Psicoanalisis Sin Divan

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Irene Greiser

Psicoanálisis sin diván Los fundamentos de la práctica analítica en los dispositivos jurídicos-asistenciales

PA ID Ó S Buenos Aires Barcelona México

Greiser, Irene Psicoanálisis sin diván: los fundamentos de la práctica analítica en los dispositivos jurídicos -1a ed.- Buenos Aires: Paidós, 2012. 144 pp.; 22x14 cm. ISBN 978-950-12-4295-9 1. Psicología . I. Título CDD 150.195________________________________________________________________ 1" ed ición, ju n io d e 2012

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2012, Irene Beatriz Greiser

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2 0 12, de todas las ediciones: Kdirorial Paidós SAlCb Publicado bajo su sello Paidós" Independencia 1682/1686, Buenos Aires —Argentina I'.-ma¡I: [email protected] www.paidosargentina.com. a r

Queda hecho el depósito que previene la Le)' l 1.723 Impreso en la Argentina —P rin ted in A rgentina Impreso en Primera Clase, California 1231 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en mayo de 2012. Tirada: 2.500 ejemplares ISBN 978-950-12-4295-9

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Indice

Agradecimientos........................................................ 1. La intervención analítica en dispositivos no analíticos................................................................ El armado de una clínica................................................. El Otro materno y el Otro social................................. Psicoanálisis o criminología........................................... Peritaje o psicoanálisis..................................................... Los informes evacuativos: ir más allá de la demanda Saber textual y saber acumulado. Intensión y extensión..................................................................... Práctica analítica en las cárceles................................... Psicoanálisis o asistencialismo...................................... Caso clínico. Intervención analítica en el caso de una niña en situación de desamparo..................... 2. El psicoanalista en la época de la regulación.... Psicoanálisis o salud mental. Delirio y fu ror eurandis..

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Derechos humanos y salud m ental.............................. Delirio de prevención...................................................... La misma solución para todos, o para cada problema hay una solución...................................... Síntoma o trastorno.......................................................... El familiarísimo delirante: de los Addams a los Colem an................................................................... La judicialización de la clínica. Ser nombrados por el m an u al........................................................................ 3. P ráctica analítica. C a su ístic a ..................................... “La salud penitenciaria”. La práctica analítica en las cárceles...................................................................... La clínica en el dispositivo analítico: una invención más allá de las reglas morales y los estándares analíticos......................................................................... Los reversos del derecho a la identidad..................... Clínica de la violencia...................................................... 4. Fundam entos de la práctica analítica I. El p sicoanálisis y el O tro s o c ia l............................... Psicoanálisis y sociedad.................................................... Nosotros y los otros.......................................................... Segregación-racismo. Forclusión-exterminio......... Lazo social y discurso. ¿Por qué el discurso es un lazo so cial?...................................................................... Las cuatro modalidades del lazo discursivo.............. Capitalismo y psicoanálisis............................................ Discurso universitario y paradigmas evaluativos.....

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5. Fundam entos de la práctica analítica II. La cien­ cia, el sab er del psicoanalista y otros sab eres.... 121 Psicoanálisis puro y psicoanálisis aplicado............... 124

ÍNblCE

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Psicoanálisis aplicado y psicoterapia............................. 126 Psicoanálisis-psicología................................................... 128 Psicoanálisis y ciencia....................................................... 132 Bibliografía................................................................ 139

Agradecimientos

Cuando un libro se publica cobra vida propia y escapa a todo cálculo predictdvo, tanto en lo referente a sus efectos como en lo que tiene que ver con quienes serán realmen­ te sus destinatarios. Sin embargo, al escribirlo, de alguna manera hubo un lector en mi imaginario: los analistas que trabajan en servicios penitenciarios, juzgados, centros asistenciales, tribunales de familia, etc. El interés que me animó a escribir este libro se cifró en el interrogante acerca de cómo pensar no solo la práctica analítica en dispositivos comunitarios, sino también en la posibilidad de que el psicoanálisis intervenga en lo social, uno por uno. Muchos analistas con quienes llevo a cabo desde hace muchos años la tarea de inventar un quehacer en disposi­ tivos no analíticos me acompañan diariamente en mi tarea; algunos de ellos están presentes en este libro. Las viñetas clínicas que aparecen en el son el resultado de una labor llevada a cabo con analistas que han traído su práctica a

supervisión; otros participaron de una investigación acer­ ca de la intervención analítica en dispositivos no analíticos (tales como juzgados, tribunales de familia, mediaciones, centros de atención a la víctima, institutos penitenciarios, centros de atención de la niñez en riesgo, adopciones). A todos ellos, mi agradecimiento. Un especial agradecim iento a Lara Claudio, M ariela Eduarda Sánchez, Florencia Raffo, Julieta Eva Raffo, Sil­ vana Gilardon, Silvina González, quienes con su casuística han contribuido en este libro. I rene G

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C apítulo 1

La intervención analítica en dispositivos no analíticos

La práctica institucional del psicoanálisis necesariamen­ te hace que el analista se vea confrontado con el interro­ gante acerca de su quehacer. En los dispositivos que no son analíticos, esta pregunta no es de orden pragmático, sino ético. No toda pragmática se ajusta a los fundamentos pro­ pios de una clínica analítica. Con “dispositivos que no son analíticos” me refiero no solo a los centros terapéuticos sino también a aquellos cuya finalidad inmediata no es terapéutica, es decir, dispositivos jurídicos, educativos, asistenciales e, incluso, carcelarios, donde el analista se confronta con otros discursos distintos al suyo. En la práctica analítica, suele hablarse del “sujeto desbrujulado”, pero, en muchas ocasiones, el analista no lo está menos. ¿Qué punto de partida tomar cuando la prácti­ ca del analista se sitúa por fuera de los muros de su consul­ torio y es demandada no por un sujeto sino por el discur­ so institucional que oficia como amo? ¿Cómo orientarnos

allí? ¿Cuál es nuestra brújula? ¿Qué decir de temas tales como el padre y la familia, que no son de dominio exclusi­ vo del psicoanálisis? ¿Y qué decir de otros temas que supe­ ran nuestras categorías, corno la situación de los sujetos en riesgo o vulnerables? Cuando la demanda no proviene de un sujeto, sino que es institucional, se torna indispensable preguntarnos qué se nos demanda e interpretar esa demanda antes de res­ ponderla. (Por supuesto, no dar respuesta alguna también puede ser una forma de respuesta.)

EL ARM AD O DE U N A CLÍNICA

La clínica analítica es una clínica del sujeto, pero no es el único tipo que existe: también están la clínica médica, cuyo objetivo es la cura, la jurídica y la policial. La analítica no está regida por ideales masificantes ni de reeducación, como tampoco lo está por el asisténcialismo. En los albores del siglo xx, Freud diseñó un dispositi­ vo para la experiencia del análisis con neuróticos adultos, que luego se fue extendiendo a niños —con los aportes de las analistas mujeres—, y, tras diversas modificaciones, se comenzó a tratar analíticamente también a los psicóticos. El psicoanálisis fue inventando nuevos dispositivos para responder a nuevas demandas, como la atención de niños auristas. La clínica entre varios es un ejemplo de ello y constituye un medio eficaz para el tratamiento de psicó­ ticos. Esto muestra que la clínica se arma, se inventa y se reinventa a sí misma en forma constante. Los organismos sociales y educativos, gubernamenta­ les y no gubernamentales, también construyen sus pro­ pios dispositivos, planes de reinserción y de rehabilitación

en los que se pide la intervención del analista. ¿Cómo se inserta el trabajo analítico en una institución? A tal inte­ rrogante intentamos dar respuesta en este capítulo. Debe­ mos tener en cuenta que no siempre lo que resulta benefi­ cioso para la institución lo es para el sujeto que requiere la consulta. El siglo xxi, marcado por un desfallecer del dis­ curso del amo, hace que el simbólico varíe, y esa variación se vincula con la pérdida de nuestras brújulas. Asimismo, toda práctica analítica implica una orienta­ ción ética: está regida por principios, no se trata de la mera aplicación de una técnica. Cuando el analista interviene a partir de una demanda jurídica, nunca lo hace en una causa, sino sobre un suje­ to particular. Por lo general, es convocado para que eva­ lúe casos de violencia, supuestos casos de maltrato o abuso, para que asista a un recluso o a la víctima de un delito. Aunque de allí provenga la demanda, para el psicoanálisis se trata de transformar esa causa jurídica en la escucha de un sujeto, puesto que solo en ese caso puede hablarse de una clínica analítica. 1 lay una serie de cuestiones de orden ético que, como mínimo, merecen nuestra reflexión. Entre otras, ¿cómo se determina la eficacia analítica cuando la demanda surge del discurso instituido? ¿Es pertinente la intervención analítica con sujetos que están reclusos por delitos? Nuestra eficacia en una causa penal no puede medirse en términos de la asunción subjetiva del delito, de evitar o prevenir su reincidencia, tampoco en lograr que un suje­ to retome el vínculo con un padre, que muchas veces es inexistente; ese exitismo no se corresponde con la orienta­ ción del psicoanálisis. Estefu r o r cura?idis no es nuestra brú­ jula ni dentro ni fuera del consultorio. Leonardo Gorostiza, en su texto introductorio al Congreso AMP 2012, formula

la siguiente pregunta al respecto: ¿cómo puede instituirse y sostenerse una práctica que haga del “fallar” su fundamen­ to? Se trata entonces de inventar una “práctica sin valor”, es decir, una práctica que excluya la noción de éxito, y de calibrar sus consecuencias en un orden simbólico que des­ fallece en cuanto “orden”. El acto analítico, sea cual fuere el ámbito en el que se aplique, nunca se evalúa por su utilidad directa. En este sentido, la intervención de un analista no puede evaluarse en función de lo que la institución demanda: “que deje de delinquir”, o, si se trata de un colegio, “que deje de pegar”, son consideraciones que atañen al orden público. Esto no significa que no nos importe la cuestión del delito ni que hagamos apología de él. Pero pensar que en eso radica la eficacia de nuestra práctica es, salvando las distancias, lo mismo que considerar, en el ámbito privado, que curar consiste en eliminar el síntoma que trajo al sujeto a nuestro consultorio. El síntoma es nuestra herramienta de trabajo, no lo que buscamos elim inar. El síntoma es herramienta ética, pues no hay sujeto sin síntoma. Por otra parte, hay algo fundamental a tener en cuenta: al momento de pedir una intervención el juez no se dirige a un psicoanalista, sino a un “psicólogo”, y no siempre ese psicólogo escucha como analista. La psicología, en tanto pretendida ciencia del compor­ tamiento, es más afín que el psicoanálisis a ubicarse en el lugar del saber y a querer corregir el síntoma tomándolo en la dimensión del comportamiento anormal. Toda clínica de aquello que desde el psicoanálisis pode­ mos situar como “clínica de la desinserción social” siem­ pre va a ser una clínica de la desinserción del lazo del suje­ to al Otro, y si bien es cierto que el declive de la función paterna tiene una incidencia en ello, también es cierto que

hay que detenerse en el Otro materno y qué hace ese Otro materno no con la falta del padre real sino con la normatividad que de él se espera: si el Otro materno con padre o sin él, inserta o no al sujeto en el lazo. EL O TRO MATERNO Y EL OTRO SOCIAL

Las referencias al Otro materno en la enseñanza de Lacan son de utilidad a la hora en que al unísono se levan­ tan las voces que reclaman al padre, ya sea pidiendo que se presente en los colegios porque el niño se indisciplina, ya sea para el aumento de las penas en los casos de delitos. No se trata solo de explicar todos los síntomas por la falta real o normativa del padre, sino de detenernos también a ver qué hace la madre con su propia falta. En El sem inario 4, Lacan ubica al Otro materno como condición fundamental de un esbozo de lo simbólico, y es interesante destacar que ese esbozo se constituye sin la intervención paterna; no se trata allí del padre simbólico, sino de la madre agente de lo simbólico. Es la madre simbólica quien introduce la falta de un objeto que es real. Con su ausencia da lugar a esa primera simbolización que Freud supo describir a través del fort-d a . La ausencia de la madre es lo que posibilita el llamado del sujeto, y es a partir de ese llamado que se localiza a otro. La madre tiene el poder de dejar fijado a ese niño a la papi­ lla aplastante o introducirlo en la serie de los dones sim­ bólicos. Cómo responde la madre a esa llamada constituye su capacidad su capacidad de responder con el objeto de la necesidad o de oficiar como agente simbólico introducien­ do la falta necesaria para que el sujeto entre en la dialécti­ ca simbólica de los dones y el intercambio; de allí en más

todos los objetos serán signos de su amor, en tanto el amor consiste en dar lo que no se tiene. Para Lacan, la distinción entre el objeto real de la satis­ facción de la necesidad y el objeto simbólico del don es fundamental. Cuando la falta funciona a nivel del objeto real, no admite sustitutos, ni entra en el juego simbólico del inter­ cambio. Si bien Lacan hace la distinción entre la frustra­ ción de amor y la frustración de goce, sin embargo solo reserva el estatuto de la frustración para el segundo. “Solo hay frustración si el sujeto reivindica, si el objeto se consi­ dera exigible por derecho” (Lacan, 1994: 103). A partir de esto último es que podemos establecer una homología con ese Otro que a nivel de la oralidad es Otro que demanda la satisfacción pulsional y el Otro social con­ temporáneo que plantea el imperativo de goce: la papilla asfixiante y el objeto del consumo quedan en la misma posición y el ejercicio del amor, en tanto para Lacan es dar lo que no se tiene, se torna imposible. En una clínica los pasajes al acto que van desde la anorexia y la bulimia a la drogadicción y los pasajes al acto delictivos pueden ser leídos desde la reivindicación del derecho al goce. Se trata de sujetos que consideran que no han recibido el don del Otro. Esa posición puede ir desde la demanda del pene real que deja fijada a la niña a la madre, al rechazo del alimento; de la necesidad imperiosa de la droga hasta el arrebato al Otro cometido en un robo justificado desde la “necesidad”. Suponen a otro que no está barrado y que no da, no porque no tiene, sino porque no quiere. Ese objeto fio admite sustitutos: es exigido por derecho. Un sujeto puede decir que roba por necesidad: “Me vi obligado hacerlo”; un asistente social también puede expli­

car el robo por ese sesgo. Pero un psicoanalista, no; y ello va más allá de las connotaciones morales, ideológicas o asistenciales. La necesidad, como modalidad lógica para un psicoana­ lista, es aquello que no cesa de no inscribirse y aquello que no se inscribe es la relación sexual como lo imposible de ser escrito. Los pasajes al acto delictivos dan cuenta de una repeti­ ción, en la cual el sujeto no encuentra un anudamiento que regule ese imperativo de goce imposible de frenar La pregunta acerca del lugar que ocupa un niño para el Otro materno no solo hace al interés por el psicoanáli­ sis con niños sino que atañe a la constitución subjetiva y a cómo el sujeto ha dado respuesta a aquello que viene desde ese primer Otro que es el Otro materno. Ningún sujeto viene al mundo por instinto materno; el instinto no engen­ dra sujetos: engendra engendros, animales, pero no suje­ tos. El sujeto adviene como respuesta a aquello que viene del Otro. Hoy en día nos confrontamos con una clínica que no responde a una sintomatología consecuente con la posición de Iíis M ajcsty the baby, en la cual el niño es una prolonga­ ción narcisista de los padres. Lacan situó una clínica que da cuenta del posicionamiento como objeto del niño cuando realiza el fantasma materno: allí el niño se encuentra como objeto fuertemen­ te articulado al falo materno. Pero también hay una clínica actual en la cual los niños no necesariamente ocupan un valor en el fantasma materno; son restos, que no tienen brillo fálico ni tampoco cumplen la función de tapón fálico del deseo materno. Esos niños, en vez de poseer un valor fálico en la madre, tienen un valor en el mercado capita­ lista. Son los niños como “objetos a” liberados de la fami­

lia. Eso significa liberados del valor fálico que se espera de ellos para ser alojados en la familia. Esos niños pueden ser los chicos de la calle; los niños abandonados, muchas veces encubiertos por los ideales ya que sus padres se han dedi­ cado a causas justas, revolucionarias o no; aquellos de los que solo se espera que sean universitarios y se los envía a estudiar «i la universidad porque “si no sos universitario, no sos nada”, o a la inversa, el caso de los padres que se com­ pletan con la universidad, el psicoanálisis o el trabajo que sea, de manera que el niño queda restado en su deseo. Cuando Lacan hace referencia, en El sem inario 21, a ese signo de degeneración catastrófica (clase del 19 de marzo de 1974; véase el capítulo 3 de esta obra), nos da una clave para pensar una clínica de pasajes al acto en los cuales desde el decir materno se les traza un destino que los nom­ bra, incluso para ser una mercancía que acumule plus de valor en el mercado de la droga, del delito o de la prostitu­ ción infantil. El sujeto deviene mercancía. En las cárceles existen jergas y transas, y esas jergas arman un lazo entre los reclusos. “Me mandaron a buzo­ nes” significa quedar totalmente aislado, y es una sanción que se utiliza con los reclusos indisciplinados con las auto­ ridades o entre ellos mismos. Hay una frase dentro de esa jerga que me interesa en particular, porque creo que da cuenta de la dificultad que tienen estos sujetos en relación al lazo con el Otro: “No te dan cabida”. Pero si la recorto es a partir de la pregunta de un recluso: ¿qué tengo que hacer para que me den cabida? Podemos leer este “hacerse cabida” como un modo de pre­ guntarse “¿qué tengo que hacer para que el Otro me aloje en su deseo?”. Veamos: no es lo mismo preguntarse acerca del deseo del Otro (¿q u é desea el Otro?) que interrogarse acerca de

si se tiene o no cabida en el Otro. La pregunta acerca del deseo del Otro ya parte de un sujeto que mantiene un lazo con el Otro. En los casos de los reclusos, sus demandas al Otro tam­ bién tienen una particularidad: no están articuladas a la palabra. Ese Otro al cual dirigen sus pedidos puede ser el médico, el juez, el guardia. Una expresión muy utilizada, que forma parte del código carcelario cuando se trata de un pedido, es “hacerse cabida”: el llamado al Otro es expresa­ do de esa manera, pero ese hacerse cabida desemboca en una clínica de pasajes al acto y no en una demanda que se articula a la palabra. La modalidad que tienen para “darse cabida” es más un hacerse objeto para cavar un agujero en el Otro, que un modo de hacerse escuchar. Esa modalidad de hacerse lugar en el Otro da cuenta de que para estos sujetos ese Otro no es un otro deseante, es decir un otro al cual el propio sujeto puede hacerle falta. Ofrecerse al Otro haciéndose cadáver a través de huelgas de hambre, o de coserse la boca, ponerse clavos, tragarse tenedores, da cuenta de que son sujetos que ya se consideran muertos en el deseo del Otro. El Otro puede quedar dividido, impre­ sionado, pero no va de suyo que con la boca cosida se abra un surco que aloje a ese sujeto en el deseo del Otro. El discurso amo institucional (véase el capítulo 4, en el cual se desarrolla el discurso amo) demanda que el sis­ tema funcione y desde esa premisa imparte normas disci­ plinarias. La práctica analítica en institutos penitenciarios verifica que el analista no responde al amo que demanda disciplina y que, si ello ocurre y un sujeto se disciplina a partir del encuentro con un analista, ello ocurre de modo indirecto, solo por añadidura. En un caso en el cual desde el discurso amo se solicita la intervención de un analista para que imparta disciplina con

un recluso que se cosió la boca, se le pide al analista que haga algo para que se descosa. Ese objetivo se logra, pero desde otro lugar que nada tiene que ver con la demanda del amo, sino que, como efecto paradojal, se produjo por añadidura; para alojar a ese sujeto, el analista pone como condición que se descosa solo para poder escucharlo. El sujeto accede a esa condición y se descose. Si hubo un efecto que desde la psicoterapia puede leerse como tera­ péutico, desde el psicoanálisis es efecto analítico, y lo tera­ péutico, añadidura. El pedido del analista no fue realizado para responder al amo, sino para escuchar al sujeto. PSICOANÁLISIS O CRIMINOLOGÍA

Jacques-A lain M iller y Jean -C lau d e M ilner (2004) intentan dar respuesta a la ideología de la evaluación impe­ rante en Francia: se trata de la enmienda Acoyer. Milner plantea que respecto del malvivir del sujeto se abren dos caminos diferentes que dan lugar a dos tipos de demandas: la de curación, que se asocia al sufrimiento, y la de peritaje, que se asocia al control. Desde sus inicios, el psicoanálisis ha elegido la vertiente del sufrimiento contra la vertiente del control. “Al rechazar servir al control, al rechazar ins­ cribirse en el paradigma criminológico, el psicoanálisis no transita por los caminos del peritaje; no podría hacerlo sin renunciar a Freud y a Lacan” (Alilner, 2007: 44). No se puede hacer peritaje del sufrimiento. Jean-Claude M ilner afirma que el crimen y la enferme­ dad son los dos problemas sociales más graves que existen y, haciendo una referencia a los vaticinios de Lacan, ubica la criminología en el horizonte último de las ciencias huma­ nas. “O bien servicio experto del vínculo social y entonces

criminología; o bien rechazo de la criminología y entonces ni servicio del lazo social ni peritación” (M ilner, 2007: 43). ¿Cómo se establece la relación entre enfermedad y crimen? En su curso Los anorm ales, Foucault intenta responder qué es un criminal. Así, señala que la asociación clásica del criminal con un monstruo natural, con una transgresión de la naturaleza, implicaba suponer que en el ser del criminal anidaba una naturaleza monstruosa. Pero en determinado momento —plantea—el criminal pasó a ser definido como antisocial. Es decir, se da un pasaje de lo natural a lo social que implica que se comience a indagar en las motivaciones del crimen y, cuando esto sucede, ya no se sanciona el cri­ men, sino que se lo empieza a evaluar a partir de categorías y parámetros normativos. Se trata entonces de la sustitu­ ción de lo monstruoso por lo anormal, y es allí donde se introduce la figura del perito pseudocientífico y, con él, no solo se patologiza el crimen sino que también se lo deja de sancionar. La prisión es sustituida por la cura. En palabras de Foucault (2008: 35), “El bajo oficio de castigar se con­ vierte en el hermoso oficio de curar”. Pero ¿podemos con­ siderar que se trató de un progreso? PERITAJE O PSICOANÁLISIS

El peritaje en tanto tal es incompatible con el psicoa­ nálisis. Pero hay una realidad: a los analistas que trabajan en juzgados o en centros asistenciales se les piden pericias, y tienen que hacerlo. Corresponde al arte de los analistas lograr hacer con esa demanda algo que se sitúe más allá de la pericia. En El sem inario 17, Lacan nos da una orientación res­ pecto de la posición analítica en relación con el discurso

amo. En el discurso analítico no se trata de hacer lo con­ trario, sino de situar el reverso, que no es lo contrario, pues así se ubicaría al analista en una posición rebelde res­ pecto del discurso atno imperante; el reverso implica otra posición sino situar aquello que el discurso amo oculta, la verdad oculta. En El goce sin Rostro, Eric Laurent lo expresa diciendo que nuestra tarea es denunciar la mentira de la civilización, y con ello hace referencia no solo a las menti­ ras de los políticos sino también a las ilusiones cientifícistas y a los delirios de normalidad (2010: 13). El discurso analí­ tico como el reverso del amo no supone al analista ni como rebelde ni como contestatario (reserva esa postura para el discurso histérico). Se trata de una posición que subvierta la del amo. Subvertir la demanda de evaluar implica situar un suje­ to en el lugar de los informes evaluativos; es el aporte que desde el psicoanálisis podemos realizar a la clínica jurídica. Es decir, podemos servirnos de esa demanda de evaluación, pero no respondiendo con el protocolo, sino apostando a la escucha de un sujeto. Los peritos, con su pretensión de ser expertos “psi”, se orientan no hacia una clínica del sujeto sino a una clínica policíaca que, en tanto tal, apunta al control antes que a la salud. El experto “psi” está lejos de comprometerse con la clínica; hay una antinomia entre el experto y el acto analí­ tico. La labor del perito es orientada por la burocracia, en la cual nadie se hace responsable, porque allí solo se sellan rótulos clasifica torios. Y el deseo del analista jamás se hace presente allí. Esa supuesta transparencia no es afín al psi­ coanálisis puesto que, en su pretensión objetivante, termi­ na eliminando la variable sujeto. En este sentido, frente a los jueces, el analista debe hacer vacilar ese supuesto saber que pretenden tener los

peritos, quienes creen poseer la clave sobre la verdad del sujeto, que obtienen de un manual que los autoriza. Las burocracias sanitarias no solo forcluyen al sujeto: también el clínico queda forcluido en ellas. El protocolo es quien gobierna las cosas; esas cosas son los propios sujetos cosificados en él (M ilner, 2007). Denunciar esa mentira, ese intento de hacer creer que esa neutralidad es democrática, objetiva y transparente, es la respuesta que debe dar el ana­ lista, reintroduciendo así la clínica del sujeto que el manual rechaza y oculta. ¿Cuáles son las etiquetas de los peritos “psi”? Desor­ ganización de la personalidad, sujeto vulnerable, en con­ flicto con la ley, en riesgo, violento, agresivo o inmaduro. Es decir, una mezcla completa de nominaciones, que no hacen más que describir conductas no punibles en sí mis­ mas por la ley, y merced a la cual el sujeto pasa a ser el informe del perito. ¿Cuál es el límite entre el que se equivoca, víctima de su engaño, el que realmente cree en las estadísticas y el cana­ lla que, a sabiendas de que se trata de un falso saber, lo utiliza como herramienta de control para sus propios fines?

