Por Que Damasco

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¿Por qué Damasco? Tomás Alcoverro

Prólogo de Miguel Ángel Moratinos Epílogo de Plàcid Garcia-Planas

TOMÁS ALCOVERRO es el corresponsal en Oriente Medio más veterano y laureado. Ha firmado más de ocho mil crónicas narrando la dramática actualidad de este avispero del mundo. Miembro de la sección de política internacional del diario La Vanguardia, reside en Beirut. Desde esta ciudad singular es testigo de excepción del devenir de una región que ha sufrido guerras constantes y también esperanzadores levantamientos, como la fallida primavera árabe, hasta desembocar en el actual conflicto de Siria. Alcoverro ha sido condecorado por su trabajo con la Encomienda de Isabel la Católica y la Creu de Sant Jordi, y ha obtenido los premios de periodismo Godó, Gaziel, Ortega y Gasset, Vázquez Montalbán y Cirilo Rodríguez. Es autor de varios libros, entre ellos El decano y Espejismos de Oriente.

Primera edición: marzo de 2017 © del texto: Tomás Alcoverro © del prólogo: Miguel Ángel Moratinos © del epílogo: Plàcid Garcia-Planas © Foto de portada: Hebbo / Reuters / Cordon Press © de esta edición: Editorial Diéresis, S.L. Travessera de Les Corts, 171 08028 Barcelona Tel: 93 491 15 60 [email protected] www.editorialdieresis.com Twitter: @EdDieresis eISBN: 978-84-946289-3-1 Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.

Prólogo

Mi buen amigo Tomás Alcoverro me solicitó escribir el prólogo de sus relatos orientales a la hora en que la razón biológica se impone y lo que parecía un imposible se hace realidad. Tomás dejará su puesto como corresponsal en Oriente Próximo para convertirse en observador independiente de este complejo Levante. Estoy seguro que su vocación y compromiso con esta región no le llevará a abandonar su Beirut amado y así todos sus lectores podremos seguir leyendo y aprendiendo de su larga y fructífera trayectoria profesional. Nuestro país siempre tuvo una intensa vocación africanista, dirigida esencialmente hacia Marruecos y el Magreb. Sin embargo, son pocos los españoles que decidieron ampliar su campo de visión y adentrarse en ese Oriente Próximo tan esencial para entender los orígenes del propio ser de Europa. Tomás Alcoverro es uno de ellos. Conocí a Tomás Alcoverro en uno de mis primeros viajes como Director General de África y Oriente Próximo para acompañar al aquel entonces Ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, en su visita al Líbano. Recuerdo que Tomás acudió al aeropuerto y que en la misma sala de autoridades me entregó una fotocopia con un artículo suyo en el que narraba la visita de Gregorio López Bravo a esa capital dos décadas antes. Los titulares de la crónica de la citada visita coincidieron totalmente con lo que Tomás Alcoverro escribiría más tarde sobre el desplazamiento de Javier Solana: "El proceso de Paz en Oriente Medio. Crisis energética. Desarrollo de las relaciones bilaterales…" Nada parecía haber cambiado en ese escenario medio-oriental. Unos años más tarde volví a encontrarme con Tomás, yo había sido nombrado enviado Especial de la UE para el Proceso de Paz de Oriente Medio. Los titulares seguían siendo los mismos y desgraciadamente, a lo largo de los últimos veinte años que dura nuestra amistad y durante los cuales nos hemos encontrado en multitud de ocasiones, la triste realidad es constatar que la diplomacia internacional ha sido incapaz de llevar una paz definitiva a la región. Tomás Alcoverro ha sido testigo directo de las múltiples guerras y conflictos en Oriente Medio, pero principalmente de la dramática tragedia libanesa. No hay capítulo de las últimas décadas de la historia del Líbano que no haya sido descrito por Tomás. Los horrores de Sabra y Shatila. La propia guerra civil libanesa. Los acuerdos de Taef. La retirada de Israel del sur del país. El asesinato de mi buen amigo Rafik Hariri. Las tensiones con Siria. El origen y el desarrollo de Hizbulah. O incluso la llegada de las tropas españolas para participar en la operación de UNIFIL. Para los interesados en Oriente Próximo y en el Líbano era una garantía el poder contar con la experiencia y objetividad en la información y la explicación de todos estos acontecimientos por parte de Tomás Alcoverro. El diario La Vanguardia es sin duda uno de los pocos periódicos que siempre ha apostado por la figura del corresponsal en el exterior. Es una decisión que siempre he defendido y apreciado por parte de este diario catalán. Con la salida de Tomás Alcoverro se pierde a un observador aventajado. Me imagino que las noticias sobre Beirut seguirán publicándose, pero las causas, las consideraciones, el engranaje interno de por qué estos acontecimientos ocurren no podrán ser explicados con la claridad y la buena pluma de un gran periodista, de un gran corresponsal que siempre supo entender la relevancia de este Levante tan poco entendido por muchos europeos. Tomás Alcoverro siguió al pie de la letra el famoso dicho del General de Gaulle en su célebre

primer viaje a Oriente Próximo: "Je m’envole au Levant complexe avec des idées simples". Tomás Alcoverro vive en ese complejo Oriente Próximo, y gracias a la lectura de sus crónicas nos ha ayudado a entenderlo y a enriquecer nuestro conocimiento de manera más sofisticada y menos simplista. Querido Tomás, sigue escribiendo sobre ese Mediterráneo Oriental tan esencial para todo el mundo. Miguel Ángel Moratinos Ex ministro de Asuntos Exteriores de España

Siria, la guerra interminable

La fuerza silenciosa de El Asad

15 de abril de 2011 Es muy fácil especular sobre las cuestiones de Oriente Medio, pero es también imposible prever su desarrollo y, a veces, su espectacular evolución. No hace falta repetir que nadie había previsto, ni aquí ni allí, esta prematuramente denominada primavera árabe o nueva independencia árabe, ni mucho menos su inicial y rápida extensión al norte de África y después a los países del Levante y a los estados monárquicos del Golfo. Siria presumía, y muchos también lo creímos, de ser una excepción a este movimiento de masas que exigen libertad y democracia. Se aducían diversas razones, como su política exterior, inspirada en el nacionalismo y la dignidad árabes, tanto respecto a la defensa de los derechos palestinos como al hecho de que el régimen de Bachar El Asad, a diferencia de los de Ben Ali en Túnez y Mubarak en Egipto, nunca fue un aliado de EE.UU. La presunta solidez y fuerza disuasoria de los omnipresentes servicios policíacos de represión, la base compacta formada por el partido Baas, el ejército y el núcleo alauí, donde funda su poder El Asad, estaban siempre presentes a la hora de sopesar las amenazas que podrían sacudir a la única república hereditaria árabe. A las cuatro semanas de manifestaciones antigubernamentales −saldadas con violentas represiones, en medio de la implacable decisión de cerrar el país a cal y canto a periodistas nacionales y extranjeros− se plantea cuál puede ser el final de la más grave crisis interior que padece el régimen baasista desde 1982. Entonces el ejército de Hafez El Asad, padre del actual presidente, aplastó la rebelión de la cofradía suní de los Hermanos Musulmanes con la cruel represalia en Homs y en Hama, que mató a 20.000 personas. Aunque es imposible poner la mano en el fuego, la opinión más extendida es que ni el presidente Bachar El Asad ni su régimen están, por ahora, en peligro. Siria, a diferencia de Egipto y de Túnez, es una sociedad de variada composición étnica (árabes y kurdos) y religiosa (por un lado musulmanes, divididos ante todo en suníes y alauíes, y por otro cristianos). A diferencia del Líbano, el censo de su población no es de base confesional, porque todos los sirios se consideran de manera uniforme ciudadanos. El último censo confesional es de 1962. Las estimaciones actuales precisan que los árabes son el 84% de la población y los kurdos, el 12%. Los musulmanes son mayoría, con el 70% de suníes y el 12% de alauíes, y el resto repartidos entre drusos, chiíes, ismailíes… Los cristianos ortodoxos, católicos de diversos ritos −en Damasco tienen sus sedes los patriarcas greco-ortodoxo, greco-católico y siriaco-ortodoxo − agrupan al 9% de los habitantes. En estas manifestaciones participa una parte de la población suní, pero no sus clases medias mercantiles y de las grandes ciudades como Damasco y Alepo, que han prosperado con su inicial apertura económica. Es esta minoría silenciosa, la burguesía suní, la que entre la tentación de los cambios y el dilema de las reformas, prefiere la estabilidad política, más libertad individual, que la democracia. El Asad cuenta con el inquebrantable apoyo de la minoría alauí gobernante. Pero el régimen

funciona también con la integración de suníes y de cristianos, que están percatados de que es la mejor defensa contra las tendencias islamistas subyacentes. El régimen sirio desde Hafez El Asad, con su vocación estratégica regional, ha conseguido, pese a su alianza con el Irán chií, persa y teocrático, mantener buenas relaciones con las dos potencias suníes vecinas, Arabia Saudí y Turquía. Fue a través de los diplomáticos turcos como inició sus contactos indirectos con Israel, ahora abandonados. Con sus relaciones con los palestinos de Hamas y, sobre todo, con los chiíes del Hizbullah libanés, extiende sus tentáculos más allá de sus fronteras. Su influencia en Líbano continúa. La vecindad con Irak le otorga además un papel destacado en el conflicto de aquella desgraciada república, aunque sólo sea por el hecho humanitario de que alrededor de dos millones de iraquíes viven en su territorio. Eliminar el régimen autoritario de Damasco sería destapar una caja de Pandora, llena de peligrosas consecuencias regionales. Ni EE.UU. ni Israel, ni Arabia Saudí, ni Jordania, ni la mayoría de los países de Oriente Medio, que desean mantener el statu quo regional, quieren la desestabilización de Siria. Sólo un efectivo cambio de la relación interna de fuerzas podría variar su pragmática actitud respecto a El Asad.

Hoy como ayer

26 de abril de 2011 Ilusionado aprendiz de corresponsal, casi recién llegado a Beirut, un buen día del invierno de 1970 pasé horas calentándome cerca de una primitiva estufa con chimenea, en el destartalado despacho de la frontera siria de Masnaa. Un funcionario del control de pasaportes, enfundado en un viejo abrigo militar, con un pasamontañas protegiéndole la cara del frío, se apiadó de mí, que esperaba con paciencia el visado de entrada, y me invitó amablemente a compartir su té que había calentado sobre la estufa. Llegada la noche, defraudado, regresé a Beirut, a sólo un centenar de kilómetros, con las manos vacías. Había querido viajar a Damasco porque se estaba tramando un golpe de estado del ministro de Aviación, el general Hafez El Asad, contra el gobierno sirio dirigido por el presidente de la república, Al Atassi, y el secretario del partido Baas, Al Jedid, empeñados en una política radical y en la guerra popular al estilo chino de la época. Hafez El Asad, padre del actual presidente, bautizó su pronunciamiento palaciego como un «movimiento de rectificación» en el seno del omnipotente partido Baas en el poder. Fue la primera vez que Siria me cerró las puertas sin contemplaciones. No conseguí que estampasen el anhelado visado en mi pasaporte. Los corresponsales de prensa no eran bien recibidos en las orillas del Barada, eterno aprendiz de río de Damasco. Todas las gestiones de Núñez Aguirre de Cárcer, gran embajador español acreditado en la capital de los Omeyas, fueron inútiles. Tuve que escribir en Beirut, que era entonces la meca de los corresponsales de prensa del Oriente Medio, mis crónicas de aquel importante episodio de la historia contemporánea de la región. En aquellos tiempos en que contábamos sólo con el télex, con comunicaciones telefónicas muy precarias, con un drástico régimen de censura, era frecuente que fuesen «viajeros procedentes de Damasco», como decían las gacetillas, los que esparciesen las noticias de Siria. La vecina república cultivaba el secreto, era impenetrable, sus dirigentes se encerraban en la opaca ciudadela baasista, la gente tenía miedo a hablar por los omnipresentes mujabarats o agentes de inteligencia, y los periódicos, la radio, la embrionaria televisión, estaban sometidas al Estado. El contraste entre ambas ciudades, la tolerante y mediterránea Beirut y la adusta, ensimismada, antigua ciudad de los Omeyas, era muy profundo y especialmente en el estilo de sus órganos de información. El éxito, la trascendencia de los periódicos de Beirut se debía a que era una prensa privada, casi sin límites en su libertad de expresión. La capital libanesa fue un ágora abierta a los cuatro vientos, tierra de exiliados políticos, de intrigas, conjuras y maquinaciones de golpes de estado en los países vecinos, laboratorio de toda clase de ideologías y de proyectos revolucionarios árabes. Nadie se atrevía en Damasco, en las embajadas, a pergeñar despachos e informes, pacientemente cifrados, hasta que no llegase la prensa de Beirut, a veces bloqueada en la frontera, o censurada por las autoridades en la capital. Si Beirut era la sede de agencias internacionales de prensa, de corresponsales de todo el mundo −la Guerra Fría latía con fuerza en Oriente Medio− se contaban con los dedos de la mano las oficinas y los periodistas de medios extranjeros consentidos en Damasco.

La AFP era una de las raras organizaciones informativas permanentes, con su despacho en la plaza del Banco Central donde hace unos días se manifestaron los partidarios del Rais (presidente) Bachar El Asad. Su director, casi siempre un periodista de nacionalidad siria, se limitaba a efectuar un trabajo discreto, tratando siempre de no indisponer a las autoridades sirias. Cuando permanecí en el año 1976 unos meses en Damasco, a causa de la terrible guerra incivil libanesa, no había corresponsales extranjeros e incluso los aparatos de télex eran muy raros. Fue gracias a José María de Areilza, ministro de Asuntos Exteriores, que pude enviar mis crónicas a La Vanguardia y a El País, que por un tiempo las compartió, a través de la embajada española en Damasco. Siempre fue difícil para un periodista lograr un visado sirio.Debía conseguir la aprobación del Ministro de Información. Debía solicitarse con tiempo y paciencia y obligaba, una vez obtenido, a presentarse en las oficinas del Ministerio en la sede del Baas, a la llegada y a la salida, en este caso para contar con el permiso de cruzar la frontera de regreso del viaje. Con el ministro Bilal, que fue excelente embajador en Madrid, mejoró el acceso a Siria de los corresponsales extranjeros. El gobierno del Rais Bachar El Asad se esforzaba en romper su impuesto aislamiento internacional. Ayer como hoy, Beirut es la mejor plaza para informar de Siria por la cercanía, el volumen, la facilidad con que llegan sus noticias, sobre todo, como hace cuatro décadas, cuando vive una situación excepcional. El enraizado estilo secreto sirio, impenetrable, su gusto por las prohibiciones, ha hecho que Beirut sea los ojos y oídos de Damasco.

El anhelado visado

3 de julio de 2011 El oficio de corresponsal de prensa en estos países del Oriente Medio es peculiar. Una de las circunstancias determinantes para poder ejercerlo es contar con un visado. En estos Estados, a menudo levantados sobre las divisiones del dominio colonial, erizados de fronteras, aplastados por burocracias con seculares raíces en las administraciones otomana y persa, un visado no tiene precio. Sus habitantes son las primeras víctimas, y no los viajeros occidentales, tarde o temprano cobijados por el privilegio que emana de sus poderosos Estados. El gran actor sirio Duraid Lahham narró hace tiempo en un filme titulado La frontera la amarga historia de un hombre, de uno de estos tantos apátridas, de un súbdito que nadie ampara o reconoce, que vive en un descampado entre dos tierras de nadie, entre dos puestos fronterizos, que ni con todas sus energías puede atravesar. Siria, desde que empezaron las manifestaciones antigubernamentales, está cerrada a cal y canto para todos los corresponsales extranjeros. Esta república árabe, por cuya capital, Damasco, y no es sólo una metáfora, cruzan todos los caminos del Oriente Medio, ha sido un Estado ensimismado, opaco, que ha cultivado un sistema de gobierno impenetrable, policíaco, con sus tentaculares y temibles servicios de inteligencia o mujabarats. El cierre de sus fronteras a los periodistas no es nuevo ni sorprendente. En otoño de 1970 en los días del golpe de estado palaciego de Hafez El Asad, padre del actual presidente, ya no pude cruzar la frontera de Masnaa entre el Líbano y Siria. Ni que decir tiene que ningún corresponsal de prensa presenció en 1982 el levantamiento armado de la población de Hama contra el régimen baasista, ni la brutal represalia del ejército contra los Hermanos Musulmanes que costó la vida a alrededor de veinte mil personas. Con la llegada al poder en el estío del 2000 de Bachar El Asad, que sucedió a su padre en la presidencia de la república en una elección de puro trámite, el país, que siempre había tenido muy mala prensa, comenzó a abrirse al mundo, a romper su aislamiento internacional. Turistas de todas las procedencias, entre ellas España, descubrieron esta gran nación árabe, por su civilización, por su historia, su arte, por su vida contemporánea. La obtención del visado se hizo menos lenta y complicada para los corresponsales de prensa. Pero ahora cada vez es más difícil para un corresponsal el visado en estos países, cada vez se estrecha más su margen de maniobra. La república del Yemen, en la que el presidente Salah forcejea desde hace meses con la oposición para mantenerse en el poder, ya no concede tampoco visados a los informadores extranjeros. El emirato de Bahréin, uno de los principados más tolerantes del Golfo, está reconsiderando su política abierta de visados a los periodistas después de las manifestaciones –sobre todo de ciudadanos chiíes– en la plaza de la Perla, cuyo monumento fue decapitado. Su administración está indignada por las informaciones y crónicas que se publicaron en el extranjero. El reino de Arabia Saudí, el régimen más oscurantista y dictatorial de la región, protectorado de los EE.UU., es otro de los estados árabes más reacios a permitir la entrada a los escribidores de periódicos.

Desde el polémico escrutinio de las elecciones presidenciales del 2009 en Irán, treinta años después del triunfo de la revolución islámica, en las que fue reelegido el presidente Ahmadinejad, los visados a los periodistas extranjeros se cuentan con los dedos de las manos. El único gobierno de esta parte del mundo que ha levantado sus drásticas restricciones de autorizar viajes y estancias a enviados especiales y corresponsales es el de Bagdad. Un visado −y no exagero lo más mínimo− del Ministerio de Información en el régimen de Sadam Husein no tenía precio. En la guerra de 1991 nunca se pudieron verificar los rumores insistentes de que cierta cadena de televisión había pagado en vano diez mil dólares para obtener el dichoso visado. Cada viernes, cuando se reanudaron los viajes por carretera de Amman a Bagdad, se frustraban ilusiones de centenares de enviados especiales que lo habíamos solicitado, creyendo algunos que tras remover Roma con Santiago ya lo tenían en las manos. Fui uno de los afortunados en la guerra del invierno del 2005, al conseguir gracias a los brigadistas uno de aquellos preciados visados. Lo tengo colgado como si fuese un trofeo, en mi despacho, rebosante de libros, papeles y días que pasan. Sólo Egipto, Jordania y, evidentemente, el entrañable Líbano facilitan, sin problemas, visados a nuestra tribu. Me considero «Doctor en fronteras» por todas las peripecias que he sufrido y todavía sufro, para tratar de salvarlas. Ningún periodista extranjero ha sido nunca rechazado ni expulsado de Beirut. Es otra de las razones por las que he elegido mi ciudad.

«Hama es el cementerio del régimen»

25 de agosto de 2011 Los barrotes de hierro del pretil del puente aún conservan desvaídas manchas de sangre. Desde aquí fueron arrojados al río Orontes, con sus alegres cañaverales y árboles frutales, los diecisiete policías muertos al ser atacado su cuartelillo por manifestantes armados. Después de cuarenta días de la rebelión de Hama en los que la ciudad se convirtió en una plaza liberada por los enemigos del Rais Bachar El Asad, el ejército impuso la normalidad tras la embestida de sus carros de combate y la brutal represalia de los soldados. En la plaza del Reloj, entonces bautizada plaza de los Mártires, latían los jóvenes corazones de los manifestantes pacíficos entonando una canción que se hizo muy muy popular Vete ya, Bachar. Los agentes del Mujabarat (servicios secretos) cortaron las cuerdas vocales al creador de la misma para arrojarlas al río. Ahora, en la plaza han vuelto los embotellamientos de coches, autobuses, camiones y amarillos taxis de la ciudad de las norias. Hama ha recobrado su vida cotidiana y la animación de sus calles con la reapertura de tiendas y establecimientos públicos. Los tanques fueron retirados de esta población de mayoría suní, muy conservadora, símbolo de la resistencia al poder de los Asad que, en el invierno de 1982, se había levantado contra el padre del actual presidente, que la castigó con una cruenta venganza de casi veinte mil muertos. En las esquinas de las calles, como la Nasser, o en las rotondas ajardinadas, hay soldados detrás de sacos terreros con banderas e imágenes del Rais. En la sede del Gobierno provincial, el nuevo gobernador mostró en una gran pantalla imágenes del desmantelamiento de las barricadas de los sublevados, armadas con contenedores, automóviles calcinados y faroles. Este gobernador fue nombrado para sustituir al que, en el mes de julio pasado, había ordenado una primera evacuación de las unidades militares y permitió a los activistas establecer su embrionaria autoridad, ilusionada pero anárquica, con sus anhelos de libertad y ansias de derrocar a la dictadura. En una plazuela queda el pedestal decapitado de Hafez El Asad. En Hama vive una minoría alauí, núcleo del poder del régimen baasista, y otra cristiana. El gobernador, que trata a los activistas de criminales y desmiente que, como difundieron las televisiones Al Yazira y Al Arabiya, mezquitas y hospitales fuesen bombardeados, se preguntaba si los sublevados «aspiraban a una revolución social o bien a una acción terrorista». Ante un centenar de periodistas árabes, rusos y turcos, explicó que unos centenares de insurrectos fueron detenidos, otros se dieron a la fuga y que sus armas fueron incautadas. Pero no esclareció ni la procedencia de las armas ni la supuesta vinculación de los sublevados con grupos terroristas. «Inventaron −afirmó− una guerra y en todos los países hay manifestaciones y disturbios». El Gobernador lamentó que el embajador estadounidense en Damasco, Robert Ford, se entrevistara con manifestantes el pasado 7 de junio. En cambio, saludó afectuosamente a un ex embajador en Bagdad, invitado junto a este grupo de periodistas. En los barrios residenciales de

la ciudad sobre las orillas del río Orontes, cantado por poetas árabes y literatos románticos europeos, fueron incendiados y saqueados un club de oficiales y el palacio de Justicia. En medio de un suburbio queda la fachada calcinada del cuartelillo de policía asaltado por los insurrectos. Si es verdad que estas manifestaciones son pacíficas, es evidente que hay una minoría de elementos armados. Francotiradores y agentes provocadores del ejército intervienen en fomentar las violencias. La situación en Siria es extremadamente complicada y confusa y la ausencia de corresponsales agrava la situación. Hama es bajo el sol una ciudad fantasma. ¿Dónde han ido a parar sus miles y miles de manifestantes que coreaban: «¡Oh, jóvenes de Damasco, nosotros en Hama derribaremos al régimen!», «El Ejército y el pueblo son una misma mano», o «Hama es el cementerio del régimen»? Muchas de las pintadas de los muros han sido embadurnadas. Durante una semana la ciudad vivió una espontánea fiebre revolucionaria sin programas ni líderes, pero también un ambiente turbulento de bandidaje sin ley. El Gobierno justificó su despliegue de carros de combate y de unidades militares de élite para aplastar la rebelión «a fin de salvar a la aterrorizada población». Cuando un periodista libanés preguntó a un muchacho de un grupo de vecinos pobres que con recelo nos observaban si estaba con el Gobierno o con los manifestantes, contestó prudentemente «estamos con el Derecho». Sólo a 40 kilómetros de Hama vi un convoy de soldados armados hasta los dientes que hacían la señal de la victoria. En este mediterráneo paisaje, el viento es tan fuerte que hace doblegarse a los pinos y abetos plantados junto a la carretera casi desierta.

Alepo, la ciudad tranquila y confiada del norte

31 de agosto de 2011 Como Hama, como Homs, Alepo, «la princesa del norte de Siria», tiene su plaza del Reloj. La noche del último viernes de Ramadán el bullicio, el griterío de la plaza convertida en zoco callejero extendido por sus aledaños hasta las calles Iktisal y Kuatli era descomunal. Un zoco improvisado que nada tiene que ver con el medieval bazar abovedado, a los pies de su histórica ciudadela, mortecino a estas horas nocturnas. Todo se vende y se compra. Miles y miles de sirios se atropellaban, iban de un lugar a otro, entre codazos y empujones. Doy fe de que nunca había presenciado una fiebre de consumo de masas en Oriente Medio tan arrolladora y excitada. Mujeres suníes con el rostro, a veces, cubierto con el hijab, con las manos enguantadas, muchachos de ceñidos pantalones vaqueros y baratas Tshirts, familias con hijos pequeños, se arremolinaban en torno a los puestos ambulantes de la calzada y entraban y salían sin cesar de las tiendas, abiertas hasta la madrugada, hasta que los almuédanos no anunciasen el tiempo del renovado ayuno. Un trompazo de un hombre cargado de paquetes estuvo a punto de romperme las gafas. Desde vajillas baratas, zapatos, ropas de toda clase, juguetes, teléfonos móviles, hasta lencería femenina siria −que nada tiene que envidiar al provocador estilo de la iraní− estaban expuestas por todas partes. Incluso había niños que, imitando a sus mayores, se desgañitaban pregonando mercancías de pacotilla, a precios reventados porque la competencia gritaba, también a su lado, sus ofertas. ¿Quién no es comerciante en Siria, y sobre todo en esta ciudad mercantil, entre el Océano Índico y el Mediterráneo, pasando por el Golfo Pérsico, en la legendaria Ruta de la Seda? Desde la época helénica, especias, perfumes y sedas procedentes de Asia llegaban a la población a lomos de camellos. De Alepo a Samarcanda, de Samarcanda a Xian, sus mercaderes no dudaban en aventurarse hasta China. En torno a esta plaza del Reloj, de un estilo urbanístico otomano que también existe en la ciudad libanesa norteña de Trípoli, no se congregan manifestantes antigubernamentales, ni hay violencias. Ni en sus calles, ni en su aeropuerto −al que viajé en un avión de hélice porque me recomendaron evitar la carretera que atraviesa Homs y Hama− se ven patrullas militares ni vehículos blindados. Alepo, con cerca de cuatro millones de habitantes, parece la ciudad confiada y tranquila del norte de Siria. A setenta kilómetros de la frontera turca, es un gran centro comercial e industrial. En su ejido crecen olivos, higueras y los árboles que dan este fruto tan apreciado en Oriente, el pistacho. Su historia se remonta a dos mil años antes de Cristo, y como Damasco, pretende también ser «la ciudad más antigua del mundo». Alepo tiene un aspecto severo. Este carácter no sólo se lo da la falta de jardines y huertas circundantes, como tiene Damasco, sino además el color de su piedra, el color ocre de sus casas. Su famosa ciudadela, rodeada de muros a lo largo de cuya base circular han extendido ahora una gran bandera siria, remata esta población con más de trescientas mezquitas, innumerables madrasas o escuelas coránicas que expresan su acentuado carácter musulmán. La parte antigua de la ciudad es, quizá, uno de los rincones de Oriente Medio más interesantes, con sus extensos zocos

bien conservados, los de mayor encanto de los países árabes. Hay otra zona urbana en la que se tiene la impresión de estar en una ciudad italiana. Al doblar una esquina creemos hallarnos en alguna población europea. Las calles, aunque deslucidas, son anchas y largas, a veces con elegantes edificios en decadencia. El éxodo de los armenios, llegados tras el genocidio turco de 1915, y la emigración de la población cristiana han hecho cambiar su fisonomía cosmopolita y su paisaje urbano. A dos pasos del callejero bullicio nocturno de la fiebre consumista del Ramadán se halla el pequeño barrio de Jdeideh, con catedrales e iglesias armenias, greco-ortodoxas, greco-católicas, siriacas y maronitas. En una de sus cuidadas y limpias callecitas de casas de piedra, llamada Sissi, hay viviendas con recoletos patios interiores, convertidas en hoteles y restaurantes de gusto. Como en Damasco, la industria hotelera alepina, famosa por la exquisita elaboración de su cocina, enclavada junto a las «ciudades muertas» de la era cristiana, padece la ausencia de turistas y viajeros. En la catedral greco-católica, tras el oficio vespertino el párroco invitó a los feligreses, habitual costumbre en estas reducidas comunidades, a la vicaría para sorber unas tacitas de café. Monseñor Lucas El Khoury, vicario patriarcal, me confesaba el temor de los cristianos de Siria ante un cambio de régimen. «Un gobierno de los Hermanos Musulmanes −afirmaba− sería menos tolerante e indulgente que el actual. Esperemos que todo se resuelva en paz, con ayuda de Dios».

Llanto por Siria

4 de marzo de 2012 Siria es un desafío y un drama. Todos la desconocen porque ignoran su compleja sociedad y su difícil historia. Damasco, como tantas veces se ha escrito, es el «corazón de los árabes». Siria, con diferentes configuraciones territoriales y políticas, siempre ha existido, como indiscutiblemente ha existido Egipto en todos los tiempos. Ni Irak, ni el Líbano, ni Jordania, ni las absolutas monarquías del Golfo bendecidas por Allah con la riqueza petrolífera −antaño desérticos pueblos beduinos− fortalezas del más oscurantista y retrogrado islamismo que se impone con sus petrodólares en la región, han poseído una historia parecida ¿Quién recuerda que fue en el norte de Siria, en Alepo y en las «ciudades muertas», donde floreció el cristianismo? ¿Quién tiene presente que Siria estuvo a la vanguardia del renacimiento árabe, cuando se levantó contra el dominio del Imperio otomano, y del mandato francés que había dividido el territorio en enclaves confesionales de identidades asesinas, como el estado alauí, el druso, las zonas suníes de Damasco y Alepo? Siria sigue siendo la herida más profunda de los árabes divididos, desnortados, enfrentados en encarnizadas luchas de suníes y chiíes, en este tiempo de tecnologías informáticas, de desesperación de una demografía juvenil incontenible, de pueblos condenados por los dictados de la geopolítica del Oriente Medio. Escribió De Gaulle en sus memorias: «Voy al Oriente complicado con ideas simples». Hoy la complejidad del Oriente desbarata esquemas teóricos, y el conflicto de Siria rompe en pedazos las estrategias internacionales. Las intervenciones militares estadounidenses y occidentales en Afganistán, en Irak, han agravado el sufrimiento de sus martirizadas poblaciones y se han saldado con escandalosos fracasos. Una intervención armada extranjera, que sería la forma de que ganasen los insurrectos la guerra contra el régimen de El Asad, anhelada por los estados árabes suníes, es cautelosamente sopesada por los gobiernos de los EE.UU., Turquía y Europa, por temor al caos que provocaría en Siria y en Oriente Medio. En algunas de las manifestaciones del año pasado en Deraa, se agitaban pancartas con lemas como «Muerte a los alauíes, y los cristianos a Beirut». Corría el año 1965 cuando viajé como turista por primera vez a Siria, dos años antes de la guerra árabe-israelí de los Seis Días. Entonces Damasco era una ciudad muy provinciana, con sólo unos cuantos hoteles como el Omeyad, el Semíramis, el Catan, en la sucia orilla del Barada, aprendiz de río. Alquilé una habitación en Bab Tuma en el barrio cristiano, en el antiguo recinto amurallado de la capital, y fue en aquellas fechas cuando publiqué mi primera crónica sobre Siria. El ejército y el Baas habían llevado a cabo su pronunciamiento militar en 1963, dando un vuelco a su historia contemporánea. En 1970, siendo ya corresponsal en Beirut, sufrí las primeras frustraciones periodísticas en las jornadas del golpe de estado del general Hafez El Asad, por la imposibilidad de conseguir un visado. Cuando al final, gracias al embajador Nuño Aguirre de Cárcer obtuve el preciado documento, me detuvieron en el centro de la capital al fotografiar unos edificios que albergaban despachos oficiales. País militarizado, con profusión de mujabarats, o agentes secretos, con un régimen impenetrable, autoritario, de cárceles infamantes, que cultivaba el secreto y bajo el que nadie se atrevía a hablar con libertad, siempre tuvo muy mala prensa.

Beirut era y continúa siendo el mejor lugar para informar de los acontecimientos de la ciudad baasista prohibida. Pero he visto también cómo este país modesto, de pocos recursos naturales, con su agricultura y su industria, se ha ido haciendo, primero con la construcción de su infraestructura, desde la presa de Tabka en el Éufrates, hasta el puerto de Tartus o la refinería de petróleo de Homs, después con paulatinas aperturas económicas, con su sistema de economía social de mercado, que si ha permitido una cierta modernización de clases privilegiadas, ha agravado las condiciones de vida de una población cada vez más joven y pauperizada, y cuyos habitantes de las zonas rurales se han volcado hacia las periferias de las grandes ciudades, sobre todo tras las recientes sequías catastróficas. Con Bachar El Asad, el país fue rompiendo su aislamiento internacional y el turismo descubrió Siria. Lamentablemente esta apertura sin libertades democráticas fue explotada por su clan de especuladores. Un millón de iraquíes se han refugiado en la república siria, ahuyentados por conflictos internos entre suníes y chiíes. Cuando el régimen de Damasco presumía de su estabilidad, de su invulnerabilidad respecto a las rebeliones árabes, enarbolando su nacionalismo, su defensa de la causa palestina y la resistencia contra Israel, estalló el más sanguinario conflicto y la represión más violenta, La oposición manifestaba su voluntad de continuar sus acciones hasta el derrocamiento de Bachar El Asad. Todo ello está destrozando Siria. La vecina república se ha convertido en campo de batalla entre EE.UU. y sus amigos árabes suníes e Irán y sus aliados chiíes, en un moomento en que Rusia y China también desempeñan un destacado papel en la configuración de un nuevo Oriente Medio que no quieren abandonar en las manos de las potencias occidentales. El régimen acaba de ganar la batalla de Homs, que le ha reforzado en su voluntad de aplastar los focos de la rebelión, pero aún no ha ganado la guerra. Hay un bloqueo político y un statu quo militar en Siria. En ambos bandos dominan los intransigentes que no quieren llegar a un compromiso. Con impotencia, con rabia, asistimos a la destrucción de un gran pueblo, corazón del Oriente Medio.

Cristianos ante un nuevo calvario

19 de marzo de 2012 Tres patriarcados tiene Damasco: el griego ortodoxo, el griego católico y el siriaco católico, gozando los tres del histórico título de Patriarcas de Antioquía y de todo el Oriente. A su alrededor se establecieron los cristianos entre las puertas de las antiguas murallas: Bab Tuma, Bab Chanqui y Bab Kissan. La Calle Larga que San Pablo atravesó, según la tradición, está orillada de iglesias, conventos, capillas, prolongándose hasta el cubierto bazar de Madhat Basha de tiendecitas de vendedores de tejidos, de artesanos musulmanes, anticuarios, comerciantes de tapices, plata, vidrio soplado. La calle de Bab Tuma divide el vecindario de pequeñas casas de fachadas modestas, que a veces esconden amenas viviendas con su patio interior florecido, ceñido de habitaciones en torno a un surtidor de mosaico con puertas de dovelas blancas y negras, ventanas o pequeñas galerías de celosías. Es el antiguo encanto de la ciudad recoleta. En las esquinas hay hornacinas de vírgenes con macetas de flores, esquelas de fallecidos con sus fotografías bajo la cruz. En el vecindario se encuentran restaurantes de cocina árabe y occidental, así como bares en cuyas barras consumen cervezas, whiskies y otras bebidas alcohólicas jóvenes damascenos de ambos sexos. Más allá de la puerta de Bab Tuma, el barrio moderno está muy animado con sus tiendas nuevas, iluminadas. En la periferia de la ciudad, el pobre suburbio de Tabade está también habitado por cristianos. A pocos kilómetros Sadnaya y Malula, son lugares de peregrinación. Al norte, alrededor de Alepo, se hallan las Ciudades Muertas, antiguas poblaciones cristianas florecientes con esplendidos monumentos en ruinas como la basílica de San Simeón, el estilita. En Lataquia, en Tartus, hasta en Hama y en Homs, hay núcleos de poblaciones cristianas. Esta tierra de Siria había sido con la región de Antioquía, llamada ahora Antaliya, en Turquía, uno de los centros más brillantes de los cristianos del Oriente. Alrededor de la décima parte de su población es de religión cristiana. Un sacerdote con clergyman contaba el otro día ante las cámaras de la televisión de Damasco que doce de las veintidós comunidades confesionales que hay en Siria son de ritos cristianos. Los greco-ortodoxos −la antigua iglesia bizantina− constituyen la mitad de todos los creyentes en la fe de Cristo, aunque es difícil saber con exactitud su número porque el censo de población en Siria no se basa, como en el Líbano, en criterios de afiliación religiosa. Se considera a los greco-ortodoxos los ciudadanos árabes más nacionalistas. A esta comunidad de relevante nivel social pertenecían destacados intelectuales y políticos modernos como Michel Aflak, fundador del partido Baas. Son los cristianos sirios los que introdujeron en Oriente las ideas socialistas y abogaron por el estado nacional ante la Umma islámica. La segunda comunidad más importante es la armenia, dividida entre ortodoxos y católicos, escapada del genocidio de Turquía. Alepo ha sido su ciudad por antonomasia en Siria, hasta que también, por las peripecias de los cambios políticos locales, muchos de ellos emigraron al Líbano o hacia Occidente. La iglesia greco-católica, fomentada por los misioneros europeos, de obediencia al Papa de Roma, es la tercera comunidad cristiana más numerosa, antes de la de los

maronitas, cuyo poder es decisivo en el Líbano, o de las pequeñas y antiguas congregaciones como la siriaca, que aún emplea en su liturgia el arameo, la lengua de Cristo, o de las diversas iglesias evangélicas. Aunque la iglesia católica y romana, denominada en estos pueblos latina, cuenta con pocos feligreses, ejerce una notable influencia a través de sus órdenes religiosas, como la franciscana, cuyo convento está en el barrio de Bab Tuma, de sus colegios, y por el hecho de que el Vaticano es un estado con una diplomacia muy activa. Una de sus preocupaciones es proteger a los cristianos, cada vez más vulnerables en estos países. Ya en 1994, Jean Pierre Valognes escribía en su excelente obra Vie et mort des chrétiens d’Orient: «La caída del poder alauí que provocará la vuelta al gobierno de la comunidad suní, penetrada de identidad musulmana con su peculiar concepción de las relaciones comunitarias según el Corán, agravará todavía más la situación de los cristianos». Los cristianos de Siria, desde los vecinos del Viejo Damasco hasta los de Wadi el Nasara cerca de Lataquia, viven con angustia, si no con inquietud, estos tiempos amenazadores de revueltas y represiones sangrientas, y se interrogan sobre su futuro. Con el poder alauí habían preservado su libertad de culto, su identidad, aunque también fueron sometidos a su vigilancia y excluidos en la dirección del Estado (no olvidemos su situación de dhimis o protegidos durante el imperio otomano). Es indiscutible que el régimen baasista, al que se adhirieron las minorías, ha mantenido un cierto equilibrio religioso. El estatuto personal de los cristianos puede romperse con la instauración de la charia, a la que aspiran las poderosas fuerzas musulmanes suníes radicales apoyadas por las monarquías absolutas, represivas y petrolíferas del Golfo, y las grandes potencias de Occidente. La conquista del poder por los alauíes en 1963 ya radicalizó a los suníes fomentando su integrismo que, lógicamente, se enfrenta a las minorías no musulmanas. Los patriarcas de Damasco, que yo visité hace meses, temen que el final del régimen baasista sea el principio de un nuevo calvario para los cristianos, antiguos pobladores de estas tierras, y sal del Oriente.

Los kurdos, minoría étnica de Siria

26 de marzo de 2012 Tenía veinte años, se llamaba Barzán y era militante del Partido Democrático de los Kurdos de Siria. Un día de la primavera del 2004 se inmoló prendiéndose fuego en la plaza central de Alepo. Uno de sus hermanos había muerto por las balas de la policía durante los disturbios de la vecina ciudad kurda de Qamichli en el norte de Siria. En un partido entre el equipo local de fútbol y el visitante de la población árabe de Deir ez-Zor, las reyertas entre los aficionados rivales degeneraron en violentos enfrentamientos en el estadio y en las calles. La policía las reprimió con brutalidad disparando sobre la muchedumbre y provocando una docena de víctimas mortales. Los choques se extendieron y los agentes armados provocaron una matanza de cuarenta y ocho personas. Los kurdos se rebelaron en otras localidades de la región. Ya fue entonces a través de Internet, colgando vídeos y mensajes, como consiguieron movilizar a miles de jóvenes contra Bachar El Asad. Los notables, los partidos como el PKK o el Partido Democrático de los Kurdos de Siria, temiendo ser desbordados por aquel movimiento de rabia popular, independentista, restablecieron la calma y ante la fiesta del Noruz, el Año Nuevo kurdo, renovaron su lealtad al presidente de la república. Aquel año fue crucial en las difíciles y ambiguas relaciones entre los kurdos y el régimen baasista de Damasco. Los kurdos son un 7-8 % de la población, y constituyen una minoría étnica porque no son árabes, pero sí son musulmanes suníes, mientras que el núcleo de poder del régimen baasista es alauí. Al principio de las actuales revueltas, hubo algunas manifestaciones contra los dirigentes de la república organizadas por la oposición, pero no prosperaron. Si bien hay ciudadanos kurdos que participan en el Comité Nacional por el Cambio Democrático, enfrentado al Consejo Nacional Sirio, con sede en Estambul, que cuenta con más apoyo internacional que base en el interior del país, partidario de la intervención militar extranjera, la mayoría defienden el diálogo con el régimen y una transición pacífica, y no secundan su llamamiento a las armas. Los kurdos viven, sobre todo, en el noroeste de Siria, en la región de la Jezira, al este de Alepo, en el pintoresco barrio de las laderas del monte Qasiaum, que domina Damasco. Descendientes de tribus indoeuropeas, fueron también víctimas de la moderna Turquía de Ataturk, como los armenios, los siriacos, o los jacobitas, y buscaron refugio en la vecina Siria. El panarabismo del Baas, como ocurrió en Irak, la idea de la Umma o comunidad religiosa del islam, han sido contrarios a reconocer su identidad cultural como pueblo, con su lengua y su historia. Los kurdos, dispersos en varios estados del Asia Menor, fueron juguete de las intrigas de la política colonial del pasado siglo. Su integración en Siria no ha sido fácil porque no han renunciado a sus aspiraciones de autonomía, sobre todo después del triunfo de sus vecinos del norte del Irak, que consiguieron un amplio sistema de autogobierno tras el derrocamiento de Sadam Husein. Ha habido también por parte del régimen un esfuerzo para asimilarlos o por lo menos captarlos en su administración, en sus fuerzas armadas. Así por ejemplo hay kurdos enrolados en la Guardia Republicana, en las

unidades militares de élite, empleadas a veces en represiones contra los Hermanos Musulmanes de la comunidad mayoritaria suní, como durante su aplastamiento en 1982 al rebelarse en Hama, la ciudad de las norias. En la vida política siria destacó durante muchos años el kurdo Khaled Bagdaache, que fue secretario del Partido Comunista. Su actitud respecto al régimen es ambigua porque a pesar de haber sufrido su política represiva en diferentes épocas, son conscientes de que les sirve de escudo ante los peligros de arabización y acusada islamización de las fuerzas que podrían conquistar el Estado. No confían en la oposición y temen que Turquía, en caso de su victoria, se convertiría en una mayor amenaza a sus anhelos de autonomía. El régimen sirio ha utilizado a los kurdos como un arma de presión sobre Turquía. Sus agravios se remontan a los años del mandato francés de 1920 cuando desgarraron su región de Antioquía para entregarla a la nueva república de Ataturk, y cuando posteriormente fueron construidas las grandes presas del Éufrates que disminuyeron el caudal de agua que llegaba a su territorio. Durante unos años Siria albergó a Abdallah Ocalan, el carismático APO, caudillo del PKK, el partido de independentistas kurdos de Turquía, permitiendo el establecimiento de bases guerrilleras en la controlada planicie libanesa de la Bekaa. Yo visité un día de la alegre fiesta del Noruz el campo de Bar Elias, con su ambiente de camaradería entre jóvenes de ambos sexos vestidos de milicianos. Debido a las amenazas militares del gobierno de Ankara, que estuvo en 1998 a punto de atacar Siria, Ocalan fue expulsado de Damasco, y aquellas bases guerrilleras, clausuradas. Ahora una de las primeras decisiones adoptadas por Bachar El Asad, al principio de las revueltas, para congraciarse con la comunidad kurda, fue reconocer la nacionalidad siria a miles de kurdos apátridas, marginados por la ley. Había sido durante lustros una de sus más apremiantes reivindicaciones al gobierno de Damasco.

Suníes y alauíes, frente a frente

28 de marzo de 2012 Hama es una ciudad suní, conservadora y ensimismada, con sus antiguas y ennegrecidas norias del Orontes, uno de los ríos más literarios del Levante. En el cruel invierno de 1982, Hama quedó empapada en sangre. Los soldados del Rais Hafez El Asad (padre del actual presidente, que en 1970 consolidó el poder alauí sobre una población de mayoría suní) aplastaron la rebelión de los Hermanos Musulmanes en una matanza que entonces casi pasó desapercibida en el mundo, y que costó la vida a cerca de veinte mil personas. Su viejo barrio en torno a la mezquita Nui, el de las nobles mansiones de los Kaylani y Barudi, con sus casas encabalgadas sobre callejuelas donde se atrincheraron los guerrilleros, fue destruido a sangre y fuego. Al alborear el 3 de febrero de 1982, francotiradores de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes apostados en la colina del viejo barrio, atacaron patrullas del ejército matando a muchos soldados. Bandas de rebeldes incendiaron y saquearon comisarías, oficinas del partido Baas, viviendas, degollando a setenta dirigentes gubernamentales y declarando Hama «ciudad liberada». El régimen decapitó a la organización integrista suní que desde el principio de la década de los ochenta con sus atentados contra las academias militares de Homs y de Alepo, había querido desafiarlo. En los viejos barrios de Hama, Homs, Damasco, en torno a los zocos y mezquitas, viven muchos habitantes suníes, artesanos, comerciantes, gente de clase media de tendencia políticas tradicionales. Si Egipto presume ser «madre del mundo», Damasco se considera «corazón de los árabes». Desde 1940 a 1963, en los primeros años de su independencia, Siria fue una república de notables, de poderosas familias feudales suníes −los ortodoxos del Islam− zarandeada por constantes y efímeros golpes militares. El fracaso del rey Faisal de la dinastía hachemí, aupada por los colonizadores europeos tras la derrota del Imperio otomano, entronizado en Damasco, dio al traste con las vanas promesas de una gran nación árabe. Nació la nueva república, que como el Líbano había sido una población sometida al mandato francés, con la aspiración de convertirse en un régimen liberal parlamentario. El golpe de estado de 1963 no fue como los anteriores en los que generales o coroneles al mando de algunas tropas se apoderaban de centros oficiales de la capital, cumpliendo a rajatabla con la técnica del golpe de estado descrita por Curzio Malaparte, publicando sus comunicados revolucionarios para derrocar gobiernos «corrompidos» y liberar Palestina. En 1963 no sólo el ejército sino también el partido Baas, un partido entonces con un programa de reforma agraria, socializante, laico, regeneracionista, consumaron el golpe que hizo cambiar, en primer lugar, la clase dirigente, ya que el Estado pasó a ser dominado por la minoría alauí, y dio otro rumbo muy diferente a la historia contemporánea de Siria. Los alauíes, marginado pueblo de las montañas, excluido por los suníes, propietarios rurales y comerciantes del bazar, ya habían empezado la salida de su postración social enrolándose en el ejército de la época del mandato francés, que reclutaba especialmente a gentes de las minorías.

