuada pondrá en condiciones de servir a la patria en forma admirable. La raza indígena tiene sin duda un fuerte porcentaje. Pero son los blancos sin mezcla, los que predominan y los mismos indígenas presentan también un excelente aspecto. Los desmedrados y canijos, los futuros vencidos, son una minoría, que no autoriza para dudar del porvenir.48

La misma visión genealógica permite a muchos reivindicar la raza luego de superados los odios y las rencillas independentistas. Con una invocación semejante se transcribe en la prensa regional liberal de la ciudad de Popayán, al sur del país, un extracto de la publicación española sobre la raza hispanoamericana de Brissa y Leguina titulada “El libro de la raza”: “flota en el ambiente hispanoamericano una comunidad de origen, cultura, y tal vez, porvenir, que se sobrepone […] a intransigente nacionalismo”.49 La fiesta de la raza se plantea como ritual de solidaridad por un “origen común”, a favor de un “progreso efectivo y vigorosa defensa en contra de las potencias y la amenaza del capitalismo norteamericano”; frente a lo cual se invoca textualmente “el despertar de un sentimiento latino e indígena” al mismo tiempo.50 48

  El Tiempo, Bogotá, 12.X.1925.   El Trabajo, Periódico Liberal, Popayán, 6.II.1931, 2. 50   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1919. 49

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Los saludos a “la Gloriosa Madre Patria”, a “la noble España” y a las naciones latinoamericanas o del “Nuevo Mundo”, en gratitud por “infundirnos su sangre y su civilización”,51 son las voces que se repiten año tras año durante los días previos y posteriores a la fiesta. Tal espíritu suele mantenerse constante en el período de estudio, con llamados a la juventud a dirigir la reunión de estos pueblos.52 Así como con la construcción de homenajes monumentales a Gonzalo Jiménez de Quesada53 (conquistador y fundador de villas, en particular de Bogotá) como parte de la reivindicación de los conquistadores en tanto “troncos raciales” –al decir de Roberto Liévano–.54 A pesar de tales reivindicaciones se dejan sentir las tensiones entre la “juventud americana” y el Viejo Mundo: Los pueblos jóvenes no podemos hoy más que renovar, vigorizar, revivir; nuestra sangre, nuestro entusiasmo tiene que ser alimentado por una tradición para que sea fecundo; es ésta la única manera de valorizar nuestra juventud. Por todo esto, anhelamos con toda nuestra alma, un acercamiento cada vez más estrecho a nuestra madre España; […] una alianza intelectual que vigorice en nosotros el sentimiento de la raza.55

La justificación del hispanoamericanismo se presenta como cuestión civilizatoria y como resultante de un llamado o destino natural, determinado por la raza, capaz –en un tono propio del período de entreguerras– de “superar” las mezquindades nacionalistas. “España ha de ser el eje central de esa gran fuerza espiritual”56 –continúa siendo el llamado de muchos en la década de los veinte–: “En nuestra América la naturaleza y la historia, convidan a los pueblos a la íntima unión fraternal, y las pasiones de los hombres provocan la discordia […]”.57 Tal 51

  El Tiempo, Bogotá, 13.X.1917; El Tiempo, Bogotá, 12.X.1919.   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1919. 53   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1922. 54   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1921, 1. 55   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1915. 56   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1923, 1. 57   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1927, 1. 52

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aseveración se continúa enunciando con dos matices importantes: por un lado, denunciando la urgencia de superar un mero “sentimiento literario”, para invocar el espíritu hispano como rumbo civilizatorio concretable; y, por el otro, centrando en América el nodo de aquella empresa civilizatoria hispanista.58 Tales giros son contundentes en los años treinta, al advertir en clara reacción al conservatismo, que compartir una lengua y una religión no habían sido garantía de una “espiritualidad conjunta”. Se denuncia incluso, en una nota de prensa, que “la palabra Raza ha servido para hacer creer esta unidad”, para conseguirla es necesario acudir a las universidades, relaciones económicas, intercambios de información, descubrir a España y América, desenterrar sus huellas y realizar campañas culturares.59 Las discusiones inherentes a la geopolítica internacional encuentran en el debate sobre las filiaciones racializadas panacionales un campo privilegiado para desarrollarse. Los disensos frente al más confesional hispanoamericanismo, se escuchan tanto en los nodos del liberalismo como desde algunas regiones del país. Lo anterior se da cita en medio del crecimiento de una reivindicación panamericana, que tendrá a Estados Unidos a la cabeza, entremezclada con cierto espíritu latinoamericanista que se cuela en las discusiones, también en torno de los espacios generados por la propia empresa panamericana. Este fue el escenario en tensión y privilegiado para la difusión de las ideas eugenésicas en América Latina a través de los Congresos Panamericanos de Eugenesia y Homicultura, donde se dieron cita los interesados en la discusión por delegaciones nacionales.60 Allí participaría por Colombia Jorge Bejarano, a quien ya hemos hecho referencia. En 1927 fue inaugurada la I Conferencia Panamericana de Eugenesia y Homicultura (CPEH) realizada en La Habana, en co58

  Se conmemoran los grandes personajes americanos entre conquistadores y libertadores, el porvenir racial de América y España, y su potencial para abanderar la civilización y dejar de lado la contemplación de la historia (El Tiempo, Bogotá, 12.X.1930. En el mismo sentido: El Espectador, Bogotá,13.X.1929). 59   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1937, 5. 60   Saade, 2002.

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rrespondencia con los acuerdos de la v Conferencia Internacional Americana de Santiago de Chile (1923). En ella participaron 15 países de la región comprometidos con la fundación de oficinas de eugenesia. Esta tarea fue iniciada con la organización ese mismo año de la Oficina Central Panamericana de Eugenesia y Homicultura en La Habana, bajo la dirección del médico Domingo F. Ramos, en correspondencia con el interés estratégico de la naciente potencia en el Caribe después de la Primera Guerra Mundial. El proyecto eugenésico panamericano fue precisado en la II Conferencia realizada en Buenos Aires (1934) cuando se solicitó a la Unión Panamericana el establecimiento de un Instituto de Investigaciones de la Población Americana en su oficina principal. No contamos con información sobre los desarrollos de este Instituto; sin embargo, sus propósitos fueron también la base de buena parte de las misiones científicas que arribaron a Latinoamérica, dirigidas por instancias como la Carnegie Institution, el Instituto Lingüístico de Verano y la Fundación Rockefeller.61 En la forma como se organiza a nivel internacional el movimiento eugenésico se va a hacer visible la tensión entre angloamericanismo y latinismo, en una suerte de tensión geopolítica del pensamiento racializado, visible también en el ritual del Día de la Raza. Mientras en países como Uruguay se propone la “bandera de la raza” para festejar el 12 de octubre,62 en Colombia se inauguran los años treinta con los gobiernos liberales que suspenden temporalmente el régimen político conservador. En este momento la celebración hispanoamericanista –en el tono que se ha caracterizado hasta el momento– muta de manera sensible en tres sentidos: por una parte en la aparición de cierta reivindicación popular concentrada en los esfuerzos de ampliación educativa y de empoderamiento de sectores populares, base del proceso de industrialización que despega con cierta fortaleza 61  Las conclusiones de las conferencias pueden consultarse en: Eugenesia, México, No. 22, II.1933, 1-7; Eugenesia, México, No. 49, VI.1935, 55-56; Eugenesia, México, No. 50, VIII.1935, 63-64. También publicadas en: Álvarez Peláez, 1999, 495-508. Véase Saade, 2009. 62  La bandera es creada en 1932 (El Tiempo, Bogotá, 12.X.1933; El Tiempo, Bogotá, 12.X.1934, editorial).

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en estas décadas; por otra parte, en la reelaboración del discurso político de reivindicación de España que invoca en esta coyuntura precisa el ánimo de la guerra civil; y por último, es posible advertir el crecimiento del panamericanismo. Por una parte no es gratuito que la primera nota encontrada que debate las posiciones hispanistas venga de la ciudad de Bucaramanga (en el departamento de Santander, al nororiente del país) cuna del liberalismo, proclamando que “en vez de celebrarse la fiesta de la raza hispana, que es obra de antiamericanismo […] debiera celebrarse más bien la fiesta de la raza indígena, cuya sangre llevamos”.63 La invocación al ancestro indio de la nación es coronada con la figuramadre de Bachué (el símbolo muisca de fertilidad). Con Bachué y Bochica a la cabeza se festejó el 12 de octubre de 1930 en las escuelas y plazas de la ciudad de Bogotá, incorporando al Grupo de los Bachués; celebrando en los barrios altos y bajos de la ciudad. El movimiento artístico de los Bachués se desarrolló en Colombia entre 1930 y 1940, en medio del descontento por la represión al movimiento obrero producida a final de la década anterior, la rebeldía frente a los cánones artísticos establecidos y un interés por comprender y exaltar las tradiciones amerindias. Los Bachués, con el pintor y escultor colombiano Rómulo Rozo a la cabeza, quien con su marcado espíritu latinoamericanista realizaría en Mérida (México) el importante monumento a la Revolución, desarrollaron una propuesta estética de no muy larga vida en diálogo con los intelectuales del indigenismo colombiano, con Gregorio Hernández de Alba a la cabeza.64 En nombre de los amigos de Bochica –afirma la prensa– pronunció un elocuente discurso el joven Darío Samper, perteneciente al grupo de los Bachués. La piedra se colocó unos metros antes de llegar a la estación del funicular de Monserrate, en el Paseo Bolívar. Fueron padrinos del acto por designación especial, las señoritas doña Lucía Olaya Londoño, hija del doctor Enrique Olaya Herrera, presidente de la República, y 63

  El Tiempo, Bogotá, 14.X.1922.   Para la historia del indigenismo en Colombia, véanse Perry, 2006; Correa, 2007.

64

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doña Leonor Andrade Isaza, quienes colocaron en el sitio destinado al efecto la primera piedra del monumento al dios de los chibchas.65

Vale la pena recordar la importancia que los discursos nacionalistas de este tipo darán a los muiscas como evidencia de una civilización andina prehispánica (situada en el altiplano cundiboyacense), a pesar de la inexistencia de ciudades monumentales como las de México o Perú. Su aparente desaparición como comunidades indígenas a causa del alto mestizaje, facilitará a los espíritus modernizantes y nacionalistas marcarla como nodo y prueba de civilización y posible origen de nacionalidad, en diálogo con lo que sucedía en otros contextos latinoamericanos. Y recordar también que a la par que se exaltan las figuras míticas muiscas se expande el genocidio producido por la empresa cauchera en la Amazonía colombiana, una región de frontera marcada como “vacía”. Además de la aparición de la figura que refiere a la civilización muisca, se articulan al festejo, en el más claro tono del liberalismo el “día del niño agricultor”, celebrado con un desfile de más de 8 000 niños de diferentes escuelas “típicamente vestidos, portando frutos de la tierra”. A esto siguió “la fiesta de la espiga” que se celebró con una asamblea extraordinaria de la Liga de Fomento de la Agricultura.66 Por otra parte, a diferencia de los años anteriores, se celebra oficialmente en la Quinta de Bolívar, con un homenaje a las reliquias que recuerdan la historia del Libertador. Hasta 1937 encontramos homenajes similares que van agregando sectores populares al festejo, como en Tunja, donde se celebra con una revista militar y Orfeón obrero.67 El otro desplazamiento relevante, alude al homenaje a España desde 1932, en términos del establecimiento de la República, entrevisto como concreción de su ímpetu civilizatorio, con una interesante interpretación histórica racializada: 65

  El Tiempo, Bogotá, 13.X.1930, 1.   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1930, 1. 67   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1937. 66

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En el último año, acontecimientos políticos y sociales han transformado el aspecto de ese mundo español y la manera cívica con que prosperaron y se definieron, da derecho a pensar en las excelencias raciales que simboliza y proclama la fiesta del Doce de Octubre. La España Republicana es uno de los espectáculos de mayor vigor y relieve en la historia de Occidente y vino a sorprender a cuantos la menospreciaban.68

La aseveración que señala que España y la “raza latina” ya no “estaban al frente de la civilización”, justamente por su incapacidad de actuar de manera unificada, condujo a otros a justificar la creación de una federación de estados americanos sobre la cual implementar “una nueva forma de colonización”.69 La reconversión simbólica de figuras coloniales en términos de la unión panamericana fue el mecanismo para darle el giro a la celebración del 12 de octubre como suerte de emergencia americana. En tal sentido, el homenaje a un horizonte civilizatorio alusivo a “lo racial” se realiza mediante la inauguración de edificios, instituciones y esculturas que se identifican como manifestación concreta de la civilización en términos de modernización.70 Cristóbal Colón como símbolo de “fraternidad panamericana” aparece invocado a su favor al iniciar la Segunda Guerra Mundial.71 En el mismo tono, la gobernación de Cundinamarca convoca en 1937 a un concurso del Himno de la Raza, con motivo del Día de la Raza, llamando a que su letra hablara a todo el continente y dejara de lado las alusiones locales. El concurso es ganado por el poeta conservador oriundo de la ciudad de Popayán y próximo presidente de Colombia (1962-1966) Guillermo Valencia y “transmitido a 21 naciones americanas, que recuerdan el sueño bolivariano”.72 Con la heterodoxia que comienza a adquirir la alusión al 12 de octubre, toma también fuerza la asociación entre juventud, niñez, cultura 68

  El Tiempo, Bogotá, 12.X.1932.   El Tiempo, Bogotá, 14.X.1922. 70   Como se enfatiza en una nota de prensa desde la ciudad de Ibagué: El Tiempo, Bogotá, 12.X.1939. 71  Véase El Tiempo, Bogotá, 12.X.1936, 16; El Tiempo, Bogotá, 12.X.1937, 1-5. 72   El Tiempo, Bogotá, 12.X.1939; El Tiempo, Bogotá, 13.X.1939, 1. 69

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física y celebración de la “raza”, anunciada líneas atrás. La gramática de una alusión al futuro, a los destinos, se inserta paulatinamente en una gramática modernizante, que cada vez más, tiende a generar una narrativa que entrega a la voluntad de gobierno sus destinos históricos: eventos deportivos juveniles, exhibiciones educativas y la incorporación al festejo del “concurso del niño sano” (organizado en Bogotá por la Dirección Municipal de Higiene) hablan de tal énfasis.73 En el discurso de premiación el director de Higiene del municipio sostuvo con elocuencia: La fiesta de la raza nos congrega hoy aquí, para cumplir con un laudable mandato del Ministerio de Higiene y premiar con dádivas por él suministradas, el cuidado, la consagración y el celo de las madres para levantar a estos niños, hijos suyos y los cuales son exponentes de una raza fuerte y sana que sabe responder muy bien al buen sentido con que se le orienta y dirige.74

La “fortaleza física” y la “alegría espiritual”75 se invocan hasta llegar a constituir al festejo del niño sano en un “festejo racial”: los resultados del festejo racial, verificados ayer, son un indicio vehemente de que los esfuerzos realizados hasta ahora por mejorar las condiciones dentro de las cuales vegetaban las clases populares pueden presentar, como testimonio, unos cuantos millares de personas preocupados por el desarrollo de su propia potencialidad física, lo que constituye una perspectiva segura de engrandecimiento racial.76

Tal ritualidad para celebrar el Día de la Raza se replica en el departamento de Antioquia, en la ciudad de Bucaramanga (capital de Santander) agregando en este último departamento de tradición ar73

  El Tiempo, Bogotá, 13.X.1939, 1.   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1939, 1. 75   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1939, Cosas del Día. 76   El Tiempo, Bogotá, 13.X.1939, Cosas del Día. 74

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tesana y obrera talleres de mecánica y fundición. Los desfiles de niños se dieron cita en Manizales, y en Santa Marta “cinco mil estudiantes desfilan para celebrar el día de las Américas”. Con varios actos deportivos y cívicos, los estudiantes celebraron “el día de las Américas” en la ciudad puerto del Río Magdalena, Mompós; y con un desfile atlético en Pereira y el consecuente concurso del niño sano.77 Las narrativas generadas alrededor del Día de la Raza pusieron en evidencia la formación de posiciones diferenciadas para pensar las relaciones internacionales dentro de las cuales se pensaba “lo nacional”. Colombia como parte del espíritu hispano fue la reafirmación central del régimen conservador, para anclar en ella la existencia de una tradición genealógica que buscó dotar a un discurso moral para organizar las desigualdades, de una suerte de legitimación civilizatoria. Tales visiones fueron confrontadas con posiciones americanistas y de exaltación de España en cuanto concreción republicana. La ritualidad asociada con la Conquista de América permitió entretejer las reflexiones sobre la política internacional con los sentidos comunes paradójicamente, difusos y establecidos, asociados con la raza, para promulgar la celebración del continente. Entre la producción de una geografía racializada dispuesta a la colonización, la identificación de colectividades racializadas como “indígenas”, la producción de posiciones políticas y de identificaciones de “cercanías” y “lejanías” con respecto a un modelo difuso de sociedad, se fue concretando una retórica moral en la cual, las nociones racializadas ofrecieron un marco de certeza para referir los destinos de la nación.

Un orden moral racializado o la moral de la raza Pensar al país en términos de las gentes que lo habitan, en el marco de reflexiones latinoamericanas y en el contexto nacional, implicó durante el periodo que estudiamos: iniciar una labor intelectual de reflexión con los ánimos de comprensión y de cambio característicos de los años 77

  El Tiempo, Bogotá, 13.X.1939; El Tiempo, Bogotá, 14.X.1939.

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veinte; asumir como propias lógicas y categorías de clasificación social provenientes de los lugares situados en la vanguardia de la ciencia, traspuestos muchas veces sin mayor reelaboración a las caracterizaciones nacionales; así como dotar los “sentidos comunes” asociados con las formas de estructuración y de privilegio de la sociedad colombiana en un marco de referencia modernizante, promovido por pensadores con clara incidencia en la arena política. Pero también, como lo hemos recorrido, significó imaginar una nación de “blancos”, no sólo por el tono de la piel, sino por idear una geografía racializada que hizo de los indígenas el “otro” de la nación colombiana y de las poblaciones de selva, costa y río, espacios por ocupar y explotar. Regionalizar para jerarquizar y mantener los privilegios, fue en parte el saldo de aquellos proyectos que idearon la dupla entre inmigrantes y colonos trazando con ello formas de ocupación racializadas del territorio. Asistimos a un hispanismo persistente, que ni siquiera el ánimo del liberalismo que se abrió campo con tanta dificultad logró minar; sólo matizar temporalmente con la ola panamericana. Los argumentos que se articulan en la noción de raza están, como hemos intentado mostrar, impregnados con una carga emotiva claramente distinguible y constituida por valoraciones morales que marcan caminos de “bien y mal” como trazas para orientar el deber ser de la “patria”, dentro de un ordenamiento internacional. La noción de raza asociada con una suerte de comunidad moral, distinguible por características físicas como el color de la piel, parece constituirse en un sentido importante de la época. Habrá que documentar aún cómo de manera específica valida los ordenamientos de los poderes regionales en el país de manera específica. Los discursos sobre la raza en Colombia permiten aseverar que su existencia posibilitó articular lógicas morales cimentadas en la sociedad colombiana, especialmente desde sus élites, con una retórica modernizante. Así como éstas se esfuerzan por encauzar los ánimos políticos populares hacia una suerte de “ilusión” de mejoramiento de la calidad de vida por la vía del exiguo proceso de modernización, siempre y cuando se siguieran los preceptos morales por ellos estipulados y

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paradójicamente legitimados como “racionales” y “científicos”. De allí el poder del pensamiento racializante. En el período que estudiamos el racialismo sirvió para dar un nuevo aliento a ese “orden social” que el proyecto liberal colombiano no pudo reordenar. Las pretendidas tipologías raciales sirvieron a las élites del bipartidismo para signar a los plebeyos, a los gobernados, a los sectores populares, a los trabajadores… como objetos de unas políticas modernizantes que básicamente parecen haberse ocupado de mantenerlos “en su lugar”; un lugar que los mantendría en su situación subalterna. Una de sus expresiones más acabadas, se podría plantear a manera de hipótesis, sería el Frente Nacional con el cual se pacta entre las élites de ambos partidos políticos que Colombia seguiría siendo gobernada por las mismas familias (más allá de las diferencias ideológicas) como en el más rancio modelo hacendatario. Dentro de él, cualquier tentativa de política social sería presentada con el modelo paternalista del “favor” del patrón. “Indios”, “negros”, “malayos”… designan en este contexto a los objetos de una política de intervención para controlar los deseos y los ánimos populares, con la resignación cristiana y los destinos marcados por la pretendida impronta de su color de piel. La cosecha de los frutos de un orden moral racializado forma parte de aquello que ni la ciencia, ni el liberalismo, lograron derribar: un mecanismo de perpetuación del poder político en Colombia arraigado en juicios y principios morales, que lograron hacer de la racialización el correlato del país del Sagrado Corazón, de la Virgen del Carmen y de la Real Academia Española de la Lengua.

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Raza e inmigración: algunas reflexiones a partir del caso argentino Fernando J. Devoto

1 Colocar en relación las nociones de “raza” y de “inmigración” es una operación tan interesante como problemática. Si “raza” es una de las palabras más empleadas para distinguir a unos grupos humanos de otros, “inmigración” alude o describe el principal instrumento a partir del cual grupos humanos de diferentes procedencias entran en contacto. Desde luego los “otros”, en los muchos sentidos a los que puede aludir la palabra “raza”, otros reales o imaginarios, existen independientemente de las migraciones. Sin embargo, éstas hacen que mucho de lo que pertenece al orbe de la imaginación, de la literatura, de la geografía o de la historia, al mundo de escritores o de viajeros que narran, en suma al universo de lo escrito, derive en un proceso de interacción concreta vinculado a la experiencia social. De ese modo, las relaciones entre raza e inmigración tienen al menos dos dimensiones. Una primera alude a una imagen de “otros” deseables o no deseables y se plasma en políticas, discursos y estereotipos ideales. Una segunda alude a un conjunto de personas concretas que llegan a un nuevo lugar y en él establecen distintos tipos de relaciones y padecen diferentes procesos de aceptación, rechazo, hostilidad, favorecimiento,

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discriminación, violencia. En el conjunto de esos procesos una de las dimensiones discursivas que establece prelaciones, jerarquías y exclusiones, que promueve rechazos y violencias es la de “raza”. Al poner en relación a la noción de raza con la de inmigración, surgen otros problemas. Esta última noción, o aquellas que pueden asociarse con ella, exiliado, expatriado, extranjero, pasajero, definen un sujeto-objeto de contornos bastante precisos y cuya relativa estabilidad conceptual, al menos desde la segunda mitad del siglo xviii, quizás derive de que contiene para ese cuadro temporal una experiencia social provista de algunos rasgos perdurables organizados en torno a la idea de movimiento: una persona que se traslada de un lugar a otro. Luego pueden introducirse diferencias y pueden incluirse otras distinciones, de las que las dos más importantes son la posición social del sujeto en movimiento y el grado de coacción en la decisión de emigrar. La noción de “raza” es, en cambio, mucho más ambigua y elusiva y mucho más inestable. Ante todo nunca es claro a qué tipo de diferencias se refiere, y menos aún si se la coloca en un despliegue temporal, ya que las implicancias son muy variables, tanto como lo son aquellas que conciernen al lugar. El momento y el lugar en que la noción es empleada y las variaciones que conlleva vienen así a agravar una imprecisión originaria. De ese modo, cuando encontramos en un autor el empleo de la voz raza, no es sencillo discernir qué quiere decir con ello y aunque la polisemia sea la característica de todos los conceptos que utilizamos, en el caso de “raza” la dificultad es, muy probablemente, mayor. Y no se busca sugerir que debamos encontrar la voz “raza” para poder hablar de racismo, sino señalar a modo de hipótesis la prioridad que el elemento discursivo e ideológico tiene en la construcción de las razas y el experiencial extra o pre discursivo en el caso de las migraciones. Éstas existen como hecho social y, en cambio, nada indica que lo hagan las razas en tanto grupos colectivos y que éstas no sean más que construcciones ideológicas, aunque desde luego puedan derivar luego en colectivos sociales, según el conocido teorema de Thomas. Piénsese, por otra parte, en la incertidumbre de la etimología de la palabra raza, un término que se convirtió en el siglo xviii en tan

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popular como la palabra “nación”. Así a las más antiguas asociaciones con ratio (cálculo, imagen) se contraponían aquellas que la hacían derivar de radix (raíz), ambas desde el latín o de ras (origen) en la lengua semítica o, más tardíamente, del francés antiguo haraz (progenie de caballos, tropilla),1 que habría derivado en una asociación con la antigua nobleza en contraposición a la nueva y en general con la idea de linaje. Si nos detenemos en el siglo xviii, es esa idea de linaje la que predomina en enciclopedias y diccionarios de distintas procedencias. En el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española (1737) se la define como “Casta o calidad del origen o linaje”, se la hace derivar del latín radix y se la asocia con genus y stirps.2 También se la vincula con una definición precedente de la Orden de Calatrava muy reveladora: Ordenamos y mandamos que ninguna persona, de qualquiera calidad y condición que fuere, sea recibida a la dicha Orden, ni se le dé el Hábito, sino fuere Hijodalgo, al fuero de España, de partes de padre y madre, y de avuelos de entrambas partes, y de legítimo matrimónio nacido, y que no le toque raza de Judio, Moro, Herege, ni Villano.3

Lo que muestra que el término podía aplicarse tanto a filiaciones o genealogías individuales como a grupos. Tan compleja como la etimología de la noción de “raza” es su filiación y difusión. Podría remontarse hasta la antigüedad, podría argumentarse que con el uso de la palabra o sin ella el racismo ha estado presente en todo tiempo y lugar, podrían señalarse analogías entre la noción de “limpieza de sangre” y el antisemitismo en la 1

  La referencia es aquí el gran filólogo italiano Gianfranco Contini, Franzinetti, 2016, 56-57.   Real Academia Española, 2001. 3  La referencia aludida en el diccionario aparece en el Título Sexto, Capítulo primero (“De la Nobleza, Limpieza y Calidades que se requieren para el Avito de Cavallero de esta Orden”) de Definiciones de la Orden, 1660, 321. Aunque ciertamente puede aparecer también en definiciones más antiguas, no lo hace en algunas de fines del siglo xiv y principios del xv que aluden a la condición nobiliaria o al legítimo matrimonio. Véase O’callaghan, 1986, 99-124. Según María Rosa Lida, en un artículo de 1947, la voz raza aparecería por primera vez en un texto español en 1438, véase Hering Torres, 2003, 9. 2

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Baja Edad Media castellana y en la temprana Modernidad y la de la Alemania del siglo xx (incluso podría intentar salvarse el visible anacronismo y defender los paralelismos, o la idea que en el primero está en potencia lo que en el segundo está en acto). Todo ello es posible y mucho más. Sin embargo, si nos atenemos tanto a la construcción intelectual como a la difusión es difícil no argumentar que será precisamente la expansión europea y en especial la conquista de América, y el descubrimiento de una alteridad no reducible a las narrativas euromediterráneas precedentes, lo que posibilitó, aún con cierto desfasaje temporal, no el surgimiento de la idea de diferentes razas, sino a la vez, la búsqueda de una taxonomía comparativa y de una jerarquía entre las mismas.4 Ella contiene los hilos que llevan de los argumentos de resabios aristotélicos de Ginés de Sepúlveda sobre la inferioridad de los indígenas americanos a las conjeturas poligenistas del círculo en torno a Walter Ralegh y de ahí a la “escala de las criaturas” de William Petty o a las cuatro especies de François Bernier, hasta la contraposición entre la civilización europea y la barbarie americana en Francis Bacon o John Locke, si se sigue un itinerario anglosajón.5 Todo confluye en el ambiguo siglo xviii, por ejemplo en las reflexiones sobre la inferioridad natural americana de Buffon y De Pauw.6 Un siglo, por lo demás, surcado en los pensadores ilustrados por una profunda ambigüedad, que emerge de la voluntad de una razón y una historia universal que debe lidiar con el fenómeno de la diversidad ante la cual el espíritu de tolerancia (también una herencia ilustrada) y un relativismo en sus primeros pasos colisiona con la voluntad de buscar una explicación sistemática de la misma, no desde una aceptación de la pluralidad sino desde la admisión de las jerarquías. A la hora de explicar esa diversidad se abren muchas alternativas. Una primera podría denominarse climática (aunque un término mejor sería el de ambiente) y entre muchos lugares puede emble4

 Pagden, 1988, 35-50.  Sebastiani, 2008. 6  Gerbi, 1960. 5

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matizarse en la obra de Montesquieu y, desde luego, en Buffon. La segunda es la racial, reconducible a una variedad de motivos desde la pigmentación en Linneo a una idea poligenética de la evolución humana (de Lord Kames a, al menos marginalmente, David Hume), a la combinación del motivo climático original con el carácter psíquico asociada a la creencia en la transmisión de los caracteres hereditarios de las razas humanas (Kant).7 La tercera podría denominarse cultural, en el momento en que la matriz ilustrada se transforma en otra constelación de ideas y la diversidad, aunque no exenta de dimensiones naturalistas, es remitida a la construcción histórica de un espíritu original. El asistemático Herder persistente polemista de la idea de raza (y de Kant) es una de las mejores expresiones de ella. Una cuarta es la teoría de los estadios civilizatorios (Smith) que reposaba en la noción de progreso, en la que las diferencias se explican como distintas etapas de una evolución lineal en la cual cada uno de los pueblos se encuentra. Desde luego que esas alternativas ni son las únicas (podría incluirse otra vinculada a las causas que se llamaban “morales”) ni son autónomas y, por ejemplo, los estadios pueden combinarse con una idea poligenética y en ese caso ésta bloquea toda posibilidad de desarrollo a los “bárbaros” o “inferiores”, destinados a permanecer por sus características raciales, indefinidamente, en uno de los estadios iniciales. Los equívocos y las ambigüedades perduraron, por lo demás, y un monogenetista bastante tolerante y moderado acerca de las distinciones tajantes entre las razas y crítico de las jerarquías como Blumenbach pudo, a la vez, ser visto como el padre de la antropología racial y de la craniometría como criterio de distinción entre las mismas razas. Así el siglo xviii deja un legado que puede llevar a muchas partes (si se quiere incluso a la solución final, como argumentó George Mosse) y la Ilustración no puede reducirse de ningún modo al tema de la raza. Empero, si nos detenemos en ese problema específico lleva en tres de los cuatro tipo aquí esbozados (excluido el tercero) a la construcción de una perspectiva etnocéntrica en la que emerge dominante el bi7

 Sebastiani, 2008, 71-168.

