Politicas De La Memoria Y De La Imagen

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Luis Ignacio García

Si pensar implica hoy extrañarse ante un sentido común penetrado por la lógica del mercado y la estética del espectáculo, demorarse en las «evidencias» hasta socavarlas, conquistar esa especie de «incomprensión» de la realidad que hace posible las preguntas, entonces el lugar del pensamiento parece muy difícil de elaborar en la política, especialmente cuando la relación de ésta con la realidad tiende a resolverse como cálculo económico y estrategia mediática. Enfrentados a la tarea de intentar pensar el tiempo que nos toca vivir, a partir de un pasado en que el horror, la desilusión y la confusión no han dejado nada intacto, tenemos por delante no sólo el porvenir, sino también ese pasado cuya comprensión aún está pendiente, como una deuda. El presente libro de Luis Ignacio García aborda los temas de las políticas de la memoria, el tiempo de post-dictadura, las imágenes de lo impresentable, las tensiones y silenciamientos en el debate político en la actualidad del mercado, la posibilidad de una autocrítica de «las izquierdas», la figuras de la alegoría y el montaje como recursos de la representación en un presente que se reconoce en medio de las ruinas de utopías que no se realizaron. García desarrolla estos temas en relación con la historia reciente de la Argentina, reflexionando críticamente las contradicciones, los crímenes, las tensiones y la hipoteca ideológica de un tiempo que va desde la dictadura hasta la actualidad. Se trata, por lo tanto, de un libro escrito desde la Argentina, pero no «sobre» la Argentina, sino que, por el contrario, proyecta los temas mencionados hacia los elementos que articulan eso que podríamos denominar nuestra «experiencia latinoamericana», hoy referida ante todo a la crisis y agotamiento de sus propios recursos de comprensión. García escribe con una informada lucidez en la que se articulan el análisis político, la reflexión estética y el pensamiento filosófico orientado hacia la comprensión de un tiempo —el presente— que intenta construir la representación de un futuro posible desde las ruinas. Sergio Rojas

Políticas de la memoria y de la imagen Ensayos sobre una actualidad político-cultural

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Ensayos sobre una actualidad político-cultural

Colección Teoría 23

Políticas de la memoria y de la imagen

Luis Ignacio García

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Colección TEORÍA · 23 Programa de Magíster en Teoría e Historia del Arte Departamento de Teoría de las Artes Facultad de Artes • Universidad de Chile

políticas de la memoria y de la imagen ensayos sobre una actualidad político-cultural

Luis Ignacio García Políticas de la memoria y de la imagen Ensayos sobre una actualidad político-cultural

Colección TEORÍA · 23 Programa de Magíster en Teoría e Historia del Arte Departamento de Teoría de las Artes • Facultad de Artes Universidad de Chile

Políticas de la memoria y de la imagen Ensayos sobre una actualidad político-cultural © Luis Ignacio García ©Magíster en Teoría e Historia del Arte Departamento de Teoría de las Artes, Facultad de Artes, Universidad de Chile. Santiago, 2011. Las Encinas 3370, Ñuñoa, Santiago de Chile. Teléfono: 9787516 Email: [email protected] Facultad de Artes, Universidad de Chile Decana: Clara Luz Cárdenas Squella Director del Departamento: Jaime Cordero Colección Teoría Director Jaime Cordero Comité Editorial Francisco Brugnoli Jaime Cordero Luis Ignacio García Inscripción N.º 204984 ISBN: 978-956-19-0743-0

Diseño portada e interiores: Virginia Mundo. Esta edición se terminó de imprimir en junio de 2011, en Maval, Santiago. Derechos exclusivos reservados para todos los países. Prohibida su reproducción total o parcial, para uso privado o colectivo, en cualquier medio impreso o electrónico, de acuerdo a las leyes Nº17.336 y 18.443 de 1985 (Propiedad intelectual). Impreso en Chile/

índice

presentación, por Sergio Rojas advertencia

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1. arqueologías de un presente político-cultural I. Giro al pasado II. Tres momentos III. Dos tendencias encontradas IV. ¿Una nueva figura de la memoria? V. Coda

2. revolución, responsabilidad y legado 3. imágenes de ningún lugar para una ética visual del siglo del horror I. Fotos II. Museos III. Después de Auschwitz IV. Lo irrepresentable representado V. Lo sublime VI. El montaje VII. El doble registro de lo imaginario

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4. memorias en montaje imagen, tiempo y política en la Argentina reciente I. Encuadre II. Arqueologías

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III. Recuerdos inventados IV. Ausencias V. 30.000 VI. Montajes

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5. el legado como exterminio I. Arte, política, memoria II. Cultura, barbarie III. Exterminio, legado IV. Representación, flujo, corte

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6. alegoría y montaje el trabajo del fragmento en Walter Benjamin I. Introducción II. Alegoría barroca III. Alegoría moderna IV. Montaje estético V. Montaje filosófico VI. Alegoría, montaje y postdictadura

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presentación por Sergio Rojas

Si pensar implica hoy extrañarse ante un sentido común penetrado por la lógica del mercado y la estética del espectáculo, demorarse en las «evidencias» hasta socavarlas, conquistar esa especie de «incomprensión» de la realidad que hace posible las preguntas, entonces el lugar del pensamiento parece muy difícil de elaborar en la política, especialmente cuando la relación de ésta con la realidad tiende a resolverse como cálculo económico y estrategia mediática. Enfrentados a la tarea de intentar pensar el tiempo que nos toca vivir, a partir de un pasado en que el horror, la desilusión y la confusión no han dejado nada intacto, tenemos por delante no sólo el porvenir, sino también ese pasado cuya comprensión aún está pendiente, como una deuda. El presente libro de Luis García aborda los temas de las políticas de la memoria, el tiempo de post-dictadura, las imágenes de lo impresentable, las tensiones y silenciamientos en el debate político en la actualidad del mercado, la posibilidad de una autocrítica de «las izquierdas», la figuras de la alegoría y el montaje como recursos de la representación en un presente que se reconoce en medio de las ruinas de utopías que no se realizaron. García desarrolla estos temas en relación con la historia reciente de la Argentina, reflexionando críticamente las contradicciones, los crímenes, las tensiones y la hipoteca ideológica de un tiempo que va desde la dictadura hasta la actualidad. Se trata, por lo tanto, de un libro escrito desde la Argentina, pero no «sobre» la Argentina, sino que, por el contrario, proyecta los temas mencionados hacia los elementos que articulan eso que podríamos denominar nuestra «experiencia latinoamericana»,

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hoy referida ante todo a la crisis y agotamiento de sus propios recursos de comprensión. García escribe con una informada lucidez en la que se articulan el análisis político, la reflexión estética y el pensamiento filosófico orientado hacia la comprensión de un tiempo –el presente– que intenta construir la representación de un futuro posible desde las ruinas. La falta de diálogo y debate que observamos en el «presente neoliberal» del planeta no se debe simplemente a una falta de voluntad teórica y política, sino al modo en que de pronto «el futuro» –capturado por el imaginario del desarrollo económico– pareciera ya no construirse desde el pasado, sino desde el olvido de éste en un presente «planetarizado». En Chile, en los primeros años de lo que se denominó –bajo el gobierno de la Concertación– la «transición» desde la dictadura hacia la democracia, las autoridades políticas debían asumir la tarea de sancionar los crímenes cometidos por los organismos de seguridad de la dictadura de Pinochet. Pero el fin de la dictadura no se había producido sólo por las movilizaciones de la ciudadanía, sino también y de manera muy importante por negociaciones y acuerdos de todo tipo en las cúpulas del poder. Por lo tanto, la tarea de hacerse cargo de las violaciones a los derechos humanos no tenía un camino prefijado. ¿Cómo hacerlo? Chile contaba con dos «antecedentes» directos: Uruguay y Argentina. El primero significaba una «ley de punto final», apostando por la urgencia de «mirar hacia el futuro»; el segundo implicaba los problemas –aparentemente sin solución política y jurídica posible– que eran inherentes al deber asumido de intentar investigar y sancionar todos los crímenes cometidos bajo la dictadura de los militares. Bajo el imperativo político y económico de una «reconciliación nacional» a corto plazo, Chile optó por lo que algunos consideraron una especie de «salida intermedia»: investigar (como en Argentina), pero no sancionar (como en Uruguay). Es decir, se debía, en alguna medida, sacrificar la justicia –no sancionar a los criminales– en favor de la verdad –saber dónde están los cuerpos de detenidos desaparecidos. Asistimos a la paradoja de un «perdón» sin culpables.

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Desde entonces el tema pendiente de los Derechos Humanos ha pesado como una sombra sobre los procesos de modernización que nuestros países han ido implementando, en un contexto caracterizado por los procesos de globalización del capital, el desarrollo de las redes de información en una escala inédita y el pregonado «fin de las ideologías». Paralelamente a la implementación de las políticas neoliberales en gobiernos democráticos, se fue instalando con mucha fuerza, acaso al modo de una «compensación» ante los crímenes que permanecían impunes, la necesidad de una memoria que, más allá de los necesarios análisis historiográficos y diagnósticos políticos, constituyera un cuerpo para lo pendiente, una subjetividad que diera lugar a lo que aún no tenía lugar. Se trataba de una memoria hecha de testimonios, fotografías, relatos, archivos, cartas; es decir, una memoria cuyo cuerpo astillado, fragmentario y en ocasiones contradictorio daba cuenta también de la catástrofe. Ahora en Uruguay se ha declarado inconstitucional la Ley de Caducidad que impedía investigar y sancionar los crímenes de la dictadura; en la Argentina se ha procedido a denegar las denominadas «leyes del perdón»; en Chile el tema es aún difuso, y entonces nuevamente, veinte años después, Uruguay y Argentina devienen importantes antecedentes para el debate en nuestro país. Esto hace posible la inscripción de este libro de Luis García en la reflexión y discusión teórica y política que ha comenzado a reactivarse entre nosotros. Por cierto, no se trata simplemente de «volver al tema», sino de abordar en la actualidad, con voluntad teórica y política los crímenes encriptados en nuestra historia contemporánea; algo que nos exige precisamente comenzar a desarrollar un trabajo de comprensión de esa historia, interrogando las paradojas, violencias y horrores que han sido silenciados cada vez que se levantan los discursos de la «identidad histórica» de la nación o cuando la historiografía ha oficiado una función pedagogizante. Actualmente, disciplinas que se habían distanciado entre sí debido a celos epistemológicos a veces incomprensibles –es el caso de lo que ha ocurrido en

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nuestro país entre la historiografía, la sociología y la filosofía–, comienzan ahora a dialogar en las voces de las nuevas generaciones de investigadores. En el campo de las artes (especialmente en fotografía, cine y teatro) existe hoy, en los creadores jóvenes, un trabajo sostenido en torno los recursos técnicos y estéticos de la representación. En efecto, a propósito de lo «impresentable» de ciertos acontecimientos, se ha venido desarrollando una importante línea de producción artística en torno a las figuras del poder y a los límites de las imágenes. Las representaciones, en general, no pueden darnos noticia de lo real si no es ocupando su lugar, el lugar de lo que no está. Luis García aborda, en toda su complejidad, el debate político y estético en torno a cierto tipo de imágenes fotográficas en la Argentina relativas a los detenidos desparecidos, incorporando en esta reflexión los discursos filosóficos que han circulado recientemente en Europa a propósito de las imágenes de Auschwitz y de lo que se ha denominado «el consumo del Holocausto». En efecto, aquella voluntad de saber, que se satisface en la contemplación de fotografías del Holocausto, se subordina a un voyeurista y perverso deseo de ver, lo cual contribuiría al fenómeno de «consumo del Holocausto». En este sentido, el deseo de ver se proyectaría sobre una imagen que, lejos de presentar los hechos mismos en su horror, opera más bien como una textura que re-cubre los acontecimientos en el proceso de presentarlos, porque se trata de imágenes destinadas al consumo. García analiza y contrapone, en el marco de conceptos elaborados en la estética benjaminiana, las formas de representación que corresponden a la melancólica meditación de la alegoría y la construcción filosófica del montaje. ¿Existen imágenes del horror?, ¿cómo se sustraen esas imágenes a las lógicas del consumo hoy dominantes? La representación nos impone su propio espesor significante, como una pantalla que compromete internamente entre sí a la subjetividad y la imagen, silenciando en ésta su supuesta dimensión ontológica. Una reflexión análoga se desarrolla en el campo de la historiografía, en que la «sustancia narrativa» del discurso hace emerger la di-

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mensión estética de un relato que, sin embargo, se ha construido para ser recepcionado conforme a la expectativa del saber. Esta reflexión de la historia nos envía hacia el «giro lingüístico», precisamente allí en donde la conciencia acerca de la magnitud de los procesos –políticos, sociales y económicos– nos anticipa que el resultado será siempre una elaboración del pasado por obra del presente. Bajo estas condiciones los convulsionados años setenta retornan hoy para el pensamiento. El siglo XX que acabamos de abandonar –el siglo de los campos de concentración– y el siglo en el que nos hemos iniciado desde hace apenas poco más de una década, nos han arrojado a un mundo de magnitudes inéditas, una realidad desmesurada y ajena que desborda nuestras formas de percepción, también nuestras categorías de comprensión. En este horizonte, Luis García reflexiona el proceso histórico y político que ha seguido la izquierda en la Argentina, analizando un debate cuyos rendimientos se proyectan críticamente sobre el coeficiente de futuro que ha sido esencial a la izquierda en general. La pregunta es fundamental: ¿sobrevive la izquierda al aparente agotamiento de la idea de Revolución? La cuestión implica esta otra: ¿es posible una crítica de la izquierda desde la izquierda? Por lo pronto, la izquierda hoy se relaciona más bien con las poéticas de la memoria antes que con las representaciones del futuro. Aquellas interrogantes vuelven sobre el problema de la política en la época de la técnica, en que algunos sectores de la izquierda plantean el mea culpa de «haber querido el bien de una manera que sólo podía conducir al mal». Paralelamente, desde la derecha, se plantea la necesidad de una «memoria completa», reenviando hacia el olvido los crímenes en virtud de una supuesta democratización de la culpa. Entonces, la manera esencialmente moderna de imaginar y proyectar la historia, animada en los 70’ por el sentimiento extremo de un futuro inédito por venir, ha quedado radicalmente alterada por la conciencia de aquello que en la historia no debe volver a ocurrir. Los hechos del horror han penetrado de negatividad la experiencia de la temporalidad. Como sugiere Luis García: hoy la construcción del futuro cede ante la deconstrucción

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del pasado. Los ensayos que conforman este libro exponen un sostenido intento por pensar el presente, examinando las representaciones que se disputan la verdad de su historia.

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Los trabajos aquí reunidos surgen de la convicción de que, más allá de los eslóganes de los estudios culturales en boga, la intersección entre memoria e imagen delimita un territorio conflictivo en el que las herramientas de la teoría estética y la filosofía pueden intervenir con eficacia en el contexto de los debates públicos contemporáneos. Desde una perspectiva que articule teoría política, filosofía de la historia y estética, y en el dúctil medio del ensayo filosófico, se nos plantean problemas y exigencias de primer rango en relación a la configuración de la cultura en nuestra actualidad. Algunas de esas tareas son las que procuran deslindarse y asumirse en los trabajos incluidos en este volumen. Con ello, pretendemos contribuir a una aún no resuelta discusión acerca del legado que el siglo de la «pasión por lo real» nos ha dejado como herencia. Y como consideramos que esa herencia se está tramitando de la manera más intensa en los intersticios entre la estética y la política, una de las zonas más dinámicas de las prácticas y teorías emancipatorias del presente, el contorno de nuestro asunto queda ya perfilado: políticas de la memoria y de la imagen, espacio conflictivo y litigioso en el que memorias encontradas de un pasado abierto luchan por expresarse en nuevas configuraciones de la sensibilidad. En este marco, explicitar la procedencia de los textos quizá contribuya a delimitar el horizonte de discusiones del cual surge el conjunto: «Arqueologías de un presente político-cultural», Pensamiento de los Confines, n° 22, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2008; «Revolución, responsabilidad y legado», El río sin orillas. Revista de filosofía, cultura y política,

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n° 4, Buenos Aires, 2010; «Imágenes de ningún lugar. Para una ética visual del siglo del horror», Nombres. Revista de Filosofía, año IX, n° 23, Alción, Córdoba, 2009; «Memorias en montaje. Imagen, tiempo y política en la Argentina reciente» en Sergio Rojas y François Soulages (eds.), Fotografía y Cuerpos Políticos, Dpto. de Teoría de las Artes, Universidad de Chile, Santiago de Chile, 2011 (en prensa); «El legado como exterminio», ramona. revista de artes visuales, nº 78, Buenos Aires, 2008; «Alegoría y montaje. El trabajo del fragmento en Walter Benjamin», Constelaciones. Revista de Teoría Crítica, Universidad de Salamanca, año II, nº 2, 2010.

1. arqueologías de un presente político-cultural

I. Giro al pasado Nuestros empobrecidos debates requieren de un permanente trabajo arqueológico sobre el suelo cristalizado de significaciones contemporáneas. Recorrer las capas ideológicas, políticas, culturales que nos han ido constituyendo en las últimas décadas, identificar sus genealogías, sus señas particulares, sus fórmulas y alquimias. Desnaturalizar sus usos y determinar sus nosotros. Tarea grisácea pero insustituible de la crítica en tiempos de indigencias múltiples: reconocer el lenguaje político de una época, reinscribir sus palabras en el espesor histórico que inadvertidamente arrastran, y en el más aventurado de los casos planear nuevas contaminaciones significantes que acaso en un momento oportuno puedan cristalizar en aleaciones sediciosas. Un primer registro de nuestra gramática político-cultural actual es este propio bucle teórico de la «memoria» como matrizado genérico de los debates políticos contemporáneos. Desde hace al menos una década viene diagnosticándose que en nuestro presente lo político —entendido como la búsqueda ideológica de sentidos emancipatorios del devenir de nuestras sociedades (y no la política equiparada a la gestión, que guarda otro tipo de temporalidad)— ha asumido un giro inusual en la historia de las luchas sociales de nuestra modernidad: un giro hacia el pasado. A diferencia de la modernidad política hegemónica en la que el futuro había sido el horizonte dador de sentido de las prácticas emancipatorias, en el presente el sentido de lo político es buscado en un diálogo polémico con nuestro pasado político-

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ideológico. No sólo en una crítica intelectual empeñada como nunca antes en una tarea de incansable visita a los archivos de la historia (y sobre todo de su propia historia), sino en las propias prácticas políticas que buscan sus palabras eficaces en el reservorio de un pasado político bullicioso como nunca. Si la exigüidad del presente es, como lo vio Baudelaire, un rasgo característico de la vivencia moderna del tiempo, la modernidad clásica resolvía su indigencia temporal ensanchando su horizonte hacia un futuro que se abría como promesa, o al menos como un territorio posible para la experiencia humana. La clausura de este horizonte en nuestro tiempo nos ha traído una renovada experiencia de aquella exigüidad, pero sobre todo nos ha conducido a buscar un ensanchamiento de la experiencia del tiempo ya no en dirección al futuro sino hacia nuestro propio pasado. El feliz título del libro con que Andreas Huyssen dio una sistematización a estos problemas, En busca del futuro perdido,1 sugiere con claridad el modo en que nuestro presente busca su futuro en el pasado. Si antes el proyectado salto del presente hacia su futuro llevaba el nombre de «revolución», hoy la proyección del presente hacia su pasado es convocado bajo el nombre de «memoria». Pero en este tránsito no tendríamos porqué ver, como se ha hecho, el paso de una modalidad activa, proyectiva e inconformista de lo político a una modalidad degradada y meramente contemplativa, pues como se demuestra en ese mismo libro de Huyssen se trata de un giro hacia el pasado que no implica necesariamente un agotamiento de las energías utópicas sino, en todo caso, una transformación de la organización temporal de la imaginación utópica, que en el propio seno de la modernidad política apareció no siempre como utopía futurista sino también, aunque de manera menos pregnante, como utopía rememorativa. Se trata de un trastocamiento de nuestra experiencia del tiempo, de largo alcance y de consecuencias aún imprevisibles, pero del cual es necesario partir como dato de una actualidad, un punto de partida para nuestro interrogar presente acerca de lo político, que 1 Huyssen, Andreas, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempo de globalización, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.

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no se va a modificar por el simple hecho de que reneguemos de él. Acaso nos incomode un presente que nos condena a una tarea puramente deconstructiva, y anhelemos un pasado glorioso en el que la crítica no era mera deconstrucción sino primeramente construcción prospectiva. Ciertamente, la alternativa entre estas tareas de la crítica forma parte de la discusión, pero incluso si quisiéramos preparar un estado positivo de la crítica, no podremos evitar recorrer el desolado desierto de deconstrucción rememorativa en el que hoy nos encontramos embarcados. Este primer registro de nuestra necesaria excavación guarda por su parte una estratificación de significados propia. En efecto, ¿cuáles pudieron ser las razones reconocibles de este giro al pasado que permea de diversos modos nuestros debates? En términos epocales genéricos, nuestra actual «cultura de la memoria» es una herencia del balance que las últimas décadas del pasado siglo nos dejaron como diagnóstico final del mismo. Balance crispado en una doble crisis: el siglo XX como testimonio de una crisis radical de la civilización, a la vez que como escenario de una crisis terminal del marxismo. Experiencias límites que pusieron en jaque la idea misma de futuro como espacio para una experiencia humana: la barbarie de «Auschwitz» (nombre propio a la vez que metonimia) como cifra fatídica del siglo XX; la derrota de movimientos revolucionarios que no supieron sustraerse a aquel destino totalitario, reproduciendo las estructuras del dominio que se pretendía erradicar. Tras estas experiencias, el mandato de futuridad se trastoca en mandato rememorativo. Después de «Auschwitz» se desmorona toda promesa civilizatoria ingenua y se alza el mandato de «no olvidar para no repetir». Después de la derrota de la revolución se diluye la confianza en un futuro redencional garantizado, y se plantea un regreso autocrítico de las tradiciones emancipatorias sobre sus propias historias, sobre sus propios pasos en falso, sobre las tradiciones una y otra vez mutiladas de los oprimidos. En el ámbito general de occidente, este balance comienza a cristalizar en una verdadera «cultura de la memoria» en los años 80, por diversos motivos. Por un lado, por toda la constelación

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de problemas que incluye el debate historiográfico alemán sobre el exterminio, la discusión sobre las tesis de Goldhagen, la emergencia de las tesis negacionistas del exterminio, la difusión de la serie televisiva Holocausto, el suicidio de Primo Levi y la masiva difusión de sus escritos, el film Shoah de C. Lanzmann y todo el debate en torno suyo, la discusión sobre los memoriales y los monumentos, la aparición del «History channel», etc. Por otro lado, por todo el conjunto de discusiones en torno a la crisis del marxismo, al «fin de los grandes relatos», y fundamentalmente al desmoronamiento del bloque soviético, la desaparición definitiva de ese enclave de futuro socialista en el presente. Resulta curioso notar la coincidencia cronológica de este clima general con los años en que en la Argentina se realiza un balance similar pero por razones de historia nacional. Nuestros 80 emergen de la doble experiencia traumática del exterminio dictatorial y la pareja e inédita derrota de los movimientos de masas. Pero sin embargo, la circulación del discurso de la memoria en nuestro país habrá de ser datado en fecha mucho más cercana a nuestra actualidad, pues nuestros ochentas (volveremos sobre ello), en la inmediatez de su lazo con ese pasado ominoso, prefirieron realizar (en sus discursos hegemónicos al menos) un balance invisibilizador de ese pasado, y planearse a sí mismos como un grado cero de la historia y la política, como el emerger desmotivado de la «república perdida», causa sui de una democracia olvidada de su propia genealogía.2 Ciertamente esta auto-

complacencia ahistórica de buena parte de nuestra sociedad estuvo entre los principales motivos de la invisibilidad de sus propias deudas y compromisos con ese mismo siniestro pasado inmediato que de ese modo pretendía rechazar.

¿Cuáles fueron, entonces, los motivos que suscitaron los debates sobre la memoria en la Argentina? Recién a mediados de los 90, y sobre todo a partir de las conmemoraciones por el vigésimo aniversario del último golpe militar, comienzan a suscitarse toda una serie de debates y de producciones interesadas 2 Véase Casullo, Nicolás, «Los años ’60 y ’70 y la crítica histórica», en id., Modernidad y cultura crítica, Buenos Aires, Paidós, 1998.

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cada vez más en las problemáticas de la memoria. Pero son dos motivos ulteriores los que terminan de instalar la presente batalla por los sentidos de nuestro pasado: las (ya olvidadas) jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 y sus efectos, y el discurso del presidente Néstor Kirchner (continuado, hasta ahora, por la actual presidenta). Estos elementos del pasado inmediato han generado un proceso que podemos entender como de una cierta transformación del lenguaje político en la Argentina: comienzan a pronunciarse en nuestro país, nuevamente, tímidamente, las palabras de una política sustantiva, las palabras de la justicia. En el contexto de la incipiente cultura de la memoria, esto no significó la polémica por los nombres futuros (por ejemplo, patria socialista o patria peronista por venir), sino, en consonancia con el generalizado «giro al pasado», involucró más bien una disputa por ese pasado nuestro en que resonó con mayor intensidad este lenguaje de la justicia: los sesentas y setentas. Es de este modo que la confluencia entre la búsqueda nacional de una política sustantiva y aquel mundializado giro al pasado, permite comprender la inusitada emergencia, aún vigente, de los debates sobre los setenta en nuestro país. 1996 comenzó a remover las aguas de un debate estancado. 2001 significó el efímero pero generalizado hartazgo con el largo tiempo de lo político reducido a la gestión tecnocrática conviviendo con una mezcla de radicalización de la injusticia y apatía política. Hartazgo que, aunque fugaz, desencadenó un incipiente lenguaje que reincorporaba las viejas palabras de lo igualitario, lo libertario, lo comunitario, lo participativo, lo popular. El discurso de Kirchner representó una amalgama de lucidez, que le permitió reconocer esta emergencia, y de astucia, que lo llevó a utilizarla como base de su legitimidad a partir de ciertos actos de alto impacto simbólico en el imaginario social de nuestros sesenta y setenta: reconocerse como parte de una «generación de los setenta», reideologizar hasta cierto punto el discurso de un estado radicalmente desideologizado, reponer cierta combatividad en el discurso político, replantear las viejas temáticas sobre lo nacional y popular, realizar una serie de operaciones claves y muy sensibles en el área de derechos humanos, etc.

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Así, preparado por las discusiones que se venían gestando desde mediados de los noventa, acicateado por los reclamos del 2001-2002 de dejar atrás el contubernio menemista, la presidencia Kirchner, recuperando estos debates dispersos, supo alentar a lo largo de todo su mandato una acalorada polémica sobre los setentas como un anclaje histórico-político posible para fraguar una transformación del lenguaje político. Un debate que evidentemente excedió los límites de lo manipulable por el discurso oficial. Por otra parte, esta búsqueda de nuevos sentidos de lo político en el pasado reciente se inscribe, no hay que desconocerlo, en un giro regional latinoamericano hacia una reideologización de la política a partir del «retorno» de ciertos tópicos impensables hace pocos años: lo sindical y lo campesino en Brasil, lo indígena en México, Bolivia y Ecuador, lo bolivariano en Venezuela, un generalizado rechazo de las políticas norteamericanas teñido de antiimperialismo, lo nacional-popular en la Argentina, incluso las más diluidas experiencias del socialismo en Chile y el Frente Amplio en el Uruguay. Todas referencias —traducidas a nuestro presente, claro— de pasados que parecían sellados en un anacronismo unánime. La pregnancia ideológico-cultural de este auge de los debates sobre los setenta en la definición de lo político actual podría reconocerse a través de una rápida referencia al estallido de trabajos sobre el tema: sea en las publicaciones pioneras a mediados de los 90 de recopilación de documentos, fuentes y testimonios,3 sea en la producción ensayística, en la crítica cultural, en la destacada presencia del tema en las principales revistas culturales de nuestro país,4 llegando hasta la creación de una revista exclusivamente dedicada a la «lucha armada en la Argentina»,5 en el aún vigente debate a partir de la intervención de Oscar del Barco,6 3 Ejemplos destacados son Baschetti, Roberto, Documentos de la resistencia peronista: 1955-1970, La Plata, Campana de Palo, 1997; Anguita, Eduardo y Caparrós, Martín, La voluntad, Buenos Aires, Norma, 1998. 4 Sobre todo en las revistas Punto de Vista y Pensamiento de los confines. 5 Lucha armada en la Argentina, dirigida por Sergio Bufano y Gabriel Rot desde 2005. 6 Véase VVAA, Sobre la responsabilidad: no matar, Córdoba, Del Cíclope y

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en las artes visuales, en las fundamentales discusiones sobre los museos de la memoria, los memoriales, y en general sobre la representación del pasado ominoso, en el muy importante ámbito de la producción cinematográfica, etc.7

Iniciamos el texto con este largo rodeo para dejar en claro porqué, según este rápido recorrido, el debate político-intelectual equivale hoy en buena medida a una batalla por las memorias. Queríamos intentar una explicitación de porqué podemos hablar de un cierto giro al pasado que da las

matrices genéricas de debate político-intelectual a nivel mundial, y cómo esta «cultura de la memoria» se instala y se resitúa en la Argentina bajo condiciones y coordenadas ideológicas particulares, con desplazamientos y temporalidades propias. Lo que planteamos aquí presupone, entonces, la mutua referencialidad entre política y memoria, y viceversa, entre memoria y política.

II. Tres momentos En el contexto del auge de estos debates, nuestro tema es, entonces, el de los sentidos de lo político en el contexto de un fuerte giro hacia el pasado centrado en «los años setenta». Planteada la cuestión, se nos impone la necesidad de inscribir este tema en el efectivo contexto de su emergencia histórica, reconociendo las distintas mediaciones que hacen imposible la idea de un «setentismo» sin más. De allí la importancia decisiva de situar este «retorno de los setenta» —como nombre posible de un retorno de lo político reprimido— en el itinerario por medio del cual nos llega, en la compleja trama de capas de sentido políUniversidad Nacional de Córdoba, 2007, y en VVAA, No matar. Sobre la responsabilidad. Segunda compilación de intervenciones, Universidad Nacional de Córdoba, 2010. Para un diagnóstico de este debate, véase el ensayo «Revolución, responsabilidad y legado», incluido en este volumen. 7 Sobre los debates sobre arte, representación y dictadura, véanse los ensayos «Imágenes de ningún lugar. Sobre la representación del horror en la Argentina», «Memorias en montaje. Imagen, tiempo y política en la Argentina reciente», y «El legado como exterminio», incluidos en este volumen.

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tico, ideológico y cultural a través de la cual reaparece no sin las marcas de tiempos atravesados por profundas mutaciones ideológicas. Debemos reconocer el flujo de continuidades y discontinuidades que permiten situar y comprender, contextualizar y, en ciertas oportunidades, reactualizar, las experiencias del pasado: reconocer los modos en que cada presente elabora su propia historia y llena con sus propios sentidos los conceptos heredados del pasado. Esto tanto para estudiar la relación entre una y otra épocas del pasado, cuanto como precaución no tanto metodológica sino fundamentalmente ético-política para plantear nuestra propia relación con ese pasado. En este sentido, no puede exagerarse la importancia arqueológica decisiva de reconocer los distintos estratos de experiencia que se acumulan en nuestro devenir histórico a la hora de pensar en el hoy denominado «setentismo» y en todo el enjambre de polémicas que se han suscitado en torno a ese difuso pero persistente y potente tópico de la actual agenda de debates político-culturales en la Argentina. Aquí es donde consideramos fundamental destacar un debate aún pendiente sobre nuestros años 80. O dicho de otro modo, la importancia decisiva de incluir los 80 en la agenda de debates sobre los 70. Se trata de una operación que nos permitiría ir más allá del usual recorrido que va de la radicalización política al horror administrado, de la utopía socialista al infierno concentracionario, del máximo sueño de la modernidad a su máxima pesadilla. Ese recorrido fundamental, creemos, debe ser reinscrito en la primer gran lectura del mismo, la de nuestros ochentas «democráticos», para no recaer en las visiones construidas en ese entonces y aún hoy tan difundidas en las versiones más diluidas de nuestro progresismo actual. Si de lo que se trata es, justamente, y según nos ha enseñado la «memoria», no del pasado como «hecho» sino de las lecturas en conflicto de ese pasado, habrá que reponer ese conflicto de lecturas. Debemos entonces hacer manifiesta, desmontar, y en lo posible desactivar la compleja maquinaria hermenéutica que nos legaron los ochentas para leer nuestros setentas. Una maquinaria que sigue funcionando aunque no la tematicemos, y sobre todo cuando no la tematizamos.

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De este modo, el itinerario a pensar ha de recorrer tres estaciones capitales: nuestra «revolución», nuestra «dictadura», nuestra «democracia». En cada una de ellas, habremos de reconocer ciertos puntos de condensación a partir de los cuales pudiera articularse un discurso de época. En primer lugar, habremos de revisitar en nuestros 70 una teoría de la revolución como tránsito a la sociedad socialista, que se tendía sobre la exigencia de pensarse en el cruce, específicamente argentino, entre izquierda y peronismo, dando lugar a toda una discursividad acerca del potencial emancipatorio de lo nacional-popular (visible en toda su complejidad, por ejemplo, en la experiencia setentista de la revista Pasado y Presente) que aún hoy desgrana sus efectos. En segundo lugar, habremos de rastrear en la desolación de nuestros 70-80 dictatoriales las huellas intermitentes de un pensamiento sobre la «derrota» que, bajo la intensa presión del agobio dictatorial, desata una vigorosa torsión autocrítica sobre las tradiciones teóricas y prácticas de la izquierda en general y de la izquierda argentina en particular, en un gesto que se inscribe claramente en la tradición de lo moderno como pensamiento de la crisis. Un gesto autocrítico desolador (visible, por ejemplo, en la experiencia de la revista Controversia, editada por argentinos en el exilio mexicano), de una radicalidad tal que hubo de ser silenciado a lo largo de los programáticos años 80 para reaparecer esporádicamente en nuestros debates recién a fines de los 90. En tercer lugar, nos encontramos en los 80 con cierto discurso hegemónico decidido a refundar el lenguaje político (la «cultura política» se decía) de la izquierda, a partir de un nítido punto de condensación: la democracia como (meta-)horizonte inapelable para poder seguir pensando el propio horizonte socialista (tal como puede verse en el tramo correspondiente a esos años de la revista Punto de Vista, o de La ciudad futura). Se reinstalaba así en el diccionario político argentino el legado del liberalismo moderno (decisivo en nuestro siglo XIX pero ocluido en nuestro agitado siglo XX desde sus inicios masificadores). La sospecha de «traición» (de los hombres y mujeres que sobrevivieron, de las teorías e ideologías que sobrevivieron) se dibuja como una nueva

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sombra latente de culpa para los intelectuales de izquierda. Sin una perspectiva de este tipo, dilatada en el ancho de estos tres momentos íntimamente comprometidos el uno con el otro (de los que aquí apenas destacamos algunos de sus perfiles), resulta inviable una discusión real acerca de nuestros setentas. Pues ellos no nos llegan hoy sino a través de la insalvable mediación de los efectos de la dictadura y de los reposicionamientos democráticos. Hablar de nuestros setentas es siempre, lo sepamos o no, hablar de esas mediaciones a través de las cuales despuntan sus lejanos ecos y rumores equívocos.

III. Dos tendencias encontradas Planteado así —irremediablemente esquematizado— el itinerario que condujo de la promesa de revolución, a través de la aniquilación dictatorial, hacia las torsiones político-ideológicas de nuestra democracia, intentaremos reconstruir una cartografía sucinta de las actuales reconsideraciones del arco completo de ese pasado. Reconsideraciones en las que, queda dicho, se juega una postura político-cultural en nuestro propio presente. Para ello debemos ligar las polémicas sobre los 70 con aquellas, menos frecuentes pero ya incipientes, sobre los 80. En cuanto a las recientes narrativas sobre los 70, resultan útiles, entre otras, las reconstrucciones sugeridas por Cecilia Lesgart en las que distingue entre dos marcos genéricos de lectura de ese pasado, conforme a la clásica distinción weberiana: las perspectivas que se orientan según una «ética de la responsabilidad» y las que se ordenan conforme a una «ética de la convicción».8 Las posturas de la «responsabilidad», preocupadas principalmente por la problemática de la lucha armada y la violencia política de las organizaciones revolucionarias, se despliegan en una serie 8 Puede verse Lesgart, C., «Luchas por los sentidos del pasado y el presente. Notas sobre la reconsideración actual de los años ’70 y ‘80», en Quiroga, H. y Tcach, C., Argentina 1976-2006. Entre la sombra de la dictadura y el futuro de la democracia, Rosario, Homo Sapiens, 2006.