Militando en el partido Baas, Hafez El Asad, en sus tres décadas de gobierno autoritario e implacable, impulsó este fulminante ascenso de los alauíes. Pertenecientes a una secta considerada por los musulmanes suníes integristas como herética incluso al margen del Islam, una secta escindida de los chiíes, habitan, como los cristianos maronitas o los drusos, regiones abruptas para protegerse de sus enemigos. La mayoría de esta comunidad vive en la ciudad de Lataquia, en sus montañas circundantes, en el litoral mediterráneo de una superficie de cinco mil kilómetros cuadrados, y constituyen alrededor del diez por ciento de la población de la república. De este enclave, o djebel alaui, autónomo durante el mandato francés, proceden numerosos miembros de las unidades más aguerridas del ejército y de las fuerzas de represión del régimen con el que plenamente se identifican. Es el enfrentamiento de suníes y alauíes con su trasfondo histórico de hostilidades, el factor más destacado en este complejo conflicto sirio. El régimen de los Asad, bajo el laicismo proclamado que disimula el acaparamiento del poder por un grupo minoritario, sabe manipular las sensibles identidades de su población, y hasta ahora consiguió contemporizar con las tendencias suníes islámicas moderadas. Denominando el país como República Árabe Siria, que pone de manifiesto su realidad musulmana mayoritaria suní y su diversidad confesional y étnica local, ha pretendido establecer la integración de una sociedad plural en un Estado. «Antes −me decía un profesor de literatura damasceno− éramos baasistas, naseristas, comunistas, nacionalistas árabes, y ahora somos suníes, cristianos, alauíes, drusos…» A partir del año 2004 comenzaron en Damasco atentados terroristas provocados por yihadistas procedentes de la sección iraquí de Al Qaeda. El régimen alauí ha mantenido un stau quo con ulemas suníes moderados y no ha tenido más remedio que ampliar el campo islámico para que se expanda la mayoría musulmana suní. Pero su violenta represión a insurrectos y manifestantes, la pauperización de su extensa juventud, las diferencias de clase agravadas, como en Egipto, por la política especulativa de los privilegiados del poder alauí, han exacerbado este enfrentamiento. En este ambiente de venganzas, de ajustes de cuentas que se remontan a la carnicería de Hama de 1982, de miedo, los grupos suníes más radicales, los salafistas azuzados por las monarquías retrógradas y ricas del Golfo, aprovechan la pérdida de control de la seguridad del gobierno para irle asestando duros golpes. Su objetivo es eliminar a los alauíes de la clase dirigente de la república que consideran que han usurpado durante medio siglo.

El peor enemigo de El Asad

4 de abril de 2012 La historia contemporánea de Siria, como la de Egipto, es la historia de la cofradía de los Hermanos Musulmanes para alcanzar el poder. A finales de los años 30, la organización egipcia amamantó en El Cairo a los primeros militantes sirios que luego, en Damasco, encarnaron las ansias, las luchas, las reivindicaciones de la mayoría de la población suní, sometida al régimen baasista y de los Asad. La cofradía está prohibida en Siria y mueve los hilos de la resistencia interior desde Londres. Sus miembros forman la principal fuerza política de la oposición clandestina. Defienden una democracia pluralista a pesar de su integrismo. Cuando Siria se independizó, en 1946, la cofradía aceptó el sistema parlamentario liberal de la nueva República y tuvo ministros en sus sucesivos gobiernos, a veces muy efímeros, al vaivén de los pronunciamientos militares. Perdió, sin embargo, su influencia política a raíz del golpe de Estado de 1963. El nuevo régimen, dominado por el ejército, el partido Baas y los alauíes, se definió como laico, panarabista y socializante, e inició un programa de nacionalizaciones, al que se opusieron los Hermanos Musulmanes porque repercutía seriamente sobre la clase media mercantil urbana que constituía su base social. La lucha política y armada de la cofradía se exacerbó entre 1979 y 1982, cuando un alzamiento armado en Hama fue aplastado por las unidades de élite del ejército, con el resultado de decenas de miles de muertos. La cofradía era un grupo terrorista para las autoridades de Damasco. Había tratado de asesinar al Rais, había declarado huelgas que paralizaban el país y llevado a cabo atentados contra las academias militares de Homs, Alepo y Palmira, que dejaron decenas de muertos y obligaron al régimen a declarar el estado de urgencia en la capital. Una de las causas de este movimiento huelguístico fue la publicación en la prensa de Damasco de un artículo en el que se «incitaba a los musulmanes al ateísmo» y en el que su autor escribió: «El hombre nuevo árabe es un socialista, un revolucionario». La represión gubernamental, la limpieza de localidades y barrios, como acontece ahora en Homs y en Idlib con vehículos blindados y helicópteros, fue cruenta. Un jefe del ejército amenazó a la población con «ejecutar cada día mil ciudadanos hasta extirpar el veneno diseminado por los Hermanos Musulmanes». Después de los acontecimientos de Hama de 1982, la cofradía fue decapitada, derrotada, perseguida. De aquí que su implantación en el ejército sea nula. El Parlamento publicó en 1980 una ley por la que se condenaba a la pena capital a todos los que formasen parte de los Hermanos Musulmanes. La cofradía identificaba al Rais Hafez El Asad con el comunismo soviético. En estas décadas de clandestinidad, los Hermanos Musulmanes, divididos entre los que abogaban preferentemente por la acción política y los que secundaban la lucha armada, nunca renunciaron a sus objetivos. Según su estereotipada visión, los alauíes son un pueblo herético, con

una religión formada con elementos del judaísmo, del budismo, de los zoroastras, de carácter violento y traicionero, una comunidad depravada, que predica el odio confesional. Consideran que hay una conjura alauí que se remonta a tiempos lejanos. Cuando nada más llegar al poder en el 2000, Bachar El Asad prometió reformas políticas, la cofradía, primera organización de la oposición, se reforzó en el exilio. Publicó en el 2006 su proyecto político para el futuro de Siria, que estaba basado en otro importante documento de 1980, titulado La revolución islámica. Allí se pronunciaba a favor de un Estado de derecho moderno, democrático, pero con una vocación islámica, rechazando un régimen teocrático que calificaba de totalitario. Postulaba, asimismo, un diálogo político y vinculaba la democracia con el concepto islámico de la shura o consulta popular. Hacía, por último, hincapié en que la religión musulmana debe ser la religión oficial del Estado, mientras que en el actual ordenamiento jurídico-político es sólo la del jefe del Estado. La cofradía ha querido adaptarse a las jurisprudencias en vigor, a la diversidad de tendencias de los partidos de la oposición. En este sentido, el pasado 26 de marzo publicó su programa para la época post-Bachar El Asad, en el que hace alarde de su proyecto de Estado civil. Deberá estar fundado en los derechos humanos y ser «un Estado de cooperación, de hermandad, de amor, entre los hijos de la gran familia siria en el ámbito de la reconciliación». De todas maneras, el programa de la cofradía no esconde que las leyes deben someterse a una «islamización progresiva», y no pueden contradecir los principios fundamentales de la charia. Como siempre, ante estas afirmaciones prodemocráticas, tan utilizadas por los islamistas que han conquistado el poder en las repúblicas árabes sacudidas por las revueltas del último año, cabe preguntarse si los Hermanos Musulmanes ven la democracia como un objetivo o sólo como un camino para conquistar el poder. Como escribía Michel Seurat, uno de los mejores especialistas de la complicada Siria y que fue secuestrado y asesinado en Beirut durante los terroríficos años 80, los Hermanos Musulmanes no son los heraldos de la modernización pero hay que tener en cuenta su amplia audiencia en Siria. Son la única fuerza de la oposición al régimen con un trasfondo de catorce siglos de historia y la única que sabe plantarle cara. El enfrentamiento que el islamismo y el secularismo libran hoy en Siria será vital para el futuro de Oriente Medio. Los otros grupos de la oposición son incapaces de organizarse y unirse ante Bachar El Asad. El integrismo musulmán es resultado, entre otras razones, del fracaso de la constitución de un Estado moderno en el Oriente árabe.

Bab Tuma, oasis damasceno

8 de julio de 2012 Andar y andar por Damasco. Subir a un microbús que desde el alto barrio en las laderas del monte Qasium, atravesando amplias calles, limpias y arboladas avenidas, me condujo hasta la capital amurallada que presume de ser la ciudad habitada continuamente más antigua del mundo, para bajar ante Bab Tuma, la puerta romana de Santo Tomás. Entre Bab Tuma, Bab Charki y la Calle Larga con su renovada calzada de adoquines, portales y fachadas remozadas de sus innumerables tiendas, hay un pequeño mundo damasceno que sobrevive al tiempo. Al fondo de la callejuela Al Abara, descrita con ternura por el escritor Rafic Shami, que fue su vecino, se levanta una modesta pared rematada por una hornacina descolorida con esta simple inscripción: «Muro de San Pablo». Es el lienzo de muralla por donde Saulo se descolgó huyendo de sus perseguidores, en su conversión a la religión de Cristo. El barrio de callejuelas antiguas, por las que con destreza circulan taxis amarillos, automóviles e incluso camionetas, es un abigarrado vecindario donde se encabalgan patriarcados, conventos, iglesias greco-ortodoxas, armenias, siriacas, latinas, maronitas, tiendas de teléfonos móviles, de todas las marcas y colores, de antigüedades y tapices, con cafés de Internet, boutiques, restaurantes, hoteles y discotecas como Tao Bor o Zodiac. Bab Tuma es sede de los tres patriarcas de Damasco y lugar de esparcimiento y diversión. De noche, la estrecha calle de Bab Tuma, con el convento de los franciscanos y su adyacente edificio del antiguo consulado de España con el escudo de mármol esculpido en la fachada, es un ir y venir de taxis y automóviles. Muchachas de ceñidos pantalones y alegres blusas, o tocadas con livianos velos de colores, con novios o acompañantes, musulmanes o cristianos, dan vueltas por este oasis urbano que, pese al miedo, a estos tiempos de ansiedad y a oscuros presagios, no ha perdido completamente su animación. Sus vecinos son gente modesta, tenderos, artesanos, humildes empleados. Algunos escultores y pintores conocidos abrieron sus talleres en este barrio que se puso de moda hace unos años, renovándose sus antiguos palacios y mansiones convertidas, a menudo, en hoteles y restaurantes de un consumo que hasta ahora había sido prometedor. No hay turistas, los hoteles, estos hoteles de buen gusto, como el Hotel Talismán, una pequeña joya arquitectónica, están vacíos, y en las terrazas nocturnas de las cafeterías, como la del Dominó, sólo unas cuantas mesas quedan ocupadas con parroquianos que fuman indolentemente el narguileh o pipa de agua, fijos los ojos en la gran pantalla plana de televisión que transmite los partidos de la Eurocopa de fútbol. En el vecindario hay restaurantes de cocina árabe y occidental, bares como el Matador, en cuya barra los jóvenes consumen cervezas, whiskies, bebidas alcohólicas. También pizzerías o pastelerías, en cuyas puertas se reúnen muchachas y muchachos capitalinos. La calle de Bab Tuma, que desemboca en la calle Derecha, divide el barrio de callejuelas de fachadas modestas que, a veces, esconden amenas viviendas con patio interior florecido, ceñido de habitaciones en torno a un surtidor de mosaico, con puertas de dovelas blancas y negras, ventanas, pequeñas galerías de

celosías. Es el antiguo encanto de esta ciudad recoleta, regada por canales del río Barada, en medio del oasis cada vez más exiguo de la Guta, ante cuya espléndida belleza, según la tradición, no quiso penetrar el profeta Mahoma, que se reservaba para el Paraíso después de la muerte. En los populares seriales de televisión sirios, de tanto éxito en los países árabes, estos barrios de la antigua ciudad son escenario inagotable de cintas que narran historias patrióticas de la época de la lucha de la heroica Siria contra el colonialismo francés. En las esquinas de Bab Tuma destacan hornacinas de vírgenes y santos con macetas de flores. Los rótulos de sus tiendas están en árabe, en lenguas europeas, y a veces en siriaco, la antigua parla originada del arameo, en que hablaba el Mesías. En este barrio cristiano tradicional hay incrustado un sector, antaño habitado por judíos, Tallet el Hijara, una de cuyas pequeñas sinagogas, sin ningún simbolo en la fachada, se encuentra en la esquina del Hotel Talismán, que como la vecina mansión Fahi, habían sido casas de notables familias judías. Discretamente, cada semana abre en la fiesta del Shabat. Bab Tuma fue el primer lugar donde viví en Damasco en un nunca olvidado viaje de adolescencia traumática, desde Barcelona, allá por los años sesenta, en un fatigado Citroën 2 Caballos, acompañado del pintor Francesc Artigau y de Ramon Comellas. −Me llamo Tomás y voy a Bab Tuma −le dije al simpático chófer del microbús que me condujo a este oasis de tranquilidad, que quiera Dios que no se destruya. En la repisa de su vehículo, tenía un vaso de té que sorbía de vez en cuando, una cajita incrustada de nácar con servilletas de papel y un zapato colgado junto a la ventanilla. −Es −me explicó sonriente− para la buena suerte.

La judería de Damasco

2 de agosto de 2012 Al fondo de un callejón ciego hay una modesta casa con un portal cerrado. Si la recepcionista del hotel Talismán no me lo hubiese dicho, no habría sabido que era una sinagoga, sin ningún símbolo religioso en la fachada, que se abre discretamente cada fiesta del Shabat. La sinagoga de Al Faranj, la única donde aún se celebra el culto. Por casualidad fui a parar al antiguo sector judío de Damasco, en los alrededores de la calle Al Amin, perpendicular a la Calle Larga, antiguo barrio cristiano de la ciudad donde también viven musulmanes. Entre sus humildes viviendas, algunas abandonadas o cerradas, en estas callejuelas angostas y pobres hubo mansiones como la de Farhi, consejero financiero de la administración otomana, o como las que han sido unificadas para albergar el hotel Talismán, pertenecientes a florecientes familias de religión judia, comunidad milenaria en Siria. Al alborear el pasado siglo vivían en Siria alrededor de cincuenta mil judíos, establecidos, sobre todo, en Damasco, Alepo y Qamishli, cerca de la frontera iraquí. Entre sus veintiséis sinagogas, la más antigua es la de Jobar en los suburbios de la capital. Las salas dedicadas a los bellísimos murales de la sinagoga de Dura Europos son la sección más visitada del Museo de Damasco. Apenas dos centenares de judíos siguen viviendo en esta república después de que el gobierno de Hafez El Asad les procurase hace veinte años visados de salida, como habían solicitado desde hacía mucho tiempo, a condición de no dirigirse a Israel. En 1992, provisto de un permiso oficial del Ministerio de Información y de los Servicios de inteligencia, pude recorrer este vecindario, visitar la escuela Maymun donde se impartían clases de hebreo, conversar con uno de sus rabinos que, en sopesadas palabras, con exquisita prudencia oriental, lamentaba que era difícil salir de Siria con toda la familia. La escuela era frecuentada también por colegiales musulmanes y de origen palestino. En este barrio se estableció tras la fundación en 1948 del Estado de Israel, conviviendo en sus callejuelas, esta comunidad de raíces damascenas hundidas en treinta y seis siglos de historia. Los judíos se consideran la comunidad más antigua de la ciudad. Como ocurrió en otros paises árabes y en represalia por las confiscaciones israelíes de propiedades palestinas, a los judíos sirios que emigraron se les incautaron sus casas y bienes. Los proyectos de compensaciones o indemnizaciones no han podido llevarse a cabo, debido sobre todo a los problemas políticos entre los gobiernos de la región. El día del vigésimo primer aniversario del gobierno de Hafez El Asad, en 1991, los notables de la judería se vistieron con el traje de fiesta para acudir a una ceremonia oficial. Y dos semanas después en la jornada del referéndum que le reeligió como presidente de la república, cargo que siguió ocupando hasta su muerte en el verano del 2000, cuando le sucedió en lo que se denominó entonces un régimen de república hereditaria, su hijo Bachar, encabezaron una manifestación en favor del Rais. El barrio no se diferenciaba, ni se diferencia, de los demás. No había ni redingotes, ni

sombreros negros de astracán, ni largas túnicas, ni tan siquiera las kipas con las que muchos judíos gustan tocarse la cabeza. Hablaban en árabe y no se oía ni una palabra en hebreo. Recuerdo que a una vieja mujer a la que pregunté en aquel viaje por la dirección de la escuela, al responderme en francés, se le escapó la palabra shalom. Si al viajero no le acompañaba ningún guía local, nunca podía, ni mucho menos ahora puede, percatarse de que aquí vivió durante siglos, la judería de Damasco.

La tumba de la información

30 de agosto de 2012 La información ha muerto en esta horrenda guerra de Siria. Su descrédito ha sido provocado a consecuencia, ante todo, del profundo desconocimiento de un régimen que como el Baas siempre ha cultivado un estilo policíaco brutal, persiguiendo y amedrentando durante años a la población, demostrando su gusto por la tortura y el secreto, pero que también tuvo en su origen un programa social, escolar, renovador, «revolucionario», según sus olvidados fundadores Michel Aflak y Salah Bitar, y una vocación socializante, panarabista, laica, que pretendía dignificar la humillada sociedad árabe. Eran tiempos políticos muy diferentes en Oriente Medio, con un caudillo egipcio carismático, populista, anticolonial, Nasser, y un partido de naturaleza «progresista», doctrinario, laico, el Baas, que conquistó el poder en respectivos golpes de estado en Siria y en Irak. El hundimiento del nasserismo, con su carácter autoritario y policíaco, y del baasismo, convertido en una superestructura ideológica manipulada por los alauíes minoritarios sirios, y por el ejército, cambió el rumbo de la historia de estos pueblos. Siria, por la compleja composición en comunidades religiosas y étnicas con sus difíciles equilibrios (como el Líbano, como Irak), por su reciente historia colonial de humillaciones durante el mandato francés que le amputó, por ejemplo, la región del golfo de Alejandreta que los gobernantes de París entregaron a la joven república turca de Ataturk, ha sido un país difícil de entender, a menudo mal amado. Vale la pena recordar el buen libro que Rosa Regás escribió titulado Viaje a la luz del Cham. La cerrazón del régimen damasceno, de aire soviético, empapado de espíritu tribal y vínculos de sangre (asabiya) como bien ha descrito Michel Seurat, ha fomentado su incapacidad de apertura, su desdén hacia la prensa extranjera –Siria siempre tuvo mala prensa en Occidente–, considerada hostil o sospechosa, sometida de continuo a su censura e implacable vigilancia. Cuando llegó el tiempo de las pacíficas manifestaciones antigubernamentales de la rebelión, después de la insurrección armada, no supo ni explicarse ni comunicar con el exterior, abundando en sus estereotipada imagen de ser víctima de una pérfida conjura internacional. Damasco, a diferencia de Beirut, nunca ha sido sede de agencias mundiales de información ni de corresponsales de prensa, a causa de su falta de libertad. He escrito ya que mis principios de corresponsal en Oriente Medio en el otoño de 1970 fueron marcados por la frustración de no conseguir un visado sirio para escribir sobre el golpe de estado palaciego del general Hafez El Asad, padre del actual presidente, que derrocó a los dirigentes baasistas Al Atasi y Jedidi de tendencia ideológica radical, por entonces detentadores del poder. Siempre fue difícil el acceso a los periodistas –yo exhibía mi condición de abogado en las solicitudes de visado– en tiempos normales, por lo que no ha sido extraño que durante este episodio histórico conmovedor se encierren a cal y canto todavía más, ante una prensa que, en general, ya había a tomado partido en favor del bando de los rebeldes, considerados héroes de una revolución espontánea y popular, contra una dictadura hereditaria sanguinaria y corrupta, sostenida por una minoría de su población.

Han tenido que discurrir cruentos meses para que, poco a poco, apareciese la compleja realidad de esta guerra, vital para Siria y el Oriente Medio. Dirigentes de la oposición supieron desde el principio abrir sus puertas a los enviados especiales occidentales, que han podido y pueden narrar la vida y la lucha de los insurrectos, visitar sus enclaves, dar fe de matanzas, atrocidades, represiones militares, en un ambiente a menudo sensacionalista al estilo tan en boga de la información como espectáculo. Son pocos los periodistas que hemos conseguido un visado para entrar en Siria, donde nuestro campo de acción, sin el morbo y aventura de nuestros colegas, huéspedes de los rebeldes, es mucho más restringido al ser imposible salir de la capital. Las voces, por lo tanto, de soldados, de milicianos, sobre todo de la población civil con sus minorías, apenas han trascendido más allá de sus fronteras. ¿Quién valora, por ejemplo, la oposición interior al régimen? Las informaciones procedentes de los bien establecidos portavoces de la oposición en el extranjero, de los innumerables mensajes por Youtube o Facebok, han sido evaluadas casi siempre como fidedignas, mientras que las noticias emanadas de los centros gubernamentales son calificadas en bloque de pura propaganda. Este inconmensurable fenómeno de desinformación, de mixtificaciones, ha oscurecido todavía más la intrahistoria de un conflicto en el que las injerencias extranjeras en uno y otro bando, lo han convertido en un rompecabezas internacional explosivo. Toda suerte de especulaciones, de análisis prematuros anunciando la caída de El Asad, de defecciones de altos jerarcas del régimen, de informaciones que aseguran definitivas victorias de los rebeldes, alimentan la maltrecha información sobre Siria. La existencia de redes sociales que nadie es capaz de controlar ha agravado la esquizofrenia de esta nación elegida como cabeza de turco de inextricables proyectos sobre el Oriente Medio. Sea cual sea nuestro sentimiento, nuestra opinión, hay que llorar por la muerte y destrucción de este país. Es lugar común decir que la primera víctima de la guerra es la Información. En Siria, que en paz descanse, han cavado su tumba.

Cuando Josep Carner escribía sobre Damasco

10 de septiembre de 2012 Una vez escribió Josep Carner que «la primavera de Damasco es tan breve como la doncellez de una muchacha árabe». Fue durante su etapa al frente del Consulado español en Beirut, entre 1935 y 1936, en la que compuso hermosos y lúcidos artículos que publicaba en el diario La Publicitat, bajo el epígrafe de «Proximo Oriente». Carner fue un magnífico corresponsal, quizá sin pretenderlo, porque en sus textos exigentes, siempre de gran calidad literaria, procuró levantar los velos que cubrían entonces el mito del Oriente, para descubrirlo en sus detalles, desde los más pequeños a los más trascendentales. Sus artículos más actuales resultan, como siempre, los que entonces podrían parecer, en este lamentable argot de las redacciones, los más intemporales. Como observador político de un Oriente Medio a punto de estallar, comentó con profunda claridad fenómenos como la pujante aparición del nacionalismo árabe, el ímpetu de Siria que de una u otra forma está presente en estos pueblos levantinos, del nacimiento de la «cuestión palestina» con las aliyas o emigraciones judías pocos años antes de la fundación en 1948 del Estado de Israel, o de la incipiente explotación de los yacimientos de petróleo que revolucionarían las tribus beduinas de la Arabia desértica y cambiarían el rumbo de la historia del Oriente Medio. Volvamos a Damasco, a su primavera polvorienta, a sus jornadas del Gran Bairan en las que se estaba decidiendo la suerte de Siria, entre el Alto Comisario francés y los jefes nacionalistas árabes. En este puñado de artículos −con títulos como Las narices de Siria, Jornadas de Damasco, Primavera polvorienta, En un hotel de Damasco−, Carner traza unas pinceladas sobre el paisaje de la Guta, reflexiona en torno a la idea del nacionalismo árabe, o describe el ambiente de astutos comerciantes visitantes de L’Orient Palace, uno de los principales hoteles de la década de los treinta damascena. «Ah, dicen los damascenos, la gloria de Damasco es su primavera que estalla de golpe en toda su generosa locura: rosas, narcisos, anemonas, gladiolos concertándose con el florecimiento de los melocotoneros, de los albaricoques, de los cerezos, de los saúcos amigos de la humedad, las bayas de los cuales harán venir a todos los zorzales... El desierto circundante pone el pulvis eris a la belleza aturdida y pasajera... Con el perfume respiras el polvo, quien sabe si las cenizas». Así describía la ciudad en un artículo en su catalán natal sobre la capital siria. El Damasco de los años treinta que visitó Carner, procedente de Beirut, era una ciudad tal como ha descrito en su delicioso libro Angelos Kevisseoglu, Le Vieux Damas qui s’en va, de trescientos cincuenta mil habitantes, con una mayoría de población musulmana y las minorías cristiana, judía, kurda que vivían en sus propios barrios, sus colonias francesa, italiana, levantina. Una ciudad de jardines y huertos espléndidos en el oasis de la Guta, donde florece la rosa de Damasco y ahora arrasado por las nuevas construcciones, de casas que daban su espalda a las calles, para abrirse en amenos patios interiores con el agua de sus surtidores o albercas. Una ciudad de tranvías y caravanas de camellos, por cuyas calles apenas circulaban mujeres, tapadas

con velos, rebosante de vendedores ambulantes que ofrecían nieve congelada que traían del monte Hermón, zumos de fruta y regaliz, miel o garbanzos. Una ciudad con sólo media docena de hoteles, cuatro o cinco salas de cine, pero de abundosas aguas, de los canales del Barada, su aprendiz de río. Una población histórica, sobre todo por el tiempo de los Omeyas, ensimismada y provinciana efímera capital en 1920 del reino de Faisal que englobaba Palestina y el Líbano, hasta su derrota por las tropas coloniales y más tarde capital de la proclamada República Siria en 1943 tras el final del mandato de Francia. Carner, en su artículo Jornadas de Damasco, da cuenta de las negociaciones que se llevaban a cabo en París para evitar la división de Siria en enclaves confesionales como el djebel alauí o el djebel druso, y garantizar que la región del golfo de Alejandreta no se arrancara de su territorio, como aconteció más tarde al ser entregada por la potencia mandataria a la joven república turca de Ataturk. Nuestro poeta y cónsul escribe en 1936: «Damasco es un lugar vital para el mundo islámico. Y para Europa es importante que la fórmula difícil y pasajera del mandato sea convertida cuando sea necesario en una relación de leal amistad, en la que pueda sobrevivir la influencia legitima». Entresaco sus párrafos finales del mismo artículo. «La idea nacionalista −escribe− es en sí misma un esqueje occidental. La pura sensibilidad del Próximo Oriente solo habría dado panislamismos o panarabismo. ¿Quién hubiese dicho que en aquellos últimos tiempos de la administración otomana que gobernó estas tierras troceándolas por el uso oportuno de los fanatismos religiosos, en la vigilia del Gran Bairan de este 1936, las multitudes de Damasco gritarían delirantes: «¡Viva la patria musulmana y cristiana!». Sus atinadas observaciones políticas de hace más de diez décadas son una muestra de la lucidez asombrosa de este Príncipe de los poetas de Catalunya, en su tan corta estancia diplomática en Beirut.

Sueida, la cara tranquila de Siria

15 de octubre de 2012 Como en un suave paisaje mediterráneo interior, los campos del Djebel Arab están plantados de cereales, olivos, algunos viñedos, de pinos e incluso algún ciprés. Por la carretera de Damasco a Sueida, la tranquila capital del territorio por antonomasia de los drusos, rueda un tráfico regular que apenas se perturba en los controles de vigilancia militar, siempre con la bandera nacional al viento. Hay arriates de adelfas en las orillas bien cuidadas de la entrada de la ciudad con sus expresivos monumentos a la memoria de Basel, el primogénito del Rais Hafez El Asad, muerto en accidente de circulación, y del héroe druso Sultán El Atrache, que en 1925 se levantó en armas contra el dominio colonial francés. Sueida es una población alegre, se me antoja de ambiente más liberal por el talante de sus mujeres, que cruzan las calles vestidas con pantalones o ajustados vaqueros, con blusas y graciosas faldas. Aquí no hay ninguna que vaya tapada o bien oculte su rostro. En esta provincia muy montañosa, de paisajes de rocas basálticas, con sus antiguos monumentos, esculturas y ornamentos negros, de cinco mil kilómetros cuadrados, viven casi medio millón de drusos, formando un homogéneo núcleo de población, un tres por ciento de todos los habitantes sirios. Sus bien trazadas calles, sus zocos sin la algarabía ni la suciedad de los bazares de Oriente, las bien construidas viviendas de los barrios residenciales, muestran su ambiente de paz y un mejor nivel de vida que otras localidades sirias. Emigrantes que triunfaron en las Américas y en primer lugar en Venezuela −cuyo presidente Hugo Chávez, aquí muy popular, ha contado siempre con ministros drusos en su gobierno− edificaron ostentosas villas. En esta Siria descoyuntada, desgarrada por la guerra, por el pánico al terror y a los secuestros, Sueida es un oasis envidiable de seguridad donde se han establecido veinte mil personas procedentes de toda la nación, ahuyentadas por los crímenes, por la devastación y el caos. Hikmat El Ayari, jeque Akl de los drusos, tocado del blanco turbante, vistiendo su negra túnica, al recibirme en su sede oficial, paredaña de una vivienda construida con basáltica piedra, rodeado de dignatarios religiosos con zaragüelles negros, blancos casquetes y grandes bigotes a lo Kaiser, cree que tan pronto se restablezca la seguridad volverán a sus hogares. «Siempre hemos considerado que el objetivo de la rebelión ha sido destruir el país, las instituciones del Estado. No sé que exista en el Corán ninguna referencia a que hay que matar. Nada hubiese ocurrido sin las injerencias extranjeras. Desde hace siglos en mi país han convivido todas las comunidades». Los drusos, una minoría de religión esotérica que cree en la reencarnación de las almas, como los alauíes de la costa mediterránea o los maronitas del Líbano, pueblos siempre perseguidos, encontraron refugio en abruptas y montañosas tierras. Como ocurrió con los alauíes, para conseguir un ascenso social se enrolaron en el ejército y militaron en el partido Baas. Alauíes y drusos, que no siempre han convivido en paz, constituyen, aunque no con la misma importancia, el núcleo del régimen.

En las calles de Sueida son omnipresentes los símbolos del poder baasista. Las estatuas del presidente Hafez El Asad, incólumes, ven con serenidad el fluir de estos días crueles y destructores en otras poblaciones de la república. En este tiempo de enfrentamientos del ejercito de El Asad con los insurrectos, sobre todo musulmanes suníes, y a excepción de una discreta participación en las primeras manifestaciones pacíficas de Deraa, y en otras localidades como Homs, la comunidad drusa no se ha adherido a la rebelión, percatada que son los militantes islamistas los que están en la vanguardia de la insurrección. No comparten sus proyectos políticos y temen que la confusión entre religión y estado, su rechazo del laicismo, alimenten una cruenta y larga guerra civil. La oposición critica su comportamiento porque la región montañosa del Huran es estratégica para restablecer un equilibrio de fuerzas que facilite su combate contra la potencia militar del régimen. «Hoy Sueida −me decía un apreciado corresponsal de prensa− es como antes era Siria». Este oasis es resultado de la voluntad de su compacta población. El gobernador de la plaza, Atef el Nadaf, me cuenta que mantiene un diálogo con la oposición de la ciudad, pacífica y que ha renunciado a la violencia. «Pero nadie puede poner la mano en el fuego de que no haya infiltraciones de gente armada. Ni ustedes en España con toda la eficacia de su ejército, ni la ayuda internacional, han podido salvarse del terrorismo». Sueida y su hermosa provincia de montañas volcánicas y con su estilo de vida remansado es la otra cara de la turbada e incierta Siria. A nuestro regreso a Damasco, mi chófer me contaba que aunque fuese a pocos kilómetros de la capital, los rebeldes pueden aparecer de pronto y cortar por unos minutos el tráfico de la carretera y secuestrar a los viajeros. Hace pocas semanas secuestraron a un amigo suyo también druso que regresaba de Sueida de visitar a su familia. Tuvieron que pagar un fuerte rescate para liberarlo. Llegamos sin novedad a Damasco, aunque quizá, y pese a que todavía no había empezado a oscurecer, un poco tarde.

Erótica lencería

16 de noviembre de 2012 Desde mi primer viaje a Siria, allá por el verano de 1965 ó 1966, me ha fascinado, me ha atraído como un imán, el zoco Hamidiye de Damasco. Muchas veces lo he recorrido desde un extremo, la muralla otomana, al otro, hasta la mezquita de los Omeyas, a buen paso, porque acababa la estancia en la ciudad con el ansia de empaparme de su animación abigarrada, de su ambiente tan oriental, muy alejado del de Beirut. Aún recuerdo sus bóvedas hechas de telas agujereadas, desgastadas, despedazadas como incontables constelaciones, de cuando fueron bombardeadas por los franceses en la revuelta nacionalista árabe de 1925. Muchas veces curioseé en sus tiendas de tapices persas, de antigüedades, como en la de Stephan, me detuve a comprar sus dulces, a saborear en la famosa heladería Bakdash sus populares helados al paso de peregrinos camino de La Meca. El descubrimiento de sus recatadas tiendas de lencería femenina fue muy posterior. Siria, destrozada y desgarrada por esta impuesta guerra cruel, tiene fábricas, talleres, suministradores de prendas íntimas femeninas, muy fantasiosas, que exportan especialmente a las oscurantistas, represoras sociedades de Arabia Saudí, de los opulentos principados petrolíferos del Golfo, como Qatar, que ahora arman y financian a las fuerzas de la rebelión. Como ocurre en otros países árabes o musulmanes como Irán, a menudo bajo las adustas prendas femeninas, bajo los chadores de las mujeres, se esconde la muy sexy lencería, como en otros pueblos del mundo, pero con un código más secreto que hay que descifrar. El Islam exalta y enaltece la vida sexual de las parejas, siempre y cuando estén casadas. El severo imán Jomeini, que en 1979 dirigió la revolución islámica del Irán, fue autor de un muy famoso opúsculo que describía como debe la mujer perfumarse, acicalarse y atraer a su marido para colmarlo de placer. Casi promediado el largo zoco Hamidiye, hay una tienda discreta −Damasco es una ciudad de recoleta belleza en sus antiguas casas con patios y surtidores de agua, ocultas tras sus ciegas y modestas paredes− llamada Al Adnans, con una planta en la que apenas vale la pena curiosear, pero con un altillo muy interesante. Su dueño es también diseñador de muchos de los modelos de string exhibidos, como uno ornado con un dibujo de un canario que empieza a cantar al acariciarlo, otro que tiene gusto de nescafé, o lleva una pochette para un teléfono móvil. Hay tangas de todos los colores, especialmente rosa, en seda, de encajes, satinados, ligas y sostenes de marca, bragas violetas, transparentes camisones bordados de plumas. Sobre las mesas, en los estantes hay álbumes con fotos de modelos rusas, de países del este de Europa. En otra tienda, Lingerie de Badunes, después de los modelos de convencionales trajes de novia, se exhibe un muestrario de caprichos íntimos de prendas eróticas. Con frecuencia forman parte del ajuar de la novia. Hermanas, tías, primas y amigas tienen costumbre de regalarlas antes de la boda. Amsel Fashion, o Lingerie Aley son otras tiendas dedicadas a la coquetería y picardía de las mujeres sirias. En la calle peatonal de Salhie, de populares comercios, cerca del edificio del Parlamento, se encuentran otras tiendas de moda femenina, occidental e islámica. Ya hace años que el gobierno prohibió el uso del hijab en las aulas universitarias. Rana Salam, estilista de

moda, ha escrito The secret life of Syrian underwear, de gran éxito, en el que desvela esta palpitante vida erótica universal que rompe estereotipados esquemas de la sociedad árabe y del mundo del islam. En mi último viaje a Alepo, antes del martirio de aquella ciudad denominada antaño la «princesa del norte de Siria», vi en su céntrica plaza del Reloj, del mismo estilo de otras plazas de Homs y Hama, donde se congregaban las manifestaciones antigubernamentales, cómo vendedores ambulantes ofrecían barata lencería femenina amontonada en sus capazos. Alepo, monumental ciudad, con zocos más extensos, laberínticos y abigarrados que Damasco, con un ambiente cosmopolita abolido hace tiempo, se hizo popular por las habilidades de alcoba de sus mujeres y por los sabores exquisitos de su elaborada cocina. Florence Olivry compuso un delicioso libro, Les secrets d’Alep, en el que contaba una gran ciudad a través de su arte culinario. Es la Siria asesinada por la barbarie.

Carretera de Beirut a Damasco

4 de abril de 2013 La carretera de Damasco a Beirut es el cordón vertical más sólido de Siria con el mundo exterior. Con casi todas las carreteras inseguras −es muy arriesgado salir de la capital− y en primer lugar tanto las que unen esta ciudad con Alepo, Homs, Deraa, Lataquia e incluso la que va al aeropuerto, es vital garantizar su libre tráfico de pasajeros y mercancía por Jdeideh y Masnaa, los respectivos puestos fronterizos de Siria y el Líbano. Miles de viajeros sirios que se refugian en la vecina república libanesa la atraviesan cada día. Centenares de camiones de impresionante tonelaje suministran desde gasóleo a toda suerte de cargamentos a esta nación destrozada por la guerra, y sirven a su regreso para la exportación de sus productos al extranjero. No es extraño que los rebeldes −el Ejército Libre Sirio− hayan amenazado con declarar «zona de guerra» esta estratégica ruta internacional. He contado nueve controles desde la frontera siria a Damasco, a sólo treinta y cinco kilómetros del Líbano, de los que tres o cuatro, especialmente más cercanos a esta capital, son los más estrictos, con hileras interminables de vehículos. Me ha sorprendido el silencio, el absoluto silencio en estos embotellamientos en los que hay quien ejerce la santa paciencia, sin ningún bocinazo, ni insistente teléfono móvil, ninguna radio vociferante, en medio de este paisaje árido de la frontera, tras la exuberancia de la planicie libanesa de la Bekaa, con la amena cumbre nevada del monte Hermón en el horizonte. Es como si los viajeros contuviesen su respiración para no excitar a los malcarados vigilantes del ejército nacional, del nizam o régimen, como dicen en árabe. En estos puestos de control ondean ajadas banderas sirias, se exhiben carteles con los rostros del Rais Bachar El Asad, del jeque Nasrallah, su fiel aliado del Hizbullah chií y libanés, odiado por los rebeldes suníes, y de Hafez El Asad, su padre, al que sucedió en el verano del 2000 en la presidencia de la república, entonces tranquilo compromiso hereditario aceptado sin rechistar por todo el mundo, junto a la imagen del carismático Gamal Abdel Nasser, popular jefe de estado de Egipto en la década de los sesenta. Cada vez que un militar verificaba nuestra identidad y registraba el maletero del automóvil, el chófer del taxi le decía, zalamero, «Gali» (querido), o «Helu» (hermoso), con sonrisa de amable sumisión. Pese a tantas veces que he atravesado esta frontera y viajado por esta carretera rumbo a Damasco, nunca había reparado, poco antes de llegar a la capital, en una gran edificación a medio construir sobre un mogote de su paisaje. El taxista me descubrió que se trataba ni más ni menos que de un palacio de la familia principesca del emirato de Qatar −el primer enemigo del régimen de Bachar El Asad, que arma y financia a sus rebeldes− que se encuentra a poca distancia de la residencia oficial del Rais sirio. En el horizonte de este mediodía de gloria brotan las columnas de humo de las explosiones en Taraya y en otros barrios de la periferia de la ciudad, donde resisten los rebeldes a los bombardeos del ejército. La capital que el régimen quería preservar como su segura ciudadela ya es un frente de guerra. El monte Qasium que domina la población es la principal base militar, pero

hay otras en el perímetro urbano. El rif, la periferia, con suburbios como Madamin, Tadamon, Jobar, es el territorio en el que se han atrincherado los rebeldes, desde el que hostigan la capital con disparos de sus obuses, cohetes, de sus armas, que han arrancado la pretensión, junto con sus atentados cada vez más mortíferos y frecuentes, que tenían los damascenos de zafarse de la batalla. Daraya es su posición más fortificada, con galerías excavadas como en Gaza, a poca distancia del palacio presidencial. Y está dominada por los extremistas islamistas del Frente Al Nusra. Como en Bagdad, se puede hablar de una «zona verde», que todavía queda más protegida bajo la autoridad del gobierno de los enfrentamientos armados, y de una «zona roja», abandonada a la suerte de las peripecias bélicas, del avance de los rebeldes y desahuciada de sus pobladores, que se han hacinado en el perímetro más seguro de esta capital. A los damascenos, como antes a los beirutíes, se les ha afinado el oído y pueden distinguir los orígenes de las bocas de fuego, de los disparos, la naturaleza y calibre de las armas empleadas. Circulan rumores de que el gobierno espera el final del tiempo de las vacaciones escolares para desalojar a los habitantes de los barrios en los que se han hecho fuertes los rebeldes y tratar de aplastarles con su ejército, cueste lo que cueste, como en Homs, como en Alepo. «Las tropas deben ocupar estos barrios −me decía convencido un alauí partidario del régimen− porque ahora están destruyendo las casas y no consiguen acabar con los combatientes en esta difícil guerra de guerrillas. Cuatro veces los rebeldes intentaron tomar la ciudad y fueron diezmados y derrotados. La batalla de Damasco no tendrá lugar». Sus habitantes, sin embargo, son más vulnerables que el año pasado. Las noches desiertas de este Damasco aislado, con bombardeos, explosiones, miedo y sin luz, son estremecedoras.