LOS INFORMES EVALUATIVOS: IR MÁS ALLÁ DE LA DEM ANDA

M ilner (2007) plantea que la evaluación se ha converti­ do en consigna política, y en tanto tal, es una práctica que no requiere ningún saber. La competencia del evaluador consiste idealmente en no conocer nada de lo que evalúa y en poner en marcha, de manera ciega, procedimientos de evaluación fijados de antemano y supuestamente válidos para todo.

Lo esencial de su papel, en la pericia psiquiátrica uti­ lizada desde la crim inología, es legitim ar, en forma de conocimiento científico, la extensión del poder de castigar otra cosa más allá de la infracción. Lo esencial es que per­ mite reubicar la acción punitiva del poder judicial en un corpus general de técnicas meditadas de transformación de los individuos. Desde las burocracias sanitarias se pide la evaluación y la cuestión de los informes no es sencilla. No hay amo que represente mejor la ley que el discurso jurídico. En mi experiencia como supervisora de analistas que desarrollan sus prácticas en el ámbito judicial, constato con frecuencia hasta qué punto esa demanda inhibe la escucha. El peso de la ley — muchas veces en forma imaginaria, aunque otras no tanto—recae sobre los analistas. En su “Nota italiana”, Lacan ha dicho que el analista se autoriza a sí mismo, pero en muchos casos, el pedido del juez, en tanto representante de la ley, produce un efecto de desautorización en el analista. Es ese el momento en el cual el analista, recurriendo a algunos otros, puede recu­ perar lo específico de su saber. He verificado que barrar ese Otro Absoluto es el mejor antídoto cuando la autoridad del juez resulta aplastante. Muchos magistrados bieninten­ cionados asisten a cursos de perfeccionamiento en psicolo­ gía para adquirir herramientas que les permitan llegar a un buen fallo (sobre todo, en casos de adopción o de regula­ ción del régimen de visitas de la tenencia). Hay que tener en cuenta que los jueces, a la hora de dictar un fallo, saben que su decisión sella el destino de un sujeto, y en muchos casos es comprobable cómo esto los determina de tal modo que a veces hasta les impide el fallo. Tam bién se pone en evidencia que en el acto jurídico, cuando tienen que tomar una decisión, los magistrados no pueden evitar poner en

juego sus identificaciones, sus prejuicios. La experiencia del análisis es una herramienta que no los convierte en jueces, pero que al incidir en su posición subjetiva torna diferente o resuelve también ciertos im passes de su labor jurídica. Si la condición para el acto analítico es que el analista crea en el inconsciente, la condición para el acto jurídico es que el juez no crea en la justicia y deje esa cuestión para los cielos, que sepa que él no es Dios. ¿Qué política trazar para las demandas jurídicas?

A la demanda del juez se le debe aplicar la misma polí­ tica que a cualquier otra demanda: no satisfacerla, sino interpretarla. Comencemos, entonces, a humanizar a los jueces, a dejar de considerarlos la encarnación de la ley. No me refiero a quitarles autoridad o a desconocer sus facultades, sino a que, si se los coloca en el lugar del Otro que forzosa­ mente va a aplicar el rigor de la ley, para el analista, desde allí nada es posible. Por otro lado, en la época de la regulación y el delirio de normalidad, a los jueces se les pide lo imposible: que regulen el malestar, que los lazos entre los sujetos sean pacíficos, que revinculen a un niño con padres inexistentes, que no se reincida en la violencia, que logren restituir lo insustituible; en definitiva: que gobiernen la pulsión. Entre ellos se escucha la frecuente queja acerca de que los juz­ gados se han convertido en consultorios psicológicos, que tienen que saber de alineación parental, de trauma, de las diferentes tipologías de personalidad (psicopática, canalla o vu 1ñera ble), etcé ter a.

La bolsa de los “psi” los confronta con discursos que, en la mayoría de los casos, adolecen de una falta total de rigor conceptual. Para el discurso “psi”, todo es traumáti­ co: haber visto desnudos a los padres, que la madre le haya pegado, que el vecinito lo haya amenazado de muerte, que el cónyuge lo insulte... Y, como si no fuera suficiente, no falta algún lacaniano que le suelte a un juez alguna frase, como aquella que reza que el verdadero trauma es el aguje­ ro, que el traumatismo es el del lenguaje. Además, en los informes se plasma asimismo algo del deseo del analista, y no está mal que esto ocurra; pero entonces los jueces deben lidiar también con esta circuns­ tancia. Esto se refleja en los dichos del ex juez penalis­ ta Juan Carlos Fugaretta, quien afirma que cuando pide informes, no le interesa la sexualidad infantil del suje­ to (hasta le parece obsceno), y que por lo general nunca encuentra una relación entre la infancia y el posterior deli­ to cometido. Lo que le interesa, dice, es Ja relación que el sujeto tiene con el delito que cometió. No es evidente que siempre se pueda responder eso, pero lo que me interesa resaltar es que Fugaretta no con­ funde dominios ni pasa de un discurso a otro; no pide que se le brinden los elementos que permitan comprender la causalidad del delito, sino su sanción. Interpreto que lo que le interesa es la relación que ese sujeto tiene con la ley, que no es otra cosa que lo que en cada sujeto funciona como límite. Armar una clínica en entornos jurídico-asistenciales supone inventar algo donde no lo hay. Por eso, la presen­ cia de los psicoanalistas en esos espacios es central, porque es allí donde realmente el psicoanálisis se entrecruza con otros discursos.

Por su parte, esa clínica debería incluir al menos tres pu ntos fundamen tal es: 1) la escucha del sujeto; 2) una estrategia política en la cual se haga pasar esa escu­ cha a otros discursos. Los informes constituyen una vía para hacerlo, pero no la única; 3) la elaboración de esa experiencia clínica junto a otros. En su seminario RSI, Lacan plantea una suerte de dupli­ cidad al decir que el analista es dos, el que ejerce el acto analítico y el que luego piensa acerca de él. Este pen­ sar después en él no lo realiza solo: lo hace con otros, y en esto consiste el control de su práctica. La deman­ da de supervisión por parte de los analistas que trabajan en estos dispositivos hace pensar esta experiencia y da cuenta de que quien allí la practica lo hace como analis­ ta y no como profesional. Ir más allá de la pericia, dar respuestas que superen las simples estadísticas y conformar espacios de investigación clínica son formas de responder ubicándose en el reverso de esa burocracia sanitaria y dando lugar a un saber que denuncie las mentiras de las categorías que esa burocracia intenta imponer. SABER TEXTUAL Y SABER ACUM ULADO. INTENSIÓN Y EXTENSIÓN

El armado de una clínica analítica debe contemplar el trazado de una política en la cual el informe no tenga un carácter pericial, sino que sea la herramienta para hacer pasar por un lado el saber textual de ese sujeto, pero tam-

bien el saber en el cual nos autorizamos. Se trata de cons­ truir una clínica que no sirva de herramienta para que el sujeto quede reducido a una cosa para ser gobernada. Un analista puede negarse a utilizar corno elementos de prue­ ba los dibujos de un sujeto y también la cámara Gesell; pero esa negativa debe estar fiindamentada. T al fundamentación forma parte de la clínica, porque en esta clínica jurídica no solamente intervienen el analista y el entrevis­ tado, sino también el juez. La escucha del sujeto y el saber que hacemos pasar en esos informes forman parte del armado de una clínica en estos dispositivos. El informe es la ocasión para transmitir al juez un saber que es el saber textual del sujeto, y que nunca estará protocolizado. Ese saber textual es válido para ese sujeto, es su singularidad, y allí sí se hace presente el deseo del analista con su escucha. Pero también los infor­ mes son una oportunidad de trasmitir a los jueces, educa­ dores, asistentes sociales nuestro saber referencial, es decir, de inscribir el saber que es el acumulado por el psicoanáli­ sis, en el cual Freud y Lacan constituyen nuestra autoridad como comunidad analítica. PRÁCTICA ANALÍTICA EN LAS CÁRCELES

La demanda al analista que trabaja en cárceles suele provenir o bien de la institución —y en este caso por lo general se traduce en un pedido de clasificación—o del propio sujeto. Como ya dijimos, el quehacer analítico en las cárceles o con sujetos que han cometido un delito conlleva cuestiones éticas frente a las cuales el analista no cuenta con un “códi­ go ” que le indique qué es lo correcto y qué no; es decir,

su trabajo no está protocolizado, v muchos analistas están construyendo esta nueva clínica. Aun cuando la escucha no posea en sí un poder curativo sobre eJ irrefrenable goce delictivo, puede al menos huma­ nizar a un sujeto que se encuentra inmerso en instituciones totalmente inhumanas. Que el sujeto pueda sentir horror por el crimen que cometió es un acto humanizante, y no es obvio que esto siempre ocurra. Cuando hablamos de responsabilidad subjetiva, aludi­ mos a hacerse responsable no solo de los dichos, sino del goce implícito en los actos. No hay nada para curar sin el consentimiento del sujeto. Por “cura” me refiero al tra­ tamiento del goce que puede ofrecer un analista. Si esto tiene efectos de otro tipo, será por añadidura, de modo indirecto, puesto que no se trata de una terapia que tenga el objetivo limitado de que deje de delinquir, aunque en algunos casos eso puede ocurrir. Por lo general, los sujetos privados de su libertad tampoco concurren a las entrevistas con ese objetivo y, de hecho, ni siquiera hablan del acto que cometieron. No siempre lo que hicieron los divide, y poder determinar por qué no hablan de eso -si callan porque están identificados con el acto, porque son unos canallas que quieren obtener un beneficio engañan­ do al otro o cínicos que reivindican el goce, en definitiva, si el acto delictivo está inscripto como delito o si fue forcluidoconstituye en sí mismo un indicador diagnóstico de interés. Tener en cuenta si se trata de una psicosis también es a menudo una herramienta importante, porque la cárcel, en su dimensión de encierro, puede ofrecerle al psicótico los límites que no posee. Si bien el discurso psiquiátrico muchas veces asocia el delito con la perversión, se verifica cada vez más que se trata de casos de psicosis en los cuales no hay una regulación del goce fálico.

En ocasiones, la salida de ese encierro los desestabiliza y es en ese momento cuando piden ser escuchados por un psicólogo. No son pocas las veces en las que un recluso que está por terminar su condena pide una entrevista psicológi­ ca porque plantea que no puede garantizar que no vuelva a violar, mientras que otros piden que se les acorte la conde­ na por buena conducta. Otra cuestión a tener en cuenta es que, pese a que la cárcel suele ser una especie de “posgrado” del delito, tam­ bién es un espacio en el que los sujetos generan lazos, un poco violentos a veces, es cierto, pero allí inventan su pro­ pia jerga: “los rumberos'1, sujetos que carecían por comple­ to de cualquier vínculo social, encuentran su lugar en las cárceles. De manera que la cuestión es compleja, porque hay una comunidad que se arma a través de un goce com­ partido alrededor del delito. Orden de la ley y orden de los contratos: las "transas'' carcelarias

La cárcel se maneja con sus propios códigos, pero este código no es un lenguaje, ni un pacto simbólico que inclu­ ya una terceridad de la ley, sino que se establece por fuera de ella. Allí reinan las “transas” y las negociaciones que escamotean y sustituyen el régimen de la ley. De este modo, a la infracción a la ley le sigue la política de las negociaciones. Esta lógica de la negociación no es propia solo de los reclusos: paradójicamente, la justicia misma les propone negociar las penas y así la ley queda rebajada al estatuto de “transa”. Jacques-A lain M iller y Jean -C laud e A lilner (2004) hablan de dos órdenes diferentes: el de la ley y el del con­

trato. Este último corresponde al acuerdo entre partes, que son simétricas, es decir, no existe aquí la disparidad subjetiva que se da en el ordenamiento que introduce la ley. El régimen del contrato es ilimitado y, si hay acuer­ do entre los que intervienen, no hay delito; en cambio, en el régimen de la ley no hay sim etría sino diferenciación jerárquica: uno está en posición de mando respecto del otro. En un capítulo de Delito y transgresión (Greiser, 2008a) me aboco a este tema y analizo la lógica del arreglo entre las partes subsidiarias de los comités de ética y las media­ ciones, y el régimen de la ley, que nunca es un arreglo entre las partes. De un lado de las rejas se lo llama mediación; del otro, “transas”. Quienes están en las cárceles venden, compran, hacen transacciones entre ellos, pero también con los médicos y los carceleros. ¿Qué lugar puede tener allí un analista? Evidentemente, no el de la “transa”, pero tampo­ co el de la ley. Si el analista, más allá del delito como cate­ goría jurídica, tiene en cuenta cómo el sujeto tiene inscrip­ ta su relación con la ley, cuál es el límite al goce y cuáles son sus propios límites, puede elegir escucharlo o no. Como ya dijimos, no intervenir muchas veces es una forma de intervención y, por ende, también hay que tener en cuenta que no existe “el deseo del analista” como uni­ versal, sino el deseo de cada analista particular. Sea como fuere, si el analista está allí, es para humanizar al criminal a partir de la escucha. El analista nunca se ubica en el lugar de representante de la ley universal, y en la dicotomía sociedad/sujeto opta siempre por lo singular de este último. Para eso, debe des­ prenderse de sus prejuicios ideológicos o de la compasión. Cuando Freud compara la posición del analista con el ciru­

jano, se refiere justamente a que el analista no tiene que intervenir desde sus sentimientos o su compasión. En rela­ ción a esto mismo es que Lacan califica el deseo del ana­ lista como impiadoso, en el sentido de que al analista en su acto le está vedada una posición de piedad respecto del sujeto. H ay desde ese lugar una suerte de antihumanismo en su posición que, sin embargo, es una herramienta para humanizar al sujeto, lo que no siempre ocurre. No tenien­ do piedad le damos la posibilidad de humanizarse como sujeto.

PSICOANÁLISIS O ASISTENCIALISMO

La salud mental es una consigna política, y el asistencialism o apoyado en ella cree que sabe qué es lo mejor para un sujeto. La Organización M undial de la Salud, por ejem plo, intenta promover el bienestar, extendiendo su campo de acción hasta abarcar a todos por igual. En otras palabras, el asistencialismo se basa en ideales de bienes­ tar y progresismo y considera al sujeto como una víctima minusválida a la que hay que asistir. Esa caridad mucha veces se convierte en una suerte de tiranía del pobre o minusválido. Por el contrario, para el psicoanálisis el suje­ to nunca es una víctima, sino que está planteado como res­ puesta de aquello que le viene del Otro; pero el solo hecho de plantearse como respuesta invalida su consideración como víctima. Los analistas sabemos que la caridad y la asistencia pue­ den conducir a lo peor. Una analista que hace evaluaciones para extender certificados de discapacidad relata que un sujeto puede hacer uso de ella cuando reclama no una silla de ruedas o un auto para lisiados, sino un Audi.

Alrededor de la ideología del Estado como protector se generan una serie de cuestiones tales como la prevención del niño en riesgo, del minusválido, etcétera. Un analista puede allí intervenir y verificar que una dis­ capacidad física no convierte a un sujeto en víctima, como tampoco que una madre psicótica sea necesariamente un factor de riesgo para un niño. Muchas veces ocurre, en estos dispositivos interdisci­ plinarios, que no solo se entremezclan incumbencias, sino que se pasa de un discurso a otro. La tarea de los asistentes sociales es muy abarcadora e imprecisa a la vez. “Asisten­ cia1' implica una concepción del sujeto al cual se supone minusválido; por otro lado, el término “bienestar” es tan amplio como el de “malestar”. Si el asistente social reparte leche, está trabajando para el bienestar; pero cuando este concepto se hace extensivo a la salud mental, se produce un deslizamiento por el cual los asistentes sociales se arro­ gan la tarea que los convierte muchas veces en policías que van a la caza de madres consideradas riesgosas para sus hijos; allí, lejos de trabajadores sociales, se convierten en agentes de control social. Cuando ello ocurre, es impor­ tante transmitir la lectura que desde el psicoanálisis pode­ mos realizar de ese Otro materno, y recordar que toda madre es un riesgo, alimente o no alimente; por eso Lacan se refirió a ella con la alegoría de la boca del cocodrilo, y se trata de que alguien le pueda colocar un palito para que el sujeto no quede tragado por ella. No se puede regular esc lazo a la madre a través de patrones de normalidad. Ade­ más, los electos subjetivos de los excesos aplastantes de esa madre y los fantasmas del sujeto en torno al Otro materno no son evaluables. Es importante recordar que no es cierto tampoco que la violencia tenga una relación directa con la pobreza ni con la falta de educación. La lectura analítica

debe ir más allá del protocolo de normalidad, pero tam­ bién del sentido común. Por eso mismo, frente al delirio de normalidad, el psi­ coanálisis responde alojando la locura de cada uno. Porque no cree en una marcha ni normal ni para todos por igual. Ese ideal es una mentira que el psicoanálisis intenta descu­ brir. Es en este sentido como el psicoanálisis es el reverso del discurso amo, ubicando las mentiras de los enuncia­ dos del amo jurídico, asistencial o sanitario. El sujeto es un caso único que no entra en el reglamento universal del “para todos por igual”. El déficit de toda clase universal en un individuo es el rasgo que hace que justamente este sea sujeto “en tanto que nunca es ejemplar perfecto” (Miller, 1998: 255): solo hay excepciones a la regla. La consigna “salud mental y familia normal para todos” no es más que una proclama política. Pero ¿qué signi­ fica una familia normal? No es más que el modo por el cual el discurso amo esconde su verdadera intención, que es lograr un control social y establecer el orden público. Es una de las mentiras de la civilización que consiste en imponer, bajo el pretexto de la salud mental, una iguala­ ción de todos. Y es justamente en contra de esa homogeneización que debe guiar la intervención del analista, dado que nuestro real escapa a una marcha reglada. El hecho de que no está reglado el modo de aparearse ni la armonía entre los p a rten a ires sexuados constituye nuestro real, y es por eso mismo que no hay una marcha que pueda funcio­ nar como regla para todos. Cada sujeto es una excepción a toda regla. El psicoanalista no se orienta por los ideales de las bue­ nas intenciones, sino que su ética está regida por las con­ secuencias del acto. Algunas corrientes psicológicas sostie­ nen ciertos preceptos como el de que la salud mental de un

niño sano depende de su relación con la madre, y esto los lleva a desarrollar programas para madres adolescentes y para la infancia en riesgo, entre otros. I odos ellos se guían por los ideales del bienestar. H ay una antinomia entre los ideales del humanismo universal y sus derechos y el psicoanálisis. No se trata de estar en contra de ellos, sino de ser conscientes de las con­ secuencias nefastas a las que pueden llevar la caridad y el altruismo, y el odio que puede encerrar el amor al prójimo. En este sentido, el psicoanálisis no es progresista. Jacques-Alain M iller (2009) alude a las relaciones entre psicoanálisis y asistencialismo: el psicoanálisis logra la sal­ vación por la vía del deshecho, entendido como aquello que no entra en el lazo social. En cambio, el asistencialis­ mo se arroga el lugar de salvador del sujeto por la vía del ideal del bienestar y las buenas intenciones. Los asisten­ tes sociales suelen considerar que el sujeto puede salvarse gracias a esos planes plagados de buenas intenciones. Pero ¿de qué deben ser salvados? El desecho es lo que cae, es informe, es extraído de una totalidad de la que no es más que una pieza suelta, desprendida. Ese deshecho es equi­ valente al goce aurista de cada uno, ese goce con el cual 1 1 0 hacemos lazo social. La cuestión que se plantea enton­ ces es cómo hacerlo entrar en el lazo social. El desecho como pieza suelta es justamente aquello que no forma parte de la fila que aloja a todos en una totalidad unifi­ cante. Desde esa perspectiva, el sujeto mismo, en tanto inclasificable, se convierte en un desecho respecto del para todos. Para el discurso amo que ordena para todos la misma marcha, el sujeto que no se homogeneiza en el todo es un desecho. Esto último se hace evidente desde el jardín de infantes con el niño que pega o el que en primer grado no aprende.

Ubicar un objeto en el campo del Otro es el paso lógi­ co previo para establecer un lazo al Otro y si plantearnos a partir de ello que la paranoia es consustancial al lazo social, es porque, lejos de suponer que el otro quiere nues­ tro bien, suponemos una intencionalidad, una voluntad de goce que no pretende el bien para el sujeto. Muchas veces los analistas terminan situándose como asistentes sociales que quieren el bienestar del sujeto, y orientados desde allí se reciben los contragolpes agresivos derivados de la piedad o la caridad. ¿Qué posición es la esperable para un analista que tra­ baja en instituciones? C ierta posición de extimidad, es decir no estar ni adentro ni afuera, en esos bordes; no estar totalmente integrados al lazo social que se determina desde las normas institucionales, sino hacer uso de ellas. Un ana­ lista no puede identificarse con un plan de reinserción. M iller plantea la dialéctica para esa clínica de la desinser­ ción social, que requiere producir paranoia, es decir, ubi­ car un objeto en el campo del Otro. Si la identificación es un rasgo mancomunado que une a los integrantes en un grupo, la paranoia es un modo de lazo que presupone des­ confiar del Otro. El discurso amo desde el asistencialismo plantea una inserción por las vías de los ideales, y por la vía de los ideales operamos desde la identificación masifi­ cante; pero el discurso analítico propone una clínica de la desinserción a partir de alojar al desecho como aquello que no hace lazo por la vía del ideal mancomunado. Aparece entonces la cuestión de cómo alojarse en un Otro preser­ vando la singularidad que es cada sujeto.

CASO CLÍNICO. INTERVENCIÓN ANALÍTICA EN EL CASO DE U N A NIÑA EN SITUACIÓN DE DESAMPARO 1

N arrarem os brevemente un caso presentado en 1111 grupo de supervisión clínica que investiga la intervención del psicoanálisis en Jos dispositivos jurídico-asistenciales. “Resguardo para la crianza” es el nombre deJ programa de Tratamiento Familiar Alternativo al que ingresó Aylén a los nueve días de vida. La medida judicial de separarla cic­ la madre, que estaba presa, se tomó a partir de las pericias médico-forenses, que determinaron que poseía un cuadro de retraso mental asociado con descompensación psicótica. Además, el padre había sido asesinado. Sin embargo, la madre reclamó la tenencia de su hija y presentó un recurso de amparo para evitar que la entrega­ ran en adopción. A partir del pedido de informes evaluativos de la niña, que ya contaba con veinte meses, tuvo lugar la intervención analítica. Los operadores eran quienes cuidaban de la niña y fue­ ron ellos quienes comenzaron entonces a encarnar un Otro para Aylén y a armar un relato, a partir del cual la niña empezara a ser hablada por Otro. De ese relato recortamos sus dificultades en torno a la ali­ mentación: desde muy pequeña, la niña vomitaba la leche, primero espontáneamente y luego en forma inducida, intro­ duciéndose los dedos en la boca. Como 1 1 0 subía de peso, se le hicieron estudios que no indicaron ningún desorden orgá­ nico. Se infirió entonces un déficit en relación al lazo social, que los psicosociales interpretaron como un rechazo al Otro.

I . C a so traído por S il vin a G o n z á le z al grupo c lín ic o “Práctica ana­ lítica en dispositivos 110 a n alítico s”.

Con la incorporación de los sólidos, aunque cesaron los vómitos, la cuestión se desplazó hacia una relación voraz con el alimento, que se ponía de manifiesto en un exceso en la demanda: comía sin pausa y se ahogaba porque no llegaba a tragar. La indicación del dispositivo asistencial es tratar a todos los niños por igual sin hacer diferencias. Los grados de socialización, por su parte, se miden en función de la aceptación o no de las normas. Inversamente, el discurso analítico propone exactamente lo contrario: hacer diferen­ cias. Gomo Aylén se rebeló frente a este intento de equi­ paración y comenzó a mostrar preferencias por uno de los operadores, se propuso que fuera alimentada y cuidada por su preferido, quien le había puesto un sobrenombre y sacado sus primeras fotos. La respuesta del Otro dio lugar a la demanda de la niña, y así fue que cedieron sus difi­ cultades con la alimentación. Sin embargo, lloraba cuando esta persona se ausentaba y se negaba a ser atendida por otra. Esa demanda, hecha de llantos y caprichos, se diri­ gía a un Otro que, para ella, volvía particular un deseo no anónimo. Identificar un objeto de goce en el lugar del Otro pre­ cede lógicamente a la socialización. Para poder ubicar ese objeto es necesario producirlo con los medios de los que se disponga. Aylén entró en la dialéctica de la demanda de amor privándose del goce del alimento. Rechazando la comi­ da, extrajo de su propio cuerpo un objeto, y ese vacío le posibilitó alojar a Otro. La niña no rechazaba al Otro, sino que, rechazando el alimento, comenzó a demandar a Otro. Y es por medio de esa extracción como se cava un agujero en un Otro.