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de perspectivas. Tenemos aquellas que destacan que la militarización y la burocratización jerárquica de las organizaciones ahogaron los valores éticos y políticos de sus propios integrantes, sin los cuales las organizaciones se convertían en aparatos de destrucción, demasiado similares a aquellos que luego vinieron a exterminarlos, lecturas éstas que procuran buscar responsabilidades nítidas, sobre todo en las conducciones de las organizaciones armadas, y en particular de Montoneros. También están las perspectivas que acentúan la necesidad de reconocer responsabilidades personales propias en la construcción de un clima de época, para interpelar responsabilidades colectivas. Se trata de reflexiones político-filosóficas sobre una experiencia, orientadas a la conformación de un legado, es decir, no a la realización de un mea culpa sino a la apertura de futuro. Esta responsabilidad, que es moral y política, es a su vez doble: por haber detonado el terror concentracionario tanto como por haber llevado a la derrota de un movimiento popular de inéditas proporciones y potencialidades. Finalmente, encontramos aquellas perspectivas que plantean el problema de la responsabilidad desde una primera persona singular, y que está claramente orientada al problema de la culpa, el arrepentimiento y la contrición. Se trataría propiamente de un desplazamiento desde una responsabilidad ético-política hacia una culpa de cuño religioso. En cualquiera de los casos, nos encontramos ante una suerte de reposición de la teoría de los dos demonios9 aunque, ciertamente, bajo una modalidad inédita. Pues si se trató siempre de una teoría que operó para diluir responsabilidades (cuando se la inventó, para liberar la conciencia de una sociedad que necesitaba dar vuelta la página de una historia horrorosa en la que había tenido demasiado que ver; cuando se la criticó, para negar las culpas de una dirigencia 9 La denominada «teoría de los dos demonios» es una configuración ideológica que plantea la imagen de los años ‘70 como unos años atravesados por la polarización entre la violencia de la extrema izquierda y la extrema derecha. La sociedad, víctima de estos fuegos cruzados igualmente violentos, quedaba exculpada de todo compromiso con aquellos años ominosos. La expresión clásica de esta «teoría» sería el prólogo del Nunca más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, del año 1984.

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guerrillera que no estaba dispuesta a reconocer sus propias implicancias en la masacre de una generación política), en estas posturas reaparece precisamente como mandato de asignación masiva (aunque no siempre indiscriminada) de responsabilidades. En esta primera perspectiva genérica suele faltar una tematización explícita acerca de los nudos ideológicos de los 80, pero precisamente porque muchos de ellos constituyen, involuntariamente quizás, el propio lugar de enunciación desde el cual se formula esta postura de la «responsabilidad». Las lecturas en clave de una «ética de la convicción», de los fines últimos, ocupadas en la revalorización de los ideales emancipatorios de aquella época, también se despliegan en una serie de perspectivas. En primer lugar, la perspectiva más simplista de la reivindicación de la gesta heroica de aquella maravillosa juventud dispuesta a entregarlo todo por un ideal de justicia. A pesar de su ingenuidad, en ciertos casos, o malicia, en el caso de los dirigentes, esta perspectiva, que comienza a hacerse visible a mediados de los 90, tuvo el mérito de romper con la idea del desaparecido como víctima inocente, recuperando el pasado militante. Se trata de una recuperación que manifiesta los gestos de la conmemoración laudatoria, pero que sin embargo tiñe a las posturas más sofisticadas de esta tendencia de un esfuerzo por reponer tópicos y subjetividades de unos setentas injusta y unilateralmente demonizados. Ciertamente podemos reconocer también posturas que intentan hacerse cargo de la repolitización de los 70, reivindicando su versión alquímica de la historia como transformación, pero intentando tender puentes con los reclamos de la responsabilidad (a esta orientación se aproxima la línea que seguiremos nosotros en el siguiente apartado). También puede indicarse que a veces hallamos en esta perspectiva de la «convicción» una cierta reposición de un peronismo satanizado e impronunciable, vinculando la reflexión sobre la derrota con el esfuerzo por una desmontonerización del peronismo, recuperando los retazos de un peronismo ajeno tanto a la militarización burocrática como al terrorismo de estado de María Estela Martínez de Perón.

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En esta segunda postura, encontramos regularmente junto a la tematización de los 70, un parejo cuestionamiento de los 80. Lo que suele presentarse es una serie de elementos que pretenden romper con los sentidos que adquirió lo político en aquella época. Principalmente, se trata de una ruptura con el módulo autoritarismo/democracia como gramática última de la política, con el liberalismo político entonces resucitado, con el neocontractualismo manifiesto en la confianza en las formas y los procedimientos. Esta múltiple ruptura tiene una serie de implicancias que aún se hallan en discusión (sobre las que luego volveremos más ampliamente): primero, tematiza los hondos vasos comunicantes que trazan la continuidad entre dictadura y democracia (ahora pronunciada más precisamente como postdictadura) no sólo en lo que hace al sistema económico y al régimen represivo, sino acaso fundamentalmente al régimen discursivo, cultural y mediático. Además, rechaza la teoría de los dos demonios elaborada en el prólogo del Nunca más como una de las piezas clave de la memoria setentista gestada en los ochenta. Se apela reivindicativamente al pasado político de los setenta, rechazando así la figura del desaparecido como victima inocente, reinscribiéndola políticamente. Aparece una crítica de la despolitización (a veces en términos de deshistorización) del pasado operada en los años «democráticos». Se plantea una crítica del reemplazo, característico de los ochenta, de lo político por lo jurídico. Todo esto abre a una mirada más matizada y dinámica sobre los 70, intentando ir más allá de todo balance en bloque de esa época. De este modo, podemos reconocer (en una oscilación que puede servir de cartografía provisional aunque corre el riesgo de una excesiva esquematización) dos tendencias encontradas: la de aquellos que se inclinan a leer los 70 desde una ética de la «responsabilidad», en la medida en que están comprometidos con el lenguaje político heredado de los 80; y la de aquellos que tienden a leer los 70 desde una ética de la «convicción», en la medida en que están comprometidos con una crítica del lenguaje político de los 80. Los primeros optaron con frecuencia, a partir de los 80, por inscribirse en tradiciones liberales, social-

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demócratas, comprometiéndose en algunos casos con la deriva radical o luego frepasista. Los segundos, en cambio, tendieron en general a sostener un linaje anclado o bien en el espectro de la izquierda más tradicional u ortodoxa, o bien en las genealogías del peronismo de izquierda. Estas dos tendencias (si pueden ser así esquematizadas sin cercenar del todo su realidad) recorren los últimos veinticinco años de modo que la primera, atravesada por el espectro socialdemócrata, hegemoniza los debates desde los primeros 80 hasta mediados de los 90; la segunda, en la que comienza a ponerse en cuestión esa hegemonía, se viene desplegando desde mediados de los 90 hasta nuestros días —aunque su actuación crítica y polémica no ha vulnerado el hondo arraigo de la primera postura en estos debates. Todo esto nos lleva a dos constataciones muy importantes: por un lado, los setentas y la dictadura siguen funcionando como puntos de referencia decisivos para los posicionamientos actuales; pero por otro lado, el «espiral de violencia» que condujo de los ideales revolucionarios al exterminio dictatorial ya no traza el marco de una temporalidad adecuada para revisitar nuestro pasado reciente. El lenguaje construido en los 70 y cercenado por la dictadura se proyecta, en sus retazos, más allá, hacia el devenir de una década, la de los años alfonsinistas, que montó todo un nuevo vocabulario político que en cuanto tal pasa a formar parte de aquel pasado: sus nuevas categorías construyen unos setentas a su medida, por lo que deben ser puestas en cuestión si no queremos repetir esa gramática aún vigente, y si pretendemos, por tanto, comprender la emergencia histórica del actual «setentismo» en la efectiva complejidad de su historicidad propia. No por ningún prurito metodológico sino por la necesidad de evitar repetir los sentidos políticos elaborados en una época que, precisamente, se presenta como la gramática política que se pretende hoy conmover revisitando los sentidos de lo político en los setenta. De allí el sentido polémico de hablar de una arqueología, esto es, de la reinscripción de los diversos estratos de una experiencia histórica aún dramáticamente agitada.10 10 «El giro de la Revolución a la Memoria», el ensayo con que Diego Tatián

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abre el dossier dedicado a la izquierda en pensamiento de los confines nº 20 (junio 2007), es un provocativo y delicado texto en el que, a pesar de su perspicacia y oportunidad, se tiende a simplificar este espesor histórico al que nos estamos refiriendo. Allí se sugiere, desde el propio título ya, que «[e]n las últimas décadas es posible corroborar un giro o un trayecto que va de la emancipación al duelo; de una potencia afirmativa común al testimonio de lo impresentable; del horizonte trazado por el reino de la libertad al genocidio como eterno presente; de los no nacidos a los muertos; en suma, de una cultura de la revolución a una cultura de la memoria.» Consideramos que, de este modo, Tatián pasa por alto dos cuestiones de importancia: en primer lugar, la temporalidad del duelo y su trabajo es imprevisible, y en la Argentina sólo podemos hablar de lo que se ha dado en llamar una «cultura de la memoria» recién desde mediados de los 90 (tal como intentamos mostrar), pues, en segundo lugar, los 80 (hegemónicos al menos) no fueron en nuestro país años melancólicos, sino años intensamente propositivos y reconfiguradores de pragmáticas que tuvieron inusual eficacia. Pero el principal problema es que este doble descuido conduce a lo que consideramos un verdadero equívoco en la hipótesis central del texto: en la medida en que muchas de las operaciones de la actual «cultura de la memoria», como acabamos de sugerir, se comprometen con una crítica de los 80 democráticos, muchas veces esta misma «cultura de la memoria» resulta una manera (dislocada, oblicua) de «regresar» a aquella «cultura de la revolución», o al menos a algunos de sus significados más intensos, esto es, exactamente lo contrario a lo que sugiere Tatián con su oscilación bipolar. Pues, como aquí hemos tratado de mostrar, no pasamos «de la Revolución a la Memoria» sino sólo a través de la construcción en los 80 de toda una gramática de lo «democrático» que acomoda en su lecho de Procrusto a los 70, ofreciendo una primera y muy influyente visión de esos años, una visión que es precisamente la que hoy muchas veces pretende esquivarse desde las actuales disputas por esa «memoria». Hemos recorrido un camino más largo, que de la «revolución» ha pasado, a través del terror dictatorial, a una no suficientemente discutida década de los 80 democrática, para asistir en los últimos diez años a una «cultura de la memoria» en sentido más preciso. Una «memoria» que, en algunas de sus principales versiones, pretende saltar por sobre los significantes construidos en los ochentas hacia un universo de sentidos políticos yacentes aún allí, en nuestros sesentas y setentas «revolucionarios». Acaso sea este aplanamiento de una «memoria» uniformizada en una «paralizante» tarea de duelo (y no abierta a las complejas disputas de las que el presente texto intenta una rústica reseña) lo que lleva a un aplanamiento de lo que pueda significar el nombre «Benjamin» entre nosotros. Pues inmediatamente después de la cita antes referida, continúa Tatián: «Como antes por el absoluto revolucionario, la imaginación democrática corre el riesgo de paralizarse por el imperativo de memoria que el ángel benjaminiano antepone a todo progre-

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IV. ¿Una nueva figura de la memoria? Nuestro presente reflexivo parece reclamar una intervención en la actual escena que plantee la necesidad de una figura alternativa de la «memoria». Reclamo que anuncia por sí mismo una renovada constelación político-cultural. Creemos que los esfuerzos más destacables del pensamiento argentino de los últimos años se encuentran orientados en esa dirección. Esta nueva figura de la memoria habría de responder a una doble exigencia: en primer lugar, la de culminar la crítica de la hermenéutica de los 80, aclarando sus dispositivos fundamentales (el prismático sismo para detenerse en las ruinas acumuladas de la historia.» La complejidad de una «cultura de la memoria» empeñada no sólo en el trabajo de duelo sino en la reinscripción de sentidos olvidados de lo político, sentidos muchas veces pronunciados a través de intensidades «setentistas» revisitadas, se corresponde con la complejidad de un pensamiento, el benjaminiano, en el que hallamos —como en el propio texto referido por Tatián, las tesis Sobre el concepto de historia— junto al horror ante la marcha ruinosa de la historia, un programa de interrupción revolucionaria de la historia del dominio y la explotación. Acaso sea esa dialéctica extrema del pensamiento benjaminiano lo que lo ha convertido en un lugar tan recurrido en los debates actuales. Pues parecemos estar ante dilemas análogos a los que embargaron a alguien capaz de extraer de la misma pluma la melancólica alegoría del ángel de la historia a la vez que una reivindicación del «carácter destructivo»; el diagnóstico del «ocaso de la experiencia» a la vez que una apelación soreliana a la «violencia revolucionaria»; la denuncia de toda barbarie a la vez que el esfuerzo por «introducir un concepto nuevo, positivo de barbarie»; en fin, toda una teoría de la «melancolía» que, a contramano de su convencional denigración progresista como mera parálisis contemplativa, la reivindica como lugar propicio para el estallido de la fantasía utópica. Sería interesante preguntarnos cuál es el singular lugar de la experiencia que habilita ese a la vez. En cualquier caso, recogemos del texto de Tatián el reclamo perentorio de plantear una pregunta decisiva, que también es la nuestra: ¿cómo se piensa una superación de esta antinomia entre la exigencia de duelo por el pasado perdido y el reclamo de una radical transformación de lo establecido? Creemos que ni en un descuido del potencial emancipatorio de la melancolía ni en un olvido de «Benjamin», sino sólo en la crispación de un pensamiento extremo capaz de mantener en su fragua la tensión de reclamos aparentemente contrapuestos. (Véase «Alegoría y montaje. El trabajo del fragmento en Walter Benjamin», incluido en este volumen.)

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«democracia vs. autoritarismo»), explicitando su genealogía ideológica (el neoliberalismo contractualista), rediscutiendo su paradigma de la subjetivación política (el «ciudadano») y su escenario político privilegiado (la «sociedad civil»), delineando los colores de su cultura política (la «rebelión del coro»11), tematizando a su vez el matrizado general en el marco de una decisiva operación de «secularización de la política». Para cumplir este primer objetivo resulta ineludible pensar esta época, estos 80, en el efectivo contexto de su emergencia histórica, reponiéndola en el escenario del que ella misma quiso sustraerse, la historia, con un gesto genealógico que esta propia época conjuraba, auto-instituyéndose como un «grado cero» de la política, un momento de «refundación» de la «república perdida» en la Argentina. Todo lo cual no es otra cosa que una genealogía crítica del progresismo de nuestros días. Pero junto a este objetivo primero se plantea en segundo lugar un cometido simétrico, esto es, que la crítica de los 80 no recaiga en las matrices ingenuamente reivindicativas de los 70 (un escollo dicotomizante en el que trastabillaron las primeras posturas reivindicativas de los 70). Una crítica del progresismo no implica necesariamente una recaída en romanticismos caducos (entre otras razones por los secretos lazos que aún ligan el progresismo ilustrado a la fragua romántica). La crítica de los 80 precisa ser acompañada por una simétrica crítica de los 70. Sólo así podrá avanzarse más allá de los términos de una discusión circular y se podría avizorar la emergencia de un lenguaje político renovado. Se trata, entonces, de perfilar las palabras que estén en condiciones de criticar la gramática socialdemócrata sin por ello reponer sencillamente la gramática de la revolución. Encontrar el lenguaje en el que la ética de la responsabilidad se asuma como convicción, y en el que la ética de la convicción sea la única forma de la responsabilidad, rompiendo así la dicotomía típicamente burguesa entre medios y fines, entre los procedimientos 11 Nos referimos a la famosa expresión de José Nun, La rebelión del coro. Estudios sobre la racionalidad política y el sentido común, Buenos Aires, Nueva Visión, 1989.

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democráticos (en el que naufragan los propios medios, autoerigidos en fines fraudulentos), y los fines políticos últimos (a cuyo altar pueden comparecer las peores atrocidades, todas convertidas en meros medios). Esta tarea pendiente nos convoca, en nuestro mundo hipermediatizado, a un delicado trabajo en el lenguaje. Esta tarea habría de pensarse en términos de la construcción de matrices teóricas que apunten a un desmoronamiento de las dicotomías. Desde una lectura que podríamos llamar «dialéctica» (en sentido benjamininano-adorniano), podría pensarse la transformación de una figura en otra como la radicalización misma de la figura anterior. En esa dirección podríamos pensar, por ejemplo, el problema de la «secularización de lo político». Desde una perspectiva «dialéctica», una crítica de este dispositivo fundamental de la gramática política de los 80 no implicaría una simple reposición de las mística militante de los 70. Más bien significaría hacer visibles los efectos de la propia secularización, cuya radicalización exasperada, como los grandes pensadores de la secularización lo han reconocido, implica siempre el emerger de formas —tecnificadas— de remitologización. De modo que pensar una tercera figura de la memoria podría consistir en reconocer el modo en que el mesianismo de los 70 era ya una forma de desmitologización (después de todo, se trataba de aniquilar el «fetichismo de la mercancía»), a la vez que el frío laicismo inaugurado en los 80 deviene en figuras acaso más perversas de mesianismos tecnocráticos y de alquimias biopolíticas. Desde una perspectiva más bien «postestructuralista», se trataría de «pensar las dicotomías como bipolaridades», como sugiere Giorgio Agamben: superar la lógica binaria significa sobre todo ser capaces de transformar cada vez las dicotomías en bipolaridades, las oposiciones sustanciales en un campo de fuerzas recorrido por tensiones polares que están presentes en cada uno de los puntos sin que exista posibilidad alguna de trazar líneas claras de demarcación.12 12 Agamben, G., Estado de excepción. Homo sacer II, I, Bs. As., Adriana Hidal-

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Desde allí sería interesante replantear, por ejemplo, el problema de la «democracia»: tanto en los 70 como en los 80 ella ingresa en una estricta lógica binaria que en un caso condensa el engaño burgués que se debe desenmascarar, y en el otro la panacea final frente a un pasado oscuro y desechado. Habría que pensar los términos de una democracia crispada en el campo de fuerzas que se abre cuando sostenemos nuestra mirada a la vez en los 70 y los 80, desde la tensión entre democracia sustantiva y democracia formal hasta otras tensiones posibles (entre lo libertario y lo civil, entre la masa y la ciudadanía, etc.), tensiones sin las cuales nuestro lenguaje político parece condenado a la dinámica cerrada de la repetición. Además de matrices alternativas del pensamiento, resulta necesario a su vez precisar una serie de lugares o figuras de la crítica contemporánea que parecen habilitar las claves de un pensamiento más allá de la dicotomía entre responsabilidad y convicción. En otros términos, figuras que en su crítica del democratismo liberal, progresista y bienpensante, sorteen a su vez las viejas programáticas de los 70 «revolucionarios». La actualidad del debate sobre la memoria en la Argentina parece incluir, a través de diversos contextos, autores y tradiciones, algunos de los siguientes tópicos: (a) antes que nada, la deconstrucción de una pieza clave de la hermenéutica sobre la que ya desde la primera mitad de los 80 se comenzará a montar el progresismo argentino, esto es, la dicotomía democracia/autoritarismo. Ya ha sido señalado por la crítica este chantaje de la democracia, o al menos de ciertos discursos elaborados desde los 80 acerca de ella: si no es «democracia», es terrorismo. Un dispositivo que persiste aún en nuestros días con aditamentos ideológicos de la era global de la «seguridad» que lo convierten en un mandato aún más macabro. Por lo que sigue siendo una tarea todavía a desplegar con rigor la ruptura definitiva con la pretensión de agotar exhaustivamente el campo semántico del debate político con la dicotomía democracia/autoritarismo. Frente a este planteo dicotómico, no se tratará de regresar a viejos leninismos explícitamente autoritarios go, 2004, p. 12.

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en su afán emancipatorio, pero sí habrá de reconocerse lo político en su núcleo trágico inherente e irreductible, rompiendo con la ingenuidad de eximir a la democracia de su trasfondo siempre oscuro, de su institución siempre violenta, de su emerger siempre de una decisión: avanzar desde un «Estado de derecho» con reglas «democráticas» hacia los avatares de una política democrática. (b) En relación directa con lo anterior, otra de las piezas fundantes del dispositivo democrático-progresista fue el deslinde tajante entre política y guerra. Todo lo que semantizaba el primer término quedaba estrictamente fuera de las fatídicas gramáticas bélicas que tanto daño habían hecho en los años inmediatamente anteriores. Nuestro presente, por el contrario, plantea desde diversas perspectivas las múltiples relaciones de permeabilidad entre la lógica política y la lógica de la guerra, contaminando ambos significantes entre sí. Algo que en los 80 fue epítome de lo que debía romperse, la complicidad entre política y guerra resurge a través de posturas críticas tanto de las teorías neocontractualistas como de las consensualistas, posturas aquéllas que plantean por el contrario el carácter constitutivamente conflictual de lo político, y que se asientan en el auge de otras teorías que a lo largo del siglo XX se aventuraron por los desfiladeros que comunican subterráneamente la lógica de la política con la de la guerra: Carl Schmitt y Michel Foucault figuran entre los nombres más requeridos. Frente a la contraposición bienpensante entre política y guerra, no se trata ciertamente de una nueva apelación a las armas, sino en todo caso de asumir el núcleo conflictual de lo político, desfondando así definitivamente la preocupación por la estabilidad, la institucionalidad, la gobernabilidad, y abriendo una discusión desprejuiciada y plebeya sobre la violencia, siempre inherente a la política. (c) También en consonancia con lo anterior, habremos de consumar la crítica a la reducción de lo político a mera forma procedimental. Bajo el doble impacto del horror dictatorial y del contemporáneo resurgir de las teorías liberales contractualistas de la mano principalmente de John Rawls a fines de los 70, nuestros ochentas hegemónicos vieron en las reglas y los procedimientos una manera de conjurar

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el fantasma del conflicto entre irreductibles concepciones sustantivas del bien, la política, la justicia. El necesario desmontaje de las aporías de las teorías formalistas va de la mano del regreso de exigencias y reclamos sustantivos a la política, de un extremo a otro del debate teórico y político: desde el resurgir de ciertas formas de neopopulismo y su tradicional eje centrado en la cuestión social, hasta el sofisticado reclamo deconstruccionista por pensar la «justicia». Frente a la dicotomía, presupuesta por todo formalismo, entre procedimiento y bien, no es preciso regresar a ningún esencialismo ético o político, sino más bien asumir lo político en su concreta materialidad deviniente cristalizando en diversidad de formas a ella adecuada, esto es, superar la dicotomía entre forma y sustancia política reconociendo la imposibilidad de una forma anterior a la sustancia. (d) En este contexto, es notable el contrapunto entre la característica demonización del populismo en términos de «corporativismo autoritario», típica de nuestros primeros 80 —y que resurge en el clima latinoamericano contemporáneo—, y el reclamo manifiesto en nuestro tiempo de rediscutir el populismo, sorprendentemente tanto desde lo más sofisticado de la teoría como desde la práctica política más concreta. (e) En la misma dirección, a contrapelo del sujeto político reducido a abstracto sujeto jurídico de derechos, asistimos ya no a una típicamente setentista negación de lo individual en favor de místicas colectivizantes, pero sí a una preocupación acaso inédita por una tematización política de los cuerpos (sea en términos positivos de deseo o en términos negativos de nuda vida), y a un recuestionamiento paralelo de las viejas nociones de multitud y de pueblo. Por cualquiera de esas vías se cuestiona la supuesta prioridad política otorgada a las abstracciones de «el hombre y el ciudadano» en favor de la concreta materialidad biopolítica de la fragilidad de cuerpos biológicos naturales. (f) Claramente, de este modo, el espacio de lo político deja de estar restringido a la «opinión pública» ilustrada y a la «sociedad civil» como el espacio privilegiado de lo político «legítimo»: desolado «reino de los fines» en las sórdidas y atemorizadas metrópolis contemporáneas. La emergencia de otras formas de lo político viene

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mostrando la necesidad de pensarlas en los dislocados lugares de lo marginal, de los cordones periféricos, de los ghettos urbanos, del nomadismo migratorio, de la virtualidad desterritorializada, de las microscopías de la biotecnología, etc. Lugares anómalos que, ciertamente, tampoco son ni el partido ni el comité, ni siquiera la tradicional plaza. (g) Frente a la dicotomía entre naturaleza y cultura, en la que se asienta el programa civilizatorio de todo progresismo, hallamos un inédito resurgir de reflexiones renovadoras sobre «la naturaleza», sobre «el animal», y principalmente sobre la contaminación entre esa naturaleza y aquella cultura. Pensamientos acerca de un inquietante cortocircuito que está en condiciones de arruinar la invisibilización ilustrada de intensidades siempre al acecho, siempre imprevisibles, y cuyo olvido programado sólo puede generar «malestares» civilizatorios famosamente diagnosticados ya. (h) A contrapelo del humanismo ramplón que acompaña estas teorías de la cultura, hallamos cada vez más nítidos los perfiles de un pensamiento de lo inhumano, de lo más-allá-de-lo-humano, que resurge cuarenta años después de Las palabras y las cosas en un tiempo en el que la «muerte del hombre» parece ser mucho menos la bandera de una nueva avanzada de renovación teórica y mucho más el balance realista del potencial actual de la tecnociencia. Y a su vez, este post-humanismo incipiente cuestiona el carácter normalizador de lo «humano», carácter silenciado en las naturalizadas reivindicaciones por los «derechos humanos», que, deliberadamente o no, hacen sistema con la gramática política ochentista y su jerga garantista y juridizante. (i) Finalmente, hilvanando quizá los diversos tópicos, tendrá que plantearse una atenta y desprejuiciada disección crítica de aquella operación con la que en su momento Norbert Lechner condensaba lúcidamente todos los quiebres que habían llevado del lenguaje político de los 70 al de los 80 —«de la revolución a la democracia»— a saber, la secularización de lo político.13 Junto a ello, el presupuesto implícito de la no complicidad entre ilustración y mito, entre desencantamiento y fetichi13 Lechner, N., «De la revolución a la democracia», en La ciudad futura, n° 2, 1986.

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zación. En nuestra escena teórico-política contemporánea se juega un movimiento más general que se orienta hacia un cuestionamiento de la secularización de la política y su mitología laica, en los diversos planteos, desde diversas perspectivas, que reclaman repensar el mito político y su fuerza movilizadora y configuradora, el mesianismo como forma profana de la interrupción histórica, el utopismo como acicate de figuras de una cultura libertaria, lo teológico-político como condición aún actual de una política durante demasiado tiempo desatendida en sus atávicos compromisos y que hoy se nos escapa de nuestras viejas matrices iluministas. Todo esto orientado a una crítica de la neutralización de lo político en el mero epifenómeno de la economía o en el puro procedimiento técnico. Los ochentas, preocupados por desterrar la barbarie de la política como guerra, nos legaron, aturdidos, la barbarie de la política como técnica. Con esta serie intentamos mostrar una problemática posible que claramente esquiva la alternancia entre responsabilidad y convicción. Capas, estratos, sedimentos, de discusiones pasadas solapándose y contaminándose con reflexiones actuales, dislocándose mutuamente, actualizándose, dándose cita y seguramente malentendiéndose. Sólo una rudimentaria agenda posible para una izquierda (intelectual al menos) deseosa de un lenguaje político renovado.

V. Coda Comenzamos bajo el horizonte de una doble crisis: crisis de la civilización («Auschwitz») y crisis del marxismo (la derrota de la revolución) como balance final de un siglo que nos legó antes que nada una inédita preocupación por los legados. Pues esa doble crisis había sido pensada como uno de los principales detonantes del actual auge de una «cultura de la memoria» a nivel no sólo nacional, que aún hoy ata el pensamiento de la política a un cierto «giro al pasado». En esta torsión reflexiva de un presente indigente, las principales orientaciones parecieran plantear un

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movimiento oscilante entre una crítica más o menos global de los setentas desde el presupuesto de los núcleos ideológicos de los 80, y una crítica de esos núcleos «democráticos» desde el regreso a ciertos sentidos olvidados de nuestros sesentas y setentas, como el regreso de lo político reprimido —reprimido por la fuerza desde la dictadura y por el derecho desde la democracia. El progresismo de la «responsabilidad» encuentra su reverso en cierto setentismo de la «convicción» que, examinado detenidamente, no acierta a superar la gramática político-cultural dicotomizante construida por aquél en las fraguas del «grado cero» de lo político pretendido por los 80 alfonsinistas. Una crítica radical del progresismo parece requerir una tercera figura de la memoria, que ciertamente ya se está fraguando, y que será por sí misma una constelación alternativa de lo político y lo cultural. Una tercera figuración de la memoria en nuestro país es, también, un pensar que exige no esquivar la crisis (ni la crisis de la civilización —ocluida por el progresismo—, ni la crisis del marxismo —ocluida por las versiones más dogmáticas del «setentismo»—) sino partir de ella a la vez que ir más allá en la búsqueda de un pensar y una política de otra índole. Un pensamiento que sepa sortear las matrices dicotomizantes, jerarquizantes y por lo tanto despolitizantes, tanto de los 70 como de los 80: la despolitización de la maquinaria del partido, sus presupuestos y consecuencias; la despolitización de los dispositivos democrático-formales, sus presupuestos y consecuencias. Encontrando los puntos de fuga, habrá de plantearse un pensamiento liminar, del confín, del umbral, del pasaje, que aunque viene siendo trabajado en términos teóricos desde hace ya varios años, no ha encontrado aún una adecuada articulación con la efectiva historia de herencias, deudas y debates ideológicos en nuestro país. De este modo, la crítica del progresismo no será un ingenuo regreso a los 70, ni las críticas de aquellos ascetismos burocráticos implicarán hacerle el juego al chantaje liberal y bienpensante.14 14 Estas reflexiones deben mucho a nuestro sostenido intercambio con Juan Sebastián Malecki.

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Lo que se halla en juego es el problema del legado y su posibilidad. Ese legado, si es posible, deberá estar a la altura del deseo, la experiencia y la derrota de lo que tal vez haya sido la mayor y más extraordinaria voluntad de justicia vivida por la historia. Diego Tatián

Uno de los debates político-intelectuales más intensos de los últimos años en la Argentina ha sido el suscitado por la carta que Oscar del Barco escribiera, a fines del año 2004, reaccionando ante la lectura de una entrevista a Héctor Jouvé en la que se narraba el fusilamiento de dos miembros del EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) por parte de sus propios compañeros. La intensidad del debate ha sido tal que seguramente marcará un antes y un después en la historia de la conflictiva memoria de los años sesenta y setenta en nuestro país. A la luz de la cristalización de una compleja serie de intervenciones posteriores a la carta inicial,15 estas notas se proponen realizar una evaluación fragmentaria de lo que de ese debate se ha ido sedimentando, ciertos nudos problemáticos que han ido construyendo nuevos ejes de sentido acerca de los sesenta y setenta en la Argentina. En el centro de esta nueva figura de la memoria de aquellos años se instala la cuestión de la responsabilidad, y lo hace de un modo que será difícil soslayar después de este debate. Responsa15 Sólo fragmentariamente documentadas en VVAA, Sobre la responsabilidad: no matar, Córdoba, Del Cíclope y Universidad Nacional de Córdoba, 2007 (en adelante No matar I), y en VVAA, No matar. Sobre la responsabilidad. Segunda compilación de intervenciones, Universidad Nacional de Córdoba, 2010 (en adelante No matar II).

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bilidad que apunta a las propias miserias de la «izquierda» por las atrocidades de un tiempo signado por un culto a la muerte en el que el huracán de la «Revolución» devoraba en el ardor de su promesa la singularidad y fragilidad de vidas humanas únicas e insustituibles. Del Barco venía a nombrar esas muertes insignificantes, recordando la fisonomía de horror de aquello que desde la perspectiva de la «Historia» resultaba mero residuo prescindible: decir «Pupi», decir «Bernardo» era rescatar la inconmensurable singularidad de esas vidas desechadas en nombre de la revolución, e intentar con ello asumir lo irredimible de ese acto. El «no matar» murmuraba una religiosidad negativa, en pianissimo, cuyo único contenido era la prohibición de toda idealización del sufrimiento, la imposibilidad última de justificar el asesinato en virtud de cualesquiera fines últimos, como único fundamento posible de la comunidad. Si algún «materialismo histórico» estuviese en condiciones de sobrevivir a esta prueba, sería uno que supiese inscribirse en este materialismo micrológico previo, que reivindica los derechos de lo desechado y sufriente; si algún proyecto de emancipación social es posible aún hoy, entonces será aquel que sepa estar a la altura del débil mandato que se oye en el fondo de cada humano –y que lo hace humano: no matar. Ensayar un balance del debate desencadenado por esta intervención de del Barco no parece empresa fácil, dada la multiplicidad de cuestiones y registros que se movilizaron en él. Intentaremos destacar algunos de los que nos parecen más pertinentes desde el intento de contribuir a un debate autocrítico en el seno de la izquierda (como se verá, asumir esta perspectiva implica ya un posicionamiento determinado –y no es claro que mayoritario– dentro de las opiniones vertidas en la polémica). En primer lugar, su propia forma, su estatuto de debate. Al menos dos cuestiones hacen de este punto algo no externo, sino atinente ya al asunto que se discute. Por un lado, por aquello que se explicitaba, en este registro formal, ya en la carta de del Barco: «este no es un argumento, sino una contrición».16 16 Del Barco, Oscar, «Carta enviada a La intemperie por Oscar del Barco», en No matar I, p. 34.

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Es decir, desde sus comienzos, este intercambio se asienta en un terreno declaradamente movedizo. Cuando la propia intervención que inicia todo se niega a sí misma el estatuto de «argumento», instala un suelo ambiguo, pues con ello se le resta comunicabilidad y carácter público a la carta. Y sin embargo, este acto aparentemente individual e íntimo, de reconocimiento de una culpa hiriente, se proyecta a un dominio público, no sólo por plasmarse en el formato de una carta abierta, sino por incluir, ciertamente, junto a este núcleo traumático de autoexposición de una subjetividad dañada, argumentos que pretendían validez universal para el

espacio de la «izquierda» al que se dirigía. Algo que parecía del orden de lo inconfesable, de lo incomunicable, de un registro propio del diálogo sereno entre amigos, entre quienes un suelo de implícitos comunes permite cierta inteligibilidad de un asunto tan delicado que se presenta como balbuceo titubeante, se lanzó, con violencia y firmeza de proyectil, a la arena del debate público. El desarrollo de la polémica mostró que esta oscilación estuvo a la base de no pocas desinteligencias y malentendidos. No hubo diálogo, sino debate, y no pocas veces la difamación tendió a imponerse sobre el esfuerzo de comprender y hacerse comprender. Ya en una de las primeras respuestas planteaba Luis Rodeiro esta tensión: El debate es una confrontación, que muchas veces es saludable y necesario brindar. El diálogo es un intento de construcción. El debate supone un adversario; el diálogo, requiere un compañero con el que tenemos un «algo», pequeño o grande, en común.17

La escasez de «diálogo» en este debate habla, en parte, de la ausencia de ese «algo» en la «izquierda» argentina actual. La segunda cuestión que hace de la forma en que se dio este «debate», como debate público, un asunto importante tiene que ver con lo que podríamos llamar la oportunidad del mismo: ¿por qué este debate se desencadenó en el momento en que lo 17 Rodeiro, Luis, «La dificultad del diálogo y algunas precisiones», en No matar I, p. 45.