Vida y guerra en Damasco

25 de julio de 2013 Desde hace muchas décadas Damasco vive en mi corazón. Fue en el verano de 1965 que la visité por primera vez, cuando aún no había empezado mi aventura de corresponsal en Oriente Medio. Nunca hubiese podido imaginar que esta ciudadela baasista, que esta capital de los Omeyas, que los sirios consideran como una de las poblaciones más antiguas del mundo, y que los nacionalistas con orgullo llamaban el «corazón de los árabes» se precipitase en este infierno de una guerra civil de mil rostros ocultos. Apenas un centenar de kilómetros separan Beirut de Damasco. Esta carretera, por la que pasan miles de viajeros sirios que se refugian en el Líbano, se ha convertido en el cordón umbilical más fuerte entre Siria y el mundo exterior. No es extraño que los rebeldes −el Ejercito Libre Sirio− haya amenazado con declararla «zona de guerra». Casi todas las demás carreteras, incluyendo la del aeropuerto damasceno, son peligrosas o por lo menos inseguras. Como ocurría en Beirut en los años de su larga guerra de 1975 a 1990, que tantos aspectos va teniendo en común con la de Siria, la presencia de unos cuantos francotiradores es suficiente para ahuyentar a viajeros o transeúntes. Por la larga avenida Mezza, atravesando la gran plaza circular de los Omeyas con sus altos surtidores y los céntricos barrios de la capital, con interminables embotellamientos del tráfico, provocados por los cada vez más frecuentes controles militares, llegué al barrio de Bab Tuma −la puerta de Tomás−, el antiguo barrio cristiano amurallado de Damasco. Eran días de Semana Santa y sus iglesias de diferentes ritos tenían las puertas abiertas de par en par. Entré en la catedral greco-ortodoxa, en la Calle Larga de la conversión de San Pablo, el templo cristiano más espacioso y bello de Siria, donde está también el patriarcado greco-católico. Después visité la pequeña catedral siriaco-católica, muy cerca de la iglesia armenia ortodoxa, y de la catedral maronita, lindante con el convento de los franciscanos. En sus alrededores viven estos cristianos entre las antiguas puertas de Bab Tuma, Bab Charqui y Bab Kissan. La calle de Bab Tuma divide el vecindario de casas de fachadas modestas, que a menudo esconden amenas viviendas con patio florecido, ceñido de habitaciones en torno a un surtidor de mosaico, puertas con dovelas blancas y negras, ventanas, pequeñas galerías con celosías. Es el antiguo encanto de esta ciudad recoleta, regada por los canales del río Barada, este aprendiz de río damasceno. En su laberinto hay hornacinas de vírgenes con macetas de flores, verjas de iglesias con esquelas de sus muertos bajo el signo de la cruz, modestas tiendecitas, cafés Internet. Sus hoteles coquetos, sus restaurantes en viejas mansiones, sus bares con alcohol, su embrionario barrio para escultores, pintores y artistas tienen un aire mortecino. Los oficios de Semana Santa fueron más fervorosos que los de los años anteriores. Mujeres y hombres endomingados de esta minoría cristiana −hay dos millones de creyentes en Cristo en Siria, menos del diez por ciento de su población− entonaban himnos religiosos, elevaban sus preces al cielo en distintas lenguas: árabe, siriaco, latín o armenio. Sus coros de hermosas voces quedaban, a menudo, ahogados por las explosiones que retumbaban en los barrios periféricos en

guerra, en esta ciudad cada vez más asediada por los rebeldes. En la iglesia de los franciscanos, muy concurrida, fray Raymond Girgis, sirio de nacionalidad, reputado canonista oriental, me explicaba que en esta Semana Santa había más afluencia de feligreses. «Muchos cristianos de Alepo, de Homs, de Deraa, del Rif, de suburbios de la capital, se han refugiado en el centro de Damasco, más seguro. Quizá este fervor se deba a su necesidad de aferrarse a la fe en estos tiempos turbulentos de guerra e incertidumbre». Para facilitar su asistencia se adelantaron los horarios de las misas y fueron suprimidas las procesiones en los aledaños de las iglesias. El barrio se animó con estas fiestas religiosas, señal de identidad de los cristianos. Ante las iglesias, vigiladas por militares, se congregaban grupos de muchachos y muchachas para conversar y hacerse fotos con sus flamantes teléfonos móviles. A través de muchos altavoces de las tiendas de Bab Tuma se difundían las canciones e himnos de la Semana Santa, la voz inmortal de la cantante libanesa Feiruz, que tradicionalmente entona estas plegarias anuales. Los damascenos se han acostumbrado a soportar las fuertes explosiones que día y noche retumban en la ciudad, al ruido de los vuelos de combate. El humilde repicar de campanas de Bab Tuma apenas se oye en su pequeño vecindario. Damasco es una extensa capital de gran diversidad confesional y étnica, no sólo una ciudad de mayoría musulmana suní sino un centro urbano de antigua tradición cristiana, donde residen también en gran número drusos y alauíes, cuyos territorios originales se encuentran en el sur y en el litoral mediterráneo de la república, además de una población kurda arraigada en el monte Qasium que domina la capital. El barrio de Meze 86 se llama así porque en sus colinas se había asentado un batallón, antaño muy famoso. Son casas de basta construcción, encabalgadas en sus abruptas laderas bajo las que se extiende la ciudad. Damasco es una metrópoli con vastos suburbios que los urbanistas llaman «barrios informales», en los que se hacinan desde 1980 pobres inmigrantes rurales. La ciudad cuenta con dos provincias: la de la capital, propiamente dicha, y la del territorio circundante en el que están las zonas más rebeldes como Dunmma, Harasta y Jobar. Muchos vecinos del Meze 86 son militares, a menudo oriundos de Kardaha, en la montaña alauí, cuna de los Asad. Recorriendo sus empinadas y desangeladas calles, de modestas tiendas y viviendas, me llaman la atención las innumerables fotografías de jóvenes muertos pegadas en las paredes. Son los mártires de las fuerzas armadas caídos en la guerra contra los insurrectos. Los muros estaban embadurnados de esquelas, de pasquines de los seguidores del régimen, de grandes retratos del presidente y de su padre, al que sucedió en aquel verano del 2000, el año de sus promesas de una «primavera política» de Damasco que nunca cumplió. Meze, con sus accesos bien guardados, es una espartana ciudadela alauí incrustada en la capital. Nuestro taxista, vecino de Jobar, uno de los más activos focos de los radicales suníes enemigos del poder, rehusó penetrar en el barrio por temor a sus centinelas. Los barrios más seguros pertenecen a la provincia de la capital, desde los de la población residencial como Melki y Abu Rumaneh, a zonas populares musulmanas, o al privilegiado sector cristiano de Bab Tuma, bien protegido por el ejército. En el extenso cinturón de miseria los insurrectos desafían con frecuencia cada vez mayor a las tropas regulares. La geografía militar de Damasco tiene mucho de sociología urbana. Hay barrios como Jaramana con pocos atentados y explosiones, donde vive una población mixta de drusos y cristianos, con un núcleo musulmán que ha ido creciendo en los últimos años. Pero las explosiones, obra tanto del ejército como de los rebeldes, los atentados con automóviles trufados de bombas, los ataques y disparos a edificios públicos, no detienen su vida cotidiana. Aunque se pueda considerar que la

capital es frente de batalla, no está dividida por líneas militares, ni barricadas. Hay, sí, zonas más seguras como las que se encuentran bajo autoridad gubernamental, y zonas más peligrosas donde los rebeldes, atrincherados entre la población civil, resisten los fuertes ataques militares lanzados para erradicarlos. Esta extraña guerra a la que se libran es, a la vez, guerra de guerrilla urbana y compleja guerra de datos estratégicos que procuran sus respectivos servicios de inteligencia. Si bien no hay posiciones fijas, se lucha con una gran movilidad tanto desplazando las bocas de fuego como eligiendo los objetivos cambiantes. Es también una guerra psicológica que hace mella en la población, ya habituada a este ritmo impuesto, pero que no puede dejar de vivir en vilo permanente. La vida de los damascenos que ya han perdido su vulnerabilidad me evoca cada vez más la de los beirutíes durante su guerra. Es muy difícil describir esta realidad de claroscuros en la que la excitación de las armas no perturba, radicalmente, el normal fluir de los días. En la ciudad no falta nada –zocos y tiendas están abiertos, aunque los precios se han triplicado en pocos meses− pero sí que escasea el gasóleo que transportan camiones desde la frontera libanesa. Los niños van a las escuelas, y el Estado sigue manteniendo sus servicios públicos así como las subvenciones de productos de primera necesidad, como el pan o las ayudas hospitalarias. Del mismo modo que en el Beirut de antaño, hay dos negocios que prosperan en Siria: la venta de grupos electrógenos y lápidas funerarias. Damasco se ha hecho una ciudad más insegura, aislada, triste. El régimen que presumía de controlar la capital ha tenido que echar mano de otras tácticas defensivas. En Jaramana, en Bab Tuma, en Meze, en Abu Rumaneh, vi patrullas de los «comités populares». Son voluntarios, jóvenes o cincuentones, bien armados que, apostados en esquinas y lugares céntricos, velan por la seguridad de sus vecinos. Suplen, refuerzan al ejército regular. «Jaramana −me decía Akram Musa, uno de sus habitantes de la comunidad drusa− si no fuese por estos voluntarios, ya habría caído en manos de los rebeldes». Estos milicianos encuadrados en la defensa civil reciben sus soldadas de Rami Majluf, el multimillonario hombre de negocios, primo del Rais Bachar El Asad. Antes, en Homs fueron estos comités populares los que defendieron a los habitantes alauíes de los rebeldes. La explosión de obuses de mortero, disparados sobre todo a partir del mes de febrero, ha agravado el sentimiento de inseguridad de los damascenos. Vuelvo a contemplar la capital desde el restaurante giratorio del hotel Cham, que continúa abierto. Desde mi mesa descubro muy lentamente su paisaje urbano: el parque del club militar Uadi, la calle Salhie, el monte Qasium, el palacio del pueblo o residencia del Rais, la ancha fachada blanca del Banco Central o la Gran Mezquita de los Omeyas, sobresaliendo del caserío. Pero ahora, un mediodía cualquiera, veo, de vez en cuando, en el cielo de la antigua ciudad, «corazón de los árabes» donde convergen todos los caminos del Oriente Medio, la humareda de una explosión. Horas antes, como me cuenta Aida Shami, una empleada comercial alauí, todos comentaban horrorizados en la capital las fatuas o decretos religiosos promulgados por un jeque integrista tunecino sobre la Yihad al Nikah (la «guerra santa sexual»), en las que incitaba a las jóvenes tunecinas a viajar a Siria para satisfacer las necesidades sexuales de los yihadistas o combatientes de la guerra santa. En otros textos se había dispuesto que las mujeres de las minorías religiosas como alauíes, drusas, cristianas, ismailíes o kurdas podían ser consideradas como botines de guerra. Esta horrenda guerra civil ha provocado la demonización del enemigo, la deshumanización del Otro. Si para unos el régimen de El Asad es bárbaro y sanguinario, para éste sus adversarios son simplemente terroristas a sueldo de los tiránicos y oscurantistas principados árabes del Gofo Pérsico, de gobiernos de Occidente, fanáticos voluntarios extranjeros que se han

ensañado en destruir un país de antigua civilización y de gran diversidad en su composición social, para imponer su califato despótico y medieval. En esta guerra civil interminable y escandalosa, hay además del enfrentamiento de los rebeldes contra El Asad, la lucha entre regímenes, el combate en Oriente Medio entre persas y árabes, la batalla o fitna de suníes y chiíes, el forcejeo de organizaciones terroristas que quieren imponerse sobre los grupos insurrectos, una suerte de renovada guerra fría de Rusia y los EE.UU. Cenando, a la luz de las velas, como en los días de los combates de Beirut, en casa de Moshen Bilal, ex ministro y ex embajador, doctor en medicina, muy vinculado al presidente El Asad, del que fue profesor, me sorprendió al afirmar que el año próximo «habrá elecciones, el presidente se presentará y volverá a ganarlas». Yo le había preguntado si al final de su mandato en el 2014 podría vislumbrarse un compromiso para una transición política en Siria. El terror golpea Damasco y sus habitantes se encierran de noche en sus casas. No me fue fácil encontrar un taxi para regresar a Bab Tuma. En el Restaurante L’Oriental, cabe al patriarcado greco-catolico, me dejó boquiabierto la explosión de alegría de una fiesta de mujeres escotadas, de ceñidas minifaldas, de elegantes trajes largos, enjoyadas y maquilladas, de caballeros endomingados y con corbata, de adolescentes que, frenéticamente, bailaban ritmos estadounidenses entre las mesas. Una pareja de novios celebraba ostentosamente su banquete de nupcias bebiendo champán, besándose con pasión, ante los flashes de las cámaras fotográficas, de los teléfonos móviles de los comensales. Encaramado en el brocal de un surtidor, el novio, exaltado, entonando patrióticas canciones a Siria, a la gloria de su ejército, blandía la bandera nacional. «Siria es fuerte, viva Rusia», clamaban los invitados, ya muy avanzada la medianoche dominical.

La culpable ignorancia de la realidad siria

3 de septiembre de 2013 Estoy persuadido de que la extrema ignorancia de la que han hecho gala estadistas, diplomáticos e informadores ha provocado esta gran catástrofe humana de Siria de la que algún día habría que juzgar a sus responsables internacionales. Desde el ángulo periodístico se aplicó al principio, para describir una tan espantosa situación, el fácil esquema tomado de la plaza del Tahrir de una rebelión pacífica contra una dictadura sanguinaria. Se ha explotado indecentemente el sensacionalismo en busca de carnaza, horror y morbo. ¿Cuántas veces los diplomáticos me han anunciado la caída inminente de Bachar El Asad? Pocos esfuerzos se hicieron para comprender las raíces del conflicto entre el poder, con un núcleo alauí, dominado desde 1970 por la familia de los Asad, y la mayoría suní, en la que tan sólo la Cofradía de los Hermanos Musulmanes, como ha ocurrido en Egipto, tenía, pese a decapitaciones y persecuciones, un arraigo en la población. La mil veces evocada matanza de Hama de 1982, que pasó entonces casi desapercibida, sobre todo porque Occidente no quería que la amenaza de la revolución islámica del Irán de 1979 arrastrase a otros países de Oriente Medio, nunca ha sido bien relatada. La violenta represión del Rais Hafez El Asad, en la que murieron alrededor de veinte mil personas, dejando durante unos años barrios de la ciudad en ruinas junto a las norias del río Orontes, fue causada por una rebelión armada de los cofrades que dieron muerte a docenas de militares, funcionarios del gobierno de la provincia, miembros del partido Baas, asaltando y prendiendo fuego a edificios públicos, en una tentativa de golpe de Estado contra el régimen que ya había sido objeto anteriormente de acciones terroristas en Damasco o de ataques a la academia militar de Alepo. El régimen siempre ha tenido muy mala prensa por culpa de sus propios dirigentes, con sus reflejos policíacos, su amor por el secretismo, su obsesión de la espionitis, ensimismamiento, y también por sus grandes enemigos, como Israel, o la animadversión que sienten parte de los libaneses por su política, a veces amenazadora, siempre dominante. He contado que ya en el otoño de 1971, en el golpe de estado palaciego del general Hafez El Asad contra el ala dura del partido, no pude conseguir el visado, como tampoco los demás corresponsales occidentales, para entrar en Siria. Si no existiese la ciudad libre de Beirut, ciudad abierta de par en par a los periodistas de todo el mundo −nunca aquí se ha expulsado, que yo recuerde, a ningún corresponsal extranjero−, no podría contarse la historia contemporánea de cada día del Oriente Medio. Beirut siempre ha sido los ojos y oídos de un mundo opaco y muchas veces prohibido, de dictaduras ya sean militares o religiosas, impenetrables, y muy especialmente de la vecina Siria, cuya capital está a sólo un centenar de kilómetros. Siria es un pueblo de profundo sentimiento nacionalista árabe. Un pueblo que se ha sentido siempre maltratado, primero por Francia, después por los EE.UU. Tampoco es muy conocida la acción del colonialismo francés cuando el gobierno de París recibió el encargo de la Sociedad de Naciones de establecer en 1920 su mandato a la vez sobre el Líbano y Siria con la misión de

preparar su independencia, tras la derrota del imperio otomano. Hay un proverbio en estas tierras que reza: «Cuando el mundo fue creado, la inteligencia anunció “Voy a Siria”, y el espíritu de discordia añadió enseguida: “Yo te acompañaré”». Las promesas hechas por británicos y franceses a los hachemís tras la derrota otomana de que gobernarían un gran reino árabe unido, fueron traicionadas por los acuerdos de Sykes Picot para el reparto del Oriente Medio, y por la declaración Balfour concediendo un hogar judío en Palestina. Fue muy efímero el trono del rey Faisal sobre Siria. En 1920 soldados franceses bombardearon Damasco, provocando la muerte de mil personas y destruyendo céntricos barrios de la ciudad. El monarca tuvo que huir. La humillación del pueblo sirio −todavía se difunden seriales en las televisiones como La Puerta del Hara que relatan estos episodios, y que reavivan su nacionalismo− que exigía la independencia prometida fue más amarga. Siria, sin rey, amputada de Líbano y de Palestina, concedida a los británicos, quedó dividida en pequeñas entidades administrativas como Damasco, Alepo, el djebel de los alauíes, el djebel de los drusos, el sanjak de Der Ezor, o el sanjak de Alejandreta −ofrecido después en bandeja de plata a la Turquía de Ataturk, que cambió su nombre por el de Haytan−. Ahora hay mucho más que indicios de que existen proyectos para trocear el país en semejantes cantones . En estos pueblos tan antiguos como modernos esta historia se halla a flor de piel y sus heridas quedan abiertas. Ignorar que por debajo de los terribles acontecimientos de ahora bullen conflictos latentes, divisiones de comunidades religiosas avivadas con proyectos de injerencias extranjeras, inextricables cruces de caminos en Damasco, corazón de los árabes, pivote del Oriente Medio, es condenar al pueblo sirio a un suplicio infernal. Malraux en La condición humana ya describió que nuestra capacidad de sufrimiento es insondable.

Amelia Puga, radiofonista y cocinera en Damasco

29 de septiembre de 2013 Nos citamos con Amelia en la embajada de España en el barrio residencial de Mezzeh. La embajada, cerrada por la precipitación de la diplomacia española que desahució al régimen de Bachar El Asad a los pocos meses de las primeras manifestaciones de protesta, se ocupa de trámites de su mantenimiento y, sobre todo, de la colonia española que vive en Siria. Santiago Jiménez, su joven encargado de negocios interino trasladado ahora a Beirut, está al tanto de los asuntos consulares, como la renovación de pasaportes, ayudas médicas u otros temas urgentes, y de vez en cuando gira visitas a la ciudad. «No hay ninguna voluntad −me dice− de evacuación por una parte ni por otra». Las relaciones diplomáticas no están rotas y la embajada es la única representación oficial que queda en la capital, al haberse cerrado de manera definitiva el Instituto Cervantes y la oficina comercial. Algunos de los funcionarios y empleados fueron destinados a Beirut o a otras capitales árabes. Santiago Jiménez lleva siempre consigo su teléfono de emergencia para mantener abierto el servicio informativo a la colonia, compuesta por quinientas personas de las que, como Amelia Puga, casi la mitad viven en Damasco. La cónsul honoraria de Lataquia sigue desempeñando sus funciones, pero el cónsul honorario de Alepo no se encuentra en la segunda ciudad de la república. «La embajada −cuenta esta gallega que se casó en Santiago de Compostela con un damasceno y llegó a esta capital en 1990− no tiene ninguna varita mágica para resolver todos nuestros problemas. Periódicamente se ponen en contacto con nosotros. No estoy al corriente de si ha habido secuestros de residentes españoles. Tengo más miedo a los secuestros que a la guerra». Amelia es muy popular. Como otros españoles, se ha arraigado en Siria, donde tiene a su familia −uno de sus hijos es propietario de una peluquería masculina que se llama Fama−, ama este país y no ha pensado dejarlo. Como otros habitantes de la capital, no creía que los estadounidenses fueran a bombardearla. «Sólo evacuaría en caso de un ataque exterior. La gente de Siria es dura y se adapta a las dificultades. Pese a todo, el Estado no ha caído en bancarrota. Muchas escuelas han sido remozadas para empezar el curso, aunque continúen viviendo en ellas refugiados, y se han organizado dos turnos para los alumnos. Nunca he dejado de cobrar mi sueldo». Amelia es radiofonista y también cocinera. En lo primero comenzó en 1993 trabajando como locutora −no ha perdido su acento gallego− en la radio estatal que emite en español, como hay otros programas en inglés, francés, alemán, ruso o hebreo. Leía los boletines informativos y animaba emisiones sobre la Siria turística, la civilización árabe, Al Ándalus… El equipo de la sección española, compuesta por nueve personas con los traductores, sigue trabajando en el gran edificio −alguna vez objetivo de los rebeldes− de la televisión y la radio de la plaza de los Omeyas, con sus altos surtidores cabe al moderno palacio de la Ópera. Con el saboteo y las interferencias de sus ondas −decretado por algunos gobiernos de Occidente− se han interrumpido sus emisiones de onda corta de una hora diaria, pero siguen transmitiendo a través de Internet.

Amelia se acuerda de una entrevista que me hizo hace algunos años tras una conferencia pronunciada en Damasco. «La guerra me ha hecho valorar lo que tengo. Me ha hecho mejor persona. Ahora comparto el sentimiento de gentes que antes no podía». Junto a su labor periodística, esta mujer de cincuenta y tres años es una reputada cocinera. En Damasco servía sus menús de paellas, empanadas, calamares en su tinta y ensaladas. Cuando regresó un tiempo a España, preparaba platos de cocina oriental. Una vez en Damasco le encargaron hacer una paella para un comensal muy especial. Al terminarla, dos hombres fornidos con aire de guardaespaldas fueron a buscarla pero le pidieron, antes de llevársela al comensal, que ella la probara… Después se enteró que había cocinado para el Rais Bachar El Asad.

Un viernes en Damasco

1 de octubre de 2013 Vi de pronto, al salir del hotel, el portal abierto al fondo del ciego callejón. La recepcionista del Talismán me había sorprendido el año pasado al decirme que enfrente estaba la sinagoga del antiguo barrio judío y que discretamente la abrían durante el Shabat. No lo hubiera sabido porque no tiene ningún símbolo religioso en la entrada. Por casualidad, había ido a parar a la histórica judería de Damasco, en los alrededores de la calle Al Amin. Entre sus humildes viviendas, algunas abandonadas, en estas angostas y pobres calles, con gatos que a menudo vuelcan los cubos de basura, hubo mansiones de florecientes familias judías en tiempo de los otomanos. Penetré en el pequeño patio y en la sinagoga iluminada, resplandeciente. Varios judíos sirios de avanzada edad y una mujer madura se habían congregado para la celebración del Shabat. Apenas pude hablar con ellos porque mi acompañante me rogó salir deprisa, ya que no tenía el necesario permiso para visitarla. Crucé solo unas palabras con estos últimos judíos de Damasco. «Solo quedamos dieciocho», me dijo el más joven declinando mi petición de conversar. La sinagoga de Jobar, la más antigua de la república, fue recientemente víctima de un atentado terrorista. Al alborear el pasado siglo vivían en Siria cincuenta mil judíos, sobre todo en Damasco y en Alepo, con veintiséis sinagogas y escuelas talmúdicas. Hace veinte años que el Rais Hafez El Asad les concedió los visados de salida que desde hacía tiempo solicitaban, a condición de no establecerse en Israel. Por la callecita de Shalla, entre tapias y decrépitas viviendas con rinconadas a veces cubiertas con emparrados, me crucé con algún puesto de vigilancia de hombres armados de los comités populares que protegen especialmente barrios cristianos, alauíes y drusos. En mi paseo llegué al vecino patriarcado greco-ortodoxo. Tenía cita con el obispo Luka el Khoury, auxiliar del metropolita. Cada día recorro la Calle Larga del barrio de Bab Tuma, por la que según la tradición cruzó San Pablo antes de la conversión, con sus catedrales, iglesias y conventos, junto a la que se encuentra esta sede patriarcal de la comunidad greco-ortodoxa, la más numerosa e influyente. Fueron cristianos sirios los que introdujeron en Oriente las ideas nacionalistas y de progreso y abogaron por un estado nacional ante la idea de la Umma Islámica. Es un vecindario de modestas casas que a veces esconden amenas viviendas con su patio interior florecido, ceñido de habitaciones con puertas de dovelas, ventanas y pequeñas celosías. Encarna el antiguo encanto de la ciudad recóndita. Antes de la guerra florecieron hoteles y restaurantes con encanto, discotecas y cafeterías en cuyas barras aún consumen cervezas y bebidas alcohólicas jóvenes damascenos de ambos sexos. El barrio se puso de moda con casas remozadas por sirios o extranjeros, con talleres de artistas locales. Había grandes proyectos para revitalizar el vecindario degradado. El viernes es el día de gran afluencia de fieles en la mezquita de los Omeyas, en el centro de la antigua ciudad amurallada donde durante siglos los musulmanes convivieron con cristianos y judíos, aunque hubo épocas trágicas como la del verano de 1860, en que fanáticos musulmanes saquearon e incendiaron el patriarcado greco-ortodoxo, templos, tiendas y casas de Bab Tuma.

El imán del viernes pronuncia su prédica inflamada de patriotismo ante los fieles sentados sobre alfombras, recostados en columnas de la gran nave, mientras en su vasto patio vivaquean familias, y los niños juegan descalzos. Según su tradición, Jesús −que los musulmanes llaman Issa − reaparecerá el día del Juicio Final sobre uno de los minaretes de la mezquita de Damasco. El popular café Nafura, cabe a una de sus puertas, donde todavía he escuchado antes de la guerra narraciones del último hakawati, o cuentacuentos, está cerrado como también lo están todas las tiendas del zoco, hasta que no concluyan las preces del viernes. La famosa heladería Bakdachi, con su reservado para las familias, donde los damascenos degustan desde hace generaciones sus sabrosos helados, reputados en los países árabes, es frecuentada como cada día por sus parroquianos.

Claroscuros de Damasco

2 de octubre de 2013 Por las mañanas, las calles de Damasco con su tráfico de automóviles que los frecuentes puestos de vigilancia del ejército o de la Defensa nacional hacen más lento, están animadas por miles de colegiales uniformados de ambos sexos, y habitantes adultos cargados de bolsas de pan, de este pan árabe sin miga, tan popular. A veces los llevan sobre la cabeza, o los abrazan con cuidado. Sorprendido, un día pregunté a un amigo por qué iban tan cargados con estas hogazas de pan o abtas, y me explicó que aquí las familias son muy numerosas y que, a menudo, revendían sus paquetes de pan. Un kilo y medio vale quince liras sirias (0,50 euros). Es uno de los artículos de primera necesidad, como el arroz o el té y continúa subvencionado por el Estado, que mantiene su red de panaderías y economatos. La gasolina también está subvencionada. Muchos libaneses cruzan la frontera para llenar sus depósitos. Los rebeldes han tratado de apoderarse de yacimientos en Deir ez-Zor, cerca de la frontera con Irak. Por el control de la riqueza petrolera se han enfrentado también soldados peshmergas kurdos con milicianos yihadistas. En Damasco, en los barrios céntricos, atestados de refugiados de Alepo, de Homs, del Rif, o de la periferia, en donde los grupos guerrilleros siguen combatiendo a las tropas del régimen, los servicios públicos como la electricidad, el agua, o el teléfono se mantienen con bastante regularidad. La inflación casi ha triplicado en medio año el coste de la vida. El Estado ha aumentado los salarios de sus funcionarios y, pese a la catástrofe económica, se esfuerza en no caer en la bancarrota. Las sanciones internacionales afectan también a los hospitales. Es indudable que sin las grandes ayudas financieras de Irán y de Rusia no podría mantenerse a flote. Por lo menos el 70% del presupuesto nacional se destina a los gastos de la guerra. Para la mayoría de la población, harta de esta brutal contienda en la que se enfrentan los más radicales del Gobierno y de la oposición, el problema más grave es el de la falta de seguridad. El obispo Loka El Khury, adjunto al patriarca greco-ortodoxo, al explicarme que los habitantes cristianos de Malula se han refugiado en la capital, rechaza la idea de que quieran irse al extranjero. «Estoy convencido −me dice− de que los cristianos sirios están más arraigados en su tierra que otros cristianos árabes. Lamento que gobiernos de países cristianos armen y financien a los terroristas. Moriremos pero no abandonaremos nuestro país». Amer Bazerbachi es director de un hotel dedicado al turismo religioso en Sayidah Zeinab, popular centro de peregrinación de los chiíes iraníes. Con su padre y su hermano lo abrieron en el 2009, pero a partir de los acontecimientos del 2011 perdieron a la clientela persa. Sayidah Zeinab, en la periferia de la capital, se ha convertido en zona peligrosa, insegura, donde a menudo se enfrentan ejército y rebeldes suníes. Un edificio de tres plantas y doscientas habitaciones ha sido ocupado por refugiados chiíes ahuyentados por los combates. La familia Bazerbachi, de doble nacionalidad hispano-siria, ha perdido también su casa a las afueras de la capital, tomada por otros refugiados. «Lo más importante −me decía el propietario del Hotel Talismán, que sigue con sus puertas

abiertas en el antiguo barrio judío− no es la reconstrucción de las infraestructuras, de la devastación de las localidades, sino salvar una generación perdida». De noche, alrededor de la iluminada piscina de esta pequeña joya arquitectónica, muchachas en minifalda y zapatos de alto tacón, jóvenes vestidos con traje y corbata o camisas de marca y tejanos, pertenecientes todos a la juventud dorada damascena, bailan música de salsa, tangos o éxitos de Estados Unidos con maestría. Las explosiones de Jobar, a sólo tres kilómetros de distancia, no perturban su danza. Es la esperada fiebre de la noche del sábado en Bab Tuma.

La frontera

11 de octubre de 2013 Nunca visité la tumba de Abel, en el poblado de Ain el Fijeh, cerca del cruce de carreteras de Damasco y Zabadan a pocos kilómetros de la frontera siria. Sobre una colina se divisa una blanca cúpula que remata un santuario en el que se encuentra su tumba, de siete metros, y una gran encina. Musulmanes chiíes y drusos acuden a este lugar cabe al que se encuentra un campamento militar. Cuenta la tradición que Caín mató a Abel en el monte Qasium que domina Damasco. Sobre otra colina en la Palestina ocupada una pequeña mezquita guarda la tumba de Caín. La sombra de su lucha fratricida se extiende sobre estas tierras. La frontera entre Jdeideh y Masna, entre Siria y Líbano, es una de las más frecuentadas del Oriente Medio. Miles de sirios la cruzan cada día para refugiarse en la república libanesa, o simplemente para dirigirse al aeropuerto de Beirut y emprender viaje al extranjero, ya que el aeropuerto de su capital, aunque esté abierto, es de acceso inseguro porque a menudo su carretera es atacada por combatientes rebeldes y francotiradores. Después de atravesar estrictos controles militares se llega a la línea divisoria. El gobierno damasceno ha aumentado las tarifas fronterizas y el de Beirut ha erigido un nuevo pabellón para agilizar los trámites. «El Líbano −se lamentaba un viajero beirutí− soportó la ocupación militar siria, y ahora tiene que pechar con la ocupación de su población, convirtiéndose en retaguardia de los insurrectos contra Bachar El Asad». Se especula que alrededor de un millón de sirios viven en el país vecino, de sólo diez mil cuatrocientos treinta kilómetros cuadrados y cuatro millones de habitantes. Apenas un centenar de kilómetros separan Damasco y Beirut, y si no fuese por las lentas formalidades fronterizas, el viaje duraría apenas entre dos y dos horas y media. El pueblo de Chataura es, para los sirios, como una pequeña Andorra, con sus bancos, sus supermercados y tiendas de artículos de importación. Viajando por este camino de años y leguas en taxi colectivo −el medio de transporte más habitual aquí−, tengo los recuerdos muy vivos. Hasta 1975 fueron los libaneses los que se paseaban por los zocos de Damasco adquiriendo a buen precio lo que se les antojaba. Después de la guerra civil y el hundimiento de la libra libanesa, fueron los sirios los que hacían su agosto comprando en Beirut. Si ahora son los sirios los que se escapan de su infierno, antes lo habían hecho los libaneses, que encontraban en Siria su refugio, o por lo menos su tranquila escala para embarcarse en el aeropuerto de Damasco rumbo al extranjero. Su último éxodo angustioso fue en el verano del 2006, durante la guerra entre Israel y el Hizbullah. En Chataura los sirios armaron sus chabolas, puestos ambulantes, y se han establecido con sus tiendas o con su mano de obra, que desplaza a los trabajadores libaneses de salarios más altos. De hecho, se han extendido por todo el país, incluyendo zonas cristianas. Constituyen no sólo un grave problema en tanto que refugiados −condición que el gobierno de Beirut se niega a reconocerles para evitar una situación parecida a la de los refugiados palestinos− sino como habitantes de mayoría musulmana suní. El Líbano vive en precario equilibrio, amenazado cada vez más por el enfrentamiento de suníes y chiíes, entre radicales suníes que son muchas veces partidarios de la oposición siria y militantes del Hizbullah, aliados del régimen de El Asad.

La relación a veces turbulenta entre Damasco y Beirut, entre Siria y el Líbano, opuestos y complementarios, está hecha de sentimientos de vecindad y rechazo, y varían al vaivén de sus cambios políticos. Beirut ha sido refugio de golpistas, intelectuales y comerciantes alepinos ahuyentados por los gobiernos baasistas. Uno de los grandes problemas estratégicos del régimen de El Asad es que no puede controlar sus extensas fronteras con Turquía, Irak y Jordania. Su frontera con el Líbano, tras la conquista de Qusair, es la más segura, como esta carretera de Damasco a Beirut es la más controlada. Las fronteras han desgarrado el Oriente Medio contemporáneo.

Lataquia, la perla de la costa siria

18 de noviembre de 2014 Lataquia, la «perla de la costa», es la ciudad más pacífica y emprendedora de Siria, con su población que ha doblado su número de habitantes al recibir un millón de desplazados, sobre todo de Alepo, que la han sacudido de pies a cabeza con su impulso económico. En Lataquia, protegida por el Mediterráneo y por su geografía terrestre. no hay barrios devastados, ni calles con barricadas, ni puestos de controles callejeros, ni hombres armados, ni se oyen explosiones como en Damasco, ni se vive con el miedo a flor de piel por las amenazas terroristas, aunque a sólo cincuenta kilómetros, en el norte, siguen en pie de guerra los rebeldes. En la primavera intentaron ocupar un pueblo de su provincia, feudo de la familia de los Asad. Lataquia, capital de esta franja siria del Mediterráneo, con suníes, alauíes y una minoría cristiana, tiene un cierto talante confiado, una alegre vitalidad que, sin duda, le dan sus muchachas, vestidas con vaqueros y blusas, circulando a sus anchas por las calles, en las que no se ve la oscura multitud de mujeres tapadas. He tenido también la misma impresión en Tartus y en Sueida, la región del sur por antonomasia de los drusos, las tres provincias que gozan del mayor ambiente de seguridad bajo el dominio del régimen. Los territorios con equilibrio confesional padecen menos la guerra. Lataquia tiene hermosas avenidas con palmeras, jardines bien cuidados, largas y limpias calles como la de la República, la de Kuatli, un tradicional centro comercial en los alrededores de la calle Ugarit, la vecina colonia fenicia donde nació el alfabeto, un centro comercial muy concurrido con tiendas de moda y restaurantes, suburbios pobres en el barrio de las Arenas, un campo de refugiados palestinos… Muchas de sus calles comerciales desembocan en la orilla del Mediterráneo. «La Costa Azul» es el nombre de su barrio marítimo, con hoteles de lujo como Alfamia y Meridien, merenderos y cafeterías populares, chalets y casas veraniegas. Los turistas y visitantes que las habían ocupado han sido reemplazados por refugiados en el interior de su propio país. Los pobres han sido albergados en un estadio municipal y en colegios. «Es mucho mejor que se hayan quedado aquí que si se hubiesen refugiado en Líbano, Turquía, o Jordania, porque están mejor atendidos», me dice Ahmad, estudiante de la universidad de Tichrin. Muchos alepinos han rehecho su vida en Lataquia abriendo talleres, almacenes, incluso fábricas que habían sido destruidas en su ciudad natal. En la calle Ibrahim Hanan, del centro comercial, existe una suerte de zoco alepino con talleres de confección de zapatos, de jabón, detergentes, o sastrerías. En la zona industrial hay talleres metalúrgicos y mecánicos. La ciudad que vivía tranquilamente de su comercio, del puerto, del turismo en declive debido a la guerra, ha recibido este súbito impulso, aunque también ha padecido el impacto de sus precios muy competitivos. Lataquia no ha sufrido las desgracias de la guerra pero quince mil de sus hombres, alistados en las fuerzas armadas, perdieron su vida en los combates. Es tradicional que muchos miembros de la comunidad alauí sirvan como funcionarios del Estado y como militares. Las fachadas de Lataquia están embadurnadas de carteles con las imágenes de los soldados caídos en las luchas. Mohmad

Issa Issa es un peculiar mártir del ejército. Decidió inmolarse en un atentado suicida para impedir que un vehículo rebelde, trufado de explosivos, estallase sobre una posición militar cerca de Raqa. «La muerte −grabó en sus vídeos− es mil veces mejor que aceptar que un yihadista pise nuestra tierra». Las familias de los que son considerados por el Estado mártires reciben una asistencia económica. La noche del jueves en Lataquia, ciudad confiada del Mediterráneo oriental, es alegre. En el restaurante Manuela del barrio de La Costa Azul, hermosas muchachas lucen sus extremadas minifaldas bailando la salsa entre mesas donde se sirven toda clase de bebidas alcohólicas y hombres y mujeres fuman los narguiles o pipas de agua. En el vecino hotel Alfamia jóvenes músicos locales interpretan canciones como Quizás, quizás, You are my destiny o Cuando llegue septiembre. Unos guardianes pasean tranquilamente, conversando, por la playa.

Viaje en autobús de Lataquia a Damasco

19 de noviembre de 2014 A las siete de la mañana partía de Lataquia el autobús de la compañía Hakim Hassan con destino a Damasco. Casi todos sus pasajeros eran hombres jóvenes y alguna mujer, además de varios soldados de escolta sentados junto al conductor o al fondo del vehículo. Esta carretera de 348 kilómetros antes no había sido muy segura por los sabotajes de los rebeldes. Con casi todos los rojos visillos corridos, emprendemos viaje a través del territorio dominado por el Gobierno desde la franja costera a la capital. Tartus es la segunda ciudad del litoral, con su puerto donde se encuentra la famosa base naval rusa. Sus habitantes apenas hablan de ella y no consideran que tenga importancia en su existencia diaria, porque sus marinos y empleados se manifiestan muy discretamente en la ciudad y hacen vida aparte. Esta zona de Siria donde los alauíes, núcleo del poder del régimen, tienen sus raíces es tierra mediterránea. Su paisaje de campos cultivados, naranjales, montes de pinos y eucaliptos es muy distinto al de otras regiones, a sus estepas y desiertos. Altos cipreses protegen del viento los huertos. Hay plantaciones de cereales, muchos invernaderos de plantas, y en los parajes más secos crecen olivos. Por el hilo musical del autobús se oyen canciones de Fayruz, la gran cantante cristiana libanesa, muy querida en Siria por sus canciones patrióticas árabes y palestinas. El viaje es tranquilo. Los pasajeros, como mi vecino que es oficial del ejército, dormitan, apenas hablan. Quizás en un autobús más popular –este vehículo se considera de una clase VIP– serían más locuaces. Los puestos de control con banderas sirias y retratos del Rais El Asad, son muy frecuentes en esta carretera vital que une Damasco con el «país alauí». Los viajeros aprovechan a veces la inspección de documentos y maletas para fumar un pitillo o estirar las piernas. Hubo un tiempo en que pasajeros de autobuses eran secuestrados en las carreteras. Por lo menos hay treinta mil secuestrados en este país. Nadie se fija en mí, que procuro pasar desapercibido, tomando discretamente notas en una libreta que compré en el centro comercial de Lataquia, con tapas ilustradas con el escudo del Barça y la imagen de Messi, de cuya camiseta suprimieron la inscripción de Fundación Qatar. La carretera cruza un paisaje montañoso en una de cuyas colinas destaca el castillo de los cruzados de Qalat El Hosn (Crac de los Caballeros, para los cristianos). Ocupado por los rebeldes en los primeros compases de la guerra, fue liberado por el ejército el pasado mes de marzo. Con sus tres recintos amurallados, sus almenas, sus bóvedas, sus rampas escalonadas, su gran sala de ojivales ventanales, su capilla convertida en mezquita, su pasarela en vez del desaparecido puente levadizo… ¡es el castillo de nuestra infancia! Había sido uno de los lugares turísticos más visitados de Siria junto con Palmira, o las «ciudades muertas» de los alrededores de Alepo. Al conquistar el castillo, los soldados aseguraron el tráfico de esta carretera de Homs a Tartus y Trípoli en el norte del Líbano. Desde el autobús contemplo a lo lejos la ciudad de Homs y las altas chimeneas de su refinería de petróleo.

A partir del cruce de Homs, la carretera desciende hacia Damasco, orillando a su derecha una zona abrupta, próxima a Malula, en la región fronteriza del Líbano donde pululan milicianos del Frente Al Nusra y del Daesh, que continúan en pie de guerra. Es un disputado territorio de suerte todavía indecisa. Llegamos a la capital a la hora convenida, en un viaje sin incidentes ni percances. Desde Lataquia, próspera en medio de las turbulencias de la guerra, arribamos a esta ciudad a través de sus barrios devastados, en ruinas, desiertos con barricadas en sus calles, con las casas que aún quedan en pie desahuciadas por sus vecinos. Cerca de aquí está la línea del frente de la ruta oriental, Jobar, entre el ejército y los rebeldes yihadistas, a pocos kilómetros de la plaza de los Abasidas, de la antigua ciudad amurallada con su barrio cristiano de Bab Tuma. El ejército los desalojó de sus anteriores posiciones que incluso se habían aproximado amenazadoramente a esta parte de la capital. Los habitantes de Damasco se han acostumbrado, como los de Beirut, a las explosiones −sobre todo nocturnas− que se escuchan especialmente en Bab Tuma, y han ganado seguridad en su vida diaria. Pero la amenaza no se ha eliminado completamente. En algunos barrios como Berdi hay acuerdos entre las fuerzas armadas y los rebeldes locales para evitar combates. El autobús nos ha dejado a las puertas de Damasco, que bulle de inagotable vitalidad.

La revolución de las bicicletas

24 de noviembre de 2014 En Damasco hay novedad. Miles de bicicletas han inundado la capital. Desde mi último viaje del pasado año, la ciudad de los Omeyas, que presume ser la más antigua del mundo, se ha convertido en un espacio urbano recorrido por miles de bicicletas que han cambiado su paisaje. «La vida −ha proclamado el imán de una de sus mezquitas− es demasiado corta para pasarla en autobús». Esta vez he llegado, viajando en autobús desde Lataquia. Las bicicletas me sorprendieron al entrar en la ciudad. Los damascenos, que padecen un tráfico rodado apocalíptico, consumen horas en sus desplazamientos debido a la proliferación de controles militares para verificar la identidad de los automovilistas y a menudo registrar sus vehículos por miedo de atentados terroristas. Las bicicletas, livianas y fácilmente manejables, son un medio de transporte útil en una población de cerca de dos millones de habitantes. Desde las callejuelas modestas y antiguas de la ciudad amurallada del barrio cristiano de Bab Tuma, hasta las zonas residenciales de Abu Rumaned o Mezzeh, se han extendido por todo su ámbito urbano. Muchos ciclistas viven en los suburbios. No sólo pueden evitar los atascos y el malgasto de horas perdidas sino también ahorrarse la gasolina y el gasóleo, que han aumentado de precio. Los vendedores de bicicletas, de fabricación china, hacen su agosto en un país postrado en una creciente penuria económica debido a la guerra. Cuestan entre 65 y 100 euros, un alto precio para la mayoría de los sirios. En este país la bicicleta era tradicionalmente considerada de baja categoría social, utilizada sobre todo por repartidores de tiendas de comestibles, humildes empleados y obreros. Ahora estudiantes, profesores universitarios, funcionarios, incluso muchachas, las hacen servir en sus idas y venidas por esta ciudad rebosante de habitantes y vehículos. Fue organizada una campaña para promover la bicicleta entre la población femenina, en una sociedad conservadora en la que no está bien visto que una mujer empuñe el manillar y pedalee este simple medio de transporte. Al principio, policías y militares fueron muy reticentes e incluso confiscaron algunas bicicletas. Al ventilar el tema la prensa local se normalizó la situación. Valdría la pena componer un elogio de la bicicleta de Damasco, como un avance de la independencia y autonomía de sus ciudadanos y no sólo como necesidad de una locomoción alternativa para contornear ágilmente los controles y los cierres de muchas calles a la circulación. Fueron medidas de seguridad adoptadas, especialmente en estratégicos barrios, para impedir la entrada de armas en la capital. Los damascenos no la utilizan ni por deporte ni mucho menos por ambiciones ecológicas. No pueden circular en el popular zoco Hamidiye del centro histórico de la capital. El abovedado mercado es un río de vida abigarrada, que desemboca en la Gran Mezquita de los Omeyas, con tiendas de ropa femenina de estilo islámico, mercaderes de alfombras y de especias, vendedores de joyas y de antigüedades, pastelerías y heladerías como la prestigiosa heladería Bakdash, propiedad de la familia de un destacado líder comunista. Los viernes y sábados son una fiesta ante la fachada de la Gran Mezquita con las palomas que revolotean en torno a sus minaretes y las niñas y niños que saborean los famosos helados del zoco. Desde hace décadas este recinto es

zona peatonal.

La guerra en el trasfondo de los atentados de Francia

13 de enero de 2015 La monstruosa caja de Pandora abierta con la guerra siria –la guerra del siglo– provocará una escalada terrorista mundial, y quizá también algún día una venganza de sus mercenarios contra sus propios señores feudales, los criminales monarcas de Qatar y de Arabia Saudí. Hasta ahora gracias a sus inmensos caudales, a su diplomacia del talonario de cheques, a sus sobornos constantes, han podido evitar la cólera de los cuervos que han alimentado y que todavía no les han comido los ojos. Qatar muy especialmente tiene su techo de cristal. El Occidente, y ahora Francia, son su objetivo más fácil. No en balde explotan los yihadistas nuestro sistema de libertad de expresión, las normas de nuestro Estado de Derecho que nos distinguen del resto del mundo. Las barbaridades sangrientas del Daesh o Estado Islámico son ventiladas en nuestros medios de comunicación y su propaganda del terror se ajusta muy bien a la información espectáculo impuesta a nuestra sociedad de consumo. «Francia puede perder en todos los frentes», declaraba un destacado jefe de los servicios de inteligencia sirios a mi colega de Le Figaro Georges Malbrunot en su libro Le chemin de Damas escrito con Christian Chesnot −ambos por cierto secuestrados antes en Irak tras la brutal ocupación estadounidense del 2003− sobre las consecuencias en su tierra de la malhadada intervención del gobierno de París. Siria es una pieza maestra en los servicios de seguridad franceses, no sólo en Oriente Medio sino en las amenazas interiores que sufre el país galo. Los terroristas nos conocen mejor a nosotros que nosotros a ellos, así que el régimen sirio tiene más capacidad de identificar y penetrar los grupos diversos de la galaxia yihadista. Ha sido muy útil en su cooperación contra el terrorismo, especialmente contra el yihadista y tafkirista, como lo fuese antes el coronel Gadafi de Libia, atrozmente asesinado, y antes el Rais Sadam Husein de Irak, un antiguo aliado de Occidente. Desde 1990 se estableció un espacio común para esta colaboración. Los servicios de inteligencia del presidente Bachar El Asad han estado a las órdenes de su cuñado Asef Chaukaf y de su primo el general Ali Mamlouk. Siria contó con la ayuda francesa y estadounidense para intentar asegurar su larga frontera desértica con Irak, ahora desmantelada por el Daesh o Estado Islámico en su voluntad de abolir las divisiones territoriales originadas tras los acuerdos francobritánicos de hace un siglo de Sykes-Picot, y establecer la comunidad musulmana o Umma sobre los pueblos del Bilad el Cham o Levante. En 2008 el presidente Sarkozy, antes de decidir derribar al Rais El Asad, le había invitado, en el apogeo de su relación, a la ceremonia del desfile del 14 de julio en París y reforzó su colaboración estratégica. Los sirios, en una palabra, ayudaron a detectar y detener decenas de yihadistas de Francia. El régimen de Damasco distingue entre «buenos y malos» terroristas, entre los chiíes aliados del Hizbullah y del Irán y los suníes o partidarios de la guerra santa, yihadistas, apoyados por las monarquías del Golfo. Pese a las divergencias políticas, la cooperación en casos concretos no ha desaparecido completamente. Ahora el régimen de Damasco puede ofrecer sus eficientes servicios a Francia, siempre y cuando consiga una difícil rehabilitación política.

Bachar El Asad le pide que influya sobre el rey saudí para que deje de enviar armas a las hordas islámicas. Este drama lo sufren los habitantes de los pueblos árabes y musulmanes, sus militares, sus periodistas, víctimas de los fanáticos del Terror. Sus orígenes se remontan a las invasiones estadounidenses del Afganistán, del Irak. Los sucesivos fracasos de las políticas occidentales en Oriente Medio, en este tiempo de las mal llamadas «primaveras árabes», apoyando a los rebeldes contra los regímenes militares y laicos, y ayudando a los movimientos de naturaleza islámica en la conquista del poder, han provocado el caos, y han desmantelado los sistemas de control policíaco y de seguridad. No son pocos los embajadores, como el francés Eric Chevalier, que estuvo destinado en Damasco, como antes los que estuvieron en Bagdad, los que siempre advirtieron sobre los peligros de la guerra, desaconsejando las aventuras belicistas por sus consecuencias internas y externas. Francia ha perdido tanto con el régimen de Bachar El Asad como con los yihadistas, frustrados por no recibir ni el apoyo ni las armas que esperaban, y que han regresado con ganas de vengarse. Los pueblos de una y otra orilla del Mediterráneo pechan con los imperdonables errores de sus gobernantes.

¿Cuánto tiempo para reconstruir Homs?