La niña, por tanto, se subjetivizó, primero a través del rechazo del alimento, y luego, rebelándose contra las pre­ tensiones de igualdad. Allí donde el discurso institucional ve un déficit social, el psicoanálisis interpreta su reverso y ubica la dialéctica necesaria del lazo entre el sujeto y el Otro. Es decir, solo a partir de respetar esa diferencia y alojar esos desechos de vómitos, caprichos, llantos y desacatos, Aylén pudo comenzar a cantar y jugar con los otros niños. Sus llantos y caprichos eran un modo de plantear una marcha que la alojara como sujeto.

C apítulo 2

El psicoanalista en la época de la regulación

PSICOANÁLISIS O SALUD MENTAL. DELIRIO Y FUROR CURANDIS

Para el psicoanálisis, el enunciado de que no existe la relación sexual implica que no está inscripto para el ser parlante el modo de aparearse. El animal sí sabe cómo vivir y cómo aparearse; el hombre no, y eso nos convierte en una especie de “cada loco con su tema”, y cada familia es loca a su manera. “Cada loco con su tema”, dice la canción de Serrat, “cada uno es como es, cada quien es cada cual”. ¿Qué lugar queda en este mundo para ser “cada cual”? El enunciado de la imposibilidad de la relación sexual se constituye como el real propio del psicoanálisis, y ese real nos confronta con una clínica que, más allá de las clasifica­ ciones, pone en juego, por un lado, lo inclasificable de cada sujeto, pero también qué es lo que hace cada sujeto con ese desencuentro: esa respuesta es del uno por uno e inclasi­ ficable. La no relación sexual implica que no se ha escrito

un universal que pueda enunciarse para los partenaives\ en ese lugar hay una falla y el síntoma va a instalarse en el lugar ele esa falla, como aquello que no funciona. Desde esa perspectiva, para el psicoanálisis el síntoma no es algo a elim inar ni un patbos, sino que se constituye en el verdade­ ro p a rten a ire del sujeto. No hay sujeto sin síntoma ni tam­ poco lazos que no sean sintomáticos. Hay un malentendido fundante entre los sexos que escapa a las contingencias de los encuentros. Las burocracias sanitarias intentan regular ese malen­ tendido con protocolos acerca de los lazos normales y acordes a los criterios de salud mental. Pero para el psicoa­ nálisis, el desencuentro sexual desmiente la normalidad y la salud mental. Eric Laurent sale al cruce de esa burocracia de la salud mental calificándola, acertadamente, de “delirio de norma­ lidad” (Virtualia, n° 22). En el lugar de esa falla el psicoaná­ lisis preserva el síntoma; en cambio, las burocracias sanitarias ubican un delirio de normalidad que va de la mano del fu ror curandts—un furor por curar lo incurable—y de la regulación de todo aquello que, según los manuales, escapa a la norma. Es allí que se introducen la estadística y las cifras. Par­ tiendo de supuestos de normalidad que surgen de la tira­ nía arrasadora de la media del sujeto, se hacen estadísticas que concluyen identificando lo saludable con la media. La media estadística se transforma así en unidad de medida de lo normal y se la contrapone con lo que escapa a la norma, es decir, lo considerado “patológico”. Para el psicoanálisis, la única enfermedad incurable que todos compartimos es el malentendido sexual, y desde allí es que refutamos la regulación y los presupuestos de la salud mental. Son antinómicos los preceptos del psicoaná­ lisis con los de la salud mental.

Las terapias eonductistas, por ejemplo, intentan impo­ ner sus patrones cuantdficando el sujeto. Para el psicoaná­ lisis, por el contrario, el sujeto nunca es cuantifícable y las estadísticas nada dicen al psicoanalista de su singularidad. Al acto analítico le están vedadas las estadísticas, porque se dirige a lo inclasificable que es cada sujeto; este nunca podrá ser incluido ni reducido a una cifra comparativa: ni cuantitativa ni cualitativamente nos dirigimos a un sujeto. Por otro lado, el cognitivismo, aliado con los nuevos nominalismos, pulveriza la creencia en el síntoma. Esas corrientes nominan al sujeto pero sin significarlo; nada dicen acerca de esa singularidad que es cada quien. “Soy bipolar”, “Tengo un síndrome compulsivo”, “Soy víctima de violencia”, si bien estas expresiones pueden ser utili­ zadas como etiquetas por los sujetos, la escucha analítica apunta a poner en evidencia que esos nominalismos no los representan. Los sujetos allí pasan a ser nombrados por un manual. Ese manual representa a un nominalismo que es impor­ tante diferenciar de la operación de nominación que puede efectuar un padre. Un padre traza un camino que enlaza a un sujeto a un destino, y de ese modo aliena al sujeto al Otro. Una frase pronunciada por un padre como “sos un vago”, “sos igual a tu madre”, “sos un desagradecido”, puede trazar la dramática de un sujeto, pero la etiqueta del manual encasilla sin nombrar ni la singularidad de goce del sujeto ni tampoco el deseo que lo une al Otro. Ese encasillamiento es correlativo a la lorclusión del sujeto, equivalente a su rechazo. El sujeto es rechazado por el cognitivismo, porque su singularidad nunca estará ins­ cripta en ningún manual. Creo que si bien hay un auge de los manuales que es subsidiario de la época de la regulación y la evaluación,

al mismo tiempo este fenómeno constituye la posibilidad de que el psicoanálisis aloje a esos sujetos que el manual rechaza. Un paciente al que le habían diagnosticado ataques de pánico recurre a mi consultorio decepcionado con las pruebas y experimentos a que era sometido en sus prime­ ras entrevistas con un psicólogo cognitivista. El terapeuta evaluaba de uno a diez el miedo que él sentía para luego medicarlo, tomando al ataque de pánico como un trastor­ no a elim inar. Forcluido por el cognitivismo, fue alojado a través de la escucha analítica, y al poco tiempo se ins­ taura la dimensión de la transferencia y la creencia en el inconsciente. Esos ataques de pánico se enlazan a los acon­ tecimientos de su vida y a su singularidad, ellos ocurren en el preciso momento en que al sujeto se le plantea la cues­ tión de la paternidad. Situar los ataques de pánico como un trastorno a elim inar no es lo mismo que situarlos como la respuesta sintomática del sujeto cuando se trata tic abordar aquello que constituye su real, aquello que falla en él: su propio imposible, convertirse en padre y la disociación de su vida erótica entre la madre y la mujer. La experiencia analítica no elimina el síntoma, lo instituye como herra­ mienta a partir de la cual se interroga la verdad del suje­ to. Alojar esos ataques de pánico posibilitó que el sujeto entrara en la dimensión de sus fantasmas imaginarios en relación a su propio padre, y el pánico que le provocaban las demandas de una mujer. Para el psicoanálisis se trata de instaurar la creencia en el inconsciente: es creer o reven­ tar. Sin medicación y con la escucha es como el psicoaná­ lisis dio lugar al despliegue de una problemática en torno a la paternidad que no figura en ningún manual, porque los manuales no contemplan la inscripción de ninguna his­ toria. El manual rechaza no solo la singularidad subjetiva,

sino además las categorías clínicas; el manual no contempla la tipicidad de los síntomas obsesivos o histéricos, sino que los considera como trastornos a corregir.

DERECHOS H UM ANOS Y SALUD MENTAL

La preocupación por la salud de la población, “la salud para todos”, viene de la mano de todo aquello que se hace en nombre de los derechos humanos. Y son muchas las cosas que pueden hacerse en su nombre. La salud mental es una preocupación de las democracias, y a partir de allí se constituye en un derecho. Eric Laurent (2000) remarca que la consideración de la particularidad subjetiva excede el respeto de los derechos humanos. Y advierte que, como analistas, no debemos olvidarnos de la particularidad de cada sujeto, más allá de cualquier universal, sea este huma­ nista o antihumanista. La terapéutica, por su parte, se basa en un saber clíni­ co y apunta a la cura de un sujeto, pero la Organización Mundial de la Salud (OMS) no tiene este objetivo, sino el de preservar el bienestar de la población a través de la apli­ cación de planes de administración de salud. En la actua­ lidad, la terapéutica psicoanalítica se ha distanciado de la médica porque esta última se ha protocolizado, y el pro­ tocolo impide la clínica. Dicho de otro modo, el discur­ so médico se basa en una evaluación clínica, mientras que el del analista se funda en la búsqueda de una localización subjetiva, y se trata de una práctica. Es claro que el analista, en tanto ciudadano, está com­ prometido tanto con los derechos humanos así como con las democracias. Ello no invalida que como analistas ana­ licemos los fundamentos de esos universales. Se proclama

para todos la salud mental, para todos el bien, para todos la evaluación; pero la trasparencia encubre las intenciones no siempre santas de los Estados. El “para todos” universal izan te de los derechos huma­ nos, tan afín a la democracia, se enuncia como “para todos lo mismo”, y en ese punto se emparenta con el pensa­ miento único de los totalitarism os. H ay ciertos ideales universales que no tienen fronteras políticas; querer rea­ lizar- el ideal del uno totalizante conlleva el exterminio de la diferencia. Eso se vivió en Argentina, en Alemania y en la Unión Soviética también. En la Argentina, hubo 30.000 desaparecidos en nombre de restaurar el orden y la fami­ lia. En un punto, tanto los liberalismos económicos como los sistemas comunistas comparten, cada uno a su modo, la forclusión de cualquier variable subjetiva: el primero, bajo la modalidad del discurso capitalista que propone un lazo a la mercancía, que reduce a todos los sujetos a la condición de consumidores para el mercado; y el otro, bajo la del dis­ curso del aparato de Estado se propone como pensamiento único: en la dictadura del uno y el para todos no hay lugar para el sujeto. Si hay un lugar en el cual la burocracia fue la protago­ nista absoluta fue en la Unión Soviética, donde el con­ trol del arte y de la vida de los sujetos era máximo: bajo el panóptico del Estado, el individuo era vigilado en forma constante. Si en el liberalismo capitalista las cámaras de vigilancia protegen la propiedad, en los regímenes comu­ nistas el aparato del Estado controla las ideas. Se trata, en términos de M ilner (2007), de la pretensión de que las cosas se gobiernen solas. La película La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmarck, muestra cómo se vigila la vida de un escri­ tor y hasta qué punto todos son evaluados por el Estado

comunista sin lugar a que cada sujeto invente su propia existencia. En los liberalismos económicos, paradójicamente, las burocracias sanitarias asumen ese papel tiránico determi­ nando cuántas calorías se deben consumir, cuáles son los niveles de grasa apropiados, y hasta se llega a hablar del control de la violencia ambiental. En nombre de los dere­ chos a la salud, se entra en un terreno ilimitado que incita a que los alumnos denuncien a profesores y que los médi­ cos vivan protegiéndose de los juicios. Y en última instan­ cia, a los sujetos no se les permite vivir ni morir a su mane­ ra. La ley antitabaco, si bien apunta a la salud pública, es enunciada desde un costado segregativo; no se trata solo de preservar lugares libres de humo, sino de la construcción de un discurso que lleva a la pesca del fumador asesino. ¿No es lícito preguntarnos si no será que la vida y la salud están sobrevaluadas? Y, aunque las normas mundiales de la salud se escuden en los derechos humanos, como analistas y no como sanitarios, no podemos dejar de ver ese costado forclusivo del sujeto que, aun en democracia, se emparenta con el totalitarismo. Al respecto, vale recordar la diferen­ ciación que establece Raúl Cerdeiras (2003) entre los dere­ chos humanos y la ideología de la defensa de los derechos humanos. Esta última considera al hombre como víctima, a partir de lo cual cualquier cosa puede ser un atentado a estos derechos cada vez más abarcativos ¿Defendernos de qué? ¿Quién nos arrebata? La convención sobre los derechos de las personas con discapacidad física crea un dispositivo para su evaluación y asistencia. Esa ideología de pensar al sujeto discapacita­ do como víctima es refutada por la experiencia de analistas que dan cuenta de que un sujeto minusválido no necesaria­ mente es víctima y en cambio bien puede ser un amo que

tiraniza desde esta posición, exigiendo y ordenando lo que él cree que son sus derechos por el solo hecho de ser dis­ capacitado. ¿Acaso no puede hacer uso de su discapacidad para tiranizar al Otro desde ese lugar? DELIRIO DE PREVENCIÓN Otro de los delirios de la QMS es la prevención, un pos­ tulado subsidiario de considerar que la sociedad es trau­ mática. En “El revés del traum a”, Eric Laurent (2002) dice que hay una tendencia a describir el mundo a partir del trauma. Todo lo que no es programable, sostiene, se convierte en trauma. La noción de trauma que manejan las psicoterapias difiere de la del psicoanálisis. La inexistencia de la relación sexual constituye nuestro real y ese es el ver­ dadero trauma que no requiere de ningún acontecimiento, dado que es un real que nos atraviesa a todos por igual. Es ese agujero en lo simbólico con respecto al sexo lo que circunscribe un real que se corresponde con los domi­ nios de lo sin ley, por lo cual nunca podrá ser reglado. No puede reglarse el encuentro con ningún Otro. En eso que no puede ser reglado se insertan los planes de regulación desde los discursos instituidos, en un intento de controlar la emergencia de lo real, que es imprevisto y sin ley por antonomasia. La prevención es otro de los delirios que se inserta en esa falla. Veamos cómo Freud, en la conferencias introductorias al psicoanálisis, establece la relación entre fijación al trauma y síntoma. Allí, señala, es el síntoma lo que permite infe­ rir la fijación al trauma, pero no a la inversa, es decir, no toda fijación del goce se convierte en síntoma. El trauma en tanto tal siempre irrumpe de manera contingente y no

es previsible. No se puede establecer a priori qué es lo que devendrá traumático. Para Freud, el trauma consta de dos tiempos: la escena uno, que es la de la fijación del goce en la infancia, y la escena dos, que, como momento desenca­ denante, resignifica retroactivamente esa escena uno. Sin embargo, no hay una causalidad lineal: la escena de la infan­ cia no es condición suficiente para desencadenar el trauma, solo el apres-coup, por retracción y a partir del recuerdo que se interpone entre las dos escenas, convierte a la escena uno en traumática. Freud llega a aseverar que es el recuerdo que deviene patógeno, y no la escena de la infancia. Es decir, no hay un determinismo que indique que, por ejemplo, ver a los padres desnudos provoca tal efecto en la posterior esce­ na dos, ni que haber sido violado sea la causa de que esa persona se convierta a su vez en violador. No hay relación sexual —dice Freud del punto traumático de lo sexual—en la cual el p arten aire nunca sea el adecua­ do ni el momento tampoco, o demasiado antes o demasia­ do después. El trouma es el neologismo utilizado por Lacan que alude a ese agujero en lo simbólico en tanto lo sexual no inscribe ese acoplamiento, y si se le otorga un sentido a ese encuentro con lo real del sexo, siempre será a posteriori. El postulado lacaniano “no hay relación sexual” es el verdadero trouma de acuerdo al neologismo lacaniano, y esto conlleva que no hay que ir a buscarlo en la infancia, si fue o no alimentado por su madre, si presenció o no el coito entre los padres, si los padres estaban separados o es hijo de madre soltera. T ener esto en claro hace que el psicoanálisis no se convierta en portavoz del familiarismo delirante o de 1111 delirio de prevención. Un colegio pidió la evaluación psicológica de una nena en edad preescolar porque le quitaba los juguetes a sus com­ pañeros y les pegaba. Se presumía que el trauma que cau­

saba su síntoma de agresividad era el hecho de que la niña hubiera estado presente en una escena de robo. Cuando se le pregunta en sesión por qué le pega a sus compañeros, la nena contesta: “Yo pego porque siempre quiero que todos los chiches sean míos”. La psicopedagoga del colegio sos­ tenía que, por efecto del trauma, la niña hacía activo lo que había sufrido en forma pasiva. Sin embargo, cuando se induce a la niña a elaborar aquello que desde la psicopedagogía era considerado traumático, la nena dice que los ladrones fueron malos con el papá, pero que a ella no le lle­ varon ninguno de sus juguetes. La madre, que es quien pide la consulta, empujada por el delirio evaluativo del colegio, cuenta que la nena “siempre fue de pegar” y es “ególatra”, y que todos los informes del colegio señalaban sus dificultades para compartir. Sin embargo, fue a partir del robo estanda­ rizado como traumático que se indicó el tratamiento, argu­ mentado desde el efecto postrauinático que debía elaborar en terapia. K! discurso pedagógico escolar en muchas oca­ siones se hace portavoz ele un delirio de sentido traumático: todo pasa a ser traumático pero ese sentido traumático no se verifica para nada en el discurso de la niña en particular. LA MISMA SO LUCIÓ N PARA TODOS, O PARA CAD A PROBLEMA HAY U N A SOLUCIÓN

El conductivismo reduce el síntoma a un trastorno y lo plantea como algo que atañe a la salud mental y, que en tanto tal, debe ser corregido. Para ello los sujetos son reducidos a un estatuto que los convierte en objetos eva­ lúateles. Jacques-Alain M iller y Jean Glande Milner, en el texto Desea se?’ tul. evaluado (2004), plantean que hay dos paradigmas que rigen el mundo moderno: el paradigma

de la evaluación, donde todo debe ser evaluado; y el del problema-solución, en el que a todo problema debe bus­ carse una solución. Orientados desde allí, se nos presentan entonces dos posibilidades: 1) La misma solución para todos: la salud mental y la fami­ lia normal conforman una solución para todos por igual. Como ya vimos en el capítulo anterior, esto se traduce en la forclusión de la variable sujeto. 2) Para cada problema hay una solución: esta es la forma de rechazar lo que no tiene solución, es decir, el real sexual. La OMS inventa todo el tiempo reglas nuevas o nuevos derechos, y los Estados corren detrás de lo real creando cada vez más centros de asistencia a las víctimas, porque creen que pueden darle una solución a ese real. Desde el psicoanálisis sostenemos que hay un real incurable y que se trata de ver qué hace cada sujeto con ello. ¿Qué efectos se verifican en la subjetividad a partir de la invención de cada vez más y más dispositivos de asisten­ cia'a las víctimas, de recuperación de adicciones, de madres golpeadas, de padres víctimas de esas madres golpeadas? Cuanto más se alimenta el sentido, mayor es el efecto de proliferación de víctimas: cada vez más mujeres violentas, niños abusados, madres maltratadas, padres víctimas. Con esto no negamos la real existencia de estos males que enu­ meramos (por eso en el capítulo anterior señalamos al niño como objeto a liberado), solamente advertimos los efectos que la creación de dichos centros promueve; parafraseando a Lacan (“Con oferta genero demanda”), oferto centros y promuevo un empuje a la denuncia. La profusión de centros asistenciales es el intento fallido y delirante de regular un real que no es regulable.

SÍNTOM A O TRASTO RNO

Lacan torna al síntoma 1 1 0 en términos médicos, es decir, como algo que hay que curar, sino en relación a la teoría marxista, esto es, como aquello que hace signo de que lo que no funciona es la dimensión sintomática del lazo social. El síntoma se inserta como el modo de fallar de cada uno. En “La tercera”, Lacan (1993) ubica el sentido del sín­ toma como lo real, en tanto impide que las cosas funcionen satisfactoriamente para el amo, y especifica que la demanda que se le hace al psicoanálisis es que nos libere del síntoma, aunque —aclara- la condición para que el psicoanálisis per­ dure es que fracase en su intento de curar ese síntoma. En palabras de Lacan (1993: 85): “Todo depende de que lo real insista. Para ello, el psicoanálisis debe fracasar”. Las deman­ das hechas al analista desde las instituciones pueden estar en relación con desangustiar al sujeto, pero quizá la angustia es aquello que a ese sujeto le permite confrontarse con su goce o lo lleve a tomar una decisión que viene aplazando. El analista que trabaja en dispositivos sanitarios o comunitarios se enfrenta, por un lado, con la obligación dé atender la demanda de curar el síntoma y, por el otro, con el hecho de que el psicoanálisis sólo puede existir en la medida en que no se acepte tomar el síntoma como tras­ torno. M iller (2010) plantea que las cuestiones en torno de la salud mental son de orden público y tienen como fin determinar quién puede permanecer en las calles y quién debe estar encerrado, es decir, qué queda del lado de la enfermedad y qué del lado del orden público. Lacan no da una definición del Analista, no hay un uni­ versal que rija, y en esa falla del universal desde el lado del analista Lacan habló de la función “Deseo del Analista”.

¿Qué dice Lacan de ese deseo? Que es el deseo de obte­ ner la más pura diferencia, entendiendo esa pura diferen­ cia justamente como aquello que hace a la singularidad del síntoma, y es en eso que el sujeto no puede ser com­ parable. Por ese motivo el síntoma no es un trastorno, ni está definido por Lacan en relación a la cura, sino como el modo particular que tiene cada sujeto de gozar de su inconsciente. Ese síntoma se inventa, se construye en el análisis y, lejos de ser un trastorno, el deseo del analista apunta a constituirlo en su herramienta. Lacan definió la clínica como lo real imposible de soportar. Cada analista tiene su propio insoportable. Muchas veces escuchamos a algún analista decir que no soporta trabajar con niños; a otro, que no tolera hacerlo con psicóticos, o el trabajo en las cárceles o el real de las villas. Si bien Freud mismo reconoció sus propios límites en su trabajo con psicóticos, esto no significa que el psicoa­ nálisis como tal haya retrocedido frente a la psicosis. Esto quiere decir que la clínica se ha ido ampliando, y constitu­ ye un avance en la extensión clínica del psicoanálisis. Fren­ te a todos estos delirios de normalidad, prevención o el familiarismo delirante, el deseo del analista es el operador que permite extender la clínica analítica hacia nuevos dis­ positivos, denunciando las mentiras que la civilización nos propone; esa es la utilidad social que puede tener el psi­ coanálisis; pero su eficacia, aunque se trate de dispositivos comunitarios, siempre es en el uno por uno y no se puede aplicar a la masa. En este sentido, para el psicoanálisis las relaciones entre los p a rten a ires siempre son sintomáticas, nunca son “normales”. Para el psicoanálisis no hay vía de la normalidad ni de la masificación. Porque siempre apunta­ mos al sujeto y no a la masa y porque al preservar la parti­ cularidad del síntoma, nunca lo incluimos en la norma.

EL FAMILIARISMO DELIRANTE: DE LOS ADDAM S A LOS COLEMAN

Los locos Addams es una serie estadounidense que descri­ be una familia poco normal, cuyos miembros tienen par­ ticulares formas de demostrar amor, cultivan las espinas de las rosas, tienen plantas carnívoras por mascotas, un extraño gusto por los líquidos venenosos y se relajan en la sala de torturas. Podríamos decir que cultivan sus propios goces. Pero, por sobre todas las cosas, es una familia ame­ ricana que está ordenada alrededor del padre y que vive en una mansión. La omisión de la fam ilia tlolernan, la obra teatral de Clau­ dio T olcachir, es una tragicom edia sobre una familia argentina en la que no hay padres y todo gira alrededor de la abuela. Lejos están de ser aristócratas: desde la casa hasta las actividades de cada uno de sus miembros, todo apunta a la decadencia. Por otro lado, el gran ausente es el padre, cuyo reino está omitido. Sin embargo son una familia, sin mansión y sin padre. Esa familia, que el protocolo médico catalogaría de dis­ funcional, funciona a su manera. Una mujer fóbica, que tiene cuatro hijos con cuatro apellidos distintos, vive en casa de su madre y es cuidada por sus hijos. Uno de ellos, M arito, es un psicótico que duerme con su madre alegando que lo hace porque ella tiene miedo; más allá de la falta de espacio y de que no tie­ nen suficientes dormitorios, Tolcachir pone en boca de este personaje una verdad subjetiva que va más allá de la decadenci a económica. Esa familia decadente es interrogada por el médico, que, siguiendo el protocolo habitual, insiste en la cuestión de la cohabitación madre-hijo, a lo que uno de los personajes le

responde: “Doctor, si a nosotros no nos molesta, ¿por qué a usted sí?”. La familia Coleman escenifica las cosas de familia; las cosas de familia son cosas del inconsciente y ningún familiarismo delirante puede obligar a ningún padre a ser padre ni a una madre a amar a su hijo. Esa familia extraña funcio­ na y disfunciona a su manera, y lo que persiste a lo largo de toda la obra, con su final trágico, no es cómo se omite la función del padre como regulador del goce, sino cómo es posible el ejercicio del amor una vez que muere esa abuela. Claudio Tolcachir sabe como pocos escenificar las nue­ vas configuraciones familiares, en la época del padre no solo en declive sino incierto y omitido. El no cree en la familia normal. La obra desmiente ese delirio y pone en escena aquello que M iller (2006b: 341) ha dicho de la familia: “La familia tiene su origen en el malentendido, en el desencuentro, en la decepción, en el abuso sexual o en el crimen [...] la familia está esencialmente unida por un secreto, por un no dicho”. Si recurro como ejemplo a Claudio Tolcachir es por­ que, como ocurre muchas veces, el psicoanálisis encuentra sus afinidades en el mundo de la cultura y no en la higie­ ne mental. Desde su lugar de dramaturgo, el artista no se sitúa como higienista de la salud mental, sino que escenifi­ ca la chifladura de cada uno, y con ello no solo logra que el espectador se encariñe con esos personajes sino que ade­ más pone en acto cómo se puede ejercitar el amor desde la manía de cada uno. Sus obras La omisión de la familia Cole­ m an y El viento en el violín ponen en escena que los lazos familiares se arman más allá del padre, sin atenerse a un manual que judieialice la clínica.