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hizo? Por una parte, ¿por qué el planteo de del Barco generó tanta repercusión precisamente en estos años, mientras que intervenciones muy similares que se vienen dando intermitentemente desde fines de los 70 no habían generado un revuelo tal? ¿Por qué tanta agitación por opiniones que en realidad podrían encontrarse ya, y de manera argumentativamente más sofisticada, desde las páginas de Controversia, en el exilio mexicano (sobre todo en las intervenciones de Héctor Schmucler y de Sergio Caletti)? ¿Por qué fue el «debate en torno a la carta de del Barco» y no en torno a las intervenciones de Caletti o Schmucler en los 70, Brocato en los 80, Calveiro en los 90? ¿No muestra este debate, en realidad, la sobrevida espectral de intervenciones polémicas que comenzaron a darse ya en los 70, que quedaron truncas en los 80 «democráticos», y que resurgen de este modo extemporáneo, desfigurado y sintomático, incapaces de ser «argumento» y de encontrar la vena política que los una a una voluntad emancipatoria que ahora parece clausurada? ¿No implicaría ello el necesario regreso sobre esas gramáticas de la «democracia» que se instalaron para contener el debate en los 80? Estos interrogantes tienen que ver, ciertamente, con una segunda dimensión del asunto: ¿qué relación se puede plantear entre el desencadenamiento de este debate y la movilización pública de la escena de la memoria en la Argentina de los últimos años, sobre todo a través de la derogación de las leyes del perdón y la reapertura de los juicios a los responsables del terrorismo de estado? ¿Qué vínculo podría establecerse entre la transformación del espacio de la ESMA y el inicio del debate, ambos acaecidos el mismo año 2004? ¿No habría que plantear también la pregunta por las condiciones históricas de posibilidad de la entrevista a Jouvé, incluso antes que la pregunta por las condiciones de emergencia de la carta de del Barco? En definitiva: ¿cómo se inscribe el debate en torno a la carta de del Barco en el estado de la memoria de los 60 y 70 en la Argentina actual? Y no resultaría sencillo responder a esta pregunta, pues si bien la polémica debería ser considerada un emergente más de un clima epocal en el que se han movilizado con mucha intensidad las disputas por la memoria de nuestros

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60-70, sin embargo presenta marcadas anomalías respecto a los más visibles debates y políticas públicas en relación a estos tópicos. Que el debate en torno al «no matar» se dé en casi exacta sincronía con un proceso de fuerte visibilidad y resonancia pública en torno a la reparación de la memoria de la dictadura, centrado en la reapertura de los juicios pero ligado también a cierta recuperación discursiva de intensidades enunciativas de los 70, no deja de ser un fenómeno paradójico en relación al estado actual de la memoria en la Argentina. Pues uno de los núcleos fuertes del debate desencadenado por la carta de del Barco pasa, precisamente, por una crítica de las ominosas ilusiones alojadas en esas «intensidades», una impugnación de las formas de lo político «setentistas», cuya formulación más consecuente es el programa de una «crítica de la razón militante» o «crítica de la subjetividad militante»18 surgiendo en la escena abierta por la polémica. ¿Cómo comprender esta sincronía de lo asincrónico? Si asumimos que se trata de dos manifestaciones asincrónicas, ¿cuál de ellas representaría un proceso residual y cuál un signo de renovación de las memorias? Tampoco la respuesta a este interrogante resulta obvia. Uno podría verse tentado a responder rápidamente: el supuesto «setentismo» engarza muy adecuadamente con esa estación de la memoria que suele ser fechada desde mediados de los 90, y que emerge como una defensa heroizante de los ideales y las luchas de ese tiempo de la política que fueron los años 70; mientras que el debate «no matar» inauguraría una escena renovada, en la que la re-politización de los 70 operada desde mediados de los 90 asume un nuevo giro, pues ahora esa politicidad es desmitificada y leída en su real (y siniestra) eficacia, sin idealizaciones. En ese sentido, el discurso de reparación en torno a los juicios estaría teñido por un registro de enunciación residual, mientras que lo que se abre con el «no matar» sería una efectiva renovación. Sin embargo, habría que hacerse al menos dos preguntas: cuánto del «setentismo» del que se habló hace algún tiempo fue una efectiva recuperación de los ideales y sobre 18 Tal como se enuncia en las intervenciones de Elías Palti (incluidas en No matar II).

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todo de los modos de la política de aquellos años, y cuánto construcción retórica para articular consensos en el presente; y por otro lado, cuánto del debate «no matar» no está reponiendo en mayor o menor medida ciertas gramáticas de lo político que se fraguaron en los 80 democráticos, en torno a la defensa incondicional de la «democracia» y las garantías del estado de derecho junto a la simétrica crítica, igualmente incondicional, a toda forma de «autoritarismo», viniese de izquierda o de derecha. En este sentido, podría pensarse este discurso como residual, como una puesta a punto y una asunción más amplia, abierta y razonada, de los quiebres de la subjetividad revolucionaria operados en la «transición democrática» de los 80 (y la similitud ya apuntada con ciertas intervenciones surgidas en los últimos años 70 avala en cierta medida este paralelo). Es en este sentido que no parece del todo justificado soslayar el vínculo entre el carácter público del debate y una dimensión incómoda del asunto. Se sabe que la carta de del Barco fue utilizada en instancias discursivas de la derecha, para legitimar sus posturas de una «memoria completa». Algunas de ellas son bien concretas y eficaces, como por ejemplo la conocida causa Larrabure, en la que el hijo del coronel Argentino del Valle Larrabure, supuestamente asesinado en 1975 por el ERP, intenta lograr que los crímenes de la guerrilla sean considerados crímenes de lesa humanidad, es decir, imprescriptibles. Y en su argumentación aparece largamente citada la carta de del Barco. Uno podría preguntarse: no tener en cuenta ese posible efecto de la propia acción, ¿no es descuidar el mandato de responsabilidad erigido en el mismo gesto? Un tema tan delicado, que quizá ameritaba un régimen del orden del balbuceo o en todo caso del diálogo, ¿no hubiese requerido un mayor cuidado en las formas de su realización, en los modos de su publicidad y circulación, etc.?19 19 Sirva de contrapunto el siguiente episodio, donde se ponderó de otro modo el cuidado de las formas. Hace poco la editorial Campana de Palo puso en circulación un libro titulado Archivos de la ESMA en el que se publicaban una serie de documentos secretos de inteligencia de la última dictadura –que de algún modo llegaron a las manos de los editores–, con el objeto de mostrar que «los archivos de la represión existen», dando cuenta del carácter sistemático

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El propio del Barco se anticipaba a esta argumentación, ya en la primera carta: «Habrá quienes digan que mi razonamiento (…) es el mismo que el de la derecha, que el de los Neustadt y los Grondona. No creo que ese sea un argumento. Es otra manera de ‘tapar’ lo que pasó.»20 Sin embargo, ha sido dicho que este tipo de equiparación entre distintas formas de la violencia es una estrategia deliberada de la derecha en tiempos de reapertura de los juicios,21 y no pocas intervenciones en el debate no dan elementos suficientes para distinguir sus argumentaciones de las de los que enarbolan la necesidad de una «memoria completa». ¿Qué implicancias tiene hacer eso públicamente en la Argentina de hoy? El «affaire del Barco» coincide en el tiempo con la reapertura de los juicios, de modo que cabe la pregunta: ¿criticar la instrumentalización de la muerte implica descuidar cuestiones básicas de los modos de la discusión? Pues como se sabe, el núcleo del planteo de del Barco se enunciaba de manera muy provocativa, pues presuponía –y explicitaba de manera polémica– la equiparación de las muertes del terrorismo de estado con las muertes de la guerrilla. No hay grado, no hay diferencia cualitativa posible cuando se trata de magnitudes inconmensurables como es el asesinato de un ser humano: la política y sus distinciones se disuelven ante un drama previo, primordial si se quiere, del orden de lo antropológico. del terror. En ellos aparecen las fichas policiales de ex miembros de las FAP. Y se incluyen fotografías, algunas de los militantes en los centros de detención, otras de los elementos secuestrados en los operativos. Esta publicación generó malestar entre los ex militantes, fundamentalmente porque algunos de ellos aún vivían en las direcciones de los allanamientos allí documentados. Con el argumento de que ello podría ser «utilizado por la derecha», justamente en un momento en que se reabrieron los juicios, el libro fue retirado de circulación. ¿Significa ese gesto un retorno al cierre del discurso autocrítico de la izquierda, un nuevo modo de «tapar» lo sucedido, una nueva reacción defensiva? Creemos que no, y que más bien remite, sencillamente, a una estrategia comprensible y racional (no racionalizadora) en el marco de una coyuntura muy singular. 20 Del Barco, Oscar, «Carta enviada a La intemperie por Oscar del Barco», cit., p. 34. 21 Véase Ferrari, Germán, Símbolos y fantasmas: de la amnistía a la «justicia para todos», Bs. As., Sudamericana, 2009.

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Algunos de los críticos de la carta de del Barco denuncian un resurgir de la «teoría de los dos demonios», ahora desde el propio seno de la izquierda. Del Barco mismo lo había dicho ya en su carta: «podría reconsiderarse la llamada ‘teoría de los dos demonios’, si por ‘demonio’ entendemos al que mata, al que tortura, al que hace sufrir intencionalmente.»22 Y efectivamente, el planteo de del Barco coincide formalmente con esa impugnación a dos extremos vistos como equivalentes en su uso sanguinario e instrumental de la violencia y el asesinato. Sin embargo, la de del Barco sería una versión inédita de esa «teoría», pues le otorga un sentido que nunca tuvo. El uso político públicamente más influyente de la teoría de los dos demonios fue siempre un uso exculpatorio, sea de la sociedad toda en los años 80 cuando se necesitaba mostrar que ella nada había tenido que ver con estos fuegos cruzados de los 70, sea de la cúpula militar para afirmar la idea de una guerra de igual a igual que justificaba la aniquilación del enemigo. Si la carta de del Barco repone tal «teoría», no recupera sin embargo su sentido político más influyente, pues en su carta esa construcción opera en función de una masiva atribución de culpabilidad: «todos somos responsables», algo que nunca se había dicho desde la teoría de los dos demonios. Así, del Barco realiza una generalización masiva de la responsabilidad por el espiral de violencia de los 70 que ciertamente culmina con el sistemático terrorismo de estado implementado por la última dictadura militar pero que se asentaba en un sentido común extendido en la sociedad y fundamentalmente en las propias organizaciones políticas de la «izquierda». De allí proviene otra de las críticas que recibiera: ese clima de época, ese sentido común, no podría ser juzgado desde fuera de sus propias condiciones históricas de emergencia. La crítica de del Barco sería abstracta, mística y fundamentalista, descarnada y descontextualizada, es decir, no reconocería el carácter histórico de los valores que movilizan la acción de los hombres, el clima de ideas que permea una época y que marca los límites de lo 22 Del Barco, Oscar, «Carta enviada a La intemperie por Oscar del Barco», cit., p. 32.

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pensable y realizable en un tiempo determinado. Pero este tipo de argumentos, cuando no son una lisa y llana autojustificación, recaen en las aporías del historicismo. Partir de una reserva trascendental, sentar un punto de exceso de la historia –en el caso de del Barco el «no matarás»–, irreductible a ningún «contexto histórico» determinado que lo diluya parece inevitable desde una perspectiva crítica. Sin ese exceso trascendental, esa distancia entre ser y pensar, se disuelve el espacio del juicio y la evaluación de la historia. No habría crítica posible sin la reserva normativa que implica preservar una distancia ante lo real, ante los límites de lo pensable y lo realizable en una época particular. De otro modo, la reflexión crítica acerca de la historia parece inviable. Más bien pareciera que el registro más delicado de la carta, que más la singulariza y que determina el talante más polémico de una gran parte de las respuestas desencadenadas,23 asoma en cierta desmesura de del Barco que encuentra en lo que sigue su clímax: Creo que parte del fracaso de los movimientos «revolucionarios» que produjeron cientos de millones de muertos en Rusia, Rumania, Yugoslavia, China, Corea, Cuba, etc., se debió principalmente al crimen. Los llamados revolucionarios se convirtieron en asesinos seriales, desde Lenin, Trotsky, Stalin y Mao, hasta Fidel Castro y Ernesto Guevara.24

Aquí sí se muestra con claridad el problema de haber partido de una «reconsideración», por anómala que fuese, de la «teoría de los dos demonios». Lo desafortunado de utilizar el inexplicable y televisivo mote de «asesinos seriales» para tan dramáticos, complejos y delicados personajes y acontecimientos históricos nos obliga a no tomar la expresión literalmente. Pero en última instancia no es la letra el problema, sino la manera en que allí se expresa de modo extremo algo que está implícito en el resto de la carta, y que en importantes desarrollos posteriores tiende a instalarse en el centro de la escena: un balance simplificador 23 Y que acaso sea también la razón de que se haya desencadenado un amplio «debate del Barco» y no, por ejemplo, un debate Caletti, o Brocato, o Calveiro. 24 Del Barco, Oscar, «Carta enviada a La intemperie por Oscar del Barco», cit., p. 33.

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de lo actuado por la izquierda que tiende a la disolución de toda tradición emancipatoria históricamente realizada. Reduciendo «revolución rusa», «revolución china» y «revolución cubana» a Lenin, Trotsky, Stalin, Mao, Castro y Guevara, y reduciendo estos nombres a su perfil criminal, la complejidad de fenómenos históricos y colectivos fundantes de una voluntad emancipatoria inédita en la historia se ve reducida a una dimensión entre ética y penal. La fórmula «asesinos seriales» expresa la frontera a partir de la cual el necesario esfuerzo por plantear un debate largamente pendiente en la izquierda comienza a deslizarse riesgosamente en la dirección de hacer tabula rasa de toda tradición emancipatoria. Por momentos es difícil pensar el debate como una suerte de «autocrítica» de «la izquierda» (lo que sí habían intentado los Caletti, Brocato o Calveiro), sencillamente porque se diluyen los rasgos elementales de una identidad reconocible como «de izquierdas». Con ello no se está diciendo que este gesto no pueda tener una vocación liberadora de abrir nuevas formas de concebir la propia idea y práctica de la «emancipación», como ese rimbaudiano «vivir de otro modo»25 que aparece en los textos de del Barco (aunque en realidad haya sido mucho más frecuente, en las demás intervenciones, la recaída en un liberalismo llano). Pero el planteo barre de una manera tan indiscriminada con toda experiencia emancipatoria históricamente actuada, que la defensa de ese «otro modo» queda en un lugar incómodo, entre desprovisto de todo sustrato político o normativo real y sospechoso de cierta ingenuidad: no hay práctica emancipatoria que parta de un punto cero,26 sino que siempre se ampara en una memoria de las luchas que le da espesor histórico, legitimidad y un saber concreto 25 Por ejemplo: «Me parece que la humanidad vive en un Sistema económicosocial que hoy por hoy resulta prácticamente insuperable, que tal vez recién se inicia, y que nos obliga al menos a tratar de pensar y vivir otra cosa o de otra manera.» (Del Barco, O., «Aclaraciones al artículo de León Rozitchner aparecido en la revista El ojo mocho número 20», en No matar II, p. 100) 26 Por momentos del Barco da a entender que efectivamente está pensando en ese punto cero, como cuando, discutiendo la idea de la «acción» y de lo «intelectual», afirma: «Escribir, pintar, rezar, amar, componer música… ¿no son acciones verdaderas?» (Ibíd., p. 96).

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de la resistencia y de sus formas. Pues, en efecto, el carácter masivo de la crítica condujo, en muchos momentos del debate, no sólo a la crítica de ciertas figuras sanguinarias, sino a una negación del conjunto de las revoluciones modernas en cuanto tales. Vale decir, según las enunciaciones más contundentes de la polémica, lo siniestro no habría sido aquello en lo que ciertas sedicentes «revoluciones» devinieron de manera fraudulenta, sino la misma idea de revolución en cuanto tal, y en su mejor versión posible. Esa negación indiscriminada aparece más claramente en algunas de las intervenciones posteriores, pero se anticipa en esta suerte de criminalización de la revolución moderna por parte de del Barco. A partir del mote «asesinos seriales» se está confinando esas expresiones contradictorias de la revolución rusa, la revolución china y la revolución cubana al territorio de lo criminal. Incluso sin tomar a la letra la desafortunada hipérbole, no podemos dejar de reconocer allí una deliberada despolitización: no habría en esos nombres (y lo más complicado: en lo que esos nombres vienen a condensar como experiencia histórica) ninguna política que discutir, por desafortunada que hubiese terminado siendo, sino sencillamente la pura negatividad de una empresa delictiva desquiciada desde su raíz. Desde otro lugar de enunciación, la intervención de Claudia Hilb lo plantea con toda claridad: no se está hablando de derrota, de fracaso, de crisis de un ideal de liberación, de errores profundos, de contradicciones dramáticas, de deudas pendientes. Se está mostrando que los propios objetivos, en su versión mejor, estaban orientados al mal, un mal radical que estaba en las entrañas de eso que se llamó «revolución»: no nos sentimos responsables de haber querido el Bien pero de haber fracasado en nuestro intento. Nos sentimos responsables de haber querido un Bien que, de la manera en que lo concebíamos, hoy creemos que sólo podía conducir al mal.27

El problema no es haber fracasado en la consecución de los fines que se proponían las organizaciones políticas de los 60 y 70, 27 Hilb, C., «Moldeando la arcilla humana: reflexiones sobre la igualdad y la revolución», en No matar II, p. 16 (destacado de la autora).

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ni tampoco la inadecuación de los medios que utilizaron para concretar esos objetivos. El problema fueron esos mismos objetivos, las propias utopías de justicia por las que se luchaba. Recuperando una vieja y simple ecuación del liberalismo político, Hilb afirma que el igualitarismo radical (el Bien deseado), en tanto negación de las diferencias, se anuda de manera necesaria en su realización con el totalitarismo (el Mal realizado), y sostiene su razonamiento en el caso de la revolución cubana, detonante clave del entusiasmo revolucionario en toda América Latina en los 60 y 70. Claro que al formular en ese registro de generalidad su ecuación entre igualitarismo y totalitarismo, no se está hablando sólo de la lucha armada, ni tampoco apenas de la revolución cubana, sino de la noción moderna de revolución en cuanto tal.28 Y así lo afirma en su reciente trabajo sobre el régimen cubano, prolongación y complemento de su intervención en el debate del Barco: Es así que entiendo que nuestra Auseinandersetzung, nuestro ajuste de cuentas con el régimen de la Revolución cubana no puede dispensarse de un análisis político del régimen surgido de la Revolución de 1959, y con ello, sin dudas, con la misma idea moderna de Revolución.29 28 Las intervenciones de Héctor Schmucler (no sólo en este debate) también remiten a esta impugnación de la idea de revolución en cuanto tal. «Por condenable que sea, insisto, no es sólo la multiplicación de la muerte lo que empaña la acción revolucionaria; no es el costo en vidas lo que hace titubear la idea de revolución, en cuyo nombre se actúa, cuya búsqueda justifica todos los caminos y cuya presencia impregna de verdad los actos de quienes actúan en su nombre. Es duro el desafío para quienes sabemos que el ciclo de nuestras existencias ya puede presentir su final, pero si no nos atrevemos a poner en duda la idea de revolución el espíritu confundido de nuestra época terminará de morir en un extenso gemido. Y se entiende que no se trata solamente de los caminos a seguir para alcanzarla. (…) Como en la ficción de Dostoievski, cuando la revolución ocupa el lugar de Dios, los hombres (que son quienes piensan la revolución) se encuentran habilitados a actuar como dioses, la ‘razón revolucionaria’ se autojustificar, no hay otra libertad que la que se deriva del reconocimiento de la ‘necesidad’ revolucionaria.» Schmucler, H., «Los relámpagos iluminan la noche», en No matar I, p. 85 (destacado del autor). 29 Hilb, C., Silencio, Cuba. La izquierda democrática frente al régimen de la Revolución Cubana, Buenos Aires, Edhasa, 2010, p. 17.

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Y, a partir de aquellos presupuestos, el saldo de esta Auseinandersetzung es claro y contundente: La promesa de la Revolución cubana, en nombre de la cual tantos murieron por imitarla, tantos otros por oponerse a ella, en nombre de la cual se persiguió toda diferencia y se justificaron tantos crímenes, era realizar por fin el sueño de una sociedad librada de la dominación de unos hombres por otros. Tal vez el balance de la Revolución cubana, el de las revoluciones de signo socialista del siglo XX, deba concluir por fin al carácter ilusorio de ese sueño.30

Por ello consideramos que el debate que reseñamos vibra en la tensión entre el reclamo de revisión sin autocomplacencias de lo actuado por la izquierda y la liquidación de la tradición de izquierdas in toto. Pues, ¿qué margen para seguir pensando en términos de «izquierda» sería aun pensable cuando se impugna la propia idea moderna de Revolución como utopía totalitaria, o el sueño de una sociedad sin dominación como una ilusión funesta? La brecha más interesante suscitada en el contexto del debate no se da entre quienes intentan asumir la responsabilidad por el destino terrible de la experiencia de la izquierda revolucionaria y por el carácter irredimible de sus crímenes, y aquellos que consideran que fue terrible y sanguinaria, pero que resulta trágicamente justificada en el marco de una «Historia» de la liberación que redime ciertas atrocidades cometidas en su nombre, nunca del todo evitables.31 Creemos más bien que el deslinde es otro, y 30 Ibíd., p. 127. 31 Eso es lo que plantea Claudia Hilb al inicio de su intervención: «La polémica desatada por la carta de Oscar del Barco ha reafirmado algo que, en realidad, ya sabíamos: una nítida línea divisoria separa, entre quienes hemos sido de diversas maneras y en diversos grados partícipes de la violencia política en los sesenta y los setenta, a quienes consideramos que debemos asumir una responsabilidad por el destino terrible de esa experiencia, por las muertes a las que condujo, de aquellos que consideran que fueron, simplemente, las víctimas injustas de una guerra justa, y que sólo les cabe reflexionar acerca del porqué de lo que consideran una derrota» (Hilb, C., «Moldeando la arcilla humana: reflexiones sobre la igualdad y la revolución», cit., p. 15). Leer la polémica de este modo forma parte ya de una postura dentro de la misma, que invisibiliza una tercera postura, más allá de la negación generalizada y la idealización au-

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que se da en el seno del amplio espectro de quienes sostienen el carácter irredimible de los crímenes. Lo más estimulante del debate separa a aquellos para quienes lo atroz de esos crímenes arrasan con toda legitimidad posible de la herencia de las izquierda (de la revolución francesa hasta la revolución cubana), y aquellos para quienes esa atrocidad no liquida la contradictoria genealogía de las izquierdas, sino que sirve precisamente para realizar un balance autocrítico que contribuya a renovar su actualidad en un tiempo marcadamente adverso para el pensamiento y la práctica «de izquierdas». Quizá por eso haya sido dicho que lo que está en juego es el problema del legado, de la transmisión y acumulación de la experiencia en política, como se dice en el epígrafe de estas notas. Quizá por eso una de las últimas estaciones más ricas del debate, el intercambio crítico entre Horacio Tarcus y Elías Palti,32 haya derivado en una discusión sobre la actualidad o inactualidad de la izquierda y del marxismo en cuanto tales. Esta oscilación entre una (auto)crítica desde la izquierda y una crítica a la «izquierda» en cuanto tal hace comprensible que a lo largo del debate se haya hablado, por ejemplo, de los 70 en términos de «luchas fratricidas», y se haya planteado que sería necesario «reconciliar a los enemigos de antaño», apelando a la importancia política del perdón, pues «[e]l perdón es el camino para la reconciliación».33 Si este planteo de Héctor Leis en

términos de reconciliación es una de las formas posibles de comprender la equiparación de izquierda y derecha en lo siniestro del horror asesino, la respuesta crítica a este tipo de planteos no tiene porqué hacerse desde una teodicea de la revolución, sino, precisamente, desde un esfuerzo que insiste en ser auto-crítico. Y de hecho, eso sucedió en la respuesta crítica de Sergio Bufano, que replica enfáticamente a Leis:

Las vanguardias revolucionarias convirtieron la propuesta de justicia para los desposeídos en justicia sumaria para quien no tojustificatoria. 32 Las intervenciones polémicas de ambos se encuentran en No matar II. 33 Leis, H., «Los límites de la política: al respecto de una carta de Oscar del Barco», en No matar I.

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estuviera de acuerdo; pero esa experiencia no puede obligarnos a resignar las viejas ideas de libertad que todavía la democracia no ha satisfecho.34

Bufano advierte contra una tendencia latente que recorre todo el debate: una revisión que en su afán de sinceramiento auto-inculpatorio tire por la borda los parámetros mismos de la distinción política moderna entre derecha e izquierda, sin los cuales se torna dudosa la posibilidad misma de aquel sinceramiento, al socavar el sustrato histórico-político de su propia formulación. Una tendencia que también encontró defensores exacerbados, que llegaron a hablar del «negacionismo de izquierda» que uniría a aquellos que no pueden asumir los horrores de la izquierda de los 70 con una «islamización (fundamentalista) de esa izquierda» en la actualidad, a nivel internacional, que en sus críticas al estado de Israel y a la democracia «occidental» parece hacerse sospechosa de terrorismo talibán.35 Estamos ante la diferencia entre creer que la discusión debe darse en la izquierda y evaluar que el debate, en su sentido más radical, corroe los parámetros de la izquierda, es decir, nos obliga a un desplazamiento más allá (o más acá) de lo que se conoció como «izquierda» (sea en la modernista apuesta por un «vivir de otro modo», como en el caso de del Barco, o en mucho más prosaicas defensas de un estado laico de derecho, como en la mayoría de los demás). Se plantean en uno y en otro caso agendas muy diversas: de un lado se presta especial atención a la distinción entre la guerrilla y la izquierda no armada en los 60 y 70, mientras que en el otro se insiste en la unánime y homogénea aceptación de la lucha armada en aquellos años, incluso por parte de militantes de base que nunca vieron un arma; en un caso hay un interés por distinguir modos de la «responsabilidad» que no fueron los mismos entre los militantes rasos y las dirigencias, mientras que en el otro hallamos un abordaje que disuelve deliberadamente esas diferencias, ya desde la carta inicial de del Barco; de una par34 Bufano, S., «Acerca de la reconciliación», en No matar I, p. 443. 35 Thonis, L., «Ayer y hoy: acerca de una generación de granito», en No matar II.

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te se critica la creciente militarización y consecuente separación de la guerrilla del movimiento de masas, mientras que la otra agenda habla directamente de fascismo36; en un caso se habla de «derrota», mientras que en el otro explícitamente se invalida ese discurso37 ante la (evidentemente simplificadora) pregunta: ¿qué hubiese sido la Argentina gobernada por Firmenich y Galimberti? (como si lo «derrotado» hubiese sido sólo la guerrilla);38 en un caso se piensa en la figura de la revolución fracasada, vencida o traicionada, de una escena presidida por el telón fantasmático de «la revolución como pasado»,39 mientras que en el otro se apunta al desquiciamiento originario de la idea misma de revolución, en el escenario fracturado de un radical quiebre de sentido; en un caso podría discutirse el problema de la «crisis del marxismo», mientras que en el otro se habla de la «crisis de la crisis», de una experiencia del abismo de la cual no hay legado posible;40 en un caso queda abierta la comunicabilidad, condición incluso de la polémica, mientras que en el otro parece primar una in36 Por ejemplo, Luis Thonis lo hace, sin muchos matices, en la intervención antes citada. También Hugo Vezzetti expone los distintos aspectos del «parentesco entre las organizaciones revolucionarias con la tradición de los fascismos» en Vezzetti, H., Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, cap. 4. 37 Así, por ejemplo, lo enuncia Claudia Hilb: «Quienes consideramos que debemos asumir una responsabilidad por el destino terrible de esa experiencia no solemos creer que lo que debe pensarse de esa experiencia deba pensarse en términos de una derrota. Es más, solemos preguntarnos bastante acerca de cuán hubiera sido nuestro destino si el campo al que pertenecíamos hubiera triunfado» (Hilb, C., «Moldeando la arcilla humana: reflexiones sobre la igualdad y la revolución», cit., p. 15). 38 Y como si no tuviésemos que asumir también la pregunta opuesta simétrica: ¿qué hubiese sido el siglo XX, o, menos genéricamente, la Argentina de 1955 al 1976, sin las organizaciones «revolucionarias»? 39 La expresión es de Nicolás Casullo, sobre todo en Casullo, N., Las cuestiones, Buenos Aires, FCE, 2007. 40 La idea de una «crisis de la crisis» –es decir, de una crisis de la idea de la alternancia entre crisis y recomposición, o dicho de otro modo, una crisis terminal– y la idea de una experiencia del abismo, aparecen en las intervenciones de Elías Palti, y sobre todo en Palti, E., Verdades y saberes del marxismo. Reacciones de una tradición política ante su «crisis», Buenos Aires, FCE, 2005.

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conmensurabilidad que rompe todo puente con las tradiciones de izquierda. Estamos ante la divisoria que se da entre quienes consideran que el comunismo produjo atrocidades, y quienes vienen afirmando, cada vez más sostenidamente, que el comunismo no produjo, sino que fue una atrocidad, que como el capitalismo, nació chorreando sangre por todos sus poros –y se hundió del mismo modo sanguinario.41 Es decir, no que el igualitarismo pudo desencadenar procesos totalitarios, sino que el igualitarismo es totalitario, como planteaba explícitamente Hilb. No que el sueño de transformación social trocó en pesadilla, sino que el sueño era siniestro desde sus inicios. Desde distintas posiciones teóricas y políticas, Pilar Calveiro, Nicolás Casullo, Sergio Bufano u Horacio Tarcus son algunas de las voces que sostienen la primera agenda, mientras que el propio del Barco, Héctor Schmucler, Claudia Hilb, Hugo Vezzetti o Elías Palti, son algunos de los más consecuentes representantes de la otra. Por nuestra parte, creemos que el debate que comentamos ha tenido el mérito de instalar en el centro de la discusión el problema de la responsabilidad, pero precio de desentenderse del problema no menos complejo del legado. Por lo menos hasta el momento no se ha sabido articular el problema de la responsabilidad con el problema del legado. Y no puede desconocerse que hay una responsabilidad por el legado. Y allí radica una paradoja políticamente relevante: justamente la discusión que ha puesto en el centro la «responsabilidad» no ha sabido, sin embargo, asumir la responsabilidad por el legado. Del Barco afirma: «Me doy cuenta, por otra parte, que aceptar la imposibilidad de esa revolución es muy difícil para quienes pusimos todas nuestras esperanzas y nuestras acciones en lograr una sociedad igualitaria, justa y libre.»42 Aquí se habla de una suerte de conversión o desgarramiento subjetivo, y segu41 Decía Oscar del Barco en la carta inicial: «Lo que ahora sabemos es que también al menos ese ‘comunismo’ nació y se hundió chorreando sangre por todos sus poros.» (Del Barco, Oscar, «Carta enviada a La intemperie por Oscar del Barco», cit., p. 33.) 42 Del Barco, O., «Aclaraciones al artículo de León Rozitchner aparecido en la revista El ojo mocho número 20», cit., p. 100.

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ramente se expresa en ese registro el filón crítico más agudo y lacerante de su intervención y del resto de la polémica generada: el gesto de una crítica sin reservas a un tipo de subjetividad que se fraguó en ese deseo y esa ilusión llamada «Revolución», es decir, la crítica de una construcción de subjetividad marcada por lo generacional (se trata, de hecho, de una matriz de subjetividad ya clausurada para quienes crecimos después de los 80). De allí que no sea tan clara su contribución al debate de las nuevas generaciones, a la transmisión de una experiencia y una voluntad emancipatorias en la que inscribir las prácticas presentes y venideras. Es necesaria una genealogía crítica de las luchas que no las invisibilice tras el resplandor enceguecedor de las armas o de las muertes. La crítica de las armas es un eje fundamental, y tras este debate no será fácil, por suerte, volver atrás con ello. El problema es que la crítica de las cegueras de una época conduzca a una simple negación de las tradiciones subalternas que escapaban a esas cegueras, o que incluso se expresaban equívocamente en ellas. Excepto que tengamos una noción puramente intelectual de la idea de «revolución», o exclusivamente centrada en los «grandes hombres», no podemos eximirnos de la tarea –quizá la más urgente de todas en nuestro presente– de reponer los derechos de esa movilización irregular de lazos de confianza, de astucias y saberes, de perseverancias, de resistencias y de luchas que también se guarece bajo el manto de la siniestra palabra, y que no puede ser diluida en la crueldad de los grandes líderes. La marcha invisible y soterrada del viejo topo también se hizo en nombre de la «revolución». Y cartografiar su frágil y sinuosa senda (permanentemente amenazada de disolverse en el olvido activo del capitalismo comunicacional) es una tarea que no puede ser resignada, hoy menos que nunca. ¿O acaso se está planteando que el viejo topo sencillamente no trabajó en las «revoluciones» del siglo XX? Cortar con ese vínculo nutricio de la política, su tejido histórico, implica hacerse responsable del contribuir al vaciamiento y despolitización de un presente especialmente empobrecedor, como el nuestro. Entonces: ¿cómo lograr una memoria crítica que siga siendo memoria? ¿Cómo compatibilizar la caída

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de los puentes del sentido con la responsabilidad por la transmisión de una experiencia? ¿Cómo lograr que la revisión crítica del pasado que este debate ha promovido no recaiga en una nueva tabula rasa histórico-política –como la que instauraron los 80 democráticos con la matriz democracia vs. autoritarismo? Denunciar las complicidades de la izquierda con lo peor no nos puede llevar a borrar las huellas de una compleja genealogía de proyectos y prácticas de liberación social, sin la cual se ve cuestionado incluso el sustrato ético, político e histórico desde donde realizar aquellas críticas. Consideramos que lo que se está discutiendo es si se sigue tratando de comprender y explicar una derrota, o más bien un inaudito desastre histórico,43 lo que significa: si hay experiencia digna de ser transmitida, o si el legado consiste en la disipación de todo legado posible, en el nada queda, en una suerte de quiebre epistémico en el que los puentes de sentido han cedido definitivamente. Corremos el riesgo de que, en vez de una nueva figura de la memoria, volvamos a ese grado cero de la historia y la política de las izquierdas que se intentó instaurar en los años 80. No se trata de reclamar para las generaciones crecidas en los «helados» 90 algo del «calor» de los 60, ni de traficar el consuelo del Sentido de épocas en que se habría vivido «la vida plena». Se trata sencillamente de la pregunta por el lugar desde donde esta crítica se realiza. ¿Podremos articular una crítica a la izquierda desde la izquierda? ¿No pierde su dramatismo el debate una vez que se disuelve esta tensión? ¿Y no se diluye esta tensión cuando se licúan todos los puntos referenciales mínimos de una identidad de «izquierda», al punto de remontarse a una crítica de «la misma idea moderna de Revolución»? ¿Cuáles son esos puntos referenciales mínimos después del «no matar»? La polémica dejó en claro que esos puntos de referencia no están claros en ese amplio espectro de individuos que suelen ser reunidos en el campo de «la intelectualidad de izquierdas» 43 Palti recupera a Blanchot para hablar de la crisis terminal del marxismo en términos de «experiencia del desastre» en su Verdades y saberes del marxismo, ya citado.

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(por inercia más que por razones políticamente claras). En todo caso, como saldo de este episodio restará la tarea, ahora positiva, de debatir esos puntos de reparo, y delinearlos colectivamente de nuevo, como tejido de un nuevo telón de fondo de «nuestros» debates. La «izquierda» habrá de ser la encargada de reponer esas otras tradiciones emancipatorias, esas otras genealogías de las luchas en las que revolución y responsabilidad no fueron términos contrapuestos, y que a lo largo de la polémica que reseñamos concitaron menor atención de la que hubiesen merecido como trasfondo de contraste de aquello que se pretendía criticar. En cualquier caso, este debate se instala como un mojón indispensable para la delimitación negativa de esas prácticas otras de la izquierda de ayer y de hoy.

3. imágenes de ningún lugar para una ética visual del siglo del horror

Este privilegio que no dura y en el que tenemos, durante el corto instante del retorno, la facultad de asistir bruscamente a nuestra propia ausencia. Marcel Proust

En lo que sigue se ensaya una aproximación a un problema fundamental del legado filosófico-político del siglo XX: la pregunta por las condiciones estéticas y las implicancias ético-políticas de la representación del horror concentracionario. Una pregunta cuya importancia y amplitud de implicancias se acrecienta en una época atravesada por una cultura de la imagen que todo lo absorbe. El problema se explora partiendo del caso argentino, donde los debates sobre memoria, justicia y representación han adquirido particular pregnancia en los últimos años. Pero desde ese punto de partida se avanza hacia una perspectiva comparativa, que coteja los debates argentinos con una larga saga de discusiones sobre un pensamiento «después de Auschwitz», atendiendo particularmente a un reciente debate ocurrido en Francia a partir de dilemas muy similares. Desbrozar la senda de una tal perspectiva comparativa resulta fundamental para un pensamiento del horror concentracionario del siglo XX, y una adecuada memoria visual del horror, a la altura de su pesado legado, habrá de saber oscilar entre la excepcionalidad de un desgarro en cada caso único, y su remisión metonímica a otros acontecimientos en cuya ominosa comparecencia se trame la red de una inteligibilidad posible de esa sustracción radical. Así, el «caso» de los desaparecidos en la Argentina puede ser tan singular y representativo a la vez como el de «Auschwitz», el de la dictadura española, o el del reciente debate entre Georges Didi-Huberman y Claude

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Lanzmann. Como lo planteara Jacques Derrida en ocasión de su «Discurso de Fráncfort», el mérito fundamental del «después de Auschwitz» de Adorno habría sido el «haber apelado a tantos pensadores, escritores, profesores o artistas, a su responsabilidad ante todo aquello de lo que Auschwitz debe seguir siendo tanto el irreemplazable nombre propio como la metonimia.»44

I. Fotos En el contexto general del actual auge de los debates sobre la memoria de la última dictadura militar en la Argentina, y más en particular, sobre la resignificación del predio de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA),45 el campo de concentración más emblemático de aquel horror, ha sido recientemente publicado un extraño libro que se ofrece como aporte a esas discusiones. Se trata de Memoria en construcción: el debate sobre la ESMA,46 un volumen surgido a partir de una convocatoria del fotógrafo Marcelo Brodsky, que reúne ensayos, reflexiones y comentarios, pero también imágenes de y sobre la ESMA: planos de la construcción, fotos de algunas de sus instalaciones, obras de artistas plásticos que reflexionan sobre la violencia de la época. Pero la sección más escalofriante, desafiante, interpeladora de este libro la componen, sin lugar a dudas, aquellas primeras páginas en las que se reproducen doce imágenes fotográficas de algunos de los detenidos, casi todos aún desaparecidos, tomadas en el centro clandestino, durante la dictadura. A las fotos se las debemos a Víctor Basterra, también detenido y fotógrafo en la ESMA, el último detenido en salir, que conservó algunos de los negativos al ser liberado, poniendo en juego su propia vida.47 Imágenes que 44 Derrida, J., Acabados, Madrid, Trotta, 2002. 45 El 24 de marzo de 2004 el Estado argentino hizo entrega del predio de la ESMA a los organismos de derechos humanos. 46 Brodsky, M., Memoria en construcción: el debate sobre la ESMA, Buenos Aires, la marca editora, 2005. 47 Algunas de estas imágenes se encuentran actualmente disponibles en la web. Véase por ejemplo: http://es.wikipedia.org/wiki/V%C3%ADctor_Basterra;

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representan el abismo de la representación, de la representación política y de la simbólica: de la representación como el modo general en que lo moderno se instaura en tanto «época de la imagen del mundo». Estas líneas surgen del desafío teórico, estético y ético abierto con esas imágenes imposibles, que se instalan como el trasfondo más radical de toda la escena del debate sobre la memoria y sus soportes materiales (narraciones, obras de arte, museos, memoriales, etc.). Pretendemos explorar algunas de las múltiples problemáticas que emergen de la existencia inapelable, pero hondamente ambigua, de estas imágenes del horror.