20 de abril de 2015 Para llegar a Homs, que los rebeldes proclamaron la «capital de la revolución» hasta que las tropas gubernamentales tomaron el viejo centro de la ciudad ahora hace un año, hay que atravesar un tramo de carretera hacia el norte que sigue siendo peligroso. Es Harasta, más allá de la estación de autobuses con dirección a Raqa y a Alepo. Un extenso paisaje devastado, con casas y edificios fantasmagóricos, donde Al Nusra y el Ejército del Islam libraron en 2013 una feroz batalla en su tentativa de conquistar Damasco. Esta es la principal carretera de Siria, que une Damasco con Alepo. Es el enlace comercial y estratégico entre las regiones del interior y del litoral mediterráneo con ciudades como Lataquia y Tartus, donde están muy arraigados los alauíes, la minoría que constituye el núcleo del poder del régimen de los Asad. Es una amplia carretera con tramos recién asfaltados, orillada de vez en cuando de pinos, a veces doblados por la fuerza del viento procedente del mar. Es ya muy raro distinguir entre los campos, en su llano paisaje, y entre sus pueblos, las tradicionales construcciones cónicas o kube, habitáculos pulcros que ahora sirven como palomares. Ante de esta guerra, Homs era un gran centro de industrias metalúrgicas, textiles, de fosfatos, con una gran refinería, habitada por una población de mayoría suní con barrios cristianos y alauíes. Carecía de atractivo para los turistas, que la atravesaban sin detenerse en dirección a Palmira −Tadmur en árabe−, Alepo y a su periferia histórica de las «ciudades muertas», antiguas poblaciones cristianas sepultadas por los siglos. Ni su plaza con la torre del Reloj, arrancado durante la guerra −una plaza del mismo estilo de las que hay en Hama, en Alepo, en Trípoli, de la época otomana−, ni su solemne mausoleo de Khled Ibn El Walid, caudillo que implantó el islam en Siria en el año 636 de nuestra era, de resplandecientes cúpulas metálicas, ni las antiguas iglesias como la de la Cintura de la Virgen o de San Elías, ni su principal calle Kuat Chukri con sus restaurantes, cines y comercios, ni sus zocos con los mercaderes de brocados, nada de esto atraía a los viajeros. Hay en Homs, patria del emperador romano Heliogábalo, un laberinto de catacumbas, de galerías excavadas durante la época romana, donde los cristianos se refugiaban o enterraban a sus muertos, que también sirvieron a los yihadistas durante el tiempo que ocuparon los antiguos barrios de la ciudad. Por las calles desiertas, entre las ruinas de las fachadas incendiadas, mujeres vestidas con negros abrigos, sin velo, cristianas del barrio de Madiye, atravesaban el patio de Nuestra Señora de la Cintura −que, según la tradición, guarda esta prenda de la madre de Jesucristo− para asistir a la misa. Unas máquinas excavadoras limpiaban la calle de escombros y basuras. Era domingo y un puñado de feligreses se habían congregado en este antiguo templo de negra piedra granítica en la ceremonia litúrgica semanal, oficiada por el arzobispo revestido de capa pluvial. La iglesia −como todo el barrio− fue tomada por los milicianos de Al Nusra, que utilizaron a sus vecinos como escudos humanos ante los ataques del ejército sirio. Destruyeron la sede del arzobispado, murales de la iglesia parroquial, acribillaron el busto de uno de sus patriarcas y decapitaron,

como en Mosul, la imagen de la Virgen María. «Querían destruir todo lo de este país −decía Pierre Rizk, un joven con el brazo tatuado con la palabra Hope−, no sólo lo moderno, sino también lo antiguo». Con su hermano descendimos a la excavada gruta, en cuyo fondo se encuentra el primitivo altar de esta histórica iglesia de los pueblos del Levante. Después de la misa, el arzobispo Andraos Tamer afirmaba con energía: «Aquí nacimos y aquí moriremos, aquí porque estamos enraizados en esta tierra. Desde Siria se difundió el cristianismo. Somos un pueblo civilizado pese a esta guerra. Si queremos dar una identidad a Cristo, diríamos que fue sirio porque Palestina es un trozo de Siria». En el vecino convento de los jesuitas, el padre Michel Daoud nos mostró la sepultura del sacerdote holandés Franz Van Dergust, que vivió cincuenta años en Siria, asesinado en el mismo jardín por un terrorista el 7 de abril del año pasado, poco antes de la toma de la ciudad vieja por las tropas gubernamentales. Quedan muy pocos cristianos en Homs, donde habían vivido alrededor de noventa mil creyentes de las diferentes iglesias y ritos. El barrio de Hamidiye −el mismo nombre del gran bazar de Damasco− está pegado al centro urbano con las plazas del Reloj y de Basel. Hafez El Asad, el primogénito del anterior presidente que debía sucederle en el poder y cuya muerte en accidente automovilístico en la carretera del aeropuerto de Damasco en 1994 cambió el destino de su hermano Bachar, que estudiaba en Londres Oftalmología y que heredó la jefatura del Estado de su padre en el año 2000, después de su muerte. La toma de Hama del 14 de marzo del año pasado fue anunciada un día antes de las elecciones en las que de nuevo Bachar El Asad fue reelegido Rais. De los quince distritos de la ciudad, todavía uno, llamado Alumur, está en poder de los rebeldes, aunque hay una tregua en vigor entre los beligerantes. Cuando los soldados sirios dominaron Homs después de setecientos días de combates feroces y bombardeos día y noche en barrios como el de Bab Amr −al que el escritor Jonathan Littell dedicó su Carnets de Homs− los insurrectos creyeron que significaba «el fin de la revolución». La destrucción de Homs es mucho más cruel y extensa que la que sufrió el centro de Beirut en la guerra entre 1975 y 1990. Yo diría que quizá sea la mayor destrucción urbana de todas las guerras habidas en Oriente Medio en siete décadas. Más allá de la plaza del Reloj se extienden amplios barrios que no fueron víctimas de esta batalla infernal que comenzara en el 2011, poco después del principio de la rebelión en Deraa. Por sus calles circulan autobuses verdes, amarillos taxis, gente tranquila de esta importante población industrial. En una avenida con palmeras y arriates de cuidados macizos de flores, han abierto La Terrase, la cafetería más moderna de la ciudad. ¿Quién sabe cuánto tiempo será necesario para reconstruir Homs?

Entre Oriente y Occidente

22 de mayo de 2015 Hace más de cuarenta años visité por vez primera Palmira, en árabe Tadmur, o pueblo de los dátiles. Entonces, el modesto hotel Zenobia con sus destartaladas habitaciones con ventiladores de aspa, era el único albergue para viajeros y turistas. En otro viaje estuve a punto de ser tragado por una tempestad de arena en la carretera. Mi conductor hacía avanzar el automóvil en pleno desierto y no recuerdo el tiempo que nos hizo falta para llegar a la milenaria ciudad. La última vez que estuve fue durante un viaje oficial de los Reyes de España Juan Carlos y Sofía, cuando en su anfiteatro romano se organizó un espectáculo folclórico con tribus beduinas del lugar. Nadie podía imaginar entonces que el fuerte régimen baasista de Damasco pudiese ser derrotado un día en la mítica capital de la reina Zenobia, llamada la Cleopatra de Siria. El apogeo de esta metrópoli del desierto coincidió con su reinado durante el tercer siglo de nuestra era. Imaginen una ciudad de centenares de columnas que orillan sus avenidas y las estatuas de sus notables y potentados sobre sus adosadas repisas. Había más de doscientas estatuas en las columnatas, en los muros del ágora. Magistrados, capitanes y guías de caravanas posaron ante los artistas para que esculpiesen sus estatuas. En medio de la población se levantaban cuatro colosales estatuas de granito ofrecidas por Alejandría, representando divinidades y otros tantos obeliscos que indicaban los puntos cardinales. La eventual destrucción de este tesoro histórico y artístico «será una gran pérdida para la Humanidad», según advirtió ayer Irina Bokova, directora general de la Unesco. «Debemos proteger estos restos increíbles de la historia», añadió. El gusto por la exhibición ostentosa, un rasgo muy oriental, impregnó la vida urbana de esta Palmira construida sobre un cruce de caminos, junto a un oasis, en la Ruta de la Seda, entre Oriente y Occidente −y no es ninguna metáfora−, en medio del desierto atravesado por las caravanas que transportaban desde el Océano Índico al Mediterráneo especias, perfumes y marfil. Su existencia se mantuvo en un equilibrio inestable entre los grandes imperios enemigos, Roma y Persia. Su fortuna originaria fueron las fuentes de agua termal de Afka, que el moderno Hotel Meridien supo recuperar en su visitado subsuelo. La rebelión de Zenobia contra Roma acabó con la ciudad-estado, con aquella verdadera torre de babel poblada de egipcios, persas, indios y numerosos griegos. La reina de Oriente se convirtió, tras su derrota, en prisionera del emperador de Occidente. Sorprendían las ruinas por su extensión −alrededor de seis kilómetros cuadrados− y su buen estado. Por la larga calle porticada y traspuesto el arco triunfal, los lugareños vendían sus mercancías: tapices, telas, enmohecidos puñales, sobre capiteles y truncadas columnas. Palmira, sepultada durante siglos bajo las arenas, generó a su lado un poblado de cuarenta mil habitantes. Desde el viejo fuerte árabe erigido en la colina se contemplan las ruinas, el pueblo, el oasis, el desierto… Nunca más pude regresar a la ciudad. Todas las veces que lo intenté desde Damasco su situación era incierta por los ataques de los rebeldes, antes de la aparición de los desalmados yihadistas, que acechaban su carretera o bien hostigaban a la población.

Ahora, como tantas otras ciudades del Oriente Medio, se ha convertido en una ciudad prohibida.

Palmira, «la batalla del mundo»

22 de mayo de 2015 La completa ocupación de la milenaria ciudad de Palmira se consumó ayer con la toma de sus históricas ruinas. Después de varias jornadas de combates, los milicianos del Estado Islámico consiguieron una gran victoria contra el ejército sirio, que tuvo que retirarse de todas sus posiciones abandonando sus modernas instalaciones militares, su aeropuerto y su cárcel, de la que sacó a los prisioneros, desertores e insurrectos. De acuerdo con los partes de guerra de Damasco, se pudo evacuar a la mayoría de la población, unos sesenta mil habitantes, replegándose a Homs, capital de la provincia. Para la Dirección de Antigüedades del gobierno sirio, «la batalla de Palmira se ha convertido en la batalla del mundo». Esta derrota evidencia, ante todo, la debilidad del gobierno sirio. Hace pocas semanas sufrió importantes reveses en Idlib, en el norte, cerca de la frontera con Turquía. Desde el año pasado en que pudo −a costa de graves pérdidas− reconquistar Homs, la denominada capital de la revolución, y recuperar el castillo de los cruzados, otra imagen histórica de Siria, está perdiendo impulso en esta extenuante guerra de desgaste de suerte incierta, muy incierta, que sólo puede concluir con la firma de un difícil acuerdo internacional. El principal problema del ejército sirio no es que le falten armas ni ayudas internacionales importantes, como la de Irán, Rusia o el Hizbullah libanés; lo que le faltan son hombres. Hay todavía soldados en sus filas que no han sido reemplazados desde hace cinco años, es decir, desde antes del inicio de la rebelión. Además, no todas sus unidades gozan de la completa confianza de sus mandos. A menudo, destacamentos de élite se trasladan contrarreloj de uno a otro paraje en el que se exacerban los ataques rebeldes, y en primer lugar del Estado Islámico, como si se tratase de convoyes de bomberos solicitados con urgencia. Aunque no existen estadísticas fidedignas, se especula con que hay alrededor de cuarenta y dos mil soldados muertos en el campo de batalla. En poblaciones de completa adhesión al régimen como Lataquia o Tartus, las imágenes de los militares caídos en el campo de batalla embadurnan los muros de sus calles. Esta victoria de los hombres de Abu Bakr el Bagdadi es, en primer lugar, de un gran valor estratégico. Las fuerzas yihadistas pretenden haber extendido su dominio a la mitad del territorio nacional sirio, aunque hay que precisar que, salvo algunos centros de población como Raqa, se trata de un vasto espacio casi desértico en el que, eso sí, se encuentran algunos yacimientos de petróleo y de gas. El año pasado, en Damasco, dirigentes del partido Baas, antes del fulgurante éxito del Estado Islámico, me aseguraban que su gobierno no tenía interés en exponer la vida de sus soldados por una zona desértica. Y añadían que, ya que Occidente protege a estos grupos rebeldes y después de percatarse de las maléficas consecuencias que provocaban en sus propios países, tendrían que ser los militares occidentales y no ellos los que se encargaran de combatirlos.

Boda en Damasco

25 de mayo de 2015 La siria Nagham Salman y Francisco Sánchez Muñoz, abogado barcelonés, escogieron para su banquete de bodas una mansión del barrio de Mezzeh, construida junto al canal de agua de Banias, no lejos de la moderna mezquita de Hafez El Asad. Después de su matrimonio civil en Barcelona y de una discreta ceremonia religiosa musulmana, ofrecieron a sus invitados una de estas fiestas que son un estallido de música y de libertad y alegran la vida en Damasco, esta capital que aún no ha podido desembarazarse de un frente de guerra a sólo dos kilómetros o incluso unos centenares de metros. Por una solemne escalera descendió Nagham, en su blanco traje de novia, del brazo de su padre, a una sala de bóvedas y arcos de granito, con ventanales a un jardín de palmeras y a una terraza que sirve para exhibir esculturas de mármol, madera y metálicas. La mansión Art House es más que un hotel; es un museo de cuadros colgados por todas sus paredes, de retratos y bustos de artistas y pintores sirios en las escaleras y en las cámaras con librerías de revistas de arte y decoración, novelas escritas en árabe y best sellers internacionales como la saga Millennium. Antes de que empezase el banquete con champán, vinos y whisky, muchachas con minifaldas escarlatas, verdes, o largas faldas negras transparentes, ceñidas blusas de generosos escotes, y jóvenes con trajes oscuros, se entregaban todos al frenesí del baile con la música de un disc jockey de larga cabellera bajo los haces de focos de colores. La corte de amigas de Nagham, alborozadas y traviesas, no cesaban de fotografiarse con cámaras y de hacerse selfies con sus móviles. «Esto es Siria −exclamaba un comensal de mi mesa−, porque con el Daesh no se podría celebrar una boda como ésta. Si los europeos nos ayudasen, se ayudarían a sí mismos». No sé si estas fiestas nupciales que se acostumbran a celebrar las noches de los jueves para los musulmanes, y las del sábado para los cristianos, son más frecuentes que hace un par de años. El ambiente de seguridad de la capital ha mejorado, despareciendo algunos parapetos del centro de la ciudad. En cambio, en el barrio cristiano de Bab Tuma −o Tomás, nombre arameo que significa mellizo− hay menos banquetes porque sufre de vez en cuando bombardeos de insurrectos islamistas, sobre todo de Al Nusra, desde su cercano frente excavado de túneles y plagado de minas que el ejército no ha desmantelado. Fue en el restaurante L’Oriental donde me sorprendió hace un par de inviernos la vitalidad y el fulgor de estas frenéticas cenas. Recuerdo que el novio, encaramado al brocal de un pozo del patio, blandía la bandera nacional y vitoreaba a Rusia. En este banquete, el padre de Nagham, en un elegante árabe clásico, alabó el combate del ejército sirio. Los últimos éxitos americanos, las canciones como La paloma, las melodías interpretadas por cantantes libaneses y egipcios, fueron bailadas con pasión por esta juventud atrapada en la guerra. La danza tradicional del dabke reunió a jóvenes y viejos. No faltaron algunas bulerías que Watec, hermano de la novia, y sus hermanas Nur, Luz y Salma −puerta del paraíso− danzaron al final. Ha sido sobre todo en los hoteles con encanto, en las discotecas y en los restaurantes de Bab

Tuma donde con más frecuencia he visto estas fiestas no exclusivas de afortunados, ni de millonarios enriquecidos con la guerra. De noche, la alberca del Hotel Talismán, delicada joya de la arquitectura del antiguo barrio judío incrustado en Bab Tuma, donde todavía hay una pequeña sinagoga abierta discretamente al culto de los Sabbath, está iluminada de farolillos de colores. A veces se grababan secuencias de seriales televisivos, se organizaban fiestas nupciales o encuentros de jóvenes, gente guapa de ambos sexos que, como un grupo de aficionados a la salsa, se desahogaban entregándose con toda su fuerza al baile hasta la anochecida. Los vigilantes armados del barrio veían pasar a chicas con minifaldas y altos tacones por este laberinto de callecitas, muy difícil de atravesar en automóvil. Todo el mundo se ha acostumbrado, como acontecía en Beirut durante los años de las guerras, a los bombardeos, a los vuelos a veces rasantes de los aviones de combate, a los atentados. Muchos jóvenes están angustiados porque deben unirse a filas. He conocido a hombres de treinta años que, agotadas sus prórrogas militares, deben empuñar las armas de inmediato. Otros sirios son conscientes de que tienen que cumplir su deber para salvar la patria. El ejército, aunque cohesionado −sólo al principio de la rebelión hubo deserciones− y armado por Rusia e Irán, padece un gran desgaste humano, con sus miles de caídos en el campo de batalla, cuyas imágenes y esquelas embadurnan las fachadas de Lataquia, de Tartus y de otras localidades de mayoría de población alauí, núcleo de poder del Estado. En Alepo, ciudad desgarrada del norte, con los barrios del oeste bajo autoridad gubernamental y los del este dominados por los rebeldes, también hay una incipiente vida nocturna, sobre todo en los sectores de población del régimen, con la discoteca Al Shaba El Cham, cafeterías como Attar el Farasha, Feyruz, nombre de la gran cantante libanesa adorada en Siria, y Mogambo. Como el barrio de Bab Tuma, el alepino de Jdeideh, habitado por cristianos, era un rincón encantador con sus antiguas casas otomanas de piedra, de recoletos patios interiores, convertidas en hoteles y restaurantes, con catedrales, iglesias armenias, greco-católicas, siriacas y maronitas. Una de sus pulcras y angostas calles se llama Sissi. Alepo, «la princesa del norte de Siria», fue famosa por su cosmopolitismo, aunque su decadencia empezara tras la Primera Guerra Mundial. Los secretos de su cocina son envidiados en todos los hogares del Levante. En la discoteca de Al Shaba El Cham, como en la mansión del banquete de Nagham y Francisco, los jóvenes se vuelcan en la pista, iluminada de rayos láser, para bailar hasta la madrugada. En Alepo, los yihadistas demolieron el hotel Sheraton. El pequeño y decadente hotel Baron, en el centro de la ciudad, donde pernoctara el legendario Lawrence de Arabia, ha sido desahuciado hace tiempo. En la zona rebelde en Bustan Al Qasr hay también algunos restaurantes modestos con parroquianos tradicionales y mujeres acompañadas por sus maridos, donde se difunden melodías árabes como las muchachauat, o poesías cantadas. Este es uno de sus estribillos: «Alepo es una fuente de dolor que se derrama sobre mi país». La guerra nunca puede sepultar la vida. Que nadie se escandalice de estas fiestas sirias.

El Viejo de la Montaña y la secta de los Asesinos

10 de agosto de 2015 Sopla el viento sobre las piedras graníticas, rematadas por una suerte de espadaña hueca coronada con la media luna. Masyaf, con una población mixta de alauíes, suníes e ismailíes, entre Hama y el litoral mediterráneo, tiene un castillo de los cruzados y una misteriosa fortaleza, erigida en la cima de una boscosa montaña, que perteneció a la secta de los Hashashin o Asesinos. Empujando su portón penetramos en un pequeño santuario ismailí −una secta escindida de los chiíes− con la imagen colgada del imán Alí, y esteras y libros de oración esparcidos por el suelo. A su recinto modesto añadieron un moderno mirador sobre un paisaje de hermosas colinas, con bancos de madera desvencijados. ¡Quién visita ahora este remoto lugar! En esta pequeña fortaleza vivió en el siglo XI el legendario Rashid Adin Sinan, un jefe ismailí que heredó el título de Viejo de la Montaña a la muerte del famoso Hasan ibn al Sabah, que impuso su gobierno del terror desde su fortaleza de Alamut en el Caspio, en un territorio del actual Irán. Hace muchos años aquel discípulo de Omar Jayam, gloria de las letras persas, visionario y sediento de poder, organizó hordas de jóvenes dispuestos a matar por la fe o por voluntad. Adoctrinados y entrenados en Alamut, asesinaban a califas, príncipes y potentados abasidas o turcos, a cristianos o a los que trataban de penetrar en su feudo. Con dagas y espadas envenenadas cumplían su misión. Al Sabah fue capitán de esta corte de hashashin −palabra en árabe de la que proviene asesino− cuya leyenda aterrorizó a las gentes de la Edad Media. Marco Polo los evocó en uno de sus relatos viajeros: «Tenía en su corte un grupo de muchachos entre 12 y 20 años, a los que entregaba una poción −no emplea la palabra hachís− ordenándoles: «Vete y asesina, cumple mis órdenes y cuando regreses, mis ángeles te llevarán al paraíso». En el siglo XII los Hashashin ya no gozaban de este carácter de fanáticos seguidores de la fe, de criminales por obediencia a la palabra del maestro, sino que eran considerados simples asesinos profesionales, de los que fueron víctimas tanto musulmanes suníes como cruzados cristianos. Los trovadores de Francia y de Provenza hablan de estos terribles delincuentes del islam. Los Hashashin erigieron castillos y fortalezas, como esta de Masyaf, sobre lo que ahora son Irak, Irán, Siria y Líbano y se convirtieron en un pavoroso poder militar hasta ser derrotados por los mogoles. Su historia y su leyenda han sido cultivadas por escritores contemporáneos como Umberto Eco o Amin Malouf, que han novelado sobre las drogadas hordas juveniles de los hashashin de Hasan ibn al Sabah, el primer Viejo de la Montaña antes de Rashid Adin Sinan. Esta época fue exhumada en la década de los ochenta, cuando atentados y secuestros de los grupos islámicos chiíes sorprendieron y conmovieron al mundo. El actual terrorismo en Oriente Medio es obra de fanáticos grupos suníes estipendiados por príncipes árabes del Golfo. El segundo Viejo de la Montaña, Rashid Adin Sinan, resistió el sitio de Saladino a su fortaleza, que ordenó tras sufrir varias tentativas de asesinato, y logró que lo levantara gracias a misteriosas estratagemas. La secta de los Asesinos actuaba en medio de intrigas entre suníes, chiíes y cristianos en estas tierras siempre convulsas. La minoría ismailí sigue viviendo en esta región

abrupta de Siria. Hace cuatro décadas, acompañado por Mari Teresa Marqués y Mikel de Epalza, eminente arabista y traductor del Corán al catalán, entonces brillante estudiante en Damasco, ya fallecido, dábamos tumbos en mi automóvil por estos parajes en busca de sus vestigios. La comunidad ismailí, dirigida por el Agá Jan, se ha extendido por India, Norteamérica y Europa y es reputada como una comunidad de talante progresista. En Masyaf, la Fundación Agá Jan financia muchas obras benéficas.

Notas de andar y ver por el país alauí

18 de agosto de 2015 El país alauí es montañoso, con 160 kilómetros de litoral mediterráneo, con ciudades como Lataquia, Banias, Tartus (el mismo nombre que Tortosa). Es un paisaje familiar de bosques y olivares, de higueras, campos cultivados, abruptos caminos atravesados por rebaños de ovejas, lomas peladas… Un mundo rural, ensimismado, que el golpe de Estado del partido Baas en 1963, que el clan de los Asad −oriundo de Qardaha, donde el anterior presidente, Hafez, tiene su sepultura− hizo progresar con la reforma agraria (que limitó latifundios de suníes y cristianos), las obras públicas de infraestructura, las cooperativas agrícolas y la enseñanza gratuita. Todavía en los primeros años del siglo XX, los alauíes −minoría pobre y atrasada− apenas podían habitar las ciudades costeras, de población suní y cristiana, donde era costumbre que sus hijas trabajasen como criadas domésticas. Nadie ha olvidado una fatua o decreto religioso de un fanático jeque suní de Lataquia, Mohamed el Morgabi, que estableció que «era legítimo dar muerte y robar a los alauíes». Fue durante el mandato francés cuando esta región de 6.500 kilómetros cuadrados en el ámbito sirio de 180.000 kilómetros cuadrados, llamada Djebel Ansariyeh, comenzó a abrirse al mundo. Entre 1920 y 1936 −y este es un hecho fundamental en la historia de la moderna Siria− el Estado alauí fue independiente dentro de los estados del Levante, dirigido por un coronel del ejército metropolitano con un consejo de notables locales. En los tiempos del islam de persecución de minorías, los alauíes, los drusos y, cómo no, los cristianos buscaron refugio en estas montañas de Siria y de Líbano. Con el golpe de Estado del general Hafez El Asad, en 1979, dentro del propio partido Baas, se consolidó el poder alauí sobre una población de mayoría suní. Doce años después, la cofradía de los Hermanos Musulmanes se levantó en Hama, la ciudad de las norias, contra su régimen. Sus francotiradores apostados en el viejo barrio de aquella ciudad muy conservadora atacaron a las patrullas del ejército y dieron muerte a muchos soldados. Bandas de rebeldes prendieron fuego y saquearon comisarías, oficinas del partido Baas, degollaron a setenta dirigentes gubernamentales y declararon Hama «ciudad liberada». El régimen llevó a cabo entonces una matanza que casi pasó inadvertida en el mundo, y que costó la vida a cerca de 20.000 personas, todas musulmanas suníes. Fue decapitada la organización integrista suní que desde el principio de la década de los ochenta, con los atentados contra academias militares de Alepo y Homs, había querido desafiar al Estado. El enfrentamiento entre suníes y alauíes, con su trasfondo histórico de profundas rivalidades, es el factor más destacado de la compleja guerra siria. El régimen, bajo el proclamado laicismo que disimula el acaparamiento de poder por un grupo minoritario −alrededor del 12% de la población − ha sabido manejar las sensibles identidades de los sirios y contemporizar con las tendencias islámicas suníes moderadas. Masyaf es una ciudad de población mixta −habitada por suníes, alauíes e ismailíes− leal al Gobierno de Damasco en la que se han refugiado gentes procedentes de Alepo, de Idlib, de

Hama… A menos de 50 kilómetros, al fondo de sus lomas ocres, se encuentra el frente de la organización Yabat Al Nusra. En estos pueblos, como el de Rabo, se han abierto cementerios para los mártires, para los caídos en los campos de batalla, y se han excavado nuevas sepulturas a la espera de más cadáveres. Rabo, que cuenta con 3.500 habitantes, ha perdido setenta y cinco hombres en la guerra, y quince han desaparecido. Ya transcurrido un año, el Estado los considera mártires y en consecuencia concede una pensión vitalicia a sus familias. El Djebel Ansariyeh es el gran suministrador de mano de obra al ejército, a los servicios de inteligencia y de seguridad, a la administración estatal, al partido Baas. Es un hecho que la asabiya del clan de los Asad, de su grupo de presión, de su red de allegados y enfeudados, domina su población, lo que no quiere decir que el régimen sea de hegemonía alauí sino de alauíes. En Lataquia y en Tartus, de mayoría alauí, las fachadas de las casas están embadurnadas con miles de esquelas de los combatientes muertos en campos de batalla, como también en el barrio alauí por antonomasia de Damasco. Lataquia no ha sufrido la guerra pero 15.000 de sus hombres alistados en las Fuerzas Armadas, murieron en combate. Lataquia, capital de esta franja mediterránea, tiene un cierto talante confiado, una alegre vitalidad que le dan sus muchachas vestidas con vaqueros y blusas, donde no se ve la oscura multitud de mujeres tapadas. Tuve también la misma impresión en Tartus y en Sueida −la ciudad de los drusos−. Son las tres provincias que gozan de mayor ambiente de seguridad, bajo el dominio del régimen. Las pérdidas que sufren las Fuerzas Armadas −alrededor de 45.000 muertos− son un problema fundamental para el Estado. La necesidad de renovar sus contingentes ha obligado y obliga a restringir los objetivos de los combates, a fin de no desgastar ni debilitar más a las tropas. Ante la reticencia de algunos jóvenes a alistarse se ha decidido que puedan cumplir su servicio obligatorio en sus lugares de origen, facilitando de esta suerte la incorporación de los diversos sectores de la población, sean suníes, alauíes o drusos. Bachar El Asad reconoció en un reciente discurso la insuficiencia de mano de obra militar en sus Fuerzas Armadas. En este amable paisaje mediterráneo alauí, en ciudades y aldeas (en pocos años se ha pasado de una población rural a urbana) no se distinguen ni minaretes ni mezquitas. Los alauíes son una secta escindida de los chiíes que practica una religión para iniciados, cuyos jeques transmisores del secreto de sus creencias son considerados como padres espirituales. Un amigo describía la diferencia entre alauíes y chiíes diciendo que «los alauíes beben alcohol, no van a las mezquitas y sus mujeres no llevan velo». Se ven, eso sí, de vez en cuando pequeños santuarios o ziara, consagrados a algún santón, un hombre religioso, como el jeque Yusef en el pueblo de Bano, que desde hace siglos es objeto de veneración y lugar de peregrinaciones. Presencié la discreta llegada de una mujer bien vestida, al estilo occidental, que penetró en la pequeña celda de su sepultura, implorando entre lloros por la liberación de su hijo secuestrado. En Siria hay alrededor de 25.000 personas secuestradas y desaparecidas, por cuya libertad trata de intervenir el Ministerio de Reconciliación Nacional. Si bien los alauíes tienen un talante más distante y relajado respecto a la religión, la guerra ha revigorizado sus creencias. No en vano al principio de la rebelión los manifestantes suníes de Deraa gritaban: «¡Los alauíes a la tumba y los cristianos a Beirut!». La guerra de Siria se ha convertido en una guerra existencial y la victoria de los yihadistas sería, sin duda alguna, una amenaza de muerte para los alauíes.

Una guerra a puerta cerrada

11 de octubre de 2015 De todas las guerras civiles o inciviles de Oriente Medio, la larga guerra de 1975 a 1990 de Líbano fue la más fácil de cubrir para los corresponsales occidentales. Describí Beirut como «el paraíso infernal de los periodistas», porque todo era accesible: campos de batalla, frentes militares, señores de la guerra, cabecillas milicianos. No conocí ningún otro lugar del mundo en el que los periodistas extranjeros tuviesen el privilegio de poseer una de las condiciones esenciales de su trabajo, la inmediatez. Se podía escribir directamente con lo que se había visto u observado. En Beirut, el periodista, como estaba inmerso en un ambiente geográfico reducido (la guerra civil fue, sobre todo, la guerra urbana de Beirut), participaba en lo que ocurría a su alrededor. Como aquí nunca fue un problema obtener visado, la guerra libanesa, casi tan difícil de describir como la siria, fue una guerra a puerta abierta. En las guerras clásicas de Israel y los estados árabes, los corresponsales que trabajaban en los frentes militares judíos tenían más facilidades de movimiento que los que cubrían las líneas del frente de Egipto, Siria y Jordania. La gran guerra entre Irak e Irán, con un millón de muertos y ocho años de duración, desde 1980 a 1988, fue muy difícil de narrar porque era casi imposible conseguir permiso para ver los frentes. En la primera guerra de Estados Unidos con Irak, de 1991, la CNN, con su famoso corresponsal Peter Arnett, tuvo de hecho el monopolio de la información desde Bagdad, donde también pudo permanecer mi colega Alfonso Rojo, de El Mundo. El visado iraquí era anhelado por miles de periodistas que inútilmente lo esperábamos en la embajada de Amán. En la segunda guerra del invierno del 2003, pudimos contar desde Bagdad las jornadas de los bombardeos norteamericanos hasta el día de la derrota del régimen de Sadam Husein. Como ocurrió en la guerra de Irak de 1991, explicada por el estado mayor norteamericano, expuesta al mundo por la iluminada explosión de sus cohetes mortíferos sobre la capital, este episodio de la guerra con Siria tras la decidida intervención aérea rusa contra los terroristas del Daesh (Estado Islámico) es relatada por los estrategas y portavoces desde los cuarteles generales en Moscú. Desde el principio, la guerra de Siria, iniciada hace casi cinco años, fue mal descrita y peor interpretada. Siempre fue difícil su acceso a los periodistas. Damasco nunca ha sido sede de agencias mundiales de información, ni de corresponsales a causa de su falta de libertad de expresión. No fue extraño que cuando empezara esta guerra sus dirigentes se encerrasen todavía más, ante una prensa que en general ya había tomado partido en favor de los rebeldes, considerados entonces héroes de una revolución espontánea y popular contra una dictadura hereditaria calificada de bárbara y sanguinaria, apoyada sobre una minoría de su población. Han tenido que pasar cruentos años para que, poco a poco, apareciese la compleja realidad de esta guerra, vital para Siria y para Oriente Medio, con amenazadoras repercusiones internacionales a raíz de la fuerza militar e ideológica del Daesh o Estado Islámico. Dirigentes de la oposición supieron desde el principio abrir sus puertas a los enviados especiales occidentales que podían narrar la vida y la lucha de los insurrectos, visitar sus enclaves, dar fe de matanzas, en

un ambiente a menudo sensacionalista al estilo tan en boga de la información como espectáculo, hasta que los secuestros de los yihadistas hicieron estragos. El territorio sometido al Daesh se ha convertido en un gran agujero informativo impenetrable. Los periodistas que hemos conseguido visados para entrar en Siria tenemos otro campo de acción, sin el morbo y aventura de nuestros colegas huéspedes de los grupos suníes armados de la oposición. Las voces, por lo tanto, de soldados, milicianos, sobre todo de la población civil con sus minorías alauíes, drusas, cristianas, apenas han trascendido más allá de sus fronteras. ¿Quién valora, por ejemplo, la oposición interior del régimen? Las informaciones procedentes de los bien establecidos portavoces de la oposición en el extranjero, de las poderosas televisiones como Al Yazira, de los innumerables mensajes por YouTube o Facebook, han sido evaluadas casi siempre como fidedignas, mientras que las noticias emanadas de centros gubernamentales son calificadas en bloque de propaganda. El Observatorio Sirio de Derechos Humanos, con sede en Londres, con una red de informadores en todo el fragmentado territorio sirio, se ha convertido en la fuente más citada internacionalmente. La guerra de Siria, con todos sus horrores, es una guerra a puerta cerrada. ¿Quién divulga ahora, por ejemplo, que sirios que habían abandonado su país, como los que se hacinan en el campo de refugiados jordano de Zaatari, han decidido regresar a su tierra porque se han agravado sus condiciones de vida en el exilio, al reducirse las ayudas internacionales, como ha reconocido la ONU? Tendrán que pasar lustros hasta que sea posible explicar a fondo las causas que provocaron la guerra de desmembramiento de Irak y ahora la de Siria. Por más bárbaros y sanguinarios que fuesen los regímenes de Sadam Husein o de Bachar El Asad, nadie puede justificar la encarnizada destrucción de sus heterogéneas poblaciones. ¿Por qué Bagdad? ¿Por qué Damasco?

Un autobús para Raqa

20 de octubre de 2015 Atardecer en la estación de autobuses Charles Helou de Beirut. Un puñado de viajeros esperan que el autobús en cuyo chasis hay estampada en inglés la palabra Fidelity se ponga en marcha. Han corrido las cortinillas, se ha cargado el portaequipajes con voluminosos bultos y viejas maletas. En la penumbra del vehículo veo varias mujeres sentadas, en silencio. El viaje podrá durar entre 20 y 40 horas hasta que llegue a su destino final, Raqa, plaza fuerte del Estado Islámico en el norte de Siria y capital del autoproclamado califato. La estación Charles Helou, nombre de un antiguo presidente de la república libanesa, es un paraje oscuro y sórdido en las entrañas del ancho puente de la autovía del litoral hacia Trípoli y la frontera norte con Siria, en cuyos andenes hay un sector reservado a los taxis, los blancos taxis de matrícula siria, y otro destinado a los autobuses sirios y libaneses. En este garaje público, junto al puerto de Beirut, con sus pequeñas cabinas de compañías de transporte con los carteles de sus itinerarios −Damasco, Alepo, Raqa−, con sus cantinas y un despacho de información, es un centro vital para los sirios que cada día entran y salen de Beirut. Hay vendedores de relojes de pacotilla y cigarrillos, gendarmes que vigilan tranquilamente. Casi todos los viajeros que deambulan a esta hora del crepúsculo, en espera de su autobús o de su taxi colectivo, tan popular en esta región del mundo, son hombres. ¿Quién se atreve a viajar en autobús hasta Raqa? El trayecto de cuatrocientos kilómetros a través de Líbano, la región siria bajo control del Gobierno y, finalmente, el territorio bajo las garras del Estado Islámico o Daesh empieza de noche. El billete cuesta alrededor de cincuenta dólares, pero los pasajeros saben que su precio podría duplicarse con los peajes y sobornos exigidos por soldados, milicianos y yihadistas. Una de las mujeres del autobús, de edad avanzada, decía que simplemente volvía a su casa porque después de dos años no se había acostumbrado a vivir en Beirut. «Mi nieta −dijo con una sonrisa− cree que me voy a Alemania». Un joven matrimonio quería visitar a sus familiares en la ciudad prohibida, donde, según me dijo una vez un diplomático europeo, trabaja una española como enfermera de un hospital. La horrible guerra no ha abolido el ir y venir de la vida, ni los viajes de los autobuses por los parajes más peligrosos de Siria. Sus conductores se exponen a morir, a ser secuestrados −muchos secuestros se comenten abordando autobuses en las carreteras− o a quedar heridos en los súbitos enfrentamientos entre soldados y yihadistas en algún lugar de la ruta. Si siguen conduciendo es para ganarse el pan, en una población arrasada por la miseria. El viaje del autobús Fidelity es seguro mientras discurre por territorio libanés, pero después continúa por zona de guerra: Damasco, Homs, a lo mejor Palmira y más hacia el este, hasta entrar en la zona del califato. Allí, las mujeres tienen que ir acompañadas de su marido o de su hermano y cubrirse completamente con la abaya o capa negra prescrita por los yihadistas. También han de sentarse al fondo del autobús, por detrás de todos los viajeros masculinos. Los pasajeros no podrán fumar y se les castigará con latigazos si tratan de introducir paquetes de cigarrillos. Los

hombres deben llevar barbas suficientemente crecidas si no quieren exponerse a la reclusión de un mes en una escuela de educación religiosa. Una vez, un chófer fue apaleado por no apagar la radio del autobús, ya que la música está prohibida por la fanática ley del califato. Tanto los yihadistas como el gobierno de Damasco impiden viajar a los jóvenes, por miedo a que traten de zafarse de la milicia o del ejército. Pese al miedo, la ruta está abierta y los viajes en autobús entre Beirut y Raqa son diarios. No es sólo desde esta estación de Charles Helou, sino también de la que está situada en la orilla de la carretera de Homs, a las afueras de la capital siria, desde donde también se puede viajar a Raqa y Alepo. Junto a ella hay un gran mercado donde llegan alimentos, verduras y frutas, como manzanas de Zabadani, tomates de Deraa, patatas de Hama, procedentes de todas las regiones de Siria, transportadas en vehículos con sus diversas matriculas de las zonas gubernamentales y rebeldes. El año pasado pude viajar en autobús desde Lataquia a Damasco. El absurdo llega a su apogeo en Alepo, donde un recorrido que sería de apenas cinco kilómetros para cruzar la ciudad, se convierte en un rodeo de más de cien para sortear las zonas bajo control del Gobierno y las milicias. Los corajudos conductores sirios de autobús son héroes de cada día.

Cruce de caminos

22 de noviembre de 2015 Todas estas catástrofes estaban anunciadas o por lo menos hubiesen tenido que ser previstas por los gobiernos occidentales, atrapados por los malos cálculos de sus políticas en las arenas movedizas de Oriente Medio. El statu quo de los poderes dictatoriales, que tuvieron su origen en los golpes militares entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, y que prevalecía, pese a todas sus represiones, estalló primero en la guerra de Afganistán, después con la del 2003 de Estados Unidos contra el Irak de Sadam Husein, y ocho años más tarde con la de Siria, que al principio se interpretaba como una revolución de los grupos de la mayoría suní contra la dictadura de la minoría alauí de Bachar El Asad. Siria fue el último país contagiado por la malhadada primavera árabe, que derribó el establishment político anterior, con la ilusión de una democratización popular liberadora que ha concluido en un infierno en el que las primeras víctimas son sus pueblos. Cuando Paul Bremer, el llamado alto comisario norteamericano en Bagdad, que gustaba calzar grandes botas de campaña, tuvo la iniciativa de decapitar al régimen de Sadam Husein a fin de dejar Irak como una tabula rasa para todas las experimentaciones, desmanteló su ejército, considerado el mejor del mundo árabe, sus fuerzas policiales y su partido Baas. El país se precipitó en el caos más sangriento. Su desintegración, llevada a cabo para desarraigar el régimen de Sadam Husein, provocó entre sus muchas consecuencias, la radicalización de grupos islamistas no sólo suníes, sino también chiíes, como el ejército del Mehdi, de Moqtada al Sadr, y de rebeldes de toda calaña que combatieron a las fuerzas ocupantes. Allí se enraizó Al Qaeda, y de allí surgieron los nuevos combatientes suníes del Estado Islámico (EI), entre los que se encontraban exmilitares y agentes del disuelto régimen de Sadam Husein, y jóvenes rebeldes como el califa Abu Bakr al Bagdadi, que sufrió sus cárceles. La vecina Siria, martirizada, ha sido su nuevo campo de batalla. Al principio de este brutal conflicto, los primeros demócratas, los opositores de tendencias moderadas, fueron dominados por yihadistas, hasta que el EI se los tragó. Cuando, desde tiempo atrás, Bachar El Asad acusaba de terroristas a los que le combatían, confundiendo bajo este nombre a todos sus enemigos, la comunidad internacional le ridiculizaba, tratándole de sanguinario dictador. Cuando advertía a los gobiernos de Occidente de que su acción bárbara alcanzaría a sus pueblos, no quisieron prestarle la necesaria atención, porque su primer objetivo seguía siendo, como el de los dirigentes de Turquía, Arabia Saudí y Qatar, derrocarle. Desechaban su dilema «yo o el caos», ese panorama en el que sólo se podía elegir entre la peste o el cólera. El presidente estadounidense Barack Obama se decidió a formar una coalición para bombardear a las hordas del EI, tomando todas las precauciones para que su medida no se interpretase como una aceptación de facto, ni una ayuda al régimen de Damasco. Bagdad y Damasco son nombres que conmueven a los árabes por sus resonancias históricas. Damasco es el centro del Bilad al Sham (el gran territorio sirio histórico) más que nunca desde que comenzó esta guerra infernal e incierta. Todos los caminos de Oriente Medio, incluso del

mundo, pasan ahora por Damasco. Ha sido inevitable que la guerra de Siria, por todas sus implicaciones internacionales −cada día más confusas− se convirtiese, como lo fue la Guerra Civil española, en escabroso tema político del siglo XXI. El gran escritor francés Michel Houellebecq ya lo anticipó en su última gran novela, Sumisión, al imaginar el futuro de su país. El gobierno de Francia ha perdido en todos los frentes con la intervención militar. Siria es una pieza maestra de los servicios de seguridad franceses, no sólo en temas de Oriente Medio, sino también en los ataques terroristas que ha sufrido, porque el régimen de Damasco tiene más capacidad de identificar y apresar a estos grupos de yihadistas. Su cooperación contra el terrorismo había sido muy útil antes del 2011, como lo fue también la del coronel Muamar El Gadafi de Libia, o la del presidente Sadam Husein de Irak, ambos antiguos aliados. Tuve oportunidad, antes de la guerra de 2003 en Irak, de leer despachos de diplomáticos y funcionarios internacionales que desaconsejaban con argumentos de peso aquella aventura bélica, capitaneada por Bush hijo y que arrastró a muchos gobiernos al campo de batalla, incluido el español. Ignacio Rupérez, exembajador en Irak, publicó en su libro Daños colaterales. Un español en el infierno iraquí aquellos informes que nunca fueron tenidos en cuenta. Siria ha sido otra equivocación, especialmente para Francia. Su embajador, Eric Chevalier, como algunos de los que estuvieron en Bagdad y advirtieron sobre los peligros de la guerra, informó con prudencia para evitar las consecuencias internas y externas de este conflicto armado, pero el Quai d’Orsay no le dio su confianza y tuvo que regresar a París. Hay que conseguir el apoyo unánime para derrotar al EI en sus territorios sojuzgados, aunque su guerra ideológica sea la más difícil de ganar. El «califato digital», como le ha llamado el prestigioso periodista árabe Abdel Bari Atuan, utiliza las técnicas estadounidenses de comunicación para reavivar el miedo al sacrificio humano y atraer gentes de medio mundo. El EI no hubiese conseguido sus ambiciones territoriales ni reclutado en tan poco tiempo tantos combatientes sin su dominio de Internet. Como aún no se columbra la solución de la guerra de Siria, el EI seguirá en su cruzada bárbara para humillar a la civilización.

Grafitis de la yihad en Palmira

3 de abril de 2016 «El Tigre dio la orden –dice un hermoso soldado adolescente sirio– de no tocar los objetos volcados en la orilla de la carretera». Neveras, televisiones, enseres domésticos, carritos para niños, ropas y mantas. Hay montones de bultos, objetos pobres, en las orillas de esta carretera esteparia de Palmira. Después de la liberación, el 27 de marzo, de la ciudad siria por el ejército de Bachar El Asad, apoyado decisivamente por la aviación y las tropas rusas, por milicias como los Halcones del Desierto y por guerrilleros de Hizbullah, algunos milicianos desvalijaron casas de la ciudad. No fue el expolio de antigüedades de Palmira, abandonada por los bárbaros del Estado Islámico a punto de cumplirse un año de ocupación, sino el robo de pertenencias humildes pero valiosas para la amarga vida de los habitantes de Siria, convertida en campo de batalla internacional del horror. El Tigre, un popular coronel del ejército sirio héroe de muchas proezas bélicas, ordenó prender fuego a los vehículos de los saqueadores, que se ven a uno y otro lado de la carretera entre carros de combate y camiones calcinados de los combatientes yihadistas hechos chatarra. Veintiún días duró esta batalla, en la que perecieron dos generales, tres coroneles, setenta soldados sirios, tres militares de Hizbullah y uno ruso, y cuatrocientos cincuenta yihadistas. El combate, extendido por esta estepa, fue feroz. Trincheras, casamatas abandonadas, tierras baldías con escombros. Aguerridos mercenarios del Estado Islámico, venidos de Afganistán y de Irak, se fortificaron en grutas, cuevas y cavernas en las rocosas colinas circundantes de la ciudad, obligando al ejército sirio a adaptarse a combates difíciles. En la estepa –esta estepa que surge después del paisaje mediterráneo de cipreses y pinos inclinados por la fuerza del viento, de campos bien cultivados de olivos, albaricoques y almendros–, el ejército sirio, con sus armas anticuadas, careciendo del adecuado apoyo logístico, no hubiese podido reconquistar fácilmente la ciudad sin los bombardeos de aviones y helicópteros rusos disparando cohetes teledirigidos, sin sus carros de combate. Es un territorio estratégico, porque hay un aeropuerto y varios yacimientos de gas y de petróleo de los que se apoderaron los terroristas. Desde la carretera de Homs a Palmira veo despegar los aviones rusos que dominan el cielo sirio. De vez en cuando, vehículos militares rusos atraviesan los polvorientos caminos. Sólo se habló de esta gran batalla –hay centenares de frentes abiertos– cuando las tropas gubernamentales reconquistaron Palmira y la opinión pública mundial se conmovió por la suerte de las antiguas ruinas. «Una piedra –me decía un amigo sirio– vale más que una vida humana». Llegamos a la ciudad por el camino del castillo árabe que enseñorea el valle. Hay silencio sobre la desierta Palmira, extendida a sus pies. De vez en cuando suena una explosión entre su caserío abandonado y se elevan columnas de humo. Los equipos rusos desceban las peligrosas minas que plantaron los hombres del Estado Islámico en sus calles. Sólo en la calle principal, con el club hípico, la central telefónica y el Museo de Antigüedades –en cuya plazuela fue decapitado su director, Jaled El Asad, al poco tiempo de la ocupación–, hay cada cincuenta metros

ennegrecidos socavones ya inutilizados. Huele a pólvora, a fuego e incendios. No se sabe cuándo podrán regresar sus habitantes a Palmira ni cómo vivieron bajo la ley tenebrosa del Daesh (acrónimo en árabe del Estado Islámico). Un oficial me muestra un libro escolar de biología impreso por el Emirato de Homs, en el que animales como una oveja, una cabra o un camello tienen borradas sus caras. «Así es como aplican el islam –me dice– en su prohibición de reproducir imágenes». En su programa escolar hay inscritas como asignaturas los hadices –los dichos del profeta–, la memorización del Corán, la lectura del árabe, la biografía de Mahoma y biología. Cada día los yihadistas reclutan a un centenar de niños en los campamentos de entrenamiento. La batalla continúa más allá de Palmira, y el ejército de Bachar El Asad –que escolta al grupo de periodistas extranjeros en la visita a la ciudad liberada– desea que se mantenga el efecto histórico y militar alcanzado. «Defendemos a Roma, a Londres –dice el general sirio Sami Hasan–. Estamos en la vanguardia de la defensa de Europa». Flamantes Toyota blancos con ametralladoras montadas patrullan por la ciudad, ondeando sus banderas. En la monumental Palmira, sepultada durante siglos bajo la arena, surgió una localidad de beduinos que ahora tiene unos 50.000 habitantes. El color de su piedra ocre, suavemente amarillo, es el mismo color del desierto. Sus palmeras enclaustradas por tapias de adobe dan vida a este árido paisaje. Los lugareños de Tadmur –nombre árabe que proviene del dátil y que es el de la ciudad moderna– habían vivido durante años entre los muros del templo de Baalshamin, del siglo II antes de Cristo, que en 1929 las autoridades francesas del mandato de Siria les hicieron desalojar. El templo de Baalshamin, como el de Bel, el arco de triunfo o varias torres funerarias, fueron dinamitados por los yihadistas. Ante las escalinatas devastadas del gran templo hay inscripciones del Estado Islámico en las antiguas piedras. «La victoria es de Alá» y el lema de su organización, «Eterna y expansiva», que los soldados del ejército sirio corrigen como: «Es perecedera y desaparecerá». En otro rincón de las columnas truncadas advertían que no se podía disparar «sin el permiso del emir». El Estado Islámico usaba este rincón como campo de entrenamiento de tiro. El ejército sirio anunció ayer el hallazgo de una fosa común que contiene los cadáveres de 42 personas asesinadas por el Estado Islámico en Palmira, situada en el nordeste de la ciudad. Parece que se trata de soldados y oficiales del ejército sirio, miembros de milicias progubernamentales y sus parientes. Algunos fueron decapitados y otros muertos a tiros, según explicó una fuente militar, que precisó que había 18 militares y 24 civiles, entre ellos tres niños. El ejército sirio sigue buscando más fosas comunes por la ciudad, donde se calcula que el Estado Islámico mató a al menos 280 personas –algunas de forma pública– durante los 10 meses de ocupación. Además de las patrullas sirias también las de los infantes de marina rusos vigilan la ciudad vacía. Durante la visita me llama la atención que muchos soldados sirios no llevan casco. Al preguntarle a un general por qué no se los calan, responde: «El casco preserva la vida, pero limita los movimientos. No llevarlo es muestra de su valentía». La verdad es que no hay suficientes cascos para todos los soldados, que pese a sus penurias y carencias se enfrentan con un enemigo bárbaro y cruel muy bien pertrechado y con el desierto y las fronteras abiertas.