LA JUDICIALIZACIÓN DE LA CLÍNICA. SER N O M BRAD O S POR EL MANUAL

Jacques-Alain M iller y Jean Claude M ilner (2002; 2004) s it ú a n lo s paradigmas epocales desde los cuales se plan­ tea una judicialización de la clínica. Haciendo referencia a Foucault, M ilner describe esta época no como la de vigilar y castigar, sino como la de vigilar y controlar, y denuncia que la ideología de la evaluación en nombre del bien públi­ co se introduce en la salud mental con criterios de normatividad. Así se convierte en consigna política, y se miden y piden indicadores de riesgo en las familias, en los institutos de menores, en los colegios, etcétera. Si la ideología de la evaluación comienza con el papel del perito, portavoz del sujeto reducido a su informe, hoy en día la ideología se ha sofisticado y ya ni es necesaria su voz, porque el manual cumple ese papel. Foucault (2008) sitúa el giro que se produce en la psi­ quiatría cuando se separa de la cura para situarse en el plano de la higiene pública. A la clínica médica siempre le preocupó la salud de un paciente, no el universal de la higiene pública. H ay no solo una diferencia diagnósti­ ca entre síntoma y síndrome, sino fundamentalmente una diferencia de orden ético: una ética va de la mano de la psi­ cología orientada por un delirio normativo, que llevará a corregir el trastorno, y otra es la del psicoanálisis, que se orienta por el sujeto y lo preserva con su síntoma. Una, solidaria del bien público; la otra, de la singularidad del sujeto. Ese “sujeto supuesto salud” conlleva a reducir a los sujetos al estatuto de cosas y hacer creer que se gobiernan solas. Eso es lo más necio de las burocracias sanitarias: se sellan papeles, autorizados en un manual que se supone sabe lo que es la salud mental.

Con el giro hacia la higiene, se produce a su vez una redistribución de intereses: el médico deja de prestar aten­ ción al padecimiento del enfermo para interesarse en su peligrosidad. La figura del psiquiatra entra al servicio del control. Si en un principio el poder del perito era otorgado para delimitar el terreno entre la locura y el crimen, en la actua­ lidad la alienación como categoría es tratada como si íuera un crimen. Con ello hago referencia a un nuevo síndrome: el de alienación parental; y ello nos autoriza a hablar de una judicialización de la clínica. El SAP (Síndrome de alienación parental) es una enti­ dad nominalista que puja por ser incluida en el próximo DSM {Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos m en ­ tales). Bajo una serie de conductas patrones se tipifica este síndrome como trastorno, aludiendo a la alienación sufri­ da por un niño por parte de uno de sus progenitores en contra del otro. Esto es considerado como SAP. Es claro que se trata cada vez más de que los profesionales de la salud oficien con una clínica policíaca. Este síndrome, que proviene de los Estados Unidos, es una entidad que ni siquiera se podría definir como enfermedad psiquiátrica, sino que es considerada por algunos casi como una enfer­ medad jurídica. El denominado “síndrome de alienación parental” fue propuesto por Richard A. Gardner, médico clínico estadounidense que, en calidad de perito jurídi­ co, en 1985 propone esta denominación para dar cuenta de las alteraciones en las conductas de los hijos respecto de situaciones de conflicto entre los progenitores y en el marco de un litigio. A partir de ello se ha considerado al SAP como un trastorno de la conducta caracterizado por un conjunto de síntomas que resultan del proceso por el cual un progenitor transform a la consciencia de sus hijos,

mediante distintas estrategias, con objeto de impedir, obs­ taculizar o destruir sus vínculos con el otro progenitor. No se trata tan solo de la patologización de la conducta, sino del paso siguiente, que es su judicialización. Porque en sí mismo el código penal no cuenta con ley alguna que prohíba al sujeto estar alienado, ser agresivo o vulnerable. El SAP se inscribe como la respuesta sintomática de las mismas burocracias sanitarias. Y está en relación con otra enfermedad jurídica: Liel abuso”. En tanto trastorno de la conducta, es un nominalismo que se inserta como modo de regulación del exceso que las mismas burocracias de la salud mental han generado. ¿Cómo regulan las burocracias sanitarias los excesos y la desregulación de los goces? Con una política que, lejos de ser una terapéutica, es clínica policial. Los abusos de toda índole no debían ser tratados sino denunciados, y así se generó la incitación a la denuncia de los derechos avasallados del niño maltratado, abusado, vulnerado, etc. El niño entró a formar parte de la epidemia de juicios: denunciar a los padres, maestros, buscar al culpable cuan­ do nadie se hace responsable. El niño que era víctima de abuso sexual ahora entró en el banquillo del acusado, y es acusado de alienado. De manera que se generó un nuevo exceso: el exceso de denuncia y la manipulación del dis­ curso; los niños son preparados para mentir en contra de uno ele sus progenitores. El SAP es un claro ejemplo de la judicialización de la clínica y de que desde el discurso psicoforense se utilizan y manejan categorías como la alie­ nación de un modo totalmente diferente a lo que hacemos en psicoanálisis. Para el psicoanálisis la alienación es una operación que hace a la estructura. Es justamente ese “tú eres” que le viene del Otro aquello que permite al sujeto establecer un lazo.

Dos operaciones dan cuenta de las relaciones entre el sujeto y el Otro: una es la alienación y otra, la separación. El primer Otro, encarnado en las figuras parentales, nom­ bra al sujeto con un tú eres. Ese tú eres niño bueno, tú eres mi compañera, tú eres mi salvador, responde al modo sin­ gular en que cada sujeto queda alienado al campo del Otro y da cuenta de una servidumbre voluntaria a ese Otro que marca una singularidad que escapa a cualquier manual. También el sujeto a través del objeto se separa del Otro, pero para separarse debe primero alienarse. Esas dos ope­ raciones no constituyen delito alguno. ¡Algo ha cambiado! En la época de Freud, Dora denun­ cia a su padre por tener una amante, pero esa denuncia no se la hace a un juez, sino a Freud. Juanito también protesta por el declive de la autoridad de su padre y le pide que se enfade si duerme con su madre. Por supuesto que Juanito también estaba alienado al deseo materno y por eso mismo sufre una fobia. Pero ningunos de estos síntomas eran lle­ vados a los juzgados. Otra es la situación actual. H ay un nuevo orden simbó­ lico que puja por quedar a discreción ya no de los jueces, sino de un orden burocrático que a través de los manuales penalice a los niños alienados. El orden simbólico que es regulado por un padre, a diferencia de los papeles burocrá­ ticos, pone un orden a partir de un deseo que no es anó­ nimo. Ese ordenamiento hoy es sustituido por un nuevo orden burocrático del manual: ni la ley del padre, ni la ley jurídica. El régimen del no que la ley introduce a través del padre está en declive, pero en ese mismo lugar se inser­ ta el orden del manual o el arreglo entre las partes. Las burocracias sanitarias a través de los manuales suplen a ese orden paterno de la ley-

El ordenamiento del goce subsidiario de la triangularidad edípica está siendo cada vez más ocupado por el Estado. La invención de dispositivos por parte del Estado para regular los desbordes pulsionales da cuenta del impas­ se ético. Los comités de ética, mediaciones y evaluaciones periciales responden a este nuevo ordenamiento que suple el reino del Uno. El SAP es un ejemplo paradigm ático de ese nuevo nominalismo asumido por lo social. Se trata de una moda­ lidad burocrática subyacente al discurso universitario (véase “Discurso universitario”, en el capítulo 4). El saber de los manuales pasa a formar parte del nuevo simbólico del siglo xxi, pero ese saber, al encontrarse estandarizado v obligar a que el sujeto entre en el casillero, se convierte en una tiranía del saber. Esa tiranía del saber de los manuales no representa a un sujeto, sino que produce su forclusión. Hay una relación entre causa y consentimiento: la causa viene del otro, pero el consentimiento es del sujeto, por­ que el sujeto niño también puede rechazar lo que le viene del otro. En esa relación entre causa y consentimiento se establece un lazo entre el sujeto y el Otro. Pero para el dis­ curso universitario, no hay lugar ni para el sujeto ni para el Otro, porque el Otro está representado por un manual y el sujeto evaluado, si no entra en ese saber que lo encasilla, es rechazado. La ley del padre unlversaliza para todos la misma solu­ ción. Pero ese orden sujetaba el deseo a una ley. El régi­ men de la ley no es el de la norma, ni el del acuerdo entre las partes. Si bien es cierto que la autoridad del padre está en declive, ¿es acaso una solución que se homogeneice la posición de los hijos con los padres? Los hijos pueden recurrir al juez, se pide y se busca responsables por todas partes. Lacan denominó a esto la era d el niño generalizado,

en alusión a la posición de niño que presenta un sujeto que no se hace responsable de su goce independientemente de su edad. El régimen de la alienación del tú eres declina conjunta­ mente con el orden del discurso amo, y ese tú eres es susti­ tuido por otro ordenamiento que es de hierro, porque no anuda al sujeto a ley del campo del Otro. Bajo el supuesto de normalidad regido por la tiranía del manual, se sustitu­ ye el tú eres que otorgaba el padre. En El sem inario 21 (inédito), clase del 19 marzo, Lacan introduce la función del ser nom brado para, aludiendo a una función que asume lo social en el lugar de la función del padre1 y aclarando también que es el signo de una degene­ ración catastrófica. Resulta interesante destacar el carácter de esa sustitución: lo sustituido no es un subrogado pater­ no, sino que la función misma del padre es sustituida por otra función que asume lo social, denominada por Lacan “nombrar para”. “Si lo que se sustituye es un elemento pero se conserva la función, también se conserva un orden, pero al sustituirse una función por otra hay una alteración en el orden” (Greiser, 2008: 43). Querer sustituir esa alienación que es una servidumbre voluntaria y constitutiva del sujeto por el ser nombrado por un manual es uno de los signos de degeneración catas­ trófica vaticinado por Lacan.

I. “E s bien extraño que aq uí lo so cial tom e hi fun ció n de nudo, y que literalm ente produzca la traína de tantas existencias; él detenta ese poder de ‘no m b rar para’, al punto que después de todo, se restituye un orden que es de h ie rro ; que designa esa huella com o retorno del nom bre del padre en lo real, en tanto que el nom bre del padre precisa­ mente fue rechazado”.

Cuando Lacan introduce la lógica del significante, ubica al sujeto entre dos significantes. El significante 1, que representa al sujeto, lo hace para otro significante 2. Esa es la estructura constitutiva y alienante, y sobre esa estruc­ tura es que se plantea el andamiaje de un análisis del cual el sujeto obtiene un saber en el lugar de la verdad; nunca podrá obtener ese saber de un DSM. “Tú eres un SAP, tú eres violento” no es un significante que anude al sujeto al Otro. Es que eso le viene dado por un manual, es un calificativo que no está articulado a nin­ gún saber que lo represente en el deseo de ningún Otro; es de hierro porque justamente no admite ningún desliza­ miento ni sustitución significante. El D SM es uno de los nombres de ese orden de hierro. Y en la judicialización de la clínica son nombrados para ser judicializados.

Capítulo 3

Práctica analítica Casuística

Este capítulo constituye un testimonio de la práctica analítica efectuada por analistas en diversos dispositivos comunitarios; si bien se trata de dispositivos no analíticos, la labor llevada a cabo en ellos se orienta por los princi­ pios éticos que rigen al psicoanálisis. La suposición de un sujeto es condición preliminar para un analista, y ello va más allá de cualquier clasificación diagnóstica y también de los muros entre los que su práctica se lleva a cabo. En tanto quehacer analítico por fuera del dispositivo analítico, se trata de una verdadera invención y expone los hallazgos clínicos en una casuística elaborada a partir de las repeti­ ciones encontradas en la práctica. Aunque la demanda provenga de un juzgado o de una institución asistencial o educativa, se pone en evidencia en estos casos de qué modo el analista se hace presente no como un clínico que aplica un tratamiento, sino en tanto parte de esa experiencia. En este sentido, al tratarse de una clínica en la cual la demanda es efectuada a partir del

discurso instituido como amo, en cada relato se pone de manifiesto el tipo de respuesta dado tanto al sujeto como al amo institucional. Algunas “viñetas” son extraídas a partir de mi práctica como supervisora y otras forman parte de una investiga­ ción clínica llevada a cabo conjuntamente con analistas que trabajan en diversas instituciones. LA “SALUD PENITENCIARIA”. LA PRÁCTICA ANALÍTICA EN LAS CÁRCELES

Dos años después de la crisis de 2001, que dejó como saldo una desinserción social de gran parte de la población argentina, se declaró el estado de emergencia del Servicio Penitenciario Bonaerense, se sancionó una ley que denun­ cia su funcionamiento deficiente en materia de Sanidad Penitenciaria y se creó una estructura organizativa inde­ pendiente, que pasó a depender del M inisterio de justi­ cia. Esta ley se enmarcó en un pedido de garantizar a los internos el goce de los derechos inherentes al ser huma­ no, entre los que se establecen como pilares fundamen­ tales la atención y el tratamiento médico. Se creó así un programa dividido en dos áreas: una de clasificación, en la cual la demanda proviene del juez, y otra de asistencia, cuya demanda surge del sujeto. La primera se convierte en una burocracia que se ocupa fundamentalmente de la distribución de los internos para garantizar el orden en la cárcel y adm inistrar los beneficios que por lo general los reclusos mismos solicitan: cambios de pabellón o diferen­ tes tipos de libertad (condicional, asistida, salidas transi­ torias, entre otras). Es decir, se convierte en una gestión administrativa.

La institución (esto es, tanto los funcionarios del ser­ vicio penitenciario como los jueces a cargo) no saben qué hacer con esos individuos marginales, excluidos del lazo social, y muchas veces piden una intervención a un psicó­ logo, a partir de su propia impotencia con los reclusos, que no pueden estar en ninguna unidad, en ningún pabellón, que tienen problemas con su grupo de pares o con el per­ sonal a cargo, que se autolesionan y lesionan a otros, y que tienen serios problemas de conducta. Entonces, la deman­ da “psi" surge para que dejen de tener esos problemas de conducta y se vuelvan sujetos “adaptados” o que tengan la posibilidad de “readaptarse” a la vida en sociedad. La respuesta del analista a esa demanda de evaluación y de disciplina quizá no logre la adaptación a la sociedad, pero sí da lugar a una clínica del sujeto, que no debe con­ fundirse con una clínica del control social. Por otra parte, los internos pueden pedir voluntaria­ mente la asistencia de un psicólogo. Una investigación efectuada por analistas1 que realizan prácticas en servicios penitenciarios deduce a partir de la escucha analítica, que la demanda de los reclusos está precipitada por la idea de o por la inminente libertad. Tienen la certeza de la repe­ tición de sus actos y de no saber si podrán hacer algo dife­ rente a lo hecho hasta ese momento: “Me enojo y no me importa nada, sé que soy capaz de todo”. La escucha fun­ ciona como un antídoto al imperativo de goce que los lleva al pasaje al acto, y la palabra es un tratamiento posible para sujetos que están en condiciones totalmente inhumanas. Por lo general, en esos casos las cárceles apaciguan la inva­ sión de goce que el sujeto no pudo refrenar. La relación

I . M a rie la Ed uard a Sánchez y L a ra C la u d io .

con el Otro está invadida de odio, rencor y tristeza por aquello que ellos mismos denominan “problemas familia­ res”. Entre los 5 y los 11 años muchos de ellos ya vivían en la calle, sus dichos nos permiten afirmar que han sido suje­ tos nombrados para el mal y, desde ese imperativo que es también una condena, se han armado un ser. Por lo gene­ ral, ese destino que no articula un lím ite está en relación con el discurso materno: “Mamá viene y me trae proble­ mas de la calle. Ella me cuenta cosas como esperando que reaccione, me dice que la familia Ruiz tiene que resaltar, que tenemos que ser nombrados, que nos tengan miedo, eso me decía desde chico”. M iller (201 1: 3 3) señala que en el interior de la fami­ lia se halla la presencia de ese Otro malvado: “Cuando el nombre del padre no opera, el Otro aparece con su maldad real”. Muchos pasajes al acto a repetición dan cuenta de las dificultades en estos sujetos para encarnar en un objeto fantasmático al Otro malvado. Ese destino trazado por el Otro materno los lleva a alternar intentos de suicidio con actos delictivos. Presentaremos a continuación tres “viñetas” aportadas desde la investigación de las citadas analistas. Juan se fue de la casa a la edad de 11 años: “Le di a ele­ gir a mi mamá entre su pareja y yo y no me eligió”. Desde allí comienza a consumir drogas. “No es que elegí. Me dijo: ‘si querés, andate’. En mi casa siempre hubo eso de estar con los parientes, maridos de otros de la familia. A mí nunca me gustó eso, no es así, después de eso viene el odio, el rencor con la familia”, agrega. Lo que motiva su consulta es que su mujer inició una relación de pareja con su hermano y eso lo llena de “odio”, solo piensa en salir y vengarse. El imperativo materno - “ser malo”—, está inserto en el sujeto a modo de orden de hierro a la cual no puede

desobedecer: ser nombrado para que le tengan miedo es un mandato que no se interroga ni se articula con ningún otro significante. Víctor es entregado a otra familia por su madre a los 5 años y trasladado “de la selva a la ciudad”. Recuerda a su madre como una india fría. Escuchaba todos los dichos maternos como una orden que lo llevaba al pasaje al acto: “'lo d o lo que me haces sufrir, vos siempre vas a ser malo”. En este sentido, sostiene: Tuve que ser un león, lo tuve que hacer obligado, a la fuer­ za, no puedo dejar de hacer cosas que no quiero; yo me creí esa imagen, siempre me encasillaron así “el indio, el negro Pérez” que iba a ser cualquier cosa (...] con el tiempo se hizo carne en mí [...] tengo 47 años, hace veintisiete que estoy preso, no viví nada, mis recuerdos, mi pasado, es una película detrás de la reja, tengo que salir y siento temor, cambiar de vida, muchas veces quise intentarlo, el sistema, la sociedad, me sentí agredido, marginado, soy yo contra el mundo. Pablo está en la calle desde los 5 años, dice que roba por necesidad y no cesa de hacerlo, no puede dejar de robar. Para él es una cuestión que fluctúa entre la vida y la muerte y transita del enojo al pasaje al acto “Cuando me enojo, reacciono impulsivo”. El sujeto interpreta que el Otro quiere que él sea malo: ¿Qué tengo que hacer? ¿Drogarme? ¿Tengo que actuar como siempre para que me pasen cabida? ¿Ser agresivo? Por­ que siempre yo... es la única forma de arreglar las cosas. No podes echarme la culpa de todo, me hacen la guerra. Mamá es deshonesta, quedo resentido, me enojo, rompo todo, me da dolor y bronca, no lo soporto; yo ando mal y está todo bien, ando bien y está todo mal.

La detención lo tranquiliza: E s el ú n ic o lu g a r d o n d e no se h a ce la v id a q u e q u ie re m i m a m á | . . . | b u s c á n d o m e u n lu g a r e it o , c o n s u m o , m e c ie r r o , s ie m p r e a m a m a n t a n d o , m a m a n d o e so . E n t r e c h o r r o s n a c í, e n tre c h o r r o s m o r ir é , a vo s, m a d re q u e r id a , ja m á s te o lv id a ré , esa era m i filo s o fía , n o c re ía q u é h u b ie r a o tra p o s ib ilid a d .

Los tres casos dan cuenta de un Otro materno que no articula el decir que no2 y en ese lugar donde debería inser­ tarse un deseo articulado a la ley se le traza un destino que forcluye el régimen de la ley.3 Ese orden paterno repre­ sentante de la ley es sustituido por otro ordenamiento, que Lacan califica “de hierro”. En varios pasajes de su enseñan­ za, Lacan alude a esa función materna que no solo es nutri­ cia sino que es situada como Otro Primordial; y es primor­ dial que ella articule un decir no que posibilite la entrada del sujeto en la castración. No se trata solo de la función del padre sino también de la posibilidad o no que la madre hace a esa ley. L a m a d r e p o r la c u a l la p a la b r a se t ra n s m it e , es re d u c id a a t r a n s m it ir , ese n o m b r e \noni\ p o r u n n o ¡non] , ju sto el no q u e d ic e el p a d re , lo q u e n o s in t r o d u c e e n el t e rre n o de la n e g a ­ c ió n [...]. E l d e s f ila d e r o d e l s ig n if ic a n t e p o r el q u e pasa al e je r c ic io d e ese a lg o q u e es el a m o r es p re c is a m e n te ese n o m ­ b re d e l p a d re , q u e s o lo es n o a n iv e l d e l d e c ir y q u e se a m o ­ ne d a p o r la v o z de la m a d re , en el d e c ir n o de c ie rto n ú m e ro de p r o h ib ic io n e s . E s t o e n el f e liz ca so , a q u e l d o n d e la m a d re

2. “ D e c ir que n o ”, que L a c a n señala com o la fun ció n del nom brar para ser asum id o p o r lo social, en la clase del 19 de m arzo de 1974, de

El seminario 2 /. Los incautos no yerran. 3. V éase en el cap ítu lo I , “Práctica an alítica en las cárceles”.

q u ie r e c o n su p e q u e ñ a ca b e za p r o f e r ir a lg u n o s cab ece o s [...]. L a p é rd id a de lo q u e se s o p o rta ría en la d im e n s ió n del -am or a ese n o m b r e d el p a d re , se su s titu y e u n a f u n c ió n qu e es n o m ­ b r a r para “se r n o m b r a d o para a lg o ”, he a q u í lo q u e d e s p u n ­ ta en u n o rd e n q u e se ve e fe c tiv a m e n te s u s t it u ir al n o m b re d e l p a d re . S a lv o q u e a q u í la m a d re se b asta p o r s í sola para d e s ig n a r su p ro y e c to , p a ra e fe c tu a r su tra z a d o , para in d ic a r su c a m in o . E s p r e f e rib le qu e an te s p ase lo q u e tie n e qu e ve r co n el n o m b re d e l p a d re , y la d im e n s ió n d e l a m o r . ( L a c a n , in é d i­ to, cla se d el 19 d e m a rz o de 1 9 7 4 ).

Por otro lado, también podemos situar una homología entre el Otro materno y el Otro social, en tanto se trata de sujetos en los cuales no solo no se amoneda un no como lím ite al goce sino que eso mismo es subsidiario de la imposiblidad de ejercer el amor. La clínica en las cárceles testimonia de posiciones en las cuales los sujetos no han sido investidos como falo para esa madre, son abandonados o entregados, restados del deseo materno y marcados por un destino que los lleva a armarse una vida en la calle. Esa condición de desechados del Otro vuelve a hacerse presen­ te en relación con la marginalidad respecto del Otro social. La patología del acto en su modalidad delictiva, que por lo general se encuentra vinculada a la droga, es el modo de retorno forclusivo en relación a la ley: son sujetos que viven por hiera de la ley y, por ende, también por hiera del lazo con el Otro; es decir, su existencia transita alrededor de un real sin ley. Paradójicamente, ese “sin ley” se vuelve a hacer presente en las cárceles, donde nadie encarna ese “decir que no”. Cabe entonces preguntarse acerca del semblante que puede encarnar el analista cuando no existe en el sujeto algo que esté en la posición de límite a un goce desenfrenado que, al no estar regulado por el falo, lo lleva a pasajes al acto suicidas u homicidas.