II. Museos Si el modernismo estético trazó la parábola que condujo de la experimaentación con los límites de la representación en los diversos lenguajes a su posterior domesticación museística, hoy, y de una manera paradójica y ambigua, en una época de museificación generalizada, parece despertar el gesto inverso: al museo consumado y aparentemente victorioso se le exige dar cuenta de los límites extremos, de la realización misma de aquel vacío o desgarro del lenguaje y de la visión al que el modernismo apuntaba con utopismo vanguardista48. La provocativa –y acaso temeraria– tesis de que el golpe militar es la consumación de la vanguardia49 puede ser comprendida en este sentido: las tareas que impusieron cada uno de ellos, golpe y vanguardia, apuntaban a la misma zona gris: el quiebre de la representación y la búsqueda de formas alternativas de la misma. La denigración pasada y el auge presente del museo dan testimonio de esta parábola. Vanguardia y golpe reclamaron al museo exigencias http://www.taringa.net/posts/info/3294456/las-fotos-de-Basterra-:-rostrosdel-horror.html 48 Sobre el tema, véase Huyssen, Andreas, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, Fondo de Cultura EconómicaGoethe Institut, 2002. 49 Cfr. Thayer, Willy, «El golpe como consumación de la vanguardia», Pensamiento de los Confines, 15, pp. 9-15, 2004.

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simétricas: la vanguardia, denigrándolo desde un irrepresentable por la institución que luego supo integrarlo en un escenario de posvanguardia; el golpe, llevando la institución ya integrada, en su apogeo posvanguardista, hacia un irrepresentable excepcional que la pone permanentemente en cuestión. En este marco problemático se desarrollan las actuales discusiones sobre los museos o los espacios de la memoria, y en particular sobre la ESMA. Planteado esquemáticamente, los posicionamientos oscilan entre dos extremos: por un lado, aquellos que sostienen que el museo debe sólo mostrar el horror, limitándose a garantizar las condiciones de ostensión del exterminio, no enseñar historia ni pretender comprender la violencia, sino mostrar eso y nada más que eso que tuvo lugar allí; por otro lado, aquellos que proponen transformar la ESMA en una escuela (irónicamente, una nueva escuela) que explique lo ocurrido y que enseñe los valores de los derechos humanos para que aquello no vuelva a suceder. En el primer caso, se destaca el carácter excepcional de la dictadura, su carácter de acontecimiento; en el segundo caso, se subraya su carácter histórico, situándolo en una pedagogía de la historia como «magistra vitae». Las críticas esgrimidas usualmente contra la primera alternativa señalan que, en su extremo, involucra una sobrecarga moralizante, el peso paralizante de una mera ostentación que en su imagen plana pareciera pretender una simple repetición del horror. Algo de esto puede verse, por ejemplo, en la propuesta de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, en la que además de rechazarse el funcionamiento en el predio de cualquier institución estatal o privada, se afirma que «donde hubo muerte, debe señalarse, recordarse, mostrarse, saberse que hubo muerte [...] No debe pretenderse que ahora haya vida».50 A la otra posición se le critica que, en su extremo, estaría planeando la construcción de un parque temático historicista en el que una pedagogía bienpensante transformaría el horror en mercancía cultural. Así, por ejemplo, la asociación civil Buena Memoria, además de la creación del «Archivo nacional de la Memoria y el Instituto Espacio de la 50 Brodsky, M., Memoria en construcción, cit., p. 93.

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Memoria», propone, entre otras cosas, «[g]enerar climas a través de la iluminación y la sonorización»,51 es decir, transformar la ESMA en una suerte de centro cultural. En el primer tipo de respuestas se subraya lo indecible de lo que ocurrió, su unicidad inconmensurable, su insuprimible rostro de muerte, su penuria representativa. En la segunda orientación se subraya lo decible, comunicable y pedagogizable de esa experiencia, con claro optimismo representativo. Para los primeros, el horror destituye la historia en el abismo insondable de la inhumanidad; para los segundos, la historia no se pone en cuestión en ese episodio inscribible, en cambio, en una pedagogía humanista. Creemos que las posiciones más interesantes acerca de este problema se plantean por fuera de esta polarización. Una polarización que no logra pensar el legado del exterminio. En el primer caso, por no poderlo inscribir en una historicidad que nos comunique con el horror, por no poder pensar el exterminio como legado. En el segundo por desatender a la insoslayable excepcionalidad de ese acontecimiento, por no poder pensar el legado como exterminio. Cuando nos referimos a un afuera de esta polarización no apuntamos a un eclecticismo siempre oportunista ni a un periodístico término medio. Nos referimos a un otro pensar que se abre bajo la larga sombra de un extraño sintagma: después de Auschwitz.

III. Después de Auschwitz Nos hallamos ante un problema que es un legado (diríase el legado) característico del siglo que nos precede: el de la crisis de la representación y de la paradójica exigencia de representar, sin embargo, eso irrepresentable, de decir lo impronunciable, de imaginar lo inimaginable. La paradoja es patente: ¿cómo pretender otorgar algún sentido a la horrorosa aniquilación de todo sentido? ¿Cómo dar testimonio de una experiencia tan traumá51 Ibíd., p. 224.

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tica cuyo olvido significaría la imposibilidad de toda cultura, pero cuya representación puede implicar la pretensión infame y fetichista de usurpar un vacío que sólo puede ser testimoniado desde su propio silencio? Un problema que se ha manifestado desde el polémico dictum de Adorno según el cual después de Auschwitz es barbárico escribir poesía. Una sentencia demasiado citada y que, en cuanto citación, en general olvida el contexto inmediato de su formulación, el cual implica una auto-destitución que pone en duda que se trate efectivamente de un «dictum», y no más bien del desmoronamiento de toda certeza ética, de todo dictum, después de Auschwitz. En efecto, la cita completa dice: La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica de cultura y barbarie: luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz es cosa barbárica escribir un poema, y este hecho corroe incluso el conocimiento que dice por qué se ha hecho hoy imposible escribir poesía.52

Como se ve, resulta simplista señalar que Paul Celan vino a contradecir con su poesía a Adorno, pues éste apuntaba a la propia crítica cultural y al derrumbe de sus propias condiciones de posibilidad, nada menos que al desmoronamiento del propio concepto de «cultura». Un desmoronamiento para cuya superación Adorno «siguió» escribiendo crítica cultural, y Celan su poesía, pero en ambos casos desde el dato irrefutable de un necesariamente nuevo punto de partida. Un nuevo punto de partida que es todo lo que venía a reclamar aquella tan citada frase adorniana. Años más tarde, Adorno volvió sobre su sentencia no para desdecirse, sino para radicalizarla aún con mayor severidad: [...] quizá haya sido falso que después de Auschwitz ya no se podía escribir ningún poema. Pero no es falsa la cuestión menos cultural de si después de Auschwitz se puede seguir viviendo, sobre todo de si puede hacerlo quien casualmente escapó y a quien normalmente tendrían que haberlo matado. Su supervivencia ha ya menester de la frialdad, del principio 52 Adorno, T. W., Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad, Barcelona, Ariel, 1963, p. 29.

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fundamental de la subjetividad burguesa sin el que Auschwitz no habría sido posible.53

Ni la vida, ni la muerte, sino la supervivencia, es la condición existencial desde la que piensa Adorno. Como mucho después lo sugirió Giorgio Agamben, el estatuto biopolítico después de Auschwitz no es ni el «hacer morir» ni el «hacer vivir», sino un hacer sobrevivir.54 Ese es el estatuto de la «tierra de nadie» a la que Adorno arrojó el pensamiento. Un otro pensar que se abre bajo el reiterado sintagma, después de Auschwitz, que es en sí mismo la formulación de una paradoja: la temporalización del después de polemiza intrínsecamente con la unicidad del nombre propio del horror, Auschwitz. Ya no podemos pensar desde la contraposición entre vida y muerte, como si ambos términos no se hubiesen trastocado en una biopolítca de la sobrevida. Ya no podemos pensar desde la dicotomía entre el carácter histórico y el shock acontecimental del horror, como si la historia no se hubiese malogrado, como si el horror no tuviese una historia. Después de Auschwitz invita a un más allá de la polarización entre la pedagogía y la repetición, mostrando a su vez el sustrato que comparten estas dos posiciones en un pensamiento dicotómico que, por otro parte, no fue ajeno a la propia posibilidad de Auschwitz. Adorno nos invita a decir (de otro modo no habría después) la imposibilidad de decir (de otro modo no hablaríamos de Auschwitz). Pensar después de Auschwitz es esforzarse por llevar a representación lo irrepresentable.

IV. Lo irrepresentable representado Ahora bien, ¿en qué sentido estas fotos representan un desafío a la propia representación? ¿cuál sería la «imposibilidad» de estas fotos, que estando allí sólo testimonian su inadecuación con toda figuración posible? Veámoslo: (1) el terrorismo de 53 Adorno, T. W., Dialéctica negativa, Madrid, Akal, 2005, p. 332. 54 Agamben, Giorgio, Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, Valencia, Pre-textos, 2005, pp. 162-163.

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estado no sólo «implicó» la aniquilación física de millares de personas sino que llevó y llevará esa desmesura de muerte como su cifra histórica específica. La muerte, lo sabemos, es el límite extremo para la representación: quien vive la muerte no puede hablar de ella, quien aún puede hablar no ha hecho experiencia de ella. Representar ese núcleo aniquilador de la dictadura tropieza con esta primera y ya insalvable imposibilidad. (2) Toda forma de terrorismo de estado pretende además «borrar las huellas» de su destrucción. La aniquilación no está completa si no involucra la aniquilación de la aniquilación misma. El olvido del exterminio es parte del exterminio, como señala Jean-Luc Godard. No fue otra la política de la dictadura que, antes de emprender la retirada realizó una sistemática eliminación de sus archivos. Los riesgos corridos por Víctor Basterra para sacar los negativos a la luz en el momento de su liberación dan cuenta de una segunda imposibilidad. Si la foto ya arrancaba una imagen imposible a la aniquilación, Basterra arrancaba unos negativos a la aniquilación de la aniquilación: una huella al «borrar las huellas». (3) Estas fotos dan testimonio de lo imposible de ser testimoniado: el entre-dos-muertes, ese estado espectral entre una primera muerte humana y una segunda muerte biológica. Entre la aniquilación de la «segunda naturaleza» y la aniquilación de la «primera naturaleza». Varias de estas fotos fueron claramente sacadas entre la tortura y la definitiva desaparición, esto es, entre la aniquilación de lo humano y la aniquilación del cuerpo físico, dando cuenta de esa brecha inasible entre bios y zoe, forma-devida y nuda vida, para utilizar los términos de Agamben. Estas fotos pretenden traernos un jirón de esa situación intermedia, de un muerto en vida, o de un viviente ya muerto, de un hombre sobreviviendo a lo inhumano, o de un no-hombre sobreviviendo al hombre. (4) Llegamos a la imposibilidad acaso más radical: estas fotos nos traen imágenes de personas aún desaparecidas, tomadas en el momento mismo de su desaparición. Testimonio incierto de seres cuyo mismísimo estatuto ontológico está puesto en cuestión, cuya vida o muerte, ante la ausencia de sus restos, es absolutamente indecidible. Imágenes que para ser vistas, por

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tanto, ponen en cuestión las formas dicotómicas de nuestro pensar: representan la presencia de una ausencia, la ausencia de una presencia, remiten a un entre que contamina nuestro propio estatuto ético, representacional, y hasta ontológico. Ante estas fotos no podemos desconocer el grito de alguien que indudablemente está allí, tanto como tampoco podríamos desconocer el insondable mutismo de alguien que de ninguna manera está allí. Estos son los múltiples imposibles de estas fotos, que las constituyen en extrañas y ambiguas realidades cuyo más alto valor quizás sea su osadía para inscribir en la escena representacional jirones de una escena primordial que por definición no puede entrar en escena, en la que se destituye toda representación posible, pero en virtud de la cual puede emerger algo así como un orden representacional, estético y político: la finitud, la muerte (siempre irrepresentable), como escansión primordial, matriz de diferenciación, condición de toda representabilidad. ¿Desde dónde mirar y pensar, entonces, estas fotos? ¿Qué hacer con ellas? Que no sea evidente la respuesta a esta pregunta se pone de manifiesto cuando verificamos que hay siempre presentes dos riesgos simétricos: en un extremo, convertirlas en mercancía, y en el otro, negarlas como tales, y hasta eliminarlas. Y no por extremos son alternativas demasiado extrañas, como ya lo vimos para el análogo caso del debate general sobre la ESMA. De hecho, en cuanto editadas y publicadas, en cuanto inscriptas en el circuito del mercado cultural, estas fotos, al menos en algún sentido, ya son mercancía, aunque lo reconozcamos como sólo un estrato de su condición. El otro extremo es el gesto de la simple denegación. Para mostrarlo, baste recordar los juicios de Claude Lanzmann, con todo el peso que han adquirido en el debate sobre la representación de la Shoah, que nos permiten inferir que él nunca hubiese publicado estas fotos, e incluso debemos suponer que más bien las hubiese destruido, si tenemos en cuenta lo que ha dicho de la hipotética posibilidad de un film de las cámaras de gas: [...] si hubiese encontrado un filme ya existente –un filme secreto, porque estaba estrictamente prohibido cualquier filmación–

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rodado por un SS que mostrase cómo tres mil judíos, hombres, mujeres, niños, morían juntos, asfixiados en una cámara de gas del crematorio II de Auschwitz, si yo hubiera encontrado eso, no solamente no lo hubiese mostrado, sino que lo hubiese destruido. No soy capaz de decir por qué. Es evidente.55

El doble riesgo está presente. De modo que debemos insistir en la pregunta: entre la mercancía y la aniquilación, ¿hay alguna posibilidad de repuesta más adecuada para el problema planteado por estas fotos?

V. Lo sublime Una respuesta que consideramos aún adecuada es la que encuentra en el pensamiento sobre lo sublime una estrategia de salida a la dicotomía planteada. Se trata de la respuesta acaso más exigente en cuanto a los atolladeros de la representación de ese horror. Después de un incierto desarrollo en la antigüedad y de su resurgir en el siglo XVII, es Kant quien realiza, sin dudas, una de las reflexiones capitales sobre lo sublime. En ella, lo sublime (a) da cuenta de un exceso (de medida o de poderío); (b) representa algo impresentable a la imaginación; (c) no muestra diferencias sensibles, sino una diferencia trascendental (la diferencia entre razón y sensibilidad); (d) la representación de esta diferencia involucra una violencia sobre la imaginación (por parte de la razón); (e) esta desproporción entre ideas de la razón y límites de la imaginación conecta, a su vez, lo sublime con la ética (de manera mucho más directa que lo bello): el sentimiento sublime es el anuncio estético negativo de una trascendencia propia de la ética; (f) lo sublime se expresa de manera paradigmática, según Kant, en la proscripción judía de las imágenes por parte de la ley mosaica. 55 Lanzmann, C., «Holocauste, la représentation impossible», Le monde, 3 de marzo de 1994 (cit. en Didi-Huberman, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2004, p. 145).

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Toda representación involucra un cierto marco de inteligibilidad dentro del cual la imaginación puede realizar sus operaciones de síntesis de lo diverso. La imaginación sintética en cuanto tal es la representación de las diferencias a partir de ciertas estructuras perceptuales, un «poner en forma» la materia informe con las estructuras de la sensibilidad. Hay, sin embargo, cierto tipo de «objetos» o situaciones que exceden los límites de esos marcos de inteligibilidad, de las formas de la imaginación. En esos casos, que Kant pensó en la analítica de lo sublime, se produce un desajuste fundamental, una conmoción representativa, un desastre de la imaginación, que sin embargo no nos deja sin nada, o mejor, nos deja con una nada peculiar: la que separa fenómeno de noúmeno. Lo sublime es la nada de esa brecha que hace aparecer en la imaginación nuestra irrepresentable destinación a lo nouménico. El «sentimiento de lo sublime» involucra el siguiente deslizamiento: desde la representación de las diferencias a partir de un marco de inteligibilidad (desde «lo bello»), hacia la representación de la diferencia (o diferendo, o diferencia ontológica) a partir del estallido de los marcos de inteligibilidad, por exceso de magnitud o de poderío (hacia «lo sublime»). El «poner en forma» de la imaginación deja lugar a un problemático mostrarse de lo informe. Jean-François Lyotard instala la reflexión sobre lo sublime como clave de comprensión de los problemas de la representación en el siglo XX, al menos de los planteados por lo más avanzado de la vanguardia estética y lo más horroroso de la vanguardia política. Decía en 1987: «Desde hace un siglo, lo que está en juego principalmente en las artes ya no es lo bello, sino algo que compete a lo sublime.»56 La particular modulación lyotardiana de lo sublime se comprende mejor si recordamos que lee conjuntamente el texto kantiano de la estética con el texto freudiano de la metapsicología. De lo que se trata, para Lyotard, es de «atreverse a afirmar que lo bello es a lo sublime, como la represión secun56 Lyotard, J.-F., Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Buenos Aires, Manantial, 1998, p. 139.

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daria es a la primaria.»57 Pues que exista lo reprimido de origen, significa, según Freud, que no es representable. Cuando se registra un exceso de violencia sobre el aparato psíquico, se produce un shock que conmueve al aparato tan «en demasía» que no es registrado en la conciencia. En todo caso, «más tarde» se hará oír, como síntoma, y con la peculiar temporalidad anacrónica del síntoma, representando indirectamente algo (la desmesura de una violencia) que nunca había sido presentado a la conciencia. Como en el texto kantiano, hay una doble escena, la de lo representable y la de lo impresentable, y también en ambos casos hay formas anómalas de inscripción de la escena informe en la escena de la imaginación conciente: en Kant con lo sublime, en Freud con el síntoma. En ambos casos se representa de manera parcial, fragmentada, diferida y dislocada, aquello que nunca se había presentado, por la razón de que siempre había estado allí: el trasfondo informe de toda «puesta en forma». A partir de este sutil deslizamiento, Lyotard sugiere que podría pensarse toda la reflexión kantiana sobre lo sublime como una reflexión sobre lo inhumano, lo que la aproximaría aún más a nuestro problema. Si en Kant ese no-humano es lo absoluto de la razón trascendental como condición de la libertad, aquí estamos ante un no-humano realizado como razón y libertad en abismo, la freudiana violencia meramente natural que nos habita como exterioridad inmanente. «Reino de los fines» en abismo: fin del hombre, fin de la razón, fin de la libertad. Como tales, límites, confines, operadores de tránsito. Lo sublime, exceso de la imaginación, conecta con el «reino de los fines» en un sentido preciso: inscribe la escisión entre hombre y no-hombre (en Kant, el dualismo empírico-trascendental, fenómeno-noumeno) como trasfondo ineliminable de la ética, sólo que lo hace remitiendo ya no a lo absoluto de la ley moral, sino a lo violento de la caducidad natural. Sin este deslizamiento del planteo kantiano hacia esta brecha, atribuir sublimidad a imágenes como las que nos interesan sería tan infame como darle la prerrogativa de la mística al 57 Lyotard, J.-F., Heidegger y «los judíos», Buenos Aires, la marca editora, 1995, p. 20.

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exterminio mismo (algo de esta infamia está presente en la designación de «Holocausto» para el exterminio judío). Lo sublime siempre indicó la destinación in-humana de lo humano. Pero en el caso de Kant, lo sublime «activa en nosotros el sentimiento de nuestra destinación suprasensible»,58 mientras que después de Auschwitz, lo sublime activa en nosotros el sentimiento de nuestra destinación natural. Como señalara Adorno, enunciando lo que podíamos considerar como la máxima de lo sublime después de Auschwitz, «la experiencia de lo sublime es la conciencia que tiene el hombre de su procedencia de la naturaleza.»59 Imágenes de este tipo, entonces, tienen la fuerza de mostrarnos retazos de una escena primordial, aquella cuya violencia instituye un orden representacional. Jirones incandescentes de un lugar que es el propio no-ha-lugar: eso que no sucedió por la sencilla razón de que nunca dejó de suceder, un pasado que no pasó sino que aún está aquí. Por eso, es la imposible representación de una falta que ni siquiera falta, una paradoja que dispone estas imágenes al permanente acecho del fetichismo (recordemos: el fetichismo es la pretensión de llenar la falta de algo que nunca faltó, el pene materno). Incluso ante la latencia de este riesgo, estas fotos tienen la débil fuerza para soportar, inscribiéndola y abismándola, esta escisión constitutiva: lo que Freud llamó la «diferencia sexual», esa diferencia originaria (el asesinato del padre, fundador de toda comunidad) que no puede ponerse en escena, pero que abre el vacío de contingencia, la herida inmemorial (no recordable), el afuera que siempre acecha desde adentro mismo del aparato. La finitud inmanente que impide al sistema cerrarse sobre sí mismo, y abre así al juego de la representación. Estas fotos nos recuerdan, desfiguradamente, esa finitud, no representándola, sino abismando la representación misma, al destituirla como tal. Un «museo de la memoria» debería estar alentado por la misma fuerza desobrante que palpita en estas fotos. 58 Kant, I., Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila, 1991, p. 171. 59 Adorno, T. W., Teoría estética, Barcelona, Orbis, 1983, p. 261.

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Para decirlo esquemáticamente, la respuesta de lo sublime subraya la imposibilidad de representar, pero la necesidad de presentar lo irrepresentable, aunque sea bajo la forma paradójica de una destitución. ¿Qué puede significar esta reflexión para nuestras fotos? Antes que nada una fundada desconfianza en el carácter apariencialmente figurativo de estas imágenes, o una exigencia de subrayar su carácter siniestro en el sentido freudiano específico: mostrar lo familiar apareciendo como extraño y lo extraño perturbando en el seno de lo familiar (lo figurativo es aquí lo informe y monstruoso; lo informe y excesivo es aquí el rostro familiar). Insistir en lo rayado, lo manchado, lo desgarrado que envuelve a las fotos. En todo caso, lo horrorosamente sublime de estas imágenes reclama como condición ineludible de su presentación, la explicitación verbal de sus efectivas condiciones de producción. Si la desconfianza en la representación por lo sublime muchas veces significó una prioridad a la palabra (como resguardo ético) sobre la imagen (como recaída fetichista), destacar lo sublime de estas fotos supondría acompañar la imagen con la palabra que sepa completar su fragilidad de ostentación, mostrando por su parte el exceso ético-político (no olvidemos que lo sublime dinámico representaba en Kant un exceso inconmensurable de poderío) que retrospectivamente podemos reconocer en el desvanecimiento fantasmal de esos rostros demacrados.

VI. El montaje Los planteos en torno a lo sublime fueron una primera manera de dar una respuesta traumática a un hecho traumático. Configuran además un tipo de respuesta que se renueva en el contexto de estos tiempos de expansión global de la imagen, cuya proliferación tecnomediática obnubila y automatiza la mirada en el consumo fetichista de un mercado visual que saca su mejor partido, precisamente, de la obscenidad voyeurista de las imágenes del horror. La severidad ascética de lo sublime, que

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siempre desconfió del optimismo apariencial de lo bello, alza su advertencia anti-representativa como resguardo ante la mercantilización del exterminio: de la aniquilación nada puede ser representado, o en todo caso, sólo puede intentar presentarse esa nada como testimonio imposible de la brecha que separa lo decible de lo indecible, que traza la frontera entre nuestro orden representacional y ese trasfondo traumático que lo hace posible. Se comprende así que las posturas más explícitas en este sentido (piénsese en Lyotard o en Lanzmann) surgen como repuesta oportuna ante la proliferación massmediática del exterminio a partir de los años ochenta, proliferación paradójicamente contemporánea de la emergencia de las tesis negacionistas. Como si dijéramos que el exterminio se puede negar justamente porque se puede representar. Baste pensar en la serie norteamericana Holocausto, en la dramaturgia consensual de Spilberg o en los tráficos emocionales de Benigni. Con todo, en el último tiempo han surgido una serie de planteos que intentan desplazar el eje desde toda la problemática de lo irrepresentable hacia el problema de cómo representar el horror, estimulados sobre todo por una incomodidad producida por la exacerbación de un pensamiento que en su énfasis sobre lo irrepresentable a veces recae en una simple negación a ver. El siguiente fragmento de Jacques Rancière expresa con nitidez esta incomodidad: [Hay un uso] inflacionista de la noción de irrepresentable y de toda una serie de nociones a las cuales ésta se conecta fácilmente: lo impresentable, lo impensable, lo intratable, lo irredimible, etcétera. En efecto, este uso inflacionista hace caer bajo el mismo concepto y rodea de un mismo aura de terror sagrado toda clase de fenómenos, de procesos y de nociones que van desde el interdicto mosaico de la representación hasta la Shoah, pasando por lo sublime kantiano, la primitiva escena freudiana, el Grand Verre de Duchamp o el Carré blanc sur fond blanc de Malevith.60

Un uso inflacionista que, también según Rancière, «trans60 Rancière, J., «S’il y a de l’irreprésentable», Le Genre humain, num. 36, 2001 (cit. en Didi-Huberman, G., Imágenes pese a todo, cit., p. 229).

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forma los problemas de regulación de la distancia representativa en problemas de imposibilidad de la representación».61 Giorgio Agamben, desde una perspectiva más ética que estética, plantea un análogo malestar: «Es muy probable que Auschwitz haya sido un fenómeno único [...]. Pero ¿por qué indecible? ¿Por qué conferir al exterminio el prestigio de la mística?»62 Este recelo se ha visto desplegado en planteos que se sostienen en una venerable tradición en el siglo XX entre cuyos representantes podemos mencionar a Aby Warburg, Carl Einstein, Sigfried Kracauer o Walter Benjamin, en la que el registro de la imagen ocupa un lugar central como potencia cognitiva. Una tradición que, reivindicando la importancia de una memoria figurativa, se cuidó siempre de distinguir entre lo especular y el espectáculo. Expresión de esta disputa entre iconoclastas y defensores de la imagen ha sido el reciente debate en Francia condensado en el libro de Georges Didi-Huberman Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, una reflexión, justamente, a partir de cuatro fotografías tomadas en 1944 por los propios miembros de un Sonderkommando en Auschwitz. Si bien ha aclarado mucho los términos del debate, también ha contribuido a estereotipar contraposiciones que acaso no sean tan incomunicables como termina planteándose en el texto. Una polarización un tanto maniquea a distintos niveles. Desde la contraposición entre testimonios y fotografías (testigo y archivo), nos vemos conducidos hacia un problema inmemorial de nuestra cultura: la larga polémica entre palabra e imagen. Se inscribe así en nuestra discusión el viejo contrapunto entre una cultura de la escritura, del libro, de la palabra y la escucha, de profundas raíces judías, que prohíbe la imagen ante el riesgo sacrílego de la idolatría privilegiando el momento hermenéutico de la interpreta61 Rancière es uno de los teóricos que con mayor consistencia viene desplegando una crítica del discurso sobre «lo irrepresentable» en sus diversos aspectos, que incluye una explícita confrontación con los planteos de J.-F. Lyotard. De sus últimos trabajos puede destacarse, para esta temática, Rancière, J., El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010, sobre todo el capítulo titulado «La imagen intolerable». 62 Agamben, G., Lo que queda de Auschwitz, cit., p. 31.

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ción siempre lingüísticamente preformada, frente a una cultura icónica, característicamente cristiana, que pretende reivindicar la importancia y la productividad de la imagen y su ambigua inmediatez, la importancia de las reliquias, en la construcción de una memoria artística e histórica. En lo más álgido de la contraposición, Lyotard llega a señalar que la iconoclastia judía se enfrenta a la confianza representativa del cristianismo porque en el cristianismo «ya sucedió que lo impresentable se presentase en el mundo, [de modo que] sucederá que se represente».63 Después de este clímax teológico, el debate desciende a una polémica entre Claude Lanzmann y Jean-Luc Godard, y de si el modelo de representación del exterminio es el film Shoah, del primero, o más bien Historie(s) du cinema, del segundo. En este contexto general, y respondiendo a las críticas de dos teóricos afines a Lanzmann (Gérard Wajcman y Élisabeth Pagnoux), el objetivo de Didi-Huberman es señalar la capacidad de las imágenes para descubrir lo real, sustrayéndose a los peligros del fetichismo, planteando una distinción decisiva: la aproximación figurativa no implica necesariamente apropiación. Afronta la difícil tarea de una defensa de la imagen en la era de su absoluta mercantilización. Para ello se vale, principalmente, de una tematización de la imagen en tanto que montaje.64 En cuanto montaje, la imagen nunca es transparente, ni única, ni estática, ni continua. En ese sentido, no hay la imagen de la Shoah, aunque sí imágenes opacas, parciales y múltiples, dinámicas o dialécticas, discontinuas. Siguiendo a Benjamin (y a una tradición que abreva en la teoría del montaje de Eisenstein y en el «distanciamiento» de los formalistas rusos leídos luego por Brecht), son «imágenes dialécticas», en las que el choque dinámico entre imágenes contrastantes da lugar a un relámpago fugaz de inteligibilidad. Como señala Godard en una entrevista: «Hacer historia es pasarse horas mirando estas imágenes y des63 Lyotard, J.-F., Heidegger y «los judíos», cit., p. 47. 64 Hemos utilizado la fuerza heurística de este concepto para leer ciertas obras plásticas sobre el pasado reciente en el ensayo «Memorias en montaje. Imagen, tiempo y política en la Argentina reciente», incluido en el presente volumen.

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pués, de repente, contraponerlas, provocar una chispa. Con ello se construyen unas constelaciones, unas estrellas que se acercan o se alejan, tal y como quería Walter Benjamin.»65 De allí la posibilidad, en un pasaje particularmente intenso de Historie(s) du cinema, de representar horrendas imágenes tomadas al momento de la liberación en Dachau, en el barroco montaje con un grabado de Goya, una pintura de Giotto y una escena hollywoodense con Liz Taylor. Al resituar la imagen del horror en una secuencia que la inscribe en una compleja iconografía de la historia visual de occidente, Godard la salva del tabú y la dispone para un acto de conocimiento, siempre fugaz y contingente. Para decirlo con Didi-Huberman, el horror real es para nosotros fuente de impotencia [...]. Pero el horror reflejado, reconducido, reconstruido como imagen [...] puede ser fuente de conocimiento, a condición, sin embargo, de que uno comprometa su responsabilidad al dispositivo formal de la imagen producida.66

Para decirlo con Sartre, la imagen no es una cosa, sino un acto, esto es, la imagen es producto de la acción de montaje sin la cual yace como fetiche inerte, dispuesto para su intercambio mercantil. Convertida en acto, la imagen guarda un potencial ético, estético y cognitivo insustituible. Resumiendo, la respuesta de esta orientación al problema de la representación subraya la posibilidad de representar, pero la contingencia de las operaciones de montaje, que no arrojan una imagen ni única ni definitiva, sino siempre múltiple e histórica, «imagen dialéctica»67. 65 Godard, J.-L., «Le cinéma a été l’art des âmes qui ont vécu intimement dans l’Historie (entretien avec Antoine de Baecque)», Libération, 6-7 de abril de 2002 (cit. en Didi-Huberman, G., Imágenes pese a todo, cit., p. 207). 66 Didi-Huberman, G., Imágenes pese a todo, cit., p. 258. 67 Como se ve, las respuestas respectivas de lo sublime y del montaje articulan diversas categorías de la modalidad: la primera imposibilidad y necesidad, la segunda posibilidad y contingencia, dando lugar a la relativa autonomía de ambas respuestas, destacando cada uno aspectos modales diversos de un mismo nudo de problemas, y habilitando por tanto la posible compatibilidad de ambos planteos. Para una reflexión análoga, aunque en otro registro, véase Agamben,

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¿Qué puede significar esto para nuestras fotos? Sin duda, una tarea de montaje aún pendiente. Pero al menos podemos señalar como una estrategia a desarrollar, el incipiente montaje ya sugerido en el libro de Brodsky. Allí se insertan estas fotografías después de catorce páginas ambiguamente llenas/vacías (presentes y/o ausentes), una serie de «imágenes» absolutamente negras. Entre páginas completamente negras, aparecen las doce fotos sobre el mismo «fondo» de agujero negro. Plano y contraplano, diría Godard. Se trata de continuar la tarea de montaje y de extraer los chispazos de inteligibilidad que puedan surgir de allí.

VII. El doble registro de lo imaginario Estas fotos que despertaron nuestro interés son, en el límite, la materia de una nueva ética: aquella que, más allá de todo humanismo ramplón, asume que lo más «propio» del hombre es estar habitado por lo inhumano. Una Ethica more Auschwitz demonstrata, como reclama Agamben,68 deberá partir de lo que para él es la lección mayor de Auschwitz: el hombre es aquel que puede sobrevivir al hombre,69 o dicho de otro modo, el hombre debe ser pensado desde el ambiguo entre del testimonio. Zona gris desapropiante de la que el hombre debe aprender no a salir sino a dar testimonio. Testimonio paradójico que despliega las aristas teóricas, estéticas y éticas de la imposibilidad de testimoniar. Lo comunitario desgarrado del siglo XX debe volver sobre sus núcleos inhumanos para pensar las alternativas posibles de lo común. Comunidad de la muerte que pueda convertirse en comunidad de la desobra70. Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones de ostensión de esta situación paradojal? Lo inhumano de estas fotos sólo aparecerá si las consideramos desde su aspecto sublime, esto es, como un G., Lo que queda de Auschwitz, cit., pp. 150-155. 68 Agamben, G., Lo que queda de Auschwitz, cit., p. 10. 69 Ibíd., pp. 140, 158. 70 Pensamos, por supuesto, en La communauté désoeuvrée de Jean-Luc Nancy y en la saga de intervenciones suscitadas a partir de ella.

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verdadero exceso de la representación. Pero por cierto que eso inhumano se limitaría a infundir aquel «terror sagrado» que criticaba Rancière si no somos capaces de pensarlas (montarlas) como intrínsecas a lo humano mismo. Ellas mismas son el después de Auschwitz, esto es, el reclamo de pensar el nombre propio y la metonimia, la representación y su quiebre, en un mismo registro ético-estético. Pensado el contrapunto de este modo, ¿son efectivamente contradictorias la estrategia negativa de lo sublime (Adorno-Lyotard-Lanzmann) y la estrategia positiva del montaje (Benjamin-Didi-Huberman-Godard) ante una tarea tan compleja como la representación del horror? Las reflexiones de Maurice Blanchot sobre el doble registro de lo imaginario nos servirán para entender la necesaria articulación y complementariedad de ambos registros. Y más que complementariedad, el derrumbe de los complementarios en un mismo abismo de indecidibilidad. Hay, así, dos posibilidades de la imagen, dos versiones de lo imaginario, y esta duplicidad proviene del doble sentido inicial de la potencia de lo negativo, y el hecho de que la muerte es a veces el trabajo de la verdad en el mundo y, a veces, la perpetuidad de lo que no soporta comienzo ni fin.71

En un pasaje que nos recuerda la importancia de Hegel en el pensamiento francés de la primera mitad de siglo, Blanchot instala la ambigüedad de la que venimos hablando en un pensamiento sobre la muerte. La imagen es siempre imagen de la muerte, en el sentido preciso de que, como cualquier representación, está en el lugar de una ausencia, en ese perpetuo no-halugar que funda su propia posibilidad. Planteado así, la imagen puede ser la negatividad pura en la que, como el propio Hegel lo vio, coinciden libertad absoluta y terror, una imagen excesiva que rompe todo parámetro representativo para cumplir siempre la misma tarea: recordar que la imagen es deudora de una finitud constitutiva (libertad u horror). De allí la petrificación ante la Gorgona. Pero la muerte también es el trabajo de lo negativo, es lo negativo en el constructivismo de las «imágenes dialécticas» 71 Blanchot, M., El espacio literario, Buenos Aires, Paidós, 1969, pp. 249-250 (trad. modificada).