El incienso de Malula huele a libertad

5 de abril de 2016 El olor del incienso en las iglesias de Malula es el olor de la libertad. Tañen las campanas de San Jorge, la moderna parroquia de ste pueblo de la abrupta región del Qalamun, de Santa Tecla, que fue salvada de la persecución pagana por el milagro que quebró las rocas y abrió el tajo de su pintoresco cañón −Malula significa entrada en arameo−, del convento de Mar Sarkis que remata, con las cuevas trogloditas de la antigüedad, los peñascales de este capricho del paisaje y por cuyas ventanas fanáticos francotiradores sojuzgaron la ciudad hasta que fue liberada hace ahora un año. Van tañendo las campanas y acuden a la misa dominical los católicos de rito griego que, una semana después de la Pascua de Resurrección, celebran la aparición del Mesías al apóstol Santo Tomás. Se acercan muchachas con blusas, pantalones vaqueros y hermosas matas de pelo, viejos y jóvenes, también madres de familia con sus hijos en brazos, niñas con faldas cortas y medias alegres, adolescentes y niños. La nave está llena con los cristianos que regresaron a Malula después de que el ejército sirio, con ayuda de los milicianos de Hizbullah, reconquistara este simbólico centro de la fe de Cristo en el que todavía el arameo es una lengua viva. ¡Con qué devoción los feligreses, los muchachos y las muchachas del coro entonan los himnos litúrgicos! ¡La voz de sor Fairuz llega a tocar el cielo! Los fieles escuchan el sermón del abuna, el padre Tufic, que emplea palabras muy similares a las iglesias de Occidente, aunque aquí, además, expresan el anhelo por la liberación de prisioneros y rehenes −entre ellos dos obispos orientales− y el lamento por una guerra interminable exclamando «¡Dios, devuélvenos la paz!». Cuando el abuna se dispone a leer el Evangelio, los niños y las niñas acuden a su lado, como si fueran una bandada de pájaros. Estos cristianos de Malula, apenas 1.500 personas, dan fe de su creencia milenaria en un mundo de amenazas y hostilidades. Sin trabajo, con pocos servicios públicos restablecidos, su existencia es muy difícil porque, como me dice un viejo agricultor de manos encallecidas, «la naturaleza es dura y el hombre es duro». El médico sólo visita dos veces a la semana y los sacerdotes sólo van en domingo. El patriarcado griego ha reconstruido la cúpula de Mar Sarkis, destruida por los vándalos del Frente Al Nusra. Pero su nave devastada sigue sin restaurarse. En Santa Tecla todavía no se han realizado las obras esperadas. No sólo el iconostasio del altar fue destruido, sino que los bárbaros agujerearon los ojos del Mesías, la Virgen y los santos, hicieron añicos iconos y cerámicas, y robaron la gran estatua de bronce del Mesías que había en el atrio. El ejército ha expulsado a los milicianos de Al Nusra hasta los confines del Líbano, hasta la frontera de Arsal, a una cincuentena de kilómetros de distancia. Los niños de la iglesia de San Jorge −André, Joseph y Butros− odian al islam y no creen que los yihadistas vayan a volver. Uno quiere ser médico, otro arquitecto y otro policía. Malula era un centro de turismo religioso y atrajo a muchos cristianos y musulmanes, que se descalzaban y se postraban en la capilla de Santa Tecla. Cabe a la iglesia de esta patrona se abre

el cañón de rocas blanquecinas que a veces pueden tocarse con las manos extendidas. Hay un hilillo de agua en medio del camino. Los aledaños están excavados de innumerables grutas y cavernas, cubículos de ermitaños. Al final del pueblo, en la carretera que va a Damasco, una modesta familia cristiana, que habla en arameo, me invita a almorzar en su casa, junto al puesto de vigilancia del ejército. Se llaman Bargel y recuerdan la noche en que los yihadistas mataron a cuarenta soldados en un atentado que franqueó el paso a la invasión. «Si todos los habitantes de Malula hubiesen sido cristianos, los yihadistas no hubieran podido entrar −explica el señor Bargel aludiendo a una quinta columna musulmana dentro del pueblo−. Pero apareció el diablo y comenzó la guerra».

Culebrones de Damasco

15 de abril de 2016 «¡Silencio, motor, acción!» El joven director de cine sirio Jud Said, sentado en el hermoso patio de la antigua casa damascena del barrio de Bab Tuma del hotel Talismán, ha empezado el rodaje de un serial televisivo. Actores, cantantes, comparsas, cámaras, técnicos, electricistas dan vueltas por esa plácida mansión, antaño vivienda de notables judíos, casi pegada a una pequeña sinagoga abierta aún durante el Sabbath, ahora residencia de familias acomodadas sirias desplazadas. Cámaras, enjambres de cables, focos, altavoces se amontonan alrededor de la pequeña piscina, frente al liwan, o pabellón abierto al patio en los palacios árabes. En el pequeño restaurante hay perchas de trajes colgados para el casting. Bellas muchachas con minifalda, jóvenes impacientes esperan su turno, sentados en las escaleras del patio. Ruedan escenas de treinta capítulos del serial que se difundirá en las televisiones árabes en las largas veladas del mes del Ramadán. Jud Said es un cineasta de gran éxito, un creativo director que estudió en París, autor de filmes como Mi último amigo, Llueve en Homs, Un hombre y tres días, o Esperando el otoño, en los que ha descrito las guerras de Líbano y de Siria, y retrata la sociedad damascena. Galardonado con premios en festivales de El Cairo, Cartago, San Francisco o Abu Dhabi, dirige su primer serial, o musasal en árabe, con protagonistas muy populares, como Abbas al Nuri o Salaf Faswearhidji. Fueron estrellas en uno de los folletines televisivos de mayor éxito en el mundo árabe, Bab el Hara, rodado en escenografías que reproducen esta parte de la ciudad antigua, con casas recoletas en torno a patios de surtidores, habitaciones de muebles antiguos con incrustaciones de nácar, que relata la vida de una población en una época histórica durante la lucha colonial, de valores perdidos, provocando la nostalgia de un tiempo muerto. Otro serial sirio muy reciente protagonizado por Duret Laham, titulado Vuelvo en seguida, ha tratado con emoción y ternura los dramas cotidianos de este tiempo de su guerra. En Rojo, la producción que ahora ocupa el hotel Talismán, se cuenta la historia del ficticio asesinato de un juez que destapa crímenes, traiciones, venganzas de una sociedad que vive por el dinero. Se rodará en otros lugares de la capital, en Homs y en la costa mediterránea de Lataquia, donde nació Jud Said. Producida por Sam el Fan, tiene un presupuesto de un millón de dólares, suma astronómica en Siria, postrada por las penurias económicas de la guerra, y será difundida en diversos canales de televisión árabes. Desde hace unos años, los culebrones sirios han destronado a los egipcios y han conquistado al público de millones de televidentes del Ramadán. La guerra ha reducido el número de sus producciones, que a menudo se tienen que rodar en estudios de Dubái, ha dividido políticamente a directores y actores, pero no ha acabado con su cinematografía. Jud Said, que no cree en las primaveras árabes, y en cuyas películas participan cineastas de todas las comunidades confesionales, sea cual sea su ideología, se ha percatado de que es un cine que ha marcado, con directores como Abdel Hamid o Mohmad Malla, el séptimo arte de Oriente Medio y ha guardado la memoria de Siria. «No es una voluntad militar, sino una voluntad de vida

la que nos da fuerza. Somos un pueblo que jamás morirá». Ha pasado durante unas noches la inesperada farándula con su alegría, sus músicas, su desenfadada juventud de artistas, sus largas veladas de alcohol y risas, entre las secuencias del rodaje. Mujeres y muchachas, con largos gabanes negros y discretos velos en la cabeza, familias de desplazados sirios con sus hijos, han vuelto a solazarse en el armonioso patio del Talismán.

La guerra en un kilómetro cuadrado

15 de diciembre de 2016 Por un kilómetro no ha acabado la batalla de Alepo. Antes de la toma de barrios del este de la ciudad por los soldados del ejército árabe sirio, los rebeldes ocupaban alrededor del doble de esta superficie. Describir esta pérfida guerra, de tantos rostros y de tan enmarañados objetivos, de una inquietante repercusión mundial, es cada vez más difícil. Un kilómetro cuadrado es lo que les queda a los combatientes enemigos del Gobierno de Damasco después de la pérdida de sus barrios, uno de los últimos el de Bustan al Basha. La batalla continúa y anoche fue más encarnizada, con explosiones que resonaban en toda la ciudad. El alto el fuego se rompió después de que soldados leales al régimen sirio abrieran fuego de artillería contra los distritos dominados por los insurgentes, mientras que los rebeldes lanzaron cohetes contra los barrios gubernamentales. Rebeldes y régimen se acusaban mutuamente de haber roto el pacto. Estaba previsto que la evacuación de los combatientes y sus familiares comenzara a las 03.00 de la mañana, e incluso una veintena de autobuses para transportar a los insurgentes y civiles fuera de la localidad se quedaron aparcados en el sector gubernamental de Salahedin. Los últimos ataques causaron al menos diez muertos y una treintena de heridos. Los presidentes turco y ruso, Recep Tayyip Erdogan y Vladímir Putin, mantuvieron ayer una conversación telefónica en la que coincidieron en la necesidad de que se respete el alto el fuego, según la agencia de noticias turca, pero anoche la ciudad seguía retumbando por las explosiones. En una sala de viejos cortinajes escarlata, de muebles deslucidos y dos grandes retratos, uno del fallecido presidente Hafez El Asad y otro de su hijo Bachar, un encumbrado general al mando del alto consejo de la seguridad de las fuerzas armadas, de severa figura, elogiando el sistema del nizam y del tanzim (orden y ley) y aludiendo a que el enemigo puede conseguir a veces sus objetivos a través de «falsas informaciones», dejó entrever la razón por la que no se ha conseguido un acuerdo para concluir esta batalla invernal. Mientras los rebeldes habían hecho saber que contaban con 4.000 guerrilleros para ser evacuados, el Gobierno mantenía que formaban un reducido número de 2.000. Teniendo en cuenta que debían salir de sus barrios acompañados de sus familiares, se trataba de alrededor de unas 20.000 personas. El Gobierno sirio reclama por su parte la liberación de sus soldados prisioneros, de sus simpatizantes también asediados y la entrega de los cuerpos de sus mártires. El resultado de este fracaso ha sido la suspensión de nuevas evacuaciones y que la población civil se haya visto atrapada en los últimos reductos de Alepo. Otros habían conseguido salir en los días anteriores. Ayer, día y noche, se redoblaron los ataques de ambos intransigentes beligerantes. Los planes internacionales sobrevuelan las tentativas de compromisos concretos. El descollante general, al levantarse de su asiento en la sala de cortinajes escarlata de la sede de las fuerzas armadas, nos dijo al puñado de corresponsales de prensa presentes en la reunión: «Hay que tener paciencia. Sean pacientes». Poco ha durado la ilusión de concluir esta invernal batalla, real y simbólica, antes de Navidad. Avanzando por pasadizos, galerías abiertas, reventando muros de casas paredañas, a lo largo

del gran zoco de Alepo, el mayor de todo Oriente Medio, con sus caravansérails (caravasares, antiguos albergues otomanos), las añejas residencias de los cónsules de Francia, Inglaterra, Holanda, entre ruinas y escombros, llegamos al espacioso patio de la mezquita de los Omeyas. Grupos de soldados se sentaban alrededor de fuegos en ennegrecidos cubículos de los alrededores. Cinco años estuvo la gran mezquita en poder de los rebeldes, que desmocharon su cúpula dorada y la vendieron a Turquía. Después quedó en tierra de nadie hasta que el ejército regular pudo recuperarla. En medio del patio muy destruido de la mezquita oía más cercanos que en otros barrios de la ciudad los bombardeos y explosiones tras el fracaso del acuerdo. El ejército actúa con directrices políticas del Gobierno, percatado de su dominante poder contra los extenuados rebeldes, que sin embargo todavía mantienen posiciones a sólo dos o tres kilómetros de distancia del centro urbano de la capital del norte de Siria. No lejos de la mezquita está el pequeño barrio cristiano de Al Yedaide, con catedrales e iglesias armenias, greco-ortodoxas, greco-católicas, siriacas y maronitas y algunas tiendas de antigüedades. Di una vuelta por la calle Quatli, antes con pequeños comercios, tiendas de moda y de teléfonos móviles, humildes hoteles, vetustos edificios con rótulos en armenio y cabarés desahuciados como el Crazy Horse, hasta que llegué al hotel Baron, cerrado. Allí me alojé en 1971 en mi primer viaje al norte de Siria cuando el Rais Hafez El Asad inauguró la presa de Tabqa, hoy enclavada en territorio yihadista de Raqa. Mi último viaje fue en el Ramadán del 2011, antes de que la ciudad fuese tomada por los rebeldes. En la cercana plaza del Reloj, construida por los otomanos, recuerdo un alegre bullicio de vendedores ambulantes. Nadie entonces podía sospechar el fuego inextinguible del martirio de Alepo.

Testamento de Alepo

17 de diciembre de 2016 El hotel Baron, el legendario hotel de Alepo, ha sobrevivido intacto a la guerra pese que a pocos centenares de metros atravesaba la línea del frente, todavía palpable por las barricadas, los aludes de tierra y los altos parapetos que cierran sus calles vecinas. Es un símbolo vivo de la historia moderna de Siria, fundado hace más de cien años por la familia armenia Mazlumian. Con su doble fachada, su terraza de piedra sobre la calle y su pequeño jardín es uno de los edificios más famosos de la ciudad. La señora Rubima Tashziam, viuda del último propietario, me dice recostada en un viejo sofá junto a una estufa de hierro: «En un mundo en que todo ha sido destruido, queda nuestro hotel». Varias familias de refugiados vivieron en las habitaciones por las que habían pasado el rey Faisal I, Lawrence de Arabia, Kemal Atatürk o Agatha Christie. En su comedor se celebraron históricas reuniones políticas y diplomáticas y en la terraza de piedra el rey Faisal I proclamó en 1919 la independencia de Siria. Sin agua, sin electricidad ni combustible, no puede abrir sus puertas, aunque la señora Tashziam sabe que muchos huéspedes estarían encantados de alojarse aquí. Los grupos armados rebeldes no lo ocuparon, pero desvalijaron sus aposentos y robaron obras de arte. Desapareció el libro de oro con sus prestigiosas firmas. En la polvorienta barra del bar todavía quedan algunas botellas de whisky vacías. Alrededor de este centro urbano hay muchos edificios deshabitados y en sus principales calles, como Ugarit o Quatli, las tiendas están cerradas y apenas se ven transeúntes, cuando antes de la rebelión estaban muy animadas. El cercano barrio cristiano de Al Yedaide ha quedado vacío con sus catedrales e iglesias cerradas, sus mansiones y callejuelas destruidas. Toda esta zona había sido un vibrante centro comercial junto a los zocos, también devastados, en cuyo extremo se alza la fortificada ciudadela que ha dominado durante siglos esta población de diversas etnias, como árabes, turcos, armenios, kurdos o yazidíes. Ayer tenían que seguir evacuando a los que quedan de los 10.000 combatientes y familiares del último reducto rebelde, pero la evacuación fue suspendida entre acusaciones cruzadas por parte de los dos bandos, que se culpaban mutuamente de no haber respetado el alto el fuego. Por un lado, la televisión estatal acusaba a los rebeldes de haber atacado, tomado rehenes y cortado la carretera por la que debía llevarse a cabo una evacuación de enfermos y heridos de los pueblos de mayoría chií de Fua y Kefraya, cercados por el antiguo Frente Al Nusra. Era una condición exigida por Irán, aliado de Bachar El Asad. Por otro, facciones rebeldes acusaron a francotiradores iraníes de haber disparado contra la evacuación en el corredor de Al Ramusa. No lejos de allí he llegado a la ciudadela, atravesando los vastos barrios del este destruidos durante la batalla. La ciudad está irreconocible, con estos movimientos telúricos demoledores, con estos castigos divinos de tiempos bíblicos que arrancan poblaciones enteras, con estas sacudidas demográficas de refugiados que van y vienen en busca de alimento y cobijo. En este día de lluvia en el que hay miedo a que caiga una nevada, avanza entre las ruinas un tráfico infernal de automóviles. En los barrios del este recién conquistados aún no han borrado muchas inscripciones

rebeldes, en las que recuerdan sus hombres caídos en el campo de batalla o instan a los jóvenes a que se alisten en sus organizaciones. ¡Ay de los vencidos! Su parte de la ciudad es cada vez más reducida, con sólo unas 50.000 personas. En una de las casas más expuestas a los combates sigue viviendo una familia armenia. Estos días de promesas navideñas se ahondan sus diferencias. Mientras la zona rebelde ha quedado postrada en el miedo y la miseria, la gubernamental vive en un ambiente de menos tristeza e incluso en algunos comercios brillan las guirnaldas de los árboles de Navidad. La parte más extensa y poblada siempre ha sido la que se encuentra bajo la autoridad del Estado. La dispersión de los habitantes de Alepo empezó hace décadas con la salida de judíos, cristianos y armenios. Su declive económico llegó con el hundimiento de sus industrias textiles – alguna vez se ha dicho que Alepo era la Barcelona de Siria– y la política socializadora del partido Baas. Alepo se ha convertido con el tiempo en la ciudad de los recuerdos, como una decadente danzarina del vientre. Hay que entonar un planto por Alepo. Como ha escrito su novelista Jaled Jalifa, «ahora en Alepo el tema de cada día es cómo no morir».

El otro Alepo

18 de diciembre de 2016 En la larga y bien trazada calle Pensilvania, en el barrio de Suleimaniya, frente a una ostentosa iglesia sirio-católica, me sorprendió un discreto rótulo, el rótulo del cine Zahraa. La iglesia que quería visitar estaba cerrada, y penetré con curiosidad en la sorprendente sala cinematográfica. Una muchacha con ceñidos pantalones vaqueros vendía las entradas, al fondo del vestíbulo, junto a un árbol de Navidad como el que he visto estos días en hoteles, restaurantes, establecimientos comerciales en los barrios del este de Alepo y no sólo en los cristianos. El vestíbulo, con alegres muebles funcionales, mesas de negro cristal, sofás de escay rojo y una barra de bar con zumos de fruta, bebidas sin alcohol, bocadillos y bolsas de palomitas, está decorado con carteles de películas como Rogue one y Assassin. Entraron unos jóvenes para adquirir entradas de una de las dos salas de cine del establecimiento; por el hilo musical se oían suaves canciones americanas de moda. El Zahraa es el único cine que funciona en Alepo, donde antes de estos años del horror de la guerra se contaban 50 salas abiertas. En el centro comercial de la ciudad, cerca de la plaza del Reloj y no lejos del antiguo barrio cristiano de Al Yedaide, la sala Ugarit fue la última en cerrar sus puertas al estallar los combates entre rebeldes y soldados del ejército. Desde hace 20 año,s Carlos Hafpar es dueño de la sala Zahraa, que, según me cuenta, nunca ha dejado de funcionar. Elegante y discreto, de rito greco-católico o melkita, una de las comunidades religiosas más destacadas después de la greco-ortodoxa y la armenia, tiene familiares en Nueva York y en Beirut. Al preguntarle por si sería posible mantener una sala de cine parecida en un barrio que no fuese de mayoría cristiana, respondió rotundamente que no. Circulando con los desvencijados taxis amarillos de Alepo, del mismo color que los que hay en Damasco, recuerdo haber visto algunos carteles de la película que ahora exhiben, Star Wars, en las calles del este de la ciudad. La guerra ha dividido a la población en dos mundos separados: el de la zona más segura y menos alcanzada por los bombardeos, bajo autoridad gubernamental, y el que había sido controlado por los rebeldes, ahora reducido a una exigua superficie que ha soportado y todavía soporta sus tenaces ataques y bombardeos. En el Zahraa se proyectan filmes estadounidenses al mismo tiempo que en Beirut y películas sirias galardonadas con premios internacionales como los Oscar. Estas cintas deben pasar la supervisión del Ministerio de Cultura sirio antes de ser proyectadas. El señor Hafpar proyectará la película Assassin durante la próxima Navidad. Este barrio de Suleimaniya, junto con los de Azariye y Midan, son los más habitados por los cristianos alepinos. El de Al Yedaide, en el centro de la ciudad, con sus catedrales e iglesias de diversos ritos, sus bellas mansiones, algunas convertidas en encantadores hoteles, está despoblado y con muchos edificios en ruinas. Fue una suerte de pequeño Bab Tuma de Damasco hasta que la guerra lo asoló. Pese a que los armenios, católicos u ortodoxos, son cristianos, en Alepo les diferencian de los

demás creyentes en la cruz; argumentan que los cristianos viven desde hace dos mil años en Siria, en esta población o en las denominadas «ciudades muertas» a 30 kilómetros de Alepo, en un territorio dominado ahora por grupos yihadistas, mientras que los armenios se establecieron aquí sólo hace un siglo escapando del genocidio de Turquía. Las familias armenias y la cultura armenia forman parte, de todas formas, de esta identidad multiconfesional de Alepo que los bárbaros del islam han querido destruir. De los 400.000 cristianos que vivían en Alepo sólo quedan alrededor de 50.000. Entre el 2012 y el 2013 emprendieron una masiva emigración hacia Líbano y, sobre todo, hacia países de Occidente. Al principio de la rebelión contra el régimen de Damasco, se difundió una criminal amenaza que rezaba: «Los alauíes, a la tumba y los cristianos, a Beirut». La gran parte de la minoría cristiana de Siria se ha decantado hacia el Gobierno de Bachar El Asad, que, como ya hizo el de su padre, ha protegido su existencia en el país. Tres patriarcas, que ostentan el título de patriarca de Antioquía y de todo el Oriente, tiene Damasco. El patriarca greco-ortodoxo, el greco-católico y el siriaco-ortodoxo. Alepo, una de las grandes cunas de la cristiandad, no tiene patriarcas. En el barrio de Al Yedaide no sólo hay templos de varios ritos religiosos sino también animados restaurantes, cafeterías y bares como Jardin, Montana, Matma, donde se bebe alcohol, se escucha música occidental o clásica árabe como la tarab y una juventud dorada que trata de olvidar esta guerra que nunca acaba. El árbol de Navidad brilla en todos estos locales de Alepo.

El Líbano o la supervivencia

Elogio del barrio de Hamra

12 de agosto de 2013 Cuando adoquinaron la calle Hamra sus vecinos recobraron confianza. Fue después de la guerra incivil que duró tres lustros. La famosa calle, su barrio que había surgido de forma fulgurante, en la década de los sesenta, convirtiéndose en el más cosmopolita centro de población del Oriente Medio, se había arrastrado por un tiempo decadente y triste. La guerra de 1975-1990 desfiguró su fisonomía con transeúntes que procedían de suburbios miserables del oeste de la capital, con soldados sirios y, milicianos de todo pelaje, libaneses o palestinos, a bordo de jeeps en los que armaban una Duchka, la ametralladora soviética, detrás de la que presumían estos combatientes adolescentes que se enseñorearon del vecindario. Después los años del Terror con asesinatos y secuestros, ahuyentaron a muchos de sus habitantes de fe cristiana, a diplomáticos que tuvieron que cerrar sus embajadas, a las colonias extranjeras que se habían arraigado, sin esfuerzo, en su ambiente de libertad. Cuando por vez primera llegué, una noche de otoño de 1970, a Hamra, cuyo nombre se atribuye a las dunas rojizas de sus tierras y descampados cerca de la orilla del mar, antes del frenesí de su construcción, me deslumbró. Las tiendas de moda, las cafeterías con sus terrazas alegres, los supermercados, librerías, innumerables puestos de cambistas, sobre todo, los cines Eldorado, Picadilly, Strand, donde se exhibían las últimas películas americanas, europeas, además de las egipcias, regalaban un estallido continuo de luz. Pero si la calle −poco más de mil quinientos metros de larga, y nada amplia, pese a que los hiperbólicos libaneses la llamaban pomposamente Les Champs Elysées o el Broadway de Beirut− se convirtió en un mito tanto en Oriente como en Occidente, fue por sus gentes que le daban su carácter moderno muy peculiar, su fisonomía de Calle Mayor de Oriente Medio árabe. Fue allí, en la terraza de una cafetería, la famosa Horsechoe, frecuentada por intelectuales, artistas, políticos, apasionados dirigentes palestinos y conjurados que tramaban algún que otro golpe de estado en algún país vecino, donde un amigo diplomático me dio rudimentarias lecciones para aprender a observar y distinguir, por su porte más que por su indumentaria, un cristiano de un musulmán, un egipcio de un sirio, un sudanés de Nubia de un negro africano. En los meses estivales, la calle se poblaba de los ricos veraneantes del Golfo, de la Arabia. Esbeltos adolescentes vestidos con impecables dishdasha disimulaban sus cabelleras frondosas bajo la pulcra kefia con la que se tocaban. Los poderosos jeques circulaban con sus ostentosos automóviles americanos, a veces con los números de la matrícula esculpidos en oro. Muchachas graciosas, desenfadas, europeas u orientales, blancas o negras, se paseaban con indolencia por las estrechas aceras. En el pequeño paraíso de Hamra con clubs privados, diminutas salas de cine pornográfico, joyerías, muchas veces armenias, y tiendas de aparatos electrodomésticos, los fedayin o guerrilleros palestinos, empezaron también a aparecer, en una primavera de extraños presagios, en aquel ambiente de la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental. «Hamra ha sido para mí −me decía Dominique Roch, gran periodista libano-palestina durante muchos años corresponsal de Radio France Internationale− el espacio de libertad, donde descubrí

en mi juventud el mundo a través de películas como el Satiricón, Teorema, o El último tango en París, donde compraba las novelas francesas de éxito o los vestidos de moda de París». Tengo la suerte de vivir en una casa que me gusta y en un barrio que me encanta. La calle central de Hamra arranca con la antigua residencia del presidente de la república Camil Chamoun, los estudios de la televisión Mustaqbal, la vecina mansión de Walid Jumblat. Continúa ante la universidad armenia, el banco central del Líbano con sus legendarias reservas en oro que nadie robó durante la anárquica guerra, pasa por delante de la iglesia de los Capuchinos de San Francisco –una de las diversas iglesias cristianas como la de los greco-ortodoxos, grecocatólicos, o evangélicos armenios−, se extiende entre flamantes tiendas de moda, restaurantes, bares de la marcha juvenil nocturna, hasta la esquina de la calle Sadat, que todo el mundo llama de Abu Taleb, en memoria de un mostachudo y afable vendedor ambulante muy popular, desde donde la pendiente desemboca en la corniche o paseo marítimo, con la noria de su Luna Park. A un lado queda el palacio vacío de los Hariri con su gran parque amurallado. Pese a que este es un barrio musulmán suní, no tiene grandes ni hermosas mezquitas. Una de ellas está regentada por la secta de los abachi cerca de mi casa. Ni en los tiempos de más intransigencia de la guerra, que dividió la capital entre en las zonas musulmana del oeste y cristina del este, a lo largo de un frente inmóvil de barricadas y trincheras, sus iglesias fueron atacadas ni profanadas. Hamra es el corazón de Beirut porque es el único barrio donde se codean musulmanes y cristianos, cuando las otras partes de la ciudad se han convertido en guetos. Su espíritu es la expresión de su vecindario, entre el que la Universidad Americana de Beirut, de origen protestante, con su prestigioso hospital, ya cerca de la orilla del mar hasta cuyo paseo marítimo llega el espléndido oasis de su campus, le da su carácter indeleble. El ambiente estudiantil anglófono −¡ay de la francofonía en Beirut!− se desparrama, bullicioso, por sus aledaños. Concluido hace medio siglo, el efímero cosmopolitismo de Alejandría, Beirut (y en Beirut, Hamra), es el último reducto que queda en el Oriente Medio árabe de libertad y diversidad de estilos de vida. El único partido visible en el barrio es el Partido Nacional Socialista Sirio, de tendencia laica y panarabista, vestigio de una época anterior «progresista». Los tiempos de fanatismo, y de pauperización no han ahogado su vitalidad, aunque han hecho brotar una «corte de los milagros» de desarrapadas mujeres, hombres, niños sirios, que se arrastran por sus calles. Los hoteles están medio vacíos, por la ausencia de turistas de los ricos principados del Golfo; las librerías, a excepción de Antoine, que vende obras en varias lenguas, incluso en español, languidecen; algunos restaurantes durante el Ramadán se mostraban reacios a servir públicamente alcohol, pero el barrio no ha perdido su alma. Como hamriota −fue el embajador Pedro de Arístegui quien así me llamaba− estoy percatado que Hamra, La Roja, resistirá hasta el final.

Ser ateo en tierras del islam

21 de octubre de 2013 «En el islam la soberanía corresponde a Dios y su autoridad debe prevalecer en el corazón y en la conciencia, en asuntos relacionados con la observancia religiosa y en las cuestiones de la vida cotidiana. La tierra pertenece a Dios y debería purificarse para Dios, y no puede ser purificada mientras el estandarte de “No hay más Dios que Dios” no se haya propagado por el planeta». Es un párrafo del libro que ha ejercido la mayor influencia sobre los musulmanes contemporáneos, titulado Jalones en el camino, escrito por el egipcio Sayd Qutb, considerado el ideólogo más importante del movimiento integrista islámico. Pocas veces un musulmán se presenta públicamente en sociedad como ateo. En algunos países como el opresivo reino de Arabia Saudí, dictadura protegida de los EE.UU. con la que mantiene su alianza inquebrantable, puede ser decapitado. El entonces monarca, el rey Abdallah, denunció en unas jornadas sobre «Cultura y respeto a las religiones», celebradas bajo sus auspicios en el verano del 2008, el crecimiento del ateísmo en el mundo. En Irán, Sudán y Afganistán, la pena capital se aplica a los apóstatas que han abandonado su religión. En algunos otros países como Indonesia pueden ser condenados a prisión. El jeque Yusef Al Qaradawi, el más popular telepredicador de Al Yazira, cuyo programa Islam y vida está plagado de aterradoras fatuas o decretos religiosos, considera que el mayor pecado que se puede cometer es el del ateísmo, que debería castigarse con la muerte. En las repúblicas del Líbano y Turquía los ateos son tolerados siempre y cuando se manifiesten con discreción. Faruk M. es un prestigioso médico libanés que estudió en Barcelona. Pertenece a una generación en la que aún no se habían exacerbado las doctrinas y costumbres del islam radical. Ha vivido un tiempo en el que la «revolución» palestina, las ideologías de Gamal Abdel Nasser, del Baas, eran de tendencia laica, antes que su fracaso fomentase, sobre todo debido a la corrupción de sus élites, las corrientes musulmanas extremistas. «Nunca he sido creyente. Soy rotundamente ateo. El islam −me decía en su piso de Beirut− no es la solución sino el problema. Mi padre iba a la mezquita, pero era un hombre tolerante. Alguna vez le acompañaba. Desde joven he leído mucho. Nunca pude cambiar las ideas religiosas ni convencer a mis allegados. A estas alturas de mi vida estoy cada vez más convencido de que Dios no existe, y a la vez me parece inoportuno o incluso negativo hacer gala de mi ateísmo. Estoy convencido de que estas corrientes de un islam arcaico, tan populares entre la juventud, fracasarán. Ni en la casa de Faruk ni en la de Nasserat, dentista libanés, hay símbolos religiosos ni tan siquiera decorativos coranes de lujosa encuadernación. Él, que de joven se sintió tentado por ideas marxistas, fue militante de una organización nacionalista de izquierdas y vivió en Argelia con una beca, me dice que no vale la pena declararse ateo porque es un tema que puede ser mal recibido. «Antes hasta en los pueblos del sur se discutía de comunismo, de revolución, de la vida laica.

Viejos comunistas que conocí ahora son miembros del Hizbullah chií. Mucha gente ha cambiado por oportunismo, ha sido comprada con el dinero de Arabia Saudí. Vivimos tiempos de atraso dominados por el integrismo religioso tras el fracaso político de la generación anterior. Hay miedo a la oposición social. Pero la gente no siempre va a creer que el islam es la solución». Es imposible saber el número de ateos en los pueblos árabes. Han aparecido grupos militantes en las redes sociales de Internet, pero son una diminuta gota de agua en el inmenso océano del islam. En las décadas de los sesenta y setenta no era extraño polemizar en torno a la religión. Era un tiempo en que las ideologías liberales, izquierdistas, laicas, estaban en boga en Oriente Medio donde se hablaba incluso, en términos revolucionarios marxistas, del «nuevo hombre árabe». Con la dominante influencia saudí a partir de 1980, los islamistas fueron acorralando a los vulnerables ateos, rara avis en el vasto mundo musulmán.

Gerard de Villiers, cuando la ficción se confunde con la realidad

4 de noviembre de 2013 Gerard de Villiers era un enamorado de Beirut, que visitaba a menudo. Le saludé hace años en la redacción de la Agence France Presse, en uno de sus viajes no sé si de trabajo o de placer. Encontraba en esta capital mediterránea, sensual −ciudad de pólvora y jazmín− que se entrega con cuerpo y alma a la vida en su carpe diem más arrebatado, y se deja arrastrar por las tentaciones de la guerra sin fronteras, un incesante estímulo para novelar. En una ciudad tan snob era acogido con generosas cenas en las residencias más suntuosas. No sólo conocía los espejismos de su mundo social, las bizantinas maquinaciones políticas sometidas a las intrigas internacionales, sino los barrios, las esquinas de sus calles, el preciso emplazamiento de sus escenarios urbanos. En sus viajes tomaba notas para sus libros en gestación, con diplomáticos, periodistas, agentes secretos. Se sentía además satisfecho porque aquí tenía acceso a informaciones sobre todo el Oriente Medio. Beirut, por su libertad y desorden, es la mejor caja de resonancia de esta región. De Villiers, autor de doscientas novelas de la serie SAS, escribió cinco libros inspirados en esta ciudad, podrida de literatura. Venganza en Beirut, Los locos de Baalbek, Rojo Libano y la polémica Lista Hariri, editada en 2009 y que fue retirada temporalmente de las librerías. Publicada a los cinco años del espectacular y enmarañado atentado contra el ex primer ministro, el escritor hacía gala de su fórmula de intrigas de espionaje, muy eróticas escenas de bellezas despampanantes, como una viciosa princesa saudí, y un gusto por el cosmopolitismo de aventuras con el morbo, en aquella ocasión, que le provocó el Hizbullah. Narra las peripecias de Marko, agente de la CIA, para esclarecer el asesinato de Rafic el Hariri. Ni que decir tiene que la poderosa organización chií es descrita como un grupo tenebroso, totalitario, a la que acusa como responsable de aquel magnicidio. El título de la novela evoca los diez hombres que, según la imaginación del autor, pertenecían al Hizbullah y podían estar implicados en aquel atentado, eliminados para impedir sus declaraciones. El único que se salvó de la muerte pereció al estallar su avión Falcon donde Marko le había llevado, en el radiante cielo de Beirut, al volar rumbo a La Haya… Más que otros lugares del mundo, aquí la ficción puede suplantar a la realidad. Sus dos recientes novelas, que he recomendado a mis amigos diplomáticos europeos en Beirut, sobre el opaco y ensimismado poder baasista de Siria, tienen como título Camino de Damasco, y tratan de las inútiles maquinaciones de los EE.UU. e Israel para derrocar al Rais El Asad. Sus amenas e interesantes páginas, con rocambolescas informaciones políticas y de seguridad, intrigaron a los servicios de espionaje occidentales, que no entendían cómo el novelista narraba historias que parecían sacadas de sus propias investigaciones secretas. Gerard de Villiers ha sido un maestro en confundir la verdadera ficción y la apariencia de la realidad.

En las puertas del infierno

22 de junio de 2014 Cuando por vez primera llegué al Líbano como corresponsal, en el otoño de 1970, Beirut era «la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental», el «París del Levante», alejado de las guerras árabe israelíes. La vecina Damasco bajo el régimen del Baas presumía de ser, por su beligerancia con el Estado judío, por su aspiración a la unidad árabe, a las reformas sociales, su ideología laica y por su pasado histórico, el «corazón de los árabes». Bagdad era entonces casi una ciudad provinciana que estaba a punto de nacionalizar la Irak Petroleum Company. «Todo el petróleo árabe a los árabes», gritaban un año después en 1972 las «masas» en la larga calle Saadun, en la porticada calle Rachid, y el joven Sadam Husein se preparaba a arrinconar al presidente de la república Al Bakr, y adueñarse del Estado. Empezarían años de poder autocrático, pero también de prosperidad, de campañas de alfabetización elogiadas por la Unesco, de grandes obras públicas, y modernos proyectos arquitectónicos antes que comenzaran las interminables guerras. El 28 de octubre de 1970 murió Gamal Abdel Nasser, gran enemigo de los Hermanos Musulmanes, cuyo triunfal entierro presencié en El Cairo, una capital que todavía no había olvidado la humillación de la Guerra de los Seis Días de 1967 con Israel. Con su muerte concluyó el «arabismo político», la centralidad de Egipto en el Oriente Medio. Su sucesor Anuar el Sadat fue asesinado en 1982 por un militar egipcio islamista por haber firmado la paz con Israel. En estos años el conflicto árabe con el Estado hebreo justificó los golpes de estado, los regímenes militares en Egipto, Siria, Irak, Sudán, Libia, que exigían un «frente interior unido −vale decir el aplastamiento de cualquier conato de oposición, o veleidad democrática− para defenderse del enemigo ocupante. Era también el tiempo de la revolución palestina, del «nuevo hombre árabe», de Al Fatah de Yasser Arafat y de los dirigentes de tendencia marxista como Georges Habache, alumno entre tantos otros jefes políticos e intelectuales de su generación de la Universidad Americana de Beirut en mi barrio de Hamra. En otoño de 1970 los fedayines que amenazaban Jordania fueron derrotados por el ejército del rey Hussein y tuvieron que replegarse en el Líbano. Cuando Arafat hablaba de la liberación de los territorios ocupados afirmaba siempre que «las banderas palestinas ondearían sobre las mezquitas e iglesias de Jerusalén». Al fracasar su política de negociaciones con Israel surgió en la franja de Gaza el movimiento Hamas, muy influido por la Cofradía de los Hermanos Musulmanes de Egipto, con una concepción sagrada de la tierra palestina, con un sentido islámico de su lucha de resistencia, distinta a la anterior llevada a cabo por la Organización de Liberación de Palestina (OLP). La ocupación de Palestina, la revolución islámica del Irán de 1979, que fomentó el despertar de los musulmanes chiíes, el apoyo de los EE.UU. y de Arabia Saudí a la Guerra Santa contra el Afganistán bajo dominio soviético, el fracaso y la corrupción de los regímenes militares en Oriente Medio, la explosión demográfica y la pauperización, han fomentado las poderosas organizaciones integristas del islam.

Así como nadie pudo prever las «primaveras árabes», en las que nunca yo creí, tampoco fue fácil suponer que abrirían la puerta a los más fanáticos grupos de yihadistas, que aspiran a establecer un califato medieval sobre Siria e Irak y someten a las poblaciones conquistadas a su yugo de terror. Hasta la saciedad se había repetido desde hace años que si se celebraban elecciones libres en los países árabes, indudablemente ganarían las organizaciones islamistas, bien preparadas, y con profundo arraigo social. Nunca creí en esta «revolución» amplificada desde la plaza del Tahrir, porque siguen siendo los movimientos islamistas de diversas tendencias, suní o chií, las fuerzas armadas y las tribus, los agentes imprescindibles para cambiar la relación de fuerzas, en uno u otro sentido, de estas enquistadas pero también muy jóvenes sociedades. Las «primaveras» árabes que en su apogeo impusieron un pensamiento único, que excluía cualquier clase de interpretaciones distintas, franquearon el camino a los islamistas, primero moderados, después radicales que «secuestraron» sus revoluciones. Nuestras percepciones occidentales no coinciden con la realidad profunda de su mundo, porque no tenemos en cuenta en nuestros análisis factores tan importantes como los fuertes vínculos de la sangre, las ancestrales creencias religiosas, o un estilo de vida muy arraigado que a menudo consideran que está amenazado por los valores culturales de Occidente. Los bárbaros financiados por las monarquías petrolíferas del Golfo, Arabia Saudí y Qatar sobre todo, hasta ahora soportados por gobiernos de Occidente, antes de percatarse de que habían alimentado cuervos que les comerían los ojos, han destruido a sangre y fuego un pueblo como Siria, de gran civilización. Han hecho añicos la dividida oposición moderada que luchaba contra El Asad y ahora se han precipitado para descoyuntar el maltrecho Irak, cuyas instituciones estatales de la época baasista fueron arrancadas por los norteamericanos, hundiendo el país en una fitna o guerra entre suníes y chiíes. Si es verdad que se trata de configurar un nuevo mapa político del Oriente Medio con entidades suníes chiíes, alauíes, drusas e independientes, serán necesarios ríos de sangre y muchas guerras para conseguirlo. Concluido hace medio siglo el efímero cosmopolitismo de Alejandría, el estilo levantino multicultural y plurilingüístico, Beirut, y de Beirut Hamra, es el último reducto que queda en el Oriente árabe de libertad, y diversidad de estilos de vida. Los tiempos de fanatismo religioso −pienso que la dictadura religiosa es más perniciosa que la militar− y de pauperización no han ahogado su vitalidad. Hamra es el corazón de Beirut porque es el único barrio donde aún se codean musulmanes y cristianos, cuando las otras partes de la capital se han convertido en guetos confesionales. Su espíritu es la expresión de su vecindario entre el que la Universidad Americana de Beirut, de origen protestante con su eficiente y moderno hospital, cuyo oasis de su recinto llega al paseo marítimo, le dan su carácter indeleble. El ambiente estudiantil se desparrama por sus aledaños. Estoy percatado de que Hamra resistirá hasta el final este infierno invasor.

La Corniche de Beirut

3 de marzo de 2015 ¿Qué harían en Beirut sin La Corniche? Sin apenas plazas o calles para pasear a excepción de Hamra, su paseo marítimo (corniche) es casi el único espacio urbano que les queda a sus ciudadanos para solazarse, deambular o echam el aua, como dicen en árabe (dar una vuelta). El domingo –la fiesta semanal– fue soleado y alegre en La Corniche, con sus mal contados cinco kilómetros de longitud. Algunos muchachos se bañaban en su rocosa orilla, habituales pescadores de caña ejercían su paciencia encaramados en las pequeñas rocas, o apostados en sus barandales del paseo. Atrevidos adolescentes hacían piruetas con sus skate o patines entre el gentío «espeso y municipal» de los domingos. La Corniche refleja los estilos de vida de esta ciudad árabe, mediterránea, occidentalizada, incierta orilla entre dos mundos, y compendio de su moderna historia atormentada. Hay hombres apoyados en las barandillas que fuman el narguile o pipa de agua, grupos de muchachas con discretos velos, jóvenes de ambos sexos que practican el jogging, mujeres que pasean solas con aire seguro y desenfadado y modestas familias de suburbios que gozan del descanso dominical. Niños con bicicletas alquiladas, jóvenes que exhiben sus perros, a veces de raza, se me antojan indicios de occidentalización de ciertas costumbres urbanas. Cuando veo pasar a los vendedores ambulantes recuerdo a aquella mujer, «figura negra que du en una mà l’enorme cafetera, amb l’altra fa sonar les tasses de porcelana igual que castanyoles»1, del poema en catalán de Joan Margarit Lluna de Beirut, que tuvo la gentileza de dedicarme. Cabe a la Spaghetteria italiana, con su terraza sobre la vida y sobre el mar, queda un diminuto lugar donde los últimos pescadores de Ain Mreisse guardan sus barcas varadas, al otro lado del túnel abierto debajo del paseo. En este pequeño barrio de población mixta, con vecinos drusos, descrito por Amador Vega en su Libro de horas de Beirut, se levanta un suntuoso edificio, de uno de estos inmuebles con espaciosos apartamentos por valor de tres millones de dólares sede de la antigua embajada de los EE.UU. Es un lugar histórico en Oriente Medio, aunque nada lo manifieste. Fue aquí un día de 1983 donde se cometió un atentado terrorista al estrellarse sobre sus paredes un automóvil trufado de explosivos, que mató a sesenta y siete personas, entre ellas agentes de la CIA. Así empezó este estilo de mortíferos ataques suicidas provocados por islamistas radicales, que luego se extendieron a muchos países del Oriente Medio, con el marchamo del Made in Lebanon. En Beirut reaccionaban contra la fuerza multinacional enviada a este país. El paseante de La Corniche ahora sólo puede ver un elegante edificio de reciente construcción, habitado posiblemente por millonarios de los principados de los petrodólares del Golfo. Avanzando por La Corniche aparecen los muros del campus de la Universidad Americana de Beirut, donde se formaron las elites árabes y palestinas del Oriente Medio. Es un hermoso espacio de jardines y de antiguos pabellones remozados y construcciones de estilo funcional, privilegio para la dorada juventud libanesa. Tuvo que erigirse un nuevo faro en la orilla del mar, porque el anterior, pintado de franjas negras y blancas, quedó ahogado por los altos edificios circundantes. La Casa Rosa con su estilo

tradicional, su liwan en el patio, sus terrazas y balcones medio desmoronados, está a punto de ser demolida si ningún milagro la salva de este frenesí inmobiliario de la ciudad. Desde su bella decadencia contemplo este paraje entrañable y popular de la ciudad con el deslucido parque de atracciones en el que la noria, iluminada de noche, siempre ha dado vueltas. ¿Cuantas veces me pregunto Maruja Torres si continuaba girando? Allí están también la destartalada gran cafetería de Rauda y el restaurante Sporting Club, tan vital como cosmopolita, en cuya terraza gusto almorzar, extasiado ante el mar. Pero es la Roca, o mejor las dos rocas de Rauche, a poca distancia de la costa, la gran atracción de los paseantes, a donde llegan turistas incluso del Irán −las mujeres vestidas con su negro chador− para fotografiarse ante sus siluetas, famosas en todo Oriente Medio. Con su imagen fueron estampados los billetes de diez libras libanesas, emitidos antes de la guerra. En Ramlet El Baida, al final de La Corniche, la única playa popular de Beirut, atestada de gente en verano, también con sirios, con refugiados palestinos, tuvo lugar otro episodio histórico en 1974. Un grupo de comandos israelíes desembarcaron en la playa y asesinaron a dirigentes de la OLP de un barrio vecino. Fue el preámbulo de la guerra civil, que estallo un año después entre cristianos y musulmanes, a los que ayudaron los palestinos. Fue el principio del final de una época en la que Beirut presumió de ser «la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental».