Es claro que el analista no está en posición de repre­ sentar la ley, pero tampoco está en el lugar benevolente de asistir como reeducador de la conducta ni de evangelizar al sujeto. Sin embargo, intentaremos ver qué uso pueden hacer del analista estos sujetos, cuyo ser está reducido a un circuito irrefrenable tic pasajes al acto y que, en la mayoría de los casos, presentan una repetición del acto sin construc­ ción delirante. No le temen a la muerte porque subjetiva­ mente ya están muertos. El objetivo entonces es reintegrar­ los no ;i la sociedad, sino a una humanidad de ser parlantes. Intervenciones analíticas con reclusos

Destle las autoridades de la cárcel se pide la interven­ ción del analista con un recluso — Jorge—para que desista de una medida de huelga. Jorge concurre a la entrevista con la boca cosida, un recurso que los reclusos suelen utili­ zar cuando quieren ser escuchados por el juez. La analista rechaza esa condición para la escucha, en la cual el suje­ to se ofrece como carne cosida para el Otro y pone como condición que la demanda pase por la palabra. El sujeto se descose la boca y solicita a la analista que haga por él su pedido al juez, lo que no está contemplado bajo el régimen de la ley. La analista se niega, pero acompaña su negati­ va con la reiteración de un “no puedo”. El sujeto respon­ de: “Ah, sí, usted me dice que no, yo sé que es porque no puede y no porque no quiere”. Ese “decir que no” de la analista, si bien no es el tle un padre que representa la ley, da cuenta de una posición que se encuentra atravesada por un lím ite, en un medio en el que no existe el no porque todo es “transa” entre reclusos, guardianes, carceleros, etc. En las cárceles todo es negociable.

Pablo es portador de HIV y es entrevistado por la ana­ lista a pedido de las autoridades de la cárcel, que solici­ tan un seguimiento de los reclusos portadores. Consume cocaína y se inyecta desde los 12 años y no hay nada en él que actúe como freno a eso que se inyecta en su cuerpo. La detención no solo lo frenó sino que, también, lo tranquili­ zó. Cumplió una condena por un crimen del que no es cul­ pable, pero tampoco reivindicó su inocencia. “En la calle se hace la vida que quiere mi mamá”, sostiene. La prime­ ra intervención de la analista se orientó a ubicar una posi­ ción subjetiva en la cual, por cuidar al otro, termina mal. El enterarse de que era portador de HIV funcionó como freno para él, algo del cuerpo se anudó y se puso un límite al desenfreno pulsional: comenzó a cuidarse de los exce­ sos. Una intervención de la analista al despedirse diciéndole “Cuídate” sirve de contención al desenfreno. Ese sig­ nificante “cuídate” proferido por la analista conmueve esa certeza inquebrantable para el sujeto de que el Otro quiere que él sea malo. El sujeto comienzo a darse cuenta de que podía cuidarse solo. A la salida de la cárcel, Pablo sigue concurriendo a la analista por voluntad, más allá de haber cumplido su con­ dena. En la calle el sujeto se encuentra no con la condena jurídica sino con la propia: allí se hace la vida que quiere la madre; ese fue el saldo de saber que le dejó el encuen­ tro con la analista: le dio una libertad condicionada por la ganancia de un saber. A partir de ello, Pablo ya 1 1 0 paga­ rá con la cárcel por un delito que no cometió, aunque eso no lo libra de su propia cárcel en los excesos con la droga. Pero ahora no se hace llevar preso para dejar de hacer la vida que su madre quiere; una repetición irrefrenable que lo lleva a consumir sin límite. Frente a esta situación busca un freno en el analista, y en vez de hacerse llevar por la

policía, llama por teléfono a la analista y le dice: “me asesi­ né; intérname porque termino preso”. LA CLÍNICA EN EL DISPOSITIVO ANALÍTICO: U N A INVENCIÓ N MÁS ALLÁ DE LAS REGLAS MORALES Y LOS ESTÁNDARES ANALÍTICOS "Yo también soy una profesional"

Una mujer llegó a mi consultorio al cabo de una inter­ nación psiquiátrica, que se produjo luego de que intentara suicidarse tomando pastillas. Durante la primera entrevis­ ta, no pudo determ inar quién la había derivado. Hablaba con mucho letargo y sus relatos eran totalmente impreci­ sos. La novela familiar, en tanto construcción del incons­ ciente, no se hacía presente en su discurso. Los datos de su historia, tales como escenas infantiles, recuerdos, su casa­ miento y su filiación, eran vagos. Tenía tres hijos, de los cuales solo podía situar al padre del primogénito. Aquello que afirmaba un día lo modifi­ ca ba al día siguiente. Tampoco podía ubicar los aconteci­ mientos que habían precipitado su intento de suicidio. Desde un primer momento se hacía difícil decidir si su discurso estaba articulado al inconsciente o si se trataba de algo del orden de fuera de discurso. Tampoco resultaba claro si esa modalidad discursiva constituía un intento de ocultarle algo al Otro, sembrando intrigas, y ni siquiera era evidente una direccionalidad al Otro ni que hubiese algo para ocultar. El hecho de que existiera o no una intencio­ nalidad de dirigirse al Otro era una herramienta funda­ mental para ubicar la posición transferencial del analista: si el analista sería intérprete o simplemente destinatario como testigo de su discurso.

Frente a este panorama, era pertinente indagar acerca del estatuto de esas lagunas, si eran producto de la repre­ sión o de la medicación, si eran datos retaceados al analista o agujeros, en el sentido de la forclusión. El semblante del nombre del padre

El sentimiento de vida se forja a partir de la construc­ ción que el inconsciente hace como ficción mentirosa. El inconsciente miente porque no puede inscribir lo real del sexo y solo inscribe mentiras verdaderas. La cuestión de la verdad y la mentira tenía en esta mujer un papel central, no tanto por querer develarla, sino por el estado de perplejidad en el cual quedaba sumida al no poder diferenciar la verdad de la mentira. Decía de sí misma que era una mentirosa, pero que en el análisis no quería mentir: la verdad era para ella el haber sido prosti­ tuta y la mentira, el decir que sus padres estaban muertos cada vez que le preguntaban por ellos. En el análisis se recorta la siguiente frase con un parti­ cular interés: “Abandoné a mis padres; no sé si están vivos o muertos”. Esa frase era dicha como un lamento que repetía como una letanía. Saber si sus padres estaban vivos o muertos no le importaba; tampoco se preguntaba acerca de sus relaciones con el Otro. “Abandoné a mis padres; no sé si están vivos o muer­ tos” constituye la modalidad que el sujeto tiene de nom­ brar el abandono del Otro encarnado en los padres, abandono que ella se imputa a sí misma. Esa separación del Otro que da cuenta de la inoperancia del nombre del padre se traduce en sentimientos de irrealidad y perpleji­ dad para el sujeto.

Ella, que se situaba como hija de un prestigioso médi­ co y esposa de un juez, relataba que a partir de su sepa­ ración se había visto obligada a limpiar pisos, dormir en estaciones de trenes, pedir comida, situaciones en las cua­ les la vida adquiría para ella un sentimiento delirante de indignidad. M ientras que desde su posición subjetiva de perplejidad no podía determinar si el Otro estaba vivo o muerto, obte­ nía alguna certeza en esa posición de indignidad, posición de desecho y humillación que se hacía presente tanto en el hecho de que tuviera que dormir en estaciones de trenes como en la posición de objeto que adoptaba como prosti­ tuta. Sin embargo, esa posición de objeto que no la inte­ rrogaba, no la dividía ni la avergonzaba le permitía com­ pensar su vacío existencia 1, en la medida en que esa verdad (el haber sido prostituta) constituía una certeza del lado del ser: a llí estaba segura de existir, la existencia no era puesta en duda. Esa fue su carta de presentación: “Soy prostituta”; ese era su ser y su existencia y, en tanto no constituía un síntoma que la interrogara, tampoco fue algo a interrogar en el análisis. El uso del cuerpo en la prostitución y el semblante fálico

Un cliente, presentado por ella misma como semejan­ te en edad y características a su padre, le propuso aban­ donar a los demás a cambio de una exclusividad total: él le daría el dinero que obtenía con su trabajo a cambio de que dejara a los demás clientes. Este hombre, entonces, aparece como excepción dentro de la serie de los clientes, y pasa a ubicarse como un padre real: el Uno de la excepción, amo y dueño absoluto del goce.

Gran parte de los conflictos que traía a sus sesiones estaban referidos a la tortuosa relación que mantenía con él. Entre ellos se desencadenaba una locura pasio­ nal y muy violenta, ya fuera porque tener sexo con este hombre posicionado para ella como un amo del goce le resultaba insoportable y por lo tanto se negaba a ello, o porque él se negaba a darle el dinero, cada vez más ilim i­ tado, que ella pedía. Luego de las peleas quedaba sumida en una gran melancolía y la vida perdía todo vestigio de sentido. Se lamentaba de que, al mirar por la ventana, no lograba entender qué era lo que “enganchaba” a la vida al resto de la gente. En tales circunstancias, retornaban las ideas de suicidio. En esos momentos añoraba su trabajo como prostituta y remarcaba que, en esa época, estaba mejor porque no tenía ideas suicidas ni intentos de suicidio. Esto llevó a que el analista se ubicara como parte narre en ese vacío existencial y se cambió su horario de sesión a la mañana. El análisis era lo primero que ella hacía al comen­ zar el día. Con la prostitución había logrado darle un sentido a su existencia y había podido hacerse de un sentimiento de vida. “Mi plan era comprarme un departamento, dar­ les de comer a mis hijos”, decía. “Lo hice por mis chicos; no tenía para darles de comer, me había propuesto reunir dinero para comprar un departamento”. La prostitución fue la invención encontrada por ella frente a la falta de la medida fálica. Esa solución le posibili­ tó regular a través del tiempo y el dinero el exceso de goce que le generaba el encuentro con el Otro sexo y, de este modo, poner una medida y límite al goce emergente en el encuentro con él.

Por otra parte, conocía la convención del estándar acer­ ca de la duración de la sesión y, al cumplirse los cincuen­ ta minutos, ponía el dinero sobre la mesa y se aprestaba para retirarse sin que le indicara que la sesión había ter­ minado. Ubicar en el análisis el lugar que tuvo para ella la prostitución la llevó a introducir su invención en las mis­ mas sesiones. “Yo respeto el tiempo de los profesionales, porque yo también soy una profesional y a mis clientes no les di nunca ni un minuto de más ni un minuto de menos”, decía. Es decir, su propia práctica profesional la condujo a im pleinentar en la transferencia el mismo tratamiento que utilizaba con los clientes, a través de una particular intervención en la regulación del tiempo y del dinero en sus sesiones: siempre duraban los cincuenta minutos que ella misma había pautado (“ni un minuto más ni un minuto menos”) y si no podía pagar, no asistía. ¿Qué lugar ocupa el analista?

De entrada, ella le planteó al analista su verdad (que era prostituta) y que no quería mentir en el análisis. Para ella, la verdad estaba de su lado, y eso hacía que el analista no pudiera funcionar allí como intérprete. ¿Cuál era su función allí entonces? Ella puso las condiciones, dijo su verdad y también planteó qué era lo que quería dejar oculto: ni este hom­ bre, amo absoluto, ni la psiquiatra que la atendía debían saber que se analizaba, de manera que el analista pasó a ser algo para ocultar al Otro. En este sentido, el analista, lejos de ser un clínico que se ubica por fuera de la experiencia, forma parte de la transferencia y, en vez de aplicar están­ dares de sesiones de tiempo fijo o tiempo libre, acepta las

condiciones de ella; y desde ese lugar es que consiente res­ petar ese secreto, pautar sesiones de tiempo fijo y no cues­ tionar la prostitución bajo preceptos morales. LOS REVERSOS DEL DERECHO A LA IDENTIDAD

Vivimos en una época en la que se pregona la trans­ parencia y funciona el imperativo de que “todo debe ser dicho”. Ese decir, en las democracias liberales, pasa a for­ mar parte de los derechos humanos, en nombre de los cua­ les y para preservar la salud mental del niño, se postula que “por su bien” debe conocer “la verdad”. De este modo, se arma no solo una máquina de control sino también aque­ llo que M ilner (2002) llama “la máquina de arrebatar lo último”. H ay una creencia —que se escuda en el psicoanálisis— que sostiene que la verdad debe decirse, que debe desocul­ tarse y que no solo es benéfica sino también un derecho inalienable de las personas. Sin embargo, para un analista, la verdad no se confunde con la verdad táctica; esto es, no se trata de los hechos sino de “hechos de dichos”. Tampo­ co la verdad puede develarse con los datos genéticos. Para Freud, el recuerdo es una modalidad del olvido y este último, a su vez, es uno de los modos de recordar. Por eso, en Recordar, rep etir y reelaborar (1967), se refiere al recuerdo como encubridor. El recuerdo guarda con el olvido una relación homologa a la que existe entre men­ tira y verdad. Se trata de mentiras verdaderas, a sabien­ das de que, para el psicoanálisis, no hay verdad sobre lo verdadero. En La novela fa m ilia r del neurótico, Freud (1979) estable­ ce un fantasma generalizado del neurótico: la creencia en

una mentira (que se es hijo de otros padres). A esa fantasía mentirosa, Freud le otorga un valor de verdad. Este es un punto central que debemos tener en cuenta no solo al con­ siderar la importancia que se le asigna a la verdad actual­ mente, sino también ante la creencia de que la verdad puede ser captada por las videocámaras o por pruebas de ADN. La verdad, para un psicoanalista, nunca se confunde con lo que la cámara Gesell, la videocámara o la televisión dicen o muestran. La verdad militante

El ADN plantea una cuestión acerca de si el uso de la prueba genética para determinar la paternidad puede con­ fundirse con la verdad acerca de la ficción que es todo padre. Llevar a un sujeto a confundir su verdad con la prueba genética es desubjetivarlo y dejarlo huérfano. Un sujeto se armó un padre a partir del decir materno que sostenía que era hija de un desaparecido. Sin embar­ go, ella descreyó de ese relato y, en su lugar, construyó su propia ficción: se situó como hija del jefe de su madre. Es decir, conjeturó que era hija de ese hombre culto y adine­ rado, y que su madre no se lo decía para no desprestigiar­ lo porque era casado. Teniendo todos los organismos para indagar acerca de la identidad de su padre desaparecido, ella se negó a utilizarlos y se armó un padre. La psicóloga, compenetrada con los ideales de una militancia por la verdad, y en nombre de ella y del derecho a la identidad, decidió dejar de escuchar su relato y la alentó a realizarse pruebas genéticas. El supuesto padre accedió a hacerse los estudios y los resultados fueron negativos, no solo porque mostraron que no estaban genéticamente

emparentados, sino por las consecuencias que acarrearon: un empuje irrefrenable de la joven a realizarse más pruebas genéticas para que la medicina le otorgara ese padre que ella tenía como sostén fantasmático. Ella tenía la certeza de que los resultados estaban equivocados, y un pasaje al acto en el cual cayó por las escaleras cuando volvía con los resultados negativos del laboratorio fue lo único que logró frenar ese empuje. El derecho al secreto: una mujer que no quiere saber

En el transcurso del análisis de otra paciente surgieron una serie de cuestiones en torno a su identidad y a la sos­ pecha de que era adoptada. A través de recuerdos y escenas que relató a su analista, construyó una trama basada en la sospecha de ser hija de otros padres. Idas y vueltas, argu­ mentos y contraargumentos en torno a si era adoptada o no la tuvieron tomada durante todo un trayecto de su aná­ lisis. En determinado momento, tuvo ocasión de conocer “la verdad” y salir de esa incertidumbre: su padre, antes de morir, le entregó una carta en la que supuestamente se revelaba el secreto. Sin embargo, la mujer eligió no saber y le pidió a su marido que guardara el sobre. Para el analista, se trataba entonces de dilucidar cuál era la posición subjetiva del sujeto en relación tanto con el saber corno con el goce, lil universal del derecho a la iden­ tidad rige para el acto ciudadano, no para el acto analítico. Frente a un tema tan delicado como los derechos huinnnos, solo la ética desde la cual se orienta el analista puede decidir el acto más pertinente, y esto se dirime en el uno por uno. Desde su posición, un analista puede distinguir

entre el caso del sujeto que no quiere saber para preservar­ se de un saber que lo horroriza —y allí se impone el respeto por la posición ele ese sujeto: es el respeto por los límites que tiene todo sujeto respecto de hasta dónde quiere avan­ zar en relación con el saber- y el caso en que, a sabiendas, no hay un no querer saber acerca de un saber inconsciente y no sabido, sino que se oculta un saber sabido para encu­ brir un delito de lesa humanidad. Es aquí donde se impone un lím ite de orden ético. El empuje a la memoria va de la mano de una confusión acerca del estatuto de la verdad en psicoanálisis. Dicho de otro modo, saber quiénes son los padres biológicos de un sujeto no implica que esa sea la verdad. La verdad se elabora a través de la memoria que, para el analista, está hecha de olvidos y no de una m ilitancia por la memoria activa. La militancia por “la” verdad actúa junto con la máqui­ na de arrebatar, pero, para el analista, la verdad ni se pre­ gona ni se arrebata y, en este sentido, el caso que acabamos de presentar da cuenta del respeto por el secreto. En una época en la que se cree que la intimidad puede ser filmada y los celulares son máquinas de arrebatar lo íntimo, qui­ zás una sesión de análisis sea lo único que un sujeto puede seguir manteniendo en secreto. Intervenciones analíticas con los jueces

El aporte del discurso analítico al discurso jurídico: hacer una transmisión del saber analítico a los jueces

Eric Laurenl (2011) destaca que la exigencia de transpa­ rencia en el procedimiento de pruebas estadísticas y en la

aplicación del protocolo universal trae aparejada una fuerte angustia en los médicos, psiquiatras y jueces. Esa ilusión cientificista no solo afecta al sujeto sino que también termina torcluyendo al profesional a cargo: es decir, los jueces ya no ejercen el acto jurídico, ni los médi­ cos el acto médico. El empuje al protocolo va acompañado de una clínica policial, basada en evaluaciones y medica­ mentos, que sostiene el orden público y la supuesta salud mental como ilusiones, pero también se presta a un uso canalla. Una negativa a la demanda de evaluación

Un juez pide la intervención de una perita psicóloga para que informe si un niño de 5 años se encuentra vulne­ rado en alguno de sus derechos o si es víctima de violencia familiar en los términos de la ley 12.569. Para ello, solicita como prueba que examine los dibujos del niño que mostró su madre y los informes elaborados en otras tantas depen­ dencias del Estado. Es importante destacar que la analista se negó al pedi­ do del juez, fundamentando su respuesta en el saber psicoanalítico, es decir, señalando el carácter ilusorio de creer que a partir de un grafo se puede deducir una verdad, y destacando además el estatuto de verdad para el psicoaná­ lisis y el lugar privilegiado que se le otorga a la palabra en esta disciplina. Desde hacía tres años el niño venía siendo evaluado, a causa de las reiteradas denuncias que la madre hacía respecto del padre, en las que pedía que se le prohi­ biera establecer contacto con el hijo. Uno de esos informes psicológicos concluye que el material gráfico, sus juegos y dichos:

están hablando de violencia emocional y física de su padre hacia él [que, sea] cierta o no, [el sujeto] la vive así. Es proba­ ble que lo que haya dicho sea verdadero. Considero que debe­ rá hacer psicoterapia para reparar la situación traumática vivi­ da que pareciera a todas luces verdadera por sus aseveraciones espontáneas y por su producción (dibujos, juego). Poseo mate­ rial fotográfico de sus producciones que están a disposición. ¿Desde cuándo un informe habla? ¿Desde cuándo las fotografías constituyen un material, no ya para los analis­ tas, sino para cualquier psicoterapia de la palabra? Cuan­ do el “psi” se cree un gurú experto y habla por el sujeto, arrogándose saber la verdad y lo mejor para él, su posición linda con la canallada (Greiser, 2010). Estos gurúes vuelven imposible tanto el acto analítico como el jurídico. Ante esta situación de iricertidumbre, el juez volvió a pedir intervención psicológica, que esta vez resultó más afortunada, porque fue la oportunidad de dar lugar a la palabra del sujeto y de transmitir al juez el saber del que el psicoanálisis se sirve. Esta causa — que llevaba ya varios años, contaba con pedidos reiterados de prohibición de contacto y estaba acompañada de informes varios como el precedente— fue cerrada por falta de pruebas a partir de la intervención de un analista. Bien podemos afirmar que aquí el acto analítico posibilitó el jurídico, detenido a causa de los informes que ali­ mentan esa ilusión cientiíicista de poseer la clave de la verdad. Donde un discurso calla oiro comienza. Intervención de un fiscal

En D elito y transgresión (Greiser, 2008a), Silvia de Luca relata una viñeta acerca de la intervención analítica en una

causa de abuso sexual. Se solicitó la intervención analítica a partir de un callejón sin salida para el discurso jurídico. En las conclusiones se plantea que, allí donde la causa jurí­ dica estaba cerrada, se abría la posibilidad de intervención desde el discurso analítico, aunque dicha intervención no se hizo por requerimiento judicial. En esta oportunidad, presentamos otra viñeta en la cual el acto jurídico pudo llevarse a cabo sin requerir la inter­ vención del psicólogo. Sin embargo, aunque para el discur­ so jurídico la causa estaba cerrada, se solicitó intervención analítica.* Un fiscal que estaba investigando un hecho de violación y lesiones en una adolescente de 15 años comprobó que el atacante había sido el propio novio de la víctima. El cuerpo de la joven -según la revisación médica- exhibía muestras evidentes de violencia y heridas graves. La muchacha presentaba un cuadro de debilidad mental sin posibilidades subjetivas de ofrecer resistencia. Para la ley, el caso era mas que claro: la víctima era menor de edad y, por lo tanto, que haya dado o no su con­ sentimiento, no contaba. En términos del procedimien­ to legal, el caso no ameritaba mayores pruebas en tanto el expediente penal contaba con los elementos necesarios (examen de ADN) para imputar al sujeto por violación. El acto jurídico, por ende, se llevó a cabo y el acusado fríe enjuiciado y condenado. Sin embargo, el fiscal interviniente convocó a la perita psicóloga forense porque la posición de la madre, que des­ creía de su hija y defendía a ese hombre, a pesar de las prue­ bas en su contra.

* V iñ e ta traída a sup ervisió n por Ju lie ta R affo.

El acto jurídico ya estaba resuelto y la causa podría haber quedado cerrada, en tanto había un culpable. Sin embargo, para el fiscal había allí un resto. Y fue justamente a partir de aquello que no pudo ser considerado desde el discurso jurídico que se pidió la intervención analítica para indagar acerca de la subjetividad de la madre. Es importante señalar otra cuestión en este caso, referi­ da a la modalidad de transferencia que se produjo entre el fiscal y la analista interviniente. Cuando se trabaja en dis­ positivos jurídicos como defensorías, juzgados, entre otros, los informes a los jueces no son la única herramienta para que se produzca esa transferencia de saber. El analista tam­ bién tiene la oportunidad de conversar su clínica con los abogados, se arman equipos de trabajo. En esta ocasión, teniendo la posibilidad de pedir la intervención de un “psi” que aplicara técnicas evaluativas prefirió la escucha de un analista y esto constituye una prueba de los efectos que los analistas tienen en el campo de la clínica jurídica. CLÍNICA DE LA VIOLENCIA

En el marco de la Ley de Violencia Familiar de la Pro­ vincia de Buenos Aires 12.569, en 2007 se creó el Progra­ ma Provincial de Salud para la prevención de la violencia familiar y sexual y la asistencia a las víctimas. En su art. 1, dicha ley, establece que “se entenderá por violencia, toda acción, omisión o abuso que afecte la inte­ gridad física, psíquica, moral, sexual y/o libertad de una persona en el ámbito del grupo familiar, aunque no confi­ gure delito”. Esta ley es un ejemplo paradigmático de cómo el acto jurídico queda devaluado por la ley misma. La violencia no

es una categoría tipificable como delito. La ley no puede prohibir ser violento, agresivo (3 vulnerable. La cuestión central no es solo la ley en sí, sino cómo fomenta la denuncia mediante programas de prevención que son una verdadera caza de víctimas y victimarios que, con el pretexto de la prevención, el cuidado y la defensa de la “víctima”, promueven una clínica policíaca. Por supues­ to, no se trata aquí de negar las manifestaciones de violen­ cia, sino de evitar ser portavoz de una ideología que, en nombre del bien, emprende una tarea delirante de preven­ ción (véase el capítulo 2). Según estos programas, los sujetos “víctimas de violen­ cia7’ tienen que detectar sus propios síntomas, se tienen que autoevaluar con la ayuda de los medios de comunica­ ción. “¡Detecte sus propios síntomas! Si cree ser víctima de violencia, llame a estos núm eros...” Cualquiera puede ir a denunciar al p arten aire, porque la misma ley aclara que no es necesario que el acto en cuestión configure delito. Insul­ tar, escupir, cualquier pelea de la psicopatología cotidiana de la vida conyugal es llevada a los juzgados. De allí la queja de muchos jueces, que señalan que los juzgados se han con­ vertido en consultorios psicológicos, y su descontento por no poder ejercer el acto jurídico que les compete, porque se los obliga a sancionar conductas que en sí mismas no cons­ tituyen un delito: ser violento no está penado por la ley. Otra cosa es si, por el hecho de ser violento o pacífico (para la ley es lo mismo), el sujeto incurre en un delito. La ley es vaga respecto de qué se considera un acto vio­ lento; en cambio, la promoción de la denuncia es total­ mente precisa. Dentro del programa de prevención de la violencia familiar se trabaja con seis protocolos, e incluso se deman­ da un informe vi etimológico. En particular, nos interesa el

referido a prevenir y asistir a mujeres víctimas de maltra­ to, de violación. La ideología de la defensa de los derechos humanos se apoya en una concepción del sujeto como víc­ tima y, como señala Cerdeiras (201 1), esto nos coloca en un “callejón sin salida”. Al protocolo de dicha ley de violencia contra la mujer subyace la idea de la mujer como víctima. El protocolo sostiene que, en tanto tal, la mujer no suele estar dispuesta a mani­ festar su situación de abuso o maltrato, y que llega incluso a negarlo. Esta ideología se sustenta en el planteo de ubicar al sujeto bajo la partición víctima/victimario, pero la partición efectuada desde el psicoanálisis es otra. Para esta disciplina, por el contrario, lo que existe son las posiciones sexuadas a partir de dos modalidades de goce, y de allí deriva la oposi­ ción femenino/masculino; pero la distinción víctima/victima­ rio no es congruente con el psicoanálisis, y no es bajo esa con­ cepción como ubica a los seres parlantes. Veamos entonces cómo se interpreta la partición Feme­ nino/masculino. Con las fórmulas de la sexuación, Lacan da cuenta de dos lógicas: la masculina, regulada como toda en el régimen fálico; y la femenina, situada en otra lógica que posiciona a la mujer como “no-toda” en dicho régi­ men. Lacan ubica a la mujer en la función fálica, pero ella no se sitúa como toda en dicha función sino como no-toda. Asimismo, la lógica masculina da cuenta de una moda­ lidad de goce regulado por el Uno de la ley, que, en tanto excepción, hace de límite y arma un conjunto cerrado. Del lado femenino tenemos un goce que, al no contar con el Uno como límite, conlleva que una parte del goce femeni­ no no esté regulado por el falo, por lo cual la mujer se ins­ cribe como no-toda en el régimen fálico y goza de un goce ilimitado que la vuelve extranjera de sí misma, extraviada, porque es un goce fuera del discurso.