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que se dinamizan en el choque súbito de su montaje siempre contingente: quebrada la Imagen absoluta, la muerte habilita la proliferación no totalizable de imágenes en pugna. Así, estas fotos representan, antes que nada, la ambigüedad constitutiva de este doble registro. Lanzarlas al mercado cultural como si sencillamente representaran la transparencia de esos rostros desaparecidos es, en nuestra actualidad tecnomediática, quizás el riesgo principal. Pero tampoco sería una verdadera alternativa la postura que sugiriera sencillamente destruirlas, amparada en una dudosa distinción entre testimonio verdadero y archivo siempre mentiroso y fetichista. Entre la imagen-mercancía y la imagen-tabú, se instala un pensamiento de la imagen jaloneado por las dos fuerzas de su ambigüedad. Una ambigüedad que resulta intrínseca al estatuto de la imagen como tal. Lo que hemos llamado las dos versiones de lo imaginario, el hecho de que la imagen puede ciertamente ayudarnos a recuperar idealmente la cosa, siendo entonces su negación vivificante, pero que también, en el nivel al que nos arrastra la pesadez que le es propia, corre constantemente el peligro de remitirnos, no ya a la cosa ausente, sino a la ausencia como presencia, al doble neutro del objeto en el que la pertenencia al mundo se ha disipado: esta duplicidad no es tal que se la pueda pacificar con un «o esto o lo otro», capaz de autorizar una elección y de suprimir de la elección la ambigüedad que la hace posible. Esta duplicidad misma remite a un doble sentido siempre más inicial.72

Es por ello que creemos que las reflexiones sobre lo sublime y la tradición del montaje son dos respuestas complementarias a este problema. Y no hablamos de un justo medio conciliatorio, sino de un pensar en condiciones de vislumbrar el punto de indecidibilidad en el que ambas chocan interpelándose mutuamente. Si la primera nos recuerda que hay un exceso insalvable, y que la imagen plana es no sólo indeseable sino además imposible, pues la escena de lo irrepresentable es la infranqueable condición de la representación misma, la segunda asume el riesgo de la representación (presuponiendo la idea de un exceso irrepresentable) 72 Ibíd., p. 251 (trad. modificada).

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y se pregunta por el cómo dar cuenta de ese quiebre, cómo representar una escena cuyo núcleo traumático siempre se sustrae. Lo sublime intenta mostrar la imposibilidad de representar este núcleo; el montaje es la representación que resta de lo imaginario cuando ha asumido su sustracción constitutiva. Por un lado, una ascética del desierto (piénsese en Edmond Jabès73); por el otro, un barroquismo de los fragmentos (las Historie(s) du cinema de Godard). Por un lado, el exceso de una explosión representativa y el mutismo que en ella late; por el otro, el registro caótico de sus esquirlas en diseminación. De modo que, sin la severidad de lo sublime, el montaje puede olvidar su precondición metafísica (el estallido de la representación) y convertirse en un inofensivo collage sin espesor crítico. Pero a su vez, sin la aventura del montaje, lo sublime puede transformarse en una mudez intransferible, en una imposibilidad de testimonio riesgosamente similar a la deseada por los propios exterminadores. La verdad de lo sucedido no se juega ni en lo decible ni en lo indecible, ni en lo representable ni en lo irrepresentable, sino siempre en la brecha que los separa, y que los mantiene reunidos en esa separación. Ese podría ser el rumbo de un pensamiento sobre la imagen en el después de Auschwitz. Esa es la ambigüedad que convocan las fotos en cuestión. Esa es la ambigüedad constitutiva, y por tanto indecidible, sobre la que habría de montarse el sustrato ético y estético de una memoria visual del horror. Pero ¿qué es la imagen? Cuando no hay nada, la imagen encuentra ahí su condición, pero allí desaparece. La imagen exige la neutralidad y la desaparición del mundo, quiere que todo regrese al fondo indiferente donde nada se afirma, tiende a la intimidad de lo que subsiste aún en el vacío: ahí está su verdad. Pero esta verdad la excede; lo que la hace posible es el límite donde se acaba. De allí su aspecto dramático, la ambigüedad que anuncia y la mentira brillante que se le reprocha. Potencia soberbia, dice Pascal, que hace de la eternidad una nada y de la nada una eternidad.74 73 Véase Cacciari, M., «Edmond Jabès en el judaísmo contemporáneo. Una ‘huella’», Confines, 2, pp. 136-144, 1995. 74 Blanchot, M., El espacio literario, cit., p. 243 (trad. modificada).

4. memorias en montaje imagen, tiempo y política en la Argentina reciente

Los recuerdos son mares inabarcables. Tomo fotos como pequeños fragmentos arbitrarios que arrebato al tiempo. Con esos fragmentos construyo y cuento el tiempo imaginado, creado. Rearmo como en el agua, de a oleadas, un gran rompecabezas. Lucila Quieto

I. Encuadre Las líneas que siguen trazan un informe parcial acerca del estado actual de las relaciones entre imagen y memoria en la Argentina. Para ello, nos valemos de tres ensayos fotográficos y una propuesta mixta, escultórico-fotográfica. La selección de las obras respondió al modo en que en ellas se puede plantear una productiva intersección entre dos de los debates más álgidos sobre el pasado reciente en la Argentina. Uno, referido al itinerario de un cierto estado de la memoria, es decir, a una historia de los momentos hegemónicos de la memoria en la Argentina de la postdictadura. Otro, ligado al problema de la imagen, y más en general, de la representación visual del pasado dictatorial y su desmesura de muertes. En ambos registros, las obras seleccionadas ocupan, esa sería nuestra primera hipótesis, una posición de avanzada. En cuanto al primer registro de discusiones, hay cierto consenso en reconocer tres grandes momentos de la memoria en la Argentina a partir de 1983.75 El primer momento es el de 75 Véase, entre otros, Kaufman, Alejandro, «Setentismo y memoria», en Pen-

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la inmediatez postdictatorial, en el que la proximidad del horror condujo a la convivencia de políticas de reparación junto a estrategias exculpatorias y denegatorias. El meritorio juicio a las juntas militares judicializó una memoria que pretendía tramitar en sede tribunalicia un desquiciamiento social de alcances catastróficos. El sujeto de esta memoria fue una «sociedad civil» que lavó sus culpas en la teoría de los dos demonios, y se reflejó en la imagen de un desaparecido convertido en víctima impoluta, tan víctima y tan impoluta como la sociedad que la construyó. Una segunda etapa, que suele ser fechada alrededor de mediados de los ’90, buscó reponer el espesor histórico y político de los desaparecidos y de su generación. Reaparecieron viejas banderas y se suscitó un importante despliegue de producciones documentales, periodísticas, cinematográficas, muchas de las cuales intentaban restituir ficcionalmente el calor setentista en los helados 90 neoliberales. Sin embargo, el resultado muchas veces fue una mera inversión del momento anterior: frente al desaparecido como víctima inmaculada en cuya imagen exculpatoria se pretendía reflejar una sociedad acorralada, aparece la figura del desaparecido como héroe igualmente inmaculado en el que se espejaba un conjunto de ex militantes con escasa capacidad autocrítica. Por último, un tercer momento, menos claramente delimitable, pero en todo caso no anterior a fines de los 90 es un momento signado por dos rasgos fundamentales: la aparición decidida de la voz de los hijos, y el inicio de la problematización de la cuestión de la memoria en cuanto tal. Para decirlo con el recientemente fallecido Nicolás Casullo, samiento de los confines, n° 16, junio de 2005; Casullo, Nicolás «Memoria y revolución», en Pensamiento de los confines, n° 23/24, abril de 2009; Pittaluga, Roberto, «Miradas sobre el pasado reciente argentino. Las escrituras en torno a la militancia setentista (1983-2005)», en Franco, M. y Levín, F., Historia reciente. Perspectivas y desafíos para un campo en construcción, Buenos Aires, Paidós, 2007; Oberti, Alejandra y Pittaluga, R., Memorias en montaje. Escrituras de la militancia y pensamientos sobre la historia, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2006 (de donde, por otra parte, tomé el título del presente trabajo); intenté una articulación posible de la problemática en «Arqueologías de un presente político-cultural», incluido en el presente volumen.

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en el presente se asiste a una etapa signada por propuestas documentales y ficcionales donde se cruzan distintas vivencias de relatos generacionales y de Hijos de desaparecidos en disputa de versiones, a la vez que se abrió una discusión ya no sólo sobre lo acontecido, sino sobre lo que se puede denominar la historia de las narraciones de la memoria de los 70.76

En esta tercera etapa la generación que no vivió los 70 comienza a hacer oír su voz, a la vez que empieza a reconocerse gesto reflexivo de la memoria sobre sus propias condiciones, aporías y posibilidades. Como veremos, las fotos que proponemos se inscriben en esta última estación de la memoria en la Argentina, por ostentar ambos rasgos: una voz generacionalmente renovadora y una tematización metarreflexiva sobre la propia memoria. En cuanto al segundo registro de discusiones, esto es, al problema de la representación visual del pasado reciente, los consensos son menos sólidos, las perspectivas menos nítidas, aunque son muchas las voces que ya se han hecho oír.77 Podría sugerirse que las posturas se tensan en el arco descrito de modo paradigmático y modélico en el debate suscitado en Francia a partir de la muestra Memoir de camps, en París el año 2001.78 Como se sabe, el catálogo que Georges Didi-Huberman escribiera para cuatro fotografías sacadas por el Sonderkommando de un campo de concentración suscitó una dura respuesta polémica de dos intelectuales próximos a Claude Lanzmann. Frente al optimismo visual de Didi-Huberman, estos críticos venían a sostener el mandato ético de la irrepresentabilidad de la Shoah, como garan76 Casullo, N., «Memoria y revolución», cit., p. 13. 77 Véase, entre otros, Silvestri, Graciela, «Memoria y monumento. El arte en los límietes de la representación», en Afurch, Leonor (comp.), Identidades, sujetos y subjetividades, Buenos Aires, Prometeo, 2002; Brodsky, Marcelo (comp.), Memoria en construcción: el debate sobre la ESMA, Buenos Aires, la marca editora, 2005; Jelin, Elizabeth y Longoni, Ana (eds.), Escrituras, imágenes y escenarios ante la represión, Madrid y Buenos Aires, Siglo XXI, 2005; Lorenzano, S y Buchenhorst. R., Políticas de la memoria. Tensiones en la palabra y la imagen, Buenos Aires, Gorla, 2007. 78 Intentamos un cruce entre este debate y los debates argentinos en «Imágenes de ningún lugar. Para una ética visual del siglo del horror», incluido en el presente volumen.

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tía contra la profanación fetichista, visual y mercantil de la memoria de los muertos. Sin pretender reponer aquí la complejidad de este debate, puede destacarse que tuvo la virtud de polarizar el campo de discusión en sus extremos, y plantear las aporías del debate acerca de la «representación de lo irrepresentable». La polémica pareciera jugarse entre la exigencia de ver para saber –bajo el riesgo de una recaída en el orden fetichista-mercantil de la contemporánea cultura de la imagen– y el reclamo del Bilderverbot, la prohibición de imágenes, en favor de la memoria por la palabra –bajo el riesgo de una recaída en una simple negación a ver–. Georges Didi-Huberman, en un conocido libro en el que incluye el polémico catálogo y una amplia serie de respuestas a sus objetores,79 sugiere una salida de la dicotomía, un más allá de las aporías del debate que opone de manera maniquea y polar representación/irrepresentable, mostrar/no mostrar, imagen/ palabra, finalmente, un más allá de la falsa tensión entre imagenfetiche que pretende mercantil y obscenamente mostrarlo todo, y la imagen-tabú, que en el extremo de su observancia ética parece próximo a la culminación misma del exterminio en el borramiento de sus huellas. En sintonía con otros autores contemporáneos disímiles como Jacques Rancière, Giorgio Agamben, o Jean-Luc Nancy, Didi-Huberman nos propone un desplazamiento: abandonar el «uso inflacionista de la noción de irrepresentable» y transformar el problema ético-religioso de «la imposibilidad de la representación» en el problema estético-político de la «regulación de la distancia representativa».80 Didi-Huberman plantea este desplazamiento del problema, más allá de la aporía entre representación e irrepresentable, desde un rescate de lo que denomina la tradición del montaje. Se trataría de sugerir un régimen de la imagen que, asumiendo el exceso insalvable del que habla el Bilderverbot, la imposibilidad última de la imagen del horror, encare también la tarea de construir imágenes múltiples, se comprometa con el 79 Didi-Huberman, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2004. 80 Ibíd., p. 229.

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riesgo de preguntarse cómo dar cuenta de ese exceso, ese quiebre, cómo visibilizar una escena cuyo núcleo traumático siempre se sustrae. Los defensores de una ascética de la representación buscan mostrar sólo la imposibilidad de representar, mostrar esa nada, ese vacío. El montaje sería la representación que resta en lo imaginario cuando se ha asumido su sustracción constitutiva. Tras la desmesura de esos acontecimientos que hicieron estallar el régimen de la representación (estética y política), ciego sería pretender mostrar esos acontecimientos con el régimen de visibilidad que esos acontecimientos vinieron a destruir. Tras la explosión de un orden de la visión, el montaje sería el registro caótico de sus esquirlas en diseminación. Ni la transparencia aproblemática de la representación y su imagen-fetiche, ni el atolladero del mandato mosaico y su imagen-tabú, sino el gesto reflexivo de una imagen que pone en escena sus propias condiciones de posibilidad, de una imagen que parte del fragmento desfigurado para construir desde allí un sentido, nihilista y constructivista a la vez. La «imagen-montaje» sería un nombre posible de una superación de las aporías sobre la representación en un debate que excede la experiencia argentina. En cualquier caso, las orientaciones fundamentales antes reseñadas pueden reconocerse, de manera un tanto difusa, en las discusiones en la Argentina. Creemos que las fotos que ahora presentamos tienen la virtud de plantear experimentos de este más allá de las aporías de una «representación de lo irrepresentable». Imágenes que asumen que no hay la imagen, pero que no por eso bajan sus brazos. Imágenes nunca transparentes, ni únicas, ni estáticas, ni continuas, sino siempre opacas, parciales, fragmentarias, múltiples, dialécticas, discontinuas. Las obras seleccionadas se inscriben, entonces, en esta doble coyuntura de problemas, y de una manera privilegiada. Pues a la vez que una serie de rasgos permiten inscribirlas como ejemplos del tercer y más reciente estadio de la memoria antes descripto, sus planteos formales nos permiten ubicarlas en la salida sugerida por Didi-Huberman, Rancière y otros a la aporética de la representación.

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En efecto, por un lado, los cuatro artistas seleccionados nacieron entre mediados de los 60 y mediados de los 70, es decir, forman parte de la generación de los hijos de los protagonistas de aquellos años, ahora desaparecidos o sobrevivientes, y las obras que mostraremos fueron realizadas entre 1999 y 2007. Además, en todos los casos se trata de biografías marcadas a fuego por un terror que invadió y cercenó el círculo de lo familiar. En algunos casos, estos artistas han militado en organizaciones de derechos humanos, como H.I.J.O.S.81 Y como se verá, la marca de lo familiar está presente de manera apremiante en algunos de las obras. Por mi parte, quisiera recuperar de esta dimensión biográfico-familiar aquello que resulta más generalizable, a saber, los trazos de una voz generacional. Acaso por formar parte de aquellos que interrogamos el pasado reciente sin el peso fatídico de una laceración familiar, me limito aquí a recuperar esa desgarradura sólo en tanto habla de una llaga colectiva, el duelo individual inscripto en las obras en tanto expresión dramática de un duelo general. Por tanto, se tratará de la obra de los hijos o parientes de desaparecidos en tanto expresión de una generación que intenta aportar una voz renovadora, y abrir una nueva etapa en los debates sobre la memoria en la Argentina. Una operación que si bien deja de lado un problema que tiene un peso propio fundamental (la problemática de lo familiar), creo que no traiciona la visible aspiración de estos artistas de comunicar el duelo privado con la denuncia pública, y además deja ver, para quienes no vieron rota su historia familiar por el pasado dictatorial, que lo que ese pasado mostró es que, precisamente, la ideología de la privacidad no representa ningún resguardo ante la tragedia de lo público. Desplazado el sesgo familiar, nos situamos más bien en esa zona genérica de lo que Marienne Hirsch nombró con su conocido concepto de «posmemoria»,82 esto es, la memoria de los 81 Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, una agrupación creada en 1995 (compuesta mayoritariamente por hijos e hijas de desaparecidos), cuya causa fundamental ha sido la lucha por la cárcel común, perpetua y efectiva para todos los genocidas de la última dictadura militar, sus cómplices, instigadores y beneficiarios. 82 Hirsch, Marianne, Family Frames. Photography, Narrative and Postmemory,

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no protagonistas, una memoria de segunda generación, de aquellos a quienes los acontecimientos les llegan a través de la mediación de relatos que les preexisten, y que por tanto guardan una verdad singular, comunicable pero nunca idéntica a la verdad de los participantes sobrevivientes. Así, más que negar la condición dramática del hijo del desaparecido, se intenta más bien lo contrario: generalizar su condición. Podremos entonces utilizar las operaciones de estos familiares como piezas de un rompecabezas colectivo, que apunta a una intervención renovadora en las polémicas por la memoria en la Argentina, con sus rasgos, temas y formas propios. Lo cual nos lleva ya a las afinidades estéticas que permiten justificar este recorte, y comenzar ya a describirlo. De manera tentativa, podemos comenzar a indicar sus rasgos señalando cierto gesto modernista de dislocamiento o desdoblamiento reflexivo. En muchos casos se trata de fotos de fotos, o bien de conjuntos elaborados a partir de fotos, de las que se explicita, además, su estatuto fotográfico. Estas imágenes son inescindiblemente una reflexión acerca de las imágenes. Como decía Casullo, la memoria comienza a reflexionar acerca de sí misma. Llevado a un registro fotográfico ello implica recuperar el viejo gesto vanguardista de la superposición y de la ostensión de las propias condiciones de ostensión. Reflexividad de la imagen que, con Didi-Huberman, llamamos con el viejo nombre del montaje. Y no olvidamos el pasado vanguardista de este concepto, pues consideramos que el shock, la violencia, que se aloja en la historia del término reaparece en la violencia con que interpelan estas imágenes. En muchos casos, fotos del pasado entrando en colisión violenta con fotos del presente. Anacronismo de las imágenes que se transforma inmediatamente en un anacronismo de la historia. En todos estos trabajos encontramos gestos de desdoblamiento, de duplicación siniestra o de mediación, en los que podemos leer una insistente resistencia a toda aspiración de falsa unidad, reconciliación o identidad, a la vez que una visible ostensión del artificio fotográfico. Estos ensayos dicen: en el prinMassachussets, Harvard University Press, 1997.

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cipio era el dos, no el uno: ni la imagen coincide consigo misma, ni el presente coincide consigo mismo, y ni siquiera el pasado, supuestamente cerrado, coincide consigo mismo, una vez que ingresa en el dispositivo disruptivo de estos ensayos. Negando que haya la imagen del pasado traumático, exploran la fuerza cinemática del dos, y montando la escena dialéctica de una imagen múltiple, tensionada al máximo entre pasado y presente, activan un dispositivo que sólo funciona en acto: en el acto del montaje y del despliegue de la pulsión melancólica del artista, en el acto perceptivo del receptor que lleva a cabo (si asume el desfío) la acción anamnésica propuesta por el montaje. Son imágenes inservibles para su mercantilización, pues nunca llegan a estabilizarse como cosas. Para recuperar una vieja conclusión sartreana, estas imágenes no son cosas, sino actos, y remiten mucho más a un régimen constructivista que contemplativo. Y bien, la singularidad estético-política de estas fotos radica justamente en el modo en que saben conectar estos trayectos de la memoria y de la imagen. En ellas, una voz renovadora de la memoria, tan lejos de la memoria del «Nunca más» como de la épica heroica de los ex militantes, se abre gracias al desarreglo de la temporalidad y de la imagen operado por sus estrategias de montaje. Del mismo modo que sus estrategias estéticas se amparan en una nueva situación histórico-generacional que reclama un más allá de las dicotomías de los 80 y 90, y una actitud de permanente cautela y reflexión acerca de los relatos recibidos. Estas fotos nos muestran un desarreglo de la estructura lineal del tiempo, crítica tanto de las miradas victimizadoras de los años ‘80 (la historia como el devenir neutro de una sociedad civil impoluta que busca realizar el eden republicano que le estaría destinado), cuanto de las recuperaciones épicas de los ’90 (la historia como gesta imparable de una emancipación desatendida de sus claroscuros). Ese desarreglo temporal, amparado en la brecha enunciativa de una «postmemoria», y en la estrategia visual del montaje, es el núcleo más potente de estas fotos, tanto en lo referido a los estados de la memoria, cuanto en lo referido a los estados de la representación. Memorias en

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montaje. Memorias que se autoconciben como ensamblaje frágil de retazos de un pasado hecho trizas, pero que no se quedan con ese fragmentarismo a la moda, mero catálogo melancólico de ruinas. El montaje es fragmentarismo, sí, pero fragmentarismo constructivista. Estas memorias parten de la destrucción, de la diseminación de fragmentos, pero interpelando al presente para trazar un sentido posible a partir de esos restos. Es decir, la memoria como tarea y no como algo dado, como construcción y no como hecho, como acto y no como cosa. Memorias que se valen del poder interruptor del instante fotográfico para desmentir la continuidad y linealidad de una historia. Y, a su vez, fotografías que se valen del dinamismo e inestabilidad del montaje para inscribirlas en el espesor de un tiempo histórico desgarrado. Imágenes dialécticas, diría Benjamin, con las que ingresamos, a la vez, a un nuevo ciclo de la memoria y a nuevas apuestas de la imagen en la Argentina.

II. Arqueologías «Arqueología de la ausencia» es un ensayo fotográfico que surge a partir de una falta. Lucila Quieto, nacida en Buenos Aires en 1977 y cofundadora de la agrupación H.I.J.O.S., llega a estas imágenes a partir del deseo de esa foto inexistente e imposible con su padre desaparecido.83 Carlos Alberto Quieto, 83 Sobre este ensayo en particular se han ofrecido ya varias lecturas de las que me declaro deudor: Blejmar, Jordana, «Anacronismos», en El río sin orillas. Revista de filosofía, cultura y política, n° 2, 2009; Longoni, Ana, «Apenas, nada menos», en un libro de Lucila Quieto próximo a aparecer; Fortuny, Natalia, «La foto que le falta al álbum. Memoria familiar, desaparición y reconstrucción fotográfica», publicado en las Memorias de las XII Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación: ‘Nuevos escenarios y lenguajes convergentes’. Red Nacional de Investigadores en Comunicación. En línea en http://www. redcomunicacion.org/memorias/index.php; Amado, Ana, La imagen justa. Cine argentino y política (1980-2007), Buenos Aires, Colihue, 2009; Florencia Battiti, «Arte contemporáneo y trabajo de memoria en la Argentina de la posdictadura», en Lorenzano. S. y Buchenhorst, R., Políticas de la memoria, cit. Imágenes de este ensayo, como así también de las otras tres obras siguientes, se

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militante montonero en los años 70, desapareció cinco meses antes de que naciera su hija Lucila. Después de distintas búsquedas y experimentos, Lucila llegó al dispositivo anamnético de estas fotos: escaneó las fotografías de su padre y las proyectó ampliadas sobre la pared, interponiendo su propio cuerpo entre el proyector y la pared. La fotografía resultante, en blanco y negro, muestra, en una misma foto imposible, y por primera vez, su imagen junto a la de su padre. Luego, invitó a otros hijos, a través de carteles que decían, con un dejo de ironía publicitaria: «ahora podés tener la foto que siempre quisiste». Así, Lucila puso un procedimiento a disposición de un proceso ahora ya colectivo, que expande por tanto sus sentidos, pues la fotógrafa deja que el retratado intervenga activamente en el proceso de construcción de la nueva imagen, eligiendo la foto que se proyectará, la posición que adoptarán, los gestos, el juego de las miradas, etc. Entre 1999 y 2001 produjo un total de 35 «historias» (así las nombra ella) de hijos e hijas de desaparecidos fotografiados con sus padres y madres. Una serie de una extraña y singular belleza, a pesar de ser este un atributo que no se suele pedir a imágenes de este tipo (e incluso, en algunos casos, se rechazaría como blasfemo). Pues podríamos comenzar diciendo que el tono de este poderoso ensayo resulta poético-ritual. Antes que nada, parece remitirnos a un acto de restitución. Restitución de una imagen inexistente, de un encuentro imposible. Cierto tono de recogimiento, gestos relajados, por momentos alegres y divertidos, los ojos a veces cerrados, algunos torsos desnudos que acentúan el deseo de contacto con la imagen proyectada, parecen remitir a la experiencia de una adeudada y esperada reparación. Se construye un súbito aquí y ahora de fuerte carga aurática en el que la superposición tramada en los propios cuerpos guarda la promesa materialista de una redención táctil. Estas imágenes parecen ofrecer no sólo el fugaz encuentro entre un presente en duelo y un pasado perdido, sino que además, en el osado gesto de poner el cuerpo como pantalla o soporte de las proyecciones del pasado, parece encuentran con facilidad en Internet.

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cumplirse el complejo ritual de ofrecer el propio cuerpo como inscripción posible para una ausencia irreparable, como sustituto de la tumba que no hubo. Sin embargo, este deseo de reconciliación no deja de mostrar explícitamente sus límites e imposibilidades. Podemos reconocer en estas fotos aquello que enunciábamos al principio para esta nueva etapa de la memoria: la necesidad del diálogo con la generación de los «padres» convive dramáticamente con la expresión de una brecha insalvable. Y esa oscilación se expresa en la singular ambigüedad crítica de estas imágenes. Diálogo y brecha, identificación y dislocación, estas imágenes rituales y poéticas rozan sin embargo el hostil espacio de lo siniestro. Desde su poética restitutiva, lanzan con violencia crítica un grito destemplado por una llaga que no cesa, tampoco en el aliento reparador estas fotos. Pues en ellas no se busca borrar las marcas de la dislocación. En términos formales, no se ocultan las huellas del montaje, del procedimiento, sino que se subraya el carácter artificial, ficcional, de la imagen resultante. Como lo plantea Ana Amado: El diálogo visual que propone Quieto, en apariencia sin fisuras y sin testigos ajenos a la intimidad familiar de los personajes, inscribe en lo formal, sin embargo, la huella de algunas inter ferencias. La superposición de las fotografías de una y otra época, el encabalgamiento de las imágenes correspondientes a una y otra generación no se plasman en una unidad sin fracturas, sino que exhibe, con distintos recursos, su origen en tiempos y espacios diferentes. En lugar del simulacro integral que hoy habilita la manipulación digital de las imágenes, la composición artesanal de los encuadres de Lucila Quieto deja percibir, de modo sutil y desplazado, los materiales que integran la ficción.84

La sutileza poética con que se logra esta ostensión del dispositivo está entre las condiciones de la belleza de estas imágenes. Las marcas de los documentos de donde fueron extraídas las fotos, los bordes irregulares, los dobleces, los pliegues, las roturas o rajaduras de las viejas fotografías, a veces incluso remendadas 84 Amado, A., La imagen justa, cit., p. 175.

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con una brutal cinta adhesiva, todas estas marcas no se limpian, y cumplen una función en la economía de la imagen tan importante como la nitidez de los rostros de padres e hijos. Además, hay un trabajo reflexivo de la fotografía sobre su propio estatuto y su puesto en las luchas por la memoria, reduplicado en aquella foto en la que una foto del famoso collage de innumerables fotos que desfilan en las marchas por el golpe de estado, se proyecta sobre una pared donde una mujer interpone su cuerpo para singularizar una de esas fotografías, seguramente la de su madre. Así, no sólo se tematiza el pasado, sino también, como ya se dijo, las narrativas (visuales) ya existentes de ese pasado. Pero no sólo en esta reflexividad modernista del procedimiento, sino incluso en los rostros y su poderosísismo montaje, que transita una delgada cornisa entre lo ritual y lo siniestro, ostentan estas imágenes anomalías dramáticas: los padres comparecen con la misma edad que los hijos, o a veces incluso menor, testimoniando un desarreglo total en las relaciones de transmisión generacional; las imágenes de padres e hijos no siempre respetan una escala común, renunciando así a la pretensión de verosimilitud del encuentro; la proyección de los padres en un haz de luz bidimensional contrasta con el cuerpo del hijo o la hija, tomado en la voluminosidad de sus tres dimensiones; la súbita e innegable similitud que aflora en algunas de las fotos, genera, junto a un fugaz reposo cálido de identificación, una fantasmagoría trágica, una «similitud distorsionada», un siniestro teatro de dobles en virtud de cuyo poder fantasmagórico la vida del presente vivifica el pasado perdido, tanto como lo perdido del pasado penetra de muerte a un presente ahora fotográficamente petrificado; las miradas despreocupadas de los padres fotografiados en circunstancias cotidianas o hasta administrativas, contrastan a veces con gestos de hijos que lanzan una mirada inquietante, demandante. Quizá en las arriesgadas fotos en las que los hijos cruzan sus miradas con los padres se muestre el punto desde donde atar esta multiplicidad de oscilaciones: el acto de un presente que se hace cargo de mirar a los ojos a ese pasado. Más allá del reclamo de restitución

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o de la denuncia de la pérdida, la tensa dialéctica de la mirada de estas fotos viene a mostrar ya no sólo un presente atravesado por la imagen fantasmática del pasado, sino también el gesto activo de construcción de una mirada propia sobre ese pasado. Nuevamente, montaje: un procedimiento visual reflexivo y un anacronismo temporal inquietante. A través de ellos podemos superar la dicotomía entre diálogo y brecha, entre restitución y denuncia, y a la vez recordamos que la imagen de ese pasado es siempre una construcción activa de un presente que lo convoca. Nos recuerdan que la memoria ve bajos las formas de la ficción.

III. Recuerdos inventados Esta ficcionalización es eje del segundo ensayo que traemos, que la declara explícitamente desde su propio título, «Recuerdos inventados». Gabriela Bettini, nació también en 1977, aunque en Madrid, debido al exilio forzado de su familia argentina, y hoy vive y trabaja allí. Compone sus «Recuerdos inventados» en el año 2003, a partir de fotografías de Antonio Bautista Bettini y Marcelo Gabriel Bettini, abuelo y tío de la autora, desaparecidos en 1976 y 1977, respectivamente. En este ensayo encontramos similitudes con el de Quieto, principalmente la estrategia de la superposición de imágenes fotográficas del pasado y del presente, en la textura crispada de una fotografía que las incluya en un diálogo imposible, «inventado», entre generaciones separadas por el hiato de la desaparición. También Bettini trabaja el estatuto fotográfico no sólo de los procedimientos sino fundamentalmente de su propio objeto, dejando visibles las marcas de la dislocación de temporalidades. Sin embargo, y ya desde un comienzo, en el ensayo de Bettini resuena un tono más lúdico y sarcástico que en el de Quieto. Un gesto irónico que pareciera acentuar la brecha de un modo más explícito que Quieto. Parece haber más escepticismo acerca de la posibilidad del diálogo, parece haber más interés en acentuar la artificialidad de un encuentro que antes que inventado

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es sencillamente imposible. Bettini no sólo realiza un montaje de presente y pasado, sino que la obra final consiste en fotos de sus propios montajes, elevando el bucle reflexivo a un nuevo nivel. Pues estos montajes aparecen incluidos en el formato de un álbum familiar, que estas imágenes intentarían completar ficcionalmente (vemos incluso la textura de la cuerina barata de ese tipo de objetos domésticos). Bettini no sólo inventa un presente de los desaparecidos, sino que inventa un pasado del presente de la fotógrafa, desbaratando los órdenes del tiempo y la memoria. Arruina levemente los bordes de las fotos, marca algunas de ellas, las dobla como si hubiesen estado mucho tiempo en alguna billetera, es decir, les inventa una temporalidad irreal, reduplicando su apuesta de ficcionalización. Una artificialidad llevada casi al ridículo cuando no sólo se superponen las imágenes del pasado con las del presente, sino que se sobreimprime una irreverente teatralización de interacción entre las fotos (colgadas de la pared y con un ostensible marco) y la autora. La reciprocidad de la mirada entre abuelo y nieta en la foto inicial diluye todo posible efecto aurático desde el momento en que sobreactúa la ficticia felicidad de la foto de álbum familiar. Ya no hallamos la sutil dialéctica de la mirada de Quieto, sino una sarcástica pantomima de esa cotidianidad del trato que les fuera violentamente arrebatada. Las miradas son transparentes, los rostros sonrientes, los escenarios familiares (un living), las actividades cotidianas (jugar a las cartas, leer un libro). Como si nada hubiese pasado. Aquí la ostensión de la artificialidad del recuerdo roza el lenguaje de la farsa. Sin embargo, y tensando nuevamente el arco entre ficción y documento, a diferencia de la materia puramente sensible y corporal de las imágenes de Quieto, aquí Bettini intercala las imágenes familiares con fotos de registros mecanografiados, burocrático-policiales, en los que se informa acerca del secuestro, la desaparición y el asesinato de sus familiares. La farsa teatralizada en las imágenes se golpea contra el prosaico registro administrativo de esas muertes. El choque entre estos dos planos, entre la ficción del artificio visual y la certificación institucional, se resuelve en una de

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las imágenes más intensas: el abuelo desaparecido, desde la fotografía, y la nieta, desde un presente inestable, hacen coincidir sus miradas en las páginas abiertas del Nunca más (el libro en el que se documenta una primera y muy influyente lectura del terrorismo de estado), gracias a la misma imagen fotográfica que los reúne. Imagen tan imposible como poderosa. Una fotografía a tres tiempos, que refuta toda continuidad (el desaparecido lee, ominosamente, su propia muerte), y contamina en el anacronismo visual a las diversas temporalidades entre sí: el tiempo en el que su abuelo aún vivía; el tiempo de la primera memoria del horror y su primer gran relato, que marcó toda una época de la memoria en la Argentina; el tiempo de esta nueva generación que teje su propio relato no sólo con los retazos de los 70 (la foto del abuelo desaparecido), sino también con fragmentos de los relatos sobre los 70 (el ícono del Nunca más). La reflexividad de la imagen se replica en la reflexividad de una memoria que se tematiza a sí misma. Pero Bettini aún va por más. Hay dos fotos en este ensayo en las que, como en el ensayo de Quieto, el presente presta el cuerpo a un pasado cuyo cuerpo fue sustraído, y tramita esa alquimia en la materia sutil de la fotografía, ritual de luz. Sin embargo, Bettini lo realiza desde la tónica sarcástica de su ensayo. Casi como si de muñecos se tratara, retrata los rostros fotografiados de sus parientes (con sus ostensibles marcos), portados sobre los rostros invisibles de cuerpos anónimos.85 Bettini acorrala al espectador en un clima que oscila entre lo cómico y lo siniestro.86 En el caso del retrato de su abuelo, una fotografía doméstica del busto del abuelo es portada por un cuerpo que finge por su parte un gesto forzadamente familiar, en una escenografía doméstica de living, sofá y fotos de familia. En el caso de la fotografía de su 85 Quizá pudiera encontrarse aquí una cita desviada de otro procedimiento visual de la memoria de los desaparecidos: las famosas máscaras blancas, sólo que ahora adquieren un sentido individualizador inverso al de aquéllas. 86 Algo que Bettini explora en otras obras posteriores, no ligadas a esta problemática, sobre todo en el uso de espejos para desdoblar objetos cotidianos, con lo que intentaría expresar, dice ella misma en una entrevista, «la imposibilidad de sentirse en casa». Consúltese su blog: http://gabrielabettini.blogspot.com/.