El espía del tercero

13 de marzo de 2015 Me hubiese gustado hacer de espía pero nadie solicitó mis servicios. En la época del Terror del oeste de Beirut, entre 1984 y 1987, quedábamos muy pocos corresponsales extranjeros en los barrios musulmanes de la ciudad. A veces irónicamente, algún amigo libanés nos preguntaba, por aquello del Who is who in town, si además de ejercer de periodistas nos ocupábamos en otro menester. Beirut era la meca de los espías y de los secuestradores del Oriente Medio. Hay una larga tradición de corresponsales en todo el mundo que colaboraron en servicios de inteligencia: desde nuestros Josep Pla, Cesar González Ruano −al que Plàcid García Planas y Rosa Sala dedicaron un libro admirable−, Augusto Assia o Carlos Sentís, hasta el legendario Kim Philby, corresponsal británico y agente de la KGB durante la Guerra Fría y residente en esta capital. Frustrado yo un día al no poder alardear de agente secreto, confesé con solemnidad que había trabajado en los servicios de espionaje del principado de Andorra. Pasados los años, me entero ahora que uno de mis vecinos del Inmueble Saad, de la rue Commodore, Roger Auque, corresponsal de La Croix, de Radio Luxemburgo, secuestrado por el Hizbullah en 1987, había sido un espía muy activo. Roger vivió una temporada en el piso 3º-1ª, debajo del mío, en este edificio en que residieron diplomáticos franceses, corresponsales españoles como Javier Valenzuela, Ignacio Cembrero, el boliviano Juan Carlos Gumucio, británicos como Charles Grass y Marie Calvin, con su ojo tapado, víctima mortal de la guerra siria hace tres años en Homs. Auque era un hombre amable, atractivo, de ojos azules y melenita rubia, siempre con una cámara fotográfica en bandolera, que iba de un lado a otro de aquella ciudad de guerras simultáneas, dividida y desahuciada por todos. Le veía atravesando barricadas de combatientes de toda calaña, en la oficina de la France Presse, en la que su director Samy Ketz era uno de sus buenos amigos. Roger tenía mucho éxito con las mujeres. Era una hermosa imagen del corresponsal de guerra en tiempos del télex y de la fotografía, antes del imperio de Internet y de todos los medios instantáneos de comunicación. Iba siempre muy corto de dinero y se lamentaba de lo mal que le pagaban sus colaboraciones. Al concluir su secuestro escribió Un rehén de Beirut. Roger no padeció a los brutales y satánicos terroristas del Daesh, que decapitan ahora a sus víctimas. Después se rodó una película y mi ex vecino se convirtió en gran reportero del Paris Match. Le vi por última vez en Bagdad. Se seguía quejando de su vida doméstica, de sus estrecheces económicas en Paris, evocando con nostalgia los años de Beirut. De pronto su nombre, su imagen irrumpieron con escándalo, al trascender que era el padre biológico de Marion Marchan Le Pen, porque había sido amante de su madre Yan Le Pen, antes de su matrimonio. Ahora el escándalo se ha magnificado con la publicación de su libro póstumo Al servicio de la república. Roger falleció el año pasado cuando era embajador en Eritrea, puesto que se cree que obtuvo gracias a su amiga Carla Bruni, esposa del anterior presidente Sarkozy. En el libro cuenta que trabajó para la CIA, la DGSE francesa, el Mosad… «Me encontraba verdaderamente –escribe– en el corazón de los servicios secretos internacionales sobre el tema de los rehenes. Hoy descubro mi parte oculta. No sólo era un corresponsal, sino que estaba

remunerado por los servicios de inteligencia de Israel, que pagan mejor que en París». En sus páginas narra como el coronel Gadafi de Libia fue quien pagó el cuantioso rescate a sus secuestradores. Roger vivió apasionadamente entre las enmarañadas redes de espionaje de este Oriente Medio opaco y laberíntico. Alguien −¿alguna mujer?− dejó grabado a navaja su nombre en el antiguo ascensor de despintada caja de madera, remplazado por uno de cristal del inmueble Saad, ahora Mastercard.

Alexandre Paulikevitch y el teatro El Medina de Beirut

9 de junio de 2015 En el teatro Metro El Medina de Beirut hay novedad. El artista árabe Alexandre Paulikevitch baila en su espectáculo Baladi ya wad de danza oriental. El vientre es el centro de este baile. Los movimientos de cadera y su liberación rompen inhibiciones ancestrales, expresan emociones y ponen a flor de piel el erotismo, la sexualidad. Saber mover bien las caderas para realizar estas ondulaciones, a veces sinuosas, reptantes, acompañadas con el movimiento de los brazos y de las manos, es todo un arte. Se baila con los pies desnudos, a veces de puntillas. Pero la danza oriental no es sólo femenina. Antes de Paulikevitch actuó el bailarín Masbaj en lujosas salas de fiesta como la del Phenicie de Beirut. En su Viaje a Oriente Gustave Flaubert describe las sensuales contorsiones abdominales del famoso artista egipcio Hassan el Bibessi. Paulikevitch ha tratado de resucitar el ambiente de los cabarets de El Cairo de las décadas de los cincuenta y de los sesenta, y el lema del Metro El Medina es reavivar el alma del cabaret. Desde hace tiempo aprendió esta danza en Egipto con las grandes artistas Lina, Nelly Fuad, Randa Kamal, Aziza… De aquel tiempo, con más de cuatro mil danzarinas, apenas quedan unas cincuenta tras los asaltos sufridos a los cabarets cairotas por los Hermanos musulmanes. En este microteatro de Hamra ha reconstituido el ambiente de aquellos lugares de diversión nocturna de la época del rey Faruk, en que se confundían prostitución, rituales religiosos como el incienso o la danza del candelabro, que las bailarinas sabían mantener con habilidad sobre su cabeza durante toda su actuación. Para que un hombre se lance a esta danza, reputada de femenina, ha tenido, ante todo, que conquistar el respeto en una sociedad muy tradicional, hipócrita, homófoba. Alexandre Paulikevitch se enfrenta a las fatuas religiosas, la violencia y la discriminación de las mujeres, y aboga por una sociedad laica y por el matrimonio civil que, pese a unas apresuradas afirmaciones, ni las jerarquías religiosas musulmanas ni cristianas están dispuestas a aceptar. Sólo en Beirut en este ambiente que se va extendiendo por los pueblos del Levante, amenazados por las hordas del Estado islámico, pueden todavía expresarse estos artistas transgresores con una cierta libertad, rodeados de un cierto público. O es que, quizá, como en el poema alejandrino de Constantin Cavafis, Esperando a los bárbaros, no llegan los bárbaros que la gente creía que eran una solución. En este teatro hay una programación que fomenta una cultura de moderna diversidad, con obras tanto árabes como occidentales. Allí vi hace años la Vagina de una mujer de Evel Ensler, interpretada con desparpajo por jóvenes muchachas libanesas, que no pudo representarse en ningún otro escenario árabe. Ya no quedan teatros en Hamra, ni casi en la capital, solo algunas pequeñas salas como la de Monot, cabe al convento de los jesuitas, o dispersos en grandes hoteles. Los escenarios prestigiosos del Picadilly, del Beirut, dirigido por el escritor Elias Khoury, fueron cerrados durante o después de la guerra. En medio de esta destrucción, de esta especulación inmobiliaria desenfrenada que arrasa la ciudad, sobre todo las antiguas mansiones y viviendas de estilo arquitectónico libanés, sepultadas bajo los rascacielos, los promotores de El Medina intentan

revitalizar el pasado de teatros y cines del antaño cosmopolita barrio de Hamra. La memoria histórica de Beirut −no hay compromiso ni para redactar un libro de texto escolar común que explique la guerra en este su cuarenta aniversario− sólo puede salvarse por el arte.

Plaza de los Mártires, corazón muerto de Beirut

24 de agosto de 2015 Fue en el verano de 1966, un año antes de la Guerra de los Seis Días árabe-israelí cuando, por vez primera, visité la plaza, estacionando mi Citroën Dos Caballos entre dos de sus bien alineadas palmeras. Con Francesc Artigau y Ramón Comellas, viajábamos por el Mediterráneo oriental, embarcando en el Pireo hacia Lárnaca, de Lárnaca a Beirut, y después continuando a Damasco para llegar a Jerusalén Este, todavía bajo el reino hachemita de Jordania. Recuerdo la plaza llamada de los Cañones, de los Mártires del Burj, como un amplio garaje de taxis Mercedes, de autobuses que se dirigían a Damasco, Estambul, Ammán y Bagdad, de vetustos tranvías, de un ir y venir incesante de gente. Todos convergían en su rectangular espacio, con el grupo escultórico de los Mártires en el centro, conmemorando a los nacionalistas árabes ejecutados en 1916 por haberse levantado contra el sultán otomano. Habitantes de barrios musulmanes y cristianos se confundían en sus jardines, sus aceras, porque era el inevitable corazón de la capital, cruce de sus calles, como las del emir Bechir, del general Weygand o la interminable calle de Damasco, convertida después en el frente inmóvil de la larga guerra de 1975 a 1990. Entonces todavía quedaban algunos zocos pintorescos como los de Nursie o Al Sagar, cuyas verjas se cerraban de noche, abigarrados, atravesados por los costaleros chiíes o kurdos penosamente avanzando entre el gentío. Hace años que Beirut arrancó de cuajo su exotismo oriental. En el decenio de los cincuenta se abrieron muchas salas de cines con nombres cosmopolitas como Roxy, Empire, Rivoli, Radio City… Día y noche la plaza, bautizada con nombres tan premonitorios, era una explosión de vitalidad. En cafeterías como Automatique, La Ronda, Cosmos, el Café de los espejos −donde todavía algún khakawati o cuentacuentos narraba hazañas de Antar y Abla− se sentaban los parroquianos. Bancos, almacenes, joyerías, tiendas, oficinas de tránsito del vecino puerto, de abogados, consultas de médicos, mostradores de cambistas, farmacias como la de Gemayel, la mantenían siempre en vilo. En algunas azoteas en verano había cabarets al aire libre que atraían noctámbulos locales y ricos turistas del Golfo. Al lado de la plaza, estaban los prostíbulos, el suk el charamit o barrio de las prostitutas, cerca de lo que fue una residencia de jesuitas, en un callejón que llevaba el nombre del gran poeta árabe Al Mutanabi. Los salones de Madame Marika Spiridon eran frecuentados por la crema y la nata de la sociedad masculina beirutí. Cuando de pronto, un domingo de primavera de 1975, vino la guerra, uno de aquellos prostíbulos no cerró sus puertas y permaneció entre las líneas de combatientes. Los vecinos de la plaza y de sus aledaños padecieron los bombardeos, que en las gacetillas de la prensa a menudo quedaban reducidos a «una noche de tradicionales enfrentamientos armados». Muchos beirutíes, atrapados entre los combatientes, musulmanes y cristianos, soportaron sus luchas porque no tenían otro lugar donde vivir. La paz llegó también, de sorpresa, y en sólo unas horas los habitantes de la ciudad desgarrada, saltando por encima de las barricadas atravesando descampados en ruinas, de viciosa y frondosa vegetación, reunificaron la capital.

La plaza perdió su alma, ya no es tampoco el corazón de Beirut, ni un lugar propicio al paseo o a la amable convivencia. Muchos edificios que no fueron destruidos por la guerra, los demolieron las excavadoras de la empresa Solidere en su especulativo programa de reconstrucción. Sólo algunos edificios, especialmente religiosos, han quedado en pie, además del grupo escultórico de los Mártires, restaurado, pero con los impactos de bala sin restañar, en memoria de la guerra. Fue erigida una gran mezquita, que imita el suntuoso estilo de las mezquitas otomanas de Estambul, y que ensombrece la modesta catedral maronita paredaña de San Jorge. Nadie pasea por esta plaza amorfa, desangelada, ahora abierta al mar, tras la demolición en 1995 del cine Roxy en cuya fachada quedó colgado durante años un ajado cartel de La Dolce Vita con la escultural imagen de Anita Ekberg. La plaza, casi vacía, es un gran estacionamiento de automóviles, con sus gigantescas grúas de la febril construcción. Hay muchos Beirut y ninguno ha podido guardar el espíritu de aquella ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental. Antiguo corazón de Beirut, la plaza de los Mártires recuerda la ejecución de los nacionalistas árabes que se levantaron contra el sultán otomano en 1916. La guerra civil de 1975 volvió a teñirla de sangre. La paz regresó, pero la plaza ya no fue nunca más lo que había sido. Numerosos edificios históricos fueron demolidos. Le robaron el alma.

Baalbek, el festival internacional y los chiíes

16 de septiembre de 2015 El festival internacional de Baalbek es más que un festival, es una historia artística del Líbano entre Oriente y Occidente, en la monumental ciudad, de la estratégica planicie de la Bekaa, muy cerca de Siria, vulnerable a las intrigas de los señores de la guerra. Inaugurado en 1956, en los días alegres y confiados de Beirut, el festival padeció una interrupción de más de dos décadas entre 1975 y 1997, debido a la larga contienda civil y a su difícil postguerra, y ha tenido que suspenderse a raíz de otros periodos bélicos, como en el verano del 2006 con la guerra de Israel y el Hizbullah, y en posteriores tiempos de inestabilidad interior. El año pasado no pudo celebrarse entre sus gloriosos templos romanos de Júpiter y de Baco, por mor del miedo a posibles atentados. Todavía ahora, amigos libaneses y extranjeros, como X.S. funcionario de la ONU, tienen reparos en viajar hasta Baalbek por los rumores que circulan sobre secuestros, o ante el temor de incidentes armados, que pueden extenderse, por las luchas entre soldados y milicianos del Hizbullah contra yihadistas, en la frágil línea fronteriza de Siria. En la bien trazada y recta carretera de Zahele, la ciudad cristiana capital de la provincia, con su ameno y pintoresco riachuelo del Bardaui, orillado de amplias terrazas de cafeterías y restaurantes reputados por sus mezes (o variados entremeses de las comidas), casi ya no cuelgan carteles con la imagen del jeque Nasrallah, secretario general del Hizbullah, ni banderas de su aguerrida organización chií ni tampoco del imán Jamenei del Irán, su gran valedor, pero en sus márgenes se extienden campos de chabolas de refugiados sirios. Después de la invasión israelí de 1982, Baalbek se convirtió en plaza fuerte de los Guardianes de la Revolución iraní, de las milicias locales del Amal islámico, a las que se acusó de haber cometido los mortíferos atentados contra los contingentes militares estadounidense y francés de la fuerza multinacional. Entonces Baalbek era una suerte de ciudad prohibida para los extranjeros. El Hotel Palmira, construido ante las seis columnas en pie del templo de Júpiter, con su viejo estilo colonial, era un lugar tranquilizador para los visitantes. En su gabinete, el propietario no se hacía de rogar para mostrar el libro de firmas de los huéspedes ilustres de otra época, como el rey Alfonso XIII de España, el general De Gaulle de Francia, el premier británico Winston Churchill y famosos escritores franceses orientalistas. Fue en este pequeño hotel donde una noche del verano de 1972 con María Teresa Marqués, conocimos a los danzarines del ballet Alvin Aley, después de su actuación en el festival. Supieron recrear al pie de las gradas del templo de Baco, con los pasos rápidos del estilo afroamericano, las puntuaciones elaboradas del arte clásico, del rock, los aires nostálgicos de Carolina del norte, evocando amorosamente la vida de las gentes de color. Cuando se penetra en el monumental recinto por el largo pasadizo abovedado se ven las altas columnas del templo de Júpiter iluminadas, y se atraviesa un océano de truncadas columnas, de altares, capiteles, frisos rotos, hasta llegar al templo de Baco donde aquella noche los danzarines del ballet con toda la gracia y belleza de sus cuerpos, con sus incomparables movimientos plásticos, transportaron a los espectadores a un mundo ideal de plenitud del arte. En aquellos años

las representaciones de Baalbek eran un pretexto para que la buena sociedad libanesa luciera sus trajes elegantes, caftanes, preciosas túnicas orientales para las mujeres, grandes capas o abayas, las más caras hechas de piel de camello, con las que los hombres se recubrían sus vestidos occidentales. Salían entre los policías recostados en los muros de los templos, entre una nube de vendedores ambulantes y de niños pedigüeños del vecindario. Hasta el siglo XIX los habitantes de Baalbek habían vivido entre sus ruinas. Recuerdo que en la noche se derramó la plegaria de un joven muecín. Fue como si la voz del Oriente nos despertase de un hermoso sueño de verano, un sueño que se desvaneció durante dos décadas. En agosto de 1997 asistí al concierto del violonchelista Mstislav Rostropovich con el que se reanudó definitivamente el festival tras un espectáculo anterior de Noches Libanesas con música, arte y folklore local. El brillo de Baalbek con actuaciones de Margot Fonteyn, Rudolf Nureyev, Von Karajan, Ella Fitzgerald, Um Kalsum, del ballet de Maurice Béjart, de obras de teatro de Aragon o de Cocteau, ha quedado empalidecido, muchas veces por la incertidumbre que prevalece en estos pueblos levantinos. El músico Richard Bona, ciudadano estadounidense de origen camerunés, arrebató el otro día al público, con su jazz, su salsa, con simpáticos gestos, venido de Brooklyn. Confesó a un diario de Beirut que le habían aconsejado evitar Baalbek. Pese a todo, el festival ha atraído a muchos libaneses, deseosos de divertirse, de asistir a un espectáculo de calidad, de emprender la excursión a Baalbek. El artista interrumpió unos minutos su música. Desde el altavoz de una mezquita vecina, sonaba la oración de la plegaria vespertina. Baalbek, con ochenta mil habitantes, es de mayoría musulmana chií, y no todos acogen bien este festival de predominante estilo occidental. En una ocasión sus ediles del Hizbullah amenazaron con prohibir representaciones de una obra musical inspirada en el Cantar de los cantares, en la que ensalzaba a los valerosos hombres de Israel, si no se suprimía este pasaje. Los organizadores del festival, presidido durante años por la elegante dama de la comunidad greco-ortodoxa May Arida, han contemporizado con la población, con una primera función siempre dedicada al Líbano. Algunos consideran que estas representaciones solo les dejan «basura y ruidos» y las sienten muy alejadas de su estilo de vida. Cerca del centro de la ciudad hay un amplio y hermoso parque ovalado, con arboledas, estanque, cafeterías frecuentadas por la dorada juventud, y caballos para alquilar. Nutridos pelotones de gendarmes y soldados vigilan los accesos de la antigua Heliópolis o Ciudad del Sol, la que fuese población fenicia que adoraba al dios Baal. No lejos de las ruinas romanas iluminadas en estas noches hermosas y tibias del estío, ha sido erigido un suntuoso santuario con cúpulas y alminares de estilo persa, sufragado por los iraníes. El santuario está dedicado a Sayda Khaula, hija del imán Hussein, tan venerado por los chiíes.

La escuela cuáquera donde estudió Bin Laden

4 de mayo de 2016 En las hermosas colinas circundantes de Beirut, en medio de pinos y cipreses, los cuáqueros fundaron en el siglo XIX un colegio, uno de los más prestigiosos de Líbano, el High School of Brumana. El misionero Theophilus Waldmeier escogió para su emplazamiento un bello paraje llamado Ain el Salam, la fuente de la paz. Cuando el poeta catalán Josep Carner fue cónsul en Beirut en 1935-36, alquiló allí una casa para veranear, que describió en el diario La Publicitat como «una de las más elevadas del pueblo». Brumana, con sus hermosos chalets, sus viviendas alegres, sus hoteles y restaurantes, sigue siendo un privilegiado lugar para veraneantes. En algunos de estos pueblos de la montaña cristiana vivían a finales del siglo XIX varios centenares de cuáqueros libaneses que construyeron, con la ayuda de los procedentes de Gran Bretaña, estos pabellones de noble piedra, con tejados rojos a cuatro vertientes. Asad Jayat y Elias Salibi fueron los pioneros: pertenecían a la Sociedad de Educación para Siria, que promovía la construcción de hospitales y escuelas en esta zona del litoral mediterráneo. Joan Francesc Rosell es profesor de castellano, entrenador de rugby y vive desde hace un par de años en el cuidado campus de esta pequeña ciudad jardín. Me presenta a la señora Amat Hitte, que fue profesora del colegio, cuáquera libano-británica que va y viene entre Londres y Beirut, encargada de velar por el espíritu de esta institución, cuya mayoría de miembros directivos ya no son cuáqueros, como tampoco lo son ni sus alumnos ni su cuerpo docente. En este apacible ambiente estudian alrededor de 1.000 alumnos de 47 nacionalidades, de las élites de los países árabes. En las décadas de 1960 y 1970 Salah y Yalal bin Laden siguieron sus cursos y, según el libro de Steve Coll The Bin Ladens: an Arabian Family in the American Century, también Osama bin Laden pasó brevemente por la escuela en 1960. Con sus alegres campos de deportes, sus espaciosas aulas, sus talleres de arte y de pintura, es un lugar privilegiado. Conversamos con la señora en el despacho de la dirección. Paredaña está la sala o asamblea en la que se congregan los cuáqueros los domingos. Aunque su pequeña fachada con espadaña se asemeja a una capilla, no tiene ningún símbolo ni ornamento religioso. Los cuáqueros surgieron en medio de las guerras confesionales de Inglaterra de católicos y protestantes del siglo XVII, siendo perseguidos y encarcelados por no someterse a la Iglesia anglicana, que les obligaba a jurar por la Biblia y pagar diezmos. Creen en una relación entre ellos y Dios sin intervención de sacerdotes, sin dogmas ni oraciones. Sus asambleas se hacen en silencio, sin que apenas nadie lo rompa con su voz para expresar sus sentimientos religiosos. Adoptaron su denominación después de que un magistrado inglés les tratase de manera peyorativa para describir cómo «temblaban al oír el nombre de Dios». Aspiran a un espíritu esencial del cristianismo, promueven la paz –obtuvieron en 1941 el Nobel de la Paz–, la educación, los derechos humanos, el desarme. En el colegio tratan de inculcar estos valores sin violentar nunca las creencias religiosas de alumnos y profesores. No son una iglesia, aunque colaboren con organizaciones cristianas. Hay unos 300.000 cuáqueros en el mundo, especialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña y

ahora también en África. En Líbano apenas son un centenar. Por el sistema confesional vigente, están incluidos en la comunidad protestante, una de las dieciocho oficialmente reconocidas. La señora Hitte me acompaña a un pequeño cementerio cuáquero entre altos pinos, muy cerca del colegio. Las 180 lápidas funerarias están a fluir de tierra, casi sin símbolos religiosos. A veces hay grabada alguna cruz, o una estrella de ocho puntas. Entre estas sepulturas, algunas indicadas con sólo unas cuantas piedras, me señala la de la esposa de Edward Said, el famoso escritor y profesor palestino. En el colegio es la hora de las competiciones deportivas. Alumnos y alumnas se divierten en sus campos de juego. Josep Carner describió hace más de 70 años «el conjunto de casitas con vivísimas tejas rojas, y a la izquierda Beirut luce de día como un mosaico y de noche como una Vía Láctea».

La maestra de Lawrence de Arabia

16 de mayo de 2016 Lawrence de Arabia sigue estando muy presente en estos pueblos. En el alepino hotel Baron recordaban que había pernoctado allí y en el hotel Palmira de Baalbek muestran su firma en el libro de honor. Su paso se recuerda especialmente en uno de los castillos omeyas que rodean Ammán, capital de Jordania. Aquel gentleman inglés, educado en Oxford, autor de una historia militar y de estrategia de los cruzados, Crusader Castles, que le llevó a visitar y conocer castillos de Francia; más tarde arqueólogo, en Mesopotamia y en Siria, atraído por las fortalezas de los cruzados; destinado a la oficina árabe de El Cairo, agente militar del Gobierno de Londres para fomentar la «revuelta árabe» contra los turcos y, al fin, escritor con sus Siete pilares de la sabiduría, es un personaje simpático y popular. Supo convertir episodios militares protagonizados por los árabes rebeldes del cherif de la Meca, como los asaltos a la vía del tren en la región del Hiyaz, entre Damasco y La Meca, por la que se suministraba las armas a los soldados turcos, en su histórica aventura nunca olvidada. En Jordania se evoca en el puerto de Aqaba la conquista del fuerte en la que participó junto a los levantiscos compañeros de armas. En Deraa, en la línea fronteriza con Siria, donde hace poco más de cinco años comenzó la rebelión contra el régimen de Damasco, aconteció el más renombrado ataque a un tren militar turco durante la guerra de 1917. Pasó poco después del reparto de Oriente Medio en los acuerdos de Sykes-Picot entre Gran Bretaña y Francia. Según algunos libros, Deraa fue también el lugar de la violación de Lawrence de Arabia. Su homosexualidad, su querencia por jóvenes beduinos de su escolta o adscritos a su servicio, fue parte de su arraigada leyenda. En sus primeros viajes a Siria y a Egipto, en 1909 y 1910, antes de sus misiones de espionaje en el Sinaí, estudió en el colegio cuáquero de la ciudad libanesa de Jbeil (antigua Biblos) con la profesora Farida al Akle. Acaba de publicarse un libro del escritor inglés Dick Benson-Gyles, The boy in the mask. The hidden world of Lawrence of Arabia (El chico de la máscara. El mundo oculto de Lawrence de Arabia), en el que describe la relación de afecto entre Lawrence y Farida durante su estancia. «Todo comenzó –cuenta el autor– en un cálido día de agosto de 1909 cuando un viajero exhausto, cubierto de polvo, llamó a la puerta de la misión americana de Jbeil con una mochila a la espalda. Thomas Edouard Lawrence fue calurosamente recibido por la directora y sus empleados entre los que se encontraba Farida al Akle. Ella tenía 27 años y él, 21». El joven pasó varias jornadas en la escuela hasta que reanudó su trabajo arqueológico en los castillos de cruzados en Siria. Volvió más tarde para recibir las clases de árabe de Farida. En un viaje de Benson-Gyles a la localidad libanesa de Brumana, en 1975, pudo conversar con la anciana profesora, que le contó que Lawrence le había enviado un día de San Valentín de 1911 una pequeña maleta de viaje, expresando de esta forma su deseo de que viajase a Inglaterra. «No le gustaba que le tocasen –explicaba–. Pero una vez me rodeó con sus brazos». Hay una correspondencia entre Lawrence y Farida, y se vieron por última vez en París en 1926 en un

Congreso Internacional de la Mujer. Lawrence viajó cuarenta y ocho horas en moto para encontrarla. Su sobrina, residente en Brumana, ha recordado que Farida tenía colgado el retrato de Lawrence en su estudio, y que a menudo, enrojecía cuando se le preguntaba por su relación. Esta pequeña historia tiene un especial encanto en la épica de Lawrence de Arabia, agente británico en El Cairo, oficial de enlace de los ingleses con los jeques hachemíes de la revuelta árabe, hombre de letras y de acción, traductor de la Odisea de Homero, esteta, homosexual distinguido. Un día del mes de mayo de hace 81 años murió en un accidente con su moto de la marca Brough, cerca de su casa inglesa de Clouds Hill.

¿Quién lee libros en Beirut?

12 de julio de 2016 De religión cristiana y francófonos son estos levantinos que vivían en Egipto, en Turquía y se refugiaron en Líbano tras guerras, revoluciones y genocidios. La familia de Antoine, Emile y Pierre Naufal, oriunda de Mersin y Adana, abandonó Turquía para establecerse en Baabdat, pueblo de la montaña cristiana, y fundó después la librería Antoine. Su abuela conocía el francés, el turco, el griego, el árabe y el armenio, ejemplo de esta identidad levantina que se desvanece. Era el tiempo entre las dos guerras mundiales, y en Beirut una élite francófona y francófila vivía a la hora de París, con un gusto muy oriental por el placer de la fiesta, que hacía de esta ciudad un destino muy apreciado por los franceses. No hay ninguna capital del Mediterráneo oriental con librerías tan bien nutridas como Beirut en francés, en árabe y en inglés, que pese a las guerras, a los estragos de Internet, de los libros electrónicos y de las incesantes crisis se mantengan abiertas. En la librería Antoine del barrio de Bab Edriss, en 1975, devastado por la guerra incivil, había comenzado a adquirir mis primeros libros de historia, literatura, de arte de Oriente Medio. Gide, Malraux, Aragon, Butor, Sagan… todos ellos firmaron sus obras en aquel céntrico local del que el poeta y dramaturgo libanés Georges Sheade era uno de los más asiduos visitantes. Otras librerías como la Oriental o una modesta librería propiedad de un militante comunista que sólo vendía obras marxistas tenían abiertas sus puertas en el abigarrado mundo de los aledaños de la plaza de los Mártires, convertida en línea de frente que desgarraba Beirut entre barrios musulmanes y cristianos. Los hermanos Naufal pudieron salvar del terror sus fondos de la librería sobornando a un cabecilla miliciano que les permitió, en un breve alto el fuego, transportarlos en camionetas. La librería Antoine ya había abierto otro local en el barrio de Hamra, en la época de su esplendor cosmopolita, en la misma acera de sus salas de cine, de la iglesia de los capuchinos, de sus restaurantes y cafeterías como la famosa Horscheoe, donde discutían escritores, periodistas, políticos palestinos revolucionarios, izquierdistas árabes… La censura se ensañaba entonces con las obras publicadas en el extranjero que imprimían el nombre de Israel y que a menudo los dependientes de las librerías debían, minuciosamente, borrar de sus páginas. Algunas de las librerías de más reciente fundación, como Dedicace o El Burj, ubicada detrás del moderno edifico del diario An Nahar, que como otros cotidianos se tambalea en este tiempo de toda suerte de penurias, se han rendido ante la falta de lectores. ¿Pero quién lee, me preguntarán ustedes, en Beirut? El mercado del libro árabe, me decía Sleiam Baheti, director de la editorial Nelson, es una tragedia. Después de las sacudidas políticas de los últimos años, la censura de los nuevos gobiernos se ha endurecido implacablemente. Líbano sigue siendo una ventana de libertad intelectual, salvo en los espinosos asuntos religiosos cristianos y musulmanes. La poeta y escritora Jumana Hadad me comentaba que una edición de un libro de tres mil ejemplares se considera una buena tirada. En el vasto mundo arabófono de 420 millones de personas, el analfabetismo sigue siendo muy elevado. En Beirut hay librerías exclusivamente árabes y de libros de segunda mano que van trampeando en este tiempo de devastación cultural. Gusto, de vez en cuando, de visitar la librería Internacional

de Antranik Helvadjian, un armenio que también encontró refugio en Líbano, propietario del negocio de libros en inglés especializado sobre Oriente Medio y temas de arte más apreciado de la ciudad. Con su pipa en la mano, se lamenta de la pérdida de lectores, sobre todo de diplomáticos de embajadas occidentales acreditadas en Damasco, muchas de ellas ahora cerradas. Helvadjian sabe mantener al día los desbordantes catálogos de libros sobre Oriente Medio. La librería Antoine, a muy pocos metros de mi piso, es mi librería, y en sus estanterías alguna vez han expuesto mis libros editados en España. ¡Lástima, que sus jóvenes dependientes casi ya no saben hablar en francés!

La marcha nocturna de Beirut

4 de agosto de 2016 Los libaneses tienen el tesoro de su vitalidad. Antes, durante y después de la gran guerra de 1975 a 1990, Beirut ha vivido sin renunciar nunca a su marcha nocturna, insólita en todas estas ciudades levantinas, árabes. Las décadas de los sesenta y setenta elevaron su mito de ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental, con sus clubes, sus salas de fiesta, sus discotecas y su Casino del Líbano, que atraían a medio mundo. Fue una capital internacional festiva, poseedora de un ambiente permisivo y tolerante de libertad. Incluso durante los años de la guerra, los más recalcitrantes noctámbulos tenían también sus lugares privilegiados abiertos en el este cristiano, como Jet Set, Key Club, Mandalun, o en los barrios musulmanes del oeste, como Backstreet, Mecano, Beachcomber. Había beirutíes que atravesaban barricadas, se arriesgaban a cruzar puestos milicianos durante las pausas de los bombardeos y combates, de un lado a otro de la capital, para no perderse sus fiestas. Después de la guerra, la calle Monot, en el confín de los barrios cristianos y musulmanes, en torno al sacrosanto feudo de los jesuitas con su famosa universidad de Saint-Joseph, fue el ámbito preferido de la marcha nocturna. A las cinco de la madrugada cerraban sus locales, como el Cuba Libre, sobre cuyas barras de bar danzaban muchachas con minifalda, con ajustados tejanos y blusas que enseñaban el ombligo. La angosta calle Monot, siempre muy animada, decayó en poco tiempo. Después del atentado contra el ex primer ministro Hariri en el 2005, las continuas manifestaciones, a veces violentas, en la cercana plaza de los Mártires ahuyentaron a su clientela juvenil, y la marcha de Beirut se trasladó a la calle Gemayze, extendiéndose hasta el antiguo barrio armenio de Mar Mijael (San Miguel). Como en cualquier calle occidental, hay enjambres de jóvenes sentados en taburetes, de pie, en las aceras, delante de bares, cafeterías, bebiendo cerveza, vodka, bebidas energéticas, alambicados cócteles, fumando envueltos en la música de los últimos hits estadounidenses. Chicas y chicos, en su mayoría de burguesas familias cristianas de estilo vida occidental, han convertido este barrio de modestos artesanos y comerciantes armenios, de pequeños talleres mecánicos y tiendecitas de comestibles, en un espacio urbano de vibrante consumo. Radio Music, International Bar, Subway, Fuel Garage Bar, U-mail Vox, son algunos de los rótulos de estos locales de moda. Tavolino y Toto son sus conocidos restaurantes de cocina europea, y Ainab, el que sirve sus platos de estilo libanés. En una desahuciada estación de tren (la guerra fue la sepultura del ferrocarril en Líbano) han instalado uno de los clubes nocturnos más prestigiosos de Beirut, el selecto Train Station. No es sólo este ambiente de perpetua fiesta nocturna lo que ha puesto de moda su larga calle, antes llamada del Río y rebautizada ahora calle Armenia, sino la apertura de salas de exposiciones artísticas, de talleres de diseño y arquitectura, centros alternativos de creación. «Mar Mijael –me decía una noche Nada Ziade, que abrió una pequeña librería de títulos editados en España, de vida breve– es como un pequeño Marais parisino». Este cambio del carácter del vecindario con el aumento de los precios de los locales y de sus

alquileres, va vaciando sus vetustas casas, algunas todavía de bellas fachadas de sus habitantes armenios. Eso sí, quedan las antiguas escaleras públicas en esta zona, numerosas escaleras que se encaraman por la colina de Ashrafie y Geitaui y que son a menudo también una fiesta de música, desfiles de moda a la intemperie, de exposiciones de pintura. ¡Beirut, capital árabe, mediterránea y occidentalizada de infatigable energía creadora!

El bar de los comunistas en Beirut

6 de septiembre de 2016 No tiene rótulo. Su puerta está cubierta de ajadas páginas de periódicos y fotografías. En el vecindario no lo ven como un bar, sino como un pub, el pub de Abu Elie, que murió hace unas semanas. En el enorme y desangelado inmueble llamado Edificio Yacubian, como el título de la famosa novela del escritor egipcio Al Aswany sobre El Cairo, es el bar de los comunistas de Beirut. En sus mal contados treinta y cinco metros cuadrados no hay ni un centímetro que no esté cubierto de fotografías, primordialmente del Che Guevara, de Stalin, Marx, Mandela, Zapata, de líderes o intelectuales libaneses como Kamal Yumblat, Samir Kassir, George Hawi, de palestinos como Ghassan Kanafani, asesinados en el laberinto de la guerra libanesa. Prevalece el color escarlata en sus paredes como fondo de otras innumerables fotos de carnet de parroquianos y amigos del bar, de algunas viejas escopetas y armas de fuego colgadas, de banderas cubanas, sirias, comunistas, de gorros del ejército soviético o de un rotundo escudo con la hoz y el martillo. Abu Elie Naya Chahud fue militante del Partido Comunista libanés, combatiente en la larga guerra libanesa de quince años antes de abrir este modesto local en un extremo de Hamra, por donde pasaron en los años del esplendor revolucionario y laico de la década de los 70 personas como Kozo Okamoto, el terrorista del Ejército Rojo Japonés, autor del atentado contra el aeropuerto israelí de Lod, o Soha Bechara, que intentó asesinar a un general libanés aliado del Estado de los judíos. Caben sólo cuatro mesas en su reducido espacio. Con el magnífico Pablo Sigismondi, trotamundos revolucionario argentino, fotógrafo de familia materna originaria de Malula recién llegado de Damasco, y un grupo de catalanes, entre ellos mi colega Iu Andrés de 8TV –nunca había visto tantos catalanes juntos en Beirut como en el pasado mes de agosto–, nos sentamos para empaparnos del ambiente del local, espontáneo y nostálgico. En la mesa de al lado un joven grupo de comunistas, de chiíes libaneses –el PC, el más antiguo partido político local fundado en 1924, es una reliquia histórica como la antaño llamada fuerza progresista– nos acogió en seguida para hablar de política hasta por los codos. No les gustó que Pablo les preguntase si consideraban al jeque Nasrallah de Hizbullah «un nuevo Che» porque desafiaba el poderío de Estados Unidos, ni cuál era la postura del PC y de la izquierda árabe respecto a la complicada guerra de Siria. Sentados en la barra, varones de lo que yo llamo «generación ideológica» seguían con interés la animada discusión. Las consumiciones de cerveza, whisky, vodka, de pequeños bocadillos de queso o shawarma son muy baratas en comparación con los precios habituales de la ciudad. El bar, visto con otros ojos, podría ser, más que modesto, un tanto cutre. Hay que poner mucha simpatía, la nostalgia de un tiempo de ilusiones revolucionarias en los pueblos árabes para gozar a pleno pulmón de este aire de un mundo desvanecido en Beirut. La música –vibrantes himnos internacionales, canciones patrióticas de Marcel Khalkifa, líricos estribillos de Fairuz– anima las interminables conversaciones. Una mujer, quizá la viuda o compañera de Abu Elie, se acerca a las mesas para recordar que está prohibido hablar acaloradamente de política. «Aquí la gente piensa –dice– que

siempre tenemos que ocuparnos de cuestiones políticas. No hay que recordar cada noche nuestra frustración». En la puerta interior del bar hay colgado un decálogo para uso de los parroquianos cuyo primer precepto es no dejarse arrastrar por las «discusiones políticas». El bar de los comunistas cierra a altas horas de la noche. Tras sus últimos whiskies, sus jóvenes asiduos, impregnados aún de una doctrina que no pudo calar en estos pueblos, se encaminan, alegres, hacia la calle Hamra.

La duquesa de Guermantes de Beirut

6 de diciembre de 2016 La colina de Achrafie de Beirut tiene muchas escaleras públicas a veces decoradas con grafitis, convertidas en efímeras exposiciones de arte, en pasarelas de moda. Por las escaleras de San Nicolás puede accederse a la calle Sursock, privilegiado rincón del barrio cristiano con sus últimos palacios, con sus jardines cerrados por grandes verjas de hierro, entre los que se halla la residencia arzobispal greco-ortodoxa, el museo privado de arte con su famoso salón de otoño de pintura, recientemente trasladado a otro palacio frontero y otras mansiones de la patricia familia de los Sursock. Una familia de origen levantino, establecida en Beirut en el siglo XVII bajo el imperio otomano, que había tenido vastas propiedades en Turquía, en Egipto, nacionalizadas por el Rais Gamal Abdel Nasser, y en Palestina. Lady Cochrane, Yvone Sursok, vive en su hermoso palacio de dos pisos con elementos arquitectónicos venecianos de ventanas ojivales, franceses como las villas de Deauville, árabes. Su jardín de cipreses, palmeras, olivos, geranios y buganvillas de la flora mediterránea. El novelista y escritor Dominique Fernandez ha escrito que «su ambiente de ahogadas pasiones le hubiese gustado a Marcel Proust por la alta sociedad que lo frecuentaba, los innumerables criados que se deslizaban en silencio por sus salones». Dos años seguidos he sido invitado por Lady Cochrane a sus fiestas de cumpleaños. Su padre Alfed Bey Sursok, gran comerciante y reconocido pintor, edificó este palacio en el siglo XIX, como también la Residence des Pins, ahora residencia de los embajadores de Francia, y el edificio del Museo Nacional. Su madre, doña María Teresa, hija del duque Casano de Nápoles, decoró el palacio con pinturas italianas imitando a Caravaggio, tapicerías de su país, porcelanas, vajillas de Bohemia, chimeneas de mármol en salones, alcobas y bibliotecas. La escalera interior de doble rampa de mármol e hierro con sinuosidades y circunvalaciones complicadas es una gran obra de moderno estilo. Yvone Sursock ostenta el nombre y título nobiliario de su marido, un aristócrata irlandés con el que tuvo tres hijos, Marc, Alfred y Rudrik. Comparte la mansión con este último, su esposa de nacionalidad estadounidense Mary y su hija. No son aniversarios ostentosos, ni multitudinarios, al estilo oriental y de los potentados del Golfo, como se estilan en estas fiestas cuyas fotografías se publican en la revista Mondanite, dedicada exclusivamente a lo que antaño se llamaban los «ecos de sociedad». La última vez que la vi fue este verano, y cumplía noventa y cinco años. Cuando ya estaba a punto de cumplimentarla, su discreta secretaria de protocolo se adelantó para presentarle al recién llegado embajador de Italia a Beirut, acompañado de su esposa. Lady Cochrane guarda muy buenas relaciones con la familia Canosa, y su hijo Alfred, que había sido amigo de mi vecino Sami Saad, decorador y dueño de una tienda de antigüedades en Hamra, había estudiado arquitectura en la capital italiana, donde ha comprado un apartamento. Cuando la saludé, sentada bajo la bóveda del palacio, acompañada de sus familiares, me dijo con sencillez que estaba emparentada con no sé qué Grande de España. En pequeñas mesas se sentaban sus invitados. Había exministros, políticos, artistas, banqueros,

elegantes mujeres como Frisa El Khazen, propietaria de la Villa Rosa, una de las ultimas residencias cerca de La Corniche, que está a punto de ser demolida por una empresa inmobiliaria. Allí estaban los Audi, los Bustros, los Trad, próceres familias beirutíes. De religión cristiana – greco-ortodoxos y greco-católicos– y francófonos, éstos son levantinos procedentes de Turquía, de Egipto, de Palestina, que se refugiaron en el Líbano huyendo de guerras, revoluciones y genocidios. La escritora siria Myriam Antaki, cuya última novela La rue de l’ange narra a través de los siglos la vida de los cristianos damascenos, casada con un conocido patricio alepino, es una de sus más frecuentes invitadas y vecina de su residencia. Pertenece a la gran burguesía siria, muy bien establecida desde hace décadas en Beirut. El cantante, micrófono en mano, entonaba canciones en varias lenguas, sin pretensión. Un pariente de Lady Cochrane se sentó a su lado para leerle en la pantalla de su ordenador un poema de circunstancias compuesto en francés. En este pequeño mundo todavía es la lingua franca, como lo había sido en la Alejandría cosmopolita de 1860 a 1960, que también se desvanece. En medio de este discreto ambiente sin estridencias de la noche estival, deambulaba en bicicleta, indiferente y liviana, la nieta de la dueña del palacio. En sus aledaños, construidos en la misma ladera de la colina o promontorio de Achrafie, hay mansiones de noble arquitectura, en las que viven sus familiares y amigos, como el arquitecto y decorador Serge Brunet, antiguo mecenas de artistas, propietario de una valiosa colección de pinturas italianas del siglo XVII, o el modisto Elie Saab, de fama internacional y residente en París. Es un selecto rincón de paredes nobles y jardines recónditos, entre la sosegada calle de Sursok y la de Gemayze, vibrante escaparate de la bulliciosa marcha nocturna de Beirut que se prolonga hasta la calle de Mar Mikaeel, rebosante de cafeterías, restaurantes y discotecas. A sus años Lady Cochrane es una figura frágil y enérgica. La «última gran dama del Levante», como la ha llamado un famoso cronista internacional, presume de haber vivido siempre en su mansión durante los años de la guerra civil. Su palacio se salvó de los bombardeos −sólo queda una columna truncada de la escalinata del jardín como memoria de aquellos años devastadores−, del vandalismo y del expolio de las bandas milicianas, que se apoderaron de la capital. Recuerda que sólo una vez un grupo de combatientes armados penetraron amenazadores y registraron sus estancias. «No robaron ni rompieron nada −cuenta− y sólo se llevaron una daga china colgada en la pared». Sus criados habían escondido con precaución las valiosas piezas artísticas al empezar la guerra. En sus salones se ha detenido el tiempo. Como antes hiciesen otras damas de su familia, como Linda Sursok, que recibía a escritores de paso por Beirut como Maurice Barres o Pierre Benoit, autor de La Chatelaine du Liban. Lady Cochrane invita también en los días otoñales de la feria del libro francófono de Beirut a literatos y académicos, como Amin Malouf o Dominique Fernandez, que participan en sus jornadas. Lady Cochrane preside una asociación de defensa del patrimonio arquitectónico de Beirut, que inútilmente trata de proteger las últimas viviendas residenciales. «Sólo Dios sabe –ha escrito– lo que pasará en este barrio, rodeado cada vez más de edificios innobles. Es todavía el único espacio verde de un barrio aplastado por las construcciones que ha engendrado lo más hermoso del arte y lo más refinado del gusto. Quizá perdure en el recuerdo de quienes lo conocieron guardando la imagen de una época en que civilización y arte formaban parte de la vida». No lejos de su palacio hay un cementerio cristiano cerca de la casa en que se alojó Lamartine

durante su viaje por Oriente, con la descollante monumental sepultura de la familia patricia de los Sursok. Como me dijo una tarde mi amigo Charles Manoli, otro levantino que vino de Egipto, Lady Cochrane es la proustiana duquesa de Guermantes de Beirut.