Con las fórmulas de la sexuación es posible hacer una lec­ tura no solo de la posición sexuada de 1111 sujeto, sino también de la forma de goce que caracteriza al Otro de la época actual. M iller y Laurent (2005: 93) definen al Otro actual más por el modo de gozar que por el ideal y se preguntan cómo es posible soportar ese Otro que no deja de insistir en la perspectiva del Otro que no existe. Recordemos que ese Otro, desde el psicoanálisis, es fundamentalmente el otro sexo, y esa alteridad hace a un modo de gozar que escapa a los límites del goce fálico sub­ sidiario del régimen del Uno. En este sentido, la pregun­ ta que plantean corresponde a cómo cada uno, hombre y mujer, soporta esa alteridad a nivel del goce. Es decir, cómo soportar lo Otro en Uno. H ay hombres que deciden el rechazo absoluto de lo femenino hay otros que pueden hablarles. Otra modalidad de tratar a la mujer es golpearla. Unos le hablan y otros le pegan para que no hable. Ese fuera de discurso, característico del goce femenino, puede llevar a que el hombre pase a ser un estrago para una mujer, y que, desde esa posición, se dirija al hombre con una demanda insaciable de palabras en su intento de que él nombre lo innombrable que habita en ella. También puede ocurrir que el hombre se transforme en El Hombre y encarne para ella la figura certera de un Otro malvado. Los analistas abordamos la cuestión de lo que se da en llamar una clínica de la violencia a partir del axioma lacaniano de la no relación sexual, y es desde allí que pensamos todo lazo abierto al malentendido. Desde esta perspectiva, la violencia puede constituir una forma de amor. Dado que el goce femenino es aquello que no hace lazo, porque lo femenino es fuera de discurso y está segregado

del inconsciente, es a partir de considerar el tratamiento dado a ese fuera de discurso que resulta posible hablar de una clínica de la violencia para el psicoanálisis. En otras palabras, la violencia puede ser un intento de aniquilar al Otro, pero también un modo de amarse con el Otro. ¿Por qué esa insistencia del discurso jurídico en la defensa de los derechos de la mujer? Es cierto que algunos hombres golpean a las muje­ res (ahora en la Argentina se puso de moda quemarlas, o quemarse)/4 ¿Es acaso que el fuego pasional ya no es metafóri­ co sino real? ' También hay toda una clínica no solo de amores “ardientes”, sino también de mujeres, que, en tanto madres, privan a sus cónyuges de ver a sus hijos o, al sentirse despecha­ das, recurren a la ley para arruinarlos económicamente. En “El Otro sexo y clínica de la posición femenina”, M iller (2007: 283) plantea, a partir de una clínica de la posi­ ción femenina, una serie de cuestiones interesantes para pensar temas del derecho. Desde la posición del no tener, la mujer reivindica el tener, y M iller propone, por un lado, buscar en esa posición el origen de la justicia distributiva y, por otro que la mujer es el origen del derecho, en la medi­ da en que la posición femenina se relaciona con la verdad y la injusticia. La inhibición femenina implica un “no tener derecho” y, en este sentido, para M iller el niño pasa a for­ mar parte de los bienes suplementarios de esa posición de no tener. La maternidad, entonces, forma parte de la patología femenina: por no poder transformarse en mujer, se trans­ forma en madre. Esto supone dos soluciones para la mujer:

4. A p a rtir del caso ele trascendencia m e d iática del m ú sico de la banda de rock C a lle je ro s que quem ó n su m u je r, se repiten las denun­ cias que im ita n este m odelo.

una, por la vía del tener, que consiste en poner al niño como tapón; y otra, por la del ser, que supone hacerse un ser a partir de la nada. Esa clínica femenina es caracterizada por M iller como una clínica de la inconsistencia, de la falta de identidad y del descontrol. El personaje de Medea, de la obra homónima de Eurípides, es el ejemplo de la venganza de una mujer y de la falta de límites a la que puede llevar la pérdida o el abandono de un hombre: es allí, en la posi­ ción no de víctima sino en el lugar de la privación, donde una mujer puede no tener límites en su violencia vengativa. Un trabajo de investigación llevado a cabo por analistas'' que trabajan en centros de atención a la víctima y en juz­ gados las lleva a plantearse dos preguntas que orientan la lectura que hacen de su casuística: 1) ¿qué impulsa al sujeto al acto de denunciar en un momento determinado, qué es lo que hace romper el lazo en esa pareja?; y 2) ¿qué efectos se producen en los sujetos a partir de recurrir a la ley? En la práctica, según estas analistas, lo que se verifica en estas mujeres cuando obtienen de la ley lo que supuestamen­ te buscaban es la aparición de sentimientos tales como la angustia, la vergüenza y la división subjetiva. Esto permite afirmar que lo que desean no es lo que dicen querer y lo que las moviliza a la denuncia es el intento de reducción del Otro al estatuto de objeto a. I al como sostiene M iller (2001a: 170): “ella quiere separarlo, quiere extraer el sujeto barrado, sepa­ rarlo de sus razones, de sus buenas razones, de su haber [...] arruinarlo, separarlo de sus prójimos [...] de sus Ideales”. Su clínica, fundamentada en el axioma de la no relación sexual, las lleva a interpretar estos casos como “la respues­ ta particular del sujeto a ese real”. En este sentido, siguen

5. Silvan a G ila r d o n , Ju lie ta E v a R a fio y F lo re n cia Raffo.

asimismo la propuesta de Graciela Brodsky (2008), quien aborda en detalle el teína de los celos femeninos: “El signo del deseo del otro le es imprescindible, y si esta ‘prueba íntim a’ falla, si el deseo del hombre no le rinde homenaje, si le devuelve que ni lo tiene ni lo es, se abre bajo sus pies la grieta por donde se deslizará fácilmente hacia el pasaje al acto o el act/ng-out”. Tres viñetas

Norma presenta una denuncia policial, en el marco de la Ley contra la Violencia Familiar, contra su marido, con quien vive desde hace veintitrés años, en la que solicita la exclusión del hogar y la prohibición de contacto; estos pedidos le son concedidos. A su vez, el marido radica una denuncia por impedimento de ingreso al hogar. A través de las entrevistas con ambos — dos con la mujer y una con el marido—, se pone en evidencia que lo que desencadenó esta situación fue que ella lo había encontra­ do mirando una página de prostitutas por internet: “Todo empezó porque él anda con prostitutas”, dice Norma, “yo creía que tenía ojos solo para mí. [...] El me angustia. [...] en los últimos días yo tenía mucho miedo de que se metie­ ra en mi cabeza y escuche mis ideas”. Dejando de lado el sesgo delirante que se verificaba en sus relatos, la analista le pregunta qué recursos utilizó para apartarlo de su vida, a lo cual ella responde que “el problema es que hace rato que yo me quería separar y no sabía cómo”. El relato del marido, por el contrario, da cuenta de que es acosado por las demandas de su mujer y narra los mutuos reproches respecto de quién tomaba la iniciativa sexual. “Me preguntaba si yo era gay o tenía otra mujer.

Yo le decía que también esperaba que ella se acercara. Yo no existía para ella. No me preguntaba cómo estaba. Se desgastó la relación, no hay química”. Por otro lado, resul­ ta interesante el giro producido en el discurso de Norma entre la primera y la segunda entrevista. El efecto tranqui­ lizante de la medida cautelar duró poco. Llega llorando a la segunda entrevista y relata una serie de situaciones en las cuales se presenta confusa y sin saber si la violencia partía de ella o de él: “Somos dos sustancias que juntas explotan”. Sobre la prohibición de contacto, dice “me desbordé, se me fue de las manos la situación y ahora estoy pagando las consecuencias”. Asimismo, cuenta que le manda mensajes de texto a escondidas de su abogada porque, si no, “esta me mata”. Está muy confundida y dice que lo extraña, pero que tiene que esperar los noventa días del plazo de la medida y que ese es mucho tiempo para ella. Agrega que le gustaría poder dejarla sin efecto, pero que no se anima a decírselo a su abogada. Las quejas traídas a los divanes de los analistas hoy son llevadas a los juzgados. ¿Víctimas de qué? ¿De la “falta de química” o de ser “dos sustancias que juntas explotan”? ¿Acaso no se pueden amar de esa manera? Si no, entonces todos somos víctimas. Si res­ pecto de algo muchas de estas mujeres efectivamente quedan en posición de víctimas es de ser objeto de las manipulacio­ nes de abogados y asistentes sociales, para quienes cualquier recurso es válido en pos de atrapar a algún victimario. Para mostrar la posición ridicula de estos defensores de los derechos de la mujer, transcribimos a continuación parte del informe victimológico de la asistente social y de la abogada patrocinante en esta causa. La asistente social concluye que la situación para ella es de “extrema gravedad, ya que presenta síntomas de estrés

postraumático por agresiones recibidas, a la vez que teme por las conductas perturbadas del Sr. X. Se considera que resillen necesario establecer un perímetro de seguridad en la vivienda y en el lugar de trabajo”. El informe de la abogada transcribe los dichos de la demandante: “|he sido] objeto de discriminación de su parte por mis características físicas, creando en mí una baja autoestima que hizo que me autodenigrara. También yo y el resto del núcleo familiar hemos sido objeto de total abandono emocional, ya que no nos ha dado jamás el cui­ dado y protección necesarios”. Además, declara que con­ tinúa recibiendo amenazas y que tiene en claro que está en presencia de “un manipulador compulsivo violento”, lo que M arie-France Hirigoyen (2000) denomina “un perver­ so narcisista”. Frente a estos informes, el redactado por un analista basado en la escucha del sujeto es una herramien­ ta que sirve de antídoto a tales aberraciones, amparadas en falsas ciencias para judicializar a un sujeto que resultó ser presa de la venganza de una mujer. Estela fue derivada a un psicólogo por la fiscalía de turno a raíz de la denuncia penal que había radicado contra su ex concubino, con quien había convivido durante veinticuatro años y del que estaba separada desde hacía cuatro meses. En la denuncia consta que su ex pareja había ingresa­ do a su domicilio con dos botellas de nafta, y amenazaba con prender fuego el sillón del living. Tras el forcejeo con las botellas, Estela terminó “empapada” de nafta. Salió de inmediato a la comisaría a denunciarlo y el personal poli­ cial se lo llevó detenido. Frente a la pregunta de la analista acerca de lo ocurrido, Estela dice que su ex pareja “es muy mujeriego. Siempre lo perdoné. Nos íbamos a las manos. Nos queríamos tortear. Yo me lastimaba, para que me vea lastimada [...] me hacía

cortes en los brazos”. De ese modo lograba que él no se fuera. Sobre la situación actual de detención de su pareja, plantea su arrepentimiento: “Me quiero matar”, dice, en relación con la desproporción entre la privación de libertad de su partenairc y los hechos denunciados. Ahora interpreta que él no quiso dañarla ni prender fuego la casa, sino solo asustarla. Cuando se le pregunta por sus años de relación con él, señala: “No fue violento conmigo, es más, yo soy la de mal carácter. El problema es que él es mujeriego, se enamora de todas las mujeres”. Que haya dos p a rten a ires que “se quieren tortear” no configura un delito. ¿En nombre de qué ley de violencia podemos armar el protocolo de las modalidades del amor? Por supuesto que, más allá de las elecciones amorosas particulares, si se comete un delito, este debe ser penali­ zado. No es la penalización en sí lo que estamos ponien­ do en cuestión, sino el uso que se hace de los dispositivos que, bajo el pretexto de la prevención, se precipitan a la denuncia y, amparados en los informes victimológicos, no dan el espacio para que los sujetos mismos puedan inventar una salida a su situación. Tanto Estela como Norma ponen de manifiesto la locura a la que puede llegar una mujer cuando se da cuenta de que no es la única para un hom­ bre. Quizá más que esos dispositivos judiciales, lo que estas mujeres necesitan es el tipo de escucha que solo la práctica analítica puede ofrecerles. Claudia recurre a la justicia alegando malos tratos del padre hacia su hijo, por lo que se dicta una medida de prohi­ bición de contacto del padre con el hijo y se pone como con­ dición para el padre realizar un tratamiento psiquiátrico y psicológico.

Sin embargo, Claudia insiste y pide que el niño no esté a solas con su padre porque, alega, es adicto a las dro­ gas, y solicita estar presente en los encuentros entre ellos. El informe del centro de prevención de adicciones informa que, en la actualidad, el sujeto ya no consume, razón por la cual se levanta la medida de contacto. Claudia ahora quiere más dinero y vuelve a pedir que se haga una evaluación psi­ cológica del padre y del hijo. En ese contexto es que se la entrevista y relata con todo lujo de detalles y en forma obscena una supuesta escena sexual entre su ex pareja y su novia, que su hijo de 3 años habría pre­ senciado. También cuenta que esa escena es relatada por el niño cada vez que vuelve de ver a su padre. Además, agrega que el niño padece convulsiones, que ella relaciona de manera directa este hecho con “lo que había visto”. Interrogada acerca de la escena dice: “El vio todo [...] desde ese momento todo cambió y se cree que es mi novio”. Cuenta también que el niño le dice: “vos sos sola y siempre vas a ser sola”. También señala que, para protegerlo, se queda con el niño y no sale a ningún Jado porque “El piensa que me voy a ir con otro”. Una frase recortada de la entrevista con el niño, que en ese entonces tenía 5 años, da cuenta de su posición. Cuan­ do se le pregunta si su madre tiene novio, responde: “No, ella es sola igual que yo”. En la entrevista con el padre, este relata que todo fue muy rápido, que supuestamente ella no podía tener hijos y “de la nada me dijo que estaba embarazada. Supuestamen­ te no podía tener hijos, no indagué, le creí. Me hice cargo como debe ser, como un hombre. No nos conocíamos, no nos llevábamos bien”. En este sentido, plantea que los profesionales están en la misma posición que él: siempre le creen a ella aunque, según él, “esta mujer inventa cosas”.

No le veo solución. Hace siete meses que no veo a mi hijo. Tenía un régimen de visitas, esta mujer me vio con mi novia y al mes se levantó el régimen de visitas. Denuncia que me encontraron con mi novia en la cama, lo mentalizó al chico como que pasó. No tengo más ganas, me quiero olvidar de que tengo un hijo, me superó, no tengo los medios, no hay forma. Ella tiene todo el tiempo, la fuerza y los padres la apoyan. Algo peor ya no me puede pasar. La analista interviene para plantearle que el nene dice que tiene hermanos. “Esa es la idea de ella. No tengo espacio para otro hijo ahora”, responde él. Lo que empujó a Claudia a hacer la denuncia fue ente­ rarse de la existencia de otra pareja, pero en lugar de tratar de vengarse contra esa otra mujer, su arma es privar a ese hombre de su hijo. De la escucha a este hombre surge que no se trata de un caso de violencia ni de perversión. A partir de Lacan interpretamos que estructuralmente la única per­ versión para la mujer es la maternidad, dado que es el niño quien se ubica como objeto fetiche para ella. Si hay alguna perversión, es la de esta madre que toma al hijo como un bien y, desde allí, intenta ejercer su derecho como mujer. El niño está en posición de realizar sin mediación alguna el fantasma materno; es su súbdito. Como sostiene Lacan (1993: 55): “La articulación se reduce en mucho cuando el síntoma que llega a dominar compete a la subjetividad de la madre. El niño se convierte en el ‘objeto’ de la madre y su única función es entonces revelar la verdad de este objeto. El niño realiza el objeto a en el fantasma”. Respecto del padre, lejos de ser un victim ario, se encuentra en una posición de impotencia y resignación respecto de una mujer que, según su propio discurso, “lo

tiene todo”. Tam bién queda claro que no hay lugar ni deseo para un hijo y acepta entregarlo a esta madre. Es decir, él es un hombre “obediente” que “hace las cosas bien”. Sobre él recaían una serie de informes que, en lugar de escucharlo, lo encasillaban con distintas etiquetas, como trastorno antisocial de la personalidad. En función de este diagnóstico, se le impide el contacto con su hijo y se le impone un tratamiento psicológico-psiquiátrico, que pare­ cería funcionar más como una sanción que como la escu­ cha de un sujeto. El sujeto acude por obediencia. La escucha analítica puede proponer el reverso de la sanción jurídica y en vez de impedir el contacto entre padre e hijo, procurar ayudar a este hombre (que se con­ sidera víctima de esta mujer) a habilitarse como padre y a separar a ese hijo de la posición de súbdito en la que lo ha colocado su madre y que él ha consentido.

Capítulo 4

Fundamentos de la práctica analítica I El psicoanálisis y el O tro social

Los fundamentos de la práctica se sostienen en los pre­ ceptos éticos del psicoanálisis. “No hay clínica sin ética”, nos recuerda M iller en M aternas I (1986). Me interesa, entonces, en este capítulo fundamentar desde el psicoanálisis aquello que nos orienta en las consi­ deraciones acerca de la denominación de “lo social” desde el discurso analítico. Por otro lado en el capítulo siguiente trataré de delimitar la pertinencia y especificidad del saber del psicoanálisis y su posición en relación a otros saberes y discursos. PSICOANÁLISIS Y SOCIEDAD

Si bien la experiencia psicoanalítica se lleva a cabo en la intimidad del lazo transferencia! que se establece con el analista, esa suspensión de la escena pública no conlleva

una desimplicancia en relación con lo social. Es decir, la acusación que suele hacerse al psicoanálisis de que no toma en cuenta lo social es falsa: tanto Freud como Lacan lo han considerado, pero el Otro social, para el psicoanálisis, no son las clases sociales ni la sociedad; tampoco el altruismo. M iller (2005) plantea que la sociedad como un todo uni­ tario es ilusoria. Lo social, para el psicoanálisis, se configura a partir del vínculo entre el sujeto y el Otro. Asimismo, el psicoanálisis no es un idealismo creyente en la armonía de las relaciones entre el sujeto y el Otro. AJ definir la pulsión como autoerótica, Freud postula una satisfacción que se realiza prescindiendo del Otro, y este es el primer obstáculo que podemos señalar a nivel de lo social: “el autoerotismo”. Es importante entonces ras­ trear las respuestas que han dado Freud y Lacan respecto de ese obstáculo y los mecanismos para pasar del sujeto al Otro. ¿Cómo se arma un lazo entre el sujeto y el Otro? Psicología de las masas y análisis d el yo (1996) y El m alestar en la cultura (1992) son dos textos en los que Freud pone de manifiesto la relación del sujeto con la cultura y con la comunidad. M ientras que en el primero se enfatiza el aspecto social que une a los integrantes del grupo a través del Eros y la identificación con el líder, en El malestar... se revela el aspecto antisocial a través del Manatos. Es decir que la pulsión no se rige ni por la vía del equilibrio ni por la del bien. No trabaja en pos de la vida, sino que su horizonte sitúa un más allá. Lacan no recurre al dualismo pulsional freudiano de Eros y Tan a tos, sino que unifica la pulsión en un monismo a tra­ vés del concepto de goce, y deduce a partir de los trabajos de Freud que la pulsión no responde a los preceptos adaptativos del programa de la vida y el placer, sino a un antipro­ grama respecto del lazo social. El programa lleva a la renun­

cia de la satisfacción en pos de las exigencias culturales, pero el antiprograma encarna a la pulsión misma, es decir, problematiza el pasaje del uno solo al Otro, porque la pul­ sión tiene una exigencia de satisfacción que no obedece a la renuncia y también prescinde del Otro para su satisfacción. Por otra pane, la ética del psicoanálisis se diferencia de la moral idealista en la medida en que considera funda­ mentalmente el antiprograma, que por lo general no con­ templan los planes sociales. El sujeto entra en el programa de la civilización mediante la identificación, a partir de ciertos significan­ tes que se toman del discurso que, desde las teorías de Lacan, damos en llamar discurso del Otro o Discurso que impera como amo. Desde allí es que al sujeto se le ofrecen modelos ideales a tomar. Eso posibilita la construcción de un “nosotros”, a partir del cual se puede decir “es uno de nosotros”, un “compatriota”, pero en el momento mismo en que el sujeto identifica un rasgo que Jo homologa con el Otro, paralelamente segrega aquello que es radicalmen­ te Otro, una alteridad con la cual no es posible identifi­ carse: ese Otro absoluto, rechazado, que Bataille llamaba “la parte maldita” (1987). Freud, que nunca fue un idea­ lista del humanismo, advierte sobre los límites de ese lazo: la identificación con el líder puede también conducir a lo peor —y el nazismo es un claro exponente de ello-. En “Psicología de las masas y análisis del yo ”, Freud advierte acerca de la falta de responsabilidad del sujeto que actúa amparado en la masa. Hoy en día, el goce prima por sobre los ideales masificantes, y las comunidades se constituyen más por la afini­ dad en los modos de gozar que por el ideal masificante. Lacan ha entrado al psicoanálisis por el lado de Ja socio­ logía, y desde “Introducción teórica de las funciones del

psicoanálisis en criminología” (1938) hasta la “Proposición del 9 de octubre de 1967” signe advirtiendo que la declina­ ción del orden que instaura la figura deJ padre es concomi­ tante con el aumento de crímenes. Tampoco dejó de adver­ tir acerca de la incidencia que el capitalismo ha tenido en los lazos familiares o acerca del vaticinio de la segregación como consecuencia del avance del capitalismo y la ciencia. En la “Proposición del 9 de octubre de 1967”, donde se refiere al ejercicio del psicoanalista, incluye un apartado sobre los procesos de segregación y, en su discurso de cie­ rre del coloquio acerca de la infancia alienada, se refiere a los campos de concentración. “Nuestro porvenir de merca­ dos comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación” (Lacan, 1991: 22). Qué soluciones encuentra el sujeto para el tratamiento de lo hetero constituye un interrogante que atañe no solo a la clínica del sujeto, sino también a la clínica de lo social. ¿Cómo se arma un “nosotros” y “los Otros”? ¿Amigo, ene­ migo, adentro y afuera? ¿Quién es el extranjero? ¿Dónde ubicar ese objeto malo que Lacan situó como el kakón? N O SO TRO S Y LOS OTROS

La segregación es inherente a la estructura del discurso. Algo distinto es el tratamiento que se hace del Otro como alteridad. Es que justamente aquello que se pone en juego en la segregación es el armado de un “nosotros” y “los Otros”. No obstante, no es lo mismo la segregación propia de cada discurso que el rechazo absoluto, fuera del discurso, que lleva al exterminio de esa parte maldita, utilizando los tér­ minos de Bataille.