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tío, aparece una ironía mayor, que incluye una de las escasísimas citas del pasado político de los desaparecidos por parte de estas obras. Pero lo hace bajo el signo inequívoco de la parodia. La pertenencia de Marcelo Bettini a la izquierda peronista de los 70 aparece tematizada desde una distancia casi insalvable, que apenas parece recuperar esa militancia en tanto gesto vacío: una persona que presta su cuerpo al rostro fotografiado de Marcelo Gabriel Bettini hace con los dedos de su mano derecha la distintiva V de la victoria peronista. Un rasgo entendido a veces como despolitizador por lecturas críticas de algunas propuestas visuales de esta nueva generación (paradigmáticamente del film de Albertina Carri Los rubios), muchas veces sin apreciar la singular politicidad inmanente de estas operaciones estéticas. Por último, la fotografía que cierra este álbum inventado muestra la imagen de una verdadera memoria de utilería. Sentada en una de las playas de Mar del Plata, vemos a la misma fotógrafa junto a una foto familiar que incluye a sus parientes desaparecidos, tomada hace años en el mismo lugar y amplificada a escala natural. Como señala Jordana Blejmar, la decisión de recrear una escena como ésta expresaría el deseo de la artista de, por un momento, ser una más entre el montón de familias argentinas cuyos hijos disfrutaron infancias en todo diferentes a la suya. (…) además, exhibe el convencional retrato familiar, (…) y se constituye como representación visual prototípica de un tipo de linaje más cercano a la idea de familia burguesa, entendida como núcleo cerrado, que a la militante, con sus habituales «intercambios parentales» y su desprecio por valores como el individualismo y la cerrazón afectiva en nombre de los lazos biológicos que la primera alentaba.87

Nuevamente, el diálogo necesario y la brecha que distancia. Con todo, Bettini, en este ensayo de montaje de temporalidades, parece preferir acentuar la brecha. 87 Blejmar, J., «La imagen re(s)puesta. Arte, filiación y desaparición en Argentina» en Experiencia, cuerpo y subjetividades: nuevas reflexiones. Literatura argentina y brasileña del presente, Buenos Aires, Santiago Arcos Editor, 2011 (en prensa).

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IV. Ausencias Gustavo Germano, nacido en 1964 en Entre Ríos, trabaja hoy en Barcelona. Es hermano de desaparecido, y entre 2006 y 2007 compuso su ensayo «Ausencias: Detenidos-Desaparecidos y Asesinados de la Provincia de Entre Ríos. 1976-1983». Este trabajo se conecta con la idea de superponer fotografías del presente y del pasado, con la hipótesis implícita de que no hay la imagen de ese pasado sino imágenes múltiples, dialécticas. Pero además, se liga con esta última idea de la fotografía familiar de Bettini de buscar una fotografía presente que recree una toma del pasado, no para disolver las laceraciones del tránsito, sino precisamente para mejor subrayarlas. Germano busca el diálogo entre el presente y el pasado desde el punto de vista de la propia toma (como lo han ensayado más exhaustivamente otros trabajos fotográficos aquí no tematizados).88 En efecto, también aquí tenemos un montaje de tiempos, aunque no hay estrictamente superposición de imágenes, sino más bien un desdoblamiento o reduplicación. Se separan las imágenes, pero no para apaciguar la mirada sino para duplicar la inquietud y la confusión, devolviéndolas desde la imagen al propio lugar de quien mira, testigo involuntario de una pulsión (visual) de repetición. Presentando dos fotos casi idénticas, Germano recrea, treinta años después, viejas fotos familiares de desaparecidos de su provincia natal. Los mismos lugares, el mismo encuadre, la misma luz, los mismos retratados, los mismos gestos, hasta los mismos muebles o decorados. Sólo dos diferencias clave: el blanco y negro de las fotos originales frente al color de las fotos reconstruidas, que delata el espesor temporal de la propuesta, y, crucialmente, la elocuente ausencia de alguno de los retratados. El tono de este ensayo no es ni poético-ritual ni tampoco sarcástico, como los anteriores, sino más bien austeramente trágico. No interroga la reparación de la ausencia, como Quieto, ni 88 Nos referimos, sobre todo, al ensayo de María Soledad Nívoli, Cómo miran tus ojos, disponible en la web.

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juega irónicamente con ella, como Bettini, sino que simplemente busca evidenciarla, hacerla patente. La contundencia de estas imágenes pende de la simplicidad de este gesto. Comparte con el de Bettini cierta teatralización de los retratados, que representan la escena del pasado, imitándose a sí mismos en los gestos, las posiciones, los movimientos, para que sobresalga con mayor nitidez la marca indeleble de la diferencia: la ausencia del familiar que ya no está. Natalia Fortuny logra una muy ajustada descripción de este juego entre repeticiones y diferencias, al afirmar que «[l]as fotos de Germano intentan ajustarse tanto a la anterior, que el rehacer de la foto se parece más bien a la tarea de un Pierre Menard visual.»89 Un Pierre Menard visual que, como el literario aunque con acentos mucho más dramáticos, busca repetir literalmente una obra del pasado en un presente que indefectiblemente frustra la posibilidad de simple copia. Es decir, muestra el trabajo de la diferencia en el seno de la identidad. Como en los ensayos anteriores, aquí la similitud es trabajada desde esas pequeñas diferencias que diluyen el deseo de una unidad o identidad perdidas. El trabajo de identificación es remitido, más bien, a un teatro siniestro de dobles en el que toda similitud es a la vez una distorsión, en que toda familiaridad se torna extraña y la extrañeza se inscribe en los rincones más familiares del álbum, de las habitaciones de la casa, de las escenas cotidianas. Preside toda la operación el arco que se tiende entre foto y foto, es decir, el tiempo y sus desgarraduras. Ese elemento sutil e inmaterial que sólo puede ser puesto por el espectador, y que en la foto sólo aparece sugerido, que es el tiempo del horror. Ese tiempo del horror no es ni representado ni denegado, sino aludido a través de un complejo montaje de imágenes. La materialidad de la composición sólo nos ofrece dos imágenes similares, una junto a otra, con la inocencia de los juegos de «reconozca las siete diferencias» de diario de domingo. Lo que completa el sentido es sólo la posición del sujeto receptor que repone la temporalidad aludida por el vacío existente entre una y otra foto. El 89 Fortuny, N., «La foto que le falta al álbum. Memoria familiar, desaparición y reconstrucción fotográfica», cit., p. 14.

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horror sólo se muestra en la invisible textura de la memoria del que contempla estas imágenes.

V. 30.000 Por último, una obra de Nicolás Guagnini nos permitirá acentuar esta dimensión constructiva y relacional, en la que el presente es interpelado decisivamente para hacer posible la imagen del pasado. Guagnini nación en 1966 en Buenos Aires, y desde 1997 está radicado en Nueva York. Es hijo de desaparecido, y entre 1998 y 2005 trabajó sobre una obra en la que vuelve sobre ese drama privado-público. Se trata de una obra en la que trabaja a partir de una foto de su padre desaparecido, pero que se titula 30.000 (el número aproximado de la totalidad de desaparecidos durante la última dictadura), planteando desde el principio una intención presente en estos cuatro trabajos, esto es, la relación entre el drama privado y la tragedia pública, entre el duelo del artista y la interpelación directa al espectador que está fuera del círculo de lo familiar. Su trabajo obtuvo una mención especial en el Concurso de esculturas «Parque de la memoria», de 1999, en el que se seleccionaron las obras que se incluirían en el predio de ese espacio de memoria en Buenos Aires, sobre el margen del Río de la Plata, y actualmente se encuentra allí emplazado.90 Aunque el producto es preponderantemente escultórico, parte de un hecho fotográfico y reflexiona sobre él, poniéndolo en el centro de su propuesta. Dejemos al propio Guagnini explicitar la génesis de su trabajo: A partir de la acción de los organismos de derecho humanos en la vía pública se gestó la imagen que considero emblemática de la situación de los desaparecidos y símbolo inequívoco reconocible incluso por los que «no se enteraban de nada»: los retratos en blanco y negro, muchas veces fotos carnet, reproducidos ad 90 Para la situación actual del Parque, véase el volumen Monumento a las víctimas del terrorismo de estado Parque de la Memoria, Buenos Aires, Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2010.

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infinitum y cargados, pegados y publicados por fa­miliares y militantes. Rostros de jóvenes cuyos peinados y ropas han envejecido, pero que miran acusadora e indeleblemente desde esas fotografías lo no hablado, lo no esclarecido.91

En la obra ensaya una aguda reflexión acerca de una de esas emblemáticas fotos, proponiendo condiciones para su ostensión que están a la altura de la exigencia estético-política que ella plantea. La obra consiste en 25 prismas rectos rectangulares, de dos metros de altura cada uno, palos de metal verticalmente ordenados de manera regular sobre una grilla, separados en medio metro el uno del otro, que en su conjunto forman un cubo. Sobre una de las caras las piezas que componen el cubo está pintada, fragmentariamente, la imagen de un rostro obtenida a partir de una fotografía proyectada diagonalmente sobre un vértice. Se trata de un retrato de mi padre, el que mi abuela usara para las manifestaciones. A medida que el espectador se desplaza alrededor del cubo comienza a percibir fragmentos, e inclusive repeticiones y distorsiones del rostro, que aparece y ‘desaparece’ alternativamente en el paisaje del río. Existe un punto de vista ideal que permite la reconstrucción del rostro, de la memoria.92

Incluimos esta impactante obra, a pesar de distinguirse claramente de las anteriores, porque se encuentras en ella planteados no sólo muchos elementos presentes en los otros trabajos (el carácter fragmentario y plural de la imagen, la interpenetración entre presente y pasado), sino la ocasión para acentuar un rasgo fundamental de las propuestas anteriores: el carácter constructivo, activo, de la imagen-memoria del pasado. En primer lugar, si bien no tenemos el montaje de dos imágenes como en los otros tres ensayos, tenemos expuesta en su dinámica fundamental la estructura formal de este procedimiento: más allá de la dinámica mimética de la representación, tenemos la producción de una nueva realidad a partir del doble movimiento de fragmentación de lo real y nueva recomposición 91 Concurso de esculturas «Parque de la memoria», Buenos Aires, Eudeba, 1999, p. 50. 92 Ibíd.

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de la mano del artista; suspendiendo la pulsión referencialista de la imagen, se desata más bien la dialéctica de destrucción y construcción. No de otro modo pensó ya hace tiempo Peter Bürger el procedimiento del montaje.93 En segundo lugar, si bien no aparece aquí la dualidad de las imágenes antes tratadas, sí aparece explícitamente la tensión entre pasado y presente. Sólo que el presente, de modo quizá aún más inquietante, es el propio presente del espectador de cada caso. Así como antes la imagen propuesta se completaba sólo en el choque entre imagen del pasado e imagen del presente, ahora la imagen propuesta sólo surge del choque entre la imagen del pasado y la adecuada perspectiva del que en cada caso pone en acto su mirada rememorante, su memoria visual. Y entonces, en tercer lugar, toda la dinámica modernista, constructivista destacada en las imágenes anteriores, llega aquí a su paroxismo: el espectador es interpelado corporalmente para hacer posible la imagen. Él mismo debe poner su cuerpo, buscando activamente la perspectiva adecuada, caminando alrededor de la obra, para que la imagen-memoria emerja. La imagen es un acto y no una cosa, no sólo desde el lado de la producción, sino ahora eminentemente desde el lado de la propia recepción. Metáfora máxima de la fragilidad y la performatividad de la memoria, este trabajo encara la cuestión de la artificialidad de la imagen del pasado de un modo singular, y si se quiere radical: no sólo construimos activamente imágenes del pasado, como en los ensayos anteriores, sino que lo hacemos a cada momento. De algún modo, Guagnini socializa y politiza aún más el momento constructivista del montaje. La memoria como anamorfosis: sólo un arduo trabajo de la mirada permite ver el objeto, y una vez obtenido bastaría un pequeño deslizamiento, un momento de desatención, para que nuevamente desaparezca. Por último, al igual que en las imágenes anteriores, no sólo se recuerda el pasado, sino fundamentalmente el recuerdo del pasado. Así como Bettini incorporaba un emblema escrito de la 93 Véase Bürger, P., Teoría de la vanguardia, Barcelona, Península, 1987, sobre todo cap. III.

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memoria, como el libro Nunca más, Guagnini trabaja sobre un emblema fotográfico: las fotos de los documentos que acompañaron las marchas por los derechos humanos. Nuevamente, más que ante la imagen de un objeto o persona, nos situamos ante la imagen de una imagen, gesto reflexivo característico de estas nuevas voces de la memoria visual en la Argentina. El efecto estético-político representa una advertencia (generacional) fundamental: contra toda automatización de la percepción, y de la memoria que en ella se asienta, incluso contra la automatización del percibir estas impactantes fotos-carné de desaparecidos que son enarboladas en marchas y actos políticos desde los años 80,94 esta obra subraya una dimensión acuciante del mandato de la memoria, sobre todo de la memoria de la generación posterior: permitir alzar la vista a lo visto implica una labor activa del receptor a cada momento, y no alcanza con que desde las fotos los desaparecidos nos miren acusadoramente a los ojos.

VI. Montajes Intentaremos, para concluir, sintetizar los diversos problemas que fueron aquí surgiendo a partir de un rasgo general compartido por todos estos trabajos, y dos consecuencias fundamentales de ello, una del orden temporal, otra del orden visual. Estas imágenes fueron realizadas en los últimos diez años, es decir, en una etapa en la que debemos tramitar ya no sólo la relación con el pasado traumático (produciendo un relato, una imagen del horror), sino además nuestra posición ante los debates sobre la memoria de las últimas tres décadas (elaborando un relato del relato, una imagen de la imagen). Mucho más en el caso de las voces de los miembros de una generación que no vivió ese pasado, y que no lo conoció sino a través de esas polémicas por la memoria. Quizá pueda sugerirse que la novedad de 94 Sobre esta posible automatización, véase Richard, Nelly, «Imagen-recuerdo y borraduras», en id. (ed.), Políticas y estéticas de la memoria, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2000.

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estos «nuevos testigos» pase justamente por la necesidad de dar cuenta a la vez del pasado y de los debates sobre ese pasado. Esta novedad, como vimos, se plasma en estas propuestas visuales. En ellas, el objeto no es ya sólo el pasado, sino fundamentalmente la relación de ese pasado con un presente que se siente interpelado por él. Ya no sólo lo sucedido, sino eminentemente los modos de recordarlo. Desde este rasgo genérico, estos ensayos responden al doble debate con el que iniciamos este ensayo: representan la emergencia de una nueva voz en la constelación de la memoria a la vez que un posicionamiento en el debate sobre la representación. Estos ensayos se posicionan ante este doble debate con el planteo de dos grandes desórdenes: un desarreglo temporal y un trastorno visual. Ambos desajustes redundan en una problematización extrema de la cuestión de la identidad (en lo diacrónico-temporal en un caso, en lo sincrónico-visual en el otro). El desarreglo temporal remite, como lo dijimos al comienzo, a una desorganización de la estructura lineal del tiempo implícita en los historicismos pedagogizantes tanto de la memoria de los 80 como de la memoria de los ex militantes. «Ni en el pasado, ni en el presente, estas imágenes se colocan, de este modo, en un entre tiempos, más precisamente, en el abismo que resulta de la convivencia disruptiva entre cuerpos ausentes y otros presentes».95 Contra toda teleología, sea «republicana» o «revolucionaria», estas imágenes ensayan la experiencia de una temporalidad emancipada de los mandatos del tiempo cronológico, a saber, el imperio de la continuidad e irreversibilidad, y de la idealización del dolor. Ni continuidad, ni irreversibilidad, ni escamoteo de las víctimas, estas imágenes habilitan la vivencia del tiempo de la memoria, es decir, del tiempo del anacronismo, del síntoma y de lo siniestro. Frente a la continuidad, plantean la fractura y discontinuidad de tiempos que se citan anacrónicamente; frente a la irreversibilidad, dan cuenta de la irrupción sintomática de un suelo de experiencias traumáticamente olvida95 Blejmar, J., «La imagen re(s)puesta. Arte, filiación y desaparición en Argentina», cit.

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do; frente a las idealizaciones forzadas, hacen aflorar lo extraño y amenazante, contaminando hasta lo íntimo de los álbumes de familia. El desarreglo visual remite, como también se planteó al comienzo, a un más allá de la polémica «representable vs. irrepresentable». Aquí la clave está en una relación más libre con el referente, e incluso a veces, en una decidida crítica al estatuto representacional y la asunción de la fotografía como aventura eminentemente ficcional. Aquí tocamos un último punto de mucha importancia. Pues es casi un lugar común en muchos análisis sobre la relación entre fotografía y desaparición el énfasis, barthesiano (tomado de manera acrítica de La cámara lúcida), en la potencia testificadora, certificadora, indicial, deíctica, de la fotografía, el «esto ha sido». Según estas lecturas, las fotos de desaparecidos tendrían la fuerza de denunciar la desaparición, mostrando la presencia inocultable de lo que ha sido, enfrentando la evidencia de su presencia pasada al horror de su forzada desaparición, inhabilitando cualquier pretensión negacionista del terror.96 Pero un rasgo clave de estas fotos es precisamente la dislocación del estatuto documental de la fotografías de desaparecidos. Sería un exceso hablar de mera ficcionalización y de un borramiento total del carácter indicial de la foto. De hecho, la tensión entre documento y ficción, entre registro y producción, es una de las principales riquezas de estas imágenes (y en general del procedimiento del montaje como tal, y del ambiguo estatuto de lo real en sus realizaciones). Pero sin dudas, estamos muy lejos del deíctico barthesiano: estamos casi en las antípodas del «esto ha sido». En estas propuestas se lee, más bien, un provocativo esto no ha sido. El estatuto ficcional de estas nuevas voces de la 96 Por ejemplo, Richard, N., «Imagen-recuerdo y borraduras», cit.; Déotte, Jean Louis, «El arte en la época de la desaparición», en Richard, N. (ed.), Políticas y estéticas de la memoria, cit.; también, en parte, da Silva Catela, Ludmila, «Lo invisible revelado. El uso de fotografías como (re) presentación de la desaparición de personas en la Argentina», en Feld, C., y Stites Mor, J. (comps.), El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente, Buenos Aires, Paidós, 2009.

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memoria en la Argentina ha sido a veces criticado en términos de recaídas subjetivistas, como adecuamiento funcional a nuestros tiempos pos-políticos de regreso a la módica privacidad, como una incapacidad para pensar el legado de los 70 como legado político, etc.97 Asimismo, los defensores del carácter indicial de las fotos de desaparecidos las han contrapuesto al borramiento del referente en las imágenes digitales (cómplices de una nueva forma de desaparición), como un modo de borramiento de lo real.98 Nuestra hipótesis es que ni la política ni lo real se borran de estas fotos, y que sólo se pueden plantear tales críticas desde parámetros estético-políticos anclados en el pasado. La verdad de estas fotos se juega más allá de la dualidad documento/ficción o analógico/digital. «El pasado –dice Ana Amado–, aun en sus puntos más dolorosos, es rehecho como fábula, pero no a modo de falsificación o invento, sino de creación, único resorte de la memoria.»99 Con «ficción» no nos referimos a una suerte de irrealidad, sino a un desarreglo de lo real mismo, y de las formas de referirlo. «Ficción» como salida al atolladero siguiente: ¿cómo pretender «representar» aquellos acontecimientos que refutaron el régimen moderno de la representación? Asimismo, estos jóvenes artistas formados en la era digital, que por sí misma cuestiona la pulsión testificadora que la imagen fotográfica tenía para Barthes, aunque no utilicen procedimientos digitales, trabajan en estos ensayos con un material más sutil que el referente: el material es la fotografía misma, o mejor aún, es el tramado sutil de la memoria. Imágenes de imágenes, son una indagación autorreflexiva del estatuto testimonial del documento. Parecen decirnos que si el documento es fundamental no lo es principalmente por su potencia indicial, sino como elemento en una construcción que lo excede ampliamente como indicio de un dato empírico. Lo cual no significa que lo real se diluya en 97 Representativo de este tipo de críticas es el libro de Beatriz Sarlo, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005. 98 Véase Déotte, J. L., «El arte en la época de la desaparición», cit., y Richard, N., «Imagen-recuerdo y borraduras», cit. 99 Amado, A., La imagen justa, cit., p. 192.

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un flujo acelerado de circulación digital-mercantil de imágenes post-analógicas, sino que lo real deja de pensarse desde la dimensión semántica de la relación imagen-objeto, y pasa a ser pensado desde la estructura sintáctica fracturada de la memoria: mostrar este real traumático sería, más que reponer la presencia de una ausencia, retramar una sintaxis en la que el vacío de la ausencia tenga finalmente su propio lugar. Este desarreglo de la sintaxis del tiempo y de la imagen sería, entonces, la promesa estéticopolítica de estas imágenes. Trastorno del tiempo y de la imagen: estos son los rasgos fundamentales de la politicidad de estas obras, que sólo puede pasarle desapercibida a aquellas lecturas ancladas en los modos de lo político de los 70. Politicidad de la propia forma-montaje: montaje visual que activa una crítica de la representación y propone la creación de acontecimientos visuales para pensar la historia; montaje histórico que propone un desarreglo temporal orientado críticamente contra todas las formas de historicismo con que la militancia tradicional se desentendió de lado oscuro de su propia acción. Una política de la imagen y una política del tiempo de una generación en la que podrían alumbrarse las matrices de nuevas formas de lo político. Como ha señalado Ana Amado: Una generación que marca las diferencias, elude las fórmulas de exaltación épica de los protagonistas (o de la insurgencia) de aquella historia y ejercita su pensamiento crítico, su rebeldía, con la opción de una vanguardia estética que continúa y replica en su terreno (…) la vanguardia política de la que formaron parte sus padres y su generación.100

100 Ibíd., p. 197.

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I. Arte, política, memoria En lo que concierne a la relación «arte y memoria», el año 2007 fue para Córdoba, el lugar desde donde escribimos, un año significativo. Antes que nada, fue el año en que el Estado entregó a los organismos de derechos humanos el predio de La Perla, el principal centro clandestino de detención de todo el interior del país durante la última dictadura militar, para ser convertido en un espacio de la memoria. La Perla ingresa, así, junto a otros infiernos de tortura y muerte como la ESMA, en el delicado debate acerca de qué hacer con ellos, cómo garantizar las condiciones de ostensión que hagan de ellos soportes materiales de una memoria viva, etc. Pero lo que ahora nos interesa fundamentalmente es este deslizamiento, ese espacio de negociación que se abre entre un Estado que toma decisiones políticas que afectan de lleno los avatares de la memoria colectiva, y un terreno eminentemente estético en el que se dirimen problemas acerca de qué, cómo, cuánto, para qué mostrar. Y en la intersección, el «museo» como territorio en disputa. ¿Qué es lo que está en juego en estas operaciones? ¿Cuál es ese centro problemático sobre el que se montan estos avatares estético-políticos de la memoria? Este acontecimiento, el de mayor resonancia en el año para el tema que nos convoca, sólo comparable a la entrega de la ESMA en el año 2004, no se ha concretado aún en una decisión efectiva acerca de qué hacer con ese espacio. Pero no fue sin embargo el único avatar digno de mención. Otros acontecimientos ya operan con eficacia y ante un público masificado. Así, en octubre se inauguró en la ciudad de Córdoba el «Museo Superior

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de Bellas Artes Evita» en el recoleto Palacio Ferreyra, uno de los edificios más suntuosos de la ciudad. La inauguración de este museo provincial se realizó en momentos en que culminaba la campaña electoral que consagró al candidato oficialista como nuevo gobernador de la provincia. ¿Qué relación hay entre estos dos acontecimientos, más allá de la evidente intención proselitista que aquí no nos interesa? A su vez, en una de sus salas más significativas, el Museo muestra una serie de veintisiete obras del artista mendocino radicado hace años en Córdoba Carlos Alonso «sobre» la última dictadura militar, y en las paredes de la sala se puede leer en las grandes letras de los paneles de orientación: «El Gobierno de la Provincia adquirió esta colección para integrarla al patrimonio artístico de los cordobeses y favorecer así la construcción de la memoria de aquellos años». Nuevamente, ¿qué relación puede haber entre aquella colección de obras y esta presuntuosa leyenda? ¿Cómo comprender el nexo, evidentemente no natural, entre la serie campaña electoral-leyenda oficial y la serie museo-obra de arte? Ambas están atadas por un mismo anhelo que lleva estampado en su frente el sello de su fatalidad moderna: la representación (y el enorme problema teórico-político concomitante acerca del sujeto —también moderno— de esa representación). Pretendida representación política de un deseo comunitario incumplido. Anhelada representación artística de una laceración colectiva que no cicatriza. Ambas pretensiones cumpliéndose en un mismo espacio aparentemente neutro de negociación: el Museo. Hablar de arte y memoria hoy implica entre otras cosas internarse en ese pantanoso territorio en el que, hundiéndose en el abismo de la representación moderna en crisis aparentemente terminal, confluyen pretensiones políticas y estéticas negociando duelos inconclusos, deseos colectivos en gestación, capital político y cultural de valor, cuyo precio preciso se decide en ese mercado de valores simbólicos que es aún el museo. Entonces imaginamos turistas del país o del extranjero asistiendo al museo, también contingentes de escolares en visitas guiadas, o las señoras paquetas que llenan las inauguraciones, todos admiran-

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do las obras de Alonso, «viendo» a través de ellas el terror que se «re-presenta» en estas obras que conviven en el espacio neutro del museo —el escenario de este teatro de la representación— junto a aburridos paisajes del siglo XIX, cierto pop tardío, ambientaciones fashion, todo bajo el protector auspicio de un Estado que «finalmente» atendió las demandas de verdad y de justicia que ahora re-presenta adecuadamente. Y así, el desfile de la cultura parece seguir su marcha como si nada hubiese pasado con ese concepto tan transparente como la transparencia de experiencia que pretende él mismo garantizar: la representación. Esa representación que paradójicamente se reclama más que nunca precisamente en esa sala (no así en una sala de arte abstracto, por ejemplo) donde se asiste a los fundamentos históricos concretos del abismo final del régimen de la representación. Un concepto definitivamente estallado, astillado en miles de fragmentos que ya nunca podrán reconstituir la totalidad original, la vieja promesa simbólica de reconciliación entre cosa y palabra, deseo y programa, experiencia e imagen, muerte y sentido. Sin embargo, nos parece que esta crisis de la representación no nos obliga a recaer en cierta jerga en boga que demasiado rápidamente recita los salmos de lo «irrepresentable». Se trata en todo caso de pensar a fondo y sin complacencia ese fundamento que se sustrae, esa «representación» cuya pretensión de transparencia estalló precisamente en aquellos acontecimientos que ahora estamos diciendo que se pretenden «representar». Una crisis tras la cual resultan impensables en sus términos tradicionales la política, el arte, el museo, y que por tanto afecta de manera directa los avatares de lo que desde hace algunos años se ha venido llamando la(s) «memoria(s)». El problema así planteado intenta señalar más allá de las paradojas tan reiteradas acerca de «la representación de lo irrepresentable», aporías que tienen el vigor de suscitar un instructivo estupor estético y ético, pero que en última instancia sólo se plantean porque pretenden aplicar categorías de un régimen de experiencia caduco a un nuevo régimen de la experiencia, inaugurado en las barbaries del siglo XX, que vino precisamente

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a poner en jaque el núcleo mismo de aquel régimen: la idea de la presencia como recuerdo de una experiencia originaria de plenitud a la vez que promesa de una reconciliación final: hubo y habrá presencia, por eso puede ser re-presentada. Más bien necesitamos conceptos acordes con un régimen de la experiencia cuyo centro ya no es la plenitud sino la sustracción, ya no la presencia sino la ausencia como materia traumática de una herida inmemorial a la vez que conciencia desgarrada de la ruptura de toda promesa definitiva: hubo y habrá ausencia, por eso…

II. Cultura, barbarie En los comienzos de la segunda guerra mundial, Walter Benjamin trazó un diagnóstico desesperado —similar al que Freud realizara algunos años antes en un tono resignado— cuya reiterada repetición en nuestros días no le ha quitado aún el filo de su agudeza crítica: todo documento de cultura es a su vez documento de la barbarie. Las más elevadas realizaciones de la humanidad se alzan sobre las peores miserias del mismo hombre que pretendían exaltar. Y no sólo eso: no hay belleza, ingenio o sublimidad capaz de borrar las marcas indelebles de sufrimiento humano concreto que están a la base de su realización. Después de Benjamin no hay crítica cultural, o mejor, no hay cultura crítica que pueda pretender desentenderse de los platos rotos de la cultura, del reverso oscuro de todo proceso civilizatorio, de la marcha ruinosa de la historia. En una sutil relectura del famoso dictamen benjaminiano, el ensayista argentino Nicolás Casullo —escritura esencial para estos debates— trazaba hace poco tiempo las líneas de un nuevo diagnóstico, mucho más sombrío aún que el de Benjamin, si es que podía haberlo. Casullo actualiza a Benjamin, en un presente que excedió sus agudas premoniciones, al afirmar que asistimos a la abrumadora posibilidad de que todo documento de barbarie pueda a su vez convertirse en documento de cultura. Nuestro presente tecno-mediatizado, de museificación generalizada

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y estetización masiva de la vida, ha dado lugar a una «cultura» que es una suerte de barbarie a la segunda potencia, en la cual pueden resolverse tranquilizadoramente —y hasta incluso rentablemente— las desgarradoras conmociones de las barbaries del pasado siglo y de las que cotidianamente continúan sucediendo y reproduciéndose ante nuestros distraídos ojos televidentes. La perspectiva no es menos ominosa que la planteada por Benjamin. Si éste diagnosticaba una cultura que sucumbía ante la barbarie, evaluamos ahora la posibilidad siniestra de una cultura que por el contrario se alimente de la barbarie. Si en el primer caso se mostraba la barbarie como el trasfondo de toda cultura, ahora tenemos que nuestra cultura tecno-mediática estaría en condiciones de absorber una barbarie que queda por tanto despojada de su capacidad interpeladora, de ese tono de resistencia que aún resonaba en la frase benjaminiana. Estamos ante la posibilidad de una cultura que abrace la barbarie en una perspectiva civilizatoria mayor que no se vea vulnerada en lo más mínimo por esa barbarie, sino todo lo contrario. Una suerte de teodicea tecnomediática en la que todo mal puede aportar a la indeleble cadena del bien marchando por la historia, en virtud del generoso dispositivo de la estetización generalizada. Una máquina de alquimia técnica que transforma la injusticia, la marginación, el mal y la muerte en history channel, en espectáculo moral, en centro cultural o en parque temático. Desde esta perspectiva, el diagnóstico benjaminiano era casi halagüeño para el arte y la crítica: de lo que se trataba era de mostrar esa barbarie que habitaba la cultura, y diversos medios podían converger en esa meta crítica fundamental. Hoy, es la maquinaria estatal-tecno-comunicacional la que se apropia de esa barbarie, dejando a la crítica el desaliento de saber del fraude de esa operación a la vez que sufrir la neutralización de sus tradicionales armas de desmontaje crítico. Puede verse así que no sólo estamos ante las necesarias críticas al voyeurismo latente de toda imaginación del horror, más necesarias que nunca en un mundo como el nuestro en el que la proliferación mediática de la imagen saca tanto más rédito

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cuanto más cruenta y obscena sea la imagen. Aquí se plantea un llamado de atención aún más radical, se interpela incluso a los bienintencionados que pretenden algo tan sensato como hacer del exterminio un legado, esto es, hacer campañas de concientización, organizar muestras alusivas, enseñarlo en las escuelas, incluirlo en los manuales de historia, en una palabra, inscribir el episodio de la barbarie en un relato civilizatorio mayor en el que ese episodio queda resignificado, resuelto. Tan sensato pero tan problemático a la vez, pues al tratar de hacer de la barbarie cultura —metamorfosis sin la cual acaso se tornara inviable el propio concepto de cultura—, ¿cómo saber cuándo se construye memoria viva y cuándo se está aportando a esa perversa construcción de una «cultura» más bárbara que la propia barbarie?

III. Exterminio, legado Así como en el siglo XIX la pregunta acerca de si la fotografía era o no un arte estaba mal planteada en la medida en que no se hacía cargo del modo en que la primera había trastocado el concepto del segundo, así también la necesaria pregunta acerca de «el legado del exterminio» está generalmente mal planteada en la medida en que casi nunca se hace cargo de lo que el segundo, el exterminio, implicó para las propias condiciones de posibilidad del primero, el legado. Sería entre irrisorio y macabro poner en duda la necesidad de hacer hablar a ese acontecimiento, esto es, de inscribirlo en un lenguaje, en una historia, que es la nuestra, que interpela nuestro presente, y que por tanto debe pensarse desde un registro que ata en una misma cuerda de sentido aquel episodio y nuestra actualidad, una cuerda tensada con las energías narrativas de un presente en peligro de sucumbir a su propia inercia. Pero justamente por ser esto lo más acordado y frecuentemente reclamado respecto de nuestras tareas para con ese pasado es que consideramos fundamental —visto que ya las propias fuerzas institucionales que antes ampararon el horror hoy se encuentran empeñadas en esta

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dirección— destacar el reclamo opuesto simétrico a este primero, sin el cual se puede caer muy fácilmente en el vacío aún más fatal de una inercia con apariencia de recuperación memoriosa. Si es que hay algo comunicable y pedagogizable de esa experiencia del horror, el sentido ético y la garantía estética de esa comunicación sólo puede ampararse en lo no-comunicable, en el compromiso indeclinable con la unicidad y excepcionalidad del acontecimiento. Si pretendemos afirmar que el horror tiene una historia, no podemos olvidar que la historia como trama de sentido fue uno de los principales objetivos de la destrucción de este horror. El legado del exterminio, esto es, el exterminio transformado en legado, no será chantaje pseudo-cultural sólo cuando esté en condiciones de comparecer ante su reverso exacto, su faz siniestra, esa faz que activa la dimensión más inquietante de la memoria, esto es, el exterminio de la propia idea de legado, la marca más indeleble del exterminio que se imprimió en las formas mismas del marcar, en el vaciado definitivo que se debe inscribir en toda marca que pretenda aludirlo alguna vez. Es preciso no sólo pensar el exterminio como legado posible, sino fundamentalmente hoy quizá, el legado en cuanto exterminio aún operante en nuestra memoria del mismo.

IV. Representación, flujo, corte Qué puedan implicar estas reflexiones sueltas para la labor artística no es algo acerca de lo que pretendamos decir algo, no sólo por no ser artistas sino por las enormes dificultades que vislumbramos para la resolución de tamaños problemas. Sólo quisiéramos referirnos a una de éstas, que quizá sea más que una dificultad en particular un enrarecido clima de la sensibilidad que permea múltiples actividades culturales contemporáneas, pues condensa una dificultad más amplia, que involucra no sólo al arte sino también al pensamiento y a la crítica. Un estado de nuestra cultura que nos sumerge en un extraño atolladero, una fatídica ambigüedad. Para enunciarla rápidamente podría

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decirse: hay diversas formas de asumir la tan mentada crisis de la representación. Porque no cabe duda de que sobre todo las actividades más dinámicas del tecno-capitalismo contemporáneo han tomado nota de esta crisis hace tiempo, y han sabido sacar rédito de ella. De manera que nos movemos en un desfiladero riesgoso. Pues esta crisis, más que a un simple slogan teórico o a un anhelo neoheideggeriano, hace referencia a una muy concreta transformación en las formas predominantes de la sensibilidad. Y ha implicado ante todo una honda desustancialización de la experiencia, que como la famosa «disolución del aura» guarda una ambigüedad fatal, se abre a un mismo tiempo al potencial crítico y al peligro totalitario. En ese sentido, puede admitirse que cierto nominalismo «postestructuralista» ha podido resultar rentable para un capitalismo que viene sacando su mejor provecho de la experiencia «fluida» y «sin fundamentos» del consumidor global contemporáneo, consumidor cultural también, divertido visitador de museos. Vale decir, no alcanza con realizar una crítica de las versiones más o menos rudimentarias de la tradicional idea de «representación» —que sin embargo, como planteamos al comienzo, siguen surtiendo un eficaz efecto aún hoy. Y no alcanza porque esa crítica puede derivar en una mucho más sofisticada consolidación de los mismos objetivos de aquella vieja idea, aunque por otros medios: hacer invisible la herida, sellar toda fisura, amortiguar la interrupción, distender la desgarradura. Si la vieja idea de representación lo hace —lo sigue haciendo— a través de una ingenua pero eficaz afirmación de la transparencia con que pretende ligar experiencia y sentido (muerte y narración), la nueva experiencia del televidente, del turista, del usuario de telefonía móvil, del consumidor, etc., lo logra sin las rémoras metafísicas de ese pasado sustancialista, sin el desdoblamiento moderno entre imagen y realidad, sino a través de un flujo siempre dinámico y volátil, es cierto, pero que nunca corta, que admite mil variaciones azarosas pero siempre preprogramadas, que se disemina en una retícula sin centro pero también sin fisuras. Por eso creemos aún relevante, aunque todavía demasiado general, lo insinuado al principio: la necesidad

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de que el arte, la crítica, el pensamiento, ensayen figuras y conceptos que asuman el centro de ausencia que desmorona no sólo todo un régimen de experiencia —estética y política— que se pensaba desde el eje objetivante de la «representación» sino también este nuevo régimen plano de imágenes sin referente que se suceden sin origen pleno ni fin normativo, pero abatidas bajo el peso abrumador de lo sin fallas, sujetadas con la gruesa malla de la conexión perpetua. Intentar algo parecido a lo que ofrecía la vieja idea de montaje, algo que ningún video clip ni chateo simultáneo ni puesta intermediática está en condiciones de lograr por sí misma a pesar de asemejarse al ensamblaje de planos de aquél: abrir un corte, mostrar la herida, habilitar la experiencia de la interrupción. Sin esta inscripción de lo ruinoso en el propio lenguaje, de aquello que incluso llegue a desapropiarnos de él y a poner en riesgo fatal la empresa misma de aludir de algún modo a la experiencia del exterminio, creo que es difícil escapar de las mil astucias de nuestra culta manera de ocultar la barbarie que nos rodea nombrándola a cada paso. Pensar la memoria en clave interruptiva acaso nos lleve más allá de los desdoblamientos trascendentes de la representación y del aplanamiento inmanente del flujo, abriéndose hacia una dimensión de acontecimiento (estético-político) como sustrato figural y conceptual de una memoria viva.