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nomio Europa-civilización.8 Y pocos acompañarían a Herder en su afirmación de que, desde el punto de vista del indígena americano, ellos eran los civilizados y los europeos, los bárbaros. Desde luego también que, aún si es mejor seguir a Todorov y hablar de racialismo que de racismo y aun si, y desde luego, esa construcción de la ilustración está distante del racismo biológico del siglo xix –aunque todavía aquí podría recordarse el nombre de Lamarck y su combinación de una teoría de la evolución biológica con la más difusa noción de herencia de los caracteres adquiridos como un trait d’union entre fines del siglo xviii y fines del xix– puede subrayarse su importancia para expandir, aunque no inmediatamente como veremos, dos ideas difusas a las élites letradas hispanoamericanas post­independentistas, o al menos a las del Río de la Plata. La primera es la de la inferioridad de las razas indígenas americanas, nunca compensada por el mito del “buen salvaje”, ni desmentida por los ilustrados españoles que buscaban rehabilitar la conquista de la “leyenda negra”, como un Juan Bautista Muñoz, más dispuesto a reivindicar a los españoles que a los indígenas (así como un Clavijero estaba más dispuesto a hacerlo con criollos). La segunda, complementaria, es la de la asociación entre raza y civilización. Y para nuestro tema puede preguntarse si ella sería o no mucho más pregnante en las construcciones intelectuales de aquellas élites que la asociación entre raza y nación que fue característica del organicismo romántico. Este largo excursus no debería, con todo, hacernos olvidar que América colonial no fue solamente la proveedora de los insumos para el nacimiento de una etnología comparada (y un racialismo comparado) o la oportunidad para utilizar la jerarquía racial como justificación de la explotación de los “inferiores”, indígenas americanos o esclavos africanos (aunque desde luego así fuera): fue también el lugar de un inmenso laboratorio social que estará siempre presente en el pensamiento de políticos e intelectuales de los siglos independientes. Y no se trata de que necesariamente todo deba explicarse según 8   Sobre la noción de “civilización” sigue siendo esclarecedor en especial del carácter normativo y eurocéntrico de la idea, si asociada a la noción de progreso, Febvre, 1962, 481 y ss.

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el viquiano precepto ab initio y per causas o porque compartamos la perspectiva empleada por los economistas de la path dependency, sino porque así fue visto por los pensadores de modo casi excluyente, al menos en el caso argentino, en el largo siglo xix y aún más allá. La retóricamente omnipresente herencia colonial no aludiría solamente a la herencia “española”: aludía también a aquella sociedad atrasada en muchas cosas, entre ella a esa compleja sociedad de castas. Y si bien hubo un conspicuo grupo de pensadores americanos que estuvo entre los más duros contradictores De Paw y Buffon, es bien evidente que por muchas razones será difícil para el letrado poscolonial considerar a la América hispánica como una tierra a la avanzada del curso de la civilización.9 Estuviesen o no así las cosas, el borbónico siglo xviii dejaba un legado contradictorio y exasperado tanto como lo dejaba la Ilustración y la misma noción de progreso. Si se lo mira desde el prisma del tan conflictivo Virreinato del Perú y luego del Alto Perú, no deja de percibirse que esa exasperación coincide a la vez con una más rígida voluntad del Estado español en Indias –pero también de una sociedad blanca que se sentía más amenazada– de controlar y hacer más explícitas las diferencias entre las castas (que se recuerda eran sinónimo de razas en el Diccionario de Autoridades) y con el incremento de ese fenómeno que era tanto la contracara social de un sistema jurídico y de un orden político como la amenaza que se quería conjurar: el mestizaje. Proceso que no dejó de sostenerse aún en el momento en que, luego de las grandes revueltas del último tercio del siglo xviii y los temores a la guerra de castas hicieran más rígidas las distancias entre la república de los españoles y la república de los indios.10 Empero, cualquiera sea la evaluación del papel del mestizaje en atenuar la distancia social, cualquiera fuese el peso de la costumbre y del derecho local en alterar las normas generales, cualquiera el del poder de la riqueza en “blanquear”, bien puede discutirse si era suficiente para alterar las jerarquías étnicas en el plano ideológico y en el plano de las relaciones interpersonales. 9

  Gerbi, 1960, 175-194, 263-296.  Stern, 1987, 34-93; Flores Galindo, 1987, 193-211; Flores Galindo, 1997, 17-18.

10

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Así, como otros ejemplos americanos mostrarán, la voluntad de implantar una legislación liberal, ella misma contradictoria, sobre una sociedad encastrada de un modo tan complejo con jerarquías y desniveles múltiples será una tarea más que compleja, como parecen mostrarlo casos como los intentos de aplicabilidad de la Constitución de Cádiz en México o más atrás la Asamblea Constituyente francesa y la Carta de 1791 en Haití.11 Desde luego que, aún en el espacio circunscripto del Virreinato del Río de la Plata, aunque existían situaciones muy diferentes, sea desde el punto de vista de la composición y la densidad de la población, sea desde el de las formas de articulación social, aquellas rigideces de la estructura de castas no dejaban de estar presentes.12

2 La creación del Virreinato del Río de la Plata acompañó y a la vez impulsó decisivas transformaciones en esa área marginal del Imperio español. En ese proceso, un papel le cupo al movimiento ilustrado que llegó a esas tierras y otro al proceso de inmigración, que acompañó no solamente la expansión de la nueva capital virreinal, sino que se prolongó hacia otras ciudades del interior. De ese movimiento surgirían, por otra parte, muchos de los linajes más prestigiosos en el plano de las ideas, la política y la sociedad del siglo xix y que eso fuera posible mostraba mejor que otra cosa hasta qué punto el esquema de castas “envilecidas”, que como vimos se había expandido en esas décadas, permitía a los blancos recién llegados encaramarse bastante rápido, vía el éxito económico, en los peldaños más altos de la sociedad rioplatense pre y posrevolucionaria. Por otra parte, un cierto desequilibrio puede notarse entre ambos registros y entre la imponencia del movimiento migratorio y la relativa escasez de reflexiones en torno a ello. Sumariamente, en el plano social la inmigración reflejaba un doble 11 12

 Rojas, 2012, 119-150; Pérez Brignoli, 2012, 250-253.  Lynch, 1980, 48-49.

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movimiento, oficial y espontáneo, y una triple motivación, poblar las zonas de frontera o favorecer tibios intentos de colonización agrícola, por un lado, y satisfacer el interés de individuos o grupos particulares a la búsqueda de mejor fortuna, por el otro. Desde luego que ello no sugiere que en los ilustrados rioplatenses el tema de la inmigración como factor de progreso estuviese ausente, sino que aparecía bastante subsumido en otros. Así, en Hipólito Viey­tes, la inmigración es uno de los medios posibles para impulsar dos instrumentos de progreso (que por otra parte estaban muy ligados en la tradición ilustrada española): el poblamiento y la agricultura. Era esta última la que debería favorecer tanto el crecimiento del primero como su plena puesta en valor como una fuerza de trabajo productiva y, a la vez, favorecer la concentración de la población dispersa inherente al mundo pastoril. Al beneficio económico se unía el beneficio moral y para atraer a esa población el mismo Vieytes pensaba en incentivos como la distribución de tierras a bajo precio o a título gratuito, en tanto era la propiedad la que fijaría a los mismos en un lugar. Como señalaba en su Semanario de Agricultura, Industria y Comercio en 1802 y reiteraba muchas veces: “Vendrán las gentes en tropa a situarse en nuestros paises, llamadas de la facilidad de subsistir, y de dexar a sus hijos un establecimiento duradero, que les hubiera sido imposible conseguir en otra parte donde la naturaleza les negaba este encuentro”.13 Por otra parte, esos argumentos de Vieytes están teñidos también de otros más utilitarios que (como en Belgrano) aluden al problema de la falta de brazos disponibles y al consecuente elevado precio de los salarios en las áreas rioplatenses. Con todo, en el esquema de Vieytes, la emigración no ocupa un papel excluyente ni tiene un papel en sí civilizatorio. Junto a los extranjeros piensa también en aquellos mecanismos para incorporar a los indígenas y a esclavos manumitidos al proceso productivo y a esa arcadia agrícola o incluso en cómo derivar a la población ociosa de las áreas urbanas. En especial brinda de los indígenas una mirada fa13

  “Rasgo de Generosidad”, Seminario de Agricultura, Industria y Comercio, n. 182, marzo de 1806, citado por Rojas, 2010, 160.

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vorable, que contrapone firmemente a aquella que emerge de lo que llama “los Pueblos sabios de la Europa; Pueblos que blasonais tanto de filosofos y que haceis alarde de ultrajar a los que habitan fuera de ese pequeño angulo del mundo”. Asimismo, sostiene que “serán seguramente a poco tiempo otros tantos hombres útiles con brazos podrá desde luego contar nuestra agricultura y nuestra industria”. Se trataba de “civilizarlos” no “degollarlos”.14 También elusivo es el tema de la inmigración en Manuel Belgrano, aun admitiendo los deslizamientos de sus ideas, los problemas para simplificarlas en un momento y la heterogeneidad de sus lecturas. Con esas prevenciones, nuevamente son también la agricultura y el comercio, junto con la educación, las palancas del progreso para Belgrano y aunque reaparece el tema del otorgamiento de tierra en propiedad (incluso contemplando la posibilidad de obligar a la venta a la mitad de aquellas tierras que no se cultivan) o en enfiteusis, lo hace como un modo, a la vez, de arraigar a las personas al suelo y combatir la miseria de los labradores, como escribía el Correo de Comercio del 23 de junio de 1810, más que como un instrumento para promover la inmigración.15 Esta por el contrario parece no requerir estímulos, ya que más allá de los obstáculos ella fluye y crece según las leyes de la naturaleza, sin que haya posibilidad de que algo lo detenga. Lectura que parece tomar nota tanto del fenómeno rioplatense como de las reflexiones de los economistas clásicos escoceses. Si algo es necesario promover, en cambio, como lo subrayaba ya en los años en que era secretario del Consulado, era la migración de maestros y artesanos calificados para implantar sus oficios. Las interpretaciones divergentes de las revoluciones hispanoamericanas en general –y de la del Río de la Plata en particular– brindan un marco demasiado ancho y controversial para pensar confortablemente el lugar que en ellas podían ocupar la raza y la inmigración como problema y como solución a la herencia colonial. Diferentes es sí se las considera como resultado de un diseño trabajado por una 14 15

  Vieytes, 1803.   Museo Mitre, 1914, 132-136.

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lenta acumulación de motivos, intereses y agravios, como pensaba la historiografía decimonónica, o si se las considera apenas el producto inesperado y hasta cierto punto no deseado del colapso del Imperio español. Diferencia de lecturas que contiene a otra en la tensión entre ideales de reforma y revolución y entre tradición intelectual española supérstite e influencias externas a ella. La cuestión no es menor, ya que concierne al diagnóstico y a las terapias y, en lo que a nosotros interesa, al lugar de las ideas y las políticas en relación con la inmigración y el papel que podía asignársele. Sin embargo, una reflexión de sentido común llevaría a afirmar que la ruptura del orden colonial y la guerra subsiguiente generó problemas tan acuciantes que difícilmente los programas de reforma pudieran ocupar un plano relevante. Cierto, la libertad de comercio era un anhelo y algo bastante sencillo de implementar, al menos en Buenos Aires y junto con ella iba la libertad de inmigración. En un área ya poblada por numerosos extranjeros (a comenzar por los portugueses), la mutada situación iba a generar nuevas oleadas no masivas pero sí relevantes de comerciantes ingleses y de otras nacionalidades. Desde el punto de vista de las políticas, lo más significativo fue la Circular de la Junta del 3 de diciembre de 1810. Ella establecía que “Los ingleses, portugueses, y demás extrangeros, que no estén en guerra con nosotros podrán trasladarse á este país francamente: gozarán todos los derechos de ciudadanos, y serán protegidos por el gobierno los que se dediquen a las artes y a la cultura de los campos”.16 Como se ve, iba en consonancia con las ideas expuestas en precedencia. Con todo, debe señalarse que ese apartado está incluido como punto final de una Circular en la que se establece que todos los empleos públicos deben ser ocupados por los naturales del país, por lo que el sesgo pro migratorio es balanceado por el sesgo antiespañol y por ello quizás sea excesivo ver allí el punto de partida de un programa. Sí, en cambio, otro documento de la Junta (junio de 1810) señalaba bastante antes que el conocido discurso de Juan José Castelli en Tiahuanaco (pero puede ser colocado en secuencia con éste) que 16

  Gaceta de Buenos Aires [1810-1821], 1910, 434-435.

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La Junta no ha podido mirar con Indiferencia que los Naturales hayan sido incorporados al cuerpo de Castas excluyéndolos de los batallones Españoles a que corresponden. Por su clase, y por expresas declaratorias de S. M. en lo sucesivo no debe haber diferencia entre el militar Español y el militar Indio; ambos son iguales, y siempre debieron serlo, porque desde los principios del Descubrimiento de estas Américas quisieron los Reyes Católicos, que sus habitantes gozasen los mismos privilegios que los vasallos de Castilla (8 de junio de 1810).17

No quiere ello sugerir que aquí se hayan disuelto, al menos discursivamente, los nudos heredados de la sociedad colonial. Ante todo, pervive la esclavitud (y lo hará hasta la Constitución de 1853), los africanos como “mala raza” y pervive la percepción denigrante de las castas. Todavía el decreto del 4 de septiembre de 1812 que firmó el Primer Triunvirato y que lleva ya la huella de su secretario, Bernardino Rivadavia, no va mucho más lejos. Ciertamente, indica que la población es el fundamento de la felicidad de los pueblos y que debe ser promovida por todos los medios posibles y que a los extranjeros además de garantizarles “el pleno goce de los derechos del hombre en sociedad” debe dársele apoyo y tierra suficiente a aquellos que arribasen para cultivar (lo que tampoco era nuevo, salvo en el apoyo a la actividad minera). Nada se dice aquí como tampoco en los autores anteriores de la inmigración como agente de civilización ni de la preferencia por algún grupo (aunque desde luego la denominación extranjero es asociable a europeo), y hasta donde el problema interesa, se vincula con el número, no con la “calidad”. Así, lo que el momento inicial parece sugerir es la voluntad de ensanchar la base de sustentación de la revolución revalorizando, al menos en las palabras, a los indígenas, motivo que como se sabe perdura hasta en la voluntad de coronar un inca (idea que entroncaba con utopismos andinos del siglo xviii), más que un rediseño drástico del nuevo país a través de la inmigración extranjera. Desde 17

  Gaceta de Buenos Aires [1810-1821], 1910, 43.

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luego que ésta era bienvenida y ya el Estatuto Provisorio de 1815 le concedía largamente derechos casi equivalentes a los de los naturales.18 Por lo demás, en los hechos, esa misma migración extranjera se derrumbaba, si mirada desde el prisma de Buenos Aires (y la guerra y la partida de muchos españoles era aquí decisiva).

3 En un artículo sugerente e influyente, por lo demás permeado por una lectura temperada de los objetivos de las clases dirigentes argentinas sobre el proceso migratorio, Tulio Halperín llamó la atención sobre una carta de Rivadavia desde Europa a Juan Martín de Pueyrredón de 1818 (el mismo Rivadavia que era uno de los más tenaces opositores de la idea belgraniana de coronar a un inca). En esa carta la inmigración no es simplemente un instrumento para poblar sino “el medio más eficaz y acaso único, de destruir las degradantes habitudes españolas y la fatal gradación de castas”.19 Aparecen aquí dos temas clásicos destinados a una fortuna posterior. El primero, que será el leitmotiv de la generación de 1837, es lograr terminar con la herencia hispánica, tarea que los hombres de la generación de la revolución no habían logrado cumplir, y la segunda es introducir entre los problemas de esa herencia la cuestión racial. Una cuestión a la que volverá a referirse el mismo Rivadavia en una carta de 1830: “Las causas del mal no son las formas, los principios ni el sistema, son la desproporción del territorio con la población, la falta de capitales, la ignorancia e imperfección racial de los individuos y las consecuencias del sistemas colonial”.20 Aunque ciertamente es bien sencillo relacionar el pensamiento de Rivadavia con aquel modelo civilizatorio 18

  En el Cap. I, Art. 2, se concedía una amplísima cantidad de derechos “sea Americano ó Extranjero, sea Ciudadano ó no”, Estatuto Provisional para la dirección y administración del Estado dado por la Junta de Observación (5 de mayo 1815), en Sampay, 1976, 212. 19   Halperín Donghi, 1987, 196. 20   Carta de Rivadavia a un amigo peruano (14.III.1830) publicada en La Gaceta Mercantil, Buenos Aires, 1.V.1834, citado en Piccirilli, 1943, 292.

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eurocéntrico antes presentado, es más difícil dilucidar cuáles son la genealogía y las implicancias últimas de su empleo de las nociones de casta y de raza, más allá de la idea de la inferioridad de los españoles, de las castas, de africanos e indígenas. Empero, si existía una gradación de castas e imperfecciones de raza, también existía una gradación de inmigrantes y aunque no va mucho más allá, Rivadavia sugiere que además de europeos no deberían ser católicos, lo que reintroduce, al menos subrepticiamente, la hispanofobia. Será el mismo Rivadavia quien, en los años veinte del ochocientos, lograría como ministro desarrollar un conjunto de iniciativas, entre ellas la creación de una Comisión de Inmigración en 1824, que dictaría al año siguiente un Reglamento destinado a promover a través de muchos canales la emigración europea (desde la publicidad a los agentes hasta el alojamiento por 15 días por parte del Estado, desde el compromiso de éste de buscarles trabajo hasta la concesión de tierras para la colonización o hasta la garantía para ejercer libremente sus cultos). Y como muestran las iniciativas de colonización que al menos pudieron comenzar (alemanes, ingleses, escoceses), el propósito de atraer protestantes europeos por medio de la creación de colonias pudo llevarse a cabo y la cuestión religiosa o la hostilidad de la población local (por ejemplo en Entre Ríos) no parecen haber sido obstáculos decisivos. Lo que fue decisivo en el fracaso general del proyecto rivadaviano, en la práctica, fue el irreal intento de promover una inmigración asistida y dirigida en ausencia de un programa estatal coherente y en el contexto de las guerras civiles argentinas. Sería con todo una simplificación proponer un itinerario consecuente de las iniciativas rivadavianas con aquellas posteriores, tanto en el plano de las ideas como de las realizaciones. En estas últimas, el largo gobierno de Juan Manuel de Rosas que ya en 1830 había dado de baja a la Comisión de Inmigración –prolongando la orientación de su enemigo el general Lavalle que había suprimido un año antes la legislación–, y que estaba permeado de una retórica genéricamente anti-inmigratoria mostró, a la vez, hasta qué punto estaban pese a todo extendidas las tentaciones poblacionistas, al menos en las élites de la región platense, como que existía un amplio campo de oportunidades

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para los extranjeros que llegasen por propia cuenta al estuario platense. Y nunca se insistirá lo suficiente en que las lógicas migratorias son diferentes de las lógicas estatales y de las orientaciones ideológicas de las clases dirigentes. Serán esos veinte años de Rosas los que mostrarán no sólo la expansión de un flujo migratorio europeo de significación en las áreas litorales de la futura Argentina, sino incluso iniciativas gubernamentales para la importación de inmigrantes gallegos. En el plano de las ideas tampoco es tan sencillo establecer una continuidad lineal entre el grupo rivadaviano y sus sucesores, aún si como puede notarse de lo hasta aquí expuesto la panoplia de disposiciones de las élites posteriores a Caseros –la batalla de 1852 en la que terminó el largo régimen rosista y se postuló una nueva época de apertura económica y política destinada a perdurar– es bien semejante a la de la década del veinte. Y no lo es porque entra en escena la llamada generación de 1837. Ciertamente la misma, en muchos de sus miembros, se formó en el clima “utilitarista” y “civilizatorio” de la universidad rivadaviana y ciertamente también su vinculación con las nuevas ideas provistas por los romanticismos europeos fue a través de la mediación francesa en la que la relación ilustración-romanticismo se declinaba de manera diferente, como secuencia más que como oposición, que en otros contextos. En ese sentido la elegante fórmula propuesta por Coriolano Alberini para definir a esta generación, más allá de su esquemática simplicidad, es muy eficaz: “ilustración de fines, historicismo de medios”. Lo que venía a decir que el horizonte civilizatorio y liberal era el objetivo al que se podía llegar reconociendo la especificidad de cada situación local. En ese sentido, el rechazo de la nueva generación a la herencia recibida del mundo rivadaviano y de la generación unitaria, desigual según los autores, lo era en tanto sus esquemas utilitaristas y materialistas (y su ineficacia política), no en tanto su ideal civilizatorio. En cualquier caso, el descubrimiento del tema de la nacionalidad, de la singularidad de la situación histórica local, de la necesidad de llegar a algún compromiso con ella, la búsqueda de un nuevo lenguaje y una nueva expresión no alteran sin embargo la idea de una transformación civilizatoria que pudiese cambiar radicalmente la situación existente. Y es cuanto menos revelador que ese romanticismo riopla-

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tense no lograse recuperar siquiera el mito indígena y una de sus obras más emblemáticas, La Cautiva de Echeverría, convirtiese a una pareja de blancos en su lucha contra la barbarie y contra la naturaleza en los héroes de la misma. En ese punto, la inmigración europea debía ser el instrumento mayor para un rediseño de la Argentina que permitiese, a la vez, superar el desierto y la barbarie. ¿Era esta una visión racista? Abramos el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Desde luego que lo civilizado es lo europeo y lo americano es bárbaro –y que Rivadavia encarna lo primero y Rosas lo segundo– y que los pobladores proceden de dos razas (españoles e indios) y de sus mezclas y a ellas hay que agregar todavía una tercera, la negra. Así, “de la fusión de estas tres familias ha resultado un todo homogéneo que se distingue por su amor a la ociosidad y su incapacidad industrial”.21 En el resultado, conjetura Sarmiento, mucho influyó la incorporación de los indígenas que hizo la colonización, ya que estos son absolutamente incapaces “aun por medio de la compulsión” para el trabajo duro y la introducción sustitutiva de los negros agravó el problema. De todos modos, agrega Sarmiento, “no se ha mostrado mejor dotada para la acción la raza española cuando se ha visto en los desiertos americanos abandonada a sus propios instintos”. Y sin embargo, como la última línea sugiere, el problema no parece ser la raza, sino el ambiente, y los indios aunque salvajes para él “eran al fin hombres”. Del mismo modo, si Sarmiento puede aplicar a Facundo Quiroga los instrumentos de lo que ha leído de la frenología y la (probablemente) buffoniana anatomía comparada ello no lo lleva a compararlo con los hotentotes, sino con Napoleón. El problema que surge en la lectura del Facundo es que el camino de las “influencias” es tan poco productivo como la voluntad de encontrar un pensamiento no digamos sistemático sino dominado por un motivo organizador. En una construcción plena de motivos intelectuales contradictorios es difícil sopesarlos, por ejemplo el Herder recibido a través de Quinet, por un lado, Guizot y Tocqueville, por el otro. En ese mar de incertidumbres, sin embargo, es difícil no sugerir 21

 Sarmiento, 1917, 25-26.