Para que el Otro sea totalmente Otro tiene que cons­ tituir una alteridad radical: poseer la cualidad de que sea imposible que el sujeto se identifique con él. En este punto, a partir de los textos freudianos se puede situar una segregación estructural y no un p ath os ideológico. Textos como La n egación y P ulsiones y destinos permiten deducir el armado de la estructura subjetiva y, además, una clínica de lo social fundamentada en el psicoanálisis (Greiser, 2008a: 25). En Pulsiones y destinos de pulsión, el odio no es la con­ tratara narcisista del amor, sino el resultado de un rechazo primordial. Eso que es rechazado se identifica luego con lo hostil, y es lo ajeno lo que constituye el núcleo del odio. Lo odiado no es más que el propio goce, en el cual el suje­ to no se reconoce. Eso que le pertenece, que no por recha­ zado deja de ser suyo, es su propio goce, ajeno y hostil, dado que el goce mismo se presenta como lo Otro, como lo helero. Lo hetero no solo debe pensarse en la relación masculi­ no/femenino. El propio goce se presenta como hetero para el sujeto. Eric Laurent (2010) ha utilizado una expresión muy bella: lo llama “el goce sin rostro”, porque el goce se presenta como algo opaco, oscuro y oculto, y es en esa cara oculta que cobra un especial interés para el psicoana­ lista, en tanto la experiencia psicoanalítica actúa sobre ese campo que es del goce, y es allí donde se espera su eficacia. Esto no reconocido es el alojamiento de una extranjeridad en la intimidad, eso es la extimidad. Tanto el goce como el inconsciente mismo son éxtimos para el sujeto. El sujeto no puede reconocerse allí. El concepto de extim idad anula la distinción entre el adentro y el afuera, conforma un topos allí donde no hay dos caras, sino un pasaje de una a otra.

Cuando Freud analiza el precepto cristiano del amor al prójimo, muestra de qué modo ese prójimo es una de las caras del sí mismo en la que anida el odio hacia el propio goce, que es vivido como algo completamente ajeno. El goce tiene esa particularidad: el sujeto no puede identificarse con él. De ahí que colocar eso extraño en el Otro sea la vía para­ noica consustancial tanto al lazo social como al exterminio, un camino que puede ser muy corto entre uno y otro. En D elito y transgresión (Greiser, 2008a) en un capítu­ lo sobre la violencia planteo una genealogía de lo bueno y lo malo a partir de La n egación , escrito del cual podemos extraer fundamentos para una lectura de la segregación. Además, planteé allí el abordaje que hace Freud acerca de la génesis del juicio por fuera de cualquier racionalismo: no es la razón sino que son los apetitos pulsionales los que determinan el juicio. El juicio de atribución ubica el atri­ buto de lo bueno afirmado en el placer e incorporado en tanto bueno y propio solo porque “me satisface”. Lo malo es el resultado de una expulsión desde la interioridad, que determina un afuera identificado con lo malo simplemen­ te porque “no me satisface”: “Expresado en el lenguaje de las mociones pulsionales orales, las más antiguas: ‘Quiero comer o quiero escupir esto’, y en una introducción más amplia: ‘quiero introducir esto en mí o quiero excluir esto de m í” (Freud, 1976: 254). Lo que se deja afuera es el propio goce que ha sido expulsado desde adentro. Dicho en otros términos, se afir­ ma un adentro, tomado desde afuera y se identifica con lo bueno, y se expulsa desde adentro lo que no place, lo que se asocia con el afuera y lo malo. Es decir, el adentró y el afuera no están dados de antemano, sino que se construyen desde los apetitos libidinales.

Este artículo de Freud es también una puerta para inte­ rrogarnos sobre cómo se determina lo bueno y lo malo, el amigo-enemigo. El prójimo es una de las caras de mí mismo, ¿cómo puedo amarlo si en mí anida el odio de mi propio goce? De ese modo es como Freud cuestiona el precepto cristiano de amor al prójimo y desde allí podemos interrogar los altruismos. Hay un fenómeno actual novedoso. Se trata de la pro­ liferación de restaurantes étnicos, que es el gusto por las comidas y costumbres del Otro. En Argentina comíamos asado; ahora nos reunimos a comer sushi. Por su parte, en Europa se observa un fenómeno que al menos merece un análisis: el gusto por adoptar niños de diferentes razas. ¿Cómo leer ese gusto por lo exótico? ¿Cómo sostener allí el narcicismo de los padres en el cual por lo general se pedía que los niños adoptados se asemeja­ ran a ellos? El niño aparece objetalizado no como un equi­ valente del ideal fálico, sino alojado en el deseo del Otro desde un gusto por lo extraño. Habría que pensar la relación entre ese gusto por lo exótico y el aumento de la xenofobia en la Europa democrática. SEGREGACIÓN-RACISMO. FORCLUSIÓN-EXTERMINIO

La segregación es subsidiaria de una articulación con lo simbólico. Afirmar un significante conlleva a la segre­ gación, a diferencia de la forclusión, que es el rechazo del significante y, por lo tanto, es un fuera de discurso. Hay una segregación estructural propia de todo lazo social, en la medida en que todo discurso es segregativo. Se puede “no querer saber nada” en el sentido de la repre­

sión: “no quiero saber nada con los judíos”, “no quiero que mi hijo se case ni se junte con un católico”, “a mi casa no me traigas un homosexual”, son enunciados que segregan al otro; pero en tanto lo Otro es tratado por el discurso, no lo exterminan. Pero cuando hablamos de forclusión, estarnos en otro terreno: no se trata de no querer saber, sino de un “no ha lugar”, una falta de inscripción que da cuenta de un recha­ zo de lo simbólico. El asunto es determ inar qué tratam iento se le da a esa parte rechazada. Ese elemento forcluido puede ser el terrorism o islámico, los “pibes chorros”, el vecino, pero también el otro sexo. En El sem inario 17, Lacan afirma que ese gran empeño puesto en enunciarnos como hermanos es una prueba evi­ dente de que no lo somos: “No hay fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados del resto” (Lacan, 1989). El extranjero, en su alteridad, siempre introduce lo extraño, lo diverso. El racismo, por tanto, se puede pensar en relación con el goce del Otro; esto se traduce por un odio a ese otro goce, el no soportar el goce del Otro. Asimismo, hay un dato no menor que no puede escapar a un psicoanalista: el propio inconsciente segrega lo feme­ nino, puesto que no hay inscripción de lo femenino en él. No hay relación entre hombres y mujeres, entre ami­ gos y enemigos, entre el compatriota y el extranjero, entre Oriente y Occidente, porque todos somos extranjeros. La parte maldita puede ser la mujer, el hombre, el que tiene otro color o profesa otra religión; el asunto es si a esa parte maldita se la m al-dice o se la extermina. El sujeto puede elegir exterminarla en sí mismo, con el suicidio, o en el otro, con el homicidio.

Pero también puede elegir otra forma de tratamiento del malentendido de los goces que es recurrir a un ana­ lista. Es decir, puede pasar años mal-diciendo al otro o darse cuenta de que esa parte maldita —que no se puede reeducar ni exterminar—forma parte de uno mismo y, de esta forma, aprender a dominar la pulsión o a convivir con su síntoma. Este es el tratamiento del goce ofrecido por un analista que, aunque no pueda garantizar que el sujeto logre una mancomunión con el otro, nunca estará a favor del exterminio. LAZO SOCIAL Y DISCURSO. ¿POR Q UÉ EL DISCURSO ES UN LAZO SOCIAL?

M iller (2005) señala que la operatoria del psicoanálisis es de contra-sociedad, aunque —aclara—esto no significa ponerse la sociedad en contra. ¿Qué posición debe adoptar el analista entonces para no ponerse la sociedad en contra ni darle la espalda, pero, a la vez, tampoco quedar atrapado en el discurso del poder? Mientras que el Estado se orienta a la masa, el psicoaná­ lisis se dirige a esa singularidad que es el sujeto extraído de la masa. Su inserción en lo social se sitúa en los bordes, en los litorales, en una posición de extimidad. Al ubicarse en los márgenes, el analista no se encuentra ni afuera ni aden­ tro de las instituciones. El concepto de sociedad no determina ningún sujeto, es anónimo; cuando se dice “la culpa es de la sociedad”, “la culpa es de la educación”, se trata de enunciados anónimos. Por el contrario, para el psicoanálisis, lo social no es anó­ nimo, sino que responde al lazo siempre particularizado entre un sujeto y quien encarna el Otro en él.

M iller (2005) plantea que “la sociedad” es un concepto dudoso. Lacan llama “lazo social” —no se interesa por la socie­ dad—a la articulación de dos lugares, y esto justifica pre­ guntarse cada vez quién es dominante y quién es domi­ nado. Considera que la sociedad está intrínsecamente fragmentada en diversos lazos sociales. Pensar que se reúne en un todo no es más que un acto de fe. Sería mejor utili­ zar un neologismo y hablar de un lazo dorninial, es decir, un lazo que comporta la dominación de uno sobre otro. Esta cita nos permite hacer algunas reflexiones. Cuan­ do decimos que algo “es responsabilidad de la sociedad”, en realidad no estamos responsabilizando a nadie, porque la sociedad no es un sujeto. Lo mismo sucede cuando los políticos dicen que es “el pueblo” el que desea, “la socie­ dad” la que quiere; es decir, se trata de universales anóni­ mos a los que el psicoanalista no puede plegarse. Por su parte, la cuestión acerca del dominante y el dominado nada tiene que ver con cuestiones de explota­ ción, pero sí con las jerarquías. La igualdad reenvía al esta­ dio especular, con el consecuente deseo de aniquilar al semejante: es la dimensión mortífera del narcisismo. Es en ese sentido que debe entenderse el neologismo utilizado por M iller cuando plantea que el lazo social es dorninial -es decir, equivalente a la disimetría entre el sujeto y el Otroy no simétrico. El entramado social se construye a través de discursos que ofrecen identificaciones a seguir y pautas a cumplir. La alienación al discurso del Otro es la herramienta para crear ese lazo, que no se establece ni por neurotransmisores, ni por toqueteos afectivos, ni por empatias, sino discursiva­ mente. Recordemos que Schreber decía que solo se podía establecer contacto con Dios a través de los nervios. Es un

claro ejemplo de fuera de discurso y de la copulación signi­ ficante, porque a nivel del goce no hay cópula posible. El fundamento analítico del lazo social es que en el lugar en el que no hay relación sexual los discursos se insertan como suplencias. Lacan (1993: 86) lo expresa de este modo: “El psicoanálisis socialmente tiene una consis­ tencia distinta de los demás discursos. Es un lazo de a dos, en tanto está en el lugar de la no relación sexual”. El sem inario 17, en la medida en que Lacan da respuesta allí a los acontecimientos sociales de su época, es netamente político y, en este sentido, pone de manifiesto cómo pien­ sa lo social. Durante los acontecimientos del Mayo francés, cuyos lemas eran “Prohibido prohibir”, “Cambiar la vida”, “Transformar la sociedad”, Lacan no se plegó a esa rebe­ lión contestataria de los estudiantes frente al amo y se diri­ gió a ellos en estos términos: “Ustedes quieren un amo y lo tendrán”. De esta forma situó la posición del estudiantado en lo que dio en llamar “discurso histérico”, es decir, aquel que busca un amo como parten aire. Por el contrario, sos­ tiene, el modo de inserción del psicoanálisis en lo social no consiste en ponerse al amo en contra. Para Lacan, el dis­ curso analítico no es contestatario frente al amo, sino su reverso, y propone otra respuesta que no es contestataria, sino subversiva. Situar el reverso del discurso del amo es la subversión que puede esperarse del discurso analítico. LAS CUATRO MODALIDADES DEL LAZO DISCURSIVO

Lacan fragmenta ese Uno ilusorio de la sociedad en cuatro discursos, que son diferentes tratamientos del goce y, a su vez, cada uno de ellos determina distintas modalida­ des de lazo. (Cabe aclarar que, por supuesto, existen trata­

mientos del goce situados por fuera del discurso, ya sea en una clínica del sujeto o en lo que puede denominarse “una clínica de lo social”). Recordemos algunos de los maternas que Lacan plan­ tea en El sem inario 17. El discurso histérico, el del amo, el universitario y el analítico son las cuatro modalidades de tratamiento del goce que propone Lacan. En 1972 agrega a esta lista el discurso capitalista, como un modo de deno­ minación descriptiva que, al romper el lazo, funciona en realidad como antidiscurso. Por otro lado, los maternas del discurso corresponden al intento de unir dos dimensiones heterogéneas, el aspec­ to significante y el pulsional, y sitúan cuatro lugares fijos. Estos son: • • • •

Agente Otro Producción Verdad M ientras que los términos, que sí varían, son: S I: el significante amo S2: el saber a: el objeto plus de goce S: el sujeto dividido.

El SI es “la función del significante en que se apoya la esencia del amo” y el S2 es el campo de significantes Hernia­ do “el saber”. Ambos términos son elementos significan­ tes. De esta puesta en relación entre Si y S2, surge un ter­ cer término, el sujeto barrado por efecto de la incidencia de SI sobre S2. El cuarto término es el objeto a, que es el

producto tic la operación significante sin ser un elemento significante. En cuanto a los lugares del discurso, tenemos el agente, que es desde donde se establece la dominancia; el coman­ do de ese discurso estará determinado por el término que allí se ubique, de modo tal que los lazos serán diferentes según a quién se dirija el que oficia de agente. No es lo mismo que un sujeto le hable a un juez a que se dirija a un psicoanalista; del mismo modo que no es lo mismo cuando el psicoanalista formula una pregunta a un analizante que cuando en su rol de profesor examina a un alumno. Los discursos se disponen en dos pisos: en la parte supe­ rior se sitúan una direccionalidad y un lazo, una cópula entre sus términos, mientras que en la inferior hay una disyunción entre verdad y producción. Tomemos el punto de partida, que es el discurso amo. Lacan denomina así no solo el discurso del poder, sino el discurso del inconsciente. El discurso amo opera por identi­ ficación proponiendo significantes que comandan al sujeto. ¿Qué quiere un amo? Que la cosa funcione como él ordena. En este sentido, el saber no le preocupa al amo más que como medio para obtener plus de goce, es decir, el saber en el discurso amo es un saber que trabaja para obtener goce; y en el lugar de la verdad, lo que queda ocul­ to es que el amo está castrado. A quien sí le interesa el saber es a la histérica. Con el discurso histérico, Lacan propone el partenaire más adecua­ do para ese amo, dado que ella quiere atraer a un amo para que produzca un saber a través del cual ella podrá castrarlo. Si partimos de que la experiencia de satisfacción se ins­ cribe como SI, vemos que es la repetición de ese goce la que abre las puertas del inconsciente mismo en tanto apa­ rato de repetición de goce. Dicho de otro modo, ese SI

(significante amo, o significante del goce) comanda el inconsciente a través de un automatismo que convierte al inconsciente mismo en un aparato que busca la repetición del goce pero que, en ese mismo intento de recuperación, produce una entropía, una pérdida de goce. 'Tenemos entonces un paralelismo entre el inconscien­ te y el funcionamiento descripto por M arx respecto de la plusvalía —con la salvedad de que, en Lacan, se trata de un plus de goce—. El inconsciente inscribe la repetición del goce como un saber que, en el discurso amo, trabaja para obtener goce. La ley, el mando, se ubica en la dominancia que ejerce SI que, si se orienta hacia el saber, lo hace solo en tanto medio para obtener el plus de goce, designado por el objeto a como función de recuperación del goce perdido que el propio discurso genera. En el tratamiento del goce que Lacan plantea para el dis­ curso analítico, el saber no es un medio de goce. El saber en el discurso analítico se ubica en el lugar de la verdad, que nunca es toda, y en el trabajo analítico se espera de ese saber un efecto de verdad sobre el sujeto. Ubicar un saber en el lugar de la verdad es subvertir el saber amo y esto plantea la verdad en un medio decir. Es la verdad quien habla, no el yo. ¿De qué saber se trata en psicoanálisis? Se trata de un saber que habla solo, es el saber del inconsciente, y cuando el sujeto se topa con él, surge un efecto de verdad. Ese saber que habla solo es un saber articulado y constituye un medio de goce que se emparenta con la verdad enunciando la castración. ¿Qué es lo que este saber sabe? Sabe acerca del goce. Y la verdad que enuncia es justamente la impotencia de la verdad en relación al sexo: que no hay verdad verdadera que pueda decirse al respecto, y esto mismo convierte a la verdad en un medio decir. Por eso Lacan, al referirse a la verdad, dice que ella varía.

El saber inscribe en ese lugar una repetición del goce que, como efecto de verdad, enuncia su impotencia. La verdad no puede decirse toda, porque no hay saber verdadero acerca del goce femenino ya que está por fuera de discurso, y esa es la verdad que la histérica moviliza. Los idealismos fundamentalistas y las heroínas quieren llevar la verdad hasta sus últimas consecuencias, pero para el discurso analítico la verdad es no-toda, y no puede pro­ clamarse. Dicho en otras palabras, no hay “verdad verda­ dera” acerca del goce de la mujer ni del padre, sino disyun­ ción entre saber y verdad; consiste en un saber que dice la verdad de la castración. El psicoanálisis, por tanto, no con­ siste en volver consciente lo inconsciente, sino en poner a trabajar el discurso amo del inconsciente bajo el discurso analítico. En el discurso analítico, los significantes amos de ese sujeto, su singularidad, se ubican en el lugar de la produc­ ción, y en el lugar de la verdad se obtiene un saber que solamente vale como saber para esa singularidad que es cada sujeto. Ese lazo particular e inédito que se entabla con el analista apunta a que el sujeto inscriba esa singularidad y es contrario a la identificación masificante: el discurso ana­ lítico, al sostener lo singular como la única posibilidad del lazo social, es el reverso del discurso amo masificante. Asi­ mismo, apunta a lo que no funciona del discurso amo, a lo que hace síntoma; y, de este modo, el síntoma se convierte en el p artenaire del sujeto. CAPITALISMO Y PSICOANALISIS Es a la altura de El sem inario 17 que Lacan ut iliza el tér­ mino ga d gets para denominar los objetos creados por la

industria en escala masiva con la promesa de felicidad. El discurso capitalista, entonces, es una inversión del discurso amo, que podemos escribir como sigue: Discurso amo

Discurso capitalista

S I - > S2 S

a

En el discurso amo, el lazo se establece en el piso supe­ rior entre SI y S2, y abajo se mantiene la imposibilidad, en tanto barrera que separa al sujeto del objeto. Es decir que en el discurso del amo la condición de posibilidad entre el sujeto y el objeto se relaciona con la función de la castra­ ción como límite al goce. Pero con el materna del discurso capitalista esa barrera de imposibilidad no se sostiene, y el sujeto hace lazo con el objeto o, en términos de Lacan, con el ga d get. Las flechas cruzadas indican que el lazo del sujeto se da directamente con el objeto; el objeto se dirige a él y, de ese modo, funciona como tapón de la división subjetiva y rechaza la castración. Ese objeto no pertenece ni a la ima­ ginación ni a la fantasía. El gadget. es fundamentalmente el objeto producido por la incidencia tecnológica. El discurso capitalista lo utiliza como señuelo del deseo y tapón de la falta. Por televisión y por internet se proponen fantasmas para sujetos, porque los fantasmas son cada vez más versá­ tiles y ese objeto se le propone al sujeto con la promesa de una satisfacción inmediata: “Lo querés, lo tenés”. Una propaganda de un centro estético pregona “Trae el cuerpo que tenés, llevate el que querés”. Es claro que nada en el discurso capitalista ocupa el lugar de lo imposi­ ble. “Nada es imposible” es el lema actual. La ciencia, aso­ ciada al capitalismo, permite elegir el color de piel. En la

actualidad, los adolescentes (y los que no lo son tanto) solo se conectan mediante sus gadgets, sin que nada del rostro ni del cuerpo entre en contacto con el otro. Evidentemen­ te, la ciencia es imparable, pero también es indudable que en ella no todo es progreso ni que todas las incidencias de los avances tecnológicos apuntan al bienestar: el “más allá del placer” también se hace presente en esos avances que, por ejemplo, conducen a los delitos por internet. En este sentido, si Lacan ubicó al psicoanálisis como escolta de la ciencia no fue para enarbolar su bandera, sino para situar­ lo como el reverso de la vida contemporánea. Esto es, el analista entra en el discurso analítico como semblante de objeto para obtener la división subjetiva, y no como objeto que la tapone. De ese modo inédito, entra el analista en el mercado: con ese lazo de a dos, que puede durar años, y es mucho menos efímero que cualquier objeto tecnológico y tapón, justamente porque al no funcionar como tapón de la castración, promueve el deseo. DISCURSO UNIVERSITARIO Y PARADIGMAS EVALUATIVOS

Dejé para el final el discurso universitario —al cual Lacan también llamó “nuevo amo” en El sem inario 17— porque me interesa señalar de qué modo, a partir de él, se sostiene lo que damos en llamar “el paradigma contempo­ ráneo de las burocracias sanitarias”. Lacan emparenta el discurso universitario con las burocracias: S2 — a

En este caso, el saber es el que manda. La ley es la del saber; por eso mismo, el saber ubicado en el lugar del agente lo convierte en una tiranía del saber. No es un saber particularizado, sino que al ubicarse en el lugar del mando, el saber en el discurso universitario se posiciona en el lugar absoluto de Todo el saber. ¿A quién se dirige como p a rten a ire? En el piso de arri­ ba tenemos que la flecha se dirige a un objeto al cual se le aplica el rigor de ese saber absoluto. Veamos qué lec­ tura podemos hacer de ello: la situación de examen es paradigm ática del imperativo de saber y el a-studado es el neologismo que Lacan utilizó para referirse al estudian­ te. Como examinado, el sujeto queda reducido a la posi­ ción de objeto, y ese discurso produce sujetos divididos a-studa dos. Ese es el lazo universitario, un S2 anónimo aplicado sobre un sujeto que es tomado como objeto a ser evaluado. Este lazo produce sujetos divididos y, en el lugar de la verdad, aparece S I, que es el lugar de la ley. Que la ley aparezca en el lugar de la verdad tiene efectos clínicos muy específicos. Sabemos los efectos nefastos que los “padres progres”, los que sostienen que no es bueno reprimir a sus hijos, pro­ vocan al colocar explicaciones y saberes en el lugar de la ley. El deseo, si no está articulado a la ley, produce ciertos desórdenes. La ley, para ser eficaz, debe producir la imaginarización de un daño en el cuerpo. La ley es eficaz si fun­ ciona en el lugar del mando; la ley no se explica, se ejerce. Explicarles a los niños que no tienen que pegarle al hermanito porque le duele, o que mamá y papá los quieren a los dos por igual no produce el mismo efecto que advertirles que si vuelven a pegarle se van en penitencia a su cuarto o que castigarlos. Una ley es eficaz solo en la medida en

que su incumplimiento vaya acompañado de un castigo o de una sanción. Ese régimen de la ley en la actualidad está en declive y hay toda una clínica que es subsidiaria de ese declive, tal como lo vimos en los capítulos precedentes. I-Ioy en día hasta los jardines de infantes se manejan con reglamentos de convivencia, para niños que aún ni saben leer. El reglamento, a diferencia de la ley, se le aplica a un sujeto, pero desde un lugar anónimo, porque los regla­ mentos que manejan las burocracias sanitarias o comu­ nitarias no son la ley, en tanto allí nadie ocupa el lugar de encarnar la representación de esa ley. Otra distinción importante que puede hacerse entre el régimen de la ley y el de los reglamentos o contratos es respecto de la dife­ rencia entre el nivel del escrito y el de quien encarna un decir. Los reglamentos son leídos a los sujetos; cuando la palabra de quien encarna la autoridad no funciona como tal, por lo general se recurre al reglamento dándoselo al sujeto para que él mismo lo lea. Por lo general, la letrita chica de los contratos nunca se lee. El nivel de lo escrito no es lo mismo que el nivel del decir. Lacan advirtió sobre los efectos catastróficos que devienen cuando se elide ese segundo tiempo del Edipo, en el cual se pone en juego la ley del padre, mediada en el discurso de la madre. Y hace una aclaración de importancia clínica respecto de ese no que la ley introduce. Alguien debe encarnar ese decir que no, articularlo en un discurso; no es un “no” escrito: es un no que debe articularse en un decir que no, y para ello se requiere de un sujeto. En el reglamento, típico instrumen­ to de las burocracias, nadie está en posición de encarnar ese “no” que articule el deseo con la ley. Juan Carlos Indart (2005-2006) plantea que “hoy hay una patología manifiesta, en muchos casos en familias pequeñoburguesas, en la sociedad vehiculizada por la cien-

cía”, pero dicha patología no se deriva de una simple deca­ dencia de la función del padre en su discurso —no único, pero clásico—como discurso del amo. Se deriva de la rota­ ción de un cuarto de vuelta de este último, sustituido así por el discurso universitario, corno también enseña Lacan. Esto último atañe asimismo a las burocracias ^sanitarias, cuya irresponsabilidad es máxima. Con un padre que dice que no, el sujeto se puede pelear, puede ser contestatario, como lo hace la histérica; pero con un escrito o un regla­ mento, no hay con quién pelear. Es un régimen totalmen­ te anónimo dominado desde la administración, en el cual se rechaza al sujeto desde una tiranía del saber. Nadie da la cara para encam ar el no, porque el burócrata no toma ninguna decisión, obedece órdenes y cumple una gestión administrativa. El amo sí toma decisiones. Los modelos actuales que rigen el mundo moderno son los de la evaluación: todos deben ser evaluados bajo un saber que no representa a ningún sujeto, pero tampoco hay ningún sujeto que se coloque en nombre de la ley, porque el SI que antes podía decir “Se hace así porque yo lo digo, porque soy la autoridad” fue sustituido por la administra­ ción burocrática, en la cual ya no hay un sujeto que se pre­ sente como garante de su decir, sino personas que cumplen una función o estatutos, y frente a ellos el sujeto no puede rebelarse. El funcionamiento del saber en el discurso universita­ rio está en una posición que no produce estudiantes, sino sujetos forcluidos, y aunque no siempre se verifique una psicosis clínica, sí se da una caída del discurso. “Si no vas a la universidad no sos nada” es una sentencia que rige para muchas jovencitas a las que la maternidad o convertirse en esposas ya no las representa. Hay toda una clínica que da cuenta de síntomas en los cuales el sujeto entra en la

cifra de las calificaciones, y muchas consultas de los jóve­ nes se deben a la desorientación a la hora de entrar a la universidad. Todo el mundo está en la ideología de la evaluación, asista o no a la universidad. El sujeto forcluido queda como escoria. Jacques-AJain M iller y Éric Laurent (2005) sostie­ nen, con el término de “psicosis ordinarias” todo un pro­ grama de investigación para la clínica de la actualidad. Esto es compatible con una clínica que se corresponde con casos que no son neurosis ni psicosis desencadenadas, pero que presentan fenómenos forclusivos. Por eso es importante, si situamos a los discursos como modalidades del lazo, poder extraer también las conse­ cuencias clínicas de cada lazo.