6. alegoría y montaje el trabajo del fragmento en Walter Benjamin I. Introducción En el presente trabajo nos proponemos abordar algunos aspectos del pensamiento benjaminiano pertinentes para complejizar ciertos problemas de lo que se denomina «políticas de la memoria», y en particular, de las políticas de una «memoria visual». En el contexto de los actuales debates en torno a los vínculos entre imagen y memoria en relación a experiencias traumáticas (desde «Auschwitz» hasta las dictaduras latinoamericanas), el pensamiento benjaminiano ha adquirido un lugar destacado, por una serie de rasgos de su pensamiento que lo hacen especialmente productivo para pensar las tensiones de la imagen ante la pérdida, las relaciones entre memoria y visualidad.101 Sin embargo, esta recuperación del pensamiento benjaminiano se ha limitado en general a aspectos ligados a la fase tardía de su pensamiento: o bien a ciertas intuiciones de las tesis Sobre el concepto de historia, o bien a ciertos rasgos del concepto de 101 Uno de los ejemplos más destacados es el de Didi-Huberman, Georges, Imágenes pese a todo. Memoria visual del Holocausto, Barcelona, Paidós, 2004. Pero también podría mencionarse a Rampley, Matthew, The remembering of things past. On Aby Warburg and Walter Benjamin, Wiesbaden, Harrassowitz Verlag, 2000, o el notable trabajo de Zumbusch, Cornelia, Wissenschaft in Bildern. Symbol und dialektisches Bild in Aby Warburgs Mnemosyne-Atlas und Walter Benjamins Passagen-Werk, Berlin, Akademie Verlag, 2004. En el ámbito sudamericano, desde el que este artículo se escribe, puede citarse el reciente trabajo de Collingwood-Selby, Elizabeth, El filo fotográfico de la historia. Walter Benjamin y el olvido de lo inolvidable, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2009, y pueden encontrarse muchos ejemplos en los textos incluidos en Lorenzano, Sandra y Buchenhorst, Ralph, Políticas de la memoria. Tensiones en la palabra y la imagen, Buenos Aires, Gorla, 2007.

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«imagen dialéctica», y del complejo teórico que se reúne en torno suyo. En este trabajo nos remontamos a un periodo temprano de la producción benjaminiana, en una suerte de arqueología conceptual de aquellas elaboraciones de madurez. Abordaremos dos nociones que surgen tempranamente en la producción benjaminiana, y que acompañan, con una serie de transformaciones, todo su itinerario: los conceptos de «alegoría» y de «montaje», que ciertamente están a la base de las posteriores elaboraciones benjaminianas sobre la historia y sobre la «imagen dialéctica».102 El abordaje de estos dispositivos estético-conceptuales puede resultar productivo para los dos ámbitos en que este trabajo intenta intervenir. Por un lado, en el contexto de los actuales debates sobre memoria e imagen, ambos conceptos se muestran productivamente operativos para pensar modos de representación que sorteen los atolladeros de los debates sobre la «irrepresentabilidad» del horror: tanto la alegoría como el montaje parten de una sustracción que les es constitutiva (no hay la Imagen del horror, sino siempre trozos, astillas), pero en ambos casos encontramos indicios acerca de cómo mostrar esa pérdida que los constituye; en ambos casos se trata de equilibrar la observancia ética contra toda idealización negacionista del sufrimiento y el reclamo estético de formas de representación (anómalas, desfiguradas, informes) a la altura de tal «objeto». Ambos conceptos 102 Algunas referencias pertinentes para estos temas son: sobre las tesis «Sobre el concepto de historia», Löwy, Michael, Aviso de incendio. Una lectura de las tesis «Sobre el concepto de historia», Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003; Mate, Reyes, Medianoche en la historia. Comentarios a las tesis de Walter Benjamin «Sobre el concepto de historia», Madrid, Trotta, 2009; sobre la «imagen dialéctica», Bischof, Rita, «Pläyoder für eine Theorie des dialektischen Bildes», en Garber, Klaus y Rehm, Ludger, global benjamin. Internationaler Walter-Benjamin-Kongress 1992, München, Fink, 1999; Hillach, Ansgar, «Dialektisches Bild», en Opitz, Michael y Wizisla, Erdmut (comps.), Benjamins Begriffe, 2 tomos, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 2000 (está en preparación una edición castellana de ambos volúmenes); Didi-Huberman, Georges, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005; De Luelmo Jareño, José María, «La historia al trasluz: Walter Benjamin y el concepto de imagen dialéctica», en Escritura e imagen, Madrid, vol. 3, 2007.

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intentan responder a la pregunta: ¿cómo mirar el desquiciamiento de lo real? Por otro lado, en el contexto de la actual recepción de Benjamin, ensayar un cotejo comparativo entre los conceptos de alegoría y de montaje puede ser ventajoso por más de una razón. En primer lugar, habilita un ingreso conceptual de cierto rigor a su pensamiento, una apertura que intenta evitar los abordajes impresionistas anegados en la fascinación por la escritura de Benjamin o en la identificación con su figura, que tan poco han hecho por una lectura enriquecedora de su obra.103 Pero además, un sesgo como el propuesto plantea de un modo inusual tensiones constitutivas del pensamiento benjaminiano, aún irresueltas en la recepción de su obra. En este caso, la tensión entre el Benjamin melancólico y el entusiasta por los nuevos medios técnicos. Seguimos asistiendo a lecturas reductivas de Benjamin que lo convierten a veces en un saturnino merodeador de las ruinas de la barbarie de la historia, a veces en un adalid de la técnica y de las posibilidades revolucionarias del cine y la fotografía. Lo que en general no se alcanza a reconocer es que la riqueza de su pensamiento radica precisamente en que Benjamin fue lo primero a la vez que lo segundo. La pregunta decisiva sigue siendo: ¿qué clase de pensamiento habilitó ese a la vez? Las semejanzas y diferencias entre alegoría y montaje abren un espacio posible para la respuesta a esa pregunta.104 103 El principal intento de un abordaje conceptual –a la vez que no reductivo– del pensamiento benjaminiano es el de Opitz, M. y Wizisla, E. (comps.), Benjamins Begriffe, cit. 104 Sólo como ejemplo, mencionamos el sintomático caso de Löwy, M., Aviso de incendio, cit. Löwy diagnostica una disputa por el legado benjaminano entre una «escuela materialista» (Brecht y sus seguidores), una «escuela teológica» (antes que nada Scholem) y una «escuela de la contradicción» (Habermas, Tiedemann), líneas de interpretación que jalonan uno u otro aspecto del pensamiento de Benjamin, pero que no acertarían a dar con una clave de lectura integral, que dé cuenta de la complejidad de su postura, sobre todo a la hora de pensar las oscilaciones entre teología y marxismo. Él mismo propondría una interpretación que «trata de poner de relieve cierta coherencia donde muchos otros no ven sino disonancia, contradicción o ambigüedad.» (Ibíd., p. 43) No podríamos más que acompañar tal declaración de intenciones, de no ser por-

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Su teorización de la alegoría y su productiva utilización del montaje se plantean inicialmente en dos libros elaborados en la misma época y publicados el mismo año 1928: El origen del drama barroco alemán (Ursprung des deutschen Trauerspiels), y Calle de dirección única (Einbahnstraße), respectivamente. La simultaneidad de ambas publicaciones aporta un primer elemento, aún externo, para pensar aquel a la vez, es un primer índice de ciertos puntos de contacto entre ambos libros. Esos rasgos convergentes fueron ya tempranamente reconocidos por Siegfried Kracauer, que en una misma reseña se refiere a ambos textos, destacando que la cuestión que a Benjamin «le interesa de forma especial es demostrar que lo grande es pequeño y lo pequeño, grande. El que en el propio libro se falta a ellas, en la medida en que se niega la presencia de elementos que caigan por fuera de su clave «romántica» de lectura, como sucede con la recepción del constructivismo por parte de Benjamin. Todo un sustrato fundamental de su producción, que va de Einbahnstraße (de donde, paradójicamente, extrae Löwy el título de su libro) pasando por sus trabajos sobre Brecht y el arte técnico, y llegando a hasta los Pasajes (y consecuentemente a conceptos centrales de las «tesis» como «construcción», «interrupción» o «dialéctica detenida»), es desvalorizado en pasajes como los que siguen: «Durante un breve período ‘experimental’, entre 1933 y 1935, la época del Segundo Plan Quinquenal, algunos textos marxistas de Benjamin parecen cercanos al ‘productivismo’ soviético y de una adhesión poco crítica a las promesas del progreso tecnológico. (…) el pensamiento de Benjamin en esa época es bastante contradictorio» (ibíd., p. 28). Reaparecen las «contradicciones» contra las que se había propuesto escribir Löwy. E inmediatamente se simplifica: «A partir de 1936, se cierra esa suerte de ‘paréntesis progresista’ y Benjamin va a reintegrar cada vez más el momento romántico…» (Ibíd., p. 29) Se neutralizan así tensiones fundamentales, que son las que hacen a la singularidad del pensamiento benjaminiano. Por ejemplo: Benjamin nos recuerda que Paul Klee, el autor del famoso «Angelus Novus» que inspiró la tan «romántica» tesis 9, participó de la «funcionalista» Bauhaus, y su concepción constructiva «se ha apoyado en los ingenieros» (Benjamin, Walter, Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Madrid, Taurus, 1973, p. 169). O bien: la «dialéctica en suspenso», concepto central de las tesis, aparece inicialmente en su primer ensayo sobre Brecht, de 1931, para referirse a la «interrupción» característica del teatro épico, esa corriente «productivista» y claramente anti-romántica que Löwy no acierta a incluir en su lectura. Siguen en pie las preguntas: ¿cómo pudo enlazar Benjamin a la Bauhaus con el ángel de la historia, a Brecht y el teatro épico con su crítica del progreso? ¿Qué matriz estético-filosófica habilitaba estas alquimias?

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péndulo de radiestesia de su intuición de detiene en el ámbito de lo modesto, de lo universalmente desvalorizado, de lo que la historia ha pasado por alto y encuentra ahí, precisamente, los más altos significados»,105 sea en el despreciado drama barroco alemán, sea en los detritus de la vida urbana. Pero Kracauer no sólo ve los perfiles del trapero en ambos textos, su interés por lo desechado, por las ruinas de la historia; también capta cómo procede este trapero: «el método de la disociación de unidades experimentadas de modo inmediato, utilizado en el libro sobre el Barroco y aplicado al presente [a Calle de dirección única –L.I.G.], tiene que adquirir, si no un sentido revolucionario, siquiera un carácter explosivo.»106 El método de disociación de unidades vincularía ambos textos en la búsqueda de la salvación de los desechos de la historia. Como veremos, esa salvación del fragmento (y la implícita resistencia a toda voluntad de sistema) es el núcleo metódico tanto de la alegoría –con su aliento teológico– cuanto del montaje –y su impulso vanguardista.107 Sin embargo, rápidamente surgen contrastes, que enmarcarán también las diferencias entre los dos conceptos que nos interesan. Antes que nada hay que decir que El origen del drama barroco alemán representa la máxima condensación de los trabajos benjaminianos de crítica literaria, mientras que Calle de dirección única es la apertura del horizonte de trabajo sobre el proyecto de los Pasajes de París.108 Y una consideración externa y 105 Kracauer, Siegfried, Construcciones y perspectivas. El ornamento de la masa 2, Barcelona, Gedisa, 2009, p. 166. 106 Ibíd., p. 168. 107 Susan Buck-Morss inicia su trabajo sobre el proyecto de los Pasajes con un interesante contrapunto entre las dos obras benjaminianas. Véase Buck-Morss, Susan, Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los pasajes, Madrid, Machado Libros, 2001, cap. 1. 108 En uno de los primeros documentos que testimonian el surgimiento del proyecto de los Pasajes (en ese entonces pensado aún como un breve ensayo), dice Benjamin en una carta a Scholem de 1928: «Cuando haya acabado de una u otra forma el trabajo del que en este momento me ocupo con toda clase de preocupaciones, un ensayo sumamente curioso y arriesgado, ‘Pasajes de París. Un cuento de hadas dialéctico’ (pues nunca he escrito con tanto riesgo de fracasar), se habrá cerrado para mí un horizonte de trabajo –el de ‘Calle de

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general de estos dos trabajos confirma notables divergencias entre estos dos horizontes de trabajo. En el propio diseño material de ambos libros sobresale el contraste entre la sobriedad de la portada y la letra gótica que preside un estudio académico como El origen del drama barroco alemán, y el fotomontaje de Sasha Stone que enmarca los aforismos, sueños y ocurrencias de Calle de dirección única.109 A partir de esta diferencia de diseño (y no olvidemos que diseño fue uno de los frentes clave en que se dirimió la vanguardia de aquellos años) se plantean divergencias más de fondo, implícitas en el contraste entre las portadas. Para resumir, sólo mencionaremos cuatro rasgos que marcan las principales diferencias entre ambos trabajos: la irrupción de motivos marxistas en su pensamiento a partir de 1924, ausentes en el libro sobre el barroco e incipientes en Calle de dirección única;110 el esfuerzo por pasar de un estilo marcadamente esotérico de escritura (característico del libro sobre el barroco y de gran parte de sus ensayos anteriores) a otro exotérico, público, polémico y abierto;111 la dirección única’– en el mismo sentido en que el libro sobre el drama barroco cerró el horizonte germanístico.» (Benjamin, Walter, Libro de los Pasajes, Madrid, Akal, 2005, pp. 894-895) Como sabemos, el horizonte de trabajo sobre los Pasajes nunca se cerró. 109 Ambas portadas pueden verse en Buck-Morss, Dialéctica de la mirada, cit., p 33. 110 Como se sabe, el materialismo histórico comienza a ser relevante para Benjamin a partir del inicio de su relación con Asja Lacis, en el verano de 1924, en Capri. Todas las reconstrucciones biográfico-intelectuales se detienen en este episodio. Véase, por ejemplo, Witte, Bernd, Walter Benjamin. Una biografía, Barcelona, Gedisa, 1990. 111 Ya en 1924, en plena elaboración del libro sobre el barroco, escribía a Scholem que las «señas comunistas» de ese verano (el encuentro con Lacis en Capri) marcaban «un punto crítico que despierta en mí la voluntad de no enmascarar los momentos políticos contemporáneos de mi pensamiento en una forma anticuada, como hacía antes, sino de desplegarlos experimentalmente en forma extrema. Naturalmente esto supone que deje de lado la exégesis literaria de la literatura alemana» (carta a Scholem, 22/12/1924, cit. en Buck-Morss, Dialéctica de la mirada, cit., p. 33). El primer aforismo de Einbahnstraße, «Gasolinera», es toda una declaración de principios al respecto, una crítica de la propia noción de libro y una apertura a formas menores: «La construcción de la vida se halla, en estos momentos, mucho más dominada por los hechos que por convicciones.

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asunción de una problemática que excedía los estudios literarios y avanzaba decididamente hacia objetos ajenos a la academia y próximos a lo concreto de la vida cotidiana urbana;112 la aproximación, en el libro de aforismos, a las vanguardias constructivistas –una tradición a la que los comentaristas no suelen ligar el pensamiento de Benjamin.113 (…) Bajo estas circunstancias, una verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a la literatura: esto es más bien la expresión habitual de su infructuosidad. Para ser significativa, la eficacia literaria sólo puede surgir del riguroso intercambio entre acción y escritura; ha de plasmar, a través de octavillas, folletos, artículos de revista y carteles publicitarios, las modestas formas que se corresponden mejor con su influencia en el seno de las comunidades activas que el pretencioso gesto universal del libro.» (Benjamin, Walter, Dirección única, Madrid, Alfaguara, 1987, p. 15) 112 Piénsese en los títulos de los fragmentos que constituyen Calle de dirección única (que anticipan el tipo de organización de materiales del proyecto de los Pasajes): «Gasolinera», «N° 113», «Piso de lujo, amueblado, de diez habitaciones», «Terreno en construcción», «Obras públicas», «Peluquero para señoras quisquillosas», «Prohibido fijar carteles», etc. 113 Esto se puede reconocer en múltiples niveles, desde el fotomontaje de la tapa, pasando por el estilo fragmentario y aforístico de la composición del libro, su contenido anti-romántico, hasta la propia tipografía, que delata el fluido contacto que Benjamin mantuvo con la vanguardia constructivista, en sus diversas fases (pictórica, literaria, tipográfica, etc.). Benjamin participó de la revista G. Material zur elementare Gestaltung, dirigida nada menos que por Mies van der Rohe y Hans Richter. Del denominado grupo G participaban también El Lizzitsky, Lazlo Moholy-Nagy, Georg Grosz, John Heartfield, y el propio Sasha Stone. Benjamin también participó activamente en la revista holandesa i10, dirigida por Arthur Lehning, y en la que participaran también Moholy-Nagy, Piet Mondrian, Kurt Schweitzer, J. J. P. Oud, o Hans Arp, entre otros. Como luego veremos, no es un azar que el contacto de Benjamin con estos círculos constructivistas se haya dado a través de Ernst Bloch. Una rica descripción de i10 se encuentra en García 2004. Sobre la recepción del constructivismo en Benjamin, véase Schöttker, Detlev, «Reduktion und Montage. Benjamin, Brecht und die konstruktivistische Avantgarde», en Garber, K. y Rehm, L., global benjamin, cit., y Schöttker, D., Konstruktiver Fragmentarismus. Form und Rezeption der Schriften Walter Benjamins, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1999, pp. 145 ss. Schöttker atribuye esta desatención a la vanguardia constructivista no sólo a cuestiones específicas de la recepción de Benjamin, sino fundamentalmente a la desestimación que esta fracción de la vanguardia tuvo en la más influyente teoría de la vanguardia que se ha escrito, la de Peter Bürger –Bürger, Peter, Teoría de

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Estos rasgos generales dan el marco más amplio en el que se inscribirán las similitudes y diferencias de las respectivas constelaciones de la alegoría y del montaje: si bien ambos son formas de comprensión y de exposición de los deshechos, el dispositivo de representación será diferente en cada caso. Si ambos parten de la experiencia de una disolución, de una pérdida, la alegoría es el melancólico (anti-)monumento de la destrucción, que en su «absorción meditativa» ante las ruinas se resiste a toda pretensión de idealización; mientras que el montaje es el método de construcción que el materialista histórico emplea, como ingeniero, para levantar, con esas ruinas de la historia, un «armazón» filosófico para preparar el «despertar histórico» que es en Benjamin la acción política (y no la melancólica meditación). Ciertamente, la «construcción» no es posible en Benjamin sin la «destrucción».114 Por eso debemos insistir en la simultánea copertenencia y divergencia entre alegoría y montaje, en la productiva tensión que entre ellos se plantea.

II. Alegoría barroca la vanguardia, Barcelona, Península, 1987– (véase Schöttker, D., «Reduktion und Montage. Benjamin, Brecht und die konstruktivistische Avantgarde», cit., p. 746 y Schöttker, D., Konstruktiver Fragmentarismus,cit., p. 158). Habiéndose centrado Bürger en las vanguardias literarias, y siendo el constructivismo una vanguardia eminentemente arquitectónica y plástica, quedó ésta por fuera de su campo de visión, reducido al futurismo, el dadaísmo y el surrealismo. También Schwartz (Schwartz, Frederic, «The eye of the Expert: Walter Benjamin and the Avant Garde», en Art History, vol. 4, n° 3, 2001) trabaja –y critica– la recepción benjaminiana de la vanguardia constructivista. La reconstrucción más detallada de la inscripción de Benjamin en los círculos constructivistas es la de Köhn, Eckhadrt, «Konstruktion des Lebens. Zum Urbanismus der berliner Avantgarde», en Avant Garde. Interdisciplinary and International Review, n° 1, Amsterdam, 1988. 114 «Para el materialista histórico es importante distinguir con el máximo rigor la construcción de una circunstancia histórica de aquello que normalmente se llama ‘reconstrucción’. La ‘reconstrucción’ a través de la empatía es unidimensional. La ‘construcción’ presupone la ‘destrucción’.» (Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 472 [trad. modificada].)

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Benjamin desarrolla su teoría de la alegoría en dos contextos fundamentales: en su libro sobre el barroco y en sus trabajos sobre Baudelaire, pertenecientes estos últimos al complejo del proyecto sobre los Pasajes. El tópico de la alegoría atraviesa, de este modo, el itinerario completo del pensamiento benjaminiano. El libro sobre el barroco la estudia en el marco de una perspectiva teológica que sanciona a la alegoría como modo de expresión de una época de desalojo de lo divino, de secularización y de descomposición del sentido. En este contexto, la alegoría es una manera de comprender el fin de una época en las guerras de la religión de la modernidad temprana. Los trabajos sobre Baudelaire, por su parte, se comprometen en la formulación de un concepto propiamente moderno de la alegoría. Aquí también expresa un vaciamiento, pero ya no genéricamente secularizador (la calavera como inmanencia irredimible), sino lo específicamente capitalista (la mercancía como fetichismo de lo muerto, como «sex appeal de lo inorgánico»). En cualquiera de los dos casos, bulle en la alegoría el «carácter destructivo» que disuelve la bella apariencia y plantea claves de «representación» dislocadas (el jeroglífico, el emblema, la cripta, el cadáver, la prostituta), que dan cuenta de lo muerto y del mal, de un mundo carente de redención. En El origen del drama barroco alemán se encuentra, entonces, la primera gran tematización del problema de la alegoría. En este caso, se trata de una alegoría temprano-moderna, barroca, aún no específicamente capitalista.115 La teoría de la alegoría allí planteada compromete a Benjamin, antes que nada, con una crítica de las visiones denigratorias del barroco, provenientes del clasicismo y el romanticismo. Por ser un período de decadencia y perturbación, estaría condenado a ser evaluado a la luz de los momentos de esplendor y equilibrio. Benjamin se esfuerza por rescatar el sentido positivo de los períodos de decadencia en general, bajo el presupuesto de que las ruinas de una época son 115 «El carácter fetichista de la mercancía todavía estaba en el Barroco relativamente poco desarrollado. La mercancía tampoco había estampado tan profundamente su estigma –la proletarización de los productores– en el proceso productivo.» (Ibíd., p. 354)

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más elocuentes en cuanto a su plan general que los oropeles del esplendor.116 Pero su rescate del barroco precisaba de una rehabilitación de lo que Benjamin consideraba que era el procedimiento formal de mayor relevancia en ese período: la alegoría. Para ello, Benjamin también tuvo que desmontar las interpretaciones usuales de la alegoría. Estas últimas, fraguadas en las matrices de comprensión del mundo del clasicismo, reducen la alegoría a mera técnica de ilustración de un concepto. Alegoría y conceptismo serían intercambiables para una visión que concibe la alegoría como esencialmente heterónoma, dominada por una intención moral, de carácter didáctico, y con una pretensión en última instancia edificante. Una suerte de fábula instantánea, la alegoría sería apenas una representación simbólica degradada, orientada a la difusión del dogma entre los feligreses. Tal sería el limitado sentido de la imagen en la representación alegórico-emblemática: facilitar la fijación de un precepto –que podría ser formulado también sin la imagen, simbólicamente (de manera que la alegoría se limitaría a ser un velo sobre el símbolo). Benjamin rechaza radicalmente esta lectura oponiendo la alegoría medieval a la alegoría barroca. Si la primera, de raíces cristianas, ligada a la pintura iconográfica, tuvo ese impulso edificante de transparentar un concepto moral a través de una imagen presidida por un lema explicativo, la segunda, de raíces antiguas (egipcias y griegas), se afinca en el barroco con un carácter enigmático y críptico, desplazando toda pretensión de transparencia edificante. Benjamin buscará ir más allá de aquella concepción clásica (aunque también romántica) de la alegoría como «alegoría-signo», para liberar la alegoría a sus posibilidades autónomas, como forma característica de experiencia del lenguaje y del mundo, no medieval 116 «Dado que en las ruinas de los grandes edificios la idea de su proyecto habla con más fuerza que en los edificios de menores proporciones, por bien conservados que estén, el Trauerspiel alemán del Barroco merece ser interpretado.» (Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, Madrid, Taurus, 1990, p. 233) El mismo presupuesto está a la base de su estudio del siglo XIX y de «las ruinas de la burguesía» (Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 49).

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sino ya moderna, pero decididamente anti-clásica. Esta operación, central en el texto que nos ocupa, la realiza Benjamin en la contraposición que plantea entre alegoría y símbolo. Si el símbolo prescribe, ya desde su propia etimología, la unidad reconciliada entre forma y contenido, la alegoría se demora, con gesto saturnino, en las opacidades de esta relación, o como señala Benjamin, en «las numerosas oscuridades en el vínculo entre el significado y el signo».117 Pues si el símbolo «tal como lo habían visto los mitólogos románticos, se mantiene tenazmente igual a sí mismo» (Benjamin 1990, 177),118 la alegoría se muestra como un movimiento violento de desintegración. Benjamin detecta las posibilidades disruptivas y antiartísticas de la alegoría y las vuelve contra el ideal clásico de la bella apariencia, oponiendo el «desmembramiento alegórico» a la idea simbólica de totalidad. Los «procedimientos artísticos extravagantes» con los que se caracterizaba y se despreciaba en un mismo y rápido gesto al barroco por su carácter «bárbaro», cobran ahora todo su peso como único modo, siempre distorsionado, dislocado, de representar la barbarie del mundo. En el terreno de la intuición alegórica la imagen es fragmento, ruina. Su belleza simbólica se volatiliza al ser tocada por la luz de la teología. La falsa apariencia de la totalidad se extingue. Pues el eidos se apaga, la analogía perece y el cosmos contenido en ella se seca. En los áridos rebus resultantes se encuentra depositada una clarividencia aún accesible al que, confuso, medita rumiando sobre ellos. La misma manera de ser del Clasicismo le impedía percibir la falta de libertad y el carácter inacabado y roto de la bella physis sensible.119

Ante la mirada del melancólico se disuelve la falsa apariencia de totalidad. Una disolución que implica a su vez ir más allá 117 Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, cit., p.167. Como dirá con toda claridad en sus reflexiones sobre Baudelaire: «La alegoría en cuanto signo que se hurta claramente al significado ocupa su lugar en el arte como contrapartida de la apariencia bella, en la que el significante y el significado se funden entre sí.» (Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 380.) 118 Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, cit., p.177. 119 Ibíd., p. 169.

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de una estética de lo bello, es decir, del ideal de lo vivo y de la apariencia radiante. Lo muerto y lo inexpresivo son componentes esenciales de la noción benjaminiana de alegoría, y se condensan en su tratamiento de lo cadavérico.120 El ideal del Renacimiento y del Clasicismo lo constituía la representación de la belleza del cuerpo humano vivo: «de este modo se expresa la voluntad de totalidad simbólica que el Humanismo veneraba en la figura del cuerpo humano».121 Contra esta voluntad de totalidad, Benjamin determina la actitud del arte (y también de la crítica de arte) justamente en la tarea contraria de petrificación, paralización y despedazamiento crítico de la belleza viva. La muerte ocupa entonces en el trabajo artístico y crítico alegórico un lugar central. De la mano de la alegoría barroca, Benjamin intenta situarse en el lugar imposible en que se abre la mutua acechanza entre el significado –la construcción de sentido– y la muerte –aquello que máximamente reclama ser significado a la vez que impone un límite insalvable a la posibilidad misma de la significación. Lo alegórico surge de esta desaparición de lo bello y se representa como transformación del cuerpo vivo en cadáver. Debe tenerse en cuenta que el contexto histórico de emergencia de la alegoría como dispositivo está determinado para Benjamin por «la situación teológica de la época», signada por la «pérdida de toda escatología»,122 y por las atrocidades de la guerra de los treinta años en que esa pérdida se consuma.123 La secularización implicada en este proceso impone como objeto de la alegoría esta desnuda inmanencia, es decir, la historia sufriente de los hombres, sin reaseguros teológicos que transfiguren su dolor. Mientras en el símbolo, con la idealización de la destrucción, el rostro transfigurado de la naturaleza se muestra fugazmente

120 Cfr. Menninghaus, Winfried, «Lo inexpresivo: las variaciones de la ausencia de imagen en Walter Benjamin», en V.V.A.A., Sobre Walter Benjamin. Vanguardias, historia, estética y literatura. Una visión latinoamericana, Buenos Aires, Alianza/Goethe-Institut, 1993. 121 Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, cit., p.180. 122 Ibíd., p. 66 (trad. modificada). 123 Ibíd., pp. 37 y 220.

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a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica [rostro melancólico –el Autor] de la historia yace ante los ojos del observador como un paisaje primordial petrificado. Todo lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasma en un rostro; o, mejor dicho: en una calavera.124

En la alegoría la destrucción no puede ser idealizada. Aparece en la brutalidad de la «naturaleza primera». Esta es la barbarie de la visión barroca. No hay teodicea posible, y la desintegración de la totalidad armónica de la historia como símbolo impone a nuestra mirada el sufrimiento humano indisoluble. «Tal es el núcleo de la visión alegórica, de la exposición barroca y secular de la historia en cuanto historia de los padecimientos del mundo, el cual sólo es significativo en las fases de su decadencia».125 Cuando el equilibrio entre significante y significado, núcleo del símbolo, es roto por una violencia que desaloja el sentido del mundo, los significantes cobran una materialidad en bruto que los reconduce a la ostensión de lo elemental de su materia sensible. En el grito de la inmanencia desnuda, phoné se desconecta de logos; sólo queda el chillido amorfo. Así sucede en la alegoría, y cuando la palabra se vacía resta el trozo amorfo, quedan los «áridos rebus» como modelo de una escritura pictográfica. De allí la relación que plantea Benjamin entre la alegoría y el jeroglífico (luego hablará de puzzle), entre la alegoría y la emblemática. En la alegoría se plantea una tensión entre una escritura que se vuelve imagen, rebus, y una imagen que, como pictograma, requiere ser leída. El emblema planteaba una dialéctica de imago, inscriptio, y subscriptio, una tensión entre imagen y escritura, que según Benjamin es propia también de la alegoría, que testimonia la intrusión de la imagen en el discurso y la tendencia de lo escrito (separado del significado) a convertirse en imagen visual.126 124 Ibíd., p. 159 (trad. modificada). 125 Ibíd., p. 159. 126 Una tensión entre palabra e imagen que será característica también del primer fotomontaje. En John Heartfield esa tensión cobra una explosiva potencia política, como el propio Benjamin lo vio (Benjamin, W., Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III, Madrid, Taurus, 1975, p. 126). Para un análisis de un

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La alegoría empuja a la escritura a la formación de complejos, a los jeroglíficos. Esto es lo que sucede en el Barroco. Tanto en la apariencia externa como en el aspecto estilístico (tanto en la contundencia de la composición tipográfica como en lo recargado de las metáforas) lo escrito tiende a la imagen visual. Es difícil imaginar algo que se oponga más encarnizadamente al símbolo artístico, al símbolo plástico, a la imagen de la totalidad orgánica, que este fragmento amorfo en el que consiste la imagen gráfica alegórica.127

Como se ve, si la alegoría tiene que ver con el emblema no es por la intención moral del último, sino por lo enigmático de un sentido despedazado, por la descomposición del sentido en fragmentos que sólo el lector podrá recomponer.

III. Alegoría moderna Es importante destacar que si bien Benjamin pudo considerar, como ya citamos, que con el libro sobre el barroco se cerraba todo un ciclo de su producción, mientras que con Calle de dirección única se abría el renovado camino hacia el proyecto sobre los Pasajes, el concepto central de aquel libro se mantuvo en el complejo de los Pasajes como una noción clave para pensar el lugar de la lírica baudelaireana en el alto capitalismo. Ello resulta relevante no sólo para evaluar la continuidad del pensamiento benjaminiano, sino fundamentalmente para enriquecer el concepto de alegoría con matices profanos, aún ausentes en el contexto teológico del libro sobre el barroco. Sin embargo, y de manera simétrica, también es cierto que la alegoría se carga en Baudelaire de una «inactualidad» que le permite trazar una mirada crítica de la modernité. La importancia de lo demónico en caso paradigmático de emblemática moderna, véase Didi-Huberman, Georges, Cuando las imágenes toman posición. El ojo de la historia, 1, Madrid, Machado Libros, 2008, donde se estudia la recuperación de la emblemática por un eminente artista del montaje, Bertolt Brecht, en su ABC de la guerra, y se trabaja incluso la provocativa idea de una «emblemática marxista» (Ibíd.., p. 179). 127 Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, cit., p.168.

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su poesía lo testimonia. «Sus alegorías no son meramente modernizadas, sino que realizan en su inactualidad una crítica de la modernidad.»128 La alegoría barroca es la calavera. Ella cifra en su aridez y enigma el curso ruinoso de la historia, su inmanencia radical y su carácter irredento. La alegoría propiamente moderna es la mercancía.129 En la petrificación/reificación de la mercancía se encuentra encriptada la vivencia que convierte la vida capitalista en ruina, en «vida que no vive»: el trabajo abstracto, cuya abstracción cosificadora es retenida en la petrificación alegórica. La alegoría barroca es una configuración que se sitúa en el contexto de la Contrarreforma y que reúne a su alrededor la melancolía como forma declinante de subjetividad, lo ruinoso y sufriente de la historia como su objeto privilegiado y la calavera como su emblema característico. Por su parte, la alegoría moderna se enmarca en el «primer capitalismo avanzado»130 y es una configuración que reúne a su alrededor el «Spleen» como crítica del «sujeto trascendental» de la historia,131 el «mundo dominado por sus fantasmagorías»132 como su objeto privilegiado, y la mercancía como su emblema mayor. La alegoría moderna habla ya no sólo de un desalojo de la totalidad, sino también de las bases sociales de ese desmoronamiento. En sus notas sobre Baudelaire plantea Benjamin con claridad la potencia de la alegoría a la vez como crítica estética y denuncia social: «la alegoría, precisamente por su furor destructivo, participa en la expulsión de la apariencia que emana de todo ‘orden dado’ –sea en el arte, sea en la vida– como apariencia de totalidad, o de lo orgánico que los transfigura, ha128 Lindner, Burkhardt, «Allegorie», en Opitz, M. y Wizisla, E. (comps.), Benjamins Begriffe, cit., p. 72 (todas las traducciones nos pertenecen). 129 «Las alegorías representan lo que la mercancía hace de las experiencias que tienen los hombres de este siglo.» (Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 336) 130 Ibíd., p. 385. 131 «Para el spleen, el que yace en la tumba es el ‘sujeto trascendental’ de la historia.» (Ibíd, p. 339) 132 Ibíd., p. 62.

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ciendo que parezcan llevaderos. Y ésta es la tendencia progresiva de la alegoría.»133 En la revitalización de la alegoría por parte de Baudelaire, veía Benjamin el modo en que el poeta se hacía cargo, desde la lírica, del proceso de modernización y sus víctimas. Con la alegoría, Baudelaire sancionaba la marcha ruinosa, la caducidad, como rasgo esencial de la modernidad. Los áridos rebus de la alegoría, jeroglíficos de la gran ciudad, mostraban el vaciamiento del tiempo en el abismo de la moda, la disolución de la experiencia en la cosificación de los escaparates, la abstracción de lo humano en la vivificación de la mercancía, la fantasmagoría del progreso en el retorno de lo siempre-igual. La pérdida que preside esta alegoría moderna no es tanto el desalojo de la trascendencia, sino la destrucción de la experiencia por la vivencia del shock, de la modernización acelerada. De allí que los dos ejes sobre los que gravita la interpretación baudelaireana de la alegoría sean «por un lado la imagen de la gran ciudad como ruina, y por otro la imagen de la mercancía, y ligada a ella, la de la prostituta.»134 La gran ciudad como acumulación de deshechos, y la cosificación de las relaciones humanas en la mercancía: el desmembramiento alegórico reconoce estas experiencias e intenta expresarlas con su forma informe. Es en el contexto de sus aclaraciones sobre la alegoría en Baudelaire que Benjamin aclara con nitidez el sentido del encriptamiento alegórico, de su carácter anamórfico, jeroglífico. Toda la crítica benjaminiana al concepto tradicional (clásico-romántico) de alegoría insistía en que ella no es una mera imagen ilustrativa que recubriría, como un velo, una abstracción conceptual, un precepto moral, un contenido previo y meramente recubierto por la imagen, pero enunciable de manera transparente (simbólica). La alegoría no se juega en la dialéctica entre velo (imagen) y profundidad interpretativa (precepto moral), sino en la diseminación de fragmentos y el trabajo de desciframiento. «La alegoría conoce muchos enigmas, pero ningún misterio. El enigma es un fragmento que forma un conjunto con otro, en el que encaja. Del 133 Ibíd., p. 339. 134 Lindner, B., «Allegorie», cit., p. 73.