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que el problema es la extensión del territorio y la solución, la población; o que el mal es la hacienda ganadera y la respuesta la agricultura; o, finalmente, que el problema es la barbarie local y la respuesta, la inmigración europea. El arribo en diez años de “Un millón de europeos industriosos”, “enseñándonos a trabajar” “cambiarían definitívamente [sic] al país”.22 Esa reflexión ex ante bastante alberdiana por cierto no parece decisiva en el conjunto del libro. Todo, parece declinarse mucho más en término de ambiente –o si se prefiere de naturaleza– y de herencia histórica que de raza, más en términos de inmigrantes para poblar que para civilizar. Y nuevamente la formulación es en términos de inmigrantes europeos, no de sajones o protestantes. Desde luego que Sarmiento puede señalar, desde la ilusión de la distancia, la prosperidad de la colonia escocesa de Monte Grande, ya disgregada para entonces, comparada con la de cualquier villa local y presentar un paisaje idílico de inmigrantes de aquel origen o alemanes fabricando quesos y mantequilla y con las casas pintadas y cubiertas de flores que se contrapone a la dejadez criolla. Empero el corolario del libro es menos un tipo de inmigración que, como en los ilustrados rioplatenses tardo coloniales, una actividad: la agricultura. Si así estuvieran las cosas, es difícil pensar que la expresión raza, que por lo demás Sarmiento asocia al igual que costumbre, aspectos del suelo, antecedentes nacionales y tradiciones populares a la herencia de lecturas de su generación, en este punto diferente de los formalismos jurídicos y políticos de la precedente, signifique mucho más que un expediente retórico o descriptivo. Al menos, esa idea de raza se declina de múltiples y contradictorias formas en un contexto monogenético y no trasmisible hereditariamente. Finalmente todo parecería soluble con la “educación del pueblo” a través de la “educación pública”. Sin embargo, menos claro es qué universo delimita ese pueblo educable, y difícilmente incluya a los indígenas, al menos a aquellos “bravos” o de más allá de la frontera y a los africanos. Acerca de los primeros Sarmiento critica la Campaña al Desierto de Rosas, pero por su ineficacia, 22

 Sarmiento, 1917, 250.

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y respecto a los segundos celebra que ya se estén diluyendo en el seno de la población blanca. Quizás podría afirmarse que el pueblo educable es el comprendido en la “barbarie”, no el salvaje,23 y eso puede incluir a mestizos y mulatos, al menos estos últimos son vistos, un poco a la manera de Tocqueville,24 como el lazo de unión entre el civilizado y el “palurdo”. Asimismo, aunque en el Facundo Sarmiento considera también, como vimos, el papel ejemplar de laboriosidad de la inmigración europea, pronto, luego de la desilusión de su viaje a Europa, donde según dijo había descubierto hasta cuánto la humanidad podía descender por debajo de cero, pensará que la inmigración ultramarina seguía siendo imprescindible pero que la educación formal debería aplicarse también a los inmigrantes. A modo de balance, bien podría postularse que el Sarmiento del Facundo no tematiza la idea de raza y que es bien probable que no estuviera por entonces interesado en sus construcciones teóricas, ni que arribase a las consideraciones de un Augustín Thierry, al que había leído, acerca de la perdurabilidad de los rasgos de las mismas y se encontrase más próximo a reflexiones que empleaban la noción como sinónimo de pueblo o como término para marcar diferencias históricas y somáticas. Empero, en tanto es omnipresente en él, guizotianamente si se quiere, la asociación entre Europa, progreso y civilización su programa contiene implícitamente una idea de blanqueamiento: nada sorprendente en un siglo en el cual los deberes acerca de la libertad, la igualdad y los derechos se declinan de modo muy diferente, si se refieren al mundo de las naciones o pueblos pertenecientes a alguna forma de civilización o si remiten a otros fenómenos como el esclavismo o el colonialismo. Es un lugar común, que no será eludido aquí, la contraposición entre los programas de Sarmiento y Alberdi y, en especial entre el Facundo del primero y las Bases (siete años posterior, 1852) del segundo. Va de suyo que ambos libros proceden de momentos diferentes, ya 23

  La trilogía “civilizado”, “bárbaro” y “salvaje” procede también del siglo xviii y es contemporáneo de la aparición de la noción de “civilización”. Hazard, 1963, 364. 24  Tocqueville, 1985, 332-333.

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que el de Alberdi es posterior a la caída de Rosas y a las revoluciones europeas de 1848 y mientras uno es un ensayo histórico y literario, el otro es, a la vez, un proyecto institucional y un programa político. Más sistemático, más esquemático y más abarcador, el programa de Juan Bautista Alberdi, aunque haya sido vulgarizado a partir de una frase (“gobernar es poblar”) propone una panoplia de instrumentos más amplia que el binomio inmigración-educación de Sarmiento, aunque la inmigración esté conceptualmente en el centro del mismo. Nada se dirá de ellos aquí más allá de constatar su existencia. Reducido a los términos de nuestro problema pronto se hace evidente que la propuesta alberdiana es decididamente más radical, ya no se trata de poblar para combatir el desierto sino de poblar para civilizar. Por ello el simple incremento de la población sería insuficiente si estuviese compuesto de tres millones de “indígenas, cristianos y católicos” o de “cuatro millones de españoles peninsulares”.25 Como es bien conocido, sólo la inmigración de la Europa más adelantada, anglosajona, ante todo pero también francesa, alemana, podía transformar el país y disolver los nudos que no habían logrado desatar la generación de mayo y la generación unitaria. La idea estaba, desde luego, en Sarmiento pero sólo afloraba ocasionalmente aquí y allá y de lo que se trataba era finalmente de la inmigración europea. La propuesta de Alberdi disolvía también otro binomio en el que Sarmiento seguía una larga tradición: inmigración-colonización. Tomando nota del fracaso de las experiencias rivadavianas, Alberdi defendería la inmigración “espontánea” y no la “artificial”, lo que era bastante paradojal, si lo que quería era que llegase la emigración del norte de Europa. En cualquier caso, ésta era la que iba a realizar la transformación a través de lo que Alberdi llamaba “educación por las cosas”, para oponerla a la instrucción. Tomando distancia del programa sarmientino, que en ese punto era también el rivadaviano, Alberdi sugiere que los hábitos sociales, las costumbres, la disponibilidad hacia el trabajo, el ahorro, el orden y en general todos los requisitos que requería el moderno capitalismo no dependían de la enseñanza escolar (ello 25

 Alberdi, 1953, 226.

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no evitaba que la instrucción pudiese colaborar pero reorientada hacia las ciencias y las artes o sustituyendo el latín por el inglés en las Universidades), sino que eran el resultado de un transplante.26 En este punto, la argumentación alberdiana se bifurca: por una parte esos emigrados podrán influir sobre los habitantes del país a través del ejemplo pero, y más importante, a través de la mezcla con las mujeres criollas de origen europeo. Así fabula que “La América del Sud posee un ejército a este fin y es el encanto que sus hermosas y amables mujeres recibieron de su origen andaluz, mejorado por el cielo espléndido del nuevo mundo”. Más allá de la plausibilidad de una propuesta de este tipo, la misma muestra a Alberdi como un enfático partidario del “crisol de razas” (que él llama “cruzamiento”), como instrumento de progreso y civilización y a favor de su tesis coloca el mismo ejemplo del pueblo más avanzado, el inglés “producto de un cruzamiento infinito de castas; y por eso justamente el inglés es el más perfecto de los hombres”.27 Llegado a este punto es bastante difícil ver en la noción de raza de Alberdi más que un término para aplicar a colectivos sociales nacionales productos de una historia, aunque no se trata de ningún esencialismo derivado de las lecturas románticas del Volkgeist, de pasados míticos ni de la influencia de la naturaleza sino de un diseño de futuro desde una mirada mucho más economicista. Esa ausencia de pasado y si se quiere de singularidad de destino, ya que el programa civilizatorio parece un manual aplicable a cualquier caso y en resumen derivado del modelo norteamericano, perspectiva que une por lo demás a Alberdi y a Sarmiento, era una de las tantas cosas que los distinguía de los románticos europeos, fuese en su vertiente culturalista o naturalista. Desde luego que esa visión integracionista de Alberdi encuentra aún más acentuados que en Sarmiento los límites dentro de los cuales debe producirse. Ella no incluye tampoco a los indígenas, ya que éste “no figura ni compone mundo en nuestra sociedad política y civil” y tampoco 26

  “Haced pasar al roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del mejor sistema de educación: en cien años no haréis de él un obrero inglés”, Alberdi, 1953, 78-79. 27  Alberdi, 1953, 99.

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a los africanos, que son apenas aludidos, para señalar tanto la necesidad de suprimir la esclavitud como la inutilidad de civilizarlos por intermedio de la instrucción. Finalmente, como escribió, “somos europeos en América” y en América “todo lo que no es europeo es bárbaro”. Eurocentrismo, civilización, progreso (material)… ¿También racismo? Y nuevamente nos encontramos con una lectura que excluye enteros grupos humanos de su programa, pero que parece excluirlos menos en tanto razas diferentes –Alberdi bien hubiera podido afirmar como vimos que las razas no existían–, y mucho más en tanto que pueblos atrasados en los estadios civilizatorios. Sin embargo, aquí volvemos a encontrar una ambigüedad: ¿era la premura por alcanzar la modernidad lo que impelía a Alberdi a proponer traer anglosajones o era, en cambio, la imposibilidad de esos pueblos de pasar del primero al segundo nivel estadial, a la manera de algunas lecturas de los economistas escoceses? Si Tocqueville podía sugerir una analogía entre los antiguos germanos y los indígenas americanos y podía ver en todo su componente trágico los dilemas que amenazaban a los mismos, así como a los africanos, ¿existía esa sensibilidad, aunque fuese sólo como sensibilidad, en Alberdi y en Sarmiento? Quizás a ratos en el segundo, casi nunca en el primero. Siempre se podrá conjeturar si esos programas eran los más eficientes o los únicos posibles y una visión decididamente “científica” no debería dejar de explorar, weberianamente, otras historias conjeturales posibles. No se lo hará aquí. Empero, sí se recordará que en esos mismos años no fue la única mirada, al menos en lo que concierne al indígena. He ahí ese curioso pensador (y quizás poco realista) que fue Mariano Fragueiro, que en sus Cuestiones Argentinas, publicadas contemporáneamente a las Bases, proponía una solución alternativa para el desierto: que no era ni la “injusta guerra”, ni “anticipar el tiempo” con una inmigración europea que no iba a dirigirse a la frontera sino a la ciudad. Ella era integrar a los salvajes que, sin embargo, eran hombres y hacerlo mediante la concesión del derecho a la propiedad de las tierras que ocupan y mediante “El Evangelio y el capital (que) son la idea y la acción civilizadora del hombre”.28 28

 Fragueiro, 1976, 133-134.

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4 El programa de los hombres del 37 encontró su posibilidad de plasmarse en el momento posterior a la caída de Rosas y en primer lugar en una fórmula jurídica, la Constitución de 1853. El preámbulo, que iba mucho más lejos que el de la Constitución norteamericana, garantizaba los derechos consagrados en la misma no sólo a sus habitantes sino “a todos los hombres del mundo de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”. Una expresión retórica, ha sido dicho, y quizás así fuera, sólo que ello concernía a buena parte de lo escrito en la misma y no sólo a su preámbulo. En lo que aquí interesa, dos artículos vienen a consagrar el ideario migratorio como centro del proyecto político: el 20 que garantiza iguales derechos civiles para los habitantes, independientemente de si fuesen nativos o extranjeros, y el 25 que establecía que el gobierno “fomentará” (motivo más sarmientino que alberdiano) “la inmigración europea”; y un tercero (15) sanciona la extinción de la esclavitud. Los indígenas son aludidos en el texto una sola vez, en el artículo 67: “conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”. Esa breve mención sugiere que o se los retiene incluidos dentro de los ciudadanos, los que están dentro de las fronteras ocupadas por el Estado, o se los considera parte de pueblos extranjeros con los que se establecen tratados.29 En los veinte años posteriores a Caseros numerosas disposiciones fueron sancionadas tanto por los dos Estados nacionales en los que se dividió la Argentina entre 1852 y 1860 y luego por el Estado unificado, como así también por algunos Estados provinciales. La mayoría de esas disposiciones eran convenios o contratos con empresarios extranjeros o nativos para crear colonias e importar inmigrantes. Aunque inicialmente éstos estaban destinados a la introducción de inmigrantes de la Europa continental, suizos, alemanes, franceses y en menor medida italianos, con el correr de los años estos últimos se convertirían en dominantes. En suma, un programa bastante en la 29

  El texto de la Constitución y sus variantes en Sampay, 1976, 358 y ss.

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tradición rivadaviana y más aún en la sarmientina, con la preferencia otorgada a los europeos, aunque no a los anglosajones, con la reproposición del binomio inmigración europea y colonización, y con la opción por la migración asistida. Paralelamente se crearon estructuras de vida intermitente, primero privadas y luego públicas, de fomento de la inmigración siempre europea, como la Asociación Filantrópica de Inmigración en 1856, que creó un Asilo para inmigrantes y comenzó a llevar una estadística inmigratoria desde el año siguiente. Ya con el país unificado, en 1870 se creó la Comisión Central de Inmigración que entre otras cosas incentivaría la propaganda en Europa a través de un Comisario General destinado en dicho continente. Como ya fue argumentado, es difícil evaluar el impacto que tuvo tanto la retórica pro-migratoria como el nuevo marco jurídico y las políticas implementadas en un esquema similar a las iniciativas de la década de los veinte. Los números de los inmigrantes arribados, aunque exhiben un salto desde mediados de la década de los cincuenta, también muestran una tendencia más larga de crecimiento del número de inmigrantes europeos desde 1830 hasta 1873 y, si efectivamente los mismos producen una drástica mutación del rostro de la Argentina del litoral, el mismo es posible que fuese mucho más resultado de los porcentajes de ese aluvión con relación a la población existente que de otra cosa. Un modo de ver el problema es explorar el censo de 1869. Los datos muestran dos aspectos de interés: que los extranjeros europeos son el 9% de la población y que están muy desigualmente distribuidos en el territorio, exhibiendo ya por entonces lo que será una dualidad perdurable, y que poco menos de la mitad de los inmigrantes residía en la ciudad de Buenos Aires o en Rosario. Si lo primero puede aludir al papel de las políticas migratorias, lo segundo alude al peso decisivo de la inmigración espontánea. Obsérvese además que por entonces en la ciudad de Buenos Aires el 49.6% de los habitantes era extranjero y en la ciudad de Tucumán lo era solo el 1%. Como todo censo su forma de construcción y sus argumentos revelan ante todo las ideas del grupo que lo lleva a cabo, pero hasta cierto punto y con precaución pueden ser vistos como una condensación de ideas difusas presentes en las élites dirigentes. Si así

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fuese, el censo de 1869 compartía claramente las premisas “liberales” y constituía un corte, y no sólo en términos técnicos, con otras formas de construcción de los datos precedentes. Ciertamente esa construcción colocaba en un lugar complejo a los negros y a los indígenas, ya que o se los identificaba como tales, y por ende se lo etnizaba, o no se lo hacía y se los invisibilizaba. El Primer Censo pero también los subsiguientes optaron por esta última alternativa, en cuanto a los indígenas que residían en el territorio controlado por el gobierno y lo mismo hizo con los negros, que en el ítem “nacionalidades” aparecían como africanos, lo que contribuía, a su vez, a una subestimación de sus números. Con relación a aquellos que residían más allá de las fronteras se los censó, aproximadamente, por medio de las imprecisas estimaciones de los comandantes de frontera. En cualquier caso, como observaba el director del censo, Diego de la Fuente, todo lo que estaba más allá no era más que una barbarie indiferenciada: El viejo asunto de los indios no es tal cuestión de indios, es cuestión de Desierto. El indio argentino, por sí es tal vez el enemigo más débil y menos temible de la civilización; bárbaro, supersticioso, desnudo […]. Suprimidle del todo, pero dejando el desierto y tendréis en seguida que ocupan su puesto y le reemplazan doscientos gauchos […]. Y al contrario: suprimid el desierto […] y el indio, como el montonero, desaparecerán sin más esfuerzo.30

Por otra parte, en relación con los extranjeros, el censo no fue muy lejos y tampoco aquí optó por una estrategia “étnica”, al modo de los censos norteamericanos. Los extranjeros solamente eran discriminados por nacionalidad en relación con el número, el lugar de residencia y el acceso a la propiedad, en los restantes datos se utilizaba la dicotomía argentino/extranjero. Más allá de toda la retórica pro-migratoria y de las políticas de promoción, el flujo europeo se estancó y cayó desde 1873, exhibiendo que 30

 Otero, 2006, 341.

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lo que lo ritmaba no eran las disposiciones sino el ciclo económico mundial. Esa caída alentó probablemente la iniciativa más ambiciosa, que fue la Ley de Inmigración y Colonización de 1876. La misma que estaría vigente durante cien años, hasta las postrimerías de la dictadura militar de Videla (1981), contemplaba un programa ambicioso pero no innovador, ya que en los hechos ordenaba y sistematizaba prácticas y disposiciones anteriores. En ese marco, en primer lugar, todos los beneficios que se conceden son para los inmigrantes y se entiende por tales a los menores de sesenta años, que “acreditasen su moralidad”, no fuesen mendigos o criminales ni tuviesen enfermedades mentales o contagiosas o físicamente inhabilitantes para el trabajo y llegasen en segunda o tercera clase “en buques de vapor o vela” procedentes de ultramar. La ley, dictada en un momento de estancamiento del flujo migratorio, creaba el Departamento General de Inmigración encargado de ejecutar políticas muy activas para atraerlos, desde una intensa propaganda por medio de agentes especiales a instalar en puntos de Europa y América hasta el subsidio de los pasajes, internos e internacionales, la colocación laboral, auxilios monetarios extraordinarios, del alojamiento en el Hotel de Inmigrantes por cuenta del Estado, a la distribución de tierras públicas, entre otras. Por otra parte, aunque no emplea en ningún momento el vocablo “raza”, promueve varios deslindes en línea con lo ya visto. Uno implícito es entre inmigrantes y nativos, fuesen éstos africanos, indígenas o criollos, no pasibles de los beneficios que se les concede a los primeros. El otro es entre inmigrantes europeos y limítrofes, excluidos éstos de los beneficios. Aunque la ley alude al envío de agentes también a otros puntos de América y no establece, a diferencia de iniciativas anteriores, que los beneficiarios deben ser europeos, es bastante evidente que ello parece aludir a incluir entre los inmigrantes deseables también a los procedentes de Norteamérica. En cambio, la ley deja nuevamente incierta la distinción entre inmigrantes del sur y del norte de Europa, aunque de ella ha continuado hablándose en las dos décadas precedentes e incluso informes precedentes de la Comisión Central de Inmigración o proyectos de ley anteriores como el de 1870 reservaban los beneficios para los inmigrantes del norte y del centro de

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Europa.31 En cualquier caso, aunque la ley se mantuviese en los marcos de una noción genérica de inmigrante deseable, comenzaban a arreciar las críticas a los resultados del proceso migratorio, con su abrumador predominio de inmigrantes del sur de Europa (italianos y españoles). Es en esos años setenta que Alberdi escribe ese cuento o ensayo ficcional que es Peregrinación de Luz del Día, donde ésta, identificada con la Verdad, pronuncia una imaginaria conferencia final en la que vuelve a insistir sobre la necesidad de incentivar a la emigración de la raza sajona poseedora de la verdadera libertad. Empero, nuevamente esta idea de raza encuentra sus límites en que no parece aplicable más que como educación y cultura, al menos en relación con los diferencias entre los pueblos de Europa. No es de creer que los climas diferentes produzcan diferentes razas de hombres; pero es visible que producen diferentes direcciones en el desarrollo de nuestra única raza humana. Una dirección de siglos, modifica nuestra raza al punto de hacer parecer como raza aparte lo que es una cultura diferente de la misma raza. Este es todo el valor y sentido natural que para mí tiene la distinción entre “raza latina” y “raza sajona”.32

Dos años más tarde vuelve sobre el tema en la apología del inmigrante-empresario norteamericano William Wheelwright como un modelo a contraponer a los emigrantes del sur de Europa y al hacerlo se ve obligado a admitir que hay que comenzar con la emigración artificial de la “raza sajona” para poder implementar desde los pioneros una corriente de “una inmigración selecta y distinguida”, la otra vendría de todos modos.33 Finalmente, en 1879, todo deviene menos amable. Ciertamente, reafirma, toda civilización procede de Europa pero no toda Europa es civilizada. Y aunque se niega a prohibir cualquier tipo de emigración, no deja de sostener que

31

 Devoto, 1991, 47.  Alberdi, 1916, 96. 33  Alberdi, 1876, 79 y 295. 32

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Poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada […]. Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África. Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta. Porque hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo.34

5 Las reflexiones de Alberdi parecen ya haber desplazado definitivamente el eje de las discusiones al interior de la emigración europea. En 1879 comienza la última gran oleada de la “Conquista del Desierto”, que convierte en residuales a los indígenas de la Patagonia, y poco luego, en 1884, se inició la mucho más feroz campaña del Chaco. Ese ciclo, que todavía se prolongaría por décadas en la frontera norte hasta consolidarla, sería visto por algunos intelectuales actuales como una masacre o un genocidio y por los contemporáneos como una obra civilizatoria. Sea de ello lo que fuere, la compasión sólo llegaba hasta el criollo, considerado un blanco. En lo que aquí interesa la reducción de los indios no controlados no suprimió la presencia indígena o mestiza, que siguió siendo relevante en las zonas en que lo era desde la época colonial y tampoco modificó drásticamente el perfil étnico de la Argentina. Sí lo hizo el hecho de que a partir de 1880 y hasta 1930 llegaron no menos de seis millones de inmigrantes europeos (o siete si se tiene en cuenta los arribados desde Montevideo), que desestructuraron una sociedad que tenía por entonces alrededor de 2 400 000 habitantes (muchos ya hijos de inmigrantes) y, aunque algo menos de la mitad de los arribados retornó, a efectos de medir la experiencia social ello es menos relevante. En ese punto parecería convincente el argumento utilizado por Gabriel Carrasco, tempranamente en el censo de 1895, acerca de 34

 Alberdi, 1915, 18.

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que era innecesario contar a los “negros, mulatos o indios civilizados” por su escaso número.35 La imagen así presentada es, sin embargo, nuevamente distorsionada. Mirando los datos del censo de 1914, pronto se descubre que si los inmigrantes europeos eran 27.3% de la población, residían en un 80% en la ciudad y provincia de Buenos Aires y en la provincia de Santa Fe. En la ciudad de Buenos Aires eran el 47.5% de la población y en las provincias de Catamarca y La Rioja el 2%. Era precisamente allí y en especial en el Noroeste argentino donde la presencia de culturas indígenas y mestizas era más fuerte, aunque fuese en números relativos no absolutos. Sea de ello lo que fuere, esa avalancha migratoria coincidió con intentos de reorientación de las políticas migratorias y con cambios en las claves ideológicas de los intelectuales argentinos. Si se comienza por las primeras se debería constatar un completo fracaso, primero en los intentos de reorientar desde el punto de vista étnico al flujo migratorio, y luego de seleccionar según ese punto de vista. Los anglosajones europeos del norte continuaron casi ausentes y perduró el predominio de italianos y españoles y luego cuando, desde principios del siglo xx, aparecieron otros componentes de relativa significación llamados “exóticos”: judíos europeos y súbditos del Imperio otomano, entre los cuales también había judíos. En los años ochenta del siglo xix hubo largas diatribas contra los italianos, en especial meridionales (acusados de tendencias hacia la criminalidad) y acompañaron una reorientación de las políticas migratorias que también tomaba en cuenta la amenaza que significaba el número de los peninsulares y los inicios de una política “colonial” por parte de los gobiernos italianos, desde Francesco Crispi (1887). Para lograrlo primero se redistribuyeron los agentes en Europa y luego, más drásticamente, se comenzó a pagar pasajes subsidiados para atraer migrantes de Inglaterra, Holanda e incluso España. Ese conjunto de disposiciones, estimuladas también por el ejemplo de las políticas paulistas, aunque con un propósito muy diferente, tuvo su 35

 Otero, 2006, 355.

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fugaz momento de gloria entre 1888 y 1890. Colapsó por cuestiones financieras, por el contexto adverso de la crisis económica, pero también porque muchos de sus propulsores (a comenzar por el director de Inmigración, Juan Alsina) consideraron que el tipo de migrante arribado estaba muy por debajo de la expectativas y aún por debajo de la emigración espontánea. El resultado fue que se incrementaron las distinciones valorativas pero ahora aplicadas a los distintos componentes regionales de las migraciones mediterráneas. Con todo, aún si por ejemplo los inmigrantes italianos meridionales tuvieron una persistente mala prensa, ello no tuvo efectos en las políticas de control. Inversamente, cuando a principios de siglo xx aparecieron los “exóticos”36 y comenzó a revalorizarse ahora la inmigración latina y católica, en tanto que “compatible” (un tema de larga duración que llegará hasta el primer peronismo) ello no impedirá el arribo de esos y otros grupos del este de Europa, algo que será más marcado luego de la Primera Guerra Mundial. Tampoco entonces la Argentina quiso o pudo elaborar un principio de selección étnica, por el contrario trató de hacer más difíciles las condiciones de aceptación a todos por igual (al menos en las formas, las prácticas bien podían ser diferentes). Las migraciones de masas fueron precedidas de poco de la difusión extendida de lecturas cientistas o positivistas. Por supuesto que aquí volvemos a encontrarnos con tradiciones muy diferentes, que se engloban bajo ese rótulo y que, como era costumbre, se mezclaban de diferentes modos en los pensadores argentinos. Una distinción posible puede hacerse entre las generaciones jóvenes y aquellos que venían de romanticismos iniciales y que iban a ir superponiendo a sus lecturas juveniles otras nuevas. Un ejemplo es Alberdi, que en su apología de Wheelwright, elogia abundantemente a Spencer, sin que los efectos de esa lectura sean perceptibles en sus argumentaciones. Diferente es el caso de Bartolomé Mitre, que en 1876 da a luz la tercera edición de su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina el más sistemático de los esfuerzos por construir un relato de 36

  La expresión exóticos en Alsina, 1910.

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los orígenes legitimador de un presente y de un porvenir. En la nueva edición Mitre agrega a modo de introducción un nuevo primer capítulo (“Ensayo sobre la sociabilidad argentina”), en el que los motivos de un positivismo a la Taine sirven de proemio a una construcción originariamente romántico-historicista. En el nuevo texto las razas y las jerarquías entre ellas están por todas partes y sirven para justificar no sólo el destino excepcional reservado a la Argentina, gracias al predominio de la raza blanca, sino también las diferencias que la separaban del resto de Iberoamérica. Argentina es, colige Mitre, diferente desde sus orígenes por la raza y el medio, pero también porque ese predominio de la raza blanca pudo ser asegurado entre los distintos momentos (quizás la tríada del “Prefacio” de Taine a la Historia de la Literatura inglesa) por la inmigración. Ciertamente tres razas han contribuido a la formación argentina para Mitre, “la europea o caucásica como parte activa, la indígena o americana como auxiliar y la etiópica como complemento”.37 El secreto está, sin embargo, en la mezcla, en especial con el indígena (“su sangre mezclada con la sangre europea fecunda una nueva raza”) y lo está porque en ese proceso predominó “la raza europea con todos sus instintos y energía bien que llevara en su seno los malos gérmenes de su doble origen”.38 La fusión permite diluirlos (y aquí la idea de fusión es un punto común con Sarmiento y Alberdi). En ese proceso de predominio de la raza blanca será el continuo flujo de inmigrantes de Europa el que diluirá definitivamente aquellos gérmenes. En cualquier caso, la construcción ficcional de Mitre, aún si fundada en otro vocabulario, no es tan distante de la de Sarmiento en este tema. Nuevamente el universo delimitable será el blanco, considerando parte de él a los criollos que en otros contextos bien pudieron haber sido definidos como mestizos. En cualquier caso, el mito fundacional ligado a la herencia europea y al crisol en la blanquedad estaba destinado a perdurar. Cuando, en 1887, el riojano Joaquín V. González propuso en La tradición nacional redefinir el mito fundador construyendo una tradición que incluyese 37 38

 Mitre, 1876, 73.  Mitre, 1876, 51-53.