Epístola beirutí

28 de enero de 2017 «Hay ciudades −escribió Federico Palomera, entonces secretario de la embajada de España en Beirut− que tienen nombre de puta exótica». Beirut es una ciudad podrida de literatura. Nadie que haya vivido en esta capital levantina ha renunciado a ella, ni los libaneses ni los extranjeros. En Damasco, en París, en Atenas, su nostalgia ha sido irremediable. Durante algún tiempo creí que se trataba de una fijación, un culto a una memoria personal, un apego a la experiencia de un modo de vivir que parecía sólido y definitivo y que, de repente, estalló por los aires. Cuando llegué, un otoño de 1970, Beirut vivía sus años prósperos y nadie imaginaba que podría ser destruida por guerras de mil rostros. Beirut no sólo se convirtió en mito para occidentales que se establecieron en «la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo Oriental», sino sobre todo, para los pobladores de los países de esta región. De Jartum a Bagdad, la llamaban la «novia de los árabes». Me gustan estos destinos extraordinarios de ciudades que por un tiempo crean un modo de relaciones insólitas, y en las que cada persona, cada barrio, cada calle y rinconada, guardan celosamente su nombre, su identidad. Son ciudades como Alejandría, como Tánger, seductoras, codiciadas, a veces con una vida tan intensa que parecen condenadas a no durar. En esta ciudad he conocido todavía a los últimos levantinos, familias de religión cristiana y francófonas, procedentes de Egipto, de Palestina, de Turquía, que se refugiaron en el Líbano, tras guerras, revoluciones y genocidios, y que han conservado un estilo de vida cosmopolita, ahora en decadencia. ¿Cuántas veces ha sido anunciada la muerte de Beirut? En los años del Terror en que todos disparaban contra todos, fue bautizada como «capital del surrealismo». Entre 1975 y 1990, la ciudad quedó completamente desgarrada en una zona cristiana y otra musulmana, y fue desahuciada por muchos, pero como un ave fénix resucitó. Es muy extraño pero las guerras, el constante equilibrio al filo del abismo, no han agotado la energía de sus habitantes, su vitalidad creadora. «Es que de su agonía −ha escrito Fofi Abu Dib− le viene su talento de vivir». Hay quien cree que esta permanente inestabilidad −en Beirut lo que dura es lo provisional− aviva no solo su culto al carpe diem, sino su inaudita fuerza de imaginación. El pasado verano, sin exagerar, Beirut fue una fiesta. Llegan muy pocos turistas de los ricos países árabes del petróleo, por miedo a ser víctimas de las salpicaduras de la guerra en la vecina Siria, del conflicto entre suníes y chíies, y tampoco la visitan, como antes, viajeros occidentales. Nunca se sabe que puede acontecer en esta ciudad árabe, mediterránea, occidentalizada, envuelta siempre de un futuro de incertidumbre. La crisis política se ha hecho costumbre. Desde hace dos años no se ha podido elegir presidente de la república y las sesiones del parlamento se convocan rutinariamente, y por falta de quórum de sus diputados, no se consigue una votación para renovar la Jefatura del Estado. Las grandes decisiones −lo saben bien los libaneses− proceden de Arabia Saudí, de Irán, con

sus respectivas poblaciones locales, suníes y chíies, infeudadas. «¡Ay, si tuviésemos un Estado!», exclaman, a menudo, los habitantes de este país complicado. El sistema político del Líbano sigue siendo, más allá de las apariencias democráticas, un sistema radicalmente aconfesional en el que cada una de las diecisiete comunidades reconocidas cuenta con su cupo de poder establecido a través de un compromiso no escriturado. El presidente de la república debe ser siempre un cristiano de la comunidad maronita que acata al Papa de Roma; el del Parlamento, un musulmán chií; y el primer ministro, un hombre perteneciente a la comunidad musulmana suní. Pese a que la mayoría de libaneses son musulmanes, todavía se mantiene esta fórmula muy controvertida. El Líbano es el único país árabe dirigido por un jefe de Estado cristiano, como consecuencia de la importante influencia que han tenido los cristianos durante su historia, y del interés de Francia, que entre 1920 y 1943 ejerció un Mandato de la Sociedad de Naciones sobre el Líbano y Siria. Mi primera crónica como corresponsal en Beirut la publiqué en otoño de 1970 sobre la toma de posesión del presidente Soleiman Frangié. Casi medio siglo después su nieto, llamado también Soleiman, era uno de los aspirantes a la Jefatura del Estado, para la que al final fue elegido el general Michel Aoun. Los antiguos «señores de la guerra» siguen teniendo poder en el Líbano. El clan maronita de los Frangié se decantó hacia el régimen de los Asad en Siria, y tiene sus raíces en una hermosa población de la montaña, en Zgorta. Otra gran familia maronita que tuvo un presidente fue la de los Chamoun, en la bella localidad de Der El Kamar, antigua capital de la montaña libanesa, en la misma región en la que domina el jefe druso Walid Jumblat, otro de los señores de la guerra desde su fortificado palacio de Muktara. La familia de los Jumblat es una familia que hace siglos gobierna aquellas abruptas tierras. Walid Jumblat −Walid Bey como lo llaman los libaneses− encarna, más que las otras familias, los atributos del príncipe feudal y del señor de la guerra. En su bello palacio de Muktara, recibe cada a semana a sus partidarios y lugareños que acuden a solicitar su favor y su ayuda en este mundo todavía patriarcal. La historia del Líbano es una historia de sangre vertida en las luchas de clanes y familias de la montaña. En 1977 en el feudo de los Frangié, un grupo de milicianos capitaneados por Samir Geagea, otro de los que aspiraban a la presidencia de la república, irrumpieron en la mansión de Tony Frangié, padre del actual aspirante a la Jefatura del Estado, asesinándole junto a su mujer y sus dos hijos. Los milicianos falangistas quisieron castigar a su clan, opuesto a la política de buenas relaciones con Siria. Dos años después en un balneario de la costa, la piscina de Saframarina quedó manchada de sangre cuando los hombres de Bachir Gemayel quisieron eliminar a la milicia cristiana de los Tigres. En 1982 fue asesinado el mismo Gemayel, recién elegido presidente de la república, tras la invasión israelí, en su cuartel general de Achrafie. Diez años más tarde, en Der el Kamar unos hombres armados nunca identificados mataron a Chamoun, su esposa y sus dos hijos. Las venganzas y asesinatos forman parte de esta política de una guerra incesante de mil caras. Todos estos crímenes han quedado impunes. Una guerra secreta yace siempre bajo los conflictos armados, entre vendetta y delito de masas. Samir Geagea, otro de los señores de la guerra, capitaneaba las fuerzas libanesas que durante décadas fueron el escudo de los cristianos, la milicia maronita más poderosa y aguerrida, acérrima enemiga de los guerrilleros palestinos y aliada de Israel. Uno de sus jefes, Hobeika, asesinado después, estuvo implicado en la matanza de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila. El octogenario general Michel Aoun, recién elegido en el mes de octubre, es un advenedizo en este círculo de familias feudales y su programa de acción política promete que combatirá el

confesionalismo que sólo beneficia a la casta religiosa y feudal. Bien protegido en su villa de Rabia por soldados que montan guardia entre las arboladas avenidas del elegante barrio residencial, cultiva un estilo populista. Aoun, aliado de Hizbullah, provocó un cataclismo entre los cristianos que le acusaban de contemporizar con Siria. Los antiguos y nuevos señores de la guerra musulmanes no viven atrincherados en montañas circundantes a la capital. El paradero del jeque Nasrallah, secretario general de Hizbullah, es desconocido desde la guerra del verano del 2006. Saad Hariri, hijo del asesinado ex primer ministro Rafik Hariri, cabeza de la comunidad suní y hombre de confianza de la dinastía de los Saud, ocupaba, en sus raras visitas a Beirut, un palacio en el barrio de Koreytem con varios edificios y pabellones custodiados por sus propios guardianes, muy cerca de mi piso de Hamra. Cuando me establecí en Beirut había dos zonas urbanas definidas: la cristiana y la predominantemente e musulmana suní. A los chíies apenas se les tenía en cuenta. La revolución islámica del Irán en 1979 dio un poderoso impulso a su destino económico y político, los catapultó a la vanguardia de la historia contemporánea del Oriente Medio en el que forman una minoría musulmana. Junto a los dos grandes sectores de la capital, se formó en cuarenta años otra ciudad periférica, los suburbios –dayie en árabe–. Esta zona, desdeñada por el Estado, ha crecido con la llegada de miles de habitantes chíies procedentes del sur, que huían de la pobreza, de la guerra, de los palestinos en guerra con Israel y de las frecuentes aplastantes represalias del ejército judío. Si el Hizbullah es de hecho el Estado en estos superpoblados suburbios es porque ha sabido satisfacer las necesidades de una población que siempre ha lamentado la desidia de la administración central. Organizando servicios públicos de suministro de agua, de electricidad, dispensarios, escuelas asociaciones benéficas y culturales y empleando en sus empresas e instituciones a sus vecinos, se ha convertido en una fuerza en esta república confesional. El tramo de la avenida del aeropuerto que atraviesa el barrio de Burj El Brjane ha sido desde hace décadas el escaparate del poder del Hizbullah, con el despliegue de sus banderas, los grandes retratos de los líderes y en primer lugar del imán Jomeini del Irán, de sus jefes locales y de sus mártires guerrilleros en su lucha contra Israel. A menudo este tramo de la avenida es bloqueado con neumáticos quemados por sus simpatizantes en algún enfrentamiento con el gobierno. Sin permisos oficiales, ni contactos con Hizbullah no es aconsejable para un extranjero –sobre todo si tiene aspecto occidental– dar demasiadas vueltas por su laberinto de calles estrechas y sin nombre. Es casi imposible, para un forastero, pasar desapercibido. Desde el momento en que se cruza la calle de la entrada de Burj el Brajne es difícil escapar a su vigilancia invisible. La proliferación de motoristas llama la atención en seguida. En Beirut siempre se había dicho que el Hizbullah protegía el Líbano de los integristas suníes, de los tafkiristas, antes de la fulgurante eclosión de los yihadistas del Daesh o Estado Islámico. El Hizbullah es la gran fuerza política y militar del Líbano. Es la otra cara de Beirut. Sin la eficiente organización de la seguridad general del Estado, con la que sus propios servicios de inteligencia colaboran, no se podría sobrevivir en un ambiente de amenazas de muerte y hostilidades encarnizadas. La historia del Oriente Medio de nuestros días ha precipitado la fitna o guerra santa entre musulmanes suníes y chíies. El Líbano es su milagrosa excepción, y Beirut la ciudad que, siempre en el filo del abismo, se aferra a mantener sus diferencias. Con más de un millón de refugiados sirios que se han hacinado sobre esta pequeña república de cuatro millones de habitantes y una extensión de diez mil kilómetros cuadrados, el Líbano es un ejemplo increíble de resistencia.

La especulación inmobiliaria no se ha detenido y en muy pocos años el cielo de Beirut es un paisaje en el que van brotando rascacielos. El blanqueo del dinero es muy habitual, y si este país multiconfesional, de varias culturas, permanece erguido, contra viento y marea, estoy convencido que se debe a que su columna vertebral está formada por el poderoso y plural sector bancario. Además, se pagan muy pocos impuestos. Decía que el pasado verano Beirut fue una fiesta con el prestigioso festival internacional de Balbeck, que aunque desvanecido sigue representándose entre las gloriosas ruinas de la Ciudad del Sol, y con otros innumerables espectáculos en Beitedine (capital del antiguo emirato druso, cuyo palacio fue descrito por Lamartine en su famoso Voyage en Orient), en Biblos, donde por vez primera hace años escuché la canción tan mediterránea Le métèque de Georges Moustaki , en Tiro, en Junie, en los Cedros… Las fiestas callejeras con conciertos y actuaciones musicales al aire libre, o la profusión de altas terrazas rematando hoteles y modernos edificios, con sus animados bares y discotecas, iluminaban las noches de la capital. «Noches en blanco, beach parties… Beirut, la ciudad del pecado de Levante», rezaban algunos titulares de prensa. Beirut, siempre lo he escrito, es tierra de espejismos, propicia a la mixtificación tanto en tiempos de paz como de guerra. Es ahora casi un milagro cuando, muy cerca, países vecinos arden por los cuatro costados No se me tilde de frívolo. En la misma calle de Mar Mikael, la calle por antonomasia de la marcha nocturna de Beirut, se han abierto talleres de diseño, de arquitectura, salas de exposición de pintura en las que, a menudo, exhiben sus obras aristas sirios muy numerosos en esta acogedora ciudad, estudios de artistas alternativos. Algunos creadores, como el modisto Elie Saab, tienen una sólida fama internacional. En otoño y en invierno ha estallado la vitalidad cultural. Con la renovación del museo privado Sursok, la apertura de nuevas galerías de arte y la celebración de las tradicionales semanas del libro francófono y árabe, esta ciudad se ha convertido en un ágora de las letras y de las artes del Oriente Medio. Esta vitalidad ha llegado hasta el paladar con el Festival del Vino celebrado en el hipódromo de Beirut. Cuando se destruyen museos y el patrimonio de la cultura en Siria y en Irak, Beirut se esfuerza en fomentar la creación artística y defender la libertad. ¡Viva Beirut! En la terraza del Sporting Club ante el mar, saboreo este estilo de vida levantino y frágil de «mi ciudad».

Egipto, la madre del mundo

Alaa Al Aswany, portavoz literario del Tahrir

El famoso escritor sigue recibiendo en su consulta de dentista, en un edificio del barrio de Garden City, antaño elegante en la orilla del Nilo. En su rótulo colgado en la fachada, Alaa Al Aswany, autor de El edificio Yacobián, es licenciado y doctor en Medicina por las universidades del Cairo y de Illinois, y dentista. Hay unos días de la semana que su modesto ascensor es un ir y venir incesante de corresponsales y cámaras de televisión. No ha cambiado su mesa, sus sillas de hierro, su sillón graduable para los pacientes. Aunque ya puede vivir de la literatura con sus obras traducidas a treinta y un idiomas, entre ellos el español y el catalán, con su millón de ejemplares vendidos de su popular novela, mantiene abierta su consulta «para estar cerca de la gente, para conocer sus historias, para no despegarme del mundo cotidiano», como explica con sinceridad. Al Aswany es, además, un escritor comprometido, con sus artículos en Arabi el Nasri, Al Chaab, Al Shoruk, y en otros grandes diarios europeos y estadounidenses. Ha publicado tres recopilaciones de estos textos en los que, con su estilo de narrador, relata los problemas de la sociedad egipcia. En las jornadas de la revolución de la plaza del Tahrir visitaba cada día a los manifestantes y daba su propia conferencia de prensa. Gozando de una enorme popularidad, muchos egipcios se le acercaban para contarle su historia, hacerle saber sus opiniones. Este hombre corpulento y amable se emociona al recordar como uno de sus jóvenes interlocutores cayó muerto de un tiro a la cabeza, disparado por un francotirador, al separarse apenas de él, en medio de la gran plaza. A menudo, sus artículos concluyen con la lapidaria frase: «La solución es la democracia», como contrapartida a la conocida fórmula propuesta por los Hermanos Musulmanes de «la solución es el islam». No le gusta a Al Aswany que los corresponsales extranjeros que le visitan le pregunten siempre por su famosa novela. Desde la primera página, El edificio Yacobián revela la sexualidad a flor de piel del pueblo egipcio; describe el ámbito de un barrio que se extiende desde la plaza del Tahrir hasta las calles de Kasr el Nil y Talat el Harb, lo que había sido la ciudad de estilo europeo hasta su decadencia en los años setenta, cuando yo la conocí en mi primer viaje a El Cairo; relata el sistema de corrupción establecida en el régimen de Mubarak. «En Egipto −escribe− los oficiales de la policía son como perros rabiosos y desgraciadamente tienen todos los derechos debido a la ley del estado de excepción en vigor». Su relato de la vida del joven Taha, hijo del conserje del novelesco edificio Yacobián, que, habiendo aprobado todos los exámenes de ingreso a la Escuela de Oficiales de la policía, en el último momento es rechazado por el presidente del tribunal por el oficio de su padre y que milita después en una organización islámica radical y muere como terrorista al atacar a un jefe militar, es estremecedor. Explica más que cien ensayos los entresijos de un régimen que al ser fundado en 1952 con el golpe de estado de los Oficiales Libres de Nasser −revolución se le llamó entonces− pretendía ser populista, al derrocar la monarquía, con sus nacionalizaciones y su amago de reforma agraria. Alaa Al Aswany se interesa por la política por medio de la creación literaria. La escritura es, para él, defensa de los derechos y valores humanos. Considera a Mubarak como un dictador que ha matado más egipcios que Israel palestinos en Gaza. Está percatado de que si al principio el ejército protegió a la revolución −no disparó, por ejemplo, como otros ejércitos árabes sobre los

manifestantes− no es revolucionario. Alaa Al Aswany, francófono, con rudimentos de lengua española, es una de las grandes voces intelectuales de Egipto. Su próxima novela será sobre el pequeño mundo de un cosmopolitismo cairota desvanecido, en torno al famoso Automóvil Cub, lugar privilegiado de encuentros de antiguos pachás y de la nueva clase dirigente nasserista. Antes de despedirme del escritor le hago la pregunta que desde el principio deseaba formularle: −¿Puede decirme si el restaurante Maxim que describe en su novela, donde tocaban La vie en rose, la cancion de Édith Piaf, es el angosto Estoril, de estilo francés, con sus sufraguis nubios de blancos turbantes, y fajas en la cintura de sus túnicas escarlatas, en que aún se puede consumir alcohol en esta parte del Cairo? –Es cierto. ¿Cómo lo sabe? −Frecuento este pequeño restaurante, de una decadencia entrañable, desde que por vez primera visité El Cairo, en el otoño de 1970, para escribir sobre el entierro de Nasser.

Los marginados de la plaza del Tahrir y los blogueros

1 de agosto de 2011 Al atardecer los niños hacen volar las cometas ante las Pirámides. Las efímeras cometas −papeles voladores como dicen en árabe− se elevan desde las calles, desde las azoteas del humilde vecindario que yace a los pies de estos monumentos inmortales. Como es la hora de la oración del Magreb, las voces, unísonas, de los almuédanos son un clamor sobre esta inmensa ciudad, sobre esta gran aldea que es El Cairo. «En el Cairo −escribió Jean Lacouture− el silencio y la soledad son un privilegio». En la plaza del Tahrir, en un extremo de esta desangelada, mal urbanizada plaza, siempre en obras, siempre latiendo con las emociones del pueblo egipcio, se reúnen. Sobre todo, de noche, los últimos puñados de resistentes de la Revolución del 25 de enero. Los viernes y algún que otro día de renovadas manifestaciones populares, el Tahrir −la Liberación− recobra su impulso de protesta. ¿Qué quedará del espíritu de esta revolución? A los que no querían ceder su último ocupado rincón, aferrados a su voluntad de alcanzar todos sus sueños, los que ya al final de aquellas jornadas primaverales de invierno, obedeciendo órdenes militares, habían desalojado la plaza, les instaban a ser realistas, confiar en el ejército, a volver al trabajo, a regresar a sus casas… En sus aceras, en los arriates de su rotonda, junto a los corros de gente sobre todo joven, de aspecto muy desastrado, hay vendedores ambulantes que explotan la venta de banderas nacionales, de camisetas estampadas con la fecha del 25 de enero, o de otras imágenes de la revolución del Tahrir, pequeños recuerdos de aquella emocionante expresión del anhelo de conquistar la libertad individual y colectiva de los egipcios. A veces han llegado a las manos los recalcitrantes manifestantes de los restos de la utópica república del Tahrir y los mercaderes de la nostalgia. Ha desaparecido, en uno de los rincones de la plaza, una suerte de túmulo con las imágenes de sus mártires, a veces con los rostros desfigurados por las torturas de la policía. Han sido olvidados los jóvenes marginados, habitantes de los pobres barrios periféricos, los humillados los que salieron no para reclamar una Constitución, unas elecciones, un estado religioso o laico, sino para protestar por su amarga vida cotidiana, por el precio los alimentos, de los alquileres, por la penuria crónica de viviendas, casi siempre vetustas, insalubres, que se desmoronan fácilmente sobrecargadas de pisos construidos sobre las azoteas. Para los trece millones de jóvenes que viven hacinados en los barrios pobres o entre las tumbas de los cementerios de la Ciudad de los Muertos, estos debates sobre la Constitución o las elecciones son retóricos. En un blog del periódico en línea Al Badie, Mohamad Abdul Gheit escribió su artículo titulado Ante todo los pobres, hijo de perra, levantando este tema, más tarde utilizado por Wael Ghoneim. «¿Por qué −se preguntaba− cuando se habla de los jóvenes, de los mártires de la revolución sólo se evoca a nuestros semejantes, los nacidos de la clase media o de la burguesía?» Durante las vueltas que di hace unos días por la plaza del Tahrir, eran sobre todo estos jóvenes de una clase que antaño se definía como el lumpen proletariat, los que día y noche, más la frecuentaban.

No muy lejos, cerca de la plazuela de Talat el Harb, en esta geografía cairota que durante décadas ha sido mi ámbito de vida y de trabajo, descrita en El edificio Yacobián por Alaa Al Aswany, más allá del vetusto edificio de la cafeteria Groppi, del Centro Helénico, del despacho del político de la oposición Ayman Nur, candidato en las elecciones presidenciales del 2005, asistí con mi amigo Kim Amor, apasionado de aquellas populares jornadas que forzaron al presidente Mubarak a dimitir, a una asamblea de blogueros. En el pequeño teatro de Raubaert, al fondo de una callecita de cafeterías de jóvenes parroquianos de ambos sexos, y aspecto de hijos de familias de clase media, de estudiantes, que fumaban narguiles y sorbían zumos de fruta o tazas de té, se había reunido la crema de los blogueros egipcios. Kim estaba a sus anchas y conocía a medio mundo. Era una pequeña comunidad de talante occidentalizado, con muy pocas muchachas cubiertas de velo, amable, educada, que se expresaba en su peculiar lenguaje no sólo de palabras sino también de gestos, en un contagioso estilo muy espontáneo. Allí estaban algunos de los protagonistas de las convocatorias a través de Facebook o de Twitter, de las manifestaciones que nadie esperaba que se hiciesen tan multitudinarias de la plaza del Tahrir. La difusión de la información en tiempo real fue acicate de la rebelión popular. Alaa Andel Fatal, pionero de esta generación del Facebook en un país con veinte millones de ciudadanos conectados a Internet, llevaba la batuta, pasando el micrófono al asistente que pedía, disciplinadamente, su turno de palabra. Entre las paredes cubiertas de negras telas, estaban tranquilamente sentados los más conocidos autores de blogs políticos de Egipto, estos ciberciudadanos que revolucionaron hasta cierto punto la sociedad egipcia. Hablaban de todo, de la necesidad de que sus mensajes se acercasen a las preocupaciones de los obreros, de los campesinos, de que había que volver a manifestarse en la plaza del Tahrir, de Siria o de Bahréin. No me era difícil recordar una cierta asamblea en el teatro Odeon de París durante la revolución de mayo de 1968, junto a mi compañera Myriam Josa. Aunque allí las discusiones fueran más apasionadas, porque se trataba nada menos que de cambiar la vida, pese a que nos acechaban los gendarmes tras las barricadas del Quartier Latin. Me gustó que en conversaciones con algunos blogueros, como con Nura Yunis, una de las más descollantes de este movimiento contestatario que empezó en el 2005, nadie presumiese de haber provocado, como tantas veces se había dicho al principio, la revolución. Los blogueros egipcios emplean un árabe más popular, y a pesar de que los más conocidos e invitados a los países extranjeros son de expresión inglesa, no están circunscritos tan sólo a los ambientes de las clases medias occidentalizadas. Cada vez que los asistentes expresaban, en el codificado lenguaje de Twiter, su acuerdo, su satisfacción tras las palabras de sus cofrades de esta suerte de hermandad de los reputados héroes de la sociedad contemporánea, movían graciosamente sus manos en un alegre gesto de espontaneidad. A mí, sentado en un rincón del oscuro teatro, me parecía un aleteo de palomas.

Periferias de El Cairo

5 de diciembre de 2011 El Nuevo Cairo es una de estas suntuosas ciudades residenciales de cien kilómetros en construcción, en la carretera de Suez. En su vasto perímetro van brotando villas lujosas de ecléctico estilo, desde residencias californianas a chalets con fachada neoclásica, mansiones como cortijos andaluces, funcionales edificios de oficinas, campus para tres universidades o grandes bloques de viviendas envueltos de andamios, modernas mezquitas, avenidas apenas trazadas entre los arenales, cuya principal arteria aún lleva el nombre del Presidente Mubarak. Este colosal proyecto en el que participan prestigiosos arquitectos como Lagoreta y poderosas empresas constructoras como la libanesa Solidere, es la incesante expansión de los sueños de horizontalidad en un espacio sin límite. La caída del Rais Mubarak ha desinflado el escándalo de la especulación inmobiliaria que se extiende a la Ciudad del 6 de Octubre y a otras lujosas zonas periféricas. Como muchos de estos negocios sólo podían hacerse gracias a los contactos con la familia del expresidente, o a los favores del ministro de la vivienda Ahmad El Magrabui, ahora en la cárcel, han quedado en suspenso. Hay procesos para esclarecer cómo se habían obtenido centenares de hectáreas de estos terrenos a precios por debajo de los del mercado. Hombres de negocios egipcios y saudíes, como el multimillonario príncipe Walid Ben Talal, están comprometidos en estas transacciones sospechosas. El especulativo proyecto de construir una periferia más humana que aliviase la tragedia de una población que revienta por todas partes ha sido desnaturalizado con esta espaciosa ciudad del futuro, destinada a los egipcios ricos y privilegiados. Ya se ven los cercos de sus tapias en esta desarraigada ciudad satélite que crecía cada minuto, como cada minuto crece la población de Egipto en tres nuevos nacimientos. Los nombres de esta construcción en masa están en inglés, desde City Star a Stone Towers, mucho más tentacular que la de Dubái, anhelado sueño de muchos pueblos del Oriente Medio. Quedan los andamiajes, los tubos de hormigón apoyados sobre montículos de tierra, testimonio en sus calles y avenidas polvorientas, vacías al atardecer con sólo huellas de zorros y perros vagabundos. Beverly Hills, o Dreams Land, con su hotel Sheraton, sus parques de golf y de atracciones, son ciudades para ricos. Pero esta periferia urbanizada ganada al desierto está sobre todo habitada por una población modesta o de clase media, por una población joven que tuvo la suerte de establecerse en casas subvencionadas por el Estado. Muchas de estas viviendas de barata construcción, vacías casi todo el año, son propiedad de los emigrantes egipcios que van a trabajar al reino de Arabia Saudí. La Ciudad 6 de Octubre fue la primera ciudad satélite de esta inmensa capital en la que se hacinan veinte millones de habitantes, de esta milenaria aldea del Nilo, urbana y rural, árabe y africana, violenta e indolente, de Oriente y Occidente, en la que como escribió Jean Lacouture «el silencio y la soledad son un privilegio». Es una verdadera ciudad con barrios residenciales y populares, con un núcleo industrial, con

mezquitas e iglesias. Comenzó a ser erigida en 1990 cuando Mubarak emprendió la construcción de grandes obras públicas como un nuevo aeropuerto, los puentes del Cairo y el metro, en su política de modernización. Cada día van y vienen del Cairo alrededor de cinco millones de personas. Todavía no hay estaciones de metro en estas poblaciones periféricas y los servicios de transporte públicos son insuficientes. Los triciclos negros y amarillos, equipados con motores chinos, son su más barato y eficaz medio de locomoción.

El restaurante Estoril, un estilo cairota que se desvanece

22 de diciembre de 2012 Tiene el restaurante Estoril dos puertas, la principal al fondo de un edificio en decadencia de la calle Kasr El Nil, una calle muy comercial y literaria de El Cairo, y otra, abierta a un callejón vetusto y sucio entre Kasr el Nil y Talat El Harb. Sería poco después de la muerte de Nasser, allá por el invierno de 1971, la primera vez que fui al Estoril. Recuerdo sus camareros sudaneses, los viejos sufraguis tocados de blancos turbantes, vestidos de verdes o encarnadas túnicas. El restaurante resplandecía con un estilo moderno, muy vital. Era angosto, encajonado entre paredes colgadas de telas de pintores locales, con una barra de mármol del bar, donde bebían y hablaban por los codos parroquianos sentados en taburetes, y con dos hileras de mesas dispuestas a cada lado del pasillo. El Estoril, abierto en 1956, era muy reputado por su cocina francesa, sus vinos, su estilo cosmopolita y desenfadado. Han ido pasando los años y nunca, en cada viaje, he dejado de frecuentarlo. El otro día el maître me sorprendió al decirme que ya no servían postres porque menguaba la clientela. El viernes sólo estaba abierta su puerta secundaria, porque atravesaban la calle Kasr el Nil los manifestantes que se encaminaban a la vecina plaza del Tahrir. El Estoril se ha convertido en uno de los últimos lugares de talante liberal en este céntrico barrio de la ciudad, donde aún se citan alrededor de su barra con una vieja máquina calculadora de manillar, cairotas de otra generación, que todavía beben alcohol en público, una generación que no latía con las doctrinas y emociones del islam, cuando Egipto aún no había sufrido su expansión. Mi Cairo, mi geografía humana de todos estos años de visitar la ciudad, se extiende desde la corniche del Nilo, con el Hotel Nile Hilton y su contiguo edificio del Museo y la horrible y kafkiana gran mole de la Mogama, con sus laberintos de despachos administrativos, policíacos, hasta la plaza de la Opera, la calle de Adli con la gran sinagoga, pasando por Kasr el Nil, la plazuela de Talat Harb, con la estatua del enturbantado político nacionalista, la esquina de la pasteleria Gropi, antaño famosa por sus helados. En el mismo edificio se encuentra el resturante del Club Helénico, vestigio de la época internacional de Egipto con sus colonias griegas, italianas, maltesas, levantinas. En la acera del Gropi, lugar de citas, hubo durante años un desordenado quiosco en el que a veces, incluso, encontraba algún ejemplar atrasado de La Vanguardia. ¡Qué emoción tener el periódico en las manos, qué alegría encontrar publicada una de mis crónicas! Ni el correo ni el teléfono funcionaban bien en El Cairo, hoy desbordado de móviles y ordenadores. El télex era el mejor medio para enviar informaciones y artículos. Me instalaba en este barrio, sobre todo, porque aquí estaba en una callejuela, cerca del Banco Central, la oficina de la United Press International, en un decrépito edificio delante del diario Al Ahram. Como nuestro periódico tenía un acuerdo con aquella agencia norteamericana, los corresponsales que íbamos por el mundo, desde los tiempos de Augusto Assía, teníamos derecho a utilizar sus informaciones y lo más importante: enviar nuestras crónicas por sus télex.

En la acera frontera del Gropi sigue abierta la librería de L’Orientaliste con sus libros antiguos y raros que a menudo citaba Ignacio Rupérez cuando era consejero de la embajada de España. A unos pasos, detrás de la calle Kasr el Nil, está el hotel Cosmopolitan que durante años fue mi hotel preferido de El Cairo, modesto y decadente, donde conocí a Javier Valenzuela al empezar su carrera de corresponsal. El Estoril sigue frecuentado por hombres de un cierto ambiente ya trasnochado de cairotas sobrevivientes de otro tiempo, junto a jóvenes turistas extranjeros en busca del espíritu desvanecido de la ciudad, como diría el escritor francés Michel Butor. Le Riche con su aire tan literario al otro lado de la calle Kasr el Nil tiene todos sus escaparates cubiertos con ajadas fotografías de El Cairo. En estos cines, cada vez menos frecuentados, como el Metropole, vi las cintas de Chahine sobre la mítica Alejandría de un cosmopolitismo efímero, ahora plaza fuerte de salafistas. Al final de la calle Talat el Harb, con muchas zapaterías con sus luces abiertas de noche, aún queda L’Americaine que todavía tiene su rótulo en francés. ¡Agonía de la francofonía en Egipto! Aún se editan las cuatro u ocho páginas de Le Progrés egyptieen, que publicaba hace años una sección de ecos de sociedad titulada «Alexandrinades». Ya quedan pocos taxis blancos y negros con sus matrículas Privée, que sufren la competencia de los taxis blancos, modernos, con sus taxímetros que rompen la costumbre y pesadilla de los regateos en sus carreras. El Cairo languidece. En la calle Kasrs Nil ya ha cerrado Livres de France. Desfallece pero no deja de vibrar porque es el centro, aunque fatigado, de un barrio que fue imagen de un tiempo de modernidad en el paisaje urbano de esta capital que a mí me gusta llamar metrópoli africana. Leyendo El Edificio Yacobián del famoso escritor Alaa Al Aswany, estoy seguro que el restaurante Maxim que describe en su famosa novela es el Estoril. Es allí donde se celebra la fiesta de la boda de Zaki Bey con Busayna Desuki, que Christine ameniza «para preservar el estilo europeo de la ocasión», tocando en el piano y entonando La vie en rose de Édith Piaf. El gran escritor que nunca ha abandonado su consulta profesional de dentista ha compuesto la elegía de la decadencia de este barrio con muchos edificios decrépitos, degradados, de arquitectura europea, antaño elegantes, con su estilo de vida cosmopolita. Una decadencia que comenzó lentamente en la década de los setenta, con las inexorables olas de impetuosa religiosidad que fueron acabando con sus costumbres occidentalizadas, libres, empujando a las élites a otros barrios como Mohandesin o Medinet Nasr. Algunos establecimientos de aquella época que han sobrevivido se me antojan trasnochados. Sentado en la humilde mesa de descoloridos manteles, sorbiendo la cerveza local, de marca Stella, de grandes botellas con su etiqueta que celebra sus ciento veinte años de vida, oigo los gritos de los jóvenes manifestantes rumbo al Tahrir. Quizá con su vitalidad hayan dado un nuevo soplo a este mundo que se desvanece, o acaso le han clavado su puntilla mortal.

Círculo infernal

19 de agosto de 2013 En Egipto, militares y cofrades de los Hermanos Musulmanes gestionan las violencias. Para las fuerzas armadas se trata de continuar con la represión hasta aplastar a los «últimos terroristas» que atacan instituciones estatales, como cuartelillos de la policía, prenden fuego a iglesias coptas, o amenazan el orden público acampando en plazas céntricas, provocando un ambiente de inseguridad y anarquía. La militarización del régimen progresa rápidamente. El Ministro del Interior ha anunciado el restablecimiento en la Seguridad del Estado de departamentos que habían sido suprimidos después de las jornadas de la revolución del 25 de enero de 2011 en la plaza del Tahrir, como la encargada de vigilar a los activistas políticos y religiosos, a los comprometidos en acciones terroristas. Estas decisiones hacen temer que se restablezca el régimen policíaco del tiempo del presidente Hosni Mubarak, cuyo proceso, juntamente con el de sus dos hijos, ha vuelto a aplazarse. De hecho, muchos egipcios no creen que el anterior régimen haya sido desmantelado, porque ha continuado bajo la transición militar en los días del poder de la Junta dirigida por el mariscal Tantaui, destituido de un plumazo por Mohamed Morsi, que nombró como su sucesor al general Abdel Fatah El Sissi, y en el efímero gobierno islamista. Durante todo este tiempo no se ha adoptado ninguna decisión sobre la reforma del cuerpo de policía, acusada por sus represiones antigubernamentales en el invierno de 2011. Los oficiales acusados por haber cometido violaciones de derechos humanos no han sido condenados. La mayoría de los implicados en aquellas represiones brutales fueron declarados inocentes. El mantenimiento en el gobierno formado después del golpe de estado del ejército del 3 de julio del ministro del Interior, Mohamed Ibrahim, significa que no habrá ningún cambio en sus prácticas que ahora se justifican debido a la crisis política y la lucha contra el terrorismo. Con la imposición del estado diario de urgencia sólo después de dos años de haberlo abrogado, Egipto vuelve a vivir bajo la ley marcial, que suprime derechos ciudadanos, decretada en 1967 por el Rais Gamal Abdel Nasser durante la guerra de 1967 con Israel. La Constitución elaborada bajo la influencia islamista, abrogada tras el golpe, respetó los privilegios adquiridos por el ejército. En artículos principales reconoce que el presupuesto de las fuerzas armadas no será objeto de ningún control por parte del Parlamento, y que el Ministerio de Defensa recaerá en un militar. La Cofradía prudentemente tuvo muy en cuenta no atentar contra los derechos adquiridos del ejército. Muchos egipcios consideran que el ejército, asumiendo la profunda frustración popular, dio su golpe de estado. El país ha quedado atrapado en un círculo infernal entre el fascismo islamista y el fascismo militar. ¿Qué es peor, una dictadura de inspiración islámica como en Arabia Saudí o Irán, o una de naturaleza militar y laica, como la que ha dirigido Egipto durante más de medio siglo? Desde 1952 el ejército ha gobernado ininterrumpidamente esta gran nación, la madre del mundo

como gustan llamarla sus habitantes. Fue un verano de aquel año cuando los Oficiales Libres – sociedad secreta militar que tuvo veleidades con los Hermanos Musulmanes– derribaron la monarquía de Faruk y fundaron la república. El general Naguib, que fue su primer presidente, acompañó al destronado rey al puerto de Alejandría desde donde partió, tras recibir honores militares, en su yate rumbo a su exilio romano. En esta sociedad militarizada, el establishment de las fuerzas armadas, formado por el ejército y los servicios de inteligencia, ha enmarcado la actuación de los presidentes Naguib, Nasser, Sadat y Mubarak, todos salidos de sus filas. En artículos de estos días hay comentaristas como Mohamed El Kabahi de Massa´iya que han escrito: «Hay que decir que la nación en esta época crucial de su historia necesita un general en el palacio del presidente de la república. A diferencia de un presidente civil, pertrechado con su bagaje militar es competente y tiene la fuerza para salvar la nación». El general Abdel Fatah el Sissi, alma del golpe de estado y hombre fuerte del régimen, ha ganado gran popularidad. Él fue, sin embargo, quien ordenó las humillantes pruebas de virginidad a las que sometió el ejército en el invierno del 2011 a las mujeres que se manifestaban en la plaza del Tahrir. La casta militar, cuyos miembros, a veces, contraen matrimonio con herederas afortunadas de la burguesía local, nunca ha perdido sus prebendas. En Egipto, el ejército no es sólo un estado dentro de un estado sino la garantía de la existencia de la república. Con sus empresas militares, industriales, agrícolas, con sus generales que desempeñan cargos de gobernadores provinciales como en los recientes nombramientos del gobierno, o en consejos públicos y privados de administración, compartió durante los mandatos de Mubarak los beneficios de las especulaciones de la élite capitalista y liberal. La militarización del régimen hasta se puede percibir en las nuevas normas para la acreditación de corresponsales extranjeros de prensa, que ahora también están sometidos a controles de seguridad. Empeñado en continuar la erradicación «de terroristas», el actual presidente no está dispuesto a abandonar su acción represiva. No le hacen mella las reacciones internacionales. «Los únicos que le conocen bien −me comentaba un diplomático occidental− son los EE.UU., que tanta ayuda les dispensan por mantener el acuerdo de paz con Israel». En El Cairo, estos días, sus numerosos partidarios le consideran su salvación. «El ejército y el pueblo −gritaban delante de la mezquita de Al Fatah de la plaza Ramsés tras su ocupación manu militari− son una misma mano». Era el mismo lema de la plaza del Tahrir en las ilusionadas jornadas revolucionarias del invierno del 2011, durante la confraternización de los confiados civiles y los soldados.

Durrell en la nostalgia

23 de agosto de 2013 Conocí hace años en Alejandría a Céline Axelos en su pisito de la calle Hurriya con alfombras persas y algunos muebles de época, lamentándose de que el muecín de la mezquita vecina interrumpiese con sus plegarias nuestra conversación. «Era, sabe usted −me decía−, una ciudad europea que se ha hecho árabe». Céline Axelos había sido compañera de Justine, personaje literario del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell. De vez en cuando periodistas occidentales la visitaban como si fuese sólo vestigio de aquel ambiente cosmopolita, olvidando que había sido poetisa, había dado conferencias en L’Atelier, por donde habían pasado escritores como Gide o Malraux. Nacida al alborear del siglo XX, lamentaba que en la tienda de la esquina la tratasen de extranjera. «Me llaman extranjera a mí, que he nacido y he vivido en Alejandría, donde voy a morir». Ahora, en la misma calle de la anciana poetisa de origen griego −cuya comunidad fue la más numerosa y próspera hasta el ocaso de la ciudad de cultura y expresión francesas− he conocido a Maryse Frege, alma del Instituto Cervantes, que comparte con el consulado de España un palacete de estilo italiano. Con admiración me hablaba de ella como «la última alejandrina» Luis Javier Ruiz en Beirut. Su árbol genealógico es la viva expresión de esta estirpe levantina, de esta población de lenguas y religiones diversas que arraigó en Alejandría. Moustaki cantaba aquello de que se sentía «extranjero entre los extranjeros». Fue otro alejandrino desarraigado, ciudadano del mundo. Fueron estas colonias extranjeras, además de la judía de origen egipcio, las que convirtieron la ciudad en la gran capital cosmopolita del Mediterráneo Oriental. «Cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones −dice uno de los personajes del Cuarteto de Durrell−, cinco flotas fondeadas en el puerto, pero sólo la lengua popular, el griego demótico, les puede distinguir». Su cosmopolitismo fue efímero, apenas duró un siglo, desde 1860 hasta 1960, cuando las comunidades que la habían hecho floreciente −italiana, levantina, judía, británica− fueron expulsadas tras la nacionalización del canal de Suez por Gamal Abdel Nasser y su irreversible arabización. De sangre griega, libanesa, italiana, Maryse Frege se ha hecho también española −sólo le falta la nacionalidad−. Forma parte de este grupo transnacional sirio-libanés que enriqueció con su vida, su trabajo y su cultura una época de gran libertad en estos pueblos, ahora tan sometidos a los integrismos religiosos. En su coqueto despacho de muebles de buen gusto, con su canapé y sillones de alegre tapicería, cuadros, estatuas y libros, Maryse me muestra una fotografía tomada al final de la década de los ochenta en la que todas las muchachas alejandrinas del curso de español iban en bikini. Salían de excursión a la islita de Nelson en Abu Kir. En otras fotografías familiares mujeres y hombres lucen elegantes trajes de corte europeo. «Soy alejandrina −me dice Maryse−, no tengo país. El mundo es mi ciudad». A excepción de seis años pasados en Barcelona, nunca ha vivido fuera de Alejandría, la capital de la memoria. El escritor latinoamericano Santiago de Luca escribió un

relato con el título de Reina mora, inspirado en Maryse. En el hotel Cecil no hay ninguna lápida ni mención alguna a Lawrence Durrell, el novelista británico que hizo de Alejandría un mito literario. El Cecil, con su ascensor de antigua caja de madera noble, con el hierro forjado de pasamanos de su escalera, fue centro de reunión del pequeño mundo que giraba alrededor de Justine, la protagonista del Cuarteto. Sólo en una columna del vestígulo hay grabadas en el cuadro de honor las firmas de Arnold Toynbee, Um Qalsum, Somerset Maugham, o Joséphine Baker, algunos de sus clientes famosos. Ir a Alejandría en pos del recuerdo del escritor o tras las huellas de sus criaturas literarias es una empresa inútil. Escribió Jean-Pierre Peroncel Hugoz, que fue corresponsal de Le Monde en El Cairo, que no es oportuno insistir en Alejandría sobre este tema. «Mire usted, nadie conocía a este oscuro empleado de los servicios de inteligencia británico, ni nadie le recibía en sus salones. El pequeño mundo de Durrell nació de su cerebro». Sea como sea, Alejandría, su Alejandría reina de religiones y de razas, soberana del Mediterráneo, capital de la memoria, ancló en el fondo de una manera literaria de ver esta ciudad de espejismo y de invisibles vestigios que quiso ser anillo entre Oriente y Occidente. En la ciudad donde el francés había sido la lingua franca, se conservaban las costumbres más liberales de Egipto. La monarquía la elevó a capital veraniega. Los gobernantes, la burguesía, estrellas del cine y la canción compraron villas y apartamentos en Agami, en esta corniche interminable. Al atardecer y por la noche, los alejandrinos forasteros se bañaban en sus playas, antaño prestigiosas, de San Stephano, Sporting Club, o Sidi Bishr. Había familias que vivaqueaban en las arenas y gente que fumaba la shisha o pipa de agua. Si no fuese por el bullicio y las luces del largo paseo, por el embotellamiento de automóviles y taxis, amarillos y negros como los de Barcelona, su decadencia no podría disimularse. ¿No ha reconocido el cineasta Youssef Chahine en su filme La memoria, por boca de sus protagonistas, que Alejandría se ha acabado? Naguib Mahfuz, en cambio, en su novela Miramar, respondiendo a la afirmación de que los griegos habían hecho la ciudad, escribió: «Alejandría ha vuelto a los suyos, ha vuelto a ser egipcia». De aquel tiempo destruido en el que los griegos eran más de cien mil habitantes en la ciudad, sólo quedan algunos establecimientos, como el Athinos, el Pastradis, o el Trianon, muy cerca del hotel Cecil, restaurantes, cafeterías y pastelerías del centro urbano. Hace años Cristina Constantinou, que había tratado al poeta Cavafis, me acompañó al cercano pisito de la calle Leptius donde vivió el «poeta de la ciudad», como le llamó Durrell, en el que armaron con sus pocos muebles, enseres, libros y recortes de prensa −entre ellos uno de La Vanguardia− su pequeño museo. Alejandría cuenta hoy con una población que tiene alrededor de siete millones de habitantes, entre los que las comunidades cristianas, primero la copta, muy amenazada, son una pequeña gota de agua. Hay una asociación de ex alejandrinos que cada año visitan la ciudad por su nostalgia incurable. En el castillo del sultán Qait Bey, construido sobre las ruinas del mítico Faro, rematado en el tiempo helénico por una poderosa linterna, el guarda al que había mostrado mi pasaporte me ofreció, al entrar, un pequeño libro: La religión del islam.