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misterio se habló desde siempre con la imagen del velo, que es un viejo cómplice de la lejanía.» 135 Este pasaje resulta fundamental para hacernos una idea del modo en que opera la alegoría: no hay nada por detrás de ella, ningún precepto moral, ninguna lejanía, ella no es una mera sobrecodificación que realzaría la profundidad (y autoridad) del misterio: la alegoría es el trabajo desde la superficie misma de los fragmentos. De allí extrae Benjamin (de un modo que lo aproxima a Freud) el paralelo entre la alegoría y el trabajo del recuerdo: Para el recuerdo, el saber humano es una obra fragmentaria en un sentido especialmente conspicuo: a saber, como el montón de piezas recortadas arbitrariamente que componen un puzzle. Una época poco amiga de la meditación conserva en el puzzle la actitud de ésta. Es en particular la del alegórico. El alegórico toma por doquier, del fondo caótico que le proporciona su saber, un fragmento, lo pone junto a otro, y prueba a encajarlos: ese significado con esta imagen, o esta imagen con ese significado. El resultado nunca se puede prever; pues no hay ninguna mediación 135 Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 371. Esta distinción entre enigma y misterio, entre cifrado y velo, entre la proximidad del enigma y la lejanía (aurática) del misterio resulta clave para comprender el concepto benjaminiano de interpretación, su resistencia a la noción hermenéutica de intención, su consecuente anti-subjetivismo. Una concepción que comparte con la Traumdeutung freudiana su preferencia por el «método del descifrado» frente a la «interpretación simbólica» (Freud, Sigmund, La interpretación de los sueños. Obras Completas, vols. IV y V, Buenos Aires, Amorrortu, 1979, 118 ss.), por una interpretación que parta de los fragmentos y no de la totalidad (ibíd., 125 ss.). En su «Actualidad de la filosofía», de 1931, Adorno despliega estas ideas benjaminianas y freudianas para establecer los parámetros de una interpretación materialista opuesta a una interpretación hermenéutica en la medida en que responde al modelo no sustancialista del «enigma», ajeno a la filosofía de la conciencia y su «intención»; un modelo en el que no hay ni velo ni profundidad ni distancia –como en el misterio–, sino superficialidad y piezas sueltas, acertijo. Es de notar que tanto Freud como Adorno plantean que en la interpretación materialista la solución (Lösung) al enigma es su disolución (Auflösung), es decir, no se pasa a un nivel más «profundo» de significación: se disuelve como la esfinge. Véase Freud, S., La interpretación de los sueños, cit., p. 122 y Adorno, Theodor, Actualidad de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1991, pp. 91-92.

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natural entre ambos.136

La alegoría prepara al lector para la vivencia moderna del shock, para la cosificación del mercado, para lo irredento de la vida en el «alto capitalismo», mostrándole el puzzle como modelo de la experiencia.137 El heroísmo de Baudelaire consistiría en la lucidez de haber advertido el desmembramiento de la experiencia y en la audacia de haber ofrecido un blindaje (alegórico) al hombre moderno (una cripta en la que el sentido pueda aún cifrarse –de manera siempre desfigurada– en la era de su disolución). De allí que Benjamin pueda ver en el trapero, ese recolector de piezas sueltas de la experiencia perdida en la gran ciudad, un verdadero héroe moderno: «El gesto del héroe moderno está prefigurado en el trapero: su paso a tirones, el necesario aislamiento en que realiza su negocio, el interés que muestra por los desechos y desperdicios de la gran ciudad.»138 La experiencia moderna es alegórica en la medida en que se construye a partir de fragmentos entre los que no se plantea «ninguna mediación natural».

IV. Montaje estético Con la imagen del puzzle nos aproximamos al otro concepto que nos planteamos trabajar, el de montaje. De hecho, 136 Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 375. 137 Vale la pena insistir en que este vínculo entre desmembramiento (shock), alegoría, recuerdo y trabajo de desciframiento a partir de la recomposición de fragmentos planteó a Benjamin un permanente cotejo con el psicoanálisis, y en particular con la Traumdeutung, en la que vio una técnica de lectura cifrada próxima a sus intereses: «Hace tiempo que el psicoanálisis descubrió los jeroglíficos [Vexierbilder, que es el término que designa también otra forma in-forme del barroco: la anamorfosis –el Autor] como esquematismos de la labor onírica. Sin embargo, con esta certeza seguimos nosotros, más que la huella del alma, la de las cosas.» (Ibíd., p. 231) Como Benjamin al hablar de la alegoría, también Freud habla del producto del trabajo onírico en términos de rebus (Freud, S., La interpretación de los sueños, cit., p. 286), ese pictograma que debe ser leído en su carácter de imagen. 138 Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 374.

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importantes intérpretes plantean una convergencia directa e inmediata entre ambos conceptos. Peter Bürger, en su influyente Teoría de la vanguardia, equipara alegoría y montaje al desarrollar su concepto de obra de arte vanguardista como obra de arte «inorgánica». La obra «inorgánica» sería una obra alegórica, en la que las partes ya no remiten a un todo sino que son montadas sin lógica jerárquica de ordenación. De allí que pueda afirmar que «el concepto de montaje no introduce ninguna categoría nueva, alternativa al concepto de alegoría».139 Ciertamente, ambas categorías contribuyen a delinear los perfiles de un concepto de obra de arte en la que la totalidad (simbólica) de sentido se apaga junto a la extinción de la «bella apariencia», en la medida en que tanto en la alegoría como en el montaje se parte de la emancipación del fragmento (lo que ya Kracauer reconocía como «método de la disociación de unidades» propio de las dos obras tempranas de Benjamin). Sin embargo, creemos que afirmar de manera unilateral los paralelos aplana conceptual e históricointelectualmente dos categorías que, aunque parten de un suelo común, ofrecen rendimientos diferenciados. Dos categorías que, con toda claridad en el caso de Benjamin, se ligan a universos estéticos, teóricos y políticos diversos. Si la alegoría es una figura de la representación asentada en la experiencia barroca del trastorno del mundo, de la fugacidad y caducidad de lo real,140 la genealogía del montaje remite al contexto profano y estrictamente moderno del capitalismo industrial. El montaje es antes que nada un procedimiento estético eminente, que transformó radicalmente la sensibilidad de las 139 Bürger, P., Teoría de la vanguardia, cit., p. 137. 140 De hecho, la reactualización de la alegoría en un contexto capitalista por parte de Baudelaire –sobre todo en su teoría de la moda como simultánea novedad/caducidad– será vista siempre por Benjamin como una experiencia aislada, no como la regla: en el contexto del progresista siglo XIX el talante ruinoso de la alegoría y su visión apocalíptica de la historia fueron mayoritariamente despreciados. «Por eso la intuición alegórica del siglo diecisiete crea estilo, pero ya no la del diecinueve. Baudelaire, en cuanto alegórico, se quedó aislado.» (Benjamin 2005, 355)

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sociedades capitalistas desarrolladas.141 El montaje acompaña el caos de la experiencia en las grandes metrópolis. La vida urbana es el punto en que se fusiona el montaje de la cadena industrial de producción con el montaje como forma artística –el cine, a la vez procedimiento técnico y estructura de la sensibilidad, es el exacto punto de contacto de estas dos series. De allí que emerja en formas del arte que presuponen la transformación del público en masa, como el cine o el fotomontaje de las revistas ilustradas. Que surja como figuración específicamente visual también tiene que ver con un requisito de la vida urbana: el procesamiento instantáneo de la información. Se comprende así que su traducción en términos literarios se realice en las obras modélicas de la literatura de la gran ciudad: Manhattan Transfer, de John dos Passos (de 1925), y Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin (de 1929). Benjamin participa de este proceso de transformación del montaje en forma de la sensibilidad con un trabajo singular, anterior incluso a la exitosa obra de Döblin. Calle de dirección única, publicada en 1928, representa el intento de traducir la sintaxis sincopada de la experiencia urbana en un registro filosófico.142 Este curioso anti-libro, que pudo ser considerado «una de las obras más significativas de la vanguardia literaria alemana del siglo XX»,143 realiza una operación de apropiación de las vanguardias constructivistas que se puede reconocer en múltiples niveles144. 141 Véase Amiel, Vincent, Estética del montaje, Madrid, Abada, 2005. 142 Tempranamente lo vio Ernst Bloch, en el mismo año 1928, en su reseña del libro de Benjamin. Según Bloch, Benjamin testimonia la crisis de las grandes formas y la irrupción de la forma «revista» en la filosofía, que en Einbahnstraße «se presenta como una improvisación pensada, un escombro de la coherencia agrietada, una sucesión de sueños, de aforismos, de consignas entre las que, en el mejor de los casos, una afinidad electiva espera instaurarse transversalmente. Si por lo tanto la ‘revista’, en virtud de sus posibilidades metódicas, es un viaje a través de la época que se vacía, el ensayo de Benjamin presenta unas fotos de ese viaje, o enseguida mejor: un fotomontaje.» (Bloch, Ernst, Erbschaft dieser Zeit. Werkausgabe Band 4, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1985, p. 369) 143 Witte, B., Walter Benjamin, cit., p. 65. 144 Sobre la relación de Benjamin con las vanguardias constructivistas véase Köhn, E., «Konstruktion des Lebens. Zum Urbanismus der berliner Avantgarde», cit.; Schöttker, D., «Reduktion und Montage. Benjamin, Brecht und die

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Sólo mencionaremos (1) la asunción del montaje como forma fragmentaria de escritura (el libro consiste en aforismos sin conexión intrínseca que versan sobre los más diversos temas); (2) la especial atención a la presentación visual del libro como objeto, reconocible no sólo en el famoso fotomontaje de Sasha Stone que abarca tapa y contratapa, sino en el cuidado trabajo editorial y tipográfico reductivo y anti-ornamental, incluido el inusual (para la época) uso de las sans serif (fotomontaje y tipografía fueron dos ramas fundamentales de la vanguardia constructivista); (3) el planteo de la vida urbana como tópico de dignidad filosófica; (4) la radical alteración de las representaciones tradicionales del artista y del intelectual, en reemplazo de las cuales aparecen, provocativas, las del montador y el ingeniero.145 A partir de este trabajo, nociones y prácticas centrales de la estética constructivista –construcción, reducción, montaje, interrupción, técnica, función, ingeniero, experto, etc.–, puestas a operar en el horizonte (también constructivista) de la promesa de amalgamar arte y técnica en función de una transfiguración de la vida cotidiana de las masas urbanas, estarán presentes en todo el itinerario benjaminiano posterior, sobre todo en sus trabajos sobre Brecht, en sus famosos artículos sobre arte técnico (fotografía y cine), y en el complejo del proyecto sobre los Pasajes. Se trata, claramente, de un marco diferente al contexto de donde surge (y en el que se desarrolla) la noción benjaminiana de alegoría. En ambos casos se parte de una resistencia contra konstruktivistische Avantgarde», cit.; Schöttker, D., Konstruktiver Fragmentarismus, cit.; Jennings, Michael, «Trugbild der Stabilität. Weimarer Politik und Montage-Theorie in Benjamins ‘Einbahnstraße’», en Garber, K. y Rehm, L., global benjamin, cit.; Schwartz, F., «The eye of the Expert: Walter Benjamin and the Avant Garde», cit.; García, Rafael, «i10 una revista de vanguardia», en Cuaderno de notas, Madrid, n° 10, 2004. Es notable la escasa atención que se le ha prestado a esta relación en la bibliografía en castellano. Una importante excepción es Wizisla, Erdmut, Benjamin y Brecht. Historia de una amistad, Buenos Aires, Paidós, 2007. 145 Una provocación presente nada menos que desde la propia dedicatoria del libro: «Esta calle se llama / CALLE ASJA LACIS, / nombre de aquella que / COMO INGENIERO / la abrió en el autor» (Benjamin, W., Dirección única, cit., p. 13 –variaciones tipográficas de Benjamin).

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la obra como totalidad orgánica. Pero si la alegoría muestra esta resistencia por ser expresión de una catástrofe de dimensiones escatológicas, operando en un terreno en el que no podríamos prescindir de la teología, el montaje emerge del mundo profano de la técnica industrial moderna. Para evaluar las similitudes y las diferencias entre la alegoría y el montaje deberíamos ponderar la distancia que media entre el melancólico y el ingeniero.146 Ciertamente, tanto el melancólico como el ingeniero son figuras que, en Benjamin, confluyen en la figura mayor del trapero, ese historiador materialista de los desechos. Pero si el melancólico se encuentra fijado en la pérdida, como el ángel de la historia clava su mirada melancólica en una barbarie irredimible, el ingeniero es el modelo de ese «concepto nuevo, positivo, de barbarie»147 que emerge de la pobreza de experiencia moderna, y que aspira a una nueva construcción, «a comenzar desde el principio; a empezar de nuevo; a pasárselas con poco; a construir desde poquísimo y sin mirar ni a diestra ni a siniestra.»148 Si el sujeto es en un caso el melancólico contemplativo, 146 Divergencia análoga a que plantea Benjamin entre el mago y el cirujano, en su famoso ensayo sobre la obra de arte (Benjamin, W., Poesía y capitalismo, cit., p. 43). Ambos contrapuntos pueden ser enmarcados en la gran tensión entre magia y técnica que preside todo el arco de su pensamiento. Esa tensión, en términos de las vanguardias de su época, es la tensión que plantea la simultánea recepción benjaminiana de las corrientes simbolistas que desembocan en el surrealismo, y las corrientes constructivistas que se condensan en el arte y la estética de Brecht. Pensar la confluencia de «teología y marxismo» en Benjamin es pensar, también, su simultánea recepción de surrealismo (iluminación, ebriedad, desechos de la historia, kitsch, etc.) y constructivismo (técnica, montaje, construcción, interrupción, etc.). Alegoría y montaje, barroco/simbolismo y racionalismo/constructivismo, teología y marxismo, son dualidades que forman parte de una misma serie de elementos convergentes/divergentes. Lo más estimulante del pensamiento benjaminiano es esa alquímica barra que une y separa sustancias tan disímiles. En este marco habría de entenderse un pasaje programático como el que sigue: «Comprender juntos [umfassen] a Breton y Le Corbusier: eso supondría tensar como un arco el espíritu de la Francia de hoy, desde donde el conocimiento alcanzaría al instante en mitad del corazón.» (Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 462 [trad. modificada]) 147 Benjamin, W., Poesía y capitalismo, cit., p. 169. 148 Ibíd.

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y en el otro el ingeniero que interviene activamente, el emblema fundamental es en un caso es la calavera, mientras que en el otro lo es el fotomontaje; el contexto histórico es el desalojo de toda trascendencia en la modernidad temprana, en un caso, y la apuesta por las posibilidades del arte técnico del alto capitalismo, en el otro. Incluso en los matices habría que probar las diferencias: ¿qué detritus pretende mostrarse en cada caso? Si en la alegoría el fragmento es ruina, cadáver, emblema de la caducidad, el montaje trabaja con documentos de la vida cotidiana, trozos de lo real, como lo aclara Benjamin al hablar nada menos que de Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin: El principio estilístico de este libro es el montaje. Folletines pequeñoburgueses, historias escandalosas, desgracias, (…) canciones populares y anuncios atraviesan este texto. El principio del montaje hace estallar la novela, su forma y su estilo, y abre nuevas posibilidades, muy épicas, principalmente en relación a la forma. De hecho, el material del montaje no es para nada azaroso. El verdadero montaje está basado en el documento. En su fanática batalla contra la obra de arte el dadaísmo hizo uso de él para aliarse con la vida cotidiana. Por primera vez, aunque de manera tentativa, proclamó la soberanía de lo auténtico. En sus mejores momentos, el cine nos ha preparado para eso.149

Aunque ambos puedan ser reunidos en la metáfora del puzzle (en la disolución de la continuidad del sentido a partir de la disgregación de los fragmentos y la rearticulación –según una lógica exterior– de los elementos así descompuestos), la alegoría reclama siempre una resolución teológica ausente en el montaje. La alegoría es al montaje lo que el jeroglífico al cartel publicitario.150 V. Montaje filosófico Pero la principal singularidad de la recepción benjaminia149 Benjamin, Walter, Gesammelte Schriften, ed. R. Tiedemann y H. Schweppenhauser, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1972-1989, tomo III, p. 232. 150 «La tensión entre el emblema y la imagen publicitaria permite medir los cambios que se han producido en el mundo de las cosas desde el siglo XVII.» (Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 355)

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na del procedimiento del montaje es haberlo convertido en una clave de su singular materialismo histórico. El montaje estético es trasladado a un contexto histórico-filosófico, con consecuencias de máxima relevancia. Benjamin inscribe el montaje en el centro de la sección metodológica del proyecto de los Pasajes, el legajo N, sobre «Teoría del conocimiento, teoría del progreso», es decir, la sección del trabajo sobre los Pasajes que más presencia tuvo en la redacción de las tesis «Sobre el concepto de historia». El montaje, así, emerge inicialmente en las vanguardistas bromas filosóficas de Einbahnstraße, pero se extiende hasta ese testamento (tenido usualmente por «melancólico») que son las tesis sobre la historia. En el legajo N se dice: «Este trabajo tiene que desarrollar el arte de citar sin comillas hasta el máximo nivel. Su teoría está íntimamente relacionada con la del montaje.»151 O también: «Método de trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos.»152 Vemos nuevamente articulados el método del descifrado, el anti-subjetivismo, la negación de la «profundidad» (del «velo» y su «distancia»), planteados ahora como la ambición de un anti-hermenéutico collage filosófico. Realizar una protohistoria de lo moderno en el momento de su crisis, recomponer las ruinas de la burguesía para encontrar las vías de un nuevo sentido, reclamaba el método del montaje. Y, según Didi-Huberman, no sólo en Benjamin: (…) es un poco como si, históricamente hablando, las trincheras abiertas en la Europa de la Gran Guerra hubieran suscitado, tanto en el terreno estético como en el de las ciencias humanas –recordemos a Georg Simmel, Sigmund Freud, Aby Warburg, Marc Bloch–, la decisión de mostrar por montaje, es decir por dislocaciones y recomposiciones de todo. El montaje sería un método de conocimiento y un procedimiento formal nacido de 151 Ibíd., p. 460. 152 Ibíd., p. 462.

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la guerra, que toma acta del «desorden del mundo»153

Si con la alegoría Benjamin intentaba hacerse cargo del carácter sufriente de la historia en una época de guerra de religión y de progresiva secularización, con el montaje, de manera análoga, da cuenta de una pérdida, de una disolución, de una crisis de sentido en una época de guerra mundial y de desmoronamiento del mundo burgués decimonónico. De allí la importancia de reconocer que el montaje es en Benjamin ya no sólo un dispositivo estético, sino eminentemente una herramienta históricofilosófica de primer orden. Fue, como ya sugerimos, Ernst Bloch quien tempranamente comprendiera que el sentido del montaje no se reducía a lo estético. Desde la perspectiva del reciente fin de la República de Weimar en el triunfo de Hitler, Bloch destacó en Herencia de este tiempo, de 1935, la construcción vanguardista del montaje como significativa renovación de la percepción, el arte y la literatura en el siglo XX. Desde los experimentos teatrales y lingüísticos (de «transformación funcional» de formas vaciadas y de contenidos ideológicamente exhaustos) de Brecht, pasando por el ensayo de prosa filosófica de Benjamin, hasta el surrealismo, ve Bloch retrospectivamente una serie de tendencias, latencias y excedentes que le presentan una digna «marca» [«Merke»] historico-filosófica para el futuro.154 153 Didi-Huberman, G., Cuando las imágenes toman posición, cit., pp. 97-98. 154 Fürnkäs, Josef, Surrealismus als Erkenntnis. Walter Benjamin – Weimarer Einbahnstraße und Pariser Passagen, Stuttgart, Metzlersche Verlagbuchhandlung, 1988, p. 251. Para Bloch, el montaje no tenía sólo un rendimiento artístico sino también el mérito histórico-filosófico de mostrar lo que no se mostraba (el caos sin idealizar), y de abrir la perspectiva de un sensorium futuro (en el que emergiera un orden insospechado de ese caos). Escribe en 1935: «El montaje (…), con el empleo de modelos cortos y despreciados, indudablemente no ha llegado a su fin. En los sondeos transversales de Benjamin se muestra: el montaje saca (…) de cierta improvisación, lo que antes habría sido arbitrario; de alguna marcada interrupción, lo que antes habría permanecido sólo como perturbación inadvertida. El montaje extrae un medio de intervención a partir de formas desestimadas o sospechadas, a partir de formas antaño consideradas de segunda mano. Desde los significados-ruinas de las granes obras en desmoronamiento, y desde la maleza, saca un material confeccionado de manera ya no

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Detrás del montaje, tanto como detrás de la alegoría, está la experiencia de una pérdida. Y en ambos casos la disolución del sentido tiende a expresarse con rasgos visuales: si Benjamin había dicho que «[e]l interés originario por la alegoría no es lingüístico, sino óptico»,155 tanto más pregnante será la importancia de lo visual en el caso del montaje, que tiene a dos artes visuales, el cine y la fotografía, como su campo de experimentación más temprano y más rico. La más contundente inscripción del montaje como eje de un programa filosófico de vasto alcance, en el que la imagen se torna modelo de la construcción de una historia ya no teleológica, se da en el siguiente paso del proyecto de los Pasajes: Un problema fundamental del materialismo histórico, que finalmente tendrá que ser abordado: ¿se tiene que adquirir forzosamente la comprensión marxista de la historia al precio de su captación plástica [Anschaulichkeit]? O: ¿de qué modo es posible unir una mayor captación plástica con la realización del método marxista? La primera etapa de este camino será retomar para la historia el principio del montaje. Esto es, levantar las empalagosa. Entretanto, el montaje es una vía hacia una nueva ‘configuración de Pasaje’ a través de las cosas, y hacia la exposición de lo que hasta el momento era remoto. Por otro lado, en algunos curiosos experimentos de los surrealistas, de Max Ernst hasta Aragon, el montaje es una forma de cristalización del caos sobrevenido, que intenta reflejar de manera extravagante el orden venidero.» (Bloch, E., Erbschaft dieser Zeit, cit., p. 227) No debemos olvidar que Herencia de este tiempo es el libro en el que Bloch despliega su concepto de Ungleichzeitigkeit (asincronía o no-simultaneidad), tan próximo a la defensa benjaminiana de una condensación instantánea (fotográfica) de la temporalidad que intercala pasado y presente en un «ahora de cognoscibilidad» (véase ibíd., segunda parte, «Ungleichzeitigkeit und Berauschung» [«Asincronía y embriaguez»]). En Bloch tanto como en Benjamin se plantea un vínculo intrínseco entre una teoría del montaje (cinematográfico, teatral, fotográfico, plástico y literario) y una perturbadora teoría cualitativa de la temporalidad como asincronía de tiempos. También en ambos casos, montaje y asincronía son concebidos como conceptos con los que la izquierda intelectual de entreguerras debía hacer frente a la emergencia del fascismo. Ellos cumplen con el doble reclamo de expandir las formas limitadas de conciencia burguesa y de resistirse a la recaída en una simple (y fascista) disolución de la conciencia. En el montaje, técnica y «embriaguez» se dan la mano. 155 Benjamin, W., Libro de los Pasajes, cit., p. 342.

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grandes construcciones con los elementos constructivos más pequeños, confeccionados con un perfil neto y cortante. Descubrir entonces en el análisis del pequeño momento singular, el cristal del acontecer total. Así pues, romper con el naturalismo histórico vulgar. Captar la construcción de la historia en cuanto tal. En estructura de comentario.156

El montaje aparece en este pasaje nada menos que como la herramienta para la renovación y realización del método marxista, esto es, la superación de la ideología del progreso y la crítica del historicismo vulgar (que es en Benjamin el aliado ideológico del reformismo socialdemócrata). El montaje como imagen del «desorden del mundo» es reconducido por Benjamin al ámbito de la construcción histórica, como representación de un desorden del tiempo. Así logra «articular paradojas concretas de montajes visuales con paradojas teóricas de montajes temporales mediante los cuales se define toda la filosofía del tiempo según Benjamin».157 Así como en el collage dadaísta se rompía la relación de la parte con el todo y el shock reemplazaba la contemplación recogida, en el montaje histórico benjaminiano se desconecta el acontecimiento particular a un sentido trascendente (se desaloja toda teodicea), y la empatía con el vencedor es desplazada por la interrupción del continuum de la historia. Crítica del «progreso» y recuperación de la «imagen», del carácter plástico o visual (bildlich) del saber, son una y la misma cosa: para conceptualizar la interrupción del continuum histórico en un súbito lazo del presente con su pasado se precisa de una imagen que vehiculice la condensación de presente y pasado.158 Como en la interpreta156 Ibíd., p. 463. 157 Didi-Huberman, G., Ante el tiempo., cit., p. 163. 158 Si dispusiésemos de más espacio, deberíamos sacar también las consecuencias políticas de esta filosofía de lo figural, de la imagen. Ellas se concentran en la idea de «espacio de la imagen» (Bildraum) desarrollada en el ensayo sobre el surrealismo (en Weigel, Sigrid, Cuerpo, imagen y espacio en Walter Benjamin. Una relectura, Buenos Aires, Paidós, 1999, se puede encontrar un interesante desarrollo de este concepto). Así como la imagen, en un contexto histórico,

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ción freudiana de los sueños, también en la historiografía benjaminiana el «trabajo de condensación [Verdichtung]» histórica remite necesariamente a un «miramiento por la figurabilidad», a una «trasposición de los pensamientos en imágenes».159 La mera diacronía de la historia (como progreso, evolución, continuum)

descompone el historicismo vulgar en astillas de «tiempo-ahora», fragmentos monádicos (fotográficos) que liberan las energías de la historia en un montaje de pasado y presente, del mismo modo la imagen, en un contexto político, ataca al reformismo etapista socialdemócrata y reclama la actualización revolucionaria, instantánea, de la «imagen», la realización histórica de ese espacio sensible del imaginario colectivo en que las masas condensaron oníricamente su deseo utópico. «Organizar el pesimismo no es otra cosa que transportar fuera de la política a la metáfora moral y descubrir en el ámbito de la acción política el ámbito de las imágenes [Bildraum] de pura cepa.» (Benjamin, W., Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus, 1980, p. 60) Y continúa Benjamin en el párrafo final del ensayo, críptico y oscuro si no lo inscribimos dentro de este concepto histórico-político de la «imagen»: «allí donde una acción sea ella misma la imagen, la establezca de por sí, la arrebate y la devore, donde la cercanía se pierda de vista, es donde se abrirá el ámbito de imágenes [Bildraum] buscado, el mundo de actualidad integral y multifacética en el que no hay ‘aposento noble’, en una palabra, el ámbito en el cual el materialismo político y la criatura física comparten al hombre interior (…). Cuando cuerpo e imagen se interpenetran tan hondamente, que toda tensión revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen descarga revolucionaria, entonces, y sólo entonces, se habrá superado la realidad tanto como el Manifiesto Comunista exige.» (Ibíd., pp. 6162) «Imagen» o «espacio de la imagen» (Bildraum) es la expresión benjaminiana para una instantaneidad sensible, una repentina inervación, que es corporal y colectiva, y que tiene los rasgos estructurales del shock: interrupción, instantaneidad e intensidad. Es un momento súbito de descarga de energía acumulada. Y siempre tiene un doble sentido: por un lado testimonia una petrificación (en la imagen se «detiene» o «suspende» el flujo de un acaecer vital) que remite a la cosificación capitalista. Pero también explora, en esa cosificación, las posibilidades de reacción ante ella. Pues esa imagen, «inquietud petrificada», coagula un flujo de energías políticas que en un momento propicio («Jetztzeit» como kairós) explota. La imagen es una condensación de intensidades, una mónada, «constelación saturada de tensiones» alojada en el inconsciente histórico y preparada para el estallido revolucionario. El «espacio de la imagen» es el terreno del trabajo sensible, colectivo e inconciente de la utopía en el mundo de las fantasmagorías, es el espacio surrealista en el que el «viejo topo» marxista excava las calles del capitalismo de consumo. 159 Freud, S., La interpretación de los sueños, cit., p. 350.

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es interrumpida por la sincronía de la imagen, por su cristalización monádica. Se plantea así una concepción anacrónica, asincrónica de tiempos superpuestos, intercalados, de tiempos en montaje. Tal es el sentido de la cita entre pasado y presente que preside la construcción histórica benjaminiana: la historia como sentido que se ausenta va dejando caer los desechos con los que el materialista histórico –«Un trapero, al amanecer: en la alborada del día de la revolución»160 – recompone un nuevo sentido en un montaje que «salva» lo no-sido del pasado.

VI. Alegoría, montaje y postdictadura Naturaleza muerta de lo moderno, significante que se sustrae a su significado (como la calavera se separa de la bella totalidad orgánica de su cuerpo), árida materialidad de imágenes que se resisten a la significación, taquigrafía del horror, jeroglífico de una vida que no vive: eso fue la alegoría para Benjamin. El montaje intentó, bajo el presupuesto de ese tiempo vaciado, de esa era ahuecada, construir sin embargo un sentido posible a partir de esos despojos. Las artes de la alegoría y las del montaje reclaman un tipo intelectual singular: el trapero. Pero si con la alegoría el trapero posa su mirada triste sobre lo no-sido, con el montaje intenta actualizarlo: sabe que el pasado encriptado en el sueño de la historia debe ser despertado. Este trabajo ha privilegiado el análisis de ciertas conceptualizaciones benjaminianas complejas, que demandan una delicada atención. Sin embargo, creemos que un tal análisis tiene un rendimiento no sólo erudito, sino también presente. Tal como dijimos al comienzo, las elaboraciones benjaminianas han tenido un impacto de importancia en los debates sobre el legado del exterminio, tanto en las «políticas de la memoria» en disputa, cuanto, específicamente, las preguntas por una «memoria visual» del horror. Quisiéramos terminar este artículo apuntan160 Benjamin, W., «Prólogo: Sobre la politización de los intelectuales», en Kracauer, Siegfried, Los empleados, Barcelona, Gedisa, 2008, p. 101.

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do la eficacia que estos dispositivos benjaminianos tienen para la actualidad desde la que estas líneas fueron escritas, para un presente sudamericano particular: la escena de la «postdictadura» como contexto de elaboración del trauma de la historia en el choque entre «memorias» en disputa. Si Benjamin desplegó las estrategias de la alegoría y del montaje para pensar tiempos de guerra, crisis y quiebre de sentidos, parece adecuado plantear la pregunta por la pertinencia de esos conceptos para pensar las crisis del presente. En este sentido, quisiéramos interrumpir este trabajo abriéndolo en la dirección de dos indicaciones, a ser desarrolladas, sobre la relación entre estas conceptualizaciones benjaminianas y los problemas de la «postdictadura» en los países latinoamericanos. En primer lugar, debe destacarse el modo en que ambas nociones benjaminianas han tenido ya una productiva eficacia para pensar los problemas de la «representación del horror» en América Latina. Nos referimos, por un lado, a la lectura de la ficción latinoamericana postdictatorial desde las claves de la alegoría, y en especial a Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo de Idelber Avelar, que se apropia de la recuperación benjaminiana del concepto. Avelar enfatiza el vínculo que plantea Benjamin entre la alegoría y el duelo por las ruinas y los destrozos. La alegoría como tropología de un tiempo póstumo permitiría una lectura privilegiada del tiempo postdictatorial en América Latina: la postdictadura pone en escena un devenir-alegoría del símbolo. En tanto imagen arrancada al pasado, mónada que retiene en sí la sobrevida del mundo que evoca, la alegoría remite antiguos símbolos a totalidades ahora quebradas, datadas, los reinscribe en la transitoriedad del tiempo histórico. Los lee como cadáveres.161

La petrificación de la historia, la extinción de la trascendencia del sentido y la crisis de las visiones totalizantes que la alegoría vehiculiza resultarían especialmente pertinentes para pensar los tiempos postdictatoriales como tiempos de la derrota 161 Avelar, Idelber, Alegorías de la derrota. La ficción postdictatorial y el trabajo del duelo, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2000, p. 22.

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y del duelo. Así, «derrota histórica, inmanentización de los fundamentos de la narrativa y alegorización de los mecanismos ficcionales de la representación, serían teóricamente coextensivos, cooriginarios.» (Ibíd., p. 27) Por otro lado, también podemos encontrar la idea y la práctica del montaje, tanto en trabajos más teóricos sobre memoria, cuanto en una serie importante de ensayos fotográficos de los últimos años. En el caso de Memorias en montaje. Escrituras de la militancia y pensamientos sobre la historia, de Alejandra Oberti y Roberto Pittaluga, estamos ante un trabajo teórico que no sólo incluye un importante apartado exclusivamente dedicado al problema de la memoria en Benjamin,162 sino que inserta el concepto de «montaje» en el propio título de un trabajo que enfatiza la inflexión política del mismo, ensayando una suerte de ejercicio de memoria que, a la manera de la rememoración que se construye como un montaje, muestra las uniones, las costuras y los empalmes entre las distintas piezas. Pues justamente para que nuestra tarea de escritura no aparezca naturalizada es que exhibimos su carácter de artificio y su dimensión política».163

Pero más importante aun resulta el recurrente uso de los recursos del montaje en muchos artistas de la posdictadura que encontraron en él no sólo una herramienta artística, sino también una poderosa e iluminadora maquinaria histórica, e incluso una clara estrategia política. En diversos trabajos de Lucila Quieto, Gabriela Bettini, Gustavo Germano, María Soledad Nívoli, Nicolás Guagnini, entre otros, encontramos que el montaje opera como paradigma fundamental en muchas de sus estrategias visuales, que también son políticas de la memoria.164 Como sugerimos en otro lugar,165 la utilización del montaje por parte de estos

162 Oberti, Alejandra y Pittaluga, Roberto, Memorias en montaje. Escrituras de la militancia y pensamientos sobre la historia, Buenos Aires, El cielo por asalto, 2006, pp. 192-211. 163 Ibíd., p. 35. 164 Muchos de estos artistas mantienen blogs o páginas web en los que se puede acceder a sus obras. 165 Véase el trabajo «Memorias en montaje. Imagen, tiempo y política en la

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artistas no está desligada de una actitud que parece superar la fijación melancólica en la pérdida y, en base a los documentos de lo sido, abrirse a la construcción –artificial, ficcional– de nuevos sentidos. En segundo lugar, y ya para terminar, la otra hipótesis implícita en este trabajo, y que apunta a desarrollos futuros, es la siguiente: la alegoría es al montaje, según Benjamin, lo que la melancolía al luto según Freud. Si en la alegoría hay una fijación en la pérdida que reduce al yo y lo aparta de la acción en la dirección de la absorción meditativa del melancólico (como en el caso paradigmático de la «incapacidad para decidir» del príncipe Hamlet),166 en el montaje hay un verdadero trabajo que, a partir de la pérdida, construye nuevos lazos y conexiones de sentido que apuntan directamente a la acción, e incluso, en el caso de Benjamin, a la acción política. Sin embargo, como lo plantea Avelar, deberíamos ir más allá de la esquemática dicotomía freudiana, y más bien pensar las contaminaciones entre los trabajos de la melancolía (que insiste testaruda en lo que no fue)167 y los del luto, entre las formas de la alegoría y su desmembramiento

melancólico, y las apuestas de resignificación del montaje y su trabajo constructivo. Después de todo, esas superposiciones –que plantean una serie de diferencias en base a un punto de contacto básico, la muerte– fueron el objeto principal de este trabajo.

Argentina reciente», en el presente volumen. 166 Véase Benjamin, W., El origen del drama barroco alemán, cit., pp. 56 ss. 167 En Gundermann, Christian, Actos melancólicos. Formas de la resistencia en la postdictadura argentina, Rosario, Beatriz Viterbo, 2007, se puede encontrar incluso una defensa de los «actos melancólicos» (frente al «duelo» entendido como trabajo de reconciliación con la muerte) como gesto de intransigencia y de resistencia en el contexto postdictatorial de disolución de los grandes relatos, de crisis del marxismo y de violenta irrupción del neoliberalismo.