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a los indígenas como fundantes, y no como mero residuo destinado a integrarse y diluirse en el marco europeo, no tuvo consensos entre las élites argentinas (incluido Mitre que se opuso abiertamente).39 Cuando bastante más tarde (en 1924) Ricardo Rojas, otro provinciano en el que era visible la mezcla étnica, volvió a proponer lo mismo en Eurindia consiguió un coro de reprobación o de indiferencia.40 Aunque en este caso, observando la pintura que le realizó Cesareo Bernaldo de Quirós –y que estaba en un lugar prominente en su casa– en la que Rojas aparece sentado en una especie de trono rodeado de indígenas en posición de niños o criados, es difícil pensar que el autor de La restauración nacionalista no siguiese bastante cerca de la sensibilidad de Mitre. Si el indígena y el africano no podrían entrar en los diseños de las memorias públicas, sí lo haría el criollo a través del gaucho, destinado a convertirse en símbolo de la identidad nacional luego de su marginación como sujeto social. Un itinerario lleva de 1872 al Centenario, del Martín Fierro de José Hernández al Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez y de éste al Circo criollo de los hermanos Podestá (hijos de italianos). Como escribió Vicente Rossi en 1913, “Los gauchos de la parodia vencían como los gauchos de las patriadas”, aunque tal vez hubiera sido más ajustado decir “en lugar de”.41 Entre la cultura popular, la escuela pública y la literatura de prestigio, el género gauchesco adquirió un lugar visible entre los argentinos. Decir que era tanto un reactivo como una búsqueda de símbolos identitarios en el contexto de la babel migratoria es una lectura plausible, aunque quizás demasiado simple. En cualquier caso, el gaucho, con el Martín Fierro como poema nacional y como libro fundador (a la par del Facundo de Sarmiento), está siempre declinando una imagen de los argentinos en los términos de un contorno que incluye y excluye en formas no disímiles a las ya vistas. Y, por otra parte, cuando Leopoldo Lugones creyó descubrir un mal argentino en esos inmigrantes (a los que había alabado en las Odas Seculares de 1910) que “a semejanza de los mendigos in39

 González, 1912. La segunda edición contiene la carta de respuesta de Bartolomé Mitre, 7-11.  Rojas, 1924. 41  Rossi, 1969. 40

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gratos, nos armaban escándalo en el zaguán”,42 ya parece ser demasiado tarde: muchos en la élite porteña deslizaban por lo bajo que Lugones era evidentemente un “mulatillo”. En forma no menos despectiva, otros describían al que sería último presidente conservador, el salteño Victorino de la Plaza, como “coya”.43 En cualquier caso, esos años ochenta también vieron expandirse el género de la novela naturalista, que de Eugenio Cambaceres a Julián Martel desplegaba un conjunto de motivos anti-inmigratorios destinados a una moderada perdurabilidad, y en los que pueden verse muchas cosas (y en Cambaceres el temor a la mezcla intraeuropea) pero, sobre todo, la tensiones entre una élite relativamente más antigua que comienza a tratar de cerrar las puertas a los nuevos llegados.44 También esos años verán crecer un mundo de la cultura científica en la que el tema de los inmigrantes tendría nuevamente un lugar central. El punto de partida puede ser todavía un hombre de la generación precedente: Sarmiento. A diferencia del optimismo de Alberdi o de Mitre, aquel ha ido perdiendo la fe en las posibilidades civilizatorias del proceso que ha contribuido a realizar. Desde las quejas hacia el desinterés de los inmigrantes, sazonados con todo tipo de ironías y burlas hacia ellos, que reúnen muchos artículos periodísticos precedentes en Condición del extranjero en América (1881) hasta su crepuscular Conflicto y armonía de las razas en América (1883). La novedad de este libro no es sólo la visibilidad del nuevo clima de ideas y de nuevas lecturas, de Spencer a Le Bon (probablemente el de L’Homme et les sociétés), que lo acercan no sin contradicciones al darwinismo social, sino la interpretación. Sarmiento, aunque no sin ambigüedades, percibe un registro más profundo y resistente que la política o la naturaleza en el que se encuentran los problemas de la América hispana y que contrapone su 42

 Lugones, 1972, 23.   Entre los muchos que aplicaban el apelativo a De la Plaza estaba Lisandro de la Torre (“coya hipócrita y traidor por naturaleza”) y a Manuel Gálvez Lugones (“mulato perverso”). Véanse Olguín, 1961, 225 y López, 2004, 154. Nótese, sin embargo, que el mismo Lugones usaba como insultos las expresiones “mulato” y “mestizo” en el prefacio aludido. 44   Entre la vasta bibliografía sobre el tema, véanse Fishburn, 1981 y Onega, 1980. 43

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evolución a la de la América sajona: las razas y sus mezclas. En la primera “Iba a verse lo que produciría una mezcla con españoles puros, por elemento europeo, con una fuerte aspersión de raza negra, diluido el todo en una enorme masa de indígenas, hombres prehistóricos de corta inteligencia”.45 De ese modo en ese todo juzgado ahora “no homogéneo”, el mestizaje es el problema y lo es porque ha fundido una raza atrasada, como la española, con otras todavía más inferiores y son éstas, en especial las indígenas, las que predominan. El gaucho no es ahora una mezcla en la que predomina el blanco sino el indio, en sus términos un “indígena a caballo”. Bien puede decirse que Sarmiento a la vez que cierra un ciclo abre otro. El mestizaje en consonancia con el darwinismo social aparece como el problema. De todos modos, ello puede declinarse en modo más pesimista o más optimista. En el primer andarivel puede colocarse a ensayistas como Carlos Octavio Bunge o Lucas Ayarragaray, en el segundo a José Ingenieros. Las lecturas de Bunge y Ayarragaray, más unilateralmente el primero y menos el segundo, vuelven a colocar el problema en el mestizaje y aunque ambos admiten que en términos comparativos la Argentina está mejor que el resto de Hispanoamérica, ello no es suficiente. No lo es porque ese mestizaje a diferencia de lo que era para los hombres del 37 es inevitablemente corruptor (conceptualmente la gran diferencia entre el darwinismo social y el darwinismo a secas) y el componente indígena domina sobre el componente blanco. De todos modos, hay una solución: más inmigración europea masiva hasta disolver la mala herencia e incluso hasta sustituir a la élite dirigente (Bunge) o también más inmigración europea pero seleccionada étnicamente y dirigida geográficamente (Ayarragaray).46 José Ingenieros, en cambio, es decididamente más optimista: Argentina ya ha logrado alcanzar el nivel de un país de raza blanca (y además de clima templado), lo que la predisponía para que en la lucha de naciones, que es una de las formas de la lucha de

45

 Sarmiento, 1915, 113.  Bunge, 1905; Ayarragaray, 1925, cap. XIII.

46

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razas, Argentina estuviese destinada a ocupar una posición hegemónica en el futuro.47 Por importante que fuesen estas y otras reflexiones de nuestros positivistas y por dominante que fuese discursivamente en ámbitos académicos el lenguaje del “racismo científico”, ellos no permeaban necesariamente a la clase política del orden conservador. En una opinión que tenía mucho más peso (político) como la de Carlos Pellegrini, que no sólo fue presidente sino una de las dos mayores figuras del orden conservador, la mezcla de todas las procedencias, la “Babel”, encontraba su solución y su fuerza en el “crisol de razas”, como el ejemplo de los Estados Unidos mostraba.48 Desde luego que podrían explorarse otras derivas científicas, que se concentraban en las mejoras médicas de la raza. Ciertamente ellas tuvieron un peso creciente en el discurso eugenésico y también en las reglamentaciones de las políticas migratorias. Sin embargo, salvo conflictos puntuales (como el contencioso de 1911 con Italia) ellas, hasta donde sabemos, afectaban limitadamente a los inmigrantes en el control al desembarcar. Miradas en el largo plazo, las estrategias migratorias argentinas mostraron, más allá de la buena conciencia que ha dominado las investigaciones sobre el tema, a veces muy autorreferenciales, una voluntad de rediseñar el mapa cultural y étnico (o racial) del territorio, lo que implicaba elegir ganadores y perdedores. El instrumento mayor para lograrlo era la promoción de la inmigración europea y nada había de original aquí, muchos países de Iberoamérica lo intentaron con menos éxito y menos persistencia. Al implementarla, a la dicotomía entre blancos, indígenas y negros se agregaron otras en torno a los grupos europeos preferibles. El resultado de esas políticas fue limitado ante las lógicas sociales, la dotación de factores y las potencialidades de la economía argentina en el marco de una época precisa de la economía mundial. Finalmente, más allá de que se ha apelado a casos comparativos (los Estados Unidos, sobre todo) para defender la idea de una sociedad argentina tolerante y de un “crisol” exitoso, ello no debe47 48

 Ingenieros, 1910.  Pellegrini, 1941, 220-221; 426-427.

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ría ensombrecer la perdurabilidad, incluso mucho más allá del período analizado, de una jerarquía pigmentocrática en la Argentina.49 Pigmentocracia que subsiste en muchos planos hasta hoy. Si Borges sugirió en “El Aleph”, acertadamente, que un apellido italiano nunca fue prestigioso en Buenos Aires, debería agregarse que tener piel oscura lo fue aún menos, aunque se estuviese muy lejos de linchar, no sólo a los negros sino a los sicilianos, como en el Sur de los Estados Unidos.50

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  El comparativismo exculpatorio es algo bastante extendido. Un caso similar en Brasil con respecto a los africanos y los Estados Unidos: véase Skidmore, 1989, 228 y ss. Para un caso muy diferente: Focardi, 2014. 50  Salvetti, 2003.

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Nuestra raza y las otras. A propósito de la inmigración en el México revolucionario Pablo Yankelevich1

Cuando estalló la Revolución de 1910, en el espacio público mexicano estaban ya instalados los argumentos que durante casi un siglo intentaron articular un único relato nacional. En ese relato, el concepto de raza ocupó un lugar de primer orden con independencia de los sentidos con que fue usado. De este modo, tanto en su acepción étnica (comunidad de idioma, de tradiciones, de religión y de cultura) como en su significado biológico (herencia de caracteres fenotípicos y conductuales), el concepto de raza había sido útil para glorificar o para denostar el pasado prehispánico o el virreinal; para subrayar la fortaleza o la debilidad de las comunidades que habitaban el territorio mexicano, pero fundamentalmente la raza sirvió para pensar la mixtura como dispositivo capaz de fijar una identidad nacional. Si el siglo xix fue un campo de batalla entre diversas maneras de pensar y representar los orígenes y destinos de la nación mexicana, la Revolución que inaugura el siglo xx permitió entronizar al mestizo como el ícono de la nación. La potencia de los discursos y de las polí1

  Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación “Nación y Extranjería en México” financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México (CB151011). Agradezco a Santiago Barrios de la Mora y a Luis Sandoval Salazar su ayuda en la sistematización de los fondos documentales usados en este trabajo.

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ticas encargadas de fomentar el mestizaje terminaron por imponer la idea de que sólo a través de esta figura sería posible tener una nación homogénea biológica y culturalmente. Durante las primeras décadas de la posrevolución se asiste a un debate donde ya no se discutió la valía y pertinencia del mestizaje, sino su calidad y cantidad; es decir, cuáles eran los componentes más idóneos y qué estrategias eran mejores para expandirlo. En realidad, la Revolución hizo suyo un diagnóstico decimonónico para convertirlo en una auténtica obsesión. Este diagnóstico sentenciaba que México adolecía de una debilidad constitutiva producto de intensas fracturas sociales y étnicas. Manuel Gamio reflexionó sobre estos asuntos y en 1916 precisó el canon del debate que recorre buena parte de la reflexión política, histórica y antropológica del siglo xx mexicano. El gran desafío era crear una auténtica nacionalidad, “puesto que constituimos un conjunto de agregados sociales étnicamente heterogéneos”. Para enfrentar esta adversidad Gamio exhortó a los revolucionarios a empuñar el “mazo y el mandil del forjador para hacer que surja del yunque milagroso la nueva patria hecha de hierro y bronce confundidos”.2 La equiparación de las tareas de la revolución con la forja de una auténtica patria resultó particularmente atractiva, no tanto por la defensa de la mezcla entre europeos e indígenas, asunto que desde finales del pasado siglo era discutido con amplitud, sino por la perspectiva con que esa mezcla fue abordada. Gamio, desde una impronta boaziana, rechazó el determinismo biológico que condenaba a las poblaciones originales a un orden social fundando en jerarquías permanentes, para defender la noción de que todos los núcleos humanos portaban iguales capacidades, y que su desarrollo dependía de condiciones histórico-sociales y no de leyes inmutables de la naturaleza.3 Esta perspectiva despertó interés porque resultó funcional a los programas de una revolución preocupada por mejorar las condiciones sociales de los sectores más pobres de México. De este modo, la propuesta de Gamio devino en una matriz

2

 Gamio, 1916, 6 y 37-38.   Boas, 1964.

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que permitió la puesta en marcha de una gama de políticas atentas al mejoramiento físico y cultural de la población mexicana. En la imaginería nacionalista que destrabó la revolución, la defensa de mezcla racial operó como el antídoto ante la fragilidad de los vínculos sociales y culturales que deberían sustentar auténticos sentimientos nacionales. Esta era la enfermedad que la revolución debía eliminar y sobre la cual se insistirá a lo largo de las siguientes décadas. Así por ejemplo, en el pleno de la Asamblea Constituyente de 1917, el diputado Paulino Machorro Narváez preguntó: “¿el pueblo mexicano constituye actualmente una verdadera nacionalidad?”, en su respuesta se escuchan los ecos del Forjando Patria de Gamio: Hay muchos elementos contrarios a la constitución de nuestra nacionalidad: las diversas razas que vienen desde la Conquista y que no acaban aún su fusión. Somos un conjunto de razas y cada una de ellas tiene su mentalidad, esa diversidad es la que nos ha presentado ante el mundo civilizado como un pueblo débil que carece de unidad nacional.4

A finales de los años veinte, el ensayista y periodista Manuel Trens escribía “el día en que en nuestro país se logre la unidad de razas y de idiomas, ese día México habrá logrado conquistar su nacionalidad”5 y a comienzos de la siguiente década, el oaxaqueño Wilfrido C. Cruz, pionero en el estudio de la lengua zapoteca sentenciaba “mientras subsistan varias conciencias raciales fragmentarias en México no existirá una verdadera nacionalidad”.6 En realidad, la carencia de una potente identidad era la causa de los grandes problemas nacionales sobre los que había reflexionado Andrés Molina Enríquez poco antes del estallido de 1910. Si forjar una patria era el verdadero desafío, el problema radicó en la valoración de los insumos que debían amalgamarse en el yunque de la revolución. El punto de partida, aunque no necesariamente de 4

  Diario de Debates del Congreso, 1960, 134.   El Nacional, México, 19.XI.1929. 6   El Nacional, México, 12.I.1933. 5

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acuerdo, era que la mezcla reconocía dos orígenes, el europeo y el indígena; y aquí comenzaban los problemas. El primero fue la disparidad de acepciones con que se valoró la calidad de esos insumos. Mientras para algunos la racialización respondía a imperativos étnico-culturales; para otros, la biología y la herencia continuaban siendo el marcador por excelencia. No fueron pocos quienes de manera indistinta usaron uno y otro sentido, tampoco aquellos que hicieron apologías del significado cultural de la noción de raza para terminar defendiendo pautas biológicas. La raíz del problema se ubicó en la manera con que esos significados expresaban juicios morales en torno a la superioridad e inferioridad racial o cultural. ¿Había razas inferiores y superiores?, es decir, había sociedades humanas condenadas a la inferioridad y a la dominación, o por el contrario se trataba de culturas asimétricas susceptibles de trasformación para que aquellas con menor desarrollo pudieran ascender en la escala civilizatoria a través de la intervención de políticas estatales. Claramente México, y de manera pionera en América Latina, asumió esta segunda opción, bregando por la mezcla en tanto instrumento capaz de integrar y superar las distancias culturales entre las diferentes materias primas que usarían los forjadores de la patria. La defensa del mestizaje desafió abiertamente un racismo fundado en las ventajas de la pureza racial. Sin embargo, y como advierte Alan Knight, la construcción de una ideología y una política oficial contraria al racismo eurocéntrico, no significó la erradicación de los prejuicios raciales y de prácticas racistas en el Estado ni en la sociedad mexicana.7 Y esto fue así, porque la raza, en tanto categoría explicativa de las diferencias humanas y, más allá de los sentidos étnicos o biológicos que se le atribuyan, no es capaz de evadir el ineludible conflicto que genera la diferencia y mucho menos cuando esa diferencia se entreteje con desigualdades sociales, económicas y políticas que alimentan una conflictividad como la que condujo a la Revolución mexicana. Sin embargo, los padres de la moderna antropología mexicana, no sólo creyeron interpretar el sentir de las comunidades 7

  Knight, 1992, 71.

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indígenas,8 no por nada se llamaban “indigenistas”, sino que armados de buenas intenciones terminaron convencidos de que la revolución había conseguido erradicar el racismo. Negar la existencia de razas superiores e inferiores habilitó la ficción de que en México no había racismo; de este modo, se despejó el camino hacia la anhelada forja de una raza homogénea, nuestra raza desde donde hablaría el espíritu según anuncia el lema de la Universidad Nacional. Ahora bien, en la tarea de uniformar y unificar a México, según advierte Claudio Lomnitz, la vecindad con Estados Unidos jugó un papel importante. La línea fronteriza no sólo marcaba una cisura geográfica y política entre dos países sino entre dos civilizaciones.9 La racialización inferiorizante de los trabajadores mexicanos al otro lado de la frontera, potenciado por el ascenso de un radical nativismo xenófobo, aquel que colgaba carteles en los restaurantes de los estados sureños con el mensaje de “se prohíbe la entrada a negros, mexicanos y perros”,10 volvió urgente oponer al racismo norteamericano una figura nacional racialmente homogénea, portadora de valores que permitieran una diferenciación positiva del enemigo gringo. En la forja de sentimientos nacionales resulta importante tener enemigos, no sólo como apunta Umberto Eco, para “definir nuestra identidad, sino para procurarnos un obstáculo con respecto al cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al encararlo, nuestro valor”.11 Así el racismo norteamericano hizo las veces de espejo en el que se miró el nacionalismo revolucionario para imaginar su opuesto, una sociedad libre de atavismos y prejuicios raciales. De este modo, el mestizo mexicano desafió al segregacionismo racial norteamericano; y poco más tarde haría lo mismo con el racismo exterminador en la Europa hitleriana. Sin embargo, cuestionar la biología para asumir la cultura en la construcción nacional permitió camuflar prácticas discriminatorias que el discurso oficial negaba pero que la realidad se encargó de recordar. En este sen8

  Knight, 1992, 75 ; Brading, 1988, 75-89.   Lomnitz, 2010, 26 y ss. 10   Citado por Lytle Hernández, 2010, 30. 11   Eco, 2012, 5. 9

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tido, México transitó por una auténtica paradoja al negar la existencia de racismo a partir de la defensa de la ideología racial del mestizaje. Es cierto que la promoción de la mixtura desestabilizaba los discursos interesados en demostrar las supuestas ventajas de la pureza racial, pero ello no significó la desaparición de prejuicios y actitudes racistas, sobre todo cuando se remarcaba la asimétrica relación entre los afluentes del mestizaje. En otros términos, en México el racismo existía a pesar del discurso que lo negaba, y en el caso de la extranjería el marcador racial tanto en su acepción biológica como cultural fue el criterio que reguló el vínculo entre la nación y los extranjeros. Si nuestra raza sólo podía ser mestiza, y si por racismo se entendía la exclusión y segregación racial tal y como sucedía en Estados Unidos con su población de origen africano y con sus comunidades de migrantes de Asia y de México; abogar por la mezcla debía interpretarse como sinónimo de antirracismo. Es decir, si en lugar de segregar racialmente se defendía la fusión y la asimilación convirtiéndolas en criterio de deseabilidad de los flujos migratorios, entonces la mixtura debía ser la mejor arma para combatir el racismo. Sin embargo, no fue así. Sucede que nuestra raza estaba integrada por descendientes de españoles e indígenas, por tanto, los primeros excluidos en la forja nacional mexicana fueron las poblaciones negras de cuna esclavista, por cierto, manifiestamente diluidas y minoritarias a inicios del siglo xx mexicano. Esta exclusión tuvo importantes alcances en la política migratoria, así como la clara identificación de lo europeo con poblaciones no sólo blancas sino preferentemente afines en términos culturales. De modo que la “familiaridad” de origen y el “parecido” cultural, marcó claras preferencias entre nacionalidades de Europa Occidental y Oriental; y por último, el sonoro rechazo al asiático, en particular al chino, tuvo en México marcadas repercusiones en materia de extranjería.

Mejorar la raza La pauta racial fue central en la definición de los criterios de deseabilidad de las corrientes inmigratorias; por ello, ante el extranjero

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la ambigüedad de la noción de raza alcanzó su máxima expresión. Cuando se aludía a ella y con absoluta arbitrariedad se podía referir a categorías biológicas, a categorías culturales o ambas al mismo tiempo. El cuidado que se observa en el uso del recorte culturalista cuando se trataba de la “raza indígena” no siempre se advierte en el caso de los extranjeros. En 1918, el general revolucionario y médico José Siurob Ramírez, entonces diputado federal, anunciaba su interés por proponer una norma migratoria atenta a “atraer razas más civilizadas y fuertes que no tienen los defectos que caracterizan a la nuestra”. Este revolucionario, abogaba por una inmigración capaz de “mejorar la raza”. En una extensa entrevista, indicó que así como “se busca la selección entre animales no encuentro razón para no buscar la selección en el hombre”. Es indudable “que cada quien busca su mejor pareja, pero si a eso que se busca instintivamente, le ayudamos científicamente, es indudable que se podrá alcanzar la selección deseada”. Y lo deseado, eran razas “sin la falta de iniciativa, la carencia de solidaridad, la apatía, y esa falta de seriedad y de formalidad que entre nosotros es tan común”.12 Preocupaciones positivistas típicas del siglo anterior encontraban continuación en las formulaciones de este revolucionario queretano que dos décadas más tarde terminó ocupando la titularidad del Departamento de Salud. Pero la deseada blanquitud de los migrantes se conectaba con la desconfianza que generaba la presencia extranjera en la posrevolución. Valorar al extranjero como una amenaza constituyó uno de los vectores del nacionalismo revolucionario. “El concepto de raza superior […] atenta contra la dignidad humana, es insostenible a la luz de la ciencia e inaceptable en el campo de los acontecimientos sociales” explicaba Gilberto Bosques, director de El Nacional en 1937. Sin embargo, la abierta condena a la supremacía racial “aria” no le impedía afirmar: ser blanco ha equivalido en nuestra historia a ser privilegiado, ser indio ha significado ser víctima de explotación en beneficio del grupo 12

  El Universal, México, 22.X.1918.

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dominante. La raza conquistadora vino a explotar, y sus descendientes continúan explotando, no tanto las riquezas del territorio como la veta abierta del trabajo de los indios y mestizos.13

Esa desconfianza hacia lo extranjero tuvo un correlato normativo que cristalizó en las numerosas salvaguardas que contiene la Constitución de 1917 en defensa de los nacionales.14 Y esas restricciones constitucionales se proyectaron en las regulaciones migratorias imprimiendo tensiones muy difíciles de conciliar. Entre ellas, destacan dos. La primera aludía a la legitimidad del orden político, ya que para los gobiernos emanados de la revolución era insostenible otorgar facilidades y privilegios para la radicación de extranjeros sin hacer lo mismo con los nacionales. Es decir, era inadmisible promover políticas de inmigración y colonización para extranjeros, sin antes atender necesidades y reclamos de los propios mexicanos. La segunda tensión obedeció a la necesidad política de homogenizar el cuerpo de la nación convirtiendo al mestizo en su soporte. La presencia de inmigrantes extranjeros era valorada con el ambiguo rasero de ser una ventaja y también una amenaza. Una ventaja por la posibilidad de acrecentar el mestizaje, sin embargo, en la empresa de forjar patria resultó eficaz acentuar el factor amenazante, puesto que invocar el peligro de la alteridad extranjera reforzaba el imperativo homogeneizador. Si el problema de México era la diversidad cultural y la

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  El Nacional, México, 14.X.1937.   En la Constitución Política de 1917 cristalizaron preocupaciones atentas en restituir a la soberanía nacional el dominio de bienes y recursos, y también el control de la representación ciudadana. Esa es la razón de la cantidad de limitaciones que estableció para quienes no eran mexicanos. Así el artículo 8° de la Constitución excluye a los extranjeros del derecho de petición en materia política, el artículo 9° hace lo propio respecto de los derechos de reunión y asociación, el artículo 11° hace referencia a las limitaciones que sufre la libertad de tránsito en virtud de las leyes migratorias, el artículo 27° limita los derechos de propiedad, el artículo 32° establece un régimen jurídico preferente a favor de los mexicanos, y por último, el articulo 33°, además de prohibir a los extranjeros participar en cuestiones de política doméstica, facultaba al titular del Ejecutivo a expulsarlos sin necesidad de juicio previo. Por otro lado, en materia de derechos políticos, el mexicano por naturalización quedó excluido de los puestos de representación, y también de los más altos cargos de dirección en la administración pública. Véase Yankelevich, 2017. 14

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solución era el mestizaje, toda presencia que atentara contra el programa revolucionario fue motivo de recelos y prohibiciones. La obsesiva búsqueda de una mezcla racial homogénea impulsó el tendido de una cerca defensiva alrededor de la nación. Esa cerca se asentó sobre un doble soporte; en primer término, un cuerpo de restricciones de carácter laboral-administrativo estableciendo el tipo de actividades que podía desempeñar un extranjero. Es decir, se establecieron requisitos al ingreso para que la presencia de inmigrantes no compitiera ni desplazara de sus empleos a los nacionales. En segundo lugar, la política migratoria asumió marcados contornos raciales. Fue el mismo Manuel Gamio quien aportó saberes antropológicos para justificar la racialización de la política migratoria. Preocupado por las condiciones de vida de las comunidades indígenas, este antropólogo y funcionario no desatendió los problemas derivados de la emigración de mexicanos a Estados Unidos15 y tampoco aquellos centrados en la inmigración. Fue uno de los primeros en sostener que, a diferencia de Estados Unidos, en México no existía racismo: “no se observa repugnancia racial entre blancos e indios sino desnivel económico y social”. La exclusión respondía a condiciones sociales, “el indio es rechazado por su miseria y su ignorancia, no por su sangre” y esas condiciones se podían revertir a través dos estrategias; la primera, de “carácter económico” que debería procurar una amplia dotación de tierras y una adecuada educación que permitiera al indígena un uso amplio de recursos naturales, garantía para una cómoda subsistencia. Gamio llamó “vía eugénica” a la segunda estrategia que tenía el propósito de garantizar un “rápido y total mestizaje de la población”, única posibilidad de alcanzar una sociedad “racialmente homogénea”. Para lograr este fin se preguntaba “¿sería conveniente formar una población mestiza cruzando la mayoría indígena con la minoría blanca?”, la respuesta fue contundente: “creemos sinceramente que no”: Si inmediatamente se efectuara esa mezcla o cruzamiento, la población blanca sería racialmente absorbida por la india, dadas sus respectivas 15

  Entre otros, véanse Gamio, 1930, y Gamio, 1969.