Capítulo 5

Fundamentos de la práctica analítica II La ciencia, el saber del psicoanalista y otros saberes

En capítulos precedentes vimos que el analista, cuando ejerce su práctica en instituciones, se confronta con discur­ sos de otras disciplinas que, si bien pueden estar incluidas en las denominadas “ciencias sociales”, no por ello com­ parten el saber del psicoanálisis. Se habla de la brúju­ la necesaria para el analizante, y de una clínica de sujetos que la han perdido, producto de la caída de los significan­ tes amos. Pero ocurre también que el analista confronta­ do con otros discursos y saberes muchas veces pierde su orientación. El trauma, el descubrimiento del inconsciente, la sexuali­ dad infantil, el más allá del principio del placer forman parte del saber acumulado por el psicoanálisis. Es desde allí que nuestras referencias pueden ser de interés para otros domi­ nios, como la sociología, la educación, la filosofía y la crimi­ nología, destacada tempranamente por Lacan. Sin embargo, ese múltiple interés que pueden presen­ tar otros discursos por el psicoanálisis no siempre es aus­

picioso. La captación hecha por otros discursos conlleva deformaciones propias de quienes no pertenecen a nuestra parroquia, aunque también producen a veces esas deforma­ ciones quienes sí son parte de ella. En tanto supone una extensión del psicoanálisis, es posible tener la sensación o la ilusión de que este ha ganado terreno; sin embargo, esa extensión no siempre ha sido beneficiosa. Agnés Aflato (2011) plantea que “el intento de asesinato del psicoaná­ lisis” no solo es llevado a cabo por las neurociencias, sino también por la extensión del fenómeno “psi”, en el cual el psicoanálisis perdió su singularidad y quedó incluido den­ tro de las psicoterapias. El saber acum ulado por el psicoanálisis constituye nuestro saber reverencial, que se diferencia del saber tex­ tual producido en la relación uno a uno en cada experien­ cia analítica. Este último no es acumulable ni generalizable y, por eso mismo, solo interesa a quien lo produce, vale únicamente en su singularidad: la asociación libre personal o el síntoma de cada uno nunca será de interés público. El discurso analítico, cualquiera sea el dispositivo en el que se aplique, siempre espera la producción de un suje­ to, y el operador para lograrlo no es otro que el deseo del analista. No obstante, no es lo mismo la experiencia que surge del análisis que la intervención analítica en otros marcos. Aun cuando en los organismos asistenciales o jurídicos pueda haber un analista, no está allí como sujeto de supuesto saber colocado por el analizante, sino por la demanda de la institución, y como ya dijimos, esta requie­ re ser interpretada. ¿De qué manera, entonces, el analis­ ta puede hacerse presente en las instituciones para que su intervención no quede diluida ni confundida con otros discursos?

Si nos hacemos eco de la reivindicación del sujeto, esta­ remos operando desde el discurso histérico; si interveni­ mos con un plan normativo, estamos interviniendo desde el discurso universitario; pero si confrontamos a un sujeto con el goce implícito en sus dichos y actos, estamos ope­ rando desde el discurso analítico y, aunque esa interven­ ción no sea efectuada en el dispositivo analítico, será una intervención analítica. Los analistas son llamados a intervenir frente a suje­ tos agentes de síntomas sociales, pero esto no implica que intervengan en síntomas subjetivos. Si el analista puede, con su intervención, imitar ese síntoma social en síntoma subjetivo, su acto será analítico. El discurso analítico no produce un plan de regulación, ni un veredicto jurídico, ni reivindicaciones sobre víctimas y victimarios; tampoco va de suyo que cure en los términos de lo que otras disciplinas entienden por curar. Cuando el analista interviene en pericias, mediacio­ nes, gabinetes psicológicos, corre el riesgo de ser seduci­ do y quedar atrapado por la demanda del amo, o perder la brújula que lo orienta como analista en el debate con otros discursos producidos desde otros saberes. El ana­ lista no está allí ni como juez, ni como asistente social, ni para reivindicar el derecho de nadie, y tampoco para ceder a la demanda de evaluación. Frente a esa pérdida de rumbo, resulta necesario retom ar la orientación que aporta el psicoanálisis puro, cuando se trata de una prác­ tica que no es un psicoanálisis pero que se espera que se conduzca desde allí. Como punto de partida, presentamos algunas preguntas fundamentales para situar la práctica analítica que nos per­ mitirán organizar el desarrollo de este capítulo.

una antinom ia entre el psicoanálisis puro y el aplicado? 2) ¿Qué relación guarda el psicoanálisis aplicado con la psicoterapia? ¿Se contrapone a la psicoterapia? 3) ¿Qué relación existe entre psicoanálisis y psicología? 4) ¿Cuál es el vínculo entre psicoanálisis y ciencia? 1) ¿ H a y

PSICOANÁLISIS PURO Y PSICOANÁLISIS APLICADO

Respecto del primer punto, cabe a su vez preguntarnos en qué radica esa “pureza” que se le asigna al llamado “psi­ coanálisis puro” y, en forma correlativa, a qué o a quién se aplica el psicoanálisis aplicado. En el curso “El lugar y el lazo”, M iller (2000) parte de la diferenciación, planteada por Lacan en su “Acta de Funda­ ción de la Escuela” ([1964] 1991), entre psicoanálisis puro y psicoanálisis aplicado a la terapéutica. Esta distinción ha dado lugar a diversos disensos entre los propios analistas. Sin embargo, en ese seminario se puede leer una suerte de relativización de ambos conceptos por parte de Miller. En términos generales, el psicoanálisis puro, o “puro psicoaná­ lisis”, sería el didáctico, es decir, la experiencia analítica de quien desea convertirse en analista a través de ella; su finali­ dad iría más allá de lo terapéutico. Detengámonos un poco en esta última afirmación y señalemos que no hay modo de emprender ese psicoanálisis puro, puesto que esa supues­ ta pureza ha de estar necesariamente contaminada por un padecimiento, esto es, por lo que denominamos “síntoma”. Podemos entonces afirmar que lo terapéutico, que Lacan adscribe al psicoanálisis aplicado, no es ajeno al puro. Cuando Freud nos advierte sobre el fu r o r curandis, introduce una paradoja: para curar, el analista debe abste­

nerse del deseo de curar. En este sentido, el hecho de que también en el psicoanálisis puro haya cura —aun cuando venga por añadidura, como un efecto indirecto y colateralpone en tela de juicio la distinción puro/aplicado, porque, aunque no sea su finalidad primera, ambos la comparten. Y por parte del psicoanálisis aplicado, para curarse hay que introducirse en las vías del saber, de manera que la cura adviene añadida a ese saber. En “Sutileza analítica” (2008a) propone lo que llama un “retorno a Lacan”, es decir, volver al enclave de la escuela y al psicoanálisis puro, debido a que —sostiene—el psicoanáli­ sis aplicado corre el riesgo de convertirse en una psicoterapia más. En la primera clase de ese curso, plantea que el psicoaná­ lisis puro es un antídoto firente al ju ra r curandis, y que constitu­ ye la esencia del psicoanálisis. También allí sustituye el térmi­ no “cura” por “experiencia analítica”, en tanto el emprender las vías de un análisis introduce al sujeto en una experiencia que se sostiene en la transferencia de saber supuesto al analis­ ta, si bien se entra a ella por un padecimiento. Esta advertencia sobre el extravío del psicoanálisis que hace M iller puede leerse en relación con el planteo de Lacan (1993) de que el psicoanálisis debe ser síntoma de la civilización y debe ponerse en cruz con el discurso del amo -que ordena un mismo camino para todos por igual—. Lacan sostiene que la única manera de hacerlo es que el discurso analítico preserve la singularidad irreductible que es el síntoma. En este sentido, el real del psicoanálisis es un real sin ley, puesto que no hay ley que haga funcionar la relación entre los p arten aires sexuados. Si el psicoanálisis adopta una vertiente terapéutica y logra curar el síntoma, fracasa en tanto psicoanálisis; por eso, nunca podrá estar alineado con las terapias adaptativas. T ener presente esto último es fundamental para no perder nuestra orientación.

PSICOANÁLISIS APLICADO Y PSICOTERAPIA

La segunda pregunta que nos planteamos corresponde a la relación entre psicoanálisis aplicado y psicoterapia. La divergencia no hay que situarla tanto entre psicoanálisis puro y aplicado, sino entre psicoanálisis aplicado y psicote­ rapia. Veamos esto último. En “Variantes de la cura-tipo”, Lacan ([1955] 2003) afirma que “El psicoanálisis no es una terapéutica como las demás”. Si bien comparte con las demás psicoterapias el hecho de operar con la palabra y con el sentido, en el psicoanálisis, la palabra no está tomada en su dimensión curativa o catártica y, aunque eJ síntoma sea “charlatán”, no se trata de la creencia de que hablar es de por sí tera­ péutico: lo que se espera de la palabra es el medio decir de la verdad. M ás adelante, en “La dirección de la cura y los prin­ cipios de su poder”, Lacan ([1958] 1989) advierte acerca de los poderes de la palabra, y sostiene que, aun cuando el analista dirija la cura, no orienta la vida del sujeto. Es decir, se abstiene de ejercer ese poder de dirigir al anali­ zante conforme a sus ideales y, también, de erigirse en amo que le indica qué debe hacer. Tampoco apunta a que el sujeto se adapte a ninguna realidad: no se ofrece como modelo de identificación, ni restituye funciones afectivas ni resuelve conflictos de personalidad. En síntesis, el analista no ocupa el lugar del ideal. Uno de los desvíos íreudianos en los cuales Lacan ha insistido corresponde al descrédito del psicoanálisis en tanto terapia orientada por la identifi­ cación con el analista. Tanto Freud como Lacan —el pri­ mero, rechazando la hipnosis, y el segundo, la cura dirigida desde la identificación con el ideal del yo analista—expre­ san una posición ética en la cual se niegan a utilizar el

poder de la palabra asentada en la transferencia para ubi­ carse como amos frente al analizante. Las psicoterapias, que trabajan solo mediante el sentido, operan por sugestión, y en el caso de que logren eliminar el síntoma, lo hacen sin implicar al sujeto. El psicoanalista, por el contrario, no le aplica un tratamiento sino que lo implica en él, haciéndolo responsable no solo del sentido de su síntoma, sino, fundamentalmente, del goce que este supone. Tanto la medicina, con el uso de fármacos, como las neurociencias terminan quitándole responsabilidad al sujeto en relación a sus síntomas. La cura, en tanto principio rector de las psicoterapias, no rige como amo en el discurso analítico: el deseo del analista no está orientado por el deseo de curar. Esto no significa que sea indiferente al padecimiento del sujeto, cuyo ingreso en un análisis es provocado por el sufrimiento que el síntoma le acarrea. Sin embargo, el analista sabe que a ese padecer subyace el goce de su síntoma. Lo que Freud descubrió con el más allá del principio del placer es que lo que es goce y satisfacción a nivel inconsciente se hace pre­ sente como sufrimiento consciente. Son muchas las diferencias que podríamos plantear entre psicoanálisis aplicado y psicoterapia, pero hay una fundamental, y que si bien ya se señaló en capítulos pre­ cedentes, reiteramos aquí: el síntoma es la herramienta del trabajo analítico. El psicoanálisis aplicado no promete la felicidad, ni eliminar el síntoma, ni hacerlo encajar en los patrones de normalidad dictados por el discurso amo, sino que le otorga una dignidad que, lejos de rebajarlo a la medida común, lo eleva como lo propio de todo sujeto. En contraposición, las psicoterapias que operan por medio del sentido tratan el síntoma de acuerdo con los patrones correspondientes a los ideales colectivos y masificantes.

El deseo del analista no es una pureza; esto no quiere decir que nada desea, que el analista sea neutral, sino que el deseo del analista está planteado por Lacan como un operador del acto analítico. Es la herramienta que le per­ mite situar el síntoma; si no es neutro es porque justamen­ te apunta a una finalidad: obtener la más pura diferencia, esa singularidad que es cada sujeto y que lo torna inclasifi­ cable, diferente, otro frente a los demás. A partir de la consideración del síntoma “como modo particular de gozar del inconsciente” y de definir el deseo del analista como el de “obtener esa diferencia particulari­ zada que es cada sujeto”, Lacan sitúa al analista y al anali­ zante en una posición homologa, en tanto ni el deseo del analista ni el síntoma se prestan a una universalización. Desde esto último se pueden refutar las indicaciones téc­ nicas respecto de la experiencia analítica. Con las indica­ ciones técnicas podemos hacer funcionar un electrodomés­ tico, caso en que lo válido para uno es universal; pero la experiencia analítica se presta a la invención: cada una es inédita y en esa invención: participan analista y analizante. Por otro lado, el deseo del analista, si bien se enuncia como “el deseo”, se encarna de manera particular, en cada uno de un modo diferente. Por ello el psicoanálisis es una experiencia que no responde a la pretensión de universali­ dad científica. PSICOANÁLISIS-PSICOLOGÍA

Para comprender la especificidad del psicoanálisis, resulta fundamental dar cuenta de su relación con la psi­ cología, disciplina incluida en la “bolsa” de los “psi” como una de las tantas ciencias afines al psicoanálisis, llama­

das a entenderse con este en tanto ciencias sociales y del comportamiento. La psicología, definida por Lagache como la ciencia que estudia la conducta, se ha dividido en dos ramas: la expe­ rimental y la humanística. Su objeto de estudio es el hom­ bre, y en especial, su conducta. Es oportuno, entonces, proponer dos cuestiones: qué entendemos por hombre y si es pertinente considerar el psicoanálisis como un humanismo; por lo cual la cuestión básica de rigor es plantearse la pregunta acerca de qué es la humanidad. Justamente en relación a ello, Canguilhem (1994) pone en cuestión el rol del psicólogo, resaltando que, al propo­ nerse como una teoría general de la conducta, la psicología hace suya la idea de hombre. A partir de allí se interroga qué se entiende por humanidad. Asimismo, se pregunta si es posible hablar de una psicología general de la conducta sin determinar primero si hay continuidad o ruptura entre el animal y el hombre. Respecto de la psicología, dice que es una filosofía sin rigor, una ética sin exigencia y una medicina sin control. En tanto ciencia de la subjetividad, comienza con el intento de Galileo de construir una realidad objetiva a costa de eliminar al sujeto mismo, que pasa a ser conside­ rado como un mero error que obstaculiza la pretensión de objetividad. Luego, en continuidad con un modelo positi­ vista de la ciencia, se establece como condición la elimina­ ción de la variable subjetiva en pos de la objetividad pre­ tendidamente c i en tí fi ca. Canguilhem señala que en el siglo xix se produce un giro en la psicología, en consonancia con el universalismo planteado por la ciencia, que corresponde a la aspiración de igualdad de derechos. El nuevo hombre de los dere­

chos universales es el correlato del hombre de ciencia, que aspira a ese saber universal y absoluto. Ambas vertientes, la pretensión de universalidad de los derechos y el saber absoluto confluyen en un mismo resultado: la forclusión de la singularidad que es cada sujeto. Su patrón —señala Canguilhem refiriéndose a la psicología—ya no es la medici­ na —dado que se produce una ruptura entre la psicología y la clínica médica, que siempre había abogado por la cura-, sino la biología y su intento de convertirse en una ciencia objetiva. Es decir, la psicología, a través del ideal del hom­ bre, se transforma en un estudio de la conducta, que parte del supuesto de saber qué es un hombre, y su objetivo es ahora lograr que este se adapte a esa norma-patrón. Así, la psicología se convierte también en un instrumento del peritaje. Lacan ([1965] 1989) se refiere a Canguilhem justamen­ te en “La ciencia y la verdad”. Desde ese texto podemos situar al psicoanálisis en relación no solo con la ciencia, sino también con su distinción respecto de la psicología. El psicoanálisis no se ocupa de reflexionar acerca de la conducta ni de corregirla y, en la medida en que considera que de todo lo que se pueda decir sobre el hombre también es válido afirmar lo contrario, tampoco plantea un huma­ nismo. Así, el postulado de racionalidad queda desmentido por las acciones del hombre motorizadas por la pasión y no por la razón; y, si se define al hombre como un ser social, basta la infinidad de ejemplos del egoísmo humano para refutar esa idea. Planteado como un universal de la especie, el hombre es un idealismo, refutado por la singularidad de cada sujeto: el sujeto es singular, es decir, no responde a un modelo de especie humana. Lo más que puede decir­ se de él es que está gobernado por el más allá del princi­ pio del placer, y si hay una humanidad posible solo puede

ser planteada desde el horizonte pulsional. Como afirma M iller (2008) en el título de su artículo: “Nada es más humano que el crimen”. Todos los estudios acerca de investigaciones que plan­ tean leyes, patrones y estadísticas para establecer la rela­ ción entre abusados y abusadores terminan haciendo estadísticas mediante las que el psicólogo deviene repre­ sentante de los fines de quienes piden esas investigaciones. Así, el psicólogo, a veces a sabiendas y otras no, termina siendo instrumento de la industria farmacológica, del amo institucional o del Estado sanitario y sus delirios de norma­ lidad, prevención, etcétera. El psicólogo deja de ser una competencia para pasar del lado de una misión para los especialistas que se creen peritos en sus temas. Es por eso que Canguilhem (1994) plantea que el psicólogo sube por las escalinatas del Pan­ teón hacia las aspiraciones científicas, pero desde allí puede bajar y terminar convirtiéndose en agente de policía. A eso es a lo que se reduce cada vez más su práctica cuando se dedica a ser experto en tipificar conductas, y es esto lo que denominé la “judicialización de la clínica”. Mientras que la psicología, tal como propone Canguilhem, no puede definir su objeto de estudio, Freud logra hacer­ lo con el descubrimiento del inconsciente, pero no se trata de algo que pueda ser verificado ni medido con los instru­ mentos de la ciencia. Desde la perspectiva de Eric Laurent, el psicoanálisis aplicado no se limita solo a lo terapéutico sino, fundamen­ talmente en estos nuevos tiempos, se espera de él que man­ tenga l u í debate con otros discursos. Es a partir de esa pers­ pectiva que él propone un “analista ciudadano”, calificativo con el cual da cuenta de quien toma partido en los debates de la época que atañen a su ciudad. Pero ese tomar partido

es como “analista ciudadano”. Entiendo por ello que Laurent se refiere al interés hacia los debates ciudadanos, pero que tal interés lo tiene en tanto analista. Para el psicoanálisis, no se trata de ser superior a otras disciplinas o discursos, sino de conservar la extraterritoria­ lidad de la cual habla Lacan. PSICOANÁLISIS Y CIENCIA

En cuanto a nuestra última pregunta, es decir, la rela­ ción entre psicoanálisis y ciencia, Lacan sostiene que el primero mantiene una posición de extraterritorialidad res­ pecto de la ciencia y de las psicoterapias. ¿En qué se asien­ ta esa extraterritorialidad? Y, más concretamente, ¿qué es lo que diferencia el psicoanálisis de la “bolsa” de los “psi”? Esta últim a cuestión merece una importancia central a la hora de intervenir en dispositivos jurídicos y asistenciales. Nuestra intervención debe diferenciarse de la bolsa de las psicoterapias, y si hay un aporte que desde el psicoánalisis puede hacerse a otros discursos, debería asentarse en hacer valer esa diferencia sin situarnos en una posición de sober­ bia superioridad que termine hundiendo desde allí a nues­ tro propio discurso. Pero ¿es evidente que el psicoanálisis forma parte de las ciencias sociales o humanísticas? ¿Cuál es el estatuto del suje­ to para el psicoanálisis?, se pregunta Lacan ([1965] 1989). Para responder a estas dos cuestiones, primero sitúa el psi­ coanálisis en relación con la ciencia porque, considera, solo a partir de esto se puede determinar lo que comparte o lo que lo separa de las ciencias humanísticas que pueden ser afines a él, como la filosofía, la sociología, el derecho, la psicología y la pedagogía.

Asimismo, Lacan señala los efectos del papel de la cien­ cia en la forclusión del sujeto. Para la ciencia, el sujeto es un resto que debe ser eliminado, y es de ese sujeto rechaza­ do por la ciencia que se ocupa el psicoanálisis. En este sentido, es importante aclarar cómo Lacan con­ sidera la ciencia en ese texto. Allí, no se aboca a definirla, ni se dedica especialmente a ella: su interés es remarcar de qué modo el psicoanálisis aparece como escolta del saber absoluto que ella introduce. Así, no se trata de “las cien­ cias” en el sentido de diferentes saberes, sino de “la” cien­ cia moderna, cuyo artículo en singular resalta su carácter absoluto. Es desde ese lugar que él interroga a “la ciencia y la verdad”, como absolutos. De este modo, se trata de determinar el cambio en la subjetividad que su aparición, en tanto saber universal y absoluto, trajo aparejado. Juan Carlos Indart (2008-2009) en su curso dictado en la EOL, ha señalado la actualidad del planteo de Lacan: “La ciencia no dialoga, no charla, se impone con un carác­ ter totalitario. El psicoanálisis surge como síntoma de la ciencia y, para saber qué es el psicoanálisis, Lacan lo inda­ ga a partir de ‘la’ ciencia y la verdad”. Debido a que el psicoanálisis se rige por el encuentro contingente con un saber no sabido, le está vedado ese carácter absoluto y es por ello que nunca podría sostenerse en un sistema totalitario. Sujeto inaugural cartesiano

Lacan ([1965] 1989) señala que el cogito cartesiano com­ porta un cambio fundacional, en la medida en que el méto­ do de Descartes, esa duda metódica, asienta un “yo pien­ so” que rechaza todos los saberes previos, y esa duda da

cuenta de la división subjetiva inaugural, en tanto a partir de ella se introduce una nueva concepción del sujeto.1 Con la duda metódica Descartes plantea la cuestión de la divi­ sión subjetiva: el sujeto no es idéntico a sí mismo, y desde allí pone en cuestión hasta su propia existencia. El sujeto al que aspira Descartes es infalible, es el sujeto del puro significante: un Significante Uno solo, separado de cual­ quier Significante segundo que es, en términos lacanianos, el significante del saber, y como tal, ubicado en el campo del Otro. Descartes, podríamos decir, plantea un sujeto sin Otro. A este sujeto sin Otro se refiere M iller (2006): un hombre del que nada puede predicarse —plantea—nunca puede ser el sujeto de la experiencia analítica, un hom­ bre reducido a una cifra. Descartes, a través de su méto­ do, pone en duda todo lo que pueda predicarse del sujeto. Esa es la experiencia inaugural de Ja división subjetiva. La ciencia apunta a un sujeto sin predicativos, pero ese nunca podrá ser el sujeto del psicoanálisis. Por su parte, en ese camino de ruptura con todo el saber previo, el sujeto no solo se separa del Otro: también se pierde a sí mismo y se convierte en un sujeto desligado de cualquier identificación que lo incluya en el campo del Otro. A ese sujeto desamarrado Freud le devuelve sus ama­ rres ligándolo al saber inconsciente. Por otro lado, con el afán de llegar a un saber certero con su duda metódica, Descartes convierte todo en incier­ to y plantea, entonces, la imposibilidad de afirmar cual­ quier certidumbre. Así, aunque después coloque a Dios

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