Alejandría sin barcos ni trenes

28 de agosto de 2013 Tuve que viajar en un microbús de enloquecido conductor para llegar a la gran ciudad mediterránea egipcia por la carretera de incesante tráfico y sin controles militares. El servicio ferroviario, uno de los más eficaces servicios del Estado, empezó a ir mal hace unos meses y ha empeorado en la última semana. Alguna vez un convoy fue asaltado y, a menudo, grupos de manifestantes bloquean sus vías. Ya no es seguro viajar en tren. La gran puerta construida sobre la entrada de la carretera a la ciudad ostenta su nombre escrito en letras árabes y griegas. Cuando los alejandrinos se dirigen a El Cairo dicen que van a Misr (el nombre de Egipto en árabe) y no a Al Qahira (que significa la victoriosa), que es como se llama en su lengua la capital del país. Alejandría fue una gran metrópoli mediterránea alejada, desde el tiempo de los griegos hasta el de sus modernos gobernantes, de la civilización y del estilo de vida egipcios. Sus años de cosmopolitismo apenas duraron un siglo, desde 1860 hasta 1960. Fue un paréntesis en su historia. Con Jorge de Lucas, nombrado recientemente cónsul general en la ciudad portuaria −diplomático que había servido antes en Damasco y en Mascate− recorro la calle del profeta Daniel, la más céntrica calle alejandrina, en la que están el edificio de su antigua bolsa, la magnífica sinagoga judía, el centro cultural francés y numerosas casetas de libros viejos en todas las lenguas y con sorprendentes ejemplares, como obras de Marx y Engels, biografías de Stalin, o una historia de la Unión Soviética en francés. Es una feria estable de libros usados, quizá más amplia que la de la famosa calle bagdadí de Al Mutanabi, el gran poeta de los árabes de todos los tiempos. Alejandría no sufrió la pasada semana acontecimientos tan trágicos como El Cairo. El mismo día, sin embargo, del asalto de las fuerzas armadas contra la acampada de los partidarios del depuesto presidente Morsi, los manifestantes de la segunda ciudad de esta nación prendieron fuego a dos cuartelillos de la policía y quemaron, por segunda vez, las oficinas del gobernador de la provincia, que, como ocurre desde los tiempos de Mubarak, es un general del ejército. Ante la monumental sinagoga de la calle del profeta Daniel, sin aparente vigilancia, aparecieron antes del toque de queda varios hombres armados. Ni este templo ni el cementerio judío han sido amenazados. La estereotipada imagen del radicalismo islámico aplastando los residuos de la época cosmopolita quizá sea exagerada. En Alejandría la población es favorable ahora al gobierno militar, aunque en las elecciones legislativas fueron los candidatos de la cofradía de los Hermanos Musulmanes y de los salafistas del partido Al Nur −uno de cuyos principales dirigentes es oriundo de la ciudad− los que consiguieron más votos. Recuerdo que entonces unas muchachas coptas. vestidas con blusas de colores vivos y pantalones vaqueros, sentadas en una de las terrazas de las últimas cafeterías griegas de la corniche, me dijeron que habían votado al partido de Mohamed Morsi para evitar el avance de los salafistas. Aquí los salafistas se mantienen en una actitud neutral, de prudencia, y no participan en las

manifestaciones de la cofradía. En los escopetazos callejeros son matones armados los que provocan a los cofrades, incluso ante el famoso hotel Cécile, de la plaza de los Cónsules, uno de los novelescos escenarios del Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, inspirado en la vida cosmopolita de la ciudad. Alejandría es, evidentemente, una población conservadora. Los Hermanos Musulmanes, teniendo en cuenta la destacada presencia del partido Al Nur, adaptan su programa a las circunstancias propias de la localidad. Durante la pasada semana salieron de Alejandría los extranjeros trabajadores y empleados de sus industrias. Los consulados −Alejandría conserva una prestigiosa tradición secular de cónsules europeos, como los de Grecia, Francia, Italia y España− han organizado sus programas de repatriación. Hoy, Jorge de Lucas vuelve a abrir las oficinas del consulado, situadas en un hermoso palacete de la calle Hurriya (Libertad), donde también los profesores del Instituto Cervantes imparten habitualmente sus cursos de español. De Lucas espera la llegada de un equipo de geos para asegurar su misión. La suspensión de los trabajos portuarios preocupa a Alejandría con sus históricos muelles, los más activos de Egipto, desde donde antaño se exportaba su famoso y apreciado algodón, su oro blanco, a todo el mundo. Por el aeropuerto y las carreteras respira la ciudad milenaria. Desde mi balcón del hotel Cécile contemplo la hermosa bahía mediterránea, con su larga y popular corniche vacía y silenciosa, bajo el toque de queda militar.

Memorias de El Cairo

20 de septiembre de 2013 Gamal Abdel Nasser había muerto en El Cairo, y yo acababa de empezar ilusionadamente mi aventura de corresponsal en Oriente Medio, con base en Beirut. Nunca he olvidado mi primera visión de El Cairo. Al desembarcar en el aeropuerto vi por vez primera la gran metrópoli egipcia. La ciudad con las luces apagadas sin apenas automóviles −era arriesgado circular ya que muchos grupos de jóvenes amenazaban al conductor del vehículo por no respetar el duelo− tenía un aspecto tétrico. Muchos faros de los coches estaban pintados de azul, debido a las últimas incursiones aéreas israelíes. Las sombras de las casas se hinchaban de pronto, por los parapetos o defensas de ladrillo levantadas ante sus puertas. La muerte parecía habitar aquella noche en El Cairo. Era imposible avanzar por la gran estación de la plaza de Ramsés. Miles de muchachos yacían en los andenes, en los raíles de las vías del tren, llegados de todas las poblaciones del país. Centenares de miles de personas no durmieron aquella noche en la ciudad. Por los alrededores del Hotel Hilton, de la plaza del Tahrir, a lo largo de la avenida Ramsés, ya estaban cubriendo la carrera los soldados hasta que a las diez de la mañana del día siguiente llegase el cortejo fúnebre. La gente se había encaramado en farolas, árboles, a las cornisas de las casas. Cuatro millones de personas, quizá cinco, presenciaron el paso de los restos del Rais. Nunca he olvidado mi primera visión de El Cairo donde mucha gente se empeñaba entonces en no aceptar la muerte del presidente. Durante varios días la capital vivió sin pulso, ensimismada en sus lamentos. Sólo las pirámides quedaron abiertas al público y fue también entonces cuando, casi a solas, pude visitarlas por primera vez. Nasser hizo de El Cairo la capital de los árabes, cuya revolución quisieron imitar desde Bagdad a Tripoli. Egipto, la «Madre del mundo» –Umma el Dunia– presumía ser un centro político internacional. ¿No se decía que los árabes no podían hacer la guerra a Israel sin Egipto, ni la paz sin Siria? Cantantes como Um Qaltum, la Estrella del Oriente, cuyo multitudinario entierro también presencié atravesando la plaza del Tahrir, los filmes que se producían en los estudios de Guiza −Hollywood de los países árabes−, la música, la danza del vientre, la radio, como la famosa «Voz de los árabes», realzaban esta nación milenaria y pobre, orgullosa y paciente, que pese a todos los esfuerzos de su impulso laico y modernizador, de sus veleidades socializantes, no dejaba de ser una sociedad profundamente conservadora, con más población rural que ahora, cuando la cuarta parte de sus habitantes viven hacinados en El Cairo, donde la Cofradía de los Hermanos musulmanes ya luchaba por el poder, y se defendía con las uñas de sus perseguidores. Nasser urbanizó la plaza del Tahrir, cuyo famosa y desangelada mole del edifico de la Mogama fue un regalo de los soviéticos, como la Torre del Cairo lo fue de la CIA estadounidense. Hizo avanzar también las obras de la corniche o paseo del Nilo, cortando los jardines de la embajada británica, antigua potencia colonial. Fue también el dirigente árabe más popular con aquella frase inolvidable «¡Egipcio, levanta tu cabeza!», adalid del Movimiento de los No Alineados, y de las

organizaciones nacionalistas antiimperialistas, pero fue además un dictador, caudillo de un régimen policíaco, que arrastró a la humillante guerra con Israel de 1967, que tantas derrotas y catástrofes provocaría en estos pueblos. El Cairo, aunque perdió los oropeles del trono del rey Faruk, al que muchos egipcios recordaban con nostalgia, las apariencias de un sistema liberal de partidos, de los bachauat o pachás, y de la prensa, sufrió el final dramático del cosmopolitismo de Alejandría, su mediterránea ciudad rival, capital de la Memoria. Era una ciudad de costumbres tolerantes y de espejismos de occidentalización. La censura de prensa −una vez llamando por teléfono a María Teresa en Barcelona estoy seguro que nos cortaron la comunicación al no entender el catalán en que hablábamos− acabó con los diarios como Al Ahram, adaptándose después al nuevo orden imperante, y la ley del régimen militar prohibió los partidos políticos. Pero la censura, en cambio, apenas se metía en las películas cuyas imágenes en blanco y negro, sobre amoríos, vida alegre, aventuras de desenfadadas comedias musicales, con chicas ligeras de ropa, pícaros argumentos de hombres vestidos de mujer en plan jocoso, son ahora inimaginables. Grandes danzarinas del vientre como la bellísima Carioca, como Naima Akef, protagonizaron filmes que triunfaron en las pantallas desde el Magreb al Machrek. La decadencia, la intransigencia de costumbres empezó en la década de los ochenta con la pujanza de los petrodólares y del oscurantismo religioso saudí. En mis viajes de aquellos años respladecían hoteles, restaurantes, salas de fiesta, desde la Sahara City cercana de las pirámides hasta el Omar Khayam, un pequeño barco amarrado a la orilla del Nilo. Era dificilísimo encontrar una habitación de hotel, y todavía más difícil conseguir un taxi, uno de aquellos taxis humildes de fabricación local. Los salones del Hilton o del Semíramis, un hotel que tenía todo el encanto de la época colonial con su gran galería de columnas y su gran terraza sobre el río, acogían los jueves por la noche las bodas de postín. Por las calles las caravanas de coches de cortejos nupciales hacían sonar constantemente la bocina. Por la noche brillaban todas sus luces y apenas se podían contar los automóviles que todavía llevaban sus faros pintados de azul. El frente de la guerra sólo estaba a unos cien kilómetros, en la carretera de Suez. Sólo en los extremos y en la mitad de los puentes que atraviesan el Nilo, soldados con grandes cascos de acero evocaban aquella época «ni de guerra ni de paz» en que vivían los egipcios. El tiempo ha ido desgastando los edificios de estilo europeo de mi barrio cairota, en torno a la glorieta de Tal El Harb, a la calle Kasr el Nil, donde antaño había tiendas con rótulos en francés como La Belle Jardinière. Durante muchos años frecuenté este barrio, con la pastelería y cafetería Gropi, la cafetería L’Americaine, la librería francófona ahora trasladada a Zamalek, porque allí estaban las oficinas de las agencias informativas UPI y France Presse desde cuyos télex −¡ah los olvidados télex!− enviaba las crónicas a mi periódico. Salas de cine en las que había visto algunas de las mejores películas de Chahine han cerrado o languidecen. El gran novelista y polémico escritor Alaa Al Awany, autor de El edificio Yacobián, biógrafo del barrio, ha compuesto su elegía. Su decadencia comenzó lentamente con las inexorables olas de impetuosa religiosidad que fueron desplazando las costumbres occidentalizadas, empujando sus elites a zonas residenciales o periféricas. Sobreviven algunos establecimientos como el restaurante Estoril, vetusto y angosto. El único restaurante boyante, testimonio de toda esta época sepultada, es el Café Riche con sus sufraguis sudaneses con turbante blanco y galabias ceñidas con fajas, que sirven con delicadeza sus platos de cocina árabe y europea, entre paredes colgadas de retratos de escritores, artistas y cineastas. El Riche tiene una salita cerrada con fotografías del Premio

Nobel de literatura Naguib Mahfouz, que había sido uno de sus parroquianos. El famoso novelista sobrevivió a un ataque terrorista islámico. Fue también aquí que un día del verano de 1952 Gamal Abdel Nasser, y los «oficiales libres», tramaron su golpe de estado contra el rey Faruk, que derrocó a la monarquía. Este café es uno de los vestigios de un tiempo ido de El Cairo.

El perfumista Daniel

3 de febrero de 2015 Su negocio de esencias de perfumes ha aumentado en Siria porque sus competidores estadounidenses han perdido el mercado de aquella república, es boyante en Egipto ya que los salafistas dominan los zocos de los alrededores de las mezquitas y se enfrenta en Irak a los peligros del transporte de la mercancía para llegar, sana y salva, a su capital. Hace cinco años que Daniel, el abogado Daniel Guirro, pensó en dedicarse a la diplomacia (es antropólogo y arabista apasionado y trabaja en El Cairo) para vender sus esencias en los países árabes y en Irán. Fascinado por los idiomas, se ha entregado al estudio de la lengua árabe y, gracias a su dominio y a su exuberante vitalidad, ha conquistado una clientela exigente y que todavía hace sus tratos por valor de centenares de miles de dólares sólo con su palabra. Me cuenta que el primer día que su agente comercial le invitó a cenar en un restaurante de Guiza se sentó de espaldas a las pirámides, expresando así muy bien que su interés no era por la civilización faraónica sino por los egipcios de carne y hueso. «Egipto −dice mi amigo perfumista− es un territorio abonado para enamorarse». ¡Ah los perfumes del Oriente, el sándalo, el laúd, el ámbar, la mirra! El gran poeta Josep Carner durante su consulado en Beirut entre 1935 y 1936, escribió en uno de sus artículos en La Publicitat que «Oriente es una mezcla de buenos y malos olores». Daniel desmitifica con unas pocas palabras este ambiente de leyenda de Las mil y una noches, afirmando que todas las esencias son importadas de Europa. Los europeos manejan y manufacturan la «materia prima». Su negocio no es tanto la confección de un perfume, de una colonia, sino la distribución de los ingredientes de su esencia, en jabones, detergentes, ambientadores y otros productos de consumo. Los mayoristas, sus clientes, acostumbran a ser gente como los imanes, vinculada al islam, simplemente por el hecho de que tradicionalmente los bazares se encuentran cerca de las mezquitas. Son hombres muy religiosos, que desconfían de los europeos, de los cristianos, y que no comerciarían con vendedores que sospechasen que no creen en Dios. El Corán se refiere muchas veces al perfume. El perfume no es un lujo, forma parte de la cultura árabe, en mujeres y hombres. Es su purificación corporal. «Más de una vez −evoca Daniel Guirro − un cliente me pidió que le hiciese un perfume para que cuando se fuese, la gente recordara que estuvo allí». Es el valor de la persistencia del perfume. Exporta toneladas de sus fragancias en bidones de doscientos kilos a Lataquia, el puerto de la franja mediterránea de Siria, a Áqaba en el reino hachemita de Jordania, destinados a Bagdad. En alguna que otra ocasión tuvo que sobornar a chiíes o a suníes, a soldados iraquíes en Ramadi, o a combatientes del Estado Islámico en Faluja, para que dejasen pasar los camiones con los contenedores de su mercancía a Bagdad, al famoso zoco Chorja, varias veces incendiado y saqueado por los terroristas. Hay una sociología del olfato que Daniel conoce muy bien porque en países pobres, de malos olores como Sudán, se necesitan perfumes más fuertes. El mercado del Golfo, de los ostentosos

principados petrolíferos, es un mercado aparte y más refinado. Presume Daniel de haber vendido algunas de sus esencias a la familia principesca de Dubái. «Nuestras fragancias no tienen fronteras», es el lema de su empresa, una empresa familiar de Cervelló. En sus pulcros pabellones, entre pinos, trabajan con batas blancas los químicos, los perfumistas que por su talento y afinado olfato crean las esencias, muchas veces a gusto de los clientes. Son las vedettes de la casa, dos españoles y una francesa. Mucho más importantes que los enólogos porque elaboran productos de gran olor y delicadeza −un perfume se compone de entre 40 a 150 ingredientes−. Es un negocio arriesgado, muy competitivo. Daniel exporta una tercera parte de su producción al mundo árabe. En la nave de la fábrica −robots y olores− hay un voluminoso cargamento de esencias, a punto de ser expedido. «Va destinado a Lataquia», dice con naturalidad. Es la pasión árabe de Daniel Guirro.

Tiempo efímero en Oriente Medio

Tiempo de contrarrevoluciones

9 de mayo de 2011 Muy prematuramente se echaron las campanas al vuelo en el mundo para celebrar la inesperada primavera árabe, iniciada en Túnez, pero que fue en la gran plaza cairota del Tahrir donde alcanzó el momento de su floración. A los tres meses de las ilusionadas manifestaciones de Egipto que forzaron el 11 de febrero la dimisión del Rais Hosni Mubarak, la populosa y pobre nación del Nilo sigue postrada en la inseguridad, en la miseria y, lo que es más inquietante, en la radical incertidumbre sobre su porvenir. La minoría cristiana copta ha sido la primera víctima del nuevo desorden nacional. Vanas fueron aquellas demostraciones de solidaridad de musulmanes y coptos que, con cruces y medias lunas, aparecieron de vez en cuando en la plaza Tahrir, con representantes de la Cofradía de los Hermanos Musulmanes. Y vanas también aquellas emotivas misas dominicales, testimonio abierto de su identidad. La vulnerabilidad de esta minoría cristiana ha aumentado desde la caída de Mubarak, cuyo régimen −como aconteció en Irak con Sadam Husein y en Siria con Bachar El Asad− procuraba protegerla. En la misa pascual de la resurrección de Cristo en la catedral cairota, en el barroco oficio del papa Chenuda III, los generales del Consejo Supremo militar que gobierna provisionalmente la república hasta que se restablezca el poder civil estuvieron presentes. Chenuda, anciano jefe religioso de los coptos les colmó de respetuosos tratamientos. El año anterior acudió Mubarak a la misma nave iluminada. La nueva legislación ha establecido que el islam es la religión del Estado, postergando a los coptos a ciudadanos de segunda categoría. La integrista Cofradía de los Hermanos Musulmanes, que ha salido revigorizada tras el movimiento de las utópicas reivindicaciones de la plaza Tahrir ya convertidas en ceniza, siempre ha considerado que ninguna mujer ni ningún copto podían ser jefes de Estado. A Wael Ghoneim, que difundió por Internet las convocatorias de manifestaciones, la Cofradía le impidió que tomase la palabra en la plaza Tahrir, y sus simpatizantes maltrataron al político opositor Mohamed El Baradei el 19 de marzo, día del referéndum constitucional. Pero no es sólo esta fuerza bien arraigada en la sociedad egipcia, no son sólo los extremistas islámicos salafistas los que amenazan a los coptos. Estos fieles sufren también la falta de protección, o al menos de vigilancia, de las fuerzas armadas. Una y otra vez han denunciado discriminación a la hora de asegurar sus lugares de culto. Han aumentado los ataques a iglesias. Y es más difícil conseguir permiso para construir una iglesia que una mezquita. La contrarrevolución está en marcha en Egipto y en otros países árabes en los que habían brotado tantas incipientes primaveras populares. En el diminuto reino de Bahréin, por ejemplo, el gobierno actúa sin luz ni taquígrafos, sin Al Yazira, en su cruel venganza contra los instigadores chiíes de las manifestaciones de la plaza de la Perla. Occidente apoya hasta el final a sus aliados con trono en el Golfo Pérsico.

Las revoluciones árabes no tienen por qué desembocar, forzosamente, en sistemas democráticos. No puede existir, como escribió el político libanés Ghsan Salameh, «democracia sin demócratas». Como hace falta tiempo para que una revolución se desestabilice, las fuerzas contrarrevolucionarias están dispuestas a restablecer el orden anterior. En Egipto, los coptos son el ancestral eslabón más débil de la sociedad.

Espejismos de las primaveras árabes

29 de diciembre de 2012 Así como nadie hace dos años hubiese podido prever las denominadas «primaveras árabes», que para bien o para mal han dado un vuelco histórico a los pueblos del norte de África y del Oriente Medio y los han empujado a un movimiento irreversible, menos hubiesen podido suponer que ahora, en su segundo aniversario, se ha llevado a cabo en Egipto un polémico referéndum que ha consolidado la anterior victoria electoral de los islamistas. Recordemos, ante todo, que hasta la saciedad se había repetido desde hace muchos años que si se celebraban verdaderas elecciones libres en los países árabes desde el Magreb al Machrek, desde al Atlántico al Golfo, serían, indudablemente, las organizaciones islámicas las que conseguirían un mayor respaldo popular. Los grupos islamistas que en Egipto y en otros países árabes han ido destacando, por su eficaz organización, por su programa bien establecido, por su arraigada presencia en sus sociedades, han ido desbordando, marginando, a los manifestantes, animado con sus entusiasmos civiles a los jóvenes que soñaban con sus blogs, y con sus redes sociales, revolucionar sus inmóviles y esclerotizadas poblaciones. Movimientos islamistas, ejércitos, tribus, son agentes imprescindibles para cambiar esta relación de fuerzas que orientaran, en una u otra dirección, estas arcaicas, pero también muy jóvenes, sociedades. Hay dos escuelas de pensamiento, como gustan decir los estadounidenses, muy definidas ante este fenómeno tan imprevisto como indiscutible, mucho más complicado que la inicial teoría del dominó que contemplaba la caída de un dictador árabe tras otro dictador, como si estos países fuesen como los del Este de Europa. Una es la que cree, a pies juntillas, que estamos en la aurora de una nueva época revolucionaria que transformará profundamente el pueblo árabe, liberará sus energías, le conducirá a la democracia como en tantas otras regiones del mundo, dando al traste con las estereotipadas ideas de su identidad religiosa y cultural, aunque tenga que atravesar etapas terribles de matanzas y devastación. La otra considera que las dictaduras religiosas islamistas que han ido secuestrando las revoluciones iniciales serán más difíciles de derrocar que las anteriores, como buen ejemplo es el de Arabia Saudí, y que al final estos pueblos padecerán todavía más en su vida de cada día su totalitarismo religioso que excluye toda suerte de minorías, ya sean chiíes o cristianas, o bien de otra naturaleza. La discriminación de la mujer, el aplastamiento del individuo, considerado sobre todo como miembro de la Umma o comunidad musulmana, sometido a una autoridad absoluta aunque hubiese podido surgir al principio de las urnas, la idea de la conquista a través de la guerra contra los cafres o infieles forma parte de su verdadera weltanchaung o concepción del mundo. Podemos debatir hasta la muerte el tan traído y llevado tema de las relaciones del islam y la democracia. Los que insisten en que hay que ejercer la paciencia, soportar catástrofes, hasta el triunfo de la revolución me recuerdan las ideas que predicaban los comunistas aceptando el sacrificio de generaciones enteras hasta la victoria de la dictadura del proletariado. Unos y otros desdeñan en sus concepciones de la historia de los pueblos al hombre real, situado, en su breve tiempo vital.

Son los totalitarismos enemigos de la humanidad. Desde Túnez, Libia y Egipto al Yemen y, por los indicios horribles, más tarde Siria, los Hermanos Musulmanes pero también los yihadistas más belicosos, los musulmanes más retrógrados, imbuidos de la fe en su Cruzada, los terroristas de Al Qaeda, van avanzando irremisiblemente. La contrarrevolución, fomentada por Arabia Saudí y Qatar con sus petrodólares aplasta la resistencia de los reductos que defienden las libertades y diferencias, las ideas democráticas que desprecian por considerarlas acuñadas en Occidente. Las revoluciones que tan sorprendentemente se iniciaron hace un par de años, tienen que juzgarse por sus resultados y no por sus intenciones. Los islamistas, quiérase o no, llegan al poder y se desvanecen las ilusiones de una democracia liberal, las esperanzas de élites liberales, desprestigiadas en Oriente. Una vez más nuestras percepciones no coinciden con la realidad profunda de su mundo porque nuestros análisis no tienen en cuenta factores que desechamos como los fuertes vínculos de la sangre, las creencias religiosas o un estilo de vida muy arraigado que a menudo creen amenazado por los valores culturales de Occidente. En Siria la guerra civil fomentada por las injerencias extranjeras provoca estragos sangrientos interminables. En los demás países han aumentado las penurias económicas y las incertidumbres políticas. La realpolitik y el cinismo internacional han sido bien descritas en esta frase de un periodista del New York Books Review: «Los EEUU son aliados de Irak, que es aliado del Irán que apoya al régimen de Bachar el Asad que quieren derrocar. Los EE.UU. son también aliados de Qatar que ayuda a Hamas que combate a Israel, pero además de Arabia Saudí que financia a los salafistas que arman a los yihadistas que desean matar a los norteamericanos». Los EE.UU. y las potencias europeas han apostado por los Hermanos Musulmanes como alternativa a las anteriores dictaduras militares que durante décadas habían mantenido y a veces mimado, como la de Egipto, reforzando el bloque suní enfrentado al Eje chií de Irán, Siria y el Hizbullah libanés, amenazado por la guerra contra el gobierno de Damasco. Si en España llegaron durante la Guerra Civil las Brigadas internacionales comunistas o progresistas, sobre la condenada Siria se han precipitado los combatientes de la Internacional islámica. Pero en esta nueva etapa del Oriente Medio, países como Rusia y China, y en otro nivel potencias emergentes como India, Sudáfrica o Brasil, no comulgan con su nueva política o por lo menos se mantienen a la expectativa ante lo que, según se especula, podría ser una remodelación de su mapa estableciendo entidades confesionales, como alauí, suní, chií, que siempre ha sido una aspiración del estado judío de Israel. Sería un nuevo Oriente Medio sin las huellas de los acuerdos Sykes-Picot firmados después de la Primera Guerra Mundial entre Gran Bretaña y Francia. Las primaveras árabes han abierto cajas de Pandora tan peligrosas como la de la latente fitna o guerra civil entre suníes y chiíes, expresada sobre todo en el infierno sirio que sólo puede concluir con un acuerdo internacional. Es cierto que millones de árabes derrocaron a sus dictadores, rompieron el cerco del miedo que les oprimía y han empezado a ejercer en la plaza pública su libertad. Es un hecho indiscutible y alentador. El ideal, sin embargo, nunca ha podido cumplirse en ningún lugar ni en ningún tiempo de la historia.

Una línea en el desierto

26 de junio de 2014 El grupo escultórico de los Mártires en la desangelada explanada más que plaza que lleva su nombre en el centro de Beirut evoca la ejecución de libaneses, musulmanes y cristianos, religiosos, laicos, que se levantaron durante la Primera Guerra Mundial de 1914 a 1917 contra el imperio otomano. El gobernador Soleimán Pachá hizo erigir la horca en el emplazamiento más tarde urbanizado de la capital. La Guerra del 14 fue tiempo de hambrunas y de éxodo en el Líbano a raíz de las requisiciones de cosechas y alimentos por las autoridades de la Sublime Puerta debido al bloqueo marítimo de la armada inglesa y de plagas y epidemias que diezmaron la población. Localidades y aldeas de la montaña quedaron asoladas y miles de habitantes emigraron al Nuevo Mundo, constituyendo allí las llamadas «colonias de turcos» o de sirio-libaneses en los países de la América Latina. El recuerdo de la Gran Guerra es muy vivo en estos pueblos, porque configuró el nuevo mapa del Oriente Medio con los despojos del imperio otomano, aliado del emperador Guillermo II de Alemania, que se arrancaban las potencias vencedoras Gran Bretaña y Francia. Nombres de grandes personajes, militares como los generales Allenby y Foch, políticos como el presidente francés Clemenceau y el diplomático Georges Picot, que junto con Mark Sykes dieron nombre a sus tan llevados y traídos polémicos acuerdos sobre los que se fundaron los nuevos estados independientes tanto los árabes, como el de Israel, cuentan todavía con céntricas calles en esta capital levantina. Cuando comienza la guerra de la Entente contra el imperio otomano, el sultán de Estambul, usando un arma religiosa siempre blandida hasta ahora en los conflictos armados, proclama la Yihad contra ingleses y franceses. Después el Cherif de la Meca, Hussein, impulsado por T.E. Lawrence y los británicos al iniciar su alzamiento −«revuelta árabe»− contra la Sublime Puerta, lo hace también en nombre del islam. Ni en las tierras del Levante ni de Arabia se libró batalla tan mortífera como la de Gallípoli, el 15 de diciembre del 1915, cerca del estrecho de los Dardanelos, donde el ejército otomano en que todavía combatían soldados árabes de sus provincias del Oriente Medio, derrotó a las fuerzas británicas en las que estaban enrolados australianos, neozelandeses y hasta una unidad militar judía. Fue a través de la Oficina colonial de Gran Bretaña en El Cairo que T.E. Lawrence y Mac Mahon prepararon y fomentaron la «rebelión árabe» en la retaguardia del Imperio otomano, animando al Cherif de La Meca, Hussein, descendiente del Profeta Mahoma a combatir contra el Sultán. Aspiraban a que se separase del imperio otomano más que a una real independencia, evitando su participación en una Guerra santa. Mientras las campañas militares avanzaban −el general Allenby penetró en Jerusalén en 1919 por la puerta de Jaffa a pie, para no avivar los recuerdos de las Cruzadas− y progresaba el trazado del tren construido por los ingleses, vital para la delimitación de las nuevas fronteras, las intrigas de ingleses y franceses para dominar esta región, llamada Bilad el Cham, que bautizaron como Oriente Medio o Próximo Oriente, se

enmarañaban en su ambiente de hostilidad y desconfianza. Querían, tras su victoria, restablecer el sistema de influencias occidentales, controlar los yacimientos petrolíferos de Mesopotamia y garantizar el acceso del petróleo al Mediterráneo. Al comenzar el proyecto de un gran estado árabe unido, gobernado por Faisal, hijo del Cherif de La Meca, se resquebrajó en seguida por las maquinaciones de los gobiernos de Londres y París. Los «acuerdos Sykes-Picot» de 1916 tuvieron una elaboración muy penosa y estuvieron a punto de ser anulados por sus ambiciones coloniales de división geográfica de estos pueblos. Mark Sykes propuso separarlos entre Gran Bretaña y Francia con una «línea en la arena», desde la ciudad mediterránea de San Juan de Acre hasta Kirkuk en la Mesopotania. En la conferencia internacional de Versalles de 1919, y después en la de Ginebra, se dio un espaldarazo al mandato inglés sobre lo que ahora es Irak y Jordania, y al francés sobre Siria y el Líbano. Georges Picot desvinculó el territorio libanés de Siria, al que se unía al principio Palestina. «Los árabes −escribió en su despacho del Quai d’Orsay− se inclinan siempre ante los hechos consumados». Con la posterior declaración Balfour del 9 de noviembre de 1917 reconociendo un «hogar judio» sobre Palestina, comenzó la tragedia contemporánea del Oriente Medio. El troceo de las provincias otomanas con la separación de sus poblaciones que habían sido sometidas a la Sublime Puerta pero con sus comunidades confesionales, o miliyet, unidas, configuró el turbulento mapa de la región. Los Acuerdos de Sykes-Picot y la posterior declaración Balfour fueron la negación de los principios del presidente Wilson, que había hablado de la «primavera de los pueblos orientales» al proclamar el derecho a la autodeterminación de árabes, judíos, kurdos y armenios viviendo en libertad sobre los vestigios del imperio otomano. Cuando una comisión estadounidense visitó Palestina, en su memorándum enviado al presidente norteamericano corroboró que sus habitantes «estaban al borde de la desesperación y que rechazaban el sionismo». A los cien años de la Gran Guerra que sepultó imperios como el otomano, el ruso, el austrohúngaro, el alemán y creó un nuevo Oriente Medio con frágiles estados-nación de artificiales fronteras, aparece una época confusa, de inciertos contornos, sobre la que hay quien vaticina que los acuerdos Sykes-Picot se desvanecen. Nuevas fuerzas locales, nuevos equilibrios internacionales y regionales con protagonistas como Arabia Saudí e Irán, desastres humanos y éxodos desesperados, surgen con virulencia. La llamada a la guerra santa del islam, como hiciera el Sultán de Estambul y el Cherif de la Meca, con opuestos objetivos, vuelve a resonar en esta tierra santa de judíos, cristianos y musulmanes.

La «sumisión» de Occidente

7 de abril de 2015 Sin los museos, las ciudades del mundo serían mudas. Los museos son como lugares de culto de civilizaciones que han precedido la nuestra. Son templos donde se guardan emociones milenarias que sus visitantes pueden, quizá, sentir a flor de piel. Los museos son ejemplo de que la belleza es posible. En el trasfondo de la destrucción de los gigantescos Budas de Bamiyán, de la devastación del museo de Mosul o de los restos de la ciudad de Nínive, de la agresión al museo de El Bardo en Túnez, hay la misma voluntad. Arrancar todos los vestigios de la tan laboriosa creación humana, del esfuerzo artístico, anteriores al islam, a golpes de maza. Jailiya es el nombre usado por los musulmanes para describir la época anterior del islam, considerada «la edad de la ignorancia» con sus connotaciones paganas, antes de la sumisión a un dios único y a su ley. En el siglo pasado se elaboró la interpretación de la Jailiya moderna que se refería a una «nueva barbarie», un tiempo de nuevos valores, políticos y culturales, incompatibles con la religión mahometana. El intelectual egipcio Sayid Qutub −que por cierto vivió una temporada durante su estancia en los EE.UU. en Palo Alto, lo que ahora es el Silicon Valley− fue su máximo teórico y murió ejecutado en El Cairo por defender sus creencias extremistas del islam político. Esta concepción rechaza que en la formación histórica del islam hubiese elementos procedentes de civilizaciones anteriores. Mantiene que hay que aplicar implacablemente una tabula rasa para guardar la mítica idea de la pureza del islam. La guerra que nos han impuesto en Occidente llega en los peores años de nuestra decadencia, denunciada desde 1920 por filósofos como Oswald Spengler u Ortega y Gasset. Las culturas, según Spengler, atraviesan la juventud y la madurez para caer inexorablemente en la decrepitud. El «crepúsculo de las ideologías» fue un tema muy tratado a partir de la década de los sesenta en España. Con el horrible hundimiento de nuestro sistema económico, de nuestro maltrecho sistema de valores ideológicos, sociales, religiosos, se agotan las ilusiones de un humanismo calificado de «occidental». En la novela Sumisión, una ficción que se anticipó a una realidad histórica en Francia, en Europa, como ha ocurrido también en estos tiempos inciertos con otras obras literarias dedicadas a países árabes como Siria o Líbano, el escritor Michel Houllebecq, expone las raíces de esta peste invasora. Se percata de que es «probablemente imposible para gente que ha vivido con prosperidad en un sistema social determinado, imaginar el punto de vista de los que no habiendo tenido nunca nada que esperar de este sistema, contemplen su destrucción sin ningún miedo especial». Es sincero al denunciar la debilidad, la falta de adhesión a un mundo, a unos valores como «la república, la revolución francesa, la patria» que es el mundo del «humanismo ateo, laico sobre el que descansa la idea de la convivencia en trance de desaparecer». El sistema político al que estamos habituados −piensa el protagonista, profesor de la Sorbona con un cierto reconocimiento profesional, pero con una vida emocional vacía, sin creencias que valga la pena defender− puede estallar en cualquier momento. Es ante esta soledad, esta falta de estímulos, y evidentemente por conveniencia, que decide,

como otros profesores de la Sorbona, dotada generosamente por Arabia Saudí y Qatar, tras el imaginado triunfo del partido de la Fraternidad Musulmana en unas elecciones presidenciales, apoyado por los socialistas, convertirse al islam. El presidente Mohamed Ben Abbas se empeña, ante todo, en obtener el ministerio de Enseñanza porque «quien controla a los niños controla el futuro». Su mentor ideológico, un antiguo colega del claustro, convertido en el nuevo rector de la prestigiosa universidad parisina, explica al narrador que no son los creyentes en el Libro, los cristianos, los principales enemigos del islam, sino «el secularismo, el laicismo, el materialismo ateo». La iglesia católica es incapaz de oponerse a la decadencia de las costumbres. Europa es regenerada por las poblaciones musulmanas emigradas. La familia debe ser la célula básica de la sociedad. El presidente Ben Abbas sueña con otro imperio romano en Europa y en la tierra «porque si el islam no es mundial no triunfará». El retorno a la religión es una profunda tendencia de la sociedad. Hay que concebir el islam como una forma de humanismo nuevo. El colmo de la felicidad humana reside en la sumisión más completa a Dios. Su libro es un alegato contra nuestro egoísmo, contra la «breve ilusión de una existencia individual», contra nuestra cobardía, nuestra tentación contemporizadora. Son evidentemente los pueblos árabes los primeros en ser víctimas de este fascismo islámico. Pero nosotros estamos cada vez más expuestos a sus pérfidas maquinaciones. Sus reyezuelos y verdugos conocen muy bien la manera de explotar nuestras carencias y debilidades.

En Oriente Medio lo peor está por llegar

24 de febrero de 2017 Hace décadas que no hay guerras convencionales entre Estados en Oriente Medio. En 1988 concluyo la más larga y cruel, con un millón de muertos, en la que combatieron dos países musulmanes, el Irak árabe y el Irán persa. En 1973 por última vez se enfrentaron ejércitos árabes de Egipto y de Siria con soldados del estado judío. El verano de 1990 Irak ocupó Kuwait, provocando un año después la guerra de los EE.UU. contra el régimen de Sadam Husein, y en 2003 consumó su definitivo ataque no para derrocar su régimen, sino para destruir y descuartizar Irak. Desde entonces les han sucedido las llamadas guerras asimétricas: entre palestinos e israelíes, combatientes libaneses de Hizbullah y el ejército de los israelíes, milicias de toda calaña contra las tropas de Libia, de Siria, de Irak, del Yemen; yihadistas, protegidos de Arabia Saudí y Qatar, que imponen su terror en regiones sirias e iraquíes, o que luchan en el Sinaí contra el ejército de Egipto. En 1970 el conflicto primordial de Oriente Medio giraba en torno a la ocupación israelí de Palestina, secuela de la Guerra de los Seis Días de 1967, entre los países árabes e Israel. Era considerado «el corazón del problema del Oriente Medio», no sólo por razones nacionales estratégicas, sino porque atañía a la religión del islam, en Jerusalén, la ciudad tres veces santa. Pese al fracaso de la negociación de paz y a la marginación del conflicto, a raíz de las «primaveras árabes», y de sus nefastas consecuencias, es indiscutible que sin su solución no habrá paz en Oriente Medio. En este periodo histórico tiene lugar la Revolución Islámica de Irán en 1979, que da el espaldarazo a las poblaciones musulmanas chiíes sometidas a las suníes, alentadas por el nuevo régimen de Teherán, que entran con fe y con impulso en la edad contemporánea de la región. La rivalidad entre el nuevo Irán de Jomeini y la Arabia de los saudíes, protegida de los EE.UU., configurará en gran parte la compleja situación actual de permanentes violencias, aunque sea también consecuencia de otros muchos factores políticos, religiosos, económicos y de poderosas injerencias extranjeras. Hace medio siglo, bajo dictaduras militares árabes, bajo el imperio bipolar de los EE.UU. y la Unión Soviética, los países del Oriente Medio se mantenían en equilibrio, roto de vez en cuando por golpes de estado, asesinatos y violencias políticas, así como por la amenaza latente de guerra con Israel. Aún estaban vigentes modelos ideológicos de tendencia progresista, laica, con influyentes gobiernos en Egipto, Siria, Irak y Libia. Pero a partir de los años ochenta, el reino de Arabia Saudí comenzó a exportar, gracias a los petrodólares, las doctrinas oscurantistas del islam. No hay duda de que la corrupción y el despotismo de estos regímenes facilitó el camino a las nuevas generaciones de yihadistas, que se inspiran en la Edad Media pero manipulan con extrema pericia los instrumentos tecnológicos más perfeccionados de nuestro tiempo. Lo peor está por llegar en Oriente Medio. Las dos grandes potencias, EE.UU. y Rusia, rivalizan en los frentes militares, sobre todo en Siria donde los rusos han aumentado su presencia militar reforzando al gobierno de Damasco en la guerra. Nada induce a creer que puedan avenirse a un

compromiso que por lo menos sirva para aliviar a la población, objeto de los estragos bélicos. Los poderes regionales −Arabia Saudí, Irán, Qatar, Turquía, Israel− están enzarzados aquí y allí en inextricables luchas. «El enemigo de mi enemigo −reza un proverbio árabe− es mi amigo». Las peripecias en los campos de batalla en Siria, en Irak, en Yemen, cambian cada día. Gobiernos europeos bombardean bases de los bárbaros del islam, arman y financian a grupos combatientes aliados, sin efectivos resultados en el terreno donde no se aventuran a enviar sus tropas. El Estado Islámico resiste. Esta violencia engendra más violencia y terror. A los que deciden las guerras nos les hacen mella ni las muertes ni la devastación de sus poblaciones. Oriente Medio se ha convertido en un infierno inextinguible, banal. Sus causas son profundas, se remontan a décadas pasadas, a los acuerdos coloniales de división de sus pueblos, a la creación del estado de Israel, a la manipulación política del islam, a los frecuentes ataques militares estadounidenses, a la corrupción de sus élites gobernantes, a sus identidades asesinas, a la explosión demográfica, a la pauperización. El único conflicto que se trata de resolver con negociaciones es el tema nuclear iraní, que todavía necesita esfuerzos y tiempo para poder ultimarse. Oriente Medio seguirá siendo, por muchos años, un estallido de horror.

Epílogo

¿Por qué Alcoverro? Existe la fatiga de la materia y existe la fatiga del reportero de guerra. Por eso me eché un día en el sofá de Tomás Alcoverro: Israel llevaba muchos días bombardeando Beirut y yo, complementando al corresponsal, estaba cansado de enviar crónicas. No olvidaré ese día: 27 de julio del 2006. Solo en su piso, con las puertas del balcón abiertas, cogí una cinta de Georges Moustaki y la coloqué en el radiocasete de los años ochenta. A todo volumen. La escenificación era total: los bafles eran casi vintage, los aviones bombardeaban y Le métèque llenaba el skyline de Beirut… Avec ma gueule de métèque… ¡booom! De Juif errant, de pâtre grec… ¡booom! Et mes cheveux aux quatre vents… ¡booom!

Cayó la tarde y Alcoverro llegó exhausto del sur de Líbano, de Nabatieh, duramente bombardeada por la aviación israelí. –¿Qué tal? –le pregunté. –Estoy impresionado, impresionado… –respondió–… Espera… recuerdo una crónica que escribí hace treinta años también desde Nabatieh… El corresponsal localizó en su archivo la vieja crónica, me la entregó y no me lo podía creer: «Vengo impresionado de Nabatieh…», contaba Alcoverro el 18 de mayo de 1974 tras contemplar la misma ciudad bombardeada. Salí incrédulo al balcón, releí la crónica del 74 –«Información del extranjero. Beirut: La represión israelí en El Líbano ha sido brutal. Crónica de nuestro corresponsal…»– y miré el cielo escuchando Le métèque. Un avión israelí rompió la barrera del sonido y pensé que hay corresponsales que escriben lo que pasa y otros que escriben lo que queda. Et nous ferons de chaque jour… ¡booom! Toute une éternité d’amour… ¡booom! Que nous vivrons à en mourir… ¡booom!

Hoy, cuando Internet ha sustituido al sudor y al olor, cuando se tiende –hasta la saciedad– a escribir lo mismo de la misma manera, recuerdo más y más ese momento en ese balcón, sobre el cruce de la calle Commodore con Jeanne d’Arc. El barrio de Hamra. Beirut. B – e – i – r – u – t… Hay ciudades que tienen nombre de puta exótica: lo escribió el diplomático Federico Palomera en un poema pensado ahí.

¿Por qué Alcoverro? Por la emoción. Por el sudor. Por el factor del que nacen todas las informaciones: el factor humano. ¿Por qué Alcoverro? «Porque estalla en el aire como un castillo de fuegos artificiales y queda agarrada en la orilla del mar –escribió un día el corresponsal–, porque es la frontera entre todos los sentimientos y eso tan superficial que son las ideas, porque es el infierno, la imaginación, la ternura y la esperanza. Porque cada día parece morirse irremisiblemente y surge después en otra aurora roja, porque todos la desahucian y nadie la arranca de su corazón, Beirut es, y no la he elegido, mi ciudad». Plàcid Garcia-Planas

Notas

1 . «Figura negra que lleva en una mano la enorme cafetera, con la otra hace sonar las tazas de porcelana igual que castañuelas».

Índice

Prólogo Siria, la guerra interminable La fuerza silenciosa de El Asad Hoy como ayer El anhelado visado «Hama es el cementerio del régimen» Alepo, la ciudad tranquila y confiada del norte Llanto por Siria Cristianos ante un nuevo calvario Los kurdos, minoría étnica de Siria Suníes y alauíes, frente a frente El peor enemigo de El Asad Bab Tuma, oasis damasceno La judería de Damasco La tumba de la información Cuando Josep Carner escribía sobre Damasco Sueida, la cara tranquila de Siria Erótica lencería Carretera de Beirut a Damasco Vida y guerra en Damasco La culpable ignorancia de la realidad siria Amelia Puga, radiofonista y cocinera en Damasco Un viernes en Damasco Claroscuros de Damasco La frontera Lataquia, la perla de la costa siria

Viaje en autobús de Lataquia a Damasco La revolución de las bicicletas La guerra en el trasfondo de los atentados de Francia ¿Cuánto tiempo para reconstruir Homs? Entre Oriente y Occidente Palmira, «la batalla del mundo» Boda en Damasco El Viejo de la Montaña y la secta de los Asesinos Notas de andar y ver por el país alauí Una guerra a puerta cerrada Un autobús para Raqa Cruce de caminos Grafitis de la yihad en Palmira El incienso de Malula huele a libertad Culebrones de Damasco La guerra en un kilómetro cuadrado Testamento de Alepo El otro Alepo El Líbano o la supervivencia Elogio del barrio de Hamra Ser ateo en tierras del islam Gerard de Villiers, cuando la ficción se confunde con la realidad En las puertas del infierno La Corniche de Beirut El espía del tercero Alexandre Paulikevitch y el teatro El Medina de Beirut Plaza de los Mártires, corazón muerto de Beirut Baalbek, el festival internacional y los chiíes La escuela cuáquera donde estudió Bin Laden La maestra de Lawrence de Arabia

¿Quién lee libros en Beirut? La marcha nocturna de Beirut El bar de los comunistas en Beirut La duquesa de Guermantes de Beirut Epístola beirutí Egipto, la madre del mundo Alaa Al Aswany, portavoz literario del Tahrir Los marginados de la plaza del Tahrir y los blogueros Periferias de El Cairo El restaurante Estoril, un estilo cairota que se desvanece Círculo infernal Durrell en la nostalgia Alejandría sin barcos ni trenes Memorias de El Cairo El perfumista Daniel Tiempo efímero en Oriente Medio Tiempo de contrarrevoluciones Espejismos de las primaveras árabes Una línea en el desierto La «sumisión» de Occidente En Oriente Medio lo peor está por llegar Epílogo