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proporciones numéricas, y si bien esto no es deplorable en sí mismo, puesto que las características anatómicas y fisiológicas no son inferiores a las del blanco, en cambio la absorción racial traería consigo, inevitablemente, una absorción cultural. En otras palabras la civilización moderna de las minorías blancas retrogradaría en su evolución al fundirse con la indígena que representa varios siglos de retraso, lo que naturalmente sería perjudicial en alto grado y por tanto inaceptable.16

“La vía eugénica” no era otra cosa que el fomento de una inmigración blanca que debía llegar a México en proporción numérica igual o superior a la indígena. Con un bagaje doctrinario de mayor calado, en realidad Gamio coincidía con Siurob. El asunto era “mejorar la raza”. Y para ello, la inmigración debía ser objeto de una “profusa selección”; es decir, el programa migratorio requería determinar las regiones físicas y “las condiciones anatómicas, psíquicas y fisiológicas de los europeos para que la fusión con el indígena fuese fértil y armoniosa”.17 Gamio lanzó estas propuestas a comienzos de los años veinte, en momentos que despertaban las primeras alertas por el engrosamiento en los volúmenes de llegada de extranjeros a consecuencia de las restricciones migratorias en Estados Unidos. Seleccionar fue entonces la consigna desplegada sobre la necesidad de alentar el mestizaje incrementando la presencia blanca. El mestizaje era la salvación para una población sumida en la pobreza y el analfabetismo a quien la acción indigenista confiaba en liberar; mientras que los descendientes del antiguo criollaje, simbólicamente representados en la anhelada inmigración blanca, aportarían los beneficios de la cultura europea. El problema no sólo era de calidad en los componentes de la mixtura racial, también era de cantidad. Se trataba de ensanchar el volumen de europeos dispuestos a trabajar e invertir sus capitales en el rescate “de las tierras del desierto, de las selvas vírgenes y de las sierras hoy estéri16   AALyP, Manuel Gamio, 1921. Una versión reducida de este texto fue publicada en El Universal con el título “La raza indígena”, México, 24.VII.1921. 17   AALyP, Gamio, 1921.

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les”; y establecer “ligas de sangre con los campesinos, para así aumentar nuestro mestizaje homogeneizador de la población”. Traer europeos blancos que insertos en el medio rural, “no formen colonias aisladas de nuestra población”, y sean capaces “de explotar recursos naturales, pero no a nuestros hombres” para de este modo “asimilarse a nuestra raza y a nuestro espíritu”.18 Sin embargo, esos europeos blancos no llegaban ni en la magnitud deseada, ni con capacidades y expectativas de dedicarse a los trabajos rurales, entre otras cuestiones, porque la conflictividad agraria en México hacía inviable cualquier plan de colonización agrícola que privilegiara a extranjeros antes que a los propios mexicanos. La búsqueda de la blanquitud por la vía inmigratoria, fue uno de los medios que propugnó Gamio para modernizar a México. Ahora bien, como antropólogo también atento a la emigración de mexicanos a Estados Unidos, fue pionero en defender el aporte civilizatorio que podrían hacer los mexicanos retornados del país vecino. Cuando las crisis económicas de comienzos de los años veinte produjeron fenómenos de deportación masiva de mexicanos, Gamio advirtió que se trataba de una enorme oportunidad para la forja de la nación. Si bien la blanquitud europea era la más deseable, los costos de seleccionar y atraer esas corrientes migratorias eran elevados frente a la posibilidad de modernizar a México con el retorno de sus propios migrantes. “Traer a México inmigrantes no es tarea fácil en ningún concepto […]. Desde el punto de vista racial hay que procurar que los colonos no abriguen prejuicios raciales hacia los indígenas, condición indispensable para la formación rápida y armónica del mestizaje”. Toda la inversión que requería el fomento y selección de una inmigración blanca, podía ahorrase con una política de colonización orientada a insertar a los mexicanos deportados por el gobierno estadounidense. Es por ello, que en la coyuntura de 1921-1922, cuando decenas de miles de emigrantes fueron obligados a regresar a México, Gamio subrayó la necesidad de diseñar estrategias de colonización agrícola para facilitar su radicación en país. Estos mexicanos portaban “un fuerte sentimiento nacionalista” que conjugado con 18

  Rivera, 1931, 144-149. El subrayado es mío.

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la “energía dinámica, la modernidad y la efectividad de la cultura norteamericana” constituían una invaluable oportunidad, puesto que con su retorno ejercerán una influencia trascendental en sus pobres paisanos indios y mestizos, todavía irredentos. Se trata, escribía Gamio, “de gente que ya aprendió a comer carne y pan, a vestir traje, a calzar zapatos, a manejar maquinaria, a ir al cine, a vivir, en una palabra. Un mexicano como estos en cada pueblo y rancho del país significará un gran paso en la cruzada del progreso nacional”.19 Fiel a la matriz boaziana de su formación académica, para Gamio la adquisición de valores y el desarrollo de patrones culturales de los pueblos blancos se imponía a la preferencia de una blanquitud biológica.

La raza en las normas migratorias En la historia de los recuentos mexicanos de población, el censo de 1921 fue el único que incorporó la adscripción racial. Se registraron cuatro categorías: indígenas, mezclados, blancos y cualquier otra raza o se ignora la raza; por su parte, los extranjeros fueron registrados sin distinción de raza. Una década más tarde, este criterio fue modificado radicalmente. El censo de 1930 abandonó la clasificación racial, los funcionarios que diseñaron el cuestionario indicaron que los “datos sobre las razas entrañan un concepto anticientífico”; y por otro lado sostenían que la mezcla entre los grupos humanos había alcanzado tal proporción que “nuestra estratificación social, particularmente desde la Revolución iniciada en 1910, ha dejado de obedecer a categorías étnicas para sujetarse a las categorías económicas”.20 Desterrar a la raza del conteo de población fue una operación intelectual que permitió alinear el discurso oficial con las técnicas para obtener una representación estadística de la población. Nada más apropiado y confiable que las cifras censales para

19 20

  El Universal, México, 5.XI.1921.   Dirección General de Estadística, 1933, XV.

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construir la imagen de una nación firmemente encaminada hacia una quimérica unidad racial.21 En la misma década en que desaparecían las diferencias raciales en el recuento poblacional, los flujos migratorios se incrementaron y además cambiaron sus orígenes. No llegaron los esperados inmigrantes blancos originarios del suroeste de Europa, “que por sus características étnicas e históricas se mezclan y asimilan más fácilmente con las poblaciones aborígenes”;22 en cambio aumentó el volumen de los procedentes de Asia, Europa del Este y Medio Oriente. Fue así que el nacionalismo revolucionario asumió el deber de proteger a los mexicanos de los peligros de mezclarse con ciertos extranjeros, y también de las amenazas que representaban otros extranjeros por su resistencia a la fusión con nuestra raza. Aparecieron entonces las categorías de extranjeros indeseables e inasimilables. Así, mientras se desterró el registro racial por “anticientífico”, en materia de migración la raza comenzó a gozar de estupenda salud. México conoció su primera legislación migratoria 1908. Se trató de la primera y la última ley erigida sobre un generoso espíritu liberal al sancionar “la más completa igualdad de todos los países y de todas las razas, no estableciendo un solo precepto especial para ciudadanos de alguna nación, ni para los individuos de una raza determinada”.23 En los albores del siglo xx, México duplicó el volumen de extranjeros al amparo de una política de puertas abiertas y en el marco de un acelerado crecimiento de las corrientes migratorias atlánticas.24 En parte como reacción a este incremento y asumiendo las ventajas de propiciar una migración con capacidad blanqueadora, los revolucionarios convirtieron a la raza en uno de los principales criterios de selección. En la Ley de Migración de 1926, primera en materia de extranjería de la posrevolución, se insertaron las más tempranas preocupaciones por discriminar los flujos migratorios a partir 21

  Véase Astorga Almanza, 1990, 247-260.   Durón González, 1925, 7 y 8. 23   Instituto Nacional de Migración, 2002, 109. 24   El volumen de extranjeros en México pasó de 57 000 personas en 1900 a 117 000 en 1910. Secretaría de Economía, 1956, 34. 22

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de criterios que servían para prevenir el peligro de una descomposición social, cultural y política, así como de una degeneración racial de la población nacional. Era imperativo, establecía esta ley, que el poder público esté en posibilidad de seleccionar a los inmigrantes y de excluir a los individuos que, por su moralidad, su índole, sus costumbres y demás circunstancias personales, no sean elementos indeseables o constituyan un peligro de degeneración física para nuestra raza, de depresión moral para nuestro pueblo o de disolución para nuestras instituciones políticas.25

Los primeros excluidos fueron los negros y los chinos “con el fin, se indicaba en un documento de la cancillería mexicana, de evitar la mezcla de razas que se ha llegado a probar científicamente producen una degeneración en los descendientes”26; y hacia finales de aquella década, el Departamento de Salubridad recomendaba ajustar las restricciones al ingreso de húngaros, serbios, checoeslovacos, sirio-libaneses, rusos y polacos ya que dichas razas no son deseables para nuestro país, pues no se asimilan a nuestro medio, constituyendo en la mayoría de los casos parásitos sociales y produciendo graves males en el comercio y en la industria.27

En una nueva Ley de Migración de 1930, todavía se consideraba de público beneficio la inmigración individual o colectiva, aunque se restringiría a las “razas que, por sus condiciones, sean fácilmente asimilables a nuestro medio, con beneficio para la especie y para las condiciones económicas del país”.28 ¿A qué se aludía con el término raza? Aquí radicó buena parte de la dificultad para distinguir al deseable de quien no lo era, por ello la 25

  “Exposición de motivos, Ley de Migración de 1926”, en Compilación Histórica, 2002, 129.   Secretaría de Relaciones Exteriores, 1927, 512. 27   AHINM, exp. 4/360-1930/9358. 28   Diario Oficial de la Federación, México, Secretaría de Gobernación, núm. 53, 30 de agosto de 1930, 6. 26

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arbitrariedad terminó siendo la norma en la gestión de la migración. A excepción de los negros cuya identificación fenotípica no revestía mayor problema, en el resto de los casos la raza se usó como sinónimo de nacionalidad o se asoció a ciertas nacionalidades. En la legislación se aludía a razas sin adjetivarlas y a la supuesta proclividad o resistencia a la asimilación con nuestra raza. La circular confidencial número 157 emitida por la Secretaría de Gobernación en abril de 1934, prohibió el ingreso al país de “individuos de raza negra africana o australiana, amarilla o mongólica, indoeuropea oriental, de los pueblos del Indostán, de la isla de Ceilán, los individuos de raza aceitunada o malaya”; además ratificaba y ampliaba la indeseabilidad de nacionalidades ya estipuladas en otra circular, la número 250 de octubre de 1933, relativa a polacos, armenios, checoslovacos, rusos, sirios, libaneses e israelitas, agregando ahora nuevos grupos: palestinos, árabes, turcos, búlgaros, húngaros, persas, yugoeslavos, griegos, albaneses, argelinos, egipcios y marroquíes. Un apartado especial fue dedicada a los judíos, inmigración “que más que cualquier otra, por sus características psicológicas y morales resulta indeseable”.29 Desde comienzos de los veinte, y por la vía de órdenes confidenciales se reguló el ingreso de extranjeros. Las circulares antes citadas (157 y 250) emitidas en los primeros treinta, concentraron y perfeccionaron restricciones y prohibiciones previas asociadas a nacionalidades y ocupaciones de los inmigrantes.30 La administración de estas restricciones fue un terreno habitado por la arbitrariedad. El caso de los negros constituye un buen ejemplo. La prohibición generó descontento entre empresas estadounidenses con empleados afronorteamericanos. De modo que las restricciones fueron compensadas por excepciones. Para ingresar a México de manera temporal, a estos “inmigrantes”, en realidad a sus empleadores, se les fijó el pago de una fianza para sufragar gastos de repatriación. Básicamente se trató de personal que trabajaba en el servicio de los trenes internacionales (camareros, meseros, cocineros), de músicos que cruzaban 29

  AHINM, exp. 4/350.2.33/54.   Secretaría de Gobernación, 1933.

30

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la frontera para realizar presentaciones en bares y clubes, y de trabajadores al cuidado de caballos de carrera que competían en los hipódromos de la zona fronteriza.31 La prohibición afectó a negros que residían de manera permanente en México y a aquellos que querían trasladarse al país en forma temporal o definitiva. Desde el lado norteamericano se sucedieron quejas y pedidos de explicación. En 1926, C. Barnet, Director de la Associated Negro Press, agencia de noticias que proveía de información a más de un centenar de periódicos en la Unión Americana, se dirigió al presidente Plutarco Elías Calles, solicitando información sobre las razones de la prohibición. En su respuesta la Secretaría de Gobernación explicaba que las restricciones para “individuos de raza de color” se refieren exclusivamente a trabajadores manuales, “en virtud de que el gobierno desea proteger a nuestros braceros los cuales sufren gran competencia en sus labores con la afluencia de tales individuos”.32 Esta fue la explicación más socorrida, se trataba de evitar competencias laborales, en el entendido que los negros “vendrían a agravar el problema de trabajo que existe en el país”.33 Sin embargo, la prohibición era completa, así lo informaba el cónsul mexicano en San Antonio, al indicar en 1929 que la prohibición se ha “hecho extensiva a lo largo de toda la frontera en forma absoluta, al punto que no se permite que ningún ciudadano americano de esa raza pase algunas hora en viaje de recreo a cualquier de las poblaciones fronterizas mexicanas”.34 Por otra parte, para justificar la prohibición se argumentaba la proclividad de los negros a cometer delitos. En 1929, nuevos reclamos desde asociaciones de profesionales afroamericanos solicitaban explicaciones al presidente Emilio Portes Gil, entonces la respuesta del Departamento Migratorio aludió a que México “siempre ha prohibido la entrada de individuos de color por tener noticias que han 31

  AHINM, exp. 4/350-403.   AHINM, exp. 4/350-127. 33   AHINM, exp. 4/350-385 y AHSRE, exp. NC-1192-10 y NC-1192-10. 34   AHINM, exp. 4/350-403. 32

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cometido muchos delitos”35 aunque se agregaba que esas prohibiciones permiten en “casos verdaderamente aislados, el ingreso de personas de color que comprueben ser honorables, previo pago de una fianza de 10 mil pesos (5 000 dólares) que se devuelve cuando se comprueba plenamente que han salido del país”.36 Y los casos debieron ser verdaderamente aislados, toda vez que ni la mediación del embajador mexicano en Washington hizo posible que el pugilista negro Harris Wills pudiera atravesar la frontera para disputar una pelea de box en la capital del país en octubre de 1929.37 La dureza con que se trató a los negros estadounidenses contrasta con lo que sucedió en la frontera con Belice. Las prohibiciones eran las mismas, aunque la gestión fue otra. En 1928 la Secretaría de Educación Pública contrató al profesor inglés Miguel Menbhardt, especialista en agricultura tropical, “para servir en las escuelas federales”. Residente en Belice, este profesional intentó ingresar a México por la frontera con Quintana Roo y en la localidad de Payo Obispo fue detenido “en vista de ser de raza negra”. Gracias a una diligencia del Director de Educación Federal se consiguió “una autorización excepcional” para que ingresara al país “por un período de seis meses y bajo una fianza de mil pesos”38 (500 dólares). Sin embargo, la peculiaridad de esta frontera estuvo marcada por la combinación de una baja densidad poblacional y una actividad económica en zonas selváticas de difícil acceso. Los “inmigrantes” en realidad eran cuadrillas de trabajadores negros, contratados por empresarios ingleses, norteamericanos y mexicanos, para la explotación de maderas y resinas. Estas actividades se regulaban mediante acuerdos con la Secretaria de Agricultura en los que se estipulaba que ante la ausencia de trabajadores mexicanos dispuestos a internarse en zonas selváticas, los empresarios quedaban autorizados a contratar mano de la obra beliceña. Desde 1924, cuando entró en vigor la primera prohibición 35

  AHINM, exp. 4/350-403.   AHINM, exp. 4/350-403. 37   AHINM, exp. 4/350-403. 38   AHINM, exp. 4/362.1/1929/306. 36

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al ingreso de negros, se generó un conflicto que por lo general se resolvía a favor de los empresarios, pero previo a ello se desarrollaba un intrincado cabildeo donde representantes legales de las compañías podían llegar a la misma Presidencia de la República, a los fines de obtener las autorizaciones para el ingreso estacional de algunos centenares de jornaleros. Elizabeth Cunin39 ha estudiado con detalle los avatares de las migraciones afrobeliceñas en la frontera sur de México, demostrando la flexibilidad con que fueron procesadas las normas migratorias fundadas en criterios raciales que sólo eran reveladas en instrucciones confidenciales, como aquella que indicaba: el criterio general del gobierno ha venido manifestándose en los últimos años como marcadamente oposicionista a la inmigración de las razas etiópica y mongólica que, por razones etnológicas bien conocidas, constituyen una amenaza para nuestra embrionaria nacionalidad.

Esta era una razón fundamental, se trataba de razas que “por su propia inferioridad aceptan ser contratadas en condiciones esclavizantes [...] mientras abunda en toda la República el jornalero ocioso que, en busca del jornal, sigue pugnando por emigrar a los Estados Unidos.40 El arbitrio de la autoridad envolvió la aplicación de disposiciones contra la migración negra. La indeseabilidad racial y la protección de un mercado laboral para trabajadores mexicanos fueron criterios que se usaron de manera equívoca. En la frontera sur, intereses empresariales en un territorio prácticamente despoblado habilitaron un espacio de negociación que nulificó la aplicación de las normas migratorias. En la frontera norte la situación fue distinta. Allí las prohibiciones mexicanas se ajustaban al estatus quo racista norteamericano, de modo que no se podían esperar conflictos con el gobierno de Washington, y por otro lado, las organizaciones que reclamaban desde Estados Unidos congregaban voces negras que las autoridades mexicanas enfrentaron con toda ambigüedad. Para evitar dificultades, por ejemplo, desde la Secretaría 39 40

  Cunin, 2014.   AHINM, exp. 4/350/32.

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de Gobernación se recomendó al servicio consular mexicano eludir los argumentos raciales en la explicación sobre las negativas de visas o las expulsiones de negros, indicando que esas acciones se fundaban en que las actividades que desarrollaban los afroamericanos constituían “focos de prostitución, delincuencia y alcoholismo”.41 En realidad, se trató las restricciones raciales que valoraban como “indeseables” ciertas mezclas. Esa preocupación recorre toda la legislación migratoria hasta bien avanzado el siglo xx, privilegiando una selección en defensa del mestizo mexicano y por tanto, excluyendo a “razas” que como la negra amenazaban con una involución biológica. Los prejuicios raciales estuvieron firmemente instalados en la política migratoria, sin embargo, la administración de esa política fue ambigua, no sólo por la contradictoria confluencia entre nacionalidad y raza de los indeseables, sino por la ausencia de precisión en el uso de categorías y expresiones como “raza, sub-raza, mezcla de sangre, índices étnicos, etc.” que poblaban órdenes confidenciales, y que debían ser interpretadas por agentes migratorios sin ninguna profesionalización. La falta de precisión en las normas abría espacios para comportamientos parciales e injustos. Todas las normas tenían sus salvedades, aún las más restrictivas como las circulares 250 y 157. Mientras la negritud era prohibida sin distinción de nacionalidad, existían excepciones referidas a los trabajadores de las compañías de trenes y al personal de “servidumbre de turistas cuyos servicios sean indispensables” en obvia referencia a empleados afronorteamericanos. Si en el caso de los negros no hubo excepciones por nacionalidad, no sucedió lo mismo con la restricción a la entrada de razas asiáticas, puesto que “los japoneses y los coreanos quedaban exceptuados” en virtud de los tratados de amistad que tenía firmados México con estas naciones; lo mismo sucedió con los filipinos y los hawaianos “que políticamente están considerados como norteamericanos”.42 Las razas negras 41

  AHINM, exp. 4/3627/1931/728.   AHINM, exp. 4/350.2.33/54.

42

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y asiáticas tuvieron otras excepciones que difícilmente se aplicaron: los profesionistas cuyo ingreso fuera solicitado por la Universidad Nacional o cualquier órgano oficial; junto a artistas, deportistas y turistas; podrían eventualmente ingresar al país, aunque en todos los casos la autorización del visado quedaba a juicio de la Secretaría de Gobernación. La exclusión era absoluta para los gitanos y judíos, estableciendo para estos últimos procedimientos especiales de identificación, puesto que a pesar de sus “características raciales resulta muy difícil identificarlos por el hecho de haberse extendido por todo el mundo”. De este modo, mientras la categoría de raza fue desterrada del censo de población, en las solicitudes de visas se establecía como obligatoria la declaratoria de “raza y sub-raza” y en el caso particular de los judíos, se indicaba como definitoria la religión. “Ya que el judío profesa casi sin excepción la religión israelita, o sea la ley mosaica hebraísta”. La circular 250 estipulaba que la prohibición a los judíos era total, “si se descubre que el solicitante de visa es de origen judío, no obstante, la nacionalidad a la que pertenezca, deberá prohibírsele la entrada”. Sin embargo, en esa misma circular se fijaba la excepción de la nacionalidad norteamericana, de manera que “por razones de vecindad y reciprocidad” se autorizaba al servicio consultar a otorgar visado de turista a ciudadanos norteamericano de origen judío.43 Si bien resultaba más fácil identificar a un negro que a un judío, el problema era más complejo. Si el negro era cubano aparecían los problemas, la raza era prohibida pero no la nacionalidad. Algo similar sucedía con los judíos europeos naturalizados mexicanos que podían gestionar el ingreso de sus familiares portadores de una nacionalidad, como la polaca y una raza prohibida. Todavía más paradójico fue el caso de muchos chinos naturalizados o de mexicanos nacidos en el país de padres chinos, que por su apariencia física en el censo de 1930 fueron registrados como extranjeros.44 A este marasmo de prohibiciones raciales, se sumaron las de carácter laboral, político y religioso. De modo que, con independencia 43 44

  AHINM, exp. 4/350.2.33/54.   Augustine-Adams, 2015, 155-194.

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de la raza y la nacionalidad, se prohibió el ingreso a los “andarines extranjeros” en alusión a vendedores, músicos y artistas callejeros; sucedió lo mismo con los “eclesiásticos y religiosos extranjeros” prohibición que se ubicaba en la estela de la guerra cristera y que apuntaba directamente al clero católico; por otra parte, se prohibió el ingreso de “los médicos extranjeros” en atención a un reclamo del gremio médico, y por último, en el marco de la toma de distancia y ruptura de relaciones con la Unión Soviética, se prohibió el ingreso a los nacionales de la Rusia soviética, a excepción de los rusos nacidos en otro país, siempre y cuando no quedaran incluidos en las restricciones como la de ser judío.45 Las restricciones raciales terminaron en un embrollo normativo, que se sostenía en la confidencialidad de las órdenes y en la decisión de rehuir explicaciones que exhibieran con franqueza las preferencias raciales en la selección de los extranjeros que podrían ingresar a México. Por tanto, esas restricciones quedaban sujetas a interpretaciones arbitrarias que abrían espacios de negociación en que reinaban la parcialidad, el abuso y la corrupción.46

Pensar la población Mientras se racializaba a los inmigrantes, aparecieron los primeros estudios y reflexiones sobre la población nacional. En 1934, Gilberto Loyo, arquitecto de la política demográfica de la posrevolución reconoció el fracaso de todos los proyectos para atraer extranjeros a lo largo de la historia nacional y arribó a conclusiones que clausuraron de manera definitiva el paradigma inmigratorio: un país como México, “mestizo y de tipo cultural muy atrasado” no podía esperar un incremento de su población por la vía de la inmigración, toda vez y “como lo ha probado la experiencia, los países mestizos atraen sobre todo aventureros, desechos sociales, elementos viciados que serán 45

  AHINM, exp. 4/350.2.33/54   Véase Yankelevich, 2012, 433-464.

46

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malos ciudadanos en cualquier país, y que en países como el nuestro, serán pésimos”.47 Loyo, sin desestimar las ventajas de fomentar una “buena inmigración” estuvo firmemente convencido de que el país debía promover el crecimiento demográfico a partir de sus propias reservas. Se abandonó la idea de que la inmigración sería la receta idónea para homogeneizar a México, y los extranjeros pasaron a ocupar un lugar secundario. De ellos ya no dependería la modernización, sino que invirtiendo la fórmula alberdiana se argumentó que sólo modernizando a México sería posible expandir la calidad de la inmigración. “A medida que mejoren las condiciones materiales y morales de las grandes masas atrasadas, decía Loyo, la inmigración de extranjeros podrá ser más abundante y mejor, y ello estará muy lejos de ocurrir en los próximos decenios”.48 El problema central de México era tanto la baja densidad poblacional como la mala calidad civilizatoria. “Con ocho habitantes por kilómetro cuadrado, aunque los habitantes sean de la raza más progresista, no es posible organizar una sociedad de tipo moderno” 49 subrayaba Loyo, para de inmediato indicar que se trataba de un problema de cantidad y de calidad de una población distribuida desigualmente a lo largo de un muy extenso territorio. El remedio consistía en el compromiso gubernamental de trabajar para incrementar la natalidad, disminuir la mortalidad y mejorar las condiciones de económicas, educativas y de salud de nuestra raza. Desde entonces, la política demográfica quedó asociada al crecimiento natural de la población y al fomento de una fusión “racial” que acrecentase el mestizaje. La inmigración fue valorada como un aporte residual y siempre condicionado a la proclividad de mezclarse con nuestra raza. Si para el argentino Juan B. Alberti gobernar era poblar las “deshabitadas” llanuras rioplatenses, para sus admiradores mexicanos poblar era fundamentalmente desindianizar. Loyo, refería a México como un “desierto social” que no sería transformado por 47

  Loyo, 1935, 373-374.   Loyo, 1935, 375-376. 49   Loyo, 1932, 6. 48

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obra de laboriosos inmigrantes como en Argentina, sino por una política atenta a la cantidad y a la calidad de la población nativa. Incrementar el número combatiendo la mortalidad y procurar el ascenso cultural de los habitantes, devino en el programa demográfico de la posrevolución. Loyo lo expresó con claridad: “México es el primer país en que ha quedado debidamente clarificado que trasformar al indio en un hombre cultural, política y económicamente moderno, equivale a poblar”.50 Transformar el “desierto social” mexicano era el deber de los gobiernos revolucionarios, no confiar esa tarea a capitales y hombres extranjeros, porque de hacerlo “estaríamos renunciado a que México sea México, es decir a que México sea nuestro”.51 Estas preocupaciones cristalizaron en la primera Ley General de Población sancionada en 1936. En ella se delinearon los criterios medulares de la política demográfica y esos criterios mostraron una sorprendente vigencia ya que en lo esencial se mantuvieron hasta la década del setenta definiendo como prioritario: El aumento de la población, su racial distribución dentro del territorio, la fusión étnica de los grupos nacionales entre sí; la protección a los nacionales en sus actividades económicas, profesionales, artísticas o intelectuales mediante disposiciones migratorias; la preparación de los núcleos indígenas para constituir mejor aporte físico, económico y social desde el punto de vista demográfico; [y] la protección general, conservación y mejoramiento de la especie.52

La centralidad que ocupó el Estado en los años cardenistas se proyectó en la política de población, y ello condujo a la promulgación de la legislación migratoria más restrictiva que ha conocido México.53 Además de las limitaciones de carácter laboral, esta ley 50

  Loyo, 1945, 13.  Loyo, 1932, 24. 52   Diario Oficial de la Federación, México, núm. 52, 29 de agosto de 1936, 1. 53   Esta ley en su capítulo de inmigración prohibió a los extranjeros el ejercicio de profesiones liberales (Art. 31); además y con el fin de asegurar a los nacionales el control de la vida económica, limitó las actividades comerciales o industriales de los extranjeros en los 51

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estableció un sistema de cuotas de ingreso que se fijó anualmente hasta 1946. Según dictaba la ley, estas cuotas “se formarían teniendo en cuenta el interés nacional, el grado de asimilabilidad racial y cultural, y la conveniencia de su admisión, a fin de que no constituyan factores de desequilibrio”.54 Es interesante detenerse en estas cuotas porque en ellas se condensaron prejuicios, arbitrariedad y sobre todo temores ante presencias valoradas como amenazantes a una deseada armonía racial y cultural. En primer lugar, el sistema de cuotas nunca estableció límite para los originarios de países americanos, la inclusión de Estados Unidos y Canadá se justificaba en “la solidaridad que existe entre todas las naciones del continente”, mientras que la presencia de España y Portugal quedaba justificada por “nuestra ascendencia cultural ibérica”.55 Claro está que las corrientes migratorias en aquellos años no provenían ni de América hispana, ni de Estados Unidos y Canadá, mucho menos de Portugal, no fue el caso de España, cuya inclusión atendía al hecho de considerar al “español, como el mejor inmigrante que México puede recibir”,56 en palabras de Gilberto Loyo. Si para estas nacionalidades nunca hubo restricciones, entre 1938 y 1942 los cupos para europeos occidentales se redujeron de 5 000 por país a 100 personas, y para el resto de las naciones se redujeron de 1 000 a 100 personas. Finalmente, a partir de 1943, a excepción de los nacionales de las Américas, de España y Portugal, para el resto del mundo no se fijó ninguna cifra, simplemente se indicó que cada uno de estos casos se estudiaría en particular y el ingreso sólo se autorizadistintos lugares del país (Art. 32); para controlar la distribución de los extranjeros en el territorio nacional el gobierno se reservó el derecho de establecer los lugares de residencia de los migrantes (Art. 7). Con el fin de proteger el empleo de los nacionales se restringió a los extranjeros el ejercicio sistemático y remunerado de actividades intelectuales o artísticas (Art. 33); y se prohibió por tiempo indefinido la entrada al país de inmigrantes trabajadores y el ingreso de inmigrantes para dedicarse a actividades comerciales, excepción hecha del comercio de exportación (Arts. 84 y 87), por último, se definieron limitaciones al ingreso de técnicos extranjeros (Art. 86). Diario Oficial de la Federación, México, número 52, 29 de agosto de 1936, 4 y 6. 54   “Ley General de Población”, Diario Oficial de la Federación, México, 29.VIII.1936, 2. El subrayado es mío. 55   AHINM, exp. 4-350-710. 56   AHINM, exp. 4/350.58/7244.

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ría en “circunstancias excepcionales”.57 México mantuvo abiertas sus puertas a todos los que no querían venir, y las cerró a las naciones de donde provenían las principales corrientes migratorias. Cuestionadas las autoridades por la dimensión de esas cifras y sobre todo por la maneras de calcularla, el director general de Población, Francisco Trejo no pudo más que admitir “no hay estadísticas correctas sobre los extranjeros que se encuentran en el país” y que el criterio usado fue impedir el ingreso de las “razas menos deseables”.58 Estas afirmaciones se realizaban en privado, en las sesiones del Consejo Consultivo de Migración en donde funcionarios de diversas agencias gubernamentales revisaban problemas derivados de la implementación de las normas migratorias. Sin embargo, la gestión de la política de población tenía otro rostro que en forma abierta servía para expresar los buenos propósitos perseguidos con el sistema de cuotas. Entre estos propósitos figuraba terminar con la maraña de órdenes confidenciales en las que la raza y la nacionalidad se confundían. El establecimiento de las cuotas anuales condujo a las autoridades a considerar que ya era tiempo de confiar en la racionalidad de una norma y en que su estricta aplicación desterraría toda arbitrariedad. Por ello, en mayo de 1937, a través de la circular 930 y por instrucciones del presidente Lázaro Cárdenas “quedaron derogadas todas las disposiciones confidenciales que fijaban restricciones por razón de raza, nacionalidad y religión”.59 En un oficio firmado por en el secretario de Gobernación a mediados de 1939, se subrayaba que ese acuerdo presidencial fue emitido para reafirmar “que nuestro gobierno carece de prejuicios raciales y por lo mismo no considera que haya grupos humanos que merezcan el calificativo de inferiores”.60 En el verano de 1940, las más influyentes organizaciones afroamericanas, como el National Negro Congress, la National Association for the Advancement of Color People y la National Bar Association, junto 57  AHINM, exp. 4/350.42/948. Diario Oficial de la Federación, México, 15.X.1940; 15.XI.1941; 16.XI.1942; 30.X.1944; 31.X.1945; y 13.XI.1946. 58   AHINM, exp. 4-350.42-948. 59   AHINM, exp. 4/350.2.34/54. 60   AHINM, exp. 4/350.2.34/54.

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al Council for Pan American Democracy, entonces respetada asociación antirracista presidida por el periodista y político Gardner Jackson y el antropólogo Frank Boas, se dirigieron a las autoridades mexicanas para elevar una queja porque continuaba la discriminación a los ciudadanos americanos “de raza negra”. Sucedía que el sistema de cuotas exceptuaba a los norteamericanos de toda restricción, aunque en el caso de los negros, el otorgamiento de visados en lugar de ser autorizados por los cónsules debía contar con la anuencia de las autoridades de la Secretaría de Gobernación. Se denunciaba “un acto de injustificada parcialidad del gobierno mexicano” exigiendo que se tratara por igual a todos los norteamericanos que visiten “la bella patria mexicana”.61 Todas estas asociaciones revelaban la continuidad de las restricciones al ingreso de negros como turistas y como residentes permanentes. La respuesta del jefe del Departamento Migratorio no pudo ser más evasiva. “Debo decir a usted, dirigiéndose a David Efron, secretario ejecutivo del Council for Pan American Democracy, que las leyes de nuestro país no hacen distinción alguna en materia de razas, y por tanto no existen prejuicios a este respecto”.62 Hasta aquí la declaratoria, para de inmediato indicar que no se trataba de una excepción en el caso de los negros, sino que correspondía a una norma que regía para cualquier extranjero que tuviera el propósito de radicar en territorio nacional. De nada servía que en las normas se eliminaran las restricciones raciales, cuando en la práctica continuaban vigentes. Uno era el rostro amable que se ostentaba en la legislación y cuyos principios eran defendidos en las comunicaciones oficiales, y otra era la conducta de cónsules y agentes migratorios que en los hechos continuaban restringiendo el ingreso de afroamericanos.

El antirracismo desde nuestra raza Las amplias restricciones que fijo está Ley de 1936 y el sistema de cuotas tuvieron una excepción, se trataba de todos “los extranjeros 61 62

  AHINM, exp. 4/350/40/864.   AHINM, exp. 4/350/40/864.

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que vengan de su país huyendo de persecuciones políticas”.63 Esta prerrogativa sirvió para abrir las puertas al refugio a millares españoles republicanos, acción humanitaria en la que se conjugaron afinidades político-ideológicas de los gobernantes mexicano hacia los republicanos y argumentos de deseabilidad racial. El establecimiento del sistema de cuotas se produjo en un momento particular de la historia de las migraciones contemporáneas. Por un lado, en España se desenvolvía la Guerra Civil, y por otro, Europa asistía al incremento de las políticas antisemitas. En México, la diferente manera con que se procesaron ambas circunstancias dibuja el límite extremo de la mestizofilia oficial. La presidencia de Lázaro Cárdenas dio sobradas muestras de condena a los regímenes fascistas y de solidaridad con las naciones víctimas de sus agresiones.64 Sin embargo, la repulsa al fascismo no significó deshacerse del sedimento racista en la administración de la extranjería. Daniela Gleizer ha estudiado los contrastes entre la amplia recepción a los españoles republicanos y la negativa a aceptar refugiados judíos,65 no vale la pena insistir en estos asuntos. Sin embargo, es importante subrayar el esfuerzo por compatibilizar declaraciones antirracistas con apelaciones raciales. En noviembre de 1939, Manuel Gamio redactó un escueto documento explicando las tres razones del desigual tratamiento a españoles y judíos: Primero: Que la nacionalidad mexicana no está constituida por una raza pura, sino precisamente por un mestizaje que, siendo mayoritario en absoluto, da el tono de la nación y que por lo mismo debe ser fortalecido fomentando la mezcla de las razas existentes en México. Segundo: Que consecuente con su idiosincrasia mestiza, el Estado mexicano sigue una política de incorporación, absorción y asimilación de sus minorías raciales y

63

  “Ley General de Población”, en Diario Oficial de la Federación, México, 29.VIII.1936.   Véase Serrano Migallón (2002) y Matesanz (2000). 65   Gleizer, 2011 y 2015, 54-76. 64

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Tercero: Que en consecuencia, no puede ser opuesto a la inmigración extranjera, como no lo es, ni tiene prejuicios raciales, pero los inmigrados deben pertenecer a aquellas razas a las que el pueblo mexicano puede asimilar.66

Esta lógica se fundaba en el convencimiento de que la mejor garantía de no alentar prejuicios raciales era defender el mestizaje, de modo que la mixtura racial no hacía más que desafiar el racismo sin advertir que los criterios de “asimilabilidad” se fundaban en consideraciones raciales. El razonamiento encerraba un auténtico sofisma que llegó a expresarse en el requisito que fijaba la norma migratoria: Los solicitantes [de visa] manifestarán categóricamente no abrigar prejuicios raciales, estar dispuestos, en su caso, a formar familia mestiza mexicana y a residir en la República de modo continuo e ininterrumpido. Serán preferidos los de sexo masculino, solteros, menores de veinticinco años, que ya hablen el idioma oficial y sean susceptibles de arraigo definitivo y de asimilarse a la vida cultural del país.67

Se trató de una lógica que negaba la existencia de jerarquías raciales, sin renunciar a la raza como categoría fundante de la nación. Por ello se obligaba al potencial migrante a no portar prejuicios raciales que obstaculizaran la anhelada mixtura. Es decir, se exigía al extranjero despojarse de los recelos y desconfianzas raciales que para su selección habían utilizado los funcionarios mexicanos. Sólo desde está lógica es posible explicar el “antirracismo” de Gamio, cuando en 1938 afirmaba que “la población judía no es conveniente porque no se asimila a nuestra población. […] desde el punto de vista económico creo que es absolutamente perjudicial para la raza mexicana”.68 Y qué decía Gamio de la conveniencia de una migración judía desde el punto de vista cultural: 66

 AHINM, exp. 4/350/38/710.   Diario Oficial de la Federación, México, 1.XI.1938, 2; y 31.X.1946, 2. 68   AHINM, exp. 4-350-1935-228-1. 67

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El nivel cultural de los semitas es tan alto, en relación con el muy bajo de los aborígenes que no sería posible una fructífera labor de culturización por parte de los primeros a favor de los segundos; por otra parte, los semitas no hablan español y la mayoría de los aborígenes hablan idiomas nativos o un pobre español, lo cual hace todavía más difícil la tarea de culturización.69

En México se podía defender posiciones contrarias a la migración judía, y al mismo tiempo reclamarse antirracista; aunque en los hechos el país no se diferenció del resto de mundo en el tratamiento dado a la “cuestión judía” a pesar de la ofuscación que este asunto causaba a Gilberto Loyo. El responsable de la estadísticas nacionales, en una reunión en que se discutía la conveniencia de aprobar un proyecto de colonización agrícola judía, indicó: De una vez por todas hay que entender que en México no hay problema judío sino de extranjeros indeseables, en los que nada tiene que ver la raza ni la religión, simplemente es obvio que México por sus condiciones no puede aceptar sin peligro grandes masas de israelitas, y que sólo por la vía experimental deben organizarse algunas colonias muy pequeñas de refugiados israelitas.70

Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la magnitud del genocidio nazi obligó a buena parte del mundo a distanciarse de fundamentaciones raciales para dar cuenta de los problemas del orden social. México no fue la excepción, aunque en la dirigencia del país, se instaló la idea de que la devastación de Europa generaría anchas corrientes migratorias que en busca de mejores horizontes se desplazarían a este lado del Atlántico. El presidente Manuel Ávila Camacho, en diciembre de 1945 expresó estos temores con las siguientes palabras: “el desgarramiento de las naciones europeas, las condiciones actualmente imperantes en esos países, la promesa de 69

  AHINM, exp. 4-350-1935-228-1.   AHINM, exp. 4/350.58/7244.

70

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holgura y fácil desenvolvimiento que brinda México, canalizarán a nuestro país grandes corrientes de extranjeros que un día perdieron patria, familia y hogar”. En atención a esta circunstancia se consideró oportuno introducir modificaciones a la legislación vigente con el fin de “ajustar a las realidades del presente, derivadas del fenómeno de la posguerra, los problemas demográficos que México confronta”. El presidente pasó a advertir que el proyecto que terminó convirtiéndose en ley, “no es en ningún modo discriminatorio en el aspecto racial, ya que México propugna la igualdad de todas las razas frente al derecho y la libertad”; para de inmediato agregar que el proyecto sólo se dirigía a garantizar “a la más eficaz selección de los inmigrantes”.71 Los criterios de “asimilación” usados desde finales de los años veinte volvían a insertarse en una legislación que estuvo vigente hasta 1974. Es evidente, decía el mandatario, que han fracasado todos los intentos de asimilar a un alto porcentaje de los inmigrantes ya admitidos. No son numerosos y sí excepcionales los casos de extranjeros que se han convertido en auténticos nacionales por su contacto cordial con el ambiente de nuestro país, por su identificación con el modo de ser mexicano, por la adopción de costumbres y hábitos vitales.72

En los inicios de la posguerra, la voluntad homogeneizadora del Estado volvía a manifestarse insistiendo en la impostergable necesidad de profundizar el mestizaje, y de “defendernos de una inmigración no controlada que podría colocarnos en obvio peligro de substitución o suplantación, que sería, por otro lado antieconómica y antisocial por todos conceptos”. Por ello, la ley estipuló como competencia del Estado “sujetar a las modalidades que juzgue pertinentes

71

  En diciembre de 1945 el presidente Manuel Ávila Camacho presentó al Congreso un Proyecto de Ley de Población que modificaría la ley de 1936. Este proyecto fue sancionado en diciembre de 1947. Diario de Debates, 1960, México, Cámara de Diputados, 7 de enero de 1946, 4. 72   Diario de Debates, 1960, Cámara de Diputados, México, 28.XII.1945, 23.

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la inmigración de extranjeros, según su mayor o menor facilidad de asimilación a nuestro medio”.73 Como en el pasado, nunca se dieron a conocer los criterios con que se evaluaría la mayor o menor facilidad de asimilación. Ahora bien, si el otorgamiento de cartas de naturalización a extranjeros puede valorarse como un indicador de la voluntad integradora de un Estado-nación, unas pocas cifras resultan reveladoras: en la primera mitad del siglo xx de cada diez extranjeros que residían en México, menos de uno (0.8%) conseguía una carta de naturalización, para el mismo período en Estados Unidos siete de cada diez extranjeros se naturalizaron.74 Es decir, si en México ya era complicado conseguir un visado para una residencia permanente, obtener la naturalización era prácticamente imposible. El irrisorio volumen de naturalización muestra las fuertes resistencias que anidaban en el Estado posrevolucionario para generar una política de inclusión de la población extranjera al cuerpo de la nación. Tres décadas después de publicado Forjando Patria, Leopoldo Zea, entonces joven pensador que participaba de las tertulias que dieron origen a la llamada filosofía del mexicano, volvía sobre los pasos de Gamio: Para que exista la mexicanidad, es menester que existan los mexicanos. Es menester que no se hable más de indios y blancos, de criollos y mestizos, solo de mexicanos. En Estados Unidos, con ser este un pueblo formado por multitud de pueblos y diversas razas solo existe el americano. La Argentina formada con inmigrantes de diversas nacionalidades cada uno de los descendientes de estos se llaman con orgullo argentino.75

El intento de potenciar nuestra raza con dispositivos racistas como las capacidades de asimilación en realidad condujo a nuevas exclusiones. Y fue así porque en México los extranjeros han sido motivo de una permanente intranquilidad a diferencia de Estados Unidos y Argentina. Cuando se observa la construcción de identidades nacio73

  Diario Oficial de la Federación, “Ley General de Población”, México, 27.XII.1947, 4.   US Department of Commerce, Bureau of the Census, 1949; y Yankelevich, 2015, 17291805. 75   El Nacional, México, 30.III.1947. 74

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nales en estos países, la extranjería alentada y promovida, no podía ser valorada al mismo tiempo como una amenaza al bienestar real o imaginado de la nación. Este fue el caso de México. La deseada blanquitud en realidad siempre estuvo asociada al peligro de que continuasen las inequidades atribuidas a la conquista española. Zea lo explicaba con claridad: “nuestra revolución alentada dentro de esa clase siempre explotada ha tenido que plantearse el problema de la incorporación del indígena”. El dilema era irresoluble una revolución que reclamaba justicia frente a la injusticia atribuida a una deseada pero temida blanquitud.

Un dilema irresoluble Desde hace algunos años se realizan en México encuestas sobre discriminación racial y migración. Con todas las reservas del caso, esos sondeos muestran la vigencia de fuertes prejuicios raciales e intolerancias étnicas. En 2010 y 2011 un 23% de los mexicanos no estaba dispuesto a compartir su casa con personas de “otra raza” y el 60% de los mexicanos estaba convencido que en este país se discrimina por razones “raciales” (el uso de la noción raza en estas encuestas refiere exclusivamente al color de la piel). El 45% estimaba que la presencia de extranjeros amenazaba las costumbres y las tradiciones nacionales, un 61% era contrario a cualquier política de fomento a la inmigración, y como contrapartida, el 90% declaró que en toda su vida ningún extranjero había amenazado su empleo. Hoy el 0.9% de la población de México es de origen extranjero, sin embargo el 40% de los encuestados opinan que en el país viven demasiados extranjeros.76 Si son tan pocos los migrantes cómo explicar esas percepciones. En primer lugar, no es difícil inferir que la retórica y las políticas mestizófilas en poco contribuyeron a erradicar las conductas racistas, no sólo hacia los extranjeros que son una absoluta minoría, sino y fundamentalmente a erradicar el racismo que anida en el seno de nuestra raza; el 65% de las 76

  Conapred, 2011b; Conapred, 2011a; CESOP, 2011.

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personas en México se consideran a sí mismas morenas; sin embargo, el 55% afirma que esas personas son insultadas por su color de piel.77 En segundo término, la racialización de la extranjería mostró una gran eficacia para enmascarar pulsiones identitarias de fuerte contenido xenófobo. El desiderátum de forjar patria obligaba a enaltecer la mixtura proclamando la inexistencia de jerarquías raciales. Pero esa mixtura privilegiaba el componente blanco europeo, y al mismo tiempo, la deseada blanquitud era leída como una condición de privilegio que amenazaba con extender condiciones de explotación de raigambre colonial. De este modo la blanquitud era tan amenazante como cualquiera otra presencia extranjera, y por tanto la desconfianza devino en un componente medular de la conducta política hacia la inmigración. De este modo, la permanente apelación a nuestra raza no hacía más que recortar un conflicto de imposible solución: por un lado, se condenaba el papel que desempeñó la sangre extranjera en la historia nacional y, por otro, se reconocían sus aportes civilizatorios. Por ello, todas las pretensiones por gestionar la asimilación de los extranjeros racializando sus atributos biológicos o culturales fueron tan inútiles como suponer que toda nación moderna está hecha de una misma sangre.

Referencias bibliográficas Archivos AALyP (Archivo Personal de Andrés Landa y Piña), México. AHINM (Archivo Histórico del Instituto Nacional de Migración), México. AHSRE (Archivo Histórico de la Secretaria de Relaciones Exteriores), México.

77

  Conapred, 2011a, 1.

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Crear brasileños1 Jeffrey Lesser

La migración es tan fundante de la identidad nacional brasileña que incluso algunas personas nacidas en el país se consideran “inmigrantes”. A mitad de la década de los años cuarenta del siglo xx, cuando la llegada de extranjeros se encontraba en su punto más bajo debido al cierre de las vías marítimas durante la Segunda Guerra Mundial, el Dr. Cleto Seabra Veloso del Departamento Federal de la Infancia reflexionó que los bebés recién nacidos eran “nuestros mejores inmigrantes. No hay que olvidar esta profunda verdad y apoyar a aquéllos que crearán un Brasil más grande, más fuerte y más respetado en el futuro”.2 Treinta años después, la supercarretera que conecta la costa brasileña del Atlántico con la ciudad de São Paulo fue nombrada la Carretera de los Inmigrantes (Rodovia dos Imigrantes). Su camino, en cierto sentido, convierte a los automovilistas en inmigrantes al repetir el viaje de los millones de personas europeas, asiáticas y de Oriente Medio que llegaron en los siglos xix y xx. Algunos países en América, desde Canadá hasta Argentina, se describen como “naciones inmigrantes” justo como lo promulgó 1

  Traducción de Joshua Neubauer. Veloso, 1944, 41.

2 

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el secretario del Ministerio de Justicia de Brasil en 2011.3 En los Estados Unidos, el mito de la “tierra prometida” sugiere que los extranjeros mejoran desde su llegada debido a la bondad intrínseca de la nación. En Brasil es diferente, la relación entre la migración y la identidad nacional cambia. Muchos intelectuales, políticos y líderes culturales y económicos vieron (y siguen viendo) a los inmigrantes como potenciadores de una nación imperfecta, empañada por el colonialismo portugués y la esclavitud en África. Por tanto, los inmigrantes fueron aclamados como salvadores debido al cambio y progreso traído a Brasil, no debido a que fueron mejorados por el país. Aun así, como veremos, la “mejoría” tuvo lugar de la manera más brasileña posible, por absorción, mezcla y por medio de muy flexibles categorías raciales y étnicas. Muchos brasileños entienden a los inmigrantes y la inmigración de una manera igualmente elástica, desafiando a los que sugieren que “migración” se define únicamente como el movimiento voluntario de personas de una nación a otra. En Brasil, los individuos se adjudican una identidad y son etiquetados como inmigrantes de acuerdo a determinadas circunstancias. Los brasileños a menudo consideran al “inmigrante” como un estado ancestral o hereditario y pueden permanecer en ese estado aún los nacidos en el país. Los descendientes de inmigrantes rara vez utilizan categorías mezcladas como nipo-brasileño o ítalo-brasileño, se centran en el lugar de nacimiento de sus ancestros y se llaman a sí mismos, como lo hacen los demás, “japonés” o “italiano”. Un comercial para la popular telenovela nocturna Los inmigrantes de la Red de Televisión de Bandeirantes en 1981 (sus 333 episodios duraron catorce meses) lo explica de forma diferente: “Portugueses, japoneses, españoles, italianos, árabes. No se pierdan la telenovela más brasileña de la televisión”.4 Los inmigrantes y la migración, tal como lo sugieren estos ejemplos, incluyen la radicación de extranjeros y también la creencia de que sus descendientes continúan mejorando la nación y recreando su 3

  Paulo Abrão, Secretario Nacional de Justicia citado en Brasil vira meca, 2011.   Jornal do Imigrante, 1981, 2.

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identidad. La idea de la migración ayudó a las élites en Brasil (formadas por terratenientes, políticos, intelectuales y empresarios) a divisar un futuro diferente mucho mejor que su presente. Cuando los brasileños afirman, como lo hacen a menudo, que viven en “el país del futuro”, sugieren que la identidad nacional del país está cambiando para bien. La migración fue uno de los componentes principales en la mejoría y por lo tanto, la experiencia finita de movimiento no terminó con la llegada de extranjeros. La migración creó y está a punto de crear un Brasil futuro, superior.

Una perspectiva hemisférica América Latina es representada con frecuencia como una región de emigrantes. Esta imagen contemporánea, sin embargo, es nueva. Los europeos llegaron a América Latina en grandes cantidades desde el siglo xvi hasta mediados del siglo xix. Millones de esclavos africanos fueron transportados por la fuerza, a menudo junto con cantidades menores de colonos libres. A principios del siglo xix, los descendientes de aquéllos que se habían asentado, ya como esclavos u hombres libres, formaron todo tipo de identidades “latinoamericanas”. Sus aspiraciones desembocaron en la creación de nuevas naciones. Las nuevas élites nacionales, como la argentina, brasileña u hondureña, despreciaron con insistencia a las poblaciones indígenas, africanas y de descendientes mixtos que conformaban la mayoría de la población. Entre las clases dominantes, la mayoría quería rehacer sus poblaciones nacionales, con vista a la población blanca europea. Para mediados del siglo xix, tanto Norteamérica como Sudamérica se habían convertido en destinos para inmigrantes, siendo los Estados Unidos, Canadá, Argentina y Brasil los que recibieron el mayor número de éstos. Pero los números totales de entradas no son la estadística más importante. En países con poblaciones indígenas pequeñas, como Argentina y Uruguay, el impacto de los inmigrantes en el crecimiento de la población fue significativamente superior que en los Estados Unidos. Los extranjeros recién llegados, tanto

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esclavos como inmigrantes libres, también fueron cruciales en la demografía para el crecimiento de Brasil, Cuba y Chile. Incluso en Perú y México, donde el número de inmigrantes fue relativamente bajo debido a la gran población indígena, la migración pesó como un yunque en las mentes de los legisladores y de las personas de a pie. Entre 1870 y 1930, alrededor de cuatro millones de inmigrantes se establecieron en Argentina, de dos a tres millones en Brasil, quizás un millón en Cuba y cuatrocientos mil en Uruguay. En Norteamérica, Canadá recibió más de 1.3 millones de nuevos habitantes, mientras que en Estados Unidos se establecieron más de veinte millones. Aunque la mayoría de los inmigrantes llegaron a América desde Europa, un número significativo provino de Medio Oriente y Asia. Estos números desafían los estereotipos académicos y populares contemporáneos de Latinoamérica, poblada casi exclusivamente por indígenas, descendientes africanos y personas de orígenes mixtos.5 Los múltiples orígenes nos recuerdan que los recién llegados desde Asia, Medio Oriente y Europa (y más recientemente en Brasil, desde lugares como Bolivia, Perú, Argentina y de la África angloparlante y francófona) jugaron papeles cruciales en la formación de la identidad nacional. La presencia y las actitudes del pueblo esclavizado y luego libre fueron igualmente importantes en la creación de la identidad nacional entre las otras naciones multiculturales en Latinoamérica. En toda América Latina los inmigrantes formaron y siguen formando parte de la discusión acerca de la identidad nacional. En los Andes y en Mesoamérica, los discursos de identidad nacional agrandan el pasado inca o el azteca al mismo tiempo que lo olvidan en la práctica. En Perú y Brasil algunos líderes de inmigrantes de Japón, China, Líbano y Polonia han llegado a afirmar que las comunidades indígenas eran una realidad remota revitalizada con la llegada de inmigrantes, para de este modo, colocar sus orígenes étnicos como fundamento identitario de las naciones de recepción. El ex presidente de Perú, Alberto Fujimori (1990-2000), por ejemplo, vistió con una

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  Wade, 2010.

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mezcla de inca y samurái como parte de la publicidad política de su ascendencia japonesa. Reconocerse como parte de un pasado remoto indígena no causaba conflicto con el aprovechamiento de las políticas estatales que a menudo estaban diseñadas para mantener a los indígenas en los peldaños más bajos de la jerarquía política, social y económica. Para muchos inmigrantes, este estímulo significó que, para mediados del siglo xx, aquéllos que eran descritos o se describían a sí mismos como descendientes de inmigrantes de Medio Oriente, Asia o Europa, desempeñaban un papel importante en todos los sectores de estas sociedades. Los políticos de origen árabe son comunes en Argentina, Bolivia y Ecuador. En esos países, al igual que en Brasil, la gran mayoría de los inmigrantes de Medio Oriente y sus descendientes practican el cristianismo. Algunos de los magnates con más influencia en México son hijos de inmigrantes libaneses. Un gran número de las élites hondureñas provienen de raíces cristianas palestinas. En la América caribeña y portuguesa, donde los residentes de la era colonial eran en mayor parte esclavos africanos y sus hijos, los inmigrantes libres jugaron un papel igual de importante. En esas regiones, los extranjeros se convirtieron en parte de una discusión sobre lo negro y lo blanco de la piel, que sigue dominando los discursos de sectores populares y de la élite. En los países del Cono Sur, Chile, Uruguay y Argentina, también había esclavos africanos e indígenas, pero los líderes independentistas los dejaron en el olvido al proponer que los inmigrantes podrían instalarse en territorio “despoblado”. ¿Cómo se compara la migración a Brasil con la de otros países en América? En muchos aspectos Brasil es único. Su tamaño es mayor que la superficie continental de los Estados Unidos. En la actualidad tiene la quinta población del mundo y por mucho la mayor de América Latina. Sin embargo, a diferencia de los países más poblados como China, India e Indonesia, la mayoría de la población en Brasil es de inmigrantes, que llegaron involuntariamente como esclavos de África o voluntariamente como inmigrantes libres. Empero, Brasil no sólo es importante por su tamaño. Un pasado que se despliega sobre trescientos años de ser una colonia portuguesa (de 1500 a 1822)

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y poblado sobre todo por esclavos africanos, le otorga tonos únicos que van desde el lenguaje hasta la alimentación. En Brasil, muchos miembros de la élite creyeron en la grandeza mítica de los pueblos indígenas amazónicos. Mientras esto hace eco en los ideales nacionales de México y Perú sosteniendo formulaciones de una “raza cósmica” constituida por la mezcla del indígena y el europeo; Brasil fue innovador al incluir a África. Sin embargo, a pesar del “mito brasileño de las tres razas” (donde los africanos, indios y europeos supuestamente se unieron para formar una sola y única “raza” brasileña), gran parte del debate acerca de la migración se basó en el modelo del Cono Sur, donde los recién llegados supuestamente poblaron tierras vírgenes. En varias ocasiones, las élites consideraron a los inmigrantes, y éstos se vieron a sí mismos, como reemplazos de la población local. Los recién llegados ayudaron a crear otro mito de la nacionalidad brasileña, la de un “país del futuro”, donde la blancura envolvería la negrura. Pero Brasil también recuerda a muchas otras repúblicas americanas. Tanto en los Estados Unidos como en Argentina, inmigrantes de Europa Central arribaron en los primeros años del siglo xix y fueron seguidos por un gran número de europeos meridionales, especialmente italianos. Brasil, igual que Perú, Canadá, Cuba y Estados Unidos, vivió varias décadas de intensa migración asiática. En el Cono Sur y América Central, grandes cantidades de gente del Medio Oriente llegaron a finales del siglo xix y principios del xx. Brasil también es similar a otros países en América donde los inmigrantes fueron parte de un contexto de esclavitud, aunque la abolición en Brasil llegó hasta 1888. Sin embargo, los inmigrantes no eran esclavos, aunque fueran tratados como tales. Muchos inmigrantes, con frecuencia de manera agresiva fijaron distancia de esclavos o personas libres de origen africano. Esta separación fue continua y dinámica: mientras que algunos inmigrantes “se volvieron blancos” al distanciarse de los negros y de los indígenas, otros tomaron otra senda, ya sea al casarse con una persona de color o al no cumplir con ciertas expectativas sociales y laborales. Aquellos que no satisficieron el mandato de la blancura por medio de la autosegregación a menudo perdieron

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las ventajas de ser un “inmigrante”. Las nuevas identidades étnicas originadas entre los descendientes de inmigrantes en el continente americano deben ser entendidas, entonces, en relación con actitudes más complejas de acuerdo con la separación racial, social y política de aquellos descendientes de africanos.6

Las semillas de la migración masiva En el siglo xvii y principios del xviii la Corona portuguesa obligó a poblaciones poco deseadas a ubicarse en las fronteras brasileñas con las colonias españolas que después se convertirían en Argentina, Paraguay y Uruguay. Como resultado, los habitantes de Brasil incluyeron algunos pueblos indígenas, muchos colonos portugueses y sus descendientes, y esclavos laborando para la economía de plantación. Los líderes políticos, frente a un vasto territorio y la creencia de que la población debería ser menos “negra” y más “blanca”, pusieron su mira hacia los inmigrantes provenientes de Europa. Aquellos a los que buscaban –gente trabajadora, emprendedora de piel clara que no obstante pudiera prosperar en el desconocido clima de Brasil– no fueron fáciles de atraer. Fue mucho más común el arribo de refugiados, exiliados y religiosos, presos y pobres, quienes recibieron a su vez una bienvenida bastante más fría. A mediados de la década del setecientos comenzaron a surgir nuevas ideas. El príncipe regente portugués, don João VI, centralizó la política de “colonización” a lo largo de un vasto imperio que se extendía desde Sudamérica hasta Asia del Sur. Su objetivo fue convencer a los no portugueses de asentarse en Brasil. En 1748, dos años antes de su muerte, empleó a un agente para transportar a miles de azorianos desde aquellas islas en el Atlántico a los territorios más australes de Brasil y a Pará en la desembocadura del río Amazonas en el norte del país.7 Estos proyectos tuvieron un éxito moderado, pero lograron dibujar los

6

  Goldstein, 2007.   Oberacker, 1968, 207.

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contornos de lo que sería un asentamiento de inmigrantes subsidiado por el gobierno. En 1807, Napoleón y su ejército francés invadieron Portugal y los Braganças, la familia real a cuya cabeza se encontraba don João VI, huyó por el Atlántico rumbo a su colonia americana. Al bajar de sus embarcaciones en la bahía de Guanabara, Río de Janeiro, el 28 de enero de 1808, Brasil se convirtió en el centro del Imperio portugués y una nación independiente de facto. Los miembros de la corte real se encontraron sorprendidos por las enormes diferencias entre la élite europea y la sociedad brasileña. Se preguntaron si fomentar la migración europea ayudaría a recrear el mundo que habían dejado atrás. El primer paso que tomó don João VI fue abrir la economía y la cultura de Brasil. Decretó que desde ese momento las embarcaciones no portuguesas podrían atracar en puertos brasileños, y que los no portugueses obtendrían el derecho a poseer tierras. Para muchos líderes portugueses en el exilio, Brasil estaba en el camino a convertirse en una nación, y una vez que el genio de la independencia salió de la lámpara nunca más volvería a ella. La independencia fue alimentada por ideas de la ilustración. La literatura abolicionista de Inglaterra alentó a los miembros de la élite brasileña a especular acerca de poner fin a la esclavitud como un paso hacia su propia nacionalidad. El primer ministro portugués en el exilio (1817-1821), Tomás António de Vila-Nova, se preocupó por el sistema laboral opresivo de un modo que habría sido considerado herético una década atrás. Para el ministro, la esclavitud hizo a Brasil “intrínsecamente débil” al impedir el crecimiento de “un pueblo” con un “espíritu nacional”. Con la corte real en Lisboa todos los extranjeros fueron considerados “categóricamente sospechosos de actividades subversivas”;8 sin embargo, con la mudanza a Rio de Janeiro, los no portugueses fueron recibidos como residentes y potenciales brasileños. Las nuevas ideas de concebir a los extranjeros como inmigrantes en lugar de espías ayudaron a reavivar un análisis de la esclavitud. 8

  Schultz, 2001, 111.

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Para la mayoría de las élites, el sistema era necesario para la prosperidad a corto plazo, aunque el mismo sistema y los esclavos mismos crearan barreras a las aspiraciones nacionales. Al mismo tiempo, la presión británica para poner fin a la trata de esclavos fue intensa, aunque no por completo efectiva. Las élites políticas y económicas deseosas de subsanar ambas perspectivas, consideraron al vecino del norte, los Estados Unidos, que desde lejos parecía estar recibiendo inmigrantes más blancos, más europeos y más productivos. Como indica Kirsten Schultz, la migración significó que en el nuevo imperio próspero, por lo menos en las visiones oficiales sobre el futuro político y económico, la blancura y el ideal de utilidad, personificado en el pequeño agricultor, pudo haber desafiado con éxito el ideal de unidad lingüística, histórica y cultural y de homogeneidad religiosa de una nacionalidad portuguesa heroica que tanto los exiliados como los residentes evocaban al explicar el cambio en la Corte.9

Muchos en la corte portuguesa se dieron cuenta de que las personas más deseadas como inmigrantes eran las menos propensas a querer transportarse. Esta situación obligó a ajustar los criterios para atraer inmigrantes. Una respuesta fue buscar inmigrantes potenciales en Francia, Inglaterra y Estados Unidos mediante la promoción de Brasil como un país neoeuropeo, con un inmenso territorio despoblado donde los inmigrantes blancos podrían ganar un estatus instantáneo en una sociedad de esclavos. Sin embargo, el auge de las economías y sistemas políticos de los tres países significó que el francés, el inglés y el estadounidense no estaban dispuestos a emigrar. Así, las élites comenzaron a considerar otras opciones. Una de ellas fue dar publicidad a Brasil a través de la invitación a viajeros y científicos europeos que a su regreso pudieran esparcir opiniones positivas y así crear un ambiente atractivo a potenciales emigrantes. Sin embargo, los viajeros y científicos raramente fueron convencidos. Sus informes destacaban la identidad

9

  Schultz, 2001, 111.

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africana de Brasil, la sensación de privilegio de la élite y la pobreza de los pocos inmigrantes que llegaban al país. Eran necesarias otras tácticas.

La creación de un Brasil multicultural Brasil dejó de ser una colonia de Portugal (1500-1822) para convertirse en un imperio independiente (1822-1889) y después en una república (desde 1889 hasta ahora), una serie de procesos que desembocaron en la creación de una sociedad plural con una jerarquía racial que enaltece a la blancura como superior y la negrura como inferior. La fluidez de estos términos y sus significados, empero, significó que Brasil se convirtiera en una nación multicultural aun cuando sus ciudadanos se imaginaron a sí mismos y a su país como cada vez más blanco. Términos como blanco, negro, europeo, indio y asiático (entre otros) no fueron fijados para siempre. El flujo entrante y saliente de diferentes personas y grupos en estas categorías siempre cambiantes provocó que la identidad nacional brasileña fuera a menudo rígida; la blancura siempre fue muy apreciada, pero al mismo tiempo era una identidad flexible puesto que se podían manipular los criterios de blanquitud. A partir de la llegada de los europeos en el siglo xvi, Brasil comenzó a recibir a millones de inmigrantes de todo el imperio portugués y de África que entraron en contacto con las poblaciones indígenas. Los recién llegados no eran inmigrantes en el sentido clásico de la palabra: pocos llegaron de manera voluntaria y la mayoría fueron obligados. Los portugueses llegaron como miembros de cuatro categorías distintas. El número más pequeño fue el de las órdenes religiosas o en puestos de liderazgo político que eligieron viajar a Brasil, por lo general con la creencia de que participaban en un servicio temporal al rey. La mayoría de los inmigrantes, sin embargo, eran “degradados” o soldados. Los degradados eran criminales enviados a Brasil para poblar las regiones fronterizas como condición para su liberación. Los soldados, igual que los degradados, fueron forzados a mudarse dentro del imperio sin poder interponer alguna objeción en

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sus destinos. Las mujeres portuguesas llegaron en pocas cantidades, ya sea acompañando a sus maridos antes encarcelados o como huérfanas enviadas por órdenes religiosas para casarse con los hombres blancos en la colonia. La información sobre las cifras de ingresos en los siglos después del año 1500 no se encuentra completa, aunque se estima que unos 700 000 súbditos portugueses fueron enviados a Brasil entre 1500 y 1760.10 Cuando se encontró oro en Brasil en 1693, las llegadas crecieron notablemente. En la década del veinte del siglo xviii se descubrieron diamantes, entonces las cifras explotaron. Aproximadamente un millón de portugueses pasaron a Brasil durante el siglo xviii, muchos de los cuales fueron mineros y artesanos. António Gomes Freire de Andrada, gobernador de las provincias del sur (que incluyen partes de Uruguay y Argentina actuales) y más tarde virrey de Brasil, utilizó a los recién llegados para fortificar las fronteras brasileñas contra los españoles. A partir de la década del treinta fundó una cantidad de fortalezas, “presidios” (un tipo de fuerte antiguo) y cuarteles militares considerados como las semillas de los pueblos y las ciudades fronterizas. Los fuertes y los cuarteles contaban con soldados. Los presidios (una palabra que hoy significa prisión) se llenaron de jóvenes portugueses, la mayoría de ellos degradados que también fueron responsables de construir obras públicas. Estos varones jóvenes provenientes de Portugal estaban lejos de ser inmigrantes libres. Los siglos entre la primera llegada de portugueses en 1500 y la declaración del Imperio brasileño en 1822 fueron testigos de otro gran grupo de inmigrantes involuntarios a Brasil: los esclavos africanos. Más de 4.8 millones de esclavos, alrededor de 45% de la totalidad de africanos que conformaban el comercio trasatlántico, se vieron obligados a vivir en Brasil. Cerca de dos tercios de los africanos eran hombres y trabajaban en la minería, en plantaciones de azúcar y en las zonas urbanas. Las mujeres en su mayoría trabajaban directamente en las casas de los propietarios de esclavos y sus familias.

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  Instituto Brasileiro de Geografía y Estadística.

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A pesar de que el primer ministro de Portugal, el Marquês de Pombal abolió la esclavitud en Portugal en 1761, ésta continuó en Brasil hasta 1888. Los esclavos en Brasil, por supuesto, se resistieron a su sometimiento. Formaban comunidades fugitivas y con el tiempo los propietarios liberaron a muchos hijos y nietos de esclavos. Los esclavos africanos y sus descendientes, esclavizados y libres, siempre vivieron con inmigrantes, por esta razón son una parte crucial en esta historia. Más aún, muchos portugueses y africanos llegaron durante el período en el cual Brasil fue una de las numerosas colonias portuguesas y por lo mismo se establecieron en una tierra sin un claro sentido de identidad nacional.

Blanqueamiento Cuando Brasil declaró su independencia de Portugal en 1822, la migración y la identidad nacional tomaron nuevos significados. Los extranjeros debían convertirse en ciudadanos que formarían un nuevo y fuerte país en todos los aspectos, desde la política hasta la cultura. Pero muchas actitudes viejas permanecieron, especialmente en la confluencia de nacionalidad y biología y por la certeza de que existía una jerarquía de raza en donde los europeos blancos se ubicaban en la cúspide. El vínculo de sangre y nación podría tener su origen en el Tribunal de la Santa Inquisición que desde el siglo xvi pretendió asegurar la pureza de la sangre de los católicos. Sin embargo, tres centurias más tarde, las jerarquías humanas fueron parte de una cultura de élite euro-americana de mayor alcance y en la que diferentes instituciones pusieron de su parte para naturalizar y formalizar las diferencias raciales. En Estados Unidos, la segregación consiguió separar legalmente a “blancos” y “negros”, el mestizaje fue perseguido y condenado. En Argentina el mestizaje significó que la visibilidad de los afrodescendientes disminuyó en gran medida. Apenas en el siglo xx, muchos argentinos

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de élite y de clase media creían que los negros habían desaparecido y que el país era “blanco” y “europeo” en lugar de multicultural.11 En Brasil, sin embargo, el mestizaje fue frecuente y tuvo múltiples consecuencias. Las élites intentaron averiguar quién era blanco, quién negro, quién ninguno de los dos y quién era ambos. Los inmigrantes hicieron lo mismo, al darse cuenta de que tenían cierta influencia en su propia ubicación en la jerarquía racial (y por lo tanto social y económica). Así, muchas élites brasileñas del siglo xix aceptaron una nueva filosofía política y cultural acerca de la raza. El “blanqueamiento” como fue llamado, proponía que la población pudiera transformarse físicamente desde el negro al blanco a través de una combinación de matrimonios mixtos y políticas de migración. La “fuerte sangre” blanca pasaría a avasallar a la “débil sangre” no blanca y la ley impediría la entrada de razas “débiles”. Los inmigrantes aceptaron y utilizaron estas categorías. Convertirse en “blanco” era tan importante para los recién llegados como para los miembros de las élites regionales. El blanqueamiento fue crucial para la formulación de la política de migración moderna en Brasil. Casi dos millones de inmigrantes europeos ingresaron a Brasil entre 1820 y 1920, aunque muchos fueron los que también salieron del país. Los recién llegados no se distribuyeron uniformemente. De hecho, los inmigrantes fueron atraídos principalmente a los sectores central y sur de Brasil. Esta concentración de población fue resultado de un cambio enorme en la economía brasileña, la cual había sido más fuerte en el cultivo de azúcar y las zonas de oro en el norte durante el período colonial temprano y se había movido hacia el centro del país con el descubrimiento de diamantes en el período colonial intermedio. La mayoría de los inmigrantes arribó a mediados del siglo xix con el crecimiento de la economía del café en el sur. Los nuevos europeos llegaron con una posición superior a los ex esclavos que por generaciones habían sido privados de educación formal y cuyo trabajo no había sido compensado en la mayoría de los casos. Las esferas sociales y económicas con alto racismo en Brasil se reforzaron con las estadísticas poco confiables que fueron el sello 11

  Andrews, 1980.

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distintivo de los Estados “científicos” del siglo xix. Las cifras mostraron que los afrobrasileños tenían niveles más altos de criminalidad, analfabetismo y desnutrición que el resto de la población.12 Este tipo de estadísticas ayudó a los legisladores a argumentar que los blancos eran mejores que los negros. Gran parte de las ideas sobre la raza en el Brasil de finales del siglo xix y principios del xx surgieron de la temprana seudociencia europea dedicada a indagar el origen de las razas y de la diferencia humana. Por ejemplo, muchos en las clases cultas brasileñas aceptaron la escala craneométrica diseñada por Johann Friedrich Blumenbach en 1776. Este médico alemán estableció una progresión de excelencia racial con los europeos blancos en la cima, los asiáticos (a quien él llamó mongoloides) en medio y los africanos negros en la base.13 Por otro lado, en el siglo xix, las élites brasileñas fueron cautivadas por las ideas de Jean-Baptiste Lamarck, naturalista francés que señaló que los rasgos y la cultura eran adquiridos a través de ambientes climáticos y grupos humanos locales. Propuso que una “raza nacional” era biológicamente posible, lo que proporcionó el soporte científico para la formulación de políticas de migración brasileñas interesadas en que la mezcla de razas no produjera “‘degenerados’, sino que fueran capaces de forjar una población mixta sana cada vez más blanca tanto cultural como físicamente”.14 Intelectuales y políticos se asumieron como químicos sociales, usando al país como un “laboratorio racial” para el blanqueamiento. Esta metáfora de la química nos recuerda que las élites consideraron a la población como un soporte para agregar o sustraer “reactivos” humanos. En otras palabras, los legisladores utilizaron la eugenesia para crear una correlación entre la entrada de inmigrantes y el cambio racial. Un influyente libro del siglo xix sobre la colonización, originalmente escrito como un informe formal al ministro de Agricultura de Brasil, es un excelente ejemplo. Con autoría de João Cardoso de Menezes e Souza, la Tesis sobre la colonización brasileña: soluciones a las cuestiones 12

  Dean, 1976, 173-174.   Blumenbach, 1969, 273. 14   Stepan, 1991; Skidmore, 1993. 13

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sociales relacionadas con este difícil problema proponía que Brasil era un “embrión” nacional único que tuvo que ser rejuvenecido para extinguir el patrimonio africano del país. Los inmigrantes eran la “semilla” de la que surgiría la “poderosa fuerza de homogeneidad y cohesión que amalgamaría y asimilaría” a la población en general.15

Migración en masa Más de cinco millones de inmigrantes entraron a Brasil entre 1872 y 1972, aunque las estadísticas sobre la migración no son siempre confiables debido a que muchos regresaron a sus países de origen o viajaron a otros destinos. Por ejemplo, durante las primeras décadas del siglo xx, cualquier persona que llegara en una embarcación sin un boleto de primera clase era considerada un “inmigrante” incluso si era un visitante ocasional. Muchos extranjeros emigraron sólo temporalmente, pero el gobierno brasileño mantuvo información sobre la entrada y a menudo ignoró la salida. En un período para el cual tenemos datos tanto de entrada como de salida, de 1908 a 1936, el número de salidas desde Santos, puerto principal de llegada a Brasil, representó más del 50% (667 080) del número total de entradas (1 221 282). Las estadísticas de migración muestran un número elevado de inmigrantes europeos a Brasil. También destacan otras dos categorías: japoneses y otros. ¿Cómo encajaron los inmigrantes japoneses en el paradigma de blanqueamiento? es una pregunta importante en Brasil, lo mismo para los “otros” inmigrantes que por lo general eran de Medio Oriente y Europa Oriental, cuyas clasificaciones nacionales cambiaban (de turco a sirio a libanés, del alemán a polaco y de nuevo a alemán) y que juntos componen una gran parte del flujo de inmigrantes en Brasil. Hubo momentos cuando casi 20% de todos los judíos que dejaron Europa llegaron a Brasil ,y hubo otros períodos en los que los cristianos de lo que hoy es Siria y el Líbano constituyeron porcentajes significativos del total de entradas. Estos “otros” hicieron de 15

  Menezes e Souza, 1875, 403, 426.

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São Paulo una de las ciudades en el mundo con las más numerosas comunidades de italianos, japoneses y libaneses. Si atendemos a las categorías de “japoneses” y de “otros” es posible advertir el reverso de una historia que subraya sobremanera el peso de las corrientes migratorias de católicos originarios de Italia, Portugal y España, dejando de lado a los centenares de miles de ingresos de no europeos. El racismo sin tapujos contra los inmigrantes y entre los inmigrantes dicen mucho de la identidad nacional brasileña. También lo hacen las historias de los inmigrantes ya sean los provenientes del sur de Europa, o los muchos asiáticos, árabes y judíos que fueron objeto de atención por parte de la prensa, los legisladores y los intelectuales. En realidad, los “otros” inmigrantes fueron tan importantes para la creación de la identidad nacional brasileña como los portugueses y los italianos. La política influida por la eugenesia en el siglo xix apoyó el ingreso de trabajadores alemanes, portugueses, españoles e italianos como braços para a lavoura (literalmente “mano de obra” para trabajo agrícola). Sin embargo, los temores por el activismo social y laboral y la preocupación por la asimilación alentaron a considerar a los grupos no europeos. Los inmigrantes de Japón, percibidos como modernos, trabajadores y dóciles, jugaron el papel más importante. Estas ideas brasileñas fueron reforzadas por el aumento del poder internacional y el crecimiento industrial de Japón. Políticos e intelectuales japoneses se promovieron como ciudadanos de la única nación “blanca” en Asia, lo que resultó atractivo a muchos en las clases dominantes de Brasil. Un deseo de la élite brasileña de inmigrantes “blancos”, independientemente de su raza biológica aparente, concordó perfectamente con las esperanzas de los inmigrantes de ser incluidos en la categoría deseable. A pesar de lo anterior, los cambios que vemos en la nacionalidad de los inmigrantes no deben sugerir que el concepto de blanqueamiento se haya vuelto menos importante. Por el contrario, el significado de ser “blanco” cambió de forma marcada con el transcurso del siglo xx. El diputado federal Acylino de Leão lo resumió con claridad en 1935 cuando la Cámara de Diputados de Brasil votó a favor de dar subven-

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ciones a inmigrantes japoneses, pero no a portugueses. “Los colonos japoneses son incluso más blancos que los portugueses” proclamó.16

Visiones del otro Los inmigrantes no amanecen un día decidiendo abandonar sus países natales. Quienes consideran la posibilidad de migrar generalmente evalúan, con la información disponible, el mercado mundial de mano de obra, la economía y cultura de lugares posibles para migrar. Las ideas de las naciones en el siglo xxi fueron creadas por imágenes, por sonidos musicales y por noticias sobre el comercio. El siglo xix no fue tan diferente y cuando don João VI intentó “promover y expandir la civilización del gran reino de Brasil” con asentamientos europeos en 1818, el comercio internacional fue crucial.17 Brasil envió agentes de migración a Europa para promocionar el país, a menudo con publicidad producida por el gobierno en varios idiomas. Desde principios del siglo xix hasta mediados del siglo xx los brasileños defensores de la migración intentaron poblar áreas del país a las que consideraban vacías. Las poblaciones indígenas que habitaban estas áreas fueron desestimadas o ignoradas por los legisladores que buscaban atraer inmigrantes europeos. Así, el primer intento más espectacular de Brasil para atraer inmigrantes comenzó en una pequeña ciudad en Suiza y terminó en el altiplano de la provincia de Río de Janeiro. Incluyó engaño, enfermedad y conflictos religiosos, y con ello se inauguró la etapa de migración en masa a finales del siglo. La colonia de Nova Friburgo fue llamada así en honor de una ciudad en Suiza. Su ubicación, en el estado de Río de Janeiro, fue elegida por los políticos brasileños en gran medida porque el clima era similar a como imaginaban que era en Suiza.18 Allí, una recesión económica tuvo como consecuencia el aumento en el desempleo y la escasez 16

  Discurso de Acylino de Leão, 18 de septiembre de 1935. Republica dos Estados Unidos do Brasil, 1935, 432. 17   Nicoulin, 1996. 18   Mörner y Sims, 1985, 41.

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de comida. Al mismo tiempo que los políticos suizos alentaron la migración para reducir la población, los políticos brasileños vieron una oportunidad para obtener inmigrantes blancos. Don João VI y sus consejeros estaban dispuestos a hacer una inversión financiera y un compromiso político. Creían que los inmigrantes suizos bajarían del barco y transformarían una zona despoblada en un pueblo europeo de artesanos y agricultores blancos. El plan era crear una colonia desde cero. Don João VI ofrecía a cien familias católicas transporte, tierras, vivienda y apoyo logístico, así como el regreso sin costo a Suiza si las cosas no salían bien. Esperaba que los inmigrantes llegaran a ser pequeños dueños de tierras o agricultores. Creía que los artesanos y los profesionistas se asentarían para enseñar sus oficios; sin embargo, nada salió como se planeó. Una epidemia de malaria se desató en el punto de embarque en Europa causando una tragedia. De los 2 018 inmigrantes que salieron, sólo 1 631 llegaron a Brasil. Las condiciones de Nova Friburgo no eran mucho mejores que las del barco. Los recién llegados no estaban preparados para el trópico y el índice de mortalidad se mantuvo alto. Don João VI advirtió que los recién llegados eran protestantes y no los católicos que deseaban. Este descubrimiento provocó una pequeña crisis con el papa, quien estaba en contra de promover una migración de no católicos. Aun así, don João VI decidió rechazar la crítica del papa y dejar abiertas las puertas. Cuando contrató a un ministro protestante en 1819, muchos colonos se reconvirtieron al protestantismo.19 La decisión de apoyar esa postura no se basó en la libertad religiosa. En su lugar, don João y sus aliados creían que el orden y el progreso (no es coincidencia que sea el eslogan de la bandera actual de Brasil) serían implementados gracias a los protestantes del norte europeo, a quienes veían como especialmente industriosos e indiscutiblemente blancos. En la corte, de manera opuesta, muchos católicos eran vistos como retrógradas y anticuados. A pesar de las inversiones humanas, económicas y políticas, Nova Friburgo fue un fracaso. Las altas tasas de mortalidad crearon problemas 19

  Dreher, 2007.

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demográficos y psicológicos para los colonos. No estaban entrenados para el clima y la agricultura no avanzaba. Muchos inmigrantes regresaron a Suiza o volvieron a emigrar dentro del país. Don João VI perdió rápidamente el interés en la colonia suiza, pero ésta no desapareció. A la fecha, Nova Friburgo es una ciudad de 175 000 habitantes y el lugar donde la tolerancia religiosa inició como parte de las políticas de migración en Brasil. La decisión de don João VI de desafiar al papa creó un camino para el flujo de inmigrantes de todo el mundo a finales del siglo xix.

¿Quién hará el trabajo duro? Don João VI y muchos de sus seguidores soñaban con rehacer a Brasil a semejanza de Europa Central. A pesar del fracaso de Nova Friburgo, esta experiencia ayudó a las élites a imaginar a Brasil como un imán de inmigrantes que transformarían radicalmente económica y culturalmente al país. El fracaso afirmó la idea de que era necesaria una política centralista para asegurar que los inmigrantes fueran bien reclutados, tratados con respeto y que llegaran a ser autosuficientes. Una colonización exitosa necesitaba políticas dirigidas a poblar el territorio con inmigrantes “ideales”. Colonizar Brasil con los inmigrantes europeos blancos dejó dos preguntas importantes sin responder; ¿quién haría el trabajo duro y sobre todo cómo dar continuidad a la producción agrícola de abolirse la esclavitud africana? Una de las respuestas fue que los campesinos del noreste de Brasil se volvieran flexibles, dóciles y trabajadores para ser ciudadanos-esclavos.20 Otra solución era firmar contratos temporales con trabajadores chinos como un puente entre la esclavitud y el trabajo libre. Los dirigentes políticos discutieron cómo los trabajadores chinos podrían encajar en la sociedad brasileña. El análisis físico y cultural del “arquetipo mongol” se hizo presente en diversos estudios a lo largo del siglo xix. Se llevaron a cabo debates en provincia y a nivel 20

 Blake, 2011.

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imperial y al mismo tiempo que la prensa nacional sentenciaba y se burlaba de las posibilidades de encontrar alguna utilidad a la mano de obra china Los debates dejaban ver el otro lado de la moneda de la migración: si el fracaso de Nova Friburgo significaba que los brasileños tenían que esforzarse más, muchos temieron que la migración china fuera peligrosa si lograra ser exitosa. Mientras que pocos chinos fueron los que emigraron a Brasil en la primera mitad del siglo xx, las élites brasileñas ya estaban familiarizadas con China y su gente. En 1511, Portugal fue la primera potencia marítima en establecer relaciones directas con el Imperio chino. En el siglo xix, Portugal invirtió mucho en Asia a través de sus puertos y colonias en Goa y Macao. Se pudo apreciar la relación de los dos imperios en el lenguaje. La palabra “mandarin”, que tiene una raíz etimológica portuguesa de la palabra mandar (enviar u ordenar), fue usada para nombrar a los miembros de la élite china. La palabra china para té, chá, continúa siendo muy usada en Brasil.21 Las élites brasileñas no eran las únicas que estaban considerando la mano de obra china. En diversos debates en América se trataba el tema de si la mano de obra china enriquecería o dañaría la cultura nacional. Estos debates se entremezclaban con preguntas sobre esclavitud y abolición. Muchos intelectuales creían erróneamente que los trabajadores chinos no residirían en Brasil permanentemente porque tenían un fuerte lazo con su tierra natal. La falta de “apego” al nuevo país y la servidumbre hicieron a los chinos cuasi esclavos, pero no del todo. Con la migración de la corte portuguesa a Brasil en 1807, el ministro extranjero en Exilio en Rio de Janeiro, el conde de Linhares, pensaba traer a dos millones de chinos al país. Su idea era tanto bordear la represión inglesa hacia el tráfico de esclavos como satisfacer a don João VI y su deseo de hacer al té un producto de exportación mayor. El plan se implementó en 1810 a pequeña escala; alrededor de 750 agricultores chinos de té serían eventualmente contratados en el Jardín Botánico Imperial de Rio de Janeiro. El juez João Rodrigues de Brito, un economista y miembro de la Alta Corte de Salvador, 21

  Elias, 1970, 60.

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Bahía, promovía la entrada de chinos haciendo notar que ellos eran “no sólo buenos trabajadores, sino también […] activos, industriosos y hábiles para las artes y la agricultura”.22 El cultivo chino del té, como la colonia suiza de Nova Friburgo, fue un fracaso. Wilhelm L. von Eschwege, un alemán que pasó once años en Brasil empezando como coronel en la Real Corporación de Ingeniería e Intendencia General de Minas, señaló el disgusto de los trabajadores chinos, quienes estaban frustrados porque “todos los intentos de traer mujeres eran en vano”. John Luccock, un comerciante inglés que pasó una década en Brasil empezando en 1808, culpó a los chinos de una forma diferente. Él sostenía que les pagaban demasiado y eran “diligentes […] y lentos en sus formas culturales”. A pesar de que tenían “una rapidez para entender que sobrepasaba lo que había observado de otras razas”. Años más tarde, en 1832, Charles Darwin visitó el Real Jardín Imperial. Se quejó de que los 164 acres de “tan insignificantes [y pequeños] arbusto[s] de té […] apenas tenían el sabor adecuado”.23 Los trabajadores chinos sin lugar a dudas se sentían infelices en Brasil. El director de los jardines botánicos trataba a los trabajadores estrictamente, sospechando que fallaban intencionalmente al enseñar las técnicas de sus procesos más sofisticados para el cultivo del té. Cuando un grupo pequeño huyó, el director del jardín los persiguió con caballos y perros. Los que lograron escapar, se asentaron en Rio de Janeiro, donde trabajaban como vendedores ambulantes o cocineros. Los que se quedaron, se quejaban constantemente sobre el trato que recibían; en 1819, exigieron que un trabajador que hablara chino y portugués fuera asignado como intérprete oficial asalariado.24 Cuando el viajero alemán Johan Moritz Rugendas llegó al Estado Real en 1835, encontró que sólo trescientos chinos seguían trabajando en el lugar. 22

  Rodrigues de Brito, 1821, 35.   Eschwege, 1979. 24   “Carta firmada por 50 trabajadores chinos en la Fazenda Real a Don Pedro I, 6 septiembre de 1819”. Biblioteca Nacional-Rio de Janeiro, Colección de Manuscritos II 34.27. 23

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Las disputas de las élites sobre la identidad brasileña y la migración china también dividieron las opiniones. Quienes la apoyaban se concentraron en el crecimiento de la producción económica, mientras que los opositores temían la “contaminación” social. De ambos lados había intelectuales y políticos importantes. Entre ellos se incluyen Quintino Bocayuva (futuro líder del partido político republicano de Rio de Janeiro), el senador Alfredo d’Escragnolle Taunay (próximo dirigente de la Sociedad Central de Migración), el empresario y promotor de la industrialización Irineu Evangelista de Sousa (el barón de Mauá), el político liberal y presidente de la provincia de Rio de Janeiro, João Lins Vieira Cansanção de Sinimbú (futuro presidente del Consejo de Ministros) y los políticos abolicionistas André Rebouças y Joaquim Nabuco, por nombrar algunos. Los que se opusieron –fervientes nacionalistas y racistas– argumentaban que biológicamente los chinos eran ambiciosos y degenerados, hubo también abolicionistas que creían que los trabajadores chinos formarían una clase de neoesclavos; y algunos grandes terratenientes estaban convencidos de que sólo los negros eran biológicamente buenos para las duras faenas agrícolas. Por su parte, entre aquellos que mostraban su interés por promover la migración china, figuraban dueños de plantaciones que querían remplazar a los esclavos negros por un grupo más dócil y barato; algunos agricultores que creían que la mano de obra china era biológicamente más adecuada que la africana para el trabajo rural, y, por lo mismo, harían a Brasil más competitivo en el mercado mundial. Hubo también abolicionistas convencidos de que contratar chinos sería un paso adelante para trabajos con salario completo. Ninguna postura dominaba por completo. Las posiciones sostenidas en los debates sobre la migración china se hacían notar más a medida que la era de Napoleón tocaba su fin hacia 1815. Entonces, surgió en la Corona y sus seguidores el deseo de regresar el centro metropolitano a Lisboa. En lo que fue ciertamente una de las revoluciones más aburridas de todos los tiempos, la independencia de Brasil fue proclamada en 1822. El heredero e hijo mayor de don João VI de Portugal pasó a ser el emperador Pedro I de Brasil. Este y su hijo que se convertiría en el emperador Pedro II, vieron como un

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problema la composición étnica y racial de su nueva nación. Para ellos y para muchos de la élite burguesa brasileña, los esclavos, los indígenas, las personas de color libres y los mestizos (personas de raza mezclada llamados pardos) nunca serían ciudadanos modernos. Los esclavos africanos, forzados a migrar a Brasil representaban casi el 30% de la población. El explorador alemán Alexander von Humboldt proporcionó terribles estadísticas con su estimación sobre la población en 1825: Brasil tenía 1 960 000 negros y 1 120 000 pardos e indios, y sólo 920 000 blancos. Los Pedros fueron emperadores de enormes territorios. Dominaban algo más de cinco millones de kilómetros cuadrados ocupados por apenas cuatro millones de personas. El diagnóstico era el de un país deshabitado que requería de manera urgente poblar sus fronteras con inmigrantes, para de este modo asegurar el territorio contra invasiones de Argentina y Paraguay, países con quien Brasil mantenía tensas relaciones y permanentes amenazas de guerra. Al igual que su padre, Pedro I también creía que la pequeña propiedad agraria en manos de inmigrantes ayudaría a transformar el país cultural y económicamente, atemperando las fuerzas retardatarias que se concentraban en las grandes propiedades improductivas. En la mente de Pedro I como en la de los líderes políticos y económicos durante los próximos 150 años, Brasil tenía que rehacerse a la manera de una nación europea. El primer paso era la apertura de los puertos brasileños. Esto atrajo un gran número de extranjeros a las costas y a las ciudades ligadas a ellas. Los recién llegados se establecían por muchas razones diferentes a las esperadas y, como Roderick Barman señaló, si muchos vinieron a buscar suerte, muchos provenientes de Francia e Italia eran radicales políticos que abandonaron su país para evitar las consecuencias de las monarquías reestablecidas. Al interactuar con sus contrapartes brasileñas en cada nivel de la sociedad urbana, desde las personas de a pie hasta los grandes funcionarios, los inmigrantes extranjeros actuaron como

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agentes con nuevas ideas y como proveedores de nueva literatura cultural y política.25

Aunque la migración y la colonización eran la prioridad, los líderes imperiales impusieron al catolicismo romano como la religión nacional.26 Muchos de los potenciales inmigrantes, a pesar de todo, eran protestantes. Fueron muy precavidos al asentarse en un país donde la práctica pública de su religión era ilegal. La existencia de una religión oficial no significaba que el imperio exigiera el catolicismo como condición de entrada. Don João autorizó el ingreso de un sacerdote protestante en la colonia de Nova Friburgo y, en 1824, el gobierno imperial comenzó a subsidiar la entrada de inmigrantes protestantes de Europa Central, principalmente granjeros pobres y soldados veteranos que escapaban de las secuelas posteriores a las guerras napoleónicas. A pesar de tener que profesar en privado, muchos protestantes se establecieron en el sur de Brasil. La preocupación sobre la religión del inmigrante en la era imperial giraba en torno a las decisiones de cristianos católicos y no católicos. La entrada de musulmanes, budistas, hindús, confucianos y judíos era rara vez considerada. Para la mayoría de la élite brasileña, los inmigrantes no católicos eran protestantes y antes de la década de los ochenta del xix estaban en lo cierto. Conforme avanzaba el siglo xix, la migración era a la vez un espacio de consenso y también de disputa entre la élite. Todos coincidían en que Brasil tenía que cambiar su población de una mayoría negra africana a una mayoría blanca europea. Las diferencias tenían que ver con quién era considerado blanco y cómo tenía que ser integrada la mano de obra. Los dueños de plantaciones y sus aliados políticos temían que con un gran número de granjas pequeñas crecería la competencia. Creían que los inmigrantes tenían que reemplazar al esclavo sin mayores innovaciones. Para muchos el ser blanco era la forma de pintar a la población de Brasil de un color diferente sin cambiar las jerarquías de poder. Los liberales de la corte y después en el Brasil indepen25 26

  Barman, 1988, 56.   Constituição de 25 de marzo de 1824, I-Art. 5.

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diente, tomaron una postura diferente. Veían las plantaciones como un problema. Los inmigrantes tendrían que crear pequeñas propiedades independientes para así disminuir el poder de los terratenientes. Para los liberales, el ser blanco estaba ligado con el capitalismo y con el progreso. Fue la tensión entre estas diferentes posturas lo que recreó a Brasil como una “nación de inmigrantes”.

Conclusión En 2003, Luis Ignacio Lula da Silva, un migrante del noreste a São Paulo cuya carrera variaba entre trabajador metalúrgico, jefe de mano de obra, hasta político, fue electo presidente. Mientras que su historia personal era poco inusual en un país donde la política ha sido tradicionalmente elitista, no democrática y frecuentemente opresora, sus ideas acerca de la migración como una fuente de fuerza y mejoramiento nacional seguían patrones tradicionales. El presidente Lula y sus aliados insistieron que Brasil era un país multicultural y su eslogan “Brasil, el país de todos” no hablaba meramente de la clase económica. Las representaciones visuales del lema incluyeron en muchos casos fotografías de brasileños provenientes de diferentes panoramas étnicos. Las celebraciones de los inmigrantes destacaron durante el mandato de Lula, el Estado invirtió fondos significativos, como lo hizo para el centenario de las primeras llegadas japonesas en 2008. Mucho del lenguaje producido para el evento por las instituciones de gobierno insistía que los brasileños con ascendencia japonesa eran inmigrantes permanentes, que casi no había diferencia entre el alto estatus de sus bisabuelos nacidos en Japón con el de su propia ciudadanía brasileña. El ascenso al poder de otro político al final del mandato de Lula reforzó la idea de que los inmigrantes y sus descendientes habían creado un “mejor Brasil”. Petar Stefanov Rusev huyó de la persecución política en Bulgaria, llegó a Brasil en la década de los treinta del siglo xx y se convirtió en un importante hombre de negocios. En 2011 su hija, Dilma Rousserff, fue electa presidenta.

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Una caminata por cualquier calle de Brasil, ya sea en una gran ciudad o en un pueblo, enfatiza la importancia de la migración en la identidad nacional. Existe una comida común en Brasil servida en los bares, el kibe (una croqueta frita con forma de torpedo hecha de carne picada y trigo), aunque muchos consumidores no son descendientes de los cientos de miles de inmigrantes del Medio Oriente que llegaron en los siglos xix y xx. Desde la década de los sesenta del xx, muchos jóvenes brasileños de clase media se han obsesionado con el manga (caricaturas japonesas), mientras que otros brasileños comen sushi y profesan “nuevas religiones japonesas” en grandes números. La mayoría no son descendientes de japoneses, pero viven en el país con la mayor población de inmigrantes japoneses y descendientes de japoneses en el mundo. Brastemp, la enorme empresa manufacturera de electrodomésticos promueve sus productos con frases como “Un árabe casado con una brasileña, ¿qué podría ser más brasileño?”. Los judíos ortodoxos promueven eventos rituales sirviendo sushi. En la ciudad más grande de Brasil, São Paulo, un dicho popular indica que una típica “paulistina” (residente de la ciudad) es una “japonesa que habla portugués con acento italiano mientras come una esfiha” (un platillo similar a una pizza cubierto de carne con vegetales, común en el Medio Oriente). Hoy en día, como en el pasado, hay una relación clara entre migración y raza en Brasil. El ser negro es usualmente escondido para promover el ser blanco como parte de la estrategia cultural, como podemos ver en el comentario que me hizo el político William Woo durante una entrevista: “Mi madre es japonesa, mi padre es taiwanés y mi esposa es coreana; soy el mejor brasileño de todos”.27 Como es claro, la historia de la migración, tanto la real como la imaginada, está lejos de finalizar en Brasil. Los movimientos culturales y sociales ligados a lo étnico y las políticas de Estado sobre la identidad nacional son siempre dinámicos, lo que significa que los siglos xix y xx aún viven, aun si la identidad nacional cambia.

27

  William Woo, político de São Paulo, en una entrevista con el autor en 2001.

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TABLA 1 Migración a Brasil por nacionalidad  Años Portugueses Italianos Españoles Alemanes Japoneses Otros

Total

1872-79

55 027

45 467

3 392

14 325

XXX

58 126 176 337

1880-89

104 690

277 124

30 066

18 901

XXX

17 841 448 622

1890-99

219 353

690 365

164 293

17 084

XXX

1900-09

195 586

221 394

113 232

13 848

861

1910-19

318 481

138 168

181 651

25 902

27 432

107

1 198

232

327

77 486 622 407 123 819

815 453

221 1920-29

301 915

106 835

81 931

75 801

58 284

881

846 647

 Años Portugueses Italianos Españoles Alemanes Japoneses Otros

Total

1930-39

102 743

22 170

12 746

27 497

99 222

63 390 327 768

1940-49

45 604

15 819

4 702

6 807

2 828

38 325 114 085 104

1950-59

241 579

91 931

94 693

16 643

33 593

1960-69

74 129

12 414

28 397

5 659

25 092

1970-72

3 073

804

949

1 050

695

223 517

248 007

629 9 017

155 88

873

5 345

642

889

18721972

1 662 180 1 622 491 716 052

583 068

51 896 197 587

Fuente: Ferreira Levy, 1974, 71-73.

TABLA 2 Migración a Brasil, por nacionalidad como porcentaje del total  Años

Portugueses Italianos Españoles Alemanes Japoneses Otros Total

1872-79

31.2

25.8

1.9

8.1

XXX

33.0

100

1880-89

23.3

61.8

6.7

4.2

XXX

4.0

100

1890-99

18.3

57.6

13.7

1.4

XXX

8.9

100

1900-09

31.4

35.6

18.2

2.2

0.1

12.5

100

1910-19

39.1

16.9

22.3

3.2

3.4

15.1

100

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(continuación)  Años

Portugueses Italianos Españoles Alemanes Japoneses Otros Total

1920-29

35.7

12.6

9.7

8.9

6.9

26.2

100

1930-39

30.9

6.7

3.8

8.3

29.8

20.5

100

1940-49

40.0

13.9

4.1

6.0

2.5

33.6

100

1950-59

41.4

15.8

16.2

2.9

5.8

17.9

100

1960-69

37.5

6.3

14.4

2.9

12.7

26.3

100 100

1970-72

19.7

5.2

6.1

6.7

4.5

57.8

1872-1972

31.1

30.3

13.4

4.2

4.6

16.4 100

Fuente: Ferreira Levy, 1974, 71-73.

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Colaboradores

Fernando J. Devoto: Doctor en Historia. Investigador y consultor del Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de San Martín (Buenos Aires). Entre sus libros destacan: Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna (2002); Historia de la inmigración en la Argentina (2003); Historia de los italianos en la Argentina (2006); Argentina-Brasil, un ensayo de Historia comparada, (2006) y El país del primer centenario (2010). Marta Elena Casaús Arzú: Doctora en Ciencias Políticas y Sociología. Profesora honoraria de la Universidad Autónoma de Madrid, directora de la ONG Equipo GUAM, Grupo de Apoyo a Guatemala de la Universidad Autónoma de Madrid, autora de varios libros entre los que destacan: Guatemala: Linaje y Racismo (1992); La metamorfosis del racismo en Guatemala (2002); Las Redes intelectuales Centroamericanas: Un siglo de imaginarios nacionales, 1820-1920 (2005). Patricia Funes: Doctora en Historia. Profesora titular de la materia Historia Latinoamericana en la Carrera de Sociología de Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Entre sus últimas publicaciones destacan Revolución, dictadura y democracia. Lógicas militantes y militares en la historia ar-

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gentina en el contexto latinoamericano (2016) e Historia mínima de las ideas políticas en América Latina (2014). Joshua Goode: Doctor en Historia. Profesor de Historia y Estudios Culturales en Claremont Graduate University (California). Entre sus publicaciones recientes destacan: “The Genius of Columbus and the Mixture of Races: How the Rhetoric of Fusion defined Spanish Decolonization in Nineteenth and early Twentieth Century Spain” en Empire’s End: Transnational Connections in the Hispanic World, Akiko Tsuchiya y William Acree eds., (2016); “Race, Crime and Criminal Justice in Spain” en Race, Crime and Criminal Justice: International Perspectives, Anita Kalunta-Crumpton ed. (2010); e Impurity of Blood: Defining Race in Spain, 1870-1930 (2009). Jeffrey Lesser: Doctor en Historia. Profesor titular de la cátedra de Estudios Brasileños en Emory University (Atlanta) e investigador del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidade de São Paulo en Brasil. Entre sus publicaciones recientes destacan: Immigration, Ethnicity and National Identity in Brazil (2013); A invenção da brasilidade: Identidade nacional, etnicidade e políticas de imigração (2015); y Global Latin America (2016). Marta Saade Granados: Doctora en Historia y Etnohistoria. Es profesora-investigadora de la Universidad Externado de Colombia y en la actualidad es subdirectora científica del Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Es coautora del libro La ciudad en cuarentena: chicha, patología social y profilaxis (2002) y actualmente prepara la edición del libro El mestizo no es de color. También ha publicado artículos sobre la historia del mestizaje en México, como “México mestizo: de la incomodidad a la certidumbre. Ciencia y política pública posrevolucionarias”, en Genes (&) Mestizos, Carlos López Beltrán (coord.) (2011). Tomás Pérez Vejo: Doctor en Historia. Profesor-investigador en el Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH)

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es autor, entre otros, de los libros Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas (1999); España en el debate público mexicano. Aportaciones para una historia de la nación (2008); Elegía criolla. Una reinterpretación de las guerras de independencia hispanoamericanas (2010); y España imaginada. Historia de la invención de una nación (2015). José Antonio Piqueras: Doctor en Historia. Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Jaume I, donde dirige el Grupo de Historia Social Comparada. Entre sus libros figuran Sociedad civil y poder en Cuba (2006) y Bicentenarios de libertad (2011). Ha editado Azúcar y esclavitud en el final del trabajo forzado (2002), Las Antillas en la era de las Luces y la revolución (2005), Trabajo libre y coactivo en sociedades de plantación (2009) y Esclavitud y capitalismo histórico en el siglo xix: Cuba, Brasil y Estados Unidos (2016). Coordinador de Historia Comparada de las Antillas (2014), ha sido coeditor de State of Ambiguity. Civic Life and Cultural Form in Cuba’s First Republic (2014). Rodolfo Stavenhagen: Doctor en Sociología. Fue fundador y profesor-investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México. Fue presidente de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, miembro del Consejo Directivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, miembro del Consejo Consultivo de la Universidad de las Naciones Unidas y miembro del Consejo Directivo del Social Science Research Council de los Estados Unidos. Fue relator especial de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Entre su amplia obra, destacan: Siete tesis equivocadas sobre América Latina (1965); Problemas étnicos y campesinos (1980); Derechos humanos y ciudadanía multicultural: los pueblos indígenas (2000); La cuestión étnica (2001); The Return of the Native: The Indigenous Challenge in Latin America (2002). Pablo Yankelevich: Doctor en Estudios Latinoamericanos. Profesor Investigador del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de

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México. Entre sus últimas publicaciones destacan: Inmigración y racismo. Contribuciones a la historia de los extranjeros en México (2015); Deseables o Inconvenientes. Las fronteras de la extranjería en el México posrevolucionario (2011); Ráfagas de un exilio. Argentinos en México, 1974-1983 (2010); y Nación y extranjería. La exclusión racial en las políticas migratorias de Argentina, Brasil, Cuba y México (2009).